PASIONES NACIONALES
ALEJANDRO GRIMSON (compilador)
PASIONES NACIONALES Política y cultura en Brasil y Argentina
Mirta Amati, Alejandro Grimson, Ronaldo Helal, Gabriel Kessler, Kaori Kodama, Bernardo Lewgoy, Silvina Merenson, Renata Oliveira Rufino, Inés M. Pousadela y Pablo Semán
José Nun (supervisión)
Pasiones nacionales : política y cultura en Brasil y Argentina / compilado por Alejandro Grimson. - 1a ed. - Buenos Aires : Edhasa, 2007. 640 p. ; 22,5x15,5 cm. (Ensayo) ISBN 978-987-628-007-5 1. Ensayo . I. Grimson, Alejandro, comp. CDD 379
Diseño de colección: Jordi Sábat Realización de cubierta: Juan Balaguer Primera edición: octubre de 2007 © Alejandro Grimson, 2007 © Edhasa, 2007 Córdoba 744 2º C, Buenos Aires
[email protected] http://www.edhasa.net Avda. Diagonal, 519-521. 08029 Barcelona E-mail:
[email protected] http://www.edhasa.com ISBN: 978-987-628-007-5
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. El presente libro no implica opiniones del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto de la República Argentina Impreso por Cosmos Offset S.R.L. Impreso en Argentina
Índice Prólogo .................................................................................................
9
Introducción .........................................................................................
13
Capítulo 1. Las políticas públicas y las matrices nacionales de cultura política .......................................... Inés M. Pousadela
49
Capítulo 2. Argentinos y brasileños frente a la representación política .................................................................... 125 Inés M. Pousadela Capítulo 3. ¿Cómo se dividen brasileños y argentinos? Construcción de mapas sociales en Brasil y Argentina........................... 189 Pablo Semán y Silvina Merenson Capítulo 4. Principios de justicia distributiva en Argentina y Brasil. Eficacia global, igualitarismo limitado y resignificación de la jerarquía ....................................................................................... 211 Gabriel Kessler Capítulo 5. Percepción de la historia, sentimientos e implicación nacional en Argentina y Brasil......................................... 249 Pablo Semán y Silvina Merenson Capítulo 6. Intelectuales de masas y Nación en Argentina y Brasil............................................................................. 299 Pablo Semán, Bernardo Lewgoy y Silvina Merenson
Capítulo 7. “Jogo Bonito” y Fútbol Criollo: la relación futbolística Brasil-Argentina en los medios de comunicación .................................. 349 Ronaldo Helal Capítulo 8. Telenovelas e identidad nacional: Un estudio comparativo entre Brasil y Argentina .................................................... 387 Renata Oliveira Rufino
Prólogo
Capítulo 9. La nación escenificada por el Estado. Una comparación de rituales patrios ..................................................... 413 Alejandro Grimson, Mirta Amati y Kaori Kodama
José Nun
Capítulo 10. Sentidos y sentimientos de la nación................................ 503 Alejandro Grimson y Mirta Amati Capítulo 11. Integración, estereotipos y Mercosur ................................ 555 Silvina Merenson Capítulo 12. Visiones nacionales sobre la Argentina, Brasil y el Mercosur: entre los intereses y los sentimientos .............................. 583 Alejandro Grimson Bibliografía ........................................................................................... 613 Agradecimientos ................................................................................... 633
Etimológicamente, “prólogo” significa “hablar antes”. Es el privilegio que me han concedido –y que les agradezco– los autores del importante estudio que va a leerse, a fin de que cuente cómo comenzó todo. Sucede que hace ya unos cuatro o cinco años que había empezado a darle vueltas a la idea que paso a explicar. En De la démocratie en Amérique, Alexis de Tocqueville sostuvo que las costumbres eran “una de las grandes causas generales a las que se les puede atribuir la permanencia de la república democrática en los Estados Unidos”. Y agregaba de inmediato: “Entiendo aquí la expresión costumbres en el sentido que los antiguos le daban a la palabra mores: la aplico no sólo a las costumbres propiamente dichas, que podrían ser denominadas los hábitos del corazón, sino a las diferentes nociones que poseen los hombres, a las diversas opiniones que son corrientes entre ellos, y al conjunto de las ideas mediante las cuales se forman los hábitos del espíritu”. En una palabra –y anticipándose en un siglo a la que se convertiría en una de las fórmulas favoritas de Antonio Gramsci–, Tocqueville se refería así a “todo el estado moral e intelectual de un pueblo”, sólo que ciñéndose a aquellos aspectos que resultasen favorables al “mantenimiento de las instituciones políticas”.1 Unos ciento cincuenta años después, un equipo de investigadores estadounidenses encabezado por Robert N. Bellah se propuso replicar el estudio de Tocqueville para establecer hasta dónde conservaban o no validez sus principales hallazgos. El trabajo demandó cinco años y su producto se ha convertido en una obra de referencia indispensable que, como sus autores subrayan, se inscribe “en el marco de una antigua discusión sobre la relación entre el carácter y la sociedad” o, mejor aun, sobre “la relación entre la vida privada y la
10
PASIONES NACIONALES
vida pública”.2 (Precisamente por esto, creo que hubiera sido menos atractivo pero más riguroso en términos tocquevillianos que el libro se denominase Hábitos del espíritu en vez de Hábitos del corazón.)3 Tanto mi familiaridad con esta problemática como mis trabajos sobre nociones afines a ella (la de Sittlichkeitt en Hegel o la de sentido común en Gramsci o en Wittgenstein) me hicieron lamentar que careciéramos en Argentina de un texto que pudiera servir de anclaje para una comparación longitudinal como la realizada por Bellah y sus asociados.4 Sin embargo, a un par de años de iniciado el nuevo siglo y con un interés creciente de los gobiernos de Néstor Kirchner y de Lula da Silva por la consolidación del Mercosur y, en especial, por un afianzamiento de las relaciones entre Argentina y Brasil, se fue dibujando en el horizonte una pregunta apasionante: ¿cuáles son los hábitos del corazón y del espíritu que predominan en ambos países y cómo y hasta dónde pueden contribuir a que ese objetivo se concrete? En otras palabras, descartada aquella comparación longitudinal, en este caso se volvía no sólo pertinente sino necesaria una comparación latitudinal. Inspirada en premisas parecidas a las mencionadas antes, esta comparación debía ser capaz de echar luz sobre algunos aspectos medulares de los modos de percibir la realidad en las dos sociedades, de ponderar su grado de compatibilidad y de establecer así su eventual incidencia en las relaciones entre ellas. Hasta entonces, el eje central de los estudios sobre la región había sido económico, con un gran énfasis en la integración industrial entre Argentina y Brasil durante la segunda mitad de la década de 1980, que en los años noventa fue desplazado por una atención casi exclusiva a los aspectos comerciales y financieros. Se trataba ahora de poner en la agenda cuestiones vinculadas a la política y a la cultura y esto requería esa comprensión previa a la cual me refiero. Convoqué a trabajar junto conmigo a un equipo de brillantes investigadores del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín, que yo dirigía. La ventaja agregada era que varios de ellos habían realizado sus postgrados en Brasil y conocían muy bien la realidad de este país, además de mantener fluidos contactos con las nuevas generaciones de científicos sociales brasileños. Fue así que, en el primer semestre de 2004, diseñamos un programa básico de investigaciones que, siguiendo los ejemplos de Tocqueville y de Bellah y sus asociados, abordaba el tema desde distintos ángulos y con diversos ins-
JOSÉ NUN
11
trumentos de observación y de análisis. Este programa fue consultado con colegas de Brasil y presentado luego de algunas revisiones al Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), solicitando el financiamiento necesario. La respuesta fue rápida y positiva, de modo que pudimos iniciar los trabajos en el segundo semestre de 2004, en el marco y con el apoyo de la Fundación de Altos Estudios Sociales. Sólo que, a poco andar, fui convocado por el gobierno argentino para ocupar la Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación (cargo que todavía desempeño), lo cual me inhibía de seguir dedicándome al proyecto salvo en carácter de Supervisor de su desarrollo y ejecución. Por ello puse en las hábiles manos de Alejandro Grimson la dirección de los varios trabajos que, tal como él mismo relata en la Introducción a este libro, se llevaron a cabo tanto en Argentina como en Brasil. Se hizo un examen exhaustivo y crítico de la literatura relevante, se organizaron grupos focalizados en ambos países y se realizó un total de 240 entrevistas a “mediadores socioculturales” (destaco que la obra de Bellah basó buena parte de su análisis en 200 casos). Todos estos datos e informaciones se procesaron con el necesario rigor y en diálogo permanente con los interlocutores brasileños. Como se verá, fueron apareciendo con bastante nitidez contrastes y similitudes entre Brasil y Argentina que generalmente se soslayan. Existen marcadas diferencias en los respectivos estilos nacionales de hacer política; son peculiares de cada país los sentimientos de pertenencia a la nación; hay analogías pero también diferencias en los sentidos que se le atribuye en cada lugar a la idea de justicia; las categorías que los actores utilizan para definir las divisiones sociales no son las mismas; y el análisis de espectáculos colectivos como el deporte, los rituales patrios o las telenovelas corrobora la distancia que separa a los hábitos del corazón y del espíritu de ambos pueblos. Por cierto, estos contrastes sólo pueden ser ignorados en perjuicio de un real entendimiento entre los dos países. De ahí que el producto de este considerable esfuerzo de investigación sea un texto de lectura imprescindible para quienes se interesen por las relaciones entre Brasil y Argentina y, en especial, para todos aquéllos que deseamos que el Mercosur se afirme y avance de manera sustentable y equitativa. Desde luego, me siento íntimamente ligado al libro y a sus autores pero, al mismo tiempo, las circunstancias me han colocado en una situación de relativa exterioridad que me permite apreciarlo mejor y reconocer el notable
12
PASIONES NACIONALES
compromiso intelectual y el talento de quienes han realizado un trabajo de excepción que, estoy seguro, se convertirá desde ahora en un hito en la literatura comparativa. Buenos Aires, 26 de junio de 2007
Introducción Notas 1
Alexis de Tocqueville, De la démocratie en Amérique (París, Gallimard, 1961), I, p. 300 (bastardillas agregadas). Hay traducción castellana. 2 Robert N. Bellah et ál., Habits of the Heart (Berkeley, University of California Press, 1985), p. 9. Hay traducción castellana. 3 Para una reconstrucción de las técnicas de observación utilizadas por Tocqueville, véase George Wilson Pierson, Tocqueville and Beaumont in America (Nueva York, Oxford University Press, 1938). Para una revisión de las fuentes consultadas por Bellah et ál., véase Robert N. Bellah y Richard Masden (comps.), Individualism and Commitment in American Life: Readings on the Themes of Habits of the Heart (Nueva York, Harpercollins, 1987). 4 Véase José Nun, La rebelión del coro. Estudios sobre la racionalidad política y el sentido común (Buenos Aires, Nueva Visión, 1989) y “Variaciones sobre un tema de Hegel”, en José E. Burucúa et ál., La ética del compromiso (Buenos Aires, OSDE/Altamira, 2002), pp. 131-150.
Alejandro Grimson*
Un presidente, un político, un empresario, un dirigente social a veces creen que actúan en función de su voluntad. Reconocen limitaciones políticas y económicas, en el sentido de que siempre hay una relación de fuerzas y una escasez relativa de recursos. No siempre reconocen, sin embargo, que actúan en un campo cultural que los constituye en cuanto sujetos sociales y políticos. Este estudio pretende reconstruir algunas claves de las configuraciones culturales argentinas y brasileñas que nos permitan explicar y comprender dinámicas de los actores sociopolíticos en la situación actual. Para avanzar en proyectos de bloques regionales sólidos y sustentables resulta necesario desarrollar y potenciar el conocimiento mutuo entre las sociedades y culturas que interactúan. Las desconfianzas, los malos entendidos, las situaciones de incomunicación pueden surgir no sólo de intereses divergentes, sino de dificultades reales en encontrar los modos de comprender alternativas de convergencia. Comprender al otro, sus culturas, sus culturas políticas, sus formas de identificación, resulta decisivo para poder avanzar en la interacción y proyectos de integración. No sólo porque comprender a Brasil en su complejidad resulta imprescindible para poder proyectar junto a Brasil, sino porque –como se verá en este estudio– comprender a Brasil permite observar y considerar la sociedad argentina desde un punto de vista distinto. Al conocer al otro podemos conocer mejor nuestra propia sociedad. Así, desde octubre de 2004 hasta junio de 2006 realizamos una investigación cualitativa amplia con el objetivo de analizar comparativamente configuraciones nacionales de cultura política en la Argentina y Brasil. Analizando desde la formulación de políticas públicas hasta los modos de narrar la * Decano del Instituto de Altos Estudios Sociales, Universidad Nacional de San Martín. Investigador del CONICET.
14
PASIONES NACIONALES
historia nacional, desde los modos de pensar el Mercosur hasta los principios de justicia distributiva, desde el fútbol y las telenovelas hasta la historia de las celebraciones patrias, buscamos reconstruir concepciones del tiempo, del espacio, de las divisiones socioculturales, de la justicia, de las identificaciones nacionales y del lugar de la nación en la región y en el mundo. Al analizar comparativamente estas configuraciones nacionales sabemos que enfrentamos dos riesgos, que aquí intentamos evitar. Por una parte, el riesgo de miradas simplificadoras que al analizar procesos nacionales consideren a las naciones como homogéneas, como si dentro de un país pudiera existir una forma única de ver el mundo, un conjunto de prácticas características, una esencia, un ser nacional. Esto produciría resultados distorsionados y equivocados que se reducirían a listar supuestas características inherentes a los brasileños o los argentinos. Por ejemplo, que unos son más fríos o calientes que los otros, más cordiales o conflictivos, más alegres o más tristes, muchas veces reproduciendo en un nivel analítico las representaciones sociales instituidas. La pregunta es por qué, siendo conscientes de este primer riesgo, a la vez teórico, analítico y político, decidimos emprender esta investigación. Sucede que un segundo riesgo, tan importante como aquel, consiste en abandonar el estudio de la relevancia efectiva de la escala nacional en la estructuración de representaciones, valores y prácticas. Se trata de la equivocación, tan habitual, de creer que porque la nación es construida, histórica, cambiante, no es poderosa y estructurante. Nada hay fuera de la historia: los procesos sociales y culturales cambian a través del tiempo. A la vez, la historia produce efectos, modulaciones. Entre un cambio y otro no sólo hay procesos sociales muy reales. Hay sedimentaciones. De hecho, los propios cambios pueden tener características recurrentes a través del tiempo. Un ejemplo: la visión que prevalece en Brasil y en la Argentina sobre sus respectivos símbolos nacionales es completamente diferente (véase Capítulo 10). Mientras en Brasil hay una mayor identificación con la bandera nacional, en la Argentina predominan los sentimientos contradictorios ya que se recuerda más a menudo que en Brasil el uso político que los militares hicieron de esos símbolos. Si deseamos comprender las razones de esa diferencia debemos comenzar por aceptar que ésta existe. No es una diferencia entre esencias nacionales, obedece al proceso histórico. Los modos en que se estructuró la relación Estado-sociedad civil en cada país durante las últimas dictaduras militares fueron muy distintos. También lo fue la experiencia social que resultó de esos procesos. Entre diversos aspectos, eso se expresa en los significados sociales de los símbolos nacionales.
ALEJANDRO GRIMSON
15
Ahora bien, debe comprenderse que así como las políticas dictatoriales modularon significados y sentimientos, posteriormente esos significados y sentimientos han modulado políticas públicas y legitimidades de esas políticas. Comprender las características de los sentimientos nacionales puede ser relevante para comprender las características de las políticas que afectaron y afectan, entre otras, la dimensión patrimonial. Una sociedad que no siente ciertos objetos, recursos, instituciones o empresas como propios es menos proclive a conservarlos o potenciarlos. Así, observando en el largo plazo no es posible aseverar que los sentimientos sean consecuencia de las políticas ni viceversa. Más bien, es posible constatar una fuerte imbricación entre cultura y política, constatación que torna sumamente extraño el grado extremo de solapamiento que la cultura tiene aún en el análisis de los procesos políticos. Esta investigación buscó evitar el traspié de aquellos investigadores e intelectuales críticos del nacionalismo que consideran que todos los sentidos sociales de lo nacional son, en última instancia, reductibles al sentido que ellos mismos le adjudican: militarismo, autoritarismo, expansionismo. Ese tipo de análisis es etnocéntrico porque no logra avanzar en interrogarse acerca de los usos y significados múltiples según los contextos, los actores y las situaciones históricas. Ese razonamiento presupone que toda forma de particularismo es necesariamente y en todas las circunstancias (o sea, esencialmente) riesgosa para los postulados universalistas. Postula, de maneras a veces ocultas, que el lugar de los intelectuales se opone al de los actores sociales como la claridad a la confusión, como el saber a la ignorancia, como la racionalidad a la irracionalidad. Nunca asume un presupuesto básico de la investigación social: que las ideas ético-políticas pueden ser ampliadas, revisadas y sofisticadas a partir de la comprensión de los fenómenos socioculturales y que una dimensión básica de esa tarea radica justamente en la comprensión de la historicidad y racionalidad de puntos de vista diferentes del que nos constituía a nosotros mismos.
Tres perspectivas sobre la nación1 Esquemáticamente, puede afirmarse que hay tres perspectivas teóricas para abordar la cuestión nacional. La primera, habitualmente denominada primordialista o esencialista, presupone la coincidencia entre nación, cultura, identidad y territorio (efectivo o reclamado), así como un Estado (existente o deseado). Esta perspectiva considera que las naciones existen por hechos objetivos: se trataría de una comunidad que comparte una lengua, una reli-
16
PASIONES NACIONALES
gión, una forma de ser, cierto origen étnico, un sistema de gobierno o, al menos, algunos de estos aspectos. Ciertamente, esta perspectiva enfatiza la supuesta homogeneidad cultural de los miembros de la nación y, en su versión extrema, postula la existencia de una personalidad nacional, un ser nacional. La segunda perspectiva, constructivista, critica la idea de que las naciones expresen la existencia previa de rasgos culturales objetivos y afirma que la comunidad es básicamente imaginada, resultado de un proceso histórico complejo en el que intervienen diferentes actores, básicamente el Estado. Allí donde un esencialista cree que los Estados expresan la existencia previa de naciones, los constructivistas muestran empíricamente que las naciones fueron construidas por Estados a través de diferentes dispositivos que incluyen la educación, los símbolos nacionales, los mapas, los censos, los mitos, los rituales y el establecimiento de derechos. Una tercera perspectiva se hizo necesaria porque, asumiendo varios presupuestos constructivistas, son demasiadas las preguntas que permanecen sin respuesta y también las preguntas que el propio constructivismo no formula. Esta tercera perspectiva interviene en el debate acerca de si las naciones comparten o no aspectos culturales planteando que, como consecuencia de complejos procesos históricos, se han edificado parámetros culturales que lejos están de ser exclusivamente imaginados. En muchos países (y esto es muy variable entre países) se comparten experiencias históricas configurativas que han sedimentado, traduciéndose en que la diversidad y la desigualdad se articulen en modos de imaginación, cognición, sentimiento y prácticas que presentan elementos comunes. En sus primeros delineamientos, esta tercera perspectiva, que podemos denominar experiencialista, coincide con los constructivistas cuando afirman que una identificación nacional es el resultado de un proceso histórico y político, contingente como tal. Pero se diferencia porque enfatiza la sedimentación de esos procesos en la configuración de dispositivos culturales y políticos relevantes. No se trata, desde este punto de vista, de procesos simbólicos resultado de fuerzas simbólicas, sino de lo vivido históricamente en el “proceso social total” (Williams, 1980). Esta tercera perspectiva, como se verá, requiere ser construida y reconstruida a partir de intervenciones teóricas a veces olvidadas. Se trata de una tarea apremiante porque en pocos años los análisis se han desplazado de la naturalización de la perspectiva esencialista a la instauración de un constructivismo extremo y superficial. Los contrastes entre esencialismo, constructivismo y experiencialismo pueden ser a veces demasiado esquemáticos, pero sin duda ayudarán al lector a comprender mejor algunos problemas de conceptualiza-
ALEJANDRO GRIMSON
17
ción, nuestra propia investigación y las anotaciones que realizamos a continuación. Las ciencias sociales siempre han trabajado con diferentes escalas de análisis: local, nacional, regional, mundial. Sin embargo, hasta hace pocas décadas la producción que analizaba la estructura social, el sistema político o las tendencias culturales en una escala nacional, la asumía como naturalizada, taken for granted. Con las transformaciones globales esa escala dejó de considerarse autoevidente para el análisis y crecientemente fue problematizada. Muchas veces fue cuestionada la posibilidad de realizar estudios en esa escala, ya sea porque nada escaparía a la situacionalidad del estudio de caso, ya sea porque la escala regional o global se impondría ahora como segunda naturaleza. Así, en unas dos décadas hemos pasado de un concepto generalmente naturalizado de la nación y de una noción esencializada de la cultura nacional, a la idea de que las naciones prácticamente han desparecido y que las culturas nacionales son meros inventos de gobiernos y Estados que crean “falsas conciencias”.
Cultura y nación Los debates sobre la nación han sido prolíficos y hay demasiadas revisiones como para proponer aquí una adicional. Desde los años treinta la antropología comenzó a estudiar las naciones y, en un inicio, postuló la idea de las personalidades nacionales o el carácter nacional. En ese primer intento de la antropología por transformar a las naciones en objetos de análisis “las fronteras entre países fueron traducidas en términos culturales y las fronteras culturales definidas en términos nacionales, delineando, así, los límites de las nuevas unidades de análisis” (Goldman y Neiburg, 1998:108). En Patterns of Culture Ruth Benedict sostenía que cada cultura conformaba un estilo específico, aunque estuviera formada por fragmentos de orígenes diversos. Ese estilo la unificaba como totalidad sintética y la distinguía de otras unidades culturales. Las críticas a una conceptualización de ese tipo fueron inmediatas. Contra los riesgos de reificación la única alternativa era recuperar la perspectiva histórica, presente en Boas. Contra los riesgos de equiparar cultura con homogeneidad, Bateson realizó una temprana y sofisticada intervención. En un artículo de 1942, en respuesta a las acusaciones de esencialismo culturalista que se imputaban a estos estudios, Bateson (1976a) afirmaba que no se trata de establecer uniformidades nacionales, sino ciertas regularidades. Esas regula-
18
PASIONES NACIONALES
ridades no refieren a patrones de conducta iguales para todos los miembros de una sociedad, sino al carácter relacional (complementario) de las diversas conductas de los diferentes miembros. Además, el hecho de que los “caracteres nacionales” (en plural) sean construidos no implica que no terminen marcando diferencias culturales. Goldman y Neiburg plantean las disyuntivas actuales del debate sobre la existencia del carácter nacional y sostienen que “si el ‘carácter nacional’ es el resultado de un proceso de producción y objetivación involucrando al mismo tiempo relaciones sociales, estrategias políticas y discursos teóricos, eso no significa –bien por el contrario– que no sea nada” (ídem:132). Así, concluyen que aquellos estudios fueron un ejemplo de cómo se pueden estudiar temas centrales de nuestra sociedad en la medida en que se eviten dos equivocaciones: “Convertirse irreflexivamente en un foco más de producción de representaciones colectivas o, bajo el pretexto de permanecer libre de toda contaminación ideológica, perder el contacto con las propias representaciones que circulan en esa sociedad” (134). El riesgo de que el cientista social se convierta en un productor de identificaciones nacionales comienza por asumir a la “nación” como unidad natural de estudio y presuponer que las relaciones entre sociedades nacionales son siempre relaciones entre culturas nacionales. Por esto último, las conceptualizaciones de la nación como “cultura objetiva y homogéneamente compartida” han sido ampliamente criticadas en las ciencias sociales y las humanidades. La nación se reveló, especialmente en el trabajo de los historiadores y de los antropólogos, como “artefacto”, “construcción”, muchas de cuyas tradiciones fueron inventadas o creadas como parte de la legitimación de la propia idea del Estado como agente de soberanía. Dentro de ese marco constructivista, sin embargo, hay notorias diferencias. Mientras Gellner (1991) considera que las naciones son invenciones en el sentido de que son falsas y Hobsbawm prefiere distinguir las “comunidades reales” de las “comunidades imaginadas” (1991:55), Anderson (1993) postuló que “todas las comunidades mayores que las aldeas primordiales de contacto directo (y quizás incluso estas) son imaginadas” y que “las comunidades no deben distinguirse por su falsedad o legitimidad, sino por el estilo con el que son imaginadas” (24). Imaginación y creación desde este punto de vista no tienen relación alguna con la verdad o la falsedad. Ahora, la ambivalencia andersoniana sobre si exceptuar o no a las aldeas de contacto directo (y se podría agregar a otros grupos equiparables en el sentido del conocimiento mutuo), da cuenta de una indecisión teórica.
ALEJANDRO GRIMSON
19
La imaginación de la pertenencia es constitutiva de todo proceso de identificación. Por ello, la imaginación de la pertenencia no podría ser falsa, ya que es muy real, efectiva y poderosa. No se trata, claro está, de iniciar aquí un debate acerca de la relación entre lo real y lo imaginario, sino de comprender que los procesos de fabricación de naciones fueron “procesos sociales totales” (Williams, 1983) en el sentido de que lo material y lo simbólico se encuentran profundamente imbricados. Es sobre la base de la creencia en una pertenencia que se establecen derechos y deberes muy concretos, así como es a partir de esa creencia que se constituyen voluntades. Las personas van a la guerra y hacen revoluciones. El giro teórico constructivista implicó una transformación radical de los modos de comprender a la nación y a los nacionalismos. La nación fue desnaturalizada, abandonando las definiciones de la nación en función de rasgos objetivos. El constructivismo concentró su trabajo en los mecanismos a través de los cuales desde las elites o desde el Estado se planificó y se llevó a cabo esa fabricación de la nación. Sin embargo, no siempre prestó igual atención, como sí lo hace el constructivismo epistemológico, a las condiciones sociales en las cuales esos procesos fueron o no exitosos y en qué grado. “Símbolos, alegorías, mitos sólo crean raíces cuando hay terreno social y cultural en el cual se alimenten. En la ausencia de esa base, la tentativa de crearlos, de manipularlos, de utilizarlos como elemento de legitimación, cae en el vacío, cuando no en el ridículo” (Carvalho, 1990:89). ¿Acaso todos los países tienen identificaciones nacionales extendidas en el conjunto de la población, con igual intensidad, pasión o capacidad de movilización? Desde ya que no. Hay países con sentimientos de pertenencia extendidos e intensos, mientras en otros esa pertenencia es discutida y se encuentra en el centro del conflicto político. ¿Esas diferencias pueden adjudicarse sólo o principalmente a las acciones políticas de construcción de la nación? Desde ya que no. Ciertamente hubo proyectos estatales y nacionales muy distintos, concepciones contrastantes de la membresía y la ciudadanía. Pero también hay países en los cuales sólo se habla una lengua y otros en los que se hablan varias decenas; países con numerosas minorías religiosas y países sin divisiones tajantes en ese plano; hay países que son poco más que una ciudad y países con amplios sectores de la población distantes a miles de kilómetros de los grandes centros urbanos; así podríamos continuar. Las múltiples diferencias de este tipo no pueden ni deben menospreciarse. La irreductible diversidad de procesos nacionales se encuentra lejos de haber sido abordada a partir de los consensos teóricos de la comunidad ima-
20
PASIONES NACIONALES
ginada. Chiaramonte ha realizado importantes investigaciones sobre Argentina e Iberoamérica, que cuestionan afirmaciones empíricas e interpretativas de Anderson, especialmente acerca de que en el proceso de las independencias se combinaban identificaciones americanas con otras locales, entre las cuales no existían identificaciones nacionales. El nacionalismo, dice Chiaramonte, es “fruto y no causa del proceso de Independencia” (2004:164). Por su parte, Halperín Donghi sostiene que los procesos posteriores a 1810 en la América española son muy distintos a las referencias que hace Anderson sobre los mismos, e incluso plantea que la perspectiva de Anderson tiene poco para ser aplicado productivamente al análisis de esa región. Sin embargo, Halperín Donghi afirma que en la historia y en otras disciplinas encontrar las preguntas correctas no es menos importante que encontrar las respuestas correctas y que Anderson ha propuesto una nueva forma de plantear las preguntas básicas sobre la nación y el nacionalismo (2003: 33). Por otra parte, los estudios subalternos y poscoloniales han desarrollado un intenso diálogo crítico respecto de los planteos de Anderson, dando cuenta de la inestabilidad de las construcciones nacionales, de la heterogeneidad y colocando en cuestión las implicancias del término “imaginación”. En sus diferentes trabajos aparecen con potencia los análisis acerca de las relaciones entre los distintos sectores sociales y los distintos nacionalismos, desde las tensiones y articulaciones entre las políticas de las elites indias con los movimientos campesinos, hasta los contrastes entre nacionalismos subalternos y nacionalismos de las elites. Chatterjee (1986 y 1993) argumentó que no hay un carácter modular y homogéneo de los fenómenos nacionales que pueda aplicarse a todos los países a partir de la emergencia de los Estados nacionales en Europa.2 Chakrabarty mostró los límites heurísticos y políticos de una noción puramente mentalista de imaginación, planteando la necesidad de enfatizar la historia de las prácticas que constituyen nociones identitarias. Chakrabarty muestra que los campesinos utilizaban expresiones sobre la nación india haciendo referencia a “prácticas sedimentadas en el lenguaje mismo” (2000:117). Estos diferentes modos de pensar y sentir la nación entre sectores sociales distintos es clave, ya que como identificaciones sociales las naciones son “categorías de la práctica”. Por lo tanto necesitamos comprender los usos prácticos de la categoría nación por parte de actores sociales específicos (Brubaker, 1996). Un obstáculo para esa tarea es comenzar por clasificaciones definidas acerca del “buen” y “mal” nacionalismo, tal como Calhoum (1997) señala que se realiza habitualmente entre el nacionalismo “cívico” y el “étnico”, como si
ALEJANDRO GRIMSON
21
fueran entidades puras traducibles en la celebrable “participación social” versus el condenable “exclusivismo parroquial”. Además, la dimensión identitaria es sólo un aspecto (por cierto crucial) de los procesos nacionales. La sedimentación cultural y política de esas construcciones se traduce en la estructuración de principios sociológicos, en la modulación de prácticas sociales y políticas. Puede discutirse si conviene conceptualizar esa sedimentación como habitus nacional (Elías, 1997). Pero resulta necesario reconocer que la potencia estructuradora de lo nacional en muchos países constituye un espacio desde el cual significar la llamada globalización y definir modos de acción en ella, espacio cuyas fronteras no han desparecido por la transnacionalización. Cada nación y cada categoría de identificación es una construcción histórica. Pero invenciones, creaciones, construcciones hay constantemente. Pequeñas o grandes ideas imperialistas, antiimperialistas, secesionistas, autonomistas, xenófobas, tradicionalistas recorren las sociedades. Sólo una pequeña porción de todas esas ideas y proyectos consigue efectivamente realizarse, instituirse como sentido común. Además, actualmente resulta necesario estudiar sistemáticamente crisis y fisuras en esos procesos de legitimación nacional. Un programa de investigación que busque demostrar que las naciones son construcciones sociales nace agotado desde el inicio, ya que no hay procesos sociales que no sean construidos. El desafío consiste en formular otros interrogantes acerca de motivos del éxito o del fracaso de esas construcciones, de sus consecuencias culturales, imaginarias, prácticas, de su capacidad o incapacidad para modular la vida social y política. Si se comparan países latinoamericanos (prácticamente ausentes en el mainstream del constructivismo histórico) puede constatarse que los procesos de ciudadanización, territorialización, escolarización, incorporación de la diversidad étnica y conformación de identificaciones nacionales extendidas han sido sumamente variables. Hay países donde el conjunto de la población se identifica en términos nacionales (además de en otros términos), hay países donde la identificación nacional es considerada por sectores relevantes una categoría colonial, hay países donde es considerada una herramienta de ciudadanía. Además, ha habido significativos cambios a través del tiempo, no sólo en términos de mayor o menor expansión de la identificación nacional, sino en los sentidos sociopolíticos que adquirió en cada contexto nacional. Por eso, hay un arduo trabajo de investigación aún por realizar y este libro pretende hacer aportes en ese camino. El punto de partida consiste en asumir que desde el acto de desnaturalización de las tradiciones que repone su
22
PASIONES NACIONALES
carácter de creación social contingente hay un extenso recorrido hasta alcanzar la levedad de la afirmación de que todo es inventado (como si cada descubrimiento del agua tibia mereciera ser celebrado). En el mundo de lo humano, efectivamente, todo es inventado. Cada categoría e idea es una creación humana. Ahora, para comprender configuraciones de cultura política la pregunta es por qué algunos de esos inventos generan legitimidad política y movilizan sentimientos de multitudes, y otros en cambio resultan socialmente irrelevantes. Desde nuestra perspectiva, la alternativa teórica más sólida frente al invencionismo ingenuo es la propuesta de Norbert Elías. Las perspectivas posmodernas preguntan reiteradamente: ¿acaso es esto homogéneo?, ¿acaso todos los alemanes, argentinos o brasileños son iguales? Obviamente, conocen la respuesta, pero lo importante es jamás generalizar. Elías revierte el abordaje y postula que lo relevante es definir sociogenéticamente los núcleos culturales e ideológicos de una sociedad. Núcleos históricamente determinados y determinantes. Los matices entre “los alemanes” son muy reales, pero no han sido relevantes en relación a la Segunda Guerra si se considera empíricamente el proceso histórico. En ese sentido, podríamos decir que la pregunta no debería ser si “todos los alemanes son iguales” (ya que es evidente que no), sino si lo constitutivo de un proceso histórico tal como se desarrolló de manera efectiva fueron esas diferencias o los núcleos culturales e ideológicos. El caso alemán quizá sea un caso extremo donde resulta evidente que una “cultura nacional” fue determinante, no en el sentido simplista de “ser causa”, sino en el sentido de delimitar un campo de posibilidades y ejercer presiones en una dirección. La cuestión central que Elías se propuso investigar es “cómo los destinos de una nación a lo largo de lo los siglos devienen sedimentados en el habitus de sus miembros individuales” (30). Elías afirma que las experiencias pasadas influyen de manera decisiva en el desarrollo de una nación y muestra que las características del habitus, la idiosincracia, la personalidad, la estructura social y el comportamiento de los alemanes se combinaron para producir el ascenso de Hitler y el genocidio nazi. La ascensión de un movimiento como el nacionalsocialismo no era necesaria e inevitable partiendo de la tradición nacional alemana. Sin embargo, era ciertamente uno de los posibles desarrollos implícitos en esa tradición (Elías, 1997: 294). De manera análoga, es necesario comprender que cada uno de los núcleos que podamos encontrar actualmente en las sociedades argentinas y brasileñas no fue inevitable, pero constituye una consecuencia de una cierta historia y una cierta tradición.
ALEJANDRO GRIMSON
23
Implicancias ético-políticas de las conceptualizaciones Ciertas vertientes del constructivismo fueron anudándose con las percepciones cada vez más homogéneas del nacionalismo como algo dañino, idiotizante, belicista, totalitario, represivo. Como señala Chatterjee, la exotización del nacionalismo como un fenómeno de cierto fervor anticolonial localizado en África o Asia, o como un fenómeno de furiosas guerras étnicas, su provincialización como historias locales desconectadas de problemas globales o los enfoques conspirativos que anulan los aspectos y movimientos de emancipación por el análisis exclusivo de manipulaciones, intereses privados o acuerdos secretos de cúpulas, han socavado aquella parte del legado del nacionalismo vinculado a la libertad, la igualdad, la autodeterminación. El nacionalismo es visto como una fuerza oscura e impredecible que amenaza la calma ordenada de la vida civilizada. Al igual que las “drogas, el terrorismo y la inmigración es uno de los productos del Tercer Mundo que disgusta a Occidente pero que éste no tiene el poder suficiente para impedir” (1993: 4). En algunos países latinoamericanos, donde las identificaciones nacionales han sido ampliamente utilizadas por sectores totalitarios y el nacionalismo es socialmente relacionado principalmente con homogeneización, autoritarismo y represión política, se desarrolló una interpretación peculiar de las vertientes constructivistas. Según esta interpretación, las identificaciones nacionales no tendrían caracteres polisémicos y contradictorios, implicando de manera intrincada ciudadanía y exigencia de sumisión, a la vez habilitando disputas por autodeterminación y ofrendando a las elites mecanismos de clausura y represión material y simbólica. En esa interpretación, nación es siempre potencialmente nacionalismo y nacionalismo es siempre una visión parroquial, autoritaria e irracional del mundo. ¿Cómo concebir entonces la tarea de las ciencias sociales? La ficción que el Estado edificó acerca de la comunidad nacional debe ser socavada y reconstruida para poder fundar democracias sólidas, proclives a la pluralidad y la diversidad. Así, el debate teórico se imbricó con perspectivas ético-políticas. Como la Argentina es un caso extremo de utilización totalitaria de los símbolos nacionales por parte de la dictadura militar, también ha sido un caso extremo de la corriente que teórica, empírica y políticamente se abocó a deconstruir lo nacional. ¿Acaso no se trata de un objetivo prioritario revelar la contingencia de la construcción de lo nacional? Muchas veces sucede que esa “revelación” es concebida como denuncia y como concientización, creyendo que al reponer los
24
PASIONES NACIONALES
procesos de fabricación pueden apuntalarse universalismos humanistas. Desde nuestra perspectiva teórica, no se trata de revelar, sino de comprender. Comprender a la vez los sentidos de la nación para diversos sectores sociales y comprender la sedimentación de los procesos de construcción en el funcionamiento de configuraciones nacionales. Desde nuestra perspectiva ético-política, no se trata de socavar, sino de estudiar críticamente la ambivalencia constitutiva del fenómeno nacional. ¿Por qué ambivalencia ético-política? La apelación a la nación ha resultado decisiva para la Revolución Francesa y para el nazismo. Como ha señalado Todorov (1991), hay un sentido interior de la nación que la identifica con el pueblo en oposición al Estado o al tirano. Al mismo tiempo, hay un sentido exterior de la nación que Todorov identifica con la vocación imperial o colonial, es una oposición a otra nación o, al menos, a otro pueblo. Ciertamente, en países del llamado Tercer Mundo existen otros sentidos exteriores de la nación. Uno es la oposición y competencia con los países vecinos que, tenga o no visos de colonialidad, tiene fuertes semejanzas con esta lógica. Otro es la demarcación de su soberanía frente a países centrales, soberanía que constituye una condición necesaria –aunque en absoluto suficiente– de cualquier democracia efectiva. El gobierno de un pueblo o de una comunidad de ciudadanos presupone su soberanía. En otras palabras, reafirmamos los entrecruzamientos entre modos de conceptualizar la nación, los programas de investigación y las definiciones ético-políticas. En ese sentido, presuponer la ambivalencia ético-política de la nación es justamente lo que hace indispensable la comprensión de la multiplicidad de fenómenos. A la vez, desde nuestra perspectiva, avanzar en ese camino exige pensar otros modos de conceptualización de los procesos nacionales, que busquen apartarse del viejo esencialismo y que, capitalizando los aportes de los últimos años, escape a las trampas del constructivismo. En la fase actual de nuestras investigaciones sólo estamos en condiciones de ofrecer indicaciones muy generales de nuestra perspectiva, ideas que han estado en la base de este libro y han sido reelaboradas en el desarrollo de la investigación.
¿La nación es cultura o identidad? Una dimensión relevante del debate teórico se refiere a la disyuntiva acerca de si la nación es básicamente una cultura o una identidad, en el sentido antes referido acerca de si hay dimensiones objetivas o subjetivas de la nación. Esos
ALEJANDRO GRIMSON
25
dilemas se complican aún más cuando asumimos que “cultura” e “identidad” son ellos mismos conceptos polémicos. Este libro expresa los resultados de nuestras investigaciones sobre Brasil y Argentina y, por lo tanto, sólo podremos aquí aclarar las maneras en que hemos concebido estos términos, dejando para otra oportunidad el tratamiento de estas cuestiones en su estatuto conceptual específico. Para comenzar, señalemos esquemáticamente que en diferentes perspectivas esencialistas la nación es cultura, en un sentido romántico, es decir, que cada pueblo y cada nación tienen una cultura propia. En diferentes perspectivas constructivistas la nación es básicamente una identidad, en un sentido a la vez afectivo e instrumental. Es decir que cada pueblo es constituido como nación por el Estado y, a pesar de su diversidad más o menos reconocida según las definiciones oficiales, se imagina como uno, como totalidad. No genera mayor debate si en una de sus dimensiones la nación es una categoría de identificación, como la clase, el género, la etnicidad.3 Ha habido sí una explosión de los discursos acerca de la multiplicidad de las formas de identificación, de los procesos de fragmentación y tribalización. Un error frecuente consiste en equiparar a todas las categorías de identificación. Ante la pregunta acerca de cómo se identifica a sí misma, una persona podrá responder con el género, la etnicidad, la nacionalidad, la clase, el equipo de fútbol, el barrio, el tipo de música que escucha, la generación, la ideología o cualquier otra categoría. Esto se vincula tanto a contextos sociales específicos como a relevancia subjetiva de cada dimensión para distintas personas. Hay sólo una cuestión que no resulta equiparable y que toda persona que conozca la idea de nación la tiene muy presente. De todas las categorías mencionadas, sólo la nación alude a un Estado existente o postulado, y por lo tanto refiere a soberanía, institucionalidad, leyes y derechos. En la multiplicidad de identificaciones del mundo contemporáneo las equivalencias no son plenas. Algunas categorías tienen una efectividad jurídica y política muy distinta de las otras. Y, por ello mismo, en ciertos contextos adquieren un alto poder de clausura semiótica. Ahora, la idea de “cultura nacional” es profundamente polémica. El problema teórico más relevante de esa noción se encuentra sobre todo en el término “cultura” si éste es comprendido como un conjunto homogéneo de personas que tienen creencias y costumbres uniformes contrastantes con otros grupos también uniformes. Pero creemos que descartar la noción de cultura por esos problemas teóricos y políticos es un grave error. Lo que es necesario es una noción histórica, procesual, política, relacional, flexible de la cultura y las culturas (Ortner, 1999 y 2005; Grimson y Semán, 2005).
26
PASIONES NACIONALES
Si bien todos los miembros de un grupo social no tienen prácticas cotidianas idénticas, también es cierto que las reglas matrimoniales, los relatos míticos, los rituales alimenticios, las formas de vestimenta, las lenguas, las reglas comunicativas y cualquier otro elemento cultural no están aleatoriamente distribuidos entre los seres humanos (Brumann, 1999). Es necesaria una noción de cultura que pueda problematizar aquello que antes tendía a darse por supuesto, como la homogeneidad y la territorialidad. Pero sobre todo resulta imprescindible reintroducir en el centro de la cuestión de la “cultura” la cuestión del poder. Cuando el análisis cultural se vincula a las dimensiones históricas y sociopolíticas, es siempre un análisis de lucha y de cambio, un análisis en el cual los agentes se sitúan de maneras diferentes respecto al poder y tienen intenciones distintas (Ortner, 1999). Al introducir el poder, la historicidad y los agenciamientos, se reducen notablemente los riesgos de reificación y sustancialización. Desde esa perspectiva, como señala Ortner (1999), “cultura” significa la comprensión del “mundo imaginativo” dentro del cual los actores operan, las formas de poder y agencia que son capaces de construir, los tipos de deseos que son capaces de crear. Cultura, dice Ortner, es tanto la base de la acción como aquello que la acción arriesga. La gente siempre busca hacer sentido de sus vidas, siempre fabrica tramas de significados y lo hace de maneras diversas. La cuestión de la fabricación de significados es central para el análisis del poder y sus efectos, justamente porque la identidad “integra” allí donde la cultura, más que un sistema integrado, es una combinación peculiar. Las relaciones entre cultura y política fueron pensadas de modos diversos. Por ejemplo, hay una idea dimensional acerca de “luchas económicas”, “políticas”, “ideológicas”, a la cual se agregan las “culturales”. Así, también se considera que hay distintos tipos de políticas públicas, entre las cuales se encuentran las muchas veces olvidadas políticas culturales. La manera en que utilizamos aquí la relación entre cultura y política es bastante específica. El enfrentamiento, abierto o sutil, no es necesariamente entre una cultura oficial y la cultura asistemática de los grupos subalternos. Entendemos que la cultura se encuentra en la base del conflicto político en el sentido de que se refiere a los modos peculiares, contingentes, históricos, en que los actores se enfrentan, se alían o negocian. Por lo tanto, diferentes actores que participan de una disputa pueden insertar sus acciones en una lógica de la interacción y la confrontación compartida. De este modo, pueden pertenecer al menos parcialmente a mundos imaginativos similares. En este sentido, cultura no sólo sirve para contrastar, sino también para intentar vislumbrar si hay algo compartido entre actores aparentemente disímiles, que afirman diferencias ideo-
ALEJANDRO GRIMSON
27
lógicas con sus contrincantes o, incluso, que reclaman que un abismo entre dos “culturas políticas” los separa de manera irreductible. Para enfatizar este sentido de marco compartido por actores enfrentados o distintos, de articulación compleja de espacios sociales heterogéneos, utilizaremos la noción de configuración de cultura política nacional. Si lo nacional es un proceso histórico configurado a través de procesos políticos que son vividos de maneras diversas y desiguales por una población, de ello se sigue que entre los países hay grados de configuración sumamente disímiles de esa dimensión nacional. En países donde, entre otras variables, el Estado o movimientos de alcance nacional casi no han existido podemos encontrar que la configuración nacional es débil. En otros países, con fuertes actores políticos, puede haber habido procesos de estructuración muy definidos de una dimensión nacional. Esto implica que si la noción de configuración nacional puede hacer algún trabajo, se trata de un trabajo desigual entre países y entre fenómenos sociales que pueden analizarse. Creemos que es necesario considerar a la nación como cultura y como identificación, distinguiendo con precisión cuándo se utiliza el concepto en uno u otro sentido. Por una parte, la nación es un modo específico de identificación, una categoría –como otras– con la cual un colectivo de personas puede considerarse afiliada y desarrollar diferentes sentimientos de pertenencia (Brubaker y Cooper, 1997). Por otra parte, la nación es un espacio de diálogo y disputa de actores sociales (lo que Geertz llama el país), un campo de interlocución, una configuración en la cual diversos actores y elementos se articulan de manera compleja y cambiante (Segato, 1998; Grimson, 2000).
Configuraciones nacionales Ambas acepciones de la nación se distinguen claramente del Estado como aparato institucional y, a su vez, cambian en el tiempo a través de lógicas diferentes. Los Estados podrán debilitarse o fortalecerse en función de opciones políticas. Concepciones y políticas desarrollistas, asistencialistas o neoliberales tienen incidencia directa en ello. La intensidad y el sentido de las identificaciones nacionales pueden variar rápidamente como consecuencia de procesos históricos muy específicos. Una crisis económica, una invasión, una derrota bélica, una catástrofe natural, un fracaso o un éxito político pueden tener fuerte incidencia. Un apasionado y soberbio orgullo nacional puede devenir en una sensación modesta y angustiante, cuando no vergonzante; un
28
PASIONES NACIONALES
sentimiento de pertenencia a una comunidad puede convertirse en movilización nacionalista, en furia, indignación o xenofobia. Si bien esos cambios pueden ser lentos o veloces, articulados o disruptivos, generalmente su lógica se inscribe en procesos históricos de más largo plazo. Cuando se comparan Brasil y la Argentina en la larga duración llama la atención la persistencia del predominio de una lógica de la continuidad en Brasil y de la discontinuidad en la Argentina (véanse Capítulo 1 y Capítulo 10). De manera análoga, no se trata de que no haya divisiones y conflictos en los países, sino de que esas divisiones y conflictos también tienen lógicas específicas (véase Capítulos 2 y 3). Las configuraciones nacionales han sedimentado a través de experiencias históricas y están sujetas a cambios más lentos que los Estados y los sentimientos de pertenencia. La sedimentación de los procesos históricos no conforma un único “carácter nacional” (como se creía en los años treinta y cuarenta), pero en muchos países ha generado un espacio social donde efectivamente una sociedad comparte concepciones del tiempo, el espacio, la persona, las instituciones, formas de relacionarse, de desarrollar y dirimir conflictos, entre muchos otros aspectos. Pensar en configuraciones nacionales permite considerar los efectos de unificación de horizontes y tramas de acción social que han impuesto los Estados, los movimientos nacionales, las oposiciones internacionales y las competencias entre Estados nacionales. Esos horizontes nacionales son un plano de inscripción de las divisiones sociales, culturales o políticas. Por eso, una configuración nacional no sólo habla de cómo se unifica una nación sino también de su peculiar forma de dividirse, singularidad que sólo es posible reconocer cuando esos procesos nacionales se examinan comparativamente. ¿Podemos presuponer siempre que un colectivo de personas que nació en el mismo país pertenece a una misma cultura política? Desde ya que no. Sólo pertenecen a una misma cultura política personas que, habiendo estado atravesadas por procesos sociales similares (por ejemplo dictaduras, hiperinflaciones, políticas neoliberales, guerras u otros fenómenos), construyeron categorías sociales a través del tiempo que les permitieron percibir, clasificar y significar esos procesos. Quienes pertenecer a la misma cultura política no necesariamente comparten los sentidos que le adjudican a cada una de esas situaciones. Pero necesariamente comprenden los sentidos que cada sector le adjudica a cada evento (un golpe de Estado, un paquete de medidas económicas, una declaración de guerra) y dividen el campo de los sentidos posibles en términos políticos. Así, en una cultura política determinada los sentidos
ALEJANDRO GRIMSON
29
que un grupo le adjudica a un evento, a un personaje, a un territorio tiene significación clara e inmediata para sus adversarios. Las significaciones podrán ser opuestas, divergentes o consensuales. Pero son mutuamente inteligibles o, al menos, tienen significados opuestos, complementarios. Significados que, desde el punto de vista de cada uno, “tienen sentido”, pueden ser inscriptos en una lógica, una forma, adjudicados a una identidad. Postular que hay configuraciones nacionales sedimentadas históricamente implica concebir intersecciones entre representaciones y prácticas en escalas micro y macro, en la vida cotidiana y en funcionamientos institucionales. Justamente, el desafío consiste en constatar si los “hábitos del corazón” (de los que hablaba Tocqueville) que pueden hacerse presentes en relaciones cotidianas tienen o no vínculo con procesos institucionales y macropolíticos. Es decir, si hay una imbricación entre esos “hábitos del corazón”, la configuración de culturas políticas específicas y los estilos nacionales de hacer política (véase Capítulo 1). Hay cuatro elementos constitutivos de una configuración nacional que es necesario distinguir. En primer lugar, las configuraciones nacionales son campos de posibilidad. Es decir, aunque cierto tipo de imaginarios, representaciones o prácticas no sean “compartidos”, encontraremos ciertas ideas, instituciones y prácticas posibles en un país e imposibles en el otro, incluso si allí donde son posibles no son compartidas. En un espacio nacional, como en cualquier espacio social hay representaciones, prácticas e instituciones que son posibles (aunque no sean mayoritarias); hay representaciones, prácticas e instituciones que son imposibles; hay representaciones, prácticas e instituciones que se convirtieron en hegemónicas. Países en los cuales un genocidio fue posible y que un mínimo de castigo se estableció como horizonte social, como horizonte que al menos genera movilizaciones sociales en contextos disímiles, son distintos de países donde en pleno régimen constitucional una masacre policial o del narcotráfico de decenas de personas es factible y puede no generar consecuencias jurídicas ni movilización cívica significativa. Países en los cuales los grandes cambios ideológicos y de orientación de las políticas públicas tienden a ser cambios al interior de un gran partido político que gobierna en contextos contrastantes, son distintos de países donde los actores tradicionales son más débiles y nuevos protagonistas políticos han emergido en las últimas décadas. Y así, sucesivamente, resultaría necio negar que hay países con grandes tradiciones de movilización y organización cívica frente a otros con una historia más débil en ese sentido; países con distinto tipo de instituciones y de continuidad institucional, etcétera.
30
PASIONES NACIONALES
Ahora, la idea de que hay una cultura política sin que exista homogeneidad implica necesariamente que hay una totalidad conformada por partes diferentes que tienen no sólo relación entre sí, sino una lógica de la interrelación. Esa lógica de la interrelación entre las partes es el segundo elemento constitutivo de una configuración nacional. Una lógica que puede ser, por ejemplo, de escisiones dicotómicas en las identificaciones políticas o en las divisiones espaciales, articulaciones u oposiciones que aparecen con diferentes intensidades en sus instituciones, en su cotidianidad, en las grandes crisis o conflictos. En tercer lugar, una configuración nacional implica un lenguaje social común, un lenguaje en el cual quienes disputan pueden entenderse y enfrentarse. Hay categorías de identificación que se oponen, pero que forman parte de la misma lengua. Si no hay un mínimo de comprensión, no hay una configuración nacional. Evidentemente, cada grupo y actor dice cosas muy diferentes, pero aquello que enuncia es inteligible para los otros actores. En cuarto lugar, suele decirse que la cultura es aquello socialmente compartido por un grupo. El problema teórico y metodológico principal puede resumirse en el término “compartir” o “común”. ¿Cómo podemos afirmar algún aspecto compartido de la cultura argentina? En realidad, quizás la mejor solución para considerar un elemento como presente en la configuración argentina en comparación con Brasil o viceversa, sea desagregar el concepto de lo “compartido” especificando en cada caso si se trata: - de un aspecto mayoritario de la población del país, aunque no sea homogéneo. - de creencias o prácticas relevantes en los sectores populares. - de una postulación de la elite de su cultura como cultura nacional, con mayor o menor pregnancia. - de un elemento presente en diversos escenarios brasileños o argentinos, sea o no predominante en términos cuantitativos o cualitativos. Si no hubiera nada compartido en ninguna de estas u otras acepciones no estaríamos autorizados a hablar de configuración de una cultura política nacional. Desde nuestra perspectiva, una nación difícilmente tenga unidad ideológica o política, pero desarrolla fronteras de lo posible, una lógica de la interrelación, un lenguaje en común y otros aspectos culturales “compartidos”. Todos estos elementos son históricos porque en cada momento sólo son la sedimentación del transcurrir de procesos sociales. Por ello, esta conceptualización contrasta con la concepción esencialista que cree que la nación se impone por sobre las
ALEJANDRO GRIMSON
31
divisiones y cierto constructivismo que desliza que la nación es una ficción que intenta, como toda falsa conciencia, ocultar los conflictos.
Lógicas de la heterogeneidad En una configuración nacional se despliegan conflictos en una “lengua” que puede ser reconocida por los diferentes actores. Entrecomillamos “lengua” porque somos conscientes del peso de la metáfora y no pretendemos utilizarla en un sentido estricto. El castellano que se habla en la Argentina y el portugués que se habla en Brasil están repletos de matices regionales, de acentos distintos entre sectores sociales. Obviamente los hablantes utilizan esas lenguas para expresar sentidos múltiples, contradictorios y opuestos entre sí. Sin embargo, los diferentes hablantes de esa misma lengua, inscriptos en esa diversidad, se comprenden entre sí. Al menos, se comprenden en un nivel cualitativamente superior al que enfrentan cuando tienen frente a sí al hablante de una lengua desconocida. Y, además, construyen jerarquías, distinciones y estigmas sociales asociados a cada uno de los matices de una lengua. Las reglas de significación de todos los matices y las disputas de significación existentes configuran una metalengua, una configuración nacional. La lengua, sabemos, se encuentra atravesada por el poder. Recordemos el peso del modo “porteño” de hablar en los medios de comunicación argentinos, la discriminación por no pronunciar las “s” finales, el estigma contra el “sotaque nordestito” en Brasil o la falta de reconocimiento de lenguas indígenas en ambos países durante tanto tiempo. En este sentido, la lengua es un escenario donde se expresan diferencias y desigualdades constitutivas de las relaciones sociales.4 Esas y otras dimensiones son comparables a la dinámica propia de las configuraciones nacionales. Nuestras hipótesis de investigación apuntaron a que hay ciertas concepciones del tiempo, del espacio, de la jerarquía, del igualitarismo que son “transversales” a diferentes clases o sectores o grupos ideológicos en Brasil y en la Argentina. Y que pueden ser comprendidas comparativamente. Si un espacio nacional se ha estructurado, también hay lenguajes políticos específicos. En cada país encontramos nociones contrastantes acerca de la ciudadanía, de la representación, de los partidos políticos, del Estado y de la nación. El propio término “nación” existe en portugués y castellano. Sin embargo, el sentido acerca de lo nacional es muy diferente en cada país, ya que ese sentido expresa aspectos claves de la relación entre el Estado y la sociedad,
32
PASIONES NACIONALES
entre diferentes sectores sociales y políticos, entre los modos de imaginar el presente y el futuro. No se trata, lo hemos dicho, de buscar homogeneidad. Partimos, como señala Chakrabarty (2000), de la heterogeneidad constitutiva de lo político que expresa pluralidades irreductibles. A la vez, se trata de aceptar el desafío de preguntarse si en una sociedad hay una lógica de la heterogeneidad, un dispositivo que otorga sentidos determinados a las partes. Sentidos que, inestables, son disputados justamente porque son relevantes y estructuran la vida social en múltiples aspectos. Cada Estado nacional ha tenido estrategias de unificación y los diversos sectores sociales respondieron de diferentes formas a estas políticas. De esas tensiones sociales surgieron formaciones nacionales de diversidad que establecieron clivajes peculiares, “culturas distintivas, tradiciones reconocibles e identidades relevantes en el juego de intereses políticos” (Segato, 1998:171). De ese modo, se forjó un estilo específico de interrelación entre las partes de un país.5 En la medida en que hay una lógica de la heterogeneidad, las configuraciones nacionales son campos de interlocución. Cualquier grupo humano y cualquier persona se encuentran, en un contexto espacio-temporal determinado, dentro de un campo de interlocución específico. Un campo de interlocución es un marco dentro del cual ciertos modos de identificación son posibles mientras otros quedan excluidos. Entre los modos posibles de identificación, existe una distribución desigual del poder. Cada Estado nacional constituye un campo de interlocución en el cual los actores y grupos se posicionan como parte del diálogo y el conflicto con otros actores y grupos. Es decir, un campo de interlocución implica una economía política de producción de identificaciones (véase Briones, 2005:18). El Estado-nación es uno entre muchos otros campos de interlocución, pero ha tenido en los últimos siglos una particular relevancia política, cultural, cognitiva y afectiva. En un Estado-nación ciertas modalidades de identificación cobraron especial relevancia mientras otras pasaron a un segundo plano. En términos de configuración de culturas políticas, es posible considerar que un proyecto estatal fue exitoso no porque anulase la oposición, sino en la medida en que la resistencia a los sectores dominantes se haya realizado en los términos en que los actores fueron interpelados: como obreros, como negros, como indígenas, como campesinos, como varones, como soldados. Un éxito específico del Estado consiste en su capacidad para imponer las clasificaciones sociales y la lógica en la que se desarrolla el conflicto sociopolítico.
ALEJANDRO GRIMSON
33
No sólo un éxito, también múltiples fracasos cuando los sectores subalternos rechazan la interpelación, postulan otras identificaciones y las imponen en el escenario político. En Bolivia, después de la Revolución de 1952, el gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario interpeló a las poblaciones rurales como campesinos (no ya como indígenas), en una peculiar conceptualización de la modernización de las identidades sociales. Una expresión del fracaso del Estado boliviano se manifestó en la incapacidad por modular esas categorías de identificación, incapacidad que se manifestó desde la emergencia pocos años después del movimiento katarista hasta la relevancia contemporánea de las identidades indígenas (Albó, 1993). El éxito del Estado argentino en ese campo se manifestó, por el contrario, en la institución de un imaginario de “un país sin indios” justamente en un territorio que tiene proporcionalmente más población que se considera indígena que en Brasil (Ramos, 1998). La configuración de una cultura política en un espacio nacional determinado no es, en absoluto, sólo la consecuencia de los éxitos de un Estado nacional. Por una parte, los fracasos de los Estados tienen también una capacidad estructuradora difícil de exagerar. Situaciones de extrema inestabilidad política, ausencias sistemáticas del Estado en territorios o conjuntos poblaciones, contextos hiperinflacionarios, derrotas bélicas y otros fracasos son tan relevantes potencialmente como los éxitos. Cada experiencia nacional combina de modo peculiar relaciones complejas entre unos y otros. Por otra parte, hay diversos actores que pueden tener, fuera del Estado, un peso decisivo en estos procesos. Según los países, pueden constituir factores decisivos los modos de organización y acción de los trabajadores, de los campesinos, los indígenas, las mujeres, los afro-descendientes, los desocupados, u otros sujetos y categorías identitarias. Las características de las elites políticas, económicas, intelectuales también resultan claves. Los movimientos culturales también pueden resultar centrales en los modos de elaboración de los significados de la experiencia social. Ahora, allí donde el Estado tuvo algún peso, positivo o negativo, amplio o restringido, allí donde hay un gentilicio, allí donde hay una jurisdicción, hay una experiencia social compartida. Una experiencia social significada de maneras diversas por distintos actores, pero de maneras significativas (y por eso debatibles, criticables o aborrecibles) incluso por aquellos que disienten o pretenden imponer interpretaciones opuestas o alternativas de esa experiencia.
34
PASIONES NACIONALES
Las experiencias nacionales Los límites de los enfoques constructivistas sobre las naciones no pueden resolverse desde el viejo esencialismo. Como dijimos, es necesario, en cambio, enfatizar la dimensión conceptual (descuidada) de la experiencia compartida. El conjunto de personas socialmente desiguales y culturalmente diferentes que se consideran miembros de una nación comparten experiencias históricas marcantes que son constitutivas de modos de imaginación, de sentimiento, de cognición y acción. Como se ha señalado, en función de la presencia estatal y de otros actores políticos, diversos países viven la experiencia nacional en grados diversos. Las versiones esencialistas de la Argentina han definido que los argentinos comparten el tango, el asado, el español y un pasado de héroes, entre otras cosas. Se trata de un pasado seleccionado que pretende servir al funcionamiento de una hegemonía. La investigación histórica ha mostrado que en 1810 no había sentimientos nacionales (Chiaramonte, 1997) y que la nación fue un proyecto construido por el Estado moderno (Halperín Donghi, 1987; Romero, 1973; Rouquié, 1981). El Estado y otros agentes sociales construyeron lo nacional a través de la escuela pública y obligatoria, el servicio militar obligatorio, los medios de comunicación, los impuestos, las leyes migratorias y otros dispositivos. El arduo trabajo historiográfico que analizó este proceso de construcción social reveló los mecanismos a través de los cuales se instituyó lo nacional. Un enfoque experiencialista coincidiría con el constructivismo en que “los argentinos” o “los brasileños” son resultados del proceso histórico, contingente. Pero al enfatizar la sedimentación y lo vivido históricamente en el proceso social total, la Argentina o Brasil no sólo implican la construcción de sentimientos y modos de imaginación comunitaria, sino que lo nacional se instituye también como un campo de interlocución, un espacio político específico. En ese sentido, una conceptualización experiencialista de la nación asume que efectivamente los argentinos o los brasileños comparten algo. Pero se diferencia del esencialismo al considerar que aquello que los brasileños o los argentinos comparten no es justamente lo que ellos o su Estado dicen compartir: no comparten una música (dentro de cada país hay una diversidad de músicas), ni una lengua primera (hay diferentes variedades del español o portugués y hay otras lenguas) y menos aún una religión. Comparten una experiencia histórica, algunos de cuyos principales hitos y momentos pueden ser
ALEJANDRO GRIMSON
35
reconstruidos y analizados. Procesos que de maneras diversas atravesaron al conjunto del cuerpo y tejido social. Esa experiencia histórica nacional es configurativa de modos de percibir, significar, sentir y actuar. Entre muchos otros elementos, esa experiencia nacional configura modos de significar las propias referencias nacionales. Por ello, en cada espacio nacional y en cada momento histórico son diferentes los sentidos sociales de lo nacional. Una de las preocupaciones de Elías consistía en establecer relaciones entre procesos microsociológicos, como puede ser la forma de saludo, el tuteo o el grado de formalidad o informalidad de las relaciones, y los procesos históricos de configuración de las naciones. No hemos podido llegar tan lejos en esta fase de nuestra propia investigación. Sin embargo, podremos mostrar por ejemplo que los sentimientos de los argentinos hacia la Argentina son ambivalentes y contradictorios, mientras que en el caso de los brasileños predominan diferentes formas de orgullo y pasión. A la vez, mientras los brasileños para hablar de lo que sienten de su país se refieren a la población y a la naturaleza, los argentinos lo hacen a la historia y, narrativizando sus propios sentimientos, dan cuenta de la intensidad y rapidez con la que éstos cambiaron. Tanto los sentimientos contradictorios como esta narrativización de los afectos son, a nuestro entender, una forma específica en que sedimenta la discontinuidad cíclica que caracterizó al proceso político y social argentino.
Estudios comparados Las comparaciones entre la Argentina y Brasil han sido relativamente escasas. En un reciente ensayo de historia comparada entre Brasil y Argentina, Fausto y Devoto, conscientes de los riesgos y problemas, eligen la dimensión nacional de análisis, ya que ésta permite “iluminar algunos problemas centrales de análisis del pasado” (2004:21) y esto contribuye a repensar la historia de cada país, con nuevas preguntas e hipótesis (25). A lo largo del libro, hay distintas referencias a este volumen comparativo. Aquí nos interesa subrayar dos cuestiones especialmente presentes en nuestra investigación. Este libro muestra que las representaciones, los valores y las institucionalizaciones del orden, la continuidad y la jerarquía en Brasil en contraste con la comparativa inestabilidad, la discontinuidad y un horizonte más igualitarista no son nuevos. Estuvieron presentes en el siglo XIX, a partir de la forma en que se desarrollan las independencias y las décadas posteriores. Resulta lla-
36
PASIONES NACIONALES
mativo verificar que algunos de esos elementos estuvieron presentes en la historia reciente, por ejemplo en las características de ambas dictaduras militares y sus transiciones a la democracia. Mientras el régimen militar brasileño fue más homogéneo (tuvo una secuencia ininterrumpida de 20 años desde abril de 1964 hasta enero de 1985 con la victoria de Tancredo Neves), atravesó crisis menos agudas y la transición a la democracia fue “lenta, gradual y segura” (en palabras del general Geisel, citado en 2004:366), en la Argentina no sólo los gobiernos militares no tuvieron continuidad, sino que su fin fue abrupto, precipitando la derrota en la Guerra de Malvinas (ídem:396 y 397). La constatación de la persistencia de elementos en la larga duración no implica imaginar supuestas esencias. Sin embargo, el espanto que provoca que la persistencia sea confundida con esencias no debe evitar esas constataciones. Por otra parte, como suele suceder, sería equivocado interpretar que un conjunto de elementos es siempre preferible a otro. En este caso, podría suponerse que la continuidad y el orden convienen ante la inestabilidad y el conflicto. En relación con el desarrollo económico y la consolidación institucional esto es muy cierto, mientras que es muy diferente si por ejemplo se analiza, en Brasil, la continuidad manifestada en la persistencia de esclavitud y, en la Argentina, la ruptura que se expresa con los juicios a las juntas militares. Un ejemplo elocuente de este contraste es la historia del desarrollismo en ambos países. Los gobiernos de Juscelino Kubitschek (1956-1961) y Arturo Frondizi (1958-1962) representan los ejemplos puros de la ideología desarrollista en América Latina. Sin embargo, aunque similares en sus ideas, los resultados fueron muy diferentes. Mientras Kubitschek pudo implementar la mayor parte de su programa, Frondizi fue derrocado por un golpe militar y su programa de desarrollo quedó trunco. En la Argentina se trató de un período de divergencia, donde incluso ciertos grupos que compartían creencias básicas acerca del rumbo que la economía debía tomar, estaban divididos políticamente. Por el contrario, en Brasil se trató de un período de convergencia, donde varios grupos, teniendo como meta común una rápida industrialización patrocinada por el Estado, temporalmente pasaron por alto sus diferencias con vistas a cooperar y sostener el programa de desarrollo (Sikkink, 1991). Sikkink afirma que si se pretende comprender por qué políticas similares tuvieron resultados diferentes en los dos países es necesario entender el impacto de las ideas y el modo en el que las ideas se tradujeron en instituciones. Durante el período de posguerra, Brasil se movió rápidamente desde la periferia a la cima de la semiperiferia, mientras la Argentina se movió más lenta-
ALEJANDRO GRIMSON
37
mente y, en un sentido relativo, declinó. Si bien las explicaciones difieren, hay acuerdo en que la coherencia y continuidad de la política económica desarrollada en Brasil durante los últimos 50 años contribuyó a su sorprendente patrón de crecimiento, mientras la discontinuidad de la política de la Argentina minó los esfuerzos desarrollistas. La continuidad fue posible en Brasil porque las elites estuvieron unidas alrededor de los elementos básicos de un único modelo de crecimiento: el desarrollismo. En la Argentina, profundas divisiones políticas de las elites imposibilitaron el consenso sobre un modelo de crecimiento deseable. Así, la diferencia crucial entre los industriales de la Argentina y Brasil durante este período fue que en Brasil los industriales se concibieron a sí mismos y actuaron como líderes del programa de desarrollo, mientras que en la Argentina aprovecharon las ventajas de los incentivos ofrecidos por el programa pero nunca tomaron una posición de liderazgo. Mientras en Brasil defendieron políticamente al gobierno, en la Argentina los industriales fueron indiferentes y ocasionalmente se involucraron en acciones para minar al gobierno. Estas diferencias son menos resultado de la composición de las burguesías nacionales de ambos países que de sus ideologías políticas y económicas. Los industriales brasileños eran más desarrollistas que sus contrapartes de la Argentina, quienes continuaban cercanos a ideas económicas más liberales. Programas similares tuvieron no sólo resultados diferenciales sino también diferentes significados (claves para explicar su éxito). Estos significados de las nuevas ideas no derivaban únicamente de su contenido sino también de la naturaleza del contexto político e ideológico en el cual eran introducidas. Así, mientras Frondizi interpretaba al desarrollismo como nacionalista, el peronismo lo veía como “entreguista”. Algunas interpretaciones fueron más dominantes que otras. Frondizi perdió la batalla interpretativa y en la Argentina el desarrollismo fue asociado al antinacionalismo. En cambio en Brasil mantuvo su asociación con el nacionalismo, lo que contribuyó a la consolidación del modelo. La continuidad característica de Brasil se plasmó en los nuevos cuadros técnicos del Estado y en diversas instituciones, ambos factores ausentes en la Argentina, que contribuyeron a la falta de desarrollo y de mantenimiento de experticia económica en el Estado (Sikkink, 1991). En relación a los procesos socioculturales, los antropólogos han realizado algunas comparaciones entre ambos países. Segato comparó en un ensayo las formaciones de diversidad en Estados Unidos, Brasil y la Argentina. Los tres países usan el mismo término para referir a su constitución como nación: “melting pot” en Estados Unidos, “crisol de razas” en la Argentina, “cadinho de ra-
38
PASIONES NACIONALES
ças” o “fábula de las tres razas” (o de las “tres etnias”) en Brasil. Esa misma expresión refiere a imágenes completamente diferentes. En Estados Unidos, donde tempranamente se desarrollaron críticas a la fusión, la formación de diversidad refiere a un mosaico étnico, un conjunto de unidades segmentadas, segregadas y enfrentadas de acuerdo con una estructura polar de blancos y negros. Esto ha sido sintetizado por DaMatta en la frase “iguales pero separados” como caracterización de Estados Unidos. En Brasil, en cambio la norma sería “diferentes pero juntos”, una fuerte interpenetración de los grupos (a veces llamada “sincretismo”) normatizada por la jerarquía. El relato nacional brasileño habla de la fusión de blancos, negros e indios. Para DaMatta en Brasil no es necesario segregar al mestizo o al indio o al negro “porque las jerarquías aseguran la superioridad del blanco como grupo dominante” (1997:75). A diferencia de la imagen del mosaico americano y de la fusión de las “tres razas” brasileña, el crisol refiere en la Argentina a la mezcla de “razas” europeas. No hay lugar para los indígenas ni para los afrodescendientes en el relato oficial de la nación. Mientras en Estados Unidos las señales diacríticas de la afiliación étnica se exacerbaron y, actualmente, el acceso a los derechos se da en gran medida a través de la pertenencia a una minoría (afro-americano, hispano, etcétera), en la Argentina hubo un proceso de desetnización por el cual “la nación se construyó instituyéndose como la gran antagonista de las minorías” (Segato, 1998:183). El papel del Estado argentino fue el de una “verdadera máquina de aplanar las diferencias”: las personas étnicamente marcadas “fueron convocadas o presionadas para desplazarse de sus categorías de origen para, solamente entonces, poder ejercer confortablemente la ciudadanía plena” (ídem). La formación argentina se asentaría en el “pánico a la diversidad” y en una vigilancia cultural a través de mecanismos oficiales y oficiosos: desde el uniforme blanco en el colegio, la prohibición de lenguas indígenas hasta la burla del acento que aterrorizó a migrantes europeos, internos y limítrofes. Los mecanismos capilares de homogeneización implicaron que “el judío se burló del tano, el tano del gallego, el gallego del judío, y todos ellos del ‘cabecita negra’ o mestizo del indio, bajo un imperativo de apagar las huellas de origen” (ídem: 176). Incluso en la actualidad, toda persona que no hable con acento porteño (sea tonada cordobesa o correntina, la “r” de zonas del noroeste o la falta de “s”) puede ser objeto de ridiculización. No es casual que argentinos de sectores medios se sorprendan frente a las vestimentas poco convencionales (según sus parámetros) que puedan usar brasileños o americanos. El lugar de las “minorías” y el clivaje político son muy diferentes en los tres países. Mientras en Estados Unidos primó el mosaico y la etnicidad cons-
ALEJANDRO GRIMSON
39
tituye una clave de todo el lenguaje político, Brasil construyó su imagen de nación procurando incorporar elementos clave de la cultura afro-brasileña (desde sus cultos a los que asiste población de cualquier marcación étnica, hasta el carnaval) e idealizando al indígena como “ancestral mítico-edénico común a la nación en su totalidad” (véase Ramos, 1998). De ese modo, el clivaje principal no es étnico, sino social: la cuestión social, con grados de exclusión y pobreza altísimos, no coincide siempre con la línea racial. El Movimiento Sin Tierra no habla un idioma étnico o racial, sino fuertemente social. La formación argentina es muy diferente. La presión del Estado nacional para que la nación se comporte como una unidad étnica resultó en que toda diferenciación o particularidad fuera percibida como negativa o, directamente, resulte invisibilizada. En la medida en que ese proyecto era exitoso, la etnicidad era un idioma político prohibido o, al menos, institucionalmente desalentado. El conflicto social, estructurado sobre la fractura persistente capital/interior, adquirió un lenguaje directamente político. El caso argentino constituye una configuración en la cual las luchas sociales se desplegaron en un lenguaje fundamentalmente político. En términos generales, la cuestión étnica nunca ha tenido un peso hegemónico ni en las políticas de Estado ni en las afiliaciones de los principales movimientos sociales. Durante el siglo XX no ha habido planteos secesionistas ni agrupamientos partidarios (al estilo del katarismo boliviano) sustentados en un “origen cultural común”. La cultura de la disputa social ha utilizado un código político. Incluso, los usos de fórmulas racializadoras –como “cabecita negra”– han tenido una función eminentemente política. Las condiciones sociales que forjaron esta modalidad específica en que se formularon las luchas de poder se vinculan a las características de la Organización Nacional iniciada de 1880. A través de la llamada Conquista del Desierto, los aborígenes fueron aniquilados o dispersados en la periferia y a través del servicio militar obligatorio y de la escuela pública se instrumentó una política de argentinización del enorme contingente migratorio. Esa compulsión asimilacionista o política de desetnización (Segato, 1997) fue ampliamente exitosa. No porque no se hayan planteado reacciones xenófobas hacia los mismos inmigrantes europeos, sino porque la política de Estado implicó otorgarles mayores beneficios que a los nativos (Halperín Donghi, 1987) y combatirlos en ciertas coyunturas no por su origen migratorio, sino en tanto socialistas y anarquistas que promovían la organización obrera. En la medida en que el dispositivo de producción de identidad del propio Estado articulaba su doctrina con la nación, uno de sus éxitos consistió
40
PASIONES NACIONALES
justamente en que cualquier imaginación diferente de la Argentina partiera de la premisa de la “liquidación” de sus adversarios. La fabricación de dicotomías polares, de identificaciones políticas contrapuestas, se remonta al siglo XIX. Los mismos “padres fundadores” habían elaborado sus proyectos de nación en base a la contraposición de civilización y barbarie; desde poco después de la Independencia hasta mediados del siglo XIX el país vivió una guerra civil entre unitarios y federales; hasta la actualidad un parámetro taxonómico básico entre los argentinos divide a los de la “capital” y los del “interior”. Esta fue la estructura dicotómica histórica sobre la cual se constituyó el gran eje de la segunda mitad del siglo XX. El peronismo y el antiperonismo actualizaron y resignificaron las dicotomías históricas del país. Otro contraste relevante surge de la comparación acerca de cómo funcionan las nociones de jerarquía e igualdad en la vida cotidiana y la vida política en Argentina y Brasil. En el libro ya citado, DaMatta estudiaba en un capítulo una fórmula comunicativa clave de la vida social brasileña, el “¿Voce sabe com quem está falando?”. Brasil, para DaMatta, es un país “donde cada uno debe estar en su lugar”. Frente a situaciones sociales en las cuales esa jerarquía puede desdibujarse (la fila de un banco, un choque entre dos autos) frecuentemente la persona jerárquicamente superior utiliza su expresión para volver a instaurar un orden, realiza un procedimiento de jerarquización. O’Donnell realizó un ensayo donde intentaba apuntar algunas conexiones entre las expresiones cotidianas o “lo micro” y el funcionamiento de la democracia y los rasgos del autoritarismo en ambos países. Así, contrastaba la “servicialidad” que caracteriza al mozo, al chofer o al portero de un edificio en Brasil (y que expresa un lugar bajo en una jerarquía incuestionada) con la actitud igualitaria del “trabajador” (no servidor) argentino. O’Donnell afirmaba que frente a una interrogación análoga a la brasileña, “¿usted sabe con quién está hablando?” era habitual –especialmente antes del golpe de Estado de 1976– que alguien respondiera “¿y a mí qué me importa?”. Esa expresión, para O’Donnell, no funciona como el igualitario estadounidense también citado por DaMatta que interroga “¿Who do you think you are?”, sino que el interpelado no niega en Argentina la jerarquía; la ratifica, aunque de manera irritante para el superior. Dos maneras diferentes de presuponer y reponer la conciencia de la desigualdad. Este hecho se vincula de manera compleja a que una sociedad menos jerarquizada que Brasil no se traduce en una sociedad menos autoritaria y violenta. De hecho, afirma O’Donnell, es justamente “porque la sociedad brasileña está tan estructurada [...] [que] el régimen autoritario brasileño [...] ha sido mucho menos autoritario que sus congéneres
ALEJANDRO GRIMSON
41
del Cono Sur” (1984: 27). Así, un país menos jerárquico como la Argentina terminó siendo un país más represivo y autoritario. Por último, Ribeiro (1999) analizó los modos en que Brasil y la Argentina se representan a sí mismos explorando los contrastes entre tropicalismo y europeísmo. Ribeiro afirma que se trata de dos naciones fuertemente contrastantes y explica las diferencias en relación a los modos de inserción en el sistema capitalista mundial. La formación de la población y la forma de ocupación del territorio tuvieron efectos duraderos. Esos efectos se expresan tanto en la formación de la segmentación étnica y en la dinámica de las fronteras en expansión. Así, contrasta la “democracia racial” con la relativa uniformidad que supone el imaginario del crisol del razas. De la misma manera, la relevancia del pasado en la visión argentina y del futuro en la brasileña expresan procesos y tendencias histórico-sociales. Así, la serie de oposiciones estereotipadas que vincula a los brasileños con el hedonismo, la sensualidad y la alegría, y a los argentinos con la arrogancia, la nostalgia y la agresividad encontrarían sus núcleos fundantes en estas auto-imágenes simplificadoras del tropicalismo y el europeísmo. Como se verá, esta investigación muestra transformaciones en los imaginarios sociales y en las categorías de identidad e interpelación. El papel de la diversidad, el peso de las clasificaciones políticas, la relación entre jerarquía, desigualdad e igualitarismo, entre otros aspectos centrales del debate de los últimos años, están presentes a partir de datos empíricos en la páginas subsiguientes. Datos e interpretaciones que nos permiten volver más complejos y revisar algunos supuestos que, al inicio de este estudio, dábamos como válidos. A lo largo de este libro creemos haber establecido que hay elementos contrastantes que se hacen presentes en los entrevistados y en las políticas públicas, en los grupos realizados y en las telenovelas, en los rituales y las narraciones mediáticas y masivas sobre la nación. Esto permite postular que la noción de configuración de culturas políticas nacionales tiene algún trabajo interpretativo para realizar con estos datos y, seguramente, también con otros. Esos nudos culturales contrastantes no son esencias, pero muy lejos están de no ser relevantes. Quizás, de hecho, las esencias, en tanto naturales y ajenas a la vida social, sean menos relevantes que estas marcas sedimentadas por la historia, que continúan actualmente estructurando la vida social y política de nuestros países. Para transformarlos, para limitar su capacidad estructuradora de nuestras propias representaciones, prácticas e instituciones, para que no puedan constituir obstáculos a procesos de articulación y proyección regional, conocerlos y comprenderlos es una condición, si bien no suficiente, al menos claramente necesaria.
42
PASIONES NACIONALES
El proyecto de investigación Las dimensiones de análisis Este proyecto de investigación buscó comparar las configuraciones nacionales de la Argentina y Brasil, analizando representaciones y prácticas sociales, culturales y políticas en ciertos actores sociales. El trabajo se orientó en un primer momento al reconocimiento e integración de las interpretaciones clave de la Argentina y Brasil a los fines de reconocer las dimensiones comparables y, entre ellas, las más relevantes. Para comprender la constitución de esas configuraciones nacionales nos preguntamos si cada país constituye un campo de posibilidades con elementos compartidos respecto de: 1) criterios de división sociopolítica y de las alteridades internas; 2) concepciones de la temporalidad social; 3) sentidos de justicia; 4) sentimientos nacionales; 5) modos de pensar la integración regional. Cuando formulamos estas dimensiones pensábamos en algunas nociones y en algunos contrastes hipotéticos que funcionaron o no de maneras diversas, pero que conviene explicitar aquí. Cada sociedad nacional, en tanto campo de interlocución, crea y legitima ciertas identificaciones sociales y políticas, ciertos parámetros de división social, cierta concepción del “nosotros” y de los “otros”. La cultura política de un país con identificaciones fuertes, apasionadas, dicotómicas, acompañadas de una concepción de la alteridad como enemigo que debe ser destruido será contrastante con otra cultura política donde las identidades políticas son cambiantes, donde no hay dicotomía, donde la pretensión de anulación del adversario es sustituida por la de la incorporación subordinada. Del mismo modo, es muy diferente si las ideas que los argentinos o brasileños tienen acerca de cómo se divide su sociedad son nociones raciales (blancos y negros), políticas (por ejemplo, peronistas y antiperonistas), sociales (pobres y ricos), cuasi-sociológicas (integrados y excluidos), morales (quienes trabajan y quienes roban), etcétera. Lo mismo cabe decir respecto de las nociones que hay en cada país respecto de la representación política o de la relación entre el Estado y la sociedad. En la Argentina ha predominado, históricamente, un clivaje político y en Brasil un clivaje social (véase Capítulo 3). En los últimos años, sin embargo, ha habido transformaciones en las clasificaciones identitarias en ambos países. En la Argentina hay una “tradición dicotómica” ausente en Brasil, que se habría traducido en una concepción distintiva del adversario como enemigo.
ALEJANDRO GRIMSON
43
Respecto de la segunda dimensión de análisis, la temporalidad, evidentemente es clave en la configuración de los imaginarios sociales y políticos y, por lo tanto, en la constitución de las más diversas prácticas sociopolíticas. Los modos de narrar la historia social de un país, las percepciones y sentidos del pasado, el presente y el futuro tienen consecuencias en las maneras en que los actores otorgan significado a sus acciones y a las acciones de los otros, especialmente en aquello que puede constituir proyectos colectivos y, más aún, si adquieren escala nacional. Tanto la historia como la percepción social del tiempo en la Argentina presentan un carácter disruptivo y discontinuo cuando es comparado con cierta persistencia y continuidad en Brasil. Complementariamente, esto tiene implicancias en la relación entre ideas y acciones de corto y largo plazo en ambos países. Todas las sociedades nacionales son socialmente desiguales y culturalmente diversas. Ciertamente, hay sociedades más desiguales que otras. Pero cada sociedad, además, legitima las jerarquías sociales y la desigualdad de maneras diferentes. Es diferente una sociedad en la que hay consenso acerca de jerarquías de tipo aristocrático (portación de apellido, “sangre noble”), de otra que acepta jerarquías en función de poder económico o poder político, de otra que acepta jerarquías basadas en el mérito. Obviamente, son diferentes las sociedades que consideran que debe haber absoluta igualdad entre los individuos. En realidad, muchas veces estos criterios conviven en diferentes sociedades generando combinaciones peculiares. Por eso estudiamos en diferentes esferas de la vida social qué criterios son utilizados para definir lo justo y lo injusto. Para dar un ejemplo que desarrollamos más adelante, en Brasil y en la Argentina existen sistemas muy diferentes de acceso a la universidad. En esos sistemas y en sus cuestionamientos es posible leer criterios de justicia prevalecientes en ambas sociedades. La hipótesis más relevante aquí era que la Argentina se concebía históricamente como una sociedad con un importante grado de igualitarismo, especialmente cuando esa concepción es contrastada con las ideas de jerarquía persistentes en Brasil. Sin embargo, como se verá en el Capítulo 4, conceptualizando la aplicación de principios de justicia para distintos contextos sociales, los resultados vuelven más compleja esta dicotomía inicial. Por último, la cuarta y quinta dimensiones se refieren específicamente a la identificación nacional. Se trata de conocer cuáles son los sentimientos de pertenencia, los sentimientos hacia la nación, sus símbolos (oficiales o no oficiales), sus referencias. Se trata, también, de aproximarse a cómo es concebido el lugar del país en el mundo y en la región. Además, interesa saber cómo
44
PASIONES NACIONALES
funcionan los estereotipos nacionales (como son “los argentinos” o son “los brasileños”), cómo cada sociedad percibe al país vecino y al proyecto de integración regional. En este plano ingresan dos temas estratégicos. Por un lado, las diferencias entre la relación de los argentinos con la Argentina y de los brasileños con Brasil. Como se verá, en Brasil hay una identificación directa y emotiva con la nación, mientras que en Argentina se encuentra más mediatizada por la historia de conflictos. Por otro lado, al indagar acerca de los modos en que se concibe el lugar del país en el mundo, aparecen distintos modos de concebir y significar el Mercosur. Las hipótesis y los conceptos que están en la base de este diseño orientan a la búsqueda y elaboración conceptual comparativa de la diversidad con que se manifiestan en cada país las representaciones referidas a estas mismas dimensiones. No se trata sólo de identificar tendencias en cada país, sino también, las configuraciones productoras de esas tendencias. Aunque esas configuraciones son históricas y no son uniformes en todas las esferas, nuestra pregunta es cuál es su eficacia, por ejemplo, al analizar diferentes esferas de modos de hacer política pública (véase Capítulo 1).
Diseño de la investigación El diseño de la investigación contempló un eje central de trabajo de campo que consistió en la realización de más de ciento veinte entrevistas en profundidad a actores clave en cada país. Esas entrevistas fueron realizadas a mediadores socioculturales, incluyendo políticos, educadores, empresarios, dirigentes sociales, funcionarios públicos, profesionales, periodistas y religiosos. Utilizamos la noción de mediadores socioculturales y no de “líder de opinión”. Consideramos que las personas entrevistadas no sólo forman “opinión”, sino que son relevantes en procesos de circulaciones de representaciones y de la configuración de prácticas. Por otra parte, tampoco forman sólo desde su posición social hacia “abajo”, como la idea de líder presupone. No entrevistamos básicamente a las personas más poderosas, económica, social o políticamente. Entrevistamos a personas cuya posición es intermedia y mediadora entre los sectores de las diferentes elites y diferentes sectores sociales. El hecho de haber centrado nuestro trabajo de campo en mediadores socioculturales implica que, como sucede con el trabajo cualitativo, podemos estar seguros de que las representaciones y prácticas que reconstruimos en
ALEJANDRO GRIMSON
45
nuestros estudios son relevantes, nodales, en Argentina y Brasil. Son ideas, valores, perspectivas constitutivas del diálogo social, cultural y político en ambos países. No podemos saber si son representativas en un sentido estricto en ambos países. En cada país se realizaron nueve entrevistas a cada tipo de mediador. Esas nueve entrevistas se distribuyeron en diferentes regiones del país para evitar una sobre-representación de las ciudades principales. En Argentina se incluyeron las principales ciudades y todas sus regiones: el Área Metropolitana de Buenos Aires, el Litoral, el Centro, Cuyo, el Noroeste, el Nordeste y la Patagonia. En cada una de las cinco regiones en que se divide Brasil se realizaron entrevistas: sur, centro-sur, nordeste, centro-oeste y norte, abarcando siete ciudades. Las ciudades fueron: Buenos Aires, Rosario, Posadas, Córdoba, Mendoza, Salta, Neuquén, Río de Janeiro, San Pablo, Porto Alegre, Belo Horizonte, Recife, Manaus y Brasilia. En cada entrevista, de una duración media de cien minutos, se realizaron preguntas abiertas sobre nociones del tiempo, el espacio, la justicia, las divisiones sociales y las formas de identificación. Una vez que terminamos las nueve entrevistas a los doce tipos de mediadores en cada país, realizamos otra serie de las mismas entrevistas, pero focalizando en productores culturales y mediáticos. Así, alcanzamos unas 250 entrevistas entre ambos países. Simultáneamente, desarrollamos estudios específicos: el estudio de los estilos nacionales en las políticas públicas sobre la base de fuentes secundarias; la historización de los sentidos de lo nacional a partir del estudio de los festejos en fechas patrias; el estudio de los discursos sobre la nación en la Argentina y Brasil focalizando sobre ciertos géneros literarios y periodísticos; un estudio de telenovelas en Brasil y Argentina; un estudio sobre las imágenes de sí mismos y de los otros producidas en el periodismo deportivo. En la fase final del proyecto y con diversas conjeturas e interpretaciones en debate en el equipo, pudimos concentrar el esfuerzo en analizar las tensiones entre lo nacional y lo regional para mediadores socioculturales. Para ello, organizamos nueve grupos focales en Argentina (sólo Buenos Aires) y en Brasil (en San Pablo y en Brasilia). Cada grupo estuvo integrado por un mínimo de cuatro y un máximo de ocho personas de un mismo tipo social. Se realizaron grupos con periodistas, intelectuales, artistas, profesionales, políticos, funcionarios públicos, militares, jueces, dirigentes sociales, empresarios y educadores. La mayoría de los participantes tuvo entre 35 y 55 años de edad, y la proporción de mujeres fue superior a un tercio. La realización de los grupos
46
PASIONES NACIONALES
abarcó desde fines de abril hasta inicios de junio de 2006. Cada grupo duró dos horas aproximadamente. El objetivo era promover un debate en cada grupo para que los diferentes participantes expresaran sus puntos de vista y, eventualmente, discutieran entre ellos. Desde nuestra perspectiva metodológica, los grupos focales corren el riesgo de permanecer en un terreno superficial cuando son utilizados como única o principal técnica de investigación. Sin embargo, cuando sus objetivos y pautas son el resultado de un largo proceso previo, los grupos permiten analizar los mismos problemas en un escenario muy diferente y, por lo tanto, permiten profundizar hipótesis y conjeturas. ¿Qué relación hay entre objetos aparentemente tan disímiles como estilos de políticas públicas, best-seller, telenovelas y rituales patrióticos? Justamente, este libro pretende establecer si las configuraciones nacionales atraviesan, en qué grado y de qué modo esos diferentes objetos. Si en ellos puede o no establecerse una noción de división sociopolítica, una concepción del tiempo y el espacio, una noción de sentidos de justicia y ciertos modos de identificación con la nación. En prácticas y relatos, en núcleos de valores y formas de pensar el mundo, en sentimientos hacia el pasado y el futuro buscamos comprender configuraciones contrastantes en cada país. Por ello mismo, en este libro se encontrará una batería metodológica compleja que incluye las entrevistas cualitativas, la observación in situ (en la Feria del Libro y en rituales, por ejemplo), el análisis de fuentes escritas (diarios y otros materiales de archivo), el análisis de fuentes secundarias (especialmente para el análisis de los estilos nacionales de políticas públicas) y grupos focales. La combinación de fuentes y metodologías potencia así la capacidad analítica de la investigación.
Equipo de investigación Esta es una investigación comparativa sobre Argentina y Brasil diseñada por investigadores argentinos con la estrecha colaboración de colegas brasileños. El hecho de que el proyecto haya sido iniciativa y se haya desarrollado con sede en Argentina, haya sido pensado y organizado por argentinos no es casual y tiene implicancias. Decimos que no es casual porque en ciencias sociales con escasa tradición comparativa, los relativamente tempranos desarrollos comparativos brasileños buscaron comprender su país en contraste con los Estados Unidos y, en segundo nivel, con diferentes países. Actualmente, como este
ALEJANDRO GRIMSON
47
mismo trabajo muestra, Brasil ocupa un lugar más relevante para los argentinos que la Argentina para Brasil. Y esta asimetría también se expresa en las ciencias sociales. A la vez, decimos que esto tiene implicancias, por dos razones. La cuestión nacional preocupa de manera distinta a los académicos e intelectuales argentinos y brasileños, y esa diferencia no es reciente y quizás exprese también una relación distinta entre nación, intelectuales y política en ambos países. En ese sentido, un proyecto formulado desde Argentina que pretende comparar las relaciones entre nación, cultura y política en ambos países no resulta casual, ya que de alguna manera hay una pretensión de articular una preocupación histórica con el peculiar contexto contemporáneo. Si el trabajo de campo en Brasil fue desarrollado por colegas brasileños y en Argentina por argentinos (con la excepción de una brasileña que vive hace dos décadas en Argentina), si las pautas para el trabajo de campo fueron discutidas entre colegas de ambos países antes de ser aplicadas, si hay partes enteras de este informe escritas por colegas brasileños (sobre fútbol, telenovelas y una parte de las fechas patrias), no llegó a constituirse una equipo de investigación binacional. Esa posibilidad queda como un desafío para el futuro. Entonces, si bien todas las interpretaciones fueron leídas por colegas brasileños y discutidas con ellos, no dejan de ser en su mayor parte interpretaciones realizadas por antropólogos, sociólogos y politólogos argentinos.
Notas: 1 En esta introducción retomo y desarrollo argumentos que había comenzado a trabajar anteriormente, especialmente en Grimson 2000 y 2003. 2 El argumento crítico de Chatterjee merece ser citado in extenso: “Si el nacionalismo en el resto del mundo ha tenido que escoger su comunidad imaginada a partir de ciertas formas ‘modulares’ que los europeos y americanos tornaron disponibles, ¿qué les queda a ellos para imaginar? Parecería que la historia ha decretado que nosotros en el mundo poscolonial sólo podemos ser consumidores perpetuos de la modernidad. [...] Incluso nuestras imaginaciones deben permanecer colonizadas para siempre. Objeto este argumento no sólo por motivos sentimentales. Lo objeto porque no consigo reconciliarlo con la evidencia del nacionalismo anticolonial. Los resultados más poderosos y más creativos de la imaginación nacionalista en Asia y África son colocados no como una identidad sino como una diferencia con las formas ‘modulares’ de la sociedad nacional que se propagó por el occidente moderno. ¿Cómo podemos ignorar esto sin reducir la experiencia del nacionalismo anticolonial a una caricatura de ella misma?” (1993: 5, traducción propia, itálica en el original). Ciertamente, en este desarrollo teórico, que da cuenta de la creatividad y especificidad imaginativa del mundo poscolonial, la noción de “América” resulta homogénea. Esto es un in-
48
PASIONES NACIONALES
conveniente, no sólo porque los procesos en Estados Unidos, en las colonias españolas, en las colonias portuguesas y en otras zonas hayan sido significativamente contrastantes, sino también porque la diversidad de procesos latinoamericanos no puede equipararse a los análisis de Chatterjee y de otros autores sobre la India, pero tampoco a los fenómenos europeos. 3 Sobre lo que sí hay debate es sobre la noción de identidad. A nuestro juicio la intervención más sólida en ese debate es la de Brubaker y Cooper (1997). Específicamente, nosotros utilizamos la noción de identificación y de sentimiento de pertenencia. 4 Este es el límite de la metáfora de la lengua para referirnos a las “culturas nacionales”. Más allá, nos encontraríamos con antiguas y poco productivas pretensiones de trasladar nociones específicas de la lingüística al análisis social. 5 Briones ha planteado el concepto de “formaciones nacionales de alteridad”: “fuerzas sociales, económicas y políticas que determinan el contenido y la importancia de las categorías sociales –así como el interjuego de distintos clivajes de desigualdad– son, a su vez, modeladas por los significados y significantes categoriales mismos, deviniendo por ende factor constituyente tanto de las nociones de ‘persona’ y de las relaciones entre individuos, como también componente irreductible de las identidades colectivas y de la estructura social” (2005:19-20).
Capítulo 1 Las políticas públicas y las matrices nacionales de cultura política Inés M. Pousadela* Introducción ¿Qué es lo que hace a la Argentina y a Brasil tan diferentes uno de otro? ¿Por qué, incluso allí donde el marco institucional es similar, los modos de funcionamiento de las instituciones tienden a ser tan disímiles? ¿Cómo se explican las diferencias en las propias instituciones, allí donde las hay? En suma, ¿qué es lo que hace de Argentina, Argentina y de Brasil, Brasil? La respuesta a esas preguntas remite, desde nuestra perspectiva, al análisis de los respectivos “estilos nacionales” de formulación de políticas,1 los cuales constituyen a su vez fuertes indicios de la existencia de sendos estilos nacionales de hacer política y de “hacer sociedad”, anclado cada uno de ellos en una matriz nacional distintiva de cultura política. Con el objeto de poner en evidencia la existencia de dichas matrices nacionales a través del estudio de las políticas públicas se han explorado comparativamente una serie de políticas públicas en las áreas más diversas. A ello se ha sumado, allí donde ha resultado pertinente para poner en evidencia ciertos rasgos estructurales de las respectivas culturas políticas, el análisis comparativo de algunos procesos históricos tales como los de transición a la democracia que tuvieron lugar en ambos países desde comienzos de los años 80. Si bien la distinción entre dimensiones de las matrices nacionales de cultura política es básicamente analítica, puesto que empíricamente se presentan entrecruzadas, nos concentramos separadamente en dos de ellas, a las que de* Investigadora del Instituto de Altos Estudios Sociales, Universidad Nacional de San Martín.
50
PASIONES NACIONALES
signamos con los rótulos de “tiempo” y “clivajes”. Secundariamente, asimismo, hacemos referencia a las notables diferencias que se observan en torno de la dimensión espacial. Se trata de las dimensiones que, en formas contrastantes, aparecen con mayor insistencia en la comparación entre las modalidades de formulación de las políticas –y, en última instancia, de la política tout court– en la Argentina y en Brasil. Dichas modalidades, en efecto, remiten a formas bien diferentes de situarse en el tiempo y de concebir la temporalidad; de situarse en y concebir el espacio; así como a diferentes modos básicos de relacionamiento y de resolución de conflictos. Finalmente, una dimensión de importancia fundamental –la solidez institucional– es presentada para los propósitos de este trabajo subsumida bajo la dimensión de la temporalidad. Los casos analizados arrojan, en efecto, una fuerte correlación entre una determinada experiencia del tiempo –continuo, sin grandes desvíos ni rupturas abruptas– y la presencia de instituciones más consolidadas, correlación que se explica a partir de la constatación de que las instituciones –prácticas sistemáticas, repetitivas, rutinizadas y “naturalizadas”, encarnadas en organizaciones y símbolos– solidifican y perduran ni más ni menos que en función del tiempo. Adicionalmente, nos detenemos en un estudio de caso –el de las políticas de acceso a la educación superior– que permite poner en evidencia una serie de rasgos diametralmente opuestos de las respectivas culturas políticas nacionales a lo largo de varias de las dimensiones elementales mencionadas: en particular, la temporalidad y la solidez institucional; la modalidad de relacionamiento; y, por último pero en una posición especialmente destacada, los sentidos de justicia y las actitudes ante las jerarquías sociales, cuestiones centrales allí donde de lo que se trata es de distribuir, de uno u otro modo, un bien valioso y más o menos escaso como la educación. Antes de entrar de lleno en el análisis es necesario formular dos aclaraciones y dos advertencias. La primera aclaración concierne a la relevancia de las áreas de políticas escogidas, que sólo es tal en función de los objetivos específicos de este estudio. Se han elegido, en efecto, algunas áreas que resultan particularmente fértiles para identificar una serie de contrastes entre Argentina y Brasil que remiten a rasgos “estructurales” de las culturas políticas de ambos países –algunos de los cuales, sin embargo, parecen hallarse en un proceso de mutación en direcciones encontradas–. Si bien la hipótesis de base de este trabajo sostiene que los rasgos de la cultura política puestos de relieve deberían, por su carácter de –en la terminología tocquevilliana– “hechos generadores”, hacerse sentir en todos los ámbitos de la vida política y social, lo cierto es que existen ciertas áreas que constituyen laboratorios especialmente equipados pa-
INÉS M. POUSADELA
51
ra probar las hipótesis relativas a las modalidades bajo las cuales se presenta cada dimensión específica. Tal es, por ejemplo, el caso de la educación, que permite explorar con enorme nitidez las respectivas concepciones de las jerarquías sociales (o, por el contrario, del aplanamiento de las jerarquías y la valoración del igualitarismo) y los criterios de justicia dominantes en cada caso. O de las dinámicas federales imperantes en cada país, que por razones obvias ponen en primer plano la cuestión de la espacialidad. La segunda aclaración refiere, precisamente, a la selección de las dimensiones exploradas. Junto con las dimensiones elementales de tiempo y espacio, invariablemente presentes en todo proceso o acontecimiento, se hace presente en nuestros casos, notablemente, una tercera dimensión de presencia insoslayable: la que remite a los modos de relacionamiento, más conflictuales y frontales en un caso; más diplomáticos en el otro. Y asoma, también con enorme potencia, una cuarta dimensión cuya importancia deriva de las incalculables consecuencias que tiene su despliegue sobre el terreno de lo social: la concepción de la justicia y las jerarquías sociales. En cuanto a las advertencias, la primera de ellas no es en verdad sino un conjunto de advertencias concernientes al significado que adopta aquí la comparación, así como a los peligros que ella encierra y las precauciones que su tratamiento impone. En primer lugar, es fundamental no perder de vista el hecho de que muchas de las caracterizaciones esbozadas para cada país no tienen sentido por fuera de dicha comparación. Los calificativos de “graduales” o “estables” en referencia a las políticas brasileñas tienen el sentido que aquí se les confiere en función de su comparación con las políticas de un país como la Argentina, donde la norma son las discontinuidades y los abruptos cambios de rumbo. Sería difícil aplicar esa caracterización a Brasil en abstracto, y sería directamente falso afirmarla en una comparación de Brasil con algún país desarrollado conocido por su estabilidad. Los propios brasileños consultados para este trabajo pusieron sistemáticamente en evidencia la importancia de esta aclaración al reaccionar asombrados ante la caracterización de su país como “estable” o con “instituciones fuertes” para pasar a declarar resuelto el malentendido tan pronto como se les expusiera la intención de subrayar los contrastes entres los dos países involucrados. Idénticas reacciones manifestaron los argentinos al presentárseles afirmaciones tales como la de que la Argentina es un país de espíritu “igualitario”. En segundo lugar, es importante destacar que la comparación que aquí realizamos involucra a dos sociedades próximas en el espacio, situadas en un mismo marco temporal y expuestas a influencias recíprocas. He aquí, pues, dos
52
PASIONES NACIONALES
cuestiones a tener en cuenta: por un lado, el hecho de que se trata de dos (y no más) casos nacionales; por el otro, el hecho de que dichos casos se hallan situados en un mismo contexto temporal y espacial. Dicha proximidad temporal y espacial ciertamente los torna óptimos para la comparación desde la perspectiva braudeliana (Fausto y Devoto, 2004); no obstante, supone también una dificultad toda vez que las posibles influencias recíprocas exigen un esfuerzo complementario para distinguir entre los fenómenos que pueden ser explicados autónomamente para cada caso y los que sólo pueden aprehenderse en conjunto con los de la otra sociedad analizada. Para los casos que nos ocupan, sin embargo, vale la siguiente afirmación de Boris Fausto y Fernando Devoto: Es muy pequeño el riesgo de no conseguir discriminar lo que es específico de lo que es producto de orígenes comunes e influencias recíprocas. Ello porque, más allá de las rivalidades y enfrentamientos abiertos, ambos países (o por lo menos sus élites) se percibieron como muy diferentes a lo largo de casi toda su historia. Por otro lado, la historia de cada uno de los dos países estuvo mucho más ligada a los centros políticos y económicos de Occidente que entre sí […] Como apuntó Braudel, por los mismos caminos por donde circulan mercaderías circulan las ideas y los hombres. Excluyendo épocas más recientes, los intercambios comerciales de Brasil y de la Argentina estuvieron mucho más volcados hacia los centros del Norte (Europa, EE.UU.) que hacia el vecino. Lo mismo ocurrió, en el largo plazo, en el mundo político, cultural y científico, con excepción de momentos y situaciones muy específicos. (Ibíd.: 20) Pese a que, como bien lo hacen notar los autores citados, esta situación de relativo aislamiento que, fuera de las zonas de frontera, se mantuvo más o menos constante a lo largo del tiempo ha comenzado a cambiar,2 ella sigue siendo un factor relevante cuando el foco del análisis y la comparación se halla colocado en un objeto –en este caso, las matrices nacionales de cultura política– que es el resultado de múltiples procesos de sedimentación de experiencias y prácticas que tuvieron lugar bajo las condiciones arriba descriptas. La empresa de comparar dos y solo dos casos –en particular allí donde lo que se procura es subrayar sus diferencias– trae por su parte aparejado el peligro del “binarismo”, es decir, “la tentación de [construir] un modelo estructural” mediante “esquemas simples del tipo, en el plano de los caracteres nacionales, cordialidad brasilera vs. violencia argentina; en el plano de la pro-
INÉS M. POUSADELA
53
ducción cultural, alegría brasilera vs. lamento tanguero; en el de las políticas de gobierno, continuidades brasileras vs. discontinuidades argentinas; en fin, en el de las políticas económicas, gradualismo brasilero vs. políticas de shock en Argentina” (Neiburg, 2004: 12). Cuando la comparación se reduce a un simple cuadro de doble entrada, en efecto, se pierde un sinnúmero de matices que son, en última instancia, los que confieren a cada universo la textura y el juego de tonalidades que les son propios y exclusivos y que constituyen su identidad. Hecha esta advertencia, sin embargo, debe señalarse que el autor arriba citado desarrolla consistentemente, en el mismo texto que concluye con ese llamado de atención, algunas de las oposiciones mencionadas, las cuales se hacen presentes tanto en los datos disponibles acerca de los procesos que analiza como en las representaciones que los propios actores sociales se hacen de ellos. Lo mismo hacemos en este trabajo, a partir de la idea de que algunas de esas oposiciones tocantes a las dimensiones elementales en cuyo marco se desarrollan los procesos políticos y sociales se manifiestan insistentemente en los ámbitos más diversos al punto de constituir universos culturales consistentes internamente y fuertemente contrastantes entre sí. Lo hacemos, sin embargo, con la intención de no pasar por alto las gradaciones, la variedad y la complejidad, y de subrayar todas aquellas diferencias que se manifiestan en un marco de semejanzas, así como todas las semejanzas perceptibles aun allí donde lo que queda en primer plano son las diferencias. Debe mencionarse aún una tercera dificultad propia del ejercicio comparativo: la de lograr un análisis de idéntico nivel de profundidad para los diferentes campos investigados. Una de las ventajas que presentan los trabajos realizados por investigadores de terceros países3 –señalan Fausto y Devoto– es precisamente su capacidad para “realizar la comparación en un mismo nivel de profundidad, utilizando fuentes equivalentes, con un nivel de comprensión equiparable y, a veces, con un dominio similar de los dos campos historiográficos” (op. cit.: 19). Este trabajo no goza de esa ventaja ni tampoco, como el de los autores citados, de los beneficios de la doble mirada provista por la intervención de un investigador procedente de –y familiarizado con– cada uno de los países involucrados. Es debido reconocer, pues, que los conocimientos iniciales sobre los cuales se basa este trabajo se hallan fuertemente sesgados hacia el caso argentino y que la concreción de este proyecto comparativo supuso para su autora una labor asimétrica –pero casi igualmente agotadora– a ambos lados de la comparación: por una parte, un esfuerzo de extrañamiento que permitiera reparar en lo extraordinario de lo cotidiano, en las peculiaridades del sentido común, desde la perspectiva del extranjero; por
54
PASIONES NACIONALES
otra parte, la asimilación, en un tiempo relativamente breve (especialmente si se lo compara con los largos años de inmersión compulsiva en el propio contexto nacional), de innumerables lecturas con informaciones y perspectivas acerca del país vecino con el objeto de reducir (si no eliminar) los desequilibrios de la comparación. La segunda y última advertencia, finalmente, refiere a las fuentes sobre las que se basa este trabajo, que son –al menos en lo que concierne a su primera parte– exclusivamente secundarias. Si bien en algunos casos los textos utilizados resultan de utilidad por el hecho de proporcionar datos “duros” que –interpretación mediante– contribuyen a reforzar nuestras hipótesis de base, en numerosas oportunidades los propios textos utilizados proporcionan también interpretaciones que se ubican en la línea de las hipótesis despuntadas aquí. Lo cual nos induce a formularnos una serie de interrogantes entre los cuales se destaca la cuestión –metodológicamente problemática– de si, acaso, cuando los autores hablan, por ejemplo, de “continuidad” y “gradualismo” para el caso de Brasil, y de “discontinuidades” y “rupturas” para el caso argentino, lo hacen como resultado de una evaluación desprejuiciada o si, por el contrario, producen y reproducen –por efecto de la interlectura y de la circulación de las interpretaciones en un campo académico de dimensiones relativamente reducidas– una serie de estereotipos que no quisiéramos, en ese caso, reproducir también aquí. La precaución requerida se incrementa desde el momento en que dichos “rasgos nacionales” tal como son presentados por actores e intérpretes llevan a menudo consigo una fuerte carga valorativa, tanto positiva como negativa.
Algunas dimensiones de las matrices de cultura política en Argentina y Brasil: tiempo, espacio y clivajes Gradualismo vs. rupturismo; largoplacismo vs. cortoplacismo La temporalidad es una de las dimensiones de la matriz en las cuales el contraste entre Argentina y Brasil se manifiesta con mayor persistencia y nitidez. Encontramos que, en comparación con Argentina, el tiempo político tiende a ser (y a ser interpretado) en Brasil (como) continuo y progresivo en su linealidad, a la vez que el epicentro temporal de los actores parece encontrarse, mucho más a menudo, localizado en el largo plazo. En el caso de la Argentina, por el contrario, el tiempo aparece rutinariamente atravesado por hitos que
INÉS M. POUSADELA
55
introducen fuertes discontinuidades; la historia, por su parte, parece componerse de avances y retrocesos organizados en ciclos o espirales, y el alcance de las previsiones y planificaciones de los actores parece ubicarse, en la mayoría de los casos, en el corto plazo. Estas tendencias son corroborables a partir de la comparación entre los principales procesos de cambio político que tuvieron lugar en ambos países a lo largo de las últimas décadas; ellas se manifiestan, asimismo, en áreas diversas de las políticas públicas y han tenido consecuencias significativas en términos de las políticas resultantes. Las continuidades y discontinuidades reaparecen también en los modos en que los propios actores interpretan los procesos en que se hallan inmersos: ello puede apreciarse, para dar un ejemplo, en la recurrente tendencia argentina al “refundacionalismo” y, del lado de Brasil, en inclinación predominante hacia las interpretaciones continuistas. Estos dos conjuntos de interpretaciones se replican, a su vez, en los análisis de numerosos especialistas que observan la historia de ambos países en esos mismos términos. En ambos países, pues, las continuidades o discontinuidades “objetivas” se ven sistemáticamente reforzadas por las interpretaciones de los actores y los analistas, así como por las operaciones de construcción del pasado que constituyen la base de las ideas de nación presentes en ambos casos. Que la historia “objetiva” del Brasil es una historia de continuidades rotundas es un dato que se expresa desde el momento mismo del nacimiento de la nación brasileña, siempre presentado como un momento más de continuidad en el marco de un proceso como resultado del cual el príncipe regente de Portugal, afincado en Brasil con su padre el emperador desde la invasión napoleónica a Portugal, se convirtió –una vez retornado su padre a su trono en Europa– en el emperador del Brasil, lugar que conservaría durante varias décadas con posterioridad a la declaración de la independencia. Así, el heredero del trono de Portugal se convirtió en el emperador del Brasil; la república no llegaría sino varias décadas después de la independencia. En el caso de la Argentina, donde ciertamente abundan las discontinuidades, hallamos la tendencia a reinterpretar incluso las continuidades en clave de discontinuidad. Es el caso, notablemente, de los relatos dominantes acerca de los acontecimientos del 25 de mayo de 1810 –acaso más celebrado que el 9 de julio, fecha de la declaración de la independencia que tuvo lugar seis años más tarde–, sistemáticamente aprehendido (y, sobre todo, enseñado y aprendido) como un acto de ruptura revolucionaria cuando, al menos en las intenciones de muchos de sus actores (aunque no en sus consecuencias) en verdad no lo fue.
56
PASIONES NACIONALES
Las características polares que presenta la temporalidad en ambos países se han expresado sistemáticamente en los principales acontecimientos políticos de las últimas décadas y, en primer lugar, en las alternancias entre regímenes democráticos y autoritarios. En efecto, si bien tanto Argentina como Brasil integraron en los años ochenta la llamada “tercera ola” de democratizaciones, proviniendo ambos de sendos regímenes autoritarios del mismo tipo –dictaduras militares, como casi todos los países latinoamericanos– los trayectos recorridos fueron completamente diferentes. De hecho, cada uno de estos países suele ser presentado como el mejor ejemplo de cada uno de los tipos polares de transición a la democracia: “reemplazos” y “transformaciones” (Huntington, 2001), o “transiciones por colapso” y “transiciones negociadas” (O’Donnell, 1989). La transición brasileña fue, en palabras de Samuel Huntington (2001), una “liberalización iniciada por el régimen” –o también, como la define Power (2000), una “transición conservadora”.4 El cambio de régimen fue, tal como lo había planificado el presidente de facto Ernesto Geisel, “gradual, lento y seguro” –o, en todo caso, gradual y lento, pues su llegada a buen puerto no estaba ganada de antemano dada la resistencia que oponían los sectores “duros” del gobierno militar. En la periodización de Huntington, el proceso brasileño de transición se inicia al final del período de Medici, en 1973, continúa a lo largo de los gobiernos de Geisel y Figueiredo, da un salto hacia delante con la elección (indirecta, mediante colegio electoral) de un presidente civil en 1985, y termina con la adopción de una nueva constitución en 1988 y con la elección popular de un nuevo presidente en 1989. Durante los gobiernos de Geisel y Figueiredo, en particular, la estrategia consistió en dar “dos pasos adelante, un paso atrás”. El pasaje de la dictadura militar represiva existente en 1973 a la democracia plena vigente en 1989 no tiene pues una fecha precisa: si bien el inicio del período democrático puede fecharse (con las condiciones y atenuantes del caso) en 1985, predominan en el proceso las continuidades y el gradualismo, que se verifican incluso en términos de la composición de la elite política durante los primeros años del régimen democrático (Power, 2000). A su vez, la propia dictadura brasileña se había colocado, a diferencia de la argentina (y de casi todas las demás en América Latina), en una estrecha línea de continuidad con los regímenes civiles precedentes. Robert Kaufman (1988), de hecho, rastrea esa línea de continuidad hasta, por lo menos, los años 30 y 40, a partir de la constatación de que el varguismo fue una forma de populismo sensiblemente menos radical que el peronismo, y de que uno y
INÉS M. POUSADELA
57
otro dejaron el legado a partir del cual debieron funcionar todos y cada uno de los gobiernos argentinos y brasileños posteriores a la Segunda Guerra Mundial. En lo sucesivo, la mayor conflictividad política y social acentuó en Argentina las discontinuidades. En términos económicos, ello se expresó en ciclos (o, más bien, en espirales descendentes) stop-and-go notablemente más intensos que en el país vecino. No menos dramáticas fueron sus manifestaciones políticas, tal como las describe Kaufman: En una sociedad profundamente dividida a lo largo de líneas políticas, sectoriales y de clase, cada cambio de régimen trajo consigo grandes cambios en políticas y personal. Cada fracaso a su vez debilitó la autoridad del estado y dejó una sociedad civil más fragmentada. […] En Brasil, divisiones políticas menos intensas pusieron en movimiento un diferente patrón de largo plazo. La organización del aparato económico del Estado resultó mucho menos capturada en las rivalidades electorales de los años 40 y 50. Instituciones tales como el Banco de Brasil y la Autoridad Monetaria sirvieron como fortalezas para el personal tecnocrático que lograron impartir un grado sustancial de continuidad en la política económica […] Así, cuando la estructura elitista de poder en Brasil comenzó a enfrentar serios desafíos económicos y políticos a comienzos de los 60, se sostenía sobre bases institucionales y políticas relativamente firmes. (Kaufman, 1988: 20-21) Así, hacia fines de los años 60 el nivel de amenaza percibido por las elites brasileñas era sustancialmente menor que el que atemorizaba a las elites argentinas, ya que “aunque hubo un aumento de la actividad de la guerrilla hacia fines de los 60, Brasil nunca experimentó el quiebre generalizado de los controles sociales y la violencia terrorista extendida que luego amenazaría la seguridad personal de las elites gobernantes de Argentina” (ibíd.: 21). Este contraste permite dar cuenta, a su vez, de las notables diferencias en términos de intensidad represiva entre ambas dictaduras, diferencias que –junto con el final abrupto de la dictadura argentina– permiten a su vez dar cuenta de los mayores niveles de continuidad o de ruptura en el marco de ambos procesos de transición a la democracia. En Brasil, en efecto, los militares se encontraron en 1964 con un aparato estatal “más o menos intacto” (ibíd.). En vez de abocarse a la creación de nuevas instituciones autoritarias, pues, gobernaron el país “deformando, más que
58
PASIONES NACIONALES
desintegrando, las instituciones fundamentales de la democracia política” (O’Donnell y Schmitter, 1988: 42). Pasados los momentos más intensos de represión, el régimen “se sintió lo suficientemente seguro para dejar espacio para la participación política y el disenso” (Kaufman, op.cit.) y hacia comienzos de los 70 inició el lento proceso de apertura.5 Estas continuidades –expresadas también en términos del funcionamiento y la eficacia de la burocracia estatal– tuvieron importantes efectos sobre las políticas públicas resultantes. La literatura sobre el tema señala consistentemente el contraste entre la situación de colapso del régimen argentino luego de la derrota en la guerra de Malvinas y “los logros económicos del régimen brasileño” (O’Donnell y Schmitter, op.cit.). En este último caso habría, evidentemente, bastante menos para repudiar por parte de las nuevas autoridades democráticas, y no solamente en razón de dichos logros sino también porque allí la represión no sería considerada, como en Argentina, “responsabilidad institucional” de las Fuerzas Armadas sino de “unidades más o menos especializadas”, eximiendo al grueso de los oficiales de las imputaciones de responsabilidad directa (ibíd.: 50-51). El caso argentino es, en cambio, fuertemente rupturista a la vez que resultante de una historia de exacerbados clivajes políticos y sociales que se reforzaban recíprocamente bajo la figura del peronismo. En el marco de una percepción de la amenaza sólo superada en el Cono Sur por la que experimentó el establishment chileno ante el ascenso de Salvador Allende, la dictadura argentina –sugerentemente autodenominada “Proceso de Reorganiza-ción Nacional”– concibió su misión refundacional bajo la forma de la reconstrucción radical de las relaciones entre sociedad y Estado, previa transformación de la sociedad –mediante la aplicación de una batería de medidas económicas junto con la represión lisa y llana– en un ámbito en el cual ya no hubiera lugar para los procesos y actores disruptivos que se proponían erradicar. Así, no solamente la represión fue en Argentina más encarnizada e indiscriminada que en Brasil –tal como puede constatarse con una simple comparación de las cifras de sus víctimas– sino que también el programa económico de shock instrumentado por Martínez de Hoz fue mucho más lejos que el plan de estabilización brasileño en términos de austeridad monetaria y fiscal (Kaufman, op.cit.). La ruptura con este proceso de ruptura requirió nada menos que de una derrota militar y de la ocurrencia de un acontecimiento político hasta entonces inédito: la derrota del peronismo en elecciones libres, limpias y sin proscripciones. La elección del candidato radical, Raúl Alfonsín,6 en 1983 fue en sí misma un acto de ruptura; de ruptura fue también el discurso de su cam-
INÉS M. POUSADELA
59
paña electoral, que rehabilitaba la vapuleada Constitución Nacional, reivindicaba el valor de las instituciones y prometía un nuevo comienzo. “Más que una salida electoral, una entrada a la vida”, rezaba uno de sus más recordados mensajes proselitistas. El exponente más claro del rupturismo argentino es, sin embargo, el tratamiento que recibieron las violaciones de los derechos humanos cometidas bajo la dictadura, encarnado en la figura del Juicio a las Juntas.7 Como en todas las transiciones estudiadas por los teóricos de la “tercera ola”, también en Argentina el régimen militar en retirada buscó imponer dos condiciones o “garantías de salida”: no habría castigos ni represalias por ningún acto cometido en el poder, y los roles institucionales y la autonomía de las Fuerzas Armadas serían respetados. La particularidad del caso argentino –a diferencia del brasileño– fue precisamente la incapacidad de los militares para imponer sus exigencias y su consiguiente “rendición incondicional”. Se trató del único caso de transición por reemplazo en América Latina, sólo acompañado, en el marco de la tercera ola de democratizaciones, por el de Grecia, en el cual el colapso fue también el resultado de una derrota militar. Los divergentes trayectos recorridos entre dictadura y democracia no solamente demarcaron diferentes campos de posibilidad en lo relativo al tratamiento de las violaciones de los derechos humanos sino que dejaron su huella sobre la política militar desarrollada por los gobiernos civiles en las décadas siguientes. Aunque en ambos países las Fuerzas Armadas vieron mermados sus recursos y acabaron por subordinarse al poder civil –con mayores resistencias en el caso de Argentina, que padeció una serie de amotinamientos bajo el gobierno de Alfonsín y en los inicios del de Menem– los modelos de Fuerzas Armadas resultantes son fuertemente contrastantes. Como señala Hunter (1996), “en la Argentina, las Fuerzas Armadas han llegado a centrarse casi exclusiva (aunque modestamente) en roles orientados al exterior, entre los cuales sobresale el del mantenimiento de la paz. En Brasil, están tratando de mantener actividades en los frentes tanto doméstico como externo” (p. 2). Si bien la introducción de un tercer país –Chile– en esta comparación permitiría atenuar los contrastes –puesto que en términos de su poder relativo las Fuerzas Armadas brasileñas se encuentran situadas en algún punto entre las argentinas y las chilenas–, el contraste entre Brasil y Argentina sobre este punto es lo suficientemente intenso como para llamar la atención. En el caso de las Fuerzas Armadas argentinas, “la defensa convencional es definida como su principal misión. Las misiones internacionales de paz, el apoyo logístico en operaciones contra el narcotráfico y la ayuda comunitaria en casos
60
PASIONES NACIONALES
de desastres nacionales son misiones secundarias. En la práctica, la esfera de actividades de las Fuerzas Armadas argentinas está confinada casi exclusivamente al área externa, es decir a las operaciones de mantenimiento de la paz y a roles de defensa convencional. Sólo bajo circunstancias muy excepcionales –cuando las fuerzas civiles de seguridad se ven superadas– reciben la autoridad para participar en funciones que caen bajo el rubro de la ‘seguridad interior’” (ibíd.: 10). De hecho, la Ley Nº 23.554 de Defensa Nacional, promulgada en 1988, establecía la exclusión de los militares del ámbito de la seguridad interior, encomendada a las fuerzas policiales, sobre la base de “la diferencia fundamental que separa a la defensa nacional de la seguridad interior” (Art. 4). En Brasil, por su parte, los roles de las Fuerzas Armadas son notablemente más amplios y diversos: puesto que ellas no abandonaron el gobierno vencidas y desacreditadas como sus pares argentinas, sus funciones históricas no se modificaron radicalmente, pese a que actualmente se llevan a cabo bajo tutela civil. Si bien ya no ofician de poder moderador –como lo hicieron desde el fin de la monarquía en 1889 hasta la dictadura iniciada en 1964, que inauguró un período de veintiún años en que el poder estuvo en forma directa en sus manos– conservan sus restantes roles históricos. Oficiaron, en su momento, de constructores de la nación extendiendo el territorio y llevando hasta sus confines el poder del Estado: actualmente su actividad externa se centra en el resguardo del territorio amazónico y la frontera Norte. Las operaciones de mantenimiento de la paz están lejos de ser su misión principal; su participación en ellas es inferior a la de sus pares argentinos. Tal como lo hace notar Wendy Hunter, “en la América Latina contemporánea, solo unos militares muy debilitados y desacreditados, como los argentinos, adoptarían el mantenimiento de la paz como su misión central” (Hunter, 1996: 24). Desde el siglo XIX, por otra parte, los militares brasileños funcionaron como garantes de la paz y el orden internos, aplastando rebeliones locales y tentativas secesionistas: en la actualidad, son periódicamente llamados a actuar contra el crimen y el tráfico de drogas en los grandes centros urbanos. Todas las constituciones brasileñas, incluida la de 1988, han sancionado ese rol (aunque esta última, a diferencia de las anteriores, toma mayores recaudos para que sea desempeñado en los términos que dicte el poder civil). Históricamente, por último, las Fuerzas Armadas brasileñas actuaron –incluso cuando lideraron el gobierno, a diferencia de sus pares argentinas– como agentes de la modernización y el desarrollo, dirigiendo vastos proyectos de construcción de infraestructura e importantes empresas estatales en áreas estratégicas, y coordinando
INÉS M. POUSADELA
61
la provisión de servicios de educación, salud y alimentación en áreas remotas y empobrecidas. Este rubro de acciones se ha mantenido e incluso ampliado en tiempos recientes, en vistas del amplio apoyo popular que recibe su involucramiento. En un contraste punto por punto con el continuismo brasileño, las fuertes limitaciones a que se encuentran hoy sujetos los roles de las Fuerzas Armadas argentinas contrastan con su posición histórica, caracterizada también por una definición “expansiva” de sus funciones, desde la “conquista del desierto” –en la que oficiaron de constructores de la nación– hasta su rol regulador de la competencia política inaugurado con el golpe de Estado de 1930, a partir del cual se constituyeron en poderosos actores políticos. Tras la ruptura representada por la transición democrática de 1983, nuevas pretensiones refundacionales se esgrimieron en la Argentina con la llegada, en 1989, de Carlos Menem a la presidencia de la Nación. En un contexto de hiperinflación que atacaba el nudo elemental del lazo social, de lo que se trataba era, otra vez, de volver a comenzar desde cero, aceptando como inevitable la operación de “cirugía mayor sin anestesia”8 que proponía el nuevo gobierno. Las discontinuidades y rupturas se manifestaron, entonces, en todo el campo de las políticas públicas. No fue la hiperinflación, sin embargo, un fenómeno exclusivamente argentino: también la padeció Brasil, y en ambos países se pusieron en marcha en la primera mitad de los años 90 sendos planes de estabilización –el Plan de Convertibilidad en Argentina; el Plan Real en Brasil– dirigidos a atacar la inflación, acompañados de una amplia batería de medidas de liberalización de la economía. Ambos procesos se iniciaron en un mismo contexto internacional y con apenas dos años de diferencia. Tuvieron, evidentemente, abundantes puntos en común;9 son, sin embargo, sus notables diferencias las que atraen nuestra atención. Fueron, de hecho, mucho más diferentes entre sí de lo que lo habían sido los planes de estabilización –el Austral (1985) y el Cruzado (1986)10– aplicados en ambos países en la década precedente, y pusieron en evidencia la presencia de dos “culturas económicas” distintivas (Neiburg, 2004). Deben examinarse, en primer lugar, los procesos de formulación de dichos planes, pues se perciben en ellos mecanismos bien diferenciados de legitimación de las heterodoxias económicas. Señala Federico Neiburg, en efecto, que “en el caso argentino (mucho más claramente que en el brasilero), los [economistas] heterodoxos [que diseñaron los planes] se diferenciaban también de otras experiencias locales”, y no solamente de las otras teorías que cir-
62
PASIONES NACIONALES
culaban en el debate internacional, “no sólo por sus contenidos teóricos y de política económica, sino también por una cuestión de linajes políticos, siempre tanto más estructurantes del mundo social e intelectual argentino que del brasilero” (ibíd.: 6). Por efecto de las discontinuidades de su historia, también las relaciones entre generaciones de profesionales de la economía son en la Argentina más discontinuas que en Brasil, y el eclecticismo de los brasileños es a menudo incomprendido por sus pares argentinos, lo mismo que su relación de proximidad con las (ciertamente más cohesionadas) elites políticas a lo largo del tiempo. De hecho, subraya Neiburg, “ninguno de los jóvenes economistas democráticos argentinos reconocería el padrinazgo (o aun algún mérito intelectual) en cualquier funcionario del gobierno militar anterior, como sí podían hacerlo sus amigos brasileros” (Neiburg s/f: 16). A diferencia de lo que ocurría entre los heterodoxos argentinos, en efecto, muchos de sus pares brasileños tenían en su haber “una trayectoria continua en los medios empresariales y financieros y en la burocracia de gobierno, aun durante el período militar al que se oponían” (ibíd.: 17). El campo de los economistas en Brasil es, pues, descripto como más “continuo” y, consiguientemente, como más “institucionalizado” que su equivalente argentino.11 En consonancia con las divergentes configuraciones del campo de los economistas, la composición de los equipos que formularon las políticas económicas en los años 90 difirió ampliamente en uno y otro país. Mientras que en Brasil algunos de sus principales integrantes eran los mismos que habían diseñado el Plan Real en los 80, en Argentina se trató, en cambio, de otros individuos, con otras filiaciones institucionales y con preferencias políticas marcadamente diferentes. “Cavallo y sus colegas de la Fundación Mediterránea, luego Roque Fernández y sus colegas del CEMA (Centro de Estudios Macroeconómicos Argentinos)”, en efecto, “construyeron su identidad teórica y política en las antípodas de los ideólogos del Austral. En el caso del CEMA incluso como representantes locales de la ‘escuela de Chicago’, negando todo diálogo con las tradiciones nacionales del pensamiento económico. En Brasil, al contrario, el Real puede ser visto12 como un segundo ensayo de por lo menos un segmento del equipo del Cruzado, el de los teóricos de la inflación inercial, reunidos en la PUC-RJ por Pedro Malán, ministro durante las dos gestiones de Fernando Henrique Cardoso” (ibíd.: 23). Las mismas (dis)continuidades se expresaron, previsiblemente, en las modalidades de adopción de las políticas resultantes. En Brasil, la transición entre el Cruzado y el Real fue gradual y pautada: de hecho, el Plan Real fue lanzado a mediados de 1993, y la nueva unidad monetaria fue emitida en
INÉS M. POUSADELA
63
1995. En la Argentina, por su parte, se optó por el reemplazo inmediato del Austral por el nuevo peso argentino, en el marco de un régimen inflexible de convertibilidad uno a uno con el dólar.13 Negro sobre blanco, el contraste volvió a exhibirse en ocasión de la crisis argentina de fines de 2001. La Convertibilidad no se fue sola, sino que –rebelión popular mediante– arrastró consigo a varios presidentes, empezando por Fernando De la Rúa, elegido sólo dos años antes, junto con su ministro de Economía, el mismo Domingo Cavallo que había lanzado ese régimen monetario bajo el gobierno de Menem. Cosa extraña dados los antecedentes argentinos, el Plan de Convertibilidad había sobrevivido al recambio gubernamental del PJ a la Alianza; lo había hecho, sin embargo, en razón de un dilema de acción colectiva, es decir, por motivos muy diferentes de los que dan cuenta de la continuidad del Plan Real más allá de la finalización del gobierno de Cardoso en el año 2002. Así, mientras la Convertibilidad se hundía en una devaluación descontrolada, el Plan Real permanecía en pie gracias a un acuerdo de continuidad de la política económica firmado antes de las elecciones por los principales candidatos a suceder al presidente Cardoso14 (Neiburg, 2004). Para esa fecha ya había tenido lugar una exitosa devaluación, y luego del esperable aumento de la inflación y de la también previsible disminución del nivel de actividad, había comenzado la recuperación. La comparación entre los planes instrumentados en ambos países pone en evidencia aún otro contraste en el terreno de la temporalidad: el que separa al cortoplacismo de la mirada de largo plazo. Si bien es cierto que –tal como lo señala Brenta (2002)– ambos planes fueron “cortoplacistas” en el sentido de que no estuvieron centrados en objetivos de crecimiento sino en la preocupación casi excluyente por controlar la inflación a través de la oferta monetaria, también es recurrente la interpretación que vincula el final catastrófico de la Convertibilidad con la perspectiva extremadamente cortoplacista que la guiaba. Las señales de alarma que las economías argentina y brasileña emitieron en ocasiones críticas tales como la crisis mexicana de 1995 (el “efecto tequila”) obtuvieron respuestas diferentes: Brasil volvió atrás en el proceso de indexación y flexibilizó el tipo de cambio, aumentó las tasas de interés y recuperó las reservas perdidas, aunque desaceleró (temporariamente) el crecimiento de su PBI. Argentina, en cambio, insistió con “más convertibilidad, reforzando el camino hacia la dolarización” (Brenta, 2002: 22). Su sistema financiero fue entonces calificado entre los más sólidos de los mercados emergentes, y así siguió siendo considerado hasta relativamente poco antes de su caída definitiva. En otras palabras: mientras que
64
PASIONES NACIONALES
en los años inmediatamente posteriores al tequila el crecimiento brasileño se desaceleró, Argentina recuperó enseguida altas tasas de crecimiento sin tomar en cuenta las debilidades que ellas contenían en el mediano-largo plazo. Los ciclos resultaron, previsiblemente, más intensos: al crecimiento acelerado le siguió una depresión persistente desde mediados de 1998, y la devaluación tuvo lugar en el marco de una crisis política, económica y social de dimensiones colosales. Íntimamente ligada a la cuestión del corto/largo plazo se encuentra el rol que fue asignado al Estado en cada caso, así como el mayor o menor énfasis en los procesos de construcción institucional. La renuncia del Estado a controlar los principales mecanismos de la política económica y monetaria es repetidamente citada como una de las mayores peculiaridades del plan de Convertibilidad, y también como su mayor debilidad15 –luego de haber sido, ciertamente, también la clave de su éxito inicial. En contraste, es destacada la autonomía preservada por Brasil en el manejo de las variables clave, la cual es también a menudo asociada con su disímil opción de posicionamiento externo, lejos del alineamiento automático con los Estados Unidos adoptado por la Argentina.16 La cuestión del rol del Estado y la importancia asignada a las instituciones regulatorias reaparece con especial ímpetu en el análisis de los procesos de privatizaciones llevados a cabo en ambos países como parte de la batería de reformas incluidas en los planes económicos. En ambos países se llevaron a cabo, en efecto, profundas reformas estructurales; éstas fueron, sin embargo, más radicales y –sobre todo– más veloces en Argentina que en Brasil. El compromiso de adoptar dichas reformas fue incluido desde 1989 en todos los acuerdos que el gobierno argentino firmó con el Fondo Monetario Internacional, y hacia 1994 la mayoría de ellas había ya tenido lugar. En el país vecino, que inició el proceso con dos años de retraso, buena parte de los programas de reforma –en particular, los de privatizaciones, desregulación y reforma de la seguridad social– no fueron aprobados sino hasta entrada la segunda mitad de los años 90 (Brenta, 2002), y su aplicación se prolongó a lo largo de los años subsiguientes. En parte, la prolongación del proceso brasileño se debe, curiosamente, a la ocurrencia de una discontinuidad política que estuvo ausente en el caso argentino:17 la destitución, bajo cargos de corrupción, del presidente que lo había iniciado. Su vicepresidente, a cargo del gobierno entre 1992 y 1995, no continuó con las reformas, que debieron esperar hasta el ascenso de Cardoso. En parte, sin embargo, ella se debe sencillamente a que las reformas avanzaron a un ritmo mucho más lento, aun durante los períodos en que no estuvieron sujetas a interrupciones. El terreno
INÉS M. POUSADELA
65
de las privatizaciones –en especial de las empresas prestadoras de servicios públicos– es revelador de los contrastes entre ambos países sobre ese punto. Un caso particularmente notable es el de los procesos de privatización de las respectivas empresas de telecomunicaciones. Aparecen en ellos, en efecto, los rasgos que parecen propios de la matriz cultural brasileña: el gradualismo, el largoplacismo, la tendencia a la construcción institucional y la inclinación a la búsqueda de consensos. En el caso argentino, por su parte, el análisis de estos procesos coloca en primer plano otras características usualmente asignadas a la cultura política nacional, tales como los tiempos vertiginosos, el cortoplacismo y la debilidad de las instituciones y de las tentativas de construcción institucional. En contraste con el proceso brasileño –repetidamente caracterizado como “gradualista” y “moderado”18– el proceso de privatizaciones en la Argentina ha sido descripto de manera sistemática (por los protagonistas y los analistas; por sus partidarios y sus opositores) como una “terapia de shock”. El proceso se inició con la aprobación por el Congreso de las leyes de Emergencia Económica y de Reforma del Estado a poco de inaugurado el nuevo gobierno. Ellas ofrecieron “nuevos recursos institucionales al Ejecutivo que a partir de allí controla los tiempos, las formas y los contenidos de la reformas. El manejo de la política de privatizaciones, el uso frecuente de los Decretos de Necesidad y Urgencia (DNU) y el rol de espectador del Congreso durante los primeros años del gobierno Menem, nos llevan a concluir que fue gracias a estos poderes ‘excepcionales’ y al manejo discrecional de los recursos institucionales existentes que fue posible lanzar y mantener el curso reformista al menos hasta 1991” (Castro Rojas, 2000: 121). El trámite de privatización de la Empresa Nacional de Telecomunicaciones (ENTEL) duró en total poco más de un año: su metodología fue establecida en septiembre de 1989, y en noviembre del año siguiente las licenciatarias tomaban posesión de las dos nuevas empresas resultantes de la partición de la vieja compañía estatal. La velocidad se combinó con el cortoplacismo en un proceso dominado por la urgencia económica y por la necesidad política de acumular rápidamente el capital de “aceptabilidad” del cual carecía Carlos Menem por sus orígenes partidarios y sus promesas populistas. En lo que se refiere a la emergencia económica, la privatización de ENTEL parece corroborar –junto con el análisis de otros procesos, tales como los que dieron inicio y pusieron fin a los respectivos planes de estabilización en los años 90– la idea de que en la Argentina las crisis tienden a ser más profundas, y las salidas de ellas, más drásticas que en el país vecino. En el caso de
66
PASIONES NACIONALES
ENTEL, “dadas las graves condiciones económicas [junto con el especialmente desastroso desempeño de la empresa, muy inferior al de su par brasileña] Alsogaray [interventora de la empresa] recibió el encargo de maximizar el precio de venta primero (maximizando la cantidad de deuda que se cancelaría mediante la venta) y recién entonces de asegurar la competencia y la eficiencia” (Molano, 1997: 81). En otras palabras, la privatización no fue concebida como parte de una estrategia de largo plazo sino como “una medida de emergencia que proporcionaría al gobierno los muy necesarios ingresos para responder a las crisis fiscal y de la deuda” (ibíd.: 92). Idénticos efectos tendría sobre el largo plazo el imperativo de “comprar credibilidad” ante los mercados que pesaba sobre el Carlos Menem de comienzos de los 90. En el proceso, pues, perdió importancia la constitución del marco regulatorio dentro del cual se desarrollaría la actividad de las empresas privatizadas. La constitución de dicho marco estuvo signada por la improvisación y la discrecionalidad derivadas de su subordinación a otras consideraciones, cortoplacistas y “de caja”, tal como lo prueban las sucesivas modificaciones de las normas, que fueron constituyendo un marco regulatorio ad hoc para el sector (Colpachi, s/f ). En la normativa resultante es de notar, en particular, la ausencia de exigencias de reducción de las tarifas o de garantías claras para la competencia, que “se explica por la necesidad de obtener el mayor ingreso posible –para resolver el problema del endeudamiento– y por la necesidad de que las empresas licenciatarias realizaran fuertes inversiones para poner la red al día. Así fue que el desarrollo futuro del mercado mereció apenas una declaración de intenciones para después del período de exclusividad […] La privatización se hizo sin que el país contara con un marco regulatorio claro y sin la presencia de una autoridad regulatoria competente, que fue creada a posteriori de la privatización” (ibíd.: 24).19 El de ENTEL fue, desde el comienzo, un leading case para los funcionarios del gobierno argentino, que pensaban sentar un precedente para las demás privatizaciones y un ejemplo a imitar para otros países; para los analistas, sin embargo, acabó siendo un leading case de lo que no se debe hacer en los procesos de privatizaciones, tanto en términos de las motivaciones –criterios meramente fiscales– como de la precipitación, la falta de previsión y el papel –insuficiente y vacilante– del Estado. En contraste con el proceso argentino, su contraparte brasileña insumió tiempos mucho más prolongados20 y requirió de negociaciones y compromisos caso por caso. Y ello pese a que en ambos procesos fue gracias a las facultades presidenciales de emitir “decretos de necesidad y urgencia” (en la Argen-
INÉS M. POUSADELA
67
tina) y “medidas provisorias” (en Brasil) que los gobiernos lograron controlar los tiempos y la agenda del debate (Castro Rojas, 1997). En Brasil, en particular, la experiencia de los 70 –crecimiento del PBI de 158%, nivel de inversión de 25% del PBI– había impulsado el desarrollo de “un consenso general sobre una corta lista de prioridades nacionales. En el primer lugar de la lista estaba el crecimiento económico, seguido por el desempeño exportador, y al final estaba la estabilidad económica o la inflación” (Molano 1997: 33). Pese a que los desequilibrios fiscales y sus consecuencias inmediatas eran por entonces preocupantes, el consenso desarrollista preexistente permitió en Brasil la fijación de metas de largo plazo que marcaron el rumbo del proceso de privatización. En contraste con las motivaciones “de caja” que dieron su tono al proceso argentino, pues, en Brasil se dio prioridad a la universalización del servicio y la introducción de la competencia, y a dichos objetivos fue subordinada la meta de conseguir un precio elevado por la venta de las empresas. La planificación y la perspectiva de largo plazo se manifestó, asimismo, en el terreno de la construcción institucional: el llamado a la privatización fue precedido, en este caso, por la aprobación de una nueva Ley General de Telecomunicaciones y por la creación, por efecto de esa ley, de una agencia regulatoria. En síntesis, “las experiencias de la regulación de la privatización de Argentina y Brasil difícilmente podrían considerarse más disímiles. El caso de la Argentina es uno de marchas y contramarchas, decretos y resoluciones contradictorios e intentos continuos de adaptación que fueron generalmente poco exitosos. […] Por el contrario, la regulación en Brasil parece haber tenido en cuenta muchos de los desatinos del proceso en la Argentina, y al menos en los tres años iniciales la coherencia parece un rasgo distintivo” (Colpachi s/f: 38). La oposición entre improvisación y urgencia, por un lado, y planificación y visión de largo plazo, por el otro –¿estereotipo mil veces repetido o regularidad constatada?– se reitera en los análisis de los procesos de reforma de los respectivos sistemas de salud. En ese sentido apuntan las diferencias registradas por Sonia Fleury (2000) en cuanto al timing de las reformas, que en la Argentina se produjeron con posterioridad a la transición a la democracia, pero al mismo tiempo que la crisis económica, mientras que en Brasil fueron coincidentes con el proceso de transición a la democracia y anteriores a la crisis económica. Estas diferentes temporalidades habrían impreso a cada uno de los procesos de reforma objetivos y criterios de éxito harto diferentes. En Argentina el proceso estuvo fuertemente ligado a las reformas de mercado del sector público, de modo tal que se orientó hacia el incremento de la eficiencia y la transparencia en el manejo de los fondos de las obras sociales median-
68
PASIONES NACIONALES
te la introducción de mecanismos competitivos (Fleury, 2000: 240). La reforma del sistema de salud en Brasil se diferencia de la reforma argentina –y de todas las de América Latina– por el hecho de no haber sido encarada en la urgencia y por exigencia de una crisis económica sino, más bien, como respuesta a la crisis política del sistema autoritario. La motivación para iniciar las reformas fue, pues, política e ideológica en vez de económica y financiera, de modo tal que la propuesta pudo ser formulada en términos de ciertos valores democráticos: la igualdad de derechos, la participación en los procesos de toma de decisiones. Es por eso, también, que la coalición reformista se apoyó, en este caso, en organizaciones de la sociedad civil, en tanto que en la Argentina la iniciativa provino de las autoridades gubernamentales. Mientras que las motivaciones fiscales predominantes en la Argentina remiten inevitablemente a una visión de corto plazo, los objetivos políticos que orientaron la reforma brasileña reenvían, en cambio, a un enfoque más centrado en el largo plazo.21
El tiempo y las instituciones En el apartado precedente fueron ya mencionadas algunas instancias en las cuales se hace visible la mayor presencia y el rol más consistente del Estado brasileño que de su par argentino, así como la mayor inclinación a la construcción institucional y la mayor persistencia de las instituciones en el caso brasileño. Es en gran medida su permanencia en el tiempo la que consolida a las instituciones en tanto que patrones repetitivos de interacción que cristalizan en prácticas, rituales y símbolos, y que –precisamente– pasan con el tiempo a divorciarse de las circunstancias utilitarias que les dieron origen para ser imbuidas de valor. Asimismo, es en gran medida la existencia de rutinas institucionales la que vuelve lineal al tiempo: la presencia de instituciones fuertes da cuenta, al menos en parte, de las mayores continuidades observables en las políticas brasileñas, así como del carácter menos abrupto de los cambios allí donde ellos tienen lugar. Especialmente reveladores de la estrecha relación existente entre tiempo y construcción institucional –y de la dependencia de esta última respecto de aquél–, así como del contraste que presentan sobre este punto los dos casos nacionales bajo estudio, son los trabajos de Kathryn Sikkink (1991, 1993). En su indagación acerca de las razones de los disímiles destinos políticos de los programas gubernamentales de Juscelino Kubitschek en Brasil (1956-
INÉS M. POUSADELA
69
1961) y de Arturo Frondizi en Argentina (1958-1962), representantes ambos de la más pura ideología desarrollista, Sikkink se encuentra con una serie indicios que reenvían a las dimensiones fundamentales de nuestras matrices nacionales de cultura política, entre las cuales sobresale la dimensión temporal tomada en relación con la institucional. Su explicación de la diversa suerte de ambos programas remite, en efecto, a la diferencia entre las respectivas capacidades estatales en relación con las tareas a realizar y, en particular, a sus diferencias en términos de la firmeza de las estructuras y procedimientos burocráticos, así como de continuidad e idoneidad técnica de los funcionarios. En el período estudiado, señala la autora, “el Estado brasileño fue a la vez más clientelista y más meritocrático que el argentino”, lo cual supuso la existencia de “un pequeño sector ‘aislado’, al que Kubitschek recurrió para formular y poner en práctica los lineamientos fundamentales de su política económica”. En la Argentina, en cambio, no hubo nada semejante, razón por la cual “mientras que Kubitschek pudo aprovechar y ampliar las instituciones estatales existentes, Frondizi debió tratar de sortear la burocracia para formular e instrumentar sus políticas” (Sikkink, 1993: 545). A la pregunta acerca de las razones de la existencia de tal “burocracia aislada” en Brasil y de su inexistencia en Argentina, la autora responde citando la presencia, en aquél país, de un proceso largo y continuo de construcción institucional que en Argentina, en cambio, fue encarado tardíamente y una y otra vez interrumpido. El proceso de reforma de la función pública iniciado por Getúlio Vargas en 1930 –apunta Sikkink– atravesó múltiples cambios de gobiernos y regímenes: Si bien después de que Vargas fuera depuesto, en 1945, sus sucesores limitaron las facultades y la autoridad del DASP [Departamento Administrativo del Servicio Público, organismo con autoridad para elaborar el presupuesto, centralizar el control del material y el personal, y supervisar los exámenes y cursos de capacitación], el legado que éste dejó siguió surtiendo efectos en la administración pública brasileña. Aunque no logró crear a largo plazo una moderna carrera de la función pública libre de todo favoritismo político, dejó detrás un grupo de elites técnicas que infundieron en ciertos sectores del Estado las nuevas ideas de la meritocracia. (Ibíd.: 547) El gobierno de Kubitschek pudo, en consecuencia, apoyarse en las instituciones ya existentes de la “burocracia aislada” y proseguir la inversión en construcción institucional mediante la creación de nuevos organismos para
70
PASIONES NACIONALES
facilitar su coordinación. De hecho, no solamente formuló e implementó su Plan de Metas a través de instituciones preexistentes, sino que en muchos casos se apoyó incluso en funcionarios que también eran anteriores a él. Cosa ciertamente inimaginable en Argentina, donde las innovaciones institucionales del peronismo –escasas y tardías– fueron sistemáticamente desmanteladas luego de 1955. Puesto que no podía controlar a la burocracia, el gobierno de Frondizi pretendió eludirla, y fue consistentemente acusado de intentar establecer un “gobierno paralelo”. “La diferencia más notable entre el Estado de Brasil y el de Argentina” –concluye Sikkink– “radica en el ámbito de los procedimientos y en el ámbito intelectual –en particular, en lo que respecta al reclutamiento, retención y capacitación de un núcleo de funcionarios públicos capaces de otorgar continuidad a la política económica–” (ibíd.: 556). Durante el período estudiado, en efecto, la mayor parte de los encargados de la formulación de las políticas en Brasil provenían del mismo sitio y se movían horizontal y verticalmente dentro de la burocracia, adquiriendo experiencia y formando redes. En la Argentina, en cambio, la continuidad de personal fue prácticamente nula. Ello incidió poderosamente en cuestiones tales como la influencia de la CEPAL sobre uno y otro programa: mientras que en Brasil sus bases fueron sentadas por un estudio conjunto de la CEPAL y el BNDE (Banco Nacional de Desenvolvimiento Económico), en la Argentina el impacto de la CEPAL fue mínimo porque “después de la victoria de Frondizi, las contrapartes gubernamentales argentinas del equipo de la CEPAL fueron removidas de sus cargos y con ellos la ‘memoria institucional’ de los logros y recomendaciones del estudio de la CEPAL. La falta de continuidad del personal dentro del Estado argentino significó que la experiencia previa no fue incorporada en el programa de política económica del gobierno de Frondizi” (Sikkink, 1991: 87). La dicotomía continuidad/discontinuidad se expresa, finalmente, en el sentido que tuvo el desarrollismo en cada caso, el cual remite a su vez a otra dimensión de las culturas políticas nacionales que será explorada luego: la modalidad –más o menos consensual o conflictiva– de relacionamiento político. En efecto, mientras que en la Argentina el desarrollismo se conformó a partir de la confrontación con los gobiernos conservadores de los 30 y con la experiencia peronista, en Brasil constituyó simultáneamente una respuesta a y una continuación de las políticas de Vargas. De hecho, el propio debate económico tuvo un tono muy diferente en ambos países: en Brasil, “incluso en su punto más intenso, tuvo una amabilidad inimaginable en Argentina”, dado que
INÉS M. POUSADELA
71
“fue un debate entre elites que estaban de acuerdo en desacordar, respetaban ciertas reglas de juego y se movían en los mismos círculos” (Sikkink, 1991: 66). La ideología liberal, por otra parte, no era en Brasil ni por asomo tan fuerte como en Argentina, de modo tal que el debate no tuvo lugar entre el modelo liberal y el de planificación sino, dentro del campo desarrollista, entre desarrollistas “cosmopolitas”, por un lado, y “nacionalistas”, por el otro. Incluso el gobierno militar que derrocaría a Goulart en 1964 abrazaría el programa económico de Kubitschek. El consenso desarrollista brasileño contrasta abiertamente con la estructura de los clivajes en Argentina, donde incluso quienes estaban de acuerdo sobre cómo manejar la economía se hallaban irreconciliablemente divididos por motivos políticos. Las mismas políticas desarrollistas, pues, adquirieron diferentes sentidos políticos en ambos países: en Brasil tuvieron un sentido nacionalista y configuraron una experiencia de continuidad; en el contexto argentino –surcado por el clivaje peronismo-antiperonismo y dividido en torno de ideologías librecambistas, populistas y desarrollistas–, en cambio, la lucha de interpretaciones fue ganada, contra Frondizi, por quienes las consideraban “entreguistas”, y la experiencia del desarrollismo fue –empezando por la trayectoria política del propio Frondizi– una experiencia de ruptura.
La organización del espacio y la cuestión del federalismo En este punto, debemos partir de la base de que nos hallamos ante dos sistemas federales que, para la literatura comparada, ocupan siempre el mismo casillero cualesquiera sean los criterios clasificatorios a que se los someta (cf. Stepan, 2004a y 2004b; Bidart Campos, 1993). En uno y otro caso se observan, asimismo, fenómenos tales como una fuerte sobrerrepresentación de las subunidades periféricas, es decir, de las provincias o estados pobres, atrasados y subpoblados (Camargo, 1993; Samuels y Mainwaring, 2004), que redunda en una serie de prácticas a las que Serra y Rodrigues Afonso (1999) designan como “federalismo predatorio” (cf. Gibson y Calvo, 2000). Los estudios de casos delatan también, para ambos países, la presencia de tendencias oscilantes de centralización y descentralización a lo largo del tiempo (Gibson y Falleti, 2004; Camargo, 1993). Pese a los abundantes paralelismos señalados, sin embargo, la literatura comparada no se ha cansado de repetir que Brasil es un país “más federal” que Argentina –lo cual, en el caso de nuestros países (a diferencia de las connota-
72
PASIONES NACIONALES
ciones que el término tiene, por ejemplo, en los Estados Unidos), significa “más descentralizado”. ¿Cómo explicarlo? En primer lugar, hay una serie de factores de centralización que son sistemáticamente mencionados para dar cuenta de la dinámica federal en Argentina, pero no en Brasil. Es el caso, por ejemplo, de la tendencia al fuerte liderazgo del Ejecutivo y al escaso protagonismo del Congreso, factores intensificados –en un contraste con el caso brasileño que se prolonga hasta los años 90– por la fortaleza y disciplina de los partidos políticos, estructurados nacionalmente de modo tal que la lealtad al partido suele –o, acaso, solía– imponerse por sobre la lealtad a la provincia (Bidart Campos, 1993). Los partidos brasileños, en cambio, son descentralizados; tal como señala Scott Mainwaring (1997), buena parte de las acciones de políticos y partidos “están más determinadas por lo que sucede en sus propios estados o provincias que por lo que ocurre al nivel de la política nacional. De hecho, los partidos nacionales son todavía en gran medida una federación de partidos estaduales” (p. 83). En contraste con las reglas electorales argentinas –sistema de lista cerrada y bloqueada, financiamiento centralizado–, las reglas del juego en Brasil han proporcionado escasos incentivos para producir un sistema de partidos nacionales, al tiempo que han estimulado la existencia de un elevado número de partidos efectivos (Stepan, 2004a). De hecho, Brasil ha sido sistemáticamente considerado como un caso extremo de fragmentación y atomización partidarias, mientras que los principales partidos argentinos –aunque no necesariamente el sistema de partidos, pues por efecto de la alternancia entre regímenes democráticos y autoritarios la competencia partidaria no pudo estabilizarse hasta los años 80– se han caracterizado por su estabilidad y persistencia, vinculadas en gran medida a su enraizamiento en sucesivas olas de inclusión y construcción de ciudadanía y en la consiguiente configuración de poderosas subculturas partidarias. Como veremos, sin embargo, este contraste parece estar desdibujándose –por efecto, sobre todo, de la difusión en la política argentina de rasgos hasta ahora propios de la política en Brasil22–. Otro elemento que ha marcado a fuego el funcionamiento del federalismo argentino es, sin duda, el sesgo interpretativo de la Corte Suprema en favor del gobierno nacional. Pese a que –al igual que su par brasileña– la Constitución argentina reconoce a las provincias todo poder no delegado explícitamente al gobierno federal, la práctica usual ha ido en la dirección contraria (cf. Bidart Campos, 1993). Ello ha tendido a cristalizar en una cultura política que realimenta la centralización, ya que los actores sociales –mayoritariamente estructurados nacionalmente, al menos hasta fines de los años 80–
INÉS M. POUSADELA
73
tienden a hacer valer su presencia frente al gobierno central, considerado el eje decisorio incluso allí donde ello supone pasar por alto el deslinde de competencias entre autoridades nacionales y provinciales. Las tendencias centralizadoras se han manifestado también –desvíos inconstitucionales mediante– en el reparto impositivo, y ello con consecuencias paradójicas. Así, aunque en Argentina los impuestos directos son competencia de las provincias, y sólo excepcionalmente (transitoriamente y con causa justificada) del Estado federal, la práctica dominante desde los años 30 ha tornado permanente la excepción bajo la forma de una “ley-convenio”: la ley de coparticipación federal, a partir de cuya institucionalización “poco es, realmente, lo que residualmente les queda a las provincias en materia tributaria” (Bidart Campos, 1993: 382). Algunas diferencias adicionales en las dinámicas federales de Argentina y Brasil se han hecho visibles en las últimas décadas, aún cuando los procesos observados en ambos casos presentan paralelismos y simetrías notables. En ambos casos, en efecto, se sucedieron procesos descentralizadores en los años 80 y evoluciones recentralizadoras en la década siguiente. Tal como señalan Kent y Dickovick (2004), si bien la descentralización fue un proceso generalizado en la década del 80, Argentina y Brasil fueron dos de los países en los que el proceso fue más favorable a los gobiernos subnacionales. Ello contribuyó grandemente, en uno y otro caso, a la agudización de los desequilibrios fiscales que luego se pretenderían corregir por medio de la recentralización. Si bien por razones evidentes la restauración de la democracia en la Argentina tuvo también efectos descentralizadores –ante todo, debido a que sólo con el restablecimiento de la vigencia de la Constitución pudieron volver a regir las facultades constitucionalmente garantizadas a las provincias, y pudo volver a funcionar el Congreso equipado de su cámara territorial–, fue en Brasil donde el proceso de descentralización –notablemente más intenso– quedó más fuertemente ligado a la transición democrática. La “Constitución ciudadana” de 1988, en efecto, promovió la descentralización, en particular en favor de los municipios, transfiriendo el mayor impacto de la crisis al gobierno federal, cuyas responsabilidades sociales simultáneamente amplió (Camargo, 1993). El dispar status de los municipios en ambos países ha impreso una dinámica bien diferente a los respectivos procesos federales. La Constitución argentina nada dice sobre el status jurídico de los municipios, que han tendido a ser considerados –por lo menos hasta 1989– como divisiones administrativas, reparticiones autárquicas pero no políticamente autónomas (Bidart Campos, 1993). Puesto que el status político de los municipios no quedó ga-
74
PASIONES NACIONALES
rantizado por la Constitución Nacional tampoco a partir de su reforma de 1994, queda a criterio de las provincias el asignarles mayor o menor autonomía, y a juicio de los gobiernos municipales el sacar mayor o menor provecho de ella. En Brasil, en cambio, a partir de 1988 el municipio fue colocado en el centro de un proyecto de renovación de las prácticas democráticas que impulsara “la participación ampliada y el control de los ciudadanos sobre los actos de los gobernantes” (Tavares de Almeida y Piquet Carneiro 2003: 126). La nueva Constitución23 produjo “una redefinición en regla de la estructura del Estado brasileño: el federalismo centralizado hasta entonces predominante dio lugar a un modelo federativo descentralizado y en buena medida cooperativo”. El municipio –que hasta entonces era, al igual que en Argentina, “el territorio donde se frustraban o se pervertían los proyectos democráticos; el espacio de la dura realidad del poder oligárquico, del patrimonialismo y de las relaciones de clientela”– fue transformado en ente federativo, ocupando un lugar de privilegio en el andamiaje institucional brasileño (cf. artículos 1º y 18 de la Constitución). Junto con los estados, los municipios recibieron amplias atribuciones para la formulación de políticas, al punto de convertir a Brasil en uno de los casos más extraordinarios de descentralización a nivel local. Puesto que una gran cantidad de cuestiones relativas a esas atribuciones fueron establecidas constitucionalmente, ellas quedaron en lo sucesivo fuera del alcance del veto de una mayoría legislativa normal (Stepan, 2004a). Al contrario de lo que sucedió en Argentina, la transferencia de recursos hacia los estados y municipios brasileños no fue acompañada de una transferencia equivalente de responsabilidades (Samuels y Mainwaring, 2004). Así, por ejemplo, aunque en ambos países la reforma del sistema de salud supuso un impulso descentralizador, su diseño y sus efectos fueron muy diferentes en uno y otro caso. En Argentina, el proceso supuso la transferencia de la responsabilidad por la política social al nivel provincial, de modo tal de reducir la presión fiscal sobre el gobierno central, en un estilo que Sonia Fleury (2000) describe como de “descentralización fraccional”.24 El rasgo más relevante del proceso brasileño de reforma, en cambio, fue la combinación de descentralización y participación en vistas a la creación de un sistema de salud pública unificado en cada nivel de gobierno. La estrategia fue de descentralización progresiva: para acceder a ella los municipios debían cumplir ciertos requisitos administrativos, financieros y técnicos. Puesto que la descentralización formó parte del proceso de transición a la democracia –y respondió, por lo tanto, a demandas de participación de los propios receptores– Brasil no padeció el problema de Argentina, cuyas provincias se lamentaban de los efectos
INÉS M. POUSADELA
75
de una política impulsada por preocupaciones fiscales inmediatas y conducente a la transferencia de responsabilidades sin la correspondiente transferencia de recursos. El proceso y los efectos del aumento de las transferencias de recursos fiscales a los estados o provincias, por su parte, fueron similares en ambos países. Resultó, en Brasil, en un federalismo al que los analistas han calificado de “predatorio” debido a que promovió la irresponsabilidad fiscal de los estados (Samuels y Mainwaring, 2004). En Argentina, por su parte, el carácter centralizado del reparto de los recursos fiscales –que desde 1984 se había traducido en una elevada discrecionalidad del gobierno federal para transferir recursos a las provincias, la mayoría de ellas gobernadas por el mismo partido que controlaba la presidencia– produjo a partir de 1989 un “federalismo a medias” por efecto de las asimetrías entre recaudación y gasto público, es decir, un sistema “federal en el gasto y unitario en la recaudación” (La Nación, 24/02/02).25 En ambos países, finalmente, tuvo lugar en los años 90 un proceso de recentralización en el marco del esfuerzo por alcanzar y mantener la estabilidad macroeconómica. Así, la autonomía de las provincias argentinas fue limitada mediante pactos fiscales que redujeron las tajadas recibidas y –paradójicamente– mediante la transferencia de responsabilidades sin un aumento equivalente de ingresos. En Brasil, por su parte, las políticas de disciplinamiento fiscal aplicadas bajo la presidencia de F. H. Cardoso (1995-2002) debieron ser arduamente negociadas y supusieron altos costos para el gobierno federal (Samuels y Mainwaring, 2004). Con todo, y por las razones legales y constitucionales arriba mencionadas, ambos sistemas –y el brasileño en particular– siguieron siendo fuertemente descentralizados en comparación con otros en la región (Kent y Dickovick, 2004).
Modos de relacionamiento político y ejercicio del poder Los rasgos hasta aquí mencionados como característicos de la política brasileña –el gradualismo, la continuidad– y su contraste con ciertos elementos propios de la política argentina –el rupturismo, el refundacionalismo, las alternativas de todo o nada– reaparecen en el terreno de las dinámicas institucionales bajo la forma de sendas tendencias a la negociación y a la búsqueda de acuerdos, por un lado; y a la confrontación y a la imposición unilateral, por el otro.
76
PASIONES NACIONALES
Es importante señalar, en primer término, el hecho de que, pese a las grandes similitudes en el diseño de sus respectivos sistemas presidenciales, éstos presentan también algunas diferencias significativas. A partir del análisis de las facultades de los respectivos presidentes, Mainwaring y Shugart (1997) califican de “proactivo” al presidente brasileño y de “potencialmente dominante” a su par argentino. La constitución brasileña de 1988, en efecto, concedió al presidente brasileño poderes de decreto, poderes de veto y derecho de introducción exclusiva de legislación en determinadas áreas. El presidente argentino, por su parte, tiene importantes poderes para emitir decretos, así como un poder de veto fuerte sobre los proyectos aprobados por el Congreso. En la práctica, los poderes constitucionales del presidente brasileño –ya de por sí suficientemente amplios según la letra de la Constitución– resultan excepcionalmente fuertes pues al (relativamente inusual) poder de veto parcial se suma el hecho de que –debido a la elevada fragmentación partidaria y a las altas tasas de ausentismo de sus miembros– al Congreso le resulta muy difícil anular los vetos presidenciales (y ello pese a que la constitución de 1988 no exige al Congreso mayorías tan amplias como su predecesora para superar dichos vetos). Sin embargo, dichos poderes constitucionales se combinan, en contraste con lo que sucede en el país vecino, con débiles poderes partidarios. Como ya se ha mencionado, Brasil se ha caracterizado durante largo tiempo por un sistema de partidos altamente fragmentado, alimentado por el uso de un sistema electoral proporcional para la elección de los diputados, con bajo umbral de representación y en distritos grandes. En consecuencia, el número efectivo de partidos en su cámara baja oscila entre 5,5 y 9,4, frente a cifras de entre 2,2 y 3,3 en Argentina. Es por ello que los presidentes brasileños han tendido a carecer de mayorías propias en el Congreso, mientras que los presidentes argentinos a menudo han contado con la mayoría o, cuanto menos, con una amplia pluralidad en alguna de las cámaras –es decir, con la cantidad de apoyo necesario para sostener un decreto frente a la oposición legislativa. Por añadidura, los partidos brasileños –con la excepción del PT y algunos pequeños partidos de izquierda– se han caracterizado por su extremadamente bajas cohesión y disciplina, en contraste con la relativamente elevada disciplina partidaria de sus pares argentinos. La menor cantidad de partidos presentes en el juego político, así como el tamaño considerable del partido oficialista y su considerable disciplina han producido, en la Argentina, escasos pronunciamientos legislativos contrarios a la voluntad presidencial expresada en decretos, los cuales en consecuencia han tendido a permanecer inalterados. En Brasil, por su parte, al hecho de
INÉS M. POUSADELA
77
que el partido del presidente se encuentra casi invariablemente en posición minoritaria (y de que las coaliciones que aquél se ve obligado a organizar resultan inestables y cambiantes, dado que sus integrantes no se caracterizan por su cohesión y su disciplina), se suma además el efecto de dispersión del poder producido por el sistema federal más robusto de América Latina, que viene a reforzar la dispersión propia del sistema de partidos (Mainwaring, 1997). Esta combinación de fuertes poderes constitucionales del presidente, poderes partidarios débiles y sólido federalismo produjo en ese país una dinámica política peculiar, bien diferente de la argentina. Entre las prácticas encaradas por los presidentes brasileños para lograr apoyo para sus políticas se coloca en primer plano la construcción de coaliciones legislativas con representación ministerial,26 mientras que la Argentina se ha caracterizado –en particular durante los años 90– por la imposición unilateral de la voluntad presidencial.27 Así, en un análisis comparativo de todos los casos latinoamericanos Brasil es colocado en el extremo “donde la totalidad de los gobiernos han sido de coalición y en el otro extremo está Argentina donde todos los gobiernos han sido de un solo partido”28 (Deheza, 1998: 156). Pese a la posición minoritaria en que usualmente se encuentra el partido del presidente, pues, han sido poco frecuentes en Brasil las situaciones de gobierno minoritario. La práctica sistemática de formación de coaliciones de gobierno29 ha desmentido todos los pronósticos catastrofistas en torno de la relación potencialmente explosiva entre presidencialismo y multipartidismo extremo. En un contexto donde operan fuertemente las restricciones federales, la construcción de coaliciones es una delicada tarea de inclusión de diferencias. Tal como señala Mainwaring, “esta partición del gobierno comienza en los niveles más altos (posiciones en el gabinete y directores de las principales empresas públicas y agencias ejecutivas) y continúa hacia abajo hasta llegar a nombramientos menores a nivel federal y a recursos en pueblos atrasados y regiones remotas” (ibíd.: 74). En síntesis, frente al “presidencialismo de mayorías” –nunca a salvo de las tentaciones hegemónicas, y por ello descripto también como “hiperpresidencialista”– vigente en la Argentina, desde el proceso de transición a la democracia ha funcionado en Brasil –en una reedición de las prácticas vigentes entre 1946 y 1964– un “presidencialismo de coalición” afirmado sobre prácticas inclusivas y (más o menos) pluralistas. La diferencia entre ambos modelos es sustancial: “En los sistemas afincados en la regla de la mayoría” –escribe Lanzaro– “el que gana gobierna, y tendencialmente los dispositivos políticos se arman para que así sea. En los sistemas afincados en reglas pluralistas, de
78
PASIONES NACIONALES
jure y de facto, el que gana comparte de alguna manera su triunfo y está obligado a negociar los productos de gobierno. Tendencialmente, los dispositivos políticos están armados para que así ocurra, y en general las mayorías no vienen ‘manufacturadas’ sino que han de ser políticamente construidas mediante un régimen de intercambio, de transacciones y asociaciones” (Lanzaro, 2001: 22-23). Entretanto, los partidos y sistemas de partidos argentinos y brasileños parecen moverse en direcciones opuestas, que conducen al sistema argentino “a la desestructuración e imprevisibilidad de la competencia, mientras que el brasileño va desarrollando pautas de interacción más cerradas y previsibles” (Abal Medina, Suárez Cao y Nejamkis 2002: 121). Si bien el número efectivo de partidos ha aumentado en ambos casos y, consistentemente con el patrón histórico, lo ha hecho mucho más marcadamente en Brasil que en Argentina, los últimos años han presenciado un aumento notable de la fragmentación política en este país. Ello ha sucedido a pesar de que el sistema electoral –que favorece a los grandes partidos, y en particular al Partido Justicialista– en principio la desincentivaría. Parte de esa fragmentación ha tenido lugar, en verdad, dentro del propio PJ; los antiguos partidos han visto desdibujadas sus identidades y han tendido a desorganizarse las pautas que solían estructurar la competencia entre ellos. En Brasil, en cambio, se observa la progresiva estabilización de los patrones de competencia, a la vez que una relativa institucionalización de sus partes. Los partidos, en consecuencia, ya no son tan frágiles, desorganizados y fluidos como en el pasado, sino que se han convertido en “sujetos políticos con bases mínimas de organización” portadores de “orientaciones comunes fundadas en intereses definidos” (Meneguello, 2002: 220). Su posición central y su creciente institucionalización parecen deberse, precisamente, a su participación sistemática en coaliciones de gobierno. Desde 1985 –señala Rachel Meneguello– funciona “un círculo virtuoso por el cual los partidos se desarrollan, fortalecen su organización y definen su presencia regular en las coaliciones”. Se observa, en efecto, “una dinámica circular entre el impacto de la participación de los partidos en el gobierno sobre la arena electoral y el impacto de la arena electoral sobre la relevancia de los partidos para los gobiernos, que se refleja en la fuerza que tienen los partidos en el Congreso” (ibíd.: 227). La política de coaliciones es, asimismo, un factor coadyuvante a la continuidad observable en las políticas públicas brasileñas. Así se desprende, por ejemplo, del análisis que proporciona Neiburg del contraste entre la “prudencia brasilera” y la “radicalidad argentina” en lo que se refiere a los planes eco-
INÉS M. POUSADELA
79
nómicos aplicados durante los años 90. El autor, en efecto, detecta una correlación entre la estabilidad del elenco formulador de las políticas en Brasil –que contrasta con su discontinuidad en Argentina– y la práctica coalicional brasileña –que contrasta con el reemplazo completo de los elencos gubernamentales que es el resultado de la alternancia de los partidos argentinos en el poder, en el marco de una política de adversarios fuertemente confrontativa y en un contexto en el cual el debate económico es comparativamente menos “técnico” y se halla, en cambio, mucho más politizado. En Argentina, como hemos visto, los ideólogos e implementadores del Plan de Convertibilidad eran recién llegados a la gestión pública, y su marco teórico chocaba abiertamente con el de sus predecesores. En Brasil, en cambio, tanto los presupuestos teóricos como muchos de los individuos que intervinieron en el Plan Real eran los mismos que habían participado de la experiencia del Cruzado. Lejos de ser casual, ello “tiene que ver con continuidades en el plano de la política: del lado argentino, no era el mismo partido el que gobernaba, mientras que del lado brasilero por lo menos en parte se repetía una misma coalición” (Neiburg 2004: 11). Dicho de otro modo: las coaliciones operan a favor de la continuidad en la medida en que alguno(s) de sus integrantes se repiten y hacen las veces de eslabones entre uno y otro gobierno. Sorprendentemente, el contraste entre modalidades más o menos consensuales o confrontativas de ejercicio del poder es observable incluso en el terreno de la formulación de políticas por decreto (Negretto, 2004). Pese a sus amplios poderes constitucionales, el Ejecutivo brasileño cuenta con menores recursos (especialmente partidarios) para imponer políticas en forma inconsulta que su par argentino, que es descripto como “potencialmente dominante” –es decir, capaz de llegar a serlo allí donde logra sumar importantes recursos partidarios a sus amplias prerrogativas constitucionales–. Ciertamente, tanto Brasil como Argentina se diferencian de Estados Unidos, cuyo Legislativo controla la agenda más sistemáticamente proponiendo medidas que el Ejecutivo tiene el poder de aceptar o rechazar. En nuestros dos países, en cambio, es casi invariablemente el Ejecutivo el que fija la agenda y el Legislativo quien actúa como actor con poder de veto. No obstante la similitud, de la comparación de la autoridad que tienen los presidentes argentino y brasileño para emitir decretos –autoridad incorporada, en ambos casos, al arsenal constitucional, en un marco caracterizado por la separación de poderes y el bicameralismo– surgen notables diferencias en lo que se refiere a la medida en que el Ejecutivo puede efectivamente utilizar decretos para manipular la agenda legislativa y obtener leyes lo más cercanas posible a sus preferencias iniciales (ibíd.).
80
PASIONES NACIONALES
Tanto los dispositivos institucionales como las prácticas políticas difieren ampliamente entre los dos países, y en ambos casos las diferencias parecen reflejar ciertas tendencias presentes en las culturas políticas nacionales. En cuanto a los primeros, cabe señalar que la Constitución brasileña de 1988 eliminó las restricciones para la introducción de enmiendas a los decretos por parte del Congreso y estableció la regla de aprobación explícita de las “medidas provisorias” por parte del Legislativo, sin la cual éstas dejan de ser aplicables. Por otra parte, disminuyó los requerimientos para superar el veto del Ejecutivo de la mayoría de dos tercios a la mayoría absoluta en una sesión conjunta de ambas cámaras. Al mismo tiempo, la nueva Constitución fortaleció los poderes legislativos proactivos del presidente: éste puede ahora establecer trato prioritario para sus iniciativas, y tiene la capacidad de iniciar nuevas políticas por decreto. Contrariamente a lo esperable, la exigencia de aprobación explícita de las medidas provisorias no ha disminuido el poder presidencial para producir legislación, debido a la práctica –aceptada– de la reiteración de decretos ante la ausencia de pronunciamiento del Legislativo. Los legisladores brasileños prefieren, en efecto, dejar que esto suceda, y ello por diferentes razones: para eludir la responsabilidad política por medidas impopulares; en casos de desacuerdo con solo algunas partes de la medida, para forzar al Ejecutivo a modificarlas en sus sucesivas reintroducciones; y para dejar al presidente legislar en cuestiones de escaso interés para ellos. Lo interesante del caso es que, cuando de Brasil se trata, incluso aquello que a primera vista parecería una imposición pura y simple es interpretado en términos consensuales: “aunque los decretos reiterados pueden haber derivado a veces de actos de imposición presidencial, muy a menudo la práctica reflejaba las preferencias legislativas” (Negretto 2004: 547). En Argentina el Ejecutivo corre con mayores ventajas: puesto que el Congreso nunca reguló las cuestiones que la reforma constitucional de 1994 dejó pendientes, se mantiene la costumbre de que, cuando el Congreso no se pronuncia acerca de los decretos presidenciales, éstos se consideran tácitamente aprobados. Por otra parte, el Congreso sólo puede rechazarlos oponiéndoles una nueva ley. Además, mientras que en Brasil el presidente necesita una mayoría en ambas cámaras para sostener un veto parcial frente a las modificaciones impuestas por el Congreso, en Argentina el presidente sólo necesita una minoría para bloquear modificaciones a sus políticas. Similares hallazgos surgen del trabajo de Faucher y Armijo (2003) sobre la toma de decisiones en el marco de las crisis monetarias que afectaron recientemente a ambos países. Los autores responden en términos de las respec-
INÉS M. POUSADELA
81
tivas lógicas institucionales a las preguntas de porqué a la Argentina le resultó tanto más difícil salir de la crisis post-devaluación que a su vecino brasileño. Luego de examinar dos hipótesis alternativas –los diferenciales de apoyo recibidos por Brasil de parte del Fondo Monetario Internacional y del Tesoro de los Estados Unidos; y las diferencias en los intereses socioeconómicos creados en cada país en torno de la situación existente, que en Argentina hacían de la devaluación una alternativa más costosa– y de conceder cierto peso a cada uno de esos argumentos, los autores se concentran en la explicación que juzgan más convincente: aquélla que se centra en las profundas diferencias en las instituciones nacionales de toma de decisiones en el área de la política económica, cuyos rasgos remiten a los respectivos estilos políticos nacionales. Señalan, en efecto, que Argentina tiene –y, en particular, tuvo durante los años 90– un patrón de toma de decisiones económicas a nivel nacional que involucra a un número limitado de actores: en el terreno de las relaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo, intervienen los dos grandes partidos políticos y unos pocos partidos pequeños y grupos de intereses, todos ellos organizados nacionalmente; en el campo de las relaciones federales, por su parte, participan los gobernadores de las provincias y los grandes partidos. En Brasil, en cambio, la toma de decisiones involucra a numerosos actores: en la arena en que se desenvuelven las relaciones entre los poderes Ejecutivo y Legislativo intervienen más de dieciocho partidos políticos, grupos de intereses organizados sobre una base regional, y lobbies de intereses especiales; en el campo de las relaciones federales, por su parte, participan los gobernadores estaduales, los intendentes de las grandes ciudades –en consonancia con el status constitucional de los municipios–, los partidos políticos, y los lobbies de intereses especiales (a los que debe sumarse otro actor con un poder bastante mayor que el de su par argentino: la Justicia Federal). La situación se invierte, sin embargo, cuando se considera la presencia de actores con poder de veto. Si bien en Argentina interviene en el proceso una cantidad comparativamente menor de actores, existe al mismo tiempo una multiplicidad de actores con poder de veto: en el ámbito de las relaciones Ejecutivo-Legislativo, el partido –unificado y relativamente disciplinado– del líder gobernante, algunas de sus fracciones internas, el principal partido de la oposición y los grupos de intereses organizados nacionalmente. En el ámbito de las relaciones federales, por su parte, existe un actor con poder de veto sin paralelo en Brasil: el gobernador de la provincia de Buenos Aires. En Brasil, en contraste, el único actor con real poder de veto es, según los autores, la mayoría legislativa.
82
PASIONES NACIONALES
La configuración de actores participantes en la toma de decisiones en Argentina es, pues, consistente con la descripción de un sistema “hiperpresidencialista” en el cual el presidente puede tener un estilo que linda con la autocracia pero que, sin embargo, debe tener en cuenta los intereses de aquellos (los actores con poder de veto) cuyo apoyo le es imprescindible. En Brasil, en cambio, el proceso de toma de decisiones es comparativamente más disperso y participativo, pero –paradójicamente– produce en última instancia una mayor autonomía del Ejecutivo. Notablemente, los autores arriba citados describen las relaciones entre sociedad y Estado en Argentina como “jerárquicas” y al proceso de toma de decisiones en Brasil como mucho más “inclusivo”. Más específicamente, sostienen que “las divisiones de intereses entre partidos, regiones y actividades económicas son [en Brasil] tan feroces como en cualquier otra parte, pero el nombre del juego es la participación y la búsqueda de alguna forma de conciliación. Aún el uso de decretos presidenciales para emitir legislación ha llegado a ser interpretado por algunos participantes y observadores como otra ilustración más de las continuas negociaciones entre el ejecutivo y el Congreso en el marco de un proceso abierto de formación de coaliciones. Es también una oportunidad para experimentar con nuevas leyes antes de que sean ingresadas en el prolongado y costoso proceso de debate y de múltiples votaciones en ambas cámaras. En nuestra opinión, es esta capacidad brasileña del compromiso perenne, la negociación, la búsqueda de soluciones, aun por medio de caminos ambiguos (‘dar um jeito’) que puede haberse tornado decisiva para la solución de problemas en la reciente crisis y el ajuste subsiguiente” (Faucher y Armijo, 2003: 36). El pragmático y conciliatorio estilo político brasileño es, pues, opuesto sistemáticamente al argentino, más centralizado, decisionista, polarizado y propenso a los empates catastróficos y a las resoluciones disfuncionales. Lo interesante en este punto es que los mismos rasgos que para otros observadores (o en otras situaciones) solían constituir graves defectos –el multipartidismo en su supuestamente disfuncional combinación con el sistema presidencialista, la fluidez y la debilidad de los partidos políticos, la “desorganización” y la “incapacidad decisoria” de las instituciones políticas– se convierten en este análisis en rasgos virtuosos, pues en contraste con las situaciones “normales” –en las cuales un sistema de partidos “robusto” puede ser de utilidad en términos decisorios si el partido gobernante se aglutina en torno del presidente–, en circunstancias críticas puede bloquear la capacidad para producir consensos que, por el contrario, está presente en el caso brasileño. En ese sentido,
INÉS M. POUSADELA
83
los autores concluyen que “la flexibilidad política (que las instituciones brasileñas casi con seguridad poseen en abundancia) puede ser de ayuda para la formulación de políticas monetarias y financieras en la actual era democrática de masas y económicamente globalizada” (ibíd.: 40).
Las dimensiones de las matrices nacionales a través de un estudio de caso: Las políticas de acceso a la universidad en Argentina y Brasil En Brasil y Argentina se hacen presentes también diferentes sentidos de justicia, concepciones de la estratificación social y de su legitimidad, nociones de derechos. Su análisis en el plano de las políticas públicas contribuye a ratificar las hipótesis relativas a la existencia de una enraizada ideología igualitarista antimeritocrática en la Argentina, en contraste con la presencia, en Brasil, de una ideología meritocrática de connotaciones clasistas cristalizada en instituciones que sufren embates críticos comparativamente menores. Dicho análisis pone en evidencia, asimismo, el progresivo resquebrajamiento de los consensos existentes, especialmente en el caso de Argentina. Las políticas de admisión a la universidad, estructuradas según principios distintivos y con efectos y consecuencias completamente diferentes en ambos países, delimitan un territorio particularmente fértil a la hora de poner en evidencia la presencia de diferentes sentidos de la justicia, los derechos y los formatos y la legitimidad de las jerarquías sociales, dadas sus implicancias –reales o imaginarias– en relación con la movilidad social ascendente.30 De hecho, el contraste entre los dos casos estudiados en este punto difícilmente podría ser más nítido. Mientras que en Brasil la puerta de acceso al sistema de educación superior es franqueada por un examen de admisión generalizado, bien llamado Vestibular, en Argentina ha regido intermitentemente a lo largo de varias décadas un sistema de ingreso denominado “irrestricto”.31 Aún hoy, cuando el consenso monolítico en favor de esa modalidad de acceso parece haberse resquebrajado en Argentina,32 la mayor parte de los estudiantes debe cumplir, para ingresar al sistema de educación superior, con la única exigencia de haber obtenido un diploma secundario. Cuando se comparan los sistemas de educación superior de ambos países, el primer contraste que salta a la vista es el de los números. Argentina cuenta con un sistema de grandes dimensiones mayoritariamente público, cuya apertura y cuya ampliación han estado históricamente asociadas a las suce-
84
PASIONES NACIONALES
sivas oleadas del proceso de democratización iniciado a comienzos del siglo XX. Brasil exhibe un sistema proporcionalmente más pequeño33 y de formación más tardía en el que predomina cualitativamente el sector público, pero en el cual es el sector privado el que ha absorbido el grueso del incremento reciente de la demanda.
Instituciones: de las venerables y de las otras El Vestibular es en Brasil una institución cuya legitimidad no es cuestionada ni siquiera por quienes la padecen. El examen precede incluso a la creación de las primeras universidades brasileñas:34 data del año 1911, y lleva esa denominación desde 1915. Se trata de una instancia de evaluación de los contenidos que se supone son transmitidos por la escuela media y constituye el portal de ingreso a todas las instituciones de educación superior, públicas o privadas (aunque es en aquéllas donde la competencia es mayor como resultado de la menor relación aspirantes/vacantes). Su introducción representó, en su momento, una forma de ampliación controlada del ingreso, ya que anteriormente sólo entraban en la universidad los egresados de los colegios de élite. Los cambios –escasos– que la forma de evaluación sufrió a lo largo del siglo fueron de índole más bien “técnica”, aunque una modificación del tratamiento de los aprobados pero excluidos en razón de la disponibilidad de vacantes debió ser eventualmente introducida en respuesta a las presiones. En ningún caso se trató, sin embargo, de alteraciones de base en el sistema ni de modificaciones provocadas por conflictos en torno de los valores y principios que lo sustentaban. Existe acuerdo en considerar que hasta la década del 60 –época de inicio de la expansión de la matrícula– el Vestibular era un examen mucho más difícil que en la actualidad. Desde sus inicios y hasta entonces, la prueba constaba de una parte escrita, disertativa, y otra oral, con temas sorteados en el momento. En caso de que los aprobados no cubrieran las vacantes disponibles, se realizaba una nueva convocatoria. Fue en los años 60 cuando el examen adoptó su formato actual, de tipo multiple choice, que pronto pudo comenzar a ser procesado por computadora. Fue entonces, sin embargo, cuando se produjo el principal conflicto en torno del sistema, pues el criterio de nota mínima habilitante que se utilizaba producía aprobados en cantidades mayores que el número de vacantes disponibles, las cuales eran cubiertas con los ubicados en los primeros puestos. Los “candidatos excedentes” organizaron
INÉS M. POUSADELA
85
entonces un movimiento nacional que en 1968 obtuvo por respuesta una ley, la 5540, que instituía un sistema clasificatorio con corte por notas máximas. Al mismo tiempo, y para descomprimir la presión de la demanda, el Ministerio de Educación habilitó entonces la creación de numerosas instituciones privadas. Nunca ha habido en Brasil, a diferencia de Argentina, reacciones organizadas de los aspirantes reprobados en términos de su derecho a ser admitidos. Nunca hubo, en verdad, un cuestionamiento de fondo al examen en sí mismo. El Vestibular es la pesadilla de los aspirantes que, cada año, compiten por la obtención de una de las escasas plazas disponibles en alguna prestigiosa universidad pública. Cada cual sufre su condena individualmente e intenta enfrentarse a ella tan bien preparado como le sea posible; no se han producido, en cambio, instancias colectivas de organización y de reclamo montadas sobre el principio de la igualdad de oportunidades y fogoneadas por el dato incontestable de su ausencia, resultante de las enormes deficiencias de la educación pública primaria y secundaria. Es por eso que el lugar de los movimientos reivindicativos y de protesta que han abundado en Argentina es ocupado aquí por una curiosa literatura de autoayuda dirigida a los estudiantes, padres y profesores involucrados,35 que resulta indicativa de hasta qué punto la cuestión llega a ser gestionada a nivel micro, como un problema individual más que como un problema social. Si bien a partir de la promulgación de la Lei de Diretrizes e Bases de 1996 algunas pocas instituciones comenzaron a emplear mecanismos de selección alternativos,36 su posición y su impacto sobre el sistema son menos que marginales. El Vestibular sigue siendo el sistema ampliamente predominante: según el Censo do Ensino Superior, en el año 2003 fueron ofrecidas algo más de dos millones de vacantes en los diversos procesos de selección, 1.822.194 de las cuales correspondieron al Vestibular (cf. www.une.org.br). Los exámenes actuales se llevan a cabo bajo las directivas de la Comisión Nacional de Vestibular Unificado, que en 1971 estableció los parámetros para los exámenes según los principios de regionalización, unificación y división en áreas del conocimiento. La proporción de ingresantes sobre aspirantes es extremadamente baja –mucho más baja, de hecho, que la que se ha registrado en la Argentina en los casos en que se han impuesto exigentes (y fuertemente resistidos) exámenes de ingreso. Así, por ejemplo, en la Universidad de Campinas se ofrecen cinco mil vacantes por las que compiten alrededor de veinte mil aspirantes (Sigal, 2004). Para el sistema en su conjunto, las proporciones son similares: en el año 2002, por ejemplo, se ins-
86
PASIONES NACIONALES
cribieron en el Vestibular 4.640.608 aspirantes, de los cuales ingresaron por ese medio 1.095.686.37 El bajo nivel de la enseñanza media impone para la aprobación del examen la asistencia a costosos cursos de preparación que suponen una clara selección socioeconómica del alumnado. Las trayectorias “típicas”, pues, son las que conducen, por un lado, de la escuela media privada a la universidad pública, y por el otro de la escuela media pública a (en el mejor de los casos) instituciones privadas de dudosa calidad. Así, de las escuelas secundarias privadas “provienen los estudiantes de clase media y alta que luego ocupan la mayor parte de las vacantes de una universidad subsidiada por el Estado” (ibíd.: 208). En el año 2001 la participación, dentro del sistema de educación superior, de estudiantes procedentes del 10% más rico de la población, era del 42,6%, en tanto que los provenientes del 50% más pobre constituían el 7,2%. El 76,8% de los estudiantes era, además, de raza blanca (Schwartzman, 2003a). En tanto que institución firmemente establecida, el Vestibular ha generado en torno de sí un complejo entramado de instituciones ligadas a la preparación, la provisión de información e incluso a la contención psicológica de los aspirantes. No solamente han proliferado academias de todo tipo para el dictado de cursos prevestibulares que preparan a los estudiantes para responder las típicas preguntas de examen,38 o libros de autoayuda para la obtención de una disposición psicológica más favorable a la aprobación de la prueba (o, en su defecto, para aumentar las defensas frente al fracaso); existen, además, revistas especializadas, espacios televisivos y suplementos semanales de los principales periódicos dedicados al tema, y eventos tales como la Feria del Vestibular (FEVEST) de San Pablo, donde todos los meses de abril y agosto las universidades montan stands para proporcionar información sobre vacantes, fechas y características del examen. En ella se realizan conferencias de orientación sobre las diversas disciplinas, y tienen lugar variadas actividades culturales y académicas relacionadas con la vida universitaria (cf. www.fevest.com.br). En Argentina, en cambio, no existe un sistema unificado de ingreso a la universidad, común a todas las instituciones del sistema, que permita “la asignación o distribución entre ellas, según distintos criterios, de los aspirantes que hubieren aprobado las correspondientes pruebas” (Sánchez Martínez 2004: 261). De hecho, si resulta difícil describir el sistema de admisión en Argentina, es precisamente porque se trata de un “no-sistema” originado en la autonomía de cada universidad para fijar las condiciones de admisibilidad. Existen, pues, instituciones con “ingreso irrestricto”, algunas de las cuales no
INÉS M. POUSADELA
87
tienen preingreso (de éstas, algunas no tienen ningún curso de apoyo y nivelación, mientras que otras tienen ciclos introductorios que forman parte de las carreras), en tanto que otras tienen cursos de apoyo y nivelación, de aprobación presencial (sin examen), que pueden ser de transmisión de contenidos, de formación en técnicas de estudio, o de confrontación vocacional; un tercer grupo tiene cursos y exámenes no eliminatorios pero vinculantes con el plan de estudios. Entre las que optan por restringir la admisión, por su parte, están las que lo hacen con examen de ingreso (bajo diferentes modalidades) pero sin cupo, y las que lo hacen con examen y cupo, previo curso preparatorio. También dentro de cada universidad –con la notable excepción de la UBA– existe una gran variedad de modalidades de ingreso (Sigal, 2004). Sin embargo, dado el peso de las grandes universidades –y de la de Buenos Aires en particular– existe un sistema dominante: el ingreso irrestricto. Así, la mayor parte de los alumnos ingresa a la universidad mediante la simple presentación de su diploma secundario. Lo que es aún más importante, el predominio del ingreso irrestricto no es solamente numérico, sino que se manifiesta también, y sobre todo, en el nivel de los imaginarios. La historia del ingreso irrestricto es más difícil de rastrear que la del Vestibular brasileño. En el debate corriente se le atribuye una larga e ilustre prosapia, ya que aparece ligado a la Reforma Universitaria de 1918. Y ello pese a que las principales demandas de la Reforma concernieron a la democratización interna de las instituciones universitarias más que a la universalización del acceso. De hecho, ni la gratuidad, ni el ingreso irrestricto, ni tampoco –en verdad– el “gobierno tripartito” estuvieron entre las demandas ni –mucho menos– entre los logros de la Reforma de 1918. La idea de que esos principios fueron sentados en aquélla época es, sencillamente, un mito (Sánchez Martínez, 2004). El ingreso irrestricto es mucho más reciente de lo que usualmente se cree. ¿Por qué adjudicarlo a la reforma de 1918? O, más bien: ¿cómo explicar el éxito de tal tergiversación de los datos históricos? Desde su proclamación, y en forma creciente con el correr del tiempo, los principios de la Reforma proporcionaron al imaginario político estudiantil sus principales fórmulas de interpretación de la realidad universitaria. El Manifiesto Liminar se convirtió en texto de referencia obligada y generó nuevos efectos de sentido toda vez que fue sucesivamente retomado y resignificado por diversos grupos políticos. En diferentes momentos históricos, sus postulados oficiaron de fuente de legitimidad para la formulación de nuevas propuestas así como para la defensa de conquistas amenazadas (Cortés, 2002). Así, pues, si la asociación entre el principio del “ingreso irrestricto” y
88
PASIONES NACIONALES
el ideario de la Reforma ha llegado a tener plena verosimilitud, ello se debe a que aquél se hallaba en una directa relación de continuidad con el fondo democrático de las demandas reformistas, que siguieron desde entonces el recorrido expansivo propio de la dinámica de los derechos y, en particular, del principio igualitario. En calidad de mito tanto como de dato empírico, el ingreso irrestricto es pues un objeto legítimo de estudio. Como mito, en particular, se coloca en el centro de nuestra atención dada su elevada eficacia: puesto que él es real para los actores que lo adoptan como guía para la acción, acaba teniendo consecuencias palpables sobre la realidad. Poco queda por decir que no haya sido dicho aún acerca de la eficacia de los mitos y de su carácter revelador de las profundidades imaginarias de las sociedades que los producen. Nuestra pregunta es, pues, la siguiente: ¿por qué existe en la sociedad argentina un espacio para estos mitos; cuál es la razón de que ella se haya construido estos (y no otros) relatos acerca de sí misma? ¿Por qué son ellos tan diferentes de los que circulan en la sociedad brasileña? Más allá del mito fundacional que fue la Reforma de 1918, y pese a la democratización interna de la universidad impulsada por ella, el ingreso a la universidad en la Argentina siguió siendo de hecho restringido hasta 1949, cuando el primer gobierno peronista eliminó el arancelamiento, incrementó el presupuesto, diversificó y extendió el sistema mediante la creación de la Universidad Obrera (actual Universidad Tecnológica Nacional) e introdujo el ingreso directo desde la escuela secundaria. El período peronista (1946-55) se caracterizó, en consecuencia, por la fuerte expansión de la matrícula.39 A partir de mediados de la década del 50, finalmente, se aceleró en la Argentina el proceso de creación de nuevas universidades públicas y (desde 1958)40 también privadas, lo cual produjo una oferta diversificada e inauguró el tránsito hacia la masividad de la educación superior. Una vez derrocado el peronismo, el ingreso a la universidad volvió a restringirse. Desde la inauguración de la dictadura de Onganía en 1966, por su parte, la restricción del ingreso se combinó con una política represiva tendiente a reducir el peso político de la universidad. El ingreso irrestricto fue restablecido en el tercer período peronista. Entre los numerosos cambios que trajo consigo el proyecto de una universidad “nacional y popular”, y entre los que más perdurarían en el tiempo, se contó en efecto la abolición de los cursos de ingreso (que fueron fugazmente reemplazados, en ese entonces, por un curso formativo de “Introducción a la Realidad Nacional”). Para sus detractores, pues, la democratización “excesiva” –tanto “interna” como “externa”– de la universidad, quedaría para siempre
INÉS M. POUSADELA
89
asociada a las tendencias populistas manifestadas primero por el radicalismo yrigoyenista y, más tarde y en forma exacerbada, por el peronismo. Para los partidarios del ingreso irrestricto, por su parte, las actitudes restrictivas del acceso quedarían por siempre asociadas, luego de la dictadura militar inaugurada en 1976, a las políticas represivas. Luego de la experiencia del Proceso, en efecto, la expresión “examen de ingreso” –que en el debate corriente habría de presentarse indefectiblemente como el polo opuesto del “ingreso irrestricto”– se convertiría en un significante de pesada carga negativa por asociación con las políticas restrictivas y represivas de la dictadura. Es de destacar en este punto que, a diferencia de lo que sucede en Brasil, toda postulación de una asociación entre una política determinada y la dictadura tiene en la Argentina, independientemente de sus bases empíricas, un efecto de clausura definitiva del debate sobre el tema de que se trate en la agenda pública.41 Simétricamente, la asociación entre “ingreso irrestricto” y “democratización” adquirió toda su fuerza a partir de 1984, cuando la transición democrática trajo consigo la restauración de dicha modalidad de admisión (bajo fórmulas crecientemente diversificadas), que pronto se tradujo en una nueva explosión de la matrícula. El ingreso “irrestricto” adoptó entonces, en la Universidad de Buenos Aires, la forma del Ciclo Básico Común, un primer año de estudios abierto a todos los egresados secundarios que incluye seis asignaturas cuya aprobación abre a los estudiantes las puertas de las respectivas facultades.42 En el año de su inauguración, el CBC acogió a alrededor de 70.000 alumnos (Litwin, 2001). El ingreso irrestricto y el Vestibular –dos modalidades específicas de absorción de la demanda de educación superior– se encuentran en la base de dos sistemas de estructuras completamente disímiles. Consecuente con la ligazón establecida entre democratización y apertura del acceso, en la Argentina el sector público absorbió el grueso del crecimiento de la demanda, dando origen a un sistema de estructura básicamente pública y universitaria.43 En Brasil, en contraste, el sistema de educación superior se expandió por el lado del sector privado, de modo tal que la respuesta al incremento de la demanda se logró sin costos adicionales para el Estado, el cual quedó en disponibilidad para invertir en otros rubros. Puesto que el proceso de expansión quedó en manos del mercado, y puesto que las nuevas empresas educativas –que se multiplicaron gracias a la flexibilización de los criterios para su habilitación– se guiaron por el objetivo de maximizar los beneficios, la calidad del sistema ampliado se resintió, y en consecuencia lo hizo también el valor –económico y simbólico– de los diplomas expedidos. La expansión cuantitativa,44 en su-
90
PASIONES NACIONALES
ma, quedó en manos del sector privado, de manera que el sector público pudo convertirse en el depositario de la calidad. La concentración del Estado en la calidad tuvo, en Brasil, la contrapartida de la limitación sistemática del ingreso por medio del Vestibular. El sistema resultante es heterogéneo y predominantemente privado.45 Puesto que en él coexisten una serie de “circuitos académicos jerárquicamente ordenados y destinados a distintas clientelas distribuidas según su poder socio-económico y político” (Chiroleu, 1998: 7), se trata de un sistema que no es pura y simplemente heterogéneo sino que presenta, además, una diferenciación segmentada.46 Tenemos, en suma, un sistema –el brasileño– muy diferenciado internamente (tanto horizontal como verticalmente), frente a otro en el cual tal diferenciación es tardía e incipiente. En el primero la formación masiva, descuidada por el Estado, ha recaído sobre el mercado. El Estado, por su parte, ha invertido sistemáticamente en la formación de élite.47 De ahí su énfasis en los posgrados, con la conformación de un sistema tempranamente institucionalizado a fines de los años 60. En contraste, el Estado argentino se ha concentrado sistemáticamente en la formación masiva, y los posgrados adquirieron relevancia mucho más tardíamente.
La temporalidad, entre la flecha y la rueda La trayectoria errática de los mecanismos de ingreso a la universidad en la Argentina –oscilante al compás de los vaivenes del régimen político– contrasta abiertamente con la pasmosa continuidad del dispositivo brasileño. En la Argentina la asociación de la apertura y la ampliación del acceso a la universidad con la democratización, sumada a las rupturas institucionales que plagaron la vida política nacional a lo largo del siglo XX, se tradujo en una sucesión de discontinuidades en el sistema de ingreso en nada comparable con la estabilidad de que éste ha gozado en el contexto brasileño. Lo mismo sucedió con la evolución de la expansión de la matrícula, que tendió a sufrir en la Argentina una serie de discontinuidades vinculadas a los cambios políticos. Así, por ejemplo, la expansión de la matrícula registrada entre 1944 y 1955 se vio contrarrestada por un fuerte reflujo a partir del golpe de Estado de 1966, que fue luego revertido por un nuevo impulso a comienzos de la década del setenta, contrapesado nuevamente por una nueva retracción durante la dictadura, revertida ésta otra vez a partir de la “primavera democrática” de 1983-84.48 Idéntica conclusión surge de un vistazo a la secuencia de desarro-
INÉS M. POUSADELA
91
llo de los respectivos sistemas de investigación: mientras que en Argentina éste se inició antes pero quedó truncado por la intercalación entre regímenes civiles y militares, en Brasil se inauguró tardíamente, en los años 50, pero se institucionalizó progresiva y exitosamente a pesar de los cambios de regímenes (Klein y Sampaio, 1996). Bajo los regímenes militares que gobernaron ambos países en las décadas de 1960 y 1970 el contraste entre las evoluciones de ambos sistemas –discontinuidades y rupturas, por un lado; gradualismo y continuidad por el otro– no podría haber sido mayor. Mientras que en Argentina la represión sistemática del movimiento estudiantil bajo la dictadura supuso una suerte de “movimiento de contrarreforma” que implicó “la reducción del número de vacantes, el descenso drástico del financiamiento a las universidades públicas y la desarticulación de los núcleos de investigación” (Kent, 1996: 16), en Brasil fue precisamente bajo el régimen militar cuando se registraron los mayores índices de expansión del sistema de educación superior (así como el fortalecimiento de un sistema nacional de posgrado), pues “aun con la represión del movimiento estudiantil y la derrota de la cogestión, la importancia de la presencia del sector tecnoburocrático y desarrollista en órganos del gobierno llevó al régimen militar a incorporar los aspectos más modernizantes y menos políticos del ideario de la reforma” (ibíd.). Así, en 1968 tuvo lugar en Brasil una “reforma conservadora” impuesta desde arriba49 en virtud de la cual “el sector público no salió debilitado por el proceso de expansión”. Su acción “fue esencialmente cualitativa: además de crear un espacio para la investigación dentro de la universidad y de estimular la profesionalización de los docentes a través de su incorporación en régimen de tiempo integral, vinculó la promoción en la carrera académica con el aumento de la calificación y con el entrenamiento en investigación” (Klein y Sampaio, 1996: 39). No solamente a sus puertas sino también en su interior, pues se trató de un avance de la meritocracia. A diferencia del proceso argentino y, notablemente, del contemporáneo movimiento francés y de su embate antijerárquico contra los “mandarines”, la reforma no fue de índole democratizadora. Las mismas continuidades y discontinuidades, la misma tensión entre el corto y el largo plazo se perciben cuando se observa la evolución del financiamiento del sistema de educación superior. Por efecto de consideraciones exclusivamente políticas, dicho financiamiento se expandió y se contrajo en Argentina en sucesivas oportunidades entre los años 40 y principios de los 80. La primera reducción drástica de los recursos gubernamentales asignados se produjo a partir del gobierno de facto inaugurado en 1966. Luego del repun-
92
PASIONES NACIONALES
te producido durante el breve intervalo justicialista, ella se acentuó con la dictadura iniciada en 1976, para volver a recuperarse a comienzos de los 80 sin que, no obstante, pudiera volver a alcanzarse el nivel de financiamiento de 1974. A partir de la restauración democrática, las consideraciones fiscales fueron a entrelazarse con, cuando no a sustituir a, los factores políticos como principal variable explicativa de las fluctuaciones del financiamiento. Así, por ejemplo, se produjo una fuerte expansión del gasto y de la matrícula entre 1983 y 1988, y un retroceso del gasto de 1988 a 1990, por efecto de las políticas de ajuste fiscal. En lo sucesivo, el peso de las consideraciones “de caja” pasaría a ser cada vez mayor. Esta situación contrasta fuertemente con la de Brasil, donde las fluctuaciones del financiamiento –mucho menos drásticas– tendieron a obedecer indefectiblemente a las restricciones fiscales que pesaban sobre un país que, al igual que la Argentina, debió atravesar por enormes dificultades económicas desde comienzos de la “década perdida” de 1980. No obstante, las discontinuidades en el financiamiento no parecen haber sido en Brasil el signo de una discontinuidad en el proyecto de base sino el efecto del hecho de que en ese país “la estrategia de financiamiento a la expansión del sector público de educación superior fue montada a principios de los años setenta, época de excepcional holganza financiera del Estado” que ya no se repetiría (Klein y Sampaio 1996: 50).
Principios de justicia: la igualdad y el mérito Es notable la medida en que cada uno de los sistemas arriba delineados se condice con las imágenes que –con cierta independencia de sus correlatos reales– ambas sociedades se han construido de sí mismas. El ingreso irrestricto, en particular, casa bien con la idea de la Argentina como una sociedad abierta, un país construido por inmigrantes, una tierra de oportunidades donde el futuro depende más del esfuerzo presente que del pasado heredado. El sistema brasileño, dualista y altamente selectivo, se lleva bien con una sociedad igualmente segmentada, que tiene una elevada capacidad para acoger y procesar la diferencia aún cuando ella se superponga con la desigualdad.50 Dicho de otro modo: tenemos, por un lado, un sistema relativamente más homogéneo y básicamente estatal que parece corresponderse con una sociedad que, independientemente del grado de concreción real de su imaginario igualitario, tiende a pensar a sus miembros como individuos iguales; y, por el otro, un sistema dualista –con un componente público gratuito pero elitista y un sector priva-
INÉS M. POUSADELA
93
do que es el que ha soportado la presión de la demanda, compitiendo básicamente por costos y con baja calidad– que se condice con una sociedad más jerarquizada que rehuye la masificación y que –como lo señalara Roberto Da Matta– tiende a operar simultáneamente en dos niveles: uno impersonal, universal e igualitario, y otro personal, particularista y diferenciado, de modo tal que se hallan disociados el individuo –“sujeto de la ley, foco abstracto para quien se hicieron las reglas y la represión” y la persona –merecedora de solidaridad y trato diferencial (Da Matta, 2002: 223). Si bien todo sistema de ingreso, más tarde o más temprano, produce alguna forma de selección, tenemos ante nosotros dos sistemas de acceso a la universidad que se sustentan en sendos discursos acerca de la selectividad –con énfasis en la calidad– y de la democratización –centrado éste en la cantidad, es decir, en la idea de la maximización de las posibilidades de acceso para el mayor número. Aunque es peligrosamente extemporáneo asimilar lisa y llanamente nuestros casos a los tipos ideales tocquevillianos de “sociedad aristocrática” y “sociedad democrática”, resulta difícil desoír, llegados a este punto, las resonancias de esas construcciones teóricas a la hora de comprender el contraste entre los casos bajo estudio. Entiéndase bien: no para describir ninguno de dichos casos por separado, sino para aprehender en toda su amplitud el contraste entre ellos. Si bien el debate educativo en términos de la dicotomía cantidad/calidad es un debate sencillamente mal planteado (puesto que la cantidad no necesariamente degrada la calidad, ni la restricción cuantitativa asegura la calidad), es sin embargo cierto que el énfasis en la cantidad es propio de las sociedades democráticas, sociedades guiadas por el horizonte de la igualación de las condiciones en las cuales cada uno vale por uno y todas las cabezas son contables y sumables precisamente porque valen exactamente lo mismo; mientras que, por el contrario, el énfasis en la calidad es típico de las sociedades aristocráticas, en las cuales no han de mandar los muchos sino los mejores. La idea de mérito es antipática para el universalismo democrático, en tanto que resulta natural al pensamiento aristocrático, que en el contexto de las sociedades democráticas no hace sino lamentar la mediocridad resultante del aplastamiento de las jerarquías, que resultaría en una situación en la cual –Tocqueville era el primero en admitirlo– ya no habría grandes miserias, pero el altísimo precio de la desaparición de los grandes talentos. Tanto el llamado ingreso irrestricto que hasta hace poco tiempo parecía formar parte del sentido común de los argentinos –o, cuanto menos, de la (auto) imagen dominante de los argentinos: blancos, urbanos y de clase media– como el examen de ingreso institucionalizado en Brasil son comprensi-
94
PASIONES NACIONALES
bles, aceptables e, incluso, “necesarios” en virtud de su colocación en un marco sociocultural más amplio. Las políticas de admisión a la universidad se han solidificado a lo largo de un proceso histórico que las ha imbuido de los valores de las respectivas sociedades, y a través del cual ellas a su vez han reproducido y reafirmado esos mismos valores,51 conformando sendos campos de posibilidad. Así, las matrices culturales nacionales se han expresado, en el marco de dichos campos de posibilidad, bajo la forma de imaginarios, representaciones y prácticas que, pese a no ser necesariamente compartidos ni por la mayoría de los argentinos o brasileños, ni por la totalidad de tal o cual sector de una u otra sociedad, configuran un campo cuyos límites permiten establecer aquello que es posible en uno de los países y no lo es en el otro. Ciertas instituciones, prácticas, modalidades de autocomprensión, relacionamiento y argumentación, en efecto, son pensables y, por lo tanto, posibles, en un país y no en el otro, incluso si allí donde son posibles no son verdaderamente “comunes” a la mayoría. Es en ese sentido que puede afirmarse que la existencia de una instancia de selección generalizada como el Vestibular, así como el consenso que la rodea, es sencillamente inimaginable en Argentina. Simétricamente, los conflictos, debates y situaciones que se presentan en torno del sistema de ingreso a (y a las condiciones de permanencia en) la universidad argentina son también inimaginables en Brasil. Así, por ejemplo, cuando se discute en Brasil la reforma del sistema de ingreso, no se baraja jamás la posibilidad de instaurar algo semejante al “ingreso irrestricto”. Son propuestas, en cambio, otras alternativas que sí caen dentro del campo de posibilidades que conforma la matriz nacional de cultura política: reformas técnicas tales como la revalorización –en reemplazo de los cuestionados multiple choice– de la prueba disertativa de los orígenes; o reformas políticas tales como la creación de un sistema de cuotas reservadas a las poblaciones más desfavorecidas, con el objeto de divorciar el mérito de la clase social (o del color de la piel). En Argentina, la idea de democratización en la educación superior tiene una prolongada tradición cuya primera, explosiva52 y temprana manifestación fue, en 1918, la Reforma Universitaria de Córdoba. El espíritu de la Reforma fue fuertemente democratizador, aunque permaneció anclado en una concepción meritocrática. Pues la que reclamaba el acceso era, en aquella época, la meritoria clase media que exigía un lugar acorde a sus talentos frente a una oligarquía atrincherada en sus injustificados privilegios. El Manifiesto de la Reforma, firmado por “la juventud argentina de Córdoba” y dirigido “a los hombres libres de Sudamérica”, denunciaba que por hallarse cerrada a la ca-
INÉS M. POUSADELA
95
rrera de los talentos, la universidad se había convertido en “el refugio secular de los mediocres”. La institución, en consecuencia, presentaba “el triste espectáculo de una inmovilidad senil” bajo un régimen “anacrónico”, “fundado sobre una especie de derecho divino; el derecho divino del profesorado universitario”. Contra esa situación, la Federación Universitaria de Córdoba reclamaba “un gobierno estrictamente democrático”, bajo la premisa de que “el demos universitario, la soberanía, el derecho a darse el gobierno propio radica principalmente en los estudiantes”. Tal como lo señalan Naishtat y Toer (2005), la reivindicación de la participación estudiantil en el gobierno universitario se basaba entonces en tres principios: 1) el estudiante ya es un ciudadano pleno y como tal debe y puede hacerse cargo de su responsabilidad en la gestión universitaria; 2) la ausencia de participación estudiantil genera endogamia y conformismo docente, produciendo una universidad de las castas y de los mandarines, y 3) en una verdadera universidad todos son estudiantes, incluyendo a los profesores, quienes deben formarse permanentemente. Por ende no existiría un corte drástico entre el estudiante y el docente desde el punto de vista de la ciudadanía universitaria. (p. 21) Para los estudiantes de antaño, pues, el sistema debía basarse en el mérito y el talento, cuya distribución no respetaba jerarquías de apellido ni rígidos escalafones. Pretendían, así, “arrancar de raíz en el organismo universitario el arcaico y bárbaro concepto de autoridad que en estas casas de estudio es un baluarte de absurda tiranía”. Llegaban incluso a reclamar para la juventud el privilegio que el populismo reclama para el pueblo: el de no equivocarse nunca en la elección de sus guías. El impacto igualitario de la Reforma se hizo sentir, ante todo, en la dinámica interna de las instituciones universitarias. A partir de entonces algunas universidades admitieron que los estudiantes designaran a una parte de los profesores que integraban los consejos directivos. Más adelante fue aceptada la participación en esos cuerpos de delegados estudiantiles, al principio sin derecho a voto. Posteriormente se tendería al aumento del número de representantes de los estudiantes en los órganos deliberativos. El proceso, que acabaría incrementando sensiblemente el poder estudiantil, estuvo sin embargo plagado de discontinuidades. Luego del golpe de estado de 1930, el gobierno universitario quedó mayormente en manos de los profesores, aunque no se eliminó la representación estudiantil. En 1943 las universidades fueron inter-
96
PASIONES NACIONALES
venidas y los estudiantes perdieron toda injerencia en su gobierno. Una ley del gobierno peronista promulgada en 1947 ratificó esta situación al eliminar la representación política estudiantil, reteniendo solamente su representación gremial, bajo la forma de un delegado por unidad académica, al principio sin derecho a voto y más tarde con ese derecho restringido a las cuestiones de bienestar estudiantil. Quedó así al descubierto la inmensa brecha existente entre la democratización del acceso –vinculada con la inclusión social– y la democratización de las prácticas internas, reñida con el carácter escasamente liberal del régimen político. Desde 1953, finalmente, el rector pasó a ser designado por el Poder Ejecutivo, y los decanos por aquél. En una suerte de reflejo condicionado antiperonista, la Revolución Libertadora restituyó la autonomía universitaria y amplió nuevamente la participación estudiantil. Fue entre 1955 y 1966 cuando se sentaron las bases del actual gobierno tripartito. No obstante la previsión de representación para profesores, estudiantes y graduados (en las proporciones que definiera cada universidad), sin embargo, la responsabilidad principal nunca dejó de recaer sobre los profesores. El gobierno tripartito fue eliminado bajo la dictadura iniciada en 1966: a partir de 1968 el Consejo Superior quedó constituido solo por el rector y los decanos, y los consejos directivos por el decano y profesores. El cogobierno fue fugazmente restituido en 1974 por el peronismo, esta vez con dos particularidades: los no-docentes reemplazaron a los graduados; y se fijó para todas las universidades el peso relativo que habría de tener cada estamento (60% para los profesores, 30% para los estudiantes y 10% para los trabajadores no-docentes). En 1976 la autonomía fue eliminada nuevamente; la ley promulgada en 1980 por el Proceso excluyó del gobierno universitario tanto a los no-docentes como a los estudiantes. Desde la transición democrática, finalmente, la universidad recuperó una vez más su autonomía, así como su forma de gobierno colegiada y multipartita. Según la ley aprobada en 1984, las condiciones mínimas de representación que debían fijar los estatutos universitarios incluían tres delegados estudiantiles y representantes del claustro docente. Más allá de esta legislación, sin embargo, “en este período muchos estatutos universitarios abrieron la puerta a una participación estudiantil muy amplia, que no registra casi antecedentes en la legislación comparada” (Sánchez Martínez 2004, pp. 258-259).53 En un intento por homogeneizar el sistema, la Ley de Educación Superior promulgada en 1995 provee una serie de lineamientos para el cogobierno: los docentes deben tener una representación mínima del 50%; los representantes de los alumnos deben tener aprobado al menos el 30% de la carrera; debe estar representado el sector no docente; y, por último,
INÉS M. POUSADELA
97
si se incorpora una representación para los graduados, éstos no pueden ser docentes o empleados de la universidad (cf. Kandel, 2005). A partir de 1984 se amalgamaron, pues, el “ingreso irrestricto” y el “gobierno tripartito” (o, fuera de la UBA, alguna forma, generalmente amplia, de participación de los estudiantes en el gobierno universitario) –es decir, la democratización interna y la democratización del acceso. No solamente el claustro de estudiantes adquirió un importante rol en la vida institucional de la universidad sino que, por añadidura, las agrupaciones estudiantiles acumularon un enorme poder fáctico de veto en la toma de decisiones. En el caso de la UBA, ello se vio claramente reflejado en la reciente crisis de sucesión que se prolongó a lo largo de la mayor parte del año 2006 cuando la Asamblea encargada de elegir al rector se vio una y otra vez impedida de sesionar por efecto de los sucesivos bloqueos y tomas efectuados por la Federación Universitaria de Buenos Aires (FUBA), conducida por un frente de izquierda. El poder estudiantil ha llegado, así, a colocarse en el centro de la escena. No son pocos los que juzgan que dicho poder es excesivo, y que en él radica en gran medida la imposibilidad de reformar una institución cuya viabilidad en el largo plazo exige la introducción de cambios drásticos. El movimiento estudiantil, por su parte, juzga que la universidad aún se encuentra, como antes de 1918, bajo la tiranía de los mandarines –o, en palabras de uno de sus dirigentes, a merced de los “acuerdo[s] de cúpulas que no responde[n] a los planteos estudiantiles” (Clarín, 7/11/06). Así, ante la inminencia de la renovación de autoridades en abril de 2006, la FUBA exigió que el rector no fuera elegido por la Asamblea conformada tal como lo establecían los estatutos sino que, en cambio, la elección del rector fuera precedida de una modificación de dichos estatutos para tornar el sistema más “democrático” y “representativo” (cf. Clarín, 7/04/06). Tanto los que bloquearon violentamente la elección del rector como los que repudiaron sus métodos coincidían en su cuestionamiento de la Asamblea Universitaria por estar compuesto uno de los tres claustros que la integran –el claustro docente– “exclusivamente por profesores titulares o asociados y, además, nombrados por concurso. Así, todos los demás, los que hace años que trabajan como interinos, pagos o ad honorem, los jefes de trabajos prácticos y los ayudantes (casi el 60% del plantel docente) quedan afuera de la camarilla que vota, que es una élite” (palabras de un dirigente estudiantil moderado, en Clarín, 5/04/06; las itálicas son nuestras). En consecuencia, la FUBA exige una reforma amplia del estatuto encaminada a “democratizar el gobierno de la UBA” mediante la conformación de un claustro docente único donde vo-
98
PASIONES NACIONALES
ten tanto los auxiliares y jefes de trabajos prácticos como los titulares y adjuntos; la incorporación de un claustro de no docentes con voz y con voto; la reducción de la representación de los graduados y el aumento de la representación estudiantil (Clarín, 16/05/06). Sin entrar en discusiones bizantinas acerca de si los estudiantes tienen ya “demasiado” poder o si todavía tienen “demasiado poco”, es posible afirmar que el poder del claustro estudiantil en las principales universidades argentinas es amplio desde una perspectiva comparada. Sin embargo, dar cuenta del tipo de políticas implementadas y de las tendencias antijerárquicas vigentes recurriendo a ese dato supondría poner el argumento patas para arriba, obviando las razones por las cuales dicha acumulación de poder pudo producirse; las razones, en suma, por las cuales ello ha sido posible y es considerado perfectamente normal en Argentina mientras que no es siquiera seriamente pensable en otros contextos nacionales. En contraste con el vínculo establecido entre la expansión de la demanda y el acceso y las sucesivas oleadas de democratización o construcción de ciudadanía en Argentina, la expansión del sistema de educación superior brasileño –ocurrida recién a partir de los años sesenta– tuvo lugar durante el prolongado período dictatorial inaugurado en 1964. Fue en el marco del llamado “milagro brasileño” operado entonces que la población estudiantil en ese nivel se elevó desde una cifra de 93.000 en 1960, a 425.000 en 1970 y a un millón y medio en 1987 (Chiroleu, 1992). La expansión de la demanda de educación superior, por consiguiente, no estuvo en Brasil ligada a la democratización. En consecuencia, el debate en torno del Vestibular –casi inexistente si se lo compara con los acalorados debates que tienen lugar periódicamente en la Argentina alrededor del tema del sistema de ingreso a la universidad– está mucho menos “cargado” valorativamente que su contraparte argentina. El Vestibular ha sido presentado siempre como un expediente meramente técnico, y como tal ha sobrevivido más o menos igual a sí mismo a lo largo del convulsionado siglo XX. Como ya se ha mencionado, el resultado del sistema de ingreso instaurado en Brasil ha sido la constitución de una universidad pública gratuita y elitista, a la que sólo logran acceder aquellos que cuentan con un capital cultural resultante de la procedencia de una familia acomodada y del hecho de haber recibido una educación privilegiada. De ahí que el criterio meritocrático se haya superpuesto sistemáticamente con la división clasista (y, dadas las características de la estructura social brasileña, también con las divisiones raciales). Como veremos, las propuestas de reforma formuladas actualmente
INÉS M. POUSADELA
99
por el movimiento estudiantil apuntan precisamente a la preservación del criterio meritocrático mediante su “purificación” de connotaciones clasistas y racistas. La legitimidad del criterio meritocrático en Brasil –y, en contraste, su carencia de legitimidad en Argentina– se percibe a partir de dos episodios fuertemente reveladores. El momento de máxima conflictividad en torno del sistema de ingreso se produjo en Brasil en 1968, ante el reclamo de los aspirantes que, habiendo aprobado el examen, no habían logrado ingresar debido al escaso número de vacantes. En ese entonces, los estudiantes movilizados se abstuvieron de cuestionar el sistema, empeñándose en cambio en reclamar dentro de él el lugar que consideraban merecer por el hecho de haber superado exitosamente la difícil prueba. No es un detalle menor el hecho de que fueran los estudiantes que habían aprobado el examen (aunque sin obtener una vacante) los que forzaron la reforma. El efecto de su reclamo se limitó, pues, a la corrección de un aspecto disfuncional del sistema. El caso de la movilización estudiantil contra el examen de ingreso en la Universidad Nacional de La Plata presenta un contraste interesante en ese sentido, pues allí fueron, en cambio, los estudiantes reprobados, junto con sus padres, quienes engrosaron la manifestación de protesta convocada por la Federación de Estudiantes en el curso del mes de abril de 2005. Unos y otros reclamaban por derechos diferentes: los estudiantes brasileños excluidos reclamaban por el reconocimiento de sus méritos y talentos (pues, después de todo, habían aprobado un examen difícil y altamente selectivo), mientras que sus contrapartes argentinas anteponían su derecho a “no ser discriminados” por ser el producto de la decadencia de la escuela pública, por no tener los medios para acceder a una educación privada de calidad y por no poder, en consecuencia, aprobar el examen. Reclamaban, en última instancia, la equiparación de los aprobados y los desaprobados –todos los cuales tendrían idénticos derechos a acceder a la educación universitaria– mediante la concesión de una “segunda oportunidad” a los segundos. El criterio meritocrático era, en este caso, implícitamente denunciado por ilegítimo. El empleo del término “discriminación” en este contexto resulta revelador dado que evoca la semejanza entre la exclusión de los desaprobados y otras exclusiones más intuitivamente reprobables, tales como las basadas en la raza, la religión o el género. Si una y otra clase de exclusión pueden ser interpretadas en términos de “discriminación” ello se debe, precisamente, a que el criterio meritocrático carece aquí de legitimidad: es, en verdad, tan injustificado por violatorio de la igualdad como los criterios racistas, religiosos o sexistas.
100
PASIONES NACIONALES
En contraste con la situación brasileña, la evolución argentina es indicativa de la existencia de un poderoso “espíritu plebeyo”; es, en los términos de Schnapper (2004), reveladora de un rasgo específico del homo democraticus: su impaciencia ante los obstáculos que se cruzan en el camino de la igualación de las condiciones.54 Medida con la vara implacable de la igualdad, toda relación exhibe lo que tiene de escandalosa jerarquía; la más ínfima desigualdad se revela entonces monstruosa, y pasa a ser reinterpretada en términos de exclusión y discriminación. Observamos aquí la dinámica de la lógica democrática, que por su referencia a un exterior discursivo que es propio de la modernidad política –el discurso de la igualdad– trastoca las relaciones sociales existentes reinterpretando como relaciones de opresión –ilegítimas por definición– aquellas relaciones que eran presentadas, bajo un manto de neutralidad, como simples relaciones de subordinación (Laclau y Mouffe, 1987). Una lógica democrática que, sobre la base del principio de la igualdad elemental de cualquiera con cualquiera, condena a todo orden social a la inestabilidad toda vez que demuestra que ningún orden social se funda en la naturaleza (Rancière, 1996). La universidad argentina es, en ese sentido, un espécimen interesante, pues ha logrado condensar todo lo que puede haber de igualdad y de actitud antijerárquica en el marco de una institución que es por naturalmente meritocrática, dado que no puede dejar de calificar diferencialmente los logros de quienes se desempeñan en ella. A lo largo del tiempo, en efecto, se han ido produciendo en ella una serie de desplazamientos sucesivos del imaginario igualitario. En lo que se refiere al gobierno universitario, la “democracia” reivindicada en 1918 e instrumentada en las décadas siguientes no era, en verdad, sino la aplicación a la universidad del principio republicano consistente en la participación de las diversas partes de toda ciudad política, con el objeto de que ninguna de ellas sea oprimida y, por lo tanto, prevalezca la libertad. La representación exigida y efectivamente obtenida por los estudiantes no se basaba en el principio una persona-un voto: se hallaba, por el contrario, fuertemente sesgada en favor de los docentes, en particular de aquellos que habían accedido a sus cargos mediante concurso. Frente a esta visión de la democracia universitaria se erige, cada vez más a menudo, la concepción basista que persigue la isonomía, es decir, disolución del principio colegiado y el gobierno de los claustros y la consiguiente reducción de la universidad a la soberanía del número: al poder absoluto de los estudiantes (Naishtat y Toer, 2005: 28). En algún punto intermedio entre ellas se ubica la crítica, dominante entre los estudiantes, de la “sobrerrepresentación” de los profesores y de la “ma-
INÉS M. POUSADELA
101
yoría automática” de que ellos gozan en la toma de decisiones, junto con el reclamo de una representación “más igualitaria” que, sin embargo, respete la existencia de los claustros. Si bien la exigencia de la aplicación del principio una persona-un voto mediante la instauración del voto directo sin ponderación por claustros no es mayoritaria (cf. Naishtat y Toer 2005, pp. 86-87), su presencia marca el tono del debate en Argentina, y ello por dos razones: la primera, comparativa, refiere a su plausibilidad en el contexto argentino, en contraste con su completa ajenidad al contexto brasileño; la segunda, por su parte, remite al hecho de que, pese a no ser una visión generalizada entre el estudiantado, está en cambio ampliamente extendida entre los activistas, mayormente de pequeños partidos de izquierda, que gozan de mayor visibilidad e incidencia como resultado de su alto grado de movilización y de la violencia que ocasionalmente acompaña sus reclamos.55 En lo que se refiere a las condiciones del ingreso a, la permanencia en y el egreso de la universidad, la expansión del principio igualitario condujo primero de un sistema oligárquico a uno meritocrático sin connotaciones clasistas, de éste a un igualitarismo que se tradujo en la no restricción del ingreso y, finalmente, a la consagración de algo cercano al “derecho a la titulación” –y, junto con ella, a la movilidad social ascendente. En ese marco, la argumentación ha girado sistemáticamente en torno de los derechos adquiridos o vulnerados. El “derecho a estudiar” fue equiparado, en un primer momento, al derecho de ingresar a la universidad de cualquiera que así lo deseara; a continuación, al derecho a permanecer (y a progresar) en ella. Típicamente, las agrupaciones estudiantiles, preocupadas por la existencia de una “verdadera” igualdad de oportunidades, es decir, por el hecho de que las dificultades para avanzar en sus carreras no expulsaran a los ingresados en las condiciones más desaventajadas, han propugnado el establecimiento de requisitos ínfimos de regularidad, la fijación de instancias recuperatorias y de innumerables fechas de examen junto con un plazo amplísimo para rendir exámenes finales adeudados, y otras medidas destinadas a alivianar el tránsito por la universidad.56 Se fue produciendo, pues, un acortamiento imaginario de la distancia entre ingreso y titulación. Fue gestándose, en el trayecto, un “sentido común estudiantil” que tiende a dar por sentado el derecho de cada cual a ser aprobado, sobre la base de la idea de que el fracaso de los estudiantes que se ven obligados a trabajar para ganarse la vida, o que no han tenido el privilegio de recibir una buena formación escolar primaria y secundaria, expresa una intolerable desigualdad de oportunidades que debe ser subsanada. Incluso las jerarquías que la universidad establece mediante el sistema de calificaciones pueden llegar a
102
PASIONES NACIONALES
tornarse intolerables por el hecho de vulnerar el derecho de todos a un trato igual. ¿Por qué desaprobar a un alumno cuando él no tiene responsabilidad alguna por su deficiente formación escolar previa? Pocos obstáculos se interponen, así, entre el impulso igualitario y el “egreso irrestricto” –el cual, es necesario decirlo, excede lo razonable pero no lo estrictamente lógico, toda vez que constituye un posible punto de llegada para el recorrido aplanador de la lógica igualitaria.
Transformaciones, consensos y disensos Rodeado de un consenso que es infrecuente en la política argentina, el Vestibular ha sobrevivido con éxito a sucesivos cambios de gobiernos y a transiciones entre regímenes políticos –transiciones que, cierto es, también han tendido a ser más graduales en Brasil que en Argentina–. Tal como lo expresa Adriana Chiroleu (1992), “si bien el examen Vestibular es resistido año a año por los aspirantes, el mismo es considerado como una construcción histórico-social que se halla profundamente arraigada en la sociedad, y que es aceptada por ser una manera supletoria de mantener las jerarquías y las diferencias sociales” (p. 179). Así, el debate sobre el Vestibular es –cuando tiene lugar– un intercambio respetuoso de los consensos existentes en torno de la legitimidad de la institución en cuestión –que es, efectivamente, una verdadera institución, profundamente enraizada en las prácticas y en los imaginarios, y que ha logrado atravesar de punta a punta el siglo XX sin sufrir cambios de fondo. La argumentación, por otra parte, no está centrada –a diferencia de lo que sucede en Argentina– en el principio de la igualdad o la equidad aunque, puestos a responder sobre este punto, muchos de los actores involucrados coinciden en que se trata de un sistema que, por su transparencia y su universalidad, garantiza la igualdad de oportunidades –principio que es, desde luego, interpretado aquí de un modo bien diferente del que predomina en Argentina. Buena parte de los cuestionamientos de que es objeto el Vestibular son de índole “técnica”, puesto que se relacionan con la modalidad del examen más que con la existencia misma de una prueba de ingreso que deja afuera a la gran mayoría de los aspirantes. Una crítica difundida es, por ejemplo, la que concierne al formato utilizado, de tipo multiple choice, juzgado a menudo un “grosero error pedagógico” por la forma en que distorsiona el sistema educativo y lo desvía de su finalidad genuina (Ruda Ricci, 2001).
INÉS M. POUSADELA
103
Se dejan oír también algunos cuestionamientos políticos de fondo sin propuestas alternativas concretas; se trata, sin embargo, de planteos aislados que no confieren su tono y su especificidad al debate. Entre ellos se encuentran la denuncia del Vestibular en tanto que sistema ciego ante la realidad social, estructurado según la lógica de la competencia en el mercado de modo tal que triunfan inevitablemente los poseedores de un capital cultural formado mediante el paso por las mejores escuelas, en tanto que los “fracasados” cargan individualmente con la culpa de su fracaso. Esta crítica apunta contra el carácter escasamente democrático del sistema, cuya lógica –internalizada por verdugos y víctimas– “camufla el hecho de que somos socialmente desiguales, que determinados grupos sociales tienen acceso a la cultura y a la educación […] lo cual reproduce y legitima las desigualdades: victoriosos y fracasados son analizados por supuestos dones y méritos individuales. Para unos el éxito parece natural (el propio hecho de haber resultado victoriosos lo comprobaría); la victoria de unos naturaliza el fracaso de la mayoría” (Osaí da Silva, 2003). Sólo recientemente, a noventa años de su establecimiento, se constituyó en torno del Vestibular un cuestionamiento de fondo de su lógica clasista. Dicho cuestionamiento tomó la forma de la novedosa experiencia de los cursos prevestibulares comunitarios gratuitos o sostenidos mediante el cobro de aranceles mínimos que –impulsados por iglesias, movimientos políticos, sindicatos o grupos de estudiantes voluntarios– surgieron en Río de Janeiro en el año 2000 y pronto se extendieron a casi todo el país (Maneiro y Grance, 2004). La acción de estas instituciones (agrupadas bajo el rótulo de “Universidad Popular”) que buscan poner al alcance de todos la preparación para rendir el examen, no supuso sin embargo demanda alguna de apertura masiva del ingreso a la universidad sino que, en cambio, reforzó su lógica meritocrática al intentar divorciarla de sus connotaciones clasistas, permitiendo a los pobres meritorios o talentosos elevarse por encima de su clase. La otra gran innovación reciente –que apunta en idéntica dirección– es el establecimiento, en varias universidades públicas, de un sistema de acción afirmativa sobre la base de “cuotas raciales”. Fue en el año 2001, cuando la Asamblea Legislativa del Estado de Río de Janeiro decidió reservar el 40% de las vacantes de sus universidades estaduales para “pretos” y “pardos” y la Universidad del Estado de Río de Janeiro se convirtió en la primera universidad pública de gran tamaño en aplicar este sistema. Puesto que la ley preveía también la reserva del 50% de las plazas para estudiantes procedentes de escuelas públicas, el sistema se aplicó mediante la inclusión de las cuotas racia-
104
PASIONES NACIONALES
les dentro de ese porcentaje. En lo sucesivo, pues, la mitad de los alumnos que ingresaron en esa universidad lo hicieron en virtud de uno u otro criterio de cuota (Folha Online, 8/02/03). A partir de entonces, el debate se extendió a numerosas universidades públicas, algunas de las cuales también adoptaron, no sin controversias, algún sistema de cuotas. Frente a los clásicos argumentos de sus partidarios, en su mayoría vinculados con la cuestión de la reparación de las injusticias históricas y la nivelación de las oportunidades reales de las diferentes poblaciones, sus adversarios esgrimieron argumentos relacionados con el “racismo encubierto” de unas políticas que atentarían contra la convivencia racial, “uno de los grandes activos brasileños” (Luís Nassif, en Folha de São Paulo, 2/03/05) y con su supuesto carácter discriminatorio y legitimante de las distinciones raciales, así como con la confusión subyacente entre racismo y pobreza. La polémica recrudeció cuando la Universidad de Brasilia se convirtió, a partir del segundo semestre de 2004, en la primera universidad federal en adoptar el sistema de cuotas raciales para el ingreso por el Vestibular. Su sistema presentó la peculiaridad adicional de agregar al usual requisito de la autoidentificación un sistema de comprobación del “status racial” de los aspirantes mediante el análisis de sus fotografías por una comisión encargada de separar a los negros (o indios) “verdaderos” de los “burladores raciales” mediante una evaluación fenotípica guiada –según denunciaban sus críticos– por los estereotipos más grotescos de las crónicas policiales (José Roberto Pinto de Góes, en O Estado de São Paulo, 13/04/04; Peter Fry, en O Globo, 14/04/04).57 Lejos de propiciar una ampliación del acceso à la argentina, la introducción del sistema de cuotas raciales es, sin embargo, una iniciativa radical en el contexto brasileño, y ello por al menos dos razones: en primer lugar, porque constituye el primer cuestionamiento en términos de política pública de la enraizada mitología de la igualdad, la armonía, la libertad y la proporcionalidad entre los grupos sociales y étnicos (Salvadori de Decca, 2002); en segundo lugar, porque busca producir un desacople entre clase y raza, cuya superposición intensifica y perpetúa las desigualdades. Ella no es, sin embargo, radical en lo que se refiere a su relación con los principios que guían el acceso a la universidad, estructurando un sistema restringido en el cual, en lo sucesivo, parte de las plazas existentes quedarán reservadas para personas clasificadas según determinados criterios, en este caso raciales. No se trata, pues, de abrir las puertas del sistema a todos los que deseen entrar, sino de asegurarse de que, entre los pocos que lo hagan, se encuentre una cantidad predeterminada de perso-
INÉS M. POUSADELA
105
nas catalogadas según dichos criterios. Se trata, en suma, de una política de “diversificación de la élite”58 (Marcelo Trindade Miterhof, Folha de São Paulo, 19/07/04). Los estudiantes brasileños, por su parte, han articulado en los últimos años una posición consistentemente reformista que se ha traducido en una propuesta presentada en 2004 por la Unión Nacional de Estudiantes (UNE) al gobierno. Dicha propuesta –expresada en un léxico engañosamente similar al del debate argentino– parte de la base de que la educación es “un derecho de todos” y afirma guiarse por los principios de la autonomía universitaria y la democratización, tanto interna como del acceso; no obstante, sus reclamos concretos apuntan a la profundización de la primera mucho más que de la segunda. Respecto de aquélla, el movimiento estudiantil reclama mecanismos de participación que reflejen “el proceso de maduración por el cual pasó la sociedad en los últimos años”. Sostiene, en particular, que es inaceptable mantener, dentro de las universidades, mecanismos de selección de dirigentes que no serían aceptables para la sociedad en su conjunto. Rechaza, en consecuencia, la ley –aprobada en 1995– que permite al presidente nombrar a los rectores de las universidades federales a partir de una terna, posibilitando resultados por completo diferentes de los que surgirían de una elección directa dentro de la universidad, y por lo tanto violatorios de la voluntad de la comunidad académica. Reclama, asimismo, la eliminación del artículo de la Lei de Diretrizes e Bases da Educação Nacional que reserva para los profesores un mínimo de 70% de los puestos en los cuerpos deliberativos de las universidades. El reclamo de democratización interna se sintetiza, pues, en dos exigencias: elecciones directas y representación paritaria en los órganos de gobierno de las universidades, tanto públicas como privadas. En lo que se refiere a la democratización externa, la UNE reclama “una universidad accesible a todos, con garantía de permanencia”. No obstante, no se plantea la posibilidad de abogar por un ingreso irrestricto; exige, en cambio, la inmediata y drástica ampliación de las vacantes disponibles en las universidades públicas (acompañada de una enorme expansión del financiamiento), en particular mediante la creación de plazas nocturnas. Con el objeto de garantizar el ingreso a la universidad de una cierta cantidad de individuos provenientes de los sectores tradicionalmente excluidos, propone una reserva del 50% de las vacantes en las universidades públicas (por curso y por turno) para alumnos procedentes de escuelas públicas, con una cuota dentro de ese porcentaje para afrodescendientes y, en algunos casos, para indígenas. Exige también mayores controles sobre la enseñanza privada. Para la retención de los
106
PASIONES NACIONALES
estudiantes que ingresen al sistema así reformado, finalmente, propugna una política de asistencia que garantice vivienda, alimentación, becas de estudio, asistencia médica y acceso a bibliotecas y actividades culturales, entre otros beneficios. ¿Cuán radicalmente reformista, cuán conservadora es la propuesta respecto del sistema vigente? Sería sencillo –sencillamente equivocado– pensar que su aplicación no supondría ningún cambio de fondo por el hecho de no cuestionar el sistema de admisión en sí mismo. Es cierto que la propuesta no plantea la eliminación de los mecanismos actuales de selección y su reemplazo por un sistema abierto –a nadie en su sano juicio se le ocurriría, en Brasil, expresarse en el léxico del “ingreso irrestricto”– sino la ampliación de los sitios disponibles y la reserva de una elevada cantidad de ellos para estudiantes procedentes de determinados grupos que, dadas sus desiguales condiciones de partida, no podrían obtenerlos por su cuenta por efecto de la libre competencia en el mercado académico. La propuesta es, sin embargo, ambiciosa, y no sólo en virtud de las elevadas metas cuantitativas que se propone. Lo es también porque su aplicación supondría un cambio de naturaleza cualitativa: la transformación de un sistema meritocrático en el cual el mérito se encuentra indisolublemente ligado a la clase y la raza, en un sistema meritocrático “genuino” que garantice que sean los más aptos y esforzados dentro de cada grupo los que accedan al bien disputado. Es decir, en un sistema meritocrático purificado de sus connotaciones clasistas y racistas. A diferencia de lo que ha ocurrido en Brasil, las políticas universitarias nunca lograron en Argentina sustraerse a los cambios en las relaciones de fuerzas y a los efectos de la alternancia entre regímenes democráticos y autoritarios. No obstante, a lo largo del siglo XX se conformó, predominó, resistió y sobrevivió en la Argentina un consenso relativamente amplio en torno del carácter “irrestricto” que debía revestir el acceso a la educación superior en una sociedad que se jactaba de ser “democrática”, “igualitaria” y “abierta”. Apuntalado por la amplitud y el progresivo engrosamiento de una clase media que consideraba y utilizaba la educación como vehículo de ascenso social,59 así como por la fortaleza y la legitimidad de un movimiento estudiantil tempranamente establecido y fuertemente politizado, probablemente nunca fue –como difícilmente pueden serlo los consensos en un país surcado por fuertes clivajes políticos– un consenso tan monolítico como el tejido en torno del Vestibular. Con todo, demostró ser lo suficientemente sólido como para oponer resistencia a las políticas que una y otra vez restringieron el acceso y para reemerger fortalecido a inicios de la década del 80 por efecto de la
INÉS M. POUSADELA
107
asociación entre dictadura y restricción, por un lado, y democracia y apertura del ingreso, por el otro. En Argentina, a diferencia de Brasil, la igualdad de oportunidades reclama que alguien se haga cargo de las desigualdades iniciales y desactive sus efectos, aún cuando ello suponga que la institución en cuestión –la universidad, en este caso– deba internalizar los elevados costos del proceso de nivelación. El sentido común (progresista) se expresa, por boca de la diputada y fundadora del centroizquierdista ARI, Elisa Carrió, del siguiente modo: No sé si el hijo de una empleada doméstica que tiene la vocación de estudiar Medicina puede sortear el examen de ingreso, simplemente porque no tiene para pagar a quien lo prepare. Pero ese chico quiere ser médico y hay que ayudarlo. Para eso está la universidad pública. (Río Negro, 18/03/05) Dado que los exámenes de ingreso simplemente “sancionan la exclusión” de los estudiantes que concurrieron a escuelas secundarias de peor nivel, la responsabilidad de la universidad consiste –según Marta Maffei, sindicalista y diputada del ARI– en “ser exigente, pero una vez que el estudiante ya ingresó”. (Clarín, 10/04/05) Por una u otra razón –por efecto del ahogo del debate público bajo regímenes autoritarios, y en virtud del fortalecimiento del consenso en torno de la cuestión una vez restablecida la democracia– durante décadas no hubo en Argentina un verdadero debate, un genuino intercambio de argumentos sobre las modalidades apropiadas de selección y el grado deseable de apertura del ingreso a la universidad. A partir de mediados de los años 90, sin embargo, comenzó a tornarse evidente la presencia de sentidos encontrados en torno de la interpretación de los principios elementales que rigen la vida en común, al punto que el terreno de las políticas educativas se constituyó en campo de batalla a la vez que en puesta en escena de la exhibición de las convicciones profundas de los actores. Con todo, los acalorados debates que se produjeron en situaciones diversas –tales como la introducción de un examen de ingreso eliminatorio para la carrera de Medicina de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP)– siguieron remitiendo a una matriz de cultura política específica en la cual incluso quienes expresaban posiciones favorables a la restricción del acceso lo hacían siguiendo un formato de argumentación característico y, más sustantivamente, recurriendo a una serie de argumentos en
108
PASIONES NACIONALES
torno de lo que se supone que son los derechos, la democracia, la equidad o la igualdad de oportunidades –valores que, presumiblemente, todos compartirían o, cuanto menos, todos consideran necesario esgrimir para legitimar sus discursos, aún en un contexto tan poco receptivo para las consideraciones igualitarias como el que caracterizó a la década del 90. Dicho de otro modo: ni siquiera los adversarios del ingreso irrestricto más sensibles a los males asociados con la cantidad se atrevieron a cuestionar abiertamente la justicia del principio igualitario en nombre de un principio alternativo sino que, en cambio, tendieron a desplazar el debate hacia otras cuestiones diferentes de la justicia, tales como la eficacia y la eficiencia. Los conflictos producidos en torno del examen de ingreso a Medicina en la UNLP –que, desde su introducción en 1992, cada año es noticia en los principales diarios nacionales debido a que es reprobado por más de la mitad de los aspirantes– son paradigmáticos en ese sentido. En el año 2005, la polémica habitual derivó en conflicto institucional cuando el Consejo Superior de la universidad anuló el carácter eliminatorio del examen, medida que fue rechazada con un recurso de amparo presentado ante la Justicia Federal por las autoridades de la facultad involucrada. La iniciativa aprobada por el Consejo Superior –presentada por un delegado estudiantil– denunciaba al sistema vigente por “discriminatorio”, y fue defendida por el presidente de la universidad en tanto que encarnación de la “igualdad de oportunidades” (Clarín, 12/04/05), y por la mayoría de los decanos en tanto que garantía de la existencia de “una universidad democrática, plural y abierta a toda la comunidad” (Clarín, 17/04/05). Cuando la Cámara Federal de La Plata falló a favor de la facultad, suspendiendo la ordenanza aprobada por el Consejo Superior, estudiantes y padres convocados por la Federación Universitaria se movilizaron contra la injusticia cometida. Los defensores del examen de ingreso, por su parte, tendieron a escudarse en el principio de la autonomía de la facultad, en datos empíricos tales como el inminente “colapso” que resultaría de la admisión de todos los aspirantes, y en el argumento de la “excepcionalidad” de la carrera involucrada, que debía formar profesionales especialmente aptos para “manejarse con la vida y la muerte de las personas” (cf. Clarín, 6/04/05). El hecho de que la mayoría de los actores insistiera en argumentar siguiendo los cánones establecidos para no caer en el terreno de la ilegitimidad revela que, pese a que el consenso en torno de la apertura del ingreso a la educación superior no es todo lo monolítico que solía ser, sigue estando fuertemente presente. De hecho, sus adversarios más decididos siguen describiendo el imperio del principio del in-
INÉS M. POUSADELA
109
greso irrestricto como el de un “dogma de características religiosas, con sus muchos e inevitables profetas, y muy pocos herejes” (Sigal 2004: 205), y señalando su efecto negativo sobre las posibilidades de debate –en particular, bajo la forma de la producción de un doble discurso. Así, es denunciada la coexistencia –en particular dentro del estamento docente– de un discurso privado altamente crítico de la situación reinante y de un discurso público “constreñido por las características de la articulación política de los distintos sectores que participan en el sistema de gobierno universitario, que establece reglas de juego de las que difícilmente escapen sus protagonistas” (ibíd.: 218), es decir, compatible con una matriz de cultura política que lleva las marcas del enraizamiento de las principales banderas del movimiento estudiantil.
Conclusiones Hemos abordado el análisis de las políticas públicas y de los procesos conducentes a su formulación con la convicción de que en ellos se revelan sistemáticamente los rasgos dominantes de las culturas políticas vigentes allí donde dichos procesos tienen lugar. Las políticas públicas son, para nuestros propósitos, un fértil campo de estudio por otra razón adicional: no solamente porque ellas reflejan los rasgos de una determinada cultura política sino porque, por añadidura, los reproducen y los refuerzan. En efecto, por su carácter vinculante y por su capacidad para modelar el material de que está hecha la sociedad, las políticas públicas dan forma a las expectativas y constituyen el marco dentro del cual se desenvuelven todos los actores, individuales y colectivos. Por una y otra razón, pues, las caracterizaciones que proporcionamos de las culturas políticas involucradas no describen solamente el comportamiento de los actores que participan de la formulación de las políticas públicas en cuestión sino de todos los actores relevantes: así, cuando se habla, por ejemplo, de la tendencia al cortoplacismo o al largoplacismo en la formulación de las políticas públicas, no se hace referencia simplemente a la perversión o el virtuosismo de unos cuantos funcionarios públicos sino, en cambio, a las tendencias que se observan de modo general en la forma de conducirse de todos los actores que se mueven en ese mismo escenario (nacional, en nuestro caso), incluidos, por ejemplo, los actores empresariales. Hemos observado, mediante la exploración comparativa de una serie de áreas de políticas, la presencia sistemática de una sorprendente cantidad de contrastes entre Argentina y Brasil que nos permiten hablar sin reparos, al final de
110
PASIONES NACIONALES
este trabajo, de la existencia de sendos estilos nacionales de producción de políticas que remiten, en última instancia, a la existencia de dos modalidades claramente diferenciadas de hacer política, de ser sociedad y de hacer sociedad. Lo que hace de Argentina, Argentina, y de Brasil, Brasil es, pues, la forma peculiar en que cada uno de ellos se sitúa en el tiempo y en el espacio, así como el modo específico en que cada uno dibuja sus divisiones internas, las aprehende, reproduce, gestiona, procesa y cuestiona. El tiempo y el espacio, categorías elementales de la existencia humana, distan de ser un dato uniforme y aproblemático de la realidad; ellos son, en cambio, experimentados de modos bien diferentes en el marco de cada matriz nacional de cultura política. Lo mismo ocurre con la percepción de los clivajes sociales. En el límite, en efecto, la sociedad y sus divisiones pueden ser aprehendidas como una construcción humana o como una obra de la naturaleza: ambas formas de situarse frente a ellas son, no obstante, el efecto de la existencia de sendas matrices culturales. A partir de la observación de ciertas áreas escogidas de políticas públicas y de unos pocos procesos políticos paradigmáticos de las respectivas historias nacionales hemos podido constatar la existencia de dos modalidades distintivas de situarse en el tiempo y de concebir la temporalidad, expresadas típicamente bajo la forma de dicotomías. Entre ellas sobresalen la oposición entre continuidad y discontinuidad y el contraste entre cortoplacismo y largoplacismo. Estas oposiciones se observan en el terreno de los “datos duros” de la realidad –las decisiones tomadas, las acciones emprendidas, los productos de ellas resultantes– así como en la interpretación que de dicha realidad proporcionan sus participantes y sus observadores contemporáneos. A menudo ellas se expresan, por añadidura, bajo la forma de valores: así, por ejemplo, la continuidad y el énfasis en el largo plazo no son solamente características que los historiadores pueden constatar a partir del análisis de los procesos brasileños sino, además, los valores-guía que estructuran, a menudo en forma consciente, las acciones y decisiones de determinados actores relevantes. Un ejemplo paradigmático de “continuismo” brasileño es, en ese sentido, el Plano Plurianual (PPA) que estructura idealmente –en tanto que búsqueda deliberada de continuidad– las acciones del gobierno federal. Inspirado en la experiencia desarrollista, el PPA fue introducido por la Constitución de 1988 en su artículo 165. En él se establece que el gobierno federal debe presentarlo al Congreso antes de fines de agosto del primer año de su administración, otorgándole plazo para examinarlo hasta el final de ese mismo año. Es importante señalar que el objetivo del Plano es orientar “a elaboração do Orçamento da União para os quatro próximos anos, incluindo o primeiro ano do governo
INÉS M. POUSADELA
111
seguinte”. Se trata, según su descripción oficial, de “o instrumento para planejar o novo Brasil. O PPA estabelece diretrizes, objetivos e metas da administração pública federal por um prazo de pelo menos quatro anos, mas pode definir o destino de toda uma geração”. “Elaborar um Plano Plurianual”, explica el documento gubernamental, “é decidir quais são os investimentos mais importantes dentro de um projeto de desenvolvimento. Na discussão do PPA, buscamos respostas para questões fundamentais” (http://www.sigplan.gov.br, el énfasis es nuestro). Lo que nos interesa aquí no es tanto la medida en que estos planes constituyen una guía efectiva para las políticas gubernamentales más acá y más allá de los cambios de gobierno sino, ante todo, la plausibilidad que adquiere en el contexto brasileño –en contraste con su inverosimilitud en el contexto argentino– la pretensión de enmarcar las acciones de sucesivos gobiernos en un plan de esas características. Del lado argentino, por su parte, lo que ha sido sistemáticamente erigido al rango de valor-guía (al menos hasta tiempos recientes, cuando luego de una crisis de proporciones sin precedentes fue por primera vez proclamada en forma más o menos creíble la aspiración a convertir a la Argentina en un país “normal”) es el refundacionalismo y la discontinuidad abrupta tal como ellos se han expresado en los discursos de cada nuevo presidente y en los documentos producidos por cada nuevo gobierno. En uno y otro caso, estas tendencias en el terreno de la temporalidad han tenido efectos específicos en el campo de las instituciones, pues éstas no son sino prácticas sistemáticas, repetitivas y rutinizadas –solidificadas y naturalizadas en función, precisamente, del tiempo. De modo similar, el análisis de las políticas públicas nos ha reenviado sistemáticamente a la configuración de dos modos polares de concebir el espacio y de situarse en él. Ellos se expresan bajo la forma de la dicotomía monocentrismo/pluricentrismo, así como bajo modalidades diversas de relación, de tensión y de gestión de los conflictos entre los niveles nacional, provincial/estadual y local. A través de un estudio de caso –el de las políticas de acceso a la universidad– nos hemos concentrado en una de las dos dimensiones mencionadas –el tiempo y, concomitantemente, los procesos de construcción institucional– a la vez que hemos avanzado en la exploración de otras dimensiones fundamentales de la vida política como son las modalidades de relacionamiento y la concepción de las jerarquías sociales y de sus criterios de legitimidad. Unas y otros presentan en nuestros dos países rasgos polares dadas las formas diferentes en que es concebida la justicia en relación con la igualdad, en un caso, y con el mérito, en el otro.
112
PASIONES NACIONALES
Hemos constatado, finalmente, la presencia tanto en Argentina como en Brasil de algunas tendencias de cambio respecto de sus respectivas trayectorias históricas. ¿Significa ello que nos encaminamos, acaso, hacia alguna forma de convergencia, una suerte de proceso cruzado de “brasileñización” de Argentina y de “argentinización” de Brasil? Comoquiera que se entienda la idea, no parece ser el caso. No lo es, indudablemente, si con ella se hace referencia a la adopción de rasgos ajenos por efecto de la imitación. La respuesta podría ser, en cambio, parcialmente afirmativa si –sobre la base del reconocimiento de que los puntos de partida son diametralmente opuestos, pues nos hallamos ante sendas matrices nacionales fuertemente diferenciadas– dicha “convergencia” fuera comprendida como resultado de la conjunción de ciertas presiones exógenas a las cuales ambos países están expuestos –tales como los requerimientos de armonización de sus sistemas de educación superior con los existentes en el mundo desarrollado– y de procesos endógenos que, por efecto de las limitaciones y disfuncionalidades de los modelos existentes, provocan cambios que podrían acabar disminuyendo las brechas que existen entre ambos. Sin embargo, tampoco parece ser ese el caso. Las diferentes modalidades adoptadas por Brasil y Argentina para regular el acceso a la educación superior, por caso, remiten a la existencia de relaciones muy diferentes del individuo-ciudadano con el Estado y con el mercado. Mientras que en un caso la responsabilidad recae en mayor o menor medida sobre el individuo y sus posibilidades de competir en el mercado, en el otro ella es depositada en un Estado del cual se exige una cantidad de acciones orientadas a igualar las condiciones iniciales de la competencia y a corregir sus resultados socialmente indeseables. En el terreno de las políticas de acceso a la universidad, ambas posiciones aparecen cristalizadas en la institución del Vestibular, por un lado, y en la reivindicación del ingreso irrestricto, por el otro. Si bien actualmente el contraste parece ser progresivamente menos nítido que en el pasado, permanecen en su sitio los principales rasgos que caracterizan a cada uno de los países bajo la forma de sendos campos de posibilidad. Siguiendo con el ejemplo de nuestro estudio de caso, hallamos en Argentina que la defensa del ingreso irrestricto dista de ser unánime, y que es incluso menos popular que en el pasado. No obstante lo cual ella sigue siendo sostenida con considerable éxito por un amplio sector movilizado en su defensa sobre la base del principio socialmente compartido de que el sistema no puede abandonar al individuo a su suerte; la universidad tiene, pues, la obligación moral de “hacerse cargo” de los déficit educativos que los estudiantes traen consigo por razones ajenas a su responsabilidad. Hay en el debate argen-
INÉS M. POUSADELA
113
tino, sin embargo, un espacio creciente para posiciones que en el pasado no podían ser expresadas siquiera: las que se basan en el criterio meritocrático y en la responsabilización individual, y que se expresan sistemáticamente en la reivindicación de la “cultura del esfuerzo”. Tanto en Argentina como en Brasil se plantean alternativas de reforma del sistema existente. En el primer caso la reforma es impulsada por quienes creen que la aplanadora democrática ha superado todos los límites de lo razonable; en el segundo, en cambio, es propugnada por quienes consideran que el país todavía no ha alcanzado los niveles de acceso y apertura propios de una nación democrática y moderna. Por un lado, los críticos del poder –“desmesurado”– de los estudiantes; por el otro, el propio movimiento estudiantil. No obstante, el “ya” y el “todavía” –retrocediendo el primero; avanzando el segundo– no han de tocarse en un imaginario centro, pues no se trata de algo tan simple como mover las dos hojas de una puerta (la que franquea la entrada a la universidad, en este caso), una de las cuales –abierta– se entrecierra, mientras que la otra –cerrada– se entreabre. Lo improbable de la convergencia se debe a que, tanto en uno como en el otro caso, las transformaciones propuestas siguen la lógica del sistema existente. Ambas evoluciones tienen lugar en el seno de dos sistemas específicos que operan según una lógica peculiar de inclusión-exclusión que guarda estrecha afinidad con las respectivas matrices nacionales de cultura política. Así pues, ni las posiciones reformistas restauradoras en Argentina apuntan a algo parecido al modelo brasileño, ni las más radicales de las posiciones brasileñas se aproximan a las que han dado forma al contexto argentino. En el futuro más lejano que nuestra mirada llega a abarcar, pues, Argentina seguirá siendo Argentina y Brasil continuará siendo Brasil.
Notas 1 Es justo mencionar, como fuente de inspiración, al trabajo de David Vogel (1986), National Styles of Regulation, cuya comparación de las políticas de medio ambiente y de sus procesos de formulación en Gran Bretaña y Estados Unidos arroja una serie de sorprendentes contrastes que son –he aquí la intuición resultante del esfuerzo comparativo– remitidos a la presencia de sendos “estilos nacionales” de actividad regulatoria que se manifiestan, tal como cabe esperar, en muchas otras áreas de políticas. 2 La existencia de intercambios –así como de “paralelismos desfasados” resultantes de la imitación y el aprendizaje de las experiencias realizadas al otro lado de la frontera– entre los dos países en los diferentes campos explorados es, de hecho, mencionada a menudo por diversos autores. Así, por ejemplo, lo hace notar Neiburg (2004) para el de las políticas económicas, influido por la presencia de “un circuito de individuos e ideas Brasil-Argentina” (p. 7).
114
PASIONES NACIONALES
3 En contrapartida, el fantasma que más acosa a los trabajos de estos investigadores es el de la superficialidad, aunque ésta se halle distribuida en forma pareja para los diversos países analizados. 4 En estos y en todos los casos de textos cuyos títulos aparecen en la bibliografía en idiomas extranjeros, la traducción de las citas es nuestra. 5 En efecto, si bien los partidos políticos fueron inicialmente prohibidos, ellos fueron luego reorganizados bajo la forma de un “bipartidismo oficial” con dos partidos tolerados en competencia; el Congreso, pese a las periódicas clausuras, funcionó durante la mayor parte del tiempo (con diferentes grados de autoridad efectiva, básicamente crecientes a medida que avanzaba la liberalización del régimen). Pese a que las candidaturas, por su parte, estaban rígidamente controladas, nunca dejó de convocarse a elecciones, y la competencia tuvo incluso cierta existencia real a nivel local. De ese modo, cuando se inició el proceso de apertura controlada, todos los actores e instituciones de la democracia política estaban disponibles para volver a funcionar. 6 Las propias figuras de los presidentes de la transición en ambos países pueden ponerse también en contraste si se recuerda que, hasta principios de 1984, Sarney fue “uno de los más importantes líderes del partido del régimen” (O’Donnell, Schmitter y Whitehead, 1994: 22). 7 De hecho, las formas de transición parecen haber establecido sendos “campos de posibilidad” para las subsiguientes políticas de derechos humanos. Si bien el colapso que marcó el fin de la dictadura argentina no determinaba la ocurrencia de los juicios –ellos formaban parte de la promesa política encarnada por el candidato radical, pero no del programa del derrotado candidato justicialista–, fue la modalidad de la transición la que los hizo posibles, lo cual quedaba desde el comienzo descartado –más allá de la voluntad política de los sucesivos líderes civiles– en un caso de continuismo como el brasileño. Así, mientras que en Argentina hubo una investigación oficial –que se tradujo en la publicación del informe de la CONADEP, Nunca Más– y juicios contra una cantidad (limitada) de acusados, en Brasil no hubo juicios ni informes oficiales sino, en cambio, una amnistía amplia, general e irrestricta y un informe no oficial publicado en 1985 por la Arquidiócesis de San Pablo, Brasil Nunca Mais (Panizza, 1995: 173). Los archivos de la dictadura hasta el día de hoy no fueron desclasificados, ni siquiera por el gobierno de Lula. 8 La frase, que pronto pasaría a formar parte del folklore político nacional, fue pronunciada por primera vez por Carlos Menem en su discurso de asunción ante la Asamblea Le-gislativa, para definir el plan económico que pondría en marcha. En lo sucesivo, sería reutilizada una y otra vez, tanto en forma crítica por quienes se oponían a sus políticas, como por el propio Menem para evocar años más tarde los primeros días de su gobierno, así como para introducir nuevas reformas, no necesariamente económicas (fue el caso, por ejemplo, de la presentación de una iniciativa “anticorrupción” en mayo de 1996). 9 En ambos países, los mencionados planes “dispusieron transformaciones radicales en las reglas del juego de los campos económicos nacionales, alteraron las relaciones entre los principales precios de la economía, establecieron revisiones generales de contratos y dispusieron el cambio de las monedas nacionales [...]. Esos planes marcaron también momentos fuertes en la consagración de los economistas como figuras públicas, como intérpretes de los más graves dilemas nacionales, y como individuos capacitados para elaborar las formas supuestamente correctas de superarlos” (Neiburg, 2004: 2). 10 Para un análisis de las diferencias entre ellos, véase Kaufman (1988).
INÉS M. POUSADELA
115
11 La continuidad permite, en efecto, la acumulación; la repetición de las prácticas coadyuva, por su parte, a su institucionalización. Al igual que –como veremos– ocurre en el terreno universitario, “a pesar de que la economía existía como disciplina relativamente autónoma en la Argentina desde bastante antes que en Brasil, desde la segunda mitad del siglo XX el espacio de los economistas en este último país ganó una densidad y una vitalidad mucho mayor que en la Argentina (uno de sus síntomas es, justamente, la no existencia en Brasil de filiales locales de escuelas centrales, como es el caso del CEMA respecto de Chicago)” (Neiburg, 2004: 6) 12 Pese a sus diferencias con el Cruzado, claramente percibidas en su momento por el público brasileño. 13 El programa brasileño fue, en cambio, flexible y admitió modificaciones adaptativas sobre la marcha. En el caso argentino, en cambio, la inusitada continuidad (sólo atenuada por modificaciones que buscaban responder a los problemas de la convertibilidad con “más convertibilidad” –cf. Brenta, 2002– se combinó con un abrupto final, como si la única manera de lograr alguna continuidad en un contexto signado por las discontinuidades abruptas fuera atarse de manos para no verse tentado de introducir discontinuidades, al precio de la rigidez extrema y la inviabilidad en el largo plazo. 14 En el caso brasileño muchas de las continuidades observadas remiten a la presencia de una forma más consensual de relacionamiento político. Para el caso argentino, en cambio, afirma Carlos Waisman que el mantenimiento durante una década del sistema del currency board –que hubiera debido ser abolido hacia mediados de los 90– obedeció a un conjunto de factores que llevaron al predominio de los cálculos de corto plazo por sobre los de largo plazo: “En primer lugar, conservar la convertibilidad estaba en el interés de los segmentos más internacionalizados del capital, tanto extranjero como doméstico. [...] En segundo lugar, la opinión pública vinculó la convertibilidad con la estabilidad monetaria, y esta asociación se convirtió en la razón principal del importante respaldo del que disfrutaba entonces el gobierno de Menem. En estas condiciones, no es sorprendente que el gobierno llegara a considerar la convertibilidad como su logro principal. Nos enfrentamos aquí con un problema de acción colectiva: los intereses de corto plazo de los actores económicos y políticos entraron en conflicto con lo que debieran haber sido los de largo plazo” (Waisman, 2003, pp. 220-21). Para un relato de las dificultades que enfrentaba el cuestionamiento del “modelo” económico en el marco de la competencia electoral, véase Pousadela (2002). 15 El régimen del currency board sólo permite la emisión de moneda cuando ella está respaldada por la divisa extranjera a una paridad fija, en este caso uno a uno. El sistema carece, pues, de un prestamista de última instancia (el Banco Central ve restringidas sus funciones a la supervisión del sistema), y el ajuste frente a las crisis financieras sólo puede realizarse mediante contracciones en el nivel de actividad. 16 Debe señalarse que la política de –en palabras de su principal ideólogo, el canciller Guido Di Tella– “relaciones carnales” con los Estados Unidos también forma parte de la historia de los vaivenes y las discontinuidades en la política exterior argentina: ella es, en efecto, parte del número sobreactuado de un presidente en busca de credibilidad para un país escasamente confiable debido, paradójicamente, a sus bruscos e impredecibles cambios de rumbo. 17 Lo que significa que estuvo ausente, también, el reflejo de protección de las instituciones que se tradujo en el impeachment del presidente Fernando Collor de Mello. 18 Moderación y gradualismo que pueden haberse originado, al menos parcialmente, en la existencia de un debate público más intenso que en Argentina en torno de la cuestión. Se
116
PASIONES NACIONALES
trata de un dato a primera vista llamativo toda vez que la sociedad civil brasileña suele ser descripta como relativamente débil en comparación con la del país vecino. La explicación puede hallarse, sin embargo, en la polisemia del término, que parece hacer referencia en uno y otro caso a agentes distintos: mientras que en Brasil refiere fundamentalmente a la existencia de una tupida red de ONGs capaces de intervenir en el debate público, en Argentina remite ante todo (aunque no exclusivamente) a la vitalidad de una ciudadanía capaz de actuar en forma autónoma y eventualmente sin intermediarios. Agradezco a mi colega brasileña Kelly Cristiane da Silva sus reflexiones sobre este punto. 19 La CNT (Comisión Nacional de Telecomunicaciones), en efecto, fue creada en 1990 y su vinculación funcional e institucional fue modificada dos veces en los primeros años. En 1993 pasó a depender del Ministerio de Economía; desde 1996 se incorporó a la órbita la Secretaría de Comunicaciones del poder Ejecutivo. En 1997 fue creada la CNC, que en el 2000 pasó del Ministerio de Infraestructura al de Economía. Los organismos de control fueron, pues, inestables, políticamente dependientes y sujetos a manipulaciones (véase Colpachi, s/f ). 20 Es en este punto donde se hace operativa la advertencia inicial relativa al sesgo en favor del “continuismo brasileño” en contraposición con el “rupturismo argentino”. Castro Rojas, por ejemplo, describe en Brasil un proceso gradual hacia las privatizaciones que se habría iniciado bajo el gobierno de Figueiredo, en 1981, y que habría culminado en el programa efectivamente llevado a cabo por Fernando Henrique Cardoso en los años 90. No obstante, una genealogía similar podría realizarse para Argentina, si se tienen en cuenta los intentos fallidos de privatización que tuvieron lugar entre 1979 y 1982, y luego durante el gobierno de Alfonsín, y que por consiguiente precedieron a su efectiva implementación por parte de Carlos Menem. 21 Es importante señalar aquí que los términos aquí utilizados adoptan a menudo un sentido muy diferente en el debate público brasileño –y también, hasta cierto punto, en el argentino. En general, la descripción de una decisión como motivada por “cuestiones políticas” no hace referencia a la capacidad de la política para pensar estratégicamente y conferir un rumbo a la sociedad sino, en cambio, a la orientación de las políticas por intereses estrechos y de corto plazo. Y, a la inversa –al menos en el caso brasileño– las motivaciones fiscales son con frecuencia asociadas al largo plazo, dada la importancia asignada a las consecuencias de largo plazo del equilibrio de las cuentas públicas o, en su defecto, de la bancarrota del Estado. 22 ¿Nos hallamos, pues, ante una suerte de “brasileñización” de la política argentina? Tal como señalan Kent y Dickovick (2004), “aunque Brasil ha sido tradicionalmente considerado el más verdaderamente federal de los dos países, la literatura sobre Argentina ha comenzado a documentar más sistemáticamente la importancia de los gobernadores argentinos” (p. 93). En Brasil, por su parte, la “política de los gobernadores” –una política de alianzas regionales diferenciadas que se erige en eje del poder (Camargo, 1993)– existe como herencia del modelo oligárquico. También en la arena fiscal –constatan Kent y Dickovick (2004)– los dos países presentan un similarmente elevado desequilibrio vertical, según el cual “los gobiernos subnacionales (algunos más que otros) dependen fuertemente de las transferencias de ingresos del centro porque gastan más de lo que recolectan de impuestos”. Sin embargo –concluyen los autores–, sigue habiendo profundas diferencias entre ambos países, ya que “en agudo contraste con Brasil, la mayoría de los gobernadores argentinos a lo largo del período post-1983 han pertenecido a un mismo partido, lo cual en gran medida transformó el debate sobre la recentralización en un asunto interno del partido cuando ese mismo partido controló la presidencia entre 1989 y 1999” (p. 93). En Argentina, pues, se superponen en gran medida el factor fede-
INÉS M. POUSADELA
117
ral con el factor partidario, tal como lo atestigua el rol de los gobernadores –de los gobernadores peronistas– en la resolución de la crisis de sucesión en 2001. 23 Es importante resaltar la expresión utilizada para Brasil –“la nueva constitución”– en contraste con la empleada para Argentina –“la constitución reformada”– pues el hecho de que el proceso de revisión constitucional fuera en Brasil tanto más radical que en Argentina contradice en principio nuestras hipótesis iniciales relativas a la temporalidad, ya que no encontramos aquí la oposición entre el gradualismo brasileño y la tendencia argentina a los cambios espasmódicos, y hallamos en cambio la paradoja de que la abrupta transición democrática argentina procedió mediante la restauración literal de la Constitución histórica –en un proceso en el cual la radical novedad consistió precisamente en la valorización de que ella fue objeto– mientras que la cauta “transición conservadora” en el país vecino se vio coronada por un proceso de refundación constitucional. No obstante, un análisis cuidadoso de ambos procesos –que no emprenderemos aquí– probablemente nos reenviaría una y otra vez a las dicotomías ya citadas. En primer lugar, no cabe duda de que el (ciertamente veloz) proceso reformista en Argentina obedeció a las motivaciones más cortoplacistas (y mezquinas) que quepa imaginar para un emprendimiento de tal envergadura: la habilitación de la reelección del presidente de turno. No fue ese el caso en Brasil, cuya nueva Constitución persiguió finalidades modernizadoras y, sobre todo, democratizantes. En segundo lugar, la forma en que el proceso argentino de reforma constitucional se constituyó en escena de la más cruda lucha política y el modo en que ello redundó en la manipulación de las instituciones vuelve a poner en primer plano otros dos elementos que configuran la oposición entre nuestros casos: la dispar valoración de las instituciones y la modalidad más o menos consensual o confrontativa de relacionamiento político. 24 Nuevamente aparece aquí el ingrediente cortoplacista, pues el proceso argentino se caracterizó, según la autora, por la falta de planeamiento y de visión de largo plazo: uno de sus rasgos centrales fue, en efecto, la ausencia de un diseño global del sistema resultante, lo cual se explica por la motivación exclusivamente económico-financiera –“de caja”– de la reforma. Ello supuso que en cada una de las veintitrés provincias argentinas el proceso fuera improvisado de modos diferentes. 25 El citado artículo abogaba por la reforma de la coparticipación, a la que acusaba de propiciar a un tiempo la dependencia de las provincias y la irresponsabilidad de sus gobiernos, que podían gastar y endeudarse sin pagar el costo político de cobrar impuestos. Así lo atestiguaban datos tales como la proporción de recursos propios sobre los ingresos totales de las provincias –33%–, con algunos casos –los de las provincias más pobres– en que no llegaba al 10%. 26 Otra práctica muy utilizada ha sido la imposición de sus preferencias por decreto. No obstante, también para la implementación de las políticas impuestas por decreto es necesaria la construcción de consensos mediante el armado de complejas coaliciones que contemplan la inclusión no sólo de diferentes partidos sino también de diversos intereses regionales. En las repetidas oportunidades en que dichos esfuerzos no tuvieron éxito, los presidentes no lograron implementar las políticas de su preferencia (Mainwaring, 1997). 27 Así, si bien el número de decretos emitidos fue mayor en Brasil que en Argentina, en cambio fue muy superior en Argentina la cantidad de decretos que acabaron transformándose en leyes permanentes en consonancia con las propuestas iniciales del presidente (Negretto, 2004: 553).
118
PASIONES NACIONALES
28 La afirmación vale para el período previo a la formación de la Alianza UCR-Frepaso, en agosto de 1997, como coalición electoral, y a su inauguración como coalición de gobierno dos años más tarde. El fracaso estrepitoso de ese gobierno hizo de tales prácticas una ocurrencia excepcional e irrepetida. No obstante, no todos los analistas colocan a la Argentina entre los países que hacia mediados de 1999 contaban con gobiernos monocolores. Algunos, en efecto, juzgan que existió allí en los años 90 una coalición de gobierno resultante de la alianza entre el partido del presidente –el PJ– y la UCeDé. Asimismo, en contra de la descripción dominante del gobierno de Carlos Menem, Marcos Novaro subraya su funcionamiento coalicional, describiéndolo como una “coalición política y social muy amplia” (cf. Novaro, 2001: 57). 29 Señala Meneguello (2002) que la mayoría de las coaliciones formadas desde 1985 fueron “coaliciones mínimas” y que ellas se caracterizaron por el reparto cuidadoso de los cargos ministeriales para potenciar el apoyo al gobierno, así como por las frecuentes modificaciones de la composición partidaria del gabinete. En términos ideológicos, la coalición más amplia se registró al principio de la gestión de Itamar Franco (1992-1994), con la inclusión del izquierdista PSB, mientras que las coaliciones más estrechas fueron las que sostuvieron al gobierno de Collor (1989-1992), compuestas solamente por partidos situados a la derecha. 30 Las diferentes cuestiones que están en juego en el campo de las políticas educativas se ponen en evidencia, ante todo, en las valoraciones diversas de que son objeto, en cada caso, las instituciones del sector. Las encuestas permiten observar en ese sentido contrastes persistentes y sistemáticos. Según un sondeo de CIMA, la confianza que argentinos y brasileños depositaban en el año 2001 en las instituciones educativas era de 74% entre los primeros y de 35% entre los segundos (cf. La Nación, 14/11/01). Asimismo, una encuesta realizada por Graciela Römer sucesivamente en 1998, 1999 y 2001 mostraba que –pese al retroceso sufrido en esos años– la escuela pública seguía estando entre las instituciones más confiables para los argentinos. 31 Conservaremos el calificativo debido a que tal es la forma en que se expresan los actores involucrados (curiosamente, así lo hacen tanto sus partidarios como sus detractores), aunque es atendible la aclaración de Chiroleu (1998), quien prefiere hablar de ingreso “directo” (desde el secundario) más que “irrestricto”, puesto que no se trata de que “cualquiera” pueda acceder a la educación superior, sino solamente de aquellos que cuentan con un diploma habilitante. Sin embargo, es con el rótulo de “ingreso irrestricto” que la Universidad de Buenos Aires presenta el sistema de admisión que rige en ella desde 1984, el cual –curiosamente– ha sido repetidamente atacado por dos flancos opuestos. Por un lado, vistos el carácter masivo de dicha institución, sus dimensiones inmanejables, sus dificultades presupuestarias y su alarmante tasa de deserción, sus adversarios juzgan al sistema demasiado abierto. Los partidarios de un ingreso “verdaderamente” irrestricto, por el contrario, critican el sistema de la UBA por su carácter “selectivo”, lo cual explicaría los elevados porcentajes de estudiantes que no logran franquear el Ciclo Básico Común e ingresar efectivamente a la facultad donde se dicta la carrera que han escogido. Cf. Boulet (2002). 32 Entre los propios estudiantes de la Universidad de Buenos Aires, el examen de ingreso es rechazado por un margen estrecho (49,52%, frente a 46,42% que lo aprueba). En cinco de las trece facultades –encabezadas por Medicina, con el 64%– el examen de ingreso es aceptado por más del 50% de los estudiantes. El rechazo, por su parte, es encabezado por Filosofía y Letras (72%) y Sociales (66%). A diferencia de lo que ocurre respecto de la introducción de un examen de ingreso, el arancelamiento de los estudios enfrenta una clara oposición mayoritaria, ya que se opone a él el 83,07% de los entrevistados. Son las mismas facultades que lideran el
INÉS M. POUSADELA
119
rechazo al examen de ingreso, a las que se suma la de Psicología, las que encabezan la oposición al arancelamiento, con cifras de alrededor del 90% (Naishtat y Toer, 2005). 33 Entre fines de la década del 80 e inicios de la del 90 Argentina contaba con una matrícula de casi un millón de estudiantes en instituciones de educación superior, mientras que Brasil apenas superaba el millón y medio pese a que su población era entre cuatro y cinco veces más numerosa. Hacia fines de los 90, la cifra era de un millón y medio para Argentina y de algo más de dos millones para Brasil. Para el 2001 Brasil superaba largamente los tres millones. 34 En contraste con el temprano surgimiento de las universidades en Argentina –que respondió, en el período colonial, a la lógica impuesta por España para el desarrollo de sus posesiones ultramarinas–, Brasil no contó con ellas –por efecto de la prohibición que regía para las colonias portuguesas– hasta mucho más tarde. De hecho, la primera universidad brasileña, la “Universidad de Brasil”, fue creada recién en 1920, y con la sola intención de poder otorgar un doctorado honoris causa al rey de Bélgica en su paso por Brasil. Al margen de esa experiencia, las primeras universidades –la estadual de San Pablo y la Federal de Río de Janeiro– fueron fundadas recién en 1934 y 1935, respectivamente (Chiroleu, 1998; Schwartzman, 2003a). 35 Véanse, por ejemplo, títulos tales como Como passar no vestibular. Use a cabeça & vença o desafio, de Lair Ribeiro (Editora Moderna, 2000) o Angustia no vestibular. Indicaçoes para pais e profesores, de Lucidio Bianchetti (Editora Universidade de Passo Fundo, 1996). 36 Son los casos, por ejemplo, de la Universidad Católica de Pelotas, que evalúa a los aspirantes según su historial de la escuela media, y de la Universidade São Francisco, que utiliza un sistema mixto que combina la puntuación en el Vestibular con la evaluación del desempeño en el nivel medio (www.vestibular1.com.br/novidades/nov42. htm). 37 Cf. EDUDATABRASIL-Sistema de Estadísticas Educacionales, donde aparecen las cifras completas acerca de los Vestibulares de 2001 y 2002, discriminadas por carreras, regiones, cantidades de inscriptos y aprobados, etc. (http://www.edudatabrasil.inep.gov.br/). 38 Los cursos prevestibulares “de alto rendimiento” –aquellos que garantizan el ingreso a las universidades más prestigiosas– cobran mensualidades que alcanzan los trescientos o trescientos cincuenta dólares, cuando el salario mínimo no llega a los ochenta (Maneiro y Grance, 2004). 39 De aquella década datan también las elevadas tasas de deserción que caracterizan actualmente al sistema argentino y plantean fuertes debates en torno de la diferencia entre la posibilidad “formal” de acceso a la institución universitaria y la posibilidad “real” de acceso al conocimiento y a la titulación. 40 Nuevamente, y en abierto contraste con el caso brasileño, este proceso tuvo lugar en el marco del enfrentamiento encarnizado entre los partidarios de la universidad “laica” y los de la universidad “libre”. Tal como se desprende de los términos de la oposición, la habilitación de instituciones no estatales para emitir títulos oficiales impulsaría el crecimiento de un sector privado que por entonces se componía, ante todo, de instituciones religiosas. 41 Esta asociación continúa siendo explotada políticamente entrado el siglo XXI, como lo prueban las acusaciones de los militantes estudiantiles platenses al decano de Medicina de la Universidad Nacional de La Plata en ocasión de la sesión del consejo académico de la facultad en que fue ratificado el examen de ingreso eliminatorio. En esa oportunidad, los estudiantes presentes compararon al decano con Videla y asimilaron explícitamente los métodos de su gestión a los de la dictadura militar (El Día, 27/03/04).
120
PASIONES NACIONALES
42 No obstante lo cual el CBC ha sido resistido por las agrupaciones estudiantiles más radicalizadas como una forma de restringir al ingreso, menos violenta que un simple examen eliminatorio pero igualmente selectiva, pese a sus intenciones declaradas de nivelar a los aspirantes antes de su ingreso a las carreras propiamente dichas. El CBC ha llegado a ser denunciado como “una de las formas más exigentes de ingreso”, que habría hecho de la UBA “una de las universidades más selectivas de la Argentina”, pues entre 1989 y 1997, por ejemplo, “de 508.000 aspirantes anotados en el CBC sólo lograron ingresar a la UBA 214.522 estudiantes; es decir, el 42%” (Boulet, 2002). 43 Concluida la oleada de creación de universidades que tuvo lugar en los años 70, hacia comienzos de los 90 alrededor del 80% de la matrícula se concentraba en Argentina en el sector público, en contraste con el caso de Brasil, donde más del 60% de los estudiantes estaban matriculados en instituciones privadas. En Argentina, además, el 90% de la matrícula de educación superior era universitaria. Tras la nueva oleada de creación de universidades (públicas y privadas) que se produjo en los 90, la composición público-privada de la matrícula del sistema se mantuvo intacta (cf. Sánchez Martínez, 1999) 44 Dicha expansión alcanzó, sin embargo, una cobertura muy inferior a la que se registró en Argentina: la educación superior brasileña cubría en 1989 al 11,2% de la población de entre 20 y 24 años, en tanto que abarcaba al 40,8% en la Argentina de 1987 (Chiroleu, 1992). Para el año 2000, la tasa bruta de educación universitaria –calificada de “asombrosa”– era en Argentina de 51,48%, contra 18% en Brasil (Sigal, 2004). 45 Además de incluir una red privada y una pública, divididas a su vez en establecimientos federales, estaduales y municipales, el sistema presenta tres clases de establecimientos: universidades, federaciones de escuelas y establecimientos aislados (orientados, estos últimos, hacia un área determinada), que otorgan los mismos grados. De las 871 instituciones registradas a principios de los años 90 el 73% (que concentraba el 60% de la matrícula) eran privadas. Entre las universidades, sin embargo, el 66% eran públicas, en tanto que eran privados el 75% de los establecimientos aislados y el 98% de las federaciones de escuelas (Chiroleu, 1992). 46 Debe admitirse un matiz en este argumento. Si bien es cierto que en un principio el Estado preservó la calidad delegando en un sector privado suficientemente desregulado la gestión de la cantidad, a lo largo del tiempo la heterogeneidad de todo el sistema –tanto de su sector público como de su sector privado– tendió a aumentar. Como resultado, si bien las mejores universidades siguen siendo públicas (federales o estaduales), también muchas universidades públicas tienen bajos estándares de calidad, mientras que entre las privadas la calidad es dispar, y han surgido algunas que, por costo y calidad, también son consideradas de élite. Dentro de cada universidad, asimismo, hay cursos de calidades diversas. De hecho, “las principales diferencias [de clase] están asociadas con la elección de las carreras” y no solamente con la elección de la universidad. Así, “los estudiantes con un alto status socioeconómico van a ingeniería civil, informática, medicina, odontología y administración en la universidad federal, y a informática y administración en el sector privado; los estudiantes con bajo status socioeconómico estudian geografía, enfermería y literatura en las universidades federales, y geología y literatura en el sector privado” (Schwartzman, 2003a: 22). 47 La intervención del Estado brasileño está sistemáticamente sesgada hacia la educación universitaria, en la que gasta el 30% del presupuesto educativo. Ese es, precisamente, el eje del argumento del Banco Mundial a favor del arancelamiento de la educación superior: “se gasta mucho en los 400.000 alumnos de las instituciones federales de educación superior mientras que se gasta muy poco en los 28 millones de alumnos de las escuelas básicas” (Donoso 1999:
INÉS M. POUSADELA
121
6). En efecto, el promedio de estudios en el 10% más pobre de la población brasileña es de dos años, contra siete para la Argentina. (BID 1998, citado en Donoso, 1999). 48 La evolución de la UBA en ese sentido es impresionante, tanto por lo desmesurado de las cifras como por los efectos que tuvo –en virtud de sus dimensiones– sobre el sistema en su conjunto. Dicha universidad tenía, en 1982, 102.941 estudiantes de grado (sobre un total de 318.299 para el conjunto de las universidades nacionales), 161.976 en 1987 (sobre un total que casi se había duplicado en cinco años: 618.651), 168.808 (sobre 698.561) en 1992 y, según estimaciones de la propia universidad, 226.073 (sobre 957.352) en 1998 (Sánchez Martínez, 1999). En contraste, la universidad más populosa de Brasil –la Universidad de San Pablo (estadual) cuenta con 40 mil estudiantes. La principal de las federales, la de Río de Janeiro, es aún más pequeña. 49 Debe señalarse en este punto la reaparición del contraste en torno de las capacidades estatales. Según Klein y Sampaio (1996), los resultados divergentes de la intervención de los respectivos gobiernos militares en materia de educación superior remiten a la diferencia entre el control represivo del Estado sobre el sistema de educación superior y la capacidad para formular e implementar políticas para el sector. A diferencia de lo sucedido en Argentina, donde el gobierno militar ejerció sobre la educación un control “riguroso, de carácter esencialmente punitivo” (p. 44), el caso de Brasil es, según los autores, “especial” en el sentido de que “una vez instalado el gobierno militar, la burocracia estatal rápidamente se modernizó y amplió su potencial para formular políticas [...] Paradójicamente, el período de mayor represión política sobre el medio universitario coincidió con la fase en que el régimen se reveló más actuante en la elaboración de leyes y directrices para la educación superior” (p. 45). El régimen militar argentino encontró dificultades mucho mayores para institucionalizarse y experimentó –no solamente en el terreno educativo– una gran impotencia a la hora de implementar políticas. En el caso específico de la educación superior, ello se tradujo en un proceso de descentralización sin reorganización del sistema, subordinado al objetivo político de corto plazo de la desmovilización política. 50 El mito fundador de la “Argentina de clase media”, en efecto, encuentra su contraparte brasileña en el mito de la armonía racial. Como bien lo explica Salvadori de Decca (2002), los mitos de la nacionalidad en Brasil son mitos de unidad, armonía, conciliación y proporcionalidad. 51 Es por eso que puede afirmarse que “una política de admisión considerada poco ‘eficiente’ por su bajo rendimiento cuantitativo puede resultar relativamente funcional a un sistema si en él prevalecen criterios de democratización, solidaridad y justicia social. Una de signo opuesto, en cambio, cuyos ‘rendimientos’ cuantitativos fueran superiores podría resultar disfuncional e inaplicable en ese sistema” (Chiroleu, 1998: 10). 52 Se trata, en efecto, de una expresión más del contraste entre diferentes experiencias de la temporalidad. Señala López Segrera (2004): “Muchas reformas universitarias se han caracterizado por cambios parciales del sistema. Raras veces se han producido reformas globales, a la manera de la Reforma de Córdoba (1918), Argentina, que constituyó el primer cuestionamiento serio de la universidad de América Latina y el Caribe” (p. 14). En Brasil, lejos de constituir un cuestionamiento del sistema vigente, la Reforma Universitaria que tuvo lugar exactamente cincuenta años más tarde fue una forma de consolidarlo manteniendo cerradas sus puertas, ofreciendo canales alternativos para contener la demanda, e introduciendo dentro de las instituciones así preservadas el modelo americano de educación superior: organización por departamentos, sistema de créditos, formación de posgrado (Schwartzman, 2003a).
122
PASIONES NACIONALES
53 En el caso de la UBA, el Consejo Superior está integrado por el rector, los decanos, y cinco representantes de cada uno de los tres claustros (profesores, graduados y estudiantes). Desde 1997 se integró además un representante de la Asociación del Personal de la Universidad de Buenos Aires (APUBA), con voz pero sin voto. Los Consejos Directivos de las facultades están integrados por ocho representantes de los profesores; cuatro de los graduados –uno de los cuales, por lo menos, debe pertenecer al personal docente– y cuatro de los estudiantes. A partir de 1985 el Estatuto establece que, en caso de que los auxiliares docentes (que no integran el claustro docente, que agrupa a profesores titulares y asociados regulares) superen el 33% del padrón de graduados, deben tener un mínimo de dos de los representantes de ese claustro. Puesto que la Asamblea Universitaria –que elige al rector y tiene el poder de suspenderlo, decide sobre la creación, supresión o división de facultades y puede modificar el Estatuto, entre otras cosas– está formada por los miembros del Consejo Superior y de los Consejos Directivos de las facultades, también allí se expresa el peso del claustro estudiantil. 54 Estos límites se originan, sin embargo, en el carácter mismo de la utopía democrática, “es decir, de la ambición de construir un orden político que trastoque el orden social al afirmar la igualdad civil, jurídica y política de todos los individuos, pese a que son diversos por sus orígenes y sus creencias, y pese a que son desiguales por sus condiciones sociales y sus capacidades” (Schnapper, 2004: 90). En efecto –argumenta Dominique Schnapper– los principios y valores de referencia de las sociedades fundadas en la idea de ciudadanía son a menudo violados en los hechos, y no necesariamente por fallas de implementación o por mala voluntad sino ante todo por su dimensión utópica y su pretensión de universalidad, que suscita inevitables incumplimientos y, por consiguiente, justificadas críticas. 55 Resulta iluminador en ese sentido el conflicto desatado pocos años atrás en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA en torno de la elección directa del director de la carrera de Sociología, impuesta por una agrupación política que había sido derrotada en las elecciones regulares. El conflicto incluyó una prolongada toma del Rectorado de la Universidad y el “escrache” de sus autoridades, así como un período en el cual convivieron dos direcciones paralelas en la mencionada carrera. Véanse sobre este tema el artículo de opinión firmado por Juan Carlos Portantiero y Susana Torrado en el diario Clarín del 31/10/02 (“Sociales: no al autoritarismo”), así como el texto de Christian Castillo –el “director paralelo”– aparecido en Página/12 el 2/07/02 (“La democratización universitaria”) y los escritos difundidos por las agrupaciones políticas de izquierda, un buen exponente de los cuales es el que firma Matías Maiello en la revista Lucha de Clases (abril de 2004, en www.pts.org.ar/luchaClases2encrucijadasUniversidad.htm). 56 De hecho, la “permanencia irrestricta” es, junto con la gratuidad y el ingreso irrestricto, una de las variables que, en lo que se refiere a la dimensión “ingreso y permanencia”, distingue al modelo de universidad pública-reformista del de universidad privada-mercantil en la tipología elaborada por Ariel Toscano (2005). 57 Lo no se hizo presente en el “debate de caballeros” ventilado en los medios se manifestó claramente, en cambio, en algunas encuestas de opinión como la que se realizó en la ciudad de Río de Janeiro en ocasión del debate suscitado por la adopción del sistema de cuotas en la UERJ. Allí donde los respondentes pueden opinar anónimamente y no se ven compelidos a argumentar en defensa de sus posiciones, los resultados trazan una nítida división según líneas raciales que muchos de los periodistas y académicos que debaten sobre el asunto se empeñan en ignorar: mientras que el 78% de los entrevistados que se declaran “brancos” se manifiestan en contra de las cuotas raciales, el 81% de los que se consideran “pretos” y el 80% de los que se reconocen como “pardos” se expresan a favor de ellas (Cf. Cristina Costa e Silva, “O que negros e
INÉS M. POUSADELA
123
brancos pensam sobre as cotas raciais?”, en www.direitoshumanos.rj.gov.br/estrutura_e_programas/odh/crist_negros_cotas.doc). 58 Esta definición, que en boca de un estudiante argentino sonaría a crítica antielitista, es esgrimida por el autor en defensa del sistema de cuotas –al cual considera, sin embargo, mal equipado para encarar la cuestión de la reducción de las desigualdades sociales. 59 Aún hoy y en ausencia de examen de ingreso, la universidad pública presenta un marcado sesgo en favor de la clase media –de una clase media que sigue siendo, en el contexto latinoamericano, notablemente extensa. Tal como informaba el diario Clarín en su edición del 10 de abril de 2005, “seis de cada diez recibidos en la UBA son hijos de egresados, es decir, hijos de profesionales”. La universidad argentina, no obstante, padece una serie de males que revelan un acceso relativamente amplio, tales como la elevada tasa de deserción y la bajísima tasa de egreso. Así, la tasa anual de graduación –que es en Brasil del 12%– era en Argentina del 8% en 1982 y de un magro 4% en 2000 (Sigal, 2004).