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FRANCOIS CHÁTELET Y GÉRARD MAIRET (EDS.)
Historia de las ideologías
AKAL UNIVERSITARIA Serie Interdisciplinar Director de la serie: José Carlos B erm ejo Barrera
Diseño interior y cubierta: RAG
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Título original Les ideologies © Librairie Hachette, 1978 © Ediciones Akal, S. A., 1989,2005,2008 para lengua española Sector Foresta, 1 28760 Tres Cantos Madrid - España Tel.: 918 061 996 Fax: 918 044 028 www.akal.com
ISBN: 978-84-7600-375-6 Depósito legal: M-30.355-2008 Impreso en Fer Fotocomposición (Madrid)
FRANgOIS CHATELET Y GÉRARD MAIRET (EDS.) Luc Brisson, Odilon Cabat, Héléne Clastres, Christian Descamps, Pierre Geoltrain, Michel Gitton, André Glucksmann, Pierre Griolet, Jacques Harmand, Ahmad Hasnawi, Michel Korinman, Jean Lagerwey, Charles Malamoud, Pierre-Fran90is Moreau, Évelyne Pisier-Kouchner, Rafael Pividal, Maurice Ronai, Louis Sala-Molins, Francis Schmidt, Joel Schmidt, Mohammed-Allal Sinaceur, Jean-Louis Tristani
HISTORIA DE LAS IDEOLOGÍAS Traducción de: Tom o I y II: Jo rge Barriuso Tom o n i : R ené Palacios
akal
INTRODUCCION GENERAL
Esta serie se compone de tres tomos: I. De los faraones a Carlomagno (hasta el siglo vil de nuestra era), II. De la Iglesia al Es tado (de los siglos vil a xvii), III. De Rousseau a Mao (de los si glos xviii al xx). Su objetivo es a la vez ambicioso y modesto. Ambicio so, ya que se trata nada menos que de presentar de una forma clara y objetiva las civilizaciones (y las culturas) que han marcado la evo lución de las sociedades, enfrentadas a una naturaleza adversa y des garradas por sus conflictos, algunas de las cuales han legado nocio nes, imágenes y valores constitutivos de nuestra sociedad actual. Mo desto, porque no se trata aquí, en absoluto, de elaborar una historia del pensamiento, desde sus aspectos colectivos o inconscientes a sus expresiones más reflexivas, religiosas o filosóficas. Modesto también ya que hemos renunciado, salvo casos excepcionales, a analizar las filiaciones y las influencias, y hemos querido, sobre todo, marcar el surgimiento de actitudes nuevas inventadas por los pueblos para afir mar su identidad, consolidar su poder y reconocerse en los laberin tos del cielo y la tierra, del deseo y la palabra, de los sueños y las realidades. Para caracterizar estas actitudes en lo que tienen de especifico, hemos resuelto utilizar el término ideología. Término ciertamente so brecargado de significados en nuestros dias: representaciones colec tivas y cimiento de una sociedad según la sociología clásica; proyec ción en un imaginario tranquilizador de una situación real contra dictoria e insostenible para Ludwig Feuerbach; velo intelectual, «jus tificación moral y aroma espiritual», difundidos por la clase domi nante para enmascarar y marcar su dominación, según Karl Marx; lugar de una retórica incapaz de justificar la producción de sus con ceptos y expresión desviada de los intereses de un estrato o de una clase social para Louis Althusser; trastero donde se apilan desorde nadamente todos los errores y todas las tonterías, es decir, las ideas del adversario, según la acepción corriente hoy en día. La ideología es, cuando menos, una noción confusa. 5
Pedimos al lector que acepte poner entre paréntesis estas múlti ples acepciones y los debates que suscitan. No ignoraremos, de nin guna manera, como se verá, la aportación del materialismo históri co en este terreno: éste no sólo ha subrayado la importancia del «efec to ideología», sino que ha profundizado en el análisis de la relación que este último mantiene con los datos materiales y las instancias de •poder. Sin embargo, limitándonos a esta última perspectiva, que in siste en la dimensión de ilusión compensatoria de las ideologías, no obtendríamos más que una ilusión sin compensaciones. Por eso, sólo retendremos un solo sentido que, sin ser plenamente distinto, tiene el mérito de ser claro y hace patente el estatuto material de las ideas. Calificamos de ideología el sistema más o menos coherente de imá genes, ideas, principios éticos, representaciones globales y, asimis mo, gestos colectivos, rituales religiosos, estructuras de parentesco, técnicas de supervivencia (y de desarrollo), expresiones que llama mos ahora artísticas, discursos míticos o filosóficos, organización de poderes, instituciones y enunciados y fuerzas que éstas ponen en jue go, sistema que tiene como fin regular en el seno de una colectivi dad, de un pueblo, de una nación, de un Estado, las relaciones que los individuos mantienen con los suyos, con los extranjeros, con la. naturaleza, con lo imaginario, con lo simbólico, los dioses, las espe ranzas, la vida y la muerte. Este sentido corresponde, aproximadamente, a lo que se entien de en lengua alemana por Weltanschauung, por visión o concepción del mundo, dando por supuesto que ésta implica no sólo el conoci miento, sino también los deseos, las pasiones y las prácticas. Una ideología aparece pues como una conjunción de estos diversos as pectos. Es un medio, el más amplio probablemente, de presentar a una sociedad en sus rasgos empíricos más significativos, en la trama de su vida cotidiana; se dirige, las más de las veces, a lo que los his toriadores contemporáneos llaman la «duración media», para dife renciarlo de la «duración larga», que toma como objeto los modos y las relaciones de producción y las estructuras estables de las áreas de civilización que son las constantes lingüisticas, y para diferenciar lo también de la «duración corta», marcada por acontecimientos, ac tos históricos, hechos singulares y obras. La ideología deja, por con siguiente, sitio a otros tipos de inteligibilidad, a otros análisis diri gidos a temas más profundos o más candentes. Para nosotros, el es tudio de las ideologías así entendidas constituye, desde un punto de vista descriptivo, una especie de introducción a investigaciones más precisas, así como una visión de conjunto del estatuto de las socie dades consideradas. Es también una forma de descubrir ejes carac terísticos en torno a los que se inscribe la especificidad de las cultu ras, y de elaborar cuadros conflictuales, pues una cultura encuentra, las más de las veces, su propia identidad en su tendencia a eliminar a otra. Con esta perspectiva, sería artificial pretender ordenar según una regla única los aspectos múltiples de las distintas configuraciones ideológicas. Mientras que para una las manifestaciones mitico-reli6
giosas pueden constituir la vía de acceso privilegiada, para otra lo será la organización política y para otra más la articulación de lo téc nico con las relaciones de producción y el imaginario social. Por que, repetimos, aquí no se trata de explicar una cultura, sino de pre sentarla según sus modificaciones principales. Esta presentación respeta globalmente el orden tradicional de la cronología. Sin embargo, el lector no dejará de observar en el inte rior de cada volumen saltos, desplazamientos, elipses, vueltas atrás. Esto es porque las materias tratadas aquí, las ensambladuras ideo lógicas y su contenido, han exigido, lógicamente, agrupamientos u oposiciones que implican alteraciones en el curso normal del tiem po. Curso que sólo puede constituir un punto de referencia, un mar co en cuyo interior la búsqueda de la máxima inteligibilidad debe dejar actuar libremente al «espíritu de los pueblos», según sus mani festaciones esenciales y sus objetivos. Baste con decir que no suscri bimos aquí ninguna filosofía de la historia que asegure, a partir de un principio cualquiera (Providencia, Progreso, Eterno Retorno o Razón), la necesidad del pasado y el orden del presente. Además, nos parece que en el interior de esta historia, la disposición geográ fica es un factor decisivo, y hoy más que nunca conviene reconocer su importancia. Esta investigación —en el doble sentido que, hace veinticinco si glos, daba Heródoto al término: temporal y espacial— no puede pre tender ser exhaustiva. Aspira a dibujar, con sus picos, sus valles y sus llanuras, territorios culturales contiguos, intrincados o separa dos y, al mismo tiempo, a delimitar continentes donde se entremez clan vientos y ráfagas, donde fluyen apaciblemente los ríos y donde, como en Macbeth, bosques humanos se lanzan al asalto de las for talezas. Cada uno de los autores domina el tema del que se ha hecho res ponsable. Sólo les hemos pedido una documentación debidamente controlada, un racionalismo minucioso en la argumentación y mu cha claridad en la exposición. En cuanto a la intepretación, no sigue ninguna escuela. La experiencia de la Historia de la filosofía nos ha mostrado, en efecto, que vale más correr el riesgo de cierta dispari dad que cantar al unísono las pobres armonías del dogma. Cada ca pitulo se completa con una bibliografía simple y selectiva que per mita a los lectores proseguir sus investigaciones si el tema evocado les interesa. Esta historia de las ideologías es una tentativa de conectar los mo vimientos de superficie que acompasan la vida de las sociedades con las concepciones profundas que las constituyen y las animan. Es tam bién nuestra historia. Porque, seamos o no nosotros sus herederos hoy, la tenemos presente, ya porque nos sintamos solidarios con ella, ya porque descubramos en ella orígenes que habíamos olvidado, ya porque —lo que no es menos significativo— las rarezas que perci bamos en ella nos inclinen a comprender que el ahora también es extraño. 7
TOMO I
DE LOS FARAONES A CARLOMAGNO (Hasta el siglo VII de nuestra era)
Micbel Gitton Luc Brisson Fran^ois Chátelet Pierre Geoltrain Pierre Griolet Jacques Harmand Jean Lagerwey Ahmad Hasnawi Francis Schmidt Charles Malamoud Jo6l Schmidt Jean-Louis Tristani Mohammed-Allal Sinaceur
PREFACIO
El primer tomo de esta Historia de las ideologías abarca un pe ríodo muy extenso —unos tres milenios—, ya que presenta, en sus primeros capítulos, la cosmología del Egipto faraónico y finaliza con dos estudios dedicados a las relaciones de la autoridad religiosa y el poder político en la época carolingia y en el Islam durante los dos siglos posteriores a la Hégira. Su área geográfica no es menor; cubre todo el Viejo Mundo, desde el continente chino a los confines occi dentales de Europa y las tierras de Africa. En esas condiciones, las pretensiones de exhaustividad, aun descriptiva, resultarían irrisorias. ¿Qué significaría, por otra parte, un catálogo de esa materia com pleja y matizada que son las representaciones que se ha hecho un pue blo de sí mismo, de su mundo y de sus dioses a lo largo de los si glos? Hemos tenido, pues que escoger, es decir, eliminar, privilegiar y proponer a los autores invitados un plan y unas referencias que, por abstractas que fueran, no dejaban por ello de ser una orientación. Esta es arbitraria. Por eso podemos y debemos explicamos. En el primer capítulo, el lector encontrará expuestas las razones que con dujeron a desechar del conjunto de esta obra el análisis de lo que Pierre Clastres designa como «sociedades sin Estado»: es, asimismo, señalar la diferencia entre mitos e ideologías. La ideología, incluso entendida en sentido amplio, implica, en virtud de su constitución, la existencia de un poder central de decisión permanente, de un or den político ordenador y legislador para la comunidad: supone algo parecido a un Estado. Es un efecto desfasado, deformado, retocado las más de las veces de ese poder; se apodera con gusto de los datos legendarios y del fondo imaginario de la sociedad; construye «mito logías». Pero éstas no podrían, según parece, confundirse con los mi tos tal como aparecen en los pueblos amerindios, que aseguran la unidad de la comunidad sin por ello instaurar un centro político. El pensamiento y las representaciones de esas «sociedades sin Estado» no entran en el proyecto de una historia de las ideologías, porque precisamente su naturaleza y su lugar son otros; y eso aun cuando 11
las ideologías se hubieran hecho cargo de ellos para integrarlos en sus configuraciones. ¿Quiere esto decir que la ideología es, de medio a medio, una pro ducción —deliberada o inconsciente, «funcional» o «estructurad»— del poder? El «plan» que hemos propuesto apuntaba a desechar este esquema. El contenido de las diferentes contribuciones, aunque és tas se refieran a temas muy distintos y no obedezcan a ninguna po sición metodológica, pone en evidencia el hecho de que en el inte rior de un conjunto ideológico interfieren campos múltiples y que, en última instancia, el factor que actúa de modo predominante es el de una invención plural. Esas invenciones no son, ciertamente, crea ciones ex nihilo: tienen que luchar contra múltiples inercias: las que resultan del pasado —que, si bien acumula las experiencias, también acumula los errores y las cosas ajadas— las que impone el paisaje —mieses que germinan, pero también cataclismo brutal— tienen que vérselas con la embestida de los sentimientos —miedo o desmesura, despreocupación o parsimonia—, tienen que componer con el códi go de los lenguajes —que los aprisionan en el momento en que los usan— porque la ideología —en el estadio en que debe ser conside rada aquí, diferente en su estatuto a este respecto de las ideologías modernas, adoctrinadas y funcionales, es una mezcolanza, es en tan to que es a la vez un efecto y una afirmación, efecto tributario de la diversidad que la rodea y del poder que la expresa, afirmación de la comunidad que proclama que está viva. La distribución de los capítulos se esfuerza por dar cuenta de ese doble carácter. Asi, los capítulos segundo y sexto analizan las ideo logías en tanto que, a partir de su propio suelo material y mental, del pasado que se dan, del tipo de lenguaje y de lógica por el que se expresan, de las relaciones sociales que las atraviesan, éstas dibujan su mundo, la imagen de su sociedad y su imaginario. Los estudios dedicados a las Cosmologías antiguas interrogan la división del sue lo y el río en la tierra de Egipto, la aritmética sutil de los ideogra mas chinos, el sacrificio cosmogónico de Purusa y los teoremas de Grecia; los que se refieren a las Ideologías de fondo monoteísta tra tan de poner al día los principios que están en el fundamento de las tres grandes religiones reveladas —los tres momentos de constitu ción de la «religión manifiesta», según la expresión de Hegel, es de cir, religiones tales que su expresión histórica encubre totalmente su esencia— sistemas de Dios, del Mundo y del Hombre que, partien do de aldeas medio-orientales, se extenderán por la cuenca del Me diterráneo, conquistarán Europa y se difundirán por todo el plane ta. De estos estudios no está ausente la materialidad social y, por con siguiente, el juego de antagonismos entre los hombres y las colecti vidades. Lo que se impone como objetivo en este debate de «ideas» que oponen la tradición a la modernidad o los pueblos a sus con quistadores es, por supuesto, el dominio. No obstante, el problema del poder como autoridad permanente y fuente de la jerarquía legitima sólo se plantea aún confusamente. A este respecto, las dos secciones que analizan las ideologías de la 12
antigua China son ejemplos del movimiento que la ordenación de los capítulos pretende hacer aparecer (no porque se trate de una ley cualquiera de la historia sino, precisamente, porque permite pensar el doble aspecto, activo y pasivo, de la ideología, como imaginario de la sociedad y como material de la política). Jean Lagerwey, tras haber examinado los textos clásicos fundadores de la visión china del mundo —La cosmología antigua de China— se dedica a mos trar cómo fue retomada y administrada esta invención, con motivo de la instalación del imperio burocrático de los Ts’in por una cate goría social de «especialistas en moralidad» que se inserta entre el poder y el pueblo, entre lo alto y lo bajo, y cómo ésta comparte, de alguna manera, las tareas: «Una... mirará al mundo desde el punto de vista del poder; otra... tomará los colores del pueblo; entre las dos (una), se convertirá en la ideología propia de esta clase de alca huetes que son lós mandarines»(l). En semejante perspectiva, el capítulo cuarto, que trata de la Ideo logía indoeuropea y que su autor, Jean-Louis Tristani ha subtitula do Mito, Epopeya, Filosofía, pone de manifiesto un desplazamiento del mismo orden. La tripartición de funciones que constituye el zó calo común de la organización indoeuropea, de los «muy imaginati vos indios a los muy positivos romanos», según la admirable demos tración de Georges Dumézil, y que posee primeramente un signifi cado social preciso no teniendo más que un alcance político difuso, es, secundariamente, retomada en discursos y prácticas políticas pe rentorias. El capitulo quinto —que analiza la polis en su «verdad» democrática y la Ciudad ecuménica romana (con el contrapunto de las sociedades celtas y germánicas)— describe los principios institu cionales y las formas de Estado que surgen a la vez de la asunción y del olvido del mito, como para significar que, después de todo, las doctrinas políticas no son otra cosa que mitos travestidos, tan poco seguros de sí mismos, que se reducen a contar con la fuerza de las palabras... o con la fuerza de las armas. De modo análogo, el capitulo séptimo, Las ideologías monoteís tas del poder, cuenta dos aventuras diferentes y complementarias, la de un campo demasiado lleno y la de un campo que se ha dejado vacío: en el mundo cristiano, el «constantinismo» inaugura, sobre el fondo de ese pasado ideológico, la historia agitada de nuestra era, de la que tratan los dos siguientes volúmenes de esta obra, las rela ciones de la Iglesia y el Estado (y el paso de una a otro) y la cons titución, a la vez antagonista y cómplice, del Saber y el Poder (de Estado); en el mundo árabe-islámico, la muerte de Mahoma plantea la pregunta crucial, reiterada sin cesar: «¿Quién puede suceder al pro feta?». La historia, como fenómeno mundial y como ilusión consti tutiva, comienza... Franqois Chátelet (1) Ver infra Tomo I, capítulo III, sección I, págs. 60-61.
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CAPITULO I
EL ESTADO, LA ESCRITURA, LA HISTORIA, POLITEISMO Y MONOTEISMO por Frangois Chatelet
Hemos precisado en la Introducción del presente volumen los principios que han guiado la selección y organización de las partes y capítulos que lo constituyen. No obstante, antes de abordar el es tudio de las distintas ideologías que marcaron aquellos tiempos muy antiguos, es indispensable aportar algunas indicaciones sobre datos generales, sociopolíticos e ideales que forman de algún modo los am bientes o los horizontes de existencia en cuyo seno se desarrollaron esas concepciones del mundo. Estas indicaciones son tanto más ne cesarias por cuanto el lapso de tiempo y la extensión geográfica im plicados son harto grandes y seria grave no subrayar transformacio nes y diferencias que han tenido un papel decisivo. Porque, si las ideologías, tal como las entendemos aquí, son invenciones, esas in venciones se elaboraron en un contexto material y espiritual cuyos caracteres esenciales es importante destacar. Una primera observación capital concierne precisamente a las es tructuras sociopoliticas. Los textos que siguen tratan de las visiones constitutivas de la realidad —lo que llamamos naturaleza, individuo, colectividad, imaginario— de la antigua China, Egipto, la India, los indoeuropeos, la ciudad griega, los pueblos del norte de Europa, de la república y, después, el Imperio Romano, del consenso árabe-is lámico... Ahora bien, estas sociedades se caracterizan, las más de las veces, por el hecho de poseer un poder central, de estar unificadas por un orden de naturaleza política, de que, por consiguiente, se ins tituye en ellas el dominio de un hombre o un grupo de hombres so bre el conjunto de los miembros de la colectividad. Más breve y ge neralmente, diremos que son sociedades con Estado, dando a este tér mino una extensión muy amplia. Que esta indagación comience por sociedades-Estado o cuasi-Estados, puede dar lugar a confusión. El lector podría inferir de ello que la perspectiva de conjunto adoptada aquí es que las sociedades sin Estado no son del todo sociedades, que en ellas falta algo y, por esto, no merecen el análisis; más precisamente, que al no tener nada 14
de político pertenecen a un registro tal que no destacan de ninguna manera en una investigación que tenga que ver con nuestros proble mas sociales y políticos. Con el fin de evitar tal interpretación, hay que subrayar, desde ahora, que esta obra no suscribe de ninguna ma nera dos prejuicios habituales: ni aquel que ha presidido las inves tigaciones sociológicas sobre el «alma» o la «mentalidad» primitivas, que considera que el pensamiento de los «salvajes» no es un pensa miento plenamente formado, que es prelógico y por tanto incapaz de claridad y de distinción, ni aquel que, bajo la inspiración de la filosofía de la historia hegeliana y de una lectura muy orientada de Freud, establece como axioma que el Estado es ineluctable, que toda sociedad debe finalmente llegar a él y que, en consecuencia, todo de sarrollo normal conduce a la estructura estatal, de ahora en adelan te insuperable. El etnólogo Pierre Clastres(l) ha explicado muy bien cómo se ar ticulan esos dos prejuicios: una sociedad que se dice sin Estado —ex presión que señala, por sí misma, la carencia— es incompleta, no es del todo una sociedad humana, y por eso, quienes la constituyen no disponen (aún) de todos los atributos de los humanos. Razonar así es ignorar, entre otros, dos aspectos decisivos del «salvajismo». Este implica, en primer lugar, un estatuto de jefatura que es, por esencia, diferente de lo que llamamos poder o dominio político. Porque hay un jefe, pero éste no prefigura en modo alguno al déspota. Intervie ne para reducir los conflictos entre individuos o parientes; y su pa labra dice el consenso. No obstante, su intervención no es poder, en el sentido de incluir una fuerza de coerción; su palabra no es la de la ley. Lo único que actúa es el prestigio, que no juzga y está ahí simplemente para reforzar, por el ejemplo, con el juego de lenguaje, el hecho de la comunidad. Si se impone a todos es a causa de ciertas dotes de orador, de adivino, de guerrero, de cazador; esto no impli ca, de ningún modo, que pueda situar su poder fuera de la comuni dad. Si ejerce sus conocimientos técnicos para conducir la guerra —que es el gran asunto de estas sociedades—, no podría valerse de este posición en los combates cuando se restablece la paz. En resu men, está al servicio de la comunidad, que ejerce sobre él una espe cie de vigilancia y lo abandona si infringe la regla... o si fracasa en su función de heraldo, de portavoz. No podríamos deducir la sociedad con Estado de la sociedad sin Estado. La filosofía de la historia implícita que anima la sociología positivista vuelve a la carga de otra manera. El sesgo por el que rein troduce la necesidad es el de la economía. La deducción es también harto simple: los primitivos ignoran la economía de mercado por que no hay productos excedentes; ahora bien, si esto es así, es, aña den, porque están reducidos a la economía de subsistencia, porque su penuria de medios materiales, su mentalidad «prelógica» los man tienen en la miseria. Obligados a buscar sin cesar su supervivencia cotidiana, no sólo no tienen la posibilidad de ahorrar, sino que tam il ) La sociéti conlre l'Elal, Ed. de Minuit, París, 1974.
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poco piensan en organizarse de forma racional, es decir, política. En resumen, si son, según la fórmula de los primeros conquistadores del Nuevo Mundo, «sin fe, sin ley, sin rey», es porque, subdesarrollados técnicamente, carecen de ahorro. M ora bien, la investigación etnológica seria revela, por una parte, que la imaginación, la inven ción técnica de los «salvajes» no tienen igual; que, por otra parte, la conexión generalmente establecida entre el primitivismo y la mise ria, resulta de una apreciación falsa: los trabajos de M. Sahlins(2), muestran que muchos pueblos de la América precolombina vivieron en el bienestar antes de ser víctimas del saqueo colonial, y los de J. Lizot que «el desprecio del trabajo y el desinterés por el progreso tec nológico» (3) corresponden a una opción social. En otros términos, la economía de los primitivos no es una economía mísera, sino una economía libre, fundada en el intercambio y la reciprocidad, no en la acumulación; por ello, no es una economía política. El trabajo no no es en ellos una actividad separada; se inscribe en el tejido social y se efectúa en función de la demanda y los deseos de la comunidad. Hay que desechar la idea del «salvajismo» como prefiguración o preformación de la normalidad social, como realidad en la indigen cia o como carente de algo —de Estado, de pensamiento maduro, de escritura, de historia. El análisis de las organizaciones llam adas primitivas hace aparecer rasgos simple y radicalmente diferentes de los que caracterizan a las sociedades en las que reina un poder pre cisamente político. Esas sociedades —existen aún hoy— produjeron, claro está, visiones o concepciones de la realidad. Estas son incluso de una riqueza, de una sutileza y de una diversidad que no dejan de sorprender. Lo menos que se puede decir es que no carecen de mi tos. Es incluso esta riqueza y los caracteres específicos de esos mitos los que han conducido a no dedicarles en la presente obra un estu dio que podría consistir sólo en una nomenclatura insuficiente o un esquema abstracto y que, por esto, habría reintroducido indirecta mente la interpretación primitivista. Digamos, pues, que aunque tra tamos de los tiempos antiguos —en los que se puede suponer que este tipo de sociedades eran numerosas y dichosas— no hablare mos aquí más que de las ideologías de las sociedades con Estado. La misma palabra ideología, por otra parte, ¿no suena de tal mane ra que remite a una división del trabajo social, el cual implica una repartición de las instancias de dominio político, y por tanto, a un poder unificado y a los instrumentos de realización de este poder? Hay un segundo aspecto sobre el que conviene aportar algunas precisiones. La postura ideológica pasa por el lenguaje, habla o es critura. Aquí, ya que existe, parece, una concomitancia general en(2) M. Sahlins: Age de pierre, áge d ’abondance, Viconomie des sociétés prim itives, trad. francesa, Parts, 1976. (3) «Economie ou Société? Quelques thémes á propos de l’étude d*une comraunauté d’Amérindiens» en Journal de la Société des américanistes, 9, 1973, citado por Pierre Clastres, op. cit., pág. 167.
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tre el hecho del dominio político y el de la escritura, es evidentemen te el texto escrito el que sirve a la vez de soporte para la transmisión de la ideología en su tiempo y de indicio que nos permite conocerla hoy. Podemos señalar, a propósito de esta repartición de las instan cias de poder señalada más arriba, que aquel que escribe —«archi vero», logógrafo, escriba, letrado, escribano, escritor— ocupa un lu gar singular en el orden social —correspondiendo al poder o al con tra-poder— y que habría que hacer una historia de la implantación material y social de los escritores y los escritos si pudieran descu brirse informaciones suficientes. Jean Lagerwey descubre este lugar con ocasión del paso, en la antigua China, del reino feudal de los Cheou al imperio burocrático de los Ts’in(4); es manifiesta cuando las ciudades griegas, al salir de su «edad media», se crean una me moria administrativa en la que se consignan los nombres de los res ponsables cívicos, los hechos importantes, los acontecimientos ex cepcionales, los tratados y las guerras, e instituyen las funciones de logógrafo (5). No obstante, esa función de heraldo y redactor de la ideología —esos escribas-poetas, por ejemplo, que, en el siglo vi antes de Cris to, bajo la tiranía de Pisístrato, fijaron, inmovilizaron en la huella escrita las epopeyas homéricas— es tan determinante como la forma del lenguaje. Numerosos capítulos de este volumen hacen referencia explícita al papel capital que juega la forma de la lengua en la ela boración del contenido. Jean Lagerwey muestra el significado cos mológico del hecho de que uno de los textos fundadores, el Yi-King o Clásico de las mutaciones, es «un libro sin palabras», organizado en sesenta y cuatro hexagramas. Es esencial la conexión entre la vi sión del mundo y de los dioses y la manera en que se representa ésta: Michel Gitton analiza la realidad del antiguo Egipto tal como aparece en la expresión ideogramática y en esos tipos de escritura que son las estructuras y decoraciones de los edificios sagrados. Los trabajos filológicos de Emile Benveniste, las investigaciones de Georges Dumézil han hecho aparecer, con aproximaciones diferentes, la relación consubstancial que existe entre la sintaxis y semántica de la lengua griega clásica y la constitución de la filosofía, género cultural específico que nace en cierto contexto de luchas políticas y debates intelectuales, pero también en el seno de un código lingüístico que facilita la invención de respuestas singulares. A este respecto, cabe señalar que el «milagro griego», el famoso paso del mythos al logos —del mito, del relato legendario al discur so, a la expresión racional— es lo mismo —por tanto, ni un efecto ni una causa— que la transformación de la lengua griega, transfor mación polémica, incluso dramática, que opone el «estilo» de Gorgias y los que llamamos sofistas, el de Aristófanes y el de Sócrates discutiendo entre ellos, al «antiguo estilo», el de la tradición épica y los poetas moralizantes. Sobre este particular, el éxito del discurso (4) Cf. infra Tomo 1, capítulo IV, secciones I y II. (5) Cf. infra Tomo I, capitulo VI, sección I.
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histórico que, a partir de finales del siglo vi, se impone con Hecateo de Mileto y triunfa con Heródoto es significativo: palabras tomadas del vocabulario de los médicos, de los artesanos, como aitia (causa), erga (acciones que implican proyecto, esfuerzo y peligro), llegan al encuentro de la escena lingüistica; sirven para descifrar el mundo; y lo descifran de otro modo, poniendo de relieve la importancia de as pectos de lo real que, ciertamente, estaba ya ahí —las palabras no crean nada, que suscitan actos y si pro-ducen cosas es sólo en el sen tido en que, según la etimología, las «conducen adelante»—, pero que nunca se habían tomado en consideración. Así, conviene llamar la atención sobre que la escritura y la rela ción escritura/habla —tan notablemente analizada por Jacques Derrida en su Gramatologia—, no son neutras, y que la expresión ideogramática y la alfabética, en sus diferencias, como el lenguaje poé tico y el prosaico en sus polémicas, toman parte en la formación de las ideologías. Más generalmente —y esta observación vale por el conjunto de esta Historia—, lo que se acostumbra a llamar la form a es constitutivo del contenido. Cuando se enriquezcan los debates so bre la discursividad, la administración de la prueba y las reglas de formación y encadenamiento de los enunciados, cuando se diversi fiquen los lenguajes (lenguaje geométrico, lenguaje aritmético, len guaje del plano y del disefio, lenguajes artísticos, etc.), esta forma in tervendrá ya no sólo como instrumento, sino como referencia o como modelo. De esta manera, por ejemplo, la importación al discurso geométrico del modelo geométrico hecha por Descartes («esas largas cadenas de razones simples y fáciles») determina un campo nuevo en el que se realizarán y entrarán en liza, unas contra otras, las ideo logías de la razón clásica. La historia de las ideologías es también la historia de las rupturas introducidas por la intrusión brutal de es tas realidades «formales». Acabamos de evocar el éxito del discurso historiador como una de las marcas originales de la ideología de la Ciudad griega. Es el momento de una tercera observación. Tradicionalmente, en la his toriografía general, se opone globalmente la Weltanshautmg antigua, y más especialmente griega, a la cristiana, por el hecho de que la pri mera no piensa la historicidad del hombre mientras que la segunda la asume. Alrededor de esta oposición principal se organizan cierto número de antítesis notorias: del lado del pensamiento pagano, la «perfección» (concepto, en rigor, inadecuado) concebida como finitud y circularidad, el devenir entendido como retorno de lo mismo, como repetición, la actividad humana entendida como cálculo de acuerdos prácticos (y no como transformación), la ignorancia del progreso, el trabajo tomado como limitación; del lado del pensa miento cristiano, que inaugura la modernidad, la perfección enten dida como infinito en acto (la de Dios), la idea del devenir como vec tor orientado que va de la Creación al triunfo escatológico del «fin de los tiempos» y constituye acontecimientos que son otros tantos dramas originales, la acción como ejercicio de una libertad que lu 18
cha por dominar la gravidez de la materialidad, como transforma ción de sí, la voluntad de progreso asegurada, entre otras cosas, por el dominio de la naturaleza, el trabajo utilizado como regeneración y realización de si (6). El díptico es tentador. En la medida en que la perspectiva de con junto que propone concierne a un importante elemento de ruptura del período aquí examinado, el final de la cultura antigua y la apa rición y refuerzo de la cristiandad y del Islam, conviene juzgar su sig nificado y su validez. Esto se impone tanto más por cuanto en esta historiografía general, cuya filosofía implícita es el progresismo hegeliano, actúa un tipo de razonamiento análogo al que rige la visión clásica del «salvajismo». Aparece también ahí la idea de carencia: al igual que el primitivo no dispone ni de historia —la vida histórica— ni de historicidad —la conciencia del devenir de la comunidad— el hombre antiguo, que sí está en la historia, carece del saber y no lle ga a constituirse como sujeto. Habrá que esperar a la aportación cris tiana para que llegue a aprehenderse como interioridad libre y res ponsable ante el tribunal supremo: Dios, la Humanidad o, muy pronto, la misma Historia. Sin duda el hegelianismo aportará la su tileza y el temperamento dialécticos: la adquisición de la conciencia de historicidad no se produce sin alguna pérdida concerniente a las aportaciones de la racionalidad griega, que sólo será compensada por la síntesis operada por los tiempos modernos. Que hay rasgos antitéticos entre la visión del mundo de la An tigüedad y la que impondrá el cristianismo animado por la revela ción judaica, es innegable. Los más pertinentes conciernen a la rea lidad y al pensamiento de la acción, por una parte, y, de manera co nexa, la de la libertad, por otra parte: cuando Aristóteles distingue la poiesis —que tiene por objetivo modificar las realidades naturales para servir a la utilidad y al placer del hombre, imitando a la natu raleza o haciéndole trampas— y la praxis —que apunta a habilitar el orden político y las relaciones entre individuos, de tal forma que queden asegurados la dicha y el éxito de todos, es decir, para cada uno «una vida digna de un hombre»—, señala claramente el proyecto pagano de realización en la finitud, por el sesgo de la imitación y el cálculo racional. El mundo moderno opera una fusión ideal y prác tica de la poiesis y la praxis: la función exorbitante que el marxis mo, por ejemplo, concede a la idea tosca de praxis da testimonio de esta síntesis, cuya inteligibilidad no es seguro que haya contribuido a introducir. Tal oposición no podría, sin embargo, ser endurecida y genera lizada hasta el punto de ser tomada por principio de un cuadro en el que se inscribirían, término a término, contrariedades o contradic ciones. Es poco probable que se pueda sistematizar legítimamente una concepción antigua del mundo (ni siquiera griego) que presente suficiente homogeneidad: las corrientes se diversifican, se entrecru(6) Cf. L ’h om m e et l ’h istoire, en Actas del VI Congreso de Sociedades Francesas de Filosofía, París, 1952.
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zan y se combaten, las novedades aparecen, se consolidan o, por el contrario, se desmoronan en el interior de un campo cuya unidad es relativa. Sea, por ejemplo, la cuestión de la historicidad, ya que suele ser considerada decisiva. Podemos admitir que el pensamiento griego clásico plantea una homología entre el mundo cósmico, el mundo natural y el mundo espiritual. Así, la imagen del movimien to circular —el que gobierna la esfera de los fijos y ordena los re tornos cíclicos de la naturaleza— se impone como privilegiada: es co mún la idea de que el devenir es repetición y se encuentra recogida por el discurso filosófico, que descubre en ella un modo de perfec ción, ya que el movimiento cíclico combina lo finito y lo infinito. Es pues, licito decir que, en cierta forma, este pensamiento está poco preparado para aceptar la noción de temporalidad histórica, que su pone vectores lineales en los que figuran acontecimientos irreducti blemente singulares y unidos unos a otros por relaciones de causa lidad. No obstante, las épocas y las teogonias acreditan otra imagen: la genealogía divina implica el esquema de una sucesión única; Pierre Vidal-Naquet ha mostrado (7) cómo intervenían en la lliada el tiempo de los dioses y el tiempo de los hombres. Los textos de Heródoto, Tucidides, Jenofonte ponen de manifiesto el hecho de que la Grecia clásica piensa con eficacia la sucesión encadenada de ba tallas, tratados, decisiones políticas, movimientos populares, y la Historia de las guerras del Peloponeso lleva el grado de racionali dad del relato histórico hasta un punto nunca superado (8). Hemos llegado, pues, a esto que es un truismo: los griegos ela boraron un conocimiento histórico al que los latinos dieron un no table desarrollo. Lo mismo ocurrió con otras culturas «pre-» o «a-cristianas». Parece que la expansión de tal género cultural está li gada a la existencia de un contexto político y que las categorías uti lizadas por el texto de historia están en función de las exigencias, los problemas y los conflictos nacidos de este contexto; la historia, tal como la practica la Grecia clásica, es diferente no sólo de la fi losofía de la historia cristiana cuya matriz proporcionó la Ciudad de Dios de San Agustín (hasta sus consecuencias filosóficas —el hege lianismo— y cientifistas —el positivismo de Auguste Comte o el evo lucionismo de Herbert Spencer—) visión que supone no sólo un co mienzo, un fin y un sentido de la historia, sino también de la filo sofía de la historia progresista e industrialista de la que la ortodoxia marxista ha dado una abundante versión. Por supuesto, sigue ha biendo otra cuestión, que es la del tipo de interés prestado a la his toria (res gestae): por ejemplo, Tucidides se contenta al evocar la gue rra de Troya con tres breves líneas, juzgando que eso es suficiente; nosotros procedemos hoy de otra manera. Pero se trata de una op ción, no de una carencia; más exactamente, no es una carencia más que desde nuestro punto de vista. (7) «Temps des dieux et temps des hommes», en Revue d ’h istoire des religions, enero-marzo, 1960. (8) Cf. F. Chátelet: La Naissance de I’Histoire, París, Ed. de Minuit, 1962, reed. U.G.E., 1973.
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Lo que aquí se subraya finalmente es que la óptica llamada dia léctica, que se esfuerza por establecer entre las culturas una conti nuidad/ discontinuidad que implica la idea de un progreso necesa rio, engendra una inteligibilidad superficial y peligrosa. Superficial porque tiende, como decía Marx a propósito de Hegel, a colar «la cosa de la lógica antes que la lógica de la cosa»; peligrosa porque impone un lugar a esas culturas en una evolución ineluctable, y por consiguiente, las concibe en términos de carencia y conquista, con arreglo a un fin último y plenamente satisfactorio, y no en términos de singularidad. La ausencia de Estado marca el «primitivismo», no lo juzga; los diversos tipos de escritura forman parte del contenido de las diferentes expresiones ideológicas, no lo sitúan en una cadena en la que habría más y menos; cuando se instituye, la relación con la historicidad se manifiesta de múltiples maneras, y si es posible se ñalar un enriquecimiento y una profundización en la secuencia que va de la empresa archivera de los logógrafos a la elaboración del re lato histórico por Tucídides, es lícito inferir un progreso de conjun to que conduciría a través de numerosas mediaciones a la objetivi dad contemporánea. Parece que conviene la misma actitud por lo que respecta a la última oposición que queremos evocar en este capitulo introducto rio (habría que analizar otras): la que se presenta como antítesis del politeísmo y el monoteísmo. La dialéctica de la historia también se ha apoderado de ella y ha visto dos etapas sucesivas en la constitu ción de la racionalidad triunfante. Asi, a pesar de la sutileza y la fuer za de sus análisis de detalle, Hegel, sea cual fuere la importancia in novadora que se atribuye a sus descubrimientos acerca del mundo hebreo o la Ciudad griega, no deja de mantener que al primero le falta la mediación de lo finito a lo infinito —que representará Cris to— y que, no habiendo comprendido el estatuto de la subjetividad —que revelará el cristianismo— la Ciudad no pudo concebir ni rea lizar la libertad. Ahora bien, esas oposiciones y complementariedades son demasiado toscas para dar cuenta de la realidad cultural. El epíteto politeísta encubre en realidad formaciones extremadamente diferentes que no es posible agrupar en un conjunto sistemático. Qui zá es más aceptable hablar simplemente de paganismo en lo que con cierne a las religiones griega y romana para marcar cierto número de rasgos característicos, que podríamos resumir con la dimensión de inmanencia: inmanencia del fenómeno religioso a la sociedad; in cluso cuando las instituciones tienden a despegarse del contexto so cial, la religiosidad está siempre presente en las costumbres bajo for ma de ritual, de prácticas cotidianas, de impregnación del compor tamiento y el imaginario; en las Ciudades griegas, autoridad política y actividad religiosa son indisociables, y ello no en virtud de una con junción entre esos poderes separados, sino porque siempre han es tado unidos; la transformación política —por ejemplo, el paso de Atenas a un régimen democrático— se acompaña de una inflexión religiosa que se manifiesta con la extensión de ciertos cultos, sin que se produzca ninguna exclusión de los demás. Esta situación tiene 21
como corolario el hecho de que no hay ningún texto sagrado, nin guna verdad revelada, por tanto no hay religión doctrinal ni teolo gía disciplinaria. Cuando la archaia paidéia (la educación tradicio nal) declara referirse a las palabras antiguas, hace alusión a un corpus inconexo, no a un Libro. Ha de entenderse también la inmanencia del estatuto de lo divi no. Este está presente en el mundo de diversas maneras. El mundo sagrado y el mundo natural se entrelazan. Y ello tanto más por cuan to la divinidad «se dice de muchas formas»: en el Panteón griego, por ejemplo, hay que señalar que los dioses y las diosas no están so metidos a una jerarquía estricta, que asumen varias funciones y que éstas son variables, que su significado simbólico se expresa menos por atributos fijos que por biografías míticas complejas, de las que no están ausentes las pasiones —Platón criticará vivamente a ios dio ses homéricos, que son modelos muy enojosos para la moralidad hu mana—, que intervienen directamente aquí abajo y comunican con los hombres por medio de los sueños y de indicaciones que ofrecen a los adivinos y en los oráculos; que no ordenan ni revelan nunca, sino que hablan las más de las veces por enigmas, como para exci tar la sagacidad de los mortales. Pero lo divino se extiende mucho más allá del reino de Zeus. Por encima, aunque también podríamos decir al fondo, está esa fuerza misteriosa que gobierna la fortuna, buena o mala, de cada uno y que se llama destino, necesidad (ananké), suerte (moira), venganza (némesis) y muchos otros nombres: sólo se puede decir de ella que castiga a quien se hace culpable de arro gancia (hybris). Por debajo está la cohorte de los semidioses y hé roes que aseguraba la comunicación genealógica entre los Inmorta les y los mortales y que son objeto de los cultos cívicos y familiares. Alrededor, abundan las divinidades locales que pueblan los bosques, los campos, los aires, las aguas, las casas y animan con su aliento, su sonrisa o su cólera la estancia de los hombres. Comprendemos, por lo tanto, que para este paganismo la coha bitación de lo sagrado y lo profano haya podido ser tan fácil. Sig nificativa es la concepción de Epicuro —filósofo materialista— que no niega a los dioses, sino que los relega a un empíreo en el que no tienen ninguna capacidad de intervenir en nuestros asuntos. Muy di ferente es la concepción del Dios que aporta el pueblo judio; muy diferente también la teo-ontologia que, después de muchos debates y luchas, préstamos y exclusiones, desarrollará como dominante el pensamiento cristiano. Los capítulos que les dedicamos en el presen te tomo y en toda esta Historia analizarán esta evolución y las con secuencias importantes y diversas que tendrá la doctrina que termi nó triunfando. Será bueno insistir, para concluir este preliminar, en la naturaleza de la continuidad y la discontinuidad que existen entre el paganismo greco-romano y la organización de la doctrina de la Iglesia en sus primeros siglos. Por una parte, la discontinuidad es completa: es diferencia decisiva y radical. De un pensamiento de la inmanencia se diferencia absolutamente la afirmación de la trascen dencia del Dios personal y único. Es otro mundo el que se da; con 22
él aparecen nociones extrañas, como las de creación y criatura, pe cado, gracia, amor espiritual, interioridad... Ninguna inferencia, por dialéctica que sea, permite pasar de una óptica a otra: además, la idea de buscar en Sócrates, como suele hacerse de buen grado, una prefiguración de Cristo es absurda; entre las leyes a las que decide someterse el primero y la Ley divina que proclama el segundo no hay más que una homonimia. Pero también hay continuidad. Esta es doble. Por una parte, el contexto en el que el cristianismo opera su evangelización es tal que procede a préstamos, desvíos de los tex tos de la Antigüedad que engendrarán esa mixtura sorprendente que es el pensamiento medieval, siendo el agustinismo y el tomismo las expresiones más notables de este trabajo de síntesis (que no tiene nada de fusión de contrarios). Pero, por otra parte, parece que nu merosas formas de ideología pagana permanecen, aun cuando de modo encubierto: bastará con que los textos reaparezcan, gracias a la transmisión del Islam, para que provoquen profundos estremeci mientos. De hecho, sólo hemos querido, en estas páginas iniciales, preve nir al lector con algunos ejemplos brevemente presentados contra una actitud que se ha hecho espontánea hoy, de interpretar la cro nología, que esta Historia, por cuestiones de claridad, adopta, como una filiación o un desarrollo. Las filiaciones plantean problemas de una dificultad considerable, que sólo serán abordadas cuando se aporten conocimientos claros y suficientes. En cuanto a la idea de un desarrollo de la Humanidad, hay que renunciar a ella, a menos que admitamos que lo que gusta y parece triunfar en el presente es juez de todo lo que ha sido... BIBLIOGRAFIA L ’Homme et l ’histoire, Actas del VI Congreso de Sociedades Fran cesas de Filosofía, París, 19S2. BENVENISTE, E .: Le vocabulaire des institutions indo-européennes, 2 vol., París, 1969. Chatelet, F.: La naissance de l'Histoire, la form ation de la pensée historique en Gréce, París, 1962; reed. en 2 vol., 1973. CLASTRES, P.: La Société contre l’Etat, París, 1974. D umézil, G.: L ’ideologie tripartite des Indo-Européens, París, 19S8. LÉvi-Strauss, C.: La pensée sauvage, París, 1955. LlZ O T , J.: Population, ressources et guerre chez les Yanomami, (en prensa). O NIA NS, R . B .: The origins o f European Thought about the Body, the Mind, the Soul, the World, Time and Fate, Cambridge, 1951. Vernant, J. P.: Les origines de la pensée grecque, tercera edición, París, 1975. VIDAL-NAQUET, P.: «Temps des dieux et temps des hommes», en Revue d ’histoire des religions, enero-marzo 1960. 23
CAPITULO II
LAS COSMOLOGIAS ANTIGUAS
1. L A COSMOLOGÍA EGIPCIA
por Michel Gitton «Acaso ignoras, Asclepio, que Egipto es la imagen del cie lo, o, más exactamente, la transposición y proyección de todo lo que en el cielo se ha puesto en orden y actividad y, p o r decirlo aún m ás justam ente, nuestra tierra es e l tem plo del universo em erojt (Pseudo Apuleyo, Asclepio, 24).
Como en muchos pueblos del Antiguo Oriente, el pensamiento religioso comenzó en Egipto con un sistema del mundo. Engloban do en uno solo todo el universo material y el mundo de las realida des invisibles, la civilización de las orillas del Nilo produjo innume rables representaciones en las que conviven, como en las alucinantes pinturas del Valle de los Reyes, un sentido de la observación singu larmente agudo y el desenfreno del imaginario. La cosmología egipcia no es un fenómeno aislado y puede, sin duda, interpretarse con referencia a otras manifestaciones del pen samiento mítico (semíticas, indoeuropeas, africanas incluso), pero hay que guardarse de las categorías del comparatismo, útiles cuando sugieren paralelos, perniciosas cuando sustituyen el análisis de los rasgos propios de una civilización o de una época. Más que buscar en Egipto la aplicación de algunos de los grandes temas valorizados por la historia de las religiones (el mito de la montaña primordial, por ejemplo), me parece más fecundo descubrir, en contacto con fuentes egipcias, los ejes alrededor de los cuales se estructura la vi sión del mundo de los antiguos egipcios. En efecto, sea cual sea la parte de los arquetipos mentales comunes a toda representación mí tica, es incontestable que cada grupo humano remodela esos elemen tos en función de su experiencia propia. La experiencia de Egipto es primeramente la de una tierra, «Tie 24
rra Negra», también llamada «la Amada», «la Deseada», tanta atrac ción manifiesta por los contarlos: agua y sol, verdor y aridez. El egip cio nace, vive y muere en un marco único: el de este inmenso oasis, rozado por todas partes por un desierto omnipresente, bañado por un río único: ni siquiera en el Delta, en donde el valle se ensancha, el desierto está demasiado lejos y los numerosos brazos del Nilo, re levados por canales, aportan por doquier la presencia de las mismas aguas. Todo Egipto está en este contraste, a menudo brutal, entre el verde de los campos y el amarillo o el ocre de las soledades de sérticas. Este mismo rio, fuente de vida, conoce fases que dividen el tiem po tanto como su curso estructura el espacio. A primeros de junio, el Nilo, llegado a su curso más bajo, comienza a dar los primeros signos de crecimiento. Después, la crecida se precipita a partir de ju lio. Las aguas alcanzan su nivel medio en el mes de septiembre, des bordan entonces ampliamente el lecho del rio y llegan casi hasta el desierto; de Egipto no queda entonces más que una serie de cerros aislados por las aguas; toda la vida vegetal, animal y humana se con centra en ellos durante unas semanas. Tras un último asalto de la crecida, las aguas empiezan a disminuir en octubre, dejan tras de sí un suelo irreconocible, caos legamoso, imagen del primer estado de la creación. La industria humana equipó el suelo de fosas, canales y diques ligeros para retener el abono de los dioses mientras las aguas refluyen y, unas semanas más tarde, los campos se adornan de una vegetación intensamente verde. El milagro se ha producido una vez más, al precio de un retorno al estado indistinto de los orígenes. Egipto debe a la orientación de su río único un sentimiento pri vilegiado de las direcciones del espacio. Orientado, grosso modo, Sur-Norte, el Nilo ignora prácticamente los meandros en suelo egip cio, a lo sumo un bucle pronunciado al norte de Tebas. El propio Delta reparte, en época antigua, sus siete brazos más o menos simé tricamente a uno y otro lado del brazo central, llamado Sebenítico. Por otra parte, el sol, siempre visible durante el día, dibuja un arco de círculo de Este a Oeste y se acerca muchísimo al cénit (es cono cida la anécdota del pozo de Syene, hoy Asuán, no lejos del trópico, en el que el sol de mediodía, una vez por año, caía perfectamente en vertical). Por consiguiente, el egipcio, donde quiera que viviera en el suelo de la «Tierra Negra», tenía conciencia de estar en la en crucijada de dos ejes: el eje solar (Este-Oeste), el eje fluvial (Sur-Nor te); sus nociones de derecha e izquierda son fruto de esta experien cia y, como el eje fluvial lo vence, se orienta de cara al Sur: la mano izquierda es el Oriente, la derecha es Occidente; los nombres de los cuatro puntos cardinales se identifican con regiones precisas en el li mite del horizonte: el Sur es el lugar preciso en donde nace el Nilo; el Oeste es la montaña cercana tras la cual se hunde el sol. Egipto, por muy unificado que esté por la tierra, el cielo y el agua, presenta, sin embargo, una dualidad fundamental, sentida vi vamente en todas las épocas: la que opone al Alto y al Bajo Egipto. El primero coincide prácticamente con el alto valle de Asuán al sur
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de la llanura menfita, el segundo abarca más o menos el Delta. Dos paisajes diferentes: el uno indefinidamente estirado (entre uno y diez kilómetros de ancho), el otro extendido por vastos espacios, surca dos de canales y de brazos del Nilo; el uno fijado definitivamente por el reborde montañoso del desierto, el otro en progreso constan te sobre el mar. Esta dualidad se refuerza aún más por el distinto origen étnico de las poblaciones que alli se establecieron desde la pre historia. Los contactos tampoco son los mismos, ya que el Delta, más accesible que el Alto Egipto, estuvo en todas las épocas en re laciones con Asia, mientras que el Egipto del Sur practica intercam bios limitados con las poblaciones del alto Nilo y el Sahara. La complementariedad de los «dos países», como dice el lenguaje corriente, es uno de los datos más permanentes de la geografía egipcia. Tal es el marco en el que el hombre de la Antigüedad elaboró una visión del mundo original. No nos extrañemos de que esta vi sión conserve muchas particularidades de dicho marco, al igual que la arquitectura egipcia conserva en la piedra y la madera rasgos he redados de las antiguas construcciones en adobe y ramas. Las representaciones figuradas de la tierra(l) la ofrecen esencial mente como un disco, en el que están dibujadas las zonas concén tricas. Nada hay ahí que no sea muy habitual en los esquemas mí ticos. Egipto ocupa el centro, dispuesto según dos ejes Este-Oeste (so lar) y Sur-Norte (fluvial). Los países extranjeros se disponen a su al rededor como una corona. La primera experiencia de estructuración concéntrica del espacio comienza al nivel del «nomos», es decir, de la unidad de territorio que sirve de marco a la vida provincial. San Cirilo de Alejandría in dica que la palabra «nomos» designa «entre aquellos que habitan el territorio egipcio a cada metrópoli con sus localidades periféricas y los pueblos que dependen de ella»(2). Además, en todas partes, al menos en el Alto Egipto, el suelo cultivado está en contacto con el desierto: esa oposición, tierra (cultivada) y montaña (desértica), es la primera aproximación que tiene un egipcio antiguo de un allende, es decir, de otras poblaciones, de otros países que no dependen de la egipcialidad; la noción de comarca extranjera se edifica a partir de ahí (la misma palabra designa desierto y país extranjero). Ya he mos indicado que los puntos cardinales representan para el egipcio menos las direcciones que los sectores localizables en el límite del ho rizonte: cada nomos tiene, en principio, su «montaña del occidente», necrópolis situada al oeste del río, donde los muertos alcanzan el tra yecto nocturno del sol. (1) En la representación mitica del cosmos estudiada por J. J. Clere (M inetíungen des deutschen architologischen In stitu ís in Kairo, volumen 16, 1958, págs. 30-46) que reproducimos aqui, la tierra se representa por un disco rodeado por el cuerpo de la diosa del cielo. En realidad, al representar el egipcio toda la realidad sin preocu parse de la perspectiva, la tierra debe ser imaginada en plano, representada vista des de arriba, mientras que la diosa se ve de perfil según el plano vertical. (2) «Comentario a Isaías», 19, 3, en Migne: Patrologie grecque, 70, 456.
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Pero la visión del mundo de los egipcios de la época histórica ex cede los límites de su provincia y se extiende a todo Egipto, unifi cado políticamente y medido debidamente por los agrimensores del catastro. La conciencia de la dualidad de la «Tierra Negra» forma parte, como hemos dicho, de los datos fundamentales de la geografía y la política. Podemos decir que la unidad de Egipto supone la tensión entre esos dos polos. Lejos de desaparecer a medida que la historia de Egipto se aleja de sus orígenes, estructura cada vez más riguro samente todas las manifestaciones político-religiosas. Los ritos de co ronación son dobles. Las fiestas jubilares, que, al cabo de treinta años de reinado, renuevan el potencial mágico del rey, se desarro llan en dos edificios, uno para el rey del Sur, otro para el rey del Norte. El tema de la «unión de los dos países» (representado por dos genios que sujetan juntos las plantas simbólicas del Alto y el Bajo Egipto) decora hasta el menor mueble real. Incluso cuando la capi tal política, por razones dinásticas o militares, se encuentra en Tebas, Pi-Ramsés o Sais, Menfis, a causa de su posición central, sigue siendo la balanza de los dos países. Tradicionalmente, el rey es representado con la imagen de los «nueve arcos» bajo los pies. Esta apelación se remonta a la prehis toria, en la que designaba cierto número de poblaciones que vivían en el territorio egipcio o en su períferia(3). Los «nueve arcos» repre sentan a los pueblos dominados militarmente por el faraón; no nos extrañemos de encontrar entre ellos al Alto y el Bajo Egipto: los «dos países» están tan sometidos como los demás al poder unificador del rey, sólo que forman el circulo más próximo al centro. A medida que se perfeccionaba el conocimiento de las regiones veci nas, los egipcios buscaron identiñcar el resto de los «nueve arcos» con las poblaciones que encontraron en Asia, en Libia o en Africa negra. Pronto el número fue insuficiente y auténticas listas, dispues tas sobre los muros de los templos, atestiguan la proyección del rey de Egipto y de sus dioses en zonas cada vez más amplias (Amenofis III hace grabar en Soleb, en el fondo de Nubia, más de ciento ca torce escudos con los nombres de los países extranjeros en la base de las columnas de la gran sala hipóstila (4). Las operaciones militares, pues, no se justifican solamente por ra zones de seguridad: tienen por finalidad «ensanchar las fronteras de Egipto»; los mismos contactos comerciales e intercambios culturales siguen la misma lógica «concéntrica». En pleno retroceso del pode río egipcio, el principe de Biblos declara todavía al enviado del fa raón: «Amón fundó todos los países. Lo hizo después de haber fun dado Egipto. Y con el fin de alcanzar mi propio país salió de allí la
(3) J. Vercoutter, en Bulletin de ¡‘Instituí fra nfa is d'Archéologie oriéntale, volu men 48, 1949, pág. 162. (4) J. Leclant, en Nachrichten der Akadem ie des Wissenschaft in Gtfttingen, 196S, núm. 13, págs. 208-216.
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habilidad técnica, con el fin de alcanzar mi propio país salió de allí la sabiduría»(3). La exploración de la tierra apenas va más lejos de esos intercam bios guerreros o pacíficos con los países vecinos. Heródoto se sor prendía ya de la falta de información de los Egipcios sobre las fuen tes de su río (6): se contentaban con la vieja leyenda según la cual el Nilo nacería en un abismo entre dos montañas a la altura de Syene, es decir, en la primera catarata; esta explicación corresponde a una visión del espacio reducida a los límites de Egipto (7). Por supuesto, en el curso de las edades, marinos y exploradores habían ido mucho más al Sur, sin duda hasta el país de los Somalíes, algunos aventu reros se habían arriesgado por el Mediterráneo y, al final de la his toria egipcia se hábla de un periplo circumafricano intentado por ini ciativa del rey Nechao(8). Sin embargo, esas tímidas tentativas no se reflejan prácticamente en el plano de la cosmología. Más allá de las tierras habitadas que forman como una corona alrededor de Egipto, está el elemento acuático. Los egipcios com parten con la mayoría de los pueblos antiguos la creencia en un «océano» que rodea las tierras: lo llaman «el gran verde» o incluso «el gran disco»; es el que se vierte en el Nilo y en otros ríos descu biertos en el curso de lejanas campañas, como ese «agua invertida que desciende aunque vaya hacia el Sur», y que es sin duda el Eúfrates(9). Si añadimos ahora a este universo llano una tercera dimensión, estamos en el corazón de las especulaciones cosmológicas de los egip cios (10). La indicación del trayecto del sol, en su curso diurno y noc turno, ocupa en ellas el lugar más importante. Ese trayecto puede estar indicado por la imagen del barco que se desliza por la super ficie del cielo, concebido como un rio o una cúpula de agua. Puede estar figurado también como un disco alado que se desplaza sobre el cuerpo de una diosa, Nut, cada una de cuyas extremidades toca uno de los horizontes y que pone el sol en el mundo cada mañana para tragarlo cada noche; ese esquema implica el tema de las bodas imposibles de la tierra y el cielo (siendo el cielo, al contrario que en las cosmologías clásicas, el elemento femenino y representándose la tierra con una divinidad masculina); entre ellos, y para mantener la (5) Relación de Unamón 2, 22-24; traducción según C. Nims, en Journal o f Egyplían Archeology, vol. 54, 1968, pág. 163. (6) H istoria, libro III, Eulerpe, 28. (7) Cl. Vandrsleyen, en Revue d ’E gyptologie, volumen 19, 1967, pigs. 134-135, ha buscado establecer que la concepción m is antigua es la de una puerta entre dos montañas, la idea de un agujero de donde brotarla el Nilo sería secundaria. (8) Heródoto: Op. cit., IV, 42. Un intento de reconstrucción de navio utilizado para este periplo está en marcha: ver A. Gil-Artagnan, en Bulletin de la Sociité franfaise d ’E gyptologie, núm, 73, julio 1975, pigs. 28-43. (9) Traducción según A. Gardiner. A ncient Egyptian Onomástico, vol. I, 1947, pig. 161 de la parte autografiada. (10) Un esfuerzo para esquematizar esas especulaciones en una perspectiva comparatista ha sido hecho por R. du Mesnil du Buisson, en la Etnographie, núm. 68, 1974, pigs. 9-10 (ver figura 4).
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curvatura del firmamento, un Dios, Shou, el Aire, se interpone y, de pie como Atlas, aparta a los dos esposos. Pero las dos imágenes que acabamos de estudiar se unen a menudo y el sol se representa gustosamente con una barca que se desplaza por el cuerpo de Nut. La luna y las estrellas comparten la condición del sol: represen tadas a veces como pigmentaciones sobre el cuerpo de Nut, se figu ran también como pasajeras de ligeros esquifes que se deslizan por la superficie del rio celeste. Así, por ejemplo, las representan las lis tas de estrellas que nos ha legado Egipto (el «techo astronómico» del Ramasseum, por ejemplo). Podemos admitir que los egipcios hacían la distinción entre el cie lo-firmamento (Nut portadora de las estrellas y el sol) y el cielo-caja (Pet, especie de cofrecillo rectangular que encierra todo el universo). En este mundo cerrado se desarrolla todo el destino humano. Ni siquiera la muerte arranca al ser humano de este marco. Varias vi siones del más allá coexistieron en todas las épocas, sin que los egip cios buscaran imponer una estricta coherencia. Está en primer lugar la concepción vegetativa, en la que la supervivencia está garantizada por la momificación, la existencia de una tumba y un servicio de ofrendas. Está también la creencia en un reino de los muertos, «el bello Oc cidente», también llamado Duat, en la tripartición clásica «el cielo, la tierra y la Duat». Es el país de Osiris, identificado con el lugar en donde el sol se oculta; la literatura funeraria es rica en descripciones de los «caminos» y «campos» de los que se compone: es un país la custre en donde terrenos sorprendentemente fértiles acogen al difun to que ha sabido conducir su barca y franquear, gracias a las fór mulas mágicas, los obstáculos encontrados en su ruta. Este país está bañado por el sol desaparecido en Occidente hasta que vuelva a ga nar la tierra de los vivos. Otra visión de la muerte, en uso sobre todo entre los reyes del Imperio Antiguo, niega la realidad del «paso» y garantiza al difunto el acceso directo a la vida celeste, lejos de las idas y venidas de la Duat. La pirámide del difunto se concibe entonces como la formi dable escalera que une el cielo a la tierra: «una escalera hacia el cielo se ha levantado para mí», dice el rey en uno de los más viejos textos religiosos conocidos(l 1), «para que yo ascienda sobre el humo de la gran incensación y me eleve como un pájaro y vuele como un esca rabajo sobre el trono vacio que es tu barca, oh Ra (el Sol). De pie, hazte a un lado, que yo pueda sentarme en tu lugar y remar por el cielo, en tu barca, oh Ra». Una creencia análoga hace que, en las últimas épocas, se designe la muerte del rey con la perífrasis «alcan zar el disco». Mundo dominado por la absoluta realeza del sol, Egipto utiliza uno de los calendarios más solares que nunca hayan existido: doce meses de treinta días, con la adición de cinco días suplementarios, (i 1) Textos de las Pirámides 365-368, según la traducción de R. O. Faulkner: The Ancient Egyptian Pyramid Texis, 1969, pág. 76.
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dan un año de trescientos sesenta y cinco días, casi siempre desfasa dos en el tiempo. Doce horas, en verano como en invierno, dividen tanto el recorrido nocturno como el recorrido nocturno del astro —marcando así la ausencia de toda medida que no se haya tomado de la andadura del sol. El pensamiento egipcio une muy fuertemente la duración tempo ral con la infinidad espacial: una de las dos palabras que designan la eternidad está determinada por el signo de la tierra(12). El tiempo entra, pues, como una dimensión suplementaria en la cosmología egipcia. El mundo tal como es tiene una historia, entre un comienzo y un fin que describen los mitos. El comienzo es Nun, masa acuática indiferenciada. Los textos que quieren describir el tiempo de antes del mundo no encuentran más que expresiones negativas: «Entonces no había todavía...» tal o cual realidad creada. Sin embargo, el egipcio no llega a pensar la au sencia del mundo de un modo distinto a como otro mundo que con tiene al siguiente en germen. Tendríamos ahí para reflexionar sobre la imagen del huevo, que sirve para expresar el nacimiento de los hombres y los dioses, pero que supone a su vez otra vida (la del «Gran Cacareador» que lo ha puesto), y así sucesivamente (13). Po demos acercar esta actitud particular de la cosmología egipcia a la anécdota por la que Heródoto comienza su informe sobre Egipto: el rey egipcio Psamético busca, no cuál es el origen del lenguaje (pro blema que se plantean los filósofos griegos), sino solamente cuál es el lenguaje más antiguo, y al hacer esto llega al absurdo, porque los niños que hace criar lejos del contacto de todo ser humano se ex presan con sonidos simplemente imitados del grito de la cabra que les sirve(14). Las imágenes que se repiten más a menudo para describir el paso del pre-mundo al mundo están tomadas de la bajada del Nilo, cuan do se separan de nuevo los elementos y emerge la tierra, pronto re verdeciente. Los textos hablan del cerro primordial (simbolizado por el pyramidion, piedra que corona el obelisco) que habría emergido y que, según los casos, habría abrigado el huevo primordial, o ha bría visto la eclosión de la flor que lleva al sol, o habría permitido atracar al Demiurgo. Existen todavía muchos otros esquemas de creación (tema pro creador, dios-alfarero, creación por el verbo), pero subrayan más la iniciativa del creador que la naturaleza del proceso. Añadamos una última imagen que nos permitirá comprender mejor la continuidad que existe entre el mundo «creado» y lo que precede: en un ritual para la conservación del mundo, la aparición de las distintas sustan-
(12) Lo último sobre esta cuestión, A. y M. Bakir, en Journal o f Egyptian A rcheology, vol. 60, 1974, págs. 252-254. (13) Textos reunidos por S. Morenz en M élanges Schubart. 1950, p&gs. 74-83. (14) Heródoto: Op. cit., libro II, 2; seguimos aquí las muy finas observaciones de Seth Benardete en sus Herodotian Inquiría, 1969, págs. 32-35.
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cías (la cera, el lino...) se explica por otras tantas secreciones del cuer po de los dioses (lágrimas, sudores, etc.)(15). La creación aparece no como un acto único y definitivo, sino como la «primera vez», acto inicial que pone en orden y sirve de ar quetipo y modelo a infinidad de otros, por los cuales los dioses, y luego su continuador terrestre, el rey, pondrán orden, aplastarán el mal. Esta noción de orden (maat) es fundamental en la mentalidad egipcia: expresa la armonía cósmica de los elementos finalmente es tablecidos en su lugar, pero se extiende al ámbito político: «hacer la maat» es, para el rey, reprimir la injusticia, someter a los rebeldes, ex tender a los países extranjeros el dominio de Egipto; para el indivi duo) la maat cubre las reglas concretas del saber vivir y los princi pios morales. El caos no está nunca muy lejos del mundo organizado(ló). El agua original, el Nun continúa envolviendo el universo. La serpiente Apofis, enemigo del Sol, mil veces rechazada, nunca es muerta. Los enemigos de Egipto, ritualmente ofrecidos al dios dinástico, deben ser combatidos periódicamente. El orden del mundo está perpetua mente amenazado y requiere la ejecución correcta y regular de los ritos. La perspectiva de la catástrofe final no está ausente de la men talidad egipcia. El Libro de los Muertos^ 17) sabe que «la tierra vol verá a tener el aspecto del océano original (Nun), aguas infinitas como en su primer estado». El papiro Salt 835, citado anteriormen te, precisa las tribulaciones como si se estuvieran produciendo: «Ya no hay luz (la de la luna y las estrellas) durante la noche y el día no existe. Los dioses y las diosas se ponen las manos sobre la cabeza, la tierra está devastada. El sol no sale, la luna tarda. El río ya no es navegable»(18). No hay, por otra parte, necesidad de buscar muy lejos para ver retornos periódicos del caos. Cada año, con sus cinco días «suple mentarios» que cierran el ciclo del calendario es un momento de gran terror. Cada reinado que comienza es el advenimiento de un orden nuevo, pero supone a su término un tránsito difícil. La historia de Egipto, con sus periodos de anarquía que vienen después de cada uno de los grandes «imperios», ¿no es una demostración cegadora de esta presencia cíclica del desorden primordial? Debemos decir, para acabar, algunas palabras de la teología del templo, porque en el espacio sagrado definido por los ritos la esen(15) Ph. Derchain: Le Papyrus Salt núm. 825, R ituel pour la conservation de la vie en Egypte, 1965, págs. 29-30. (16) Sobre este desarrollo, ver Brunner: «Die Grenzen von Zeit und Raum bei den Agypter», en A rch iv.fü r Orientforschung, vol. 17, 1954-1955, págs. 141-145; E. Homung; *Chaotische Bereiche», en Z eitsrichftfür agyptische Sprache und Altertum skunde, vol. 81, 1956, págs. 28-32. (17) Cap. 175. Traducción según H. Kees: «Aegypten», en Religión geschichtliches Lesebuch, publicado por A. Bertholet, cuaderno 10, 1928. (18) Ph. Derchain: Le Papyrus Salt..., págs. 24-28.
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cia del mundo se deja ver de la forma más clara. Frente a la incon sistencia de la creación, el templo representa un sector preservado en el que el mundo sigue conforme a su arquetipo primordial. En contrapartida, el templo se concibe y decora como un resumen de los elementos que constituyen el universo material. El templo egipcio está rigurosamente situado con relación a las dos direcciones que defínen toda la vida de la «Tierra Negra». La fa chada está vuelta hacia el Nilo y su eje es siempre perpendicular a éste; incluso cuando el rio no sigue exactamente la linea Sur-Norte, se considera que las partes situadas a derecha y a izquierda del eje representan las dos mitades de Egipto: de un lado, el rey se cubre con la corona del Bajo Egipto, de otro, con la del Alto Egipto. A partir del Imperio Medio, vence el eje solar, en el sentido de que los principales templos son menos anchos que largos y se estiran cada vez más según el eje Este-Oeste. Si se recorre el camino axial que conduce al santuario, se pasa de la gran luz de los paseos a la pe numbra tamizada de la sala hipóstila, y luego, franqueando salas de techo cada vez más bajo y suelo gradualmente más elevado, se al canza el sancta sanctórum sumido en la oscuridad. A este paso del dia a la noche corresponde, en sentido inverso, el esplendor de lo di vino a partir de su centro. El templo forma un universo cerrado separado del mundo exte rior por la zanja que acompañó los ritos de fundación y cuyos án gulos se materializan por depósitos de fundación. Es un universo completo: las principales salas, en especial las hipóstilas, represen tan una transposición en piedra del universo vegetal que brota del suelo; el techo, pintado de azul oscuro con estrellas amarillas, sim boliza el cielo. El pilón, o puerta monumental de dos malecones que precede a la entrada, se identifica pronto con las montañas del ho rizonte por donde sale y se pone el sol(19); por otra parte, el disco alado decora los dinteles. En los muros exteriores, y solamente en ellos, se describen los enfrentamientos del faraón con los enemigos de Egipto. Un templo como el Kamak está, además, rodeado de una inmensa muralla de ladrillos crudos dispuestos en capas onduladas, que parece figurar la presencia de las olas del océano primordial al rededor del cerro en donde se estabiliza la creación (20). Aunque el templo se esfuerza asi por estar fuera del tiempo, co noce no obstante los embates del caos. Son las destrucciones debi das a los elementos o a las guerras y que el rey repara, subrayando en cada ocasión que restaura así la obra primordial. Es también el cambio de año, portador de peligros incontrolados: existe un ritual para «proteger la casa» durante ese período crítico; después, el tem plo se ofrece de nuevo al dios al comienzo de cada año (21). (19) Ph. Derchain, en BuUetm ele la S ocléti frantaise d ’Egyptologie, núm. 46, ju lio 1966, págs. 18-20. (20) P. Barguet: Le tem ple d'A m on-R é i K am ak, essai d ’e xégise, 1962, páginas 30-32. (21) Publicación del ritual de D. Jankühn: Das Buch’S chutz des Hauses, 1972.
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En el microcosmos así definido se desarrolla una actividad per manente: el ritual. Ph. Derchai, comparando el templo egipcio a una «central eléctrica», escribe: «La ofrenda provoca la continuidad de la creación y asegura, por tanto, la conservación del universo. Actúa como si pusiera al dios en condiciones de renovar su obra, devol viéndosela después de que él la ha dado una vez» (22). No nos extrañemos de encontrar en el vértice del ritual egipcio la ofrenda de la maat recapitulando todas las demás formas del cul to. Tal es el fin último de la religión egipcia: en el secreto del templo se realiza la obra sutil que asegura la estabilidad del mundo, domi nada en sus formas divinas.
BIBLIOGRAFIA OBRAS ACCESIBLES SOBRE EL TEMA
H.: Das Alte Aegypten, Eine Kleine Landeskunde, Berlín, 1955, traducción inglesa: Ancient Egypt: A Cultural Topography, Londres, 1961. M o r e n z , S.: Aegyptische Religión, Stuttgart, 1960, trad. fr. La re ligión égyptienne, col. «Les religions de 1’ humanité», Payot, Pa rís, 1962, principalmente el capitulo VIII. S a i n t e F a r e CARNOT, J . : Religions égyptiennes antiques, Bibliographie Analytique (1939-1943), P.U.F. 1952, principalmente el capitulo I. K EES,
Los principales textos religiosos legados por el Antiguo Egipto es tán reunidos y traducidos en J. A. PR ITCH A RD : Ancient Near Eastern Texts relating to the Oíd Testament, Princeton, 1950, principalmente págs. 3-36. Ver también las figuraciones agrupadas por el mismo autor en The Ancient Near East in Pictures relating to the Oíd Testament, Princeton, 1954.
(22) Ph. Derchain: Le Papyrus Salí... pág. 14.
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2 . L a c o s m o l o g ía
a n t ig u a d e
C
h in a
por Jean Lagerwey La única de las grandes civilizaciones autóctonas que ha durado hasta nuestros días, la civilización china, se inició bastante tarde: has ta los alrededores del 1500 a. C. no empieza la primera dinastía his tórica, la de los Chang. Esta dinastía conoce la fundición del bron ce, la urbanización social, la organización social en clases y, por su puesto, la escritura. Si produjo también una literatura nunca lo po dremos saber con certeza: los «textos» de esa ¿poca que se encuen tran en su mayoría grabados en omóplatos de animales y conchas de tortuga, no son más que cuestiones adivinatorias del género «¿Va a llover?» o «¿Saldrá bien la caza?». Pese al laconismo de estos «textos», podemos obtener de ellos in formaciones interesantes: 1. Había una divinidad suprema, Changti o Emperador en lo Alto, que no era, probablemente, otro que el primer ancestro del clan real. El culto a los antepasados, en cual quier caso, era ya fundamental. 2. Si los cereales ocupaban un lugar importante en el régimen de los Chang, su mundo gravita siempre alrededor de los animales. En primer lugar, se cazan: el número de preguntas concernientes a esta caza nos muestra la importancia sim bólica de su éxito. Luego, al contrario de lo que sucede bajo la di nastía siguiente, la de los Cheu, en la que los adivinos se servían más bien de tallos de aquilea, la adivinación se hace en la época Chang con huesos de animales. A este respecto, podríamos señalar también la importancia del animal en los dibujos en bronce. 3. La escritura se efectúa ya de arriba a abajo. El significado de este hecho sólo puede ser objeto de especulación, pero no podemos dejar de se ñalar la concordancia de estos hechos: la divinidad suprema es lla mada «en lo Alto» y la escritura parece haber servido sobre todo a la adivinación. Esta interrogación de lo divino, por lo demás, nunca queda sin respuesta, sea ésta positiva o negativa. Esa es quizá una de las cosas más chocantes para un occidental en su encuentro con el pensamiento chino: la verdad es siempre accesible. La dinastía de los Cheu sustituye a la de los Chang hacia 1100 a. C. Esta dinastía, que se dice descendiente de Heou Ki o Señor del Mijo, nos proporciona la primera literatura china. Esta literatura se ha convertido para los chinos en lo que la Biblia ha sido para Oc cidente. Examinemos pues, las Sagradas Escrituras de China. De los cinco King o Clásicos Tradicionales, uno, el Li Ki{23) no será tratado aquí: es una colección tardía de ritos que ocupa, en la literatura china, un lugar comparable a la del levitico en el Penta teuco. Los otros cuatro, aun si todos fueron retocados por la es cuela confuciana y su misma existencia es producto de una selección (23) Trad. fr. de S. Couvreur: L i-ki ou M émoires sur les biensiances et cérimonies.
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operada por esta escuela, siguen siendo, sin embargo, ricos en infor maciones sobre el mundo chino anterior a Confucio. Considerémoslos primero en su conjunto, desde el punto de vista de su forma, porque la forma literaria escogida dice siempre más que el mensaje que contiene. Hay dos libros de historia, uno de adi vinación y uno de poesía lírica: por tanto, ni filosofía, ni poesía épi ca ni obras de teatro. Incluso un vistazo rápido nos muestra que, si queremos hacer una comparación con la literatura occidental, sería con la de Israel y no con la de Grecia. Es un punto importante por que, desde los jesuítas y los enciclopedistas, se ha tendido a ver en China el país del humanismo, por tanto, a hacer la comparación, a menudo implícita, con Grecia. Es una comparación que rara vez deja de decepcionar, porque no se puede ocultar ni el carácter autoritario del gobierno chino, aún hoy, ni la extrema sequedad de la mayor par te de la literatura china. El Yi king o Clásico de las mutaciones^24), encabeza siempre la lista de los clásicos. Es, en efecto, el Génesis chino. Pero, ¡cuán di ferente es su imagen de la creación del universo! Su creación es per manente: no se piensa que el universo sea el resultado de la palabra creadora del Padre; se considera como una matriz en la que tiene lugar la transformación continua. Si el universo nunca ha acabado de producirse, las palabras son evidentemente demasiado fijas para captarlo: por eso, el Yi king en sí —quiero decir, sin sus comenta rios que a lo largo de los siglos, se hacen cada vez más extensos, ex plícitos y a menudo confucianistas— es un libro sin palabras. Está compuesto por sesenta y cuatro hexagramas, sesenta y cuatro figu ras de seis trazos cada una. Los trazos son enteros (—) o quebrados (--): podemos suponer que — quería decir en su origen si y - no. Pero, ¿por qué se organizaron estos trazos en hexagramas y por qué hay sesenta y cuatro? Se han dado muchas explicaciones contradictorias, tanto en Chi na como en Occidente. Esta declaración de Lao-tse es, quizá, la más sugestiva: «El Tao produce el Uno. El Uno produce el Dos. El Dos produce el Tres. El Tres produce los Diez Mil seres» (cap. XLII). «El Tao produce el Uno.» El Tao (literalmente, la Vía) es la ma triz que en un nivel produce las cosas y, en otro, los pensamientos que representan a las cosas. Si se mira este doble nacimiento desde el punto de vista temporal se diría que el Tao produce la cosa (Uno), que a su vez, produce su representación (Dos). Desde un punto de vista lógico o estructural, por el contrario, ya que la «cosa» no exis te más que pensada, el pensamiento es el Uno producido por el Tao y este pensamiento corta el mundo en Dos (sujeto-objeto). Todos sabemos el papel que ha jugado esta segunda óptica en Oc cidente, ya sea bajo su forma hebraica (la Palabra creadora) o en su forma griega (la Idea platónica y la Esencia aristotélica). Todos sa(24) Cf. la bibliografía al final de la sección.
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bemos también cómo pudo dar vueltas por Occidente con esta fa mosa problemática fundada sobre el principio del tercio excluso: ¿para quién la primada: para la materia o para la idea? Si los chinos tuvieron una preferencia en su práctica fue por el orden temporal, es decir, materialista. Pero esto se debe únicamente al hecho de que la práctica, la acdón sobre el mundo visible, requiere tal preferen cia; consideraban (como conviene, ya que el hombre es por su natu raleza un animal que habla y piensa) el orden lógico como un dato de base. Lo que viene a ser que se negaron a zanjan dijeron y/y, abrazan do las dos soluciones: no hay primacía; el Tao no cesa de dar a luz dos Unos, dos comienzos paralelos. Estos dos Unos no dejan de ca sarse y producir el Tres. Este Tres es el niño producido por la con jugación de los dos padres; es la nueva situación producida por la interacción de las palabras y las cosas en la situación precedente. Es, en suma, el Tao quien resume y produce a los otros dos, como dice un comentario del Yi king: «Un trazo quebrado (yin: la hembra) más un trazo entero (yan: el macho) es lo que se llama el Tao». Si no hubiera más que Dos, habría una lucha de puro prestigio, lucha sin piedad, a muerte. Pero, puesto que hay Tres, todo da vueltas sin ce sar, el mundo no deja de transformarse, de pasar de una situación a otra. El Yi king está ahí para ayudar al hombre a captar al vuelo ese mundo que huye. Pero lo hace con los hexagramas. ¿Por qué? ¿Por qué, llegados al Tres, no tenemos una imagen adecuada del mundo? Ciertas espe culaciones chinas, en efecto, se detuvieron en el Tres, dando asi pree minencia a los trigramas. ¿Por qué hay que rechazar esta tesis? Se ñalemos en primer lugar que la especulación sobre el Tres nos pro pone dos disposiciones, una estructural, otra temporal. A cada una de esas disposiciones corresponde un cuadrado mágico:
(3 « 5 = 15)
(3 * 6 = 18)
Ahora bien, la superposición de estos dos cuadrados da en todos los casos 11, empezando por el 5 y el 6 en el centro. Pero 11 es 2 x 1 (10 + 1) y representa, por tanto, los dos comienzos paralelos nacidos del Tao: cada comienzo — y — produce su trinidad (3 x...: = y==), una temporal y terrestre y otra estructural y celeste. La pregunta «¿por qué 6?» se traduce, pues, «¿por qué 2 * 3?» Ima ginemos la situación si sólo hubiera uno: la trinidad —ya sea cris tiana, budista o taoísta— es siempre, a fin de cuentas, unitaria, por tanto inmutable, incluso en el movimiento («el Tres produce los Diez mil seres»). Ahora bien, lo que es eterno es también impenetrable; es un misterio, no una «verdad siempre accesible». Proponer como 36
imagen del mundo una trinidad quebrada, es decir, que el velo está siempre a punto de rasgarse en un mundo en movimiento estructu rado en el que, como en el propio acto adivinatorio, se conjugan el azar y la necesidad. Por un lado, está el mundo, inasible, de las co sas, de los Diez Mil seres; por otro, el mundo, estructurado, de las leyes, de las 64 (82: las dos disposiciones de los dos trigramas) situa ciones. En un sentido, ya que el mundo no deja de transformarse por la interacción de los dos Tres, evoluciona siempre hacia lo des conocido; en otro, ya que el Tao da nacimiento a esos dos Tres pa ralelamente, podemos siempre conocer la estructura general de las cosas, la situación actual de la transformación continua. Asi, pode mos llegar a actuar correctamente, es decir, de conformidad con las exigencias de la situación. Esta lógica del Yi king, mucho más flexible y realista que la ló gica de identidad y causalidad preconizada por Aristóteles (y la es cuela moísta en China), nos ayuda a comprender el sentido de algu nas observaciones hechas más arriba: primero, si la verdad es siem pre mucho más grande que la situación actual, está sin embargo ple namente presente en cada situación y, al menos en principio, es ac cesible a todos. Vemos ahí el igualitarismo fundamental del pensa miento chino: en efecto, si el rostro de China siempre ha sido auto ritario, su fondo ha sido siempre democrático. Segundo, la «elec ción» de los géneros literarios se hace clara: la verdad se encuentra siempre bajo una forma temporal, se ve a través de una situación ac tual. Cuando pasamos, por tanto, de la representación puramente abstracta dei Yi king a formas propiamente literarias, es normal que se produzca historia y poesía lírica, formas que, tanto como es po sible cuando se trata de palabras, restituyen lo real tal cual es. Esta cualidad es particularmente visible en el cuarto de los cinco Clási cos, el Ch’uen ts'ieu: no es otra cosa que los archivos de Lu (estado natal de Confucio), una crónica seca y lacónica, en la cual el acon tecimiento que tiene derecho a más de una linea es raro. Lo que ha hecho decir a los occidentales —que esperaban sin duda encontrar bellas historias del género de las de Heródoto, no una lista simple mente verídica — que el texto es incomprensible sin sus comentarios. Si el Ch’uen ts ’ieu no es más que una lista de acontecimientos, no por ello carece de prejuicios: vemos en él, en la selección rigurosa de los acontecimientos operada por los escribas de corte, hasta qué punto era ya autoritario el poder en China, centrado alrededor de una persona única; vemos también cómo este poder estaba sujeto a una reglamentación ritual minuciosa y apremiante. Pero es en el se gundo Clásico, el Shu king o Clásico de los documentos en donde se ve el poder por primera vez contado, es decir, justificado. Consi deremos ahora cómo enmascararon los detentores del poder el ver dadero rostro de China. Al comienzo del libro encontramos la historia de un primer sa bio soberano, Iao: su virtud «hizo reinar la concordia en las nueve clases de sus parientes. Cuando la concordia estuvo bien establecida en las nueve clases de sus parientes, reguló admirablemente a todas 37
las familias de su principado particular, estableció la unión y la con cordia entre los habitantes de todos los demás principados. ¡Oh!, en tonces toda la raza de cabellos negros [la población de todo el Im perio] se transformó y vivió en perfecta armonia»(25). Esta es, pues, la ideología del poder que debía estar en circula ción durante tres milenios: el hombre virtuoso —¡no el Tao!— trans forma, civiliza, hace «reinar la concordia» en circuios concéntricos alrededor de sí mismo. En otro pasaje del libro se llama a este hom bre único «Hijo del Cielo»; él y sus descendientes detentan el «Man dato del Cielo» tanto tiempo como presten atención a la felicidad del pueblo. Hay que retener sobre todo en este planteamiento del derecho di vino que la segunda trinidad, la de las cosas, la de los trazos que brados, se dispara a la órbita de la primera: el pueblo sólo tiene que esperar al Gran Hombre, después sufrirlo. Su papel pasivo, su au sencia virtual, explica el gran lugar que desempeña la palabra en el Shu kirtg: una buena mitad de los capítulos son palabrerías de reyes. Y en todos los libros de historia que le sucedieron, el discurso tiene un lugar preponderante, como en Heródoto... Llegado al poder, lo primero que hace Iao es ordenar a dos per sonajes, Hi y Huo, que hagan un calendario para que los trabajos agrícolas puedan hacerse en temporada. Esa es una de las responsa bilidades prácticas de la casa imperial durante toda la historia de Chi na. Pero no es un trabajo gratuito: Iao envía ahora a Hi el Segundo al Este, «al lugar que se llamó el Valle Iluminado [con el fin de], que reciba con respeto al sol levante»(26); Hi el Tercero va al Sur, Huo el Segundo al Oeste y Huo el Tercero al Norte. Asi el soberano par ticipa en el orden cósmico: lo hace, señalémoslo, con ayuda de dos series de tres hermanos: en lugar de ser el Tao el que engendra las sesenta y cuatro situaciones por los desposorios incesantes de los dos Unos, es el hombre único quien manda a las seis líneas hermanos. La desaparición de la trinidad femenina hace que el mundo del poder sea enteramente estructural, celeste, tal como se ve en otros dos célebres capítulos del Shu king. En primer lugar, el «Tributo de Iu»(27); este tercer sabio soberano de la Antigüedad (tras Iao y Chuen) divide su territorio en nueve provincias (lo que hace un solo cuadrado mágico), que clasifica según la calidad de su suelo y la na turaleza de su tributo al poder central. Este mismo Iu, según «La Gran Regla»(28), recibe del Cielo «los nueve (!) artículos de la gran regla; éstos sirvieron para explicar las grandes leyes de la sociedad y los deberes mutuos»(29). El primero de esos artículos concierne a la teoría de los cinco elementos: «El primero es el agua, el segundo el fuego, el tercero la madera, el cuarto el metal, el quinto la tierra» (25) (26) (27) (28) (29)
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Shou king, trad. de S. Couvreur, p&g. 2. Ibidem, págs. 3-4. Ibidem , págs. 61-69. Ibidem, págs. 194-209. Ibidem, pág. 195.
(30). Los cinco elementos se dan aquí en un orden estructural, lo que corresponde al cuadrado mágico de centro 6; encontramos el otro orden, temporal, en el que los cinco elementos se engendran mu tuamente, en un almanaque antiguo, el Yue /ing(31). Hay que seña lar que el orden estructural nos da una cruz: agua=norte=bajo; fuego=sur=alto; madera=este=izquierda; metaI=oeste=derecha:'¿^>. Aho ra bien, no es difícil ver que esta cruz está destinada a proteger el centro, es decir, la tierra bajo su aspecto de territorio. Si, por tanto, el discurso del poder es, desde el comienzo, ente ramente masculino y estructural-autoritario, hubo, de todos modos, que arreglar el problema del tiempo. En efecto, habiendo hecho suya la extensión con la ayuda de los hermanos Hi y Huo, Iao se consa gra a su sucesión: «¿Quién me buscará un hombre que sepa adap tarse a las estaciones y al que convenga promover y emplear?»(32). Alguien le propone a su hijo, pero Iao lo rechaza por «mentiroso y pendenciero»(33). Finalmente, es a un tal Chuen, «simple particu lar», a quien confía primero a sus dos hijas, después tareas diversas en la administración y, finalmente, el poder. Shuen, por su parte, pa sará el imperio a lu, que lo pasará a su hijo, instituyendo asi la su cesión de padre a hijo. Es tal vez significativo que si los tres prime ros soberanos sólo tuvieron guerras con los «bárbaros», este primer rey por herencia haya debido hacer frente a una rebelión en el inte rior del reino. Antes de la batalla, arenga a las tropas; ésta es su con clusión: «Aquellos que obedezcan mis órdenes serán recompensados en presencia de mis antepasados. Aquellos que no obedezcan mis ór denes, serán ejecutados en presencia de los espíritus tutelares del país; los castigaré con la muerte, con sus mujeres y sus hijos»(34). El Cheu king, o Clásico de la Poesía, está compuesto en parte por himnos litúrgicos de la familia real; contiene también un gran número de poemas líricos, que están escritos en un lenguaje simple y lleno de juegos de palabras. La tradición quiere que estos poemas provengan de una colección de canciones populares, colección des tinada a dar al rey un resumen de costumbres y quejas del pueblo para ayudarlo a subvenir mejor a sus necesidades. Ya en el Sheu king se lee esto a propósito de Shuen: «Cada cinco años, el emperador empleaba un año en visitar los principados. En el curso de los otros cuatro años, todos los prínci pes iban a la corte imperial. Presentaban un informe detallado de su administración; la exactitud de este informe era verificada por el examen de sus obras. Los que habían hecho méritos recibían como recompensa carruajes y vestidos»(35). (30) (31) (32) (33) (34) (35)
Ibidem, págs. 196-197. M. Granet: Le pensée chinoise, pég. 142. S. Couvreur, Op. cit., pág. 8. Ibidem, pág. 9. Ibidem, pág. 91. Ibidem, pág. 20.
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Concluyamos, pues, con esta voz del pueblo, todavía fresca y mordaz después de tres mil años y muchos comentarios eruditos. Pri mero la queja: «1. Gran rata, gran rata, no comas ni mijo. Desde hace tres años (desde hace mucho) me las veo contigo; nunca has querido ocuparte de mi. Voy a abandonarte y marchar a una tierra afortunada. ¡Tie rra afortunada! ¡Tierra afortunada! Allí encontraré morada agrada ble. «3. Gran rata, gran rata, no roas mi mies en flor. Desde hace tres años me las veo contigo; tú nunca quisiste hacer nada por mi. Voy a abandonarte y marchar a ese campo afortunado. ¡Campo afor tunado! ¡Campo afortunado! Allí, ¿de qué tendré que quejarme?»(36). Luego, el canto de sus costumbres: «1. Si tenéis sentimientos de amistad por mi, levantaré mi vesti do hasta las rodillas y vadearé el Chenn (para ir a vos). Si no pen sáis en mi, ¿creéis que no encontraré a otro? ¡Oh insensato entre to dos los jóvenes insensatos! «2. Si tenéis sentimientos de amistad por mí, levantaré mi vesti do hasta las rodillas y vadearé el Wei. Si no pensáis en mi, ¿creéis que no encontraré a otro? ¡Oh insensato entre todos los jóvenes in sensatos!»^).
BIBLIOGRAFIA M.: La pensée chinoise, Albin Michel, colección «Evolution de l’Humanité», 1968. Esta sigue siendo, de lejos, la mejor introducción al pensamiento chino. Ver también, del mismo au tor y en la misma colección, La Civilisation chinoise.
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(36) Sheu king, trad. Couvreur, p&gs. 119-120. (37) Ibidem , p&g. 96.
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3. L a In d ia
b r a h m á n ic a
: Karm
a n d e los ho m bres, m aya d e
LOS DIOSES
por Charles Malamoud El Veda, en sentido amplio, comprende colecciones (samhita) de himnos y oraciones, comentarios teológicos y litúrgicos (los Brahmana), que prolongan los desarrollos más o menos «filosóficos», los antiguos Upanishad. Esta Revelación (sruti), es continuada por la Tradición (smurti), en la que ocupan su lugar textos como las Leyes de Manu. Son los rasgos más sobresalientes de ese brahmanismo or todoxo que hemos intentado esclarecer aquí. El budismo, que nace en el siglo VI antes de nuestra era, modi ficó ciertamente el desarrollo del brahmanismo, pero en ningún modo lo interrumpió ni trastornó. De modo que la historia del brah manismo no se divide en un periodo anterior y un periodo posterior a la aparición del budismo. Consiste más bien en un desarrollo in terno, el paso del brahmanismo al hinduismo, paso marcado (en las Epopeyas y las Purana) por el número considerable de innovacio nes, a pesar de que no se rechaza explícitamente nada de la antigua creencia: el ideal de no-violencia se generaliza y el sacrificio san griento cae en el descrédito; el templo y el culto de las imágenes di vinas ocupan su lugar; una relación personal, afectiva, se instaura en tre el devoto y el dios: de la gracia del dios obtendrá el devoto los bienes que espera, la liberación incluso; se elabora la noción de ciclo cósmico: a cada fase de la vida del cosmos corresponde una forma o un nivel de la actividad de Dios y, particularmente, la interven ción salvadora de Dios (bajo la forma de los avatara o de «descen sos» de Vishnú), que asegura, tras cada cataclismo cósmico, el re comienzo. En el principio era el acto. Ahora bien, en la India brahmánica el acto del comienzo es un sacrificio. La misma palabra karman de signa, en su acepción amplia, el acto, y en su acepción estricta, el rito sacrificial. Las génesis más firmemente descritas, las que se exponen también en los textos más antiguos, se presentan, en efecto, bajo la forma de un sacrificio: aparece un «Hombre» primordial, Purusa, que no tiene más razón de ser que ofrecerse como victima, y de su cuerpo despedazado surgen el cielo y la tien;a y el espacio interme dio, los puntos cardinales, el sol y la luna, los propios dioses y la sociedad de los hombres. Una versión un poco más tardía confirma y precisa ese esquema del sacrificio inicial y fundador: la auto-inmo lación de Prajápati, el creador, es un rito que tiene como efecto no solamente producir los elementos constitutivos del universo, sino también establecer el modelo del rito que los hombres deberán re petir a partir de entonces. Si en la primera versión, la del Purusa, el tiempo es, de alguna manera, reversible, y si los dioses son los ins tigadores del sacrificio a la vez que figuran entre sus resultados, en la segunda versión, la de Prajápati, el tiempo es lineal y los aconte 41
cimientos se suceden con la mayor limpieza: el «Señor de las criatu ras», Prajápati, es el origen absoluto; es presa del deseo de ser múl tiple; ese deseo suscita en él un acaloramiento, ardor propicio a la procreación; de su cuerpo, así trabajado por el deseo, nacen las cria turas; el mismo creador, agotado por este trabajo, se queda como vacío y dislocado. Las criaturas hambrientas amenazan con arrojar se sobre su padre para devorarlo; entonces Prajápati, con un nuevo esfuerzo genésico, proyecta fuera de sí mismo una réplica, un susti tuto de su propia persona: da ese doble como pasto a los seres, y principalmente, a los dioses que acaba de emitir, y ese doble no es otro que la víctima sacrificial o, simplemente, como se dice en los Brahmana, el mismo sacrificio. El sacrificio cosmogónico se descompone, por tanto, en dos fa ses: 1. la autoinmolación del creador, que produce el mundo y los seres, inmortales o mortales, animados o inertes, que lo pueblan; 2. el establecimiento del rito, es decir, del procedimiento gracias al cual el creador preserva lo que subsiste de su persona interponiendo entre las criaturas devorantes y él mismo una víctima oblatoria. Aho ra bien, en el mundo de los hombres, el esquema del sacrificio es éste: a ejemplo del creador, el sacrificante comienza por deducir en su propio cuerpo, por medio del ayuno, la continencia sexual y prác ticas ascéticas diversas, la oblación que destina a los dioses, aunque el ardor que lo anima durante esta serie de operaciones reproduzca el acaloramiento de deseo que permitió a PrajSpati elaborar y des pués producir las criaturas; en un segundo tiempo, el sacrificante re generado y propiamente divinizado por esa labor y por ese don de si misino esbozado —pero no llevado a término— se sustrae y se eclipsa ante la ofrenda (que puede ser vegetal o animal, que puede consistir incluso en una simple oración dicha o pensada) que presen ta a los dioses; al hacerlo, el sacrificante deja de ser comido para al canzar el campo de los comensales, ya que, tras haber saciado a los dioses, consumirá los restos de su refección. El mito cosmogónico puede orientarse en otra dirección: ante su padre, que yace sin fuerza y desarticulado, los dioses se amedrentan y piensan en los medios de reconstituirlo: así inventan el altar del fuego, estructura de ladrillos que reproduce, o más bien recompone y reanima, el cuerpo de PrajSpati. Y ése es también el objetivo al que apuntan los hombres cuando, por su parte, ejecutan ese sacrifi cio particular que es la erección del altar del fuego. En todas las va riantes que acaban de ser evocadas, como se ve, el mito cosmogóni co pone por delante el sacrificio: la génesis misma es un sacrificio, pero además, lo que entonces se pone en el mundo, no son solamen te las diversas clases de criaturas, son también los motivos y proto tipos de los ritos sacrificiales que los hombres celebran aquí abajo incansablemente. Construido sobre el modelo del acto originario del que es conse cuencia, el sacrificio ofrecido por los hombres es, en sí mismo, el acto, karman, por excelencia y el modelo de todos los actos. Es una labor que tiene necesariamente por origen un deseo: en el caso de 42
Prajapati, el deseo de ser múltiple; en el caso de los hombres, el de seo de tener descendencia, o riquezas, o poder, o el cielo después de la muerte. Consiste siempre en la relación (a la vez identificación par cial y diferenciación) del sacrificante, de los dioses, de la materia oblatoria. Lo que lo caracteriza además es que, junto a sus efectos inmediatos, comporta efectos diferidos: al ofrecer su sacrificio, el hombre sacia al instante a los dioses y recibe su parte de la obla ción; pero, por otra parte, ese acto modifica su ser en un sentido que no se revelará sino después de su muerte: por su sacrificio, en efecto, el sacrificante se fabrica un cuerpo que se reserva para el más allá; si el sacrificio es satisfactorio, si ha sido correctamente ejecuta do, ese cuerpo diferido tendrá su puesto entre los dioses. Tal es la doctrina más antigua, la de los Bráhmana. A partir de los Upanishad, la escatología se complica, pero de tal modo que pone en evi dencia, de forma aún más clara, la afinidad de todo acto con ese acto fundamental que es el sacrificio: en efecto, la teoría del bar man, que se esboza en los Panishad más antiguos, es en suma la idea de que todos los actos, cualesquiera que sean, incluso los más ínfimos, incluso los involuntarios, tienen como raíz primera el deseo y tienen una doble serie de consecuencias: tienen efectos perceptibles hic et nunc, o al menos en esta vida, y efectos que valdrán en el más allá: el hombre que, en su vida, haya acumulado actos buenos pa sará, una vez muerto, una temporada más o menos larga en el cielo, en donde renacerá, en condiciones dichosas, dios (pero la misma con dición divina no es definitiva) o bien hombre eminente (la dignidad más alta está adscrita a las virtudes y poderes de carácter religioso); a la inversa, una vida marcada por actos malos desembocará en una estancia en uno u otro de los infiernos y un renacimiento desgracia do como demonio, hombre despreciable o animal repugnante. Unas veces, el barman global de toda mi vida se concibe como el resulta do de cada uno de mis barman aislados, de modo que mi destino futuro depende de la suma algebraica de mis actos, pudiendo anu larse un acto bueno y un acto malo del mismo alcance; otras, por el contrario (y ésta es la forma de la doctrina que más frecuentemente se expone), todo acto individual posee su efectividad, su porvenir propios: una vida en la que los actos buenos hayan predominado en trañará un renacimiento bueno, pero los actos malos que haya com portado constituirán un resto que será tenido en cuenta y determi nará el siguiente renacimiento. Ciertas formas de vida son puramente pasivas; como habitante del cielo, o como animal, nosotros no acumulamos (como regla ge neral) barman nuevos; a este respecto, esas vidas sólo son consecuen cias, y no son a su vez causas; pero mientras estamos bajo la ley del barman, nos es imposible acceder a una existencia que seria defini tiva, o simplemente última, ya que siempre hay un resto que se sale de cuentas y que también pide producir sus resultados. Pero, ¿qué es un acto bueno? Es un acto conforme al dharma. Nos encontramos aquí con la noción central de la ideología brahmánica y el término que podría expresar menos mal en sánscrito el 43
concepto moderno de ideología. Pensemos, en efecto, en el valor que Georges Dumézil da a este término cuando habla, por ejemplo, de la ideología de las tres funciones en los indoeuropeos; se trata de un conjunto de representaciones coherentes, explícitamente formuladas en los textos, que conciernen al orden social y a la organización del cosmos, las observancias específicas prescritas a cada agrupación de hombres y los motivos mitológicos o, más generalmente, religiosos alegados para justificar esas conductas y los estatutos que determi nan. En la India antigua, este conjunto de representaciones no sola mente existe y proporciona la materia de doctrináis elaboradas, sino que también lleva un nombre: precisamente el dharma. Etimológi camente, la palabra significa «acción de tener». Constantemente evo cada, esta noción abre el campo de lo que llamamos religión, moral, derecho. Para un indio, pues, actuar correctamente es actuar de acuerdo con el dharma; pero, más precisamente, con su svadharma, su dharma propio. El dharma total, en efecto, es la combinación de las líneas de conducta particulares que cada individuo debe seguir en tanto que pertenece a un grupo definido. La sucesión regular de las estaciones, las series de transformacio nes que hacen que la lluvia que cae de las nubes, la planta que sale de la tierra en el buen momento, el alimento asimilado por el animal y por el hombre, la ofrenda arrojada al fuego sacrificial que lo lleva hasta la morada celeste de los dioses: todo lo que forma el ciclo inin terrumpido que determina la cohesión del mundo, se designa en sáns crito védico por el término ría, propiamente «disposición, articula ción»; es el ajuste de las partes entre ellas y de las partes al todo. Uno de los componentes esenciales de esta noción es la idea de exac titud ritual. Entre el gesto ritual correctamente ejecutado y la dis posición exacta del mundo (y la adecuación del habla a su objeto, porque lo contrario de rta, anrta, significa también «mentira»), hay algo más que una analogía, hay una relación causal: es, en efecto, el rito celebrado según las reglas por los hombres lo que permite al sol salir de las tinieblas, escapando de los demonios que buscan de vorarlo. Más generalmente, toda la organización del cosmos (y toda la organización anatómica y fisiológica del cuerpo humano) se man tienen sólo porque los ritos son minuciosamente ejecutados, sin des mayo. El dharma del sánscrito clásico retoma, ampliándola, la noción védica de rta. La idea es que el orden del mundo reposa no sólo en la ejecución de los ritos propiamente dichos, sino en el conjunto de observancias a las que cada hombre está sometido, que dan, por de cirlo asi, una forma a toda su vida. Se sigue de ello que todo acto conforme al dharma de aquel que lo ejecuta puede tener una digni dad, un alcance sacrificiales, ya que es una contribución a la vida cósmica. Pero precisamente una actividad sólo es realmente dhármica si confirma a quien se entrega al papel y al estatuto que son los suyos. Tal es la condición de la armonía. Aplicar correctamente el dharma de otro es para un hombre un pecado casi tan grave como transgredir directamente su dharma propio: las crisis que marcan el 44
fin de cada gran periodo del Universo (resorción cataclísmica previa al nuevo despliegue de una nueva edad, según la visión de las epo peyas y los Purana), tienen como sintoma y, en cierto modo como causa, una merma del dharma general que se traduce por una intereferencia de los dharma particulares, comprometiéndose los hom bres, a veces sin quererlo o incluso sin poder evitarlo, en esos estilos de vida que no convienen a su estatuto (por ejemplo, si el rey adop ta las virtudes del asceta y renuncia o simplemente le repugna pro crear o hacer la guerra, es que la catástrofe está cerca). «Cada uno a su oficio y las vacas estarán bien guardadas»: este dicho francés parece hecho para aplicarse expresamente a la India, en donde, jus tamente, las vacas bien guardadas (bien mimadas, bien honradas y bienhechoras) son el signo más inmediatamente perceptible (tanto en el mito como en la realidad vivida) de la felicidad cósmica. Para esclarecer el carácter necesariamente diferenciado y diferen ciante del dharma, los textos normativos usan una formulación más explícita y hablan del varna-asrama-dharma, «dharma propio de cada clase social y de cada fase de la vida individual». Para la cosmología brahmánica, la institución de los vartfa, es de cir, la organización de la sociedad, es contemporánea de la creación misma del mundo. El purusa original, al mismo tiempo que ofrece su cuerpo como materia oblatoria en el sacrificio del génesis, hace que su cabeza se convierta en el brahmán, sus brazos en el ksatriya, sus caderas en el vaisya, sus pies en el Huirá: tenemos aquí, jerar quizada, la enumeración de los cuatro vartfa que forman la sociedad dhármica. No es toda la sociedad india: extraños a esta jerarquía, demasiado impuros para ocupar ni siquiera los escalones más bajos, están todos ios grupos de bárbaros y desposeídos. El dharma no ha bla de ellos si no es para confinarlos en su situación de excluidos. En cuanto a los cuatro vartfa dhármicos, son, de hecho, tres más uno, ya que los tres primeros agrupan a los dvija, los «nacidos dos veces», que, además de su nacimiento biológico, reciben el segundo nacimiento que les confiere, en la infancia o en la adolescencia, una «iniciación», mientras que los hombres que nacen en la clase de los sudra, sólo tienen derecho a ese nacimiento único. Por añadidura, mientras que cada uno de los tres vartfa tienen su especialidad, su vocación propias, positivamente definidas, los Hidra tienen como dharma servir a los brahmanes, a los ksatriya y a los vaiiya. El dharma de los «nacidos dos veces» comporta una parte co mún y una parte distinta para cada uno de los vama: brahmanes, ksatriya y vaiiya están obligados a ofrecer sacrificios, estudiar el Veda y dar limosna. Pero es privilegio del brahmán oficiar, en tanto que técnico, en los sacrificios ofrecidos por otros (sacrificantes que requieren y remuneran sus servicios): sólo él tiene la cualidad de en señar el Veda; por último, hay limosnas que sólo él está habilitado para recibir. Vemos que el dharma asigna al brahmán una función directamente factitiva: hace, pero además pone a los hombres de los demás vartfa en condiciones y en la obligación de hacer. La supe rioridad de los brahmanes se debe a que son los depositarios por ex 45
celencia del Veda. En virtud de lo cual son más que hombres: son dioses visibles. Por lo que respecta al k$atriya, especialista de la guerra y la po lítica, tiene como tipo al rey: su dharma le ordena proteger a sus súb ditos, actuar de modo que cada uno se atenga a su dharma y repri mir a quien se aparte de él. En tanto que administrador del dharma general, el rey, al igual que percibe el impuesto, asume una parte de los méritos y una parte, mucho más grande, de los deméritos con traídos por sus súbditos. Vemos cómo el brahmán y el rey, cada uno a su manera, engloban el dharma general en su dharma particular. La armonía de esas dos soberanías, la coexistencia de esos dos pun tos de vista sobre la totalidad es el tema ideológico mayor —en el sentido más moderno del término— de los textos normativos del brahmanismo. Innumerables ritos o fragmentos de rito tienen por objeto explícito ilustrar el juego complejo de esta doble supremacía. El brahmán cuenta con la protección del rey. Pero el propio rey está como desprovisto, incompleto, si no tiene cerca de él un capellán brahmán para protegerlo. ¿Y en qué medida el brahmán se reconoce como súbdito del rey, que, en la jerarquía de los varita es inferior a él? Ocurre que los brahmanes afirman que el poder del rey terrestre no se extiende hasta ellos, y que no tienen otro rey que el rey Soma, que es un dios. Por último, los vaiíya: si el brahmán crea las condiciones reli giosas y el kfatriya las condiciones políticas y jurídicas del buen fun cionamiento del dharma, el vaiíya asegura las condiciones económi cas, ya que su especialidad es la producción y la circulación de los bienes materiales. Claro está que esta organización de la sociedad en tres más un varita es un esquema ideal que depende de la religión y sólo tiene sentido como figura del dharma. Determinar la influencia de este es quema sobre la realidad social en la historia de la India, e incluso examinar cómo se ajustan a esta teoría el funcionamiento efectivo y la ideología del sistema de castas son cuestiones que no podríamos abordar aquí. Lo que tienen en común los tres varita superiores y lo que funda su solidaridad es que todos los niños nacidos en una familia de brah manes, de ksatriya o de vaiiya, tienen acceso al texto védico. Acce den a él por el rito de paso que, como vimos anteriormente, les con fería un segundo nacimiento. En principio, este nacimiento al Veda marca para el joven el comienzo de un período, más o menos largo, de aprendizaje del Veda, y más precisamente, de la versión (o «rama») del Veda a la que pertenece por tradición familiar: aprendizaje que sólo puede efectuarse cerca de un maestro cualificado, y que se acom paña, para el alumno, de la obligación de servir y venerar a su maes tro y observar rigurosamente la continencia sexual. La relación com pleja y rica que une al maestro, al alumno y al texto védico es ob jeto de una codificación minuciosa y es tema de infinitas especula ciones. Esta primera fase de la vida del «nacido dos veces», caracteriza 46
da por el brahmacarya (término que significa simultáneamente «es tudio védico» y «castidad») se continúa en principio por un periodo en el que éste lleva una existencia de grastha («el que se queda en una casa»): ha tomado esposa e instalado sus fuegos sacrificiales, y su deber es, a partir de ahora, procrear, celebrar los ritos y dedicar se a una actividad que le permita vivir, a él y a su familia. El grhastha es por excelencia el hombre que actúa, el hombre que orienta sus actos hada el prójimo, un prójimo del que es, en derto modo, deu dor. Desde su nacimiento', en efecto, por el mismo hecho de su na cimiento, el hombre se define como una deuda cuyos acreedores son el Veda, los dioses, los manes y los hombres. Si la deuda para con el Veda es satisfecha por el brahmacarya, los ritos sacrificiales, por el contrario, son el medio de apaciguar a los dioses, los ritos de hos pitalidad y de limosna que satisfacen a los hombres, la procreación, por último, por la que se pone en regla con los manes, pertenecen al grhastha, ya que hay que ser dueSo de una casa para poseer mu jer, fuegos, riquezas. Además, son la existencia y la actividad de este hombre social, totalmente ocupado en tejer sus lazos con el próji mo, lo que permite a los demás tipos de hombres subsistir: a este respecto, y los textos normativos no se cansan de proclamarlo, el dueño de la casa es el centro, el punto de apoyo de todo el dharma. ¿Quiénes son esos otros hombres? Son, en primer lugar, los es tudiantes, pero sobre todo el vasto conjunto, muy diversificado, de los solitarios, contemplativos, errantes, que tienen como fin la busca de sí mismos antes que la conexión con el prójimo, preocupados por liberarse de vínculos sociales, a la vez causa, consecuencia y símbolo del vínculo que nos mantiene inmersos en el «flujo de las existen cias», samsara. Consideradas en sí mismas, la vida del hombre en el mundo y la vida ascética son antitéticas. Pero la originalidad y la fuerza de la ideología del antiguo brahmanismo es haber combinado esas dos re glas de existencia construyendo un sistema de normas sociales lo bas tante amplio para englobar a los mismos que pretenden apartarse de la vida en sociedad y desprenderse de las relaciones que la constitu yen. Mucho mejor: no solamente los dos tipos humanos coexisten, recibiendo cada uno su justificación propia, sino que el dharma ins tituye también una «periodización» de la vida de todo «nacido dos veces», lo que le pone en condiciones de adaptarse a uno y después al otro de estos modelos. El esquema del dharma diferenciado si guiendo los aírama, «fases de la vida», es, en efecto, éste: después de haber sido brahmacárin, es decir, «estudiante brahmánico», luego grhastha, el «nacido dos veces» puede, si lo desea, si tiene fuerzas para ello, si su deuda para con los manes ha sido debidamente sa tisfecha engendrando a su vez una descendencia, retirarse a la sole dad de la selva. Esta nueva fase comporta también sus etapas: en tanto que vanaprastha primero (literalmente «el que se ha ido a la selva»), el «na cido dos veces», abandona la población para retirarse a un eremito rio de la selva, con su mujer si quiere y llevando sus fuegos sacrifi47
cíales; los vínculos con los hombres se han distendido, pero conti núa celebrando los ritos, al menos en la medida en que le permite su nuevo modo de subsistencia, fundado en la colecta de limosnas, la recolección y una especie de agricultura mínima; el vanaprastha reproduce en su retiro silvestre la vida del poblado, pero en abs tracto, una especie de utopia purgada de todas las relaciones funda das en la división del trabajo y la jerarquía de los varria, y entera mente orientada, ya, hacia la no-violencia; la etapa siguiente, por el contrario, que es también la etapa final, supone un corte radical con la vida social: es el hecho del sarrmyasin, «renunciante». El rito de entrada en la «renuncia» muestra claramente el sentido que el «na cido dos veces» pretende dar a su existencia: durante esta ceremo nia, en efecto, el futuro «renunciante» sacrifica, por decirlo así, el sa crificio; sacrificio último en el que los utensilios mismos del rito sir ven de ofrenda, en el que los fuegos sacrificiales, antes de ser defi nitivamente apagados, son inhalados simbólicamente, incorporados por el sacrificante: su propio cuerpo es el hogar y el combustible de ese fuego interiorizado, el lugar de una combustión que no es sino el tapas, la quemadura de la ascesis que, hasta la muerte, será su re gla; esta ascesis puede consistir en mortificaciones ingeniosas y vio lentas y presentarse como demostración de lo que un cuerpo es ca paz de infligirse a si mismo. Pero estas demostraciones sólo forman realmente parte de la manera de ser de un renunciante en la medida en que facilitan, o ilustran, un esfuerzo de desapego, de desapasio namiento, cuya apuesta es algo muy distinto de un estilo de vida. El estado del «renunciante», en efecto, cobra todo su significado en un cambio de perspectiva con relación a los valores del dharma: el renunciante no trastoca estos valores sino que, paso en cierto sen tido más grave, los relativiza. A diferencia de ios hombres en el mun do (del hombre en el mundo que él mismo era hasta entonces), el renunciante no se preocupa por ejercer un papel en la armonía del conjunto, por perpetuar relaciones, por actuar bien con objeto de acumular méritos: su fin, por el contrario, es actuar de tal forma que se agote la fuerza que une al hombre a su prójimo y que, im pulsándolo a actuar, lo encierra en el universo de las causas y las consecuencias y lo condena a renacer indefinidamente. Aislarse, coin cidir con el atman, es decir, con la propia interioridad indestructible, el «si» (este término, en efecto, que podemos traducir por «alma» es también el pronombre reflexivo), conquistar o, mejor, reconocer la identidad del si y el absoluto, ése es el resultado al que debe prepa rar la destrucción de todos los gérmenes del acto, por la mortifica ción ascética, por la disminución y, si es posible, la supresión de los deseos. Este resultado se concibe como una liberación, mok$a. Y cualquiera que sea el contenido que la imaginación asigne al estado de «liberado», cualesquiera que sean por lo demás las técnicas, he terogéneas, que puedan añadirse o incluso substituir a la «renuncia» propiamente dicha, está claro que la búsqueda de la liberación no es una forma particular de la actividad dhármica, sino una manera de ponerse a distancia del dharma, y por tanto de ponerlo en duda. 48
La ideología brahmánica reconoce esta relación particular del dharma y el mok$a. Al negarse a hacer de estas nociones, de estos conjuntos de valores, términos sencillamente antitéticos, se esfuerza por presentar el mokqa como una especie de superación (y por tan to, en primer lugar, de paroxismo) del dharma. Para la ortodoxia, en efecto, sólo una vida perfectamente dhármica puede culminar con la renuncia y, prácticamente, sólo un brahmán puede esperar hacer de su samnyasa la via de acceso a la liberación. Además, por un pro cedimiento muy característico del pensamiento indio, la ideología brahmánica consigue instaurar una especie dedharma ampliado que, enumerando los ámbitos de actividad del hombre, incluye el dharma propiamente dicho como uno de sus componentes, al igual que el moksa. Este dharma englobante es el sistema, la lista de los cuatro, o más exactamente, de los tres más uno purusa-artha, «fines del hom bre». La acción de los hombres encuentra su sentido cuando se refiere a una u otra de las secciones siguientes: uno actúa para adaptarse a la ley socio-religiosa, es decir, con vistas al dharma; o para adquirir poder y riqueza, y entonces el móvil del acto es el artha; o para sa tisfacer el deseo de placer, y es el kama; o, por último, para alcanzar la liberación, y entonces aspira al mokfa. Mientras que los tres pri meros términos se enumeran por orden de dignidad decreciente, el último está, por decirlo así, aparte: incluido en la lista, se opone al conjunto de sus tres compañeros ya que éstos designan los campos de actividad del hombre en el mundo, mientras que el mok$a es, fun damentalmente, el horizonte del renunciante. El sistema implicado por esta enumeración tiene como objeto, o por efecto, mostrar que prácticas y motivaciones tan diferentes como las que acabamos de ver tienen todas su legitimidad si aparecen en las ocasiones apropia das, en los limites y con la función que les asigna, precisamente, el dharma total. De modo que si el renunciante, al apartarse del mun do, revela el carácter relativo, por no decir vano, de las conductas que aspiran a mantener la cohesión, el gran dharma a su vez, relativiza la búsqueda de la liberación, de la que hace un «fin del hom bre» entre otros: se le hace un sitio, su sitio, al igual que el sistema de las «edades de la vida», airama, hace un sitio al periodo en el cur so del cual conviene renunciar a todo lo que era legitimo aspirar en los periodos precedentes. Queda que la liberación se concibe las más de las veces, en los sistemas más elaborados, como una visión del absoluto. En favor de esta toma de conciencia, el mundo empirico se revela no solamente como malo y doloroso, sino incluso como ilusorio. El absoluto es real, el universo de las diferencias es una maya. Es sorprendente que esta idea, que pertenece a la especulación «filosófica», se apoye en concepciones teológicas y mitológicas que se remontan al Veda más antiguo: la maya es la aptitud que tienen los dioses de «proyectar for mas eficientes», según la expresión de L. Renou; pero también es su poder de suscitar «prestigios», falsos pretextos, juegos de sombras móviles que enloquecen y desorientan a sus adversarios; mucho me 49
jor, el gran acontecimiento de la mitología, el combate inicial de los dioses y los demonios, no es más que una fábula, un efecto de la maya del dios Indra. El pesado karman de los hombres, el rudo far do de los actos sólo pesa, pues, con el peso de la realidad para los seres cuya conciencia está en tinieblas; aquellos a los que, por el con trario, ilumina la visión de la liberación perciben el mundo como lo que es: un juego (lila) de Dios.
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B ia r d e a u , M . y M
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4. L a s
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VI A. C . E l
G
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m o d e l o h e s ió d ic o y e l
M O D ELO ÓRF1CO
por Luc Brisson «Todo el discurso sobre el origen de los tiempos que se encuen tra consignado por escrito en los griegos, es obra de varios autores, pero sobre todo de dos en particular: Orfeo y Hesíodo»(38). Este aser to da una idea justa de la opinión más extendida en la Antigüedad, en cuanto a la preeminencia de los modelos hesiódico y órfico de teo gonia sobre cierto número de obras que habrían visto la luz en la Grecia antigua. En efecto, parece que al término «teogonia», tomado en su sen tido amplio (que comprende la teogonia propiamente dicha, la cos mogonía y la antropogonía, y que defíne asi M. L. West: «El origen del mundo y de los dioses, asi como los acontecimientos que con dujeron al establecimiento del orden presente»(39), hay que asimilar la expresión «origen de los tiempos» que se-encuentra al principio de la cita que abre esta sección. Ahora bien, en la Grecia antigua existe una literatura bastante abundante sobre el tema. Se han atri buido teogonías a Museo, Aristeas, Epiménides, Abaris, Ferécida, «Dromócrito» (probablemente Demócrito, fr. fals. 301); cosmogo nías a Lino y Thamiris; una Cosmopoiee a un tal Palefatq. Acusilao comienza sus Genealogías por una teogonia, y también el ciclo épi co; y la Titanomaquia o la Gigantomaquia atribuida a Eumelo o a Arctino debe ser incluida en este conjunto. Por último, un comen tario sobre papiro indica la evidencia de que Alemán es autor de una cosmogonía diferente de todas las conocidas hasta entonces(40). Pero son las teogonías atribuidas a Hesíodo y Orfeo las que tienen más difusión e influencia. Hesíodo, cuya vida se sitúa entre las fechas límite de 7S0 y 650, habría compuesto la Teogonia entre 730 y 700, y Los trabajos y los días entre 730 y 690(41). Por lo tanto, debe ser considerado como el primer poeta de la Grecia antigua. La aparición de la literatura en Grecia, en esta época, sigue inmediatamente a la introducción del al fabeto inspirado por el modelo fenicio. Esta nueva forma de nota ción de la lengua griega proporciona, pues, a Hesíodo el instrumen to que le permite poner por escrito sus poemas, inspirados en una tradición oral que se remonta a la más lejana antigüedad. Veamos cómo comienza Hesíodo la descripción de su teogonia: «Asi pues, antes de todo fue Caos; después Gea (Tierra), la de anchos costados, morada segura ofrecida para siempre a todos los vivientes (...) y Eros, el más bello entre los dioses inmortales, aquel que rompe los miembros y que, en el pecho de todo dios y de todo (38) (39) (40) (41)
Orphieorum Fragmenta 55 (abrev. O .F.) reunidos por O. Kem, Berlín, 1922. M. L. West: Hesiod, Theogony, Oxford, 1966, p&g. 1. Ibídem, p&gs. 12-13. Ibídem, págs. 40-47.
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hombre, doma el corazón y la voluntad sabia. De Caos nacieron el Erebo y la Luz del Día. La Tierra dio a luz primero a un ser igual a ella misma, capaz de cubrirla toda entera, Urano (el Cielo) estre llado, que debía ofrecer a los dioses bienaventurados morada segura para siempre. Puso en el mundo también a las altas Montañas, pla centero refugio de las diosas, a las Ninfas, habitantes de los montes ondulados. Dio a luz también a la mar infecunda de furiosos bufi dos, Pontos, sin ayuda del tierno amor. Pero seguidamente, de los abrazos de Urano, dio a luz a Okéanos (el Océano) de profundos tor bellinos —Coios, Crios, Hyperión, Japeto— Thea, Rhea, Themis y Mnemosine— Phebe, coronada de oro, y la amable Tetis. Después de ellos vino al mundo el más joven, el dios de pensamientos pérfi dos, el más temible de todos sus hijos; y Cronos tomó odio a su flo reciente padre» (42). Después viene la historia de Cronos, que emascula a su padre, Urano, que impide a sus hijos subir hasta la luz. Y, para guardar el poder que de este modo ha conquistado, Cronos devora a sus hijos, Hestia, Démeter, Hera, Hades y Poseidón a medida que Rhea los pare. Pero, engañado por una estratagema de Rhea, Cronos engulle, en lugar de a Zeus, una piedra envuelta en mantillas. Asi salvado, este último, con ayuda de Metis hace absorber a Cronos una droga que le obliga a restituir los hijos que ha devorado. Estos, bajo la égi da de Zeus, declaran a Cronos una guerra que ganan. Zeus se apo dera del trono y establece un orden estable y definitivo tras haber devorado a Metis, cuya astucia constituía un peligro para él, repar tiendo asi el poder. El mismo, asegurada su preeminencia, reina so bre el cielo, Poseidón sobre el mar y Hades sobre el mundo sub terráneo. He aquí un cuadro genealógico que permite ilustrar esta teogonia: ante todo Caos Tierra después después Eros I I Erebo Noche I
Eter
I
Día
Titanes (-»Cronos ~ Rhea«-)
I
I------------1
Cielo ~ Tierra Montañas
Titanidas Hecatónquiros
r ------------1— 1— I--------1---------1--------------1
Hestia
Démeter Hera ~ Zeus Hades
I Ares
i Hebe
| Ilitia
Poseidón
| Hefaistos
(42) Théogonie, 116-138; trad. de P. Mazon, ligeramente modificada.
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I
Pontos
¿Qué conclusiones sacar de esta teogonia? Vemos en acción, en primer lugar, ese principio común a todas las teogonias según el cual todos los seres provienen de un desorden primordial y sólo aparecen, en tanto formas especificas, en la medida en que el medio informe del que salen está sometido a un principio de división. La cosa está clara, sobre todo, en el primer momento de esta teogonia, en el que todo parece producirse a partir del caos inicial por escisoparidad de alguna forma. Más aún, la historia de Urano debe entenderse en esta perspectiva. Porque Cronos reaccio na, emasculando a su padre, contra una excesiva proximidad del Cie lo y la Tierra, que equivale, de hecho, a un retorno al desorden pri mordial y a lo informe, en la medida en que el Cielo, que no deja de cubrir la Tierra, impide el acceso al mundo de sus hijos y detiene asi el proceso de división en curso. Este acto establece una buena dis tancia entre el Cielo y la Tierra y hace continuar el proceso de di visión interrumpido, permitiendo la aparición de nuevos seres, de nuevas formas. Pero con Cronos la teogonia cobra un nuevo aspec to. El problema fundamental ya no es genético. Es político. En efec to, ese gesto de Cronos que devora a sus hijos no puede compararse al de Urano, en la medida en que Cronos actúa positivamente, con vistas a asegurar la permanencia de su poder por la eliminación, des de su nacimiento, de todos sus hijos, susceptibles de discutir y rei vindicar el poder del que éste se ha apoderado. Es la misma obse sión, por otra parte, que encontramos en Zeus, que devora a Metis porque un oráculo le ha predicho que esta última le daría un hijo que lo destronaría, pareciendo esta amenaza tanto más verosímil por cuanto Zeus se ha hecho con el poder, a expensas de Cronos, con ayuda de Metis. Al devorar a Metis, Zeus se asegura la perennidad de su poder, que comparte con Poseidón y Hades, si bien conserva la preeminencia. Asi vemos cómo se establece un orden estable y de finitivo que ya nada puede amenazar. Esta teogonia da cuenta también del origen del hombre. Cierto es que en la Teogonia, Hesíodo no dice nada del origen de los pri meros hombres que otros autores relacionan con los Gigantes o los Melladas, que nacen de la sangre que brota del sexo cortado de Urano(43). Por contrario, en Los Trabajos y los <#a$(44), Hesíodo des cribe largamente la sucesión de las diversas razas de hombres: raza de oro, raza de plata, raza de bronce, héroes y raza de hierro. Como ha mostrado muy bien J.-P. Vemant, el mito hesiódico de las razas, que se organiza en el marco de una lógica y una ética dicotómicas, oponiendo la justicia a la desmesura, debe interpretarse como en la perspectiva del sistema de tripartición funcional, que G. Dumézil ha establecido como constitutivo fundamental de la ideología indoeu ropea. Los hombres de la raza de oro y los de la raza de plata re presentan la función real: por eso no conocen ni el trabajo ni la gue(43) M. L. West: Op. cil., comentario a los versos 30 y 187 de la Teogonia. (44) Los trabajos y los dios, 106-201.
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ira. Pero mientras que los hombres de la raza de oro que viven bajo el reinado de Cronos son un modelo de reyes justos y piadosos y se transforman, cuando desaparecen, en demonios epictonianos, los de la raza de plata son exterminados por Zeus, cuya soberanía no re conocen. Por otra parte, los hombres de la raza de bronce y los hé roes son los representantes de la función guerrera; por eso no cono cen el trabajo y sólo practican la guerra. Pero mientras que los hom bres de la raza de bronce, que dan pruebas de una desmesura pura mente militar, no tienen derecho a ningún honor después de haber sucumbido a los golpes que se lanzan unos a otros, los Héroes, que constituyen la raza más justa desde el punto de vista militar y la más valerosa, son transportados, tras caer a tierra, la isla de los Biena venturados, en la que llevan una vida similar a la de los dioses. Por último, la raza de hierro, que conoce una existencia esencialmente ambigua y ambivalente, representa la función productiva. El origen amable de todos los sufrimientos del hombre es Pandora, la mujer, que la ironía de los dioses se complació en ofrecer al hombre para castigarlo por haber aceptado el fuego robado por Prometeo. Bajo su doble aspecto de mujer y de tierra, Pandora encarna la función de fecundidad que se manifiesta en la edad de Hierro en la produc ción del alimento y la reproducción de la vida. Y, de esta teogonia, que implica una cosmogonía y se prolonga con una antropogonía, deriva una ética general que defíne las rela ciones de los hombres con los dioses y los animales y de los hom bres entre ellos. En efecto, en la religión tradicional, el rito sacrifi cial instituido por Prometeo gracias a la introducción del fuego en tre los hombres, a la vez que constituye la vía normal de comunica ción entre la tierra y el cielo, reafirma, en su forma misma, la divi sión radical que separa a los dioses de los hombres. A los hombres corresponde, en la víctima sacrificada, la carne muerta y corrupti ble; y a los dioses, el humo de los huesos, el olor de los perfumes y los aromas. Además, el sacrificio sangriento, porque es indisociable de la cocina, indica, en su forma misma, la distinción que separa a los hombres de las bestias: el rechazo de la omofagia, es decir, de la manducación de carne cruda. Por el contrario, en lo que concierne a las relaciones de los hombres entre ellos, las cosas son mucho me nos claras. Naturalmente, con relación a los hombres, las mujeres, que representan la ambigüedad por excelencia, están en situación de inferioridad. Confinadas en la casa y, por tanto, en la intimidad, son excluidas del ámbito público. No obstante, a nivel de organización de la sociedad, la realidad económica, social y política no corres ponderá nunca, en la antigua Grecia, al ideal de la tripartición fun cional tal como lo ilustra Hesiodo en el mito de las razas, y tal como lo retomaron los pitagóricos y, sobre todo, Platón, en la República, fundamentalmente. Al contrario que Hesiodo, cuya teogonia se funda en la única di visión que puede permitir la aparición y el establecimiento de un or den estable y definitivo a partir de un desorden que confina lo in forme, el orfismo desarrolla una teogonia cuyo principio rector re 54
sume esta fórmula atribuida a Museo, discípulo de Orfeo: «Todo vie ne de una sola cosa y se resuelve en ella»(45). Pero, antes de describir esta teogonia, conviene plantearse la pregunta de su origen. En el pasaje citado justo al principio de esta sección, Orfeo es nombrado antes que Hesiodo. Esta precedencia de Orfeo sobre Hesíodo refleja la opinión generalmente extendida en la Antigüedad, se gún la cual Orfeo es el primer poeta de la Antigua Grecia. Cierto, se trata de una leyenda mantenida por aquellos mismos que se re claman de los escritos de Orfeo. Porque, en realidad, «Orfeo» no es más que un nombre que designa al autor mítico de una teogonia, del que no nos quedan sino fragmentos recogidos, por última vez, en 1922 por Otto Kem. Y, para complicar las cosas, esos fragmentos nos dan varias ver siones de esta teogonia. El neoplatónico Damascio menciona tres: una que se encuentra en Eudemo, un discípulo de Aristóteles (O.F. 28) r, otra según Jerónimo y Helénico (O.F. 54); y la de las Rapso dias en veinticuatro libros, de la que Damascio afirma que es la «teo gonia órfica habitual» (O.F. 60). Se ha creído reconocer también en Aristófanes (O.F. 1) y en Platón (O.F. 16) testimonios sobre la teo gonia órfica. Además, Apolonio de Rodas pone en boca del mismo Orfeo, que acompaña a los Argonautas, una teogonia original (O.F. 29) . Por otra parte, Alejandro de Afrodisia cita otra versión de la teogonia órfica (O.F. 107). Y, por último, el pseudo-Clemente de Roma (O.F. 55-56) y Atenágoras (O.F. 57-59) mencionan como órficas teogonias que se acercan a las de Jerónimo y Helénico. Y, re finando, podríamos alargar aún esta lista ya larga. Ante esta profusión de versiones, ¿qué partido tomar? Lo más sensato es admitir que una tradición que se remonta, al menos, has ta el siglo vil a. C., vehicula, bajo el nombre de Orfeo, una teogonia cuya transmisión equivale a una transformación constante, a causa del hecho mismo de que el orfismo es una doctrina esotérica. Se com prende entonces que las diversas versiones escritas de esta teogonia, cuya redacción más antigua podría remontarse al siglo vi antes de Cristo, presenten tales diferencias las unas con relación a las otras. Desde esta perspectiva, fuerza es utilizar como versión de referencia la de las Rapsodias, transmitida en su mayor parte por los neoplatónicos y por los apologistas cristianos, pero que presenta la ventaja de constituir el testimonio más completo sobre la teogonia órfica. En cualquier caso, esta posición de principio en el plano del método no prejuzga ninguna toma de posición en el plano de la historia, en el que recientes descubrimientos podrían aportar modificaciones pro fundas. Con el tiempo, Cronos, que nunca envejece, comienza la teogo nia de las Rapsodias. De Cronos nacen el Eter y el Caos (O.F. 66). Después, Cronos forma un huevo en el Eter (O.F. 70). El huevo se abre en dos. El primogénito de los dioses, Fanes, nace de él (O.F. (45) Diógenes Laercio: Proemio, 3.
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72). Maravillosamente bello y resplandeciente, se le representa con alas de oro en los hombros (O.F. 78) y cabezas de distintos anima les (O. F. 79)\ está también bisexuado (O.F. 81). El, que porta el se men de todos los dioses, es llamado Fanes, Metis, Protógonos, Erikepios, Eros y Dionisos {O. F. 86, 170). A Fanes corresponde una divinidad femenina, la Noche, que es a la vez su madre, su esposa y su hija (O. F. 105, 109). Esta triplicación de la entidad femenina primordial puede explicarse por el hecho de que, al ser todas las co sas y poseer los dos sexos, Fanes sólo puede tener la parte femenina de sí mismo como madre, como esposa y como hija. Y es a la No che, su esposa-hija, a quien Fanes transmite el poder (O.F. 101,102). La Noche da a Fanes dos hijos, Urano (Cielo) y Gea (Tierra) (O.F. 109), los cuales, a su vez, engendran particularmente a los Titanes y Titánidas (O.F. 114 y ss), y por tanto a Cronos y a Rea. Aquí se sitúan las historias, similares a las que cuenta Hesíodo, de la muti lación que Cronos inflige a Urano (O.F. 127) y del subterfugio em pleado por Rhea para salvar a Zeus de la deglución por Cronos, que se hace con el poder (O.F 148-157). Pero, en ese estadio, el proceso de generación y, por tanto, de división se detiene. Por consejo de la Noche, Zeus devora a Fanes. Y, a partir de la unidad asi reconsti tuida en él, que se convierte en el principio, el medio y el fin de to das las cosas, crea el universo (O.F. 168) Y, como en el caso de Fa nes, la divinidad femenina, que es su paredro, se ve sometida a un proceso de triplicación, ya que es a la vez su madre, su esposa y su hija, bajo los nombres de Rhea, Démeter y Koré (O.F. 145, 198). Ahora bien, Zeus transmite el poder bruscamente a un Dionisos to davía niño (O.F. 207). Pero, como Fanes se llama también Protó gonos, Erikepios, Eros, Metis y Dionisos, en Dionisos el fin se con vierte en principio y todo puede recomenzar. He aquí un cuadro genealógico que permite ilustrar esta teogonia:
Cronos
Huevo Fanes Urano Cronos
i Zeus Dionisos
56
Í
Noche Noche Noche 1 Gaia
I Rhea-
TKoré-
Démeter
Esta teogonia se desarrolla en tres momentos marcados por una tensión entre la unidad y la división. En un primer momento, Cronos deposita en el Eter el Huevo primordial, cuya forma, en el pla no de la naturaleza, representa por excelencia la unidad generadora. De este huevo surge Fanes que, aunque engendra la división, no por ello es menos un ser, en el que coinciden todos los contrarios; de ahi sus relaciones múltiples con la entidad femenina que es su paredro. Y, después de una serie de divisiones, que permiten la aparición de muchas otras divinidades, Zeus rehace la unidad de todas las cosas al devorar a Fanes. Luego, en la fase de división de ese segundo mo mento, crea el universo. Por último, llega Dionisos, que lleva el mis mo nombre de Fanes y constituye el personaje central de la antropogonía órfica. En efecto, es a un Dionisos aún niño a quien Zeus transmite su poder. Pero los Titanes, que han vuelto a cobrar vida en el nuevo orden de cosas creado por Zeus, están celosos del niño y conspiran contra él. Le atraen con juguetes. Después, lo matan, lo cortan en pedazos que preparan según una cocina que invierte la del sacrificio tradicional, como ha mostrado muy bien Marcel Détienne, y se lo comen. Pero Atenea consigue salvar el corazón y lo lleva a Zeus con el fin de que éste pueda hacer renacer a Dionisos. Los Titanes, por su parte, golpeados por el rayo de Zeus, son reducidos a cenizas. Y de sus cenizas nacen los hombres (O.F. 210 y s.s). Como en el caso precedente, de esta teogonia, que implica una cosmogonía y que se prolonga con una antropogonía, se desprende una ética general que define las relaciones de los hombres con los dioses y los animales, y de los hombres entre ellos. El orfismo es, antes que nada, un movimiento de protesta en el plano religioso con tra la distancia que separa a los hombres de los dioses. Ahora bien, como hemos visto, en la religión tradicional es el sacrificio de tipo prometeico, indisociable de cierto tipo de cocina, lo que constituye el paradigma de esta división. En esta perspectiva, cambiar de régi men alimentario es poner en duda el conjunto de las relaciones entre los hombres y los dioses y entre los hombres y las bestias. Por eso, a través del mito de Dionisos el orfismo enseña el rechazo de todo sacrificio sangriento, cuya práctica tradicional invierte, porque ese ri tual reproduce, bajo una forma disfrazada, el crimen de los Titanes contra Dionisos. La verdadera unión del hombre con Dionisos, del cual participa, sólo podrá ser consumada cuando haya reconocido su filiación con los Titanes, y se purifique absteniéndose de alimento cárnico. Este es, por otra parte, el único medio para los órficos, jun to con la práctica de las iniciaciones que reproduce precisamente el asesinato de Dionisos por los Titanes, de salir del ciclo del nacimien to y la muerte prolongándose en reencarnaciones sucesivas bajo for mas no solamente humanas, sino también animales (O.F. 224). Por ello, alimento cárnico, asesinato y canibalismo son equivalentes. Por ello, sólo evitando ese triple crimen podrá el hombre conseguir unir se a los dioses, siendo Dionisos, en sí mismo, la síntesis de todos los demás. Por otra parte, en lo que concierne a las relaciones de los 57
hombres entre ellos, se encuentran muy pocas cosas en la tradición órfica. En cualquier caso, al criticar de un modo tan radical el acto religioso, sobre el que se fundan los Estados griegos, es decir, el sa crificio sangriento, el orfismo sólo puede aparecer como un movi miento de contestación de esos mismos Estados. Por eso, aunque no se encuentre realmente nunca en conflicto abierto con ellos, el orfis mo sigue estando al margen de esos Estados, constituyendo una co munidad espiritual que tiene como principio una continuidad com pleta entre todos los seres y que, por eso mismo, se opone a la co munidad política, cuyo fundamento reside en una discontinuidad je rárquica entre esos mismos seres. En esta perspectiva, el modelo órfico resulta lo contrario del mo delo hesiódico. Mientras que el segundo, en el que se funda la reli gión oficial, insiste en la estabilidad y el carácter definitivo de la di visión que permite el paso del desorden al orden descrito por esta teogonia, el primero, que se desarrolla en el interior de una religión de misterios, si bien reconoce la necesidad de la división para ase gurar el paso del desorden al orden, insiste, por contra, en la unión que precede y, sobre todo, debe seguir a esta división. Y es proba blemente en el campo ideológico delimitado por esos dos modelos teogónicos, cuyos puntos de convergencia y divergencia con las re ligiones orientales se han tratado de esclarecer en varias ocasiones, donde se enraizaron los primeros sistemas filosóficos de la antigua Grecia.
BIBLIOGRAFIA La mejor edición, precedida de una introducción y acompañada de un comentario de la Teogonia de Hesíodo es la de M. L. WEST.: Hesiod, Theogony, Oxford, 1966. Por otra parte, P. Mazon pu blicó en 1928 una edición acompañada de una traducción fran cesa y precedida de introducciones apropiadas de estas tres obras de Hesíodo: Théogonie, Les travaux et les jours, y Le bouclier, Les Belles Lettres, París, 1928, 1960. En 1914, P. M AZON, había hecho ya una edición seguida de un comentario de Les travaux et les jours, Hachette, París, 1914. Sobre el mito de las razas y el mito de Prometeo, hay que leer los artículos de J.-P. V e r n a n t : «Le mythe hésiodique des races», en M ythe et pensée chezles Grecs, Maspéro, París, 1965,1969, págs. 19-47; y «Le mythe prometheén chez Hésiode», en M ythe et société en Gréce ándem e, Maspéro, París, 1974, págs. 177-194. El problema de la tripartición funcional en el mundo indoeuropeo constituye el tema mayor de la obra inmensa de G. D UM ÉZIL; para una visión de conjunto rápida, conviene leer: L ’idéologie tripartite des Indo-Européens, Latomus, Bruselas, 1958. Y para tener una idea de la organización económica, social y polí tica en las diferentes épocas de la Antigua Grecia, la obra en fran 58
cés más reciente, más simple y más clara es la de M. A u s t i n y P. V i d a l -N a q u e t : Economies et sociéíés en Gréce ancienne, Armand Colín, París, 1972, 1974. Los fragmentos órficos fueron reunidos por O. K ERN : Orphicorum Fragmenta, Berlín, 1922,1972. En lengua francesa, la traducción del libro de W .C .K . G u t h r i e : Orphée /a religión grecque (trad. del inglés por S. M. G u iL L E M IN ), París, 1956, es la única obra de conjunto sobre el orfismo. Un informe de los descubrimientos recientes relativos a los escritos órficos fue presentado por P. BoYANCÉ: «Remarques sur le papyrus de Derveni», en Revue des Eludes grecques, 87, 1974, págs. 91-110. Por otra parte, el mejor estudio sobre el significado del asesinato de Dionisos por los Titanes es, indiscutiblemente, el de M. D e t i e n NE: «Dionysos mis á mort ou le bouilli róti», en Anrutli delta Scuola nórmale superiore di Pisa, Classe di Lettere e Filosofía, Serie III, vol. IV, núm. 4, 1974, págs. 1193-1234. Este estudio ha sido retomado, después de algunas modificaciones, por M. D e t i e n n e en Dyonisos mis á mort, Gallimard, París, 1977, págs. 163-217. En lo que concierne a las relaciones entre las teogonias de la Grecia antigua y las de Oriente, además de M. L. W E ST (Op. cit., págs. 1-16) y W . C.K. G U TH R IE (Op. cit., págs. 101-108), conviene con sultar P. W ALCOT: Hesiod and the Near East, Cardiff, 1966. Por último, sobre las relaciones entre teogonia y filosofía en la An tigua Grecia, hay que leer F. M . C o r n f o r d : From religión to philosophy, Londres, 1 9 1 2 , y también Principium sapientiae, Cambridge, 1 9 5 2 ; H . F r a n k e l ; Dichtungund Philosophie, M u nich, 1 9 5 1 , 1 9 6 2 ; C. R A M N O U X : La Nuit et les enfants de ¡a Nuit dans la tradition grecque, Flammarion, París, 1 9 5 2 (los cuadros genealógicos que se encuentran en esta sección se han inspirado en los situados al final del libro); y, por último, J.-P. V e r n a n t : Les origines de la pensée grecque, P.U.F., París, 1 9 6 2 , 1 9 6 9 .
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CAPITULO III
LAS ETICAS DE ASIA
1. E L CONFUCIANISMO
por Jean Lagerwey En la sección del capítulo precedente hemos visto fijarse los li mites ontológicos en el interior de los cuales evolucionará China. En la presente sección consideraremos principalmente el desarrollo epis temológico de la escuela confuciana como respuesta a la primera gran crisis de este sistema. Esta crisis duró unos cinco siglos: el tiempo necesario para pasar del régimen feudal de los Cheu (en el que una multitud de pequeños estados, concentrados en el norte de China y, las más de las veces, familiarmente ligados al rey, le enviaron su tributo) al inmenso impe rio burocrático de los Ts’in, en el que el poder vive de impuestos. Este paso ve la aparición de especialistas de todo tipo, incluido, como veremos, especialistas en moralidad: en efecto, la nueva clase de bu rócratas se insertará entre el poder y el pueblo, entre lo alto y lo bajo. Esta clase, yin con relación al emperador, yang con relación a las masas, retendrá tres de las «Cien Escuelas» del período de crisis: una, el legismo, estructuralista como su nombre indica, mirará el mundo desde el punto de vista del poder; otra, el taoismo, tomará los colores del pueblo; entre las dos, el confucianismo se convertirá en la ideología propia de esa clase de alcahuetes que son los man darines. Hay que seguir recordando que es la misma clase —la que habla al emperador en nombre del pueblo y al pueblo en nombre del em perador, la clase también que, durante dos mil años, escribirá la his toria de las dinastías, la clase, en suma, que tendrá el monopolio de la palabra— la que admitió la supervivencia de estas tres escuelas. Si lo hizo fue, con seguridad, porque no podía dejar de hacerlo, dado el asentamiento social de las dos escuelas «heterodoxas». Pero la exis tencia de una coerción sociológica no debería impedimos ver la fle 60
xibilidad y el realismo, que son su resultado en el plano de las men talidades y las ideologías. Habla tres escuelas durante el periodo imperial; y en el mismo seno del confucianismo había tres tendencias: tendencia estructuralista, fundada por Hsün-tzeu; tendencia populista, fundada por Mencio; por último, en el centro, tendencia que no tiene otro nombre que el del Maestro, el confucianismo. Estudiaremos aquí la relación del nacimiento de esas tres tendencias con el tiempo, con la evolu ción de la crisis. Fijemos primero las fechas: Confucio, 551-479 a. C.; Mencio, 3727-289? a. C.; Hsün-tzeu, 2987-238? a. C. La evolución es, por tan to, centro izquierda-derecha, al menos en apariencia. Seguidamente, considerémoslos a través de la forma literaria: se trata de filosofía, lo que representa un cambio con relación al tiem po de los Clásicos. Vimos primero un libro de imágenes sin palabras, después libros de historia y de poesía lírica; aquí tenemos filosofía: cumplido el tiempo del discurso autoritario puesto frente al canto es pontáneo; es tiempo de discusión. Pero, en el interior de esta discu sión hay también evolución: Confucio habla a sus discípulos; Men cio habla a los reyes; Hsün-tzeu se escribe. Confucio no escribe: ex plica, educa; a las notas de sus discípulos debemos, sin duda, «su» libro, que no es más que una lista de sentencias anecdóticas. Mencio parece haber escrito al menos una parte del libro al que va unido su nombre: lo vemos en él, no obstante, hablando, tratando por todos los medios a su disposición (y tiene todo un arsenal) de convencer a sus interlocutores. Tenemos incluso a veces la impresión de que es tán ahí sólo para provocar la conversación y ser convertidos: el es tilo de Mencio es anecdótico por lo que respecta al marco; es, en el fondo, retórico. En Mencio se ve ya perfilarse un movimiento de re pliegue sobre sí mismo; este movimiento llega a su término con Hsüntzeu, que ya no habla a nadie, que, por el contrario, busca un lugar tranquilo en donde construir su sistema en paz. Produce ensayos con toda naturalidad. La evolución en el tiempo, pues, se hace más bien de izquierda a derecha, de la flexibilidad de la palabra anotada del natural, a tra vés de una fractura marcada por una forma ni plenamente anecdó tica ni plenamente retórica, a la rigidez de la escritura individual que pretende ser válida en todo tiempo. Esta evolución en el tiempo es, como se verá, la evolución interna del movimiento: el confucianis mo es un movimiento conservador y aristocrático; como discurso del poder, es inevitablemente racionalista y moralista. La evolución cen tro-izquierda-derecha, pues, representa el movimiento aparente, es decir, visto desde el exterior: es la disposición espacial, estructural, de la escuela confuciana, que representa las tres tendencias perma nentes. Consideremos brevemente el fondo común de esas tres tenden cias: 1. La sociedad se ordena a partir de la familia; la familia se or ganiza alrededor del padre. Es una idea que se encontraba ya 61
en el Shu King. Pero si sigue siendo actual en el ámbito pri vado a lo largo de la historia de China, hasta 1949, no era más que un deseo piadoso en política, y eso ya en los tiempos de Confucio. 2. Lo que distingue al hombre del animal es su facultad de dis cernimiento moral. Su primer deber en la vida es, por tanto, cultivarse, primero buscando un maestro cuyo modelo seguir, seguidamente escrutándose constantemente para asegurarse la integridad y el progreso en la vía de la caridad. Señalemos de paso que una definición moral del hombre implica, tanto en China como en Israel, una igualdad de principio de todos los hombres; la definición intelectual de los antiguos griegos, por el contrarío, hace de la desigualdad de los hombres un punto de partida. 3. Lo que distingue al hombre civilizado del bárbaro son los ri tos, los ritos que separan los sexos, las edades y las clases, es decir, lo alto y lo bajo. 4. No pudiendo tener éxito el gobierno por la fuerza y carecien do de alma el gobierno de los especialistas, el soberano debe rodearse de hombres virtuosos, cultos, íntegros, caritativos, imparciales. La enseñanza de los Clásicos proporcionada por los maestros de la escuela confuciana estaba destinado a for mar a estos hombres. En suma, el centro del hombre es su corazón. Contra las cos tumbres del corazón y sus razones, la fuerza de la ley, de las armas y de la razón —todo cuanto corresponde al brazo derecho y al ce rebro izquierdo—, resulta impotente. Tan sólo hay que cultivar bue nas costumbres en un medio correcto: lo que se tiende al pueblo con la mano izquierda se le quita con la mano derecha. Confucio Será quizá bueno ver hasta qué punto las afirmaciones anterio res sobre el confucianismo en general se encuentran ya en el Maes tro, más aún cuando su versión es, por decirlo así, «canónica». 1. La familia: «Un hijo debe consultar la voluntad de su padre, mientras su pa dre viva, y sus ejemplos, cuando esté muerto. Si durante tres años después de la muerte de su padre imita su conducta en todas las co sas, podrá decirse de él que practica la piedad filial» (Couvreur: Les Quatre Livres, pág. 74). «Si el príncipe cumple con celo sus deberes para con sus padres y antepasados, la piedad filial florece entre el pueblo» (8/ 2, pág. 1S4). 2. El cultivo de si mismo: «No os apenéis por no tener un cargo; esforzaros por ser dignos de ser elevados a un cargo. No os apenéis porque nadie os conozca; trabajad para haceros dignos de ser conocidos» (4/14, pági na 104). 62
«El sabio procura ser lento en sus discursos y diligente en sus ac ciones» (4/23, pág. 80). «Toda la sabiduría de nuestro Maestro consiste en perfeccionar se a sí mismo y en amar a los demás como a sí mismo» (4/5, pági nas 104-105). «El sabio ama a todos los hombres y no es parcial con ninguno» (2/14, pág. 80). 3. Lo alto, lo bajo y los ritos: «King, príncipe de Ts’i, preguntó a Confucio sobre el arte de go bernar. Confucio respondió: “Que el príncipe cumpla con sus debe res de príncipe, el súbdito con sus deberes de súbdito, el padre con sus deberes de padre, el hijo con sus deberes de hijo”» (12/11, pág. 204). «La virtud del principe es como el viento; la del pueblo es como la hierba. Cuando el viento sopla, la hierba se inclina siempre (el pue blo imita al principe)» (12/18, pág. 206). «Se puede hacer que el pueblo practique la virtud, pero no puede dársele un conocimiento razonado de ella» (8/9, pág. 156) Señalemos de paso que la campaña «anti-Confucio» en la China de hoy apunta sobre todo a este aspecto jerárquico del confucianismo. 4. El bueno gobierno: «Si el principe conduce al pueblo por medio de las leyes y lo man tiene en la unidad por medio de los castigos, el pueblo se abstiene de hacer el mal; pero no siente ninguna vergüenza. Si el principe di rige al pueblo con sus buenos ejemplos y hace reinar la unión regu lando los usos, el pueblo se avergüenza de obrar mal y se hace vir tuoso» (2/3, pág. 77). «Si el príncipe eleva a los cargos a hombres virtuosos y aparta a todos los hombres viciosos, el pueblo estará satisfecho» (2/19, pá ginas 81-82). Este aspecto del confucianismo, por el contrario, no se ha olvi dado en absoluto en la China maoísta, donde se alaban los méritos de tal hombre o de tal comuna modelo y donde se denigra a los ex pertos que no son «rojos», es decir, virtuosos. Pero, ¿cómo conocer la Via de la Virtud? ¿Qué es lo que hace que uno acceda a ella y otro no? Hay que insistir primero en la similitud de los hombres en cuanto a la posibilidad de acceder a ella: «Los hombres son todos iguales por su naturaleza; difieren por las costumbres que contraen» (17/2, pág. 261). En otro lugar, Confucio dice que «el conocimiento de las cosas no es innato en mí» (7/19, pág. 144). Pero si recordamos que, a la vez que afirma la poca importancia de la palabra con relación a la práctica (Cfr. supra, 4/23, pág. 101), Confucio distingue al «pueblo» del sabio por la capacidad de este úl timo de practicar y conocer (Cfr. supra, 8/9, pág. 101), veremos toda la importancia de esa contradicción... y de lo que lo sigue: «Pero amo !a Antigüedad y me aplico al estudio con ardor». La naturaleza pue 63
de, por descontado, disponer a unos más que a otros para seguir la Buena Vía, pero lo que cuenta sobre todo es el trabajo. «En un pueblo de diez familias, se encuentran seguramente hom bres a quienes la naturaleza ha dotado, como a mí, de disposiciones para la fidelidad y la sinceridad; lo que no sucede es que trabajen como yo para conocer y practicar sus virtudes» (5/27, pág. 120). Confucio hace siempre hincapié en el trabajo, que consiste en el estudio de la Antigüedad, unido a la reflexión sobre sí mismo. Con fucio dice de sí mismo, por ejemplo, que se consagra a la Antigüe dad con confianza y afecto, que lo único que hace es «transmitir» la enseñanza de los antiguos y «no inventa nada nuevo» (7/1, pág. 136). Dice haberse «aplicado al estudio de la sabiduría» a los quince años, y luego: «A los cincuenta años conocía las leyes de la Providencia; a los sesenta años comprendía, sin necesidad de reflexionar sobre ello, todo lo que oía mi oreja; a los setenta años, siguiendo los deseos de mi corazón, no transgredía ninguna regla» (2/4, pág. 77). Vemos que se trata de un trabajo de larga duración; en otra par te, dice que sólo la muerte le pone fin. «La virtud perfecta consiste en juzgar a los demás a través de uno mismo, y en tratarlos como uno mismo desea ser tratado» (6/28, pág. 136). «Si viajara con dos compañeros (uno virtuoso y otro vicioso), los dos me servirían de maestros. Examinaría lo que el primero hace de bueno y lo imitaría; los defectos que reconociera en el otro tra taría de corregirlos en mí mismo» (7/21, pág. 145). El papel del «Libro Rojo» y las sesiones de autocrítica, ¿es ex traño a esta moral de la «lectura interior» de Confucio? En la anti gua China, naturalmente, los que tenían medios para estudiar y re flexionar eran poco numerosos, y la igualdad efectiva, por eso mis mo, estaba reducida a nada. Pero, en esa época, con la base econó mica que prevalecía, ¿podía ser de otro modo? Pero concluyamos sobre Confucio con una mirada retrospectiva, porque el éxito de su enseñanza se explica menos por algunas nue vas doctrinas que habría formulado a tiempo que por la solidaridad de su andadura con el espíritu de los Clásicos, empezando por el Yi king: podríamos ver en Confucio —al contrario de sus herederos, cada vez más sistematizadores ya que cada vez estaban más próxi mos al poder— un relleno político de la lógica del Clásico de las mu taciones. Hay, en primer lugar, una dialéctica constante entre estruc tura y movimiento: estudio produce reflexión produce práctica pro duce reflexión produce estudio produce práctica. En esta dialéctica apenas hay lugar para la palabra, que tendería a sustituir a la prác tica. No se transige con los principios, pero hay que adaptar siempre su aplicación a la situación: «K’iu no se atreve a avanzar; lo he empujado hacia adelante. Iu tiene el ardor y la audacia de dos; lo he detenido y lo he empujado hacia atrás» (11/21, pág. 193). No hay «nada que haya que rechazar o retener absolutamente» 64
(18/8, pág. 281). Hay que estar atentos a todas las manifestaciones del otro para llegar a comprenderlo —una vez más— en su interior: «Si consideramos las acciones de un hombre, si observamos los motivos que lo impulsan a actuar, si examinamos en qué consiste su felicidad, ¿podrá esconder lo que es?» (2/10, pág. 80). Por último y sobre todo, el Tao es a la vez comprensible, siempre conocido porque es estructural, e inasible, por el hecho de que se ma nifiesta en el tiempo. «Ien Iuen con un suspiro de admiración: “Cuanto más considero la doctrina del Maestro más elevada la encuentro; cuanto más la es cruto, más imposible me parece comprenderla del todo; creo verla ante mi y de repente me doy cuenta de que está detrás de mí. Por suerte el Maestro enseña con orden y método...' Incluso si quisiera determe no podría» (/10, pág. 165-166). Pero si siempre queda camino por hacer, esto no impide que po damos «descubrir el Tao por la mañana y morir felices por la no che» (4/8, pág. 103). Mencio Todo lo que dice Confucio, finalmente, va poco más lejos del buen sentido. Mencio, por su parte, no puede contentarse con má ximas equilibradas y evidentes. Mencio tiene que librar un combate. Se sitúa a la izquierda, como defensor del pueblo: «Vuestros perros y vuestros puercos comen el alimento de los hombres, a saber, los granos del tributo; y vos no sabéis disminuir vuestras exacciones. En los caminos encontramos hombres muertos de hambre; y vos no sabéis abrir vuestros graneros a los indigentes. Los hombres perecen y vos decís: no soy yo quien los hace perecer, sino la falta de cosechas. ¿No es como si alguien, después de haber matado a un hombre atravesándolo con una espada, dijera: “No soy yo quien lo ha matado, sino mi arma”? Príncipe, dejad de pretextar la falta de cosechas: vendremos de todas las comarcas del imperio» (1.1.3, pág. 306). Se sitúa a la derecha, filósofo relaísta del poden «Es fácil gobernar un Estado; basta con no ofender a las grandes familias» (4. 1. 6, pág. 467). Se sitúa abajo, hombre como los demás: «Ch’u-tzeu (ministro del príncipe de Ts’i) dice: “Maestro, el rey ha dado orden de espiaros y ver si sois diferente de los demás hom bres”. “¿En qué seria yo diferente a los demás?», responde Mencio. “lao y Chuenn eran iguales a los demás hombres”» (4.2.32, pág. 506). Se sitúa arriba, seguro de su pertenencia a la aristocracia: «Se dice comúnmente: “los unos se entregan a trabajos de la in teligencia, los otros a los trabajos del cuerpo. Los que se dedican a los trabajos de la inteligencia, gobiernan; los que trabajan con sus brazos son gobernados. Los que son gobernados proveen de susten to a sus gobernantes; los gobernantes son sustentados por sus su 65
bordinados” Esta es la ley que siempre ha regido al género humano» (3.1.4, págs. 422-423). Mencio tiene que librar un combate. Se le reprochó, por otra par te, esta combatividad; veamos lo que respondió: «Ahora mismo no aparece un soberano sabio que restablezca el orden en todo el imperio; los príncipes se abandonan a la licencia. Los letrados que se quedan en la vida privada se entregan a discu siones insensatas. Los principios de Iang Chu y de Mo Ti se han ex tendido por todo el imperio... El sectario Iang Chu sólo se tiene en cuenta a sí mismo; eso es no reconocer a un principe. El sectario Mo Ti ama a todos los hombres por igual; eso es no reconocer a un padre. No reconocer ni príncipe ni padre es parecerse a los anima les... En este temor, yo sostengo la doctrina de los antiguos sabios; combato a Iang Chu y a Mo Ti; proscribo los malos principios... ¿Acaso me place la discusión? No puedo dispensarme de discutir» (3.2.9, págs. 453-454, 456). ¿Será entonces porque reina el desorden? Sí, pero ¿no dijo Confucio que cuando el imperio está mal gobernado el hombre virtuoso se retira para cultivarse? (8/13, pág. 158). ¿Será acaso porque el flo recimiento de las escuelas heterodoxas amenaza con agravar el de sorden? Si, pero: «La virtud nunca va sola; un hombre virtuoso atrae siempre imi tadores» (4/25, pág. 106). ¿Qué es entonces? ¿Por qué libra ese combate furioso, que hizo nacer ese estilo a la vez poderoso y seductro? ¿Por qué? El mismo Mencio nos da la respuesta: «La prudencia y la perspicacia sirven de poco si no se aprovecha la ocasión... Ahora es fácil llegar a gobernar todo el imperio... Nun ca ha estado el imperio tanto tiempo sin contar con un sabio sobe rano; nunca han sido tan grandes las miserias y sufrimientos del pue blo bajo un gobierno tiránico como en nuestros días. Aquél que tie ne hambre no es difícil en la elección del alimento» (2.1.1., págs. 357-358). Así que era eso: el tiempo era favorable a la lucha por el poder. Los múltiples Estados feudales son sólo seis o siete; la casa real de los Cheu están a punto de desaparecer; ya se perfila el imperio en el horizonte: ¿para quién el poder? Cada rey busca la receta mágica, dando asi un poder incrementado a los intelectuales de todas las es cuelas, obligando a Mencio en particular a salir de la indefinición confuciana: debe definir y fundar la doctrina, demostrar su utilidad. Se le saca entonces de si mismo, se le descentra de alguna manera, y este descentramiento provoca un movimiento de repliegue: «Aquel cuyo corazón sigue siendo como el día de su nacimiento es realmente grande» (4.2.12, pág. 490). «Todos los hombres tienen un corazón compasivo» (2.1.6., pág. 374). «Tenemos en nosotros los principios de todos los conocimientos. La mayor felicidad posible es la de ver, examinándose uno mismo, que no falta en nada a su propia perfección. Si alguien se esfuerza 66
en amar a los demás como a sí mismo, la perfección que busca está muy cerca de él» (7.1.4, pág. 609). Si se sitúa un poco en todas partes, por tanto, si se muestra ya rígido, ya seductor, es porque se sitúa en el centro. Pero ese centro que, para Confucio, era estable y plenamente sensible en todo mo mento, está por descubrir para Mencio; allí donde, en Confucio, se ve gravitar a todas las estrellas alrededor de la estrella polar (2/1, págs. 76-77), imagen de su propia certidumbre de estar en la buena Via, encontramos en Mencio un mundo de extremos a la búsqueda frenética de un centro: «Ahora, en todo el Imperio, entre los pastores de los pueblos, no existe nadie que no guste de hacer perecer a los hombres. Si hubiera uno..., los pueblos irían hasta él tan naturalmente como el agua baja hasta los valles. Correrías hasta él con la impetuosidad de un to rrente. ¿Quién podría detenerlos?» (1.1.6, págs. 310-311). En toda la obra de Mencio se perfila un mundo en movimiento, en continuo vaivén; para el individuo esto significa, en primer lugar, el movimiento exterior, a menudo acompañado de una tentación, y después el retorno al centro: «Las orejas y los ojos no tienen por oficio pensar, y son engaña dos por las cosas exteriores. Las cosas exteriores están en relación con cosas desprovistas de inteligencia, a saber, con nuestros senti dos, y no hacen sino atraerlos. El espíritu tiene el deber de pensar. Si reflexiona, llega al conocimiento de la verdad; si no, no llega» (6.1.15, pág. 578). «El que cultiva la sabiduría, aprende todos los preceptos y los ex pone claramente, no para desplegar una vasta erudición, sino para volver enseguida sobre sus conocimientos y hacer su resumen» (4.2.15, págs. 490-491). Y este retorno al centro tiene siempre la misma finalidad: «La perfección natural es obra del Cielo; aplicarse a recobrar la perfección natural es trabajo del hombre. Un hombre enteramente perfecto gana siempre la confianza» (4.1.13, pág. 474). Hsün-tzeu Llegado a Hsün-tzeu, el hombre está totalmente descentrado; fue ra de sí mismo, ya no sabe donde está. «Toda la desdicha del hombre viene de que está obsesionado por un aspecto de la Verdad, sin comprender sus grandes principios» (cap. 21: «Disipar las obsesiones»). «La naturaleza del hombre es mala; si hace algo bueno es gracias a la cultura. Por su naturaleza el hombre ama el provecho: si sigue esta inclinación, nacerán la lucha y el pillaje y desaparecerán la cor tesía y la cesión. El hombre nace lleno de envidia y de odio: si sigue esta inclinación, nacerán la mutilación y el robo y desaparecerán la lealtad y la fidelidad. El hombre nace con los deseos de los ojos y de las orejas, ávido de armonía y de belleza: si sigue esta inclina 67
ción, nacerán la licencia y el desorden y desaparecerán los ritos y los reglamentos —todo cuanto de cultivado hay—» (Cap. 23: «La natu raleza mala»). Asi, en un estilo de encadenamientos misántropos, busca quere lla a Mencio. Pero señalemos que no es por desprecio del proyecto menciano de sociedad; es porque el centro del hombre ya no es ac cesible: el hombre se ha vuelto vacio, es decir, la antigua sociedad ha muerto. Pero allí donde, para Chuang-tzeu, filósofo taoísta, que no tiene poder que preservar, el «hombre vacio» es una revelación, una liberación, para el filósofo del poder el «hombre vacio» es malo y necesita, por tanto, genios salvadores: «Por eso hay que ser transformado primero por la disciplina de un maestro, ser instruido por los ritos, para llegar a la cortesía y la cesión, ponerse de acuerdo con la cultura y, desde ahi, retornar al orden» (Cap. 23, continuación de la cita precedente). Hay que insistir en el hecho de que la tentación del exterior, ex presada también por una epistemología sensualista, en Hsün-tzeu, se acompaña de un repliegue sobre si mismo, de una doctrina de la autocrítica mucho más severa (aunque no masoquista todavía) que la de Confucio o Mencio: «La finalidad del estudio es la unificación. Aquél que ora sale, ora entra, es un hombre del común» (cap. 1, «Incitación al estudio»). La frase «ora salir, ora entrar» designaba un movimiento dialéc tico preconizado por los taoistas... Así, el último confuciano ante rior al imperio impulsa esta unificación, rechazando todo cuanto per tenece a la naturaleza para, por un lado, poner al pueblo en su lu gar y, por otro, conservar el suyo: «Si un rey se educara, seguirla ciertamente el uso antiguo para ciertas palabras, e inventaría algunas nuevas... Si noble y humilde son claros, si igual y diferente son discriminados, no habrá ni la di ficultad de incomprensión de la voluntad (del rey), ni la calamidad de empresas que no logran su fin: por eso tenemos nombres» (cap. 22: «Rectificación de los nombres»), Y aquí llega a su término el movimiento confuciano: una doctri na de la palabra que estructura y ordena, conjugada con una lógica de la identidad. La una y la otra sirven para esconder una toma de posición y para justificar una toma del poder.
BIBLIOGRAFIA El Mencius y las Entretiens avec Confucius se encuentran en Les Quatre Livres, trad. S. COUVREUR. No hay traducción francesa de Hsün-tzeu; en inglés: Hsün Tzu, Ba sic Writings, trad. b. W ATSON, Columbia University Presss, 1963.
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2 . E l B U D ISM O
por Jean Lagerwey «Los trabajos de los sociólogos han clarificado un hecho capital: que los marcos del pensamiento no son universales y que las herra mientas mentales de cada civilización, o desde un punto de vista más restringido, de cada sociedad, dependen en buena parte de su cons titución social... »E1 budismo con sus grados de santidad bien definidos, nació en un país en el que precisamente las castas tuvieron en todo tiempo una importancia extrema. Sólo, según los textos, tras haber cultiva do las prácticas durante períodos cósmicos incalculables se puede lle gar a ser Buda o ascender simplemente un escalón. Así queda dicha toda la dificultad de este paso. Por el contrario, la doctrina búdica que tuvo más éxito en China, la del dhyána (Ch’an en chino, Zen en japonés), admite que se puede llegar a la liberación no solamente en una vida, sino en el espacio de un solo pensamiento... Un hecho caracteriza la civilización china: que le es posible a un simple parti cular —y de hecho se produce— elevarse a la más alta de las posi ciones sociales»(l). Los sociólogos nos han enseñado también a comprender la reli gión como expresión de una comunidad, expresión esencial incluso por ser simbólica, metafórica, concentrada. Los ritos reúnen a toda la comunidad para celebrar su constitución en un «nosotros»; los mi tos, aunque se presenten bajo alguna forma literaria, dan la inter pretación ideológica de esos ritos. Podríamos llegar hasta a decir y demostrar que toda producción literaria es litúrgica y mágica, si en tendemos por «liturgia» una celebración del «nosotros» y por «ma gia» la conjuración de todos los malos espíritus que podrían ame nazar su unidad. Considerar la religión como expresión del «nosotros» plantea, evidentemente, un problema a las religiones llamadas «universales»: el «nosotros», ¿no se opone siempre al «ellos»? ¿Qué es, pues, una religión que no reconoce a los demás? Y, lo que es quizá más im portante, ¿cómo trata el «nosotros» primordial a todos aquellos que no pertenecen aún a él? Es una pregunta que, con el marxismo, si gue de actualidad. Todo el mundo sabe el papel que ha jugado la fuerza en la ex pansión de los universalismos occidentales, ya sea el cristianismo, el Islam., o el marxismo. Ese es el lado oscuro del pensamiento bíbli co: al rechazar toda escapatoria puramente simbólica, como el jar dín del Edén, al apegarse obstinadamente a la historia, encerrándose en ella incluso, negándose así toda puerta de salida salvo la siempre citada del Mesías, el judaismo hizo a Occidente motor de la historia y portador de la esperanza escatológica, pero también a través del (I) J. Gernet: Erureliens de Chen-Houei, IV.
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Islam y el cristianismo, de una soberbia que conducía a aplastar en el nombre del Padre a todos aquellos que no se rendían a su eviden cia. El budismo, por el contrario, choca por su espíritu de tolerancia. Allí donde, en Occidente, los destinos religiosos se deciden muy fre cuentemente en los campos de batalla, la mayor conquista del bu dismo se hizo enteramente por la palabra. Lo que es más —y otra vez en oposición al cristianismo, que debe su fortuna a las tribus de Europa a las que éste llevó la civilización—, la conquista de China representa, como nos muestra la cita anterior, la transmisión de un modo de pensar absolutamente extraño a las costumbres de ese país, que hasta entonces se tomaba por el centro del mundo gracias a su civilización «sin igual». Así pues, lo que intentamos aquí es compren der, por un lado, lo que permitió al budismo esta penetración, esta increíble adaptación y, por otro lado, en qué sigue siendo fiel el bu dismo, a pesar de su sectarismo y sus disputas doctrinales sin fin, a su espíritu original. Digamos algo primero de ese espíritu original antes de fijar sus extremos. Todo el budismo cabe en las «cuatro verdades»: «Todo es dolor; el nacimiento, la enfermedad, la vejez, la muer te... todo eso es dolor... El origen del dolor es la sed... Es la sed, el deseo que encadena al ser al ciclo sin fin de las existencias regidas por la gran ley del dolor... La tercera Verdad defíne la suspensión del dolor, que es precisamente la suspensión de la sed. La cuarta Ver dad, por último, designa el camino que lleva al cese del dolor»(2). El hombre, pues, está enfermo porque tiene un cuerpo que de sea; la curación es el despertar, una toma de conciencia que anula la ignorancia que está en el origen de ese deseo: lo que ignoramos es que todas las cosas, empezando por nuestro cuerpo, son irreales porque están condicionadas; la libertad consiste en el descubrimien to de lo que es «no-nacido, no-producido, no-creado, no-formado», es decir, el Nirvana (3). Si en el budismo antiguo del Pequeño Vehí culo (Hinayana) se creía que las cosas, aunque irreales, existían y que el Samsara, el reino de la causalidad, era por tanto diferente del Nirvana, mientras que los budistas del Gran Vehículo (Mahayana) creían que todas las cosas, como las palabras, «salen de la imagina ción, como la luna en el agua»(4) y que, por tanto, Samsara y Nir vana eran en el fondo iguales, no hay ahí más que una diferencia de interpretación, o mejor, una profundización de las «cuatro verda des»: la enfermedad es siempre la ignorancia que supone que hay un yo o un mío que, por tanto, hace desear y provoca asi el encadena miento doloroso de la transmigración: la curación es siempre una toma de conciencia. Y lo que tal vez es lo más importante, ya que va al encuentro de la tendencia laicizante del Mahayana, el «noso tros» constituido es siempre esencialmente monástico.234 (2) A. Bareau: Les Religions de l ’lnde, pág. 41. (3) Cfr. E. Lamotte: L ’enseignement de Vimalakirti, pág. 38. (4) E. Lamotte: op. cit., pág. 42.
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Pregunta: «Para el Bodhisattva la regla es salvar a todos los se res; ¿por qué se mantiene apartado en los bosques y marismas, la so ledad y las montañas, preocupado solamente de su propia persona y abandonando a los seres? Respuesta: Aunque el Bodhisattva, corporalmente, se mantenga apartado de los seres, su pensamiento no los abandona nunca... Por la fuerza del éxtasis, traga el medicamento de la sabiduría; cuando ha obtenido la fuerza de los super-saberes, retorna a los seres y se convierte, entre ellos, en padre, madre, esposa o hijo, maestro, ser vidor o jefe de escuela, dios, hombre o incluso animal; y él los guía mediante todo tipo de enseñanzas y de medios salvífícos»(5). Vemos aquí que el Bodhisattva, al contrario del santo del Hinayama, el Arhant, podía ser un laico o incluso, como queda dicho, un animal; eso no impide que sea las más de las veces monje, y que el monacato haya sido el rasgo del budismo más difícil de admitir por los chinos: el monje Hui-yiian, por ejemplo, escribió el célebre ensayo El espíritu no muere para defender la vida religiosa: «Hui-yüan mantenía que el trabajo del monje era tan importante que el gobierno debía obligar a la sociedad a mantenerlo y debía, incluso, permitir a los monjes de carácter dudoso continuar sin in tervención antes que impedir progresar a un monje de buena fe... [en la vía de] la liberación y ayudar a los demás a liberarse también»(6). La vida religiosa, ya sea en comunidad o en solitario, no era en absoluto cuestionada en la India antes de la aparición del budismo. Al contrario. Y donde quiera que se mire, se ven esos contrastes, en teros al máximo, entre el país generador del budismo y el país que debía darle la forma —el Ch’an, el Zen— que en nuestros días re corre también Occidente: por un lado, la India, en donde, desde que la época histórica comienza con la instauración de una sociedad de jerarquía fija, se lo han pasado en grande con la fabulación y la es peculación metafísica; por otro, China, en donde, como hemos vis to, la única justificación del poder es el bienestar del pueblo y en don de se prefiere, por tanto, la práctica a la palabra y en donde incluso la filosofía es, en sus orígenes, una forma de historia. Este contraste resalta aún más claramente si pensamos que es a un peregrino chi no, a esa «precisión y esa objetividad tan chinas», a quien debemos «un cuadro de la India búdica que constituye quizá el más precioso documento llegado hasta nosotros para la historia del budismo in dio en la Edad Media»(7). El contraste entre los dos países puede resumirse con una com paración de sus respectivas concepciones del espacio: están de acuer do para hablar de las ocho direcciones; pero ahí donde los chinos colocan dos veces uno para llegar al número capital de diez, los in dios consideran que las dos últimas direcciones son el cénit y el na-567 (5) E. Lamotte: Traite de la Grande Vertu de Sagesse, II, pág. 984. (6) R. H. Robinson: Early M adhyamika, pág. 106. (7) A. Bareau: op. cit., pág. 90.
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dir, y su centro está, por tanto, vacio. Para los chinos, todo acto re quiere —presupone— un centro y, en el fondo, ese centro, esa ver dad, se encuentra en todas partes, de ahi su atención escrupulosa a los hechos. En la India, por el contrario, no hay centro, no hay ver dad, no hay hechos: ya en el Bhagavad-Gita el acto es considerado como una especie de ñcdón, un acto ritual, un sacrificio. Al ser el budismo la religión que ha desarrollado con más asiduidad la doc trina del vacío (sunyata), podemos ahora precisar nuestra pregunta inicial: ¿cómo pudo el país central admitir una doctrina del vacío? ¿O es que el Ch’an —secta búdica que empuja a su conclusión últi ma la idea mahayanista de que el Buda-naturaleza se encuentra en cada ser— desnaturaliza el budismo? Trataremos de responder a estas preguntas por el análisis de dos textos representativos. El primero, La Enseñanza de Vimalakirti, es indio y mahayanista de principios de nuestra era. Si bien es una ex presión pura a más no poder del espíritu indio, es un sufra (a) que encontró una amplia audiencia en China y, por tanto, nos ayuda a acercar los extremos. Se nos muestra al principio de la Enseñanza al Buda predicando la ley a una multitud de ocho mil «monjes perfectos»: «Todos aquellos monjes eran santos, exentos de impurezas, sin pasiones, habiendo alcanzado el poder; sus pensamientos eran muy libres y asimismo su inteligencia; eran dóciles y parecidos a grandes elefantes; hablan cumplido su deber, terminado lo que tenían que ha cer, depositado el fardo, alcanzado su fin, suprimido completamente las trabas de la existencia; sus pensamientos eran muy libres por la ciencia perfecta; habían obtenido esa perfección suprema de ser ab solutamente dueños de su pensamiento»(8). Además de estos monjes hay treinta y dos mil Bodhisattva, de los que se dice, tras dos páginas de descripciones de sus cualidades: «Deberían consagrarse innumerables cientos de miles de kotinayuta de kalpa en proclamar sus cualidades, no podría agotarse el flu jo de sus cualidades»(9). Y asi sucesivamente, «cientos de miles» de oyentes en total. Luego, mientras el Buda predica a esta multitud, llegan quinien tos laicos, cada uno con una sombrilla. El Buda los reúne en uno solo, en el interior del cual hace aparecer todo un «trikilomegakilocosmos» (b). «Entonces 4a asamblea entera, habiendo visto este gran prodigio realizado por el Bienaventurado, quedó asombrada; satisfecha, en cantada, con el alma transportada, llena de gozo, repleta de conten ía) El canon búdico se llama Tripitika o Tres Repisas: 1) Los sutra, o doctrina predicada por el Buda; 2) Los vinaya, o disciplina monástica; 3) los abhidharma, o tratados de sistematización de la doctrina de los sutra. Cf. E. Lamotte: H istoire du Bouddhism e iridien, 1, pigs. 154-210, para más detalles. (b) Trikilomegakilocosmos: «mil millones de universos de cuatro continentes» (E. Lamotte: L ’e nseignement..., pág. 395). (8) E. Lamotte: op. cit., págs. 97-98. (9) Ibídem . pág. 100. 72
to y de placer, saludó al Tathagata y se mantuvo a un lado, mirán dolo con los ojos fijos»(10). Un tal Ratnakara hace entonces un largo elogio del Buda, y des pués le plantea una pregunta sobre «la purificación de los campos de Buda» (c). Habiéndolo explicado largamente, el Buda concluyó: «Por eso, hijo de familia, el Bodhisattva que quiere purificar su buddhaksetra debe en primer lugar enriquecer hábilmente su propio pensamiento. ¿Por qué? Porque en la medida en que el pensamiento del Bodhisattva es puro se purifica su buddhaksetra»(ll). Sariputra, principal discípulo del Buda histórico, se pregunta en tonces por qué el universo Saha es tan impuro, ya que el pensamien to de su Buda, Sakyamuni, habría debido purificarlo. El Buda lee su pensamiento y le responde. El Brahma Sikhin añade a su respues ta que si Sariputra ve el universo Saha como impuro, es porque él mismo no posee la «igualdad de pensamiento» ni «las intenciones pu ras». El Buida hace aparecer entonces el universo Saha (d) como puro y dice a Sariputra: «Sariputra, mi buddhaksetra es siempre igual de puro, pero para hacer madurar a los seres inferiores, el Tathagata lo hace aparecer como un campo viciado por numerosos defectos»(12). Después, devuelve el universo a su estado anterior. Deslumbra dos por este último milagro, los pensamientos de «ochenta y cuatro mil seres vivos que aspiraban noblemente a los campos de Buda y habían comprendido que todos los dharma tienen como carácter es tar creados por una ilusión mental... se dejaron llevar por la supre ma y perfecta iluminación»(13). Así termina el primero de los doce capítulos, sin que ni siquiera haya comenzado la historia que forma la trama del sutra. Es la his toria de un laico, Vimalakirti, que, «por artificio salvífico», para «ma durar a todos los seres»(14), se declara enfermo. El Buda se detiene para pedir a Sariputra y luego a otros monjes célebres, que vayan a visitar a Vimalakirti para preguntarle por su enfermedad. Pero to dos tienen miedo de sus habilidades dialécticas y cuentan, por tur nos, una historia de un encuentro con Vimalakirti en el que éste les venció. Por último, un tal Manjusri acepta ir a verlo y toda la asam blea lo sigue para asistir al diálogo. Conversan sobre el origen y la naturaleza de la enfermedad de Vimalakirti, que dice: (c) En principio, cada trikilomegalúlocosmos tiene su Buda y constituye, por tan to, un «campo de Buda» o buddhaksetra (E. Lamotte: L'enseignement... págs. 395-396). (d) «Nuestro universo Saha, situado en la región del sur, es o fue el buddhaksetra del buda Sakyamuni» (E. Lamotte: L'enseignem ent..., p. 396). «El universo Saha es un espécimen de universo impuro... Todas las fuentes lo presentan como un universo peligroso y miserable» (Ibid, pág. 397). (10) Ibidem , p&g. IOS. (11) Ibidem , pág. 119. (12) Ibidem , p&g. 122. (13) Ibidem , p&g. 125. (14) Ibidem, p&g. 131. 73
«Manjusri, mi enfermedad durará lo que dure en los seres la ig norancia y la sed de la existencia. Mi enfermedad viene de lejos, del comienzo de la transmigración. Mientras los seres estén enfermos, también yo estaré enfermo... El Bodhisattva afecto a los seres como a un hijo único, está enfermo cuando los seres están enfermos... En el Bodhisattva la enfermedad proviene de la gran compasión»(15). La discusión continúa durante mucho tiempo, con todo tipo de asombrosas peripecias. Luego, en cierto momento, Vimalakirti pide a los Bodhisattva presentes que expongan la doctrina de la no-dua lidad. Uno dice que no hay nacimiento ni destrucción, otro que no hay ni yo ni mío, ni bien ni mal, ni ciencia ni ignorancia, y así suce sivamente. Por último, todos piden su parecer a Manjusri: éste dice: «Señores, todos habéis hablado muy bien; no obstante, en mi opi nión, todo lo que habéis dicho sigue implicando dualidad. »Excluir toda palabra y no decir nada, no expresar nada, no pro nunciar nada, no enseñar nada, no designar nada, es entrar en la nodualidad»(16). Después, Manjusri pide la opinión de Vimalakirti que, por su par te, guarda silencio. El sufra continúa durante cuatro capítulos más, pero ese silencio resuena a lo largo de él: es el punto culminante de la historia. Y es un punto a retener. Ya en el budismo antiguo, el silencio en los concilios de monjes significaba la aprobación. Algunos decían también «que el Buda no habla» o que «se expresa por un solo sonido»(17), y que cada ser oye lo que le es necesario para «madurar». En cierto sentido, podríamos decir, hay tantas cosas que decir, in numerables problemas que discutir; pero en otro, no hay modo de extrañarse, de ninguna cosa, el mundo sólo invita a los «por supues to, es así», y no hay nada, realmente nada que decir. En el primer sentido, hay un modo de prodigar todo ese montón de retórica, esos «giros de frases, fórmulas, clichés, comparaciones y repeticiones que están en uso en los Sutra de los dos Vehículos»(18): el modo se en cuentra justamente en la necesidad de hacer «madurar a todos los seres»: «Manifiesta todas esas metamorfosis para adaptarse a la condi ción humana...» «Además, hay hombres que podrían ser salvados, pero que a ve ces caen en dos extremos, ya sea que, por ignorancia, busquen úni camente los placeres del cuerpo, ya sea que, por la vía de los actos, pierdan el camino recto y se entreguen a la ascesis. Esos hombres, desde el punto de vista absoluto, pierden el camino recto del Nirva na. Para extirpar ese doble extremo e introducir a los hombres en el camino del medio, el Buda predica la Mahaprajnaparamitasutra»(19). (15) (16) (17) (18) (19)
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tbldem , págs. 224-225. Ibidem , págs. 316-317. tbfdem , p&g. 109. Ibfdem , pág. 60. E. Lamotte: Traité de la Grande Vertu..., I, págs. 23-24.
Pero en el segundo sentido, «desde el punto de vista absoluto», toda la Buena Palabra es como si un hombre mágico predicara la ley a otros hombres mágico» (20). En cuanto a esta ley: «Carece de pasión porque no tiene objeto (...) Carece de vaivén porque no se detiene... Escapa al ámbito de todas las imaginaciones porque rompe definitivamente todas las charlatanerías vanas»(21). Si en el filósofo taoista Lao-tse «el que sabe no habla y el que habla no sabe» (cap. 56), para los budistas los que saben hablan por los que todavía no saben, «por artificio salvífico». Por un lado, se cuadricula el mundo de las apariencias, se le cubre enteramente de palabras para que las cosas desaparezcan bajo las palabras; pero una vez desaparecidas las cosas, demostrado su vacío, nos damos cuenta de que las palabras sólo podían corresponder a nada, que sólo eran «cháchara vana». Así llegamos a la doctrina de la no-dualidad fun damental; «Todos los dharma son no-nacidos y no-destruidos» (22). «Todos los dharma son iguales y sin dualidad»(23). No hay ni palabras ni cosas, como dice Seng-shao, comentador chino de la obra de Nagaijuna, fundador del Madhyamika o escuela del Camino del Medio: «Si con un nombre buscamos una cosa, en la cosa no hay nada de real que corresponda al nombre. Si con una cosa buscamos un nombre, el nombre no tiene ningún poder de obtener la cosa. Una cosa sin realidad que corresponda al nombre no es una cosa. Un nombre sin poder de obtener la cosa no es un nombre. Asi pues, los nombres no corresponden a nada real y lo real no corresponde a los nombres. Ya que no hay ninguna correspondencia entre lo real y los nombres, ¿dónde se situarían los dharma?» (24). Ese es todo el alcance de la «conquista de China» por el budis mo: es el País del Medio quien toma el Camino del Medio. Pero ahí donde, en el Yi king, el medio era el Tao que producía a la vez las cosas y las palabras, los budistas ven, por el contrario, un enorme vacío «parecido al espacio»; ni palabras, ni cosas; ni estructuras, ni movimiento. Allí donde los taoístas hablaban de seguir el movimien to espontáneo del «ora salir, ora entrar», los budistas hablan de una Ley que «carece de vaivén». El radicalismo de la solución búdica re salta sobre todo cuando se compara con la de HsUn-tzeu: la forma del ensayo, con sus clasificaciones y sus encadenamientos, se lleva hasta el extremo; los genios salvadores se hacen propiamente sobre humanos, dotados de una voluntad y de una caridad inauditas; so bre todo, se pasa de una unificación impuesta por el hombre único, el rey, que hace la ley, que estructura las cosas «rectificando los nom bres», a «la liberación inconcebible» del Buda que encama la Ley y se sirve de una infinidad de palabras para llegar al silencio del cen tro siempre vacío. (20) (21) (22) (23) (24)
E. Lamotte: L'enseignement... p&g. 149. Ibidem , págs. 147-148. Ibidem , pág. 43. Ibidem , pág. 46. Richard Robinson: op. cit., pág. 226.
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Este radicalismo se debe, en la India, al sistema de castas que ha cía inimaginable toda comunidad real, necesaria para el estableci miento de la comunidad paralela del monasterio. Que el éxito del budismo en China sea atribuible a semejante ruptura social es algo indudable: la división permanente entre lo alto y lo bajo que vela mos perfilarse en los confucianistas de la época pre-imperial se con firma durante la dinastía de los Han (206-220 a. C.), y sobre todo tras la caída de los Han, durante el período de las Seis Dinastías (206-618 d. C.). Vemos entonces aparecer por primera vez en la his toria de China ese signo último del descentramiento que es la espera escatológica. Es absolutamente significativo a este respecto que la dotrina búdica haya encontrado su mayor punto de apoyo, según al gunos como Hui-yüan en su El Espíritu no muere, en la existencia de las clases sociales: ¿cómo explicar la injusticia social, razona este último, si no es por la transmigración? «Así pues, llenos de asco y repugnancia por un cuerpo de este tipo, preciso es que dirijáis vuestras aspiraciones hacia el cuerpo del Tathagata. Amigos, el cuerpo del Tathagata es el cuerpo de la ley, nacido del saber..., nacido de innumerables actos buenos»(25). No sin dificultades, sin embargo, ha hecho su camino en China esta solución, porque una división alto-bajo no constituía, en reali dad, un sistema de castas. La justificación de lo alto como servidor de lo bajo, con todo el interés meticuloso por la exactitud en la re lación de los hechos que implica esta concepción del poder, conser vaba todo su sentido para los chinos. Asi vemos cómo los peregri nos chinos van a la India «a conocer los distintos lugares (todos ima ginarios) mencionados en La Enseñanza»(26). Vemos a Hui-yüan abreviar de cien a veinte capítulos un tratado de Nagaijuna —trata do ya abreviado en sus dos tercios por el traductor chino—, diciendo que «los hombres de letras lo consideraban aún demasiado farrago so; todos quedaban turbados por su inmensidad y pocos conseguían comprenderlo» (27). Vemos por último el desarrollo de la secta del Ch’an, tan específicamente china: en lugar de escribir enormes tra tados, se queman los sutra; se preconiza la iluminación «en el espa cio de un solo pensamiento»; se insiste en «procedimientos fáciles y de alguna manera demagógicos»(28). «La ausencia de pensamiento es indecible. Si hablamos de ella es para responder a las preguntas (...) El espíritu sigue la corriente de los objetos del conocimiento. ¿Cómo podríamos llamar a eso con centración? (...) Obtened tan sólo el espíritu de no-permanencia y ob tendréis la liberación (...) Aquellos que parten del principio absoluto llegan rápidamente al Camino. Aquellos que cultivan las prácticas externas llegan a él lentamente(29).» (25) E. Lamotte: L ’e m eignem ent... págg. 136-140. (26) Ibidem , pág. 81. (27) R. Robinson: op. cit., p&g. 204. (28) P. Demiéville: Le Concite de Lhasa, pág. 183. (29) Gemet: Entretiens du m atire de Dhyana Chen-houei du Ho-tsó, págs. 32, 35, 44 y 54.
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«El Espíritu de cada uno de vosotros es en sí mismo el Buda. No dudéis de ello. Fuera del espíritu no hay nada que pueda establecer se. Es vuestro propio espíritu el que produce las diez mil cosas (...). Si en cualquier circunstancia —ya sea andar, pararse, sentarse o es tirarse— tenéis el espíritu puro y directo, el lugar en el que os sen táis para meditar se convierte, sin que os desplacéis, en la Tierra Pura. Eso es lo que llamamos el samadhi de la unidad»(30). Si podemos encontrar en La Enseñanza justificaciones teóricas —«el artificio salvífico» o la predicación «por un único sonido» bas tarían, tanto uno como otro— para ese tipo de «demagogia», la di ferencia de espíritu entre esas citas y La Enseñanza no es menos cla ra. Citemos algunas más para fijar su espíritu: «Un monje preguntó cuál era la gran idea del budismo. El maes tro dijo kh&t. El monje se inclinó. El maestro dijo: «Aquí hay uno que se muestra capaz de sostener una discusión»(31). «Subiendo a la sala, dijo: MEn vuestro conglomerado de carne roja hay un hombre verdadero sin situación, que sale y entra sin ce sar por las puertas de vuestro rostro. ¡Veamos un poco a los que aún no han prestado testimonio!” Entonces, un monje salió de la asamblea y preguntó cómo era el hombre verdadero sin situación. El maestro bajó de su banqueta de Dhyána y, agarrando e inmovi lizando al monje: “Dilo tú mismo, di”. El monje dudó. El maestro lo soltó y dijo; “El hombre verdadero sin situación es no sé qué pa lito para secar el salvado”. Y volvió a su celda»(32). «Adeptos, ¿queréis ver las cosas conforme a la Ley? Guardaros tan sólo de dejaros extraviar por la gente. Todo lo que encontréis fuera e (incluso) dentro de vosotros mismos, matadlo. Si encontráis a un Buda, ¡Matad al Buda! Si encontráis a un patriarca, ¡matad al patriarca! Si encontráis a un Arath, ¡matad al Arath! Si encontráis a vuestros padre y madre, ¡matad a vuestros padre y madre! Si en contráis a vuestros parientes, ¡matad a vuestros parientes! Ese es el medio de liberaros y de escapar a la esclavitud de las cosas; ¡es la evasión, es la independencia! (33).» «Ya os lo digo: no hay Buda, no hay Ley; no hay prácticas que cultivar, ni frutos que probar .¿Qué queréis, pues, buscando tanto cer ca del prójimo?... ¿Qué es lo que os falta? ¡Sois vosotros, adeptos que estáis delante de mis ojos, sois vosotros mismos quienes no di ferís en nada del Buda patriarca! Pero no tenéis confianza... Lo que se ha producido, no lo dejéis continuar y lo que aún no se ha pro ducido, no dejéis que se produzca»(34). Y así sucesivamente. Porque el Ch’an continúa en nuestros días produciendo tales historietas trufadas de ocurrencias. «¿Qué tienen éstas, en común con el budismo de La Enseñanza? (30) (31) (32) (33) (34)
P. B. Yampolsky: The platform Sutra o f the Sixth Patriarch, págs. 83 y 84. P. Demiéville: Les entretiene de U n-tsi, pág. 26. Ibldem , pág. 31. Ibidem , pág. 117. Ibidem , p&gs. 119-120.
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Todo, o casi: 1. la organización en comunidad monástica, 2. una prédica, filosófica, que apunta a curar al hombre enfermo de sus vis tas falsas, que apunta a vaciar el mundo tanto de las palabras como de las cosas, empezando por las cosas; »¿Cómo hacer partícipes a los verdes bambúes de virtudes y cuer pos de ley, cómo a los crisantemos del conocimiento de la prajna?... Hacer participes a los verdes bambúes y a los crisantemos de cuer pos de ley y prajna es un propósito de hereje. ¿Por qué? Porque el Nie-p’a n-king dice: MLa ausencia de naturaleza del Buda es el hecho de los seres desprovistos de sentimientos”»(35). ¿Quiénes son estos «herejes»? Los taoistas siempre, aquéllos de los chinos que, a lo largo de la historia han seguido subrayando obs tinadamente que el Tao produce tanto las palabras como las cosas, o mejor que el Tao produce las cosas que, a su vez, producen las palabras: por eso los que saben (lo que pasa, las cosas) no hablan; las palabras sirven para delimitar las cosas; por tanto, cuando se ha entendido la cosa, se olvidan las palabras, según Chuang-tzeu. Re cordemos aquí que fueron los taoistas quienes produjeron la ciencia china: «hacían partícipes a los verdes bambúes» del Tao. Hay que insistir en esta diferencia capital entre el taoísmo y el budismo, porque se los ha querido asimilar muy a menudo: el mis mo Shen-huei que acabamos de citar lo intenta: «Si los monjes budistas establecen la causalidad sin establecer lo espontáneo, es por un pecado de ignorancia que les es propio. Si los monjes taoistas sólo establecen lo espontáneo sin establecer la cau salidad, es (igualmente) por un pecado de ignorancia que les es pro pio... »Lo espontáneo de los budistas es la naturaleza básica de los se res... En cuanto a la causalidad de los taoistas, véase: “El Tao es ca paz de engendrar el uno, el uno el dos, el dos el tres, y del tres nacen todos los seres particulares”»(36). No es que Shen-huei se equivoque, es que no ve más taoistas que los que están cerca del emperador: en la cita precedente se habla de monjes de los dos campos «encargados de responder al emperador», es decir, de ideologías, de discursos del poder. Pero ya en Chuangtzeu vemos que el verdadero taoista da la espalda al poder. El budismo, por el contrario, ha estado siempre y en todo lugar en relación estrecha con el poder, y en este contexto hay que ver la brillantez del Ch’an: por vivo e imaginativo que sea su lenguaje, siem pre es lenguaje, siempre es una prédica, una buena palabra que apun ta a liberar al hombre de la palabra, del deseo, del yo. ES una pa labra y, como ya hemos tenido ocasión de ver en los confucianistas, allí donde se encuentra la palabra se encuentra el maestro: desde el principio de la historia de la secta hay encarnizadas disputas 6obre la «transmisión correcta»; la pintura Ch’an produjo tantos retratos (35) J. Gernet: Entretiens... pág. 60. (36) Ibidem , pág. 72.
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de maestros, el bastón de mando en la mano, como temas iconoclas tas, como ese cuadro en que el Sexto Patriarca rompe los sutra. Y allí donde se encuentra un maestro, se encuentran también el arrebato y el don: «Entonces los Bodhisattva..., después de haber oido aquella di sertación sobre la liberación titulada Ksayaksaya, quedaron satisfe chos, encantados, y su alma estaba transportada, llena de gozo, re pleta de contento y de placer»(37). «Fa-kuang era originario de Long-si, en la prefectura de Ts’in. Muy joven, tuvo la fe. Abrazó la religión a la edad de veintinueve años, se entregó al ascetismo con extrema austeridad y renunció a los vestidos cálidos guarnecidos de borra de seda... Seguidamente, hizo juramento de hacerse quemar. Absorbió entonces resina y be bió aceite durante seis meses consecutivos, hasta el vigésimo dia de la décima luna del quincuagésimo año yong-ming (487), en el que hizo apilar unos haces en el interior del monasterio Ki-ch’eng de Long-si y se hizo quemar... Cuando las llamas alcanzaron sus ojos, su recitación era aún perfectamente clara. Cuando llegaron a la na riz, se volvió indistinta. Luego cesó de repente. Fa-kuang tenia en tonces cuarenta y un años»(38). Gernet cita también el sutra —el Loto sutra, sutra que, junto a La enseñanza fueron los más populares en China— que está en la base de esta práctica: se cuenta en él la historia de un Bodhisattva arrebatado por haber oido la palabra del Buda; decide comer las co sas perfumadas para convertirse en una especie de varilla de incien so, que a continuación quema: «El estallido de las llamas iluminó universos tan numerosos como los granos de arena de ochenta centenas de miles de Ganges, en los que los Buda exclamaron, todos a la vez: .u¡Oh, maravilla! ¡Oh, ma ravilla! Hijo de buena familia, ese es tu celo venerable. Eso es lo que se llama rendir homenaje al Tathagata según la Ley verdadera... Es una cosa que no iguala el don de un reino, de una capital, de una esposa y de hijos. Hijo de buena familia, eso se llama el primero de los dones...”. Habiendo pronunciado estas palabras, todos se callaron»(39). El don supremo en el budismo era, pues, hacer quemar el cuerpo en homenaje a la Ley predicada, mientras que el taoísmo practicaba el sacrificio de las escrituras: esas escrituras eran una especie de ora ciones por el bien del pueblo; la liberación que pedían era liberación del hambre y de la pestilencia; eran quemados para hacerlos’reales, para que se realizaran. Era esa otra clase de magia, distinta de la de los «hombres mágicos que predicaban la Ley del vado a otros hom bres mágicos». Pero si eran mágicos de otro modo era porque «las herramientas mentales de cada civilización... dependen en buena parte de su cons titución social»; si dijeron «ni palabras ni cosas» en la India era para (37) E. Lam otte: L'enseignem em..., pág. 354. (38) J. Gernet: «Les suicides par le feu...», pág. S36. (39) J. Gernet: op. cit., págs. 537-538.
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decir «ni esas palabras ni esas cosas»; y si, en una parte de la socie dad china al menos, se adoptaron estas «herramientas mentales», fue porque esa otra liberación y su comunidad se iban haciendo incon cebibles. Recordemos solamente que seguían existiendo y que su pa trón era Lao-tse divinizado, aquel Lao-tse que decía: «Cuando el Tao se perdió, apareció la virtud. Cuando la virtud se perdió apareció la compasión. Cuando la compasión se perdió, apareció la justicia. Cuando la justicia se perdió aparecieron los ri tos» (cap. 38).
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CAPITULO IV
LA IDEOLOGIA INDOEUROPEA
L a IDEOLOGÍA INDOEUROPEA; m i t o , e p o p e y a , f i l o s o f í a por Jean-Louis Tristani Ideología es una palabra de nuestra lengua que parece hablar gúego.-logía, de legein, significa ese modo fundador del recogimien to que es el acto de decir; eso lo sabe todo el mundo. Pero olvida mos un poco que ideo viene del pasado (aoristo) del verbo ver, ei~ don: vi. La idea es que yo he visto. La ideología es el decir de lo que he visto. Privilegiar así la vista en el acto del pensamiento no es algo muy evidente. Los hebreos, para designar el conocimiento, se sirven del verbo iada, cuyo sentido primero es copular. «Y Adán co noció a Eva», se sigue traduciendo. La teología cristiana de la cari dad, suprema virtud teologal, arraiga primeramente en ese simple he cho de lengua. Basta con leer el relato encantador de los orgasmos místicos de Teresa de Avila para guardarse de olvidarlo. Así, la palabra ideología no pertenece a la lengua griega; la bus caríamos en vano en el diccionario de Bailly. Es griego macarrónico de alguna manera. Al logos, el discurso que recae en la idea, los grie gos lo llamaron simplemente filosofía. Pero si pensamos en ello, recordaremos quizá que algunas de esas ideas, las ideas de Bien, Justicia, Sabiduría y algunas otras fue ron declaradas invisibles por Platón..., aunque la intemperancia eti mológica de este preámbulo parecerá difícilmente perdonable. Pla tón no omite proclamar, sin embargo, que la filosofía debe esforzar se en ver esas famosas ideas. ¿Cómo diablos ver lo invisible? Por me dio de ese logos que tiene un nombre dialéctico, indica. El filósofo es el ciudadano que, en el diálogo con sus semejantes, se esfuerza por ver las palabras justicia, sabiduría, valor... y por hacer ver lo que él ha visto para que sus interlocutores puedan mirar a su vez y verificar. 81
La palabra ideología puede aparecer entonces a esta luz como un doblete inútil de la palabra filosofía. Al menos, claro está, que no tenga la pretensión de «revelar» la naturaleza de la filosofía. La ideología alemana designa claramente, en efecto, una parte de la fi losofía alemana. De ahí a considerar que toda filosofía es ideología no hay más que un paso, paso que la estupidez da con alegría, in cluyéndolo en el activo de Karl Marx. Conviene lavarlo de esta acu sación. Lo cierto es que Georges Dumézil, el admirable pionero de los estudios comparativos indoeuropeos, retoma la palabra ideología para designar el sistema mitológico y épico de las diferentes tradi ciones indoeuropeas (desde los Arya de la edad védica y avéstica has ta los irlandeses, pasando por los hititas, los osetas, los latinos, los germanos, los griegos y algunos otros). Es, en efecto, imposible abor dar el ámbito de los estudios indoeuropeos sin enfrentarse a la obra monumental de G. Dumézil. Hacer su inventario reclamaría mucho más espacio del que dispongo. Una excelente entrega de la revista Nouvelle Ecole le ha sido dedicada(l), y da una excelente idea ge neral de las principales etapas de sus descubrimientos. Yo me pro pondré esclarecer la incidencia de los descubrimientos dumezilianos sobre nuestra lectura de los filósofos griegos, y en consecuencia, so bre la inteligencia del acto filosófico ... o ideológico. Para llevar a bien esta tarea, voy a sostener una tesis que me es propia y cuyo enunciado podrá parecer brutal; es también decir que sólo me com promete a mí: la ideología indoeuropea no es solamente una ideolo gía entre otras, es el único sistema de representaciones conocido que haya dado nacimiento históricamente a esa institución que se llama Ciudad (polis), a una de sus constituciones posibles, llamada demo cracia ateniense, a ese modo de vida específico que tiene por nom bre libertad política (eleutheria), en fin, a esa eflorescencia del pen samiento que se llama filosofía. Para ser claros: sin los efectos his tóricos de esta «ideología» ni Spinoza, ni Marx, ni Freud, ni algu nos otros de menos envergadura habrían salido de su ghetto. Que, con excepción de Freud, se hayan dado prisa en olvidarlo, plantea otras preguntas cuya urgencia conviene medir a partir de su repre sión. Esta tesis puede formularse de una forma más especulativa: la ontología griega es el análisis del sistema de representaciones mitoló gicas y épicas que los pensadores griegos heredaron de sus ancestros indoeuropeos. Análisis logrado, al menos en lo esencial, análisis aún en vigor, muy cerca de nosotros en los escritos de Nietzsche y Heidegger, los dos últimos filósofos de nuestra época. Sería insensato querer demostrar esta tesis en pocas páginas. Será la obra de al menos una vida. Me limitaré a desgrasar la base his tórica en la que se sustenta. G. Dumézil ha publicado recientemente (1) NouveUe E colen< ¡m .2ly22,nov. 1972-feb. 1973. Cfr. en particular la muy bue na contribución de J.-C. Riviére: «Pour une lecture de Dumézil, introduction ó son oeuvre», págs. 14-79.
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un balance de sus trabajos bajo el titulo de M ythe et épopée. Mues tra en él cómo el sistema que organizaba el Panteón de tres tradi ciones indoeuropeas es también el que articula las epopeyas por las que esos pueblos se representan en los comienzos de su cultura. De sarrollando algunas indicaciones que proporciona G. Dumézil(2), in tentaré hacer entrever cómo Platón, después de Sócrates, actualiza con una precisión implacable el sistema conceptual que organiza es tos conjuntos. G. Dumézil se mantuvo en una notable neutralidad filosófica con respecto a su andadura intelectual. Las particularidades de su «te rreno» le condujeron, no obstante, a dar aqui y allá algunas ideas generales de carácter metodológico sobre los instrumentos teóricos de su investigación. Lo que yo prefiero se encuentra en Héritage indo-européen á Rome. G. Dumézil subraya dos reglas de método: Uno de los principios de las disciplinas comparativas es que las conclusiones que se sacan del acercamiento de hechos carecen de in terés si nos atenemos a hechos aislados. Asi, en lingüística compa rada, una correspondencia fonética se retiene «sólo si se induce de un número lo bastante grande de ejemplos homogéneos en serie, o también si armoniza con otras correspondencias fonéticas de tal modo que compone un sistema». En el estudio comparativo de las civilizaciones indoeuropeas la noción de sistema es esencial. Siendo toda religión primeramente un sistema, para comprenderla «hay que comprender por tanto sus ar ticulaciones fundamentales». Por ejemplo: «si comparamos un frag mento del sistema religioso romano con un fragmento del sistema re ligioso védico, hay que tener bajo los ojos, a la vez, solidariamente porque son solidarios, estos cinco sectores: conceptos, mitos, ritos, divisiones sociales, sacerdocios. Una estructura religiosa indoeuro pea, heredada en la India por un lado, en Roma por otro, puede ser más clara en los mitos de los imaginativos indios, y, al contrarío, en los ritos o en una organización sacerdotal de los muy positivos ro manos: hay que estar prestos, por tanto, a comparar aqui un con junto cultural o colegial, allí un conjunto narrativo, aqui un conjun to de sacerdotes con sus relaciones, allí un conjunto de dioses con sus aventuras» (3). Se habrá notado que alternamos dos términos conceptuales: el de sistema y el de estructura; G. Dumézil hace hincapié incontesta blemente en el primero. Eso merece ser subrayado cuando contem plamos retrospectivamente los contrasentidos a los que el «estructuralismo» ha dado y da lugar en los distintos campos del pensamien to francés y, principalmente, en la filosofía. Para limitarme a un solo ejemplo: hemos dado por bueno traducir habitualmente por estruc tura el término Verfassung que Martin Heidegger utiliza con lumi nosa precisión a lo largo de Sein und Zeit (Ser y Tiempo). Ahora bien, esta palabra significa en primer lugar constitución: es equiva-23 (2) M ythe et épopée, págg. 493-495. (3) G. Dumézil, L ’Héritage indo-européen i Rome, pigs. 36-38.
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lente a la politeia griega. No debemos extrañarnos si, en estas con diciones, Ser y Tiempo se hace tan anecdótico como la Anthropologie structurelle de Claude Lévi-Strauss. En la República Platón em plea el verbo synistemi y el sustantivo syntasis para designar el pen samiento político en acto. Nuestra palabra sistema indica el resulta do de la acción de «mantener juntos», acción que habría que tradu cir por sistasis (546a). Las diferentes constituciones, politeiai, son producto de esta sistasis. Esta sintasis es la tarea por excelencia del filósofo. El derecho constitucional es hoy el ámbito perdido de la fi losofía. Tal es el precio de una servidumbre de varios siglos a la que la ha reducido la teología cristiana. Por cuestiones de simplicidad, voy a apoyar mi explicación en el ejemplo romano, que nos es más familiar. El estadio más antiguo de la religión romana hace aparecer una tríada divina que reúne a Jú piter, Marte y Quirino. G. Dumézil ha puesto al día el sistema con ceptual que articula jerárquicamente a estas tres divinidades: Júpiter concentra la soberanía religiosa, Marte la fuerza guerrera, Quirino la riqueza y la fecundidad. La epopeya de los inicios de Roma pone en escena a reyes cuyos atributos corresponden a esas divinidades. Así, Rómulo, fundador de Roma, es la metáfora humana de Júpiter, Tulo la de Marte y Anco la de Quirino. Los indios de la edad védica veneraban a dos divinidades soberanas: Varona, dios mágico noc turno, violento, y Mitra, dios sabio, benevolente, garante de los con tratos. La epopeya de los inicios de Roma encuentra al correspon diente humano de Mitra en el sucesor de Rómulo, Numa, fundador del sacerdocio romano. Inversamente, el Mahabharata, la gran epo peya india, sólo da un correspondiente humano a la diada VaronaMitra en el personaje del rey Yudhisthira, el primogénito de los cin co Pandava. La epopeya romana, como la india, opera así un des pliegue narrativo del sistema teológico. La sociedad humana está cal cada de la de los dioses, el tiempo es la imagen de la eternidad. Tal es el teorema, o el teologema, indoeuropeo. Precisemos: el sistema de nombres y relaciones que constituye el panteón proporciona la norma soñada de la constitución histórica de la república romana. En una primera fase de sus descubrimientos, G. Dumézil fue arras trado en una dirección que recuerda extrañamente a la de S. Freud en el curso de sus fecundos años de correspondencia con W. Fliess. Las anamnesis de sus pacientes histéricas le conducían irremediable mente a una escena de seducción situada en su infancia. Le hizo fal ta algo más de tiempo para reconocer que el germen patológico de la histeria no residía tanto en la realidad de esta escena como en la fantasmatización posterior. Mejor, llegó a constatar que dicha esce na podía no haberse producido nunca y bastaba una fantasía... G. Dumézil buscó igualmente en los relatos de la fundación de Roma la historia de una organización social efectivamente trifuncional. La ambigüedad de los resultados a los que llegó le obligó a profundizar en la naturaleza ideológica de esta tripartición. Sus análisis le en frentaban más bien a una fantasía de los orígenes. En consecuencia, la importancia del sistema conceptual trifuncional prevalecía sobre 84
la de la historia. En suma, lo que S. Freud efectuó en el individuo, G. Dumézil lo operó en la corriente indoeuropea de la tradición oc cidental. Con ello levantó la hipoteca jungiana que gravaba el aná lisis de nuestras mitologías. Nadie, a lo que parece, se ha dado cuen ta de ello... Los griegos, por fin. La mitología de los Olímpicos y la epopeya homérica continúan ofreciendo un frente de bronce a la estrategia de G. Dumézil, pese a algunos éxitos tácticos. Hay que mencionar en primer lugar la reducción del relato no homérico del origen de la guerra de Troya: la elección de Paris entre las tres diosas. Hera le propone la soberanía, Atenea la victoria y Afrodita el amor de la más bella de las mujeres. Paris escoge a Afrodita y, por consiguien te, a Helena. Enseguida, es la gesta de Heracles la que baja el pabe llón. J.-P. Vernant ataca con éxito el mito hesiódico de las razas que abre el gran poema Los trabajos y los dias. Francis Vían libra un asalto a la ciudadela de los orígenes de Tebas, etc. Hay que con fesar, no obstante, que esta batalla se parece más a una guerra de trincheras que a la campaña de Italia de los Júpiter, Marte, Quirino. Los Olímpicos son Proteos, por asi decirlo. Picotean en los diferen tes comederos funcionales la ambrosía de su invulnerabilidad. Y no sotros perdemos el oremus. Aquí entra en escena Sócrates. Contémonos el principio de La República: Estamos en el mes de junio del 429, los atenienses inauguran en el Pireo una liturgia nueva en honor de Bendis, divinidad de sus le janos aliados tracios, que no es otra que Artemisa. La guerra del Peloponeso comenzó hace algún tiempo, y la ciudad de Atenea debe enfrentarse en tantos frentes que no puede descuidar nada para atraer combatientes a su campo. Artemisa es para Sócrates una divinidad que le afecta particularmente. Cuenta en el Teeteto cómo recibió de su madre el poder de dar a luz las almas de los jóvenes. Ahora bien, es Artemisa quien preside los partos. La forma más bella de honrar a la diosa, ¿no sería obrar de tal modo que todos los jóvenes nobles que lo rodean den a luz el más bello de los discursos? Sócrates está a punto de volver hacia Atenas con Glaucon, el her mano de Platón, cuando un grupo de jóvenes los increpa y se dedica a hacerlos retroceder. Polemarco, hijo de Céfalo y hermano de Li sias, lleva el asunto con decisión y Sócrates se encuentra en casa de Céfalo, meteco de origen siracusano y rico propietario de una fábri ca de armas. Céfalo es viejo. Sócrates la emprende con la vejez y lue go con las ventajas de la riqueza. Céfalo responde que, estando cer ca de la muerte, ésta ofrece el privilegio de poder reparar las injus ticias que se han cometido a lo largo de la vida. Con estas palabras, Céfalo se retira para presidir un sacrificio, haciendo a Polemarco he redero de la discusión. Sócrates enuncia entonces la pregunta: ¿qué es la justicia? No la soltará hasta que la haya agotado. Polemarco responde, apoyándose en el poeta Simónides, que es justo dar a cada uno lo que se le debe. ¿Pero si el que presta ha perdido la razón en 85
tre tanto?... La definición debe precisarse: hacer bien a los amigos, mal a los enemigos. Pero, según eso, la justicia sólo servirla para con servar, phulattein, un depósito y no para servirse de ella. ¿Puede ser realmente justo hacer el mal a cualquiera? ¿No es eso contribuir a hacerlo peor? Un justo no puede consentirlo. Alegre conversación, en la que surgen, en los pliegues de tal o cual intercambio, los dis tintivos abigarrados del médico, el cocinero, el zapatero, sin los que no hay diálogo socrático. Pero ese tono ligero pone a uno de los par ticipantes fuera de sí. Estalla la tormenta. Trasímaco, el «combatien te temerario», se precipita en la discusión: «¿Con qué palabrerío os divertís, Sócrates? ¿Por qué os hacéis los tontos y os inclináis alter nativamente uno ante otro?» Trasímaco se hará de rogar un tiempo antes de soltar su propia definición: la justicia es el interés del más fuerte (337c). Sócrates le pide que se explique: «Y bien, todo gobierno establece siempre las leyes en su propio interés; la democracia, leyes democráticas; la monarquía, leyes mo nárquicas y los otros regímenes igualmente; después, hechas estas le yes, proclaman que es justo para los gobernados lo que es su propio interés, y, si alguno las transgrede, lo castigan como violador de la ley y de la justicia. Esto, querido, es lo que pretendo que es la jus ticia uniformemente en todos los Estados: es el interés del gobierno establecido. Ahora bien, el gobierno tiene la fuerza, de donde se si gue, para todo hombre que sepa razonar, que en todas partes lo jus to es lo mismo, quiero decir, el interés del más fuerte.» Pero, objeta Sócrates, el más fuerte puede equivocarse en lo que se refiere a su interés. Trasímaco responde que no es entonces el más fuerte quien se equivoca, pero Sócrates establece que las diferentes artes no se concibieron con vistas al interés de quienes las ejercen, sino a la utilidad de quienes se sirven de ellas: la medicina beneficia al enfermo y el médico no es un hombre de negocios (chrematistés). Trasímaco ataca utilizando el ejemplo de las ovejas y el pastor. En cualquier caso, el pastor no cuida a las ovejas por el interés de és tas..., sino para comerlas. Asi llega a hacer el tirano: cuando roba, mata y viola a voluntad se le llama feliz y afortunado... Sócrates re voca el argumento del pastor y sus ovejas. En calidad de pastor, éste busca la mejora de su rebaño. Recibe un salario por este servicio, como el médico o cualquier otro. Trasímaco, Sócrates se lo hace no tar, no ha «guardado» (phulaxai) bien la buena definición del médi co y el pastor. Por eso, añade Sócrates, habría que asegurar un sa lario a quienes consienten en mandar, ya sea dinero, ya sea honor, ya sea un castigo. Glaucon se extraña de estas palabras. Sócrates ex plica: «—Tú no conoces el salario de los mejores, aquél contra el que los más virtuosos gobiernan cuando quieren decidirse. ¿No sabes que el amor a los honores (philotimon) y el amor al dinero (philarguron) pasan por ser una cosa vergonzosa, y, en efecto, lo son? —Lo sé —dijo éste. — Asimismo —continué—, la gente de bien no quiere gobernar ni por riquezas ni por honores... Es preciso pues, que un castigo los 86
obligue a tomar parte en los negocios... Ahora bien, el castigo más grave es ser gobernado por alguien peor que nosotros mismos, cuan do nos negamos a gobernar nosotros mismos... Suponed un Estado compuesto de gente de bien: en él se harían trampas para escapar al poder, como ahora se hacen para alcanzarlo, y se vería que el ver dadero gobernante no está hecho para buscar su propio interés, sino el del gobernado...» (347 b-d). Desde ese momento ya se anuncia el lugar de los futuros «guar dianes», aunque de una forma negativa. La gente de bien gobernará por philosophon, por amor a la sabiduría. La repartición dumeziliana de esos tres posibles móviles del poder aparece en el momento en que recordamos que el honor (timé) es la prerrogativa del gue rrero. La querella de Aquiles y Agamenón es una disputa de honor, como la del conde Don Diego en el drama de nuestro Corneille. La sutileza de la etapa filosófica del sistema conceptual indoeuropeo co mienza a ser legible: es el hombre todo entero quien se mueve hacia el poder. Ahora bien, este hombre es triple... el ejercicio de la sobe ranía, la primera función dumeziliana, está peligrosamente compro metido si se efectúa según otro registro de determinaciones funcio nales. El esquema antropológico proporciona entonces la clave de la teología vertiginosa del Olimpo. Cada hombre griego es, como cada uno de sus dioses, con infinitos matices, un sistema «trifuncional» por si solo. Es, de alguna manera, todo el Olimpo, como es toda la litada y la Odisea. Entre los griegos el mito y la epopeya encuentran su sentido en la filosofía. El milagro es el pensamiento griego. La discusión con Trasímaco entra en una fase crucial. Sócrates recapitula: «—Vamos, Trasímaco —dije— volvamos al principio y respón denos. ¿Pretendes que la injusticia perfecta es más ventajosa que la justicia perfecta? —Ciertamente, me atrevo a pretenderlo —dijo éste—, y ya he di cho las razones. —Bien, veamos, ¿qué piensas de estas dos cosas? ¿Das a una el nombre de virtud y a la otra el nombre de vicio? —Sin duda. —¿Das a la justicia el nombre de virtud y a la injusticia el de vi cio? —Hay contradicción, ¿no, querido?, cuando sostengo por otra parte que la injusticia es útil y la justicia no. —¿Qué entonces? —Es lo contrario» (348 b-c). Trasímaco no duda, pues, en intervenir en el sistema mismo de la lengua para situar la justicia al lado de los vicios y, a la inversa, la injusticia entre las virtudes: «Así presentada, esa tesis es muy rígida —prosigue Sócrates—, y no es fácil decir algo acerca de ella. Porque si plantearas como prin cipio que la injusticia es útil, pero confesando, como algunos otros, que es un vicio o algo vergonzoso, podríamos invocar para respon derte la acepción corriente (nomizomena); pero es evidente que vas 87
a sostener que es bella y fuerte, y que vas a atribuirle todas las de más cualidades que antes atribulamos nosotros a la justicia, ya que has tenido la audacia de situarla en el bando de la virtud y la sabi duría» (348 e). Sócrates se empeña, no obstante, en refutar la definición de Trasimaco. Hace admitir a éste que el injusto, según la acepción corrien te, quiere vencer a su semejante, omdios, y a su desemejante, anomóios, a diferencia del justo que sólo quiere vencer a su desemejan te. Ahora bien, el injusto, según la acepción de Trasímaco, esta vez, es bueno, agathós y sabio, phronimos; es decir, se parece al sabio y al bueno. £1 que es músico, ¿no es también sabio, mientras que el que no es músico es necio, aphrona? Ahora bien, vieja ecuación so crática, ¿no es bueno el primero en la medida en que es sabio? Pues bien, el músico no buscará ganar a quien es músico como él, sino a quien no lo es. Lo mismo ocurre en el ejercicio de cualquier ciencia. Sólo quien es malo e ignorante quiere vencer a su semejante, tanto como a su contrario. Trasímaco asiente: es el justo, según la acep ción tradicional, quien es bueno y sabio, y el injusto es ignorante, amathés, y malo. «Trasímaco convino en todo esto, pero no de tan buena gana como yo ahora lo cuento, sino a regañadientes y a duras penas. Su daba la gota gorda, más aún por el calor que hacia, y entonces vi lo que nunca había visto: Trasímaco ruborizado...» (3S0 c-d). ¿Qué ha pasado para que el fogoso Trasímaco cambie tanto de opinión? Trasímaco quiso invertir el significado de ciertos nombres, quiso cambiar la nomizomena, la acepción tradicional de las pala bras. No basta con hacer una transformación aislada sin tocar el res to. Si llama justicia a la injusticia,- preciso es que llame sabiduría a la ignorancia, cobardía al valor, como los habitantes de Corcira, se gún nos cuenta Tucídides: «... Asi pues, la guerra civil reinaba en las ciudades, y aquéllas que aquí o allá se habían quedado atrás, en cuanto sabían lo que se había hecho, encarecían ampliamente la originalidad de las concep ciones, recurriendo a iniciativas de un raro ingenio y a represalias inauditas. Se cambió incluso el sentido usual de las palabras con re lación a los actos, en las justificaciones que de ellos se hacían. Una audacia irreflexiva pasó por valor (andreia) dedicado al partido, una espera sabia por cobardía, la templanza por la máscara de la cobar día, la inteligencia en todo por una inercia total» (III, 82, 3-4). Trasímaco no llega a tanto. Le ha bastado a Sócrates con echar los hilos en torno al desgarrón para que todo vuelva al tejido de los nomizomena y la intervención de Trasímaco se manifieste como lo que es: una chiquillada de la que sólo le queda avergonzarse. Pero la guerra del Peloponeso está ahí para recordar que esas chiquilla das son moneda corriente. La lengua, ese bien precioso de la Ciu dad, se convierte en la posesión más olvidada y, por consiguiente, más amenazada. Cambiar arbitrariamente tal o cual significado es como introducir moneda falsa en el mercado o servirse de una mo neda cuyo molde ha sido usado fraudulentamente. Mallarmé lo re 88
cordará. No estar de acuerdo en las palabras implica equivocarse en las cosas. Sócrates ve el abismo que se abre bajo los pies de Trasímaco. Tiene que asumir la defensa de la lengua. Para ello, ninguna posibilidad de recurrir a una garantía existente exterior a la misma lengua, a eso que hoy llamamos metalenguaje; basta con devolver su fuerza al sistema que relaciona las palabras entre sí, utilizando cier tas parejas notables, como semejante-desemejante, mismo-otro, etc. Esa será la tarea del dialéctico: ser un «guardián» vigilante del sig nificado de las palabras. La ontología platónica nace de esa preo cupación. La agresión de Trasimaco recapitula las de Calicles sobre la tem planza y Protágoras sobre el valor llevándolas a su paroxismo. Ellos la tomaban con una virtud particular; con la justicia, se apunta al sistema total de la virtud, tal como lo va a mostrar Sócrates al pro seguir la definición de justicia. Sócrates aprovecha para introducir un cambio importante en el método de la discusión: «—La búsqueda que emprendemos es muy espinosa y reclama, a mi entender, una vista penetrante. Puesto que esta penetración nos falta, he aquí —dije— cómo creo que hay que llevar nuestra inda gación. Si se hiciera leer de lejos a gente que tiene mala vista letras escritas en caracteres pequeños, y uno de ellos se diera cuenta de que las mismas letras se encuentran escritas en otra parte en carac teres mucho mayores y en un tablero mayor, seria para ellos una gran suerte empezar por leer las letras grandes y examinar seguida mente las pequeñas, para ver si son las mismas. —Está muy bien —respondió Adimante—, pero, ¿qué relación ves tú en eso, Sócrates, con la cuestión de la justicia? —Voy a decírtelo —-repliqué—, si admitimos una justicia para el individuo, ¿admitimos también una para toda la Ciudad? —Ciertamente —dijo. —Ahora bien, ¿la ciudad es más grande que el individuo? —Es más grande. —Por consiguiente, podría haber una justicia mayor en un mar co más grande, y por eso mismo más fácil de descifrar. Si consentís en ello, examinaremos primero cuál es la naturaleza de la justicia en los Estados; luego lo estudiaremos en el individuo, tratando de con siderar el parecido de la grande con la idea de la pequeña» (368 c-369 a). En primer lugar, ¿cómo se formó la Ciudad? Sócrates se lanza a una reconstrucción racional de una historia que escapa a toda com prensión. Podría ser que esta «razón» dejara aparecer algunos ras gos que no nos sean desconocidos. La Ciudad nace de la multiplicidad de necesidades que une a va rias familias en una misma comunidad. Necesidad de alimento pri mero, después de alojamiento, de vestido, etc. Estas necesidades im plican la división del trabajo: el labrador, el albañil, el tejedor, el za patero ejercen sus actividades para todos. Los oficios se requieren unos a otros, hasta los comerciantes, que exportarán el excedente para hacer llegar lo que falte en esa Ciudad. En el interior, el inter 89
cambio de trabajos se hará por medio de una moneda y del comer ciante establecido en el Agora. Esta Ciudad sólo cuenta con las pro fesiones necesarias para una vida frugal y sana. Pero para Glaucon es tanto como decir que se trata de una Ciudad de puercos. Hay, pues, que decidirse a introducir un montón de profesiones aptas para satisfacer las necesidades superfluas, como pintores o imitadores de todo tipo. Como el país no se basta para alimentar a todo el mun do, la Ciudad se verá impulsada a usurpar territorio de las vecinas, y así nace la guerra, por esta apropiación insaciable de riquezas. Hay que añadir un ejército entero para defender la ciudad. Glaucon se extraña: «—Pero qué —se dice—, ¿los ciudadanos no son capaces de ha cerlo por sí mismos?» Glaucon es ciudadano de una Ciudad democrática, en la que el oficio de las armas dejó hace tiempo de ser patrimonio de una frac ción de la población. Es la totalidad de los ciudadanos la que forma el ejército: la actividad militar escapa, por tanto, a la división del tra bajo. Sócrates no lo entiende asi. Partiendo de la idea de que el hom bre sólo puede hacer bien un oficio, las dificultades propias del ma nejo de las armas le parecen justificar plenamente que se haga de él una profesión exclusiva. La guerra del Peloponeso, ¿no ha mostra do que el ejército ateniense, pese a su superioridad numérica, era in capaz de sostener el choque de esos guerreros profesionales que eran los espartanos? Lo que es más, habiéndose dado cuenta Pericles de este estado de cosas, ha debido concebir una estrategia según la cual Atenas se refugia detrás de sus muros y deja al ejército lacedemonio asolar la campiña ática. Muy verosímilmente, Sócrates no «laconiza» aquí por gusto, sino porque los acontecimientos han mostrado abundantes consecuencias desastrosas de la estrategia pericleana. Só crates examina, pues, ese oficio de «guardianes» que reclama, en su opinón, más tiempo y más cuidado que los demás: sus cualidades cor porales, fuerza y velocidad; sus cualidades anímicas, el thumoeides, es decir, un temperamento fogoso, presto a enfurecerse. Pero, ¿cómo evitar en esas condiciones que la ferocidad de los guardianes se vuel va contra sus conciudadanos? «Qué hacer entonces? —dije—. ¿Dónde encontrar un natural a la vez dulce e irascible? El thumoeides y la dulzura se repelen» (375 c). Los perros guardianes reconocen a los habituales de una casa y no les hacen ningún daño. Es preciso pues, que, además del thumoei des, los guardianes tengan una naturaleza filosófica, que aprendan a distinguir al amigo del enemigo, en una palabra, que amen apren der, philomates; podrán, de ese modo, combinar la fiereza que con viene al valor guerrero con la dulzura que pertenece al temperamen to filosófico. Este bello relato no deja de parecerse al mito del Protágoras. Só crates y el sofista se proponen un mismo objetivo bajo términos algo diferentes: captar la emergencia de la virtud política para Protágo ras, de la justicia para Sócrates, con el fin de poder elucidar su ejer 90
cicio. Protágoras pone en escena a los dioses, mientras que Sócrates se atiene a un dibujo resueltamente racionalista. Son las necesidades —necesidades económicas para Sócrates, necesidades de defensa para Protágoras— que están en el origen de la unión humana que recibe el nombre de Ciudad. El punto de vista socrático es genético de arriba abajo. Las necesidades económicas, cuando superan a lo que basta para una vida frugal, determinan que se abra un abismo, un apeiron, un sin-límite en la adquisición de riquezas. ¿No ha esbo zado Sócrates con esto el cuadro de una Ciudad cuyo principio hegemónico se parece mucho a la tercera función dumeziliana? Puede mostrar después que la «lógica» de la riqueza engendra inevitable mente la guerra. Mientras que Protágoras postula la autarquía pri mitiva que Sócrates rechaza para hacer surgir la Ciudad de una ló gica militar. Por encima de esas divergencias, se ponen de acuerdo en el orden «narrativo»: tercera función-segunda función, aunque Só crates piense el oficio militar en una continuidad aparente con la di visión del trabajo «económico». Lo que equivale a entrelazar dos sis temas en realidad muy diferentes: el de la tripartición y el de la di visión del trabajo. ¿Qué quiere decir esto? El punto de vista sistemá tico de la división del trabajo sólo es compatible con una lógica ra cionalista. Lo que Sócrates emprende aparece entonces más clara mente: transferir ese carácter racionalista al otro sistema, mucho más antiguo, que parece poder prestarse a un tratamiento de este orden. Y ahí está sin duda el error de Sócrates. Un error que se repetirá casi en los mismos términos en el nacimiento del discurso sociológi co francés, en C.-H. de Saint-Simon y A. de Tocqueville, como, de manera antitética, en K. Marx. La continuación del relato socrático deja transparentar ese cam bio de registro: el recorrido genético cambia de trazado; Sócrates debe deducir el natural filosófico del temperamento guerrero, es de cir, la primera función de la segunda, según criterios que ya no tie nen nada en común con los de la división del trabajo, ya que no se para por el momento el grupo de los filósofos, los guardianes en sen tido restringido, del conjunto de los guerreros. Valor y natural filo sófico se plantean como coextensivos. Es pues, absolutamente per tinente considerar aquí la influencia del modelo lacedemonio, con la salvedad, no obstante, de que el relato socrático no está terminado y la separación del grupo que ejercerá la soberanía se dibuja en el horizonte. Esta separación va a llevar tiempo a Sócrates. No se efec tuará realmente hasta el final del Libro III. Ahora bien, en ese pun to Sócrates invoca deliberadamente un mito que fundamenta las dos separaciones: la de los guerreros y, luego, la de los filósofos, y deja penetrar la heterogeneidad del sistema conceptual indoeuropeo en el sistema de la división del trabajo «económico». Se trata, nos dice Só crates, de una leyenda «fenicia»; debemos entender: un relato que pertenece al ciclo de Cadmos el Fenicio, fundador de Tebas. «—Voy a intentar persuadir primero a los mismos arcontes y a los soldados, y luego a los demás ciudadanos, de que toda la edu cación y la instrucción que han recibido de nosotros y cuyos efectos
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creían experimentar y sentir, no son otra cosa que un sueño, que en realidad eran entonces formados y educados en el seno de la tierra, ellos, sus armas y todo su equipo, que después de haberlos formado enteramente, la tierra, su madre, les puso al corriente, de que ahora deben mirar la tierra que habitan como a su madre y nodriza, de fenderla si la atacan y considerar a los demás ciudadanos como her manos nacidos como ellos del seno de la tierra. —No sin motivo —dijo— has vacilado tanto tiempo antes de de cir esa mentira. —Tenia buenas razones, en efecto —respondí—; pero escucha el fin del mito. Vosotros, que formáis parte de la Ciudad, sois todos hermanos, les diría continuando el mito; pero el dios que os ha crea do ha mezclado oro en la composición de aquéllos de vosotros que son capaces de gobernar, que también son los más preciosos; ha mez clado plata en la composición de los soldados; hierro y bronce en la de los labradores y demás artesanos...» (414-d-415a) Es el muy claro análisis del mito, asi como el del Libro IV, lo que permitió a G. Dumézil poner en evidencia la incidencia del sis tema conceptual indoeuropeo en la obra de Platón. No hay, pues, necesidad de volver sobre ello. Empero, no está dicho todo. La con frontación de este mito con el relato genético del Libro II implica cierto número de observaciones. El orden narrativo normal del mito tripartito es el orden jerárquico. Asi Sócrates empieza por nombrar primero el oro, después la plata, después el hierro y el bronce. La epopeya de la fundación de Roma sigue, de modo similar, el orden jerárquico de las funciones. Hay que señalar entonces que la jerar quía metálica no está ligada en nuestra mitología a ninguna suce sión histórica. Pero en el Libro VIII Sócrates hará referencia explí cita a las razas metálicas de Hesíodo, cuando, con la amplitud de un poeta trágico, cuente en qué orden se engendran los diversos re gímenes políticos. La sucesión de los regímenes se produce en un or den conforme al del mito de las razas metálicas. El orden «inverso» del relato «racionalista» se hace más insólito. Sin embargo, no está aislado. La Teogonia de Hesíodo, si se le presta atención, propone un orden genético del Olimpo que recuerda enormemente al del Li bro II. El apetito insaciable de engendrar de Urano encuentra su li mite en la primera arma: la podadera de Cronos, y la violencia de este último se ve yugulada por Zeus, que alía la justicia, Themis, a la artimaña inteligente, Metis. Me limito a indicar el sentido general de una interpretación de la sucesión de las tres generaciones divinas de la Teogonia. Esto necesitaría un análisis textual minucioso, que aquí está fuera de lugar. Esta inversión «racionalista» presenta inter ferencias con otro mito: el de la inversión del ciclo cósmico que co noce Hesíodo y Platón desarrolla en su Política: los hombres nacen viejos, etc., la soberanía divina es el pivote alrededor del cual se pro ducen las oscilaciones de una forma análoga a la de la obra de Hesíodo: la Teogonia conduce a Zeus, Los trabajos y los días parten de él. Zeus ocupa el punto de equilibrio. La leyenda de las razas metálicas encuentra su comentario racio 92
nal en el Libro IV, después de que Sócrates ha situado a guerreros y filósofos según sus funciones y cualidades. «Ahora puedes —dije— hijo de Aristón, considerar fundada la Ciudad» (427 d). Ha llegado el momento, continúa Sócrates, de en contrar en ella lo que buscamos desde el comienzo: la justicia. «Es pues, evidente, que la Ciudad es sabia, valerosa, temperada y justa» (427e). Sócrates propone emplear el método de los residuos. Consiste en identificar cada una de esas virtudes, y la última será lo que quede. No por azar enumera Sócrates la justicia en cuarto lugar. La iden tificación procede según el orden enunciado: ¿La Sabiduría? «En primer lugar, hay una cosa que percibo a pri mera vista: es la sabiduría.» Sócrates distingue esta sabiduría en la eubulia, es decir, en la buena calidad de las deliberaciones y las de cisiones que de ella resultan. Sócrates trata aquí de separar esa sabiduría de las sophiai, de los «saberes» artesanales. No es, en efecto, la ciencia de los carpinteros, albañiles, herreros o agricultores la que da a la Ciudad el título de sabia, sino una ciencia que «deli bera no sobre cualquier cosa de la Ciudad, sino sobre esta misma por entero, en saber de qué manera podrá comportarse mejor, tanto en lo que la concierne como en sus relaciones con otras ciuda des» (428d). «Por consiguiente, una Ciudad, fundada según la naturaleza, es totalmente sabia en el grupo y en la parte más pequeña de ella, y en la ciencia que allí reside, en lo que está a su cabeza y la gobierna; y, a lo que parece, sólo al género menos numeroso conviene tener parte en esta ciencia, única entre todas las ciencias que merece el nombre de sabiduría, sophia» (428c-429a). —¿El Valor? No es muy difícil de encontrar. «La Ciudad es valerosa en una parte de sí misma, porque en esta parte reside el poder de mantener en todo tiempo la opinión relativa a las cosas que hay que temer, cosas que deben ser las mismas y de la misma naturaleza que las que el legislador ha indicado en su plan de educación...» (429b-c). —¿La Templanza? No tiene la misma nitidez que las otras, pues se parece «más a un acorde y a una armonía que las preceden tes» (430e). Sócrates debe recurrir aquí, curiosamente, a las «letras pe queñas» para poder leer las grandes. Hay en el alma, explica, una parte mejor y una parte menos buena. Uno es «dueño de sí» cuando es la parte mejor quien manda sobre la otra. Ahora bien, en nuestra Ciudad, ¿no es la parte mejor quien manda...? El destino antropológico del sistema conceptual salta aquí a los ojos: los ciudadanos de «tercera función» juegan el mismo papel que los epithumiai, los deseos o codicias en el modelo antropológico. Todo ocurre como si Sócrates tuviera cierta dificultad en encontrar la interpretación política más antigua del sistema, que el acceso a la democracia había difuminado un poco, al suprimir la vieja organi zación tribal jónica en cuatro tribus, cuyo carácter indoeuropeo no ofrece ya ninguna duda. 93
—¿La Justicia? Sócrates provoca a Glaucon: ¿no descubre lo que queda? La justicia. Glaucon no ve nada. Es porque la justicia está ahí desde el principio y estamos hablando de ella sin darnos cuenta... Qué ocurre ahora con el individuo. Basta con proseguir la inda gación, tomando las «letras grandes» de la Ciudad como referencia. Nuestras acciones se reparten según tres instancias: la primera, gra cias a la cual aprendemos; la segunda, por la cual nos irritamos; y la tercera, por la que deseamos los placeres del alimento, la genera ción, etc. Sócrates se dedica a demostrar largamente que esas tres instancias no pueden reducirse a la unidad. Su principio es que si no se plantea la autonomía de esas tres instancias, el mismo indivi duo se verá obligado a hacer o sufrir cosas contrarias (tanantia) des de el mismo punto de vista (tauton). En la hipótesis de la triparti ción, basta con distribuir los contrarios; asi, lo que me empuja a be ber no depende de la misma instancia de lo que me aparta de ello: la primera es lo concupiscible, la segunda, lo inteligible. Se reconoce de paso la forma escolástica de estos términos antropológicos. En el tratado de las Pasiones del alma, Descartes ironizará sobre estas di visiones para instaurar la unicidad e indivisibilidad de la res cogitans, modelándola sobre la unicidad del dios de la mitología cristia na... No es el título menor del psicoanálisis buscar sacarnos de este atolladero y esta ilusión, reafirmando, por otras vías, la división del sujeto... Sócrates cuenta aquí una anécdota: «Leontios, hijo de Aglaion, volviendo del Pireo a lo largo del ex terior del muro septentrional, se dio cuenta de que había cadáveres extendidos en el lugar de los suplicios, y sintió a la vez el deseo (epithumein) de verlos y un sentimiento de repugnancia que lo repelía. Durante unos instantes luchó contra si mismo y se cubrió el rostro; pero al final, vencido por el deseo, abrió mucho los ojos y, corriendo hacia los muertos, gritó: “Tomad, desdichados, gozad de este bello espectáculo”». Es la contrariedad entre lo irascible y lo concupiscible lo que tan bellamente se nos cuenta. Y percibimos en ello hasta qué punto este modelo antropológico, o esta «psicología» se confunde con la coti dianidad griega. Queda la contrariedad entre la razón y lo irascible. Sócrates pide a Homero que lo ilustre: «Ulises, golpeándose el pecho, reprendió a su corazón en estos términos. En este pasaje, Homero ha representado de modo mani fiesto como dos cosas diferentes, una de las cuales reprende a la otra, la razón que ha pensado sobre lo mejor y lo peor y la cólera, que es irrazonable» (441b-c). Si he entrado en la exégesis de este fragmento platónico es a la vez porque concuerda con el texto metodológico de G. Dumézil y porque proporciona el punto de contacto más evidente de la filoso fía griega con el sistema conceptual indoeuropeo. A partir de ahí re sulta más fácil iluminar la totalidad de la obra platónica para per cibir con verdadera estupefacción que el sistema conceptual indoeu94
ropeo la atraviesa totalmente, como una especie de motivo melódico que raya incluso en la melopea. De Platón, el paso a Jenofonte, y luego a Aristóteles se hace con toda naturalidad. A partir de esto, el conjunto de la cultura griega toma otros colores, a medida que identificamos que el sistema antropológico no es invención de los fi lósofos. La medicina, por ejemplo, manifiesta la vitalidad de éste, tanto en sus divisiones anatómicas como en su famosa y, hasta aquí, inquietante teoría de los humores: flema, sangre, bilis amarilla, bilis negra. Aristóteles restringe el uso del sistema conceptual a la polítir ca, sin llegar, no obstante, a excluirlo totalmente de su teoría del alma. Lo usa mucho en sus éticas, por supuesto. El texto que he co mentado nos ofrece, por último, el sistema conceptual indoeuropeo en estado clasificatorio, es decir, en un estado muy próximo al que reviste en las Leyes de Manu indias. Después de La República, Pla tón re-adoptará la actitud, conforme al genio griego, que yo califico de combinatoria. Las virtudes ya no designarán grupos «sociales», sino componentes de un sistema de pensamiento y acción antropo lógicos y políticos. Por fin es posible, y deseable, contemplar con esta primera luz griega algunos grandes momentos del pensamiento político ulterior: Cicerón, Maquiavelo, Montesquieu, Clausewitz, C.-H. de Saint-Simon, A. de Tocqueville y algunos más. Para concluir, voy a tratar de ofrecer un primer balance especu lativo y programático: El sistema griego de la virtud es el lugar de emergencia filosófica del viejo sistema conceptual mítico y épico de las tradiciones indoeu ropeas. Ese lugar es, paradójicamente, el hombre «individual». El tre cho de camino platónico que hemos hecho juntos nos ha permitido constatar, en efecto, que, a diferencia de los que encontramos en Roma, en la India o en otros lugares, este sistema manifiesta su ma yor coherencia en el ámbito que corresponde aproximadamente a nuestra psicología y a nuestra antropología. Ofrece la primera ac tualización de lo que M. Heidegger denomina en Sein und Zeit la «iSeinsverfassung des Daseins», la constitución de ser del hombre. El sistema de la virtud, o aretologia (de areté, virtud), es muy exacta mente la constitución de ser del hombre para los pensadores grie gos. Releamos entonces Sein und Zeit. La pregunta inaugural es la del sentido del Ser, u ontologia. Enseguida resulta que la respuesta a esta pregunta implica una puesta al dia previa de la constitución de ser de quien plantea dicha pregunta. M. Heidegger llama a esta tarea previa ontologia fundamental. La aretologia corresponde muy exactamente a la ontologia fundamental de Sein und Zeit. La obra de Platón posee la ventaja de ofrecer un resumen del paso de la ontología fundamental a la ontologia a secas, es decir, a la pregunta del sentido del Ser. En esta perspectiva, en efecto, el Parménides y el Sofista cobran relieve. El problema especulativo de este pasaje es el de lo uno y lo múltiple: creo poder decir que sigue siendo el pro blema especulativo por excelencia. Es lo que indico al utilizar los tér minos sistasis y sistema. El encuentro entre Sein und Zeit y la fílo-
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sofía griega no es superficial. El mismo Heidegger no ha sabido, sin duda, con qué profundidad repetía (Wiederholte) para nosotros la aventura griega, es decir, la aventura de la filosofía. Que sea el viejo sistema conceptual indoeuropeo el que propor ciona la armazón de la ontología fundamental griega, a saber, la constitución de ser del dasein griego, cobra asi, de manera inquie tante, el significado de un acontecimiento de pensamiento, del orden de los que en el transcurso de un siglo se cuentan con los dedos de la mano. Es como decir, por eso mismo, que necesitaremos un tiem po para comenzar a entenderlo. El acontecimiento me parece residir en que el viejo sistema in doeuropeo, contemplado especulativamente como Seinsverfassung. aparece muy pronto con una amplitud y una flexibilidad muy supe riores al concepto heideggeriano. La Seinsverfassung heideggeriana sigue estando muy estrechamente circunscrita en el ámbito «indivi dual», mientras que la interpretación griega del sistema conceptual indoeuropeo conserva toda su frescura teológica y política, sin con tar las otras «lógicas» que no he podido abordar: médica, pictórica, dramática, musical, etc. La constitución de la psique da acceso a la constitución de la Ciudad, que da acceso a la constitución de la obra de arte, y viceversa. Nos ponemos a soñar. Habrá, primeramente, que hacer inventario de esos tesoros. En esta perspectiva, la filosofía que nos empeñamos en matar, ¿no tiene delante de nosotros sus me jores días? Porque el poquitín de filosofía que nos ha permitido vi vir libres empieza a reclamar un re-examen y una ampliación si que remos que prosiga su efecto. La elaboración del sistema conceptual de la virtud da acceso, he dicho, a la ontología por la que el politeísmo griego libera la cues tión de la comunidad de los géneros del Ser. Esta cuestión es el co gollo de la interrogación del gran diálogo metafísico, el Sofista. En ese trazado, el significado de los personajes divinos, cuya(s) máscara(s) son las virtudes, se encuentra referida a la lógica que arrastra a la lengua y, más específicamente, a la sintaxis común. El esfuerzo del filósofo se hace así paralelo al de los gramáticos y filólogos en los que se apoya. Por ahí reanudó Nietzsche por nosotros con los griegos. El significado de los nombres de los dioses se encuentra ne cesariamente referido a la lengua que los enuncia. Es la ilusión de la enunciación de la lengua, de un Otro del Otro, lo que afronta la filosofía, haciendo de ello su tarea primera. Es lo que nos ha suge rido la discusión de Sócrates con Trasímaco. Por encima de las gran des divergencias, el muy frecuente «pollakós légetai to om . el ser se dice de muchas formas, sigue siendo la experiencia platónica nunca olvidada por la lógica y la metafísica aristotélicas. A la luz de esta empresa, no sólo conviene enfrentarse a los Nom bres del Padre, con P mayúscula, de la tradición trinitaria judeocristiana y lacaniana, sino, más ampliamente, al sistema de los nom bres de los padres, con minúscula, que el politeísmo introduce en lo divino por una audacia que no debería dejar de maravillarnos. La filosofía indoeuropea no tiene más ambición que hacerse guardiana
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de la constitucionalidad de la lengua. ¿La palabra de su «ideología»? El rechazo de todo metalenguaje, con el que entronca en nuestros días la enseñanza de Jacques Lacan, aún cuando, como acabo de su gerir, el estatuto conceptual de su «simbólico» titubea por momen tos entre Thorá y Nomos. Habrá que re-escribir, decididamente, un moderno tratado De la Trinidad...
BIBLIOGRAFIA E.: Vocabulaire des institutions indo-européenes, 2 to mos, Ed. de Minuit, 1969. DUJ&ÉZIL, G.: Mythe et épopée, 3 tomos, Gallimard, 1968, 1871, 1973. — Les dieux souverains des Indo-Européens, Gallimard, 1977. — Idées romaines, Gallimard, 1969. — La religión romaine archaique, Payot, 1966. PLATÓN: Oeuvres completes, N.R.F. (Bibliothéque de la Pléiade). BEN V EN IST E ,
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CAPITULO V
LAS IDEOLOGIAS PAGANAS DEL PODER
1. L A ID E O L O G IA D E LA C IU D A D G RIEG A
por Frangois Chátelet La Grecia clásica, la de los siglos v y iv antes de nuestra era, y singularmente el siglo de Pericles —que duró unos treinta y cinco años—, ejercen sobre el pensamiento occidental moderno una gran atracción. Este ve con gusto en aquél su origen teórico, su cuna his tórica, su modelo cultural, o su primer motor. La filosofía política en particular se entrega a ese juego del reconocimiento de la pater nidad con sentimientos distintos, por no decir opuestos: ya sea para buscar en ese periodo fecundo en prácticas y obras originales una sacralidad fundadora, ya sea para descubrir en él un momento de éxito y de dicha que la continuación de los acontecimientos, ay, ha desmentido, ya sea para descubrir el comienzo de nuestras desgra cias —ya que, según se dice, de Platón (y la Ciudad) a Marx (y el socialismo), y el Gulag hay una buena concatenación. En realidad, si, como conviene, desconfiamos del anacronismo y nos defendemos de la ilusión retrospectiva de la filosofía de la historia, las ideas in ventadas con ocasión de los problemas y debates que engendró esa formación histórica singular que fue la Ciudad griega, la polis no me rece, probablemente, este «exceso de honor» y, seguro que no, «esta indignidad». Si se quiere, por otra parte, emitir un juicio, es impor tante analizar primero en qué condiciones políticas y en qué contex to ideológico se produjeron esas invenciones y, solamente después, utilizar el punto de vista diferencial así definido para apreciar la si tuación contemporánea.
El orden político Al comienzo dei texto titulado Política, Aristóteles, que es con temporáneo del declive de la Ciudad, pero que continúa teniendo es peranzas en ella, explica que la polis se distingue de otros dos tipos de agrupamiento humano, la familia (genos) y el pueblo (komé), por el hecho de ser especiñca del hombre —existen, en efecto, agrupa ciones de animales unidos por la sangre o el interés ligado a la ve cindad— y por tener como fin no sólo la supervivencia, sino el «vi vir bien», es decir, la conducta individual y colectiva digna de un hombre. En esto, el filósofo expresa un tópico: los griegos sienten —y sus poetas refuerzan y magnifican ese sentimiento— no solamen te que los hombres ocupan un lugar privilegiado en la naturaleza, a medio camino, de alguna manera, entre los dioses y las realidades minerales, vegetales y animales, sino también que ellos, griegos, por sus orígenes, las relaciones que han tejido con lo divino y las haza ñas de sus héroes, realizan al máximo la «virtud», es decir, las capa cidades de la esencia humana. Así, el orden político que construye ron —hablando con más precisión, el único orden que puede ña marse político, el de la polis, el de la agrupación organizada por una constitución (politeia)— no es resultado ni del azar ni de la fuerza: proviene de un don de la naturaleza y de los dioses que los hijos de Heleno supieron hacer fructificar por su inteligencia (metis) y su va lor (areté). Lo que Platón y Aristóteles nos enseñan, uno y otro, el primero recorriendo los caminos de la heterodoxia, el segundo formalizando la tradición, es que el pensamiento griego presupone una correspon dencia, una similitud —en el sentido geométrico— entre la organi zación del cosmos, la de la sociedad y la del individuo. La ordena ción del «mundo» —esa que, en el texto platónico,,por ejemplo, hace nacer caracteres de oro, plata y bronce— se encuentra homológicamente en la disposición jerárquica de las almas cognoscente, desean te y laborante en el individuo y, en la estructura racional de la Ciu dad griega bien concebida, instituyendo el dominio de los dialécti cos sobre los guerreros y de los guerreros sobre los trabajadores ma nuales. De la misma manera, en la perspectiva aristotélica, la posi ción natural del hombre en la cúspide de lo sublunar le confiere vir tudes que tienen implicaciones éticas y políticas. En todos los casos, lo que distinguimos como ontología, como política y como moral, definiendo otros tantos ámbitos separados, los griegos lo compren den como conjuntos que mantienen relaciones de transformación. No obstante, ya se trate de los filósofos, de los retóricos, de los historiadores, o de los poetas dramáticos, el sistema mediano, el de la «formación social», aparece como la apuesta esencial. Por reto mar la terminología aristotélica, que define tres tipos de actividad —la theoria, el saber, la praxis, la acción en tanto «modifica» a los hombres y sus relaciones; la poiesis, la fabricación—, sólo el segundo es susceptible de engendrar novedades, siendo la theoria el embargo de las esencias (que ya están ahí), y siendo la poiesis imitación y adap 99
tación de las formas naturales. La política como actividad pertenece a ese tipo: interviene para que la Ciudad de los hombres concuerde con el cosmos y para que el individuo pueda igualar la esencia de la que es imagen o portador. Así, la política constituye el punto cen tral a partir del cual se distribuyen los géneros culturales nuevos, na cidos del hecho de la polis, y se reactivan los antiguos. La religión y la religiosidad, que nunca están ausentes de la realidad cívica, los trabajos del campesino, del pescador, del artesano, del comerciante, los discursos privados y públicos, declamatorios y didácticos, las grandes ceremonias teatrales y musicales, los escritos, están explíci tamente atravesados por la preocupación política, en el sentido en que cada uno sabe no solamente que la existencia cotidiana depende directamente de las decisiones tomadas, sino también que las deci siones se inscriben en el acta constantemente renovada que es la politeia, la organización de la ciudad como tal. Los griegos de la época clásica insisten en el carácter excepcional de esta situación —para glorificarse por ello, pero también para en contrar un refuerzo a su virtud. A este respecto, la postura de Heródoto es particularmente esclarecedora. Toda la Historia —que, re cordémoslo, investiga las causas del antagonismo entre griegos y per sas y constituye el relato de dos guerras que los enfrentaron, en 490 a. C. y 480 a.C.— está atravesada por la oposición entre dos órde nes: en Europa están las Ciudades, en Asia hay un Imperio. Allí, hombres libres que no reconocen otros dueños que las leyes que han consentido, que discuten en común las decisiones a tomar, que re conocen el arbitraje de los tribunales para solucionar los asuntos pri vados; aquí un déspota todopoderoso que gobierna sobre masas que, domadas por el miedo, atraídas por el interés y/o seducidas por la gloria, se reconocen en ese dueño trascendente. Hay que subrayarlo: esta oposición no lo es entre un orden y un desorden: el historiador insiste en la rigurosa organización de las posesiones del Gran Rey; no consiste en una diferencia de régimen: Heródoto subraya el he cho de que las constituciones de las Ciudades son diferentes, que hay Ciudades en que manda un hombre solo, otras en las que el poder es detentado por algunos —las oligarquías fundadas en el nacimien to, la fortuna, las capacidades guerreras—, otras también en las que es el concierto del pueblo —el demos— quien domina; en todos los casos, el verdadero dominio está asegurado por la ley, tradicional o escrita. Entre los persas no hay ley, no hay ciudadano: simplemente hay un déspota y multitud de súbditos. En el siglo siguiente, ante la decadencia de la Ciudad, Jenofonte tratará de volver a dar lustre a este último modo de gobierno. Ana lizará en la Ciropedia, las cualidades que debe poseer el déspota para reinar con equidad y eficacia. Mostrará cómo llegará éste a apegarse de forma duradera a sus allegados y a las naciones que subyuga. En cierta forma, y sin quererlo, corrobora la enseñanza que ha querido dar Heródoto: diríamos, con el vocabulario moderno, que la rela ción del dominio descrita es «psicológica»: juega con las pasiones; por ello, depende de las circunstancias. El historiador se complace 100
en contar —apoyándose en acontecimientos— que los guerreros del Gran Rey son valientes, incluso temerarios en el éxito, pero cobar des en los reveses, disciplinados en la abundancia, gustosamente en desbandada en la penuria. Lo que caracteriza al hoplita espartano, al marino ateniense, es, por el contrario, que en cualquier eventua lidad es fírme, pues sabe por qué lucha y sólo se obedece a sí mis mo: la victoria de Salamina se debió al menos tanto a esta resolu ción como a la táctica de Temístocles. El griego es esencialmente ciudadano. Y el ciudadano no acepta otro dominio que el de un principio abstracto y público, plenamente inteligible: la ley, ebnomos. La ley y la democracia ¿Cómo y en qué condiciones histórico-ideológicas fue inventada tal idea y se actualizó en instituciones y prácticas? ¿Qué tomas de posición suscitaron? Responder a estas dos preguntas es, precisa mente, analizar la ideología de la Ciudad, su estructura, su evolu ción y sus polémicas. Hay que precisar un punto que concierne, si se quiere, al méto do. La gran mayoría de las informaciones que nos permiten conocer la Grecia clásica son de origen ateniense y, por eso, tomando Atenas como centro, privilegian sus problemas políticos, los de la democra cia y el «imperialismo», en particular. Ahora bien, la ciudad de Pa las no es más que una Ciudad entre la centena que componen Gre cia; haría falta que el gobierno popular fuera el régimen más exten dido; en cuanto al espíritu de empresa que caracterizó a los atenien ses del siglo v, es excepcional. No parece, pues, nada legítimo pen sar en Grecia a través de este único modelo, incluso si fue productor de obras y acciones notables. Queda que la democracia ateniense, in cluso en su exceso, sus logros y sus fracasos, porque fu e por exce lencia el lugar de la palabra, de la reflexión y de la critica, permite descubrir las ideas constitutivas de la polis como formación históri ca contingente y captar el significado y el alcance político y cultural de las diferencias y oposiciones que esas ideas comportan. Asi, los textos platónicos, que tienen como horizonte la quiebra de esta de mocracia, tomando como punto de partida este juicio de la Carta VII: «Todos los regímenes existentes actualmente son malos», apor tan conocimientos y definen ángulos de ataque que, siempre que se corrijan con otros juicios contemporáneos, ofrecen la posibilidad de comprender cómo se concibe Atenas a si misma, en su antagonismo con la muy conservadora Lacedemonia, cómo se definen los concep tos de constitución, ley (por oposición a la naturaleza), justicia (por oposición a la injusticia y a la inmoralidad...). Aceptemos también partir nosotros mismos de Atenas, no por que estuviera destinada por la historia a ser la Ciudad más avanza da, sino porque sucede que en su historia fueron fijados por escrito los acontecimientos y debates más reveladores. Muy equivocadamen 101
te, ios atenienses invocan la autoctonía —¡qué pueblo podría pre tender haber ocupado siempre el mismo territorio que hoy!—. Mien tras Esparta se hizo por invasiones sucesivas, esclavizando los recién llegados a los antiguos invasores —lo que explicaría la estructura je rárquica de la sociedad lacedemonia—, Atenas habría federado su cesivamente a los habitantes del Atica, una forma de «democracia étnica» que preparaba la democracia política. Sea como fuere, la edad histórica comienza, si creemos a Tucídides, con la acción de cisiva de los primeros legisladores. Con Dracón y Solón aparece la Ciudad propiamente dicha. A fines del siglo vil, la ciudad se desga rra en una doble serie de conflictos: entre las grandes familias «feu dales» que luchan por la primacía político-religiosa y entre las fa milias del pueblo llano de los agricultores y artesanos, que vegetan y se endeudan y se encuentran reducidos muy a menudo a una semi-esclavitud. Es la «edad de bronce», en la que triunfa la ley del más fuerte y en la que los abusos de poder se suceden. La situación es tal que, de común acuerdo, las distintas partes en liza piden el ar bitraje de un hombre, escogido por su honestidad personal, su rigor y su inflexibilidad. Es el nomotheta: dicta reglas imprescriptibles que, desde ese momento, deben presidir los arreglos de diferendos. Esa es la obra de Dracón. Es notable que los atenienses com prendan asi su historia: el primer acto que funda la Ciudad en los tiempos históricos, renovando y confirmando el gesto de Teseo, con cierne a la justicia. Dracón no ataca las estructuras político-religio sas: el dominio continúa siendo asegurado por los eupátridas, los bien nacidos; son, en particular, los mismos tribunales los que con tinuarán juzgando. Pero ese poder tradicional es limitado y cuestio nado por el simple hecho de que está sometido a uno más poderoso que él —la ley— y está obligado a rendir cuentas públicamente de la decisión judicial y la sentencia. En eso consiste la revolución dra coniana: no solamente en imponer un «es así» válido para todos —igualando asi, en cierto aspecto, el estatuto de cada uno en el seno de la comunidad—, sino también y sobre todo, en exigir la publici dad del juicio. Esta última medida presupone en primer lugar que hay una palabra común que cada uno es capaz de proferir y oír, y seguidamente, que no «se» puede decir cualquier cosa y que enun ciar es revelar. Con la ley que sustituye a la frase esotérica, el logos, la lengua prosaica que trata de asuntos empíricos y establece un lu gar de inteligibilidad simple entre y en sus secuencias, hace su en trada en la escena social, en esta parte del mundo que nos interesa por razones genealógicas. La reforma de Solón —uno de los siete sabios de Grecia— con firma esta novedad y le confiere un alcance directamente político. De hecho, lo que hay que retener es que inicia la organización del cuerpo cívico que va a conducir a la pofíteia democrática. Hay que subrayar a este respecto que en el siglo VI las ciudades más podero sas y dinámicas se otorgan constituciones, es decir, sustituyen un or den de hecho, producto de conquistas y violencias, por un orden de derecho que efectúa clasificaciones que recuperan o transforman las 102
posturas respectivas de los individuos y los grupos pequeños en la comunidad. Asi, Esparta aplica la legislación atribuida la legislador mftico Licurgo: ésta normaliza el principio oligárquico. Solón, por su parte, asegura el estatuto de la ciudadania: ningún descendiente de hombre libre puede convertirse en esclavo; con fines a la vez mi litares y administrativos, establece una jerarquía de ciudadanos fun dada en los ingresos —es decir, en las contribuciones que pueden ser exigidas legalmente para que queden aseguradas la defensa, la pie dad y la gloria de la Ciudad—; por eso el hombre rico y bien nacido ocupa una posición elevada, pero no la debe a su riqueza o a su na cimiento, sino al hecho de que puede y debe armarse como caballe ro y equipar a un infante, pagar liturgias, estar disponible para ejer cer magistraturas; y el pescador de la costa, que no puede ofrecer más que sus músculos de remero, es tan ciudadano como él. El po der de las grandes familias se encuentra realmente debilitado por las disposiciones que apuntan a una ordenación más clara. Igualmente, la institución de un consejo de cuatrocientos miembros —la Bulé—, organismo deliberativo, viene a cuestionar los antiguos colegios no biliarios en los que tradicionalmente se tomaban las decisiones. No obstante, la mutación decisiva del estatuto de la palabra y el espacio cívico la realiza el advenimiento del sistema democrático. Clístenes, Efíaltes, Pericles y el partido popular que los sostiene in troducen novedades que, en lo sucesivo, marcarán la imagen de la Grecia clásica y permitirán que los teóricos desarrollen un conjunto de ideas capitales. Subrayemos solamente dos aspectos: la reorgani zación del territorio del Atica y la función soberana de la Ekkíesia. En el curso del último decenio del siglo VI, Clístenes establece una reforma de una amplitud excepcional. Según la tradición, el territo rio del Atica estaba dividido en propiedades de importancia variable que pertenecían a las familias; estas últimas se agrupaban en cuatro tribus, evidentemente dominadas por ios más poderosos de ellas; ade más, se distinguía geográficamente entre «la costa», «la llanura» y la región de «las colinas». A partir de entonces, el Atica se divide en un centenar de municipios, aproximadamente de la misma exten sión; el demos se coloca bajo la autoridad de una asamblea que agru pa en situación de igualdad a todos los ciudadanos que allí viven; esta asamblea gestiona los asuntos comunes, hace el registro de los naturales, acoge a los jóvenes en edad de «ciudadanía», delega a al gunos de sus miembros para formar una jurisdicción «de primera ins tancia»; el municipio es el núcleo de la democracia. Las cuatro tri bus «primitivas» son sustituidas por diez tribus, cada una de las cua les engloba una decena de demos y posee su propia asamblea. Pero, con el fin de evitar que esas tribus no se vean arrastradas a consti tuir «Estados dentro del Estado», en función de intereses económi co-profesionales que resultan de su posición territorial —la pesca y el comercio para las tribus de la costa, por ejemplo—, cada una de ellas se constituye con demos situados en «la costa», «la llanura» y «las colinas». Así, el espacio cualitativo, ligado al pasado y a sus vio lencias, a los privilegios y a los oficios, es sustituido por un espacio 103
cuantitativo, engendrado de cabo a rabo por un hábil tratamiento topográfico y cívico. Las familias subsisten con o sin patrimonio. Pero ya no pueden interponerse entre los individuos y el Estado, que son las dos únicas realidades a considerar de ahora en adelante. El Estado. Se sitúa bajo la soberanía de la Ekklesia, de la asam blea popular que reúne, según derecho, al menos diez veces al año, en sesiones de varios días, a todos los ciudadanos inscritos en el re gistro de los demos. Cada uno es libre de incluir en el orden del día la discusión o el voto de un decreto o una decisión, siempre que haya depositado el texto en el secretariado de la Asamblea; y cada uno es libre de intervenir en la discusión y pedir que el voto tenga lugar «en secreto». A la isonomía —igualdad ante la ley— instituida por Oracón y Solón, la democracia del siglo v añade la isegorla —el de recho igual a la palabra—. Parece que los atenienses no se privaron de ella. En el intervalo de esas sesiones, el poder de decisión es de tentado por la Bulé, el consejo formado por los representantes de las tribus, a razón de cincuenta por tribu: se trata, de hecho, del so berano de la Ciudad, que progresivamente suplanta las instancias an tiguas —el Areópago, por ejemplo— que subsisten, pero sólo tienen una función honorífica. Los buleutes, designados por un sistema que combina el sorteo y la elección, ocupan su escaño todos los días; son retribuidos modestamente; gestionan los asuntos corrientes y to man las decisiones urgentes; controlan los diversos colegios encar gados de la administración de la Ciudad; sólo duran un año en el cargo y no pueden formar parte del consejo más de dos veces. El mie do a la tiranía, al poder personal, es tan grande en Atenas que el prytane epistate —que detenta los sellos de la Ciudad y la represen ta oficialmente— es sorteado todos los días, perdiendo su cargo al final de la jornada y no pudiendo ejercerlo más que una vez en la vida. Si se añade a estas disposiciones el hecho de que, teniendo en cuenta la actividad política comunal y tribal y el número poco ele vado de ciudadanos —unos treinta mil en el momento de mayor auge—, la información circula con facilidad es legítimo afirmar que el «siglo de Pericles» estableció la democracia —para los hombres li bres. Porque bien es verdad que, en un régimen como éste, el poder está y queda «en el medio» del espacio social, no es patrimonio de ningún individuo ni de ningún grupo. El único poder reconocido es la de las leyes constitutivas de la politeia. No obstante, es indispensable que ésta sea constantemente vivificada y sostenida por el reconocimiento cívico. Dos reglamen tos particularmente interesantes apuntan a salvaguardar el zócalo de la democracia permitiendo añadir la novedad exigida por las cir cunstancias: la graphé para nomon —la imputación de ilegalidad— según la cual todo ciudadano puede atacar ante la justicia a aquel que haya presentado un decreto en contradicción con las leyes fun damentales; reconocido culpable, quien lo presentó puede ser con denado a muerte; la adeia que autoriza, por el contrario, a nom brar a un responsable, a título excepcional y en circunstancias ex cepcionales, medidas que no entran en el marco legal. El tribunal 104
que juzga estos asuntos es la misma Ekklesia o su equivalente en el ámbito judicial: la Heliada, que se compone de cinco miembros de signados por la Asamblea que poseen los mismos privilegios y so metidos a las mismas reglas que los buleutes y que funciona ya en sesión plenaria, ya en fracciones. Esta organización muestra hasta qué punto, en el tejido político ateniense —como, por otra parte, en el del guerrero espartano—, el ciudadano fusiona «persona privada» y «persona pública». Todo magistrado, cualquiera que sea su fama, puede ser llevado ante la justicia al dejar su cargo si un ciudadano lo acusa de incompetencia o de malversación: así, Pericles, por dos veces, fue convocado ante el Tribunal y, no habiendo podido justi ficar la utilización de ciertos denarios públicos, condenado a com pensar personalmente el déficit. Así, el control ejercido por el demos sobre la gestión política no se limita a la elección; se ejerce también al pedir, en sentido estricto, cuentas. Lo que hay que subrayar, para marcar bien la diferencia, anulada muy frecuentemente por el pensamiento actual, entre la po lis y el Estado moderno, es que en aquélla no existen funcionarios —especialistas en los asuntos públicos—, ni militares ni de oficio. Los poderes, ya sean políticos, administrativos o técnicos, son tem porales; el sorteo se utiliza ampliamente para los cargos que no im plican conocimientos especiales; si se exceptúa el puesto de strategós autocrator —general en jefe—, atribuido varios afios seguidos a Perieles, un ciudadano no se renueva en el cargo más de dos años; con el fin de que todos los demos y tribus sean representados, el número diez se convierte en el pivote de la vida activa: diez estrategas, diez ingenieros de construcciones navales, diez vigilantes de pesos y me didas, etc. No hay ciudadano que, al menos una vez en su vida, no ocupe un puesto importante... y provisional. El esfuerzo de Clístenes ha logrado su objetivo: ya no hay velo entre el individuo ciuda dano y la Ciudad, principio abstracto y activo del «vivir mejor». Se objetará que no se ha tratado del estatuto de los esclavos —en el siglo v eran, probablemente, unos trescientos mil en Atenas para servir a doscientos mil griegos—, mitad metecos —residentes prote gidos—, mitad atenienses. No se trataba de ellos entonces, en efecto. Sería ingenuo reprochárselo a los hijos de Heleno. Sucede que pa recen haber sido mejor tratados en el Atica que en otros lugares, si creemos a Platón, que se queja de ello. Las invenciones de la ciudad: la historia y la filosofía Habiendo recapitulado, muy esquemáticamente, las invenciones de la Ciudad en su expresión más avanzada, la democracia, lo más importante tal vez no se ha dicho todavía. Porque otras ideas nue vas van a nacer de las dificultades con las que se encontró la Ciu dad, enteramente conquistada por el espíritu «político». El cuadro que hemos esbozado anteriormente tiene en cuenta las luces: tam bién hay sombras. Por hábiles que sean las disposiciones tomadas 105
por las distintas politeia, éstas están amenazadas: la democracia por la demagogia, la oligarquía militar por la plutocracia. Desmorona do el sueño de una federación de las Ciudades libres marchando a la conquista de los territorios del Gran Rey, quedan las rivalidades entre Ciudades, actualizadas por el imperialismo ateniense, y en el siglo IV, por el juego a tres, que opone a Atenas, Esparta y Tebas. En la esperanza como en el fracaso, el pensamiento clásico reaccio na: no solamente construye doctrinas y sistemas ideales, sino que también defíne los géneros culturales originales que entonces toman los rasgos, en todo o en parte, que de ellos conocemos aún en nues tros días. Esbozar un cuadro exhaustivo no es posible aquí: no es un azar o un símbolo la coexistencia en un mismo hombre, Tales de Mileto, del investigador y el jefe político. Es cierto que los estudios matemáticos juegan un papel decisivo y proporcionan los modelos del orden sobre el que debe regularse la vida humana satisfecha: la doctrina pitagórica —cuya influencia sobre Platón es verosímil— es tan testigo como la empresa de Clístenes. Las investigaciones médi cas, conocidas como Corpus hippocraticum, introducen la noción de causalidad natural; y las técnicas de los «ingenieros», los arquitec tos, los constructores de barcos, sirven a menudo de ejemplos, por no decir de pruebas, a la demostración filosófica. No obstante, puesto que es necesario escoger en el seno de esa abundancia de ideas y descubrimientos, conviene sin duda marcar más precisamente el significado de dos de las invenciones mayores de la Ciudad: la historia y la filosofía. En ningún caso afirmamos, por supuesto, que haya sido en Grecia, durante este período y en Gre cia solamente, donde se hayan producido los textos que se interesan por los acontecimientos pasados y presentes con el fin de retenerlos y comprenderlos, y aquellos que reflexionan sobre la constitución de la realidad y sobre «las causas primeras y los fines últimos». De cimos simplemente que se establecieron entonces las reglas iniciales de construcción del discurso que apunta a englobar, en un mismo tejido de inteligibilidad, el pasado, el presente y el porvenir, o a de cir lo que hay del ser —de la totalidad de lo real, visible e invisible, mortal e inmortal— en enunciados tan bien ligados que ningún au ditor o lector de buena fe pueda rehusarles su asentimiento. En otros términos, en el trabajo del historiador y el filósofo —cuando la his toria y la philosophia no existen aún como disciplinas— se mani fiesta, de manera más accesible que en la investigación del matemá tico, el ejercicio de lo que la tradición occidental llama Razón. La fórmula de Cicerón, según la cual Heródoto es «el padre de la historia» no debe tomarse de manera retórica. Es un hecho que su Historia es probablemente el primer gran texto seguido que tiene como objetivo no solamente conservar la memoria de los aconteci mientos y los personajes reales que influyeron en el destino de las sociedades, sino también explicar el encadenamiento de las circuns tancias, descubrir causas y medir sus efectos y sustituir los cantos su blimes que exaltan a los héroes por el relato prosaico de los actos de los hombres, de sus locuras y de sus buenos cálculos, de sus au106
dadas y sus cobardías, de su buena o de su mala suerte. Ese es un primer punto decisivo: el hecho de que el individuo se conozca como ciudadano, tome parte de las decisiones que conciernen a la suerte de la colectividad a la que pertenece produce un desplazamiento de cisivo. Todo ocurre como si las dos temporalidades —la de los dio ses y héroes y la de los hombres—, que estaban enmarañadas en la obra épica —la / liada—, se hubieran separado. El pasado muy anti guo se convierte en una especie de lugar intemporal, patrimonio de los poetas; el pasado reciente, constituido por las actividades profa nas de los hombres, los padres, los abuelos de los que se tiene tes timonio, se convierte en objeto de un discurso (lagos) de un tipo nue vo, que encadena los hechos importantes y sus protagonistas situán dolos geográfica y cronológicamente: el tiempo histórico se impone como esencial en la espesura de sus caracteres empíricos. Ahora bien, es chocante que ese primer relato de historia, con comitante con la formación cívica, con la posición práctica del hom bre como animal político, introduzca tres tipos de explicación dife rentes, que se recubren sin anularse. Heródoto suscribe, por una par te, una especie de causalidad de los acontecimientos que pasa por la «materialidad de los hechos» y la psicología de los hombres. Así, sin darse cuenta de la gravedad de su gesto, una tropa de atenienses in cendia la capital del Gran Rey. Este jura vengarse de esta afrenta y transmite ese juramento a sus descendientes: he aquí una causa de las Guerras Médicas. Pero el historiador reconoce, por otra parte, una determinación más de peso y que podríamos calificar de políti ca o institucional: el régimen de terror y seducción característico del Imperio Persa impone a los reyes el espíritu de conquista, la ambi ción sin medida; y ésta combina necesariamente con la movilización de masas pletóricas. Darío no podía no querer la sujeción de la Hélade; y no era posible que la flotilla guerrera montada por guerreros habituados a la disciplina de la Ciudad no triunfara sobre la enorme flota persa, compuesta de trirremes y tripulaciones heterogéneas fren te a Salamina. En cualquier caso, y aún más a fondo, Heródoto con tinúa aceptando la vieja sabiduría: lo que los dioses castigan, en la «historia», es la soberbia desmesurada (la hybris), la pretensión de un hombre de ser más que un hombre. El relato de historia se acer ca a las lecciones de la tragedia. Como quiera que sea esta mezcla de modernidad y arcaísmo, permanece como invención esa idea di rectriz de que, atrapados en un contexto del que no son totalmente dueños, los hombres hacen su historia... Tucídides va a llevar esta voluntad de hacer inteligibles las con ductas políticas a su más alto grado. La Historia de la Guerra del Peloponeso tiene como objeto el conflicto que, a partir de 431 a. C. opuso a Atenas, sus aliados y su imperio a Esparta y las ciudades aliadas de ésta. Ahora bien, el relato no solamente se esfuerza en con trolar los testimonios, en presentar los documentos según su mayor verosimilitud, en delimitar los acontecimientos en su configuración empírica, sino que también analiza el desarrollo de los asuntos po líticos de las ciudades rivales, su diplomacia y su estrategia, con el 107
fin de poner al día la lógica que los preside. Esta lógica forma, se gún la expresión de Thibaudet «los elementos de Euclides de una his toria». La fórmula no es demasiado fuerte: partiendo de una situa ción dada —por ejemplo, la de la democracia ateniense al final de las Guerras Médicas: temor a una nueva invasión bárbara, senti miento de orgullo debido a las hazañas de los ciudadanos, demanda de apoyo y protección de las ciudades menores, necesidad de con solidar el régimen y de dar al pueblo las satisfacciones morales y ma teriales a las que tiene derecho, etc.—, el historiador estudia las su cesivas decisiones tomadas por los dirigentes, que los conducen a construir un imperio que se convierte pronto en la condición sitte qua non de la supervivencia de la Ciudad y constituye para los de más Estados griegos una amenaza tal que el enfrentamiento general es ineluctable. En la misma perspectiva de inteligibilidad integral, el texto sigue los episodios de la guerra: la manera en que los dos protagonistas se las arrezan con su superioridad respectiva, Atenas por mar, Es parta por tierra, la ligazón de las coacciones de la política interna y los imperativos de la estrategia, el juego de los cálculos y las sorpre sas, la intervención de los individuos y las inercias de las sociedades. Inmanente a esta consecución compleja de causas es la inclinación propia de la naturaleza humana. Esta, porque es temerosa, se hace imperialista. Al principio, uno se arma porque tiene miedo de ser do minado por el otro; después, habiendo adquirido cierta fuerza, uno piensa que el mejor medio de no ser esclavizado es reducir al vecino; habiéndolo conquistado, uno se hace temer mediante nuevas con quistas; y eso hasta el momento en que se sucumbe al número de enemigos que, de ese modo, se han ido creando. Pero Tucidides pre cisa que este orden natural no es ineluctable. El relato de historia tiene como fin desbaratarlo y prevenirse contra su desdichado de senlace. Pericles dio ejemplo de un cálculo político que, si hubiera sido aplicado por sus sucesores, habría podido ser benéfico para to dos los griegos y producir la federación de Ciudades libres: empren der sólo aquello cuyos efectos se controlan, no querer más de lo que se puede, ir hasta el limite del poder. La concepción de la historia de Tucidides, fuertemente marcada por la enseñanza de los sofistas y por la dramática de la democracia en Atenas, da una primera versión de la racionalidad inventada en Grecia en el marco de la Ciudad. Esta racionalidad no se piensa como orden del ser (o del devenir): se presenta como medio de cap tar las motivaciones profundas de las conductas y, tanto como se pueda, de dominar sus cursos. No es un tribunal, sino un instrumen to. Tucidides es el fundador del conocimiento histórico como intro ducción a la práctica política. Lo más notable es que haya llegado a tal fundación cuando el contexto ideal en el que se encontraba ig noraba las ideas de progreso, temporalidad lineal, acumulación, tal como ha establecido el capitulo inicial de esta Historia. No obstante, las armas no fueron favorables a Atenas; quienes dirigieron la democracia después de Pericles olvidaron sus recomen 108
daciones: en el interior, el espíritu cívico se deterioró; en el exterior, se vino abajo el sueño de una federación de Ciudades libres. Sobre esta crisis se edificó el platonismo y, con él, conceptos que, desde en tonces, remozados, transpuestos, criticados, han constituido el zóca lo de la racionalidad unificada. Al igual que historia, philosophia no tenía sentido preciso. La fundación de la Academia por Platón de fine ese sentido, mediante el desarrollo de una doctrina y la puesta en marcha de una enseñanza. En cierta forma, la filosofía es hija de la Ciudad y de la demo cracia; pero es una hija ingrata, asesina, que se niega a seguir el cor tejo fúnebre. Hay que subrayar aquí un punto capital: vemos en la Ciudad griega la primera forma del Estado moderno; y bien es ver dad que la instauración de la ley, enunciado legítimo y público que regula el lugar y los «derechos y deberes» de cada uno en la comu nidad, que la determinación del poder como soberanía que se reco noce universal, corresponden a rasgos esenciales que tomaron los Es tados en la época de las naciones; sin embargo, persiste una diferen cia muy profunda: la administración de la Ciudad no tiene funcio narios, sino magistrados cuyas funciones son precarias. Y esta pre cariedad es lo que, precisamente, condena Platón, como fermento de inestabilidad y como cama de injusticia. Porque conviene tomar por ideologías de la Ciudad los sistemas o configuraciones conceptuales que se empeñan en poner en cues tión los principios de esta organización jurídico-social. Como el pla tonismo. Y la filosofía. También aquello que, desde Platón, se llama sofística. Hemos evocado a los sofistas —Gorgias y Protágoras— que fueron los institutores de los atenienses y que, por ejemplo, en el célebre mito llamado de Protágoras, justificaron la capacidad de todos los ciudadanos para participar en los asuntos públicos, por el hecho de que los dioses, habiendo constatado que, pese al don del fuego y de las artes hecho a los hombres por Prometeo, éstos no lo graban vivir agrupados^ resistir a las bestias feroces y a la adver sidad natural, enviaron* a Hermes para repartir, entre todos igual mente, el sentido del derecho (aidos), fundamento del arte político. No obstante, hay una segunda generación de estos sofistas, contem poráneos de los fracasos de Atenas, que tomaron el partido de rom per con la democracia. Estos radicalizan la fórmula del mismo Pro tágoras: «El hombre es la medida de todas las cosas». Por hombre ya no entienden cada uno en tanto que pertenece a la especie, sino in dividuo en tanto que ha sido producido en su singularidad por la na turaleza. Retomando entonces el tema del carácter convencional de la ley que resulta de una decisión tomada por mayoría o impuesta a toda la colectividad, denuncian la injusticia profunda de la justicia. El derecho —el que castiga, excluye y condena a muerte— es fruto de la conjura de los débiles que unen su mediocridad para vejar a los fuertes. A la sacralidad cívica que la Ciudad de Palas había de finido —en oposición a la sacralidad tradicional—, a la politeia de mocrática, oponen la vehemencia de la naturaleza. Y, por ello, se lan zan a operaciones que apuntan a instituir la tiranía. 109
Fracasan. Pero su oposición, tanto como la desmoralización con siguiente a los reveses militares, hace necesaria una reflexión sobre el estatuto de la ciudadanía. Es significativo que la legítimamente fa mosa Carta VIL en la que Platón presenta su curriculum intelectual y político, contenga este enunciado: «Todos los regímenes existentes son, en mi opinión, malos». Así, a los ojos del filósofo, la Ciudad, ya sea democrática, oligárquica o monárquica, ha fracasado. La fi losofía, que se da como tarea realizar lo que hay de divino en el hom bre, debe proponer —siquiera como posibilidad, como «tarea infi nita», dirá más tarde Kant— el lugar en cuyo seno tal realización es concebible. Por eso, el platonismo combate en dos frentes: contra la “ideología dominante” democrática y contra el furor de los jóvenes sofistas. La primera, provista del único principio del fundamento convencional de la ley, es incapaz de asegurar el poder soberano del «Estado» y conduce infaliblemente al éxito de los deseos desenfre nados, por tanto, de la injusticia, la inmoralidad y el miedo; en cuan to al segundo, naufraga en su ineficacia, ya que olvida que toda con ducta colectiva supone un consenso que articule los actos, por tan to, la determinación de un orden, cualquiera que sea. En suma, la ley, la politeia —la República— son necesarias y hay que darles un fundamento sólido que garantice su inmutabilidad, su transparen cia, su legitimidad. No podríamos, pues, equivocarnos: la doctrina platónica rechaza la mala universalidad que invoca la democracia. Su genio paradóji co está en retener, en cualquier caso, su principio: se trata de reco ger el asentimiento de todos, de convencer, de utilizar el hecho de que los hombres hablen y de que hablen para legitimar lo que ha cen. Pero el discurso universal, el que se elabora en la discusión, no basta: no es más que un instrumento. Para que sea irrecusable hay que aligerarlo de todo el peso del Ser. La buena política se excede necesariamente en sistema del Mundo —en discurso hilado que dice todo lo que es tal y como es, en discurso verdadero— del que la po liteia se transforma entonces en una parte. Esto puede presentarse de otra forma, por ejemplo, bajo la forma de una alternativa: o bien nos contentamos con la convención para justificar la ley y nos ex ponemos a la eventualidad de la violencia, o bien, constituyéndola como elemento de la verdad, la aseguramos firmemente; y, en ese caso, hay que aceptar la hipótesis de las Ideas. Esta plantea que exis te, más allá del mundo sensible, un universo inteligible, un sistema de Esencias, transparente, al margen del devenir, que constituye la realidad misma y de la que este mundo no es sino una torpe copia, sin cesar comprometida por las fuerzas de corrupción. Sólo tras una larga educación —primero corporal, luego afectiva, por último in telectual—, los individuos reconocidos capaces de recibir la enseñan za aprenderán la dialéctica, es decir, el arte de construir el discurso de tal modo que, después de esta elaboración, las Esencias o Ideas se den en su plenitud. Asi, el logos completamente desarrollado se confunde con su ob jeto, lo Real inteligible. Se instituye como tribunal supremo, que juz
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ga todos los discursos y todas las prácticas, que decide (y excluye) quién está loco y quién es criminal. En una Ciudad acorde a su Esen cia los filósofos serán reyes y decidirán racionalmente por todos; vi virán en comunidad hombres y mujeres, participando en el gobierno según sus capacidades respectivas, y pondrán sus propiedades y sus hijos en común, mandarán sobre los guerreros encargados de defen der a la comunidad; los unos y los otros serán alimentados por una clase obediente de «productores», prevenida de todo vicio por su mis ma obediencia. El sistema de Platón propone, simplemente, para salvar la Ciudad, una estricta división del trabajo social en el interior de una organización técnico-burocrática fundada en la com petencia y dando todo el poder a los que saben, a los que conocen la Verdad. Esta doctrina —tajante— suscitó reacciones: la de Jenofonte, que aboga por un retorno a la sabiduría tradicional, la de Isócrates, que pone su esperanza en el «patriotismo» heleno para reagrupar en tor no a una ciudad o a un hombre a los debilitados griegos y, sobre todo, la de Aristóteles. Sabemos que la filosofía de este último, como la de Platón, defiende la hipótesis de las Ideas o Esencias; pero nie ga que éstas estén separadas; están en el mundo sensible y la refle xión (y el saber que de ella resulta) se injerta en la percepción. Esto significa, en el ámbito político, que la Verdad no podría convertirse en un asunto profesional. Contra la racionalidad monolítica, Aris tóteles hace valer los juegos de la contingencia; si no hay otro marco adecuado para la vida «digna de un hombre» que la Ciudad, las cons tituciones son asuntos de historia y geografía. Y es poco razonable proponer la comunidad de los bienes y los hijos; más aún, prever una clase de gobernantes titulados, de «funcionarios». El sistema de magistraturas es la garantía de la felicidad de la colectividad, siem pre y cuando los ciudadanos acepten las lecciones de moderación del filósofo, que conoce la complejidad del Ser y sabe utilizar los re cursos del lenguaje, la lógica. ¿Prefiguración de la modernidad? La Ciudad griega es más bien el crisol en el que se forjaron prácticas y conceptos que han atrave sado los tiempos: así, cualesquiera que hayan sido sus límites, la de mocracia antigua, como muestra E. H. Finley, juzga a las democra cias modernas.
BIBLIOGRAFIA Se pueden utilizar y recomendar varias traducciones francesas de los textos griegos clásicos esenciales, ya sea por su calidad científica y su aparato de notas, ya sea por su facilidad de acceso: la «Bibliothéque de la Pléiade» de la N.R.F., la colección GuillaumeBudé de «Les Belles Lettres» (con el texto griego), las publica ciones filosóficas de la Librairie J. Vrin, la colección GarnierFlammarion. III
Entre las obras contemporáneas importantes señalemos: A U S T IN , M. y V lD A L N A Q U E T , P.: Economies et société en Gréce ancienne, París, 1972. B U R N E T , J.: L ’aurore de la philosophie grecque, reed., París, 1970. C h a t e l e t , F .: Platón, París, 1965. D e t i e n n e , M.: Les jardins ¿ ‘A donis, París, 1972. D o d d s , G . R .: Les Grecs et V irrationnel, traducción francesa, Pa rís, 1975. F lN L E Y M. I.: Les anciens Grecs, traducción francesa, París, 1971. — Démocratie antique et démocratie moderne, traducción francesa, París, 1975. G e r n e t , L .: Anthropologie de la Gréce antique, M a s p é r o , 1 9 6 8 . JAEGER, W.: Paidéia, laform ation de l ’homme grec, traducción fran cesa, París, 1964. L ÉV EQ U E, P. y V i d a l - N a q u e t , P.: Clisthéne l’Athénien, París, 1966. MARROU, H. I.: Histoire de l’éducation dans l ’A ntiquité, tercera edi ción, París, 1965. M e i l l e t , A.: Apergu d ’une histoire de la langue grecque, reedición, París, 1975. M O S S E , C.: Les institutions grecques, París, 1967. R O M IL L Y , J. De: Thucydide et limpérialisme athénien, París, 1953. V e r n a n t , J. P.: M ythe et pensée chez les Grecs, I y II, París, 1965. — Les origines de la pensée grecque. tercera edición, París, 1974. — Mythe et société dans la Gréce ancienne, París, 1974. V E R N A N T , J . P. y V i d a l - N a q u e t , P.: M ythe et tragédie dans la Gré ce ancienne, París, 1973.
2. L a
LOS H O M B R E S D E L N ORTE: EL CELTA Y E L G ER M A N O
id e o l o g ía d e
por Jacques Harmand El objetivo esencial de estas páginas será hacer captar en qué cel tas y germanos han aportado (o no) una contribución independiente a la edificación ideológica de Europa. Hasta mediados del siglo i an tes de nuestra era, «Occidente» está representado por el medio gre co-romano strictu sensu mediterráneo, es decir, intermedio entre los pueblos de la masa continental europea templada o fría y el Oriente no europeo. En ese medio, los componentes prestados por las tierras del Norte o por Asía resaltan cada vez más, a propósito de la reli gión en particular. Pero su autonomía se marca, por ejemplo, en la predominancia del vestido drapeado que lo personaliza y opone a las gentes de más allá de los Alpes, siendo la toga en Roma un au téntico factor de ideología cívica. A partir de César, por su voluntad determinante, el poderío romano crea un nuevo equilibrio geográfi co. Establece por varios siglos un dominio directo hasta Escocia, el 112
Rhin y el Danubio. Proyecta ramificaciones comerciales estables en Escandinavia y Polonia. Las bases de lo que llamaremos Europa de jan así de ser virtuales en sus tres cuartas partes. Pero en su área de dominación o influencia, Roma introduce un mundo de formas que sigue siendo mediterráneo. En cada grupo humano hay que distin guir entre la civilización (factores de carácter práctico) y la cultura (factores espirituales, intelectuales, estéticos) cuyo equilibrio debería determinar los juicios. Ahora bien, la civilización, casas, vestido, mo biliario, equipamiento social de estos súbditos de Roma que llama mos galo-romanos, romano-bretones, romano-germanos, es, en los siglos I y II de importación greco-latina en todos los lugares en los que hay progreso. Si en el sector cultural, sus ritos, su literatura es crita u oral, la naturaleza de sus juegos escénicos siguen siendo enig máticos, las imágenes divinas que veneraron revisten el mismo ca rácter de aportación externa que los baños o las calzadas. Sin duda, los tiempos difíciles de los siglos iii y iv ven un retomo de las tra diciones indígenas, que afectan tanto a la religión como a la cerámi ca. Eso no impide que cuando la autoridad de Roma se eclipsa en Occidente, entre sus antiguas provincias, Galia o Hispania al menos, continúan durante la Alta Edad Media viviendo, mal que bien, en la herencia deteriorada de la romanidad. Se enfrentan, en cualquier caso, a un retorno prehistórico suscitado por los nuevos dirigentes germánicos. De ahí la falta de coherencia de las sociedades occiden tales de los siglos v al X , que retrasa la maduración del hecho en Eu ropa. Cuando éste se realice, con la Edad Media clásica, a partir de siglo xi, ¿en qué medida será esta Europa obra de los descendientes de Roma, en qué medida obra de los hombres del Norte, dueños de la escena desde hace medio milenio? La expresión de los hombres del Norte recubre realidades étni cas de una extrema variedad: celtas y germanos, escandinavos y fi neses, sármatas y también, a poco que se contemple el Norte inme diatamente en función del mundo mediterráneo, ilirios, tracios, da dos, escitas. No hablaremos aquí más que de celtas y germanos, por que hay que escoger, porque tuvieron relaciones muy cargadas de sig nificado con Roma, porque, por éstas y otras muchas razones, su parte en la construcción de Europa plantea un máximo de proble mas. Debemos, de entrada, diferenciar y caracterizar sin equívocos a estas dos etnias. Los celtas salieron, aparentemente, de los países del alto Danubio. Extraños a los portadores de la primera edad de Hie rro hallstática, que fueron sin duda ilirios, conocieron, en la segun da edad de hierro, a partir de 500 a. C., una enorme expansión eu ropea, de las Islas Británicas al bajo Danubio, e incluso Italia y Es paña. Luego, hacia comienzos de nuestra era, fueron poco a poco eliminados o absorbidos en el continente por otros grupos; la Bre taña francesa, celtizada fundamentalmente por emigrantes insulares, solamente en el siglo v, no es más que un trampantojo tardío con relación a la gran época de los celtas continentales. Los germanos, por su parte, son originarios de la llanura norteuropea. Ocuparon, 113
del siglo l antes de nuestra era al siglo iv de nuestra era, entre el Rhin y el Vístula, en gran parte a expensas de los celtas, lo que lla mamos Germania. Desde el siglo IV conquistaron la mayor parte de Europa occidental, con el futuro que sabemos. Se imponen aún dos precisiones generales. Al margen de los descu brimientos arqueológicos, sólo nos acercamos a los celtas, a los con tinentales sobre todo, y a los germanos —no habiendo, ni unos ni otros, utilizado literalmente la escritura— por la vía del testimonio protohistórico, es decir, por los informes de fuentes mediterráneas esenciales para todo lo que son ideologías. Por lo que respecta a és tas, habrá que desconfiar de las deformaciones nacionalistas de los siglos xix y xx, que han lastrado el conocimiento de los celtas en Francia y el de los germanos en Alemania. De los celtas, y luego de los germanos, sucesivamente, examinare mos bajo el ángulo de la cultura el sentido de lo sagrado, la ética y las capacidades de creación literaria o artística; bajo el de la civili zación, las concepciones del poder y el Estado, las técnicas de su pervivencia y de desarrollo. Los celtas Según el testimonio de César, y asi captamos de antemano la im portancia de la documentación protohistórica, los celtas del siglo I de nuestra era se consideraban hijos del dios de los muertos. Esto revela la participación de lo sagrado en su pensamiento, común a to das las ideologías antiguas, y la más especifica del más allá. Si César sintetiza con validez, aunque bajo nombres latinos, las principales funciones divinas célticas, es seguro que éstas estaban cubiertas por una plétora confusa de apelaciones masculinas y femeninas, varia bles según las regiones y los pueblos. Conocemos, por ejemplo, cua tro o cinco nombres diferentes del dios étnico de los muertos. En eso los celtas se sitúan muy cerca de la concepción religiosa romana original. Pero la indiferenciación de los dioses se prolongó entre ellos, sin ninguna duda, por la persistente debilidad del antropomor fismo iconográfico. Quizá la imprecisión de ese panteón deba también algo a la com petencia de los héroes en las representaciones míticas celtas. El hé roe, en principio un ancestro divinizado, tiene en los celtas una im portancia religiosa que excede, sin duda, aquélla, tan poderosa sin embargo, de las figuras correspondientes del mundo helénico. Con la heroización, el hecho de la muerte va a contrapesar la inmortali dad de los dioses. A decir verdad, para los celtas, el más allá no di fiere sensiblemente de la existencia de este mundo, ya sea que, según César y Diodoro, hayan visto a las almas pasar de un cuerpo a otro, ya sea que, según Lucano, menos seguro, la muerte haya sido sim plemente en su espíritu el escenario de la vida. La creencia céltica está mucho más marcada por un sentimiento naturalista y un senti do de la continuidad vital que por el temor negativo, macabro in
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cluso, suscitado por la muerte en medios cristianizados. Se pregun tará, en cambio, si, por el hecho del druidismo, la religión de los cel tas y el catolicismo no están comúnmente impregnados de clerica lismo. Pero el clero druídico aparece como un elemento tardio (fi nales del siglo 11 al 1 a. C.) de la historia de los celtas, fundado en el tiempo de su decadencia sobre un ambiente histórico amenazante, el manejo druídico de una excomunión absoluta, la exasperación es pectacular de los sacrificios humanos. La institución druídica no pue de, sin peligro de deformación de la realidad céltica, ser tenida por una de sus características permanentes. Las aptitudes estéticas de los celtas fueron débiles. Fue un grave error, de Malraux en particular, extraer lecciones de conjunto del ba rroco demencial de las monedas de una Armórica poco celtizada aún en la segunda edad de hierro. En la práctica, distinguimos a través de esta época un lento esfuerzo céltico hacia el realismo, esfuerzo más paciente que entusiasta, materializado en un pequeño número de esculturas y en la acuñación. Conocerá su esplendor en la época galo-romana, con el estímulo mediterráneo. El conocimiento de la literatura de los celtas ha padecido también generalizaciones abusi vas. La Céltica de Irlanda ofrece durante la Alta Edad Media, un conjunto épico deslumbrante, con raíces sin duda antiguas, pero pro ducido en una tierra en la que la sangre celta ha sufrido mezclas con elementos incluso nada indoeuropeos. Es absolutamente dudoso que las gestas irlandesas hayan tenido un equivalente en el continente; al menos no encontramos ningún vestigio apreciable de ello, y sería temerario atribuir a Roma en ese ámbito una acción destructiva sis temática. ' La ética de los celtas, de esencia heroica, deriva normalmente de sus conceptos religiosos y escatológicos. Contribuyó sin duda a la ex pansión de una actividad mercenaria que ha tenido pocos equivalen tes en la historia occidental. Debió depender también de la posición de jefe de los grupos cél ticos, minoritarios en todas partes con relación a las poblaciones an teriores subyugadas, que habían de contener a la vez que evitaban mezclarse con ellas. El celta, por otra parte, no tuvo ningún espíritu democrático. Parece que, en su origen, los conquistadores del con tinente y de las islas estuvieron sometidos en todas partes a reyes, ninguno de los cuales consiguió sacarlos de una fragmentación te rritorial peligrosa para el futuro. Después, como en el mundo medi terráneo, las monarquías cedieron ante el avance victorioso de las aristocracias militares; las oligarquías que produjeron no hicieron sino acentuar la fragmentación y fueron generadoras de conflictos ya entre pueblos celtas, ya en el interior de los mismos, precipitando de esta forma la decadencia céltica. Al menos, las unidades políticas de la Galia del siglo I antes de nuestra era tuvieron la consistencia suficiente para merecer de César el apelativo de ciudades. El pensamiento de los celtas revestiría un aspecto equívoco si no insistiéramos en sus aspectos prácticos, que materializan sus realiza ciones técnicas. La ideología aristocrática y militar condiciona, en es 115
tos virtuosos del hierro, una metalurgia de las armas que dio admi rables espadas de filo y de estoque, en las que intervino finalmente el uso racional del acero, y que creó la cota de malla, la mejor de fensa corporal antigua. Pero la producción metalúrgica celta influyó más aún en el destino de Europa por sus formas agrícolas. La rotu ración y el aprovechamiento de la masa continental se debieron, de modo, tal vez, esencial, al hacha y a la reja celtas, que implican una visión del mundo más amplia que la óptica guerrera. Y esa visión se enriquece más por la adopción céltica del torno, la creación cél tica del tonel, una carretería celta que debía proporcionar la mejor parte del material rodante y de su vocabulario al imperio romano. Sobre todo, la diversificación mental del celta está probada por su empleo de la moneda desde el siglo iv antes de nuestra era, las re percusiones muy modernas de la evolución monetaria, muy ceñidas a las de la historia general. En suma, esos pueblos de hombres de armas y campesinos, pero también de artesanos y comerciantes, evocan la Edad Media, sin cas tillos ni catedrales sin embargo, pues la arquitectura fue en ellos tan pobre como las artes plásticas. Era, por lo demás, normal que el acto y el pensamiento célticos se insertasen sin daño en la creación mun dial de Roma, incluso si, en gran parte a causa de esta fusión, los celtas sólo dejaron a Europa legados anónimos. Los germanos Un testimonio nuevamente protohistórico, el del romano Tácito, hace conocer la visión germánica de los orígenes. El padre de los ger manos, Mannus, era hijo del dios telúrico Tuisto. Como en los cel tas, se recurre a raíces divinas. Como el Mediterráneo conoció a los germanos en un estadio de su desarrollo más arcaico que el de los celtas, seguimos mejor la evolución religiosa germánica. César cons tató, a mediados del siglo i antes de nuestra era, un estado de ani mismo casi puro. Tácito, en su Germania, basada en una documen tación del siglo I de nuestra era, reconoce un mundo de dioses muy cercano ahora al de los celtas de la segunda edad de hierro, por su multiplicidad, su vaguedad, su falta de antropomorfismo. César ha bía insistido en el hecho de que los germanos no tenían druidas. Tá cito describe entre ellos a una sacerdotisa de base local, extraña al espíritu del druidismo, que había constituido strictu sensu una igle sia. Un profundo sentimiento de pesimismo resalta en el hecho de que los germanos no creyeron en la eternidad de los dioses, sino que previeron su aniquilación y la del mundo —el «Crepúsculo de los Dioses»—, seguidas, bien es verdad, del nacimiento de una nueva so ciedad divina y humana. La ética germánica no está menos marcada por la guerra que la de los celtas, pero la base escatológica es diferente. Se da la creencia no en un recomienzo de la vida terrestre, sino en un más allá alegre y brutal en la morada de ios dioses, Valhall, más allá reservado sólo 116
a los guerreros muertos en combate, porque al resto de la humani dad se le promete un infierno frío, Niflheim. Otro aspecto ético, más autónomo, distintivo del mundo germánico es su alta apreciación de la mujer, considerada especialmente como intérprete de lo divino y juez de las hazañas masculinas. Que no encontremos esta estima en los celtas, ¿se explicaría por las prácticas homosexuales de los ma chos, de las que dan cuenta tanto Aristóteles como Diodoro y Estrabón? La incapacidad artística de los germanos fue grande, al margen de la aptitud para una monótona decoración de las armas y las jo yas. Muy tarde, después de un largo contacto con Roma, produci rán en pequeño número estelas funerarias muy zafias, a veces evo cadoras. En cambio, existió una literatura épica. Tácito da cuenta de realizaciones muy antiguas a propósito de Tuisto y Mannus; la culminación es la gesta grandiosa y, también ella, pesimista de los Nibelungos, transcrita en el siglo XII, a partir de una base histórica del siglo v de nuestra era. La evolución política fue, esquemáticamente, la inversa de la de los celtas. Tácito reconoce aún en muchos pueblos el poder de de cisión de la multitud. En su tiempo, sólo se obedece realmente a los jefes durante las guerras. Como éstas son constantes, extranjeras o civiles, en un mundo de limites inciertos, poco a poco este estado de cosas contribuirá a asentar la autoridad de una aristocracia. Por úl timo, a partir de esta última, la monarquía que, para Tácito, sólo existe en ciertos grupos y, generalmente, con poderes limitados, se convierte por doquier en la regla en el siglo iv de nuestra era, aun. cuando la autoridad del rey está todavía sometida a restricciones. Ni los germanos de César ni aquéllos de los que habla Tácito practica ron otra forma de ocupación de las tierras que la propiedad colec tiva de redistribución anual. El concepto había cambiado, sin duda, en el siglo IV, si admitimos que las estructuras del hábitat rural de penden del régimen del suelo y si pensamos en las palabras de Amiano Marcelino sobre las granjas de los alamanes, cuidadosamente construidas a la manera romana. Distinguiríamos así un paralelismo de las transformaciones del Estado y de la sociedad, al que respon derían las de la religión. Sin embargo, los germanos no tuvieron nun ca un sistema monetario propio antes de haberse implantado politi camente en lo que había sido territorio romano; como mucho, Tá cito hace ver que, a partir del siglo I de nuestra era, ciertos pueblos vecinos del imperio aceptaban algunos tipos de acuñación de Roma. En cuanto a las demás producciones no agrícolas, encontramos so lamente armas y joyas; aun así, las buenas espadas germanas, dema siado alabadas por E. Salín, sólo pertenecen a los siglos iv y v y es chocante que los cascos de placas portados por los jefes germanos de esta época sean importaciones bizantinas. En definitiva, los germanos se liberaron difícilmente de fórmulas ideológicas cercanas a lo que se puede restituir a la edad de bronce y a la primera edad de hierro. Eso no impidió que el futuro les per teneciera, en oposición al desvanecimiento céltico de los comienzos 117
de nuestra era. Los azares de la historia pusieron a esa gente de pen samiento arcaizante en posición de jefe, por encima de Roma. Su re sultado ha sido esa combinación bastarda de lo germano y lo roma no evocada anteriormente; combinación llena de ilusiones y de equí vocos, en el origen de la cual el sacerdote galo-romano Salviano cree ver, en la dominación bárbara, el recurso de los desheredados, mien tras que los reyes germanos, poco seguros de su autoridad sobre sus compatriotas, buscarán el apoyo de la aristocracia y el episcopado de Italia, Galia o España. Después, más allá de la Edad Media clá sica, más romano o galo-romano que germano, por su motor fran cés que iguala, cierto es, el decisivo impacto vikingo, debía llegar la hora de la grandes huellas ideológicas germánicas sobre Europa: pro testantismo, filosofía de Kant o Nietzsche. ¿Es muy difícil descubrir sus raíces, en lo que acabamos de ver de los conceptos antiguos de esos hombres del Norte?
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3. L A ID EO LO G ÍA ROM AN A: LA CIU DA D ECU M ÉN ICA
por Joel Schmidt Si los imperios enjambraron la historia de la Antigüedad, nunca tuvieron vocaciones u obtuvieron éxitos universales. El imperio de los hititas cubrió Asia Menor y una parte de Oriente Próximo, el de los egipcios intentó en vano extenderse hacia los países del Crecien te fértil. Los medas y los persas consiguieron en cierto momento apo derarse de Grecia, pero enseguida fueron rechazados. Después de ellos, los partos y sasánidas, entre los siglos i y v de nuestra era, bus caron encontrar el impulso que había llevado antaño al gran Ciro y a sus sucesores a franquear fronteras y mares: fracasaron. Una Ciu 118
dad tan prestigiosa como lo era Atenas en el siglo v bajo Pericles, dirigió, para plegarla a sus ambiciones, una Confederación de Ciu dades griegas de limites geográficos bastante estrechos y en el curso de un periodo que no sobrepasó la cincuentena de años. En Oriente y Extremo Oriente ningún imperio tuvo bastante fuerza y ambición para imaginar siquiera una dominación universal. Se pudo creer que Alejandro Magno, en el siglo IV antes de nues tra era, conseguiría extender no solamente a la cuenca mediterrá nea, sino a todo el mundo, la herencia macedonia de su padre Filipo. Le faltó, ciertamente, tiempo para organizar un imperio sólido, cuya unidad romperán sus diadocos, después de su muerte, repar tiéndose los despojos. Pero hemos prestado demasiado aprisa a este espíritu más curioso por las culturas que orientado hacia los siste mas una ideología imperialista que quizá no había elaborado aún y que sólo la civilización helenística posterior, a través de una serie de filosofías políticas capitales, se encargará de promover, pero en un plano exclusivamente idealista. El imperio cartaginés, por ser esencialmente comerciante y apo yarse en sucursales comerciales poderosas y monopolistas disemina das de Bretaña a Africa y el Mar Negro, habría podido desarrollarse hasta los límites del mundo conocido. Pero Aníbal, aun cuando es tuvo próximo a los secretos deseos de Alejandro Magno, como ha mostrado G.-Ch. Picard, nunca consiguió imponer a sus conciuda danos la idea de un imperio universal, del que Cartago habría sido a la vez capital y plataforma giratoria comercial. Roma, por su par te, comprendió pronto la ambición del conquistador púnico. ¿Roma o Cartago?, este es el título de una obra de J. P. Brisson y ésa es la pregunta que, durante un centenar de años, hasta 146 a. C., a lo lar go de tres Guerras Púnicas, quedará planteada y no será resuelta de finitivamente hasta que el arado simbólico de Escipión pase por las ruinas de la antigua colonia de Sidón. Desde entonces, está libre el camino para Roma, tras la toma de Corinto, también en 146 a. C. y la de Numancia en 134 a. C. Polibio, historiador griego, que tenía particulares lazos de amistad con la familia de los Escipiones, parece ser, ya en esa época, intérprete de una ideología romana de tipo imperialista, completamente nue va, cuando escribe en su Historia: * «Los romanos... han forzado a obedecerlos no a algunas comar cas, sino a casi todos los pueblos de la tierra, de tal modo que no hay nadie hoy en día que pueda resistirlos, y en el futuro, nadie pue de esperar superarlos.» Hasta las Guerras Púnicas, añade Polibio, «la historia del mundo había quedado, de alguna manera, compartimentada pues, entre todas las acciones humanas, no había más uni dad de concepto y ejecución que unidad de lugar». Después de las conquistas, concluye, «la historia del mundo ha comenzado a for mar como un todo orgánico». Es entonces cuando puede evocar «la vía que conduce a los romanos a la dominación universal». Esta voluntad de poder que Polibio no dejará de reconocer y ad mirar en los romanos a lo largo de su Historia no fue, sin embargo, 119
revelada o exaltada en sus inicios por una ideología precisa. Si, des de su fundación, en la ¿poca de la monarquía como en la de la Re pública, Roma extendió poco a poco los límites de su territorio en Italia, luego en la cuenca mediterránea, y pudo alejar, sin cesar y pro gresivamente, los de sus fronteras, lo hizo en un tiempo relativamen te largo, en seis siglos y con la preocupación mayor, nos deja enten der Tito Livio, de protegerse de sus enemigos: justificación de todas las conquistas, que ya no engaña hoy, pero que fue el argumento ma yor, sin duda, que escuchó el pueblo romano a todos los cónsules de la República. En nombre de la salvación y la salvaguardia de Roma, la oligar quía senatorial, que controlaba por intermedio de algunas familias el poder ejecutivo, consiguió a menudo hacer callar las disensiones entre las clases sociales y reclamar una especie de unión sagrada —que tan a menudo evoca Tito Livio— contra los peligros, espe cialmente con ocasión de la invasión de los galos de Brennus o los cartagineses de Aníbal. Aun teniendo en cuenta el panegírico y la re tórica de un Tito Livio, es cierto que Roma, a medida que empren día conquistas, se sentía investida de una especie de responsabilidad moral con respecto al mundo y presa de un sentimiento de superio ridad que animaban sus éxitos militares. Esta unión de la nación romana entre los siglos iv y n, en par ticular fue favorecida por el respeto casi supersticioso del que esta ban rodeados los magistrados de la República y la constitución ro mana; esta última, cierto es, tenía más de costumbre que de ley es crita. Pero fue el primer sostén ideológico de Roma, porque había conseguido conciliar monarquía, oligarquía y democracia, como ha bla señalado Polibio, lo que constituía en la Antigüedad, según Pla tón, el mejor de los regímenes políticos posibles. Esta devoción del pueblo romano por sus dirigentes se tradujo en el vocabulario en una serie de términos más morales y jurídicos que políticos que apa recerán siempre, como leitmotiv, como invocaciones casi religiosas en la pluma de los escritores de la República romana. Se hablará sin cesar del Senatuspopulusque romanus, el célebre S.P.Q.R., que une en el lenguaje, es decir, para un romano, en los hechos y en la ac ción, al Senado y al pueblo romanos. Se evocará el mos Majorum, la costumbre de los antiguos: Se investirá a los dos cónsules del imperium y de la potestas. Mientras que la potestas es el simple poder sobre la administración, el imperium, del que saldrá el término imperator, comandante en jefe, y el de emperador, es poder judicial en Roma y militar fuera de los límites del pomerium, es decir, en todas las nuevas provincias que funda Roma. El imperium y la potestas se encuentran en la fuente de la ideología imperial romana y son con sagrados por una doble elección, divina y popular. A los senadores corresponden dos derechos esenciales: aconsejan a los magistrados (consilium) y ejercen la auctoritas, una autoridad de orden moral so bre la religión y la política. Son los guardianes de la tradición ro mana. Esta constitución flexible, elaborada lentamente por un pueblo 120
de campesinos, empírico y prudente, sabe parapetarse detrás de las palabras para incitar a Roma a la unidad y a los romanos a la unión en el momento de las grandes conquistas. Parece que el imperialis mo romano haya nacido de esa muy positiva fe que el pueblo ro mano experimentó con respecto a cierto número de palabras, todas ellas conductoras de promesas y ambiciones para el porvenir. Este pueblo, del que a menudo se ha pretendido que no estaba hecho para las especulaciones intelectuales, se dejó llevar, sin embargo, por ideas harto abstractas que justificaban e incluso exaltaban las conquistas y la explotación económica, a menudo inhumana, de nuevos terri torios. Esas ideas eran lo bastante vagas para ser aceptadas por todos e incansablemente repetidas por los escritores, los historiadores, los oradores y los hombres políticos romanos, asi como en las dedica torias, las tumbas, los trofeos y los templos. Expresaban constante mente la superioridad de Roma, su grandeza y lo que constituía su más alta encarnación, la ciudadanía romana. Podríamos, a este res pecto, elaborar un día una especie de semántica de la literatura po lítica romana bajo la República, que mostraría que la ideología de la Urbs es una retórica que moldea palabras repetidas, con el fin de que éstas se conviertan para los romanos en reflejos condicionados en los que la sumisión a los magistrados se mezcla con el orgullo de imponer el nombre de Roma al mundo y a «los amigos y aliados del pueblo romano». Esta última expresión ilustra por sí sola, bajo una forma púdica, la ideología imperialista de la Roma republicana, que se pretende tranquilizadora y alejada de todo el racismo y de toda la xenofobia oficiales. Este estado de ánimo, muy amplio, por lo demás, en sus princi pios, facilitó la expansión del imperialismo romano y evitó escrúpu los a los habitantes de la ciudad; aun cuando la alianza entre Roma y las naciones sometidas estaba regida por una economía de tipo co lonial y por relaciones de dominador a dominados. Sin embargo, a finales del siglo n antes de nuestra era, la buena conciencia de Roma comienza a desmoronarse ante las realidades. Frente a los inmensos territorios cuya guardia y supervivencia debe asegurar, frente a los trastornos económicos y morales de los que la ciudad es escenario, frente a las influencias religiosas y políticas nue vas, que entrañan luchas civiles y disturbios políticos cada vez más graves, la ideología, tal como fue concebida por la ciudad misma, debe volverse a pensar y adaptarse a las diferentes naciones y etnias cuyo gobierno ejerce Roma. Eso no se hará sin crisis ni guerras civiles, que traducen las lu chas y demagogias entre la distintas clases, facciones y clientelas de la sociedad romana. El partido de los viejos romanos encuentra en Catón el Censor y en las severas requisitorias contra el lujo, el espí ritu de lucro y la inmoralidad de los romanos, Injustificación de un conservadurismo autoritario y de una República oligárquica, feroz guardiana de la pureza de las costumbres romanas. Los dos Gracos, Tiberio y Cayo intentaron, según la bella expresión de Claude Ni121
colet convertir a Roma a la ideología del pueblo-rey mediante diver sas reformas, con el fin de reconstituir al pequeño campesinado, arruinado por las grandes propiedades en manos de los publicanos y la clase ecuestre. Pero no consiguieron romper el egoísmo de los poderosos, de los advenedizos y de los nuevos ricos de la conquista. Después, a partir del siglo I antes de nuestra era, la ideología de estilo monárquico, con variantes y sin que el término realeza, infa mante en Roma después de la caída de los Tarquinos en 509, sea nun ca pronunciado, parece imponerse naturalmente a los generales vic toriosos, de Mario a Marco Antonio, pasando por Sila, Pompeyo y César. Esos conquistadores, a su manera y bajo la influencia cre ciente de los ejemplos de las monarquías helenísticas anteriores, tra tan de reconstruir, en torno a la popularidad de la que son objeto, la unidad del pueblo romano, y la indivisibilidad de su imperio te rritorial. Esas tentativas vacilantes y camufladas de restauración monár quica fueron al final derrotadas porque les faltaba el soporte ideo lógico para imponerse a la mayoría del pueblo romano. Correspon derá a Cicerón proporcionar las bases teóricas de ese soporte. Es gra cioso pensar que el pequeño caballero de Arpiño, el senador ligera mente advenedizo, el homo novus, el hombre nuevo, como se llama ba a sí mismo, tan afecto a una República a la que debía todo, fue, a pesar suyo, el inspirador de la futura ideología imperial romana y de la fortuna del emperador Augusto. Cicerón, cuya cultura griega era bastante excepcional, es el es critor romano que mejor comprendió a los filósofos políticos de las civilizaciones greco-helenísticas que Roma encontró e importó en el curso de sus conquistas. El pensamiento especulativo del orador, sin duda muy a su pesar, suele ser mucho más griego que romano. En su tratado De las Leyes, obra capital, esboza el retrato del Princeps, que debe tener «tranquilidad de ánimo y cuya vida debe ser un mo delo de constancia y gravedad». Aquel que se encarga del gobierno de los pueblos debe obedecer a los dos preceptos de Platón: «Velar primeramente por los intereses de sus conciudadanos con una devo ción constante y un desinterés absoluto, dar seguidamente los mis mos cuidados a todos los cuerpos de la República y nunca demos trar por una de sus partes una predilección que se volviera en detri mento de los demás». Heredero del estoicismo y el socratismo, aquel que gobierna debe manifestar ánimo equilibrado, modestia, mode ración y templanza. El Princeps, tal como aparece en las obras de Cicerón, De las Leyes, De la República, realiza la concordia y la armonía, es el hom bre superior que, como Escipión el Africano, se pierde en un célebre sueño (texto que ha dado renombre al De la República de Cicerón), y que accede, en la inmortalidad, al conocimiento para alcanzar a Dios en el seno de una especie de apoteosis pitagórica. No obstante, y esto es fundamental, Cicerón se desmarca del idea lismo de Platón y Pitágoras. La República seguía siendo un sueño para los pensadores griegos. Para Cicerón, puede convertirse en rea 122
lidad vivida por los romanos. Las obras políticas y legislativas del orador romano son no solamente teóricas, sino también prácticas. De ahí su fuerza ideológica, su repercusión. Serán objeto de muchas interpretaciones tras la muerte de Cicerón, en 43 a. C., en una Roma presa del desenlace sangriento de una trágica crisis de crecimiento, cuyos ambiciosos actores son los triunviros, Lépido, Marco Anto nio y Octavio, consiguiendo el último eliminar a los dos primeros. Será Octavio, convertido en emperador de Roma, quien retenga las lecciones de Cicerón, que ha leído, aprendido y meditado cuidado samente y se adaptará a la ideología política ciceroniana del Princep, primero de los ciudadanos, rector (guía), gubernator (adminis trador), moderator (piloto), tres términos que expresan, no el domi nio, sino la responsabilidad casi sacerdotal de la que está investido el Princeps. En sus Res Gestae, en las que expresa sus profesiones de fe política, tanto como en las etapas principales de su carrera, Au gusto intenta o finge parecerse a ese retrato del primero de los ciu dadanos. Extraño equívoco que Cicerón no había previsto: la Re pública ideal sólo puede ser monárquica. Sobre este axioma implí cito se funda la ideología imperial del principado, que será promo vida en todo el mundo romano durante más de dos siglos. Esta ideología se adapta bien a la inmensidad del imperio. Se ela bora lentamente, prudentemente y sin abandonar nunca el término República. Salió de los textos y círculos de pensadores y teóricos para difundirse por el imperio, gracias a medios de propaganda tan diversos como ingeniosos e intensivos. Corresponderá a Virgilio, uno de los primeros escritores realmen te populares de Roma, convertirse, por medio de sus poemas épicos y bucólicos, en el propagandista literario de la ideología augústea, con el objetivo de que Roma dejase de ser una ciudad para conver tirse en la patria común de todos los romanos, ciudadanos, de de recho latino o peregrino. Cuando aparecen, en 39 a. C., las Bucólicas, el porvenir político de Roma es incierto, entre las ambiciones contrarias de Marco An tonio, Lépido y Octavio. Virgilio no recibió órdenes de nadie. No es, oficialmente, el hombre de ningún triunviro. Pero ese largo poe ma de diez cantos refleja cierta aspiración popular hacia un retorno a la paz, el orden, el equilibrio, simbolizado por la edad de oro, por la vuelta al reinado de Saturno, por una nueva infancia del mundo evocada en la IV Bucólica y por el nacimiento del hijo de un cónsul; por último, coronación del conjunto, la V Bucólica pinta, detrás de la apoteosis de Daphne, la de César, al mismo tiempo que consagra la superioridad cósmica de todos cuantos puedan reclamarse del gran conquistador romano. Virgilio parece haber sabido captar, a través de su sensibilidad y gracias a la experiencia de los años trágicos de los que fue testigo, el deseo intenso de la mayoría de los romanos, todavía silenciosa, de una reconciliación general bajo una autoridad reconocida por to dos. Las Geórgicas (29 a. C.) aparecen en un contexto político muy 123
diferente. Dos años antes, Marco Antonio y Cleopatra fueron ven cidos en Accio por Octavio. Esta derrota supone también la de Ale jandría, que ya nunca podrá aspirar al dominio universal, como de seaban la reina de Egipto y su esposo. Por segunda vez, después de Cartago, Roma acaba de eliminar a una ciudad rival. La consagra ción de Augusto como único responsable del imperio está próxima, inevitable. Por eso Mecenas, amigo y favorito del futuro emperador y protector de los hombres de letras, encarga a Virgilio las Geórgi cas, tratado de los trabajos rurales cuyas intenciones ideológicas ofi ciales son, esta vez, evidentes y abiertamente expresadas. En una sociedad en la que el trabajo, sobre todo el de la tierra, era considerado desde hacia tiempo con desprecio por el ciudadano romano, en un tiempo aún cercano al de Cicerón, que recomendaba el otium, es decir, el reposo propicio a la meditación filosófica, la valoración de los trabajos de los campos, el retorno a la tierra que ya no es fea y envilecedora, dura y decepcionante, sino benevolente, útil y fecunda, el interés concedido a los trabajos manuales corres ponde a exigencias políticas que Augusto y Mecenas parecen haber comprendido rápidamente. Al exaltar el trabajo del labrador, al volver a dar a los romanos el gusto por lo campestre y los campos, propios de sus ancestros, al evocar al pequeño campesinado, Virgilio trabaja a su manera, en las Geórgicas, por la salvación de la patria romana; ésta, para sobrevi vir —y esa era ya la opinión de los Gracos cien años antes— debe reencontrarse con la tierra y no componerse solamente de ciudades florecientes en medio de grandes propiedades baldías o dedicadas a la cria intensiva bajo la vigilancia de rebaños de esclavos famélicos. Esta nueva ideología, iniciada hacía poco, pero de una manera más drástica y menos diplomática, encuentra su resolución final en la Eneida, cuyo nacimiento anunciaba el poeta en el tercer libro de las Geórgicas y que liga, como buen heraldo devoto y convicto del imperio, a los triunfos de Augusto, garante de la concordia romana. La epopeya virgiliana, aun cuando toma a menudo como mode lo la epopeya homérica, obedece a intenciones pedagógicas. No es gratuita. No se complace en cuadros emocionantes o bonitos, trági cos o cómicos. Tiene propósitos más elevados. Eneas es el héroe que comenzó la historia de Roma que Augusto corona. La leyenda y la tradición quieren que la gens Julia, de donde proceden César y la dinastía julio-claudina, desciende de Venus, tanto como el héroe troyano por su padre Anquises. Así, divinamente protegido por la dio sa del amor y la fecundidad, el destino de Roma se inicia con el periplo de Eneas que, no es casualidad, habiendo partido de la Magna Grecia hará escala en Cartago, para abordar finalmente las costas de Italia. Los tres grandes continentes, Europa, Oriente, Africa, fue ron asi simbólicamente visitados por Eneas, según los designios de la providencia jupiterina, para anunciar ya el imperio que Augusto reuniría un día bajo su cetro. Eneas es el doble de Augusto, en una contracción del tiempo que sólo permiten la ideología y la epopeya, la mezcla de historia y fic124
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ción. Pero no podría tratarse del ámbito de lo maravilloso. La Enei da hace de la tierra romana, tanto en Oriente como en Occidente, la morada común de los hombres, los dioses y Augusto, sucesor na tural de Eneas. No hay dos ciudades, la ciudad terrestre y la ciudad celeste, como pretenderá San Agustín, iniciando así de una manera irreversible la Edad Media, sino una ciudad cósmica en la que el des tino de Roma, el célebre fatum , y, por consiguiente, el del mundo, son conducidos por la voluntad de una providencia inmanente cuyo eje es Eneas. Así se justifica que la ciudad romana, predestinada por esta es pecie de viaje alegórico por todos los continentes del mundo cono cido efectuado por Eneas, domine un mundo arbitraria y provisio nalmente dividido por las convulsiones de la historia y haga reinar en él eternamente su paz. Las Bucólicas, las Geórgicas y la Eneida forman el tríptico ló gico de la ideología augústea: el retorno a la edad de oro que resta blece la concordia, el retorno a la tierra nutricia a través de un im perio ecuménico, el retorno a la tradición de la fundación de Roma a través de la imagen de un emperador que, por voluntad de los dio ses y a su pesar, según los principios platónicos y ciceronianos, no puede sustraerse al poder simbólico de su destino. Correspondía a Augusto introducir en el imperio por fin pacifi cado estos principios. La simbólica y la poética ideológicas de Vir gilio, por populares que fuesen, no eran perceptibles por todos. Da ban el tono, preparaban los espíritus, resucitaban las viejas mitolo gías, ofrecían a Roma nuevos sueños. De estos textos, que ya adu laban al Princeps, Augusto sacó una lección práctica: el culto impe rial será consecuencia lógica de la nueva ideología, que coloca al em perador en la cima de la jerarquía y lo convierte en garante incon testable de la unidad romana, gracias al numen que lo habita, es de cir, a la marca divina En torno a él y al culto que se le rinde en Roma y en todo el imperio se construye la ciudad ecuménica: todas las clases sociales comulgan con un mismo fervor en el sacrificio ofrecido al empera dor; las diferencias de lengua, religión y raza se borran con ocasión de las ceremonias y liturgias alrededor de la estatua imperial. La unanimitas, corolario del ecumenismo, entre los ricos y los pobres se crea ante los altares en todo el mundo romano, cuyo primer unificador fue Eneas. Cada uno, más allá de sus singularidades, de sus particularidades, de sus diferencias, debe sentirse parte de la nación romana y de su unidad cosmopolita. Esta propaganda religiosa, esta veneración que se parecerá cada vez más a la que exigían a sus súbditos los monarcas helenísticos de Siria y Egipto, se completan y aseguran con una política de cons trucción y desarrollo urbano indispensable para la unificación ideo lógica del mundo romano. Las ciudades son, en efecto, los puntos en que se juntan las poblaciones del imperio. Esas ciudades se constru yen intencionadamente según el mismo modelo de Roma, con tem plos, foros, teatros, anfiteatros. Su administración y su constitución 125
municipal suelen parecerse a las de Roma, con variantes locales a veces. Roma ya no está sólo en Roma, sino que se encuentra pre sente en cada ciudad, que participa de su prestigio universal, y em palma con la tradición de las ciudades helenísticas construidas con los mismos planos gracias a la evergesia de sus soberanos. En 144, el retórico Aelio Arístides escribirá un Discurso sobre Roma dirigido a Antonino Pío. Más allá de la hipérbole, es notable constatar que la ideología augústea ha triunfado y Roma es real mente en los hechos, una ciudad ecuménica: «En tropel, a la orilla del mar tanto como en el interior de las tierras, se alzan esas ciudades fundadas o acrecentadas bajo vuestro gobierno o por vos mismo... Una misma emulación anima a todas: la de parecer la más bella, la más encantadora... Resulta que las ciu dades brillan por su esplendor y gracia y la tierra casi entera se ha adornado como un jardín de recreo.» Aelio Arístides añade estas dos frases, claves de la ideología oficial: «Roma ha hecho realidad el viejo dicho, tantas veces repetido, de que la tierra es la madre y la patria común de todos los hombres. Hoy es posible, tanto a los griegos como a los bárbaros, llevando o no sus bienes, ir allí donde quieran, fácilmente y sin esfuerzo, como si pasaran de una patria a otra patria.» En esas ciudades, imágenes reducidas de Roma, el culto al em perador se ordena en torno a las estatuas y altares votivos en los que se esculpen en bajorrelieve los símbolos del poder imperial, que todos pueden descifrar con facilidad. La propaganda artística fun dada en las mitologías, releva y apuntala la propaganda religiosa y cultual. El altar llamado de la gens Augusta, es decir, de la familia del emperador Augusto, en Cartago es, a este respecto, ejemplar, pero no singular. Constituye, de alguna manera, una pedagogía por la imagen. Eneas, Roma y Apolo se asocian en una concordia his tórica y mítica sin ruptura. Eneas el fundador, Roma, divinidad ma jestuosa y con casco que tiene una victoria alada, y Apolo, dios so lar, dios pitagórico por excelencia, al que está ligado el culto del em perador. Objetos como el globo, el cuerno de la abundancia, el ca duceo, el escudo, completan esta simbólica ideológica: Roma, dueña del mundo por sus victorias, hace reinar la abundancia, la unidad y la paz. Es la muralla contra las empresas de destrucción que podrían amenazar al universo. Inquietud por respetar el pasado, deseo de preservar el porvenir con serenidad y convicción, ésas son las directrices que Augusto pa rece lanzar, y después de él sus sucesores, sobre el imperio romano, gracias a eslóganes gráficos, verbales, literarios, simbólicos, mitoló gicos o alegóricos. El «apolineísmo» del emperador es pitagórico. A través de su ministro Mecenas roza el epicureismo; y cuando, por ejemplo, quiere aparentar que son los dioses y el Senado quienes, en 27 a.C., lo llamaron, a su pesar, para ocupar el trono imperial, ob serva una actitud de estricta obediencia platónica. Así, en su perso na y a su alrededor, en su gobierno, se realiza una síntesis entre to das las filosofías políticas de la herencia grecohelenística.
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Entre los medios de propaganda de los que disponen hay uno que ios emperadores romanos utilizan con mucho ingenio e imagi nación: el de las monedas. Las monedas son en la Antigüedad un poco lo que la radio, la televisión y los mass-media son en el mundo moderno: un medio ideal y doblemente totalitario para difundir una ideología e introducir eslóganes y consignas. En el imperio de los dos primeros siglos, la libre circulación de bienes y hombres por tie rras y mares pacificados facilita los intercambios comerciales y mo netarios. Las monedas transmiten por todo el imperio y hasta las ori llas del Indo e incluso del Yang-Tse Kiang la ideología imperial, ecu ménica y universal.-Las inscripciones que llevan, las imágenes gra badas son, en su laconismo, parecidas a anuncios publicitarios. Ade más de los titulares imperiales y de las divinidades que protegen a los soberanos, hay términos incansablemente difundidos por las mo nedas en todos los hogares: Paz, Seguridad, Libertad, Concordia. Un cuerpo del Estado protege al imperio: es el ejército romano que, bajo la República, fue un ejército profesional, reservado única mente a los ciudadanos romanos. Se proveía de auxiliares extranje ros cuando la ciudad se encontraba en peligro grave, en especial en el momento de la segunda Guerra Púnica y las luchas civiles. Roma, más tarde, debió crear, por necesidad empírica frente a la codicia ene miga, un ejército de conscripción cosmopolita, cuyos elementos eran reclutados en el sitio, región por región, y en el que todas las nacio nes romanizadas estaban representadas y mezcladas. Este ejército harto móvil difundirá también, por su presencia, su fuerza y su com posición, la idea de una Roma ecuménica. Sin embargo, a partir del siglo I penetra un pesimismo que pa rece irreprimible. Tácito se decide con escepticismo por la fórmula del principado. En el De clementia, Séneca señala sin ilusión que el soberano se disimula bajo el manto de la República. Se siente en los historiadores, los epigramistas como Marcial, los satíricos y mora listas como Juvenal nacer una especie de crisis de confianza que se traduce en la chacota y el planfleto contra una civilización de adve nedizos y ociosos. Nadie pone en cuestión el imperio, nadie contem pla que Roma pueda un día desaparecer, porque eso sería el fin de la historia y del mundo, pero todos constatan que el poder y la ideo logía imperial se gastan y degradan. Los emperadores son conscientes, desde los Antoninos, de esta crisis moral a la que acompaña una crisis económica y sobre todo inflacionista cada vez más seria. Refuerzan el carácter burocrático y centralizador de su régimen y se arrogan nuevos derechos y nuevas prerrogativas. Los titulares imperiales se crecen en títulos honorífi cos y triunfales. Los antiguos atributos de los magistrados republi canos, como el consulado y el poder tribunicio, son otorgados va rias veces al emperador en el curso de su reinado, con el fin de re forzar su legitimidad. La divinización del emperador después de su muerte, su apoteosis y su entronización en el panteón romano, se convierten en reglas raramente omitidas o diferidas. El emperador es sacralizado cada vez más bajo los Antoninos y sobre todo bajo 127
los Severos, en el siglo III. Es Adriano, admirador del helenismo y viajero infatigable, quien afirma que el ideal helenístico de la ciudad del mundo profesado por Zenón y la doctrina de la Estoa se realiza por fin en el imperio romano mediante el paso de la polis a la cosmopolis. Desde entonces el emperador vuelve a encontrar la vieja titulatura imperial de realezas que se instalaron bajo el antiguo imperio de Alejandro: es conditor (fundador), restitutor (restaurador), recreator (reparador), conservator (salvador), títulos todos que se atri buyen también a Júpiter y sus funciones. El emperador está habita do, en efecto, por un carisma que hace de él una especie de héroe o semidiós, y son incontables las adulaciones, las ovaciones, las acla maciones a las que el emperador tiene derecho, los triunfos en los que figura y los trofeos que le son otorgados. La ideología imperial, fundamentada hasta hacía poco sobre el famoso cortsensus cicero-platónico, se impone autoritariamente a partir del siglo lll, como da fe la profusión de panegíricos que no dejarán de glorificar, en el sentido religioso y místico del término, a los emperadores. Esos panegíricos retoman, de una manera ampu losa e hiperbólica, los temas favoritos de una ideología imperial fus tigada por las crisis civiles, económicas y militares. El emperador se convierte en soter (salvador). Lo principal: el reinado del primero de los ciudadanos se metamorfosea en dominante: el reinado del dueño y señor. Los emperadores militares, elevados a la dignidad y a la púrpura imperiales por sus soldados, tratan de compensar la anarquía cre ciente por un refuerzo de lo que se podría llamar su estatuto divino: la teocracia imperial sustituye a la ideología augústea pacífica. Con el fin de hacer fracasar el proselitismo de los cristianos, los empera dores se asimilan a dioses sincréticos. Asi es como, en su titulatura, el emperador Aureliano, en la segunda mitad del siglo m, llevará el nombre de Sol Im ictus, sol invencible, que respondía al culto de Mi tra, que cobró una gran importancia bajo su reinado. Es así como el emperador Diocleciano instituirá el sistema de la tetrarquía o de los cuatro emperadores y se convertirá, en el vértice de la jerarquía imperial, en la envoltura carnal de Júpiter, mientras que en uno de los tres emperadores se encarnará Hércules y en los otros dos los hi jos de esos dioses. Así, a finales del siglo m, el imperio romano no es ya solamente ecuménico, sino que es por sí solo, más fuerte aún, una epifanía, re novada sin cesar por la manifestación, a los ojos de los habitantes del mundo, de la divinidad de los emperadores: una tierra gober nada por dioses no puede morir. Tal es, antes del reinado de Cons tantino, la última ideología imperial pagana. Por último, para salvar la cohesión nacional, el emperador Caracalla, en un edicto de 212, reconoce a todos los habitantes del im perio el titulo de ciudadano romano. No obstante, a despecho de la teología imperial establecida, go bernada por una teocracia totalitaria, todos sienten que Roma vaci128
la. Florecen los textos que llaman a los ciudadanos del imperio a unirse. Celso, en su Discurso contra los cristianos, llega a suplicar a los celadores de la nueva religión, innobles sin embargo, que no abandonen al emperador, en una perorata patética y que esconde mal un sentimiento de pánico: «Sostened al emperador con todas vuestras fuerzas, compartid con él la defensa del derecho. Combatid por él si las circunstancias lo exigen. Ayudadle en el mando de los ejércitos. Por eso, dejad de sustraeros a vuestros deberes civiles y al servicio militar. Tomad vuestra parte en las funciones públicas, si es preciso, por la salvación de las leyes y la causa de la piedad». En el momento en que se acaba el imperio, sin que muera total mente, cierto es, la ideología que lo ha conducido y sostenido, po demos preguntarnos cómo fue recibida esta ideología por los roma nos. Aun cuando el culto imperial y los honores divinos ofrecidos a los emperadores no estaban exentos de formalismo, sería erróneo pensar que los romanos no tenían por el emperador y el imperio sen timientos de veneración religiosa y de confianza. Jean Bayet mostró que los romanos, sobre todo a partir del siglo ll de nuestra era, es taban impregnados, bajo la influencia de los cultos orientales y las religiones mistéricas, de una mística muy profunda. El culto al em perador, pilar de la ideología romana, no fue simplemente percibido como un deber, sino como un acto de fe en la aetemitas de Roma. El fracaso final de la ideología romana en el imperio no se debe tanto a su naturaleza, puesto que, reforzada incluso en su universa lismo, a partir de Constantino, por el cristianismo, convertido en re ligión del estado, continuará disolviéndose. En un imperio desmem brado, en el que reina la inseguridad, los más ricos imponen, nece sariamente en ese contexto histórico dramático, su autoridad a los más pobres. El imperio se compartimenta, cada región se encierra sobre si misma para defenderse mejor, las rutas ya no son seguras, las ideas y los hombres ya no circulan. La ideología de un imperio universal se hace irrisoria. Ya no responde a las circunstancias, ya no se percibe como infalible. Es verdad que Roma subsiste: nadie quiere dudar de su inmor talidad. Su nombre sigue siendo una referencia, el símbolo de la his toria que no perece. Roma, o más bien su nombre, se transforma en otra ideología que suscita el respeto y la admiración. El nombre reemplazó a la imagen de la ciudad en ruinas. Pero tendrá por siem pre una resonancia ecuménica, laica y religiosa, temporal y espiri tual. Testimonio de ello es el elogio sorprendente pero ejemplar que redacta en verso Rutilio Numaciano, galo, prefecto de Roma bajo Honorio, que abandona la ciudad una decena de años después del saco de Alarico y en medio de un imperio que se desmorona: «¡Escúchame, Reina del mundo, divinidad sentada sobre los as tros! Escúchame, madre de los hombres y de los dioses, tú que nos acercas al cielo con tus templos... Tus favores se extienden tan lejos como los rayos del sol... El astro cuyo camino abraza el universo se mueve sólo para ti: se levanta en tu imperio, se pone en tus mares... Concediendo a los vencidos los privilegios de los vencedores has he129
cho del mundo entero una sola ciudad... Roma, diosa adorable, des pués de haber colmado la tierra con tus triunfos, obligaste a los pue blos que la habitan a vivir bajo leyes comunes... Alza triunfante la cabeza, oh divina Roma, trenza laureles sobre tus cabellos encane cidos por una vejez viril y vigorosa... Tus leyes regularán la suerte del universo hasta las edades postreras... Aunque estás a punto de alcanzar tu duodécimo siglo, existirás mientras existan la tierra y el cielo.»
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CAPITULO VI
LAS IDEOLOGIAS DE FONDO MONOTEISTA
1. P a r a u n a h i s t o r i a d e l a s i d e o l o g í a s j u d í a s y c r i s t i a n a s ANTIGUAS
por Fierre Geollrain y Francés Schmidt Condiciones y limites de una historia ele las ideologías judías y cristianas antiguas La historia de las ideologías está a la vez condicionada y limita da por la naturaleza y la amplitud de la documentación propia del período y el espacio considerados. En su definición de historia de las ideologías, G. Duby(l), deduce las grandes orientaciones de una investigación teniendo en cuenta el material documental propio del medievalista. Un proyecto ambicioso, pero no irrealizable para éste, quedará totalmente fuera del alcance del historiador del judaismo an tiguo o del cristianismo primitivo; así, para el historiador de la Edad Media, la tarea consiste en medir «las concordancias y discordancias que se establecen en cada punto de la diacronía entre tres variables: por una parte, entre la situación objetiva de los individuos y la ima gen ilusoria con la que éstos se reconfortaron y justificaron; por otra parte, entre esta imagen y las conductas individuales y colectivas» (2). ¿Qué sabemos de la situación objetiva de los individuos y grupos que constituían el judaismo de Palestina y de la Diáspora o de la de las primeras comunidades cristianas? ¿Qué sabemos, al margen de los periodos de crisis (especialmente en Jerusalén las de 167-164 o 63 antes de nuestra era) de las conductas individuales o colectivas? (1) G. Duby: «Histoire social et idéologies des sociétés», en Faire de Vhistoire. I: N oveaux problém es (bajo la dirección de J. Le Goff y P. Nora), París, 1974, págs. 147-168. (2) Ibid, pág. 159.
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Poca cosa, demasiado poco en cualquier caso para que podamos es perar medir las relaciones que unen estas tres variables en cada pun to de la diacronía. Sólo son relativamente conocidas del historiador las imágenes en las que los individuos y los grupos encontraron la justificación de algunas de sus acciones. ¿Cuáles son, pues, las condiciones y límites de una historia de las ideologías judia y cristiana? No hay historia de las ideologías sin que se pongan en relación las formas ideológicas estudiadas con la historia política, económica y social, sin que se investiguen las articulaciones entre esas diferen tes historias, cada una de las cuales tiene su continuidad o su rup tura propias, su propio tempo. Ahora bien, forzoso es reconocer que, para el período helenístico y romano —y más aún para los siglos an teriores— la documentación que permite seguir las transformacio nes profundas que afectaron a la economía y a la sociedad palestina está lejos de tener la amplitud y la diversidad —relativa, no obstan te— de la que se dispone para Egipto, por ejemplo, en época simi lar. Seria vano esperar analizar las actividades de un ámbito de Judea —como el que podía tener Flavio Josefo— o captar lo especi fico de un pueblo de Galilea como unidad socio-económica, con la misma precisión que el ámbito de Apolonios o el pueblo de Kerkeosiris, en el Fayum. Nada equivalente en Palestina de lo que se puede conocer en ciertas regiones de Egipto sobre los diferentes tipos de contratos que un Zenón era capaz de acordar con la gente que tra bajaba en el ámbito que él administraba, sobre las condiciones de trabajo, la producción y las ventas, sobre las relaciones con los fun cionarios locales y la administración central, sobre las prestaciones y la fiscalidad, sobre la jurisdicción pública y privada, cosas todas que es posible conocer en Egipto gracias a la riqueza de los archivos que incluyen contratos, cartas de negocios o correspondencia fami liar, cuentas, leyes, circulares, documentos de registro de impuestos o de proceso, toda una documentación cifrada que permite a menu do seguir en el tiempo el ritmo de la producción, las exigencias de la administración y sus consecuencias en las relaciones sociales. Para Palestina, por el contrario, el historiador se encuentra en la necesi dad de aprehender la realidad económica y social por mediación de textos que, las más de las veces, no remiten de esta realidad más que una imagen trunca, indirecta y nebulosa. Sin embargo, a despecho de los fallos de documentación, la em presa no es desesperada. Es posible remediar esta situación amplian do notablemente el campo de investigación y restituyendo Palestina al conjunto del Oriente Próximo antiguo. A este respecto, los tra bajos de los historiadores soviéticos son particularmente sugestivos; en particular el debate sobre las formaciones económicas y sociales, que requiere un examen de la naturaleza de la propiedad y del ré gimen de tierras, de las relaciones del productor directo con los me dios de producción, de las formas de organización del trabajo, de los modos de apropiación del sobre-trabajo por la prestación o la fiscalidad, etc.; este debate implica que la investigación se lleve so 132
bre bases lo bastante amplias en el tiempo y el espacio. Un libro re ciente de Mouza Raskolnikoff contribuye a hacer conocer esos tra bajos, a menudo ignorados en Francia, mostrando toda la impor tancia de La aportación de la investigación soviética (1917-1965) a la historia de las clases sociales en el mundo helenístico y romano(3). Dedicándose especialmente al estudio del mundo helenístico, estos historiadores han planteado el problema de saber si lo que ellos lla man «helenismo» constituía un período de transición en el seno de la formación económica y social esclavista. Mientras que, al margen de estas investigaciones soviéticas, otros estudiosos (4) examinan en qué medida pasaron algunas sociedades helenizadas de Oriente de una formación de tipo «asiático» (5) a una formación esclavista. En ese marco ampliado, pues, deben llevarse las investigaciones sobre la historia económica y social de Palestina. Vemos que esta manera de presentar la historia de las ideologías es directamente tributaria de la representación marxista de la for mación social estructurada en tres instancias: la base económica, la jurídico-política y la ideología. Pero hay que evitar transponer, de forma mecánica, a sociedades pre-capitalistas un esquema e instru mentos de análisis elaborados a partir del estudio de la sociedad oc cidental del siglo xix. En efecto, la economía es un concepto extraño al pensamiento antiguo (6). Seria, pues, vano esperar de nuestras fuentes que nos ofrezcan una documentación cifrada que permita establecer estadís ticas del tipo de las que sirven a la historia económica moderna; se ría igualmente ilusorio esperar de las fuentes bíblicas, de Filón de Alejandría, de Flavio Josefo o de la Michna, que nos revelen algún tratado o principio de economía en el sentido en que entendemos hoy el vocablo. «Es evidente que los antiguos practicaban la agricul tura, que hacían comercio, que producían objetos manufacturados, que explotaban minas, recaudaban impuestos, emitían monedas, de positaban y prestaban dinero, tenían beneficios o debían renunciar a su empresa. Además, discutían de sus actividades entre ellos y en sus escritos. Lo que en cambio no hicieron fue combinar esas acti vidades específicas en una unidad conceptual.» (7) (3) Mouza Raskolnikoff: La recherche en Union Soviétique et Ihistoire économique et rocíale du m onde hellinistique et romain, Estrasburgo, A.E.C.R., 1975. (4) Cfr. sobre todo los trabajos de Heinz Kreissig: «L'esclavage i l ’é poque hellénistique», en Recherches internationales á la lumiére du m arxisme, 84, 3, 1975 (For mas de explotación del trabajo y relaciones sociales en la Antigüedad clásica, págs. 99-109); y del mismo autor, Die sozialen ZusamenhSnge des judüischen Krieges; Klassen und K lassenkam pf im Palestina des I Jahrhunderts v.u.Z. (Schriften zur Geschichte und K idtur der A ntike, 1), Berlín. 1970. Cfr. también P. Briant: «Remarques sur Laoi et esclaves en Asie Mineure hellénistique», en A ctes du colloque 1971 sur l'esclavage (Annales littéraires de rUniversité de Besanqon), París, 1973, págs. 93-133. Cf. por último las A ctes du colloque 1973 sur l ’esclavage (Annales littéraires de ÍTJniveraité de Besanfon), París, 1976, y en particular la contribución de H. Kreissig: «L’esclavage dans les villes d ’Orient pendant la période hellénistique», págs. 237-255. (5) Sobre la noción de modo de producción asiático, ver infra, págs. 137-139. (6) Cfr. M. I. Finley: L'econom ie antique, París, 1975, págs. 15-39. (7) Ibid., pág. 20. 133
Esta observación que M. I. Finley hace a propósito de Grecia y Roma antiguas se aplica igualmente al antiguo Israel y a la Palesti na de la época helenística y romana. En las sociedades modernas la economía constituye un todo re gido por sus propias leyes; por el contrario, en las sociedades preca pitalistas, y especialmente en las sociedades antiguas, la economía, lejos de ser autónoma, está integrada, embedded, dice K. Polanyi(8), en instituciones no económicas. El Templo de Jerusalén, tesoro del Estado, centro de culto en el que se reúne el Sanhedrín en la época romana, es un ejemplo particularmente significativo del inextricable entrelazamiento de lo económico en las instituciones jurídica, polí tica y religiosa. En suma, contrariamente a las sociedades capitalis tas, en las que la economía es a la vez determinante y dominante, en las sociedades precapitalistas, la economía, aún siendo determi nante, no es dominante. Hay, pues, que evitar confundir «las herramientas mentales de la época estudiada por el historiador moderno y las herramientas cien tíficas de las que dispone»(9). Así, conceptos de orden y clase social: uno pertenece a los sistemas de representación de la Roma antigua, permite establecer una clasificación de la sociedad según criterios ju rídicos y políticos (por ejemplo, el orden ecuestre o senatorial); mien tras que el otro, el concepto de clase social en el sentido marxista del término, hace referencia a criterios económicos extraños a las ca tegorías antiguas. También, antes de representar y poner en movi miento los conflictos de clase, de describir los sistemas de represen taciones propios de cada una de ellas, habrá que pasar de la imagen que una sociedad se da a sí misma según criterios no económicos a una clasificación de los grupos sociales que tenga en consideración el lugar que ocupa cada uno de ellos en las relaciones de producción. Así, las dificultades que encuentre de antemano el historiador de las ideologías judía y cristiana antiguas son, por una parte, la insu ficiencia de la documentación económica y social, que puede reme diarse ampliando el campo de la investigación y, por otra parte, la necesaria e incesante crítica a la que debe someter sus instrumentos de trabajo, con el fin de adaptarlos mejor al análisis de su objeto pro pio.
(8) Cfr. K. Polanyi y C. Arensberg: Les systém es économ iques dans l'histoire et dans la théorie (prefacio de M. Godelier), París, 1975. (9) J. Batany, Ph. Contamine, B. Guenée, J. Le Goff: «Ordres et classes», en Colloque d'histoire ¡ocíale, Saint-Cloud, 24-25 de mayo de 1967, publicado por D. Ro che y C.E. Labrousse, París, 1973, pág. 87 y también M. I. Finley: op. cit,, págs. 41-76. 134
La aportación de la semiótica a la historia de las ideologías judías y cristianas Una documentación atemporal En el mundo judío y cristiano, los textos de referencia, las Es crituras, producto de sociedades económica y políticamente estruc turadas en lugares y tiempos precisos, vinieron a funcionar como tex tos normativos, dotados de una atemporalidad que fundamenta su universalidad: el texto es la misma Palabra de Dios, eternamente ver dadera en el hic et nunc del lector creyente. Paralelamente a la di ficultad debida a las lagunas documentales evocadas anteriormente, se presenta otra dificultad: una documentación esencial que tenemos la posibilidad de analizar se encuentra desconectada de sus condi ciones de producción. Cierto es que las pacientes reconquistas de la historia y la crítica literaria han permitido restituir buen número de textos bíblicos en un contexto relativamente seguro, aunque a me nudo muy amplio. Queda que, por ejemplo, no sabemos gran cosa de los autores de estos escritos, de las categorías sociales a las que pertenecían; muchos de esos textos, empezando por los Evangelios, pueden ser llamados «pseudoepigráficos». Hablando de «medios de origen» o de «escuelas», la crítica reconoce ei problema sin poder re solverlo. Para una historia de las ideologías, la aportación de una teoría semiótica en el análisis del discurso es, por tanto, de una importan cia cierta. En efecto, el enfoque semiótico —ya muy extendido— de este tipo de literatura no siente los hechos que acabamos de recor dar como obstáculos, sino más bien como la condición misma de su ejercicio. Segura en sus bases lingüísticas, la semiótica aborda esta producción literaria como un discurso o una serie de discursos ho mogéneos constituidos en lenguas particulares y, desmontando ese discurso, muestra la coherencia del lenguaje que sostiene sobre los hombres y el mundo y el sistema de representaciones, identificable tanto a través de lo velado y lo presupuesto como en la aserción transparente. El semiótico, acostumbrado a trabajar en la sincronía, se siente cómodo y se distingue de los comentadores o historiadores de discursos muy a menudo subjetivos o valorativos. Apunta a po ner en acción en su análisis sólo las herramientas de tipo lingüístico, perfectamente adaptadas a ese objeto lingüístico que es el texto lla mado Palabra o Escritura. Al renunciar, en un primer tiempo y por método, a hacerse cargo de todo lo que está fuera del texto, su antes y su después, se encuentra en las condiciones necesarias para el aná lisis de representaciones estructuradas que no muestran de antema no sus vínculos con las estructuras políticas, sociales y económicas que encubren. Hay que precisar, por último, que el carácter atemporal de las Escrituras, que les ha conferido su estatuto de texto normativo, si bien parece alejarlas de todo referente histórico en cuanto a su me dio de producción, las acerca en cambio por el hecho mismo de su 135
utilización como texto de referencia. En efecto, el texto bíblico, a lo largo de los siglos, ha sido leído y comentado sin cesar en los países y culturas más diferentes. Producido en un medio judío, tanto la Bi blia cristiana como la Biblia hebraica, ha sido constantemente reu tilizado en contextos harto diferentes. Por atenernos a los primeros siglos, las exégesis judias de un Filón o un Hillel, las exégesis cris tianas de un Orígenes o de un Agustín, representan inmensos esfuer zos por reactualizar el texto bíblico en formaciones sociales que evo lucionan (diaspora helenística, Palestina romana, imperio de Orien te, Occidente latino). También ahí, situándose en el plano más ge neral de las sociedades de discursos (estructuras de expresión posi ble y limitada de una sociedad determinada, su campo de expresión cultural) que constituyen estas formaciones sociales, la semiótica per mite la apreciación de las desviaciones y reajustes. Sobre todo en el ámbito de la historia de las palabras, la semiótica está en condicio nes de mostrar cómo la carga semántica de un lexema, en la misma lengua pero en una época diferente o en autores diferentes, lleva la marca de una modificación profunda del sistema de representaciones. Una producción ideológica La Biblia judia, el Canon ideológico cristiano y los textos anti guos a nuestra disposición son, por definición, producciones ideoló gicas, discursos de representación. Encontramos en ellos, ciertamen te, innumerables alusiones a situaciones políticas o a grupos socia les, pero nunca se abandona el plano de la representación. Ya se tra te dé la realeza davídica, del exilio en Babilonia, de Herodes o de Pilatos, de las condiciones de reclutamiento y de trabajo o del sala rio de la mano de obra, todos esos personajes, acontecimientos o ele mentos se integran en un discurso que, en apariencia descriptivo, es en realidad axiológico, valorando a los unos y desvalorizando a los otros, en una disposición general que tiende a probar, a persuadir o a decidir al lector a escoger y a actuar. Por no tomar más que un ejemplo, ¿qué relación hay entre la figura del fariseo en los Evange lios y el fariseo del siglo i en Palestina? Sin duda muy poca, pero qué le importa al relato: el fariseo aparece en él en un papel de an titipo u opuesto, evidente y necesario. Vemos también aquí el interés de una práctica semiótica. Traba jando el texto solamente, ateniéndonos, por tanto, sólo al nivel de la instancia ideológica, tal práctica evita tomar por datos del ámbito socio-económico, por ejemplo, lo que es sólo representación de ese ámbito. De modo más positivo, el análisis del discurso permite fun dar en fenómenos de tipo lingüístico, demostrables en la materiali dad del texto, las afirmaciones generales expuestas sobre la ideología(IO). El estudio de los fenómenos de enunciación es típico a este (10) Cfr. A. J. G ra m a s D u sena, París, 1970, págs. 103-114; Sém iotique des Scien ces sociales. París, 1976. Y en una perspectiva diferente de la de A. J. Greimas, ver
respecto. ¿Cómo, por ejemplo, analizar el fenómeno de la autoridad de las Escrituras, independientemente de toda consideración dogmá tica? Reconoceremos, en primer lugar, que el enunciador primero se da siempre como la misma divinidad, y que el enunciado (el texto bí blico) está investido de las calificaciones del enunciador. La relación detallada entre las cualificaciones de uno y otro, establecido por el propio texto, funda la autoridad del texto y hace igualmente de él una poderosa incitación a la acción. «La ideología interpela a los in dividuos como súbditos», dice Althusser(ll); la traducción semióti ca de ese concepto de interrelación es la inscripción del lector en el sistema enunciativa del texto, es decir, el paso del lector a la posi ción de destinatario del enunciado, al mismo tiempo que el recono cimiento por ese lector del enunciador (o emisor). El análisis del sis tema enunciativo de un texto muestra, pues, por qué procedimien tos «interpela» éste al lector, cómo lo obliga a convertirse en el des tinatario de un enunciado que, desde ese momento, le habla y le dic ta comportamientos. Acción de las estructuras económicas y sociales sobre los sistemas de representaciones A propósito de un libro reciente: la cuestión del modo de producción del antiguo Israel A título de ilustración de la primera hoja de la historia de las ideo logías, cuyo objeto es mostrar cómo los modos de representación son determinados por la realidad social, he aquí, sumariamente re sumidas, las dos primeras partes de la obra de F. Belo, Lecture matérialiste de l ’Evangile de Marc( 12). Para el autor, la sociedad del antiguo Israel se caracteriza por una forma particular del modo de producción asiático, al que llama «subasiático». Una de las aporta ciones más importantes de este libro estriba, a nuestro parecer, en el recurso a esa noción de modo de producción asiático: se nos per mitirá dar de él una breve definición(13). los trabajos siguientes, que toman en consideración, más allá del enunciado, la ins tancia del discurso, es decir, en particular el estudio lingüísstico de las condiciones de producción del texto y el estudio de su función ideológica. D. Maldidier, C. Normand, R. Robin: «Discours et idéologie: quelques bases pour une recherche» en Langue Franfaise, 1S, septiembre 1972, págs. 116-142; R. Robin; Histoire et linguistique, París, 1973, págs. 20-29, 79-122; M. Pécheux, C. Fuchs: «Mises au point et perspectives á propos de l’analyse automatique du discours» en Langages, 37, marzo 1975, págs. 7410. (11) L. Althusser; «Idéologie et appareils idéologiques d ’Etat (notes pour une re cherche)» en Positions, París, 1976, pág. 110. (12) F. Belo: Lecture matérialiste de l'evangile de Marc. Récit-pratique-idéologie, París, 1974. La investigación de F. Belo ha sido proseguida por Michel Clévenot: A pproches m atérialistes de la Bible, París, 1976. (13) Se encontrarán los textos de ios padres fundadores del marxismo sobre el modo de producción asiático en el volumen del Centre d ’Etudes et Recherches mar137
Para Marx, la posesión común del suelo (ausencia de propiedad privada de la tierra) y la aparición de una estructura de clases son las dos características fundamentales de las sociedades de tipo «asiá tico». En estas sociedades, el individuo no es propietario del suelo; no es más que su poseedor, sea esta posesión hereditaria o no. El verdadero propietario es la comunidad; y es la pertenencia a la co munidad lo que hace del individuo un poseedor de la tierra. Por otra parte, estas sociedades deben su estructura particular a la necesidad de crear mediante grandes obras las condiciones de producción. Esas grandes obras de interés colectivo sobrepasan por su amplitud las po sibilidades de los productores directos e incluso de las comunidades particulares; por eso implican la aparición de un poder centralizado, de una administración que se encarga de su organización. Las más de las veces, Marx ilustra sus palabras con el ejemplo de las obras de irrigación, sin las que la agricultura, bajo ciertas condiciones cli máticas, resulta imposible. Por atenernos a Oriente Próximo, tal es el caso de Egipto o Mesopotamia, con sus obras de canalización, de secamiento e irrigación artificial. Pero el poder de función de esta «unidad concentradora», de esta administración que centraliza y coordina las tareas de las comuni dades particulares, no tarda en transformarse en poder de explota ción. Funcionarios del Estado se encargan de la deducción de la plus valía, en forma de participación en las grandes obras, de impuestos o de renta: aparece una sociedad de clases. En lo sucesivo, será el Estado, personificado en el rey o el faraón, quien se convierta en pro pietario eminente del suelo; las comunidades conservan sólo la po sesión. En el modo de producción asiático, en el sentido estricto del término, el Estado interviene directamente en la economía. No obstante, M. Godelier supone la existencia de otra forma del modo de producción asiático, que no implica la intervención directa de la clase dominante en las condiciones de producción. En esta se gunda forma, «la clase dominante interviene indirectamente dedu ciendo en su provecho un excedente en trabajos o productos», con ocasión especialmente del control de intercambios comerciales. Y Godelier subraya la necesidad de elaborar una tipología de las dis tintas formas de ese modo de producción, «con o sin grandes obras, con o sin agricultura»(14). xistes titulado Sur les sociétés précapitalistes, textes choisis de Marx, Engels, Lénine (prefacio de M. Codlier), Ed. Sociales, París, 1973. Cfr. además, igualmente en el C.E.R.M., Sur le «mode de production asiatique» (prefacio de Jean Suret-Canale), Ed. Sociales, segunda edición, París, 1974; y en las Recherches internationales á la lumtére du m arxisme, S7-S8, 1967, una colección de artículos traducidos al francés y precedentemente publicados en el extranjero, principalmente en la URSS y los países del Este, titulado «Premiéres sociétés de classes et mode de production asiatique»; por último, K. Wittfogel: Le despotism e oriental, París, 1964, y el prólogo de P. VidalNaquet. (14) Cfr. M. Godelier; «La notion de “mode de production asiatique" et les schémas marxistes d'évolution des sociétés» en Sur le «m ode de production asiatique», C.E.R.M., París, 1974, págs. 86-88. 138
Esta tipología fue esbozada por Guy Dhoquois(lS), que llama «subasiática» a la segunda forma de este modo de producción y da de ella la definición siguiente: «La clase-Estado sólo actúa directa mente al nivel de las relaciones de producción (...). No hace sino con trolar los intercambios y acaparar una buena parte del sobreproduc to. Puede también desarrollar el comercio, suscitar circuitos de in tercambios suplementarios que pueden ser de gran radio de acción, hacer nacer un artesanado especializado, etc. Asegura sobre todo, por la deducción del sobreproducto, las condiciones de su propia re producción.»^) F. Belo supone que el modo de producción del antiguo Israel es una forma de «subasiatismo». Se trata de una hipótesis extremada mente sugestiva; pero queda por hacer la demostración. Palestina es en gran parte una región de dryfarming, o cultivo de secano, como Grecia o los países del cinturón mediterráneo: las grandes obras de irrigación no son, pues, una condición indispensa ble para la producción agrícola. Si nos quedamos en el marco de la hipótesis del modo de producción asiático o de una forma emparen tada con él, se plantea entonces la cuestión de saber cuál es la fun ción social del Estado en la época real. Otros trabajos de interés co lectivo pueden necesitar la intervención de un poder central y con tribuir asi a la aparición de una sociedad de clases. J. Chesneaux su gería: «El control de la rotación de las tierras, el mantenimiento de las rutas y el control de su seguridad (...); la protección militar de los pueblos contra las escaramuzas de los nómadas o los ejércitos de invasores extranjeros; la asunción directa por parte del Estado de ciertos sectores de producción industrial, que superaban las posibi lidades de las comunidades aldeanas, por ejemplo en el ámbito de las minas o de la metalurgia (fundición del Estado.» (17) En la época real, no parece que haya intervención directa del Es tado a nivel de fuerzas productivas. ¿Podemos hablar de grandes obras que fundan el poder de una clase-Estado? La faena tiene por objeto el mantenimiento de las vías de comunicación, el manteni miento de las fortificaciones y otros dispositivos militares: podemos deducir de ello —aunque sólo fuera como hipótesis de trabajo— que la función propia del Estado es relativa a la guerra, a los intercam bios internacionales. Cuando el Estado interviene lo hace indirecta mente, más a nivel de relaciones de producción que al de las fuerzas productivas. Un estudio más profundo de la función social del Es tado debería permitir, pues, precisar si el modo de producción del antiguo Israel está emparentado o no a alguna forma del modo de producción asiático.
(15) Guy Dhoquoist: Pour Iftistoire, París, 1971, págs. 67-121. (16) Ibid, pág. 69. (17) Cfr. J. Chesneaux: «Le mode de production asiatique: quelques perspectives de recherche», en Sur le *m ode de production asiatique», C.E.R.M., París, 1974, págs. 26-27. 139
Asimismo, un examen atento del estatuto del «esclavo he breo» (18), podría aportar algunos elementos que permitieran dife renciar el modo de producción del antiguo Israel del de tipo griego o romano. En efecto, Youri Semenov(19) ha mostrado, en un aná lisis de las sociedades sumeria, babilonia y egipcia, que entre el es tatuto de esclavo y el de productor libre hay sitio para una categoría intermedia, que propone llamar «los esclavizados». Parece que el «es clavo hebreo» pueda entrar en esta categoría: esclavizado temporal mente, puede ser propietario de algunos medios de producción; pue de tener una casa, una familia, un pedazo de tierra que explotar por su cuenta; su esclavización no es, por tanto, total, puede efectuar di versas transacciones, transmitir una herencia a sus hijos, incluso ven der la tierra que explota; procede de la población local: cosas todas que diferencian al esclavo hebreo del esclavo extranjero. Yuri Semenov ha aplicado estos criterios a Sumer, Babilonia y Egipto para dis tinguir el modo de producción de estas sociedades de tipo asiático del modo de producción de las sociedades esclavistas. Así, un estudio más profundo de la función social del Estado, del estatuto del esclavo hebreo, un examen del régimen de tierras y del vocabulario de la propiedad en el antiguo Israel, deberían per mitirnos comprobar las hipótesis de F. Belo y proseguir la investi gación que éste ha emprendido. En la segunda parte de su libro, F. Belo intenta mostrar la evi dencia de ciertas oposiciones en los modos de representación pro pios de la formación social del antiguo Israel, en las cuales ve la tra ducción a la instancia ideológica de un antagonismo de clases. Así, a partir de una relectura de los textos legislativos, Belo se ve llevado a aislar y oponer dos sistemas, uno organizado alrededor de las ca tegorías de la pureza y el estigma; el otro alrededor del don y la deu da. Mientras que el sistema del estigma es dominante en los textos que dependen de la tradición sacerdotal, el sistema de la deuda es dominante en la tradición elohista y deuteronomista. El sistema del estigma apunta a prevenir a la sociedad contra toda forma de violencia «biológica»: la esterilidad, la podredumbre, la muerte. Para poner a cubierto el cuerpo social contra tales agre siones, este sistema se esforzará en «trazar una frontera entre espa cio puro y espacio impuro»; aislará espacios (que F. Belo designa simbólicamente como «mesa», «casa», «santuario») en cuyo interior se estará a salvo de ese tipo de violencia. Esta legislación, tal como aparece principalmente en el Levítico, se organiza, pues, en torno a la oposición entre lo que es puro, pres crito, y lo que está estigmatizado, prohibido. Por ejemplo, la fusión de lo mismo con lo mismo, en el orden sexual (una región del espa cio, «casa»), está prohibida: es la prohibición del incesto, de la ho(18) Se encontrará la documentación relativa al «esclavo hebreo» en R. de Vaux: Les institutions de ¡'Ánden Teslament, I, París, 1961, págs. 125-140. (19) Yuri Semenov: «Le régime socio-économique de l’Orient anden» en Recher ches intem atianales á la lum tire du marxisme, 57-58, 1967, págs. 196-218. 140
mosexualidad (Lev. XVIII). O también, en el espacio «mesa», la fu sión de elementos incompatibles será proscrita por las instrucciones del Levítico que conciernen a los animales: esas instrucciones «sir ven para distinguir lo que es impuro de lo que es puro y a los ani males que se comen de los que no se comen» (Lev. XI, 47). Por úl timo, ese dispositivo culmina en las prescripciones relativas al san tuario, en el que la violencia codificada del sacrificio llevado según las reglas de la pureza ritual (Lev. 21-22) pone a cubierto de la vio lencia salvaje de lo desorganizado e informe. Las agresiones de las que el sistema de la deuda apunta a pre servar a la sociedad son de otra naturaleza, ya no biológicas, sino sociales: se trata de defender el cuerpo social contra sí mismo y con tra las agresiones de las sociedades exteriores. Ese sistema, tal como aparece principalmente en el Deuteronomio. se organiza en tomo a la oposición entre la donación (prescrita) y la deuda (prohibida). La «mesa» designa aquí el campo de las relaciones económicas entre los que poseen y los que no poseen; en ese sistema, el régimen de la pro piedad apunta a mantener cierta igualdad en la posesión de los bie nes, en la repartición de las riquezas. Por ejemplo, el diezmo trienal entregado «al levita, al extraño, a la viuda y al huérfano» (Deut. XXVI, 12); o el derecho de espigueo y rebusca (Deut, XXIV, 19-21); o también la institución del año sabático (Deut, XV, 1-8). Del espa cio «casa» dependen el conjunto de prescripciones que apuntan a es trechar los vínculos del grupo a nivel de clan, de tribu, de pueblo, y a prevenir contra toda forma de relación con las «naciones» idó latras. Son, en particular, las reglas que rigen las relaciones de pa rentesco y la prohibición de las alianzas matrimoniales con los de las «naciones» (Deut., VII, 1-4). Por último, en el espacio «santua rio», la oposición de la donación y la deuda encubre la oposición en tre el culto de Yahvé y el estrictamente prohibido de los dioses ex tranjeros (Deut., XII, 2-7). El sistema de la deuda se resume en el concepto de Alianza entre Dios y su pueblo; y en el corazón de esta Alianza, el Decálogo (Deut., V, 6-21), constituye la suma de las pres cripciones y prohibiciones de ese sistema legislativo. Los textos legislativos del Pentateuco están, pues, recorridos por dos tradiciones opuestas, y tiene cada una su lógica propia. Una, el sistema del estigma, que tiene como función prevenir a la sociedad contra una violencia de orden biológico, se remite a agresiones de tipo natural, que se presentan como irreductibles. La otra, el siste ma de la deuda, que se da como función poner a resguardo a la so ciedad contra toda forma de violencia que ejerza el grupo en contra de si mismo o que lo amenace desde el exterior, se refiere a contra dicciones de orden social, por tanto reductibles. El sistema de la deuda es dominante en el documento elohista y el Deuteronomio, que expresan la tradición teológica del norte de Palestina. Después de la caída del reino de Israel en 721, los habi tantes que se refugiaron en el reino de Judá transmitieron esta tra dición al sur. Los documentos yahvista y sacerdotal, en los que el sistema del 141
estigma es dominante, dan fe, por el contrario, de la tradición teo lógica del sur. El primero proviene de los medios próximos al san tuario de Jerusalén y a la corte salomónica; el otro resulta de la ac tividad redaccional de los sacerdotes, emprendida durante el exilio a partir de materiales principalmente judeos y jerosolomitanos. F. Belo interpreta esta oposición entre los dos sistemas, que re corre no sólo el Pentateuco, sino también los escritos proféticos, como la traducción a la instancia ideológica de un antagonismo de clases. El sistema de la deuda se inserta en una corriente antimonár quica que se desarrolló en las comunidades, en cuyo detrimento se ejerció el poder de-explotación del Estado subasiático; aún impreg nado de los principios que rigen el orden social anterior, ese sistema apunta a frenar el movimiento de diferenciación social que implicó el advenimiento de la realeza. Por el contrario, el sistema del estig ma se inscribe en una corriente favorable a la monarquía que se de sarrolló en los medios de la administración y de los sacerdotes, que constituían la clase dominante del Estado subasiático; al afirmar la primacía de lo irreductible, ese sistema contribuye a consolidar el or den social instaurado por la monarquía y a consolidar la posición de la fracción dirigente sobre el conjunto del cuerpo social. Al retorno del exilio, la clase sacerdotal, al proceder a la redac ción definitiva del Pentateuco a partir del conjunto de los documen tos yahvista, elohista, deuteronomista y sacerdotal, se convertirá en dueña del texto de la Torah y asegurará la preeminencia del sistema del estigma sobre el de la deuda: así, concluye F. Belo, se encuentra inscrito y perennizado en un poder de clase en el texto bíblico. Al abordar después el análisis de la sociedad palestina del siglo i de nuestra era (20), el autor plantea la siguiente pregunta: ¿El subasiatismo sigue siendo el modo de producción dominante, o la épo ca helenística y romana es un período de producción esclavista? En efecto, la insurrección macabea en el siglo II a. C., la guerra judia de 66 a 73 de nuestra era, y más tarde la segunda guerra judia bajo Adriano aparecen como distintas manifestaciones particularmente agudas de una misma crisis: la que implica la entrada de Palestina en el mundo griego y romano. Esas distintas manifestaciones pue den interpretarse como la repercusión en la instancia política de las mutaciones de orden económico y social que conmocionan el Orien te Próximo mediterráneo. A esas mutaciones corresponde en la ins tancia ideológica una serie de transformaciones en los modos de re presentación más diversos. Sin duda, algunos golpes lanzados a los modos de representación tradicional se sintieron como particular mente intolerables; el rechazo de la helenización, la lucha contra las tendencias representadas por Jasón y Menelao, el estupor y la indig nación suscitados por la «abominación de la desolación»(21), son al gunas de las formas ideológicas por las que los macabeos tomaron conciencia de la crisis. Pero, al mismo tiempo se hace un trabajo en (20) F. Belo: op. cit., págs. 93-126. (21) Cfr. I Macabeos, 1, 54. 142
profundidad: nuevos modos de representación sustituyen progresi vamente a los antiguos; esas transformaciones se manifiestan en par ticular por el surgimiento del Apocalipsis, por la abundancia de las esperanzas mesiánicas, por una nueva representación de la muerte, haciendo sitio la antigua concepción de Sheol a la idea de Resurrec ción (22). El objeto de la historia de las ideologías judías es entonces rendir cuentas de las relaciones que unen a esas transformaciones con las que aparecen en la condiciones de producción económica y las relaciones sociales. De forma mucho más general, la historia de las ideologías plan tea aún el siguiente-problema: ¿existe cierta permanencia en la ma nera en que se orquestan los mismos temas ideológicos en socieda des alejadas en el tiempo y en el espacio, pero caracterizadas por el mismo tipo de producción? En otras palabras, el presupuesto según el cual la instancia ideológica es determinada por las condiciones eco nómicas, ¿implica que a tal modo de producción corresponde mejor una forma ideológica que otra? Ion Banu(23) ha intentado precisar en qué las representaciones dominantes en formaciones sociales de tipo esclavista, como la Grecia posthesiódica, difieren de las repre sentaciones dominantes en sociedades de tipo asiático, como la Mesopotamia, el Egipto y la China antiguos. Para el autor, lo sistemas de representaciones mentales de las formaciones sociales esclavistas tienden a operar un corte radical entre naturaleza y sociedad; la tra ducción teológica de este corte es la aparición del concepto de tras cendencia absoluta de la divinidad. Por el contrario, la mentalidad de tipo asiático establece un término mediador entre naturaleza y so ciedad: el tema de la naturaleza modificada por el hombre; lo que se traduce en el plano teológico por la idea de una continuidad entre la humanidad y la divinidad. J.-P.Vernant y J. Gernet han efectua do un estudio comparado de Grecia y China de los siglos vi a 11(24), cuyas conclusiones se aproximan a las de I. Banu. En China, escribe J. Gernet, «el orden sólo puede ser inmanente al mundo»; a la sepa ración radical entre el mundo de los hombres y el mundo de los dio ses que se operó en Grecia se opone la trayectoria china, que es to talmente diferente: «Los chinos naturalizaron lo divino y se cerraron así el acceso a toda forma de pensamiento trascendente» (25).
(22) Comparar esta transformación de la representación judia de la muerte en un período de profunda mutación en la infraestructura con M. Volvelle: M ourir auirefo is, París, 1974; tras haber descubierto una evolución irreversible en las actitudes fren te a la muerte en los siglos xvn y xvm , el autor plantea la cuestión de saber «cuál es el papel de los condicionamientos socio-económicos o demográficos» en esta muta ción (págs. 233-234). (23) Ion Banu: «La formation sociale “asiatiquc” dans la perspective de la philosophie oriéntale antique», en Sur le emode de production asiatique». C.E.R.M., Pa rís, 1974, págs. 285-307. (24) J. Gernet y J.-P. Vernant: «Histoire sociale et évolution des idées en Chine et en Gréce du VI au II sítele avant notre ¿re», en J.-P. Vernant: M ythe el société en Gréce ancienne, París, 1974, págs. 83-102. (25) Op. cit., pág. 90.
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¿Qué conclusión sacar de estas investigaciones para el estudio de las transformaciones que afectan a los temas ideológicos de una so ciedad que pasa de una forma de asiatismo al esclavismo, como es el caso de Palestina según F. Belo? En particular, en la época hele nística y romana, el car&cter trascendente de la divinidad, extraña al mundo o interviniendo en él sólo por mediación de ángeles, fue acentuado muy fuertemente en comparación con la antigua concep ción del dios de Israel, señor de la historia, que se revela a su pue blo: ¿hay que poner en relación esta transformación con las conclu siones de I. Banu, según las cuales la mentalidad de las sociedades «asiáticas» tendría tendencia a representarse la divinidad como in manente al mundo, mientras que el pensamiento griego haría hinca pié en la trascendencia de la divinidad? A despecho de su extrema generalidad y aunque su formulación repose en varias hipótesis no verificadas, tenemos aquí bastantes cuestiones que la historia de las ideologías no puede ahorrarse en este período de profundas muta ciones que es el momento crucial de nuestra era. Organización social y representación en los orígenes del cristianismo Una particularidad esencial de la historia del cristianismo pro viene de haber nacido en Palestina pero haberse desarrollado rápi damente en el mundo greco-romano. Evocaremos aquí los términos de una problemática cuyo estudio habría que hacer teniendo en cuen ta el conjunto de la documentación disponible. 1. A principios de nuestra era cristiana, la sociedad palestina está desde hace tiempo en crisis. Hemos señalado precedentemente cómo se presentaba, en el orden económico, el difícil paso de un modo de producción a otro. Por otra parte, la situación política se trastorna sin cesar desde la insurrección macabea. Pensemos en los múltiples poderes que se instalaron sucesivamente en Palestina en el espacio de un siglo. Desde la intervención romana en 63 a. C., la población y, en cualquier caso, sus clases dirigentes, está desgarrada entre par tidos favorables u hostiles al ocupante y al poder que mantiene en el lugar. Existe un discurso cristiano que da su representación de la situa ción palestina: los Evangelios, los Evangelios sinópticos en especial, que cuentan a su manera los acontecimientos de los orígenes. Cual quiera que sea la fecha en que se fije su redacción, estos relatos re flejan claramente un estado de crisis e inscriben a su héroe, Jesús, en oposición con las estructuras socio-políticas establecidas. Jesús, en efecto, se presenta colocándose siempre en el bando de los exclui dos del cuerpo social judio, ya se trate de pobres (excluidos del mun do económico), enfermos (algunos ataques los excluían del orden so cial y religioso) o no-judíos. Esta actitud implica por su parte una ruptura con los que detentan la autoridad: el poder político (se lla ma a Herodes Antipas «zorro», Lucas, XIII, 31) y los partidarios de 144
Herodes presentados como sus adversarios decididos (Marcos, III, 31), la autoridad religiosa (hostilidad del cuerpo sacerdotal), el saber de los maestros (ruptura con los fariseos desde el origen). El mo tivo de la condena a muerte de Jesús y su ejecución marcan la cima y el fin de este conflicto. Se plantean entonces otras preguntas. ¿Cuáles son las relaciones entre la crisis económica y política que atraviesa el judaismo pales tino y las causas del conflicto entre Jesús y las autoridades, es decir, el anuncio de la venida de un mundo otro en el que los valores se invertirán? La actitud subversiva atribuida a Jesús y el discurso que se le presta, ¿están Hgados a una modificación perceptible de las re laciones sociales? Por el contrario, ¿estamos tan sólo en presencia de un discurso profótico en un país en el que fermenta la utopía mesiánica? Evitaremos responder sin un examen atento de todos los datos y evitaremos extrapolar apresuradamente modelos que han servido de prueba a otros períodos históricos. En el mundo greco-romano la situación es totalmente diferente. El historiador puede interrogarse sobre la continuidad del mundo ro mano. Por ejemplo, el paso de la república al imperio es ciertamente testigo de una crisis jurídico-política y tendrá graves consecuencias sobre las relaciones de los cristianos con Roma (las primeras gran des persecuciones organizadas son consecutivas al rechazo a rendir culto al emperador). Pero a los ojos de los doctores cristianos, Roma aparece como una organización estable. Saludan como a un signo divino la coincidencia entre el auge del imperio desde Augusto y la propagación del Evangelio a través del mundo. A partir del siglo II, Melitón de Sardes evoca para Marco Aurelio: «...la filosofía (cris tiana] que se alimentó del imperio y comenzó con Augusto»(26), y Orígenes celebra en estos términos la providencia divina: «En tiem pos de Jesús se alzó la justicia y la plenitud de la paz, que tenían su origen en su nacimiento. Dios preparó a los pueblos para recibir su doctrina e hizo que fueran todos unidos bajo la sola autoridad del emperador romano... Jesús nació, como sabemos, bajo el reinado de Augusto que, reuniendo a la gran mayoría de los hombres que viven en la tierra en un solo imperio, había hecho de ellos, por decirlo así, un solo pueblo»(27). Lo que se contaba como una conmoción en la situación palesti na se expresa, pues, como una armonía en el imperio. El fenómeno es tanto más interesante por cuanto el cristianismo, al extenderse por el mundo romano, aparece más bien como un cuerpo extraño, como una dispersión de células no integradas en la sociedad jerarquizada; lo vemos desde las primeras persecuciones. Por lo demás, su reclu tamiento se hizo primero en las capas sociales más humildes. «No hay entre vosotros ni muchos sabios, ni muchos poderosos, ni mu chas gentes de buena familia», escribe Pablo a los cristianos de Corinto (I Cor., I, 26). Ahora bien, desde esta época, el cristianismo (26) Eusebio: Historia eclesiástica, IV, XXVI, 7. (27) Orígenes: Contra Celsum. II, 30. 145
sostiene, por la misma boca de Pablo, un discurso doble. Uno pro clama la liberación que aporta la salvación y conmociona las distin ciones admitidas: «Ya no hay ni judio ni griego, ni esclavo ni hom bre libre, ya no hay hombre o mujer; porque todos sois sólo uno en Cristo Jesús» (Gal. III, 28). Este primer discurso parece llevar el ras go del carácter subversivo de ciertas instrucciones evangélicas. Pero es pronunciado en una sociedad otra, cuyo modo de producción y orden social son diferentes. ¿Es esa la razón por la que vemos nacer un segundo discurso que expresa una aquiescencia a las estructuras de la sociedad romana o como mínimo, evita que sean subvertidas? «Que cada uno de vosotros permanezca en la condición en la que se encontraba cuando fue llamado. ¿Eras esclavo cuando te llamaron? No te preocupes; por el contrario, aun cuando pudieras libertarte, mejor aprovecha tu condición de esclavo. Porque el esclavo que ha sido llamado es un liberto del Señor. Asimismo, aquel que ha sido llamado siendo libre es un esclavo de Cristo» (I Cor., VII 20-22). Y en otro lugar: «Mujeres, someteos a vuestros maridos como al Se ñor... Esclavos, obedeced a vuestros amos de aquí abajo con temor y temblor, con un corazón sencillo, como a Cristo» (Ef., V, 22; VI, 5). Es verdad que maridos y amos deben entrar también en nuevas relaciones marcadas por el amor y no por la autoridad. Por otra par te, entre estas exhortaciones máximas y mínimas, existe un vinculo, teológico en este caso, que un estudio reciente de M: Bouttier pone de relieve (28). Pero para la historia de las ideologías, ahí sigue ha biendo material para la investigación. ¿Cuál es la parte de infraes tructura en esta representación imaginaria de la sociedad cristiana con relación a los demás fenómenos, bien conocidos por los histo riadores, como la espera del próximo retorno de Cristo y el fin de los tiempos, fenómenos que podían hacer inútil toda tentativa de transformación social en vísperas de los acontecimientos escatológicos? Las estructuras sociales y la visión de la unidad política del im perio, ¿tuvieron tanto peso que cualquier esperanza ya sólo se pensó en términos «espirituales»? ¿O bien la constitución de un nuevo tipo de relación en el interior de las comunidades cristianas es un reflejo significativo de los conflictos sociales y económicos? Acción de retomo de los sistemas de representaciones sobre las realidades sociales Si los sistemas de representaciones son determinados por las con diciones económicas y sociales, pueden tener también una acción de retorno sobre los comportamientos políticos y la organización so cial; es lo que llamamos la segunda hoja de la historia de las ideo logías. A modo de ejemplo, vamos a intentar responder a las siguien tes preguntas. (28) «Complexio oppositorum», en New Testament Sludies, 23, 1, octubre 1976, págs. 1-19. 146
Idea de «nación» y sentimiento de pertenencia al pueblo judio en Filón de Alejandría La diversidad de actitudes de los judíos frente a Roma durante el periodo que se extiende desde la entrada de Pompeyo en Jerusalén, en 63 antes de nuestra era, a la toma de la ciudad por Tito, en 70 de nuestra era, ¿dependió de la diversidad de las representaciones que tal grupo social o tal corriente religiosa se hacía de su pertenen cia al pueblo judío? ¿Dependió también de la idea que se hacían aquí del pueblo judío? Ciertas representaciones religiosas, especialmente las relativas al porvenir escatológico del pueblo de Israel, ¿no dicta ron comportamientos harto diversos ante la situación creada por el dominio cada vez más imponente de Roma sobre Palestina? En cuanto se plantean, estas preguntas dan pie a muchas dificul tades. La primera estriba en las palabras. Así, en un estudio de este género habría que evitar conceder a la palabra «nación», con la que se traduce habitualmente el griego ethnos, el sentido que se le suele dar hoy, el de comunidad políticamente organizada, establecida en un territorio definido. Según sea empleado por un judío de la Diáspora, como Filón de Alejandría, por un historiador de la Palestina romana como Flavio Josefo o en un contexto que apunte a una épo ca en que los judíos de Palestina constituían una comunidad politi camente autónoma, como en el Libro de los Macabeos, el término ethnos tendrá significados diferentes. No hay historia de las ideolo gías sin historia de las palabras. Por otra parte, el desequilibrio de la documentación contribuye a multiplicar fastidiosamente las dificultades de la investigación. En efecto, es raro estar informado a la vez de la representación que un grupo dado se hacia de su pertenencia al pueblo y sobre la opción política que ese grupo se vio llevado a tomar frente a la ocupación romana. Así, ¿qué sabemos de la práctica política del medio en el que la literatura apocalíptica judia fue redactada y difundida? Desde los descubrimientos de Qumrán, numerosos historiadores del judais mo atribuyen un origen esenio a textos como los Salmos de Salo món, El cuarto libro de Esdras o la Asunción de Moisés; no obs tante, cuando se trata de precisar el comportamiento político de los esenios durante los diferentes períodos de crisis que conoció la Pa lestina romana, en particular en 67-73, nos reducimos a conjeturas. Por el contrario, si Flavio Josefo nos informa de manera relativa mente precisa, aunque parcial, sobre el papel desempeñado por el movimiento zelote en la resistencia judía a la dominación romana, ningún escrito zelote nos hace conocer cuáles fueron su doctrina po lítica, sus motivaciones teológicas, sus utopias. Por último, la tarea sigue siendo complicada por el hecho de que cuando es posible descubrir modos de representación contradicto rios que se traducen en formas de acción irreductiblemente opues tas, suele ser incómodo precisar el lugar respectivo que ocupan en las relaciones de producción esos diferentes grupos que se enfrentan tanto a nivel ideológico como político. 147
Tras haber subrayado las dificultades, no podríamos tratar aquí más que de plantear el problema en toda su generalidad e intentar esbozar algunas direcciones de investigación. Nos limitaremos pues, a examinar en qué el comportamiento político de Filón de Alejan dría, con ocasión de los acontecimientos de 38-40, dependió de la idea que éste se hacia de su pertenencia al pueblo judío y de la de finición que daba de la unidad judía. Hemos optado por presentar la postura de un Filón, ciudadano romano, notable y portavoz de la comunidad judía de Alejandría, porque se sitúa del lado contrario de los zelotes, esos judíos de Palestina en los que Flavio Josefo sólo quería ver «bandidos»; en el párrafo siguiente estudiaremos un tema particular de la ideología nacional de los zelotes: así podremos me dir la diferencia que separa la expresión del sentimiento nacional en los dos extremos del judaismo del sigilo i de nuestra era. Cuando Filón utiliza la palabra etknos para designar la comuni dad a la que pertenece, la define como compuesta por las doce tri bus (29); es decir, no solamente por las tribus que constituían el an tiguo reino del sur, sino también las tribus del norte, consideradas como dispersas, «perdidas» desde la caída de Samaría y la deporta ción. Puesto que incluye a los judíos de la dispersión, la palabra no puede, pues, designar únicamente a una comunidad en el sentido mo derno del término nación, políticamente organizada y establecida so bre un territorio definido. Lejos de designar sólo a los judíos de Pa lestina, el etknos de Filón es un conjunto que abarca a los judíos de Palestina y a los de la Diáspora. El ethnos judío es innumerable, pue bla la tierra entera: porque para Filón los asentamientos de la Diás pora son otras tantas colonias (30), fundadas por judíos que aban donaron el territorio de Judea, incapaz de contener la multitud de la población (31). Al no ser ni político ni territorial, ¿qué constituye la unidad del ethnos? Aunque los judíos sean innumerables y dispersos de Oriente a Occidente, residentes en distintas patrias, una metrópoli única se lla la unidad de su pueblo: «Consideran su metrópoli (métropolin) la Ciudad Santa en la que se encuentra el templo sagrado del Dios Altísimo, pero sólo consideran como sus patrias (patricias) respecti vas las regiones que la suerte les ha dado como morada a sus pa dres, a sus abuelos, a sus bisabuelos y a sus antepasados aún más lejanos, allí donde nacieron y fueron educados»(32). Además, todos los miembros del ethnos están unidos entre ellos por lo que Filón llama «el parentesco supremo»: «El parentesco su premo (S anótató suggeneia) consiste en una ciudadanía única (politeia mia), una ley idéntica (kai nomos o autos) y un Dios único (29) Cfr. Filón de Alejandría, De specialibus legibus. I, 79; De praemiis, 57. (30) Cfr. In Flaccum, 46; Legatio, 281. (31) Sobre el tema de la multitud, de la «poliantropia» del pueblo judio como rea lización de la promesa hecha a Abraham en Génesis, 12, 2, cf. De migratione Abrahami, 53-54; ver también Legatio, 214, 226; Quod om nis probus, 75. (32) In Flaccum, 46.
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(kai eis (heos) a quienes todos los miembros del étimos han sido des tin ad o s» ^ bis). Por «ciudadanía única» hay que entender aquí la ciudadanía judía, que es superior a la ciudadanía particular conferi da por la pertenencia a tal o cual patria(33). Una común referencia a la metrópoli, una sola ciudadanía, una sola ley, un solo Dios: so bre esto, por tanto, está fundado el étimos. Pero para designar a la comunidad a la que pertenece, Filón uti liza también otra palabra, genos, a menudo traducida por «raza». Veamos qué posición ocupan respectivamente esos dos términos en el campo semántico. Abraham, después de haber dejado su tierra, su parentela y la casa de su padre, se convirtió en «cabeza de otro étimos, cabeza de otro genos (...). Porque este hombre es con segu ridad un etnarca y un genarca, él, de quien brotó, como de una raíz, una planta que tiene por nombre Israel»(34). ¿Cómo dar cuenta de esta doble calificación de Abraham como padre fundamental del ethnos y el genos? No hay por qué concluir que las dos nociones son sinónimos. Porque el patriarca es genarca en tanto que da vida a Isaac: la pertenencia al genos implica una ascendencia común: está probada por las genealogías. Pero Abraham es etnarca en tanto ha roto con su país, su parentela, para saber quién es el Dios increado y Padre. En otras palabras, Abraham es la cabeza del ethnos en tan to que él mismo es el primer prosélito y padre de los prosélitos (36). Los prosélitos son pues excluidos del genos, pero incluidos en el eth nos. Mientras que el genos no constituye para Filón más que una comunidad restringida fundada en el parentesco transmitido «por los antepasados y la sangre»(37), el ethnos, por el contrario, está fun dado en el «parentesco supremo», es decir, esa común referencia al Dios único, a una misma ley que confiere una ciudadanía común. Como vemos, la palabra ethnos no contiene en Filón la idea de comunidad políticamente organizada, ni la de comunidad estableci da en territorio definido; este término tampoco designa una comu nidad fundada en la ascendencia. Partiendo de esta representación que se hacia Filón de su perte nencia al pueblo judio, ¿podemos analizar cuáles fueron las opcio nes y los comportamientos políticos a los que esta representación pudo conducir? Después de violentos incidentes que opusieron, en 38 de nuestra era, a la comunidad griega de Alejandría y a la comunidad judía, ésta decidió enviar a Calígula una embajada conducida por Filón. Los dos principales problemas a resolver eran el de los derechos cí vicos que reivindicaban los judíos de Alejandría, y el de las sinago gas que estaban cerradas tras la negativa de los judíos a alzar en (32) (33) (34) (35) (36) (37)
bis Ibidem. De specialibus legibus, IV, 159. Cfr. Legatio, 194. Quis rerum divinarían heres, 278-279. Cfr. De specialibus legibus, I, 52. De specialibus legibus, I, 317. 149
ellas estatuas del emperador, como exigía Flaco, prefecto de Egipto. Llegada a Roma en 40, la embajada busca en vano obtener una au diencia de Calígula cuando se entera de una noticia consternadora: el emperador ha prescrito que su estatua se erija en el interior del Templo de Jerusalén, en el Sancta Sanctorum. El ethnos judío, del que se reclaman Filón y aquéllos de los que es portavoz, no siendo una entidad ni política ni territorial, el hecho de que Judea se encuentre bajo dominación romana carece de con secuencias para lo que constituye la unidad del pueblo judio. Tal como está formulado, el sentimiento de pertenecer a un pueblo no es en absoluto contradictorio con las declaraciones y las señales de lealtad para con el emperador que prodigan Filón y el grupo social al que pertenece. Por ejemplo, éstos reconocen, en el sacrificio ofre cido cada día en el Templo por las intenciones del emperador, la prueba de la estima en que Augusto tenia al pueblo judío: ¿no fue Augusto quien «hizo una fundación para la ofrenda a perpetuidad de holocaustos cotidianos, tomando de sus ingresos personales, como primicias al Dios Altísimo, sacrificios que se cumplían aún ahora y siempre se cumplirán?»(38). Esta ceremonia cotidiana era percibida de forma totalmente diferente en el seno del movimiento zelote: fue suprimida en 66, por iniciativa de Eleazar, hijo del sumo sacerdote Ananías(39). También, cuando aparece alguna dificultad, la actitud de quie nes se hacen de su pertenencia al pueblo judío una idea similar a la de Filón, será de negociar con Roma. Para aquéllos la negociación es el paso normal, en tanto, al menos, que las exigencias del empe rador sigan siendo conciliables con su definición de lo que constitu ye la identidad del pueblo judio. Pero si surgiese un conflicto que pusiera en contradicción la fidelidad al imperio y la pertenencia al pueblo, desaparecerían entonces todas las posibilidades de transac ción. Este umbral crítico fue alcanzado por la pretensión de Caligura de erigir su estatua en el Templo. Esta noticia, «que ponía en peligro no ya a una parte del pueblo judio, sino globalmente a la nación entera»(40), hace que los asuntos de Alejandría pasen a segundo plano. Porque, «¿en qué lugar sería permitido por la ley divina o la ley humana que gastemos en vano tantos esfuerzos para probar nuestra calidad de alejandrinos, cuan do persiste el peligro que amenaza un derecho de ciudadano de un valor más universal, el de ciudadano judío? Con la supresión del Templo, en efecto, es de temer que el nombre común a toda la na ción desaparezca bajo la orden de ese agitador pretencioso»(41). Tal decisión es consecuencia lógica del principio según el cual la perte nencia a la metrópoli prima sobre la pertenencia a tal o cual patria particular. El conflicto de Alejandría ponía en cuestión la existencia (38) (39) (40) (41) ISO
Legatio, 157. Cfr. Flavio Josefo: Guerra de los judíos. II, 409-417. Filón de Alejandría, Legatio, 184. Ibid., 194.
de esta comunidad, pero no la del ethnos de su conjunto. Al con trario, para Filón, atacar a la metrópoli es minar uno de los funda mentos de la unidad judia. Así, dos de los principales temas ideológicos que determinaron el comportamiento político de Filón y del grupo social del que es por tavoz, durante la crisis de ios años 38-40, son, por una parte, la idea de que la comunidad está fundada sobre una común referencia a un solo Dios, una sola ley, una sola ciudadanía y no sobre una organi zación política establecida en un territorio definido y, por otra par te, la primacía concedida a la metrópoli sobre las patrias particula res. El primer tema dicta una actitud leal hacia el imperio y autoriza la negociación en caso de conflicto; el segundo tema indica uno de los límites que los judíos de la Diáspora no podrían franquear sin pretender conciliar lo irreconciliable. La reescritura de la historia es incitación a la acción: la desaparición de la figura de Pinhas como modelo zelote en Flavio Josefo Tratándose de estudiar sociedades que confieren a un texto un lugar tan eminente como el que los judíos o los primeros cristianos dan a su Biblia respectiva, las nuevas traducciones, las nuevas exégesis, las reescrituras de la historia deben contarse entre los primerísimos objetos de la historia de las ideologías: en efecto, la historia de la historia (la de las representaciones que un medio se da de su propio pasado), la historia de la exégesis y la de las traducciones son, las tres, actualizantes; implican una toma de conciencia del des fase entre tal imagen mental y tal forma de realidad social, desfase que apuntan a enmascarar o ajustar; la reescritura de la historia o la relectura del texto bíblico por una nueva traducción o una nueva exégesis pueden estar motivadas por el deseo de fortalecer su perte nencia al grupo, de afirmar la legitimidad de su filiación con los pa dres fundadores, de encontrar en la Escritura la justificación de tal práctica social que diferencia a ese grupo de tal otro. Las tres, pues, dictan comportamientos. A ese respecto, dependen las tres de la his toria de las ideologías. Veamos cómo reescribir la historia, que es tanto como proponer modelos para la acción; cómo la representación que se hace de su pasado tal grupo social es susceptible de tener un efecto de retomo sobre la evolución de la vida política y las relaciones sociales. Judea estaba sometida a los Seleúcidas desde 197; el templo de Jerusalén había sido saqueado por Antíoco IV Epífanes en 169; el decreto que abolía las prácticas judías e instauraba el culto a Zeus Olímpico en el Santuario había sido promulgado en 167. Mientras que muchos judíos se someten a las medidas reales, un sacerdote, Matatías, tomará con sus hijos la iniciativa de la rebelión. Dejan Je rusalén y se refugian en Modín. Cuando llegan los oficiales de An tíoco encargados de imponer la apostasía, Matatías proclama públi camente que él y los suyos no acatarán las órdenes del rey, que no 151
se apartarán de su religión ni a la derecha ni a la izquierda. «Cuan do terminó su discurso, un judio avanzó a los ojos de todos para sa crificar sobre el altar de Modín, según la orden del rey. Al verlo, el celo de Matatías se inflamó (ez&lósen) y su espalda se estremeció; una justa cólera subió hasta él, corrió y lo degolló sobre el altar. En cuanto al hombre del rey, que obligaba a sacrificar, lo mató al ins tante y volcó el altar. Se enardeció su celo (ezélósen) por la ley, como el de Pinhas hada Zimri, hijo de Salu. Después Matatías se puso a gritar con una voz fuerte a través de la ciudad: «¡Que todos aquellos que sienten el celo de la ley (pas o zélón tói nomói) y mantienen la alianza me sigan!» (I Mac., II, 23-27). Asi, según la tradición refe rida por el Primer Libro de los Macabeos, los insurgentes se recla maban de Pinhas y encontraban en ese modelo antiguo la justifica ción escrituraria de su resistenda armada al ocupante seleúcida. Son también el celo de la ley y el ejemplo de Pinhas lo que invoca Ma tatías la víspera de su muerte en su testamento a sus hijos: «A vo sotros ahora, hijos míos, os toca tener el celo de la ley y dar vuestras vidas por la alianza de nuestros padres» (I, Mac., II, SO), y tras ha ber evocado las figuras de Abraham y Josué, Matatías añade: «Pin has, nuestro padre, por un celo ardiente (en tdi zélósai zélon) recibió la alianza de un sacerdocio eterno» (I Mac., II, 54). El gesto del sacerdote Pinhas se cuenta en el libro de los Núme ros (Núm. XXV). Los israelitas se hablan unido a las hijas de Moab y habían sacrificado a los dioses extranjeros. Por eso Dios ordenó a Moisés que diera muerte a los pecadores. «Y he aqui que uno de los hijos de Israel (...) que conducía a una madianita, se puso en me dio de sus hermanos; y eso bajo los ojos de Moisés y de toda la co munidad de los hijos de Israel (...) Al ver esto, el sacerdote Pinhas, hijo de Eleazar, hijo de Aarón, se levantó en medio de la comuni dad; tomando una lanza, siguió al israelita hasta la alcoba y los atra vesó a los dos, al Israelita y a la mujer en la alcoba de la mujer» (Núm. XXV, 6-8). Al matar a Zimri, «ardiendo de celos» incluso de Dios, Pinhas consiguió aplacar la cólera divina de los hijos de Israel. En su lucha armada contra Roma, en el siglo I de nuestra era, los zelotes se reclamaban también de Pinhas (42). El sentimiento de celoso ardor, de atención celosa, que animaba tanto a Matatías como a Pinhas está inscrito en el nombre mismo de los insurgentes del si glo i; con la animosidad acostumbrada en él cuando habla de sus antiguos adversarios, Flavio Josefo comenta así el nombre de los ze lotes: «Se habían dado ese nombre a sí mismos, como si fuera la prác tica de un bien y no las empresas más criminales las que eran objeto de su celo (zélósantesM.43). La palabra hebrea que corresponde al griego zelotes es qanna’im. Designa en primer lugar una categoría de hombres piadosos que ve laban celosamente en el templo por la estricta aplicación de la ley. Por ello leemos en la Michna (Sanhedrin IX, 6), que los qanna’im (42) Cfr. M. Hengel: Die Zeloten, Leyden, 1961, págs. 152-175. (43) Flavio Josefo: Guerra de los judíos, IV, 161; VII, 268-270. 152
tienen derecho a dar muerte a quienes se hacen culpables de ciertas infracciones a la ley y, especialmente, «a aquel que tiene relaciones con una aramea». Ese derecho de ejecución sumaria es el mismo que se había arrogado Pinhas en la persona de Zimri. Luego, el nombre de qanna’im, celadores, se tomó por equivalente de siqarin, sica rio s ^ ): el primer término designa a los miembros del partido zelote en tanto que velan celosamente por que la ley sea estrictamente apli cada, el segundo los designa en tanto que llegan a hacer uso del pu ñal (sica en latín) para alcanzar ese fin. Asi, la referencia a Pinhas se blande como una bandera. Para la causa zelote, esa bandera que retomaron los Macabeos era el signo de las victorias que podía conseguir el celo por Yahvé. No sufrir nin guna intrusión de ningún tipo en la omnipotencia de Yahvé, no to lerar a ningún precio que otro poder venga, de alguna forma, a con trapesar el suyo: eso es adelantarse a los celos de Yahvé. Porque pa gar un impuesto al César es reconocer su dominio sobre una nación que no quiere otro amo que Dios. De ahí el rechazo a toda influen cia de Roma sobre Judea. Pinhas, esa bandera aún adornada por el prestigio de la victoria macabea, incita a tomar las armas y asegura a los partidarios el sostén activo y total de Dios a su causa. El punto de vista de Flavio Josefo era totalmente distinto(45). Tuvo ocasión de ir a Toma hacia 64, cuando contaba veintiséis años, y volvió del viaje muy impresionado por el poderlo romano. «A mi llegada», escribe (46), «encuentro ya las primeras agitaciones revolucionarias y muchos espíritus se caldean con la perspectiva de la insurrección contra Roma. Me dediqué, pues, a calmar a los agi tadores y traté de hacerles cambiar de idea poniéndoles bajo los ojos a quién iban a atacar no tenían talla frente a los romanos, no so lamente en experiencia de la guerra, sino también en suerte. Que no fueran con la cabeza gacha y de manera absolutamente loca a ex poner a los peores peligros a sus patrias, sus familias y sus propias personas.» Para los moderados, cuyo portavoz es Josefo, el adver sario era sólo Floro, el procurador; se trataba de obtener de Roma una política menos opresiva en Judea, pero no de poner de nuevo en cuestión el estatuto político de la provincia. Era preciso «conser var Judea para los romanos y para los judíos su Templo y su me trópoli»^). Para los zelotes, por el contrario, el adversario princi pal no era Floro, sino el César: su objetivo era la liberación nacional. (44) Cfr. Los A bot de R. Nathan, primera versión, cap. VI y segunda versión, cap. VII (pág. 20 de la edición Schechter). Sobre las diferentes apelaciones de los ze lotes y las diferentes tendencias en el seno de este movimiento, cfr. V. Nikiprowetzky: «La mort d’Eliazar fíls de Jatre et les courants apologétiques dans le De Relio Judai co de Flavius Joséphe», en Hommages á A ndré D upont-Som m er, París, 1971, p&gs. 461-490 y sobre todo la nota 1, págs. 465-470. (45) Cfr. el prefacio de P. Vidal-Naquet: «Flavius Josáphe ou du bon usage de la trahison», a la traducción de La guerre des Juifs por P. Savinel, París, 1977, págs. 7-115. (46) Flavio Josefa. Autobiografía, 17-18. (47) Guerra de los judíos, II, 421.
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Flavio Josefo reescribe la historia del pasado de su pueblo de tal forma que el relato parece una justificación de las opciones políticas propias del grupo social al que pertenece y al lado del cual se en contró durante la guerra de 66 a 70. Veamos, pues, a partir del ejem plo de Pinhas, a qué finalidad responde el retrabajo que Josefo ope ra sobre las fuentes que analiza. Examinemos primero cómo relata el historiador el levantamien to de Matatías. El relato del Primer Libro de los Macabeos (II, 1-70) es la fuente de la que se sirve Josefo para la redacción de las Anti güedades judías (XII, 265-286) (48). Ahora bien, resalta en la com paración de estos dos textos que el historiador ha suprimido toda referencia a Pinhas, del que sin embargo se reclamaba Matatías, como hemos visto en I Mac., II, 26 y 54. Asimismo, toda alusión al tema del «celo por la ley» ha sido suprimido en este pasaje de las Antigüedades judías. En cambio, en el discurso que Josefo pone en boca de Matatías en su lecho de muerte, aparece un tema nuevo que es extraño al testamento de Matatías, tal como es referido en el Pri mer Libro de los Macabeos; el padre exhorta a sus hijos a la con cordia: «os conjuro sobre todo a seguir unidos» (omonein) (Antigüe dades judias, XII, 283). Ahora bien, este tema de la unión, que es propio de Josefo, lo comprendemos mucho mejor si lo referimos a los acontecimientos de 66-70 en vez de al levantamiento de los Ma cabeos contra los Seleúcidas. En efecto, para Josefo, los principales responsables de la catástrofe del 70 son los zelotes; son ellos quienes debilitaron a las fuerzas judías, dividiéndolas y entregando el país a la guerra civil; cuando se describe la caída de Jerusalén, Josefo re sume su acusación en estos términos: «La sedición se apoderó de la ciudad y los romanos se apoderaron de la sedición»(49). La consig na de unión en boca de Matatías debe ponerse en relación con la acusación de división, de la que el historiador hace responsables a los zelotes; comenzamos, pues, a entrever cómo las modificaciones que Josefo hace sufrir a sus fuentes apuntan a acreditar la idea de que lejos de ser libertadores, héroes de la historia judía, los zelotes se situaron en los antípodas de los Matatías y Pinhas. Otra constatación va en el mismo sentido que la precedente: en el discurso que él mismo pronuncia en 70 a los pies de la muralla de Jerusalén, para probar por el ejemplo que los asediados no deben esperar ninguna salvación del uso de las armas. Josefo no habla de la insurrección victoriosa de los Macabeos. Pasa directamente de la derrota de los habitantes de Jerusalén asediados por Antíoco IV en 169 al nuevo fracaso que sufrieron en 63, cuando Pompeyo puso si tio a la ciudad (50). Ese silencio del historiador prueba la importan cia que atribuían los zelotes y sus partidarios a este período de la (48) En la sección paralela de la Guerra de los judíos (I, 36-37 para el episodio de Matatías), Josefo depende de Nicolás de Damasco y no del Primer libro de los Macabeos. (49) Guerra de los ludios, V. 257. (50) Guerra de los judíos, V. 390, 394-395.
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historia judía: encontraban en la evocación de ese pasado la certi dumbre de no ser abandonados por Dios; su determinación en el combate se reforzaba con ello. Por último, en las Antigüedades judias(Sl), Josefo parafrasea lar gamente el episodio referido en el libro de los Números (XXV). En tre las transformaciones realizadas en el texto bíblico citemos pri mero la supresión del discurso de Yahvé a Moisés (Núm., XXV, 11-13). Ahora bien, en esos versículos Dios concede a Pinhas y a su descendencia una alianza que «les garantizará el sacerdocio a perpe tuidad, puesto que éste mostró celo por su Dios y ejecutó el rito de absolución para lor hijos de Israel». Otra transformación: el largo discurso que Zimri dirige a Moisés, en las Antigüedades judías, cons tituye una adición con relación al texto bíblico: «En cuanto a mí», declara Zimri a Moisés, «no me harás seguir tus tiránicas órdenes; porque no has hecho otra cosa hasta ahora, so pretexto de leyes y de culto divino, que esclavizarnos y hacerte con el poder por tus mal vados artificios, privándonos de las satisfacciones y alegrías de la vida que corresponden a los hombres libres y sin amo (...). Sí, me he desposado con una mujer extranjera, como tú dices; pero es por mi por quien sabes de mis actos, por un hombre libre»(52). Así, Jo sefo no sólo no habla del «celo por Dios» de Pinhas, sino que ade más hace de Zimri una figura que se alza contra el régimen tiránico instaurado por Moisés y protesta contra todo ataque a la libertad. Ahora bien, la consigna de libertad era una consigna zelote. Eran ellos quienes consideraban el censo, el impuesto, el sacrificio coti diano en el Templo por las intenciones del emperador como otras tantas trabas a la libertad. Para ellos someterse a Roma es recono cer otro amo que el único Dios de los padres. Al otorgar la consigna de libertad a Zimri, Josefo la desvía del sentido que le daban los zelotes: libertad se convierte entonces en sinónimo de licencia... La in tención polémica del historiador es hacer de Zimri, y ya no de Pin has, el prototipo de los zelotes. Hay por tanto, convergencia en el sentido de las transformacio nes efectuadas por Josefo en sus fuentes. Las distintas modificacio nes tienen como efecto desposeer a los zelotes de su modelo, privar a su acción de toda raíz histórica. Esta reescritura de la historia ins cribe la condena de toda opción política de tipo zelote en el relato del pasado de Israel; en cambio incita a los lectores judíos a regular su conducta futura según el modelo del mismo Josefo y del grupo social al que pertenece. La referencia, tanto macabea como zelote, a Pinhas implica cier ta concepción de la independencia nacional, un sentimiento celoso de la identidad del pueblo judío. Esta actitud mental es antitética de la que podía tener un Filón de Alejandría: una y otra entrañan op ciones y comportamientos políticos radicalmente opuestos. (51) Antigüedades judías, IV, 131-158. (52) Antigüedades judias, IV, 145-149.
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El discurso paulino sobre la autoridad y el trabajo A lo largo de la historia el discurso cristiano sirvió de referencia tanto a las empresas más contestatarias como al mantenimiento del orden socio-politico establecido. Preciso es creer que éste ha conser vado en sus escrituras, y por tanto, perpetuado por la lectura que de ellas se hacen constantemente, a la vez una ideología subversiva y una ideología de la aquiescencia, que reflejarían las instrucciones dadas a los cristianos en el imperio. La reunión en un mismo corpus de exhortaciones contradictorias permite una ambigüedad cierta a ni vel de comportamientos. Pero hay otros ejemplos que muestran has ta qué punto la incitación a la acción es tributaria de un sistema de representaciones. La instrucción sobre las autoridades. En el corto, aunque famo so texto de la Epístola a los Romanos, XIII, Pablo justifica la obe diencia debida al poder con esta fórmula: «Porque no hay más au toridad (exusia) que la de Dios y las autoridades que existen están instituidas por él». Un estudio de la noción de exusia mostrarla que Pablo no hace otra cosa que retomar aquí una organización del sis tema de modalidades propia del mundo semítico. El poder pertene ce a la divinidad y el hombre no tiene, por sí mismo, otro poder que la exusia que le es dada con vistas a actuar de manera conforme a lo que Dios espera de él; si no lo hace, corre hacia su destrucción. En el ámbito judío existe incluso una clase de ángeles encargados de seguir el ejercicio que el hombre hace de la exusia que le ha sido de legada. Por eso, la autoridad tiene como finalidad «el bien» (Rom., XIII, 4); basta, pues, con hacer el bien para no tener nada que temer de las autoridades. Ahora bien, esta representación ha tenido el peso que sabemos en toda la historia del cristianismo. Sin ir hasta la épo ca de Lutero o al período contemporáneo, basta con constatar que todos los padres de la Iglesia y todos los mártires, en lo más duro de las persecuciones, se adaptaron a ese principio de un si al Estado(53). En el mismo momento en que el rechazo a reconocer el ca rácter divino del emperador, habría debido arrastrarlos a decir no al Estado, los cristianos no dejaron de ver en la autoridad del Esta do, encarnado en el César, una emanación de la autoridad divina. El emperador no es un dios, pero su poder le viene de Dios. Bajo la tiranía de Domiciano, Clemente Romano escribe: «Eres tú, Señor quien les has dado el poder y la realeza (...) con el fin de que, co nociendo la gloria y el honor que les has otorgado, les seamos su misos y no contradigamos su voluntad» (Carta a los Corintios, 61). En las circunstancias más difíciles, pues se jugaba la vida al negarse a adorar al César, el cristiano no deja de rogar pro salute imperatorum, reforzando así, por una extraña connivencia, el poder que lo aniquila. (53) Cfr. H. Rahner: L ’Eglise et l ’E tat dans te christianisme prim itif, París, 1964, págs. 39-47. 156
La instrucción sobre el trabajo. El cristianismo se enfrentó en el imperio a una sociedad esclavista, radicalmente diferente de la que lo habla visto nacer. Cuando Pablo declara: «Ya no hay ni esclavo ni hombre libre», está claro que no anuncia la abolición de la escla vitud en el mundo romano, sino el reconocimiento, en la comunidad cristiana, de un nuevo tipo de relaciones entre miembros de condi ciones sociales diferentes, que están todos reconciliados con Dios. La incitación a la acción sólo se ejerce, pues, en el círculo limitado de los cristianos bautizados. Si hay conmoción —y podemos consi derar con toda justicia que ésta es una— no afecta al orden del Es tado esclavista. En un caso preciso, Pablo va más lejos aún y, para incitar a los cristianos al trabajo, se funda a la vez en una representación apoca líptica de la historia y en una representación de las relaciones entre apóstol y fíeles calcada de la dialéctica del amo y el esclavo. Ciertos miembros de la comunidad de Tesalónica, en efecto, vivían de for ma «desordenada» y abandonaban su trabajo (II Tesal., III, 6-12), pensando sin duda que la proximidad del fin de los tiempos los li beraba de esta obligación. Según Pablo, esas gentes anticipan una situación final, sin tener en cuenta los momentos intermedios, des critos bajo forma apocalíptica (II, Tesal., II). Al descartar esta po sibilidad de anticipación, el apóstol conmina a los fíeles a volver al trabajo y su carta aparece como un alegato por el mantenimiento, en la comunidad cristiana, del reparto de los papeles en que se funda el sistema de producción. Pablo insiste por otro lado en el derecho que tiene, en tanto que apóstol, de no trabajar (es también el derecho del amo con relación al esclavo), derecho que se niega a utilizar. Lo fíeles, por el contra rio, se conducen como si poseyeran un derecho que no tienen (tanto como el esclavo). La renuncia del apóstol a su derecho teórico obli ga al fiel a una práctica del trabajo. Si el amo trabaja, ¿puede no trabajar el esclavo? Si el derecho del privilegiado se convirtiera en la regla común, seria otro orden el que se instaurara, el del Reino. Ahora bien, el tiempo no ha llegado todavía. La ideología puesta en funcionamiento aquí no es, claro está, in dependiente de la estructura socio-económica existente, sino que, al mismo tiempo, va a proporcionar a ésta nuevos argumentos. El apa rato mitológico en cuyo nombre se pide a los fíeles no poner en cues tión el orden presente, pertenece a una representación del mundo y del tiempo típicamente judía (llegada del Impío, reino de la injusti cia antes de la victoria final y la inversión escatológica); pero esta representación va a reforzar la organización social que regula las re laciones de producción en la sociedad romana. Vemos ahí en mar cha una ideología del trabajo que perdurará como incitación a la ac ción a través de toda la historia de Occidente. Otros ejemplos, igualmente importantes, vendrían a confirmar la importancia de las recaídas ideológicas sobre el comportamiento, en particular político, de los cristianos. Mencionemos en particular la representación cristiana del Mesías, sobre todo en los textos pauli157
nos y johánicos, que hace de él un ser celeste, hijo de Dios, encar nado en Jesús, quien, por su muerte, realiza el sacrificio definitivo y reconcilia a los hombres y el mundo con la divinidad. Esta repre sentación excluye toda posibilidad de acuerdo con la concepción ju dia del Mesias y trajo consigo opiniones irreductibles en el momen to de la segunda guerra judia (132-135). Las comunidades cristianas dispersas por el imperio romano se desinteresaban por las esperan zas en alguna realización histórica del mesianismo judío y por las perspectivas de liberación nacional que se ofrecían de nuevo al pue blo de Israel la víspera de la guerra de 132-135. En particular, los cristianos no reconocían en Bar Kochba al Mesías que saludaba Rabí Aqiba. Justino subraya en estos términos las implicaciones políticas de esas divergencias entre mesianismos judío y cristiano: «En la úl tima guerra de Judea, Bar Kochba, el cabecilla de la rebelión, hacía sufrir a los cristianos y sólo a los cristianos los últimos suplicios si no renegaban de Jesucristo» (Primera Apología, 31). No obstante, la representación cristiana del Mesías, coherente en sí misma, no podía extraerse de antemano de la Biblia judia. Desde las epístolas paulinas (antes de 65) y el libro de los Hechos (antes de 90), los textos judíos son utilizados por los autores cristianos de forma polémica contra las representaciones judias. Haciendo una se lección de esos textos, reagrupando los textos favorables en florile gios, creando un canon dentro del canon, utilizando las versiones griegas antes que el texto hebraico, practicando una relectura que obliga al interlocutor judío a rechazar tal terreno de discusión o a ser convencido de su error, la polémica cristiana estableció progre sivamente una representación ideológica del judaismo cuyas conse cuencias en el comportamiento inmediato y posterior de los cristia nos fueron las que conocemos. Elaborado progresivamente, este es tablecimiento se hace claramente perceptible en el siglo II, en espe cial en la obra de Justino. Así, las instrucciones paulinas sobre la autoridad y el trabajo, la representación del Mesías, son algunos de los temas ideológicos que contribuyeron poderosamente a dar forma a las prácticas sociales y políticas de las comunidades cristianas. La historia de las ideologías judias y cristianas requiere, pues, ins trumentos de análisis muy diferentes. Debe estar atenta a las adqui siciones de la semiótica textual y el análisis del discurso; debe seguir la búsqueda de estas nuevas disciplinas, cuyos resultados y herra mientas son constantemente puestos en cuestión por nuevas profundizaciones teóricas. Las conclusiones de la historia económica, los análisis sociológicos le son igualmente indispensables. Lejos de po der bastarse con la sola documentación escrita, debe tener muy en cuenta los datos de la arqueología, que también es una ciencia en plena transformación. Por otra parte, la historia de estas ideologías debe trabajar ne cesariamente en un ámbito muy vasto, porque puede ser llevada a comparar sistemas de representaciones propios de formaciones eco158
nómicas y sociales alejadas en el tiempo y el espacio, pero sobre todo porque no hay historia de las ideologías si no es de duración larga. Por deseo de claridad hemos dado de la historia de las ideolo gías judías y cristianas una presentación en dos hojas: determina ción de los sistemas de valores por las estructuras económicas y so ciales y acción de retomo de las primeras sobre las segundas. En las diferentes ilustraciones hemos retenido oposiciones tajantes y con flictos claramente marcados. Tal presentación tiene algo de estático, incluso de dogmático, que parece menospreciar el carácter complejo y cambiante de lo real. Habría que poner todo esto en movimiento: situar con más precisión los sistemas de pensamiento en la realidad y la diversidad sociales: así, durante los acontecimientos de 70, los sacerdotes saduceos no abrazaban todos unidos la causa y los inte reses de los notables: un muy vivo sentimiento de identidad incitaba a algunos de ellos a colocarse al lado de los zelotes; tampoco la ac titud de Josefo es en absoluto representativa de la del conjunto de los fariseos: así, el comportamiento de un Rabí Aqiba, durante la segunda guerra judía, partidario irreductible de la insurrección que reconocía en Simón Bar Kochba al Mesías, se inscribe en una co rriente de oposición farisea al imperio. Antes de 70, el conflicto que opone al judaismo ortodoxo y a la comunidad cristiana de Jerusalén se presenta como un conflicto de naturaleza ideológica; pero, ¿de qué antagonismo social es expresión? Sin embargo, a mediados del siglo i, en una época en que las comunidades cristianas no son to davía más que una rama entre otras del judaismo heterodoxo, sería erróneo oponer en bloque ideología judia e ideología cristiana. Habría que analizar también las instituciones —Templo o Sanhedrín, sinagogas o «casa de estudio», familias u organizaciones comu nitarias— que contribuyeron a la reproducción de ciertas acti tudes mentales, a su difusión de arriba abajo de la jerarquía social, independientemente de las diferencias entre clases que no son nada permeables. Describir las grandes lineas de una historia de las ideologías ju días y cristianas será, pues, una empresa prematura. Aquí sólo era posible esbozar una problemática, sentar las bases de un cuestiona rio. Los ejemplos desarrollados para ilustrar tal o cual aspecto de la investigación no tienen tanto la pretensión de desembocar en con clusiones indiscutibles como la de exponer un recorrido. Porque la historia de las ideologías así definida, para este ámbito particular del mundo antiguo más que para otros, es una historia que se está haciendo.
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id e o l o g ía d e l
Isla m
por Mohammed-Allal Sinaceur De un solo texto y de una sola palabra, emergida en la Arabia ignorante y pagana, nace el Islam, sumisión a Allah, Dios único del que todo es signo o símbolo. En este único mensaje, en esta revela^ ción, restitución de una verdad primitiva y perenne, pero desviada o alterada, el mundo llamado musulmán, desde sus comienzos hasta su actualidad, encuentra la referencia que lo une, a pesar de las di vergencias y los cismas. Por eso se ventila en el plano del texto, fi jado desde el origen casi sin variaciones, la adhesión al Islam y se modela la perspectiva que el texto abre; su aceptación es el signo de pertenencia a la comunidad religiosa, cuyo cimiento piadoso ofrece esa palabra inmediata de Allah, dictada a su profeta Muhammad. En este texto, pues, el Islam ha encontrado el enjambre de ideas cons tantes e invariables en la multiplicidad de sus expresiones y en él ha hallado la fuerza que arrastra y el impulso excepcional que hace de él una potencia con vocación mundial. Pero, ¿su unidad real no es sólo un signo exterior? Reducir todo el Islam al arsenal de nociones e imágenes vehiculadas por el libro del que se reclama puede no ser más que una idea, extensible y di161
fusa, que no hace más que describir la línea de la muralla exterior y distinguir sin esfuerzo, sin preocuparse por los círculos y centros interiores, la identidad de un mundo en la mirada que lo plantea otro y diferente de sí. Espejismo de una cartografía completamente actual en el que se conjura, por idealización y distanciación, la com plejidad sin límites de los múltiples hogares del Islam histórico y del Islam moderno. Cierto, el Islam es la aceptación del Corán antes que la imitación del Profeta; pero estas palabras corren el riesgo de estar vacias si no precisamos que designan un tema, vasto e indefi nido, interior a la marcha del Islam, entendido no como aceptación actual y puntual o como obligación caduca perpetuada en la memo ria cultural, sino, para el fiel, como disposición esencial a compro meterse en una vía ya trazada con el fin de labrar un camino propio en el mundo que le concierne. El Islam no es la seguridad de la acep tación, sino el riesgo y los peligros de la interrogación, de la bús queda y del debate, de la explicación continua. El Corán no es el acceso a Dios, ni el tratado de su conocimiento. No es una teología, sino una teomnemia. Una fuente de preceptos para actuar, un recur so para el consuelo del alma. Un texto que es un código, pero «des cendido» progresivamente: «Lo hemos fragmentado para que predi ques a los hombres, discontinuamente, y lo hemos hecho descender con un descenso repetido». Recuerdo, por el mismo texto, del sen tido de la duración en la Revelación, de la necesidad que tiene este dictado sobrenatural de desplegarse sobre un doble decenio de ac ción y predicación, para que se cumpla el destino del Islam, su vo cación de ser también la incursión continua de lo primordial y lo metaempírico en la historia. De ser, encamada en lo temporal, un po der, un código supranacional de vocación universal. Más allá, pues, del indicador más externo, propio para hacer in ventarios objetivos, de las rúbricas enmarcadas en estadísticas, en las que una omnimirada se asegura, a través de su propia división interna, de la unidad de los cismas de un mundo abigarrado, exten dido por el espacio inmenso que separa a Africa de Malasia, debe mos considerar el Corán como un camino hacia el vínculo indisolu ble que constituye la Revelación. Este camino se encuentra atestado de representaciones suscitadas por los fervores iconoclastas de aque llos que, por el Islam, se tranquilizan sobre su valor y su superiori dad; o por los ardores amistosos de aquellos que, en el Islam, en cuentran una apariencia de ser cuyo resorte o garante es otra apa riencia; o, del lado musulmán, por los deseos de apología moderni zada, requerida por el asalto industrial y las exigencias de emanci pación tanto de los hombres como de las mujeres, de las formas del trabajo, de la relación con el mundo y del sentido de la vida; o, por último, por las tímidas adaptaciones de una doctrina concebida para estar por encima de las clases y las razas y limitada hoy a una exis tencia nacionalitaria, en la que el Islam pensado se distingue de la vida de la masa. Tantas certidumbres, envueltas en la retórica de la neutralidad, no pueden enmascarar el hecho de que ninguna pala bra, a menos de dar el pego, podría ser equivalente de todos los as 162
pectos del Islam, ni dejar de apagar, con una sombra inevitable, al guna claridad inaccesible a su luz. Por eso consideraremos no la ex pansión y la evolución de una «ideología» ni sus lincamientos, lo cual no carece de interpretación ni de arbitrariedad, sino el sistema de ideas primitivas que, mediante el Corán, primer texto árabe en pro sa de esta importancia y, por ese hecho, ya un acontecimiento, per mitió la creación de una comunidad, de una especie de nación a la que dio lo que la ha fijado y guiado a través de sus carnavaladas le janas y sus intrigas nuevas. Y la posibilidad de ser el portador de un mensaje universal. Emergencia del ideal comunitario Así, único enunciado del Corán inicial, se inscribe, en sus aspec tos múltiples y matizados, el propósito original de una crítica social. Si se precisa y refuerza a través de las nociones más familiares, no deja de traicionar, en su acento muy ético y su desinterés, las líneas de fuerza de una acción, las líneas de un pensamiento enraizado en la cima de un mundo y de una ciudad conminados a confesar, una su incapacidad, otro su iniquidad. De ahí la incesante denuncia de la servidumbre, de la presunción de los jefes y de su ingratitud. Y la voluntad de desafiar a imperios declinantes en donde se avivaba, en el mismo corazón de La Meca, la lucha de los clanes y se enardecía la añagaza de los armadores de caravanas florecientes de riquezas co diciadas, detentadores de privilegios irreflexivos, abusivos y ultra jantes para La Meca, cuyo comercio se aprovechaba de la atracción religiosa sobre el conjunto de Arabia y de la habilidad política para dominar, a expensas de las tribus del Sur, los caminos del negocio. En este imperio de la finanza, recordar al hombre su esencia de cria tura era menos dotarlo de una «visión del mundo» o invitarlo a sa tisfacerse de la moral del mandamiento y de la persona que prepa rarlo para realizar el trayecto que, de la ética, lo conduce a su pro pia finalidad, de esencia comunitaria y política. Abolir en el hombre el olvido de la soberanía universal de la ley trascendente, del orden divino que le excede, era también educarlo para concebirse gerente de los bienes que ese orden le consiente, y administrador de la coe xistencia de los grupos a los que pertenece. Todo en esta nueva em presa debía tender a acreditar la idea de que no hay otro remedio contra las sacudidas que amenazan a la «sociedad», la colectividad, que el ideal comunitario que la desborda. Pero hay que legitimar este ideal antes de buscar cómo hacer posible su realización. El Islam como crítica social Para legitimarlo, la idea principal es que todo lo que el hombre amasa y acumula no le es de ninguna ayuda en su penuria y en su desamparo: testigos son el revés de la fortuna, el mañana imprevi 163
sible, el gusano escondido que roe toda riqueza y toda suficiencia, toda independencia ilusoria. Porque «todo lo que hay sobre la tierra pasará». Que el hombre considere de qué ha sido creado y verá que todo favor a él concedido no borra las consecuencias de su origen ínfimo, ni deroga la amenaza del «apuro supremo» ni la inminencia del «abismo». Así se impone la cuestión ética fundamental, que mar cará con un sello innovador no solamente la religión, sino lo que constituye su propia base, la «religiosidad de lo religioso». El Is lam despoja a los hombres de su autoridad sobre sus propios bienes, porque los bienes no son de nadie. Una parte de los bienes en que se goza un hombre, corresponde al mendigo y a) miserable, que de ben ser respetados, al huérfano, que debe ser honrado, porque en el orden divino «ninguno tendrá influencia en favor de otro». Anula ción del valor social añadido y promoción del «otro», de la persona humana que, por si misma y sin consideraciones de parentesco o de clan, tiene un valor eminente. Lo que habría podido conducir, con la denuncia de los vicios, los pecados y los crímenes, de la violencia social inmanente a las riquezas y parapetada tras una inocencia de alarde, a satisfacerse de los consuelos del más allá y del embriaga dor hallazgo de los tesoros del valor íntimo, del fervor indecible del alma singular. Pero no. Hay otra vía, hacia la vida interhumana y no hacia los placeres interiores; vía garantizada por una vocación que se convierte en estructura legal del Islam, en la que la ley cobra el significado religioso esencial que el dogma no alcanza y en la que la mística pura aparece siempre impregnada de evidente heterodo xia. Nada ilustra mejor esta vía que el tozakki, purificación y recti tud, que se expande en la zakat, limosna legal, deber de la fortuna para con los menos afortunados, estando el derecho de éstos comu nitariamente garantizado porque el rico es sólo depositario momen táneo del bien social, y, por tanto, más gerente que propietario, y gerente obligado a responder de su gestión el dia del juicio último. La fuente del poder político Despojados así los ricos del poder absoluto sobre los bienes, el Islam se orientó visiblemente hacia una vocación distributiva limi tada, hacia la necesidad de una organización de la vida comunitaria. La ética abre la puerta a un conocimiento social. Pero el ideal que ésta implica sólo puede promoverse si se reclama de un orden que despoja a los clanes, unidos por lazos de parentesco o de riqueza, del poder político que pretenden por su poder pecuniario. La ética de la generosidad, en tan total ruptura con los usos de la tribu, pre paraba ya, al mostrar que no hay refugio contra el deber social y marcar su prioridad en la critica a la acaparación y la dilapidación, a la avaricia y la codicia. Todo eso, que habría podido constituir sim plemente un conjunto de ideas, se convirtió en una política. No en razón del conflicto violento, en principio larvado, luego estallado tras la amenaza que habrían hecho pesar la firmeza y solidaridad de 164
los primeros conversos, parientes cercanos de Muhammad, aristó cratas aislados, jóvenes dirigidos al porvenir, prendados de origina lidad y despreciadores de los débiles de toda índole, movidos por un impulso imperceptible, exigiendo la ruptura con el orden pasado. No en razón de ese conflicto ni directamente bajo su influencia. Sino en virtud del hecho de que el ideal comunitario implicaba, si no se con finaba en una ética exclusivamente dirigida a la conciencia de sí, la convicción y la contemplación, una alternativa política: una nueva voluntad social se sellará en la voluntad de una dirección política, de un monopolio de poder que garantice la continuidad de la expe riencia islámica. También, creer en Dios, aslama, comporta la adhe sión a la idea de que una trascendencia inaccesible a lo particular, universal y necesaria, funda y legitima todo poder. Reconocerlo es convenir que ninguna deidad local podía sustituirlo; por lo que se rompían el cimiento idólatra y la independencia de las tribus. Islam significa «sumisión total a Dios»; ningún poder puede, pues, legiti marse si no es por la fe en él. Esta fe, cuya ciencia gustan los doc tores de adornar, explica el primado de la ética sobre la política, la prioridad del designio comunitario y la intención que lo anima so bre las formas de su encarnación y sobre su organización, y justifica la ausencia de teoría del poder en tanto tal, ya que el verdadero po der está en Dios. Componente de la predicación en sus comienzos, esta idea se mantiene en el Islam a través de los siglos. La tradición refiere que Otba, habiendo propuesto a Muhammad riquezas en nombre de los otros jefes Qorayshitas, si eso era al menos lo que bus caba, y todos los honores si sólo aspiraba a convertirse en Sayyid, éste, tras haber recitado los versículos del Corán: Ha Mim. Esto es lo que revela el Clemente, el Misericordioso: un libro cuyos versícu los distintivos forman un Corán árabe, para los hombres que tienen inteligencia; un Corán que contiene promesas y amenazas; «pero la mayoría se alejan de él, no quieren oírlo...», lo invitó a escoger su partido a su antojo o, como diríamos nosotros, a asumir sus respon sabilidades. A lo que Otba explica a los suyos que si el Profeta triun fara, su poder sería el de ellos y lograría la gloria de toda la tribu. La renuncia de Muhammad a la avidez, a la ambición, la defensa enconada contra las declaraciones que lo mostraban como un poeta o un loco, anulando el efecto de los mayores ultrajes, sólo se expli can por una especie de claridad política implícita y secreta, ilumina da por una voluntad absoluta de poder, tal como lo ilustra la decla ración que se le atribuye como respuesta a la pregunta de otro qorashyta: «Si te seguimos y Allah te hace vencer a los enemigos, ¿es timas que nosotros debemos sucederte en la autoridad? —La auto ridad depende de Allah, Allah la sitúa allí donde quiere.» Esto está en contra de todos los recursos del pasado árabe, tribal y mercantil, subordinando la actividad de Muhammad, en sus obligaciones de hombre y sus deberes de avisador, a Allah, pero asegurándole de paso un poder que los árabes no consentían más que a las costum bres, que contienen lo conocido y lo previsto, que albergan la tradi ción y las costumbres santificadas por los usos de los antepasados. 16S
Por ello Muhammad sigue siendo insensible a los mercadeos, infle xible, totalmente tendido hacia sus fines y tanto más por cuanto su calidad de simple portavoz acreditaba la idea de que la actividad po lítica no está en poder de ninguna familia, de ninguna tribu, de nin guna ciudad y no corresponde de manera natural a nadie. Metrópoli y clanes son así despojados de toda pretensión de dominio de los unos sobre los otros y, por una operación intelectual inesperada, dis ciernen en el poder, en el mismo momento en que lo codician y éste deja expresar las aspiraciones más temporales, fines eminentemente teologales. Significado de la unicidad divina y universalidad del mensaje Pero, con toda evidencia, el ideal comunitario se armoniza con otras ideas: se contempla en el deseo de unidad y en la exigencia de unificación, marca de un sentido del pensar y el actuar exento de es pera y resignación. La situación introducía la inteligencia; toda cor tina de humo debía ser reducida a través de las oposiciones sensibles y felices, para que se afirmase una ideología acorde con una estra tegia, con el advenimiento de lo imposible. Algo distinto, pues, a un pensamiento puramente visionario: un pensamiento comprometido en los debates, expresando, en esos intercambios y variaciones que implican, una vida que desemboca en una presencia natural, indis cutida en el campo árabe y el espacio político de entonces. Ni la es peranza mesiánica, ni la idea de Cristo como Modelo o.como Gra cia podían sugerir la urgencia del actuar tan especifica del primer Is lam. Irresistiblemente se verificaban, pronto llenas de eficacia, la imagen de una sociedad y la idea de un poder hostiles tanto a las costumbres sociales como a las barreras alzadas por el clan y la for tuna. Ahora bien, es la idea del TawhTd, la que traduce los objetivos por el sesgo de las visiones religiosas. Ella funda el programa de cam bio, asi como el poderoso movimiento comunitario. Ella preside el impulso unitario, ininterrumpido y cada vez más preciso, que hace de la reforma del mundo una idea de interés divino, desbloqueando el interés que obstaculiza la ciudad impía, que es la ciudad inicua. La trascendencia absoluta de Dios combate, claro está, la ceguera de los hombres a sus propios fetiches, denuncia los privilegios pere cederos y recuerda la dominación exclusiva de Dios. Pero todos esos aspectos, llenos de virtualidades solidarias, desde la negación de ser y poder a los ídolos, hasta el monoteísmo estricto de la predicación final, no hacen sino definir, en el lugar de su experiencia, una iden tidad política. Para Arabia es el don milagroso de su individuación, la base de su réplica a las codicias de los poderes; el resultado de los golpes de ensayo concilia por fin los empujes políticos, nacidos en la lógica del negocio, con las lecciones de lo real. La unicidad de Allah, divinidad primero de la familia Hachim, ilumina la ambición unitaria y erige, por su simplicidad, que es su fuerza, una dicotomía que permite zanjar entre la religión y lo que no lo es, entre el amigo y el enemigo, el sometido a Dios y el insumiso a secas. 166
Por una parte, monoteísmo que es búsqueda de un saber de Dios y afirmación de su poder, el Islam no puede, por su lógica interna, admitir ninguna confusión sobre la unidad de esencia, de atributos y de nombres que hace de Allah, señor de los seres y de las cosas, una realidad más allá de la analogía, del icono y de la representa ción, más allá de toda mediación, de toda comunión y de toda in tercesión. Por otra, mensaje universal, está destinado a una trans misión sin exclusiva, abocada a extenderse entre todas las naciones, y no vacila en legitimar la idea «misionera» de una manera clara a más no poder, porque «puede que aquél a quien se transmite una en señanza la comprenda mejor que aquél de quien la ha oído»; puede que un discípulo situado lejos en el espacio o en el tiempo valga más que un testigo contemporáneo. De ahí el concepto de Dios en el que algunos vieron «una simplicidad salvaje», como «calcinada por una fe desnuda», circunscrita en una dialéctica rigurosa entre las nocio nes de unidad y universalidad, escandida por la necesidad, para todo ser que se reconozca en otra voluntad que la suya como sujeto y como criatura, de someterse a un poder que, por dirigirse a todos y no ser de nadie, imponiéndose al universo mientras se abre el por venir, funda a la vez el poder y la subversión. Porque si el judaismo es desechado es por haberse cerrado a la universalidad y si el cris tianismo es evitado, es por haberse encerrado en lo espiritual y la interioridad; asimismo, los ídolos son abatidos como emplazamien tos y madrigueras de los particularismos de todo tipo: el objetivo de una Umma quiere la desaparición de las deidades locales y de las fuerzas centrífugas, la erradicación de las fuentes de la ambivalencia y de la contradicción. El ideal orgánico prefigurado en La Meca y realizado en Medina ha hecho su camino con el tiempo, gracias a ideas movilizadoras enraizadas en la historia. Trascendencia y repetición histórica El Islam se presentó, en efecto, como la restauración de una fe antigua, rectificación del mensaje islámico de Abraham corrompido por la ignorancia, conmemoración y restablecimiento de los mensa jes ya bajados del cielo, de los hechos y acontecimientos de úna his toria cuyo rastro no cesan de borrar, cuya memoria no cesan de abo lir el incrédulo y el impío y el inicuo. Tales llamadas, que Dios sus cita y renueva, son los puntos sobresalientes de un devenir irrecusa ble y equivoco, el de los pueblos que siguieron sordos a las adver tencias de los portavoces, castigados por haber descreído y haber es cogido perderse, tal como atestigua mucha ciudad de escala o tráfi co inmoral. La amenaza coránica evoca a menudo, mediante el po der del acento que describe la desaparición de pueblos memorables, definitivamente vencidos por la debilidad de haberse hundido en la vanidad y sus réplicas, el juicio final y restitutivo que, ya en la his toria, conduce a la ciudad inicua de decadencia en decadencia hasta el silencio irremediable. Desastres y catástrofes, repentinos y cícli167
eos, animados por imágenes escatológicas, no dicen solamente que la hora propicia Dios destruye el mal y lo arruina, sino que indica el fin del tiempo en el tiempo, como una presencia de la eternidad en los múltiples fines premonitorios. Idea santificante, que no debe ocultar la eficacia de la religión arraigada en Arabia, del Islam tal y como es en la verdad sin edad que desde Abraham no ha dejado de iluminar el mundo que la ignora y que debe descubrirla, para en contrar en ella lo que lo fija y lo guia, lo salva de los desgarros y de los cismas, le da un principio de avance, funda la iniciativa social y justifica su directiva sacra. Ocurre entonces que, siguiendo estos prin cipios, el tiempo, parábola de la intervención de Dios en el espacio de los hombres, no es irreversible por ser dependiente de este modo, suspendido de los decretos recurrentes, de las revisiones, recapitula ciones y repeticiones, de los incesantes ascensos «por encima del tiem po» motivados por las revelaciones del mismo y antiguo mensaje, de Adán a Muhammad, y por las labores de recuperación y reforma ción, por misiones de restablecimiento y de verdad cuya teoría ofre ció Ibn Jaldún fijando sus condiciones y criterios. La llamada que viene de una piedad sincera siempre es oida: ninguno duda de ella «si es musulmán y tiene visión interior». Pero nadie duda nunca de ella porque la audibilidad del mensaje se funda en un «poder» pro pio de todo hombre. Ese poder es la manifestación en el tiempo de la respuesta intemporal de los hombres a la pregunta de Dios: to mando, en efecto, a los hijos de Adán y haciéndoles testimoniar so bre si mismos: «¿No soy vuestro Sefior?», éstos asintieron y recono cido, de este modo el Islam, mediante un pacto primordial como mo nismo testimonial. Ese pacto es el que atestigua, de retomo, la dis posición innata, la fitra, fondo de luz bautismal e invencible espera de un libro o de un lenguaje. Esta historia de repeticiones no historiza nunca la eternidad. No concilia los términos contradictorios de eternidad y tiempo. La eter nidad interviene en la historia que lleva sus marcas, pero sigue sien do exterior a ella. Marcas de la eternidad en el tiempo, los restos que perduran exaltan, en su misma ausencia, la vía de Dios; y la dis posición de los hombres a someterse a los principios de un orden que es justicia, a intentar promoverlo. El descenso de la luz hacia los árabes debía autorizarse también por un doble anclaje y un do ble inicio, por un arraigo en la historia ideológica y en la historia política y social. Para su eficacia, la revelación respetaba asi el curso habitual de las cosas. Se hizo interpretación de la historia real y de sus proyectos efectivos. Se reconoció en los signos de un pasado y en sus fastos, símbolos surgidos en los confines de los deseos y las realidades y cuyo poder está atestiguado entre lo que se ofrece como vestigio que se ve o premisa que se descubre. Por una parte, desde el punto de vista ideológico, el Islam se da a sí mismo una tradición cuyo rastro visible es la creencia de los hanifs que la nueva fe des peja en su verdad plena: retomo a la religión de Abraham, icono clasta, iniciador de la unicidad, constructor del templo convertido en el horizonte de los horizontes árabes, para estar en la encrucijada
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de las suertes que toman asiento en tierra espiritual. Abraham, hijo de Azer, habiendo desafiado a Nemrod, rey de Babilonia, se exilia con Sara, su esposa, a Siria, Palestina y Egipto, en donde el faraón regala a Sara una joven esclava llamada Agar; y Agar, ofrecida a Abraham, da a luz a Ismael. Pero Abraham, mirando por la celosa Sara e instruido por una revelación celeste, conduce a Ismael y a su madre al lugar en el que, más tarde, se construyó la Meca. La alian za con los autóctonos, Djorhom y Catura, da los hijos que perpe tuaron su raza, en el recinto del templo construido por Abraham e Ismael sobre un modelo que muchos teólogos dicen haber sido con cebido en el Cielo, antes incluso de la creación de Adán y realizado, según el Corán y según las creencias anteriores, por aquellos que hi cieron de un lugar de exilio una tierra de alianza y de asilo; por Abra ham y su hijo, como da fe materialmente el «pedestal» (Magam Ibrahim) con la huella del pie del patriarca. Acabado el templo, Abra ham hace retener la obligación islámica universal: «¡Oh, pueblos! Co rred hacia la casa de vuestro Dios». Hechos multivalentes y multisignificantes, que ligan por un pacto inextricable lo imaginario y lo real y, con toda seguridad, Arabia y la realización de lo que la une y la dota de una identidad que encarna, más allá de ella misma, los objetivos de un universo más extenso. Esta referencia al pasado legitima asi un orden por venir, inves tido en una relación trascendental en la concepción general y la cues tión metatemporal planteada a Adán, pero también en una relación ideológica que une, en la historia, Arabia al Universo de los profe tas y al Profeta a una genealogía santa, hostil a la idolatría. La idea de repetición domina, implicando un modelo que no es solamente del orden del sueño, de lo primordial, sino que es repetición de una historia efectiva, contrariada, como suspendida por un tiempo y vuel ta a la escena del presente para salvar La Meca, que sólo tiene que escoger entre disolución y anarquía o revisión de sus bases políticas y sociales, retorno al designio de Hachim, artesano de su poder y de su fortuna. La Meca, antes del Islam, jugaba ya un papel nacional. El recin to sagrado y el sistema de los meses prohibidos hacían posible el co mercio y la seguridad, haciendo coincidir a menudo ruta comercial y ruta religiosa, mercados y peregrinaje. Pero la revolución esencial, en esta indistinción primitiva entre lo religioso y lo comercial, es el devenir internacional de un comercio local. Debilidad de los impe rios vecinos, deficiencias de sus protegidos, hundidos en sus reveses y su fatuidad, ése fue el vacío; y La Meca, encrucijada providencial de rutas concordantes, aprende la lección de esta debilidad, pone en marcha su experiencia y el potencial proporcionado por los exce dentes exportables. Hachim, bisabuelo del Profeta, armador de ca ravanas y fundador de expediciones comerciales, en verano a Siria, en invierno a Yemen, negocia directamente las cartas que consagran el refuerzo económico de La Meca, y su hegemonía sobre la región, en la que la seguridad conseguida aprovecha fuerzas nuevas. Asi es tallaron los límites fijados a una prosperidad y se preparó la trans169
gresión de una esfera de actividad limitada por los intermediarios so metidos a los abisinios, a los sasánidas y a los bizantinos. La extensión de la actividad comercial y la aparición de un di namismo internacional apelaban, no obstante, a la solución del pro blema interno: habla que imaginar fórmulas de concertación y de alianza, variadas y adaptadas que pudieran asegurar un negocio sin peligro. La idea de «comunidad», con su impacto real y su aureola sobredeterminada, nació de los esfuerzos concordatarios, si no uni tarios, de Hachim, «el desmenuzador», aquel que desmenuzó el pan para socorrer a ciudadanos hambrientos y compatriotas sin recur sos. Las alianzas que consagraban los pactos de seguridad, ilaf, u otras formas de cooperación, crearon como una commonwealth en la que la prosperidad de los ricos tenía «recaídas» para los menos ricos. ¡Situación efímera, nos tememos! La lógica de los intereses hizo pronto a las almas sordas a todo impulso de generosidad o so lidaridad, tanto que el sistema de seguridad por alianzas perdió su significado inicial. Alianzas limitadas, llamada hilf, aseguran ahora a los ricos el monopolio del comercio y el monopolio de sus frutos, por eso Muhammad, al principio, actúa suavemente, con una pru dencia a la medida de lo poco que era y del mal a evitar. Un gran principio de violencia gobernaba en La Meca: era preciso, para te ner éxito, para repetir favorablemente la historia a través de las di ficultades correctamente descubiertas, asentar algo parecido a una verdadera soberanía: exteriormente en la punta de las lanzas, inte riormente en la base religiosa, en el consentimiento. El profeta cul mina esta doble tarea. Las ideas esenciales del Islam están ahí. La intención de Estado consensual está ahí. Y también la obra realizada en Medina por una constitución que instituye a «los musulmanes... en un solo y mismo cuerpo de nación», y por una acción en la que el Estado aparece con una policía, un ejército, una ideología orgánica y, digan lo que di gan, extremadamente flexible, abierta a las oportunidades, erigien do al Profeta en juez y árbitro de «toda contestación que podría sur gir en el futuro entre aquellos que acepten la presente carta», entre musulmanes. Asi, en el corazón de la historia efectiva, el Islam, uni tario en Arabia, es universalista para implantarse en otras partes; pero aparece también como repetición, esta vez santificada y defini tiva, de una historia cuyo modelo profano empezamos a conocer, y a la vez de una revelación antigua, árabe y de vocación humana y mundial. Sin embargo, la estructura sacra aparece mucho mejor ar mada para triunfar; establece un orden que, políticamente, rompe to talmente con el pasado, que sólo vive, a partir de entonces, por ras tros, vestigios, supervivencias, tradiciones.
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BIBLIOGRAFIA A. E l Corán 1. Nota preliminar: la fijación del texto coránico tiene toda una his toria cuyas principales etapas se encontrarán en R. BLACHERE: lntroduction au Coran, Maisonneuve, París, 1947, I-LIX, 273 págs. 2. Las traducciones disponibles son, como todas las traducciones, muy poco satisfactorias cuando se trata de una comprensión del detalle, exigente o fina. La traducción en lengua europea más in teresante actualmente es, a nuestros ojos, la del profesor Rudi Paret. Está animada por una curiosidad histórica tan sutil que los contrasentidos que comete surgen de interrogaciones que tienen su sentido. Un ejemplo bastará para probarlo: la traducción del versículo 123 de la sura IX. La traducción más corriente, la de Kasimirski, lo ofrece asi: «Es menester que no todos los creyentes vayan a la vez a la guerra. ¿Por qué no habría de marchar un destacamento de cada tribu, con el fin de que, instruyéndose en la fe, unos puedan instruir a su vuelta a sus conciudadanos, y con el fin de que éstos sepan pre venirse?» Es evidente que no se ve la relación entre la marcha contra el ene migo y la enseñanza religiosa a dar por aquellos que han parti cipado. Y sin embargo, en este sentido ofrece el mismo pasaje la traducción de R. BLACHERE: «Los creyentes no deben lanzarse [en campaña] en su totalidad. ¿Por qué, de cada fracción de entre ellos, no se lanzaría un gru po [en campaña] para instruirse en la Religión y advertir a los suyos, cuando [este grupo] vuelva a ellos? Quizá estarán sobre aviso». La expresión, tan elaborada, aumenta la oscuridad de la traducción. R. P aret ahonda más. Habiendo notado que en el versículo 121 se hablaba de circunstancias particulares, ya que se dice: «No es pro pio de los habitantes de Medina ni de aquellos beduinos que es tán a su alrededor quedarse en la retaguardia del Profeta de Allah, ni desear su comodidad más que de El...», etc.; considera que la inteligibilidad del versículo 122 depende esencialmente de la interpretación de las dos formas verbales «liyanfiru» y m ofa ra». El verbo najara significa huir (a toda prisa, tratándose, por ejemplo, de un animal huido) y, a partir de ahí, ponerse en mar cha, especialmente, a decir verdad, para una expedición de gue rra. En ese sentido, najara aparece en 4, 71, 9, 38 y ss., 41, 81. A priori, se entiende fácilmente que ése es el sentido de najara en la versión en cuestión, más aún cuando los versículos vecinos (120, ss y 123) hablan también de guerra (contra los infieles). A eso se opone, sin embargo, una dificultad de hecho: en la segun da parte del versículo se expresa el deseo (lauta...) según el cual de cada «fracción» un «grupo» debería partir en expedición, para que éstos (es decir, con seguridad, la gente de la que se consti171
tuye tal grupo) puedan ser instruidos en la religión y enseñar a los demás tras su vuelta. Pero, ¿cómo puede, precisamente, la gente perteneciente a tal grupo ser iniciada en el conocimien to de la religión (islámica)? Debemos, pues, admitir más bien que no se habla aqui de ninguna expedición de naturaleza gue rrera, sino de una peregrinación pacifica. Por tanto hay que admitir, por ejemplo, para comprender el pasaje, hechos tales como: Hacia el final de la acción de Muhammad en Medina bien pudo ocu rrir que tribus enteras o confederaciones de tribus se hubieran de cidido a aceptar el Islam y se hubieran puesto todas en marcha, juntas, con vistas a recoger en la misma Medina las últimas re velaciones y completar su conversión. Podemos pensar que Mu hammad se pronuncia entonces contra un aflujo masivo de nue vos fieles. Y, de hecho, bien pudo proponer, en lugar de esto, que solamente se dirigieran a Medina pequeñas unidades que vol vieran pronto para informar a sus contributarios, formarlos en la nueva religión, en una palabra conducir a su fin el trabajo de iniciación y conversión. Rudi Paret ve que si retiene esta explicación, que elucida la idea de iniciación y enseñanza al precio de una interpretación particular de la «salida en campaña» (que se convierte en una marcha pa cifica), lo que resulta totalmente abolido es la relación del versí culo con su contexto. En efecto, el contexto sólo habla de «hos tilidades» y de «enemigos»: los fieles, que han cobrado ventaja sobre el enemigo, son arengados y, además, el versículo 123 dice explícitamente: «¡Oh, vosotros que creéis! ¡Sabed que AUah está con los piadosos!». De lo que resulta que la idea de enseñanza y la idea de guerra hay que tomarlas en serio en el pasaje. ¿Pero cómo? Comprendiendo el versículo, siguiendo su sentido más inmediato: sólo ciertas fac ciones deben ir a la guerra, cierto número de fieles debe quedar se para mantener a la comunidad en la idea de religión. Primero, ése es su sentido natural. El sentido conforme al texto, con forme a la gramática. Luego, es el que han retenido la mayoría de los comentadores, que han discutido a menudo la otra inter pretación, pero que, normalmente, no han confundido o combi nado las dos lecturas posibles. Por último, otra razón se opone a la interpretación elaborada para dar un soporte histórico, verosímil pero arbitrario, es decir, to talmente especulativo. Resalta del contexto, del espacio del ver sículo. Se trata ahí de «creyentes»: «Los creyentes no deben lan zarse en su totalidad...» Esto implica en verdad una conversión ya adquirida. Por consiguiente, la necesidad de ir a Medina para profundizarla e instruirse queda excluida. Por eso, aparte de la introducción de R. Blachére, pensamos que para las traducciones del Corán —entradas, ay, en un circuito co mercial que aumenta su precio en una medida sin proporción con su calidad, más bien a la baja, exceptuando el esfuerzo de esti-
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lo— la mejor es además la menos cara. Por ejemplo, la de Kaedición de bolsillo en Garnier-Flammarion.
ZIM IRSKI,
B. E l H AD ITH Es la segunda fuente textual directa para todo estudio del Islam: plantea un problema previo: no es accesible en lenguas europeas. No cabe duda: se han estudiado mucho los problemas plantea dos por la recensión y la transmisión de las palabras del Profeta, pero de edición satisfactoria y accesible de las grandes coleccio nes canónicas y clásicas, nada. La traducción francesa de Boukhari, realizada por Margáis y Houdas (As-Salih: Les traditions islamiques, trad. Margáis y Houdas. Publications de l*Ecole des Langues Orientales vivantes, París, 1903-1914, 4 vol, in-4&) no puede pretender la perfección. Además, sólo está disponible para los especialistas... que normalmente, tienen acceso a las fuentes árabes. Sobre el Hadith disponemos en francés de los Etudes sur la Tradition islamique extraídos del tomo II de las Muhammedanische Studien, de I. Goldhizer, traducidos por L. Bercher, Adrien-Maisonneuve, París, 1952. El problema fundamental, quizá menos del Hadith que de Goldhizer, es, una vez «establecida» la inau tenticidad de los textos mediante un análisis del contenido, mos trar que el estudio del Hadith ilumina o bien el deseo de autolegitimación que anima a los diversos partidos que asumieron la autoridad suprema, o bien el deseo de justificar los principios que movilizan a las causas opuestas. Resulta de ello que el Ha dith debe informarnos sobre las luchas y tendencias políticas y no sobre el primer Islam, pero en los principios de los estudios de I. Goldhizer hay un postulado: el olfato de los críticos de tra diciones apócrifas debía ejercerse tanto más cuanto la habilidad de los falsarios es mayor. Hay un riesgo: medir la producción intelectual del área cultural del Islam en nombre de principios que ganarían de ser puestos en cla ro. Si no, tenemos la impresión de que la problemática del Ha dith, apócrifo o no, no es la interna de la tradición. Una tradi ción que ha ido muy lejos en el sentido de la duda (metódica). Omitir darle el alcance que merece es condenarse a no captar to dos las motivaciones, las elaboraciones, todo el significado. Desde el punto de vista tradicional, Khatib al-Baghdadi expone, de la manera más clara posible, las razones y la necesidad de una crítica del Hadith, indispensable sobre todo porque en tiempos del Profeta no se preocupaban por anotar sus palabras. Así, evi taban que fueran confundidos con el Corán. No es, evidentemen te, la única razón. Las otras están en ella. Una crítica previa debía preocuparse de la noción de «compañero del Profeta» en sí misma, o más exactamente, de la noción de discípulo contemporáneo. En ese sentido, quien ha tematizado el propósito y profundizado en la crítica es Ibn Hajar en su famoso libro Al-lsaba f i tamyiz As Saha ba. El autor intenta definir la 173
propia noción. Luego prueba a clasificar a los contemporáneos, según los testimonios más seguros, en: a) compañeros atestigua dos, b) compañeros nacidos en tiempos del Profeta; c) contem poráneos que hayan vivido en el momento de la revelación sin haberse encontrado o visto al Profeta; d) hombres citados en los libros de la tradición por error y falsedad: compañeros «imagi narios». Por otra parte, el trabajo más reciente que haya puesto en acción estos problemas con vistas a un conocimiento positivo de la his toria de las ideas en el Islam se debe a J. van Ess: Zwischen Hadit und Theologie, Walter de Cruyter, Berlín-Nueva York, 1975, sobre el que publicamos un artículo que aparecerá pronto en Cri tique (Minuit). C . E s t u d io s
h is t ó r ic o s
En francés: el Essai sur l ’Histoire des Arabes avant l ’islamisme, du rante la época de Mahoma y hasta la reducción de todas las tri bus a la ley musulmana, de Caussin de Perceval (1847-1848) se benefició de una reproducción fotomecánica en Austria: Akademische Druck und Verlagsanstalt, Graz, 1967. Es una obra en la que el autor se propuso «reunir, discutir y coordinar... todos los documentos que ofrecen los autores orientales sobre el pueblo árabe, desde su origen hasta el momento en el que su poder co menzó a desarrollarse.» SCHABAN, M. A.: Islamic History, A. D. 600-750 (A.H. 132) A New Interpretation, Cambridge Úniversity Press, 1971, con una bi bliografía, reducjda a lo esencial (págs. 190-192). El estudio preliminar que hemos presentado es sólo una situación de ideas conocidas. Queríamos verificar su conjunto de variaciones y la totalidad de las expresiones. Hemos debido renunciar. Como nunca hemos perdido de vista, a través del interés por lo pri mitivo y lo antiguo, los problemas de la actualidad, nos permi timos enviar a aquellos escritos que evocan, en su forma moder na, los problemas actuales del Islam y el mundo árabe: AMINE, S.: La Nation arabe, ed. de Minuit, 1976. B E R Q U E , J.: Les arabes d ’hier á demain, Ed. du Seuil, París, 1960. GlBB, H. A. R.: Modern Trends in Islam, Chicago, 1947 (trad. fran cesa, París, 1949). L A R O U I, A.: L’Idéologie arabe contemporaine, Maspéro, 1967.
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CAPITULO VII
LAS IDEOLOGIAS MONOTEISTAS DEL PODER
1. D
e
C o n s t a n t in o
a
Carlom
a g n o o l a p r o p e d é u t ic a
ECLESIAL DE LOS PODERES
por Pierre Grioleí Ecclesia, Iglesia. Una traducción demasiado rápida produce un vacio etimológico. En realidad, habría que decir más bien Elcklesia. En otras palabras, reencontrar el sabor del término griego, que sig nifica «asamblea política del pueblo». El Nuevo Testamento, en efec to, tenía a su disposición dos palabras para expresar la unión de los cristianos: ya ekklesia, ya synagogé. Se operó una separación: el cris tianismo retendrá el primer término, el judaismo conservará el se gundo. La etimología connotaba una dimensión política. El uso neotestamentario —patentemente— enterrará en el inconsciente este ma tiz. Pero, y esto es completamente esencial, una doble red actuará sobre la palabra: el singular designará lo imperecedero. En otras pa labras, el cuerpo de Cristo. Para marcarlo mejor se hablará con gus to de «La Ekklesia que está en Jerusalén o en Antioquía...» Asi, la única asamblea del pueblo de Dios encuentra localización en tal o cual lugar. El plural, esas «iglesias», sólo se opone en apariencia para marcar la pluralidad de las localizaciones, esa arborescencia del pue blo convocado. Etimología, gramática... resulta que la Ekklesia es una realidad de este mundo. Esta primera indicación puede, pues, invitar a algunas precau ciones. Antes de explorar el oficio en el que los hijos de la Ekklesia se cruzarán con los del imperio, ¿no sería útil sopesar la madeja de la Ekklesia? Hay que considerar un primer elemento: lo que se lla ma el Canon Escriturario (también llamado textos de las Escrituras, que la Ekklesia reconoce como palabra de Dios y norma) no se fi jará definitivamente hasta el siglo v. Esto presenta un interés mayor: lo normativo es el diagnóstico y la separación entre lo canónico y 175
lo inauténtico; es la canonización de lo escrito sobre lo oral. La hue lla «testamentaria» significa que el tiempo de la historia está abierto. Cierto es, se espera la «Vuelta del Señor». Pero como no se sabe «ni el día ni la hora», se hace necesaria y vital cierta instalación. Al hacer mención del Canon escriturario, está claro igualmente que se introducen documentos de comunidades que convergen hacia Cristo. Se introduce una constante: la Ekklesia detentadora de las palabras de vida eterna es también productora de una palabra sobre el «Señor». «También vas a hacer de mí un cristiano un poco por tus razonamientos», dirá el rey Agripa al apóstol Pablo (Hechos, XXVI, 28). Un mártir como Policarpo testimonia: «Soy cristiano». Esta conquista de la palabra, lo sabemos, produjo dos fenómenos: la expulsión de la judeidad en un enfrentamiento doctrinal, pero tam bién en el marco del poder de las instancias jurídico-religiosas. Des pués, tras la evacuación del estatuto judaico —allí donde un mono teísmo permitía mantenerse al margen del culto imperial— la no exis tencia y la persecución. La Ekklesia, aun embrionaria, no existe sin haberse frotado con el poder. El «rito» del incienso del culto impe rial rechazado se sitúa en una confesión de fe. Plantea ya una lec tura política del poder. El martirio es, sin duda, un testimonio en su forma más radical. Es también una práctica política. El evangelismo de los cristianos, la radicalidad del testimonio, pueden invitar a «rejas» que tengan en cuenta los escritos neo-testamentarios. Con frontar el texto recibido y celebrado con las prácticas... pasar por el tamiz las lecturas nuevas en su papel de elaboración teológica, veri ficar el funcionamiento del texto en las mentalidades... Habría que descubrir la baliza de los textos de las Escrituras cuando el cristianismo accede al reconocimiento y al poder. Propon dremos aquí dos textos como un esbozo de «lecturas otras» según la persecución o la personalidad jurídica. Sea la famosa escena en la que los judíos presentan a Jesús una moneda en el marco de una quaestio disputata rabínica sobre los impuestos. Si seguimos el Evan gelio de Marcos (XII, 13-17) destinado a la comunidad de Roma, leemos: «Esta efigie y esta inscripción, ¿de quién son?». Respondie ron: «Del César» ¿Qué lectura tendrá este texto en una situación en la que la Cruz se represente en las monedas y en la que el César ya no es perseguidor? Si abrimos los Hechos de los Apóstoles (nos atre veríamos a decir que por cualquier página) constatamos una verda dera sinfonía de poderes y economía. Si nos limitamos al capítulo XXV, encontramos a Pablo apelando, por su ciudadanía romana, al emperador. ¡Muy notable encuentro de los mecanismos del poder! Pero, ¿cuál es la lectura que «circula»? ¿Pablo rechazando el marti rio para ir a Roma? ¿Pablo apóstol, pero también ciudadano? ¿Pa blo reconociendo un poder imperial? Leer ese texto en los dos polos de la «Iglesia de la persecución» y «la Iglesia de los Constantinos» ofrece múltiples recorridos.
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La primavera de ia Ekklesia Constantino o la llave de los sueños Entre 280-285 nace Flavio Valerio Constantino. Es hijo de Cons tante I y de su concubina Helena. La misma a la que la Iglesia ca nonizará atribuyéndole
germen el poder eclesial y eclesiástico. No obstante, no podríamos privilegiar demasiado las fechas que siguen: en 323 los cristianos pue den acceder al consulado, en 325 a la prefectura de Roma, en 329 a la prefectura del Pretorio. En otras palabras, se esboza un cambio «administrativo» en provecho de una fulgurante propedéutica de los altos cargos. La Ekklesia tiene capacidad fiscal y, a través de sus co rreligionarios, participa en los mecanismos de gobierno. La estruc tura teológica se enfrenta a sistemas de organización de gran dimen sión. Fechas —como las que siguen— sólo pueden concretar una si tuación de primer plano: en 318 los sacrificios privados, la magia, las lecturas de las entrañas de los animales son prohibidos en los do micilios particulares: la Ekklesia de los mártires se abre a la de los legisladores. Habría que proceder, evidentemente, a un discernimiento ajusta do: ¿Esta ascensión cristiana es, en ciertos casos, su hecho propio o depende en todo de la voluntad del emperador? ¿Ocasiones aprove chadas o privilegios concedidos? No obstante, quien hizo o dejó creer es sólo un cristiano perifé rico. Catecúmeno, diríamos. No podemos callar una pregunta: ¿por qué Constantino no franqueó el paso bautismal? Y, sobre todo, «¿por qué jugó la carta cristiana?» ¿Extraordinaria intuición del papel del cristianismo como cimiento unificador del Imperio? ¿Lectura «ideo lógica» que constata la asunción de una religión irreductible y de rá pido éxito? ¿Convicción personal? El «cristiano» Constantino es hombre hábil. Si su favor va a la Ekklesia, si ofrece a ésta combatir el paganismo, sigue siendo prudente y deja tranquilos a los paganos de los campos y del ejército. Su estatuto de no-bautizado lo sitúa al margen de la poda eclesial. Sin duda convocará algunos de los con cilios mayores de la Iglesia. Doctrinalmente seguirá dando banda zos: en Nicea, en 32S, allí donde se constituye el corpus de ortodo xia, presta su concurso a la condena al arrianismo. Pero recurrirá a los arríanos y exiliará a Atanasio, infatigable campeón de la rectitud de la fe. Muere cristiano... bautizado en su lecho de muerte... por un obispo arriano... Deja una posteridad: su nombre, que bautiza una doctrina, de cuyo mecanismo harto complejo, verosímilmente, no es —ni de lejos— totalmente responsable. El constantinismo La palabra es tan seductora como embarazosa y cómodamente inexacta. Hizo fortuna hasta el punto de convertirse en leitmotiv: nu merosos fueron quienes saludaron el Vaticano II como la liquida ción de la iglesia constantiniana. Releyendo las fechas que jalonan el binomio Ekklesia-Imperio, podemos esbozar un primer informe: desde el día en que una sen tencia episcopal cobra valor jurídico, desde el día en que un cristia no —hasta ayer sospechoso de incivismo— llega a altos cargos, se hace evidente que la Ekklesia ha pasado muy rápidamente de la marginalidad acosada por el cedazo de la tolerancia a aparecer final178
mente plenaria. Estos avatares expresan claramente que se han es trechado lazos con el poder. Se ha producido un mecanismo de lan zadera: poco a poco, el cristianismo aportó al imperio el cimiento monoteísta y la riqueza de una creatividad doctrinal: la reflexión cristológica, el afinamiento de la eclesiología. La Ekklesia se «deslizó» en el rompecabezas administrativo del imperio. También ahí, poco a poco, despoja a una organización muy fina, pero muy carismática, para establecer mecanismos jerárquicos y, sobre todo, reguladores. El mecanismo conciliar es, a ese respecto, esclarecedor. Roza una efi cacia a la que el emperador tiende su mano. Colusión o eficacia, el hecho está ahí. Algunas cifras manifestarán el poder centralizador y de dimensiones imperiales del fenómeno conciliar: Nicea I (325): 318 obispos orientales, 3 occidentales. Constantinopla I (381): 150 obispos orientales. Calcedonia (451): 600 obispos orientales, 5 occidentales, 2 afri canos. Constantinopla II (553): 154 obispos orientales, 6 occidentales. Constantinopla III (680-681): 174 obispos orientales. Nicea II (787): 263 obispos orientales. Habrá que esperar a 1123 para que, con Letrán I, Occidente lle gue con fuerza (300 obispos y occidentales esta vez). El estilo, el método conciliar son, sin duda, de orden teológico, pero tal concentración de obispos convocados por el emperador y en su presencia es un lugar de información y distribución de pode res. Es, con seguridad, un medio para el imperio de velar por la uni dad. Podemos constatarlo tomando el caso de la herejía nestoriana. En 553 el emperador Justiniano I convocará un concilio para tratar de ella, pese a la oposición categórica del papa Vigilio. El empera dor llegará a secuestrar al papa (Napoleón no olvidará la lección) para forzarlo a dar su caución a la operación. Vigilio se negará a toda participación y sólo cederá muy tarde en su reconocimiento de las decisiones. Habrá que esperar, por otra parte, a 591 para que el papa Gregorio dé su confirmatur. En el sentido imperial, la lanzadera circula muy claramente: el ejemplo dado de la herejía continúa siendo, también aquí, esclare cedor. Muy pronto el cristianismo tuvo que afrontar el notable obs táculo de los desacuerdos doctrinales y disciplinarios. Peligros no tables para su unidad. El Nuevo Testamento, por no citar más que dos ejemplos, relata el enfrentamiento de Pedro y Pablo, las vigo rosas protestas de Pablo sobre «esto no es la Cena del Señor»: el pro blema de la unidad eclesial afecta a su esencia. Bajo las persecucio nes, pese a las tensiones inevitables, se había perfilado un esfuerzo para superarlas. Por lo demás, el martirio, testimonio último, pro porcionaba un regulador y un denominador. Desde el día en que apa recen la paz y la libertad de existencia, el denominador «salta». Po dríamos decir que, en ese estadio, las «herejías larvadas» se convier ten en campo de herejía geográfica y en informe doctrinal conside rable. Podemos descubrirlas, balizarlas, describir su heterodoxia. 179
Los concilios se ocuparán de ellas con la autoridad de un poder ju dicial y coercitivo. La estrategia de los poderes propios de la Ekklesia se afirma: excomunión, destitución. Todo esto seria, si no letra muerta, al menos de eficacia reducida sin la aportación imperial. Convocador del concilio, tiene su sitio en él: la recusación del me canismo conciliar lo alcanza de lleno. Por último, el poder imperial estalla en la «tecnología conciliar». Transmisión de la convocatoria, publicidad de las decisiones: todo eso se puede hacer gracias al co rreo imperial. Calcedonia —con 600 obispos— es, para la Iglesia, el paso de una problemática en la que, de forma decisiva, la Ekklesia mística debe forjar también la red relacional entre las Iglesias. El im perio fue institutor, en todos los sentidos de la palabra, de los po deres eclesiásticos. Esta presencia «eficaz» del emperador en su pa pel de defensor de la ortodoxia es de tal naturaleza que le permite un poder de apreciación, de penetración en los actos más íntimos, pero también más políticos, de la Iglesia. Podemos ilustrar esto sal tando sobre los siglos. Su deriva es tan significativa como su naci miento. En 1903, a la muerte de León XIII, se reúne el cónclave: debe proceder a la elección de un nuevo pontífice. El cardenal Rampolla, «candidato francés», se acerca al número de votos requeridos. Entonces se levanta el cardenal de Kozielsko-Puzyna, príncipe-obis po de Cracovia. Lanza la exclusiva imperial: «Tengo el honor, ha biendo sido llamado a este oficio por tan alta orden, de rogar a su Eminencia, en sus calidades de decano del Sacro Colegio y de ca marlengo de la santa Iglesia romana, tome nota para su informa ción personal y para declararlo de forma oficial: en el nombre y por la autoridad imperial de Francisco José, emperador de Austria y rey de Hungría, entendiendo Su Majestad Apostólica hacer uso de un derecho y un privilegio antiguo, pronuncia el veto de exclusión con tra Su Eminentísimo Señor el cardenal Mariano RampoUa del Tindaro.» Cierto, el cónclave manifestará su cólera y lo inadmisible del acto imperial. Pero fue el cardenal Sarto (Pío X) y no Rampolla el elegido. El constantinismo supera, pues, ampliamente a Constantino y a sus sucesores más cercanos. Un teórico de genio, el africano Agus tín de Hipona dará al poder una doctrina. Doctrina que a lo largo de los siglos alcanzará una fuerza y un valor de consenso conside rables. Agustín y la Ciudad de Dios Si la leyenda de Constantino se benefició del talento de los es critores cristianos, si —ya— una parte a tener en cuenta de los es critos cristianos señala opciones y filias, la tesis de la Iglesia en su relación con el poder imperial seguía residiendo en prácticas muy va gamente teorizadas. Hacia falta un coreógrafo, un director de esce na. Será Agustín. El mero hecho de ser africano y de lengua latina da dos indicaciones. Es sensible a los problemas de las fronteras y de la unidad territorial. Es el hombre de una lengua que acabará 180
por ganarle la partida. Y se convertirá en la lengua de la Ekklesia. La lengua de la ortodoxia de los poderes. Todo forjó en Agustín el hierro de lanza de una lectura de los poderes: la retórica, una pala bra llena de talento, tumultuosa, una escritura constante. Una prác tica herética por último: Agustín, hijo de la abusiva viuda Ménica, sabe de lo que habla, vagabundeó, viajó, se ancló en su tierra de Afri ca. Se encontró con Ambrosio, el prestigioso obispo de Milán. Más exactamente, a despecho de sus ambiciones, no encontró, sin duda, más que la predicación de Ambrosio, que lo marcará para siempre. Todo su talento, por original que sea, guarda una convicción: hay un poder de seducción e influencia en una anunciación de calidad del Esplendor divino. Y, entre paréntesis, hay que desconfiar obsti nadamente de todo atajo, remitir con obstinación a la obra de Agus tín: su «política» es también una poética. El encuentro con la predi cación ambrosiana es el encuentro con la personalidad de Ambro sio: obispo de Milán desde hacía once años, es el antiguo goberna dor de la ciudad y de la provincia de Liguria. Conocemos el «relato» de su acceso al episcopado. La sede de Milán está vacante. El pue blo está dividido y no se destaca ningún candidato. Se llega a las ma nos. Ambrosio decide llegar personalmente a poner orden. Penetra con sus fuerzas del orden entre los mamporros. Trata de calmar los ánimos. En medio del tumulto una voz infantil habría clamado: «¡Ambrosio, obispo!» Ya está: se consigue el consenso y es elegido a la vez por la vox populi y la “vox Dei”. Gobernador convertido en obispo, esto es lo significativo. Deja huella. Si examinamos su predicación y su catequesis, «ello habla». Cuando explica a los recién bautizados el pecado en términos de deu da, hay que medir el virtuosismo. Si el obispo anuncia con una con vicción profunda la buena nueva de la Salvación... el antiguo gober nador le sopla un conocimiento profundo del vocabulario económi co y jurídico. Y los lombardos son conquistados por esa autoridad, esa facilidad... esa connivencia con la riqueza de su ciudad. Agustín, por tanto, vivió tres poderes: el de su madre, el de los maniqueos (a ellos debe su ascensión de joven Rastignac: ¿no fue recomendado por ellos al Prefecto de Roma Símaco... jefe del partido pagano?), el de Ambrosio. Retórico y temible debater, hará de su sede de Hipona, púlpito de predicador, un gabinete de trabajo, un lugar pas toral, un P.C. contra la herejía. Ambrosio ha señalado ya al empe rador Juliano que traicionar al emperador era traicionar a Dios. Di cho de otro modo, la lealtad y la ortodoxia se compenetran. Agus tín, en su genio, su movimiento y su inconsciente de dualista explicitará esto en el mecanismo de las Dos Ciudades, que produce con un fervor y una autoridad inigualables. Dos Ciudades: coexistencia de dos poderes. Ciudad de esta tie rra y ciudad de Dios. En la ciudad del mundo el cristiano y el ciu dadano encajan, se superponen. Nos atreveríamos a decir «concele bran» lo cotidiano de su vida. Entonces la ciudad humana puede sus pirar hacia la Jerusalén de arriba: las Escrituras la llaman «nuestra Madre». Agustín no podía ignorarlo. El hijo de Mónica está tam 181
bién presente en el obispo de Hipona. El amor a esta ciudad de Dios no es obstáculo en la ciudad terrestre. Los principios que la estable cen y fundan su dinamismo «sólo hacen aparecer más eficazmente la exigencia de lo que quieren obtener las leyes de la ciudad». Con Agustín emerge la tesis del cristiano perfecto ciudadano, súbdito ñel, que no solamente obedece a las leyes, sino que las nimba de una au toridad superior, mística. El movimiento lógico de la retórica agustiniana establece una canonización de Roma. Por sus virtudes hu manas, aparece como el Juan Bautista de esta ciudad divina. Si no le da la existencia al menos la constituye en su realismo. Y como todo el movimiento agustiniano remite al Amor, funda la obedien cia a los poderes en el Amor. Incluso si el poder es injusto, la obli gación del ciudadano cristiano es someterse a él. Vale más sufrir la injusticia que entrar en los caminos de la rebelión. El respeto al or den establecido encuentra pues, en Agustín, una teología de un Dios que establece el orden. Es evidente que conviene matizar y habría que leer esto en la globalidad de la poética, en la obra entera, que teje una atención profunda al mensaje evangélico. Pero, admitido esto, no hay que callar.que el talento agustiniano es el punto de par tida de singulares prácticas. Agustín no es Gran Inquisidor, es sólo su preceptor: esbozó la teología de la Inquisición. Su famosa Carta LXXXV, destinada a un oficial superior que dudaba en «romper» con la herejía donatista es esclarecedora. Una linea del tratado De los Herejes encontrará su lugar, algunos siglos más tarde en los pa quetes de represiones en tierras de «Africa». Agustín precisa, con todo el candor del intelectual que, ante el hereje, conviene obtener una confesión. Para hacerlo es necesario tener los medios: «Sub diligenti interrogatione confessi sunt». Si la traducción es simple (re currir a un interrogatorio cuidadoso), abre a otras traducciones más matizadas en las que el desconocimiento del latín no perjudicará nun ca el virtuosismo en la paliza, el potro, el conocimiento de los prin cipios de la electricidad o del principio de Arquímedes: «Todo cuer po sumergido en una bañera...». La vida de la Iglesia Un poder se organiza En el momento de la paz constantiniana la Iglesia no se encon tró desprovista: tiene tres siglos de existencia y de confesión de la fe. Su jerarquía, fundada en la persecución de los oficios, puede ac ceder al poder. El papa conoce ya un prestigio considerable y en ex pansión. Su primacía de honor en el cuerpo episcopal es un primer estadio. Se dedicará a adquirir, en favor de la extensión eclesial y, enseguida, de las crisis y declives del imperio, una primacía de juris dicción. Aun no convoca los concilios, pero les da su aprobación. También en eso el mecanismo conciliar —lugar en el que se elabora un consenso, una comunión, una corresponsabilidad— protegió a un 182
papado aún frágil y evitó que el prestigio papal fuera fluctuando al albur de sus golpes de autoridad. Los obispos, por su localización urbana, son testigos de la opción cristiana por la vida urbana y la ciudad. Cada uno de ellos gobierna una Iglesia local. El mecanismo conciliar las abre, sin embargo, a una solicitud para todas las Igle sias. Está rodeado de su presbiterio, con el que concelebra la litur gia, pero también de su poder episcopal. Cierto recorte —en un es calón más elevado— crea la provincia, con un metropolitano a su cabeza. Por último, en un escalón más elevado, el patriarca. La Igle sia calcó al imperio, pero a la vez también inventó —valiéndose de su material carismático— una organización: los poderes circulan por ella, se rozan. Pero, y hay que subrayarlo, se teje un notable poder de información. El día en que la Iglesia posea un derecho elabora do, las decisiones y las actas circularán en los dos sentidos de su vida jerárquica. Los sacerdotes forman, en una primera etapa, una corona en torno al obispo. La unidad presbiterial se manifiesta. Pero, poco a poco, la creación de lugares de culto provoca una relativa au tonomía. Desde el siglo III, Eusebio cita nombres de corepíscopos. La etimología señala con claridad la mutación que comienza: chora, en griego, significa campo. Se trata, pues no de obispos, sino de lo que se llamó con alegría «prelados del pueblo». Toda una legislación conciliar —y, sin duda, a nivel local, los diáconos— pondrá a punto barreras para quebrar las tentaciones episcopales de los corepísco pos. Es como decir la autonomía a la que la práctica pastoral les abría la puerta. En el siglo v la desmultiplicación se pone en mar cha: aparecerá el sacerdote, al servicio de una comunidad particular. Crecimiento de la Iglesia, pero también audacia: sólo la chitas —la ciudad— tiene capacidad jurídica. Es res publica. Está dotada de ma gistrados y de consejos de decuriones. La iniciativa eclesial se abre, por tanto, al fenómeno parroquial. Enjambrará en el no man’s land jurídico de los campos, entre esos pagani más cristianizados que evangelizados. El engranaje eclesial acaba de encontrar instituciones que se ajustan a la configuración de la Iglesia y sus devenires. Un poder que toma la palabra Testigos irrecusables, los tomos de las Patrologías marcan la sa lida de Egipto de los diezmados y los perseguidos. El poder cristia no está equipado con un prestigioso capital intelectual: tratados, ho milías, correspondencia, creaciones literarias y litúrgicas. El cristia nismo escribió mucho, elaboró, aún más, un discurso cristiano: un habla, una predicación. Predicar, acto del habla litúrgica, es una am plitud que da una nueva vena a ese poder cristiano que es la liturgia. Leiturgia, en griego servicio público, la palabra laica acaba por te ner un sentido cristiano absoluto. El poder cristiano es también eso. Reside en la constitución de un glosario: es también la elección de una inteligibilidad, en otras palabras, de una lengua litúrgica. Las Iglesias de Oriente conservarán, naturalmente, el griego; la Iglesia
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de Roma optará por el latín. Recuerdo de aquellos tiempos, la misa papal conserva aún en nuestro tiempo el bilingüismo de las lecturas. Hay que subrayar el poder de integración de la liturgia: por sus ple garias y su predicación se dan los progresos teológicos de los con cilios. Su poder coercitivo mediante la excomunión es evidente. La liturgia conoce ya sus tradicionalistas e integristas. Basta recordar el asunto de Cirilo y Metodio. Ligeramente posterior a Carlomagno, este asunto ilustra las relaciones de lo político y lo litúrgico. Dos monjes, Cirilo y Metodio, evangelizan la Gran Moravia (Checoslo vaquia), crean una liturgia en lengua vernácula (el eslavo). Los obis pos de Germania, por razones políticas, lanzan auténticos aullidos. Perciben que liturgia vernácula equivale a unidad nacional e inasi milación germánica futura. Su protesta se funda en una exégesis sor prendente: en la Cruz, el letrero de Pilatos está en hebreo, griego y latín. Son, por tanto, las únicas lenguas sagradas. ¡El papa aprueba la iniciativa eslava! El episcopado alemán multiplica entonces sus quejas. Parece que va a ganar. El papa Juan VIII confirma la apro bación: «no en tres lenguas, sino en todas las lenguas nos permite la santa autoridad alabar a Dios». El episcopado alemán deberá falsi ficar un documento para reducir la experiencia que, más tarde, será, en parte, muralla contra lo germánico y cimiento de las naciones es lavas. Ese poder litúrgico interesará a los emperadores: figurar en el co razón de la plegaria, ser mencionado en la plegaria eucaristica da un prestigio considerable. Ofrecen altares de plata a una iglesia. Ahora bien, en la época no hay más que un altar por iglesia; la liberalidad imperial es indicio de poder. Esos altares múltiples para una sola igle sia sólo son mesas en las que el pueblo deposita donaciones en el ofertorio. Las donaciones del pueblo reposan en las mesas imperia les. ¿Se agrupan bajo el signo del poder de la ofrenda única del em perador, señor de los bienes de esta tierra? ¿Son signos de que, entre el pueblo y el altar, las cancelas litúrgicas filtran un decir sobre el poder? La Ekklesia en la tormenta Si lo doctrinal se esfuerza en decir la fe, está claro que eso, con cierta amplitud, plantea problemas de consenso. La palabra doctri nal cristiana —poder de ortodoxia— se encuentra muy rápidamente con tensiones. Circulan doctrinas heterodoxas. La Iglesia tiene fie bre. Se la comunica rápidamente al Imperio. Un sacerdote de Alejandría, Arrío, enseñará una doctrina que niega la divinidad de Cristo, mientras que comunidades macedonias cuestionarán la divinidad del Espíritu, Nestorío negará que María sea Madre de Dios, Eutiquio recusará la unicidad de naturaleza en Cristo y rechazará la consustancialidad de su carne y la del hombre. Todo esto puede parecer harto bizantino. Es verdad. Tanto más por cuanto todas esas herejías reciben, según el lugar y él tiempo, una 1X4
paleta de coloraciones increíbles. Pero, detrás de esta fermentación, hay apuestas en juego. Si observamos las posturas doctrinales hete rodoxas, mediremos dimensiones, si no políticas, al menos tocantes al poder. Arrio, haciendo temblar el dogma trinitario y negando la divinidad de Cristo, zapa los poderes. Para dar un ejemplo —que impone menos entrar en la compleja presentación de las circulacio nes trinitarias— podemos evocar la iconoclastia. Atacar a represen taciones de la divinidad o la santidad es —para un celo sombrío— volver a estructuras en las que, muy rápidamente, se puede cuestio nar la representación imperial, pero en las que también las élites mar can un poder sobre el pueblo que reclama representaciones sensibles. El aparente bizantinismo no deja ver los poderes. Para el impe rio el conflicto doctrinal ya no hay que descubrirlo a nivel indivi dual, sino a la escala de regiones enteras, de todo el imperio incluso. La herejia, si significa ganancia en la elaboración teológica, es una fuente de fisuras que amenazan vencer tanto a la Iglesia como al Es tado. Es el contra-poder: muy pronto, por lo demás, las actas doc trinales duplicarán las rivalidades de facciones, de intrigas de corte y de manipulaciones. Por último, al apasionar a las masas, el ámbi to doctrinal es un excelente catalizador de desórdenes, algaradas, broncas. Júzguese el clima popular según una carta de Gregorio Nacianceno: «Si preguntamos al cambista el curso de la moneda, nos responde sobre lo Engendrado y lo No-engendrado. ¿Visitamos al pa nadero? Nos declara que el Padre es más grande que el Hijo. ¿Va mos a las termas? Allí el mozo de baños la emprende con nosotros, no para saber si el baño está caliente, sino para predicarnos que el Hijo salió de la nada» (P.G. XLVIco557b). Todo esto sucede en un clima de obispos exiliados, depuestos o predicando homilías vehe mentes: un western teológico. Ciertos historiadores, para traducir las pasiones, dirán que en el acta de la herejía donatista, el asunto de Ceciliano fue un asunto Dreyfuss. La teología se abre a la propa ganda: Arrio compone cánticos que, por medio de los marineros, cir culan por todo el imperio. Del lado ortodoxo, Ambrosio inventa «la ocupación de iglesias». Habiendo donado la emperatriz Justina una iglesia a los arríanos, Ambrosio y su pueblo se encadenan en el lu gar santo y... para resistir, cantan: ¡Ambrosio acaba de introducir el himno en la Iglesia! Pero mientras se desgarran y cantan los la tinos, mientras los griegos glosan sobre los ángeles... los bárbaros se acercan... Los lazos entre Oriente y Occidente se sueltan. Pronto las fisuras serán fosos. Cierto imperio agoniza. La Iglesia y laVólkerwanderung En el vasto tablero del imperio, la Iglesia había conocido la per secución y, luego, el favor. Una falla modifica las relaciones de fuer za. Roma pierde poco a poco su situación de capital imperial. El em perador ya no reside en ella y, desde Valentiniano III, ya no hay que contar con él como defensor concreto o eficaz de la Iglesia y la fe. 185
Para la Iglesia este ascenso de los pueblos bárbaros puede ser un tér mino o un punto de partida. En cualquier caso, un problema espi noso: muchos de los cristianizados son, además, arrianos. Entonces, ¿sumisión a los bárbaros o sumisión y vasallaje al emperador bizan tino? Situación de ansiedad de una Iglesia patrimonial, pero tam bién evangelizadora. En 475 el obispo de Clermont, Sidonio Apoli nar, señala su sentimiento: «Temo menos por los muros de los ro manos que por la ley de Cristo». De hecho, pronto no habrá sobe ranos católicos en Europa: las nueve décimas partes son territorios del arrianismo mientras que el resto es tierra pagana. Y, sin embar go, se le ofrecieron dos oportunidades a la Iglesia: la primera, con el arriano Teodorico, hombre tolerante, fracasará. La segunda —y será la buena— será la de Clodoveo. Gracias a él los francos se con vertirán en restauradores del catolicismo. Clodoveo será un Cons tantino de Occidente... con sus sueños y el Dios de Clotilde que da la victoria. Tanto como la victoria de Tolbiac importa el lugar del bautismo de Clodoveo: Reims, en 506. Allí estará la ciudad santa de la reale za. Clodoveo entrena a su pueblo franco en la fe. De ahora en ade lante el peligro arriano está yugulado, atenazado entre el bizantino y el franco. Sin estructura ni jerarquía, se dislocará finalmente sin grandes problemas. Carlomagno le dará el golpe de gracia. La Igle sia acaba, a la vez, de salvarse y de integrar a su protector y a sus salvadores. Gregorio, el papa de una renovación Acabada la fiebre arriana, la Iglesia sigue siendo débil. Un papa prestigioso —Gregorio Magno— se consagrará a devolverle su fuer za y su poder. No es hombre de rupturas. Gozó en Constantinopla de la amistad imperial y, prefecto de Roma, tiene un conocimiento sólido de los problemas políticos. Es, por otra parte, muy desintere sado: tentado por el monacato, sólo aceptó su elección por orden im perial. El monje frustrado se revela un administrador sin par: pestes, in vasión lombarda, hambre provocan su actividad y su eficacia. Efec túa una vigorosa reconquista del patrimonio de la Iglesia y lo dota de una gestión que él sigue personalmente. El mismo rigor acompa ña su reestructuración de la Iglesia. Le parece esencial un retomo a la disciplina. Destituye al archi diácono Lorenzo: en otras palabras, el ministro (y la palabra ahí tie ne dos sentidos) de la gestión de la Iglesia. Cierto poder va, por tan to, a deslizarse entre las manos del Pontífice, y ello en detrimento de los diáconos. En una segunda etapa, Gregorio amplía su área: hace real su título de metropolitano de Italia: puede proceder a con troles de elecciones episcopales y a la creación de los visitadores apos tólicos. Dicho de otro modo, al adelantamiento de un cuerpo segu ro, móvil, dotado de poderes. En una tercera etapa, Gregorio se pre 186
senta como patriarca de Occidente. Acaba de poner en marcha un tipo de gobierno y de control que aseguran un prestigio eficaz y no honorifico: ha inventado la Santa Sede. Da cuerpo a la institución del papa Gelasio: esta «distinción de poderes». Su teología política es una etapa capital en la carrera al poder pontifical. En efecto, en el siglo v, Gelasio tenia dificultades con el empe rador bizantino Anastasio. Jugó con un binomio: coexistencia y dua lismo de los poderes. Ello le conducía a definir la autoridad ponti fical como una auctoritas. Hay en ello un escamoteo: mayor inde pendencia del poder civil, ya que la Iglesia (o más bien el pontífice) se atribuye la soberanía. La teología subyacente es fácil de captar. El cristianismo es la religión de la salvación. De una salvación en este mundo. Por eso mismo, siendo la Iglesia el lugar de esa salva ción por su constitución divina, no puede estar subordinada a un po der. Estratégicamente, la postura de Gelasio es, frente a la autoridad imperial y sus fisuras, una primera tentativa de autonomía y una bús queda de la primacía. Gregorio transformará la tentativa de Gela sio. Primero, con la habilidad del alto funcionario que ha sido, de dica a Bizancio una reverencia de principio: emperador que repre senta a Dios, protector de la Iglesia... Pero, en cuanto a lo espiri tual, el papa sucesor del Principe de los Apóstoles se atribuye pri macía absoluta. Escribirá muy claramente al emperador: «La potestas os ha sido dada por el cielo. Y ello sobre todos los hombres, con el fin de que sean ayudados aquellos que desean hacer el bien, con el fin de abrir el camino que conduce a los cielos, con el fin de que el reino de la tierra sea servidor del reino celestial.» Tales declara ciones sostienen, sobre el poder, un discurso nada equívoco: autori dad y poder no son la misma noción. El' pontífice es de hecho pri mero y soberano de la salvación. Tiene la auctoritas. Agustín, Ge lasio, Gregorio: tres nombres jalonan el caminar de la Iglesia a tra vés de las teologías del poder y el paso de la Ekklesia a la «Ecclesia Romana». El mismo estilo del gobierno de Gregorio supone una eclesiología misionera. «Ecclesia universalis» es un leitmotiv para su pluma. Voluntad de poder sin fronteras, pero también voluntad de evangelización igualmente sin fronteras. La intuición gregoriana es, por otra parte, muy notable en la materia: anuncia ya todas las opciones mo dernas del informe «Iglesias y culturas». Durante la evangelización de Inglaterra, Gregorio da instrucciones. Merecen citarse: «Tras largas reflexiones he estatuido sobre el caso de los anglos: que los templos de los ídolos no deben en ningún caso ser destrui dos en esta nación, sino que han de destruirse únicamente los ídolos que allí se encontraren. Que se tome agua bendita y se aspergen es tos templos, que se edifiquen en ellos los altares y que se coloquen reliquias; en efecto, si estos templos están bien construidos, es nece sario y basta con cambiar su cometido; hacerlos pasar del culto de los ídolos a la alabanza del Dios verdadero. De esta forma el pue blo, al constatar que sus templos son respetados, expulsará más fá cilmente el error de su corazón y, conociendo y adorando al Dios 187
verdadero, se reunirá más familiarmente en los lugares a los que te nia costumbre acudir. Como existe la costumbre de ofrecer muchos bueyes en sacrificio a los espíritus, preciso es igualmente transfor mar ligeramente el ceremonial de las ofrendas, de tal modo que se fijen esas costumbres rituales en el día de la dedicación o de la fiesta de los santos mártires cuyas reliquias han sido colocadas (en la igle sia); que la gente continúe construyendo cabañas de ramas en torno a los mismos templos convertidos en iglesias, y que celebren la fiesta con ágapes rituales. Que esos animales ya no sean ofrecidos al dia blo, sino a Dios y que, al comerlos, den gracias a la Providencia por haberlos saciado; y que, de este modo, conservando la alegría de esas fiestas, puedan más fácilmente gustar las alegrías interiores.» Texto mayor en su cercanía cultural; el análisis de Gregorio se quedará aislado: con ocasión de la disputa de los ritos chinos, mu cho más tarde, la estrategia de occidentalización y latinización se re velará un desastroso fracaso para una Iglesia implantada en Asia. La asunción carolingia Tras la decadencia merovingia y un estancamiento debido a la lentitud de los procedimientos conciliares, la Iglesia accede a un es tatuto geográfico preciso: Ecclesia Romana, toma un rostro muy re sueltamente occidental. La griega con el Oriente de los patriarcados es ya ineluctable: 1054 ensanchará la fisura en un formidable foso. Foso que jugará su papel con ocasión de las problemáticas políticas. La Iglesia debe remembrar y perfeccionar ese patriarcado de Occi dente convertido en su patrimonio. Y, al mismo tiempo, se teje el imperio de Occidente. En 800 se consigue la operación. Pero una remembración debe partir de una base territorial segura. En otras pa labras, de un lugar soberano: la Iglesia accede, pues, a un pensa miento en el que se conjugarán auctoritas y potestas. Esta adquisi ción de una territorialidad, el encaminamiento de esta política pasa rán por el establecimiento de fronteras globales en Occidente y por la llegada de los carolingios. Occidente atravesó un nuevo peligro. Su conjuración está en to das las memorias (732). Los musulmanes dominan España. Esta es la plataforma de sus ambiciones económicas, pero también de su mo noteísmo y de su teoría de la «guerra santa». En 732, la ola musul mana se quiebra en Poitiers. Carlos Martel salvó a Occidente, como dirían algunos. De hecho, esbozó más bien una operación de fron teras máximas que continuarán sus sucesores. Se convierte, sobre todo, en principe cristiano. Ya un historiador de la época, Isidoro, lo designa en términos de fronteras, ya que califica a sus soldados de Europeanes. Una viligancia cristiana trabaja en una estrategia fronteriza occidental. Se hace evidente que a la legendaria fecha de 732 hay que soldar la de 751: la consagración de Pipino el Breve. Sobre él se jugará el poder pontifical: Eguinardo, en su Vita Karoli, dirá crudamente: «Por orden del Papa de Roma, Pipino fue llama 188
do rey de los francos». De hecho, ningún merovingio había accedido a tal reconocimiento litúrgico, eclesial y místico. Se fundará en la Es critura (Sabiduría IX, 7), en donde el rey dice a Dios (y a la Iglesia): «Me escogiste como rey». La Iglesia de Occidente realiza así una etapa ideológica conside rable: sólo el emperador era coronado y solamente por el patriarca oriental. La coronación es suplantada por la consagración occiden tal y la proximidad pontifical. Rey consagrado: aquí habría que fe char los vínculos del trono y el altar. La consagración introduce no ciones de fidelidad. El poder eclesial coloca sus peones como garan te de los súbditos.._y observador de la realeza. En las actas de la consagración de Pipino se mezcla una pieza política con las aclamaciones litúrgicas. Es la de una promesa real de intervención para obligar al papa. Se trata en realidad de una pro mesa de donación al pontífice de las tierras recuperadas. El papa, adjudicándose, por otra parte, un poder imperial y dando una fianza de interés para esta promesa, hace de los hijos de Pipino «patricios de Roma»: la dinastía naciente se vincula, pues, al poder papal y a su proyecto de creación de un Estado pontifical. La promesa de Pipino se mantendrá sin gran entusiasmo. En compensación, los Pipínidas se ofrecerán para peinar la corona de hierro de los reyes lombardos. La Donación de Pipino, por tanto, se realiza. Hay que hacerla efectiva y duradera. Entonces saldrá de las sombras un texto: una Donación de Constantino. Es un documento falso. Fecharla es una clave de lectura. La Donación de Constantino se funda en el pres tigio imperial de Constantino, pretende que este último —deseoso de dar asiento al poder espiritual del sucesor de Pedro— habría re conocido la primacía del papa sobre las sedes de Antioqula, Alejan dría y Jerusalén. En otras palabras: una especie de plenitud eclesial del derecho del pontífice romano. El falsificador señala que Cons tantino, dejando Roma por Constantinopla, efectuaba con ese he cho un reconocimiento de la autoridad y del poder del papa Silves tre I como soberano de Roma. Por último, se hacía mención del de recho del pontífice a llevar la diadema y las insignias imperiales. So bre eso se podía fundar la autoridad y la existencia de una sobera nía pontifical, a la vez que se recusaban las pretensiones improce dentes del emperador de Oriente. Conviene examinar esta falsificación según su datación posible. ¿Existe ya en 734 o es posterior a Carlomagno? Si esta última data ción se revelara juiciosa, la falsificación se haría reveladora. Revela dora de los límites reales de la Donación de Pipino y sus sucesores. En efecto, habría sido necesario falsificarlo, en ausencia de todo do cumento oficial. Sobre una falsificación se constituyen, por tanto, los Estados de la Iglesia. Los carolingios ayudaron a este establishment pontifical en su in fancia. Un clérigo como Alcuino podrá regocijarse por un retorno a .Constantino, de un imperio reconstruido en Occidente. En el año 800, la coronación de Carlos el Grande por el papa es la apoteosis imperial. La Iglesia acaba de almacenar poderes. 189
La eclesiologia de Carlomagno Si creemos a su biógrafo y apologeta de la Vita Karoli, Carlo magno es un cristiano convencido, ferviente. Ello según su época: el derecho matrimonial es el del clan, por sólo citar este punto. Para destacar el perfil cristiano de Carlomagno se pueden utilizar tres cri terios. ¿La oración? Es asiduo de ella. ¿La problemática teológica? Pica su curiosidad y entra en el debate con más sentido imperial que técnico. En cualquier caso, aprecia a ciertos Padres de la Iglesia: du rante sus comidas se hace leer a los buenos autores con predilección por... ¡la Ciudad de Dios de Agustín! ¿La caridad? A su muerte le gará a las iglesias los dos tercios de su tesoro. El cristiano ferviente es, no obstante, emperador. Tiene una vi sión clara de su función y escribe al papa su definición: «He aquí cuál es nuestra tarea: fuera, proteger, con las armas en la mano —y con el socorro y la ayuda de Dios— la Santa Iglesia de Jesucristo de la invasión de los paganos y del saqueo de los in fíeles. Dentro, defender el contenido de la fe católica. Vuestro papel, Santísimo Padre, es la oración. Con vuestras manos alzadas a los cielos —como Moisés— os toca ayudar a nuestras armas hasta que, por vuestra intercesión, bajo la guía y el don de Dios, el pueblo cris tiano resulte siempre victorioso de los adversarios del Santo Nom bre. Con el fin de que el nombre del Señor Jesucristo sea glorificado por el universo entero.» La doctrina de este texto es límpida: en si, la primacía pontifical no se cuestiona... pero no se menciona. La oración se reconoce como un poder en un vehículo Divinidad-papa, mientras que la victoria y la defensa y la designación del adversario se sitúan en un vehículo Dios-emperador. Paganos e infieles se leen no en términos teológi cos, sino imperiales: no hay criteriología eclesiológica. La llamada a la oración es, sin duda, sincera: establece un poder, porque, después de todo, el papa podría negar su intercesión. En este documento se describe, pues, toda una economía de la Salvación mediante el em perador: ayuda, gracia divina, guía y don de Dios, todo esto abona, pero no domina como hacen las armas. Hay ahí un esbozo del «los hombres batallarán y Dios dará la victoria». Carlomagno asignará a la Iglesia carolingia esta política y velará personalmente por su ac ción. Dentro. Una reorganización meticulosa intentará establecer es tructuras sólidas. Las convocatorias conciliares al programa cuida dosamente establecido querrían tejer un cuadro normativo. Una es trategia de Capitulares legislará en lo concreto las situaciones. Pero es aún insuficiente. A todas luces, Carlomagno está convencido de que en dimensiones imperiales hay que velar por la ejecución. Lanza por todo el imperio un binomio: un laico y un clérigo de alto rango; serán los missi dominici: inspectores, controladores, testigos ejecuti vos de las voluntades imperiales en los poderes precisos, en el marco de una misión. Más que todos los textos, serán, sobre el terreno, la voz imperial transmitida y amplificada: operatoria.
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Por último, la obra Carolina en el interior es un relanzamiento de la evangelización: obligación de predicar, de aprender todas las oraciones usuales, sin las que no se podría ser padrino. Un movi miento parroquial encuentra su camino con los inicios de una legis lación de la visita canónica de la parroquia: la más pequeña unidad territorial accede a un interés sostenido por parte de los dos poderes. La rectitud de la fe —condición mayor de la seguridad— entra en las preocupaciones de Carlomagno. Intervendrá sin complejos. Las actas del Füioque son, en este punto, reveladoras. Desde el concilio de Nicea se plantea un problema teológico en términos gramatica les: en la elaboración de la doctrina trinitaria Oriente prefiere expre sar su fe manteniendo que el «Espíritu procede del Padre por el Hijo»\ los latinos retienen otra versión, en la que «el Espíritu proce de del Padre y el Hijo». Esto muy esquemáticamente, porque el con junto del problema teológico es harto complejo. Para resumir, po demos decir que una parte mayor del problema es de orden grama tical: las preposiciones griegas y latinas, de hecho, comportan mati ces delicados de transponer y en matices muy finos se sitúa la que rella teológica. Carlomagno resolverá la oposición imponiendo el Filioque (y del hijo) por la fórmula «Füioque procedit». Figura en los símbolos católicos. Se abre un contencioso teológico-político en el que el papa no tuvo el primer papel. Oriente cuestionará la decisión. Entonces el desgarro Oriente-Occidente se encontrará en una nueva fase en la que se osificarán las separaciones. La acción dentro. Carlomagno había planteado firmemente el principio de una defensa de la Iglesia y de los pueblos cristianos con tra el paganismo exterior. Retendrá, en su práctica, que el mejor modo de defender es invadir. Hay un objetivo político, pero tam bién un deseo sincero de una dilatado de la Iglesia. Cierto, Carlo magno dejó hacer animado por iniciativas estrictamente misioneras; un Bonifacio, por la eficacia de su predicación, implantará a Cristo y la Iglesia en Germania. Pero el emperador, por su parte, apela al propio poder de Dios: la irreductibilidad de los sajones es un ultraje a Dios. La puesta en acción de una fuerza armada cristiana recibe al mismo tiempo la seguridad de una victoria de Dios. Ideología más monoteísta que específicamente cristiana: los estandartes de Alá de los musulmanes llevan también la mención «Alá me hace victorio so». Una estrategia fundada en una teología del ultraje sólo podía conseguir la penetración y, si no la cristianización, al menos la sacralización bautismal al precio de la sangre. Cuando los avaros (hu nos) también reducidos, reclamen el bautismo, Alcuino —consejero de Carlomagno— invitará a un poco más de discernimiento en los bautismos expeditivos. «Si los sajones han renegado tantas veces del bautismo, es porque los fundamentos de la fe no habían encontrado aún raíces en su corazón», comentará con finura y clarividencia. Con respecto a los infieles del mundo árabe, el choque de dos monoteís mos será un semifracaso: el mundo cristiano e imperial sólo triun fará en la fijación de fronteras y en la perennidad de la Canción de Roldan. 191
¡Vuestra tarea es la oración! ¿Por qué no tomar al pie de la letra la invitación de Carlomagno al papa? Un tentativa de lectura del poder de una Iglesia que celebra y reza merece interés. El poder eclesiástico no cesa de afinarse y de promover los me canismos de larga duración (tanto más cuanto la institución parro quial emprende una carrera aún viva). Podríamos retener dos actas para leer el poder de esta Iglesia. Dos actas que son lugares de penetración, de gobierno, de almacenamiento de datos para el fu turo. El viejo principio lex orandi, lex credendi (la ley de la oración es la ley de la fe) será un poderoso factor de unidad. Le hacía falta a esta ley un «algo» para encontrar en la celebración litúrgica un tipo de formulación a la vez estable y extensible al imperio, seguro de una ortodoxia sin fallos. Acabamos de describir un documento de origen privado, pero cuya fortuna será, efectivamente, conside rable. Se trata de una obra del papa Gregorio. Este había realizado, para su uso personal, una agrupación de textos litúrgicos. Sin duda con el proyecto de hacer de él un «modelo» para los sacraméntanos de las iglesias locales. La veneración dedicada a Gregorio aseguró la conservación de su colección litúrgica entre sus sucesores. Carlomag no, deseoso de unidad litúrgica e interesado por una fianza tan pres tigiosa como la veneración de la obra de Gregorio, la reclama al papa Adriano. La copia, mejorada, que llegará al imperio, es cono cida por los liturgistas como Hadrianum, para señalar la evolución del texto gregoriano. La autoridad carolingia, pero también las preo cupaciones de la Iglesia, son los concelebrantes de ese poder litúrgi co que se convertirá en marca del cristianismo occidental. La penitencia conoce una renovación en la época carolingia. Fi gura aquí como ejemplo significativo del acopio de poderes. Al hilo de los siglos se concretarán las formalizaciones. En ese ámbito, el mundo carolingio y la Iglesia realizan una semi-ruptura y un semiéxito. Semi-ruptura con respecto a la penitencia patrística: se pene tra en un recorrido de teología y de prácticas que se acerca a la for ma medieval, y luego moderna. Insistiremos un poco sobre esta for ma de poder que se teje en la Iglesia: poder de oír, de hablar, de im poner, de perdonar o no. La penitencia antigua estaba clara: distri buía un espacio sacro, litúrgico, social: el «orden» de los penitentes. Era, pues, pública, en el sentido de ordo como categoría de la co munidad cristiana. Sobre todo era no reiterable. Esto explica los catecumenados prolongados y los bautismos in articulo mortis. Su ri gor expresa cierta economía de la salvación que una extensión nu mérica hará difícil de vivir. Los reformadores carolingios se empe ñarán en promover una nueva teología y una nueva práctica nacida en los monasterios celtas y anglosajones. Es la penitencia tarifada. La noción de tarifa conduce a un individualismo penitencial y no a una comunidad de penitentes. Además, la penitencia antigua remitía al obispo; la penitencia tarifada comienza a ser cosa del sacerdote. 192
Ofrece, por tanto, una nueva distribución de poderes. Es seguro que verá elevarse las protestas vehementes de obispos «tradicionalistas», que acosan a esos nuevos libros litúrgicos que son los penitenciales. Esto matizó la transición con las prácticas antiguas. En una situa ción zanjada es preferible sustituir la fórmula de Cyrille Vogel: asis timos a una «dicotomía penitencial, a un bipartidismo penitencial». Esto puede resumirse en una fórmula: «A pecado grave y público, penitencia pública. A pecado grave y privado, penitencia privada» (tarifada, por tanto). Si esta penitencia no es la de los católicos de hoy, aparece una semejanza: confesión y absolución son reiterables tantas veces como sea necesario. La diferencia con la confesión según el siglo X II reside en esto: sólo se da la absolución cuando se ha cumplido la peniten cia. Esta es objeto de cálculo. La confesión es, pues, absolutamente esencial para consultar y determinar la tarifa penitencial. En este punto la confesión no es aún un medio de expresar o verificar atri ción o contrición: es primero «económica». La penitencia tarifada es rigurosa: se cuenta por años de ayuno. Pero un mecanismo flexibilizará este rigor: poco a poco aparece un sistema de comunicación. Así, un año de ayuno puede conmutarse por treinta y seis días ple nos de ayuno, o por la recitación de tres salterios, o trescientos la tigazos. Otro sistema de comunicación hace penetrar el dinero: tres años de ayuno pueden conmutarse redimiéndolos por sesenta suel dos de oro o un siervo, o por el pago de misas (los penitenciales son la primera huella de los «honorarios de misa»). Se llegará a veces a llevar el sistema al absurdo (pero es el esbozo de todas las futuras teologías reaccionarias de la sustitución y la reparación); asi, uno puede hacerse endosar su debe penitencial por otro: un rico puede pagar a un pobre para que cumpla la penitencia en su lugar. Ha nacido una contabilidad, una lectura por el dinero. Pero se ria deshonesto no citar la fe ingenua: en caso de peligro uno se con fiesa a un amigo, a su espada, a su caballo y, a falta de viático, se comulga, por deseo, con una flor, una brizna de hierba, un poco de tierra. Evocar esto es hacer entrar una poética de la fe: en otras pa labras, los atajos por los que el poder es contradicho por una pala bra y una práctica simbólicas. Hay un algo que es como irreducti ble. Más allá de los gestos perdura como una pobreza del hombre. Insignificancia llena de sentido que se refleja en los textos de los He chos (IV, 13) en donde los notables en poder constatan «la segundad de Pedro y Juan, y dándose cuenta de que se trata de gente sin ins trucción y, por decirlo así, cualquiera, se quedaron asombrados». Al marcar alguna insistencia sobre los mundos de la «herejía» de seamos mostrar una faceta en la que el decir teológico encuentra, provoca, acciona los poderes. La lucha teológica sólo puede leerse como emergencia y circulación de una palabra y de prácticas en las que los mundos divinos son conminados vigorosamente a estar ahí, en la tierra de los hombres. El simple hecho de que todas las «here jías» se refieran a la cristología y la mayor parte a la Encamación, 193
no es algo anodino. Entre las páginas del acta de la dogmática se deslizan los repartos de poder. A ese respecto, la meditación teoló gica sobre la Encarnación merecería ser tan leída como una gramá tica del Estado. Es, en todo caso, gramática eclesiológica: para la Iglesia, definir ortodoxia y ortopraxia en cuanto a la Encamación y a las dos naturalezas de Cristo es provocar la reflexión sobre su pro pia naturaleza en los órdenes de lo divino y lo terrestre. Entre el «sueño de Orígenes» de un imperio cristiano único y la observación de Ambrosio («Nos es más grato ser perseguidos por los emperadores que ser amados por ellos») no hay oposición, sino simultaneidad del sí y el no en un debate que tiene su fuente en la Encamación: desde el «Hubo un edicto de César Augusto» (Lucas II, 1), desde la pasión fechada en la confesión «sub Pontio Piloto». Porque lo que confiesa la fe ha sido marcado en la Escritura como «llegando delante de los procuradores y los reyes» (Marcos, XIII, 9). El informe del «constantinismo» no podría esconder el informe teológico... sin ignorar los poderes. Es verdad que los poderes sa brán aprender de la Iglesia a construir sus catecismos: Austria est Imperare Orbi Universi.( 1) Ese «AEIOU» viene a ser el silabario del poder hasta el punto de poner entre paréntesis las Bienaventuranzas.
BIBLIOGRAFIA Una obra básica, de fácil consulta, con bibliografía reciente: D AN IÉLO U, J. y M A R RO U , H.I.: Nouvelies Histoires del ’Eglise, Le Seuil, Tome 1(2). A completar por: RAHNER, Hugo: L ’Eglise et l ’etat dans le christianisme primitif, Pa rís, 1964. Hemos consultado con interés y provecho: BOUYER, L.: La vie de la liturgie, París, 1956. BROWN: La vie de Saint Augustin, París, 1971. D EC R ET: Moni et la tradition manichéeme, París, 1974. DELARUELLE, E.: «Charlemagne et l'Eglise» en Revue d'Histoire de France, núm. 133, París, 1953. FERRIER, F.: Clefs pour la théologie, París, 1974. FL IC H E , A.: La Réforme grégorienne, París, 1924-1937. HALPHEN, L.: Etudes critiques sur l’histoire de Charlemagne, París, 1921. I mbart DE LA Tour: Lesparoisses rurales de l ’ancienne France, Pa rís, 1900. Kleinklauscz, H.; Charlemagne, París, 1924. M A R R O U , H. I.: Saint Augustin et l ’augustinisme, París, 1954. (1) «Pertenece a Austria gobernar el orbe del Universo», divisa de la Casa de Austria. (2) A quien desee una cronología sugestiva y un glosario teológico, puede remitirse a la excelente obra en dos tomos Dictiormaire de la fo i chrétierme, Le Cerf, París, 1968. Ofrece una documentación de acceso de una rara inteligencia. 194
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2 . E L ISL A M : LA C O N Q U ISTA , E L P O D E R
porAhmad Hasnawi Hay algo irritante en la determinación de las formas de poder en el Islam. Desde la imagen a la vez teórica y literaria del «déspota oriental» hasta los temas, más elaborados, de la confusión de lo es piritual y lo temporal, el terreno está a rebosar de clichés, de este reotipos y de prenociones, de las que es difícil deshacerse. Pero al lado de estas elaboraciones secundarias y más o menos enfrentadas a ellas, las construcciones ideológicas de los m ism os mu sulmanes, bajo forma de interpretaciones del pasado que «bizquean» hacia el presente, son aún más difíciles de deshacer. Así pues, el terreno está ya ocupado por dos series de represen taciones antagónicamente ligadas. Contra la imagen del despotismo oriental se evocan las estructuras deliberativas del Islam primitivo. Contra el tema de la confusión de lo espiritual y lo temporal se afir ma la unidad de todas las formas de la existencia social. Aquí, como en otras partes, la historia es una apuesta política, un cierto tipo de arma en un cierto tipo de estrategia. Estas dos tradiciones no tienen ni la misma edad ni el mismo des tino. Tampoco tienen el mismo efecto de conocimiento. La noción de «despotismo oriental» designaba en el siglo XVIII uno de los tér minos de una tipología especulativa de las formas de gobierno —tér mino-rechazo, si se quiere— y, como tal, su función estaba definida por su lugar en las luchas ideológicas del siglo xvm europeo. Más tarde, esta función cambiará y el tema servirá de justificación a la ideología colonial. La segunda tradición es la del movimiento reformista musulmán (siglos XIX y xx) y responde «dialécticamente» a la primera. Esta tra dición, por lo demás, no niega la adecuación de la designación «des potismo oriental», sino que restringe, ya en su alcance en el tiempo (esa forma de gobierno es tardía en el Islam) ya en su soporte “étnico” (fueron los turcos quienes lo inauguraron). De ahí la nueva consig na: retomo al califato primitivo. Comienza entonces todo ese trabajo de historia —que podríamos llamar «monumental)— que arranca al olvido ciertos signos para de dicarles una veneración: ciertos períodos, ciertos reinados, ciertas co yunturas son emblemas sagrados de la historia de la «comunidad» 195
musulmana de sus avatares, de sus bifurcaciones felices o desgracia das. Trabajo que se proseguirá incesantemente hasta nuestros dias. Por eso la historia que vamos a contar no es una historia defi nitivamente muerta, definitivamente enterrada, sino que no cesa de lanzar sus últimos resplandores sobre la memoria ideológica y polí tica actual. Intentemos, sin embargo, seguir la lógica misma de las cosas y captarlas en la raíz de su desarrollo, situándonos en la aurora politica del mundo musulmán: es decir, en el momento en el que la ocu pación del lugar vacio dejado por el Profeta debía hacerse en una coyuntura de conquista, de expansión de la base territorial del Es tado naciente y, por eso mismo, de multiplicación del poder. ¿Quién puede suceder a un Profeta? La predicación de Muhammad había provocado una redistribu ción de los poderes tal como se ejercían en la Arabia preislámica. Muhammad confisca el poder religioso, a la vez que le da una nueva figura unitaria por la separación que instituye entre la profecía y to das las funciones religiosas anteriores: adivinos, poetas, magos. Este bloqueo del acceso a lo divino no dejará de desplegar sus efectos en una doble dirección: racionalizado» y legalitaria por un lado, mís tica e interiorista por otro. A partir de su instalación en Medina, el Profeta asume las fun ciones de jefe militar; y pronto, desde el momento en que integra el ámbito de la ley en el campo de las actividades proféticas(3), las de «juez», de árbitro, hakam. En una palabra, a través de su práctica política concreta, Muhammad sustituye la dispersión de los poderes en el mundo tribal por una instancia central: su propia figura(4). Por eso a su muerte esta nueva economía del poder se encuentra doblemente amenazada. En el interior, en Medina, por la posibilidad de una resurgencia de la instancia tribal neutralizada. Así debemos interpretar la asam-34 (3) S. D. Goitein: "The Birth o f the Muslím Law ” en Studies tn lslamic History and Institutions, Leyden, 1966, p&gs. 126-134. (4) En realidad, aquí habría que matizan por una parte ocunía a menudo que el
sayyid (Uder tribal) fuera al mismo tiempo k&hin (adivino), al igual que ocurría que el adivino fuera hakam; por otra parte veremos que el nuevo poder profético estaba aún arraigado en las formas antiguas. Es cierto, por último, que un conocimiento m is profundo de la situación de A ra bia antes del Islam y sobre todo de La Meca nos ayudarla a recentrar las cosas de una manera ligeramente diferente; desde ese punto de vista, las figuras de Qusavy, fundador de la ciudad comerciante de L a Meca, y HSshim, antepasado del Profeta, quien extendió el área geográfica de la actividad comercial de la mudad, organizando un sistema de alianzas tribales de las que era el centro, y reorganizando las relaciones sociales, merecen un estudio en profundidad. Sobre Qusavy, cfr. Caussin de Perceval: Essai sur Ihistoire des Arabes avant Ih lamisme et pendan! l’epoque de Mahomet, Parts, 1847-1848, tomo I. Sobre HSshim, cfr. K ister «Mecea and Tamím», en Journal o f Economic and Social History o f the Orient. 1965. 196
blea celebrada en la Saqtfa (lugar cercado) de los Banú Sá’ida (de donde saldrá finalmente victorioso Abú Bakr, elegido califa); la Sa qtfa, en efecto, era el lugar de reunión de los Khazrqj{5) y la famosa asamblea cobraba su significado, precisamente, de ese mismo hecho: afirmar la autoridad del clan en detrimento de la nueva entidad po lítico-religiosa creada por Muhammad(ó). Sólo gracias a la interven ción de lo que se ha llamado el «triunvirato» —Abú Bakr, Umar y Abú ‘Ubayda— se invertirá la situación. Pero será por la afirmación de los principios de la nueva comunidad y por la de la preeminencia de Quraysh (tribu del Profeta), en adelante única sede del im&na (li derazgo de la comunidad). La Saqtfa no es un lugar político expresivo del nuevo cuerpo po lítico, en el que se daría libre curso al espíritu «democrático» que ani maba a este último, sino un espacio político antiguo en el que se reac tivaba, en su «segmentaridad», el poder tribal premusulmán(7). La amenaza del exterior es aún más considerable. Varias de las tribus de Arabia, con las que Muhammad ha establecido un pacto de seguridad, materializado por el pago de una tasa (la zakát) de nuncian el pacto y rehúsan pagar la zakát. Es lo que se ha llamado la ridda (apostasía). Más aún, esta rebelión toma la forma de una protesta contra el monopolio religioso de Medina: surgen por do quier «falsos profetas»: Musaylima(8), Tulayha, Sajfth (una mujer). Esta doble amenaza se encuentra complicada por el hecho de que, en realidad, no se sabía en qué consistiría la sucesión de Mu hammad. Una cosa, no obstante, era segura: la función profética se habla cerrado para siempre. Y, en el fondo, ahí residía el problema: qué tipo de función religiosa podía asumir el nuevo jefe de la comu nidad, teniendo en cuenta que las antiguas formas de apertura a lo divino eran ya impracticables y que la nueva forma era de acceso pro hibido. En una palabra, la sucesión del Profeta designaba un lugar vacio, que comportaba coacciones negativas bastante estrictas, pero sin caracterización positiva definida. Lejos de cerrar definitivamente la historia musulmana en un momento privilegiado, pero ya fuera del alcance, el fin de la función profética la abre a una nueva pro blemática. Cierto es que, en un sentido, los efectos de este fin no de-5678 (5) Uno de los clanes (el otro era el de los A w s) que, antes de la llegada del Pro feta a Medina, se disputaban la hegemonía del oasis. (6) Esto era percibido, por otra parte, por los mismos actores históricos. Cfr. Tabari: Armales, ed. de Goeje, Parte 1, Vol. IV, pág. 1843. (7) Al día siguiente de esa famosa asamblea, Abú Bakr se instalará en el minbar (púlpito) de la mezquita construida por Muhammad para recibir el juramento de fi delidad (bay’a) de los miembros de la comunidad. Es probable que pretendiera con ello reafirmar la preeminencia del nuevo espacio político sobre el antiguo. Sobre la mezquita como espacio político, a la vez común y orientado, cfr. Encyclopédie de l ’Islam . 1.* ed., s. v. M asdjid. Y L. Golvin: La mosquée, Argel, Institut d’Etudes supérieures islamiques, 1960. Sobre la oración del viernes como «unión socio-política», cfr. S. D. Goitein: "The Origin and Nature o f the M uslim Friday Worship", en Studies, pigs. 111-123. (8) Cfr. Dale F. Eickelman: «Musaylima», en Journal o f the Economic and So cial H istory o f the Orient, 1967.
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jarán de hacerse sentir, pero no en el sentido en que se dice cuando se abraza la conciencia segunda que tienen los musulmanes, o más exactamente, ciertos musulmanes, del devenir de la comunidad. Por el momento, Abú Bakr, que toma el título de khalifat rasülAlláh (sucesor del mensajero de Dios)(9), se apresta a hacer frente a una doble tarea cuya urgencia se imponía por sí misma. Proseguir la política «septentrional» del Profeta y reducir la rebelión de las tri bus de Arabia. En suma, unificar Arabia y conquistar el mundo ex terior. Dos tareas que se encontrarán ligadas, ya que Arabia no será realmente unificada hasta que ‘Umar, el sucesor de Abú Bakr, per mita a las tribus de la ridda participar en la tarea de conquista de la que las excluyó Abú Bakr. Participar en la conquista, es decir, en lo que hay que llamar un «fenómeno social total». La Jihád: el Islam al asalto de la tierra En realidad la guerra no era un fenómeno nuevo en Arabia, sino un aspecto fundamental de las relaciones ínter-tribales. Primero la razzia y luego la vendetta forman los dos polos de esta práctica gue rrera. En el curso de la razzia (ghazwa) se capturan los bienes (ca mellos, ganado) sin que eso deba implicar la muerte de nadie, al me nos en principio. Porque, precisamente, ahí está la vendetta (tha’r), que hace costoso tal acto: la costumbre (surtna) impone, en efecto, al pariente macho más próximo, so pena de derogar un riguroso có digo de honor, vengarse del homicidio perpetrado contra uno de los miembros del grupo. A menudo la guerra no es más que una ven detta prolongada e indefinidamente remitida de un campo a otro (cfr. la guerra del Basús). Este sistema de guerra se someterá cada vez más a un sistema re ligioso que limitará sus efectos; en el espacio: existencia de enclaves sagrados (haram), en particular el de La Meca; en el tiempo: se con sideran sagrados cuatro meses del año (al-’ashhur al-hurum). Es pro bable que este período y estos lugares de tregua estén ligados al des arrollo del comercio mecano y destinados a protegerlo! 10). Como vemos, las prácticas bélicas en la Arabia preislámica están codificadas minuciosamente, obedecen a un conjunto de reglas no es critas, pero no por ello menos coercitivas. La actividad guerrera del Profeta introduce diferencias importan tes con relación a estas prácticas. Primero en la finalidad: la guerra ya no es solamente la forma marginal de una vida económica fun dada en la rareza, tampoco un simple acto penal; es, a partir de aho ra, una guerra ideológica. Si prolonga algo es la retórica de la per(9) Sobre el sentido de la palabra khaltfa en el Corán, ver Rudi Paret: «Signifi caro n coranique de khaüfa et d ’autre derivés de la racine khalafa», en Studia Islám i ca. vol. XXXI, 1970. (10 Ver sobre ese punto R. B. Seijeant: «Hardm and Hawtah. The Sacred Encla ve in Arabia», en M ilo n g a Taha Husayn. El Cairo, 1962. 198
suasión(l 1). Esta reoríentación de la actividad bélica implica una se gunda diferencia: la guerra ya no es una acción limitada en su de sarrollo, golpe de mano sin mañana o gesto que proporciona un cas tigo a un crimen; Muhammad introduce la duración en la guerra. En efecto, de 622, fecha en que la «secta» deja La Meca para insta larse en Medina, hasta su entrada triunfal en La Meca en 630, lo esencial de su actividad militar se dirige a La Meca y apunta a con seguir su sumisión: declaración de hostilidad, tentativa de desorga nización de la red comercial mecana (batalla de Badr en 624), bata llas de ‘Uhud y del Foso (esta vez son los mecanos quienes contraa tacan), uso de la diplomacia y conclusión del tratado de al-Huddaybiyya con los mecanos, preludio a su sumisión. Introducción de la duración, pero también nueva utilización del espacio. No se ha se ñalado lo bastante que el Profeta inaugura una práctica urbana de la guerra. Se trata desde ahora de una guerra entre ciudades: Medi na contra La Meca, y cuando La Meca sea sometida, La Meca con tra at Ta’if, otra ciudad comercial de Arabia occidental. La gran no vedad, sentida como tal por los protagonistas, es aquí la utilización de la defensa como suficiente para administrar la prueba de la su perioridad de su propio campo. Muhammad vence realmente a los mecanos cuando muestra su superioridad en la defensa, «la forma de guerra más fuerte» (Clausewitz). Es el sentido de la batalla del Foso (al-khandaq: cavado al norte de Medina, impide a los meca nos franquear las lineas de defensa). El resto, es decir, la sumisión de las tribus de gran parte de Arabia, se suspende por la fuerza de la amenaza: en 630 el Profeta ya ha creado irremediablemente una disimetría en el equilibrio de las fuerzas inter-tribales lo que hacia de él virtualmente el dueño de Arabia. Ascensión a los extremos (que llegaba a romper con la regla del enclave y los meses sagrados), introducción de la duración, utiliza ción positiva de la fuerza de defensa, uso de la diplomacia; el Pro feta inaugura, en suma, una estrategia militar coherente que le ase gura la victoria. El resultado de esta estrategia es que Arabia, como hemos dicho, «se conquista primero a sí misma» antes de conquistar «el centro del mundo antiguo»(12). En el centro de esta actividad militar, el botín y su reparto. Más tarde, los juristas musulmanes elaborarán una teo ría del derecho de propiedad que corresponde colectivamente (antes de proceder a su reparto) al conjunto de los guerreros: derecho de propiedad por 'ihráz o «adquisición original» (por oposición al de recho de propiedad por naql o «transferencia de la propiedad de una persona a otra a través de uno de los acuerdos contractuales reco nocidos» y al derecho de propiedad por herencia). Pero en la época del Profeta la lógica que preside el reparto del botín es una lógica de la donación. El que combate «en el camino de Dios» dona a Dios (11) Incluso la ordalia, cfr. Louis Massignon: «La Mubahala de M ídina et l’hyperdulie de Fatima», recogido en Parole donnée, ed. 10/18. (12) M. Lombard: L'Islam dora sa prem iire grandeur, Flammarion, 1971.
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su persona y sus bienes, y a cambio Dios está obligado a asegurarle el paraíso en el más allá y el botín aquí abajo. «Allah ha comprado a los Creyentes sus personas y sus bienes, contra el don del Jardín. Combaten en el camino de Allah. Matan o son muertos. Promesa (solemne) (w’ad'). Deber para con (Allah enunciado) en la Torah, en el Evangelio y en la Predicación. Ahora bien, ¿quién mantiene un pacto mejor que Allah? ¡Regocijaos del juramento de fidelidad (bay) que le habéis hecho! ¡Es el Exito Inmenso! (Corán, S. IX, V.a) «Allah os ha prometido masas abundantes de botín que tomaréis. El ha ade lantado para vosotros su toma y ha apartado de vosotros las manos de esas gentes [Lo ha hecho] con el fin de que sea un signo para los Creyentes y para dirigiros por un Camino recto» (Corán, S. XLVIII, v. 20). Esta lógica de las prestaciones humanas (participación en la gue rra, donación de la persona y de sus bienes), y contra-prestaciones divinas, en el plano escatológico(13) y en el plano mundano se con tinúa con la devolución a Dios de una parte del botín. «De cual quier cosa que toméis como botín, sabed que un quinto corresponde a Allah, al Apóstol, al Familiar (de éste), a los huérfanos, a los po bres, a los viajeros...» (Corán, S. VIII, v. 42-41). El ciclo de intercambios hombre/Dios a través de la operación jih&d, al nivel de las representaciones ideológicas, desemboca en un ciclo de intercambios estrictamente inter-humanos cuyo centro es el Profeta. El es quien procede a la distribución del botín: tras la ba talla de Badr, se extiende una disputa entre aquellos que se han apo derado individualmente de ciertos bienes y aquéllos que, situados en la retaguardia, no han tenido esa suerte. Muhammad pone entonces todo el botín en un solo montón y lo distribuye equitativamente en tre todos los que han participado en la batalla. Poner en un montón es afirmar la existencia de un orden de cosas comunes. Poner ese montón bajo su propia égida es, por parte del Profeta, colocarse como instancia a partir de la cual se hace la distribución de los bie nes adquiridos por la comunidad. Es él quien decide qué grupo debe beneficiarse del botín: así, tras la expulsión de Medina del clan ju dío de los Banú Nadir, sus tierras son distribuidas sólo entre los emi grantes (probablemente para equilibrar su situación económica con relación a sus anfitriones medinenses). El reparto del botín obedece a un principio de generosidad calculada: tras la derrota de una con federación de tribus en Hunayn, en 630, la parte ventajosa concedi da a uno de los jefes de los mecanos, convertido recientemente (Abú Sufy&n y sus dos hijos) apunta a hacerlo agradecido o, simplemente, (13) G. V. Grunebaum recuerda que cuando Nicéforo Focas «pide al clero que honre como a mártires a los soldados cristianos muertos durante la guerra contra los musulmanes», su petición es rechazada por el patriarca Polieuctes, que se basa en «la primera epístola de San Basilio excomulgando por tres afios a todo cristiano que de rrame sangre, incluso en guerra». Asimismo, el concepto agustiniano de bellum Jiulum ... llegó a ser reconocido totalmente por el cristianismo occidental, pero no por el cristianismo oriental». G. V. Grunebaum: L ’h la m m idiéval, trad. fr. Payot, 1954, pág. 18 y n. 2. 200
a recompensarlo por su actitud como artesano de la sumisión de Makka a Muhammad. Esta estructura de donación aparece aún más en el destino de la parte del Profeta (la quinta parte del botín le corresponde: además tiene un derecho de deducción selectiva antes del reparto, sawáfí): manutención de su familia, de los pobres, de los huérfanos, hospi talidad abierta a los viajeros, redención de prisioneros, presentes ofrecidos a las delegaciones de las tribus, gastos de equipamiento mi litar... Deciamos anteriormente que la guerra muhammadiana es ideo lógica. Hay que añadir que es más esencialmente económica que la razzia preislámica. Instaura, a través de la apropiación y el reparto del botín, un intenso intercambio de bienes y servicios. Así, desde la época del Profeta, se reúnen todos los rasgos de lo que podemos llamar proselitismo guerrero, tan característico de la expansión musulmana. Postura manifestada por toda una elabora ción jurídica de la noción de jihád: no hay un tratado de hadith (tra diciones referidas al Profeta) ni del Fiqh (jurisprudencia) que no le consagre un capítulo especial. Tres rasgos esenciales caracterizan la noción de jihád en su for mulación jurídica: 1. La jihád instituye un estado de guerra indefinido. El proseli tismo guerrero se funda en una división del mundo habitado en dos espacios jurídicamente distinguidos, «morada del Islam» (dár al-Islam) y «territorio de guerra» (dar al-harb), división que plantea uno de los términos como virtualmente dominante y el otro como vir tualmente reducido. Esta misma virtualidad hace de la guerra el ele mento universal de las relaciones del Islam con el resto del mundo y de la jihád una tarea nunca concluida: numerosos son los hadiths que lo presentan como debiendo proseguirse hasta el fin de los tiempos. 2. La obligación de la jihád es una obligación colectiva (fiord kifáya, por oposición a los deberes individuales, fard'ayn/. no incum be a todo musulmán, tomado individualmente, sino que es preciso y basta con que algunos lo cumplan. Por eso en la teoría política, la tarea de entablar la jihád será considerada como una de las fun ciones del califa(14). 3. La jihád es la única forma de guerra justa. Negativamente, esto significa que se invalidan las guerras intertribales. Positivamen te, que la declaración y la conducción de la guerra se someten a cier tas condiciones formales. En particular la declaración de hostilidad debe ser precedida de una invitación a la conversión (da\va). (14) La jihá d funciona en los tiempos modernos como puntal de una ideología de la resistencia (nacionalista). En lo cual encuentra apoyo en la teoría clásica, que hace de ella una obligación individual cuando el territorio del Islam se encuentra ame nazado por una invasión exterior. Un aspecto secundario en la teoría (el aspecto de fensivo) pasa a primer plano, e incluso se convierte en el único aspecto de la jihád. Cfr. J. Berque: «L’emir Abdel Kader demande ó Fés une consultation sur le jihád», en M aghreb. histoire et société, ed. Duculot y S.N.E.D., 1974. Cfr. igualmente el pri mer editorial del M ujáhid (diario de la resistencia argelina). 201
Estos dos últimos rasgos de la jih&d ífard kifáya y bellum justum) hacen de ella un instrumento en manos del Estado: la guerra es desde entonces asunto del Estado musulmán. La inclusión de la lucha contra la disidencia ideológica y contra ciertas formas de cri minalidad en los tipos de jihád(l5) señala claramente ese carácter, y que la jih&d puede tomar tanto formas externas como internas(16). Desde su inicio, la jih&d como guerra ideológica, se lleva de dis tinta forma según se dirija contra «paganos» («asociacionistas», mushrikün, que asocian a Dios otras divinidades) o «gentes del Li bro» (ahí al-kit&b), es decir, judíos o cristianos. Los primeros sólo tienen opción al Islam o a la guerra total. Los segundos pueden op tar entre el Islam y el pago de un impuesto de guerra. En el caso de que acepten pagar el impuesto, están entonces bajo la dhimma (la protección) de Allah y su profeta, lo que significa concretamente que pueden conservar su religión, sus costumbres, su administración lo cal... Así son tratados en tiempos del mismo Muhammad los judíos de los oasis —palmerales de Khaybar, de Tama’... y los cristianos de Najrán y de Ayla. Por esta dualidad de trato se deja traicionar la vocación política de la jih&d. Porque si pretende convertir es úni camente a aquellos que nunca se han elevado a una apertura autén tica a lo divino; otros, que han tenido, al menos en el pasado, tal acceso (aun cuando el Libro del que actualmente están en posesión ha sido alterado), se trata de obtener que confiesen, por los tratados de dhimma, la posición dominante del Islam. El universalismo del Islam está primero ahí, en la vocación política. Cuando se discute esta cuestión del universalismo del mensaje coránico se sitúa siem pre en el plano religioso (¿el Islam se dirige a toda la Humanidad o sólo a los árabes?). Cuando se busca en este universalismo el funda mento de la voluntad de conquista se hace siempre en términos «extensionales», podríamos decir. Y nos encontramos entonces ante un problema irritante: ¿por qué el Islam conquistador no obliga a las poblaciones a convertirse y parece incluso buscar lo contrario en cier tas circunstancias? (La conversión, en electo, priva al tesoro de la aportación financiera que representa el pago de impuestos.) Ahora bien, si el universalismo es primero político, reside en esta forma de dominación que engloba a la vez a los musulmanes y a los «escrituralistas». Esta fórmula de dominación se encuentra ya realizada en Arabia durante la vida del Profeta. Sus sucesores sólo tendrán que transportarla a las nuevas tierras conquistadas. El universalismo mu sulmán toma, desde su inicio, y, por así decir, en vacio, la forma de un universalismo de Estado. En vacío, porque el Estado aún no se ha constituido en su ar(15) Para la teoría jurídica de la jih&d, ver Majid Khadduri: War and Peace in the Law o f Islam , Baltimore, 1955. (16) Los tratados de flq h distinguen cuatro tipos de jih&d según su punto de apli cación: además de las formas «externas» contra los politeístas y los «escríturalistas», se reconocen formas «internas» de la jih ñ d contra los apóstatas y disidentes (incluso contra ciertas formas de bandolerismo). 202
madura material. Muhammad, hacia el final de su carrera, nombra a algunos recaudadores de impuestos (de las zakát: El Corán habla de remunerarlos según los ingresos que garanticen. Cfr. Corán, S. IX, v. 60) y una especie de gobernador en La Meca tras la sumisión de esta ciudad. Pero no dispone de ninguna fuerza pública y su au toridad está más bien fundada sobre la persuasión y la donación. Más exactamente, dispone de una fuerza externa, que no es otra, por lo demás, que la comunidad, vuelta agresivamente hacia el ex terior, pero en ningún caso de una fuerza interna de coerción. El khalifa no es en principio más que el símbolo de la unidad de la comu nidad. Es él, claro está, quien nombra a los comandantes que con ducirán tal o cual expedición, pero se les deja una gran iniciativa tan to en la conducción de sus tropas como en la forma de administrar las nuevas tierras conquistadas. Por ejemplo, es Khálid ibn al-Walid, el famoso general musulmán quien, por su propia iniciativa, tras la victoria sobre las tribus de la ridda, organiza los raids hacia el Iraq sasánida. La astucia del poder Desde el califato de Abú Bakr, sin embargo, y con más vigor bajo ’Umar, la penetración musulmana se afirma en dos direcciones: al noreste hacia el imperio sasánida, al noroeste hacia las provincias bizantinas: Siria, Egipto. La exploración militar de los limites sep tentrionales de Arabia revela la fragilidad de los dos imperios mun diales, que, a su vez, anima el avance de las tropas musulmanas. Decíamos antes que una fórmula de dominación, que englobaba a musulmanes .y no musulmanes estaba a disposición de los dirigen tes musulmanes. Pero añadíamos que aún quedaba por dar un con tenido efectivo a tal fórmula. Toda la historia musulmana del pri mer siglo e incluso posterior se sostiene en el desfase entre una for ma vacía de universalismo de Estado y contenidos cada vez más aló genos. Más precisamente, la realización de esta forma vacia suponía la constitución de un aparato administrativo cada vez más fino, y como se encontraba dicho aparato ya constituido en los países con quistados (modelo bizantino y luego modelo sasánida), era inevita ble servirse de ¿1. Pero, a su vez, la asunción de dicho modelo ad ministrativo promovía nuevas relaciones sociales que no iban a tar dar en exigir una ampliación de la base social del poder (ahí reside el sentido de la revolución abasida en 749-750). En ese juego de des fases entre formas y contenidos del poder, el derecho musulmán (Fiqh), como, por otra parte, cualquier derecho, juega un papel de integración de los contenidos en las formas. Bajo ’Umar no se llega aún a ello. Estamos en la tarea de orga nización de las nuevas tierras conquistadas. Las capacidades orga nizativas de los antiguos comerciantes mecanos, tanto como sus an tiguas relaciones con las provincias bizantinas, se revelan como una ayuda preciosa. De nuevo aquí, como en las campañas del Profeta, 20 3
una apuesta central, pero, por así decirlo, multiplicada: el botín. Po demos decir que lo que determina toda la vida política en el Islam, desde entonces y durante un siglo más, es la competencia de los dis tintos grupos por el control de los recursos (tierras, beneficios de las tierras, beneficios fiscales) procurados por las conquistas. En la provincia siria(17) un tipo específico de organización sociomilitar asegura a la vez a los conquistadores llegados de Arabia y a los árabes que estaban ya allí bajo la dominación bizantina, el control a partes iguales de los recursos de la provincia: comercio, agricultura. Tal comunidad de intereses, que no careció de dificul tades al principio, se sella con el reconocimiento de una genealogía común: las tribus instaladas allí serán conocidas en adelante con el nombre de Yamaniyya (descendientes del Yantan, al sur de Arabia). Desde entonces la provincia se encierra y se establece un control de inmigración muy estricto. Tal coherencia de intereses asegura al go bernador de esta provincia, Mu’áwiya, un poder formidable que no tardará en utilizar, cuando se presente la ocasión unos veinte años más tarde. Señalaremos aquí que las conquistas árabes representan una ex pansión territorial no soportada por aparato de Estado estructura do. En este mismo movimiento de conquistas iban a foijarse los ins trumentos de un aparato de Estado; y ello a través de dos tareas. 1. La recaudación de tasas impuestas a las poblaciones someti das, lo que daba lugar a una administración financiera. 2. La organización de los ejércitos, ya para futuras conquistas, ya para el mantenimiento de los territorios ya conquistados. Lo que daba lugar a la constitución de instrumentos de disuasión en manos de los gobernadores. Asi, por el momento, Siria, gracias a su tipo de organización, for ma como una especie de laboratorio social del que saldrán nuevas formas de poder. En Iraq, en cambio, se suceden varias olas de inmigración, crean do así una fuente de conflictos sin fin, oponiendo el conflicto prin cipal a dos grupos cuyo prestigio religioso es desigual: los primeros participaron desde el principio en las primeras expediciones iraquíes y serán conocidos bajo el nombre de Qurrá'(término cuya interpre tación plantea problemas)(18); los segundos llegaron más tarde y, so bre todo, se comprometieron en la rebelión de las tribus contra la autoridad medinense a la muerte del Profeta (ridda). Además, la hui da de la familia real sasánida y su séquito deja desocupada una bue na parte de las tierras más fértiles. Se plantea entonces el problema de saber qué hay que considerar como botín. Más tarde, los juristas (17) Para m is detalles sobre la situación en las provincias, ver M. A. Shaban: Zilamic H istory A . D. 600-750 (A .H . 132). A new interpretation, Cambridge, 1971. (18) Se interpreta a menudo este texto como significando «Lectores del Corán». Pero Shaban considera que hay que darle el sentido de «habitantes de los pueblos» (ahí al-qurá), que «denota su campo de acción distintivo como administradores de los bienes». 204
musulmanes distinguirán entre ghaníma, botín mobiliario tomado en el campo de batalla, que debe ser repartido entre los combatientes y cuya quinta parte está reservada al Tesoro (siguiendo en esto la práctica del Profeta) y /a y '(e l conjunto de ingresos que asegura tal país conquistado) que debe revertir en la comunidad en tanto tal(19). En el periodo en el que nos situamos no parece que se haya estable cido tal distinción; y los conquistadores se apoderan de las tierras abandonadas en las que establecen un derecho de propiedad colec tiva. Se las llama A hi al-fay’. Pero la gestión de las propiedades se confía solamente a los Qurra’, al igual que la recaudación de tasas a nivel de distrito. El conjunto de ingresos se negocia al por mayor, por emplear términos jurídicos posteriores, como una ghaníma (la quinta parte del botín y de los ingresos de las tierras del Sawád al rededor de Kdfa se envía a Medina, el resto se reparte en forma de pensiones anuales entre los conquistadores). El establecimiento del Dtw&n o registro de nóminas para el pago del ejército en Iraq por Timar no es, tal vez, más que el reconocimiento por la autoridad cen tral de ese estado de hecho. Esto no impide que represente un esbozo de racionalización ad ministrativa. En ese Díwán el orden de prelación es función del or den cronológico de conversión al Islam. Los privilegios económicos son fundón del prestigio religioso. Ahora bien, un orden de presti gio diferente se enfrenta a éste, reactivado por la estructura políti co-administrativa de las ciudades de guarnición fundadas por los conquistadores, sobre todo en Kúfa. Aquí se entrecruzan dos tipos de división: por una parte, para el hábitat y la organización social, los hombres se agrupan en siete grandes divisiones en las que el pa rentesco tribal es el principio pertinente, llamándose cada grupo por el nombre del clan o grupo tribal más importante. El segundo tipo de división es administrativo-militar: cada unidad, llamada ’aráfa, re cibe como parte cierta suma, dependiendo del número de sus miem bros su parte en el ingreso anual. Por otra parte, la 'arafa era tam bién la unidad militar de base. Por el juego de elección del jefe de cada una de las siete divisiones, hombres cuyo prestigio religioso es taba empañado por su participación en las rebeliones de la ridda, pero que ocupaban una posición importante antes del Islam, se en contraban de nuevo al frente de la escena. En esta estructura urbana se pueden leer, como modelo reduci do, por decirlo así, y con una visibilidad penetrante, las contradic ciones de la nueva formación social. No es extraño, por tanto, que Iraq sea el lugar de las rebeliones, de las disensiones... Los Qurrá’, en cualquier caso, constituyen un núcleo de intereses altamente ar ticulados y ellos darán al Islam su primer cisma: el de los Khawárij (o Khárijitas)(20). (19) Abu Yfisuf: K itáb al-Kharáj. Cfr. igualmente Abú Yalft: A hkám Sultániyya, ed. Fqí. (20) Centramos nuestro análisis de las conquistas sobre las provincias centrales, porque en ellas se enfrentarán, al principio al menos, las fuerzas que apuntan a la 20 5
El poder central, por su parte, instalado en Medina, trata de con solidarse. ’Umar, llamado primero khalífat khaltfat rasül Allah (su cesor del sucesor del Profeta) toma el nuevo titulo de ’A mír alM u’m inin, que se suele traducir por «comendador de los creyentes». Cualquiera que sea la interpretación que se dé a ese titulo, es seguro que hace hincapié en el carácter político del cargo del califato. La tradición atribuye a ’Umar haber dado al Estado musulmán su ar madura administrativa. Es probable que sea una visión retrospecti va, pero no deja de ser cierto que ’Umar trata al menos de reforzar el poder de sus gobernadores y de aumentar su capacidad de control sobre sus administrados. De hecho, sobre todo a partir del tercer y el cuarto califas (res pectivamente ’Uthmán y ’All) se plantea en toda su agudeza el pro blema de dar un contenido de poder más efectivo al cargo del cali fato. Las dos soluciones que esbozan, cada uno a su manera, cons tituyen, podríamos decir, la matriz de las soluciones futuras. ’Uth mán (que pertenece al clan de Banfl ’Abd Shams de la tribu de Quraysh) intenta integrar las antiguas formas de autoridad en el go bierno del imperio, de ahí la constitución de una red de gobernado res emparentados con él y sobre los cuales puede ejercer un control más eficaz, de ahí la tentativa de formación de una clientela política. Es probable, en cambio, que ’All quisiera dar un contenido reli gioso más consistente al cargo del califato, reivindicando un poder de interpretación del Texto revelado. ’AK, aun perteneciendo tam bién a la tribu de Quraysh, no estaba ligado, ni social ni politica mente, a la oligarquía mecana. En suma, lo que reclamaba era una integración ideológica más vigorosa del imperio y, por tanto, la po sibilidad de un despliegue de la misma ideología. Las dos tentativas fracasarán, pero podemos decir que los Ome yas por una parte (la dinastía inaugurada por la toma del poder por parte de Mu’áwiya, gobernador de Siria), los Abasidas por otra par te (la dinasta que derrocará a los Omeyas), retomarán, cada uno a su modo, en circunstancias nuevas y con medios diferentes, los pri meros la solución bosquejada por ’Uthmán, los segundos la apenas esbozada de ’Alt Tras el asesinato de ’Uthmán en 656 por un grupo de conjurados procedentes de Egipto y la toma del poder por parte de ’All éste no tardará en enfrentarse al gobernador de Siria, pariente de ’Uthmán. Mu’áwiya, sostenido por los sirios, cuya coherencia de intereses he mos visto, y ’All, que tiene tras de sí una coalición de intereses con tradictorios, se encuentran en una concentración armada en Sifftn en 657. Este acontecimiento tiene un alcance considerable, que no conquista del poder central. SeSalemos al respecto que si se resalta a menudo la fe cha simbólica de 732 (batalla de Tours-Poitiers), como un momento esencial tanto de la historia musulmana como de la del Occidente cristiano, no parece que los actores históricos lo hayan considerado asi, ya sea del lado cristiano como del musulmán. Cfr. el articulo de M. Canard: «L’Expansion arabe: le probltm e militaire», en L 'E x pansión arabo-islamique el ses ripercussions, Londres, 1974, págs. 56-57. 206
dejará de repetirse en «historizaciones» antagónicas. Se percibirá como el acontecimiento en torno al cual se articula el devenir de la «comunidad» musulmana. La teología conquistada por las armas La batalla de Siffín terminará con un procedimiento de arbitra je, cuya aceptación por ’Ali hará volverse contra él a una parte im portante de su ejército: los Khawárij o «secesionistas», que inaugu ran con ello el primer cisma en el Islam. La interpretación de la base social de este movimiento es polémica: se suele decir que es el espí ritu «individualista», incluso anárquico, de las tribus, su repugnan cia a toda forma de autoridad lo que se expresa bajo el travestimiento de una oposición religiosa. Shaban propone otra interpretación, según la cual las primeras rebeliones khárijitas expresan más bien los intereses económicos de la conquista, que arraigan menos en la antigua estructura social que en la nueva relación de fuerzas(21). Pero cualquiera que sea la interpretación que se dé de este mo vimiento, es el primero en plantear en términos explícitos el proble ma del poder. Es el primer movimiento portador de lo que llamare mos un discurso del imáma. Al recusar el procedimiento de arbitraje entre ’Ali y Mu’áwiya y presentar su consigna «El juicio sólo perte nece a Dios», los khárijitas parecen querer sustraer el imáma del jue go de la decisiones humanas y afirmar un principio «teocrático» puro. Al sostener que ’Uthmán fue ejecutado por razones justas y que no se debía obediencia a ’Ali a partir del momento en que aceptó el ar bitraje, afirman «un derecho de resistencia» frente a un imám injus to Qá’ir). Al ligar el derecho de resistencia al problema de la deter minación del estatuto religioso, engarzan un conjunto de cuestiones que forman el núcleo de los futuros «credos» y la matriz del kalám (teología). Para que el imam pudiera ser derrocado, era preciso poder ex cluirlo de la comunidad y denunciarlo por caer bajo el nombre y el estatuto del kafir (descreído). De tal modo que, alrededor del pro blema del imáma, en germen, se planteaban dos problemas de natu raleza teológica: el de la definición de la fe fimdn) y el topos larga mente debatido de la relación entre la fe y las obras. Además, la práctica de la «excomunión» implica positivamente la búsqueda de una definición de los requisitos de la «comunidad rec-
(21) M. A. Shaban considera de hecho que este grupo expresa estrictamente el interés de los Qurrá’ decepcionados por la política de *AU. Y añade que no hay que considerarlos, a ningún precio, como herejes. Ahora bien, si las fuentes confirman el primer punto (cfr. en particular Tabaii: Armales, parte I, vol. VI, pág. 3330), todas ellas identifican ese mismo grupo con los Khawárij, comenzando por el mismo Tabañ. En realidad, lo que pone en cuestión es todo el modelo propuesto por la m ew interpretation»: al considerar sólo, en efecto, el plano estricto de las luchas de inte reses, Shaban reduce implícitamente su auto-expresión ideológica superfetatoria. 20 7
ta», es decir, la elaboración de un sistema coherente de calificacio nes de los seres y los actos. Estos problemas se plantean, en origen, en la práctica política y alrededor de un personaje singular: el jefe de la comunidad. En otras palabras, los enunciados «proto-teológicos» tienen primero una es fera de aplicación limitada: la esfera de la vida pública. Pero, a par tir de ahí, su capacidad denotativa se enriquecerá y habrá que hacer frente a enunciados generales, que se aplican a todo musulmán»(22). Más importante aún que esta operación de extensión es la aparición de enunciados adversos: «No», dirán los murijitas(23), «aquel que co mete un pecado mayor no es por ello un descreído o, más exacta mente, no hay que tratarlo como tal». Vemos claramente el signifi cado político «realista» de tal actitud. Pero lo que nos interesa aquí sobre todo es que, desde entonces, se crea un campo «dialéctico», que no dejará de escaparse de la es fera política para constituirse en discurso autónomo, con sus reglas de discusión, sus objetos «ideales», etc. Este campo continuará, al mismo tiempo, enriqueciéndose con nuevas posturas: al-Hasan alBasri afirmará que el gran pecador es mun&fíq («hipócrita»), los M u’tazila dirán que ocupa una posición intermedia entre el creyente y el no-creyente (manzila bayna-l-manzilatayn). Estos enunciados no dejan tampoco de tener un significado político, de señalar lugares en un juego político complejo. Pero el movimiento que anima el debate tiende hacia una disciplinarización, hacia la emergencia del kal&m (teología). La cismática político-religiosa produce cierto tipo de saber. En su forma y en su contenido. En su forma: el kal&m conservará siem pre las reglas de un debate llevado «dialécticamente». En su conte nido: al menos en origen, el kal&m se desarrolla como una «semán tica de la fe» (¿qué extensión dar a la comunidad de los creyentes, qué significado dar a la fe?). Los tratados de kal&m recogen, por otra parte, ese debate del ori gen, localizado, en torno al im&ma. Encontraremos tratados los te mas de la legitimidad de los cuatro primeros califas, de su orden de mérito, etc. El im&ma es, pues, primeramente, uno de los lugares del kal&m. Veremos cómo se convertirá más tarde en objeto de tratados especiales.
(22) Sobre el primer movimiento khárijüa, llamado también «al-m uhakkim a alCfr. Baghdadi, al-Farq bayna-l-flraq, ed. Beyrouth, 1973, p&gs. 56-61. Cfr. igual mente, Sharastftni, al-M ilal wa-l-hilal-, ed. El Cairo, 1968, pág. 115-118. (23) M. Watt muestra en The Form ative Periods o f Islam ic Thought, que esta de nominación no encubre un grupo históricamente atestiguado. Lo que, en cualquier caso, nos interesa aquí, es que categoriza una postura intelectual que se ha mantenido efectivamente. 208
La práctica indigna de ¡a teoría Después de Siffin se instaura un equilibrio precario que se rom perá con el asesinato de ’Ali por un kharijita. Así comienza la di nastía omeya (661). La capital del imperio musulmán se transfiere a Damasco: el centro de gravedad político es, desde entonces, sirio. A partir de ese momento el desarrollo de la historia musulmana es el desarrollo de un proceso contradictorio interno: por un lado se forja progresivamente una maquinaria estatal; por otro una cadena con tinua de rebeliones consigue agarrotar ciertos mecanismos que, a su vez, para seguir funcionando de todas formas, apelan a nuevas «pie zas» que multiplican su poder. Así, cuando Ziyád ibn Abihl, gober nador de Iraq nombrado por Mu’áwiya, procede a una redistribu ción de las cartas en KQfa, retribalizando su estructura de ocupa ción, algunos Qurrá’, descontentos, se rebelan. Mu’&wiya ejecuta a al gunos de ellos inaugurando así un nuevo tipo de poder: de vida y de muerte del ’A mtr al-mu’m inin, sobre sus súbditos. Asimismo, cuando al-Hajjáj, gobernador de la misma provincia, que se las tie ne que ver con una serie casi ininterrumpida de levantamientos, re curre al ejército sirio para aplastarlos, transforma, por eso mismo, la función de éste: ya no es solamente una fuerza, a la vez defensiva y ofensiva dirigida al frente bizantino: se convierte ante todo en un instrumento de represión interna. Así funciona la dialéctica de las re beliones y de la construcción del andamiaje estatal. En el mismo tiempo, el Estado desarrolla su dinámica interna: con al-Hajjáj, gobernador de Iraq por cuenta del quinto califa ome ya, ’Abd al-Malik ibn Marwán, constituye lo que podríamos llamar una «escuela» de gobernadores, que acabarán por tener entre sus ma nos la administración de la casi totalidad de las provincias. ’Abd alMalik procede a una doble reforma de inmensas consecuencias: 1. La administración financiera (sobre todo el sistema de recauda ción de impuestos que, en lo esencial, se heredó de los antiguos due ños de las provincias conquistadas: bizantinos e iranios) quedó en manos de «oficiales» autóctonos que continuaron hasta entonces uti lizando las lenguas locales en la redacción de las actas administra tivas. A partir de entonces, el árabe se instituye como lengua admi nistrativa y, por ello, como lengua universal del imperio. 2. Se crea una moneda musulmana, preludio a esa conjunción de los dos gran des ámbitos monetarios (oro bizantino, plata irania) hasta entonces separados(24). Esta doble reforma tiene el carácter de una afirma ción de soberanía a la vez árabe y musulmana. Simultáneamente, la política de expansión prosigue, sobre todo hacia el Este, hacia Asia Central. Sus portadores son los muqátila. Frente a esta dinámica, por la cual lo que hemos llamado uni versalismo de Estado cobra cada vez más forma, se alza una serie de rebeliones, de las cuales sólo retendremos aquí —muy arbitraria mente— dos, por lo que tienen de valor ejemplar. (24) Cfr. Lombard: L'Islam dans sa premiare grandeur, Flammarion, cap. V. 20 9
La primera es la de Husayn (en 680), hijo de 'Alt, que cobra el carácter de expedición desesperada y termina en un fracaso total: la pequeña tropa es masacrada en Kerbelá. Pero este fracaso políticomilitar se compensa con el espesor simbólico que no dejará de tener este acontecimiento. Acontecimiento-matriz en la constitución de la memoria ideológica de los futuros chiitas(25). El segundo levantamiento es el de Mukhtár en Kúfa, que funcio na también como un «operador» ideológico: Mukhtár pretende ac tuar en nombre de uno de los hijos de ’All, al que proclama Mahdt (jefe inspirado por Dios), no siendo él más que un wazir, un ayu dante. Con esto, ef ámbito de las representaciones políticas se en cuentra enriquecido con dos temas que tendrán un destino divergen te: el de wazir será retomado por el aparato revolucionario abasida, antes de convertirse en una de las instituciones gubernamentales más características del Islam(26); en cambio, el tema escatológico del Madht seguirá asociado a las esperanzas milenaristas de los chiitas y será uno de los temas mayores de una de las ramas del chiismo elaborado: el imamismo. Otro rasgo caracteriza la rebelión de Mukh tár, es la participación, aun cuando su importancia ha sido exagera da, de mawált (neo-musulmanes no árabes): primera forma, aún in coativa, de la fusión que caracterizará a la revolución abasida. Mukhtár, aventurero oportunista y demagogo, produce en su re belión a la vez las formas de consciencia y las formas de organiza ción que serán características de la revolución abasida y de muchas otras insurrecciones en el ámbito musulmán(27). La fusión, operada en forma insurreccional, entre árabes y ma wált en el movimiento de Mukhtár, estaba en realidad en curso, bajo formas diversas, en todas las provincias del imperio, creando así nue vas fuerzas sociales. La estrategia a utilizar con tal movimiento so cial dividía al mismo establishment omeya-marwánida (ahí reside, probablemente, el significado de la lucha entre Qays y Yamari). La apuesta fundamental de la lucha entre distintas facciones de árabes, al final del imperio omeya, puede resumirse así: ¿se debe extender a todos los musulmanes o, por el contrario, restringir tan sólo a los árabes los privilegios de las «ciudadanía» musulmana? (25) Politicamente adeptos de 'AH y, más generalmente, de la familia del Profeta, desarrollan una ideología del im ám a que no dejará de ensombrecer las construccio nes políticas y teóricas de la ortodoxia triunfante (sunnismo). Veremos su importan cia en la génesis de la revolución abasida. Filosóficamente, elaboran una hermeneútica simbólica del texto coránico que se opone a la elaboración «literalista» de la or todoxia sunnita. Sobre este último punto, ver H. Corbin: H utoire de ¡a philosophie musulmane, Gallimard, col. «Idées», 1964. (26) Sobre el visirado, cfr. el articulo de S. D. Goitein: «The Origin of the Vizierate and its trae character», en Studies..., págs. 168-196. Cfr. igualmente D. Sourdel: Le vizirat ’abbasstde, Publications de lln stitu t Franjáis de Damas, 1959-1960. El des tino de este tema es bastante paradójico: de un tema ligado a una forma especifica de agitación de masas, se convertirá en un tema en el que se encarnará una institu ción estatal gestionaría. (27) Habría que hacer un día una investigación minuciosa de las formas organi zativas de los d a’was musulmanes. Se pondría en claro asi una de las formas esencia les de los movimientos de masas en tierras del Islam. 210
Hasta entonces, un no-árabe convertido debía afiliarse por un pacto a una u otra de las tribus árabes (de ahí el nombre de mawlá, plural mawáli, que se les daba) para poder ejercer «los tres derechos árabes: m ud’á (legis actio, derecho a presentar denuncia), ’áqila (de recho a la satisfacción de la sangre), ráya (derecho a la bandera)»(28). Además de estos privilegios que podemos llamar jurídicos, otros pri vilegios fiscales y económicos se vinculan a la «ciudadanía» musul mana. Fiscales: un musulmán sólo paga por sus posesiones la zakát o el ’ushur (diezmo), mientras que, por ejemplo, los dhimmts (judíos, cristianos, zoroastrianos ligados por un pacto a la ciudad musulma na) deben satisfacer un doble impuesto: jizya o capitación y kharáj o impuesto sobre la tierra(29). No surge problema a propósito de esta diferencia de trato, sobre la que hay consenso, sino a partir del momento en que algunos conversos continúan pagando el impuesto de capitación o jizya. Privilegios económicos: la plenitud de la «ciu dadanía» musulmana, al menos en ese primer siglo de expansión y a partir del momento en que el sistema del ’atá (sueldos) se genera liza, se traduce por la participación en las expediciones guerreras y la inscripción subsiguiente en los registros de pensiones del Diwán. La reforma fiscal de Untar II (que reina de 717 a 720, cuya política entera intenta invertir la corriente principal omeya-marwánida y ace lerar la integración ideológica del imperio), toma precisamente como objetivo esos dos aspectos de la «ciudadanía» musulmana, buscando extender su aplicación a los recién convertidos(30). Durante mucho tiempo, la apreciación de esta etapa de la histo ria musulmana se hizo difícil por la forma del lenguaje político uti lizado por los protagonistas para pensar sus hostilidades, sus alian zas... Este lenguaje era el de las genealogías tribales. Sin embargo, el hecho de que las relaciones de parentesco aparezcan como el mo tor de la vida político-religiosa no expresa el estado real de las re laciones sociales, sino que constituye más bien la protección imagi naria de una situación en la que esas mismas relaciones han perdido (28) Cfr. Lotiis Massignon: «LTImma et ses synonymes», en 1946, pág. 1S2. (29) El sistema de impuestos es en realidad mucho más complicado y diversifica do en la realidad de lo que deja creer ese esquema teórico relativamente tardío. Cfr. D. C. Dennet: Conversión and the Poll-Tax in eariy Islam , Cambridge Mass., 1950. (30) Cfr. sobre este punto H. A.R. Gibb: «The Fiscal Rescript of TJmarlI», en Ará bica, t. II, fase. I, enero de 1955. El concepto de «ciudadanía» musulmana comporta otros rasgos y, por tanto, otras exclusiones: La libertad, en el sentido legal del término, y de ahi la exclusión, pardal de otra parte (al menos en teoría), del esclavo ( ‘abd)r. éste puede, si cumple las condidones habituales, conducir la oradón comúm, pero no es plenamente súbdito de derecho, lo que se expresa en la diferencia de castigo con relación al musulmán libre, que debe serle infligido en caso de adulterio (ziná) o de transgresión de la prohibidón del vino. El castigo sufrido por el esdavo es menor. La masculinidad, y de ahi una exclusión, igualmente ambigua, de la mujer. «Des de el punto de vista religioso, según el Islam antiguo, la mujer es igual al hombre; le incumbe la obligadón de observar las oradones cotidianas, e incluso de estudiar la ley religiosa (de hecho, está sometida a todas las obligaciones religiosas). No obstan te, no pertenece al cuerpo político, cuyos miembros son sólo hombres libres, porta dores de armas.» S. D. Goitein: Studies... pág. 122, n. 1. 211
su eficacia. La constitución de genealogías ficticias, la protección en el pasado de conflictos intertribales eran sólo la forma ideológica con que los protagonistas tomaban conciencia de las nuevas relacio nes materiales que se instalaron entre ellos. Estas constituían una es pecie de respuesta a las preguntas: ¿quién controla el «excedente» ob tenido por las conquistas? ¿Quién tiene parte en la autoridad central y sus distintos apéndices? Sería, pues, erróneo creer que lo que regulaba la vida política y sus conflictos fuera la pertenencia real a las tribus qaysitas o a las tribus yamanitas (muchas de esas pertenencias eran ficticias) o el ju ramento de fidelidad a tal o cual clan de Quraysh (omeyas o hachemitas). La cuestión era más bien saber si el Islam iba a ser promo vido al nivel de ideología del imperio. Lo que significaba concreta mente: los mawálí, súbditos de los países conquistados convertidos en masa al Islam, ¿iban a poder participar en la dirección de los asun tos públicos? En una palabra, ¿el universalismo iba a ser por fin ele vado al nivel de su concepto? Cierto es que la forma de autoridad instaurada por los omeyas tenía el carácter de un dominio de una familia sobre la maquinaria estatal embrionaria. Cierto es que la familia prolifica de los Manvánidas (segunda rama de los omeyas, en el poder de 684 a 749-750) dirigía a la vez «colegialmente» los asuntos del imperio y al mismo tiempo gozaba de grandes dominios cuya renta les correspondía. Por eso la oposición política y religiosa al régimen omeya tomaba la for ma de un juramento de fidelidad a la familia hachemita, que acabó por servir como el punto de reunión más eficaz para todas las for mas de oposición. Pero esta forma «segmentarista» del juego político sólo consti tuía una envoltura de contradicciones socio-económicas. No es me nos cierto que esta conciencia política mitificada determinaba la in dividualidad concreta del soberano (debe pertenecer a la familia ha chemita), al mismo tiempo que las formas concretas de expresión ideológica: sacralización de la familia del Profeta, transferible de un segmento a otro de esta familia (incluyendo, por tanto, a los abasi das); tema mesiánico del Mahdt, institutor de una futura comunidad de justicia. Estos dos temas mantienen uno con otro, por otra parte, una re lación de tensión y solidaridad: uno determina al soberano en su ori gen (que le asegura la ciencia, el Hlm) como miembro de la familia, el otro asegura el carácter universal de su acción futura, su destino social universal. Misticismo del origen y universalidad del destino ca racterizan la figura del futuro soberano. Estos dos rasgos marcan contradictoriamente el origen real, social, de esa exigencia de uni versalidad y de la forma mitificada que toma en el juego político del tiempo. Aun cuando estos dos rasgos no estuvieron siempre empa rejados, aun cuando el primer rasgo no siempre tuvo esa forma (sólo los ghulát —extremistas— llevan la ciencia que se exige al imám al nivel de un saber divino), es su emparejamiento lo que constituye la expresión más perfecta de las exigencias del momento. 212
La revolución abasida(31) será llevada a cabo por esta coyun tura ideológica y por una situación muy particular, propia del Khúrftsftn, que fondona entonces como el crisol social en el que se opera la fusión musulmanes-árabes-/naw'dff(32). Cualquiera que sea la na turaleza del régimen instaurado por los abasidas, cualesquiera que sean las contradicciones que no dejarán de trabajarlo, una cosa es segura: que completa la integración ínter-étnica del imperio musul mán. El universalismo de Estado comienza a recibir un contenido efectivo: el conjunto integrado de las instituciones políticas se co rresponde mejor con la realidad de la composición socio-económica del imperio. El derecho es un arma política El imáma —todo lo precedente lo muestra— constituye el centro de la reflexión política en el Islam. No deja de ser paradójico, se sue le subrayar, que haya habido que esperar a los siglos X y XI para que vieran la luz tratados de derecho público. Que haya habido que esperar, en otras palabras, a la degeneración política del califato para que se empezaran a codificar sus funciones. Y se subraya con gusto el carácter teórico, incluso utópico de los Ahlám as-Sult&niyya de un Máwardi(33) o de un Abú Yalá(34). De hecho, esta paradoja es sólo aparente y se explica por razo nes «estructurales». Hablar de razones coyunturales no es, por lo de más, subrayar el carácter de circunstancia de estos tratados, sino ha cer resaltar su función precisa. Las razones de coyuntura se deben a una situación política (y teó rica) extremadamente compleja. Es un hecho que el califato abasida había entrado hace tiempo en su fase de decadencia: ven la luz mu chas dinastías locales, que no tienen otra relación con el califato de Bagdad que un vago juramento de fidelidad; peor, el mismo califa, desde 946, depende de los príncipes buwayhidas (dinastía militar dilamita, chiita además, que consiguió apoderarse de la realidad del poder en la misma Bagdad, a la vez que evitaba tocar el califato). Más temible aún, desde 969, una dinastía chiita israelí (los Fatimitas) reina sobre Egipto y amenaza a Bagdad. Frente a esta situación inextricable y ante el debilitamiento de (31) Cfr. C. Caben: «Point de vue sur la rtvolution ’abbassíde», en Revue historique, 1963. (32) El análisis de la revolución abasida y del régimen que instaura sobrepasa el marco de nuestro estudio. Ver, sin embargo, M. A. Shaban: The A bbostd Revolution, Cambridge, 1971. H. A. R. Gibb: «Governement and Islfim under the early *Abbasslds, en L ’e laboration de l ’Islam, P.U.F., 1961. (33) Mawárdi, al-Ahkám as-Sultániyya, ed. Enger, Bonn, 1833, trad. Fagnan: Les statuts gauvernem entaux, Argel, 1913; trad. Ostrorog del capitulo sobre el califato: Le droit du caLifat, ed. Ernest Leroux, 1923. (34) El tratado de Abfi Y alá al-Farrft’ lleva el mismo título que el de Mftwardl y el texto es, con algunas variaciones escolares, idéntico. Cfr. ed. Fql. 21 3
los ’amtrs buwayhidas, dos califas abasidas, al-Qádir y su hijo alQá’im intentan dar de nuevo cierto peso al califato. La aparición en el Este del sultán Mahmúd de Ghazna, que señalaba su fidelidad, for talecía su proyecto. En esta coyuntura política muy precisa y en relación estrecha con al-Qálm, Máwardi escribe su tratado de derecho público. Es poco decir que se explica por esta coyuntura: se inserta en ella como un verdadero acto político. Ni un rasgo de esta coyuntura deja de encontrar su reflejo jurí dico en el tratado de Máwardl. Así, en la lista de atribuciones del califa, Máwardl insiste no solamente en las atribuciones de carácter religioso, sino, igualmente y, podríamos decir, esencialmente, en aquellas que presentan un carácter administrativo y añade incluso una cláusula que exige al califa ejercer directamente (musbashara) sus funciones, lo que estaba en juego, precisamente, en la lucha en tre buwayhidas y califas. Cuando en una discusión de aire escolás tico afirma que si el califa cae bajo el control de uno de sus subor dinados que no aplica rigurosamente la sharí’a (la ley), debe recurrir a un defensor, la amenaza dirigida a los buwayhidas de recurrir a Mahmúd de Ghazna está apenas velada. Asimismo, si entre las ra zones que justifican el derrocamiento del califa figura la herejía, es probablemente una anticipación casuística de la posibilidad de que los fatimitas se apoderen del califato de Bagdad y la anulación pre via de la legitimidad de tal califato. Asi, en todo el texto de Máwardl, el envoltorio jurídico no deja de desgarrarse en la explosiva des nudez de lo real. Pero, más profundamente aún, la necesidad teórica de tratados consagrados al imáma responde a la presión de la ideología chiita, muy extendida entonces y que ofrece una teoría consistente del imá ma. En otras palabras, la exposición de los «status» que correspon den al califato para Máwardl sólo se comprende en su relación an tagonista con la teoría chiita. Estas son las razones de coyuntura que hacen de los tratados de derecho público un dispositivo teórico ali neado con vistas a abatir algunos blancos. Las razones estructurales dependen de la economía del saber mu sulmán. Los tratados de derecho público funcionan como una re gión-objetivo para dos regiones-fuente: el kalám que trata de los ’usül ad-din (las «bases de la religión») y el Fiqh (o jurisprudencia). Los ’usul ad-din se elaboran a partir de las profesiones de fe que apuntan a establecer una «creencia recta». Como las sectas (firaq) se constituyeron originalmente a partir de una toma de posición sobre el imáma y, más precisamente, sobre el problema concreto, casual, de saber si tal o cual imán se excluye, por tal o cual acto, de la comu nidad de creyentes o no, cada profesión de fe ortodoxa reiteraba la afirmación de la legitimidad de los cuatro primeros califas. Esta rúbri ca de los credo se retomará en los tratados más elaborados de teología (kalám). En estos tratados, divididos habitualmente en dos partes —una que trata de cuestiones racionales ( ’aqliyyát), otra de cuestio nes llamadas «tradicionales» (sam ’iyyát)—, el califato encuentra su 214
lugar en los sam’iyyát al lado de los temas de la profecía, de la re surrección de los cuerpos... La segunda región-fuente está constituida por el Fiqh. En efecto, topoi del Fiqh se retoman e integran en una nueva perspectiva: la de la teoría del imáma supremo. Con ello se practica una redistri bución de los temas del Fiqh, con una nueva articulación que pone en posición lógicamente anterior el tema del califato, con relación al cual se ordenan temas anteriormente diseminados por los trata dos de jurisprudencia: «Teoría de las funciones públicas (wil&yat), de la guena santa y las guerras de interés general, de las penas le gales y discrecionales (huddüd) de la físcalidad, del estatuto de las tierras, de los delitos y los semi-delitos (jináy&tXSS). Tal disposición hace aparecer la shari’a (la ley) en su función constitutivamente po lítica. Ese carácter mixto del «derecho público» es subrayado, por otra parte, por un autor como Ghazali(36) en una perspectiva polémica; al sostener que el imáma es tanto un problema de kal&m como de Fiqh, pretende arrancarlo de su posición de constitutivo esencial de la fe en el que lo sitúan los chiitas, y restituirlo así a una disciplina (el Fiqh) en la que las divergencias son posibles, sin implicar por ello cismas. Estrategia que consiste en privar al adversario de la base misma sobre la que ha edificado su identidad. El origen «teológico» (¡calám) del tema del califato se deja trai cionar en la discusión que abre el tratado de Máwardí, sobre el fun damento de la necesidad del califato (wujüby. se trata de saber si es una necesidad fundada en la razón (’aql) o en la «tradición» (sam’ o shar%yi). Máwardi, aunque aporta los argumentos que sostienen cada una de las posturas, parece inclinarse por la segunda. Porque la razón no está lo bastante determinada: sus exigencias, para el ám bito de las relaciones interhumanas, tienen un contenido moral ge neral, pero no implican la necesidad (singular) de la existencia de un poder político determinado como es el califato. La realización de cier tos actos (cuyo control corresponde al califa), sobre todo en el ám bito del culto, determinados en su singularidad por la sharí’a hace metonímicamente del califato una institución cuya necesidad no pue de ser justificada de una manera puramente racional. Reencontra mos aquí lo que podemos llamar el «subjetivismo teísta»(38) que hace que una acción (la institución del califato en nuestro caso) sea obligatoria, no en virtud de su valor intrínseco, sino en razón del he cho de haber sido declarada tal por Dios. Para reservar ese ámbito del poder de Dios, se llega a resaltar la irracionalidad de algunas ór denes divinas o, más exactamente, su inconmensurabilidad con los criterios de la razón: al igual que el hecho de haber cinco oraciones (33) H. Laoust: «La penste et l’action politiques d ’al-Máwardi»? en R .E .I., 1968, pág. 24. (36) Ghazatt, K. al-Iqtisád J i l-i tiqád, El Cairo, 1902, p6g. 103. (37) A .S ., pigs. 3-4, ed. Enger y págs. 81-83. trad. Ostrorog. (38) G. F. Hourant: Islamic Rationalism, Oxford, 1971. 215
cotidianas no responde a ninguna exigencia de la razón, tampoco ciertos actos impuestos al califa responden a ninguna exigencia de la razón en cuanto a lo que puede constituir un servicio de Dios. Si la razón es incapaz de dar razón, hay que volver al Texto. Establecida así la obligación del imáma, hay que deducir su na turaleza: como para la guerra (jih&d), como para el saber ('ilm), se trata de una obligación comunitaria (fard kifáya), que se dirige a dos categorías de personas jurídicamente distinguibles: los electores y los candidatos a los que se exigen condiciones muy precisas (shurút), comunes algunas (‘adála: «honorabilidad», ’ilm, ciencia, ra’y, juicio), otros propios de los candidatos (cualidades físicas, esenciales ya que su pérdida podía ser motivo de destitución: cualidades gue rreras y ascendencia qurayshita)(39). Tenemos ahí, en punteado, el dispositivo de investidura del ca lifato, que es, rigurosamente hablando, un contrato ('aqdXM). Tie ne como modelo los contratos consensúales cuya teoría se encuentra en el «derecho privado». Pero al lado de este dispositivo encontra mos otro en el que él califa investido puede transmitir el poder a un presunto heredero ( ’ahdX41). Lógica (desde el punto de vista del orden racional de exposición) y teóricamente (en la medida en que la designación por el califa de su sucesor se presente como obedeciendo a reglas de tipo contrac tual), podemos decir que el primer dispositivo realiza mejor el mo delo teórico del contrato: la teoría del califato-contrato es primera con relación a la teoría de la delegación hereditaria. Pero, por una inversión singular, operada gracias a la intervención de una analo gía tomada de la metodología jurídica, la designación hereditaria acabará por ser presentada como primera: es el efecto análogo de un nass (texto atestiguado), frente al que el recurso a la elección aná logo a la ijtihád, investigación personal sólo posible allí donde falta un texto atestiguado, es segundo, e incluso sólo es posible en el caso de faltar una designación expresa del sucesor(42). De ahí la tensión que atraviesa todo el texto de Máwardi, manifestada por la doble afirmación de que el califato es un derecho que pertenece a la tota lidad de los musulmanes(43), por una parte, y que el califa investido está más en condiciones de disponer de tal derecho(44), por otra parte. Se dirá que aquí sólo se trata de las dificultades de la empresa en la que se comprometió Máwardi: dar una cobertura política a una práctica corriente. Ciertamente. Pero, ¿qué lo obliga a dicho jue go de palabras, por cuya gracia la cláusula de oferta y aceptación (39) A . S.. pág. 4-5, pág. 83-91. (40) Este tem a aparece a lo largo del texto de Ma* wardi y en diversos lugares de su argumentación, cfr. p&g. 7, pág. 98, pág. 9 y pág. 104. (41) A . S., pág. 12/11, pág. 2. (42) A . S., pág. 21, pág. 138. (43) A . S., pág. 11, pág. 109.' (44) A . S., pág. 12, pág. 115. 216
del califato, respectivamente por el califa reinante y aquél a quien designa nominalmente su sucesor, sea bautizada como contrato ( ’aqd)? ¿Quién le obliga a recurrir a tal ficción jurídica? Nos parece que la toma de postura de Máwardl en la lucha ideo lógica y política entablada alrededor del califato explica su vaivén entre una «teoría» originaria y una «teoría» derivada. Con la teoría del califato-contrato pretende oponerse a la con cepción que haría de éste un efecto de la designación divina, de un nass (un texto); en otras palabras, pretende oponerse a la concep ción chiita que hace del imam un individuo singularizado por una mención expresa deDios. Evitando al califato un mareaje divino, lo confina enjel ámbito de las relaciones interhumanas, cuya forma ju rídica concentrada representa, por decirlo asi, el contrato. Pero hay que justificar una práctica (la de los omeyas, la de los abasidas) que hace del califato un cargo que obedece a la regla de la designación hereditaria. Esta justificación se hará estableciendo firmemente la diferencia entre la práctica de la designación omeya* abasida y la que pretende regir la transmisión del imáma entre los chiitas. Esta es la transmisión «mística» de un conjunto de virtudes, la más importante de la cuales es la «ciencia» ( ’ilm); aquélla será, en su sumisión a la forma del contrato, una operación jurídica. La pri mera se presenta como la transmisión de una herencia total e indi visible para una operación «mística», la segunda como la transferen cia de un conjunto de atribuciones, que exigen de su beneficiario un conjunto de cualificaciones preexistentes a esa transferencia, y se hace en un conjunto de pasos explícitamente distinguibles y jurídi camente cualificados (búsqueda del sucesor más apto, ofrecimiento del califato, aceptación del sucesor, homenaje que se le rinde...). En una palabra, la ficción jurídica de la designación-contrato tiene como función señalar la distancia de este procedimiento «sucesoral» con re lación a la transmisión del imáma chiita. Tal construcción presenta, además, un «beneficio» teórico secun dario, permite una reinterpretación de la historia musulmana, de la que desaparece el corte de Siífin, el corte aceptado por ciertos sunnitas entre un período fasto, inaugurado por el ascenso de los ome yas al poder y la transformación del califato de cargo electivo en car go hereditario, en mulk. En adelante, los mismos omeyas aparece rán como fieles a la Letra y la acusación que los chiitas lanzan a la comunidad (ahí as-Sunna wa-I-jamá’a) se encuentra sin fundamen to. Asi, la teoría jurídica del califato es al mismo tiempo una lectura de la historia, historia consagrada por entero ad majorem gloriam «Civitatis Dei». Pero, por ello, se encuentra instaurada entre histo ria y teoría una circularidad que es la marca misma de la teoría sunnita del califato: la historia (tratada como materia jurídica) provee los precedentes sobre los que se apoya la teoría que, a su vez, funda esos precedentes en su «juridicidad». Tal circularidad está ligada al estatuto de la ijm&’ o «consenso comunitario». La ijmá’, es, en primer lugar, al lado del Corán, del hadith (tradiciones referidas al Profeta) y de la analogía (qiyás), una 217
de las fuentes del derecho ( ’usl al-Fiqh). Pero no se yuxtapone a esas fuentes: las domina, es la fuente última de las fuentes, el principio de los principios jurídicos(45). Más aún, examinando el papel que juega, vemos que es más que un simple fundamento jurídico; es el momento en el que la comunidad reflexiona su propia identidad, el lugar histórico de la verdad. Por eso la historia es a la vez una ma teria jurídica y, por la ijmá’, una «fuente» jurídica. Un hecho (mate ria) se eleva a la dignidad de hecho jurídico (fuente) cuando ha sido sancionado por la ijmá’. Por eso, si podemos decir con Gibb que, en el sunnismo, «sin precedente no hay teoría» y que toda la «ma quinaria interpretativa» se pone en marcha post eventum, hay que añadir que no se trata de acontecimientos o precedentes en bruto, sino de acontecimientos y precedentes que han recibido la sanción de juricidad por la ijmá’. En suma, para Máwardí, es la teoría del consenso la que, en úl tima instancia, decide la validez igual del califato bajo su forma con tractual y bajo su forma hereditaria. Entre teoría e historia, el chiismo instituye un tipo totalmente di ferente de relación: en la medida en que la historia, desvalorizada, no puede servir de apoyo a la teoría, ésta será enteramente espe culativa. Pero ese mismo carácter permite al chiismo dotarse de un instrumento crítico de desciframiento: verá detrás de cada toma del poder un juego de fuerzas materiales y contingentes; su preocu pación constante será establecer las condiciones reales de acceso al poder. Se opone a menudo el «constitucionalismo» sunnita al «autocratismo» chiita(46). Pero hay que ver el legitimismo ’alida (que por esta razón se llama «autocrático») es un legitimismo vencido, lo que le permite desarrollar lo que podemos llamar un realismo retrospec tivo, o incluso un realismo polémico, que hace de él, hasta cierto pun to al menos y en ciertas capas sociales, un instrumento de contesta ción. Mientras que el juridicismo sunnita (llamado «constitudonalista»), siendo un juridicismo de Estado, tiende a segregar un realis mo político (en el sentido de mantenedor del statu quo). Insistiendo sobre la continuidad de la institución califal, tiene como efecto bo rrar las luchas, los conflictos que acompasan su promodón. En el juridicismo sunnita, lo real (histórico), es sólo la instanda de la letra jurídica. El sunnismo sigue reconociendo, reconocerá cada vez más «la rosa de la razón en la cruz del sufrimiento presente». Por eso, para nosotros, el texto de Máwardí no puede dejar de aparecer como un texto «desgarrado»: por un lado asienta la auto ridad califal en toda su envergadura, por otro lado dejará que el ca lifa caiga en manos de su subordinado, siempre que éste aplique con rigor las reglas de la sharf’a (ley). Por un lado hará del poder de nom brar a los gobernadores de las provincias una de las atribuciones fun(45) Cfr. N. J. Coulson: A H istory o f hlam ic Law, Edimburgo, 1964. (46) Cfr. M. Watt: M usltm fntellectual, a study o f al-Ghazatt.
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damentales de un califa; por otro lado, recomendará al califa reco nocer la autoridad de hecho de un gobernador que se apoderara por la fuerza de las armas de una provincia del imperio. Es preciso que lo real no pueda nunca, cualquiera que sea el juego de fuerzas que en él opere, desbordar la letra de la ley; es preciso que ésta, siempre, pueda subsumirlo bajo sus formas contractuales. Esta tendencia de la teoría sunnita no dejará de acentuarse con el paso del tiempo: Ghazál!, Ibn Jamá’a la realizarán más comple tamente aún, al reconocer la legitimidad de todo poder, incluso con quistado por la fuerza. Pero se afirmará siempre que la shari’a debe conservar fuerza de-ley. Lo que separa a la teoría chiita de la teoría sunnita del califato es una linea divisoria entre dos discursos del imáma: un discurso, que podemos llamar de masas, político-religioso, cismático, que, de cantado y elaborado, será recogido en la dialéctica cerrada del kalám, y un discurso, que podemos llamar de Estado, jurídico y lega lista que proyecta el kalam sobre el Fiqh. Sobre la naturaleza del poder en el Islam, se sostienen tradicio nalmente dos tesis, inversa una de otra o, al menos, cuyas implica ciones se contradicen: por una parte, se afirma que hay una confu sión de lo espiritual y lo temporal, que el Islam es fundamentalmen te una religión política y, por otra parte, que el Islam, como ideo logía, nunca supo encontrar una expresión adecuada a nivel de ins tituciones políticas. Es un hecho que, a diferencia del cristianismo, por ejemplo, el Islam se constituye inmediatamente en religión y en Estado. Es un hecho igualmente que no hay en el Islam dos teorías explícitamente antagónicas del poder religioso y del poder secular, como las que so portaban las pretensiones del papa y del emperador. Señalaremos simplemente que la confusión de lo espiritual y lo temporal puede significar dos cosas: o bien que el Estado absorbe la religión, o bien que se produce lo contrario. Ahora bien, como en el Islam no hay en principio una institución religiosa organizada —como la Iglesia— cabría esperar que fuera el Estado, instrumento poderoso y articulado (sobre todo durante el primer período abasi da) el que absorbiera la religión. Y, en un sentido, es eso lo que ocu rre: aunque los portadores de la «institución» religiosa —’u lamá,fuqahá— sean individuos privados, sus elaboraciones funcionarán a un nivel profundo, como una ideología de Estado (al igual que el cris tianismo de la Edad Media). Sin embargo, los ’ulamá apreciarán su autonomía(47) y, por lo demás, al Estado parece repugnarle, salvo un corto intermedio(48), tomar en sus manos la institución religiosa. La solución, cierto es,
(47) S. D. Goitein: «Altitudes towards govemment in Islam and Judaism», en Studies... págs. 197-213. (48) Es la época en la que al-Ma’mün trata de imponer el dogma m utazilita del carácter creado del Corán (la mihna). 219
fue propuesto por Ibn al-Muqaffa\49), al comienzo del califato aba sida, pero, precisamente, no fue retenida(50). El tema cómodo de la confusión de lo espiritual y lo temporal —que sólo tiene sentido con relación a la doble teoría de los pode res del papa y el emperador— no parece encubrir la realidad de las cosas. La segunda tesis es expresada con vigor por Gibb: «La némesis de las conquistas fulgurantes de los árabes —y la tragedia política del Islam— fue que la ideología musulmana no encontró nunca su propia expresión articulada al nivel de las instituciones políticas de los Estados musulmanes»(51). En realidad, no nos parece que sea asi. Primero, porque el Is lam, si podemos hablar de un Islam, no aporta restricciones positi vas sobre la naturaleza del poder. Todo lo que está determinado es, como hemos tratado de mostrar, un lugar vacio (la sucesión del Pro feta) y una fórmula de dominación universal. El devenir político «musulmán» no es otra cosa que el movimiento por el cual este lu gar y esta fórmula se llenan, entrañando cada vez su llenado un rea juste de la ideología. Porque la ideología musulmana no se da de una vez por todas, sólo se realiza en el movimiento de las apropia ciones concretas, antagonistas, que de ella se hacen. A continuación hay que preguntarse si no nos afecta cierta mio pía cuando nos fijamos en las formas más evidentes del poder. Hay que ir más al fondo, captar todas las instituciones «políticas» que han perdurado y forman como la osamenta de la formación socio económica musulmana, frente a la que las convulsiones dinásticas, los reajustes que afectan al cargo del califato son sólo movimientos de superficie: el instrumento militar y sus transformaciones, los ‘ulam a’, los kuttáb o secretarios de la «burocracia» abasida, pero ya ome ya, la institución visiral, los qudát (que forman el cuerpo judicial), el hisba (polícia de costumbres)... Todas esas instituciones tuvieron efectos positivos, modelaron la civilización musulmana, formaron en ella focos culturales múltiples, contradictorios.
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CONCLUSION
Este primer tomo de la Historia de las ideologías, después de ha ber examinado visiones del mundo nacidas en el Viejo Continente, concluye con análisis que interesan a un área geográfica mucho más restringida. Oriente Próximo y la Península Arábiga por una parte, y el imperio carolingio por otra, y toman como punto central la re lación de lo ideal —o, si se prefiere, de lo espiritual o lo doctrinal— y lo político, en tanto que se organiza como poder exclusivo, rela ción marcada por su aspecto conflictual. De este modo, queda anun ciado un tema que constituirá una de las líneas de fuerza del segun do tomo, cuyo título es, precisamente, De la Iglesia al Estado. No obstante, es imprescindible que se den las razones de ese mo vimiento que conduce a reducir la investigación a dos territorios y a privilegiar la relación de la ideología y lo político. Y ello sobre todo con el fin de prevenir una interpretación que podría darse de esta polarización doble que, al aparecer al final del volumen, corre el peligro de entenderse como «verdad» o como resultado necesario de las descripciones que preceden. De hecho, lo que hemos intentado subrayar es que la diversidad entre las distintas culturas, marcada por los primeros capítulos, subsiste y que la luz hecha sobre algunas de ellas no significa, en ningún caso, que las demás desaparezcan o se adormezcan: el hecho de que la segunda parte de este libro insista en las ideologías de la Ciudad y el Imperio y en el desarrollo espi ritual y temporal de las religiones reveladas, resulta del acta histo riadora, no de la voluntad de establecer que debía ser así, y que a los grandes «reinos», de los que dan una noción China y Egipto, de bían suceder formas estatales que descubrieran la ley y el derecho, y a éstas también ineluctablemente, predicaciones religiosas que ase guraran el monoteísmo. Fue así; de otro modo también habría sido «lógico». La inteligibilidad que introducimos sólo viene después; y somos nosotros quienes lo introducimos, en la medida en que, a cau sa de nuestra situación, estamos particularmente interesados por lo que ocurrió en la cuenca mediterránea, crisol de conceptos, de re223
presentaciones y de prácticas que contribuyen ampliamente a la ma nera en que pensamos la realidad contemporánea. En esta perspectiva, lo que seria deseable es que el lector tenga en mente las páginas dedicadas a las cosmologías y teogonias orien tales, egipcias, indoeuropeas y griegas arcaicas cuando sigue las aven turas que puntúan la constitución del poder eclesial en Occidente o la formación de la idea de Jih&d. Mantendrá asi los puntos de vista diferenciales y múltiples que aguzan el juicio y apelan al sentido de la contingencia. Como muestra el contenido de los distintos capítu los, por razones cada vez más singulares, en el ámbito de las ideo logías no existe derecho a hablar de progreso, por acumulación o por juego dialéctico. No es que el destino tenga la malicia de retirar con una mano lo que da con la otra. Una ideología está totalmente en presente —un presente que la investigación restringe, por necesi dades de exposición, a algunos decenios o extiende a varios siglos— si no no sería activa; cuando recurre al pasado, lo reajusta tan pro fundamente que las figuras y las nociones cambian de significado. El tratamiento que el discurso paulino hace sufrir a las ideas de los gentiles cuando se dirige a ellos o la reescritura de la historia de Pinhas por Flavio Josefo, revelan esta voluntad de presencia, que es la garantía más segura para el porvenir. Importa sustituir el concepto hegeliano de recolección para uso pedagógico por el de co-presencia; y afirmar alegremente que «la única lección histórica es que no hay lecciones históricas» fórmula que Hegel sólo aceptaba con cier to reparo. Basta con decir que estas páginas finales llevan muy mal su titu lo: será cierto en los demás tomos y, más claramente, en el tercero y último. No hay conclusión: el capítulo séptimo de este libro no es una etapa que conduce racionalmente al primer capítulo del libro si guiente. Es sólo un relevo. Lo que no quiere decir que el conoci miento de estos primeros tiempos de la cristiandad y el Islam no ayu de grandemente a la comprensión de la formación de las ideologías que concurrirán en el ejercicio de los poderes que fabricarán el Es tado y la concepción occidental de la actividad científica y técnica. Porque las ideologías se volvieron profundamente historiadoras y las justificaciones que elaboran, libremente o para servir a la eficacia de las prácticas de dominación, se alimentan en un pasado del que es bueno saber cómo se pensaba «en su tiempo». Esto significa, sim plemente, que no hay una inteligibilidad única que se pueda aplicar igualmente siguiendo el curso de la cronología. ¿Se nos permitirá tal vez, pese a lo que acabamos de decir, pre sentar algunas a modo de conclusiones? Cierto es que la pluralidad de tonos y métodos que se habrán señalado se debe a la multiplici dad de los autores —trece para quince artículos— y a la libertad que han manifestado. Pero hay otra razón, más importante, que se puede descubrir también en la Histoire de la Phüosophie. De cierta manera, cada «objeto» contemplado, por su estatuto, y también por su sitio en el plan de conjunto, ha impuesto el «método». Esta ob servación permitirá añadir un nuevo retoque a la definición de la no224
ción de ideología: es una configuración inestable y, sin embargo, limitada de elementos representativos abstractos y empíricos: pero esas representaciones no representan nada; inventan lo real —en el sentido en que se dice que un espeleólogo «inventa» la gruta—, se lo presentan; y ello sin que nunca pueda asignarse un referente a partir del cual tal representación tendría lugar. No solamente hay una ins tancia que permita explicar la producción ideológica en general, por mucha ñnura que se ponga en imaginar mediaciones o modalidades causales; pero también, para una configuración dada, parece que esta invención se nutre de un alimento en el que entran ingredientes de naturaleza tan diferente que conferir preeminencia a uno de ellos se ría prohibir su inteligibilidad. Cada cultura es singular, en su espacio, en su ordenación mate rial, en su producción, en su significado para la colectividad. Es sor prendente. Franfoís Chátelet
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TOMO II
DE LA IGLESIA AL ESTADO (de los siglos VII a XVIII)
F railáis Ch&telet Pierre Griolet Louis Sala-Molins
Gérard Mairet Odilon Cabat Pierre-Fran$ois Moreau
PREFACIO
Este segundo volumen ve surgir con un vigor desconocido y una eficacia indiscutible —los que llevan al triunfo— la era de las ideo logías. De los siglos IX a XVII —de la Iglesia al Estado—, las con cepciones del mundo dejan de ser simples representaciones, se con vierten en prácticas sociales en el sentido de que son producidas y difundidas ya no solamente como cosmologías generales, sino como base de doctrinas sociales y políticas: ya no solamente dicen el mun do, lo construyen efectivamente. Se convierten ellas mismas en ins tituciones, porque su finalidad es, en lo sucesivo, servir al Imperio y a la Iglesia y al Estado. Ya no se trata de describir el orden del mundo, sino de construir el mundo como orden. Hasta el punto de que está permitido decir que el movimiento general de las palabras y las cosas, tal como aparece en estas páginas, consiste en plegar la vida de los hombres a nuevas verdades establecidas especulativamen te: Dios, la naturaleza, el príncipe. Vemos, en efecto, en este segundo volumen, la afirmación, lenta pero irresistible, de instituciones temporales (o, mejor, terrenas) cuya finalidad es crear orden entre los hombres, pero de tal forma que esas instituciones son resultado y, por poco, una deducción o un efec to de dogmas, de códigos, de enunciados y de reglas, de creencias y de razones. Las sociedades que se foijan en el curso de este largo período —nueve siglos más o menos— son producto de luchas ideo lógicas. Comprendamos que los hombres luchan, como siempre y en cualquier parte, por la vida y la supervivencia materiales pero, y ahí está la particularidad que quiere ayudar a comprender este volumen, esta lucha se realiza en nombre de las ideas: las armas son el auxi liar de unas cuantas verdades sagradas o profanas, a menos que no sea al revés. De modo que la sociedad (bajo las especies de la «so ciedad civil») que entonces se inventa es la realización de la idea. Asi pues, este volumen trata de una renovación, menos de las ideologías en si (porque, por atenernos sólo a Dios, muy solicitado en aquellos tiempos, existía antes del siglo IX) que de la relación de
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los hombres con sus ideologías. Los hombres se convierten entonces en ideólogos: son, en suma, partisanos (los ejemplos de las Cruzadas y la Inquisición lo muestran hasta la caricatura), inventan la política moderna. Las cosas ocurren como si, habiendo heredado de las épo cas precedentes la cuestión de la salvación de su alma, los indivi duos hicieran de ello una condición e incluso la condición de la sal vación de sus cuerpos, de tal modo que los intereses materiales in mediatos que los empujan a organizarse juntos estaban subordina dos a alguna verdad espiritual superior. La vida futura es la llave de la vida presente. Por supuesto, es el cristianismo y, por tanto, la Igle sia quien —en todo caso hasta los siglos XIV y XV— se encarga de establecer en la tierra el orden revelado y bienaventurado del cielo. La empresa de Gregorio VII sólo aspira, en el fondo, a mostrar que la preeminencia de la Iglesia es conforme al espíritu y a la letra de la revelación: lo que debe ocurrir aquí en la tierra es el desarrollo revelado de lo que se dio originalmente; que todo poder y toda ins titución proviene de Dios. Así, nos planteamos la salvación aquí aba jo, pero ésta depende de un principio inscrito en el cielo. No hay, pues, salvación para quien no es elegido por el cielo, o al menos mi litante de Dios. Construir un mundo humano o, más simplemente, una sociedad para los hombres, no es, por tanto, una tarea fácil, pero es siempre una obra en la que se reconoce la voluntad de Dios, y esta obra es santa. La santidad, ésta es la gran palabra con la que se resumen los primeros siglos descritos en este volumen. Si las ideologías, como se ñalábamos, se renuevan menos en sus contenidos propios que en la relación en la que se encuentran los hombres con respecto a ellas, es porque la santidad, esa difícil mezcla de vida contemplativa y vida activa, hace su entrada en el mundo: ¿no se trata de organizar el mun do de tal forma que el diablo sea, si no excluido de él, al menos apar tado, y que el Mal sea, si no desterrado de la ciudad terrestre, al me nos no pueda difundirse por él? Cierto, ese doble deseo animaba los siglos precedentes; ahora está delante de la escena: el combate polí tico —porque de él se trata— toma cuerpo en los enfrentamientos de las ideologías. Están, por un lado, los que tienen la idea según la cual el poder es un sacerdocio; por otro, aquellos para los que el po der es un bien temporal, desde el principio hasta el fin. Pero, muy pronto, se verifica que esta división es una treta, porque, en un lado como en otro, se trata de gobernar a los hombres, de tal forma que, sometidos a la espada o sometidos al báculo, siempre hay que obe decer. La santidad está a favor del poder y la teología que sirve a Dios segrega una filosofía del Estado: no hay hasta el mismo Impe rio quien no sea «santo». ¿Se dirá que la Ciudad griega o el Imperio de Augusto (un Im perio que valía el solo un mundo, pero que no era «santo»), o que los mundos antiguos de China, de Asia o de otro lugar estaban do minados y construidos por la idea, a decir verdad singular, de una unidad ideológica y doctrinal asignable? Ciertamente, no. La esta bilidad de los imperios era entonces la de las armas: ahora es (en 230
tiempos del Sacro Imperio tanto como hoy) la que le confiere el monolitismo ideológico en el que, por lo menos, las armas no bastan: hacen falta ideas e incluso ideales. Por supuesto, éstas no son el úni co tejido del Imperio, y la espada secunda eficazmente al misal. Está muy claro que, siempre y en todo lugar, las legiones mantienen el imperio, pero cuando éste es cristiano no son las únicas en mante nerlo. En cualquier caso, los mundos antiguos (mundos divinos) no conocían la dominación ideológica, el monolitismo dogmático, el rei no de la verdad especulativa: un dios que se revela a los hombres. Y es que los mundos divinos eran múltiples como los mismos dio ses, de modo que la fuerza era lo bastante fuerte para bastarse a sí misma sin auxilio de la fe. Los imperios se contentaban con ser pro fanos (e incluso «paganos») y no vivían de la santidad. Los imperios que conocen los mundos divinos —y esto es verdad no solamente para los imperios, sino también para las ciudades y las naciones— no están soldados por un bloque ideológico en cuyo nombre se reu nieron los hombres que en ellos viven. La diferencia entre esas épocas y las cubiertas por el presen te volumen aparece entonces de entrada: es el paso de un mundo en el que reina lo Múltiple a un mundo gobernado por el Uno. No deseamos quejarnos aquí de tal evolución, aún menos felicitarnos: el paso descrito por este volumen —de la Iglesia al Estado— es un paso en el interior del Uno. En la Iglesia y por el Estado, entidades perfectamente terrestres e incluso profanas que, como imanes, lo mis mo se atraen que se repelen, se instrumenta indudablemente la vic toria del Uno sobre lo Múltiple. De la Iglesia al Estado se perpetua, en efecto, el mismo mensaje ideológico: que el mundo está ordenado al Uno. Pero el mundo, revelado por fin a sí mismo, pasmado por tanta simplicidad, se pregunta todavía por qué; en cuanto a los hom bres, se siguen interrogando para saber sí, en este punto decisivo —¿el mundo está ordenado al Uno?—, no están finalmente en total desacuerdo con un Dios sospechoso de ser el único autor de esta pro posición.
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CAPITULO I
LA CRISTIANDAD
l. L a
id e o l o g ía d e
O c c id e n t e ,
s ig n if ic a d o d e u n m it o
o r g á n ic o
por Gérard Mairet Un mito orgánico «Occidente» designa un punto del horizonte en donde el sol se pone. Es decir, se sustrae a la mirada en el preciso momento en que parecía posible alcanzarlo. Se desplaza a medida que nos aproxima mos a ¿1. Por consiguiente, Occidente no es un lugar geográfico. An tes de ser un territorio cuya extensión podía recorrerse a voluntad, es en primer término un lugar mítico: la morada nocturna del sol. Cuando el sol sale, en efecto, se convierte en un territorio. Occiden te es un punto sin fuerza: ¿cuál sería la fuerza de un punto sin la palanca? Por sí solo, Occidente no movería el mundo. La palabra no expresa, pues, más que la creencia en la puesta del sol, es decir, en realidad, la seguridad de que mañana saldrá el sol para iluminar y alimentar los trabajos y los días. Pero he aquí que el mito se es pesa y cobra cuerpo: Occidente se transforma en algo, el mito se hace orgánico, cobra fuerza al dictar las conductas, al imponer las creen cias, al revelar certidumbres. Con Occidente, el mundo se revela: ¿1, que no era más que un punto indeciso en el horizonte, se convierte en todo el horizonte. ¿Qué es el horizonte? Es la división del cielo y la tierra, arriba el cielo, abajo la tierra. Es la división del mundo, el ordenamiento ver tical del todo. Sólo así Occidente se hace comprensible, es decir, real. Es la partición horizontal del mundo, la división de la tierra en la medianoche del sol. Es una referencia, separación horizontal: EsteOeste, Oriente-Occidente, sombra y luz. En esa inmensa división, los hombres de aquí no son los mismos que los hombres de allá, tam poco la tierra es la misma: fertilidad aquí, aridez allá. Tampoco el espíritu es el mismo: revelación aquí, ignorancia del Dios verdadero 232
allá. Al desarrollarse, el mito orgánico ganará a los propios elemen tos, es decir, los dominará. El Océano, bordeado por los dos conti nentes, extenderá Occidente —que no era entonces más que una tie rra fírme— hasta el agua. Por ese lado —ese lado del horizonte— iba a sorprender Occidente a Oriente. Tal es, pues, el mito, en su principio mito del orden y la separa ción horizontal del mundo. Si lo llamamos «orgánico» es porque ali menta una historia que de él extrae su fuerza; mito orgánico, Occi dente no es alterado por la duración. El tiempo no hace mella en él. La sacrosanta «defensa» de Occidente sigue estando, para algunos, a la orden del dia. Mito orgánico además, porque es lugar común de innumerables enunciados que afectan al estatuto y a la condición de millones de hombres. Occidente no es un territorio sino porque es un nombre: nombre común a los habitantes de una comarca, nombre común a sus cos tumbres, nombre común a su sistema de gobierno, nombre común a SU Dios. Si «Occidente» tiene fuerza es porque es la medida y la referencia permanente: su nombre es el nombre de un origen. Mien tras que Oriente es el lugar en que todo se mezcla con todo, Occi dente es tierra de claridad, de diferencia, de análisis: no le gusta la confusión. También por ese lado se le llama mito orgánico. Habién dose separado primero de Oriente, al que sólo aspira a domar, se in vistió a si mismo del poder de civilizar: paganos, infieles, herejes, sal vajes y otros bárbaros deben de ser sacados de la sombra, por el de recho o por la fuerza, bautizados a ser posible, mantenidos, en cual quier caso, en la exterioridad del Oriente lejano hecho de misterios profanos, de incienso y de confusiones múltiples. A la luz de Occi dente responde la sombra de Oriente. A medida que cobra cuerpo Occidente se convierte realmente en un mito orgánico: aquéllos a los que el mito hace vivir ya no se pien san, él es su pensamiento. Al margen de la duración, no tiene histo ria, ya que es la misma historia; su nombre es el nombre de los hom bres y de las cosas que encuentran, gracias a él, su identidad. Por último, las tierras, los modos y las costumbres son distinguidas, di vididas: el mundo no es uno, hay uno mismo y los demás. Así pues, si Occidente es un mito, un mito orgánico fundador, es porque sin él el Oeste no seria más que sí mismo: un espacio geo gráfico. Ahora bien, precisamente ese Occidente que, como señalá bamos, marca simbólicamente la separación horizontal de los dos ór denes del mundo, se afirmó a través de las ideologías de la perte nencia al oeste. Si el mito en sí no tiene historia (en tanto que tal, se constituye de antemano), es, no obstante, portador de una histo ria: la sostiene y la estructura. En la vida mundana de los hombres, el mito dio lugar a ideologías, conjuntos homogéneos de significa dos cuyo vinculo común es el mito de Occidente. Las ideologías son el instrumento del mito, éste está, pues, legible y vivo en los discur sos y en las prácticas que lo expresan hablando su lenguaje. Es el mito quien estructura las representaciones, quien da consistencia a las doctrinas. Sin las ideologías que lo revelan a sí mismo y, al mis 233
mo tiempo, a los hombres que lo viven y se reconocen en ¿1 porque encuentran su identidad cultural, el mito no seria. Su función es, en efecto, la de dar lugar a un devenir identificable como historia: es el mito fundador sin el cual la «Cristiandad» (y la representación del poder que a ella se vincula) no hubiera triunfado en la vida «mun dana», histórica. Que en nuestros días el Occidente «cristiano» haya perdido algu na fuerza en provecho de una ideología conexa y laicizada pero que, de todas formas, procede de él —aquélla en que se trata, por ejem plo, del «mundo libre»—, no hace sino confirmar la cosa: es el mito fundador que permite identificar las representaciones que pueblan nuestra historia. Hoy, allí donde la ideología cristiana está presente, pero sólo porque lo está en la memoria, sigue existiendo, perfecta mente vivo y como si acabara de nacer, un mito de Occidente. Los libros de historia enseñan aún lo que las estrategias de los estados mayores elaboran: que existe en algún lugar del mundo un «Occi dente» defendido y protegido en sus valores por un «Pacto Atlántico». Históricamente, pues, el mito ha vivido en los enunciados ideo lógicos de Europa (que, en la antigüedad, no era más que un terri torio bárbaro), es decir, de hecho, los de su superioridad y eminen cia. Entre la Europa antigua y la Europa moderna está, no obstante, la mediación de la Cristiandad, es decir, la valorización de Occiden te. Ese mito que podríamos llamar afectivo supone una evaluación; su «triunfo» consiste en dar peso a esta evaluación: la Europa (cris tiana) es el mito convertido en territorio. La palabra Occidente era bien conocida por la Antigüedad; la cosa es medieval en su origen; falta mucho para que lo sea en su fondo: el siglo xx sigue impreg nado de su nombre. Sea como fuere, es sin embargo la Edad Media cristiana la que hace de una simple palabra un nombre. No obstante, como tal, el mito no tiene fuerza, pero adquiere po der a través de las ideologías que suscita y encuentran en él el ele mento sin el cual no serían más que enunciados vacíos, sin el cual tampoco la división del mundo seria legendaria, las fronteras con fusas, la fe sin profundidad y la revelación sin luz. La larga, muy larga duración es la modalidad del mito que estructura una historia múltiple en cuanto a las temporalidades que la atraviesan. Ya sea profana o sagrada, esta historia, que no es, a fin de cuentas, sino la realización mundana del mito; esa vida histórica nos importa que sea la que vivieron y siguen viviendo varios millones de hombres que un destino de nacimiento arrojó a la tierra en ese punto del hori zonte en donde se pone el sol. Pero estaríamos muy equivocados queriendo situar históricamen te la pertinencia de la noción de Occidente: señalar su origen cris tiano y «medieval» no es reducirla sólo a la Edad media, esa anoche en la que la tradición historiográfica ve, precisamente, que todos los gatos son pardos(l). Occidente no tiene otro sentido que el que aca(1) Hay que saludar aqui el libro voluntariamente parcial, y por esta razón salu dable, de R. Pemoud: Pour en fin ir avec le M oyen A ge (Seuil, 1977), que constituirá la única referencia bibliográfica del presente texto.
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bamos de indicar: por eso tiene valor de mito. La misma noción de Cristiandad no da tampoco su contenido definitivo a Occidente. Bien es cierto que la idea de Cristiandad da cuerpo, social y doctrinal mente, a la de Occidente, ni más ni menos, sin embargo, que en nues tros días las ideologías del «mundo libre» o el potencial militar de la O.T.A.N. ¿Cómo evaluar, por lo tanto, la consistencia interna de la no ción? Se sustrae a la inspección de la mirada. Circunscribirla al mar co, tan vasto y tan diferenciado, de una «Edad Media» homogénea es hacer una noción que no tiene validez hoy. Es una ilusión y una contradicción. Su medio o, mejor, su elemento es, como hemos di cho, la larga, muy larga duración. ¿Tiene un comienzo y por consi guiente un fin? Podemos admitirlo como hipótesis, pero no decidir sobre ello. Occidente no tiene fecha. Si la Edad Media produjo una aceptación «cristiana» de Occidente, hace falta que Occidente se re duzca a esa única determinación. Vemos en este ejemplo dibujarse el problema que constituye la tentativa de referencia de la ideología de Occidente. Es la idea misma, o mejor, la representación que nos hacemos de la Edad Media la causa de ello. Estamos aquí, en efec to, ante una alternativa: o somos hoy mismo «occidentales», y en ese caso estamos aún en la Edad Media, lo que se recibe como un ver dadero horror cuando se sabe la sospecha de barbarie y pecado en los que todavía tenemos los mil años de nuestra historia que sirven de mediación entre las luces antiguas y las modernas; o bien no so mos, en esta parte del mundo, «occidentales». Pero, entonces, ¿qué somos? ¿No hay diferencia entre el Este y el Oeste, entre cristianos e infieles? Otro horror nos sobrecoge, el de no ser occidentales. Pron to aparece el espectro del bárbaro frente a la claridad cegadora del civilizado. Pero ahí sigue siendo la Edad Media la que padece la ope ración, ya que si, según fuentes históricas, este largo periodo es la noche en la que todos los gatos son pardos, la pertenencia al Oeste (que reivindicamos y en la que se arraiga, real o ilusoria, nuestra identidad) repugna a ver en la Edad Media el origen de la civiliza ción. El mundo moderno —triunfo de Occidente y de su «cultura»— no puede salir de la Edad Media. La historiografía, liberal o marxista, está de acuerdo en el hecho de que la modernidad —burgue sa— venció al oscurantismo medieval y a las estructuras feudales «serviles». El burgués occidental sustituyen el hombre-siervo, el hom bre-vasallo por el hombre libre, con todo su cortejo de valores op timistas: progreso, igualdad, propiedad. ¿Tenemos lo bastante pre sente que la Primera República democrática buscaba sus modelos en la Antigüedad griega y romana, por encima de la Edad Media? Pero, quizás mejor, ¿no fue a buscar el Renacimiento en esta misma Antigüedad los medios para inspirar el porvenir? La Edad Media im perial, realista, teocrática, ¿no ofrecía la imagen de un hombre no plenamente hombre? La antropología cristiana hacía del hombre una criatura. El hombre de la «modernidad» se piensa como creador. Nin guna creación, pues, en la Edad Media, sino solamente la lenta de gradación del humanismo antiguo... 235
Éstas imágenes (o más bien esta imaginería) manifiestan toda la ambigüedad de Occidente y de la ideología que lleva su nombre. Es la ambigüedad de la historia. El marxismo no escapó a ello; de acuer do en esto con los historiadores burgueses del siglo XIX, Marx y Engels, en 1948, en el Manifiesto del Partido Comunista, proclaman que la causa burguesa revolucionó y civilizó el mundo. Dos tesis se contienen en esta afirmación: en primer lugar, que la Edad Media no conoció la civilización —en sentido estricto—; después, que Oc cidente es universal. Con el burgués, la historia se hace mundial, lo que Marx saluda como obra decisiva de esta clase. Se comprende que el pensamiento-burgués liberal no haya juzgado útil refutar esta proposición realista del marxismo; no solamentee le cuadra muy bien, sino que ve en ella la confirmación de la noche medieval y, con siguientemente, Injustificación de su imitación de la Antigüedad. Vi vimos, pues, aún hoy de esta representación de Occidente; amado cuando se trata de afirmar la superioridad cultural de esta parte del mundo y de propagar sus «valores», rechazado no obstante cuando «Occidente» significa Edad Media. Si Occidente cobra forma en esta época en un cuerpo doctrinal organizado a partir de la noción de Cristiandad —república cristia na, pueblo de fieles, pueblo de cristianos, imperio cristiano—, la no ción sigue siendo, no obstante, independientemente de su significa do, propiamente cristiana. El problema que se plantea es, pues, el de saber cómo la determinación histórica —sagrada— pudo dar lu gar a otra historia —profana— caracterizada como historia moder na. Mito fundador, Occidente alimenta aún nuestra representación del mundo: él permitió a la «historia» desplegarse; no hay más his toria que la occidental, incluso y sobre todo si Occidente es univer sal. Desde que la historia se escribe, Occidente es el motor de la his toria. Un mito de poder Si Occidente es un mito, ese mito es un mito de poder; las ideo logías que se alimentan de él son, en efecto, las del poder, e incluso las de la valorización del poder. La aportación del cristianismo, o más precisamente tal vez, el significado de la idea de Cristiandad es, desde este punto de vista, haber referido, contra su inspiración pri mera, todos los actos de la vida humana a la autoridad. La Cristian dad revela, en todos los sentidos del término, el poder a si mismo, haciendo de la política una dimensión social de la vida, un sacerdo cio. Cuando la idea de Occidente resurge con la noción de Imperio Cristiano de Occidente, no es superfluo observar que es para con vertirse en una categoría del poder. Se podría objetar que no hay ninguna necesidad de que la pala bra Occidente se asocie a la ideología del poder que desarrolla la Edad Media, de tal forma que, al no pertenecer al concepto mismo del poder, no se puede, por consiguiente, hacer de ella una categoría y, menos aún, un mito fundador. Cierto, pero queda que se hizo, y 236
se sigue manteniendo, la correlación entre el ejercicio de la autori dad y la caracterización como occidental. Al mismo tiempo, se plan tea el problema de saber, hoy como antes, qué peso y qué fuerza en cuentra la política cuando se determina así. Si la noción de Occiden te no es el fundamento del poder, no por ello deja de ser una cate goría de su ejercicio y, por esta razón, no podríamos tenerla por una simple contingencia histórica, y, con razón: ¿no es de esta historia de lo que se trata? En otros términos, si esta noción no funda en el plano de los principios una concepción de la vida política, es seguro que esta misma concepción encuentra en la noción de Occidente un marco, un elemento que le son favorables. En este sentido podemos hablar de un mito orgánico, fundador de una historia, esa en la que, precisamente, el poder se ejerce según modalidades particulares. Por una parte, en efecto, la Antigüedad sometía el sacerdocio a la vida de la ciudad; la Edad Media occidental somete la ciudad al sacerdocio. Por otra parte, la ciudad antigua, de ahí su nom bre, no pretendía la universalidad espiritual de los pueblos: ni siquiera Ale jandro consideraba sus conquistas como un sacerdocio universal. Es la Edad Media, de Agustín a Tomás de Aquino, la que somete a la ciudad terrestre a las beatitudes de la ciudad celeste: Babilonia a Jerusalén. La idea de un «pueblo de Dios», mejor incluso para lo que nos concierne —ya que es el objetivo de toda la política medieval— la idea de un «pueblo cristiano», es decir, un pueblo sacerdotal, es una idea absolutamente extraña al pensamiento antiguo. Ahora bien, es capital para la constitución del mito que nos ocupa, como, para la elaboración de las ideologías conexas que se relacionan con él, es capital que esta idea haya nacido en Occidente, en algún sitio en torno al Mediterráneo, y se haya propagado allí también. La cato licidad de este pueblo cristiano es esencial para comprender que, en lo sucesivo, en el imperio, por limitado que sea en el espacio, Occi dente tiene vocación de universalidad. Que la Edad Media no haya alcanzado ese proyecto no cambia nada. Porque, allí donde el im perio cristiano fracasó, en quinientos años a partir del siglo XVI el Estado-Nación retomará el desafío; el Estado, o más bien el modelo estatal occidental, realizará el sueño medieval de la universalidad. La ironía de la historia, como suele decirse, hizo no obstante que la cosa no se hiciera por razones de salvación eterna y que, contraria mente a Agustín, no es dudoso que la ciudad celeste haya cedido su puesto a la ciudad terrestre. Esta es la historia a la que dio lugar el mito fundador de Occidente: la del poder y su universalidad. Si hay un sentido de la historia, es el de una inversión de sentidos precisamente. La idea de un pueblo cristiano que estructura el horizonte polí tico medieval tiene su fuente directa en las tesis paulinas: «No hay judío ni griego, ya no hay ni esclavo ni hombre Ubre, ya no hay ni hombre ni mujer, pues todos vosotros sois una sola persona en Cris to Jesús» (Gal. III, 26-28). Esta afirmación no debe confundir: ese «pueblo cristiano» no es una noción temporal —llegará a serlo—, es una noción espiritual: la unión en Cristo, la incorporación a su Igle sia son de naturaleza espiritual en primerísimo lugar. Lo mismo ocu 237
rre con la noción de Cristiandad: ésta remite a una comunidad de fe. Por eso la Cristiandad no se reduce a un espacio geográfico, en otras palabras, a la conquista militar que delimita este espacio. Carlomagno no es Alejandro. Para el cristiano, el verdadero reino no está en la tierra; está en el cielo. También en esto es Pablo el prime ro en hacer posible tal concepción, de la que se inspirarán La Ciu dad de Dios y la tradición agustiniana. Asimismo, la distinción pau lina entre la justicia según la ley y la justicia según la fe, si es atri buto del cristiano, manifiesta sobre todo la universalidad del pueblo ante la particularidad de la nación judía o de cualquier otra nación. Pero el lugar común que constituye la fe no contraría en nada la obli gación del cristiano a obedecer a los poderes temporales, él, que se defíne sin embargo por su sola espiritualidad. Si ya no hay ni judio, ni griego, ni esclavo, ni hombre, ni mujer, esto sólo es verdad en Cris to. Conocemos la imprecación: esclavos, obedeced a vuestros amos, que las mujeres se sometan a sus maridos. No estamos pues dispen sados de obedecer al poder temporal, y ello por razones tocantes a la salvación eterna. El conjunto de la tradición cristiana, tanto católica como refor mada, seguirá siendo fiel a esta enseñanza y la civilización de Occi dente debe ser pensada a partir de ella. Es la idea de que el poder es sagrado, no por si mismo, sino porque es un servicio de Dios. Es también la idea de que el poder es un sacerdocio universal, ya que la fe que tiene por misión salvaguardar contra sus enemigos, ya sean paganos, herejes o infieles, es por definición universal, habida cuen ta que el Dios al cual se refiere es único. Si la noción de ideología tiene algún sentido aquí, no puede ser, por tanto, más que éste: for mar el marco de un poder universal entendido como justificación de un Dios único y verdadero. Incluso en su versión más universalista, la Antigüedad no había llegado a tal representación de la vida po lítica. El estoicismo, inventor de la idea de humanidad —idea eclip sada durante la Edad Media cristiana y que resurgirá en los siglos xiv y XVI—, hacia del ciudadano un habitante del cosmos: su uni versalismo es un cosmpolitismo. Por el contrario, el cristiano es un uranopolita; su morada está en el cielo. Es preciso que, por ello, se desinterese absolutamente por la tierra; ésta conoce leyes que, cuan do se observan, prometen el cielo. El poder es, pues, requerido por la misma fe, y Lutero, insistiendo sobre ello con el vigor que se co noce, no hará, en suma, sino perpetuar la tradición de la obediencia cristiana actualizándola según la coyuntura: el nacimiento del Esta do moderno. La Antigüedad no juzgaba útil justificar la obediencia de otro modo que por sí misma, sí podemos decirlo así; hay que obedecer a las leyes de la ciudad, enseña Sócrates, y Aristóteles afirma que el ciudadano, antes de pertenecerse, pertenece primero al Estado. E l' problema ya no se plantea en esos términos; el poder no se justifica por sí mismo; se justifica en Dios. Es la Iglesia la que justifica al Es tado y Dios, si se quiere, quien justifica a César. Esta dependencia del poder con respecto a un principio exterior a él es lo que carac 238
teriza mejor la ideología de Occidente en la Edad Media. No hay más poder que el sacerdotal; el poder se inventó en Occidente como teniendo su principio en el cielo, al mismo tiempo la autoridad es la del sacerdote y cualquier otra autoridad procede de ella. El poder es derivado, lo que no quiere decir, nos tememos, que no tenga efec to. En cualquier caso, el modelo romano de autoridad centralizada se pone muy entre paréntesis; a modo de centro, hay dos: el papa y el emperador. Vemos que la novedad de la concepción de la vida política reside en la distinción entre el ejercicio del poder y su principio. Ahí está lo que caracteriza, en efecto, a Occidente y subsiste aún hoy, pero según una modalidad especifica; ambas dimensiones existen, si bien coexisten hasta el punto de que ya no sabemos reconocerlas en el Estado soberano que se constituye a partir del siglo XVI. Sea como fuere, la Edad Media las pone una enfrente de otra, complementa rias y a menudo también contradictorias, lo que nos hacia decir que Occidente revela el poder en todos los sentidos del término. En efec to, el poder no puede ejercerse eficazmente ni la autoridad hacer su obra más que en la medida en que poder y obediencia hacen ver que existen con vistas a otro fin que el muy visible cuyos ejecutantes pro fanos son, hoy como ayer, la Inquisición y la policía. El Occidente cristiano revela a su manera la astucia del poder, de cualquier po der; elaborar un universo espiritual de creencia y de fe, constituirlo en principio, concebir un más allá de felicidad que justifique la obe diencia a la ley. El poder no se da como poder, el orden no resulta de las instituciones que lo garantizan: son las instituciones las que proceden de él. La Inquisición o la policía, o las dos juntas, no pro ducen la fe o la seguridad. Son la fe y la seguridad las que inducen a la Inquisición y a la policía ya que, en el mejor de los casos, In quisición y policía no producen más que el terror. La finalidad ética del poder es, pues, una concepción cristiana. Cierto es que Sócrates había moralizado ya el poder, la búsqueda de lo «justo» es un paso previo al planteamiento correcto del problema político. De todas for mas, la ciudad de Atenea no integró su mensaje. Será el cristianismo en la Edad Media el que esté en condiciones de imponer una con cepción transcendente de la autoridad política instituyendo en la práctica el gobierno de un Dios revelado: una idea radicalmente ex traña, y con razón, a la ciudad antigua. Dios gobierna a los hom bres por papa y emperador interpuestos. Ni siquiera según Sócrates el poder participa de lo divino: lo justo en política es una cosa y los dioses son otra. La obediencia a las leyes de la ciudad no es la obe diencia a Dios. Sólo el cristianismo podía producir en política el tema de las dos ciudades y encontrar así en él la justificación del po der. La idea que desarrolla Tomás de Aquino, de la que no es in ventor, de que el reino debe ser gobernado por un solo príncipe ya que el mundo es gobernado por un solo Dios, es característica de la imitación cristiana. Imitar a Dios es actuar con vistas a Dios. La An tigüedad tenía también el bien como objetivo, pero no lo buscaba en un más allá que trascendiera el mundo: lo encontraba en la na 239
turaleza; de ahí la célebre proposición de Aristóteles, según el cual la ciudad existe «por naturaleza». La sumisión del poder a una norma que, aparentemente, lo ex cede, tal es la profunda originalidad de la Edad Media cristiana oc cidental. El poder, para ganar la obediencia, obedece él mismo a fi guras que no son las de la política: el tema de la Cristiandad pone este punto a la luz. Porque si, por razones que acabamos de decir, la Antigüedad no se formaba de la ciudad la misma representación, queda que la justificación ética, aunque totalmente inmanente a la vida de la ciudad, era una condición necesaria de la política. Lo que es verdad río abajo- de la Cristiandad es igualmente verdad río arri ba. El Estado moderno, para constituirse y desarrollarse, produjo para su uso justificaciones parecidas. Dios, la naturaleza, el hombre o, más bien, el género humano, el alma, son las ideas que todo po der se dedica a extender. Si el Estado soberano se afirma desde el siglo XVI como teniendo en sí mismo su propia causa, falta mucho para que el poder que en él se ejerce se manifieste como siendo en si mismo su propio fin. Sus fines no por ser terrestres son menos es pirituales e incluso, a su manera, sagrados: libertad, seguridad, pro piedad, igualdad y cosas parecidas. Importa pues señalar que la estructura del poder se clarificó en la «noche» medieval, y que si Occidente parece haberse unlversali zado hasta corromper a Oriente es principalmente porque se ha ela borado, corregido, ajustado pacientemente un modelo de poder. Ese modelo en el que un principio de naturaleza espiritual justifica el ejer cicio temporal de la autoridad es lo que da cuerpo a la noción, tan inasible pero siempre invocada, de Occidente. Se puede dudar, con templando tanto la historia pasada como la historia presente, de que este legado del cristianismo político haya sido benéfico en todos los puntos (podemos imaginar que, sin él, nos habríamos ahorrado el Estado soberano), pero no por ello se puede ignorar, como parece darse el caso en las discusiones políticas actuales sobre la fatalidad del dominio o sobre la imposibilidad histórica o eterna en la que es taríamos de escapar a la barbarie. La noción de Occidente es un mito. En el sentido primero del tér mino en primer lugar como ilusión fundadora, porque Occidente se confunde por doquier con Oriente. Como origen, después, de la re presentación que nos hacemos hoy mismo del poder del Estado. Es, por último, el mito de nuestra historia y de la historia a secas, esa extraña disposición dramática en la que los objetivos profanos se rea lizan tomando prestadas las vías sutiles de los fines sagrados, en la que el Estado se disimula en Dios y en la que las revelaciones de todo tipo inducen espiritualmente en el pueblo la idea, a decir verdad pro fundamente metafísica, de que obedeciendo a la policía ganará el cielo. BIBLIOGRAFIA PERN O UD , 240
R.: Pour en finir avec le Moyen Age, París, 1977.
2 . I g l e s ia
y
«c r is t ia n d a d »
por Pierre Griolet En el sistema de coherencia del mundo antiguo y de la alta Edad Media, llamaba la atención una constante: una organización armo niosa de los mundos divinos en la que se distribuía un orden de lo sagrado constitutivo, ¿1 mismo, del universo. Y eso hasta el punto de que, en su juventud, el cristianismo había tenido la audacia de una primera paradoja: proclamarse «ateo». Primer —y tem poralrechazo de los mundos divinos con el fin de que emergiera y se pro pagara la radicalidad de la «Buena Nueva». Rechazo en el movi miento de la Encarnación y la escatología: la Señoría del Resucita do atestiguada como rompedora de las cadenas de cualquier otra anunciación. Al acceder al poder, el cristianismo borró poco a poco la diferencia entre el creyente y el ciudadano. A ese precio se liqui dará el paganismo. Una tesitura imperial se mezcla pues, si no con el Evangelio, al menos con las «lecturas evangélicas». Se trata del o de los constantinismo(s), por retomar un nombre cómodo; e inexac to, por otra parte. Al hilo de los siglos: Constantino es Oriente y Oc cidente. La separación entre estas dos estructuras culturales condu cirá a situaciones nuevas: Imperio de Occidente y Ecclesia Romana. Otra palabra, cómoda también, trata de describir este progreso: la Cristiandad. Calar en la Cristiandad no hacía inútil esta llamada. En cuentra, en su obertura, estructuras in situ: Papa y Emperador. Pero también, de forma subterránea, se instaura otro poder: el de la san tidad. Las canonizaciones de Constantino y Carlomagno dejan hue lla de las ideologías monoteístas del poder. Sin embargo, indican que el Evangelio conserva su propio poder. Si canonizaciones como és tas pueden recordar a los emperadores-dioses, hacen pensar también en la adhesión de los poderes a la santidad en su rigor evangélico y en su invención. En la línea estricta de los poderes y la ideología, sólo los primeros términos importan. No sabríamos minimizarlos. Tampoco sabríamos sobrevalorarlos: estamos bastante lejos de una teología hiperconstantiniana como lo es la eslava y ortodoxa. Para ella, la canonización de los príncipes no tiene prácticamente en cuen ta su santidad personal, sino su lucha con los invasores, su política. Lo que importa son sus efectos de poder. El universo occidental nos parece no haber estado nunca tan lejos. Un San Luis será canoniza do bajo su vocablo de ministerio sagrado: rey. Pero la ecuación de su santidad personal será puesta muy en evidencia. Hasta el punto de que la oración de la liturgia hará pedir su intercesión (poder de santidad) para compartir con él el reino del «Rey de Reyes». Esta masa de poder constitutiva, otorgada, conquistada que la Iglesia posee resulta una pieza mayor en el tablero. Penetrar la Igle sia de Occidente como «Cristiandad» supone abrir todos los dosieres. Pero, ¿con qué mirada? La palabra Cristiandad, en su vague dad, ¿qué esconde? Hay que recuperar, antes de hacer inventario, el final de la lección inaugural de Georges Duby en el Colegio de Fran241
cía en 1970: «...Partir del principio de que las percepciones, los sa beres, las reacciones afectivas, los sueños, las fantasías, los ritos, las máximas del derecho, las conveniencias..., la amalgama de tópi cos que azuza las conciencias individuales y de la que las inteligen cias supuestamente más independientes no consiguen nunca librarse del todo.» La primera precaución es pues de rigor: esta Iglesia de la Cris tiandad, ¿qué peso de sueños y fantasías hay que levantar para atre verse a creer que puede ser atrapada en pocas páginas? Penetrar la Iglesia de la «Cristiandad» La ilusión semántica «Cristiandad», dicho de otra forma, mundo de los hombres en el que las bases cristiana y eclesial son fundadoras. La palabra es qui zás un trampantojo. Parece satisfactoria en una perspectiva de eclesiología rápida: siendo lo propio de la Iglesia ser una, conviene fa vorecer cualquier lectura que plantee esta primera nota teológica. La visión unitiva es relevada enseguida por los manuales escolares lai cos y los catecismos del siglo pasado: para un laicismo militante la Cristiandad es un bloque de oscurantismo desgarrado por la llama de las hogueras y en cuyo firmamento la estrella de Juana de Arco, opositora de los Jueces eclesiásticos, liberadora del territorio y már tir de la patria, oculta las voces que oyó en Domrémy. Para los vie jos catecismos, la Edad Media es la hora de la fe de todo un pueblo, sin leyes degeneradas y en la que bondad, caridad, educación, son obras de la Iglesia. El escolar y el pequeño cristiano recibieron pues esta visión unitarista, unilateralista. Sólo podría ser obra de los Monsieur Homais y de los curas Bournisien de Flaubert. Un ejemplo bas tante reciente muestra bien este frenesí de simplificación. Desde fi nales del siglo xix, una escuela teológica se ha asignado la relectura de Tomás de Aquino. En 1880, la Iglesia acababa de hacer del an tiguo condenado del decreto de 1277 el patrón de las escuelas cató licas. Este movimiento tomista, apasionante en su intuición, se em pantanó muy rápidamente, procurando ante todo no fabricarse ore jeras. El texto de Duby que acabamos de citar podría serle aplicado palabra por palabra. Estos «tomistas» no han dejado de encerrarse en Santo Tomás y nada más que en Santo Tomás. Una sola fantasía gobernaba su trabajo: Tomás lo dijo todo y un estudio diligente pue de hacerle decir todo lo que tuviera que decir. Algunos movimientos teológicos se opusieron a esta simplificación. Para ser breves, diga mos que no han dejado de ser denunciados y perseguidos. Un teó logo e historiador medieval ilustre, M. D. Chenu, será literalmente liquidado por los celadores del tomismo acompasado. Su crimen será presentar un tomismo leído en la realidad de la historia medieval de los hombres y de las sumas. Incluso en el momento del Vaticano II, se necesitará un obispo malgache para que Chenu penetre en el Con
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cilio: le habían «olvidado» pura y simplemente, decenios después de las querellas. Él rostro liso, unitario de la Cristiandad es un maquillaje, un trampantojo. El constantinismo «bis» Otro tipo de ajuste —con visión política— intenta una operación. Sugerir una especie de eslabón que una el imperio cristiano a la Cris tiandad. Una especie de movimiento de los tiempos felices y los pa raísos perdidos. Reencuentro de una eclesiologia perfecta en sus re laciones idílicas con los poderes. Nuevo trampantojo. Todo el constantinismo —incluso esquematizado— se revela más complejo. Se construye en relaciones de fuerzas en movimiento. Un poco como un castillo de naipes, donde uno sujeta al otro por su peso. Naipes biselados, por otra parte: hijo de la Iglesia, el empera dor está a la vez en una carta y es titular de otra. Juego en el que la Iglesia dice tener valor supremo, pero en el plano místico, pues en el concreto, las parábolas de la vida eterna piden el apoyo de los poderes de este mundo. Todo el juego consiste, pues, para la Iglesia en decir y hacer decir que la carta imperial reposa sobre ella, garan te de la lealtad de los suyos... libre de introducir en el juego el co modín de lo divino. Carta que juega también el emperador, definién dose como receptor del poder divino. No podríamos decir que la Iglesia continúa el juego constantiniano en «las Cristiandades». A las provincias imperiales las suceden los reinos y los obispados: otras dimensiones modifican las posturas y las estrategias. Algunas autonomías administrativas toman posi ciones. Y la Iglesia emprende un procedimiento de liberación de las trabas. Cuando Gregorio VII se comprometa en la querella de las In vestiduras, procurará acentuar una lectura que él querría irreversi ble: «Si la Sede Apostólica juzga los asuntos espirituales por el po der que le ha sido confiado por Dios, ¿por qué no habría de juzgar los asuntos seculares?» Es afirmar un derecho a juzgar a los prínci pes. Alejandro III será aún más claro frente al emperador Federi co I: «Puedo citar en mi tribunal y en cambio no se me puede citar. Puedo juzgar, no se me puede juzgar.» Con otras palabras, fue el pa pado el que, en el curso de sus conflictos con el emperador, liquidó el mito imperial. El papado toca un teclado pluralista: los reyes. Está en la línea de una de sus conquistas: la coronación. Inocencio III, en una decretal, manifestó la opción: «El rey de Francia no conoce superior en lo temporal» (decretal Venerabiliter). Se podría señalar litúrgicamente el paso con el declive de la costumbre de citar al em perador, defensor de la fe, en la plegaria eucarística. La coronación materializa el nuevo estado: cubierto con la dalmática y la túnica dia conales —el servicio—, el rey se cubre con el manto sacerdotal —el poder—. El rito está calcado de la consagración episcopal. Las so ciedades aparecen en él con el quorum de los pares laicos y eclesiás 243
ticos. Un nuevo campo de poderes comienza a existir: obispos nece sarios, pero nada vale si los pares laicos faltan; unción de la'Santa Ampolla, pero presentada por señores que entran a caballo en la ca tedral. Cuando la liturgia compone una Misa para el Rey, el constantiniano se desploma: «Te rogamos, Dios Todopoderoso, por vues tro siervo nuestro Rey. A él te has dignado a confiar el gobierno de este reino. Hazle crecer en todas las virtudes, que sea ennoblecido como conviene a su estado. Que evite la fealdad de los vicios y que te sea lo bastante grato como para llegar hasta ti, que eres el Cami no, la Verdad y la Vida.» Dios prima en este texto, es fuente, pero también eventual término si la santidad de vida accede a él. Hombre rey, es una «disputa» entre fealdad, vicios y nobleza. «Bastante gra to» señala claramente que es un asunto delicado: la canonización ya no es un automatismo de las auras imperiales. La tentación arqueologizante ¿Sin ella, Viollet-le-Duc hubiera, si no existido, al menos com pletado su obra? La tentación arqueologizante trabaja un cortejo con Notre Dame de París de Hugo, El genio del Cristianismo de Cha teaubriand y de sus émulos; culmina en La Catedral de Huysmans. Está más o menos agazapada en los inconscientes. Y, como toda ten tación, es política. Esta «Cristiandad» es la más sutil de las aparien cias, pues es literaria. La forma vehicula una tesis: «La perfección» de la Edad Media cristiana. Huysmans, ese hombre clave —en la épo ca en que el mismísimo Zola coleccionaba ornamentos de Iglesia—, vino a proponer una lectura obsesiva de esta tesis. Convertido, es cribe en plena reemersión del catolicismo de asalto. Si el abate Douhaire, dando cuenta en L ’Univers del 1 de febre ro de 1834 del tomo de la Historia de Francia de Michelet dedicado a la Edad Media, señala: «Que le ha faltado al señor Michelet? Ser enteramente cristiano»... es cosa hecha con Huysmans. Este fabrica rá, y de buena fe, una coartada total: «Edad Media y Cristiandad coinciden total e íntimamente». Huysmans nunca calculará que su universo decadente sirva para sacar dinero a una opción política. Dom Guéranguer, el renovador de Solesmes, ¿no escribía a Montalembert: «Trabaje conmigo rehaciendo, con poco ruido, una minia tura de nuestra querida Edad Media»? En esta frase se afirma una voluntad fundada en la fantasía medievalo-politica. El retorno a la liturgia, las evocaciones del maravilloso arte románico ya no están cargados de estos pesos gueranguerianos. Pero, en gran parte, fue ron ataduras de lectura cuya eficacia integrista se percibe todavía hoy. Para una aproximación a la Iglesia Encontraremos a la Iglesia en sus repliegues, en las contribucio nes siguientes: Cruzada, Universidad, Caballería, ética mercantil. 244
Está omnipresente en las ideologías del saber y el orden. Hemos ele gido el partido de, tanto como sea posible, no recortarnos demasia do. En una primera sección, hablamos tratado de desalojar los tram pantojos. Nos propondremos aquí una aproximación global y la pre sentación de aspectos que no parecen haber dado lugar a reflexión. La Iglesia como lugar de una palabra y de un pueblo Algo perdura, irreductible, a través de todos los filtros. Y es que no puede haber una-iglesia sin una fe. Fe que, por otra parte, ofrece un abigarramiento de expresiones. Si la Iglesia de la Edad Media es aquélla en la que se encuentran las ideologías de la ciencia y de las organizaciones, es también confesión. Ella proclama al Cristo, el Dios hecho hombre. Y ella es su pueblo. El «Buen Dios» de los atrios se rodea de santos, de reyes, de profetas y de un pueblo. Demasiadas evaluaciones y presentaciones sólo retienen los sa beres escritos. Fuera de los doctos que leen y escriben, no parece ha ber posibilidad. Es cierto que hay un Cristo «universitario», un Cris to «monástico». Pero no es «anularlos» buscar una palabra que sea la obra de un pueblo. Esa en que incluso monje docto y rey tienen su sitio. Una iglesia que habla, una Iglesia oral merece ser interro gada. Para hacerlo, hay que dar la mano a una idolatría de la escri tura: en el siglo XIII, la décima parte de sesenta millones de hombres accede a la transmisión escrita. ¿Cuál era la teología de los restantes nueve décimos? ¿Hay que definirla de antemano como zafia y sin gran interés? En el informe —por supuesto— un primer documento, un caso límite sin duda: Juana de Arco. Su rigor teológico y su cul tura en el orden de su «creencia» fustigan duramente a sus jueces. Se puede rechazar el ejemplo oponiéndole una franja..., cierta élite. ¿Hay que rechazar toda la experiencia oral, lo que aportan la pre dicación, la confesión, las imágenes, los peregrinos? ¿Casi nada? ¡De acuerdo! Pero entonces, incluso si se identifica cierto tema, qué vale el siguiente hecho; en el circulo del banquero Merswin (contempo ráneo del teólogo místico Meister Eckart, que predica al pueblo ¡en lengua vulgar!), aparece un texto, El libro del Maestro. Su intención es narrar la historia de un ilustre predicador que se encuentra con un humilde ermitaño laico (el Amigo de Dios). Estalla la inversión de los poderes: es el pobre quien demuestra al sabio la completa va nidad de su ciencia. El humilde somete al sabio a la prueba y lo con vierte. Pero la vanidad del saber ha dejado sus estigmas: el Maestro habrá de sufrir seis días de abominable purgatorio para expiar to talmente su vanidad. Podríamos encontrar más modelos en que el profano (el idiota) da una lección y se burla del clérigo. ¿Hay que consultar las prácticas? La Iglesia promulga obligacio nes para la penitencia y la eucaristía. A la palabra del saber y el po der, el pueblo responde con actitudes. A escala global, esto perfila una teología popular. Una teología cuya primera nota no es la su misión ciega.
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En el caso de la vida sacramental (confesión, comunión), la le gislación prevé un mínimo anual. La teología popular, en la prácti ca, hace de éste un máximo. Se ha podido señalar que, si bien se ob servaba poco el sacramento de la penitencia, por el contrario circu laba un muy notable espíritu de penitencia. Teología popular interesante fundada en una visión lancinante del pecado (que los doctos, a su manera, comparten), el poder so berano del Señor, el poder mañano y... una cierta distancia con res pecto a las devociones de la intelligentsia espiritual. Y sobre este úl timo punto habría que matizar: descubrimos místicos casi al margen de la vida sacramentaiizada. También la eucaristía da lugar a «algo distinto» de la observancia de la legislación. El pueblo prefiere verla y adorarla que recibirla. Hay un elemento, cierto es, que juega un papel importante: el ayuno eucarístico, forma de respeto y después de devoción, se vuelve condición obligatoria de acceso creando un obstáculo casi infranqueable. Un pueblo que suele pasar hambre, capta bastante mal el ayuno cuando éste es más legal que devoto. ¿Oscurece el cuadro señalar esto? Es delicado recensar los gestos y expresiones de la fe de este pueblo. Tal fe escapa a toda medida. Sus expresiones nos hacen pensar: ¿es cristiana la «Cristiandad»? No ciertamente como les gustaría representarla a los apologetas o ilu minados románticos y decadentes. ¿Por qué no acreditar a ese pue blo cristiano de la misma libertad frente a la Iglesia que a un rey? Mateo de París pinta en San Luis una actitud muy independiente tras un encuentro con el Papa: «El Señor Rey (el Papa acaba de re chazarle una solución al problema imperial) se retiró colérico e in dignado porque no había encontrado nada de la humildad que es peraba en el siervo de los siervos de Dios.» Cólera y humildad... Po dríamos retener estas palabras para descubrir un doble movimiento en el pueblo cristiano. Este profesa la fe en Cristo, nacido de la Madre de los Dolores, y profesa la fe en la Iglesia, pero se sitúa en oposición o indiferencia ante el saber del clérigo o el monje. Cuando aparecen las órdenes mendicantes se produce un fenómeno de poder nuevo en la Iglesia. Estas se dirigen al pueblo. Cuando los dominicos se establecieron como convento, se previó la presencia de un maestro en teología. Cla ro está, se trata del verificador y celador del estudio regular en su comunidad, pero la institución dominica le impone enseguida una obligación equivalente: predicar al pueblo. Aquí volvemos a encon trar nuestra cuestión inicial y constatamos que había una doble red de saber, escrito y oral. Por otra parte, en la predicación de la Edad Media funcionan tres tipos de pruebas: las autoridades (auctoritates), es decir, la Biblia y la Patrística, los razonamientos (rationesj y los exempla. El nudo de los saberes leídos y elaborados se relaja en provecho de la observación y la memorización. Se ha señalado, no sin humor, que un rey como San Luis hace muy poco uso, en sus palabras, de las autoridades y prefiere demostrar por analogías y ejemplos y, finalmente, por el canal de las parábolas. Al lado de las Sumas, con su riqueza y su sabor, en las que cualquier quaestio 246
es conducida a su término, Francisco de Asís —el hombre de esos asombrosos exempla que son las Fioretti— abre la puerta de los hu mildes. Ya en vida suya, el poder y el saber harán de su intuición una orden religiosa, desactivando el fuego franciscano. La Iglesia como lugar de prácticas y de sociabilidad Con la aparición de las órdenes mendicantes (y el desarrollo de los monasterios), una tensión nueva se transforma en lucha feroz en tre regulares y seglares. Esto prueba no sólo problemáticas econó micas (el dinero, las limosnas circulan de otra forma en la Iglesia) y nuevas definiciones de poder (la orden dominica es de esencia de mocrática en sus constituciones), sino también, en lo cotidiano, una función en la que la Iglesia es de importancia capital. La cólera del clero seglar contra los Mendicantes significa también que, en la Igle sia, el tipo de organización parroquial es un mecanismo reconocido que ha alcanzado su edad adulta. Ahí se sitúan las prácticas y el an claje. El hombre de la Edad Media es, en su gran mayoría, un pa rroquiano. Se liga, de forma total, a un lugar en el que la Iglesia está presente: cofradía, corporación, tercer orden, universidad, mo nasterio, diócesis, capítulo... La Iglesia está presente en todos los me canismos de la sociabilidad, en las tramas y en la lanzadera. En el corpus de la autoridad canónica, el engranaje parroquial no comporta ninguna «gran sección». Hay que buscarla por las cua tro esquinas de los tratados. Pero en el derecho consuetudinario la parroquia aparece bien a la luz y se constituye. El tejido parroquial alcanzará una rara perfección: guerra, hambre, peste la modifican muy poco. Después de 1300, en 1.200.000 km.2, Europa no presen tará variaciones parroquiales más que en una proporción del 1 por ciento. El fenómeno implica una auténtica proximidad de poderes: multitud de parroquias significa multitud de párrocos. El presbyterium —los sacerdotes en torno al obispo— sólo existe en los capí tulos de las catedrales. El sistema económico de la parroquia, el «be neficio», encuentra ahí su momento. Se constituye con un capital de tierras cuya renta se destina al mantenimiento de los clérigos desig nados a un lugar de ministerio. Ha tenido mucho peso en la historia de las mentalidades: es un terreno codiciado. Sustituyendo a los usos comunitarios del cristianismo primitivo, introducen el apaño, las li beralidades, el desinterés por parte del pueblo por sus asuntos. A ni vel de prácticas cristianas, hace funcionar un abanico de posibilida des de poderes del que la comunidad es excluida: la asignación del beneficio es obra de los que «tienen derecho de donador». En efecto, éstos presentan al postulante al cargo pastoral; de hecho, designan a su candidato, a ser posible un allegado. ¿Los que tienen derecho? Son señores laicos o eclesiásticos (los beneficios forman la «mensa episcopal»), o regulares, como los monasterios. El sistema mina la responsabilidad pastoral: invita a encontrar ya allegados, ya hom bres dóciles. La Santa Sede entrará pronto en el «sistema», atribu 247
yéndose beneficios mediante el juego canónico. Dará así a la estruc tura beneiicial su verdadero rostro: fiscalidad y economía priman so bre lo espiritual o lo fuerzan. Quedan rastros del sistema beneiicial en el marco de los «que tienen derecho» monástico: cuando se exa minan los mapas de la descristianización, se podría a menudo super poner un mapa de beneficios monásticos... y de la revancha que un día supondrán las desamortizaciones. Ciento veinte mil parroquias para toda la Cristiandad. Este extraordinario resultado abre estruc turas de una solidez sin igual, generadoras de comportamientos y mentalidades. «El fiel», escribe J. Toussaert, «no existe sino en tanto que pa rroquiano. Inscribe su derecho al servicio religioso sólo en esta or ganización parroquial oficial: todos sus deberes externos de cristia no se cumplirán en este marco, salvo autorización del cura». Del bau tismo a la muerte, todo cristianismo —excepto el fuero in te rn o funciona en el poder curial. Confesar, casar son del orden de su vo luntad. No resulta indiferente decir que la cólera clerical contra los regulares —ladrones de almas (y de dinero)— certifica el poder de la institución parroquial. Trazando su surco, deja rastros sólidos que sólo la ¿poca contemporánea ve, si no borrarse, al menos atenuarse. En cualquier caso, el siglo xvn está lleno de procesos en los que se ve a curas que coaccionan a su grey —incluso la de alta nobleza— a celebrar la Pascua en su parroquia. Y, en fecha reciente, el dere cho canónico sigue prohibiendo el matrimonio fuera de los territo rios parroquiales sin autorización del cura. El funcionamiento parroquial se convertirá en un lugar de co municación: allí se anuncian las amonestaciones de boda y los ban dos de vendimia o de cosecha. La sociabilidad pueblerina encontra rá allí un terreno de elección. Son muchos aún los alcaldes que re claman sacerdotes para un pueblo, ya que la presencia sacerdotal sig nifica una apuesta por la vida social. El orden monástico También los monjes son Iglesia. En la Edad Media, penetran la Iglesia. Las grandes reglas monásticas acaban de encauzar y organi zar las tentativas anárquicas. El monje no es una invención cristia na: se encuentra también bajo otros cielos. Pero el monje cristiano aporta una solución original: pone a punto un «modelo cristiano», que es el de cuadricular un espacio para dar forma a una imagen de la vida total en Dios. Entre los estilitas primitivos y los hombres de Marmoutiers y, más tarde, Cluny y Citeaux, una idea, un proyecto sigue siendo primero: una escatologia y, para ello una separación del mundo, una radicalidad cristiana. No en vano toda la teología mo nástica insistirá en la profesión como idea ligada al bautismo, del que es la más alta expresión. Conversión personal y entrada en el monas terio van cómodamente a la par. Tanto más por cuanto la institu ción monástica ofrece a cada uno vías de acceso: monje de coro, con verso, oblato familiar... Domina una figura: el abad. Este representa 248
realmente a Cristo. El gobierno monástico (al contrario que los men dicantes dominicos) es, pues, teocrático. El monasterio es una uni dad autárquica. Cierto es que algunas abadías son cabeza de orden, pero por un juego de primada en el mundo benedictino. San Ber nardo y las abadías cistercienses inventaron un poder: abadías ma dres y abadías hijas vigiladas por un abad: el Padre inmediato. Se parado del mundo, el monasterio debe crearse todo lo necesario. Debe gestionarse y agrandarlo. Ha nacido un modelo de sodedad y, al lado de la teología monástica, no habría que olvidar nunca una economía monástica: responsabilidades económicas y puestos («em pleos») hacen del monasterio un gobierno que tiene su propia gra mática de los saberes y los poderes. No osamos hablar de Iglesia paralela. Pero podríamos insinuar una eclesiología paralela: otra forma de decir y de vivir la Iglesia. La ciencia monástica crea su teología; la economía monástica dice otra relación al mundo de los hombres; las tecnologías agrarias y ar quitectónicas se sitúan en perspectivas especificas. La abadía, fun dada en lugares al margen de los centros de negodo y sociabilidad, instaura su geografía. Los muros se elevan con una funcionalidad: la regla es el cuaderno de cargos del acostarse, del comer y del be ber. Prevé los huéspedes a recibir como Cristo e instaura así su so ciabilidad. La Iglesia monástica baliza y focaliza. El plano casi in mutable de la abadía cisterciense delimita con precisión los lugares para el rezo, la reunión, el alimento del alma y del cuerpo. Pero la institución monástica es también una lenta maduración. Muchos clichés «románticos» no ven más que copistas y miniaturis tas (en cualquier caso, nunca los ven en términos de talleres y de con ciencia tecnológica: el pergamino obliga a una cría, el oro pasa por un circuito económico). Se olvida fácilmente que el libro —incluso monástico— es un bien precioso. Muy significativamente, la regla monástica impone al candidato monje saber de memoria el salterio. Exigencia económico-espiritual. Y una cultura monástica conjuga lo oral y lo escrito. El amor a las letras y el deseo de Dios crean una lectura (retomada a los antiguos): esa ruminatio en la que los labios murmuran las palabras que el ojo descifra. La oposición entre la cul tura monástica y la de los universitarios está ahí. Para el universi tario, la agilidad y el rigor en la disputatio instauran un recorrido racional: la Biblia y los Padres son sus autoridades. Para el monje se trata de una cultura de memoria: grabar en ella la Escritura y la Patrística hasta el punto de mezclarlas a su ser. Tomemos el más mo desto texto monástico y el más bello de los sermones de San Ber nardo: sin ayuda de ninguna concordancia, los textos bíblicos bro tan, se llaman y se responden. Incluso frente a Abelardo, un Bernar do de Claraval sigue siendo, en su ferocidad, un hombre amasado de Escritura. Y ello hasta el punto de que a menudo es delicado de cidir si tal «cita» es voluntaria o si surge espontáneamente. El éxito monástico: Cluny y Claraval son un momento alto de las «Edades Medias». Pero la santidad y el genio son a escala hu mana, con la otra dara de la moneda. El universo teocrático y la au 249
tarquía, la exención de cualquier autoridad episcopal, el prestigio po lítico, la acumulación de tierras, las reservas... engendran lecturas muy seculares del proyecto monástico. Pero ese mismo déficit hay que evaluarlo en dimensiones más vastas: ni el tejido episcopal y pa rroquial, ni el «paralelo» monástico leyeron con vigor la evangelización. Es la cristianización lo que se produjo. Hay, cierto es, llama das a la conversión. Hay santos y tentativas originales de anunciar el Evangelio. Pero todo eso queda canalizado y cerrado por un uni verso canónico, por mecanismos de poder en los que anida un ries go que la Iglesia sólo supo ver muy tarde: la situación de Cristian dad y de pertenencia podía más por lo visible que una lectura crítica de la penetración evangélica. Una plaza de Dijon portaba antaño la placa: «San Bernardo, hombre de Estado». ¿Sigue existiendo? Puede hacer sonreír por su laicismo. Manifiesta, después de todo, una cons tatación: los asuntos de este mundo disuelven el mensaje evangélico en los poderes. Cuando Pío XII —por razones políticas— haga a San Benito «patrón de Europa», sigue siendo la misma lectura: la de la santidad anexada a las geografías del poder. Finalmente, un San Luis, por su libertad con respecto a la Iglesia, es un peso en la or ganización social de menor interés que la santidad, coartada de los poderes y los saberes. La Iglesia y los cuerpos Nuestro propósito era insistir en esta corporalidad de la Iglesia: las parroquias dependen de su fisiología. Iglesia, cuerpo establecido, cuerpo místico, cuerpo presente en todos los cuerpos. Por una vez, penitenciales, peregrinaciones, sumas y monasterios concuerdan. La Edad Media es el tiempo en que se manifiesta Cristo encarnado y crucificado. El tiempo en que un tratado monástico se enfrentará a la pregunta: «¿por qué Dios se hizo hombre?» Todas las institucio nes, a falta del respeto de las personas, se invisten en una tentativa de decir al hombre. Incluso el monje, en su separación del mundo, canoniza ese cuerpo porque, liberado, puede cantar a Dios. Al lado de los tratados de medicina, habría que evaluar el decir de los cuer pos en todos los ejes de la cultura, de las culturas. Una constante de la literatura espiritual, de los sermones, de los exempla: las lágri mas. Merecería la pena que nos fijásemos en esta red de aproximación. Nos gustaría explorar —más modestamente— seis pistas en las que, eclesialmente, se opera una toma de palabra y de poder en el tema del cuerpo del hombre: la santidad; el pecado y la carne; la en fermedad, la miseria y la muerte. La santidad. No por motivo teológico hay que comenzar quizá por la santidad. La invención cristiana de las «reliquias» es signifi cativa. Sin duda, si el pueblo y los reyes tienen iglesias es para ce lebrar los misterios de la liturgia. Pero también para albergar reli quias. Huesos o algún fragmento que hubiera tocado un cuerpo san to: túnica de la Virgen en Chartres, corona de espinas de la Sainte250
Chapelle. A través de las reliquias se lee este anclaje a cuerpos glorifi cados como seguro fíente a lo mortal omnipresente. Se perciben en las peregrinaciones cuerpos que peregrinan hacia lugares donde la esperan za es más fuerte que la muerte. Encontramos en ellas esos milagros que anuncian a los cuerpos sufrientes otra corporeidad liberada de miserias y males. Frente al mal y el pecado, los relicarios hacen aparecer una salida distinta de las danzas macabras o los mundos infernales. Y si los pórticos pueden representar el juicio final, los relicarios —quizá más que los sagrarios— hablarán de una posibilidad de salvación, ya que —en esos huesos— se proclama que es posible entrar en el Paraíso, has ta el punto de encontrar en ellos algún poder sobre las pesadumbres humanas. La neurosis coleccionista de los reyes y los grandes los coloca en el nivel común. Sólo su riqueza permite que lo sacro pase al engra naje económico, al comprar reliquias cuya falsedad irá en aumento. El pecado. Jalonó toda la Edad Media: un historiador, J Toussaert, nos da una clave en forma de boutade. Para Toussaert, la re ligión es entonces «ochenta por ciento de Moral, quince por ciento de Dogma y cinco por ciento de Sacramento». Pierre Chaunu co menta esta fórmula subrayando lo exorbitante de sus proporciones. Todo el cuerpo cristiano debe, pues, armarse por la ascesis: tal o cual manual retoma el modo de examen concebido ya por Alcuino para Carlomagno. En esas Confessio peccatomm se trata de «reco rrer el cuerpo» reconociéndose culpable según los cinco sentidos y los siete pecados capitales. La teología moral, el derecho canónico, las Sumas de los confesores dan amplitud al cuerpo. Existe la pro hibición sexual: se han podido constatar demográficamente los gran des ayunos sexuales de Cuaresma. Pero más riguroso aún es el ma trimonio: se pasó de una ceremonia familiar de consentimientos a los ritos. Primero por motivos de fin de sumario: el matrimonio im pone reglas muy estrictas de parentesco: directo, colateral o incluso espiritual (padrino), medimos su rigor: el lazo de parentesco va has ta la cuarta generación. Así, la Iglesia da a cada uno la ocasión de rehacer su genealogía para reclamar o solicitar el sacramento. Un po der que desborda a la pareja y considera a las familias... y, final mente, dada la poca movilidad, la parroquia y las que la rodean. El ascenso del derecho canónico y la puesta a punto de los procedi mientos de declaración de nulidad dieron al mismo tiempo peso com pleto a un poder eclesiástico: la Iglesia verifica la libertad de inten ción, pero también presenta como pareja a los que reciben el sacra mento. Todos los mecanismos de esos cuatro quintos de moral tra tan de canalizar la salvación. Quedaría por preguntarse por la teo logía moral popular y la práctica de esas prohibiciones. Por lo de más, el mismo censor anota en las Sumas de confesores las circuns tancias atenuantes. En el caso de un aborto, el caso es grave, pero se trata de una pobre mujer que ha hecho eso por la dificultad de encontrar alimento: hay que manifestar menos severidad. Un último ejemplo, inspirado por Le Cheval d ’orgueil de P. J. Hélias que, en una hermosa página, muestra la supervivencia reciente de los ritos: 251
la purificación tras el parto. La mujer que se presenta en la iglesia se ñala la liberación de una «impureza». Pero el cura preside, recibe esta discreta celebración. La mujer que penetra de nuevo en la sociabilidad aporta con este paso una valoración del sacerdote como guardián y se ñor de la vida social y espiritual. Sobre este punto, los ¿bates acerca de la «religión popular» no son nuevos: ya las ¿lites espirituales de la Edad media veían ahí gestos harto sospechosos, a borrar con urgencia. Enfermedad, miseria, muerte. Los cuerpos sufrientes no son en nada extraños a la Iglesia; ella misma, que es cuerpo, no deja de re petir al hereje: «Cuando un miembro sufre, sufren todos los miem bros». Ella tiene un formidable poder de acogida y de limosna. Ad ministra los hospitales y registra los milagros de curación en los lu gares de peregrinación. El poder real comparte este universo carismático: el rey toca las bubas y acompaña el gesto con una fórmula («El rey te toca, Dios te sane») y una limosna. Ultima huella de que se confió un ministerio a un rey en la Iglesia. El pobre tiene un es tatuto en la Iglesia, en la que está como asistido, pero también como signo de Cristo. En el momento de las mayores hambrunas, Santo Domingo constata la miseria. Se decide a hacer un gesto. Para ayu dar a los miserables hace vender lo que constituye el alimento de los frailes: los libros. El saber es ahí poder, y poder económico. El gesto choca y algunos intelectuales acomodados toman el relevo de la limosma del predicador. Pobre, hambriento y misero, el recinto de tierra bendita está ahí, bajo sus ojos, no sabe ni el día ni la hora, ningún capellán le acompaña para absolverlo en caso de peligro. El cortejo de pestes y guerras y una escasa pitanza dan al pobre el horror y la atracción de la muerte. Ante esta muerte que danza en medio de las cortes reales y de los caseríos, alrededor de la corona y de la tiara, alrededor de los labradores y de los clérigos, Huizinga se plantea una pregunta: «¿es realmente piadoso un pensamiento que se recrea tanto en la muerte?» Es algo que hiere a quienes sostienen el integrismo cristiano de la Edad Media. Sin embargo, de cara a la muerte, se anudan las solidaridades: cofradías y, sobre todo, esa devoción por el purgatorio. La sociabi lidad y la teología se dan la mano para afirmar todas las redes de la solidaridad: vivos y muertos, ricos y pobres, cofrades que harán de cir misas si el linaje se extingue; se tienden manos para afirmar una esperanza alrededor de reliquias y osarios: sufrir todavía un poco, pero encontrar la beatitud: entrar en el Paraíso. Toda la Edad Media es tal vez eso en la Iglesia: en lugar de una Cristiandad de un solo impulso, de un solo movimiento, la construc ción obstinada de un creer en el que, detrás de las coacciones, un pueblo se atreve a esperar contra toda esperanza. Unas pocas páginas son insuficientes incluso para un breve re paso a la Iglesia de la Edad Media. No podía tratarse de bosquejar algún rosetón, sino más bien de asignarse la modesta tarea de prac ticar algunas aberturas en el espesor de los siglos. 252
Esto con una distancia respecto a las Historias de la Iglesia, cu yos planes clásicos ofrecen una visión piramidal y bien engrasada que hace más o menos perdurar los mitos de la civilización cristia na. El vocablo «Cristiandad», cómodo, sigue siendo una añagaza y un callejón sin salida: es la pantalla que vela al pueblo y al complejo de las prácticas. Gabriel Le Bras, uno de los mejores especialistas en la descristianización, no temió escribir con fuerza «que nunca hubo un pueblo cristiano en el sentido fuerte y profundo de la expresión». Todas «las lecturas de Cristiandad» nos remiten, pues, a nuestra propia historia. Las Edades Medias ficticias que se mantienen no son tal vez más que cierta forma de escribir la historia de la melancolía, lo ilusorio y la fantasía. La historia de la pertenencia eclesial no coin cide necesariamente con la historia de la evangeüzación. Hay que salir de los marcos tópicos; queda por escribir una his toria: la de los hombres que «se las compusieron» para vivir su fe: papas, obispos, reyes, caballeros, inquisidores, burgueses y pobres... Eran hombres. La fascinación franciscana es una pista: algo inédito (pronto canalizado en orden religiosa) intentó desembrollar el Evan gelio, vivir una poética. Detrás de las canonizaciones oficiales se abre un campo inmenso: la Iglesia de los que no escribieron. En estas pá ginas, haber olvidado al papa, a la curia y los engranajes feudales... era, en cierta forma, remitir a otra historia de la Iglesia: la de un pue blo inmenso que, escribiendo su fe en una danza, se burla del histo riador porque es poeta hasta el punto de escaparse cuando lo quie ren cercar demasiado.
BIBLIOGRAFIA Obras
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además: C H A U N U , P.: Le Temps des réformes, París, 1975. V a u c h e z , A.: La Spiritualité du Moyen Age occidental. París, 1975. T O U S S A E R T , J.: Le Sentiment religieux en Flandre a la fin du Mo
yen Age, París, 1963. 25 3
De todas las obras consultadas, escogemos las más fáciles de con sultar o adquirir: M.: La Religión vécue des Franqais (Cf. el excelente apén dice sobre el mito de la catedral), París, 1972. C H E N U , D.: Saint Thomas d ’Aquin, París, 1959. C O N G A R , Y .: L'Ecclésiologie en haut Moyen Age, París, 1970. C O U V R E U R : Les pauvres ont-ils des droits?, Roma, 1961. F L A N D R IE R , J. L.: L ’Eglise et le contróle des naissances, París, 1970. F O U R Q U IN , G.: Seigneurie et Féodalité au Moyen Age, París, 1975. GOGLIN, J. L.: Les Misérables et l’Occident médiéval, París, 1976. GUILLET: Les clefs du pouvoir au Moyen Age, París, 1972. H u i z i n g a , J.: Le Déclin du Moyen Age, París, 1948. L E C L E R Q , J.: L ’A mour, les lettres et le désir de Dieu, París, 1964. 0 ‘CONNEL: Les Propos de Saint Louis (prefacio de J. Le Goff), Pa rís, 1974. V iC A IR E : Histoire de Saint Dominique, P a r í s , 1 9 5 7 . W O L FF, P.: L ’Eveil intellectuel de l ’Europe, París, 1971. B R IO N ,
C o l e c t iv a s
— — — —
La Religión populaire, París, 1976. Le Christianism, e populaire, París, 1976. Foi populaire, París, 1976. «Les Paroisses» (revista Lumiére et vie, nS 123), 1975.
Al terminar esta bibliografía, saludamos la aparición de una obra ad mirable de G. Duby: L ’A rt cistercien. Hay que remitir a este li bro, asi como a los tomos de la colección «Zodiaque» sobre el arte cisterciense. En una palabra, habría que invitar a comenzar un dossier sobre Citeaux: el estudio de sus costumbres y, espe cialmente, del régimen de conversos es una clave nueva para cap tar la religión de un pueblo.3
3 . E L SA CR O IM P E R IO
por Pierre-Franqois Moreau Sacro, romano o germánico, el imperio que domina la Edad Me dia reviste un aspecto extraño a los ojos de quien intenta medirlo con la vara de los estados modernos. Es un imperio que puede per manecer durante años sin titular, del que no se sabe muy bien si es electivo o hereditario y al que resulta incluso difícil asignar limites territoriales. Ante esta multiplicidad de aspectos, de dimensiones, de tipos de autoridad, uno llega a preguntarse si no se trata de la su cesión de varias instituciones diferentes que llevan el mismo nombre por un fenómeno de supervivencia. Aun en este supuesto, quedaría
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por explicar la permanencia del titulo. Ahora bien, no es una per manencia producto del azar: la idea imperial es tan fuerte como el propio hecho, si no más; se difunde cuando el imperio es débil o ine xistente: existe, por ejemplo, un partido «imperialista» durante toda la época carolingia y, a comienzos del siglo XIV, Dante sueña toda vía con la monarquía universal, tras la derrota de los últimos Staufen que había marcado su hundimiento. Pero esta ideología no pre senta la continuidad simple de un discurso único: hay que leerla, no sólo en los textos, sino también en los actos y en los símbolos en los que se materializa; la política de cada emperador, como la de sus adversarios, pone en marcha una concepción (o una mezcla de con cepciones) del imperio. Asimismo, los múltiples hechos ideológicos que adornan esta historia no son ni gratuitos ni secundarios: la Do nación de Constantino, la elección del nombre de Silvestre II o la canonización de Carlomagno por un antipapa a las órdenes del im perio distan mucho de ser accidentes de la historia: representan to mas de posición que sitúan a los autores en un campo cuyos fines tratan de inscribir en el orden de las cosas, invitando a los demás a pronunciarse en relación con ellos. Una falsificación, un mito o un sím bolo son tan importantes como una institución, porque a ellos nos referimos, en ellas aprendemos los títulos de las cosas presentes y de ellos extraemos argumentos continuamente. Ahí se reflejan las rela ciones imaginarias entre los hombres: resulta que la historia del Sa cro Imperio está ampliamente inmersa en esas relaciones. Por eso, en cierto modo, importa poco que en tal época precisa no haya em perador o que veamos enfrentarse a varios pretendientes a la coro na: la idea de imperio puede seguir adelante sin ellos. Ella basta, por otra parte, para alimentar las luchas, puesto que los núcleos teóricos que la constituyen no siempre son compatibles entre sí: diríamos casi que se han asomado demasiadas hadas a su cuna, que el imperio he reda demasiados títulos para que su herencia sea coherente: históri cas, jurídicas, religiosas, políticas, sus justificaciones se volverán a ve ces contra él y, según los acontecimientos, habrá que utilizar una de ellas contra las otras. Habrá que proceder, pues, al inventario de las distintas herencias antes de señalar los efectos que produjeron en las prácticas imperiales. Multiplicidad flotante y abigarrada, esta ideo logía remite a varias raíces en lucúia. Aunque, sin embargo, no está exenta de significado, sólo puede abrirse camino a través de senti dos regionales, a veces muy desviados. La herencia Cuando, abandonado por los bizantinos, el papa recurre a la ayu da de Pipino el Breve, éste ya ha asentado su autoridad en todo el territorio franco y, con la aprobación de la Iglesia, ha sancionado el fin de la agonía merovingia tomando la corona real. Al intervenir en Italia en defensa de Santa Sede, se presentaba como protector de la religión pero, al mismo tiempo, entraba en contacto con la tradi 25 5
ción romana, viva aún pese a las invasiones. Antes incluso de que el imperio comenzara oficilmente en la persona de su hijo, se hablan reunido todos los elementos: tradición franca, tradición romana, do minio de un territorio que cubre gran parte de la Cristiandad y, por último, la función religiosa. Estos cuatro hilos se van a anudar du rante varios siglos; en torno a cada uno de ellos se acumularán pre cedentes, documentos y doctrinas. La tradición franca Esta es, tal vez,la menos conocida, porque ha tendido a borrar se poco a poco, al menos del primer plano de la escena: cuanto más se reclamaba uno de Roma, mejor era, en efecto, ocultar los oríge nes bárbaros. Sin embargo, fue el poder de los francos la causa efi ciente del imperio: gracias a él, Pipino y Carlomagno intervinieron en Italia; también de ese poder se reclamó Otón I, aclamado empe rador por sus soldados en la batalla de Lechfel siete años antes de ser coronado en Roma. Este poder volverá a aparecer aún abierta mente de vez en cuando, pero hemos de contar, sobre todo, con su contenido: — en primer lugar, la realeza franca es patrimonio del rey; lo cual casa muy mal con el concepto romano de soberanía pú blica, incluso durante el Bajo Imperio, en el que nunca se ha bía considerado el Estado como objeto de una propiedad pri vada. Ese era el caso, en cambio, de la costumbre merovingia: hereditario y divisible, el reino se despedazaba en cada sucesión. Se mantendrá la costumbre por lo menos durante todo el periodo carolingio; incluso si uno solo de los reyes conserva el título de emperador, el desmembramiento territo rial no es, en absoluto, accesorio, ya que no tiene poder al guno sobre los demás; el concepto de imperio queda, por tan to, seriamente disminuido. Mientras que en Roma, al menos en derecho, la pluralidad de emperadores no afectaba a la uni dad del imperio, aquí se producía lo contrario; la unidad im perial no impide la diseminación de los poderes; — en segundo lugar, cuando no cuenta la simple herencia para la designación de los reyes, se da un procedimiento de tipo electivo: la designación por los grandes; la veremos aparecer en el caso de la elección del emperador, siendo el único pro blema saber quién está habilitado para intervenir en la elec ción. Durante un tiempo (hacia el 900), fue el papa o quienes pudieran ejercer presión sobre él (2); poco a poco serán los (2 ) L o c u a l n o d e ja d e te n e r su s rep ercu sio n es re sp e c to a l sentido d e l im p erio y a y u d a a l d eslizam ien to d e u n a tra d ic ió n a o tra : «D esde e l p o n tific a d o d e J u a n V III, se a d m ite q u e e l im p e rio se o b tien e d e l p a p a , q u e la co n sa g ra c ió n o c o ro n a c ió n q u e só lo é l d isp e n sa e n R o m a c re a n o c o n stitu y e n (en e l se n tid o p le n o d e l té rm in o ) a i em pe ra d o r, c u y a m isió n p o r ex celen cia c o n sistía e n la su b o rd in a c ió n a la Ig le sia ro m a n a , es d e c ir, e n su p ro te c c ió n y d efen sa» (R . F o lz , «L e S a in t-E m p ire ro m a in g erm an iqu e» , e n Recueuih de la Sociéti Jean Bodin, to m o X X X I (1973), p ág . 312).
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príncipes alemanes, ya que la dificultad consistía entonces en establecer la lista; cuando por fin se haya realizado la elec ción y ésta baste, habrá desaparecido el problema del imperio; — hay que subrayar un último aspecto: la costumbre adquirida de dejar que se desarrollen grandes dominios y de no dispo ner de autoridad sobre ellos sino a través de quienes los po seen. Pese a la centralización, a veces impuesta, las inmuni dades, conferidas o conquistadas, contienen en germen el feu dalismo, es decir, un sistema en el que la jerarquía cuenta más que la soberanía directa} sobre ello, la idea franca es más con veniente que-la romana. La tradición romana Cuando Carlomagno recibe, en el 800, el título imperial, se trata, por supuesto, de oponerse al imperio de Oriente; pero, al mismo tiempo, la herencia romana se precipita en la historia de Occidente. Y lo hará en dos etapas: en el momento, por los recuerdos aún vivos y la imitación de Bizancio; tres siglos después, por la aportación re novada del estudio del derecho romano. Además de la gloria que, en las mentes, estaba unida al recuerdo del imperio romano, se infiltraba todo un contenido ideológico en su favor: un sueño de unidad, de universalismo y de poder directo. Unidad: porque el imperio representaba un sistema regido por las le yes de una única ciudad contra la multiplicación de los poderes, las franquicias y los particularismos. Mientras se acentúan las diversi dades entre los pueblos nuevos, que se convierten, desde ese momen to, al cristianismo, la invocación del pasado hace brotar el espejis mo de un universo en el que se borraban las diferencias bajo el rei nado de un poder único. Universalismo: la idea de un poder único se dobla con la de un mundo único, tejido con un mismo material social: un kosmos de la Cristiandad extensible, en cuanto al dere cho, al mundo entero. La vieja idea estoica de la unidad del género humano ya no podía subsistir tal cual; sólo el mito del imperio le permitía reflejarse en las aspiraciones de un mundo dividido. Como prueba, pese a discordias y divergencias de intereses, las tentativas para unirse o hacerse reconocer por Bizancio, que representa la con tinuidad, actual aún, del hecho romano; se podría decir lo mismo de la importancia que se concede a la coronación realizada en la ciu dad de Roma, previa a toda referencia religiosa: ciudad de Augusto como de San Pedro. Poder directo, por último; la idea según la cual los reyes de cada país no son totalmente independientes, sino que de ben su poder al emperador no pudo subsistir durante mucho tiempo en los hechos: su mejor realización, la más nítida, lo descubrimos sin duda en el año mil, cuando Silvestre II y Otón III envían juntos sus coronas a los reyes de Hungría y de Polonia. Más tarde, el tema perdurará más bien como fantasía en ciertos medios, sin acceder a la práctica diplomática real, aunque revele, de todos modos, cierta
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nostalgia; la de una estructura jerárquica bien organizada en la que todo poder parte de arriba y en la que los poderes intermedios sólo deben su estatuto a una delegación, situación harto alejada de la rea lidad. Este conjunto de temas formaba como una doctrina histórica y jurídica bastante coherente. Pero, en este campo, chocara más de una vez con la Iglesia, incluso antes de cualquier motivo religioso. También ésta, en efecto, tiene tendencia a presentarse como herede ra del imperio romano, tanto de su poder como de su unidad. Hay herencias que no se comparten: por eso la Iglesia elaboró una serie de temas y mitos bastante enrevesados, aunque todos contribuyen a afirmar sus derechos: a) La Donación de Constantino, texto falso fabricado hacia el 7S0, en el que se supone que el emperador Constantino había entregado a Silvestre I y a sus sucesores el poder sobre Roma y las regiones occidentales con las insignias imperiales. En el momento en que se redactó el texto, debía, sin duda, servir más bien de baza en la negociación con los reyes francos so bre los Estados Pontificios, pero luego fue utilizado también para poder afirmar el poder universal del papa. Constantino, al retirarse (y, con él, el imperio) a Oriente habría dejado a la Santa Sede la plenitud de poderes en Occidente: «Decretamos que nuestro venerable padre Silvestre, supremo pontífice, así como sus sucesores, llevarán la diadema, es decir, la corona de oro purísimo y piedras preciosas que le hemos concedido tomándola de nuestra cabeza... Y para que no se envilezca el prestigio del pontificado sino que, por el contrario, sea aún más resplandeciente que la dignidad del imperio, su poder y su gloria, concedemos y abandonamos al bienaventurado Sil vestre, nuestro hermano, papa universal, no solamente nues tro palacio de Letrán, sino además la ciudad de Roma, así como todas las provincias, localidades y ciudades de Italia y las regiones occidentales, para que él y sus sucesores las ten gan bajo su poder y tutela (...), esta constitución las remite para siempre y por derecho a la Iglesia romana». Los suceso res de Inocencio III se apoyarán ampliamente en este texto para fundar sus derecho sobre los poderes civiles. No negarán la existencia del Imperio, pero, al atribuirse la autoridad ab soluta que Roma les habría legado, considerarán al empera dor como un funcionario encargado de ejecutar una misión por su cuenta; mantener la paz o dirigir las cruzadas; los pa pas se considerarán con derecho a revocarlo si llega a fracasar en esa tarea. b) La Translatio impertí no es sólo una variante del argumento anterior; se apoya en un hecho histórico cuidadosamente in terpretado: la coronación de Carlomagno por el papa León III. De hecho, éste no tuvo otra elección: maltratado por los romanos, que lo apresaron y acusaron de diversos crí menes, León III había sido liberado por la intervención de los 258
legados de Carlomagno y, luego, del propio rey; el papa no estaba en condiciones de tomar solo la grave decisión de con ferir el imperio a quien reunía bajo su autoridad la mayoría de los reinos de la Cristiandad occidental; la idea debió surgir más bien de Alcuino y los demás clérigos cercanos a Carlo magno, pero, al releer la historia, se hará decir a ésta que fue el papa quien transfirió el imperio de Oriente a Occidente en ese gesto de coronación; si pudo hacerlo, es porque el poder que transfería estaba a su disposición: el pontífice prueba así, una vez más, que es la autoridad suprema y, si concede al em perador el ejercicio del poder, puede también quitárselo, c) La Imitatio impertí no es una tesis suplementaria, sino la prác tica simbólica que da vida a las anteriores; el papa lleva las insignias imperiales y afirma ser el único con derecho a llevar las; la Donación de Constantino lo había afirm ado («Silvestre y sus sucesores llevarán la diadema... que le hemos concedido tomándola de nuestra cabeza») y los Dictatus papae de Gre gorio VII lo repiten bastante secamente; el artículo 8 afirma del soberano pontífice: «Solo ¿1 puede llevar las insignias im periales». Es indicar claramente que, más allá de las concesio nes temporales, el papa es el único heredero del poder de Roma. Ese concienzudo trabajo de fabricación e ilustración de textos fal sos —es decir, verdaderos, ya que indican reivindicaciones reales a las que confieren nuevo poder— permite socavar la base del poder imperial, cambiándole el sentido; cuanto más muestran los ideólo gos del emperador la grandeza y el poder del título romano, más tra bajan para otro, si es cierto que es otro el que posee la autoridad romana. La función religiosa Cuando Pipino expulsó al último merovingio y subió al trono, procedió en tres tiempos: primero se hizo elegir rey por una asam blea de francos, concesión a la tradición nacional; después, según un rito adoptado por la monarquía visigoda, aunque sobre todo inspi rado en la Biblia (3), se hizo consagrar rey por un obispo; más tarde, cuando el Papa llegó a Francia para pedirle ayuda, se hizo consa grar, por segunda vez, por él. Esta ceremonia y su repetición en la consagración imperial, a partir de Carlomagno, introduce una di mensión religiosa en el poder, que se convierte en servidor de Dios y de su vicario. Esta dimensión estaba ausente en la tradición roma na; en Roma, el problema de la religión de Estado no se planteaba, de ningún modo, de esta manera, ni siquiera en tiempos del empe rador cristiano. En efecto, sea cual fuere el poder del emperador, «el obispo de afuera», para servir a la iglesia o intervenir en sus asun-3 (3) Samuel unge a Saúl y luego a David (I Samuel, X-l y XVI-13).
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tos, incluso si la pacificación romana era, a veces, celebrada por abrir la vía a la predicación evangélica, sin embargo el imperio como tal no tenía un fin religioso, seguía siendo el vértice del poder político, al que nada igualaba en esa función. Con Carlomagno, por el con trario, y aún más con sus primeros sucesores, el imperio aparece, como mucho, como una función religiosa que le ha sido conferida a alguien que, en tanto que rey detentaba ya el poder político. El monarca ha sido rey, entre otros reyes, antes de ser emperador. Esta situación era impensable en la Roma antigua. Nos parece que Schnürer caracterizaba bastante bien las diferencias cuando escribía, refi riéndose a la coronación de Carlomagno: «No se trataba de una sim ple restauración del imperio romano. La unión estrecha de la Iglesia y el emperador coronado, que se convertía en protector de ésta, se ñalaba el indicio de una nueva era. Los emperadores romanos ha cían remontar su poder a Augusto. El nuevo imperio se apoyaba, en cierto sentido, en la gracia y la voluntad divinas. El nuevo empera dor debía gobernar la sociedad de las naciones sometidas a su auto ridad, de modo que reinasen, en todas partes, las leyes divinas y el orden cristiano» (4). Así pues, el imperio competía, por su orden, a lo sagrado. Pese a lo cual no todo estaba claro, ya que también aquí los títulos de su jefe iban a encontrarse con los de la Iglesia y a chocar con ellos: no bastaba con hacer del emperador un siervo de Dios, era preciso, una vez más, precisar su estatuto respecto a la institución eclesiástica. O bien el emperador es designado directamente por Dios (a Deo coronatus) —actuando el papa sólo como intermediario, en cuyo caso el emperador es el jefe supremo de la Cristiandad— y cuanto más acen túa el imperio su dimensión religiosa, tanta más importancia políti ca y religiosa pierde el papa. O bien la Providencia sólo designa al emperador por mediación del papa, jefe de la Cristiandad, que nom braría así un ministro para los asuntos temporales. En suma, todo el mundo está de acuerdo en el hecho de que el emperador es el ser vidor de Dios: toda la cuestión estriba en saber si es también servi dor de la Iglesia o servidor directo de Dios y protector de la Iglesia. No basta, pues, con subrayar que el imperio es inseparable del or den cristiano: la teocracia puede realizarse según varios modos je rárquicos, todos los cuales han encontrado, por otra parte, su modo de existencia histórica y dado lugar a justificación doctrinal. Las pretensiones del Imperio en el plano religioso iban, por tan to, a ser cuestionadas tanto como sus títulos históricos. Los argu mentos presentados por la Iglesia en ese terreno son demasiado nu merosos para citarlos todos; no obstante, es preciso citar algunos: l9 La plenitudo potestatis estaría en manos de los papas en tan to que pontífices supremos, sucesores de San Pedro: las otras autoridades no tendrían, pues, en las manos más que un po der, en cierto modo, emanado del suyo. De ahí el argumento4 (4) O. Schnilrer: L'Eglise et la Civilisation au M oyen Age, trad. Payot, 1933. to mo I, p&g. 497. 260
tantas veces repetido; los jefes de lo temporal sólo tienen potestas, mientras que el vicario de Cristo tiene la «plenitud de potestas». Discurso que dura desde León I que, en los últi mos años del imperio romano, le dio su forma coherente, has ta los ideólogos del siglo XIV, que siguen defendiendo un po der pontifical entonces muy comprometido (5). 2S678Jesús dijo a Simón Pedro: «Yo te daré las llaves del reino de los cielos» (6); poder de las llaves que será reivindicado como valido a fortiori en el orden temporal: sobre este poder fun damentara Gregorio VII su derecho a destituir al emperador Enrique IV: «Quien puede abrir y cerrar el cielo, ¿no podría juzgar las cosas de la tierra?»(7). Hacia el mismo periodo, por otra parte, la coronación imperial dejó de estar inscrita en la lista canónica de los sacramentos. No fue por casualidad; si el jefe temporal de la cristiandad es un simple ministro al que se confiere una parte del poder y al que se puede destituir, está al servicio de la religión sin tener función religiosa. 32 Por último, en el siglo xii, San Bernardo constituirá la céle bre teoría de las dos espadas. Teoría también extraída de un pasaje de los Evangelios, enuncia que el poder temporal está en manos de la Iglesia al mismo titulo que el poder espiritual, pero se sirve ella misma del segundo mientras que remite el primero a las autoridades seculares para que éstas lo utilicen bajo su dirección. Cuando un discípulo de San Bernardo se convierta en el papa Eugenio III, su maestro resumirá para él la doctrina en el De Consideratione: «La espada espiritual y la espada material pertenecen, una y otra, a la Iglesia. Una está en manos del sacerdote, la otra en las del soldado, pero éste está sometido a las órdenes del sacerdote y al mando del emperador» (8). Desarrollada por Hugo de San Víctor e Ino cencio III, esta teoría inspirará en 1302 la bula Unam Sanctam, que señalará la ruptura entre el papa y el rey de Francia y la derrota del primero. Hay, por tanto, todo un arsenal de argumentos minuciosamente -elaborados tanto por uno como por otro. Argumentos que serán uti lizados en particular en la Querella de las Investiduras y en la lucha entre el Sacerdocio y el Imperio. Aunque a menudo se mezclan los temas, nos ha parecido indispensable distinguir la genealogía jurídico-histórica de la genealogía propiamente religiosa: incluso si el papa pretende siempre, en definitiva, ser la cabeza de Occidente, no da igual que lo sea en tanto que sucesor de San Pedro o en tanto que sucesor de Augusto y Constantino; está en juego la existencia del mundo del derecho, irreductible al de la Gracia, lo cual no es poco. (5 ) « T o d o c u a n to h ace e l p a p a se c o n sid e ra q u e es D io s q u ien lo hace», y a que es e l re p re se n ta n te v isib le d e J e s u c ris to so b re la tie rra . N ico lás Iung: Alvaro Pelayo, franciscain, théologies du pouvoir pontifical au xiv« siécle, V rin, 1931, p ág . 106. (6 ) M at.. X V I, p ág . 18. (7 ) S eg u n d a c a rta a G erm án d e M etz (1081). (8 ) Líber ele Consideratione, IV , p ág . 3.
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También habría que destacar, entre los conceptos religiosos que acompañan a la noción de imperio, la importancia de los mitos escatológicos. Cuando Federico II penetre en Italia para atacar los Es tados de la Iglesia, los libelos que hace circular juegan a fondo con las esperanzas milenaristas difundidas por los medios joaquinitas: si el papa encama el orden del presente, el emperador que se opone a él anuncia el orden del futuro. El territorio La idea de territorio nacional está ligada a la soberanía moder na; necesita, por lo menos, otro al que oponerse: en este sentido, es impensable en el imperio romano clásico, ya que más allá del limes no había más que bárbaros, que representan para el imperio, sim plemente, la ausencia de cultura y de Estado. Un Estado universal no puede tener un territorio nacional, ya que el territorio lo deter mina en su particularidad. El naciente imperio medieval es presa de esta aporía: lugar de la Cristiandad, el imperio no piensa sus limites. Se verá obligado a ello cuando deje a grandes Estados (la Francia occidental, que se convertirá en Francia) subsistir fuera del im perio, y a otros (el reino anglo-danés de Knut) constituirse. A partir de entonces, también el imperio tendrá su territorio: los tres regna de Alemania, BorgoSa e Italia. Su conjunto, cada vez más, dará la definición del imperio. El emperador aparecerá, en definitiva, como soberano de ese territorio cuando quiera deshacerse tanto de una pe nosa relación con la Iglesia como de un mito romano que ya no pue de asumir. Sucesiones Se podría seguir la cronología en la q u e se enfrentan y se super ponen esos títulos. Pero, en la medida en que se organizan en figu ras que dominan la historia alternativamente, emergiendo, desapa reciendo y volviendo de nuevo a la superficie, la historia de las ideas no está supeditada a la de los hechos: traza, más bien, varias suce siones cuya continuidad no aparente hay que discernir. I9 Una primera historia sería la de los fundadores y el cambio se ha sentido en su obra. En una época en que el estado de la Iglesia se encuentra en su punto más bajo debido a los pe ligros o a su debilidad interna, un rey franco interviene para salvarla, se impone como protector, restablece su orden; sus sucesores se encuentran, desde entonces, enfrentados a este poder resucitado, que afirma su fuerza haciendo de su pro tector un servidor. Triunfe o no la Iglesia, el deslizamiento se repite en los mismos términos. Hemos visto que Carlomagno, que se consideraba a sí mismo jefe único de la Cristiandad, daba una dimensión religiosa al imperio. En Carlomagno, «la
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noción de interés público está muy próxima a confundirse con la práctica de las virtudes cristianas» (9), pero el se reserva el derecho a juzgar. A partir de Luis el Piadoso, la Iglesia rege nerada considera que a ella corresponde el juicio y, con él, la administración del imperio (10). El servicio de Dios se ha transformado en servicio de la Iglesia. El mismo proceso se desarrolla con la dinastía sajona: Otón I, que había tomado la costumbre de investir ¿1 mismo a los obispos en Germania, aun a riesgo de reconocerles de rechos condales e inmunidades, dando así vigor, bajo su di rección a la Iglesia alemana, interviene en Roma y establece su control sobre las elecciones pontificales. En el estado de su misión e impotencia en el que se hallaba entonces el papado, tal vez fuera esto lo mejor que podía ocurrirle a la Iglesia. Pero lo que hay que subrayar es el paralelismo de los actos iniciales: una dinastía funda o da lustre al imperio; toma sus funciones religiosas en serio, pone orden en la Iglesia, respe tando en ella más el mecanismo de salvación que una jerar quía que considera accesoria con relación a la dimensión sa grada del imperio: si es algo brutal con los usos, tiene su fun damento ideológico, ya que está por encima de ellos, confor me al papel que se asigna, la dinastía interviene en caliente para curar mejor; pero el enfermo, una vez curado, maltrata rá a su médico(ll). El caso se repite, por última vez con la dinastía salia. En rique III arranca el papado de las garras de la aristocracia ro mana y contribuye a instalar la tradición de los papas refor madores, cuya lucha contra la simonía terminará rechazando el derecho que habían adquirido los emperadores de investir ellos mismos a los obispos; cuando Enrique IV, destituido y excomulgado por Gregorio VII, acude a Canosa para recono cer el poder del papa, recoge los frutos de las intervenciones de su padre; una vez más, la acción religiosa del imperio se ha vuelto, en unos años, contra él. 22 Hay una segunda historia en la que se manifiesta con mayor fuerza la idea del universalismo romano. A decir verdad, hay pocos soberanos que hayan pensado vivirla hasta el fin: ape nas se puede citar a Otón III y Federico II, cuyas empresas (9) H. X. Arquilliires: L'Augustunism e politique, Vrin, 1934, pág. 153. (10) Ibid., capitulo II, «La Paix de Dieu», pág. 293. (11) «Otón I habla liberado al papado de la situación indigna en que lo hablan sumido ios partidos de la nobleza romana, que lo hablan convertido en su juguete; más tarde, los emperadores actuarían a menudo de una forma análoga. Mientras el papado necesitó protección, no podía prescindir de los emperadores. Pero, en cuanto esta protección no era necesaria y ios emperadores deducían de sus títulos de protec tores pretensiones de soberanía, queriendo afirmar en Roma e Italia no sólo su poder protector, sino su fuerza dominadora, las relaciones amistosas amenazaban fácilmen te con convertirse en relaciones hostiles». Schnürer, op. cit., tomo II, pág. 182.
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fueron, a fin de cuentas, un fracaso. Tal vez lo más notable es que, hijos de dinastías germánicas, conservan, de hecho, muy pocos vínculos con ese mundo y su tradición, mientras que por su familia, su corte y sus proyectos sufren otras in fluencias: la de Bizancio uno, la de Islam el otro. Curioso efec to de refracción: el que quiere o debe vivir a fondo el mito romano acaba siendo extraño a la realidad de la Cristiandad medieval. Otón III tiene aún bastante mano en la Iglesia como para hacerla participar en su renovación del imperio; nos parece asistir al tiempo de la primera alianza del cristianismo con los sucesores de Augusto. Signo de los tiempos: Gerberto, al que Otón impone como papa, elige como nombre de reinado Sil vestre II. Silvestre I era el papa que había reinado en la época en que Constantino elevaba la Iglesia al rango de segundo po der del imperio; y a ¿1 iba dirigida la falsa Donación. Pero la jerarquía está muy clara; si el emperador respeta a los religosos por su santidad, él está solo en el vértice de la Cristian dad, y es el representante más directo de Dios: las miniaturas de Oberzell-Reichenau lo muestran bastante bien, retomando el tema bizantino, raro en Occidente, de la imagen del empe rador sentado en el puesto y en la actitud del Pantocrátor. Dos siglos más tarde las cosas serán menos fáciles: si Fe derico II se consideraba también el heredero de Augusto, si pretende tener relaciones privilegiadas con el pueblo romano, el papado dispone de un margen de maniobra lo bastante grande como para no dejarse alistar a su servicio. Consecuen cia lógica: si quiere asociar aún una dimensión religiosa al po der del mito, tendrá que hacerlo, a partir de entonces, contra el papa, y, como éste tiene a la Iglesia tras de si, el emperador se verá forzado a esgrimir las esperanzas milenaristas contra el cristianismo establecido. Se acabó el tiempo de intervenir en la Iglesia para proteger la creencia, ya que la Iglesia se re forma sola, sin sus antiguos protectores e incluso contra ellos; a éstos no les queda más que luchar contra ella en nombre de una creencia renovada. Por motivos políticos distintos, pero sobre un mismo fon do ideológico, ninguna de las dos tentativas dio resultado: tras la muerte de Otón III, Italia cae de nuevo en las querellas de clanes; Federico II, derrotado y excomulgado, no tiene suce sor durante mucho tiempo. Si al imperio se le ocurre olvidar que obtiene su fuerza de un territorio, que sólo gracias al po der del regnum puede adjudicarse ideologías religiosas y ro manas, los hechos se encargan de recordar que el universo, sin el reino, no es nada. 39 Más allá de la pura y simple reanudación de la tradición fran ca, algunos tienen en cuenta el feudalismo que se ha consti tuido y contribuyen a su desarrollo porque tratan de apoyar
se en ¿1. De hecho, todos los emperadores debieron admitir, más o menos, la realidad de esa parcelación feudal, que no habría sido posible en la tradición romana; pero algunos tra tan de utilizarlo para constituir un nuevo tipo de poder. Mo vimiento esbozado, por ejemplo, por Conrado II, pero aún más, en el siglo siguiente, por Federico Barbarroja. Apoyán dose en el derecho feudal y creando vínculos entre el poder central y la aristocracia laica y eclesiástica, los emperadores se esfuerzan en constituir un nuevo tipo de imperio, muy dis tinto del modelo romano: una aglomeración jerarquizada de grandes territorios que reúne una diversidad de unidades po líticas intermedias bajo la dirección del emperador. Este deja, al mismo tiempo, de ser el protector de la Santa Sede para aparecer como la emanación de su reino y de la tradición ger mánica. Esta idea compleja implica un cierto arte para juzgar con ideologías opuestas: Federico recurre ampliamente al derecho romano, cuyo estudio renace en ese momento en Bolonia; esto le sirve, por un lado, para no hacer muchas concesiones al feu dalismo y, por otro, para disminuir la dimensión religiosa de su poder, es decir, lo que, a largo plazo, podría someterlo a la Santa Sede. Pero no es el imperio romano su principal pun to de referencia, sino Carlomagno, fundador del nuevo impe rio. Federico lo hará incluso canonizar con gran pompa en Aquisgrán por un antipapa que está a su disposición. Esta ca nonización, nunca reconocida por Roma, era, de hecho, una laicización. 42 Finalmente, la última sucesión: la historia que cierra la His
toria, la que, de Luis de Baviera a la Bula de Oro, reduce el imperio a su territorio nacional; éste se convierte en un sim ple estado como los otros, como los que están construyendo los reyes de Francia, Inglaterra o los países ibéricos; sólo que le costará más trabajo que a los demás afirmar su identidad. Cuanto más magnifican sus teóricos el poder temporal del im perio, más lo acercan, de hecho, a la suerte común de los Es tados, aquéllos en los que, entonces, los soberanos se procla man, cada uno, «emperador en su reino»; y, en este sentido, bien es verdad que el emperador lo era aún muy poco en el suyo. Cuando Luis de Baviera emprende —una vez más— la lucha contra el papa, justifica su política con Guillermo de Occam y Marsilio de Padua: aquéllos que, en el «nacimiento del espíritu laico», se sitúan en un mundo ideológico completa mente nuevo; el mismo al que evolucionan los legistas de Fe lipe el Hermoso. Un mundo en el que la voluntad, la sobera nía y la sociedad civil son los nuevos conceptos en función de los cuales se zanjan las cuestiones políticas; un mundo del que —incluso si perdura el término, incluso si éste califica a un Estado cuyo jefe puede ser muy poderoso— ha desaparecido 26 5
el enmarañamiento específico que constituía la idea de impe rio. En 1356, cuando el emperador Carlos IV promulga su Bula de Oro, que regula, por fin, el proceso de elección im perial, las consecuencias ya se han sacado: la designación del nuevo emperador es obra de príncipes y arzobispos alemanes y sólo de ellos. El emperador es protector únicamente de la Iglesia de Alemania y los príncipes pronto se ocuparán de esta función. Poco importa, por otra parte: el resto compete a la historia interior; la idea de imperio, en el sentido clásico, ex cluía precisamente que hubiera algo parecido a una «historia interior»; salvo si por «exterior» se entiende a musulmanes y paganos. Fuerte o débil, de ahora en adelante el imperio es Alemania. Esto no significa que la idea de universalidad desaparezca de golpe de la escena de Europa, pero si la idea de imperio se recoge y se pierde al final en su otro, la particularidad del territorio, la universalidad política que encarnó en determina do momento se arrojará a otra parte: a la idea de humanidad. La noción de hombre dejará de designar solamente a una es pecie para cobrar un sentido político y moral; noción que no podía desvincularse del sentido genérico si el ámbito del de recho no se vaciaba antes de la pesada construcción imperial: lo que, a partir de ahora, ocupará su lugar será otra cosa, y se edificará sobre la universalidad interna del Sujeto jurídico. Circunstancia reveladora, aparece por primera vez en la obra de Guillermo de Occam, que fue uno de los ideólogos de Luis de Baviera. Era el fin de una época. Significados El sentido religioso conferido al imperio resultó parecerse mu cho a una especie de trampa de la Historia: el emperador sólo p o d ía obtener, legítimamente, su espada del papa, en las épocas en que éste era incapaz de dársela. El poder temporal, por inquietud religiosa, restablecía la fuerza de la Iglesia, pero ésta acababa por usarla con tra él. Y, en última instancia, terminaba imponiéndose. Cuando se hundió su propio poder fue por otros golpes: las grandes monar quías nacionales. El alcance universal del imperio, herencia de los espejismos ro manos, parecía enseguida un esplendor adulterado, en cuanto deja ba de ser sostenido por el poder del reino que los francos se habían labrado en G em ianía. Había que admitirlo: el imperio medieval re presenta un tipo de unidad muy distinto al del imperio romano, siem pre fue la unificación de una diversidad difícil de dominar y que nun ca superó. A fin de cuentas, lo que más se parece en la Edad Media al imperio romano, en lo que a estructura jerárquica se refiere, es la Iglesia Católica. Mucho más que todos los argumentos históricos, verdaderos o falsos, que la Iglesia pudo invocar, es esa semejanza lo que la califica para ser reconocida como heredera, en el plano 16266
gico, de Roma. Todo el interés del imperio provenía, precisamente, de que podia representar otra lógica y segregar una ideología que re mitiera a otro tipo de unidad. La lógica neoplatónica de la emana ción, que siguió siendo muy fuerte durante toda la Edad Media, im pedía pensar ese otro tipo de unidad; y pronto resultó definitivamen te impensable, cuando el imperio volvió al rango de los Estados. La sola práctica de Federico I puede dar alguna idea y mostrar cómo tal construcción podia reunir a su servicio jirones hábilmente articu lados de las distintas tradiciones que se repartían la idea de imperio. Por lo demás, ambos poderes iban pronto a eclipsarse ante nue vas fuerzas. Cuandala autoridad del papa es ridiculizada en sus pro pios Estados por el municipio de Roma, Amaldo de Brescia(12), que la dirige, no duda, único en su época, en cuestionar la validez de la Donación de Constantino: proclama que ésta era una fábula foijada por los papas para inmuscuirse en los asuntos de orden temporal. Llevaba, asi, agua al molino del imperio. Ahora bien, frente a ese laicismo afirmado, Federico I no vacila: se pone del lado del papa y provoca la caída de Amaldo. Sin sospecharlo, Federico situaba, al mismo tiempo, al imperio en el campo de lo que, dos siglos más tar de, seria barrido por el ascenso del espiritu laico y los Estados na cionales, a cuya sombra y servicio se desarrollará. BIBLIOGRAFIA H, X.: L ’A ugustunisme politique, Vrin, 1934. — Saint Grégoire Vil, essai sur sa conception du pouvoir pontifi cal, Vrin, 1934. F o l z , R.: L ’Idée d ’Empire en Occident, du K- au X Iv e siécle, Aubier, 1953. LAGARDE, G . de: La naissance de l ’esprit ¡aTque au déclin du Moyen Age, Edition Béatrice, 1934-1946. P a c a u t , M .: La Théocratie. L ’Eglise et le Pouvoir au Moyen Age, Aubier, 1957. S c h n ü r e r , G.: L ’Eglise et la Civilisation au Moyen Age, trad. Payot, 1933. A r q u il l ié r e s ,
4. L a s CRUZADAS: LA GUERRA Y LA PAZ
por Odilon Cabat Con tres innovaciones jurídicas considerables, el papa Urbano II establece, en el Concilio de Clermont de 1095, los fundamentos de una nueva sociedad: — el voto de cruzada. (12) Era discípulo de Abelardo y, durante doce años, dirigió la lucha contra el papado; entregado por Federico al prefecto de la ciudad, fue ejecutado. 267
— la indulgencia plenaria de cruzada. — el estatuto jurídico del cruzado, cuya persona, bienes y fami lia pasan bajo competencia eclesiástica. Innovaciones que hacen de la I Cruzada, predicada al término del Concilio, la crúzala realmente decisiva. Michel Villey(13) pudo mostrar que sobre su modelo se construyeron y codificaron todas las demás, a la par que a ella se refieren las bulas de cruzadas pos teriores. Basta, por tanto, con estudiar la lógica que preside esas tres innovaciones constitutivas para obtener un hilo conductor en la red, inextricable a simple vista, que presentan las cruzadas, en las que los fenómenos sociales y políticos están estrechamente mezclados con la esfera de los prodigios y los mitos religiosos. Tales medidas se toman en el contexto más general de la Tregua de Dios, es decir, de la prohibición de hacer la guerra ciertos días de la semana, así como los días de fiesta, prohibición extendida por Urbano a toda la Cristiandad, mientras que, hasta el momento, es taba limitada al ámbito regional. Las innovaciones del Concilio de Clermont, del que se derivan lógicamente otras muchas consecuen cias, cuyo aspecto más particular representan las Cruzadas, en tanto que expediciones militares, constituyen, en cierto modo, las moda lidades particulares de la realización de esa medida policial que es la Tregua de Dios. Sin oportunismo, por otra parte, según nos di cen. En efecto, embajadores de Bizancio habían recurrido al papa so licitando ayuda militar para protegerse contra las amenazantes con quistas de los turcos selyúcidas. Por lo demás, era una costumbre establecida desde hacía tiempo que los caballeros nórdicos, con oca sión de las peregrinaciones a Jerusalén, pasaran algunos años al ser vicio del emperador de Bizancio, ya que los griegos apreciaban la efi cacia de estos guerreros, «los hombres de hierro». Esta solicitud quedaba, pues, inscrita en un marco ya establecido de prestaciones de servicio militar entre cristianos de Oriente y de Occidente. En cambio, hay que señalar que las poblaciones cristia nas que vivían en Palestina bajo régimen islámico no emitieron nin guna solicitud de este tipo. Estas poblaciones se beneficiaban, en efecto —pese a las leyendas propaladas por los peregrinos o susci tadas posteriormente por la literatura de propaganda—, de la tole rancia musulmana respecto a las «gentes del Libro», término que abarca a judíos, cristianos y mahometanos. Lo que contrastará muy a menudo con la intolerancia cristiana, señalada sin contemplacio nes por los historiadores griegos y objeto de la disidencia definitiva entre Roma y las Iglesias de Oriente. Intolerancia debida, en gran parte, a la ignorancia que se tiene de la cultura árabe en Occidente. Mientras que la teología musulmana está constituida, en muchos as pectos, por una exégesis muy sutil de los textos cristianos, y los sufíes gustaron a menudo de llamarse entre ellos «cristianos esotéri-
(13) Michel Villey: Les Croisades. Essai sur la form ation d'une théorie juridique, Vrin, 1942. 268
eos», en la cristiandad se representa fácilmente a los infieles como paganos, idólatras adoradores del diablo. En general, los autores detienen aquí su exposición de las condi ciones generales o de las causas próximas, y la hacen seguir, inva riablemente, de toda una retórica del ¿sombro. Bien sea para admi rar sus consecuencias como expresión sublime de la fe o, por el con trario, para estigmatizarlas como expresión de un fanatismo inútil, o incluso para poder tomar, respecto a esas causas, la distancia que permite un escepticismo de buen tono con relación a las aberracio nes del espíritu humano, se asombran de que causas tan débiles ha yan podido desencadenar reacciones tan fantásticas e inesperadas y se alegran, en secreto, de una prueba tan flagrante de la imposibili dad que existe de explicar la historia. Así quedamos a menudo re ducidos a referimos a los acontecimientos del «prodigioso surgimien to», según el término de Alphandéry, desde el punto de vista de la psicología y de los factores insondables que pueden mover a las ma sas al conmover sus corazones. A buen seguro, esto es no saber me dir el impacto político del concilio de Clermont. Y ello porque uno de los factores de la incomprensión de los fenómenos históricos se debe al desplazamiento a la esfera de lo simbólico de realidades no sólo concretas en otro tiempo, sino completamente estructurales. Es evidente, por ejemplo, que una indulgencia plenaria que, en nues tros días, entregaran los confesores a los feligreses, tendría tan sólo un pequeño efecto en el desarrollo de los acontecimientos políticos. Y es que las penitencias religiosas han pasado ahora a un espacio ficticio en el que sólo valen como mortificaciones puramente verba les. De que una indulgencia tal no tendría ningún efecto en nuestros días, pero lo tuvo en su tiempo, hay quien deduce que la fe era an taño mucho mayor y capaz entonces de mover montañas. Asi pues, si concedemos tanta importancia a los mitos en la historia de las Cru zadas, es porque controlamos deficientemente esa traslación hacia lo simbólico de funciones sociales desaparecidas, y nos vemos luego obligados, para justificar una casualidad histórica, a conferir a no ciones que para nosotros se han vuelto puramente abstractas o es pirituales, fantásticas, un poder de acción que sólo, según parece, la miseria de los tiempos les ha hecho perder. La fe, realmente, es tan grande en nuestra época como en la de nuestros antepasados: ha ha bido, sencillamente, una traslación del mito fundador. Examinemos, pues, lo que representan, concretamente, las innovaciones del Con cilio de Clermont para la sociedad del siglo XI. La invención del contrato de alistamiento * ¿Qué es un voto de cruzada? Para responder hay que tener en cuenta que en el siglo XI la sociedad no disponía de ningún medio, * La palabra «engagement» significa en francés tanto «alistamiento» como «com promiso» (N. T.).
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de ningún tipo de coacción para contratar a alguien y establecer re laciones que llamaríamos contractuales. Para estar en condiciones de obligar a alguien, hay que disponer, en primer lugar, de la noción jurídica de individuo. Cuando existe esa noción, el individuo puede ser «liberado» de sus vínculos «naturales» («paganos») y, por tanto, obligado de otro modo. Ahora bien, este concepto de derecho, liga do al de responsabilidad civil, desapareció mucho tiempo antes, con la decadencia de las virtudes romanas, y no volvió a emerger. Prue ba de ello es que en La Canción de Roldan, siendo Ganelón convic to de traición, toda su familia es castigada. La responsabilidad, como, en ciertos aspectos, la propiedad, es colectiva. Asi es como, del lado de la función guerrera, los hombres están presos en los vínculos de vasallaje, y sus relaciones están reguladas por el código de la caballería, que constituye un sistema complejo de intercambio económico y de servicio de armas. Del lado de la pro ducción, el trabajo es servil; el hombre, como se sabe, está sujeto a la gleba, es él quien pertenece a la tierra y, por definición, no tiene ninguna libertad de contrato. En cuanto al artesanado o a la indus tria, las relaciones de producción se regulan mediante los códigos gre miales, de los que se deshará la Revolución Francesa para, precisa mente, favorecer la libertad de empresa: un encargo compromete al gremio y no al individuo, que está preso en la jerarquía iniciática de la corporación. Por último, la vida religiosa, es decir, la ciencia, com promete de por vida. Como sabemos, habrá que esperar al protestantismo, que inven tará la «libertad de conciencia» —es decir, el desmantelamiento de las relaciones petrificadas, hombre a hombre, de tipo romano— y su equivalente económico, la «libertad de empresa» —es decir, el dere cho a vender la fuerza de trabajo o, mejor, a contratar la de otros— para que un individuo pueda establecer un compromiso durante un tiempo determinado. Sabemos también que un cambio de estructu ras y mentalidades como éste sólo podrá llevarse a cabo a cambio del precio harto sangriento de las Guerras de Religión. Estas serán las que introduzcan las nociones de derecho y libertad civiles, evi dentes para nosotros, pero inimaginables en el siglo xi. Bajo esta óptica, el voto de cruzada representa una transición ju rídica entre una sociedad de relaciones fijas y una sociedad de libre contratación. Sobre este particular, al término del Concilio, tras un sermón pronunciado ante una gran masa de clérigos y laicos, el papa Urbano II utilizará una treta digna de un sargento reclutador. Ha biendo hecho distribuir cruces entre la multitud entusiasta, procla mó que quienquiera que hubiera aceptado ponérselas, se compro metía a ir a defender la Cristiandad en Oriente y no podría retrac tarse de su buena intención sin ser excomulgado. La cruz con la que se cubrieron los cruzados era, pues, el equivalente de una «firma», ya que, durante mucho tiempo, los cruzados se llamaron también cruci signaíi (al igual que los analfabetos, tradicionalmente, suelen firmar con una cruz). En una sociedad que ignora el papel o casi, el estatuto social se significa con la emblemática o la heráldica. 270
Quienquiera que haya firmado, o se haya «firmado», cualquiera que haya sido la causa de su embriaguez, un vinacho de taberna o la sangre de un dios, ya no puede volver a sus antiguos vínculos de vasallaje o servidumbre. De lo contrario, será tratado como deser tor. «Ser excomulgado» no es un asunto baladi. Se han dado perío dos en la historia de la Iglesia en los que quien permanecía exco mulgado más de un año era considerado hereje, y ya sabemos que los herejes solían terminar en la hoguera. Al amenazar Urbano con las penas más severas a quienes se retractasen de su «firma», acaba de aparecer una nueva modalidad de reclutamiento. Modalidad que se construye, evidentemente, sobre la base de materiales disponibles en la cultura de la época, en particular sobre el sistema de peniten cias religiosas y el principio de peregrinación a los Santos Lugares, de los que supuestamente se deduce. La peregrinación, práctica re ligiosa equivalente en su origen a la que lleva a los musulmanes a La Meca, se puede imponer, desde hace ya algunos siglos, a modo de penitencia. Bandidos célebres, como Roberto el Diablo, hicieron el «viaje» en esa dirección varias veces. La peregrinación puede, pues, valer por una penitencia y, a menudo, interviene para rebajar otras penitencias. Pero, en primer lugar, distinguiremos entre peregrino y cruzado; las Cruzadas no pueden en modo alguno definirse como pe regrinaciones armadas con vistas a proteger el Santo Sepulcro con tra el Infiel. Si algunas de las Cruzadas llegaron hasta Jerusalén, y algunas contra la voluntad del papa, es porque la nueva modalidad de re clutamiento no contiene, al principio, claúsulas temporales, de modo que el cruzado se siente en la obligación de llegar hasta la ciudad santa y traer como prueba una palma de Jericó para desligarse de su voto. Pero muy pronto se establece el principio de retribución de la indulgencia en función de la duración del servicio militar. En con trapartida, precisamente, del voto de cruzada, el papa levanta las otras penitencias y proclama la indulgencia de cruzada. La indulgencia plenaria de cruzada Por curioso que pueda parecer, incluso bajo la pluma ilustrada de un Michel Villey, esta medida pontifical es considerada como un «arma espiritual» y se habla de los «tesoros de la gracia» cuyas puer tas abre la Iglesia a los pecadores que se hacen cruzados. En oca siones, incluso, se omite considerar que la indulgencia no afecta a la remisión de los pecados en si, sino únicamente al aplazamiento de las penitencias con vistas a su remisión. La indulgencia es, pues, una medida terrenal, absuelve en la tierra, pero no en el cielo. ¿Qué representaban las penitencias religiosas? Estas no tenían nada de sim bólico, constituían, sencillamente, el régimen penitenciario de la épo ca, y está claro que su remisión debía entusiasmar a la muchedum bre, ya que se trataba del equivalente exacto de una amnistía gene ral para los que se alistaban. Principio que sigue estando hoy en vi 271
gor en lo que se refiere al reclutamiento en la Legión extranjera. No es éste el momento de analizar el sistema de las penitencias religio sas ni de tratar de entender cómo las ha sustituido nuestro código penal, pero podemos tratar de hacernos una idea teniendo presente que, lo que para nosotros es harto conocido, como diría Hegel —un código penal cuyo principio es una retribución de los crímenes en años de encierro o de prisión—, simplemente no existía en aquella época. Sabemos que, en este caso, hay que aguardar a la Revolu ción Francesa para que se generalice el principio de encerrar a la gen te durante un tiempo determinado por una falta determinada. El pe cador de la Edad Media, hay que decirlo, es lo que en nuestros días se llama un criminal; sus pecados no son abstracciones, sino faltas sociales concretas: adulterio, asesinato, apostasía (el equivalente de la oposición política), susceptibles, en contrapartida, de castigos efec tivos. Ser penitente es, en primer lugar, ser situado fuera de la so ciedad (un equivalente del ostracismo o el exilio), y la peregrinación es una forma efectiva de vivir ese rechazo. El penitente ya no tiene derecho a acceder a las formas concretas de la sociabilidad y le está vedada la entrada a la iglesia. Según la gravedad de su culpa, el pe nitente permanece en la plaza o penetra en el nártex. La iglesia no era, como hoy, un lugar lúgubre en el que todos los sábados por la tarde, antes del fin de semana, se cumple una obligación, sino un lu gar de intensa actividad social: lugar de expresión de los gremios y los artistas, museo permanente de orfebrería, pintura y escultura. Re cordemos que por allí se pasea y se hacen negocios. No son de rigor ni el silencio ni las actitudes piadosas inventadas por la escuela des pués de adquirir el hábito de leer en silencio los libros impresos, y, hasta el siglo XVII, en Chartres los niños van a jugar bajo el crucero de la catedral. Es, pues, el lugar de todos los encuentros, de todas las manifestaciones, de todas las fiestas, de todos los espectáculos y de todos los acontecimientos sacralizados. Tener vedado el acceso a la iglesia ya es, en sí, un castigo muy doloroso. La cárcel, en estas condiciones, se encuentra afuera —fue ra de la Iglesia no hay salvación— por los caminos de la soledad. A ello se añade para el penitente todo un rosario de burlas, humilla ciones, castigos corporales, ceremonias dolorosas o aterradoras, in cluso suplicios y flagelaciones. Los penitentes debían llevar ropas dis tintas, se paseaban desnudos alrededor de la ciudad o eran azotados en la iglesia (como Inocencio III hizo con Raimundo de Tolosa, en expiación de la muerte de su legado). Se les cubría de cenizas y se les condenaba, a la fuerza, a ciertos trabajos. Como se ve, las peni tencias eran muy penosas y la equivalencia usual admitida por Pe dro Damián da la medida de ello: según él ¡tres mil latigazos equi valían a un año de penitencia! Y, además, duraban mucho tiempo, siete años de penitencia, según la expresión consagrada, por forni cación, once por robo, quince por adulterio, veinte por asesinato, la vida entera por apostasía, al menos en un principio. La escuela ha conservado de modo simbólico y, aunque simbó lico, muy eficaz, la memoria de las antiguas penitencias. Todo el 272
mundo tiene presente los tormentos que es posible infligir a los ni ños en la escuela, con las siguientes analogías: para la excomunión, echarlo a la calle; para el confinamiento bajo el nártex, cara a la pa red; para los ropajes distintivos o humillantes, las orejas de burro; para los trabajos forzados, el suspenso, el castigo sin salir, las líneas, etc., sin contar toda la gama de humillaciones. La indulgencia plenaria de cruzada competía a todas las peniten cias. Es fácil, pues, comprender los efectos psicológicos de tan ex traordinaria medida policial. Los historiadores suelen pasar su tiem po, debido a la inversión de perspectiva en la que la historia nos si túa, tomando los efectos por las causas. En este caso, es curioso que se haya podido discutir la cuestión de saber quién, Pedro el Ermi taño o Urbano, fue el instigador de la Cruzada, como si el entusias mo más irracional hubiera podido tener como consecuencia las me didas políticas más racionales. Como a menudo se hacen una idea oscura de los acontecimientos de la historia, los historiadores atri buyen la oscuridad de su propio cerebro a las propias causas histó ricas. Está muy claro que no sólo era preciso ser papa para tomar las medidas del Concilio de Clermont, sino también estar totalmente al corriente de su compatibilidad con la coyuntura, lo que está com probado. La indulgencia plenaria no es solamente un hecho considerable en sí mismo, sino también, en lo que concierne a nuestro tema, con tiene una considerable innovación. Hasta entonces, en efecto, el sis tema penitenciario en vigor hacia perder a los penitentes el uso de sus derechos sociales. Un hombre casado ya no podía cohabitar con su esposa, un clérigo perdía su estatuto, un guerrero su función y, muy particularmente, a los penitentes les estaba prohibido llevar ar mas. Ahora bien, la indulgencia plenaria de cruzada entrega armas, por primera vez en el Occidente cristiano, a gentes que están al mar gen de la sociedad, es decir, a los criminales. Inútil decir que el prin cipio de reclutamiento de una milicia política, inaugurado por Ur bano II, ha seguido usándose(14). Estamos, pues, frente a una tran sición en el reclutamiento militar, entre el de las guerras feudales, re clutamiento de casta (guerras privadas), y el que impondrá al mun do la Revolución Francesa, reclutamiento democrático: la conscrip ción general. ¿Por qué está transición? Los limites logisticos de las guerras feudales Las guerras feudales están limitadas, en su origen, por coaccio nes sociales y económicas muy severas. Si las técnicas caballerescas (14) Todo grupo de presión utiliza en nuestros días procedimientos semejantes y, a modo de recuerdo, basta evocar las actividades del S.A.C. (Servicio de Acción Cívi ca, creado por De Gaulle), para cuyo reclutamiento nunca se vaciló en sacar de pri sión a truhanes o en prometer indulgencias más o menos plenarias por los actos, re prensibles desde un punto de vista estrictamente democrático, que éstos fueran lleva dos a cometer en el marco de toda clase de cruzadas contra infieles comunistas o sol dados de la O.A.S. 27 3
son eficaces, las guerras son poco operacionales y, en cualquier caso, todo lo contrario de las guerras de exterminio. Examinemos la ló gica de esas coacciones. Son, en primer lugar, guerras privadas, cuya apuesta constituye un botín apropiable, tal como el rescate de un prisionero notable, una conquista territorial o, incluso, la retribución de un servicio de protección. Actividades todas que podrían asimilarse en nuestros días a un secuestro, un atraco y un chantaje y, en definitiva, a todas las formas de criminalidad violenta, con la salvedad de que sólo los caballeros tenían derecho a practicarla, respetando cierto código del honor(lS). La guerra feudal está, en el plano logístico, basada en la fuerza y en la economía agraria del caballo; su financiación y su re clutamiento dependen de la unidad de producción, de la tenencia, de forma que un señor feudal, como un jefe de banda, sólo puede reclutar su propia gente o la que puede adjudicarse por los vínculos de vasallaje: es decir, aquéllos a quienes puede enfeudar y que, en contrapartida, le juran fidelidad porque reciben de ¿1 los medios eco nómicos para equiparse. Al hacer una guerra privada cuyo fin es au mentar los recursos propios y hacerla partiendo de los recursos de pendientes del propio dominio territorial, el guerrero feudal hace, ne cesariamente, una guerra de fronteras, una guerra contra los veci nos. Esta no autoriza, en modo alguno, expediciones «ultramarinas», que exigen una organización logística suprafeudal. Podemos, por otra parte, darnos cuenta fácilmente de ello si consideramos el caso de las guerras santas (que no eran cruzadas) sostenidas contra los sarracenos en España. Si a menudo ocurría que caballeros franceses o alemanes acudían allí en busca de aventura, pronto partían con su botín. Como no se debían a ningún compromiso, sostenían esas gue rras a su manera. Esto era, incluso, lo que imposibilitaba cualquier política continuada de operaciones militares. Y, de hecho, la Recon quista española sólo fue llevaba a cabo por los señores feudales co lindantes con los moros, en este caso el rey de Castilla. La economíade guerra feudal se entrega a una especie de circulo vicioso que en cibernética se llama retroacción positiva hacia el in finito, que tiende a acelerar el proceso hasta su destrucción. En efec to, supongamos que un señor quiera luchar contra su vecino y cons tituirse un ejército más fuerte: en principio, se ve en la obligación de contratar caballeros, es decir, pares a los que tiene que retribuir según el código del honor; en otros términos, está obligado a pro ponerles un reparto equitativo del botín y, por consiguiente, enfeu darlos, lo que lo empobrece y anula así, en cierto modo, el principio mismo de la empresa. Inversamente, si no los retribuye debidamen te, se rompen los vínculos y el señor de la guerra se encuentra con que sus propios caballeros están contra él en una perpetua inversión de alianzas. Sabemos, en efecto, que la «generosidad» es la cualidad (15) El hampa actual representa un vestigio de la antigua caballería y ha conser vado en su ideología de la virilidad y de las relaciones hombre a hombre elementos del antiguo código caballeresco. 274
fundamental que se exige a los reyes en las novelas corteses y que todos los encantamientos lastimosos y los hechizos lamentables pro vienen de la avaricia de Arturo, que no retribuye correctamente a los caballeros por sus aventuras. De ahí que se haga sentir la nece sidad de ir a buscar en el «otro mundo», es decir, en el diabólico mun do moderno del poder de la burguesía plebeya y de los molinos de viento, el objeto mágico que anulará los efectos nefastos del declive de la caballería. De ahí la necesidad de las guerras permanentes para hacer respetar, en todo momento, el código de fidelidad, como aún ocurre con los arreglos de cuentas entre traficantes de droga. Por otra parte, el principio del enfeudamiento, que en su origen era de manos muertas y volvía al señor tras la muerte del vasallo, a fin de que no se dividieran las unidades de producción, choca con la con tradicción del linaje, con la necesidad de defender el acceso a la fun ción guerrera, debido en parte a las exigencias del entrenamiento mi litar. En efecto, para poder recuperar del vasallo, o de sus descen dientes, las tierras que se le confiaron en manos muertas, hay que disponer de una fuerza militar que no se tiene, ya que, precisamente para tenerla, se ha enfeudado a ese vasallo. El hecho de que las tie rras sean limitadas restringe, pues, el reclutamiento m ilitar. P o r o tra parte, el exceso de caballeros crea una población errante en busca de aventura que hace de la Cristiandad una especie de terreno de jue go sin valor; lo que uno gana, otro lo pierde: el país se ve entregado a un continuo bandidismo, a una perpetua guerra de gangs enfren tada a las nuevas modalidades de desarrollo económico y fuente de hambre y conflictos sociales. Ahora bien, los progresos de las artes mecánicas permiten ahora un nuevo desarrollo económico: el cabes tro permite la utilización de la fuerza del caballo en lugares distintos de los campos de batalla (se puede entonces cultivar las fértiles y ri cas llanuras, lo que no era posible con los bueyes), y la introduc ción, por otra parte, del molino de viento, tomado de los árabes ha cia el año mil, contribuye al enriquecimiento de nuevas clases socia les, artesanos y comerciantes, y a reforzar los vínculos sociales entre la burguesía y el rey. Los individuos de esas clases sueñan con ser «burgueses del rey», liberándose así de la tutela señorial. Estas nue vas alianzas políticas y el incremento del poder de los municipios («mu nicipio**, término nuevo, nombre detestable», según la célebre ex presión de Guiberto de Nogent) provocan horror en la caballería —como mostrará la novela cortés, cuando defíne un programa po lítico en el que el villano es excluido del consejo real—, al mismo tiempo que las alianzas superan su entendimiento y transfiguran a sus ojos la sociedad, que se ha vuelto ininteligible y como embruja da. No es casual que, en su primera salida, Don Quijote la empren da con los molinos de viento, a los que sólo puede concebir como gigantes encantadores. No tiene, en efecto, peor enemigo. No sólo vienen de Oriente sino que, como los genios de los cuentos árabes, gracias a su fuerza prodigiosa y sin embargo impalpable, situaron a ** En francés, «commune», que siempre es más romántico y ambiguo (N. T.).
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los antiguos siervos en un puesto de honor en la corte del rey y a los pobres caballeros en la miseria. La tecnología de la Edad Media domesticó dos nuevas fuentes de energía: el caballo y el viento. Su enfrentamiento en un combate célebre y lamentable abre, como se sabe, la aventura postrera del último de los caballeros andantes (16) Las Cruzadas son, pues, la expresión de las empresas policiales que van a poner fin al poder y las maniobras del feudalismo en de clive. En medio de una incesante seguridad del territorio, Urbano promulga la Tregua de Dios: para hallar un exutorio a la función guerrera, sustituirla a la vez por una nueva policía y un modo nuevo de hacer soldados, se envió a los causantes de disturbios —en un exi lio apenas disimulado— a buscar la aventura y la salvación en los desiertos de Oriente. Al mismo tiempo que sirve a sus conquistas per sonales (en particular a su guerra con el emperador, que, a partir de ahora, ya no puede reivindicar el monopolio de los ejércitos cristia nos), el papa contrata a gente con la que no está obligado a ligarse por vínculos de vasallaje —ya que lo está por los de penitencia— y que, además, le serán más baratos, ya que no están en condiciones de exigir una retribución caballeresca por haberse beneficiado ya, en cierto modo, de su «generosidad»: los tesoros de gracia de la indul gencia o el dinero del papa. Funcionarios y caballeros Esta nueva manera de hacer la guerra y reclutar hombres señala la condena sin recurso del feudalismo y la caballería. Lo que se va a experimentar en Tierra Santa —y por razones técnicas ligadas a la escasez de caballos en Oriente— es la práctica del feudo en dine ro. Se trata, simplemente, de la invención del sueldo: ¡sin dinero, no hay suizo! El mercenario sustituye al caballero. Empieza la época de los condotieros. Además, la guerra progresa, el desarrollo de las ciu dades y las fortalezas hace menos necesarias las antiguas formas de combate de la caballería. Las técnicas mecánicas multiplican las ar mas arrojadizas; el arco y la ballesta, prefiguración del fusil en ma nos del soldado, acaban con el caballero. Asi pues, se crea para la caballería una forma transitoria, representada por las antiguas ór denes de nombres prestigiosos y que siguen vivas en nuestras memo rias: templarios, caballeros de Malta, hospitalarios, caballeros teu (16) Hay que tener en cuenta la introducción del papel, inventado por los chinos. El papel permitirá el desarrollo de la burocracia y la centralización administrativa. No es mero azar si una de las primeras figuras del contrato es contemporánea de su «médium», de su soporte notarial. Cabe señalar que, sobre este particular, no existe filiación entre la Roma antigua y la Edad Media. La Roma antigua no pertenece, al menos en este aspecto, estructuralmente a nuestra historia (si no es a titulo de recu peración cultural). Nuestra historia, en este sentido, no es universal y, por consiguien te, no es la suma de todos los acontecimientos pasados. Lo que se llamó oscurantis mo de la Edad Media es válido para significar la ruptura que hay entre la lógica de nuestra historia, de la que forman parte las Cruzadas, y la lógica de la Antigüedad, de la que forma parte el derecho romano, por ejemplo, y que sólo se manifestó en la época bajo un aspecto particular, como el derecho canónico. 276
tónicos. Esas órdenes no constituyen, en absoluto, un resultado del ideal caballeresco, sino su negación pura y simple. Nada hay en co mún, institucionalmente hablando, entre un templario y un héroe de caballería. Con ocasión de una respuesta a Foulque de Neuilly, Ri cardo Corazón de León, refiriéndose a los templarios, los asimila a sus enemigos de la Iglesia. El primero es fundamentalmente libre de enrolarse en las aventuras que le tientan, mientras que el templario está unido, por los tres votos monásticos, a una instancia que le so brepasa y para la que hace la guerra. Lo cual significa que la Iglesia pretende hacer guerras más eficaces. Cuando un señor feudal parte en campaña, por encima de él no hay ninguna organización militar que pueda integrarlo; no hay ni intendencia ni enfermería. El caba llero está obligado a llevar consigo todo ese personal, de ahi el ca rácter heterogéneo de los ejércitos cruzados acompañados de una multitud no combatiente. Los legados del papa no dejan de pro tes tar contra la presencia de mujeres que, en la guerra, llevan una vida cortesana. Protestan, no por razones morales, sino porque, de he cho, se enfrentan dos tecnologías militares. El verdadero combate no tiene lugar entre cristianos e infieles, sino entre la milicia del papa y la caballería. En este contexto, nada hay en los tres votos monásticos que pue da sorprendernos. Constituyen las condiciones sine qua non del alis tamiento militar. Comparemos, por ejemplo, los reclutamientos del templario y el legionario. Lo que funcionaba en las órdenes sigue vivo, mientras que la propia caballería ha desaparecido. El alista miento de la Legión presenta las siguientes características: no es na cional y es válido para cualquiera que acepte formular en su con trato de alistamiento el equivalente moderno de los tres votos. Voto de castidad: ningún legionario lleva a su mujer en campaña y a me nudo el alistamiento se produce, como se sabe, por desengaños mun danos. Voto de pobreza: ya no se hacen guerras privadas en ningu na parte del mundo(17). Y, por último, voto de obediencia: es difícil imaginar la Legión sin su legendaria disciplina. Cabe señalar, por tanto, que estos tres votos constituyen las cláusulas de alistamiento más radicalmente opuestas a la idea del héroe caballeresco. No hay motivo para extasiarse ante el valor del ideal de los templarios y las demás órdenes. La moralidad objetiva del legionario, que hace la guerra sin más retribución que una pequeña soldada, y su esperanza de gloria es muy superior, y, en cuanto al soldado moderno, de quien ni siquiera se exige un voto y a quien apenas se retribuye, su abne gación y su fe patriótica son infinitamente más considerables que las de los caballeros de las Cruzadas. Si las Cruzadas siguen aún pro vocando sorpresa, según la retórica al uso en los historiadores, que toman por su cuenta la predicación y creen poder definir la historia de las Cruzadas con los temas de su propaganda, es porque las Cruza das constituyen para nosotros el mito orgánico del alistamiento militar. ( 17) MacArthur no se convirtió en rey de Corea, Massu no se proclamó rey. ni Rommel saltón de Libia o Patton duque de Lotaringia... 27 7
Tanto como el feudalismo nos resulta, en cierta medida, ininte ligible porque ha desaparecido, nos resulta incomprensible la psico logía, por ejemplo, de un Bohemundo de Sicilia; por el contrario, la fe de las Cruzadas nos parece transparente, porque es la nues tra. Todo el mundo se embarcaría hoy en un viaje de varios años luz si existieran pruebas de que se puede hacer algo de justicia allá lejos. La Jerusalén celeste y el espejismo democrático Finalmente, la última innovación: el estatuto jurídico del cruza do. La Iglesia se compromete a proteger los bienes y la familia del cruzado durante el tiempo que dura su voto, y esta protección tam poco es papel mojado. La Iglesia toma bajo su custodia un número considerable de individuos y bienes económicos que el voto de cru zada expone a todas las codicias. Para un caballero que va a las Cruzadas, cuántos son, en efecto, los vínculos del vasallaje y servidum bre susceptibles de romperse por una reacción en cadena. Pero el cruzado no es necesariamente un combatiente. Acabamos de ver que, en principio, es alguien que ha firmado, por primera vez, un alistamiento. De hecho, pronto se generaliza el voto de cruzada; más precisamente, éste es impuesto a una parte cada vez mayor de la población. A los que no pueden combatir se les inflige una dis pensa obligatoria que hay que pagar en efectivo. En términos gene rales, hay que pagar el equivalente del precio del viaje a Tierra San ta. En otras palabras, el voto de cruzada vale tanto para el servicio militar como para los impuestos de defensa. En el plano de las con secuencias secundarias, se da el caso de que la importante masa mo netaria puesta en circulación con las primeras partidas favorece la generalización de los impuestos en efectivo. Aquí se abre la muy. vas ta perspectiva de los impuestos modernos. Se pone rápidamente a punto todo un sistema de tasación, como el diezmo saladino o el dos y medio por ciento sobre los ingresos eclesiásticos que, pese a la mala acogida que tuvieron, marcaban un refuerzo considerable de la política centralista del papa. No podemos insistir aquí sobre este aspecto; destaquemos solamente que se ponen a punto técnicas muy sutiles y más centralizadas de recaudación fiscal en metálico, cuyos últimos beneficiarios no serán los reyes de Francia. Pero lo que el estatuto jurídico de los cruzados prefigura, ya que esto vale para cualquier individuo comprometido en este nuevo «contrato social», sin distinción de casta ni de destierro, es la configuración ciudadana moderna. Prefiguración, sin ninguna duda, absolutamente arrebata dora para quienes no conocen todas sus implicaciones, y de la que la Jerusalén celeste, espejismo flotante en el origen del cielo, es sólo, en la época, la figura imaginaría que cifra la intuición premonitoria del sueño democrático. De todos los espejismos, de todas las profe cías, de todos los prodigios que acompañaron la historia de las Cru zadas, ese espejismo es el más admirable. Porque en los milagros 278
también hay jerarquías, y, si un sueño maravilloso permitió la in vención de la Santa Lanza, el ángel que lo inspiró es de un rango mil veces inferior al que insufló en Urbano la idea de la indulgencia plenaria. No es sorprendente que en las rutas de ese país de ficción, nolugar en el vacío del desierto, Utopia de la paz civil, se hayan alis tado multitudes. Esperaban, por supuesto, mucho bien y su fe, no hay duda de ello, debió de ser totalmente fabulosa, porque no sólo se expresó bajo la forma mítica de los Santos Lugares y de la Ciu dad de los Fines, en la que son abolidas las fechorías de los malos, y bajo la forma de otras leyendas, generalmente objeto de la historia de las Cruzadas, sino que también se concretó, unos siglos después, en la esencia misma de nuestras relaciones institucionales. Por lo cual nosotros, por nuestra parte, les devolvemos su fe, que no falta en esas gentes cuya historia ha suscitado nuestras condiciones lega les de existencia (18). Por ello, cuando tratamos desesperadamente de comprender la profundidad antaño vivida de las Cruzadas, nos sumergimos en los desiertos orientales o, en el mejor de los casos, llegamos hasta Jerusalén para no encontrar más que un sarcófago vacío. Es porque el sentido oculto de las Cruzadas, el núcleo opaco de la historia, está en nosotros mismos, son nuestras propias tinie blas, nuestro negro sol, nuestro inquebrantable núcleo de la noche. Y nunca podremos encontrarlo mientras no veamos que el más de lirante de los sueños de agonía del más oscuro de los cruzados en las arenas de Anatolia nunca se ha perdido, sino que se ha escondi do en nosotros, determinando hasta nuestros gestos más cotidianos, cobrando todo su sentido en su relación con nosotros. Porque este soldado, al morir, soñaba con nosotros. Los de las Cruzadas son nuestro sentido secreto, como nosotros somos el suyo; conocer la his toria de las Cruzadas significa conocernos a nosotros mismos. Y cuando el circulo se cierra así, es el fin de la exégesis, pero también el fin de la historia en todos los sentidos del término, es la Ciudad de los Fines, y es, como dicen las iniciales, el paraíso.
(18) En la Cábala se dice que hay cuatro niveles para la interpretación de las escri turas: Pshat, el literal; Romes, el alusivo; Drash, el simbólico y Sod, el sentido secreto. (A esos cuatro niveles corresponden, aproximadamente, las cuatro modalidades escolásticas de interpretación: literal, moral, analógico y anagógico. La tradición ca balística observa que las iniciales de esos cuatro sentidos. P.R.D.S., forman la pala bra PaRDeS, que quiere decir paraíso. Añade también que los sentidos de las Escri turas cambian con el tiempo, y así, lo que constituye el sentido literal de Moisés se ha convertido en nuestro sentido secreto y, reciprocamente, nuestro sentido literal es el sentido secreto de Moisés. Del mismo modo, lo que aquí constituía el sentido li teral de los cruzados es, para nosotros, nuestro sentido secreto (el mito de nuestros orígenes), y lo que constituye nuestro sentido literal (las instituciones en las que vi vimos) no es más que el sentido secreto de las cruzadas.) 27 9
La invención de la policía
En esta perspectiva, seria interesante estudiar las relaciones ínti mas que mantienen la «penitencia», el contrato de alistamiento y la ciudadanía moderna, en la medida en que el ciudadano, al nacer —en el contrato que le liga por su estado civil a la sociedad—, hace el «voto religioso» de alistarse en la cruzada del progreso democrá tico, está ligado, por ese mismo voto, a la obligación de hacer el ser vicio militar y pagar los impuestos. En otros términos, sería juicioso profundizar en la cuestión de las relaciones, que fundan el poder del Estado, entre el hecho de ser ciudadano y la posibilidad de ser pe nitente, es decir, culpable. Hegel ya había observado la relación en tre el ciudadano y el sospechoso. La ciudadanía parece, en efecto, estar fundada en la culpabilidad previa del ciudadano, una especie de pecado original moderno. Todo ciudadano, en tanto que peniten te, es decir, en tanto que ser perseguido por un sentimiento de cul pa, es sospechoso si no se alista en la Cruzada y, si no se compro mete con una instancia alienante, es sospechoso de herejía. Ahí te nemos materia para una nueva tarea de policía y, aún más, de po licía del pensamiento, cuyo resultado final sería el psicoanálisis. ¿Quién se va a encargar, pues, de la función de policía en la Cris tiandad, a la vez para recaudar los impuestos de defensa, las sub venciones de cruzada, reclutar a los soldados, resolver los conflictos y problemas que plantean esos reclutamientos, asumir la responsa bilidad de esta nueva carga social y económica, a la par que se ases ta el golpe de gracia al feudalismo? Este será el papel de los predi cadores. Como en una sociedad que no dispone de imprenta no exis te ningún medio de impartir una instrucción, como no sea por el mé todo de la predicación ambulante, se crea rápidamente un personal para esta nueva función. Son los mismos monjes predicadores, los «perros de Dios» de Santo Domingo, quienes, en el mismo movi miento de predicación, se convierten, sin transición, en los muy cé lebres jueces de la Inquisición y quienes, con ocasión de la cruzada contra los Albigenses, acaparan, si así puede decirse, tanto la pre dicación como el exterminio de los infieles. La lógica del nuevo tipo de reclutamiento militar determinaba inexorablemente el na cimiento de esa nueva policía, armada con un nuevo instrumento jurídico: el procedimiento inquisitorial, es decir, el principio de in vestigación policial, que sustituye al procedimiento acusatorio, en el que era preciso un testimonio o la presentación de quejas para declarar a alguien culpable e imponerle penitencia. Ahora que al penitente se le propone la cruzada, el que rechaza este tesoro de gracia es infaliblemente sospechoso y, por consiguiente, susceptible de una investigación sobre el buen funcionamiento de su cerebro. ¿No se aparta muy peligrosamente de la conformidad social que se le propone? El soldado, en tanto que penitente, es susceptible de herejía. Pqr consiguiente, ahora es tanto el que se alista para com batir como aquél contra el que hay que combatir. En el fondo, es lo mismo matarlo luchando contra él para forzarlo al alistamien
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to que alistarlo para que se haga matar luchando contra los herejes. La Tregua de Dios señala así una inversión en las funciones de la guerra y la paz —hasta entonces la gqerra era el estado normal y el templo de Jano en Roma sólo abrió sus puertas dos veces en se tecientos años—, al mismo tiempo que marca una inversión de los valores del espacio: el mundo exterior, que representaba la prisión del exilio y el ostracismo, se convierte en el espacio de los caminos de la libertad, y la guerra, que era la actividad más gratificante reservada a la casta más noble, se vuelve un acto negativo, a la vez disciplina rio y punitiva —ya que está bajo el peso de un sentimiento de culpa—, cuyo objetivo es castigar a los culpables, sean enemigos de Cristo o simples soldados de base. Lo que caracterizaba al hombre feudal, y la razón por la que ya no podemos comprenderlo, era su ausencia total de sentimiento de culpa. Por lo tanto, no podría ser ciudadano, por ello han desapareado o se han ocultado bajo figuras clandestinas. Las Cruzadas, como vemos, constituyen una conmoción política de la mayor importancia. No son, en modo alguno, locas carnava ladas de motivaciones delirantes, sino la expresión de medidas ra cionales características de la historia de Occidente, tanto que aun hoy seguimos viviendo, en gran parte, bajo su régimen. Significan el paso de la Cristiandad monástica y feudal a la Cristiandad de la Universitas, la de la escolástica de los universales y la realeza bur guesa. Paso del señorío feudal a la soberanía, de la cortesía a la edu cación o, en otros términos, de la caballería a la policía, del código de la Corte al de la ciudad, de la propiedad terrateniente a la orga nización política de la Urbs, que inaugura lúcidamente Urbano, el de nombre predestinado. Este paso, que invierte la función guerrera y el estatuto de la falta social se significó del modo más claro posi ble en la arquitectura, a poco que se la lea, ya que coincide exacta mente con la ruptura que inscribe el arte gótico sobre el arte romá nico. Sabemos, en efecto, que no hay transición sensible de esta for ma arquitectónica a la otra, aunque sólo sea porque el románico per sistió mucho tiempo después de la realización técnica del gótico. Pero, además de las innovaciones técnicas que lo caracterizan, el gó tico, cuyos promotores fueron Bernardo de Claraval y Sigerio de San Dionisio, los espíritus más grandes y más opuestos del siglo XII, señala en su organización del espacio la inversión de la función pe nitenciaria. El gótico, en efecto, hizo desaparecer el nártex románi co, planteando así una relación evidente entre la indulgencia plenaria de cruzada y el plano de las catedrales. El plano significa el nue vo estatuto jurídico del penitente, suprimiendo el espacio que le es taba reservado en el pasado: nártex inútil, puesto que ahora, bajo el estandarte del papa, va a esperar las horas de Gog y Magog en las orillas de las Sirtes o en el desierto de los Tártaros.
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5. L a C a b a l l e r ía
por Odilon Cabat La cuestión de los orígenes de la Caballería parece constituir mu cho más una apuesta ideológica que un verdadero problema histó rico. Así es como, por referirnos a un heraldo muy oficial de la ca ballería, Du Puy de Clinchamp retoma por su cuenta la tesis macha cada y falsa del origen germánico de la caballería. Si los argumentos para asentarla son pobres, las razones apologéticas de tal concep ción son bastante claras. El beneficio ideológico de tal atribución es lo bastante evidente para no ser sospechoso. En efecto: «En los pro fundos bosques nórdicos, los ángeles rubios y pelirrojos de la fuerza bruta, confrontados con algo aún más fuerte que ellos, la dulzura del cristianismo, asociarán, en una síntesis única en la historia y para mayor gloria del Occidente cristiano, la fuerza del héroe bárbaro a la dulzura del clérigo» (19). Esa era, exactamente, la intención de las novelas corteses: desarrollar tales tesis, de las que ésta no es sino su avatar más pobre, para legitimar, frente a la monarquía y a la bur guesía ascendente, como ha mostrado Eric Kohler, los últimos pri vilegios del feudalismo. Esta tesis tiene la misión de anular otras dos, no más justas por otra parte: la del origen árabe de la caballería (fun dada en la idea de que Europa habría tomado la heráldica del Is lam) y la tesis del origen romano, fundada en la existencia del orden ecuestre. La caballería, de esta forma, protegida en dos frentes, no sería ni pagana ni islámica(20) y su origen cristiano estaría garan tizado.
(19) Cita ficticia, pero resumen ejemplar. (20) En realidad, el Islam desempeñó un papel muy considerable en el plano de la transmisión de la tradición mística de la función guerrera, pero no tenemos tiempo de examinarlo aqui.
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Una tesis falsa: el origen germánico ¿En qué pruebas se basa la tesis del origen germánico? Por una parte, en la existencia de un rito germano de iniciación guerrera cuya ceremonia de armadura, según se pretende, es asombrosamente pa recida y, por otra, en el hecho de que está atestiguado que los anti guos germanos sentían una predilección particular por las mujeres, prefigurando así, con mil años de antelación, la cortesía. Es difícil tomar en serio argumentos como éstos. Sin tratar de refutarlos de modo sistemático, evoquemos brevemente las razones que los harían caducos, no por simple gusto polémico, sino porque, si esta tesis nada explica de la caballería, es una de sus últiiúas representaciones. He aquí, pues, la ceremonia germánica tal como la describe Du Puy de Clinchamp: «La escena, de una simplicidad harto brutal pero subyugante, se ha descrito muy a menudo. En el fondo de uno de esos bosques ili mitados que cubrían la Germanía de entonces, se han reunido los hombres libres de una tribu, pues sólo el hombre libre tiene derecho a las armas (el esclavo es indigno de ello). Escudo al brazo, framea al puño, forman un círculo en torno a un joven. ¿Qué edad tiene éste? Dieciséis o veinte años; en cualquier caso, los ancianos del clan han reconocido que había terminado su aprendizaje de guerrero, un rudo aprendizaje durante el cual el adolescente había servido, lla mando a las cosas por su nombre, de mozo de armas y de caballos a uno de los poderosos, a uno de los principes de la tribu. »E1 muchacho se mantiene inmóvil en el centro del circulo for mado por los guerreros en armas. Solo, sus cabellos rojos caen so bre su cuello como una crin. Sus ojos tienen ese verde turbio del fo llaje que el gran sol pagano ilumina, sin atravesarlo, muy por enci ma de su cabeza. Sobre su pecho desnudo, algunos tatuajes sagra dos. Es Sigfrido que abandona la infancia. El jefe de la tribu (o el protector del adolescente, o sólo su padre, si pertenece a un rango inferior) avanza hacia el que va a recibir la iniciación guerrera. Con gravedad, le tiende la framea —esa jabalina que, con la francisca, es el arma preferida de los germanos— y el escudo redondo. Un pro longado grito ronco de aclamación se eleva, sin duda, hacia las co pas de los altos árboles. Y eso era todo. La tribu, desde ese momen to, incluía un nuevo combatiente que nunca abandonaría las armas recibidas ese día, insignias de su dignidad de hombre libre.» Pese a que esta descripción se parece más a una ceremonia pitecántropa soñada por un boy-scout contiene además algunos anacro nismos mayores. Tendremos ocasión de precisarlo. En efecto, el jo ven guerrero es descrito como perteneciente a una casta y dedicán dose casi exclusivamente al entrenamiento militar, lo que parece in dicar el nombre de Sigfrido que se le atribuye. Ahora bien, los ger manos eran campesinos que no dedicaban todo su tiempo a la gue rra. Esta casta se pone en oposición a la de los esclavos. Pero los esclavos de los germanos no pertenecían a la tribu, son guerreros he chos prisioneros (o sus descendientes). La oposición no es, pues, per 283
tinente y no equivale a la del siervo y el caballero. Finalmente, pa rece imposible que el joven guerrero haya podido servir de mozo de cuadras. Primero porque los caballos eran más bien escasos y, sobre todo, porque sólo el feudalismo impondrá esta función. Además, en tre los hombres libres de las comunidades germánicas no habia di ferencia de rango, y menos aún principes. Los jefes eran elegidos, y hay que aguardar al siglo IX para ver señaladas, en las Capitulares de Carlomagno, diferencias entre hombres libres: liberi y pauperi, los «libres» y los «pobres», o los libres de primera categoría y los de segunda categoría, en función de una diferencia estrictamente eco nómica: los que tienen medios para mantener un caballo e ir a la gue rra y los que no los tienen. Es, pues, imposible, de buenas a prime ras, dar crédito a la descripción de esa ceremonia de iniciación de los guerreros germanos, ya que ésta no consiste sino en repetir la pro pia ceremonia de armadura con los rasgos distintivos del feudalismo (mozo de armas, diferencia de rango, aprendizaje exclusivo del ofi cio de las armas), salpicándola de «barbarismo» mediante la adición de predicados semánticos barbarizantes tales como «brutal pero sub yugante sencillez», «tatuajes sagrados», «prolongado grito ronco», etc. Las primeras novelas corteses, llamadas novelas «antiquizantes», pretendían situar el origen de la institución en la Antigüedad, con el fin de atribuir a la caballería una antigüedad mayor que la de la realeza, legitimada, por su parte, en el Ciclo de Carlomagno. En pri mer lugar consideran al personaje de Alejandro Magno como el ar quetipo del caballero. Nos encontramos aquí con un avatar darwiniano de la novela antiquizante, que sitúa ios orígenes de la caballe ría en una especie de reconstrucción hollywoodiana del hombre pre histórico. No se fabrica, en efecto, tal imaginería del bárbaro si no es para dar mayor crédito al cristianismo por haberlo civilizado. Bas ta, sin embargo, con remitirse a los autores que han escrito sobre las instituciones y mitos indoeuropeos para saber que, al igual que los gramáticos nunca encuentran en su camino un lenguaje «primitivo», las instituciones de los antiguos germanos, en tanto que ramificacio nes de las instituciones idoeuropeas, nada tenían que envidiar, en ri queza de significados, a las instituciones romanas. Los germanos dis ponían de ritos, costumbres, mitos y ceremonias altamente comple jas y elaboradas, que en ningún caso pueden ser descritas como tan rústicas y que podrían, igualmente, ser el origen de las normas so ciales en vigor entre los babuinos. La brutal pero subyugante simplicidad de esta escena no se re fiere a la propia ceremonia, sino sólo a la imaginación de quienes la concibieron. Además, sabemos, a través de los trabajos de Benveniste sobre el vocabulario de las instituciones indoeuropeas o los de Dumézil sobre la mitología, que el criterio de antigüedad de una insti tución o de un mito no es su simplicidad. Muy al contrario: sólo el olvido de su sentido primero y funcional lo simplifica. En otro cam po, el formalista ruso Vladimir Propp ha podido mostrar, y se ha podido verificar en un muy amplio registro, que todos los cuentos 284
folklóricos están construidos sobre un modelo común. Todos ellos implican siete personajes principales o «actantes» y sus acciones se desarrollan siempre según un sistema regulado de secuencias que Propp llama funciones, y esas funciones son treinta y una exacta mente. Se desprende de estas observaciones efectuadas sobre la mor fología del cuento que siempre se puede determinar cuál, entre dos variantes, es la más antigua en la medida en que una contiene me nos funciones que otra o su orden canónico ha sido alterado; la másj simple es siempre la más reciente. Parece que ¿se sea el caso de la ceremonia descrita más arriba. La simplicidad de esta descripción actual es la prueba misma de que nunca fue transmitida, de lo contrario no habríamos olvidado el sistema de sus implicaciones míticas e institucionales. Por lo cual sólo la conocemos a través de la descripción de Tácito, autor latino, mientras que, por tomar un ejemplo, no hay necesidad de remitirse a Flavio Josefo para saber que el bautismo cristiano mantiene rela ciones ciertas con los rituales de antiguas sectas judías. Por insertar aquí algunas consideraciones generales, es cierto que las institucio nes no se desarrollan de forma vegetativa y, parafraseando a Aris tóteles, diremos que lo superior es lo que explica lo inferior, y no a la inversa. Nunca se puede, pues, utilizar, tratándose de institucio nes, el razonamiento que explica lo complejo por lo simple, dicien do sencillamente que lo complejo era simple en su origen, y que, con el transcurso del tiempo, se complejizó, gracias a la Providencia y a otras influencias conexas, ya que, justamente, es eso lo que se trata de explicar. Si nos atenemos a esa descripción de la ceremonia germánica, en tonces cualquier sociedad primitiva ofrece, a cuál mejor, protocolos de ese tipo y ritos de paso mucho más sabios. Sobre este particular, baste recordar las pruebas y las noches de vigilia que hacen de los jóvenes sioux guerreros. A ese nivel de analogía, no habría dificul tad alguna para atribuir a la caballería un origen apache, bantú, in donesio o chino, y para afirmar que la caballería es universal (lo que afirmaban, por otra parte, las novelas corteses). Limitándonos a la cuestión de la anterioridad, nos veríamos en la obligación de señalar que, desde el siglo v antes de nuestra era, es decir, unos siglos antes de que se atestigüe el rito germánico, existía en chino una muy vasta literatura dedicada a la caballería andante. Los rasgos principales del ideal del caballero andante chino, tal como los escribe James J. Y. Lin en The Chínese Knight Errant, que son, a saber: justicia, leal tad, franqueza, no-conformismo, valor e indiferencia por las rique zas, no permitirían distinguirlo del caballero de la Edad Media, so bre todo cuando la tribu germánica no pudo conocer, como la Chi na de los Reyes Combatientes, una institución como la caballería an dante, y cuando, por algunas de sus características, en particular la autonomía social absoluta de la función guerrera, los caballeros chi nos prefiguran mucho más a Don Quijote que a los guerreros ger manos. Hay que precisar, además, que tenían en muy alta conside ración no depender de ninguna condición social, económica o mun285
daña con el fin de actuar según su capricho, tendente en el fondo, a un ideal de liberación más místico que guerrero. El estribo y el arte de la guerra El problema del origen tiene algo de especioso: no hay forma de detenerlo en alguna parte. Por tanto, éste depende de la tradición y no de la historia. Si la caballería tiene por origen una ceremonia de iniciación germánica, me pregunto, por qué detenerse a mitad de ca mino y no buscar su origen, por ejemplo, en algún rincón de Asia central, y así sucesivamente hasta Adán... Lo que es más especioso aún: se llega a confundir fácilmente el origen con la esencia o la na turaleza. De saber que el hombre desciende del celacanto no se des prende que los hombres sean peces. Por tanto, hay que plantear la cuestión de saber lo que caracteriza fundamentalmente a la caballe ría y preguntarse si ésta no se basa en una especificidad técnica, cuyo estatuto jurídico, a diferencia de los ideales, se podría controlar. El historiador norteamericano Lynn White ha dado una respuesta de finitiva a esta cuestión. La caballería es, en efecto, la figura que tomó la función guerrera en la Edad Media partiendo de la base de la uti lización sistemática de la fuerza del caballo en los combatientes. La historia de las técnicas nos enseña, en efecto, que, hacía el si glo IV de nuestra era, una innovación aparentemente anodina vino a trastocar el arte de la guerra: los broncistas chinos ponen a punto, el estribo, que se engancha bajo la silla de los caballeros de Asia Central(21). Los antiguos, se nos enseña, no conocían este instrumento. Fue Polidoro Virgilio el primero que, en 1499, en su De inventoribus rerum, se dio cuenta de ello. Ni los griegos, ni los romanos, ni, afortiori, los germanos, según atestiguan los documentos arqueoló gicos, conocían el estribo. Ahora bien, un hombre a caballo sin es tribos es un combatiente muy vulnerable, ya que su base es frágil: el más mínimo empuje lateral lo desequilibra y la perilla de su silla, si la tiene, sólo lo mantiene débilmente en un movimiento brusco de adelante hacia atrás. Como muestran numerosas representaciones, el caballero de la antigüedad está obligado a coger su lanza o su es pada con las dos manos, y sólo puede contar con sus propias fuer zas musculares para el impacto de su golpe. Además, tiene que sol tar las riendas de su caballo y dejar que éste se conduzca según su capricho o el de un infante enemigo, lo que, en ambos casos, es su mamente peligroso. A ciertos caballeros de la antigüedad se les re presentaba con lanzas provistas de una cuerda, lo que indica que se arriesgaban a ser desarmados fácilmente con el movimiento de tor sión lateral que hacían para asestar un golpe. Todas esas molestias limitaban considerablemente la acción del caballero, y ello explica (21) Si el estribo proviene de China, existe la posibilidad de que hubiese sido trans mitido, con su «modo de empleo», es decir, con ciertos ideales de la caballería china. Ya conocemos su recorrido. De los chinos a los sármatas, de los sármatas a los tur cos, de los turcos a los penas, de los persas a los Arabes y de los Arabes a los francos. 286
por qué la utilización de la caballería no es muy relevante en las gue rras antiguas. Sirve solamente para proteger los flancos, perseguir a los fugitivos, golpeándolos con el hierro en la espalda, o incluso, como hacían los escitas, para dar vueltas a distancia del adversario abrumándolo a flechazos, pero evitando el enfrentamiento. Con el estribo, un hombre a caballo se vuelve mucho más temible. Forma con su montura una unidad cinética y puede explotar a fondo la fuer za de impacto de su caballo lanzado al galope. El caballero está en condiciones, con el escudo (cuya forma evolucionará para proteger la pierna) en el brazo izquierdo, de conservar el control y la direc ción de su montura-con una mano y, con la lanza que mantiene en posición de descanso bajo el brazo derecho, de asestar golpes de una violencia hasta entonces nunca igualada. Es tal la violencia que rá pidamente se modifica la forma de las armas y se guarnecen las lan zas con una aleta, justo después del filo, para evitar una penetración demasiado profunda en la víctima. Al permitir, pues, una forma re volucionaria de combate, el combate de choque, el estribo permite dar un prodigioso salto hacia adelante en la carrera de armamentos. Los antiguos ya habían intentado hallar formas de choque, sea con los carros (hititas, egipcios, griegos, romanos), sea con los elefantes, pero sin éxitos decisivos. La famosa tortuga de las legiones romanas que, acorazada y disciplinada, había sido la reina de las batallas en la antigüedad, no habría podido, en cualquier caso, resistir la carga de un pequeño escuadrón de caballeros de la Edad Media. Un pe queño ejército de cruzada, unos centenares de caballeros, si se nos permite jugar a los soldaditos de plomo de forma anacrónica, ha bría pulverizado a las legiones de .César. Por lo demás, tenemos una confirmación casi experimental en las victorias de Guillermo el Con quistador. Pese a que los sajones conocían el estribo, no habían sa cado de él consecuencias militares como habían hecho los francos. Un pequeñísimo ejército de caballeros normandos, que acumulaba casi todas las desventajas tácticas y estratégicas, pudo deshacer sin dificultad la formación en línea de la infantería de Haroldo, como cuenta el tapiz de Bayeux. Esta revolución en la guerra ocasionó modificaciones sociales y políticas sumamente profundas. Debemos al genio político de Car los Martel haber concebido todas sus consecuencias para iniciar una reforma general de las instituciones del reino. Y, por haber integra do el estribo, haber creado, de algún modo, de pies a cabeza, tanto el feudalismo como la caballería, que son una sola y misma cosa. Como todo progreso, la nueva forma de combate cuesta muy cara. En primer lugar, los caballos son caros (por una parte, comen mu cho más grano que los bueyes y, por otra, se necesitan más que an tes, ya que las pérdidas son muy elevadas, tanto en la guerra como en los enfrentamientos). Un caballero debe tener monturas de recam bio, al igual que su escudero. Numerosos indicios señalados por los historiadores muestran que Carlos Martel tuvo en consideración es tos problemas: así se modifica la fecha del Campo de Marzo que, 287
del mes de marzo, pasa a mayo, época en la que se dispone de ma yor cantidad de forraje. Pero también la necesidad de defenderse de la mucha violencia del combate de choque determina que las arma duras sean cada vez más pesadas y más caras. Asistimos, paralela mente, a la desaparición de las antiguas armas francas y germanas (desaparición a la que un protocolo ritual difícilmente puede sobre vivir, dado el valor simbólico ligado a los objetos): la francisca, el hacha y la framea o la jabalina, armas de infantería, ceden ahora el puesto a la lanza de aleta y a la larga espada adamascada, mientras que la adarga, de redonda pasa a tomar forma de escudo: se calcula que el equipo de un caballero es, por lo menos, equivalente a diez pares de bueyes, es decir, a la fuerza de tiro de diez familias de hom bres libres. Pronto se impondrá la conclusión de los hechos: sólo algunos hombres conservarán el derecho y el servicio de hacer la guerra. La introducción de esta novedad conmueve el sistema de producción. Será preciso obtener de la comunidad más recursos, que se pondrán a contribución de todas las formas posibles. En aquella época, un tercio de las tierras pertenece a la Iglesia y son las únicas suscep tibles de reorganización territorial. Carlos Martel tomó la iniciativa de confiscarlas en gran escala, política de secularización que prose guirán con asiduidad sus hijos, rindiéndose el papa Zacarías a las ra zones invocadas de amenaza sarracena. Ya hacia el año 745, los mo nasterios y obispados reciben un censo en compensación parcial por las confiscaciones efectuadas para poder dotar de mantenimiento a aquéllos de los que se espera, a cambio, un servicio militar. Se trata, pues, del verdadero nacimiento del feudalismo: la fidelidad se fusio na con la dotación de un beneficio. La lógica del sistema lleva rápi damente a la eclosión de una aristocracia guerrera especializada, puesto que las nuevas técnicas de guerra ya no pueden practicarse a media jornada; apenas un siglo después de la reforma militar de Car los Martel, un texto precisa que, para ser guerrero, esindispensable empezar el entrenamiento de muy joven: las diferencias de clase, con la prohibición de llevar armas a los villanos, van a convertirse casi en diferencias biológicas. Se crea, pues, un abismo entre los anti guos hombres libres de la comunidad germánica, de la que sólo una parte constituirá la caballería, mientras que la otra estará compues ta por siervos sujetos a la gleba (aunque los siervos no son esclavos). Esta revolución militar está, por tanto, en completa ruptura y con tradicción con las antiguas costumbres germánicas. En el pasado, todo hombre libre podía dedicarse a la guerra y responder a su lla mada, ya que, en su tiempo, disponía de las armas usuales: un ha cha, un escudo, una lanza. Esto ya no es posible con la nueva téc nica de armamento y su coste multiplicado, que hace aparecer una clase de combatientes exclusivos dotados de privilegios económicos casi exorbitantes, que van a determinar, en un plazo determinado, el caos y el final del reinado de los carolingios. En estas condiciones, es difícil pensar que un ritual que ya habría escapado, de milagro, a la caza cristianizante de los benedictinos y que era válido para el 288
conjunto de los hombres libres, significando el acceso de cada miem bro a su libertad social, hubiera podido mantenerse en una organi zación social fundada sobre valores exactamente contrarios. Y su poniendo que hubiera habido una especie de transferencia de uso (como, por ejemplo, ahora los hippies americanos retoman por su cuenta las costumbres y la filosofía de los indios que fueron exter minados por sus antepasados), es muy evidente que no puede deber se a ésta el nacimiento de la caballería (22). Esta nueva casta elabora una cultura cuya culminación será la no vela cortés. Sólo la distancia, hace que veamos en ella una suma de abstracciones ideales, porque* su sistema de referencias concretas ya no significa nada para nosotros. De hecho, en la base, esta cultura no es nada más que la expresión codificada, en términos jurídicos o consuetudinarios, de las relaciones sociales que se establecen en el seno de la casta guerrera, fuertemente imbricada con los métodos de combate y el soporte económico. Lo que se exige, ante todo, del va sallo son las dos características ideales del caballero: el arrojo en el combate, es decir, la «proesce» (proeza) y la fidelidad en el servicio, que es la contrapartida del beneficio económico concedido,esdecir, la «leauté» (lealtad); los señores no eran dueños de una posesión por nada, sino en función de una obligación que los ligaba, a cambio, a una sociedad —«nobleza obliga»— cuyos otros miembros habían puesto una fuerte contribución para pagar el nuevo precio de la gue rra, ya que la Iglesia donaba sus tierras y una nueva clase de hom bres era reducida a la servidumbre. Nada distingue, pues, esas exi gencias propias del sistema político y económico del feudalismo de lo que se ha convertido para nosotros el ideal caballeresco, tanto más lejano cuanto que ya no codifica ninguna relación social con creta. Nada, por consiguiente, permite remontarlo tampoco a los an tiguos germanos, por la sencilla razón de que hubiera sido para ellos un aparato funcionando en el vacío. Cierto es que otro argumento, a menudo adelantado para apuntalar la tesis del origen germánico de la caballería, es el de la actitud, de la que ya hemos hablado, de los germanos respecto a la mujer, actitud propia para deslumbrar a un latino. Pasemos por alto lo absurdo de la argumentación en sí; se pretende, en efecto, poder probar lo siguiente: el caballero es el resultado de la síntesis realizada por el cristianismo a partir del gue rrero bárbaro. En efecto, sólo la verdadera religión podría suavizar las costumbres, consideradas groseras y brutales, de los paganos y hacerles respetar, conservando a propósito su valor guerrero, los va lores de dulzura y fragilidad del ideal femenino. Y la prueba, dicen, de que son esos germanos los que se encuentran en el origen de la institución caballeresca y cortés, es que, precisamente, incluso antes (22) La tradición germánica se transmitirá, m is bien oscuramente, a través de las ideologías de los municipios y las ciudades francas, y encontrará un resultado lógico en el ideal democrático cuyas figuras ejemplares son Guillermo Tell o Robin Hood, hombres del pueblo promocionados por el arco, en sorda oposición a la jerarquía crea da por la caballería. 28 9
de ser cristianizados, ya mostraban todas esas disposiciones. Esta úl tima prueba en apoyo de la tesis es, cuando menos, superflua. Juega aquí exactamente un papel torpe y destruye lo que pretendía cons truir: ¿para qué ha servido el cristianismo, si los bárbaros ya respe taban a las mujeres? Cabe, en efecto, formular la pregunta. Son los componentes matriarcales los que invisten a las mujeres germánicas de su valor mágico. Son brujas o hechiceras, guardianas del otro mundo con el que sueña el guerrero, y lo que se respeta es su sacerdocio. Por el contrario, en el universo caballeresco, se con vierte en guardiana, no ya del otro mundo (o sólo a nivel metafóri co), sino del linaje, es decir, de la casta y sus beneficios económicos y militares. En torno a ella se organizan la apertura y el cierre her méticos de los privilegios políticos. Desde este punto de vista, el ideal es fácilmente descifrable. Está claro que resulta totalmente necesario defender a la viuda y al huérfano, sobre todo si éstos son los here deros del ducado de Lorena, por ejemplo. No se encontraba caba llero en toda la cristiandad, e incluso fuera de ella, que no estuviera dispuesto a declararse su campeón. De ahí a que el código del honor se convierta, bajo la mirada de la mujer, en el código de selección de los defensores, el modo de alistamiento que define los distintos niveles de acceso a la casta y cuya expresión más particular es el tor neo. El código no depende de la caridad y se comprende cómo, en esas condiciones, se inscribe la sistemática sentimental, el Mapa del Tierno*, que es la topografía de las relaciones posibles, imposibles o imaginarias entre los caballeros y sus damas (o las de los demás), gracias a las fuerzas transgresivas de los filtros de amor. Tristón e Isolda es una historia desprovista de sentido en las antiguas civili zaciones nórdicas, en las que la posesión de mujeres no depende de un código económico que sitúa entre los individuos unas diferencias de naturaleza social, y en donde todas las mujeres de una misma al dea, como en el Kalevala (epopeya finlandesa), pueden compartir, por turnos, el lecho del héroe. Si los germanos respetaban a la mu jer era, pues, por razones totalmente opuestas a las de la caballería: su poder y su libertad, y, en este caso, su «libertad sexual» (si este término oculta algo que chocara a los latinos), no comprometían ni el linaje, ni la propiedad, ni el acceso a la función guerrera y sus pri vilegios. Convenía, sin embargo, respetarlos en la bella dama, aqué lla que no sólo encamaba un ideal, sino que guardaba, positivamen te, las llaves del reino. Si hay que dar al César lo que es del César, no es necesario ir a buscar la influencia del cristianismo para dar cuenta de los rasgos principales del ideal de la caballería (por el que la Iglesia nunca se dejó engañar): «proeza», «valor», «lealtad», «defensa de la viuda y el huérfano», «defensa del débil y el oprimido», siendo este último ras go un eufemismo no exento de ironía, puesto que se ha hecho «dé bil» a una clase de hombres, castigada con la incapacidad de defen derse, con la prohibición de llevar armas y oprimida, precisamente, * ¿Contamos lo que es la Carte du Tendre? (N. T.).
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por la propia institución caballeresca. Entre los germanos no habla débiles, ni tampoco obligación de defenderlos. Proponer su defensa es una necesidad orgánica de la función guerrera inherente al siste ma feudal, construido por entero en torno a la piedra angular del estribo y el combate de choque. La caballería: una ideología de la historia ¿No acabamos aquí de reducir un ideal sublime a realidades pro saicas? Hay que decir, en primer lugar, que quienes reducen las rea lidades a lo que defínen como «prosaico» tienen una noción del ideal reducida al desprecio de las realidades. Pero hay que constatar, se guidamente, que los partidarios de la sublimidad del ideal, en la opo sición canónica entre lo espiritual y lo material, se ven siempre for zados a reconocer y a deplorar que los hechos no obedezcan sino en raras ocasiones al ideal. Si los hechos no respetan el ideal es porque el ideal no explica los hechos y, por tanto, no puede servir de «teo ría». De nada sirve definir las Cruzadas como peregrinacionesarma das con vistas a liberar Jerusalén si, a continuación, cuando se com prueba que hay cruzadas que no van a Jerusalén, nos indignamos y proponemos, como título de un capitulo, que hubo desviación y per versión de las intenciones primeras. De nada sirve inventar a posteriori un ideal caballeresco para luego verse obligados, considerando que la historia del feudalismo no parece adecuarse a él, a decir que la caballería periclitó cuando se perdió la fe inicial. ¿Qué se volvió caduco, qué desapareció en el curso de esta crisis particular, qué murió al término de esta nueva aleación de un con junto de factores? Precisamente, las antiguas costumbres germáni cas, la libertad comunitaria, el estatuto mágico de las mujeres y, so bre todo, bajo la férula de la Iglesia, la forma bárbara de hacer la guerra libremente. Si distintas tradiciones pueden atribuir el origen de la caballería a Alejandro Magno, a Adán, al rey Arturo o a los antiguos germanos, son sólo variantes del mito fundador o, como mucho, temas literarios, pero no historia. Al igual que el estribo hace caduca la organización de los factores que constituían la realeza merovingia y se organiza en torno a él una nueva constelación lógica de factores económicos, políticos y sociales, que tomaban, en ese mo mento, la forma, hasta entonces desconocida, del feudalismo y la ca ballería, también la indulgencia plenaria del Concilio de Clermont, haciendo estallar de un solo golpe el reclutamiento de la función gue rrera, reorganizaba en torno a ella una nueva constelación lógica que volvía definitivamente caduca, incluso si su hora iba a ser diferida varios siglos, la antigua caballería y la manera noble de hacer la gue rra. A esto remite, durante cuatro siglos, de la batalla de Poitiers a la I Cruzada, la historia de la caballería: no a una influencia del cris tianismo, sino a una autonomización de la función guerrera frente al poder político y religioso. Esta función se asocia, en efecto, con un poder económico, que se convierte en poder político y cultural
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en competencia con el de la Iglesia. La guerra se ha vuelto, por un lado, demasiado técnica para permanecer en manos de todos, lo que crea la clase de los sometidos a la tierra. Por otro, la guerra se im brica en lo económico a causa del feudo (que los caballeros pueden defender con las armas), lo que conducirá al vacio del poder central. Esta autonomización de la función guerrera se ilustrará en la bicefalia del imperio de Occidente. El papa, que sustituye en Roma, des de la falsa Donación de Constantino, al emperador ausente, que está en Constantinopla, se ve forzado, con la aparición de la caballería, a deshacerse, al mismo tiempo, de sus dominios territoriales y de su poder político sobre la guerra. Esto es lo que ilustra muy significa tivamente la corona de emperador sobre la cabeza de Carlomagno. La bicefalia geográfica, de separación religiosa, del imperio romano se articula con una bicefalia política y funcional, de separación mi litar, en su zona occidental. Es el retraso militar de Bizancio sobre los francos —por ejemplo, Ana Comeno nunca había visto una ba llesta—, lo que, irónicamente, será el pretexto de la I Cruzada y, por tanto, el fin de la caballería. La Iglesia no cejará hasta recon quistar del feudalismo su poder militar perdido, lo que no estará en condiciones de hacer hasta las Cruzadas, que inauguran una oleada de hostilidad muy fuerte entre el papa y el Emperador. Pero, a su vez, el sueño de Urbano de una hegemonía romana y una paz cató lica sobre toda la cristiandad —estando los poderes temporal y es piritual en manos del vicario de Cristo— se quebrará con la apari ción imprevisible de un nuevo factor crisógeno que arrastrará en su estela el cisma definitivo de la Reforma: la imprenta, y su corolario, la libertad de conciencia, cuya lectura, ahora solitaria, de todos los libros de la biblioteca de Babel, conferirá la ilusión eficaz. BIBLIOGRAFIA P h . du , P uy d e Clinchamp: La Chevalerie, París, 3.a ed., 1973. KOHLER, E.: L ’idéal chevaleresque, París, 1970. WHITE, L.: Medieval Technology and Social Change, Oxf. Univ. Press, Oxford, 1962.
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CAPITULO II
LAS IDEOLOGIAS DEL SABER Y EL ORDEN
1. La paz de Dios por Pierre-Frangois Moreau El movimiento por la «paz de Dios» que se desarrolló en los si glos X y XI revela cierto tipo de relaciones entre instituciones e ideo logía. Por una parte, en efecto, se establece al menos tanto por ra zones morales como por estrictas razones de seguridad; y esta moral es más compleja que la simple idea de paz, ya que implica también llamadas a la represión y a la paz santa. Por otra parte, es caracte rístico que un movimiento que afecta hasta ese punto a la sociedad laica (caballeros, mercaderes, campesinos) no tenga su origen en el Estado, al menos en sus comienzos: en un momento en que el rey de Francia es incapaz de tomar tal decisión, hay otras instancias para dar reglas al cuerpo social y hacerlas aplicar. No aportaríamos gran cosa si llamáramos teocracia a esta situa ción, ya que habría que precisar cuál y quién encarna su poder. El papa, en efecto, no tuvo más papel que los reyes en el establecimien to de las instituciones de paz, y si fue una ideología religiosa la que sirvió de tela de fondo, se trata de una teología menos especulativa que moral. El Estado se aparta en beneficio de normas de buen com portamiento, o de buenas intenciones. Caridad, justicia, paz: esas no ciones hacen las veces de las de soberanía, derecho o cuerpo social. Para dar cuenta de un movimiento como éste, hay que recordar a la vez el juego de conceptos que va a materializarse en él y la co yuntura que los permite (y los modifica con todo su peso): la frag mentación de autoridades y el control de la sociedad por el poder episcopal. Este, a su vez, se refleja en una forma particular de «agustinismo político»: sólo en un espacio así delimitado podrán nacer la paz de Dios y las medidas que la acompañan. 29 3
£7 agustinismo político Con este nombre se designa comúnmente una doctrina constitui da acentuando ciertas tesis de San Agustín sobre las cuestiones del Estado y el derecho y que, con distintas consecuencias (opuestas en ocasiones), se impuso en muchos pensadores cristianos. Podríamos definirla, en lo esencial, como una mezcla de desprecio y respeto ha cia el Estado, basados uno y otro en el rechazo a admitir ningún po seedor propio del Estado, del derecho o de la sociedad; al estar lo esencial en otro lugar, en la relación de la criatura con su Creador, el Estado aparece como un obstáculo si se interpone entre ellos; sin fundamentó natural, éste forma más bien parte del registro del pe cado y el desorden que del orden; qué son los reinos sino fecho rías (1). La única utilidad que puede tener el Estado es ponerse al ser vicio de lo que realmente cuenta, es decir, de la Salvación o de su marca visible aquí abajo, la buena conducta. Pero hace falta, ade más, que sepa reconocerla. Ahí reside precisamente el problema de la lectura de La Ciudad de Dios: el obispo de Hipona escribía en el ocaso del imperio ro mano; cuando distinguía entre la ciudad celeste y la ciudad terrestre no era para dar leyes a la segunda: era para comprometer al cristia no a que no olvidara jamás su pertenencia a la primera. El agusti nismo político propiamente dicho comienza cuando, habiendo he cho el imperio un sitio a la Cristiandad, la obra agustiniana va a en contrar lectores que buscan en ella una teoría del Estado. «Conside rando que el fin supremo del hombre es la Salvación, teniendo sólo una idea harto imprecisa de lo que puede ser, en derecho y en mo ral, el poder político, muy a menudo entonces desorganizado y tirá nico, deducen que éste se justifica únicamente por la ayuda que apor ta a ese fin supremo»(2). En suma, el poder temporal es «salvado» por lo mismo que lo condena: su relación con el pecado, por el que existe y del que es una consecuencia, y como tal, un mal. Hay que soportarlo como se soporta un castigo, ya que los males los envía la providencia para probar al justo y castigar al pecador; pero es un mal menor, o un mal necesario, puesto que sirve para reprimir o contener el pecado. Asi, se desdobla su aspecto y la utilidad que no tiene por sí mismo la adquiere poniéndose al servicio del poder espiritual; si no cumple con este papel es inútil o nocivo. Es tanto como decir que no tiene un fin especifico: es un sustituto de la inmediatez de la virtud. En cuanto a la Iglesia, no es lo bastante fuerte en su solo papel espiritual para poder guiar a los fieles, debido, precisamente, al po der del pecado; al poder directivo debe añadirse un poder coerciti(1) «Remota itaque iustitia, quid sunt regna nisi magna latrocinia?» La Ciudad de Dios, IV, 4. Nos llevarla mucho tiempo hacer aquí la historia de las interpretacio nes de este texto. Lo esencial es que la justicia no es del mismo orden que el regnum. (2) Marcel Pacaut, H istoire de la P apauti des origines au concite de Trente, Fayard, 1976, pág. 70.
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vo, pero, claro está, el segundo hay que ponerlo bajo la dirección del primero. Estos son los temas que desarrollan, en la época carolingia, Jonás de Orléans e Hincmaro de Reims en sus textos de teo ría política(3). Para ellos, en definitiva, «el poder temporal es útil porque el poder espiritual no es lo poderoso que tendría que ser» (4), y la primera tarea de los reyes consiste en ser los defensores de la Iglesia. Pero hay que tener en cuenta que, después de todo, esta su bordinación del Estado a los sacerdotes no es la única posibilidad abierta por tal sistema teórico: no es más que un modo de realizar esta disolución de lo natural en lo sobrenatural (5), que puede to mar, en otros lugares, otras formas de existencia. ¿Cuál es la orientación que va a ser impuesta a la autoridad tem poral? Se resume en las nociones de caridad, justicia y paz, proce dentes las tres, de hecho, de la moral evangélica y no de una teoría del derecho. Caridad: se trata de oponer a la lucha de intereses, característica de la «ciudad terrestre», otro tipo de vínculos entre los hombres. Esto no suprime las jerarquías sociales (luchar contra ellas sería mos trar apego al dominio del pecado) (6), pero las agrega, como instru mentos, a las relaciones del hombre con Dios: cada uno debe, en cier to modo, favorecer la salvación de los demás. Justicia: el término no tiene aquí mucha relación con el signifi cado que tenia en la tradición aristotélica y que tendrá de nuevo en Santo Tomás: no se trata de asignar a cada uno lo suyo (lo que ha ría intervenir una relación social entre los hombres y reconocería, por consiguiente, cierta naturalidad a la vida de la ciudad), sino de impedir el mal: como dice muy bien Arquilliéres: «La negación de la justicia es el pecado (...) en una palabra, todo cuanto se opone a la acción de la gracia en el alma del cristiano, todo cuanto atenta contra su justificación» (7). Una vez más, la relación entre los hom bres es secundaria: tiende a desaparecer, o más bien a absorberse en el vínculo de cada uno con Dios. Paz: esta última, por tanto, no es de ninguna manera lo contra rio de la guerra o la simple seguridad. Como dice con fuerza Jonás de Orléans, la paz es Cristo. Sin El no se podría ser pacifico. Se evi(3) Jonás de Orléans: De Institutione regia (831); Hincmaro de Reims: De Ordine palatii (882). (4) Jean Revirón: Les idies politico-religieuses d'un évéque du IX e siécle: Joñas d'Orléans el son «De Institutione regia», V iva, 1930, p&g. 95. (5) Arquilliéres habla de una «absorción del derecho natural del Estado en una justicia más elevada», L'Augustinism e politique, Vrin, 1934, pág. 153. (6) Ello excluye que el agustinismo como tal pueda ser utilizado como ideología de la rebelión. Le hace falta un mecanismo teórico suplementario, que valore un po der en contra de otro (lo que será el caso de Wycif). (7) Saint Grégoire Vil, essai sur sa conception du pouvoir pontifical, Vrin, 1934, p&g. 268. Citemos a Hincmaro: «El rey debe actuar de modo que sus acciones corres pondan a la dignididad de su nombre. El nombre del rey (nomen enim regis) significa que debe cumplir con sus súbditos la función de director (rectoris ojficium ). Pero, ¿cómo podría corregir a los demás quien, en sus propias costumbres, no se guarda de la iniquidad? Ya que por la justicia del rey se exalta el trono y por la verdad se afirman los gobiernos de los pueblos» (De Ordine palatii, cap. VI, trad. Prou, pág. 17).
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tarán las guerras privadas que atentan contra el orden cristiano, se orientará hacia la Reconquista ibérica el ardor de los caballeros, se protegerá la actividad de los clérigos y de la gente humilde, pero, al mismo tiempo, se pedirá el castigo para quienes, excluyéndose de la comunidad por sus vicios y su falta de fe, no merecen la paz. Una vez vacíos de contenido propio el derecho y el Estado en be neficio de la moral, no queda más que aplicarla. El ejemplo viene de lejos y, tradicionalmente, se cita la carta de Gregorio Magno que, a finales del siglo vi escribe a Brunehaut: «Si se señalan a la reina violentos, adúlteros, ladrones y hombres que se entregan a otro tipo de iniquidades,-que se apresure a corregirlos para aplacar la cólera divina». El poder de Dios es directo en todas partes y no actúa me diante causas secundarias: esta es quizás la piedra angular de este edi ficio conceptual. Así esbozado, el agustinismo sigue siendo, no obstante, muy ge neral; observamos anteriormente que la subordinación estricta de lo temporal a lo espiritual podía tomar diversas formas: es posible que un emperador, por ejemplo, considere un deber asumir las dos fun ciones. Estas se subordinan entonces una a otra, sin que precise in clinarse ante la Iglesia (algunas cartas de Carlomagno van en este sentido); la propia Iglesia puede asumir además cargas temporales (directamente o a través de vasallos: concepción que marcará más tarde la política de Inocencio III); pero, incluso si la Iglesia permite que subsista un poder temporal separado, al que, sin embargo, se re serva el derecho de dar directrices, aún habrá que saber quién es la Iglesia. ¿Quién tiene derecho a hablar en su nombre? ¿Sólo el papa? ¿O la comunidad de los obispos? Cuestión planteada por la forma en que han nacido las instituciones de paz: las más de las veces, en decisiones de concilios regionales. El papa no jugó un papel mayor que el rey. El agustinismo político se modifica en una configuración muy determinada: el gobierno de los obispos. El gobierno de los obispos Para Carlomagno, el objetivo proclamado del imperio cristiano era hacer reinar el bien público, es decir, de hecho, la práctica de las virtudes. El propio emperador se encargaba de organizar su apli cación y de extender con sus conquistas el territorio en el que tenían fuerza de ley. El poder de la Iglesia no era, pues, necesario ni para la administración interior ni para la política extranjera; el poder cen tral bastaba; al papa le correspondía dar, con su vida edificante, ejemplo de piedad y santidad. El hecho más importante de los años siguientes será precisamen te la descomposición del poder central, asumida teóricamente por el agustinismo. La misma doctrina que había justificado la fuerza de este poder deberá explicar su subordinación y, luego, su sustitución pura y simple por las autoridades locales. Era, por otra parte, capaz de hacerlo, ya que la problemática del Estado ocupaba sólo un lu 296
gar desviado en su ordenación interna. Es un hecho común que un espacio teórico acepte consecuencias contradictorias si éstas vienen a ocupar un lugar idéntico, que no peijudica la instalación de sus figuras centrales. Este era el caso aquí, desde el momento en que se preservaban la primada de la salvación y la asimilación del gobierno, cualquiera que fuera, a un guardián de la moral. En un primer tiempo, el poder central conserva todavía autori dad, pero es la Iglesia la que asume el puesto del soberano. Ludovico Pío, hijo y sucesor de Carlomagno, se rodea de monjes y obis pos que, poco a poco, le sustituyen en la administración del Estado. Se asigna al emperador la tarea de llevar una vida virtuosa, y, si es tallan disturbios, los obispos le piden que haga penitencia: esto es lo que ocurrirá en Attigny en el 822. El error político es un pecado, el desorden en el reino se conjura como el que reina en el alma. La segunda vez, las cosas irán más lejos: a raíz de las intrigas y revuel tas que acompañan a las complejas divisiones territoriales consi guientes al nacimiento de un nuevo hijo del emperador —el futuro Carlos el Calvo—, Ludovico Pío acaba perdiendo (provisionalmen te, por otra parte) el poder: una ceremonia religiosa hace las veces de destitución; en Soissons, en el 833, el emperador hace una vez más penitencia pública y, por una sorprendente, aunque lógica, in terferencia de lo sacramental y lo jurídico, este acto le hace renun ciar a las funciones imperiales. Más allá de la anécdota, su sentido es ejemplar: sólo la integridad cristiana, manifestada por el control de la Iglesia, cualifica para el ejercicio del poder. En un segundo tiempo, la fuerza del episcopado se va incremen tando según se divide el poder temporal: cuando el tratado de Verdún selle la desaparición de la unidad política, la unidad religiosa encarnada por los clérigos prolongará la idea imperial; la ruptura po lítica se compensa con la «fraternidad» entre los soberanos que, mu cho más que por los lazos de sangre, se justifica por la solidaridad proclamada entre cristianos. Si el equilibrio político así conseguido es frágil (como se verá ampliamente en los dos siglos siguientes), la doctrina tiene por lo menos una ventaja cierta para la Iglesia: en ella recae, de hecho, la dirección del mundo cristiano. La conservará a medida que se acentúe la debilidad del Estado y las nuevas invasio nes (vikingos, húngaros y piratas sarracenos) deterioren aún más los restos de centralización: la defensa contra las incursiones se hará, cada vez más, golpe por golpe y es mucho más fácil organizar la pro tección de un obispado que la de un reino: será la confirmación del reinado de las autoridades locales. Así se inicia el tercer período: tiempo en el que la Iglesia, en lu gar de controlar a uno o varios soberanos, se apodera, en la base, es decir, en el plano en el que una acción sigue siendo eficaz, de la organización de la vida social. Por otra parte, hay que señalar que la autoridad que no está entonces en manos de los obispos está en manos de los laicos locales: grandes del reino o simples señores que arrancan por turno su parcela de autonomía. El siglo x y los comien zos del XI son tiempos en los que la autoridad se desmorona y se
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asiste a un verdadero desmembramiento de los poderes. Hace ya tiempo que los oficiales carolingios se han hecho independientes y, si la Iglesia ha de temer a alguien, es a éstos antes que a los reyes, cuya autoridad es muy discutida. Pero no podríamos contentarnos con explicarlo todo por la «de bilidad» del poder; ocurre que esta debilidad tiene un puesto en la ideología dominante y que ésta se modifica a medida de la evolu ción de los hechos para poder registrarla mejor: mientras que Jonás de Orléans asignaba a los reyes el deber de proteger a los clérigos. Hincmaro, a finales del siglo IX, confía directamente a éstos el deber de hacer reinar el orden (el nombre de los obispos procede de una raíz griega que quiere decir vigilantes); desde entonces, «que el obis po procure informarse sobre la vida y costumbres de los fieles que le son confiados y, conocidas estas costumbres, que se esfuerce en corregirlas, si puede, con la palabra y el acto; si no puede conseguir lo, debe entonces, conforme a la norma de los Evangelios, alejar de si las causas de la iniquidad». Esta consideración de la ideología del desmembramiento de la so ciedad no se puede ignorar: devuelve la sociedad a un cierto orden de cosas y la hace, pese a todo, soportable. Sobre todo, atribuye ta reas a quienes tienen alguna responsabilidad e indica la línea a se guir para que pase a los hechos la concepción del mundo del agustinismo político. La doctrina sólo confirma la realidad habilitándola y la ley de la Iglesia refuerza su poder efectivo (8). En el marco de tal mantenimiento del orden, en medio de la inestabilidad general, se desarrollarán las instituciones de paz un siglo después de Hinc maro. Pero queda por explicar la ausencia del papado en su cons titución. Los poderes de la Iglesia La época se caracteriza, en efecto, por la debilidad del papado y la estrechez del círculo en el que poder ejercer una acción. Salvo dos excepciones, el papado se mantendrá, hasta el tiempo de la reforma gregoriana, sin poder afirmar su primacía: «en manos de laicos», se debate en las querellas de los nobles italianos y los partidos roma nos. Pese a que, por la coronación, tiene el poder de conferir el im perio, sólo se sirve de él para designar un protector entre los caro lingios o, tras la muerte de Carlos el Gordo, entre los poderes loca les (cuando no es un clan el que, simplemente, decide conceder el tí tulo pontifical a sus protegidos o a sus hijos). En este estado de pos tración, que se prolongará durante casi dos siglos, a Roma le resulta (8) Como observa G. Le Bras: «Por sus leyes, la Iglesia impone el diezmo e, in directamente, las liberalidades, cuya eficacia sobrenatural garantiza. Asi, adquiere do minios en los que la inmunidad y, luego, la sefloria, asegurarán a sus prelados el po der temporal y todos los honores mundanos. Entre los elementos del poder reina una estrecha solidaridad». «Institutions ecclésiastiques de Chretienté médiávale», en Fliche y Martin, H istoire de l'Eglise, tomo XII-2, Bloud y Gay, 1964, pág. 269. 298
difícil intervenir de forma directa en el orden temporal de Occidente. La primera excepción la constituye la tentativa de Nicolás I (que reina de 8S6 a 867); mientras que algunos de sus predecesores (Gre gorio IV, Sergio II) se habían contentado con afirmar su suprema cía, «porque el gobierno de las almas, que pertenece al pontífice, es superior al gobierno imperial, que es temporal», y no tenían, por otra parte, medios para su política, Nicolás I interviene en el divor cio de un emperador, destituye a los obispos que lo favorecieron con tra su opinión y, un poco más tarde, convoca en Roma un concilio para imponerse definitivamente. Para él, se trata menos de imponer ordinariamente sus decisiones que de intervenir cuando el orden ge neral de la Cristiandad está en juego. Esta teoría referente a su po der en la sociedad se duplica con otra que afecta a la estructura de la Iglesia: ésta debe ser vertical, estrictamente, de forma que un con cilio no puede decidir nada sin el papa. Pero sus sucesores se verán enseguida obligados por la fuerza de las cosas a dejar de lado la doc trina. Segunda excepción, efímera también: la que está ligada al Rena cimiento otomano. Si Otón I se preocupa poco por Roma, Otón III intentará imponer una nueva fuerza al papado, que tiene un papel en su proyecto de renovación imperial. Pero, sean cuales fueren las cua lidades de Silvestre II, sigue subordinado al emperador y, por otra parte, este breve episodio es limitado en tiempo (en Roma pronto se reanudan las intrigas) y en espacio (el territorio en el que Otón III puede hacer aplicar una decisión es mucho más pequeño que el de Carlomagno). Es, pues, la desaparición de la Iglesia de Roma lo que caracte riza este período, frente al incremento del poder de los obispos. Ello no podía dejar de llevar a éstos últimos a una concepción de la Igle sia muy distinta de la de Nicolás I: para Hincmaro, las diferentes dió cesis proceden de los apóstoles y es, por tanto, su asociación la que hereda los derechos y poderes legados por Cristo. En los sínodos y concilios se expresa la unidad de la Iglesia y son ellos quienes re presentan la autoridad soberana. El versículo: «Tú eres Pedro...», tra dicionalmente invocado por los defensores del papado, se cita poco; en cambio, se citan mucho las fórmulas colectivas presentes en el Evangelio de San Mateo: «Cuando dos o más se reúnan en mi nom bre, allí estoy yo», y «yo estoy con vosotros para siempre, hasta el fin de los tiempos» (9). Reconocen, no obstante, la primacía del papa, pero más como guardián del dogma que como dirigente real de ese cuerpo eclesiástico que interviene en la sociedad para instaurar y apli car ciertas normas de conducta. Hasta tal punto que Hincmaro, cuando ve al papa a punto de excomulgar a un rey (será el caso de Carlos el Calvo), reconoce de repente al poder temporal mucha más realidad y dignidad de la que habitualmente le concede; perjudicar al poder real, sería perjudicar a la sociedad entera. ¿Abandono del (9) M. Pacaut: Op. t/í.,págs. 89 y 103. 299
agustinismo? Simplemente, defensa de una de sus variantes contra otra, ya que lo esencial sigue inalterable. Con todo, el papa encontrará ciertos defensores fuera de Roma: aquéllos que, en la región de Reims, componen en la segunda mitad del siglo IX las Falsas decretales buscan, en primer lugar, asegurar la independencia de la Iglesia respecto de los poderes laicos; pero, para ellos, ésta no es posible si no es con el refuerzo de la autoridad de la Santa Sede. No obstante, en el siglo x, la posición episcopal predomina ampliamente: el mismo Gerberto de Aurillac la defiende antes de convertirse en papa Silvestre II. Incluso entre los autores que se inspiran en las Falsas decretales, los hay que sostienen que los apóstoles Juan y Santiago sirven de fundamento a la iglesia al mismo titulo que Pedro; sea cual fuere su privilegio, Roma, aunque indispensable para la unidad, no es una unidad por sí sola. Tal es, por tanto, lá situación en Occidente antes de la llegada de Enrique III a la cabeza del imperio de los gregorianos a la del Sa cerdocio. Tanto en un lado como en otro, no hay nadie en el vértice para hacer reinar el orden moral al que todos aspiran. Los verdade ros poderes son locales y logran expresarse en una doctrina que los justifica. De entre ellos, unos —los laicos— tienen aún que luchar para conquistar su independencia o aumentar su dominio; los otros, que corren el riesgo de perder su propia autonomía y a quienes su concepción del orden de las cosas les asigna la tarea de reglamentar la sociedad, son, por el momento, los únicos en condiciones de im pedir un poco el desorden. Asi servirán a la Salvación y, al mismo tiempo, haciendo respetar una regla del juego, evitarán o limitarán los hambres y desórdenes que perjudicarían a todos; también inte resa a los señores que los campesinos y artesanos puedan proseguir tranquilamente su trabajo. Sobre este trasfondo social e ideológico, producto de dos siglos de elaboración, nacerá la propia institución. La institución En los últimos años del siglo x, la dinastía capeta se establece en Francia; se halla lejos de controlar el conjunto del territorio y, mien tras que los grandes se arriesgan sin cesar a ponerlo en peligro, se desarrollan las guerras locales. Fue entonces cuando, en el sur de Francia, reunidos en concilios regionales, los obispos toman una se rie de decisiones destinadas a hacer reinar la paz de Dios: se trata, en el fondo, de asegurar la protección de ciertas personas (los cléri gos que no llevan armas) y ciertos bienes (los de la Iglesia y los de los campesinos). Quienes atenten contra ellos en tiempo de guerra serán merecedores de excomunión. No se trata, pues, de suprimir la guerra (¿era posible, además?), sino de imponerle ciertos límites. Cabe señalar: — que la decisión es tomada por un concilio, es decir, por una reunión de obispos, lo que se corresponde perfectamente con las concepciones de Hincmaro; 300
— que en ausencia de autoridad real es, en efecto, la Iglesia quien toma la iniciativa de hacer aplicar sus leyes morales en la so ciedad; — que la sanción prevista es de orden sacramental. En los años siguientes, el movimiento se enriquece con nuevas ini ciativas; algunos obispos hacen prestar «juramentos de paz» en sus diócesis; éstos comprometen a no penetrar en la iglesia por la fuer za, a no incendiar las casas, a respetar a ciertas categorías sociales que no participan en la guerra (campesinos, clérigos, comerciantes). En ocasiones, incluso, crean asociaciones de paz, cuyos miembros se comprometen a hacer respetar tales prescripciones. Una vez más no se trata de poner fin a la guerra, sino solamente de imponerle ciertos limites. Se da un nuevo paso en 1027 cuando, siempre en el sur de Francia, un concilio decide prohibir a todos pelear durante los dias litúrgicos. La lista de éstos se alargará además con el correr de los años. Esta vez, la intervención en el orden temporal es de una rara amplitud. El movimiento se extenderá aún más, pero cambiará de sentido: surgido en una de las regionesde Franciaque más sesustraíanala autoridad real, era, de alguna manera, el símbolo del relevo de esta autoridad por la Iglesia. Pero si en otra parte se constituía un poder fuerte, nada le impedía tomar por su cuenta la iniciativa para sus pro pios fines. Esto es lo que ocurre en 1043, cuando el emperador En rique III, que establece una autoridad cada vez más firme sobre Germania, decide poner fin a las guerras intestinas. Desde lo alto del púlpito de la catedral de Constanza, proclama la paz de Dios extendida al conjunto del imperio. Insta a todos sus súbditos a abandonar sus querellas, a perdonarse mutuamente sus ofensas y, para dar ejem plo, se entrega a una penitencia pública. Cuando, por otra parte, se sabe que hace reinar el orden religioso en el imperio, eligiendo él mis mo a los obispos y a los papas, que no vacila en resolver las quere llas romanas destituyendo personalmente a varios papas rivales y que emprende en persona la reforma eclesiástica tomando medidas contra la simonía, se ve perfectamente que la fuerza ha cambiado de campo: la paz de Dios ya no es la tregua impuesta por los dignata rios del clero, sino el instrumento que utiliza el poder central para administrar su territorio; la penitencia pública del emperador sirve para señalar la dimensión religiosa de sus decretos e incrementa, por tanto, su poder sobre la Iglesia, que se encuentra así desposeída de la dirección espiritual. Midamos el camino recorrido desde Ludovico Pío. Desde ese momento se abre una nueva página de la historia de Europa en la que debates quizás semejantes opondrán a actores muy diferentes. En tiempos de la gran oposición entre el papa Gre gorio VII y el emperador Enrique IV, los obispos no tendrán gran cosa que decir; su investidura será una apuesta para quienes son más poderosos que ellos. Pero resulta sorprendente que, en el período de transición, la institución que habían creado haya podido ver altera do su significado, así como la ideología en la que se inspiraba. Al igual que el agustinismo político se modificaba en distintas varian 301
tes, según justificaban sus leyes esenciales a tal o cual instancia so cial, la paz de Dios, establecida por una de esas instancias, podia po nerse al servicio de la otra, a poco que la manecilla de la doctrina hubiera girado una vez más. Entretanto, habia representado una ten tativa de instaurar el orden moral de la religión por abajo. Será la última antes de Calvino.
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2 . L A PO L IC IA D E LA FE: LA IN Q U ISIC IÓ N
por Louis Sala-Moiins La pax christiana se convirtió, por tanto, en la institución por excelencia. Se organizaron los cielos y los infiernos en una maraña de signos cuyo alarde perfilaba, con la amplitud majestuosa de un fresco y la minucia puntillosa de la estampa, la morada del hombre. ¿Morada? ¡Homo, viator! Procedente de la eternidad —latente desde siempre en el pensamiento divino— el cristiano hace su camino, de la cuna a la tumba, hacia la beatitud. Contemplará el rostro de Dios. ¿La vida mortal? Paréntesis mensurable en una inmensidad que no lo es. La Iglesia se organizó como porta coeli o como scala Dei. La Iglesia: la única institución adaptada al destino a la vez provisional y eterno del hombre. Afianzada en el exilio, da testimonio por su duración sin par («las puertas del infierno no prevalecerán contra ella») de la pura temporalidad de cuanto no es ella. De ahí a plan tear que la salvación sólo se da en su seno... es cosa hecha. O, más bien, era cosa hecha desde hacía siglos. Y se proclamaba desde en tonces con la tranquila seguridad de la verdad indiscutible. Y, sin embargo, discutida. Dueña absoluta y ordenadora eficaz de su propia memoria, del relato apologético de su propia historia, ella, que detenta los instru mentos y los órganos del saber y rige el verbo, segrega con toda na turalidad la norma. Su norma. Esa que busca escrupulosamente en 302
su pasado instituido y en el eterno presente de su revelación instituyente. Fundada como está tanto en la historia como en la eternidad, su norma vale por la caducidad de los días en función de la puntua lidad de la eternidad gloriosa. O infernal. Otros siglos, bajo otros cielos, vieron organizarse la zarabanda de los mundos como un coro sabio que acompasaba la vida y la muerte, lo verdadero y lo falso, la ley y el sueño, el deseo y la obli gación, según imperativos de los cambios de humor de docenas de dioses. Aqui, no. La norma es una. La exégesis, que la reverbera ción de la retórica hace estallar en mil imágenes, es de una pobreza extrema. Institución seria, la Iglesia unifica. Normaliza. Y marca con el sello ardiente de la anormalidad todo cuanto se aparta de su ob jetivo. La Inquisición, de la que hablamos —y hay razones para ha cerlo—, es un ejemplo privilegiado de la relación visceral, esencial, que establece la historia entre un sistema de pensamiento, su mate rialización en institución y su anhelo de perennidad (10). Roma, la Roma papal, se erige en centro de un pensamiento mo nolítico. Pero el monolitismo del pensamiento es asunto de norma. Y, ¿para qué sirve la norma, sino para mostrar con el dedo la anor malidad? Pero la anormalidad es problema de predicadores —y de chivatos—, y la predicación no es más que la palabra triunfante, fuer te en el silencio que trata de organizar. Inútil repetir que la norma sólo se lee en negativo. Desde Yahvé, al menos, que dijo a Moisés: «No mires mi rostro, porque el resplandor de mi gloria te mataría. Pero, cuando haya pasado, mira y verás mi espalda». La otra cara de Dios, la cara soportable, la única que vio Moisés. Primera evidencia. La norma segregada por Roma constituye, a todas luces, la envoltura visible —la única visible— de la fe. La nor ma de la fe. Su aparecer. Roma lo sabe, ya que no admite otra. Fiel en eso a la sensibilidad epidérmica de los Padres, al ceremonial pom poso de los concilios. Sólidamente instalada, Roma instaura, en nombre de la grandilocuencia de los Padres y la majestad de los con cilios, la táctica, notarial y policial a la vez, de los inquisidores. La Inquisición vela, ni más ni menos, por la salvaguardia de la rectitud de la fe. Ni que decir tiene que, siendo la fe el soporte teórico de la Iglesia instituida, salvaguardarla equivale a garantizar el poder de la Iglesia en los pueblos y sobre ellos. Si se admite que las instituciones no cultivan, a sabiendas, el acto gratuito, debe haber una conformidad de naturaleza entre la dispo sición interna de una institución y su aparato policial. Entre la Igle sia su comisaría. Roma lo sabe a las mil maravillas, ya que funda a i los juicios divinos (mosaicos, proféticos, patrísticos, imperiales) los presupuestos teológicos de los que se vale la práctica imperial. (10) Recientemente he publicado la versión francesa del D irectorium InquisitoTsm Nicolai Eymerici (Le M anuel des Jnquisiteurs, Col. «Le savoir historique», 8, Mouton, París, 1973). El Directorium constituyó durante siglos el texto oficial del pro cedimiento inquisitorial. Inútil decir que he consultado abundantemente este texto, cayo valor histórico ya no hay que demostrar, para tratar de dar aquí, en unas pá ginas, un compendio del funcionamiento de la Inquisición delegada. 303
Por encima de la Inquisición en su forma dominica, y para ser bre ves: el fuego sobre Sodoma(ll), el cuchillo de Elias, las maldiciones neotestamentarias, el anatema patristico, los decretos imperiales. Por debajo de la Inquisición dominica y al mismo tiempo que ella: el celo por la rectitud y la integración de varias grandes órdenes reli giosas —hasta los jesuítas, jesuítas incluidos— en el ejercicio del po der inquisitorial. Una historia que viene de muy lejos, cuyos comien zos notariales y procesales, en el sentido moderno del término, po demos fechar en los últimos años del siglo xn(12), bajo el pontifi cado de Inocencio III. La inquisición episcopal: antes ¿le Domingo Expresar la conformidad entre el pensamiento o la conducta y la fe era asunto de los obispos, investidos, en buena teología, de la potestas docendi et judicandi (poder de enseñar y de juzgar). El ana tema era, si asi puede decirse, muy adecuado a los poderes divinos que el obispo detentaba sobre los fíeles, al saber cuyo depositario era el obispo por la plenitud de su sacerdocio. ¿Hay que concluir que la inquisición episcopal no fue una simple «cámara de reflexión», o que el anatema no dispuso, para hacerse oir, más que de los re cursos de la retórica y el énfasis? ¿Pensar que esta inquisición sólo investigaba a los fíeles? Por supuesto que no. Larga es la historia, y ejemplar, de los exilios proclamados y las matanzas perpetradas en nombre de la autoridad episcopal. Con todo, no teniendo antaño el poder pontifical la solidez que adquiere en el siglo X II, la inquisición episcopal funciona desordenadamente y el error tiene la posibilidad de burlar la vigilancia de los detentadores del poder de coacción. Es preciso que la Iglesia sea cuestionada desde el interior, tanto a nivel de costumbres como de creencia —a nivel de su doble poder, tem poral y espiritual—, para que, cediendo a la presión de las órdenes mendicantes —los dominicos primera y particularmente—, Roma despoje parcialmente a los obispos-señores de sus poderes docendi et judicandi y los transfiera, total o parcialmente, a una nueva juris dicción, cuya fuente directa y eje constante constituye ella misma. Es la Inquisición delegada. La de Montségur, para que todo quede claro. El fenómeno histórico que hay que destacar aqui es de una sim plicidad conmovedora y de una palpitante actualidad. El poder de control de la rectitud escapa a aquéllos que lo detentaban de oficio para constituir el dominio cerrado de un «tribunal de excepción». (11) «Dios castigó a los sodomitas que pecaban contra la ley natural (Gen, 19). Asi pues, (estos son nuestros ejemplos de los juicios de Dios! Por eso, ¿por qué el papa no procedería, si tuviera los medios, como procede Dios?» Manuel, edición citada, pág. 76. (12) Breve Inter coetera y constitución Sancta Mater Ecclesia: Inocencio III, afio 1198. 304
Tribunal de excepción erigido sin ningún aviso y, al dia siguiente de su invención, erigido en tribunal de instancia ordinaria. La Inquisición delegada: después de Domingo Tanto peor para el equilibrio de la cosa bien dicha. Bastan dos pa labras para contar el ejercicio de la potestas docendi antes de que el asunto sangre más de la cuenta. Porque el antes hinchará el después: la Inquisición romana, digan lo que digan los cronistas, absorbe en sus cajones de procedimiento todo cuanto la historia le ofrece. Y esta historia es generosa. El estribillo: la Iglesia instituida, la de los Pa dres y los concilios, tiene el anatema fácil. Con todo, anatematiza el que preferiría estrangular pero no puede. Y es conmovedor presen ciar cómo todos los pertrechos del terror se ajustan como un códi go, cómo la exhortación fogosa y el sarcasmo helado sirven a la su pervivencia y a la penetración. Cree o revienta. Era la forma chocarrera de decir que extra ecclesiam nulla est salus. El inquisidor, como buen policía, lo traduce a su propio lenguaje: cree o te mato. Y Roma, que no es tonta —que, creo yo, no lo ha sido nunca—, encuentra que, Dios mió, esta exégesis no es peor que otra y que, en los tiempos que corren, le hace un gran favor. Tiempos de descreídos. Tiempos de judíos. Tiempos de crítica de la institución por amor a la institución. Tiempos de resurgimiento (por sendas que la ciencia de hoy explora con mucha fortuna) de la gnosis mil veces maldita. Y asi es como los cátaros, dignos primeros en la carrera de la hoguera, y los judíos, pelotón glorioso e impo nente en las celebraciones de la rectitud^ 13), podrían perfectamente no haber sabido nunca, antes de que los inenarrables teóricos de la práctica inquisitorial se lo explicaran, que descendían en línea direc ta de los bravos tacianos(14) o de los gratos escototópicos(lS), y por ello merecían la catarsis final. La Inquisición dominica se asienta sobre el capital logístico del que dispone Roma para la justificación de cada una de sus empre sas. ¿No es avara la Biblia de textos que puedan servirla? La Inqui sición se sirve de la Biblia. El Nuevo Testamento, que logra la ma ravilla de unlversalizar el amor-precepto, maneja, también él, el sar casmo y se complace en relatos de rechinar de dientes, de espada, de fuego y de tinieblas exteriores. Y la comunidad del Cenáculo co noce de antemano, con la belleza del compromiso y la realidad de la jerarquía, la tentación de las exclusiones. Las sociedades civiles, cuya justificación fundamental constitu(13) Rectitud, porque el objetivo de la Inquisición es la pravitas haeretica y, de estas dos palabras, pravitas es el sustantivo. (14) O tacinianos, discípulos de Taciano que no comían carne, contraviniendo así [as tradiciones de sacrificios y las costumbres omnívoras del apóstol Pablo. (15) O circoncelianos, que se suicidaban... por gusto, si hemos de creer a la tra dición patrística e inquisitorial. 305
yen los libros santos, admiten, un año con otro, la teoría de las dos espadas y tocan alegremente la musiquilla de la permeabilidad de po deres. Arriba y abajo de la pirámide feudal —y real— la salvación circula con la fluidez de la moneda. Pero las sendas de la salvación y las del dinero —o de su falta— determinan, del modo más natu ral, las lineas de progresión de la herejía. Inútil referirse aquí, una vez más y banalizándolo, al problema total que Papado y Francia del Norte resuelven en el Midi a golpes de miserere: ésa ya no es la historia de la policía de la fe, sino la de su ejército. No. Lo que deja una huella de una profundidad pasmosa en la historia de las ideas no es tanto el aplastamiento militar del Midi como la presencia in sidiosa, multisecular, de la mirada inquisitorial sobre épocas enteras de la existencia y la extensión de Europa. La Inquisición delegada detenta, como su nombre indica, el po der pontifical pleno y soberano en las regiones en las que se instala sobre todo cuanto concierne a la fe. Este poder se recibe siempre que la coyuntura histórica, el juego de alianzas, la realidad socioló gica en una palabra, lo favorecen. Poder que generalmente se sopor ta incluso cuando vínculos de señorío, una especificidad económica, un movimiento de rebelión, parece, deberían provocar su rechazo. Y es que la Inquisición delegada dispone de un medio cuyo impacto «epistemológico» (si la palabra gusta, conviene) es colosal. Este me dio es el entredicho. Por ahí empieza todo. Por ahí vuelve a empe zar todo cada vez que los pueblos se ponen a temblar. Por ahí ter minará todo el día en que, unos tras otros, aprendan a mofarse de las cóleras pontificales. Mientras tanto, he aquí el funcionamiento de esta máquina de guerra. El papa —o su legado— nombra un inquisidor y lo envía a tal reino. El inquisidor se presenta al rey y le presenta sus cartas cre denciales. Lo exhorta a que lo considere como su servidor y a pres tarle, llegado el caso, consejo y ayuda. Dicho esto, agrega el rosario de amenazas. Sepa el rey, sepa el señor que, en virtud de las dispo siciones canónicas, está obligado a aportar ayuda y socorro, si le in teresa ser considerado como un fiel y evitar las sanciones jurídicas pontificalmente previstas contra los príncipes infieles. El rey com prende perfectamente este lenguaje que evoca transparentemente el granizo del entredicho o, peor, la plaga de la excomunión. El entre dicho a una ciudad o a un reino (cuyas autoridades decidieran obe decer las órdenes inquisitoriales) tiene como efecto la paralización de toda vida sacramental y litúrgica. No más misas, ni bautismos, ni bodas, ni extremaunciones, ni entierros. No más actos contrac tuales de ningún tipo, ya que las funciones notariales se ejercen in nomine Domini. Basta de detalles: el entredicho paraliza la vida eco nómica, mercantil, cotidiana del Estado o la ciudad que lo soportan porque elimina la indispensable articulación del aparato fideistico, que está total, íntegramente admitido por el pueblo. Incluidos los he rejes, aunque critiquen la legitimidad teológica de la Iglesia o sólo su arraigo ético y político. Y eso no es todo. Como la pena canónica puede afectar a la au 306
toridad, tiene como efecto desligar ipso facto al pueblo del vínculo de fidelidad. En una palabra, y llevando las cosas al extremo, los pueblos pueden perfectamente desposeer a sus señores de todo po der y darse otros amos sin cometer felonía. De entrada, Roma juega con el terror. Y parece evidente que esta amenaza haya podido funcionar de lleno mientras los corazones no lograron liberarse del dominio biblico-pontifical. Volvamos a nuestra historia. Y admitamos, sensatamente, que el rey o el señor prometa al inquisidor ayuda y socorro. Las cosas se precisan de inmediato. El inquisidor pide —y obtiene con toda na turalidad— salvoconductos para sí mismo, su comisario, su notario y su escolta armada. Pide además que se envíen cartas a los oficiales de la autoridad civil para que se sometan todos al inquisidor (so pena de cóleras reales y pontificales) en su tarea de búsqueda y per secución de los herejes, de quienes creen en ellos, los ocultan, los pro tegen, los defienden, de todos aquéllos que son acusados de herejía. Es importante señalar que el inquisidor no se presenta a la jerar quía eclesiástica del lugar hasta que no ha conseguido la protección civil. Los metropolitanos son «invitados» a colaborar con un hom bre revestido de poderes pontificales cuyo ejercicio garantiza el po der real o feudal. El inquisidor dispone de un medio para conven cer, eventualmente, a un obispo reticente: por medio del entredicho puede llegar a privar a una ciudad de sede episcopal. Con los dos poderes —pontifical y civil— en la mano, la escolta inquisitorial en plaza y los oficiales avisados, comienza la investiga ción. El pueblo es conminado a denunciar, a entregar a los herejes, a los herejizantes, a los sospechosos, a todos aquéllos cuya forma de vida o de pensar se aleja, a poco que sea, de lo común; a detectar, en suma, la más mínima rareza, el menor signo de anormalidad e informar de ello. Para los que denuncian, indulgencias. Para los que colaboran físicamente en las detenciones, aún más. Para los denun ciados... ¿Hace falta algo más para asegurar a la Iglesia el éxito de la empresa inquisitorial? La historia prueba que no. Puesto al rojo por los sermones de los inquisidores, por el despliegue litúrgico de su fuerza colosal (doblar de campanas, resplandor de velas en señal de duelo, catafalcos y cadalsos, cortejos, mitras y hábitos de peni tencia, amenaza de las llamas del infierno, promesas de remisión de los pecados para los que denuncian, gritos de clemencia para los que se denuncian), el pueblo tiembla y murmura, busca e inventa, des cubre y denuncia y, finalmente, se desgarra a sí mismo. Los enemi gos arreglan a golpe de denuncia los desacuerdos notariales que los notarios no habían arreglado. Se disfrazan de relatos de herejía, de magia o de demoniolatría querellas matrimoniales o deseos de heredar(16). Y en el lamentable maremágnum, herejes, judíos, «diferen tes», se defienden o se entregan, resisten o se «normalizan», huyen o (16) ¿Cuántos procesos a «los cadáveres» con el único fin de condenar al difunto para expoliar a sus herederos? Porque, en materia de herejía, la confiscación es el co rolario jurídico de la condena. 307
sucumben. Pero, paralelamente, se anuncia el procedimiento, se en durece el tribunal, se envenena la cuestión. ¿La sospecha? General Y hay que ser muy insensato para buscar en esta sociedad medieval —¡y renacentista!— que, se dice, integra a sus locos y folla con ardor bajo el sol de mediodía, el modelo de una felici dad animal (entiéndase: humana) y la frescura primaveral de una eterna carcajada. Porque, gracias a una confusión sabia y sabiamente alimentada por la escolástica, que hace de ella el eje de su «filosofía del derecho», la ética se confunde intimamente con lo fideístico en la diversificación li teraria, retórica, pastoral del lenguaje teológico e inquisitorial. ¿Había otro lenguaje instituido que no fuera éste durante esos siglos? El entre dicho, cuando el obstáculo al ejercido de la ínquisidón es de peso. La excomunión, a la que acompañan la prisión, la tortura, la hoguera, cuando la institución funciona. He aquí toda la historia para quien le dé por reír demasiado fuerte o por torcerse una pulgada del camino recto. Es de buen tono alegar, cuando se llega a la evocación indispen sable de estos jolgorios, el carácter arcaico, visto desde aquí, del tri bunal inquisitorial. De hecho, se dice, la Inquisidón es un producto de su tiempo, y aquel tiempo era cruel. Con este argumento, la In quisición romana se ha sustraído más de una vez al análisis serio de los historiadores. Ocurre, simplemente, que este argumento es falso. El estudio comparativo que se puede establecer de las distintas «ins tancias» jurídicas que coexistieron en lugares idénticos pone en evi dencia el carácter absolutamente arcaico (entendámonos, en relación con aquel tiempo, no «visto desde aquí») de la empresa inquisitorial. Centrar todo el procedimiento en la confesión es la especificidad de los inquisidores. Teorizar sobre la tortura, aplicarla a la par que se admite, con toda la oficialidad del mundo, el no-valor de las confe siones que arranca(17), también es cosa suya. Y si la práctica de de senterrar a los muertos para someterlos a juicio no fue inventada por los hijos de Domingo, ellos la integraron en su caro oficio y teo rizaron profusamente sobre ella. Práctica-teorización-legitimación, los tres términos se organizan en perfecta sinonimia. Un nuevo argumento, por si hacía falta, para sos tener la adecuación histórica de nuestro propósito inicial. Es ejemplar esta institución que injerta en las parábolas del Evangelio cada uno de sus latidos. Que no aprieta las clavijas ni estira un punto el potro sin que el notario mida la distancia, anote la sonoridad del grito o la gro sería del blasfemo. Decirlo todo. Anotarlo todo. Hasta la obsesión. Como se puede decir todo, todo se puede anotar cuando el estatuto del aparato policial es tal que domina sordamente a cualquier otra instancia. Pero aquí está el acusado frente a su juez. Ya tenga que respon der por haber solicitado el consolament, dado refugio a un simpa tizante de herejía, insistido en que «eppur si muove» o haber ence(17) Sería preciso poder transcribir integramente, sobre este particular Manual, edición citada, p&gs. 158-164 y 207-212. 308
rrado al diablo en un frasco (18), el guión es el mismo e idéntica la actitud del juez. «Que pueda el inquisidor decir con el apóstol: “as tuto, por la astucia te he cogido”» (II Cor 12)(19). Esta es la palabra maestra... Y es que «es muy difícil examinar a quienes, frente al in quisidor, no proclaman sus errores, sino que, más bien, los disimu lan. El inquisidor redoblará su astucia y su sagacidad para seguirlos hasta sus reductos y llevarlos a la confesión. Es una gente astuta en las respuestas, porque no tienen más preocupación que eludir las cuestiones para no verse al final acorralados y convictos de error»(20). ¿Se podía salir completamente indemne de ese extraño tribunal? Leyendo atentamente la literatura inquisitorial, se entiende que fuera difícil resistir con algún éxito las astucias de la policía de la fe, ya que la preparación de procesos nos reserva una delicia de ésas... Esta por ejemplo: el acusado nunca sabrá quién lo ha acusa do, ni de qué exactamente. Nunca, so pena de irregularidad, dirá el inquisidor, en el curso del interrogatorio o fuera del proceso, preci siones sobre la fecha o los lugares del o de los crímenes. Al acusado se le interroga sobre la fe en general, sobre sus actividades, sus idas y venidas, sus lecturas, sus opiniones sobre cuestiones controverti das. Porque el interrogatorio nunca tiene por fin establecer la ver dad (determinada, por lo demás), sino siempre y únicamente con fundir al acusado y llevarlo a la confesión. La tortura sirve para eso: para hacer decir al acusado lo que, por otra parte, ya se sabe, o lo que se ha decidido creer por propia cuenta. Ni más, ni menos. Inútil sorprenderse de ello. Ni replicar que ésta es una lectura tendenciosa o vehemente de la Inquisición. La clave de los procesos es la confe sión, no la prueba. Mantener al acusado en la ignorancia total de aquello que, precisamente, se le reprocha es el medio de obtenerla. La detención y la tortura son las formas mayores de esta táctica de ocultación y desgarramiento. La prisión, el muro, el fuego, la cele bración en la carne doliente de la palabra por fin pronunciada. No es culpa de los inquisidores, sino, a menudo, de las interfe rencias «providenciales» de otros poderes en el dominio inquisito rial, si los procesos se prolongan. La máquina policial debe, normal mente, girar a pleno rendimiento, tan grande es la tarea y tan fun damental lo que está en juego. Asi pues, de maravilla en maravilla, será posible no ofuscarse al ver que un capítulo del Manual de pro cesamiento, titulado Obstáculos a la rapidez de un proceso, conlleva unos cuantos subtítulos: «El número excesivo de testigos»; «La ad misión de un defensor»; «Las seis formas de ocultar a un denuncia do el nombre de sus delatores»; «Cómo evitar la recusación por ene mistad mortal»; «La evasión del denunciado»(21). Arcaicos siguen (18) «Tampoco hay que encerrar a los diablos en irascos, si se quiere escapar al brazo secular», M anuel, pág. 71. (19) M anuel, p ig . 130. (20) M anuel, pág. 126. (21) M anuel, págs. 142-152. En lo sucesivo, todas las citas se referirán a estas pá ginas.
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siendo el proyecto total, absolutamente. Más que la sangre de los tor turados, los grillos de los presos y las carnes de los quemados, la glacialidad policial de este capitulo —el del miedo que atenaza a veces al juez inquisitorial— muestra que no estamos ante un capricho de la historia, sino ante la historia ejemplar de la teorización perfecta —y perfecta para siempre— de la represión ideológica. El número de testigos, en primer lugar. £1 Manual de procedi miento es, sobre este particular, de una claridad diáfana: la multi plicidad de testigos es superflua «cuando un acusado, convicto de cul pabilidad por tres, cuatro o cinco testigos válidos, pasa de las con fesiones a los términos de delación. Y esto, admita o no el acusado haber confesado». De una lógica glacial: el acusado, como se recor dará, no sabe por qué ha sido denunciado, ni por quién, ni de qué se le acusa. Inútil, en ese caso, «escuchar a la defensa ni interrogar a otros testigos. Se pronuncia la sentencia y se imponen las penas». Si el acusado sólo ha podido ser confundido por unos pocos tes tigos y no ha hecho las confesiones, totales o parciales, le queda al inquisidor la posibilidad, «para convencer al acusado de su crimen, de interrogar con la máxima habilidad a varios testigos de creencias firmes». Estamos obligados a entender: dos testigos bastan en el pri mer caso. En el segundo, el inquisidor sabe cómo interrogar a bue nos creyentes de faena para convencer al acusado. Hay que señalar, sobre este aspecto capital del procedimiento, que la Inquisición obli ga canónicamente a los testigos a declarar bajo juramento; que na die puede escapar a la obligación de testimonio; que no declarar es ya favorecer la herejía, es ser ya, ipso f acto, sospechoso de herejía. Pero la policía tiene un gran corazón cuando precisa: «Con todo, aquel que no hubiere denunciado a su cónyuge, o a un miembro de su familia, o a un amigo, no será perseguido como benefactor de la herejía, sino más bien como contumaz, ya que habrá desobedecido la orden inquisitorial». Si sabemos que los contumaces tienen dere cho a juicio y excomunión, se adivina la sutileza de los escrúpulos inquisitoriales. Pero, ¿qué ocurrirá con las delaciones que formula rían o los testimonios que aportarían los excomulgados o cómplices del acusado? Ningún problema: «Excomulgados y cómplices son tes tigos válidos en un procedimiento inquisitorial». Eymerich dixit, que funda su bella respuesta (asi precisada: «Si son de cargo») en un mon tón de textos conciliares y pontificales. Es, de todos modos, bastan te difícil de digerir. Para ayudar a la digestión, la edición oficial del Manual de procedimiento glosa lindamente: «Para que el crimen de herejía no tenga ninguna posibilidad de quedar impune, nadie, sea cual sea su delito, debe ver su testimonio afectado de nulidad». Nin guna ambigüedad en esto. Perjuros («si cabe pensar que declaren por el bien de la ortodoxia»), infames, criminales, todo el mundo aporta su testimonio. ¿Y los siervos? «El crimen de herejía es de tal grave dad que incluso los infames y criminales son admitidos a declarar. Por esta misma razón, a los siervos se les permite testimoniar contra sus amos». En el siglo xvi, la Inquisición glosa maravillosamente esta flor del Manual de procedimiento: «Se utilizará con circunspec 310
ción los testimonios de los siervos, ya que generalmente son de una malevolencia extrema hacia sus amos. En sentido opuesto, es licito torturar a un siervo que se muestre reticente a denunciar a su amo». ¿Una luz en la noche? Se recusará el testimonio del enemigo mortal del acusado. Pero el testimonio de cargo de un hereje es válido. Lo es también el del cónyuge o el hijo del acusado cuando lo hunde, no lo es cuando le sirve. Está dicho todo... La serie de argumentos concernientes al buen uso de la defensa se organiza en un hilo discursivo de conmovedora sobriedad. Con ceder una defensa al acusado es «causa de lentitudes en el proceso, retraso en la proclamación de la sentencia». Sin embargo, el aparato sumarial afína la doctrina y establece dos eventualidades: El acusado, convicto o no por los testigos, hace confesiones que corresponden a la materialidad de las delaciones. Inútil en ese caso, sean cuales sean sus protestas, asignarle un abogado para que hable con los testigos o los delatores. La confesión, cualesquiera que sean los medios utilizados para obtenerla, constituye la prueba por excelencia. El acusado niega su crimen, presenta testigos que le son favora bles y exige ser defendido: «ya se le crea inocente u obstinado, im penitente o malvado, tiene que poder defenderse. Se le concederá una defensa jurídica». El inquisidor es quien escoge el abogado. ¿Su papel? «Presionar al acusado para que confíese y se arrepienta, y so licitar una penitencia por el crimen que ha cometido.» Acusado y de fensor sólo comunican en presencia del inquisidor. Absolutamente arcaica la reducción —cómica, si lo que está en juego fuera menos divertido— del papel de la defensa a defensa del interés superior de la Inquisición. ¿Y las seis formas, armoniosamente ligadas a la recusación por enemistad mortal? Del secreto del sumario, del anonimato de la acu sación ya hemos hablado, pero hay que insistir sobre ello porque constituye el eje del capitulo más absurdo del absurdo procedimien to inquisitorial. Le queda al acusado, supremo refugio, un solo me dio de aflojar el torno: la recusación. Pero resulta que «nunca se re cusa a los testigos en el procedimiento inquisitorial, salvo en el caso de enemistad mortal. Sólo se recusa el testimonio de un enemigo mortal, el testimonio de quien, quiero decir, ya ha atentado contra la vida del acusado, le ha jurado la muerte o ya lo ha herido. En ese caso y sólo en ese caso, habrá que presumir que el testigo, que ya había tratado de arrebatar la vida física al acusado hiriéndolo, sigue en el mismo proyecto imputando a su enemigo el crimen de herejía». Las seis formas tienen, pues, una sola y única finalidad: pre venir la recusación, llevar al acusado a consideraciones y afirmacio nes tales que sea —ignorando siempre los nombres de los delato res— jurídicamente incapaz de recusar al acusador. Seis formas, seis conmovedores resplandores para una glosa de los métodos policia les de todos los tiempos. La cuarta(22), a prueba. Ni la más fina, ni (22) El M anuel habla, sin embargo, en la «cuarta forma», de los nombres de los de latores. Pero el lector del M anuel ya ha aprendido antes de llegar ahi que el inquisi-
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la más caritativa, pero, sin lugar a dudas, la más... sacerdotal: «Al final del interrogatorio, antes de que se asigne un defensor al acusa do, se le preguntará sobre los testigos cuyas declaraciones han sido más graves, y esto en los siguientes términos: ¿Conoces a Fulano de Tal? El acusado responderá si o no. Si dice que no, luego no podrá hacer recusar id testigo, so pretexto de enemistad mortal: ¿no acaba de decir, bajo juramento, que no conocía a este testigo? Si responde afirmativamente, se le preguntará si ha oido o visto alguna vez al de lator hacer o decir algo contra la fe. Si responde que si, se le pre guntará si es amigo o enemigo suyo, y responderá que es amigo. A partir de aquí ya no podrá recusar ai delator, so pretexto de ene mistad mortal. Pero si responde con la negativa, se le preguntará, de todos modos, si es de sus amigos o de sus enemigos. Dirá que es de sus amigos ya que, de lo contrario, ¿cómo sabría que el delator ha dicho o no ha dicho, o ha hecho o ha dejado de hacer? Y la de fensa no podrá recusar su testimonio. Asi se procederá con cada uno de los testigos. Este método es aún más fino y astuto que el prece dente; por eso se utiliza contra los acusados especialmente astutos.» Absolutamente arcaicas o, más bien, eternas son las considera ciones de la Inquisición en el siglo XVI sobre las seis formas medie vales: «Una norma de buen sentido debe presidir siempre la elección de una u otra de estas argucias: la salvaguardia del delator. Norma de capital importancia ya que sin ella no se ve perfectamente qué pre juicio resultaría de ello para el mantenimiento de la fe en el pueblo». Por supuesto. Se ve mal. Y se ve bien. ¿El obstáculo total? La evasión del denunciado. ¡Ah, la evasión! Permite poner al desnudo, en cuatro palabras, el argumento prime ro y último sobre el que se asienta, como sobre una roca, toda esta triste historia: «El evadido se convierte, por el hecho mismo de su evasión, en un proscrito y, como tal, puede ser condenado a muerte no sólo por el juez, sino por cualquiera. Esto se explica fácilmente. El proscrito ha contravenido las leyes papales o las leyes imperiales, o las dos a la vez. Por este mismo hecho se encuentra en estado de guerra. Con mayor razón, el hereje evadido y proscrito puede ser des pojado de sus bienes por cualquier cristiano. Absolutamente arcaico el mantenimiento en pleno siglo xvi de la total identificación de la majestad divina con la doble majestad —pontifical, imperial— no sólo como frontón «ideológico» para fun dar un derecho, sino también, y sobre todo, como justificación in mediata e inefable de la caza del hombre. Seria tentador salvar a la inquisición con algunas piruetas. El re curso hábil, la perspectiva histórica, con una leve unción, en la ex posición, los sabios cotejos. Seria tentador practicar la autopsia de este monstruo histórico, detectar sus debilidades. Divertido descudor, para mejor confundir al acusado, mezcla deliberadamente declaraciones e inven ciones, complica el relato de los hechos, enreda los datos materiales de la acusación. Con este juego, juega y gana: el acusado nunca podrá establecer una relación lógica entre un nombre y un hecho. 312
brir en sus entrañas la razón y la señal de su propia muerte. Quién sabe si con toda la maquinaria de la exégesis moderna, marxista o dominica, no lograríamos, a través de algún silencio, en el aliento de todo lo no-dicho (como se dice), hacer una gavilla de todo ese montón de papeles, ese montón de cenizas con una buena cuerda dia léctica. Eso no funciona. La institución cuadra con su soporte ideológi co y lo enmarca. La muerte vendrá de otro lado. De los laicos po derosos, cansados a la larga de proteger un poder paralelo y altivo que ya no alimentaba al fisco lo bastante. De todos aquéllos que, aisladamente, escupieron en pleno día sobre la ventripotencia cris tiana. Giordano Bruno y sus bufonadas fueron —en éste y otros as pectos— mil veces más útiles a la historia que Descartes y sus juegos de cajones. Era preciso que toda la
3. E l
o r d e n d e l u n iv e r s o
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por Louis Sala-Molins Coeli enarrant gloriam Dei. Los cielos proclaman la perfección de Dios. Y así es como termina esta historia cuyo umbral (23) per filaba la otra cara de Dios. Todo está, por tanto, perfectamente claro. Un solo Dios. Un solo Creador y Redentor. Con la salvedad de que la proyección eviterna(24) del acto redentor supone la duración, hasta la consumación de los siglos, del combate (¡Iglesia militante!)(25) por la efectividad de la salvación. Es algo admitido en buena teología, sea tomista o (23) Cf. supra: La policía de la fe : la Inquisición. (24) N o c o n fu n d ir « eternidad» (sin co m ien zo n i fin ) y «ev item id ad » (d u ra c ió n in fin ita d e alg o q u e h a em pezado).
(25) Tres Iglesias, juntas, constituyen la comunión de los santos: la de los elegi dos (Iglesia Triunfante, Paraíso), la de las almas del Purgatorio (Iglesia Purgante), la de los justos sobre la tierra (Iglesia Militante).
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escotista, angélica o sutil. Por derecho, el orden del universo, el que proclaman los cielos, está establecido para siempre. De hecho, la rea lidad de las cosas sólo corresponderá al esquema del dogma y del ejemplarismo(26) una vez que la Iglesia esté umversalmente implan tada. Lo que significa, según los doctores, que la efectividad de la salvación reviste la victoria del bien sobre el mal, de la luz sobre las tinieblas, de la razón sobre la sinrazón —que, en el lenguaje pauli no, la razón cristiana sea llamada locura a nadie molesta, ya que cada uno entiende que esta locura es la razón—, de la vida sobre la muerte. Añadamos a esto la victoria de la felicidad sobre el placer, ya que hoy sabemos perfectamente lo que ocultan las ideas de gloria y beatitud y cuál es su infeliz correlación. Es indiscutible que el relato de la empresa cristiana, mysterium fldei, se dibuja mucho mejor que el punteado del mysterium iniquitatis. Francamente: la historicidad de la Iglesia sólo tiene sentido, se gún su propia lógica, apegada al flanco de la historicidad del infier no. Y recíprocamente. En otros términos: las visiones juanistas que los Padres y los concilios, los doctores y los teólogos consideran, a grandes rasgos, como el anuncio profético del gran zafarrancho an terior a Josafat, deberían ser leídas como páginas de «historia con temporánea» (27), como la vida misma, que se dice. Y Juan no es el único que enumera las escamas del dragón o pal pa el filo de su dardo. La Iglesia, le guste o no —seguro que le gus ta—, no encuentra a Dios solo en los albores del Nuevo Testamen to. Jesús arrastra consigo al tentador, al Angel Caído. Y, según con fesión del Verbo, el puesto que le corresponde por la perfección de su naturaleza es colosal: le pertenecen las tinieblas, le pertenece la naturaleza, los aires son su morada, así como las profundidades de la tierra y las entrañas del hombre. Hay que concluir que El es el príncipe de este mundo. Sigamos en teología para seguir siendo comprensibles. Los con cilios ajustaron las cuentas a Manes (28), la Inquisición y el IV con cilio de Letrán a los cátaros(29). pero ni los concilios ni la Inquisi ción podían arrancar de los textos bíblicos, del Génesis a Pablo y el Apocalipsis, las páginas que cubren las gracias del príncipe de este mundo. Sólo una distinción, y de envergadura, entre las doctrinas dualistas (que plantean dos principios creadores antagónicos) y el cristianismo canónico. Los dualismos hacen luchar con armas igua les a los dos creadores. El cristianismo planta la imagen de un prín cipe de las tinieblas derrotado para siempre por la omnipotencia del Verbo. Pero, ¿a quién presta Dios el mundo para garantizar la pro pia posibilidad de la obra de salvación? ¿Resultado? Demonología y pandemonología se organizan en el corazón de (26) Que Buenaventura erige en sistema totalizante, pero cuyo himno de los niBos en el fuego babilónico constituye una bonita propedéutica. (27) Contemporánea para el evangelista, por supuesto. (28) En particular Constantinopla 11, en SS3, pero también Braga, en 561. (29) Letrán IV, en 1215. En los cánones conciliares, la asimilación del catarismo al maniqueismo no ofrece la menor duda. 314
la Cristiandad y contra ella con una riqueza sorprendente de tona lidades, una seriedad magistral y una poesía maravillosamente su til (30). Dejemos de lado a los ángeles, perturbados por la belleza de las mujeres, que se precipitan de los cielos para poseerlas y hacerles parir gigantes (31). Pasemos rápidos sobre esas «almas preexistentes» que, hartas de contemplar a Dios, se vuelven hacia el mal y se desmonomorfosean(32). No hablemos, pudor obliga, de las copulacio nes narcisistas, de los deliciosos incestos de Edén y de Elohim, cu yos frutos constituyen la cumbre de la arquitectura demoníaca(33). Es evidente que la Edad Media canónica ya no quiere transmitir ni siquiera la memoria de las liturgias espermáticas de los barbelognósticos (34). Que, si Dios funda el orden de la salvación y legitima el poder, Belial (para hipostasiarlo, como dice Pablo) funda el del po der y legitima la ciencia. Si Dios crea nombrando (creación lógica), otro ser soberano crea eyaculando. Si el Verbo instaura el orden y las normas de una regeneración neumático-espiritual, Satán impone el orden de una regeneración somático-neumática y su liturgia. Luego, el desarrollo triunfal de la exégesis y la apología permite a las multitudes cristianas, a las que habla que asquear de las obras del principe de este mundo, conocer la naturaleza del Maligno. Exé gesis, apología y anatema consiguen lo que debían evitar: la racio nalización pura y simple de la evitemidad de una hipóstasis del mal. Heredera de una simbología que surge de la noche de los tiempos, la Edad Media rebosa de representaciones artísticas y literarias del Maligno. Del Maligno que triunfa en el Renacimiento y atraviesa la modernidad. El cuerpo, con su maravillosa complejidad, es obra de Dios, mo rada del Demonio. Pero al cuerpo pertenecen todas sus funciones. El dogma, ¿desencarna el Verbo que la escritura encarnaba? Fieles a una filosofía de lo mismo, los gnósticos adornan los cielos inter medios y los aires superiores con espíritus inteligentes que, atojados en cuerpos etéreos, reinan sobre la corporeidad cósmica y humana. Caídos de una grandeza más alta, conservan la huella de la divini dad y la memoria —al menos— de una función creadora. El esperma y su caiisma creador; el flujo femenino y su ritmo zo diacal, obras de Dios, moradas del Demonio (35). Pero al sexo per(30) Conviene dejar a teólogos y exégetas de hoy al cuidado de diferenciar escru pulosamente a los demonios de los diablos, la demonologia bíblica de la angelogia babilónica. Lo que nos interesa aquí y ahora: la huella de un orden distinto del di vino, a rastrear en la Biblia y definitivamente fijado en el corazón de la exégesis y de la historia a secas. (31) Tema del Génesis, cuya exégesis llega hasta Pablo VI. Cf. infra nota 49. (32) Concilio de Constantinopla II, sesiones y discusiones preconciliares: contra los origenistas y ciertos demonólogos. (33) Justin: Livre de Baruch. Y H. Leisegang: Die Gnose, c. 4, Leipzig, 1924 (trad. francesa: Jean Gouillard, Payot, París, 1931). (34) H. Leisegang, nota anterior. (35) No hay ningún problema, si se me permite, con el esperma. Pero, ¿y el flujo? En el curso de la liturgia espermática, la sangre de las menstruaciones es venerada como sangre de Cristo. Dicen: «He aquí la sangre de Cristo». Cuando leen en el Apo31 5
tenecen todas sus delicias. ¿Condena el Nuevo Testamento el sexo para sublimar la caritas? La gnosis inventa un pansexualismo armo nioso que organizan los ángeles caídos —demiurgos seguramente— en una luminosa orgía de copulaciones, incestos y éxtasis. Esta mís tica que confiesa sin rubor el carácter fundamentalmente sexual del éxtasis, la virtud esencialmente creadora y umversalmente primera del sexo está escrita. Los demonios del orden del cuerpo y del orden del sexo, ¿estaban ya ahí antes de que llegara el cristianismo? ¡Bah! Al igual que los Padres amalgaman Biblia y gran helenismo, ios contestatarios acaparan las migajas de la mitología en decaden cia y la cristianizan endiablándola. La Edad Media lo recordará cuando organice la caza del cuerpo y castre sistemáticamente todas las cosas. El mundo y su disposición matemática, obra de Dios, morada del Demonio. Pero al mundo pertenecen todos sus hechizos. Y si la Iglesia —orden de Dios— quiere el poder político en nombre del Ver bo, quienes se atreven a arrebatarle briznas del lenguaje sondean las profundidades del mundo, cuyos movimientos regulan los seres an gélicos. El Demonio extiende su imperio desde las alturas meridia nas hasta el foco de los volcanes. Y si hay un mundo de fumigenaciones, encantamientos y evocaciones de análisis espectral de lo que conviene saber, es la sed de conocimiento lo que se supone que sa tisface al demonio (36), como el Verbo —camino, verdad y vida él solito— satisface la pereza del intelecto. Prometeo contra el Olim po, Lucifer contra Adonais, ¿dónde está, pues, la diferencia? Es que a fuerza de elucubraciones sobre la oposición entre el destino tem poral del hombre (homo viator) y su vocación eterna (beatitudo in patria), la Iglesia, que acapara teología y ciencias (que teologiza), opera una ruptura muy clara, decisivamente clara a los ojos de los hombres, entre una ciencia sagrada y una ciencia no sólo profana, sino diabólica, de tal modo que para ella ¡la apertura es Belial! ¿Será un invento de la Iglesia medieval este cisma trágico? Por supuesto que no, ya que, siempre en buena lógica teológica, el conocimiento de la naturaleza sólo puede ser un don angélico —y el demonio es el ángel al que se interroga—(37) o el efecto de una curiosidad mal sana, ¿inspirada por quién? Y asi, del modo más natural del mundo, este conocimiento de la naturaleza más allá de lo que ella dice de sí misma (perspectiva ejemplarista que reduce a muy poco el campo de calipsis: «Vi un árbol que daba fruto doce veces al año, y me dijo: ése es el árbol de la vida» (Apoc. XXII, 2), lo interpretan alegóricamente como el flujo de la sangre menstrual de la mujer. (Relato de Epifanio, en Leisegang, nota 33 supra, pág. 423). (36) Para que m ih il desideres eorum , queae a d hanc quaestionem spectant». la Sorbona rubrica y firma solemnemente con Gerson, el 19 de septiembre de 1898, los veintiocho artículos de la carta del demonio que ha establecido. Carta cuyo párrafo XVII precisa que con encantamientos, veneraciones y fumigenaciones se pueden ob tener respuestas del diablo, ya que Dios a veces le permite (Deute, XII) acceder asi a las oraciones de los nombres (D irectorium Inquisitorum , II, q. LXIII). Para Satán el próximo birrete de doctor honoris causa de la Sorbona: es de justicia en estos tiem pos epistémicos. (37) i Y responde! Cf. nota 36. 316
la experimentación) muy pronto se atribuye al demonio en la histo ria del cristianismo. Veamos. Nicéforo(38) se queja de los elkesaitas, que invocan a los demo nios y les preguntan lo que hay del mundo y sus secretos... Estamos en vísperas del siglo m. Pero antes, mucho antes, la suerte del Libro de Enoch es, desde este punto de vista, ejemplar. Ejemplar porque hayan tenido que transcurrir siglos para tachar de la lista de los li bros canónicos esta delirante epopeya demonológica(39). ¿Y Tertu liano? rastreando viejos textos, proclama que los demonios son án geles que se precipitaron de lo alto de los cielos sobre las hijas de los hombres. «Para darles la belleza que no tenían, les revelaron los secretos de la naturaleza, el arte de adornarse, las otras artes y la astrología. Abandonaron el cielo para contraer ese matrimonio car nal» (40). Los secretos de la naturaleza. La astrología. Pero también las matemáticas. ¿No está prohibido el cielo, dice Tertuliano, tanto a los matemáticos como a sus ángeles?(41). El conjunto de los Pa dres Apologistas, y con ellos dos colosos —Tertuliano y Oríge nes—(42), saben a qué atenerse: los demonios revelan al mundo, y en este caso a las mujeres, los secretos de las ciencias y las artes. Todo está dicho, querido Giordano Bruno. Hasta Agustín, pasando por Celso, Lactancio y Comodiano, se proclama el carácter espermático de la empresa de Satán; y la gran patrística reúne, sin mu chos escrúpulos, contra la gnosis siempre presente, siempre inasible pero irremediablemente ahí, anatematizada, a los demonios y a las mujeres en una misma condena del conocimiento de la naturaleza por sí misma. Es evidente que durante este largo periodo de lucha contra la gnosis y, por tanto, de-exacerbación del monoteísmo, el viento sopla vertiginosamente en las velas de la pandemonologia. ¿Lo uno y lo múltiple aún y siempre? ¡ Sitio para Agustín. El cual, con Juan Crisóstomo, hace como que se sorprende de que se haya podido hablar de ángeles que joden con muchachas. ¿Cómo podrían hacerlo, si no tienen cuerpo? No pue den en su forma angélica, pero «por Silvanos, faunos amorosos e ín cubos incorporados» si que pueden. Además, tienen cuerpo. Aéreo, pero físico. De lo contrario no estarían atormentados. Ahora bien, se quejan. Son volatilia coeli. Esto en cuanto a sus fantasías sexua les. En cuanto a la ciencia, ésta les pertenece, ya que es un atributo esencial de su naturaleza. En esto no se cede, Escritura obliga(43). Casiano puebla los aires de demonios. El cielo está repleto de ellos. ¿La palabra es demasiado fuerte? Júzguese: «Tanta spirituum constipatus est aer iste». Ejercen su poder sobre los hombres. Pero, seamos serios: más aéreos que terrestres, no tienen bastante espesu(38) Libro V, cap. XXIV. Citado en D irectorium Inquisitorum . (39) Ver sobre ese particular Herbert Haag: Teufelsglaube; pero también, más ex citante y accesible, todo el dossier «Satán» en Lamiere et Vie, 78. (40) De cultu fem inarum, 1.T, 2-4. P. L t. I, col. 1305-1308. (41) Ibidem. (42) En particular en Contra Celsum, P. G., t. XI. (43) D ictionnaire de Théologie Catholique, t. IV, 1, en la noción «Demonio». 317
ra física para permitirse ciertas privacidades con las mujeres (44). Y acerquémonos a la Edad Media. La teología se afína. Paralelamen te, el apofatismo se arraiga. Diabólica o no, la naturaleza interesa. Parece terminada la ¿poca espermática de los ángeles a los que con mueve la belleza de las mujeres. La amalgama de judíos, de ídolos e idólatras y de paganos está hecha, y bien hecha, bajo el genérico «demonios», en esa ¿poca feliz de transparentes simplificaciones. Y cuando sale el sol de las «sumas», los que escriben saben, en ciencia, tener cuidado con las cosas. Ya Agustín, pese a sus silvanos y sus íncubos, insistía en la verdadera naturaleza del pecado de Satán: la soberbia. La Edad Media apenas innova en demonologia: reitera en gran parte las tesis patrísticas y escriturarias. Hasta Tomás de Aqui no, Satán conoce la naturaleza con conocimiento angélico. Pero es el ser del demonio en sí lo que interesa al dominico, es la propia sus tancia del mysterium iniquitatis lo que quiere sacar a la luz. Resu mo. Los demonios son innumerables, un tercio de las estrellas del cielo. Su poder es innegable y su voluntad se obstina en el mal. Bien es verdad, ex genere suo que son capaces de realizar buenas accio nes; pero, deliberadamente, sólo hacen el mal. Muchos de ellos no llegan a hacer todo el mal que quisieran. Aunque tomen un cuerpo humano no pueden engendrar. Un demonio, sucesivamente íncubo y súcubo, ya no puede engendrar. De hacerlo, engendrarían a un hombre, ya que operaría per semen viri{45). No más gigantes, pues. ¿La búsqueda del esperma? Un corolario. La entraña del mysterium iniquitatis es el pecado de soberbia. Con Duns Scoto, creemos oír un eco de la creación espermática cuyo inmenso flujo llenaba la gnosis. Pero la eyaculación se «acade miza»... En dos palabras, la posición del «Doctor Sutil». ¿Es, real mente, la soberbia lo que pierde a Lucifer? ¿Cómo pensar la sober bia sin pensar la concupiscencia? ¿Y cómo pensar la concupiscencia en el intelecto angélico el instante antes de su caída? De una pura volición emana algo que más bien se parece a la lujuria, opina Duns Scoto. Lucifer, ese espíritu de luz, desde que fue creado con pleno conocimiento de la perfección de su propia nasturaleza y de la per fección superior de la de su creador, comenzó a desear a Dios para complacerse en su deseo. Lucifer deseó a Dios, no por Dios, sino por si mismo. Dios se resistió a ese deseo y Lucifer comenzó a odiar lo. De tal modo que el pecado de Lucifer pertenece más a la lujuria que a la soberbia. Caído, el demonio un tanto gnóstico de Duns Sco to sigue siendo el de las Escrituras y los Padres: príncipe de este mun do, capaz de realizar buenas acciones pero haciendo, probablemen te, nada más que el mal. ¿Habrá que concluir, siguiendo el hilo feuerbachiano y, sobre todo, stirneriano sobre los avatares de la teología, que la Edad Me dia exorcizó al demonio... interiorizándolo? Sí y no. Entendemos por ello que, al imponerse desde ese momento el orden divino con (44) Ibidem . (45) Tomás de Aquino, en particular In IV Sententiis, 1, 11, dist. Vil y V lll. 318
todo el aparato ideológico e institucional de lapax christiana, la teo logía puede relegar el problema del anti-Dios a la exigüidad de un pequeño par de escolios. Duns Scoto y Tomás de Aquino liquidan el asunto en pocas páginas y construyen todo su discurso sobre Dios y el bien. Que Tomás —con Agustín, por otra parte... y los Evan gelios— crea en la posesión diabólica (46) en nada cambia el problema. Pero la historia de las ideologías no coincide necesariamente con la de las «sumas». En efecto: expulsados de las «sumas», los diablos con los que, como se recordará, Casiano llenaba los aires, se popu larizan en los exempla y los specula, ilustran los sermonarios, están presentes en las discusiones entre biempensantes y herejes, trepan por los laterales de las catedrales, anidan en los capiteles de los claus tros, hacen cosquillas en los pies al arcángel, construyen puentes; ya no poseen el Mundo, macrocosmos policiado, sino este mundo, es decir, mi escarcela y tu trigo, las alforjas de mi vecino y el madera men de la casa de maese Patelin, el mostrador del comerciante y las velas de sus chalanas. Todas esas cosas que el sacerdote exorciza al bendecirlas. Pero que vuelve a exorcizar, qué curioso, al año siguien te. El demonio está en todas partes. Feo que era, en los siglos xm y XIV embellece: es más el maligno que el inmundo. Asusta, pero le tiran del rabo en las «diabluras», esos «sanfermines» de la demoniomaquia en los que se juega a tener miedo y en los que realmente se tiembla. Simpliñquemos: si los teólogos parecen no ocuparse más de él, la gente sí que se ocupa. A fondo. Hasta que se haga omni presente, y de una sorprendente belleza a veces, en el Renacimiento. Príncipe de este mundo, él lo organiza (contra la ascesis, la renun cia, la contemplación) con vistas a la conclusión triforme cuyas par tes identificaban la vieja patrística y la vieja gnosis: ciencias, sexo, placer. El orden divino se mostró incapaz, con su paraíso al final, de integrar el orden del cuerpo. Y el cuerpo, lastimado por la ideo logía militante, se queja de hambre y se fabrica una Iglesia a su me dida. Cuerpo, placer del cuerpo, ciencia de los cuerpos, inextricable y maravillosamente unidos en tal página de la gnosis, renacen, tras la noche de la Edad Media, inextricable y maravillosamente unidos. Tanto peor para ese sistema cerrado y archicerrado en que se había convertido el cristianismo romano si toda contestación del orden que imponía era designada como una señal del reino de Belial. Y tanto mejor para Belial si, pensándolo bien, se convirtió en la pura ima gen antiteica del hombre que desea, pero triunfa. En pie. Ensorde ciendo a la historia con su grito estridente de rebelión. ¡Pero qué lejos está todavía el Bello Tenebroso, cuyo relato enar bolan Bemard y Scheffer! Mientras dura la noche medieval y Roma detenta la llave de la palabra y el signo, el exorcismo es de rigor. De rigor la inversión de papeles y la confusión de prerrogativas. Ino(46) San Agustín: De spiritu et anima, 27; D e ecclesiasticis dogmatibus, 50 P. L. a. XL, col. 799; t. XLII, col. 1221. Tomás de Aquino: In IV Sententiis, 1. II, dist. VD1, q. 1, a. 5 ad 6um; Sum . Teol., la, q. CXIV, a 1-3.
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cencío VIII, Sixto IV, León X(47) (en plena Reforma) no acaban de lanzar en pos de posesos, íncubos y súcubos a obispos e inquisido res. Leña a esos hombres y mujeres que, despreciando las promesas del bautismo y la salvación de sus almas, «con el consenso de dia blos íncubos y súcubos se entregan a encantamientos, lanzan conju ros, practican escandalosos sortilegios de efectos horripilantes, im piden germinar a las plantas, estropean la uva en la cepa y los frutos en el árbol, vuelven impotentes a los maridos, frías a las mujeres, ma tan a los niños, predicen el futuro, practican la magia de efectos ex traordinarios...». Y etc. etc. Mujeres. Germinación. Magia. Influen cia en la naturaleza y en los cuerpos por íncubos y súcubos inter puestos. La buena y vieja trilogía —esperma, cuerpo, naturaleza— se convirtió en el anuncio de un inmenso prostíbulo: la Iglesia Ro mana. Lástima que Roma sólo se acueste al resplandor de las ho gueras y necesite sangre por las mañanas, pero, a todo esto, ¿qué ha ocurrido con Belial? Suárez, ese gigante de la teología según Tomás, introduce de nuevo a Belial en la buena literatura con todos los ho nores debidos a su rango. Dos libros enteros, el VII y el VIII, de su De Angelis, le están dedicados exclusivamente(48). ¿Para mofarse de sus muecas e ironizar sobre su desdicha? No. Para atribuirle el más delicioso de los pecados que nunca haya podido soñar cometer el más excitado de los nicolaitas: Lucifer deseó frenéticamente la unión hipostática del Verbo de Dios con su naturaleza angélica. ¡Po bre Lucifer! Dios Padre reservaba a la naturaleza humana el privi legio de esta unión. Lucifer nunca se consolará por ello. Pese a su reinado sobre el género humano. Porque, sobre este punto indispen sable al mantenimiento de la institución eclesiástica, la Iglesia no bro mea. ¿La prueba? El concilio de Trento, sesión V, canon I: «El hom bre cayó bajo la autoridad del diablo»(49). Entonces, ¡Dios te guar de, Belial!
(47) Ver la colección de las U tterae Apostolicae que cierra el D irectortum Inquisitorum . Señalemos aqui: un breve de Sixto IV, Sum m is desiderantis effectibus de Ino cencio VIII (1484), otro breve de León X y Dudum u ti nobis de Adriano VI (1523). (48) Ed„ París, 1856. (49) Y Pablo VI, el 15 de diciembre de 1972: «El demonio es un ser espiritual vivo». Lo que causó mucha pena a teólogos católicos y protestantes avanzados, que, poco después, se reunieron en gran número para celebrar una Arbeitsgem eim chaft en la Universidad de Tubinga y llegaron hasta «ein wenig grotesken Situation, das Ernst Bloch den Teufel gegen Herbert Haag óffentlich "in Schutz nahm “..j> (Herder Korrespondenz. 27 de marzo de 1973, p&g. 130). ¿Esto es todo? El muy serio diario Die W elt plantea la cuestión en primera plana en su número del 7 de agosto de 1976: Quid de diabolo? Escritores y teólogos, obispos y neurólogos llenan con sus respues tas toda la página 7; y Belial sale maravillosamente bien parado. En conclusión: la Sorbona tenía razón. Desde 1398. Situación un tanto grotesca: Ernst Bloch tomando abiertamente al diablo bajo su protección contra Herbert Haag.
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4 . D e l c o r a z ó n GRABADO AL CUERPO MÍSTICO: n a c i m i e n t o d e UN ORDEN JURÍDICO
Por Pierre-Frangois Moreau Si es cierto que la teoría moderna del Estado nace con el Leviatán, es sin duda por la fuerza de una comparación: Hobbes piensa la sociedad como un cuerpo político. La metáfora, sin embargo, no era nueva: Occidente la había conocido desde los inicios del cristia nismo. Cierto es que entonces no designaba al Estado, sino a la Igle sia, pero aquella Iglesia era la comunidad entera, y no la sociedad limitada de los clérigos; la asamblea de los cristianos, cuerpo místi co de Cristo, comprende a todos aquéllos que, más tarde, serán miembros del cuerpo político. ¿Hemos necesitado quince siglos de recorrido inmóvil para que una metáfora idéntica se aplique a las mismas personas? De hecho, de unas a otras, inmensos sobresaltos han producido un sutil deslizamiento, desapercibido pero tenaz: la metáfora única ha visto desviado el sentido de su acción. No basta con unir a los hombres para pensar el derecho y la so ciedad: hay que saber, además, en qué lugar y por qué vínculos se les une. Para que haya un origen jurídico, es preciso que al derecho se le reconozca cierto contenido, es decir, que se conceda al espacio en que se desenvuelve un mínimo de legitimidad (incluso limitada o contestada), lo que, a veces, se llama «sociedad civil». Ahora bien, la mayor parte de la Edad Media se desarrolló bajo el signo de una doctrina que rehusaba organizar tal espacio: lo transitorio estaba de masiado reducido a lo esencial para poder siquiera ser pensado. Sólo mucho más tarde se establecerá una filosofía del orden, que recono cerá bastante a los vínculos sociales como para hacer de ellos una teoría. Teoría que será severamente criticada por la constitución de las nociones de soberanía, sujeto y derecho subjetivo, que recons truirán el orden sobre una nueva base: la voluntad de los individuos. El cielo y la Tierra Sería superficial decir que siete siglos fueron agustmianos: hubo las suficientes luchas doctrinales y prácticas diferentes, se dieron, so bre todo, las suficientes situaciones a las que San Agustín no se ha bía enfrentado, como para que la realidad sea más matizada. No obs tante, se pueden deducir ciertos presupuestos comunes, más bien en la concepción del mundo que en las tesis políticas o jurídicas preci sas: en lo que nos fundamos para hablar de una tendencia agustiniana. Recordando en las Confesiones su primera infancia, Agustín agradece a Dios no sólo que le haya dado la vida, sino todo cuanto parece venir de los padres o del instinto: «Fui, pues, acogido», es cribe, «por los consuelos de la leche humana. Pero no era ni mi ma dre ni mis nodrizas quienes llenaban sus pechos. Eras Tú quien, a 321
través de ellas, me dabas el alimento de la primera infancia, según tus designios, que reparten tus riquezas hasta las profundidades de la Creación... Era un bien para ellas el bien que de ellas recibía y del que ellas eran instrumento sin ser causa» (50). La omnipotencia de Dios se afirma en todas partes directamente, y si todas las cosas en este mundo, comprendidos los hombres, son instrumentos sin ser realmente causas, da la impresión de que todo está pendiente de su decisión, constantemente, sin intermediario: no hay naturaleza u or den de las cosas en la economía de la Salvación. El mundo sólo exis te por lo que está por encima de él; pero, sobre todo, no tiene au tonomía, ni siquiera relativa o concedida. San Agustín no se con tenta con afirmar la tesis cristiana de la Creación: le añade una fi losofía de la inmediatez en la que lo creado está tan marcado por su carácter transitorio que sólo tiene ser y acción en la medida en que se relaciona con la causa primera. La creación se hizo de la nada y sigue habiendo casi-nadas por todas partes: comentando el texto del Génesis sobre la creación del cielo y la tierra, Agustín subraya ampliamente que las cosas salieron por la voluntad divina de esa «tie rra invisible», primera creada, materia sin forma, caótica y casi la nada; lejos estamos de la physis griega; las formas que acceden pro visionalmente a la existencia sólo viven bajo la presión o la amenaza de esta casi-nada. La única razón de ser de la tierra, que la separa de la nada, es su relación con el cielo(51). En esta perspectiva se levantarán, en cada sector de las activida des humanas, doctrinas que niegan el derecho de ciudadanía a todo cuanto no va directamente a lo esencial. En cuanto se derrumban el imperio romano y su cultura, estas doctrinas se ponen en práctica y enuncian los principios con arreglo a los cuales se selecciona la he rencia latina. Durante toda la alta Edad Media serán indiscutibles y, aun después, conservarán su vigor durante mucho tiempo: los pa pas subrayan que todo poder, espiritual o temporal, no es válido más que si proviene de ellos, cuyo poder se vincula inmediatamente al de Cristo(52). Un agustinismo literario: en el fondo, sólo se justifica la educación que sirve para el estudio de la Biblia(53). Un agustinismo filosófico: el conocimiento natural es vano si sirve al cultivo de las ciencias por sí mismas: una teoría que se aísla, aunque sea provisio nalmente, de la fe es más peligrosa que útil (54). (50) i, 6. (51) Ibidem , XII, 1 a 9. E. Gilson observa: «Incluso en el orden puramente físico, la falta de eficacia de la naturaleza marca una especie de vacio que la eficacia divina viene a llenar». L ’Esprit de la philosophie médievale, Vrin, 1932, pág. 141. (52) Principalmenmte León Magno (papa de 440 a 461), que es el primero en rei vindicar la plenitudo potestatis; Gelasio que, a fines del siglo v, distingue poder espi ritual y temporal, concediendo sólo al primero la auctoritas; Gregorio Magno (papa de 590 a 604), que teoriza la preponderancia moral del papado en la sociedad. (53) En una carta a Didier, arzobispo de Viena, Gregorio Magno le reprocha que ensefie 61 mismo gramática. Esto no significa, por otra parte, que esta enseñanza sea, en si misma, condenable: el mismo papa dice en otro lugar que sólo deben estudiarse las artes liberales con vistas a la comprensión de las Escrituras. (54) San Agustín proclama la vanidad de las ciencias profanas; pero, antes que 322
¿Hay, en tales concepciones, sitio para el derecho? Veremos na cer un agustinismo jurídico que dará cabida al Estado, al derecho y a la ley en esa filosofía de la inmediatez; para un pensamiento a cu yos ojos el hombre es todo de una pieza, el derecho se desviará ha cia la moral: remitirá a los vicios y a la virtud, a la intención y a la pureza de corazón mucho más que a la realidad social y a la técnica jurídica. La primera consecuencia será, por tanto, el olvido del de recho romano. La segunda es que la sociedad queda reducida al Estado y éste a una función represiva. El Estado no sabría mantener por SÍ mismo su propio valor; se juzga en función de la justicia, que está por en cima de él. Argumento a menudo repetido desde San Agustín: si lo justo, como pretenden los romanos, consiste en atribuir a cada uno lo que le corresponde (suum cuique tribuere), entonces, ¿cuál es el valor de ese Estado que no atribuye a Dios el primer lugar, que es el suyo? (55). El Estado no obtiene su justificación sino de lo que está por encima de él porque no es natural. Esto implica dos con clusiones: 19 Respecto alpoder del Estado: al perder toda racionalidad pro pia, se alista al servicio de Dios de dos maneras: a su pesar, realiza de todos modos los designios de la Providencia; por otra parte, puede ponerse conscientemente al servicio de las leyes divinas. También en política, la tierra se subordina al cie lo. 29 Respecto a las relaciones entre los hombres: si el vértice de la sociedad sólo puede justificarse por lo que está por encima, es que nada hay debajo: en lo profundo, no hay naturaleza social. Las relaciones entre los hombres son demasiado tran sitorias para que exista, de verdad, ese lugar que es la socie dad y en el que podría ejercerse el derecho. Estas cosas no tie nen suficiente contenido para tener un estatuto: casi no son cosas. Si el derecho no está en las relaciones entre hombres, estará en los comportamientos; puesto que hace referir las acciones humanas al Creador, éstas serán juzgadas en función de las normas que él miss o ha enunciado, directamente o no. Lo que hace las veces del de recho es, pues, un conjunto de leyes (y más leyes religiosas y mora les que leyes propiamente jurídicas). Robar, matar, cometer adulte rio, comer carne en Cuaresma o faltar a la caridad son igualmente 'altas contra los decretos divinos; la prohibición y la sanción pueden deducirse a partir de las Escrituras. Por otra parte, muy pronto se elaboró una teoría que permitía poner algo de orden en la multitud es reglas y recuperar ciertas conclusiones de la moral pagana (estoiea sobre todo): Dios ha dado a los hombres, sucesivamente, tres le yes que se suceden sin anularse: la ley natural, anterior al pecado, £ y con más violencia, San Ambrosio atacaba a los filósofos; los antidialécticos de .a Edad Media, como Pedro Damián, se acordarán de ello. C55) La Ciudad de Dios. XIX, 21. 323
pero que sigue siendo válida después de él, oscurecida, pero no de rogada; la ley judaica, fruto de la Alianza con el pueblo de Israel; la nueva ley, de reconciliación, aportada por Cristo. La ley natural es, pues, la única huella de un orden universal ya que es igualmente aplicable a los paganos. Ahora bien, esta ley, co mún a todos los hombres, no se encuentra en modo alguno en las cosas, en el orden social: está grabada en el corazón del hombre. Ya lo había dicho San Pablo, de cuya autoridad harán gran uso los Pa dres: «Cuando los paganos, privados de la Ley, cumplen natural mente las prescripciones de la Ley, muestran la realidad de esta Ley inscrita en su corazón; lo prueba el testimonio de su conciencia, asi como los juicios interiores de condena o elogio que pronuncian unos sobre otros» (56). Volvemos a encontrar, en el mismo fondo de la le galidad, la vinculación insustituible del hombre con Dios por me diación del orden grabado por el segundo en el corazón del primero: último medio de negar el vinculo social, ya que permite inscribir in cluso las buenas acciones de los paganos al servicio de una divini dad que creen ignorar. Parecen prescindir, pero siguen dependiendo de ella. No se trata de una mera cuestión de apologética: la coexis tencia de varias religiones, o de creyentes y no creyentes, suele ser una necesidad que fuerza a las teologías a pensar las relaciones ju rídicas; aquí esta posibilidad está excluida. El recurso a la ley natu ral cierra la puerta al derecho. No sólo respecto a los paganos, sino, con mayor motivo, entre los cristianos. ¿Significa esto que no hay sino vínculos inmediatos entre el hom bre y su Creador, ya que a la ciudad terrestre le falta consistencia? Existe otra ciudad en la que, de todos modos, los hombres se en cuentran: pero no es esa que —más arriba— forman los cristianos en su unidad con Cristo: aquí si hay algo parecido a una sociedad, pero el vínculo que une a sus miembros no es el jus romano, sino el bautismo. Una vez más es San Pablo quien da el ejemplo: «Porque, al igual que el cuerpo es uno y tiene varios miembros», escribía a los cristianos de Corinto, «y todos los miembros del cuerpo, pese a su número, no forman sino un solo cuerpo, asi ocurre con Cristo. Todos, en efecto, hemos sido bautizados en un solo espíritu para for mar un solo cuerpo»(57). Esta afirmación no sólo sirve para trazar una linea de demarcación entre los cristianos y los demás; incluso cuando ya no haya paganos, incluso cuando el imperio haya cedido el puesto a la Cristiandad, subsistirá la distinción entre los dos ór denes: uno, sólido y espiritual, constituido por el cuerpo místico de Cristo: si los hombres se encuentran unidos en él, es en un reino supra-humano; el otro, débil e incierto: el de las apariencias tempora les, en el que los cristianos se adaptan a una ley grabada en ellos en su origen y a otras que les son transmitidas por la Iglesia y el Esta do. Entre los dos no hay un espacio en el que pueda instaurarse un derecho separado de la moral y la religión. (56) San Pablo, Rom., II, 14-15. (57) I Cor., XII, 12. 324
Esta configuración teórica domina los tiempos de Carlomagno y los Otones, penetra todavía en el siglo xil el Decreto de Graciano y los cuatro libros de sentencias de Pedro Lombardo; y, sobre todo, durante mucho tiempo, informa la práctica jurídica. La Cristiandad alimenta una concepción sagrada del derecho. El orden de las cosas Si el agustinismo jurídico pudo satisfacer las exigencias de la vida durante la alta Edad Media, iba a encontrar adversarios desde el mo mento en que se desarrollaran las ciudades, los intercambios y unas relaciones sociales más complejas. En Bolonia renace el derecho ro mano y, paralelamente, se ponen por escrito las costumbres de las distintas regiones. La «sociedad civil» hace valer su autonomía en las estructuras sacrales. La idea de relación inmediata de todas las cosas con el cielo estalla en mil pedazos. Se busca un pensamiento del derecho que encontrará su aparato conceptual en la noción de naturaleza. La mejor expresión es, sin duda, la que proporciona la tesis de un teólogo: Santo Tomás de Aquino. Se ha sostenido que si Santo Tomás reencontró ciertas concep ciones del derecho romano fue gracias a Aristóteles. Al menos, la no ción de naturaleza, prestada por la filosofía griega, le permite intro ducir cierta distancia en la organización del mundo. Dios no actúa s i él siempre directamente: hay un orden de las cosas y, en cada cam po, los acontecimientos se despliegan según un fin propio. Es cierto cae este sistema de fines está, en su conjunto, orientado por la Crea ro n y la Salvación, pero no hasta el punto de borrar cualquier otro significado. El tejido del universo se ha aflojado un poco (58). El primer paso consiste en reconocer la naturalidad del orden so sal. El hombre se agrupa espontáneamente en ciudades. De nuevo se toma el modelo de la Política de Aristóteles: permite relegar a se gando plano la noción de pecado. Los Estados entonces ya no son bandoleros, ni castigos divinos, ni siquiera el mínimo de autoridad necesaria para forzar al hombre a perseverar en el buen camino o a no dar malos ejemplos al prójimo. Se convierten en una forma es pontánea de expansión de la vida humana. «Está en la naturaleza ¿ e l hombre ser un animal social y político» (59), a diferencia de la mayoría de los animales, que están hechos para vivir en solitario. Si ¡k naturaleza, en efecto, ha dado a los animales instintos, medios de defensa o, al menos, rapidez en la huida, «el hombre, en cambio, ha (58) Cf. una vez más, Gilson, que a menudo vuelve sobre este paralelo. Compa rando aquí a Santo Tomás y a San Buenaventura, escribe: «La naturaleza tomista r s tiene nada que no se deba a Dios, pero, una vez constituida por Dios y asistida j c i EL, contiene en si misma la razón suficiente de todas sus operaciones. La natu raleza buenaventuriana no ha recibido bastante imposición de fondos para que la in fluencia divina general pueda dar cuenta de operaciones más elevadas». La philosopb e de Saint Bonaventura, 3.* ed., Vrín, 1953. (59) De Regno, I, 1. 325
sido creado sin que la naturaleza le procure nada de todo esto; pero en su lugar le ha sido dada la razón, que le permite preparar el resto con el trabajo de sus manos, para lo que un solo hombre no basta». El trabajo razonable, propio del hombre, lo destina, pues, de alguna manera, al estado social: el individuo aislado no podría procurarse sólo los medios necesarios para la vida. Pero esto no es todo: no se requiere la comunidad sólo con vistas a la aplicación de facultades razonables para el trabajo, sino también por la búsqueda racional en sí misma. El hombre puede llegar al conocimiento de lo que le es necesario (medicina u otra cosa), «pero no es posible que un hombre alcance con su razón todas las cosas de este género»: una vez más, la sociedad se justifica con rasgos positivos. Hay en el hombre ra zones teóricas y prácticas para vivir en un Estado. Este remite, por tanto, a la institución primera de la naturaleza, y no a una conse cuencia del pecado. La salvación no desaparece del horizonte, pero la búsqueda de las cosas «necesarias para la vida» constituye un fin en sí que requiere medios específicos. Una vez que el Estado ha sido devuelto a la positividad de la na turaleza, el segundo paso consistirá en extraer una función propia del derecho que tenga lugar precisamente en este orden social: la co munidad humana. Por supuesto, Santo Tomás cita, también él, las leyes naturales, pero éstas son del dominio de la moral. El derecho en sí mismo es muy otra cosa: tiene la función, según el axioma ro mano, de atribuir a cada uno lo que le corresponde. Esto implica no ya una colección de preceptos y sanciones, sino un cierto análisis de la realidad social. Así, el derecho matrimonial y familiar ya no se limitará a enumerar las leyes del Pentateuco o las que añadieron los Evangelios, San Pablo y los Padres. Se intentará, por el estudio de los datos naturales, deducir la tendencia inmanente de la institución familiar; se excluirán las desviaciones en las que se pervierte la na turaleza (poligamia, etc.); y sólo sobre una estimación de ese género se podrá leer en el orden de las cosas el fundamento de las leyes po sitivas. Estas seguirán todavía sometidas al cambio, ya que el mismo fin puede, en distintas circunstancias, realizarse por medios diversos u opuestos (asi, la poligamia de los patriarcas judíos no era contra natura). Se observará, pues, por un lado, que el método permite una gran flexibilidad en nombre de la relatividad de las situaciones con cretas; por otro, que esta doctrina, que no pone la ley en el origen del derecho, permite, paradójicamente, multiplicar las leyes huma nas: pero éstas intervienen como consecuencia del derecho. Tenemos, pues, a la vez un lugar donde desarrollar el derecho y un orden en el que se inserta específicamente. La tenaza del cuerpo místico y la ley grabada en el corazón del hombre ha acabado abrién dose. Pero no hay que engañarse: pese a la ruptura con la tradición agustiniana, no se trata de un derecho «moderno», de un derecho de tipo subjetivo. Está enraizado en el corazón de las cosas y el orden humano se integra en la armonía general de la naturaleza; es esta na turaleza, precisamente, lo que le da permanencia y, por tanto, dere cho a ser pensado por si mismo. A partir de ahora se abren las puer 326
tas a un pensamiento de la autonomía. Se puede conocer el derecho sin leer el Evangelio. Sin embargo, incluso si estas tesis tienen un aire más laico que las de San Agustín o sus sucesores, no son en ab soluto incompatibles con la religión; pero implican una distinción en tre el orden natural y el orden sobrenatural y confieren al primero, aunque se trate de cosas transitorias, el mínimo valor necesario para que las relaciones entre los hombres puedan erigirse en orden. En el marco de este orden pueden insertarse las leyes positivas, cuya existencia, como hemos visto antes, justificaba la doctrina. La ley se define como «una ordenanza de la razón con vistas al Bien Co mún, establecida por quien tiene a su cargo la comunidad y promul gada» (60). Se trata de la razón, y no de la voluntad: el principio de la ley se lee en la naturaleza de las cosas, y no en la voluntad hu mana; ésta es, pues, en primer lugar, un acto de la inteligencia que percibe el objetivo de la ciudad: el bien común. Cierto es que hay una parte de contingencia en la ley definitiva, en la que interviene la voluntad de quien la promulga. Pero es relativa. Esas leyes son a la vez conclusiones de un orden natural y obra del hombre: no están por ello manchadas con el pecado, siempre que hayan sido bien he chas. Y tocamos aquí otra consecuencia; si el que está encargado de establecer y promulgar las leyes lo hace mal, es decir, se comporta como un tirano, ¿qué hay que creer? Santo Tomás adopta una pos tura matizada, pero admite que, en ciertas circunstancias, puede ser expulsado. Nueva demarcación respecto al agustinismo: para éste, en el fondo, todas las leyes humanas son equivalentes, y si la Iglesia puede excomulgar y deponer al rey como a cualquier otro cristiano, los súbditos, por su parte, deben obedecer las leyes, cualesquiera que fueren. La desobediencia al rey excomulgado es un deber religioso y no un derecho político. Por el contrario, el tomismo, fundando la sociedad sobre el orden natural, permite condenar el poder que se aparte de éste. Se puede, por tanto, desde ese momento, perder la dirección del Estado por razones temporales. Se puede evaluar lo que separa esta doctrina y la ideología que por ella se hace coherente de las que durante tanto tiempo habían impuesto su norma. Pero hay que mostrar igualmente lo que las se para del individualismo moderno. No es, simplemente, el hecho de que subsista un orden sobrenatural por encima del orden natural: lo mismo podríamos decir de Suárez, de Grocio o incluso de Hobbes. La diferencia se debe más bien a esto: en Santo Tomás, la natura leza, el orden remite a vínculos entre todas las cosas que nunca lle gan a concentrarse en un solo punto; la importancia acordada a los individuos (y es grande) nunca conduce a olvidar sus relaciones con unos todos que están por encima de ellos. ¡Por eso! a) Cualquiera que sea el valor propio de la ciudad o de la ley, la noción de soberanía está ausente del sistema: el poder de dar o quebrantar la ley es demasiado absoluto para encontrar (60) Sum a Teológica, la, Ilae, qu, 90. 327
su sitio en la organización de los fines que fundamenta al go bierno. El que promulga la ley tiene una parte de iniciativa, pero no puede actuar arbitrariamente: está ligado por la bús queda del bien común; b ) el orden de las cosas no está sometido a la voluntad indivi dual; ésta última no es, por otra parte, el poder radical de ins taurar un orden nuevo que llegaría a ser más tarde: no es más que el vértice de una jerarquía bien regulada de apetitos. No es el acuerdo de los hombres lo que fundamenta el derecho a la existencia de la ciudad: la cuestiónale saber lo que hace de un pueblo un pueblo no tiene sentido desde el momento en que se contempla ese pueblo como una realidad natural: éste preexiste a los individuos que lo componen. Este pensamiento del orden y la disposición de los dominios, que encuentra su mejor expresión en Santo Tomás de Aquino, impregna toda la gran ¿poca de la Edad Media: encontramos la misma ten dencia no sólo en el renacimiento del derecho romano (que culmina con la Gran Glosa de Acursio), sino también en el pensamiento de Sigerio y en la arquitectura gótica(ól), y unos años después en el mé todo de Bartolo y los posglosadores. Si los discípulos de Santo To más adoptan posiciones diferentes con ocasión de los grandes con flictos que dividen a la Cristiandad, conservan al menos su método; Juan de París, que modificará sus conclusiones al servicio de los re yes de Francia, recurre a la distinción entre dominios espiritual y temporal para acabar de arruinar el agustinismo político. Si después de él hay aún partidarios de la teoría de los dos espadas (62), es para interpretarla en un sentido muy restrictivo; ésta no permite más que un dominio indirecto, ocasional de lo espiritual sobre lo temporal; su autonomía esencial permanece incuestionada: y es porque se ha bía alcanzado un punto de no retomo. El sujeto** del derecho Pero, a medida que se instalaba el orden del apogeo de la socie dad feudal, las fuerzas de su disolución se ponían en marcha. Cre cimiento del Estado, importancia de los comerciantes y los parla mentos, nacimiento del individualismo, todas esas fuerzas socavan el mundo en el que viven. Se elabora otra ¿poca: la de la soberanía y el derecho subjetivo. Serán precisos varios siglos, de Nogaret y Fe lipe el Hermoso a Bodino, y de Duns Scoto y Guillermo de Occam a Suárez y Hobbes para esbozar definitivamente su imagen, pero a partir de la época a caballo entre el siglo X III y el xiv se inicia su constitución. Por un lado, los legistas de Felipe el Hermoso, afirmando el po (61) Cf. E. Panowski: Archilecture gothique et pensée scolastique, Ed. de Miouit, 1967; A. Scobeltzine: L ’a rt féodal et son enjeu social, N.R.F., 1973. (62) Cf. «El Sacro Imperio». * «Sujet», en francés, significa tanto «sujeto» como «súbdito» (N. T.).
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der absoluto del rey, extendiendo sus poderes contra la Iglesia y el feudalismo, justificando todas sus decisiones(63), contribuyen a crear la idea de una autoridad suprema del Estado, del que emanan leyes válidas para todo el territorio nacional y que, por otra parte, sólo depende de esta autoridad (cuestión que originó la lucha entre el rey y el papa Bonifacio VIII) (64). Por otro, en la misma época se comprueba un hormigueo de mo vimientos diversos, imbricados y caóticos: municipios, corporacio nes, multitud de cartas y contratos jurados, compromisos y derechos adquiridos, usurpaciones y defensas de colectividades, nacimiento de la representación política(65); tantas prácticas jurídicas reales, que son permitidas, sin duda, por la filosofía del orden, pero que se eman cipan de ella, la sobrepasan y la sacuden: en lugar de una armonía jerarquizada surgen iniciativas múltiples que provienen de los pro pios agentes, ciudades, grupos sociales o individuos. El orden se des hace tanto por abajo como por arriba. La revolución teórica que se encargará de tener en cuenta esta doble evolución histórica se hará con toda naturalidad bajo el signo del nominalismo. Mientras los conjuntos reales se descomponían, la filosofía descomponía los conjuntos lógicos: la especie, el género, no existían, sino sólo los individuos; asimismo, la ciudad, para Guiller mo de Occam(66) y sus discípulos, no tienen existencia real, sino que se reduce a los individuos que la componen. Entre sus suceso res, algunos podrán criticar el nominalismo lógico (será el caso de la segunda escolástica, en el siglo xvi), pero conservarán el nomina lismo jurídico: el todo ya no preexiste a las partes; las ciudades exis ten realmente, pero están formadas por individuos que son sus rea lidades originarias. De este origen hay que deducir el resto. El derecho natural, en el sentido de Santo Tomás, se desmorona lentamente: en efecto, si todo cuanto sobrepasa a los individuos se hace impensable, un orden que los envolviera naturalmente para asignarles un puesto en la naturaleza y la ciudad ya no tiene razón de ser. En su lugar vino a prepararse la ley concebida como manda miento y no ya como consecuencia de la naturaleza de las cosas. Mandamiento de Dios en Duns Scoto, en el que aún se oyen ecos agustinianos; mandamiento de los soberanos más frecuentemente, en la medida en que el Estado acapara cada vez más la autoridad. En cierto sentido, esta variación puede parecer un paso hacia atrás: la (63) Cf. el axioma «q u o d p rin cip i p la cu it legis habet vigorem a u t valoran» (lo que al principio parece bueno tiene valor y vigor de ley). (64) Felipe el Hermoso se negaba a que saliera del reino el dinero que provenia de los impuestos vertidos a la Iglesia. (65) Ver el análisis de G. de Lagarde en L a N aissance d e l ’e sprit /dique, t. IV. (66) Occam es un poco el teórico de todas las oposiciones que se manifiestan en los albores del siglo xiv: convocado a Aviftón porque sus tesis filosóficas parecen he terodoxas, llega a la ciudad en el momento en que los dirigentes de su orden entran en conflicto con el papa sobre la cuestión de la pobreza; huyendo con ellos, llegará a la corte de Luis de Baviera, a cuenta del cual llevarán la defensa del imperio contra las pretensiones de la Santa Sede. Filosofía, teología y política se conjugan en ¿1, uni das por la cuestión del sujeto. 32 9
reducción del derecho a la ley repite, desplazándolas, las doctrinas de la alta Edad Media. Pero, al mismo tiempo, vemos afirmarse, en la teoría, los múlti ples derechos de los gobernados, que no se encontraban en el agustinismo; frente al poder creciente del vértice de la sociedad (y más del vértice temporal que del vértice espiritual), su base adquiere cier to vigor jurídico: todos sus miembros son sujetos de derecho, no sólo tienen en su corazón la ley natural, sino también, en su individuali dad, derechos naturales. Y en primer lugar el primero de todos: el de poseerse a sí mismos; cuando este tema haya adquirido suficiente amplitud a él se vincularán todos los demás. Así, la palabra jus co bra un nuevo sentido, que ya no es el de repartición objetiva y justa de las cosas (id quod justum est) que tenia para los romanos y San to Tomás, ni el de poseerse a sí mismo: cuando, a partir de enton ces, este tema haya prendido en el poder del individuo, será no su poder puramente físico, sino un poder de orden moral (potestas o facultas moralis, dirán Driedo, Suárez, Grocio). Una vez que el an tiguo conjunto natural de la ciudad sea así diseminado en individuos se planteará el problema del vínculo jurídico. ¿Cómo reunir a esos sujetos provistos de derechos, que tienen, cada uno de ellos, poder originario sobre el mundo? Ya que, al fin y al cabo, hay que hacer lo, aunque sólo sea para aprobar esos contratos que se multiplican y organizar esas reuniones de estados, esas reuniones de oficios, esas delegaciones que hacen la sociedad civil cada vez más compleja y que le confieren cada vez más peso político. Asi, pues, hay que con seguir pensar un nuevo tipo de orden que no sea ni la simple inme diatez ni la naturaleza. Veremos entonces a la vieja metáfora del cuerpo político llama da a volver al servicio, pero de un amo muy distinto del de sus co mienzos. Ya no designará la comunidad de los bautizados, sino el conjunto de los sujetos jurídicos. Los hombres sobrepasan el orden común de la naturaleza ya no en el terreno de la Salvación, sino en el del comercio. Y hay que entender «místico» como opuesto a «fí sico» (67): porque el cuerpo del individuo o el animal está inscrito en la naturaleza de las cosas, mientras que el de la sociedad no tiene esta referencia: es obra de los sujetos. Éstos, en la naturaleza, están separados, como lo estaban en el pensamiento de la inmediatez, de Agustín a Pedro Lombardo; pero si en ambos casos se encuentran reunidos, de todas formas, en un lugar distinto de la naturaleza, se trata de lugares diferentes, incluso si una única imagen los revela. Era la relación con el creador lo que organizaba la ciudad celeste, mientras que el derecho se diluía en una moral de intención y com portamiento individual; ahora, en cambio, se produce lo contrario: el derecho adquiere una autonomía y una laicidad cada vez mayo res, hasta el punto de que la política acabará por ser pensada baje categorías de derecho privado (de sujeto del contrato) y, durante ese (67) La prueba está en que Suárez utiliza dos términos para designar a la comu nidad en la que se ejerce el poder del Estado: Corpus m ysticum y persona fleta. 33 0
tiempo, los vínculos de la criatura con el creador tienden a conver tirse en un asunto individual; los tiempos del nacimiento del sujeto jurídico son también los de la devotio moderna, en los que la mistica relega a segundo plano la preocupación por la ciudad celeste. De manera que nunca se subrayará lo bastante la importancia del desplazamiento que afecta al cuerpo místico. No sólo remite a los acontecimientos que se produjeron en las instituciones (y son in mensos), sino que, sobre todo, indica cómo la ideología toma en cuen ta esos acontecimientos. La persistencia del término oculta y revela a la vez la revolución teórica: lo que antaño remitía al atomismo es piritual y a la nada jurídica sirve ahora para pensar una unidad po lítica fundada en el atomismo jurídico. El Estado, de mal necesario ha pasado, en quince siglos, a co munidad perfecta. Cierto es que esta comunidad tomará fuerzas para existir muy distintas unas de otras: la misma ideología inspirará doc trinas de conclusiones a menudo opuestas. En Bodino, toda la so beranía está concentrada en la figura del monarca, y la distinción en tre el Estado y una comunidad como la familia no está claramente marcada. Suárez, por el contrario, hace la distinción^ pero el teólo go jesuíta aún admite una limitación de la soberanía por el poder indirecto del papa. Hasta el pensamiento de Hobbes, el carácter ar tificial del Estado no se asocia al poder absoluto que se le reconoce. Seguirán otros reajustes, de Locke a Rousseau. Pero, sean cuales fue ren las divergencias de estas doctrinas entre ellas, nacieron todas, en la raíz, a comienzos del siglo xiv, cuando los franciscanos asilados por Luis de Baviera soñaban con otro orden del mundo.
BIBLIOGRAFIA A r q u i l l i ÉRES, H.-X.: L ’A ugustinisme politique, Vrin, 1934. L a g a r d e , G. DE: La Naissance de l’esprit lai'que au déclin du
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CAPITULO III
LA IDEOLOGIA COMUNITARIA Y LA ETICA DE LOS NEGOCIOS
1. La
U N IVE R SITA S: e l i d e a l c o m u n i t a r i o , m o d e r n i d a d y ARCAÍSMO DE UNA IDEOLOGÍA
por Gérard Mairet ¿En qué sentido hablar de una ideología de la universitas? Con el vocablo universitas la Edad Media latina expresa, en los siglos x i i y x i i i , la idea de comunidad. Universitas traduce la idea de una totalidad homogénea ordenada bajo el principio de unidad. La palabra designa, por tanto, cualquier forma de asociación cuya expansión se sabe que la Edad Media favoreció particularmente. Atraviesa el tiempo hasta alcanzamos, y, cuando hablamos de la Universidad, es decir, de la unidad de enseñanza superior, debemos esta apelación al Occidente medieval. En la época, la universitas no se referia solamente al estudio, sino también a las distintas comuni dades que formaban toda la estructura social medieval. Se trata de una representación de la colectividad, de sus modos, una represen tación que tiende a apoderarse del principio de toda vida comunita ria. Significa que la noción de universitas se aplica tanto a la Iglesia —conjunto de fieles— como a las asociaciones de comerciantes o a las sociedades de intelectuales. Es la categoría más importante de la colectividad medieval. Así, podemos hablar de una ideología de la universitas, ya que. bajo este sustantivo abstracto, se engloba el conjunto de representa ciones ética, política y jurídica de la vida civil. Decimos «sustantive abstracto» porque el término remite menos a una asociación empí rica cualquiera —agrupación de hombres, cosas o animales— que a su cualidad de formar una totalidad una, una entidad que tiene er sí misma su principio de existencia, si no de institución cuando éste ha sido reconocido. Claro que una agrupación de animales, un re 332
baño por ejemplo, en modo alguno podría decirse que depende de la vida civil; aunque no por ello deja de ser una u n iversita s. Este ejemplo indica que, antes de convertirse en la noción que permite re presentarse la sociedad (o las sociedades), u n iversitas remitía a la idea de totalidad abstracta, independientemente de los individuos que la componen. Dimensión que los siglos xil y xm conservan para hacer de ella la característica y la definición de toda sociedad civil y temporal. Esta abstracción testifica nuevamente que la u niversitas significaba corrientemente en la Alta Edad Media «el mundo». To davía en el siglo X II, el sentido que se acepta es el de «cosmos»; el mundo como totalidad. La especulación se desarrolla entonces en el marco de la economía general de Creación. Pierre Michaud-Quantin, especialista de esta cuestión, de quien tomamos aquí nuestras referencias, escribe: «Al abordar las especu laciones doctrinales cuyo desarrollo e intensificación marcan el “Re nacimiento del siglo XII” , el sentido aceptado que normalmente da rán los autores a la palabra u n iversita s es el de cosmos, mundo en tero, en el cual reinan el orden y el esplendor que Dios ha realizado en ¿1. Abelardo y San Bernardo emplean este significado con un acuerdo que subraya las divergencias de sus posiciones personales. La Ley eterna, dice el abad de Claraval, es la reguladora de la u ni versitas, mientras que el maestro parisino afirma que se tuvo razón al ver en el Espíritu Santo el alma del mundo y la vida de la u n iver sitas» (1). La u n iversitas es aquí, pues, el universo tal como Dios lo ha creado. Contiene, por consiguiente, la idea de un orden. Un or den que no se observa, sino que se deduce de alguna manera de la forma de la u n iversita s: ésta es una totalidad que existe independien temente de las partes que la constituyen, de manera que el bien no se impone a los individuos como tales, sino que emana de la u ni versitas, de tal modo que cada uno tiene que hacer un esfuerzo para actuar en la perspectiva de la u niversitas y no en la suya propia. Ese mundo ordenado, ese mundo creado por Dios no es la única acepción del término. Ya lo hemos visto, se aplica igualmente a con juntos de hombres o de cosas. Para llegar a ser una ideología jurí dica, ética y política, parece que tengamos que detectar su significa do a nivel de la Cristiandad o, más bien, del «pueblo de los fieles». En efecto, la ideología de la u n iversita s se manifiesta mejor cuando se trata de definir el estatuto tem p o ral de tal comunidad. Por eso, no es una paradoja verla formarse en el marco de la reflexión doc trinal tendente a definir el conjunto de los cristianos. Tal conjunto, que es la Iglesia, se considera desde el punto de vista de su extensión y su organización en lo temporal. Como atestiguan los distintos ejem plos que hemos dado anteriormente del uso del término u n iversitas, es cierto que su utilización para designar a la Iglesia no es exclusivo. Es, no obstante, capital. En efecto, la concepción que hace de ésta una u n iversitas, totalidad específica ordenada y jerarquizada como un «mundo», hace de ella al mismo tiempo una sociedad. Podemos (1) P. Michaud-Quantin: U n iversita s. París, 1970, pág. 20. 333
ya observar que el siglo xiv, en la persona de Marsilio de Padua, se dedicará a demostrar que la Iglesia no es una «sociedad». Por eso es esencial ver cómo es pensada la Iglesia —si ella no se piensa a sí misma— como universitas; con ello adquiere una existencia «civil», valga la expresión. Conviene, no obstante, señalar aquí que no pretendemos aportar nada nuevo en lo que concierne a esta importante cuestión: nuestra deuda es total con la obra de P. Michaud-Quantin. Intentamos so lamente —gracias a ¿1— captar lo que hay en los siglos XII y XIII de verdadera ideología de la comunidad social civil en lo que ésta es detectable a partir de la noción de universitas. Esta tentativa se impo ne tanto más por cuanto, pese a sus aproximaciones necesarias —o a causa de ellas—, en vano se buscaría mención de este término en tal o cual manual de historia de las instituciones o de las ideas po líticas. Sea como fuera, este trabajo de interpretación no es posible, nos tememos, más que en la perspectiva histórica. Precisamente, sólo cuando se desarrolle, a partir del siglo xiv, una ideología dé la so ciedad civil y, simultáneamente, cuando se precisen las premisas de una ideología del Estado, el movimiento comunitario y su expresión conceptual en la universitas cobrarán, retrospectivamente, una sig nificación ideológica. Lo que es tanto más cierto, a contrario, cuan do Michaud-Quantin, pese a citar muchos textos en los que aparece la palabra, señala, sin embargo, que su uso no es muy extendido. Si a ello se añade su aparente polisemia —aparente sólo, ya que, cua lesquiera que sean los objetos a los que se aplica la noción, es siem pre la idea abstracta de totalidad una lo que con ella se designa—, vemos que la universitas, más allá de su propia tecnicidad, es la re presentación mayor de la vida civil en la época medieval. No hay, en efecto, colectividad, colegio, agrupación, comunidad en suma, que, para tener derecho a la existencia social reconocida, no deba poseer el estatuto de universitas. Esta es, entonces, la regla consti tutiva de la estructura social y el concepto también del vinculo so cial. En este sentido se puede hablar de una ideología comunitaria —o tratar de hacerlo. Corpus, societas Ver en la Iglesia una universitas es algo perfectamente posible por cuanto el propio cosmos, criatura de Dios, lo es. Pero el pase del mundo a la Iglesia se realiza por otra comunidad: la del género humano. Este paso no es cronológico, sino conceptual. La universi tas fidelium , o universalidad de los fíeles, es la Iglesia en el sentide en que ésta es la comunidad formada por el «género humano» que ha recibido la Revelación. Así pues, para pensar la Iglesia como to talidad, era preciso definir el género humano: la Iglesia, entonces, no es más que éste más la Revelación. Es una universitas. «A veces es complicado», escribe Michaud-Quantin, «distinguir con claridad dos sentidos posibles de la palabra; la universalidad del 334
género humano o de los fíeles, en ciertos textos; éste era, de hecho, un punto de vista que no preocupaba a sus autores: el género hu mano en sí no atraía su atención, lo que les interesaba, y lo que ex presan, es el conjunto de los hombres comprendidos e insertados con cretamente en la economía de su creación por Dios y su vocación de unirse a él. La u n iversitas es el género humano, pero antes de la Revelación, redimido por Cristo y sujeto a obligaciones para con Dios; es la transposición en el plano colectivo de la concepción glo bal del hombre y del plano sobrenatural en el que se ha comprome tido, rasgo característico del pensamiento del siglo xil (2). Nacido del antiguo estoicismo, el género humano o la humanidad forma, por tanto, el trasfondo por el que la Iglesia de los fíeles es definible como u n iversita s. Por supuesto que lo que importa y lo primero es la Re velación. Pero ésta, no obstante, sólo tiene lugar ante los hombres. Y ello es así porque la humanidad es, en si, una u n iversitas y el gé nero humano que ha recibido la Revelación puede también serlo. Cierto es, sin embargo, que al definir así la Iglesia los autores no te nían la intención de honrar a los hombres, sino de entregarse al ser vicio de Dios. Vemos entonces cómo se inicia una secuencia teórica que arroja una primera luz sobre la ideología de la u niversitas. Gé nero humano, Iglesia, nación (es decir, u niversitas de los súbditos) forman una serie pertinente: el término que nos ocupa gana aquí en consistencia. Así, Juan de Salisbury, en el P o lycra ticu s, designa con él el conjunto de los súbditos que obedecen a un príncipe: la salva ción del jefe (capu t) es la condición de la dicha de todos en la socie dad política (reip o litica e). Vemos aparecer el carácter socio-político de la reflexión que se instaura alrededor de esta noción. La u n iversitas no remite sólo a una comunidad social en general, sino a una comunidad política y civil. Lo que está tanto más claro por cuanto en los juristas del siglo XII se produce una fijación de su sentido: el término designa a cual quier comunidad humana que posee un estatuto jurídico propio —equivale a decir que se trata de una p e rso n a lid a d m o ra l y ju r íd i ca —. En esta perspectiva, Michaud-Quantin señala una vez más que el término designa al pueblo que, en tanto que forma una u n iversi tas, dice el derecho. El glosador Bulgario escribe: «Los individuos no tienen ningún derecho sobre lo que se ha concedido a la u n iver sitas o a la persona que ocupa el puesto de la u n iversita s, es decir, del pueblo, como un magistrado». Lo que se afirma con esto, más allá de la idea de representación popular, es que el principio de la autoridad está en el pueblo (3). U n iversitas es, pues, el nombre genérico de la comunidad que así se define, teóricamente, como la relación de la totalidad con sus par tes; es una en tid a d d e d erech o y, como tal, da lugar a especulaciones doctrinales sobre la naturaleza de las sociedades. Cobrando forma en los enunciados jurídicos, la ideología que se afirma es una ideo(2) Ib id e m , pág. 25. (3) Ib id e m , pág. 29. 335
logia política. Esto aparece mejor en el siglo xill. En esta época se introduce la Política de Aristóteles (1260) y el problema teórico que se plantean los pensadores es el de la compatibilidad de las dos doc trinas, la de la universitas y la que defiende el filósofo griego sobre la unidad de la ciudad. De este modo, un teórico de la época, Rober to Grosseteste, definirá la universitas como unidad, en vista de que la multitud que la compone puede ser reducida a un solo principio. Nos hallamos aquf frente a un tema fundamental del pensamien to social y político tal como se desarrolla en Occidente: toda multi plicidad es sólo viable si es gobernada y estructurada por un princi pio de unidad. El gobierno del Uno, por decirlo asi, es constitutivo de la teoría política: así pues, no es sorprendente que los siglos xn y xill hayan definido, como cualquier otra época, la vida comuni taria mediante una noción especifica de la unidad del cuerpo político. Tal es, en efecto, el significado de la ideología de la universitas: constituir una doctrina social, moral, jurídica y política que, aunque totalmente inspirada por la Revelación, da lugar, sin embargo, a una representación adecuada de la vida social civil. Para ello se trata de pensar la unidad de cuerpo que forma una universitas. De tal modo que en la tradición del pensamiento que hace del Uno el principio de la totalidad, la universitas es una teoría a la vez conservadora e innovadora. Conservadora porque perpetúa esta tradición —apro piándose del tema de la unidad del modo que vamos a ver—, e in novadora porque nuestra teoría «muy moderna» del cuerpo político no habría sido la que conocemos sin la actualización que le impone el pensamiento de los siglos Xli y xm. Por la metáfora del cuerpo se afirma la concepción de la unidad de la universitas, asociarse en «cuerpo» es formar una universitas. La comunidad tiene la estructura de un cuerpo, una multiplicidad de miembros distintos que constituyen un conjunto único. Para cap ta r el significado de esta metáfora hay que recurrir a una tradición doble: estoica y cristiana. Séneca y San Pablo son las dos fuentes en las que tiene su origen la unidad de cuerpo. Un comentador de las Decretales, Hostiensio, citado por Michaud-Quantin, explica cuá les son los distintos sentidos de la palabra corpus. «Todos los fieles pueden ser llamados un solo cuerpo... cuya cabeza es Cristo y noso tros los miembros. A un colegio o a una universitas se les llama un solo cuerpo, cuya cabeza se llama prelado y miembro el colegio. Se le llama cuerpo a lo que vive gracias a un alma, como un ¿'bol o un hombre. O, aún más, a aquello cuyas partes se mantienen juntas, como una casa. O cuyas partes están distantes la una de la otra como un rebaflo o un pueblo o un colegio (...). Por último, el hombre y la mujer no forman más que un cuerpo». Esta enumeración de los distintos sentidos de la palabra cuerpo, sólo pretende manifestar el principio de unidad que les es común. Una unidad así es la misma de una universitas, pero lo que nos importa es ver el efecto de tai representación de la comunidad. Para verlo claro, conviene recordar cómo Pablo, en sus epístolas, elaboraba la doctrina llamada del «cuerpo místico». En el «cuerpo de Cristo», que es la Iglesia, el con336
junto de los cristianos forma un cuerpo unido bajo un mismo jefe, que es, precisamente, la cabeza. La comunidad de los cristianos asi formada es la de su participación con la «cabeza» con vistas a su sal vación. En la tradición paulina, la metáfora organicista tiende a re lacionar toda vida individual a un principio superior; de ahi el pri vilegio concedido por el pensamiento cristiano a la cabeza(4). No ocurre lo mismo en el pensamiento estoico de Séneca. En él, es la naturaleza la que hace de cada uno de nosotros miembros del gran cuerpo. Pero lo que es constante tanto en Pablo como en Séneca es que la comunidad es u na porque es un Corpus. Por eso, el co rp u s es la estructura de la u niversitas: se conserva el modelo paulino-estoico de la unidad para definir la estructura social en los siglos X II y x i i i . Percibimos ahora mejor el efecto en la historia del pensamiento político de la secuencia ideológica constituida por la teoría de la uni versita s (género humano, Iglesia, nación-pueblo) que señalábamos más arriba. Esta introduce directamente el modelo del Uno en el mis mo corazón de la filosofía moderna del Estado y de la sociedad ci vil. Sin la mediación de la teoría de la universitas, cabe suponer que el tema de la unidad y su vehículo metafórico, el cuerpo, no habrían sido colocados en el centro de la reflexión política, en una proble mática que todavía es la nuestra: la de la soberanía. Es probable, por razones que tocan a la estructura de la autoridad o, más bien, que forman parte del concepto de poder, que esas nociones de lo uno y del cuerpo figuraran en nuestro léxico político incluso si la doc trina de la u n iversitas no los hubiera renovado. Se puede decir, sin embargo, que el lugar que ocupan desde hace cinco siglos les ha sido asignado por su función en la teoría de la universitas. Por eso, podemos formular una hipótesis basándonos en los tra bajos de Michaud-Quantin: gracias a la laicización de la doctrina del «cuerpo de Cristo» (la Iglesia) se elaboró la noción de so c ie d a d civil, desarrollándose ésta en el interior de la metáfora del cuerpo. Así se obtiene la siguiente serie conceptual, cuyo principio es el Uno: cuerpo místico, sociedad, cuerpo político. Esta serie, que se hace eco d e la primera (humanidad, Iglesia, nación), toma forma en la teoría d e la u n iversitas en los siglos XII y X IU . Acabamos de hablar de una laicización: se podría decir que el movimiento de pensamiento que traduce la u n iversitas remite a la Revelación: designa, decíamos, el mundo creado por Dios antes de remitir a la estructura de toda co munidad civil y temporal. Pero esto mismo refuerza nuestra hipóte sis: del «mundo», obra de un Dios generoso, a las diversas agrupa ciones y colectividades, el movimiento es, claramente, el de una desacralización. ¿Debemos por ello renunciar a hablar de una laiciza ción? De ninguna manera. No sólo los cuerpos no están formados con vistas al sacerdocio únicamente, sino que es una institución pro fana y laica al máximo, el Estado, la que muy pronto monopolizará la co rp o reid a d . A partir del siglo xiv, así se sistematizará la política. Por ahora, no obstante, la tendencia es designar con la palabra (4) I b id e m , pág. 60. 337
universitas la unidad de cuerpo de una comunidad desde el punto de vista de su organización temporal: la vida mundana gana la mano a los asuntos espirituales, de modo que se pierde de vista, de facto, la ortodoxia paulina que se justificaba con la vida sobrenatural. En materia de cielo, lo que importa, en lo sucesivo, es la tierra: se trata de organizar bien la salvación aquí abajo; la unidad de cuerpo se re quiere en los asuntos temporales. Ahora bien, la política forma par te de ellos y los resume a todos. Es lo que aparece claramente con el término societas que, con el de corpus, forma otra especie de la universitas(5). En efecto, esta úl tima palabra, que es la denominación genérica de las colectividades medievales, necesita especificarse no sólo como «cuerpo» —que será cuerpo político—, sino también como «sociedad», que será sociedad política —o «sociedad civil»—. El carácter propiamente político de la ideología de la universitas es aquí, por tanto, plenamente visible. Formar un cuerpo, es decir, una unidad, o formar una sociedad, es decir, una alianza, son características de la comunidad. Vemos afir marse nuestra hipótesis: el vocabulario político moderno, sin haber sido forjado en la Edad Media, sigue siendo su heredero; no hemos hecho más que apropiarnos de los términos dándoles una extensión que no podían tener entonces. Las diferencias que existen, deberían detectarse a partir de la idea de soberanía, que sólo ha podido ger minar en un campo en el que nociones tales como cuerpo social o sociedad civil eran, si no pensadas, al menos pensables. Este es, pre cisamente, todo el valor que adquiere retrospectivamente la ideolo gía de la universitas. Al igual que el cuerpo, la sociedad es, en primer lugar, el nom bre que se da a la sociedad de los hombres; ésta tiene un origen es toico y cobra también un significado en tanto que sociedad comer cial; los juristas dan de ella la siguiente definición: «Asociación de dos o más personas con vistas a un mayor provecho» (6). Humanis mo y provecho: no podría discutirse la eminente actualidad de la cosa. Pero su significado político no está muy alejado de los dos an teriores: esto es lo que aquí nos importa. He aquí lo que dice Michaud-Quantin: «Séneca, impregnado de pensamiento estoico, había puesto de relieve la noción de cuerpo; en la historia de la sociedad, el ecléctico Cicerón quien desempeñará el mismo papel. La virtud fundamental de la justicia consiste en proteger a la sociedad huma na; la filosofía es la base de ese ju s humanum que se realiza en la sociedad de los hombres; el hombre es un animal social (la expre sión figura en San Agustín) porque los hombres, entre ellos, com ponen una vasta sociedad por su comunidad de naturaleza. En el si glo X II, Juan de Salisbury habla del «derecho de la sociedad huma na, que es, de algún modo, la fraternidad única y singular que existe entre todos los hijos de la naturaleza»; un teólogo afirma: «Puesto que el hombre es un animal naturalmente social, los hombres se de ben y se testimonian naturalmente su mutua sociedad». La primera (5) P. Michaud-Quantin señala una tercera especie: el collegiunu (6) P. Michaud-Quantin, op. d i., p&g. 67. 338
penetración del pensamiento aristotélico, representado por Avicena, no puede sino reforzar tal doctrina: «El ser del hombre tal como ha sido creado no puede mantenerse vivo sin una sociedad»(7). Es la sociedad como forma de comunidad lo que van a conser var los siglos siguientes. Pero, mientras que la Edad Media veía en ello una especie de universitas en general, la modernidad verá el mar co único de su reflexión política. Lo mismo ocurre con la especie «cuerpo», éste, para los medievales, no es más que una forma par ticular de la asociación, pero ya hemos visto que lo que caracteriza a un cuerpo es su unidad estructural. Las nociones modernas de cuer po político y sociedad civil no son, entonces, más que derivados de corpus y societas, en la medida en que el pensamiento moderno con funde las dos, mientras que la Edad Media las distinguía. Esta dis tinción conceptual es, para nosotros, extraordinaria: traduce el re chazo de una ¿poca a pensar el Estado para pensar la colectividad. Lo que significa la ideología de la universitas es que el problema de la sociedad civil no es únicamente pensable en el Estado. En efecto, del encuentro del cuerpo y la sociedad nació la reflexión sobre el Es tado, es decir, sobre la soberanía. Esta no pudo pensarse más que imponiendo a los términos de sociedad y de cuerpo un deslizamien to de significado, que consistió en sacarlos de su medio semántico; en otras palabras, en abandonar la problemática de la universitas, ya arcaica cuando se trató de pensar el Estado. Sociedad y corpus no gozaban de ninguna autonomía conceptual en el siglo X III, am bos son categorías de la universitas o, mejor, modos. Volviéndolas autónomas, la teoría moderna hacía de ellas nociones susceptibles de producir la inteligibilidad de un ámbito, precisamente el de la vida social; para lo cual, la filosofía política se esforzó primeramen te en proclamar la independencia de la sociedad civil respecto al po der eclesiástico, lo que supone el abandono de la teoría de la uni versitas, cuyo tema dominante, como se sabe, es significar la unidad orgánica del mundo creado por Dios. Era preciso, luego, producir la noción de poder, es decir, de un poder capaz de mantener la uni dad del cuerpo de la sociedad civil: poder cuyo depositario es la ins tancia de soberanía. Esos dos movimientos, autonomía de la socie dad civil e institución del poder de orden, serán desarrollados res pectivamente por Marsilio de Padua y Bodino en los siglos xiv y xvi. Al formar, en la Edad Media, la representación de la vida comu nitaria, la universitas aparece claramente, desde entonces, como una tentativa lograda para concebir una organización social fuera del Es tado. Pero al mismo tiempo, y por su desarrollo interno, se hace po sible el Estado. Si esto es asi es porque la universitas es el concepto de la comunidad temporal. Ese es su carácter esencial o, más bien, es la dimensión decisiva por la que se constituye una ideología y pro duce los medios de su propia superación. Al segregar figuras parti culares —societas y corpus principalmente—, la universitas se des truye a sí misma. Al elaborar un modelo comunitario fuera del Es(7) Ibidem , págs. 64-65.
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tado, iba a ser pronto eliminada por ¿1. Mientras que la universitas designaba, por referencia a la Revelación, la comunidad en su as pecto de organización temporal, por este lado de las cosas el ideal comunitario medieval, tendente a lo sagrado, iba a transformarse en su contrario. Al igual que la sociedad era, en la Edad Media, la for ma temporal de la universitas —y una forma entre otras—, también será, en periodo de soberanía, el verdadero soporte del poder «pro fano». El «mundo» moderno no es, como quería la universitas, un mundo creado por Dios y ordenado por él; es un mundo sumamen te profano, administrado por el poder de Estado: por la universitas, la sociedad cristiana da lugar a la sociedad civil. La idea de colectividad Lo que la Edad Media ha legado al pensamiento moderno es, por tanto, el concepto de colectividad. Sean cuáles fueren sus for mas empíricas, la universitas remite a un grupo de individuos que tienen tal o cual carácter en común que confiere al conjunto que és tos forman una unidad estructural. Al mismo tiempo, la colectivi dad asi construida es prioritaria con respecto a sus miembros. Te nemos, por tanto, la representación abstracta de la comunidad, sien do ésta una entidad que subsiste por sí misma. Sin embargo, no es completamente independiente de los miembros que la componen: existe a través de ellos. No obstante, en su calidad de universitas no se limita a ello. De ahí su estatuto de personalidad moral(8). De he cho, lo que se desprende de esta noción abstracta de la colectividad es que es una entidad de derecho. Universitas es una noción jurídi ca: su estatuto, en tanto que abstracción, es manifiesto principalmen te en canonistas y romanistas. En el Digesto se afirma, por ejemplo, que «si a la universitas se le debe una suma, ésta no se debe a sus miembros, y lo que debe la universitas no lo deben sus miembros»; asimismo: «El representante de la justicia no deberá ser considerado como delegado de varias personas, ya que actúa en nombre del es tado o de la universitas, no de los individuos» (9). Al no existir como persona física, mientras que es posible encontrarse, naturalmente, con cada uno de los individuos que la componen, la colectividad es, por tanto, la idea de un grupo, su concepto. Esta es la idea que ex presa la universitas: en tanto que tal es una realidad no empírica, en otras palabras, tal «cuerpo» o tal «sociedad» son conjuntos específi cos sólo porque participan del género colectividad. Este último no puede ser comprendido, por tanto, más que por un acto del espíritu: es un concepto, una representación. Para designar esta realidad no física y, por consiguiente, no observable, pues sólo es pensabie ¡ntelectuaímente, los teóricos juristas la designan como res incorporalis: (8) Ver sección siguiente en lo que se refiere a prerrogativas adscritas a la perso nalidad moral. (9) Referencias en P. Michaud-Quantin, op. til., p&g. 202. 340
realidad que no posee un cuerpo. La colectividad es una realidad fic ticia gracias a la cual las asociaciones reales poseen un estatuto pro pio, precisamente el de la u niversitas. Desarrollando este problema, Michaud-Quantin escribe: «U n iversitas es un término que designa el resultado de una operación intelectual efectuada por el jurista y no se aplica las personas o a los individuos, de los que las personas no se diferencian, según la expresión de Boecio, más que por el hecho de estar dotadas de razón, ya que ésta carece del elemento material que constituye al individuo físico. El elemento inmaterial, así libe rado por el espíritu, no es una ficción, algo irreal... y así se justifica la designación res in co rp o ra lis, realidad inmaterial, noción perfecta mente clara y exacta para los pensadores del siglo X III». Tal es el sentido profundo de la ideología de la u n iversita s: hacer pensable la comunidad en general, es decir, la colectividad. Así es como, por el tema del cuerpo que, en el siglo X III, como antes seña lábamos, es una forma particular de asociación, adquiere, desde nuestro punto de vista «moderno», un significado abstracto. Con el tema del cuerpo es la idea de unidad lo que se pone de relieve, y cuan do la filosofía del Estado hable del «cuerpo político» o del «pueblo como cuerpo», oponiendo cuidadosamente éste a la multitud infor me, dispersa, desunida, no hará más que pensar ese «cuerpo» como res in co rp o ra lis. Mientras la teoría de la u n iversita s hacía de la co lectividad el resultado de una operación intelectual, la filosofía del Estado hará del «pueblo», por ejemplo, una realidad igualmente in material, un p rin c ip io abstracto de autoridad. Lo mismo ocurre con la «sociedad». Esta es una realidad incorpórea, aunque existe como entidad ficticia: nadie ha encontrado nunca, hoy como ayer (y tam poco mañana), una sociedad, un pueblo, una clase, una nación, un Estado o la colectividad. Con la u n iversita s, la vida social encuentra la categoría adecua da a su objeto, que es vivir bien en la paz civil. Era, en efecto, pre cisa una noción lo bastante abstracta de la colectividad para que se afírmase la conciencia de pertenecer a una comunidad. Ya que ésta existe independientemente de los individuos, del modo que acaba mos de decir, les preexiste siempre y les subsiste. No sólo es una di mensión puramente civil lo que caracteriza a la u n iversitas, sino tam bién un valor ético que se vincula con la comunidad, ya que por ella cada uno encuentra su identidad. Se descubre así el vínculo social y, con él, la conciencia de su permanencia: los individuos pueden cambiar, la u n iversitas permanece. El vínculo social les es, pues in manente —el hombre, como quería Aristóteles, es un animal social— y transcendente: el vínculo se da por si mismo, sin serles reductible. Todos estos temas, como se puede observar, no son ajenos a nuestro entendimiento «burgués» moderno. Desde el momento en que se piensa el concepto de colectividad, debe deducirse cierta concepción del individuo. La idea de un dere cho personal está presente en la teoría de la u n iversita s: es una con secuencia de la concepción del vínculo social que existe entre tal co munidad y cada uno de sus miembros: «El vínculo que une al indi341
viduo a la colectividad de la que es miembro, tiene la fuerza sufi ciente para crearle un estatuto inseparable de su persona y que le si gue a todas partes, constituyendo su estado civil». Esta observación de Michaud-Quantin proyecta una viva luz sobre la modernidad de la universitas, sobre lo que significa para nosotros. El ciudadano del Estado es «miembro del soberano», por él adquiere su estatuto: es la doctrina de la república. Lo que el pensamiento moderno y la prác tica social han retenido es la representación de un vínculo exterior al individuo y que, sin embargo, lo constituye. Este es el contenido de la ideología de la universitas, siempre actual, pese a ciertos reto ques que le ha impuesto la teoría de la soberanía, y que podemos señalar de este modo: el Estado ha ocupado el puesto de la univer sitas, su eficacia como unifícador de la sociedad civil y del cuerpo político no tendrá parangón con la institución medieval de la colec tividad. Véase la bibliografía del articulo siguiente. 2. La p e r s o n a l i d a d
m o r a l : in d iv id u o y c o m u n id a d
por Gérard Mairet El análisis del concepto de universitas ha valorado la noción de personalidad moral como carácter eminente de la colectividad me dieval en los siglos XII y X III(IO ). Esta no es un vago conjunto em pírico, una agrupación de individuos dispersos que un interés coyuntural consigue reunir; es, por el contrario, una verdadera institución que posee su estructura y su estatuto. Debe ser definida por el de recho, se basa en una convención jurídica, de modo que existe por sí misma. Lo que le confiere, en efecto, el estatuto de persona mo ral, distinta de los individuos que son miembros de ella. La colecti vidad medieval nació de una voluntad claramente codificada e indu ce en el individuo físico una verdadera conciencia comunitaria. La pertenencia a la universitas entraña en el interesado el disfrute de de rechos y la observancia de deberes que emanan de la colectividad como tal. La justicia civil Una indagación sobre el significado de la doctrina de la perso nalidad moral está supeditada al examen de las relaciones entre in dividuos y comunidad. Lo que de entrada sorprende es que el indi viduo está en segundo plano y sólo adquiere su identidad personal por su pertenencia al cuerpo social. Esto se manifiesta sobre todo en el hecho de que la teoría de la personalidad moral de la univer(10) Cf. sección anterior: La Universitas: el ideal comunitario».
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vuelve a alegar la existencia de un vínculo social, sin el cual los hombres no llevarían una vida justa, proyectada hacia el bien y la paz civil. Se reconoce en esto el tema aristotélico tal como lo con sidera la P o lítica , redescubierta por el Occidente latino en 1260. El hombre es un ser social, su medio natural es la ciudad. La noción de un vínculo social no es, sin embargo, solamente aristotélica: se encuentra también en Cicerón y en Séneca, y en ellos buscaron ins piración los medievales. Pero esas distintas fuentes no fueron las úni cas, ni siquiera las más decisivas: es la Revelación lo que constituye la problemática esencial de la vida civil. Estoicismo y aristotelismo (éste último a partir del siglo X III) sirvieron, valga la expresión, de ayudas doctrinales para la constitución de una teoría de la vida co munitaria. Así, el \in c u lo so cial, su existencia en todas las colectivi dades y a causa de ellas, forma el trasfondo de la relación individuocomunidad. Poner en evidencia un vínculo como éste, cuya propia fuerza asegura la cohesión social, es correlativo a una concepción fi nalista de la vida civil. Este fin es la ju sticia . Concebir la alianza de los individuos físicos en úna colectividad definida por su personali dad moral y jurídica es, en la Edad Media, asignar a la vida social una finalidad ética: toda comunidad que merezca este nombre existe sólo con vistas a la justicia. Esta es una de las características más importantes del movimiento comunitario medieval, que segregó una id eo lo g ía d e la ju stic ia c iv il. Tal representación tiene por marco la teoría de la personalidad moral, inseparable de la creencia en la exis tencia, tanto por naturaleza como por revelación, de un «vínculo so cial» común a todos los hombres y que los caracteriza como tales. Interrogándose sobre la licitud de las asociaciones, un teórico de la u n iversitas, Jean Bassien, citado por Michaud-Quantin, escribe lo siguiente: «Hablando en términos generales, se puede llamar lícita a toda asociación (co n grega tio ) que tiene como fin la protección de la justicia de cada uno. Ya que, en efecto, está al servicio de decisiones o preceptos del derecho y la justicia, merece ser llamada justa y lícita»(l 1). La noción de una justicia civil está aquí perfectamente cla ra, es correlativa del derecho a la existencia de la asociación. Esta no podría, en efecto, tener derecho de ciudadanía, es decir, consti tuir una personalidad moral si no está formada con vistas a la jus ticia. La correlación derecho/justicia es totalmente pertinente para caracterizar una m o ral c iv il propia de la sociedad medieval. Esto se verá mejor si se manifiesta ese deseo de justicia, de seguridad, sin el cual no se concibe la vida civil, en el sentido propio del término, su brayando todas las precauciones de los teóricos para hacer valer esta característica como absolutamente determinante. En las discusiones que tienen lugar en tomo a las distintas «asociaciones» que se for man en las ciudades en la Edad Media, el criterio decisivo que per mite que sea oficialmente reconocida —según el derecho— una de esas asociaciones es su relación con la seguridad de los individuos y sitas,
(11) P. Michaud-Quantin: U n iversita s, París, 1970, págs. 220-221. Asimismo para las referencias siguientes. 343
con el bien. Este bien concierne a la vez a la perfecta serenidad de los intercambios económicos y a la paz civil. Ahora bien, los juristas no dejan de observar que las asociaciones que se forman espontá neamente en las ciudades no están todas motivadas por ese doble as pecto de las cosas: su fin es menos confesable. Se llega asi a pensar la sedición, en otras palabras, las causas contrarias capaces de dis gregar el orden social: una asociación de bandidos no forma una «so ciedad», no tiene derecho a la existencia como universitas, no es una persona moral. Otro teórico, Odofredo, señala además que la buena conducta no es siempre, ni mucho menos, la razón por la que se cons tituyen asociaciones: «Así constataréis, a propósito de las asociacio nes que se forman en las ciudades, que en nada se hacen con vistas a la tranquilidad. Lo que no osan los individuos, la multitud lo dice y lo grita, y esto es un medio de destruir las ciudades». Ilustrando este hecho desde el punto de vista económico añade: «Si los copistas convie nen entre ellos que ninguno escriba un cuaderno con tal forma de es critura sino por tal suma determinada; que lo hagan los merceros... los carniceros... los pescaderos..., he ahi un vergonzoso monopolio». En muchos aspectos estos textos son muy notables. En primer lu gar, en su distinción muy clara entre lo que existe de facto y lo que se reconoce de jure. De hecho se forman asociaciones; para el dere cho no tienen existencia, ya que su finalidad no es el bien. Forma de decir que el carácter de personalidad moral no está implícito, pre cisamente porque procede de un reconocimiento exterior a la aso ciación en cuestión. Esta ha de ser declarada para que sea lícita; des pués, conviene saber que una muchedumbre, que es equivalente aquí de multitud, no forma como tal una asociación, es, como mucho, una agrupación; con mayor motivo no es una comunidad ¿tica y social. El mismo Odofredo, muy sutilmente, no deja de señalar a este respecto: «Los individuos tienen menos poder, la muchedumbre más au dacia». Por último, y tal vez esto sea lo más importante de todo, por la idea de personalidad moral se transmite una representación del or den. ¿Qué quiere decir esto? Ya que una asociación sólo tiene exis tencia en virtud del derecho que la establece, esto significa que la vida social y, más ampliamente, la ciudad, procede para su funda ción de una decisión jurídica. Este punto es manifiesto, en atención a la teoría de la sedición. Asociarse de modo salvaje, valga la ex presión, es situarse fuera de la sociedad y, por consiguiente, contra ella. Al igual que una «muchedumbre» —o la multitud— no es un pueblo, una asociación de b an d id o s n o es una sociedad. Formar una asociación sin reconocim iento jurídico es acceder a la Sedición. Par tien d o de esto, se deducen inmediatamente formas de penalidad ten dentes a reprimir esas tentativas ilícitas. «En el mismo pasaje», es cribe Michaud-Quantin, «Odofredo nos informa también sobre las penalidades aplicables a las colectividades prohibidas. La ley roma na asimilaba su constitución al crimen de lesa majestad y la mayoría de los comentadores se contenta con una referencia o una simple alu sión a la pena aplicable al crimen de lesa majestad. Odofredo indica con cierta precisión la regla que parece corresponder a la práctica 344
italiana del siglo XIH: la muerte caerá sobre los culpables si la aso ciación que forman tiene por objeto fomentar la sedición, el destie rro en los demás casos. De todos modos, parece que los tribunales o el poder soberano conservaban cierto margen de apreciación res pecto a ese tipo de culpables, lo que explica la falta de precisión ha bitual de los juristas». Esas tres dimensiones de la personalidad moral (reconocimiento de derecho, distinción entre asociación y simple agrupación o «mu chedumbre» y el tema, por último, de la sedición para marcar el va lor de orden que representa una verdadera sociedad) tienen en co mún que se refieren a la justicia civil. Esta última es, en efecto, el rasgo característico de una comunidad que merece el nombre de per sona moral y jurídica. Esto es lo más importante para nuestra inda gación: la relación que liga al individuo a una comunidad es una re lación de justicia. «Como regla general», escribe Odofredo, «es váli do todo co rp u s constituido para la justicia y no para el desorden». Orden y justicia, o, más bien, justicia, es decir, o rd en : tal es, pues, la problemática de la moralidad civil tal como se la representa el pen samiento medieval. Lo que falta todavía, como desde entonces se puede comprobar, es que esto sea lo propio de esta época. No sólo tenemos aún presente este ideal, sino que se puede sostener que he mos heredado de él. Estos dos temas no son, naturalmente, propios de la Edad Media; son constitutivos de la vida social en general. Pero lo que aporta la teoría de la «personalidad moral» es una con cepción de la justicia en el marco de lo que, más tarde, los pensado res llamarán sistemáticamente el bien com ú n , anteponiendo éste a los individuos que participan de él. La prioridad de la ciudad sobre los hombres, la inmanencia del vinculo social en los miembros de la comunidad civil son una invención de la teoría de la personalidad moral. E l ju ra m e n to m u tu o
No es anacrónico hablar aquí del bien común; desde el momento en que se forma la idea abstracta de colectividad y posee sus carac teres propios, la representación del bien se impone a todos los pro tagonistas de la asociación que, al mismo tiempo, se forma. El bien común atañe a cada uno de los miembros de la comunidad. Por el procedimiento del juramento mutuo cada uno participa en ese bien y forma parte de la sociedad civil. Podemos seguir a esta institución en la formación de los muni cipios medievales en el siglo Xli. Ya hemos visto que el movimiento asociativo que conoce la Edad Media en esta época no puede tolerar la asociación que no tenga como fin declarado y reconocido la jus ticia, lo que nos hacía decir que una banda de bribones que se aso cia para el crimen no podría caracterizarse por la personalidad mo ral; del mismo modo, el municipio es, en su conjunto, una organi zación de la colectividad en favor de la paz. 345
De esta finalidad pacifica, en perfecto acuerdo con el ideal de jus ticia, el juramento mutuo obtiene todo su valor. Al no poderse rea lizar el bien común en la guerra, el municipio es una asociación que garantiza la paz en la que cada uno participa. El medio de esta par ticipación es el juramento, ya que, de esta forma, cada uno se en cuentra asociado al bien común protegido por la comunidad en sus intereses vitales. Esos «municipios de paz», como no es raro que se les llame, garantizan así a los miembros que los componen una bue na administración de la justicia y una protección contra la arbitra riedad señorial. Los individuos hallaban en el municipio protección y ayuda recíproca, elementos esenciales de la vida civil (12). Si esto es así, es porque por este tipo de comunidad, fundado sobre el ju ramento mutuo —cuyo significado vamos a ver— la asociación ad quiere plenamente el carácter de personalidad moral, a la que el in dividuo, por su pertenencia a ella, accede igualmente. En la socie dad medieval del siglo xii, el señor posee una personalidad jurídica completa. No tienen entonces otro recurso los habitantes de un lu gar, para gozar ellos mismos de esta cualidad, que formar una aso ciación comunal. No pueden nunca, en tanto que individuos; en tan to que miembros de la comunidad son, no obstante, «personas». Aquí encontramos de nuevo la importancia decisiva de la noción abstrac ta de universitas, entendida como entidad autónoma, respecto a los miembros que la constituyen. Es inútil precisar que este acceso al es tatuto de «persona», correlativo del estatuto de ciudadanía, si pode mos llamar así al que presta juramento, significa para el interesado una notable liberación, un cambio considerable en su forma de ser. Vemos en este ejemplo del municipio que la ideología de la per sonalidad moral es una ideología de la sociedad civil. En efecto, la «sociedad» es una alianza (13): por ella y en ella se realiza el vinculo de sociabilidad, dicho de otro modo, la idea de hombre como ser na turalmente social deja de ser una especulación filosófica o jurídica para formar el marco cuasi cotidiano de la vida civil. Esto aparece muy claramente en la práctica del juramento por el que se instituye una colectividad. Compromiso por parte del que jura fidelidad a la colectividad, so pena de perder sus derechos y libertades, adhesión al bien común. En eso el juramento mutuo se asemeja a un verda dero pacto social, es fundador de la comunidad y por él cada une adquiere una personalidad moral y jurídica. Comentando la prácti ca del juramento en las ciudades germánicas, Michaud-Quantin es cribe: «Por el compromiso que cada uno adquiere hacia todos los demás y el grupo que forma con ellos, el juramento confiere a este grupo su existencia de persona moral colectiva; las personas o ins tituciones a las que jura obediencia o respeto son individuos concre tos que representan esta personalidad o disposiciones precisas que la manifiestan en la práctica; a través de ellas, cada uno de los ha-
(12) Ver P. Michaud-Quantin: Op. cit., págs. 160 y 237. (13) Sobre esta noción medieval de «sociedad», cf. sección anterior. 346
hitantes se obliga ante la colectividad de la ciudad y ante todos sus conciudadanos». El juramento tiene, pues, un doble efecto: por un lado funda real mente la existencia de una personalidad colectiva y, por otro, desa rrolla el sentimiento de pertenencia a esta colectividad. El «ciudada no» o el «asociado» es, pues, libre y dependiente a la vez, es un ver dadero sujeto de derecho. Esto aparece claramente en el carácter mu tuo del juramento tal como se practica en los municipios franceses. Quien presta juramento no lo hace ante representantes de la colec tividad, sino directamente. Se jura mutuamente asistencia recíproca y se instaura una especie de reconocimiento universal de los miem bros de la comunidad así formada: el compromiso personal y volun tario del que jura hace de él un sujeto de derecho. La importancia de esta práctica se debe a que lleva consigo el abandono del homenaje del vasallo y, por tanto, autoriza el paso a otra forma de sociabilidad. El homenaje feudal estaba basado en los vín cu lo s p erso n a les; el juramento mutuo, introducido por la concep ción inherente a la u niversitas de los siglos XII y XIII, se apoya en una representación del vín cu lo social. La diferencia es capital y lleva en ella las razones del declive del feudalismo. Así, el juramento sus tituye los vínculos de hombre a hombre, vínculo de vasallaje que pro duce una estructura social vertical de dependencia y sumisión, por una relación, por así decirlo, más abstracta: la del hombre con la co munidad. Esto es lo esencial y caracteriza específicamente la noción de personalidad moral colectiva. El feudalismo no poseía, desde este punto de vista, una noción coherente de vida so cia l; se defíne por su individualismo, entendiendo por ello que, a partir de las relacio nes establecidas de individuo a individuo físico —el vasallo que jura fidelidad al señor, que asegura personalmente la protección del pri mero— se teje una relación que no se puede calificar sanamente de vínculo so cial. Al contrario, lo que la u n iversitas, entendida como persona moral abstracta, es lo que funda la obligación social, y el juramento que causa ésta introduce directamente un auténtico vín culo de sociabilidad. En efecto, la relación de compromiso no es de persona a persona, es siempre ía expresión de una relación con una entidad abstracta; pero, sobre todo, el juramento no es la reconduc ción de una relación jerárquica ya dada: in stitu ye un orden social nuevo. Estamos en las antípodas del homenaje del vasallo, que igno raba totalmente también la noción de igualdad; la esencia del feu dalismo como estructura social es ser profundamente desigualitaria: no ocurre lo mismo con el juramento mutuo. Está claro, en efecto, que el mutualismo supone la igualdad total, en lo que se refiere, na turalmente, a la mera estructura so cial. Es probable que la práctica del juramento deba mucho en su forma a la práctica del homenaje; no obstante, nada le debe en cuanto a su significado. La sociedad feudal está estructurada verticalmente, la sociedad que se apoya en la u n iversita s lo está horizontalmente y la igualdad es su tendencia mayor. A través de esto, la teoría de la personalidad moral, individual o 347
colectiva, sigue revelándonos su significado: requiere la igualdad de to dos y cada uno en la comunidad. No es sorprendente, si tenemos en cuenta su doble origen cristiano y estoico. En buena doctrina, la hu manidad de los estoicos presupone también la igualdad; lo mismo ocurre con la doctrina paulina de la justicia según la fe, que se halla en el origen de la idea de pueblo cristiano. Ya conocemos, en este aspecto, la afirmación de Pablo: «Allí ya no hay ni griego ni judío, circunciso o incircunciso, ni bárbaros ni escitas, ni esclavo ni hom bre libre, sino Cristo que es todo y en todo»(14). Estoicismo y cris tianismo convergen aquí en la edificación de la doctrina de la per sonalidad moral tal como esta se asienta en el movimiento asociati vo medieval. Voluntarismo y propiedad A esta situación de igualdad que constituye un carácter esencial del individuo cuando es miembro de una colectividad, hay que aña dir un profundo sentimiento de libertad. Es cierto que el estatuto de persona moral adscrito a la universitas es correlativo de cierto nú mero de prerrogativas. Una persona —individual o colectiva— se de fíne por sus poderes, es decir, por lo que está en su poder, por lo que puede hacer. En otras palabras, una «persona» tiene tantos de rechos como deberes: tiene una voluntad y la expresa legítimamen te. Por eso, podemos ver en la teoría de la personalidad moral el in dicio más seguro del declive del señorío feudal, e incluso un arma contra éste, que cederá a su vez el puesto, llegado el momento, a las modernas teorías del Estado. Fuera del señor laico no hay otra so lución, como acabamos de recordar, para quien desea poseer un sta tus, equilibrio reconocido de los derechos y deberes, que hacerse miembro de la comunidad. La libertad que asi alcanza el individuo viene de que participa en la libertad colectiva: su status, como ex plica Michaud-Quantin, se debe a su pertenencia a una comunidad. Ahora bien, esta pertenencia nunca es impuesta al interesado desde el exterior: él es quien la desea y quien la quiere. Razonando sobre el ejemplo de comunidad que constituye la ciudad, Michaud-Quan tin escribe: «El goce de libertad, tanto como la capacidad de ejercer una jurisdicción, es decir, dos aspectos de la posibilidad de expresar una voluntad que la sociedad tendrá en cuenta, aparecen como atri butos de la personalidad moral y jurídica por la que se defíne la uni versitas, que sus miembros reciben por participación, no en tanto que individuos, sino en tanto que pertenecen a ella y la constitu yen» (15). No estamos lejos, en estas condiciones, de la concepción que de sarrollará pronto la futura filosofía del Estado: en el siglo xiv, el vo luntarismo jurídico y político sistematizará en teoría lo que aún no (14) Col. III, 1 1 . (15) Op. cit., pág. 269. 348
es más que práctica social corriente, sólo codificada por los escritos de canonistas y romanistas. La teoría moderna de la «sociedad civil» está próxima, y en el siglo xiil sólo pide ser formulada. Se hará pron to. Una de las piezas maestras de la teoría será la doctrina de la pro piedad; los filósofos harán de ella una «cualidad de la persona», por retomar una formulación más tardía(ló). Era sacar las consecuen cias de la concepción general de la comunidad desarrollada a partir de los siglos xil y xm , que hace de ésta una personalidad moral. Pero el punto a señalar es que el desarrollo del derecho subjetivo (17), del que estamos hablando, atestiguado desde el siglo XIV, sistemati za una teoría de la propiedad privada, mientras que la concepción que se define por la personalidad moral de la comunidad es una doc trina de la propiedad colectiva. Hay dos razones para esto; por una parte, en efecto, la asociación, la ciudad, el municipio son, en tanto que universitas, personas morales colectivas, sujeto colectivo de de recho, por decirlo asi. Por otra parte, y por esta misma razón, en el siglo xm el concepto de sujeto de derecho individual no está del todo formado, ya que todo individuo toma su estatuto de la comunidad a la que pertenece. La voluntad que caracteriza a la universitas es una voluntad colectiva. En la estructura social así definida, es la co munidad lo primero. La noción de persona moral sólo remite a esta comunidad, los individuos no hacen más que participar en ella. No podía, pues, formarse, sobre la base de tal concepción, más que una noción de la propiedaíd colectiva fundada sobre la idea de la perso na moral y jurídica colectiva. El sujeto de derecho que definirá el vo luntarismo a partir del siglo XIV no hará sino expresar esto, pero con siderando al individuo. Resulta, sin embargo, capital que la primera forma de propiedad moderna se haya desarrollado en el marco de una representación de la colectividad; hay una equivalencia entre el estatuto de la persona moral y el estatuto del propietario colectivo. Asi, se puede decir que la ideología de la personalidad moral y ju rídica produce, con su doctrina de la propiedad, las condiciones de su propia superación. Es lo que observábamos ya con la noción ge neral de universitas. Esta superación de una ideología no se produjo, como podría creerse, porque otra ideología opuesta a la primera hubiera logrado apartarla de la escena: de hecho, se trata de lo contrario. Todos los temas de la modernidad social y política —con excepción de la so beranía— están, en efecto, presentes en la ideología de la universitas medieval. Si el concepto de sociedad civil no está entonces formado, la práctica de lo que podemos llamar sociabilidad civil es corriente, y con razón: caracteriza el movimiento asociativo en su conjunto. Lo mismo ocurre, naturalmente, con la noción de personalidad mo ral; el futuro se encargará de aumentar su extensión: conservando (16) Grocio es quien lo emplea al comienzo de su tratado D el derecho de la gue rra y de la paz (1625). (17) Cf. acerca de esto M. Villey: La Form ation de la peraie juridique modeme, París, 1968. 349
la acepción colectiva, la filosofía moderna la aplicará al individuo como tal. Por último, consecuencia de los temas precedentes, la pro piedad se convertirá en constitutiva del orden socio-político, cosa que no era en el régimen de la universitas. Pero, en lugar de ser pro piedad colectiva —atributo de un sujeto colectivo de derecho—, será, como se señalaba, una cualidad eminente del sujeto individual. Así pues, se ha formado una ideología, se puede decir, al margen del Estado e incluso, de alguna manera, contra él. Es una ironía de la Historia que el Estado se constituyera entonces recurriendo a te mas que no estaban destinados a su edificación: las múltiples perso nalidades morales serán sustituidas, en dos siglos, por la encarna ción del poder colectivo: el Estado en persona.
BIBLIOGRAFIA Como ya hemos dicho, nuestra deuda es total respecto a la obra de P. Michaud-Quantin; no podemos hacer nada mejor que remitir al lector a la misma; nada podría entenderse de la Edad Media sin referirse a ella. M IC H A U D -Q U A N T IN , P . : Universitas. Expressions du mouvement communautaire dans le Moyen Age latín, Vrin, París, 1970.
3. L a É t ic a
m e r c a n t il
Por Gérard Mairet Tomándolo en su aspecto más simple, el problema ético es el de la antinomia del fin y los medios; la ética del burgués cambista*, que se desarrolla del siglo X III al xv, no escapa a ese rasgo: lo ex trapola. La ideología moral del negocio puede resumirse así: el fin justifica los medios, entendiendo por fin el beneficio. Si cabe resu mirlo, se dirá que la ética mercantil consiste en moralizar la ganan cia, en ver en ésta un instrumento de progreso, siendo el intercam bio el instrumento más seguro de civilización. Comerciantes y ban queros, de ahí su indiscutible éxito, hicieron una virtud del comer cio y del dinero una religión profana. No cabe duda de que esta for ma de ver ha sabido imponerse hasta nosotros. En su esencia, do mina aún ampliamente en nuestros días: se la debemos al burgués de antaño, a ese maestro del negocio.
* Traducimos «échangiste», por «cambista», aunque su sentido literal serla «inter cambista» (N. T.). 350
Negocio y política
La existencia del «comerciante» como categoría social se afirma plenamente en el siglo xill: las grandes ferias de Champaña forman el marco de su advenimiento. Champaña es entonces el mercado per manente del mundo occidental: en Lagny, en Bar-sur-Aube, en Troyes, los comerciantes encuentran el marco privilegiado de sus inter cambios, y la vida social de esta región está totalmente regulada por el ritmo de las ferias. Lo que entonces caracteriza al comerciante es su erratismo permanente y, por esta misma razón, no podríamos ha blar de una ideología característica del comerciante ambulante; su interés, claro está, es el beneficio, pero su auténtica mentalidad no se manifiesta hasta los siglos xiv y xv, en el momento en que los comerciantes se hacen sedentarios. No obstante, lo que se observa es el vinculo evidente que, desde la época de las grandes ferias, liga a ese personaje en busca de negocio con el poder político. Desde los inicios de su aparición como actividad social regular el comercio se beneficia de la generosidad y buena comprensión de los condes de Champaña. El auge de las ferias está íntimamente li gado al «liberalismo» de éstos últimos. La población de las ciudades en las que se celebraban los mercados veían asimismo en el desarro llo de las actividades comerciales todo el interés que suponía para ella ayudar convenientemente a los comerciantes. Así, a la habilidad de los unos correspondía la buena voluntad de los otros: el comer ciante, a la vez que se enriquecía, participaba en el bienestar de la ciudad. Pero los lazos que se anudan entre el comerciante y la po lítica provienen sobre todo de la perspicacia y la generosidad del po der político: exención de tasas, administración de ferias, protección de los comerciantes, policía comercial, carácter semipúblico del ne gocio. Todas esas ventajas concedidas por los poderes contribuían grandemente al éxito de los intercambios y al desarrollo de los mer cados. Si las ferias de Champaña tuvieron tanto éxito no fue sólo porque las ciudades en las que se celebraban se encontraban en el camino natural que va del Mediterráneo a las plazas comerciales del norte; fue igualmente, y sobre todo, porque los poderes de esta re gión de Occidente habían comprendido la naturaleza de sus intere ses. Pero, al mismo tiempo, es el poder político del comerciante lo que se afirma: su «mentalidad», como dicen los historiadores para designar su sistema de representaciones, estará marcada por la am bición política. Además, al haber encontrado el marco de su activi dad en las ciudades, su ideología será una ideología de la vida social urbana: todos los historiadores han podido así observar que el paso de una civilización rural a una civilización urbana, paso que carac teriza bastante bien en su conjunto el mundo moderno de los siglos XV y xvi, es en gran parte obra del burgués cambista. Así pues, a la vez que una ética de los negocios, se desarrolla una ideología de las relaciones sociales. Pero, por tener su origen en la práctica itineran te de los negocios, esas dos dimensiones de la mentalidad que, en lo sucesivo, se llamará «burguesa» no se afirman plenamente sino a par351
tir del siglo siguiente —el XIV—, cuando el comerciante se hace se dentario. En efecto, con la formación de verdaderos carteles el comercian te se impone definitivamente como componente determinante de la vida social. El intercambio se convierte en la actividad dominante y, a partir de él, en efecto, se constituye una nueva doctrina política: pensar la organización social es, para una gran parte, pensar las con diciones más favorables para el comercio. Antes de ver cómo se cons tituyen en la teoría socio-política las prerrogativas del comerciante —y en una obra ejemplar de la época: El defensor de la paz de Marsilio de Padua—, conviene recordar brevemente la nueva forma de organización del comerciante sedentario. Lo que caracterizaba, sobre todo, al comercio itinerante era el particularismo de los negocios que en él se trataban. Entendemos por esto que el comerciante actuaba por cuenta personal y, por tan to, individualmente. La novedad, a partir del siglo XIV, está en que los comerciantes se asocian, participando así en el vasto movimiento asociativo que atraviesa las últimas épocas de la Edad Media. Sin ese desarrollo general de sociedades de todo tipo, seria improbable que el burgués cambista hubiera tenido éxito en el mundo del modo que se conoce: su preeminencia hasta nuestros días tiene su origen en la generalización, a partir del siglo xill, de esas «sociedades». Así pues, por tomar parte en el movimiento asociativo, el amo del ne gocio se convertirá en poco tiempo en amo a secas. En esta perspec tiva, los negocios no resultan únicamente de la iniciativa individual, es decir, de la sola competencia que podían hacerse los comercian tes. Mediante contrato se forman compañías y sociedades comercia les. Ahora bien, lo que importa es que este tipo de acuerdo entre co merciantes se establecía principalmente en las ciudades para una ac ción precisa y válida durante un tiempo determinado. Se forma en tonces una verdadera red comercial, una estructura de intercambio estable en donde no es extraño que se encuentren los mismos nom bres de un contrato a otro, de un negocio a otro, poniendo enjuego capitales considerables, cuadriculando vastas extensiones comercia les, de tal modo que, en favor de esos compromisos mutuos, les es asegurada, de hecho, una verdadera situación de monopolio a los miembros de esas asociaciones. Teniendo a la cabeza, en la mayoría de los casos, a una gran familia, esas sociedades centralizan un ver dadero poder económico a la vez que extienden ese poder mucho más allá de las fronteras de los principados que los ven nacer. El me jo r ejem plo es el de los Medicis en el siglo XV. Es una «casa» —tér mino que se mantendrá vigente hasta nuestros días para designar las empresas familiares— que, a partir de la célula madre florentina, fun dará un gran número de sucursales en Europa occidental. Esta es la descripción que hace Jacques Le Goff: «Consiste en una combina ción de asociaciones separadas, con su capital aparte, cada una de las cuales tiene una sede geográfica propia junto a la casa madre de Florencia; las filiales: Londres, Brujas, Génova, Lyon, Aviñón, Mi352
lán, Venecia, Roma, regidas por directores que no son más que par cial y secundariamente empleados perceptores de un salario, sino, ante todo, proveedores de fondos a la cabeza de una parte del capi tal... Los Medicis de Florencia no son el vínculo que mantiene uni das a todas estas casas sino porque tienen en cada una capitales casi siempre mayoritarios y porque centralizan las cuentas, las informa ciones, la orientación de los negocios» (18). Ese despliegue ejemplar de la actividad cambista no podía, na turalmente, dejar de tener cierta influencia en la mentalidad social global de la época. Se forma un mundo, se reestructura una socie dad en el marco de las grandes finanzas, teniendo como finalidad el beneficio. Si hay una ideología del comerciante, ésta no podría ser más que una ideología de la sociedad en su conjunto. La ética de los negocios, en otras palabras, el sistema de creencias, la moral per sonal del burgués, sólo será una modalidad, en cierto modo parti cular, de su visión global de la sociedad, es decir, de su concepción general del vínculo social. Esto es lo que importa a nuestra investi gación; la práctica de las asociaciones comerciales forma el modelo dominante de la vida civil, al igual que el negocio, en el sentido fuer te del término, forma la norma social. Toda una sociedad está na ciendo de la búsqueda del beneficio. A lo largo de los dos análisis precedentes(19), hemos visto que no toda agrupación merecía, por el mero hecho de existir, el titulo de sociedad o asociación. Para que una organización sea reconocida es preciso que esté fundada con vistas al bien. Se puede decir que la importancia de la práctica de los negocios se debe a que reconoce en la actividad lucrativa una dimensión moral, sobre la cual puede constituirse un vínculo de sociabilidad general. Las asociaciones co merciales están formadas para el bien y ese bien, como sabemos, es el beneficio. Pero no habría que quedarse en eso. Porque bajo la no ción de beneficio, que no concierne, según parece, más que al co merciante asociado que corre en su busca, la Edad Media tardía, en la persona, al menos, del más eminente de sus pensadores políticos, discierne ya un bien del que cada uno saca sus frutos. Podemos leer hoy a Marsilio de Padua a la luz de este estado de espíritu, al tér mino del cual lo que resulta bueno para el comerciante es, a fin de cuentas, bueno para todos. Es muy notable ver a este teórico de la sociedad civil no ya, por supuesto, hacer la apología del comercian te, sino asignar como finalidad de la organización civil de los hom bres la buena marcha de los intercambios, para deducir de ello la ne cesidad del poder político del príncipe. Este autor, en efecto, que pu blica El defensor de la paz en 1324, participa, a todas luces, de la ideología mercantil e incluso tal vez contribuye con sus escritos a sis tematizarla con rigor. Uno de los temas esenciales de su obra es el de la «vida suficien te», como él dice: ¿Qué entiende por ello? La vida de los hombres al (18) Jacques Le Goff: M archands et Banquiers du M oyen Age, París, 1972, pigs. 22-23. (19) Cf. «L'Universitas» y, sobre todo, «La personalidad moral». 353
abrigo de la «necesidad». Tenemos aquí, con esta noción de «ríécesidad», la antropología que sub-tiende la ideología del burgués cam bista tal como queda atestiguada —esto es lo más notable— desde el siglo xiv, es decir, en el momento en que se desarrollan, al uni sono, el intercambio mercantil y la estructura asociativa como for ma general de la vida social. Apoyándose a la vez en Aristóteles y en Cicerón, nuestro filóso fo no carece, sin embargo, de originalidad: aprende la lección de lo que pasa bajo sus ojos. Así es como, en el capítulo IV de la primera parte de su voluminoso libro, Marsilio funda una verdadera teoría de justificación del intercambio. La demostración se apoya en la si guiente secuencia: la vida mundana (o vida «presente») —el inter cambio mercantil— y la justicia. Por esta serie conceptual se afirma la ideología cuyos contornos trazamos, que se apoya sobre un pre supuesto que cada uno hace suyo: el beneficio es el bien, «la ciudad está determinada con vistas a la vida, y a la vida buena como fin», afirma El defensor de la paz. He aquí una afirmación que, fuera de su contexto, es de inspiración aristotélica. Pero pronto aprendemos que esta «vida buena»(20) no es más que la vida social en la que el intercambio libre se hace posible gracias a un buena circulación de las mercancías y a una buena jerarquía social. Con el fin de mostrar que esta dimensión feliz de la vida puede ejercerse en la ciudad bien ordenada, Marsilio distingue la vida temporal de la vida celeste: «La vida y la vida buena conviene al hombre bajo dos aspectos: uno tem poral e intramundano, otro eterno o celeste, como se suele decir. El conjunto de los filósofos no ha podido demostrar la existencia de esta segunda vida, la eterna; ésta no pertenecía al campo de la evi dencia». Lo que para nuestro filósofo es, por el contrario, de una evi dencia palmaria es la «vida terrestre». ¿Qué es esta vida terrestre sino lo que tiene bajo los ojos —por lo cual adquiere una evidencia— y que no es otra cosa que la organización regulada del intercambio en vías de generalización? La filosofía de marsilio solo puede interpre tarse desde ese punto de vista, como la filosofía propia de la clase de los comerciantes. Con ayuda ahora de Cicerón, deduce de esta «evidencia» la necesidad de un vínculo social: la antropología general de la que hablábamos hace un instante también se hace evidente. «El hombre nace compuesto de elementos contrarios: algo en su subs tancia es corrompido casi continuamente por sus acciones y pasiones contrarias; además, viene al mundo desnudo, sin defensa, padece y se corrompe bajo las presiones de la atmósfera y los demás elementos, como dice la ciencia de las cosas naturales. También necesitó de diver sos géneros y especies de artes para evitar los daños ya mencionados. Ahora bien, esas artes no pueden ser practicadas sino por un gran nú mero de hombres y sólo pueden ser adquiridas con su mutua parti cipación, de forma que los hombres tuvieron que asociarse para sacar provecho de esas artes y evitar los daños»(21). Vemos aparecer (20) Aristóteles decía: «Pero los hombres no se asocian con vistas sólo a la exis tencia material, sino más bien a la vida dichosa», en La política. (21) Las citas de Marsilio están sacadas de B defensor de la paz, I parte, cap. IV. 354
en este texto todos los temas sociales del burgués y, sobre todo, el prin cipio de esos temas: el estatuto natural del hombre es ponerse en so ciedad, ya que, de ese modo, lo que en él es deficiencia se vuelve ver dadera fuerza. El hombre se hace inventivo e industrioso, de tal for ma que los productos de su arte no piden más que ser intercambia dos libremente. Un intercambio asi es lo que garantiza la vida bue na. De la vida buena así concebida a la vida virtuosa no hay más que un paso, que nuestro filósofo decide franquear. En efecto, Marsilio ve en la sociedad en general el medio adecuado para el inter cambio. «En efecto», escribe, «como las cosas necesarias para quie nes quieren vivir de forma suficiente son diversas y no pueden ser procuradas por hombres de un solo oficio, han hecho falta distintos órdenes de hombres o de oficios para este intercambio, ejerciendo o procurando las diversas cosas de ese género que los hombres nece sitan para la suficiencia de su vida. Esos distintos órdenes u oficios no son otra cosa que las partes de la ciudad, en su multiplicidad y en su diferenciación». Vemos entonces dibujarse los perfiles de una ideología del bien común: los intercambios, cuando son muy favo recidos y ordenados, contribuyen a «proveer la necesidad común». La justicia, que no es sino la virtud considerada desde el punto de vista social, es aquí mismo designada como finalidad del intercam bio mercantil. O, por decirlo de otro modo, el negocio es elevado al rango de vínculo social. Asi pues, para atender a las múltiples necesidades de la vida pre sente «los hombres se han unido para vivir la vida de forma sufi ciente, procurarse las cosas necesarias e intercambiarlas mutuamen te». No podría imaginarse mejor ilustración de la ideología del bur gués cambista en el siglo xiv que esta afirmación del autor de El de fensor de la paz. El comercio (y su motivación, el beneficio) es, en el preciso momento en que se desarrolla, tomando la forma de aso ciación de la «sociedad», generador de la organización social. Pro teger el intercambio, favorecerlo, será en lo sucesivo el horizonte del pensamiento social y político. Pero —lo que merece una atención particular— la ideología de la sociedad que entonces toma forma es una ideología del orden temporal, «terrestre», como dice Marsilio. Nos veríamos condenados a no entender nada del significado de la ideología del burgués cambista si no tuviéramos en mente que, tras la justificación del intercambio, entendido desde entonces como vín culo social, se abandona el ideal medieval de la ciudad celeste. He nos aquí en las cuestas de la «modernidad»; la sociedad civil es, en efecto, el otro nombre de la vida presente, el bien hacia el que tiende es absolutamente terrestre: es el dinero. Ética y mercancía La Iglesia debía desconfiar de esta importancia social y política creciente del comerciante: pasó, sin embargo, de la condena doctri nal a la aprobación tácita. El problema mayor es el de la usura: préstamo con interés pro355
hibitivo. La oposición de la Iglesia está bastante bien resumida en este aforismo, que tiene su origen en la condena aristotélica de la «crematística»: «nummus non parit nummos»; «un escudo no hace escudos». Pero hay también toda una tradición judía y cristiana que condena el abuso en el préstamo de dinero. Ahora bien, los comer ciantes se asocian para hacer frente a problemas de crédito cada vez más importantes. Los carteles de los que antes hablábamos, las so ciedades comerciales, «multinacionales», se fundan en los siglos xiv y XV con el fin de aumentar considerablemente su potencial finan ciero. Con el beneficio, las condenas de la Iglesia apuntan, por tan to, a la riqueza del comerciante. Esas condenas de la Iglesia están, por supuesto, fundadas en la tradición escrituraria. Antiguo y Nue vo Testamento lanzan el anatema sobre la actividad del prestamista. El Deuteronomio, apoyándose en textos del Exodo (XXII, 25) y del Levitico (XXV, 35-37), declara: «No exigirás de tu hermano ningún interés ni por dinero ni por víveres ni por ninguna cosa que se preste con interés». Igualmente se lee en el evangelio de Lucas (VI, 34-35): «Si sólo prestáis a aquéllos de los que esperáis restitución, ¿cuál es vuestro mérito? Porque los pecadores prestan a los pecadores con el fin de recibir el equivalente... Prestad sin esperar nada a cambio y grande será vuestra recompensa». Pero tal vez más que esas conde nas de las Escrituras, la puesta en el índice del comerciante —fun dada, naturalmente, en ios orígenes que acabamos de recordar— contribuye al descrédito, es un decir, del burgués cambista. «El co merciante no puede gustar a Dios, o difícilmente», señala el derecho canónico en el siglo Xil, en una adición al Decreto de Graciano. El comerciante es amante de la riqueza, lo que está mal. Jacques Le Goff lo expresa así: «Los documentos eclesiásticos —manuales de confesión, estatutos sinodiales, colecciones de casos de conciencia— que dan listas de profesiones prohibidas (inhonesta mercimonia), ha cen figurar casi siempre el comercio. Se cita en ellos una frase de una decretal del papa San León Magno según la cual «es difícil no pecar cuando se hace profesión de comprar y vender». Santo Tomás de Aquino subrayará que «el comercio, considerado en sí mismo, tie ne cierto carácter vergonzoso». Esas condenas de la usura —¡lo sabemos bien desde entonces!— no contrariaron eficazmente el celo de los comerciantes. En conjun to, sin embargo, el hombre de negocios es un cristiano, al igual que está ligado a su ciudad, es un «patriota de su ciudad», se pudo decir. Para que fuera levantada la objección de principio que opone la Igle sia, era preciso que o bien el comerciante dejase de practicar la usu ra o bien que la Iglesia asumiera atenuar sus condenas. Este último punto fue el que, en la práctica corriente, pudo más que los escrú pulos doctrinales. Con el fin de mostrar toda la distancia ideológica que separaba, al menos teóricamente, a la Iglesia del mundo del co merciante, se puede decir que la reserva oficial de la Iglesia se apoya en un plano altamente metafísico. Tomás de Aquino y otros teólo gos canonistas fundaban el rechazo de la usura en el hecho de que, en esta práctica, lo que se vende es el «tiempo». Ahora bien, el tiem 356
po no es susceptible de apropiación con vistas al beneficio, no per tenece a nadie, sólo pertenece a Dios. Esta distancia considerable en tre las consideraciones teológico-morales y la práctica corriente de los negocios muestra bien hasta qué punto la Iglesia no lograba in tegrar, al menos doctrinalmente, la corriente social y económica que se manifestaba entonces. A esas consideraciones metafísicas de la Iglesia respondía, se supone, el perfecto desprecio, con raras excep ciones, del comerciante, que buscaba completamente la salvación en este mundo, es decir, la riqueza. Este punto coincide perfectamente, por otra parte, con la tendencia general que se manifiesta y que se ñalamos aqui mismo: por una constante preocupación por el bien en la tierra, el comerciante alcanza, según cree él, la virtud, tanto in dividual como socialmente. Si se añade a esto el hecho tantas veces atestiguado —y vehementemente condenado por la Iglesia— de co merciantes que mantienen relaciones con «el infiel» tendremos una representación suficiente de la situación ideológica en la que se en cuentra la sociedad mercantil que toma carácter en esa época. Gra cias al comercio, en efecto, es decir, al interés y al beneficio que pro cura, las distintas teologías se esfuman fácilmente y vemos una vez más que la actividad del comerciante —sea de donde sea— está en contrando por si misma sus justificaciones éticas y, podemos decir, profanas. He aquí, a título de ejemplo, la carta dirigida por un mer cader musulmán a uno de sus hermanos cristianos en el negocio. «En el nombre de Dios, clemente y misericordioso, al muy noble y distinguido jeque, el virtuoso y honrado Pace, pisano. »¡Qué Dios preserve su honor, vele por su salvaguarda, lo ayude y asista en la realización del bien! Hilal ibn Jalifat al-Jamusi, vues tro amigo querido y que os desea el bien, a vos que seguís las sendas de la virtud os envía sus saludos, la misericordia y las bendiciones de Dios». Estos arrebatos líricos en nombre de la amistad no son, en modo alguno, únicos en su género. La excelencia de las relaciones entre mu sulmanes y cristianos no puede entenderse, naturalmente, más que en el plano de los intercambios comerciales. Pero éstos, como ve mos en la carta, no están exentos de un fuerte ideal ético: el bien y la virtud se citan en nombre de Dios... y del comercio. La Iglesia, sin embargo, como sugeríamos, tenía que ir cediendo terreno a medida que el comerciante se imponía en la sociedad glo bal medieval. Al no poder evitar el movimiento general de intercam bio, la Iglesia llega finalmente a justificar, si no la usura en si, al me nos la práctica ordinaria del comercio. Esta es, quizás, la primera victoria del comerciante y, probablemente, no la menor. Las dos ideas que se imponen en gran medida en la época, y que la Iglesia admite, son las de la utilidad del comerciante y la del bien común que éste asegura cuando obra por su interés personal. Los dos temas que hemos visto expresados en Marsilio de Padua en el marco de 35 7
una teoría general de la sociedad —siendo él mismo, sin embargo, poco susceptible de abundar en el sentido de la Iglesia— son los que forman la ideología social del comerciante. Asi, la Iglesia, tradicio nalmente opuesta al comercio lucrativo, liega a pensarlo útil al bien común. Más que una evolución de la Iglesia, es la importancia cada vez mayor de la ideología mercantil lo que expresa la tolerancia eclesial: progreso, sociabilidad, felicidad pública y salvación de la hu manidad, tales son, más o menos resumidas, las grandes ideas del comerciante tal como se destacan en un manual de comercio que data del siglo xv y cuyo énfasis merece que le prestemos atención: «La dignidad y el oficio del comerciante son grandes en muchos as pectos... y, en primer lugar, en razón del bien común, porque el pro greso y el bienestar público es un fin muy honorable según Cicerón, y se debe incluso estar dispuesto a morir por él... El progreso, el bie nestar y la prosperidad de los Estados reposan en gran medida en los comerciantes... Gracias al comercio, ornamento y motor de los Estados, los países pobres se proveen de alimentos, de mercancías y de muchos productos curiosos importados de otros lugares... El tra bajo de los comerciantes está ordenado con vistas a la salvación de la humanidad» (22). Tal es, asi ilustrada, la tendencia general de la ética del comer ciante: su representación del mundo lleva en ella toda una sociedad fundada en el dinero y el beneficio, pero «ordenada al bien común», como quiere nuestro retórico, que parece manejar el énfasis como se maneja el dinero. El problema entonces es saber si hay realmente contradicción entre la moral cristiana, que es por tradición y cultura la de los hombres de negocios, y el espíritu capitalista tal y como aparece. Sabemos que este debate ha sembrado la discordia entre los historiadores. ¿Espíritu capitalista, decimos, hecho de cálculo ra cional, de iniciativa, contra actitud cristiana, más bien tintada de re servas cuando se trata de ganancias por interés, incluso si la Iglesia, como señalábamos, fue llevada a modificar notablemente sus posi cones? Por supuesto, no podríamos ofrecer aquí una respuesta: está claro, sin embargo, que el comerciante es profundamente cristiano, incluso si su cristianismo no es siempre perfectamente ortodoxo. Al evocar este punto, Y. Renouard señala que prácticamente todos los contratos de sociedad comercial que entonces se adoptan empiezan generalmente con una invocación como ésta: «En el nombre de Dios y de la Virgen María; puedan ellos darnos y concedernos hacer ac ciones que sirvan para su alabanza y salvación, para nuestro honor y nuestro provecho de alma y de cuerpo. Amén». O incluso: «En nombre de Monseñor Dios Nuestro Señor y de Nuestra Señora la Virgen Santa María y de todos los santos del Paraíso, nosotros, Al berto y Neri...». Estas precauciones preliminares no son de pura for ma: el comerciante, al amasar sus tesoros, apuesta su salvación eter na, dispuesto a arrepentirse, llegado el momento, de su gran apetito por las cosas del mundo; no es nada raro que, sintiendo próxima la (22) Citado por J. Le Goff: Op. cit., pág. 82. 358
muerte, abrace la penitencia, conforme a la enseñanza de San Fran cisco. Pese a ello, el deseo de riqueza obsesiona sus pensamientos y ordena su razón; durante toda su vida, el comerciante encuentra su salvación en el beneficio. Asi pues, si bien hay contradicciones entre el espíritu de lucro y la pobreza franciscana, el hombre de negocios se construye una éti ca por otro lugar, la de la ciudad mercantil, la de la prosperidad de todos por el comercio de algunos. Esta ideología se nutre de una es piritualidad del éxito que, desde entonces, el burgués no ha dejado de perfeccionar, por decirlo asi. El comerciante, en efecto, no niega el cielo, se apega más bien a la tierra, los sabe separados y se aco moda bien a esta separación: cree en la salvación y se ocupa de ella como es debido, pero ésta empieza en la vida mundana. Se trata de un mundo, un mundo que se conquista, que merece el interés que se le presta, ya que sabe devolverlo centuplicado á quien se toma la molestia. Un poco más y este mismo mundo es amonedable: el co merciante sólo aspira a apropiárselo, a hacerlo suyo. Del clérigo al burgués: la laicización de la cultura Por tanto, la del comerciante es una ideología profana, ya que para él, lo sagrado es el dinero. Aún mejor, es el advenimiento de una cultura totalmente laicizada lo que marca la mentalidad del bur gués cambista. Señalábamos al principio de este análisis que el paso del mundo rural a una civilización urbana se operaba gracias al co merciante; esta transformación, capital si la juzgamos por los resul tados que produjo en la historia, sólo pudo realizarse en el seno de una ideología laica. El comerciante toma el relevo al clérigo; el in telectual, podemos incluso decir el ideólogo, es el que hace las cuen tas: leer, escribir y contar ya no son, en los siglos x iv y XV, privile gio de las gentes de Iglesia, se convierten en la actividad del comer ciante. Llevar una contabilidad: mantener correspondencia con los demás —en varias lenguas—, son cosas absolutamente requeridas por la práctica del comercio. Así, la innovación social, las rupturas de la vida colectiva, la representación del espacio territorial, son, en lo sucesivo, dependientes de la actividad comercial. La cultura se in clina del lado de los comerciantes, que tendrán, cada vez más, la res ponsabilidad de la misma. Este movimiento general de laicización, puesto muy a la luz por Y. Renouard, corresponde a una intensa ra cionalización de la existencia. «Los hombres de negocios italianos del siglo Xiv actúan como si creyeran que la razón humana puede explicarlo todo y dirigir toda acción: no lo expresan claramente, pero su comportamiento muestra que lo sienten sin formularlo: tienen una mentalidad racionalista» (23). El cálculo, tal vez mejor que la racionalidad deductiva, es lo que domina esta cultura laica. Tenemos un buen ejemplo de ello en la (23) Y. R enouard: Les hom m es d ’a ffaires italiens au M oyen Age, París, 1968, pág. m .
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mentalidad de secreto que rodea normalmente a los negocios: es un mal cálculo hacer públicos los proyectos que se puedan tener, y Renouard cita un texto en el que se aconseja leer en primer lugar las propias cartas antes de repartir a los demás las suyas, si ocurre que uno esté encargado de distribuir el correo. El consejo es, en efecto, importante: un cálculo correcto permite de inmediato ver que nunca se debe remitir a los demás el correo que les corresponde antes de haber hecho los negocios propios, «porque estas cartas podrían con tener indicaciones que irían en contra de tus negocios, y el servicio que hubieras prestado a un amigo, a un vecino o a un extraño dán doles sus cartas se volvería en tu contra: ahora bien, no debes servir al prójimo para perjudicarte en tus propios negocios». He aquí la re gla de cálculo racional más elemental... Es, sin embargo, en otros terrenos donde se afirma la superiori dad del comerciante, es decir, su racionalidad: la vida social es pron to dominada por la eficacia requerida en toda empresa comercial. El comerciante sustituye las especulaciones teóricas y arbitrarías que forman la cultura del clérigo por la medida y el reino de la cantidad. Bajo la presión de las necesidades prácticas, se abandonan, por ejem plo, los métodos tradicionales de cómputo del tiempo. El comercian te precisaba de un calendario de fechas fijas allí donde sólo existía un calendario regulado por fiestas móviles y, por consiguiente, difí cilmente utilizable en los negocios. Para hacer cuentas y balances y proyectar asi convenientemente el futuro, el comerciante no podía, en su práctica, adecuarse a los cambios permanentes en las fechas: el año empezaba el 25 de marzo o el 25 de diciembre, o aun en una fecha constantemente variable entre el 22 de marzo y el 25 de abril Entonces se tomó la costumbre de empezar el año con la única fe cha litúrgica importante cuya fecha fuera fija: el día de la Circunci sión, el primero de enero. De esta forma, sabiendo dónde empieza el año y cuando se termina, el cálculo del interés era fácil. Además de esa comodidad de contables, que se convirtió en regla, está clare que lo que entonces se imponía fácilmente era una representación de la duración de una mayor simplicidad. El ritmo de la vida social con la introducción de tal calendario se hacía fácilmente asimilable. Le mismo ocurre con la enumeración de las horas del día: la introduc ción del reloj, que sonaba regularmente las veinticuatro horas d¿ día, fue obra de un comerciante. En efecto, las horas tenían una du ración desigual según las estaciones y la vida social se regulaba se gún el tañido de las campanas siguiendo las horas irregulares del re loj de sol. Haciendo adoptar, allí donde su puede, el reloj que es cande un tiempo regular y fijo, el burgués de las ciudades transfor ma radicalmente la propia vida social, es decir, el trabajo y el repo so. La adopción de los relojes satisface asi el espíritu cívico de las clases comerciantes en el poder, «les permite elevar, frente al cam panario de la Iglesia que daba las horas eclesiásticas, en la torre del palacio municipal ya provista de un reloj mudo y una campana que invitaba a los ciudadanos a sus tareas civiles, un reloj cuyo sonid; escandiría en lo sucesivo la vida de la ciudad; ya no es la hora de 360
los clérigos, sino la hora laica, municipal, la que guiaría la actividad de todos los habitantes de la ciudad»(24). Totalmente orientada hacia el beneficio, he aquí la mentalidad del burgués naciente. Nadie mejor que él, y con razón, puede intro ducir un orden nuevo: no desprovisto de espiritualidad, sino de un verdadero espíritu, el hombre moderno que lleva en él es un hombre de negocios. Más preocupado por la salvación temporal que por la beatitud eterna, es, sin embargo, metafisico a su manera; sabe apro piarse del tiempo. Pero para hacerlo especula no con ideas o con pa labras, sino con cosas y hombres. No podría decirse, de todas for mas, que esta ideología del comerciante constituya en si misma la ideología del burgués; ésta sólo está naciendo e importa mucho, a fin de cuentas, que se afirme en el marco de una ética de los nego cios que puede resumirse asi: el negocio, pese a algunos aspectos ma los, es un bien; el intercambio está conforme a la moral. Moralizar el intercambio, tal es, en efecto, el significado que el comerciante da de su propia práctica. Las condiciones de un mundo nuevo están, pues, dadas. Basta sólo con construirlo: cada vez más alejado de toda moral especula tiva, este nuevo mundo está ya en germen en el Occidente de la Edad Media tardía, hecho de múltiples alianzas, más extrañas unas que otras, incluso de confusiones: la de la tierra y el cielo, la del dinero y la virtud. Esto es lo que significa un escrito del siglo X III que pone en escena a un comerciante moribundo que quiere ser enterrado con su oro: E n t o n c e s s e d a la v u e l t a y a p r i e t a lo s d ie n te s S u a lm a se s e p a ró d e s u c u e rp o Y e n c u a n t o s a lió L o s d i a b l o s l a ll e v a r o n , A m é n , a l I n f i e r n o e te r n o .
BIBLIOGRAFIA L e Bras, G.: Artículo «Usura», en Dictionaire de théologie catholique, t. XV, 2.® parte, 1950. Col. 2336-2372. Le G o f f , J.: Marchands et Banquiers du Moyen Age, París, 1972. P i r e n n e , M.: Histoire économique et sociale du Moyen Age, París, 1969. R e n o u a r d , Y.: Les hommes dtaffaires italiens au Moyen Age, Pa rís, 1968. S a p o r i , A.: Le Marchand italien du Moyen Age, París, 1952.
(24) Y. Renouard: Op. cit., págs. 240-241. 361
CAPITULO IV
EL ORDEN NUEVO
1. E d a d M e d i a , H u m a n i s m o , R e n a c i m i e n t o : N a c i m i e n t o d e UNA IDEOLOGÍA
por Gérard Mairet Lo antiguo y lo nuevo El hombre renacentista se piensa como autor y autor de un mun do nuevo. Ste trata de examinar esta novedad. Toda época, y en par ticular la que nos ocupa, puede, en efecto, ser pensada como el re sultado de un conflicto entre lo antiguo y lo nuevo. La tradición historiográfica y en el Renacimiento el crisol de la modernidad: «Tiem pos Modernos» y «Edad Media» se diferencian como el dia se dis tingue de la noche. Esta concepción de la transformación histórica, acreditada por los manuales al uso en las aulas está, por su propia simplicidad, puesta en entredicho: ya no atrae, felizmente, la aten ción de la historia contemporánea, incluso si, repitámoslo, sigue cam peando en las escuelas. ¿Cómo conciliar, en esas condiciones, nues tra primera afirmación, según la cual una época puede ser pensada como el resultado de la tensión entre lo que es nuevo y lo que es antiguo, con el rechazo de una discontinuidad aparente y simplista? Este es el problema que queremos atacar, en el sentido táctico del término. Si ello es posible aqui es porque, precisamente, no cabe nin guna duda de que teólogos, artistas, teóricos, sabios, cuentistas y hombres de letras, navegantes y políticos tenían plena conciencia de vivir una renovación cultural intensa, de ser los actores de un rena cimiento. Aún más, no es nada raro que esta novedad se tome como el estatuto mismo de la acción y la reflexión; de todas formas, la no vedad no es nunca absoluta, está marcada por la ambigüedad: se nu tre de lo antiguo como si de su fuente se tratara. Roma y Grecia son modelos a imitar, a encontrar a través y más allá de la tenebrosa 362
Edad Media. Realmente, donde quizás sea posible descubrir la no vedad sea en la misma Antigüedad: el estudio de los antiguos en el momento en que cesa la acción es previamente necesario a la ima ginación y concepción de una acción nueva, es decir, a un verdadero recomienzo. Maquiavelo, en los Discorsi, es un buen representante de este estado de espíritu: «Quienquiera que compare el pasado y el presente comprenderá que todas las ciudades, todos los pueblos han estado siempre animados por los mismos deseos, las mismas pasio nes. Asi pues, es fácil, mediante un estudio exacto y bien pensado del pasado, prever lo que debe ocurrir en una república, y entonces es preciso o bien servirse de los medios utilizados por los antiguos o bien, si no se dispone de ellos, imaginar otros nuevos, según se ase mejen de los acontecimientos». El Renacimiento no es, desde este punto de vista, un comienzo, sino un recomienzo, y si podemos hablar de la ideología (en plural o en singular) del Renacimiento es porque, en ese juego sutil de lo nuevo y lo antiguo, se constituye una imagen distinta de la libertad humana. Una nueva representación de la relación del pasado con el presente se elabora en esa época, por la cual, precisamente, el Re nacimiento afirma que es claramente una época y testimonia su ca pacidad de dar lugar a una historia que los tiempos venideros pen sarán como «moderna». La cuestión de la especificidad de una época, es decir, de su re lación consigo misma y con otra época, fue planteada por Lucien Febvre a propósito de la falta de creencia en el siglo xvi. Su libro sobre la religión de Rabelais, aún más que un análisis de las men talidades —«las herramientas mentales»—, es una verdadera carga contra la historiografía burguesa, liberal, pero anticlerical del siglo X IX . Podemos, por otra parte, ver en la obra que este historiador de dica a Lutero la misma preocupación por restituir el acontecimiento (o la secuencia de acontecimientos) a sí mismo, gracias a un trabajo de limpieza en profundidad. Para Lucien Febvre se trata de recon siderar el tópico del Renacimiento a partir de grandes ejemplos (si éste no es fin aparente del historiador, al menos es su propósito real). Sea como fuere, la noción misma de Renacimiento se ha renovado. En efecto, la idea comúnmente difundida hasta entonces de un Ra belais procaz y más preocupado por lo que concierne al cuerpo que por lo tocante al alma, la idea de un Rabelais que de buena gana se mofa de los curas y cae fácilmente en la irreverencia, es decir, en el ateismo o, al menos, en el agnosticismo, Lucien Febvre, no sin cier ta provocación, nos muestra que todo eso no es más que un puro invento del X IX ; que, por ejemplo, el vocabulario y la lógica que pa rece requerir el supuesto libertinaje del autor de Gargantúa faltaban desesperadamente en la época. No se puede hacer decir a un hombre del X V I, aunque fuera un gigante, cosas que sólo las palabras foijadas mucho más tarde permiten decir. En cuanto a mofarse de las co fradías de monjes, era algo corriente en la Edad Media. El problema que plantea Lucien Febvre desborda, pues, amplia mente el caso privilegiado e incluso ejemplar de Rabelais: es el de 363
la identidad de una cultura, es también el del campo semántico en el que esta cultura se arraiga y en cuyo interior se expresa. Rabelais, por tanto, no es un caso particular. Es, de forma más amplia, la mi rada que lanza una época —la nuestra— sobre otra época: el Rena cimiento. Sobre este aspecto, es curioso observar cómo se insinúa en el discurso de Lucien Febvre otra ideología —la de la «Civilización» y el «Primitivo»—, ideología que sustituye a la que el historiador combate: el anticlericalismo. Por eso podemos decir que la ideología del Renacimiento es exactamente la de la época que intenta descri birla. En el caso de Lucien Febvre, gran conocedor de este período, este punto está particularmente claro: es él quien, en compañía de Maro Bloch, autor de una obra capital sobre la sociedad feudal, dio lugar a la renovación de los estudios históricos, sin la cual la histo ria no sería hoy lo que es. Ahora bien, esto es lo esencial para cap tar el valor —afectivo y cultural— del Renacimiento. Es sorpren dente, en efecto, que sea la historia, es decir, los historiadores —y no, por ejemplo, los filósofos, poetas o sabios— quien haya consti tuido esta época como época del «Renacimiento». Cuando hay re nacimiento, se da el nacimiento de algo que había sido, por un tiem po más o menos largo, olvidado. El renacimiento es un segundo na cimiento. Lo que vuelve a la vida posee entonces una historia o da lugar a un devenir que será descrito y comprendido como devenir histórico. La idea de renacimiento es una ideología histórica, en otras palabras, la ideología del Renacimiento es la ideología de la histo ria, la que se enseña en las aulas, la que distingue la «Edad Media» (de la que se afirma, por fin, que no fue una larga noche) de los «Tiempos Modernos» (de los que se afirma también que no son ne cesariamente transparentes como el dia). Si hemos de conocer, hoy como ayer, un período inaudito por su audacia, hemos de comprender sobre todo cómo esta época se ins cribe en el comienzo de una «historia» verdaderamente dramática, muy dramática: la nuestra. Conocer el Renacimiento es, pues, en pri mer lugar, comprender en qué nos interesan obras tan diferentes como las de Rabelais, Lutero, Miguel Angel, Cardano o Bruno. ¿Quiénes son esos personajes para nosotros? ¿En qué rincón de nues tra memoria se inscriben, por qué nos empeñamos en conocerlos? La pregunta a la que debería responder nuestra época, suponiendo que desee plantearla, es la de saber por qué necesita un origen. De cíamos al evocar a Maquiavelo que la idea de novedad (el deseo y la conciencia de la novedad) era, aunque matizada, lo que caracte rizaba al Renacimiento. Podemos por eso, a riesgo de rectificar esta apreciación, intentar circunscribir dónde podría definirse la ideolo gía del Renacimiento, es decir, el Renacimiento como ideología. S: lo que es nuevo sólo se puede percibir en relación con lo que es an tiguo, el Renacimiento es para nosotros lo que ya era para los pro tagonistas de entonces: la reevaluación teórica y afectiva de la rela ción que mantiene un presente, cualquiera que sea, con su pasado, Para los hombres del Renacimiento el pasado, y por tanto, el origen de su propia historia, se encuentra en la antigüedad pagana, por ec364
cima de la Edad Media. Lo que inventa el Renacimiento es, pues, un vinculo, el vínculo que siempre liga un presente a un origen. Aho ra bien, ese vínculo lleva un nombre que nos es familiar: es la His toria. Podemos decir, más allá de la analogía, que a la perspectiva espacial que se descubre en la Italia renacentista corresponde la pers pectiva temporal descubierta y pensada como historia en la Francia del siglo XVI. Clarificar la relación con el pasado constituido, a tal efecto, como origen es para los renacentistas, dar un estatuto al pre sente. El Humanismo es, precisamente, lo que da lugar a otra con ciencia del pasado; la relación con las obras de la Antigüedad está por completo al servicio de la elaboración de las obras del presente. Lo que podemos decir es que aún hoy vivimos en el interior de una representación, elaborada en los siglos xv y xvi, de la relación pa sado-presente, representación a la que la historia da un contenido. Al igual que los renacentistas se buscaban un pasado en la Antigüe dad, los siglos XIX y XX encontraron un origen a su presente: el Re nacimiento. Al igual también que entonces se apelaba a «un orden nuevo» en sustitución del antiguo, hoy la búsqueda de un nuevo es tatuto para nuestra época incita a reconsiderar la naturaleza del co mienzo o del nacimiento de lo que Bodino, ya en 1S66, pensaba como civilización y cuya crónica era para él el objeto de la «historia». No decimos que la historia forme el todo del pensamiento renacentista, que sea la representación global que califica la mentalidad de una época, decimos solamente que este periodo llamado «Renacimiento» en 1860 por Burckhardt (La Cultura del Renacimiento en Italia), y también por Michelet, aprehende el presente como continuidad re novada del pasado. El pasado es vivido como dimensión del presen te; es, puede decirse, un cuerpo de sabiduría para el presente, que no es, desde entonces, más que la actualización de tal pasado: hay que desconfiar de la innovación salvaje y, para ello, las lecciones de la historia pasada son, sin duda, útiles de aprender para el buen uso del presente. Inventar es la palabra clave de la época. Pero tal crea ción debe ser disciplinada, y tanto más porque es vano inventar, lo que ya lo está. No se trata, por tanto, de un retomo al pasado, esto es, de la nostalgia de una época distinta, lo que prohibiría la acción, la creación, cosas todas que los renacentistas no querían perderse. Por el contrario, se trata de darse los medios de un futuro posible: la relación del presente con el pasado, relación dominada por la in vención y de la que todo servilismo —como toda contemplación— está ausente, es generadora de un porvenir. Diremos que la idea de una historia toma cuerpo, en otras palabras, la idea de un devenir humano perfecto.
El modelo renacentista La Edad Media, delimitada entre Agustín y Tomás de Aquino, no tenía esa idea de devenir propiamente humano: el hombre es ante 365
todo una criatura en estado de pecado. Cierto es que Lutero, por ci tar sólo al más vehemente, tenía clara conciencia de esta situación, pero la Reforma dio lugar, contra el reformador, a múltiples teorías que legitiman en el pueblo el derecho de resistencia, indicio perti nente de que la libertad de acción pertenece en lo sucesivo a los hom bres. En este plano, no es la obediencia perfecta lo que caracteriza el pensamiento de los renacentistas sino que, juzgándolo desde el punto de vista del futuro, éste es el de los teóricos del derecho de rebelión. Así, por ejemplo, Du Plessis Mornay es el primero en lle gar a concebir el esbozo de lo que será más tarde la moderna teoría del contrato en su obra Vindiciae Contra Tyranos (1579). Hasta el propio reformador, poco inclinado, sin embargo, a dar libre curso a la reivindicación, considera posible, en ciertas circunstancias, lo que el porvenir llamará «objección de conciencia». Vemos que, ya que los hombres son criaturas caídas, súbditos antes que pueblo, no pueden pretender ninguna responsabilidad en la acción. Esta auto nomía del hombre con relación a su destino de pecador es lo que proclama el Renacimiento, asignando a su acción la característica de ser «histórica». Desde ese momento los hombres toman en sus ma nos su presente y, por tanto, su futuro; donde la Edad Media veía un mundo creado y gobernado por un Dios único y tenido por bue no, los siglos XV y xvi ven una historia, es decir, un devenir humano profano. El Humanismo y la Reforma aparecen entonces como com ponentes esenciales de esta época, que manifiesta precisamente aquí la inadecuación de la denominación «Renacimiento» y, al mismo tiempo, su dimensión propiamente ideológica. Los humanistas, en la persona del primero de ellos, Erasmo, no eran, claro está, ateos, como tampoco era anticlerical Rabelais. Eras mo estaba totalmente imbuido de fe cristiana pero, como Lutero, al que se opuso definitivamente de 1521 a 1524, fecha en la que publi ca su obra Del Libre Arbitrio, participa en el combate contra la es colástica y contra la Iglesia. Así se explica el retorno a la antigüedad pagana, en modo alguno en contradicción con una profunda fe cris tiana; la Edad Media corrompió el mensaje de Cristo; se trata, tanto para los humanistas como para los reformados, de volver a encon trar la verdadera palabra del crucificado. El Occidente cristiano no puede, pues, jugar el papel que la época espera de él: el de un guía para el futuro en cuya continuidad sería posible actuar. El Huma nismo, la Reforma y el Renacimiento italiano tienen una misma preocupación: emerger de ese periodo en crisis designando claramen te quién es el autor de esa situación: la Edad Media, es decir, una concepción no del hombre, sino del pecador, no de la libertad, sino de la servidumbre. El renacimiento del griego y el latín no son, por tanto, un paso atrás sino un recomienzo del hombre más allá de lo que sólo fue una noche sin fin. Se trata de rehabilitar al hombre: los renacentistas, y los humanistas en particular, están más apegados al verbo que a las obras, a la Iglesia «invisible» que a la Iglesia «visi ble»: el hombre no deja, por tanto, de ser cristiano, pero lo es por la fe, no por la institución. Así, sus acciones y, por consiguiente, su 366
libre albedrío le pertenecen y lo caracterizan; tienen en sus manos su destino. Retorno a la antigüedad, al modelo antiguo de hombre, cierto, pero siempre con vistas al presente, esa primera condición del por venir. Si decimos que esta situación sigue siendo la nuestra, lo que permite hablar de la ideología del Renacimiento en los dos sentidos de la expresión, es porque vivimos hoy —en el siglo XX como, ayer, en el siglo xix— esta situación inaugurada por los hombres del siglo xvi. No hemos inventado, desde entonces, otra representación del origen que aquélla en curso en Florencia o en los círculos eruditos de Toulouse o París. En su esencia, vivimos la misma relación con el pasado que los renacentistas: lo que ha cambiado es la documen tación, el material, el vocabulario, no lo bastante, sin embargo, para hacer volcar la representación de nuestro devenir. Que aparezcan aquí y allá algunos signos dando fe de lo contrario en nada cambia la form a en sí: nuestras sociedades necesitan una memoria que ma nifieste la legitimidad de su presente. piremos que la ideología del Renacimiento es la ideología de la propia «modernidad», y la filosofía de la historia, de Rousseau a Marx, anotadas todas las diferencias, es la perpetuación (rectifica ciones y perfeccionamiento) de lo que podría llamarse, más que ideo logía del Renacimiento, modelo renacentista, ese mito orgánico del origen que toda sociedad, desde el siglo XVI, necesita para distinguir lo nuevo de lo antiguo y detectar así lo que constituye la originali dad de su presente. El rechazo de la Edad Media es, pues, el rechazo de la historia sagrada en la que el hombre, claro está, participa, pero no es agente. El Renacimiento hace del hombre sujeto de su acción elaborando otro estatuto para la criatura, otra concepción de las re laciones que mantiene con su Creador. En lugar de una historia di vina del hombre, los renacentistas piensan una historia natural del hombre. El modelo renacentista es, en efecto, esa vasta discusión, re cuperada periódicamente hasta nuestros días, para redefinir las con diciones de posibilidad de acción de los hombres y el propio estatu to de esa acción: que el hombre sea una criatura no le impide ser también un creador; el hombre creador, y por tanto libre, será en lo sucesivo comprendido como el artesano de una historia que él funda y cuyo sentido no le escapa, puesto que él es el autor. Recomenzar una acción, esto es, comenzar una historia, concebir el presente vi vido como origen de un devenir que se construye: esto es lo que po demos llamar el «modelo renacentista» que los hombres de aquel tiempo concibieron tanto para ellos como para nosotros. Hay que señalar, sin detenernos en ello, que el tema «moderno» —y «contem poráneo»— de la Revolución es pensable a partir del modelo del Re nacimiento: la fundación de un orden nuevo consiste en recomenzar la historia más allá del régimen antiguo rompiendo con él. Los re volucionarios del 89 no se privaron, por otra parte, de sumergirse en la Antigüedad. A semejanza de nuestros renacentistas, no se su mían en lo antiguo, sino que hallaban en ello fuerzas capaces de ins tituir lo nuevo. Dos ideas estructuran la ideología del Renacimiento: 36 7
la Naturaleza y el Estado (1), que son las ideas mismas de la historia y la defínen como historia moderna; los «Tiempos Modernos» son los tiempos históricos. Habría razones para estudiar cómo, del siglo xvi al xix, se organizan las relaciones de la naturaleza y el Estado. Veríamos, sin duda, constituirse, desarrollarse y afirmarse, al ritmo de una secuencia que va de Bodino a Hegel a través de Hobbes y Rousseau, la representación del comienzo de la historia, en la natu raleza o fuera de ella, sea este comienzo un origen o un principio primero. La sutil ósmosis de la naturaleza y el poder pensada en el marco de una historia humana es lo que constituye el modelo rena centista, esa sabia combinación de pasado y presente para inventar el futuro. Historia y naturaleza En su libro sobre Histoire de l'idée de nature, Robert Lenótre ex plica que los hombres del Renacimiento amaron con pasión la na turaleza, pero no la conocieron. Esta distinción entre amor y cono cer no tiene aquí, tal vez, su puesto totalmente garantizado. No hay duda de que los renacentistas hubieran amado la naturaleza y, al mis mo tiempo, la hubieran conocido. Por otra parte, la cuestión estriba más bien en saber sí existe en algún lugar una «naturaleza» seme jante, que exista en si y para si y a la que habría que conocer antes que amar. La Edad Media tenía su naturaleza, la Antigüedad la suya y el Renacimiento otro tanto. Lo que precisamente manifiestan los siglos xv y xvi es que esta naturaleza que existe por sí misma, jus tamente no existe. Los tiempos venideros recordaron esta lección de sabiduría y de este modo, asociaron, como mencionábamos, desde entonces la naturaleza y el poder según unas reglas que aún nos re sultan en parte oscuras. De hecho, la naturaleza no existe, lo que existe es la idea de esta naturaleza, o más bien las ideas de natura leza. En poco más de un siglo, de 1450 a 1580, se elabora una nueva cosmología: la «naturaleza» aquí es un cosmos, es un mundo, pero en este mundo, al igual que Dios es puesto en su lugar, la tierra es descentrada y el hombre recentrado. Sostener un discurso sobre la «naturaleza» es sostener un discurso tanto sobre el hombre como so bre la tierra o el sol, como también sobre Dios. Lo que entonces se descubre, en ese siglo, es la unidad de un mundo, dicho de otro modo, el universo. La naturaleza es una y se puede discurrir sobre ella ya como poeta, como teólogo, como sabio o como filósofo. De 1450 a 1580 aproximadamente, de Nicolás de Cusa a Giordano Bru no, se piensa la infinitud del universo uno. En Les Philosophies de la Renaissance, Héléne Védrine explica cómo, reflexionando sobre las relaciones de Dios y el universo, el Cusano fue llevado a precisar sus ideas y a distinguir dos tipos de infinito: el infinito negativo (c (1) Cf. las secciones dedicadas a «La ideología de la naturaleza» y a la ideologi del Estado. 368
Dios) y el infinito privativo (o el universo). «Con esto», escribe, «se escapa al panteísmo: el universo es distinto de Dios. Pero, al mismo tiempo, el esquema cosmológico tradicional ya no se aplica... resulta entonces imposible mantener las antiguas jerarquías: en lo indefini do (el universo) no existe centro absoluto. La tierra ya no se sitúa en el centro del mundo... Así, los viejos absolutos de la cosmología tradicional desaparecen y es curioso ver que un modelo de universo tan revolucionario naciera a partir de consideraciones teológicas y lógicas». Más de un siglo después, Giordano Bruno, que no era astróno mo, estará en condiciones de confirmar la teología de Nicolás de Cusa o, más bien, de probar las afirmaciones de Copérnico. «Quiere repensar la noción de infinito», escribe H. Védrine, «para transfor mar la problemática de la naturaleza, la de la ontología y, con ellas, la de la teología». Para él, el único conocimiento que importa es el de la naturaleza y los dogmas y milagros son puestos en duda por que no son inteligibles desde el punto de vista de las leyes de la na turaleza. El paso de un mundo cerrado, jerarquizado, como lo en tendía la escolástica, a un mundo infinito, según la expresión de Koyré, se efectúa plenamente en G. Bruno, mejor que en Copérnico, que limitaba el universo por la esfera de los fijos. «Digo», escribe G. Bru no, «que el universo es infinito porque no tiene extremidades, ni lí mite, ni superficie. Digo que el universo no es totalmente infinito por que cada una de las partes de este universo que podemos contem plar es finita y porque cada uno de los innumerables mundo que ésta contiene es finito. Digo que Dios es infinito porque excluye por sí todo límite y todo cuanto se le puede atribuir es infinito, y digo que Dios es totalmente infinito porque está todo entero en el uni verso, infinita y totalmente en cada parte de él»(2). Esta concepción, ni física ni metafísica, de la naturaleza da de ella una interpretación no exclusivamente científica. Para los rena centistas la naturaleza no es un objeto de ciencia, el lenguaje de la naturaleza puede ser igualmente imitado por la teología o el arte, de tal forma que la copia sea más veraz que el modelo. Galileo procla ma que las matemáticas son el lenguaje de la física, cierto, pero no de la naturaleza. Se invoca la naturaleza o, más bien, se invoca a una naturaleza y, en este sentido, es igualmente amada y conocida. Desde el punto de vista de la ideología, es el soporte de otro discur so sobre el mundo y el hombre, es lo que permite la elaboración de una cosmología en cuyo seno se recortará lo que anteriormente lla mábamos el modelo renacentista: el advenimiento pensado de un or den nuevo. Esta cosmología está totalmente concebida para gloria del hom bre. En su Discurso sobre la dignidad del hombre, es otro lenguaje el que Pico de la Mirándola atribuye a Dios; dirigiéndose a su cria do le habla en estos términos: «Te he situado en el centro del uni(2) Citado por H. Védrine. Cf. bibliografía.
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verso para que veas todo cuanto he puesto en él. No te he hecho ni criatura celeste ni criatura terrestre; no eres ni mortal ni inmortal: te he hecho de tal forma que tú mismo, como una escultura, talles tu propia suerte. Puedes degenerar en animal, pero también puedes renacer gracias a la sola voluntad de tu alma, a imagen de Dios». Así, en esta representación del mundo, Dios mismo se eclipsa, de al guna manera, detrás de su criatura. Por otra parte, Bruno sospecha ba algo de lo bien fundado de esta relación de creador a criatura que ligaría a Dios con los hombres. Pero lo importante es que un siglo antes de que Bruno emitiera sus teorías sobre el infinito, Pico de la Mirándola pudiera escribir el texto innovador que acabamos de leer. ¿Cuál es su significado? Que un hombre liberado de una de pendencia demasiado estrecha con relación a Dios renace literalmen te: se opone al destino e incluso se lo apropia. Es el advenimiento de una libertad de acción extraña a los cristianos de la Edad Media. La pasividad frente al mundo cede su puesto a una voluntad franca de descubrir y de hacerse un mundo. Esta cosmología, que culmina en la infínitización del mundo que G. Bruno lleva a cabo en 1561, debía, por tanto, producir una actitud, nueva también, frente a la muerte. Sería tal vez demasiado decir que el Renacimiento domes ticó la muerte. La cosmología que desarrolla permitió, de todos mo dos, no temerla ya, lo cual, señalémoslo de paso, resultará de una importancia considerable en el siglo xvu, cuando se trate (Hobbes, Spinoza) de constituir en cuerpo de doctrina la soberanía del Estado moderno. Sea como fuere, en ese momento, el Renacimiento inscri be, en el mismo corazón de su cosmología, otra forma de contem plar la muerte. El memento morí del final de la Edad Media es sus tituido, en el espacio de dos siglos, por la invitación al memento vi vera. Bruno presentará sobre esto una doctrina, a cuyo término dice: «En vano el tiempo empuña por encima de nuestras cabezas una gua daña amenazadora». La muerte forma parte de la naturaleza y, por consiguiente, el individuo que muere participa de su eternidad; en el seno del infinito no hay muerte posible, sino sólo un cambio de es tado: «Cada cosa es el Uno, pero no en el mismo modo». Así se veía conjurado el miedo a la muerte y al cambio. «No debemos temer», escribe en su tratado De la causa, «ni las molestias de los espíritus venidos del más allá ni la cólera de un Júpiter; el mundo en el que vivimos no puede, por su mero capricho, disolverse súbitamente o desvanecerse en humo. En este mundo los objetos suceden a los ob jetos, y este proceso se repite incansablemente». Por último, la sutil meditación de Montaigne va del estoicismo —vivir es aprender a mo rir (siendo la filosofía este aprendizaje)— a consideraciones más «mo dernas» sobre la vida. La muerte es, sencillamente, «el final de la vida», no es su objetivo, es, dice, «su fin extremo, no, sin embargo, su objeto». Es incluso una representación directamente opuesta al es toicismo lo que, finalmente, retiene. «Principalmente en esta hora, en la que yo percibo la mía (mi vida) tan breve en tiempo, quiero entenderla en paz. Quiero detener la prontitud de su huida con la prontitud con que la capto y, por el vigor del uso, compensar lo apre370
surado de su transcurso: a medida que la posesión del vivir es más corta tengo que hacerla más profunda y más plena»(3). Asi, ni el estoicismo antiguo ni la solución cristiana de la inmor talidad del alma satisfacen a nuestros renacentistas. Cosmología, na turalismo e historia casan perfectamente y, aún mejor, estructuran su representación del mundo. La Edad Media, sobre todo en su oca so, se había dejado aterrorizar por la muerte que, de paso, asegura ba su triunfo. Era normal que, queriendo reinventar su mundo, los hombres del Renacimiento llegasen a redefinir, a reevaluar la propia muerte. Es decir, el significado y el sentido de la propia vida «Nin guna otra ¿poca, salvo la Edad Media tardía, ha puesto tanto acen to y tanto pathos en la idea de la muerte. Sin cesar resuena a través de la vida la llamada al memento morí.,.». Así se expresa el gran his toriador Huizinga en su obra sobre el otoño de la Edad Media. Man tener al hombre en la conciencia de la muerte era mantenerlo atado al destino, lo que no podía ser más contrario a la voluntad de reno vación, tal como se manifestaba por doquier en las obras del Rena cimiento. Por lo que se refiere, como en el caso de Montaigne, a un retorno al estoicismo antiguo (Cicerón y Séneca), parecería que la solución que finalmente ofrece el autor de los Essais está muy ale jada del espíritu del estoicismo. Lo está, incluso, del cristianismo: sólo la naturaleza importa verdaderamente y, por ella, se puede al canzar la sabiduría y la salvación del alma. No podría entonces decirse que los renacentistas hayan descono cido la naturaleza por haberla amado demasiado. De hecho —y así llegamos a lo esencial de lo que, tal vez, justifica la ambigüedad mis ma de la noción de ideología del Renacimiento—, la época produjo un modelo infinitamente diferenciado de cultura. El modelo rena centista del que hemos hablado es el tema moderno de la cultura, del que puede decirse que, a través de su reajuste en los teóricos fran ceses del siglo x v i l l y en los teóricos alemanes del x i x , ha llegado a nosotros prácticamente intacto. Es el tema de la apropiación de la naturaleza en una historia cuyos agentes son, prioritariamente, los hombres; es también el tema del asombro ante esta naturaleza. El Renacimiento se inventó a sí mismo inventando la cultura. De ma nera que su redescubrimiento por Burckhardt en el siglo XIX era el segundo nacimiento del Renacimiento. S i los siglos x v y x v i nos in teresan es, en efecto, porque en realidad vemos en ellos el origen di recto y simple de nuestra cultura. El Renacimiento es el espejo en el que nuestro presente identifica su propia originalidad y trata de ha llar motivos de esperanza en lo que a su porvenir se refiere. En un libro reciente, de una importancia capital, Georges Huppert ha mos trado que la idea de la Historia se constituye en el siglo XVI en Fran cia, principalmente, en Bodino y La Popeliniére. La Historia es hija directa de la erudición de estos intelectuales, todos ellos togados, que militan a favor de una «Historia Nueva» que son los primeros en nombrar y para la que elaboran ya las normas de un verdadero mé(3) Ensayos, Libro III, 13. 371
todo. La obra de Huppert establece claramente «que la critica de las fuentes hizo desaparecer la costumbre de contentarse con generali zaciones a propósito del desarrollo de la historia de los hombres. Al mismo tiempo, se hizo sentir la necesidad de una nueva construc ción que pudiera cuadrar con los nuevos datos. De Bodino a La Popeliniére, esta construcción se amplificó, adquiriendo finalmente la forma de un sueño de “Historia Perfecta”, una historia seria el des arrollo mismo de la civilización. Esta historia consumada, a mi en tender, es nada menos que la matriz de la que luego debían nacer gran número de ideas. Incluidas las nuestras, referentes al significa do de la historia»(4). No hemos hecho aquí más que tratar de mostrar hasta qué pun to esta historia estaba presente, de forma existencial, y también como actitud mental, en cierto modo, diversamente elaborada sin tan si quiera necesitar ser nombrada. Es la cultura (la civilización) lo que se desarrolla en esta historia o, todavía mejor, lo que esta historia inaugura. Si hemos insistido en el hecho de que la noción ambiva lente de ideología del Renacimiento permitía, precisamente, emplear la, era para señalar loo que en la historia —la nuestra o la de los renacentistas— parece importar a los hombres: que piensan tener un pasado para asegurarse, en el presente en el que viven, la consisten cia del futuro.
BIBLIOGRAFIA La Mediterranée et le monde méditerranéen a l'époque de Philippe II, París, 1949. B u r c k h a r d t , J.: La Civilisation de la Renaissance en Italia, París, 1958. DELUMEAU, J.: La Civilisation de la Renaissance, París, 1967. FEBVRE, L.: Un destín: Martin Luther, París, 1968, 4.a ed. — L ’Incroyance au XVIo siécle. La religión de Rabelais, París, 1971. FRANCASTEL, P.: La Figure et le Lieu, París, 1973. GARIN, E.: La Renaissance, París, 1970. H U IZ IN G A , J.: Le Déclin du Moyen Age, París, 1948. H u p p e r t , G.: L ’Idée de l'histoire parfaite, París, 1973. K o y r é , A.: Du monde clos á 1‘univers infini, París, 1962. M e s n a r d , P.: L ’E ssor de laphilosophiepolitique au XVIo siécle, Pa rís, 1969. V é d r i n e , H.: Les philosophies de la Renaissance, París, 1971. B R A U D E L , F .:
(4)
372
L ’Idée de l'histoire parfaite, pág. 12.
2. L a I d e o l o g ía
d e la naturaleza
por Frangois Chátelet Cuando Hegel declara que Descartes es el «primer pensador mo derno», constata un hecho, como tal irrecusable; y ello sea cual fue re la interpretación que se dé del Discurso del método o de las Me ditaciones metafísicas. El punto que puede suscitar la controversia legitima concierne a la importancia —¿exorbitante?— que el maes tro de Berlín confiere al texto filosófico en relación con otras obras o producciones que, tanto como éstas, marcan la entrada de la ideo logía europea en su modernidad: no sólo obras metodológicas, como el Novum Organum Scientiarum de Francis Bacon, sino también y sobre todo tratados científicos o especializados, tales como la Astro nomía nova de Johannes Kepler y los Dialoghi de Galileo Galilei, o el De Jure belli ac pacis de Grocio. Cualquiera que sea ese prejuicio hegeliano —que habrá que intentar comprender—, lo cierto es que, entre la publicación por Nicolás Copérnico en 1543, el mismo año de su muerte, de De Revolutionibus orbium coelestium libri VI y 1650, se desarrolla un trabajo a la vez diversificado y vigoroso, ex perimental y demostrativo, imponiendo una concepción nueva de la realidad. Los otros capítulos de esta misma sección analizan las transformaciones materiales e ideales que, con la Reforma y la Contra rreforma, las reflexiones y prácticas políticas, conmocionaron el ám bito social. Aquí nos esforzaremos en comprender las técnicas pues tas en práctica y los procesos intelectuales que condujeron a la cons trucción de la idea de Naturaleza, que se encuentra en el origen del gigantesco movimiento científico del que resulta la actual civiliza ción industrial; nos dedicaremos igualmente a mostrar cómo el mon taje de esta idea exigió mutaciones profundas en la comprensión que el hombre tiene de su estatuto, mutaciones que tuvieron, ellas mismas, una influencia decisiva en el siglo xvm, cuando los efectos de la nueva ciencia asociada a la técnica ni siquiera se hacían sentir. No es preciso insistir sobre el hecho —constantemente presente en esta Historia de las ideologías de que la ruptura aquí marcada en tre la antigua concepción del mundo natural y la nueva —señalada por la fecha de afirmación de las tesis de Copérnico— no significa en modo alguno que en el año 1543 surgiera un comienzo absoluto. Cierto es que, por primera vez, esta hipótesis cosmológica, enuncia da en el siglo m antes de nuestra era por Aristarco de Samos, está surtida de pruebas astronómicas sistemáticas y precisas. Pero tam bién es innegable que ya la Edad Media propiamente dicha, del si glo XIII a mediados del xv, con Nicolás de Cusa, Juan Buridán y Nicolás Oresme, había quebrantado fuertemente la cosmología aris totélica y el modelo geocéntrico de Ptolomeo; del mismo modo, Francesco Bonanico y Giovanni Benedetti habían preparado en gran medida el terreno a los descubrimientos de Galileo, poniendo en duda la teoría aristotélica del movimiento. Lo que aquí se señala es menos un comienzo que una emersión, a partir de la cual se extien de un espacio de búsqueda que sí es totalmente nuevo: la crítica no 373
se limita a la refutación; al disponer de conceptos operativos, es ca paz de construir un objeto unificado y rigurosamente definido, la Na turaleza, o incluso lo que Descartes llamará la Substancia material, definida por su atributo principal: la extensión. ¿Cómo pudieron nacer esas invenciones científicas y, sobre todo, propagarse e imponerse pese a las resistencias que encontraron por parte de la Iglesia y las instituciones de enseñanza? A esta pregunta, que es de historia general y no sólo de historia de las ideas, no es posible darle una respuesta aquí. Si hay un recorrido propio de las ideas que es posible seguir a partir de los debates específicos de fi losofía natural, cosmológicos, astronómicos y físicos, está claro que no sólo esas discusiones son alimentadas por el ambiente intelectual y por las evoluciones concomitantes de la problemática filosófica o de las investigaciones matemáticas, sino también, y mucho más, por las preguntas que las profundas transformaciones de las sociedades plantean a la reflexión. Si la nueva forma de naturaleza se impone en el siglo xvi bajo su forma física, si se constituye el proyecto car tesiano de dominio del dato material por la ciencia concebida como física matemática y por las técnicas, es porque, en todos sus aspec tos, la imagen del mundo, la organización de la sociedad, las moda lidades de la actividad humana e incluso el imaginario de los que tie nen un peso histórico sufrieron modificaciones considerables. Del mismo modo, hay que tener siempre presente, para apreciar la im portancia de la labor de físicos y filósofos, lo que usualmente se llama en los manuales de historia «los grandes descubrimientos». Es tos van de las invenciones técnicas, cuya figura central sigue siendo Guttenberg, hasta las empresas de exploración y evangelización y las conquistas militares de las Indias occidentales y orientales, de la ace leración de la urbanización a los progresos de las artes del ingeniero y el artesano, de la aparición de formas políticas nuevas o renova das al nacimiento de corrientes espirituales originales y poderosas, del refuerzo de una clase social singular —que más tarde se llamará burguesía— a transformaciones radicales del mercado de trabajo... El texto de la historia de las ideas se inscribe en un contexto múl tiple y entrelazado, disparatado y conflictivo, que no deja de susci tar interrogantes, de reclamar soluciones, de solicitar la inteligencia. En este asunto no se puede prejuzgar ninguna armonía: no es (¿des graciadamente?) verdad que, como afirmó Marx, «la humanidad sólo se plantea los problemas que puede resolver». Este periodo abunda, en problemas que siguen sin respuesta y, en cierto modo, de «res puestas» que no sabrán efectivas, practicables, sino mucho tiempc después. Tal es precisamente el proyecto cartesiano de dominio de la naturaleza, que no pasará a la técnica del Estado capitalista in dustrial hasta la segunda mitad del siglo XIX. Para mejor destacar esta diversidad de investigaciones y lo in trincado de sus objetivos y niveles, evocaremos brevemente la per sonalidad altamente significativa de Leonardo da Vinci, que mani fiesta perfectamente la articulación de los temas que pertenecen a la «Edad Media» y los que inventa el «Renacimiento». No obstante, es 374
preciso, antes de abordar esta evocación y de seguir la elaboración de la nueva física, recordar los aspectos principales de la filosofía natural, cuyos principios dominaban la doctrina y la enseñanza oficia les: las de la Iglesia. La imagen tradicional del mundo Hasta el siglo xil, el pensamiento europeo está más o menos com pletamente cerrado a las especulapiones físicas. En su mayoría, los clérigos se atienen a las prescripciones que el Enchiridion de Agus tín daba a los cristianos en el siglo IV: desconfiar de los textos pa ganos y apoyarse en la Revelación en todas las cosas. Asi que, si te nemos en cuenta el hecho de que a partir del siglo u, las investiga ciones científicas de los antiguos marcan la pauta, constatamos un eclipse de casi un milenio. Como subraya Thomas S. Kuhn(5), es cu rioso que esta desaparición afecte no sólo a lo que ahora llamamos disciplinas positivas (dinámica, astronomía, cosmología), sino tam bién a las prácticas adivinatorias que a ellas se asocian entonces. Sa bemos que la herencia pagana es recogida, administrada y enrique cida por el Islam. Este transmite no sólo los textos, sino también co mentarios y desarrollos que, unos y otros, van fecundar la reflexión de las universidades cristianas. También en esto son múltiples las musas que concurren a este primer «Renacimiento» o, más exacta mente, a esta «Edad Media», si por esa expresión se entiende un pe ríodo de transición en el que dos fuerzas (la tradición eclesial y el esfuerzo por hacer inteligible el lugar donde viven los hombres) se enfrentan y preparan una revolución capital. Porque es seguro que 2a renovación de la actividad cosmológica, aun bajo los auspicios de Aristóteles y Ptolomeo, hizo posible históricamente la construcción de la concepción físico-matemática del mundo(6). Esta actividad, de la que es testimonio ejemplar la obra de To más de Aquino, combina los resultados de la cosmología y la física de Aristóteles, el modelo astronómico propuesto por el Almagesto de Ptolomeo y la visión del mundo que implican los textos sagra dos. Retoma, pues, los grandes principios que están en la base de la concepción científica que dominó la Antigüedad greco-latina, con tra la de los atomistas, entre otros: la división de la realidad en dos mundos jerarquizados y de naturaleza distinta, el supralunar y el su blunar, la finitud del cosmos, el geocentrismo y la teoría del movi miento natural, el horror del vacio... El universo aristotélico está constituido, esquemáticamente, por dos esferas concéntricas: en el centro, la esfera Tierra, referente absoluto e inmóvil; en la periferia, Da esfera de estrellas fijas (fijas en el sentido de que sus configura ciones permanecen idénticas durante la rotación de esta esfera): en (5) Ver bibliografía al final del capítulo. (6) Sobre este punto, véase la puesta en guardia de J. T. Desanti: Histoire de ¡a zhilosophie. t. III, La philosophie de la nature. cap. III: «Galilée et la nouvelle con=ption de la nature», págs. 67-70. 37 5
el exterior de ésta no hay nada. Con el fin de dar cuenta del movi miento irregular de los planetas, el filósofo había montado un dis positivo muy complicado de esferas intermedias, que se deslizarían unas sobre otras; en la más próxima está engarzada la Luna. Ptolomeo lo simplificará, conservando sólo siete esferas que se mueven en tre la Tierra y las estrellas: Luna, Mercurio, Venus, Sol, Marte, Jú piter, Saturno. El tomismo lo completará, emparejando esta jerar quía con la de las criaturas angélicas. La parte comprendida entre la esfera exterior y la Luna —lo supralunar— está ocupada por una materia sutil e incorruptible, el éter, de tal modo que los movimien tos que en ¿1 se efectúan, no encontrando oposición alguna, son nor malmente regulares y repetitivos. Asi se explica el orden cósmico. Lo sublunar es de naturaleza completamente distinta. La mate rialidad resiste constantemente a la exigencia de la forma. Los ele mentos —el fuego, el aire, el agua y la tierra— intervienen en virtud de sus propiedades: el fuego, que es lo ligero absoluto, va hacia lo alto (de los sublunar); el elemento sólido, que es lo pesado absoluto, va hacia abajo, es decir, hacia el centro de la esfera terrestre. Asi, cada cosa existente posee su movimiento natural, que tiende a rea lizar cuando está sometida a un impulso violento que la contraria. Tal es, por ejemplo, el caso de una piedra lanzada por una honda: en el curso de su trayectoria, la piedra deja tras de si un vacío que el aire viene a llenar, lo que asegura su propulsión en el sentido del movimiento violento que le ha sido impuesto; pero su propia grave dad acaba por imponerse y la lleva progresivamente hacia la tierra. En tal perspectiva, la ciencia de lo sublunar sólo puede ser descrip tiva y clasificatoria. Todo el esfuerzo de la física consiste en cons truir, por una parte, las modalidades del discurso que permitan dar cuenta, con la mayor precisión posible, de las configuraciones y transformaciones sumamente distintas que afectan al mundo sensi ble, retener aquéllas que son esenciales y, por otra parte, en clasifi car los movimientos y las relaciones que mantienen. Por eso la físi ca, en el proyecto aristotélico, como, por lo demás, la psicología, es una parte de la ontología. En cuanto a la astronomía ptolemaica, hay que señalar que su «éxito» como hipótesis explicativa de los movimientos de las estre llas y los «astros errantes» está plenamente justificado. Como se verá, en un principio la invalidaron mucho menos su eficacia empírica que el débil rigor de sus principios. Además, Copérnico le opondrá su sistema sólo como otra hipótesis. Sin embargo, antes de entrar en esto, bien está evocar, a fin de señalar el ambiente de la época, el trabajo de Leonardo da Vinci. Leonardo da Vinci: dar a ver Alexandre Koyré(7) se hace eco de una polémica que ha opuesto a los intérpretes del genial florentino: para unos fue un uomo sema (7) Ver bibliografía al final del capitulo. 376
lettere, pero dotado de una penetrante intuición y de una inventiva artística y técnica prodigiosa; para otros —Pierre Duhem— fue, por el contrario, un lector infatigable que reunió con originalidad múl tiples enseñanzas medievales. Desconfiando de estas dos lecturas ex cesivas, Alexandre Koyré esboza de da Vinci un retrato particular mente significativo de ese estado de espíritu que está en el origen de la nueva imagen del mundo. Escultor, pintor, dibujante, arquitecto, ingeniero, artesano, mecánico, apasionado por las investigaciones fí sicas y las cuestiones matemáticas, experimentador empedernido y soñador impenitente, simboliza y sintetiza lo que se ha llamado «hu manismo», que designa, más simplemente quizás, la voluntad infa tigable de explorar lo visible por todas partes, de hacerlo aparecer en su orden complejo, de magnificarlo por el conocimiento y la prác tica. Ya que, si la pintura y la escultura son obras de arte, son, al mismo tiempo, revelación del ser precioso de la naturaleza. Una re velación contra la Revelación. A. Koyré insiste en dos puntos importantes: si Leonardo da Vinci apenas aprendió en los libros, adquirió conocimientos a la vez teó ricos y técnicos en el taller de Verrocchio, donde se reúnen y traba jan intelectuales, artistas y obreros. Es uno de esos crisoles en los que se foija el nuevo pensamiento, por no dar más que este ejemplo: los problemas geométricos a los que el florentino descubrió solucio nes sorprendentes surgen in vivo, cuando se elabora un lienzo o una estatua. En realidad, lo que entonces se manifiesta es todo un saber hacer que, frente a sus lagunas e incertidumbres, recurre a la refle xión: la circulación efectiva de la teoría y la práctica —tan a menu do reclamada por la filosofía posterior— tiene lugar y efecto en ese terreno de construcción de seres artificiales, que son otras tantas for mas de descubrir la materialidad natural y social. Es notable que el admirable dibujante que fue Leonardo da Vinci sea también un maes tro del arte del plano. Las múltiples máquinas que imagina técnica mente se presentan de tal forma que es fácil fabricarlas. A. Koyré afirma que para que se manifieste bajo su verdadera personalidad hay que comprenderlo menos como técnico que como tecnólogo. No obstante, «...la geometría de Leonardo da Vinci es de orden práctico, no es, de ninguna manera, empírica. Leonardo no es un empirista. Pese a su profunda comprensión del papel decisivo y de la importancia predominante de la observación y la experiencia en la prosecución del conocimiento científico, o quizás, justamente, a cau sa de ello, nunca subestimó el papel de la teoría. Al contrario: la si túa muy por encima de la experiencia, cuyo mérito principal consis te justamente, según él, en permitirnos elaborar una buena teoría. Una vez elaborada (buena, es decir, matemática), esta teoría absor be e incluso sustituye a la experiencia» (8). Está claro, en efecto, que Leonardo, entre otras intuiciones practicadas, presintió lo que esta blecerá Galileo, a saber, que «la naturaleza escribe en lenguaje ma temático». Pero no disponía de los elementos fundamentales que le (8) Op. cit., pig. 110. 377
habrían permitido justificar esta perspectiva. Sin duda le falta el pun to de apoyo, gracias al cual habría podido invertir el aristotelismo. Crítico respecto a la concepción escolástica del movimiento, se atie ne a la teoría del ímpetus y confiere a la noción de fuerza una ca pacidad misteriosa que participa más de una ensoñación sobre la na turaleza que del rigor científico. Queda lo esencial: «...A través de Leonardo y con ¿1... en la his toria (de las fuentes y de los instrumentos del saber) el auditus (el oír) queda relegado a segundo plano, ocupando el visus (el ver) el primero. El hecho de que el auditus sea relegado al segundo plano implica en el ámbito de las artes la promoción de la pintura... por que la pintura es el único arte capaz de verdad, es decir, el único ca paz demostrarnos las cosas tal como son. Pero en el ámbito del co nocimiento de la ciencia quiere decir algo distinto, algo mucho más importante. Significa, en efecto, la sustitución de fides y traditio, del saber de los otros, por la vista y la intuición personales, libres y sin coacción» (9). Copémico: la astronomía matemática Testimonio de esa libertad de espíritu es precisamente la revolu ción copernicana. Para comprender bien aquella revolución convie ne evitar dos simplificaciones: aquélla que destaca el empirismo e in terpreta el heliocentrismo como una inscripción en el orden de las ideas de los nuevos datos impuestos por la observación, y aquella que, cediendo a la ilusión retrospectiva, lo comprende como una rup tura absoluta y de naturaleza puramente conceptual. Los datos de la observación astronómica no cambiaron: desde el enunciado de la hipótesis ptolemaica se volvieron considerablemente pesados sin aportar nada cualitativamente nuevo. Paralelamente, en trece siglos, las incertidumbres concernientes al cálculo de las esferas de los pla netas suscitaron múltiples correcciones, tantas que el sistema se hizo de una complicación excesiva, sin que ninguna dificultad de detalle fuera realmente resuelta. Copémico toma como punto de partida de su exposición esa sobrecarga y esa confusión. En el mejor estilo me dieval, prevaliéndose de esos precedentes que son los textos de Ni colás de Oresma y Nicolás de Cusa, presenta su De Revolutionibus orbium coelestium libri VI como una explicación de la misma natu raleza que la de Ptolomeo, pero con el mérito, en relación con ésta, de una mayor simplicidad y una mayor coherencia matemática. Porque el sabio —¿pusilánime o guiado por la prudencia?— in siste en el carácter matemático de su empresa: la exposición es de una elevada tecnicidad y sólo los lectores avisados pueden acceder a ella; aparece como un ejercicio especulativo y, al mismo tiempo, como una matriz para el establecimiento de tablas astronómicas, utilizables cualquiera que sea la hipótesis cosmológica adoptada. La de(9) Op. cit., pág. 115. 378
mostración copernicana se esfuerza en dar mejor cuenta del movi miento de los planetas en la óptica de la astronomía matemática, y eso es lo que la forzó a admitir el movimiento de la Tierra sobre sí misma y alrededor del Sol, así como que la Luna es un satélite de la Tierra. ¡Encima hay que hacer aceptable esta idea de la movilidad de la Tierra! El libri I del De Revolutionibus... deja abierto el deba te filosófico, pero recuerda al papa, al que se dedica la obra, los nom bres de algunos grandes espíritus pasados que defendieron esta idea y la tradición liberal de la Iglesia en estas materias desde hacía tres siglos. Esta actitud subraya lo esencial de la postura de Copérnico: astrónomo matemático, reclama el derecho a razonar como matemá tico... La muerte no le permite defender su hipótesis. Al principio, ésta apenas suscita reacciones en los medios oficiales. Los científicos la acogen con mucho interés y son numerosos los que se adhieren a ella, total o parcialmente; las tablas astronómicas calculadas según el método copemicano por Rheticus resultan un instrumento de tra bajo indispensable para los especialistas, astrónomos y astrólogos. T. S. Kuhn subraya el hecho de que la adhesión de los sabios es me nos el resultado de una mayor eficacia explicativa de la concepción heliocéntrica —subsisten numerosas dificultades— que de su elegan cia formal: la renovación del platonismo en esa época del «Renaci miento» tiene mucho que ver. La Iglesia romana permanece muda, y ese mutismo puede pasar por un consentimiento. En cambio, los profetas de la Reforma, defensores del cristianismo primitivo, se al zan contra esa hipótesis monstruosa que contradice de modo tan evi dente los textos sagrados: las diatribas son de una violencia extrema y no se preocupan apenas por el aparato matemático. No obstante, la obra de Copérnico como tal no se impone toda vía; y sólo se impondrá por el movimiento investigador que desen cadena. Los «copernicanos» —Tycho Brahe, Kepler y luego Galileo— se instalan resueltamente en el seno del «método» definido por De revolutionibus...: se trata de astronomía matemática. Ese es el ob jetivo al que apunta el sabio danés: pero él se dedica a proporcionar a esta elaboración formal un material menos disparatado y confuso; multiplica las observaciones (a ojo) siguiendo un plan sistemático; esos nuevos datos le llevan a modificar el sistema de Copérnico: la Tierra está en el centro de la esfera estelar y a su alrededor gravitan la Luna y el Sol; pero este último sigue siendo el centro de la gra vitación planetaria. El abandono parcial del heliocentrismo no es más que un desmentido aparente de la estructura «mecánica» del sis tema. Partiendo de los mismos datos, Kepler, que busca una elegan cia similar y una mayor homegeneidad, construye la solución satis factoria, la que a partir de entonces va a predominar y de la que Newton —menos de setenta a&os más tarde, el Harmonices mundi, en los que se encuentra enunciada la tercera ley, que data de 1619— dará la formulación acabada. Esta vez la prueba —en el sentido riguroso del término— es su ministrada. En este asunto astronómico, paradójicamente, la apor379
tación de Galileo es puramente factual: el famoso anteojo que pone a punto y se le ocurre dirigir hacia el cielo revela que la Luna está hecha, como la Tierra, de montañas, llanuras y océanos, que el pro pio Sol está sujeto a alteraciones. ¿Dónde está, pues, la suprema pu reza de lo supralunai? El anteojo permite ver los satélites de Júpiter y refuerza así la explicación dada del movimiento de la Luna; mues tra que existe un número increíblemente grande de estrellas y hace pensable la idea especulativa, que habían enunciado Nicolás de Cusa y Giordano Bruno, de la infinitud del mundo o de los mundos. Aho ra bien, en el momento en que todo converge para verificar el mo delo de Copémico corregido por Kepler, Roma desencadena la tor menta. Bruno fue quemado a principios de siglo más bien por razo nes referentes a la teología doctrinal; ahora la Inquisición ataca di rectamente la hipótesis astronómica como tal y sus dos manifesta ciones esotéricas: el movimiento de la Tierra y el Sol en el centro del «mundo». Los textos de Copémico son puestos en el Indice y des truidos; Galileo, perseguido, «emplazado en residencia», acaba por retractarse en 1633. Galileo: la idea de naturaleza La aportación de Galileo a la revolución astronómica es de or den factual, acabamos de afirmar. Lo es respecto a los detalles de la polémica. Realmente, es fundadora en la medida en que, adheri do a la hipótesis copernicana, Galileo, como a menudo se ha subra yado, hace descender el «método» matemático, en su uso físico, del cielo a la tierra, termina el nuevo proyecto astronómico, establece de este modo una teoría original del movimiento físico —del movi miento en esta Tierra, en lo sublunar—, de tal forma que en lo su cesivo la diferencia de lo sublunar y lo supralunar queda abolida: el cielo y la tierra se confunden como un lugar único y homogéneo en el que reinan las mismas leyes. Se impone la Natura, lo que permi tirá la formalización newtoniana y el desarrollo de la física matemá tica, de la que la Mecánica analítica de Lagrange (1788) «debía pro poner una realización provisionalmente ejemplar» (10). Así, la voluntad de asegurar la verdad de la construcción del De Revolutionibus... se apoya en una refutación decisiva de la doctrina aristotélica del movimiento de los graves y los proyectiles. Esta es, en efecto, una doctrina o, al menos, una filosofía: el movimiento está ligado a la «naturaleza» de lo móvil. El error de quienes la pusieron en duda fue, en la mayoría de los casos, haber discutido sobre ejem plos. En tal materia conviene proceder por razonamiento. Asi lo hizo Arquímedes en su Tratado de los cuerpos flotantes. El Método que aplicó a propósito de la estática debe poderse aplicar a la dinámica. Ahora bien, la puesta en marcha de este método —¿por qué recha zarlo, ya que el razonamiento y la experiencia concuerdan?— es ya (10) J. T. Desanti: Op. cit., pág. 67. 380
una refutación de la ontologia aristotélica: el movimiento no es una propiedad de lo móvil, sino una relación. Como tal hay que estu diarlo, es decir, observarlo y cuantificarlo. Ahora bien, tal estudio conduce infaliblemente a presuponer, como lugar de esta dinámica, un campo homogéneo en cuyo seno las cantidades que se detecten —el tiempo, la distancia, la velocidad, etc.— puedan entrar en combinación unas con otras. Este es el prin cipio a partir del cual se organiza la dinámica galileana: su único «postulado», como subraya Alexandre Koyré, es que «los grados de velocidad adquiridos por el mismo móvil sobre planos de distinta in clinación son iguales cuando las alturas de los planos lo son»(ll). Resulta notable que en el texto en el que el físico desarrolla este enun ciado proceda por razonamiento, se dé una especie de experiencia ideal, en la que los impedimentos exteriores (el frotamiento, la re sistencia) han sido eliminados por «abstracción del espíritu». Sólo a este precio, aceptando dar un rodeo por lo abstracto y contruir un objeto «purificado», se permite esperar alcanzar lo verdadero, lo que está atestiguado por la luz natural, por la Razón. En cuanto a al canzar lo que se llama lo real, es una tarea que sólo interviene más tarde, después de que el análisis haya llevado a su punto máximo la inteligibilidad del momento abstracto. Y esa vuelta a lo concreto debería no ya traducirse por un abandono de la verdad establecida de forma abstracta, sino operarse por una complicación cada vez más rigurosa y sutil de los resultados adquiridos por razonamien to... o por su abandono en el caso de que ésta combinación se reve lara imposible. Aparte de esta última parte de la frase, la inspiración de seme jante manera de pensar es platónica. Tal vez sea esto lo que hay que destacar, no pudiendo seguir con más precisión los descubrimientos galileanos. La unificación de la naturaleza, su constitución como «continente» ofrecido a la «luz natural» se hacen bajo los auspicios de las matemáticas. Es, dice Alexandre Koyré, «una revancha de Pla tón» sobre Aristóteles, «una prueba experimental del platonismo». No obstante, es otro el platonismo que se manifiesta. Según Aristó teles, las matemáticas —que siguen siendo un excelente modelo para el ejercicio intelectual— no son de ninguna utilidad en el mundo fí sico, ya que éste es una mixtura de formas y materias y se presenta como cualidad que rechaza la matematización. El existente sensible es objeto de percepción o de acción; sólo hay ciencia de lo universal, es decir, del discurso. Según Platón, la matemática se aplica a lo real; pero lo real, precisamente, no es lo sensible; hay una utiliza ción de la matemática, pero concierne a las Esencias, al mundo in teligible; todo «nuevo descenso» al universo natural entraña una pér dida tan grande que la voluntad de rigor es allí irrisoria. Galileo va prácticamente más allá de esta oposición: no se trata, de un modo o de otro, de «salvar los fenómenos». Lo que importa es pensarlos, es decir, hacerlos inteligibles por la luz natural. El acier(11) Ibidem. 381
to copemicano en el ámbito de la astronomía, el ejemplo arquimediano en el de la estática, prueban que el lenguaje matemático per mite dar cuenta de los datos observados: administra una prueba del mismo orden a propósito de la caída de los cuerpos y la trayectoria de un proyectil. Pero para poder comprometerse en esta empresa era preciso concebir lo real y la matemática de otro modo. Cedamos la palabra a Alexandre Koyré, que comenta el texto galileano: «... Galileo niega la premisa común a platónicos y a aristotélicos... Niega el carácter «abstracto» de las nociones matemáticas y niega el privi legio ontológico de las figuras regulares. Una esfera no es menos una esfera porque sea real: sus radios no son desiguales por ello. Un pla no real —si es un plano— es tan plano como un plano geométrico: de lo contrario no seria un plano... lo real y lo geométrico no sor en modo alguno heteipgéneos y... la forma geométrica puede ser rea lizada por la materia. Aún más... siempre lo es. Porque aun cuandc nos fuera imposible trazar un plano perfecto o una verdadera esfera, esos objetos materiales, que no serian «esfera» o «plano», no esta rían por ello privados de forma geométrica. Serían irregulares: la pie dra más irregular posee una forma geométrica tan precisa como una esfera perfecta... La forma geométrica es inherente a la materia: hí aquí por qué las leyes geométricas tienen un valor real... he aquí por qué la naturaleza habla en lenguaje matemático, un lenguaje cuyas letras y sílabas son los triángulos, círculos y rectas» (12). La administración cartesiana En la construcción de esta idea de naturaleza, que ha dominadt el pensamiento racional hasta nuestros días y sirve de legitimación se quiera lo que se quiera, a nuestra sociedad industrial y a nuestro; Estados sabios, el momento cartesiano es el que ha sido normalmen te reservado al discurso filosófico: el de la estabilización y la formalización. Copernicanismo y galileismo se elaboraron contra la ontologia aristotélica; la teoría del conocimiento en Descartes —así com: la ontología o la doctrina metafísica que implica— serán su resulta do. Hay que precisar que si el cartesianismo es en su época la lec tura filosófica más elaborada de la nueva física, por un lado no es solamente eso y, por otro, no es la única lectura. Así, el desarroE: de la física matemática engendrará otra lectura esencial: la de Ie> manuel Kanl£l3). Se impone una primera observación: al igual que la revoluciói física instaura la autonomía de la física como ciencia y constituya su propio objeto, la naturaleza, la reflexión filosófica de Descarte defíne la teoría del conocimiento stricto sensu como núcleo del dis curso metafísico. Claro está que las cuestiones antiguas, las de la na turaleza del Ser o de Dios, permanecen con los enunciados que le (12) Ver tomo II de esta misma obra. (13) Ibidem. 382
corresponden, pero son abordadas bajo el ángulo del conocimiento posible. Que la propia historia de la metafísica «medieval» haya con ducido a este nuevo enfoque, es probable; pero lo cierto es que el modo de trabajar de astrónomos y físicos matemáticos constituye el catalizador que lleva a Descartes a formular el conjunto de su pro blemática, tomando como punto de partida la interrogación sobre el sujeto cognoscente. Sobre este punto, resultan particularmente có micas las explicaciones que pretenden ser marxistas y dan cuenta del cogito ¡por la aparición histórica del individualismo burgués! En suma, todo ocurre como si Descartes, teniendo en cuenta el estatuto propio de la metafísica, sus reglas de formación de enun ciados y sus exigencias, esforzándose en resolver sus problemas pro pios, se plantease al mismo tiempo esta pregunta: ¿cuál debe ser el sujeto cognoscente, cuál debe ser el objeto a conocer y, consiguien temente, cuál debe ser el orden de la verdad para que sea «construible» el saber universal, cuyo tronco y eje es la física nueva y la fun ción de las matemáticas que ésta defíne? Las respuestas son harto co nocidas y sólo podemos evocarlas aquí esquemáticamente. La de mostración luminosa de las Meditaciones metafísicas establece que todo conocimiento procede del conocimiento que el sujeto tiene de su propia existencia y su propia esencia, del hecho irreductible y pri mero de que es sustancia pensante, siendo el pensamiento mismo in telección pura, intuición de las ideas y de sus conexiones necesarias, al margen del recurso a esas facultades que son la sensación y la ima ginación (asi, el sujeto sólo se aprehende como perceptor porque se conoce primero como pensante); que el Yo capta su actividad de pen samiento como finita, como limitada, y se impone, con la misma ne cesidad, la idea de un Ser infinito, creador y garante de la existencia y la esencia del Sujeto, es decir, creador y garante de la Verdad; que en el ejercicio del pensamiento el Yo se reconoce como formado por un entendimiento limitado y una voluntad infinita; que ésta, fuente de actividad cognitiva, ofrece al mismo tiempo la posibilidad de error; que, a partir de ahí, el método vuelve a limitar el poder de unión entre las ideas que posee la voluntad a la percepción clara y distinta de las ideas y sus conexiones por el entendimiento; que la esencia de las realidades materiales, sensibles, cuya existencia está atestiguada por la fuerte inclinación a creer en ello que Dios ha pues to en nosotros, es la extensión y el movimiento; y que sus cualidades segundas —el sabor, el calor, el olor, el color, etc.— dependen tanto de esa esencia como de las disposiciones corporales contingentes del sujeto perceptor. Así se edifica la «ontología» cartesiana: la sustancia divina infi nita, que crea según las leyes más simples y garantiza que a nuestros juicios, verificados por una rigurosa aplicación del método, corres ponden uniones reales; la sustancia pensante, que no es más que pen samiento y cuya actividad propia es el razonamiento; la sustancia material, que no es más que extensión (y movimiento) y que, de esta manera, está plenamente sometida al lenguaje de los matemáticos y sólo a él; finalmente, esa mezcla de pensamiento y materia que es el 383
hombre, animado por la libertad e iluminado por la luz natural. En cierto modo, la obra cartesiana opera una integración de la revolu ción física en la tradición metafísica; dedicándose a hacerla acepta ble a los doctos de la época, la «doctriniza». Nietzsche no vacilará en subrayar que la ciencia —a la que considera en su versión posi tivista del siglo xix— es hija de la teología. Pero mucho más impor tante históricamente que ese juicio, de hecho irrecusable, es esto: que, volens nolens, la metodología cartesiana, tomando por modelo «las razones de los geómetras», introdujo el espíritu de libre examen; que, por otra parte, formuló claramente la continuidad que desde en tonces se establecerá entre esas tres instancias generadoras de ideas y, al mismo tiempo, de poderes y acciones: la filosofía, la ciencia y la técnica. Ya nos alegremos hoy al constatar que la empresa de dominio de la realidad ha ido a buen paso o deploremos la devastación de la naturaleza y la humanidad, lo cierto es que esto empezó claramente con esta nueva idea de la naturaleza astronómica, física y filosófica, ; Las fuerzas sociales iban a apoderarse de ella... Como mucho, po demos sentir nostalgia de los sueños técnicos de Leonardo da Vine: y preguntarnos con Bertolt Brecht en su Galileo Galilei si el héroe, amenazado por la Inquisición, no habría debido recurrir al pueble | de los artesanos, los ingenieros y los artistas de Florencia antes que § dejarse condenar a la investigación solitaria. I
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3. E l P
r o t e s t a n t is m o y l a j u s t if ic a c ió n c r is t ia n a d e l a
espada *
por Gérard Mairet Sin duda no es necesario señalar, después de numerosas obras sa bias, que la Reforma protestante jugó, y sigue jugando, un papel con siderable en la historia de Occidente. Por tanto, aquí nos limitare mos a recordar esa evidencia tratando de aprehender ese poderoso movimiento de pensamiento desde el punto de vista de su ideología social y política. Esta toma de partido, que decidiremos apoyar prin cipalmente en Lutero, no es tan arbitraria como parece. En efecto, en el momento en que en toda Europa se esbozan los contornos de un «orden nuevo», según la expresión de Maquiavelo, parece legíti mo conducir la indagación al contenido ideológico de la Reforma protestante, particularmente ejemplar: de ahí, igualmente, la impor tancia acordada aquí a Lutero, cuyos escritos políticos mayores —principalmente su texto de 1523. De la autoridad temporal y en qué medida se le debe obediencia— forman aquí nuestras referencias. Si el protestantismo se presenta como discurso teológico, está le jos de reducirse a ello. Lo mismo ocurre con la teología católica. Pero, tanto en un caso como en otro, no se podría calificar ese dis curso de ideológico. No podemos, pues, percibir la ideología de la Reforma si no remitimos los enunciados teológicos a otros tipos de enunciados, precisamente a aquéllos que conciernen a la autoridad y a la vida social. Esto es lo que hace un instante llamábamos im plicación del pensamiento en el poder. Pero esta implicación no es lo característico de la Reforma protestante, sino que es, por el con trario, lo que estructura la filosofía política de Occidente. También la originalidad y la importancia de la Reforma se deben al modo en que esta implicación tiene lugar: aquí tenemos —está muy claro en Lutero— la justificación teológica de la obediencia, la concepción di vina del poder temporal de la que se servirán, llegado el momento, los filósofos del Estado moderno. En este aspecto podemos, pues, afirmar que existe una auténtica ideología política transmitida por la teología reformada: no está le jos el Estado laico. Si tuviéramos que caracterizar en una palabra, lo que es siempre aventurado, el protestantismo en tanto que ideo logía, diríamos que es menos, como quiere una célebre tesis, el es píritu del capitalismo que el espíritu de la política moderna. Mejor Lutero que Calvino. Nuestro propósito es, pues, establecer en qué el pensamiento de los reformadores está al servicio de una ideología del poder. Por poder hay que entender ese tipo particular de comu nicación que se establece del principe a los súbditos. * El titulo hace referencia a la «teoría de las dos espadas» de la que se ha hablado anteriormente. Utilizaremos la acepción «poder» («teoría de los dos poderes») por pa recemos más adecuada, aunque ello pueda crear problemas con los distintos térmi nos franceses que tal acepción traduce (N. T.). 385
Problemática En su escrito titulado De la autoridad temporal y en qué medida se le debe obediencia, Lutero manifiesta la verdad de toda política. Autoridad y obediencia forman la unidad del poder del príncipe y, lejos de tener esta unidad por improbable en sí, Lutero la constituye propiamente y, como tal, la perpetúa. Para captar la problemática de la obra, hay que partir de una constatación que se impone por sí misma y manifiesta bastante bien el desconcierto en que se encuentra la cosa política en ese comienzo del siglo XV: hace falta un poder sólido, pero éste carece de un «fun damento» no menos «sólido». «En primer lugar», escribe el reforma dor, «debemos encontrar un fundamento sólido a la ley y el poder temporal, con el fin de que nadie dude de que existen en este mundo por la voluntad y el mandato de Dios»(14). Pensar el orden político es, como puede imaginarse, anular la «duda», lo que quiere decir res tablecer o establecer verdaderamente lo que es el Estado. Pensar la política es para Lutero problematizar la santidad del poder tempo ral. La cuestión, se entiende, no consiste en «dudar» de la ley y el poder temporales: afecta solamente a su relación con Dios. Dicho de otro modo: no hay duda de que debe de haber un Estado al que se está obligado a obedecer: esto es precisamente lo que escapa a la duda. En cambio, lo que es objeto de duda es su fundamento en Dios. Precisemos la problemática: el fundamento divino del poder no es en s í mismo dudoso. Está eliminado, como si pudiera ser un pro blema la existencia de un «poder»; habrá una segunda eliminación, que afecta a su esencia divina: no hay duda tampoco de que el prín cipe, por hablar como Pablo, recibe su poder de Dios. Por eso estas dos reducciones sucesivas del problema a su justa posición permiten fundar propiamente la problemática política. Dos cosas son eviden tes, y entre ellas no hay problema alguno: que hace falta un poder y que éste es divino. Lo que se discute, por el contrario, es saber en qué la obediencia y, correlativamente, la autoridad pueden tener «lí mites»: cuando el principe temporal recomienda o incluso ordena a sus súbditos seguir las directrices del papa. La cuestión de la esencia divina del poder sólo puede, pues, ser objeto de duda si, y sólo si, esta esencia es definida por el papa. El problema político es menos institucional en sus efectos que teológi co en su fundamento. Lo cierto es, en efecto, que la obediencia a un principe afecto a Roma puede tener límites que hay que definir, a fin de cuentas, por razón teológica. Por eso Lutero, a lo largo de la obra, situará el problema en el terreno de la teología. Para él, se tra ta de «hablar de la autoridad temporal y de su poder, de la forma en que, cristianamente, se debe utilizar éste y en qué medida se le debe obediencia»(15). Es, pues, una ideología del buen cristiano la que estructura una ideología del poder temporal. (14) De Fautoriti temporelle..., p&g. 73. Trad. J. Lefebvre, París, 1973. (15) Ibidem, pág. 67. 386
Utilizar cristianamente el poder no es una metáfora, es una jus tificación. Al encontrar la solución del problema político en la teo logía —como otros antes de él— Lutero pone en marcha una estra tagema. La política tiene su solución fuera de ella misma: la obe diencia a la ley y el poder temporales es una obligación atestiguada no por el poder como tal, es decir, por la fuerza, sino por Dios mis mo. Tal vez mejor que en nadie se manifiesta en Lutero el acto de pensar la política en su fundamento: el pensamiento elabora un más allá de razón, de revelación, de fe, de creencia, con el fin de que la obediencia a los poderes terrenales no sea cuestionada en su funda mento. Si la sumisión al principe es la sumisión a Dios, ¿quién se atrevería a obedecer a uno e incurrir, de este modo, en la cólera del otro? Cabe preguntárselo: «habida cuenta de que todo el mundo es malo y apenas se encuentra un verdadero cristiano entre mil seres humanos, éstos se devorarían entre ellos, de modo que nadie habría capaz de mostrar a las mujeres y a los niños cómo alimentarse y ser vir a Dios; y el mundo se convertiría en un desierto. Por eso, Dios ha instituido los dos reinos: el espiritual que, por el Espíritu Santo y bajo la ley de Cristo, hace de los cristianos gentes de bien; y el tem poral, que es un obstáculo para los no cristianos y los malvados, a fin de que estén obligados, por coacciones externas, a respetar la paz y mantenerse tranquilos, lo quieran o no» (16). Lutero se dedica en tonces a reconstruir politicamente la antropología cristiana; obsesio nado por el «pecado», el reformador hará del hombre no sólo cria tura de Dios, sino súbdito** diligente del Estado. Consecuencias De la problemática asi planteada se pueden deducir tres conse cuencias para la ideología del poder. En primer lugar, buscar el fun damento «sólido» del poder es situarse en el origen. El poder es di vino tanto por esencia como por institución, y ello es así de dos ma neras: originariamente primero, por la revelación del apóstol Pablo: él mismo lo dice; originalmente después, porque así es «desde el co mienzo del mundo». ¿Qué significa esto desde el punto de vista del problema que nos ocupa? Esto: la autoridad y la obediencia al po der no pertenecen al orden del tiempo, sino al de la eternidad. Obe decer es obedecer. Ya que la autoridad, que procede de la voluntad de Dios, no está sujeta a ninguna alteración de su esencia —incluso por definición—, está claro que la obediencia es un acto que define al cristiano. Este último goza, pues, de una especie de eternidad en su estatuto temporal por el mero hecho de obedecer. La obediencia es eterna, por lo cual participa de lo divino; esto es lo que dice nues tro reformador: «Tal vez se caiga en la tentación de objetar que el Antiguo Testamento está abolido y ya no tiene autoridad, y que por (16) Ibidem, pág. 85. ** Recordamos que la palabra francesa «sujet» es tanto «sujeto» como «súbdito». 387
eso no puede proponerse tales ejemplos a los cristianos. A lo que res pondo que no es asi. Porque San Pablo dice: “Han comido la mis ma comida espiritual que nosotros y bebido la misma bebida que ha brotado de la roca que es Cristo”. Es decir, tuvieron el mismo espí ritu y la misma fe en Cristo que nosotros... Porque la época, la con ducta exterior, no crean diferencias entre los cristianos» (17). La segunda consecuencia afecta al estatuto del «pecador», que es el hombre, y a la necesidad subsiguiente del poder temporal. Esto es lo más notable de la doctrina, al menos desde este punto de vista: de la eternidad de la obediencia se deduce el estatuto temporal del sujeto. A un lado de la Creación está el hombre, al otro, el cristiano. Este último se encuentra, muy a su pesar, mezclado con el mal en la existencia mundana que lleva aquí abajo. Confrontado con el mal, el cristiano está por tanto naturalmente sometido al poder, que no es más que el instrumento instalado por Dios para penar y castigar a los «malos». Sobre esta antropología primitiva del «buen» y el «mal» cristiano se organiza la solución al problema político. Pero esta antropología no es más que la traducción, en el plano de la eficacia, de la teoría fundadora del poder entendido como no dependiente de circunstan cias temporales (en su fundamento, el poder está fuera del tiempo), pero que, precisamente, permite dar cuenta de ellas y, por esta ra zón, dominarlas. La tesis primera y última es, pues, la siguiente: ya que todo po der viene de Dios, los medios requeridos para el ejercicio de este po der son, por sí mismos, efectos de la voluntad divina. Esta es una afirmación constante en Lutero: «Si, como se ha demostrado más arriba, el ejercicio del poder y de la espada están al servicio de Dios, todo cuanto el poder necesita para manejar la espada está al servicio de Dios. Es preciso, en todos los casos, que haya alguien que encar cele a los malos, los acuse, los degüelle y los mate, y que proteja a los buenos, los absuelva, los defienda v los salve»(18). Dios aparece aquí como justificación de la política, * 1 juez y del verdugo. La tercera y última consecuencia de la problemática introducida por Lutero radica en el hecho —propio de la mentalidad política mo derna en su conjunto— de que el poder, considerado defensor de los «buenos», está totalmente orientado hacia los otros, en otras pala bras, hacia los «malos». La política se convierte en una lucha, un combate civil en el que se resume la ideología de la comunicación y del vínculo social. Esta problemática del bueno y el malo, si es válida en el orden teológico — los «cristianos»y los «otros»— es válido igualmente, y con razón, en el orden político. Tras sucesivas reducciones, el pro blema político se hace efectivamente pensable: la política es una ac tividad propiamente cristiana, pero en el orden de las cosas profa nas y mundanas. Es la misión terrestre de la criatura tocada por la (17) Ibidem , pág. 99. (18) Ibidem. pag. 115. 388
gracia, constituye su deber. Ya lo sabíamos, ya que el poder parti cipa de lo divino. Pero, ¿cuál es la vocación del cristiano? Es hacer triunfar la justicia cristiana o, al menos, hacerla respetar, hacerla va ler y protegerla contra la barbarie de los «otros»: «Porque la espada y el poder, en tanto que servicio particular de Dios, incumben a los cristianos más que a todos los otros hombres sobre la tierra» (19). Dando por supuesto que no se podría legítimamente «forzar a nadie a ser cristiano», sigue siendo verdad que se debe forzar a todos a res petar la justicia cristiana. «El cristiano no debe, para sí mismo o para su propia causa, empuñar la espada e invocarla, sino para los de m á s» ^ ). No obstante, si ocurriera que, defendiendo mi propia cau sa de cristiano, alcanzo a «los demás», seria un «milagro» imputable a la presencia sobreabundante del Espíritu Santo. Soluciones Una vez examinada la problemática y las consecuencias que nor malmente se siguen de ella, podemos ahora abordar el capítulo de las soluciones. Estas caben en una palabra, fundamentalmente de acuerdo con la doctrina del fundador del cristianismo, San Pablo: someteos. Con todo, incluso doctrinalmente, Lutero sigue siendo un ideó logo y un teórico: justifica ontológicamente la obediencia al poder temporal. El cristiano es un ser compuesto de un alma y un cuerpo: de ahí nace la pregunta, inmediatamente resuelta, de los «límites» de la obediencia a la autoridad. «El alma se sustrae a la mano de todos los hombres y se sitúa únicamente bajo el poder de Dios»(21). Por esta razón, altamente especulativa, no se puede —no puede el prin cipe— forzar a nadie a la fe. Pero, al mismo tiempo, se encuentra verificada la idea según la cual se puede forzar a cualquiera a la obe diencia. En efecto, el poder se ocupa del cuerpo: dominar es domi nar los cuerpos (22). Anotemos, no obstante, que el «límite» señalado es el alma. ¿Qué quiere decir dominar los cuerpos? Es reducir el pecado, actuar sobre el maligno y, por tanto, sobre el «mundo». Se comprende entonces cuál es el significado, en cuanto a las soluciones, de la problemática que separa al cristiano de los «otros»: el cristiano —políticamente ha blando— no tiene cuerpo, porque es un alma. La política, por tan(19) Jbidem, pág. IOS. (20) Ibidem . pág. 113. (21) Ibidem . pág. 123. (22) He aquí un tem a constitutivo de la filosofía del Estado moderno. Por su puesto, lo encontramos mucho antes de Lutero, pero es el reformador quien lo in troduce en el corazón de la modernidad: con ¿1, este tema tradicional encuentra un terreno de aplicación en la perspectiva liberal del Estado soberano. Asi, cuando Michel Foucault en Vigilar y castigar describe las técnicas de poder sobre el cuerpo no hace más que comentar a Lutero mostrándolo en la práctica del poder profano. Cier to es, de todos modos, que el liberalismo, en su versión clásica a partir de Locke, hará de ese cuerpo una propiedad de la persona. 389
to, no le concierne, pese a ser en algunos aspectos —el aspecto del deber— su problema: ¿no es el poder de esencia divina? Aquí no hay ninguna contradicción, sino sólo una repetición en lo que res pecta a las soluciones de la problemática: el poder concierne a los demás. El cristiano debe hacerse verdugo o «ayudante de verdugo» si el puesto está libre (23). Asi, no actuará más que sobre el cuerpo de los malos. Como cristiano no está sujeto a las obras del verdugo, cuya acción en la tierra sólo es transitiva: conduce a Dios salvaguar dando la pureza de las almas. Ayudando al principe en la lucha que sostiene contra el pecado del «mundo», el cristiano salva su alma y merece su recompensa de Dios e, inversamente, sólo puede merecer de Dios sirviendo bien al principe. Finalmente, por amor al próji mo, pues, y, accesoriamente, por amor a si mismo, el buen cristiano debe someterse al gobierno del poder temporal. Si ello es asi es por que el cristiano, por decirlo así, ha caído a la tierra; no vive en ella, su morada está en los cielos: «Pero como un verdadero cristiano no vive en la tierra para si mismo», escribe Lutero, «sino para su pró jimo y para servirlo, también realiza, conforme a la naturaleza de su espíritu, aquello que él mismo no necesita pero es útil y necesario a su prójimo. Ahora bien, el poder es de gran utilidad y necesario para todo el mundo a fin de mantener la paz, castigar el pecado y poner freno a los malos. En consecuencia, el cristiano se somete to tal y voluntariamente al gobierno de la espada, paga los impuestos, honra a la autoridad, la sirve y la ayuda, y hace todo cuanto de pro vechoso puede por ella, a fin de que se mantenga en vigor, respetada y temida» (24). Lo que Lutero predica es la sumisión voluntaria, la libre obediencia, si podemos decirlo: una lección que no admitirá, a partir de 1S49, La Boétie. Sin embargo plantea la cuestión de saber si hay limites a la obe diencia, como hace pensar el mismo titulo de la obra. Se podría pen sar que Lutero libera al cristiano de la obediencia si el mandato del príncipe afecta a las prerrogativas de la fe y el alma. De hecho, no hay nada de eso: la autoridad temporal es absoluta por definición e igual es la obediencia. También esto se concluye por una razón teo lógica. Hay que evocar la problemática para encontrar la solución buscada: entre las reducciones que efectúa, Lutero muestra que se puededudardelfundamento divino del poder no en si —porque eso, justamente,esindudable— ,sinocon relación a lo que dice el papa. ¿En qué casopuede plantearse la cuestión de los limites de la auto ridad y, por tanto, de la obediencia? Cuando el príncipe temporal ordena a sus súbditos obedecer espiritualmente al papa. A partir de esto se concibe que Lutero, en ese caso, autorice la desobediencia: basta solamente con saber en qué puede consistir. «El alma», escri be, «no está sometida al poder del César, él no puede ni instruirla ni guiarla, ni matarla ni darle la vida, ni atarla ni desatarla, ni juz garla ni condenarla, ni retenerla ni abandonarla. Cosas todas que ne(23) lbidem , pág. 97. (24) lbidem , pág. 91.
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cesariamente deberían ser si tuviera poder para mandarle e impo nerle sus leyes. En cambio, puede hacerlo con el cuerpo, los bienes y los honores; porque esto se deduce de su poder»(25). La desobediencia civil. De cómo es imposible Si es esencial tener presente, para comprender la teoría teológica de la obediencia, la teoría de los dos reinos, cuya expresión más fina es la distinción entre cuerpo y alma, es porque la desobediencia exis te sólo en el plano del alma. Siendo la vida política lo que concierne al cuerpo, está claro que toda desobediencia civil es imposible. Esto es lo que había que demostrar. La limitación de la autoridad temporal es, pues, absolutamente nula. No existe límite al poder secular del príncipe de este mundo: el cristiano que lleva una vida mundana está, por tanto, sometido a él sin remisión. La negativa a obedecer no se tolera nunca en lo tem poral y la desobediencia es puramente nominal, no tiene ningún peso en la vida mundana. El cristiano desobedece con palabras y en su fuero interno, es decir, en su conciencia. Pero, estando ubicado en el mundo y, por consiguiente, sometido al poder temporal del que depende, no puede sustraerse a las órdenes del principe. El propó sito que Lutero persigue es, pues, doble: obediencia absoluta al prín cipe y desobediencia al papa. Si políticamente conviene someterse al poder temporal (es el primer deber), teológicamente conviene no re mitirse al papa tratándose de cuestiones de la fe (es el primer dere cho); lo que no quiere decir, se supone, que haya que desobedecer al príncipe. Los dos reinos son distintos: el temporal rige el exterior, la vida mundana; el espiritual rige el interior, la vida del alma. Sí, por tan to, es deber del cristiano desobedecer una orden que emana de lo temporal, esa desobediencia es completamente interior, afecta exclu sivamente a lo espiritual; por tanto, nunca puede afectar, en nada, a lo temporal. Ahora .bien, ésa es la pregunta: se trata de saber, sí o no, si se puede desobedecer al príncipe. La respuesta es no. La de sobediencia no puede expresarse políticamente, ya que la política es el príncipe: eso sería entrar en conflicto con el poder temporal, lo que, precisamente, no es una virtud: la desobediencia es totalmente pasiva. «Ahora bien, si vuestro príncipe o señor temporal os ordena ser fieles al papa, tener tal o cual creencia, o si os ordena separaros de vuestros libros, debeis decir: uNo conviene que Lucifer se siente al lado de Dios...” Si a causa de ello toma vuestros bienes y castiga esa desobediencia, entonces, ¡bienaventurados vosotros! Agradeced a Dios ser juzgados dignos de sufrir por la palabra divina... En cam bio, los súbditos deben, cuando se da la orden, soportar que se re gistre su casa y se le tomen por la fuerza libros y bienes. No se debe resistir al sacrilegio, sino soportarlo, tampoco se debe aprobarlo, ni (25) Ibidem, pág. 133. 391
participar en él, ni seguirlo ni obedecerlo, aunque sólo sea un paso o un dedo» (26). Lutero aquí no hace más que completar la exhortación paulina (¡someteros!) por el reconocimiento de la objeción de conciencia. No podría tratarse, en cualquier caso, de desobediencia activa. Tal claúsula de conciencia, opuesta a la arbitrariedad del príncipe en lo que se refiere a lo espiritual, no difuculta en nada, y con razón, a la au toridad temporal. Asi pues, no hay desobediencia política. Por lo de más, ya que la fe en Cristo es la única que puede salvar al cristiano, no hay contradicción en que la resistencia al «tirano» —el príncipe favorable a Roma— se sitúe sólo en la conciencia, ya que el cristia no no espera su salvación en este mundo, sino la del alma. Sea lo que fuere de la vida interior, el buen cristiano debe siempre obedien cia a su príncipe, ese «carcelero» y «verdugo» al servicio de Dios. «Nuestro Dios es un seSor muy alto; por eso precisa de esos verdu gos y de esos servidores nobles, ricos y de elevada cuna, por eso quie re que tengan riquezas y honor en abundancia y que sean muy te midos por todos. Place a su divina voluntad que llamemos graciosos señores a esos verdugos a su servicio, que nos postremos de hinojos y seamos sus humildes súbditos. A condición, de todos modos, de que no extiendan demasiado lejos su obra, queriendo dejar así de ser verdugos para hacerse pastores» (27). ¿Reforma o tradición? La génesis del alma moderna Bajo la pluma de su iniciador, aquí tenemos a la Reforma po niendo al cristiano a los pies del príncipe: haciendo de él un ciuda dano. Hemos visto desprenderse un cierto número de temas, el más im portante de los cuales es el de la «conciencia», el del fuero interno. Así, lo que introduce el protestantismo considerado como ideología, sutil combinación de teología y política, es el alma moderna, la sub jetividad, cuyas doctrinas morales por venir estarán impregnadas de él. Esta es una importante transformación de la representación ge neral del hombre que se hace la Edad Media tardía. Pero esta inno vación, gracias a la cual el individuo se afirma como sujeto y como persona, esmuy notable que tenga lugar en una perspectiva que es la de la vida civil, es decir, la vida mundana fuera de la Iglesia ca tólica de entonces. Al introducir la conciencia moral y religiosa, el protestantismo hace del cristiano un ciudadano absolutamente con sagrado a las leyes de la sociedad civil. Pero en el advenimiento de esta subjetividad, el pecado interpreta el papel principal: a partir de él se elabora en el pensamiento de los reformadores una doctrina de' hombre que radicaliza las concepciones tradicionales tal como el cris(26) (27)
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Ibidem , Ibidem ,
pág. 13S. pág. 137.
tianismo tradicional las desarrollaba. Esto es manifiesto en la doc trina calvinista de la predestinación. El estatuto de pecador es que rido por Dios, es, pues, lo propio del género humano, ya que la cul pa de Adán es «colectiva». Pero es un hecho de experiencia que la «alianza de vida» no se predica igualmente a todo el mundo e, in cluso donde se predica no es igualmente recibida por todos. La sal vación, pues, se ofrece solamente a algunos, y si uno se pregunta por qué Dios «ordena a unos a la vida eterna y a otros a una eterna condenación», no hay más razón que ésta: Dios quiere que así sea. El sujeto es, por tanto, «pecador» y Calvino piensa, como Lutero, que la salvación viene de la fe: también radica, como asimismo piensa el reformador, en la obediencia a la ley civil. La conciencia moral supone la conciencia cívica: la génesis del alma moderna en el protestantismo luterano y calvinista es absolutamente dependien te de una firme concepción de la autoridad. Si el cristiano se defíne por su «conciencia», ésta se refleja en el marco de la economía ge neral de la «culpa» y la «salvación»; por este lado, el cristiano es ciu dadano de la sociedad civil y política. Por eso la observancia de la ley temporal está ordenada por la ley interior, es una figura de ésta. Esta ley interior que habla al alma del cristiano, ley sobrenatural, es la que recibe en su conciencia y le es revelada por la fe y las Es crituras. Las doctrinas teológicas del protestantismo —sola fid e y sola scriptura— están directamente ligadas a una filosofía política cuyo centro es la conciencia y cuyo agente es el ciudadano. Tal vez sea ese el significado ideológico mayor del protestantismo. La Reforma contribuye, pues, al advenimiento de la ciudadanía moderna, preco nizando la libertad de conciencia frente al poder civil. Este último se justifica entonces plenamente, de ahí la famosa fórmula del maes tro de Ginebra: «La libertad espiritual puede muy bien coexistir con la servidumbre civil». Por una restauración de la tradición cristiana inaugurada por Pablo, la Reforma elabora la justificación del domi nio. Por ella se realiza el paso de la Iglesia al Estado. No hay, pues, propiamente hablando, transformación radical, sino perpetuación del poder tal como la Edad Media lo elaboró pacientemente. La Re forma produce sólo nuevas razones para obedecer apoyándose en nuevas razones para creer.
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4. L a
Esta d o
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de
Luis XIV
M
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adua a
por Gérard Mairet El poder y lo sagrado No se ha cerrado el debate entre los historiadores sobre si el Es tado moderno, tal como se constituye en la teoría y en la práctica en los siglos xvi y xvii, presenta características tales que no se pue da hablar, sin confusión, de Estado en la Edad Media. Este proble ma es, en efecto, de una importancia capital, porque se trata de la comprensión correcta, no sólo de lo que tradicionalmente se entien de por época moderna, sino también de la inteligibilidad de la época contemporánea y de su Estado. Se trata, en este debate, de saber lo que significa la noción de soberanía. Dicho de otro modo, el hecho de que aparezca este concepto en el siglo xvi, ¿es suficiente para que podamos hablar legitimamente de Estado, considerando que a par tir de él se constituirán teorías y prácticas políticas? Se podría, por ejemplo, escribir una historia de la teoría política del siglo X IV al x v i i , digamos de Marsilio de Padua a Hobbes; veríamos en ella cómo las doctrinas se extienden alrededor del centro: la soberanía. Lo mismo ocurrecuando se trata de una historia de las institu ciones políticas de Europa en esa época. El concepto de soberanía nos parece, por lo tanto, absolutamente decisivo para captar o, por lo menos, tratar de captar lo que se puede designar con el término ideología del Estado. Pero antes de decir lo que entendemos por esto quisiéramos citar un ejemplo de tratamiento histórico del problema. En su obra sobre los Estados de Occidente en los siglos xiv y XV, Bernard Guenée, perfecto conocedor de aquel tiempo, escribe: «En 394
belión(lO), no es de su tiempo, y la revolución burguesa no puede, por su lado, sino desnaturalizar su discurso y hacerle que pregone el orden. La reivindicación de una ley general mediante el objeto con serva las mismas ambigüedades: ella es, a la vez, protesta contra lo arbitrario y sueño de una sociedad razonable, racional, rentable. La ambigüedad se expresa en la raíz misma de la reivindicación más significativa: instrumento de lucha contra la tiranía, la genera lidad de la ley lleva consigo la igualdad. Si el interés general tiene valor de mito, ello se debe a que enmascara la jerarquía social de los intereses particulares. Esta jerarquía, o desigualdad, tiene un con tenido concreto variable históricamente. El marxismo no posee el monopolio de esta observación: para convencerse de ello no hay más que releer las páginas que Léo Strauss dedica a las raíces contrac tuales de la legalidad burguesa en la obra de John Locke(20). Si la ge neralidad de la ley es portadora de una reivindicación de igualdad, se la puede pensar fácilmente en términos contractuales. La ley so cial por excelencia será la que resulte de la convención, del acuerdo entre unas partes consideradas, en este juego, como iguales. Lo po lítico se amolda a la forma de este pacto: la manifestación de vo luntad, de consentimiento, sólo adquiere real significación respecto al principio de igualdad, y se podrá suponer adquirido el consenti miento desde el momento en que se respete, en su forma, el juego de la igualdad. Por poca lucidez que se tenga, todos advierten cla ramente que no se trata de ningún modo de igualdad real, y de que esta igualdad formal es, en sí misma, fuente de desigualdad. La for ma contractual es, por excelencia, la de la paz burguesa dado que ella libera la adquisición y garantiza la conservación de la propiedad. La absurda distinción derecho-público derecho-privado se nutrió, durante un tiempo, de la oposición entre ley y contrato, pero esta oposición es, evidentemente, artificial. Por otra parte, el fundamen to contractual de la ley nunca es sino un episodio y un símbolo en cuyos términos sigue estando la norma, y «si es verdad que el con trato implica en principio las condiciones para un acuerdo de las vo luntades, para una limitación de la duración, para una reserva de las partes inalienables, la ley que surja de ello deberá tender a olvidar su origen y a anular esas condiciones restrictivas»; si es verdad que hay «un movimiento particular del contrato que es pensado como en gendrando la ley exento de subordinarse a ella y de reconocer su superioridad», surge que «la función contractual consiste en estable cer la ley, pero también que, mejor, la ley es establecida cuando se hace más cruel y más restringe los derechos de una de sus partes coníratantes...»(12). A partir del asombroso análisis del contrato masoquista efectuado por Deleuze, se da por sabido que la interpretación fancionalista de la relación igualdad formal/igualdad económica no (10) Cf. particularmente G. Lardreau: op. cil. (11) L. Strauss: D roil naturel el histoire, Pión, 1954. (12) G. Deleuze: Présentation de Sacher Masoch. Ed. de Minuit, 1967. En caste llano, Presentación de Sacher M asoch. Tauros, madrid, 1974 (N. T.). 495
rigiéndose a los romanos: «No hay más poder que el de Dios, los que existen están instituidos por Dios») no puede pensarse en tér minos de soberanía. Sólo por ilusión retrospectiva se llega a hablar de soberanía (del papa o del emperador). En efecto, la lucha entre los dos poderes, uno (espiritual) afirmando su superioridad y emi nencia con relación al otro, no constituye, propiamente hablando, una lucha por la soberanía (del papa o del emperador). Esta sólo se remite, stricto sensu, al poder que se piensa o, si no se piensa, que se ejerce como poder profano. Ahora bien, a los hombres de los si glos xiv y xv no se les ocurre pensar, y con mayor motivo en épocas más alejadas en el tiempo, que la «potestad»* sea de orden profano. La Edad Media siempre asocia el poder con lo sagrado y lo divino y, en el conflicto que opone lo temporal a lo espiritual, se trata siempre de determinar quién, papa o emperador, ha sido instituido por Dios. Por el contrario, la soberanía supone una concepción totalmen te laicizada del poder y su definición como poder solamente profano. Tal vez se pueda objetar que, más tarde, en la época dorada de la monarquía de derecho divino, el monarca se consideraba sagrado y que todo poder vehicula algo de sagrado: de hecho se trata enton ces no de un fundamento, no de una «institución», sino, si podemos decirlo, de la administración por el soberano de su propia soberanía política. Que el soberano, en el ejercicio de su poder, llegue a justi ficarlo en Dios, no significa que su soberanía sea legitimada por Dios. La idea de legitimidad es capital aquí, porque es lo que espe cifica la soberanía «moderna»; en la soberanía, el soberano es —o no es— legítimo; la cuestión, por tanto, ya no es saber si su poder es instituido por Dios o si no lo es. De la legitimidad, requerida por la soberanía, a la institución en el sentido paulino del término, hay un verdadero corte, que consiste en lo siguiente: en régimen de so beranía el príncipe se legitima a si mismo, en otras palabras, la so beranía es en si misma su propia razón. Por el contrario, la institu ción supone un fundamento externo al poder —el del emperador o el del papa—, supone una dependencia del poder respecto de su prin cipio. Lo que significa que la Edad Media, oscilando sin cesar de un poder a otro, no pudo encontrar la solución que ofrecerá el Estado moderno y que consiste en hacer coincidir en la misma unidad el principio del poder y la forma de su ejercicio. Sin llegar a considerar tan sólo la teocracia gregoriana, que no constituye más que una tentativa limite, sino considerando global mente la cuestión del poder en la Edad Media, vemos que la distin ción de los dos poderes está siempre supeditada al principio, en otras palabras, a su fundamento en Dios: ¿quién (papa o emperador) es capaz de ejercer el poder en nombre del principio divino? La Edad Media no resolvió este enigma. Sólo el siglo xvi comenzará a dar la solución. Esta se encuentra en la noción absolutamente nueva de so beranía. Asi, es posible hablar de la ideología del Estado: es la ideo* Hemos traducido «puissance», según el caso, ya como «poder», ya como «po testad». Si en ocasiones la traducción chirria, pruébese a sustituir los términos (N. T.). 396
logia de la soberanía, o, más bien, en la ideología del poder profano que se ejerce como tal. Había un obstáculo en la representación de la Edad Media que impedía la formación del Estado en el sentido propio del término; este obstáculo es el de la divinidad del poder, divinidad que se plan tea a priori. El poder es divino, entonces, en el sentido en que he mos dicho y, de esta forma, la cuestión del poder es la misma que la de su relación con Dios. Los hombres del siglo XVI y, sobre todo, del siglo xvil, ya no verán en el principio divino un obstáculo para el ejercicio del poder y resolverán la dificultad: el «príncipe» —pa labra que en lo sucesivo servirá para designar al detentador de la so beranía—, el príncipe, pues, es en si mismo su propio principio, tie ne en si mismo su propia legitimidad. Ya no es Dios quien se en cuentra en el principio del ejercicio del poder, es, por el contrario, la «voluntad franca», es decir, la voluntad libre (Bodino), ya que de fine la prerrogativa de soberanía. No hemos dicho prácticamente nada si nos limitamos a definir la noción de soberanía como el ejercicio eminente, superior, último, del poder. Si no hubiera más que eso, un faraón del antiguo Egipto podría ser llamado «soberano», lo que, naturalmente, siempre es po sible, pero vaciando de su contenido propio a la «soberanía» moder na. Podemos igualmente llamar soberano al poder que el soberano pontífice ejercer sobre las almas: no hay en eso ninguna medida co mún con la «soberanía» tal como la contemplan Bodino y Hobbes y, después de ellos, toda la tradición histórica y teórica del Estado moderno. De hecho, la soberanía implica la eminencia, pero no se reduce a ella como concepto. Supone, hemos dicho, una distinción clara entre el ejercicio del poder y su principio, distinción que, por pertenecer a su definición, no subsiste en la realidad del Estado his tórico. Tocamos aquí lo esencial de lo que podemos llamar la ideología del Estado, y que no es más que la ideología de la potestad. El Es tado soberano consistió, según modalidades históricas que le son propias, en conducir a la unidad los dos elementos de todo poder (en el sentido general del término); el principio de la potestad y la forma de su ejercicio. La noción, totalmente capital, de soberanía no puede ser, por tanto, descartada y ser nada más que el alimento de una disputa nominal. Es el elemento teórico fundamental, el me dio por el que el principio y el ejercicio del poder son reducidos a la unidad. De modo que describir su génesis y su estructura, como vamos a tratar de hacer aquí rápidamente, es señalar la novedad del estado “moderno” que, desde que la noción existe, se define por ella. Es también señalar las grandes líneas de una verdadera ideología de la potestad, es decir, la articulación de una institución (el Estado) con una teoría (la soberanía). Recordemos sin embargo, cuál es el carácter dominante de la so beranía. Esta ofrece una concepción totalmente laicizada y profana del poder. Dios ya no es citado como fundamento y, por eso mismo, el principio del poder, de exterior que era se convierte en interior, 397
por decirlo asi. Se trata, pues, de una concepción inmanente de la potestad, de modo que ésta encuentra en si misma su propia legiti midad y su propia justificación. La ejecución del poder, en otras pa labras, el ejercicio de la autoridad, no depende más que de si mis mo. La soberanía requiere la autonomía absoluta tanto teórica como práctica. Lo sagrado no pertenece, pues, a la definición del poder en tanto que poder soberano, de modo que la actuación de lo sagrado ya no tiene un valor constitutivo, sino solamente declarativo. Que el príncipe sea muy cristiano en nada modifica su soberanía; en tan to que «soberano», lo profano en él prima sobre lo sagrado. Que el principe sea sagrado en nada modifica su cualidad primera de ser so berano. Por otra parte, el siglo xvi reformador atestigua, si es nece sario, que el principe soberano no obtiene su soberanía del poder es piritual. La soberanía es una inversión de la relación del poder con lo sagrado; el poder ya no depende, pues, más que de sí mismo, con el riesgo de reinventar por cuenta propia, una noción —en modo al guno necesaria, por otra parte— de lo sagrado. La política, por tan to, gana su autonomía, conquista sus leyes y sus prácticas: hombres de Estado y filósofos se consagrarán desde entonces a vivir y definir la vida política en el Estado como un verdadero misterio profano cuya clave sólo ellos conocen (o más justamente, intentarán cono cer): principio y ejercicio del poder están ahora unidos de forma in manente, forman una unidad. Lo que no significa que estén confun didos: «El Estado soy yo», habría dicho un día Luis XIV. No podría decirse mejor: de un lado está el Estado, del otro el monarca, pero juntos son el poder soberano. La ideología del Estado es la ideolo gía de lo Uno. Autonomía del poder profano La política es, por consiguiente, una actividad profana, lo que no era en la Edad Media en los grandes momentos de la lucha entre los dos «poderes». Actividad humana más que delegación divina, la política se ocupa, en efecto, de las cosas terrestres. Este punto es de cisivo y es sorprendente que su asunción en una problemática que dará lugar, llegado el momento, a la formulación de la teoría de la soberanía tenga por origen... la discusión y la critica radical de la doctrina teocrática de la «plenitud de poder» del papa. Es, en efecto, en la obra de Marsilio de Padua donde se efectúa el gran viraje: con El Defensor de la Paz (1324), el teórico de Padua sienta las bases de la representación moderna en política. Su obra debe figurar como la obra capital con la que la «modernidad» en política empieza a per filarse en el horizonte de Occidente, es decir, de la Cristiandad. Que remos prevenir aquí un eventual malentendido: Marsilio de Padus. no inaugura el pensamiento político moderno, no hace más que sen tar las condiciones. Esto quiere decir que la problemática marsiliana, es decir, el conjunto doctrinal en el seno del cual reflexiona el problema del poder es aún, en su conjunto, el de la Edad Medís. Asi que, como señalábamos, al atacar la doctrina de la «plenitud c; 398
poder» Marsilio construye su filosofía política, que todavía no es, precisamente, una filosofía del Estado. Pero desde su punto de vis ta, Marsilio de Padua llega, no obstante, a elaborar una teoría de la sociedad civil enteramente nueva, sin la cual las auténticas filoso fías del Estado (las de Hobbes, Locke o Rousseau, por ejemplo) hu bieran sido imposibles. No sostenemos, pues, la absoluta moderni dad de Marsilio en materia de pensamiento político, sino sólo su pro funda originalidad innovadora: él es quien se interna con rigor en el camino de una concepción profana del poder político, camino que la posteridad no hará sino seguir hasta el fin. Además, no pensamos que sea posible hablar de soberanía (del pueblo o del príncipe), como ocurre en los comentarios del paduano. Marsilio no podía concebir la noción de soberanía, que no aparece claramente hasta Juan Bodino, en 1576. Pero lo que importa, en cambio, es que Marsilio haya teorizado sin ninguna ambigüedad la autonomía de lo político (en relación con el poder espiritual) y su correlato, el monismo estatal. Diremos, pues, que las condiciones de la ideología moderna del es tado están planteadas en su forma por Marsilio de Padua. ¿En qué condición se puede pensar la política sin recurrir a su fundamento divino? Hay que decir aquí que somos nosotros quienes planteamos la pregunta, es decir, desde el punto de vista de la sobe ranía (la política como actividad profana). Se impone una respues ta: concibiendo la autonomía de lo político. Un poder autónomo, di cho de otro modo, independiente de todo principio existente fuera de él, está, por definición, reducido a sí mismo. Pero para alcanzar esa representación de la vida política —y de su estructura— es pre ciso previamente mostrar que la comunidad política existe como co munidad social, hasta tal punto que no se puede separar la autono mía de lo político de la autonomía de la sociedad civil. Si Marsilio de Padua se eleva a una concepción «profana» del poder político es porque elabora una representación igualmente profana de la socie dad civil. Todo reside, entonces, al menos en una primera fase, en esa noción completamente nueva de sociedad civil. Los hombres, para el autor de El Defensor de la Paz, se reúnen en comunidad para subvenir a sus necesidades. Y nada más. La sociedad civil existe por sí misma y para sí misma. No existe, como pensaba Tomás de Aqui no por ejemplo, como comunidad ordenada «con vistas a un bien» que le es superior. Para Marsilio de Padua la ciudad es, de un ex tremo al otro, terrestre. Este punto es decisivo porque rechaza la tra dición agustiniana de la vida socio-política. No por ello se excluye la finalidad del orden social, y Marsilio explica, en efecto, que la so ciedad está ordenada «con vistas a un fin», pero la diferencia con la concepción de Tomás es de peso, ya que este fin es un fin profano: se trata de ordenar la ciudad —y la vida social global— con objeto de «bien vivir», o como también dice nuestro filósofo, «con vistas a la vida suficiente». Citemos un texto entre otros: «Los hombres se reunieron, pues, para vivir de forma suficiente, procurarse las cosas necesarias... e intercambiarlas naturalmente. Una congregación así constituida y teniendo por sí el término de su suficiencia es llamada 399
ciudad... En efecto, como las cosas necesarias a quienes desean vivir de modo suficiente son diversas y no pueden ser procuradas por los hombres de un solo orden u oficio, han hecho falta diversos órdenes de hombres u oficios para ese intercambio, ejerciendo o procurando las distintas cosas de ese género que los hombres necesitan para la suficiencia de su vida. Estos órdenes diversos u oficios no son más que las partes de la ciudad, en su multiplicidad y su diferenciación. Vemos que la comunidad no se define, por ejemplo, como el con junto de los cristianos, es decir, según un criterio producto de la Re velación y, por tanto, relacionado con Dios, sino que, por el con trario, la sociedad es una sociedad cuyo único fin es permitir a los hombres que la componen vivir a resguardo de la necesidad; lo que quiere decir, por una parte, producir objetos necesarios para la vida y, por otra, intercambiar esos objetos. Marsilio admite naturalmen te que entre esos objetos figura la salvación de las almas, de forma que en la ciudad habrá un «orden» encargado de esta misión, como hay un orden encargado de la producción de los bienes necesarios para el cuidado del cuerpo. Sea como fuere, la sociedad existe, pues, como armonía de las «partes» que la componen: existe realmente como entidad abstracta; Marsilio dice que es pensable como «tota lidad». Su principio sólo está, por tanto, en si misma y el problema propiamente político será determinar quién, en la totalidad social, será investido con el poder. Como vemos, no se desprende ninguna deducción de la legitimidad del monarca a partir de una revelación cualquiera, de cualquier institución por Dios o su representante. A fin de que este punto sea apreciable conviene señalar cómo Marsilio refleja la estructura de la totalidad social. En primer lugar, no de bemos perder de vista que la sociedad como tal, está constituida con vistas al bienestar económico y moral y que, partiendo de ahí, que da constituida como esfera del intercambio. El intercambio comer cial aparece —con lo que más tarde se llamará división del traba jo—, a los ojos del autor de El Defensor de la Paz, como el elemen to esencial de la vida social. Esta concepción profana de la vida so cial va a dar lugar a la laicización de la vida política. En efecto, el problema del ejercicio del poder es el de saber qué parte de la ciu dad debe, razonablemente, detentar el poder. ¿Cuáles son las partes de la ciudad? Tal es, pues, la verdadera cuestión del poder. Respon der a ello supondría recurrir a la tripartición indoeuropea, tal como G. Dumézil la puso de relieve(28), siendo el problema, en lo que aquí nos ocupa, saber qué relación existe entre cada parte (u orden) de la ciudad en lo que concierne al ejercicio del poder, o lo que es lo mismo, entre las partes y la totalidad que forman juntas. Hay, pues, tres órdenes fundamentales: el orden del sacerdocio, dedicado al culto (clero), el orden de la producción y el intercambio (los ofi cios, las competencias y los talentos), es decir, el trabajo, y el orden de lo ejecutivo y la coerción (el príncipe o parte gobernante). Cada parte está ordenada a un fin que le es propio: el príncipe manda y (28) Véase el articulo de J. L. Tristani «La ideología de los indoeuropeos». 400
mantiene el orden instituido, la esfera de los oficios produce bienes necesarios para la vida del cuerpo, y el fin del sacerdocio es educar a los hombres para que merezcan la «salvación eterna». Podríamos pensar que, en este conjunto bien regulado, no hay ningún proble ma político: ¿el principe no es, por su mismo orden, el que gobier na? Cierto, pero se trata de saber por qué y cómo. La respuesta hay que buscarla del lado de la definición de la ley. Es, en efecto, la exis tencia de la ley lo que da lugar a la existencia de la totalidad social: sin ley no hay sociedad. El príncipe se encargará de ejecutar la ley para preservar el orden de la totalidad, pero ¿1 mismo no es autor de la ley. Por tanto, el príncipe no es la «parte» en la que recae la prerrogativa de establecer una sociedad civil. Lo mismo ocurrirá, con mayor razón, con la «parte sacerdotal» y clase laboriosa. ¿Dónde está, por tanto, el origen de la ley civil, primera entre to das, ya que es instauradora de un orden socio-político determinado? Está en el «pueblo», responde Marsilio, es decir, en el conjunto de los miembros de la ciudad o, dice, en sus representantes. El pueblo es, pues, legislador y por eso el príncipe es, en suma, el brazo que ejecuta la ley. De lo que se desprende dos consecuencias: 1. la parte sacerdotal queda descartada del poder político y 2. la ley (como la sociedad en su conjunto y como la instancia del poder) es de origen puramente profano. Que está coincida con la ley divina es un bien siempre aprecia ble, pero esta coincidencia no es en sí misma la condición del adve nimiento de un orden político. Decir que la totalidad es «suficiente por sí» o que tiene «su término en ella misma» es como decir que la ley es puramente humana. La cohesión o el orden de una sociedad corresponde, pues, al príncipe («parte gobernante»), que tiene como función asegurarla y garantizarla, al igual que, en una ciudad bien ordenada, velan los sacerdotes por la salvación de las almas y los tra bajadores proveen los bienes para los cuerpos. De la misma consti tución de la ciudad Marsilio deduce la imposibilidad teórica y prác tica para el papa de detentar cualquier plenitud de poder. Los sa cerdotes son expulsados del poder, que se convierte por ello en una actividad esencialmente «profana». Esa laicización radical de la vida política, su independencia —por definición— con respecto al poder temporal, equivale, pues, a proclamar la autonomía de la política. Una última observación referente a la naturaleza de la ley permitirá fijar, en este aspecto, definitivamente la cosa. La ley no depende de la idea de lo justo: lo justo no viene dado por revelación. Es una noción profana: es la idea de justicia que re sulta de la aplicación de la ley. La vida suficiente, liberada de la «ne cesidad» es la vida justa. Ya que la ley garantiza los intercambios y, en términos generales, la existencia del vínculo social, la ley civil de pende de la justicia. La ley no es, según Marsilio, promulgada para la justicia, sino para garantizar la vida buena: no hay justicia sin ley. «Se ha establecido, pues, para la vida, es decir, para la vida suficien te en este mundo, una regla de los actos humanos transitivos orde nados que es posible efectuar para el beneficio o el perjuicio, el de401
recho o la injusticia, causados a alguien distinto del agente, una re gla que no prescribe y no fuerza a los transgresores infligiéndoles su plicios o castigos más que en el estado del mundo presente. Esta es la regla que hemos llamado con el nombre común de ley humanen (II, VII. Par. 7). Hallaremos en lo más fuerte de la teoría de la so beranía esta concepción, ya muy «positiva», de la ley. Hemos tenido en cuenta una tripartición fundamental a la que se vincula globalmente el pensamiento de Marsilio: clase de guerre ros, clase de artesanos, campesinos y trabajadores, clase de sacerdo tes por último. Pero Marsilio se distancia de ella en cuanto a lo que forma el principio de su coexistencia armónica, a saber: para la Edad Media, Dios. He aquí un texto célebre que es oportuno citar una vez más. Nos permitirá evaluar cuán ajeno es Marsilio a la solución cristiana medieval. Adalberón, obispo de Laon de 977 a 1030, es e. autor: «Dios adoptó a los reyes: son sus siervos; y El su único juez; desde lo alto de los cielos les grita que sean castos y puros. Les so metió con sus mandamientos a todo el género humano... los cons tituyó médicos de las heridas que puedan gangrenar las almas... EC resto de los nobles tiene el privilegio de soportar la coacción de nin gún poder, a condición de abstenerse de cometer crímenes reprimi dos por la justicia real. Son los guerreros protectores de las iglesias; son los defensores del pueblo, de los grandes como de los pequeños, de los buenos en una palabra y, al mismo tiempo, aseguran su pro pia seguridad. La otra clase es la de los siervos: esa raza desdichada no posee nada si no es al precio de su sufrimiento... La casa de Dios, que se cree una, está pues dividida en tres: unos oran, otros comba ten, otros, por último, trabajan. Las tres partes que coexisten no su fren por estar desunidas; los servicios que una presta son la condi ción de las obras de las demás; cada una, a su vez, se encarga de aliviar al conjunto. De modo que esta unión triple no deja por ello de ser una; y así es como la ley ha podido triunfar y el mundo gozar de paz». Vemos lo mucho que Marsilio se aproxima y lo mucho que se aleja de este texto: se aproxima porque el título de su libro (E2 Defensor de la Paz) lo indica: la sociedad que tiene en mente es una sociedad equilibrada y pacificada. Ahora bien, precisamente, el pe ligro de guerra «civil» está, en su opinión, en el hecho de que una clase (u orden) hace valer su pretensión de regir a toda la sociedad. Esta clase es la de los sacerdores: la diferencia esencial con la visión de Adalberón está, pues, en esto: la sociedad no es la «casa de Dios», de modo que el rey —como, por lo demás, el pueblo— no está, por definición, sometido a Dios, es decir, a la Iglesia y a su jefe el papa. No hay lugar a dudas de que la vida política se convierte, con Mar silio de Padua, en una actividad perfectamente profana, incluso si, en otros aspectos, el príncipe debe mostrarse cristiano. Mientras que la visión medieval proclamaba la dependencia del poder con respec to a Dios —siendo la consagración del rey constitutiva de su po der—, por el contrario, El Defensor de la Paz, sin negar la armonía necesaria de las «partes» de la ciudad, proclama la autonomía del po der. A partir de ahora, éste se piensa como poder civil. 402
Poder y legitimidad
Todavía no estamos, como se verá, al mismo nivel de la teoría de la soberanía. Estamos, hay que recordarlo, en 1324. No obstante, el terreno se prepara: las condiciones del Estado moderno se preci san. ¿Por qué no podemos hablar de soberanía en Marsilio? Porque el príncipe, si bien ya no es instituido por Dios, si ya no es, por ha blar como Adalberón, el «siervo de Dios», no deja de estar sometido a la ley de la que no es autor. Contemplar la acción política como una acción simplemente profana (la conservación de un orden social «que tiene suficiencia por sí») es, por tanto, liberar al principe de su dependencia con respecto a Dios en beneficio de su sumisión al pue blo, único legislador. ¿Quiere esto decir, como alguna vez se ha pre tendido, que Marsilio tuvo la visión rousseauniana del pueblo sobe rano? Tampoco, porque el legislado (pueblo) no es el que ejerce la autoridad, es decir, el que ejecuta la ley. No estamos, pues, aún en periodo de soberanía. Este, en efecto, supone otras dos condiciones: el monismo estatal, del que Marsilio tendrá clara conciencia, y, so bre todo, la definición de la ley como resultado de la voluntad del príncipe, una noción ajena al autor de £7 Defensor de ¡a Paz. Sin embargo, la ideología del poder profano está ya en el hori zonte del pensamiento y la práctica políticas. Es realmente la ideo logía del Estado, que no pide más que liberarse. Marsilio ha jugado en esa «liberación» un papel considerable: la sociedad civil que re fleja es una realidad completamente profana. En este sentido hay que considerar al paduano como el inventor de la potestad. Preten demos definir con ese término lo que constituye la especificidad del poder del Estado cuando éste se define por la soberanía. ¿Qué es lo que caracteriza a esa potestad con la que ahora nos las tenemos que haber? Que en él mismo está su propio principio, de modo que es, teóricamente, definido como «poder» absoluto. No pretendemos dar a esta palabra una connotación común que equivaldría a privarla de su sentido: absoluto, aquí, no significa «tiránico», y es un gran error confundir esas dos nociones. En efecto, la diferencia —que consti tuye precisamente la ideología del Estado— entre el tirano y el prín cipe soberano consiste en que el primero se dispensa de legitimidad, mientras que el segundo considera su poder perfectamente legitima do. Cierto es que tendremos que preguntamos sobre la conveniencia de este distingo para saber si, por ejemplo, no se basa en un malen tendido en lo que concierne a la noción de «tirano». Por el momen to, una cosa es segura: el «soberano de institución», como lo llama Hobbes, se ha constituido contra la tiranía. En otras palabras, el aná lisis que los teóricos del Estado soberano hacen de la tiranía tiende a deferenciar absolutamente al soberano del tirano, modo de expre sar que el príncipe legítimo no es tiránico. La ideología de la potestad es, pues, la ideología del poder legi timo: es la representación según la cual, puesto que Dios ya no ga rantiza el ejercicio de la autoridad, será preciso que el príncipe en came en sí mismo esa garantía. La noción de potestad remite a que 403
el Estado es legitimo o, más bien, a que él es la legitimidad. No hay que confundir la noción moderna de potestad con la concepción me dieval de las dos «potestades» o poderes. En efecto, gracias a la teo ría de la soberanía es posible distinguir los dos: consiste en unir en el Estado lo que la Edad Media seguía manteniendo separado, a sa ber, el principio de la autoridad y el ejercicio de la autoridad. Ya hemos dicho, que el principio (empleamos este término a falta de otro mejor) era exterior a la instancia del poder, de ahí el conflicto llamado de los «dos poderes». Para resolver correctamente este con flicto había que conducir ese principio de Dios a los hombres, dan do preeminencia a la ciudad terrestre sobre la ciudad celeste. Esta fue la obra decisiva de Marsilio de Padua. Al mismo tiempo, la esen cia del problema político en la Edad Media se encontraba realzada, por así decirlo: papa y emperador no eran, uno y otro, más que los ejecutantes del proyecto divino, sus depositarios. O, al menos, uno y otro trataban de hacerse reconocer como tales. El propio Grego rio VII, con su teoría de la «plenitud de poder» pontifical, obtenía su poder de Dios en tanto que jefe de la Iglesia: «La Iglesia romana fue fundada por el Señor solo» (Art. I). Así, el problema de la au toridad es solamente el de su ejercicio: el principio, sin ninguna duda, está en Dios. Con respecto al emperador, pese a que pida su auto nomía en lo temporal, lo hace precisamente admitiendo su depen dencia con respecto al principio espiritual: «No hay más poder que el de Dios, y los que existen están instituidos por Dios». Por lo de más, en la declaración del obispo de Laon que hemos citado está cla ro, como señalábamos, que los hombres, o mejor, la jerarquía de los órdenes, obedecen a Dios al obedecer al rey. Cuando hablamos de la «potestad» para caracterizar la ideología del Estado, pretendemos diferenciar netamente dos problemáticas políticas: la Edad Media sólo conoce en política el ejercicio de la autoridad; aquí tenemos que ocuparnos, en sentido estricto, nada más que de los poderes. Papa y emperador tienen sólo un poder político, sólo les concierne el ejer cicio de la autoridad, la ejecución de las voluntades divinas. Por el contrario, el «príncipe soberano» detentará no sólo ese mismo po der, sino también su principio. Lo que llamamos potestad. En otros términos, poder y potestad son distintos en la Edad Media, al igual que la Iglesia o el imperio son distintos de Dios; pero poder y po testad, aunque conceptualmente distintos —como lo son el principio y el ejercicio de la autoridad—, están unidos en el Estado soberano. Toda la originalidad de la soberanía consiste, precisamente, en de finir al «príncipe» como esa unidad de «potestad» y «poder», lo que constituye la respuesta a la política medieval y, hasta nueva orden, asigna su estatuto a la política «moderna» y contemporánea. Pene trar las sutilizas de esta unidad ha sido la obra de la historia desde el siglo xvi. El término de unidad es esencial: está presente en toda la litera tura política y no está ausente tampoco de la historia política gene ral. Sin embargo, lo que nos importa es mostrar cómo la ideología de la potestad se apropia del tema de «lo Uno» constituyéndose a 404
través de él. Pero antes resumamos lo que entendemos por «potes tad»; es la noción que especifica la política del Estado. Coinciden en ella el principio de la autoridad y la forma de su ejercicio; se distin gue, pues, en la teoría, del poder en sentido estricto, siendo éste siem pre dependiente de aquélla. La potestad del Estado se puede carac terizar asi: la multiplicidad del «poder» (por ejemplo ejército, poli cía, justicia, etc.) tiene como condición y principio la unicidad de la potestad. Esta es la característica del Estado soberano: reunir en su seno, bajo su voluntad una, la esfera de la vida política, de una vez por todas reflejada como actividad profana. Lo que debe ser clara mente percibido, si se quiere interpretar correctamente la estructura de la soberanía, es que la noción de potestad por la que se define sólo aspira a manifestar esto: un poder —el del príncipe— que se ejer ce en tanto que poder soberano halla en el hecho mismo de ejercerse su propia legitimidad. De manera que lo que aparece en la vida po lítica, la parte visible del iceberg o, mejor aún, aquello que compone la experiencia del usuario, no hace más que disimular la realidad de la potestad: ésta es abstracta y depende del principio; el poder, en cambio, es concreto: depende de la ejecución. De esta política abs tracta y profana tenemos que captar la estructura estatal, lo que equi vale a captar el Estado bajo la categoría del Uno. El uno tiránico y el principe soberano Hemos dicho que convenía distinguir entre lo absoluto de la po testad y su ejercicio simplemente tiránico. Para ilustrarlo tomaremos como punto de partida el muy breve escrito de La Boétie: Discurso sobre ¡a servidumbre voluntaria (hacia 1S49). El salto que aquí da mos es legítimo, ya que no queremos describir de nuevo la historia de la soberanía, sino señalar la génesis y la estructura de la ideología del estado. La Boétie no conoce (como tampoco el paduano) la con cepción de la soberanía, y con razón: Bodino la formula en 1S76. Pero si hemos de recurrir en esta circunstancia al amigo de Mon taigne es porque en él la naturaleza de la potestad está excelente mente descrita: el Discurso sobre la servidumbre voluntaria mani fiesta que, más allá del «tirano» está el Estado, más allá del poder del «uno» está la potestad estatal. Para La Boétie el problema polí tico consiste en saber por qué los pueblos parecen desear la servi dumbre, por qué parece que les guste la obediencia; se trata para él de comprender la razón de algo que está tan extendido: «la pertinaz voluntad de servir». La solución del problema hay que buscarla del lado de la tiranía, no definida aquí de otro modo que como el poder de «uno solo» so bre la mayoría. Es capital por eso señalar aquí lo siguiente: La Boé tie concibe la estructura de la potestad del Estado en el interior de una problemática sobre la tiranía. En otras palabras, la critica que el Discurso sobre la servidumbre voluntaria hace del poder tiránico —«el Uno»— es el soporte de una crítica, mucho más profunda, de 405
lo que muy pronto los teóricos y los hombres de Estado definirái como «soberanía». En realidad, no se trata, por parte de La Boétk de una especie de anticipación genial, sino más bien de la compren sión realista de lo que constituye la apuesta de la reflexión polítita en una época que se extiende desde Maquiavelo (El principe es
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por lo tanto —en su acepción laboeciana—, como modelo de la po testad; cada uno teme al otro que se toma a si mismo por un jefe; tal es la articulación de la autoridad y la obediencia. Ahí está tam bién la estructura de la «servidumbre voluntaria» en la que se man tiene al pueblo esclavizado; bajo el tirano último y progresivamente, la ilusión de mandar hace de todos y cada uno jefecillos serviles a la devoción del jefe supremo, identificándose como él «hasta ser, bajo el gran tirano, tiranuelos ellos mismos». Asi, como hemos dicho, el tirano ya no es ese loco, ese demente sanguinario que hace reinar el terror para su propio placer; es, tal como lo pinta La Boétie, la estructura misma del poder. El poder es en sí tiránico. Tenemos como prueba que, en una linea, al prin cipio de su corta obra, La Boétie desecha la cuestión de saber cuál es el mejor régimen. La búsqueda de «lo mejor» en política había go bernado el conjunto teórico sobre el poder, tanto en Aristóteles como en Tomás de Aquino. Tal indagación es descalificada por La Boétie a causa de su impertinencia, ya que el problema, para él, consiste en conocer la estructura de la potestad. Pero hay más: no teniendo en cuenta esta interrogación procedente de la Antigüedad, la presen tación que hace del poder del tirano cobra un significado universal. En efecto, ya que no hay régimen mejor, es que en política un poder equivale a otro poder. Esta equivalencia, en el mal, de todos los po deres, en otras palabras, de todos los sistemas de autoridad —pirá mide de dominio y servidumbre— es lo que constituye la nueva ideo logía del Estado. En otros términos hay un punto común a todos los regímenes: que son Estados, lo que significa que el Estado, sea mo nárquico, democrático o aristocrático, no deja de ser «soberano». No deja de estar estructurado por la potestad, no deja de ser lo que La Boétie llama «el Uno». Con el fin de evitar cualquier ambigüedad, conviene señalar de todos modos que esta apelación de «el Uno» para designar al tirano, también llamado entorno del tirano (los «chulos» del principe) por que designa al Estado, es, para la época, una novedad, aunque la re ferencia al Uno para designar el centro del poder no sea en sí una novedad. Marsilio de Padua ya había concebido la unidad nominal de la ciudad o del reino y, de paso, podía deducir la superioridad del gobierno único en cuanto al número. Antes de él, Tomás de Aqui no deducía la necesidad para un reino de ser gobernado por uno solo de que el mismo mundo es gobernado por un solo Dios. La no vedad de La Boétie en este punto consiste precisamente en definir el poder en general y el del tirano en particular como lo Uno. Al des personalizar la cuestión milenaria del tirano para reflexionar sobre lo que, en el tirano singular, constituye su poder, en otras palabras, al sustituir las denuncias de sus abusos de poder por una problemá tica abstracta del poder, La Boétie hace pensable la política «moder na». El tirano ya no es el que abusa del poder: el que usa de él, lo que quiere decir que el poder es tiránico. Ahí está, por otra parte, la razón por la cual la cuestión «tan debatida», dice, del «mejor ré gimen» no le interesa. Situar la reflexión política en el interior de 40 7
esta interrogación primera es suponer que existe un régimen bueno del que el tirano, precisamente, gozarla eternamente. De ahí, la con cepción «clásica» del tirano como usurpador y demente fuera de la ley. Esto es lo que rechaza La Boétie: hará pues un discurso sobre el tirano, es decir, sobre el poder. En nuestra terminología eso sig nifica que a partir de ahora la potestad de Estado será pensada so bre el modelo del Uno, lo que ya hemos designado como unidad —en el Estado soberano— del principio de la potestad y de la forma de su ejercicio. La grandeza de La Boétie será manifestar ese «Uno» designándolo sin ambigüedad como tiránico^ Lo que nos conduce a un elemento esencial del problema, ya muy esclarecido: ¿qué dife rencia se puede establecer entre tiranía y soberanía? En este punto, es sorprendente constatar que la soberanía fue definida en una épo ca en que se desconfiaba del tirano como de la peste, hasta el punto de que se puede sostener que fue elaborada como respuesta a la ti ranía «clásica». Pero, y es lo que muestra La Boétie, no debemos en gasarnos con la alternativa «Príncipe soberano» o «Uno tiránico»: al asociar el poder a la tiranía, La Boétie arrojaba una sospecha de cisiva sobre lo que será la tendencia de todo el pensamiento político después de 1576, según la cual el «soberano», sea definido rey o pue blo, es aquello sin lo cual la libertad de los hombres es imposible en la sociedad civil. Sea como fuere, de una reflexión sobre el tirano, «clásico» o «moderno», nació la teoría de la soberanía. No es seguro que el Estado soberano se haya recuperado nunca de este origen im puro. Tenemos, pues, que escrutar sus comienzos. El Estado soberano: teoría y práctica En una carta muy conocida que Maquiavelo dirige a F. Vettori, el 10 de diciembre de 1513, el autor de El Príncipe escribe lo siguien te: «He compuesto un opúsculo De Principatibus, en el que profun dizo lo mejor que puedo en el problema que plantea tal tema: qué es la soberanía, cuántos tipos hay, cómo se adquiere, cómo se guar da, cómo se pierde. Y si alguna vez os gustó alguna de mis elucu braciones, ésta no debería disgustaros. Debería sobre todo ser un ne gocio para un príncipe nuevo». Así, el retrato del príncipe es, según el mismo Maquiavelo, el de un príncipe soberano, es decir, que el poder que ejerce se define por la soberanía. Este punto es esencial porque autoriza una primera aproximación a la noción, al menos tal como fue pensada por la filosofía del siglo xvi. Ya hemos dicho que la soberanía supone una concepción ente ramente «profana» de la vida política, concepción cuyo iniciador con secuente es Marsilio de Padua (que Maquiavelo conoce bien). La po lítica será definida, pues, en El Principe como institución del Esta do. El principe es fundador, instaura y lucha, su poder es de con quista, su legitimidad es su fuerza; la política no aspira a ningún bien que la trascienda, es en si misma su propio fin, lo que significa que si hay que conquistar algún bien, ese bien es el mismo del Estado.
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Nos hallamos en presencia de una concepción eminentemente pro fana de la potestad que impone una conceptualización de la vida-po lítica como estrategia. El punto capital aquí, para esclarecer nuestro propósito, es que la política se piensa como arte de la fundación, con siste en instituir un orden. La fundación del Estado es el todo de la acción del príncipe, lo que implica una concepción histórica y ya no «natural» del poder. El tema de la institución sufre con la soberanía, tal como Maquiavelo la describe, una inversión radical que tiene por efecto conducir la política de Dios a los hombres. Sabemos que la tradición cristiana (es decir, paulina) entendía el poder como insti tución divina. Con Maquiavelo, la «política cristiana» pierde toda justificación. Ya que se trata, para el secretario florentino, de insti tuir un Estado, es que la vida politica comienza en el momento mis mo en que los hombres se entregan a ella. O, por atenernos a una perspectiva que define El Principe en 1513, la politica comienza con Ea acción de un principe fundador. Donde no existe tal personalidad no hay política, no hay Estado. En esa problemática, que es la de Eos Discursos sobre la primera década de Tito Livio, la vida política se analiza como resultante, puede decirse, de la acción del «pueblo». Esas dos aproximaciones no son contradictorias en s u principio: am bas están gobernadas por la idea, en el fondo muy sacrilega, de que la política es un asunto que se arregla entre los hombres, es decir, que está instituida por ellos, la imagen que da Maquiavelo del poder del príncipe es pues la de la política de Estado en su versión moder na: un poder que se establece a si mismo, sin consideración más que a sí mismo, en suma, siendo en sí mismo su propia causa. Así pues, d, como señalábamos, la legitimidad del Estado «maquiavélico» es su sola fuerza, no es que haya exclusión total de la legitimidad: muy al contrario. La legitimidad no es algo previo a la acción política: procede de ella. Es un rasgo decisivo de la soberanía. El príncipe que instaura el Estado no tiene presente la legitimi dad. Tampoco su poder procede de ella. Ni origen (condición) ni fin Cdeber) de su acción., la legitimidad no contraría en nada su «con quista». Es esa conquista. La vida política es acción y no hay nada previo a la acción si no es ella misma. Aquí tenemos el marco en cuyo interior se constituirá la soberanía, un marco ya trazado por Marsilio de Padua y definitivamente circunscrito por Maquiavelo: la politica procede de si misma, el poder es en si mismo su causa. No hay, por lo tanto, necesidad de justificación en Dios o en la na turaleza: la potestad es realmente substancial. Es el origen y el fin. La soberanía está muy presente; sólo queda definirla, tarea de la que se encargará Bodino de una vez por todas. Por el momento, el corte entre Maquiavelo y la teoría del poder, tal como se desarrolló en la Edad Media, es radical. El principe, y de ahí su nombre, es el prin£q>io, es primero, Maquiavelo lo llama «fundador» y «nuevo». Es lo menos que puede decirse de él. Lentamente, pues, se perfila la figura colosal del Leviatán, una politica que procede de sí misma es un poder que se define por la autonomía absoluta: su principio coincide con su forma, y el Estado
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es esa coincidencia revelada desde entonces para cuatro siglos. Ya no necesita justificación porque él es la justificación; tampoco nece sita legitimidad porque es la legitimidad. Queda, no obstante, por de finir positivamente la noción de soberanía; Maquiavelo, en efecto, describe la política del principe como conquista y conservación de su poder, no busca fijar definitivamente en todos los puntos de la doctrina la esencia misma de la soberanía. Le basta con descubrir el terreno en el que se ejerce esta soberanía. Brevemente, analiza la po lítica en «moderno» —el poder— sin conceptualizar la soberanía del Estado. Su objeto es más el principe (o el pueblo) que el Estado, in cluso si el príncipe es fundador del Estado. En el Estado es el prín cipe lo que le interesa; la cuestión del Estado se considera bajo el ángulo de su fundador. Era, pues, preciso que la teoría se encargara del Estado en tanto que tal y fuera claramente definida la naturaleza del poder que el príncipe ejerce en el Estado. Esto suponía un punto de vista diferente al del secretario florentino, un punto de vista a cuyo favor la estructura del Estado es privilegiada sobre el análisis del poder del principe. En otras palabras, en lugar de llegar al Es tado vía la acción del príncipe, había que dar cuenta del Estado como entidad abstracta para calificar la naturaleza del poder ejercido por el príncipe. De esta inversión decisiva debía salir, con el deseable ri gor, la teoría de la soberanía. Sabemos que es Bodino (Los seis li bros de la República, 1S76) quien se encarga de esta inversión fun damental para el porvenir. Tomamos como prueba el hecho de que, en Bodino, el centro de interés es la República (y ya no el príncipe) y a favor de la definición de esta República se introduce la noción de «poder soberano». Este punto es esencial porque significa que la soberanía es muchos menos lo que caracteriza a la acción del prín cipe que lo que define al Estado. En su edición original la obra consta de setecientas treinta y nue ve páginas in-folio. Las cinco primeras lineas bastan para clarificar la cosa; dan la «definición» de la que se deducirá el resto. Este es el texto: «República es un recto gobierno de varios quehaceres y de lo que les es común con potestad soberana. Damos esta definición en primer lugar porque hay que buscar en todas las cosas el fin prin cipal: y luego los medios de llegar a él. Ahora bien, la definición no es otra cosa que el fin del tema que se presenta: y si no está bien fundada, todo lo que se construya sobre ella se arruinará poco des pués» (Libro I, cap. I). Así, debe entenderse que no podríamos ha blarde repúblicasi no habláramos de soberanía. Esto quiere decir que la soberanía pertenece al concepto del Estado. Se trata, pues, para Bodino de distinguir la soberanía de aquél que la ejerce. Y esto es lo que ya habíamos caracterizado como ideología del Estado: uni ficación (en el Estado) de la potestad y el poder. Este punto merece, para hacerse totalmente inintiligible, una atención particular. Bodi no, como hemos visto, abre su análisis de la vida política con una definición de la República en la que interviene la noción de «potes tad soberana», de modo que el significado de esta noción aparece de inmediato. En efecto, por un lado la soberanía es una instancia que, 410
en el Estado, asegura como él dice «el bien común de todos en ge neral y de cada uno en particular»; por otro lado, es el alma de la República. Estos dos niveles de la soberanía son distintos. La po testad soberana existe, pues en s i misma, como abstracción del Es tado, como su auténtico principio. Por ella es posible el ejercicio efec tivo de la autoridad. Por eso Bodino es muy afecto a la «perpetui dad» de la potestad soberana, la palabra potestad cuadra, pues, per fectamente; es lo que hace posible la República, es decir, plenamen te real. Pero la potestad existe siempre, independientemente de las instituciones que le dan cuerpo y gracias a las cuales se ejecuta. Es tamos en el corazón mismo de un verdadero mito de poder del que ningún Estado, hasta este día, ha podido prescindir. La potestad exis te antes incluso de ejercerse, la obediencia es previa a las institucio nes que la hacen posible. Así, los que ejecutan la potestad —gobier nos u otros— son distintos de la potestad en si misma, que se esta blece independientemente de ellos. Se trata de un verdadero mito cu yos secretos, hoy, aún no hemos penetrado del todo, pero que es tal vez el secreto de todo poder. Hemos visto que el poder en la Edad Media consistía en justificar el ejercicio de la autoridad en Dios. El mismo proceso está aquí en marcha, con la diferencia de que la «po testad» hace las veces de Dios. De modo que, al igual que en la Edad Media el poder se justificaba en la institución de Dios, ahora se hace posible por la potestad de Estado. Pero mientras que en la Edad Me dia el príncipe era, a fin de cuentas, bien visible, ahora ya no lo es. En la soberanía el poder (que se ejerce) es inmanente a la potestad (que funda). Lo que no permite confundirlos. Bodino no se equivo ca en eso: «He dicho que esta potestad es perpetua: porque puede hacer que se dé potestad absoluta a uno, o a varios en cierto tiempo, expirado el cual, no son más que súbditos, y mientras están éstos en potestad, no pueden llamarse principes soberanos, dado que no son más que depositarios y guardias de esta potestad, hasta que plazca al Pueblo o al Principe revocarla: el cual siempre puede disponer» (Libro 1, capítuloIX). Este texto no deja ninguna duda en cuanto a la naturaleza de la soberana potestad: es independiente de los pode res que simplemente derivan de ella. Decíamos que se trata de un mito de poder: la soberanía nos da la clave de todo poder en general. Este texto nos aporta la prueba. Todos esos jefes, grandes y pequeños, que el Estado moderno pare y reproduce a lo largo de su historia, no sólo los que efectivamente mandan, sino también los que querrían mandar y obran en ese sen tido, no son, dice Bodino, más que los guardias de la potestad. Esta noción es capital: ejercer el poder es ser guardián de una abstracción creadora que Juan Bodino designa sin ambigüedad como el orden. Es notable que ese orden —que no es, ni con mucho, invención del siglo xvi— parece resultar del ejercicio del poder, mientras que es el poder el que procede de él, lo que constituye la novedad introdu cida por la soberanía. Se renococerá aquí el cumplimiento, y tam bién la verdad, de esas «artimañas» gracias a las cuales el príncipe maquiavélico se aseguraba el poder y lo reconducia. Mito de poder, 411
pues, la soberanía «hace creer» en un príncipe o en un pueblo de. que procede todo el resto. Antes de penetrar más en el interior de ese mito con el fin de es crutar los dos polos por los que se impone a los hombres, debemos precisar cómo se lee en una obra como el inmenso tratado de Grecio, Del derecho de la guerra y de la paz (1625) lo que designamos como distinción constitutiva de la soberanía. Grocio no es, propia mente hablando, un político, es un jurista; su, propósito no es ins truirnos sobre la esencia del poder, sino más bien sancionarlo por el derecho. Lo que equivale a decir que Grocio, contrariamente a Bodino, no innovará en lo que concierne al principio de soberanía. En cambio, su contribución es esencial en cuanto a la precisión doctri nal. En efecto, Grocio se apodera de la noción de soberanía y cons tituye a partir de ella todo el edificio del derecho moderno; no hay, pues, en él gran originalidad teórica, sino más bien la formalizaciórt jurídica de la prerrogativa de soberanía. También podemos tener a Grocio por el verdadero fundador de lo que Rousseau llamará más tarde el «derecho político». El voluminoso tratado de 1625 constru ye un ediñcio rigurosamente ensamblado en el que la política está totalmente pasada por el tamiz del voluntarismo jurídico por una parte, y el de la antropología ciceroniana por otra parte: propiedad, contrato y naturaleza humana se distribuyen aquí el privilegio de po ner de relieve la potestad soberana, pero lo que cuenta para noso tros es captar cómo entiende Grocio la soberanía; ésta ya no es para él una noción especulativa, ya no es la definición a partir de la cual el concepto mismo de la vida política es pensable. Grocio quiere mos trar, y esa es la preocupación de un jurista, que la soberanía orga niza, hasta en los menores detalles, la vida política práctica tanto de los Estados como de los individuos. Asi, si podemos tenerlo por el iniciador del derecho político moderno es sobre todo porque refle xiona —en la tradición «nominalista» del siglo xiv— el estatuto del sujeto de derecho en el seno de la soberanía «moderna». Este es el punto esencial y, en gran parte, la representación que aún hoy nos hacemos del ciudadano —desde el punto de vista jurídico— está ya definida en el tratado del Derecho de la guerra y de la paz. ¿Cuál es, pues, el principio de sistematización de Grocio? Haber definido la soberanía como propiedad, dicho de otro modo, haber pensado la soberanía en el interior del derecho de propiedad. Para llegar has ta ahí hacía falta cierta audacia doctrinal: la soberanía es un bien. Se puede señalar de pasada que en eso consiste liberar el sentido ocul to del Estado soberano, a poco que se tenga presente, leyendo a Gro cio, la teoría lockiana del Estado, a cuyo término el fin principal de la República es salvaguardar la propiedad e incluso acrecentarla, mi sión de la que Locke deduce la legitimidad de la policía y los tribu nales. Sea como sea esta mentalidad de propietarios, Grocio había percibido, excelentemente sin duda, la estructura de la soberanía, y eso gracias a la interpretación que hace a partir del derecho de pro piedad. «Hay que distinguir», escribe, «La soberanía del derecho a poseerla» (I, 3. Par. 4). Asi pues, la cosa está desde ahora perfecta 412
mente clara: la soberana potestad es un bien del que el soberano es propietario, es decir, sujeto. Bodino vela en los que ejercen la po rfia d los únicos mandatarios «en tiempo» de la soberanía; Grocio, por su parte, ve en ella propietarios. Maquiavelo había pensado el poder como lo que se conquista, Grocio lo piensa como lo que se adquiere. En todos los casos, lo que es común a esas tres represenraciones y nos importa en primer lugar, es que siempre Ja soberanía existe independientemente de quien la ejerce. U n a preg u n ta, p o r lo balito, no deja de plantearse: si la soberanía es independiente de su sjercicio empírico como poder, ¿cómo existe? Hay que decir que la soberanía sólo existe en el momento en que se ejerce, lo que no au toriza en nada a confundir las dos dimensiones que la constituyen; Ia potestad y el poder. ¿Qué es pues el príncipe? El que une en su persona el principio y la forma de la autoridad. El Estado soberano consigue, pues, esta difícil figura de ser fun dado sobre una representación de la potestad que sólo existe porque se ejerce, pero cuyo principio subsiste independientemente de las for mas de su ejercicio. Señalaremos que solamente asi puede plantearse con propiedad an problema de legitimidad: un soberano será llamado legitimo cuan do ejerce la soberanía si tiene derecho a ella. La soberanía es, pues, un bien que el principe se apropia; es, para Grocio, la «propiedad civil», de modo que su concepto de soberanía remite menos al prín cipe en si mismo que a su ámbito propio. La legitimidad, pues, se supedita finalmente en Grocio a la conquista legítima del poder, una proposición que no habría desaprobado Maquiavelo: «Así como se puede adquirir en una guerra legítima la propiedad de bienes perte necientes a particulares, también se puede adquirir la propiedad ci vil, o el poder de gobernar un Estado independientemente de cual quier otra potestad» (I, 3. Par. 10). Esta cuestión de la legitimidad y la correlativa de la apropiación de la «propiedad civil», arrojan una luz decisiva sobre nuestro propósito. La soberanía es muy diferente de su ejercicio empírico, ya que, siendo «propiedad», puede alienar se como cualquier otro bien. «Hablando con propiedad», escribe Grocio, «cuando un pueblo es alienado, no son las personas en sí mis mas quienes se convierten en propiedad ajena, sino el derecho per petuo de gobernarlas, consideradas como constituyendo un pueblo» {1,3. Par. 12). Volvemos a encontrar aquí el tema desarrollado por Bodino de la perpetuidad de la potestad, la cual no debe ser enten dida sino como la potestad que se establece y reproduce a sí misma, independientemente de las peripecias de los poderes y de la precau ción de los gobiernos y otros jefecillos. La potestad es realmente substancial: se establece a sí misma porque es su propia causa final o eficiente. Subsiste, pues, por sí, lo que le confiere el estatuto de mito fundador del Estado moderno. Dos elementos constituyen este mito: la naturaleza y la ley. Es Hobbes quien debía encargarse de dar cuerpo al mito: naturaleza y ley circulan en el cuerpo de Leviatán, el monstruo frío, para darle vida, aunque su creador lo llame, no sin angustia, el «Dios mortal». Es el Estado moderno en persona.
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Naturaleza, poder, ley Hemos visto que la ley en Marsilio de Padua era el elemento esen cial a partir del cual se proclamaba la autonomía de la sociedad civil y política; gracias a ella la ciudad se establece a si misma. Ahora bien, siendo el pueblo, para el autor de El Defensor de la Paz, el ver dadero legislador, el principe sometido a ¿1 no puede ser declarado «soberano». En cuanto al pueblo que no ejerce el poder (ejecución de la ley), tampoco se considera soberano. Una dimensión esencial de la soberanía, en efecto, es decir la ley y, por consiguiente, no es tar sometido a ella. La ideología de la soberanía como potestad pro fana es una ideología voluntarista del poder de Estado: la ley pro cede de la voluntad del príncipe. Dejemos hablar a Bodino: «La pri mera marca del príncipe soberano es la potestad de dar ley a todos en general y a cada uno en particular; pero no es bastante, pues hay que añadir, sin el consentimiento de mayor, igual o menor que une mismo» (Los seis libros..., I, XI). Se sigue una conclusión necesaria que nuestro filósofo no deja de sacar y que cobra un nuevo signifi cado: si el principe no está sometido a la ley es porque no está, «por naturaleza», sometido a su propia voluntad. «Por eso la ley dice que el rey está absuelto del poder de las leyes; y esta palabra implica tam bién en latín el mandato de quien tiene la soberanía (...) así pues, ¿ el principe soberano está exento de las leyes de sus predecesores, mo cho menos tendría que atenerse a las leyes y ordenanzas que ¿1 hace porque se puede recibir la ley de otro, pero es imposible por natu raleza darse la ley, así como mandarse a si mismo, cosa que depende de la voluntad» (Ibid., I, IX). La diferencia con las representaciones antiguas y medievales es esencial: la ley toma la delantera al derecho, en otras palabras, la vo luntad del «Príncipe» (que no es solamente la persona del príncipe, sino el Estado) es superior a la idea de lo justo. Lo que Bodino ex presa al distinguir el derecho (equidad) de la ley («mandamiento ds soberano que usa de su potestad», Ibid., I, IX). Según Aristóteles r según Tomás de Aquino, la fuente del derecho no es nunca el príocipe, que no hace más que enunciarla: está en la naturaleza de Dio* Así, Bodino no hace más que sistematizar, a la luz de la soberanía, las concepciones ya muy avanzadas de Marsilio de Padua, que afir maba, como se recordará, que lo justo procede de la ley. Ya que Ir naturaleza no es ni fundadora ni fuente de lo justo, sino que es ¡s vo lu n ta d del principe lo que constituye el origen, el Estado ya no ne cesita ninguna especie de justificación: su soberanía es absoluta. De Grocio a Locke, pasando por Hobbes, esta ideología radio, de la potestad profana se expresará definitivamente al elaborar cz cuerpo de doctrina en el que la sola justificación «terrestre» del po der será retenida como fundamento de la legitimidad del Estado Pero lo que se observa en la teoría se desarrolla igualmente en íi práctica histórica: entre Cromwell y Luis XIV, se afirma el mod¿: estatal. En lo sucesivo la vida política será una actividad «profana y el ejercicio de la potestad un sacerdocio «laico». Hobbes, en el Le 414
viatán (1651), ofrece la mejor ilustración de este estado de espíritu. Su obra reposa sobre una antropología materialista, capaz ella sola de justificar la omnipotencia del Estado o, como también ¿1 dice, del soberano de institución». Al elaborar su «política», Hobbes elabo ra, en efecto, una concepción materialista de la naturaleza, es decir, vacia de todo contenido divino o revelado. En efecto, la «naturale za» en ¿1 está totalmente constituida por la pasión del poder. De esta naturaleza en la que reinan la violencia y la muerte se deducirá la necesidad del Estado. «Pongo en primera fila y a título de inclina ción general de toda la humanidad», escribe, «un deseo perpetuo y sin tregua de adquirir poder tras poder, deseo que no cesa sino des pués de la muerte (...) el deseo de comodidad y de voluptuosidad Sen sual dispone a los hombres a obedecer a un poder común: tales de seos conducen a renunciar a la protección que podría esperarse de Ea propia actividad y del propio esfuerzo. El miedo a la muerte tam bién dispone a ello y por la misma razón» (Leviatán, cap. IX). Se puede tener este texto y otros similares por la verdadera clave de la potestad de Estado. Lo que en él se desarrolla es, en efecto, una con cepción de la autonomía de la potestad fundada en una representa ción profana de la «naturaleza». Cuando Hobbes invoca a la natu raleza es para mostrar que se requiere absolutamente el Estado, dado que «la condición natural del hombre» es insostenible. De modo que üa naturaleza (o, politicamente, el «estado de naturaleza») es a la vez Ca negación del Estado y el más seguro indicio de su necesidad. Es d mito que, en compañía de su correlato —la ley—, estructura el ejer cicio estatal de la potestad. Lo que la naturaleza instaura, a saber, La igualdad de los deseos, lo retira inmediatamente desde el momen to en que los establece. El papel del Estado será restaurar lo que la naturaleza es incapaz de garantizar: el derecho natural de cada uno a la vida. «Se sigue que en este estado (de naturaleza) todos los hom bres tienen derecho sobre todas las cosas e incluso sobre los cuerpos unos de otros (...) porque, mientras cada uno conserve el derecho de nacer todo lo que le place, todos los hombres están en estado de gue rra. (...) La transmisión mutua del derecho es lo que se llama con trato» (cap. XIV). La vida política, es decir, la vida bajo la protec ción del Leviatán, se entiende, pues, como siendo la vida natural me nos la muerte. ¿Qué es en realidad esta «naturaleza»? Es el reino de Los deseos y, por consiguiente, de los conflictos de deseos: la natu raleza aporta la muerte y el estado de naturaleza es un estado de gue rra. El Leviatán es instituido por los hombres para la paz y con vislas a su seguridad. La concepción «profana» de la vida política en cuentra, pues, aquí su realización doctrinal más elaborada: el Esta do es una creación artificial de los hombres, creación que imita a una naturaleza por si misma «profana», no conservando de ella más que Las ventajas (el deseo de poder) sin los inconvenientes (la muerte). Un punto merece ser puesto a la luz: con Hobbes comienza efecti vamente la política moderna. Porque él sistematiza definitivamente una tendencia que va de Marsilio de Padua a Bodino. Para hacerlo, dabora el mito de la naturaleza que necesitaba la ideología de la po
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testad profana. Este punto culmina en su teoría de la obediencia a la ley del soberano. ¿Cuál es pues ese soberano? ¿Qué es lo que le caracteriza? Ser una persona. «Hecho esto (el pacto), la multitud as! unida en una sola persona es llamada Leviatán... El depositario de esta personalidad es llamado soberano y se dice que posee el poder soberano; cualquier otro hombre es su súbdito» (cap. XVII). Come vemos, el monarca es solamente depositario de la soberanía: ésta es una personalidad abstracta distinta del poder soberano que no hace sino «poseer». Inmediatamente, Hobbes designa claramente la natu raleza de la relación de autoridad: «Cualquier otro hombre es su súb dito». ¿Qué ocurre ahora con la ley? La pregunta es: ¿cuál es la par te de la naturaleza en la elaboración de la «ley civil», que Hobbes defíne como la ley a la que los miembros de una república están obli gados a obedecer? La respuesta de Hobbes carece de ambigüedad: las leyes civiles dan fuerza a las leyes de la naturaleza; sin leyes ci viles, la naturaleza no tendría poder. Dicho de otro modo, el Estadc se justifica a si mismo por dar fuerza a la naturaleza. ¿Qué da pod« al soberano de institución? Es la misma impotencia de la naturaleza. Mientras que el pensamiento antiguo (y medieval) comprendía las le yes civiles como una parte de las leyes de la naturaleza, Hobbes, por el contrario, define las leyes de la naturaleza como una parte de las leyes civiles. «La ley de naturaleza y la civil se contienen una a otra y son de igual extensión. En efecto, en el estado de pura naturaleza, las leyes de naturaleza (equidad, justicia...) no son propiamente le yes (...). Sólo una vez que se ha establecido la república son efecti vamente leyes (...). La ley de naturaleza es, pues, en todas las Repú blicas del mundo, una parte de las leyes civiles. Pero el derecho de naturaleza, es decir, la libertad natural del hombre, puede ser ami norado y restringido por la ley civil: e incluso el fin de la actividac legislativa no es otro que esta restricción, sin la cual no podría exis tir ningún tipo de paz» (cap. XXVI). La inversión de la política de los siglos pasados es, pues, abso lutamente radical. Se comprueba que el arma más temible para aca bar con el antiguo orden de las cosas fue la soberanía. Todos los Es tados «históricos» que pueblan la «modernidad» se reclamarán de ella. Todos los teóricos intentarán, según la coyuntura, modificar, flexibilizar el modelo estatal, hacerlo jugar a su cuenta: tendrán que reajustar la definición hobbesiana de la naturaleza. Ninguno, ni si quiera Rousseau, recusará el principio de soberanía; se dedicarán, por el contrario, a perfeccionarlo. La «naturaleza» seguirá sirviendo de trampolín al poder; seguirá siendo «natural» obedecer y mandar. Esta ideología del Estado es, pues, la ideología del poder profano: la «naturaleza» que invoca está totalmente desacralizada; la ley que proclama procede solamente de la voluntad del soberano. Es nece sario señalar que, en esas condiciones, no hay por qué extrañarse del giro que da en 1690 la filosofía de Estado con Locke. El auto; del Segundo tratado del gobierno civil hace de la propiedad el ori gen y el fin de la vida social y política: «El fin capital y principal 416
son vistas al cual los hombres se asocian en repúblicas y se someten a gobiernos, es la conservación de su propiedad» (par. 124). No po dríamos imaginar concepción más clara: la República es una repú blica de propietarios. Estamos lejos de la república cristiana en la que un pueblo de cristianos estaba más preocupado, según nos di cen, de la salvación de su alma que de los bienes del cuerpo. No per deremos de vista, sin embargo, lo esencial; ahora que el principio del poder está en la misma vida mundana, no queda más que el po der para justificar el poder, de modo que la resistencia es siempre posible y justa. Esta noción de resistencia no. tenia curso en la Edad Media; es sorprendente que cobre forma en el tiempo mismo en que se constituye la soberanía: en el siglo XVIII será un derecho. Si la so beranía se elabora, como deciamos, en respuesta a la tiranía «floren tina», es para afirmar que el poder del príncipe, contrariamente al del tirano, es legítimo. Sabemos la sospecha que La Boétie hace re caer sobre esta pretensión; el príncipe soberano halla la legitimidad en el hecho mismo de mandar; en él coinciden el principio de su po testad y la forma de su ejercicio. Esta coincidencia es, mirándolo bien, la de la naturaleza y la potestad. Pero si para el príncipe es, desde su punto de vista, «legitimo» mandar, la pregunta que se plan tea es la de saber si es legítimo obedecer.
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CONCLUSION
Aquí no se acaba un mundo, comienza una historia. No habría que creer que el príncipe —uno solo ante todos— ya no es, hoy, lo que era al salir de ese largo período que termina c u a n d o los revolu cionarios de Inglaterra acaban de asentar un poder y las revolucio nes de América y Francia van a establecer el suyo. No abandonamos, pues, un territorio para alcanzar otro territorio, al menos en este as pecto. Por ejemplo, no abandonamos ahora las tinieblas y el despo tismo —tinieblas de una Edad Media mítica(l) y despotismo de los reyes absolutos— para reencontrarnos en la esfera milagrosa de las luces de la razón y la libertad democrática. Hay, en efecto, una cosa que, por encima de todas, brilla en el alba del siglo X Vll: es el mis terio profano de la potestad de Estado. El Estado es el «Dios mor tal», dice Hobbes, construido por los hombres a imagen del «Dios inmortal». Es el advenimiento del poder moderno e incluso contem poráneo lo que se ventila en el curso de esos largos siglos que nos llevan de la Iglesia al Estado. Estos dos «personas» nos arrojan en tonces a la mitología moderna, que se organiza alrededor de los dos totems que son el saber y el poder. El saber se está constituyendo y, en este aspecto, la ciencia de la naturaleza del siglo XVII es más que balbuceante: integra la matemá tica y, podemos decir, la apropiación de la naturaleza se extenderá muy pronto hasta el mismo cielo. Pero el cielo no está realmente ha bitado: la matemática regula el movimiento regular de los cuerpos y Dios es tal vez geómetra o agrimensor, al igual que lo son los hom bres. Las ideologías no van a hacerse operacionales por el lado del saber: el «progreso» en ese sentido se efectuará más tarde, hasta hoy y se continuará mañana. De los siglos ix a xvil, todo se ventilará del lado del poder. Porque el poder se instaura según un movimiento muy inespera(1) Hay que señalar la obra reciente de Régine Pernoud: Luz de la Edad Media. París, 1981.
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do que va del cielo a la tierra. Ese movimiento es capital: no era que rido por los hombres que, entregándose a la obra de Dios como a una obra a imitar, no sabían, entonces, que al ser la imitación per fecta y acabada en su principio, si no en sus formas, acabaríamos por olvidar el propio modelo, por ponerlo entre paréntesis. Ahora bien, eso es lo que se produjo, como si las razones para creer no fue ran en realidad más que razones para obedecer o, claro está, para mandar. Como si, hablando del mundo y de su orden, se tratara de la sociedad y de su poder de gobierno; como si, según deseaba To más de Aquino, la imagen del mundo ordenado a Dios no fuera más que la imagen-modelo de la ciudad ordenada al príncipe. Se trata de una vista retrospectiva que no podemos, sin embargo, ahorrar. Hay que decir que ese movimiento que va del cielo a la tierra, no por ser inesperado, es menos comprensible; vacía a Dios de su centralidad —también a la tierra, por otra parte— y desemboca final mente en el agnosticismo. ¿Era necesario tal movimiento? En cual quier caso es el que ha tenido lugar y, a este titulo, es un dato de nuestra cultura. Señalábamos ya en el prefacio que el paso que se opera de la Igle sia al Estado es el del mismo al otro, por decirlo asi, donde el Uno se perpetúa de la Iglesia al Estado. Pero cuando el Uno se perpetúa hasta estructurar un mundo (y no solamente este mundo, sino la idea de este mundo), es el poder del Uno, el Uno como poder lo que se perpetúa. Tal paso, que es una permanencia, no era —y sigue sin ser— una necesidad. Fue, no obstante, una realidad, la que organi zaba la vida cotidiana de millones de hombres. El movimiento que se acaba aquí no hace, pues, más que comen zar, o recomenzar, si se prefiere: no es fruto de ninguna teología y pasar de la Iglesia al Estado era pasar de un accidente a otro, acci dente sin substancia asignable, paso sin desarrollo y sin ley. De to dos modos, este paso se operó en favor de enunciados en los que eC Uno ocupaba el primer lugar y organizaba los discursos, de modc que si la Iglesia dejó su sitio al Estado en el gobierno de los hom bres es porque se trataba, precisamente, de ocupar el terreno. Muy afortunadamente, hay un sitio que ocupar; llegan los tiempos en que el Saber ocupará, sin ni siquiera haberlo querido, el terreno del po der, ni más ni menos como el dios inmortal se eclipsó ante el dios mortal. Gérard Mairr.
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TOMO III D E R O U SSEAU A M AO (De los siglos XVIII al XX)
Fran?ois Chátelet Gérard Mairet Héléne Clastres Pierre-Fran?ois Moreau Christian Descamps André Glucksmann Michel Korinman Maurice Ronai Évelyne Pisier-Kouchner
PREFACIO
Este último tomo de la Historia de las ideologías abarca la época moderna. Los análisis de los otros presentaron las configuraciones de ideas, más o menos coherentes, más o menos adaptadas a las cir cunstancias, que incidieron en las trasformaciones del marco sociopolítico de Occidente, trasformaciones que llevaron del Santo Impe rio romano germánico a la monarquía centralizada de Luis XIV de Francia, por una parte, y, por otra, al reino de Gran Bretaña, ocu pado ya en la industrialización. Estos dos polos —el político y el eco nómico—, en trance de conquistar su autonomía de hecho y, por con siguiente, suscitando problemas, van a exigir respuestas y legitima ciones. La teoría política, y luego la economía política, se constitu yen en campos de reflexión específicos. El siglo xvm europeo se ve obligado a pensar muy ampliamente sobre las múltiples novedades que surgen en todos los ámbitos, para integrarlas y reducirlas, pero también, si se trata de las de los intelectuales que acogen favorable mente esos cambios, para emplearlas en su provecho. Se acaba de hablar de «los intelectuales»: en efecto, el movimiento iniciado en el siglo precedente resulta reforzado —se acrecienta notablemente el número de quienes escriben y leen—. Las lenguas nacionales se han apartado definitivamente del latín. Voltaire se dedica a presentar al público «la filosofía natural de M. de Newton», y a relatar la histo ria del reinado de un rey de Suecia; hay interés por las novelas, pero también por los relatos de viajeros que llegan de Asia o de las Indias orientales; pasa a ser activa la internacional de las letras, y en contra de la Iglesia, o al menos al lado de ella, progresa el proyecto de una sociedad de los espíritus. Aquí se ha intentado dar cuenta de esta situación, que, bajo cier tos aspectos, es todavía la nuestra, atendiendo a la correspondendiente a las generalidades ideales y las invenciones singulares cuan do éstas son significativas o bien cuando, precisamente, han adqui rido un alcance general a posteriori. Si en las páginas que siguen se 423
trata del jurista Vitoria, de los filósofos John Locke o Hegel, del eco nomista Adam Smith, de Saint-Just, de Marx, del geógrafo Ratzel, del Che Guevara o de Traman, ello se debe a que la referencia a sus doctrinas, a una de sus frases o de sus acciones ilumina un conjunto ideológico importante. El conocimiento de las ideologías exige este vaivén de lo general a lo individual, de lo doctrinal a lo eventual, de los escritos singulares a lo que podemos saber de la existencia real o soñada de los pueblos... Ocurre que la composición de los textos de este volumen posee una cierta simetría. Las dos secciones extremas, La ideología delpro greso y Las ideologías de la guerra o la paz, remiten, cada una, a un período. La primera estudia la elaboración de los principales con ceptos que organizan el pensamiento del estado-nación en forma ción: se trata de la ¿poca de las luces y de los principios que inspi raron la revolución francesa y el imperio napoleónico, de los que se apropió la administración burguesa, en el siglo XIX y hasta nuestros días. La segunda apunta a los interrogantes más vivos y a las prác ticas más destacadas del mundo contempóraneo. La confrontación de estos dos conjuntos es, en sí, significativa del hundimiento de un determinado número de esperanzas. Pero inferir de ello cualquier pe simismo supondría suscribirse a la absurda necesidad de la filosofk de la historia. Más aún, si bien surge alguna melancolía al compro bar que los ideales que animaban a los enciclopedistas o a los pa triotas de la revolución no han dado los frutos que ellos esperaban, resulta también falto de consistencia escudarse en los velos negra? de quien hereda un legado desastroso para insultar a los antepasa dos. Una herencia puede ser rechazada. Y, para proceder de mod: pertinente en esta ocasión, es importante procurar ver —en funciói de la experiencia presente— qué falló en esos sistemas de ideas tai plenos en promesas. Eso es lo que Karl Marx hizo con Hegel, y Ii que todavía cuenta de su obra se sitúa en ese nivel. Las dos secciones centrales se esfuerzan por hacer aparecer, cci la mayor claridad, dos nociones que desempeñaron y desempeña! un inmenso papel en la ideología moderna: la de hombre y la de con quista (se ha preferido mantener este término clásico de dominador. que éste se halla en la continuidad de aquél; o, más exactamente, ésü generaliza en la situación contemporánea lo que aquél limitaba a la espacios de la geografía). Cada una de estas secciones está dedicaci a restituir la evolución de la noción considerada y, al mismo tiempc a señalar surgimientos del sujeto moral, característico de la ideobgía burguesa desde comienzos del siglo XIX, del sujeto jurídico, d : ciudadano propietario (y de la dominación política clásica), del ca pitalismo y su doble: el proletario (y de la dominación tecnoburccrática), por una parte; por otra, al análisis de los momentos más sig nificativos de esta empresa de conquista efectuada en nombre de a verdad del hombre y que supone que hay otro que no es tal (no os todo o en nada absolutamente): el salvaje en el siglo xvill, el pró> 424
mo molesto, el otro (en cuanto al color de la piel, la religión, las cos tumbres), y, por último, el eventual marciano, gracias a cuya ima gen se puede hacer derroche de medios técnicos exorbitantes que bri llan en el firmamento como tantas otras amenazas esgrimidas aquí abajo. Asi pues, se ha procurado destacar las concepciones del hombre y de su porvenir, que, desde hace algo más de doscientos cincuenta años, han jalonado el trayecto de las sociedades. En el fondo, si de ello surge una lección —lo que resulta dudoso—, la misma consiste en que el porvenir es una idea muy lamentable, tanto por las espe ranzas falaces que promueve como por las prácticas apremiantes que autoriza. A menos que se conjuren sus maleficios, recordando que, según el proverbio, «nunca es seguro lo peor». Frangois Chátelet
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CAPITULO I
LA IDEOLOGIA DEL PROGRESO
1. S o c i e d a d c i v i l y c i v i l i z a c i ó n
por Fierre-Frangois Moreau Una ideología no deja que suija lo que fuere en su campo de vi sión: está obligada a alternativas en las que lo invisible se contrapo ne a lo visible. De este modo, la importancia otorgada al estado sue le correr el riesgo de hacer desaparecer bajo su peso la actividad del cuerpo social: éste se elimina, reduciéndose únicamente a su vértice. Toda la textura económica, social e intelectual resulta, entonces, asi milada a lo que la reglamenta, y aparece imaginariamente como una consecuencia del estado o de sus decisiones. Así pues, bajo la auto ridad de éste se perfila una sociedad sin densidad, en la que sus de cretos penetran sin resistencia. En suma, cuanto más se insista en el poderío de la cabeza, menos carne deberá tener el cuerpo. La tras parencia exige la desaparición de los intermediarios. Como conse cuencia de este hecho, todo lo que en la sociedad escape a esta re ducción estatal será entendido como manifestación de la particula ridad desviada: vida, facción y complot. La moral se reintroduce allí donde se la creía excluida, mas de donde no había sido verdadera mente rechazada, a no ser en el dominio de lo pensable. Como con trapartida, lo que se ha enunciado como imposible, y que a pesar de todo insiste en existir, tendrá que soportar sus ataques y la re presión que puede acompañarlo. Sin embargo, es preciso que un buen día se tome en cuenta aque llo que se tenia tendencia a rechazar, so pena de reconocer en elle la teoría defendida por los adversarios. La ideología del sujeto cho caba con un problema de este tipo: en su principio, se la llevaba a que avanzase hacia las fuentes del poder, y, en particular, hacia k que le parecía esencial: el estado, pensado por otra parte más come punto de concentración de la autoridad que como aparato o red ra mificada. Así pues, la política podía reducirse, en sus comienzos, a las deducciones mediante las cuales se mostraba la causa de este po der: voluntad de los individuos, compromiso y soberanía. Bastaba 426
con decir por qué un pueblo era un pueblo, y cómo el estádo era su verdad. Pero ¿quién iba a dar cuenta de los innumerables análisis concretos a los que se había lanzado el medievo que acababa, la prác tica de los juristas, las nuevas formas de actividad social —mercan tiles, financieras, industriales— que paulatinamente adquirían ma yor importancia? No se podía dejar de actualizar el aristotelismo, ni olvidar indefinidamente esas realidades. Había pues que adecuar una teoría de la sociedad civil, para evitar que se abandonase su explo tación a las ideologías rivales: en un primer momento, ganar terreno sobre los «naturalistas», prontos a sumergir la vida social en los ci clos naturales, y, luego, esbozar una doctrina inversa, en la que las normas de la sociedad organizasen sus relaciones bajo la jurisdic ción del poder subjetivo. Ante todo, había que criticar severamente el mayor argumento de los adversarios: la asimilación de la sociedad a una totalidad or gánica. Cuerpo, planta o familia: otras tantas metáforas en las que resulta evidente, ante cualquier reflexión, que el todo es otra cosa y más que la suma de las partes. Tal como en las metáforas inversas de la máquina y del contrato, hay una referencia a una composición de individuos o de instrumentos que preexisten a la operación. En la trinidad social, todo actúa según el Espíritu Santo: que el estado tiene juicio y memoria, nadie lo niega. Pero el tercer término, ¿debe ser voluntad o amor? Según la respuesta elegida, los lazos sociales serán del orden de la voluntad o del orden del reconocimiento afec tivo. Tal es toda la alternativa entre liberalismo por un lado, roman ticismo y tradicionalismo por otro, que se halla ya en germen en esta oposición. Entretanto, ahí está el desafío de esta lucha de metáforas: al enraizar a la política en unidades prevoluntarias, como los fenó menos biológicos, se le otorga de inmediato el aspecto de una orga nización jerárquica, en la que cada cual tiene su lugar reconocido y recibe pero no elige; donde no son los individuos los que aparecen en primer plano, sino las relaciones, las funciones, los procesos or gánicos que se entreveran. Admitir este tipo de reflexión supone de jar la puerta abierta a un sistema totalmente dispuesto; la vida pre cede en ¿1 al juicio, y los lazos de amor otorgan a través de él un modelo a la sociedad. El conjunto del juego de oposiciones está muy bien representa do, a fines del siglo xvm, por Herder. Situado del lado organicista, presenta las metáforas de la vida con un signo positivo, y las otras, son un signo negativo: escribe, en Ideas para una filosofía de la his toria de la humanidad:* «La naturaleza instruye a las familias. Así pues, el estado más natural es el de una nación que posee un carác ter nacional que pueda conservar durante siglos.» ¿Por qué? Porque «tanto como la familia, la nación es una planta de la naturaleza, úni camente sus ramas son más numerosas»; únicamente subsisten largo dempo «los estados que han echado raíces profundas»; se enuncian * Véase en Losada. Buenos Aires (N. T.). 427
de golpe todas las equivalencias: sociedad, familia, árbol, es decir cuerpo viviente y natural. A todo esto se le opondrá los estados fal sos, artificiales e inanimados: sus heteróclitas partes «pueden juntar se unas con otras en una endeble máquina denominada cuerpo so cial, pero sin que exista entre ellas ni ligazón, ni simpatía, ni espirite de vida». Quienes conforman «semejantes máquinas» en una «unión forzada y monstruosa... juegan con los hombres y los pueblos como con cuerpos inanimados». Metáforas del artificio, de la máquina y del cuerpo inerte, frente a las metáforas de la vida, la familia y d alma: a cada cual lo suyo. El espacio teórico clásico deberá, o bien rechazar, o bien absor ber esas metáforas siempre presentes en el discurso político, y que trasladan a éste pensamientos eficaces antes de ser demostrados. Res pecto de la del cuerpo, la tarea resulta fácil: la ideologia mecanidsta, que reduce lo viviente a una máquina, permite neutralizar el pee político de la comparación: el estado es un cuerpo, pero el cuerpe es una máquina; en esta biología de lo inerte, no hay sitio para ur principio que superaría a los componentes para integrarlas en e todo. La asimilación no volverá a ser peligrosa sino cuando las cien cias de la vida vean triunfar otras doctrinas que afirman la especi ficidad de lo viviente: animismo y vitalismo suponen, en términos ge nerales, otra cosa que una simple yuxtaposición de las partes. Li vida se vuelve entonces contra el derecho individual(1). También la familia era un punto de sustentación de la ideólogo naturalista. Ella jugaba este papel de dos maneras: por composidcu y por analogía. Por composición: el estado es una acumuladón ce familias; hereda entonces su autoridad y sus formas de organizador. La idea es tradicionalista, pero se la ve surgir asimismo en los uí> pistas, que, contra el prestigio de la propiedad, intentan jugar la car ta patriarcal. Entre los teóricos de la soberanía, Bodino todavía a acepta, sin que por otra parte esto le impida justificar el poder ab soluto del rey. Suárez la rechaza; ha visto el peligro: redudr la furza del estado en beneficio de cuerpos intermedios. Por analogía: esa vez ya no se trata de la naturaleza del estado, sino del origen del pe der. El rey es como un padre porque el reino se trasmite como ra patrimonio; en el límite, cada rey extrae su poder de Adán: tiene stbre sus súbditos los derechos que el padre de todos los hombres ac né sobre sus hijos (2). La analogía se difumina en genealogía. ía nombre de este principio, Filmer defiende el derecho divino de ja reyes en la Patriarchea*. Y Locke, portavoz de los liberales, no e s poder hacer otra cosa que refutarle minuciosamente (3). Pero más que refutar el argumento familiar, parecería que v*(1) Cf. G. Canguilhem: La form ation du cortcept de réflexe, P.U.F. 1955. X sm en castellano La formación del concepto de reflejo. Avance, Barcelona, 1973 (N ~ (2) Obsérvese que un determinado número de revueltas populares retoman ¿ » gumento; cuando Adán cavaba y Eva hilaba, ¿quién era entonces gentilhombre" * En castellano: Patriarchea. El poder natural de los reyes. Madrid, 1920 (N ~ (3) Locke: Primer tratado acerca del gobierno civil. Véase en Ensayo sobree pr hierno civil. Aguilar. Madrid, 1976 (N. T.).
dría más desarticularlo para hacerle cambiar de campo. A esto se de dica Rousseau en El contrato social: deja de lado rápidamente la idea genealógica (si se la toma al pie de la letra, no importa quién pueda ser poseedor legitimo del mundo entero, por ejemplo aquél que escribe sobre política tanto como los soberanos de los cuales ha bla); pero emplea un capítulo para explicar que, después de todo, bien se puede concebir el estado como una familia, a condición de tener una idea justa de aquello que en realidad es la familia: nada tiene ella de natural, es un acuerdo de voluntades. Por voluntad, ma rido y mujer viven juntos, y voluntariamente —una vez criados ma terialmente (lo que lleva algo de tiempo)— los hijos permanecen con los padres. Por supuesto, todo el sentido de la asimilación resulta destruido: ¿de qué sirve regular el estado según el modelo familiar si previamente se incluye en el segundo lo que se quiere hallar en el primero: el triunfo del derecho subjetivo? No es precisamente en esto en lo que habían pensado los sectarios del derecho divino de los re yes. Por otra parte, Diderot ya había utilizado un argumento del mis mo tipo en el artículo Autoridad de la Enciclopedia: «Ningún hom bre ha recibido de la naturaleza el derecho a mandar sobre los otros —escribía—... Si la naturaleza estableció alguna autoridad, ella es el poder paterno; pero el poder paterno tiene sus límites, y en el es tado de naturaleza, finalizaría tan pronto como los hijos estuviesen en condiciones de conducirse»(4). Hay que considerar seriamente es tos enfrentamientos sobre las analogías: ninguna ideología está he cha únicamente de argumentos puramente lógicos. Intento de orde nar el mundo, ella suele buscar puntos de comparación para afirmar sus tesis. La lucha entre mecanicismo y vitalismo tiene un sentido político, exactamente como la cuestión de la estructura de la familia y la validez de sus lazos. La lucha ideológica es con frecuencia una lucha para imponer metáforas. No bastaba, empero, con impedir que el adversario ocupase el te rreno. Era necesario procurar tomar en cuenta y de otro modo aque llo que él tomase en consideración. Si se había logrado evitar la asun ción por una ideología de la naturaleza de todo lo que en las rela ciones sociales no era ni el individuo, ni el estado, había que dedi carle algún desarrollo, y la tarea era tanto más urgente cuanto se acrecentaba la importancia de la burguesía dedicada a los negocios, que tenía necesidad de analizar sus propias actividades. Unicamente la teoría del estado de naturaleza y del contrato no se prestaba su ficientemente a ello. Se iba pues, sucesivamente, a considerar las re laciones de intercambio, de comercio, de la producción, etc.; luego se mostraría la superioridad sobre los otros tipos de sociedad. En otras palabras: edificar una teoría de la sociedad civil, y, después, una teoría de la civilización. Ya Locke otorga mucha más importancia a las posibilidades de vida en el estado de naturaleza que la que le había dado Hobbes. No se trata, ya, del estado de guerra: allí se produce, se intercambia, (4) Texto escrito una decena de años antes de £7 contrato social. 429
la individualidad se desarrolla y se enfrenta con las que son otras. Hay, pues, una real consistencia de las relaciones sociales antes de la fundación del estado. Reinan en él, ciertamente, las injusticias, y éstas son las que el estado debe corregir, pero su necesidad está lejos de ser tan acuciante como en los otros teóricos del derecho natural. Así pues, se ve nacer otro objeto teórico, bajo la jurisdicción de las problemáticas del estado y del contrato, pero que después de todo sólo exige liberarse de ellas. Lo mencionado por Locke puede pasar al proscenio y relegar a la política propiamente dicha a un segundo plano. Con Mandeville se completa la constitución de la sociedad civil en tanto que objeto autónomo. En él hay pocas consideraciones so bre el estado y ninguna sobre la injusticia. Aquello de que habla es lo que permanecerá en el proscenio en el siglo xvni: el lujo, el be neficio, las relaciones comerciales y la felicidad. Es conocido el tema de la Fábula de las abejas: vicios privados, beneficios públicos. En una sociedad en la que reinan el despilfarro y la corrupción, el co mercio funciona, los ociosos hacen prosperar la producción y todo el mundo se enriquece. Todo se hunde cuando se instaura la hones tidad, la frugalidad, la virtud; los verdaderos motores de la vida so cial y económica residen de hecho en lo que teólogos y moralistas condenan como pasiones. Si se consiguiese suprimirlas, no se obten dría sino la desdicha y la pobreza. Hay que elegir: o la virtud o la felicidad. Se caería en un error si se dedujese de ello una apología del inmoralismo. Por cierto que Mandeville subraya como sin motivo la distancia entre sociedad civil y moral, y multiplica las paradojas para hacerla más evidente. Pero se trata, sobre todo, de otra cosa: un principie de relaciones entre individuos, que no pasa por la voluntad. El con trato puede resultar aplazado, porque hay en el sujeto otra cosa que su poder de artificio y de compromiso: hay el interés, la necesidad y las pasiones que los agudizan. La sociedad civil es, precisamente, el lugar de los intereses y de las necesidades. Cuando la ideología del sujeto cortó el mundo en dos —en tér minos cartesianos, por un lado la res extensa, por el otro la res cogitans—, efectuó el mismo corte en los individuos. Para pensar las relaciones de éstos sin caer en el orden de una naturaleza preesta blecida, no hay más que dos medios: o bien situarse del lado de la res cogitans, y apoyarse en las voluntades para superar a los indivi duos (se obtienen entonces las distintas variaciones contractuales), c bien situarse del lado de la res extensa y contar con lo que en el su jeto no es la voluntad, siendo ella empero la expresión de su poder individual. Se obtiene entonces otra forma de construcción del todo social: mediante el juego de los intereses. Así pues, el individuo es tanto más sociable cuanto más asiduamente procura su interés pri vado. Quien mejor lo formulará es Holbach: «El interés, o el escla recido amor por si mismo, es el fundamento de las virtudes sociales.* Después de Mandeville se estudia el fenómeno aislado. El térmi430
no «sociedad civil» que, durante mucho tiempo, se consideró como sinónimo de «sociedad política», tiende a desprenderse de ésta y a designar más bien esas múltiples relaciones de intercambio, consu mo y utilidad reciproca que se consideran la trama del tejido social. La Enciclopedia subordinará claramente la política a los problemas económicos, y una relativa indiferencia en cuanto a la forma de go bierno afectará a una parte de la opinión en el siglo X Vlll. Pero no basta con registrar el desplazamiento de objetos que afec ta por entonces al pensamiento. £1 mismo permite también advertir, a su modo, por cierto, lo que no se había advertido. En este terreno es donde la economía política podrá finalmente separarse de las con sideraciones monetarias a que se había visto limitada desde Bodino y Malestroit. Y por esta vía, asimismo, habrá de reintroducirse el tema de la división del trabajo, sobre el que finalmente se puede re flexionar de modo distinto al de una analogía biológica. En la uti lidad social, y no en la jerarquía natural, es donde encuentra su fun damento. Se advierte que ello refuerza las desigualdades(S), pero ge neralmente se le acepta como un medio inevitable para la felicidad. La desigualdad aparece incluso, en tanto que sistema de complemen tos intercambiables, como una nueva condición de la unidad social, y por tanto, a fin de cuentas, del interés individual. Sigue Holbach: «La desigualdad que la naturaleza ba impuesto entre los individuos, Lejos de ser la fuente de sus males, es la verdadera base de su felici dad. Los hombres se ven invitados y forzados, a través de ella, a re currir los unos a los otros y a prestarse ayuda mutua» (6). El argu mento es tan fuerte que se lo vuelve a hallar incluso en los utopistas, que sin embargo critican el egoísmo y la propiedad (7). Sin embargo, no todas las naciones han sido siempre tan ricas, tan hábiles o tan refinadas. No todas han conocido el barco de gue rra y la ópera. Puede entonces introducirse una nueva idea: la de la <¡ivilización(i). Ella se sitúa en la encrucijada de la idea de progreso y del tema de la sociedad civil. Si el juego de los intereses es la racio nalidad superior de la sociedad, esta racionalidad queda oculta a los individuos que no obstante gozan de sus ventajas; hay aquí una es pecie de astucia de la razón, pero que jamás deja de apuntar a la fe licidad individual. Si bien se esboza una teleología, ella surge bajo (5) Ferguson dedica toda una sección de su Ensayo sobre la historia de la socie dad civil a demostrar: —que la separación de las artes y las profesiones es necesaria para el progreso; —que ella provoca un a desigualdad todavía mayor que la de la naturaleza y las propiedades. (Ensayo.... tr. fr. Bergier, París, 1783, sección IV). Edición española Instituto de aludios Políticos. Madrid, 1974 (N. T.) (6) La política natural, 1773. (7) Cf. Morelly: Código de la naturaleza, 1755. (8) El término aparece cuando los pensadores del siglo xvui buscan, por oposi¿3n a pólice, «una palabra que designe —digámoslo en términos que ellos no ha r ta n rechazado— el triunfo y la expansión de la razón, no sólo en el campo conslacio n al, político y administrativo, sino en el moral, religioso e intelectual» (L. FebvObsérvese que la palabra tiene con frecuencia un sentido activo: «La civilización : : los pueblos no se ha completado todavía», escribe Holbach en E l sistem a social. 431
la forma de una lenta evolución del hombre, a través de los sucesvos estados de la sociedad civil. En consecuencia, el hombre es per fectible; y en sus más sutiles variantes, esta perfección puede pasa: por sus propios errores. Sin embargo, no resulta seguro el que se mejante retomo sobre si le impida al progreso de la civilización s ser otra cosa que una dilución del origen. El mismo suele mantenc algo de lineal y de irreversible que le impide modificar en mucho la concepción clásica del tiempo. En el fondo, lo que esta teoría de á civilización aporta de más nuevo hay que buscarlo, tal vez, por s lado de la formación del individuo. En efecto, si la evolución de la sociedad afecta a la felicidad y a las luces del individuo, y si se reconoce cada vez más importancia i estos fines, entonces se comienza a admitir que el individuo no q indiferente a la sociedad en la cual ¿1 intercambia, trabaja y desea Antes de Hegel, en quien el concepto de Bildung retomará esta vi sión, esto es lo que afirman Holbach y Condorcet: la naturaleza m ha hecho a los hombres ni buenos ni malos, la sociedad los vuehe útiles o perversos, se lee en La política natural; más sutilmente, s Cuadro histórico de los progresos del espíritu humano* ve a «la ra zón humana formarse lentamente a través de los progresos naturala de la civilización». Es verdad que ya la forma clásica del derecho na tural únicamente atestiguaba la permanencia del sujeto; allí se ad mitían las variantes en el aspecto concreto de los individuos, pen las consideraba inciertas y poco creíbles. Aquí, lo que evolucionas lo propiamente esencial. Y, todavía, hay que matizar: no hay mi chas formas históricas de la razón, sino que más bien la razón se re vela lentamente a si misma, como consecuencia de las variaciones ck la sociedad civil. Esta era la forma más extrema que podía acepta: la ideología del sujeto de derecho, sin negarse a si misma. BIBLIOGRAFIA SOBRE LA SOCIEDAD CIVIL:
Un útil repertorio de temas y estudios dedicados a estas cuestiona se encuentra en el libro de L. Colleti: De Rousseau á Lénine, t: fr. 1974, Gordon et Breach, pp. 209-290. Sobre
l a c iv il iz a c ió n :
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* Víase B osquejo d e un cuadro histórico d e ¡os progresos d el espiritu humam Madrid. 1921 (N. T ). 432
2. N a t u r a l e z a ,
c u l t u r a , h is t o r ia
por Pierre-Frangote Moreau Si hay un concepto que remita con frecuencia a la ¿poca clásica, es el de naturaleza. Artes, política, ciencias y moral se refieren a ¿1. Las épocas ulteriores han hecho de ¿1, a menudo, un símbolo del cla sicismo, ideología vaga en la que mezclan sus propios prejuicios con las normas del pasado. Es más lo que estos falsos reconocimientos históricos, basados en el elogio y la evidencia; han acrecentado la di ficultad del análisis, que lo que han ayudado a trazar las grandes y necesarias líneas de demarcación. Teñían ellos razón, al menos, en cuanto al concepto central: pero todavía hay que extenderse sobre su sentido. Término polisémico, la «naturaleza» fue punto de inter sección de numerosas corrientes ideológicas, y es importante distin guirlas. El naturalismo del renacimiento no tiene mucho que ver con el «estado de naturaleza» de la política clásica. El primero está car gado con frecuencia de referencias mágicas y astrológicas, y descu bre en todas las cosas una fuerza que vive, actúa y las anima según redes de correspondencia estrechas entre macro y microcosmos. En cuanto al «estado de naturaleza», éste pertenece a un registro muy diferente; el único punto común de ambos principios, si.a toda costa se quiere hallar alguno, reside, sin duda, en su actividad: los dos se encuentran en el fondo de lo real actual. La naturaleza nunca se pier de, sino que es recubierta u oscurecida con precisión. Puesto que hay que elegir, se atenderá entonces aquí, sobre todo, al sentido jurídico y político del término, pero no hay que olvidar el aura que conforman a su alrededor los otros sectores teóricos: ellos no están completamente separados del mismo y suelen ayudar le a penetrar la conciencia común. De la naturaleza a la naturaleza humana En lo esencial, la época que se inicia con la reforma y la contra rreforma remite a una crisis de la noción de naturaleza. En las co rrientes de pensamiento precedentes, el término había conocido dos sentidos principales (si se exceptúa el renacimiento italiano, que casi carece de importancia para la teoría jurídica). — En tanto que orden de un cosmos inmutable, creado y orga nizado de una vez para siempre, y que extrae su permanencia jurí dica de su permanencia física, la naturaleza estallaba en pedazos ante los embates de las investigaciones efectuadas en mecánica y astro nomía, en un movimiento que, a partir de la Escuela de París, iba a desembocar en Galileo. Juristas y teólogos socavaban las conse cuencias morales al mismo tiempo que se quebrantaba el basamento cosmológico. — Otra concepción se abría paso con la reforma y otras tenden cias paralelas: una condenación de la naturaleza entendida con los 433
colores del mal y de la negación del ser: lo más extremado que res taba de la herencia agustina recordaba que el hombre es una masa de perdición y que lo que no proviene directamente del Creador no es verdaderamente el ser. En la medida en que se rechazaba el orígen natural de las leyes y de las relaciones sociales, para constituir las a partir de los individuos, el derecho corría el riesgo de hundirse en el pecado, y la vida social el de resultar excluida nuevamente de la dignidad del pensamiento. De este modo el derecho subjetivo, li berado a partir de Occam, se eclipsaría, aplastado bajo el derecho divino. La carta que Lutero dirige a los campesinos sublevados nc tiene otro sentido: les reprocha el otorgar importancia a los bienes de este mundo y reclamar «derechos humanos»; a lo cual él opone la cruz: «¡Sufrir! ¡Sufrir! Esa es la lección de Cristo, y no hay otra.» Asi pues, si se quería proseguir con la aventura del derecho subjetivo, había que defenderlo de la influencia agustina y dar nacimien to a un nuevo principio de estabilidad que reemplazase ventajosa mente al antiguo orden de la naturaleza y que permitiese asegurar los derechos del individuo. Aquí es cuando los derechos de los in dios le van a permitir a Vitoria hacer un balance de la situación. Desde el comienzo de la conquista de América, los españoles se había vuelto a encontrar con un problema que ya conocían con los moros, pero esta vez mucho más acentuado dado que se veían obli gados a establecer su teoría. Al instalarse en tierra de extranjeros nc cristianos, ¿en qué medida tenían ellos derecho a anexionar sus te rritorios, a apoderarse de sus propiedades, incluso a reducirles a la exclavitud? Puesto que no se trataba de enfrentamiento con otros cristianos, incluso enemigos, ¿justificaba la única diferencia de reli gión semejante diferencia en el trato? Vale decir: el solo hecho de ser cristiano, ¿daba derecho a apoderarse de un estado, de la libertad y la propiedad? Aún más, el problema iba mucho más lejos: si el infle' no tenía esos derechos, ¿el hereje los perdía? ¿Y aquél que, pese a conservar la fe, mantenía una conducta inmoral? De pronto se co rría el riesgo de tener que subordinar la plenitud del estatuto jurídi co a la cualidad del buen cristiano. No obstante, con los moros el problema no se planteaba todavía en toda su amplitud: siempre podía afirmarse que ellos mismos se habían apoderado de las tierras de aquéllos que ahora los desposeían, y la conquista era una reconquista. ¿Pero los indios? ¿En nombre de qué se instalaban los españoles en América, y qué podían hacer allí? No recordaban, por cierto, una antigua posesión; entonces, ¿qué justificaba que actuasen all de modo diverso que ante los pueblos cristianos de Europa? En otras palabras, el problema que se planteaba con la mayor pureza posible era: ¿tenían derechos los indios? Es sabido cómo resolvieron la cuestión los conquistadores. & cuanto al poder central, éste tergiversó (el rey reconoció a los indios como hombres libres, pero algo después el Consejo de Indias auto rizó su reducción a la esclavitud) y, en el plano político, buscó sobre todo asegurarse un poder indiscutible: podía pues resultarle bastan te útil hacer reconocer que a nadie le correspondía apropiarse de los 434
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territorios americanos(9). Estas fluctuaciones habrían podido conti nuar por mucho tiempo, asi como la explotación bastante radical que la acompañaba en los hechos, sin la intervención de Las Casas, nombrado «procurador de las Indias» por Carlos V. Este emprende, en 1516, la larga batalla que iba a terminar, treinta años después, con la prohibición de las expediciones de conquista gracias a una cé dula imperial(lO). De hecho, estas decisiones contribuyeron a dismi nuir la opresión de los indios, sin empero suprimirla: el imperio es pañol asentaba su fortuna en el oro de las Américas. La lucha en tablada por Las Casas impidió, al menos, la generalización de los primeros excesos. En el límite de lo posible, había logrado un resul tado: hacer que se reconociese a los indios como hombres hechos y derechos. Pero había que establecer la teoría de todo esto. Quien intervino para proceder a la demostración fue Francisco de Vitoria, teólogo de Salamanca(ll): el simple hecho de que los indios sean hombres (incluso infíeles, incluso paganos) les asegura derechos. O, si se lo prefiere: aunque no haya naturaleza en la cual identificar el orden de las cosas, hay una naturaleza humana, universal y, por tanto, in dependiente de la fe. Esto es lo que enuncian, entre otras, las dos Relectiones * (lecciones extraordinarias) pronunciadas en 1539: So bre indios y Sobre el derecho de guerra. Se acepta tradicionalmente el reconocer en estos textos el nacimiento del derecho internacional; pero, más profundamente, ambos señalan la aparición de una figu ra fuera de la cual ningún «derecho internacional» era entonces po sible. Por cierto que las conclusiones de Vitoria son ambiguas: con fre cuencia permite por un lado lo que prohíbe por el otro —se pros cribe la colonización pura y simple, pero considera suficientemente ca sos de «guerra justa» para permitir la intervención y la conquista(12). Su obra, tal vez, no sirvió para ampliar los derechos efectivos de los indios mucho más allá de lo que lo habían sido por la acción de Las Casas. Pero lo esencial se halla en otra parte: afirma él una filosofía jurídica que, dado el caso, supera en mucho a aquélla: hay en todo hombre, más allá de las diferencias de fe, estatuto o moral, una na(9) En 1500, la reina Isabel hace liberar a los esclavos indios traídos a Europa; en 1512, por las leyes de Burgos (que por otra parte no se aplicaron), Fernando pro clama que los indios son hombres libres y condena los malos tratos que se les infli gen; en 1523, Carlos V crea el Consejo de Indias que, tras la conquista de Perú, au torizará la esclavitud de los indios. (10) Como consecuencia de la Asamblea de Valladolid, donde Las Casas polemi za con Sepúlveda en presencia de dos discípulos de Vitoria (muerto cuatro años an tes): De Soto y Melchor Cano. (11) Las enseñanzas de Vitoria en Salamanca señalan los comienzos de la segun da escolástica. * Véase Relaciones sobre los indios y el derecho de guerra. B. A. Espasa-Calpe. Madrid, 1946 (N. T.). (12) En defensa del derecho de sociedad y de comunicación, para la evangelizadón, para defender a los indios convertidos, en razón de humanidad (contra un ti rano), para ayudar a los aliados, etcétera. 435
turaleza única. Y de ella —de ese fondo sin variaciones— proceden los derechos subjetivos. Así pues, el individuo surge como doble, mezcla de un sujeto universal de derechos y de una persona concre ta; únicamente los hechos (y ellos pueden ser graves) dependen de la segunda. La innovación era inmensa(13): los siglos precedentes ad mitían bastante fácilmente que se pudiese ser cristiano antes que ser español, o francés; pero esta vez se enuncia que se es hombre antes que ser cristiano o pagano. Esta tesis es contraria a la vieja tenden cia a considerar al hombre como totalmente una pieza, tesis que ha bía sido reactualizada, en la época del gran cisma, por Wyclif: para éste, el pecado implicaba para el hombre la imposibilidad del dominium (civil y político: propiedad y poder de estado), tan fuerte era en el individuo la solidaridad de todos sus aspectos. Resulta justamente destacable el que en estas Lecciones Vitoria se esfuerce en refutar a Wyclif y a Lutero: la reforma (y quienes la prepararon) y el descubrimiento de América no son, en el siglo XVL hechos aislados: debido a sus consecuencias teóricas, ambas apare cen como dos caras de un mismo momento ideológico, el que plan tea el problema de la relación entre fe y derecho; o, mejor, de la uni versalidad del derecho. Toda la primera parte de De Indis, dedicada a demostrar que les indios poseían un poder real, público y privado, antes de la llegadz de los europeos, se esfuerza por trazar una línea de demarcación cla ra entre lo humano y lo inhumano, lo que será por otra parte, a posteriori, un lugar común del derecho natural. Unicamente a lo huma no, pero a todo lo humano, puede atribuirse el dominium; y esto por que Dios ha creado al hombre a su imagen. ¿Argumento teológicc’ Si, pero hay que tener cuidado: el mismo excluye toda referencia i la fe o a la buena conducta; el hombre sigue siendo a imagen ó: Dios aunque le ignore o le escarnezca; el cristianismo no tiene, pus. otra superioridad sobre los paganos que el saber que éstos poseer derechos mejor de lo que ellos mismos pueden saberlo, pero por cier to que no posee poder para quitárselos. El argumento se apoya er un pasaje del Génesis: el Creador dice: «Hagamos al hombre a nues tra imagen y a nuestra semejanza, para que domine sobre los peca del mar...» (1:26). Vitoria concluye: «Parece, pues, que el poder se (13) Sobre todo si se piensa que aquéllos que, antes de Vitoria, habian esbozas una teoría de los derechos de los indios, se atenian todavía a las estrictas v ariase del agustinismo político: para Matías de Paz o Palacio Rubos, la autoridad es taamitida por Dios a la colectividad encarnada en el vicario de Cristo sobre la Tie—l y este último es quien atribuye la propiedad de las tierras a los príncipes cristiana Está, pues, en perfecto derecho de atribuirles unas tierras desconocidas recientemenc descubiertas (cf. J. Baumel: Les problim es de la colonlsaíion el de la guerre ámr. l'oeuvre de Francisco de Vitoria, 1936, p. 107). Hay que recordar que en 1493, l i diante la bula Inter celeras, el papa Alejandro VI habla dividido el mundo por á » cubrir en dos, para atribuir una parte a los españoles y la otra a los portugueses. toria, por su parte, consideraría esta decisión como la atribución a unos y o tr a * un simple derecho de evangelización. De ningún modo reconoce al papa como o s del mundo. Simplemente, le acuerda el derecho de designar un principe cristiano pa> un pueblo que se convierte en su gran mayoría y que lo solicita. 436
basa en la imagen de Dios»; en un lenguaje más preciso, se trata del poder racional; pero no implica el empleo inmediato de la razón. Es, por una parte, lo que permite reconocer el derecho de propiedad a los niños y quitárselo a los animales, pues los primeros poseen la imagen de Dios, algo de que carecen las criaturas irracionales. Y, por otra parte, es lo que permite responder a los defensores de la gracia, que invocaban el mismo texto en otro sentido: «Yo invierto el argumento invocado por nuestros adversarios. Ellos dicen que el poder se basa en la imagen de Dios. Ahora bien, el hombre es la ima gen de Dios debido a su naturaleza, es decir, debido a sus poderes racionales... Asi pues, el pecado mortal no lleva a perder el poder.» De este modo, la naturaleza humana en que se funda el derecho es anterior e indiferente a las variaciones morales y religiosas que se le incorporen; y, como de costumbre, una metáfora climática viene a sostener esta indiferencia: «Así como Dios hace alzarse su sol sobre buenos y malos y descarga su lluvia sobre justos e injustos, del mis mo modo otorga los bienes temporales a buenos y a malos»(14). No se puede entonces negar el dominium a los indios, ni porque ignoren la verdadera religión, ni porque cometan actos que son inmorales, ni siquiera porque sean insensatos. Asi lo utilicen bien o mal, basta con que tengan su libre albedrío para que sean dueños de sus actos y, por tanto, de sus cuerpos: Vitoria presiona aquí sobre una tradi ción cristiana para convertirla en base de una teoría jurídica. Si el libre albedrío puede puede interpretarse como libertad del cuerpo, entonces se puede asimilar libertad y propiedad, tal como lo enten derá después de ¿1 una constante tradición. La ideología de la naturaleza humana, que aquí inicia su impul so, va a volver a estar presente durante más de tres siglos en el de recho, la moral y la política; sojuzgará a las teorías iusnaturalistas y a la economía política clásica; de Grocio a Ricardo, todos presu ponen esta antropología y se sirven de ella como de un material in discutible para edificar su propia doctrina; ella otorga un cierto pa recido a muchos discursos teóricos, asi traten de la tolerancia en ma teria religiosa, del mejor gobierno o de la renta del suelo y del im puesto. Las distinciones de detalle, las polémicas y las oposiciones muy reales, pero que apuntan a otros aspectos, no deben ocultar esta identidad fundamental: tras la figura inamovible del sujeto del dere cho, todas ellas remiten a la estabilidad de la naturaleza humana, tal como surgió en esa querella sobre los indios. Se plantea entonces una cuestión: ¿qué traía ella de nuevo, y qué lineas de demarcación trazaba con las ideologías que la habían precedido? No únicamente las que resumían san Agustín y santo Tomás, sino también aquélla que se había establecido sobre sus restos y cuya victoria había ini ciado Guillermo de Occam. A este interrogante puede responderse que en la historia del su jeto voluntario, la época de Vitoria es el momento de la denomina o s Spinoza comienza su Tratado político con una comparación del mismo tipo: para él se trata de hacer entender que las leyes de la ciudad son irreductibles a la moral. 437
ción del sujeto. Con Occam se había criticado la existencia real dt los géneros y las especies, se había afirmado que no había hombre en general, sino solamente este hombre o aquel otro. Con Vitoria se pasa de este hombre a la humanidad. Se reintroduce una unidad de los hombres, pero más política y moral que específica; se traza nuevamente el círculo de la universalidad humana, porque ésta rtc tiene ya el aura peligrosa de la naturaleza preindividual: por el con trario, se encuentra en el fondo de los individuos y en su conjunte: el orden consiste en la indefinida repetición de los sujetos, y no er su distribución en funciones y estatutos diferenciados. El modelo yz no es biológico, sino moral. Pronto será mecánico. Así pues, la tendencia de la ideología voluntarista se realizó his tóricamente según formas diferentes, en función de las fuerzas qu¿ tenía que enfrentar en cada una de las etapas de su desarrollo. Er un primer momento, se había tratado de quebrar el orden de la na turaleza finalista que, a la vez, rodeaba y penetraba por todas partes a los individuos; ante esta teoría enemiga, que se encarnaba suficien temente bien en el tomismo, el estricto nominalismo permitía rom per la red que rodeaba a la individualidad, convirtiendo a ésta en t origen primero de sus actos y de sus poderes. De ahí la crítica a todr tipo de conjunto (lógico o social), el derecho subjetivo, el volunta rismo, etc. Tesis teóricas que se difunden mucho mejor cuanto qcí son sustituidas por formas de arte y de religión que, también ellas ponen el acento en el individuo: es ésta la época del nacimiento ét la pintura sobre lienzo, dedicada en sus comienzos al retrato(lS), Lr época en que el gótico acaba de dedicar sus fuerzas a individualizar las figuras de santos y de la Virgen, más cercanas al creyente; en qta el sentimiento de la muerte personal es bastante poderoso como pare que los principales monumentos religiosos sean los sepulcros de te grandes; en que el burgués Román de Renart termine por disolver la ideología de las novelas de caballería, parodiándolas. En una segunda etapa ya no se tratará de oponerse a un univer so de la naturaleza, sino a las nuevas variantes de la teoría agustini que, bajo la reforma, se convertían en el peligro predominante. Ha bía entonces que modificar y desarrollar el espacio teórico que ha bía comenzado a aparecer gracias al nominalismo. Había, pues, qo* proceder a un viraje decisivo, y enfrentar un problema que se podríz formular del siguiente modo: hay que conservar al individuo dividi do, no tolerado por un orden anterior, pero con todo hay que reve lar en él una cierta estabilidad no individual, para evitar que se es tablezca, en el vacío así liberado alrededor de él, una relación de masiado inmediata entre el hombre y Dios, brecha por la que pron to se precipita el agustinismo jurídico. Para lograrlo, había que con servar lo que en el nominalismo correspondía a la tendencia profun da del derecho subjetivo, y desprenderse del resto. En consecuencia, conservar a la propiedad concebida como poder individual, e inclc(15) en el xv. 438
El retrato de Jean le Bon en el s i g l o
XIV,
de Fouquet y el Maltre de Moulcs
so algo de la concepción consensualista del todo social(ló); pero abandonar el nominalismo lógico(17), y reintroducir una determi nada teoría del orden natural. Para esto se va a utilizar el tomismo, vaciado en tanto que espacio, según la letra de sus tesis, como una especie de andamiaje que permita ajustar un dispositivo antiagustino. Por consiguiente, la doctrina de Vitoria, y de modo más general la segunda escolástica, no es en absoluto una mezcla de tomismo y de occamismo, como a veces se afirma: ambas herencias no se ha llan en el mismo plano, y no porque sea lo más llamativo tiene for zosamente que jugar el papel esencial. Los argumentos tomistas son utilizados al servicio de una tendencia que no es la de santo Tomás. Ellos se suman al proceso tal como los pueblos vencidos por las le giones romanas eran enrolados como auxiliares para luchar contra nuevos enemigos(18). De este modo, mientras que en el medievo el hombre individual se vería superado dos veces, en el sentido de la especie humana y en el sentido de la ciudad, en Vitoria, y en quienes le siguen, la noción de humanidad mezcla los dos campos, el lógico y el social. La dis tinción era clara en la fórmula antigua: este hombre, ese individuo, es igual a los otros en la especie humana (no se es más o menos hom bre): ella no impone leyes, sino solamente una forma común. Como contraposición, en la ciudad este hombre tiene un lugar, o cumple una función: no hay igualdad de derecho en estas relaciones políti cas y sociales. Cada uno ocupa un lugar propio en un conjunto que lo supera, y que no puede funcionar normalmente, cual un cuerpo humano, a no ser que cada órgano conserve su papel, que no es el de otro. Y si se piensa en unificar la especie humana, se piensa en la cristiandad y no en tanto que humanidad. Por el contrario, debido al hecho de que se reemplace a la natu raleza por la naturaleza humana, la humanidad es, tanto como la for ma, el sistema de las relaciones entre los individuos. A esto se debe el que la unidad de los humanos no sea únicamente especifica: el de recho de sociedad se inscribe en los derechos naturales del hombre. Y a esto se debe, también, el que no se emplee el subterfugio del con cepto de cristiandad (que no es una relación): ya no es necesario. La laicidad se convierte entonces en una componente normal del horizonte ideológico, y los teólogos de Salamanca hicieron mucho para que se consumara este desplazamiento de objetos que afecta en(16) Cuando la noción de contrato no está explícitamente presente, el fortaleci miento del derecho subjetivo le reserva la posibilidad de reaparecer a continuación. (17) Vitoria y, sobre todo, Domingo de Soto hacen su crítica. (18) Los maestros de Salamanca eligen la Sum a teológica de santo Tomás como tex to explicativo, más que las Sentencias de Pedro Lombardo, que servían como ma nual desde el siglo xn: sin duda desconfian de su agustinismo. Hay que señalar que todo lo que se acaba de decir sobre los maestros de la se gunda escolástica se refiere sobre todo a Vitoria, Soto y, después de ellos, a los je suítas (Suárez, Vázquez, Molina); porque los dominicos retornan con Báfiez a un to mismo más ortodoxo de lo que había sido la versión de Cayetano o la del propio Vitoria. 439
tonces al pensamiento politico: la existencia de esta naturaleza hu mana social que ellos liberan organiza una esfera relativa indepen diente, en la que pueden enunciar reglas propias. Esto es importan te, porque precisamente esta esfera es la que va a ser el lugar de la «sociedad civil»; de este modo, la teoría del liberalismo podrá apa recer ulteriormente como discurso de la sociedad civil, y no de la teo logía moral sobre la sociedad civil. Al mismo tiempo, los teólogos, que favorecieron la eclosión, se vieron superados por la propia victoria de sus conceptos. Se seguirá hablando de aquello en lo que pensaban Occam y Vitoria, pero se hará en un lenguaje que ya no será el suyo, aunque ellos hayan crea do su sintaxis a partir de sí mismos. Grocio es quien, durante mu cho tiempo, pasará por fundador del derecho de gentes, por otra par te debido a que corrientemente se subestima en él la importancia de las preocupaciones teológicas. A partir de esta teoría de la naturaleza humana se van a afirmar tres series de temas esenciales: la propiedad del cuerpo; la doctrina de la sociabilidad; la unidad del género humano. Bastará con seña lar los ejes principales para mostrar la amplitud de las tesis produ cidas en el ámbito de la trasformación ideológica que se acaba de analizar. 1) El individualismo posesivo: el hecho de que el hombre es pro pietario de su propio cuerpo se va a convertir en un axioma del de recho, y sobre él, paulatinamente, van a basarse las justificaciones de la propiedad en general. Hermanado con la vieja idea cristiana de un comunismo originario, servirá para reconstruir un mito de la apropiación: aquel que es dueño de su cuerpo, es dueño del trabaje que suministra con ese cuerpo, y por tanto, de los productos de ex trabajo; por tanto, de aquellos productos que no consume inmedia tamente y, por tanto, de lo que se procura con este ahorro, etc. Des pués de Vitoria, que reconoce al hombre como dominus sui corpom a diferencia de los animales, lo que le sirve para explicar que estos últimos no pueden ser propietarios mientras que el hombre si puede serlo, Suárez retoma el razonamiento: «El hombre, por sí mismo, j porque tiene uso de razón, detenta el poder sobre sí mismo, sobre sus facultades y sobre los miembros destinados a su uso, y por esti razón es naturalmente libre...»(19). El nexo es claro: razón (la ima gen de Dios) implica propiedad de si, es decir, asimismo, libertad Sí se recuerda que con un argumento similar santo Tomás demos traba el carácter espontáneamente social del hombre (es decir lo con trario de lo que afirman nuestros autores), puede advertirse hasti qué punto ha cambiado el paisaje conceptual. Con Locke, el sistem es definitivamente puesto a punto (20) y el edificio entero de la pro piedad privada acaba por apoyarse en este punto originario: la po(19) Tractatus de legibus seu Deo legislatore, 1612. Véase Tratado de las leyes ' de Dios legislador. Espafta-Calpe, Madrid, 1956 (N. T.). (20) Segundo tratado sobre el gobierno civil. 1690.
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sesión legitima y evidente, por parte del individuo, de su propio cuer po. La doctrina es tan perfecta que no tiene necesidad de evolucio nar: se la vuelve a hallar exactamente bajo la misma forma, dos si glos después, en el panfleto De la Propiedad*, mediante el cual, en 1848, Adolphe Thiers intenta refutar las críticas socialistas. 2) Vitoria insiste en la existencia de un derecho natural de co municación y de sociedad entre los hombres. Al tener todos la mis ma naturaleza en sí, no pueden alzar o dejar que se alcen barreras entre unos y otros. A esto se debe que cada cual tenga el derecho de ir a casa de los otros, de permanecer allí, de comerciar también allí, a condición de no ocasionarles perjuicios. Así pues, los españo les tienen derecho a instalarse entre los indios, y pueden «por ejem plo, aportarles las mercancías que les falten, y traer consigo oro, pla ta y otros bienes que ellos poseen en abundancia.» El rechazo de este derecho por parte de los indios podrá incluso dar ocasión a una guerra justa: «Al impedir que los españoles gocen del derecho de gen tes, los bárbaros cometen una injusticia hacia ellos. En consecuen cia, es necesario hacer la guerra para obtener el respeto al derecho; los españoles pueden hacerla legítimamente.» El argumento es pro metedor para un porvenir bastante hermoso, hasta para la guerra del opio y para algunas otras. Mientras tanto, significa muy simple mente la exigencia de hacer estallar las barreras que lugares y cir cunstancias alzan entre los hombres y que frenan tanto el comercio como la circulación de las ideas. La libertad individual y el libera lismo económico se remiten a él. Grocio lo utilizará en el Mare liberum, y a través de las alternativas del proteccionismo y el libre cambio, las grandes potencias sabrán recordarlo e imponerlo a otras cada vez que el mismo les resulta ventajoso. 3) La sociabilidad, concebida como sistema de relaciones de in tercambio entre individuos, juega un doble papel: pone término a la sociabilidad espontánea de la tradición aristotélica a la vez que or ganiza una dimensión social basada en el derecho subjetivo. Ahí es donde puede desplegar el nuevo tipo de unidad humana indicado más arriba. También aquí se seguirá la tesis de Vitoria; Suárez es cribe, a su turno: «Aunque dividido en numerosos pueblos y reinos, el género humano tiene siempre una cierta unidad, no solamente es pecífica, sino también, por decirlo asi, política y moral.» Precisamen te por esto, a su entender, existe un derecho de gentes, porque al for mar parte los estados de esta comunidad humana, «tienen, por con siguiente, necesidad de un derecho que los rija y los gobierne con venientemente en este tipo de relaciones y de sociedad.» Se advierte de paso la solidaridad entre los diferentes temas; se puede observar, asimismo, hasta qué punto esta idea de comunidad humana es com patible con la de estado nacional: no hay antagonismo profundo por que ambas nociones se emparejan para oponerse conjuntamente a la * Véase en castellano. Antonio Novo. Madrid, 1880 (N. T.).
concepción feudal de la cristiandad. Y a este par remite la distinción entre derecho positivo (el de los estados) y derecho de gentes (fuera de los estados): el trabajo está bien distribuido. En el siglo xvill, por supuesto, la idea de humanidad se expan dirá y adquirirá la consonancia sentimental que habrá de conservar después; pero esto no iba a ser sino el desarrollo de un tema teórico anterior. Igualmente, una vez constituida esta noción de comunidad humana, el pasaje a la paz perpetua resultaba inevitable sin nunca resultar fácil: porque esta última planteaba el problema de la desa parición al menos relativa de la autoridad de los estados. Esto no impide que el tema se desarrolle, desde fines del medievo hasta el aba te Saint-Pierre. Kant da tal vez la clave de la dificultad al convertir a la paz universal en un deseo o un ideal. Naturaleza, sociedad, cultura El concepto muy particular de naturaleza, cuya constitución se acaba de leer, se encuentra en el centro de la ¿poca clásica. Los si glos xvii y xvin viven ampliamente sobre su adquisición, e, incluso en critica literaria, ante su luz se doblegan sin siquiera tomar en cuen ta las doctrinas de la Poética de Aristóteles. En el terreno asi traza do, sobre todo, se va a desarrollar el «derecho natural» clásico. Nun ca será suficiente subrayarlo: nada tiene él que ver con el derecho natural aristotélico, aparte de la denominación. Ni su referencia: él se apoya en el conjunto de los poderes del sujeto; ni su forma: puede ser expuesto aparte, con una Usta de preceptos; ni su lugar teórico: sirve para constituir un mecanismo originario que fundamente las le yes positivas existentes o por crearse. Fundamentar: todo está ahi. Ni factor de anarquía, ni simple do blez justificativo de lo real, el derecho natural cumple en lo sucesivo una función muy especial, que no consiste ni en justificar ni en cri ticar lo que es (uno y otro son consecuencias, y cada autor o cada corriente podrá elegid según su partido o su época), sino ante todo en hacer saber que lo que es se apoya en lo que debe ser. Esta dis locación de lo real es típica del espacio de pensamiento clásico, y no se podría llegar a preguntar lo que, en otras ideologías, juega un pa pel de fundamentación equivalente: la idea misma de fundamentación es lo que le pertenece de lleno. Este proceso de fundamentación es esencial, porque el mismo se halla a la vez en el origen del derecho y en el origen del movimiento que lleva a pensar a toda la sociedad en términos de derecho. La me táfora jurídica es también una metáfora de lo jurídico. El movimien to consistente en aislar al individuo no es un fin en sí. Si la teoría del sujeto destruye las totalidades naturales, esto no ocurre sin que se las reconstituya sobre otra base. Pero, para esto, hay que cons truir una maquinaria ideológica compleja: estado de naturaleza, ley natural, estado social, derecho natural, pacto, etc. El conjunto su pone una construcción suficientemente minuciosa como para tener que ser estudiado engranaje a engranaje. 442
El origen El «mito» del origen sólo funciona si se admite desde un princi pio el postulado del atomismo social. Para justificar una totalidad como la sociedad hay que remitirse a los elementos más simples, di solverla en el cauce originario para desnudar aquello que la compo ne. Ahora bien, esas partículas elementales son los individuos, y de ellos hay que partir para aprehender el resto. La hipótesis del estado de naturaleza corresponde, precisamente, a esta descomposición. El estado de naturaleza es el estado origina rio en que los hombres viven separados los unos de los otros, libres de todo nexo social, poseyendo por entero en si el poder de fundar la sociedad. El hombre no es, pues, un animal espontáneamente so cial, pero tampoco es uno definitivamente aislado; puede crear ese lugar que le falta. Incluso es necesario que lo haga. Lo importante consiste en que luego pueda recordarse que si el nexo existe, ello se debe a que el hombre lo ha hecho. Si bien él no es animal social, es al menos animal sociable. Y ahí damos con la clave del procedimien to: quizá ninguna ideología haya subrayado a tal punto que la so ciedad no es espontánea, y que en consecuencia el hombre pierde algo al ingresar en ella. Pero en el mismo movimiento ella afirma que si él resulta sojuzgado, esto no ocurre ni por decreto divino ni por efecto de un orden natural. En un sentido estricto, si ha sido so juzgado, es él quien lo ha querido asi. Estado de naturaleza-estado de sociedad En esta perspectiva es como hay que entender la pluralidad de restados» en los que las teorías iusnaturalistas distribuyen la condi ción humana: estado de naturaleza, estado de guerra, estado de soriedad. Se cometería un error en el caso de considerárselos como las etapas de una sucesión histórica, y se caería en la condena de inte rrogarse vanamente por qué quienes las analizan jamás se toman la molestia de emprender la menor investigación realmente histórica. Si ellos no se interesan en el pasado, esto se debe muy simplemente a que el estado de naturaleza no se halla en el pasado. Se trata de figuras teóricas y no de leyendas cuya veracidad importaría verifirar(21). Toda la dificultad consiste en rechazaren el hombre (en tanto míe sujeto) lo que luego habrá que volver a encontrar en la socie dad, o al menos suficientes posibilidades como para desarrollarlo. D e este modo, la «cultura» determina la naturaleza: retrospectiva(21) Por supuesto que los mitos de la calda pueden suministrar una referencia (ai reaos argumentos son tomados de la Biblia o de los padres de la iglesia; otros, tal ■tz, de las doctrinas dualistas o gnósticos que, también, proveyeron al Occidente imásr.es de este tipo); pero los materiales cuentan menos que la teoría que los organiza; a: entenderla como singularmente pobre al derecho natural clásico caso de no verse e r £1 más que una laicización del cristianismo. 443
mente, por todo lo que ella traslada allí para poder justificarse por ella. Si se quiere ratificar la esclavitud en la sociedad, hay que si tuar, en el sujeto en el estado de naturaleza, un derecho a venderse irreversiblemente. Si se quiere un estado débil, hay que mostrar ya el estado de naturaleza como implicando un comienzo de sociedad civil sin estados: por cierto que se podría entonces introducir a éste como una necesidad importante, pero admitiendo algunos contrapa sos; si, por el contrario, se tiene que justificar un estado en el que el soberano posee un poder absoluto, hay que apelar al estado de gue rra. Así pues, según los autores y las corrientes, la naturaleza huma na, tal como la revela en su forma pura, como en el resultado de un análisis químico, la referencia al origen, implica considerables varia ciones. Pero lo invariable es la necesidad de leer ahí de antemanc lo que caracterizará a la sociedad constituida. A esto se debe el que. en un sentido, nada se parezca más al estado social que el estado de naturaleza. Todo ya está allí, incluso la necesidad de su propia su peración. La ruptura suele estar inscrita ahí cual una filigrana, as: como también la manera en que ella se efectuará: cuanto más brutal se la quiere hacer, más se está llevado a disminuir y a limitar las po sibilidades de la naturaleza humana; habría una larga historia a es cribir sobre las relaciones entre la cuestión de la gracia y la de la so beranía; se vería entonces que, con frecuencia, quienes apoyan el li bre albedrío contra la providencia son aquéllos que más reconocen consistencia a la sociedad civil y, en consecuencia, limitan al máxi mo los derechos del soberano, tendiendo a restringirlo al papel di simple guardián de la regla del juego, en un mundo en el que le aven taja la regularidad de las cosas. Sea como fuere, no hay que considerar, empero, al estado de na turaleza como una simple reiteración ideal de la realidad objetiva, pues si todo se encuentra ya ahí, se lo encuentra de otro modo: las relaciones sociales, el proceso de trabajo, la distribución de los po deres y de las riquezas no se dejan percibir sino por sus repercusio nes en los individuos, trasformados en fuentes subjetivas de donde podrá deducirse su sistema. La política, el lenguaje y la riqueza ás las naciones se hallan, de este modo, ordenados en la voluntad, c entendimiento, la necesidad y las pasiones. Todo esto permite bo rrar todo lo que, en estas relaciones, supera o trasciende al indivi duo, todo lo que para ser entendido exige otra cosa que la reitera ción de un sujeto siempre semejante a sí mismo. En el fondo, Rcbinson Crusoe representa muy bien al héroe de este tiempo: a la ve por lo que pretende —reconstruir un mundo a partir de la nada— y por lo que anula, puesto que la nada con que comienza contiea ya todo potencialmente: los conocimientos y el saber hacer que llevi consigo de las regiones civilizadas, y los instrumentos que encuentn en el barco. En la novela, como en donde fuere, el origen sólo con duce al fin porque ya lo contiene.
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La ley natural La relación que liga a la ley natural con las leyes positivas no es más cronológica que la que liga al estado de naturaleza con el esta do de sociedad. La ley de naturaleza es un mandamiento que nada tiene para ser obedecido; esto es lo que paulatinamente tiende a con vertirse en su característica. Esto se explica tanto mejor cuanto que la separación entre el entendimiento y la voluntad se impone a la fi losofía de la época clásica como un axioma (Spinoza sabrá recrimi nárselo bastante): desde entonces se puede muy bien leer la ley na tural allí donde ella está inscrita sin por esto desearla, o sin que se pueda aplicarla. Asi ella siga siendo la prescripción grabada por Dios en sus criaturas razonables, como lo había enseñado el cristianis mo (22), o bien se laicice para no ser más que una deducción racio nal (dictamen rectae rationis, dice Grocio, que presto da el ejemplo), permanece como orden de la representación y no de la acción. La escritura del corazón es a la vez eterna e impotente. Situación paradójica: como en el estado de naturaleza ella pierde todo valor debido a su inutilidad, todo el problema consistirá en en contrar un medio para aplicarla; este medio será el pasaje a la so ciedad civil, pero esta aplicación supondrá la mayoría de las veces su supresión, puesto que será reemplazada por la ley positiva. Asi pues, la primera sólo estaba ahí para dar lugar a la segunda. «Ley» y «estado» no se cubren, entonces, exactamente: — la ley de naturaleza no es forzosamente la ley que se aplica en el estado de naturaleza; — en compensación, es una ley que está presente en el estado de naturaleza. Lo que remite a su doble carácter: evidencia y univer salidad; — pero si se recuerda lo que es verdaderamente el estado de na turaleza, entonces se descubre el sentido verdadero de la ley: lo que, en el sujeto, fundamenta en la naturaleza humana las leyes positi vas. En otras palabras: lo que proyecta en el individuo, como una necesidad de su naturaleza o una aceptación de su voluntad, el sis tema de leyes de la sociedad en que ¿1 vive. Basta con haberle abs traído previamente todo el peso colectivo, toda la gravedad de las instituciones históricas, las tradiciones, las costumbres que hubiesen podido determinar concretamente su sentido para tal lugar o tal éposa. Después de esta cuidadosa depuración, lo que quede puede de ducirse como una necesidad puramente lógica de algunos preceptos generales, tomados por ejemplo de la moral estoica (restituir lo que ña sido prestado) o del cristianismo (la caridad y el amor hacia el prójimo).
(22) Cf. en el t. II: D el corazón grabado al cuerpo nóstico, pág. 321 y ss.
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El derecho n atu ral
Se trata, como por ejemplo afirma Hobbes, de «la libertad que posee cada hombre para servirse de su poder a su capricho, para pre servar su naturaleza y su vida». Este derecho se fundamenta, pues, en un poder individual. Sin embargo, no es la misma cosa que este poder: es su doblez subjetivo. En efecto, se está en un universo de la escisión en donde todas las cosas no se dicen dos veces, una vez en el plano del ser y otra en el plano del deber ser; el estatuto de los objetos, y la propia posibilidad que pueden tener de ser pensa dos, dependen de las relaciones entre los dos niveles: lo que no halla lugar en el plano del deber ser termina por alejarse hacia el horizon te, tan fuertes son sus efectos reales. Esta escisión de ser es la que traza la linea de demarcación entre las teorías iusnaturalistas y las doctrinas semejantes por una parte, y, por otra, los que se niegan a integrarla en su concepción del individuo: Maquiavelo y Spinoza. El derecho es al sujeto lo que el poder, la fuerza son al indivi duo: no una parte sino una esencia universal. Si bien no todos los individuos tienen la misma fuerza, todos tienen el mismo derecho, consistiendo la paradoja, por supuesto, en que este derecho igual des cansa en el corazón de la fuerza desigual, y en que él está secreta mente determinado por ella. Pero como el pensado es el derecho, y no el complejo sistema de relaciones sociales que hacen y determi nan la fuerza, ésta no aparece sino como la sombra insignificante y secundaria del derecho. Su poder inimaginado da de hecho medidt a aquello de lo cual ella se considera consecuencia. Así pues, el de recho no es más que la fuerza devuelta al sujeto —y a lo que hay di más subjetivo en él: la voluntad—. Por ello, uno no podría entra; en contradicción con el otro: al observar más de cerca su funciona miento, los derechos naturales igualmente poseídos por todos Ice hombres surgen de inmediato como formas vacias en las que puede; llegar a deslizarse contenidos extremadamente diferentes. Todo hom bre lleva en sí el poder moral (es decir el derecho subjetivo) de se: propietario; en tanto que tal, es igual a todos los otros, y si se ataca a la propiedad, es su derecho natural, el suyo como el de todos lm otros, el atacado. Pero, de hecho, únicamente determinados hom bres tienen el poder efectivo al que corresponde el derecho teóricc de propiedad, mientras que otros no lo tienen, o nunca lo han po seído: ahora bien, para la idelogia del sujeto todo esto pertenece a. dominio de lo accidental, como el hecho, igualmente contingente, ds que en general los segundos trabajan para los primeros. En cuantr a los conjuntos sociales en los cuales estos poderes efectivos echar raíces, en la operación ellos se han vuelto liberalmente invisibles. S. todo se origina en el sujeto, también encuentra ahí su razón la au sencia de lo que dejaba prever el derecho. Entre otros cientos de au tores, Malthus utilizará hermosas palabras para demostrarlo: quie nes no se enriquecen mediante su trabajo (se ha visto que éste era después del cuerpo, la vía real de la propiedad) lo deben a que sor perezosos, o a que no saben ahorrar. 446
A esto se debe el que los autores enuncien sin cesar que la igual dad natural no impide la desigualdad social; y que los derechos in natos no conciernen a la fortuna(23). Y, también, a esto se deberá el que la revolución francesa proscriba a los autores de las leyes agra rias: culpables de haber confundido a sujetos e individuos, zona de hecho y zona de derecho, igualdad formal e igualdad real. El pacto Si todo se halla en el sujeto, la única salida a las imposibilidades del estado de naturaleza estará en el compromiso voluntario median te un pacto que una a la colección de sujetos para hacer del pueblo un pueblo. Asi pues, la única injusticia posible será la del propio pac to. Proposición cargada de consecuencias. El pacto social señala no sólo el pasaje del estado de naturaleza al estado de sociedad, sino también el del individuo no realizado (es decir, no abstraído del sistema en el cual se enraíza). La «cultura» no es, pues, en absoluto, lo opuesto a la naturaleza. Ella es —inclu so en Rousseau— su desarrollo. Si, antes de la cultura, hay al me nos lugar para una naturaleza, no hay que dejarse llevar por los mi tos del buen salvaje, o por las descripciones amables o terroríficas en las que la doctrina se diluye en novelas filosóficas. La naturaleza de que se trata entonces, sobre todo en el siglo xvm, no es más que un medio de manifestar de manera sensible la consistencia teórica del estado de naturaleza. La naturaleza puede ser pintada como una madrastra hostil o como una madre fecunda y solícita. Se introduce entonces la posibilidad de un cambio de signo del contrato: si la na turaleza era tan buena, el contrato corre el riesgo de no ser más que una engañifa. Al lado del pacto feliz que permitía salvar por último lo que podía salvarse, se presenta el reverso de la medalla: el mal contrato, signo y medio de la corrupción de las costumbres. Sin em bargo, el buen contrato nunca es definitivamente imposible. Si el de ber ser se sitúa del lado de la crítica de lo real, más que del de su justificación, ello nunca ocurre sino para justificar un real futuro; asi es como se constituye la idea de revolución en un espacio de pen samiento que en un principio parecía fuertemente ligado al poder es tablecido. El derecho natural sólo se atreve a criticar las leyes posi tivas para proponer otras, más conformes a la naturaleza humana. La soberanía que rehúsa el poder, al que califica como despótico, se le confiere de inmediato al que él establecerá derribando al pri mero. En las páginas precedentes se ha sacrificado deliberadamente el análisis de las doctrinas sucesivas y de las soluciones que cada juris ta, cada teórico de la política aporta a los problemas que se le plan(23) «En la dem ocracia, incluso la m is perfecta, la to tal igualdad entre sus miem bros es algo quim írico», D iderot, articulo, Ciudadano de la Enciclopedia: cf. asimis mo el articulo Igualdad natural (de Jaucourt).
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tean. Ocurre que la verdad de las diferentes problemáticas indivi duales sólo es permitida por el juego de los engranajes teóricos que se acaba de exponer. Este juego necesario, anterior a los autores, evi dente incluso antes que el razonamiento sobre tal o cual objeto, cons tituye una realidad permanente, a la cual siempre hay que retornar en última instancia. Bajo formas sensibles y prosaicas, se difunde también a través de la novela o el cuento filosófico (24), está preser te en la moral que ve en el obrero al artesano de su miseria y en ú educación el medio principal del progreso. Constituye tanto la at mósfera de una época como el basamento de un pensamiento: es, i no dudarlo, una definición posible de la ideología. Sistema de alarde de evidencias, sin embargo, ella no flota en e_ aire: las despliega sólo para imponerlas, es decir para destruir otros sistemas posibles, coherentes o embrionarios. Así es como sirvió i veces para combatir lo que quedaba del agustinismo y del tomismo y luego las teorías de la monarquía de derecho divino y las que apo yaban las nostalgias señoriles en la historia de las conquistas germá nicas; por último, cuando la revolución francesa vistoriosa prohíbe las corporaciones, surge que el arma era de doble filo: so capa ó: romper los lazos del pasado, ella iba a servir, en nombre de la liber tad, para proscribir la organización de los trabajadores. A lo largo del siglo xix, y sin cambiar en sumo grado de argumentos, volvm su lógica contra el socialismo y el movimiento obrero. El encadena miento abstracto de conceptos y figuras, desde el origen hasta la in natural, nunca deja de ser lo que fue en sus comienzos: una máqui na de guerra. Origen, tiempo, historia Se ha dicho ya que el estado de naturaleza, pese a las apariercias, no está situado en el tiempo. Así pues, el retorno al origen n: es una vuelta al pasado. ¿Quiere esto decir que no hay sitio para Ir historia? Ella está, al menos, relegada a un papel secundario, y, cuan do interviene en el plano teórico, resulta muy afectada por las di mensiones del deber ser. En su perspectiva es donde hay que consi derar al tiempo, y hay que exigir su clave, entonces, menos a la prác tica de los historiadores que al discurso de los ideólogos: Rousseai («Apartemos todos los hechos...», aunque no sea el único en afir marlo) cuenta entonces más que Mabillon, y el Voltaire del Ensaj: sobre las costumbres* más que el de £7 siglo de Luis XIV**. Se advierte que el tiempo es vacio: ocurren multitud de anécdo tas, pero repiten indefinidamente las mismas verdades, que no estar sometidas a la historia: la propiedad, inmutable de la China al Perú (24) Lo testifica la m oda de los viajes im aginarios o de las Cartas escritas de ja ses lejanos. * V íase en Librería Hachette, Buenos Aires, 1959 (N. T.). ** En FCE M éxico (N. T.). 448
las pasiones humanas, cuya lista varia según los autores, pero cuya constancia suele ser abiertamente proclamada. Todas, cosas que se podían saber antes de estudiar la historia, únicamente mediante el conocimiento del corazón humano, cuya transparencia es mucho más general que la ciencia que podría extraerse de los casos particulares. No obstante, se le puede añadir a este tiempo inerte una aproxi mación a la historia: la realización del origen. Para esto es preciso que el deber ser venga a anudarse al ser, en el tiempo de la funda ción, o, en el futuro, el de la revolución. Si nada ocurre en el tiem po, porque todo está dado en el instante originario, puede organi zarse una cronología alrededor de este instante. Algo muy simple, por otra parte: se divide inmediatamente en un antes en el que no había nada, y en un después en el que todo ocurre; antes, lo que era escarnecía al debe ser; después, lo realiza. Figuras de la perversión y de la coincidencia, del despotismo y de la felicidad, incesantemen te renovadas. En las variantes más conservadoras, el origen está re ferido al comienzo de la historia: no hay en lo sucesivo nada que cam biar. En las más radicales, el programa se modifica por simple des plazamiento del instante originario en la escala del tiempo: prome tido al porvenir, el momento presente es el que él lleva a deslizarse a la perversión. Despotismo, corrupción, abusos, privilegios, desi gualdades, otras tantas alteraciones en el derecho natural respecto de las cuajes no hay precaución que pueda tomarse; sólo se puede denunciarlas y luego destruirlas. Había desde el comienzo algo sor damente violento en el afirmado poder del derecho sobre el hecho. Porque si el tiempo es vacío, también carece de fuerza: lo que dura desde hace mucho tiempo no por eso mismo extrae de ello más de recho a la existencia, bajo el ojo implacable del debe ser. Asimismo, y no importa cuándo, se puede criticar lo que es, y exigirle que exhi ba sus títulos: ninguna institución tiene más peso que el de su ra cionalidad. Esto es lo que Fichte demuestra ampliamente, en sus Contribuciones... sobre la revolución francesa, en respuesta a Rehberg que invocaba los derechos de la historia; y esta respuesta es tam bién aplicable a Burke, que, a partir de 1789, había formulado una critica basada en la misma lógica. Durante todo este período, los únicos que tienen otra concep ción de la historia son precisamente aquéllos a quienes se liga, a ve ces con cierta ligereza, con una tradición «feudal»: aquellos que, de Boulainvilliers o de Bonald pasando por Burke, se niegan a ordenar las realidades concretas en los cajones de lo universal. Para ellos, el peso histórico de una institución, la carga de matices y del equilibrio que ella ha acumulado en el trascurso de su largo vagabundeo his tórico, la correspondencia que pudo adquirir con las realidades lo cales, las costumbres y las tradiciones, todo esto constituye una irremplazable adquisición que resulta irresponsable someter a los de signios de una razón intemporal, fría y geométrica, de la que esca pan las sutilezas de lo concreto y las estratificaciones múltiples del tiempo. Lo que da derecho a la existencia es la fuerza de los siglos 449
y no la deducción geométrica. Hay un orden de las cosas, que es un orden histórico, en el que el derecho se especifica irreductiblemente en las costumbres y los hábitos nacionales. Si bien el derecho natu ral a que se refiere Burke está mucho más cerca de santo Tomás que de Rousseau, hay por lo demás en él un rasgo destacado, desarro llado a todo lo largo de su crítica de la revolución francesa: la creen cia en un tiempo pleno, matriz de las formaciones vivas de la socie dad, lugar de arraigamiento de lo concreto y de la experiencia. Ec nombre de la multiplicidad de ésta niega él la trasparencia clásica, y en nombre de su necesaria particularidad rechaza los mitos de le universal. Si hay que prestar atención a lo histórico, se la encontra rá en esta corriente y no en la de sus adversarios. Se parte hacia te búsqueda de lo concreto criticando el mito del origen. Un concrete medianamente ilusorio a veces, pero que al menos tiene un mérito: dejar entrever los desgarrones de ese tejido opaco, la «naturaleza hu mana». BIBLIOGRAFIA Les problémes de la colonisation et de la guerre dan: 1‘oeuvre de F. de Vitoria, Montpellier, 1936. — Les legons de Francisco de Vitoria sur les problémes de la colcnisation et de la guerre, Montpellier, 1936. D É R A T H É , R.: Jean-Jacques Rousseau et la Science politique de sor temps, París, 1950. G R O E T H U Y S E N , B.: Philosophie de la Révolution frangaise, Para. 1956. P O L IN , R.: La politique morale de John Loche, P a r í s , 1960. Strauss, L.: Droit naturel et histoire, tr. fr., París, 1954. V lL L E Y , M.: La form ation de la pensée juridique moderne, Para 1968. — Critique de la pensée juridique modeme, París, 1976, (véase si particular el estudio dedicado a Burke). BAUM EL, J .:
3. P
u e b l o y n a c ió n
por Gérard M ate ¿Qué es un pueblo? El poder del estado contemporáneo se afirmó, desarrolló y con solidó confundiéndose «pueblo» y «nación», según unas modalida des que habremos de especificar(25). Pero, en este par de cuesfa:(25) Con este propósito empleamos la expresión estado coMemportmeo para * signar no sólo el siglo xx sino también el conjunto del periodo inaugurado por la * volución francesa y que comienza efectivamente con la fundación de la república «am e indivisible», 1792, «afio I de la libertad». 450
nes, el pueblo es el dominante hasta el punto que no se podría ali mentar seriamente, hoy como ayer, una ambición política para sí mismo o para todos si no se tuviese en cuenta que el pueblo es so berano. En efecto, este pueblo surge como la referencia obligatoria, la fuente y la norma de toda política desde que resonaron en Euro pa y en el mundo los «ideales», como se dice, de la gloriosa revolu ción francesa. La ideología del pueblo puede así ser comparada a un espejo má gico que dice la verdad de una política —de un poder— cada vez que se lo interroga. El estado debe —es un deber— ser democrático, o más bien el ser del estado es de naturaleza «popular», lo que per mite declararlo democrático. El pueblo no es pues una población, es un principio, y la ideología del pueblo es el conjunto sistemático de las significaciones de toda clase deducidas de este principio. Pero esta idea del pueblo no es en absoluto trasparente y entonces es ne cesario preguntarse: ¿qué es un pueblo? Por otra parte, al responder a este interrogante, Hobbes y Rousseau son los que más contribu yeron, sin siquiera habérselo propuesto, a la fundación de la repú blica. El primero, explícitamente, defíne al pueblo como un cuerpo estructurado, homogéneo, sometido al soberano por contrato; el se gundo defíne al pueblo, diferenciado de la «multitud», como a ese soberano. En ciertos aspectos, pues, la revolución francesa instituirá lo que sólo la filosofía concebía; pero se trata de saber qué se insti tuye cuando el pueblo se encuentra en el puesto de mando porque, para no citar más que este contraejemplo, ¿Tomás de Aquino no afir maba ya que «todo poder proviene de Dios a través del pueblo»? Es verdad que, en él, el pueblo es precisamente la multitud. De ahí el interrogante que hay que seguir planteándose(26): ¿qué es un pueblo? Interrogante que se desdobla en este otro: cuando el pueblo es soberano (lo que quiere decir soberanía, en otras palabras es el hecho de designar al pueblo como detentador de la soberanía y, en consecuencia, hacer de él la verdadera sustancia del estado), esto ¿no causa perjuicio al estado o, lo que es peor, al propio «pue blo»? La ideología del pueblo se despliega en esta vasta ambigüedad. Se podría medir esta dificultad dándole la palabra al autor de De la guerra*. Clausewitz no es, con todo, un teórico propiamente político pero, y esto es lo que nos importa, este general prusiano sin gloria militar, que vela en Napoleón al «dios de la guerra» en persona(27), había comprendido claramente la significación de la ideo logía del pueblo cuando ella toma cuerpo en una ideología nacional. «Mientras que se situaban todas las esperanzas, según las opiniones tradicionales, en una fuerza militar muy limitada, una fuerza de la que nadie había tenido idea hizo su aparición en 1793. De pronto, ía guerra se había convertido en asunto del pueblo, y de un pueblo de treinta millones de habitantes que se consideraban, todos, ciuda(26) Lo siguen haciendo Lenin, M ao y otros m is. * M adrid. 1908 (N. T.). (27) Hegel llegó a ver en fl a «la libertad a caballo». 451
danos del estado. Sin entrar aqui en el detalle de las circunstancias que rodearon a este gran acontecimiento, nos limitaremos a los re sultados que nos interesan por el momento. La participación del pue blo en la guerra, en vez de un despacho o un ejército, hada que una nadón entera entrase en el juego con su peso natural»(28). Esta observación de Clausewitz estructura toda su demostración: su pertinenda proviene, sin duda, de que le fue inspirada como consecuencia de los combates que él entabló. Asi ocurre cuando se pre tende medirse con los dioses. ¿Pero qué dice Clausewitz? Que el pue blo es una fuerza mediante la cual es la nación, y no ya solamente un ejército, la que se halla en guerra. A partir de ahí, puede conceptualizar la guerra total como guerra «(popular» —una noción que retomarán más de un siglo después tanto Mao Tse-Tung como el ge neral Giap—. Pero lo que cuenta para nosotros es que ese «gran acontecimiento», como dice el autor de De la guerra, es posible: en tre 1789 y 1793 «el pueblo» es quien entra en escena. El advenimien to del pueblo, y con él el de la nadón, es de una importancia esen cial, decisiva, para el periodo que se inida y en el que hoy mismo nos hallamos todavía. Ahora bien, aquello que Clausewitz indica en tanto que teórico de la guerra, nosotros podemos señalarlo en el pla no de la teoría política. Si la ideología del pueblo —ideología nadonal— lleva a pensar el «concepto» de la guerra, ella nos autoriza, asi mismo, a reflexionar sobre la estructura del estado contemporáneo. El pueblo es eso sin lo cual las «repúblicas» no solamente serían inimaginables, sino incluso, y sobre todo, imposibles. La historia, desde ese «gran acontecimiento» del que Clausewitz, desde su punto de vista, intenta revelarnos el secreto —el secreto de estado si se le quiere así—, es el arte de acomodar el pueblo a la democracia. No sotros no hemos sabido (ni siquiera Hegel, y tampoco Marx), a se mejanza de Clausewitz, extraer las lecciones de esta historia para aprehender aquí un vocablo por otra parte sospechoso. Al igual que el general prusiano, tránsfuga de su patria, piensa la guerra a partir de su aprehensión por el pueblo, nosotros tenemos que pensar en el poder cuando éste se ejecuta y se ejerce en nombre del pueblo. Aho ra bien, tal reflexión no puede efectuarse sobre el ejemplo inmedia tamente contemporáneo de las prácticas políticas. El hecho de que se elaboren constituciones en los países socialistas en los que se trata de «el estado de todo el pueblo», no puede servir de punto de par tida pertinente: esta ideología jurídico-política del estado de todo el pueblo no nos descubre su sentido si no se la vuelve a situar en la tradición del modelo estatal tal como Occidente lo establece en el si glo XVI. Lo que aqui es motivo de interrogación es más bien la so beranía sin la cual esta noción de «todo el pueblo» pierde toda sig nificación. En efecto, aquí, detrás del pueblo está el partido. Ahora bien, el partido es la figura acabada, compleja, del príncipe, ese prin cipe del que ya Maquiavelo consideraba haber efectuado el retrato. (28) Clausewitz: De ¡a guerre. París, 1955, p¿g. 687. 452
Así pues, el proyecto de una teoría del modelo estatal es concep tualmente requerido como exigencia previa a una teoría del pueblo —retomemos el tema clausewitziano de la guerra del pueblo cons truido en el surco de la nación armada y que desarrolla De la gue rra: es el de la «esencia absoluta» de la guerra. Así se podrá apre ciar, en virtud de una analogía que para nosotros sólo es ejemplar y quizá también pedagógica, la noción misma de un estado que, cuando descansa en la «soberanía del pueblo», revela, al mismo tiem po, su esencia absoluta: el estado es por esencia «popular»— demos entonces la palabra a Clausewitz: «Se podría dudar de nuestra no ción de esencia absoluta (de la guerra) si no hubiésemos visto en nuestros días la guerra real en su perfección absoluta. Después de la breve introducción de la revolución francesa, el despiadado Bonaparte la llevó hasta ese punto. Con él, la guerra se entablaba sin perder un momento hasta el aplastamiento del enemigo, y las con secuencias se aplicaban casi implacablemente. ¿No resulta natural y necesario que este fenómeno nos haya devuelto al concepto original de la guerra con todas sus deducciones rigurosas?»(29). Pero la analogía cesa, de algún modo, en el momento en que se vuelve pertinente: en efecto, ¿podemos afirmar que «el estado de todo el pueblo» lleva al estado a su perfección absoluta? Por cierto que se lo puede afirmar, pero a condición de entenderlo como la con clusión de una secuencia de tres términos, la misma de la soberanía: príncipe, pueblo, partido. Se advierte que el pueblo, dada su posi ción central, es la categoría que permite dar parte, en tanto que aval, del nacimiento del estado «moderno» y, más adelante, de su perfec ción en el estado «contemporáneo». Ahora bien, y esto es lo que nos importa aquí, de este «pueblo» que arroja una iluminación de cla roscuro sobre el devenir político general se debe señalar el aconte cimiento teórico en Rousseau y el práctico en la república jacobina. A partir de ahí —de ese «gran acontecimiento», como dice Clause witz desde su punto de vista— se vuelven inteligibles, para limitar nos sólo a ellos, tanto Luis XIV como Lenin. Se ve tal vez mejor, ahora, lo que conviene entender por ideolo gía del pueblo, o, lo que es lo mismo pero afectada por una determinación histórica revolucionaria, por ideología de la nación. El pue blo es el fundamento de la soberanía moderna; es, si nos atrevemos a afirmarlo, el alma del modelo estatal. Pero sobre todo tenemos cae comprenderlo como el mayor significante de la dominación mo derna en el estado; en consecuencia es por si solo, pero no el único, s i auténtico mito de poder(30). En efecto, ¿cuál es hoy, como ayer v como antiguamente, la ambición del estado? No se trata de actuar de modo que el pueblo obedezca en su propio nombre: si cada cual obedece a todos, nadie obedece a nadie. Tal es en el fondo la lección (29) Ibid., pa¿. 672. (30) No es el único, acabamos de escribir; en efecto, hay otros, y ya los hemos sdicado en otra parte. Bastarla con se&alar, a titulo indicativo, la naturaleza, el alma, d hombre, etc. Habría, pues, que efectuar un trabajo cuyo objeto consistiese en elasrrar el cuadro de estos mitos de poder. 453
de Rousseau que, por esto mismo, es el más fino de nuestros demó cratas y el más firme de los filósofos déspotas. Pero esta lección es también una solución, precisamente la de la democracia: el pensa miento político es el lugar donde se intenta descubrir la fórmula que permita asegurar la dominación del pueblo con su consentimiento. De este modo la democracia, que declara que el pueblo es el prín cipe, es esta fórmula fácil. El individuo, ¿no es en ella a la vez sujeto y ciudadano, por consiguiente un hombre? Príncipe y pueblo La cuestión del pueblo se resume, pues, en la cuestión del prín cipe: de ella procede, siendo el problema a partir del siglo XVI el sa ber cómo hacer que el pueblo sea el príncipe o, lo que es más fácil, cómo hacer para que no lo sea. Debe observarse que la primera po sibilidad es la inversión de la segunda y que esta inversión es llama da historia. Sea como fuere, hay que partir del príncipe, es decir del princi pio, porque se trata de señalar la trasformación de la secuencia es tablecida más arriba: príncipe, pueblo, partido(31). En esta trasfor mación, que es obra de la revolución francesa —tal como el paso al partido es obra de la revolución rusa—, la nación es la que desem peña el papel decisivo; en efecto, se trata de situar el lugar de la na ción no solamente en relación con el pueblo sino sobre todo, y éste es el punto'capital, en relación con el rey. Puede afirmarse que, des de el punto de vista que sostenemos aquí, el paso del príncipe al pue blo, o sea la formulación de la soberanía del pueblo, fue posible por la solución dada a este problema. El problema teórico que confor ma el horizonte del debate político durante los últimos cuarenta años del antiguo régimen consiste en saber qué lugar dar al rey, si el pue blo es soberano. Por consiguiente, se cuestiona el de la unicidad del príncipe; de manera que la significación de la constitución del 93 pa rece ser finalmente ésta: ella resume y expresa cuarenta años de con flictos teóricos e institucionales cuyo propósito consistía en quitarle al monarca toda centralidad. Mientras que el antiguo régimen situa ba al rey en el centro, y de ahí el titulo de monarca que le era más conveniente, significándose asi la unidad de su poder, la república convierte en centro a la nación. De pronto, ésta es declarada sobe rana. Al sostener a la soberanía como principio del estado, los revolu cionarios perpetuaban al principe, es decir el modelo estatal tal como los teóricos lo concebían, desde Maquiavelo hasta Hobbes. Esta per petuación del poder es, en efecto, una característica esencial de la so beranía: Bodino es su pensador clave (32). El poder existe entone» (31) Naturalmente, no nos ocuparemos del paso pueblo-partido: la cosa es extre madamente edificante pero, no obstante, no tiene cabida aqui. (32) Cf. t. II. La génesis del estado laico (IV, 4), págs. 394 y ss.
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para si mismo, por sí mismo, es el marco en cuyo interior se juega la vida política. Desde este punto de vista, la revolución debe ser con siderada como el reinicio del modelo estatal: resulta significativo que la «nación» haya jugado un papel decisivo en la lucha contra el des potismo del antiguo régimen para consolidar el tema de la soberanía del pueblo. ¿Cómo entender, entonces, el discurso de Robespierre ante el Co mité de Salvación Pública del 25 de diciembre de 1793 y que trata de los principios del gobierno revolucionario? «La teoría del gobier no revolucionario es tan nueva como la revolución que la ha pro ducido. No hay que buscarla en los libros de los escritores políticos que de ningún modo previeron esta revolución, ni en las leyes de los tiranos que, contentos de abusar de su poder, poco se ocupan de in vestigar su legitimidad; dado que esta palabra no es para la aristo cracia más que un asunto de terror o un texto de calumnias, para los tiranos un escándalo, para mucha gente nada más que un enig ma, hay que explicarla a todos para al menos incorporar a los bue nos ciudadanos a los principios del interés público»(33). La voluntad señalada de Robespierre de no referir la revolución a otro modelo que a sí misma es totalmente discutible. En verdad que el gobierno de Salvación Pública se encontraba frente a una si tuación que, naturalmente, carecía de precedentes, pero el tema de la novedad de la tarea resultaba usurpado en su principio. Por otra parte, la intervención de Robespierre se apoya en la distinción de la obra de la revolución y la de la constitución: si estos dos planos de la acción política no son separables, formando parte en conjunto de la vida política del momento, lo son, al menos, en sus objetos y en sus objetivos. Esto es lo que declara Robespierre: «La función del gobierno consiste en dirigir las fuerzas morales y físicas de la nación hacia el objetivo de su intención —el objetivo del gobierno no cons titucional consiste en conservar la república; el del gobierno revolu cionario en fundarla—.» Muy exactamente, ésa es casi palabra a pa labra la definición que da Maquiavelo de la política; tal es la acción del principe, es decir la estrategia de conquista: fundación y conser vación. Cuando se sabe que el problema al que se enfrentaba el año I de la libertad era el de su defensa en el exterior asi como en el in terior, puede medirse la amplitud de la novedad de que habla Rohespierre: no la hay en el plano del principio de la instauración del estado: el principio del poder de estado es el mismo que el enuncia do por el secretario florentino. Esta precisión es esencial para nuestro propósito: 1792 no mau lara una nueva era en política, sin que renueva, reactualiza el mo delo estatal elaborado en teoría, así como en la práctica, entre los ¿glos xiv y xvi. Si 1792 es no obstante un «gran acontecimiento» Qausewitz), lo es justamente porque esta renovación no pudo efec(33) Discours et rapporn á la Convention, ed. por Marc Bouloiseau, París, UGE, t 18, pág. 19. Véase Discursos e informes en la Convención. Ciencia Nueva. Mair d , 1968 (N. T.). 45 5
tuarse sino a través del advenimiento del «pueblo» y de la «naciór» sin renegar empero —pese a que sí se renegó de muchas cosas— de tema sacrosanto, aunque «profano», de la soberanía del estado. As. pues, en el 80 y en el 93 se trataba de reconstituir la soberanía, es* que hasta entonces estaba confiscada por el «tirano»: e importaba que se hiciese así en nombre del pueblo, incluso si la promesa de Ebertad aparecía cargada de ambigüedad para el porvenir. Sea como fuere, la nación es la que da cuerpo al pueblo. Por sz parte, Robespierre hablará sobre todo de «patria» allí donde Danton prefiere hablar de «nación». Esta distinción oculta una oposi ción: la del universalismo y cosmopolitismo que invoca Robespie rre, y la del nacionalismo francés, que finalmente triunfará, y que defiende Danton(34). El 24 de abril de 1793, en el momento de fz discusión del proyecto de declaración de los derechos en la Convec ción, Robespierre, al criticar el proyecto del Comité efectúa esta de claración: «Se diría que vuestra declaración fue hecha para un reba ño de criaturas humanas encerrado en un rincón del globo, y no para la inmensa familia a la que la naturaleza ha dado la tierra como do minio y morada.» La «nación» es ante todo la del «género humano»: a ello se debe el que los artículos que propone Robespierre estén im pregnados de universalismo. Artículo 1: «Los hombres de todos los países son hermanos, y los diferentes pueblos deben ayudarse mu tuamente según su poder, al igual que los ciudadanos del mismo es tado.» Ante esto, el dantonista Robert habría de responder: «Deje mos a los filósofos, dejémosles la preocupación de examinar a la hu manidad bajo todos sus aspectos; nosotros no somos los represen tantes del género humano. Deseo, pues, que el legislador de Francia olvide por un instante el universo para sólo ocuparse de su país. Pre fiero esta especie de egoísmo nacional sin el cual nosotros traicio naríamos nuestros deberes, sin el cual estipularíamos aquí para quie nes no nos han comisionado, y no en favor de aquéllos en cuyo pro vecho podemos estipularlo todo. Yo amo a todos los hombres, y amo especialmente a todos los hombres libres; pero amo más a los hombres libres de Francia que a todos los otros hombres del uni verso. No me preocupará entonces cuál es la naturaleza del hombre en general, sino cuál es el carácter del pueblo francés.» Tal como lo señala Guiomar, de ese mes de abril de 1793 data el nacionalismo francés. Se advierte que, para referirse a la nación, las definiciones que se dan de ella están lejos de ser parecidas: egoísta o universalista, la idea de nación es, sin embargo, abiertamente revolucionaria. Si es asi, ello se debe a que detrás del vocablo nación se proclama la lu cha de los pueblos contra los tiranos. Al situar a la nación en primer plano de la escena política, los revolucionarios desplazaban al mo narca. Queda por señalar que en esta amplia trasformación no se ha (34) Seguimos aquí los novísimos análisis de J. Y. G uiom ar, en L'idéologte nationale-nation, réprésentation, p ro p riiti, Editions Champ Livre, Parts, 1974. Toma mos de 61 las citas que siguen en págs. 146-147.
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bascado sino una cosa: ocupar el lugar del rey, en lo sucesivo vacio, por parte del pueblo o de sus representantes. No se buscó destruir jl soberanía: por el contrario, la república volvió a darle vida. Asi pues, la destrucción del antiguo régimen se efectuó en el plano de la destrucción del aparato del estado monárquico. En otras palabras, 2Íli donde el tirano abusaba de su poder, el pueblo, en tanto demo cracia, sólo lo usará. Al convertirse el pueblo en principe, el poder se perpetúa, y, por tanto, se conserva la soberania. ¿Equivale esto a afirmar que, en 2793, nos hallamos en la total ilusión? No, porque entonces se efec túa, como ya se señaló, el paso del «principe» al «pueblo». Para cap tar la naturaleza de esta trasformación —auténtica revolución— hay que mirar atrás con el fin de ver lo que separa a la figura del prín::pe de la del pueblo. Principe y nación Los «espejos del principe» que florecen en el siglo xvi, de los que Mprincipe de Maquiavelo no es quizá sino el mejor ejemplo, daban ¿el rey una imagen en la que la virtud, es decir la presencia del bien en lo bello, se plantea como primera condición para el ejercicio del poder por parte del monarca. A estos textos se les podría añadir los retratos de príncipes. Para el caso, la pintura dice lo mismo que las letras. Basta con mencionar, para Francisco I, a Guillaume Budé: La institución del príncipe, escrito entre 1518 y 1519, y el cuadro de Qouet. En todos los casos, lo que se pone de relieve es la majestad ¿el rey; ahora bien, esta majestad es la del cuerpo. Si la cosa es evi dente para Clouet, no lo es necesariamente para Budé. Basta sin em bargo con ver el cuidado que pone el humanista en alabar de ma nera equivalente la belleza del cuerpo y la del alma de su monarca. En estos «espejos», la descripción del príncipe es ante todo la represintación de la monarquía en forma de cuerpo: el modelo orgánico es el que mejor representa el poder, tal como lo ejerce el monarca y tal como es su depositario (35). Dios, la naturaleza y la fortuna ha cen a los buenos príncipes: un alma pura en un cuerpo bello para permitir acciones heroicas. En el texto de Guillaume Budé(36) casi no se trata del pueblo: se trata sobre todo de los «súbditos». «Por estos bienes más arriba enunciados que provienen de la gracia divi na estáis grandemente obligado ante Dios, no sólo de rendirles plei tesía, sino también de bien usarlos en salvación vuestra y la de vues tros súbditos»(37). Responsable ante Dios, el rey no lo es ante el pue blo: usa su poder para su salvación personal y para la de sus súb(35) En The K ing’s tw o Bodies, Princeton, 1957, H. Kantorowicz demostró que 2a monarquía británica descansaba en parte en el simbolismo de dos cuerpos del rey: a i cuerpo natural y físico, mortal y un cuerpo público, inmortal. (36) Cf. ed. de C. Bontems, PUF, 1964. Véase bibliografía. (37) Pég. 84. 457
ditos. Pero esta descripción del rey cuenta sobre todo porque cons tituye al rey y a su reino* en un cuerpo del que ¿1 mismo es ca beza. Así pues, esta metáfora orgánica se desarrolla considerablemente en todos los «espejos de príncipes»: aquello de que estos textos ca recen, en razón de su pobreza teórica evidente, lo compensan empe ro fundamentando una ideología del cuerpo del rey, del que tenía necesidad para su propio uso la concepción naciente de la sobera nía: desde entonces la monarquía es representada —simbolizada— por el cuerpo del monarca, y el propio reino es un cuerpo. Es sabida la fortuna que la metáfora habrá de tener en el pensamiento político en los siglos xvil y XVII1(38): es la del «cuerpo político». Ahora bien, este punto importa aquí pues obtenemos con ¿1 el significante per tinente que permite ilustrar cómo confluye en la ideología del pue blo en el momento en que los revolucionarios franceses, en nombre de la «soberanía de la nación» (o del pueblo), proclamarán la repú blica «una e indivisible». Ocurre que, en efecto, el «cuerpo político» es, ante todo, la idea de la unidad del reino y luego la de la unicidad del centro de poder. La cabeza está separada del cuerpo pero en él se sostiene, y en con junto sólo tenemos un cuerpo. Por lo demás, Hobbes representa a Leviatán en el frontispicio de su libro, de 1651, como un hombre in menso ridiculamente vestido con los atributos del poder, y cuyo cuer po está constituido por una infinidad de hombrecillos a los que al parecer ha digerido, y de los que en todo caso el monstruo se ha apro piado extrayéndoles su propia sustancia. La ilustración del Leviatár representa de este modo a un jefe y a su pueblo, unidos, aunque dis tintos como pueden serlo la cabeza y el tronco, el contenido y el con tinente. Esta unidad de cuerpo es la misma de la nación; afirmar que U nación es un cuerpo, independientemente del cuerpo del rey y, d; este modo, eliminar al rey —y en consecuencia a la monarquía cor él—, suponía proclamar el advenimiento del pueblo soberano y e. de la república, si no el de la democracia. Este intento define y ca racteriza el movimiento de ideas que recorre los últimos cuarenta años del antiguo régimen y su concreción institucional en 1792. L* ideología del pueblo es una ideología de la resistencia:resistencias. tirano, al monarca, al antiguo régimen. He ahí lo que habla entendido Luix XV, mostrando en esto uní perspicacia digna de Luis XIV. La unidad rey-nación es consustan cial a la monarquía; el que ésta sea amenazada, en otras palabra quela nación haga cuerpo aparte, si así puede decirse, implica la rei na de la corona. El 3 de marzo de 1766, sentando este principio eser(38) Naturalmente, la metáfora orgánica no es una invención de los espejos a t principe. Estos, sin embargo, la aplican sistemáticamente a la descripción del prín zx soberano, contribuyendo de este modo a hacer penetrar la noción en el pensanüaz político de Inglaterra asi como en el de Francia. Su origen en el pensamiento m oór no debe buscarse en una desacralización de la noción de «cuerpo de Cristo». 458
cial discutido, Luis XV defiende esta actitud ante el parlamento ya que, cuando los representantes conforman un cuerpo, la propia na ción que ellos representan está animada por el mismo movimiento: «Los derechos y los intereses de la nación, a la que se pretende con vertir en un cuerpo separado del monarca, están necesariamente uni dos a los mios y sólo descansan en mis manos. No admitiré que se establezca en mi reino una asociación que llevaría a que degenere en una confederación de resistencia el lazo natural de ios mismos de beres y de las obligaciones comunes, ni que se introduzca en la mo narquía un cuerpo imaginario que sólo podría turbar su armonía; la magistratura no constituye en absoluto un cuerpo ni un orden sepa rado de los tres órdenes del reino»(39). Lo que Luis XV entrevé es, pues, la posibilidad de una «confederación de resistencia» si la na ción se hace cuerpo. Esta idea de «resistencia» es capital: ella se en cuentra en el centro de la ideología del pueblo y, desde este punto de vista, Luis XV ha comprendido perfectamente el sentido de los treinta años que seguirán. La constitución de 1793, al instituir la so beranía del pueblo, reconocía el derecho de resistencia; es verdad que esta constitución —la más democrática que Francia haya jamás conocido— no fue aplicada. No importa: en lo sucesivo, el pasaje es irreversible; pese a los retrocesos, el siglo xix burgués consolidará finalmente el principio de la soberanía del pueblo de manera, por cierto, teórica, pero no obstante definitiva. Asi pues, el pueblo es el principe; cumple la función del príncipe, y de ahí que el paso del «príncipe» al «pueblo» y en consecuencia el reinicio del estado resulte, de parte del pueblo, en su apropiación de la soberanía: ése es el fin de la actividad revolucionaria. En efecto, Robespierre organiza su discurso ante la Convención del 5 de febre ro de 1794 alrededor de este tema, para desarrollar la «virtud» en la república. «No sólo la virtud es el alma de la democracia, sino que ella no puede existir más que en este gobierno. En la monarquía, sólo conozco a un individuo que puede amar a la patria, y que, de bido a ello, ni siquiera necesita de la virtud; es el monarca. La razón de ello reside en que de todos los habitantes de sus estados, el mo narca es el único que tiene una patria; ¿no es él el soberano, al me nos de hecho? ¿No se encuentra en el lugar del pueblo? ¿Y qué es la patria, si no es el país en donde se es ciudadano y miembro del so berano?» (40) Heredero aquí, a la vez, de Rousseau y de Montesquieu, Robespierre representa bastante adecuadamente las ambigüe dades del año I de la libertad. No se cuestiona la estructura estatal o, si ocurre así, ésta acaba por mantenerse. En este sentido, la revo lución francesa es la heredera de la filosofía política inglesa y fran cesa. Ahora bien, lo que atraviesa la reflexión política en los siglos xvil y XVIII es la cuestión del principe y no la del rey. Las opiniones se dividen en cuanto a los beneficios de la monarquía absoluta o constitucional. Se trata de la soberanía, es decir del estado. El dis(39) Citado por Guiomar, op. cit., pa£. 39. (40) Discours et rappons, op. cit., pág. 215. 45 9
curso político es un discurso estatal en el que el Leviatán, cualquiera que sea la forma que tome en Hobbes o en Rousseau, nunca es dis cutido en tanto tal. En este sentido, la república «una e indivisible» ha contribuido considerablemente a consolidar en las costumbres el modelo estatal, y esto en nombre del pueblo y de la nación. ¿Cuál es, en efecto, la significación de este tema del «principe»? La de haber introducido al «pueblo» en la política moderna: el monarca gobierna al pueblo en nombre del pueblo, pero es él quien detenta el principio de este gobierno y de ahí su soberanía. En efecto, ésta está disponible, si así puede decirse, existe independientemente de aquel que la ejerce; ella es pues, como lo quería Maquiavelo, un objeto de conquista, y un teórico como Grocio, en el siglo XVII, la piensa explícitamente como un bien susceptible de apropiación. Ahora bien, es verdad que si la soberanía no es empleada no existe, de modo que ella sólo subsiste en la medida en que el príncipe se la apropia. En estas condiciones, la unidad es absolutamente exigida por el estado soberano según modalidades o representaciones históricas particulares. Asi pues, el pase del principe al pueblo es la conservación del principe en el puebla en otras palabras la conservación de la unidad. No sólo el pueble se hace uno (tal es el tema del «pueblo como cuerpo») para si mismo, sino sobre todo que se hace uno con la soberanía que ¿1 misme ejerce. Ahora bien, he ahí, con gran exactitud, la estructura del príncipe: el monarca constituye un cuerpo con la nación, se hace une con la soberanía. Es sabido que un crítico de la época (el padre Berthiei) le reprochaba a Rousseau el haberle quitado, en El contrato social, la soberanía al rey: el reproche, en verdad, está justificado, pero no por elle Rousseau le quitó la soberanía al «príncipe», porque este príncipe er el pueblo. Esta noción del príncipe, en el sentido que aquí le damos. es entonces esencial; ella nos permite comprender lo que cambia j lo que permanece en el trascurso de las trasformaciones. El modélo estatal es el modelo del príncipe, sea éste el monarca, el pueble o el partido. Lo que aporta la revolución es, pues, sin ningún juege de palabras, la revelación del principe, dicho de otro modo, del es tado. Hemos afirmado que el siglo XVl elaboraba (sobre unas base que se remontan al siglo XIV) la doctrina del estado moderno: esti doctrina es el advenimiento del pueblo como categoría política. Ñadí cambia el que se hayan necesitado tres siglos para que al pueblo se le declarase, a través de la constitución, soberano; él aparece clara mente en plena luz en 1793, no obstante ser ya una fuerza esencial tanto en Maquiavelo como en Bodino. La primera república se 1c señala a sí misma, declarándose «una e indivisible»; ahora bien, eí instrumento de esta revelación es la nación. Esta es un cuerpo, úni co y homogéneo, y por consiguiente puede recibir la soberanía, es decir ejercerla, así sea por interpósitos representantes. En efecto, des de el momento en que la nación es un cuerpo, el rey no es el cuerp; de la nación, por lo que no puede hablarse de la «nación-rey», n: más, por otra parte, que del «pueblo-rey». Pero hay que hablar aho460
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ra del pueblo-príncipe, antecedente burgués del partido-príncipe en las repúblicas de proletarios(41). El pueblo y la ley Quizá nadie mejor que Saint-Just ha experimentado como nece sidad esta perpetuación del poder de estado, en provecho de una cla se social que, de este modo, se facilitaba los medios necesarios para asegurar y preservar su poder. De hecho, lo que inaugura el adve nimiento revolucionario del pueblo soberano es el reino del derecho y de la ley. «En el estado de naturaleza —escribe—, el hombre ca rece de derecho porque es independiente. En el estado de naturaleza la moral se limita a dos puntos, el alimento y el descanso. En el sis tema social hay que sumarle la conservación, ya que el principio de esta conservación, para la mayoría de los pueblos, es la conquista. Ahora bien, para que un estado se desarrolle, tiene necesidad de una fuerza común, y esta fuerza es el soberano; para que esta soberanía se conserve, necesita leyes que regulen sus infinitas relaciones, y para que sus leyes se conserven es preciso que la ciudad tenga costumbres y actividad; o la disolución del soberano es inmediata»(42). El co mentario de este texto admirable debe ser buscado en los Fragmen tos sobre las instituciones republicanas. Estos textos expresan al má ximo la voluntad de la revolución perfectamente ilustrada por la república «jacobina» y que puede resumirse del siguiente modo: allí donde reina la ley reina la libertad. En su conjunto, el siglo xvill atestigua este punto; resulta notable que este movimiento haya sido estructurado por el ascenso del «pueblo» contra la tiranía del rey. Si entonces, como se ha observado, la ideología del pueblo es la ideología que se constituye alrededor del «pueblo» en tanto que mito de poder, esta ideología es la misma de la libertad a través de la ley. Cuando el príncipe-pueblo accede a la soberanía, el derecho es el que accede al poder; la ley civil y política prima, desde entonces, por encima de la ley de naturaleza. Si es esencia del pueblo el ser libre, esta esencia sólo se expresa en las leyes. A esto se debe el que la ac tividad legislativa de los revolucionarios fuese considerable y que Saint-Just se convirtiese en el gran defensor de la tesis según la cual la ausencia de ley oprime, mientras que la existencia de las leyes es garantía de libertad. «El cuerpo legislativo —escribe— es semejante a la luz inmóvil que distingue la forma de todas las cosas y a través del aire que las nutre... Es el punto sobre el que todo se apretuja; es el alma de la constitución, asi como la monarquía es la muerte del
(41) En esta perspectiva es como conviene analizar las tesis de Gramsci sobre el «nuevo principe»: ocurrirá que el objetivo enfocado por Gramsci no es el que la his toria alcanzó a partir de 1917. (42) L ’e sprit de la révolution, ed. R. Maudrou, UGE, 10/18, París, 1963. 461
gobierno. £7 es la esencia de la libertad» (43). Se advierte cómo la revolución, que nada cambia en el principio estatal, cambia radical mente la relación del pueblo con el poder, o, lo que es lo mismo, la relación del ciudadano con el estado. La noción misma de ciudada no, en el lugar y sitio de la de súbdito, bastaría de por si para con vencernos de ello, y de ahí las célebres palabras de Saint-Just: «Cuan do se le habla a un funcionario no se debe decir ciudadano; este ti tulo está por encima de él.» Si se tiene razón al hablar del individualismo burgués, hay que manifestarla no obstante sin perder de vista que el medio del individuo es el pueblo y, por su mediación, la ciudad o, mejor la sociedad civil o política. Aun cuando el advenimiento del pueblo, no sólo en tanto que categoría política (en el siglo xvi) sino sobre todo como mito de poder y como savia del estado republicano im plica el advenimiento de la ley y del derecho y, más aún, el de la idea de sociedad civil(44). A partir de ella se constituye el libera lismo contemporáneo; lo notable es que sea la revolución la que lo instituye. ¿Qué es esta «sociedad», tal como los revolucionarios se refieren a ella a partir de 1789? No es separable de la nación y de la «patria»; ella indica una pertenencia a la comunidad. Lo que el antiguo régi men no conocía es, precisamente, esta comunidad, este bien común en el que cada individuo participa en tanto que individuo. «La patria no es, de ningún modo, el suelo —dice Saint-Just—, es la comunidad de afectos, que lleva a que, al luchar cada cual por la salvación o la libertad de lo que le es querido, la patria se sienta defendida. Si cada uno sale de su choza con su fusil en la mano, la patria se salva de inmediato. Cada cual lucha por lo que ama: he ahí lo que se deno mina hablar de buena fe. Combatir por todos no es más que su con secuencia»^). Sin embargo, no hay que representarse a esta socie dad como una realidad empírica: no se trata del país, como tampo co la nación o la patria son un territorio. Es ante todo una entidad moral, o más bien ética: ella fundamenta una obligación. Como con secuencia de esto, se reparten derechos y deberes. El hombre es de clarado ciudadano y, por consiguiente, se le pueden reconocer dere chos. Asimismo, tiene entonces deberes sin los cuales su propia li bertad no sería nada, ya que estos deberes son los que él tiene hacia la comunidad. Puede apreciarse de este modo toda la diferencia existente entre el antiguo régimen que descansa en el príncipe y el nuevo que se apo ya en el pueblo. Recordábamos más arriba los «espejos del príncipe» que florecen en el siglo XVI. Al representar al rey, esas obras repre sentaban el poder, residiendo éste, precisamente, sólo en el monar(43) Ibtdem , pág. 83 (el subrayado es mfo). (44) Acerca de la formación de esta noción de «sociedad civil», cf. nuestro articu lo en el t. II: La génesis del estado laico (IV. 4) y, aqui mismo, nuestro an&lisis sobre el Jjheralism o. págs. 506 y ss. (45) Fragm entos..., op. cit., pág. 144.
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ca. Estas representaciones del príncipe constituían la imagen del po der soberano: de modo que la autoridad era bien visible. El súbdito se refería directamente al rey; por otra parte, a esta razón explícita mente invocada se debe el que Guillaume Budé se dirija a Francis co I: le dice que todo el mundo tiene los ojos puestos en él. Este fas to de los reyes es requerido por el poder que ellos ejercen. ¿Qué ocu rre con él ahora, dado que el pueblo es el principe, ahora que el cuer po del príncipe es la nación? El ciudadano, y no ya el súbdito, man tiene relación únicamente con la ley y por ello la primera tarea de la revolución, y también su permanente preocupación, consiste en elaborar una constitución, una declaración de derechos. La ley, en la república democrática, es el único centro hacia el cual se vuelven las miradas. El estado, entonces, no es más que el instrumento de la ley y el ciudadano sólo responde ante ella. La trasformación radi cal en el plano de la forma del estado introducida por la revolución francesa consiste en trasferir a la ley la autoridad detentada por el monarca. Esta trasferencia indica el nacimiento del estado contem poráneo como consecuencia directa del modelo estatal elaborado en tre los siglos xiv y xvi. En la secuencia de la soberanía, el momento del principe que co rresponde grosso modo a la monarquía absoluta, el principio del po der conforma una unidad indisoluble con la forma en la que este po der lo ejerce: la monarquía es una monocracia. La ley es entonces la voluntad del monarca y la relación con la ley es la relación con el monarca, y de ahí la majestad de que tiene que rodearse el sobe rano. También el momento del pueblo que corresponde al período inaugurado por la revolución francesa realiza la unidad del princi pio y del ejercicio del poder. La ley es entonces la voluntad del pue blo y la república es una democracia. No obstante, ella no deja de ser un estado. Esto es lo que nos importa aquí. Mientras que la re lación de obediencia era trasparente bajo el monarca, teniendo el su jeto que relacionarse directamente con el rey, esta relación sigue sub sistiendo, pero considerablemente oscurecida. Sólo por un artificio retórico puede afirmarse que en la democracia el pueblo se obedece a sí mismo obedeciendo a la ley: siendo el argumento que únicamen te se puede ser libre obedeciendo a sus propios decretos. De hecho, lo que el momento del «pueblo» introduce en la secuencia de la so beranía es la autonomía de la ley en el estado. Cuando el pueblo es soberano y por consiguiente también legislador(46), el ejercicio del poder no podría ser sino el del estado, ese guardián de la ley para todos. El estado puede, pues, justificar su principio en el pueblo y, mediante la ley, justificar su autoridad sobre él. El estado surge en tonces como la traducción jurídica del «pueblo», y éste como un ver dadero mito de poder. El ciudadano, en la democracia, es «miembro del soberano», como afirman en conjunto Robespierre y Rousseau: pero no por ello (46) Razonamos aquí sobre el caso «ideal» de la democracia estatal «directa». 46 3
deja de obedecer; al no poder obedecer ya al rey, se somete a la ley que se da a sí mismo, y a causa de esto obedece al estado, ya que Leviatán es en (y por) el pueblo, y el pueblo es él. Pueblo y revolución Así pues, no se procurará aquí justificar esta ideología del pue blo, pues ello supondría justificar al estado. Por otra parte, la his toria, desde entonces, ha tenido como tarea llevar a cabo tal justi ficación. No se le dará entonces la razón, pero tampoco se conde nará a Saint-Just cuándo declara que la ley es la que libera y que la tiranía es precisamente la ausencia de ley. Sea como fuere, el pro blema con el que chocó la revolución francesa es menos el de la des trucción de la monarquía del antiguo régimen que el de la fundación de la democracia. En otras palabras, la lucha contra la tiranía ¿es eí mejor medio de actuar para la democracia?(47). He ahí el problema que se presenta a la vista de los debates en lo que concierne a la de terminación de la línea del gobierno revolucionario. Luego, esta cues tión fue agitada frecuentemente bajo una u otra forma: sigue siendc actual. Pero no se habrían señalado suficientemente las tendencias se cretas o confesas que constituyen la ideología del pueblo si no indi cásemos asimismo que el espíritu en que participa esta noción de. pueblo es el espíritu de la revolución. Supondría un error considerar que este tema de la revolución nace con el 89 y que suyo es inclusc todo su espíritu. Por cierto que el 89 se encuentra en el origen é t nuestra noción de revolución. De hecho, este tema, entre tanto? otros, está ya claramente presente en el siglo XVI, no como doctricx constituida sino como soporte de las representaciones mentáis como marco de la acción. Por lo demás, Maquiavelo participa am pliamente en este estado de espíritu; el principe es fundador, él ins taura y lucha. Lo que aporta el 89 es la revolución como evidendc. si puede decirse así: a partir de entonces, la revolución es el todo de pensamiento y de la estrategia política. Si la revolución se hace evi dente, ello ocurre porque el 89 la manifiesta; ahora bien, esta mani festación de la revolución es factura del pueblo. El pueblo es quíes hace la revolución y ésta se hace en nombre del pueblo. Lo que s siglo xvi no había enfocado claramente del todo, el xvm lo saca i la luz; el par pueblo-revolución conforma desde entonces el mam: de la vida política. La tradición socialista del siglo XIX, asi como J. del xx, depende de este esquema directamente surgido del 89, y J. distribución de doctrinas puede efectuarse a partir de una pareja se cundaria: reforma y revolución. Esta alternativa le hace eco a otn en la que quedaba pendiente el destino de la república jacobina: re(47) Sobre este problema de la democracia, víase en la sección siguiente: Ubrtad, igualdad, págs. 466 y ss. 464
volución o restauración. Pero, ya lo dijimos, a partir de Maquiavelo la política es el arte de instituir, es el de la fundación, y se ha visto cómo Robespierre hablaba literalmente como el secretario florenti no: resulta notable que lo hiciese para invocar la novedad de la obra que quedaba por hacer, ya que el tema revolucionario es amplia mente el de la invención de un «orden nuevo». Es, pues, esencial indicar, en el surco profundo dejado por el pe ríodo considerado, el origen del tema contemporáneo de la revolu ción. Pero es capital tener presente en el espíritu que este tema fue posible a partir del «pueblo»: la ideología del pueblo está considera da como la de la revolución. De modo que podríamos formular aquí una hipótesis bien fundamentada, tanto más cuanto que no surge únicamente del periodo que inaugura 1789 sino incluso del que inau gura 1917. Más aún, sus premisas se plantean desde el advenimiento de la soberanía en tanto que doctrina constituida y como práctica po lítica histórica. Sostenemos que el tema de la revolución es esencial para el estado, del que no es la sustancia, pero que seguramente es la form a. El estado ha mostrado que era revolucionario y se verifica que la revolución está siempre al servicio de la fundación y de la con servación del estado. Tenemos aquí un dato constitutivo de la his toria moderna que, naturalmente, no es el único. Y no es el menos fundamental. Cuando los pueblos se dan estados, esto no puede producirse, en el interior del marco de la soberanía, a no ser que lleven a cabo la revolución. En este sentido diremos que el estado supone la revolu ción: hasta nueva orden, el tema revolucionario pertenece al registro de la soberanía. El es a la vez su gramática a través de la cual su secuencia procede y se trasforma, y su lógica mediante la cual esta misma secuencia se consolida y se perpetúa. En efecto, príncipe, pue blo y partido describen un movimiento de una vez, continuo y dis continuo. La continuidad del estado se propaga por ¿1 a través de discontinuidades revolucionarias. Ahora bien, el pueblo es el princi pio primero de esta historia. Invisible bajo el régimen del príncipe, aunque presente, se revela a continuación. De este modo, Luis XV había entendido, tal como se ha señalado, la sutileza que se abría paso cuando ante él, exterior a él, la nación (que pronto habría de ser el pueblo) se organizaba como un cuerpo separado de su propia persona. Al estigmatizar a la «confederación de resistencia», ponía el dedo en la revolución. Asi pues, el estado es por naturalezá revolucionario, no sobrevi ve sino trasformándose. Para él, el tiempo es mortal si no sabe, lle gado el momento, apropiarse de la permanencia rompiendo el ritmo de su poder para instalarlo sobre otras bases. Ahora bien, el basa mento más seguro de tal reajuste de su autoridad es el pueblo. A esto se debe el que Hobbes tuviese razón al representar a Leviatán cual un gigante que ha engullido a su pueblo; ocurre que el estado teme a la muerte tanto como los hombres que, para alejarse de este miedo supremo, se abandonan, según él, en los brazos de aquél a quien él denomina todavía como el «Dios mortal». La ley, el pueblo 465
y la revolución, tales son las figuras esenciales de la soberanía. Esto no seria más que pura metafísica si el poder al que los hombres se abandonan no acabase por devorarlos. Así es como el culto del es tado, tal como parece creerlo Saint-Just, se confunde, en una repú blica bien hecha, con el culto a los muertos. ¿No se lee acaso en los Fragmentos... aquel curioso pasaje, menos asombroso de lo que pa rece: «Los cementerios son paisajes risueños; las tumbas suelen estar cubiertas de flores, esparcidas todos los años por la niñez(48)»?
BIBLIOGRAFIA Para la bibliografía: Cf. bibliografía del texto siguiente: Libertad, igualdad.
4.
L ib e r t a d , ig u a l d a d
por Gérard Mairet Libertad e igualdad son las palabras maestras de la revolución francesa. En su nombre se llevan a cabo las acciones y se asegura la victoria. No es, pues, casual que el primer acto revolucionario con sista en declarar solemnemente la existencia de derechos del hombre y que éstos, ante todo, sean la libertad y la igualdad. No se discutirá aquí el origen de la célebre declaración del 89, y no por cierto por que esta cuestión importe poco, pero parecería preferible interrogar se sobre la significación general de esta referencia a la libertad y a la igualdad. Resulta notable, en efecto, que, tanto en Francia como en Amé rica trece años antes, estas dos nociones estructuren las declaracio nes en términos de derecho. Libertad e igualdad son derechos. Re cordemos, a titulo de indicación, los enunciados en cuestión: la De claración de independencia (Filadelfia, 4 de julio de 1776) «conside ra como verdades evidentes por si mismas que los hombres nacen iguales; que el creador les ha dotado de determinados derechos ina lienables, entre los cuales se encuentran la vida, la libertad, la bús queda de la felicidad; que los gobiernos humanos se instituyen para garantizar estos derechos». Por su lado, la Declaración del 89 esti pula (art. 1): «Los hombres nacen y siguen siendo libres e iguales de derecho. Las distinciones sociales sólo pueden basarse en la utilidad común»; (art. 2): «El objetivo de toda asociación política es la con servación de los derechos naturales e imprescindibles del hombre. Es-
(48) Fragmentos..., p&g. 170. 466
tos derechos son la libertad, la seguridad y la resistencia a la opre sión.» En la declaración americana, los hombres no nacen libres, o al menos esta libertad no es admitida. En la declaración francesa, li bertad e igualdad lo son de nacimiento —sin referencia al «crea dor»—, pero se trata, sobre todo, de derechos de nacimiento. Sin em bargo, estas diferencias en la formulación son mínimas, ya que si, explícitamente, en el texto de 1776, los hombres no nacen Ubres, son empero declarados libres en virtud de un derecho que les ha acor dado el creador. Si bien la libertad no lo es de nacimiento, lo es por derecho divino. Así, en ambos casos, libertad e igualdad son consi deradas constitutivas del hombre debido a la recurrencia a un prin cipio jurídico. Esta noción del hombre es la noción fundamental ex presada por estos textos. Desde entonces, ellos tienen como objetivo el revelar a un «hombre» cuyos atributos característicos, y en conse cuencia universales, son la libertad y la igualdad mutuas. Esta antropología no es solamente jurídica, sino también políti ca: este hombre es un «ciudadano», tal como lo afirma con fuerza el texto del 89. Ahora bien, precisamente esta ciudadanía del hom bre es la planteada como la condición de la libertad. Se tiene, pues, esta figura difícil y que es la clave de la ideología que sostiene estos textos: la libertad y la igualdad existen por naturaleza, son implíci tas al hombre en tanto hombre, pero en la vida política, bajo la pro tección del estado, es donde estas cualidades intrínsecas están garan tizadas, se despliegan y están protegidas. En otras palabras, lo que es en virtud de mi derecho natural, no puede tomar cuerpo y existir plenamente sino en el marco de un de recho político: el hombre sólo es un hombre si existe como ciuda dano. Debe reconocerse aquí la opción democrática. Resistencia, naturaleza, tiranía De este modo, el sentido de estas dos nociones, tal como lo ilus tra el siglo xvill, consiste en que el hombre es un sujeto natural de derecho. He ahí el sentido de esta idea que conforma la base doctri nal de la revolución francesa: la idea de que existen «derechos del hombre». A partir de ahí, puede afirmarse que la revolución france sa es el acontecimiento que demuestra lo siguiente: si los hombres, en circunstancias particulares —precisamente la tiranía—, no ejer cen estos derechos naturales, esto no prueba que estos mismos de rechos no existan. La revolución es considerada como la emergencia del derecho natural alzado contra la tiranía. En tanto afirmación del derecho, la noción de hombre implica la oposición de la naturaleza a la tiranía. ¿Qué es, pues, este derecho natural mediante el cual el individuo se plantea como una persona y el hombre como un ciudadano? Es mi cualidad innata de ser libre; de poseer en mi mi propia razón y mi propia causa; es el presentar me al otro como conciencia propia reconociéndole este título tam467
bién al otro. La fuerza de este derecho se sostiene, pues, esencial mente, en mi libertad absoluta. Ser hombre supone ser libre, y este es atestiguado por mi condición de ser por naturaleza un sujeto de derecho. Ahora bien, esta cualidad es la que me niega la tiranía. En su rigor radical, se trata de lo que expresaba Saint-Just: allí donde no hay ley reina la tiranía. A esto se debe el que la Declaración del 89 reconozca, como derecho imprescriptible, el derecho a la resis tencia. Por cierto que no se especifica dónde comienza y dónde ter mina la opresión, pero este mismo vacío otorga una consistencia sa tisfactoria al derecho de resistirlo. Quizás esta idea de resistencia es la que mejor ilustra el contenido del derecho. El hombre es un ciu dadano, o sea que es un sujeto de derecho; en otras palabras, no es un «súbdito», criatura sometida a una voluntad ajena a la suya. Ser sujeto de derecho supone gozar de una voluntad libre, estar exente de cualquier obediencia, de toda servidumbre. La dependencia es £ signo de mi sujeción y el índice de la tiranía. A esto se debe que k naturaleza —el derecho natural— sea la mejor arma contra el des potismo. Entre el súbdito del rey y el sujeto de derecho hay, pues, la misma diferencia que entre la libertad y la servidumbre. Los revolucionarios, al codificar de este modo los derechos d¿ hombre y el ciudadano, codificaban en suma la teoría de la demo cracia: ésta es el reconocimiento de la igualdad, pero la igualdad su pone la libertad. En consecuencia, era necesario fundamentar esta li bertad como derecho, hacer de ella un derecho para convertirla eu arma. Además, si se tiene el derecho a sublevarse, entonces toda re vuelta, toda revolución es legítima. Más que un derecho, en efecto, la resistencia es asimismo un deber. Con él resulta proclamado, dí este modo, el deber de conservar mi vida de hombre libre: la liber tad, aunque natural, surgida de Dios o de la naturaleza (algo seme jante), es algo por conquistar. Por esto la lucha contra la tiranía es experimentada entonces como la lucha por volver a encontrar las dis posiciones primeras de la naturaleza, entre cuyo cúmulo figura, pe rnera entre todas, la libertad. Resistencia a la opresión, legitimidad de la resistencia, deber c: preservar y de conquistar mi libertad, todo esto constituye verdade ramente mi derecho natural. Resulta entonces esencial señalar qm este derecho que es sólo puede existir realmente en la sociedad, es decir, en el reino de la ley. Robespierre, al intervenir en el deba^ sobre la constitución del 10 de mayo de 1793, con el fin de hacer valer este tema de la ley como instrumento de la lucha contra la tira nía, se refería a Rousseau: «El hombre nació para la felicidad y pan la libertad, y sin embargo, esesclavoy desgraciado. Es objeto de JL sociedad la conservación de sus derechos y la perfección de su ser y por todas partes la sociedad le degrada y le oprime. Ha llegado s momento de devolverle a sus verdaderos destinos; los progresos ct la razón humana han preparado esta gran revolución, y a vosotros se os ha impuesto especialmente el deber de acelerarla. Hasta aqu el arte de gobernar no ha sido más que el arte de despojar y de ava sallar a la mayoría en provecho de la minoría; y la legislación, el nií468
dio de reducir a sistemas estos atentados. Los reyes y los aristócra tas han sabido cumplir con su tarea; a vosotros corresponde ahora cumplir con la vuestra. Es decir, hacer a los hombres felices y libres mediante las leyes» (49). Todos los temas acarreados por la idea del derecho natural están prácticamente presentes en este texto, pero so bre todo el tema mayor: la sociedad basada en leyes es elemento de la libertad, el medio donde se realiza mi derecho. De manera que si este derecho es de naturaleza, sólo puede existir como hecho en la sociedad. O, para decirlo de otro modo, la problemática que tradu ce la Declaración de 1789 parece ser ésta: la libertad y la igualdad son derechos (naturales); sin embargo, no pueden ser realizados sino en las leyes (de la sociedad). De este modo, lo que induce la idea de derecho de naturaleza, o de prescripción natural de mis derechos, es finalmente la obligación social y política del hombre que, a causa de esto, se convierte en un ciudadano, sujeto de derecho. Así pues, cuando afirmo mi libertad, o más bien cuando la revolución francesa afirma la libertad de «el hombre», lo hace para proclamar la necesidad de constituir el esta do. La referencia a la naturaleza es pues, de hecho, una doble refe rencia: ante todo contra la tiranía, y luego por la república. Debe señalarse aquí que la pertenencia a la comunidad humana, y más precisamente la justificación del poder de la sociedad sobre el individuo no son temas propios, únicamente, de la revolución fran cesa: todo el siglo xvni filosófico, en su conjunto —incluido Rous seau—, es la afirmación de que la sociedad y el estado son necesa rios para la expansión de la libertad del hombre. Ahora bien, este tema de la vida comunitaria social suele ser introducido a partir de la noción del estado natural de los hombres: Hobbes, Spinoza, Rous seau están de acuerdo en lo que respecta a la libertad natural del hombre. Las variaciones surgen en el momento en que se trata de definir el empleo y la extensión de esta libertad natural. Mientras que Hobbes, por ejemplo, querrá por intermedio del Leviatán limi tar la libertad natural, Rousseau querrá extenderla y reencontrarla a través del contrato social. Sea cual fuere con estas diferencias, la justificación en la naturaleza de las leyes civiles y políticas es regla constante. En este sentido, la declaración de derechos del hombre y del ciudadano traduce las exigencias de la tradición conocida como del «derecho natural moderno», tradición que habría de invocar muy particularmente el siglo XVIII filosófico, y luego el revolucionario. Por lo demás, lo contenido implícitamente en esta manera de enfo car el problema político, como relación del hombre con la sociedad, consiste en que la vida política es el medio privilegiado en el que los hombres pueden encontrar la felicidad y vivir según las exigencias de la virtud. La sociedad política, y en consecuencia el estado, es el lugar ideal del bien. Esta ecuación estado=el bien, sociedad=la vir tud, no es empero propia de la tradición de que hablamos; por el (49) Robespierre: Discours et rapports á la convention, ed. de Marc Bouloiseau, UGE, 10/18, París, 196S, p. 131 (el subrayado es mió). 469
contrario, es el estatuto de la generalidad de la reflexión teórica so bre el poder desde la antigüedad griega. Platón sistematiza clara mente esta manera de ver; para él, lo justo se halla en la vida de la ciudad. Así vemos ahora lo que es nuevo y lo que no lo es en la exigen^ cia de libertad e igualdad proclamada por los revolucionarios ame ricanos o franceses. Si bien la Declaración no escapa a la tentación secular de justificar la asociación política y el poder de estado a tra vés de las entidades morales universalistas como el hombre o la na turaleza, su novedad-esencial consiste sin embargo en haber conver tido la resistencia a la opresión en un derecho y, por ello, en un ver dadero deber. En su proyecto para una nueva declaración presenta do el 24 de abril de 1793, Robespierre propone el artículo siguiente (art. 27): «La resistencia a la opresión es la consecuencia de los otros derechos del hombre y del ciudadano» (50). Deducir la resistencia de los derechos del hombre, o, en otras palabras, convertirla, como a la libertad o la igualdad, en un derecho natural, consistía en hacer del derecho natural un arma contra él mismo. Por cierto que no Le entendían así ni la convención ni Robespierre en particular. En efec to, si la resistencia es un derecho, sólo me atañe a mí, en virtud Cí mi libre voluntad, constitutiva ella misma de este derecho, de con siderar tiránica a la sociedad elaborada sobre este mismo derecho na tural. Así pues, esta noción del derecho de resistencia, ya presente er el texto de 1789, es una gran novedad y a través de ella se afirma realmente el aspecto revolucionario de la proclamación de la liber tad en tanto que derecho. Puede pues reconocerse, en esta disposi ción, una tesis verdaderamente revolucionaria y que incluso es, pre cisamente, la tesis de la revolución. El porvenir, a no dudarlo, em p le a rá con parsimonia este derecho de resistencia, aunque no hayal faltado ocasiones para hacerlo valer. En los siglos XIX y XX, la re sistencia al despotismo de la total obediencia ha solido ser esta luz que ningún poder extinguirá jamás por entero. Mérito de los revo lucionarios del 89 es el haberla convertido en un derecho de natura leza incluso cuando proclamaban el gobierno de la naturaleza sobre la so cied ad de los hombres. En efecto, el último articulo del proyec to de Robespierre afirma (art. 38): «Los reyes, los aristócratas, les tiranos, sean quienes fueren, son esclavos rebelados contra el sobe rano de la tierra, que es el género humano, y contra el legislador dd universo, la naturaleza»(51). Luis XVt y el imperativo categórico La apelación a la virtud, constante en Robespierre, es una lla mada a la libertad del hombre. Por consiguiente, la libertad no es separable de la resistencia a la tiranía y cuando se plantea el pro(50) Cf. Discours..., p. 127. (51)
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IbUL, p .
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blema del proceso de Luis xvi, Robespierre se pronunciará en favor de su muerte en nombre de la virtud. Virtud política pues, como lo quería Montesquieu: amor por la república y la libertad, ella no ex cluye, sin embargo, la elevación moral. Así pues, no se podría en tender plenamente la exigencia de libertad si, refiriéndola a la cues tión de la resistencia al tirano, no se la situase en el seno mismo de la virtud: la libertad es una virtud, de manera que, al ser un dere cho, es asimismo un deber. Actuar virtuosamente, como lo piensan conjuntamente Robespierre y Saint-Just, implica, en un período re volucionario, aliar el terror a la virtud. Nada de libertad, entonces, para los enemigos de la libertad. «Si la virtud es competencia del go bierno popular en la paz, en estado de revolución son competencia del gobierno popular, a la vez, el terror y la virtud. La virtud, sin la que el terror es funesto; el terror, sin el que la virtud es impotente. El terror no es otra cosa que la justicia rápida, severa, inflexible; es, pues, una emanación de la virtud; es menos un principio particular que una consecuencia del principio general de la democracia aplica da a las más acuciantes necesidades de la patria»(52). Este resumen prodigioso en el que la virtud justifica al terror en nombre de la democracia enuncia adecuadamente todas las implica ciones de la concepción de la libertad en tanto que derecho natural. Esta supone una revolución en las costumbres políticas. Plantear la li bertad como derecho supone definirla como deber. El estado, o para el caso el gobierno revolucionario, es pensado como el medio eficaz para asegurar su reino. Se quiere la libertad, y esta voluntad carac teriza idealmente a la virtud. La libertad y su corolario obligado, la igualdad democrática, no es pues una noción individualista: ella ata ñe a la «patria». O, más bien, ella tiene su existencia en la sociedad de los hombres; de este modo, el individuo libre es el que sitúa su propia libertad en el estado. Este es el lado por el que la virtud pa recería ser, en efecto, virtud pública. Encontramos entonces aquí el tema del pueblo y de la democracia. De hecho, en su tendencia ge neral la revolución francesa, expresada sobre todo por la república jacobina, es la demostración de que sólo hay libertad en la república democrática. Más aún, el reino del derecho y por tanto de la liber tad es el reino de la democracia. Esta demostración da por sobreen tendido que el acontecimiento de la libertad es por sí mismo el acon tecimiento del hombre. En la revolución francesa opera toda una an tropología filosófica, que atraviesa a aquélla y le otorga un carácter de universalidad: es la idea —estoica— de la «humanidad», la idea, muy difundida entonces, de que los hombres conforman en tanto que tales, una sociedad. El concepto de «sociedad del género humano» (e incluso el de «sociedad de las naciones» que procede de aquél y del que hay ecos en Kant en Alemania), este ,concepto organiza la re presentación que los revolucionarios efectúan sobre su propia mi sión. La humanidad es un objetivo que alcanzar y una finalidad que realizar. De tal modo que la libertad como derecho es la afirmación (52) Ibid., pp. 221-222. 471
del deber al que están muy ligados los hombres de la época, el de pertenecer a esta humanidad en la que un hombre vale tanto como otro (igualdad) lejos de toda jerarquía natural. Si entonces la natu raleza ha hecho a los hombres libres e iguales de derecho, esto sig nifica que, por una aberración de la historia, éstos han podido so meterse y seguir siendo esclavos bajo el yugo de los tiranos, pero a partir de ahora ha llegado el momento de la liberación. Entonces, la virtud no es otra que esta libertad activa: consiguientemente, ella sólo podría ser revolucionaria. Lo que en efecto fue. Naturaleza, li bertad, ley, virtud, terror son temas que se encadenan y se conti núan naturalmente: son complementarios. El esfuerzo revoluciona rio consiste en mantenerlos ligados permanentemente. La contrarre volución, es decir la tiranía, por el contrario, tiende a desligarlos. Así pues, lo que estructura la ideología de la libertad es la refe rencia a «la humanidad», de modo que el «pueblo» (y su forma po lítica natural, la democracia) no es más que el modo de existencia de «la humanidad», su manifestación empírica. A esto se debe el que, en noviembre de 1793, Robespierre pueda declarar: «Cuando la li bertad ha logrado una conquista tal como Francia, ningún poder hu mano puede sustituirla.» Para él, no es Francia quien conquista la libertad, sino lo inverso, una manera de expresar que la libertad es previa al pueblo que, mediante su virtud y su valentía, es capaz de alcanzarla. El nexo que une a Francia y la libertad es, pues, natural y representa el propio plan de la naturaleza, su voluntad, que es la causa de este nexo único y privilegiado. Así pues, la humanidad es libre por esencia, o bien su esencia es la libertad; la virtud consiste en coincidir con ella, en desearla, en participar en ella. Está fuera de toda duda entonces el que, dominado por Robespierre y SaintJust, el año I de la libertad haya hecho de la revolución un impera tivo categórico en el sentido kantiano del término, de modo que la constitución del 93, radicalizando la declaración del 89, pueda ser considerada como la formulación de su máxima. Es sabido que Kant enunciaba así el imperativo moral: «Actúa como si la máxima de tu acción tuviese que ser erigida en ley uni versal de la naturaleza.» Este imperativo dominó la revolución fran cesa, y quizá por ello el filósofo de Kttnigsberg es el único de su tiem po que apoya la acción de los revolucionarios hasta en el terror. Da das estas condiciones, no resulta asombroso que veamos en la muer te de Luis XVI la perfecta realización del imperativo categórico. De capitar a Luis xvi era un acto cargado de universalidad: no se ma taba a un «tirano», sino que se decapitaba a la tiranía. Su universa lidad moral tenía su origen en la naturaleza, porque «la ley universal de la naturaleza», como dice Kant, había presidido la ejecución de la sentencia. Entonces, ésta sólo aparece casi como una astucia su plementaria de la historia: Robespierre lo dice en su acusación, es necesario que el tirano muera para que viva el pueblo. Escuchemos pues a Kant-Robespierre: «Pero un rey destronado en el seno de una revolución, cimentada nada menos que en las leyes; un rey cuyo solo nombre acarrea la plaga de la guerra en la nación agitada, ni la pri472
sión, ni el exilio pueden hacer que su existencia sea indiferente para la felicidad pública; y esta cruel excepción a las leyes ordinarias de seadas por la justicia no puede ser imputada sino la naturaleza de sus crímenes. Enuncio con pesar esta fatal verdad... pero Luis debe morir porque es necesario que la patria viva»(53). Asi pues, el rey Luis fue decapitado por deber hacia «la humanidad»: única manera de que la república alzase la cabeza. Víctima del imperativo categó rico, Luis xvi, una vez muerto, era considerado finalmente —como lo estipulaba el artículo 17 del decreto dictado el 4 de agosto de 1789 que proclamaba la abolición del régimen feudal— como el auténtico «restaurador de la libertad francesa». En 1784, Kant, respondiendo a la pregunta: «¿Qué son las lu ces?», se pregunta si el siglo XVIII es una época «iluminada»: no, pero lo está siendo, afirma. Desde su punto de vista, no hay que dudar que la época es sublime: la razón se difunde, encuentra su siglo, asi como la libertad encuentra en Francia su territorio. Más aún, el fi lósofo de Kdnigsberg reconoce en los tiempos que vive (tiempos que van de Rousseau a la gran revolución) los índices del advenimiento de la civilización o, más precisamente, de la «cultura»: el siglo XVIU es la era de la moralidad. Era pues acorde con el plan divino de la naturaleza el que el monarca de Francia tomase parte, del modo que es sabido, en este gran acontecimiento. En efecto, Kant pensaba que el monarca no debe contrariar a sus súbditos cuando éstos empren den una acción para la salvación de sus almas, e incluso debe ayu darles. «Ahora bien, aquello que un propio pueblo no tiene derecho a decidir en cuanto a su suerte, un monarca tiene todavía mucho me nos derecho a hacerlo por el pueblo, porque su autoridad legislativa procede precisamente del hecho de que él reúne la voluntad general del pueblo en la suya propia. Con tal que únicamente vigile el que toda mejora real o supuesta se concibe con el orden civil, puede por lo demás dejar que sus súbditos hagan con su propio jefe lo que ellos consideren necesario efectuar para la salvación de sus almas; éste no es asunto suyo, pero tiene que velar porque algunos no impidan por la fuerza a otros el trabajar en realizar y adelantar esa salvación con todas las fuerzas de que dispongan»(54). En tales condiciones, ¿podía Luis hacer otra cosa que huir a Varennes ya que, teniendo el deber de ayudar al pueblo en lucha por la «salvación de su alma» (55) contra las intrigas de sus enemigos, comprobaba que en este asunto el enemigo era él?
(53) Discours..., p. 79 (el subrayado es mió). (54) Kant: Qu’est-ce que tes Lumiéres?, tr. fr. de S. Piobetta en La Phtíosophie de l ’h isloire, Aubier, París, 1947, p. 89. Véase en castellano Filosofía de la historia. El Colegio de México. 1941 (N. T.). (55) ¡Se acababa de producir la «constitución civil del clero»! 473
Contrato social y revolución Asi pues, el problema de la democracia está ligado bajo la revo lución, como por otra parte hoy, al tema de «la humanidad»: el pue blo soberano es el que estructura la república democrática, no sien do ésta, finalmente, más que la modalidad histórica de la «sociedad del género humano». La noción de naturaleza, y de derecho natural que a ella se refiere es considerada en consecuencia como insepara ble de la ley, esta ley sin la cual la libertad no es más que quimera, y el gobierno, tiránico. Se hallaba ahi por otra parte la preocupa ción permanente de Rousseau, tan justamente reverenciado durante la revolución: habiendo descubierto en el estado de naturaleza la li bertad y la igualdad en su perfección simple, el autor de £7 contrato social se imponía la tarea de erigir un sistema político acorde con el derecho natural de cada cual. A la abstracción de «la humanidad» corresponde, pues, la abs tracción de «la ley». En efecto, esta última es muy abstracta, lo que no quiere decir que sea impotente e ineficaz. Todo lo contrario, sólo hay el poder de la ley. Esta se alza ante el individuo que, mediante ella, descubre su propia individualidad. Todo el esfuerzo de la revo lución francesa consiste entonces, bajo esta relación, en ligar al in dividuo con la ley o, más bien, en hacer que la democracia sea el propio nexo. La «virtud» de que habla Robespierre no es nada más que el amor por la ley. Se trata pues, si quiero comprender el sen tido de mi libertad, de saber en qué consiste la ley. La referencia a Rousseau se impone entonces, todavía, aquí: ¿no quería él que el in dividuo, desde el momento en que lleva una existencia política, no exista ya para si mismo? Si esto es así, ocurre que él no tiene en si mismo, en el estado social y político, el principio de su propia indi vidualidad. La revolución francesa pretende inscribir en los hechos lo que Rousseau pensaba especulativamente. El principio del indivi duo se halla en la colectividad de la que es miembro y que la ley ex presa. Pertenecerse a sí mismo y así hacer valer su libertad como de recho natural implica pertenecer al estado, ni más ni menos que tal hombre pertenece en tanto tal a «la humanidad». La relación del hombre consigo mismo es mediatizada por su relación con el esta do. No hay pues relación interpersonal en la república que no esté estructurada por la ley. Asi es como la noción de igualdad adquiere su sentido, o, más bien, que adquiere entonces el sentido que todavía tiene hoy. Un hombre, decíamos, vale lo que otro hombre. Debido a que el hecho de ser hombre es un valor, este hecho es precisamente un derecho. Tengo el derecho de intercambiar con otro, es decir que tengo el de recho de comprometerme en contratos. Esta idea requiere otra que le es anterior en un sentido lógico, a saber que yo soy libre a con dición de que mi vecino también lo sea. Por consiguiente, la igual dad supone la libertad. Pero podría creerse que de este modo nos hemos vuelto a sumergir en el estado de naturaleza, esta vez el de Hobbes. Es sabido que Hobbes veía en la «condición natural del 474
hombre» el estado de guerra más perfecto, visto que los hombres par ticipan en ella de la misma igualdad para desear lo que desean, de manera que el más fuerte es el que gana. La revolución francesa no ambiciona nada menos que hacer reinar la naturaleza y sus dere chos, sustituyendo a la violencia que reina en ella por la ley que pa cifica. En el estado de naturaleza, que no es otro que el antiguo régi men, la comunicación de los individuos no existe o, si existe, es en forma de lucha. La revolución, que de hecho no es más que el con trato social, introduce pues la comunicación, instituyendo en ella un nexo social. La república —que no es sino la sociedad civil y polí tica— corresponde pues al advenimiento de la ley común a todos. Ella hace posible la urbanidad de las costumbres. Cada cual es igual a otro porque ambos son, en conjunto, iguales ante la ley. La de mocracia no debe ser pensada de otro modo que como la sumisión de todos a la ley, y la ideología de la libertad no es otra cosa que la ideología de la igualdad ante la ley. En el estado de naturaleza, o antiguo régimen, el hombre depende de otro hombre, su voluntad es entonces la del otro hombre. Así se define la tiranía. Por ello los revolucionarios afirman que la tiranía es el gobierno sin la ley. Si el antiguo régimen es el estado de naturaleza, en el sentido de que éste es el verdadero estatuto de aquél, sucede que, precisamente, el anti guo régimen no es una «sociedad». No hay ni pueblo ni ciudadano, no hay más que un rebaño de esclavos y de súbditos. El estado de naturaleza es, pues, la verdad del antiguo régimen, porque no está constituido por un nexo orgánico. El contrato social es quien teje este nexo: o sea la revolución y el terror. Extraña época pues, que, cuando habla de contrato, piensa de he cho en revolución. ¿Se dirá que nosotros «interpretamos»? Puede ser. Queda el que en aquel tiempo, como por otra parte hoy, un texto (el de Rousseau o el de Kant) no existe únicamente como tal. Por el contrario, la filosofía política o la teoría del derecho surgen como verdaderas armas contra la tiranía. El movimiento especulativo de todo el siglo xvm es un movimiento en favor de la libertad. La filosofía no tiene entonces más que un objeto: la resistencia, de tal modo que la concepción moderna del «derecho natural» es pa cientemente forjada por pensadores que, con excepción sin duda de Rousseau y, antes de él, de Spinoza, no consideraban en absoluto que la democracia pudiese ser, llegado el caso, la única respuesta co rrecta al problema de la libertad política. Tal es el ardid de la his toria que la revolución francesa, al proclamar el advenimiento de «los derechos del hombre y del ciudadano», iba a concretar. Ahora bien, estos derechos, ¿no fueron pensados, reflexionados, en el inte rior de la problemática del «contrato social»? Hobbes, Spinoza, Locke y por último Rousseau, para sólo atenernos a ellos, ¿no edifica ron, gracias al pacto, la moderna y muy revolucionaria noción de derecho natural? No hay uno solo de estos pensadores que, más allá de las soluciones y, por consiguiente, de las doctrinas, no declare que el hombre es libre por naturaleza. Lo que se plantea como pro475
blema no es entonces sino lo siguiente: si los hombres son libres por naturaleza, ¿por qué no lo son en la sociedad política? Esa es la cues tión. No se puede pues pensar la política sino en la medida exacta en que se reflexiona sobre la condición de posibilidad de la libertad. Ahora bien, ésta está implícita en la idea de contrato: los hombres se comprometen en un pacto y se obligan mediante él libremente. Rousseau supo ver la cosa cuando declara que nadie puede alienar su libertad; el contrato no sólo supone la libertad de contratar, la responsabilidad, sino que incluso la mantiene y la afirma. La revo lución no es más que esta afirmación —por ello es válido afirmar que no porque mi derecho no sea reconocido este derecho no existe. Y a ello se debe, asimismo, el que el conjunto de la tradición teórica del «derecho natural» sostenga que soy libre por naturaleza. Se advierte mejor ahora todo el escándalo que constituye por sí mismo el antiguo régimen: mi libertad existe pero no es, o, más bien, no la gozo. Al ser el derecho lo que por esencia es reconocido por todos, este reconocimiento de mi libertad es lo que existe en el an tiguo régimen. La revolución es este acto que sirve para hacer reco nocer mi derecho. ¿No se halla ahí, con suma exactitud, la signifi cación misma del contrato social? El contrato social hace de mi un individuo, una persona, un «sujeto de derecho»: «Cada uno de no sotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y recibimos en tanto que cuerpo a cada miembro como parte indivisible del todo»(56). ¿Qué es entonces la revolución o el contrato social? Es el acto me diante el cual la naturaleza se supera a sí misma. Y, por lo que im plica el sentido de este acto, el individuo halla en él su propia iden tidad: la naturaleza, por decirlo de este modo, instauraba su liber tad, y la sociedad civil la restaura. Mientras que el antiguo régimen negaba esta libertad —siendo esta negación la esencia misma de la «tiranía»—, la república la afirma. La revolución no es más que el instrumento de esta afirmación, asi como el contrato social no es sino el pasaje de la fuerza a la ley o, lo que es lo mismo, de la so ledad a la comunidad. Heme pues aquí, ahora, como miembro de la comunidad, mien tras que solo estaba sometido entre la multitud. Nadie duda que los hombres del siglo xvm no tuvieron la clara conciencia de esta in mensa trasformación. Pero nadie duda tampoco que la comunidad, bajo la denominación de «nación», «patria», «pueblo», de cuyo ser se apropiaban, no se les imponía bajo la forma del poder imperso nal y arbitrario de la ley. La democracia estaba pues arrinconada en esta alternativa: o bien los hombres permanecían en el estado de na turaleza a que los confinaba el antiguo régimen, condenados a una libertad falsa ya que inconsciente de si misma, o bien concluían un pacto y se encontraban todos en la sociedad política, iguales ante la ley, pero declarados «libres» en virtud del derecho. (56) J.-J. Rousseau: E l contrato social. I, VI. 476
Orden y libertad Herederos del imperio, y por esta razón, mucho nos equivoca ríamos hoy si creyésemos resuelta esta antinomia. En efecto, el de lirio estatal napoleónico se distingue en nuestra historia por la vo luntad de codificar el conjunto de las «artimañas» del individuo. La idea de un código civil es esencial para el estado autoritario. Me diante ella, el culto de la ley constituye al estado. El código civil, o más bien el código de Napoleón, desciende en línea recta de la pre minencia de la ley, tal como la afirma la revolución francesa. Si el principio de libertad no está en mi —dado que, en tanto que ciudadano, pertenezco al estado, soy «miembro del soberano»—, dependo de otra voluntad que la mía. Para descubrirme como hom bre, como parte de la humanidad, debo ingresar en la sociedad, así como para salvar mi alma puedo ingresar en el sacerdocio. La so ciedadhace de mí un sujeto de derecho, hombre libre entre los hom bres libres. Esto es lo que entendió Napoleón con su imperio demo crático (o su república imperial). El derecho me libera, con toda se guridad, pero en el sentido en que, diríamos, hace de mí un alma: tengo obligaciones morales de todo tipo, múltiples deberes. Pronto, hasta mi cuerpo será moralizado. Ciertamente, poseo la moralidad paramí, no soy ya ni siervo ni esclavo, sino hombre —sujeto de de rechoen tanto que persona. Mi relación con el otro es una relación de igualdad perfecta, y extraigo mi identidad exclusivamente de la ley, es decir del estado. ¿Podría ser que, a través del código, la revolución se convierta en su contrario? No, porque esto implicaría oponer la revolución al imperio, al estado. Pero el imperio no hace sino aplicar la inaplica ble constitución del año I. Napoleón casi no se opone a Robespierre, procede de él exactamente, asi como la sociedad civil procede de la naturaleza y la república del antiguo régimen. El 18 Brumario es su contrato social. Y el siglo xix empleará su tiempo en reajustar, en revisar el contrato originario. Se tratará entonces de instaurar la «libertad» mediante la institución del reino de la ley y del orden. La anarquía, ¿no es acaso el otro nombre del estado de naturaleza? Si bien la revolución fue un acontecimiento prodigioso, ocurre que instaura el reino de la ley y sus delicias. Y ocurre, sobre todo, porque ella lo hace en nombre de la resistencia al tirano. Mejor aún, se legitima la resistencia en nombre de la ley. ¿Debe creerse, con todo, que la revolución francesa se ha acabado hoy? Esto supondría equivocarse torpemente: el estado que ella produjo está en perpetua revolución. 1789 construye la curiosa figura del estado —revolucio nario— permanente; impone su ley, es decir que en todo instante rei nicia el contrato. En peligro permanente ante el antiguo régimen, el estado contemporáneo —vía 1917— acostumbra a rehacer su revo lución. He aquí la inaudita invención de 1789: la asociación de es tado y revolución, la repetición de la revolución para el estado. ¿Cuál es entonces, si tiene alguno, el deber del ciudadano en nues tras repúblicas modernas? En otras palabras, ¿qué derecho le corres477
ponde? O bien el de someterse a los poderosos y volver a caer as en el estado de naturaleza del que tiene la ilusión de haber salidc mediante el milagro de la ley, o bien el de resistir a la ley d'el esta do-revolución y, de este modo, ingresar en la sociedad civil. Pero es ésta una historia diferente.
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CAPITULO II
LA IDEOLOGIA DEL HOMBRE
1. L A CONCIENCIA Y LA MORAL
por Frangois Chátelet
Todas las sociedades están sometidas a una moralidad, a un con junto más o menos ordenado de reglas que determinan lo recto y lo desviado, lo permitido y lo prohibido. Esto no significa que, en to das las sociedades, haya sitio para la moral, es decir para un modo específico de reflexión que procura determinar cómo debe conducir se un individuo considerado como sujeto independiente. Asi, los grie gos clásicos, por muy hábiles que hayan sido para especular acerca de la conducta, pensaron que el problema moral —el del comporta miento individual— era inseparable del problema político —el de la organización de la comunidad y del derecho— y del problema del orden del ser —del puesto del hombre en el seno del cosmos y de la physis (de la naturaleza). En cierto modo, ocurre lo mismo en Eu ropa durante el período llamado medieval, en el que el cristianismo sustituye con la dimensión religiosa la referencia política de los grie gos. No obstante, el pensamiento cristiano define, en su visión de lo real, ideas que van a preparar el advenimiento de la problemática moral tal como la conoció la época moderna, especialmente a partir de la reforma. Condiciones de emergencia del sujeto moral Lo que el cristianismo aporta en este campo es, ante todo, la no ción, mucho más delimitada que nunca, de la doble naturaleza del hombre, ser natural, inmerso en la materialidad, y ser sobrenatural, en relación constante con su creador. La individualidad deja de ser un problema de situación en la naturaleza y de configuración del 479
cuerpo: pasa a ser el de una persona, el de un alma creada precisa mente como «primera persona» y, pronto, en la perspectiva de Las confesiones de Agustín, como subjetividad consciente. Podría enun ciarse esto de otro modo: en adelante, el ser humano se caracteriza i esencialmente por su libre albedrío y, por consiguiente, por su res ponsabilidad ante su creador y ante la creación. La ciudad se des dobla: abajo, la ciudad de los hombres, cuyo devenir se reduce a los avatares de la política y a los juegos de las pasiones; arriba, la ciu dad de Dios, cuya historia dramática y significativa es la del com bate de la libertad y del amor contra el pecado. A causa de esto, un actor ingresa en la escena ideológica: el sujeto moral libre y su in terioridad consciente. Sin embargo, en el propio seno de la espiritualidad se manifiesta una tensión que aumenta, desplazándola, a la que opone lo sobre natural con la naturaleza. Por definición, la libertad humana carece de limites. Pero, también por definición, la providencia divina es to dopoderosa. Si Dios es omnisciente, omnipotente, infinitamente bue no, ¿dónde queda la responsabilidad del hombre en lo que ocurre? Las múltiples disputas alrededor de la noción de gracia atestiguan la importancia de este problema, que va mucho más allá del debate teológico ya que apunta al sitio y al estatuto de la individualidad. Para decirlo muy esquemáticamente y con el fin de no sobrecargar este enfoque introductorio, puede considerarse que la reforma, al in teriorizar al Dios vivo, al discutir la institución eclesiástica centrali zada que introducía con suma frecuencia una confusión entre las ór denes del papado y sus poderdantes y los designios de la providen cia, permite la superación práctica de este problema que, a partir de entonces, se vuelve abstracto: todo ocurre como si, sobre el fondo del misterio de la grada, la persona fuese libre de ganar su salvación a través de sus obras. Kart Marx demostró, en la sección VIII del libro I de El capital, en qué condiciones socioeconómicas las acdones emprendidas por individuos y grupos —hidalgoshombres, burgueses, fabricantes y co merciantes— provocaron una completa trasformación de la produc ción de la que una parte cada vez más importante se basa en lo su cesivo en la utilización libre, por parte de los poseedores de los me dios de producción, de la fuerza de trabajo que los trabajadores li bres alquilan cotidianamente para sobrevivir. Por otra parte, Max Weber puso en evidencia el hecho de que la ética protestante cons tituye el nuevo basamento afectivo e intelectual a partir del cual se edifica esta mentalidad original que confunde el objetivo religioso de la salvación y el objetivo profano del beneficio, de tal manera que el acrecentamiento de las riquezas aquí abajo se consideraba como el testimonio de la gloria de Dios. Se esboza la nueva cruza- j da: Marx celebrará sus proezas, su grandeza y sus logros prodigio sos en las primeras páginas del Manifiesto del partido comunista. No se trata por cierto de considerar aquí la emergencia del suje to moral, de la persona responsable, como el producto o el reflejo de una trasformación del mercado de trabajo. Simplemente, hay que 480
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señalar la coincidencia entre una evolución ideológica que obedece a unas reglas intrínsecas que autonomiza al «yo» dotado de libre albedrío y el hecho de que las circunstancias históricas, al «liberar» al individuo de las estructuras institucionales antiguas, determinan nuevos problemas. Entre éstos, está el problema moral, que se enun cia ahora en términos de subjetividad, de conciencia y de libertad; por este motivo, queda delimitado un sector de la reflexión, el de la moral como disciplina normativa, que habrá de ocupar un lugar de cisivo en el campo de la búsqueda ideal hasta hoy, y que habrá de inscribirse mediante instituciones y prácticas reglamentarias en nues tra sociedad. Este cuadro de las-premisas de la concepción moral del mundo, característica del pensamiento europeo en los siglos XVIII y xix —cuyo imperio no ha disminuido en la hora actual— no resul taría completo si no se recordase otra mutación que se produjo en el mismo momento en el campo propiamente filosófico. Mientras que el movimiento del pensamiento cristiano llega para poner el acento en el hombre en tanto espiritualidad empírica singular y au tónoma, la nueva teoría filosófica, que toma en cuenta a la revolu ción científica copémico-galilea, construye una nueva figura del su jeto cognitivo. Este ya no es entendido como siendo ante todo per cepción, sino como pensamiento puro, como lugar de las ideas y de sus combinaciones. Se trata del advenimiento de lo que el kantismo denominará sujeto trascendental, cuya actividad consiste en ligar las ideas según su orden de inteligibilidad. Paralelamente, en este mis mo campo teórico se impone —contra el formalismo de la lógica es colástica— un método «para conducir adecuadamente su espíritu en las ciencias» y cuyo criterio es el de la evidencia de la idea, de su claridad y de su distinción, y de la claridad y de la distinción de los lazos que unen necesariamente a tales ideas con otras, no importa cuáles sean; de esta exigencia epistemológica del cartesianismo ha brá de surgir, en un nivel más trivial pero asimismo importante, la voluntad del libre examen; asi como sobre la revolución física de Copérnico y de Galileo se edificará una corriente científica cada vez más rigurosa y poderosa que opone, a la vieja metafísica, la imagen triunfante de la filosofía natural. La moral contra la metafísica
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Una vez precisados brevemente estos puntos, es necesario adver tir que la construcción de la moral en tanto disciplina que tiene que definir y fundamentar las reglas de la conducta de «el hombre en ge neral» fue vacilante a partir de la segunda mitad del siglo xvn, que conoció un triunfo ejemplar con la publicación de la Crítica de la razón práctica* en 1788 y que luego se pierde en los meandros de la ideología; tomándose este término, esta vez, en su acepción de ope ración de encubrimiento de las relaciones reales. Al parecer, estas va* Hay varías ediciones, por ejemplo: Losada, 1968 y Austral. Madrid, 1975 (N. T.). 481
cilaciones se deben a dos causas complementarias: por una parte, 1e situación teórica es tal que el discurso moral sigue siendo estrecha mente tributario del intento metafíisico religioso que lo englobaba hasta entonces y encuentra por ello muchas dificultades para exhibir su objeto y descubrir su vocablo fundador; por otra parte, el mismo está constantemente atravesado por polémicas políticas, religiosas 5 hasta científicas que comprometen su voluntad de autonomía. Per lo demás, este estatuto mal definido, inestable, hace muy interesan tes las discusiones del siglo de las luces: son reconocibles inversiones y cambios de posición que hacen muy frágiles o arbitrarias la opi niones del momento, inspiradas con suma frecuencia en la referen cia a la insulsez moralizante del siglo siguiente. Con el fin de presentar lo que se ventila en estas discusiones, re sulta adecuado referirse al texto que ofrece su conocimiento a la ver más penetrante y más amplio: el Diccionario histórico y critico ¿? Pierre Bayle. Aparecida en 1697, esta obra, al militar vigorosamente por la tolerancia religiosa, al denunciar irónicamente la arrogando de los razonamientos de los teólogos y de los metafísicos, al recor dar la admirable disparidad de juicios humanos de que da testimo nio la historia, al acorralar al dogmatismo en cualquier parte que s; manifieste, al reducir los enunciados rectores y los sistemas a lo qu* efectivamente afirman, anuncia la lucha de los pensadores de las lu ces contra las instituciones y las prácticas opresoras. Al desarticular la herencia cartesiana, Bayle extrae de ella el espíritu de libre exa men para volverlo contra un doble «prejuicio» de la doctrina de Des cartes: la voluntad de fundamentación metafísica y el lugar exorbi tante acordado al modelo matemático. A este último le opone la ex periencia del historiador, que, con tal que sea combinada con uní investigación y un control minucioso, no le va en zaga en cuanto i certidumbre. Lo que ante todo hay que retener como importante para el pre sente análisis es el hecho de que Pierre Bayle se esfuerza constante mente en hostigar las contradicciones que atraviesan tanto a la teo logía como a la nueva metafísica —anticipándose de este modo a li Dialéctica de la razón pura de Kant—, reduciéndolas a sus dimen siones empíricas, es decir a apreciaciones contingentes que apuntan a las costumbres y a las conductas; luego, y sobre todo, toma par tido en una discusión decisiva: la riqueza de su información histónca, la habilidad polémica de que hace gala le permiten afirmar tp: la implicación comúnmente establecida entre la pertenencia religiosa y la moral es falsa. Son numerosos y conocidos los ejemplos, en ¿ antigüedad pagana, de hombres admirables y virtuosos que no cunocían al verdadero Dios; y, hoy, no hay razón alguna que permat acusar a los impíos, los ateos, los libertinos, de atentar sistemática mente contra las reglas de la moral. Porque no hay ningún lazo ne cesario entre los principios pregonados por los individuos y su con ducta: «Se cree, equivocadamente, que las motivaciones religiosa son las únicas motivaciones de la acción; ahora bien, hay otras, tais como el amor por la alabanza, el miedo a la infamia, y muchas otra 482
más, con frecuencia mucho más poderosas que las motivaciones re ligiosas, capaces de conducir a acciones virtuosas»(l). En suma, los asuntos religiosos y los asuntos morales son perso nales y, además, son asuntos separados. En determinados dogmas, la fe remite a la concepción que se tiene de la divinidad; concepción para la que las demostraciones racionales no son más que una formalización abstracta; la acción es un problema de costumbres, de cir cunstancias y de convicciones individuales. Estas tomas de posición son indicativas de las vías que va a poder seguir el combate tanto contra la vieja autoridad de las instituciones religiosas —cuyo papel en la administración de la sociedad es considerable— como contra la nueva autoridad adquirida por las doctrinas metafísicas y los sis temas científicos de que ellas se han apoderado. Como ya se ha se ñalado a propósito de Descartes, este combate muy bien puede atra vesar al mismo edificio doctrinal. Con el fin de poder dominar esta abundancia, podría adelantarse que en cada uno de estos campos en que se ejerce la actividad intelectual, una contracorriente original e innovadora se opone a la corriente dominante, sin que no obstante sea posible reconocer dos campos homogéneos que agrupen a los an tagonismos. Por ello resulta muy ligero, por ejemplo, admitir como actuante la existencia de un «campo materialista» y progresistaque se alzase contra el idealismo, agente de la monarquía y reflejo del modo de producción feudal. Así es como en el seno del pensamiento teológico nace una teo logía natural, que, en sí, se nutre de una doble inspiración, raciona lista o propiamente naturalista, que va a dar las dos vertientes de la religión natural —la que prefigura el culto del ser supremo institui do por Robespierre y que anuncia la Profesión de fe del vicario saboyano de Jean-Jacques Rousseau— y que lucha, con todas sus fuer zas, contra la teología oficial, la teología de la revelación; así es como la nueva metafísica, que, hay que recordarlo, es también la nueva teo ría del conocimiento que da crédito a la ciencia revolucionaria de Galileo, será pronto contrabatida por otra filosofía, mucho más fácil de incluir bajo la única bandera del empirismo y que habrá de de volver contra la idea misma de la metafísica el principio de eviden cia; así es como la teoría política preocupada por asegurar, desde Maquiavelo hasta Bodino, la soberanía del estado contra las preten siones de las iglesias y de los príncipes resulta discutida por una in vestigación más exigente que reclama que se plantee la cuestión de la soberanía legítima; así es como contra la ciencia deductiva que se cree suficientemente garantizada por su aparato matemático se ma nifiesta una voluntad masiva de observaciones y de experimentacio nes; y así es como los encargados tradicionales de la moralidad, los religiosos, ven que a sus certidumbres y a sus prescripciones se les opone gente de buenos modales que invoca principios que excluyen toda sacralidad. Ahora bien, dado el contexto, y para defender la independencia (1) Dictionnaire..., ed. de 1715, t. III, pág., 988. 483
de la moral, estos últimos pensadores toman como referencia la con ciencia en su estatuto específico de ser empírico y subjetivo. A partir de entonces, lo que puede aparecer hoy como «empirismo e insul sez» se constituye como instrumento de combate contra la autoridad eclesiástica. Es el caso, por ejemplo, de Anthony de Shaftesbury } de Francis Hutcheson —cuya obra central, Investigaciones sobre e, origen de las ideas que tenemos de la belleza y de la virtud, aparedc en 1725—, clasificados corrientemente como «moralistas del senti miento». Para entenderles adecuadamente, hay que recordar anü todo que el tema del sentido moral sólo adquiere su significación ei tanto que se integra con el de la sociabilidad natural: el agolpamien to de los hombres en sociedad no es producto de la coacción o c: un mandato divino; resulta de una disposición inmanente de la na turaleza, de una «providencia» que procura la armonía y el bien di cada especie. A causa de esto, toda la empresa, llevada a cabo baj: los auspicios del testimonio de la conciencia, consiste en reunir —ez. la perspectiva de una naturaleza humana que ya los estoicos habíax hecho familiar— lo que la teología de la revelación, seguida en est: por la metafísica, consideraba como esencialmente separado: lo em pírico y lo cognitivo, por una parte, y, por otra, el interés del indi viduo y el fin universal que tienden a la comunidad o al género hu mano. La realidad invocada para operar esta doble conjunción a. precisamente, el sentido moral. Este último se define como la capacidad de juzgar, pertenecida a todo hombre en tanto que tal, lo que es bello y bueno moralmente distinguirlo de lo que es malo y feo y combinarlo con el poder ó: adecuar la acción a ese juicio. La singularidad de esta cap acidar —de buena gana podría decirse su secreto— reside en que es espontá neamente desinteresada y esto aunque participe de la efectividad j del registro de las pasiones. Hay una pasión por el bien que se haLí en el origen de la acción virtuosa. Ella se inscribe, por decirlo así» si las fibras espirituales con el doble estatuto de la pasividad y de^ espontaneidad. La experiencia da constante testimonio de su exis tencia, o de lo contrario «tendríamos los mismos sentimientos harta un campo fértil que hacia un amigo generoso». Por este motivo, = egoísmo se escinde en dos partes que no son contradictorias shi para los ojos de una tradición demasiado ocupada en cultivar la is titución como para ver la realidad: en el acto moral, él desea aquek mismo que participa en la virtud y en la felicidad de la comunidíc La búsqueda de la satisfacción individual y la elevación del grsai de ser parte del todo no son, de ningún modo, incompatibles. Es también la actitud que habrá de adoptar Adam Smith cuanta dé a conocer en 1759 su Teoría de los sentimientos morales*, una: diecisiete años antes de publicar Investigación sobre la natunneza... **, que echa los cimientos de la teoría de la economía liberal có sica. Aunque él niega la noción de sentido moral, aquélla que le r** Véase en el Colegio de México. México, 1941 (N. T.). ** Véase en Alianza. Madrid, 1961 (N. T.). 484
rece que induce la idea de una relación objetiva entre el sujeto que percibe y el «objeto» percibido, afirma, del mismo modo, que en rada cual existen sentimientos profundos de adhesión y de repulsión ante tal o cual conducta. La aprobación y la desaprobación en tanto simpatía y antipatía son anteriores a las reglas morales que no son más que la formalización de un acuerdo. Además, la moral discipli naría no podría ser sino el resultado de una inducción prudente; y, todo caso, no constituye más que un toque de atención. Nunca, m el dominio de la conducta, el razonamiento ha convencido a na die. Se puede señalar, con suma justeza, un fondo común a la natu raleza humana. Esta es, asimismo, y en cierta manera, la posición tomada por David Hume, con la diferencia aproximada de que la naturaleza humana es concebida como constituida de parte a parte ñor la experiencia, no pudiendo su unidad, por este motivo, ser sino histórica. Así, en un primer momento, la reivindicación de la autonomía del sujeto moral —que también será defendida por los enciclopedis tas, Diderot y Rousseau— tiene como objetivo el liberar a la indi vidualidad del peso de la institución religiosa, pero también del ri gor abstracto de las doctrinas racionalistas. De hecho, si esta empre sa —con unas pocas excepciones, entre ellas la de Hume— se efec túa en una perspectiva de una moralización trivial, tiene, con todo, el mérito de oponer a la imagen de un «sujeto» —obediente a las igle sias, a los príncipes y a las corporaciones— y la de un «yo» Ubre cuya libertad total acaba finalmente conformándose con la razón, la representación de un dinamismo empírico armado con su sola con vicción y consciente del compromiso real y contingente que implica Da acción. Moral y libertad En verdad que no conviene indagar en el camino seguido por una razón profunda —franca o artera— la expUcación de la concomi tancia entre dos acontecimientos: la revolución francesa, por una parte, y el establecimiento de una moral teórica, por otra. Resulta pertinente señalar que el autor de la Critica de la razón práctica que, al igual que muchos intelectuales alemanes, acogió con entusiasmo a 1789, supuso una excepción en la medida en que siguió siendo fiel a la revolución hasta su muerte, en 1804. Se ha dicho —y no sin fundamento— que la obra de Emmanuel Kant completa el recorrido de la metafísica iniciado con Platón y Aristóteles: el proyecto de un saber que afirmase como verdad lo que ocurre con el ser por intermedio de un discurso suficiente acaba siendo devuelto, bajo cualquier forma que adquiera, ontología, teo logía, sistema de la naturaleza o sistema del aúna, a las ilusiones de la razón especulativa, ya que los únicos conocimientos en los que el hombre puede seriamente apoyarse son los enunciados verificables de las ciencias experimentales. El proyecto consecutivo de la meta48 5
física de promulgar las reglas a las que el sujeto actuante debe obe decer resulta arrojado a la categoría de las falsedades, ya que la ún> ca regla que dicho sujeto puede consentir es la de la autonomía. única cuestión especulativa que permanece es la siguiente: ¿qué es toy en derecho de esperar? Y precisamente este interrogante es el qte no podría recibir una solución especulativa: éste es un problema oí profundización de los conocimientos, de rigor en la acción y de re flexión en el dominio politicojuridico. En estas dos últimas zonas, la moral y la política, el siglo de la luces había sido ilusionado por el sueño de constituir una sociedai de los espíritus que, basándose en sus conocimientos y su volunta filantrópica y constituyéndose en una especie de déspota iluminad: colectivo, habría de ocuparse del destino de los pueblos. Kant esSblece con firmeza que esta sociedad sólo podría estar constituida p:r la humanidad por entero, con tal que ésta consiguiese que cada en: de sus miembros reconociese ser «legislador y sujeto en un reino zs fines». Sobre este principio se establece «la moral de Kant», de a que hay que recordar, de una vez por todas, que no prescribe nart sino que construye las condiciones de posibilidad de una acción ral, es decir de una acción que sea una acción, y no el producto de deterninismo o el resultado de la obediencia. Para captar adecua damente lo que esto significa, hay que retornar a las conclusiare de la Critica de la razón pura*. Esta demuestra que el mundo fen> ménico —todo lo que ocurre en el espacio y en el tiempo, y por t u to no sólo la naturaleza, sino también el hombre en su realidad em pírica, como cuerpo y como conciencia— está sometido al princáü universal del determinismo, es decir al encadenamiento riguroso as las causas, los efectos y las interacciones. Además, todas las discrsiones concernientes a la libertad de la subjetividad empírica sonachazadas como desprovistas de objeto; visto por el físico, el psixlogo, el biólogo, el hombre no es libre. Pero puede constituirse como libertad. No en el sentido de cíe pueda elegir esto o aquello cuando lo desee. Su elección se maniñsta no en los objetos empíricos, sino en la autonomía o en la hete~:~ nomia. Puede aceptar obedecer, ceder a las motivaciones, inscribí-» en el registro del determinismo, en el campo de la dependencia. Piede, asimismo, negarse y pretender ser su propio maestro y no aca tarotrasleyesquelas que¿1 haya promulgado. Esta elección es in temporal», en el sentido en que corresponde a todos los instantes ' en el de que nada, jamás, se pierde o es adquirido definitivameat Con esta óptica, Kant erige un cuadro de «valores» propuestos z 2 elección de los hombres: estos son dados como objetos que actim sobre la voluntad en tanto que fines para determinarla práctican»te. Tales son, por ejemplo, entre los «principios» subjetivos o esta ncos, el afecto físico como lo concibe el epicureismo o el sentido =¡iral cuya función según Hutcheson acaba de verse, y, entre los pm* Hay varías ediciones; véase Losada, Buenos Aires, 1970 y Alfaguara, M acrt 1978 (N. T.). 486
cipios objetivos o racionales, la idea de perfección como la entien den los metafísicos racionalistas o la voluntad divina de la teología. Ahora bien, en este proceso hay una contradicción dirimente: cual quiera que sea el «principio» elegido, convierte en sierva a la volun tad. He ahí la elección de la teoría clásica del libre albedrío: este úl timo sólo se cumple aboliéndose. Kant suministra la prueba de la caducidad de todas las morales doctrinales, de otro modo, en la Critica de la razón práctica, plan tea, a título de definición, que un principio práctico, es decir capaz de fundamentar toda (o no importa cuál) conducta, debe ser una ley y ser «válida para la voluntad de todo ser razonable». En otras pa labras, la ley moral no puede ser sino objetiva. A partir de entonces, hay que apartar todo principio que apele a la facultad de deseo o al amor de sí, a la felicidad individual. De modo más general, el prin cipio que puede determinar la voluntad prácticamente sólo presen tará una forma y excluirá todo contenido, toda materia. La única ley capaz de determinar necesariamente una voluntad libre se define por su universalidad. Toda la «moral de Kant» se basa en esta «ley fundamental de la razón pura práctica: actúa de tal modo que la má xima de tu voluntad pueda siempre valer, al mismo tiempo, como principio de una legislación universal». Esto quiere decir, entre otras cosas, que la manera en que el sujeto puede ser libre —es decir ser sujeto— consisteenser autónomo, ser legislador y sujeto, constituir se como amo de todas las determinaciones y, en consecuencia, en negar toda sumisión. La realización de sí como sujeto es en sí misma su propio fin: su condición es la eliminación de todas las moti vaciones empíricas —desde la búsqueda del placer hasta el espíritu de sacrificio y el amor a Dios—, así como de todos los modelos elaborados por la ontología racional, cuya variedad demuestra que ellos no son más que la formalización de estos mismos datos empíricos. De la moral a la moralización Es conocido el reproche que corrientemente se le hace a esta con cepción rigurosa, y Charles Péguy es quien nos ofrece su formula ción usual: «El sujeto kantiano tiene las manos puras, pero carece de manos.» Semejante incomprensión sólo puede provenir de la ig norancia de los textos. Sin embargo, tal ignorancia no podría ser ino cente. Y si observa de más cerca, se advierte que ella resume, con gran ingenuidad, lo que el siglo XIX académico, cristiano y burgués hizo del análisis kantiano. En las páginas que habrán de cerrar este capítulo ponemos entre paréntesis la manera en que las grandes fi losofías de la historia, las de Hegel, Comte, Marx, Spencer, han tra tado el problema moral, reintegrándolas a una perspectiva más am plia, para no considerar sino las filosofías que han pretendido ser ex plícitamente filosofías morales y que, para lograrlo, han utilizado la «brecha» kantiana, con el fin de reducirla. 487
En el año 1830, el abate Migne, en su Diccionario de los errorez —anticipándose a las «refutaciones» más tarde asestadas por los marxistas, con Lenin al frente— acusaba a Kant de haber sido agnósti co en materia de conocimiento e inútil y abstracto en materia de mo ral. Hablaba como buen teólogo, preocupado por prescribir reglas múltiples. Los filósofos oficiales del estado francés van a ser más há biles. Ellos saben que ya no es posible encargar al clero la educadcr moral de la juventud (y, seamos justos, algunos consideran que est: no es deseable). Asi pues, habrán de construir la institución que [; sustituya: será la instrucción pública. Su gran maestre será Victo: Cousin, que atravesará triunfalmente muchos regímenes y cuya irfluencia pesará todavía ampliamente en la IIIa república (y, al pare cer, hasta algo después...). Lo que va a surgir de su acción, que re gula los programas de los colegios, de los liceos y de las universida des, es precisamente una ideología: un discurso claro, bien informa do, que presente todas las apariencias de la coherencia, y cuyo efec to consista en legitimar y hacer amable aquello de lo cual es efectc a saber un poder que busca su conservación y, si es posible, su for talecimiento. ¿De qué se trata? De convertir a Francia en una gran nación ci vilizada; por consiguiente, de proseguir la empresa de centralizadci administrativa y política, otorgando a aquellos que tienen del bise la parte de responsabilidad que les corresponde, el mantener las cor quistas legitimas de la revolución, la libertad, la igualdad y la pro piedad; el industrializar el país y acrecentar la masa de riquezas; 5 pronto, el hacer resplandecer la civilización francesa en el mundo 1 través del comercio y la educación de los pueblos atrasados. Ahore bien, en este programa hay contradicciones: tal como no dejan ce señalarlo los socialistas y otros utopistas, el desarrollo industrial irtroduce una profunda desigualdad, miseria de los trabajadores per un lado, ganancias considerables de los propietarios por el otro; Iz gloria de la patria exige sacrificios; y la conquista de un imperio su pone, además de las ventajas materiales que aporta, la certeza ce que se está en su propio derecho... La ideología francesa oficial —la de las «Tres Gloriosas» cuanc: el desencadenamiento de la primera guerra mundial— no reparan en medios; será ecléctica; pero el eje alrededor del cual se organizan es la moral. Del movimiento de contestación del siglo XVIII, com pletado por Kant, ella recobra el hecho de que la nación está cons tituida por individuos que son, todos, libres e iguales de derechc que tienen necesidades vitales y que también son personas, dándos: por entendido que persona = conciencia = subjetividad = yo; ella exa.ta la espiritualidad como la mejor parte del hombre; ella la ha de finido —citando a Maine de Biran— como querer, como instan» superior capaz de combatir las necesidades excesivas y los desees anárquicos; contra Kant, ella rehabilita «las facultades superiores de desear», el amor al prójimo, a la patria, la familia, el trabajo; en* define de este modo todo un juego de valores que conforman un te clado suficientemente diferenciado como para que se pueda apoyar 488
según las circunstancias históricas, sobre tal o cual tecla. La lucha feroz que se desarrolla en Europa y que se va a extender por el mun do entero para la acumulación de bienes materiales encuentra «su aroma espiritual», para retomar la fórmula de Marx, en la afirma ción de un progreso espiritual específico y concomitante. Y cuando la ferocidad esté realmente bien afirmada, habrá siempre un pensa dor, como Henri Bergson, para reclamar «un suplemento de alma» o, como André Malraux, para construir «museos imaginarios». Al mismo tiempo que se impone este esquema humanista —en los manuales de filosofía se encuentra reunida la clasificación de las tendencias, donde figuran, en el más bajo nivel, los instintos (ali mentación, sexualidad, gregarismo) y, en el más alto nivel, el dina mismo espiritual (la verdad, la belleza, Dios)—, se organiza una pe dagogía social, cuya notable eficacia es preciso destacar. En el siglo XIX, en el que sobre todo importa formar las élites y los cuadros, se considera que la policía y el ejército bastan para obtener la obedien cia de los trabajadores y, más tarde, la sumisión de los indígenas de ultramar. Sin embargo, al agravarse las contradicciones, al hacerse más pujantes los movimientos reivindicativos, al accionar con su pro pio peso el espíritu del sistema educativo, la enseñanza se extiende al conjunto de la población —en Francia, el Reino Unido, Alema nia—. No se trata aquí, por cierto, de rechazar la amplia difusión de los modales y los conocimientos. Pero hay que señalar que ella se ha abastecido de un programa de moral, incluso de una enseñan za de la historia que no sólo exalta el nacionalismo sino que tam bién apunta a una moralización cívica que, de un modo elemental, reedita este mismo esquema e impone este mismo juego de «valo res». Por cierto que resultaría muy ingenuo pensar en un plan con certado: se trata más bien de un conjunto de ideas cuya circulación se ve facilitada por la topografía de los poderes— el jurídico gober nando las relaciones sociales; el económico, el trabajo; el familiar y el religioso, la vida cotidiana; el político-administrativo, la ciudada nía; el escolar, la instrucción; el médico, la salud; y de esta configu ración se alzan los vapores rosáceos y tranquilizadores de la mora lidad. Es de destacar que, en Francia, la preocupación moralizante ha alcanzado todas las esferas de la producción intelectual; juega un gran papel en la filosofía hasta el primer tercio de nuestro siglo. Por lo demás, el mantenimiento de las estructuras religiosas en la ense ñanza ha asumido con frecuencia esta función. Pero más allá de eso, en el moralismo burgués conquistador se producen formalizaciones lógicas o retóricas. No hay sino que citar al poeta oficial de la In glaterra victoriana, Rudyard Kipling, cantor de la superioridad le gítima del hombre blanco, adulto y civilizado, al que su inteligencia industriosa, su bravura y su generosidad proponen como modelo y como amo a los pueblos del mundo. El refinamiento y el esfuerzo demostrativo están más desarrollados en los textos de los teóricos alemanes; invocan ellos métodos originales, por ejemplo, fenomenológicos. Resulta gracioso ver a Max Scheler dedicándose a refutar a 489
Kant, o, más exactamente, a superarlo otorgándole un contenido: en cuanto al contenido, el mismo no tiene otra originalidad que la de presentar, de manera más ingeniosa, la tabla de valores tradicio nales dispuestos según la jerarquía acostumbrada, de lo sensible a 1c religioso pasando por lo vital y lo espiritual; en cuanto al método, éste se conforma con tomar de Edmund Husserl la teoría de la in tencionalidad, con el fin de asegurar el realismo de los valores sir comprometer la posición del sujeto. Desde entonces, todas las filosofías de los valores retozan en lar mismas aguas. Cualesquiera que sean las fuentes en que se mitrar —la psicología fenomenológica (o no), la psicología animal y su tras formación etológica (Konrad Lorenz), la cosmología racional (c; Teilhard de Chardin a Jacques Monod), las distintas hermenéutica* religiosas (o no), las diversas sociologías, etc.—, todas apuntan a h moralización y reiteran el principio de la sumisión. Resulta signifi cativo que el marxismo, en los desarrollos que le infundió la ortcdoxia soviética, no escape a esta ola normalizadora: de la exaltacici del héroe positivo de las novelas de Ilya Ehrenburg a la pedagogo de Makarenko, del estajanovismo a la teoría de lo verdadero, lo be llo y el bien enunciada por Andrei Zdanov, este marxismo constru ye su moral teóricamente humanista y prácticamente terrorista, es la que la casuística mezcla con habilidad los valores de la tradición, la patria y el trabajo con la ideología del internacionalismo proleta rio —gracias a lo cual el estado no cesa de fortalecerse y de eliminr las disidencias, exactamente como un estado burgués... La ideología moral y la conciencia moral —aquélla producienc: realmente a ésta a través del juego de las instituciones religiosas, firídicas y pedagógicas— constituyen el eje y el «aroma espiritual» ce estado-nación en su formación y su fortalecimiento. Hoy, en la épi ca de lo que se denomina «la ideología de la ciencia», ellas se anculan, no sin conflicto, con los discursos de los poderes científicotécnicos y del estado omnisciente. Sin embargo, la referencia que * ha hecho a Pierre Bayle y a Kant significa claramente que hay otrz cosa en esta idea de la libertad en tanto autonomía de la voluntar singular de la que se ha apoderado, para volverla insípida, la mera disciplinaria: entre otras, el que supone un deber el imponer su > bertad, y ello hasta la insurrección. Esta fuerza estaba presente 9 la revolución francesa. Lo está todavía, más allá de las naciones 1 de los estados. BIBLIOGRAFIA BAYLE, P.: Dictionnaire historique et critique, Rotterdam, 3 vc>~ 1697; 2.* ed., 4 vol., 1715. BENTHAM, J.: Introduction aux principes de la morale et de la egislation, 1789, tr. fr. 1802. — Panopticon, 1802, ed. Browning. Blondel, M.: L ’action, 1893, PUF. 490
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2. L a O B E D IE N C IA Y LA LEY:
el derecho
por Évelyne Pisier-Kouchner Las revoluciones francesa y americana del siglo xvm, cualesquie ra que por otra parte fuesen sus difeiencias(2), son portadoras de una primera idea simple: el poder de uno solo (o de algunos) es in tolerable; nada garantiza que no se lo ejerza arbitrariamente, por que en virtud de su origen, su objeto no podría ser sino particular. Ni Dios ni sus representantes, ni la naturaleza de las cosas, obra di vina, lo legitiman: quebrantada la creencia virtuosa en su necesidad, se necesita «otra» creencia. Asi ingresamos en la ¿poca moderna: la de la «paz burguesa» que implica un determinado tipo de organiza ción social y un orden jurídico especifico. La nueva creencia se enun cia en términos jurídicos: «El derecho presenta el carácter particular de hacer aceptar por los individuos unas reglas cuya existencia ellos experimentaban como una coacción insoportable durante todo el tiempo en que eran asimiladas al triunfo de una iglesia. El juego de manos consistió en reemplazar una teología por otra dejando que se creyese que con un cambio de denominación se verificaba un pro greso real»(3). El cambio de denominación alcanza directamente al derecho: el derecho es porque es positivo, porque se ha liberado de las metafí sicas del derecho natural. Pero con la positividad del derecho se ela bora también una doctrina del derecho natural(4), dada la afirma ción que el derecho está hecho para y por el hombre y que ninguna otra fuente puede legitimar el poder. La disposición política de semejante creencia impone en lo suce sivo una extraña lógica: únicamente la generalidad de la ley traduce la soberanía de la voluntad individual. No hemos terminado de ma ravillamos ante las ambigüedades iniciadas por tal aserción: la ley es general en virtud de su origen y en virtud de su objeto, no emi tiéndose ninguna duda en cuanto a la reciprocidad necesaria de es tos dos elementos sin que no obstante sea más clara su significación respectiva. En nombre de su voluntad (general), debido a su interés (gene ral), el individuo razonable reina: los nuevos sacerdotes del viejo es tado no tienen de qué arrepentirse. «La ley es la expresión de la voluntad general» significaría, ante todo, que el individuo es origen de toda ley. Por cierto, la ley impli ca una obligación de comportamiento, un imperativo, una «orden», pero el hombre no se obliga sino a si mismo y no obedece más quj al mandamiento que se fija. La ley borra al poder puesto que ya nz (2) Cf. por ejemplo el análisis comparado de ambas revoluciones por J. Habermas: Théorie el pratique, 1.1, Payot, 1975. En castellano, Teoría y praxis. Sur. Bue nos Aires, 1966 (N. T.). (3) A.-J. Amaud: Communication au séminaire de pensée politique (Jean Efcprat), junio de 1975. (4) Ibíd.
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nombra y el poder sólo es legítimo por ser legal, vale decir, en s te sentido, querido. ¿Querido o consentido? De la volición que acrona al consentimiento más pasivo hay ese matiz psicológico que J5 discursos clásicos han sabido borrar. Rousseau previó la sutil marfpulación, pero será traicionado dos veces en cuanto a su afirma ro n de que la voluntad general no es la suma de las voluntades in dividuales: la voluntad general será representada, la voluntad gene ra! será mayoritaria. El individuo legislador no es más que un mito: el sistema repre sentativo no es solamente traición a ese Rousseau que se atrevía a concebir un pueblo demasiado soberano como para haber podido ap o n er a sus «delegados» un mandato imperativo. Tiene ¿1, asimis mo, otra función cuyo carácter paradójico no siempre se percibe; se trata de censurar al legislador, de despojarle de toda iniciativa e in dependencia, de confundir su voluntad con la de la nación; confron tando la idea de ley con la de sistema representativo, Georges Bur¿eau pone el acento, con justeza, en esta función esencial: «Dado zue esta voluntad rompió inevitablemente el lazo que une a la ley ;an la regla de derecho superior, dado que ella llevó a hacer de la Ley la obra'del órgano legislativo, dado que, por último, ella invali dó el concepto de ley-voluntad general, la doctrina revolucionaria riega pura y simplemente su existencia. Y esta negación es la esen cia misma del sistema representativo tal como fue elaborado en el siglo x v i i i . Toda esta sabia construcción, si se sabe considerar su airanee, tiene por objeto no tanto afirmar la inalienable soberanía del pueblo como negarle al legislador toda autoridad verdadera^). La teología sabe funcionar: no se trata de lograr que prevalezca la voZuntad del pueblo, ni la de sus escasos representantes; se trata de que el espíritu de las leyes no invalide a la norma en su poder im personal, de que la humana, variable y frágil voluntad legislativa no socave, desmitificándolos, los milenarios fundamentos de la obedien cia. En este sentido, la ley, expresión de la voluntad general, sólo pue de reflejar la norma, inexpresiva e impersonal. En esta impersona lidad reside el estado. La proclamación del principio de separación de los poderes no contradice este análisis: si nos atenemos a la definición «revolucio naria» de la ley, proclamar a la vez la independencia de los tres po deres y la sumisión del ejecutivo y el judicial a la ley carecería de sentido. En efecto, quién no advierte que esta definición del estado constitucional «remite como su fundamento a la ley que, por otra parte, ella considera como obra de un poder particular». El admira ble Eric Weil extrae de ello esta conclusión esencial para nuestra de mostración: «Defecto formal de la definición, esta remisión incons ciente a la ley revela asimismo la naturaleza de la forma constitu cional del estado. Se trata de la existencia actuante y eficaz de una ley fundamental que, sin poseer obligatoriamente un estatuto par ís) G. Burdeau: «Essai sur Févolution de la notion de loi en droi franjáis», en A r chives de philosophie du droit, núms. 1-2, Sirey, 1939, p&g. 24. 493
ticular entre las leyes, es reconocida como tal por todos»(6). Poco importan, para este momento de la demostración, el contenido y el estatuto de esta ley fundamental, si resulta claro que la normaliza ción de la obediencia puede prescindir de la supremacía de la ley po sitiva. Su consecuencia lo confirma: ¿se ha tenido suficientemente en cuenta que el acontecimiento del sufragio universal coincide con el de la declinación de la ley? En la escena del siglo XIX, con la volun tad general tomada al pie de la letra, la reivindicación democrática amenaza a la norma y acentúa el proceso: en el momento en que el órgano legislativo corre el riesgo de ser elegido por sufragio univer sal, hay que quitarse las últimas máscaras y poner punto final al mito de su primacía. En mayor grado todavía que antaño, hay que censurar al legislador en tanto voluntad subjetiva. Es sabido que Comte se dedicará a ello con obstinación, y seguirán su línea algu nos desgraciados juristas, entre ellos Duguit(7). Comte «está con siderado como el valeroso perdonavidas del antiguo régimen en una época en que éste ya hace mucho que se ha derrumbado y en que la burguesía también hace mucho que ha afirmado su poder social y económico»(8); Duguit está considerado como perdonavidas no menos valeroso de la soberanía estatal y del poder público: junto con muchos más, uno y otro consagran el advenimiento de un esta do tecnocrático que sólo ha dado nueva vida a las ciencias de su do minación. Con ellos comienza la era llamada de la declinación de la ley: con el fin de escapar a las manifestaciones de voluntad del le gislador, es necesario ridiculizar la ley y, con buena fe, adorarla so lamente si es convertida en norma: otras palabras para un eterno sis tema. Además, en el plano constitucional, la soberanía de la ley posi tiva puede ser criticada severamente: en todas partes la ley pasa a ser obra de los ejecutivos, de las administraciones, de las burocra cias encargadas de promover «el interés general» y cada día con k intervención más directa, más espontánea en nombre de una mayor eíicacia(9). Se trata de la otra cara de la ley: general por el objeto, y es ésta su verdadera y exclusiva significación. La ley no podría privilegiar los objetos, los intereses particulares. Nunca se repetirá suficiente mente que pretendiendo de este modo ponerle una vela a Rousseau los constituyentes de 1789, y los otros, caen en un odioso contrasen tido. Para Rousseau, esta generalidad del objeto-ley sólo se realiza en la democracia política directa. Pero Rousseau, que pregona la re té) E. Weil: Philosophie politique, Vrin, 1956, pág. 164. (7) Cf. E. Pisier-Kouchner. Le service public dans la théorie de 1‘i ta t de Léon £&guit, LGDJ, 1972. (8) H. Marcuse: Raison et révolution, tr. fr., Ed. de Minuit, 1968, p. 396. Enca*tellano. Razón y revolución. Alianza. Madrid, 1971 (N. T.). (9) En relación con todos estos puntos, cf. L. Nizard: Changement social et ar paren d ’Etat, Grenoble, pp. 65 a 91 y J. Chevalier, «L’Intérét géneral dans l’adm irjtration franpaise», en Revue Internationale des Sciences administrativas, 1975, n. 4, 494
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belión(lO), no es de su tiempo, y la revolución burguesa no puede, por su lado, sino desnaturalizar su discurso y hacerle que pregone el orden. La reivindicación de una ley general mediante el objeto con serva las mismas ambigüedades: ella es, a la vez, protesta contra lo arbitrario y sueño de una sociedad razonable, racional, rentable. La ambigüedad se expresa en la raíz misma de la reivindicación más significativa: instrumento de lucha contra la tiranía, la genera lidad de la ley lleva consigo la igualdad. Si el interés general tiene valor de mito, ello se debe a que enmascara la jerarquía social de los intereses particulares. Esta jerarquía, o desigualdad, tiene un con tenido concreto variable históricamente. El marxismo no posee el monopolio de esta observación: para convencerse de ello no hay más que releer las páginas que Léo Strauss dedica a las raíces contrac tuales de la legalidad burguesa en la obra de John Locke(20). Si la ge neralidad de la ley es portadora de una reivindicación de igualdad, se la puede pensar fácilmente en términos contractuales. La ley so cial por excelencia será la que resulte de la convención, del acuerdo entre unas partes consideradas, en este juego, como iguales. Lo po lítico se amolda a la forma de este pacto: la manifestación de vo luntad, de consentimiento, sólo adquiere real significación respecto al principio de igualdad, y se podrá suponer adquirido el consenti miento desde el momento en que se respete, en su forma, el juego de la igualdad. Por poca lucidez que se tenga, todos advierten cla ramente que no se trata de ningún modo de igualdad real, y de que esta igualdad formal es, en sí misma, fuente de desigualdad. La for ma contractual es, por excelencia, la de la paz burguesa dado que ella libera la adquisición y garantiza la conservación de la propiedad. La absurda distinción derecho-público derecho-privado se nutrió, durante un tiempo, de la oposición entre ley y contrato, pero esta oposición es, evidentemente, artificial. Por otra parte, el fundamen to contractual de la ley nunca es sino un episodio y un símbolo en cuyos términos sigue estando la norma, y «si es verdad que el con trato implica en principio las condiciones para un acuerdo de las vo luntades, para una limitación de la duración, para una reserva de las partes inalienables, la ley que surja de ello deberá tender a olvidar su origen y a anular esas condiciones restrictivas»; si es verdad que hay «un movimiento particular del contrato que es pensado como en gendrando la ley exento de subordinarse a ella y de reconocer su superioridad», surge que «la función contractual consiste en estable cer la ley, pero también que, mejor, la ley es establecida cuando se hace más cruel y más restringe los derechos de una de sus partes con tratantes.. .»(12). A partir del asombroso análisis del contrato masoquista efectuado por Deleuze, se da por sabido que la interpretación funcionalista de la relación igualdad formal/ igualdad económica no (10) Cf. particularmente G. Lardreau: op. cit. (11) L. Strauss: D roit naturel et histoire, Pión, 19S4. (12) G. Deleuze: Prisentation de Sacher Masoch. Ed. de Minuit, 1967. En caste llano, Presentación de Sacher M asoch. Tauros, madrid, 1974 (N. T.). 495
basta para explicar la fuerza del mito contractual, y que Edipo no reside en la superestructura y reclama un papel activo en la inmensa máquina de igualar de la sociedad capitalista. El marxismo aportó una contribución decisiva a la critica de la desigualdad, pero lo que revela desvía la atención por haberlo cristalizado en una explicación hiperfuncionalista. Actualmente se proclama la declinación del derecho, ley o con trato en beneficio de una extraordinaria «normalización» de los com portamientos arrastrados, cada día más, por la pasión de la igual dad. En verdad, la igualdad ante la ley no es más que formal, pero este formalismo no puede ser reducido a una simple función de en cubrimiento de la realidad: el sujeto puede elegir una identidad, un papel, a condición de que se entienda esta libertad de elección como la que acuerdan las normas. Si bien la ley disimula la desigualdad real, tiene el extraordinario poder de distribuir igualdad en la iden tidad: «Ella suele construir, bajo otras relaciones, nuevas identida des que convierten en iguales a aquellos que, antes, y en otros pa peles, eran considerados diferentes...»(13). Cuanto mayor es la ca pacidad del poder para organizar este «juego», más fuerte es hoy su legitimidad: «Los tiranos jamás nacen de la anarquía, se los ve al zarse a la sombra de las leyes o apoyarse en su autoridad»(14), pero raros son hoy los tiranos que se asumirían como tales en tanto pue dan refugiarse en la norma. El discurso que entonces dice ésta, obli gatorio para su generalidad, no puede sino mostrar ironía... La reivindicación de igualdad, acompañada de la búsqueda de su perdida identidad, refuerza la utilización de la dominación en la norma. Ya Tocqueville decía que el poder se fortalece con la aspi ración igualitaria porque los hombres prefieren la servidumbre en la igualdad a la libertad sin igualdad. Pero esto supone creer que de tentan la libertad concreta de esta elección y no entrever sino el cla roscuro de esta pasión igualitaria. Los intentos de explicación psicoanalíticade Legendre, se los comparta o no, tienen el mérito de la desesperación: después de haber desplazado el miedo hacia el de seo y tranquilizado al sujeto dándole una respuesta a sus angustias, la ley realiza la relación del amor del sujeto por la institución y per petúala sumisión;como señala d’Arcy, «si la institución se convierte en objeto de amor, ello se debe a que recompone en su seno la uni dad de lo que la ley ha escindido en el individuo. El poder se sitúa bajo el signo de lo uno, unidad perdida, objeto para siempre ausente que él ofrece recobrar. Mito andrógino del soberano padre castrado y de la madre iglesia... que vuelve a hallarse en los mitos del estado moderno. De este modo, cada cual puede sublimar en la institución la parte del deseo prohibido»(15). La pasión de igualdad nunca dejaría de ser sino la puesta en cla ro, la puesta en carne viva de este mismo deseo reprimido en y tras(13) E. Weil: op. cit., p. 145. (14) G. Delcuze: op. cit. (15) Cf. F. d’Arcy: op. eit.
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ladado a la ley, y la época moderna vendría a ser la del culto de la ley sin que este culto pueda distinguir al estado autoritario o liberal. La igualdad sólo es pasión en la desigualdad, la identidad en la di ferencia. Por esto la normalización funciona mejor que la división que la instituye y a la que ella restituye ¡jugándola de otro modo! Por esto la ilegalidad funciona mejor en el seno mismo de la legali dad: el loco, el enfermo, el criminal, el anormal son rechazados por esta misma norma que los produce al designarlos: la marginalidad es absorbida, es menos lo que la sociedad corrige que lo que vigila(16), el poder se refugia en la norma, el orden está asegurado sin que se dé una orden, la prisión y la censura siguen siendo los fíeles instrumentos de un orificio no confesado sin que su insuficiencia con mueva como para llenar los objetivos que ellas pretenden asignarse: el criminal y el pornógrafo proliferan en la propia prohibición que los designa, pero que sólo afecta a la libertad o a la inteligencia(17). Es tan fuerte a veces la ilusión de creer desaparecido al estado... Se comparta o no el punto de vista «original» de Legendre, es pre ciso añadirle, o sustituirle, que la reivindicación igualitaria, ai barrer al positivismo de las leyes nutre el racionalismo tecnocrático de los estados modernos, al punto que «la universalidad formal de la ley y la igualdad entre los hombres no permite distinguir a los estados ‘li bres1de los estados ‘autoritarios1, o bien ya no lo permite: hubo un tiempo en el que la lucha politica coincidia con la lucha por la ins tauración del régimen moderno del trabajo social y, por consiguien te, con la lucha por la igualdad de los individuos contra las desi gualdades de nacimiento. La estructura de la sociedad, la forma his tórica de la lucha con la naturaleza exterior es la que exige la igual dad, es decir el empleo de todas las fuerzas humanas disponibles y la que exige el formalismo jurídico, o sea la posibilidad de calcular el fin de todas las diferencias que puedan sobrevenir entre quienes juegan los papeles sociales»(18). La eliminación de la monarquía ab soluta, y luego el advenimiento del sufragio universal, cambiaron el sentido de esta «coincidencia»: los progresos de la tecnología moder na aseguran en adelante la promoción del interés general buscando las «formas» racionales y rentables de la abrogación de las desigual dades, prescindiendo de las formas legislativas tradicionales. Pero el derecho no ha dicho su última palabra: si el normativismo suplanta a la ley, expresión del sufragio universal, él apela al reino de la le galidad, no valiendo cada norma sino por su conformidad con una norma superior. La ciencia del derecho se tomaría la revancha sobre lo político, y los desengaños del sufragio universal no pasarían a ser más que peripecia respecto a los progresos de la legalidad y a los be neficios del «estado de derecho».
(16) Cf. M. Foucault: Surveiller et punir, Gallimaid, 1976. (17) Cf. E. Pisier-Kouchner, «Protection de la jeuneusse et contróle des publications», en Revue intem ationale du droit d*auteur, abril de 1973. (18) E. Weil: op. cit., p. 147. 497
La ciencia del derecho, ciencia del estado Se trata aquí de estudiar en su misma relación dos afirmaciones distintas, proclamadas en campos diferentes, en el trascurso del si glo XIX, por los paladines del juridicismo moderno. Por una parte, el derecho es una ciencia autónoma, vale decir: que ha adquirido su autonomía en relación con la realidad socioeconómica, así como con cualquier referencia política. Por otra parte, el derecho no tiene ra zón de ser sino como sostén del estado: los actos del poder no me recen obediencia sino por su conformidad con una norma superior, y la fuerza sólo es legitima dada su trasformación jurídica. Estas dos afirmaciones de la autonomía jurídica y del estado de derecho son igual, pero diferentemente, falsas. La primera adquirió un sentido particular con la instauración de la «paz burguesa» en la época de la autonomización progresiva de los conocimientos: filolo gía, biología, economía política y, después, sociologia...(19) Ella im plica que, diestro en la exégesis, el jurista se convierta en ese erudi to, ese técnico «neutro políticamente», así como implica que el de recho se convierta en ciencia por esta misma cualidad de neutrali dad. Se trata de que el legalismo positivo es el que impone estas con secuencias. Pero como ya se ha visto, esta consecuencia sólo pudo desarrollarse al precio de una primera contradicción esencial: con el desarrollo del derecho natural aparecen los primeros intentos de creación de la ciencia del derecho, y sólo con el código de Napoleón se inicia el camino hacia una distinción muy clara entre la moral y el derecho, hacia una separación abiertamente proclamada del dere cho natural y del derecho positivo, hacia la adopción de principios tales como la fijación de la regla, la necesidad de su promulgación, la distinción entre ley y reglamento, la sumisión del juez a los textos asentados, su prohibición de interpretarlos... en una palabra, se tra ta de la era del positivismo. Esta proclamación impondrá SUS Con secuencias precisas: «Al convertirse en un erudito encerrado en su to rre de marfil y al meditar sobre la equidad en la regla de derecho, o bien en un anónimo dispensador de la justicia, el jurista se pone en realidad al servicio del poder legislativo»(20), este poder del que se s a b e que n o es quien lo manifiesta. Pero, al mismo tiempo, la con tradicción original derecho-natural derecho-positivo nunca es supe rada: so capa de esta distinción, el derecho puede ser totalmente po lítico sin jamás tener que confesarlo. La manifestación esencial de esta contradicción se perpetúa como tara a nivel de principio del po sitivismo jurídico, apenas se aborda el solo ejemplo del derecho de resistencia a la opresión. En efecto, en relación con sus fundamen(19) Cf. los trabajos de M. Foucault. Víanse en castellano, aparte de vigilar y castigar, ya citado en el tomo anterior, Historia de la sexualidad. Tomo I. Siglo x x l Madrid, 1978; El orden del discurso. Tusquets. Barcelona, 1974; Las palabras y las cosas. Siglo xxi. México, 1968. Yo, P. Riviére... Tusquets. Barcelona, 1976; Nietzsche, F reu d y Marx. Anagrama. Barcelona, 1970; Microflsica del poder. La Piqueta. Madrid, 1978 (N. T.). (20) A.-J. Amaud: op. cit. 498
tos, el positivismo implica que debe reconocerse el derecho de resis tencia a la opresión de un soberano no respetuoso de la ley y que deba negarse todo estatuto jurídico a este mismo «derecho», a no ser que se quiera caer en la anarquía, el desorden y, peor, en la incohe rencia intelectual, todo ello porque la ley es soberana y el soberano no puede oprimirse a si mismo. En el mismo movimiento con que se le declara ciencia, el derecho es recitado como ideología (en el sen tido kelseniano): la necesidad de su autonomía no es planteada ex plícita o implícitamente sino respecto de su función de garantía con tra lo arbitrario. Ningún sistema, ninguna doctrina han conseguido resolver esta contradicción irritante que, al referirse al principio mis mo de la obediencia, vicia fundamentalmente toda reflexión sobre la validez del derecho, poniendo esto en evidencia que el derecho se considera obligatorio y no lo es. Al no poderse resolver la cuestión del fundamento de la obediencia, simplemente se terminará apartán dola de la reflexión sobre el derecho. Pero esta repulsión habrá de adquirir, según las doctrinas, diferentes significaciones. Creyendo combatir al positivismo jurídico, Duguit, por ejemplo, intentará en contrar un fundamento sociológico del derecho: Analmente, la cues tión de la validez del orden positivo seguirá estando implícitamente regida por la apelación a una norma fundamental superior. Poco im porta el que ésta sea metafísica, moral, natural, social o simplemen te política, ya que, por último, la ley positiva está simplemente re putada como corforme con la norma superior. Paradójicamente, al positivismo «puro» le corresponde el mérito de una verdadera critica «ideológica» de los positivismos voluntarista y sociológico. Cuando Kelsen, teórico del normativismo, afirma que la validez de las nor mas «es determinada únicamente por el sistema al que éstas perte necen»; cuando Romano, teórico del institucionalismo, afirma que un sistema jurídico ilegítimo es una contradicción verbal debido a que «su existencia y su legitimidad son una sola y misma cosa», ¿con siguen descartar la confusión «ideológica» entre la existencia del de recho y la cuestión «de su mérito o de su desmerecimiento»? Cua lesquiera que sean los progresos que esta lucidez de «posición» per mite en el estudio de los mecanismos jurídicos, ella contribuye to davía a convertir al normativismo, en sus versiones parecidas y.diferentes, en el sistema de un derecho autónomo, es decir apolítico, que no legitima el poder sino por mantenerlo en su acatamiento, sin comprender que se trata no de un freno sino de una técnica moder na entre otras al servicio del poder uno y centralizador. Asi se trate del normativismo alemán o de su versión francesa como principio de legalidad, nadie considera que pueda hoy ponerse en duda que ellos tienen como objeto el garantizar el estado de de recho: «Después del infierno del poder arbitrario y el purgatorio del gobierno controlado, la existencia pura de la regla de derecho signi fica el paraíso jurídico. En esta tercera Roma del derecho, las deci siones no son ya actos de voluntad individual, sino más bien ema nación de una voluntad general anterior, que se combina con la vo luntad de aplicación a hoy en un resultado esencialmente desprovis499
to de voluntad. El poder no es otra cosa que ejecución subordinada, realización de lo que debe ser según las normas. Y estas normas son tan poco concretas, en virtud de su esencia, que no se las podría ca lificar como imperativas. El orden (BefeM) ha muerto, ¡viva la or den (Ordnung)Ml\). Una vez establecida la complicidad de silencio sobre la naturaleza de la norma fundamental, la pirámide de las nor mas funciona sola: ningún acto del poder escapará al control de su conformidad con una norma superior. La autonomía del derecho y «el estado de derecho» se interpelan, implicando —frontera ideológica común a sus campos diferentes— el principio de la independencia del poder judicial, actor de la controlabilidad jurídica de los actos estatales. Pieza esencial del sistema normativo, el poder judicial debe ser a la vez independiente del po lítico, pero dependiente asimismo de la norma que está encargado de aplicar. Incluso en cuanto a este punto, únicamente la huida ha cia el mito puede resolver la contradicción. El poder judicial, encargado de aplicar la norma, debe hallarse al abrigo de las contingencias políticas. Aún aquí se trataría de re volución, y el principio de la separación de poderes, al fortalecer el culto de la ley, está llamado a realizar esta independencia. Lo que supone olvidar que «el poder político atribuyó muy pronto mucho precio a la simbólica del cetro de la justicia... lo que manifiesta que no se trataría sino de una fuerza si no fuese sobre todo un poder jus ticiero. El poder político tiene necesidad del juez que le otorga la con sagración de la legitimidad»(31); lo que supone olvidar que la autonomía del poder judicial está considerada como una necesidad que no impone la revolución; lo que supone olvidar que la separa ción de los poderes no es más que una invención doctrinal abusiva mente consentida a Montesquieu y nunca aplicada(23); lo que su pone olvidar que con la pretendida deducción de tal principio, la mascarada de la independencia del juez se desdobla en irreductibles contradicciones. Incluso ella supone regulada previamente la de la magistratura, porque «la independencia personal del juez en relación con un fac tor políticodado corre el riesgo de influir en el ejercicio de la fun ciónde lajusticiaenun sentido acorde con las ideas o los deseos de este factor»(24). Ahora bien, ningún sistema parece haber sabido (ya que no puede hacerlo) resolver el problema, a excepción de solucio nes de compromiso: jueces elegidos, jueces nombrados por su com petencia, jueces funcionarios; cualquiera que sea el grado de su «ina movilidad», todos son más o menos orgánicamente dependientes de! poder político. Por cierto, todos los periodos de crisis que asisten a la creación de las jurisdicciones de excepción son los más propicios para develar la necesidad de esta dependencia; pero finalmente la (21) mage i (22) (23) (24) 5 00
W. Leisner: «L'état de droit, une contradiction?», en Recueil d ’itudes en homC hirles Eisenmann, ed. Cujas, 197S, p. 66. G. Lavau: «Le juge et le pouvoir politique», en La justíce, PUF, 1961, p. 62, Cf. M. Troper: La séparation des pouvoirs..., LGDJ, 1973. C. Eisenmann: «La justíce dans l ’é tat, en La justicia, op. cit., p. 48.
excepción desenmascara la impotencia del principio para realizarse. En épocas ordinarias, la cuestión no parece regulada sino velada: es porádicamente se producen incidentes que demuestran que el poder politico contiene al judicial en virtud de la presión que inevitable mente se ejerce sobre su estatuto; incansablemente se alzan las voces indignadas de los virtuosos sostenedores de la separación de los po deres. Podemos, por otra parte, sorprendernos ante tales estupefaccio nes: ¿por qué entender como «separado» a un poder judicial al que se le confia la función de aplicar leyes que son, en si, obra de los otros poderes, legislativo y ejecutivo? ¿Se concibe seriamente que esta misión de aplicación no incluye una verdadera participación en la propia elaboración de la ley (=del derecho)? Esta función norma tiva del juez tiene muchas caras, de las que algunas disgustan más que otras a la buena fe liberal, pero es innegable: así se trate de crear aquí un «principio general del derecho», allí de limitar, contra la pro pia voluntad del constituyente, el derecho de huelga de los funcio narios, allá de reducir a la nada el alcance de una ley antitrust, o simplemente de juzgar que tal articulo del código penal no tiene el mismo alcance si se persigue judicialmente a determinada clase so cial, no se trata sino de demostrar un poder creador y normativo (25), pudiendo alargarse la lista de ejemplos sin cesar. Nos regocijaremos o nos indignaremos, dados los casos, del al cance de este poder normativo según que se lo refiera a una cierta interpretación de la separación de los poderes o a la del estado de derecho: contradicción por contradicción, terminaremos por querer hacer que coincidan totalmente ambos principios, reservándonos el interrogar de distinto modo por la función «ideológica» del derecho así creada respecto a un estado o a una sociedad distintamente de finidos. De este modo, el juez es a la vez actor, promotor y garante del paraíso normativo a condición de también él declararlo refrendado por la norma: «El estado de derecho es la controlabilidad objetiva que no podría ser sino obra de los jueces. En último análisis, la in dependencia, autonomía misma del poder judicial, sólo descansa en esta controlabilidad; fuera de ella se produciría la degeneración ha cia un gobierno de jueces sin estructuras claras ni consecuencias pre visibles»(26). De ahí esta tensión continua en esta voluntad por pro clamarla, y esta impotencia para realizarla. Dos actores hacen acto de presencia bajo el doble signo del estado de derecho, uno y otro considerados en principio como la norma-ley, y uno y otro «jugan do» a producirla y logrando que se los considere así en base a ello: el juez y el poder, aquí bajo forma de administración, se nutren del concepto mismo de norma para tejer lo visible y lo invisible en el estado moderno. No resulta asombroso que uno y otra, juez y ad(25) Cf. C. Belaid: Essai sur lepouvoir créateur el norm atif dujuge, LGDJ, 1974. (26) W. Leisner: op. cit., p. 67.
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ministración, se encuentren a la vez en el principio y en la ausencia del estado de derecho: la ausencia será tanto más vigorosamente de nunciada cuanto que sólo lo será como defecto corregible, como con tradicción penosa pero superable, como estadio imperfecto de una historia destinada a perfeccionarse sin cesar. Pero el estado de derecho es una «invención» destinada a pro ducir «la ilusión jurídica», a desviar la reflexión fijándola en sus im perfecciones susceptibles de mejoras: hasta la ausencia de suprema cía de la ley (cuyas consecuencias concretas hubiesen podido ser la democracia, por ejemplo...) es «valorizada» por la idea de que debe imponerse una norma superior. Pero en la aplicación de esta norma superior al caso concreto, el juez «inventa». De la norma se espera la previsibilidad (es decir la seguridad, o sea la libertad, ya que se suele suponer que ésta nace del respeto a la ley). Ahora bien, en el propio concepto de norma es donde reside esta imprevisibilidad de principio, este abismo entre la regla y el caso. El estado de derecho pretende curar del vértigo «institucionalizando» el poder de aplica ción de la regla al caso, reglamentando sus manifestaciones. Pero, como se ha señalado muy lúcidamente, «cuanto más aspira el normativismo a la totalidad, a la ubicuidad de sus imperativos, tante más se instala el poder de decisión entre las manos de aquellos qus la norma debería ligar tan estrechamente»(27). Finalmente, produc to del estado de derecho, el órgano de aplicación es el que sigue sien do la gran ausencia del estado de derecho: la norma sólo otorga al ciudadano «la ilusión de no hallarse a merced de nadie», cuando ez primer lugar está «a merced de un desconocido que dirige su apli cación»^). ¿Vale decir que, a través de otros medios, la independencia judi cial, en el clima ideológico en que es proclamada, se realiza final mente? ¿Vale decir que el poder judicial no depende, incluso en si función normativa, sino de la ley, en el sentido de una regla de círecho superior, sin depender de ninguna manera de la abundancii normativa de que es origen el ejecutivo? ¿Vale decir, finalmente, e * en última instancia no se plantea el problema de la sanción median te la fuerza, y por tanto por parte del estado, de la norma creada : aplicada por el juez? Al igual que el poder judicial, el poder ejecutivo está «separada, del legislativo. Como en el primer caso, se trata de una ilusión ver bal: encargado de ejecutar la ley, el ejecutivo participa en la funes» normativa. Esquemáticamente, de dos maneras: ante todo, tomanó: parte activa en la propia elaboración del contenido de las reglas; Ijcgo, detentando el medio esencial de la sanción de esas reglas, a sa ber el monopolio de la fuerza. Ciertamente, el legalismo desancla todas sus consecuencias formales: «¿No se designa públicamente a gobierno con el término ejecutivo, creyéndose así haber exorcizase al demonio y conjurado los riesgos inherentes al poder natural te (27) Id. p. 69. (28) Ibíd. 502
su poder del que se sabe muy bien que no es solamente de ejecu ción?»^) El órgano denominado de ejecución ha visto que muy pronto se le acordaba una amplia autonomía, pero «se lo relaciona ba incluso con ‘la ejecución de la ley1de los poderes propios del go bierno, como el mantenimiento del orden público y el funcionamien to de los servicios públicos»(30). Orden público, servicio público, nodones suficientemente amplias y vagas como para resistir al tiempo que pasa y adaptarse a los «acontecimientos», asi como a las con mociones socioeconómicas. No se contradice la lógica del principio normativista: bajo diversas denominaciones, el interés general «siem pre es un elemento de la legalidad», que borra progresivamente las señales del poder público, generalizando la intervención estatal. Re sulta evidente que el interés general sirve de norma de referencia (le galidad formal), pero que su contenido es determinado progresiva mente en la acción política: el estado de derecho crea esta contra dicción al mismo tiempo que la resuelve. Tal como lo proclama la mística liberal, la autonomía jurídica no resiste el examen: de parte a parte, el derecho es político, y el estado de derecho, ficticio. En este sentido, la denuncia de sus imperfecciones sólo sirve para for talecer la ficción tanto como la autosatisfacción ante sus «progre sos»: el que el juez administrativo francés, por ejemplo, controle la legalidad de un poder reglamentario autónomo reconocido al go bierno, o bien que perfeccione sus técnicas de investigación del po der discrecional, estas acciones no podrían ser consideradas como pruebas de esta autonomía en lo jurídico. En realidad, el «sistema» del estado de derecho es el producto racional del normativismo: no en el sentido liberal de un estado «limitado» por el derecho, sino como expresión misma de la racionalidad estatal «real». Concebido «ideológicamente» como limitación del estado y garantía de liber tad, el estado de derecho no es más que una «estructura» del estado moderno: «Se considera que la legalidad normativa amplía los do minios de la libertad —ahí es donde ella embarranca dado que no se recurre a ella sino ante ciertas manifestaciones del poder preten didamente peligrosas— favoreciendo otros con frecuencia más ne fastos todavía. Y sobre todo porque ella no cambia nada en la es tructura fundamental de un poder enemigo de la libertad: en su uni dad, a la que, por el contrario, fortalece. En último análisis, el esta do de derecho es el adversario de las autonomías a las que no se po dría vigilar a perfección. La legalidad es centralizadora, acrecienta los poderes de los órganos del estado, los integra en la unidad del estado-norma, produciendo asi la unidad del poder, el poder a secas»(31). Técnica del fortalecimiento del poder, y no garantía de libertad, el estado de derecho no se agota sin embargo únicamente con la crí tica «ideológica» de sus soluciones: la más clásica es la consistente (29) P. Weil: Le droit adm inistran/, «Que sais-je?». PUF, 1964. (30) IbU . (31) W. Leisner: op. cil., p. 78. 50 3
en denunciar la confusión interés general-interés de clase y en esta blecer los datos de una complicidad de las burocracias judicial y ad ministrativa inherente a los sistemas neocapitalistas al servicio de una clase dominante. Por pertinentes y necesarias que sean (al me nos cuando no se limitan a una grosera aplicación de la teoría del «reflejo»), estas indagaciones conservan finalmente los inconvenien tes y las insuficiencias de toda aproximación sociológica al derecho. Comprender que el derecho no es una ciencia autónoma de lo po lítico, que el derecho lo es del estado, no permite deducir que el mis mo sea reducible a una sola instancia socioeconómica o a la única voluntad subjetiva de una clase: los trabajos de Edward Thompson, en especial, aclaran con pertinencia el carácter de mediación especi fica de las instituciones juridicas(32). Por último. Michel Troper pro pone retornar a Kelsen para demostrar que «es posible construir una ciencia del derecho que no sea una ideología, que en el fondo sería otra teoría pura, sino que tomaría el derecho como un conjunto, como un hecho, articulado simplemente de una determinada mane ra, y que reintroduciría el derecho en una totalidad, en lugar de ais larlo del conjunto del campo social, como hace Kelsen. Esta ciencia del derecho sería entonces una ciencia humana como cualquier otra, que funcionaría según la misma lógica»(33). El interés de esta pro posición es inmenso: ella permite tomar en cuenta, por una parte, que el derecho no es reducible a la ideología que lo «habla», que ni siquiera es reducible a la ideología específica y diferente a todas las otras que sus categorías segregan, que la forma jurídica es en sí mis ma concreta y que contribuye activamente a determinar de por si el fondo del derecho en un proceso de autotrasformación espontánea. Sin embargo, sería preciso ir más lejos si se quiere evitar el reen cuentro con las ilusiones de todo cientifismo mantenidas por esta dis tinción entre ciencia e ideología. Es necesario afirmar que toda cien cia es también ideología: a condición de no convertir nuevamente a la ideología en un simple reflejo, se liberaría a los análisis históricos concretos, conservando en el estudio científico del derecho el esta dio de los mecanismos de la dominación. El derecho es una estruc tura de dominación: es lo que pone en juego posiciones de poder pero no es estas posiciones de poder. A ello se debe el que, induds blemente, «hay una enorme diferencia, que la experiencia del sigl debería haber hecho clara al pensador más exaltado, entre el pode arbitrario extralegal y el reino del derecho»(34).
(32) Cf. tos extractos y la bibliografía en Acres de la recherche en Science soci junio de 1976. (33) Comunicación de M. Troper: Sim inoire de la pensie poliíique, Duprat nio de 197S. (34) Cf. E. P. Thompson: op. cit. 504
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3. E l LIBERALISMO: PRESUPUESTOS Y SIGNIFICACIONES por Gérard Mairet Característica del liberalismo es la distinción sobre la que des cansa, por una parte, entre la esfera del estado, que es la de la au toridad política, y, por otra, la esfera de lo que puede denominarse, con referencia a la tradición de pensamiento de la que ¿1 mismo es resultado, la «sociedad civil». El estado, que se ocupa del bien pú blico, no debe, en buena doctrina, introducirse en los asuntos pri vados, es decir en las relaciones constitutivas de la «sociedad civil». Al separar cuidadosamente estos dos campos según modalidades ideológicas de las que habrá razones para cuestionar aquí, lo que el liberalismo apunta a garantizar es la «libertad» de los individuos y de las personas. Pero la libertad de que se trata es la propia del pro pietario, de manera que de la libertad al liberalismo hay un despla zamiento de sentido que constituye el todo de la doctrina. Esto quiere decir, en efecto, que el estado está por sobre los inte reses personales y que su función es únicamente la preservación. El estado liberal se piensa, o es pensado, como estado garante. Lo im plícitamente contenido en esta manera de ver es que la libertad exis te fuera del estado, pero que se mantiene gracias a él. De este modo, de ahí a convertir al estado en un instrumento de defensa de la li bertad no hay más que un paso fácil de franquear. ¿Cómo puede afirmarse que la libertad debe ser defendida? Muy naturalmente, cuando sea amenazada. Ahora bien, cuando la liber tad es amenazada, únicamente la propiedad lo es. Lo que estructura la ideología liberal es el lazo estado-propiedad. Asi pues, si hay un desplazamiento de sentido, ocurre que la libertad que se halla en pri mer plano resulta enlazada con la propiedad y ésta hace del estado 50 5
su protector y su amigo. La secuencia libertad-estado-propiedad es lo que mejor defíne al liberalismo. Se entiende por qué la distinción que le es esencial, entre el estado y la sociedad civil —siendo ésta el medio en el que la propiedad se desarrolla—, es lo que constituye propiamente el discurso liberal. La ecuación libertad=propiedad se plantea como evidente, aun cuando, al hablar de ella, el estado se justifica al mismo tiempo. Este último es el que mantiene la peren nidad de la ecuación y el que defiende el orden vinculado a ella —si el liberalismo participa—, a su manera, en el culto secular del esta do; ello se debe a que el poder que se ejerce por su intermedio es el de la propiedad. En efecto, en ésta debe verse la razón del estado liberal, incluso y sobre todo si esta razón no es especulativa. Con el fin de ilustrar este punto podemos dar aquí la palabra a Benjamín Constant. Para él, la propiedad fundamenta la capacidad política, es decir que a través de ella el hombre se metamorfosea en ciudada no y puede, por consiguiente, ser declarado libre politicamente. «Uni camente la propiedad —afirma en 1817— suministra el ocio indis pensable para la adquisición de las luces y la rectitud del juicio. Así pues, únicamente ella hace a los hombres capaces de derechos polí ticos.» En su misma exageración, esta afirmación manifiesta bastan te bien cuál habrá de ser, a todo lo largo del siglo XIX, la ambigüe dad fundamental de la doctrina liberal. Las críticas socialistas a la sociedad burguesa, tanto la de Proudhon como la de Marx, per miten, si no eliminar, al menos sí aclarar esta ambigüedad: el pue blo, que está excluido de la propiedad, no se reconoce en el estado «democrático» que el burgués instituye para sí mismo. La democra cia liberal es el régimen propio de una república de propietarios.
Lo público y lo privado Sin embargo, lo que conforma el principio de la vida sociopolitica en el liberalismo es la distinción entre lo público y lo privado. El estado se ocupa del interés general, no obstante que lo económi co recubre al conjunto de las actividades que sirven para liberar a los hombres de la necesidad inmediata. Se hallará la mejor formu lación de esto en el tratado de Adam Smith sobre la «riqueza de las naciones» (1776). En él, el concepto de nación adquiere una exten sión específicamente económica; la nación designa el espacio del mer cado, es el lugar donde se efectúa el intercambio y donde reina la propiedad. Pero, sobre todo, Adam Smith, al asociar la nación a la idea de riqueza, daba, por ello mismo, la definición del estado que el conjunto del liberalismo habría de conservar como su principio: el de velar por que la actividad económica no se altere o resulte con trarrestada; la abundancia (la «riqueza») es la preocupación perma nente del estado liberal. Es su justificación. Se desprende de este modo que el estado está, de algún modo, sometido a las exigencias terrenales de la vida en sociedad. Al distinguir al estado de la nación 506
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(en el sentido que ¿1 le otorga a este término), Adam Smith conver tía a la sociedad económica mercantil en el horizonte último hacia el cual, si asi se puede decir, el estado debe volver su atención, pero sin nunca intervenir en él. Al soberano, dice, o sea al estado, no le concierne la actividad económica; su tarea consiste en mantener los lazos de la nación; en otras palabras, el favorecer los intercambios entre intereses privados. En la forma que le da Adam Smith, parece que el liberalismo des cansa, al menos en un primer tiempo, en la sumisión de lo político a lo económico o, en otros términos, en la determinación del domi nio público por parte del dominio privado. En efecto, si el estado es el administrador del interés general, ello se debe a que es necesa rio prever adecuadamente una instancia que se encarga del «bien co mún» y cuya vocación sea ésta, precisamente. ¿Qué entender por «bien común»? Es el aspecto por así decir universal y, debido a esto, eminentemente cargado de moralidad de la actividad económica cuando se la considera como totalidad. De este modo, la idea liberal de Adam Smith consiste en que la sociedad formada por los miem bros la componen y cuya actividad les concierne únicamente en tan to que personas privadas es de naturaleza diferente a la simple suma de individuos. La sociedad mercantil es del orden de la cualidad, y de ahí el vocablo «nadón» empleado para designarla. El estado está ahí para regular la cualidad, o más bien para hacerla posible. La «ri queza» que emana de la sodedad en tanto que tal es pues garantiza da por el estado, aunque no produdda por él. Este punto es constitu tivo de la representadón liberal: la política (actividad del soberano) es del orden de la cualidad y, en consecuencia, de naturaleza moral. La vida económica (actividad libre y privada de los propietarios) es del orden de la cantidad, su consigna y su razón de ser es el creci miento. Así, el reino de la cantidad se supera con el advenimiento de la moralidad. Se advierte que el tema del bien común encuentra su mejor ex presión en la idea de nación. Si se permaneciese en el estadio del «mercado» para designar la esfera económica, se prescindiría de su contenido ético. Por el contrario, el empleo del término «nación» a partir de 1776 recuerda que la actividad mercantil, incluso si se efec túa a través de la iniciativa privada, encuentra el plano del interés general en tanto que tal. En cuanto al estado, éste es la instancia que recoge la moralidad inmanente en el mundo de los negocios y la objetiviza. He ahí el presupuesto del liberalismo, y es mérito de Adam Smith el haberlo revelado. El que esta «revelación» haya te nido lugar en un tratado de economía política no tiene nada de asom broso. Ingenuidad nuestra sería el esperarla en un tratado de moral política. Por cierto, sabemos por Hobbes y Rousseau que la «socie dad» no es reducible a la cantidad de hombres que la conforman. Lo que no sabíamos claramente —pero la cosa era, sin embargo, re conocible en algunos signos que se podría invocar aquí— es que esta sociedad era una sociedad de mercaderes. Adam Smith (y el li
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beralismo tras él) quiere simplemente convencernos de que entregán dose al negocio y a la producción los hombres descubren la armo nía, acrecientan sus riquezas, huyen de la necesidad y, al hacer esto, pueden ganar un suplemento de alma si no ganar el cielo. Desde este punto de vista, el liberalismo ofrece una solución original al proble ma político. Solución dada por la economía. En efecto, ¿cuál es el problema de la vida política tal como lo plantea la reflexión teórica? Es el de hacer coincidir el estado, o cualquier otra forma de poder, con el bien. Esta coincidencia fue buscada un poco por todas partes: en Dios, en la naturaleza, en la voluntad del principe, o en todo esto a la vez. Se trata únicamente de precisar lo que se debe entender por uno o por otro. El liberalismo ofrece una solución finalmente más evidente para el usuario: la de la economía entendida como «interés personal» (el término es de Smith). Ciertamente, los teóricos de la supremacía del estado moderno explican que el individuo, por su bien, debe vivir en sociedad y someterse al estado. Bodino, en el si glo XVI, enunciaba ya este principio e incluso empleaba la noción de bien común. Pero, según ellos, la felicidad individual es un bien no vinculado, en tanto que tal, al bienestar económico. Si llega a estar lo, en ciertos casos, no es por él como se justifica el estado. Esto sí lo opina Adam Smith, que pasa a ser, en este sentido, un filósofo del estado más que un economista. En efecto, hay una filosofía po lítica que sostiene el pensamiento liberal del autor de Investigacio nes sobre la naturaleza..., que se vuelca totalmente a ofrecer una res puesta a la cuestión de saber lo que debe ser el estado. La respuesta, es sabido, consiste en que el «soberano» no tiene que ocuparse de economía ya que la naturaleza ha hecho las cosas de tal manera que no hay lugar para su intervención. La astucia a que se refiere Adam Smith no es pues, tanto, la —tan a menudo referida desde enton ces— de la famosa «mano invisible» que, cual la providencia, hace que se beneficien todos de la actividad de cada uno. Consiste más bien en que el estado, precisamente porque no se ocupa de lo que ocurre en el mercado—y he ahí el papel atribuido al propietario—, no por ello está menos justificado por él. En efecto, el estado es el guardián de la naturaleza. Este punto esencial merece que nos detengamos en él. El estado es el depositario de la naturaleza que ha provisto como conviene a las necesidades múltiples de la vida. «El sistema simple y fácil —es cribe Smith— de la libertad natural se presenta por si mismo y se encuentra establecido. Todo hombre, en tanto que no trasgreda las leyes de la justicia, se halla en plena libertad para seguir el camino que le indica su interés y de instalar en donde le plazca su industria y su capital, en competencia con los de todo otro hombre o de toda otra clase de hombres. El soberano se encuentra totalmente desem barazado de una carga que no podría intentar cubrir sin exponerse, de modo infalible, a verse sin cesar burlado de mil maneras y para cuyo cumplimiento conveniente no cuenta con ninguna sabiduría hu mana ni conocimiento que puedan bastar; la carga de ser el supe rintendente de los particulares, para dirigirlos hacia los empleos más
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acordes con el interés general de la sociedad»(35). El estado es lo que permite que se ejerza la «libertad natural». He ahi el tema do minante de todo el liberalismo, hoy como ayer. Favorecer el juego natural del intercambio social, tal es el papel técnico del estado: ha cer posibles la naturaleza y el juego sin las trabas de sus leyes. Hay pues, en la sociedad civil o nación, una verdadera armonía prestablecida, la del intercambio, y el estado sería criminal si la quisiese modificar. Ciertamente, este aspectodelliberalismose ka vueltohoy arcaico: en la actualidad, el estado no se priva de intervenir, pero el espíritu sigue siendo el mismo. El plan no hace sino ayudar a la na turaleza, o más bien corregirla. Si la recurrencia a la «naturaleza» es permanente en el pensamiento liberal, ello se debe a que la liber tad natural de que habla Smith es la justificación del estado. Es po sible entonces que, forzado por la coyuntura, el estado tal como lo conocemos haya llegado a ser intervencionista a fuerza de planifi car, siendo así que su vinculación con la ideología de la naturaleza es perfecta. Smith no hacia más que enunciar el principio en su for ma primera: dos siglos después, no ha sido repudiado. Caso de ser así, ocurre que no sólo el estado encuentra aquí su razón de ser, como administrador de la virtud pública, sinoque in cluso se reivindica, precisamente, la existencia de un dominio priva do. Lo que, en la sociedad privada en tanto totalidad armónica, su pone destacar a lo privado. Se trata, por ejemplo, del dominio fa miliar; pero sobre todo, en general, del de la propiedad. El tema sa grado de la propiedad privada como derecho natural y como liber tad se halla en el origen de la ideología moderna del estado, y par ticularmente en el del liberalismo político. Este último aparece en tonces como el perfecto producto de una época que tiene a Locke por paladín fundador, y a la economía política burguesa clásica como marco científico. Para Locke, pensar la política supone pensar la pro piedad; para los economistas, pensar la riqueza o la abundancia im plica reflexionar sobre las condiciones reales del acrecentamiento de la opulencia de los propietarios. Locke hace pasar a la «sociedad ci vil o política», como él mismo dice, por el eje de la propiedad pri vada; Jean-Baptiste Say, por ejemplo, supone a la propiedad como evidente, de manera que no hay cómo justificarla; la ciencia econó mica se desarrolla a partir de este presupuesto inicial, ella se cons tituye en función de él. De acuerdo con Jean-Baptiste Say, se puede interrogar a la propiedad; pero nunca se podría cuestionarla en su principio: ella da que pensar. «El filósofo especulativo puede ocu parse en buscar los verdaderos fundamentos del derecho de propie dad; el jurisconsulto puede establecer las reglas que presiden la tras misión de las cosas poseídas; la ciencia política puede mostrar cuá les son las más seguras garantías de este derecho; en cuanto a la eco nomía política, ella no considera la propiedad sino como el más po deroso de los estímulos para la multiplicación de las riquezas. Poco (35) A. Smith: Recherches sur la nature et les causes de la richesse des nalions. Ed. y prefacio de G. Mairet, NRF, 1976, pág. 352.
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se ocupará de lo que la fundamenta y la garantiza, con tal que esté segura»(36). He aquí lo que hay que entender. Pero esto sólo es el lado doctrinario y apologético de lo que, con infinitamente más finura y penetración, la filosofía política inglesa, a partir del si glo XVII, planteaba como principio general de la organización civil y política. El propietario y su otro yo Resulta muy notable que haya que volver atrás para captar la sig nificación del liberalismo como ideología. El siglo xix no ha care cido de doctrinarios «liberales», de Benjamín Constant a Thiers. Es tos están completamente inmersos en la propaganda hasta hacerla lírica. Las simplezas sobre el progreso moral y material, sobre la ci vilización, la libertad, la democracia también, y sobre el orden de seado por la naturaleza o por Dios con el fin de justificar la propie dad, todos esos discursos y sermones, en los que el siglo XIX se es pecializó mortificantemente —en el mismo momento en que brillaba en otros aspectos—, no apuntan de hecho sino a consolidar el poder de los propietarios. Sin embargo, no son esas miserables produccio nes las que constituyen la doctrina liberal; a ésta hay que buscarla en los escritos de Locke y de Smith, de Ricardo y de Hegel y de nin gún modo en tal o cual libelo edificante, de los que De la propiedad de Thiers provee un buen ejemplo: «Dios civilizó al mundo a través de la propiedad, y condujo así al hombre del desierto a la ciudad, de la crueldad a la dulzura, de la ignorancia al saber, de la barbarie a la civilización.» De hecho, estos escritos no difieren de la política sino por los medios empleados: Thiers aporta la prueba de ello ec el momento de la comuna de París. Pueden reconocerse en esas pro ducciones, naturalmente, índices pertinentes del liberalismo; en cier tos aspectos lo son en efecto, en el sentido de que liberan una sig nificación inmediata porque están directamente implicados en el ac tivismo político. Queda que no constituyen, en si mismos, un cuerpc de doctrina sobre el que se ha formado el estado liberal. En efecto., se encuentra esta teorización más bien en la filosofía política y en '2 economía política clásicas. Marx tenia razón, desde este punto de vis ta, al hablar de economistas «vulgares»; se podría hablar, como él de filósofos vulgares. Sea como fuere, en Locke es donde conviene buscar la formula ción más general de la ideología liberal: Smith mismo procede de rL Y esta referencia se impone porque la distinción dominio privado/público que el autor de Investigaciones sobre la naturaleza... ela bora en términos económicos está de hecho directamente deducict de la teoría de la propiedad tal como la desarrolla Locke en 169C (36) J.-B. Say: Traite d'économ ie politique, Guillaumin, París, 1811, pág, 133. Ex castellano, Tratado de economía política. Madrid, 1838 (N. T.). 510
Este autor encuentra en el hecho primordial de que yo soy propie tario de mi propia persona «la justificación principal de la propie dad». Es necesario citar el texto en que la ideología liberal', que en sentido propio es una antropología política general, halla su origen: «De todo ello resulta evidente que los bienes de la naturaleza están esparcidos en forma indivisa, pero que el hombre, sin embargo, lle va en sí la justificación principal de la propiedad, porque ¿1 es su pro pio dueño y el propietario de su persona, d e lo q u e e lla h a c e y d e l trabajo que ella desarrolla; a medida que las invenciones y las artes han perfeccionado las comodidades de la vida, lo esencial de aquello que él ha empleado-para asegurar su propia conservación y su bie nestar nunca dejó de pertenecerle como propio, sin que haya tenido que compartirlo con otros»(37). Este texto esencial provee la justi ficación de la política liberal: si la propiedad privada es hasta este punto central en la ideología burguesa, ello se debe a que Locke hace de ella una propiedad de la naturaleza humana. El hombre es libre y esta libertad reside en el hecho de que yo soy propietario de mi mismo. El genio de Locke se halla en que hace derivar el conjunto de la doctrina de este tema primordial. A esto se debe que el libe ralismo deba ser comprendido en el marco de la antropología lockiana. El Segundo tratado es de hecho un comentario de este pará grafo 44, y también de él deriva la importancia otorgada ulterior mente a la propiedad. Sin duda, se podría encontrar tal afirmación antes de Locke: sin embargo, se buscaría en vano una doctrina del estado y de la sociedad civil enteramente basada en ella. Porque, asi como se lo señaló, Jean-Baptiste Say por ejemplo, y de ahí su repu tación como divulgador, consideraba a la propiedad como evidente. La propiedad es para él una evidencia de la naturaleza que no da lugar, por esta misma razón, a hacerla objeto de demostración. El propio Smith da por sentado que la propiedad es sagrada, pero su originalidad, es sabido, consiste en constituir la economía política distinguiendo cuidadosamente nación y estado. Asi pues, es Locke —debido a que organiza todo un mundo a partir de la propiedad teniendo cuidado de justificar a ésta en la naturaleza humana— quien debe ser considerado como el auténtico teórico del liberalismo. Los pensadores como Hobbes o Grocio, particularmente este último, otorgan gran importancia a la propiedad; reconocen asimismo, en general, que yo me pertenezco a mí mismo, pero no fundamentan en ello la necesidad del estado o de la sociedad civil. La antropolo gía que sostiene sus demostraciones no tiene por piedra angular el hecho, propiamente lockiano, de que en la persona hay dos cosas: un propietario y un bien poseído. Hobbes afirma que tengo un de recho sobre mi vida, no dice que yo «poseo» mi persona, es decir mi cuerpo y mi alma; para él, yo puedo resistir si mi cuerpo se ve ame-
(37) Deuxiéme traité du gouvernement civil, pág. 44, tr. fr. B. Gilson, Vrin, París, 1967; los subrayados son de Locke. En castellano, Ensayo sobre el gobierno civil. Aguilar. 1976 (N. T.). 511
nazado por el soberano, pero no es esto lo que fundamenta la re presentación de la vida social y política. El salto que efectúa Locke es, a partir de aquí, de una importancia fundamental, porque en lo sucesivo es el tema de la propiedad el que se vuelve central y único. Pensar la política es, ahora, pensar al hombre en tanto que propie tario. En Hobbes o en Grocio era pensar la soberanía(38). Si enton ces resulta posible hablar de pensamiento liberal, lo es únicamente en la medida en que su objeto es la propiedad. Se comprende, pues, cómo la idea del estado en tanto que conser vador de la propiedad puede deducirse de tal antropología: si la natu raleza del hombre consiste en ser propietario de sí mismo, el papel del estado liberal consiste en preservar al hombre, es decir su pro piedad. La esfera del estado, en otras palabras del poder público, no tiene, pues, que mezclarse con la esfera de la propiedad privada que Smith analiza en su funcionamiento económico. El estado es enton ces liberal porque deja jugar libremente, en la esfera del intercam bio, los mecanismos surgidos de la propiedad. Asimismo, el estado liberal es, por esencia, defensivo. Esto es lo que ya está presente en el texto de Locke que se acaba de leer. Si yo poseo mi cuerpo —se verá de inmediato según qué modalidad poseo mi alma—, poseo igualmente los objetos que mi fuerza de trabajo puede producir. Por consiguiente, así como no puedo ser privado de mí mismo, no pue do tampoco ser privado de los objetos resultantes de mi trabajo pro ductivo. Ahí es donde interviene, como dice Locke, el tema de «com partir con otros», y donde se aclara la necesidad del estado. Había naturalmente que llegar a esto porque, ante el propietario, hay, o bien otro propietario o bien un no propietario. En el primer caso, me comunico a través del contrato de intercambio; en el segundo, la comunicación se establece por medio de la violencia —el robo—. El estado está ahí para garantizar los contratos y reprimir el robo. Podríamos plantearnos la cuestión de saber por qué los hombres no pueden prescindir del estado; la razón hay que buscarla en el hecho de que suele haber no propietarios que, por esto mismo, amenazan la propiedad; no lo hacen actualmente, pero pueden hacerlo. Mas esta justificación del estado podría parecer anecdótica. De hecho, e£ estado está implicado en la propiedad. En efecto, Locke demuestra que en el hecho mismo de ser propietario se incluye el poder de defender la propiedad. Esta es pues, al mismo tiempo que un ele mento de la naturaleza humana, un principio de legitimidad política: en tanto tal, constituye un poder. Al obtener mi propiedad de la naturaleza, obtengo también de ella el poder de defenderla, in cluso el de ampliarla. Si los hombres fuesen santos, seguramente se podría vivir sin recurrir al estado, pero dado que no es éste el caso, el estado se revela como necesario y es él quien pasa a detentar la santidad. De este modo, la propiedad es un poder y este poder es natural. (38) Es cierto que Grocio la pensaba como propiedad, pero el hombre, para no se define mediante la propiedad, y he ahi toda la diferencia. 512
él
En estas condiciones, la «sociedad civil» surge como la perfec ción de la naturaleza, y Locke establece una distinción en la que las ideologías del salvaje y el civilizado(39), vivas todavía hoy, resultan necesarias. Declara, en efecto, que puede distinguirse a los hombres que viven en estado de naturaleza de los que viven en estado de so ciedad civil. «Se distingue, pues, fácilmente a los que viven en socie dad política con los otros. Los que están sometidos de manera de formar un solo cuerpo, con un sistema jurídico y judicial común, al cual pueden recurrir y que tiene competencia para zanjar las dife rencias que se producen entre ellos y castigar a los delincuentes, és tos viven juntos en -una sociedad civil; los que no tienen en común ningún derecho de recurrencia, al menos en la tierra, siguen estando en el estado de naturaleza, donde cada uno se sirve a si mismo de ju e z y verdugo, porque no hay otro para ello; he aquí, como ya lo he demostrado, el estado de naturaleza en su forma perfecta»(40). Hay que entender aquí por estos dos poderes «jurídico y judicial», respectivamente, el poder del juez y el de la policía. El estado apa rece entonces, en el orden de la sociedad civil, como el poder que resulta del abandono por los propietarios originarios de su poder na tural. Así pues, la distinción entre naturaleza y sociedad civil o po lítica adquiere aquí una significación particular que no vuelve a en contrarse en ninguna otra parte en la teoría llamada del «derecho na tural» moderno. Para aprehenderla hay que tener presente en el es píritu el tema lockiano de el otro. De que el autor del Segundo tra tado organice su teoría política a partir de la propiedad se despren de que, para él, estas dos nociones de estado de naturaleza y de so ciedad civil adquieren otra significación que en su predecesor inme diato, Hobbes. Dado que la propiedad es un atributo de la natura leza humana, la sociedad civil difiere de la naturaleza únicamente me diante el estado. Así pues, cuando el estado está instituido, lo que está instituido es una república de propietarios, formada exclusiva mente por propietarios, y el poder que de ella emana está ahí para mantener a las propiedades privadas en el estado en que la natura leza las establece. Si bien son propietarios los que se asocian, y no pueden no asociarse ya que la sociedad civil garantiza sus propieda des más allá de toda perspectiva, no puede haber asociación para los no propietarios —entendemos por éstos a los que sólo se poseen a sí mismos—, pues la propiedad de la tierra y de los frutos resultan del trabajo de ésta; he aquí lo que debe ser protegido. Y será lo mis mo para toda propiedad industrial. Atenerse a una explicación literal de la distinción lockiana su pondría quitarle todo el sabor burgués liberal: de hecho, los que vi ven en estado de naturaleza son los que no poseen más que su fuer za de trabajo, sin nada para ejercerla. Dado que son propietarios los que se asocian como sociedad civil, resulta claro que los «otros», (39) Cf. m&s adelante, págs. 547-559. (40) D euxiim e traité... pág. 87. 513
como dice Locke, que no lo son, viven en suma en estado de natu raleza. Si el propio Locke no enfoca esta solución extrema, el siglo XIX burgués liberal se encargará de aplicarla. La república censitaria, la belle époque del liberalismo, se esforzará por mantener a todo un pueblo de obreros en un verdadero estado de naturaleza. Las re voluciones que atraviesan esta época, principalmente 1848 y la co muna de París, son el esfuerzo de los no poseedores por reconstruir la sociedad civil y política a partir de si mismos. Así, las significa ciones habitualmente otorgadas a nociones tales como «estado de na turaleza» y «sociedad política» encuentran su verdad en el liberalis mo. En su principio, ésta es la doctrina de la sociedad burguesa y del estado burgués. Ser «propietario» era, en el siglo xix así como hoy por otra parte, un título y una virtud. Así pues, si bien el hom bre es un ciudadano, no es cierto que en consecuencia sea propieta rio, y no es de dudar que el obrero de la época no pertenecía, a igual título que el burgués, a la sociedad política. Precisamente porque no se pertenecía más que a sí mismo, era el otro de que habla Locke, el que vive en estado de naturaleza. A esto se debe el que el libera lismo esté contenido en la pequeña frase de Locke que nos enseña que la naturaleza nos ha hecho propietarios de nuestra propia per sona. Al estar este elemento en el origen de su existencia, la socie dad tiene como única finalidad la de conservarlo: «La finalidad ca pital y principal, en vista de lo cual los hombres se asocian en repú blicas y se someten a gobiernos, es la conservación de su propie dad»^!). Los contratos de moralidad Se da pues por entendido que yo poseo mi cuerpo, en otras pa que estoy conmigo mismo en una relación de propiedad. De esta verdad primera, que no es de hecho sino la expresión más ra dical de mi libertad, se deduce la necesidad para mí de constituir so ciedad con los otros propietarios. He aquí la tesis más general del liberalismo que no descansa en otra filosofía: para ¿1, el hombre es Un propietario, y su ontología —que da lugar a una antropología mo ral que se va a cuestionar ahora— se resume del siguiente modo: ser es tener. No podría hallarse algo más «mundano» que la propiedad; sin embargo, el liberalismo es también una ética. Demasiado ocupado en la riqueza y por tanto en el beneficio terrestre, el liberalismo ex trae su fuerza del hecho de que las preocupaciones terrenales que confiesa están dotadas de una significación moral. No hablamos aquí de eso que frecuentemente se designa con el vocablo «moral burgue sa» y que, cubriéndolo todo, no cubre finalmente nada. No, se trata de la antropología moral y política, es decir del sistema de valores la b ra s
(41) D euxiém e traité... pág. 124.
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éticos que sostiene el edificio liberal y que de él procede, un sistema que es a la vez la causa y el efecto del liberalismo. En efecto, éste descansa en una filosofía del hombre, o más bien se expresa en ella; la ética liberal, que es la ética mercantil, constituye una dimensión esencial de esta filosofía. Al proclamar su adhesión a la propiedad, el burgués proclama simultáneamente su adhesión a unas normas. Ahora bien, estas normas no son objetivos a alcanzar, situados de algún modo fuera de la propiedad, de modo que la vida económica no sería más que su mediación. De hecho, la norma ética es inma nente a la propiedad. En efecto, ésta es portadora de un deber: la propiedad es una virtud. Decir «yo soy propietario de mi propio cuer po» supone construir una representación del hombre, de su digni dad, supone hacer del propietario una persona moral. Es reconocer en ese «yo» las cualidades de un sujeto moral; puesto que la propie dad me define como un «yo», deñne al mismo tiempo a todos los hombres como propietarios, es decir como personas. Se está, pues, en relación con una sociedad de personas morales en la que cada una vale lo que otra, en la que cada propietario reconoce al otro como su semejante. La propiedad, así como la razón, es la cosa más compartida en el mundo: no hay un «yo» que no posea su cuerpo. Si ocurre, como es el caso, que «yo» posea, además de mi propia per sona, un título suplementario para participar en la naturaleza hu mana, un hombre vale lo que otro hombre, y un propietario lo mis mo. Se ve despuntar, ahora, el sistema ético propio del liberalismo: yo no puedo ser privado de mi humanidad, pues poseo al menos una cosa: a mí mismo, y nadie podría, contra mi voluntad, apro piarse de este bien originario mediante el cual mi yo se afirma frente a otro, y al igual que todo otro. Esta representación de tipo ético es inmanente al liberalismo, y la que le otorga su fuerza. Es el tema de la igualdad originaria de derecho. Ciertamente, el juridicismo que la caracteriza le asigna li mites que las reivindicaciones obreras tendrían justamente, como ob jeto, que trasgredir, pero lo que cuenta a los ojos del propietario es que su derecho le surge como constitutivo de su ser. Esta idea de la igualdad —Marx la llamará «formal»— se desdobla, empero, en esta otra: los hombres son libres, precisamente porque son hombres no esclavos. ¿Cómo se prueba esta libertad? Dado que yo me pertenez co a mí mismo, mi persona es mi bien. Puedo, pues, usarla libre mente. En este mundo de propietarios, entonces sólo hay hombres libres que se encuentran. Pero si yo puedo alienar mi propiedad —mi cuerpo o mi dinero—, puedo hacerlo en la medida en que lo deseo así. El hombre es una voluntad libre. Su conducta no está dictada por otra cosa que por si mismo: la libertad supone la autonomía de la voluntad. Esto nos importa en el más alto grado: yo no sería propietario de mi persona, a saber de mi alma y de mi cuerpo, si no fuese a la vez libre de disponer de ella y reconocido por todo el cuerpo social como apto para hacerlo. Así se explica la política censitaria de Ben jamín Constant que citábamos al comienzo de este análisis. De mi 515
aptitud para disponer de mí mismo, y, en general, de lo que me per tenece, se deduce mi capacidad política. Mi estatuto de ciudadano —hombre libre en el estado— está otológicamente ligado a mi cua lidad de propietario libre entre otros propietarios iguales. De esta re presentación se desprende el tema de una comunidad de individuos en la que cada uno es reconocido por el otro. Surge entonces, cla ramente, la significación de la noción del bien común, o del interés general. He ahí los vocablos que sirven para designar el contenido ético universal de las actividades propias de cada una de las perso nas privadas y de todas. Al no poder declararme libre si los otros no lo son, yo no puedo tampoco ser propietario si no ocurre lo mis mo con todo otro distinto de mí. A partir de ahí, el «bien común» me parece ser una justificación, por lo cual el «yo» que se pertenece a si mismo ve en esto la razón de su propiedad. Yo no puedo decla rarme a mí mismo propietario, es preciso que todo el mundo esté de acuerdo en ello por el derecho o por la fuerza, o por ambos. He aquí el punto decisivo. ¿Se imagina algún individuo, en la república, invocando con exclusividad su título de propietario? Si él es un su jeto, los otros también lo son, y tal es la significación del liberalis mo. Si tener es ser, hay, no obstante, entre uno y otro la mediación del reconocimiento. Es sabido que Hegel otorgó gran importancia a este término del reconocimiento, en 1807, en La fenomenología del espíritu. En la lu cha que opone al amo y al esclavo, el filósofo de Berlín veía preci samente una lucha por el reconocimiento. El que uno u otro «reco nozca» a su adversario supone para Hegel el desafío de la lucha. Es cribe Hegel: «El individuo que no ha puesto en juego su vida bien puede ser reconocido como persona; pero no ha alcanzado la ver dad de este reconocimiento en tanto reconocimiento de una concien cia de sí independiente»(42). Hay un punto, al menos, en el que He gel ha visto con certeza: en el de que la verdad «objetiva» de una per sona reside no en ella misma sino en otra que ella. Cuando, a no dudarlo, Hegel se equivocó, fue al creer que el reconocimiento se efectuaba en la lucha entre amo y esclavo. La cosa es mucho más prosaica: se efectúa en el intercambio; no es la lucha la que descubre la conciencia de sí, sino el contrato el que sitúa frente afrenteados personas «libres» —ni amo ni esclavo»—y, en tanto tales, aptas para contratar. Esta capacidad para el contrato resultaría inimaginable sin la antropología moral que la sostiene: únicamente dos personas «libres» pueden comprometer voluntariamente sus palabras. El res peto de los contratos —una tesis heredada de Cicerón— supone la igualdad de los contratantes. Esta capacidad para contratar es lo que caracteriza a la ética mercantil del burgués liberal. Pero para adqui rir su consistencia práctica y convertirse asi en moralidad objetiva o, al menos, hacerse pasar por tal, la ética mercantil no se limita a (42) Hegel: La phénom inologie de Vespirt, tr. fr. Hippolite, Aubier, París, pág. 159. En castellano. FCE, México, 1966 (N. T.). 516
Zas limites de algunos preceptos que el contratante debe respetar. La moralidad se efectúa en las modalidades de la sociedad civil, la que Smith designa con el nombre de «nación» y en la que dominan el interés personal y la riqueza privada. £1 «bien común» no es ya entonces sino la fórmula de la mora lidad, tal como se la emplea en la sociedad civil. He ahí por qué no hay otro problema moral que éste para el liberalismo; ¿cómo puede insinuarse la virtud de las almas ahí donde reina la estricta igualdad cuantitativa, allí donde sólo se intercambian equivalentes, valiendo una mercancía (un bien) lo que otra mercancía (otro bien)? Como resultado de estas múltiples operaciones resulta posible concebir una inmensa ¿tica: en la sociedad civil entendida como espacio de mer cado, lo que prima sobre los individuos que intercambian es el in tercambio. Hemos visto que el propietario no era declarado como tal, a no ser que todo hombre lo fuese por la misma causa. Caso de ser asi, sucede que su propiedad existe, por decirlo de este modo, an tes que el propio propietario; ella es una condición previa a mi pro piedad. Mi propiedad privada no es más que un modo de la propie dad en sí. Por otra parte, este punto es el que obliga a todo candi dato a la propiedad a que se reconozca a ésta como la suya propia. Asi pues, la moralidad que supone el contrato, y en la que ella toma cuerpo, está dada previamente al acto de contratar. Asi como mi pro piedad participa en tanto que tal en la propiedad a secas, asi tam bién mi cualidad de ser una persona moral se verifica con mi parti cipación —por vía del contrato— en la moralidad objetiva. Se tiene pues, ahora, la posibilidad de apresar la significación de mi perte nencia a la sociedad civil: ésta es el medio en el que la frase de Locke adquiere su verdad. Soy propietario en la medida en que perte nezco, con los otros propietarios, a una sociedad política. En una república semejante sólo tengo relación con unos semejantes, sólo tengo que respetar compromisos frente a otros yo, es decir unos «yo» a los que se les reconoce el pertenecerse a sí mismos. Dado que el «bien común» o «moralidad objetiva» prexiste a los individuos que participan en él en la medida en que justamente éstos hallan en ¿1 el criterio de su individualidad, se advierte hasta qué punto le está excluido a un propietario el vivir en el estado de naturaleza. Se entiende, asimismo, que el estado, administrador y de positario de la moralidad empleada en la esfera del mercado, resul te, de este modo, necesario y hasta obligatorio y que, en buena doc trina, no pueda intervenir en los asuntos privados. Mediante el es tado es como se justifica la distinción privado/público, ya que su pa pel consiste en preservar la propiedad. Administrador del bien co mún, él hace posible la buena moralidad de los contratos. No se ve entonces por qué, al ocuparse del tema público, debería mezclarse con los asuntos privados. £1 estado es, asimismo, el depositario de la naturaleza, porque, no lo olvidemos, por naturaleza yo soy pro pietario de mi persona. En adelante, el estado surge, pues, como re sultado de la sociedad civil mercantil, como su verdadero broche fi nal. En efecto, esto no es más que una apariencia. Porque si le ve 517
mos encamar el bien, y no ya solamente el «bien común», el «interés general», sino muy simplemente el bien, ello se debe a que no ha de jado de presidir los contratos de moralidad del mismo modo que el espacio del mercado conforma su marco empírico. El significado del liberalismo, preparado de muy antiguo, preci samente desde que, en filosofía política, se habla de sociedad civ(43), y lo que ¿1 descubre a todos, consiste en que el estado es el bien. La ecuación de la moralidad en que descansa el liberalismo, no por no ser formulada por los principales teóricos es en menor gra do su clave; se la puede formular del siguiente modo: estado=bien. Lo que resulta notable es que haya sido necesaria la recurrencia a la sociedad civil, la penetración literal en su economía, para llegar aquí: al separar el estado de la esfera privada del intercambio, el li beralismo no busca, no le importa, convertir el contrato o el bene ficio personal en una actividad inmoral, ya que muy por el contrario el contrato supone la igualdad de las personas en la naturaleza hu mana. El busca, más bien, moralizar al estado, es decir, hacerlo vir tuoso. En efecto, no perdamos de vista la luminosa tesis de Locke: soy propietario de mi propia persona. Si las condiciones de mi pro piedad se realizan, ésta es una verdad objetiva; tales condiciones son, ante todo, que ello sea asi para todos y, luego, que se respete esta cualidad: dos cosas que no pueden ser verdaderas sin el estado. De manera que éste no resulta de la sociedad civil en la que, sin embar go, reina una cierta moralidad propia de los negocios pero que por el contrario permite, dado que él detenta su norma, que las acciones justas sean posibles en la esfera privada. Si estado=bien, ello se debe a que no se ve cómo en el espacio del mercado hecho de particula ridades y de contingencias, de conflictos de toda clase entre endividuos o clases, podría constituirse una norma en la que precisamente participarían los individuos. Es cierto que el estado liberal es esta norma, o más bien su asiento: lo no reducible a los individuos en la sociedad civil es precisamente lo recuperado por el estado. Ez otras palabras, el «bien común», que no es la suma aritmética de les intereses privados, es asumido en el plano del estado como bien a secas. Pero si el individuo no es tal —una persona— más que reco nocido por otros, ocurre que este reconocimiento sólo puede ser efec tuado por el estado, simplemente porque su plano no es el del indi viduo. He ahí lo que concuerda con la visión de Locke. Resumamos pues, con el fin de que se aprecie su moralidad. K marco del reconocimiento es el contrato, porque éste requiere ís igualdad de los contratantes. Esta igualdad tiene su medio, su ele mento, en la sociedad civil pensada como superficie de mercado j de intercambio. Así pues, se requiere totalmente la pertenencia a a comunidad para que a un individuo se le declare como perteneciente a sí mismo. Una persona es un propietario reconocido. Por con¿(43) Acerca del nacimiento de la ideología de la «Sociedad civil» y su importases: esencial en la constitución del estado moderno, cf. aquí mismo (IV, 4). 518
guíente, la sociedad civil es una comunidad de hombres libres. En efecto, la propiedad de un semejante sólo tiene realidad si es reco nocida como su propiedad: lo «mió» y lo «tuyo» no son, como decía Grocio, «cualidades de la persona», sino en la medida en que el con junto de los individuos concuerda en la atribución de su propiedad privada a cada cual. Tal reconocimiento en el que el otro que yo es mi semejante, no puede efectuarse sino en la serie del intercambio contractual. La serie de- las propiedades posibles es la que funda menta el derecho de mi propiedad actual. Y un yo sólo es un yo por que es semejante a otro yo. Asi pues, mediante el contrato de inter cambio un propietario vale lo que otro propietario, ni más ni menos que un hombre vale lo que otro. De este modo, la regla del recono cimiento mutuo es: nadie ingresa en el mercado si no es propietario, reconocido como tal en la sociedad civil. De este imperativo se de duce la característica moral: la sociedad civil objetiva una norma de moralidad, la propiedad, haciendo ésta una persona del sujeto de de recho. No se puede entonces perder de vista lo siguiente: únicamente so bre el telón de fondo de la serialidad del intercambio mercantil se constituye una moralidad objetiva. El bien es, pues, independiente de la voluntad de los sujetos, incluso si cada cual, persiguiendo su interés personal, obrase por la promoción del interés común. Ocurre que, en el medio del intercambio, todo equivale a todo; la traspa rencia es total, todo se intercambia con todo. La sociedad civil es la esfera de lo mismo, la propiedad es en ella soberana y los individuos se reconocen en ella como tales. De manera que la sociedad les prexiste aunque ellos la componen, y el bien existe independientemente de la persona. Esta tiene su propio valor en la serie completa de los individuos propietarios donde un hombre es igual a otro. El princi pio de equivalencia es anterior a los equivalentes; el mercado —la serie de contratos— está dado con antelación, es «natural», afirma Smith, es el elemento de la persona, su medio vital. Antes de ser pro pietario de esto o de aquello, de su fuerza de trabajo o de sus má quinas, un semejante es propietario en si. Así pues, lo dado es la se rie; el sujeto moral (la «persona») procede de ella. Así es como el estado, para hallarse separado de la sociedad civil —y por esta misma razón—, extrae su sustancia ética de esta últi ma. Ahí donde la teoría (Locke) dice que el estado es necesario para üa protección de la propiedad, hay que entender que el poder sobe rano, al velar por el buen funcionamiento de los intercambios, no es solamente este instrumento técnico encargado de vigilar la libre circulación de las cosas y los bienes. Dado que éstos no van solos al tugar del mercado, se necesita un propietario que los conduzca ahí. Ahora bien, el estado, debido a que asegura la cohesión del espacio de intercambio hasta convertirlo en una totalidad homogénea, es una asamblea de propietarios reunidos como cuerpo, que hace de estos individuos personas morales; Leviatán es el protagonista de la serie, el tutor de la sociedad civil; a ello se debe que encarne el bien. El circuito se ha cerrado: la señal más segura de mi humanidad 519
reside en que yo me pertenezco a mi mismo, pero esto sólo es cierto en el orden de los posibles. Para que ella se vuelva actual y adquiera de este modo alguna realidad, consiento, ante todo, en no pertene cer más que al estado. Mi humanidad es lo que debe ser, y el poder del estado es lo que permite que ella sea para mi lo que es. Mediante este subterfugio es como la propiedad ha conquistado todo un mun do y el estado se ha afirmado a través de las múltiples figuras que le conocemos hoy —autoritarias o intervencionistas—, a la vez de fensor e intérprete de la naturaleza humana y gran devorador de hombres. Al hacer del espacio del mercado un espacio de soberanía, el li beralismo convierte al estado en depositario del bien. Aunque dis tinto de la sociedad civil, el estado es no obstante inmanente porque es el bien. Asi es como los contratos de derecho privado se convier ten en contratos de moralidad debido a que la ley lo permite. He ahí la esencia misma del moralismo. Para ilustrar este punto que, para nosotros, nos resulta conocido desde ahora, hemos elegido un texto de Kant. Con su rigor acostumbrado, el filósofo de Kdnigsberg ex plica cual un liberal autoritario lo que es el contrato de matrimonio. Lá tesis de Kant es la siguiente: el matrimonio (matrimonium) es un contrato que se efectúa según la ley (civil) de manera que este con trato es igualmente necesario según la «ley de la humanidad». Ahora bien, el matrimonio así pensado es un contrato entre propietarios. En efecto, en la Doctrina del derecho se leen estas líneas totalmente ejemplares: «En la suposición misma de que el placer mediante eü uso recíproco de las facultades sexuales sería su único fin, el con trato de matrimonio no seria cosa arbitraria, sino, todo lo contrario, un contrato necesario según la ley de la humanidad; es decir, que si el hombre y la mujer quieren gozar el uno del otro recipro camente en función de sus facultades sexuales, ellos deben necesa riamente casarse y esto es necesario según las leyes jurídicas de la razón pura. En efecto, el uso natural que un sexo hace de los órga nos sexuales del otro es un goce mediante el cual cada parte se en trega a la otra. En este acto, el hombre hace de sí mismo una cosa, lo que contradice el derecho de la humanidad en su propia persona. Así pues, esto sólo es posible con una condición: a saber, que mien tras que una persona es adquirida por la otra como una cosa, la pri mera adquiera también a la otra a su tumo y reciprocamente; en efec to, ella se reconquista de este modo a sí misma y restablece su per sonalidad»^). Puede pues verse, en el matrimonio, el modelo de todo contrato de moralidad. Lo que significa que derecho privado —obli gaciones, propiedad, familia— es inmanente al derecho público y ai estado en la «sociedad civil».
(44) Kant: D octrine du droit, tr. fr. A. Philonenko, Vrin, París, 1971, §§ 24,2* (el subrayado es de Kant). 520
El estado y la democracia Podría creerse que, a juzgar por su moralismo, la filosofía liberal va contra su propia doctrina. La distinción fundadora entre lo pú blico y lo privado no tiene la consistencia que se creía. Ella existe, pero no de la manera que se esperaba, y el moralismo de estado no está muy alejado del autoritarismo ordinario. De hecho, el liberalis mo no se ha convertido en otro, el estado ha seguido siendo el mis mo. Puede formularse esto de un modo diferente: lo que la lógica interna del liberalismo nos revelaba, a saber que el estado es el se creto de la sociedad civil porque es el bien, lo realiza la historia de los siglos xix y xx. Sin embargo, el estado intervencionista no es por ello menos liberal; se le suele suponer un alma, sin duda un tan* to desencarnada pero no obstante viva. La cosa mejora incluso con los estados socialistas, que triunfan allí donde el liberalismo más clá sico todavía fracasa parcialmente. Con todo, el autoritarismo de unos no le va en zaga al de los otros; la diferencia se halla en los matices y hoy ya hemos llegado al punto de saber que son ellos los que cuentan; conviene, pues, conformarse con ello. Liberal o socia lista, el estado encama el bien, pero, en un lado como en el otro, el individuo percibe cada vez más claramente que este bien está, justa mente, más o menos teñido de mal. Pese a esto, en su conjunto el liberalismo goza de buena reputa ción. En efecto, la tradición historiográfica está de acuerdo en ver en el siglo XIX «el advenimiento de la democracia». Sin embargo, no se trata de la democracia en general, sino de la democracia burguesa en particular, a la que, precisamente, se oponía entonces la demo cracia socialista. Se advierte que el siglo XIX podría muy bien, desde este punto de vista, intercambiarse con el xx. En efecto, es verdad que la configuración política que ahora conocemos se constituyó en el trascurso del siglo xix, y los cambios que observamos luego no se producen en los principios sino únicamente en los acontecimien tos. Lo que cambió no se debe a una trasformación ideológica, ya que vivimos según las definiciones de ayer. Las novedades se deben al progreso, como se dice, de la ciencia y de las técnicas, y de modo más general, del saber teórico y práctico. Desde este punto de vista se puede hablar, para designar a nuestro siglo XX, de un verdadero atraso. El democratismo del estado, que se consolida en el siglo XIX, constituye todavía la totalidad de nuestra representación política. El socialismo que, en el último siglo, no era todavía más que un sueño, se convirtió hoy en una realidad, pero no de la manera que era de esperar. El mismo es, como el liberalismo «clásico», un de mocratismo de estado. Desde este punto de vista, la fundación de estado socialistas no cambia en nada la representación política do minante. Mientras que en el siglo XIX el democratismo de estado se afir mó con violencia contra el socialismo, principalmente entre 1848 y 1871, el socialismo de estado se instaló con violencia en el siglo XX frente al liberalismo y contra él. En ambos casos, democracia «libe521
ral» y democracia «socialista», el estado es el que asegura su poder. El modelo estatal es el centro distribuidor de las ideologías y de las mentalidades políticas. Este no es otro que el principio de soberanía aplicado a la democracia. A partir del siglo XIX, nuestras represen taciones políticas se orientan según la idea, que nadie sueña con cues tionar, de que la democracia es realizable en el estado definido de una vez por todas como institución de la soberanía. La asociación del pueblo con la soberanía, es decir la definición del pueblo como soberano, a partir de Rousseau, tiene como consecuencia la asocia^ ción del estado con la democracia. La I República, en Francia, pro cedía del espíritu de El contrato social; la III República no sólo pro cede de él, sino que lo realiza. Desde entonces, el estado es demo crático y popular; los representantes del pueblo —asambleas o par tidos— ejercen la soberanía de que el pueblo es principio. Ahora bien, el estado, sea «socialista» o «liberal», es quien administra la re presentación. La democracia representativa vuelve a hacer del esta do el delegado del pueblo. Este es el modelo democrático que intro duce el liberalismo y el que el socialismo reajusta y elabora a su ma nera. Y es poco decir que lo reajusta: lo vuelve casi perfecto, al ser el partido infinitamente más eficaz, en tanto poder, que el parlamen to. Acabamos de ver cómo el estado, pese a la teoría pero también a causa de ella, era inmanente a la sociedad civil.'Se lo ve ahora como inmanente a la democracia. Asi pues, cuando afirmábamos que estamos todavía hoy en pleno siglo xix y esto pese a los acon tecimientos, no hacíamos sino manifestar la ideología de ¡a domina ción propia del siglo XX, según la cual fuera del estado no hay de mocracia. Esta es pensada en términos de soberanía; el liberalismo es el que hace la cosa evidente e incluso natural. El modelo del «prín cipe», del que no se podría negar que fue el arma absoluta de la bur guesía en materia política, atormenta todavía a los espíritus. Se tra ta del esquema cinco veces secular de la soberanía; el liberalismo, po sible mediante la revolución francesa, es ese momento h is tó r ic o q u e , convirtiendo en «príncipe» al pueblo, sitúa a la democracia en el in terior del estado. Los tiempos que siguieron no han hecho más que consolidar esta tendencia, perfeccionarla hasta hacerla indefendible, La revolución francesa había llevado al pueblo al proscenio; el libe ralismo lo encierra en el interior del estado democrático. He ahí un acontecimiento considerable a enfocar con la luz del siglo XX: la de mocracia socialista no hace sino aplicar la receta liberal retocando su salsa. Pero lo cargado de significación es que el advenimiento de la de mocracia de estado no pudo efectuarse sin recurrir a la guerra civil Por esta razón, la democracia surge como la categoría política dé entendimiento burgués. Si, finalmente, el derecho político para to dos prevaleció sobre el derecho censitario, es verdad que, no obstan te, la democracia en el estado seguía siendo una prerrogativa de pro pietarios, lo que nos permitía señalar en el lenguaje de Locke que él «estado de naturaleza» subsistía al lado de la «sociedad política?. 522
Guerras civiles y revoluciones son consustanciales al liberalismo, tal como el trabajo y el salariado son consustanciales a la propiedad y al capital. La democracia de estado era la fórmula total para un pue blo de propietarios sobrecogido permanentemente por el miedo a ser desposeído. A partir de la revolución de 1848 se instala el gobierno del miedo: los que no se poseen sino a si mismos, como todavía lo dice Locke, no tienen la misma representación en la democracia. A esto se debe que la guerra civil sea una condición de la democracia liberal. El poder de estado se afirma a través de ella, así como el «pue blo» se afirma a través de la gran revolución, ni más ni menos empero que el derecho- político se verifica con la propiedad. Por con siguiente, lo que semejante democracia supone es que hay, amena zando al «pueblo», toda una multitud obrera que, no teniendo nada que perder, tiene todo por ganar; ella supone pues, todavía, que hay en la sociedad civil, o más bien fuera de ella, un enemigo interior. Surge entonces que la democracia así entendida no era otra cosa que una especie de guerra civil fría mantenida por el estado. En su análisis de la comuna de París, resulta curioso ver a Marx atenerse a una definición... liberal del estado «burgués» para dar cuenta de la acción de los comuneros. «La unidad de la nación —es cribe— no debía romperse, sino, por el contrario, organizarse me diante la constitución comunal; ella debía convertirse en una reali dad a través de la destrucción del poder del estado que pretendía ser la encarnación de esta unidad pero que quería ser independiente de la nación misma, y superior a ella, mientras que no era más que una excrecencia parasitaria de ella»(45). Allí donde Marx ve en el estado a un parásito, Locke o Smith, o el propio Thiers, no obstante poco sujeto a la iluminación teórica, veían una necesidad virtuosa. Pero esta oposición no es más que aparente, porque todo el mundo está de acuerdo, en principio, para ver en el estado una excrecencia y, en segundo término, por deducción, para establecer una distinción clara entre por una parte el estado y por otra la nación. He ahí, y es conocido, el presupuesto del liberalismo cuya significación al pa recer Marx, aquí, no ha captado. Ella debe ser buscada en la demo cracia, que es la form a del estado liberal. Pero la democracia no es una excrecencia (parásita o útil), ella es constitutiva de la nación en el sentido que le da Smith: superficie de intercambio en donde la mer cancía es reina y que forma, para el burgués, el territorio de su so beranía. Se ha visto lo que la sociedad civil mercantil suponía al es tado por sanas razones que afectaban a la moralidad; se la ve ahora implicar al estado para que reine el orden político. El estado democrático es pues, como ya se señalaba, la categoría política del entendimiento burgués. En consecuencia, no se podría entonces convertirlo únicamente en una excrecencia o, lo que es lo mismo, considerarlo separado de la sociedad civil. Semejante con(45) En La guerre civite en France, Parte, 1968, pág. 43. En castellano. La guerra civil en Francia. Aguilera. Madrid, 1976 (N. T.). 523
cepción, que vuelve a hacer del estado una «cuasi cosa», visible de algún modo, implica dos consecuencias que son, justamente, las ca racterísticas profundas del liberalismo: que la democracia política es inseparable del estado, dado que la sociedad es el lugar en el cual los intereses económicos son a la vez conflictivos y complementa rios. Hay pues que prever un estado que, al no estar mezclado con lo económico, se ocupe de los derechos políticos. Se trata del estado guardián del orden moral y político. Además, al estar separado, no se halla implicado en los conflictos sociales, de manera que queda investido del poder de preservar la paz civil: se trata del estado gen darme. Marx, a no dudarlo, no hizo suyos estos dos tótems del en tendimiento liberal, pero no negó tampoco el principio de ambos, a saber que la democracia es posible en el estado. En este sentido, el socialismo tal como lo conocemos es el más perfecto producto del liberalismo; es, para retomar el término, su «excrecencia».
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H EGEL:
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4 . E L T R A B A JO
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LA IN D U STRIA :
e l m a r x is m o
por Frangois Chátelet El descubrimiento del homo oeconomicus influye profundamen te en las ideologías modernas. El análisis de lo que supone y de lo que implica tal descubrimiento se encuentra en el estudio del texto fundador de la economía política «clásica», que a no dudarlo con viene citar. Ciertamente, las Investigaciones sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones de Adam Smith —aparecido en 1776 en Edimburgo— no constituyen la primera obra en la que se trata de la división del trabajo social, del origen de la industria y del comercio y de los mejores medios para acrecentar la cualidad y la cantidad de los bienes puestos a disposición de la colectividad: de los libros III y IV de La república de Platón al Tratado de econo mía política de Antoine de Montchrestien (1616), pasando por las múltiples reflexiones dedicadas a las técnicas de administracióndel campo familiar o del tesoro real, los textos económicos son nume rosos. Sin embargo, sean cuales fueren sus intuiciones, todos siguen estando, para hablar como Adam Smith, en el proscenio. La ambi ción científica del filósofo de los Sentimientos morales es afirmada con claridad: «En las maravillas de la naturaleza resulta raro que po damos descubrir claramente el nexo de unión; únicamente, respecto a un pequeño número de ellas, al parecer, hemos admitido ver lo que ocurre detrás de la escena y, en consecuencia, nuestro asombro se colmó. Así es como los eclipses de sol y de luna, que en otras ¿po cas excitaban más que ningún otro fenómeno celeste llevando a la sorpresa y al terror, no parecen ya extraños desde que se descubrie ra al nexo de unión entre ellos y el curso ordinario de las cosas»(46). Smith aplica esta ambición a esta novedad, a este acontecimien to que es la trasformación de las modalidades de la producción y del mercado de trabajo, en adelante tan activo que ella no puede dejar de imponerse al observador e ingresar en las preocupaciones de los gobernantes. La novedad no reside, por cierto, en que la producción de las mercancías implique su circulación: el trueque, el intercambio de las circunstancias de la naturaleza humana; tampoco reside en que la segunda operación surja de la búsqueda de un beneficio, uni lateral o compartido. Ella consiste en que ahora es posible examinar estos fenómenos de manera tal que se pueden aclarar sus principios y mecanismos. Ya los fisiócratas en Francia y, en particular, Franvois Quesnay, en su Cuadro económico*, publicado en 1758, habían mos trado, contra los economistas llamados mercantilistas, que la inves tigación económica profunda exigía que se considerase una realidad bastante amplia que pudiese constituirse como objeto de encuesta y (46) Essais philosophiques, tr. fr., París, 1793, citado en la intr. de G. Mairet en los «Grandes thémes» a las Recherches... de Adam Smith, colección «Idées», NRF, París, 1976, a la que nos referimos constantemente en estas páginas. * En castellano, véase en Fontamara. Barcelona, 1974 (N. T.). 525
que, por consiguiente, se dejase de tomar como tema y criterio de la investigación, por ejemplo, las finanzas del estado. Así, el Cuadro económico enfocaba el conjunto de la producción del reino de Fran cia. Pero los fisiócratas, si bien negaban la actitud del cajero, se ad herían a la del contable. La nación, para ellos, no es más que «un marco de referencia recibido, un dato contable práctico»(47). Educado en las investigaciones de la teoría política, Adam Smith se consagra a la nación en tanto tal, en tanto que es un espacio de intercambio. El hecho de adoptar como referencia la riqueza de la nación le permite, de este modo, evitar el empleo de esas abstrac ciones filosóficas que llevaron a los fisiócratas a considerar como úni co trabajo productivo a la agricultura y a descalificar a la industria, que no hace sino trasformar lo que ya está ahí. Ahora bien, ¿qué aporta esta referencia a la realidad nacional? La respuesta a este in terrogante está dada en las primeras páginas de las Investigaciones... con una admirable claridad. Adam Smith define ahí las categorías constitutivas de la economía política. Presentémoslas brevemente: «El consumo anual de la nación es suministrado por el producto del trabajo anual de éste (debiendo pagarse las compras a otras na ciones con una parte de este producto). »Asi pues, la riqueza de la nación, es decir la capacidad que ella tiene para satisfacer las necesidades de cosas necesarias o cómodas, es función de la relación entre este producto del trabajo y el número de los consumidores. »Ahora bien, esta propia relación depende de dos factores: “la ha bilidad, la agilidad y la inteligencia... en la aplicación al trabajo” y “la proporción entre los que se ocupan en trabajar útilmente y los que no”.» Según Adam Smith, el primer factor es el más importante. Prue ba de ello es la «economía» de los salvajes(48), en la que la mayoría trabaja, pero sin aplicación, permaneciendo todos en la pobreza. Por el contrario, las naciones civilizadas —industriosas e industriales— tienen un gran contingente de ociosos, pero producen mucho y siem pre producen más. Debe resolverse un primer interrogante: ¿a qué se debe esto? (tal es el objeto del libro I). «La cuestión de la proporción entre los que hacen un trabajo út£ y los que no lo hacen remite a la de la cantidad de capital que pue& emplearse y el uso que se le pueda dar, con el fin de ofrecer emplees a los trabajadores. Importa, pues, interrogarse sobre la naturaleza de este capital, sobre su acumulación y sobre su reparto (objeto dtL libro II). »E1 uso del capital puede efectuarse de distintas maneras: la his toria demuestra que determinadas naciones prefieren invertir en “Ei industria del campo”, otras en “la industria de las ciudades”. Resul(47) G. Mairet: op. cit. (48) Sobre el error histórico generalizado en cuanto a la pretendida «econocíi de subsistencia» de los pueblos primitivos, cf. el 1.1, cap. I y las referencias que ¿I: se hacen. 526
ta indispensable el análisis de las circunstancias que condicionan esta elección. (libro III). «También deben examinarse las justificaciones teóricas que se dan en esta materia (libro IV). «Dado que hay un soberano que se encarga de administrar el in terés de la colectividad, ¿cuál puede y cuál debe ser su ingreso? ¿Cómo debe administrarlo? (lib r o IV ).» Tras determinar estas categorías y estos problemas, el análisis de Smith, en el que se entremezclan con habilidad demostraciones abs tractas y datos empíricos, termina definiendo un determinado nú mero de nociones clave. De este modo, tras haber mostrado cómo la división del trabajo acrecienta no sólo la productividad, sino que incluso incita a la invención técnica, después de haber fundamenta do la distinción entre el valor de uso de un bien, y su valor de cam bio, tras haber reflexionado sobre lo que hace efectivo el intercam bio, lo que Marx denominará «el equivalente g e n e ra l» , su a n á lis is se dedica a descubrir lo que constituye el valor de una mercancía en el intercambio. La duda de Adam Smith es constante. Por cierto, es el trabajo el que mide el v a lo r (la originalidad de e s t a p e r s p e c tiv a e s considerable: los principios empíricos de la economía mercantilista resultan barridos). Sin embargo, el trabajo, «única medida real», es ora entendido como trabajo ahorrado —el trabajo al cual el usuario habría debido someterse para producir el bien que él adquiere—, ora como trabajo encamado —la suma de todos los trabajos que, de al gún modo, están incorporados en la mercancía. Asimismo, las Investigaciones hesitan entre una concepción cuan titativa de la medida del valor del trabajo —indicando que el salario dado al productor tiene como finalidad permitirle reconstituir sus fuerzas de trabajo y que, en una sociedad determinada, tiende a ins tituirse en una especie de punto de referencia que es el trabajo social medio— y una concepción cualitativa que introduce una apreciación muy subjetiva de «la agilidad y la habilidad» de cada cual. Esto no significa que no siga consideraciones objetivas. De tal manera que, p o r último, en el precio de una mercancía participan, en partes va riables, tres elementos: el salario pagado al obrero, la ganancia de quien detenta el capital y la renta que le toca al terrateniente. Hay, pues, un precio natural, en unas condiciones dadas, alrededor del cual gravita el precio del mercado, que resulta de las variaciones de la demanda. Es notable, por otra parte, que, a propósito de la ga nancia capitalista, Adam Smith se esfuerce en legitimarla... median te un trabajo presente o pasado (se muestra menos amable con los terratenientes). Porque lo esencial está ahí. Si no resulta posible seguir aquí con el desarrollo del análisis fundacional de las Investigaciones, hay que subrayar que su aporte principal consiste, por una parte, en tomar por objeto la nación unificada en tanto que estado soberano, pero también, y sobre todo, al concebir el territorio nacional como lugar del intercambio, en revelar que en la raíz de todo intercambio se halla la producción de lo que se intercambia, producción de la mercancía,
y, por consiguiente, trabajo y medios de producción, es decir, capi tal. ¡He ahi lo que está detrás de la escena! Esto equivale a decir que el filósofo y moralista Adam Smith, que se suscribe a una visión optimista, mucho más matizada de lo que con frecuencia se la describe —y con la idea propia de su si glo de una armonía-de la naturaleza que abarca a la naturaleza hu mana—, es mucho menos innovador que el economista. Al igual que Descartes(49), ciento cuarenta años antes promotor de la revolución copernicogalilea, fue el iniciador de la concepción moderna de la ra cionalidad científica como intento de dominación de la naturaleza por parte del hombre, así como John Locke(50), a fines del siglo pre cedente, definió una nueva noción de la libertad práctica como de recho imprescriptible —y esto contra la noción que los metafísicos daban de ello—, así también Adam Smith puso en evidencia una di mensión hasta entonces secundaria o relegada de la realidad del hom bre: el hecho de que éste es, fundamentalmente, un trabajador, y que en tanto que trabajador (o como «intercambiador», pero esto supo ne lo otro) ingresa de manera decisiva en la relación social. Tal es su estatuto objetivo. Con frecuencia, resulta de buen tono subrayar las insuficiencias de las Investigaciones...: éstas habrían zozobrado en la abstracción metafísica descuidando los factores subjetivos, se dice por un lado; por otro, se afirma que ellas habrían hipostasiado cual esencia eter na de la naturaleza humana las formas históricas del capitalismo pri vado, por una parte, y habrían aceptado sin critica la idea de una regulación automática del mercado, por la otra. Que el filósofo Adam Smith haya creído con demasiada buena voluntad en la ar monización de las condiciones de producción y que a este respecto el análisis pesimista de David Ricardo esté más justificado que el suyo, es algo indiscutible. En cuanto a la dominación del capital —sea el administrado a la manera capitalista o a la manera socialis ta—, ¿puede dudarse, al ver el mundo actual, de que esto sea una «intuición» penetrante? El estado según Hegel
La teoría política del siglo xvn procura pensar el estado nuevo; la economía política se esfuerza por hacer inteligible esta nueva for mación resultante de la fusión entre el marco estatal y las trasfor maciones de la nación. Interviene la revolución francesa, que reali za, acaba, inventa y lo trastorna todo; y también el imperio napo leónico, que administra, en una mezcla de terror y de libertad, lo an tiguo y lo nuevo, dando estructura al estado-nación. En la compren sión de este elemento histórico, la importancia del pensamiento de t. II, IV, 2. (50) Cf. más arriba, t. III, II, 3.
(49) a .
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Hegel es doble. Por una parte, el filósofo de Berlín se asigna la tarea de organizar esta abundancia de nociones, el poner en orden las ideas y los acontecimientos, apareando unos con otros: es el primer pen sador sistemático del estado-nación; apunta explícitamente a ense ñar a sus contemporáneos cómo deben éstos entender su propio es tatuto, en su vida privada, en su actividad profesional y en su ejer cicio de ciudadanos; considera a esta enseñanza como el único ca mino que puede permitir pasar d e l e s t a d io a c t u a l a l e s t a d io ú ltim o , que es el del estado mundial. Ahora bien, ocurre que esta enseñan za, en tanto que tal, acaba triunfando: siembra la inteligencia euro pea, desde Marx —que se separa brutalmente de ella, pero que en ella se inspira— hasta los funcionarios que, con Bismarck, habrán de organizar el II Reich alemán; y, de ahí, a Lenin y a Cari Schmitt(51); de esta manera, suministra material e ideologías diver sas y opuestas... ¿Cuál es la posición política de Hegel en su época? Indudable mente, la de un pensador liberal, alejado de todo exceso, deseoso de la unificación de Alemania bajo la autoridad de un reino de Prusia que habría de comprender la ventaja que extraería de su apertura a las nuevas ideas: monarquía constitucional, administración contro lada e industrialización. Sin embargo, su pensamiento político le lle va, como ya se verá, a concebir esta trasformación como empresa del estado: Hegel —pensador que cree haber llegado al saber abso luto— se sitúa resueltamente del lado de los gobernantes (esto im porta si se quiere entender la oposición de Marx). A esto se debe el que, como doctrina del estado-nación, pueda situarse legítimamente al hegelianismo como un límite del que la teoría de John Locke se ría el límite opuesto. Todo ocurre como si el estado liberal, desde entonces, oscilase entre una concepción lockiana, que tiende a redu cir la intervención del poder central al mínimo exigido por la ges tión de los negocios comunes, y la hegeliana, que no concibe otro motor para el desarrollo racional de la sociedad que el estado inter vencionista. De hecho, el punto de partida de la reflexión política de Hegel es, ante todo, la comprobación del éxito del modelo napoleónico. El emperador fue vencido, pero impuso a Europa la noción de la cen tralización administrativa, militar y jurídica del territorio nacional por parte del poder soberano. Es, luego, el fracaso de «todas las fi losofías pensadas que pretendieron enseñar a los pueblos cómo de ben gobernarse»: la teoría sólo tiene por función el hacer conocer lo que la historia realiza. Además, hay que renunciar a toda utopía, a toda reconstrucción de un estado de naturaleza o de un derecho na tural. La única materia del pensamiento es la historia. Planteado esto, ¿cómo entender el estado moderno? Hegel expone el saber en
(SI) Teórico de la concepción contemporánea del partido como fuerza histórica determinante, cf. La théorie du pardean, tr. fr., Calmann-Lévy, 1972. En castellano, La teoría deI partidario. Instituto de Estudios Políticos. Madrid, 1966 (N. T.). 529
política en los Principios de la filosofía del derecho, texto que pu blica en 1821. Su análisis es tan notable y penetrante que al leerlo hoy se acaba pensando que las «previsiones» hegelianas, que sólo eran presentadas como conocimientos, describen lo que nuestra ¿po ca realizó ampliamente. En cuanto a la «moralidad subjetiva», es decir a la cuestión de la conducta individual —parte central de la obra en la que no se in sistirá aquí—, Hegel sigue las lecciones de Emmanuel Kant: pero les reprocha el haber establecido que el sujeto oral pudiese realizarse en su elección inteligible de la autonomia(52). El hombre no podría rea lizarse en su esencia; en su racionalidad, sino como ciudadano. Pero esto no supone, al fin de cuentas, que ¿1 pueda conocerse como tal. El se aprehende ante todo —y he aquí la primera capa de la socie dad que, por abstracción, Hegel examina— como elemento de una familia. Lo que caracteriza a la familia es el patrimonio, así éste con sista en la posesión de propiedad o, únicamente, en la existencia de hijos (caso del proletario). El derecho privado regula la gestión del patrimonio. Buen discípulo de Locke, Hegel muestra —sin buscar la menor justificación ya que hay ahí, para ¿1, un antecedente— que justicia e injusticia, en el derecho privado, se definen únicamente en relación con la propiedad. Ser delictuoso o criminal es infringir las leyes que corresponden a la libre disposición por cada uno de sí mis mo y de su haber. En suma, refiriéndose a la familia burguesa taü como ella se manifiesta en ese primer tercio del siglo xix, Hegel ex presa abstractamente lo que la novela balzaciana va a describir eos tanto arte y vigor. El segundo nivel de la moralidad objetiva es el de lo que los Prin cipios... llaman la sociedad civil, teniéndose en cuenta que el térmi no alemán correspondiente significa a la vez esto, pero, también «so ciedad burguesa». Esto es lo que nosotros denominaríamos, hoy, el dominio económico. Se trata, en efecto, de la vida, de la sociedad en tanto que en ella se producen, se intercambian y se consumen bie nes. Recordando los análisis de los economistas, Hegel considera que la sociedad civil conforma un sistema, que cada profesión remi te a todas las otras practicadas en el territorio nacional y que, a par tir de ahí, hay solidaridad de hecho. Sin embargo, este sistema esti atravesado por contradicciones que afectan a la naturaleza mismi de la sociedad civil. Estas contradicciones ineluctables, que, caso ¿í agravarse, pueden volverse peligrosas para la colectividad, son, í . mismo tiempo, condiciones del progreso económico. Hegel, pesimis ta como Ricardo, entiende que el conflicto es la ley misma del cspitalismo y el principio de su dinamismo. Analiza tres tipos de estií contradicciones insuperables: las que oponen a los individuos en ; interior de una misma profesión, las que oponen a las profesiore: unas con otras, las que oponen a ricos —que cada vez se vue&sr más ríeos— y pobres —que cada vez se vuelven más numerosos; (52) Cf. más arriba, 1 .111, II. 1. 530
más pobres—. Ciertamente, la sociedad civil inventa técnicas para remediar estos contratiempos: aprovecha las guerras entre naciones para conquistar nuevos recursos o mercados, se lanza a la coloniza ción. Pero, en tanto que tal, es incapaz de superar sus fructuosas dis cordias. Se impone la necesidad de una intervención soberana: la del estado, que es «la razón hecha acto». Desde el primer emperador de China, desde la ciudad griega, el estado siempre tuvo esta función trascendente. Pero las condiciones históricas eran tales q u e los go bernantes no podían conocer esta esencia. Este conocimiento resulta posible con la situación moderna (todavía es necesario, piensa Hegel, que la conciencia de los dirigentes pueda acceder a ¿1). Hegel, en su exposición que no quiere ser más que una descripción, sigue siendo muy prudente. Dado que se necesita una encarnación de lo soberano, hay que reconocer el principio monárquico, que no es peor que cualquier otro. Pero si el monarca es árbitro en última instan cia, es un ciudadano entre los otros y sigue estando sometido a las leyes del estado. En verdad, el realismo hegeliano casi no presta aten ción a los problemas constitucionales: lo que le importa es la prác tica gubernamental. Ahora bien, en este campo se muestra a la vez intransigente y original. En su opinión, hasta aquí a despecho de la razón, las instancias que detentan el poder de decisión central han sido «elegidas». Ni el poder guerrero, ni la antigüedad de cuna, ni el sorteo, ni la elección popular, ni ninguna combinación de estas mo dalidades le otorgan competencia. El cuerpo de dirigentes debe ser competente. Al menos asi es como debería ser conocido. Al moder nizar la óptica platónica, Hegel se convierte aquí en el campeón de la tecnoburocracia, basando el reclutamiento de los funcionarios es tatales en una enseñanza y una selección destinadas a orientar jerár quicamente a «los especialistas de lo universal estatal». Encarnada por el monarca, la soberanía absoluta del estado se ejerce en y por la administración de la sociedad civil, empleándose, si es preciso, la conciliación: se prevé órganos —«las cámaras pro fesionales o locales»— en los que los especialistas se esfuerzan por apa rear el interés superior de la colectividad con los intereses particu lares de los miembros de la sociedad civil, dándose por sentado que estas cámaras son menos el lugar de las decisiones que el de las infor maciones y las explicaciones. Esto ya es así, explica Hegel, pero como no se sabe, no se logra sacar partido de esta modernidad naciente. Tal es el estado, según el filósofo de Berlín. Poco importa su sue ño del estado mundial que, tras guerras crueles, ¡completará el re corrido de la humanidad y realizará la sociedad trasparente! Resulta muy interesante observar que, en muchos aspectos, los estados ac tuales, más de un siglo y medio después, concuerdan con este mo delo. Y espíritus lúcidos, de ningún modo reaccionarios, como Alexandre Kojéve(53) y Eric Weil(54), consideran que, en el fondo, nada
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Introduction a ¡a leclure de Hegel, N R F , P a rís, 1948; 2* ed ., 1962. Philosophie potinque, V rin , P a rís, 1956.
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hay que corregir en este análisis de la forma plenamente desarrolla da del estado-nación, excepto en lo que concierne a las relaciones internacionales y a su repercusión en el orden interior de los estados históricos. Acerca del equívoco de Marx: liberación social o racionalidad industrial Así pues, puede afirmarse, simplificando, que después de la teo ría política de John Locke y el análisis económico de Adam Smith, el hegelianismo constituye una nueva justificación, más profunda y más sintética, de ese estado laico e industrial, de estructura juridicoadministrativa unificada, nacido en Europa occidental en el si glo XVII. La fuerza demostrativa de los Principios de lafilosofía del de recho reside en que éstos no niegan de ninguna manera ni las crisis de la sociedad civil ni las guerras entre naciones y en que integran la negatividad en el curso dramático, pero finalmente triunfante, de la humanidad. El momento destacado de este análisis es la teoría mis ma del estado como la razón hecha acto. La disposición jerárquica adoptada por el texto apunta a probar que el estado es la verdad de la sociedad y que, al mismo tiempo, su realización moderna es en si la verdad de la historia. Ahora bien, esta filosofía política orgullosa choca con la contes tación. La de Sóren Kierkegaard, que aboga por la subjetividad ávi da de infinito; la de Friedrich Nietzsche, que combate al nuevo ído lo, el estado, y a su antiguo y nuevo testamento, la filosofía siste mática y la ciencia experimental. Pero la contestación que importa aquí es la que desarrolla Marx, en la medida en que ésta se encuen tra en el origen de un conjunto teórico que con el nombre de mar xism o fueadoptado por las organizaciones obreras de Europa desde fines del siglo xix y que, en tanto tal, fue invocado como fermento de la revolución bolchevique y como doctrina oficial del estado so viético y, desde entonces, por otros estados adheridos al «socialismo científico». De hecho, el cuestionamiento' radical del hegelianismo operado por Marx a partir de los años 1843*1844 —recordemos que Hegel muere en 1831 y que, hasta el acceso al trono de Prusia, en 1840, de Federico GuÚlermo IV, que reinstala la monarquía absoluta y ex pulsa a los liberales de la universidad, su enseñanza domina a la in telectualidad alemana— es, al menos como síntoma, uno de los acon tecimientos más importantes de la ideología europea moderna. Su vigor es grande, indiscutible su rigor, pero su significación es sin gularmente ambigua. Además, conviene seguir meticulosamente el derrotero por el cual el joven Marx, lector asiduo de Hegel, se sepa ra del maestro y define asi un punto de vista de singular originalidad. El asunto comienza precisamente con el fracaso histórico de la política de Hegel y con la comprobación de que quienes desean re tomar esa bandera de lucha no logran sino una crítica abstracta e ineficaz. Nada en el desarrollo del estado prusiano, nada en el esta532
tato de las sociedades más adelantadas, inglesa y francesa, manifies ta algún progreso de la racionalidad. Allí, las libertades siguen sien do burladas, aquí la miseria y las revueltas de la clase obrera se acre cientan. En cuanto a los «hegelianos de izquierda» —de los que Marx formó parte a su llegada a Berlín—, se encierran en una crítica es téril del «estado de cosas alemán». Su error consiste en el fondo, se ñala Marx, en no ser suficientemente hegelianos: toman los Princi pios... por un modelo a realizar, óptica idealista (o utópica) que He gel nunca habría aceptado. Hay que hacer caer a este último en las redes de su propio rigor: su realismo político le condujo a afirmar que lo que es falso en la práctica no podría ser verdad en la teoría. Ahora bien, el conocimiento que pretendía dar de la esencia del es tado, en tanto que árbitro soberano de los conflictos de la sociedad civil, es falso, ya que la impotencia y sus consecuencias, la violencia yla arbitrariedad del estado, se fortalecen. Asi pues, hay que recon siderar cuidadosamente la descripción hegeliana para saber si ella po see esa «verdad» que pretende. Marx se dedica a esta tarea, y los resultados que obtiene le lle van a romper con el hegelianismo, incluso el de izquierda. Si se quie re aprehender la naturaleza de la sociedad moderna, hay que inver tir la pirámide construida por Hegel. El estado no es esa instancia superior que realiza, haga lo que haga, recta o equivocadamente, la razón. Es, como todo lo que es en este mundo social dominado por el capital, una propiedad, la propiedad de los propietarios de tie rras, de manufacturas, de capital bancario, etc. Su función consiste en mantener esta propiedad y, como esto es exigido por la regla del luego capitalista, en promover el aumento de sus beneficios. Es un organismo de dominación que emplea la ley, la policía y el ejército para que perdure la explotación de aquellos que sólo tienen su fuerza de trabajo para alquilarla, con el fin de asegurar su supervivencia, a quienes poseen los medios de producción. En cuanto a las contra dicciones que atraviesan a la sociedad civil, resulta ilegitimo redu cirlas a una sola esencia lógica. Los conflictos que oponen a los fa bricanteso los comerciantes unos con otros no son de la misma na turaleza que la lucha de clases que enfrenta a proletarios y capita listas. Los primeros son la consecuencia de la anarquía del sistema económico basado en la propiedad privada; la segunda es el princi pio de este mismo sistema y la señal de su crueldad. La descripción de Hegel es falaz. Enmascara la realidad de la so ciedad. Hay que subrayar aquí un punto importante: el Marx que critica la teoría hegeliana del estado (y, por consiguiente, a través de ésta los enunciados fundamentales del estado liberal de John Locke y sus aplicaciones en las diversas constituciones proyectadas o apli cadas por la I República francesa) y que descubre la lucha de clases como hecho histórico decisivo —ese Marx que no es el joven Marx, pero que conservará estas ideas directrices hasta el fin de su vida, aun cuando no sean ellas las únicas en conducirle— se niega a si tuarse, al igual que Hegel, en el punto de vista del estado, es decir, en el punto de vista de los gobernantes —de los propietarios—: se
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sitúa en la sociedad civil, y por tanto, del lado de los dominados. En cierta manera, se trata de la sociedad, desgarrada por el conflic to de clases, que habla, y que habla contra el estado, contra la au toridad que organiza materialmente la sociedad de explotación. Una vez definida esta perspectiva, Marx y Engels se empeñan, desde entonces, en tres tareas que se niegan a separar. Se trata, por una parte, de extraer de estos análisis su consecuencia lógica. Hegel no se equivocó por loco o avieso. Por realista que quisiese ser, ocu rrió que se equivocó. Importa, pues, que se despeje la razón de su «mentira». Por otra parte, conviene proseguir el estudio del funcio namiento de este sistema económico y de las justificaciones que del mismo da precisamente esa invención del siglo xvm que es la eco nomía política: conviene explicar la causa del beneficio, que es «el alma» del capitalismo. Por último, para completar estas dos tareas intelectuales hay que salir del espacio alemán que, en muchos aspec tos, es arcaico, y conocer los movimientos de la sociedad, no sola mente mediante la investigación de la contabilidad de los industria les, sino también mediante la comprensión de las acciones obreras contra la miseria y las condiciones espantosas de trabajo. A este objetivo responde la constitución en Bruselas —tras haber expulsado la policía francesa a Marx y a Engels— de las «Oficinas de Información Obrera». Objetivo de esta organización es poner en relación a unas y otras distintas fuerzas proletarias que, en Europa occidental, se rebelan, con el fin de ampliar la experiencia y coordi nar el movimiento. Por este medio, Marx y Engels habrán de rela cionarse con la «Liga de Comunistas», cuyo congreso de 1847, al pre parar la formación de un «partido comunista», dará a los dos inves tigadores militantes la ocasión de exponer sus ideas en el Manifiesto del partido comunista, editado como documento de síntesis al año siguiente. Hay que destacar que estas distintas empresas no tiener por finalidad la organización de un partido, en la significación ac tual del término. Lenin es quien dará la fórmula —tomada del ejér cito prusiano y de la policía zarista— del partido «marxista». Lo que por entonces se pretende —y éste será todavía el caso en el principio de la fundación de la «Asociación Internacional de Trabajadores-, llamada Primera Internacional, en 1864— es una reunión de todas las fuerzas proletarias con el propósito de abolir el régimen capitalista. La primera tarca es propiamente filosófica. Y, sin embargo, e~ cierto modo se sitúa como ruptura con todo el pasado de la filoso fía. Según Marx, el error de la filosofía sistemática —de la que ¿ hegelianismo representa su forma más acabada— consiste en haber postulado que, mediante la reflexión, el trabajo lógico, la acumula ción de los conocimientos, es posible acceder a un lugar, el lugar t i la verdad, a partir del cual serla posible alcanzar juicios infalible: que determinen universalmente, y de una vez para siempre, lo
ría de la práctica. Esto quiere decir que el momento teórico —el de la idea, del enunciado conceptual— se sitúa siempre como reflexión de una práctica determinada y que, por consiguiente, si bien es po sible elaborar conocimientos verdaderos —verificados lógica y prác ticamente—, es falaz, a partir de ahí, pretender agrupar estos cono cimientos en una doctrina cerrada que afirme sobre todas las cosas lo que es de una vez por todas. Hegel reflexionó con exactitud la práctica del estado burgués. Pero este saber político, que él creyó exhaustivo, le ocultó la socie dad civil, es decir el fundamento económico de ese estado. La ven taja del punto de vista que le permitió a Marx desarrollar su critica consiste en ser más concreto, en el sentido hegeliano: el mismo reú ne, combinándolos, la realidad represiva del poder burgués, la ex plotación económica debida al régimen capitalista, y el hecho histó rico de la lucha de clases. La «ganancia» teórica resulta del hecho de que lo teórico se aplica a una práctica, se conoce como tal y se esfuerza, por esto, por tomar a su objeto en sus múltiples determi naciones. En esto, por otra parte, consiste, en esta primera óptica, todo el materialismo de Marx, ese materialismo que ulteriormente recibió, por parte del propio Engels, tanta demagogia doctrinal. Por que no se trata, para Marx, crítico de la lógica de la filosofía, de re construir un nuevo sistema del mundo y del hombre. Ser materia lista supone afirmar que el punto de partida de la reflexión o, con mayor precisión, el referente al cual ésta retorna infaltablemente con tal que pretenda ser concreta, en el sentido empleado más arriba, es la práctica considerada en su materialidad social. Las Tesis sobre Feuerbach subrayan claramente esta sujeción: la materia de que se trata no se reduce a la que define la filosofía especulativa, materia lista o no. Ella es, a la vez, aquello en que consiste la práctica social y aquello contra lo cual ella lucha, es decir actividad corporal de trasformación de lo real y de sí. Esta dimensión del pensamiento de Marx, que va a empobrecer Ea lectura de Engels —con el consentimiento tácito de Marx hay que señalarlo—, niega por adelantado toda formalización doctrinal y, por consiguiente, toda la exposición sistemática. Y es esencialmente polémica, ya que tiene por objetivo recordar que la filosofía pasada, zue, en su conjunto, se sitúa en la perspectiva de los gobernantes o de los dueños de la palabra, es idealista en tanto que el concepto o ia representación sustituye a la cosa, y la teoría a la práctica. Esta actitud que Marx toma ante la filosofía doctrinal es también la que adopta respecto a una «ciencia» nueva: la economía política. No es posible seguir aquí la crítica que efectúan Marx y Engels de las docrrinas de Smith, Ricardo, Malthus, Sismondi. Ambos se entregan, aparentemente, a una simple operación de clarificación concerniente a la naturaleza y la medida del valor, la medida del salario, la fun dón de la moneda, la relación valor/precio, etc. Sin embargo, este Trabajo de crítica meticulosa tiene como finalidad resaltar lo que la rsonomía política pasa por alto o explica de manera apresurada: la musa del beneficio, motor del sistema capitalista. 535
De hecho, ellos muestran que las insuficiencias y los errores del discurso científico se desprenden de que sus autores están decididos, de algún modo, de antemano, a ahistoriar la realidad, a considerar que lo que hoy es, es eterno. Adam Smith no quiso ver, declara Marx, que el modo de producción capitalista es un elemento histó rico que instituye relaciones de producción y mecanismos de explo tación singulares; ¿1 lo consideró, desde el comienzo, como un ele mento normal correspondiente a la evolución de las técnicas, con sus ventajas —numerosas— y sus defectos —menores y susceptibles de ser corregidos—, y sin que oculte ningún secreto. Ahora bien, hay un secreto, ya que el capitalismo puede presentarse como la expre sión más desarrollada de la racionalidad económica y que, al mismo tiempo, instaura un sistema de una dureza inaudita, que condena a la mayoría de la población a la miseria y engendra crisis y guerras masivas. La primera parte del Manifiesto del partido comunista re sulta curiosa a este respecto, ya que, por una parte, canta alabanzas a la burguesía manufacturera y conquistadora, que supera con la am plitud de sus construcciones todo lo que la humanidad pudo realizar hasta entonces, y, por otra, compromete, dada la necesidad m is m a de su sistema, lo que ella construyó. De este modo, la critica del texto de la economía política es, ai mismo tiempo, la refutación del capitalismo. Ella descubre que el be neficio tiene origen en el sobretrabajo arrebatado por la burguesía al proletariado; ella pone en evidencia el hecho de que el único me dio de suprimir esta situación, fuente de desórdenes monstruosos, es la constitución de un orden económico en el que fuese posible redu cir la jornada de trabajo en la medida de la progresión de la eficacia técnica de los medios de producción; este orden económico es el co munismo, cuya primera etapa es la toma del poder por el pueblo «en armas» que tenga como decisión inicial la socialización de los medios de producción. El primer libro de El capital contiene, a la vez, una teoría de la civilización mercantil, matriz de lacivilización industria] (la primera sección), una critica de toda la ciencia econó mica que razone sobre ese ser abstracto que es el homo oecononúcus y, como perspectiva, un programa revolucionario. Asimismo, el sentido del materialismo histórico es el que, enten dido en sentido estricto, es menos «la ciencia de la historia» que un otro análisis de la historia, que se situaría no en la óptica de los jefes militares, de los estados y de los archivos administrativos, sino en la de los dominados, o, al menos, les daría la palabra. Ahora bien, salvo para el presente o para el pasado reciente, tal análisis es difícil de efectuar en la medida en que las huellas dejadas por el pasade atestiguan acerca de la clase dominante y su punto de vista. Ade más, el materialismo histórico, en particular cuando es aplicado a !z actualidad, como lo hace Marx en Las luchas de clases en Fronda (1848-1850)* o en La guerra civil en Francia, es un constante re cuerdo de la existencia de aquéllos y de lo que olvida el historiógra * Véase en Ayuso. Madrid, 1975 (N. T.). 536
fo oficial, los pueblos, la vida cotidiana, los cuerpos comprometidos en los contratiempos del placer, el trabajo y la muerte. En verdad, es para preguntarse cómo a partir de semejante em presa que niega toda doctrinalización filosófica, que, al rechazar la economía política clásica, cuestiona toda ciencia social y discute la objetividad de sus «objetos», que acumula conocimientos y demos traciones no para construir un saber sino para ayudar al éxito de ac ciones ya comprometidas, pudo nacer una concepción puesta e n r i diculo por el sufijo ismo, que es la propia señal de un sistema. Re sultaría muy tranquilizador para el espíritu que se pudiese determi nar una fecha —¿1843? ¿1837? ¿1864?— que señalase la aparición del marxismo doctrinal; o designar un responsable —¿Engels? ¿Kautsky? ¿Plejanov? ¿Lenin? ¿quién?—; pero jay!, no hay nada de eso. A partir de los primeros escritos, mientras se desarrolla la di rección que se acaba de señalar, otra se manifiesta con igual poten cia. Cae de su peso que, en el espíritu de su autor, ambas están li gadas y que las pruebas suministradas proceden de una y de otra. No está prohibido, no obstante, si se considera aquello en lo que se han convertido los marxismos y aquello para lo cual son utilizados hoy, el proceder por «abstracción mental» e intentar discernir esas dos direcciones. Se ha analizado la primera, fundamentalmente antidoctrinal. La segunda está presente con aquélla, y esto hasta 1883. Mientras que elabora una crítica política de la política hegeliana, Marx sigue sien do profundamente tributario de un elemento decisivo del pensamien to de Hegel: la filosofía de ¡a historia. Sigue siendo, de este modo, tributario de su tiempo, y es sabido que el siglo xix no fue avaro en esas construcciones, a medias conceptuales, a medias artificiosas, que piensan la historia de la humanidad «como la de un solo hom bre» y definen un comienzo, un fin y un sentido del porvenir de las sociedades. Una filosofía de la historia materialista; también en este sentido se puede concebir al marxismo. Marx toma de Hegel la idea de que el progreso dramático es obra de la negatividad: pero allí don de el filósofo hacer actuar al espíritu, él ve la lucha de los siervos de todos los siglos y, singularmente, en la sociedad burguesa, a los que producen y están reducidos a la alienación extrema: los prole tarios. Hay en el marxismo (de Marx) un mesianismo del proleta riado, cuyo intérprete más profundo será Georg Lukacs en Historia y conciencia de clase{55), y que sirve, todavía hoy, para encubrir re tóricamente las prácticas autoritarias del estado soviético o sus ma quinaciones imperialistas. Por el mismo motivo, las guerras, según Hegel, son sustituidas por las revoluciones, la última de las guerras por la revolución final y el estado mundial de la satisfacción univer sal por la sociedad comunista finalmente trasparente. Este mesianismo tiene una consecuencia política. Si es cierto que
(55) T r. f r ., E d . d e M in u it, P a rís, 1956. E n c a ste lla n o , véase
Historia y conciencia
de clase. G rija lb o . 1975 (N . T .).
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hay un sentido de la historia (y que este sentido es inteligible, para los que saben —para los hegelianos— o para los que se encuentran en el campo del proletariado —para los marxistas—), entonces re sulta posible decidir lo que va en un sentido y en el contrario. Engels no hesitaba en vilipendiar a las revueltas nacionales de los es clavos del sur, que afectaban al correcto crecimiento de la clase obre ra alemana en el recto curso de la revolución; Lenin y Trostki con denaban a los rebeldes de Cronstadt; Stalin «deskulakizaba» y hacía instruir los procesos de Moscú; la Unión Soviética se cubría de cam pos de trabajo forzado y los hospitales psiquiátricos son numerosos. Seria absurdo imputar a Marx estas consecuencias desastrosas, ya que precisamente el proletariado no se halla en el poder en la Unión Soviética; ésta es un estado militarburocrático. Sólo queda por decir que la propensión mesiánica induce al poder inquisitorial de una igle sia... Y tiene también una consecuencia estratégica. Para entenderla adecuadamente, hay que señalar que Marx —esta vez se trata de una evolución— se deja seducir poco a poco por los progresos de las cien cias experimentales, físicas y biológicas. No protesta cuando Engels construye —con la más absoluta arbitrariedad— una dialéctica de la naturaleza como introducción a la historia dialéctica de las socie dades. Los libros segundo y tercero de El capital, editados después de su muerte, atestiguan el deseo de construir, contra la economía clásica, una economía política científica. A partir de entonces, la fi losofía de la historia materialista se va a teñir de positivismo. El ma terialismo histórico adquiere entonces su cariz doctrinal: la historia, en el sentido trivial del término, se explica «en última instancia» por la causalidad económica, las superestructuras ideológicas, políticas, jurídicas, por la infraestructura. De este modo, Marx, poniendo en tre paréntesis la acción política, afirma que la revolución no puede estallar sino «cuando las fuerzas de producción (nuevas) entren en conflicto con las relaciones (viejas) de producción». Una interpreta ción literal de semejante enunciado tendrá sobre la II y la III Inter nacional efectos catastróficos. El texto de Marx (y de Engels) está, pues, atravesado por estas dos corrientes, una que lo sitúa como teórico y como militante de las luchas obreras contra la explotación capitalista y la dominació* de los estados burgueses, otra como fundador de una nueva concep ción total del mundo centrada en una filosofía de la historia dog mática y positivista. No es hasta su acción como dirigente de la Aso ciación Internacional de Trabajadores, fundada en 1864, cuando tra duce esta dualidad suya. En las discusiones se muestra, ora como el concentrador de todas las rebeliones, desconfiado en relación ccz los programas, ora como un temible doctrinario que manipula, en tre otros contra los bakuninistas, los rayos de la exclusión. Este equivocidad, molesta pero real, explica probablemente por qué, en nuestros días, el marxismo es a la vez la doctrina oficial de los es tados autoritarios y el estandarte que blandeo los pueblos ávidos ci libertad.
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La dogmática marxista En el último decenio del siglo xix, el capitalismo supera una nue va etapa de su desarrollo. El maqumismo acrecienta su eficacia, los lazos entre los estados y la clases posesoras se hacen cada vez más estrechos, la colonización se extiende al mundo entero y Jules Ferry loa sus ventajas, tanto para los colonizadores, que acrecientan su producción y sus beneficios, como para los colonizados, que reciben los beneficios de la civilización. El liberalismo económico triunfa, acepta sus crisis, no duda en remachar sus consecuencias cuando ellas movilizan a Ios-trabajadores. Se encamina hacia ese estadio que Lenin, de buena gana catastrofista, califica como supremo: el impe rialismo. A la organización mundial de la burguesía, tutora del trabajo y administradora de la industria, responde la organización internacio nal del proletariado. Entonces es cuando el marxismo hace su ingre so masivo en la historia contemporánea. La fundación en París de la II Internacional en 1889, seguida por importantes éxitos de los par tidos que se adhieren a ella y de lo s s i n d ic a t o s que l a i n v o c a n , e s p e cialmente en Alemania y en Francia, se efectúa bajo la égida del pen samiento de Marx que, poco a poco, absorbe o elimina a las otras corrientes, proudhoniana, anarcosindicalista o «tradeunionista». El historiador tiene que estudiar, precisamente, cómo se produjo esto. Queda que el marxismo se ha constituido en la ideología del movi miento obrero europeo. Y a partir de este momento sucede que, en su forma y en su contenido, se fortalece la tendencia a instituirlo como doctrina. A tal punto es esto verdad que el partido, organiza do para enfrentar al estado y tomar el poder, calca su estructura de aquello que combate y dogmatiza sobre todo lo que le ocurre. De este modo, la II Internacional engendra una ortodoxia. En tanto que tal, procede por exclusión: en el dominio de las ideas, ha biéndose instalado deliberadamente en la perspectiva de la filosofía de la historia positivista y economicista, habiendo interpretado a ésta con mayor rigidez todavía, niega como contrarrevolucionario todo lo que no entra en este marco. Filosóficamente, Lenin, en Materia lismo y empiriocriticismo* (1909), expide brutalmente hacia el lado del oscurantismo a dos sabios como Ernst Mach y Richard Avenarius que habían intentado, con mucha buena voluntad, hacer ingre sar, en el débil corpus marxista, los recientes descubrimientos cien tíficos. Políticamente, la internacional se muestra unánime para aceptar la fábula según la cual es una tendencia normal, «espontá nea», de la clase obrera el limitar su lucha a la obtención de reivin dicaciones «económicas»; y acepta con igual tranquilidad la idea de que el anarquismo es una desviación pequeñoburguesa de la fuerza revolucionaria y que las luchas nacionales —las de los pueblos co lonizados— no son válidas sino porque debilitan el campo del im* En Zero-Zyx. Madrid, 1974 (N. T.).
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perialismo y que, de todas formas, deben servir para la liberación del proletariado europeo. Sin embargo, en este horizonte común se dibujan dos contradic ciones importantes si no se cuenta la que, en sus comienzos, opuso a Eduard Bemstein al conjunto de la organización y que concluyó con su exclusión en 1899. La herejía bemsteiniana consiste, sin duda, en haber tomado demasiado en serio, y sobre todo en haber subra yado demasiado claramente, las consecuencias del fondo economicista de la doctrina: en su opinión, la implicación del análisis marxista es que el capitalismo, primer momento de la socialización de la producción, debe conducir naturalmente y por una serie de tran siciones a la segunda tapa, que es el socialismo. A partir de aquí, la estrategia política consiste en obrar en pro de una modernización de la industria, desde todo punto de vista benéfica. El partido socialdemócrata alemán, el elemento más poderoso de la Internacional, comprometido en sus luchas políticas electorales y sindicales contra los partidos burgueses, no podía admitir semejante «quietismo». Una vez condenado Bernstein, un primer conflicto se abre paso, con una fracción de los socialistas franceses, a propósito de la participación en los gobiernos burgueses de miembros de un partido que tiene como objetivo la revolución. El debate se entabla alrededor de un tema que va a alimentar abundantemente la escolástica marxista y que, todavía en nuestros días, sigue siendo ocasión para argumenta ciones perentorias y abstractas: el de las relaciones reformas/revo lución. La Internacional, a instancias de Karl Kautsky, se decide ec favor de una posición de principio: ningún compromiso con la ad ministración burguesa resulta aceptable; el camino de la revolución: pasa por el fortalecimiento incansable, entre otros medios, por el que facilita la lucha electoral y la reivindicación sindical del partido éí la clase obrera; y esto hasta el momento en que éste se convierta en mayoritario en el seno de las instituciones y de la opinión popular en la medida en que es poco probable que las clases dominantes a dejen desposeer sin lucha, importa prever una intervención multitu dinaria de las masas, el que se apoderen del poder. Ahora bien, he aquí que surge un segundo debate, cuyas conse cuencias históricas fueron decisivas. Ante esta visión de la historlr dialéctica a donde le llevan los aspectos positivos y sintéticos, Leniz solidario de Kautsky hasta el fracaso de la revolución rusa de 19G; ela b o ra u n a e strateg ia de la ofensiva y de la negatividad. Esta y í éxito del golpe bolchevique de 1917 van a ser el origen del primer cisma importante, en oportunidad de la formación de la III Inter nacional. Lenin no niega que haya que desarrollar las organizad :nes de masa y emplear las elecciones como lugar de propaganez. pero esta operación debe tener como núcleo a un grupo militarmen te organizado de «revolucionarios profesionales» clandestinos; daci la estructura ideológica, estos militantes son intelectuales provenien tes de la burguesía; pero poco importa este origen, con tal que esírr armados con el socialismo científico, saber que ellos tienen como fun ción enseñar a los explotados. Lenin tampoco niega que el proletí540
dado obrero es la clase revolucionaria por excelencia; pero resulta criminal no tener en cuenta la fuerza contestataria profunda del cam pesinado, que es más que una simple fuerza complementaria. Lenin, por último, no niega que se necesite un desarrollo suficiente de las fuerzas productivas para permitir la explosión proletaria. Pero es algo abstracto pensar que, para un país poco desarrollado industrialmente como la Rusia de los zares, haya que descomponer la acción revolucionaria en dos etapas: la primera,de instauraciónde un po der burgués, gracias al cual se fortalecería cuantitativa y cualitativa mente la clase obrera; la segunda, de paso al socialismo. Ambas eta pas pueden y deben estar encadenadas, para no formar ya más que una sola secuencia. Con este propósito, el dirigente bolchevique ela bora—en la perspectiva de su comprobación de la existencia del im perialismo, forma nueva y última del capitalismo— la tesis conocida como «el eslabón más débil» según la cual, en la cadena constituida por los estados burgueses, el internacionalismo proletariodctermina atacar al más vulnerable con el fin de provocar una disgregación del conjunto. Como es sabido, el leninismo, mayoritario en el seno del partido socialdemócrata ruso, es minoritario en la Internacional. Resultacla ro que define una heterodoxia en relación con la filosofía de la his toria doctrinal de Marx y Engels. Su éxito va a plantear, a partir de entonces, curiosos problemas que se volverán a encontrar dentro de poco, cuando se analicen brevemente las interpretaciones efectua das sobre la naturaleza del estado socialista soviético. No obstante, antes de llegar a ello, no sería legítimo completar este panorama de la contradictoria ideología del marxismo antes de la primera guerra mundial sin evocar la figura de Rosa Luxemburgo. Como econo mista, Rosa Luxemburgo profundizó la teoría marxista de las crisis; ella muestra cómo el capitalismo, desgarrado por sus contradiccio nes, se ve obligado a extender constantemente su campo de domi nación, a conquistar el mundo con el fin de apoderarse de las ma terias primas y de la mano de obra y abrirse nuevos mercados. No está lejos el tiempo en que el planeta entero se hallará bajo su férula y en el que no podrá ya dejar de pagar sus débitos: entonces, los ex plotados del mundo se alzarán para instaurar el socialismo. Como militante, ella manifiesta, tanto en el dominio de la formación de los obreros como en el de la organización política, un agudo sentido de la democracia interna. Desde los primeros meses de la revolución bolchevique muestra su preocupación ante el autoritarismo del jo ven poder soviético. Es la primera de esa larga casta de militantes que se adhieren al marxismo pero que temen las consecuencias que puede tener una toma del poder violenta realizada por un grupo res tringido, que protestan cuando se dan cuenta de que la instauración del socialismo se opera en detrimento de las libertades, de que ella se convierte en asunto de una minoría de dirigentes que, poderosos por su saber, reiteran, de otro modo, la opresión burguesa. Lenin advierte muy pronto el mal giro que toma el régimen so viético. En octubre de 1921 afirma: «(El proletariado industrial) en-
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tre nosotros, a causa de la guerra, de las ruinas y de lasr destruccio nes terribles, se ha desclasado, es decir, que se ha desviado de su ca mino de clase y ha dejado de existir en tanto proletariado. Se llama Proletariado a la clase ocupada en producir los bienes materiales en las empresas de la gran industria capitalista. Dado que la gran in dustria capitalista está arruinada y que las fábricas y manufacturas están inmovilizadas, el proletariado ha desaparecido»(56). Y el Li bro de servicio de las secretarias de Lenin señala lo siguiente, con fecha 7 de febrero de 1923: (quien habla es una secretaria): «He ido a casa de Vladimir Illich (...) Dictó los asuntos siguientes: 1) ¿Cómo se puede reunir a las instituciones del partido y a las de los soviets?; 2) El estudio, ¿es compatible con la actividad profesional de los funcionarios? Llegado a las palabras “y cuanto más brusca sea esta revolución...”, se detuvo, las repitió muchas veces, parecien do costarle trabajo proseguir; me pidió que le ayudase releyendo lo que precedía; se echó a reír y dijo: “Creo que ahí me atasqué definitivamente”; obsérvese esto: se atascó precisamente en este pasaje»(57). Acerca del marxismo como doctrina de estado En el trascurso de los años 1930-1933, después de la guerra civil y la consolidación del poder bolchevique, después de los fracasos de las acciones revolucionarias en Alemania, Italia, Hungría y final mente en China, después del período equívoco de la NEP, la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas, reconocida como potencia internacional, experimentó una inflexión decisiva bajo la autoridad de quien, desde hacía muchos años, controlaba el aparato del PC (b), José Stalin. A partir de 1936, cuando los procesos de Moscú eli m i n a r o n a los opositoresy sepromulgó la constitución de la URSS —se la corrigió apenas un poco en 1977—, el marxismo es codifica do y oficialmente definido como la doctrina del internacionalismo proletario. Andrei Zdanov es el ejecutor de las altas obras filosófi cas; y ejerce su ministerio con firmeza y rigor: se trata de un verda dero sistema elaborado del mundo, con sus textos sagrados, su ha giografía, SU teoría del ser —materialista, por supuesto—, su lógica —dialética, una dialéctica «de paso acompasado», que no omite nada sobre los mecanismos del bien pensar—, su filosofía de la historia, la que conduce a la humanidad del comunismo primitivo al comu nismo civilizado pasando por esa etapa necesaria y sorprendente que es la Unión Soviética, patria del socialismo en un único país y guía de todos los explotados, su ética basada en el culto del héroe posi tivo y del estajanovismo, su metodología científica que orienta las (36) Oeuvres com plites, ed. de Moscú, t. 33, p&g. 59. Véase las Obras completas en A leal. Madrid, 1974 (N. T.). (37) Id. C. R., p&gs. 319-520. Para estos dos referencias, cf. R. Linhart: Lénine, les Paysans. Taylor. É l. du Seuil, París, 1976. 542
investigaciones de los sabios hacia el descubrimiento de las leyes de la ciencia proletaria, y por último su estética, el realismo socialista... Escritos como los de Stalin dedicados a la lingüistica y asuntos como el de Lisenko que, a despecho de todas las pruebas experi mentales, impuso como enseñanza biológica oficial una teoría abe rrante, muestran que esta descripción no es caricaturesca. El mar xismo, desnaturalizado de este modo, se impuso como forma única y definitiva del pensamiento; el «socialismo científico» es un credo: asi como la filosofía se vio reducida al papel de sirviente de la teo logía, la investigación se convirtió en sierva del poder burocrático. La critica efectuada al stalinismo no altera sino superficialmente este estado de hecho. Siempre en nombre del mismo «socialismo cientí fico» se juzgany se reforman las disidencias intelectuales y, so capa del internacionalismo proletario, del que la Unión Soviética detenta, por definición, la verdad, se mantiene la sujeción de los estados de Europa del Este y se trasmite el imperialismo soviético al mundo... ¿A esto se reduce el multiforme esfuerzo de Marx, casi un siglo después de su muerte? ¿A no ser más que el compañero pesado y au toritario de esta otra ideología informal y tan deletérea que difunde el otro poder mundial? Otras lecturas de Marx interpretan de ma nera diferente esta evolución de la ideología soviética. ¿Hay que con siderar, a continuación de León Trotski, que esta ortodoxia a la vez perentoria y pobre, es la expresión directa de la degeneración buro crática de un estado obrero que tiene necesidad de esta «cobertura» ideal, de este formalismo autoritario y pretendidamente exhaustivo para enmascarar un pragmatismo político furioso? Seria suponer que hay un socialismo científico. ¿Es necesario pensar, tal como ha pro puesto Louis Althusser(58), que la Unión Soviética sigue pagando la desviación economicista, desviación teórica y práctica, que carac teriza al stalinismo y abarca esta ontología dogmática como un error, lindante con el crimen? Sería, por una parte, reconocer un peso sin gular a las representaciones abstractas (Stalin tuvo ideas concernien tes al ejercicio de su poder, ¿pero atañían ellas a la filosofía de la historia?) y, por otra, admitir que hay una utilización correcta del marxismo como concepción del mundo. ¿No sería más simple pen sar, como lo hacen los teóricos chinos, que en virtud de una especie de gravedad natural se reconstituyó en la Unión Soviética un régi men de clase, siendo el aderezo marxista una traición suplementaria de los nuevos dirigentes «socialimperialistas»? Se podría asimismo evocar las explicaciones que se refieren a la aparición de una forma científica del capitalismo de estado o que se fundamentan en las opciones históricas efectuadas por los dirigentes soviéticos. No es éste el lugar para dilucidarlo. Lo que puede seña larse para concluir, y que atañe a una Historia de las ideologías, es (58) Réponse a John Lewis, París, 1973, y Eléments d ’a ulocritique, París, 1973.Véase, en castellano, Para una crítica de ¡a práctica teórica; respuesta a John lew is. Siglo XXL Madrid, 2* ed.1974, y Elementos de autocrítica. Laia. Barcelona, 0975 (N. T.). 543
que el marxismo, constituido en el pensamiento de Marx y de Engels como teoría de la sociedad industrial desde el punto de vista de aquellos que experimentaban la explotación capitalista, sigue estan do vivo cuando encuentra las mismas condiciones o condiciones se mejantes, por ejemplo, a las de la explotación «socialista», como cuando logra desprenderse de la adhesión al marxismo oficial (so viético o chino) y cuando pretende ser instrumento de lucha y no pro grama de poder; que la II Internacional asiste a la aparición de esta noción del estado-clase, noción que Marx denunciaba con fuerza, en 1875, cuando criticaba el programa lassalliano del «estado obrero alemán»: que el marxismo como instrumento de emancipación de saparece cuando esta noción del estado-clase se confunde en el mar co de un país multinacional en donde domina, de hecho, la nación rusa, con la del partido, del cual Lenin fue el iniciador; que deja en tonces de ser un pensamiento, que se convierte en una «ideología», en el sentido que negamos en el conjunto de esta obra, es decir un discurso que sirve, para mayor bien del poder central instalado, para la administración de los hombres, con el mismo título que la policía y el ejército.
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CAPITULO III
LA IDEOLOGIA DE LA CONQUISTA
1. S a l v a j e s y c i v i l i z a d o s e n e l s i g l o x v i ii
por Héléne Clastres Una de las características del siglo de las luces es la renovación del interés por los salvajes; interés duradero ya que —a partir de la publicación en 1703 de los Diálogos del barón de la Hontan— atra viesa todo el siglo, y naturalistas, filósofos, médicos y novelistas tie nen trato con el salvaje. Renovación porque, agotadas las largas dis cusiones y polémicas surgidas con el descubrimiento del Nuevo Mun do, la curiosidad por los salvajes terminó por usarlos. Aparentemen te pues, el siglo x v i i i se ligará con el discurso del renacimiento y, respecto de este punto, se ha subrayado de buen grado la existencia de tal filiación. Es verdad que las palabras han seguido siendo las mismas que describen o definen a los pueblos salvajes —naturaleza, libertad, inocencia, falta de distinción entre «lo tuyo» y «lo mió»— y que, por ejemplo, Rousseau o Diderot pueden seguramente recor dar a Ronsard o Montaigne. Es verdad también que juicios de valor semejantes pudieron formularse en épocas diferentes (nada hay en ello que pueda sorprender, al no permitir tales juicios sino pocas po sibilidades diferentes): incluso en distintos pensadores no tienen ellos igual importancia, y se trata tanto de leer curiosamente a Montai gne como de convertirle en el inventor del «buen salvaje». Resulta posible reconstituir a partir de estas similitudes las ideas relativas al salvaje —bueno, malo, o uno y lo otro a la vez—; de hecho, esto se hace. Pero tal vez sea poco pertinente. Con palabras semejantes se pueden obtener discursos sensiblemente diferentes: cambia el senti do, la mirada dirigida al objeto, y por último el objeto. No siempre se ha dicho lo mismo de los salvajes, no siempre se les ha situado a la misma distancia, y, más sobre este tema completamente nuevo, el siglo XVIII procede a una verdadera inauguración: más que la con546
tinuidad con algunos pensadores del renacimiento (o que la prefigu ración de lo que sólo se dirá realmente después), la novedad, la rup tura son lo que nos parece significativo; así como una secreta afini dad que recorre todo el siglo y liga entre si a obras sin embargo muy diferentes y a ideas no obstante divergentes o antagónicas. Vale de cir que el discurso que se elabora en el siglo x v i i i sobre los salvajes posee una unidad propia, y no se trata de la unidad de un pensa miento sino que tiende más bien a una forma particular de discurso y a «universales» comunes. Unidad de orden retórico q u e , si bien n o prohíbe la diversidad, le asigna límites; unos pensamientos no son ya posibles, y otros no lo son todavía. Ordenado por dos ideas di rectrices, naturaleza, razón (la primera para lo menos ambiguo), que, si bien no se oponen de ningún modo permiten empero subsumir res pectivamente el estado salvaje y el civilizado, la retórica del siglo de las luces no tiene ya por objeto a los salvajes, sino al salvaje, hasta el punto de que, en su límite, el salvaje no es más que su objeto apa rente. ¿Es bueno? ¿Es malo? «A. Este discurso me parece vehemente; pero a través de yo no sé qué de abrupto y de salvaje, me parece encontrar ahí ideas y giros europeos»(l). Sucede que el salvaje, cuando es llevado a efectuar su autorretrato, habla como un filósofo. Ya se vuelva directo y acusa torio, como el discurso de adiós a Bougainville que Diderot pone en boca del viejo tahitiano, o burlón e impertinente, como las réplicas del hurón al barón de La Hontan, el lenguaje del salvaje es el de un hombre iluminado del siglo. Asi: «Nosotros somos inocentes, somos felices; y tú sólo puedes peijudicar nuestra felicidad. Nosotros segui mos el puro instinto de la naturaleza...»(2) Y ya en el linde del siglo: «¡Ah! vivan los hurones que sin leyes, sin prisiones y sin torturas pa san la vida en la dulzura, en la tranquilidad y gozan de una felicidad desconocida por los franceses. Nosotros vivimos simplemente bajo las leyes del instinto y de la conducta inocente que la naturaleza sa bia nos ha impreso desde la cuna»(3). ¿Procedimiento literario que permite, por efecto del contraste que produce el elogio de una so ciedad acorde con la naturaleza, una crítica prudente de la sociedad civilizada? Sin duda, y sólo con este propósito se da la palabra a los salvajes. Seguramente emplear esta referencia con el fin de pensar su propia sociedad no es nada nuevo. Montaigne lo había hecho. Pero su mirada es esencialmente diferente. En su opinión, para hallarse acorde con la naturaleza, la sociedad tupinambá no es por ello me nos positiva que la suya propia: «Ellos son salvajes, tal como noso-
(1) Diderot: Supplém ent au voyage de Bougainville. (2) Id. (3) La Hontan: Dialogues curieux entre l ’a uteur el un sauvage de bon sens.
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tros llamamos salvajes a los frutos que la naturaleza ha producido mediante su progreso ordinario.» Con el fin de resaltar la diversidad de las costumbres, la relatividad de lo que supone empleos diferen tes, entiende a cada sociedad en su singularidad y por estas razones las relaciona una con otra. También el caníbal es en él el sujeto de su discurso: no solamente su sociedad se da de lleno y no en nega tivo, sino que cuando es llamado a juzgar la sociedad de Montaigne, su mirada es la de un indio tupinambá: le sorprende el espectáculo de la obediencia de todos a uno, niño por añadidura, y el de una división en partes desiguales, ricos y pobres, aceptada sin rebelión. La diferencia, en suma, consiste en que el caníbal de Montaigne hace etnología, mientras que los salvajes de Diderot o de La Hontan ha cen, más bien, moral. Esto no significa que en estas obras falten ver dades sobre las sociedades de salvajes. Recordemos que La Hontan (muy leído en el siglo xvm) había vivido mucho tiempo en Canadá, que Diderot conocía muy bien a los testigos (Bougainville, pero tam bién a Charlevoix o el padre Gumilla, al que se refiere en su ensayo sobre las mujeres, y para mostrar esta vez, por comparación con el estatuto poco envidiable de las mujeres del Orinoco, que la conside ración debida a las mujeres es asunto de una sociedad civilizada). La ficción literaria no contiene seguramente menos verdades que el discurso científico, aunque utilice las mismas fuentes. Todavía que da ver que, cuando se apela a los salvajes, no se habla tanto de ellos sino de uno mismo, bien se trate de subrayar los defectos de una so ciedad actual o, por el contrario, de alabar sus méritos. Los salvajes son en adelante objeto de un discurso que sólo los tiene en cuenta debido a que son aptos para encarnar la idea de una naturaleza uni versal; cuando se habla de ellos se habla de inmediato de la natura leza, y únicamente de ella: naturaleza sabia, razón natural, opuesta al artificio y a la convención; pero también naturaleza dura, inefi cacia y debilidad del derecho natural en relación con el derecho po sitivo. Así pues, la referencia a la naturaleza permite controversias, y entraña también visiones opuestas del salvaje, pero en todos los casos ella los convierte en una figura de lo universal, en un negativo. Por consiguiente, el salvaje sirve solamente para devolver a los civi lizados la imagen de lo que no son. ¿Cuáles son los predicados que engloba este concepto: salvaje? La Enciclopedia dice, en el artículo Salvaje: «Pueblos bárbaros que viven sin leyes, sin policía, sin religión y que no tienen morada fija.» Explica el empleo del término por la etimología, derivado de selvaticus, «porque los salvajes habitan de ordinario en los bosques», y da como ejemplo a América, poblada todavía en gran parte por «na ciones» salvajes. Ni rey, ni ley, ni fe, y falta de fuego y lugar: a pri mera vista, una cascada de negaciones connota el estado salvaje, es decir el estado natural de la sociedad (porque, a excepción de Rous seau, casi no se cuestiona que la sociabilidad sea un hecho de la na turaleza). Asi pues, se trata de la sociedad, y el articulo prosigue: «La libertad natural es el único objeto de la civilización de los sal vajes; con esta libertad, la naturaleza y el clima dominan casi por 548
entero entre ellos.» Dejemos de lado la cuestión del clima. El primer atributo del salvajismo, al que remiten todas las negaciones prece dentes, es la libertad: es decir, a la vez el estado natural de los in dividuos, y, en tanto que tal, el objeto de legislación de la sociedad. El «derecho natural» no puede tener otro fin (en tanto que, precisa mente, sea acorde con la naturaleza) que garantizar la independen cia de los hombres reunidos en sociedad. Dicho sea de paso, esta de finición de los salvajes explica que el ejemplo tipo, aquel al cual se haga referencia con mucha más frecuencia, sea el salvaje americano. Africa, por ejemplo, casi no cuenta en este esquema: a excepción de la parte, todavía mal conocida, que habitan los cafres y los hotentotes (ellos si, salvajes). Lo que se conoce de Africa —las monar quías del Oeste que organizan, ellas mismas, el abastecimiento de es clavos— no permite clasificar a los africanos entre los salvajes. Del africano se dice que «ha nacido para servir», que es gobernado «por la voluntad arbitraria de sus amos»: los términos son de Linneo, pero expresan lo que por entonces es lugar común. Esto no impide las protestas, sobre todo en la segunda mitad del siglo, contra la es clavitud; pero no es ésta la cuestión. Africa ofrece el modelo de so ciedades tiránicas, todo lo contrario, por consiguiente, de las socie dades. organizadas según el «derecho natural», propio de los salva jes. Con los salvajes de América, en particular en esta época con los de Canadá, los europeos (franceses e ingleses) tienen una experien cia muy diferente: se trata de la necesidad permanente en que se ha llan de parlamentar con las tribus (no obstante ya debilitadas por las guerras iniciadas casi a comienzos del siglo xvn), sumada a la imposibilidad de lograrlo, ya que, simplemente, no se sabe nunca a qué jefe encomendarse. Uno se negará a firmar un tratado arguyen do que no tiene mandato para hacerlo, otro firmará una paz que sus guerreros no tendrán en cuenta. La historia de la colonización fran cesa e inglesa, y luego inglesa tras la capitulación de Nueva Francia en 1760, se ha construido por entero con estos tratados (de paz o de cesión de tierras), siempre obtenidos con dificultad y raramente respetados (4). Los salvajes americanos son, pues, libres; esto es me jor sabido cuanto que no hay ahí una simple verdad originada en la observación, sino en la experiencia. «Los pretendidos salvajes de América —escribe Voltaire en el Ensayo sobre las costumbres— son soberanos que reciben embajadores de nuestras colonias... Conocen el honor del que nunca nuestros salvajes de Europa han escuchado ha blar.» No es que Voltaire sea un primitivista, lejos de ello, ni que a su entender los americanos no sean salvajes. Ocurre que existe con dición más despreciable todavía que la de la humanidad salvaje. En efecto, estos otros salvajes de que él habla y que se encuentran «en toda Europa», patanes, ignorantes, con pocas ideas, son sometidos'. «Hay que convenir sobre todo en que los pueblos de Canadá y los cafres, a los que nos plugo llamar salvajes, son infinitamente supe(4) Cf. L. Lemonnier: La guerre indienne et la form ation des prem iers étals de VOuest, Gallimard, 1952.
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ñores a los nuestros... Los pueblos primitivos de América y de Afri ca son libres, y nuestros salvajes de Europa ni siquiera tienen idea de la libertad.» Procuremos precisar los diferentes modos de esta libertad. En pri mer lugar, ella se da en el orden político, se trata de la ausencia de subordinación a una autoridad, cualquiera que ésta sea. En la mejor hipótesis, engendra sociedades que se gobiernan por el disfrute; en la peor, por la anarquía pura y simple. Los testimonios de los cro nistas de época no aportan sino confirmaciones acerca de esta cues tión: de entrada, como funciones de este debate, las descripciones pa recen hechas para ilustrar una u otra de estas posibilidades. Charlevoix recuerda la libertad excesiva (nefasta para gente demasiado es túpida como para emplearla adecuadamente) en que se hallaban los indios de Paraguay antes del establecimiento de los jesuítas, y la anarquía en que todavía se encuentran los indios de Canadá. Estos ejemplos son bien conocidos, pero no son los únicos. El padre Gumilla, uno de los fundadores de las misiones del Orinoco, escribe, tras una breve nota sobre la función de las leyes y del gobierno: «Nada semejante, ni siquiera la sombra de tal cosa en las naciones de que hablo, ni en general ni en ninguna de ellas en particular. Cual quier hormiguero... se gobierna con más regularidad que cada una de las numerosas naciones que he visto»(5). Y, al desorden en la so ciedad, corresponde el desorden en el interior de las familias: nin guna obediencia del hijo por el padre, la mala conducta de las mu jeres apenas señalada, y hasta el incesto, que no suscita más que bro mas. Las peores de todas son las familias de los caciques que, a cau sa de la pluralidad de esposas, ofrecen el espectáculo de un desorden todavía mayor. En suma, la ilustración que vive de lo que Diderot denomina «el estado de rebaño» en el que los hombres «unidos por la simple instigación de la naturaleza... no han conformado conven ciones que les sujeten a deberes, ni constituido autoridad política que coaccione al cumplimiento de las convenciones» (6). Más tarde, el pa dre Gilij habrá de corregir un tanto las descripciones de su predece sor (pero quien es traducido y leído en Francia es Gumilla, no Gilij), no sin confirmar, también él, la ineficacia de la organización políti ca: y, si es preciso cuidarse de creer que la libertad de los salvajes del Orinoco esté exenta de «perjuicios de educación o de costum bres», queda el que los caciques no tienen sino prestigio, pero no au toridad y son incapaces de hacerse obedecer, ya que, confirma Gilij, su voluntad no cuenta más que la de los otros hombres (7). Se lo reprueben (y asi lo hace la mayoría de los misioneros: ¿no están ahí para acabar con aquello?) o se lo admiren (el padre Dobrizhoffer no escatima sus alabanzas a los abipones), el gusto por la independen cia caracteriza a los americanos. De todo lo que cuenta todavía en (5) Gumilla: £ / Orinoco ilustrado y defendido. Aguilar. Madrid. ¿1945? (N. T.). (6) Apologie de l ’a bbé de Prades. (7) Gilij: Ensayo de historia americana. Academia Nacional de Historia. Caracas. 1965 (N. T.). 550
América respecto de las naciones salvajes, lo que testifica es el mis mo estado de insubordinación política. Se entiende que Buffon pue da describir a la sociedad salvaje como «un conjunto tumultuoso de hombres bárbaros e independientes que no obedecen más que a sus pasiones particulares»(8). Es indudable que hay en otras partes sal vajes que, aun cuando también desprovistos de autoridad política, ofrecen el ejemplo de sociedades pacificas: Tahiti, cuando se la des cubra, vendrá a jugar de contrapeso al ejemplo americano. Esto casi no modifica el debate cuyo trasfondo, o más exactamente el objeto real, se halla en otra parte. Las controversias quieren establecer que el «derecho natural», si bien no es contrario a la razón, es, din duda alguna, demasiado frágil para asegurarlo: de ahí la doble figura del salvajismo que ofrece tanto la imagen de la paz y la inocencia como la de la violencia y la de la crueldad. Infinitamente superior es, a este respecto, el «derecho civil», acorde con la razón o al menos ten dente a realizar esta conformidad, y estable. En este orden (excep ción hecha de Rousseau que sitúa la armonía, bien en el «estado de sociedad que se inicia», bien en un orden todavía futuro), ya no es la buena sociedad salvaje, sino la presente sociedad educada la que va a hacer brotar la felicidad con el advenimiento de la razón. Y si se invoca al salvaje, ello se produce para defender el ideal político de un liberalismo muy moderado. Segunda modalidad de la libertad propia en el estado salvaje es la ausencia de imperativos religiosos. «Sin religión», para los redac tores de la Enciclopedia, no tiene ya el mismo sentido que antes (sen tido que empero mantiene en los testimonios, contemporáneos). La «falta» es —si así puede decirse— positiva, en la medida en que se quiere reconocer ahí el signo de una conformidad con otras leyes, las de la naturaleza y las de la razón. En efecto, en este dominio una ideología antirreligiosa prescribe la referencia a estos dos grandes principios; también la ausencia de religión deja aparecer, entre la so ciedad salvaje y la sociedad civilizada, otra medida además de la au sencia de gobierno: la balanza, esta vez, puede inclinarse en favor de la primera. La religión: un dogal de preceptos «opuestos a la na turaleza y contrarios a la razón», intolerables por tanto para los es píritus esclarecidos (dándose por sentado que ni Voltaire, ni los en ciclopedistas, ni Rousseau cuestionan su utilidad para mantener al pueblo en la obediencia). Se argumenta aquí menos para saber si la libertad es o no es buena para los salvajes, si ellos son o no capaces de emplearla con sabiduría: el escándalo reside en que ella le sea ne gada a los mejores espíritus con que cuenta la humanidad. Entre los salvajes no hay religión, lo que quiere decir: la naturaleza, más que los sacerdotes, puede gobernar las, costumbres, o sea que la razón dicta obedecer a las inclinaciones más naturales más que a unos dog mas que las estorban. Poco importa a los teóricos que los testimo nios sobre este tema estén lejos de ofrecer la misma unanimidad que (8) Historie 1773 (N . T.).
naturelle de l ’homme. V éase Historia natural del hombre. M ad rid ,
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en cuanto al capitulo de lo político, que reine por lo demás cierta incertidumbre sobre lo que conviene denominar religión. Porque es las descripciones no faltan creencias y ritos, asi haya conformidad para ver en ellos, globalmente, un «montón de absurdos», como dice de Brosses del fetichismo (y tal es el caso de Gumilla o de Charlevoix), o que se preste atención a mostrar su diversidad y se valore su función de principios de ética y de educación para cada sociedad (Dobrizhoffer o Lafitau). De los cronistas sólo se retiene la afirma ción (frecuente, en efecto) de que los salvajes carecen de religión, 5 ella no tiene de ningún modo en estos últimos el contenido que otros le dan, ya que remite esencialmente a la ausencia de una idea de Dios. Asi pues, se interpreta; sobre todo, se descuidan los testimo nios dedicados a describir las creencias y los ritos, y a explicar c: función. Dobrizhoffer fue conocido tarde (9); pero Lafitau era deEberadamente ignorado (en Francia desde luego; menos, al parecer, en Inglaterra) y Voltaire, por ejemplo, no lo cita sino para burláis de él. Este desprecio no se debe únicamente a que el padre Lafitau al comparar las costumbres de los americanos con las de los anti guos tiempos, considera salvajes a los griegos —Ulises, el cacique c : una pequeña tribu; el navio Argos, una piragua o a lo más una cha lupa^ 10)—, sino a que él se ocupa todavía de lo que, por esa época, no interesa ya justamente a nadie: las extravagancias. Volveremos 1 esto. Por último, los salvajes no tienen «morada fija». Esto conncíi menos el nomadismo que una última propiedad del estado salva}: la igualdad que resulta de la no apropiación de la tierra. Los hom bres, al extraer su subsistencia de lo que produce la naturaleza —caza, pesca, recolección—, deben por cierto desplazarse. Pero tam bién es sabido que pueden cultivar la tierra (los cronistas lo afirmar la Enciclopedia lo precisa para los americanos): sin embargo, no A poseen, careciendo tanto de la idea de repartírsela como de divMr el aire o el cielo. Sin bienes, a excepción de los pocos objetos de c i se sirven, los salvajes son iguales. Desigualdad y propiedad nacer juntas, y esencialmente con la propiedad privada de la tierra. Roía* seau no es el único en decirlo; antes y después de él, los teóricos se interrogan sobre el origen de la propiedad efectúan sobre todo va riaciones sobre este tema. Es un bien, es un mal; ahí es donde chi can los pensamientos. Desprovistos de riquezas, los salvajes tiene asimismo pocas necesidades, de donde, una vez más, se desprende su independencia; porque, «¿qué yugo —se pregunta Rousseu— pedría imponerse a gente que no tiene necesidad de nada?»; y de am además, el estancamiento de su sociedad, la ignorancia de los inc.víduos, su pereza o su estupidez. O bien se denuncia, por compzrv ción, los males que engendran la desigualdad, el exceso de riqueza la multiplicación de las necesidades artificiales; o bien se valora z (9) (10)
Su
temps, 1724. 552
Historia de abiponibus se pu b licó e n 1784. Moeurs des sauvages américains comparés aux moeurs des p m z r
L afitau :
que ahí estén las condiciones y el precio del progreso. Asi, Turgot ve, en la ausencia alegada de desigualdad entre los salvajes, una prue ba de su inferioridad: la desigualdad, la condición de la división del trabajo, por consiguiente, del intercambio y del comercio, es decir de todos los beneficios económicos y sociales. En consecuencia, «pre ferir a los salvajes supone una declamación ridicula». (¿Pero quién «declamó» jamás tal cosa?) Así, Raynal hace el elogio de la propie dad privada, generadora de progreso: «No podría dudarse que la má xima que nos hace reconocer a la propiedad privada como la fuente de la multiplicación de los hombres y de las subsistencias no sea una verdad indiscutible»(l 1). Siglo natalista que, entre otras cosas, se ex plicará en base a su escaso número el salvajismo en que siguen es tando los americanos. Raynal, además, niega que el estado inca haya podido ser verdaderamente civilizado con el tipo de propiedad que le era propio, aunque no atribuya, por otra parte, a los indios pe ruanos los mismos defectos que a los otros salvajes (indolente, pe rezoso, ignorante, estúpido... para el haitiano; estúpido, inconstan te, perezoso en exceso, cobarde... para el guaraní). Ocurre que los peruanos, al menos, tenían amos. No se trata de pensar una sociedad en la que no existe la pro piedad privada, la autoridad política, etc., sino de juzgar dónde se halla la buena sociedad (la que concilie finalmente la naturaleza y la razón). Según el ángulo elegido, es quizá la de los salvajes; muy frecuentemente, ésta es la que se ve constituirse. Hay referencias a los salvajes, medidos con estas dos normas inmutables, para probar lo; en cuanto al propio salvaje, casi siempre no es sino juzgado. ¿El salvaje es perezoso? Signo de su degeneración y de su estupidez (Ray nal, Charlevoix, otros más); o prueba que en él todavía no se ha so focado la naturaleza, y aparece Rousseau («No hacer nada es la pri mera y más fuerte pasión del hombre...»), el único filósofo del siglo de los moralistas. Completamos esta ojeada con este retrato moral del salvaje, debido al padre Gumilla: «El indio, desde un punto de vista general, es sin ninguna duda un hombre. Pero, desde un punto de vista moral, no temo afirmar que el indio bárbaro y silvestre es un monstruo jamás visto: su cabeza es ignorancia; su corazón, in gratitud; su pecho, inconstancia; sus hombros, pereza; sus pies, te mor; en cuanto a su vientre hecho para beber, y a su propensión a la ebriedad, se trata de dos abismos sin fin»(12). El descubrimiento de América ¿Por cuánto tiempo, pregunta Raynal, el «Nuevo Mundo seguirá estando, por decirlo así, ignorado incluso después de haber sido des cubierto? No era a bárbaros soldados, a mercaderes ávidos, a quie(11) R ay n al: Histoire philosophique et politique des établissements et du commerce européen dans tes deux Indes. (12) G um illa: op. cit.
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nes correspondía ofrecer ideas justas y profundizadas de esta mitad del universo.» He ahí lo que está claro: unas ideas, eso es lo que se quiere. La historia que ¿1 escribe será, pues,filosófica y política; Cornelio de Pauw efectuará sobre los americanos unas Investigaciones filosóficas. Hay bastantes historias, no se está sino atestado de rela tos que acumulan las descripciones de curiosidades, que no otorgan importancia más que a las «extravagancias», y que, en realidad, sólo han desfigurado los hechos. Fábulas en suma, propias, sin duda, para distraer a la buena gente, pero no para inspirar ideas a los filósofos. No se conoce América; a las luces les corresponde descubrirla. Se inicia un gran movimiento crítico que, en espera de que surja ese via jero ideal que es el viajero filósofo, niega casi todos los testimonios. ¿No se deben ellos, en su mayoría, a hombres bastos? El ardor crí tico es general (Rousseau no constituye excepción). Se ha visto lo que Voltaire pensaba de los «salvajes de Europa»: no resulta enton ces sorprendente que recomiende rechazar los «hechos oscuros» re velados por «hombres oscuros», leer con espíritu de duda las rela ciones de países lejanos, no aceptar como verdaderos sino los acon tecimientos que consignen los registros públicos, o que atestigüen los de los viejos autores «que viven en una capital iluminados entre sí». Entre paréntesis, se está lejos de Montaigne, que aprendía de su cria do y empleaba otra medida: «Este hombre que tengo, este hombre simple y basto, es de una condición propia para dar verdadero tes timonio: porque la gente fina señala mucho más curiosamente y mu cho más cosas, pero las glosa.» Para las luces, y a falta de testigo digno de confianza, la conformidad de los hechos con la razón es la que permitirá establecer su veracidad. Asi, la razón permitirá que al gunos (Raynal, Buffon, de Pauw) sitúen en su buen y debido lugar las maravillas que los viejos viajeros han relatado sobre México y Perú: ¿resulta verosímil que unos salvajes hayan podido construir pa lacios? No. Asi pues, en realidad, no se trataría sino de cabañas: es sabido hasta qué punto los espíritus bastos son llevados a la exage ración. Y únicamente después de que Jussieu y los académicos re tornen de Perú, Buffon aceptará revisar esta teoría (América total mente salvaje). Ante tantas controversias alrededor del salvaje y al rededor de América, algunos testigos contemporáneos se sorprenden y se rebelan. El padre Gilij comienza su libro con una declaración inversa a la de Raynal, y que apunta a éste directamente. Desde el tiempo en que se descubrió América, nunca ésta fue tan mal cono cida; hace dos siglos se tenían noticias frescas, testimonios que ofre cían tanto toda la apariencia como toda la sustancia de la verdad. Oviedo, Gomara y los otros españoles lo dijeron todo sobre los in dios, sin ocultar nada acerca de la violencia de sus relaciones con ellos, ni tampoco sobre las extravagancias de las sociedades indias. Testimonios irreprochables que, «cual César, tenían siempre a mano la espada y la pluma». Y la emprende contra sus contemporáneos que, a la vez, se apasionan por América y sólo difunden falsificacio nes sobre ella. Toma su parte, empero, en las polémicas: misionero, pone la mira en quienes, con el único fin de envilecer el cristianismo 554
lo ensalzan sin conocer nada de las virtudes del salvaje: «¡Y he szzque sube al púlpito y que viene a instruimos un cacique, un R i zuelo de un pufiado de gente desnuda!» Y él mismo no está tejares ver más que falsificación en todo lo que se dice. Porque, si bien z z cesa de repetir que los antiguos testigos han dicho la verdad respe to de todo, sienta sin embargo una única reserva, pero de importeDcia, sobre la demografía: «No niego, con todo, que no se descubra pronto en esos viejos autores un espíritu hiperbólico... Yo mismo, para dar un ejemplo, no puedo decidirme a creer en la multitud in mensa de indios que, dicen ellos, pueblan América. Esos hormigue ros de gente innumerable, de cientos de millares de lenguas y de pue blos diferentes me parecen cosa de fabulación»(13). Testigos y teó ricos (por decirlo rápidamente, ya que los testigos no dejan de hacer teoría) tienen por consiguiente que evaluar las fuentes, establecer la verdad sobre los americanos. Ya se ha visto que el hecho primero consiste en que son salvajes (dejamos de lado el detalle de la polé mica sobre Perú y México, en la mejor hipótesis «demasiado nove dosamente civilizados» como para estarlo verdaderamente), y la so ciedad salvaje es también la de los orígenes: lo demuestra su confor midad con la naturaleza. Se plantea entonces la cuestión de com prender por qué siguen estando allí, y se plantea para el Nuevo Mun do en términos específicos. De ningún modo porque sea necesaria la evolución del salvajismo a la civilización: tal pensamiento es aje no al discurso del siglo xvm, excluido para los universales que él pos tula. Sucede que al ser la misma la naturaleza, una vez otorgados en todas partes a los hombres los mismos sentidos y por consiguien te, en situación idéntica, las mismas ideas (la filosofía de Locke, re tomada en el siglo xviu por Condillac, es el gran modelo), habría podido esperarse que el Nuevo Mundo reprodujese al antiguo: los mismos rasgos físicos, las mismas costumbres allí donde el medio na tural es semejante. En lugar del paralelismo esperado, se descubre un desfase. En el Viejo Mundo, mucho más diversificado, existen o han existido todas las formas de sociedad, desde las más salvajes has ta las más civilizadas. En el norte, tapones, samoyedos, etc., todos igualmente pequeños y feos, igualmente bastos, supersticiosos y es túpidos; los mismos rasgos físicos, las mismas «cualidades» morales, costumbres idénticas. A medida que nos alejamos del Norte, pue blos gradualmente menos pequeños, menos feos, menos bastos, has ta llegar a los tártaros, los más «educados» de los salvajes. Y la mis ma gradación, invertida, vuelve a hallarse a medida que nos acerca mos a la zona tórrida. In natura non datur saltus. Se explican, pues, estas diferencias por el clima, por la degeneración. Sucede que la na turaleza ha hecho únicamente al hombre perfectible, pero su progre so efectivo está ligado a factores exteriores a su propia naturaleza: un clima templado, un medio natural no demasiado duro, por coasiguiente, más fácil de dominar, que permite una población más nu merosa (otras tantas condiciones del progreso). Allí donde no se en(13) Gilij: op. cit. 555
cuentran reunidas todas estas condiciones favorables los hombres no podian sino seguir siendo salvajes. La historia que ordena entonces a la humanidad es una historia natural, y por esto nada menos que histórica. América, con la misma diversidad de climas, no reproduce este modelo. Sin duda, los esquimales son comparables a los tapo nes; y si no se encuentran negros en su parte tórrida, las condiciones climáticas particulares pueden todavía explicarlo: la humedad es alli mayor. Pero los habitantes de los trópicos no están sometidos a re yes; no hay allí sociedades civilizadas; los salvajes canadienses no son comparables a los tártaros. «Sobre las naciones del Nuevo Mun do puede efectuarse —escribe Voltaire— una reflexión que el padre Lafitau no ha hecho: la de que los pueblos más alejados de los tró picos siempre han sido invencibles, y que los pueblos más cercanos a los trópicos han estado, casi todos, sometidos a monarcas. Asi fue, durante mucho tiempo, en nuestro continente. Pero no se advierte que los pueblos de Canadá hayan pretendido subyugar a México, asi como los tártaros se expandieron por Asia y en Europa»(14). El salvajismo de América plantea, pues, un problema específico, ya que la teoría del clima no basta para dar cuenta de su diferencia (su in diferenciación interior y su diferencia global con el Viejo Mundo). Por consiguiente, hay que encontrar otras razones. Se arriesga dos principales. Una, lejos de lograr unanimidad, levanta nuevas contro versias: la población de América, ¿es antigua o reciente? Cuestión que algunos formulan de otro modo, pero todo es uno: ¿se produjo más tarde el diluvio universal? Sin considerar aquí las argumenta ciones que se enfrentan, puede subrayarse que incluso los defensores de una población reciente no se satisfacen con esta única hipótesis: ella puede explicar que México y Perú no sean verdaderamente ci vilizados; pero no explica la indiferenciación de todo el resto: el que no existan pueblos sometidos a reyes tiránicos, ni pueblos invasores, no requiere un tiempo más largo. El otro argumento que si logra una nimidad apela una vez más a causas naturales: se trata de la escasa población de América, debida a la debilidad congénita propia del hombre americano. No únicamente del hombre, por lo demás. To dos los instintos e inclinaciones con que la naturaleza ha provisto a los animales y a los hombres se hallan en un grado menor en Amé rica. Todo es alli más débil. «Los leones de América son enclenques y cobardes», dice Voltaire (asi llama al puma); y los tigres también (el jaguar); y el trigo americano (el maíz) es menos bueno. No hay nada de sorprendente, pues, en que el hombre sea allí también máls lánguido: más temeroso, más indolente, etc.; sobre todo, le falta ar dor hacia el otro sexo (en cuanto a este último punto, los misione ros tienen otra opinión: ¿pero se le puede creer en esto a un misio nero?). ¿Cómo habría podido él poblar el continente, cómo habría podido progresar? México y Perú pudieron estar relativamente po blados, mucho menos sin embargo de lo que pretendía, por ejemplo, Las Casas. En cuanto al resto, las cifras son simplemente inverosi(14) V oltaire:
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Essai sur les moeurs.
miles. La razón contradice a los testigos. Si ellos hubiesen dicho la verdad, América seria la réplica del Viejo Mundo, con la misma gra dación armoniosa de los extremos salvajes hasta los civilizados de las regiones templadas. En lugar de lo cual, ha permanecido casi por entero en los orígenes. El interés apasionado que ella provoca proviene de ahi: le da al mundo civilizado una imagen actual de su propio comienzo. ¿Por qué América, ya que el Viejo Mundo también tiene salvajes? Pero la Europa civilizada, ¿puede contemplar la imagen de su infancia en las poblaciones serviles? ¿O en los salvajes del Norte del Viejo Mun do, y que tanto han degenerado que apenas si son humanos (es Buffon el que habla)? ¡Y además, son tan feos! Tampoco la encuentra en su propio tiempo histórico particular, siempre ya civilizado por lejos que se quiera ir (hay que ser Lafitau para confundir a los grie gos con los salvajes). Unicamente América está todavía en la infan cia, y es salvaje por esto. Mundo a la vez libre y cercano a la natu raleza, que presenta, aquí y allá, atisbos de progreso. Progreso len to, por las razones sabidas, pero posible, visible. Y tal no es el caso de los otros, salvajes también, pero sin ser niños. Ocurre que la his toria pensada en el siglo XVIII no es evolucionista. No hay necesidad de conducir a cada sociedad del salvajismo a la civilización. Por el contrario, unas circunstancias exteriores, azares (felices o catastrófi cos, según Voltaire o según Rousseau) explican a cada paso el pro greso; algunos hombres inventivos, y el don de imitación. No hay ley de desarrollo interno de la sociedad comparable a la del desa rrollo del individuo: y si de buena gana se utilizan estas imágenes, sucede que ellas pueden serlo de manera estática. Indudablemente, todas las sociedades comenzaron por ser salvajes. Pero esta afirma ción no significa otra cosa que una evidencia: el mundo civilizado no surgió totalmente armado de las manos de Dios o de la natura leza. Hubo un comienzo, su desarrollo fue progresivo. Invención gra dual de las técnicas, de las lenguas, cambios graduales de las cos tumbres, de las formas de gobierno. Algunos teóricos (Turgot, Condorcet, entre otros) describen este progreso en términos que sin duda alguna pueden recordar los que más tarde habrán de utilizar los evo lucionistas. Pero la similitud llega hasta ahi; los pensamientos son fundamentalmente diferentes. El progreso no es el camino que se abre para las sociedades salvajes, sino el que, al revés, hay que saber imaginar para dar cuenta de la sociedad presente. Asi, hay predis posición a conectar las diversas sociedades cuyo abanico es ofrecido por la geografía, según una secuencia que va de lo simple a lo com plejo (en cuanto a Tos modos de vida, las lenguas, las costumbres, las leyes), y se construye con ello una «historia» que debe leerse me nos según un orden real —temporal— que según una orden de las razones. La historia, de hecho, casi no interesa: idea reguladora más que principio determinante, ella no hace sino colmar el vacio entre los dos polos únicos hacia los cuales se dirige, en el siglo XVIII, la reflexión. A saber, el origen y el término que determinan la natura leza y la razón. Será preciso que estos dos universales sean reempla 55 7
zados por la historia, tomada entonces a su vez como principio de terminante, para que nazca el evolucionismo. El evolucionismo en sociología no es una teoría vieja como el mundo; llegará en el siglo XIX. Puede entenderse de este modo por qué los pensadores del si glo X V lll se ocupan tanto de América. Sus salvajes, libres, pueden de golpe ocupar el lugar, vacío hasta el presente, o mítico, del origen. Ahora que los salvajes han hallado su lugar en el orden univer sal, se los va a poder estudiar; se los va a observar con esta mirada nueva. Porque finalmente se va a poder observar. El conocimiento sobre la naturaleza del hombre, que ni la estatua imaginada por Condillac ni los casos estudiados de niños salvajes han conseguido reve lar, los salvajes lo van a hacer posible. En una memoria presentada en 1796 (publicada un año después) a la «Sociedad de observadores del hombre», De Gérando(lS) lo explica. Habiendo las luces reco nocido finalmente que «el verdadero maestro es la naturaleza», se ha cerrado la época de las teorías vanas, la ciencia del hombre puede constituirse y ella será «una ciencia natural, una ciencia de observa ción, la más noble de todas». De Gérando expone sus Consideracio nes ante la sociedad con ocasión de la próxima partida de dos via jeros (el capitán Baudin, que sale a explorar los mares, y el ciuda dano LevaUlant, que prepara su tercera expedición al interior de Africa), pero valen para todos los casos: se trata de saber qué y cómo observar, de preparar al viajero para ser filósofo. La advertencia que inicia el discurso lo precisa: «Se ha querido prever todas las hipóte sis... Que estas consideraciones puedan aplicarse a todas las nacio nes que difieren, dadas sus formas morales y políticas, de las nacio nes de Europa. Sobre todo, se ha procurado presentar un cuadro completo que pudiese reunir todos los puntos de vista bajo los cua les esas naciones pueden ser enfocadas por el filósofo.» Sucede que no se dispone hasta el momento sino de «relaciones ordinarias» de bidas a viajeros más preocupados por lo que hiere los sentidos que por lo que se dirige a la razón, más afanosos por descubrir todavía algo nuevo que en detenerse a examinar lo que acaban de descubrir. Asi pues, sus relaciones son incompletas e inciertas, parciales, dudo sas, recogidas sin juicio y sin orden. «Esos viajeros no habían com prendido suficientemente que hay, entre las instrucciones que se re cogen sobre el estado y el carácter de las naciones, un encadenamien to natural, necesario para su exactitud.» Tal encadenamiento es el que De Gérando se dedica a presentar (al hilo de consideraciones de las que más de una no sería desaprobada por un etnólogo contem poráneo) y se aprecia ahí, en el trabajo de una razón todopoderosa ocupada en reconstruir el universo mental de los salvajes, la retórica de un siglo. Dado que el mundo de las ideas apunta esencialmente a la ciencia del hombre —y el viaje en el espacio es un viaje al pa sado—, la observación de los salvajes puede establecer sobre bases (15) De Gérando: Considérations sur les diverses méthodes á suivre dans Vobservation des peuples sauvages. París, 1797 (todas las citas que siguen se han extraído de esta obra). 558
seguras tanto su origen como su generación. La filosofía del viajero es la de Condillac. «Nuestras ideas no son más que sensaciones ela boradas, y es sabido que las sensaciones se elaboran de dos mane ras, por combinaciones y por abstracciones. Basta, pues, con proce der con orden según la esfera de ideas que pertenecen al individuo salvaje.» Estudiar al hombre implica comenzar por despojarlo de «todas las circunstancias diversas» que pueden modificarlo: educación, opi nión, costumbres, instituciones políticas, etc., otras tantas «formas accesorias», dice De Gérando. Estudiar al salvaje implica, ante todo, renunciar a ver las extravagancias, pensadas como exteriores a la ra zón (o a la naturaleza) universal, juzgadas, pues, en sí mismas des provistas de sentido, desatinadas, inimaginables literalmente. Y el sa ber, al condenar en nombre de sus universales el aspecto que ¿1 de nomina exótico, es decir lo que ve el salvaje simplemente extranjero, instituye sobre los otros un discurso por primera vez «científico», re sueltamente etnocéntrico. Más tarde, los universales no harán sino cambiar.
BIBLIOGRAFIA BuFFON: De ITtomme, Maspero, 1971. CHARLEVOIX: Histoire du Paraguay, París, 1756. Véase Historia del Paraguay. Traducción del padre Pablo Hernández. Sin fecha. (N. T.). CH1NARD: L ’A mérique et le reve exotique dans la littérature frangaise aux x v ir et x v iir siécles, París, 1913. D iderot: Supplément au voyage de Bougainville, en Oeuvres com pletes, La Pléiade. ERHARD: L ’ idée de nature en France dans la premiére motié de yvnr siécle, Chambéry, 1963. D e Gérando : Considerations sur les diverses méthodes a suivre dans l ’observation des peuples sauvages, París, 1797. GlLIJ: Ensayo de historia americana, Caracas, 1965. Gumilla: El Orinoco ilustrado y defendido, Caracas, 1963. Lafitau : Moeurs des sauvages américains..., París, 1724. Montaigne: Essais, La Pléiade. Véase, en castellano, Ensayos. Ibé rica, Madrid, 1968 (N. T.). RAYNAL: Histoire philosophique et politique des établissements et du commerce européen..., 1780. ROUSSEAU: Discours sur les Sciences et les arts, Discours sur l ’origine et les fondaments de V inégalité..., Essai sur les langues, en Oeuvres completes, La Pléiade. Voltaire: Essai sur les moeurs..., nueva ed., 1878.
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2. L as IDEOLOGIAS DEL TERRITORIO
por Michel Korinman y Maurice Ronai «La política de un estado está en su geografía», decía Bonaparte. De hecho, el territorio es una idea nueva en la Europa del siglo x v i i l Se convierte en la figura central de las conductas y de los discursos de poder. En la ¿poca feudal, se entendía el espacio a través de la figura del dominio: el mismo es yuxtaposición de dominios. Dominios di vinos, ante todo: en un sistema de esferas concéntricas(16), Dios, Do minas, dueño y señor de la fortaleza celeste, tiene mando sobre tres categorías de vasallos, ángeles, monjes y laicos(17). Luego, domi nios geográfico-espirituales: la tierra se divide en tres continentes que coinciden con las áreas religiosas. Europa se confunde casi con la cristiandad, situadas ambas bajo la autoridad del papa. Dominios se ñoriales, por último, como distribución de feudos, mansos y sexmos, como ares de ejercicio del derecho de destierro. Dominios divinos, geográfico-espirituales y señoriales son defini dos ante todo como campos de poder. La partición, el enmaraña miento vertical de autoridades inducen una atomización en esferas y parcelas. También el reino (y, en la Italia del Norte, el estado territorial) se constituye, únicamente, a través de un reparto del poder y, al mis mo tiempo, de una redistribución de los «dominios». A la división comunal, la época moderna le opone un esfuerzo unificador, una re constitución esencial mediante la figura del principe. El príncipe es al territorio lo que la forma es al contenido (18). Entre el rey y se
(16) A si, e n el siglo v m se distin g u en siete esferas: aire, é te r, Olim po, espacio in flam ad o , firm a m e n to d e los a stro s, cielo d e los ángeles y cielo d e la T rin id ad . Es tz h eren cia g rieg a es cristian izad a e n el siglo x n : cielo c o rp o ra l, el q u e vem os; cielo es p iritu a l, h a b ita d o p o r las su stan cias esp iritu ales; cielo in telectu al, d o n d e los biena v e n tu ra d o s c o n te m p la n c a ra a c a ra a la sa n ta T rin id a d . C f. L e G off: Civilisation de l'Occident médiéval. E n c astellan o . La civilización del Occidente medieval. J u v e n tu d B arcelo n a, 1970 (N . T .). (17) «El c re a d o r es llam ad o c re a d o r e n relación c o n sus c ria tu ra s, asi com o eL a m o es lla m a d o a m o e n relación co n sus servidores» (A g ustín, c ita d o p o r Le G oS .
op. cit.). (18) «Su fo rm a p ro p ia (d e reino) es la d ig n id ad real, q u e o to rg a al p rin cip ad o el d e n o m in a c ió n d e reino: el c o n te n id o d el re in o y d e n o im p o rta q u é p rin c ip a d o , o in clu so esta d o rep u b lican o , re su lta de m u ch o s elem entos, p o r su p uesto d e la co n cer-
tración de los hom bres..., de la jurisdicción, del poder... y de la tierra, la que s u o n is tra a lo s h a b ita n te s el su s te n to , las o tr a s necesidades y la s d iv ersiones; y a p a r e : d e estas d o s clases d e elem entos, la fo rm a y p o r cierto el c o n te n id o , e n ta n to q u e s e r n ecesario s, se co n sid e ra que h a y rein o ... Q u e se s u p rim a la tie rra , q u e su m in istra i su s te n to , y se h a b rá p o d id o estab lecer el re in o d e lo s e sp íritu s aéreo s, p e ro d e ningu n a m a n e ra u n re in o h u m an o .» (C ita d o e n la tín p o r L e ó n -P ie rre R a y b a u d : «L a ro y a rté d a n s les o eu v res d e M a tte o Z am p in i» , e n Le prince dans la France des x v r a xvzr siécle; re to m a d o p o r J.-Y . G u io m a r e n L id io lo g ie nationale.)
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país se establece una relación dual, especular: el territorio es la pro longación, la expansión del cuerpo del príncipe(19). Y la época moderna no hará más que suprimir un término del par: el monarca. El territorio se convierte en la referencia primor dial. El ideologema nación implica la tentación permanente de pen sar la simultaneidad de una serie de advenimientos: modo de pro ducción capitalista, estado y guerra modernos. De una topología co munal (parcelaría), se pasa a un toposcopia dinástica (especular), y por último a una topografía territorial (unitaria). Podría hablarse de geopolíticas, en el sentido de tratamientos del espacio, indicándose asi que están enjuego práctica y aprehensiones del espacio. Estrate gias e ideologías territoriales: entre ellas, la frontera es muy vaga. Esta sólo es problema de punto de vista, según el corpus que se en foque. Según se estudien discursos, obras, representaciones, o decre tos, prescripciones, campañas, se exhibirán ideologías o estrategias. Ellas se proponen y se intercambian modelos, configuraciones y ar gumentos. En la demostración de una legitimidad se da a leer un pro yecto, una proyección. Y la «nación» es la que debe rendir cuentas, al nivel simbólico del triple movimiento que conduce al mercado, a las fronteras, al estado. En el par territorio-príncipe, la nación acaba por tomar el lugar del príncipe. De esta sustitución resulta una serie de interrogantes: ¿quién pertenece a quién? ¿quién es primero? ¿quién delimita? ¿la na ción o la topografía? Estas cuestiones, que atormentan al siglo XIX, postulan una ade cuación necesaria, pero asintótica, de la nación a su suelo. Raramen te se discute la determinación del centro de un territorio o de una nación, algo decisivo. Lo que plantea problemas es, siempre, su área de expansión. Hasta entonces, se aportan tres respuestas: frontera natural, frontera prometida o frontera vital. Ellas son circunstancia les a la vez que instauran una matriz. Constituyéndose en un con texto particular, se cristalizan como modelo y estructuran los dis cursos futuros. A través de un material común —mapas, topónimos, paisajes—, se estudiarán aquí tres casos: Francia 1792-1793, Estados Unidos 1763-1787, Alemania 1873-1933. Francia 1792-1793: el territorio natural Es poco decir que los revolucionarios unifican el territorio: pro ducen uno, resplandecientemente nuevo. Es poco decir que les dan a los franceses conciencia de ser franceses: forjan un espacio de re presentación que coagula en el topónimo Francia. Al redistribuir el poder, sus atributos materiales y simbólicos, recomponen el espacio, real e imaginario. Al poder unitario que proyectan los constituyen tes, el de los propietarios, debe corresponderle una entidad territo(19) rís, 1972.
P a r a to d o esto , cf. J.-Y . G u io raar:
Lidéologie nationole. C h a m p L ib re. P a
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nal «una e indivisible». En esa Francia de fines del siglo xviil, seña lada por las ideas físiocráticas, para las que únicamente la tierra es productora de riquezas; en esa Francia con preponderancia rural, en la que cada comerciante e industrial posee bienes territoriales, el mo delo de referencia no puede ser sino terrateniente. «¿Qué es la pa tria? —pregunta Voltaire en su Diccionario filosófico*—. No por azar se trata de un buen campo cuyo poseedor, hospedado cómo damente en una casa bien cuidada, pueda decir: “Este campo que cul tivo, esta casa que he construido son mios... Yo soy una parte del todo, una parte de la comunidad, una parte de la soberanía. He aquí mi patria”.» Se expone de este modo el programa revolucionario —ideológico y estratégico— con todas sus ambigüedades en germen. La nación es pensada como un gigantesco terruño; ella es al territo rio lo que el propietario al campo. A la multiplicidad de regímenes de posesión, heredada del feu dalismo, se le opone un régimen único de propiedad, basado en el beneficio. Unicamente éste da derecho al ejercicio de la soberanía po lítica. Así, tanto el territorio como la propiedad se definen como ma triz innegable de una extensión, homogénea y cerrada. No se ha apagado todavía la euforia del 4 de agosto de 1789 cuan do se establece la libre circulación interior: supresión de los contro les, de los peajes y aduanas interiores, aplazamiento de las barreras, incorporación a las provincias de efectivos extranjeros, haciéndose coincidir línea aduanera y frontera pQÜtica. Ya, la frontera... No se trata, aún, sino de instaurar un proteccionismo moderado. Luego hay que administrar este reino, «dividido en tantas divi siones diferentes que hay distintas especies de regímenes o de pode res: en diócesis desde el punto de vista eclesiástico, en gobernaciones bajo el punto de vista militar, en generalidades bajo el punto de vista administrativo, en bailiazgos bajo el punto de vista judicial»(20). E departamento va a arrasar este apilamiento de circunscripciones, «re enmarañamiento de autoridades, este mosaico de países y de p r o v i n cias —el rey era duque en Bretaña, conde en Provenza, rey en Na varra. Después de Sieyés, Thouret había propuesto un plan de divi sión geométrico: 80 departamentos (además de París) de 320 leguas cuadradas cada uno, divididos en 5 comunas de 36 leguas cuadra d a s ^ ) . Mirabeau se opone a esta «división matemática, casi ideal y cuya ejecución parece impracticable». Y propone una división «ma terial y, de hecho, propia de las localidades, de las circunstancias,^ que sea asimismo deseada por todas las provincias y basada en re laciones ya conocidas»(22). No es tanto el pragmatismo de los cons* V éase en c a ste lla n a en A kal. M a d rid . 1976 (N . T .).
(2Ó) Inform e de T houret en nom bre del com ité de constitución, del 29 de setiem bre d e 1789. (21) T h o u re t re to m a los p ro y e c to s a d e la n ta d o s en 1779 p o r L etro sn e. E l geógcaf: d e H esseln h a b la p u b licad o e n m a p a d e F ra n c ia q u e d istin g u ía 9 regiones y 81 en m arcas e n 1780. Sieyés h a b la y a p u b lic a d o , e n 1788, u n e stu d io so b re la división i s F ran cia. (22) C ita d o p o r S o b o u l: Historie de la révolution frangaise.
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tituyentes lo que hay que recordar, como el proyecto de un remembramiento a la vez geom¿trico(23) y acorde con la naturaleza. Ya, la frontera natural. Las comisiones que habrán de dibujar el nuevo mapa tendrán de hedió mucho más en cuenta las rivalidades urba nas y los mercados locales. Asimismo, el esfuerzo toponímico que asigna a los 83 departamentos nombres de río o de montaña elimina las huellas geosemánticas del antiguo régimen, pero, al mismo tiem po, borra los intereses materiales que presidirán la división. Cuando el reino era la posesión personal del rey, cuando la uni dad del reino se expresaba en su persona —el estado soy yo—, re sultaba inútil que los súbditos conodesen la coníiguradón del país. Unicamente circulaban retratos del monarca. Unicamente importa ba la armonía de su cuerpo, que el territorio sólo podía reflejar im perfectamente; polaridad Frauda y Navarra, enclaves extranjeros, frontera incierta en el Este entre Francia y el imperio debido al jue go de las soberanías feudales combinadas. Los constituyentes rom pen el espejo en que territorio y príncipe se devolvían sus imágenes, susdtan una iconogeografía, difunden ampliamente el nuevo mapa de Francia y llaman a la joven patria a que se contemple en él. El territorio ya no es el cuerpo en expansióndel rey, sinoel cuerpode la nación. Y Francia deja de designar al rey (llamado, por poco tiem po, rey de los franceses) para pasar a designar a la propia nación. El método de los constituyentes es catastral: la estrucutra mo nárquica del estado, los obstáculos a la circulación de las mercan cías resultan enmendados por una restructuración «cartográfi ca» (24). La reforma del estado, pero sobre todo los conflictos polí ticos, suelen recibir una sanción territorial. Así, el conflicto con la Iglesia acaba en la supresión de los obispados, la desestimación de las jurisdicciones metropolitanas extranjeras, la alineación del mapa eclesiástico según el mapa departamental. Toda una comunidad es la que se desgarra en cuanto a su arraigo material. Y los feuillants*, que quieren conciliar al rey (la cabeza del poder ejecutivo) con la na ción (el poder legislativo), fundamentan estos dos poderes en el mis mo marco territorial único: el departamento. La lógica de los con flictos destruye la relación constitucional entre ejecutivo y legislati-
(23) Enfrentados con la herencia monárquica y feudal, los revolucionarios buscan soluciones territoriales. Puede citarse la reforma del sistema métrico. Para facilitar los intercambios, se sustituye con un sistema único y racional de medidas la dispari dad de sistemas: pies, pintas, granos, varas cuadradas, medias vías, cuartos de cuer da, anas... ¿Pero a partir de qué establecer un sistema unificado? Se partirá justamen te del territorio, y el metro será definido como la diez millonésima parte de la dis tancia del polo al ecuador, el litro como decímetro cúbico, el gramo como el peso de un centímetro cúbico de agua destilada, el área como 100 metros cuadrados y el es téreo como un metro cúbico. (24) «Los estados son, para la nación, lo que un mapa reducido para su extensión física; sea en parte, sea en su totalidad, la copia debe siempre tener las mismas pro porciones que el original.» (Mirabeau: L ettres de cachet.) * Nombre dado en 1791-1792 a los realistas «constitucionales» cuya sede era el club ubicado en el antiguo Convento de Feuillants (N. T.). 563
vo y arruina su apoyo departamental, que no juega ya sino en la per* cepción de los impuestos. «Francia debe ser un todo indivisible. Debe tener su unidad de representación. Los ciudadanos de Marsella quieren darle la mano a los ciudadanos de Dunquerquc.» En nombre de este principio, enunciado por Danton(25), el girondino Buzot propone reunir en París una guardia formada por delegados de los departamentos. «Esta hermosa asociación (la república) no está encerrada en los lí mites de un pequefio territorio: es una, indivisible, en toda la exten sión de Francia... Si el principio (...) es importante y necesario, lo es esencialmente para París» (26). Lo que aquí se juega es el lugar de París en el proceso revolucionario. «Es necesario que París sea reducido a un 1/83 de influencia, al igual que cada uno de ios otros departamentos(27).» París, asiento de la asamblea, plaza fuerte de la iniciativa popular, el París de puertas cuidadosamente guardadas, bajo el control de la comuna. El 25 de setiembre, y luego el 8 de oc tubre, el enfrentamiento entre girondinos, que se apoyan en la pro vincia, y montagnards, que lo hacen en los samculottes, es mítica mente conjurado por la proclamación de la unidad y de la indivisi bilidad de la república(28). La unidad de la representación, que en carna la unidad de la nación, debe materializarse en la unidad del territorio. Nueva adherencia mágica de los trozos, eliminación ima ginaria de las tensiones, compromisos políticos, todo ello es simbó licamente testificado por la integridad del territorio (29). Pero para ser plenamente una, la república tiene que ser cercada. La revolución, que en todos los aspectos niega los obstáculos lega dos por el antiguo régimen, ¿podría tolerar esos límites arbitrarios, esa superficie horadada, ese trazado dinástico? Pero, ¿dónde fijar los limites? Cierre y expansión son pronto indisolubles, porque un te rritorio suele construirse con perjuicio de otro, es decir, contra otro. Entonces, ¿dónde detenerse? La guerra zanjará la dificultad. Los girondinos, desde 1791, que rían la guerra. Dirigida primero contra las monarquías, ella se bi furcará muy pronto contra Inglaterra, principal rival comercial e in dustrial. Fuente de ganancias, la guerra manifiesta las ambiciones li beradas por la emancipación de los obstáculos feudales. Hasta 1792, lo extranjero suponía un comportamiento falto de civismo: traición, intriga, emigración. Con el desencadenamiento de la guerra, lo ex tranjero son los gobiernos, luego los estados, más tarde los pueblos. (25) Sesión tormentosa del 25 de setiembre de 1792. Girondinos y m ontagnards se oponen entre si a propósito de la comuna producto del 10 de agosto. Marat extras una pistola que apoya contra sus sienes y amenaza con volarse la cabeza si la Girocde mantiene sus acusaciones. Danton habla, proclama el dogma de la indivisibilidad y se restablece la unanimidad. (26) 8 de octubre de 1792. (27) Lasource, diputado por Tara, el 25 de setiembre. (28) J.-Y. Guiomar: op. cit. (29) Es imposible no señalar aquí que la designación de las facciones es geográ fica, descriptiva para la Gironde (cuyos jefes provienen de Burdeos) o metafórica prez la Montagne, la Píame y el Marais (la Montafia, la Llanura y la Marisma).
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Asimismo, la revolución tiene que consolidarse en el territorio dei otro. Y Robespierre no es escuchado cuando revela como sitio del mal no a Coblence sino a París. «¿No hay, pues, ninguna relación entre Coblence y otro lugar que no está lejos de nostros?»(30) Con la guerra, los girondinos esperan circunscribir el conflicto a las fron teras. Las primeras derrotas indican que la seguridad del país se pre serva en Bélgica y sobre el Rin. Algunos girondinos llegan a consi derar la evacuación hasta el sur del Loira. Cuando cae Verdón, úl tima fortaleza antes de París, «el enemigo está a las puertas». En al gunas semanas, después de Valmy, los ejércitos republicanos están sobre el Rin y los Alpes. Nizardos, saboyanos y renanos solicitan su anexión a la república. Se inicia entonces la disputa por la anexión. La constitución de 1791 había proclamado que «la nación fran cesa renuncia a emprender ninguna guerra con miras a efectuar con quistas, y nunca empleará sus fuerzas contra la libertad de ningún pueblo». Sin embargo, alrededor de los girondinos se apiñaban re fugiados políticos llegados de Brabante, de los países de Lieja, Sui za, Renania. «Lo que caracteriza a todos estos hombres es que lle gaban a Francia con la fírme convicción de que únicamente la revo lución en este país, el más poderoso del continente, habría de per mitir que sus propios países se liberasen de sus déspotas»(31). Ellos retoman por cuenta propia el cosmopolitismo de las luces. A partir de la fiesta de la federación de 1790, una delegación de extranjeros, dirigida por Anadiareis Cloots, representaba al «género humano». El enrolamiento de los soldados extranjeros desertores, la concesión de la ciudadanía francesa a «los filósofos de las naciones extranjeras que hayan servido a la causa de la libertad», manifiestan la vitalidad del tema universalista Anadiareis Cloots se convierte en su porta voz: «El primer pueblo vecino que se amalgame con nosotros dará la señal de confederación posible con los menores gastos posibles. Los seres humanos liberados de sus cadenas nos pedirán consejo; no sotros los arrancaremos de la precaria federadón de las masas invi tándoles a formar parte de la saludable federación de los individuos. No hay más que un océano, no habrá sino una nación»(32). Puede leerse en esta profesión de fe el fantasma de un mercado capitalista liberado de todas las trabas, un librecambismo generalizado: «El uni verso desgajado en mil departamentos iguales perderá el recuerdo de las antiguas denominadones y discusiones nacionales» (33). Mer cado universal, pero polarizado alrededor de Franda: «El error pros terna a todos los musulmanes hada la Meca. La verdad alzará la frente de todos los hombres fijándoles los ojos en París» (34). Se for jan así, en la antevíspera de Valmy, los temas de la guerra de pro(30) (31) (32) (33) (34)
2 de enero de 1792, a los jacobinos. 9 de setiembre de 1792, É loge de G utenberg. Id. Id. Id.
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paganda: si el objetivo es la república universal, Francia es su nú cleo (35). Y el 19 de noviembre de 1792, la convención nacional de clara que «otorgará fraternidad y auxilio a todos los pueblos que quieran recuperar su libertad» (36). Cuando una delegación de saboyanos expresa «el deseo de unir nos a la república francesa, no por una simple alianza, sino a través de una unión indisoluble», Grégoire puede responderles: «Estimables saboyanos, vosotros habéis dicho no, y de pronto la libertad, ensan chando su horizonte, planeó sobre vuestras montañas; y a partir de ese momento, habéis hecho también vuestro ingreso en el universo»(37). Se reconoce un error histórico: los saboyanos son rebautiza dos alóbrogos, de acuerdo con el nombre de la tribu gala que ocu paba esa región. Francia reencuentra su extensión original, desuni da por los tiranos. Pero lo que se apodera del informe de Grégoire es el argumento geográfico: «Vanamente se ha querido ligar a Saboya con el Piamonte. Sin cesar, los Alpes la empujan a los domi nios de Francia y se contrariaría el orden de la naturaleza si su go bierno no fuese idéntico... Francia es un todo que se bastará a sí mis mo, ya que por todas partes la naturaleza le ha otorgado unas ba rreras que la eximen de agrandarse, de modo que nuestros intereses concuerdan con nuestros principios»(38). De la república universal se ha pasado a la república territorial, naturalmente belizada. Y el 11 de enero de 1793, los diputados de Niza retoman el mismo argu mento: «Las ventajas que esta nueva ciudad ofrece a la república francesa como pago por su unión son las de una línea de demarca ción que la naturaleza parece haber trazado de por sí, mediante una cadena de montañas que parecerían hechas expresamente para sepa rar a Francia de Italia.» A los dos días, Danton, al preconizar la ane xión de Bélgica, agrega: «Los límites de Francia están señalados por la naturaleza. Los conseguiremos por los cuatro puntos, en el océa no, el Rin, los Alpes, los Pirineos» (39). Detrás de esta naturalización de la frontera, lo que se afirma es la defensiva. De la guerra de conquista —ofensiva— se pasa a la con servación de las adquisiciones. Se abandona la generosa declaración de 1791: el 13 de abril, la convención declara que «no se inmiscuirá de ningún modo en el gobierno de las otras potencias», sino que «pre ferirá ser sepultada bajo sus propias ruinas antes que permitir que alguna potencia extranjera se inmiscuya en el régimen interior de la república» (40). (33) El jurista Fran$ois Hotoman en F ranco Gallia. En 1573, habla ya subrayado que «los que hablan sido los principales autores de la recuperación de la libertad se llamaron francos: lo que en alemán equivale a decir libres y fuera de servidumbre: y por este m edio, la ocasión presente les im puso el nombre de franceses». Citado por J.-Y. Guiomar, op. eii. (36) Por propuesta de Grégoire.
(37) 21 de noviembre de 1792. (38) Informe de Grégoire, 27 de noviembre de 1792, «Sobre la cuestión de la in corporación de Saboya a Francia». (39) 13 de enero de 1793. (40) Danton habla apoyado del siguiente modo este abandono de la guerra revo566
Ya no se trata de la república universal, sino de un territorio que se fortifica y fortalece apoyándose en obstáculos topográficos: linea de las crestas y puertos alpinos, por los que la larga marcha, el tras porte de una artillería todavía pesada son difíciles, sistema de defen sa instalado en el Rin cubriendo la cuenca parisina y París, desple gado en un abanico de ríos, el Yonne, el Aube, el Marne, el Aisne y el Oise. «Dejemos a los filósofos, dejémosles la preocupación de exami nar a la humanidad en todas sus relaciones: nosotros no somos los representantes del género humano. Quiero, pues, que el legislador de Francia olvide por un instante el universo para no ocuparse sino de su país; pretendo esta especie de egoísmo nacional sin el cual trai cionaríamos nuestros deberes... Amo a todos los hombres; amo par ticularmente a todos los hombres libres, pero amo más a los hom bres libres de Francia que a todos los otros hombres del universo» (41). Lo que triunfa mediante el dogma de las fronteras naturales es la razón de estado. El territorio prometido «Nuestro destino era la americanización del mundo.» Theodor Roosevelt, en 1898, enuncia de este modo la doble determinación del discurso americano, mesiánico e imperial. El manifest destiny asocia una teología de la expansión con una estrategia deliberada mente planetaria, ambas arraigadas sólidamente en la conciencia americana a través del ideologema de la tierra/territorio prometido. Un rodeo minucioso alrededor de la constitución de ese discurso americano(42) muestra cómo ya se lo encuentra incluso antes de la proclamación de la independencia. Todo ocurre como si una serie de acontecimientos discursivos, entre 1761 y 1776, prefigurase los suce sos materiales, conquistas o asunciones de control. Al día siguiente de la guerra de los siete años, la corona británi ca, después de haber duplicado la extensión de sus posesiones en América del Norte, reafirma su autoridad, sobrecarga los impuestos y fortalece su control comercial sobre las colonias de la costa Este. Habiendo alcanzado un cierto desarrollo económico y celosas de la autonomía de su gobierno, las colonias se escandalizan muy espe cialmente ante la proclama real de 1763 que impone la barrera de lucionaria: «Habéis dictado, en un momento de entusiasmo, un decreto cuyo motivo era hermoso sin duda, ya que os obligabais a dar protección a los pueblos que qui siesen resistir a la opresión de sus tiranos. Ese decreto parecería comprometeros a sos tener a algunos patriotas que quisiesen hacer una revolución en China. Ante todo, hay que pensar en la conservación de nuestro cuerpo político y fundar la grandeza francesa.» (13 de abril de 1793.) (41) Robert, 26 de abril de 1793. (42) Hemos acudido ampliamente a la preciosa obra de Elise Maríenstras: Les mithes fo n d a teu rs de la nation am éricaine, que analiza estos mitos desde un muy dis tinta punto de vista. 56 7
los Alleghany como límite a la expansión pionera y asigna el Oeste de los Apalaches a las tribus indias. Jefferson acusaba ya a los reyes británicos por haber dislocado un país que formaba un conjunto co herente (43). Canadá, que los colonos habían contribuido a conquis tarle a Francia, recibe un estatuto particular por la ley de Quebec, en 1773. Así, desde 1763, el conflicto con la corona británica tiene un desafio explícito: la frontera. Territorio y propiedad: el argumento jurídico Reivindicación territorial y separatismo se imbrican muy rápida mente y dan nacimiento a la cuestión de la propiedad: este territorio no puede pertenecer a los ingleses porque «América nunca formó parte del reino de Inglaterra. Ella perteneció a un pueblo de salva jes, dispersos por todo el continente y que no dependían de la sobe ranía británica» (44). Si, en un impulso típicamente jeffersoniano, se les dirá a los indios que los americanos «no forman parte ya de las viejas naciones más allá del gran rio», sino que están unidos «en una sola familia con nuestros hermanos rojos de estos lugares... ya que nosotros y nuestros antepasados residimos aquí desde hace tanto que nos parece que tenemos, como vosotros, raíces en este suelo» (45), de hecho resulta claro que este país pertenece no a los que lo habi tan, sino a los que lo conquistan (46). «América fue conquistada y sus colonias se implantaron sólidamente a expensas de los indivi duos y no a costa del estado británico. Ellos vertieron su sangre para dotar de tierra a sus colonias. Ellos lucharon por si mismos y tienen el derecho de poseer sin tener que compartir»(47). Propiedad me diante la sangre. Además, «cuando llegaron a este Nuevo Mundo, ellos compraron honestamente las tierras a los indios que eran sus legítimos propietarios» (48). Propiedad mediante el dinero. Por últi mo, «este desierto salvaje y falto de cultivos» pertenecía a quienes «mediante una labor incesante cultivaron el suelo que era un erial» (49). Propiedad mediante el sudor. De hecho, los indios no pue den reivindicar este territorio «al que recorren más que habitan» (SO). Porque habitar es cultivar, valorizar.
(43) M emoria contra tos abusos de la corona: «Este país... fue desmantelado re petidas veces por los principes y distribuido entre sus favoritos.» (44) R. Bland: A n d enquiry into the rights o f the British colonies. 1766. (45) To the chiefs of the Osages, enero de 1806.
(46) Por otra parte, los partidarios del separatismo se refieren a los anglosajón® Estos, al dejar Germania para establecerse en Gran Bretafta, rompen todo juram eer de fidelidad con su patria o con los principes de origen. (47) Jefferson: A summary view o f rights o f British America. (48) Joseph Warren: Discursos. (49) Ibid.
(50) Samuel Purchas: H ackluytus Posthumus.
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El cambio de escala: el argumento geográfico En términos de derecho no parece que se pueda zanjar la cues tión. Sólo puede serlo —y es sabido esto— por la violencia; y lo será. Pero incluso esta violencia, en este siglo de la razón, debe ser legitimada: «Las islas pequeñas, incapaces de protegerse por si mis mas, son objeto apropiado para la dominación de los reinos. Pero supone enfrentarse a toda razón el imaginarqueun continentedeba estar perpetuamente gobernado por una isla»(51). Y la razón, en esta costa Este obsesionada por la frontera, no puede ser más que geográfica. «Jamás el sol iluminó tan gran causa. No es éste un pro blema de una ciudad, de un condado, de una provincia, de un reino, sino el de un continente, el de la octava parte del globo... Inglaterra, Holanda, Suecia, comparadas con el resto del mundo, aparecen en un gran mapa como las calles, las ciudades, los condados surgen en uno pequeño: distinciones demasiado limitadas para un alma conti nental» (52). Las colonias no ocupan todavía sino una franja coste ra, y únicamente raras expediciones penetran hacia el interior; pero, «desde su llegada, el europeo... cambia muy rápidamente de escala; doscientas millas le parecían en otra ¿poca una gran distancia; aho ra son una bagatela»(53). Cambio de escala: multiplicación de las ambiciones. Este breve pasaje suministra la clave, es decir el modo de lectura. La madura ción del separatismo está marcada por sucesivos desplazamientos de escala, pasajes de un espacio de referencia a otro, juegos sobre las proporciones, sobre las relaciones de grandeza, amplificación o es trechamiento ante los adversarios que suijan. De hecho, estos efec tos de óptica son estratégicos: para pensarse políticamente, los co lonos se piensan territorialmente. Podrían disociarse cuatro momen tos, cuatro formalizaciones de su identidad «territorial» frente al ene migo, cuatro cambios de terreno, que corresponden a cuatro con ciencias de sí, como apreciaciones de la relación de fuerzas. En un primer momento, los colonos se piensan como súbditos británicos: «Nadie puede alegrarse tanto como yo de la derrota de Canadá, y esto no sólo porque soy un colono, sino porque soy un súbdito británico» (54). El conflicto opone una colonia al imperio: cuanto más, se trata de una rebelión provincial. Por otra parte, to davía reina una cierta confusión: los colonos se designan a través de los topónimos de cada colonia, «pennsilvanos, jerseys y de otras pro vincias» y se perciben como periferia. Luego se afirma entre las colonias, frente al adversario común, un sentimiento nacional. «Nacido en una de estas colonias, y des cendiente de antepasados que fueron de los primeros plantadores, él (el autor) no tiene vergüenza en confesar su amor por el país que le (51) (52) (53) (54)
Thomas Paine: C om m on Sense. Ibid.
Crevecoeur: L ettres d ’ un ferm ier am éricain. Bigelow: W orks. 56 9
vio nacer»(55). Los colones se designan indiferentemente como co lombianos o americanos, pero «las colonias se extienden por el con tinente americano, unidas una con otra en un único territorio»(56). Ya no se oponen un centro y una periferia, sino que hay dos nacio nes que se enfrentan, una corrompida y decadente, la otra próspera y prometida al poder. En un tercer momento, las dos naciones se enfrentan como de pendiendo cada una de otra esfera: «No existe ejemplo en la natu raleza en el que el satélite sea mayor que su planeta primitivo, y, dado que Gran Bretaña y América, en su actual relación, presentan una inversión del orden natural de las cosas, resulta manifiesto que pertenecen a dos sistemas diferentes: Gran Bretaña a Europa y Amé rica a si misma»(57). Este paso a la escala continental opone dos en tidades morales, la Europa orgullosa y tiránica, la América clemente y laboriosa, dos hemisferios, el este y el oeste, dos historias, la vieja y la nueva, dos naturalezas, una limitada y la otra generosa(58). Por último, los colonos se piensan ya como imperio: Esta nación, sólida y formidable, Estas colonias gigantescas, Ver&n muy pronto a nuestra marina bogar por aquí y por allá A través de todos los mares(59).
«Nosotros hemos establecido las bases de un nuevo imperio que permitirá acrecentar aún más sus vastas dimensiones y dar la felici dad a este amplio continente. Ha llegado nuestra hora de imponer nos sobre la faz de la tierra y en los anales del mundo»(60). Se produce, pues, un desplazamiento que es una inversión. «Gran Bretaña es ahora la nación más poderosa del globo. Poco después de la reforma, algunas personas vinieron a este Nuevo Mundo para salvaguardar su fe. Este incidente, benigno en apariencia, habrá de ser quizá la causa de la trasferencia de sede del imperio a Améiica»(61). Lo que aquí se anticipa (en una forma casi profética) es k relegación del imperio británico a la periferia. Movimiento típica mente circular: «Los americanos son los peregrinos de Occidente que trasportan consigo la gran masa de las artes y las ciencias, el arder y la asiduidad que durante mucho tiempo se manifestaron en el Este ellos rizarán el rizo»{62). El desplazamiento preventivo del centro es (55) B. Baylin: The sentim ents o f a B ritish A m erican. (56) Bland: A n enquiry iruo th e rights o f B ritish colom es. (57) Thomas Paine: op. cit. (58) «América, este inmenso territorio gratificado por la naturaleza con todas jm. ventajas del clima, los suelos, los grandes ríos navegables, lo s lagos, debe co n v e ír r en un gran país, populoso y poderoso: en menos tiempo de lo que se cree generamente podrá sacudir las cadenas que lo estorban y, tal vez, imponérselas a sus g~ • guos opresores.ir(Benjamín Franldin, en 1761.) (59) Una balada de 1776. (60) David Ramsay: A discourse (1778)., (61) John Adams: W orks. (62) Crevecoeur: L ettres d'un ferm ier am iricain. 570
fortalecido por un desfase temporal: ya se habla de la hegemonía eu ropea en pasado. Aquí se trata de una venganza, que «debe romper el lazo, y Gran Bretaña podrá maldecir su fatal obstinación. ¡Oh, raza cruel! ¡Oh, implacable Inglaterra!»(63) La tierra prometida: el argumento teológico Acaba de verse cómo las rupturas sucesivas de conjuntos espa ciales, imperial (colonia/metrópoli), nacional (colonias/Gran Breta ña), continental (América/Europa) y luego imperial (metrópoli/co lonia), estaban como inscritas en el orden natural de las cosas. De hecho, la posición y la dimensión americanas resultan suprainvestidas por una teología que fortalece la legitimidad y la inevitabilidad de la expansión imperial, «esa finalidad grandiosa que Dios tenía en vista» (64). «La mano divina se reveló de manera sorprendente» (65) y «en el descubrimiento del Nuevo Mundo, el establecimiento, el cre cimiento y la protección de los estados y las iglesias de América del Norte, la acción de la Providencia es más que manifiesta» (66). «La distancia misma que el Todopoderoso puso entre Gran Bretaña y América es una prueba convincente y natural de que la autoridad de una sobre la otra jamás formó parte de los designios de la Pro videncia»^?). La constitución de los significantes América, americano, ameri canizar es sintomática de esta determinación providencial. América es, a la vez, un nuevo Canaán, la nueva Jerusalén, el país del Edén, donde reinan «Dios y la naturaleza» (68), «la vegeta ción lujuriosa, la profusión real y deliciosa de las flores y de los ár boles que se pliegan bajo el peso de unos frutos de colores asom brosos» (69), «un verano constante, en el que la armonía de la natu raleza no es alterada en el océano, ni en los bosques ni en los cie los» (70). En cuanto a los americanos, están bajo protección divina. Unicamente un pueblo elegido podía ocupar una comarca tan ge nerosamente dotada. También Dios «pasó por el tamiz a toda una nación con el fin de poder enviar allí a su mejor grano»(71). Al igual que para los hebreos, «cuando ellos buscaban un refugio lejos de la opresión, El trazó para ellos un camino en el mar y les dispuso una mesa en el desierto»(72). La topografía material se ve aumentada (63) (64) (65) (66) (67) (68) (69)
Poema de Freneau: The rising glory o f America. Jeremy Belknap, 1792. Un sermón de Samuel Maclintock, 1784. Un sermón de J. Dana, 1779. Thomas Paine: op. cit. Ibid. «Tomo Cheeki» Jersey Chronide, 1795. (70) Time Piece, 1797. (71) E l verdadero interés de Nueva Inglaterra, del puritano William Stoughton. (72) Serm ón de D ana, 1779.
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con una topología bíblica, y la frontera atlántica es descrita como el Mar Rojo de los hebreos (73). Americanizar: esta misión asignada al pueblo elegido implica, a la vez, legislar los asuntos del mundo: «Todo ciudadano libre del im perio debería considerarse como legislador de la mitad de la huma nidad» (74); evangelizar: «La colonización, el rápido crecimiento y la prosperidad ejemplo de este país son las vías elegidas por la Provi dencia para fortalecer y extender su imperio» (73); emancipar: «Es tábamos destinados por la Providencia para una experiencia mayor aún: no solamente para servir de salida de emergencia para nuestros hermanos de Europa, sino para enseSarles que ellos tienen los mis mos derechos» (76); iluminar: «La colonización de América, el co mienzo de la realización del designio de la Providencia que consiste en hacer que brote la luz» (77); regenerar: «que el Nuevo Mundo re genere al Viejo»(78). De esta triple argumentación se desprende la concepción ameri cana de la frontera como inestable, elástica, prospectiva, ilimitada, dado que está inscrita en un plan divino que excluye la finitud. Una frontera que apenas separa a un aquí ya ocupado de un más allá por conquistar. Al postular la frontera como etapa, jalón, límite provi sional, y no como límite, la expansión nunca deja de ser otra cosa que la apropiación de un territorio asignado por el favor divino. De este modo, no resulta sorprendente que el territorio americano sea pensado, en última instancia, como una escena: «América fue desig nada por la Providencia para ser el teatro en donde el hombre debe alcanzar su verdadera estatura» (79). ¿No ha sido ella «aislada de los europeos y del resto del mundo (...) para convertirse en el teatro de importantes acontecimientos» (80), «espectáculo augusto, solemne y del más alto interés (que) ha atraído hacia ella las miradas de toda la humanidad?»(81) ¿No consiste, precisamente, la inquietante voca c ió n del w e s te r n y, de modo más general, la del cine estadounidense en erigir como espectáculo la fundación del territorio, exaltando, además de sus paisajes, «la novedad del marco en que ella se dessrrolló?»(82) El territorio vital Marx decía de los alemanes que tienen «cabeza filosófica». Se ñalaba con esto su impotencia para realizar «en la tierra» su unida: nacional y su propensión a legislar «en el mundo etéreo del s^~ (73) (74) (75) (76) (77) (78) (79) (80) (81) (82) 572
¡bid. Joel Barlow: Discours. Abiel Abbou: Tranksgm ng Serm ón.. Jeremy Bellchap. John Adams: Diary and Autobiography. Paine: Los derechos del hombre. En Doncel. Madrid, 1977. (N T) John Adams: op. cil. Noah Webster, 1798. Timothy Dwight: A discourse on som e events, 1801. Ibíd.
ño» (83). Con la constitución del Reich, la ideología alemana des ciende del cielo de las ideas a la térra firma. Ciertamente, el arraigo territorial del pensamiento político ale mán no data de 1871. La conferencia del Rin impuesta por Napo león, los proyectos del liberal Welcker o los de von Gagem, las ideas de List, la realización del Zollverein, la política prusiana de los fe rrocarriles, y sobre todo la querella sobre la «gran» y la «pequeña» Alemania muestran posturas abiertamente geopolíticas, pero débil mente teorizadas todavía, mal desprendidas de las rivalidades dinás ticas. Hay que esperar a 1871 para que los temas listianos del pangermanismo económico, las ideas de Bruck y Schwarzenberg, la no ción de Mitteleuropa resulten en el marco de un programa de ex pansión que cartografía el «lugar al sol»(84) que las clases dominan tes reivindican para Alemania en un mundo en proceso de redistri bución. Paul de Lagarde soñaba ya con una Alemania que llegase del Argonne al mar Negro. El grupo wagneriano de Bayreuth, alrededor de Hart, Langbehn y Woltman lanzará la cuestión pangermanista. Karl Peters, cuando funda la Alldeutscher Verband(85), asigna a la hegemonía alemana un equilibrio centroeuropeo. La fundación de la Deutschbund{86) por Friedrich Lange, de la «Liga naval» por el general Keim, de las «Sociedades coloniales confederadas» por el du que de Mecklemburgo, la publicación del Alldeutscher Atlas, la pro paganda de la Deutscher Schulverein(%l) y de la Deutschland im A usland(ii) se inspiran en las mismas ambiciones que traduce ade cuadamente el mapa publicado en 1895, en el panfleto Grossdeutschland und Mitteleuropa, en el que la Bélgica flamenca, los Países Ba jos, Luxemburgo, la Suiza alemana, Austria, Istria(89), Hungría, las fronteras checas, eslovacas, bálticas y polacas son englobadas por un somero trazo de pluma e ilustradas con un color muy llamati vo (90). A través de este Programa se anudan los proyectos de unión aduanera, el viejo ideal de la Hansa, el Drang nach Osten, «el por venir alemán por agua», que el concepto de Lebensraum unificará (83) *A los franceses y a los rusos pertenece la tierra E l mar pertenece a los Ingleses Pero en el dom inio etéreo del sueño Nosotros som os los que reinamos p o r entero A hí, ejercemos nuestra hegemonía A hí, no estamos divididosj» Heine: Deutschland, ein Wintermarchen, cap. VII. (84) Expresión del propio Bismarck. (85) Liga pangermanista. (86) Alianza alemana. (87) Sociedad escolar alemana. (88) Alemania en el extranjero. (89) Llamada ya Sddkustenland, nombre que retomará Hitler en 1943. (90) Procedimiento que no es, por otra parte, específicamente alemán. En Fran cia, en el mismo momento, circulan mapas que abarcan a Alsacia y Lorena, «bajo administración alemana».
más tarde. En algunos años, el estado, de realización de la idea se convierte en territorio limitado por fronteras, fortaleza, recinto ce* rrado, cuerpo vivo que agita en una vigorosa alquimia a una tierra y a un pueblo, su suelo y su sangre (91), epopeya y topografía. Se pasa asi de una filosofía a una geopolítica encarnada primero por Hegel, luego por Ratzel. Ratzel Ratzel ocupa un lugar central en esta impregnación del pensa miento alemán por la figura del territorio. No todos se refieren a su obra (aunque todos la lean), pero este vasto compendium (una «en cuesta» en el sentido de Herodoto) suministra argumentos, datos, ra zonamientos a las conductas y discursos del poder. Escribe entre 1869 y 1904(92). Su obra es por entonces plenamente operatoria(93): al intervenir en los debates en curso, Ratzel jamás resuelve las dificul tades. Clasifica, recorta, asocia trozos de pueblo, de parcelas de con tinente. Cuando surge una querella, no intenta reconciliar: combina. Efectúa operaciones, en el sentido matemático. No tanto las cuatro operaciones fundamentales como el elevar a la potencia la extrac ción de raíces. Axiomática de la expansión(94) Para Ratzel, «la movilidad (Beweglichkeit) es una cualidad esen cial del pueblo vivo, propia de todas las naciones, incluso de aque llas que aparentemente están en reposo». Hay movimientos internos (innere Bewegung) y externos (üussere Bewegung), unos latentes, otrosmanifiestos.Pero esta movilidad «no reside en la simple a p ¿ tud del hombre para cambiar de sitio; por movilidad entendemos tí conjunto de las disposiciones físicas y espirituales, maravillosamente desarrolladas o en vías de expansión, que hacen precisamente de este aptitud un principio fundamental en la historia de la humanidad». Este principio metafíisico debe todavía ser conjugado con los parti cularismos del suelo. Fijadores o expulsivos, los suelos trabajan des de el interior a las «predisposiciones» nacionales de las que no se los puede disociar. Esta movilidad trascendental juega por sí misma, sin que sea preciso hacer intervenir ningún instinto migratorio (Wan-
(91) Bitu und Boden, (92) 1869, Ser y devenir del m undo orgánico. 1908, Imágenes de la guerra ez * Francia. (93) «El saber geográfico y etnográfico es una fuerza política», escribe. (94) En 1941 se publicó, en la editorial Alfrcd Kroner (Stüttgart), una antolcgj seleccionada y prologada por el general H austhofer Poder del suelo y destino de ízz pueblos. Karl Haushofer la salpicó de notas tendentes a demostrar la total aplicailidad al periodo de las leyes enunciadas por Ratzel. 574
dertrieb)(95). En efecto, los espacios amplios están dotados de una fuerza de atracción suficientemente grande para que los pueblos se expansionen por ellos de un modo natural (96). El axioma funciona aqui en el sentido de una total ineluctabilidad, ya que la movilidad es prácticamente extrínseca a lo concreto. Sin embargo, ella se arti cula en una serie de factores empíricos. Del lado de lo humano: dé ficit de los medios de subsistencia, retroceso (Verdrangung) por par te del enemigo, deseo (Lust) de conquista, nostalgia (Sehnsucht) de un mundo mejor. En cuanto a lo físico: la lucha por la cualidad del suelo (Kampf um die Qualitat des Bodens), el hecho de que en el in terior de la ecumene «no hay obstáculos absolutos para el movimien to de la vida, sino inclinación constante a buscar el espacio vital». Todos estos elementos aseguran una convalidación suplementaria y no necesaria a la argumentación que sigue estando precisamente más allá del ejemplo. Al mismo tiempo, el añadido empírico realiza un efecto de ciencia en la construcción intelectual. «Los pueblos pasan, el suelo permanece.» El es constante y con sistente ante los fenómenos mecánicos que se le adhieran. El grado de generalización permite una fuerte tendencia a la clasificación en base a la pura homología: conquista española, chequización de la Bo hemia alemana por los trabajadores inmigrados, diáspora judía de penden de una única y misma subcategoría del desplazamiento geopolítico: la extensión dispersada (zerstreute Verbreitungsweise) por infliltración (Durchdringung). A lo sumo, hay que determinar inten sidades, porque «las grandes invasiones no son más que un grado (elevado) en el desplazamiento incesantemente activo». Desde enton ces no se plantea ya la cuestión de los orígenes (Ursprung, Ursitz), relegada por Ratzel al campo de la metafísica. El antropogeógrafo comprueba simplemente la presencia de un territorio de partida (Ausgangsgebiet) y de una zona de llegada (End o Zielgebiet) infini tamente variables aunque aproximadamente fechados. Por otra par te, «a cada desplazamiento activo le corresponde un desplazamiento pasivo, y recíprocamente» (97). El tamaño y la forma de los estados como una combinatoria je rarquizada de relaciones de fuerza, nunca como armonía. Esta car tografía resulta restituida como cratografía: trascripción de un po der en el espacio. Al exhibir un régimen de causas y de efectos —asi, «los progresos de la civilización han puesto un punto final a las in vasiones masivas», pero «cada conmoción política, por poco impor(95) Esta movilidad generalizada no deja de tener relación con las migraciones del proletariado agrario y urbano que se vuelven endémicas después de la crisis de 1873, fecha en la cual se hace imperativa la reestructuración del sistema. Cf. Helmut Bohme: Prolegómeno zur einer Sozial-und Wirtschaftgeschichte im 19. und 20. Jahrhundert, Francfort, 1965. (96) Asi es como Haushofer saca partido de esta ligereza nocional: el tratado de Versalles habia expulsado (ausgetrieben) a un millón de alemanes instalados a orillas del Vístula y en la alta Silesia. La política hitleriana inducirá pl fenómeno inverso. (97) La pasividad define los lugares de paso (Ubergansgebiete), y Ratzel habla in cluso de «mares interiores». 575
tante que sea, da lugar (hoy) a pequeñas migraciones(98)»— este geo política perpetúa, en el absoluto del saber, los desplazamientos in cesantes y naturaliza de este modo el ideologema burgués del table ro político. La consustanciación El pueblo adviene (por si mismo) a un espacio dado y el espacio evoluciona de manera concomitante con la historia del pueblo (99). Tanto como decir que la adecuación nunca es perfecta; en la mejor de las hipótesis, es asintótica(lOO). El pueblo (Volk) se autoengendra a partir de la tribu (Naturvolk) y se trascribe por «concientización» a la forma nacional. En el estadio primitivo de este desarrollo, el mismo exige un espacio a las fronteras estrictas, un lugar en el que su futura personalidad haya de encontrar sus límites al abrigo de toda influencia exterior. El ejemplo de la isla describe este fenó meno con exactitud: Gran Bretaña, Japón, Ceilán. Hay, entonces, plena acumulación de energía(lOl). Este sobrante de poder habrá de ejercerse muy rápidamente, y como por coacción, fuera de las fronteras que el pueblo se había impuesto. Se verifica como útil una ciencia de las distancias (Wissenschaft der Entfernungen), y la ex pansión nacional aborta si no se apoya en una comprensión del es pacio (Raumauffassung) afinada sin cesar. La expansión es ese paso de un territorio estatal hacia un territorio étnico. Al ser indefini ble (102) este último, se advierte la importancia mayor del geógrafo que desbroza la coartada de las nociones confusas para mejor fun damentar la política de conquista. La frontera, por ejemplo, es una impresión del espíritu. Ratzei opone la línea fronteriza (Grenzlmiej al espacio fronterizo (Grenzraum). La primera se explica por impe rativos diplomáticos y por la presente razón de los estados, pero e[ segundo, también llamado borde (Saum), intraterritorio (Zwischengebiet), cinta o cinturón (Band o gürtelfdrmiger Stricht) tiene el mé rito de resultar más adecuado para los movimientos concretos. In versamente, se impone una revisión del dogma de las fronteras na turales desde el punto de vista de su eficacia. Por cierto que el e je o (98) As< es como Haushofer explica la implantación muy densa (Siedlung) en e Neuland al este de Alemania en comparación con los desarrollos trasalpino y c o pino de las tribus bávaras. (99) A la geomoríización de lo humano responde de este modo, para Joseph N'scler, la antropomorfización del paisaje, espectáculo cultural y poético. Literattogs:chichte der deutsehen StSm m e und Landeschaften. 1912. (100) La traducción semántica de este fenómeno se observa en la composición; por tu m o geo o antropom orfizante de expresiones tales como «islote nacional» (* :kerinsel) u «océano pacifico» (stiller Ozean). (101) Wolfgang Emmerich mostró de qué modo el sentido profundo de todos j modelos organicistas consiste en eliminar los limites entre sociedad-historia y iarsraleza. Zur K ritik der VoUcstumsideologie, Francfort, 1971. (102) Kenneth Burke subrayó el interés retórico de lo indefinible en M ein K ezsr «The rhetoric of Hitler’s battle», in The Southern Review, V. I, 1939. 576
pío de los pueblos insulares o peninsulares prueba que ellos se cons tituyeron rápidamente como naciones, pero unas fronteras fluviales como el Meno o el bajo Spree carecen de valor, a no ser para el geó grafo militar(103). Naturalización y desnaturalización coinciden en un no m an’s land nocional: Ratzel discute la frontera racial (Rassengrenze), cultural (Kulturgrenze), lingüística (Sprachgrenze) y su imposible collage, y sugiere que la frontera-linea jamás es otra cosa que el producto de una tensión en el intraterrltorio(104). Refracción El suelo actúa sobre el pueblo que, reciprocamente, lo trasfor ma. Clima, relieve, configuración dotan a un pueblo de la aptitud para extenderse, asi como ella sanciona la aptitud de una región para producir civilizaciones. Pero el valor (Wert) del territorio puede ser objetivo o subjetivo, de acuerdo con los intereses en juego. De este modo, la situación central o periférica, insular o continental, el re lieve ofensivo o defensivo, autonomizantc o incontrolable, influyen en la política de los estados, pero tambiénlo hacensobrela aptitud de los pueblos para arraigarse. Y el estado se convierte en organis mo mediante la organización del suelo por el pueblo. Las articulaciones retóricas del discurso geopolitico(lOS) no son neutras: ellas aseguran una buena recepción a las estrategias subya centes. La evidencia de categorías aparentemente semánticas es sus tituida por las posturas estratégicas, que la propaganda explícita y que el conflicto revela. Un circuito de lenguaje instituye correspon dencias globalizadoras (oasis/isla, polinesios/esquimales) con el fin de hacer viables, volver aceptables unos objetivos expansionistas (106). Cuando Ratzel propone «situarse en la escuela de los continen tes» como Asia o América, en donde el «atropello» (Staatengedránge) es corriente, piensa e invita a pensar en las alteraciones del mapa europeo. Cuando clasifica a los pueblos según su capacidad para la dominación (franceses para los que ella existe entre los jefes pero no (103) «El Rin, rio alemán, pero no frontera alemana», Ernst Moritz Arodt, 1813. Es conocida la fortuna que conoció la obra Rhein- Reich-Frankreich, en 1940. (104) Asi, Hausbofer considera contra natura la ocupación de Renania por los franceses, pero encuentra razonable la de Checoslovaquia por los alemanes. (105) Son comprensibles las reservas del aparato geografízante de la burguesía francesa, cuya critica establecida se aislará en un descriptivismo semielogioso y am biguo: la obra ratzeliana molestaba porque exudaba por entonces una geografía cí nicamente política. «La escuela geográfica francesa, de la que Vidal de la Blache es maestro del pensamiento, tiende a plagiar la geografía alemana, muy especialmente el pensamiento de Ratzel. Y con razón, poique este último aparece evidentemente en exceso como una legitimación del expansionismo del Reich.» Ives Lacoste: La géographie, (a sert d ’a bord a fa ire la guerre, París, 1976. Véase de Y. Lacoste: Geogra fías, ideologías, estrategias espaciales. Dédalo. Madrid, 1977 (N. T.). (106) Haushofer señala que la campaña polaca de 1939 equivale a la conquista japonesa de Manchuria. 577
en las masas, españoles para los que ella es más fuerte entre las ma sas, ingleses entre los cuales ella es igual en una y otra parte), sueña con los alemanes (107). El tipologismo juega aparentemente vacío, pero la propaganda de las ligas le da un contenido. Del centralismo geográfico... En 1869, Ratzel emprende una antropogeografia que desemboca en una geografía política. Lo que cambia no es el objeto (que sigue siendo planetario) o el método (que sigue siendo axiomático), sino el grado de implicación. De la ciencia pura a la ciencia implicada. Después de haberse interrogado acerca del devenir de los pueblos, a través de un barrido del globo, Ratzel propone a los alemanes, co lonizadores natos (geborene Kolonisten) que unifiquen su estado, to davía federal, que hinquen los dientes en sus vecinos para extender se por Europa, que se labren un lugar en el mercado mundial. Cen tralización. El programa que expone, organicismo territorial y ex pansionismo nacional, fundamenta una colaboración ideal entre gru pos de intereses (agrarios ultraconservadores, pequeños y medioburgueses liberales, gran capital(108) a los que el miedo por el proleta riado, la obsesión de la Kleinstaaterei(109) y el odio a los franceses no bastan ya para unificar). Operador de clases, pues, pero también operador de fases, porque Ratzel no trabaja sobre la coyuntura, sino sobre el período. Entre 1869 y 1904 se sucedieron tres fases: 1) Crisis económica de 1873, consolidación de la unidad alema na en una estrategia defensiva que busca el equilibrio europeo. 2) Estancamiento y dilema del estado agrario/industrializado, aventura colonial que aleja a algunos grupos hacia Africa (1884-1885) (110). 3) A partir de 1890, auge imperial hacia la Weltmacht, verdade ro despegue planetario basado en una política naval. Sobre todo, operador de discursos: el pangermanismo se apoya ba en una serie de discursos —raciales, naturalistas, históricos, culturalistas— de lógicas incompatibles, postulando cada uno una fron(107) Haushofer indica que los alemanes, bajo el nacionalismo, pasan lentamente del primero al tercer tipo. (108) Los grandes terratenientes, ligados a la burocracia y a la Iglesia, niegan la movilidad capitalista y reivindican una protección aduanera que preserve un sistema semipatriarcal y la estabilidad de sus rentas. Los pequeños y medioburgueses, libera les, están interesados en la revolución permanente de las fronteras intra y extrana cionales. El gran capital bancario e industrial se alia con unos o con otros según el momento o las necesidades de la restructuración del sistema. Ningún gobierno, Bismarck, Caprivi o Bülow, podrá superar este reparto tripartito del poder heredado de la revolución «desde arriba»: verdadera cuadratura del circulo. (109) Atomización en pequeñas regiones, estructura de Alemania hasta la funda ción del II Reich. (110) La colonización tiene el privilegio inapreciable de ofrecer, a una medioburguesfa amenazada, posibilidades de identificación políticas y sociales. Manfred Clemenz: Gesellschaflliche Urspriinge des Faschismus, Francfort, 1972. 578
2 ra ideal. Ratzel efectúa su amalgama, y luego los proyecta en el mapa sin privilegiar a ninguno. Por último, operador de aparatos. La reivindicación expansionista se pone en circulación a partir de una serie de lugares: univer sidad, sus atlas y su Schulverein, estados mayores con von Bernhardi, Moltke, Schlieffen y Tirpitz, los partidos, las ligas, las sociedades son vocación económica como la Mitteleuropdischer Verein( 111). Ratzel corta un discurso a medida, a la medida de esta multiplicidad de intereses, de concepciones y de ambiciones. ... al centralismo racial El sueco Kjellen(l 12) se conforma con radicalizar los principales conceptos ratzelianos: el sentido del espacio (Raumsinn), capacidad natural de un pueblo para organizar la naturaleza, se convierte en £0 privativo de la raza germana. Los pueblos están más o menos do tados, más o menos predestinados a mandar, es decir a gobernar a los otros. Kjellen plantea la asimilación del estado a un individuo: la geografía política se convierte en Geopolitik. Y es un alemán, Haushofer, general y profesor, soldado y político, quien se pone al frente de la nueva escuela. Acentuando la posición de Ratzel y Kje llen, retoma la tesis del inglés Mac Kinder. Este consideraba que, en el globo, únicamente importaba una masa de tierra: el conjunto Europa-Asia-Africa, al que denomina Worldisland, la isla mundial, cuyo centro, región clave, el Heartland, el corazón, corresponde a Rusia. «Quien posea Europa oriental posee el Heartland. Quien po sea el Heartland domina el Worldisland. Quien domine esta isla man da al mundo.» MacKinder concluye oponiendo potencias marítimas y continentales. Haushofer se conforma con desplazar el Heartland un poco hacia el oeste, situando a Alemania en el centro del globo(l 13). Uno de sus estudiantes, Rudolf Hess, pone a Haushofer en contacto con Hitler. Haushofer visita a este último en la prisión de Landsberg cuando redacta Mein Kampf*. La geopolítica arianizada se convierte en la doctrina del partido nacionalsocialista. En 1933, Haushofer es decano de la facultad de ciencias de la universidad de Munich. La geopolítica se convierte en la «conciencia política del es tado». Territorio natural, prometido o vital. Estos tres ideologemas no son específicamente franceses, americanos o alemanes. Ellos se corn il 11) Sociedad económica de la Alemania media, animada por Herbert von Bismarck, el hijo del canciller. (112) Las grandes potencias de hoy, 1914; El estado, form a de vida, 1917. (113) Todas las geopolíticas postulan un centro: M ate Nostrum de los geógrafos mussolinianos. El A si mayor de los geógrafos japoneses. El americano Spykman re toma las tesis de MacKinder a partir de una cartografía centrada en los Estados Uni dos. En los mapas chinos, China está en el centro del mundo. Ideología (visión del mundo) y estrategia (administración de los intereses) cuajan en este geocentrismo. * Véase M i lucha. Petronio. Barcelona. 1974 (N. T.).
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binan, y el joven nacionalismo israeli los explota por turno según que se diriga a la opinión mundial (frontera natural: alturas del Golán), a la comunidad judía (tierra prometida: el retorno a Eretz), o a la opinión israelí (es vital que desbordemos los limites de 1948). BIBLIOGRAFIA BLOCH, E.: Erbschaft dieser Zeit, Francfort, 1962. BOHME, H.: Prolegómeno zur einer Sozial- und Wirtschaftsgeschichteim 19. und 20¡ Jahrhundert, Francfort, 1965. EMMERICH, W.: Zur Kritik der Volkstumsideologie, Francfort, 1971. GODECHOT, J.: La pensée révolutionnaire, París, 1964. GUÉRIN, D.: La lutte des classes sous la Iré. République, París, 1942. GUIOMAR, J.-Y.: L ' ideólogie nationale, París, 1974. JU L IE N , Cl.: L ’empire américain, París, 1968. En castellano, El im perio americano. Grijalbo. Barcelona, 1976 (N. T.). L e r n e r , M.: America as a civilization, 1961. M A RIENSTRAS, E .: Les mythes fondateurs de la nation américaine, París, 1976. NYE, R. B. y M O RPURGO , J. E.: Histoire des Etats-Unis, 1961. R a t z e l : Politische Geographie. S o b o u l , A.: Histoire de la révolution franqaise, París, 1972. TURNER, F.: The frontier in American History, 1903. En castellano, La frontera en la historia americana. Castilla. Madrid, 1961 (N. T.).
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CAPITULO IV
LAS IDEOLOGIAS DE LA GUERRA O DE LA PAZ
1. L a s IDEOLOGIAS DE LA COEXISTENCIA
por André Glucksmann Vale más vivir en paz que en guerra. A partir de esta idea nada absurda y mayoritariamente compartida desde el origen de los tiem pos —además: desde el origen de los tiempos de guerra—, la «doc trina» de la coexistencia pacífica proyecta su bruma de palabras. ¿Doctrina? ¿Doctrinas en plural? ¿Ideología? ¿Teoría? ¿Se trata de argumentar racionalmente, o simplemente en el orden de lo razona ble, o de lo moral, o de lo sentimental? Los intérpretes tocan en to dos los teclados con el fin de armonizar el remedio propuesto como definitivo para las locuras de los estados y de las naciones: «la» coe xistencia pacífica. El academicismo en materia de guerras y de paz supera en mu cho lo peor que se conoce de las letras y las artes en las mejores épo cas del orden moral. Aquí, vale la pena parafrasear a Gide: con «bue nos» sentimentos, con los sentimientos sellados como «buenos» por las élites en el poder, no se logran más paces sólidas que buena li teratura. Y tampoco esperando que los gobiernos se muestren racior nales o razonables. A menos que los poderes que dominan la vida política del mundo hayan cambiado, cargando con la responsabili dad de haber organizado y llevado a cabo, a medida que la historia «avanza», conflictos cada vez más mundiales y devastadores, debe rían experimentar una mutación brusca y profunda para convertir se, de pronto, en esos centros de poder que suponen coexistir pací ficamente. La tesis que sostienen los apologistas —intelectualmente muy dis tintos y políticamente bastante diferentes— de la coexistencia pací fica en sus diversas versiones, sostiene que el siglo xx produjo, por una especie de generación espontánea, estados poderosos y pacífi581
eos. Ante lo cual se puede sospechar que el anuncio de tal coexis tencia es un hallazgo de los servicios de «relaciones públicas» de los poderes instalados. De este hecho, una ideología en el sentido más peyorativo del término, se desprende un engañabobos que vela con sus «buenos» sentimientos y su pretendida racionalidad la manera efectiva con que se toman las decisiones en la cumbre. Las cintas gra badas de las conversaciones mantenidas por un presidente de los Es tados Unidos (Nixon) con sus consejeros más íntimos y decisivos in troducen en el mundo de la novela de serie negra mucho más que en el universo sigiloso y sofisticado de los estrategas de los institutos de investigación. A menos que novela policiaca y teorías de la di suasión relaten, en lo esencial, la misma historia, en cuyo caso con vendría reconocer a la novela la ventaja de la claridad y la distin ción. Sin embargo, quien suponga más delicadezas de sentimiento y finezas de razonamiento entre los vejestorios que toman las decisio nes en el Kremlin tropieza con una dificultad: se trataría de imaginar la existencia de un cierto amor por la razón y de una inclinación por la «savia de la ternura humana» en los amos del Gulag. Dime con quién pretendes coexistir y te diré quién eres: la paz del futuro parece poco garantizada por las teorías propuestas, pero éstas actúan con gran alcance sobre las ilusiones con las que los po deres modernos acunan a sus súbditos. La historia es la historia de los grandes, la teoría encuentra su verdad dirigiendo sus consejos es clarecidos a los príncipes que gobiernan —lugar común de los teó ricos—. Más reveladoras son las figuras que ellos proponen del ene migo con el que se supone no hay que coexistir. ¿Es él bueno, o es malo? La primera hipótesis no permite salir del mundo clásico en el que los sabios consejeros (retocados como «científicos» para darles tono actual) suministran sus consejos de moderación, de acuerdo y con buen humor a príncipes que, aunque enemigos, son supuesta mente bastante sagaces y desinteresados como para prestar oídos a estos discursos edificantes. La segunda hipótesis nos hace pasar de los clásicos a los modernos, de la persuasión a la disuasión: las im presiones se trasforman, los príncipes son invitados no ya a enten derse sobre algo, sino a partir de nada, a partir de esa nada con que no pueden sino querer (todos, por engañados que estén) evitar la nada del apocalipsis nuclear. Las dos hipótesis caen finalmente en las mismas trampas, las aporías prácticas de la acción moral y de la acción disuasoria llevan a tropezar en los mismos casos de indecisión: ¿cuándo hay que exigir, pese a los riesgos de equivocarse? ¿Cuándo hay que detenerse por miedo a ir demasiado lejos sin saber si el otro no irá algo más lejos? ¿Quién se arriesga a atacar primero? ¿Quién seria el último en ha cerlo? ¿No será que así se omite la verdadera cuestión: quién disuade a quién? ¿Quién coexiste con quién? Si se suponen demasiado rápida mente resueltos estos interrogantes desde un principio, los estados disuaden a los estados. ¿No hay, por el contrario, una práctica de la coexistencia, limitada pero real, según la cual no se disuade al es582
tado por el estado sino a través de... la opinión pública, la pcMación? No se trata, ante los fracasos de las teorías de la coexistencia, de remplazar a los estados por otro jugador más gratificante, si nn más inexistente que ellos (al estilo: «los hombres de buena v o ta tad» o «el proletariado internacional»). Otros actores intervienen a veces en el juego de coexistencia disuasiva practicado por los esta dos modernos, y su acuerdo se supone tácito, y como automática, por la presunción de los estrategas actuales. Puede intentarse entrever lo que regula, en la historia y la vida actual de las naciones, la alternancia de las relaciones de guerra y de paz. Entre la paz y la guerra, así como entre los pueblos, hay fron teras; no infranqueables, ni garantizadas, pero empero existente. ¿Qué es lo que algunas veces permite entenderse (relativamente) coa respecto a ellas? Habría que interrogar a estrategas menos ambicio sos que los de la coexistencia pacífica, más clásicos (Clausewitz, Maquiavelo) para descubrir que el resorte de la paz, así como el de la guerra, no es la relación de estado a estado, sino más fundamental mente la relación de las poblaciones con los estados. Pueblos capa ces de guerras (llamadas «de liberación», «nacionales», «de resisten cia», todas en lo esencial defensivas). ¿Colectividades capaces de paz? Suponiéndoselas recíprocamente como «todas hermanas», esto no ha dado buenos resultados ni a los hijos del buen Dios ni a los prole tarios de todos los países que —marxistas o no— nunca se unieron sino para masacrarse mutuamente. Pero tal vez las posiciones defen sivas sostenidas por las diferentes poblaciones (o conjunto de pobla ciones) sean susceptibles de equilibrio. Tal es la discreta esperanza que puede intentarse seguir al hilo de los razonamientos de Maquiavelo y de Clausewitz. La coexistencia persuasiva La idea de «coexistencia pacifica» fue lanzada al mercado de la opinión pública mundial por los dirigentes de las dos mayores po tencias de este fin de siglo. Aclamada con estrépito, pasó a inaugu rar una era de paz radicalmente diferente de la historia pasada. Los decenios que siguieron desmintieron este optimismo precipitado; los conflictos y masacres que en ellos se produjeron no se resolvieron por los medios habituales de la historia civilizada. La idea no era más novedosa que la realidad que introducía. Krutchev, entonces dirigente de la URSS, adoptó la fórmula de Lenin. Con ella, este último entendía que la joven Rusia soviética no tenía (mejor dicho, más después de) fracaso del Ejército rojo ante Varsovia) la intención de modificar el régimen de los estados veci nos a través de una intervención armada. Hayan lo que hayan dicho sus herederos, Stalin no afirmó otra cosa («no se exporta la revolu ción a punta de bayonetas»), aunque pueda reconocerse que el «prin cipio de la coexistencia pacífica» fue constantemente afirmado por los sucesivos dirigentes soviéticos, incluso si resulta válido dudar de
que él gobernase por un solo instante su práctica. En efecto, ningún sucesor de Lenin se abstuvo de utilizar su ejército para, dado el caso, modificar por la fuerza el régimen de los países vecinos. Los tan solemnes «principios» proclamados por los supergrandes vienen asi a sumarse a los innumerables proyectos de «paz perpe tua» cuya acumulación ya describía Voltaire: «...Nos el Emperador de China hemos hecho que se conozcan, en nuestro consejo de es tado, los mil y un folletos que se producen diariamente en la renom brada villa de París, para instrucción del universo. Hemos observa do, con satisfacción imperial, que se imprimen más pensamientos, o maneras de pensar, o expresiones sin pensamiento, en dicha ciudad situada sobre el pequeño arroyo del Sena, que contiene alrededor de quinientos mil graciosos, o gente que lo quiere ser, de lo que se fa brica porcelana en nuestro burgo de King Tzin sobre el río Ama rillo, que posee el doble de habitantes, y que no son la mitad de gra ciosos que los de París...» ¿Quién supone todavía que tales principios gobiernan hipócrita mente a los grandes jefes de estado, regulan cada vez más las rela ciones internacionales y conducen dulcemente a las naciones del si glo XX hacia la concordia universal en el xxi? Las intenciones que pregonan los gobiernos son siempre buenas, la «coexistencia pacífi ca» posibilita la ostentación. ¿Y qué mas? Los funcionarios que se encargan de ella hacen la apología de la política de coexistencia pa cífica de su propio gobierno y denigran la del rival. Sin embargo, la idea de coexistencia pacifica pretende designar algo más que un eslogan publicitario y un asunto apto para la propaganda: 1. La idea de coexistencia puede entenderse según múltiples acep ciones, que son las diversas soluciones que se pretende aportar a un problema, siempre el mismo: ¿cómo lograr que cohabiten enemigos potenciales? ¿Cómo regular relaciones de buena vecindad entre ve cinos que a priori no son «buenos»? ¿Cómo pueden entenderse seres desconfiados, que desconfian de su acuerdo mientras concuerdan en su desconfianza? 2. La idea de coexistencia surge para definir un orden interna cional; según los casos, se supone que describe adecuadamente un estado de hecho; o bien que determina la única norma razonable o deseable por referencia a un estado de derecho; o bien que define ei funcionamiento automático o criptocibemético de un sistema inter nacional que impondría sus propias leyes a actores que las ignoran. Concepto descriptivo, concepto normativo o concepto estructural («sistémico»), la idea de coexistencia pretende definir la racionalidad de las relaciones interestatales. Desgraciadamente, la coexistencia no depende de ninguno de es tos tres puntos: a) La coexistencia pacifica no es un hecho. Algunos momentos de la historia pueden parecer menos sangrientos que otros, pero no se los calificaría como «pacíficos» sino por ilusión retrospectiva. Eu ropa gozó de su belle époque entre 1870 y 1914, con la ganancia de la paz, la industria, el comercio, las letras y las artes; éste fue, asi-
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mismo, el periodo de las grandes expediciones coloniales, de la ca rrera armamentista y del desencadenamiento de las pasiones nacio nalistas; este «tiempo de paz» preparaba la mundialización de la gue rra del siglo xx. La historia no conoce épocas de paz, incluso si al gunas pueden parecer menos guerreras que otras. Una etimología hace remontar la pax romana a la estaca clavada en las tierras re cientemente conquistadas, mediante lo cual el imperio imponía a los vencidos reducidos a la esclavitud su «paz», es decir el derecho del más fuerte. Ningún conocimiento de los hechos permite discernir lo que se querría considerar como «normal», la paz, de lo que se que rría condenar como «patológico», la guerra. Algo descifrado por el primero de los filósofos: «La guerra: Potemos, padre del todo, rey del todo, que descubre dioses por aquí, por allá hombres, y que hace aparecer a unos como libres, a los otros esclavos.» (Heráclito.) b) La coexistencia pacífica no es una norma. Ciertamente, se hace que la moral popular diga: «Si toda la buena gente del mundo se diese la mano...»; este optimismo del poeta Paul Fort y de los pe riodistas cargados de buenos sentimientos resulta poco verificado; las rondas populares se convierten con frecuencia en danzas maca bras y la «buena gente» se va a la guerra cantando al igual que la otra. Tampoco la moral erudita ha ido más lejos; ella recomienda, como Kant, no tratar jamás a nuestro prójimo como un medio, pero corre el riesgo de permanecer muda sobre los medios de prohibir a los otros el tratar a sus prójimos como medios; si se quiere tener ma nos, se las tendrá sucias, objetan Hegel, Péguy, Sartre y cualquiera. También el cálculo razonable corta en seco la cuestión: más vale la paz que la guerra; pero puede afirmarse: la paz vale más que todo, o sea, todo: ¿más que la guerra? Resulta inútil llamar a pueblos y a jefes de estado a la razón y al buen sentido; en verdad, una paz ra zonable es preferible para todo el mundo, pero estas consideracio nes plenas de sabiduría despejan el problema para resolverlo mejor: la guerra está ya en las palabras. ¿A qué se llama guerra? ¿A qué se llamaría paz? Si el historiador no puede definir la verdadera paz, el buen sentido del profesor de sabiduría universal zanja la cuestión cuando se trata de ponerse de acuerdo sobre lo que se pretende de limitar como «guerra». «Un conquistador siempre es amigo de la paz... querría efectuar su ingreso en otro estado sin oposición», se ñala Clausewitz, ese general prusiano muerto en 1831, cuyos análisis todavía dan que pensar a todos los estados mayores, «revoluciona rios» o no. Las guerras modernas se disfrazan de «pacificaciones», «libera ciones», hasta de «revoluciones»; cuando ambos campos acuerdan re conocerlas como guerras, es porque ellas están por acabar. Una nor ma moral o de simple buen sentido que permitiese ponerse de acuer do para eliminar la guerra como el «peor de los males» es como bus car un mirlo blanco: si existe acuerdo para trazar una frontera clara entre paz y guerra, en lo esencial ya se está de acuerdo en todas las fronteras. Si no hay litigio, no hay guerra: concebida como norma, la coexistencia pacífica no es más que un voto piadoso. «Me ha pa-
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retido más conveniente seguir la verdad efectiva de la cosa que su imaginación» (Maquiavelo). En nombre de la veritá effettuale della cosa, la guerra pone entre paréntesis a toda virtud que no tendrá cré dito en una posible batalla: «Todos los profetas bien armados fue ron vencedores, y desbaratados los desarmados» (Maquiavelo). Por cierto, si la coexistencia pacifica no es una norma, se trata de una profecía, pero bien armada. c) La coexistencia no es regla (o sistema) del funcionamiento ne cesario de las relaciones internacionales; no constituye la condición vital de la vida internacional. A decir verdad, si la coexistencia no es un hecho establecido ni una norma definible sin equivoco, pare cería difícil concebirla como estructura del comercio de las nacio nes. Sin embargo, centenares de estudios recientes, principalmente estadounidenses pretenden codificar las «leyes naturales» del sistema de las naciones, los juegos de interacciones que explicarían el com portamiento de cada actor en la escena mundial. Estos sistemas son descritos como invocando diferentes «lógicas»: las sofisticadas de la teoría matemática de los juegos, las más cientifistas de la cibernética y de disciplinas análogas, las histórico-diplomáticas, de la experien cia del pasado (apología del «equilibrio» entre estados europeos en el siglo XIX por Kissinger, universitario y manager de la política ex terior estadounidense bajo Nixon). Todas estas diferentes corrientes invocan el mismo argumento para establecer la existencia de un equilibrio cuyos resortes discuten hasta el infinito: si no hay tal, todos moriríamos. Esto funciona como, en matemáticas, una prueba por el absurdo; esta prueba es «el factor nuclear». La abundancia de teorías de cariz científico so bre la coexistencia debe considerarse entre las lluvias radiactivas de Hiroshima y Nagasaki. No es algo tan inocente como podría parecerlo si se observa que Hiroshima y Nagasaki constituyen otras tan tas lluvias radiactivas de esas teorías todavía balbucientes pero ya «eficaces». En efecto, está establecido que las dos bombas lanzadas por Traman, presidente de los Estados Unidos por entonces, sobre esas grandes concentraciones urbanas japonesas, tenían un blanco principalmente diplomático: se trataba de influir sobre la URSS (para impedirle absorber a Europa del Este) mucho más que obte ner la rendición de un Japón ya de rodillas. Implicaba confesar que la coexistencia futura no iba a basarse en la persuasión (física: de una relación de fuerzas supuestamente reales, o moral: de una convicción supuestamente compartida), sino en la disuasión, en la angustia común de una catástrofe que corría el riesgo de ser definitiva. La coexistencia disuasoria En la historia de las guerras no faltan las ciudades arrasadas. La bomba sobre Hiroshima señala la cúspide (quizá provisional) de una estrategia de aniquilamiento que se conoció antes del arma nuclear. 586
Guemica eliminada del mapa por los aviones alemanes durante la guerra civil española, Dresde reducida a cenizas por los bombarde ros estadounidenses, son otras tantas «victorias» de una estrategia psicomilitar que apunta principalmente a desmoralizar a la opinión pública. El lado operacional de la destrucción atómica de las dos grandes ciudades japonesas tampoco es una innovación: un número comparable de victimas se obtuvo en otras partes mediante olas de bombardeos «clásicos». Pero no se lanza un ingenio semejante sin cálculos previos. Y ahí salta la liebre. Es la primera vez que se destruye una gran ciudad de Japón para obtener una ventaja en el Vístula. Más aún, cuando la bomba apuntaba a que se replegasen los soviéticos, aliados de los estadounidenses y adversarios de los japoneses, cayendo sobre los ja poneses y sellando la victoria... soviético-estadounidense. Es sabido que el cálculo resultó falso, que Stalin nada cedió en Polonia y Eu ropa del Este. Se afirmará: en cuanto a esos elementos precisos, el cálculo estuvo errado, pero ¿quién sabe si no contribuyó a bloquear los carros de combate soviéticos asegurando, desde la finalización de la segunda guerra mundial, la «cobertura nuclear» del Oeste europeo? La discusión resulta indescifrable dado que gira alrededor de... las causas de un acontecimiento que no se produjo. Parecería dudoso que en ese momento los soviéticos fueran capaces de absor ber un trozo tan grande: todo el continente europeo. Poco importa eso; estas discusiones muestran que no son ni los hechos ni las rea lidades operativas las que zanjan la cuestión: todo parecería depen der del espíritu con que Truman lanza su bomba, del espíritu con que Stalin toma nota de ello (es sabido que su actitud se manifiesta enigmática en Potsdam, cuando el presidente estadounidense le su giere que va a utilizar un arma nueva y terrorífica: ¿lo entiende? ¿se burla de ello? ¿estaba al corriente? Se sigue discutiendo esto, to davía.) De buenas a primeras, la nueva arma es proclamada «absoluta» dado que nos hace entrar en un mundo nuevo, el de la disuasión. Frente al poderoso ejército rojo, los estadounidenses no se dedican a alinear hombres contra hombres; a los países que consideran «pro teger» no los equipan con fuerzas equivalentes a las de su adversario potencial. Poco importa saber si sus medios daban para ello, porque reina el espíritu de disuasión; ya no se trata de medir fuerzas y re plicar a un ataque con otro ataque idéntico. Las relaciones de fuerza son sustituidas por la relación de las amenazas: «Tú puedes invadir, ciertamente, el territorio que yo defino como mío, pero me queda el recurso de atomizarte si no puedo resistirte paso a paso.» Se pasa del arte de la coacción al arte de la disuasión. Puede creerse total mente que la disuasión se vuelve recíproca; cada potencia termonu clear puede, incluso herida de muerte, matar a la que ha atacado pri mero (gracias a una fuerza conocida como «devolución del golpe»). En otro tiempo se producía la coexistencia pacifica entre nacio nes hostiles como resultado de un equilibrio de fuerzas. Desde aho ra, es relevado por un equilibrio de amenazas —de amenazas apo 58 7
calípticas: quédate tranquilo o te suprimo (convertido rápidamente en: o desaparecemos ambos). Múltiples variaciones sobre el tema; si ambos no queremos morir, será preciso que convivamos. Guerras frías y paces calientes, políticas al borde del abismo y espíritus de dátente, teléfono rojo y amenazas, puertas cerradas, tempestades conforman los ritmos alternados de un universo en el que la mayor razón que tiene para vivir uno al lado de otro parece ser el temor a una muerte común. Presidente de la primera potencia en haberse convertido en nuclear, Traman declara antes de Hiroshima: «Nues tro porvenir se halla en nuestras manos.» Un proyecto de dominio del mundo El reverso: la desconfianza disuasoria; nunca se toman suficien tes precauciones; ¿y si el adversario potencial pudiese, pese a todo, aniquilar nuestra capacidad de replicar antes de haber sido alcanza dos?; ¡desarrollemos el armamento nuclear! ¿Y si este mismo adver sario proyectase carcomernos, hoja a hoja («estrategia de la alcacho fa»)?, ¿o ficha tras ficha hasta el hundimiento de nuestro edificio (teo ría del «dominó»)? ¡Desarrollemos el armamento convencional! ¿Y si aprovechase cada acuerdo de limitación de armamentos que fir másemos con él para evitar su cumplimiento y así superarnos? Pue de inventar nuevas armas, no previstas en las prohibiciones, o bien nuevos medios de anular nuestra amenaza. O bien puede mentir; ¡de sarrollemos la investigación y el espionaje! ¿Y si nos atacase a pesar de todo, pero en pequeña escala? Si nos tomase una ciudad podría hacer valer el que nuestra amenaza de respuesta termonuclear es des proporcionada; la cosa no valdría la pena. Entonces, ¡acentuemos previamente nuestra energía, movilicemos los espíritus! ¿Pero si cree que nosotros nos preparamos, con semejante batahola, para atacar le? Entonces, ¡desmovilicemos! Los mismos razonamientos pueden obtenerse, con igual verosimilitud, de todos los partidarios del juego atómico —hermosas perspectivas para los comerciantes en cohe tes—, los sofistas de la investigación y del desarrollo de estas mate rias, así como de los especialistas en «desafios» y «acuerdos», psicó logos titulares del cuerpo a cuerpo nuclear. El anverso: la entente «coexistendal» entre los supergrandes. ¿No son ellos, acaso, responsables del planeta, por lo que detentan el de recho de hacerlo saltar en pedazos? Dado que, progresivamente, la menor chispa podría encender la mecha de los polvos nucleares, ¿no conviene disciplinar a todos los «aliados», comprometer a todos los independientes, ejercer sobre todo el globo poderes policiacos más o menos discretos? ¡Dividamos al mundo en potencias termonuclea res! En forma brutal, perentoria y un tanto zafia, esta óptica se afir ma en la «doctrina Breznev» que bautiza como «internacionalismo proletario» a la dirección monolitica reivindicada por el Kremlin so bre todos los socialistas y semejantes. El mismo punto de vista es va lorizado en los Estados Unidos por razones más «técnicas» y sofis588
ticadas. De ahí la inmensa biblioteca de doctrinas estratégicas en la época nuclear: los estudios importantes en materia de estrategia se cuentan con los dedos de la mano antes de 1945 en los Estados Uni dos; importantes o no, estos estudios superan muchos millares de vo lúmenes hoy día, sin incluir las revistas especializadas, las memorias de generales y los recuerdos de los diplomáticos. Se ha superado una doctrina considerada en adelante como gro sera, la de las represalias «masivas»; se trataba todavía de la disua sión del más fuerte: «Si me tocas, golpeo.» Este tipo de amenaza re sulta poco manejable; si tiene crédito cuando se trata de defender el territorio de los Estados Unidos o Moscú, su fiabilidad decrece ver tiginosamente cuando se trata de situaciones menores (Tombuctú) y cuando ambos adversarios se muestran capaces de agitar las mismas promesas apocalípticas. Las diferentes doctrinas llamadas de «repre salias graduadas» o graduales apuntan a sacar partido de la alterna tiva del todo o nada (ya no se trata de replicar a un golpe con uno solo). Ellas extienden esta alternativa al entero espectro de los con flictos posibles —directos o indirectos (es decir por interpósitos alia dos)— entre dos adversarios capaces, cada uno, de lo peor (infligir la pena capital nuclear). De este modo, los estrategas nucleares han sido llevados a ela borar proyectos de división «técnica» del mundo. Al programarse la regulación de los conflictos incluso menores, hasta indirectos (crisis, guerras limitadas) mediante una manipulación previsible y razonada del riesgo nuclear, en el horizonte se perfila un condominio del pla neta. Las doctrinas de la «escalada» pretenden establecer científica mente escalas de violencias crecientes permitiendo que el adversario mejor preparado controle el ascenso de esta violencia en su ventaja; por ejemplo, compensando una inferioridad local (en un conflicto co lonial) con la amenaza de pasar a un grado superior, el de una gue rra nuclear limitada, escalón en el que su armamento le daría una superioridad relativa. Si el otro no cede «equitativamente», el prime ro podría entonces arrastrarle a una crisis proclamando su resolu ción de «escalar», manifestando su determinación mediante hechos, empleando violencias cada vez mayores si los medios inferiores se re velan insuficientes. ¿Por qué el otro no «escalaría», a su vez? Porque en la cúspide, contestan los estrategas del gradualismo, el riesgo es igual para todos y cada cual tiene interés en evitar el caos final. Así pues, hay que detenerse a media altura de la ascensión entre los ex tremos, y el adversario tecnológicamente mejor preparado para dis putar guerras limitadas (nucleares o no) llega hasta ahí. El predo minio en las zonas «templadas» de la violencia militar permitiría con trolar los escalones inferiores y evitaría los riesgos de igualización mediante suicidios colectivos. Manifestada (USA) o implícita (URSS), esta teoría de la respues ta gradual implica múltiples variaciones que pueden, todas, servir como discurso de acompañamiento a un crecimiento del esfuerzo de armamento en materia convencional tanto como nuclear. Más im portante aún: esta doctrina sirve de leitmotiv a la planetarización de 589
los pequeños conflictos (grados inferiores de la «escalada»): no hay que permitir que las pequeñas potencias jueguen con fuego, la poli cía de los grandes debe imponerse en todas partes. Una lucha anti colonial, un incidente entre dos nacionalismos resultan asi «despla zados» hacia conflictos, potenciales o dado el caso reales, entre los dos grandes. £1 fondo realista de la moderna coexistencia pacífica remite a la «nuclearización» de la política de las grandes potencias: la voluntad deliberada de hacer que el riesgo nuclear juegue sobre la totalidad del abanico de conflictos posibles se revela así como instrumento de la hegemonía de los supergrandes a la vez que como dispositivo de balcanización del mundo. Tanto el optimismo como el pesimismo en cuentran aquí materia para el cultivo de sus manias. La prueba por medio de la muerte El interés bien entendido de los supergrandes, ¿basta para expli car la extraordinaria difusión de estas doctrinas, tanto bajo su faz estratégica (disuasión) como bajo su faz política (coexistencia pací fica)? Ambos bloques, siempre dispuestos a valorizar sus diferencias ideológicas, han olvidado disputar sobre este punto: el sol de la ra zón atómica los ilumina del mismo modo. Repentina y sorprendente unanimidad: apenas surgida, el arma bautizada como absoluta true na, principio de puesta en orden del planeta, reina del universo. En el terreno las cosas no ocurren ni mejor ni demasiado peor que en la medianía de todas las épocas; las guerras coloniales o imperiales siguen su ritmo, se dispara con ametralladoras sobre los obreros po lacos y húngaros asi como sobre la población soviética, en ocasión de sucesos locales de los que se tiene noticia quince años después; los genocidios siguen su curso: son diezmados campesinos amarillos o negros, incluso blancos. Pero, en las cabezas, todo parece trasfor mado a partir del momento en que los titulares de nuestros periódi cos anuncian, con Hiroshima, que el fin de ios tiempos puede ser ma ñana mismo y que en lo sucesivo la humanidad decide sobre su suer te bajo su plena responsabilidad. La era atómica, ¿será la edad de la razón? «Unicamente con el riesgo de la vida se prueba la libertad» (Hegel). Un siglo antes del acabado científico del arma, un filósofo ha bía enunciado el principio que gobierna la lógica disuasiva. No im porta qué filósofo, pero sí que es el mayor pensador político alemán de su época —la época de las guerras de la revolución y del impe rio—, el filósofo que se consideraba «oficial del estado prusiano», pero también el padre de la dialéctica, el abuelo del marxismo «re volucionario». No importa qué lógica, pero sí que es la del dominio del mundo. Amenazas y contramenazas, manipulaciones del riesgo, horizon te del suicidio colectivo —esto no bastaría para dar curso a la ori ginalidad de las estrategias nucleares. La guerra moderna no inven
tó las amenazas de aniquilamiento ni las virtudes militares del terro rismo antipoblación. Tácito, en la Vida de Agrícola*, hace que el jefe bretón Galgacus señale los despiadados métodos del imperialis mo romano: «Llaman paz a todo lo que han devastado» (atque ubi solitudinem faciunt pacem appellant). El lado propiamente moder no de la amenaza nuclear se basa en lo que ella propone como prin cipio de orden: la destrucción posible del planeta se convierte en pun* to de partida único de su organización racional. Destrucción disuaSOria y construcción de la coexistencia pasan a ser el anverso y el reverso de la misma planificación apocalíptica. Hegel fue el primero en poner en claro la lógica de este aspecto moderno, planteado en la ecuación: destrucción=construcción. La tentación de aniquilar al enemigo, el riesgo asumido por el combatiente (de ahí su «valentía»): toda historia de guerra menciona estos elementos desde las más antiguas mitologías. Le estaba reser vado al siglo xix el buscar pensar todo el orden del mundo a partir de estos dos rasgos, así como es herencia del X X el inscribir esta fi losofía en la realidad invocando el arma nuclear. Dos individuos independientes se encuentran (por individuos, Hegel entiende tanto a estados, civilizaciones, como «conciencias»). Cada cual puede morir, cada cual domina la muerte del otro y, por desconfianza, precaución, desafío, prestigio o aventura, cada cual quiere la muerte del otro. Lucha a muerte. Amo, aquél que «obten ga» lo máximo en el riesgo de la muerte; en suma: que sepa morir. Esclavo, aquél que cede por demasiado apegado a la vida y, por ello, vencido. Los argumentos de las estrategias nucleares casi no son, en lo esencial, diferentes, incluso si no lo reconocen así ni los hegelianos, fascinados por la profundidad especulativa del maestro de su pensamiento, ni los apologistas de la «ciencia» de los guionistas es tadounidenses. El predominio en la escalada atómica y la escuela hegeliana tienen en común algo esencial: que más fuerte es quien se atreva y sepa acercarse más a la muerte, esa «señora absoluta». El nervio de la intriga hegeliana es «la prueba suprema por me dio de la muerte». El amo pasa por ella arriesgando la vida, el es clavo se define como esclavo negándose a ella. Esta prueba se revela como suprema porque implica un punto de partida absoluto: el amo ha quemado todas las naves, lo ha arriesgado todo, nada deja detrás de sí. Y el esclavo, que ha querido escapar a esta negación absoluta, se ha visto sometido a ella a su pesar: se ha convertido en cosa del amo; puesto que quería guardar algo, ha sido desposeído de todo. En jerga disuasoria: el amo se ha mostrado «creíble» en una «con ducta arriesgada»; no así el esclavo que, al borde del abismo, se ha revelado como demasiado apegado a los bienes de este mundo; en cierto sentido, se ha negado a «morir por Dantzig». Este comienzo absoluto es comienzo de un orden. El amo goza, el esclavo trabaja, el conjunto trasforma el mundo, humaniza la na turaleza, naturaliza la humanidad. En este conjunto, el amo sigue de * V éase e n In s titu to A n to n io N ebrija. M a d rid , 19S8 (N . T .).
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tentando el mando. Contrariamente a las versiones biempensantes de la «dialéctica del amo y el esclavo» destinadas a las hijas de Ma ría y de Lenin, Hegel nunca cometió la estupidez de afirmar que el esclavo se libera «por el trabajo». Ciertamente, el amo que se limita «a gozar» sin cultivarse se embrutece, y se convierte en esclavo del esclavo. Pero el esclavo que se limita a trabajar «se obstina», «se em brutece», «queda fijado en el seno de la servidumbre»; nunca se con vierte en amo del amo y cae en eso que Marx, a su vez, despreciará como «tontería del oficio». El orden será absoluto en el impulso de este comienzo absoluto, en el horizonte de la muerte. Las superpotencias habrán de civilizar al mundo, impidiendo que los conflictos de las naciones pequeñas «degeneren», es decir imponiendo la coexistencia con el empleo de su vigilancia. Gracias al trabajo del esclavo, el amo bárbaro puede desaparecer ante el amo cultivado. El primero gozaba y se saciaba bestialmente, convirtiéndose en «esclavo del esclavo». El segundo «hace en sí mis mo lo que hace en el esclavo», hace en lo universal, lúcidamente, lo que el esclavo hace en lo particular y en la obstinación. Mientras que el esclavo trabaja «en alguna angustia particular», el amo culti va la angustia («la disolución universal en genera!»); él es el primero en salir de la relación dominación-servidumbre. El esclavo sale de ella convirtiéndose en amo, no derribando a los amos. Ingresa en su comunidad compartiendo lo que fundamen ta su dominio, compartiendo su angustia. Debe «templarse en el mie do absoluto». Debe superar las «angustias particulares», la de perder una u otra cosa, incluso su vida. No tiene que glorificar su trabajo como liberador, sino descubrir «sus migajas» y reducirlo a añicos: «Cuando todo el contenido de la conciencia natural no ha vacila do ... el propio sentido es simplemente obstinación, una libertad que sigue estando todavía en el seno de la servidumbre.» Para conver tirse en amo, el esclavo debe saber perder su trabajo, asi como su vida: sale de la esclavitud por donde había ingresado en ella. Se ha bía negado a «extirpar de sí todo ser inmediato», había interrumpi do la lucha a muerte porque se apegaba demasiado a la vida. Con vertidoenciudadano,seconsideracapaz de ser soldado, de llegar a los extremos, de cumplir con «el movimiento de la abstracción ab soluta», de administrar «la suprema prueba por medio de la muer te», en suma de morir por la patria. En lo sucesivo, está al corriente. Para el esclavo, «el temor del amo es el comienzo de la sabidu ría». ¿Y cuál es su asunción? ¿La liberación por el trabajo? ¡No! ¿El derrocamiento del amo? ¡Tampoco! El colmo de la sabiduría, que, en el estado racional, hace que nadie sea esclavo, consiste en que to dos no tengan más que un solo amo, el amo absoluto: la muerte. Que rer y saber la nada supone saber y querer la muerte. Axioma común a Hegel y a los profetas de la disuasión: todo po der se afirma en destruir antes que en construir; la fuerza consiste, ante todo, en aterrorizar. Los diseños de las coexistencias muy civi lizadas son calculados en el horizonte virgen de las catástrofes pla592
niñeadas. La revista de los eruditos atómicos estadounidenses (Atomic Scientists) decoró durante mucho tiempo su titulo con un reloj, en el que la aguja pequeña señalaba la medianoche y la grande se aproximaba o se alejaba de ella según que las fluctuaciones de la vida internacional llevaban a que se rozase más de cerca o más de lejos el fin del mundo. Los razonamientos de la «coexistencia pací fica» comienzan allí donde las demostraciones estratégicas llegan al cero, y la razón moderna cuenta del mismo modo la paz y la guerra, a contrapelo. La coexistencia disuasoria no es más que la manera moderna de plantear y de resolver la cuestión del poder. Los sujetos se definen en ella por su sujeción al riesgo de morir experimentado en una so ledad «atómica»; el dominio se instituye ahi como manipulación de este riesgo; «yo o el caos» declaran los amos de nuestro tiempo ins talándose en una fortaleza tanto más absoluta cuanto que está más sitiada. La última imagen que nos deja Wagner de su Olimpo del si glo xix es la de un Wotan que convoca a los dioses alrededor de sí, rodeados todos de haces de leña prestos a consumir todo el Walha11a y sus divinos habitantes. Los dioses modernos coexisten, cre pusculares. La coexistencia desbordada La coexistencia pacífica, en sus diversas acepciones, organiza el juego de unidades perfectamente definidas —los estados— en fun ción de su lugar más o menos elevado en el orden del poder nuclear. Dominio éste capaz de aniquilar tanto a si mismo como a los otros: el juego se limita al enfrentamiento de estados cuyo propósito prin cipal consiste en conservarse en vida. En estos límites, el mismo ad quiere una relativa verdad porque, por infatuado que sea, o totali tario, o dictatorial, un estado moderno hesita cuando contempla su muerte certera: «Contra todo lo extraño puede procurarse la segu ridad, pero la muerte hace que todos nosotros, hombres, habitemos en una ciudad sin defensas» (Epicuro). Lo absolutamente nuevo, la mutación inaudita introducida por el arma termonuclear consiste en haber convertido en seguro ante los ojos de los más porfiados el si guiente axioma: todos los estados son animales mortales. El lado es tupefaciente de la novedad permite medir la inmortalidad que de or dinario se atribuyen los estados. Si bien la existencia de la amenaza nuclear puede modificar las ideologías de estados que no se creen ya inmortales, no hay que es perar que ella regule a través de esto las relaciones interestatales. El horizonte de una catástrofe atómica se inscribe en el esfuerzo tecnológico-armamentista emprendido desde su nacimiento por los jó venes estados-naciones que, en cinco siglos, se han convertido en cada vez más amenazantes y vulnerables. Al término de lo que en su época fue la mayor carnicería militar de la historia, después de la guerra de 1914-1918, Valéry declaraba: «Nosotras, las civilizacio59 3
nes, sabemos a partir de aquí que somos mortales.» Se sabe lo que siguió. El armamento crea, entre los supergrandes, un equilibrio ca tastrófico análogo al que Europa vivió después de 1918. Ni siquiera resulta inconcebible que una brecha tecnológica en materia de ar mamento persuada a un grande que goza de las mismas ventajas que Hitler en la Europa mal preparada, anterior a 1940. Intentar su po sibilidad, jugar su todo por el todo, son conductas ¡de mortales que se saben tales! El que se le demuestre a ese gran temerario que los riesgos son enormes no impide, de ningún modo, que los quiera co rrer... Igual demostración previa le había sido presentada sin resul tados a Hitler y a Picrochole*. La paz no está garantizada por el arma atómica, que tampoco la hace calculable. Asi lo demuestra el ejemplo de la guerra de Vietnam. Esta duró treinta años, en pleno período de disuasión recípro ca y de coexistencia pacifica (1945-1975). Y probó, por partida do ble, que el limitarse a las relaciones entre estados volvía a los coe xistentes nucleares incapaces de dominar la situación, la extensión y la finalización de los conflictos. Dos veces se efectuó la experien cia, en un mismo enfrentamiento, de que la guerra no opone sim plemente a estados con estados, sino que debe contar con la inter vención de las opiniones públicas. Ante todo, la opinión pública de los vietnamitas. Esta afecta de impotencia por partida doble a una estrategia estadounidense inca paz de movilizar al «Sur» liberal contra el «Norte» comunista y opo ner en el terreno a vietnamitas con vietnamitas, como fuerzas equi valentes. Fue incapaz, asimismo, de aterrorizar de manera decisiva a las poblaciones del Norte, incluso atacando a la capital Hanoi: la opinión pública no abandonó (suficientemente) a su estado come para que éste se viese obligado a abandonar su intervención en £ Sur. Las fuerzas estadounidenses lanzaron más bombas en Vietnam de las que utilizaron durante toda la segunda guerra mundial. Esta formidable superioridad en materia de terrorismo aéreo, de represa lias, de amenazas, de aniquilación, no sirvió de nada. Demostración in vivo de que el predominio en un escalón de la escalada no impli ca, contrariamente a lo que hacen creer numerosos estrategas, que mediante ella se regulan los conflictos de los escalones inferiores. La guerra en el terreno no está dominada por la amenaza, y el emplee de amenazas, de represalias aéreas roza el genocidio. Existe una re lativa autonomía de cada tipo de conflicto debido a que los estados que se enfrentan, directa o indirectamente, no controlan de ningúr modo a los combatientes. El guerrillero que arriesga su vida en k selva no resulta decisivamente «tocado» cuando Hanoi es bombar deada. Ni, tampoco, el campesino que traslada armamento. El po der instalado en Hanoi, por cierto, hubiese podido enloquecer, pero había otras salidas; podía, en el límite, abandonar su capital a lar bombas, haciendo valer que su poder no gobierna piedras, sino a una opinión pública más difícil de abatir. Frente a las amenazas de * Personaje del Gargantúa de Rabelais (N. T.). 594
un adversario superior por su técnica y sus posibilidades mortíferas, el recurso de un estado consiste en negarse a quedarse solo en el mun do; se refugia en su opinión pública y predica la guerra popular, el cerco de las ciudades por las campiñas, el del cielo por la tierra. A medida que uno ocupa el aire, el otro cava agujeros cada vez más profundos. ¡Porque gana quien menos se aliena a las poblaciones su pervivientes! £1 segundo limite encontrado por los estrategas estadounidenses —y no lo habían previsto de ninguna manera— afecta a la opinión pública del país tecnológicamente superior. La guerra de Vietnam hubiese podido continuar diez años más si la juventud estadouni dense, en el interior, no hubiese «quebrado» al ejército estadouni dense, volviéndolo perfectamente incapaz de asumir las tareas que le prescribían sus generales. Ello a golpe de guitarras y de granadas arrojadas en los casinos de los superiores, a fuerza de drogas y de prédicas de los curas, rabinos y pastores, mediante las manifestacio nes estudiantiles, las revueltas de los negros y la honestidad de al gunos periodistas. Se trata de la mayor movilización de la opinión pública contra la política militar de su propio gobierno que jamás haya conocido un pais no interiormente desintegrado por una de rrota (como el caso de la Rusia zarista en 1917). Se trata de la pri mera vez en que un ejército —el más moderno del mundo— resulta situado fuera de su capacidad de dañar no por quienes se le enfren tan, sino por quienes combaten en él. La primera guerra mundial no encontró sino oposiciones infini tamente minoritarias: algunos soldados fusilados en las trincheras en 1917 y el movimiento, dada la opinión pública fue inmensa e inten samente cómplice de la espantosa carnicería. Las oposiciones a las guerras coloniales se alzaron, en las metrópolis europeas, tardías y tímidas. Las redes de desertores durante la guerra de Argelia fueron en Francia incomparablemente más débiles que el gigantesco movi miento de rebelión que ganó a millones de jóvenes estadounidenses al punto de imponerse a la opinión y de retener la guerra (no sin po ner fin, simple detalle, a las carreras de los presidentes de los Esta dos Unidos). No hay que imaginar ahi un movimiento irresistible que seria ga rantía de paz debido a que es capaz de bloquear toda agresión. Bas ta con reconocer que la ilusión de una coexistencia de los estados ha fracasado, que se impone un elemento nuevo: la opinión pública no es necesariamente una cosa del estado, infinitamente maleable y movilizable. La posibilidad de que la opinión se exprese y discuta, en todos los campos, puede, dado el caso, contar decisivamente. La coexistencia entre grandes estados asegura a cada uno el de recho de oprimir a su campo a su antojo contra la promesa de no mezclarse en los asuntos «interiores» de los otros campos. Esto no ocurre sin conflictos sobre la definición de las fronteras flotantes de cada campo. Estos conflictos avivan cada vez el riesgo de una con frontación más general, ya que es precisamente mediante la mani pulación de este riesgo que los grandes pretenden determinar los con 595
flictos, los suyos y los de los pequeños. La intervención contestata ria de las opiniones públicas ha bloqueado, ocasionalmente, estos mecanismos. Queda por descubrir que, del Este o del Oeste, estas contestaciones sean solidaridades que apunten a convertir, a los gi gantes nucleares y policíacos, en gigantes de pies de barro. En los Estados Unidos, la lucha antiguerra fue entablada en nombre de los civil rights; totalmente contigua, la disidencia de los países socialis tas invoca unitariamente los derechos del hombre. ¿Del hombre? En tendamos por ello de los gobernados, de aquellos que no pueden ga rantizarse una coexistencia sino arrancando derechos susceptibles de bloquear las chifladuras belicosas de los gobernantes.
2. L a s
id e o l o g ía s d e l a l ib e r a c ió n
por Christian Descampa En los diccionarios se pasa —a veces— de libertad a liberalismo¡, Se omite la liberación; sobre este lugar vacio querríamos llamar la atención, asi como él ha atraído la atención de millones de conde nados de la tierra. Un gigantesco proceso de «retomo de los opri midos» ha conmocionado —desde hace treinta años— la escena po lítica mundial. Hablando francamente, lo mejor de una generación se encontró con el «tercermundismo». Esta misma generación, a k que a algunos les complace —demasiado— llamar hoy perdida, par ticipó en una confusión. Esta mezclaba liberación y socialismo. EL Tercer mundo fue un buen hallazgo: Cuba, Argelia, China hicieron soñar, sirvieron de test de Rorschach. Pero nosotros querríamos, aquí, salir de Occidente e intentar dos aproximaciones. Una, la de la otra parte, querría situar la fuerza de las armas de la crítica en el seno del Tercer mundo. La otra querría, como conclusión, recuperar el problema del estado, lo no pensado por la liberación. Releyendo a Hegel nos preguntaremos si las inde pendencias no construyen estados sobre la ausencia de sociedades ci viles. El Tercer mundo irrumpió en el tablero político mediante sus lo chas de liberación. Estas forjaron sus teorías: Guevara, Césaiie» Senghor, Fanón, Mao tuvieron efectos prácticos. Pero un hecho se impuso masiva, brutalmente. En oposición a todos los dogmas re volucionarios (si esta expresión no es un hipopótamo a vapor), los proletariados del mundo industrial se mantuvieron indiferentes a las agitaciones de los colonizados. Los obreros ingleses no apoyaron a los Mau-Mau, los holandeses a los malayos, y los escasos movimien tos de llamamientos franceses que se oponían a la guerra de Argelia siguieron siendo muy minoritarios. El esquema de la revolución permanente elaborado por Trotsk. se reveló como inaplicable en el Tercer mundo. Recordemos la ar-
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gumentación de Trotski: «En la revolución rusa, el proletariado in dustrial se había apoderado del terreno mismo que servía de base a la democracia semiproletaria de los oficios y de los sans-culottes a fines del siglo xvn... El capital extranjero había reunido en su alre dedor al ejército del proletariado industrial. Como resultado de este estado de cosas, en el momento de la revolución burguesa, un pro letariado industrial de un tipo social muy elevado se encontró con que era la fuerza principal en las ciudades.» Esta fuerza principal, ausente en el Tercer mundo, arruinó este esquema. Si en todas —o casi todas— partes (quedan importantes bolso nes en Africa del Sur), se abolió la dominación colonial, en parte al guna esta abolición fue acompañada por una inversión de los pode res. En parte alguna se quebrantaron los fundamentos de la domi nación. El campesino cubano, el guerrillero vietnamita, el estudiante turco que se alzaba contra Menderes pudieron llegar a creer -^du rante un cierto tiempo— que la acción política tenía el rostro del Ter cer mundo. Esta esperanza era tanto más fuerte cuanto que era acom pañada por la pasividad de las masas occidentales. Pero si el des pertar fue brutal, no se trata de caer en el otro extremo, ni de ocul tar los cambios efectivos con el pretexto de que fueron sobrestimados. En treinta años, la geopolítica mundial se ha alterado(l). El uni verso, en tanto que tablero, se ha convertido en una organización con polos más complejos. Pero no podremos evitar la desagradable verdad: ¿por qué las revoluciones nacionales, después de haber ven cido a los enemigos exteriores, se hundieron o se trocaron en ins tancias burocráticas? No podremos responder totalmente a este in terrogante, pero intentaremos seguir las redes que permiten pensar esos procesos. En parte alguna se planteó el problema, ¡hasta qué punto concreto!, de la toma del poder de la producción. Una idea básica parecía compartida por todas las ideologías de la liberación: no hay mil maneras de desarrollar la producción, la productividad, de salir del atraso. Hay dos. El modelo capitalista o el modelo de la racionalidad burocrática. En el segundo caso, la ideología bolchevi que, bajo formas más o menos acentuadas, sirvió de paradigma. Pero hoy es sabido que también ella participaba en la creencia de que el capitalismo es el único sistema de producción eficaz y racional (para convencerse de ello basta con leer a Lenin, que pondera la organi zación de los PPT(2)). Algunos supieron oponerse a estas «eviden cias». Pero, repitiendo los errores de la oposición obrera rusa, sus críticas a la jerarquía mezclaron en el mismo oprobio a especialistas tanto como a técnicos (indispensables) y administradores incontro lados de la producción. Esta crítica indiferenciada dejaba la mejor parte a los apóstoles de «la eficacia», de «lo racional»; en suma, del modelo heredado. Actualmente, el estado reina en todas partes, incluso en caso de alabarse aquí y allá de ser «el estado de todo el pueblo». Sus formas (1) En Angola, los cubanos hablan de países latinoafricanos.
(2) C. Castoriadis: L ’institution imaginaire de la société, Seuil, 1976.
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varían, puede llamarse dictadura del proletariado (incluso si este tér mino es con frecuencia abandonado por el de hegemonía) o transi ción hacia el socialismo. Pero en parte alguna el estado ha sido reab sorbido por las sociedades civiles. Sin embargo, los campesinos lu charon por la tierra, la dignidad, la libertad, la soberanía. Y no obs tante, al día siguiente de la victoria comenzaron las dificultades, ini maginables o invisibles la víspera. Las ideologías de la liberación modificaron el mapa del mundo, pero seguían siendo globalmente herederas del pensamiento jurídico-filosófico del siglo XVIII. Se trata de la declaración de derechos del hombre de 1793, que enuncia que «la soberanía reside en el pue blo, que es una, indivisible, imprescindible e inalienable». Esta con densación deja en blanco la problemática de los poderes del estado, de su forma. Esta ausencia de contradicciones en el seno del pueblo, que otorgó fuerza a las luchas de liberación colonial, otorgó debili dad a esos mañanas que acabaron decepcionando. Pero situemos los pensamientos de la liberación en su marco histórico. Las ideologías colonialistas: legitimación y crítica La descolonización se plantea como negativa, como negatividad; entre sus legitimaciones, ella se encuentra con el hecho colonial. Los Estados Unidos foijaron su nacimiento en la oposición a la tutela colonial inglesa. Pero remontemos la historia. El papa Alejandro VI, mediante una bula de 1493, divide el mundo entre España y Portu gal, «con el fin de que las naciones bárbaras sean subyugadas y re ducidas a la fe». Eran conocidas las protestas de Las Casas, el an ticolonialismo de Montaigne. Pero Rabelais sueña con una coloni zación humana, porque estos pueblos son como «niños recién naci dos a los que hay que amamantar, acunar, alegrar». Diderot discu tirá el derecho del ocupante: «Si un tahitiano desembarcase en nues tras costas y grabase en una de nuestras piedras o en la corteza de uno de nuestros árboles: Este país pertenece a los habitantes de Tahiti, ¿qué pensaríais?» Pero la biblia de un cierto anticolonialismo fue la Historia filosófica y política de los establecimientos y del co mercio de los europeos en ¡as dos Indias, de Raynal. Por un lado, es muy violento, es el Fanón del siglo X V Ill: «He tomado las armas contra vosotros (los bárbaros europeos), lavé mis manos en vuestra sangre»; pero, por otro, sigue siendo favorable a la penetración pa cífica de Occidente. Fiel al cristianismo de los primeros siglos, es par tidario de la supresión progresiva de la esclavitud. En este sentido, precede al anticolonialismo de los liberales, asi como al de los fisió cratas. Porque los liberales están convencidos de la inutilidad de las colonias. La independencia de los Estados Unidos no peijudicó a Gran Bretaña. A la teoría de la dependencia se le oponen, en las hue llas de Adam Smith, los beneficios de la libertad comercial. De este modo, los anticolonialistas liberales se opondrán al desarrollo de la conquista de Argelia. 598
Todo sufre un vuelco en los años 1870 (comuna de París, crisis económica, modificaciones de los intercambios internacionales), con la aparición de un colonialismo puro y duro que pregona la noción de imperio. Se elabora entonces una doctrina expansionista que va a convencer a los ambientes de negocios todavía divididos y pruden tes. Jules Ferry, Disraeli, Leopoldo II, Theodore Roosevelt conse guirán el gran reparto. Este colonialismo se justifica con el darvinismo. Tal como seña la Frangois Jacob (3): «Con frecuencia se ha utilizado la evolución biológica como ejemplo por excelencia de la competencia vital, de la victoria de los fuertes sobre los débiles, de los amos sobre los es clavos, para fundamentar en una exigencia de la naturaleza las de sigualdades sociales o raciales y para justificar con ello los peores ex cesos...» Asi pues, sin demasiadas precauciones, es como el colonia lismo se plantea como un «hecho de naturaleza», como un proceso de eliminación necesaria de «lo atrasado» por parte de lo evolucio nado, proceso que sólo puede aportar beneficios a la humanidad en tera. Las razas superiores deben manifestar su «derecho» respecto a las «inferiores». Por otra parte, se trata de un «deber». En Francia, la ideología republicana opondrá su expansión a la realeza que sa crificaba sus colonias. Las bases marítimas de ultramar y su papel estratégico justificarán las conquistas; pero las colonias se revelarán como excelentes emplazamientos de capitales, tanto como garantía contra las alteraciones sociales, en la medida en que ofrecen espa cios de emigración. Marx habla poco, si se exceptúa a Irlanda, de la cuestión colo nial. Heredero de la filosofía de la historia hegeliana, inscribe sus in terpretaciones en la perspectiva de un progreso que, proveniente de Oriente, desemboca en el capitalismo occidental. La colonización li gada a la extensión del capitalismo —explotación de materias pri mas y de recursos agrícolas— es al mismo tiempo portadora de «ci vilización». Lo que le preocupa en El capital, en «la acumulación pri mitiva (la teoría moderna de la colonización) (...), no es la situación actual de las colonias, sino el secreto que la economía política del viejo mundo descubrió en el nuevo...» Engels escribe en The Northern Star(4) del 22 de enero cde 1848: «La lucha de los beduinos carecía de esperanza, pero aunque la ma nera en que la guerra fue entablada por soldados brutales como Bugeaud sea condenable, la conquista de Argelia constituye un hecho importante y propicio para el progreso de la civilización... Después de todo, el burgués moderno, con la civilización, la industria, el or den y las “luces” que aporta de todos modos consigo es preferible al señor feudal o al ladrón de caminos, asi como al estado bárbaro de la sociedad a la que ambos pertenecen.» Engels es aquí fiel a la
(3) La ¡ogique du vivant, NRF. En castellano, L a lógica de lo viviente. Alianza. Madrid, 1975 (N. T.). (4) Citado por Gallissot y Badia: M arxism e el Algérie, UGE.
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línea del Manifiesto del partido Comunista, que insiste en el papel eminentemente revolucionario de la burguesía. Asi pues, la colonización rompe las fronteras, forzando al otro a convertirse en burgués, y por tanto en civilizado. Marx es quien observa que la dominación británica de las Indias «rompe» la estruc tura de la sociedad india, pero, por otra parte, crea, al unificar y de sarrollar el país, las condiciones para una nueva etapa. De este modo, «lo barato de los productos es una artillería pesada que permite ba tir en brecha a todas las murallas de China y obliga a la capitula ción a los bárbaros más pertinazmente hostiles a todo extranjero». Porque la burguesía ha sometido al campo a la dominación de la ciu dad. Ella creó inmensas ciudades; aumentó prodigiosamente las ci fras de la población de las ciudades en relación con el campo y, de este modo, arrancó a una parte importante de la población del em brutecimiento de la vida en los campos (vuelve a hallarse aquí el des precio por el campesino, otra herencia hegeliana). La II Internacional se plantea poco las cuestiones sociales; Bernstein llegará incluso a justificar la colonización. Rosa Luxemburgo sólo prestará una atención secundaria a los «pueblos», pues sigue siendo fiel a la primacía de la lucha de las clases proletarias. En su esquema, ella identifica lucha de clases y lucha antimperialista. Pero al mantener la primacía de la producción, centra sus análisis en el desglose economía natural/economía mercantil y capitalismo. Se tra ta, pues, de un factor externo que asegura el desarrollo del capita lismo: la ruina de la economía natural, el saqueo de las sociedades no capitalistas. Pero anuncia asimismo la constitución de una clase obrera en las colonias, clase que encontrará su lugar en el concierto del proletariado internacional. Al igual que Marx, ella piensa en los Estados Unidos... Habrá que esperar a Lenin para que se valorice, en una perspectiva de conjunto, la lucha de los movimientos de li beración nacional. Lenin escribe en A propósito del folleto de Junius (R. Luxemburgo): «Unas guerras nacionales no son solamente probables, sino inevitables en la época del imperialismo, de parte de las colonias y de las semicolonias...» En 1920 afirma: «El imperialis mo mundial no podrá sino derrumbarse cuando la ofensiva revolu cionaria de los obreros explotados y oprimidos en el seno de cada país se una a la ofensiva revolucionaria de cientos de millones de hombres que hasta el presente estaban fuera de la historia.» Así pues, la internacional comunista convoca a la rebelión de los «esclavos co loniales de Africa y de Asia». El apoyo a los pueblos en lucha es una condición de adhesión a la III Internacional. La primera guerra mun dial había abierto brechas en el edificio colonial, pero los años 1930 asisten a una nueva exaltación de la idea colonial. Piénsese en la ex posición colonial de 1931, reléase a Gide y, sobre todo, a Herbart. Pero probablemente es Céline quien describe mejor el universo co lonial. Bardamu, el héroe de Viaje alfin de la noche*, relata el uni verso de «negros y de pequeños blancos» de esta época: * Véase en Planeta. Barcelona, 1973 (N. T.). 600
«En suma, los indígenas casi no funcionan más que a garrotazos, mantienen esta dignidad, mientras que los blancos perfeccionados por la instrucción pública van por propia voluntad. »(E1 director): “Cuando llegué al pequeño Togo, y dentro de poco hará treinta años, vivían todavía sólo de la caza, la pesca y las ma sacres entre tribus, ¡estos bastardos!... Ahora, ¡basta de luchas! ¡No sotros estamos aquí! ¡Basta de tribus! ¡Basta de alborotos! ¡Basta de bla bla! ¡Ahorahaymano de obraycacahuetes! ¡A apencar! ¡Basta de caza! ¡Basta de fusiles! ¡Cacahuetes y caucho!... ¡Para pagar el impuesto! (...) La negrería apesta a miseria, a vanidades inacabables, a resignaciones inmundas; en suma, igual que los pobres entre no sotros, pero con más niños todavía y menos ropa sucia y menos vino tinto alrededor... »Los blancos acomodados de Fort Gono se empeñaban en el jue go, bebiendo tragos en abundancia y, además, bostezando y eruc tando a placer. Por doscientos francos, uno se zampaba a la hermo sa patrona. A los graciosos, sus pantalones les producían dificulta des inauditas cuando intentaban rascarse, nunca acababan de qui tarse los tirantes... »Así pasaban los colonos, durante semanas y años unos ante otros, hasta el momento en que ya no se miraban más, a tal punto estaban fatigados de detestarse... »E1 aperitivo duraba tres largas horas. Solía hablarse entonces del gobernador, eje de todas las conversaciones, y luego de los robos de objetos posibles e imposibles, y por último de la sexualidad..., los tres colores de la bandera colonial. Los funcionarios presentes acu saban sin rodeos a los militares de revolcarse en la concusión y el abuso de autoridad, pero los militares sabían devolvérselo. En cuan to a ellos, los comerciantes consideraban a todos esos prebendados como otros tantos hipócritas impostores y ladrones.» Ante estas ideologías, a los movimientos de liberación les resul tará urgente fusionar a todo el pueblo. Pero este frente común de la lucha habría de explicar —a menudo— su debilidad, su ligereza so cial y política. Un frente en ninguna y en todas partes La guerrilla, estrategia y táctica de las liberaciones, sólo tiene sen tido si recibe apoyo popular. Arma del débil contra el fuerte, única mente el apoyo de la población puede permitirle no acabar siendo aplastada. Tiene como fuerza al espacio y al tiempo. El guerrillero no dice: «Es verdad porque muero por ello»; sino que huye, gana tiempo; pero su huida es una huida activa, es la posibilidad de vol verse, de invertir la situación. Fuerza del débil, la guerrilla se debe a que escapa a la ley del amo, a la mimesis. Mao fue el primer con temporáneo en poner en relieve estos fenómenos, aunque se le pue dan hallar grandes antecesores. Robín de los Bosques, Mandrin, Cartouche, la guerrilla española, Pancho Villa, o los canga?eiros brasi 601
leños se hallan en todas las memorias (Hobsbawn(S) analiza el ban dolerismo social). Porque estas bandas pueden ir a parar en simple criminalidad, o trasformarse en guerrilla popular. Haití fue la pri mera colonia liberada por guerrilleros (1803), y también los emplea rá Simón Bolívar; pero hasta finales de la segunda guerra mundial las fuerzas de resistencia casi siempre fueron aplastadas. De este modo, la victoria de Mao, y luego Dien Bien Phu brillan como fa ros, incluso si estos faros —demasiado incandescentes— ocultan fra casos (Filipinas, Malasia). ¿Cuáles son los principios de la guerrilla? Sun-tse (siglo VI antes de nuestra era), citado por Mao y retomado por Giap, escribe: «Lo excelente consiste en inmovilizar al enemigo sin librar batalla» (6). Pero —al menos para Occidente— Clausewitz (De la guerra) es quien establece los principios de eficacia de la guerra popular: 1. La guerra debe ser arrastrada hacia el interior del país. 2. Una única catástrofe no debe bastar para sellar su suerte. 3. El teatro de la guerra debe abarcar una extensión considera ble de territorio. 4. Las medidas que se tomen deben corresponder al carácter na cional. 5. La región debe ser de estilo entrecortado o inaccesible, ya sea montañosa, boscosa o pantanosa, o en razón del modo particular de cultivo. A estos principios hay que añadir el tiempo, que en tanto tal se halla en la base de la guerrilla, porque «la simple duración de la ba talla bastará poco a poco para ocasionar el desgaste de fuerzas has ta el punto en que su objetivo no será ya un equivalente adecuado, y por consiguiente hasta un momento en que tendrá que abandonar la lucha... La guerra popular, vaporosa y fluida, nunca debe con densarse (7) en parte alguna en un cuerpo sólido, o de lo contrario el enemigo envía una forma adecuada contra el núcleo y lo rompe.» Así pues, a la guerra clásica se opone la guerra popular. Es sa bido, para retomar el gran «ejemplo ruso», que Trotski, opuesto a la guerrilla, había adoptado una estrategia de guerra de posición. Tan pronto gana terreno a los blancos, desarma a los guerrilleros y los amalgama al ajército popular (los guerrilleros, generalmente in controlados, estaban más cerca de los anarquistas que del partido bolchevique). Mao invierte el modelo soviético, procede del campo hacia las ciudades. Además, sus guerrilleros se convierten en base del ejército. De táctica, la guerrilla.se convierte en estrategia; pero, en su perspectiva, el partido conserva siempre la primacía: «El par tido manda a los fusiles.» Incluso cuando la revolución está subor dinada a la guerrilla, «el poder se halla en la punta del fusil». (5) Hobsbawn: Les bandits, Maspéro. Véase, en castellano, Los bandidos. Gua darrama, Madrid (N. T.). (6) Cf. la táctica del cerco mutuo en el juego de go. (7) Señalemos que fluidez y condensación son términos claves de la problemática económica libidinal de Freud. 602
Ei espacio es utilizado de lleno. Giap escribe: «Nada de frente de finido, el frente está en ninguna y en todas partes.» Se verá apare cer, con la guerra de Vietnam, una rizoma de túneles (8), de trinche ras, de fortificaciones ofensivas destinadas a rodear al adversario, a contratacarle... Porque la guerrilla funciona acorde con la descen tralización de los procesos militares, con la autonomía de las armas en la base. Se tiene ejemplo de ello en las acciones de comandos de artilleros dotados de cohetes portátiles o de morteros. (Guy Brossollet emplea estos principios en su Essai sur la non-bataitte.) Pero los principios de «poco contra muchos» sólo pueden aplicarse si la po blación participa en la guerrilla. Unicamente en este caso el guerri llero podrá esconderse. Sin embargo, son posibles dos estrategias. El guerrillero puede liberar zonas, construir bases, mantener un fren te (Yugoslavia, China, Vietnam antes de 1954, Guinea-Bissau) o ju gar a la dispersión hasta el término del conflicto. Esto es lo que lo gró el FLN en Argelia, que, volviendo ingobernable al pafs, jugó la balanza ciudad-campo. La fuerza del guerrillero reside, pues, en su evanescencia. Se ci fra entre diez y treinta la proporción de regulares necesarios para re ducirlos. Pero él necesita un terreno humano, porque la selva en neu tra, incluso peor, pues favorece los raids aerotrasportados del ene migo (Malasia). Mao Tse-tung y la estrategia Abordaremos aquí solamente las obras militares de aquel que quería «iluminar al mundo como el sol que se alza al Este». Mao efec túa un abuso de autoridad contra la ortodoxia marxista que relega ba al campesinado a no ser más que el puntual aliado del proleta riado. Fascinado por las revoluciones de 1905 y 1917, no puede em pero emprender una revolución proletaria sin proletariado. Predica la interrogación: «Quien no se ha interrogado no tiene derecho a la palabra.» En China, dos a tres millones de obreros no bastan para dirigir una revolución proletaria. Tener en cuenta al campesinado im plica tener en cuenta el número y la inmensidad del territorio sobre el que se distribuye la población. Forja entonces la tesis del cerco de las ciudades por el campo, cerco que habrá de realizarse con el apoyo del ejército rojo, único que puede entablar una guerra popu lar. A diferencia del ejército de Clausewitz, este ejército hace la gue rra «con el objetivo de distribuir propaganda entre las masas, de ar marlas, de organizarías». Porque el ejército combatiente debe, al mis mo tiempo, luchar y producir. En esta guerra de usura debe evi tarse todo enfrentamiento de conjunto con el fin de que el enemigo se encenague en el seno de una población hostil («el pez en el agua»). Es sabido que Mao establece una firme línea divisoria entre gue(8) El bricolage se vuelve estrategia; asi, el horno «Dien Bien Phu», que arroja el humo hacia el suelo. 603
reajusta e injusta, pero insiste también en la diferencia entre guerra civil y guerra extranjera. En el caso de la guerra civil, los soldados enemigos pertenecen al mismo pueblo, son victimas y no responsa bles de la explotación. Por ello exige «tratar bien a los prisioneros». Al francotirador que no hace prisioneros, Mao le opone el gue rrillero —militante tanto como soldado— al servicio de una causa política. Reclutado entre los francotiradores, el guerrillero debe con servar la movilidad. Debe, a la vez, evitar el enfrentamiento y orga nizarse. De este modo, la revolución china organizará dos ejércitos: un ejército regular y un ejército de guerrilleros; pero estos dos ejér citos siguen estando sometidos politicamente al partido. Porque para Mao hay unidad entre guerra y política. La finalidad —en el doble sentido del término— es el aniquilamiento del enemigo, la toma de] poder por el pueblo en armas; se está lejos de la guerra clásica, ec la que la victoria sólo dependía de la táctica. Asimismo, aun cuandc la guerra revolucionaria siempre sea ofensiva, va a implicar fases pro longadas de defensa estratégica. Defensa que, en el caso de China, consistió en sacrificar espacio para ganar tiempo. Tal será la nece sidad de la retirada (la larga Marcha), ante un adversario demasié do poderoso. Asi pues, Mao define un principio de lucha a muer te (9) del que el pueblo debe salir vencedor. Porque el pueblo es, en ciertos aspectos, todopoderoso. Nunca se espanta, ni siquiera ante la bomba atómica que no es más que «un tigre de papel». Pero nc es infalible; puede equivocarse, y todavía debería hacer «la experien cia de los fracasos». Porque en el seno del pueblo es donde se opees la distinción entre lo verdadero y lo falso. Mao foija aquí un prin cipio que lo diferencia de toda la tradición filosófica que, desde les sofistas a Hegel, privilegiaba a las personas cultas, a las que sabían mantener el buen discurso de la legitimación. Mao entablará su le cha con los campesinos, esos excluidos, porque «el ojo del campesi no ve con justeza». Hemos hablado aquí sólo de los principios de Mao, no de Chi na, que sustituyó a la URSS en las mitologías de la liberación. E_ prestigio progresista de la URSS resultó algo mermado por la repre sión de las sucesivas revueltas de los proletariados del Este. Pero, £ es cierto que la revolución que, en 1950, abatió el poder de Chiarx Kai-chck, negó buen número de análisis tradicionales, es verdad tam bién que al núcleo primitivo de revolucionarios profesionales (for mados en Moscú) se sumaron, sobre todo a partir de la guerra, cua dros campesinos, millares de estudiantes, pequeñoburgueses arrui nados, etc. En este crisol se formó una nueva capa dirigente, igualitarista, homogénea ideológicamente (10), que tendría como infar tería a la masa de campesinos. Cuando Chiang Kai-chek partió ha cia Formosa, la casi totalidad de los generales y unos diez millón» de funcionarios se incorporaron al nuevo estado... (9) Cf. A. Glucksmann: Les discours de ¡a guerre, UGE. En castellano, E l disen so de la guerra. Anagrama. Barcelona, 1969 (N. T.). (10) La hom ogeneidad ideológica de Camboya, de 1975-1976, hace estrem e ces Toda sexualidad es regida allí por el partido. 604
Giap, Ho Chi Minh y el FNL Giap se debe a Mao, pero importa situarlo en el contexto parti cular de Vietnam. Recordemos que, desde 1858, esta tierra fue lugar de resistencias populares y que, en 1916, el rey patriota Duy Than participa en la resistencia al sistema colonial. Para apreciar los en tresijos de esta lucha hay que releer a Balazs(ll), quien afirma que «la filosofía china es ante todo un pensamiento político».Deleuze y Guattari señalan(12): «Cuando Balazs pregunta: ¿por qué el capita lismo no nació en China en el siglo XIII cuando parecían estar dadas todas las condiciones científicas y técnicas para ello?, la respuesta se halla en el estado que cerraba las minas cuando las reservas de me tal se juzgaban suficientes, y mantenía el monopolio del control es trecho del comercio.» Algo se tramó en este espacio que, a falta de otros términos, no es preciso denominar como metafísica del esta do (13), metafísica fundamental para entender la penetración que allí se efectuó con el nombre de marxismo. En 1920, Ho Chi Minh se adhiere a la III Internacional; pero el tío Ho frenará a sus tropas de guerrilleros que, en 1941, no son más que un puñado en relación con el ejército japonés. A favor de lo que él denomina «las contradicciones del imperialismo», las del fin de la guerra, es cuando Ho decide que ha llegado el momento de la insu rrección. En 1945, el levantamiento de Hanoi le asegura el control de Hué, de Saigón. Pero el orden mundial resulta recreado en Potsdam (julio de 1945) y los británicos ayudarán a las tropas francesas a retomar las ciudades a los revolucionarios. Se entabla, entonces, una larga batalla que tiene por tema la le gitimidad de la soberanía vietnamita; legitimidad muy débil ante la victoria de Mao en Pekín. Asimismo, Dien Bien Phu resonará cual un trueno. Esta victoria de un pequeño pueblo es la victoria del pueblo. A partir de Dien Bien Phu, esta guerra del pueblo se convierte en guerra ejemplar. Giap escribe: «Hemos creado esta gran verdad de la historia: un pueblo colonizado, débil, pero unido en la lucha, que se alza para defender con resolución su independencia y la paz, es perfectamente capaz de vencer a las fuerzas agresoras de una potencia imperialista.» Dien Bien Phu toca a la opinión francesa que entiende la inani dad de esta guerra, así como apasiona a Guevara, que habría de pro poner la creación de «dos, tres, muchos Vietnams». Giap se refiere al capitalismo que produce sus propios sepultureros, pero rexamina asimismo la relación guerra/ política. Su lucha remite a lo polí tico, no a la moral. De este modo, el FNL tendrá que aprovechar a las clases medias, y jamás invadirá una ciudad antes de que se haya preparado en ella una base política. (11) La bureaucratie céleste, NRF. (12) L ’A nti'O edife, Ed. de Minuit. (13) Cf. Chronique indisarite des m ondarias de Wou King Tseu y L ’o dysie de Loo Ts’a m de Lieou Ngo. 605
Este largo trabajo es el que otorga originalidad a la lucha de los vietnamitas. Los acuerdos de Ginebra preveían elecciones en julio de 1956, elecciones que deberían desembocar en los hechos en la reu nificación del país. Se necesitará toda la astucia de Diem, su caza de brujas, pero también los errores de la reforma agraria brutal del Norte para relanzar el conflicto. Es conocida, en demasía, la inter vención americana, sus bombardeos masivos que deberían, según el estado mayor, poner a «Vietnam de rodillas en algunas semanas». Pero, pese a una resistencia heroica y ofensivas victoriosas como la del Tet (1968), el FNL jamás logrará sublevar a la población de Saigón. Durante los últimos años, el FNL abandonará la guerra po pular; utilizará grandes unidades blindadas o motorizadas; es cier tamente verdadero que los bombardeos cambiaron la geografía y crearon «numerosas zonas desérticas». Pero cuando el GRP lanza un llamamiento a la sublevación de Saigón, la ciudad no lo hace. Lo que se produce es, a la vez, una victoria militar y una victoria nordista. La resistencia interior del Sur queda subordinada al aparato exterior... Fanón: ¡a violencia de la diferencia Fanón, que es psicólogo, verifica los estragos, el Hiroshima de los valores provocado por la colonización. No se trata solamente de romper con el colonizador, sino de reconstruir. El contacto con la civilización (la blanca, la única, la de «los hijos de Marx y la CocaCola») no implica echar miradas atrás. Los temas del paraíso perdi do, los comunismos primitivos, son mitificaciones regresivas. El co lonizador dispone del poder civil y militar, pero también del saber y de la enseñanza. Así pues, es de una ruptura brutal de donde Fa nón quiere partir en su búsqueda de una autenticidad negativa: «De jemos a esa Europa que no ha acabado de hablar del hombre cuan do lo masacra en todas partes en donde lo encuentra.» Fanón no es pera, pues, nada de los humanistas europeos, incluso cuando no se oculta la «maldición de la independencia». Piensa en el vacio con goleño cuando escribe: «A veces, el esfuerzo colosal a que son invi tados los pueblos subdesarrollados no da los resultados previstos^) Pero Fanón se convierte en el cantor de la espontaneidad de las masas, de la belleza de su violencia terapéutica, liberadora(14), en un mundo cortado en dos por los cuarteles y los puestos de policía, Quiere que retorne la violencia. «La violencia que ha presidido la dis posición del mundo colonial, que incansablemente ha fijado el ritme de la destrucción de las formas sociales indígenas, demolido sin res tricción los sistemas de referencia de la economía, los modos de apa riencia, de vestido, será reivindicada y asumida por el colonizado ec el momento en que, decidiendo escribir la historia en actos, la masa (14) V an V de la révalution algérienne: Les danmés de la teñe. Véase, en caste llano, Los condenados de la tierra, FCE, México (N. T.). 606
colonizada se precipite sobre las ciudades prohibidas.» Aquí, Fanón no está lejos de Bataille, de una trasgresión salvadora. Pero también habría que señalar la influencia de Césaire; Césaire, que rompió con el partido comunista en 1956 y que dirá de Fanón: «Tal vez tenía que ser antillano, es decir tan desprovisto de todo, tan despersona lizado, para partir con tal ardor a la conquista de si y de la plenitud.» Fanón describe la violencia, la del colono que hace la historia (la suya) sobre la negación de la historia del colonizado. Esta violencia sólo puede ceder ante la violencia mayor. A la destrucción de su his toria, el colonizado sólo puede oponer un presente de lucha. En ella misma es donde la insurrección popular encuentra su legitimación tanto como su justificación táctica. La violencia revela la inanidad de las humanistas construcciones axiológicas. De hecho, el odio recorre el tejido social; incluso cuan do entorpece el internacionalismo abstracto; Fanón verifica: «Nos sentimos asombrados al comprobar que los no africanos detestaban a los hombres de color... El francés no ama al judío, que no ama al árabe, que no ama al negro.» Comprender, siempre comprender, es también referirse al amo y al esclavo. Fanón —como Mohammed Sahli o Anuar Abdel Malek— está aquí marcado por la lectura que Sartre ofrece de Hegel. Pero, si en Hegel hay reciprocidad, el amo colonial no tiene en cuenta la conciencia del esclavo: «No exige su reconocimiento, sino su trabajo.» Pero Fanón, político, es también psicólogo; trabajó en Saint-Alban, con Tosquelles, frecuentó a Oury y La Borde. Asi verifica el fra caso de toda la nosografía clásica en una sociedad desquiciada. No se ha insistido suficientemente sobre este aspecto de Fanón, sobre la riqueza de sus análisis que anuncian lo mejor de lo que la antipsiquia tría revelará quince años después. La tripartición real-imaginariosimbólico resulta singularmente desquiciada en lo real de la violen cia colonial. Retomemos simplemente algunos casos analizados por Fanón; helos aquí: —impotencia en un argelino, consecutiva a la violación de su mu jer; —pulsiones homicidas indiferenciadas en un superviviente de una matanza colectiva; —psicosis ansiosa grave en grado de despersonalización después del asesinato furioso de una mujer; —policía europeo deprimido que encuentra en un medio hospi talario a una de sus víctimas, un patriota argelino afectado de es tupor; —asesinato, por parte de dos jóvenes argelinos de trece y catorce años, de sus camaradas de juego europeos; —delirio de acusación y de conducta suicida encubierto como «acto terrorista» en un joven argelino de doce años. Estos casos plantean, desde su mismo enunciado, la inanidad de la semiología ahistórica de la escuela de Argel; Fanón demostrará, 607
a propósito de cada uno de estos casos, que la criminalidad es pro ducida en y por el socius. La criminalidad del argelino, su «impetuosidad», su violencia asi como sus crímenes, no son solamente producto de sus «organizacio nes nerviosas» (sic), sino productos directos de la situación colonial. Fanón analiza y reivindica la fabricación social de los síntomas. Porque, en el contexto argelino, Fanón tiene que oponerse tanto a los psiquiatras —apolíticos, como es debido— de la escuela de Ar gel como a los editoriales de L ’Echo d ’Argel. Todos están acordes en afirmar que la guerra que estalla en 1954 no es una guerra de in dependencia, sino obra de masas criminales más o menos privadas de corteza. Más que embanderarse en la dignidad ofendida de mu chos revolucionarios, puritanos, Fanón reivindica lo patológico como una de las formas de la eficacia. Fanón «no explica» sus ca sos, los hace comprensibles describiendo el entorno; lejos de fabri car un sistema de excusas para este «salvajismo», lo reivindica. E] mérito de Fanón consiste en haber desplazado la violencia de la es fera de las relaciones internacionales para localizarla a nivel cotidia no, a nivel microsocial. La herencia colonial de interioridad, de su misión, sólo será arrancada por una violencia catártica. La violencia desintoxica, es «perdón real». Acto moral, ella rehabilita al coloni zado ante sus propios ojos. El esclavo de Hegel fanonizado, produc to ahora de la violencia; he aquí su trabajo, su «praxis absoluta». Fanón exige del militante el acto irrevocable, el que sella el com promiso. Construye entonces un dispositivo de retorno de lo nega tivo. Miichos le acusaron de falta de «madurez política», de olvidar la educación política, la organización necesaria de la clase campesña. Estos reproches fueron sistematizados por el comunista vietna mita Ngu Yen Nghe. Si bien es cierto que la posición de Fanón res pecto a la espontaneidad se revela frágil, es verdad asimismo que des pués de haberla ponderado admite la necesidad de «canalizarla» Pero queda el que Fanón jamás planteó el problema del partido, su organización, su jerarquía. Si percibe las dificultades, las de los días que seguirán a la independencia, sigue mostrándose vago, inclusc cuando reconoce que «a los negros les ocurre ser más blancos que los blancos, y que la eventualidad de una bandera nacional, la po sibilidad de una nación independiente no implican automáticamerne que determinadas capas de la población renuncien a sus privilegies o a sus intereses». Pero el problema del poder sigue estando fuera del pensamiento de Fanón, que permanece prisionero de la fase heroica de la lucfcz armada. Fanón, como más tarde Guevara, a quien literalmente fas cinó, piensa que el partido tradicional es inepto para dirigir la revo lución. También niega la separación de lo político y lo militar, como negará el abismo que se producirá durante la guerra de Arge lia entre el gobierno provisional de Túnez y las fuerzas armadas c: interior. Asi pues, Fanón ha recorrido todo el espacio cultural, en la bús queda de la identidad, hasta la extrema violencia. Militante en t
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seno del FNL, otorga sólo una importancia secundaria al factor araboislámico; y esto corresponde a un propósito deliberado; porque si bien no niega la evidencia del sentido nacional, si bien no cree que los pueblos puedan trascender su identidad nacional, quiere quebran tar la apática confusión entre la conciencia nacional y nacionalismo. Percibe el peligro de un retomo —mítico— a la idea de nación ne gra. Para él, esta noción borra las diferencias, no es más que la co pia invertida de las falsificaciones del colonizador. Ponderar la ne gritud supone ocultar las diferencias de clases, las separaciones, los conflictos; implica también verse, sentirse indiferenciado; «El con cepto de negritud en tanto afirmación incondicional de la cu ltu ra africana conduce a un callejón sin salida.» Los negros americanos no tienen la misma cultura que los africanos (Cleaver hará, pocos años después, la dolorosa experiencia de esto): «Los negros de Chi cago no se parecen a los nigerianos o a los tanganikeses, sino en la exacta medida en que se definen en relación con los blancos.» A esto se debe que Fanón se oponga a la negritud tan cara a Senghor. Asi mismo, si bien por un tiempo estuvo fascinado por éste, se exige como tarea el salir del gran espejismo negro. Superar este estadio im plica dejar de sacralizar el hecho de ser negro. Actualmente, Fanón resulta molesto. Su violencia terapéutica, que tendría que modificar de manera irreversible el estatuto de la mu jer, de los jóvenes, que tendría que desquiciar los dogmas religiosos, perturba todavía a los poderes. Si bien es cierto que exagera el contenido socialrrevolucionario de las independencias, un libro como Piel negra y máscara blanca, desempeñó un papel considerable en la génesis de la lucha de libe ración de los Black Panthers. El Cleaver militante se declara fanoniano(15); lo citará al lado de Malcolm X como «una de las figuras fundadoras del movimiento». Nkrumah y la unidad africana Se dice que el Africa negra ha arrancado mal; pero, aquí, es ne cesario que pensemos el proceso que llevó a creer que, por ejemplo, la planificación permitiría que el continente —sin tener en cuenta condiciones naturales, humanas, jerárquicas— saldría mágicamente del subdesarrollo. En nuestra mitología, los dogoms son hoy rem plazados por los golpes de estado militares. Pero ¿es tan extraño ve rificar las masacres de Amin Dadá, ese producto directo del colo nialismo inglés?(16). Tenemos que restituir a Africa a un universo delimitado por las potencias coloniales. Africa es, también, tres siglos de trata; ayer to davía existía la prohibición del libre desplazamiento. Ante esta cua drícula destructora, surgió el tema de la unidad africana, del pana(15) S o u l on ice. (16) Cf. N ew Y ork
R eview o f b o o k s ,
1976.
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fricanismo, un mito proveniente de América. Web Du Bois (1868-1963) desempeñó un gran papel (17). Pero también Senghor jugó un papel importante en la constitución de la identidad africana. Senghor exalta los valores tradicionales de Africa. Llega a escri bir: «La emoción es negra asi como la razón es helena.» En su pen samiento, la sociedad africana es colectivista y detenta el secreto de una tercera via entre el capitalismo y marxismo; inventa asi el con cepto de negritud. Estas nociones habrán de desempeñar un papel importante en la resistencia ideológica africana. Porque Africa en nada es comparable con Asia. En Asia, la colonización se arrojó so bre culturas, sobre estados tradicionales. El caso de Africa es total mente otro. Porque el conjunto de los antiguos marcos se vio redu cido a polvo. Habrá que esperar a Nkrumah para hallar a alguien que tenga la ambición de dotar a su partido y a Africa de una con cepción filosófica y política coherente, que no se conforme ya con una mítica «filosofía africana». Al contrario de Senghor, cuyos te mas de la negritud se mezclan con las humaredas de Gobineau y de Teilhard de Chardin, Nkrumah se refiere explícitamente al marxis mo. Senghor es para él «nada más que un universitario africano ele gido por el colonialismo para convertirse en el servidor esclarecido de la administración colonial, siempre dispuesto a aceptar algunas teorías del universalismo con tal de que se las exprese en términos vagos y floridos». Nkrumah(18) se inspira en Lenin, más precisa mente en El imperialismo, estadio supremo del capitalismo. Exilia do en Gran Bretaña, en los Estados Unidos, Nkrumah tiene la po sibilidad de escapar a la vulgata zdanovista que —por entonces— se consideraba como marxismo en Francia. Así pues, Nkrumah procura despejar las contradicciones econó micas inherentes al sistema colonial. Sin nunca caer en un subjeti vismo moralizante, analiza los mecanismos del interés imperialista. No se trata de partir de presupuestos éticos, sino de contradicciones económicas. El que la dominación se llame mandato, asociación o participación, poco importa. Se trata de designar al enemigo, de an ticiparse a las tácticas del adversario, comprendidas esas concesio nes humanitarias en forma de asociación o de gobierno mixto. Su texto de 1947 rechaza toda solución intermedia entre dependencia e interdependencia. Renunciando al sueño de unidad africana, propo ne la implantación de organizaciones políticas nacionalistas comu nes en Africa occidental. Vuelto a Ghana en 1947, Nkrumah se convierte en secretario ge neral de la Convención Unida de la Gold Coast. Preso tras la orga nización de una huelga general, andará rondando luego en los go biernos mixtos, aquellos mismos que había denunciado en Towards Colonial Freedom. En 1953 es cuando se hallará una formulación de independencia claramente expresada. Es la de Majhemut Diop: «La única salida: la independencia total (...). La única vía: un am(17) Cf. Daniel Guerin: O üva le peuple amérícain?, Julliard. (18) V en l ’indépendence coloniale, 1947.
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plio movimiento de unión antimperialista (...)• La asimilación es a la vez utópica y no deseable, porque el deseo de independencia es el único denominador común actual entre los adeptos de todas las doc trinas, de todas las ideologías, de todas las religiones africanas. El mismo apela únicamente al deseo de cada individuo de vivir libre; se trata, simplemente de querer la independencia de Africa y de tra bajar por ella»(19). Recordemos que enfrente se predica cínicamente la interdependencia de los pueblos, ese antecesor del neocolonialismo. En suma, para los estudiantes africanos la independencia debe ser conquistada. Al colonialismo que declara: «No sabéis fabricar una aguja y habláis de independencia», hay que responderle. Asi se encontrarán distintas respuestas entre los dirigentes políticos. Seku Turé predicará la independencia. Pero, no queriendo quebrar los la zos con la metrópoli, reclamará una igualdad muy imprecisa... Después de la independencia, en 1957, la acción y el pensamien to de Nkrumah, sus «rodeos tácticos», van a confundirse con los del continente. Abandonando el rigor del análisis de la explotación eco nómica, Nkrumah se hace más vago, más «ideológico». Pero a par tir de la independencia de Ghana y de Guinea, la liberación habrá de plantearse en o tro s térm inos. A ccra es sede de u n a conferencia de los pueblos africanos a la que asiste Lumumba. En efecto, el Congo acaba de despertar a la vida política. Pero hay un vacío congoleño que no se puede colmar respondiéndole al rey de los belgas: «Nunca olvidaremos que ayer nos ahorcabais alto y corto.» La solidaridad africana es la que impulsa a Lumumba a intentar la experiencia de la independencia, sin cuadros técnicos, sin cuadros políticos, sin organización nacional. La independencia con goleña realiza la paradoja de un poder vacío, vacante. Durante un tiempo, el Congo deja de existir en tanto unidad política (los belgas, apostando por la eternidad de su dominación, no habían formado más que una sumaria capa administrativa). El movimiento congole ño no representa más que a algunos centenares de personas e, inme diatamente, reaparecen las antiguas separaciones tribales. No puede hablarse aquí de escisión entre masa y organización. El asunto es más grave: no ocurre nada, y en el momento de la independencia las organizaciones se hallan en la pura ilusión del poder. La vieja fuerza pública se había identificado a tal punto con los colonos que el sol dado congoleño se conduce, también él, como un gángster con uni forme. Formalmente, todo está resuelto para la independencia; Lu mumba está en el gobierno, Kasawubu en la presidencia, los dipu tados en sus bancas. Pero esta maquinaria, que copia a la perfección los modelos occidentales, gira en el vacío. El mundo entero escucha los discursos de Lumumba, pero en Leopoldville nadie se desplaza para escucharle. El Congo, independiente, pero sin relevo, plantea a todos la cuestión de la independencia. Sin embargo, el panafricanismo va a manifestarse vivo durante la guerra de Argelia. En efecto, una victoria francesa habría acaba(19) Présence africaine. 611
do con las esperanzas del movimiento africano. Nkrumah sigue pre gonando la unidad africana(20) . Apoyándose en las constituciones soviética y estadounidense, propone a Africa un gobierno central. In sistiendo en la arbitrariedad del mapa heredado, Nkrumah quiere oponer la unidad a los conflictos interafricanos «teledirigidos por eL imperialismo». Afirma que «resulta imposible salir del subdesarrollo en el marco de estados que no disponen, en su mayoría, de pobla ción suficiente, tanto desde el punto de vista del mercado como de la mano de obra». Pero, ¿cómo trasladar a los hechos estas perspec tivas exaltantes? El Africa contemporánea todavía no ha respondido. Guevara: «dos, tres nuevos Vietnams» Guevara jugó, y juega todavía, un papel de icono, pero sus posters no deben ocultar su pensamiento. «Hay que tener en cuenta —es cribe— el hecho de que el imperialismo es un sistema mundial, el es tadio supremo del capitalismo y que hay que batirlo en un gran en frentamiento mundial.» Guevara participa del entusiasmo de Dier Bien Phu, de la victoria de Sierra Maestra, de la del FLN argelino: no menciona ni analiza el caso de los huks filipinos, la derrota ma laya. Su teoría del foco participa de tres ejes: 1. Los guerrilleros pueden vencer al ejército regular. 2. La guerrilla tiene al campo por terreno. 3. El foco insurreccional puede crear las condiciones del desen cadenamiento de la lucha. La tercera tesis es nueva. Es sabido que Guevara quiere crear «dos, tres nuevos Vietnams». A esto se debe que, utilizando este mo delo, no tome partido en el conflicto chino-soviético. Sin embargc en 1965, en su discurso de Argel, Guevara critica la política comer cial soviética respecto del Tercer mundo. «¿Cómo puede denominar se beneficio mutuo la verdad de los precios del mercado mundial de productos brutos que cuestan a los países subdesarrollados s fuerzos y sufrimientos ilimitados y la adquisición a precios de mer cado mundial de maquinarias producidas en las grandes fábricas au tomatizadas que existen actualmente»(21). Pero Guevara es, en cr sentido, heredero de Bolívar, y considera que la cordillera de los Ar des debe convertirse en la Sierra Maestra del continente americacr Los continentes tienen sus particularidades; su lengua, sus costum bres, su religión son factores de u n id ad ; adem ás estos factores sersz fortalecidos por el papel internacional del imperialismo estadouni dense. Pero el foco es, también, la rehabilitación de la subjetividad. Tirne que fabricar la «maduración de la conciencia popular». A dife rencia de Mao, Guevara minimiza el papel del partido de vanguar(20) Africa m usí imite. (21) Citado en Les m arxistes et la politique, Thémis, PUF. Véase Los m arxszx y la política, 3 tomos. Tauros. Madrid, 1977 (N. T.).
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dia; para él, lo político y lo militar forman un todo orgánico. El pro yecto de Guevara se inscribe en la perspectiva de un humanismo re volucionario. El propio Guevara es el que quiere liberar de la sumi sión política y de la tiranía del dinero (22). Ministro, prefiere estimulantes ideológicos a estimulantes finan cieros; guerrillero, sigue privilegiando aquéllos. Si hoy resulta demasiado fácil, agitando las lechuzas de Miner va, criticar los errores del Che, hay que interrogarse, sin embargo, sobre SU aventura boliviana. Un hecho se impone cuando se lee a Guevara: la fascinación de su propia muerte. También aquí, sin que rer hacer malabarismos demasiado fáciles con Tánatos, es apabu llante verle predecir: «Para que otros hombres se levanten para en tonar cantos fúnebres en la crepitación de las metralletas y nuevos gritos de guerra y de victoria.» Este grito se revela como trágica mente profético(23), y únicamente su muerte lo hizo entrar en la so ciedad boliviana. Debray(24) observa que, en Bolivia, el centro de la vida económica nacional no se sitúa en el campo. En suma, el cer co de las ciudades a partir del campo no tenia sentido; esto, el Che lo sabia, por lo que su proyecto sólo tiene sentido a escala de una estrategia continental(2S). Se trataba de crear un poder apoyado por una fuerza militar autónoma. A diferencia de las corrientes que pre tenden apoderarse primero del poder de estado para luego invertir lo, el Che quería comenzar por la construcción efectiva de un poder popular. Guevara es, también aquí, heredero de ese continente con quistado por un puñado (Pizarro, Cortés), y luego liberado por otro puñado (Bolívar, San Martín). Pero ¿cómo liberar a las masas, cuan do ellas faltan físicamente? Debray señala(26) que «en dos semanas de marcha por la selva, la columna del Che encuentra en total a una familia campesina, y por añadidura, la de quien no deja de ser impor tante: Rojas, quien delató a toda la retaguardia». Entre el Che de Sierra Maestra y el Che de Ñancahuazú hay una diferencia fundamental. En el primer caso, el desembarco se efectuó en una isla en la que una red nacional compuesta por colaboradores, por cómplices, por enlaces multiplicaba la fuerza real de la organización casuista. Otra diferencia fundamental cambia la perspectiva. Los casuistas no in vocaban para nada el socialismo o la revolución y, si bien sin un to tal laisserfaire, los Estados Unidos no intervinieron brutalmente. En el otro caso, la columna de Guevara se encontró aislada, atacada por los rángers, perdió la iniciativa. Lo que el Che había pensado (22) La banque, le crédit el le socialisme. Oeuvres com plites. t. IV. Víase Obras escogidas. Fundamentos. Madrid, 1976 (N. T.). (23) En La revolución cubana, Fidel Castro escribe: «Che era un soldado insupe rable, pero tenia un talán de Aquiles, su excesiva agresividad, su absoluto desprecio del peligro». Víase Obras escogidas. Fundamentos. Madrid, 1976 (N. T.). (24) La critique des armes, Seuil. Víase La critica de las armas. Siglo XXI. Ma drid, 1975 (N. T.). (25) Varlin estudia, en Hérodote, núm. 5, la falta de análisis geográficos asi como los errores de escala del Ote. (26) La critique des armes.
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como zona de entrenamiento se trasformó —sin saberlo él— en trá gico teatro de operaciones... Fin de la euforia tercermundista Si se quiere ser político, y por tanto práctico, el entusiasmo pa sado debe ser sustituido por el análisis del presente. Las liberaciones han modificado los mapas, pero las pequeñoburguesías nacionalis tas o las burocracias que sucedieron al poder colonial perjudican el gran sueño de emancipación socialista. En todas partes, Occidente se había aliado a las capas dominantes nativas, a los dueños de la tierra; en todas partes, los campesinos fueron arrojados al mercado mundial. Occidente había conducido, parcialmente, a las economías precedentes al estadio capitalista. Pero el marco de desarrollo se ha bía revelado limitado, tanto como desigual. Nada impedía, en tanto que derecho, que Francia desarrollase a Argelia; no lo hizo. El mo delo «socialista» se impuso como ideología de la liberación. Mezcla de reformas agrarias, de estatización de la industria y del comercio y de planificación, el mismo fascina a los dirigentes nativos. Y per mite —al menos idealmente— la autocreación del capital «mediante la explotación del trabajo» tanto como por las inversiones del esta do. China y la URSS fueron los polos de esas esperanzas partidarias del estatismo, planificadoras (lo que Máxime Rodinson denominó «ese stalinismo de los subdesarrollados»). Pero si bien este modelo permite satisfacer a una parte de los cuadros, las demasiado famo sas élites, no tiene mucho que ver con una emancipación real de las masas. El modelo de burocracia política que se forja en el curso de la lucha, que se apropia de la adhesión de las masas, se trasforma después de la conquista de la independencia en burocracia politico económica. Eficaces en la liquidación de la dominación colonial, los partidos sólo han borrado con goma el antagonismo de las clases, y han hecho lo propio con la cuestión del neocolonialismo, en suma, con la cuestión del poder. Si, actualmente, todavía un 70 % de la po blación del globo vive del 22 % de la renta mundial, el Tercer mun do no es más que una zona secundaria en la inversión de los capi tales. Además, el Tercer mundo no existe; este seudoconcepto no abarca nada. La India no tiene gran cosa en común con Uganda... Más aún, los análisis en términos de saqueo provenientes de Rosa Luxemburgo exigen ser revisados (27) (los Estados Unidos se desa rrollan al menos tanto sobre sí mismos como sobre este saqueo). Ti bor Mende calculó que «la ayuda alcanza, de hecho, al 0,2 % dei PNB de los países subdesarrollados» (los economistas liberales la ci fran en 0,7 %). En suma, en todas partes la historia le da la razón a Hegel, que la describía como «el valle de las osamentas». (27) En la medida en que, insistiendo en los factores externos, ellos tienden a mi nimizar los factores internos.
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El estado, siempre el estado Para Hegel, la humanidad se liberó de la servidumbre mediante la servidumbre. La historia universal no es el lugar de la felicidad. Por ejemplo, ¿qué es Africa para Hegel? —Es el «continente de la infancia, de la inmediación». Está fuera de la historia propiamente dicha. ¿Hegel no tiene razón, trágicamente? Pero de Hegel nos im porta el sentido con que entiende la emergencia del estado. ¿Qué es el estado? Es la mediación más general, la que abarca a todas las otras, ciudades/campo, agricultura/industria, saber/producción. Pero no se construye/constituye sino sobre/con la sociedad civil. Si gamos los Principios de la filosofía del derecho. «La sociedad civil (que cruelmente falta en el Tercer mundo) implica que cada persona particular se halle en relación con la particularidad análoga de otro, de manera que cada uno se afírme y se satisfaga por medio del otro y, al mismo tiempo, esté obligado a representarse la forma de la uni versalidad. El objetivo egoísta fundamenta, pues, un sistema de de pendencia reciproca en el seno de la sociedad civil.» Es lo que no sotros llamamos economía. Producción, distribución y consumo de bienes constituyen un sistema; pero este sistema es contradictorio, antagónico; así, la corppración es relativamente independiente del es tado. Signo de salud; estas contradicciones, estas luchas son necesa rias; si eliminadas, el estado se vuelve totalitario, monstruo frío. Por que estas oposiciones, lejos de negarse, se refuerzan. Su desapari ción entrañaría la regresión al magma indeferenciado, a la barbarie de lo uno. Así pues, Hegel piensa el estado como una presencia que recuerda las racionalidades difusas. Pero, para él, es el fruto de la razón que ha conseguido la madurez. Según Hegel, el estado se en cuentra en el fin, es causa final. Se advierte toda la distancia de este pensamiento con las caricaturas de tiranía administrativa que reali zan la mayoría de las burocracias, incapaces hasta de alcanzar la acu mulación primitiva. Esta comprobación resulta amarga. Por un lado, el desarrollo colonial creó un mercado mundial sembrando al mis mo tiempo la servidumbre y la idea de autonomía; Occidente fabri có la dominación más brutal, asi como su discusión más radical. Pero esto que denominamos crisis de valores, de identidades, de re ligiones, de sexos, no se hubiese producido sin las luchas de libera ción, sin su retorno al seno del Occidente más desarrollado. Cleaver, Angela Davis, la New Left americana, las huidas nómadas nacieron de esas luchas. Pero el «tercermundismo» se basaba en un trastocamiento simple. De la miseria y de la humillación deberían surgir re gímenes revolucionarios. Esta sobrestimación de los deseos y de las posibilidades de las masas por parte de los intelectuales occidentales es lo que hoy tenemos que tomar en cuenta. Porque jóvenes topos, todavía desconocidos, todavía invisibles, roen, todavía...
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BIBLIOGRAFIA Frangois Maspéro desempeñó y desempeña aún un papel consicirable en la edición de textos del Tercer mundo. Señalemos igual mente la colección «Histoire Inmédiate» dirigida por Jean Lzcouture (Seuil). B e n o t , Y .ilndépendances africaines, M a s p é r o . C H A L IA N D , G.: Mythes révolutionnaires du Tiers monde, SeuiL G e n d z i e r : Fanón, S e u il . G lA P : Guerre du peuple, armée du peuple, t r . f r . , M a s p é r o . G u e v a r a : Oeuvres, tr. fr., Maspéro. H E G E L : La raison dans l ’ histoire, t r . f r . , UGE. —Principes de la phüosophie du droit, tr. fr., Idées, NRF. J a l é e , P.: Le pillage du Tiers monde, Maspéro. Véase en castella no, Tercer mundo en cifras. Fundamentos. Madrid, 1972 (N. T .. J o m o K e n y a t t a : A u pied du mont Kenya, t r . f r . , M a s p é r o . L A C O U T U R E , J. y S.: ViSt-nam, voyage á travers une victoire, ScuL — Vietnam entre dos paces. Tecnos. 1966 (N. T.). Mao: La guerre révolutionnaire, tr. fr. UGE. Ver en castellano, Gue rra revolucionaria. Grijalbo. Barcelona, 1974.
3. I d e o l o g ía
y r e b e l ió n
por André Glucksmanr La prueba de la existencia de las rebeliones es ofrecida por líí rebeliones; ella no es «ideológica», sea cual fuere el sentido que se ¿ dé al término ideología: ilusión pre, cripto, anticientífica, o indos; mito, religión, actividad simbólica, etcétera. Las rebeliones contemporáneas existen pese a las ideologías mo dernas que tienen a «superarlas» de diferentes maneras, pacificas c violentas, en nombre del progreso técnico, de la expansión econó mico-cultural o de la revolución internacional y final. Todas las ideo logías dominantes en el siglo X X (marxismos, liberalismos, etc.) en señan que el tiempo de las rebeliones ha pasado. Toda la historia del siglo X X está tejida de rebeliones no esperadas por los poderes instalados (sublevaciones anticoloniales, resistencias antifascistas, in surrecciones «antisoviéticas» de las poblaciones del Este). Lo es&> cial de las estrategias gubernamentales consiste en reprimir y mani pular las posibilidades de rebelión que se incuban en la sociedad con temporánea. Surgen de los pasos previstos en los programas de restablecimien to del orden: campesinos «bárbaros» de las colonias y protectorados «subdesarrollados», o bien «marginales» (estudiantes, pequeños co merciantes, campesinos) de las sociedades llamadas «punta». Margi616
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nales las más de las veces —provienen de las zonas de sombra que el poder central no controla de ningún modo, marginales pues en re lación con las técnicas de dominación—, los rebeldes, distintos en esto del terrorismo individual o de pequeños grupos, no son mino ritarios: su fuerza reside en que se constituyen, en el campo, así como en las calles de las ciudades modernas, en «movimientos de masas*. En los territorios y capas sociales a los que entusiasma, una rebelión se vuelve necesariamente mayorítaria —es preciso que, en su medio, los rebeldes se encuentren como «peces en el agua»—, según afirman los teóricos chinos y vietnamitas de la guerra popular. Sin estado, pero oponiéndose a un estado, sin policía, pero en frentados con múltiples policías, sin instituciones pero cuadricula dos por las instituciones adversas, si los rebeldes no ganan o pierden la complicidad más o menos tácita de una población, la rebelión está condenada a la desaparición. La técnica contrafuego de los poderes instituidos consiste, «métricamente, en minimizar la rebelión hasta la extinción del fuego. Propósito de la rebelión, asi como de la contrarrebelión, es ganar a la mayoría. Ciertamente, golpe a golpe. O, por supuesto, por la virtud psicológica o militar de los medios mi litares. Pero esto no es suficiente, hay que duplicar el ejército del fu sil mediante otro más: «El ejército de la pluma» (Mao). De un lado y de otro, panfletos, discursos, radios, profecías, libelos, tratados, li bros, el Libro de los libros se valorizan como aquello sin lo cual no se gana a la mayoría. Ideología y rebelión: la conjunción «y» se re vela como estratégica, contribuye a decidir el destino de la rebelión y el de la contrarrebelión. Rebelión e ideología suman dos Rebeliones de esclavos y guerras anticoloniales desgarran duran te mucho tiempo al imperio romano. Si la «guerra de los judíos» ad quirió en esta larga historia una importancia mayor de lo que co rrespondía a su extensión geográfica y militar, ello se debió a que un ejército de la pluma se sumó a las rebeliones tradicionales en todo el imperio: «Las particularidades de la religión judia, el hecho de que el mesianismo sea asumido a la vez por los campesinos y los escri bas... es lo que otorga a lo que ocurre en Palestina una excepcional originalidad» (28). La invención de la imprenta, la traducción de la Biblia a lengua vulgar produjeron efectos análogos en la rebeliones populares de fi nes del renacimiento. Pequeños abogados de los centros urbanos convertidos en oradores de los clubes revolucionarios o ministros, pe queños curas rurales, redactaban los libros de quejas más radicales, y terminaron propagando la insurrección vandeana: el ejército de la pluma se dividió durante la revolución francesa. Presentándose como (28) P. Vidal-Naquet; prefacio a La guerre des Juifs, de Flavio Josefo, tr. fr., Pa rís, 1977, pág. 88.
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teóricos, aportando desde el exterior al proletariado la ciencia de la revolución (Lenin), se trata nuevamente de ese antiguo oficio de es cribas que de hecho ejercerán los marxistas del siglo xx. Esto expli ca, a la vez, la rapidez de los cambios de opinión contra aquellos «al servicio» de quienes se escribe, así como la multiplicidad de las «interpretaciones científicas» de los llegados al poder. Ver al ejército de la pluma como el factor ideológico presente en toda revolución —y al ejército del fusil como su fuerza material— lleva al riesgo de introducir un corte demasiado moderno. La sepa ración de lo material y lo moral, de la base y la superestructura, de la pluma y el fusil es en sí misma producida por las sociedades cir cundantes: capitalistas, socialistas, racionales o disciplinarias. Dudo sa ya en su pertinencia actual, la distinción entre lo material y lo mo ral se vuelve propiamente anacrónica cuando se trata de rebeliones pasadas. Ejércitos de la pluma y ejércitos del fusil no permiten que se los separe tajantemente cuando el propio ejército carece aún de ese orden disciplinario que define al soldado por su visibilidad en un espacio dominado por el ojo del jefe(29). Los ejércitos modernos no deben ser considerados como componentes de rebeliones cuando han nacido para sofocarlas. Más que interrogarse sobre las relaciones entre el fusil y la plu ma —lo que, indudablemente, los separa desde un principio—, con viene interrogarse sobre si las rebeliones «ideológicas» piensan de la misma manera como se arman. Las rebeliones, estratégicamente, son defensivas, es decir no conquistadoras. Sus tácticas pueden ser acti vas o pasivas, de ataque o de retirada, ofensivas o defensivas, según el grado de las circunstancias. Pero su estrategia y planes de guerra son esencialmente defensivos, por lo que las rebeliones son de inde pendencia o de emancipación, pero no de conquista. El rebelde, o bien lucha en su terreno con «sus» masas, o bien pierde. O bien se convierte en conquistador y la rebelión pasa a ser agresión o guerra imperial. Aunque apunten a derrocar un poder, las rebeliones entablan una guerra defensiva. La paradoja no es más que aparente si se tiene en cuenta la necesidad de ganar a la mayoría en que se halla una rebe lión que quiera ser victoriosa; ella debe mostrar al poder adverse como minoritario, arbitrario, en algo ajeno que ocupa un territorio rebelde. La guerra de defensa no es lo inversamente simétrico de una guerra ofensiva. Por el contrarío: la originalidad y la supremacía de las guerras defensivas entabladas por los pueblos en rebelión han conformado el mapa de Europa y del mundo. Los suizos, mediante su rebelión nacional y popular, a la vez burguesa y campesina, re novaron la estrategia militar a fines del medievo. Maquiavelo, en sz opinión) mostraba que «el dinero no es el nervio de la guerra, aun que esto sea la opinión general»; por el contraro, la virtú hace qcí un pueblo resista o no a un invasor. Esta superioridad del comba tiente que lucha en su tierra, por sus hogares, en el seno de su pus(29) Cf. Michel Foucault: Surveiller et punir, NRF, 1975. 618
blo, pro aris et focis, vuelve a hallarse en las guerras anticoloniales. En su defensa, los rebeldes utilizan las ventajas del tiempo y el es pacio; dadas las circunstancias, ellos pueden «abandonar las ciuda des y cercarlas por el campo» (Mao Tse-tung), desgastar al adversa rio negándose a lanzarse a una batalla decisiva; finalmente, y en úl tima instancia, resistir. Si las guerras de los rebeldes no se parecen a las guerras de los opresores, ¿qué ocurre con las «ideologías»? Aquí, el p a is a je p a r e c e ría mucho más simétrico. En un principio, un pequeño núcleo de re beldes se opone a un pequeño puñado de gobernantes (cuando la ma yoría decide rebelarse, los gobernantes terminan de gobernar). Entre los dos estados mayores se encuentra la gran masa, a la que se pro cura disputar a golpes de proclamas, promesas, amenazas y diferen tes programas de educación o de acción psicológica. ¿Estadio del es pejo entre dos cuarteles generales ideológicos? La ideología de la re belión, ¿resultará tan conquistadora e invasora como la de sus ad versarios? Todo ocurre como si los rebeldes debiesen entablar guerras de fensivas estratégicamente, pero, por necesidad, ofensivas ideológica mente. A favor o en contra, la gran mayoría de los teóricos actuales así lo afirma. Una rebelión de masas compensaría su debilidad ma terial con su fanatismo moral y su milenarismo profético: el débil sólo se rebela si puede ganarlo todo. ¡Ciertamente! ¿Ganarlo todo o salvarlo todo? Salvarlo todo: fanatismo a la antigua. Se parte a la cruzada para quemar a los herejes. Las rebeliones sociales o nacionales no escapan a la regla: violencia, violaciones, destrucción de la cultura de los do minados y de los propios dominantes constituyen afirmaciones de una cultura oprimida que pretende jugárselo el todo por el todo; ma taría para afirmarse como viva y, para escapar al genocidio, soñará con dominar a su dominante, es decir, para ella, la tierra entera. ¿Qué pueblo no se siente elegido, en su mitológica genealogía? La rebelión que apunta a salvar su cultura debe, supuestamente, reali zar sus promesas. «...Le serán dados el poder, el dominio y la ma jestad de todos los reinos que hay bajo los cielos al pueblo de los Santos del Altísimo, cuyo poder será eterno y le obedecerán y ser virán todos los poderosos,» canta Daniel (7:27) poco antes de la gue rra de los judíos contra Roma. Ganarlo todo: fanatismo moderno. Los mesías tradicionales usan el subterfugio de otro mundo, invocan potencias simbólicas que, a su turno, la rebelión despierta, protege, arma, pero no crea. Por el contrario, ejércitos de la pluma y ejércitos del fusil parecen en lo su cesivo lanzados a recorrer las vírgenes campiñas: ni más allá, ni más acá, nada más que un futuro que se decide ahora y aquí: «China es una página en blanco», afirma Mao Tse-tung al iniciar la Larga Mar cha. La rebelión moderna pasa por el hecho de romper no sólo con el opresor, sino con todo el pasado indistintamente mezclado consi go, ella barre al antiguo régimen y vuelve a partir de cero. Si no en los hechos, al menos en las cabezas, en función del modelo muy do
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minante fabricado a partir de la revolución francesa. La rebelión es ese momento supuestamente inicial, siempre recomenzado, en el que «todo es posible» (Michelet). El mesianismo moderno se plantea la misión de radicalizar las re beliones. Y las inscribe en nuevos decorados; no se trata ya de sal var, sino de ganar, no de defender a un pueblo, sus medios de co municación materiales y culturales, sino de crear un hombre nuevo, de forjar la cultura del porvenir, de romper de una vez por todas con el pasado, «prehistoria de la humanidad» (Marx), de proceder al «despegue» (los expertos estadounidenses dicen take off), de arra sar las «antiguallas» (viejas ideas, viejas culturas, etc., según Mao). Los cinco últimos siglos de la historia europea y luego mundial fueron, debido a esto, los de la secularización de las rebeliones al mis mo tiempo que del desencanto, la burocratización, la comercializa ción del mundo. A partir del puritanismo protestante, la ideología hace que las rebeliones produzcan las estructuras elementales de la sociedad moderna, designada como «capitalista» por Marx: un tra bajador «libre» se encuentra como flotando y sin ligazones ante un poder libre de explotarlo. La rebelión radicalizada a la moderna se convierte en revolución. Para organizar el nuevo mundo, el estado obliga a los campesinos a trasformarse en «pordioseros sin hogar ni lugar» (caso clásico de Gran Bretaña) o en «proletarios libres» (caso de los países autoproclamados socialistas). El estado y la economía modernos necesitan «liquidar al viejo mundo» para instalar sus relaciones de poderes y de explotaciones, y luego quebrar a éstas, ya viejas, para reajustarlas; se llama revo lución a estas rupturas. Cuando la ideología moderna se apropia de las rebeliones, las incluye en una revolución presentada cada vez como científica, radical y final. En nombre de la revolución, apenas llegado al poder, Lenin proclama en enero de 1918 su voluntad de «limpiar la tierra rusa de todos los insectos perjudiciales» entendién dose por éstos a todos los que mantienen alguna independencia res pecto del poder instalado, poetas, vagabundos, popes, pequeños campesinos (el 90% de la población rusa de entonces), pequeños co merciantes y artesanos, obreros indisciplinados... ¡El poder al pue blo rebelde!, decían las rebeliones de antaño, sin jamás definir, de ningún modo, lo que entendían por pueblo en el poder. Inscritas como estaban en una cultura y un tejido social que lo definían ds por si. De esta manera, todas ellas parecen haber flaqueado ante una mirada moderna; no reiniciaron el mundo desde cero. Por el con trario, la revolución científica se otorga todo poder sobre el pasado para tomarlo sobre el porvenir y termina afirmando: todo poder al poder. La noción de ideología es de creación reciente y aparece, come por azar, después de la revolución de 1789. Antes de que se piense a la pluma como un «arma», al ejército de la pluma como un ejér cito y a la ideología como un medio (bueno o malo) de reconstruir (científicamente) el mundo a partir de nada, ¿qué era ella? Si no se quiere ceder a la ilusión retrospectiva habrá que tomar a la ideolo620
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gia como un sentido muy amplio que escapa a las tareas (buenas o malas) que se asigna a las ideologías modernas. De este modo, dice Dumézil: «La función de la clase particular de leyendas que consti tuyen los mitos consiste, en efecto, en expresar dramáticamente la ideología con que vive la sociedad, en mantener ante su conciencia no sólo los valores que ella reconoce y los ideales que persigue de generación en generación, sino ante todo su ser y su estructura mis ma, los elementos, los nexos, los e q u ilib r io s , la s te n s io n e s q u e la constituyen, en justificar, por último, las reglas y las prácticas tradi cionales sin las cuales todo lo suyo se dispersaría»(30). En este caso, ideología y rebelión hacen dos. Están ligadas: la rebelión invocará la ideología del pueblo al que defiende; a su manera, la ideología pue de relatar sus rebeliones. Pero ellas no tienen el mismo punto de par tida: en la ideología en sentido amplio una colectividad se dirige a sí misma, en la rebelión se dirige a sus enemigos. La ideología de la mitología propone soluciones a las contradicciones «en el seno del pueblo»; la rebelión es un medio de resolver una contradicción be licosa entre el pueblo y lo que no lo es. Entre ambos festejos, jaleos y carnavales hacen las veces de puente. Por el contrario, las ideologías modernas pretenden inscribir su ley en la página blanca de un porvenir virgen de todo pasado, con pueblos libres de cualquier tradición. Las rebeliones, convertidas en tonces en revolución por gracia de la ideología, tienen el mismo pun to de partida que la ideología convertida en ciencia, por ser ciencia de la revolución: ambas la buscan en esta ruptura con el pasado que parecería hacerlo «todo posible». El terrorismo ideológico en la rebelión moderna Todas las rebeliones de los tiempos pasados fracasaron. ¿Ante qué? Ante la toma del poder. Fracaso de los campesinos alemanes en la época de Lutero (Engels). Fracaso de los comuneros parisinos lanzados al asalto del cielo (Marx). No tomaron, y todavía menos mantuvieron, el poder. ¿No se fijaban ese objetivo? ¡Confesión de un doble fracaso! Su rebelión no fue una revolución lograda y su ideología era confusa. Este aparente fracaso (para todos los espíritus modernos, no so lamente los marxistas) constituye un enigma: las rebeliones no plan tean de buenas a primeras la cuestión del poder, simplemente de fienden la manera adecuada mediante la cual una colectividad re suelve este problema en otra parte —mitológica, estructural, más o menos inconscientemente, incluso democráticamente. Uno se rebela para poder plantear la cuestión del poder, no para resolverla. Otor garse los medios de la cuestión no revierte en imponer una respuesta. Pan, paz, tierra, libertad: las exigencias que agitan a los campe sinos-soldados rusos de 1917 desquician un poder, el poder zarista, pero no resuelven la cuestión del poder. La ideología moderna se ha(30) Heur et malheur du guerrier. 621
lia entonces dispuesta a interrogar a la rebelión («sin teoría revolu cionaria no hay movimiento revolucionario», según Lenin). Ella pre gunta: ¿qué quieres? —y he ahí la cuestión de la revolución. ¿Qué propones? —y he ahí la cuestión del estado. La revolución lo cam bia todo y el estado lo organiza todo. Cada rebelión extrae su fuerza de ganarse a la mayoría. Al am pliarse la mayoría que hay que ganar, se domina a la rebelión en nombre de los rebeldes. Los vandeanos son mayoritarios en Vandea, minoritarios en Francia; su rebelión comprendida en el marco de la revolución francesa es reprimida como federalismo, y luego como contrarrevolución. Esta operación de «ampliación del blanco» no concierne simplemente al territorio, sino también a los objetivos de la rebelión: el campesino que ha derrocado al zar para conquistar la tierra que trabaja se convierte rápidamente en contrarrevolucio nario a los ojos de quien instaura una sociedad sin clases, sin desi gualdad alguna, y por tanto sin propiedad. El proletario que defien de el derecho de huelga, la limitación conquistada del tiempo de tra bajo, etc., se convierte rápidamente en «economicista», pequeñoburgués cuando se le llama a «luchar contra el egoísmo», ya sea porque la patria está en peligro, ya porque la lucha es final y debe aceptar perderlo todo para poder ejercer el poder sobre todo. Las rebeliones resultan refrenadas, reprimidas, dado el caso masacradas, en nom bre... de los intereses generales de la rebelión, convertida en revo lución. Los rebeldes lo quieren todo: primera y última palabra de las ideologías modernas. Valores, ideales, nexos, equilibrios, tensiones, todo eso por lo cual una colectividad se regula y se decide, lo que Dumézil designa en bloque como «ideología» en las sociedades an tiguas, toda esa vida colectiva debe ser redefinida nuevamente. La rebelión moderna será radical, pero apenas se encuentra investida con ese poder de la tabla rasa cuando éste se le escapa: el blanco está situado tan alto que queda fuera del alcance de una rebelión or dinaria; se necesita a un gigante del pensamiento para lanzar la fle cha; es necesario que los rebeldes se dejen guiar por aquellos que po seen la ciencia de la revolución. Radicalizar la rebelión y convertirla en un objeto de ciencia es como ¡dar dos al precio de uno! Puede preguntarse: ¿cuál es la rebelión que no pretenda ganar un mundo? Esta promesa, ¿no debería ser puesta a cuenta del milenarismo espontáneo de la multitud, exacerbada dado el caso por el mesianismo de una ¿lite demagógica? A esta visión demasiado ge neral le falta una distinción esencial; el mundo que ganar, al que toda rebelión se refiere, es propuesto de manera totalmente especí fica a los modernos no al lado, más allá o más acá, sino únicamente en el objetivo de la rebelión. «La revolución llega hasta el fondo de las cosas» (Marx). Las rebeliones plantean su mundo que ganar como «ya ahí», en la vida de una colectividad rebelde ante «el ocupante» (así esta ocu pación sea social —la cacería del señor, el patrono que hace lockout— o étnica). No ocurre que sean conservadores, porque la diná622
mica de las rebeliones trasforma a los rebeldes y regenera a la co lectividad. Pero la rebelión no se fija como tarea definirlo «todo» de nuevo; ella está en su mundo que ganar como pez en el agua. Salvo cuando se la afirma como revolución, acto de absoluto nacimiento, alumbramiento violento. Entre las rebeliones y la moderna revolución que foija una so ciedad y un hombre nuevos, una «ciencia» asegura el paso, se apo dera de la rebelión y la catapulta hacia las altas esferas de los recreadores del mundo. La ciencia de la revolución es el comienzo de la sabiduría moderna y de la ciencia de las sociedades. No solamen te para los revolucionarios. El padre de la dialéctica marxista, el fi lósofo alemán Hegel, no es ya, en 1825, y desde decenios atrás, un extremista, si alguna vez lo fue; se le acusa incluso, algo ligeramen te, de haberse convertido en el «filósofo oficial del estado prusiano», hombre de orden, que no por ello deja de saludar a la revolución francesa: «Desde que el Sol se encuentra en el firmamento y los pla netas giran alrededor de él, nunca se había visto al hombre situar su cabeza aquí abajo, es decir basarse en la idea y construir la rea lidad a partir de ella... He ahí, pues, un soberbio amanecer. Todos los seres pencantes celebraron este momento. Una emoción sublime reinó en aquel tiempo, el entusiasmo del espíritu hizo que el mundo se estremeciese...» Hegel no celebra la revolución como recuerdo de sus entusias mos juveniles: quien recibe esta formidable impresión es el hombre de orden. Muy rápidamente, la revolución se convirtió en el nombre con el que se denomina a las rebeliones. Si conviene reconstruir el mun do entero a partir de la teoría, el rebelde será rápidamente conven cido de su irresponsabilidad. Mejor aún, se convence a sí mismo. Las descripciones y las interpretaciones «científicas» de las revolu ciones son innumerables, pero la tarea que la revolución asigna al hombre moderno parece única: hacer surgir un orden definitivo de un caos supuestamente absoluto. También son canónicas las etapas en las que se desarrolla este drama eterno. La preparación ideológica La revolución violenta es predicada por una revolución «silen ciosa» (Hegel) que arrolla los prejuicios, revoluciona los espíritus, despoja al antiguo régimen de su tradicional legitimidad. Ya no se cree. Todo vacila. El ejemplo tipo de esta primera etapa es ofrecido por la «filosofía de las luces». Sin embargo, Voltaire, Diderot e in cluso Rousseau, todos consejeros de déspotas iluminados, no pro graman el 1789. Ni Lenin el 1917. Si Mao se preparó «en el marxis mo-leninismo», lo hizo para todo, salvo para abrirse a los pordiose ros del campo. Históricamente, esta primera etapa es pura recons trucción arbitraria. Sigue Hegel: «Todas las revoluciones importan tes y que saltan a los ojos deben estar precedidas en el espíritu de la 623
época por una revolución secreta que no es visible para todos...» Si gue Mao: «Para derrocar un poder político se comienza, siempre, por preparar a la opinión pública y por efectuar un trabajo ideoló gico.» Desde hace doscientos años la ciencia pasa por desencadenar la revolución y la rebelión para motivarse en la ciencia. El terrorismo o el ascenso a los extremos La irradiación de los espíritus es mortal, no solamente para el «antiguo régimen» en ruinas, sino también para los espíritus. Si se vuelven los unos contra los otros —se trataría del reino de la ley de los sospechosos. Si caso uno trasporta en su cabeza pensamientos de dinamita, resulta comprensible que la revolución haga caer cabe zas, «como peras», precisa Hegel, ante la tumba de los guillotinados en 1793. Esta segunda etapa es considerada en el espíritu de todos los pen sadores e ideólogos, cuando teorizan la lucha a muerte, ya sea luchx. de las conciencias (Hegel), ya alienación y lucha de clases (Marx^ Saber completar una revolución «El rio retorna a su cauce» (Trotski). Se impone la estabilización, cuyos temas fundamentales son enumerados por Hegel (pensando en Napoleón): unión contra la amenaza exterior, fin de las tempestades y paz civil en el interior, nueva división oficial de la sociedad en re lación con las funciones, las competencias y hasta las riquezas. Ete ahí, los grandes trabajos presentados al estado por la «razón hegeliana» o la «dictadura del proletariado»: la guerra, el dominio polí tico de la economía, el orden y la educación de la mayoría. La relación es más estrecha todavía entre las dos últimas etapa; que entre la primera y la segunda. Es preciso que cese la lucha su puestamente a muerte; todo el radicalismo pregonado de las revolu ciones culturales maoistas no impide que la normalización sea anun ciada desde un principio en toda movilización de masas: «Preparar se en previsión de una guerra y catástrofes naturales, y hacerlo todu en interés del pueblo» (Mao), supone ya apelar a las funciones esen ciales reconocidas al estado para colmar el abismo producido en les golpes de las luchas a muerte. Quien ha pensado, al comienzo d: toda revolución, en la omnipotencia de la preparación ideológica, quien la ha vivido, no como cena de gala sino como voracidad re ciproca, debe desembocar necesariamente en el directorio, el impe rio 0 a la NEP, esas figuras transitorias de una eterna tercera etapa, Malraux proyecta este esquema en la revolución española: la espe ranza, el apocalipsis y la organización del apocalipsis (para el case, el orden del partido comunista y de los policías rusos en Madridi De este modo, la historia de las revoluciones puede ser contada como la historia de las masas que se cultivan (primera etapa), se edu624
can en la angustia (segunda etapa) y se autodisciplinan (tercera et&pa). O contada como la Iliada del estado que pierde su antiguo ré gimen (1) y se desvanece en una crisis (2) cuya profundidad le per mitirá resurgir más racional e implacable (3). O fabulada como la Odisea de los intelectuales que piensan libre y anárquicamente «reino animal del espíritu», cuya anarquía se vuelve sangrienta (2) y al que la angustia le lleva a reencontrar su razón, principio de orden (3). Y también: la rectificación de una desviación idealista de dere cha (1) por una desviación aventurista de izquierda (2) para el pro vecho final de una autoridad que se cuida de la izquierda tanto CÜB1© de la derecha (3). Y también: las desventuras de las jóvenes genera ciones que lo creen todo permitido (1) y acaban mal (2), a mecos de otorgarse una finalidad (3). Lo que funciona como revolución radical es una moderna matriz de orden que, en nombre de la rebelión en si, somete la rebelión a la ciencia, una rebelión a la revolución, la colectividad al terrorismo providencial. Primera etapa: la ciencia lo puede todo; segunda eta pa: la colectividad puede no importa qué; etapa final: el estado es tatuye el orden. Resulta concebible que una misma idea de la revo lución puede ser común a los pacíficos y a los violentos; todos estos caminos científicos conducen si no a Roma, al menos al poder cen tral del estado moderno. La revolución se revela como experiencia mental más que histó rica, momento inicial en que la ciencia (humana) de la organización de la sociedad inscribe.en la hoja virgen de la sociedad presente el diseño definitivo y calculado de la sociedad futura. En suma, la re volución es, para un moderno, el momento en que se pasa de la pre historia a la historia, de la naturaleza a la cultura, del reino de la necesidad al de la libertad. Momento de inicial iniciación alrededor del cual giran todos los mitos antiguos, según Lévi-Strauss. Lo que llevaría a pensar que al haberse dejado bloquear desde el interior por la revolución, las rebeliones del siglo se inscribieron muy natu ralmente en las modernas —y por consiguiente científicas— mitolo gías que describen el origen «futuro» del hombre y de la sociedad hu mana. «Mi hermano Evgueni decía que el papel determinante en la puesta en vereda de los intelectuales había sido jugado, no por el te mor o la corrupción (aunque ni uno ni la otra hubiesen hecho falta), sino por la palabra revolución a la cual no se quería renunciar a nin gún precio. Esta palabra estaba provista de una fuerza tan grandio sa que incluso no se comprende por qué nuestros amos necesitaron prisiones y ejecuciones masivas...»(31)
(31) N. Mandelstam: Convrt tout espoir.
La rebelión interminable La osificación de las rebeliones bajo la carga de la revolución fi nal y radical nace de una negación: se trata de eliminar o de obliterar el carácter propiamente interminable que las rebeliones parecen com partir con los psicoanálisis —según Freud— logrados. ¿Cuándo se detiene la revolución francesa? ¿En 1791, como ya lo afirmaba Barnave? ¿Con el remate jacobino, como lo deplora la mitad de los his toriadores leninistas, ante la caída de Robespierre? ¿Con el directo rio que instituye la república «de negocios» y «de profesores», como lo insinúan otros historiadores? ¿Con Bonaparte, proclamando un 18 Brumario: «La revolución ha terminado»? ¿Con Luis Felipe, que sella definitivamente el carácter burgués de Francia (Albert Soboul)? Actores, historiadores, filósofos parecerían tener dificultades para ce rrar la revolución de otro modo que por la arbitrariedad. La revolución francesa, como todas las revoluciones, no es tal vez más que un nudo de rebeliones concurrentes, pero asimismo opuestas; únicamente el estado pretende unificarlas definitivamente mediante su anulación legal. Las rebeliones tienen dos maneras de reconocerse en la revolución de 1789. La primera consiste en sentir se completadas en ella; la revolución es entonces la partida de naci miento de un orden moderno que aterroriza definitivamente a las re beliones. Punto de vista del estado y de la ciencia de la revolución. O bien, segunda referencia, la revolución recomienza sin cesar sin ja más haber comenzado verdaderamente. Maquiavelo, en vista de las rebeliones en Florencia, señalaba ya que el estado tenia que renacer cíclicamente, disolviéndose en los movimientos populares. Extrañamente, una idea análoga parecería insinuarse en algunos pasajes de Marx. Explica él que las rebeliones obreras, lejos de im plicar la caída de la economía dominante son, por el contrario, fac tor irremplazable de su renovación, de su modernización y de su ex pansión. Doble ironía que lleva a que las rebeliones, cualesquiera que ellas fuesen, no son definitivas ni finales, ya que renuevan a su adversario. Recíprocamente, este adversario no se conserva por con servadurismo, sino, contrariamente, dejándose sacudir por las rebe liones. Hoy, la economía moderna funciona mejor en el Oeste que en el Este porque es más discutida y porque los poseedores no pue den adormilarse en sus laureles: «(...) A partir de 1825, casi todos los inventos fueron resultado de las colisiones entre el obrero y el empresario; éste buscaba, a toda costa, desvalorizar la especialidad del obrero. Después de cada nueva huelga, por poco importante que fuese, surgía una nueva máquina»(32). Miseria de la planificación so viética: no hay allí «nuevas huelgas por poco importantes que sean», y por consiguiente, no hay nuevas máquinas, y si estancamiento. Si gue Marx, todavía: «Ricardo efectúa esta justa observación: que las máquinas se hallan en perpetua competencia con el trabajo y que, (32) K. Marx: Miseria de la filosofía.
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con suma frecuencia, para introducirlas hay que esperar que el pre cio del trabajo resulte convenientemente elevado...» ¡Atiéndase a este «convenientemente»! ¡Santa expansión! ¡Santa revolución técnica y científica! ¿Cuántas huelgas, manifestaciones, tumultos, cuántas rebeliones individuales y colectivas son necesarias para elevar «convenientemente» el precio del trabajo y, así, incitar a los poseedores a propiciar nuevas investigaciones, rentabilizar inven ciones, invertir en un desarrollo? Las rebeliones constituyen la fuerza productiva de la historia mo derna. No solamente las rebeliones de los obreros ingleses, que fuer zan, por rechazo, la aceleración del desarrollo técnico y capitalista. Sino también las rebeliones estadounidenses de 1930, que implican un viraje en las relaciones entre los diferentes sectores de la produc ción, engendrando la producción masiva de medios de consumo de nominada abusivamente «sociedad de la abundancia». Al limitar la tasa de desempleo soportable por una sociedad moderna, las luchas que acompañaron a la gran crisis económica de 1930 modificaron toda la vida económica, reorientaron las inversiones, etc. Las rebe liones antiguerra del Vietnam y la resistencia de los disidentes sovié ticos pueden igualmente ejercer su influencia hasta en esa «base eco nómica» que los expertos marxistas y liberales piensan a mil leguas de las agitaciones «psicodramáticas» de las rebeliones actuales. A condición de abandonar las anteojeras de las revoluciones fi nales y de las contrarrevoluciones apocalípticas, se descubrirá en las rebeliones sociales, intelectuales y culturales ni todo ni nada, sola mente un resorte de la historia, la sal de la tierra.
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CONCLUSION
No podría intentarse concluir ni, como en los tomos anteriores, señalar referencias. Dado que, a todo lo largo de esta investigación, el punto de vista de las filosofías de la historia, cualesquiera que ellas sean, fue rechazado por imponer a priori y autoritariamente un sen tido único al devenir de las sociedades y de los hombres, la idea de esbozar un balance resultarla desmesurada. Ella supondría que se puede asignar un orden de aparición que, al mismo tiempo, consti tuye un orden de inteligibilidad. Ahora bien, lo que aparece —y re sulta importante aferrarse firmemente a estas apariencias— es una dispersión temporal y territorial de las ideas y de las configuraciones de ideas. Si bien resulta posible unificar conceptualmente unas pro blemáticas —la del capitalismo naciente, la del estado-nación o la del estado sabio—, se verifica, en cuanto a las respuestas ideales que se inventaron para pensarlas o para suministrar justificaciones a las fuerzas políticas que se apropiaron de ellas, que estas respuestas no emanan de un centro preconstituido —una clase social, por ejem plo—, que ellas no se reducen a la formalización de intereses cons cientes o inconscientes de ese centro —que no son «funcionales», que no llegan, a su vez, para ocupar un sitio en el despliegue de las fi guras de la cultura universal. Se comprueba que ellas son contingen tes. Esto no significa, de ningún modo, que sean «creaciones» de te subjetividad desnuda, o que sean lucubraciones. Son precisamente respuestas, que se elaboran en un contexto cuya diversidad no se ex tiende al infinito, empleando un lenguaje semánticamente analizable y medios intelectuales —la tradición— históricamente enumerables. La relación de la ideología con el poder no es de determínaciórni siquiera de expresión. Ella es, del lado del poder, de captación (y de corrupción), y del lado de la ideología, de esfuerzo, más o menos logrado, de superación o, más exactamente, de profusión. Este es fuerzo se acrecentó en la época contemporánea a causa, probable mente, de la importancia adquirida por los medios de comunicación de masas, al punto que este poder de profusión es utilizado, más
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que por el pasado, y en tanto que tal, como instrumento de sujeción política. No hace mucho tiempo —una decena de años— existía el placer de proclamar, de la Casa Blanca o la Plaza Roja, pasando por sus relevos europeos y «tercermundistas», la muerte de las ideo logías: en nombre de la ciencia, del positivismo lógico y experimen tal en las orillas «sistémicas» del Atlántico, o del socialismo cientí fico enseñado al Este por el viejo continente. Ahora bien, nunca las ideologías han sido tan activas: ellas sirven para legitimar el cálculo estatal, para ocultar la precariedad de las sociedades civiles, para yu gular las rebeliones, tal como lo establece el capitulo cuarto de este libro. Algunas de ellas pregonan un gran rigor formal, otras beben en el arsenal de las «ideas-fuerzas» de los pueblos a que atañen, y otras, Analmente, más refinadas, juegan a la inconsistencia y a la apertura. Todas son el producto de arreglos en las operaciones y los materiales cuyos diversos elementos resultan mezclados. Y aunque sean objeto de preocupaciones solicitas de los encargados de soste ner su carga, hay que preguntarse con frecuencia qué fuerza de per suasión podrían ejercer si no se hubiesen conjugado con los medios clásicos de la represión gubernamental —el ejército y la policía—, a la que hoy se añade más que antes la pesada cuadrícula material de la existencia que la organización tecnoburocrática hace pesar sobre las sociedades y los individuos. A partir de ahí, lo que justamente puede hacerse en estas páginas finales consiste en dibujar a grandes trazos un croquis de la situa ción contemporánea. Resulta fácil caracterizar a ésta por la división del mundo en dos ideologías dominantes, que tienen como polos a las dos superpotendas que serían calificadas, según las convicdones, una como capitalista, imperialista, cosmopolita, burguesa, o liberal, universalista, democrática y progresista, la otra como colectivista, expansionista, burocrática, autoritaria, o socialista, intemacionalista, planificadora y científica. Cada una dirá de la otra que representa al pasado y que la suya expresa e implica la modernidad; y procu rando observar, incluso rápidamente, resulta muy claro que una y otra, situándose en un terreno común, dicen la verdad. En épocas normales, algún grupo de nadones —como en el caso de Bandung— o algún gobierno —ésta parecería ser hoy la pretensión de China po pular— anuncia la buena nueva de otra concepción del mundo que podría apartarse de las posiciones partidistas. Nada de lo provenien te de los estados (o de las institudones internacionales —la ONU— o cosmopolitas —el papado romano, por ejemplo—) manifestó el de seo de lograr esta pretensión. Podría resultar divertido diseñar un cuadro de los trazos pertinentes antitéticos. La pasión polémica o es céptica se ejercería de buena gana. Pero el placer sería muy rápida mente dañado por el hecho de que la oposidón se deshilacha cuan do se advierte que muchos caracteres cambian, o que se alejan, por poco que se interrogue sobre las prácticas de las que esas construc ciones ideales afirman dar cuenta. Ocurre lo mismo cuando se in tenta, en el interior de un mismo campo, desglosar unas variantes «locales»: o bien se trata de un juego del espíritu, o bien, si se pro629
cede seriamente, las especies de cada género constituyen otras tantas piezas de un puzzle, de las que habría que preguntarse si algunas no encajarían más fácilmente en las de los vecinos. Considerando nada más que el ejercicio del derecho y la ideología explícita de los mi nisterios del interior, ¿qué parentesco existe entre el liberalismo bri tánico (menos el Ulster) y el que castiga sin consideración a Chile? El otro sistema ideológico no está en un mejor caso. En suma, para resumir, basta indudablemente con recordar que después de la pri mera guerra mundial llegó el momento en que los obreros en paro de Johannesburgo desfilaron bajo pancartas que exigían «un poder obrero blanco» en Africa del Sur. En verdad, las dos concepciones del mundo, que no dudan en em plear la fuerza armada y unas diferentes variedades de controles ma sivos y campos de concentración para mantenerse como dominan tes, tienen un fondo común. Formalmente, este fondo remite al he cho de que ellas son la legitimación y el patrimonio del poder de es tado, de esos estados ricos y poderosos cuyo núcleo, según Noam Chomsky, está formado por un sistema complejo militar-industrial. A partir de ahí, en la medida en que unos poderes de estado —que se consideran eternos como la providencia— tienen derecho de sos tener lo que puede mantenerlos y acrecentar su duración, acogen y fortalecen los conjuntos de ideas que consideran habrán de surtir ta les efectos. «Liberales» o «socialistas», las ideologías del estado, ac tualmente, sostienen con mayor o menor autoridad, o habilidad, todo lo que legitima la idea de que la forma estatal es inevitable. Fue ra del estado, ¡no hay salvación! Arbitro, patrón, potencia tutelar, emanación o producto de todos, se lo plantea como aquello sin lo cual ni los individuos ni los grupos podrían hallar seguridad, justi ficación de sí, felicidad material posible o legitima —en suma, «la vida humana», como ya decía Aristóteles. Pero, en tiempos de Aris tóteles, el «estado» no estaba aislado de la sociedad. Actualmente, por diferentes procedimientos y manipulaciones, él se alza como el nuevo ídolo, como el juez de lo que está por sobre los ajetreos y las pequeñas alegrías de los hombres. El es la Necesi dad Una que, para mejor asentarse, extrae una parte de su poder —según distintas modalidades, que podrían permitir, en cierta ma nera, distinguir especies en el interior de ideologías de estado con temporáneas— de instituciones públicas o privadas que no pueden exigir obediencia en tanto no se inscriban en esa omnipotencia. La otra noción común reconocible es la ciencia. He aquí lo que distingue profundamente la racionalidad clásica que se ha visto en el operar, desde la época de las luces hasta Hegel, de las formas con temporáneas de la razón. Hoy, cuando las disciplinas formales y ex perimentales verifican la constante diversificación de su campo de in vestigación, cuando la unidad de la ciencia, para mayor bien de la investigación, está cada vez más cuestionada, la ciencia es exaltada como no hace mucho los metafísicos adoraban la idea de saber. La forma saber de la metafísica permanece, mientras que los conoci mientos fundamentales consiguen escapar de tal sujeción. La extre630
mada especialización de las ciencias resulta cubierta por la unidad autoritaria de la administración científica. Y como, por otra parte, la evolución propia de la investigación y la exigencia de realización técnica que le ha sido asociada implican el empleo de medios con siderables, las ciencias en tanto «fuerzas productivas» han visto que se las integraba paulatinamente en las pesadas maquinarias del es tado. El episodio de la conquista del espacio —tal como ahora se efectúa— es uno de los aspectos de esta integración. De escaso in terés para la investigación científica, al parecer, ¡y de gran provecho para los estados! La racionalidad contemporánea sabe manejar sus asuntos. Y no hay que alegrarse de ello. Las manos con que actúa son las de los tecnoburócratas que confiscan los conocimientos para «aplicarlos» —¡y de qué modo! a juzgar por lo que queda de las cien cias sociales cuando éstas se convierten en instrumento de adminis tración— y para utilizarlos con el fin de organizar las sociedades en, por y para los estados. Las ciencias no son ya nada inocentes no sólo en la guerra, sino también en esta paz amenazada, conocida como «seguridad». Positivista y lógico, materialista y dialéctico, el orden ideológico dominante se suscribe a los mismos valores. Ni d’Alembert, ni Kant, ni Hegel, ni Marx son responsables de esta situa ción. Lo que hay que entender es el hecho del poder de estado, pre sente, actual, actuante. ¿Quiere esto decir que no hay lugar para el debate ideológico? ¿Que esto es producto, precisamente, de la lucha de ideas? Afirmarlo sería ser demasiado expeditivos. Porque todo no se produce para mejor. A muchos no les interesa esto. Hegel veía con justeza cuando concebía que el único estado tranquilo, dado que podía estar seguro de haber dominado a la sociedad, era el estado mundial. No es esto lo que tenemos en perpectiva. Más bien otro es el movimiento que se esboza: el de una diversificación de las socie dades que se desarrollan a despecho de las normalizaciones unificadoras del estado. Hay rebeliones; existe también la no obediencia, que consiste en ponerse a distancia, allí donde esto resulta posible, de la maquinación estatal. La autoeducación del género humano, se decía en el siglo de las luces... La autoeducación de los individuos, de los grupos, la audacia por entender que el poder que se otorga al estado y las instituciones intra y paraestatales no tiene otra fuente que el poder que se halla en cada cual. Es bastante con decir que la lucha de las ideas, lucha de ciertas ideas contra otras ideas, carece de punto de apoyo. Ella no puede contar con encontrar en otro sitio intelectual o afectivo un saber, una ciencia que le suministrarían sus conceptos, o con una organización de prepoder o de contrapoder en la que hallaría la práctica ejemplar que le permitiría pensar adecua damente. Y tampoco tiene límites: no se ha escrito ninguna ley que la llame a la sumisión o a la trasgresión. Sin punto de apoyo, sin límite. ¿Libre? Esta historia de las ideologías es, también, la de las libertades. Frangois Chátelet 631
CUADRO SINOPTICO
Este cuadro sinóptico está destinado a dar al lector la posibili dad de hallar las referencias indispensables en el seno de un periodo histórica y geográficamente muy extenso. En suma, se trata de una manera de incluir esta historia no sistemática de las «concepciones del mundo» en el marco tradicional de la historia que piensa por acontecimientos y por sucesión de acontecimientos. Se ha procura do hacer al cuadro sugerente en lo posible, señalando, a propósito, las concomitancias y los desfases. Como es de suponer en este géne ro por esencia abstracto que es la cronología, la selección es arbi traria. Además, en relación con las secuencias más antiguas, se han elegido las fechas más verosímiles —es decir las más corrientemente qdmitidas—, evitándose los signos habitualmente empleados (signo de interrogación, o circa) con el fin de no entorpecer la presentación y dado que, de todos modos, la pretensión de certidumbre es ilegi tima. En cuanto a la distribución de los acontecimientos consigna dos en tres campos, política, artes-letras y civilización, es puramente indicativa. En efecto, en este asunto de las ideologías todo se desta ca en la «política» y en la «civilización», y lo que sabemos de ello nos llega en buena parte de lo que hoy se denominan artes y letras. Esta distribución permite una puesta en páginas más legible: hace fi gurar en la columna de la izquierda lo destacable de la historia en el sentido clásico, la de los estados, de los jefes de todo tipo, de las batallas y de los tratados; en la columna central, lo que pertenece a la «cultura», igualmente en sentido clásico: letras, bellas artes y rea lizaciones espirituales; en la columna de la derecha, los acontecimien tos que hayan producido efectos en la vida material de las sociedades.
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POLITICA
ARTES,LETRAS
CIVILIZACION
—4000
Hegemonía de los reinos súmenos en Mesopotamia (hasta el —2000) Unificación del Alto y del Bajo* Egipto por Menes
Escritura sumeria cuneiforme so bre tabletas de arcilla Primeros jeroglíficos egipcios
Afio primero del calendario judío (-3760) Sumerios y egipcios utilizan el bronce duro; utilización de la rue da en Sumen navegación egipcia en el Mediterráneo (j?)
—3000
Invasión de Asina y la costa medi terránea por las tribus semíticas Antiguo Imperio en Egipto (Menfis) (-2780 -2100) Civilización neolítica en Creta
Templos sumerios de ladrillo Edificación de ciudades en el Va lle del Indo Pirámides de Zoser y de Meidum, las grandes pirámides de Gizeh, la gran Esfinge en Egipto (—2650) Primera codificación de la música china (¿?)
Desarrollo del uso de los metales para herramientas y alhajas, telar, lámpara de aceite, de la India al Oriente Próximo; primera repre sentación de un navio mercante egipcio (—2750) Horno de cal en Mesopotania Comienzos de la industria de ia seda en China
Tribus semitas en Africa del Norte Los árameos se instalan en Pales tina Comienzos de la civilización minoica en Creta Fundación del Imperio de Mesopotania por el rey Sargón de Akkad(—2350—2180) Primera dinastía china Hsia (-2200—1700)
Utilización del papiro por los egip cios: poesía, historia, matemáti cas, registros de impuestos, televamientos topográficos Libro de los muertos, texto reli gioso egipcio (—2300) Registros de observación caldeos (-2200) Zigurat en Ur
Objetos de vidrio en Mesopotamia Dólmenes neolíticos en Escandínavia Determinación de les solsticios y de los equinoccios por los chinos
—2500
POLITICA
— 2500
—2090
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
Construcción de Babilonia El palacio de Minos en Cnosos Tesoro llamado de Priamo, «a Trova
Actividad comercial de los cre tenses Los signos del zodiaco en Babi lonia Utilización del caballo como ani mal de tiro Desarrollo del empleo del bronce en toda Europa La ruta pavimentada de Maiden Castle en Gran Bretafia Ecuaciones algebraicas sobre pa piro y mejora de los procedimien tos de irrigación en Egipto
Imperio Medio en Egipto (Tebas) (-2100-1700) Los reyes de Ur reinan sobre Mesopotamia (—2124—2096) Abraham ¿andona Ur (—2100) Constitución del reino hitita en Aria menor Periodo medio de la civilización minoica en Creta llegada de los griegos al Medi terráneo oriental Desarrollo de la civilización troyana Saqueo de Babilonia por los hititas(—1925) Sesostris III en la 2.a catarata del Nilo(—1860) Reino de Hammurabi en Babilonia (—1800) Imperio persa (—1750) Ultimo periodo minoico (—1700 —1400) Ataques de los hititas contra la Mesopotania y de los hicsos contra Egipto Ahmés rechaza a los hicsos (— 1575)
Historia de Sinuhé, novela egip cia Las 282 leyes del Código de Hammurabi Comienzos del alfabeto semita «Primer periodo» de-la literatura china Alfarería pintada y objetos labra dos en oro en Europa Templo de Amón en Karnak Templo megalítico en Inglaterra
I
I
*
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
_2000
Conquistas egipcias en Asia; apo geo en— 1400
—1500
Civilización del Gangesen la India Comienzos de la civilización micénica en Creta
A partir del — 1500, composición de los Rig Veda Obelisco llamado de Latran y tem plo de Amara en Egipto
Recipientes de vidrio, utilización del cuadrante solar y del relej de arena en Egipto
Desarrollo del imperio hitita Destrucción de Cnosos
Tumba de Tutankhamon, templo de Luxor, adoso de Tebas en Egipto Alfabeto primitivo griego en Cno sos Tesoro de Atreo en Micenas
Primeras herramientas de hierro en la India, luego en el Próximo Oriente Balanza de astil en Egipto
Comienzo de las invasiones llama das-dóricas en Grecia; migración hacia el Asia Hundimiento del imperio hitita Exodo de los hebreos conducidos por Moisés (—1225)
Puerta de los Leones en Micenas Tumbas de Biblos (escritura fe nicia) Tratado de paz entre Ramsés 11 y el rey de los hititas en dos versio nes, jeroglifica y cuneiforme Introducción del alfabeto fonético en Grecia
Primera agrimensura oficial en Egipto
_1400
—1300
POLITICA
ARTES, LETRAS Templo de Ramsés II en Medinet Abu
—1200
Los hebreos ocupan Canaan y cruzan el Jordán Destrucción de Troya Invasión de Egipto y desarticula ción del imperio Aparición del poderío marítimo y comercial de los fenicios
Comienzo de la composición de los King («Clásicos tradicionales») Salomón empieza la edificación del templo de Jerusalén
Los chinos calculan la inclinación de la eclíptica
—1100
Instalación de la dinastía Cheu en China Fundación del imperio asirio (has ta —600) Conquista del Peloponeso por los dorios
—1000
Los reinos hebreos se extienden de Egipto al Eufrates Partición de los reinos hebreos: Judea e Israel (— 935)
Alfabeto hebreo Elaboración de la religión de Zoroastro Templo de Hera, en Olimpia LalUada
Varios descubrimientos técnicos de los chinos (tejido, uso del car bón) Medicina india
—900
Asumazirbal extiende el reino de Asiria hasta el Mediterráneo (— 85(9 Fundación de Cartago, colonia fe nicia (-813)
Transcripción musical de un him no sobre una tableta sumeria Piedra moabita (escritura fenicia alfabética) La Odisea Tiimlká iln Kwllt, ni Sumía
Arte de la equitación llegado de Asia del norte en torno al Medi terráneo oriental Pesas y medidas en Grecia Utilización de la numeración deci mal en la ludia
CIVILIZACION
—800
_700
637
-.6 0 0
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
—770 Victoria de los chinos sobre los mongoles —753 «Fundación» de Roma —750—700 Florecimiento de las ciudades griegas de Ionia —Extensión del poder de Esparta en el Peloponeso —721 Destrucción del reino de Israel —710 Caldea conquista Asiria
Los primeros profetas hebreos es critores, Amós Primera anotación de la fecha de tos Juegos Olimpicos más anti guos Acueducto de Ezequias en Jerusualén Objetos de arte etruscos Inscripciones etruscas (no desci fradas) Ciudad asiria fortificada de Khorsabad
Estateras de electro acufiadas en Lidia En Roma, calendario de doce me ses de Numa Pümpilio Explotación de las minas de plata del Laurion en el Atica
—682 Sumisión del rano hebreo a Asiria. Los griegos en Sicilia y en Italia del Sur —621 Dracón, primeras leyes es critas en Atenas —606 Nabucodonosor somete a los reinos de Judá y de Egipto
Poesía elegiaca de Tirteo de Es parta (—685) Alfabeto griego clásico Primera inscripción latina —626 Bajorrelieve del palacio de Asurbanipal en Nínive Profecías de Jeremías Nuevo palacio de Babilonia —610 Nacimiento de Anarimandro
Utilización del hierro en Egipto Trabajos de irrigación en Mesopotamia
Destrucción del imperio asirio por tos caldeos, los medos y los persas —594 Las leyes de Solón en Ate nas
Alfarería «con figuras negras» en Grecia Jardín colgante en Babilonia Aparición de la columna dórica;
«Filosofía natural» de Tales de Mileto, que predice un eclipse de sol (-585) El papiro en Greda
638
—600
POLITICA
ARTES, LETRAS
—586 Incendio de Jerusalén; cau tividad de Babilonia A partir de —580, periodo de las tiranías en Grecia —560—527 Tiranía de Pisístrato en Atenas —560 Ciro II se convierte rey de los medos y de los persas —560 Creso, último rey de Lidia —538 Edicto de Ciro, fin del cau tiverio de los hebreos
El Olimpia, templo de Siracusa —550 Nacimiento de Sakyamuni — Escritos de Lao-tsé — Nacimiento de Confucio — Nacimiento de Anaximenes — Muerte de Anaximandro — Fundación de la escuda pigórica —540 Nacimiento de Parménides y de Heráclito; aparición de la columna jónica —536 Los hebreos reconstruyen el templo de Jerusalén —530 Primer sermón de Sakya muni, convertido en Buda Alfarería con «figuras rojas» en Grecia —525 Nacimiento de Esquito —518 Nacimiento de Píndaro Templo de Júpiter Optimo Máxi mo en Roma Construcción del teatro de Belfos
Molinos de viento en Persia Abacochino Desarrollo de la medicina en Grecia Geografía de Hecateo de Mitote, el Periégesis
— 500 Nacimiento de Anaxágoras — 495 Nacimiento de Sófocles — 490 — 456 Tragedias de Es quilo — 490 Nacimiento de Heredóte,
Utilización generalizada del tomo de madera en Oriente próximo
—530 Conquista de Egipto por Cambises Apogeo del imperio persa con Darío —510 La República en Roma —504 Reforma democrática de Clistenes en Atenas
_ 500
—500 — 494 Rebelión de tos grie gos de Jonia contra los persas, de nota de tos griegos — 494 Liga presidida por Roma contra tos etruscos
’ CIVILIZACION
e
I
POLITICA
ARTES, LETRAS
— 490 Primera guerra médica: derrota de los persas en Maratón
de Empédodes, de Zenón de Etea — 485 Sala hipóstila de Jerjes en Persépoüs Nacimiento de Protágoras y de Georgias — 480 Nacimiento de Eurípides; muerte de Heráclito y de Anaxlmenes — 479 Muerte de Conlucio
—500 — 480 Segunda guerra médha: conquista de Atenas; derrota de los persas en Salamina y en Platea (-479) — 477 Constitución de la Uga de Délos bajo la hegemonía de Ateñas — 460 Consolidación del régimen democrático en Atenas; Pendes dirige los asuntos de la ciudad (hasta —429) —450
— 450 Los plebeyos asociados al poder en Roma —431 Comienzos de la guerra del Pelqponeso entre Atenas y Es parta
639
—470 Nacimiento de Sócrates — 469 — 405 Tragedias de Sófodes — 460 — 406 Tragedias de Eurípides —460 Nacimiento de Leudpo, de Demócrito, de Hipócrates El Discóbolo, de Mirón Templo de Zeus en Olimpia — 450 Muerte de Parménides y de Empédodes El Partenón —444 Nacimiento de Antistenes —430 Nacimiento de Jenofonte —428 Muerte de Anaxágoras — 427 —388 Comedias de Aristó fanes —427 Nacimiento de Platón
J
1
CIVILIZACION
Desarrollo de múltiples técnicas en Grecia: medicina, navegación, pesos y medidas, urbanismo, m&quinas simples Vi^es cartagineses en las costas de Africa Temía atómica de la escuela democritiana; resolución del proble ma de la duplicadón del cubo Desarrollo de las técnicas agrícolas en China
POLITICA
ARTES, LETRAS
—415 — 413 Derrota de la expedidón ateniense en Sicilia — 405 Derrota ateniense ante los espartanos en Egos Pótamos — 404 En Atenas, tiranía de los Treinta; retomo a la democracia
A partir de — 424, Tuddides compone la Historia de ¡a guerra del Peloponeso Terminación en el Acrópolis del Erecteón
CIVILIZACION
—399 Juicio y muerte de Sócrates
_490 — 395 Comienzos de la lucha por la hegemonía en Greda entre Es parta, Atenas y Tebas — 391 Etruria conquistada por los romanos — 387 Incendio de Roma por los gatos
— 371 Victoria de tos tebanos sobre Esparta en Leuctra
— 366 Primer consulado plebeyo en Roma
—390 Nacimiento de Pnudteles —387 Fundación de la Academia por Platón — 384 Nacimiento de Aristóteles y de Demóstenes —380 Muerte de Hipócrates —375 Jenofonte, Anabasis —371 Nadmiento de Mencio, en China — 370 Muerte de Leucipo y de Demócrito Comienzos de la construcción del templo de la Concordia en Roma —365 Muerte de Antfstenes
Menecmo estudia la parábola y la hipérbole
POLITICA
_350
— 362 Victoria de los atenienses y de los espartanos sobre los tebanos en Mantinea —359 Filipo II, rey de Macedonia —350 Fracaso de la rebelión de los judíos contra los persas
—338 Vencedor de los griegos coaligados con Queronea, Filipo se instituye su «soberano» —336 Alejandro accede al poder, administra Greda, conquista Egipto y subyuga Asia hasta el Indo —323 Muerte de Alejandro, que provoca la desintegración de su imperio —321 Derrota romana por los eaumitas
ARTES, LETRAS
—359 Jenofonte, las Helénicas —351—340 Demóstenes, las Fillpicas Teatro de Epidauro; tumba de Mausoleo en Halkamaso —347 Muerte de Platón —343 Aristóteles, preceptor de Alejandro —341 Nacimiento de Epicuro —338 Muerte de ISócrates —336 Nacimiento de Zenón de Cirio —330—262 Meandro: la «nueva comedia» —322 Muerte de Aristóteles, y de Demóstenes; Alejandría se con vierte en la capital intelectual del mundo griego
—306 Epicuro funda el Jardín
CIVILIZACION
Primeras hipótesis sobre la esfericidad de la Tierra
Viaje de Piteas hasta Inglaterra La escuda de Aristóteles, el Liceo, acumula observaciones y docnmentes sobre todos los campos naturales: astronomía, metereologia, física, biología, historia politica Primeros trabajos de la Vía Apia; Aristarco de Somos (—310—230) emite la hipótesis del movimiento de la tierra y del heliocentrismo.
POLITICA
£SJ _ J0O
—290 Rendición de los samnitas a los romanos —280—272 Penetraciones roma nas en Sicilia y en Epiro
25C
—264 Primera guerra púnica; los romanos conquistan Sicilia —250 Imperio Asoka en la India (hasta el — 220, luego decadencia de la civilización maurya) —249 La dinastía Tsin instala en China su imperio burocrático
—225 Los galos cisalpinos exter minados por los romanos —220 Segunda guerra púnica; Aníbal conquista España En China, dinastía de los Chin —215 Los cartagineses amenazan Roma
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
—300 Zenón funda el Pórtico —298 Nacimiento de Hsun-tse El Coloso de Rodas, por Chases —289 Muerte de Mencio —284 Fundación de la biblioteca de Alejandría —281 —205 Crisipo —279 El faro de Alejandría en Paros —270 Muerte de Epicuro —265 Muerte de Zenón de Citio —262 Biblia de los Setenta —254—184 Plauto Columnas de Asoka
Los Elementos de Euclides Los trabajos de Teofrasto sobre los minerales y los vegetales, de Erasístrato sobre el organismo Edificación del observatorio de Alejandría por Ptolomeo Soter; relojes de agua Investigaciones sobre la hidrodi námica de Estratón de Lampsaco Recopilación del corptts hipocrático Cartografía de Egipto por Eratósteno, estimación de la circunfe rencia de la tierra Trabajos teóricos y técnicos de Arquimedes (—220 —210): princi pio de la palanca; principios de hidroest&tica; múltiples invencio nes técnicas; matematización de la experiencia
—239 —170 Los Anales de Enio, padre de la literatura latina —238 Muerte de Hsun-tse Adopción del taoismo y del confucionismo como religión oficial
Introducción del afio bisiesto en el calendario egipcio Construcción de la Vfe Flaminia Geometría de los cónicos de Apolonio de Pergamo, cálculo de 7T Utilización de los arreos, y de la noria en él Oriente Próximo
POLITICA
ARIES, LETRAS
—202 La segunda guerra púnica termina en un empate Dinastía de los Han en China
_200
—200—197 Primera guerra de Macedonia —185 En la India, dinastía Sunga —167 Los macabeos se sublevan contra Antíoco IV y obtienen la independencia de los judíos (hasta e l-153) —167—148 Segunda guerra de Macedonia: Grecia queda bajo control de Roma —149—146 Tercera guerra púnica; destrucción de Cartago —133 Asia Menor, provincia ro mana —115 El ejército chino ocupa el valle del Tarim —112 —105 Guerra victoriosa de Roma contra Yugurta, rey de Numidia —102—101 Mario’ aplasta a los cimbrios y a los teutones
CIVILIZACION —215 Comienzos de la construc ción de la Gran Muralla de China; aritmética china; fabricación de la porcelana
—195—159 Terencio —180—llOPanedo —179 Edificación de la basifica Emilia La Venus de Milo
—150—120 Pofibio, Historias —135 —50 Posidonio
—106 Nacimiento de Cicerón
El pavimento romano
Trabajos de Hiparco (—161 —127); astronomía, trigonome tría, catálogo de las estrellas Herón de Alejandría: mecánica, tecnología, agrimensura
POLITICA _ 100
— 50
—90 Maño y Sita se disputan el poder; revueltas contra Roma en Asia Menor yen Greda —82 Sila dictador; restauración de la pax romana —73—71 Levantamiento de Espartaco —70 Pompeyo encargado de pa cificar Asia (conquista de Jerusalén en —63) —62 Triunfo de Pompeyo —60 Triunvirato de Pompeyo, Craso, Celar —58—51 César conquista las Galias A partir de —50, lucha por el poder entre César y Pompeyo
—44 Asesinato de César; triunvirato de Marco-Antonio, Lépido, Octavio —40—31 Locha por el poder entre Maxco-Antonio y Octavio - 31 Batalla de Actlo. Victoria de
ARTES, LETRAS —98—55 Lucrecio, De Natura rerum (—60—55) —86—34 El historiador Salustio —84 —54 El poeta Cátalo Libro de Enoch Escritos de los Fariseos Dionisios de Tracia, primera gramática griega —70—19 Virgilio
CIVILIZACION
Vitruvio, Sobre la arquitectura
Medicina «natural» de Asdepfades en Roma (contra el hipocratismo)
—65—8 Horado
—50—18Tibulo —51 César De Bello gallico —47 Varrón: Las Antigüedades divinas y humanas —46—44 Cicerón, De Finitas... de Officiis —4 3 + 17 Ovidio —43 Muerte de Cicerón —35 Corneüo Nepote: Vida de ¡os grandes capitanes Lacoonte, escultura en mármol Comienzos de la construcción del I'«íiI«Ah mi Hímís
—47 Incendio de la biblioteca de Ptolomeo 1 —46 Adopdón del calendario JuKano (365 días 1/4) Construcdón en Atenas de la Toiré de los Vientos, observatorio astronómico y meteorológico Acueducto de Nimes Geografía de Estrabón (—58+21)
1
V.
POLITICA
ARTES, LETRAS
—27 Octavio recibe el nombre de Augusto: el Imperio Romano
—27—17 Tito-Lirio: Historia ro mana --23 —16 Propercio: Elegías — Virgilio: La Eneida —13 + 54 Filón de Alejandría
—9 Conquista de Germania
CIVILIZACION
—4+65 Séneca —4 Nacimiento de Jesucristo
dgh> I
6 Tiberio reconquista las provin cias del Danubio 6 Judea, provincia romana 14 Muerte de Augusto 14-37 Tiberio, emperador 22 Dinastía de los Han «posterio res» en China 28 Martirio de Juan Bautista 30 Jesucristo crucificado 37 Muerte de Tiberio 37-41 Caligula, emperador 41-54 Claudio, emperador 54-68 Nerón, emperador 57 Primeras relaciones entre Chi na y Japón 58 El emperador Ming-ti introdu ce el budismo en China
30 Valerio Patérculo, Historias ro manas 37-95 Flavio Josefo Valerio Máximo, Hechos y dichos memorables Epístolas de Pablo 50-125 Epicteto 50-125 Plutarco Perseo, Sátiras Luciano, leFarsaiia Fetronio, el Satiricón
Celso, Medicina
Séneca, Quaestionum naturaiium LibriVH Dioscórides, De Materia medica (repertorio de plantas medici nales)
POLITICA 64 Incendio de Roma. Persecucio nes contra los cristianos; martirios de Pedio y Pablo 68-79 Vespasiano. emperador 70 Rebelión de los judíos; Tito destruye Jenisalén 79-81 Tito, emperador 81-96 Domiciano, emperador
96-98 Nerva, emperador. 98-117 Trajano, emperador. Ex tensión máxima del imperio romano
siglo
n
117-138 Adriano, emperador 120 Kanishka, rey de la dinastía Kush&na en el norte de la India
138-161 Antonlno, emperador *
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
Evangelio según San Marcos Edificación del Coliseo en Roma 74 Evangelio según San Mateo 80 El Lun-Heng, exposición del confutianismo — Evangelio según San Lucas 95 Quintiliano, La institución omtona
Historia natural de Plinio el Viejo Introducción a la aritmética de Nicómaco Fabricación del papel en China
107-116 Tácito, Historias, Anales Suetonio (75-130) Vida de los doce Césares Celso, el Discurso verdadero 121 Nacimiento de Marco Aurelio 124 Se termina el Panteón en Roma 135 Templo de Zeus Olímpico Pausanias, Periegesis
L
i_____
siglo
m
I
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
150 Los godos en las costas del mar Negro 151-152 Revuelta de los mongoles contra la China
150-215 Clemente de Alejandría 150 Luciano, Diálogo de los muertos Traducción de la Biblia al griego Torre edificada en honor de Buda en Peshawar 155-220 Tertuliano 161 Institucones de Gayo
Trabajos astronómicos y cartográficos de Pttúomeo El Almagesto define el sistema geocéntrico que va a dominar durante quince siglos
siglo n
I
161-180 Maroo-Aurelio, emperadar Los bárbaros amenazan las fron teras del imperio 180-193 Cómodo, emperador tras un periodo de agitaciones 193-211 Septimio Severo, emperador
212 Edicto del nuevo emperador, Caracalla, que confiere la ciuda danía a todos los miembros del imperio. Periodo de disturbios: luchas por el poder, los bárbaros renuevan sus presiones en las fronteras 292 El emperador Diocleciano re organiza el imperio
Tratados médicos de Galeno 185-224 Orígenes Sexto Empírico, Advenus mathematicos 205 Nacimiento de Pbtino Diógenes Laercio Escritos rúnicos en Dina marca Persecución de Manes, en Persia 258 Templo de Baal, en Palmita 270 Muerte de Plotino
Relaciones comerciales China-im perio romano En China, utilización dd negro de humo; inicio de la imprenta
275 Aritmética de Diofante Investigaciones matemáticas y me cánicas de P&ppus Hostilidad de Diocleciano respec to a la ciencia
siglo IV
POLITICA
ARTES, LETRAS
Nuevas persecuciones contra los cristianos 305 Abdicación de Diocleciano —Constantino emperador 312 Reunificación del imperio; fin de las persecuciones anticristianas 313 En China, fin de la dinastía Chin —Edicto de Milán que garanti za la libertad religiosa 314 Concilio de Arlés
Crecimiento constante del budis mo en China Evangelización en Armenia Progreso del eremitismo cristiano en Egipto del Norte Arco de Constantino en Roma Cisma de Arrio
320 Chadragupta funda el impe rio gupta en India del Norte 325 Primer concilio de Nicea, que condena a Arrio Fundación de Constantinopla en honor de Constantino 337 Constantino muere bautizado
Comienzos del arte gupta que do minará India hasta el siglo IV El Credo de Nicea Eusebio, Historia de la Iglesia cristiana El Nuevo Testamento Primera basílica de San Pedro en Roma San Pacomio de Egipto instaura reglas monásticas 340-397 Ambrosio Pintura sobre seda en China Evangelización de Abisinia Fundación de la Scola Cantonan en Roma Ulfilas, obispo arrio, traduce la Biblia al gótico
CIVILIZACION
Herejía donatista rápidamente combatida Gran actividad en las investigacio nes médicas y físicas en la India
El Surya, tratado indio de astro nomía que utiliza un amplio apa rato matemático
POLITICA
siglo IV
siglo V
360 Juliano proclamado empe rador Comienzos de las invasiones de los Hunos en Europa 361 Juliano lucha a favor del pa ganismo 363 Muerte de Juliano 364 División del imperio: Teodo ro, Honorio 370 Teodosio, emperador de Oriente 381 Concilio de Constantinopla 386 Los tártaros fundan la dinas tía Wei en el Norte de China 392 Teodosio unifica el imperio 395 Muerte de Teodosio, nueva división del imperio — Alarico, rey de los visigodos 396 Alarico invade Grecia
ARTES, LETRAS La gruta de tos Mil Budas en Kansu 354 Nacimiento de Agustín 360-422 Pelagio La Vulgata de Jerónimo Ambrosio codifica el canto llano
CIVILIZACION
Cirugía veterinaria de Peíagio
Los libros empiezan a reemplazar a los rollos
387 Conversión de Agustín
3% Agustín, obispo de Hipona Suspensión oficial de los Juegos Olímpicos 400 Agustín, Las Confesiones — Pseudo-Dionisio Areopagita — Los japoneses utilizan los ideogramas chinos
POLITICA
ARTES,LETRAS
410 Alarico ocupa Rama 411 El concilio de Caitago conde na al donatismo
El Talmud de Jerusalén Comienzos déla herejía pelagiana 414-485 Prodo 413-427 Agustín, La Ciudad de Dios 415 Oros», Contra las paganas Longo, Dafnia y Che
418 Los francos conquistan las Gallas 42S Los bárbaros dominan una tras otra las provincias romanas 428 Meroveo, rey de los francos siglo V
433 Atila, rey de los hunos 450 Ocaso del reino gupta en la India 451 Atila, derrotado en las Gallas, invade Italia 452 León el Grande, papa 468 Repliegue general de los hunos 476 Pin del imperio romano Odoacro, rey de los godos, reina sobre Italia 482 Clodoveo, rey de los francos salios 484 Los hunos heftalíes gobiernan la India
CIVILIZACION
430 Muerte de Agustín 431 Concilio de Efeso, condena del nestorianismo El Código de Teodosio, resumido de la legislación romana
Trabajos del matemático indio Aryabhatta (potencias y raíces de los números)
ARTES, LETRAS
POLITICA 493 Teodorico, rey de los ostrogo dos, conquista Italia 496 Bautismo de Clodoveo 511 Muerte de Clodoveo
527 Justiniano, Oriente
siglo VI
emperador
de
535 El bizantino Belisario con* quista Italia 540 Belisario es derrotado por los visigodos 550 Formación de los reinos anglos 552-553 Los bizantinos ocupan Roma que es anexionada al imperio de Oriente 557 División del reino franco: Austrasio, Neustria, Burgundia 565 Muerte delustiniano 555-580 Los lombardos conquis tan Italia 581 Dinastía Sui en China (hasta 619); reconstitución de la unidad china
CIVILIZACION
El Misal Boecio, De Jnstitutione música, Consolación de lafítosafia San Benito funda la orden de los benedictinos Justiniano cierra las escuelas de Atenas 529 Código de leyes civiles de Jus tiniano Edificación de Santa Sofia El budismo penetra en Japón Comienzo de la conversión de ios galos al cristianismo
Gregorio el Grande organiza el canto de Iglesia
El gusano de seda es traído de China por viajeros Una epidemia de peste se desencadena en Europa: en cincuenta altos, muere la mitad de la población
La imprenta en China
■iglo VI
POLITICA
ARTES, LETRAS
588 Conflicto entre el patriarca de Constantinopla y el papa 589 Recaredo, rey de los riágodos, se convierte al catolicismo romano 597 Conversión del rey de Kent al cristianismo
594 Gregorio de Tours, Historia Francontm
603 El rey lombardo Agüulfo re nuncia al arrianismo y se convierte al catolicismo
ligio VII
,
...
619 Dinastía Tang en China (has ta 906) 622 Alio I de la Hégira 632 Muerte de Mahorna 634-643 Conquistas árabes: Siria, Ferña, Jerusalén, Armenia, Tripolitania 645 Comienzos del periodo Nara en el Japón 646 Expansión china en Turquestán 647 División de la India r
604 El budismo religión del Japón 610 Mahorna empieza a predicar el islam Introducción del budismo en Tibet El Corán La cúpula de la Roca, en Jerusalén, el edificio musulmán más antiguo Sie-Ho, Los seis principios de la pintura (China) Arte Nara 649 Concilio de Letrán: condena del monotellimo
... /
-1
l
CIVILIZACION
Construcción del gran canal en China
Enseñanza sistemática de las matemáticas para los exámenes de Estado en China Repertorio enciclopédico de las ciencias y de las técnicas de Isidoro de Sevilla Trabajos matemáticos de Brahmagupta en India
L
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J,
POLITICA
«Iglo vn
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
661 Dinastía omeya 664 Inglaterra convertida al cato licismo 670 Los árabes conquistan el Africa del Norte 697 Los venecianos designan su primer dogo 705 Gran mezquita de Damasco 712 Estado árabe en el Sindh, en India — Los árabes conquistan Sevilla
rigió v rn 732 Poitiers, limite de la expansión árabe en el norte 750 Dinastía de los abasidas 751 Pipino el Breve, rey de los francos — Victoria de los árabes sobre los chinos
Cosmografía de Rávena
Primer libro en japonés, el Kajiki; Beowulf, epopeya en inglés an tiguo Tchouen Khi, dramas heroicos, apogeo de la cultura Tang en China 72S Beda el Venerable, Historia latina de hs ingleses 735-804 Alcuino León III publica un código, la Ecloga
Primera antología de la poesía japonesa
Comienzos de la fabricación del papel en bs países bajo dominadón árabe
P O L IT IC A
sido
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759 Tregua entre cristianos y mu sulmanes en España 760 En Armenia se establece una tribu tártara: núcleo del imperio turco 771 Advenimiento de Carlomagno 774 Carlomagno confirma al papa el patrimonio de San Pedro 779 Unificación de Inglaterra 782 Akuino organiza la enseñan za para Carlomagno 786 Harún-al-Raschid, califa de Bagdad
794 Comienzos del período Heian en Japón (hasta 1185)
siglo IX
800 Carlomagno anonado empe rador de Occidente — Reformajurídica éntrelos fran cos de Germania — Poder de los Rajputs en la bufia — Poderío Khmeren Camboya — Desarrollo del reino búlgaro
A R T E S .L E T R A S
762 Fundación de Bagdad por Almanzor
C IV IL IZ A C IO N
Difusión de las «cifras árabes», de origen indio, en el Oriente próximo
Trabajos del químico árabe Jabir 776 Abadía de San Dionisio Primeros versos en germano Construcción de la mezquita de Córdoba (terminada en el 990) 787 Segundo concilio de Nicea: condenación de los iconoclastas 788 Nueva edición del código de Teodosio por Carlomagno Linewulf, poemas anglosajones
793-873 al-Kindi Capilla Palatina de Aix-la-Chapelle Hildebrandslied, poema de Alta Alemania En la India, Saukara Acharya constituye el hinduismo
Molinos para papel en Bagdad
al||o IX
POLITICA
ARTES, LETRAS
809 Muerte de Harún-al-Raschid
Pinturas de Li-Chen y de Chou Fang en China 813 El concilio eclesiástico de Tauro autentifica la «lengua fran cesa» — Primera fundación de San Marcos en Venecia —Vida de Carlomagno por Eginhard — Fundación de la orden de San Marcos en Venecia — Jonás de Orleáns, De institudone regia
814 Muerte de Carlomagno 826 Los árabes conquistan Creta — Evangelización de los daneses 837 Los normandos en Inglaterra — Los árabes ocupan Sicilia 842 Juramentos de Estrasburgo 843 Tratado de Verdún: división del imperio de Carlomagno — Numerosas incursiones de los Normandos en las costas, de Hamburgo a Espolia; penetración en Francia 846 Saqueo de Roma por los árabes
846 Juan Escoto Erigena en la dirección de la escuela del palacio de Carlos el Calvo
Cirilo y Método evangelizan a los esclavos 867-870 El emperador de Oriente apoya al papa contra Focios; cis ma de Focios 872-950 Alfardi — Desarrollo de la civilización Khmer (Angkor Thom) 877 Los árabes amenazan Venecia
CIVILIZACION Sistema decimal desarrollado por los árabes Fundación de un observatorio y de la «Casa de la Sabiduría» en Bagdad Charizmi, el álgebra Traducción del Abnagesto de Ptolomeo al árabe
Perfeccionamiento del astrolabio Los árabes multiplican la traducdónde textos antiguos; desarrollo de la investigación en vatios campos
POLITICA
aigjo IX
■iglo X
881 Caitos el Gordo, emperador de Occidente: reunificación del imperio 885 Los normandos sitian París 887 Deposición de Carlos el Gor do: nueva división del imperio 900 Los húngaros destruyen la Confederación morada — Los checos unifican a las tribus de Bohemia 910 El califato fatimida China: periodo de guerras civiles hasta 960 911 Tratado de Santa Gara sobre Epta: el ducado de Normandía 913 Los fatimidas conquistan Egipto
924 Simeón, zar de los búlgaros, extiende sus dominios pero fraca sa ante Constantinopla 957 Oiga, princesa de Kiev, se convierte al cristianismo 960 Fundación de la dinastía Seng rn China,
ARTES, LETRAS 882 Hincmar de Reinas, De Ordine Palatii
El campanil de San Marcos en Venecia Califato Omeya en Córdaba: desarrollo artístico
914 Consagración de la abadía de Chiny: reforma de la orden bene dictina Constantino Cefalas, Antología griega, llamadapalatina
CIVILIZACION
POLITICA
ligio X
962 Otón I, emperador de Occi dente 967 Bautizo del duque de Polonia — Consolidación del poder de los califas en Egipto; El Cairo, ca pital
985 Bautismo de Esteban, rey de Hungría 987 Hugo Capeta, rey de Francia 988 Vladimir, príncipe de Kiev se convierte al cristianismo 1000 Ataques de los vikingos contraNormandía
ligio XI
ARTES, LETRAS
Fundación de la Universidad de Córdoba 980-1037 Avicena 984 Consagración de la segunda abadía de Cluny El emperador de China ordena una enciclopedia del saber
Los vikingos de Eriko el Rojo en Groenlandia
988 Fundación de la Universidad de al-Azh&r Apogeo de la civilización maya en Yucatán Firdausi, El libro de los reyes. epopeya persa
1017 Knut, rey de toda Inglaterra 1037 Fernando I de Castilla se apodera de León y asegura su poder en los reinos cristianos de España
CIVILIZACION
1027-1123 Omar Khayyam, poeta y matemático persa 1033-1109 Anselmo Fundación de Santa Sofia de Kiev Construcción de la abadía de Westminster
1004 Muerte de Guerberto, el papa Silvestre II, introductor de los números árabes y del astrolabio en Occidente
siglo XI
POLITICA
ARTES, LETRAS
1043 Enrique III proclama la paz de Dios 1054 El cisma de Oriente: ruptura definitiva entre la Iglesia de Orien te y Roma 1055 Los turcos selyúcidas se apo deran de Bagdad 1066 Batalla de Kastings; Guiller mo de Normandia, rey de Ingla terra — Reinos normandos en Italia, que expulsan a tos bizantinos 1073 Conflicto entre Guillermo el Conquistador y el papa GregoVII 1077 El emperador Enrique IV se humilla ante Gregorio VII en Ca nosa — Los selyúcidas toman Jerusalén y Damasco Los almorávides amos de Marrueeos — Los normandos en los Balcanes 1096-1099 Concilio de Clermont: la I Cruzada 1098 Toma de Antioquía 1099 Toma de Jerusalén
Construcción de las catedrales de Parma y de Pisa Atenas, el mosaico bizantino Pantocrator La Canción de Roiand Comienzo de la «tapicería» de Bayeux
Construcción de la Catedral de Santiago de Compostela
1079-1142 Abelardo 1090-1153 Bernardo de Clairvaux 1094 Anselmo, arzobispo de Canterbury, Cur Dens Homo 1098 Fundación de la abadía de Citeaux
CIVILIZACION Calendario de Omar Khayyam
I
I
1
POLITICA 1100 Fundación del reino franco de Jerusalén 1104 Toma de San Juan de Acre por Boduino I
sigo
1118 Alfonso de Aragón ocupa Zaragoza
xn
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
1100-1160 Pedro Lombardo
1113 Fundación de la orden de los hospitalarios de San Juan de Je rusalén 1115 Fundación de la abadía de Clairvaux por Bernardo 1115-1180 Juan de Salisbuiy
Construcción del arsenal de Venecia 1112-1152 Templo Angkor Vat en Camboya
1121 Primera condenación de Abelardo en el concilio de Soissons
1122 Los almohades conquistan Marruecos 1126-1198 Averroes 1134 Derrota de Alfonso de Ara gón
1147-1149 II Cruzada: derrota de los cruzados en Damasco; los nor mandos ocupan Túnez y Trípoli
1140 Segunda condenación de R. de Chester, traducción del iraAbelardo en el concilio de Sens be: Líber de Compoiitione al— Cantar del m(o Cid, poema chemiae castellano - Construcción de la abadía de San Dionisio
POLITICA
ARTES. LETRAS
CIVILIZACION
1150-1170 Tristón e Isolda 1151 Servia entra en el imperio bizantino 1152 Federico Barbanoja, rey de Germania 1155 Universidad de París Poemas del Romance de la Tabla Redonda
ligio
1158 Fundación de la orden de los Caballeros de Calatrava, primera orden puramente militar y na* rional
xn
1170 Ejecución de Tomás Becket 1187 Victoria de Saladino sobre los cruzados: ocupa San Juan de Acre 1189-1192 III Cruzada 1191 Los cruzados recuperan San Juan de Acre — Ricardo Corazón de León con cede la isla de Chipre como leudo a la orden de los Templarios — Tregua entre Ricardo y Sala dino
1165 Layes de María de Francia 1167 Fundación de la Universidad de Oxford 1168-1253 Roberto Grossetesta 1170 Cristión de Truyes: Lancelot, Perveval
1193 Construcción de la mezquita de Delhi
1156 Fundación de Moscú 1160 Traducción al latín del Almagosto de Ptolomeo
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
1192 Institución del shogunado por Yoritomo que elige Kamakura como capital (Japón) ligio
xn
1197 Los cruzados toman Beyrux 1198 Fundación de la orden teu tónica
ligio
xm
1202 Guerra entre Felipe Augusto y Juan sin Tierra 1202-1204 IV Cruzada desviada por solicitud de los venecianos hacia Constantinopla 1204 Los cruzados toman Constantinopla; fundación del imperio latino — Derrota de Juan sin Tierra 1209 Excomunión de Juan sin Tie rra por Inocencio III 1209-1229 Cruzada contra k» albigenses 1210 Primeros ataques de Gengis Khan contra China
1193- 1280 Alberto Magno 1194-1260 Construcción de la ca tedral de Chartres 11% La Giralda, campanario de la mezquita de Sevilla
Hada 1200 los Carmina huraña — Villehardouin: Crónica 1203 W. von Eschenbach: Parsifal
1206 Fundación de la orden con templativa de los dominicos
1210 Fundación de la orden men dicante de los franciscanos
Roger de Salerno: Practica chirurgica — Los aztecas se establecen en México Traducción latina de Aricena: De Minemlibus 1202 Fibonacd: Líber abbaci, explicarión de la numeración árabe
ligio xni
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
1212 La cruzada de los niños — Autonomía del reino de Bohe mia reconocida por una bula pon tificia — Victoria española sobre los al mohades en Las Navas de Tolosa 1213 Sumisión de Juan sin Tierra al papa 1214 Victoria de Felipe Augusto sobre Juan en Bouvines 1215 Gengis Khan toma Pekín — En Inglaterra, la Carta Magna Letrán IV: la transubstanciación — La orden de los dominicos orientada a combatir a la herejía albigense 1217 Fracaso de la VI Cruzada contra Egipto 1219 Gengis Khan se apodera de Samarkanda, de Bukara, de Irán y del sultanato de Delhi
— Se inicia la edificación de la catedral de Reims
Tratado comercial entre Venecia y el sultán de Egipto
1222 Creación del imperio de TeSalónica 1223 Los mongoles en Rusia
Michael Scot: Líber astronomiae Palacio de la Razón en Padua Aucassin y Nicolette 1220 Catedral de Salisbury 1221-1274 Buenaventura 1222 Fundación de la Universidad de Padua — Palacio de la Razón en Milán — Código de las leyes sajonas 1224 Universidad de N¿potes
Fibonacci: Practica geometriae Gran enciclopedia geográfica árabe Desarrollo de las ciudades comer ciales alrededor del Báltico
POLITICA 1225 Confirmación de la Carta Magna 1227 A la muerte de Gengis Khan, el imperio mongol se extiende del Pacifico al mar Caspio — Los caballeros teutones inician la conquista de Prusia 1227-1241 Gregorio IX organiza la Inquisición por la constitución de 1231 1228 La VI Cruzada toma Jerusa lón: Federico II, rey de Jerusalén rigió
xm
1236 Toma de Córdoba a los moros 1238 Los mongoles conquistan Moscú 1240 Alejandro Nevski derrota a los suecos 1241 Los mongoles invaden la Bohernia: limite de la conquista mongólica en Occidente: «La Horda de Oro» 1242 Alejandro Nevski aplasta a los caballeros teutónicos 1248 Femando III toma Sevilla 1248-1254 VII Cruzada 1250 Rebelión de los gascones contra Simón de Montfort
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
— Guido Fava de Bolonia: La Gemma purpúrea 1236 El Romanee de ¡a rosa
— Nacimiento de Cimabue, «el padre de la pintura» — Edificación de la abadia de Westminster — La Santa Capilla en París — Universidad de Salamanca
Alianza comercial de Hamburgo y de Lflbeck
Las tablas astronómicas llamadas alfonsinas
POLITICA — San Luis prisionero de les sarracenos — Rano de los mamelucos turcos Bahritas en Egipto — Muerte de Federico 11 de Hohenstaufén — Constitución del Parlamento de París 1251 Represión feroz contra los albigenses
siglo
xm
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION Los primeros florines de oro acufiados en Florencia
1251-1257 Roger Bacon enseña en Oxford 1257 Fundación de la Sorbona —Saadi, poeta persa: «El Huerto CBustan) Tomás de Aquino: Suma contra los gentiles
— Bacon: De MirabiU potestate artis et naturae
1258 Los mongoles conquistan Bagdad 1259 Tratado de paz franco-inglés 1260 Advenimiento de Kubilai Khan 1261 El emperador bizantino to ma de nuevo Constantinopla a los latinos, y luego Macedonia 1262 Los castellanos toman Cádiz
1267 Kubilai Khan ocupa el Turquest&n
1266 Bacon: Opus majus 1266-1273 Tomás de Aquino: Su ma teológica 1266 Nacimiento de Giotto
Papel moneda en China
POLITICA 1270 VIU Cruzada — Muerte de San Luis en Túnez 1273 Eduardo I, rey de Inglaterra — Los merinidas ocupan tanger — Confederación de los cantones suizos
ARTES, LETRAS 1270 Academia de Bellas Artes de Florencia 1272 Santa Gúdula en Bruselas
CIVILIZACION 1271-1275 Marco Polo en China — Mapa marino al compás, lla mado pisano
1275 Juan de Meung termina d Ranumce de la Rosa — Raimundo Lulio: Ars magna
siglo
xm
1276 Los mongoles en China: fin de la dinastía Song 1277 Otón de Visconti, señor de Milán 1282 Las vísperas sicilianas: los aragoneses amos de Sicilia 1285 Felipe el Hermoso, rey de Francia 1290 Persecución de los judíos en Inglaterra 1291 Los mamelucos ocupan San Juan de Acre 1296-1297 Los ingleses conquistan Escocia; rebelión de los escoceses
1280 Poemas de Rutebeuf
— Consolidación y extensión de las afianzas entre las ciudades comerciales alemanas Invención de las gafas
1283 Beaumanoir: Les coutumes deBeauvoisis 1285 Adam de La Halle: leu de Robín et Marión 1289 Palacio público de Siena
1295 Regreso de Marco Polo a Venecia, tras haber prestado ser vidos a Kubilai Khan
POLITICA
ARTES, LETRAS
1300 Primer afio santo — Conflictos entre el papa y Felipe el Hermoso, y Eduardo I
1300-1350 Guillermo de Occam 1300 Construcción del Palazzo Vecchio en Florencia 1300-1377 Guillermo de Machaut
CIVILIZACION
1301-1302 Bulas pontificias recor dando la supremacía de Roma 1304 Felipe el Hermoso, vencedor de los flamencos, hace aprobar su política por los Estados generales siglo XIV 1306 Persecución contra los judíos en Francia 1309 El papa Clemente V se instala en Avifión — Los caballeros teutónicos en Pomerania 1312 El papa suprime a la orden del Temple 1314 Muerte de Felipe el Herinoso
1303 Universidad de Roma
1305Lamentación en la muerte de Cristo, de Giotto 1305-2309 Memorias de Jean de Joinville 1307-1321 Dante: La Divina Comedia Comienzo de la construcción del palacio de los Dogos en Venecia (hasta 1421) 1312 Guilda de los maestros cantores de Maguncia — Giotto, retablo de La Virgen de los inocentes 1315 Simón Martini, fresco del palacio de Siena
Normalización de las unidades de medida en Inglaterra
Primer portulano
Mapamundi de Herreford
POLITICA 1319 Magno Suecia
Eriksson
ARTES, LETRAS unifica
1324 Conflictos entre el emperador y el papa: excomulgación de Luis IV
ligio XIV
1328 Iv&n I, gran príncipe de. Moscú — Victoria de Luis IV, coronado emperador en Roma 1333 Revuelta de los chinos contra los mongoles
1319 Torre llamada Ghirlandina deMódena 1320 P. Lorenzetti, retablo de Arezzo 1324 Marsilio de Padua: El Defensor de la Paz {Defensor Pacta) — Breviario de Bellevflle de J. Pucelle —Salterio deLuttrell
CIVILIZACION
1325 Los aztecas fundan Tenochtitlán (México) 1328 Th. Bradwardin: Tractaris proportionum
1330 Santa María delle Spina en Pisa 1333 Yussef I, califa de Granada: apogeo de la civilización morisca en España
— Casimiro el Grande en Polonia 1335 El palacio de los Papas en Aviflon 1336 Los ingleses ocupan Escocia 1337 Confiscación de la Guyena: comienzo de la guerra llamada de los Cien Años entre Francia e Inglaterra — Los turcos toman Nicomedia 1338 Se inicia el período Muromachi en Japón (hasta 1573)
1336 Primer reloj público de campana en Milán Telar en Bristol
POLITICA
ARTES, LETRAS
1341 El Parlamento inglés dividído en Cámara de los Lores y en Cámara de los Comunes 1342 Luis el Grande, rey de Hun gría 1346 Victoria inglesa en Crecy 1347 El merinida Abu al Hassan ocupa Túnez — Los ingleses toman Calais
1341 Petrarca coronado poeta laureado en Roma
1352 Se extiende la rebelión china contra los mongoles, en 1355 los Yuan son expulsados de Nankín
Trabajos astronómicos de Levi ben Gerson
Crisis económica en Florenda 1348 Fundación de la Universidad de Praga — Creación de la Medersa de Fes
siglo XIV
CIVILIZACION
Llegada de Asia, la peste negra se extiende sobre toda Europa y ocasúma centenares de miles de víctimas
Hada 1350-1353 Boceado:. £7 Decomerán
1354 Los otomanos ocupan Gallípoli 1356 Derrota y captura de Juan II el Bueno en la batalla de Poitiers — La Bula de Oro: reglamenta ción de las elecciones imperiales — Nicolás Eymerich, autor del Manual de los inquisidores, inqui sidor general de Aragón 1357 Andrea Orcagna: altar de la capilla de los Strozzi en Florencia
«La Hansa germánica» recibe su nombre en ocasión del conflicto contra los daneses
I
i • ■---------
1
POLITICA 1358 Insurrección en París y re vueltas campesinas en Francia 1360 Tratado de Brétigny: incre mento de las posesiones del rey de Inglaterra en Francia 1362 Los turcos toman Andrinópolis 1364 Victoria de du Guesclin so bre los ingleses en Cochorel 1367 El papa Urbano VI en Roma 1368 Dinastía Ming en China siglo XIV
1370 Victoria de la Hansa germinica en el conflicto con Dinamarca — Comienzo de la monarquía electiva en Polonia 1372 Los mongoles son expulsa dos de China — Victorias francesas sobre los ingleses 1374 Los mamelucos ocupan Armema 1378 Comienzo del gran cisma de occidente 1379 Primeras campañas de Tamerl&n
J
--------- ----- 1
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
Tratados matemáticos y físicos de Nicolás Oresme G. de Chauliac: Chirurgia magna 1364 Fundación de la Universidad de Cracovia 1368 Fundación de la Universidad de Ginebra — Hafiz: El Diván 1370 Petrarca: Sonetos 1370-1440 Crónicas de Froissart F. de Voltérra, fresco del Juicio Final, en la catedral de Pisa
1377 Ibn Jaldún: Prolegómenos — El Patio de los Leones de la Alhambra en Granada
Guilda de los maestros cirujanos de Londres La ballesta de acero utilizada como arma de guerra Esclusas sobre los canales en Hohuida
El Atlas catalán que registra las informaciones de Marco Polo
siglo XIV
POLITICA
ARTES, LETRAS
1380 Los moscovitas derrotan a los mongoles en Kulikovo — Unión de Noruega y Dina marca 1381 Revueltas campesinas en In glaterra 1382 Los turcos toman Sofía
1380 Wydif traduce la Biblia en lengua vulgar y denuncia la transubstanciación
1385 Portugal se emancipa de Castilla 1386 Unión de Polonia y Lituania bajo Jagellón I 1389 Los otomanos aplastan a los servios en Kosovo 1390 Bizancio pierde sus últimos territorios en Asia — Tamerlán derrota a los tár taros 1395 Tamerlán conquista Astrakán 1396 Los otomanos aplastan a los últimos cruzados en Nicopolis y ocupan Bulgaria
1382 Chaucer: Troiloy Cresida Fundación de la Universidad de Heidelberg Edificación de la catedral de San Gil en Edimburgo 1385 Chaucer: Cuentos de Canterbury 1385-1389 J. de Ableges:£e Grand coutumier de Franca
CIVILIZACION
La «Dulle Griete» primera bombarda construida en Gand
POLITICA
ARTES, LETRAS
1397 Unificación de los tres reinos escandinavos 1398 Tamerián asóla el valle del Indo 1399 Enrique de Lancaster se convierte en Enrique IV de' Ingla terra; persecución contra los lolar dos (hasta 1413)
Hada 1397 Claus Sluter: El pozo de Moisés
1401 Tamerián toma Bagdad y Damasco 1402 Conquista de Ankara: Bajazet prisionero de Tamerián
siglo XV
1405 Muerte de Tamerián 1407 China se anexiona el Anam — Comienzo de la guerra civil en Francia: armagnanos contra burguiflones 1408 Los tártaros sitian Moscú
1409 Concilio de Pisa para poner término al Gran Cisma. Sin éxito: elección de un tercer papa 1410 Tannenberg, victoria de los
1399 Cristina de Pisan: Epístolas al dios Amor
1401 Nacimiento de Nicolás de Cu& — Catedral de Santa María de la Seden Sevilla 1403 Ghiberti, puertas del Baptis terio de Florencia
1408 Donatello: David, San Toan Evangelista — Andrei Rublev: El descenso a los infiernos 1409 Pekín capital de China: comienzo de un período intenso de actividad cultural y artística 1410 J. y P. de Limburgo: las
CIVILIZACION
siglo XV
POLITICA
ARTES, LETRAS
polacos sobre los caballeros teutó nicos
muy ricas horas dtl duque de Berry 1411 Predicación de Juan Hus, que es excomulgado enseguida — La pagoda de porcelana en Nanldn Poesías de Carlos de Orieáns Alain Chartier: Libro de las cua tro damas John Capgrave: Crónica de Inglatérra
1414-1418 Concilio de Constanza; condenación de Wyclif y de Juan Hus; fin del Gran Cisma 1415 Derrota francesa en Azincourt Suplicio de Juan Hus 1420 Los «Cuatro principios de Praga», proyecto de una Iglesia nacional autonóma 1422 Enrique VI proclamado en París rey de Francia y de Ingla terra Los otomanos sitian Constanti* nopla 1427 Victoria de los dunos sobre los ingleses es Montargis 1429 Juana de Arco en el sitio de Orieáns: consagración de Carlos VII en Reims 1431 Proceso y suplido de Juana de Arco 1434 Victoria de los husitas en Bohemia,
Brunelleschi, Iglesia San Lorenzo en Florencia Alain Chartier: Cuadrüongue invectif La Casa Dorada en Venecia Fra Angélico: La coronación de la Virgen Fundación de la Universidad de Lovaina Masacdo: El tributo de San Pedro Donateüo: Elfestín deHerodes 1432 Jan Van Eyck: El cordero místico
CIVILIZACION
Extensión de la actividad bancaria de los Médiris Los portugueses en Madera
Gonzalo Cabral en las Azores
POLITICA
ARTES, LETRAS
1436 Los ingleses abandonan París
Van Der Weyden: Descenso de la Cruz Academia platónica en Florencia Mezquita de Hussein en Jaunpur Jan Van Eyck: La Madama de la fuente 1440 Nicolás de Cusa: De la Docta ingnorancia Juan Hus: De orthographia boaemica Fra Angélico: frescos de Orvieto
1438 Proclamación de las libertades galicanas en Bourges
dglo XV
1440 Los otomanos sitian Belgrado 1443 Murat II derrota a los húnganos en Varna 1444 Primeras conquistas de los incas 1447 Proclamación de la Repúbiicaen Milán 1450 Los franceses inician la re conquista de Normandía; rebelión de Jack Lade en Inglaterra 1453 Los ingleses abandonan Francia; fin de la guerra de los Cien Años — Los otomanos toman Constantinopla: según la tradición, «fin de la Edad Media» 1461 Advenimiento de Luis XI de Francia — Eduardo IV rey de Inglaterra 1464 Paz entre Inglaterra y Escocía
Miniaturas de Juan Fouquet Conrado Paumann, tratado del órgano Amaldo Grebán: El misterio de la pasión Montegna: San Lucas, Santa Eufemia 1456-1461 Fran?ois Villon: Pequeño Testamento, Gran Testamentó Uccello: Batalla de San Romano P. di Cosimo: La Muerte de París
CIVILIZACION
En Haarlem, impresión de textos con bloques de madera
Fracaso deJacques Coeur en Fran cia Instalación del taller de impresión de Gutenberg en Maguncia Los portugueses en las islas del Cabo Verde Mapa de Fra Maura Institución del Correo real en Francia Regiomontamis, introducción a la trigonometría
POLITICA
1469 Lorenzo de Médicis, señor de Florencia 1473 Extensión de las conquistas del duque de Borgoña, Carlos el Temerario, aliado de los ingleses 1477 Derrota y muerto de Carlos el Temerario 1479 Isabel y Fernando «Los Reyes Católicos» siglo XV
1480 Muerte del rey Renato de Provenza — Ludovico Sforza, señor de Mil&n 1482 Incorporación de Borgofia a Francia 1485 Rebelión de los bretones contra el rey de Francia — Enrique VI Tudor depone a Ricardo III 1491 Carlos VII se casa con Ana de Bretaña 1492 Los españoles toman Granada 1492 Primera expedición francesa a Italia
CIVILIZACION
ARTES, LETRAS
Hans Memling: Tríptico Darme Una imprenta en la Sorbona 1473 La Capilla Sixdna
de Los portugueses cruzan el Ecuador Regiomontanus: Efemérides
1477 Botticeüi: La Primavera Verrocchio: La incredulidad de Santo Tonda Hans Memling: El matrimonio místico D. Odofredo: Lectura super codi ce lastimará G. Bellini: El Extasis de San Francisco El Perugino y Pinturicchio, freseos de la CapÚla Sixtina Filippino Lippi: La adoración del nido Botticelli: Nacimiento de Venus Franqois Villon: Baladas de los ahorcados — Ghuirlandaio, Nacimiento de la Virgen
Primeros fusiles de cañón rayado
Primera impresión de la Geometría de Eucliides Colonia portuguesa en la Costa del Oro Los aztecas construyen el templo de México
1492 Leonardo da Vinci dibuja una maquina voladora Cristóbal Colón llega a América
POLITICA — Tratado de Tordesillas: Espa ña y Portugal se reparten el Nuevo Mundo — Fortalecimiento de la Inquisi ción contra las herejías y la bru jería ■tilo XV 1497 Excomunión de Savonarola en Florencia
1500 Españoles y franceses se re parten Italia en el tratado de Gra nada: los segundos ocuparán el Milanesado hasta 1512 ligio XVI
1504 Los franceses expulsados de Nápoles 1505 Los españoles en Orán — Los portugueses en Mozam bique 1507 El papa Julio II comercializa las indulgencias
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
14% Botticelli: La coronación de la Virgen 1497 L. da Vina: La Cena — Redacción del código chino de losMing 1498 A. Durero: El Apocalipsis — Vinci: Santa Ana y la Virgen — Till Eulenspiegel
Lucas Packdi: Summa de arithmélica 1497 Vasco de Gama cruza el cabo de Buena Esperanza 1498 Caboto en él Labrador; Vas co de Gama en las Indias
1500 Cabral en el Brasil; Díaz en Madagascar 1503 David de Miguel Angel 1504 Rafael: Las Bodas de la Virgen 1505 Grünewald: La Crucifixión 1506 Lucas Cranach: Martirio de Santa Catalina 1507 Vinci: La Virgen de las Ro cas. Rafael: Sonto entierro Miguel Angel decora la Sixtlna
1503 Alburquerque en las Indias 1504 Los portugueses en Agadir
1507 Primer mapa en el que figu ra el nombre de América
POLITICA 1509 Enrique VIII rey de Inglatérra
siglo XVI
1512 Los franceses expulsados de Milán — Guerra ruso-polaca — Selim I, Sult&n 1513 La Inquisición en Sicilia 1515 Francisco I, rey de Francia, vencedor en Marifian
1517 Selim 1 se apodera de Egipto — Lutero, «Tesis de Wittenberg» — Predicación de Zuinglio en Suiza 1519 Cortés emprende la conquis ta de México 1520 Carlos V coronado emperador — Solimán el Magnifico sultán otomano
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION 1509 El reloj («el huevo de Nuremberg»)
1510 GrOnewald: Retablo de bsenheim — El Bosco: El infierno 1511 Erasmo: Elogio de la locura
1511 Los portugueses en Malaca y en las Molucas
1513 Maquiavelo: El Principe 1515 Rafael en el Vaticano 1516 T. Moro: Utopia — Arista: Orlando Furioso — Pomponacio: De Immortalitate animae 1517 Reuchlin: De Arte cabbalistica
El café en Europa
1518 Holbein: La Fuente de vida 1520 El Tiziano: La Bacanal — Cranach: Retrato de Lutero
Viaje de Magallanes que descubre el estrecho y penetra en el Pacífico
ligio XVI
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
— Fracaso del «Campo de la Sá bana de Oro» Latero: Manifiesto a la nobleza alemana 1521 Conquista de México por los espafioles — Los tártaros de Crimea inva den Ruña — Latero excomulgado 1522 Los turcos se apoderan de Rodas
1521 Melanchton: Apología pro Lotero — Madrigales de Felipe de Mons
1521 Muerte de Magallanes — Introducción del gusano de seda en Francia
1522 El Corteggio: La Noche — Haas Sachs: El ruiseñor de Wittenberg — El Tiziano: Bocoy Ariana 1523 Latero: La Autoridad temporai... Zuinglio: La Exposición y las pruebas... MOnzer: Oficio alemán... 1524 Erasmo: Del Ubre albedrío
1522 Regreso del navio de Magallanes a Sevilla
1523 Pizarro en Guayaquil
1524 Guerra de los campesinos en Alemania 1525 Represión severa de los campesinos alemanes; ejecución de Mflnzer — Derrota de Francisco I frente a Carlos V en Pavía 1526 Solimán vence a Luis de Bohernia en Mohacs Os
«n)
1525 Andrea del Sarto: Virgen del Saco
1526 Extensión del movimiento Anabaptista — Actividad de los Dominicos en Brasil
1524 Apiano: Cosmographicus ttber Rodolfo introduce el signo v~(raíz cuadrada)
Trabajas de Paracelso sobre medicación Pizarro llega a Perú
POLITICA
ARTES, LETRAS
— Los mongoles ocupan Delhi 1527 Saqueo de Roma por los imperiales 1528 Los suizos adhieren a la Reforma 1529 Los turcos frente a Viena
1527 Dinamarca y Suecia adoptan el luteranismo — El Tiziano: Venus de Urbino
1530 Coronación de Carlos V por el papa
sigla XVI
1531 Asesinato del Inca por Pizarro; toma de Cuzco — Guerra civil en Suiza: muerte de Zuinglio 1532 Anexión de Hungría por los otomanos 1533 Iván IV el Terrible, zar de Rusia
1529 Lutero: Pequeño y Gran Ca tecismos 1530 Melanchton: La Confesión de Augsburgo El Colegio de Francia
CIVILIZACION
1528 Durero: Tratado de ¡as proporciones del cuerpo humano Mapa del Océano Pacifico
1531 Bolsa de valores en Amsterdam 1532 Crónicas de Gargantúa y Pantagruel de Rababelais
1534 Los otomanos conquistan Bagdad 1535 Toma de Túnez por Carias V — Ejecución de Tomás Moro en Inglaterra
1534 Ignacio de Loyola pronuncia sus votos
1536 Barbarrqja toma de nuevo Bizerta
1536 Calvino: Institución de la religión cristiana — B. des Periers: Cymbalum Mundi
1533 Regiomontanus: De triangulis — Jacobo Cartier explora el San Lorenzo 1535 Tartaglia: ecuación de 3.er grado — Fundación de Lima
A
J
X
POLITICA
ARTES, LETRAS
1537 Tartaglia: estudios de balís tica 1537 Primer mapa de Mercator
1538 Tregua entre Francisco I y Carlos V — La Santa Liga de los principes alemanes contra los turcos — Excomunión de Enrique VIII 1539 Roberto Estienne: Tesoro de la lengua latina
ligio XVI
1541 Los otomanos toman Buda Ignacio de Loyola, general de la orden de los Jesuítas 1542 La Inquisición en Roma
1545 Apertura del concilio de Tiento 1547 Comienzo del reino personal de Iván IV
CIVILIZACION
1541 Miguel Angel: El Juicio final
1540 Miguel Servet descubre la circulación de la sangre (sin expli carla)
1542 Las Casas: Brevísima rela ción de de la destrucción de las Indita
1545 El Tintoreto: La Asunción déla Virgen
1543 N. Copérnico: Be Itevolutíonibusorbium caelestiam — Vesalio: De Corporis humani fabrica 1544 Sebastián Munster. Cosmographia universalis 1545 San Francisco Javier en Chin»
— Trabajos matemáticos de Cardan
POLITICA
1549 Paz entre Francia e Ingla terra — Organización administrativa de Rusia
siglo XVI
1553 Imperio saadi en Marrue cos — Iván el Terrible ocupa Kazán 1555 Paz de Augsburgo: *cujus regio, yus religio» 1556 Reino de Akbar, soberano mongol en India — Persecuciones contra los pro testantes en Inglaterra — Abdicación de Carlos V 1558 Iv&n IV en Livonia — Isabel, reina de Inglaterra 1559 «actas de supremacfa»: rup tura entre Romae Inglaterra 1560 Tumulto de Ambroise: co mienzos de las guerras de religión en Francia 1561 Iván el Terrible destruye la orden teutónica 1562 Comienzos de la guerra de
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
1548 La Boótie: Discurso de la servidumbre voluntaria 1549 J. du Bellay: Defensa e ilus tración de la lengua francesa 1550 Ronsard: Odas 1553 B. Cellini: Persea
J. Femel: Pathologia
1555 Palestina: La Misa del Pa pa Mando 1556 Mezquita de Solimán I en Constantinopla
1558 Margarita de Angulema: El Heptamerón — Bruegel: El Alquimista 1559 Juan Ckmet: Retrato de En rique II 1560 Jannequin: Batalla de Marignan — Francisco de Vitoria: Theologicae Relectktnes 1561 Teresa de Avila: El Libro de mi vida 1562 Veronés: Las Bodas de Cañó
Falopio: Observationes anatomicae Ingleses en América, franceses en California
4
JL
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POLITICA
J
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
1563 Lope de Vega: Teatro — John Foxe: Libro de ios már tires
1563 Cinco libros de cirugía de Ambrosio Paré
los Siete Afios entre Dinamarca y Suecia
1565 Rebelión de los moriscos en España
ligio XVI
1569 Unión de Polonia y Iitnania 1571 Victoria de los españoles sobre los turcos en Lepanto — Los tártaros incendian Moscú 1572 Matanza de San Bartolomé en Francia — Comienzos de la rebelión de tos Países Bajos contra los espafióles
1579 Formación de la Unión de Utrecbt
1568 San Juan de la Cruz funda la orden de los Carmelitas
1S66 Fundación de la Bolsa de Londres
1571 R. de Lassus: Stabat Mater
1571 PaOadio: Triando de arquitectura
1572 Camoens: Las Luisiadas — Enrique Estienne: resoro de la lengua griega
1572 R. Bombelli utiliza los números imaginarios
1575 Tasso: Jerusalén Liberada 1576 J. Bodino: De ¡a República — R. Holinshead: Crómeos de Inglaterra...
1575 Observatorio de Tycho Brahé
1579 Du Plesás-Moraay: Vindiciae contra tyrannos
1577 Viaje de Drake alrededor del mundo 1579 Fundación en Undres de la Eastland Company
POLITICA
ARTES, LETRAS
1580 Felfee II de Espada se apo de» de Portugal 1581 Loa rusos inician la conquis ta de Siberia 1582 Akbar abjura del Islam
1580-1588 Montaigne: Loa En sayos
1584 Muerte de Iván IV, poder de Boris Godunov
siglo XVI
1588 Derrota de la «Armada In vencible»
1582 Reforma del calendario por Gregorio XIII 1584 Giordano Bruno: Del infini to del universo y de los mundos 1585 Giordano Bruno: Los furore* heroicos ld86 El Greco: El entierro del Conde de Orgaz 1590 G. du Vair: Tratado de ¡a Constancia... 1590-1610 Shakespeare
15% Kepler: Prodomtis... Tablas trigonométricas
1598 Edicto de Nantes — Boris Godunov proclamado zar siglo
1600 Ejecución de Giordano Bruno
Creación del Banco di Riaito en Venecia 1590 Galileo: De Motu 1591 F. Viete: ira Artem analyticam Isagoge
1594 Abjuración de Enrique IV de Francia
xvn
CIVILIZACION
1600 El Greco: San Jasé y el Nido Jesús
1600 Wflliam Gilbert: De Magnete
POLITICA 1603 lacobo I rey de Inglaterra — Dinastía de los Tokugawa 1604 Comienzos de los «tiempos turbulentos» en Rusia
*iglo
1605 Conspiración de la Pólvora en Inglaterra 1606 Paz entre los Habsburgo y los turcos
xvn 1609 Los moriscos expulsados de Espada — Independencia de las Provin cias Unidas 1610 Asesinato de Enrique IV; Luis XIII rey de Francia: regencia de María de Médicis 1611 Gustavo Adolfo, rey de Sue cia 1614 Gustavo Adolfo invade Rusia
ARTES, LETRAS 1601 Pedro Charrón: Sabiduría 1603 Akbar Nameh, crónica del reino de Akbar 1604 Grocio: De Jure praedae — Campanella: La ciudad del sol (publicada en 1623) — Bacon: De los progresos del espíritu humano 1605 Cervantes: Don Quijote (2.a parte en 1615) 1606 P. P. Rubens: La Circuncisión 1607 Monteverdi: Orfeo 1606 Francisco de Sales: Introducción a la vida devota — En Alemania La Unión Evan gélica (protestante) 1609 Reforma de Port-Royal
1610 Honorato de Urfe: La Astrea
1614 Monteverdi, 6.a recopilación de madrigales 1616 Rubens: El Juicio final;
CIVILIZACION 1601 El padre Ricci en Pekín 1603 Champlain en el Canadá 1604 Kepler: Astroncmiae pars óptica
1606 Publicación del Atlas de Mercator 1607 Los jesuítas en el Paraguay 1606 Fundación de Quebec
1609 Kepler: Astronomía nova
1610 Telescopio de Galileo (los anillos de Saturno) 1611 Kepler: Dióptñce (telesco pio) 1614 Los logaritmos 1616William Harvey: la circulación de la sangre
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
Frank Hals: Los arqueros de San Jorge — Agripa de Aubigné: Los Trá gicos 1618 «Defenestración de Praga»: comienzos de la guerra de los Treinta Años 1620 Las tropas protestantes detrotadas en la Montafia Blanca siglo
xvn
1619 Le Bernia: David lanzando su honda 1620 Velázquez: El vendedor de agua de Sevilla — Van Dyck: Las Tres Gracias — Bacon: Novum organum Scientiarum
1621 Reanudación de la guerra entre España y las Provincias Unidas 1623 Bacon:Instaurath magna... 1624 Richelieu en el poder en Francia 1625 Carlos I, rey de Inglaterra
1620 El Mayflower en América
1621 El Epitome astronomías copemicanae de Kepler puesto en el índice por Roma 1623 Galfleo, H saggiatore
1625 Grocio: De Jure belli etpacis — Bacon: Xa nueva Atlántida
1627-1628 Sitio de La Rochela 1628 Descartes: Regulae... (publicadas en 1701) 1630*]. de Ribera: Martirio de San Bartolomé 1630-1652 El Taj Mahal en Agrá
1628 Publicación de la obra de W. Harvey 1630 Galñeo: Dialogo
CIVILIZACION
POLITICA
ARTES, LETRAS
1631 Gustavo Adolfo invade Ale-
1631 Gaceta de Francia de Teotrasto Renaudot
1631 William Arithmetics
1633 Jacques Callot: Las miserias de la guerra 1634 Rembrandt: El Festín de Baltasar 1635-1659 Tragedias de Comeille
1633 Galileo ante la Inquisición
m a n ía
Petty:
Political
1632 Muerte de Gustavo Adolfo en Liitzen
siglo
1634 Los protestantes derrotados en Nordlinjgen 1635 Francia declara la guerra a España 1637 Descomposición del imperio Ming
xvn
1640 Rebelión de los portugueses, que recobran la independencia 1641 Rebelión de los irlandeses; Carlos I condenado por los Co munes 1642 Insurrección contra el rey en Londres: comienzos de la guerra ovil
1637 Descartes: Discurso del Mitodo, acompasado de los trata dos: la Geometría, la Dióptrica, los Meteoros 1638 Publicación del Augustinus de Jansenio
1640 Hobbes:Elementos déla ley naturaly política 1641 Descartes: Meditaciones metafísicas (trad. francesa. 1647) — Comedias de Calderón 1642 Hobbes: De Cive — Rembrandt: Ronda nocturna
1635 Fundación de Cayena
1638 Galileo, Discorsi et demonstrazúme... 1639 Pascal: Ensayo sobre ¡os có micos — Geometría de Désargues Producción de coque a partir del carbón Manufacturas de de algodón en Manchester 1642 Pascal, máquina de calcular
POLITICA — Muerte de Richelieu 1643 Muerte de Luis XIII, poder de Mazarme; victoria francesa en Rocroi 1644 Establecimiento oe la dinas tía manchú en China — Victorias militares francesas 1647 Levantamiento reprimido en Nápoles contra los españoles rigió
xvn
1648 Carlos 1 comparece ante el Tribunal Supremo — Mazarino debe ceder ante la Fronda — Tratado de Westfalia que ga rantiza la independencia de las Provincias Unidas 1649 Ejecución de Carlos I — Fin de la Fronda parlamentaria en Francia 1650 Fronda de los principes: Mazarino tiene que huir 1651 Mayoría de Luis XIV 1652 Fin de la Fronda: Vencedor, Luis XIV regresa a París — Represión de la insurrección catalana
ARTES, LETRAS — Stradivarius, fabricante de viofines
CIVILIZACION — Toricelli, el barómetro Plantaciones de caña de azúcar
1644 Descartes: Principia philosophiae... (trad. fran. 1647) — Le Bemin: La Visión de Santa Teresa 1647 Gassendi: Vida y muerte de Epicuro — Rembrandt: Susana 1648 Rembrandt: Los Peregrinos de Emaús — Le Lorrain: La Huida de Egipto
1647 Pascal experiencias referentes al vado
1649 Descartes: Tratado de las pasiones del alma
El té en Europa occidental
1650 G. de La Tour: La mujer de la pulga 1651 Hobbes: El Leviatán
1650 Bomba de Guerkke 1651 Yhiyg^eas'....QuadraturaIfyperbolae, Ellipsis et circuli
siglo
xvn
POLITICA
ARTES, LETRAS
1653 Cromwell «lord protector» de Inglaterra — Los cosacos prestan juramento al zar
1653 Inocencio X condena el jan senismo — Nicolás Poussin: La Santa Fa milia — Ruysdael: Castillo de Bentheim 1656 Pascal: Cartasprovinciales — Velázquez: Las Meninas — Murillo: Visión de San Anto nio de Padua 1657 Cyrano de Bergerac: Histo ria cómica de los Estados e impe rios de ¡a Luna
1658 Muerte de Cromwell; victo* ría anglo-francesa sobre los espa ñoles 1659 Tratado de los Pirineos; paz entre Espada y Francia —Aurangzeb, gran Mogol 1660 Carlos II, rey de Inglaterra 1661 Muerte de Mazarino, poder de Luis XIV 1662 Los ingleses en Bombay
1659 Vermeer de Delft: La Cocínena 1659-1673 Teatro de Moliere —Samuel Pepys empieza su Dia rio 1660 Araaud y Lancelot: Gramá tica de Port-Royal — Spinoza: Corto Tratado... 1661-1675 Spinoza, composición de la Etica 1662 Arnaud y Nicole: Lógica de Port-Royal — Fundación de la manufactura de los Gobelinos
CIVILIZACION
1656 Huyghens descubre los saté lites de Saturno 1657 Bamba neumática de Boyle
—Optica de Fermat
1659 Huyghens, observación del planeta Marte
1661 Boyle, compresibilidad de los gases — Malpighi perfecciona la teoría de la circulación de la sangre
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POLITICA
ARTES, LETRAS
1664 Los ingleses ocupan Nueva Amsterdam, rebautizada New York
1663 Samuel Butler: Hudibras 1664 Schfltz: Oratorio de Navidad — Jan Steen: £7 festín del Bautismo
1667 Francia invade los Países Bajos: guerra de Devolución 1667-1671 Insurrección campesi na de Stenka Razio en Rusia 1668 Paz de Aix-la-Chapelle en detrimento de bs espadóles
1672-1678 Luis XIV invade las Provincias Unidas 1673 En Inglaterra, exclusión de bs anticonformistas religiosos 1674 Guillermo de Orange, «estatúder» hereditario de Holanda; sa queo del Paladeado por Turena
1665 MuriUo: Los mendigos 1666 Columnata del Louvre 1667 Milton, El Paraíso perdida 1667-1694 Reciñe: tragedias
CIVILIZACION 1664 Hooke, cristalografía Colbert funda la Compañía Francesa de las Indias 1664-1681 Canal del Mediodía de Francia 1664-1685 Elaboración por Newton, luego por Leibniz, por méto dos distintos, del cfilcúb diferen cial 1666 Gran incendb de Londres 1667 Tachenias: Hipócrates Chimicus 1668 Telescopio espejo de Newton
1670 Publicación de bs Pensa mientos de Pascal — Spinoza: Tractatus theologicopoiiticus 1673 Lulli: Cadmus et Hermáne 1674 Boileau: Arte poético 1674-1678 Malebranche: Búsque da de la Verdad
1672 Newton: informe sobre los colores en la Royal Society 1673 Huyghens: Harlogium osciUatorium
POLITICA
ARTES, LETRAS 1675-1677 Spinoza compone el Tractatus politicus 1677 Lulli: Te Deum
1678 Paz de Nimega que pone fin a la guerra de Holanda 1679 Voto del Habeos Corpus en Inglaterra rigió
xvn
1678 Enrique Purcell, música para Timón de Atenas — Mme de la Fayette: Lo Prince sa de Claves 1679-1714 G. Burr: Historia de la Reforma en Inglaterra 1680 Malebranctae: Tratado de la naturaleza y de la gracia 1681 Bossuet: Discurso sobre la historia universal
1682 Pedro el Grande, zar de to das las Rusias
689
1683 Sitio de Viena por los turcos
1685 Revocación del Edicto de Nantes en Francia
1683 Fontenelle: Disgresión sobre los antiguos y los modernos — Malebranche: Tratado de mo ral 1684 Bayle: La Nueva República de las letras — Leibniz: Meditaciones sobre el conocimiento...
CIVILIZACION
1677 Leeuwenhoek: Los esperma tozoides 1678 Publicación de las obras de Fermat — Marmita, de Dionisio Papín 1679 Leyes de Mariotte 1680 Mariotte descubre la respi ración de las plantas 1682 Halley observa él cometa que llevará su nombre — Máquina de Mariy — Clarificación de los vegetales por). Gray 1683 Newton, teoría de las mareas — Mapa de los violtos de Halley
dg)o xvn
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
1686 Liga de los Augsburgo cen tra Francia — Buda es recuperada de manos de los turcos 1687 Repliegue general de los tureos 1688 Conflicto entre Jacobo II y tos obispos ingleses; Guillermo de Orange desembarca en Inglaterra 1689 El «parlamento de Convención» designa rey a Guillermo: libertad religiosa en Inglaterra. De claración de derechos — Advenimiento de Pedro I de Rusia 1690 Los mongoles ocupan la In dia del Sur
1686 Leibniz: Discurso de Meta física — Fontenelle: Diálogos sobre la pluralidad de los mundos 1687 Fenelón: La educación de las jóvenes 1688 los caracteres de La Bruyere
1687 Newton: Philosophiae naturalis principia mathematica Leeuwenhoek: Los glóbulos rojos
1689 Purcell: Dido y Eneas — Hobbema: El Molino de agua
1689 Teoría de la m&quina a vapor de Dionisio Papín
1690 Locke: Segundo tratado so bre el gobierno civil — Locke: Ensayo sobre el enten dimiento humano 1693-1706 Monsart construye la cópula de los Inválidos 1694 P. Bayle: Pensamimentos so bre el cometa — Leibniz: Sistema nuevo de la naturaleza 16% Regnard: El Jugador
1693 Toumefort defíne el género en botánica 1694 Huyghens: Tratado de la luz — Creación del Banco de Ingla terra 1695 Leibniz enuncia el teorema de las fuerzas vivas 16% Bernouilli, cálculo de las va riaciones
rigió
xvn
POLITICA
ARTES, LETRAS
1697 Tratado de Ryswick, fin de la guerra de los Nueve Años — Carlos XII, rey de Suecia 1699 Derrota turca contra la liga Santa
1696-1697 P. Bayle: Diccionario histórico y crítico
1697 Temía del flogisto de Stahl
1699 Fenelón: Telémaco
1699 Dampier parte luda el Padfico
1700 Muerte de Carlos II, Felipe de Aragón rey de España — Victoria de Carlos XII en Narva 1701 Federico I, primer rey de Prusia — Comienzo de la guerra de sucesión en España
1700 Corel!!: üonatas
1701 Kabuki Shibai, comedias populares en Japón 1702 Claren(ion: Historia de las guerras driles en Inglaterra
rigió
xvra
1704 Estanislao Leczinslá, rey de Polonia 1705 losé I, emperador de Aleinania 1706 Los suecos en Sajorna 1707 Muerte de Aurangzeb, último emperador mongol 1709 Carlos XII derrotado en Poltava por Pedro el Grande
1704 Haendel: La Pasión según San Juan — Leibniz: Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano 1705 Mandeville: La fíbula de las abejas 1706 Edwuard Chuyd: El diablo cojudo 1709 Lesage: Turcaret — Pope: Pastorales
CIVILIZACION
1702 Halley, mapa de la declinación magnética 1703 Fundación de San Petersburgo
1705 Primera máquina a vapor de Newcomen 1707 Incautación del Diezmo real de Vauban — Newton, Aritmética universal 1709 Berkeley, Nuevo teoría de la visión
POLITICA
ligio x v ra
1713 Tratado de Utrecht, fin de la guerra de sucesión en Espafia: Felipe V rey de Espafia — Federico Guillermo I, rey de Prusia 1714 Advenimiento de la dinastía de Hannover en Inglaterra: Jorge I rey 1715 Muerte de Luis XIV, Felipe de Orle&ns regente de Francia
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
1710 Berkeley: Principios de la naturaleza humana — Leibniz: Teodicea 1711 Shaftesbury: Características de los hombres... — En Londres, fundación del Spectator 1713 Bula Unigenitus: Condena deljansenismo por Clemente XI — Berkeley: Diálogos de Hylas y deFikmio 1714 Couperin: Conciertos reales — Leibniz: La monadología 1715 Lesage: Gil Blas de Santillana
1715 Fahrenheit, el termómetro de mercurio Leewenhoek descubre los protozoarios — Adas mundial de Homann 1716 La Banca general Law en París
1717 Memorias del cardenal de Retz — Watteau: Embarque para Citerca — J.S. Bach: Orgelbüchlein
1717 Escolaridad obligatoria en Prusia
1716 Los nobles contra el regente de Francia — Revocación del edicto de tole rancia por el emperador de China
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
1719 D. de Foe: Robinson Crusoe
1718 Halley, movimiento de las estrellas fijas 1719 Utilización industrial de la energía hidráulica
1718 Carlos XII es asesinado
1720 Fin de la gran guerra del Norte 1721 Pedro el Grande, zar de todas las Rusias 1723 Luis XV, rey de Francia 1725 Muerte de Pedro el Grande siglo
xvm
1720 Wolff: Pensamientos racionales sobre Dios, el mundo y el espíritu humano 1721 Montesquieu: Cartaspersas 1725 J.-B. Vico: La ciencia nueva 1726 Swift: Los viajes de Gulliver 1728 Efrain Chambers: Cychpaedia —La ópera de cuatro cuartos — Roüin: Tratado de los estudios 1729 J.S. Bach: La pasión según San Mateo — Memorias del cura Meslier
1730 Penetración francesa en las Indias
1733 Comienzos de la guerra de secesión de Polonia entre Francia y el Santo Imperio
1731 Abate Prévost: Manon Lescaut — Voltaire: Historia de Carlos XII 1732 Benjamín Frankün: Almanaque delpobre Ricardo 1733 Pope: Ensayo sabré el hombre — Ramean: Las Indas galantes
1721 Cilindro a escape para los relojes 1726 Primeras plantaciones de café en Brasil 1728 Descubrimiento del estrecho por Behring
1730 Termómetro de alcohol de Réaumur 1732 Boerhaave: Tratado de química orgánica 1733 Hales mide la presión arte* nal — John Kay, lanzadera del telar
POLITICA
1736 Los chinos se apoderan del Tibet y del Sing-Kiang 1738 Tratado de Viena, fin de la guerra de sucesión de Polonia sig}o
xvm
1739 Los persas invaden las Indias 1740 Disturbios por la miseria en París — Federico 11, rey de Pnisia — Comienzos de la guerra de su cesión
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
1734 Voltaire: Cartasfilosóficas — Swedenborg: Prodromus phihsophiae — Montesquieu: Grandeza y de cadencia de las romanos 1736 John Butler: Analogía de la religión — Ramean: Cástory Pólux 1738 Voltaire: Discurso sobre el hombre — Bula papal contra la francma sonería 1739 Hume: Tratado de la naturaleza humana
1734 Bemouilli: Ensayo de una nueva mecánica celeste
1740 Richardson: Pamela
1740 Crisol para fundir el acero; producción comercial del ácido sulfúrico — Descubrimiento de la partenogénesis por Ch. Bonnet 1743 Fábrica de algodón en Birmingham — D’Alembert: Tratado de diná mica — Teorema de Clairaut
1743 Fielding: Jonathan Wild el Grande — Goldoni: Donna di garbo — Haendel: El Mesías — Morelly: Ensayo — Morelly: Ensayo sobre el espí ritu humano 1744 Berkeley: Siris
1735-1768 Linneo: Systema naturne 1736 Euler: Mechanica — Cálculo del grado meridiano por Clairaut 1738 Autómata de Vaucanson — Viaje a Laponia de Maupertuis, Clairaut, etc.
1744 Comienzo de la agrimensura del territorio francés
J
J.
i.
I
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
1745 Francisco I, emperador — Batalla de Fontenoy
1745 La Mettrie: Historia natural del alma (obra condenada a ser quemada)
1746 Fernando VI, rey de España
1746 Diderot: Pensamientos filo sóficos
1745 Botella de Leyden (condensador eléctrico) — Maupertuis, principio de la mí nima acción 1746 Euler, teoría ondulatoria de la luz
1747 Revolución en Holanda: Gui llermo de Orange estatúder
1747 Vauvenargues: Pensamien tos y máximas — La Mettrie: El hombre má quina — Buiiamaqui: Elementos de de recho natural , — Richardson: Clarise Harlowe 1748 T. Smollet: Las aventuras de Roderick Random — Montesquieu: El espíritu délas Uyes — Klopstock: La mesíada — Hume: Ensayos sobre el enten dimiento humano 1749 Fielding: Tom Joña — Diderot: Carta sóbrelas ciegos — D’Atembert: Discurso prelimi nar de la Enciclopedia
siglo
xvm 1748 Fin de la guerra de sucesión de Austria: tratado de Aquisgrán
1751 Aparición del tomo I de la Enciclopedia
1747 Azúcar de remolacha
1748 Miquina de cardar lana en Inglaterra
1749 Buffon: Historia natural (36 volúmenes hasta 1783) — D’Afembert resuelve la cues tión de precesión de los equinoc cios 1751 Maupertuis: Sistema de la naturaleza
POLITICA
1752 Los ingleses toman la delantera a los franceses en las Indias — Implantación francesa en el Quebec
ligio
xvm
1754 Los franceses abandonan las Indias — Guerra franco-inglesa en América del Norte 1755 Rebelión de tos corsos contra Génova
1756 Comienzo de la guerra de los Siete Afios
1757 Compañía inglesa de las Indias Orientales — Atentado de Damiens contra Luis XV
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
— Rousseau: Discurso sobre ha ciencias y las artes 1752 En París, guerra de los bufo- 1752 Benjamín Frankün, el paranes entre tos partidarios de la rrayos ópera italiana y tos de la ópera — Fonteneüe: Sistema de los torbeUinos francesa 1753 Goldoni: La Locandiera 1754 Condiüac: Tratado de las 17541. Canten, electricidad electrostátka sensaciones 1754-1763 Hume: Historia de In- — I. Black, identificación del ácido carbónico glaterra 1755 Rousseau: Discurso sobre el 17S5 Terremoto de Lisboa — Eutor: Institutiones calculi diforigen de la desigualdad — Hutcheson: Sistema de filoso- ferentialis fia moral — Condillac: Tratado de los ani males 1756 Vohaire: Ensayo sobre las 1756 Maupertuis: Cosmología costumbres; Poema sobre el de- — Fundación de la manufactura sastre de Lisboa deSévres — DUoIbach: El cristianismo de velado 1757 Clairaut, de la de Ve1757 Edición de Los Nibelungos — Hépoto: Banquete de Óleo- ñus y de la Luna potra 1758 Rousseau: Carta sobre los espectáculos — Diderot: E l padre de familia
1758 Quesnay: Cuadro económico de Francia — Fusión del platino
POLITICA
1759 Toma de Quebec por los ingleses
1760 Toma de Montreal — Jorge 111, rey de Inglaterra
aiglo
xvm
1762 Catalina II, emperatriz de Rusia 1763 Fin de la guerra de los Siete Altos: Francia pierde Canadá
1765José 11, emperador
ARTES, LETRAS — Helvecio: Del espíritu — Gieuze: La hilandera 1759 Vohaire: Cándido — Apertura del Museo Británico 1759-1765 Nicolai Mendelssohn, Kleist: Cartas sobre la literatura moderna 1760 «Balada de Osián» 1760-1767 Steme: Tristram Shan
CIVILIZACION
1759 Manual de goemetria prospectiva de J. H. Lambert
1760 Estudios sobre la caíanmetria y la fotometría 1761 Lomonosov descubre la at mósfera de Venus
1764 Máquina de hilar «Jenny» de Th. Highs
1765 J. Watt inventa el condensadar pan la máquina de vapor
POLITICA
1767 Ley americana sobre los detechos de importación siglo
xvm
1768-1774 Guerra ruso-turca
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
— Identificación de la albúmina 1766 Haydn: Gran misa para ór 1766 Viaje de Bougainville — Identificación del hidrógeno gano — Goldsmith: El vicario de Wakefield _J. Haden Fragmentos sobre la literatura alemana —_Lessing: Lacoonte _Wkland: Agathon 1767 Priestley: Historiay situación 1761 Lessing: Dramaturgia — Gluck: Alcestes actual de la electricidad — Mendelssohn: Fedón 1768 Primer viaje de Cook 1768 Steme: Viaje sentimental — Priestley: ...Los primeros prin — Euler: Institutiones calculi integralis cipios del gobierno — Stuart: Investigaciones sobre '— Lambert, irracionalidad de 7T los principios de la economía po — Monge: Geometría descriptiva lítica 1769 Fábrica hidráulica de tejidos de Aikwright — Triciclo a vapor de Cugnot 1770 Burke: Observaciones sobre 1770 Descubrimiento de las fuen el estado actual de la nación tes del Nilo — Fragonard: JE/ juramento de amor; en Venecia, Guardi — Reynolds: Miss Mary Hickey — Raynal: Historia... de las dos Indias
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
— D’Holbach: Sistema de la na turaleza — Kant: Tesis de doctorado
siglo xvm
1773 Protesta americana contra los reglamentos británicos — Los jesuítas prohibidos en China — Rebelión de Pugachev en Rusia 1774 Luis XVI, rey de Francia
1775 Comienzo de la guerra de independencia norteamericana — Escasez en París, «la guerra de las harinas» 1776 Declaración de la independencia norteamericana
1772 Helvecio: Del hombre — Herder: Origen del lenguaje — Rousseau: Constitución de Po lonia 1773 D’Holbach: Sistema social — Haydn: Stabat mater — Goethe: Gotz yon Berlichingen 1774 Gluck: Orfeo — Goethe: Las desventuras del joven Werther 1775 Gibbon: Declinación y calda del imperio romano — Alfieri, tragedias — Beaumarchais: El barbero de Sevilla 1776 Mozart: Serenata Haffner — A. Smith: Investigaciones sobre la naturaleza... — D’Holbach: La moral universal 1777 Chatterton: Poemas
1771 Primer tratado de cirugía dental de J. Hinter — Scheele descubre el oxigeno 1772 Segundo viaje de Cook — Bougainville en Tasmania — D. Rutherford descubre el ni trógeno 1773 Cook en el Circulo Ant&rtko
1774 Laplace, teoría de las mareas — Utilización de la hipnosis por Messmer 1775 Priestley, identificación del ácido clorhídrico y del oxígeno — Maquinarias: taladro y alisadora 1776 Tercer viaje de Cook — Mapa lunar de Tobías Mayer — Fabricación comercial de la máquina de vapor 1777 J. Howard: Situación de las
POLITICA
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CIVILIZACION
— Klinger: Sturm und Drang
prisiones en Inglaterra y Gales — Lavoisier, composición quími ca del aire — Spallanzani, fecundación artifícial
1779 Lessing: Natán el sabio — Wieland: Oberón — Gluck: Ifigenia — Mozart: Misa de la coronación 1780 Goya: El médico — Lessing: Explicación del género humano 1781 Rousseau: Confesiones — Schiller: Los bandidos — Kant: Critica de la razón pura 1782 Lados: Las relaciones peli grosas — Mozart: El rapto en el serrallo; Sinfonía Haffner 1783 Kant. Prolegómenos a toda metafísica futura — Wüliam Blake: Esbozos poé ticos — David: El dolor de Andrómaca 1784 Beaumarchais: El casamien to de Fígaro (prohibido)
1779 Cido del gas carbónico de las plantas — Scheele, síntesis de la glicerina
1778 Los franceses ayudan a los norteamericanos
sido xvm
1780 Comienzos de la rebelión de Perú contra la dominación espafióla 1781 Rendición de las fuerzas inglesas a Washington
1783 Tratado de VersaDes: independencia de las colonias amencanas
1780 Laplace y Lavoisier, la calosimetría — Fontana, el gas del agua 1781 Descubrimiento de Urano por Herschel — Composición del gas carbónico 1782 Legendre: Trayectorias en un medio resistente 1783 Globo de Montgdfier — Estampado del algodón 1784 Laplace: Teoría del movi miento y del aspecto de tos pla netas
POLITICA
«iglo xvm 1786 Muerte de Federico II de Prusia 1787 Gobierno federal de USA
1788 En Francia, convocatoria de los Estados Generales 1789 Washington, presidente de USA — En Francia, reunión de los es-
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CIVILIZACION
— Herder: Ideas para una filosofia de la historia... — Hamann: Metacrítica del purismo de la razón — Bemardino de Saint-Pierre: Estudios de la naturaleza 1785 Reid: Ensayos sobre las facuitadez intelectuales — Jacobi: La filosofía de Spinoza — Kant: Fundamento de la metafísica de las costumbres — Haydn: Las siete palabras de Cristo —- Fundación del Times 1786 Mozart: Las bodas de Fígaro — Bums: Poesías — J. de Muller: Historia de la Confederación suiza 1787 Schiller: Don Carlos — Bemardino de Saint-Pierre: Pablo y Virginia — Goethe: Egmont; Ifigenia en Táuride — Mozart: Don Juan 1788 Kant: Critica de la razón práctica 1789 William Blake: Cantos de inocencia — J. Bentham: Introducción a los
— Atwood, aceleración de la gravedad — Cavendish, síntesis del agua — Homo de pudelación 1785 Berthollet, las aplicaciones del cloro — Coulomb, leyes de las fuerzas electrostáticas — Galvani, aceite de la electriddad sobre los músculos — Travesía del canal de la Mancha en globo 1786 Primeros ensayos de atumbrado a gas en Alemania e Inglatérra 1787 J. Bentham: Defensa de la usura — Primer barco a vapor — Fundación de una colonia para esclavos libertos en Africa — La patata 1788 Mecánica analítica de Lagranee 1781 Hahnemann, teoría de la homeopatfa
POLITICA
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CIVILIZACION
tados generales. Juramento del Frontón. La Constituyente. Noche del 4 de agosto. Declaración de los derechos del hombre 1790 En Francia, elección de las munidpa'idades, constitución civil del clero, fiesta de la Federación — En Austria, Leopoldo II, emperador
principios de la moral y de la religión
— Lavoisier, ley de la conserva* ción de la masa — Telescopio de Herschel
1790 Kant: Critica de la facultad dejuzgar — Maimón: Ensayo sobre la filosofía trascendental — Burke: Reflexiones sobre ¡a Revolución Francesa — William Blake: Libros proféticos — T. Paine: Los derechos del hombre — Goethe: el primer Fausto 1791 J. Bentham: Panopticon — Mozart: La flauta mágica; Réquiem — Publicación del código de leyes prusianas 1792 Fichte: Critica de toda reve¡ación — Young: Viqje a Francia — J.-P. Richter: Hesperus — Cimarosa: El matrimonio secreto 1792-17% Goya: Las Majas 1793 Fichte: Contribuciones... sobre la Revolución Francesa
1790 Lavoisier, primera tabla de los elementos químicos — La primera rotativa — La pila de Galvani — Telar de Jacquard — Creación de la comisión de pesos y medidas
siglo xvm 1791 En Francia, ley contra los emigrados. Huida del rey. La Legislativa 1792 Francia en guerra con Austria. Proclamación de la República. La Convención. Tribunal revolucionario. Batallas de Janimapes y de Valmy. — Francisco II, último soberano del Santo Imperio 1793 En Francia, ejecución de Luis XVI. El Terror. Rebelión de
1791 El Parlamento inglés aprueba una ley contra la trata — Libertad de cercado para los propietarios franceses — Ley Le Chapelier 1792 Telégrafo óptico de Chappe
1793 Máquinas para desbastar el algodón
' siglo
xvm
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CIVILIZACION
la Vandee. Constitución de 1793. El «maximun». Defensa victoriosa del ejército revolucionario
— Traducción alemana de la Ilíada por Vos — Schiller: La guerra de los Treinta Años — Jean-Paul: La logia invisible — Wordsworth: Paseo de la tar de — David: Mared asesinado 1794 Kant: La religión en los ttmites de la simple razón — Coodorcet: Cuadro de los progresos del espíritu humano — Goya: Procesión de ¡os flage¡antes 1795 Sade: La filosofía del tocador — Kant: Proyecto de paz perpetua — Fichte: Doctrina de la ciencia — ScheQing: Acerca de la posibiBdad de la filosofía en general
— J. Walton: Observación moteorológica — Botánica de F. H. A. de Humboídt — Apertura dellardfndelas Plan tas en París
1795 Playfair: Elementos de geometria — Conservación de bs alimentos; máquina de hilar; prensa hidráu lica — Mungo Parir explora el Africa occidental
17% Fichte: Fundamentos del derocho natural — Schefling: Cartas sobro la crfticay el dogmatismo — De Bonald: Teoría del poder político
1796 Cuvier, fundamentos de la paleontología — Laplace: Exposición del sistema del mundo — Jenner, vacunación contra la viruela
1794 Francia: ejecución de Danton; fiesta del Ser Supremo; caída y ejecución de Robespierre; dausura del club de los jacobinos — Polonia: insurrección de Kosciuszko 1795 Francia: fin de la rebelión de la Vandee; el Directorio: Bonaparte comanda el ejército de Italia; armisticio franco-austríaco; anexión de los Países Bajos — Polonia: nueva partición tras el fracaso de la insurección — Los ingleses en el cabo de Bue na Esperanza 1796 Francia: conspiración de las «Iguales»; ejecución de Babeuf; victoria francesa en el Piamonte — Muerte de Catalina II; Pablo I zar
1794 En Francia, escudas primatías; fundación de la escuela politécnica
704 ligio
xvm
siglo XIX
POLITICA
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CIVILIZACION
1797 Francia: insurrección realista aplastada: victoria francesa y establecimiento de la república en Italia; tratado de Campo-Forado
1797 HSderlin: Hyperion — Chateaubriand: Ensayo sobre las revoluciones — Goethe: Hermanny Dorotea — Kant: Metafísica de los cos tumbres — Radcliffe: El italiano 1798 Fichte: Doctrina de las eostambres — Coleridge: Baladas Uricas — A. W. y F. Schkgel: El Ateneo — Haydn: La creación
1797 W. Smith, cronología geológica — VauqueUn aísla el cromo
1798 República helvética; repúbücas Romana y Partenopea; campa&a de Bonapaite en Egipto; denota francesa en Abukir 1799 Posición difícil de Bonaparte en Egipto; coalición europea contra Francia; caída de las repúbli cas en Italia; de regreso; Bona parte toma el poder
1799 Fichte: Destino del hombre — ScMeiermacher: Discurso sobre ¡a religión — Beethoven: Sonata «patética» — Blake: La adoración de los reyes — Schiller: Waüenstein
1800 Victoria francesa en Marengo; el zar Pablo I deja la coalición
1800 Schelling: Sistema del idealismo trascendental — Mme. de StaSl: De la literatura — Jean-Paul: Titán — Schiller: María Estuardo 1801 Chateaubriand: Atala
1801 Paz de Lunóville entre Fran cia y Austria
1798 Malthus: Ensayo sobre el principio de la población — Cavendish, densidad media de la tierra — Legendre: Teoría de ¡os nú meros 1799 Laplace: Tratado de mecinica celeste — Cuvier, anatomía comparada
1800 Carlisie y Nicholson, electrólisis del agua — Pila de Volta — Gall, principio de la frenología 1801 Primera fábrica de azúcar de remolacha
siglo XIX
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
— Alejandro I zar de todas las Rusias
— Fichte: El estado comercial ce* rrado — Jacobi: Sobre la empresa del criticismo — Hegel: Diferencia de bs siste mas filosóficos de Fichte y de ScheUing — W. Scott: Cantos del país de Escocia — Beethoven: Sonata <¡Claro de hma» — Schiller: La doncella de Or¡eáns — Goya: La maja desnuda 1802 Cabanis: Relaciones entre b físico y b moral — Fundación, por ScheUing, del Diario crítico defibsofía — Hegel: Fe y saber — Novalis: Poesías; Enrique de Ofterdingen — Chateaubriand: El genio del cristianismo — M. W. Turnen El gran muelle de Cabis 1803 Hebel: Poesías alemánicas — Schiller: La novia de Meñna — Mme. de Staél: Delfina
— Dalton, leyes de la mezcla de los gases — Young, interferencias lumi nosas — Gauss: Disquisitiones arithmeticae — Primer barco a vapor de pa letas
1802 Wellington en las Indias — Paz de Amiens con Inglaterra — Comienzos de la centralización administrativa en Francia
1803 Ruptura de la paz de Amiens: campo de Bolonia — Venta de la Luisiana a los Es tados Unidos
1802 Gay-Lussac, ley de la dilatación de los gases — W. Ritter, tos rayos ultravioletas
1803 J.-B. Say: Tratado de economía política — BerthoUet: Ensayo de estática química
POLITICA
1804 En Francia, proceso a los conspiradores realistas — Napoleón I coronado empera* dor por el papa
siglo XIX
1805 Tercera coalición contra Francia: derrota naval francesa en Trafalgar; victorias en Ulm y en Austerlitz; paz de Presburgo — Mohamed AH, pachá de El Cairo 1806 Fin del Santo Imperio romano germánico — Confederación del Rhin — Cuarta coalición: Jena; toma de Berlín; el Bloque continental 1807 Eylau; Friedland; paz de Til* sitt; Rusia adhiere al bloque conti* nental
1808 Insurrección en España con* tralos franceses — Insurrección en las colonias espallóla*: Bolívar en Caracas
ARTES, LETRAS
1804 Fourier: Armonio universal — Schelling: Filosofía y religión — Beethoven: Tercera sinfonía — Blake: Jerusalén — Schiller: Guillermo Teü 1805 Chateaubriand: René — Beethoven: Fidelio
CIVILIZACION — Leyes de Daitón sobre el átomo — El submarino de Fulton 1804 Descubrimiento de las pía* quetas sanguíneas (Donne)
1805 Descubrimiento de la morfina — Mungo Park sigue el curso del Niger — Invención del telar para seda
1806 Fichte: Iniciación a la vida bienaventurada — Hegel: Fenomenología del espiritu
1806 Ley de las proporciones definidas de Proust — Berzelius, conferencias sobre la química animal
1807 Kleits: Anfitrión — Jean-Paul: Levana — Byron: Horas de ocio — Ingress: La fuente — Spontini: La vestal
1807 Abolición de la servidumbre enPrusia — Aplicación comercial de ladeetrolisis — Metales alcalinos (Davy) — Maudsley, transmisión por bie la y manivela 1808 Teoría molecular de Dalton — Creación de la universidad imperial en Francia, que detenta el monopolio de la enseñanza
1808 Fichte: Discurso a la nación alemana — Fourier: Teoría de los cuatro movimientos
POLITICA — Encuentro de Erfurt — Reforma administrativa en Pruáa 1809 Austria reinicia la guerra, tona de Viena; Wagram; paz de Viena — Arresto del papa
siglo XIX
1810 Rusia se retira del Bloque continental — Campaña francesa en Portugal — En Buenos Aires, Revolución del Virreinato del Rio de la Plata — Lucha de Hidalgo en México 1811 Pacificación de Egipto por Mohamed Alí — Los franceses en dificultades en Éspafia — Independencia de Paraguay — Reformas liberales en Prusia
707
1812 Sexta coalición; campaña de Rusia; el Moscova; toma de Moscú; la retirada; el Berezin
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
— Goethe: Atufo — Kleist: Pentesiiea — F. Schlegel: Lengua y sabidu ría de los hindúes 1809 Schelling: Investigaciones fi- 1809 Gauss: Theoria motus carlosóficas sobre la esencia de la ¡i- porum caelestium bertad — Lamarck: Filosofía zoológica — Goethe: Las afinidades elec tivas 1810 Kleist: Catalina de Hett- 1810 Da!ton: Nuevo sistema de la filosofía química bronn — Mme. de StaSl: Alemania — En Francia, código penal lia— Goya: Los desastres de la mado Código Napoleón guerra — Inauguración de la Universi— David: La consagración de Na dad de Berlín poleón — Crisis económica en Gran Bre taña 1811 Jane Austen: Sentido y sen- 1811 Arco eléctrico (Davy) sibüidad — Avogadio, ley de las moléculas — Goethe: Poesía y verdad gaseosas 1811-1832 Niebuhr: Historia ro- — Bell descubre las fibras nermana viosas — Prensa de impresión de dos ci lindros 1812 Byron: El peregrinaje de 1812 Cuvier: Investigaciones sobre Chttde Harold las osamentas fósiles de los cua— Los hermanos Grimm: Cuentos drúpedos — Tieck: Phantasmus — Laplace: Teoría analítica de — Schopenhauer: La cuádruple las probabilidades
POLITICA
siglo XIX
1813 Wellington, vencedor en Vitona — Séptima coalición: LQtzen, Bautzen, Dresde; denota francesa en Leipzig 1814 Campada de Francia; capi tulación de París, abdicación de Napoleón; Luis XVIII, rey de Francia; Congreso de Viena 1815 «Los den dias»; Waterloo; Napoleón deportado; retomo de Luis XVIII; definición del congreso de Viena; la Santa Alianza
1816 Motines por la miseria en Inglaterra — Declaración de Independencia de la Argentina
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
raíz del principio de razón sufi ciente 1812-1816 Hegel: Ciencia dele ló gica 1813 Jane Austen: Orgullo y preJuicio — Shelley: La reina Mab — Blake: dibujos, El dia deljuicio final
— Destrucción de las máquinas por los obreros desocupados en Inglaterra
1815 Schlegel: Historia de la literotura antigua y moderna — J. Constable: Embarcaciones — Goya: Autorretrato
1816 Coleridge: Kubla Khan — Benjamín Constant: Adolfo — Rossini: El barbero de Sevilla — Manzoni, Leopardi, poemas — Bopp: Sistema de conjugación del sánscrito
1813 Davy: Elementos de química agrícola
1815 Lámpara de Davy para los mineros — Ley de las proporciones definídas de Proust — Malthus: Encuesta sobre ¡a na turaleza y el progreso de la renta 1815-1822 Lamarck: Historia na tural de los añónales invertebra dos 1816 Magendie, nervios motores, nervios sensitivos — Laennec, el estetoscopio — Escuela obrera instalada en una hilandería por Owen — Cuvier: El reino animal.. y su organización
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION — Berzelius, química mineral
siglo XIX
1817 Agitación estudiantil en Ale mania: Wartburg — Victoria de San Martin en Maipú, Chik 1818 Bemadotte rey de Sueciacon el nombre de Caries XIV — Constituciones de Bañera y Badén — Huelgas en las hilanderías in glesas 1819 Violentos motines en Manchester — liberación de Chile y de Cotombía — Asesinato de von Kotzebue, agente del zar 1820 Revoluciones en Madrid, Ñi póles, Lisboa; agitación en Ale mania y ejecución de Kari Sand; fortalecimiento de la Santa Alian za; represión austríaca en Italia — Asesinato del duque de Beriy
709
1821 Independencias de México y Perú — Agravación de la represión en Italia
1817 Byron: Manfredo — Keats: Poemas 1818 Maiy Shelky: Frankenstein — Clausewitz: comienzo de la redacción de De ¡aguerra
1818 Thenard, el agua oxigenada — Pdletier y Caventou, la clorofila — Ladraisina
1819 Shelley: Los Cenci — F. Schubert: Quinteto de cuerdas —• Schopenhauen El mundo como voluntad y representación — Géricault: La baba de la Me dusa 1820 W. Scott: Ivanhoe — Shelley: Prometeo liberado — A. Thieny: Cartas sobre la his toria de Francia — Constable: Dedham Mili — Tumer: Roma vista desde el Vaticano 1821 J. Stuart Mili: Principios de economía política — Quincey: Confesiones de un tomador de opio
1819 Travesía del Atlántico por un barco a vapor — Fresnel, teoría ondulatoria de la luz
1821 Faraday, principio del motor eléctrico — Gay-Lussac y Arago, el electroimán
POLITICA
ARTES, LETRAS
— Insurrección griega; proclama ción de la independencia
—_K. M. von Weber. Freischütz _Puschkin: Ruslán y Ludmila — Hegel: Principios de lafilosofía del derecho 1822 H. Heine: Poemas — Nodier: Trüby — Vigny: Poemas antiguos y modemos
1822 Brasil independiente, Pedro I emperador — Guerra civil en Espafia — Masacre de Quío
siglo XIX
1823 Gran Bretaña reconoce la independencia de los Estados de América del Sur y de Greda — Una expedición francesa resta* blece el absolutismo en España — Declaración de Monroe en USA
1824 Carlos X, rey de Francia — Restablecimiento del absolutis mo en Portugal
1825 Contraofensiva turca en Gre* da — Nicolás I, zar; insurrección faMida de los «decembristas»
1823 Stendhal: Racine y Shakespeare — Las últimas sonatas de Beethoven — Grote: Influencia de ta religión natural sobre la felicidad de la humanidad — Beethoven: Novena sinfonía: Miseá solemnis 1824 Ranke: Critica de ¡os histo riadores — Delacroix: Las masacres de Quío — Thiers: Historia de la Revo lución Francesa 1825 Beethoven: Gran fuga, los últimos cuartetos — A. Thierry: Historia de la conquista de Inglaterra
CIVILIZACION — Pila termoeléctrica de Seebeck
1822 Fourien Teoría analítica del calor — Poncefet: Tratado de las propiedades proyectivas de lasfiguras — Faraday, licuefacción de los gases 1823 Máquina calculadora de Babbage — Desciframiento de la piedra de Roseta por Champollion
1824 S. Camot, la termodinámica
1825 Locomotora The Rocket de Stephenson; primera línea de ferrocarril de pasajeros en Inglatérra
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
— Formación de un sindicato de mineros en Durham
— Saint-Simon: El nuevo cristianismo — B. Constant: De la religión 1826 F. Cooper: El último de ¡os mokicanos — Heine: Viaje al Harz — Hólderiin: Poemas — Mendelssohn: Sueño de una noche de verano — Schubert: cuarteto La niña y la muerte 1827 V. Hugo: Cromwell — Michelet: Breviario de historia moderna — Guizot: comienzo de la Histo ria de la Revolución de Inglaterra — Manzanil Los novios 1828 Publicación de las Memorias deCasanova — Mickiewicz: Konrad Wallenrod — Saint-Beuve: La poesía france sa en el siglo XVI — Auber: La muda de Portici 1829 Correspondencia de Goethe con Schiller — V. Hugo: Las orientales — Balzac: Les Chouans — Musset: Poesías — Hokusai, grabados
1825-1840 Establecimiento del mapa geológico de Frauda
1826 Autonomía de Servia
siglo XIX
1827 Batalla de Navarino que asegura la independencia de Greda
1828 Uniones aduaneras en Alemania — Guerra civil en Portugal — Comienzos de las rebeliones campesinas en Rusia 1829 Sindicato de hilanderos en Gran Bretaña; asociación nacio nal para la protección del trabajo — Derecho de navegación de los rusos por el Bósforo
1826 Lobatchevski, geometría no euclidiana — Bietonneau, estudios sobre la difteria
1827 Brown, el movimiento browniano — Ohm, leyes de la corriente con tinua — Wdhler, el aluminio — Niepce, la fotografía 1828 Autobuses en París — Empleo generalizado del cementó
712
siglo XIX
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
1830 Caida de Carlos X; Luis FeUpe, rey de los franceses — Advenimiento de Guillermo IV en Inglaterra; bilí de reforma; revotación belga; gobierno autónomo provisional de Polonia; consti tuciones de Hannover y de Sajonia; toma de Argel por los fianceses 1831 «La paz reina en Varsovia» — En Francia, rebelión de los tejedores de seda de Lyon — Rebelión negra en Jamaica 1832 Agitación nacional y represión en Italia — Manifestación liberal en Hambach, Alemania 1833 Guerra civil en Espafia — Liga de Münchengrfttz de los estados conservadores (Rusia, Austria, Prusia) 1834 Unificación de los sindicatos nacionales de Gran Bretaña y de Irlanda por Robert Owen — Insurrección repubUcana en París — Ampliación de la unión aduañera en Alemania
1830 V. Hugo: Hemani — A. Comte: Curso de filosofía positiva — Tennyson: Poemas — Auber: Fray Diávolo — Stendhal: Rojo y negro
1830 Catálogo estelar de Bessel — Herschel: Estudio de filosofía natura! — Thimonnier, la máquina de coser — Anáfisis orgánico de Liebig
1831 Michelet: Historia de Roma — Hugo: Hotre-Dame de París
1831 Faraday, inducción electromagnética — Galois, teoría de los grupos — Epidemia de cólera en Europa 1832 Legendre: Tratado de las funciones elípticas — Gakes perfecciona el alto horno; Tumeyron, la turbina 1833 Faraday, la electrólisis — Gauss: Intensitas vis magneticae terrestris ad mensuram absolutam revocata 1834 Hamüton: Método general de dinámica —Lenz, ley de la corriente inducida — Primer mapa geológico del mundo — Segadora Mac Cormick
1832 S. Pellico: Mis prisiones — Lenau: Poesías — Donizetti: L ’elixir d amore — Rossini: Stabat Mater 1833 Carlyle: Sartor Resartus — Michelet: Historia de Francia — Turner, pinturas venecianas — Goethe: Fausto (segunda parte) 1834 B. Lytton: Los últimos días de Pompeya — Heine: Alemania — Lamennais: Palabras deun ereyente — Balzac: La búsqueda de lo absoluto — Daumier: Rué Transnonain
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
1835 En Francia, atentado de Fieschi; se restringue la libertad de prensa
1835 Vigny: Chatterton — Musset: Las noches — D. F. Strauss: Vida de Jesús —■Donizetti: Lucia di Lammermoor 1836 Eckermann: Conversaciones con Goethe — Bflchner: Woyzeck — Gogol: El inspector general — Cherubini: Réquiem — Meyerbeer: Los hugonotes — Glinka: La vida por el zar 1836-1839 Tocqueville: De ¡a de mocracia en América 1836-1839 Droysen: Historia del helenismo 1837 Carlyle: Historia de la Revolución Francesa — Dickens: Las aventuras de Pickwick; Oliverio Twist 1837-1867 Curtius: Historia de Grecia 1838 Hugo: Ruy Blas
1835 Darwin estudia la vida en las islas Galápagos — Berzelius, catálisis — Revólver de tambor de Colt
1836 Generalización de la unión aduanera alemana — Fundación de la república de Orange por los boers
siglo XIX 1837 Guerra carlista en Espafia — Victoria, reina de Inglaterra — Sublevación de los canadienses franceses 1838 Comienzo del cartísmo en Gran Bretaña
1839 Fin de la guerra carlista — Guerra turco-ecipcia
1839 Stendhal: La cartuja de Parma
1836 Davy, el acetileno — J. Ericsson, el barco a hélice
1837 Pissan, ley de los grandes números — Jacobi, la galvanoplastia — Primera linea telegráfica 1838 Bessel mide la distancia a una estrella — Dagueire, la fotografía. — Navegación trasatlántica a vapor 1839 Gauss, método de las medidas magnéticas
714
siglo XIX
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
— Guerra del opio en China — Lucha de Abd el Kader en Argelia
— E. Poe: Cuentos — Littré, traducción de los textos hipocráticos — Feuerbach: Crítica de la filoso fía hegeliana 1839 —1847 Ranke: Historia de Alemania en tiempos de la re forma 1840 Mérimée: Cobraba — A. Thierry: Relatos de los ítempos merovmgios — Hebbel: Judith — Donizetti: La favorita — Cabet: Viaje a Icaria — Proudhon: ¿Qué es b propie dad? — B. Bauen Crítica de b historia del Evangelio de San Juan 1841 Carlyle: Los héroes y el culto de los héroes — Kossuth funda el primer diario liberal húngaro — Primeros números del New York Herald Tribuna y del Punch _Schuman: Primera sinfonía 1842 Tennyson: Enoch Arden — Gogol: El capote; Almas muertas
— Vulcanización del caucho — Publicación de los trabajos del matemático Abel
1840 La convención de Londres intenta regular la cuestión egipcia — Guizot, Primer Ministro en Francia — Federico Guillermo IV, rey de Prusia
1841 Mohamed Alí, pachá hereditaño de Egipto — Después de Austria, Nueva Zelanda colonia de la corona — Asociación de mineros en In glaterra 1842 Motines cartistas en Inglatérra; crisis industrial — Penetración británica en China
1840 Arago, cromosfera solar — Liebig: La química en su apücaerán a b apicultura y a b fistologia — Identificación del ozono por Schónbein — París dotado de iluminación agas 1841 Faraday, polarización de la hiz — Kólliker descubre el espermatozoide — Reóstato, Poggendorff
1842 Primera anestesia general — Utilización de abonos artificíales
POLITICA
siglo XIX
1843 Polémicas entre los patriotas italianos: Gioberti (unión alrededar del papa) y Mazzini («Italia unitaria») — Conquista del Pundjab por los ingleses
1844 Isabel II, reina de España
1845 Los cartistas se adhieren al proyecto agrario de O’Connor.
ARTES, LETRAS — Macaulay: Cantos de Roma an tigua _Eugenio Sue: Loe misterios de París — Verdi:Nabucco — Schelling: Filosofía de le mitologia 1843 Considérant: La democracia pacífica — Feuerbach: Principios de la filosofia deiporvenir — J. S. Mili: Sistema de lógica deductiva e inductiva — Henea: El diletantismo en las ciencias — Kierkegaard: Diario de ten se ductor — Wagner El buquefantasma 1844 A. Dumas: Los tres masqueteros — Chateaubriand: Memorias de ultratumba — CtHnte: Discurso sobre d espí ritu positivo — Marx: «Manuscritos» — Tumer: Lluvia, vapor j velo cidad 1845 Engris: La situación de la clase obrera en Inglaterra
CIVILIZACION
1843 Joule, el equivalente mecánico del calor — A. von Humboldt, observado* nes sobre Asia Central — Primera linea telegráfica pública en Inglaterra — Dumas, síntesis ponderal del agua — Hamüton, teoría de los cuater na» 1844 Kólliker, la reproducción de la célula — Barómetro aneroide
1845 Síntesis del ácido acético
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
— Guerra entre México y los Estados Unidos — Guerra de los ingleses contra losákhs — El gobierno inglés favorable al librecambio
— Marx: La sagradafamilia — Herzen: ¿De quién es la culpa? — Wagner. Tannháuser — Stirnen JLó único y su propiedad 1845-1862 Thiers: Historia del Consulado y el Imperio 1846 Marx: La ideología alemana — Thackeray: Feria de vanidades _Schumann: Cuarta sinfonía — Betiioz: La condenación de Fausto — V. Cousin: Acerca de lo verdadero, lo bello y el bien 1847 Lamartine: Historia de los girondinos — Belinski: Carta a Gogol — Carlota Bronté: Jane Eyre — Emilia BrontE: Cumbres bomucosas — Verdi: Macbeth
— Elie de Beaumont: Lecciones de geología — Humboldt, fundamentas de la geografía física — Bigelow, telar mecánico
1848 Marx y Engels: Manifiesto comunista — Macaulay: Historia de Inglatérra — Fundación de la «fraternidad prerrafaelita» (Hunt, Burn Jones, Midáis, Morris, Rossetti)
1848 J. S. MUI: Economía política — Lord Ketvin, el cero absoluto — Los anillos de Saturno
siglo XIX 1847 Cafrería, colonia de la corona británica — Resistencia de Federico de Prusia a la liberalización — En Francia, «campafia de los banquetes»; agitación campesina — Crisis económica general en Europa 1848-1850 Revoluciones, agitación en la mayoría de los países europeos; en Francia, caída de Luis Felipe; II República; golpe de estado de Luis Napoleón Bonaparte; insurrección de Kossuth en Hun«ría; agravación del conflictoentre
1846 Le Verrier y Adams descubren simultáneamente Neptuno — Weber y Fechner, ley de las sensaciones — Rotativa 1847 Berzelius, el peso atómico — Helmholtz, principio de la conservación de la energía — Trabajos de Kirchhoff sobre la electricidad
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
Rusia y Austria; intervención rusa en Hungría y en Moldavia; deno* ta de los patriotas italianos; inter vención francesa en Roma
siglo XIX
1850 En China, rebelión de los Taiping
1851 En Francia, Luis Napoleón presidente vitalicio
1849 Dickens: David Copperfiei — G. Sand: La pequeña Fadette — Delacroix: La odalisca — G. Courbet: Entierro en Or naos — Meyerbeen El profeta — Kierkegaard: Tratado de la de sesperación 1850 Robert y Elizabeth Browning, poemas — N. Hawthome: La letra escar lata _Schumann: Sinfonía renana 1851 H. Melville: Moby Dick — H. Murger: Escenas de la vida bohemia — Beecher Stowe: La cabaña del tío Tom — Verdi: Rigoletto _Ruskin: Las piedras de Venecia — Proudhon: Idea general de la revolución en el siglo XIX — Cournot: Ensayo sobre los fun-
1850 Clausius y Kelvin, segunda ley de la termodinámica — Bunsen, quemador a gas — Foucault, péndulo y giróscopo 1851D. Ruhmkorff, bobina de inducción — Singer, la máquina de coser — C. Bernard, función glicogénica del hígado
POLITICA
1852 Napoleón III, emperador de los franceses — Víctor Manuel III apela a Cavour 1852-1857 Dominio de Francia so bre Senegal siglo XK
1853 Guerra ruso-turca 1854 Guerra de Crimea: ingleses, franceses y turcos contra rusos. Sitio de Sebastopol
1855 Toma de Sebastopol — Láberalización de la constitución española
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
¿amentos de nuestros conoci mientos 1851-1864 Renouvier: Ensayos de crítica general 1852 T. Gautier: Esmaltes y ca- 1852 Bunsen aísla el magnesio mafeos — Leconte de Usle: Poemas an tiguos — Turguenev: Relatos de un ca zador — Man: El 18 Bntmario... 1853 V. Hugo: Los castigos 1853 M. F. Maurey: Geografía — A. Thierry: Historia del Tercer física del mar Estado — Gerhardt, la aspirina 1854 Courbet: ¡Buen ¿lía, señor 1854 Boole: Análisis de las leyes Courbet! del pensamiento — G. de Nerval: Las hijas del — Preparación industrial del alufuego minio — T. Mommsen: Historia de — Riemann, geometría no euclidiana Roma — Wagner. El anillo de los Nibe- — Berthelot, síntesis del alcohol tungos — Liszt: Fausto 1855 W. Whitman: Hojas de 1855 Compañía del Canal de Suez — El celuloide hierba — Michelet: Historia de Francia: 1855-1859 Humboldt: Cosmos bs tiempos modernos — Chemicbevski: Relaciones esté ticas del arte y b realidad
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
1856 Tratado de París que pone fin a la guerra de Crimea — Contrarrevolución en Espafia
1856 G. Flaubert: Madame Bovary — V. Hugo: Las contemplaciones — Tocqueville: El antiguo régi men y la revolución 1857 Baudelaire: Las flores del mal — Marx: Introducción a la critica de ¡a economíapolítica — Renouvier: Ucrania 1857 -1861 G. Eliot: Silos Mamer
1856 Industria siderúrgica: convertidor de Bessemer — Homo de Siemens — El hombre de Neanderthal
1857 Toma de Cantón por los ingleses — En la India, rebelión de los cipayos
siglo XIX
1858 Napoleón III apoya aCavour — Derrota de los turcos en Montenegro — Represión en la India, que se convierte en cotonía de la corona 1858-1861. Abolición de la servi dumbre en Rusia 1859 Nueva guerra angto-china — Derrotas austríacas en Magenta y Solferino
1858 Lassalie: Filosofía de Herádito — Proudhon: La Justicia en ta re volución... — Ibsen, primeros dramas 1859 V. Hugo: la leyenda de los siglos (terminada en 1883) — E. Renán: Ensayos de moral y de critica — Meredith: La prueba de Ri chard Feverel — Gounod: Fausto — J. S. MM: La libertad
1857 Acero al tungsteno — Tratamiento industrial del magnesio — Telescopio de espejo plateado de Foucault — Kebulé, cuadrívalenda del car bono 1858 Pasteur, bacterias — Mendel, las leyes de la herencía
1859 Darwin: El origen de las espedes — Kirchoff y Bunsen, análisis es pectral — Planté, acumulador — Nuevas exploraciones de Livingstone en Africa Central — Primer pozo de petróleo en USA
siglo XIX
CIVILIZACION
POLITICA
ARTES, LETRAS
1860 En Francia, «el imperio liberal» — Garíbaldi: expedición de los «mil»; primer parlamento nadonal en Turín
1860 Burckhardt: La civilización del renacimiento en Italia — Tutguenev: Padrea e lujos — Eliot: Molino sobre elFloss — Daiunier: La sublevación
1860 Pacinotti, la dinamo — Bertbelot: Química orgánica basada en la síntesis — Fechner, Elementos de psicofisica
1861 Abraham Lincoln, presidente de USA; comienzo de la guerra de secesión — Benito Juárez, presidente de México — Proclamación de la unidad italiana — Los boers crean la república autónoma del Transvaal
1861 Proudhon: La guerra y la paz — Dostoievski: Recuerdos de la casa de los muertos — F. M. Mtlllen Lecciones sobre ¡a ciencia del lenguaje — Degas: Lafamilia Bellini — Dickens: Las grandes esperan zas — Cournot: Tratado del encade namiento de bu ideas fundamen tales... 1862 Flaubert: Salambó — Hebbel: Los Nibebmgos — V. Hugo: Los miserables — Lassalie: ...La idea de la dase obrera — H. Spencer: Primeros princi pios — Dostoievski: Los endemoniados — Verdi: La fuerza d d destino 1863 J. S. Mili: El utilitarismo — Chernichevski: ¿Qué hacer?
1861 Procedimiento Solvay para la fabricación de soda — Bunsen y Kircbhoff, cesio y rubidio — Pasteur, microbios anaerobios — Broca, localización de la afasia — Spaer, leyes de las manchas solares
1862 Expedición francesa a México (hasta 1867) — Bismarck, presidente del Consejo de Prusia — Fracaso de la insurrección con tra los turcos en Montenegro — Fracaso de Garíbaldi contra los estados del papa 1863 Abolición de la esclavitud en USA
1862 El motor de cuatro tiempos — Pasteur, fermentación alcohótica — Helmholtz, timbre de los sonidos
1863 Galton, teoría de los anticiclones
POLITICA
rigió XIX
1864 Guerra entre Dinamarca y Prusia — Actividad nihilista en Rusia — Fundación de la I Internacio nal de los Trabajadores
1865 Insurrección de negros en Jamaica — Victoria de los federales en USA — Fin del conflicto del Schleswig-Holstein
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
— Taine: Historia de ia litera tura... — Sheridan: La casa junto al ce menterio — Boudin: La playa de Trxmville; Manet: Le déjeuner sur i'herbe; Jongkind: Playa de Sainte-Adresse 1863—1872 Láttié: Diccionario de la lengua francesa 1863-1883 Ren&n: Historia de los orígenes del cristianismo 1864 M&llarmé: Herodías — J. Veme: Viaje al centro de ia Tierra — E. y J. de Goncourt: Rende Mauperin — Bruckner: Sinfonía en sí menor — Monet: El muelle de Honflmr — Whisfler: La cortina verde, es tudio en rojoy oro — Fuste! de Coulanges: La ciu dad antigua 1865 Los Concourt: Germinie Lacerteux — J. Carroll: Alicia en el país de las maravillas — Swinburne: Atalanta en Calidón — Tolstoi: Guerray paz
— Secchi, clasificación de las es trellas — Maxwell, teoría matemática de las ondas electromagnéticas
1864 Fundación de la Cruz Roja
1865 Kebulé, fórmula del benceno — Tratamiento del acero en el horno Martin — C. Beraard: Introducción al estudio de la medicina experi mental
siglo XIX
POLITICA
ARTES, LETRAS
— Los rusos ocupan el Turquestán
— Monet: Le déjewter sur l'herbe — Proudhon: La capacidad polí tica de la dase obrera — Wágnen Tristón e Isolda 1866 Verlaine: Poemas saturnales — Dostoievski: Crimen y castigo — Renoir y Sisley en Marlotte
1866 Lucha de los fenianos en Irlanda — Ruptura austro-prusiana: vic toria de Prusia en Sadowa 1867 Ampliación del derecho de voto en Gran Bretaña — Maximiliano de Austria fusila do en México — Canadá Dominio
1868 Destitución de Isabel de España — El Mikado instituye la era Meiji en Japón — Derecho de voto de los negros en los Estados Unidos 1869-1870 Concilio Vaticano: infalibilidad papal
1867 Freeman: Historia de la conquista de Inglaterra por los ñormandos — W. M o it ís : Vida y muerte de Jasón — Zola: Teresa Raquin — Marx: El capital (libro I) — Ibsen: Peer Gynt — Brahms: Réquiem alemán — Verdi: Don Carlos 1868 Dostoievski: El idiota — A. Daudet: La pequenez — Pissarro: Rué de Pontoise — Cézanne: El negro EscipiAn 1868-1870 Mussorgski: Boris Godunof 1869 Renouvier: La ciencia de ¡a moral — Hartmann: Filosofía del in consciente
CIVILIZACION
1866 Pasteur combate las enfermedades de la vid. 1867 Lister, la asepsia — Andrews, el punto crítico
1868 Descubrimiento del helio en el espectro solar
1869 Mendeleiev, clasificación periódica de los elementos — Hittorf, los rayos catódicos — Injerto epidérmico — Inauguración del canal de Suez
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
— Flaubert: La educación senti mental — Borodin: Sinfonía en mi bemol mayor — Degas: Cabeza de mujerjoven
siglo XIX
1870 Francia declara la guerra a Prusia; denotas francesas; sitio de París; proclamación de la re pública — Roma capital de Italia 1871 Guillermo I proclamado emperador del II Reich; capitulación de París; preliminares de la paz; la Comuna de París; represión de los versalleses; tratado de Franc fort — En Gran Bretalla, reconoci miento legal de los sindicatos
1872 Voto por escrutinio secreto en Gran Bretaña; leyes sobre el trabajo en las minas — Los jesuítas expulsados de Alemanía — Exclusión de los anarquistas de la I Internacional
1870 Taine: La inteligencia 1870 T. H. Huxley, teoría de la — Representación de La novia biogénesis vendida de Smetana 1870-1873 H. Spencen Principios de psicología 1871 Darwin: £7 origen del hom1871 V. Hugo: El año terrible — L. Carroll: Detrás del espejo bre... — Verdi: Aída — Gramme, la dinamo — Cézanne: El hombre con som brero de paja — Lachelier: Elfundamento de la inducción — H. Cohén: Teoría kantiana de la experiencia 1871-1893 Tola:Las Rougon-Macquart 1872 Darwin: La expresión de las 1872 S. Butlen Erev/hon... — Degas: Le foyer de la danse á emociones... _Berthelot: Sobre lafaena de ¡a l'Opéra — Nietzsche: Origen de la tra- pólvora — Dedekind, teoría de los númegedia — Cournot: Consideraciones so- ros irracionales bre la marcha de las ideas
POLITICA — Liga de tos tres emperadores (Alemania, Rusia, Austria) 1873 Comienzo de la depresión industrial y agrícola en Gran Bretafia — Fracaso de la restauración mo nárquica en Francia — Proclamación de la república en Espafia
siglo XIX
1874 Restauración de los Borbones en Espafia — Después de Tonkín, Francia ocupa Annam — En Gran Bretaña, Disraeli primer ministro: consolidación y ampliación del imperio colonial
1875 Constitución de la III Repú blica francesa
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
1873 Nletzsche: Consideraciones inactuales — Bakunin: £7 estado y la anar quía — Tolstoi: Ana Karemna — A. Rimbaud: Una temporada en el infierno 1873-1883 Engels: Dialéctica de la naturaleza 1874 Flaubert: La tentación de San Antonio — Fustel de Coulanges: Institucanes de la Francia antigua — Boutroux: Contingencia de las leyes de la naturaleza — Brentano: La psicología desde un punto de vista empírico —T. Hardy: Lejos de la multitud y d ruido — Renoir: El palco — Monet: Impresión, salida dd sol — Verdi: Réquiem 1875 H. Schliemann: Troya y sus ruinas — Bizet: Carmen — Cézanne: Le buffet
1873 Harnutte, trascendencia de e — Radiómetro de Crookes
1874 Cantor, teoría de tos conjuntos — Estereoquímica (Le Bel y Vant’Hoff) — Comercialización de las máquinas de escribir — Hansen, el bacilo de la lepra
POLITICA
ligio XIX
1876 Victoria india en Little Big Hom — Insurrección de las naciones eslavas contra Turquía — Fin de la guerra carlista: mo narquía constitucional en España — Desaparición de la I Interna cional 1877 Guerra ruso-turca — Agitación nihilista en Rusia — Fracaso del golpe de estado de Mac Mahon en Francia — Savorgnan de Brazza en el Congo
1878 Humberto I rey de Italia — El tratado de Santo Stefano consagra la victoria rusa sobre los turcos — Victoria, emperatriz de las Indias 1879 Alianza austro-alemana contra Rusia y Francia
ARTES, LETRAS — Marx: Critica del programa de Gotha 1876 M. Twain: Las aventuras de Tom Savyer — Malíarmé: L ’aprés-midi d'un faene — Gobineau: Novelas asiáticas — Brahms: Sinfonía en do menor 1877 H. James: El americano — Tuiguenev: Tierras vírgenes — Carducci: Odas bárbaras — Tchaikovsky: El lago de los cisnes — Rodin: La edadde bronce — Espinas: Las sociedades ani males _L. Morgan: La sociedad primi tiva 1878 Nietzsche: Humano demasiado humano — Engels: El anti-Dühring — Feince: Cómo adarar nuestras ideas — H. Malot: Sin familia 1879 Ibsen: Casa de muñecas — Dostoievski: los hermanos Karamaxov
CIVILIZACION
1876 Bell, el teléfono — Cayley: Funciones elípticas — Kelvin, compás ginoscópko — Otto, motor a gas de cuatro tiempos
1877 Edison, el fonógrafo — Hughes, el micrófono — Descubrimiento de los satélites de Marte
1878 Edison, la lámpara de incandesecada — Berthelot: Mecánica química — Pasteur, el estafilococo 1879 Pasteur, vacunación preventiva
siglo XIX
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
— luíes Guesde funda el Partido Socialista Francés
— Brochard: Sobre el error — Tchaikovski: Eugenio Oneguin 1879-1882 Spencer: Principios de moral evolutiva
1880 Expulsión de los jesuítas de Francia
1880 Nietzsche: El viajero y su sombra — Maupassant: cuentos 1881 Nietzsche: Auroras — H. James: Retrato de mujer — Flaubert: Bouvardy Pécvchet — G. Fauré: Balada para piano — Offenbach: Los cuentos de Hoffmann — Puvis de Chavannes: Pobre pescador — Oscar Wilde: Poemas 1882 Nietzsche: La *gaya* ciencia — J. Vallés: El insurrecto — Stevenson: La isla del tesoro — Cézanne: Autorretrato
— Ley de la radiación del cuerpo negro de Stephan — Pasteur, el estreptococo — Neisser, el gonococo — NordenskjSld en el Polo Norte 1880 Poincaré, las funciones fuchsianas
1881 Asesinato de Alejandro II; Alejandro III, zar — Protectorado francés sobre Túnez — Represión inglesa en Irlanda
1882 Bombardeo de Alejandría por los ingleses — La Triple Alianza: Alemania, Austria e Italia — En Francia, ley sobre la ensefianza primaria laica 1883 Rebelión anti-inglesa en Sudán — Penetración francesa en Madagasear — Guerra franco-china por Hanoi
1883 Dilthey: Introducción al estudio de las ciencias humanas — Maupassant: Una vida — Bjdmson: Más allá de las fuerzas humanas — Verhaeren: Les flamandes
1881 P. y M. Curie, la piezoelectricidad — Eberth, bacilo de la tifodea — Comienzos de la apertura del istmo de Panamá — Ribot: Enfermedades de la memoría 1882 Koch, el bacilo de la tuberculosis — Hoffding: Esbozo de una psicología... — Strasburger y Flemming, los cromosomas 1883 Mach: Mecánica — Turbina a vapor — Automóvil provisto de motor a explosión
siglo XIX
POLITICA
ARTES, LETRAS
— Plqanov funda el Partido Sodaldemócrata Ruso 1884 El Estado del Congo bajo la soberanía del rey de los belgas — Conferencia de Berlín, división de Africa entre las potencias eutopeas — Los franceses vencedores en Tonkín — Ley sobre los sindicatos en Francia 188S Derrota de los partidarios de los ingleses en Sudán — Guerra servo-búlgara
— Brahms: Sinfonía en fa menor
1886 Anexión de Birmania por los ingleses — Paz entre búlgaros y servios — Alfonso XIII rey de España
1884 Engds: El origen de la familia, la propiedad privada y el estodo — Huysmans: Del revés — Bume-Jones: Cophetua y la pordiosera — Gandí: La Sagrada Familia en Barcelona — Degas: Las planchadoras 1885 J.-M. Guyau: Esbozo de una moral sin obligación ni sanción — Traducción inglesa de Las mil y una noches
1886 Nietzsche: Más allá del bien y del mal — Wundt: Etica — T. Hardy: El alcalde de Casterbridge — Stevenson: El doctor Jekyll y Mr. Hyde — Cézanne: La montaña SainteVictoire — Gouguin en Pont-Aven
CIVILIZACION
1884 Frege: Fundamentos de aritmélica — Vant’Hoff, la cinética química — Nicolaier, bacilo del tétano — Primer tranvía eléctrico (Irtanda)
1885 Pasteur, vacunación contra la rabia — Estructura cristalina de los metales — Moissan, el flúor — De Viles, las mutaciones — Metalurgia del aluminio
POLITICA
1887 Derrota italiana en Etiopía — Renovación de la Triple Alianza
siglo XIX 1888 Muerte de Guillermo I, lúe* go de Federico III, Guillermo 11 emperador de Alemania — Abolición de la esclavitud en Brasil
1889 La república en Brasil — Fracaso del movimiento boulangista en Francia
ARTES. LETRAS — Rimbaud: publicación de las Iluminaciones 1886—1888 Franck: Sinfonía en re menor 1887 Fauré: Réquiem — Nietzsche: Genealogía de la moral — Tónnies: Comunidad y sociedad — Strindberg: Infierno — Sudennann: Frau Sorge — Van Gogh: El molino de la Galette — Verdi: Otelo 1888 Avenarius: Crítica de la experiencia pura — R. Kipling: Cuentos de las colinas — Oswar Wilde: El principe feliz y otros cuentos — Psichari: Mi viaje (en griego demótico) — Van Gogh: Los girasoles — Seraut: Puerto de pescadores —Toulouse-Lautrec: La plaza CUchy 1889 A. France: Thms — D’Annunzio: El hyo de la voluptuosidad
CIVILIZACION
1887 Hertz, ondas radioeiéctricas — Michelson y Morley, constanda de la velocidad de la luz — Arrhenius, teoría de los sonidos
1889 Terminación de la torre Eiffel
siglo m
POLITICA
ARTES, LETRAS
— Promulgación de la constitu ción japonesa — Fundación de la II Internacio nal obrera
— Sundennann: El honor — Nietzsche: El crepúsculo de los dioses — Bergson: Los datos inmediatos de la conciencia — Yeats: Los vagabundeos de Osián — Van Gogh: El hombre con la oreja cortada — Richard Strauss: Muerte y transfiguración 1890 Frazer: La rama dorada — Stefan George: Himnos — Borodin: El principe Igor — Tarde: Las leyes de ¡a imi tación — W. lames. Principias de psico logía 1891 T. Hardy: Tess de Uberviüe — Weddónd: El despertar de ¡a primavera — S. LageriBf: Gosta Berling — Husseri: Filosofía de la aritmé tica 1992 Yeats: La condesa Cathleen — Maeterlinck: Pelleas et Melisonde — E. Munch: Retrato de una mtyer en negro
1890 Caída de Bismarck — Reducción de la jomada de trabajo en Inglaterra — Primera celebración del l.° de mayo
1892 Escándalo de Panamá — Encíclica de León XIII tecoalendando obediencia al pdder civil
CIVILIZACION
1890 Von Behring, antitoxinas — Ader, primer vuelo en aeroplano
1891 Construcción del Transíberiano — Dewar, el oxigeno liquido — Utilización del neumático 1892 Motor Diesel — Moissan, horno eléctrico — Lorentz, ampliación de la teorfa electromagnética
POLITICA 1893 Huelga de mineros en Inglatérra — «Leyes criminales» en Francia tras el atentado de Vaillant 1894 Conflicto ruso-japonés — Nicolás II zar — Lenin: ¿Quiénes san los amigos delpueblo? siglo XIX
1895 Raid de Jameson en Transvaal — Conflicto franco-inglés en el valle del Nilo
18% Apoyo alemán a los boers — Nuevo fracaso italiano en Etiopía — El código civil alemán
ARTES, LETRAS — Ganguin en TaUtí 1893 Malíarmé: Versoy prosa — Dvorak: Sinfonía del Nuevo Mundo — Duikheim: La división del tra bajo social — Bradley: Apariencia y realidad 1894 Kipling: £7 libro de la selva — B. Shaw: Cándida — C. Debussy: Pnélude á l'aprésmidi d'un faune — Monet: La catedral de Ruán 1895 A. France: La rotisería de la reina Pédauque — J. Conrad: La locura de Almayer — T. Hardy: Judex el oscuro — Wells: La máquina del tiempo — O. Wilde: La importancia de llamarse Ernesto — Gide: Paludos — Durkheim: Las reglas del mé todo sociológico 18% Hauptmann: La campana sepultada — Chéjov: La gaviota — Pucdni: La bohime — Rimsky-Korsakov: Sadko — Bergson: Materia y memoria
CIVILIZACION 1893 Antena radioeléctrica — Automóvil a gasolina de Henry Ford
1894 Ramsay y Raleigh, el argón — Louis Lumiére, el cinematógrafo 1895 Rñntgen, los rayos X — Ramsay, identificación del helio — Ehxiich, teoría de los anticuerpos — linde, el aire líquido Fundación del Premio Nobel
18% Marconi, telégrafo sin hilos — Widal, aglutinación de las bacteñas — H, Becquerel descubre los peligros de la radiactividad
siglo XIX
sig lo
XX
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P O L IT IC A
A R TES, L E T R A S
1897 Jubileo de la reina Victoria: apogeo del imperio británico — Guerra greco-turca
1897 Conrad: El negro del •Nar ciso» — Havelock EUis: Psicología del sexo — El aduanero Rousseau 1898 H. James: Otra vuelta de tuerca — O. Wilde: Balada de la cárcel de Reading — S. George: El año del alma — Wells: La guerra de ¡osmundos 1899 Tolstoi: Resurrección — Yeats: El viento en los rosales — Rickert: Ciencia de la cultura y
1898 Francia se retira ante Gran Bretafia en el valle del Nilo — Guerra hispano-americana en Cuba — R. Luxemburgo: Reforma so cial o revolución 1899 Guerra de los boers — Condominio angio-egipcio en Sudán — Bemstein: Socialismo teórico y socialismo práctico 1900 En Gran Bretaña nacimien to del partido laborista — Contraofensiva victoriosa de los ingleses en el Transvaal: rendición de los boers — Asesinato de Humberto I; Víc tor Manuel III rey de Italia — En China, rebelión de los bo’xers
CIV ILIZA CIO N
1897 J. K. Thomson, el electrón — Braun, oscilógrafo catódico — Berthelot: Termoqvímica 1898 P. y M. Curie, el radio — Dewar, licuafacción del hidró geno — Registro magnético de los so nidos 1899 Partenogénesis artificial — D. Hilbert: Fundamentos de geometría
ciencia d e la naturaleza
1900 Dreiser: La hermana Carrie — Colette: Claudine en la escuela — Péguy funda Les Cahiers de la quinzaine — Rilke: Poemas — Puccini: Tosca — Freud: La interpretación de los sueños — Husserl: Investigaciones lógicas — G. Sorel: Reflexiones sobre la violencia
1900 Max Planck, teoría de los guanta — Rici, cálculo de los tensores — Rutherford, fórmulas radiac tivas — Landsteiner, los grupos sanguí neos — Construcción del primer Zeppelin
POLITICA 1901 Paz en Pekín — Eduardo VII sucede a Victoria — Theodore Roosevelt, presiden te de USA
siglo XX
1902 Renovación de la Triple Alianza — Lenin: ¿Qué hacer? — Kautsky: La revolución social
1904 Guerra ruso-japonesa, sitio de Port-Arthur — Agitación en Rusia por una reforma constitucional —Entente confíale franco-inglesa 1905 En Irlanda, organización del Sinn Fein — En Francia, separación de la iglesia y el estado
ARTES, LETRAS — Chéjov: Las tres hermanas 1901 A. Strindberg: La danza de la muerte — T. Mann: Los Buddenbrook — H. Hoffding: Filosofía de la religión — Freud: Psicopatologla de la vida cotidiana 1902 Hilaire Belloc: El camino a Roma — Gide: El inmoralista — Débussy: Pettéas et Mélisande — Georges Méliés: Viaje a la tuna 1903 Jack London: La Hornada de la selva — Mauss: Esbozo de una teoría general de la magia — F. Rauh: La experiencia moral — Lévy-Bruhl: Moral teórica y ciencias de las costumbres 1904 Hermann Hesse: Peter Camenzind — Puccini: Madame Butterfly — Rodin: El pensador 1905 Heinrich Mann: El profesor Unrat — Rilke: El libro de las horas
CIVILIZACION 1901 Perfeccionamiento del telégrafo
1902 Fischer, los barbitúricos — Einthoven, la electrocardioterapia — Russel: Principios de matemáticas 1903 Pavlov, los reflejos condicionados — Soddy, los isótopos
1904 J. A. Fleming, lámpara de diodo —Richet, la anafilaxia 1905 Einstein, relatividad restringida — Clasificaciones de las estrellas del mismo tipo espectral
siglo XX
POLITICA
ARTES. LETRAS
— Separación de Suecia y No* ruega — Aniquilación de la flota rusa en Tsu&hima — En Rusia, el «domingo rajo» de San Petersburgo — Huelga general en Moscú, su blevación del Potemkin — Nicolás II debe aceptar la am pliación de los poderes de la Duma 1906 Conferencia de Algeciras, derechos de Francia sobre Matruecos — Represión violenta en Rusia — Trotski: Balance y perspectivas — R. Luxemburgo: Huelgas de masas, partido y sindicatos 1907 Triple Entente: Gran Bretafia, Francia, Rusia — «Reformas» de Stolipin
— Pío Baraja: La lucha por la vida — Richard Strauss: Salomé — Maillol: El deseo — Manuel de Falla: La vida breve — Freud: Tres ensayos sobre la teoría de la sexualidad
— Transfusión sanguínea — Binet y Simón, tests de inteligencia
1906 Duhem: La teoría física... — Claudel: La partición de mediodia — Galsworthy: comienzo de La saga de los Forsythe — Upton SinclairzZajungla — El fovismo: Matisse, Derain 1907 Synge: El pülete del Oeste — Ballets de Diaghilev — Gustav Mahler: Sinfonía en mi bemol mayor — Picasso: Las señoritas de Aviñón — Hamelin: Ensayo sobre los principales elementos de la repre sentación — Bergson: La evolución crea dora
1906 Hopkins, las vitaminas — Forest, la lámpara a triodo — Radiogoniometría
CIVILIZACION
1907 Biplano de Farmaa — Wassermann, detección de la sífilis
siglo XX
POLITICA
ARTES, LETRAS
1906 Ocupación de Casablanca por los franceses — Revolución de los jóvenes tureos — Soberanía de Bulgaria — Anexión de la Bosnia-Herzegovina por Austria
— W. James: Pragmatismo 1908 Chesterton: El hombre que fue Jueves — J. Bédier: Las leyes épicas — Claudel: Cinco grandes odas — Rimsky-Korsakoff: El gaUo de oro — Meyerson: Identidad y realidad — Simmel: íocio/o^id
1909 Alberto I, rey de los belgas — Fundación de la CNT (Confederación nacional del trabajo) en Barcelona, de tendencia anarquista
1910 Jorge V sucede a Eduardo Vil — Anexión de Corea por Japón
1909 Lenin: Materialismo y empirio-criticismo — Gide: La porte itroite — Ezra Pound: Personae y Exultaciones — Ferenc Molnar: Liliom — Richard Strauss: Electro — Utrillo: La plaza del Tertre — B. Croce: Filosofía de ¡a prác tica 1910 Péguy: El misterio de la caridad de Juana de Arco — Hilferding: El capitalismo financiero —Braque: Le Sacré Coeur — W. Kandisky: obres abstractas — Picasso: Retrato de Ambmise Vollard — Kokoschka: Frau Loos
CIVILIZACION 1908 Emile Cohl, el dibujo animado — Minkowski, concepto de espacío-tiempo — Ohnes, helio licuado — Hale, magnetismo de las manchas solares — Wright, cinco kilómetros en avión 1909 Sorensen, definición del ph — Lapicque, la cronaxia — Nicolle, tratamiento del tifus — Fréchet, teoría de los espacios abstractos — Blériot atraviesa el canal de la Mancha en avión
1910 Kennelly, ionosfera — Wilm, el duraluminio 1910-1913 Russel y Whitehead: Principia mathematica
POLITICA
siglo XX
1911 Golpe francés en Marruecos, amenazas alemanas — Agitación social en Gran Bretafia — Guerra italo-turca por Trípolitania —Asesinato de Stolipin — Jaurés: El nuevo ejército — Proclamación de la República China: fundación del Kuo-mintang 1912 Primera guerra de los Balcanes — Italia se anexiona Tripolitania y Cirenaica — Independencia de Albania 1913 Segunda guerra de los Bal canes, división de la región — Lenin: Europa atrasada, Asia adelantada
ARTES, LETRAS — Stravinski: El pájaro defuego — Max Linden Filmes cómicos 1911D. H. Lawience: El pavo real blanco — Katherine Mansfield: Pensión alemana — H. von Hofmannsthal: Jedermann _Hauptman: Las ratas — Mondrian: El árbol Sur hori zontal — Stravinski: Petrusckka — Modigliani: Paul Alexandre — Schónberg: Tratado de armo nía 1912 G. B. Shaw: Pigmalión — Ravel: Dafnis y Cloe
1913 Apollinaire: Alcoholes — Freud: Tótem y tabú — T. Mann: Muerte en Venecia — M. de Unamuno: El senti miento trágico de la vida — Marcel Duchamp: Rueda de bicicleta — Alejandro Scriábin: Poema del fuego
CIVILIZACION
1911 Rutherford, estructura del átomo — G. Claude, el tubo de neón — Millikan, carga de los electrones — Amundsen en el polo Polo Sur
1912 Von Laue, difracción de los rayos X
POLITICA
sigla XX
1914-1918 La Gran Guara, pri mera guerra mundial
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
— Cedí B. de Mille: The Squawman — L. Brunschvicg: Las etapas de lafilosofía matemática — Husseri: Ideas para una feno menología... 1913-1916 M. Scheler: El forma lismo enética... 1913-1917 Duhem: Sistema del mundo... 1913-1922 Proust: En busca del tiempo perdido 1914 E. R. Burroughs: Tantán — Joyce: Gente deDubtín — Gide: Las cuevas del Vaticano — Busoni: Nocturno sinfónico — Juan Gris: Frutero y garrafa — Lenin: El derecho a la autode terminación de las naciones 1915 G. Trakl: Sebastián en sue ños — Maiacovski: La nube en panta lones — W. S. Maugham: Servidumbre humana — Virgnia Wooll: Viaje de ida — El movimiento dad¿: Picabia, Arp, Duchamp, Max Emst, Miró, Dalí, Brauner
1914 Adams y Wolf, rotación de las nebulosas espirales — Kendall, tiroxina — Terminación del Canal de Pa namá 1915 Cantor, los números transfi nitos — Einstein, teoría general de la relatividad — Las estrellas enanas — Lowell, hipótesis sobre la exis tencia de Plutón (descubierto en 1930)
POLITICA
1916 Lenin: El imperialismo, fase superior del capitalismo
siglo XX
u>
1917 Febrero-marzo: revolución rusa, abdicación de Nicolás II; octubre: toma del poder por los bolcheviques — Lenin: El estado y la revolución
1918 R. Luxembuigo: La revolu ción rusa — K. Knitsky: La dictadura del proletariado — Lenin: La revolución proletaria y el renegado Kautsky 1919 El movimiento espartaquista aplastado en Berlín; derrota de la república de los consejos en Baviera
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
— Griffith: El nacimiento de una nación 1916 H. Baibusse: El Juego — Joyce: Dedahis, retrato del ar tista adolescente — Apollinaire: El poeta asesinado — F. de Saussure: Curso de lin güística general — Griffith: Intolerancia — G. Gentile: Teoría general del espíritu como acto puro 1917 Max Jacob: El cubilete de dados — T. S. Eliot: La canción de amar de J. Alfred Prufrock, poemas — P. Valéry: La joven parca — L. Pirandello: Cada uno a su manera 1918 Apollinaire: Caligramas — G. Duhamel: Civilización — A. Blok: Los escitas — Stravinski: La historia del sol dado
1917 Shapley, evaluación del diámetro de la galaxia — Langevin, ultrasonidos
1919 Abel Gance: Yo acuso — H. S. Walpole: Jeremías — Blasco Ibáflez: Los cuatro jinetes del Apocalipsis
1919 Eddington, acción de la gravitación sobre la luz — Rutherford, radiactividad provocada
siglo XX
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
— Fracaso de Bela Kun en Hungría — Guerra civil en Rusia — Agitación social en Europa occidental
— André Bretón: Los campos magnéticos — M. de Falla: El sombrero de tres picos — Prokofiev: El amor de las tres naranjas 1920 Galsworthy: La Cancillería (continuación de Forsyte) — P. Valéry: El cementerio ma rino — E. Toller: El hombre de la masa — Fitzgerald: De este lado del Paraíso — V. Sjóstróm: La carreta fan tasma — Karel Capek: La vida de los insectos — R. Wiene: El gabinete del Dr. Caligari — O. Spenglen La decadencia de Occidente 1921 O’Neill: El emperador Jones — L. Pirandello: Seis personajes en busca de un autor — L. Wittgenstein: Tractatus hgico-phihsophicus — B. Russell: Análisis del espí ritu
— T. H. Morgan, teoría cromosómica de la herencia — J. M. Keynes: Las consecuencías económicas de la paz
1920 Derrota de los ejércitos blancos en Rusia — Intervención francesa en Polo nia contra el ejército rojo de Trotski — Lenin: El izquierdismo, la enfermedad infantil del comunismo
1921 URSS, represión de la insurrección de Cronstadt — Guerra greco-turca — Régimen parlamentario en Turquía — Monarquía hachemita en Irak
1920 Michelson, medida de Betelgisa — Nacimiento del láser
1921 Síntesis industrial de los carburantes
POLITICA — Irlanda, dominio; rechazo del Sinn Fein — N. Bujarin: Teoría del mate rialismo histórico 1922 Marcha sobre Roma de Mussolini — Independencia de Egipto — Stalin, secretario general del PC; comienzo de la NEP — H. de Man: Más allá del marxismo... siglo XX
1923 Fracaso de un putsch nazi en Munich — Primo de Rivera, dictador en España — Proclamación de la república turca: Mnstafá Kemal Ataturk presidente — Egipto monarquía constitucional — G. Lukacs: Historia y candenda de clases
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
— E. Sapir: Lenguaje
1922 L. Brunschvicg: La experienda humana y la casualidadfisica — H. Hesse: Siddharta — Fitzgerald: Felices y condenados — J. Joyce: Ulises — Sinclair Lewis: Babhitt — H. Carossa: Una infancia — Femand Lé'ger: La ciudad — Lévy-Bruhl: La mentalidad pri mitiva 1922-1940 R. Martin du Gard: Los Thibatdt 1923 Boris Pastemak: Temas y variaciones — P. Valéry: Eupalinos — R. M. Rilke: Sonetos a Orfeo — B. Shaw: Santa Juana — Piaget: El lenguaje y el pensamiento en el niño — M. Duchamp: La Manée mise a ntt... — M. de Falla: El retablo de maese Pedro
1922 Tratamiento de la diabetes por insulina — Staudinger, macromoléculas — Busch, lentillas electrónicas — Carian, los espacios sin curvatura — Ramón, inmunización contra la difteria y el tétano — HuU, principios del magnetrón
1923 Compton, difusión de ios rayos X en la materia — E. P. Hubble, distancia de las galanas — ]. S. Huxley: Ensayo de un biólogo
POLITICA
ARTES, LETRAS
— K. Korsdi: Marxismo y filoso fía — L. Trotslá: Nuevo cuno — Pasukanis: Teoría general del derecho y marxismo 1924 Sun Tat-Sen y el Kuomintangen el poder en China — En Italia asesinato de Matteoti — Muerte de Lenin — Stalin: Principios del leninismo
— Buster Keaton: La ley de la hospitalidad — Z. Kodály: Psalmus hungaricus 1923-1929 Cassirer: Filosofía de lasformas simbólicas 1924 T. Mann: La montaña mágica — Honegger: El rey David — Pablo Neruda: Veinte poemas de amor y una canción desespe rada — Franfois Mauriac: Genitrix — J. Girandoux: Julieta en el país de los hombres — Andró Bretón: Primer mani fiesto del surrealismo — Puccini: Turandot (terminada después de 1926) — René Clair: Entreacto 1925 Eisenstein: El acorazado Potemkin — Publicación de El proceso de Kafka _Theodore Dreiser: Una tragedia americana — F. Scott Fitzgerald: El gran Gatsby —Louis Aragón: El campesino de París
rigió XX
1925 Hindenburg, presidente del III Reich — En Italia, creación del estado fascista — Rebelión contra Francia en Siria — Insurrección marroquí en el Rif — A. Hitler: Mi lucha
CIVILIZACION
1924 Louis de Broglie, la mecánica ondulatoria — Hilbert: Los métodos en física matemática
1925 Struve, rotación de las estrelias — Appleton y Bamett, posición de la ionosfera — MiUikan, los rayos cósmicos
POLITICA
siglo XX
1926 Fracaso de la huelga general en Gran Bretaña — Golpe de estado militar en Portugal — Ibn Saud, rey del Heyaz — Chiang Kai-chek dedicado a la unificación de China; gobierno co munista de Han Ken — Mao Tse-tung: Análisis de las clases de la sociedad china
1927 limitación de las libertades sindicales en Gran Bretaña
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
— Antonin Artaud: El ombligo de los limbos — Sean O’Casey: Juno y el pavo real — Sigrid Undset: Olav Audtmssón (1925-1927) — Chaplin: La quimera del oro — Primera exposición surrealista en Paris: Chineo, Arp, Klee, Ernst; Masson, Man Ray — Ravel: El niño y los sortilegios 1926 Fritz Lang: Metrópolis — T. E. Lawrence: Los siete pilares de la sabiduría — Isaac Babel: Caballería roja — Publicación de El castillo de Kafka — G. Bernanos: Bajo el sol de Satán — B. Bartók: Concierte para piano — D. Shostakovich: Primen sin fonía — Pudovkin: La madre — Jean Renoir: Naná — P. Eluard: Capital del dolor — Abel Gance: Napoleón 1927 Martin Heidegger: El ser y el tiempo
1926 Brown, irregularidad del movimiento de la tierra — Vitamina Bj — Cohete de combustible sólido — Schr&dinger, mecánica ondulatona y mecánica cuántica
1927 Lemaitre, teoría de la expansión del universo
742
POLITICA — C|lso Sacco y Vanzetti en los Estados Unidos — Chiang Kai-chek en ISankin; ruptura con el PC chino — Trotski excluido del PC — Mao Tse-tung: Informe de una investigación sobre el movimiento campesino de Hunin
siglo XX 1928 Deportación de Trotski — Dictadura de Salazar en Portugal — Masacre de comunistas en China — Abandono de la NEP en la URSS; colectivización de la tierra; comienzos de la «deskulakización»
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
— H. Massis: Defensa de Occidente — Sholojov: El Don apacible (hasta 1940) — Henri Pirenne: Las ciudades de la Edad Media — T. N. Wilder: El puente de San Luis Rey — Viiginia Woolf: Alfaro — Julien Benda: La traición de los intelectuales — Cari Dreyer: La pasión de Jua na de Arco — Cavalcanti: En la rada — Eisenstein: Octubre 1928 F. García Lorea: Romancero gitano — R. Camap: Estructura lógica del mundo — Aldous Huxley: Contrapunto — D. H. Lawrence: El amante de lady Chatterley — E. Waugh: Decadencia y calda — I. Giraudoux: Siegfried — A. Malraux: Los conquista dores — B. Brecht: La ópera de dos centavos — A. Bretón. Najja
— Heisenberg, principio de incertitud — Confirmación experimental de la mecánica ondulatoria de Louis de Broglie — Acelerador lineal y ciclotrón — Fleming, la penicilina — Lindbergh, New-York-París en avión
1928 Eddington: Naturaleza del mundo físico — Vitamk? C — Paul Dirac, el positrón — Los primeros filmes sonoros — Lindbergh, Nueva York—París en avión
POLITICA
1929 Destierro de Trotski de la URSS, escribe La revolución desfigurada — W. Reich: Materialismo dialáctico y psicoanálisis — Jueves negro en Wall Street: comienzo de la gran depresión económica siglo XX
1930 Agitación anti-inglesa dirigida por Gandhi en la India — Evacuación definitiva de Ale* mania por los aliados — Ciento setenta diputados nazis en el Reichstag — Fin de la dictadura de Primo de Rivera en España
ARTES, LETRAS — Luis Bufiuel: Un perro andaluz — Walt Disney: Mickey Mouse 1929 Maiakovski: La chinche — W. Faulkner: El sonido y la furia — Hemingway: Adiós a las armas — E. Husseri: Lógica formal y lógica trascendental — Martin Heidegger: Sobre la esencia delfundamento — P. Claudel: El zapato de raso — E. M. Remarque: Sin novedad en cífrente —Segundo manifiesto del surrea lismo — King Vidor: ¡Aleluya1 — Eisenstein: La linea general 1930 G. Politzer: Crítica de los fundamentos de la psicología — Freud: El malestar en la cidtura — Wittgenstein: Investigaciones filosóficas — E. Waugfa: Cuerpos viles — W. Faulkner Mientras yo ago nizo — J. Ortega y Gasset: La rebelión de las masas
CIVILIZACION
1929 Cateterismo cardiaco — Técnica de la electroencefalografia
1930 Descubrimiento del planeta Pintón — Dam, vitamina K — Theiler, suero contra la fiebre amarilla — Claude y Boucherot, energía térmica de ios mares
POLITICA
siglo XX
1931 Caída de Alfonso XIII en España; la República — Agravación de la crisis económica mundial — Invasión de Manchuria por los japoneses — Trotski: La revolución perma nente
1932 De Valera en el poder en Irlanda — Dollfuss, canciller de Austria
ARTES, LETRAS — H. Hesse: Narciso y Goldmundo — E. von Salomón: Los proscritos —John Dos Passos: Paralelo 42 — Maillol: Venus con collar — Ravel: Concierto para ¡a mano izquierda — Stravinski: Sinfonía de los salmos — SchBnberg: Moisés y 4 orón — I. Silone: Fontamara 1931 Husseri: Meditaciones cortesianas — Pearl S. Buck: La buena tierra — O’Neill: El luto sienta bien a Electro —Jean Giono: El gran rebaño — H. Broch: Los sonámbulos — Saint-Exupéry: Vuelo nocturno — Chaplin: Luces de la ciudad — Salvador Dalí: Persistencia de la memoria — Epstein: Génesis — René Clain Para nosotros la Hbartad 1932 E. Caldwell: El camino del tabaco — Céline: Viaje alfin de la noche — Nizan: Los perros guardianes
CIVILIZACION
1931 Morgan, mutaciones experimentales — Exploración de la estratosfera por Piccard — Pauli, hipótesis del neutrino
1932 Anderson, descubrimiento del positrón en los rayos cósmicos — Chadwick, existencia del neutrón
P O L IT IC A
— Roosevelt, presidente de los Es tados Unidos — Doscientos treinta diputados nazis en el Reichstag — Estado fantoche de Manchukúo
siglo
XX
1933 Roosevelt lanza el New Deal — Creación de la Falange Espa ñola — Hitler, canciller de Alemania, tona el titulo de Führer-, comien zo de la represión política 1934 Hitler, Reichsführer — Represión antisocialista en Austria — Asesinato de Kirov: comienzos de las purgas y de los procesos en la URSS — W. Reich: Psicología de masas delfascismo
A R TES, LETR A S
CIV ILIZA C IO N
— Francois Mauriac: Nudo de ví — Oort, masa de la galaxia boras — Urey, agua pesada y deuterio — J. van Stemberg: El expreso de — Dunham, ácido carbónico en Shangai la atmósfera de Venus — Fritz Lang: M, el vampiro de — King y Waugh, vitamina C Dusseldorf — Bergson: Las dos fuentes de ¡a moral y la religión — Jaspers: Filosofía — E. von Salomón: Los cadetes — M. Shólojov: Campos rotu rados 1932-1947 J. Romains: Los hom bres de buena voluntad 1933 A. Malraux: La condición 1933 I. y F. Joliot-Cuñe, produc ción de isótopos radiactivos humana Naturaleza química de la vita — F. Garda Larca: Bodas de — mina A sangre — Vitamina B2 (la riboflavina) — Matisse: La danza — Eddington: El universo en ex 1933-1945 G. Duhamel: Crónica pansión de los Pasquier 1934 Yukawa, hipótesis del me1934 Toynbee: Estudio de ¡a his sotrón toria (hasta 1961) — Mülkr.elDDT — H. Miller: Trópico de cáncer — Hilbert y Bernays: Fundamen — J. Cocteau: La máquina in tos de matemáticas fernal — Utilización del microscopio — L. Aragón: Las campanas de electrónico en biología Basilea
746
POLITICA
siglo XX
1935 Pacto franco-soviético — Sanciones de la SDN contra Italia por haber invadido Abisinía, pero negación de ayuda militar — Decretos de Nuremberg: perse cución de los judíos — China, la Larga Marcha
1936 En Francia, el Frente Popular — Victoria de la coalición popular en las elecciones españolas; sedición de Franco: güeña civil — Tona de Addis-Abeba por los italianos — Ocupación de Renania por las tropas alemanas — Proceso y ejecución de Zinoviev y Kamenev
ARTES, LETRAS — Hindemith: Matías el pintor — Jean Vigo: L’Atalante — G. Bachelard: El nuevo espíri tu científico — N. Ostrovski: Así se templó el acero 193S B. Brecht: Miedo y miserias deiniReich — ]. Steinbeck: Tortilla Fiat — J, Giraudoux: La guerra de Troya no sucederá — J. Feyder: La Kermesse he roica —Los rebeldes del Bounty — Gershwin: Porgy and Bess — Chaplin: Tiempos modernos — Hermanos Marx: Una noche en la ópera 1936 A. J. Ayer: Lenguaje, verdad y lógica — M. Mitchell: Lo que el viento se llevó — Céline: Muerte a crédito — René Daumal: El contracielo — F. Scott Fitzgeraid: La suave locura — J. L. Borges: Historia de hs eternidad
CIVILIZACION
1935 Watson-Wat, el radar — Quimioterapia por sulfamidas — Composición de los virus (nucleoproteínas)
1936 J. M. Keynes: Teoría general sobre el empleo, el interés y el dinero _Clasificación de las galaxias — Los electroshocks
POLITICA
siglo XX
— Mao Tse-tung: Problemas es tratégicas de la guerra revolucio naría en China 1937 Trotski: La revolución traidonada — Eje Roma-Berlín — Persecuciones religiosas en Alemanía — Destrucción de Guemica en el País Vasco — Continúan las ejecuciones en la URSS — Los japoneses se apoderan de Shanghai y de Pekín 1938 El Eire, estado independiente en el Commonwealth — Primeras medidas anti-judias en Italia — Hitler anexa Austria; acuerdos de Munich: Hitler anexa los Sudetes — Progresos de la sedición iránquista, apoyada por los alemanes y los italianos 1939 Invasión de Checoslovaquia; invasión de Albania; anexión del puerto de Memel — Pacto germano-soviético
ARTES, LETRAS — Schónberg: violín
CIVILIZACION
Concierto para
1937 A. Malraux: La Esperanza — J. Steinbeck: Ratones y hombres — A. Bretón: El amor loco — Eisenstein: Pedro el Grande — Marcel Carné: Cróle de ára me — J. Renoir: La gran ilusión — Duvivier: Carnet de baile — Korda y Flaheity: El muchacho de los elefantes — Picasso: Guemica 1938 G. Greene: Brighton Rock — Bemanos: Los grandes cerneaterios bajo la luna — Sartre: La náusea — Bartók: Concierto para violín — M. Carné: El muelle de las brumas — Eisenstein: Alejandro Nevsld — Cavaillés: Método axiómatico y formalismo 1939 Steinbeck: Uvas de la ira — H. Millen Trópico de Capricomio — A. Gide: Diario (1885-1939*
1937 Central atómica de Aiken, calculador «Mark 2» — Anderson, él mesotrón en los rayos cósmicos
1938 Vitaminas E y Bg —Weizsácker y Bethe, teoría de la energía estelar — Fabricación del nilón — Hahn y Strassmann, la fusión nuclear — Kendall, preparación de la cortisona
1939 Vuelo del primer avión a reacción — Pincus, partenogénesis artificial de los conejos
siglo XX
POLITICA
ARTES, LETRAS
CIVILIZACION
— Invasión de Polonia: comienzo de la Segunda Guerra Mundial
— T. Mann: Carlota en Weimar — Henry Moore: Mujer tendida — Aimé Césaire: Cuaderno de un retomo alpaís natal — Freud: Moisés y el monoteísmo 1939-1941 Gremillon: Remordi miento
— Primeras publicaciones mate máticas del grupo N. Bourbaki
INDICE
INTRODUCCION GENERAL
............................................
5
TOMO/ DE LOS FARAONES A CARLOMAGNO (Hasta el siglo vil de nuestra era) PREFACIO ............................................................................. CAP. I. EL ESTADO, LA ESCRITURA, LA HISTORIA, POLITEISMO Y MONOTEISMO. Francois Chátelet . . CAP. II. LAS COSMOLOGIAS A N T IG U A S ..................... 1. La cosmología egipcia. Michel Gitton ........................ 2. La cosmología antigua de China. Jean Lagerwey . . . 3. La india braham&nica: Karman de los hombres, maya de los dioses. Charles M a la m o u d ................................. 4. Las teogonias de la grecia arcaica de los siglos VIH a VI a. C. El modelo hesiódico y el modelo órfico. Luc Briss o n ................................................................................... CAP. III. LAS ETICAS DE ASIA ...................................... 1. El confucianismo. Jean Lagerw ey................................. 2. El budismo. Jean L a g erw ey.......................................... CAP. IV. LA IDEOLOGIA IN D O EU RO PEA ..................... La ideología indoeuropea; mito, epopeya, filosofía. Jean-Louis T ristani........................................................ CAP. V. LAS IDEOLOGIAS PAGANAS DEL PODER . . 1. La ideología de la ciudad griega. Frangois Chátelet . . 2. La ideología de los hombres del norte: el celta y el ger mano. Jacques H arm and............................................... 3. La ideología romana: la ciudad ecuménica. Jo'él Schmidt CAP. VI. LAS IDEOLOGIAS DEL FONDO MONOTEISTA 1. Para una historia de las ideologías judías y cristianas an tiguas. Pierre Geoltrain y Francis S c h m id t.................. 2. La ideología del islam. Mohammed-Allal Sinaceur. . .
II 14 24 24 34 41 51 60 60 69 81 81 98 98 112 118 131 131 161 749
CAP. VII. LAS IDEOLOGIAS MONOTEISTAS DEL PO DER ................................................................................... 175 1. De Constantino a Carlomagno o la propedéutica eclesial de los poderes. Pierre G rio le t................................. 175 2. El islam: la conquista, el poder. Ahmad Hasnawi . . . 195 CONCLUSION. Frangois C hátelet................................ 223 TOMO II DE LA IGLESIA AL ESTADO (De los siglos vu a xvm) PREFACIO ............................................................................. 229 CAP. I. LA CRISTIANDAD ................................... 232 1. La ideología de occidente, significado de un mito orgá nico. Gérard Mairet ..................................................... 232 2. Iglesia y «cristiandad». Fierre G rio le t........................... 241 3. El sacro imperio. Pierre-Frangois M o r e a u .................. 254 4. Las cruzadas: la guerra y la paz. Odilon Cabal . . . . 267 5. La caballería. Odilon C a b a l.......................................... 282 CAP. II. LAS IDEOLOGIAS DEL SABER Y EL ORDEN 293 1. La paz de dios. Pierre-Frangois M o r e a u .....................293 2. La policía de la fe: la inquisición. Louis Sala-Molins . 302 3. El orden del universo: dios y el diablo. Louis Sala-Molins 313 4. Del corazón grabado al cuerpo místico: nacimiento de un orden jurídico. Pierre-Frangois M oreau.................. 321 CAP. III. LA IDEOLOGIA COMUNITARIA Y LA ETICA DE LOS N EG O CIO S........................................................ 332 1. La Universitas: el ideal comunitario, modernidad y ar caísmo de una ideología. Gérard M a ir e t..................... 332 2. La personalidad moral: individuo y comunidad. Gérard M a ir e t............................................................................. 342 3. La ética mercantil. Gérard M a iret................................. 350 CAP. IV. EL ORDEN NUEVO ............................................ 362 1. Edad Media, humanismo, renacimiento: nacimiento de una ideología. Gérard Mairet ....................................... 362 2. La ideología de la naturaleza. Frangois Chátelet . . . . 373 3. El protestantismo y la justificación cristiana de la espa da. Gérard Mairet ........................................................ 385 4. La génesis del estado laico: de Marsilio de Padua a Luis XIV. Gérard Mairet ..................................................... 394 CONCLUSION. Gérard Mairet ............................................ 419 TOMO III DE ROUSSEAU A MAO (De los siglos xvm al xx) PREFACIO ............................................................................. CAP. I. LA IDEOLOGIA DEL PROGRESO ..................... 1. Sociedad civil y civilización. Pierre-Frangois Moreau . 2. Naturaleza, cultura, historia. Pierre-Frangois Moreau . 750
423 426 426 433
3. 4. CAP. 1. 2.
Pueblo y nación. Gérard M a iret.................................... Libertad, igualdad. Gérard Mairet .............................. II. LA IDEOLOGIA DEL H O M B R E ........................ La conciencia y la moral. Frangote C h á te le t............... La obediencia y la ley: el derecho. Évelyne Pisier-Kouchn e r ................................................................................... 3. El liberalismo: presupuestos y significaciones. Gérard M a ir e t............................................................................. 4. El trabajo y la industria: el marxismo. Frangote Chátelet CAP. III. LA IDEOLOGIA DE LA C O N Q U IST A ............ 1. Salvajes y civilizados en el siglo xvill. Héléne Clastres 2. Las ideologías del territorio. Michel Korinman y Maurice R o n a i....................................................................... CAP. IV. LAS IDEOLOGIAS DE LA GUERRA O DE LA PAZ ................................... 1. Las ideologías de la coexistencia. André Glucksmann . 2. Las ideologías de la liberación. Christian Descamps . . 3. ideología y rebelión. André G lucksm ann..................... CONCLUSION. Frangote C hátelet.......................................... CUADRO SINOPTICO ........................................................
450 466 479 479 492 507 525 546 546 560 581 581 596 616 628 632
E
s é ste un lib r o s in g u la r, un a típ ic o m a n u a l c u y o o b je to se e n c u e n tra a m e d io c a m in o d e la h is to ria d e l p e n s a m ie n to p o lític o , la h is to ria d e la filo s o fía y la h is to ria
c u ltu ra l: un m a n u a l d e h is to ria d e la s id e o lo g ía s . U n a s id e o lo g ía s q u e to m a n , en e sta o b r a , la fo r m a d e un c o m p le jo sis
te m a c u ltu ra l q u e e n g lo b a to d a s a q u e lla s c o n s tru c c io n e s , m a te ria le s o n o , q u e d o ta n d e s ig n ific a d o s a n u e s tra r e a li d a d . A s í, los a u to re s a n a liz a n las d is tin ta s c o n c e p c io n e s q u e , a la m a n e ra d e la
weltanschauung d e
D ilth e y , h a n m a rc a d o
el d e v e n ir d e la h u m a n id a d y sus c irc u n s ta n c ia s h is tó ric a s . Estam os, pues, a n te u na a u té n tic a h is to ria m u n d ia l d e las id e a s y lo s c o n c e p to s , e n te n d ie n d o é s ta n o s ó lo en su v e r tie n te c u ltu ra l, sin o ta m b ié n en sus a s p e c to s s o c ia le s , p o lític o s o re lig io s o s . La g ra n c a lid a d d e este e x te n s o y a m b ic io s o v o lu m e n v ie n e a v a la d a p o r la la b o r d e d ire c c ió n d e F ra n c o is C h a te le t y G é r a r d M a ir e t, q u ié n e s re u n ie ro n a to d a u n a p lé y a d e d e p re s tig io s o s e s p e c ia lis ta s p a r a
la
r e a liz a c ió n
d e l m ism o .
P u b lic a d a en fra n c é s en 1 9 7 8 , esta o b r a se ha c o n v e rtid o co n el p a s o d e los a ñ o s en un m a n u a l c lá s ic o d e o b lig a d a re fe re n cia ; una o b ra q u e , h o y d ía , a ún n o ha sid o s u p e ra d a . F ra n c o is C h a te le t ( | 1 9 8 5 ) e je rc ió la d o c e n c ia co m o p ro fe s o r de His to r ia d e la filo s o fía en la U n iv e rs id a d d e Paris V lll-V in ce n n e s-S a in tD enis, ju n to a fig u ra s d e la ta lla de M ic h e l F o u ca u lt o Jean-F rancois Lyo-
El nacimiento de la historia (1 9 7 8 ) , Crónica de las ideas perdidas (1 9 8 1 ) o la Historia del pensamiento político (1 9 8 7 ) ju n to a O liv ie r D u h a m e l y E velyne Pisierta rd . Entre sus p u b lic a c io n e s p o d e m o s d e s ta c a r
K ouch n e r. G é r a r d M a ir e t es p ro fe s o r de H is to ria de la filo s o fía y C ie n c ia p o lític a en la U n iv e rs id a d d e Paris V lll-V in ce n n e s-S a in t-D e n is. Entre sus p u b lic a
Discurso de Europa: Soberanía, ciu dadanía y democracia (1 9 9 1 ), La fable du monde, Enquéte philosophique sur la liberté de notre temps (2 0 0 5 ) y Le principe de souverainete. Histoires et fondements du pouvoir moderne (1 9 9 6 ). cio n e s m as s o b re sa lie n te s d e s ta c a n
ISBN 978-84-7600-375-6
9 788476 003756
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