GLENN GOULD ESCRITOS CRÍTICOS
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TURNER
GLENN GOULD
ESCRITOS CRÍTICOS Edición e Introducción Tim Page
Traducido por Bernadette Wang
TURNER MÚSICA
© 1984 by the State of Glenn Gould and Glenn Gould Limited © International and Pan-American Copyright Conventions © De esta edición en lengua española: EDICIONES TURNER, S. A. c/ Génova, 3. 28004 Madrid ISBN: 84-7506-284-9 Depósito legal: M. 32.613-1989 P rin ted in Spain
ÍNDICE AGRADECIMIENTOS............................................................
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INTRODUCCIÓN...................................................................
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PRÓLOGO: Consejos a los graduados.......................................
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PRIMERA PARTE: MÚSICA William Byrd y Orlando Gibbons........................................ Domenico Scarlatti............................................................. El arte de la fuga................................................................ Las variaciones «Goldberg»................................................. Bodky y Bach...................................................................... De Mozart y otros temas afines: conversación de Glenn Gould con Bruno Monsaingeon........................................... Gleen Gould entrevista a Glenn Gould sobre Beethoven..... Las Sonatas «Patética», «Claro de luna» y «Appassionata» de Beethoven........................................................................... Las tres últimas sonatas para piano de Beethoven.............. La Quinta Sinfonía de Beethoven al piano: cuatro críticas imaginarias.......................................................................... Algunos conciertos de Beethoven y Bach............................ N’aimez-vous pas Brahms?.................................................. ¿Debemos desenterrar a los románticos raros?... No, sólo son una moda............................................................................ La música para piano de Grieg y Bizet, más una advertencia confidencial a los críticos.....................................................
29 33 34 43» 50 5Φ 68®· 76» 79 83 88 * 98 · 101 106 7
Banco de datos sobre la apresurada carrera hacia arriba de Mahler................................................................................. Un alegato a favor de Richard Strauss................................ Strauss y el futuro electrónico............................................ Enoch Arden, de Richad Strauss.......................................... La música para piano de Sibelius........................................ Arnold Schoenberg: una perspectiva.................................... La música para piano de Arnold Schoenberg....................... Conciertos para piano de Mozart y Schoenberg................... La Sinfonía de cámara n.2 2 de Arnold Schoenberg............ Un halcón, una paloma y un conejo llamado Francisco José. Hindemith: ¿llegará su hora? ¿otra vez?.............................. Un cuento de dos Marienlebens............................................ Sonatas para piano de Scriabin y Prokofiev......................... La música en la Unión Soviética.......................................... La Cuarta de Ivés................................................................ Una miscelánea en honor de «Ernst ¿¿¿qué???»..................... Música para piano de Berg, Schoenberg y Krenek.............. Korngold y la crisis de la sonata para piano........................ La música canadiense para piano en el siglo XX.................. El dilema del dodecafónico................................................... Boulez.................................................................................. El futuro y «Flat-Foot Floogie»............................. ............... Terry Riley.......................................................................... Cuarteto de cuerda, Op. 1, de Gould.................................... ¿Así que quieres escribir una fuga?......................................
111. 115. 125 134, 138 143» 161 168» 175» 184 190» 195 211 214. 235240 247 254 258 263 273» 278 284 286 294
SEGUNDA PARTE: INTERPRETACIÓN Que se prohíba el aplauso.................................................... ¡Los que vamos a ser descalificados te saludan!.................. La psicología de la improvisación......................................... Críticos................................................................................. Stokowski en seis escenas................................................... Rubinstein............................................................................ Recuerdos de Maude Harbour, o variaciones sobre un tema de Arthur Rubinstein........................................................... Yehudi Menuhin.................................................................. En búsqueda de Petula Clark.............................................. Streissand en el papel de Schwarzkopf...............................
305. 311 317 * 320 321· 350 « 359 365 370» 380
INTERLUDIO: Glenn Gould entrevista a Glenn Gould sobre Glenn Gould......................................................................... 385/386 . 8
TERCERA PARTE: MEDIOS DE COMUNICACIÓN Las perspectivas de la grabación.......................................... Música y tecnología............................................................. La hierba es siempre más verde en los descartes: un experi mento de escucha................................................................ ¡Oh, por el amor de Dios, Cynthia, debe de haber algo más! La radio como música: conversación de Glenn Gould con John Jessop........................................................................... Prólogo de «La idea del norte»............................................. «La idea del norte»: una introducción.................................. «Los rezagados»: una introducción.......................................
405 432 436 450 456 474 476 479
CUARTA PARTE: MISCELÁNEA Tres artículos publicados con el seudónimo de Dr. Herbert von Hochmeister................................................................. — La CBC, en relación con la cámara................................ — Del tiempo y los que lo marcan...................................... — L’espirit de jeunesse, et de corps, et d’art....................... Toronto............................................................................... Conferencia en Port Chillkoot............................................. Realidad, fantasía o psico-historia: Notas del movimiento clandestino P.D.Q................................................................ El disco de la década................................................... '........ Los hijos de Rosemary......................................................... Discografía para una isla desierta........................................ La película Matadero cinco................................................... Una biografía de Glenn Gould.............................................
485 485 489 493 499 506 515 522 527 531 535 540.
CODA: Conversación de Glenn Gould con Tim Page................
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ÍNDICE ONOMÁSTICO.......... ..............................................
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BIBLIOGRAFÍA.....................................................................
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AGRADECIMIENTOS Debo mi gratitud a muchas personas: ante todo, a James Destrich y a Elizabeth Thaxton Page, mis auxiliares de edición, que me ayudaron en la lenta labor de revolver en una inmensa pila de manuscritos y a preparar las copias de trabajo de los artículos de Gould; a J. Stephen Po sen albacea de Gould, quien creyó en este libro desde el principio; a Ruth Pincoe, que catalogó el material escrito y grabado para la testamentaría de Gould; a Ray Roberts, ayudante de Gould en los últimos años de la vida de éste, por numerosos servicios, grandes y pequeños; a Raymond Bongiovanni, mi agente literario, y a Robert Gottlieb y Eva Resnikova, mis editores en Knopf, por su paciencia y sus sugerencias; Patrick Di llon, por su exhaustiva lectura y sus numerosas preguntas, y a Geof frey Payzant, cuya obra Glenn Gould: Music and Mind debe considerar se el germen de los estudios sobre Gould. También debo dar las gracias a Tina Clarke, Brooke Wentz, Charles Passy y Bob Silverman por su ayuda para la ejecución de este proyecto; a Paul Alexander, cuyo entusiasmo contribuyó a despertar mi interés por Gould, y a Susan Koscis, directora de Información al Público de CBS Masterworks, quien gestionó mi contacto inicial con Gould y cuya amis tad fue un consuelo espiritual en los difíciles días que siguieron a la muerte de éste. Gracias a Russell y Vera Gould, padre y madrastra de Glenn, quie nes me recibieron en su casa de Toronto y me proporcionaron valiosas ideas sobre los primeros años del pianista. Jesse Greig, primo de Gould 11
y su mejor amigo, me ayudó también narrándome algunas maravillosas anécdotas. Por último, todo mi amor y gratitud para mi esposa, Vanessa Weeks Page, por su devoción e inestimable asistencia durante la empresa; leyó todo el material, hizo de editor de los ejemplos musicales y, en general, me ayudó a dar forma definitiva al libro.
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INTRODUCCION Glenn Gould y yo hablamos a menudo de la idea de reunir una colec ción de sus escritos. Aunque entusiasta, Gould vacilaba, explicando que no había llegado aún el momento de hacer recapitulación. Resulta imposible saber qué es lo que él habría incluido en definitiva en una antología de este tipo; por consiguiente, la responsabilidad de la selección y el orden de los artículos que aparecen en el presente volumen es sólo mía. Gould era un perfeccionista en grado sumo y, tras haber logrado la fama internacional antes de cumplir 25 años, podía publicar todo lo que quería. Por ello, tras leer dos cajas abarrotadas de originales, he llegado a la conclusión de que la mayor parte del material inédito debe seguir sién dolo. También he tratado de evitar la duplicación de temas e ideas, aun que esto en parte ha sido inevitable. Gould escribió prolíficamente' sobre sus temas favoritos —sólo sus escritos sobre Arnold Schoenberg llenarían un pequeño libro— y era incapaz de reciclar uno o dos párrafos. De forma similar, existe cierto número de guiones radiofónicos y para televisión y cosas por el estilo. Muchos son maravillosos, pero se resisten a ser trasladados con éxito al papel impreso:i Gould comprendió la diferencia fundamental entre escribirpara ser leído y escribirpara ser escuchado/ Con fío en que sus obras para esos medios de comunicación lleguen algún día a un público más amplio, pero éste no es el lugar adecuado para darlas a conocer. Por tanto, la mayor parte del material del presente libro está ex traído de artículos publicados y de notas para carpetas de discos. Estas notas constituirían una sorpresa, especialmente para los que no conozcan el don del verbo de Gould. Por lo general, éste escribía notas al 13
programa para la música que le estimulaba y le evocaba pudorosos senti mientos personales, ya fueran favorables o desfavorables. Probablemente po cos coincidirán con los comentarios negativos de Gould sobre el Mozart de la última época o con su fulminante juicio acerca de la Sonata «Appassio nata» de Beethoven, pero sus opiniones se manifiestan con fuerza y humor. De hecho, sus escritos son, en algunas ocasiones, mejores que las grabacio nes a las que acompañan: en 1974 recibió un premio especial Grammy por su concisa y divertida exégesis escrita de las desmesuradamente largas y un tanto austeras sonatas para piano de Hindemith. Profesor nato, Gould utilizó como aula los medios de comunicación, y su didáctica, junto con la heterodoxia de sus ideas, irritó a muchos críti cos. No hay duda de que B. H. Haggin se hacía eco de la opinión de una buena parte del público musical cuando se quejaba de que Gould prefería «decir tonterías sobre cualquier cosa en cualquier lugar a tocar maravillo samente el piano en la sala de conciertos». Los lectores de este libro podrían concluir, como yo, que hay una coherencia sumamente lógica en las filoso fías de Gould; pero cualquier juicio sobre un artista tan polémico debe ba sarse en datos, así que echemos un vistazo a la singular carrera de Gould. Glenn Herbert Gould nació el 25 de septiembre de 1932, hijo de un pe letero de Toronto y de una profesora de piano. Comenzó sus estudios de te clado a la edad de tres años y siete años después entraba en el Real Con servatorio de Música; a los catorce había obtenido un título de graduado y, en mayo de 1946, hacía su primera aparición en público como pianis ta. Obtuvo rápidamente la fama nacional; a los veinte años ya había dado conciertos en todo Canadá, incluyendo actuaciones con la Sinfónica de To ronto y para la Canadian Broadcasting Corporation. Gould hizo su debuten Estados Unidos en la Phillips Gallery de Was hington DC el 2 de enero de 1955. Paul Hume, el augusto crítico musical del Washington Post, escuchó el concierto y declaró extasiado: «Pocos pia nistas tocan el piano con tanta belleza, con tanto encanto, con un estilo tan musical y con tanta consideración por su verdadera naturaleza y su enor me literatura (...) Glenn Gould es un pianista con dones excepcionales para el mundo; hay que escucharle y concederle sin más dilación los honores y el público que se merece. No conocemos a ningún pianista como él de nin guna edad». Una semana después, Gould hacía su debut en Nueva York, en el Town Hall. Davis Oppenheim, director de Columbia Masterworks, asistió al concierto y a la mañana siguiente ofreció a Gould un contrato de grabación: era la primera vez que Columbia contrataba a un artista des conocido basándose en un solo concierto. 14
Tras su primer álbum para Columbia —una veloz, gozosa y sumamen te original interpretación de las variaciones «Goldberg» de Bach—, publi cado a principios de 1956, Gould se vio de repente arrojado a una vorágine de actividad profesional. Recorrió Europa y los Estados Unidos y se con virtió en el primer artista canadiense que actuaba en la Unión Soviética. Gould se hizo famoso no sólo por su extraordinario virtuosismo y sus ideas musicales características, sino por su temperamento, sus excentricidades personales y su tendencia a cancelar compromisos en el último momento. En 1964, después de nueve años de superestrellato en los escenarios como concertista, Gould anunció bruscamente que se retiraba de las inter pretaciones en vivo y que a partir de entonces sólo haría grabaciones. N in gún músico famoso había hecho nunca nada parecido. Era una herejía: Gould, que había recibido las mayores alabanzas posibles —críticas elogio sas y llenos absolutos en sus conciertos en todo el mundo—, lo abandonaba todo sin más. De hecho, el joven pianista, que por entonces contaba treinta años de edad, tenía preparadas las explicaciones de su decisión de retirarse de los escenarios. En pocas palabras, estaba cansado de lo que llamaba la «irrepetibilidad» de la experiencia concertista, la incapacidad del intérprete de corregir capirotazos y otros errores menores. Señalaba que la mayoría de los artistas creativos pueden reparar las faltas y perfeccionarse, pero que el intérprete en vivo debe recrear su obra desde el principio cada vez que sube a un escenario. Además, Gould creía que todos los artistas forzados a in terpretar la misma música una y otra vez caen presas de un «tremendo con servadurismo», hasta que se hace difícil, cuando no imposible, avanzar. «Los concertistas de piano tienen verdadero miedo al Concierto núm. 4 para piano de Beethoven si resulta que su especialidad es el núm. 3», ob serva Gould. «Ésa es la pieza con la que tanto éxito cosecharon en Long Is land, caramba, y la que seguramente les llevará al éxito en Connecticut.» Pero abandonar la sala de conciertos no significaba renunciar a la mú sica. «La tecnología tiene la posibilidad de crear una atmósfera de anoni mato y dar al artista el tiempo y la libertad que necesita para preparar su idea de una obra con el máximo de su potenciación», decía Gould. «Tiene la posibilidad de sustituir esas incertidumbres horribles y degradantes y hu manamente perjudiciales que el concierto conlleva.» Gould había odiado las interpretaciones en vivo desde el principio; ahora, con su repentino éxi to, había descubierto también que odiaba las giras, volar y la histeria ex tramusical que le acompañaba donde quiera que iba. Decidió finalmente que todo el asunto de ser un concertista le había impedido hacer música. «En los conciertos me siento rebajado», se quejaba, «como un artista de vodevil.» 15
Y, en efecto, el público esperaba de Gould una especie de número cir cense. Su aproximación al piano, tan sumamente original, le convertía en un excelente y apetitoso bocado para los periodistas. Gould era partidario de utilizar un asiento muy bajo e, inevitablemente, llevaba su propia silla plegable a los conciertos, con la que tenía los ojos casi a la altura del tecla do. En el escenario vestía chaquetas incluso en verano —«Me espanta coger frío», explicaba— y a veces tocaba con mitones. Además, le gustaba cantar de forma audible mientras tocaba. Gould se disculpaba por esta peculiari dad: «No sé cómo nadie aguanta mi canturreo, pero sí sé que toco menos bien sin él.» Los que no entendieron lo que el escritor Lawrence Shames denominó «genuina y profunda rareza» de Gould le rechazaban, conside rándolo un chiflado o un adicto a la publicidad que buscaba la fama fácil. Aunque era innegable que en la estructura psicológica de Gould había una vena de travesura intelectual, también había, casi sin excepción, un ángu lo serio en todo lo que decía o hacía. Cualquier escritor que busque acontecimientos concretos después de la en apariencia brusca, aunque en realidad largo tiempo pensada, retirada de Gould de los escenarios encontrará poco que llevarse a la boca. Está el testamento de más de ochenta grabaciones brillantes, inconoclastas, en oca siones desastrosas, pero siempre interesantes. Además, Gould dejó una can tidad considerable de obras para radio y televisión. Estaba especialmente intrigado por lo que llamaba «radio contrapuntística» —documentales so noros que incluían hasta cuatro voces hablando al mismo tiempo, un ho menaje a las posibilidades fuguísticas del lenguaje—. En un artículo pu blicado en 1975 en el New York Times, Robert Hurwitz decía que escu char una de estas obras de Gould era «comparable a estar sentado en el me tro en una hora punta, leyendo el periódico al tiempo que se captan retazos de dos o tres conversaciones, con el estridente ruido de fondo de una radio portátil mientras el tren traquetea por las vías». Gould hizo una serie de programas de radio sobre dos de sus compositores favoritos, Schoenberg y Richard Strauss, y también produjo una trilogía de «docudramas» sobre la soledad, de una hora de duración, para la CBC, en las que mostraba su fascinación por las cualidades musicales del habla. En los últimos meses de su vida, Gould había comenzado a aventurar se en el mundo de la dirección, trabajando con una orquesta compuesta de músicos de aquí y allá que había reunido en Toronto. El primer proyecto era una grabación del Idilio de Sigfrido, de Wagner; Gould amaba desde hacía tiempo esta pieza e incluso la había transcrito para piano solo y gra bado a principios de la década de 1970. La grabación orquestal estaba en las últimas fases de montaje cuando Gould murió. Seguramente el Idilio 16
de Sigfrido más lento jamás tocado es de una enternecedora e incompara ble ternura: después de escucharlo, las interpretaciones más tradicionales parecen precipitadas. Confiamos en que este inapreciable sabor de lo que podía haber sido se convierta algún día en un disco comercial. Los escritos de Gould pueden figurar como un estimable complemento de su legado de grabaciones; en efecto, gran parte del material más valioso contenido en este libro está directamente relacionado con el medio discográfico. A l igual que sus interpretaciones pianísticas, los ar tículos de Gould son lúcidos, no convencionales y, en ocasiones, ofensivos; van desde el insolente «Dilema del dodecafonista», escrito en su primera épo ca, cuando tenía veintitrés años, hasta la colección de artículos más breves escritos para Piano Quarterly los últimos diez años de su vida, pasando por el magistral «Perspectivas de la grabación»; en los peores momentos, es inmoderado, juguetón y excesivamente alusivo. Pero en los mejores, que no son infrecuentes, como en el perfil de Stokowski y varias de las notas para carpetas, Gould hace gala de una percepción y una vitalidad ausentes en la mayor parte de la crítica musical desde los dorados días de Huneker, Henderson y Thomson. Como todos los críticos importantes, Gould η,ο te nía miedo de confesar una opinión heterodoxa y nunca se contentaba ale gremente con reiterar el dogma musicológico de su época. Enamorado sin recato de las ideas, Gould pensaba que algunos pensamientos se traducían en realidad mejor en el teclado de la máquina de escribir que en el delpiano. Los escritos de Gould sobre medios de comunicación y grabaciones han dado pie a las mayores polémicas. Uno de los primeros artistas que trata ron el medio discográfico como un fin en sí mismo, su proclamación de que el concierto era una institución moribunda, provocaron una gran can tidad de acaloradas impugnaciones. Sin embargo, en un nivel por lo me nos, Gould tenía toda la razón; después de todo, son más las personas que han conocido las sinfonías de Beethoven, las sonatas para piano de Mozart y los conciertos de Bach en sus casas que las que nunca pondrán los pies en un salón de recitales. Especialmente para los que han crecido en la era de los discos de larga duración, es un hecho que las grabaciones han sus tituido en gran medida al concierto en vivo como el medio más factible y económico para enfrentarse a la obra de un compositor o a la recreación de un intérprete. Sea o no éste el mejor de todos los mundos posibles, es el mundo donde vivimos y parece inútil culpar a Gould por ser el mensajero que trae las malas noticias. Desde luego, para Gould no eran en absoluto malas. En lugar de llorar por la desaparición de la sala de conciertos, imaginaba un espléndido mun
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do nuevo en el que la tecnología liberaría tanto al intérprete como al oyente para experimentar la música en una intimidad inconcebible hasta ahora. Gould tenía una fe inquebrantable en las ventajas de la tecnología. No im porta que su actitud surgiera de una aversión por las interpretaciones en vivo; la necesidad no sólo sigue aguzando el ingenio, sino que también está íntimamente relacionada con la deducción. Gould murió de una apoplejía el 4 de octubre de 1982, sólo diez días después de su quincuagésimo cumpleaños, línea de demarcación tras la cual siempre había declarado —con lo que resultó ser una exactitud amarga mente irónica— que dejaría de tocar el piano. No cabe exagerar el senti miento de pérdida que sufrieron sus numerosos amigos. Era éste un hom bre que carecía en absoluto de maldad, una presencia alentadora y espiri tual en nuestras vidas. La imagen pública de Gould es engañosa; se le re trata con demasiada frecuencia como un misántropo, réplica musical de Howard Hughes. Nada más lejos de la verdad, ya que a Gould le impor taba de forma profunda la gente —bien que a cierta distancia— y disfrutó enormemente de la vida. E l biógrafo de Gould, Geoffrey Payzant, dijo una vez de él que era «una persona sumamente superior, amistosa y considerada. En realidad no es un excéntrico ni un egocéntrico. Glenn Gould es una persona que ha des cubierto cómo quiere vivir su vida y eso es precisamente lo que hace». E l estilo de tabla rasa en que vivía Gould no era para cualquiera, pero él se había adaptado a su genio y a las necesidades particulares parejas a sus do nes. Como mejor trabajaba era en soledad viviendo la vida de un monje de la era McLuhan, manteniendo el contacto con el mundo casi exclusiva mente por teléfono, durmiendo de día y trabajando de noche. « Vivo a larga distancia», decía riéndose, y era, en su mayor parte, cierto. Gould pensaba que los encuentros personales, en general, distraían y eran innecesarios, y afirmaba que podía comprender mejor la esencia de una persona a través del teléfono. Gould tuvo algunos amigos a los que nunca conoció, salvo por teléfono; su factura mensual llegaba regularmente a las cuatro cifras. A tra vés del teléfono, hacía participar a sus amigos en cualquier proyecto que ocu para su pensamiento en ese momento. Gould llamaba por lo general en tor no a la medianoche, mientras sorbía una omnipresente taza de té y se pre paraba para comenzar su jornada de trabajo nocturna. Aun ahora, siem pre que recibo una llamada persona a persona, especialmente si es a altas horas de la madrugada, espero oír automáticamente la alegre voz de Gould al otro lado de la línea. E l crítico Edward Rothstein observó una vez que Gould «se trataba a 18
sí mismo con una mezcla de ironía y seriedad, pareciendo a veces un show man musical y un sacerdote consagrado a su arte al mismo tiempo». Gould abundaba en paradojas: era un hombre en cuya vida personal reinaba un caos feliz, pero cuyo arte era refinado hasta un grado extraordinario; era una especie de ermitaño que, como compañero telefónico, era el más espon táneo y alegre que cabe imaginar; era un solitario profundamente conser vador que se creía socialista; era un hombre que no iba a ninguna iglesia, pero que pasaba sus largas noches leyendo libros de teología y filosofía. M i recuerdo más duradero de Gould será siempre el de nuestro último encuentro, una fría tarde de agosto en Toronto, poco más de un mes antes de su muerte. A las tres de la mañana fuimos en el coche hasta un desierto estudio de grabación del centro donde, con su habitual vestimenta de vera no para estar en casa —dos jerséis, camisa de lana, bufanda, sombrero flexible—, se relajó ante el teclado de un Yamaha de media cola y tocó arre glos suyos para piano de óperas de Richard Strauss. El Yamaha se convir tió de repente en una orquesta de medio metro cuadrado: densas líneas contrapuntísticas, translúcidamente claras y perfectamente perfiladas, que re sonaban en la sala vacía. Lejos de los ojos y los oídos del curioso mundo, de los ávidos admiradores y los críticos desaprobadores, de los contratos lu crativos y los repartos de porcentajes, Gould tocó toda la noche, perdido en el puro gozo de crear algo hermoso. T im P a g e
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PRÓLOGO1
CONSEJOS A LOS GRADUADOS Sé que al aceptar el papel de impartir los consejos a los graduados accedo a una venerable tradición. Sin embargo, es un papel que me asus ta un poco, en parte porque es nuevo para mí y en parte porque estoy firmemente convencido de que los consejos gratuitos hacen más mal que bien. Sé que en estas ocasiones es costumbre de quien imparte los con sejos les diga algo del mundo al que se van a enfrentar —basándose, des de luego, en su experiencia—, un mundo que no podría reproducir ne cesariamente el que quizá sea el de ustedes. Sé también que es costum bre recomendarles las soluciones que, en la experiencia de orador, han resultado válidas, presentándolas en ocasiones de forma anecdótica en la tradición del «cuando yo tenía su edad» o, lo que es aún peor, en la de «si yo tuviera su edad». Pero he tenido que rechazar este método por que me veo obligado a darme cuenta de que la diferencia de nuestras experiencias limita la utilidad de cualquier consejo práctico que pudiera ofrecerles. De hecho, si pudiera encontrar una frase que resumiera mis deseos para ustedes en esta ocasión, creo que me dedicaría a convencer les de la futilidad de vivir demasiado de los consejos de los demás. ¿Qué puedo decirles que no vaya en contra de esta convicción? Hay, quizá, algo que no contradice mis ideas sobre la futilidad de los consejos en una circunstancia como ésta porque no se basa en llamar su aten ción sobre algo demostrable —es decir, algo que hay que demostrar y, 1 Discurso pronunciado en el Real Conservatorio de Música, Universidad de Toronto, en noviembre de 1974.
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por tanto, será con toda probabilidad rechazado—, sino que es simple mente una sugerencia sobre la perspectiva desde la cual enfocan los da tos que ya poseen y los que decidirán adquirir en un futuro. Se trata de lo siguiente: nunca dejen de ser conscientes de que todos los aspectos de lo que han aprendido y aprenderán son posibles por su relación con la negación: con lo que no es o lo que parece no ser. Ι ό más impresionante del hombre, quizá lo único que je excusa de toda su idio tez y brutalidad, es el hecho de que haya inventado el concepto de lo que no existe. Puede que «inventado» no sea la palabra correcta —quizá «adquirido» o «asumido» sean más aceptables—, pero «inventado», vol viendo a ello, expresa de algún modo con mayor contundencia, si no con mucha exactitud, el logro que implica ofrecer una explicación a la hu manidad, una antítesis que afecta a lo que no es la humanidad. La ca pacidad de representarnos en función de lo antitético a nuestra expe riencia es lo que nos da una medida no sólo matemática del mundo en que vivimos (aunque sin lo negativo no iríamos muy lejos en las mate máticas), sino también una medida filosófica de nosotros mismos; nos ofrece un marco dentro del cual definir lo que consideramos actos posi tivos. Ese marco puede representar muchas cosas. Puede representar· moderación. Puede representar un refugio de todas las direcciones anti téticas que sigue el mundo exterior a nosotros, direcciones que podían haber tenido coherencia y validez en otro lugar, pero de las que nuestra experiencia busca protección. Ese marco puede representar un arancel de la máxima arbitrariedad contra los sistemas puramente artificiales, aunque totalmente necesarios, que construimos para regirnos: nuestro yo social, nuestro yo moral, nuestro yo artístico, si lo desean. La impli cación de lo negativo en nuestras vidas reduce por comparación cual quier otro concepto con el que haya jugado el hombre en la historia del pensamiento. Es el concepto que pretende hacernos mejores —darnos es tructuras dentro de las cuales pueda funcionar nuestro pensamientoai mismo tiempo que admite nuestra debilidad, la necesidad que tene mos de esta barricada tras la cual puedan buscar una lógica la incertidumbre, la fragilidad y la provisionalidad de nuestros sistemas. Están ustedes a punto de entrar —como se dice en estas temibles oca siones— en el mundo de la música. Y la música, como saben, es la cien cia más acientífica y la sustancia más insustancial. Nadie nos ha expli cado nunca realmente y de forma exhaustiva muchas de las cosas pri migeniamente obvias de la música; nadie nos ha explicado realmente por qué llamamos a lo alto «alto» y a lo bajo «bajo». Cualquiera puede lograr explicarnos lo que llamamos alto y lo que llamamos bajo; pero ar 22
ticular las razones por las que esto tan acientífico e insustancial que lla mamos música nos conmueve de la forma en que lo hace y nos afecta con toda la profundidad posible es algo que nadie ha logrado nunca. Y cuanto más se piensa en el perfectamente asombroso fenómeno que es la música, más se da cuenta uno de hasta qué punto su proceso es producto de la construcción puramente artificial del pensamiento siste mático. No me interpreten mal; cuando digo «artificial» no quiero decir algo malo. Quiero decir simplemente algo que no es necesariamente na- / tural, y «necesariamente» se refiere a la posibilidad de que en el infinito V podría resultar que, después de todo, hubiera sido natural. Pero, por lo j que podemos saber, la artificialidad del sistema es lo único que confiere J a la música una medida de nuestra reacción ante ella. ¿Es posible, entonces, que esta reacción sea también simulada? Qui zá sea igualmente artificial. Quizá sea éste el fin de todo el complejo lé xico de la educación musical: limitarse a cultivar la reacción a un con junto determinado de actos simbólicos en el sonido, y no sean actos rea les que producen reacciones reales, sino actos simulados y reacciones si muladas. Quizá, como los perros de Pavlov, tenemos escalofríos cuando reconocemos una decimotercera interrumpida y nos sentimos cómodos con una séptima de dominante que resuelve precisamente porque sabe mos que eso es lo que se espera de nosotros, precisamente porque he mos sido educados para estas reacciones. Quizá sea porque nos impre siona nuestra propia capacidad de reaccionar. Quizá no sea más que nos hemos gustado, que todo el ejercicio de la música es la demostración de una operación refleja. El problema empieza cuando se olvida la artificialidad de todo ello, cuando se deja de rendir homenaje a las denominaciones que para nues tras mentes —para nuestros sentidos reflejos, quizá— hacen de la mú sica un objeto analizable. El problema empieza cuando comenzamos a sentirnos tan impresionados por las estrategias de nuestro pensamiento sistematizado que olvidamos que tiene un reverso, que procede de la ne gación, que no es más que una seguridad muy pequeña frente al vacío de la negación que lo rodea. Y cuando eso ocurre, cuando olvidamos es tas cosas, la función de la personalidad humana empieza a verse per turbada por todo tipo de fallos mecánicos. Cuando las personas que prac tican un arte como la música caen fascinadas por esos supuestos posi tivos del sistema, cuando se olvidan de reconocer ese acontecimiento con tra la negación que es el sistema y cuando pierden el respeto a la in mensidad de la negación frente al sistema, se sitúan fuera del alcance de ese reabastecimiento del ingenio del que dependen las ideas creativas 23
porque el ingenio es, en realidad, un goteo cauteloso en la negación que está fuera del sistema desde una posición firmemente instalada en el sis tema. La mayoría de ustedes enseñarán en un momento u otro algún as pecto de la música, me imagino, y es en ese papel cuando serán más pro clives, creo, a lo que yo llamaría los peligros del pensamiento positivo. Quizá yo no estoy en condiciones de hablar sobre la enseñanza: es algo que nunca he ejercido y que creo nunca tendré el valor de ejercer. Me parece que implica una responsabilidad sumamente impresionante que prefiero evitar. Sin embargo, es probable que la mayoría de ustedes se enfrentarán a esa responsabilidad en algún momento; y desde la ba rrera, entonces, creo que su éxito como profesores dependerá en gran me dida del grado en que se permita que la singularidad y la unicidad de la confrontación entre ustedes y cada uno de sus alumnos determine su enfoque hacia ellos. En el momento en que el aburrimiento o la fatiga, el tedio del paso de los años, superen el ingenio específico con el que se apliquen a todos los problemas, se verán amenazados por ese exceso de dependencia de los atributos susceptiblemente positivos del sistema. Puede que recuerden la introducción de George Bernard Shaw a sus obras completas de crítica musical, en la que habla de su temprana am bición por desarrollar la resonancia innata de su voz por barítono y hon rar los escenarios de las salas de ópera del mundo. Le alentó, al parecer, un vivaz charlatán, uno de esos fósiles andantes de la teoría musical, que ya había hecho caer en la trampa a la madre de Shaw cuando era estudiante y que se proclamaba en posesión de algo llamado «el Méto do». Parece ser que, después de varios meses de someterse al Método, Bernard Shaw se entregó a su máquina de escribir y nunca pudo volver a cantar afinado. No sugiero en ningún momento que subestimen la importancia de la teoría dogmática. Tampoco sugiero que amplíen sus facultades de in vestigación a tal propósito y comprometan su reconfortante fe en los sis temas en los que han sido enseñados y a los que siguen siendo sensi bles. Pero sí sugiero que procuren recordar a menudo que los sistemas con los que organizamos nuestro pensamiento y en los que tratamos de transmitir ese pensamiento a las generaciones siguientes representan lo que cabría imaginar como un primer plano de actividad —de acción positiva, convencida, segura de sí misma— y que este primer plano sólo puede tener validez en tanto intente imponer credibilidad al vasto fondo de posibilidades humanas aún sin organizar. Quizás aquellos de ustedes que se convertirán en intérpretes y com24
positores no serán tan vulnerables, aunque sólo sea porque el mercado en el que tendrán que desenvolverse exige de forma insaciable nuevas ideas o, en todo caso, nuevas variaciones sobre las viejas ideas. Además, como intérpretes o compositores, lo más probable es que existirán —o, en todo caso, deberán tratar de existir— más para sí mismos y de sí mis mos que lo que les estará permitido a sus compañeros en la pedagogía musical. No estarán expuestos de forma tan constante al tipo de inte rrogantes que inducen a una respuesta preparada; no tendrán una oca sión tan grande de permitir que sus conceptos sobre la música se vuel van inflexibles. Pero esta soledad que pueden adquirir y deben cultivar, esta ocasión para la contemplación de la que deben aprovecharse sólo les será útil en tanto puedan sustituir esas preguntas que plantea el alumno al profesor por preguntas planteadas por sí mismos para sí mis mos. Deben tratar de descubrir hasta dónde llega su tolerancia para las preguntas que se hacen a sí mismos. Deben tratar de reconocer ese pun to a partir del cual la exploración creativa —preguntas que amplían su visión de su mundo— sobrepasa el punto de tolerancia y paraliza la ima ginación enfrentándola a demasiadas posibilidades, demasiadas oportu nidades especulativas. Mantener en equilibrio las cuestiones prácticas del penamiento sistematizado y las oportunidades especulativas del ins tinto creativo será la empresa más difícil y la más importante de sus vidas en la música. De algún modo no puedo evitar pensar en algo que me ocurrió cuan do tenía trece o catorce años. No he olvidado que me he prohibido las anécdotas esta noche, pero me parece que ésta viene al caso y, dado que siempre he pensado que ha sido un momento decisivo para mi reacción ante la música y dado que, en cualquier caso, me estoy volviendo viejo y nostálgico, van a tener que oírmela. Estaba practicando el piano un día —recuerdo con claridad, aunque da igual, que era una fuga, la K. 394, para los que también toquen el piano— y de pronto se puso a fun cionar una aspiradora justo al lado del instrumento. Bueno, el resultado fue que en los pasajes fuertes, esta música luminosamente diatónica en la que Mozart imita de forma deliberada la técnica de Sebastián Bach quedó rodeada de un halo de vibrato, casi el efecto que se lograría si can taran en el baño con los oídos llenos de agua y de repente sacudieran la cabeza. Y en los pasajes más suaves no podía oír en absoluto ni un so nido de los que producía. Podía sentir, naturalmente, podía notar la re lación táctil con el teclado, repleta de su propio tipo de asociaciones acús ticas, y podía imaginar lo que estaba haciendo, pero de hecho no podía oírlo. Pero lo extraño era que todo sonó de repente mejor de lo que ha 25
bría sonado sin la aspiradora y las partes que de hecho no podía oír eran las que mejor sonaban. Bueno, durante años a partir de entonces, y aun hoy, si tengo mucha prisa por grabarme en la cabeza la huella de una partitura nueva, provoco el efecto de la aspiradora poniendo algunos rui dos totalmente contrarios lo más cerca que puedo del instrumento. No importa qué ruido, en realidad —películas del Oeste en la televisión, dis cos de los Beatles; cualquier cosa que suene alta bastará—, porque lo que pude aprender de esa unión accidental entre Mozart y la aspiradora fue que el oído interno de la imaginación es un estimulante mucho más poderoso que cualquier grado de observación externa. No tienen que reproducir la excentricidad de mi experimento para probar esta verdad. Descubrirán que es verdad, creo yo, siempre que per manezcan profundamente involucrados en los procesos de su imagina ción, no como alternativa a lo que parece ser la realidad de la observa ción externa, ni siquiera como complemento de la acción y adquisición positivas, porque esa no es la mejor forma en que puede servirles la ima ginación. Lo que la imaginación puede hacer es servir como una especie de tierra de nadie entre ese primer plano de sistema y dogma, de acción positiva, para el que han sido educados y ese vasto fondo de inmensas posibilidades, de negación, que deben examinar constantemente y al que nunca deben olvidar rendir homenaje como la fuente de todas las ideas creativas.
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PRIMERA PARTE
MÚSICA
W ILL IA M BYRD Y O R L A N D O GIBBON S1 A los tres compases de la novena y última variación del «Sellinger's Round» (última contribución de William Byrd a este disco), un solitario si bemol —la única nota de su género que adorna este opus de 182 com pases— proclama al mismo tiempo el final de esta obra y el comienzo de ese nuevo sistema de acordes de orientación tonal que en unos años suscribiría la mayor parte de la música. Como es lógico, la nota no ca rece en absoluto de precedentes; en este mismo álbum, Byrd sitúa otras notas de este tipo o equivalentes modales en encrucijadas cadencíales similares; y todos los accidentes asumen,.a ese respecto, un significado y una intensidad en la música Tudor que no volverán a alcanzar, salvo en raras ocasiones, hasta la época de Wagner. Pero lo que distingue a este si bemol concreto es que se da, ante todo, como desenlace de una obra en la que se ha aplicado rigurosamente un concepto diatónico si milar al de do mayor (aunque, huelga decirlo, no en beneficio del do ma yor que nosotros conocemos) y en el contexto de unas variaciones que, aunque prodigiosamente inventivas en cuanto a melodía y ritmo, sólo proponen los cambios de acorde más discretos como apoyo del tema bur lón que está a su disposición. Es inevitable que, a nuestros oídos, una nota así venga cargada con el bagaje de la historia —de ese edificio puente de la subdominante con el que Bach, atravesando los últimos estrechos de una fuga, aterriza en una cadencia final V-I, por ejemplo, o con el que telegrafía Beethoven 1 Notas para la carpeta del disco Columbia M 30825, 1973.
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los últimos párrafos de una sonata, un cuarteto para cuerdas o una sin fonía—. Aún así, a los oídos isabelinos quizá representara poco más que un caso de contradicción enarmónica —esa técnica «peón come a peón» de movimiento modal de las voces que con tanta suavidad trataron las celebradas figuras de su época—. Y hay, ciertamente, muchos más mo mentos sorprendentes de relación cromática cruzada en esta música; la célebre pavana «Salisbury» de Gibbons ofrece el caso sumamente expre sivo de un sol natural en el contralto peleándose con un sol sostenido en el tenor —aunque, por otra parte, el «Italian Ground»2del mismo com positor, por ejemplo, podría ilustrar mejor las nuevas nociones de com patibilidad de tríadas que dieron paso al barroco. Así pues, la verdad sobre esta nota debe estar en algún paso inter medio. Es evidente que las dos partes del compás que se le asignan no pueden sostener ningún concepto analítico profundo; las consecuencias más sutiles de esa inversión de la polaridad armónica —el sistema de radares de alarma rápida a distancia creado por los compositores barro cos y clásicos para avisarnos de la presencia de un código— tendrán que esperar aún uno o dos siglos más. Y aun así, debido a ese espléndido ais-, lamiento de que disfruta dentro de su contexto, pocos momentos me vie nen a la mente que glosen con mayor perspicacia esa transición entre dos métodos lingüísticos que hasta cierto punto ocupó toda la música del Renacimiento tardío. Esa transición, después de todo, no fue hacia un lenguaje más com plejo o más sutil, sino hacia un lenguaje que, en sus manifestaciones ini ciales al menos, consistía en una sintaxis de acordes casi rudimentario. Y, tal como lo difundieron a principios del siglo XVII maestros tan céle bres de la Europa meridional como Monteverdi, por ejemplo, y frente a los complejos tapices renacentistas que vino a suceder, ese lenguaje pa rece con mucha frecuencia torpe, carente de arte y previsible. Monteverdi, desde luego, aceptó el nuevo lenguaje como un hecho consumado. Sus temerarias y triádicas declaraciones se exponen con el fervor evangélico del pionero y, por una jugada de la suerte, se les ha. atribuido una influencia totalmente desproporcionada a su valor inicial como música. Monteverdi se limitó a desoír las razonadas llamadas de la técnica del Renacimiento y se dirigió hacia un tipo de música que na die había intentado hacer antes. Bueno, casi nadie, en cualquier caso: en la música «progresista» de los últimos años de Monteverdi hay algo inherente y, quizá inevitablemente, de amateur, y, creo yo, incluso an2 N. del T.: Tipo de bajo con variaciones.
tes de su época debieron de haber existido unos cuantos compositores profanos realmente horribles que no pudieron cubrir las apariencias renacentistas y que probablemente escribieron algo parecido una o dos veces. En estos casos, sin embargo, lo más probable es que sus albaceas pro curaran la desaparición del producto; en el caso de Monteverdi, tal como fueron las cosas, éste le hizo famoso. En parte, quizá, porque fue el pri mer no aficionado que infringía las normas y lograba hacerlo con impu nidad; pero también, sospecho, debe algo al hecho de que las infringió en búsqueda de un nuevo tipo de empresa musical: la ópera, y ello, a su vez, bien podría ser la razón de que, hasta la fecha, en los países sep tentrionales de vocación instrumental consideremos a veces la ópera —especialmente la ópera italiana— algo muy inferior a la música y, de forma poco caritativa y bastante inexacta, que las estrellas de la ópera no son músicos. Las normas infringidas por Monteverdi hallaron su apología no sólo al servicio del teatro musical, sino en el desarrollo de una nueva prác tica armónica, que iba a ser codificada en breve, llamada tonalidad. Mon teverdi no estaba, como es natural, solo en ese intento de escribir mú sica total, pero causó más sensación que la mayor parte de sus contem poráneos; mucho más, seguramente, que aquellos cuyo arte y aspecto ex terior suavizaba la relativa sobriedad de la vida en los climas septentrio nales. Los dos maestros septentrionales representados en este disco, aun que unidos por la marca, indeleble y característicamente inglesa, del con servadurismo, no son, y el juego de palabras es intencionado, lobos de la misma camada3. Comparten el mismo idioma, pero no la actitud: Gib bons representa la introspección de un Gustav Mahler frente a la ma yor vistosidad de Byrd-Richard Strauss. Quizá por esta razón Gibbons, a pesar de la reputación de virtuoso que gozaba entre sus colegas, nun ca demuestra ganar ventaja en la música instrumental. Byrd, por otra parte, pese a ser el creador de una música incomparable para la voz, es también el patrono de las obras para teclado. En efecto, Byrd es una de las «personas particularmente dotadas» —en su música, como en la de Scarlatti, Chopin y Scriabin, no hace falta usar frases desafortunadas— y toda su prolífica producción para teclado se distingue por una notable penetración en las formas en que puede emplearse la mano del hombre 3 N. del T.: La expresión en inglés es «birds of a feather», pájaros de la misma pluma; el autor juega con el homónimo Byrd.
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al respecto con el máximo provecho. Seguramente, como atestigua la sép tima división del «Sellinger's Round», era, él o algún colaborador suyo, un maestro que rozaba la perfección en las escalas en terceras. Sin embargo, no era un compositor que permitiera que el gorgorito fuera un obstáculo del ingenio. Efectivamente, entre las piezas inclui das en este álbum, el «Voluntan (for my lady Nevelle)» es un austero ejercicio lleno de estrechos contrapuntos que bien podría atribuirse a Jan Sweelinck. Incluso en esta obra, sin embargo, es patente en todas partes la misteriosa explotación que Byrd hace del registro instrumen tal —sus estratagemas más ambiguas se resuelven, inevitablemente, en las zonas del teclado que mejor las traducen en la realidad—, mientras que en la atmósfera engañosamente relajada y preeminentemente me lódica de la sexta pavana y gallarda las voces secundarias ofrecen sóli dos fondos similares a los de los himnos y se desvanecen simultánea mente en imitaciones en canon del tema. Para Orlando Gibbons, por otra parte, la música vocal fue el princi pal medio de expresión y, pese al cupo de escalas y trinos de rigor en vehículos de virtuosismo tan ayunos de entusiasmo como la gallarda Sa lisbury, nunca se acaba de contrarrestar la impresión de estar ante una música de belleza sublime que de alguna forma carece de su medio ideal de reproducción. Como el Beethoven de los últimos cuartetos, o Webern casi siempre, Gibbons es un artista de un compromiso intratable tal que, al menos en el campo del teclado, sus obras funcionan mejor en la memoria o sobre el papel de lo que nunca podrán funcionar a través de la intercesión de una tabla que suena. En la primera década del siglo xvn, sin embargo, Orlando Gibbons creaba himnos y antífonas con cadencias tan directas y enfáticas como ninguna de las que escribiría Bach para alabar la fe de Lutero; una mú sica que poseía una sorprendente penetración en la psicología del siste ma tonal. Pero Gibbons, como todo buen inglés, rehuía la senda de la aventura; aunque era un perfecto experto en el uso de las nuevas téc nicas, una vida vivida peligrosamente «à la Monteverdi» era ajena a su naturaleza. Y así, de vez en vez, cuando el espíritu le incitaba a ello y el contexto parecía propicio, engendraba algún conflicto extraño y am bivalente entre las voces, algún desvío de última hora en torno a todo lo que suponía la máxima precisión y coherencia y «progresismo» en la estructura. Estampaba en él el sello de su historia y el de la suya propia y, de esa forma, realizaba las consecuencias del si bemol de Mr. Byrd.
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D OM EN ICO SCA RLA T T I1 Las obras para teclado de Domenico Scarlatti no fueron, desde lue go, concebidas como música para piano; aun así, pocos compositores han escrito nunca con un talento tan manifiesto para el teclado: en efecto, Liszt y Prokofiev son quizá los únicos rivales cercanos de Scarlatti en lo que a «el máximo efecto por el mínimo esfuerzo» se refiere. Y la sagaz apreciación táctil de Scarlatti contribuye a que sus seiscientas y pico so natas puedan tocarse en los instrumentos contemporáneos sin el más mínimo desmerecimiento para su metodología derivada del clavecín y tengan éxito aun cuando estén sometidas a los trucos pianísticos más inconscientes respecto del estilo. Sin embargo, no es un mudo testimo nio de un potencial de Augenmusik latente —el tipo de estrategia «es críbelo bien de verdad y ni siquiera un cuarteto de tubas podrá estro pearlo» que funciona con Bach, por poner un ejemplo—, sino más bien un tributo a un despliegue extraordinariamente clarividente de los re cursos del teclado. Esto es tanto más notable cuanto, pese a sus numerosos y excéntri cos trucos, las sonatas de Scarlatti distan de ser a prueba de fórmulas: la mayoría están escritas en un solo movimiento que avanza a toda má quina, observan el inevitable cambio de tonalidad binaria y, salvo pocas excepciones, fomentan su virtuosismo algo jadeante con una parlanchí na estructura bipartita que, pese a las dobles octavas y a los rellenos de tríadas, hacen que Scarlatti pueda desplazarse por el teclado con una destreza y excentricidad manual que ninguno de sus contemporáneos pudo igualar. Scarlatti no desarrolla ideas en esa forma extensa y dis cursiva que caracterizó a su generación; parece casi avergonzado cuan do se le sorprende con un fugato en las manos o cuando se enreda con la más breve imitación en estrecho. La mayor parte de los ardides contrapuntísticos que contribuyeron a formular las impresionantes decla raciones de Bach y Haendel son, para Scarlatti, meros impedimentos ba rrocos. Scarlatti da lo mejor de sí cuando corretea con soltura de una brillante secuencia a la siguiente, de una octava a su vecina, empleando el truco vanguardista, hoy día corriente, de utilizar extremos periféri cos en rápida sucesión y, como resultado, su música posee un grado de 1 Notas al programa para una emisión de CBC, febrero de 1968.
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peculiaridad mayor que la de cualquier otra figura comparable. Hay una previsible discontinuidad en Scarlatti, y si su obra no es memorable en el sentido convencional del término, si su fantástico fondo de melodía no se queda grabado con facilidad en la memoria del oyente, la inconte nible vivacidad y buena voluntad de esta música garantizan que casi cualquier suite de piezas que se tome de esas seiscientas sonatas será, con toda seguridad, una delicia musical.
EL ARTE DE LA F U G A 1
Bach siempre estuvo escribiendo fugas; ninguna ocupación se ajus taba mejor a su temperamento y nada puede evaluar con tanta preci sión el desarrollo de su arte. Bach ha sido juzgado por sus fugas. En sus últimos años, cuando se guía componiéndolas, en un momento en que la vanguardia de la época se ocupaba de empresas de vocación más melódica, era rechazado como una reliquia de una era anterior, menos iluminada. Y cuando, a princi pios del siglo XIX, se inició el gran movimiento popular Bach, sus segui dores eran unos románticos bienintencionados que veían en los impre sionantes y glaciales coros de la Pasión según San Mateo o de la Misa en si menor enigmas insolubles, cuando no ininterpretables, merecedo res de devoción sobre todo por la fe que rezumaban de forma tan triun fal. Como arqueólogos que excavaban el subsuelo de una cultura olvi dada, les impresionó lo que encontraron, pero lo que más les complacía era su propia iniciativa para encontrarlo. Para el oído decimonónico, es muy difícil que esos coros de modulaciones ambivalentes hayan encaja do en ningún concepto clásico-romántico de estrategia tonal. Y aún hoy los que creemos comprender las consecuencias de la obra de Bach y la diversidad de su impulso creativo reconocemos en la fuga el foro fundamental de toda su actividad musical. Hay una proximidad constante de la fuga en la técnica de Bach; todas las estructuras que ex plotó parecen destinadas en última instancia a una fuga. El aire de dan za menos pretencioso o el tema coral más solemne parece implorar una respuesta, ávido de ese vuelo contrapuntístico que halla en la técnica fu1 Introducción al libro I de El clave bien temperado, de Bach, publicado por Amsco Music Company, 1972.
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guística su realización más completa. Todas las sonoridades que probó, todas las combinaciones instrumentales-vocales parecen estar talladas para admitir innumerables respuestas e incompletas a menos que di chas respuestas estén próximas. Se tiene la impresión de que, justo de bajo de la superficie, incluso en esos momentos de máxima calidez en que le encontramos vendiendo café en una cantata o apuntando cancio nes para Ana Magdalena, subyace una situación fuguística en potencia. Y podemos sentir su incomodidad casi visible (o audible) cuando, de vez en vez, debe reprimir el hábito y el esfuerzo fuguístico para unirse a esa búsqueda simplista del control temático y la conformidad modulatoria que constituían la principal inquietud de su generación. La fuga, sin embargo, no se eclipsó tras la muerte de Bach, sino que siguió siendo un reto para la mayor parte de la generación más joven que crecía, aunque no lo supiera aún, a su sombre. Pero empezaba a de saparecer progresivamente, empleada, cuando lo era, como final disuasorio de obras corales de gran escala o terapia pedagógica para melodistas en ciernes cuyos bajos Alberti necesitaban animación. Dejó de ser el centro del pensamiento musical, y una sobredosis de fuga podía costarle caro a un compositor joven de la época en lo que al favor del público respecta. En una era de la razón, la fuga parecía irracional en esencia. Puede que la técnica de la fuga haya llegado con más facilidad a Bach que a otros, pese a que es una disciplina que nadie adquiere de la noche a la mañana. Y tenemos como testigos de ese hecho los primeros esfuer zos de Bach en la fuga, entre ellos esas torpes toccata fugas escritas cuando contaba unos veinte años de edad; repetitivas hasta la saciedad, rudimentariamente secuenciales, necesitadas desesperadamente del lá piz rojo de un corrector, sucumben con frecuencia ante esa ampulosidad armónica contra la que tuvo que luchar el joven Bach. La mera presen cia de sujeto y respuesta parecía suficiente para satisfacer sus exigen cias aún faltas de autocrítica. La primera de las dos fugas incluidas en la Toccata en re menor para clave reitera su proposición temática en no menos de quince ocasiones sólo en la tonalidad principal.
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En estas obras, los aspectos inventivos de la fuga se subordinaban por fuerza a un examen de la función modulatoria de la tonalidad y, pese a la inclinación contrapuntística predominante de esa generación, era, en efecto, rara la fuga que establecía una forma acorde a sus exi gencias materiales. Éste es, de hecho, el problema histórico de la fuga: que no es una for ma como tal, en el sentido en lo que es sonata (o, en cualquier caso, el primer movimiento de la sonata clásica), sino más bien una invitación a inventar una forma acorde a las exigencias de la idiosincrasia de la composición. El éxito en la creación de una fuga depende de hasta qué punto el compositor puede renunciar a las fórmulas en aras de la crea ción de una forma y, por esa razón, la fuga puede ser la más rutinaria o la más estimulante de las empresas tonales. Medio siglo, ni más ni menos, separa esos torpes intentos adolescen tes de fuga del resuelto anacronismo de las últimas: E l arte de la fuga. Bach murió poco antes de terminar esta obra, pero no antes de haber dado rienda suelta a un grado de gigantismo fuguístico que, al menos por el reloj, no fue cuestionado hasta el exhibicionismo neobarroco de Ferruccio Busoni. Pese a sus proporciones monumentales, un aura de renuncia impregna toda la obra; de hecho, Bach renunciaba a las preo cupaciones pragmáticas de la creación musical y se dirigía hacia un mundo idealizado de invención absoluta. Una faceta de esta renuncia es el regreso a un concepto de modulación casi modal; apenas hay momen tos en esta obra a los que Bach envuelve con ese infalible instinto de regreso tonal que inspiró sus composiciones didácticas menos vigorosas. El estilo armónico utilizado en E l arte de la fuga, pese a su agresivo cro matismo, es en realidad menos contemporáneo que el de sus primeros ensayos fuguísticos, y en su nómada vagabundeo por el mapa tonal, pro clama con frecuencia una descendencia espiritual del cromatismo am bivalente de Cipriano de Rore o Don Cario Gesualdo.
La mayor parte de sus relaciones tonales básicas son explotadas en aras del relevo y la continuidad estructurales —hay incluso una ocasio36
nal cadencia completa en la dominante cuando Bach termina un seg mento principal dentro de una de las fugas pluritemáticas—, pero este opus fluido y cambiante en modulaciones rara vez está dotado de este determinismo armónico lleno de significado por el que destacaron las fu gas del período central de Bach. Entre los esfuerzos inmaduros de su época de Weimar y la intensa concentración enclaustrada en sí misma de E l arte de la fuga, Bach es cribió literalmente cientos de fugas, denominadas como tales o no, para todas las combinaciones instrumentales, que revelan en su forma más fluida una técnica contrapuntística casi impecable. Para todas ellas, y para todos los esfuerzos posteriores en la forma, la pauta la marcan los dos libros de sus 48 preludios y fugas: E l clave bien temperado. Estas obras, de sorprendente variedad, alcanzan esa compenetración entre la continuidad lineal y la seguridad armónica que el compositor evitó to talmente en sus primeros años y que, dada su tendencia al anacronis mo, no desempeñan más que un papel menor en E l arte de la fuga. El talento tonal que exhibe Bach en estas obras parece unido de forma ine xorable al material del compositor y poseído de un alcance modulatorio que hace posible que éste subraye los caprichosos motivos de sus temas y contratemas. Al plasmar esta homogeneidad conceptual, Bach no se desinhibe en cuanto al estilo, sino que, de hecho, logra determinar su vocabulario armónico casi pieza por pieza. La misma primera fuga del libro I, por ejemplo, sólo tolera la más modesta de las modulaciones y, a su manera infestada de estrechos, ca racteriza ingeniosamente el propio sujeto de la fuga, un modelo afable y diatónico de excelencia académica.
Otras, como la fuga en mi mayor del libro II, exhiben gran parte del mismo tipo de aversión por la modulación; y es tan tenaz aquí la lealtad de Bach a su tema de seis notas, y tan tímido el programa de modula ciones a través del cual nos lo revela, que se tiene la impresión de que el intenso y fervientemente anticromático fantasma de Heinrich Schütz cabalga de nuevo.
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Hay otras fugas con temas más largos y más elaborados en las que el desenmarañamiento del misterio del motivo es inseparable de un plan maestro de modulaciones, y la fuga en si bemol menor del libro II es un buen ejemplo. Aquí, un sujeto de cuatro compases que, lleno de energía, se mueve en espiral,
es sometido a las habituales pruebas de la exposición y, a medida que van entrando las tres voces restantes, Bach empequeñece el dilema del acompañamiento conservando como contratema una secuencia de semi tonos que asciende y desciende alternativamente. 38
Más adelante, la conformidad sin pretensiones de esta corriente se cundaria rinde generosos dividendos, en cuanto a lo que Bach tiene en mente es un orden de fuga muy diferente del representado por las fugas en do mayor o en mi mayor de las que se ha hablado antes. Bach expone su material de numerosas guisas armónicas diferentes y pone de relieve algunos fenómenos estructurales latentes en él en cada uno de los prin cipales puntos de inflexión modulatoria. Así pues, cuando se disuelve en la mediante y establece por primera vez el tema en una tonalidad ma yor (re bemol), se origina un dúo en canon entre el propio tema, ahora oculto en la parte del soprano, y una parte de compás más tarde y dos octavas más una nota más grave, una imitación en el bajo. Para este epi sodio, el contratema cromático sale temporalmente de escena, y en su lugar, las voces secundarias suplentes añaden sus propios comentarios casi canonísticos.
Ninguna sonata o concierto de las generaciones posteriores ha pre parado nunca su zona temática secundaria con una serie más juiciosa mente racionada de actos. Pero para Bach ésta no es, en ningún sentido rococó, una zona secundaria, sino que simplemente representa una pa rada más en su búsqueda continua de la relación entre motivo y modu lación. Su regreso a la tonalidad de origen viene marcado por la primera de las varias presentaciones invertidas del tema
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y se elabora en última instancia para incluir, simultáneamente, exposi ciones originales e invertidas.
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Éstas, a su vez, sirven de apoyo a un diálogo afable, cromático y de voz interior con el que Bach se embarca en una secuencia de modula ciones casi promiscua. Pero, a su debido tiempo, prevalece la rectitud tonal y, en las cadencias, el compositor renuncia enfáticamente a todos los enredos ajenos, se queda sólidamente instalado dentro de la tonali dad original de si bemol menor y —por temor a que quede alguna duda de que las aventuras armónicas de esta pieza eran inseparables de las soberbiamente medidas revelaciones de su motivo primario— toma el ca mino de salida con una exposición original y una invertida de los temas en una exhibición descaradamente virtuosística de terceras dobles.
Dentro de las «48» hay, entre las fugas y los preludios que las pre ceden, numerosos casos de auténtica comunión de interés y espíritu. En ocasiones, los preludios son sólo un prosaico prólogo; los preludios en do mayor y en do menor del libro I entran quizá en esa categoría estilo es tudio. Pero no puede pedirse una identificación más completa con la me lancólica meditación de la fuga en do sostenido menor a cinco voces (li bro I) que la que ofrece su lánguido y triste preludio. De cuando en cuan do, los preludios tienen en sí una orientación fuguística; el preludio en mi bemol mayor del libro I, por ejemplo, ofrece, a pesar de toda su he terodoxa inobservancia de las propiedades de la exposición, enredos de estructura fuguística que eclipsan totalmente la fluida y convencional fuga que le sigue. Bach también utiliza en ocasiones los preludios como sondas con las que explorar esas sutilezas, formuladas con tanto esme ro de equilibrio binario y alternancia temática que se estaban convir tiendo en la principal preocupación de la mayoría de sus colegas. (El pre ludio en fa menor del libro II recuerda una de las creaciones menos exa geradamente táctiles del Signor Scarlatti). Como El arte de la fuga, E l clave bien temperado, o partes suyas, ha sido interpretado al clavecín y al piano, por grupos de viento y cuerda, 41
por combos de jazz y por al menos un grupo vocal de scat2, así como al instrumento cuyo nombre lleva. Y su magnífica indiferencia ante una sonoridad específica no es el menor de los atractivos que subrayan la universalidad de Bach. Hay, no obstante, un auténtico conocimiento táctil en la mayor par te de los 48 preludios y fugas y, a falta de una encuesta fiable, puede decirse con seguridad que la gran mayoría de las interpretaciones se ha cen al piano moderno y, por consiguiente, se pueden esquivar totalmen te las consideraciones respecto a la forma en que debe utilizarse dicho instrumento en su favor. En el siglo XX viene desarrollándose un debate permanente sobre el grado hasta el cual debería ponerse el piano al servicio de esta partitu ra. Hay quienes afirman que «si Bach lo hubiera tenido, lo habría utili zado»; la otra cara de este argumento se ve reforzada por la idea de que, dado que Bach no tuvo en cuenta la tecnología futura, escribió, en ge neral, dentro de los límites de los sonidos con los que estaba familiari zado. El método compositivo de Bach, desde luego, se distinguió por su aversión a componer para ningún instrumento de teclado específico. Y, en efecto, es sumamente dudoso que su sentido de la contemporanei dad se hubiera alterado de forma aprecíable de haberse incrementado los instrumentos de la casa con los ultimísimos teclados de «acción ace lerada» del señor Steinway. Al mismo tiempo, hay que decir, en honor del instrumento de teclado moderno, que el potencial de su sonoridad —ese recurso pagado de sí mismo, sedoso, que destila legato— puede ser reducido, además de explotado; usado además de abusado. Y no hay realmente nada, salvo la coherencia de los archivos, que impida que el piano contemporáneo represente fielmente las consecuencias arquitec tónicas del estilo barroco en general y de Bach en particular. Este enfoque exige, desde luego, una actitud discriminadora hacia las cuestiones de articulación y registro inextricablemente ligados al mé todo de composición de Bach. Requiere, como mínimo, darse cuenta de que un abuso del pedal llevará, casi inevitablemente, al buen barco Am bición contrapuntística a naufragar en las retóricas rocas del legato ro mántico. También exige, en mi opinión, algún intento de estimular las convenciones de los registros del clave, aunque sólo sea porque la técni ca que inspira todas las actitudes de Bach hacia el diseño de temas y 2 N. del T.: Estilo vocal del jazz en que el cantante hace filigranas con el tema utilizando sílabas improvisadas y desprovistas de significado.
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frases se basa en una valoración del diálogo dinámico. Para expresarlo en términos cinematográficos, Bach era un director que pensaba en tér minos de cortes y no de fundidos. Hay, por supuesto, ocasiones en las que la continuidad lineal de sus obras es de tal tenacidad que no se hallarán puntos cadencíales clara mente articulados, lo que, en consecuencia, no ofrece ninguna oportu nidad convincente para esa alternancia de efecto táctil que es la respues ta del piano al mecanismo efecto laúd y al acoplamiento propios del cla vecín. Estas situaciones se dan con mucha frecuencia en El arte de la fuga; pocas veces, cuando se dan, en las tocatta fugas y, en los «48», en grados que dependen de las premisas armónicas utilizadas de una obra a la siguiente. (En una composición como la fuga en do mayor del libro I, la continua superposición de estrechos hace mucho más difícil asegu rar estos puntos esenciales que en el caso, por ejemplo, de la fuga en si bemol menor del libro H). Cuestiones de este tipo plantean innegables problemas de adaptación a la hora de interpretar las obras maestras del barroco en un instru mento contemporáneo y son las primeras en cualquier lista de conside raciones prácticas que, al margen de la idiosincrasia, un ejecutante cons ciente debe tratar de resolver. Lo ideal, sin embargo, es que estos pro blemas sirvan como catalizador de ese exuberante y expansivo esfuerzo de recreación que constituye el deleite último al que todas esas conside raciones analíticas y polémicas conclusiones deben servir.
LAS VARIACIONES «G O LD B E R G » 1 Las variaciones «Goldberg», uno de los monumentos de la literatura para teclado, fueron publicadas en 1742, cuando Bach ostentaba el títu lo de compositor de la corte electoral sajona y real polaca. El hecho de que su aparente apatía hacia la forma de la variación (produjo sólo otra obra más de ese tipo, un modesto conjunto «al estilo italiano») no impi diera su complacencia en un edificio de magnitud sin precedentes, pro voca una considerable curiosidad por el origen de esta composición. Esta curiosidad, sin embargo, ha de quedar insatisfecha, ya que todos los da 1 Notas para la carpeta del disco Columbia ML 5060, 1956; primera grabación de Gould de las Variaciones «Goldberg».
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tos existentes de la época de Bach han sido oscurecidos después por sus biógrafos románticos, que sucumbieron ante el atractivo de una leyenda que, pese a su extravagante capricho, es difícil refutar. En resumen, para aquellos que quizá no conozcan esta tradición, la historia se refiere a un encargo que hizo a Bach un tal conde Kaiserling, embajador ruso ante la corte sajona, que tenía como músico a su servicio a Johann Gott lieb Goldberg, uno de los alumnos más aventajados del maestro. Kaiser ling, parece ser, padecía a menudo de insomnio y pidió a Bach que es cribiera algunas piezas reposadas para teclado que pudiera interpretar Goldberg como somnífero. Si el tratamiento tuvo éxito, nos queda cierta duda respecto de la autenticidad de la interpretación que el maestro Goldberg hizo de esta incisiva y picante partitura. Y aunque no nos en gañamos sobre la concienzuda indiferencia de Bach hacia las restriccio nes impuestas a su prerrogativa de artista, resulta difícil imaginar que los cuarenta luises de oro de Kaiserling lograran despertar su interés por una forma que, en caso contrario, le desagradaba. El conocimiento más superficial de esta obra —una primera audi ción o una breve ojeada a la partitura— pondrá de manifiesto la descon certante incongruencia que media entre las imponentes dimensiones de las variaciones y las modestas sarabandas que las concibieron. En efec to, se oye hablar con tanta frecuencia de la perplejidad que el esquema formal de esta pieza provoca entre los no iniciados que quedan atrapa dos en la exuberante vegetación del árbol genealógico del aria, que qui zá fuera conveniente examinar más de cerca la raíz generadora para de terminar, con toda delicadeza, naturalmente, sus aptitudes para asumir la responsabilidad de ser padre. Estamos acostumbrados a considerar al menos uno de los dos requi sitos previos indispensables que debe tener una música para las varia ciones: un tema con una curva melódica que suplique verdaderamente una ornamentación, o una base armónica, despojada hasta sus cimien tos y preñada de la promesa y la capacidad de una explotación exhaus tiva. Aunque abundan los ejemplos del primer procedimiento desde el Renacimiento hasta nuestros días, su florecimiento se produce a través del concepto de tema y variación en desarrollo del rococó. El segundo método que, mediante el estímulo de la inventiva lineal, sugiere cierta analogía con el estilo de passacaglia de repetición de progresiones en el bajo es representado de forma sorprendente por las 32 variaciones en do menor de Beethoven. Sin embargo, la inmensa mayoría de las contribuciones significati vas a esta forma no pueden catalogarse con exactitud en ninguna de es 44
tas clasificaciones generales, lo cual, como es lógico, expone más bien los extremos de la premisa de trabajo que la idea de variación, en la que la fusión de estas cualidades constituye el verdadero reto para las fa cultades inventivas del compositor. Un ejemplo definitivo de libro de tex to puede hallarse en las variaciones de la «Heroica» de Beethoven, donde cada uno de estos elementos de formulación se trata por separado y su fusión final se consuma en una fugaren la que el motivo melódico actúa como contrasujeto frente al tema del bajo de las variaciones. La presente obra utiliza la sarabanda del «Cuaderno de notas de Ana Magdalena» como passacaglia:
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es decir, en las variaciones sólo se duplica su progresión del bajo, y, de hecho, éste es tratado con suficiente flexibilidad rítmica para hacer fren te a las contingencias armónicas de estructuras contrapuntísticas de tanta diversidad como un canon sobre todos los grados de la escala dia tónica, dos fughettas e incuso un quodlibet (la superposición de cancio nes callejeras populares en la época de Bach). Dichas alteraciones nece sarias no deterioran en forma alguna la compulsión gravitativa que este magistralmente proporcionado bajo de variaciones ejerce sobre la salud de las figuraciones melódicas que después lo adornan. De hecho, este no ble bajo vincula cada variación con la certeza inexorable de su propia inevitabilidad. Esta estructura poseee por derecho propio una plenitud, una solidaridad que, en virtud sobre todo del motivo cadencial repetiti vo, la hace insatisfactoria como bajo de chacona. No sugiere nada del 45
urgente anhelo de satisfacción implícito en la entrada, tradicionalmente sucinta, de la exposición de una chacona; por el contrario, abarca con volubilidad un territorio armónico tan vasto que, con la salvedad de las Λ tres variaciones en tono menor (15, 21, 25), donde se le obliga a subor dinarse a la costumbre cromática de la tonalidad menor, no hay necesi dad de que sus frutos exploren, realicen e intensifiquen sus elementos constructivos. Sería justificado esperar que, dada la invariabilidad del cimiento ar mónico, el principal objetivo de las variaciones fuera la iluminación de las facetas del motivo dentro del complejo melódico del tema del aria. Sin embargo, no es éste el caso, ya que la sustancia temática, una dócil aunque ricamente embellecida línea de la soprano, posee una homoge neidad intrínseca que no lega nada a la posteridad y que, por lo que a representación de motivos se refiere, cae totalmente en el olvido duran te las treinta variaciones. En pocas palabras, es una musiquilla singu larmente autosuficiente que parece rehuir la conducta patriarcal, exhi bir una afable indiferencia por sus resultados y permanecer totalmente exenta de curiosidad por su raison d'être. Nada podría demostrar mejor el porte reservado del aria que el pre cipitado estallido de la variación 1, que pone fin bruscamente a la tran quilidad anterior. Esta agresión no es seguramente la actitud que aso ciamos a las variaciones preliminares que, por lo general, se embarcan en el tema con inexperta dependencia, estimulando la actitud de su pre cursor y funcionando con una modesta opinión de su capacidad actual aunque con profundo optimismo en cuanto a perspectivas futuras. Con la variación 2 nos encontramos con el primer caso de confluencia de es tas cualidades yuxtapuestas, ese curioso híbrido de compostura clemen te y dominio poderoso que caracteriza el ego viril de las «Goldberg». Sospecho que quizá haya entrado involuntariamente en un juego pe ligroso al atribuir a una composición musical cualidades que sólo refle jan el método analítico del intérprete. Ésta es una práctica especialmen te vulnerable en la música de Bach, que no admite intención de tempo ni de dinámica, y me reprendo para impedir que el entusiasmo de una convicción interpretativa se identifique con el inalterable absoluto de la voluntad del compositor. Además, como observó tan atinadamente Ber nard Shaw, el análisis gramatical no es asunto de los críticos. Con la variación 3 empiezan los cánones que posteriormente ocupa rán todo el tercer segmento de la obra. Ralph Kirkpatrick ha descrito con imaginación las variaciones con una antología arquitectónica: «En cuadrados como entre dos pilones terminales, uno formado por el aria y 46
las dos primeras variaciones, el otro por las dos penúltimas y el quodlibet, las variaciones se agrupan como los elementos de una primorosa columnata. Los grupos están compuestos por un canon y un primoroso arabesco para dos teclados, abarcando en cada caso otra variación de ca rácter independiente.» En los cánones, la imitación literal se limita a las dos voces superio res, mientras que el acompañamiento, presente en todos los cánones sal vo en el último a la novena, tiene libertad para convertir el tema del bajo, al menos en la mayoría de los casos, en un complemento oportu namente conforme. En ocasiones, esto conduce a una dualidad delibera da del énfasis del motivo, cuyo ejemplo extremo es la variación 18, en la que se convoca a las voces del canon para sostener el papel del passacaglia, que el bajo abandona caprichosamente. Un contrapunto menos ajeno es la resolución de los dos cánones en sol menor (15 y 21), en los que la tercera voz participa del complejo temático del canon, reprodu ciendo en forma figurada su segmento en un diálogo de belleza sin par.
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Esta preocupación contrapuntística tan intensa no es tampoco la úni ca propiedad de las variaciones en canon. Muchos de estos números de «carácter independiente» extienden minuciosas células temáticas en una complicada estructura lineal. Vienen a la mente especialmente la con clusión fuguística de la obertura francesa (16), el alia breve (22) y la va riación 4, en la que una brusca rusticidad disimula un cortés laberinto de estrechos. En efecto, esta explotación ahorrativa de medios intencio nadamente limitados sustituye, en Bach, a la identificación temática en tre las variaciones. Dado que la melodía del aria, como ya se ha dicho, rehúye el trato con el resto de la obra, la variación individual consume con su voracidad el potencial de un germen de motivo propio, ejerciendo así un aspecto totalmente subjetivo del concepto de la variación. Como consecuencia de esta integración, no existe, con las discutibles salveda des de las variaciones 28 y 29, ni un solo caso de colaboración o exten sión de motivos entre las sucesivas variaciones. En la estructura bipartita de los «arabescos», el énfasis en la exhibi ción virtuosística limita el esfuerzo contrapuntístico a objetivos menos ingeniosos como el de invertir la consiguiente réplica.
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V ariación 1 4
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V ariación 1 4
48
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La tercera variación en sol menor ocupa un lugar estratégico. Tras habernos regalado ya con un cuadro calidoscópico compuesto de veinti cuatro viñetas que representan, en grados meticulosamente calibrados, la incontenible elasticidad de lo que fue clasificado de «el ego Golberg», se nos concede ahora dispensa para reunir y cristalizar la experiencia acumulativa de profundidad, delicadeza y exhibición, aunque meditan do sobre la lánguida atmósfera de una pieza de carácter casi chopiniano. La aparición de esta triste y cansada cantilena es un golpe maestro de psicología. Con vigor renovado, irrumpen sobre nosotros las variaciones 26 a 29 seguidas de esa bulliciosa exhibición de deutsche Freundlichkeit que es el quodlibet. Entonces, como si no pudiera seguir reprimiendo una son risa pagada de sí misma ante los progresos de su descendencia, la sarabanda original, todo menos un padre con sentido del deber, vuelve a no sotros para gozar de la gloria reflejada de un aria de capo. No es casual que el gran ciclo concluya así. Ni que el regreso del aria constituya simplemente un gesto de benigna bendición. Por el contra rio, su sugerencia de perpetuidad indica la esencial incorporeidad de las «Goldberg», símbolo de su rechazo al aliciente embrionario. Y es preci samente reconociendo su desdén hacia la pertinencia orgánica de la par te respecto el todo como sospechamos por primera vez la auténtica na turaleza de esta alianza única en su género. Hemos observado, mediante la disección técnica, que el aria es in compatible con sus resultados, que el bajo crucial, por su misma per fección de diseño e implicación armónica, impide su propio crecimiento y prohíbe la habitual evolución del passacaglia hacia un punto culmi49
nante. Hemos observado, también a través del análisis, que el contenido temático del aria revela una disposición igualmente exclusiva, que la ela boración del motivo en cada variación es una ley en sí misma y que, en consecuencia, no hay mesetas de variaciones sucesivas que utilicen prin cipios de diseño similares como las que confieren coherencia arquitec tónica a las variaciones de Beethoven y Brahms. Aun así, sin análisis, hemos sentido que existe una inteligencia coordinada fundamental que calificamos de «ego». Por tanto, nos vemos obligados a revisar nuestros criterios, que seguramente no fueron concebidos para arbitrar esa unión de música y metafísica, la esfera de la trascendencia técnica. No creo que sea extravagante especular sobre consideraciones supramusicales, aunque posiblemente estamos ante la justificación más bri llante de un bajo de variciones de la historia, ya que, en mi opinión, la ambición de variación fundamental de esta obra no se halla en la fabri cación orgánica, sino en una comunidad de sentimiento. Allí, el tema no es terminal sino radial; las variaciones son circunferencias, y no líneas rectas, mientras el passacaglia que se repite constantemente proporcio na el foco concéntrico para la órbita. Es, en pocas palabras, una música que no observa final ni principio; una música que carece de clímax real y de resolución real; una música que, como los amantes de Baudelaire, «descansa levemente en las alas del viento desenfrenado». Tiene, así pues, unidad a través de una per cepción intuitiva, una unidad nacida de la habilidad y el examen pro fundo, madurada mediante el dominio alcanzado, y que se nos revela aquí, como ocurre tan raras veces en el arte, en la visión de un diseño subconsciente que triunfa sobre una cumbre de potencia.
BODKY Y B A C H 1 La interpretación de las obras para teclado de Bach, de Erwin Bodky, es una obra curiosa. Podría llevar fácilmente la firma de dos autores de temperamentos diametralmente opuestos: uno, el hijo musicólogo de nuestra época —analítico, de mente estadística, consciente intelectual 1 Reseña de The Interpretation o f B ach ’s Keyboard Works (La interpretación de las obras para teclado de Bach), de Erwin Bodky (Cambridge: Harvard University Press, 1960); de Sa turday Review, 26 de noviembre de 1960.
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mente de la claridad y definición que nuestra época ha aprendido a apre ciar en el arte del barroco; el otro, un típico académico de final de siglo, que se acerca a Bach a través de los confusos pórticos del simbolismo y la numerología y los sonidos fatuos de aproximaciones transcritas. Casi parece imposible que el mismo hombre que insta al estudioso de Bach a que desarrolle su interpretación a través del análisis de los da tos internos de una composición pueda, unos capítulos después, hablar con seriedad de la conexión integral entre el tema de catorce notas de la fuga en do mayor del libro I de E l clave bien temperado y el hecho de que la posición de las letras del nombre de Bach en el alfabeto sumen 14 y, más aún, decir que si añadimos las iniciales J. S., podemos lograr el número invertido 41 (a mí me sigue saliendo 43)2. Afortunadamente, el profesor Bodky se aplica en la parte principal de la obra a una investigación más sustancial, y los capítulos centrales hablan de los campos demostrables de tempos, dinámicas, ornamenta ción y articulación. Los problemas inherentes a todos estos campos se deben a la «escasez de material sobre práctica interpretativa de los tra tados musicales de este período», y a la convicción generalizada «de que existía un tipo de código no escrito que se había transmitido de una ge neración a otra como tradición oral» —en resumen, a que el compositor de la época de Bach no siempre dejó sobre el papel lo que en realidad quería. Así pues, entre el compositor y el intérprete existía un vínculo tan especial que el primero estaba poco dispuesto a dedicar un esfuerzo innecesario para escribir de forma detallada la partitura e insultar así la inteligencia de los temperamentales músicos con los que tenía que tra bajar. El profesor Bodky cree, por tanto, que sólo mediante el examen más minucioso de las situaciones en que Bach sí consideró (y no consi deró) conveniente proporcionar instrucciones adicionales podemos dar nos cuenta de las verdaderas intenciones del maestro. La búsqueda del profesor Bodky de las leyes no escritas de la litera tura de Bach es, considerándolo todo, una perspicaz labor de detección. Mención especial merecen sus detalladas comparaciones de motivos co munes a la literatura instrumental y la vocal y sus astutas observacio nes sobre los tratamientos diversos que Bach da a motivos similares. Bodky sabe muy bien que el origen de una tradición podría haber sido simplemente la incapacidad para hacer una lectura literal de algún in 2 El error es de Gould; véase Glenn Gould: Music and Mind (Glenn Gould: música y m en te) de Geoffrey Payzant (Nueva York: Van Nostrand Reinhold, 1978), pág. 143, para una dis cusión sobre el tema.
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térprete años ha fallecido. Así pues, sus comentarios sobre complicacio nes rítmicas, especialmente sobre casos de relación rítmica cruzada, se hunden generosamente en la benevolencia de la experiencia personal. La faceta instintiva del método del profesor Bodky es, como he su gerido, muy romántica; y, como todos los románticos, se vuelve de for ma consciente hacia el motivo. El autor cree que, en muchos casos, la ornamentación que acompaña un motivo concreto debe adoptar y pre servar consecuentemente la naturaleza del propio motivo. Por ejemplo, al ocuparse del denominado «motivo suspiro» del preludio en fa menor del libro II de E l clave bien temperado o de la toccata de la Partita en mi menor, cree que su ornamentación, con desprecio del procedimiento aceptado, debe comenzar en la nota principal. Sus razones son típicas de las contradicciones que caracterizan el libro; de un modo racional, se ñala que hacerlo de otra forma producirá, en algunos casos, quintas pa ralelas, el horror del contrapuntista cuidadoso, pero es evidente que su preocupación real es la preservación a toda costa del marcado pathos de este motivo. Este énfasis en el motivo inducido por Schweitzer es significativo, ya que señala la verdadera debilidad del libro del profesor Bodky, obra que, como muchas otras que se ocupan de la literatura barroca, se cen tra casi exclusivamente en el tema. Para el autor, la «interpretación» de Bach significa la solución de los problemas que gobiernan el flujo de la línea melódica —la distribución del trino, la abreviación de un ritmo punteado, el tempo inherente de un motivo—. Todos estos problemas son los que han preocupado y continúan preocupando al estudioso de Bach, y muy pocas veces han sido tratados con mayor habilidad y per cepción histórica que aquí. Pero ninguno de ellos puede verse en su pers pectiva adecuada cuando se enfocan desde la única dimensión de su as pecto lineal. Y aun cuando el movimiento contrapuntístico de cuatro vo ces pudiera purificarse parte por parte de todo tipo de males estilísticos, ello no bastaría por sí solo para percatarse totalmente de las intencio nes de Bach, ya que el contrapunto de éste es un contrapunto centrado armónicamente y no hay aspecto del estilo de Bach que no esté media tizado en última instancia por consideraciones armónicas. Los registros de sus terrazas dinámicas, el sonido vibrante y disonante de su orna mentación, la articulación de figuras rítmicas contrastantes están con trolados por el firme pulso del movimiento armónico. Y, a mayor escala, son las modulaciones que hace Bach de una tonalidad a otra las que de terminan la postura formal de una obra, las que hacen cohesiva la re lación de un episodio con otro episodio. 52
Al tratar la música de la generación siguiente a Bach, ningún escri tor descuidaría la relación de la frase individual con el paisaje armónico en el que aparece. Nadie trataría de definir el perfil de un tema en Chris tian Bach o en Haydn sin hacer alguna referencia al lugar que ocupa en la estructura de la sonata u otro plan arquitectónico, tan familiar re sulta a nuestros oídos la psicología de la relación del tema con la modu lación en la música de la generación siguiente a Bach. Pero cuando tra tamos la figura más deambulatoria del concerto grosso, no disponemos de ninguna de estas señales. Cada caso debe ser examinado de forma individual para encontrar la correspondencia de la repetición del tema con el plan de modulaciones de la obra. En lugar de una modulación a la dominante y después la presentación de un nuevo tema, como en la sonata clásica, puede haber muchas modulaciones a la dominante y mu chas reiteraciones del mismo viejo tema. Pero es la arquitectura armó nica global de la obra, respecto a las terrazas de modulación y a los mo vimientos más insignificantes dentro de la estructura de la frase, lo que determina el carácter y la actitud de la composición. Y hay que mante ner este enfoque analítico igualmente para la figura más circunscrita del movimiento de danza o los nervios musculares de la estructura fuguística. Para ser justos, debo añadir que el profesor Bodky advierte con frecuencia al estudioso que «no puede ni debe escatimarse un estudio in tensivo de la arquitectura interna de las piezas para clave más impre sionantes de Bach». No hay duda de que comprende la estructura de las obras de Bach en todas sus dimensiones. Sus descripciones tienen la se ductora familiaridad del que oye más de lo que decide escribir. No obs tante, en conjunto es como si alguien describiera con minucioso detalle los ornamentos de estuco de un edificio barroco, pero apenas menciona ra los pilares que éstos enriquecen. El apartado inicial del libro está dedicado a una explicación de la pre ferencia del profesor Bodky por la interpretación al clavecín o al clavi cordio de una selección representativa de obras y los medios prácticos que alientan o prohíben la elección. Como complemento, hay un exce lente apéndice en el que se ofrecen sugerencias para los registros, tem po y articulación de todas las principales composiciones para teclado de Bach. Aunque encuentro notablemente oportunas la mayor parte de las referencias instrumentales del profesor Bodky, lamento tener que decir que tiene una visión sumamente amargada del piano moderno. Es com prensiblemente cauteloso respecto de la interpretación pública de Bach en un instrumento contemporáneo, pero la alternativa que propone es interpretar no en uno, sino en dos instrumentos. Los grupos de dos pla53
nos, en su opinion, pueden, mediante el simple recurso de añadir octa vas en todas las direcciones, aproximarse a los registros cuatro pies y dieciséis pies. Ésta es una admisión tácita de que, para el autor, los re gistros son la única sal que da sabor a esta música, la más indiferente, instrumentalmente hablando, de todas las músicas. Por otra parte, el pro fesor Bodky nos ofrece dos compases del preludio para órgano en mi be mol mayor en la forma en que él lo concibe en el piano; perfecto con oc tavas en el bajo en las partes débiles del compás. Si esto es una muestra de lo que depara el futuro, creo que no puedo más que salir en defensa de mi sustento cuando se ve amenazado de forma tan irresponsable. Ademas, inspirado por el profesor Bodky, he estado últimamente ahondando en el significado numerológico de mi apellido y mi nombre y me complace informar que los totales son, respectivamente, 52 y 59, que, como cualquiera puede ver, sumados horizontalmente dan los nú meros 7 y 14. Más aún, me gustaría señalar que juntos suman 111, ci fra que hace superfluo todo comentario.
DE M OZART Y OTROS TEMAS AFINES: CONVERSACIÓN DE G LEN N G O U L D CO N B RU N O M O N S A IN G E O N 1 Glenn, no puedo evitar pensar que nos hallamos ante una paradoja extraordinaria. Has grabado todas las sonatas de Mozart en los últimos años, así que ahora tenemos) a mano, como quien dice, tus opiniones sobre una parte importante de las obras para piano de Mozart. Aun así, sigues concediendo entrevis tas en las que haces comentarios muy desfavorables sobre Mozart como compositor; sigues insistiendo, por ejemplo, en que «murió de masiado tarde y no demasiado pronto». Sé que es un comentario sobre sus últimas obras y no sobre su prematura muerte, pero la pregunta es: ¿No resulta incoherente, habida cuenta de esos senti mientos, grabar las últimas sonatas o, cuando llegues a los con ciertos, el K. 595, por ejemplo?
BRUNO m o n s a in g e o n :
1 De Piano Quarterly, otoño de 1976. Bruno Monsaingeon es un músico y cineasta fran cés cuyo retrato de Gould fue galardonado con un primer premio en el Festival de Cine de Praga de 1975.
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Sí, seguramente sí, Bruno, aunque no tengo intención de llegar a los conciertos, así que por lo menos podemos obviar esa parte de la pregunta. ¿No tienes intención de grabar ningún concierto de Mozart? No. Desde el punto de vista de mi prejuicio, o lo que sea y, a dife rencia de las sonatas, no tienen arreglo. Pero sí grabaste el concierto en do menor hace algunos años, creo. Sí, en 1961. Fue en cierta forma un experimento, en realidad. Pero, en cualquier caso, ya he hecho lo peor de Mozart y no tengo la in tención de seguir con los conciertos o las variaciones o lo que sea. Pero ¿no te resentiste por haber tenido que grabar las sonatas? Al contrario. De hecho, cuando anuncié que quería hacer el pro yecto, la persona más sorprendida de la ciudad fue mi productor, Andy Kazdin, que había asumido que prevalecería mi prejuicio. Pero sí lo deseaba y mucho, en realidad, y, mirando hacia atrás, la experiencia ha sido realmente bastante estimulante. Bueno, antes de tratar de comprender qué es lo que ha hecho po sible que grabes las sonatas, pero no los conciertos, déjame tratar de descubrir cómo comenzó todo. ¿Siempre has estado en contra de Mozart, incluso en tu época de estudiante? Desde que tengo memoria. Pero, cuando eras estudiante, seguro que tuviste que aprender y tocar estas obras. Por lo que puedo recordar, empecé a estudiar las sonatas de París aproximadamente un año antes de eso..., la K. 332 fue la primera, creo. ¿Y nunca te gustaron? Lo que sentía en esa época, creo, era consternación. No podía com prender cómo mis profesores, y otros adultos presuntamente en su sano juicio a los que conocía, podían contar estas piezas entre los grandes tesoros musicales del hombre occidental. F,1 proceso en sí de tocarlas, por otra parte, fue siempre agradable. Me divertía mu chísimo haciendo correr los dedos por las teclas, explotando todas estas escalas y arpegios. Después de todo, ofrecen el mismo tipo de placer táctil que..., digamos, Saint-Saëns. Creo que debo pasar eso por alto. Por favor, no lo hagas. Yo admiro a Saint-Saëns, especialmente cuando no escribe para el piano. Pero ¿no oíste a ningún gran pianista en tu juventud que te inspi rara tocando a Mozart?
GLENN GOULD:
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Bueno, «inspirar» no es una palabra que pueda relacionar con Mo zart, Bruno, pero si lo cambias por «impresionar», puedo pensar in mediatamente en Casadesus y algunas de las bellas grabaciones de 78 r.p.m que hizo... con la Orquesta del Conservatorio de París, ¿no? Creo que sí, sí. También — y quizá esto te sorprenda— Eileen Joyce. No tengo ni idea de cómo toca. Bueno, tocaba a Mozart con auténtica devoción. Incluso podría re conocer eso, aunque no podría descubrir de dónde procedía. Es di vertido también, porque oí su antiquísima grabación —finales de los años treinta o principios de los cuarenta— de la K. 576 justo hace unas semanas en la radio, por primera vez en quizá veinte años, y me hizo pensar una vez más en la extraordinaria pianista que realmente fue. ¿Qué hay de los pianistas de hoy? Creo que Alfred Brendel toca los conciertos tan bien como nadie al que haya oído nunca. Realmente no puedo imaginar una mezcla mejor de brío y afecto. ¿Y directores? Mmm... Bueno, ahora mismo no se me ocurre nadie. Pero hablaba hace un momento de experiencias de inspiración, y precisamente estaba pensando en algo de esa categoría. Recuerdo una charla con Josef Krips una vez que vino a Toronto para un concierto. Para en tonces habíamos tocado todos los conciertos de Beethoven j untos; Krips quería hacer algo de Mozart y me estaba quedando sin ex cusas; después de todo, no puedes decirle a un vienés que Mozart es mediocre. En cualquier caso, a Krips le encantaba cantar sinfo nías o conciertos enteros mientras tomaba el té —se acordaba ab solutamente de todo el repertorio clásico austro-germano— y cuan do le dije que acababa de grabar la K. 491, insistió en cantar desde la primera hasta la última nota. (Yo era el fagot y/o los chelos, y Krips cantaba o gesticulaba las partes de todos los demás). Era un director notable, ¿sabes?, el más subestimado de su generación, en mi opinión. También era el único hombre que, a mis oídos, ha he cho funcionar de verdad a Bruckner, y ese té fue lo más cerca que estuve nunca de amar a Mozart. ¿Pero no hubo ningún incidente concreto en tu época de estudian te que te alejara de Mozart? Por ejemplo, ¿ningún profesor te su girió nunca que no lo tocabas con sentimiento o comprensión o algo de ese tipo?
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No recuerdo nada así. La verdad es que tampoco recuerdo que nin guno de mis profesores se estremeciera mucho nunca por lo que le hice a Mozart. Pero si el criterio aplicable hubiera sido su entu siasmo, habría terminado sintiendo aversión por Bach, por encima de todo —mis interpretaciones de Bach de aquella época fueron consideradas insultantemente vanguardistas, principalmente por que evitaba todo contacto con el pedal—, Pero lo único remotamen te parecido a un «incidente» Mozart que puedo recordar para ti se refiere a mi primer encuentro con la K. 333... ¿Fue al principio de tu adolescencia? O justo antes. En cualquier caso, estaba presumiendo, creo —com portándome como el repugnante niño que sin duda fui— y dije a un profesor que no podía entender por qué Mozart hacía caso omi so de tantas oportunidades obvias de canon para la mano izquierda. Estabas en contra de los bajos Alberti, en otras palabras. Instintivamente. Y, como consecuencia, fui obsequiado con algu nos recuerdos de infancia de mi profesor en general y con el papel de Mozart en ella en particular. El único que me ha quedado gra bado es un relato de cómo —mi profesor—, cuando niño, había su cumbido por primera vez ante los encantos de la música quedán dose despierto por las noches mientras los mayores practicaban arreglos a cuatro manos de la sinfonía 40 en el piano del salón. ¿Conocías la Sinfonía en sol menor por aquel entonces? Sí. Ya la había oído y la odiaba. Recuerdo que pensaba que era un vehículo de conversión impropio, aunque seguro que no tenía ni idea por aquel entonces de que era un objeto de veneración univer sal. Y me acuerdo de la historia porque la Sinfonía en sol menor es lo que mejor representa las cualidades de Mozart que encuentro inexplicables. ¡No puedes esperar que me limite a asentir con simpatía cuando dices algo así! No espero eso, Bruno; me quedaría pasmado si lo hicieras. Yo me lo pierdo, estoy seguro. Pero, para mí, la Sinfonía en sol menor con siste en ocho compases notables —la serie de cascadas de sextas sin acompañamiento inmediatamente después de la doble barra del final, el punto donde Mozart alcanza a saludar al espíritu de Anton Weber— en medio de media hora de banalidades. Es totalmente en serio cuando digo que puedo encontrar más placer en la K. 162.
2 Algunos especialistas atribuyen esta obra a Leopoldo Mozart, padre de Wolfgang. -T.P.
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¿La Primera sinfonía? Sí, y la única pieza de Mozart que he dirigido, me creas o no. Bueno, Glenn, me vienen a la mente de inmediato dos comenta rios: el hecho de que prefieres oír una obra que no sea siquiera de Mozart (y, si lo es, que pertenece a su séptimo año) a una de sus mayores sinfonías de la madurez, y el hecho de que cuando resul ta que te detienes para admirar un momento concreto, como en la Sinfonía en sol menor, es porque te recuerda a Webern o, en cual quier caso, a otro que no sea Mozart. Dicho de otra forma, su vir tud para ti es que, por ese momento, Mozart asume completamen te otra personalidad. Eso es absolutamente cierto. Pero por lo que a sus primeras obras respecta —y estoy pensando ahora no en el K. 16, obviamente, sino en las piezas de, digamos, la década de 1770—, me parece que tie nen una pureza de movimiento de las voces y un cálculo de los re gistros que nunca fueron igualados en sus obras posteriores. Pero esas son, precisamente, virtudes barrocas. Claro que sí y, para mí, la primera media docena de sonatas para piano, que tienen esas virtudes barrocas, son las mejores del lote. Y aunque «lo bueno si breve, dos veces bueno» representa mi ac titud general hacia Mozart, tengo que decir que la K. 284, que es probablemente la más larga de las sonatas, es mi favorita. Volvamos por un momento a las virtudes barrocas. Se me ocurre que muchas de las cualidades que hacen de tu interpretación de Mozart una experiencia insólita proceden de tu interés por las con venciones barrocas. Por ejemplo, la forma en que minimizas los cambios de dinámica o no haces caso omiso de ellos totalmente, o la forma en que a veces te niegas a reconocer indicaciones de tem po muy claras. Claro. Pertenecen a una época que a menudo desearía que desapa reciera. Así que lo que en realidad quieres, sospecho, es añadir un elemen to de improvisación a toda la música del siglo XVIII. Bueno, creo que es legítimo, Bruno. Yo también lo creo, hasta cierto punto. Pero lo que sí pienso es que no debería permitirse que la presencia de ese elemento anule la notación relativamente más específica de la época de Mozart, por ejemplo, los sforzandos, que normalmente eliminas o reduces en in tensidad. Culpable. Siempre he huido de los sforzandos.
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Y me imagino que es porque se entrometen en tus prerrogativas como improvisador. No, tendría que ir mucho más allá de eso, Bruno. Creo que repre sentan un elemento de teatralidad que mi alma puritana rechaza enérgicamente —sólo uno de los numerosos elementos de este tipo, claro. Bueno, quizá sea así, pero en el nivel técnico seguro que también representan una perturbación del contrapunto, y eso me lleva al otro tema que quería plantear: el hecho de que la búsqueda del con trapunto te empuja a cambiar o a «corregir» el movimiento de las voces muchas, muchas veces. ¿Añado una categoría más a tu catálogo de quejas? Son sólo observaciones. Lo que sea. Como sabes, con mucha frecuencia arpegio los acordes escritos convencionalmente. En efecto. ... y leo con bastante frecuencia que los caballeros de la prensa su ponen que es algún tipo de manierismo de música de salón. En rea lidad, es todo lo contrario. Podrá ser justificado o no, pero el hábi to origina un deseo de mantener vivo el espíritu del contrapunto, de subrayar todas las posibles conexiones entre actos lineales y también, y creo que es lo más importante, de controlar el flujo de información con más precisión. ¿Puedes explicarlo un poco? Por supuesto. La naturaleza de la experiencia contrapuntística es que todas las notas tienen un pasado y un futuro en el plano ho rizontal. Y cuando se insertan grandes unidades de acordes en una estructura predominantemente lineal —en las toccatas de Bach, por ejemplo—, resulta una experiencia muy inquietante. Cuando escribió las toccatas, Bach no había aprendido todavía a interrelacionar sus intenciones verticales con las horizontales, y el mejor ejemplo lo constituyen las interminables secuencias que hay en to das ellas. ¿Pero no es ese estilo secuencial en realidad un tipo de exploración armónica? Bueno, sí, porque Bach estaba en realidad experimentando las po sibilidades de una nueva tonalidad ampliada; en ese sentido, las toccatas son más «modernas» que la mayor parte de lo que escri bió después. Pero lo que me interesa es que, dado que en esa época no tenía la facilidad técnica para enfrentarse a las consecuencias 59
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puramente armónicas de lo que hacía, hay una ruptura de la co municación entre la dimensión vertical y la horizontal, y eso nun ca se encuentra en las suites o en E l clave bien temperado o lo que sea. Ahora bien, es lo mismo pero al revés. Los Opus 2 de Beetho ven, por ejemplo, tienen un gran talento dramático, pero también tienen un concepto de movimiento de las voces increíblemente puro, estilo cuarteto, que nunca encontrarás en las sonatas poste riores, salvo quizás en momentos aislados como el primer movi miento del Opus 101 o el segundo movimiento del 109. Pero eso es porque Beethoven, y también Mozart, estoy seguro, que rían dar vida a intenciones, crear efectos, que resulta que no te nían nada que ver con el tipo de contrapunto académico del que estás hablando. Bueno, Bruno, estoy seguro de que tienes razón. Como sabes muy bien, tengo un punto ciego de un siglo demarcado aproximadamen te por E l arte de la fuga por un lado y Tristán por el otro. Todo lo que queda en medio es, en el mejor de los casos, motivo de admi ración más que de amor. (No, ahora que lo pienso, hay una excep ción a eso, Mendelssohn; creo que soy la única persona que conoz co que preferiría escuchar San Pablo a la Missa Solemnis.) Me has dejado sin habla. Bueno, también me gusta el Glinka de la primera época, ¡vaya! Pero, en serio —no es que no hablara en serio de San Pablo—, sí me parece muy difícil comprender por qué el concepto del allegro de la sonata se hizo tan popular. O sea, si se mira el fenómeno des de un punto de vista histórico, puede verse que algún intento de simplificación de ese tipo tenía que surgir del barroco, pero sigo preguntándome por qué ése o, para ser más exactos, por qué sólo ése. Porque no es únicamente un proceso de simplificación, es un pro ceso de organización dramática. Bueno, admito que sin el allegro de la sonata Thomas Mann nun ca habría escrito Tonio Kröger, igual que Richard Strauss no ha bría hecho Til Eulenspiegel sin tomar prestados elementos del ron dó clásico. Espero que puedas encontrar otras virtudes en la sonata además de ésas. Claro que sí. Haces que me ponga imprudentemente a la defensiva. Pero lo que acabas de decir, sea o no en broma, me ha ayudado a comprender por qué interpretas las sonatas, y especialmente los
primeros movimientos de las sonatas, como lo haces: por qué, por ejemplo, relajas el tempo tan pocas veces, ni siquiera un poco cuan do llegas a un segundo tema. Si realmente no encuentras en el allegro de la sonata más que «simplificación» de la arquitectura barroca, resulta obvio que no tengas ese tipo de impulso dra mático. Y también puedo entender, en ese contexto, por qué, como has dicho muchas veces, la cuestión de la elección del tempo tiene poca importancia para ti. Es evidente que si llevas los princi pios armónicos del barroco a tu análisis del allegro de la sonata, no vas a querer renunciar a las demás opciones que van con esos principios. G.G.: ¿Me defiendo ya? B.M.: No faltaba más. G.G.: Bueno, sólo puedo argumentar en favor de lo que podrías llamar la teoría de la distancia de la modulación. Déjame explicarlo así: Si te encuentras por novecientas noventa y nueve vez una sonata en la tonalidad de do mayor que resulta que tiene un segundo tema en sol mayor, eso no constituye de por sí un gran acontecimiento, especialmente si se ha llegado a ese tema a través de la rutina ar mónica de costumbre —dominante de la dominante y todo eso—. Y si no es un gran acontecimiento (y no quiero decir sólo a través del largo trayecto de la historia; quiero decir incluso desde la po sición presuntamente ventajosa del compositor de la época de Mo zart, un compositor que probablemente tenía poca perspectiva his tórica, pero una larga experiencia, que puede haber oído ya cua trocientas cuarenta y cuatro situaciones temáticas de ese tipo en la corte y haber escrito doscientas ventidós), entonces no veo real mente por qué hay que tratar de modularlo, de caracterizarlo, como si lo fuera. Ahora bien, si, por otra parte, de verdad importa, con tra viento y marea, saber a dónde va; si algún acontecimiento au téntico y funesto interviene para impedir que el allegro de la so nata siga su ruta habitual, entonces estoy a favor de la creación de un cambio de tempo acorde con la magnitud de ese aconteci miento. Por ejemplo, tomemos el primer movimiento del Opus 10, Núm. 2, donde Beethoven introduce el material de recapitulación en el tono de la submediante. Ese es un momento mágico y mere ce, en mi opinión, un tipo de ajuste de tempo muy especial —algo que permita que se reagrupe el tema principal, durante la secuen cia re mayor-re menor, y después vuelva gradualmente a la vida cuando regresa la tónica fa mayor. Ahora bien, en la partitura no 61
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se indica nada de este tipo, pero esa clase de drama armónico es algo que nadie puede pasar por alto, seguro. ¿Es ésta también la razón por la que no haces caso a la indicación de Mozart de mantener intacto el tempo al final del rondó del K. 333? Absolutamente. Para mí, esa sola página vale el precio de la admi sión. Es una cadenza, no importa lo que diga Mozart, y no pue do ni imaginarme cómo pudo esperar que alguien atacara a través del tono menor de la tónica y su submediante sin meter la primera. Pero parece que es siempre el clima armónico el que influye en tu pensamiento, nunca el aspecto del contraste temático en sí. Bueno, como he dicho antes, Bruno, el formato básico del estilo so nata no me interesa tanto —y la cuestión de los temas en la tóni ca, vigorosos y masculinos, y los temas en la dominante femeni nos me parece un cliché muy manido y, en cualquier caso, más una excusa para una variación de la pulsación que para un cam bio de tempo—. Además, ¿sabes?, funciona a menudo de forma to talmente contraria —segundos temas agresivos y masculinos, etcétera—, Y eso es especialmente cierto cuando los contornos te máticos son idénticos, como ocurre con tanta frecuencia en Haydn, o quizá contienen algún tipo de paráfrasis lineal. Ya que han men cionado el K. 333 hace un momento, piensa en la integración de línea entre el primer y el segundo temas del primer movimiento que, según lo veo yo, podrían tocarse en orden inverso y seguir ofre ciendo un contraste perfectamente satisfactorio. Pero ¿no sugiere esto cierta rigidez en cuanto al tempo? Después de todo, si tocas el piano, especialmente como solista, no tienes que estar atado a conceptos orquestales de tempo. No tienes que estarlo, pero, en mi opinión, y en este repertorio es seguro, debes estarlo. Sabes, tengo una especie de lema en el sen tido de que, si no puedes dirigirlos, está mal —y lo que está mal es cualquier pieza del repertorio pianístico escrito antes de 1900, y no estoy ni siquiera seguro de que ese límite temporal sea el jus to—. Hay que suponer, desde luego, que si el oyente tiene un don para los tiempos subdivididos, pero para mí es inquietante, por de cirlo con suavidad, oír música del siglo xviil o XIX tocada al piano con el tipo de licencia motora que no tiene nada que ver en abso luto con el rubato. Pero ¿seguro‘que es un fenómeno generacional? Después de todo,
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algunos de los grandes virtuosos de la dirección de principios de siglo fueron unos manipuladores del tempo muy liberales. Eso es muy cierto, pero no es lo que a lo que yo me refiero. Tome mos a Willem Mengelberg, por ejemplo. Estoy seguro de que esta rás de acuerdo en que Mengelberg fue uno de los técnicos orques tales más formidables. Totalmente. Personalmente pienso que, junto con Stokowski, fue el más gran de director que he oído nunca en disco —aunque lo cierto es que utilizó algunos cambios de tempo muy extraños, arbitrarios y, si puedo usar mi patrón de «distancia de la modulación» una vez más, innecesarios. (No hay más que acudir a su grabación de la Prime ra sinfonía de Beethoven, primer movimiento, segundo grupo te mático, para encontrar un molto ritardando realmente gratuito.) No obstante, se puede dirigir, evidentemente; en caso contrario, el Concertgebow no podría haberlo tocado tan gloriosamente para él. Ahora bien, eso puede perfectamente estar mal orientado, y de he cho representa un vacío generacional en cuanto a enfoque, como sugerías, pero tiene esencialmente una motivación estructural y analítica. Y a ese respecto mantiene un contraste total con la ac titud rítmica difusa y generalizada hacia el piano, que parece pro ceder de la idea de que casi cualquier inestabilidad de tempo puede justificarse simplemente porque el piano no va a dejarlo plantado y negarse a cooperar, que es lo que harían casi seguro los instru mentistas de la orquesta. Así pues, ¿recomiendas que se toque el piano sin utilizar todas esas cualidades especiales del control del rubato? No, lo que estoy diciendo en realidad —para citar el dicho de un viejo intérprete de cuerda— es que «el que hayas pagado todo el arco no quiere decir que tengas que utilizarlo»; para mí, ese tipo de exceso representa lo contrario del control. La tradición tiene en realidad su origen en el clave; ese tipo de mecanismos de interrup ción-reanudación es un sustituto de la fluctuación dinámica, ya que tiene que ver con la construcción de las frases, e incluso los mayores clavecinistas se entregaron a ello. Pero no hay una excu sa comparable en el piano. No estoy siquiera convencido de que haya que explotar así el instrumento en la música del romanticis mo tardío. No digo que no haya que tener libertad para utilizar gra duaciones sutiles del tempo —de hecho, según mi regla de cálculo para la modulación, en ese repertorio son casi inevitables—, pero 63
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eso otro, que a mis oídos es una combinación de negligencia es tructural y cierta falta de control instrumental, no tiene nada que ver. Lo encuentro inquietante incluso en Scriabin, por poner un ejemplo; pero en Mozart es simplemente grotesco. ¿Qué relación tiene eso con tu interpretación de la Sonata en la ma yor de Mozart, que creo es quizá el más interesante de tus discos de Mozart, pero que contiene de hecho un montón de tempos ex traños? Sí, así es. Y supongo que la lentitud excesiva del Rondó Alia turca es el más patente. Ése es seguramente el menor de ellos. Pensaba, sobre todo, en el primer movimiento, en el que se establece un tempo diferente para cada variación... Y también un tempo más rápido que el de la variación anterior, que yo recuerde. ... y a pesar de las instrucciones específicas de Mozart en sentido contrario de la variación 5, que denomina adagio y que tú inter pretas como un allegro. Bueno, lógicamente, como penúltima variación, sólo tiene una ve locidad inferior a la del final del movimiento, según el plan que uti licé. ¡Y tengo que decir que funciona! Me alegro de verdad de oírte decir eso, Bruno. Bueno, la idea que había detrás de esa interpretación era que, dado que el primer mo vimiento es un nocturno-cum-minuet más que un movimiento len to, y dado que el paquete se remata con esa curiosa pieza de exo tismo estilo serrallo, uno se enfrenta a una estructura inusual, y pueden dejarse de lado prácticamente todas las convenciones del allegro de la sonata. ¿Incluyendo la convención de continuidad de tempo? Precisamente. Admito que mi plasmación del primer movimiento es algo idiosincrásico. Por supuesto que lo es. Casi parece como si, al planificar la arti culación del tema inicial, emplearas algún tipo de variación a la in versa de tu teoría de la modulación. ¿Supusiste que la melodía era tan conocida que no hacía falta oírla de nuevo? Algo parecido, sí. Quería —si se me permite invocar el nombre de Webern una vez más— someterlo a un examen meticuloso estilo Webern en el que se aislara cada uno de sus elementos básicos y se minara deliberadabmente la continuidad del tema. La idea era
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que cada variación sucesiva contribuiría a la restauración de esa continuidad y, en el ensimismamiento de esa tarea, sería menos vi sible como elemento ornamental y decorativo. Pero, para volver a tu comentario sobre el adagio perdido, me parecía que, una vez lan zado a ese concepto, a esa continua propulsión hacia delante, no podía haber regreso posible; pensaba que el nocturno-minueto ofre cería toda la relajación necesaria. No puedo decir que esté total mente convencido de la elección del tempo para el Alia turca. En ese mo mento, parecía importante establecer un tempo sólido, quizá incluso impasible, en parte para equilibrar la curva del tempo del primer mo vimiento —y, admito francamente, en parte porque, que yo sepa, en cualquier caso, nadie lo había tocado así antes, por lo menos en disco. Si todas las sonatas de Mozart tuvieran una serie similar de mo vimientos no convencionales, ¿habría sido más fácil tu labor? No creo que hubiera sido más fácil. Quizá habría exigido una «ma yor cantidad de pensamiento», para citar incorrectamente una de las oraciones fúnebres para John Donne, pero probablemente ha bría sido más divertido. Ibas a hablar sobre el repertorio de los conciertos frente al de las sonatas —sobre el hecho de que no quieres grabar ninguno de los conciertos de Mozart. Bueno, verás, Bruno, la verdad es que no disfruto demasiado to cando ningún concierto. Lo que más me molesta es el ambiente competitivo, comparativo, que rodea el concierto. Da la casualidad de que yo creo que es la competición, y no el dinero, la causa de todos los males, y en el concierto tenemos una analogía musical perfecta del espíritu competitivo. Obviamente, excluyo el concerto grosso de lo que acabo de decir. Y confío razonablemente en que el Opus 24 de Webern merece una exención. Y el Opus 30 de Chausson. Pero, en serio, todo lo que queda en me dio, con la salvedad de los comentarios-conciertos paródicos —las Variaciones Dohnányi, o el Burleske de Strauss, que encuentro irre sistible—, es, desde mi punto de vista ideológico particular, sospe choso. Probablemente, la clave de mi desencanto tiene algo que ver con lo que podríamos llamar doble dicotomía —eso suena como el título de un concurso televisivo, ¿verdad?—, en la que la división meramente mecánica del trabajo en el concierto del período clásico se mezcla con la ya previsible dicotomía de la relación primer te ma-segundo tema de la sonata. 65
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¿Te im p o rtaría si digo que ese tipo de crítica sociopolítica me re s u lta terriblem ente trasnochado?
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Lo siento. Mi principal preocupación es, desde luego, el producto musical, pero, trasnochadas o no, las perspectivas extramusicales son el único medio que tengo de hallar un fundamento moral para nuestra discusión. ¿Se reduce realmente a una cuestión de moralidad, entonces? Yo creo, en última instancia, que se trata exactamente de eso, sí. Porque es que creo que toda esta denuncia quasi-sociológica tuya es, si se me permite decirlo, casi tan elaborada como las perspec tivas de Mozart de los pedagogos del siglo xix —esas opiniones en que Mozart era considerado eternamente joven, y alegre, y gracio so, etc. Bueno, esas opiniones quizá se hayan formado a imagen de una es tética que no apruebas, Bruno, pero eso no las hace por fuerza in válidas. Creo que los adjetivos que acabas de emplear son exactos en lo que valen. No los encuentro peyorativos per se, pero tampoco los encuentro inaplicables a Mozart. Bueno, yo sí, porque pienso que el aspecto decorativo en Mozart es algo similar a una fuerza inevitable en música. Creo que si la música se redujera siempre a su esqueleto, como lo fue, podría es cribirse muy, muy poco —lo que es la razón por la que pienso que no son apropiadas tus analogías sobre Webern—, ¿Sabes?, me dis gustan todas las generalizaciones sobre Mozart. Creo que te dije una vez que no me gusta Mozart cuando está triste en una tona lidad menor, que prefiero con mucho que esté triste en el modo ma yor. Y lo que rechazaba no era la Sinfonía en sol menor, obvia mente, sino las opiniones neorrománticas que se aferran a ella. Bueno, yo también las rechazo. No estoy seguro de que sea así. Tú rechazas la obra, y no es lo mismo. No, yo rechazo la aproximación bilateral a Mozart. No creo que es tos coqueteos ocasionales con la gravedad justifiquen un análisis por partes de la producción. Yo no lo diría así precisamente. Pero eso tampoco augura de forma automática que la profundidad radique en el modo mayor. Bueno, mira, he visto hace poco la película de Bergman La flauta mágica, que me imagino no es una de tus obras favoritas y, a pe sar de lo que pensé era una banda sonora muy mala, me afectó de
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nuevo el sonido de la propia música, lo que muy bien puede pare cer una respuesta sensual —pero yo no lo creo—. Creo que es algo puramente espiritual. Pero me costaría muchísimo encontrar un adjetivo para ese sentimiento y, desde luego, no creo que ninguno de los adjetivos estereotipados sobre Mozart pueda siquiera descri birlo. Bueno, es que creo que podemos protestar demasiado, Bruno. Creo que cuando generaciones de oyentes —profanos en especial, por que sus opiniones tienen generalmente una ventaja intuitiva so bre las de los músicos— han encontrado oportuno atribuir térmi nos como «ligereza», «facilidad», «frivolidad», «galantería», «espon taneidad» a Mozart, es a nosotros a quienes nos incumbe pensar por lo menos en las razones de estas atribuciones —que no nacen por fuerza de una falta de aprecio o de benevolencia—. Creo que para el montón de gente —y me incluyo entre ellos— las palabras implican no una crítica de lo que Mozart nos ofrece, sino una in dicación de lo que no ofrece. Siempre pienso en un concepto ex traordinario contenido en un ensayo sobre Mozart del teólogo Jean Le Moyne, que casualmente es también un profano en la música sumamente perceptivo. En su ensayo, Le Moyne trataba de enfren tarse justo a lo que le apartaba de Mozart. Y descubrió que en su juventud había desconfiado de cualquier arte que tuviera, como él dice, «pretensiones de autosuficiencia», pero que más tarde, al dar se cuenta de que el genio tiene cierta relación con una capacidad de entender el mundo, continuó, no obstante, exigiendo de todos los artistas lo que llamaba «la polarización, la prisa y el progreso» que obsrevó en las vidas de los místicos. Supongo que no se puso de acuerdo con Mozart. No. De hecho, vinculaba a Mozart con Don Giovanni, quien afir maba era en realidad Cherubino que regresaba del servicio mili tar. Decía que —y lo he anotado para nuestra conversación porque no quería citarle erróneamente— «a pesar de su fácil gracia y vir tuosismo, Don Giovanni no tenía el sufiente control sobre sí mis mo para pertenecer de forma rotunda al absoluto y marchar con firmeza hacia el silencio de ser». Bueno, admiro la poesía, pero eso es a lo más que llego. Es también lo más a lo que yo llego, porque, para mí, eso lo dice todo sobre Mozart, o por lo menos todo lo que puede decirse por ahora. Así que, ¿lo intentamos de nuevo el año que viene? Con mucho gusto. 67
G LE N N G O U LD ENTREVISTA A G LE N N G O U L D SOBRE B EET H OV EN 1 glenn gould: Señor Gould, ¿cuándo se dio cuenta por primera vez de sus crecientes dudas sobre Beethoven? g le n n g o l u d : N o creo que tenga dudas sobre Beethoven —unas cuan tas reservas de carácter menor, quizá. Beethoven ha desempeñado un papel muy importante en mi vida, y pienso que mientras dure el cálido resplandor de la celebración de su bicentenario, «dudas» es una palabra especialmente inoportuna, g.g.: Deje que sea yo quien lo juzgue, si quiere, señor. Pero quizá desee explicarnos algunas de esas «reservas». G.G.: Por supuesto. Bueno, hay momentos en Beethoven en que estoy un poco perplejo, lo confieso. Por ejemplo, nunca me he podido «apuntar», por decirlo así, al final de la Novena, g.g.: Ésa es una reserva bastante común. G.G.: Exactamente, y desde luego no llega a ser una «duda», en mi opi nión. g.g.: Ya veo. En su opinión, entonces, es simplemente una aversión a momentos aislados en su música, ¿no? G.G.: Bueno, naturalmente, no me importa admitir que, a ese respecto, tengo un prejuicio incorporado respecto a la Victoria de Welling ton, o incluso a la obertura de E l rey Esteban, más o menos desde la primera nota hasta la última, g.g.: Pero, entre lo que podríamos denominar con seguridad las obras «de la corriente principal», no tiene ninguna objeción de ese tipo, ¿es así? G.G.: No, no exactamente. No puedo afirmar que esté enamorado por igual de todas las composiciones más conocidas, la verdad, g.g.: Bueno, entonces, ¿cuáles de estas obras no cuentan con su apro bación? G.G.: No tiene nada que ver con mi aprobación, y me gustaría que deja se de utilizar palabras como ésa. Pero supongo, quizá, que me gus tan menos la Quinta sinfonía, la sonata «Appassionata» o el Con cierto para violín. 1 De Piano Quarterly, otoño de 1972.
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g.g.: Ya veo. Todas esas obras provienen de lo que podríamos llamar los años «centrales» de Beethoven, ¿no? G.G.: Sí, es cierto. g.g.: Y muy significativo también. Supongo, sin embargo, que, como la mayoría de los músicos profesionales, siente usted una marcada in clinación por los últimos cuartetos y sonatas para piano. G.G.: Los escucho mucho, sí. g.g.: No es eso lo que le preguntaba, señor Gould. G.G.: Bueno, son obras muy problemáticas, verá, y yo... g.g.: Por favor, señor Gould, con todo el respeto debido, no necesito que nos diga eso. Si no me equivoco, incluso uno de los personajes de Huxley, ¿cómo se llamaba? G.G.: Spandrell o algo así, ¿no? g.g.: Sí, gracias. Incluso él se suicidó más o menos con el acompaña miento del Opus 132, ¿no fue así? G.G.: Cierto. Bueno, pido perdón por los clichés, pero esas obras son real mente muy escurridizas, ¿sabe?, muy enigmáticas, muy... g.g.: ¿Qué le parece «ambivalentes»? G.G.: No sea hostil. g.g.: Bueno, entonces, no sea usted escurridizo. Lo que estoy pregun tando, obviamente, no es si comparte el desconcierto mundial res pecto a la forma del Cuarteto en do sostenido menor; lo que estoy preguntando es si disfruta auténticamente escuchando esa pieza. G.G.: No. g.g.: Eso está mejor. No es necesario sentirse avergonzado aquí. Supon go, entonces, que son las obras de juventud las que le atraen en particular. G.G.: Me gustan los Cuartetos Opus 18, desde luego, y la Segunda Sin fonía es una de mis dos obras favoritas en ese género, de hecho. g.g.: Muy típico. Es, naturalmente, el conocido síndrome de la sinfonía impar. G.G.: No, se lo aseguro, no lo es. No puedo soportar la cuarta, y no me gusta especialmente la Pastoral, aunque admitiré que la Octava Sinfonía es mi favorita de todas sus obras en esa forma. g.g.: Mmm... G.G.: Verá: sé que le gustaría confirmar un diagnóstico previsto, pero, la verdad, no creo que sea así de sencillo. También está usted tra tando de establecer un prejuicio cronológico, obviamente, y tam p o co creo que eso sea justo. 69
g.g.: Bueno, señor Gould, admito que nuestros análisis distan de ser concluyentes en este momento, pero dado que ya ha confesado su admiración por la Segunda y la Octava Sinfonías, quizá desee enu merar algunas otras composiciones de Beethoven por las que sien ta un afecto especial. G.G.: Por supuesto. Está la Sonata para piano Opus 81a, el Cuarteto para cuerdas Opus 95. Después están cada una de las sonatas para pia no Opus 31 y, lo crea o no, el «Claro de luna», a ese respecto. Así que, como verá, no se me puede encasillar con la rapidez que usted querría. g.g.: Por el contrario, mi querido señor, creo, en relación con el canon beethoveniano al menos, es usted quien ha logrado encasillarse, y con notable coherencia. ¿Se da cuenta de que todas las obras que ha escogido han pertenecido a lo que podríamos llamar una fase de transición —o, mejor, una de las dos fases de transición, para ser exactos— de la evolución de Beethoven? G.G.: Disculpe, pero eso son tonterías. En primer lugar, no puedo tra garme esta idea del período de relativa inactividad de Beethoven. Probablemente le gustaría convencerme de que todas las obras que escribió son «de juventud», «centrales» o «últimas» en espíritu, y yo creo que ese tipo de clasificación es en todo tan infructuoso como nada original, si no le importa que lo diga. g.g.: No me importa que lo diga, y he observado su reacción defensiva ante la sugerencia. Pero dado que usted mismo ha aludido a este patrón —esta subdivisión en períodos de la vida creativa de Beet hoven—, simplemente le sugiero que hay quizá algo significativo en el hecho de que todas las obras que ha mencionado, por ese mis mo patrón al que ha aludido, le encontraron, en la época en que fueron compuestas, en un estado de, a falta de una palabra mejor, cambios frecuentes. G.G.: Todos los artistas están en un estado de cambios frecuentes o no serían artistas. g.g.: Por favor, señor Gould, no sea pesado; en un estado de cambios fre cuentes, como digo, cuando no entre los primeros años y los cen trales, entre los centrales y los últimos. G.G.: Tonterías. g.g.: ¿Seguro? ¿Se da cuenta de que todas las últimas piezas que ha men cionado fueron escritas en un período de tres años, de 1809 a 1812? G.G.: Igual que la obertura de E l Rey Esteban. g.g.: Siempre hay excepciones. Y todas las que ha escogido de la prime 70
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ra época fueron escritas, a este respecto, entre 1799 y 1802. Así que, de una vida creativa que, supongo concederá usted, abarca —qué—· quizá treinta y cinco años, usted ha dado el sello de apro bación a aproximadamente seis. Mi sello de aprobación no tiene la menor importancia para Beet hoven. No, no la tiene, pero su índice de disfrute es importante, para us ted mismo al menos, y si voy a serle de alguna ayuda, tendrá que dejarme exponerlo a mi manera. Adelante. Bueno, naturalmente, hemos encontrado que la contingencia nor mal presupone un índice de disfrute que subraya la Quinta Sinfo nía, el Concierto para violín, la «Appassionata», obras todas que muestran un Beethoven en dominio supremo de sus facultades sin fónicas. O, en cualquier caso, de sus facultades para el allegro de la sonata. Precisamente, y obras todas que, de forma notable, están ausentes de su hit parade beethoveniano. Todas ellas son obras a gran es cala, como sabe, bastante heroicas en actitud, y todas triunfalmen te tonales en términos de convicción del tono, ¿no es así? Supongo. Usted, por otra parte, ha optado por obras que, si me permite de cirlo, señor Gould, son en comparación menores. Todas son rela tivamente breves, por supuesto... Económicas. Sí; Notablemente carentes de heroicidad. Equilibradas. Quizá. Incluso tonalmente ambivalentes en ocasiones, si ha men cionado el Opus 81a, ¿verdad? Todas ellas son encantadoras, desde luego, incluso conmovedoras y, desde luego, están bien escritas, pero ninguna es una obra con la que se identifique habitualmente a Beethoven, coincidirá usted conmigo, y de hecho no figuran en tre las piezas que han contribuido a que este compositor logre el puesto destacado que ocupa en el mismo centro de la tradición mu sical de Occidente, ¿verdad? Así pues, entonces, volviendo a mi pre gunta, señor Gould, ¿comenzó a tener dudas sobre Beethoven? Hace unos diez años. Ya veo. En otras palabras, más o menos en el período de su vida en que se desencantó de la experiencia de los conciertos. Correcto. 71
g.g.: Desde luego, tocó mucho a Beethoven en sus conciertos, ¿verdad? G.G.: Sí. g.g.: ¿Sugiere esto, entonces, que encontró que su música, en general, era más divertida de tocar que de escuchar? G.G.: Claro que no. Ya le he dicho que escucho con gran placer... g.g.: ... la Octava sinfonía y el Cuarteto para cuerda Opus 95, ya sé. Pero en la época en que daba conciertos sí tocó, digamos, el Con cierto «Emperador» con bastante frecuencia, después de todo, aun que no lo he visto en su lista de favoritos. Así que, ¿sugiere esto, quizá, que estas interpretaciones sólo le proporcionaban un estí mulo táctil y no intelectual? G.G.: Creo que eso está fuera de lugar, ¿sabe? Traté con mucho, mucho esfuerzo desarrollar un análisis razonado convincente para el Con cierto «Emperador». g.g.: Sí, he sabido de algunos de sus intentos de racionalizarlo, de he cho, pero es interesante que haya dicho «traté». Supongo que eso quiere decir que le resultó difícil realizar una experiencia musical espontánea en relación con esas interpretaciones. G.G.: Bueno, si por «espontáneo» quiere decir una circunstancia en que todas las notas caen en su sitio como si estuvieran programadas por un autómata, es obvio que no. g.g.: No, no me interprete mal. No estoy hablando de dotes técnicas ni de nada tan mundano como eso. Simplemente sugiero que si fuera a tocar una obra de..., ¿cuál es su compositor favorito? G.G.: Orlando Gibbons. g.g.: Gracias..., de Orlando Gibbons, todas las notas parecerían estar en su lugar orgánicamente sin ninguna necesidad de que usted como intérprete distinguiera en absoluto entre consideraciones tác tiles e intelectuales. G.G.: No creo que haya sido culpable de ninguna distinción de ese tipo. g.g.: Ah, pero sí lo ha sido, aunque sea sin darse cuenta. Verá, este aná lisis de café suyo le impone el seguir tratando de que le guste el Opus 132, o lo que sea, pero no se siente obligado a emprender nin guna investigación de ese tipo en favor de la Pavana «Salisbury» del señor Gibbons, ¿verdad? Y, de forma similar, el detallado aná lisis razonado que urde en favor del Concierno número 5 para pia no —tanto si lo hace muy despacio como muy deprisa podría, re pentina y milagrosamente, terminar encajando— no se correspon de con ninguna apología similar cuando toca a Gibbons, ¿no? Aho 72
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ra bien, estoy seguro de que coincidirá conmigo en que no es por que Gibbons sea menos exigente intelectualmente... En efecto, no lo es. ... y en efecto, dado el tiempo que ha transcurrido desde la época de Gibbons hasta la nuestra, podría incluso decirse que plantea el mayor reto recreativo. Eso es cierto. Pero a pesar de ello, verá, estoy bastante seguro de que si se sien ta delante de su piano, de madrugada, digamos —para su propio placer, en cualquier caso—, es Orlando Gibbons, o algún otro com positor hacia el que no manifieste esas tendencias esquizofrénicas, lo que tocará, y no Beethoven. ¿Estoy en lo cierto? La verdad, no veo qué prueba eso, y creo... ¿Estoy en lo cierto? Sí. ¿Puede ayudarme? ¿Desea recibir ayuda? No, si supone renunciar a Orlando Gibbons. No tendrá que ser necesario. Verá, señor Gould, su problema —y es un problema mucho más común de lo que piensa, se lo asegu ro— tiene que ver con un malentendido fundamental de los me dios por los que el arte posrenacentista alcanzó su facultad de co municación. Beethoven, estoy seguro de que coincidirá conmigo, fue básico para ese logro, aunque sólo sea cronológicamente, en cuanto que su vida creativa divide prácticamente en dos partes los tres siglos y medio transcurridos desde el fallecimiento de su se ñor Gibbons... Cierto. ... y es precisamente durante ese período de tres siglos y medio, y en concreto en su corazón beethoveniano, cuando la idea creativa y el ideal comunicativo comenzaron a hacerse concesiones mutuas. Me he perdido. Bueno, mírelo de esta forma. Todas las obras que ha enumerado en su lista particular de odios... No se trata de eso en absoluto. No interrumpa, por favor. Todas esas obras tienen en común la idea de que su ideología, por así decir, puede resumirse en uno o más momentos memorables. Quiere decir motivos. Quiero decir melodías. Quiero decir, es muy fácil, que usted, como músico profesional, ha contraído una pauta de resentimiento en re 73
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lación con esas melodías —disculpe— que representan y que ca racterizan el espíritu de sus composiciones respectivas. Bueno, no tienen nada muy especial esas melodías, si quiere lla marlas así, en el Concierto «Emperador», ya que me desafía en ese terreno concreto. No tiene nada de especial. Hay, no obstante, algo fácilmente identificable en ellas que, por definición, amenaza con minar su pre rrogativa como intérprete, ¿lo ve? A usted le ofende el hecho de que, en una obra como el Concierto «Emperador», las detalladas atenuaciones correspondientes a esos motivos queden, en efecto, en sus manos, literalmente y en sentido figurado, pero la razón de ser de esas atenuaciones se desarrolló inevitablemente a partir del tipo de fragmento de motivo que vino provisto, de forma automá tica, de ciertas deformaciones interpretativas incorporadas en vir tud de las cuales las puede cantar, silbar o bailar cualquiera —cual quier profano. Tonterías. Las melodías de Mendelssohn son en su totalidad tan buenas como las de Beethoven, y mucho más continuas, y no ten go nada en absoluto que objetar a Mendelssohn. Ah, precisamente. Las de Mendelssohn son mucho más continuas porque tienen relación con una sustancia de motivo que es al mis mo tiempo más extendida, más compleja y —no me malinterprete ahora— más profesional. ¿También lo cree usted, entonces? Todo el mundo lo cree, mi querido colega. Es precisamente esa mez cla imposible de ingenuidad y complejidad lo que hace que Beet hoven sea el imponderable que es, y es precisamente esa dimen sión de su música —esa mezcla de habilidades profesionales para el desarrollo y de brusquedad de amateur para el motivo— lo que constituye el núcleo de su problema, señor Gould. ¿Eso cree? No hay duda. Y no es en absoluto nada malo, de verdad, un poco anarquista, quizá, pero, en un sentido es incluso bastante creati vo, porque cuando rechaza a Beethoven... ¡Pero si yo no lo rechazo! ¡Por favor! Cuando rechaza a Beethoven, como digo, rechaza la con clusión lógica de la tradición musical occidental. Pero él no es esa conclusión. Bueno, por supuesto, no lo es cronológicamente. Como ya he di cho, en realidad es su centro, en ese sentido, y son precisamente
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las obras que están en el centro de su propia cronología las que más le molestan a usted. Son precisamente las obras en las que una exposición complicada, con la que sólo un profesional puede enfrentarse, se emparenta con un material con el que nadie puede identificarse. Mmm... Y eso le molesta, señor Gould, porque representa, en primer lugar, un comentario sobre el papel, el profesionalismo estratificado de la tradición musical de Occidente que usted, y no sin razón, cuestio na. No, no es casual que prefiera las obras en las que Beethoven asumió menos enfáticamente su yo extremista-lógico —las escri tas de camino hacia, o de retirada desde esa posición—, las obras en las que el cociente de lo previsible es más bajo, las obras en las que el compositor está menos preocupado en hacer explícito el mis terio de su arte. Pero de camino hacia o de retirada desde esa posición, como usted dice, uno se encuentra con un tipo de arte mucho más profesional —el profesionalismo de Wagner, o de Bach, dependiendo de hacia dónde vaya uno— y hay que recorrer un largo trecho hacia atrás, o hacia adelante, según el paso, para encontrar una tradición pu ramente amateur. Precisamente. En cualquiera de las dos facetas de Beethoven hay un profesionalismo mucho más perfecto, y por eso precisamente le atraen esos compositores. Mmm... Bueno, ¿quiere decir, entonces, que si rechazo a Beetho ven voy camino de ser un ecologista o algo así? O sea, creo que John Cage ha dicho que si él está en lo cierto, Beethoven debe de estar equivocado, o algo así. ¿Cree usted que estoy abrigando al gún tipo de deseo de suicidio en nombre de la profesión de músico? Mi querido colega, la verdad, no creo que deba preocuparse por eso. Además, usted es bastante moderno, ¿sabe?; después de todo, no eligió el Opus 132, sólo el 81a y el 95. Vacila. No está muy seguro de si, al hacer explícito ese misterio, al explotar la dicotomía entre lo profano y lo profesional, hacemos a nuestros compañeros de hu manidad un favor o no. No está muy seguro de si, al optar por una trayectoria ecologista, lo cual, después de todo, pone fin al profe sionalismo tal como nosotros lo conocemos, estamos llegando a al guna verdad sobre nosotros más inmediata que la que puede al canzar cualquier profesional; o si, al hacerlo, simplemente refre namos nuestro propio desarrollo como seres humanos. Y no debe 75
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avergonzarse, porque el propio Beethoven no estaba seguro. Des pués de todo, no escribió muchos Conciertos «Emperador», ¿ver dad? Vacilaba, hasta cierto punto al menos, y no veo por qué no puede vacilar usted. Lo que ocurre es que, al alabar a Beethoven, está reconociendo un punto terminal que hace practicable su vaci lación, y ahora tiene que encontrar otro. Bueno, eso me consuela, la verdad. Pero hay algo que no entiendo: ¿cómo supo que tenía estas dudas? Señor Gould, era perfectamente evidente; si no, no habría solicita do esta entrevista. Habría escrito el artículo tal como se le pidió. Ya veo. Bueno, muchas gracias. ¿Alguna cosa más? No, creo que no. Ah, sí: si no le importa, cuando salga apague la música, por favor. Si oigo otro compás de la Heroica voy a gritar.
LAS SONATAS «PATÉTICA», «CLARO DE LUN A» Y «APPASIONATA» DE BEET H O V EN 1 De las treinta y dos sonatas para piano de Beethoven, justo es decir que, como máximo, seis han alcanzado ese especial favor del público que otorga el reconocimiento instantáneo. Estas sonatas son, sin excepción, las subtituladas la «Patética», la «Claro de luna», la «Appassionata» y, aclamadas con menos fervor, la «Pastoral», la «Waldstein» y Les Adieux. Aun así, con la excepción del «Claro de luna» (un osado experimento en equilibrio organizativo) y de «Les Adieux» (quizá, en compresión de mo tivos, el más ingenioso de los estudios que efectuaron la transición a su estilo posterior), ninguna de estas famosas sonatas fue un hito en la evo lución creativa de Beethoven y, de las tres que contiene este álbum, hay dos, la «Patética» y la «Appassionata», que son más notables por el modo en que sirven de ejemplo de las actitudes que mantenía Beethoven en la época en que fueron compuestas que por su adscripción a una idea arquitectónica especialmente aventurada. Entre las primeras obras para piano de Beethoven, la «Patética», Opus 13, es quizá la de mayor tendencia sinfónica. Su primer movimien to va precedido de una imponente exposición grave del tipo de las que
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Beethoven utilizó como introducción para su primera, segunda, cuarta y séptima sinfonías; y aunque guarda una relación en cierto modo tan gencial con las cuestiones temáticas primordiales del Allegro que le si gue, esta exposición del grave está indisolublemente ligada al Allegro me diante la opulenta estructura de sus tríadas eufónicamente equilibra das y cierto carácter apasionado por el teatro de su ritmo doble puntea do de fúnebres presagios. En el Allegro de este movimiento, Beethoven extrae una propulsión dinámica y rítmica de los persistentes trémolos similares a los del timbal con los que la mano izquierda escolta de for ma rigurosa ese imprudente coqueteo con el rubato que es la tentación constante de la mano derecha. Esta aproximación casi orquestal al teclado reapareció en las obras para piano de Beethoven de cuando en cuando, especialmente en esos ensayos fanfarrones de su período central. Pero la mayor parte de las sonatas posteriores de Beethoven exploraron sonoridades más íntimas y propias del piano. En efecto, los dos últimos movimentos de la «Paté tica» ya anticipan este aspecto del estilo de las obras para teclado de su madurez. El segundo movimiento es un Adagio tranquilo, adornado con moderación, mientras que el tercero, un Rondó, con su contrapunto an gular y bipartito, siempre me ha parecido que pertenece a otra obra. Se ría, un buen final para la sonata en do menor Op. 10, núm. 1, de Beet hoven, anterior; pero, en relación con ese autocrático primer movimien to, este rondó tan amable apenas tiene valor por su propio peso. En comparación, la Sonata Op. 27, núm. 2 (la denominada Sonata «Claro de luna»), pese a que comprende tres movimientos superficial mente dispares, es una obra maestra de organización intuitiva. Al con trario que la «Patética», que retrocede emocionalmente de la beligeran cia de su Allegro inicial a las afirmaciones más modestas de su Rondó final, la Sonata «Claro de luna» gana intensidad desde la primera nota hasta la última. Comenzando con el tímido encanto de la, sin duda al guna, melodía más amada y denigrada de Beethoven, la gracia ternaria del Adagio inicial se resuelve en el soplo seductoramente ambivalente en re bemol mayor que constituye el segundo movimiento. Este frágil y otoñal Allegretto desaparece, a su vez, dentro del llamativo torrente que es el Presto final. En efecto, el movimiento Presto de esta obra parece cristalizar los sentimientos de los otros dos y confirma una relación emo cional al mismo tiempo flexible y segura. Escrito en la forma de allegro de sonata, como suele hacer Beethoven en los primeros movimientos de sus obras, es, de todos sus finales, uno de los más imaginativamente es tructurados y temperamentalmente versátiles. Pero, debido a su ardor 77
acumulativo, la Sonata «Claro de luna» figura, merecidamente, en uno de los primeros puestos del hit parade del siglo xvin. Al igual que las Sonatas «Patética» y «Claro de luna», la llamada So nata «Appassionata» Op. 57 suele considerarse una de las obras para te clado más populares de Beethoven. Aunque confieso que se me escapan las razones de su popularidad; no es, por cierto, una de las obras más formativas del catálogo de Beethoven, ni uno de esos ensayos tensos, ar gumentativos del período central que, como el Concierto para violín, se defienden con una combinación de agallas y una buena melodía. La «Appassionata», al igual que la mayor parte de las obras que Beet hoven escribió en la primera década del siglo XIX, es un estudio en te nacidad temática. Su idea, en esta época, era crear estructuras mastodónticas a partir de un material que, en manos menores, apenas habría proporcionado una buena introducción de dieciséis compases. Los temas como tales son, por lo general, de un interés mínimo, pero tienen a me nudo una urgencia tan primaria que uno se pregunta por qué hizo falta un Beethoven para inventarlos. Y la elaboración de estos motivos no es contrapuntísticamente continua a la manera barroca ni decorosa al es tilo rococó. Por el contrario, es tan decidida, combativa y resistente a la concesión como apaciguadora, alentadora y capaz de avenirse a la con ciliación la música de principios del siglo xvni. Nadie había compuesto antes con una actitud tan beligerante; en al gunos aspectos, nadie lo ha hecho desde entonces. Cuando funciona —cuando los furiosos ataques de Beethoven encuentran su objetivo— se siente que las exigencias retóricas de la música han sido trascendi das por una afirmación al mismo tiempo personal y universal. Pero cuan do no funcionan, estas composiciones de la época central se convierten en víctimas de esa misma despiadada búsqueda del motivo. Y creo que en la Sonata «Appassionata» el método no funciona. En el primer movimiento, Allegro, la relación del primer tema y el segundo, ambos engendrados por una tríada arpegiada, están, en cierto modo, desenfocada, los motivos secundarios en la tonalidad relativa ma yor persiguiendo con dificultad la exposición inicial en fa menor y sin la ayuda de esa inexorable estrategia tonal que guía las exposiciones de Beethoven más cuidadosamente consideradas. El segmento de desarro llo adolece de una desorganización similar y muestra estereotipos secuenciales en lugar de una gran furia central —esa amalgama única de orden y caos que confiere la razón de ser a las instalaciones de éxito de Beethoven. El segundo movimiento, Andante, es un conjunto de cuatro variacio78
nes que proceden de, aunque no logran expandirla, una sombría con fluencia de acordes primarios en la tonalidad de re bemol mayor. El fi nal, como el último movimiento de la Sonata «Claro de luna», es en esen cia un allegro de sonata y, en virtud del uso persistente de un motivo de acompañamiento estilo toccata, casi hace, aunque no lo consigue del todo, que sus llamadas de trompa, concebidas de forma puntillista, y sus efectos de contrabajos punteados se salgan de la página impresa. En la conclusión de las exposiciones recapituladas, y antes de avivar un enloquecido stretto para la coda, Beethoven interpela un curioso galop de dieciocho compases que, con el aumento de la potencia de su tempo y su formato rítmico simplista, ofrece el equivalente en composición de esos gestos heroicos con los que el virtuoso con experiencia recoge —in cluso para la interpretación peor concebida— la frenética aprobación del anfiteatro. En este período de su vida, Beethoven no sólo está preocupado por la frugalidad del motivo; también le preocupaba ser Beethoven. Y hay en la «Appassionata» una pomposidad egoísta, una actitud provocativa del tipo de «veamos si puedo salir bien librado utilizando eso una vez más», que, en mi encuesta privada sobre Beethoven, sitúan esta sonata en algún punto intermedio entre la Obertura de E l Rey Esteban y la Sin fonía La victoria de Wellington.
LAS TRES ÚLTIMAS SONATAS PARA PIANO DE BEETH O VEN 1 Parece que uno de los placeres de la antropología musical consiste en atribuir a las carreras de los compositores, especialmente a las de compositores cómodamente fallecidos, unos hitos cronológicos bastante arbitrarios, con la intención de dividir la producción de incluso el crea dor más incansable en varios turnos claramente definidos que todos los estudiantes de «apreciación musical» conocen como «períodos». Esta subdivisión de la fortuna creativa tiene su origen, generalmen te, en extravagantes y erróneos conceptos respecto de la influencia de la vida privada del artista sobre su conciencia musical. Para lanzar con éxito uno de estos «períodos» sólo hay que proclamar la importancia de 1 Notas para la carpeta del disco Columbia ML 5130,1956.
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acontecimientos de demarcación como, por ejemplo, una suspensión de la productividad, la transferencia del interés de una forma a otra (del lied a la sinfonía, por ejemplo) o, lo mejor de todo, un cambio de si tuación geográfica. Independientemente de las distinciones de tempera mento personal, pocos hombres con voluntad de vagabundear han lo grado evitar ser identificados con el destino final de sus viajes. En efec to, incluso el más directo de los maestros de capilla itinerantes talló sin querer con cada migración, en el curso de su ascensión desde Köthen hasta Weimar y después a Leipzig, una pista por la que, dos siglos des pués, despreocupados turistas analizan las cuidadosamente calibradas columnas de su talento. Aunque con un organista nómada como Bach podría haber alguna justificación para esta designación empírica, dado que los productos de una estancia particular deben reflejar hasta cierto punto la mano de obra musical disponible. Cuánto mayor es el perjuicio de explotar no una circunstancia física externa, sino un estado de ánimo totalmente subjetivo; interpretar una obra de arte a través de las connotaciones fi losóficas y aceptar después esta paráfrasis como una representación vá lida de la actitud intelectual del autor. Y hay que admitir que entre los que han perpetrado estas pintorescas revistas ilustradas figuran no sólo biógrafos románticos y psicólogos profanos, sino también gran número de hábiles historiadores y analistas quienes, enfrentados a la más ar dua y menos interesante tarea de juzgar el despliegue gradual de los con ceptos técnicos de un artista, aparecen súbitamente como oráculos en el nebuloso campo de la percepción extramusical. Es dudoso que ninguna composición de ningún maestro haya sido más gravemente difamada de esta guisa que las obras de los últimos años de Beethoven. Obras últimas, esfuerzos de un «período final», tie nen una fascinación especial para los adivinos musicales, ya que cabría esperar leer en ellas más fácilmente el mensaje de una última voluntad. Además, la vida creativa de Beethoven está provista también de varios de los criterios arriba citados: el defecto auditivo que le obligó a buscar consuelo en la autocontemplación, o el período de relativa infertilidad que sucedió a la época dorada de la «Heroica», la «Appassionata» y los «Rasumovskys». En consecuencia, los productos de los últimos años de su vida han sido interpretados como los improbables errores de un sor do, como una Augenmusik escrita por un solitario para el placer de su propio examen, o como la alegre restauración de facultades creadoras que trascienden todos los logros anteriores, que, en efecto, trascienden la función y la naturaleza mismas de la música. 80
La profusión de los escritos críticos sobre las últimas sonatas y cuar tetos revela un mayor predominio del absurdo, por no decir de la con tradicción, que en cualquier literatura comparable. Los primeros biógra fos de Beethoven tienen una tendencia a evitar estas obras con sólo uno o dos comentarios sobre su insatisfactoria realización en la interpreta ción. Por extraño que parezca, esta actitud aparece de cuando en cuan do hasta el presente, especialmente respecto de las obras notables por su empeño contrapuntístico. Es típico el comentario de Joseph de Marliave, que en su obra sobre los cuartetos recomienda la exclusión de la interpretación de la «Gran Fuga», Op. 133, y de la fuga final de la So nata «Hammerklavier», Op. 106. «Al oírla», observa respecto de la pri mera de ellas, «se advierte también que esta vez el Maestro ha perdido por completo el íntimo y contemplativo atractivo para el oído encontra do a la perfección en su última obra. (...) Abandonándose con un placer casi demoniaco a su poderoso genio, Beethoven amontona un efecto dis cordante sobre otro, y la maravilla de su construcción técnica no logra disipar la impresión general de pesado derroche de sonido.» La mención de Marliave al «íntimo y contemplativo atractivo para el oído» ilustra una aproximación a estas obras basada en la conjetura filosófica en lugar de en un análisis musical. Beethoven, según esta hi pótesis, se ha elevado espiritualmente más allá de la órbita terrestre y, liberado de la dimensión terrenal, nos revela una visión de hechizo pa radisiaco. Una opinión, más reciente y más alarmante, muestra a Beet hoven no como un espíritu indomable que ha saltado por encima del mundo, sino como un hombre sometido y roto por la limitación tiránica de la vida en la tierra, aunque enfrentándose a todas las tribulaciones con una noble resignación ante lo inevitable. Así pues, Beethoven, mís tico visionario, se convierte en Beethoven realista, y estas últimas obras se nos muestran como construcciones calcificadas e impersonales de un alma insensible a los deseos y tormentos de la existencia. Varios nove listas contemporáneos han hecho realidad las vertiginosas alturas a que pueden llegar estos absurdos, destacando entre los pecadores Thomas Mann y Aldous Huxley. Los que deciden justificar estas opiniones con ejemplos musicales han recurrido, por lo general, a la analogía con el perfil formal de las últimas obras. Desde luego, es llamativa la impresión global rapsódica que crea la original yuxtaposición de ciertos movimientos. Aunque esta cualidad de improvisación es más patente en obras como el Cuarteto en Do sostenido menor, las sonatas Op. 109,110 y 111 revelan, sin embar go, individualidad y, como trilogía, una extrema diversidad en cuanto a 81
iniciativa formal. Los últimos movimientos, en especial, apenas revelan esa sensación de consumada urgencia o dinámico impacto que se aso cian al final clásico. Aun así, cada uno de ellos parece impulsado por una comprensión instintiva de las necesidades de lo precedente y cum ple su obligación con la idea total al tiempo que preserva un efecto de completa espontaneidad. Pero —y aquí radica la paradoja— rara vez se han construido los movimientos de forma más compacta, se han desa rrollado con mayor economía o, dentro de sí mismos, han permitido la revelación de un compendio más riguroso de las propiedades de la sona ta clásica. Por poner sólo un ejemplo: el primer movimiento del Op. 109, un ver dadero resumen del allegro de la sonata, omite la presentación de un gru po temático subsidiario, sustituyéndolo una secuencia de arpegios de do minantes secundarias. Esta secuencia, aunque carente totalmente de re lación con el motivo de la frase precedente, alivia la ansiedad armónica de los precipitados compases del comienzo confirmando la impresión de una modulación en la dominante. Sin embargo, cuando llega el momen to correspondiente en la recapitulación, este episodio no se satisface con una transposición literal de sí mismo, no se contenta con calmar el ar dor del tema principal, sino que despega para construir una ingeniosa variación sobre sí mismo, variación que, por primera y única vez en el movimiento, tiene ambiciones que van más allá del circuito diatónico de Mi mayor. Y precisamente en este momento climático se produce el gol pe más astuto de imaginación musical de Beethoven: la progresión de raíz armónica de estos compases, 62-63, se convierte en la inversión exac ta del caso equivalente, compases 12-13. No obstante los numerosos ejemplos de canon cangrejo que se observan en las figuraciones melódi cas de estas últimas obras, creo que esta ocasión, con su desprecio al ajuste de semitono automático necesario para preservar la esfera de una tonalidad es única en la obra de Beethoven. Sería un error inferir que un ardid como éste sea una ecuación ma temática artificial. Por el contrario, he citado este ejemplo porque indi ca esa asociación de descuidada espontaneidad y disciplina objetiva que es el sello de sus últimas obras. Pero éstas no son cualidades que se manifiestan de repente en 1820. Fueron la búsqueda de toda una vida y, más en concreto, un atributo de la activación contrapuntística que recorrió todo su arte en los años de transición comprendidos entre 1812 y 1818. Fueron anunciadas por la comprensión de motivos de la Séptima Sinfonía, la Sonata Op. 101, por la brusquedad armónica de la Octava Sinfonía, la musculosa angu82
laridad de la Sonata Op. 81a; y las tres últimas sonatas son, a su vez, precursoras de la música para cuarteto más intensa que vino después. Pero ¿quién puede negar que el exuberante, haendeliano —casi se podría decir, anacrónicamente, mendelssohniano— contrapunto de la fuga Op. 110 es tan parte del estilo del último Beethoven como los tensos tendo nes de la «Gran Fuga»? Por lo que parece, Beethoven, no será confinado, ni siquiera por los que trazarían su derrotero con efectos retroactivos. Estas sonatas son una breve, aunque idílica, escala en el itinerario de un intrépido voyageur. Quizá no devenguen las revelaciones apocalíp ticas que tan gráficamente se les han atribuido. La música es un arte maleable, condescendiente y filosóficamente flexible, y no es gran cosa moldearla a voluntad; pero cuando, como en las obras que tenemos aho ra ante nosotros, nos transporta a una esfera de tanta felicidad beatífi ca, lo mejor es no intentarlo.
LA QU IN T A SINFONÍA DE BEETHOVEN AL PIANO: CUATRO CRÍTICAS IM A G IN A R IA S1 Reproducido de la revista inglesa The Phonograph Carta de América
Sir Humphrey Price-Davies
Entre las novedades recientes que cabe mencionar en la industria gramofónica americana, merece destacar cierta preocupación por un re pertorio bastante oscuro para teclado del siglo xix. Se oye hablar de pla nes en curso para hacer una edición integral de las obras de C.V. Akan, de quien mi colega R.Y.P. observó en el número de febrero de 1962 de esta revista: «nadie tiene mejor merecida la oscuridad». El recién creado sello Astro-disc ya ha hecho planes para llevar a cabo una grabación del «Canto del Caribe» (Chant des Caraïbes) de Louis Moreau Gottschalk (AS-1- £ 2/10/6), utilizando lo que los publicistas de la compañía deno minan la «florida» acústica que ofrecen las instalaciones del pub situado a bordo del barco fluvial Tawanhee, anclado actualmente en Segratoria, Mississipi. Y en sus lanzamientos de este mes, la CBS, ese coloso de la industria americana, incluye una oferta que, con bastante inmodestia, 1 Notas para la carpeta del disco Columbia MS 7095,1968.
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califica de «una original primicia llena de éxito para teclado»: la trans cripción de Franz Liszt de la Quinta Sinfonía de Beethoven, interpreta da por ese pianista canadiense extravagantemente excéntrico llamado Glenn Gould. Las interpretaciones extrañas de la Quinta de Beethoven no son, des de luego, ninguna novedad para el coleccionista británico. Uno recuerda esa elegiaca exposición que Sir Joshua consignó al gramófono en sus úl timos años, así como esa espléndidamente fogosa interpretación trans crita en condiciones reales de concierto por el Newcastle-on-Tyne Light Orchestra con ocasión de la inadvertida alarma aérea del 27 de agosto de 1939. Pero no había hasta ahora en nuestros comercios ninguna ver sión al teclado de esta obra y tengo la impresión de que la presente edi ción gustará poco en este país. Toda la empresa tiene el sabor de esa incorregible preocupación americana por el gesto exuberante y carece en gran medida de esas cualidades de reposo otoñal que debe ofrecer una interpretación cuidadosamente calculada de esta obra. El señor Gould ha estado ausente de los escenarios británicos estos últimos años, y si este nuevo estreno de CBS indica sus actuales predi lecciones musicales, quizá sea una suerte. Reproducido del Mïnch’ner Musikologische Gesellschaft Prof. Dr. Karlheinz Heinkel No es notable que en su ciclo poético «Resonancia del Rin» (Resonanzam-Rhein), la segunda estrofa de Klopweisser concluya con esta idea: Con esta a menudo estridente nota haga pausa, Los que la oigan, así sonando, verán Que la eufonía es la única, segura, sagrada causa, Y despidiéndose de las dobles octavas, huirán A esa protegida y fácil calma En esa tintineante (*) tonalidad Y del que sabe con esa callada confianza Que aquí hubo una nota, aquí hubo un Do central. Obras completas de Klopweisser
(Dent and Dent)
*Ringen, klingen Esta actitud acude inmediatamente a la mente cuando un nuevo dis co de CBS plantea problemas muy serios en cuanto a la capacidad de 84
resonanda del Do central medio. El disco incluye una transcripción de la Quinta Sinfonía de Beethoven. La transcripción es de Liszt y pode mos dejar en manos de nuestros colegas en la musicología antropológica la decisión de si cumple las obligaciones morales que incumben a una transcripción de música alemana. El propósito de estas líneas es llamar la atención sobre los compases 197 y 201 del primer movimiento de esta obra, en los cuales falta un Do central. Un estudio del Archivo Liszt re vela que estas notas están ausentes de la partitura de la transcripción y no son, como podríamos estar tentados de suponer, un arbitrario re chazo de dos notas críticas por el artista intérprete. Si, entonces, estas notas son rechazadas por este transcriptor hún garo, debemos preguntar: ¿por qué se ha hecho? ¿Es que este transcrip tor pensó que ayudaba a Beethoven? ¿Se atreve a instruirnos con nues tra propia música? ¿Se toma la libertad de tener un conocimiento priva do de las notas de Beethoven? Sería oportuno recordar al lector que estas notas forman en esta obra una disonancia muy significativa, la cual disonancia, como ha señalado el profesor Kimmerle, es característica de este compositor. Son, de he cho, unos does tocados por la trompeta (Trompete) y tienen lugar en un acorde en el que el fagot (Fagott) se entrega a Re bemol (des). Sin esta contradicción, tenemos un típico y débil acorde disminuido como el que podría escribir cualquier compositor húngaro. Con ella tenemos un gol pe maestro, un momento verdaderamente feo. ¿Por qué, entonces, ha suprimido Franz Liszt esta fealdad? ¿Se toma la libertad de sermonearnos sobre la naturaleza de la resonancia en el Klavier? ¿Teme, en su intolerable vanidad, que se crea que ha tocado una nota equivocada? Traducido por Mathilde Heinkel (antes Mattie Green) Reproducido de Insight, resumen de la Asociación Psiquiátrica de Dako ta del Norte S.F. Lemming, M.D. Paul D. Hicks, en su reciente y tan reseñado estudio «El inconscien te y la motivación profesional», observa que la mayor parte de nosotros, en los años centrales de nuestra vida, suprimimos estímulos profesio nales que, de ser consentidos, exigirían una reconducción de las pautas de la ambición. Entre los estratos de ingresos altos de la sociedad ame ricana, señala Hicks, esta tendencia tiene a veces una motivación me85
nopáusica, pero con más frecuencia, y en especial entre los profesio nalmente activos, implica la reafirmación de asociaciones traumáticas derivadas de resentimientos infantiles propios de la intrusión de la disciplina escolar en la pauta de seguridad paterna. Como señalaba J.H. Tidy en su reseña (Insight, marzo) de la obra de Hicks, hará falta un estudio mucho más exhaustivo antes de que pueda llegarse a un consenso. Sin embargo, en la amable colaboración del personal médico de Co lumbia Records, este corresponsal pudo asistir en enero pasado a varias sesiones de grabación en la ciudad de Nueva York que han proporcio nado el material que ha servido de fuente para el presente análisis. El artista musical era canadiense (Hicks reconoció que no había diferen ciación latitudinal), tenía unos 35 años de edad (la cima de la contradic ción profesional, señala Hicks, se alcanza antes de cumplir los 40), era un varón (Hicks comentaba que, en las hembras, la desorientación es me nos acusada y es, en muchos casos, subproducto de un resentimiento asociado con un incipiente estatuto de abuela), y parecía poseer los co cientes de energía medios (las sesiones consistían, por lo general, en dos segmentos de tres horas separados por un descanso de una hora para cenar y la obra interpretada parecía ser de dificultad media). Cuando comenzó la grabación, sin embargo, se hizo patente que la desorientación profesional era un factor importante. La obra escogida por el artista estaba, de hecho, escrita para una orquesta sinfónica y la elección del artista reflejaba con claridad un deseo de asumir el papel autoritario del director. Al verse negada la gratificación del ego de este papel por la ausencia de orquesta, el artista delegó en el productor y en los ingenieros de la grabación como sustitutos y, en el curso de la se sión, trató de manifestar su aprobación o desaprobación hacia diversas sutilezas musicales, gesticulando con energía y con aires de director. A medida que avanzaba la sesión, asumía pautas discursivas cada vez más lacónicas (Hicks señala que el mutismo es con frecuencia, aunque no invariablemente, un concomitante) y procuraba telegrafiar sus de seos a la sala de control empleando gestos amplios como si estuviera dan do la entrada a los músicos. No obstante, el dato más impresionante derivado de estas sesiones tiene que ver con los aspectos del agravamiento de la teoría de Hicks. Cuando salía del estudio al término de su trabajo, se oyó al artista can tando varias melodías de una composición que el productor identificó como una obra de un compositor austríaco, Mahler, y que, evidentemen te, exigía considerables contingentes corales, así como instrumentales. 86
Reproducido de Rhapsodya, revista de la Unión de Trabajadores de la Mú sica de Budapest Informa desde Nueva York
Zoltán Mostányi
El sol invernal soltó su poco entusiasta presa sobre la Decimoterce ra y la Tercera. Un rastro de nieve recién caída se esforzaba en ocultar el despiadado granito de las fachadas de las oficinas y relajar los duros y torvos perfiles de esos torpes monumentos a la avaricia. Liberados has ta la mañana de sus obligaciones con el agotador trabajo, los malvestidos obreros, azotados por los secos vientos de Manhattan, salen, deses perados, a la noche que cae con celeridad. Columnas de limusinas, de cuyos bares y teléfonos dentro de sus decadentes interiores hacen lla mativamente ostentación seductoras y violáceas luces de aparcamiento, se alineaban en el bordillo esperando el placer y la aparición de sus pri vilegiados jefes. Desde el interior de un edificio próximo a esta esquina imaginaria, curiosos sonidos flotaban en el aire de la tarde. Sonidos engañosamente familiares: sonidos de Beethoven, el demócrata; de Liszt, héroe del pue blo. Sonidos del Beethoven entendido y preparado por Liszt para que éste pudiera compartir algún raro y elevador goce de la música con las masas trabajadoras. Sonidos pervertidos y distorsionados, sonidos vuel tos contra el pueblo. Sonidos ahora llenos de codicia y avidez de ganan cia. Dentro de esa fácil y despiadada fachada, un solitario pianista se veía obligado a hacer el trabajo de ochenta hombres. ¿Qué pensarías, amado Franz, si supieras que tu más noble y bené fica empresa, el producto de tu amor y de tu fe en el hombre, ese entu siasta intento con el que quisiste dar a conocer la obra del maestro a esas pobres y marchitas almas, deprimidas, limitadas por los señores feudales ducales para quienes trabajaban y a los que tú también desde ñabas tan sinceramente, que no tenían orquesta particular que tocara para ellos, que no tenían medios con los que encontrarse con principes cos tiempos pasados, que no tenían modo de saber que desde Bonn ha bía llegado un profeta de la rebelión -—un hombre de música nacido para llevar las cargas de las masas, para emitir proclamas con sus armonías y esforzarse trabajosamente en temas que sirvieron de precursores de ese implacable día de ira que vendrá—, qué dirías si pudieras saber que esta tu obra, tu empresa, distorsionada, sirve sólo para enriquecer a la minoría, para empobrecer a la mayoría. Tocaste para ellos, buen Franz. Lo hiciste tú solo porque tenías que hacerlo. No buscabas la gloria, tampoco beneficios. Pero se ha negado 87
el derecho al trabajo a ochenta hombres, querido Franz. Ochenta hom bres cuyos niños helados y enfermos estarán más helados y enfermos esta noche. Y todo porque un timorato y blando pianista vendió su alma como esclavo al dólar y en su libidinosa búsqueda explotó la tuya. Y, pensando en estas cosas, vi casualmente a un solitario músico, fa tigado y desalentado, frustrado y desconsolado, surgir de esa noche. Un violinista, buscando trabajo en vano, el instrumento en un abollado es tuche que en la mano asía. Movido a compasión, me acerqué a él, «Ven ga, amigo mío», dije, «bebamos juntos». Emocionado, y esperanzado de nuevo, accedió. «Salut», dije, cuando llegamos al refugio de un bar ha llado en esa esquina cubierta por la noche, «me llamo Montányi, y com prendo». «Gracias», dijo él, «le agradezco que lo comprenda; yo me llamo Stern».
ALGU N OS CONCIERTOS DE BEETHOVEN Y BACH1 El Concierto en Si bemol mayor es, sin duda, el más injustamente difamado de las composiciones orquestales de Beethoven. Hasta hace muy poco se reservaba para apariciones ocasionales como pieza curiosa y la mayoría de las veces se le sigue acogiendo con crítica reserva. Este concierto es, desde luego, la primera composición orquestal im portante del autor (es varios años anterior al Concierto en Do mayor, Op. 15), y fue escrito en un momento en el que la destreza de Beethoven como solista de piano bien podía haberle impulsado a moldear una obra maestra para su propia exhibición. Pero su preocupación por esta obra parece haber durado bastante más que su necesidad personal de ella, ya que no sólo se puso a revisarla en 1800, en un momento en que ya exis tían los conciertos en Do mayor y Do menor, sino que le dio una caden za para el primer movimiento (la mejor cadenza, con mucho, de todas las que escribió, además) en un idioma de tan escarpada escultura de motivos que resulta muy difícil que haya sido escrita antes de 1815. Sin embargo, aunque esta cadenza no es una extensión estilística del resto del concierto en mayor medida que lo podrían ser «El caballero de la rosa» o «Fígaro», si reitera y amplía aún más el aspecto más impre1 Notas para la carpeta de los discos Columbia ML 5211 y M L 5298,1957 y 1958.
sionante del concepto estructural de Beethoven del primer movimiento: la íntima interdependencia y el desarrollo coherente de las figuras del motivo desde la primera frase.
Dentro de esta frase inicial se resume todo el carácter temático dual del allegro del concierto clásico: la marcial diana de la figura 1 (un co hete de Mannheim invertido) hace un oportuno gesto de pomposidad sin fónica, es sutilmente modificada por la figura 1A y compensada por la actitud lírica del motivo que le sigue. Se representa al mismo tiempo ese juego de agresión y desgana, de poder y de súplicas, que es la idea de concierto. Ahora bien, puede argumentarse que la alternancia de esos dos motivos, de intervalos de tríadas seguidos de un trozo de la escala diatónica en un plano dinámico de contraste, es el método más familiar y el más obvio de comenzar una obra sinfónica clásica. Pero estos mo tivos no permanecen mucho tiempo en el pulcro paquete de la oración inicial; son puestos a prueba y encajados unos con otros y con motivos sucesivos, asumiendo una apariencia rítmica congruente con el episodio concreto y, a menudo, especialmente en el desarrollo, resultan recono cibles sólo a través de su adhesión rítmica. El tutti inicial de la orquesta omite la presentación anticipada del tema secundario (o grupo de lo dominante), haciendo que éste sea el úni co concierto para piano en el que dicho tema secundario no se presenta literalmente (aunque el Concierto en Sol mayor reproduce sólo parte del grupo secundario). Ello contribuye a crear una exposición más ceñida y mozartiana y también introduce el único momento de color realmente exótico. En el punto (compás 40) en que una semicadencia sobre el Do a la octava induce a anticipar el segundo tema en Fa mayor, una inspi ración auténticamente magistral convence a Beethoven para que pre sente una secuencia de la figura 2 (véase más arriba) realzada por la aus tera relación de la mediante menor. (El compositor intenta utilizar el mismo truco con un efecto algo menor en la sección del desarrollo.) El rondó final, que parece totalmente prosaico después del magnífico 89
e incandescente Adagio, exhibe, sin embargo, de una forma mucho me nos pretenciosa el mismo interés en la comprensión del motivo que el movimiento inicial. Destaca entre los rondós de concierto por tener como episodio central (Sol menor) una firme continuación orgánica del tema principal. Tras la línea del cello, soberbiamente torneada, del compás 116, el episodio en Sol menor parece la única extensión lógica.
En conjunto, una obra que no necesita la consideración de antece dente histórico para merecer el epíteto de «admirable». Por muy individuales que puedan ser los conciertos para piano de Beethoven en su tratamiento subjetivo del material temático o de la an títesis solo-tutti, queda, desde el punto de vista del análisis, el consuelo de que, al escribir su diseño global, cabría aplicar con seguridad ciertos patrones. Se nos ha hecho tan familiar la corrección del allegro de la so nata clásica que tendemos a analizar la obra como una serie de desvia ciones de una norma armónica que casi puede darse por supuesta. Así, el episodio en Re bemol mayor (mediante menor) del tutti arriba descri to puede, por su desafío de lo esperado, representarse casi como una idea literaria. Pero esa fe ciega en la inviolabilidad de un carácter armónico no se ve recompensada en el análisis del concierto barroco. En éste puede ha blarse del dibujo melódico del tema o de su aplicación a una exposición en forma de fuga o de su unión rítmica con un contratema; en resumen, de todos los aspectos del estilo barroco propios del principio melódico o de la progresión armónica dentro de un episodio concreto. Lo que no lle ga con tanta facilidad es el descubrimiento de un principio de unifica ción de orden tonal que ofrecería un punto de referencia con el cual de finir la aventura armónica de la literatura barroca o incluso la obra de cualquier compositor. Hay mucha menos diferencia en las regiones to90
nales temáticas habitadas por los conciertos de Mozart y Rachmaninoff que entre dos cualesquiera de los Conciertos de Brandeburgo. Algunos historiadores consideran que el estilo de la sonata barroca fue un banco de pruebas que duró un siglo. Reconocen que la capacidad de modulación de la órbita tonal evolucionó gradualmente mientras cada miembro del sistema solar diatónico encontraba para sí la relación más favorable con la tónica. Según esta opinión, la práctica igualdad de mo dulación característica del primer barroco da paso gradualmente a cam pos de mayor o menor fuerza gravitatoria y se funde en última instan cia con la sonata rococó, en la que el altercado dominante-tónica ha asu mido una importancia fundamental. Esta opinión tiene la virtud de la continuidad histórica y puede citar a su favor el hecho de que la propia naturaleza de los motivos de largas ramificaciones del sujeto así favorecidos en el barroco —especialmente en el barroco italiano— sí obvian la necesidad de grupos temáticos su bordinados y sí favorecen la entrada del stretto, la exposición de la fuga y la larga retirada en secuencia descendente desde una posición armó nica insostenible: ardides todos que hay que usar con moderación si se quiere preservar el impulso climático de la tonalidad clásica. Pero esta opinión sí exagera bastante el hecho de que el barroco es un período de transición armónica, y en su deseo de saludar el amanecer de la era clá sica, niega algo de la grandeza cuya ausencia es tan patente cuando se comparan los conciertos de Haydn o de Paisiello con los modelos de Bach o de Pergolesi. Si, por otra parte, se considera al concierto barroco una institución armónicamente estable, habrá que tratar de probar que cada movimien to individual es producto de una idea contundente y enérgicamente con trolada. No podría encontrarse un ejemplo más reconfortante para esa tarea que los allegros del Concierto en Do menor de Bach. El primer movimiento está dividido en cuatro secciones principales, cada una de las cuales comienza con el mismo tema:
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Empiezan, respectivamente (1) en la tónica, Re menor, compás 1; (2) en la dominante, La menor, compás 56; (3) en la subdominante, Sol me nor, compás 104; (4) en la tónica, Re menor, compás 172. Cada una de las tres primeras secciones (la cuarta es una coda que permanece en Re menor hasta el final) se subdividen, a su vez, en otras tres secciones. Considerando sus respectivas tónicas como las de los citados compases 1, 56 y 104, puede señalarse que (1) está en la tónica, (2) en la dominan te (es decir, La menor, Mi menor y Re menor), y (3) en la mediante (Fa mayor, Do mayor y Si bemol mayor). Cada una de estas secciones pre senta una adaptación del tema de este primer tema. Los grupos de la dominante (con la excepción del episodio central en Mi menor, que hace, un uso sorprendente de una figura neutral en las violas) presentan el motivo en secuencias de quintas descendentes que pasan dos veces y me dia alrededor de la esfera diatónica para acabar descansando en los gru pos de la mediante, donde el tema recibe su radio más amplio de expre sión dinámica y su perfil más ingeniosamente inconexo.
Piano
Violin 1
Hay que señalar que el carácter de los episodios en la dominante den tro de los grupos primero y tercero (es decir, los episodios en La menor, compás 22, y en Re menor, compás 116) no anticipa ni usurpa la fun ción de las principales divisiones que comienzan en esas tonalidades, compases 56 y 172. En otras palabras, pese a las auténticas modulacio nes que preceden a ambos tipos de episodio, cabe decir que éstos ilus tran la distinción de Sir Donald Tovey entre estar en la dominante y estar sobre ella. 92
Si el espacio lo permitiera, se demostraría que el último movimiento sigue el mismo procedimiento estructural. Consta de tres divisiones, las dos primeras (tónica y subdominante) subdivididas del mismo modo que el primer movimiento y seguidas de una coda ampliada. A diferencia del primer movimiento, sin embargo, las tres secciones están ligadas por transiciones que elaboran caprichosamente el tema principal. Pueda reconocer o no el oído en este tipo de desarrollo la estrategia psicológica que aprecia en la forma de la sonata clásica, no hay que ol vidar, sin embargo, que como caso individual, estos movimientos están tan íntimamente entretejidos en las relaciones armónicas de las diver sas secciones y organizados con tanta escrupulosidad como cualquier es tructura de sonata posterior. El que haya o no un denominador común que pueda aplicarse al concierto barroco y a la literatura del concerto grosso, o el que cada obra deba o no probar haber sido diseñada con un marco armónico erigido especialmente para albergar sus atributos te máticos únicos, sigue siendo un asunto pendiente. Quizá si se hiciera una excavación sistemática en el primer barroco italiano podrían des cubrirse los auténticos cimientos sobre los que se han levantado los mo numentos de la cultura barroca; que yo sepa, es un estudio que nunca se ha emprendido de forma adecuada, aunque podrían cosecharse gene rosas recompensas. El Concierto en Fa menor de Bach apareció como obra para teclado en Leipzig en torno a 1730, pero es casi con seguridad una transcripción de un concierto para violín anterior. Si el original es de Bach (cuestión de considerable controversia), es probable que lo hubiera compuesto en Köthen una década antes. Bach hizo poco por reelaborar el material en una forma satisfactoria para un teclado solista. En el primer movimiento, la mano derecha re produce figuras eminentemente violinísticas en los pasajes de solo, mien tras la izquierda cumple el papel del continuo que poseía el original: es decir, dobla con coherencia la línea del cello de la orquesta sin tratar de adornarla en los pasajes del solo. Sólo durante la nota pedal Do (compa ses 96-101) nos recuerda la mano izquierda el motivo rítmico central del movimiento:
(ίΛ.Μ En comparación, la transcripción en Sol menor para clave del Con cierto para violín en La menor es un estorbo de imaginación. 93
El segundo movimiento hace justicia al instrumento solista con una fascinante cantilena que funciona tan bien bajo los dedos y está orna mentada con tanta generosidad que es difícil concebir su pertenencia a otro instrumento que no sea de teclado. El Presto finale, con su tema del tutti tejido con brillantez
y la perfecta réplica del tema principal del solista
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es el más feliz y aventurado de los tres movimientos. Es también el más representativo del estilo del concierto barroco, que alcanzó su cénit con Bach y Pergolesi. Resulta fácil interpretar erróneamente las intenciones del concierto barroco. No podemos analizar su esquema formal buscando comparacio nes con el estilo de la sonata clásica; aplicando esta medida, parece des provisto de dirección armónica, faltarle los puntos de culminación, las áreas de resolución que ofrecen los movimientos estilo sonata. Además, 94
comparándolo con los conciertos de ejecución brillante del siglo xix, pa recería como si los conciertos de Bach no fueran, desde el punto de vista del solista, más que las primeras concesiones de tanteo al ego creciente del virtuoso. El concierto barroco suscribió principios armónicos tan escrupulosa mente organizados como los del concierto clásico, aunque de intencio nes totalmente distintas. Formalmente, los movimientos externos están íntimamente aliados con el estilo del aria de la cantata. El elemento de contraste de alcance dinámico —el corazón del concepto de conciertoes igual de patente, pero se alcanza por medios directos y no tortuosos. En lugar de las gradaciones sutiles de modulación en la tonalidad clá sica, tenemos la oposición directa de estructura y nivel dinámico. Los extractos arriba expuestos ilustran el contraste entre un sólido bloque armónico (tutti) y unos cabos finamente tejidos de contrapunto de stretto (solo); el ingrediente de la modulación, de regiones tonales en contras te, se halla totalmente ausente. Cuando Bach modula, es para presentar de nuevo la mayor parte de su material en la nueva tonalidad, o tona lidades, dado que con frecuencia su modulación es de un tipo compuesto en el que varias áreas estrechamente relacionadas conforman una di gresión mayor. De lo cual se infiere que, ya que en el concierto barroco no es equiparable cambio de tonalidad y cambio de tema, el principio for mal aplicado utilizará un vocabulario temático más restringido. Lo esen cial en las relaciones bitemáticas de Bach no es su individualidad sino su interdependencia. Incluso en vida de Bach la palabra «concierto» llegó a representar un tipo muy diferente de estructura. Con los hijos de Bach, el principio ter nario se desarrolló en el allegro más expansivo de la sonata, que poste riormente llegó a dominar toda la forma sinfónica. En esencia, por lo que al repertorio de conciertos respecta, este cambio se centró en la re lación entre tutti y solo. Con Johann Christian Bach, el tutti inicial se convirtió en una estructura modulatoria: adoptó una forma triangular, pasando a la dominante (a menudo sin establecerla firmemente) y regre sando antes de la entrada del solista, añadiendo así un elemento de ex pectación. Pero el tutti se había convertido en mucho más que en una fanfa rria; había añadido una nueva dimensión a la estructura del primer mo vimiento. Con Haydn, el objetivo modulatorio del tutti se amplió y la do minante se convirtió en algo más que el vértice del triángulo, sirviendo para exhibir el tema principal en la nueva tonalidad en una forma que recordaba fielmente el formato de la exposición principal con el solista. 95
Tras una exposición orquestal que sentaba los antecedentes de orden te mático, el solista era libre de tratar el material de forma ornamental y discursiva. El gran problema que quedaba era psicológico: el de poner a prueba la paciencia de los oyentes con una doble exposición, y Mozart compren dió con claridad las implicaciones estructurales de este problema. En sus últimos conciertos, la exposición orquestal se amplía hasta adquirir una magnitud sin precedentes e incluye con frecuencia material que la exposición principal con el instrumento solista deja sin tocar, pero que reaparece súbitamente en la recapitulación. Así pues, los conciertos de madurez de Mozart logran la unidad estructural del tutti inicial de la orquesta y de la exposición principal, manteniendo el tutti en la tonali dad de la tónica mediante la omisión casi siempre de la referencia al tema secundario principal y la reserva de su primera presentación para el instrumento solista, y con un complejo despliegue orquestal del gru po temático principal del movimiento. El área más incómoda para Mozart es el de la entrada del piano a través de la transición hacia la tonalidad secundaria; como es obvio, el solista se resiste a zambullirse de cabeza con el mismo material que tan exhaustivamente ha desarrollado la orquesta. Si la entrada del piano ha de hacer la impresión que justifican varios minutos de tutti, deberá usar un material nuevo que sea al mismo tiempo llamativo y elocuente, pero que no plantee nuevos problemas de desarrollo, o bien superar el tema del tutti de una forma noble pero neutral. La entrada del solista en el Concierto K. 467 de Mozart, con su largo trino sobre el motivo princi pal, ilustra el segundo método, pero el primero, el de recurrir a un tema totalmente nuevo, es el más frecuente en este compositor. Como Beethoven, la relación orquesta-solista alcanzó la cúspide de su desarrollo; fue con el Cuarto Concierto, en Sol mayor, con el que se lograron la condensación, la unidad con la exposición del solista, la ima ginación y la disciplina definitivos. Los primeros tres conciertos, en Si bemol mayor, Do mayor y Do menor, atacan cada uno de ellos el pro blema del tutti desde un ángulo diferente y con diversos grados de éxi to. Pese a ser el primero de los tres, el Concierto en si bemol mayor, Op. 19, tiene, con mucho, la exposición mejor construida. Aquí Beethoven adopta la característica mozartiana de omitir el segundo tema, presen tando en su lugar una misteriosa variante de una parte del motivo ini cial. Este fragmento aparece en el lanzamiento del tutti a la contenida luz de Re bemol mayor, que con su íntima relación con el tono menor de la tónica constituye, en realidad, un compromiso para la modulación. 96
El Concierto en Do menor, aunque de innegable amplitud y vigor, es, como pieza de construcción, con mucho la más débil de todas. Aquí, el tutti duplica prácticamente la exposición principal; el tema secunda rio está representado en el tono del relativo, restando de este modo en canto a la posterior exposición del solo, y la entrada del piano es un du plicado de los compases iniciales del tutti. El tutti de este concierto está construido más sobre posturas mozartianas. El segundo tema se halla presente, pero es introducido en la to nalidad de Mi bemol mayor, que mantiene una relación con la tónica si milar a la del episodio en Re bemol mayor del Concierto en Si bemol ma yor. En efecto, el tratamiento del mismo no es aquí tan diferente; la ex posición en Mi bemol mayor inicia un episodio secuencial que llega a su clímax en la dominante de Do menor, preservándose así la cualidad de movimiento intensivo dentro de unos límites armónicos estrictos. Este concierto sí presenta un aspecto bastante turbulento con la pri mera entrada del instrumento solista. Es el único concierto de Beetho ven en el que la declaración inicial del piano no aparece de nuevo des pués de la transición de la orquesta a la sección del desarrollo, la cual es, hasta cierto punto, bastante afortunada, ya que la neutralidad de con tenido de la que se ha hablado en relación con los temas iniciales de Mo zart es aquí una obsequiosidad de maneras muy poco típica de Beetho ven. Tras dispensar doce serviciales compases de nada, el movimiento continúa en la línea convencional. El segundo movimiento es un noctur no bastante letárgico con un tema principal demasiado repetitivo poseí do del típico hábito de los nocturnos de defender el caso una vez con de masiada frecuencia. De todos los movimientos de concierto de Beethoven, el rondó final es el que debe más a Haydn. Tiene la lucidez, la economía y el conta gioso encanto típicamente haydnianos (sin exceptuar el episodio central en La menor, no relacionado con el tema, que en su disidencia es tam bién haydniano). Unas palabras sobre las cadenzas. Difícilmente espero ocultar el hecho de que mis cadenzas para el pri mer y el último movimientos del Concierto en Do de Beethoven apenas siguen un estilo puramente beethoveniano. En los últimos años se ha convertido en práctica digna de elogio de los músicos aportar cadenzas que observen una identificación de estilo con el tema del concierto; hay que señalar también que los más circunspectos y de mejor gusto hemos reservado nuestras contribuciones a los conciertos que no tienen caden97
za del autor. El hecho de que estos escrúpulos históricos no prevalecie ron siempre viene demostrado ampliamente por el gran número de es critores decimonónicos (incluyendo a Brahms) que se dedicaron a pro ducir cadenzas para diversas obras anteriores sin renunciar a su voca bulario habitual. Cuando escribí estas cadenzas tuve en cuenta un potpourri contrapuntístico de motivos que sólo era posible en un estilo mu cho más cromático que el del primer Beethoven. Así pues, la cadenza del primer movimiento resultó ser más bien una fuga regeriana, mien tras que la del último tiempo se convirtió en una rapsodia construida para salvar la brecha que había entre la cuarta y sexta de la fermata y la contenida reentrada de la orquesta en Si mayor. Ambas, en otras pa labras, guardan un equilibrio orgánico con la obra, negando así, desde luego, el propósito original de la composición de cadenzas como exhibi ción de virtuosismo. En cualquier caso, todavía no he pedido a la or questa que desfile hacia el anfiteatro mientras, durante tres gloriosos minutos, el piano cuelga decorosamente de la araña.
«N ’AIMEZ-VOUS PAS BRAHM S?»1 En un reciente, y ampliamente debatido, testimonio, el señor Leo nard Bernstein apuntaba hacia lo que, a su parecer, eran ciertas des viaciones de la norma interpretativa en mi idea del Concierto en Re me nor de Brahms. Antes de una actuación con la Filarmónica de Nueva York, insinuó que era la interpretación más pausada, en algunos aspec tos la más intratable, que había escuchado nunca. Como comentario des criptivo, ambas observaciones estaban muy justificadas —era (y es) una interpretación notablemente pausada, y se mantenía con fidelidad y te nacidad a la tranquilidad de su ritmo (y por tanto se hacía intratable) hasta el final—. Sin embargo, los caballeros de la prensa neoyorquina, siempre deseosos de encargar sus críticas a otros, tradujeron rápida mente pausa como ampulosidad, tenacidad como testarudez, e insinua ron que, sin duda, estaban ante una de las clásicas disensiones director-solista. En realidad, no había nada de eso. El señor Bernstein, aun que discrepe totalmente de mi visión de la obra, se aventuraba con ge nerosidad a apoyar mi interpretación, y así, el resultado, aun cuando 1 Escrito inédito redactado hacia 1962.
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pueda haber sido arbitrario, no fue, al menos, una actuación cuyos ele mentos estaban reñidos entre sí. No estábamos de ninguna forma par ticipando en uno de esos famosos duelos de «puedo hacer más despacio todo lo que tú hagas». De hecho, el único aspecto que me molestó en cier to modo de las observaciones del señor Bernstein, erróneamente inter pretadas en lo fundamental, es la conclusión de que las disparidades de esta actuación fueran quizá calculadas per se, utilizadas como ardides para captar la atención que no guardaban relación alguna con las exi gencias musicales de la partitura. Si esto hubiera sido cierto, habría ido en directa contradicción con mis opiniones sobre el concierto decimonónico, porque creo que, como género, el concierto es desde hace tiempo una forma de la que se ha abu sado en demasía. No es casual que los conciertos que tienen un éxito real —éxito tanto en el sentido de público como, incluso en algunos ca sos, en el acústico— hayan sido escritos por compositores de segunda fila: Grieg y Liszt, por ejemplo, compositores que carecen, singularmen te, de una comprensión de la auténtica arquitectura sinfónica. Por otra parte, las figuras monumentales como Beethoven y Brahms quedan en un segundo puesto como compositores de conciertos, quizá porque sus sensibilidades innatas se resisten a mimar las absurdas convenciones de la estructura del concierto: la disposición orquestal previa a la expo sición, destinada a excitar la expectación del oyente de una grandiosa y espectacular entrada para el solista; la estructura temática reiterativa hasta la saciedad, adaptada para dejar que el solista pruebe que de ver dad puede dar a esa frase una inclinación más garbosa que el tipo del clarinete primero que la acaba de anunciar y, sobre todo, la anticuada aristocracia de la composición de la cadenza —los trinos y arpegios para darse tono, superfluos en sus gorjeos para la proposición temática fun damental—. Todo esto ha contribuido a construir una tradición de con cierto que ha dado algunos de los ejemplos musicales más incómodos de la primitiva necesidad humana de presumir. Todo esto ha contribuido a justificar el escandaloso ego del solista. Así pues, las peculiaridades de mi interpretación conciernen en su mayor parte a un intento de su bordinar el papel del solista, no de engrandecerlo; de integrarlo en lugar de aislarlo. Esta es una obra extraña. Siempre ha sido un niño algo difícil. Sus primeras encarnaciones como sonata para dos pianos y como fragmento sinfónico sugieren que, incluso para Brahms, a quien nunca se le dio con facilidad la escultura sinfónica, ésta fue un especial fastidio. Y el resultado final, el concierto, es una de esas obras de las que se tiene la 99
impresión de que no sale muy bien, de que no tiene un equilibrio arqui tectónico completo. Sin embargo, ninguna objeción al nervio de su es queleto puede poner en peligro una admiración por la increíble imagi nación que concentra Brahms en esta obra. Con todos sus defectos ar quitectónicos, es la más misteriosa de las partituras orquestales de Brahms. Y así, uno quiere hacerla —uno quiere encontrar una solución para sus momentos difíciles y deleitarse en sus golpes incomparables—; y cien años de interpretación han ido añadiendo capas de ademanes in terpretativos que han oscurecido gradualmente, a mi parecer, algunas de las verdaderas fuerzas y debilidades de esta partitura. Su fuerza y su debilidad están ligadas. Desde una perspectiva arqui tectónica, no se puede separar el asombroso inconformismo de sus com pases iniciales —la amonestación triádica del Si bemol mayor como co mienzo de una obra en Re menor y la confirmación de su testarudez cro mática con ese misterioso La bemol del tercer compás—, no se puede di sociar todo esto de las exigencias del comportamiento sinfónico formal a las que se somete en última instancia: la recapitulación con cara de póquer, absolutamente literal, del grupo temático secundario, por ejem plo. De hecho, es esta misma lucha de la imaginación —imperfecta, so bresaliente, que arroja con violencia vida en la obra— contra las exigen cias del ejercicio clásico, la situación académica a la que finalmente se rindió Brahms, lo que hace que esta pieza sea tan peculiar y enigmática. Ahora bien, resulta obvio que podemos enfrentarnos a una obra de estas características de dos formas muy diferentes. Se puede subrayar su teatralidad, sus contrastes, sus formas angulosas, y se puede tratar la oposición de relaciones tonales temáticas como si fuera una coalición de desigualdades, que es la moda que se sigue hoy día en la interpreta ción de la música romántica. Esta vía ve un argumento lleno de sorpre sas, una posición moral llena de contradicciones; enfoca las convencio nes superficiales de la estructura de la sonata clásica y su plan inhe rente y en gran medida estereotipado con una ingenuidad que acepta el contraste masculino-femenino del tema como fin en sí mismo. Como al ternativa, se puede ver en Brahms el futuro; se le puede considerar como lo habría hecho Schoenberg: como el complicado estretejido de un hilo de motivo fundamental; se pueden ver en él los puntos de vista analíti cos de nuestra propia época. Y esto, en esencia, es lo que hemos hecho. He valorado esta estruc tura por sus similitudes; he decidido reducir al mínimo sus contrastes. He hecho caso omiso deliberadamente de los contrastes masculino-feme nino del tema, piedra angular del sentimiento en la tradición del con 100
cierto clásico, porque creo que se han exagerado enormemente. En con secuencia, he adoptado, por ejemplo, en el último movimiento, un tempo que se atiene de forma bastante implacable al ritmo del comienzo, por lo menos hasta que, al final, Brahms indica primero un breve meno mosso (un poco más lento) y después piú mosso (un poco más deprisa). No he tratado de ensanchar la segunda exposición, que es un oportuno solo de piano, en un fingimiento espectacular de la importancia del solista. Y, de forma similar, en el primer movimiento he tratado de cambiar de velocidad entre los hilos temáticos principales con la mayor discreción / posible. En el proceso, se han evitado ciertos acentos tradicionales; se ha restado importancia a ciertas proclamaciones dinámicas; se ha re huido de ciertas ocasiones para que el solista tome firmemente las rien das. Y el resultado quizá sea un enfoque de esta obra singularmente fal to de espectacularidad. No es un enfoque conciliador, aunque no pro pongo en modo alguno que esta sea la única forma de hacer Brahms, ni de hacer esta pieza. No obstante, creo que es un enfoque que tiene en cuenta la naturaleza de la pieza y que, dentro de sus propios y necesa rios límites, funciona.
¿DEBEMOS DESENTERRAR A LOS ROM ÁNTICOS RAROS?... NO, SÓLO SON UNA MODA1 Cuando la nueva Julliard School of Music se inauguró oficialmente para el negocio de las clases particulares, gracias al compromiso de una cadena de televisión hace unas semanas, el programa elegido para la oca sión —y encargado a tres de los alumnos más famosos de esa academia, Van Cliburn, Shirley Verett e Isaac Perlman— ofreció, al mismo tiem po, un resuelto subrayado de la cláusula de las «Artes interpretativas» de los estatudos de la organización anfitriona de la Julliard, el Lincoln Center; un oportuno recordatorio de que el patrocinio académico no es, en sí mismo, ninguna garantía de integridad de repertorio; y un digno rival en la consecución del título de «La Inauguración Más Espantosa de Todos los Tiempos» que yo había concedido a la Crystal Palace As sociation de Montreal por un concierto celebrado con motivo de la Con 1 Publicado por primera vez en el New York Times, el 23 de noviembre de 1969.
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federación de Canadá en 1867, que ofreció la Obertura del Nabucco de Verdi, seguida de un soliloquio de flauta de Lucia di Lammermoor, la Primera Sinfonía de Beethoven, un solo de violín titulado «Souvernirs de Bellini», una canción llamada «El día ha acabado», de Balfe; el Con cierto en Sol menor para piano de Mendelssohn y, dado que esto no era aún la mitad, intermedio. Para los ejercicios de apertura de la Julliard, el menú fue quizá algo menos ambicioso y, relativamente, mucho menos contemporáneo y se componía del primer movimiento del Concierto en Re para violín de Pa ganini, el «Alleluya» de Mozart (la parte melodiosa de su cantata «Ex sultate, jubilate»), un aria plagada de trinos del Anna Bolena de Doni zetti, y el perennemente fascinante, si bien perpetuamente insatisfacto rio, Primer Concierto para piano de Franz Liszt. Hubo, desde luego, una pieza que habría servido de grato tema de conversación para cualquier ocasión dedicatoria de este tipo hace veinte años o así, y que habría in dicado efectivamente las ideas más progresistas del teatro musical en el extranjero de la época: los preludios para el primer y tercer actos de Lohengrin de Wagner. Pero esta ofrenda estaba hecha a medida de los talentos de un distinguido maestro invitado, Leopold Stokowski, cierto es que no graduado de la Julliard, y por tanto quizás aún no cómplice de las últimas innovaciones en la elaboración de programas. Porque, en efecto, lo más deprimente de la extravaganza de la Ju lliard fue que, aunque bien podría haber surgido como una distracción no mayor que la que cabe atribuir al desdén pedagógico tradicional a la cohesión del programa y haber sido concebida, a la vista de lo ofrecido por la televisión, como programa comercial de hora de máxima audien cia destinado a los conocimientos académicos americanos que aseguran una calidad de vida mejor a través de un aparcamiento en doble fila más experto, logró, aunque fuera involuntariamente, aliarse con la más re ciente de las modas que se vienen utilizando en un intento hasta el final de revitalizar la experiencia del concierto: el resurgimiento del culto del virtuoso del Romanticismo. Este renacimiento actual comenzó de un modo bástante inocente. Hace unos años, algunas instituciones tenían como práctica ocasional encargar, en honor de una celebración del estado o similar, un simula cro o, en realidad, una reproducción literal, del tipo de caja de sorpresas multimedia que descubrí en los archivos de Crystal Palace. El aire, en esas ocasiones, solía estar impregnado de nostalgia; los trajes (fue el co mienzo de esa molesta fusión de música de conciertos y teatro), todo lo auténticos que podía permitir una búsqueda desordenada por los desva102
nes de un Comité de Damas. Nadie, y menos que nadie los artistas par ticipantes, se lo tomaba en serio. Había en todas partes un claro sentido de la perspectiva, y los intérpretes eran alabados con tanta generosidad por la adquisición de los cómicos, ¿regalos, dones?, necesarios para man tener una cara impávida —mientras hacían apresuradamente cascadas de octavas en las que una nota de cada seis podría celebrar alguna per mutación temática— como por sus logros técnicos e iniciativas histó ricas. Después, en un abrir y cerrar de ojos, alguien observó que, en una época en la que la comedia es un negocio serio, no se estaba prestando el debido respeto a estas diversiones. La actitud obtuvo, al mismo tiem po, el apoyo de ese venerable supuesto académico según el cual es un privilegio sufrir, en pro de la exactitud histórica, lo que nunca podría aguantarse como espectáculo, y el de la premisa, bastante más a la moda, según la cual, en una época para la que el arquetipo de producto musi cal es el potpurri de estilos, la búsqueda apropiada del eclecticismo au gura el abandono de los criterios sumamente estratificados empleados tradicionalmente para definir la obra de arte. Todas las fuentes de so nido, nos ha asegurado el señor McLuhan, son, en el fondo, música; y exigirles esa cohesión dramática que en épocas menos cultas —por ejem plo, hace una generación— se suponía demarcaba la sinfonía románti ca, el cuarteto para cuerdas o la sonata, es tan esnob y poco realista como perjudicial para los negocios. Hay que acoger en este museo malrauxiano incluso la máscara de la obra maestra romántica, dado que, en su total inocencia de cualquier aplicación contrapuntística, ofrece una ilustración palpable del desatino de alentar expectativas subterráneas. Lo ingenioso, desde luego, es la forma en que se han enumerado estos argumentos, empleados por lo general por los que propugnan el teatro musical de vanguardia, con el fin de, simultáneamente, neutralizar el único grupo que en otro caso podría haberse opuesto y transmitir la idea de que el interés por la música romántica, antes de la intervención de sus actuales patrocinadores, menguaba (no menguaba) y de que el pu ñado de misericordiosamente olvidados exhibicionistas musicales que se exponen actualmente representan de forma genuina el espíritu de su épo ca (no lo representan). No es casual, desde luego, que el beneficiario inicial de esta vuelta a la música de candelabro sea la única forma que hizo la transición del clasicismo al romanticismo con el mayor remilgo y la menor gracia: el concierto. El último catálogo Schwann señala el lanzamiento del horror en Si bemol menor de Scharwerka de 1877, de RCA; CBS se ha vengado 103
con una producción del ejercicio de narcisismo en Fa menor de Von Hen· seit; y sólo es cuestión de tiempo el que alguien examine el de Mi mayor de Moszkowski. A diferencia de sus compañeras —las sonatas, los cuar tetos para cuerda y las sinfonías—, cierto es que el concierto ofrecía un exceso de los gestos redundantes y dicotomías artificiales que tanto ama ba el público de los conciertos del siglo xix, pero que, como producto del choque de valores provocado por la fusión de las preocupaciones mecanicistas de ese siglo con los controles formales del xviii, en realidad eran sólo convenciones clásicas adaptadas al entorno romántico. La mayor parte de las polaridades que consideramos originales del concierto ro mántico —la doble exposición, las exposiciones del tema «una-vez-ellos», «una-vez-yo», por ejemplo— se convirtieron, mucho antes de llegar al punto central del siglo xix, en estorbos tácticos que sólo los estrategas más hábiles podían desplegar; y el concierto —al menos los híbridos más grotestos preferidos en las actuales listas— no representa el verdadero espítitu de la era romántica más de lo que el primer codazo otoñal de un sistema de alta presión polar aplicado a un campamento tropical-marítimo en las llanuras centrales representaría el invierno. Naturalmente, para la gran mayoría silenciosa (como la calificaría el señor Nixos), compuesta por los que no tenemos ningún eje doctrinal que triturar, la música romántica nunca ha sufrido, en realidad, un eclipse. La mayoría de los estudiantes, en mi época del conservatorio, consideraba oportuno aportar vagos murmullos de descontento ante la «informidad» de Berlioz, la «prosopopeya» de Elgar, o la «locuacidad» de Reger; pero las declaraciones de ese tipo sólo eran una barrera frente a la presión del grupo de camaradas; después de todo, los resurgimientos del neoclásico y del neobarroco de esas décadas sirvieron de principales manzanas de la discordia con nuestros mayores y había que mantener abierto de alguna manera el bache generacional. La mayoría de noso tros, de hecho, éramos devotos y secretos catadores, y en cuanto está bamos seguros de que la familia estaba ya en la cama, solíamos hacer sacar la Sinfonía «Resurrección» de Klemperer o el Heldenleben de Mengelberg de los estantes y preguntarnos qué habría sido del mundo si nun ca se hubiera permitido que las distracciones de estar en la onda oscu recieran la cuestión. Resulta, de hecho, bastante difícil mantener un punto ciego para un centenar de años, y casi imposible alimentar una miopía de esa magni tud cuando el siglo en cuestión ha sido enriquecido por talentos de tan ta opulencia como Wagner, tanta elegancia como Mendelssohn, tanta percepción futurística como Scriabin. Hay que fomentar, por supuesto, 104
los puntos ciegos individuales, ya que tienen la feliz facultad de servir de incentivos para las tesis y de plataformas para las críticas. Winthrop Sargeant, del New Yorker, por ejemplo, viene dedicando desde hace años numerosas columnas a su creencia en la actual reivindicación y victoria de última instancia de Anton Bruckner; y si, en relación con el mercado interior, ha resultado estar en lo cierto sobre eso y tú estás buscando una buena pista para los últimos años setenta, prueba con Franz Schmidt. Pero las campañas como la del señor Sargeant fueron realiza das con más discreción y, por lo general, había un aura de «no es una pena que el resto de ustedes no comprendan» en la propaganda resul tante lo bastante ardiente y conmovedora para hacer que, al menos, de seásemos probar. Desde luego, detrás de los ritmos cuadrados de Anton Bruckner bien podría ocultarse una mentalidad cuadrada, pero las sú plicas del señor Sargeant a favor de Bruckner se limitan de forma no table a los puntos que justifican la idea de una presencia enigmática. Sea acertado o no en cuanto a Bruckner, este enfoque es fiel a los principios básicos del romanticismo —que, después de todo, guardan re lación con una extensión de recursos a través de la ambigüedad y con la idea de que todo fenómeno observable tiene su lado oculto y psicoló gico—. Esa unidad armónica de cuatro notas de la que abusó la mayor parte de los románticos —el acorde de séptima disminuida—, al igual que mostraba, en su manifestación superficial, claras reticencias a re solver que pudieron ser explotadas sin piedad sólo por su presencia fí sica (como probó Franz Liszt en sus momentos menos lúcidos), poseía una orientación multitónica que podía servir no sólo como eje de una fra se, sino también como núcleo para la estructura de párrafo en la que se basaban obras completas (como tan sutilmente demostró Bruckner en el plan de modulación tritónica del primer movimiento de su Octava Sin fonía). Gran parte de la música romántica hace una distinción similar entre el fenómeno objetivo y la respuesta psicológica que presupone. En el mejor de los casos, no es el tipo de repertorio que puedan favorecer las modas, y con su tendencia a la ocultación no es ni siquiera, necesa riamente, un terreno de caza feliz para los virtuosos. Pero, en ese mejor de los supuestos, sí representa la última postura de un mundo decidido a evitar lo que creía eran los límites de la cuantificación, y habida cuen ta de las muchas horas de escucha de baja fidelidad que dedicó la gente de mi generación a mantener nuestra satisfacción de medianoche de esa idea, sería una gran vergüenza que a estas alturas dejemos que la Julliard y los de su clase nos convenzan de lo contrario.
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LA M ÚSICA PARA PIANO DE G R IE G Y BIZET, MÁS UNA ADVERTENCIA CONFIDEN CIAL A LOS C R ÍT IC O S 1 La Sonata para piano de Edvard Grieg fue escrita en 1865; el Noc turno y Variaciones Cromáticas de Bizet, tres años después. Para los que suscriben la teoría de que la grabación es una actividad intrínseca mente de archivo, y no de recopilación de misceláneas, nuestro texto será extraído, en esta ocasión, del siglo xix, década 7, parte 3. Desgraciadamente para el que esto firma, el texto, al contrario que la teoría arriba mencionada o, de hecho, la música que aquí tenemos, es desagradable. Si me ocupara de él explícitamente, invocando parale los apropiados, subrayando oportunas contradicciones —reconociendo, en efecto, el mandamiento académico de «compara y contrasta»—, se me debería exigir que subrayara el que ambos compositores se desenvolvie ron en un entorno que, según todo el saber posterior, estaba dominado por el mismísimo hecho de ese fenómeno de máxima inducción a la agi tación de la era «romántica» que fue Tristán e Isolda. Ahora bien, da la casualidad de que Tristán me encanta; tenía quin ce años cuando lo oí por primera vez y lloré. En estos tiempos, huelga decirlo, los conductos lacrimales no están en forma —las prohibiciones, psicológicamente entrometidas y médicamente erróneas, respecto de las pautas emotivas aprobadas para el varón occidental han conducido a eso—. No obstante, después de un día difícil, avanzaba la noche y tras una secuencia o dos del «Liebestod», un escalofrío recorre la espalda y se apodera de la garganta un ahogo que ninguna otra música, a este lado de las antífonas de Orlando Gibbons, puede provocar con intensi dad y previsión equivalentes. El problema es que reconocer Tristán sin reservas —atribuirle algo más que impresiones subjetivas— sugiere, tácitamente, que se reconoce también lo que me gustaría llamar el concepto histórico de «Meseta, Cumbre y Precipicio». Bueno, nadie más lo llama así; pero aunque sea involuntariamente, la mayor parte de la gente lo reconoce, y Tristán, du rante este siglo al menos, ha servido de eje al concepto. Otro servidor del concepto y, en absoluto por casualidad, adorador 1 Nota.s para la carpeta del disco Columbia M 32040, 1973.
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de Tristan, fue un tal Arnold Schoenberg: un caballero convencido de que su propia evolución estaba poseída de la inexorabilidad darwiniana (lo que bien podría haber ocurrido), de que Tristán fue el incentivo para ese clima de ambigüedad que condujo, en última instancia, a su rechazo personal de la orientación tonal (lo que es, con toda probabilidad, lo que ocurrió), y de que, por deducción, su relación con Wagner, y con cual quier otro maestro anterior que se desee añadir además a la balanza, era una relación entre tapado y tapador. Los schoenbergianos más de votos razonaban de modo similar y la lista de ejes creció en consecuen cia: el «Orfeo» de Monteverdi, «El arte de la fuga» de Bach, o cualquier media docena de sinfonías de Stamitz (elija sólo una o vaya directamen te a la cárcel; quédese sin tirar una jugada y sáltese la oca). El patriarca converso Igor Stravinsky designó como candidato la «Gran fuga» de Beet hoven y, en lo que quizá sea la más memorable de todas las declaracio nes eje, Ernst Krenek admitió que el cromatismo de Gesualdo podía, de no haber sido por la desconsiderada intervención de tres siglos, haber llevado directamente a Wagner. Esta última expresión, para ser justos, y si se juzga a la luz de sus propias normas generacionales (después de todo, se hizo hace unos treinta años, cuando los crímenes y la época de Gesualdo estaban menos expuestos al escrutinio público), contenía una auténtica medida de perspicacia. Sin embargo, como todas las declara ciones de este tipo, impuso de hecho, como criterios últimos, unos obje tivos lineales a largo plazo y, aunque sea involuntariamente, transmite la impresión de que Dios está del lado de las relaciones enarmónicas. Huelga decirlo, estas relaciones abundan en cada una de las obras incluidas en este álbum, con el autobombo de las Variaciones de Bizet encabezando, de forma comprensible, las quinielas «accidentales». Nin guna de estas obras, sin embargo, alcanza —o, para ser más exactos, se esfuerza por conseguir— ese estado de prolongación extática que cons tituye el auténtico legado de Tristán, y juzgar cualquiera de ellas según estos criterios sería como exigir que la Quinta Sinfonía de Sibelius (1914) abandonara su suave sintaxis, románticamente cultivada, en favor de la puntuación motriz de Le Sacre (1913), o que «El burgués gentilhom bre» (1918) renunciara a su amable evocación del pasado rococó para ca tar el «presente» expresionista de Pierrot Lunaire (1912). El calendario, después de todo, es un tirano; la sumisión a su despiadada linealidad, un compromiso con la creatividad; la responsabilidad primera del artis ta, una búsqueda de ese espíritu de indiferencia y anonimato que neu traliza y trasciende la intimidación competitiva de la cronología. En cualquier caso, e independientemente de las expectativas, los he107
chos son los siguientes: el Op. 7 de Grieg es un ejercicio de posgrado se guro, articulado con suavidad, en el que los adornos cromáticos alegran una simetría de párrafos en ocasiones satisfecha de sí misma. La con fianza del compositor en las grandes formas —en los últimos años, mi niaturista eficaz siempre, se alejó del concepto de sonata per se— alcan zó la cumbre pronto en su carrera y, de hecho, el famoso Concierto para piano (1868) fue un producto de su vigésimo quinto año. Al igual que esta última obra, la Sonata en Mi menor transmite mejor la distinción geográfica de su autor —es decir, su independencia de la tradición sin fónica austro-germana— a través de una resistencia frecuente, aunque totalmente no violenta, a las proclividades del tono principal y de opor tunas modificaciones a las nociones de motivo afectadas. Sea cual fuere el ánimo que prevaleció en estas primeras obras, el contenido innovatorio —el cociente de peculiaridad, para acuñar de nuevo una de mis fra ses favoritas— es introducido, de forma muy similar a Dvorák, con un buen humor seductoramente tímido. Las Variaciones cromáticas de Bizet son, en mi opinión, una de las escasísimas obras maestras para piano solo que surgen del tercer cuar to del siglo XIX; su olvido casi total es un fenómeno para el que no en cuentro explicación razonable. Como todos los opus de este extraordina rio compositor a partir de esa joya de adolescencia descubierta a título postumo que es la Sinfonía en Do, las Variaciones cromáticas son una obra que, armónicamente, nunca deja de esmerarse. Y la senda armóni ca escogida (uno sospecha que fundamentalmente como experimento, dado que Bizet podía utilizar, con igual efecto, idiomas de un diatonicismo relativamente libre de trabas) es un camino salpicado de rodeos cromáticos y en el que la posibilidad de un desprendimiento de tierras es una amenaza siempre presente. Que se salven con habilidad todas es tas barricadas es un tributo no sólo a la técnica sumamente eficaz del compositor, sino también a la ruta imaginativa y pintoresca que traza y sigue hasta el final. Incluso cuando se divorcia de la música que planea, esta ruta hace las delicias del lógico. El «tema» —en esencia, un motivo de chaconaes la simplicidad personificada: Dos escalas cromáticas —una de fuerza ascendente, la otra invertida— están cadencialmente punteadas por oc tavas abiertas que delinean la tríada de la tónica de Do menor. Las pri meras siete variaciones —son catorce en total— mantienen el modo me nor y, en un gesto propio de la disposición imparcial del tema, las siete restantes se adhieren al mayor. Sigue una coda, claramente concebida para apoyar al conjunto en Do mayor; después, casi distraídamente pri 108
mero, pero con énfasis y convicción crecientes después, se añaden a la mezcla Mi bemoles y La bemoles; a su debido tiempo, Re bemoles y Sol bemoles inclinan la balanza de forma inequívoca, reaparecen melancó licos vestigios del «tema» y la obra ha completado todo el círculo hasta Do menor. El Nocturno en Re mayor, pese a ser un brebaje menos arries gado, no es menos elaborado. Preocupado en lo fundamental por frus trar las inclinaciones cadencíales de una melodía de excelencia metodis ta, y telegrafiando tímidamente esta intención con cuatro compases de introducción llenos de séptimas disminuidas arpegiadas, alcanza su ob jetivo —no puede decirse con franqueza ejemplar, ya que la franqueza ejemplar es precisamente la cualidad que Bizet pretende negar a la obra— con, probemos en sus propios términos, indecisión ejemplar.
ADVERTENCIA CONFIDENCIAL A LOS CRÍTICOS Señores: Para muchos de ustedes, este disco bien podría suponer su primer contacto con las obras para piano de Bizet; para mí lo fue, y comparto con ustedes la alegría del descubrimiento. Este repertorio, sin embargo, carece de representación en el catálogo Schwann y —aunque no asisto a recitales— aparece, creo, de forma infrecuente, cuando aparece, en los programas de los conciertos. Puede, en consecuencia, que no encuentren patrones con los que evaluar las interpretaciones aquí contenidas. Por tanto, para aquellos de ustedes que saludan con entusiasmo el estreno, me gustaría proponer una frase como: «... vivida y contunden temente, como sólo puede serlo una primera lectura, participa de esa frescura, inocencia y ausencia de vínculos con la tradición que, como el difunto Artur Schnabel señaló con tanta precisión, no es más que una «colección de malas costumbres». Por otra parte, para los que duden de la validez de las interpretaciones, me atrevo a recomendarles una idea del tipo: «... lamentablemente, una ejecución que no ha cuajado aún; una interpretación que busca aún una visión de conjunto arquitectónico». Y, por supuesto, para aquellos que prefieran quedarse, por así decir, en la barrera, algo que siga las líneas de: «... aunque, lamentablemente, una ejecución que no ha cuajado aún, ésta es, sin embargo, una interpreta ción que participa de esa frescura, inocencia y libertad de la tradición de la que el difunto Artur Schnabel con tanta precisión..., etc.», deberá servirles. La idea central de este memorándum, sin embargo, es llamarles la 109
atención sobre un aspecto de la música, relativamente más familiar, de la cara A que bien podría haber pasado desapercibida y que podría, en potencia, dar lugar a un incidente embarazoso: Edvard Grieg era primo de mi bisabuelo materno. Mi madre, Florence Greig de soltera, mantu vo, como hizo toda la rama escocesa del clan, la configuración «ei», mien tras que el bisabuelo de los Grieg, un tal John Greig, cruzó el mar del Norte en la década de 1740, se estableció en Bergen e invirtió las voca les para dar al apellido una resonancia más adecuadamente nórdica. Como fácilmente quedará de manifiesto, cualquier discusión crítica y vio lenta de la ejecución de que se trata, por tanto —especialmente si se si guen las líneas marcadas por el menosprecio de Bizet (véase modelo 2, más arriba)—, equivaldría a insinuar que Clara Schumann estaba mal infor mada del funcionamiento interno del valioso Concierto en La menor de Roberto. La sonata, desde luego, aunque sea difícilmente un elemento básico del repertorio, es ejecutada y grabada de cuando en cuando, y puede que algunos de ustedes piensen que mi respuesta a ella sean esfuerzos casi perversos para subrayar esas austeras y curiosamente desapasionadas cualidades de melancolía ibseniana que, creo, exhiben de forma predo minante incluso las primeras obras del primo Edvard. En consecuencia, para aquellos que adoptarían un tempo rápido, una interpretación de la obra quasi lisztiana, epítetos como «presumiblemente auténtico» o «sin embargo, incuestionablemente autorizado» serán suficientes; y, huelga decirlo, en los comentarios de los que se inclinen por una respuesta real mente entusiasta espero encomios como: «la sustancia misma de la his toria», «un encuentro verdaderamente legendario» o, quizá, «nunca, en los anales de la grabación, se ha salvado el bache generacional con una autoridad tan incuestionable, una autenticidad tan incontrovertible». Bueno, puedo soñar, ¿no? Feliz de serles útil. Respetuosamente suyo, Glenn Gould
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BANCO DE DATOS SOBRE LA APRESURADA CARRERA HACIA A R RIB A DE M A H L E R 1 «Mahler: ¡ha llegado su hora!», rezaba en grandes titulares la porta da del número de septiembre«|de 1967 de la revista comercial discográfica High Fidelity. La proclamación anunciaba el artículo principal de ese número, la fiesta de presentación en sociedad de tres mil palabras que daba el Kapellmeister, próximo a jubilarse, de la Filarmónica de Nue va York, Leonard Bernstein, quien alababa al mismo tiempo los méritos del compositor austríaco y la ejecución del propio Bernstein de la pri mera grabación integral de las nueve sinfonías (terminadas) de Mahler. Tampoco trabajaba Bernstein solo a favor de Mahler en aquel enton ces; Georg Solti y Rafael Kubelik, con la connivencia entusiasta de sus respectivas casas discográficas, tenían ediciones integrales similares en proyecto y cada uno de los discos que las componían, publicados por se parado, pudo contar con rivalizar con otras modas fonográficas de los años sesenta —Satie, Nielsen, Walter Carlos al «moog»— por los prime ros puestos de las listas. De forma menos globalizadora, aunque no por fuerza menos autorizada, estaban a punto de salir otros discos de Mah ler de la vieja guardia (Klemperer, Horenstein), la generación interme dia (Leinsdorf, Abravanel) y la facción progresista (Haitink, Maazel), aunque quizá el disco que mejor midió la magnitud de la atractiva cau sa de Mahler en la década de 1960 fue la lectura de Eugene Ormandy de la Sinfonía número 10, obra concebida con cinco movimientos, de los que sólo estaban compuestos dos cuando murió el compositor y que, a través de una prueba de cifrado que rivalizó con el rotundo éxito del Pen tágono con el código naval japonés en 1941, completó, según indicacio nes implícitas de forma jeroglífica en los apuntes del compositor, el mahlerólogo inglés Deryck Cooke. Con el alborear de la década de 1970, Pierre Boulez, sucesor de Berns tein en la Filarmónica y, como serialista doctrinario, hombre que había logrado contener anteriormente su entusiasmo por el repertorio posro mántico, aportó su contribución a los archivos de Mahler con una gra bación de la temprana —y, en opinión de Boulez, injustamente olvida1 Reseña de Mahler, volumen I, de Henry-Louis de La Grange (Nueva York: Doubleday, 1973); de Piano Quarterly, primavera de 1974.
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da— cantata Das klagende Lied. El compositor Luciano Berio, en el cur so de una obra titulada Sinfonía, mejoró con una glosa surrealista el ter cer movimiento de la Sinfonía «Resurrección», movimiento que el propio Mahler había basado en su encantadora, aunque no muy sinfónica, can ción «Sermón de San Antonio a los peces», del ciclo Des Knaben Wun derhorn. Y, para terminar un insignificante sondeo de los activistas de Mahler entre la vanguardia, no vendría mal señalar que el autor de esta impresionante biografía, Henry-Louis de La Grange, acumuló un prólo go del gurú de la camarilla sufí, Karlheinz Stockhausen. En sus notas introductorias, Stockhausen, que con cada declaración que pasa se pa rece cada vez más a un carácter inventado por Hermann Hesse, nos ase gura que «Mahler es un mito, Mahler en este libro. Mahler fue un ser humano sólo transitoriamente. ... Los lectores de este libro se transfor marán mágicamente en Mahler». Bueno, ¡habrá que esperar a verlo! Desde luego, a Mahler nunca le faltaron defensores: Bruno Walter fue un campeón incansable durante más de medio siglo; Leopold Sto kowski fue rápido en pronosticar los aspectos DeMillerianos de la Oc tava (la «Sinfonía de los mil») y ofreció a Filadelfia el estreno americano en 1916; y el Concertgebow de Amsterdam, alentado por la labor mi sionera de Willem Mengelberg, custodió, como un solo hombre, la colec ción mahleriana hasta que, con los Países Bajos bajo la ocupación nazi, los antecedentes no arios del compositor hicieron non grata su produc ción sinfónica. Pero, hace tan sólo veinte años, ni siquiera el más optimista entu siasta de Mahler podía haber previsto su defensa a cargo de personas que se autoproclaman radicales como Boulez, Berio y Stockhausen, y el cambio de actitud revela por lo menos tanto sobre el temperamento de nuestra época como sobre las perspectivas a largo plazo del catálogo de Mahler. Se podría aventurar la opinión de que, para Boulez, la atrac ción sería el trato puntillista que da Mahler a la orquesta; para Stock hausen, su intento de sintetizar y trascender todas las experiencias a través del arte («Olas, arco iris, composición polifónica, hay que acer carse a todo ello de la misma forma», escribió Mahler en 1900); mien tras que, para Berio, la manía de Mahler por el montaje, su deleite mez clando lo ridículo con lo sublime, sería una clave. Pero Mahler tuvo también sus detractores; y si su fama —a diferen cia de la de sus contemporáneos Hans Pfizner y Franz Schmidt— nun ca fue un fenómeno exclusivamente centroeuropeo y, es de esperar pro fundamente, no se va a convertir ahora en una moda pasajera de los que prueban los altavoces para agudos, sus obras sí imponen exigencias 112
musicales y psicológicas inusuales al auditorio. Para sus defensores, las sinfonías de Mahler podrían contarse entre las joyas más raras de la mú sica; declaraciones que hacen temblar la tierra, desafían al mundo y lle gan hasta el cielo. Pero para otros, siguen siendo rimbombantes, indul gentes, viajes del ego de un contrapunto indisciplinado, y sus canciones —especialmente el ciclo Knaben Wunderhorn, cuyo material está inex tricablemente ligado a las sinfonías—son ingenuas evocaciones de un paisaje imaginado y medieval que parecen curiosamente estar reñidas con el mundo real habitado por el complejo burócrata y el despiadada mente ambicioso y virtuoso director que las compuso. Para ambas partes, sin embargo, la biografía de La Grange es un don del cielo. El autor, aunque obviamente un mahleriano comprometi do —dedicó casi dos décadas a la tarea—, ha evitado deliberadamente cualquier intento de interpretación. Se limita a ofrecernos los hechos de los primeros cuarenta años de Mahler —el volumen II abarcará la agi tada década que llevó a la prematura muerte de Mahler en 1911— y ter mina cuando el compositor está a punto de cometer la mayor metedura de pata de su vida: su matrimonio con la cortesana de las salas de con ciertos Alma Schindler, de veintitrés años. Pero la mayor parte de los lectores, sospecho, se verán apremiados para corresponder a la impecable objetividad del autor. Por muy decep cionante que sea la revelación, la masa de datos que de La Grange ha hecho comparecer sugiere que, no obstante, su alabanza de las alegrías de la rusticidad y su apego tolkieniano a una poesía poblada de ninfas y gnomos, Gustav Manhler era un hombre muy desagradable: implaca blemente oportunista, alegremente indiferente a la fragilidad de cual quier ego distinto del suyo. Los primeros cuarenta años de Mahler do cumentan un asombroso historial de movilidad ascendente al estilo centroeuropeo. Desde Laibach hasta Kassel, hasta Praga, hasta Leipzig, has ta Budapest, hasta Hamburgo, seguimos a un Mahler que trata de pros perar por todos los medios, hasta que, con su nombramiento para el po dio más prestigioso de Europa —la dirección de la Ópera de Viena—, su carrera continental llega a la cima. A lo largo de este período (y a pesar del número de nombramientos, Mahler hizo el recorrido Laibach-Viena en sólo quince años), sus cartas, postales y comentarios de café trans critos son testigos de la continua manipulación a que Mahler sometió a sus colegas en beneficio propio. No toda su apresurada carrera fue fácil. En Budapest, dos estrellas de la ópera, furiosas, enviaron a sus suplentes en su lugar; en Hambur go hizo falta protección policial para que pudiera volver sano y salvo a 113
casa después de un ensayo; y mientras estaba en Leipzig, señala el au tor, «no le disgustó a Mahler saber que la tarea de Karl Muck, su sus tituto en Praga, no era más fácil de lo que había sido la suya y que Muck ya había recibido “muchas heridas de guerra”». En efecto, Mahler trató desesperadamente de rescindir el contrato de Leipzig, ya que, en el mo mento de su nombramiento, el director principal de la Ópera de Leipzig era el legendario Artur Nikisch. «No puedo resignarme a no ser más que una pálida luna girando en torno al sol de Nikisch. Todo el mundo dice: “¡Paciencia! Tú ganarás al final”, pero la paciencia nunca ha sido mi fuerte.» La paciencia, tal como resultaron las cosas, no hizo falta; Ni kisch cayó enfermo a mitad de la temporada y, como observa De La Gran ge, «nunca una enfermedad repentina de un colega vino mejor a Mahler que la de Nikisch». El propio Mahler señala que «gracias al giro que to maron los acontecimientos, estoy al mismo nivel que Nikisch en todos los sentidos, y ahora puedo luchar pacíficamente (sic) por la hegemonía que debe venir a mí, aunque sólo sea por mi superioridad física. No creo que Nikisch resista la lucha mucho tiempo». Pero basta, ¡el hombre era un monstruo! En efecto, De La Grange afir ma que, en 1900, Mahler se puso «deprimido e irritable» tras leer el es tudio metafóricamente autobiográfico sobre la culpa y el autoengaño de Tolstoi Resurrección. En la cita más reveladora del libro, nuestro héroe declara: «Me siento bastante incapaz de conciliar el significado de mi pro pia vida con la verdad revelada por este libro.» Evidentemente, la Ópera de Viena pesaba tanto como Yasnaya Polyana. Hablando de Tolstoi, la biografía de La Grange mantiene un reparto aproximadamente igual a los dramatis personae de Guerra y paz al cua drado. Además de conceder el papel de comparsas a prácticamente to das las lumbreras de la época —Brahms, Bruckner, Hugo Wolf, Cosima Wagner y, naturalmente, el contemporáneo más famoso de Mahler, Ri chard Strauss (quien, dicho sea de paso, logró parar las estocadas para noicas de Mahler con notable éxito y salió de cada uno de sus encuen tros con el honor intacto)—, De La Grange nos presenta también un ba tallón de extras, y a favor de éstos, ojalá el autor y Doubleday hubieran hecho una última comprobación editorial. En incontables ocasiones apa rece material cortado y a la deriva procedente de un borrador anterior que duplica, sin elaboración y en muchos casos palabra por palabra, in formación ya incluida previamente. Así, tanto el final del capítulo 4 como el comienzo del capítulo 5 revelan que en el otoño de 1878, y en circuns tancias misteriosas, Mahler dejó la Universidad de Viena, y no volvió al campus hasta 1880. En las páginas 55 y 68 nos encontramos con idén 114
ticos detalles de un recital de piano que ofreció en Iglau (su ciudad na tal) el 24 de abril de 1879, mientras que en la página 136 descubrimos (entre paréntesis) que una cantante llamada Betty Frank, que no se ha bía cruzado antes en nuestro camino, fue la primera intérprete de sus canciones en público. En la página siguiente, esta vez sin ayuda de los paréntesis, se repite la misma información, aunque en esta ocasión nos enteramos, en passant, de que la joven dama ha entrado en las listas de enamoradas de Mahler, lo que le hizo acreedora del estrellato de la pá gina 136. Un reparo menor, sin embargo, y que ediciones posteriores pue den, presumiblemente, rectificar. Las últimas trescientas páginas, además de los apéndices más con vencionales, contienen análisis detallados de todas las obras que Mah ler compuso en las setecientas páginas anteriores. Como en la biografía per se, el enfoque es despiadadamente objetivo. Se echa de menos a la fuerza la emoción de los adjetivos, la imaginación descriptiva que, por ejemplo, convierte la obra de Norman Del Mar sobre Strauss —en la que el análisis de un poema sinfónico o de una escena de ópera se con vierte en la misma sustancia del drama— en una obra maestra de in formación subjetiva. Pero no era la intención de La Grange hacer un in forme subjetivo; su finalidad era recuperar toda la información perti nente antes de que las partes capaces de hablar de y a favor de Gustav Mahler desaparecieran de la escena, lo que ha hecho con esmero, preci sión y, sospecho, auténtico afecto por el tema. Parece que se puede pre decir con seguridad que esta obra y, muy probablemente, el volumen si guiente se convertirán en un banco de datos indispensables para todas las investigaciones posteriores sobre la vida y la época de una de las fi guras más enigmáticas de la era posromántica.
UN ALEGATO A FAVOR DE RIC H A R D STRAUSS1 Un amigo mío observó una vez que había probablemente un momen to en la adolescencia de todo músico en ciernes en que Ein Heldenleben podía aparecer súbitamente la obra que abarcaría casi seguro todas las dudas, y tensiones, y los triunfos que se esperan de la juventud. Sólo 1 De High Fidelity, marzo de 1962.
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hablaba medio en serio, supongo, pero creo que también estaba medio en lo cierto; y, aunque no lo hizo con ánimo despectivo, su observación sí sugería el supuesto de que si alguien podía simpatizar de forma na tural con la florida extraversión del joven Richard Strauss, también ca bría esperar que, con la madurez, ese alguien se desprendiera de ella con igual naturalidad. Mi proprio período Heldenleben comenzó, gra cias a Willem Mengelberg, cuando tenía diecisiete años, pero —aunque ya llevo esperando pacientemente veinte años— nunca he salido de él. Y aunque bien podría ser un comentario irrecusable sobre el capri cho de mi propia maduración, dudo bastante ahora si maduraré algún día. Así pues, no me resulta tan fácil escribir objetivamente sobre Ri chard Strauss, aunque es mi intención intentarlo, sin embargo, porque escribo desde una postura de gran prejuicio: creo, simple y llanamente, que Strauss fue la mayor figura musical que ha vivido en este siglo. Ésta no es una opinión muy bien acogida hoy día porque, pese a que Strauss no necesita en realidad que nadie alabe sus méritos ante el mun do, su fama ha sufrido quizá de una manera más injusta con el paso de los años que la de cualquier otro músico de nuestra época. A primera vista, podría parecer una afirmación bastante sorprendente, ya que Strauss nunca ha sido favorecido con más frecuencia ni devoción en la ejecución que en la actualidad, pero me estoy refiriendo ahora no a los leones teutónicos del podio que se elevan de noche de entre nosotros para estar con Zarathustra en la cumbre de su montaña, ni hablo de esas ingeniosas tigresas del escenario operístico para las que no existe desafío mayor ni éxito más seguro que los que garantiza «Chrysothemis» o la «Marschallin». Me refiero, más bien, a esas astutas corrientes de la moda que, a medida que se extienden para dirigir el curso del gus to musical, se apresuran a enviar al viejo Strauss a la tumba de los ro mánticos, declarándole un gran carácter decimonónico que tuvo la osa día de vivir cincuenta años en el siglo XX. La longevidad de la vida creativa de Strauss es bastante sorprenden te, desde luego: por lo menos sesenta y nueve años, si se cuentan sus obras adolescentes como las asombrosas creaciones que son, o, en otras palabras, una duración equivalente a las vidas de dos Mozarts (si son capaces ustedes de hacer ese tipo de cálculos). Ahora bien, es obvio que la duración de la vida creativa de Strauss no es importante en sí mis ma; muchos compositores planean vivir hasta los ciento seis años, aun que yo proyecto retirarme a una airosa senilidad otoñal a los treinta. No obstante, la longevidad de una vida creativa es un patrón justificable 116
dentro de los límites que mide, y puede ser medida por la evolución del compositor como ser humano. La opinión formulada por los creadores del gusto dentro de la profe sión musical es que la evolución de Strauss como músico no fue cohe rente con la duración de su vida. Parecen pensar que su evolución se detuvo en algún punto dentro de la primera década de este siglo. No siem pre le niegan el logro de sus primeras obras: algunos incluso pueden sil bar unas cuantas melodías de los poemas sinfónicos, y muchos admiti rán los valores dramáticos de su primer éxito operístico: el encanto y el heroísmo de E l caballero de la rosa, el impacto sofocador de Elektra. Pero la mayoría parece pensar que, tras haber sido durante veinticinco años o así el baluarte de la vanguardia, Strauss se hundió, hacia los cuaren ta y cinco años, en una sequía de inspiración que sólo terminó con la muerte. ¿Es una curiosa casualidad, me pregunto, que el punto en la carrera de Strauss en el que, con la exactitud que da la percepción retrospecti va, se supone que erró el blanco, coincida más o menos con el comienzo de la más importante revolución (o, si lo prefieren, reforma) musical de la época moderna, el desarrollo del lenguaje musical sin tonalidad? ¿O es sólo una coincidencia que incluso las opiniones de los conocedores con sideren que Strauss llegó a la cima de su carrera justo antes de esos años en los que otros compositores rompieron las barreras del sonido de la armonía tonal, y que cuando pareció rechazar la nueva estética, los que deciden los gustos y los que marcan las sendas le considerarían sólo un hombre que trataba, melancólicamente, de repetir los logros de su juventud? La generación, o mejor las generaciones que han crecido desde los pri meros años de este siglo consideran que el error más grave de Strauss fue no compartir de una forma activa los avances técnicos de su época. Sostienen que, tras haber desarrollado una vez un medio extraordina riamente identificable de expresión y haberse manifestado dentro de él al principio con todas las alegrías de la gran aventura, después, desde el punto de vista técnico, pareció quedarse inmóvil, limitándose a decir una y otra vez lo que en los vigorosos días de su juventud había dicho con tanta mayor fuerza y claridad. Para estos críticos es inconcebible que un hombre con estas dotes no deseara participar en la expansión del lenguaje musical, que un hombre que tenía la fortuna de estar es cribiendo obras maestras en la época de Brahms y Bruckner y la suerte de sobrevivir a Webern y llegar a la edad de Boulez y Stockhausen no quisiera buscar su lugar en la gran aventura de la evolución musical. 117
¿Qué hay que hacer para convencer a esta gente de que el arte no es tec nología, de que la diferencia entre un Richard Strauss y un Karlheinz Stockhausen no es comparable a la diferencia entre una humilde suma dora de oficina y un ordenador IBM? Richard Strauss, así pues, es para mí más que el mayor hombre de música de nuestro tiempo. Es, en mi opinion, una figura central en el dilema más crucial de hoy de la moralidad estética: la desesperada con fusion que surge cuando tratamos de contener las inescrutables presio nes del destino artístico que se guía a sí mismo dentro de la limpia suma histórica de la cronología colectiva. Es mucho más que un cómodo pun to de reunión para la opinión conservadora. En Strauss tenemos una de esas escasas e intensas figuras en las que se desafía todo el proceso de la evolución histórica. En esas siete décadas de trabajo, la característica común que más destaca de la obra de Strauss es la extraordinaria coherencia de su vo cabulario. Puede compararse, para tomar prácticamente el caso extre mo, su Sinfonía, Op. 12, compuesta cuando tenía dieciocho años, y la Metamorphosen para orquesta de cuerda, compuesta a la edad de ochen ta y un años, y habrá que admitir que ninguna de las dos contiene pro gresión armónica alguna que no estuviera por fuerza a disposición de la otra. Básicamente, ambas utilizan el lenguaje armónico del que dis ponían Brahms o Hugo Wolf o, a excepción de sus secuencias, Bruck ner; ambas obras usan un estilo contrapuntístico que, aunque más pa tente en la última, sigue basándose fundamentalmente en la creencia de que, por muchas contrariedades que pueda provocar, su deber básico es justificar el movimiento armónico y no contradecirlo. Y aun a pesar de todas estas semejanzas, la Metamorphosen transmite la impresión de un ámbito armónico y contrapuntístico totalmente distinto del de la Sinfo nía, y ambas sugieren una identidad única que no podría confundirse, probablemente, con ningún maestro anterior. Aunque hay páginas en las obras adolescentes de Strauss (el Primer concierto para trompa, por ejemplo) que, a un nivel armónico diagramático, bien podrían haber sido escritas por Mendelssohn, o incluso, sorprendentemente, por Weber, sólo hacen falta unos cuantos segundos para darse cuenta de que, a pesar de toda la influencia de los primeros maestros del romántico, estamos ante una técnica totalmente original. Aunque llegó a la adolescencia en una época en que Wagner había anticipado la disolución del lenguaje tonal y extendido el conocimiento de la psicología armónica hasta un punto que algunos consideran el mis118
mo límite humanamente soportable, Strauss quizá se preocupó más que cualquier otro compositor de su generación por utilizar las riquezas más completas de la tonalidad del romántico tardío dentro de las disciplinas formales más firmes posibles. Con Strauss no era simplemente una cues tión de compensar las ambigüedades armónicas en exceso ricas de su era (como fue el caso de la intensa concentración en el motivo del joven Arnold Schoenberg); por el contrario, su interés se centró, fundamental mente, en la preservación de la función total de la tonalidad, no sólo en el esquema fundamental de una obra, sino incluso en los pequeños de talles más específicos de su diseño. En consecuencia, cuando se compa ra cualquiera de las primeras partituras orquestales de Strauss con, di gamos, un poema sinfónico de Liszt, uno queda impresionado de inme diato por el hecho de que, aunque las obras de Strauss demuestran una osadía infinitamente mayor en cuanto a pura extravagancia de imagi nación armónica, son, sin embargo, cuidadosamente explícitas en todos los niveles de su concepto arquitectónico y ofrecen así una impresión de lenguaje armónico al mismo tiempo más variada y más lúcida. Con la labor de este inmenso recurso armónico dentro de lo que con frecuencia resulta un sentido rococó de la línea y la ornamentación, Strauss es ca paz de producir, por los medios más simples y casi más engañosamente familiares, un efecto emocional abrumador. ¿Quién más puede hacer que las suaves ortodoxias de una cuarta y sexta cadencial parezcan una ex travagancia totalmente deliciosa? Es raro encontrar entre los románticos alemanes una escritura que se corresponda con la gloriosa infalibilidad armónica del joven Strauss. De los predecesores, sólo Mendelssohn y Brahms fueron, en sus mejo res páginas, tan conscientes de la necesidad de fortalecer las errabun das estructuras de la tonalidad romántica con un control y una direc ción enfáticos del bajo armónico. Casi cabría sospechar que Strauss se imaginaba los cellos y los bajos con los pies (como podría hacer un or ganista), dado que en todo momento —con independencia de la exten sión de la partitura, con independencia de sus complejidades métricas, con independencia de la referencia calidoscópica de tonalidad cromáti ca— la línea del bajo sigue siendo un contrapeso tan firme y tan seguro como en las obras de Bach o de Palestrina. No hay que suponer que luchar de esta forma por la acentuación úl tima de la claridad lineal condujo a Strauss a la preocupación contrapuntística por una estructura lineal que confiere a cada voz su propia existencia independiente. Strauss no fue en modo alguno un compositor que practicara el contrapunto per se. En su música, las formas contra119
puntísticas absolutas —la fuga, el canon, etc.— aparecen sobre todo en las óperas (e incluso allí no con frecuencia) y dan pie, casi sin excep ción, para un tímido subrayado del libreto. Estas ocasiones son, desde un punto de vista puramente académico, bastante incriticables, pero siempre se tiene la sensación de que Strauss está diciendo: «¡Mira, ob serva, también puedo hacerlo!» y de que considera esas diversiones sólo un medio de animar una situación de otro modo estática en el escenario; y aun así, pese a que en el vasto cuerpo de la obra de Strauss haya po cos ejemplos del tipo de ardides contrapuntísticos que la mayor parte de los demás compositores del siglo xx, en su búsqueda por la interrelación de motivos, han utilizado constantemente, no está de más recalcar que Strauss, en sus propios términos, era uno de los compositores más pro clives al contrapunto. La fuerza fundamental del contrapunto de Strauss no radica en su capacidad de ofrecer una existencia autónoma para cada voz dentro de la estructura simétrica; toda su orientación sinfónica es demasiado pro fundamente decimonónica para que ello sea posible o, en su opinión, su pongo, deseable, Por el contrario, radica en su capacidad para crear una sensación de relación poética entre las diestras melodías de la soprano, que planean en las alturas; los bajos firmes, reflexivos y siempre pro clives a la cadencia y, por encima de todo, la estructura soberbiamente afiligranada de las voces intermedias. Hay tensiones mucho más con tradictorias en los diseños lineales de Strauss que en Wagner, por ejem plo, cuyas acumulaciones de densidad tienden a tener quizá más perse verancia, más uniformidad de tensión y relajación que las de Strauss; pero por la propia mezcla de este estilo contrapuntístico finamente cin celado y este lenguaje armónico inmensamente complejo, los puntos cul minantes de Strauss, sus momentos de tensión y de reposo, indican —aunque menos abrumadores que los de Wagner— infinitamente me jor las complejas realidades del arte. Cuando cayó bajo la influencia de Wagner, Strauss heredó el proble ma de cómo trasladar las posibilidades dramáticas de la libertad armó nica del primero al ámbito de la música sinfónica; Strauss no sólo co menzaba su carrera como sinfonista (en realidad, al principio, como sin fonista de un orden especialmente mojigato), sino que fue, con toda su absoluta maestría de la escena, un hombre que siempre pensó, en lo fun damental, en términos sinfónicos. El problema de desarrollar una ar quitectura musical que se relacionara de alguna forma con la extrava gancia de una tonalidad ricamente cromática e hiciera uso de todas lás ambigüedades contenidas en ella era, desde luego, el problema funda120
mental de todos los compositores de la generación de Strauss. Simple mente, no resultaba satisfactorio dar forma a creaciones sinfónicas den tro del molde de las estructuras de la sonata clásica con todas las me setas tonales implícitas que pedía la tradición si se quería utilizar un material escogido menos por su perfil temático que por sus probabilida des genéticas. (El problema fue seguramente menos grave para Strauss que para Schoenberg, que siempre parece haber tenido una resolución menos despiadada para agotar todas las permutaciones de los motivos.) El joven Strauss buscó una solución en el poema sinfónico, en el que la lógica de los contornos musicales mantendría una supuesta relación con una exposición predeterminada del argumento que podía sugerir la estructura, la duración y las mesetas tonales de cada episodio. Era, en el mejor de los casos, una lógica a medias, ya que casi seguro que la ma yor parte de los oyentes apenas sabe algo de los apuros legales de Till Eulenspiegel o de los planteamientos filosóficos de Zarathustra y es pro bable que les importe menos aún. Puede que reconozcan, o intenten re conocer, esas correspondencias con las estructuras puramente sinfóni cas que Strauss quiso suplantar. Lo que viene más al caso de la lógica del poema sinfónico es que, en opinión de Strauss, éste ofrecía un sen tido de la cohesión arquitectónica que quizá no tuviera que ser obser vada externamente. Así pues, una lógica totalmente musical, que siem pre estaba presente, era reforzada simplemente en su concepción por la lógica seudodramática de que, habiendo cumplido su papel, podía ser fá cilmente abandonada a su nacimiento. El enredo de hechos musicales con hechos dramáticos es una empresa arriesgada; y aunque Strauss es taba muy orgulloso de su capacidad de describir musicalmente circuns tancias extramusicales (talento que después le convertiría en el mayor compositor de óperas de su tiempo), la esencia de la estructura del poe ma sinfónico no dependía de la circunstancia de que una serie de suce sos dramáticos apareciera en una paráfrasis reconocible. Por el contra rio, residía en el hecho de que la armonía de los hechos dramáticos po día utilizarse como foco para la forma musical. (Resulta fascinante que Thomas Mann siempre hablara del procedimiento contrario: la construc ción de la novela corta como un allegro de sonata.) A medida que Strauss envejecía, decreció su deseo de abrumarnos con el equivalente musical de la enmarañada línea argumentai de un no velista épico; y cuando el período del poema sinfónico llegó a su fin, Strauss comenzó a disfrutar de lo que era, al principio, un tímido co queteo con el style galant y a visitar después con ardor creciente el es píritu del nuevo nacimiento y nuevo énfasis tonales que dominó las ge 121
neraciones preclásicas. Siempre me ha parecido que la obra central de la carrera de Straus es una de las menos espectaculares, y en Nortea mérica seguramente menos conocidas: Ariadne auf Naxos. Ariadne no es ni la más brillante, ni la más eficaz, ni la más susceptible de gustar de las óperas de Strauss y, sin embargo, desde el día en que fue conce bida, tiene las cualidades que pueden enumerarse ahora como rasgos más destacables del compositor maduro. (Puede causar cierto regocijo el hecho de que esta afirmación, por muy cuestionable que sea, deba ha cerse de una obra escrita el mismo año que la «Consagración de la pri mavera» de Stravinsky y que Pierrot Lunaire de Schoenberg: 1912.) Ariadne confirma por último lo que seguramente debe haberse sospe chado de Strauss desde hacía tiempo: que en el fondo su instinto, si no neoclásico, es esencialmente el de un romántico sumamente intelectualizado. A partir de Ariadne, sus estructuras se harán en conjunto cada vez más transparentes, y la firmeza y estabilidad de su estilo armónico se rán servidos con más magnificencia aún. Strauss casi se consideraba una especie de Mozart del siglo xx,.y ésta no es en absoluto una idea insostenible: en efecto, en muchas de las óperas de la época intermediaúltima a partir de Ariadne a Die schweigsame Frau nos volvemos a en contrar una y otra vez con la deliciosa transparencia que hace que estas obras sean, en mi opinión, la expresión más válida del instinto neoclá sico. Y así, una vez más, la preocupación de Strauss por la preservación total de la tonalidad halla no sólo un santuario, sino un punto de partida. No quiero insinuar que la vida creativa de Strauss no sufriera en al gún momento esa aterrorizadora evaporación de la inspiración que ator menta el subconsciente de todas las personas creativas. Siempre me ha parecido que la preocupación expresada por su futuro artístico durante el período inmediatamente posterior a la I Guerra Mundial tenía cierta justificación. Desde luego, la década que siguió a la Gran Guerra fue la menos productiva de la vida de Strauss, y su obra de entonces, aunque poseída como siempre de una enorme competencia técnica, no puede con siderarse, mediante ningún esfuerzo de la imaginación, equivalente a sus logros anteriores. El propio Strauss, naturalmente (utilizando al hijo no deseado), juró hasta el día de su muerte que Die Frau ohne Schatten era la mejor de sus óperas y asedió los principales teatros de ópera con peticiones para su producción. Incluso insistió en que, aunque su salud no podría posiblemente permitirle soportar los rigores de dirigir «El ca ballero de la rosa» (dada su extensión), estaría, sin embargo, sumamen 122
te encantado de dirigir Frau ohne Schatten (que es un poco más largo). Las óperas intermedias como Frau ohne Schatten no carecen sin duda de admirables cualidades; ya no sentimos, sin embargo, ese mismo y ma ravilloso rasgo de inevitabilidad que en las primeras obras —y, en efec to, las últimas— vinculaba la primera nota con la última y convertía to das las ingeniosas diversiones técnicas no en el fin, sino simple, y co rrectamente, en el medio. Y así llegamos a ese increíble rejuvenecimiento de Strauss el artista: las obras fluidas, cálidas e infinitamente conmovedoras de sus últimos años. En ellas, sin duda, se halla una de las más fascinantes revitalizaciones del espíritu creativo de los que hemos sido testigos. Se podría, su pongo, tratar de establecer un paralelismo con las últimas obras de Beet hoven señalando el hecho de que éstas también siguen a un monótono desierto de inactividad, del que Beethoven surgió para encontrar no sólo el paso seguro de su juventud, sino, de hecho, un medio para expresar la madura deliberación de sus últimos años. En mi opinión, las últimas obras de Strauss ofrecen más o menos la misma oportunidad de con templar la unión de una postura filosófica y un logro técnico indivisible de la primera. Creo que, en casi todas las últimas obras, la juvenil ten dencia de Strauss de celebrar a través de las técnicas del arte la con quista humana del orden material, de aplaudir el carácter existencial que se arroja incondicionalmente contra el mundo —en otras palabras, de ser el héroe de Ein Heldenleben— es sublimada ahora, en efecto, to talmente vencida, por una maestría técnica que ya no necesita probarse a sí misma, hacer alarde de su virilidad, sino que se ha hecho insepara ble de esas cualidades de sublime renuncia que son los definitivos lo gros de la edad avanzada y la sabiduría avanzada. En efecto, salvo los últimos cuartetos de Beethoven, no sé de ningu na música que transmita con mayor perfección esa transfiguradora luz de reposo filosófico último que Metamorphosen o Capriccio, escritos am bos cuando el compositor había cumplido los setenta y cinco años. En estas últimas obras, la vasta imaginación armónica siempre caracterís tica de Strauss permanece; pero mientras que en los primeros años esta imaginación tenía la seguridad categórica, convencida y despreocupada de la simplicidad métrica, ahora es a veces indecisa, a veces díscola, a veces deliberadamente asimétrica, y así, transmite el vivido sentido de alguien que ha experimentado grandes dudas y aún encuentra afirma ción, de alguien que ha cuestionado el mismo acto de la creatividad y lo encontró bueno, de alguien que ha reconocido las numerosas facetas de la verdad. 123
Y, sin embargo, me pregunto hasta qué punto es realmente gráfica la comparación con Beethoven. Beethoven, después de todo, recorrió en los últimos cuartetos prácticamente toda la época romántica y sirve de vínculo con las tensas complejidades del motivo de la generación schoenbergiana. Por otra parte, al menos desde nuestro punto de vista actual, apenas puede considerarse que Strauss, en los últimos años, haya su gerido ningún salto estilístico de este tipo de generaciones futuras. Se ha limitado, si mi idea de él es real, a llevar su propia existencia como hombre creativo a una conclusión inevitable y profunda; no ha prome tido nada para el futuro. Y aquí, señalo yo, es donde la estimación de mi generación ha pasado por alto a Strauss. No insinúo en ningún momento que, con toda mi admiración por Richar Strauss, pueda imaginarme que el futuro de la música estará en cierto modo influido, en ningún sentido real, estilístico, por sus obras. Pero entonces, ¿qué es lo que proporciona realmente la influencia de una generación sobre otra? ¿Es sólo la retención de similitudes estilísticas dentro de un frente histórico siempre cambiante? ¿O no se puede tam bién extraer la inspiración de una vida que contenga una consecución total del arte? Seguro que Richard Strauss tuvo poco que ver con el si glo XX que conocemos. No perteneció más, quizá, a la Edad del Átomo que Sebastián Bach a la Edad de la Razón o Gesualdo al Alto Renaci miento. A través de todas las pautas estéticas y filosóficas que debemos apli car, Strauss no fue un nombre de nuestro tiempo. ¿Podemos realmente concebir Frau ohne Schatten lanzada en los felices años veinte, agobia dos por la inflación e infestados de ragtime?'1¿Es realmente posible que Capriccio, ese otoñal saludo a un mundo de porte elegante y silenciosa capacidad de leer y escribir, pudiera haber nacido realmente cuando las llamas de la guerra barrían nuestro mundo de 1941? Lo grande de la música de Richard Strauss es que presenta y justi fica un alegato que trasciende todos los dogmatismos del arte —todas las cuestiones de estilo y gusto e idioma—, todas las frívolas y decaden tes preocupaciones del cronólogo. Nos ofrece un ejemplo del hombre que enriquece su propia época sin pertenecer a ella; que habla para todas las generaciones sin pertenecer a ninguna. Es un alegato definitivo de indi vidualidad; un alegato de que el hombre puede crear su propia síntesis del tiempo sin estar atado por las conformidades que el tiempo impone.
2 Die Frau fue compuesta en realidad en la década anterior y estrenada en 1919. -T.P.
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STRAUSS Y EL FU T U RO E L E C T R Ó N IC O 1 Uno de los efectos ciertos de la era de la electrónica es que cambiará para siempre los valores que atribuimos al arte. En realidad, el vocabu lario de criterios estéticos que se viene desarrollando desde el Renaci miento se ocupa sobre todo de términos que están resultando tener es casa validez para el examen de la cultura electrónica. Me refiero a tér minos como «imitación», «invención» y, sobre todo, «originalidad», que en los últimos tiempos han expresado implícitamente diversos grados de aprobación o censura, según el sentido peculiarmente distorsionado de la progresión histórica que ha aceptado nuestra época, pero que ya no son capaces de transmitir los precisos conceptos analíticos que una vez representaron. La transmisión electrónica ya ha inspirado un nuevo concepto de res ponsabilidad de la autoría múltiple en el que las funciones específicas del compositor, el intérprete y, de hecho, el consumidor se superponen. No tenemos más que pensar por un momento en la forma en que los pa peles antes separados del compositor y del intérprete se combinan aho ra automáticamente en la construcción de la cinta electrónica o, por po ner un ejemplo más tópico que potencial, en la forma en que el oyente puede ejercitar ahora en su casa juicios técnicos limitados y, a ese res pecto, críticos, gracias a los modestamente ingeniosos controles de su aparato de alta fidelidad. No pasará, me parece, mucho tiempo antes de que se detecte una señal más agresiva en la participación del oyente, an tes, por no poner más que un ejemplo, de que la edición de cintas «há galo usted mismo» sea prerrogativa de todos los consumidores de músi ca grabada razonablemente conscientes (la actividad Hausmusik del fu turo, quizás). Y me sorprendería muchísimo que la involucración del con sumidor terminara en ese nivel. De hecho, en la cultura electrónica está implícita una aceptación de la idea de participación multinivel en el pro ceso creativo. Si pensamos por un momento en la forma en que nuestro concepto de historia ha influido en el modo en que usamos palabras como «origi nalidad», algunos juicios convencionales sobre figuras artísticas quedan, en efecto, bajo una luz muy curiosa. Por ejemplo, siempre nos han dicho 1 De Saturday Review, 30 de mayo de 1964.
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que aunque Bach fue un gran hombre, era decididamente retrógrado en sus propios gustos musicales, cuya consecuencia es que si hubiera sido menos genial, su alejamiento de la moda contemporánea se habría car gado su inspiración. Mendelssohn, después de algunas violentas fluctua ciones del aplausómetro, ha dejado en gran medida de estar de moda una vez más, no por ninguna falta de capacidad musical, sino principal mente porque fue menos proclive a la innovación que algunos de sus co legas, porque su música es, por tanto, menos «original» y, nos dejan que supongamos, menos valiosa. De hecho, Mendelssohn representa un caso bastante interesante, porque, en nuestro concepto histórico, la cuestión de la identificación se deja muy a menudo a merced de la observación de lo que podría llamarse cociente de peculiaridad; del descubrimiento, a intervalos razonablemente frecuentes, de alguna respuesta reveladora a un problema constructivo concreto por el que cierto compositor se hizo célebre. Por ejemplo, César Franck se hizo célebre por sus transportes secuenciales literales: se hace por ello más fácil de identificar, y la sa tisfacción de confirmar la identificación mantiene, por los procesos iló gicos de carácter único de la mente occidental, la implicación de unidad dentro de la obra particular. Pero Mendelssohn, por otra parte, tiende a desdeñar los factores de identidad positivos de este tipo y a elaborar lo que podrían denominarse factores negativos. Su obra es más notable por las situaciones que prefiere evitar que por los gestos estilísticos que in tenta consentir, y esto es lo que confiere a su música de una cualidad tan conmovedora y puritana. Sin embargo, dado que las consideracio nes negativas de unidad no están de moda en este momento, del mismo modo, por desgracia, ha dejado de estarlo el autor. La mayor parte de estas ideas sobre la validez o ausencia de validez del procedimiento de un artista concreto derivan de un concepto de his toria que nos ha alentado a concebir la acción histórica en términos de una serie de puntos culminantes y a determinar las virtudes de los ar tistas según la forma en que participaban en, o mejor aún, anticipaban, el punto culminante más próximo. Tendemos a visualizar un concepto sumamente exagerado de la transformación histórica y, por motivos que parecen oportunos para ayudarnos a hacer que la historia sea aproximable y enseñable (quizá sea más exacto decir con el fin de hacer cau tiva la historia), tendemos a preferir descripciones antitéticas de signi ficado y negación históricos, a los que asignamos descripciones, térmi nos que, en consecuencia, están plagados de todo tipo de nociones aje nas sobre progreso y retroceso. Quizá pueda ilustrar lo absurdo de estos supuestos sobre el progre 126
sismo sugiriendo los diversos juicios que podrían aplicarse al mismo ex perimento artístico si resultara que éste fuera etiquetado de una diver sidad de formas. Supongamos que alguien fuera a improvisar ai piano una sonata al estilo de Haydn y a hacerla pasar, al principio, por una auténtica obra de ese compositor. El valor que el confiado oyente asig naría a este opus dependerá en gran medida del grado de argucia del que sea capaz el improvisador; siempre que pueda convencer a la au diencia de que esta obra era en efecto de Haydn, se le atribuiría un va lor proporcional a la fama de Haydn. Pero imaginemos ahora que el improvisador decidiera informar al oyente de que no era una obra de Haydn, aunque recuerde mucho a Haydn, sino que en realidad era de Mendelssohn. La reacción a esta no ticia sería algo del tipo: «Bueno, una fruslería agradable; obviamente pa sada de moda, pero muestra sin duda un buen dominio de un estilo an terior»; en otras palabras, el Mendelssohn inferior. Pero sometamos esta hipotética pieza a un último examen: suponga mos que en lugar de atribuirla a Haydn o a cualquier compositor ante rior, el improvisador insistiera en que era obra largo tiempo olvidada y recién descubierta ni más ni menos que de Antonio Vivaldi, compositor setenta y cinco años mayor que Haydn. Me arriesgo a afirmar que, con esa condición en la mente, esta obra sería aceptada como prueba de las auténticas revelaciones de la historia musical: una obra que logró en este único e increíble salto recorrer los años que separan el barroco italiano del rococó austríaco, y nuestra pobre pieza sería considera da merecedora de figurar en los más augustos programas. En otras palabras, la determinación de la mayoría de nuestros criterios estéticos, pese a todas nuestras orgullosas afirmaciones sobre la integridad del juicio artístico, no procede de nada remotamente parecido a un enfoque de «el arte por el arte»; de donde procede en realidad es de lo que sólo podríamos denominar «el arte por lo que una vez parecía su sociedad». Cuando se empiezan a examinar términos como «originalidad» en re lación con esas situaciones constructivas a las que sí se aplican de he cho analíticamente, la naturaleza de la descripción que éstas ofrecen tiende a reducir la proporción imitación-invención en una obra de arte, bastante oportunamente, a una simple cuestión de estadística. Dentro de esta estadística, ninguna obra de arte es nunca auténticamente «ori ginal»; si lo fuera, sería irreconocible. Todo arte es en realidad variación sobre algún otro arte, y cuanto más separemos la aplicación de térmi nos como «originalidad» de esas observaciones analíticas a las que pue 127
den aplicarse con provecho, más inciertas son las bases sobre las que erigimos nuestras evaluaciones del arte. Ningún artista de los últimos tiempos ha sufrido más las extrañas presunciones de este paralelismo artístico-cronológico que Richard Strauss. Muy pocos de sus críticos pueden negar con honradez que fue uno de los consumados maestros del arte musical, pese a lo cual se ha convertido en un artista totalmente pasado de moda y en gran medida malinterpretado. Los argumentos contra Strauss descansan por lo ge neral en el razonamiento de que: a) no extrajo ningún sustento artísti co de la inspiración de la vida del siglo XX; b) sus últimas obras eran de alguna forma menos cromáticas y, por tanto, de un estilo menos «avanzado» que las primeras; y c) simplemente vivió demasiado y, como compositor, «se secó». No es raro encontrar análisis de su obra que in cluso tratan de identificar el instante concreto más allá del cual se con sidera que Strauss ha ido en contra de los tiempos. En los últimos años se nos ha dicho con frecuencia que las grandes y auténticamente inspi radas obras de Strauss fueron todas escritas antes de la I Guerra Mun dial y que después, las presiones de su propia eminencia, la indiscutible facilidad con la que escribía, el acceso inmediato a los medios de pro ducción que estaban a su disposición se cobraron sus víctimas, y que las obras posteriores a la I Guerra Mundial no son más que un pálido reflejo de sus logros anteriores. Uno de los veredictos más asombrosos de este tipo procede no de un escritor actual que desee poner a este reac cionario chocho en su sitio, sino de un ensayo escrito en 1920 por el crí tico americano Paul Rosenfeld, quien publicó un perfil del compositor en el que manifiesta: Strauss nunca fue el excelente, el artista perfecto. Incluso en el pri mer talento de su juventud, incluso en la época en que era la meteórica y deslumbrante figura que hacía alarde de la norma del futuro m u sical sobre todas las calvas del universo, era evidente que había gra ves defectos en su espíritu (...) En aquella época, Strauss era sin lugar a dudas el genio, el músico original y mordazmente expresivo, y se per donaron sus defectos por el resplandor de su figura, o se fue sólo semiconsciente de ellos. (...) Hoy día es difícil comprender que Richard Strauss inspirara alguna vez tan elevadas esperanzas, que hubo una época en que hizo que el «loco sueño de una música moderna» parecie ra realizable y que, durante algún tiempo, estuviera encendida la au reola de Dionisio alrededor de su figura.
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Rosenfeld prosigue apuntando con precisión el momento en el que Strauss, en su opinión, abandona la órbita de Nietzsche. Ocurrió, parece creer este crítico, con El caballero de la rosa y Ariadne, de los que dice: «(Strauss) es cada vez más superficial y poco origi nal, se ha aficionado a citar sin rubor a Mendelssohn, Tchaikovsky, Wagner e incluso a sí mismo... Algo en él se ha doblado y se ha man cillado.» Un poco más adelante de su retrato de Strauss, Rosenfeld deja caer el comentario, bastante significativo, de que encuentra al mejor Strauss cuando es más brutal, y que observa una inquietante tendencia en to das sus obras (Elektra incluida) hacia cierta «preciosidad lasciva». Es aquí, creo yo, cuando, correcto o errado, revela el perjuicio de su razo namiento concreto contra Strauss, porque este comentario es muy re presentativo del gran número de opiniones que mantienen que la cali dad de las primeras obras, desde Macbeth hasta Elektra, digamos, va en proporción directa con la musculatura de sus motivos, el desarrollo de esa música intensa y airadamente declamatoria que marca en concreto la transición de los poemas sinfónicos a las primeras óperas. Para ex presarlo de otra forma, las definiciones de historia se contentan con el grado hasta el cual las primeras obras de Strauss progresan en comple jidad, proporción de disonancia y elaboración rítmica. Pero cuando la en carnación musical de esa «preciosidad lasciva» se hace predominante y las obras posteriores a E l caballero de la rosa revelan una creciente preo cupación por la retención de las fórmulas tonales, la disonancia comple mentaria frente a la orgánica y la sobriedad rítmica, Strauss es acusado de abandonar el movimiento histórico en el que se suponía que codicia ba desde hacía tiempo un hueco. Las deficiencias de este razonamiento surgen del hecho de que sus defensores no pueden tolerar por un momento la idea de que la partici pación en cierto movimiento histórico no impone por fuerza al partici pante el deber de aceptar las consecuencias lógicas de dicho movimien to. Una de las realidades irresistibles y encantadoras de la mayor parte de los seres humanos es que muy raramente están dispuestos a aceptar las consecuencias de su propio pensamiento. El hecho de que Strauss abandonara elmovimiento general del expresionismo alemán (presumi blemente, en los términos de Rosenfeld, la encarnación del «modernis mo de Nietzsche») no debe inquietar más que el hecho de que el incues tionable innovador Arnold Schoenberg encontrara en sus últimos años sumamente difícil ceñirse a las atenuaciones rítmicas de sus propias teo rías sobre el motivo. El hecho es que, por encima y más allá de la cues 129
tión de la edad y la duración, el arte no es creado por animales raciona les y, a la larga, es mejor que no lo sea. Una ambición predominante, el deseo de hallar nuevas vías por las que poder aumentar el vocabulario de la tonalidad de la armadura sin permitir, al mismo tiempo, que se deteriore hasta un estado de inmovi lidad cromática, recorre todas las obras de Strauss. Cuando se examina la situación del lenguaje tonal en la época de la juventud de Strauss y se evoca después la imagen de la tonalidad que existía en su período in termedio (El burgués gentilhombre), por poner un ejemplo, o en sus úl timos años (Capriccio), el contraste es asombroso. Strauss heredó, des pués de todo, el difuso cromatismo improvisador de Wagner, la fasci nante, pero nunca demasiado factible, técnica de variación secuencial de Bruckner; y aun así, la obra de Strauss, pese a estar comprometida con la misma proporción de material armónico no diatónico que la de Bruckner o Wagner, no empieza a acercarse a ese estado de saciedad a través del cual sus estructuras se vuelven sobrecargadas más que oca sionalmente. Lo que hizo Strauss fue proporcionar un método con el que el lenguaje cromático de la tonalidad del romanticismo tardío pudiera eri girse sobre una quilla más estable que las que tuvieron Bruckner o Wagner. El sentido armónico que hizo posible que Strauss hiciera esto fue úni co en los anales de la tonalidad. Desde sus primeras obras, pasatiempos adolescentes como la Sonata para violín y la Serenata para viento, es patente de inmediato que, independientemente de lo que este composi tor carezca o posea además, no existió nunca un oído más seguro para las consecuencias centrífugas de la cadencia total. El éxito del desarro llo armónico de Strauss se hace realmente significativo cuando se con sidera que asimiló el vocabulario del cromatismo wagneriano, lo hizo funcionar dentro de la organización extraordinariamente vertical que de sarrolló y lo convirtió en complemento de objetivos expresivos concretos que sólo pertenecieron a Strauss. Al hacerlo, Strauss desarrolló un ins tinto infalible para el ritmo armónico de su estructura, para decidir las áreas que deben ser afirmativamente diatónicas con el fin de compen sar aquellas a las que se habían entregado las exorbitantes pasiones del estilo cromático. Y aprendió a construir cadencias primarias de un po der y una resonancia acumulativas únicas. En parte, éstas procedían de su hábito de tratar las líneas del bajo de su armonía como si estuvieran imantadas al cimiento tonal. En este sentido, Strauss está más cerca que ningún compositor del romántico tardío y, a ese respecto, que nin gún compositor decimonónico posterior a Mendelssohn, de la técnica genuinamente barroca de preservar una autonomía estructural en las lí130
neas y motivos que constituyen el cimiento de sus estructuras vertica les. Hay una unidad casi divisible en las líneas de sus bajos, una especie de orgullo y propósito independientes que no se encuentran en ningún otro lugar de la música del Romanticismo tardío. Por encima de estas formas del bajo que resuenan en privado, la es tructura podía ser más o menos contrapuntística, dependiendo de la na turaleza y el propósito de la obra en concreto. Existirá, casi con seguri dad, e independientemente de la estructura, un lenguaje armónico que hace un uso frecuente y primoroso del doble sentido, igual que el estilo armónico de la mayoría de los demás compositores de la época. Los efec tos a corto plazo de las piezas y fintas de las progresiones armónicas son tan claros o, más exactamente, tan intencionadamente poco claros como en el vocabulario de, digamos, la Décima Sinfonía de Mahler o el Primer cuarteto para cuerda de Schoenberg, escritos ambos en la pri mera década de este siglo e inclinados hacia ese exceso de cromatismo que en breve iba a disolver el lenguaje tonal. Pero es en sus consecuen cias a largo plazo como este ambiguo lenguaje armónico desempeña una función diferente en las obras de Strauss; a largo plazo, los ardides de ambigüedad armónica no reciben satisfacción, en la música de Strauss, de forma tan persistente. Por poner un ejemplo fácil, la clase de varia ción secuencial que realza cierto tipo de contraste no diatónico o extradiatónico que Bruckner gusta de usar como lema familiar y desarrollar también para sus consecuencias armónicas a largo plazo, y que Schoen berg explota en música como Verklärte Nacht, en la que ya se está pre parando para su papel como mecanismo variativo de «atonalidad», era claramente insostenible dentro de la ética armónica de Strauss. Cuando se observa la carrera de Strauss como un todo, resulta que este sentido de mediación que dominaba entre la detallada introducción de factores disonantes o disonantemente sugerentes y las fórmulas ca dencíales necesarias para particularizar su conexión diatónica o, a este respecto, no diatónica, se hace casi coherentemente cada vez más sutil y globalizador. Metamorphosen, por ejemplo, que no hace falta alabar se ñalando que su compositor tenía entonces ochenta años, es una obra en la que las consecuencias armónicas de unas tríadas que dividen entre ellas la capacidad dodecafónica de la escala cromática —la misma rela ción de tríadas que desarrolló Schoenberg como base para la pelea de to nos en su obra, casualmente contemporánea, «Oda a Napoleón Bonapar te»— se ven aquí socavadas no por la importancia de sus relaciones interválicas mutuamente complementarias (sobre las que Schoenberg de sarrolla su estructura), sino más bien por la comparación de esas rela 131
ciones con las casuales, pero nunca negligentes, secuencias de cadencia puramente diatónica a las que recuerdan y por las que son, en los mo mentos más axiales de la obra, silenciosamente sustituidas. Podría decirse, entonces, que a todos los efectos prácticos esas inhi biciones que Strauss reconocía respecto de la tonalidad y que siempre le llevaban a considerar con aprensión la aplicación orgánica de la diso nancia per se y a buscar, por el contrario, nuevas vías de utilizar las cua lidades ornamentales o exóticas o, como en el Ophelia Lieder, neuróticas de la disonancia no funcional y a conciliarias dentro de la tonalidad que había ampliado para alojarlas, sirvieron a fines dramáticos muy genui nos. La cuestión, así pues, no es si lo consiguió, porque casi todo el mun do coincide en que su éxito, tal como lo que entiende este mundo por éxito, fue deslumbrante; o ni siquiera si aportó algo auténticamente nue vo, porque, según cualquier norma distinta de la de los supuestos más ciegos de la conformidad cronológica, lo que hizo fue, en efecto, nuevo; sino simplemente si hizo bien según la progresión histórica de la que que remos que forme parte: si, negando en su música la condición y el vo cabulario de esa ambigüedad que se ha convertido en el estímulo de la mayor parte del arte hoy día, se negó a sí mismo no un logro mayor sino más oportuno. Es importante comprender que si las exigencias y situaciones de la era de la electrónica modifican la función y pertinencia del compositor respecto de la sociedad, modificarán también las categorías de juicio por las que determinamos la sustancia de la responsabilidad artística. La contribución más importante de la electrónica a las artes es, con mu cho, la creación de un estado nuevo y paradójico de intimidad. La gran paradoja de la transmisión electrónica del sonido musical es que, al mis mo tiempo que facilita a la audiencia más vasta, simultáneamente o en un encuentro diferido, la misma experiencia musical, fomenta el que la audiencia reaccione no como prisioneros o autómatas sino como indivi duos capaces de una espontaneidad de juicio sin precedentes. Ello se debe a que la transmisión más pública puede experimentarse en la cir cunstancia más íntima, y porque el oyente o, si lo prefieren, el híbrido final compositor-intérprete-consumidor, estará expuesto a la más asom brosa variedad de estilos sin tener que experimentarla por fuerza en una situación social concreta en la que los inevitables compromisos de la au dición múltiple y de las circunstancias contemporáneas se sienten con más fuerza. Resultaría harto sorprendente el que las técnicas de la conservación 132
del sonido, además de influir en la forma en que se compone e interpre ta la música (lo que ya está sucediendo) no determinaran también el modo en que respondemos ante ella. Y hay pocas dudas de que las cua lidades inherentes de la ilusión en el arte de la grabación —esas carac terísticas que la convierten en una representación no tanto del mundo exterior conocido cuanto del mundo interior idealizado— socavarán en última instancia toda esa área de perjuicio que se ha ocupado de encon trar justificaciones cronológicas a empresas artísticas y que en el mun do el posrenacimiento ha defendido con tanta decisión una originalidad cronológica que ha perdido bastante el contacto con los objetivos más amplios de la creatividad. Independientemente de todo lo demás que pudiéramos predecir so bre la era de la electrónica, todos los síntomas indican un retorno hasta cierto punto del anonimato mítico dentro de la estructura social-artística. Sin duda, la mayor parte de lo que ocurre en el futuro tendrá rela ción con lo que se esté haciendo en el futuro, pero también resultaría muy sorpendente si muchos juicios no se vieran alterados retroactiva mente por la nueva imagen del arte. Si ello sucede, como creo que debe suceder, habrá varias figuras importantes del pasado y del pasado pró ximo que sufrirán una importante reevaluación y para las cuales el ve redicto ya no descansará en los estrechos y poco imaginativos conceptos del paralelismo social-cronológico. No hay ninguna figura reciente cuya fama se haya visto tan dañada por estos perjuicios como Richard Strauss. Sean cuales fueren las limi taciones de su personalidad, sean cuales fueren las restricciones que pe sen sobre su imaginación artística, Strauss ha sido víctima de los per juicios más violentos y medido con un patrón al que nunca ambicionó amoldarse. Es muy probable que Strauss, un hombre que parecía aleja do de la época en que vivió y totalmente despreocupado por el futuro, suscite, debido a la nueva orientación de ese futuro, una admiración ma yor de la que nunca conoció.
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«E N O C H ARDEN», DE R IC H A R D STRAUSS1 Enoch Arden fue compuesto en 1890, cuando su autor, de veintiséis años de edad, se convertía rápidamente en el joven músico del que más se hablaba en Europa central. En unos diez años de intensa actividad, Strauss había logrado dos respetables nombramientos como director (Meiningen y la Ópera de Múnich), conseguir un mentor impresionante en la persona de Hans von Bülow y producir una deslumbrante suce sión de composiciones, cada una de las cuales hablaba el lenguaje de la tonalidad romántica con un acento bávaro cada vez más singular, que culminó en los tres poemas sinfónicos más logrados de su generación: Don Juan, Macbeth y Muerte y transfiguración. Era una época estimulante para ser músico: la década de 1890 en Ale mania. Richard Wagner, pese a haber desaparecido ya de la escena, se guía arrojando un resplandor crepuscular sobre la mayor parte de los músicos de la generación posterior. Para los que pudieron resistir su he chizo estaba el consumado virtuosismo del magistral académico Johan nes Brahms. Y para los jóvenes de visión existía el pensamiento esperanzador de que, en un futuro no demasiado lejano, estas dos fuerzas opuestas parecerían quizá, en alguna misteriosa forma, haber participa do mutuamente en la gran tradición del romanticismo alemán. Era una época en que la pura envergadura del velamen musical o de las fuerzas participantes podía ser confundida a veces con la grandeza. Y aún así, curiosamente, era también una época en la que parecía cercano un es calofriante futuro de nuevas formas musicales y nuevas sonoridades, pero en la que acechaba también el terror a lo desconocido. Era una épo ca de realización sin parangón de la técnica musical, pero también una época en la que el orden tonal estaba irreparablemente en decadencia. Dentro de esta época llegó la figura dinámica de Richard Strauss: des carado, ambicioso, políticamente taimado y dotado con un talento supe rior. Strauss no era de los que decidían tomar partido en el conflicto Brahms-Wagner, ya que, pese a que comenzó su carrera como sinfonis ta de un orden particularmente mojigato, tomando como modelo a Men delssohn (en su adolescencia consideraba que incluso Brahms era dema siado radical), pronto reveló una apreciación única del timbre y de la ex1 Notas para la carpeta del disco Columbia MS 6341, 1962.
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centricidad tonal que le impidió ser sólo otro sinfonista posromántico más. De modo similar, su enorme admiración por Wagner cuando esta ba a punto de cumplir los treinta peligraba por el hecho de que él mis mo era una personalidad algo burguesa, un hombre menos apasionada mente comprometido. Su propia y especial visión artística era la de un estilo que tendría la exaltación de Wagner y la solidez y seguridad de Brahms. Había algo en Strauss y su música de ordenancista correctivo (la opinión actualmente en boga de que Strauss era un glotón que gozó de los voluptuosos excesos del sonido es un buen ejemplo de confusión entre período y participantes). Y si se compara casi cualquiera de las pri meras obras de Strauss con las de sus contemporáneos, se advierte que, junto con su magia puramente técnica, hay asimismo una preocupación más notable por la estabilidad de la estructura. Con todo esto, Strauss no era en realidad un artista profundamente intelectual, y aunque su comprensión literaria no fue en modo alguno tan limitada como indicarían las mofas de Hugo von Hofmannsthal de los últimos años, era en ocasiones —especialmente en la elección del tema— víctima de una superficialidad excesiva y de una reflexión de masiado escasa. Desde luego, parece difícil imaginar qué le pudo haber atraído de la epopeya de salón de recepciones del Enoch Arden de Tenny son. Claro que el marco del melodrama era una moda muy admirada en aquella época, y es posible que el joven Strauss, que nunca había sido enemigo de aprovecharse de la situación, no hubiera dejado pasar la opor tunidad de musicar la traducción de Adolf Strodtmann del poema de Tennyson para hacerse con unos honorarios de concierto desde su ca pacidad restringida para tocar el piano. En cualquier caso, lo menos que puede decirse de Enoch es que la partitura es más que todo adecuada, dado que contiene sin duda la música más incómodamente sentimental de Strauss. Enoch no posee realmente ninguna ambición arquitectónica especí fica en el sentido habitual del término; está aliado de forma más estre cha con el modo de la improvisación que con la estructura en desarrollo. Uno de los aspectos más geniales de la música de Strauss es que en su mayor parte posee de hecho un sentido milagroso de lo espontáneo y una capacidad de sugerir lo extemporáneo mientras, en realidad, ata cor to todas las facetas del concepto arquitectónico. Pero en Enoch, Strauss sólo quiere improvisar y no tiene ningún deseo de disfrazar con ello una estructura más intensa. Enoch fue, lisa y llanamente, una relajación —una diversión— para Strauss, por mucho que se haya habituado nues tra época a que el compositor ponga a un lado parte de los deliberadores 135
cálculos de su arte. Pero si no hay ninguna actitud real de desarrollo en Enoch, toda la obra se basa sin duda en la recurrencia de leitmotivs identificables y continuamente cambiantes. El acompañamiento de piano es una demostración del orgulloso pla cer de Strauss en su capacidad de comparar musicalmente acontecimien tos extramusicales; así, da total rienda suelta a las asociaciones del leit motiv, y los símbolos construidos para diversos estados de ánimo prima rios y secundarios ofrecen una revelación muy fascinante del concepto de Strauss de la interrelación entre motivo y tonalidad. Los caracteres principales se representan de la siguiente manera: Enoch Arden
Philip Ray:
Annie Lee:
Las preocupaciones tonales de Strauss, como las de muchos otros compositores decimonónicos, estaban inextricablemente ligadas a un concepto peculiarmente absoluto de las funciones físicamente relativas de la tonalidad de la armadura y, en gran medida, conservó toda la vida sus peculiares asociaciones con el carácter individual de las tonalida des. Así pues, a Enoch —el osado, el decidido, el hombre capaz de la re nuncia desinteresada— se le asigna un Mi bemol mayor, el tono de hé roe de las imaginaciones de Strauss; Philip Ray —tranquilo, cómodo, se guro, amigo y rival de Enoch—, Mi mayor; y Annie Lee —«la pequeña esposa de ambos»—, Sol mayor, tono que también parece haber mani festado cierta cualidad de suave tolerancia a muchos otros compositores. 136
Lo más interesante de los vagabundeos tonales de Strauss son los truncamientos por modulación y las elisiones contrapuntísticas de la partitura, aunque aquí existen a un nivel bastante rudimentario. Así, la muerte del hijo de Annie:
(El motivo de Annie en Mi mayor); el reconocimiento de Philip de que Annie sigue perturbada por el recuerdo de Enoch:
y posteriormente, desterrado ese recuerdo, Philip y Annie se casan:
A un nivel ligeramente superior o, hasta cierto punto, más ambiguo, están los engranajes disimulados en los motivos originales asignados a Philip y Enoch:
y, lo mejor de todo, en el mismo principio, el misterioso símbolo de la ola en Sol menor, a través del cual se percibe una versión incorpórea del motivo de Enoch encarcelado en las lóbregas profundidades del mar.
LA MÚSICA PARA PIANO DE SIBELIUS1 De los 119 opus que componen toda la obra dejan Sibelius, deicisiete están dedicados a la música para piano. Gran parte de este total lo constituyen, además, «Canciones sin palabras» —como colecciones, gru pos de diez selecciones independientes o más —y, con este cómputo, la producción para teclado de Sibelius sobrepasa con creces el centenar de composiciones. En cualquier caso, es un total asombroso, en parte por que la especialidad de Sibelius era la orquesta posromántica y, como di ría el axioma, los sinfonistas posrománticos dispensaban tradicional mente al teclado un trato sumario e indiferente. Es cierto, desde luego, que el grueso de la producción de Sibelius pertenece al género de la ba gatelle, fruslerías descriptivas con títulos como «La picea» o «La iglesia del pueblo», para definir el alcance de su ambición de música de salón. Pero hay entre ellos obras de sustancia —como una sonata y dos rondinos, además del repertorio del que se ocupa el presente disco— y éstas, o así me lo parece a mí, no merecen en absoluto el olvido al que han es tado condenadas hasta ahora. En primer lugar —y, dada la época, no fue un logro pequeño—, Si belius nunca escribió a contrapelo del teclado. Su estilo, en lo mejor de sí, participaba de ese contrapunto frugal, frío y parco en motivos que nadie al sur del Báltico parece escribir nunca. Y, en lo más convencio nal de sí —que no en lo peor—, media, quizá, todavía un gran abismo entre su música para teclado y las estructuras propensas a duplicar las octavas que, de forma generalizada, adoptaron la mayor parte de sus con temporáneos. No debería constituir una sorpresa, desde luego, que Sibelius fuera reacio a dar pie a las demostraciones de virtuosismo; sólo hay que con templar el austero y digno papel del violín en su concierto para ese ins trumento, o la magníficamente integrada línea vocal de su «poema sin 1 Notas para la carpeta del disco CBS M 34555, 1977.
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fónico» para soprano y orquesta Luonnotar, para hacerse una idea de su actitud hacia el exhibicionismo de los solos. Pero Sibelius no sólo reac ciona contra los estados de ánimo que predominan en las obras para te clado posrománticas; no hay aquí un indicio de neoclasicismo burlón. Por el contrario, y como demuestran las Sonatinas op. 67, Sibelius des cubrió, a través del desarrollo de las estructuras haydnianas y las for mas contrapuntísticas preclásicas, un medio para extraer lo mejor del plano sin poner al instrumento en una posición competitiva de desven taja frente a las sonoridades orquestales que constituían, en su época, la norma del sonido. En la música para piano de Sibelius todo funciona, todo suena, pero en sus propios términos y no en lugar de otras expe riencias musicales supuestamente más suntuosas. El primer movimiento de la Segunda sonatina, por ejemplo, se cons truye a partir de cánones que discurren diatónicamente sin incidentes.
En la Tercera sonatina, el movimiento inicial está ocupado princi palmente por dos estructuras al estilo de la invención a dos partes, en riquecidas armónicamente por el relleno ocasional de las figuras del bajo.
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Esta sonatina, sin embargo, se centra, como idea fija, en el motivo arriba citado, y al final de su segundo y último movimiento se ha metamorfoseado en una estructura que se sentiría perfectamente en su ele mento entre los primeros acompañamientos para lieder de Richard Strauss.
Las piezas que la acompañan, no obstante, evitan las relaciones en tre los diferentes movimientos, y los primeros tiempos de las tres obras funcionan, en realidad, como allegros de sonata compactos con el desa rrollo truncado, y concluyen con el tipo de recapitulaciones literales que incluso los pedagogos más convencionales habrían censurado. Las tres sonatinas fueron escritas en 1912, en una época en la que Sibelius ha cía, por otra parte, sus experimentos más radicales de «forma como pro ceso» en el desarrollo sinfónico (la Cuarta sinfonía, los primeros borra dores de la Quinta); y, por el criterio utilizado para esas obras en con creto, son estructuras notablemente convencionales. Visto desde una perspectiva ligeramente diferente, sin embargo, la conformidad de la ar
quitectura sirve con frecuencia para subrayar relaciones imaginativas entre los tonos. En la exposición del primer movimiento de la Sonatina núm. 1, por ejemplo, la tonalidad de la tónica —Fa sostenido menor— no se encuen tra por ninguna parte. A través de una combinación de entrada a capelía para la mano derecha y el apoyo de acordes para lo que, retrospec tivamente, reconocemos como relaciones de superdominante, subdomi nante y supertónica en la izquierda, Sibelius va aplazando el momento de rendir cuentas. Finalmente, sin embargo, la estructura descansa so bre —o, para mantener la distinción de Tovey, «dentro de»— Do soste nido menor; y confirmando en apariencia una dominante, Sibelius nos deja astutamente donde había estado en realidad la tónica todo el tiem po. (Incluso aquí, sin embargo, con el único fin de mantenernos alertas, el acorde alternativo de preferencia de Sibelius —una tríada en Re ma yor— no sólo sirve de relación napolitana del tono secundario, sino de desorientador y travieso recordatorio de su primera aparición como su perdominante.) Una vez más, desde esta perspectiva, el non sequiturs secuencial del «desarrollo», que parece correr con apresuramiento impropio hacia la re capitulación (las secciones de «desarrollo» de cada una de las sonatinas son tratadas con mozartiana diligencia; el episodio central desde el pri mer movimiento de la segunda de estas obras sólo dura nueve compa ses), y las transferencias dominante de facto = tónica de la recapitula ción contribuyen a la conspiración en relación directa con la ambigüe dad de la exposición. De hecho, tal como resultan las cosas, sólo los úl timos veinticinco compases del movimiento —«el segundo grupo temá tico» de la recapitulación más una breve coda— pueden considerarse ubi cados en el «tono de partida», Fa sostenido menor. Y esa situación esta dísticamente improbable no es más que uno de los toques suaves, suti les y «que ningún golpe sea en balde» con los que dota Sibelius a estas obras tan notablemente contenidas aunque conmovedoramente evocado ras. «Contención» no es la palabra que se recuerda cuando se describe Kyllikki op. 41 de Sibelius. Por otra parte, puede que no sea tampoco la palabra que se recuerda cuando se habla de la relación de Lemminkainen y su esposa raptada, tal como se describe en el undécimo runo de Kaleavala. Como W.F. Kirby observó en su traducción de inflexible mé trica:
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Thither came the ruddy scoundrel, There drove lively Lemminkainen, With the best among his horses With the horse that he had chosen, Right into the green arena, Where de beateous maids were dancing. Kyllikki he seized and lifted, Then into the sledge he pushed her, And upon the sledge was lying. With his whip he lashed the stallion, And he cracked the lash above him, And he started on his journey, And he cried while driving onward: «0 ye maidens, may ye never In your liver betray the secret, Speak of how I drove among you, And have carried off the maiden»2. Es difícil ver la relación que guarda el final de esta obra —una mez cla ligeramente frívola de Chopin y Chabrier— con el desgraciado resul tado de su aventura; pero el primer movimiento, más bien violento, con sus cascadas de séptimas disminuidas y sus trémolos de película muda, sí se aproxima de forma razonable al estado del ánimo del primer en cuentro de Lemminkainen y Kyllikki. (Este movimiento contiene tam bién el ciclo de quintas descendentes más elaborado y redundante del descarado camino que siguió Beethoven, el episodio de Sibelius dista mu cho de ser una secuencia literal: el ritmo generador armónico es decidi damente irregular, y todo el episodio se oculta dentro de un torbellino de actividad. No es uno de los momentos más afortunados de Sibelius, pero si disfrutan de la labor detectivesca musical quizá deba decirles que el ciclo generador va de B a B y desearles una feliz investigación.) En cualquier caso, el movimiento central de Kyllikki —un nocturno de tenebrosos presagios en forma ternaria— no necesita apoyos extramusicales. Es un impresionante testimonio de que, incluso dentro de las
2 Allá vino el condenado/ahí fue raudo Lemminkainen,/con el mejor de sus caballos,/el caballo que eligió,/directo al verde circo do/las bellas doncellas bailan./Tomó y robó a Kyllik ki,/luego la empujó al trineo/sentóla en la piel desnuda/que sobre el trineo había./ Fustigó al semental,/sobre él chascó la tralla,/su viaje comenzó/y gritó cuando se iba:/«Doncellas, jamás reveléis/en vuestra vida el secreto/digáis cómo aquí llegué,/y me llevé a la doncella.»
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más tradicionales limitaciones de su estilo temprano, quasi virtuoso, Si belius pudo hacer una importante contribución al repertorio pianístico, siempre demasiado limitado, desde la era posromántica.
A R N O L D SCHOENBERG: UNA PERSPECTIVA1 En el medio siglo de su increíble carrera, Schoenberg simbolizó el di lema de la situación musical contemporánea de una forma muy espe cial. Durante los cincuenta años que duró su vida creativa, produjo una notable serie de obras que inicialmente aceptaron y cebaron la premisa musical tradicional de su época, luego la cuestionaron, acercándose pe ligrosamente a la reacción anárquica, y después, enfrentado el autor al terror de la anarquía, se hicieron casi sobreorganizadas, sobrelegisladas por normas superimpuestas, y terminaron, por último, tratando de coor dinar los sistemas de la legislación que el compositor había desarrollado con aspectos de la tradición que éste había, muchos años antes, aban donado. Y así, en este ciclo de aceptación, rechazo y reconciliación, no sólo nos hallamos ante una evolución cronológica espectacular, sino tam bién ante la pauta básica de gran parte de lo que ha tenido lugar en la primera mitad del siglo xx. Será necesario que me extienda algo con la cronología de Schoen berg, pero sería un error deducir que la relación cronológica de aconte cimientos en su obra sea necesariamente característica de todos los as pectos de la música contemporánea importante. No lo es, e incluso aun que lo fuera, es muy peligroso confiar demasiado en la teoría, bastante poco sólida, de la relación entre la evolución del estilo y el paso de un número dado de años. No todo el gran arte se mueve en lo que, analíti camente, constituye una dirección de emancipación; antes bien al con trario, a mi parecer, incluso a los artistas considerados peligrosamente reaccionarios por sus contemporáneos se les pueden atribuir grandes obras. Sólo hace falta recordar a Richard Strauss, quien, después de todo, es uno de los auténticos gigantes del siglo xx y cuya evolución es tilística, lejos de guardar relación con la carrera contra el paso de los años que preocupó a Schoenberg, toma una dirección que, desde el pun to de vista histórico, sólo puede calificarse de retrógrada. 1 Monografía publicada por la Universidad de Cincinnati, 1964.
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Si ustedes son, como yo, especialmente aficionados a las últimas obras de Strauss, es fundamental adquirir un sistema de valores más flexible que aquel que insiste en decirnos que novedad es igual a pro greso igual a gran arte. Yo no creo que porque un hombre como Richard Strauss fuera un anticuado perdido en el veredicto profesional sea por tanto una figura forzosamente menor que un hombre como Schoenberg, que permaneció la mayor parte de su vida en la primera fila de la van guardia. Si se adopta ese sistema de valores, se llega a la inevitable ver güenza de tener que rechazar, entre otros, a Johann Sebastián Bach por ser también desesperadamente anticuado. En realidad, creo que hay un argumento bastante bueno a favor de suponer que la competencia técnica, al menos, de un compositor como Strauss, que permanece con firmeza dentro de la tradición que conoce, bien podría resultar más hábil, más firme, más fiable, que la de un hom bre como Schoenberg, tan implicado en la persecución de un concepto revolucionario que estuvo al borde del desastre técnico. Así pues, aun que no puedo imaginarme un acercamiento a Schoenberg que no trate de examinar la fascinante evidencia de su cronología, desde luego no creo que porque Schoenberg tuviera una mente notablemente inventiva —tuvo, como podría decirse, más «patentes pendientes» que cualquier otro de los últimos tiempos— deba, por tanto, ser considerado automá ticamente la mayor figura musical o la más importante. La fascinación histórica por el papel de Schoenberg ya es patente. Es probable que per manezca en tanto que exista la música, tan crucial es su posición; pero la grandeza que se le podría atribuir tendrá que provenir de otros crite rios, de otros métodos de enjuiciamiento. Ésta es la distinción que tan fácil resulta hacer en el caso de Schoen berg: una distinción entre sus facultades para la invención (las cualida des que se esperan de él) y sus facultades para la ejecución (su capaci dad real para la composición). Una distinción de este tipo sólo es vero símil en una época de gran transición y confusión como la que ha pre senciado nuestro siglo. Muchas personas aceptarán la competencia de Schoenberg como fuerza histórica vital, pero rechazarán con énfasis su música. Y, desde luego, resulta mucho más fácil probar que era un hom bre profundo que el que fuera grande. El hecho de que la gente tienda a hacer esta distinción entre las teorías que Schoenberg trató de justi ficar y su producto real como compositor le persiguió y torturó durante la mayor parte de su vida; él se consideraba sólo un compositor y creía que cualquier formulación que desarrollara era propia sólo de sus com posiciones. 144
En realidad, hubo bastante menos dogmatismo en la carrera de Schoenberg del que cabría imaginar. Schoenberg no era en absoluto un propagandista incansable que tratara de coaccionar a colaboradores y ad miradores para que aceptaran todas las consecuencias de las manifes taciones técnicas de su obra, pero sí anheló el día en que creerían en la obra en sí. De hecho, poco antes de su muerte en 1951, en una confe rencia pronunciada en Los Ángeles, ofreció un resumen muy conmove dor de esta lucha del compositor contra el teórico. Comenzó esa confe rencia con una frase extraordinaria: «A veces me pregunto quién soy.» Prosiguió afirmando que había observado algunos anuncios en la pren sa de su conferencia en los que era presentado como un famoso «teórico y polémica figura musical conocida por la influencia que ha tenido en la música moderna». Y entonces Schoenberg añadió: «Hasta ahora, creía que componía por otros motivos.» Puede que Schoenberg tuviera razón al temer que sería recordado por las soluciones técnicas que había propuesto al dilema musical con temporáneo y no por las obras maestras que, a su juicio, había escrito. De hecho, parece que ya estamos entrando en un período en el que, aun que el nombre de Arnold Schoenberg es en efecto bastante conocido —en realidad, es casi tan citado en los salones como Freud o Kafka o, si su cede que están en un salón especialmente «avanzado», como Kierke gaard—, mucha gente observa, sin embargo, que aparte de unas cuan tas de sus primeras obras, dóciles y románticas, sus composiciones no han suscitado hasta ahora ninguna gran respuesta del público. Lo que hace tan difícil saber de Schoenberg, saber con claridad lo que le deparará el futuro, es el hecho de que su actividad creativa haya tenido lugar en un momento de transición en las artes, un momento de transición al menos tran profundo y quizá tan inevitable como el que hubo hacia el final del Renacimiento. En aquella época, la fantástica complicación de la composición modal estaba siendo reemplazada por la relativa simplicidad del sistema que llamamos tonalidad, el sistema del que se deriva toda la música occidental importante de los últimos tres cientos años. Y los grandes maestros de esa época, maestros como Sweelinck en los Países Bajos, Gibbons en Inglaterra, Monteverdi en Italia, que también estuvieron a horcajadas sobre una profunda transición his tórica, tenían la responsabilidad de esclarecer, dentro de lo que podría llamarse un lenguaje público y común, las misteriosas alternativas de la técnica modal. En los primeros años del siglo XVII, la fluida y lúcida escritura de las partes propia del Renacimiento comenzó a asumir la apariencia de un 145
régimen armónico más robusto y controlado con mayor rigidez; comen zó a ser concebida en gran medida en términos armónicos, es decir, ver ticales, en lugar de en términos lineales y horizontales, como había ocu rrido en el Renacimiento; comenzó a aceptar un vocabulario intenciona damente más limitado en el que los hechos armónicos solían estar co nectados entre sí por una atracción que recordaba la fuerza de la gra vedad, que proporcionaba a esta música un impulso centrífugo y que li gaba su armonía dentro de un orden de preferencias. Y así, esta nueva música del siglo XVii parecía (o, en cualquier caso, parece en compara ción) una música de gran simplicidad y franqueza, con un carácter pú blico, en oposición al privado. Bueno, Schoenberg apareció en un momento en que el proceso de esta transición hacia la tonalidad iba a la inversa, en un momento en que la armonía, increíblemente rica y sensual, de finales del siglo xix daba paso, una vez más, a una dirección lineal y horizontal. Apareció en un momento en que surgía la necesidad de un control más rígido de los elementos de la composición; un momento en que había que respon der a las preguntas propias de la naturaleza fundamental del proceso teó rico, igual que había ocurrido trescientos años antes. Y, al igual que la música de los compositores de principios del siglo XVII, que fue infinita mente menos compleja que la de los maestros del Renacimiento tardío, la música de Schoenberg representa, en mi opinión, una enorme simpli ficación de la tradición romántica wagneriana de la que procedía. Ahora bien, sé que esto parece una afirmación muy extraña, porque estamos muy acostumbrados a la idea de que la música que está rígida mente legislada, como popularmente se dice de la música de Schoenberg, es complicada o, de alguna forma, difícil de entender. Pero a mí me pa rece que eso no es, en absoluto, lo mismo que complicación. No creo que un lenguaje como el de Schoenberg, que trata con tanta intensidad de ser lógico, de proclamar a los cuatro vientos su lógica con pruebas or gánicas de su raison d'être, sea un lenguaje complicado en el verdadero sentido de la palabra. En mi opinión, un lenguaje realmente complejo es aquel en el que no sólo existen ciertas normas y reglas, sino también un elemento que no es tan susceptible de ser probado, no totalmente de mostrable, sino que, hasta cierto punto, está oculto y es subliminal. En otras palabras, lo que les sugiero es que las empresas más complicadas en el arte son aquellas en las que el proceso de la decisión racional está estrechamente aliado con el proceso instintivo. En este sentido, el lenguaje que heredó Schoenberg, el lenguaje de Wagner, Strauss y Mahler, es un lenguaje inmensamente complicado. 146
Es un lenguaje con el que uno se pregunta qué intensidades mayores podrían derivarse de su vocabulario, con el que uno se queda boquia bierto cuando cada obra pretende abrumar con una sacudida emocional mayor que la precedente. Es un lenguaje culminación de trescientos años de técnica musical —una técnica en constante evolución, desde luego, pero una técnica que se basaba en ciertas experiencias comunes con esta gravedad particular de acordes que es la tonalidad—, un lenguaje que, a medida que envejecía, fue sometido a muchas prácticas que aclararon o cristalizaron su uso, pero que, en lo fundamental, se convirtió en algo más expresivo, más consciente de su potencial, más complicado en el ver dadero sentido de la palabra. Y cuando envejeció y se hizo más familiar, los que lo usaban descubrieron que lo único que quedaba por añadir a este lenguaje era el gesto frustrado, la relajación deliberada de la disci plina, el consentimiento, de hecho, para hacer algo erróneo por una ra zón expresiva. Así, Schoenberg llegó a la escena musical en un momento en que exis tía una complicación tan fantástica (si aceptan ustedes mi definición de complejidad), que su primera reacción fue dictar una legislación que tra taría de organizar, racionalizar, intelectualizar, de hacer externo lo que, hasta cierto punto, había sido interno. Si Schoenberg hubiera hecho eso y sólo eso, se podría concluir sin duda que no fue un artista muy sutil, que fue un hombre resuelto a hacer comprensible lo que no se puede com prender totalmente, a legislar lo que nunca puede ser gobernado. > Pero lo que hay que recordar de Schoenberg y su posición histórica es que había un trastorno orgánico que minaba la salud de la tonalidad en su tiempo. Debido, naturalmente, a esta fantástica complejidad del vocabulario que heredó y a las numerosas relaciones armónicas ambi guas que existían entonces, esa simplicidad que era el propósito prime ro de la tonalidad quedó distorsionada y desequilibrada por la amplia ción del vocabulario tonal y esas libertades engendradas por la tonali dad en sus últimos estadios debilitaron, con su búsqueda de un fin ex presivo, los principios fundamentales de la filosofía tonal. Ahora voy a dedicar unos minutos a considerar a Schoenberg desde una perspectiva cronológica y a echar una ojeada muy de cerca a esta fantástica transición que con tanta claridad materializa en su obra. Como compositor tonal, como hombre que trabajaba dentro de una re lación de tonos claramente definida, Schoenberg aportó, en mi opinión, una de las músicas más gloriosas de principios del siglo xx. Su trabajo dentro de la tonalidad de esa época abarca aproximadamente veinte años, comenzando con las primeras cancioncillas que compuso siendo es 147
tudiante y contando hasta la última de las obras atadas sin lugar a dudas por su lealtad a un solo centro tonal: el Cuarteto para cuerda núm. 2, es crito en 1908. Estas obras incluyen el tan popular sexteto para cuerda, Verklärte Nacht; uno de los mayores poemas sinfónicos jamás escritos, Pelleas und Melisande; dos sinfonías para orquesta de cámara2; dos cuar tetos para cuerda y el mastodóntico oratorio Gurrelieder. En varias de las obras de este período, especialmente Pelleas und Me lisande, Schoenberg parece encajar, sin sentirse nada incómodo, en los conceptos estilísticos de Richard Strauss. De hecho, al final del siglo, tanto Strauss como Mahler sentían una gran simpatía por el joven Schoenberg, y ambos parecían pensar que éste era uno de los brillantes jóvenes que, sin duda alguna, estaba avanzando..., sólo que no estaban seguros de hacia dónde. En obras como Verklärte Nacht o Pelleas und Me lisande nos encontramos a Schoenberg aceptando las premisas del len guaje tonal del romanticismo tardío sin hacer muchas preguntas; y, sal vo una estructura de las voces intermedias inusualmente viva y bien in tegrada y, en ocasiones, una línea del bajo especialmente amplia, no hay nada más que indicios de la forma en que se desarrollaban las cosas en realidad para Arnold Schoenberg. En comparación con estas primeras obras tonales, las obras escritas sólo unos años después demuestran ya el poder intelectual de un Schoen berg que se introducía con fuerza en el proceso más instintivo y, en com paración con Verklärte Nacht o con los primeros lieder, las sinfonías de cámara, por ejemplo, son obras de un poder y un impulso increíbles, obras controladas por una mano maravillosamente firme. Del mismo modo que Verklärte Nacht es rapsódico y caprichoso, lánguido y secuencial, las sinfonías de cámara son concisas y guiadas, funcionales y clá sicas. En muchas de estas obras, el uso que Schoenberg hace de la diso nancia es sorprendentemente emancipado. La teoría de la disonancia dentro del sistema de la tonalidad es que aquélla debe proceder de y re solverse en, y en realidad ser un adorno de, una progresión fundamen tal; pero Schoenberg empezó a experimentar con disonancias tan pro longadas que cada vez resultaba más difícil relacionarla directamente con una armonía de preparación y resolución. La verdad es que en esta música aún relaciona acordes como éste de cuatro notas del comienzo de la Primera sinfonía de cámara: 2 Aunque la mayor parte de la Segunda sinfonía fue compuesta durante este período, la obra no fue terminada hasta 1939. -G.G.
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Aquí empezamos a observar que se están utilizando los elementos interválicos del acorde para ofrecer consecuencias melódicas o lineales, además de una sensación puramente vertical; y, más aún, la naturaleza del acorde de cuatro notas en esta progresión en concreto y de su reso lución en última instancia en el acorde de Fa mayor es tal, que, aun vi niendo acompañado de las satisfacciones últimas de una resolución, el acorde en sí podría resolver en varias direcciones más con resultados igualmente satisfactorios. Así pues, Schoenberg está examinando aquí las consecuencias de relacionar progresiones de acordes concebidas de forma disonante con una armonía de tríada básica, y no limitándose a extraer de formaciones armónicas triádicas disonancias estrechamente relacionadas. En los términos de la evolución de su estilo y del lenguaje musical de nuestro siglo XX, éste fue un enorme paso hacia adelante de Schoenberg. Este primer período de su obra finaliza con la composición del Cuar teto para cuerda núm. 2, Op. 10 (escrito en el año 1908), que introduce en su último movimiento una estructura de novenas y séptimas que sal tan de forma tan salvaje que ya no puede decirse que participe seria mente de responsabilidad alguna ante un centro tonal coordinado. Hay, sin embargo, lo cual es muy significativo, adjunto a su último movi miento una parte vocal para soprano solista con el texto, bastante sig nificativo, del poeta Stefan George: «Respiro aire de otros planetas.» Y así llegamos al segundo período de la vida de Schoenberg, el pe ríodo en el que éste trató de tantear el terreno dentro de este extraño nuevo mundo sin la ayuda de un sistema armónico claramente definido. Algunos críticos de esta nueva música han señalado a menudo que el error de un cambio profundo de este tipo es que no evoluciona de la mis ma forma que el lenguaje: lenta, funcionalmente, dentro de la referen cia común del público. Es perfectamente cierto que diversos ardides de la poesía contemporánea sugieren hasta cierto punto la graduación de la técnica serial, pero en general no ha habido ningún cambio funda mental en la naturaleza del material literario, y sin duda no ha habido 149
ningún sentimiento de divorcio entre el escritor y el público lector, como parecería haber ocurrido entre el músico y su audiencia. Desde luego, los primeros propagandistas de la atonalidad señalaron con mucho orgullo el hecho de que el movimiento hacia el arte abstracto comenzó casi exactamente al mismo tiempo que la atonalidad, y hay cier tos cómodos paralelos entre la carrera del pintor Kandinsky y la del com positor Schoenberg. Pero creo que es peligroso seguir el paralelismo de masiado estrechamente, por la simple razón de que la música es siem pre abstracta, de que no tiene connotaciones alegóricas salvo en el sen tido metafísico más alto, y de que no pretende y, salvo muy pocas ex cepciones, ha pretendido ser más que un medio de expresar los miste rios de la comunicación en una forma igualmente misteriosa. En otras palabras, creo que, independientemente de lo reconfortante que sean los paralelos que puedan hacerse entre la música y las demás artes de los últimos tiempos, los únicos que cuentan de verdad son los que pueden hacerse con circunstancias anteriores de la historia de la mú sica, como yo he intentado hacer con los últimos años del Renacimiento. Así pues, si mi explicación de la relatividad de la atonalidad es correcta, deberá excluir necesariamente muchos de los comentarios que se han hecho sobre la atonalidad y su derivación, especialmente los que seña lan la importancia de que aquélla haya aparecido por primera vez en los turbulentos años inmediatamente anteriores a la I Guerra Mundial. No creo que el innegable estado de caos en el mundo de aquella época tu viera mucho que ver con la función artística de la atonalidad o con la abstracción en el arte, a ese respecto, aunque sólo sea porque no todos los seres humanos se emocionan igual o, en cualquier caso, en la misma dirección, con los acontecimientos y tensiones de su época. Tampoco debemos dramatizar en exceso, creo yo, el demoledor golpe que llegó en ese momento al confortable mundo eduardiano. El mundo supo lo que podía significar el sufrimiento mucho antes de la época del káiser Guillermo. Y, de nuevo, la reacción ante el dolor, ante el sufri miento, es algo muy personal, no conlleva por fuerza la disposición del orden. Puede representarse como un intento de evocar un orden artísti co para compensar el malestar; y así, en mi opinión, es un gran error atribuir un significado social a la fantástica transición de la música de nuestro tiempo. Es innegable que si existen correlaciones entre el desa rrollo de un estrato social y el arte que crece en tonor a él, igual que el comportamiento público de la música del primer barroco tuvo hasta cier to punto relación con la prosperidad de una clase de mercaderes en el siglo XVi; pero es terriblemente peligroso formular un complicado razo150
namiento social para un cambio que es, en lo fundamental, un cambio de procedimiento dentro de una disciplina artística. En la música que Schoenberg escribió después del Segundo cuarteto para cuerda de 1908 y antes de la I Guerra Mundial sigue habiendo, como cabría esperar, numerosos vestigios de una relación tonal, pero es tos vestigios tienen ahora la nostalgia que asociamos a la reminiscencia de un período pasado y muy querido. Examínese, por ejemplo, este pa saje de la segunda de las Piezas para piano, Op. 11, en el que se detec tará una reminiscencia muy lejana de la tonalidad Re menor:
Aquí, por otra parte, ofrecemos otro breve extracto que también su giere, casualmente, Re menor. Procede del Op. 15, Das Buch der hängen den Gärten. Observen cuánto más sutiles son las consecuencias armó nicas de esta canción:
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En otras palabras, en esta música sigue existiendo hasta cierto pun to un orden de preferencia, un proceso de selección, determinado por la ligera reminiscencia de los procedimientos tonales; no hay, en el sentido en que usamos ahora la palabra, atonalidad. Pero examinen ahora este breve ejemplo del Op. 19 de Schoenberg, y no detectarán, probablemen te, ningún centro tonal verdadero: F.twas rasch ( d 1)
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Sólo unos tres o cuatro años separan esta pequeña pieza para piano del extracto de canción, pero éste constituye casi la mitad de toda una bagatelle; en efecto, las seis piezas del Op. 19, a la que pertenece, no exi gen más de cinco minutos de ejecución. ¿Pueden imaginar el cambio que se ha producido en el mundo de Arnold Schoenberg, un cambio que ha ría que el hombre que escribió los Gurrelieder y Pelleas und Melisande diez años antes se limite ahora a la actividad de escribir piececillas para piano? No es que haya nada malo en escribir piececillas para piano, pero estas pequeñas piezas nos dicen mucho más de la desesperación de la posición de Schoenberg en 1911 ó 1912 que cualquier palabra. Aquí se estaba comprometiendo con un lenguaje que no conocía, un lenguaje que no tenía ningún medio de gobernar salvo a través de su musicalidad in nata. ¡Qué tentador debió de ser volver a la sólida base que le había sos 152
tenido sólo unos años antes! ¡Qué tentador debió de ser renunciar al te rror de ese mundo desconocido de sonido! Pero, desde luego, esto no ocu rrió —supongo que no pudo haber ocurrido—, ya que Schoenberg esta ba poseído ahora de la determinación de permanecer en pie o caer en la senda que había escogido, incluso si el seguir esa senda significaba li mitar las energías de su arte musical a minucias para piano. En reali dad, durante casi diez años, Schoenberg, salvo para juguetear con su nunca acabado oratorio Die Jakobsleiter, no escribió casi nada en abso luto. Fueron años en los que se preguntaba si había llegado demasiado lejos. Quizá ningún hombre pudo abarcar en su vida una transición tan enorme. El problema al que se enfrentaba Schoenberg era decidir de qué ma nera podía organizarse este vacío de disonancia que había creado para sí, de qué manera podía manipularse de una forma más significativa. Las cosas podían ir de muchas maneras en este extraño nuevo mundo de la disonancia; ¿era una manera por fuerza más significativa que la siguiente? Bueno, Schoenberg dedujo que si eran las embarazosas rique zas de la armonía tonal cromática lo que había provocado esta reacción hacia la atonalidad, y si era el detallado estilo melódico de los poswagnerianos lo que se había asociado con este vocabulario armónico, quizá la clave para organizar el lenguaje de la atonalidad residiera en estas atormentadas y extendidas líneas melódicas. ¿No se podría, pensaba, construir motivos de tal extensión y duración que no sólo sirvieran de núcleo de otros motivos que estarían relacionados con ellos sino, quizá, dieran una clave del sentido de relación proporcionada entre los elemen tos de la estructura, tanto de la melodía como de la armonía? Dentro de la estética que empleó Schoenberg, el sentimiento básico que regía el espíritu de su obra lo constituía una insistencia en consi derar la obra de arte un objeto totalmente comprensible, totalmente or ganizado. Éste es el concepto que ha provocado una confusión tan gran de respecto de Schoenberg como artista y que ha puesto sus teorías his tóricas muy seriamente en cuestión, porque, desde luego, la pregunta que rige todo arte es hasta qué punto es enteramente lógico, hasta qué punto puede ser funcionar antes que la realidad. Schoenberg era muy consciente, supongo, de que esas preguntas eran en esencia misterios que debían seguir careciendo de una respuesta firme y de las que cabe esperar, en el mejor de los casos, que guarden una respuesta relativa para cualquier persona creativa; pero su propia opinión residía en reco nocer una concepción antes que la realidad: de qué forma cierta célula embrionaria que se representaba como el factor que regula el juicio crea 153
tivo haría brotar la obra. Y, por último, después de los muchos años de silencio que Schoenberg soportó en este período, su concepción de la na turaleza de esta célula embrionaria cristalizó en la creación de lo que se conoce como técnica dodecafónica. Éste, desde luego, fue el sistema que convirtió a Schoenberg en blan co preferido de las críticas en la música contemporánea, ya que ahora Schoenberg no sólo afirmaba su propio derecho a vagar por el extraño mundo de la atonalidad: sugería que había una aplicación de la lógica que este mundo merecía conocer, una lógica que justificaría el uso de la disonancia total. Al principio, este sistema no sólo parecía perverso y arbitrario, parecía casi ridiculamente ingenuo, ya que su premisa bási ca era que esta célula embrionaria, la sucesión o serie tonal, no sería necesariamente parte de la obra. Aunque puede que apareciera a veces como una unidad melódica, se mantendría esencialmente a distancia de la obra y sería simplemente una fuente de consulta a la que acudiría la inventiva del compositor. Pero no sería parte de la obra en la forma en que, digamos, la quilla de un barco es parte de ese barco; por el contra rio, quedaría como una muestra misteriosa, nonata en la mesa del com positor y a partir de ella, contemplándola y meditando sobre ella, inven tando cierto número de variaciones sobre ella, el compositor crearía la obra. Los principios que rigen la manipulación de este sistema —las re laciones de la serie tonal con la obra— figuraban en la primera concep ción de Schoenberg al respecto de una forma tan elemental que les daba la apariencia de una mezcla de matemáticas pueriles. Y, como podrán imaginar, con la formulación de este extraño nuevo código, Schoenberg se convirtió en el compositor más odiado, temido, escarnecido y, muy oca sionalmente, respetado de su generación. Pero lo extraño fue que, con este sistema hipersimplificado y exage rado, Schoenberg empezó a componer de nuevo; y no sólo empezó a com poner: inició un período de unos cinco años que contiene algunas de las músicas más hermosas, llenas de color, imaginativas, frescas e inspira das que escribió jamás. De su mezcla de matemáticas pueriles y discu tible percepción histórica surgió una intensidad, una joie de vivre, que no tiene parangón en la vida de Schoenberg. ¿Cómo pudo ser? ¿De qué extraña alquimia estaba compuesto este hombre que las fuentes de su inspiración fluyeron con la máxima libertad precisamente cuando eran frenadas y reprimidas por una legislación de lo más sofocante? Supongo que parte de la respuesta reside en el hecho de que Schoenberg siempre estuvo intrigado por los números y temía los números y trataba de leeer su destino en los números —y, después de todo, ¿qué mayor aventura 154
de números podía haber que regir la propia vida creativa por ellos?—. Supongo que en parte se debió al hecho de que, después de quince años flotando en un mar de disonancia, Schoenberg se sentía una vez más en tierra firme. Y otra parte se debe, sin duda, a que toda música debe tener un sistema y a que, especialmente en los momentos de renacimien to como aquellos hacia los que nos había conducido Schoenberg, es mu cho más necesario adherirse al sistema, aceptar totalmente sus conse cuencias, que en un estadio posterior y más maduro de su existencia. Y así, con los primeros y prudentes ejercicios de composición dodecafónica, Schoenberg comenzó el tercer período importante de su vida creativa. Dado que el propio sistema era tan nuevo, la postura formal de las composiciones de Schoenberg de aquel entonces adquirieron, ex trañamente para él dada su formación decimonónica, una base casi to talmente dieciochesca. Los movimientos de estas primeras obras dodecafónicas son aún bastante cortos y adoptan la forma de gavotas, mu settes, gigas, de simples cánones y preludios falsamente violentos, y de amables minuetos. Sospecho que, finalmente, estas primeras obras dodecafónicas llega rán a ser consideradas, quizá además de las obras tonales de los prime ros años del siglo, los productos más totalmente felices de la vida de Schoenberg. Es cierto que ambos períodos fueron épocas de conciliación y que las aproximaciones que hizo hacia un enlace entre la técnica dodecafónica y las formas musicales del siglo xvii no podían, en el mejor de los casos, ofrecer más que un refugio pasajero. Pero imagínense lo escalofriante que debió de ser descubrir que había una forma de adop tar el ámbito del motivo de la atonalidad y la licenciosa libertad de sus posibilidades armónicas dentro de un diseño formal familiar. Quizá ocu rriera también que había tal unión de conservadurismo y radicalidad en el carácter de Schoenberg que estos dos períodos de su vida fueron es pecialmente felices precisamente por el grado de conciliación, de amal gama entre las cosas que osó probar y la reminiscencia de lo que amaba intensamente. Cabe afirmar que las obras de los últimos años de Schoenberg, en conjunto, consolidan su idea del uso de la técnica dodecafónica. Tenien do en cuenta que Anton Webern ya estaba escribiendo en ese estilo cu riosamente «puntillista» en vida de Schoenberg, quizá sea significativo que las obras de Schoenberg, a medida que envejecía, tendieran a ha cerse una vez más mayores en ámbito, más amplias en diseño, que las primeras composiciones dodecafónicas. En efecto, fue en este último pe ríodo cuando, una vez más, jugó con la idea de escribir dentro de una 155
armadura. Hay sólo unas cuantas obras de este tipo, desde luego, de las cuales las más interesantes son Kol Nidre para coro, narrador y orques ta; la Oda a Napoleón Bonaparte para recitador, cuarteto de cuerda y pia no; y las Variaciones sobre un recitativo para órgano. El predominio de la tonalidad en estas obras es bastante variable: las variaciones para ór gano están sólidamente en Re menor (que parece haber sido una de las tonalidades favoritas de Schoenberg), mientras la Oda a Napoleón refle ja un centro tonal sólo en momentos cruciales. El sentido de tonalidad es aquí completamente más gris, menos vivo, que el florido cromatismo de la juventud de Schoenberg. En realidad, no es en absoluto «cromatismo» en el sentido convencional de la palabra. El lenguaje armónico recuerda ligeramente a, digamos, un Max Reger en un humor raro, pero pronto nos damos cuenta de que ocurre algo más extraño. El hecho es que la trayectoria de tríadas predominante de esta música no está dispuesta según el respeto a la conducción tonal de las voces, sino que se deriva del principio dodecafónico que proporciona el uso de una serie que favorece la división en grupos de tríadas. Así pues, la armonización del siguiente ejemplo de la Oda a Napoleón —la relación entre los acordes de Si mayor y Si menor, Sol mayor y Sol me nor, y Mi bemol mayor y Mi bemol menor— forma parte de un ciclo ar mónico de acordes mayores y menores que una sola permutación rela ciona con el espectro dodecafónico.
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Nadie puede decir en realidad por qué Schoenberg empezó tan tarde a explorar una dirección tonal arbitraria. No fue en ningún sentido, es156
toy seguro, una concesión al espíritu comercial de Hollywood, su hogar. Cualquiera que pueda haber sido la razón, las obras semitonales de Schoenberg de este período ofrecen una de las lecciones más valiosas que aprendemos de él en el uso del serialismo, porque con estas obras Schoenberg refuta gran parte del idealismo de su primer método dodecafónico, y ofrece también importantes ejemplos de enfoque armónico de rivado serialmente. Es decir, con estas obras descubrimos que la orga nización serial no tiene que operar necesariamente en un mundo des provisto de preferencias, y Schoenberg presagia algo que está sucedien do en la actualidad, de concesiones concebidas para ofrecer un enfoque sobre una unidad armónica particular que se repetirá con más énfasis de la que permitiría la igualdad estadística. En resumen, estas obras, si no enteramente satisfactorias en sí mismas, representan uno de los aspectos más importantes del pensamiento dodecafónico último de Schoenberg. Estas obras semitonales constituyeron sólo una pequeña parte de la producción de los últimos diez años de Schoenberg. Entre las obras prin cipales de su época americana figuran los Conciertos para violín y para piano y el Trío para cuerda, escritos todos ellos en una disciplina dodecafónica más convencional. Cada una de estas obras, a pesar de la ma nifiesta maestría de su arte, exhibe, en mi opinión, un perfil bastante más alejado y desanimado del que habíamos conocido en el Schoenberg de la década de 1920 y principios de la siguiente. Hay cierta frialdad, una precisión arquitectónica que a veces parece haber tenido prioridad sobre una inventiva más fluida. También hay, una vez más, esa curiosa colaboración entre los objetivos de un período anterior —en este caso el siglo XIX (y sus mecanismos arquitectónicos)— y las exigencias de sus propias situaciones seriales; y hay, desde luego, a pesar de las numero sas y legítimas reservas sobre sus últimas obras, algunas de las músi cas más hermosas de los últimos tiempos. Bueno, por último, ¿qué hay de Schoenberg el hombre? ¿Qué clase de influencia ha ejercido sobre nuestro mundo? Creo que debemos admitir que en el mundo de la música ha habido un cambio fundamental y que las obras e ideas de Schoenberg han sido responsables de una gran par te de ese cambio. Es totalmente cierto que en el momento actual hay una variedad tan fantástica de estilos musicales simultáneamente en uso que no se puede atribuir ni criticar a nadie todo lo que ocurre hoy día. Pero si es cierto que, como Roger Sessions, creo, dijo una vez: «to dos nosotros, independientemente de la forma en que compongamos, componemos de una manera diferente gracias a Schoenberg», ¿cuál ha 157
sido, entonces, el efecto de este nuevo mundo de sonido introducido por Schoenberg? Creo que no puede haber duda de que su efecto fundamental ha sido separar público y compositor. No me gusta admitirlo, pero es cierto. Hay muchas personas por ahí que creen que Schoenberg ha sido el respon sable de que se haya hecho irremediablemente añicos el pacto entre pú blico y compositor, de que se haya separado su vínculo de referencia co mún y creado entre ambos un profundo antagonismo. Esta gente afir ma que el lenguaje no se ha convertido en un lenguaje válido porque ca rece de sistema alguno de referencia emocional que acepte de forma ge neral la gente de hoy día. Cierto es que la música de concierto de hoy —que parte de ella, en cualquier caso, lo que se debe en gran medida a la influencia de Schoen berg— desempeña un papel muy pequeño en la vida de muchas perso nas. No puede decirse bajo ningún concepto que excite la curiosidad que suscitaban habitualmente las obras nuevas y significativas hace cin cuenta o sesenta años. Hay que recordar que, a finales de siglo, cual quier obra nueva de un Richard Strauss, o un Gustav Mahler, o un Rimsky-Korsakov, o un Debussy era un acontecimiento importante no sólo para los entendidos sino también para una audiencia profana muy amplia. No quiere decirse con ello que aprobaran todo lo que oían, pero, en general, la producción musical corriente en aquella época era, para su audiencia, quizá la parte más interesante del repertorio, y los progra mas de los conciertos y las representaciones de ópera de hace cincuenta o sesenta años estaban plagados de la música de esa generación. Es to talmente cierto que el foco de la música era mucho más estrecho que el actual; se extendía hacia atrás, en la línea normal de la asistencia a los conciertos, a sólo aproximadamente la época de Beethoven, con obras ocasionales de Mozart o Haydn y, para el verdadero anticuario, la intro ducción muy ocasional de una de las obras más familiares de Johann Se bastian Bach. Por contraste, hoy sufriríamos de desnutrición con una dieta como ésa, que sólo abarca un centenar de años o así. Pero ¿hemos trasladado nuestro interés a otros períodos de la música sólo porque la música de nuestra propia época no ha merecido nuestro afecto y aten ción? Independientemente del escaso interés que puedan suscitar los acon tecimientos más significativos de la música de nuestra época, creo que poca duda cabe de que hay algunas áreas en las que el vocabulario de la atonalidad —usando este término ahora en un sentido colectivo— ha hecho una contribución bastante impecable a la vida contemporánea. Lo 158
ha hecho en concreto en los medios de comunicación, en los que la mú sica sólo es una parte: óperas, hasta cierto punto (si es que pueden pen sar en denominar «hito el Wozzeck de Alban Berg), pero más en concreto en esa curiosa especialidad del siglo xx conocida como música para el cine o la televisión. Si de verdad se paran a escuchar la música que acom paña la mayoría de las películas de terror de la serie B que hoy día pro duce Hollywood, o quizá un programa de televisión para niños sobre via jes espaciales, se sorprenderán muy mucho de la cantidad de integra ción que han sufrido en estos medios los diversos idiomas de la atona lidad. Cuando esta música de fondo se nos acerca sigilosa y subliminalmente, por así decir, parece que aceptamos los ardides de un vocabulario di sonante como algo perfectamente comprensible. Es bastante escalofrian te, sin embargo, darse cuenta de que la integración de la disonancia, de la que ha emanado toda la música nueva de nuestros días, ha adoptado un carácter que, para muchos, sólo es satisfactorio por mostrar la bes tialidad fundamental del animal humano y que tiende a ser rechazada cuando trata de hacer una vida propia, una vida capaz de una variedad de impacto emocional tan amplia como la de cualquier otro estilo mu sical. Sin embargo, los compositores son, en general, una gente increíble mente convincente, y cabe confiar razonablemente en que, al final, pue dan restaurarse las buenas relaciones entre el compositor y el público. Quizá ocurra incluso que estas diversas formas de integración con las que las referencias de atonalidad han logrado hasta ahora cierto éxito —la película de terror, la epopeya de viajes espaciales de ciencia-ficción— proporcionen tal vez hasta cierto punto el vínculo común necesario. No es que desee perpetuar las películas de terror, ni que los viajes espacia les tengan mucho que ver con el serialismo, pero sospecho que la natu raleza de cliché de estas técnicas constituye el carácter público de este vocabulario atonal y que, para nuestra propia sorpresa, tiempos retor cidos éstos, ofrecerá algo del mismo tipo de referencia pública que ofre ció el coral luterano en los servicios religiosos de la Europa septentrio nal a finales del siglo XVI. Es indudable que el coral luterano supo de muchos feligreses hostiles con la extraña y nueva organización que se conocería como tonalidad, y tengo la sospecha de que Las aventuras del capitán Estratosfera y todas las demás locuras de este tipo que nos tie nen, y en especial a nuestros jóvenes, cautivos hoy día tendrán algún papel significativo en la realización de un acercamiento entre un públi co hostil y la música de nuestra época. 159
Y así, si ello ocurre y finaliza la desavenencia, Schoenberg no será, no podrá ser, considerado el perpetrador de una maldad. Llegará a ser considerado uno de los compositores eje cruciales de la historia de la mú sica. Lo único que nos quedará por decidir de Schoenberg será el valor de la música del hombre en sí, no la justificación de su posición histó rica. Hace un año o así, la Canadian Broadcasting Corporation me pidió que preparara un documental radiofónico sobre la vida de Schoenberg, y durante su elaboración entrevisté a varias personas que le conocieron; pero me cuidé de escoger no sólo a los que le había amado o admirado, sino también a quienes le temieron e incluso le odiaron. Y así, conseguí una fascinante muestra representativa de opinión cuando hice a cada uno de ellos una sola pregunta: ¿Qué ocurrirá con Schoenberg en el año
2000?
Las opiniones iban desde la de un crítico musical de una de las prin cipales revistas americanas de ámbito nacional, quien afirmó que pro bablemente el año 2000 no depararía mucho para Schoenberg, de hecho que su estilo ya estaba en declive, hasta la de un famoso compositor, que me dijo que creía que la expresión musical de Schoenberg era muy poderosa, pero muy torturadora, y que ciertas obras sobrevivirían sin duda como recordatorios artísticos de la confusión y la inestabilidad de nuestra época. Hubo muchos otros puntos de vista que abarcaban todos los matices de opinión, pero ninguo de ellos tan absorbente como la cita absolutamente encantadora que logré encontrar en un discurso que Schoenberg escribió poco antes de su muerte y que tituló: «Mi evolu ción.» En él empezaba recordando su juventud en Viena y narraba una maravillosa y conmovedora anécdota sobre el emperador Francisco José. Allá va: «Nuestro emperador Francisco José I honraba por lo general con su presencia las inauguraciones de importantes exposiciones industria les o artísticas. En dichas ocasiones, los presidentes de los comités po dían presentar al emperador a destacados industriales y artistas. En es tas ocasiones, el presidente solía presentar así a los invitados: ‘Su ma jestad, me permito presentarle al señor Fulanito, el gran industrial.’ Lue go, volviéndose al caballero, añadía: ‘Su majestad el emperador.’ Des pués de hacerlo varias veces, el emperador dijo en voz baja: ‘Ya, confío en que los caballeros sabrán quién soy.’» Y entonces Schoenberg aña día: «Espero que en cincuenta años más también sabrán quién soy yo.» Estamos demasiado cerca de Schoenberg para poder evaluarle de ver dad. Todo lo que podamos decir de él ahora es producto de conjeturas o de una fe ciega o de ver en sus opiniones sobre la evolución histórica una importancia que trasladamos a su música. Pero si desean saber mi 160
conjetura, y si la aceptan como la de alguien que ha hecho un auténtico esfuerzo para separar el teórico del compositor y ha procurado no con fundir la lógica menos que perfecta que a veces rigió las teorías de Schoenberg con el juicio de valor de su obra, es que supongo que algún día sabremos en efecto «quién fue»; algún día sabremos que fue uno de los mayores compositores que ha vivido nunca.
LA MÚSICA PARA PIANO DE A R N O LD SC H O E N B E R G 1 Para Arnold Schoenberg, el piano fue un instrumento de convenien cia. Recurrió a él como vehículo de solos en cinco ocasiones —seis, si se cuenta el Concierto para piano— y lo utilizó también en sus lieder, como compañero de la voz, y en algunas de sus instrumentalmente variadas obras de cámara. Hasta cierto punto, pues, es posible seguir el rastro de la evolución de las ideas estilísticas de Schoenberg a través de sus composiciones para piano; y al hacerlo, se llega a la conclusión de que, con la aparición de cada obra posterior, el piano per se significaba cada vez menos para él. En realidad, sería injusto inferir que Schoenberg no sentía simpatía por los mecanismos del instrumento; no hay una sola frase en toda su música para piano que esté mal concebida en términos de ejecución sobre el teclado. No hay, sin duda, rastro alguno de esa ten dencia antiinstrumental excesivamente arbitraria que marcó de forma creciente las obras de Schoenberg para violín y que llegó a una conclu sión despiadada en las congestionadas figuraciones y poco prácticas ar monías que exigió de ese instrumento en la Fantasía Op. 47. Schoenberg no escribe contra el piano, pero tampoco puede ser acu sado de escribir para él. No hay una sola frase en su producción para telado que revele el más mínimo agradecimiento a las sonoridades de per cusión explotadas en un porcentaje abrumador por la música contem poránea para teclado. Schoenberg tampoco reconoció que el método moto rítmico barbárico fuera en absoluto el callejón sin salida que luego re sultó ser (una perspicacia otorgada a pocos de sus cofrades) y que su apo geo podía durar en tanto en cuanto quedara sin estirar el último térmi no ni, como creo yo que ocurrió, estuvo en posesión, casi desde el prin1 Notas para la carpeta del disco Columbia M2S 736,1966.
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cipio de su carrera, de mi opinion muy diferente sobre la mejor forma en que podría servirle el instrumento. Pide muy poco del piano en cuan to a excentricidad instrumental. Cabría citar los armónicos de pedal del primer movimiento del Op. 11 (que casi invariablemente no se extien den más allá de la primera serie) y las diabólicas anotaciones de metró nomo del Concierto para piano (que su cortés prólogo sugiere se tomen con una pizca de sal) como satisfacción de sus excesos, pero hay muy pocos casos más en que Schoenberg exige del instrumento algo que vaya a contrapelo de su tabla armónica. Aunque Schoenberg usa un equiva lente instrumental del Sprechgesang en gran parte de su música para vio lín, no hay ningún intento de capitalizar esas extravagancias en sus obras para piano. Schoenberg, naturalmente, no escribió o, en cualquier caso, no pu blicó una composición para piano solo hasta que estuvo dispuesto a aban donar la exuberancia tonal de floración tardía de su primer estilo. En este primer período, sin embargo, sí produjo masas de lieder. Y en los mejores de estos lieder, Op. 1 y Op. 2, así como en las canciones de los Op. 3 y Op. 6, Schoenberg logró emplear un estilo de acompañamiento que, en mi opinión, es más original y de hecho más ajustado al instru mento que los acompañamientos para lieder de Brahms o de Hugo Wolf, y no menos imaginativos —lo que es mucho decir— que los de Richard Strauss. En efecto, no se me ocurre ninguna canción de Strauss que ex plote los recursos casi sinfónicos del piano empleado de forma contrapuntística con mejor resultado que «Warnung», del Op. 3 de Schoenberg, o «Verlassen», de su Op. 6. Quizá haya que concluir este breve comen tario del estilo preatonal diciendo que los acompañamientos orquestales de las Seis canciones Op. 8 fueron reducidos para el piano ni más ni me nos que por una autoridad como Anton Webern, que en su pura impo sibilidad de tocar la línea suplementaria sólo iguala la transcripción de Eduard Steuermann de la Primera sinfonía de cámara y mi propia (cle mentemente no publicada y sólo fuera de horas) reducción de la Octava de Bruckner. En el Segundo cuarteto para cuerda (1907-1908), Schoenberg ofreció su último ensayo en una tonalidad ampliada de forma cromática. (Los experimentos semitonales de los últimos años, sea cual fuere su pareci do superficial con su primer estilo, tienen un enfoque armónico total mente diferente, tema del que he hablado en algunas notas al volumen III del álbum «La música de Arnold Schoenberg» de CBS2). Y en el úl 2 Véase pág. 175 (La Sinfonía de cámara núm. 2 de Arnold Schoenberg).
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timo movimiento de este Cuarteto comenzó, con la máxima indecisión, a explorar el cosmos desconocido que estaba seguro que existía más allá de la atracción gravitativa de la tonalidad. Fue en esa época, en torno a 1908, cuando Schoenberg empezó a usar el piano como instrumento solista. Quizá ninguna composición fue más crucial para el futuro de Schoenberg y, si se aceptan las eventualidades de ese futuro, también para la música del siglo xx, que las Tres piezas para piano, Op. 11. No fueron sus primeras obras atonales, ya que, ade más del último movimiento del Segundo cuarteto, muchas de las can ciones de su magnífico ciclo Das Buch der hängenden Gärten, Op. 15, fue ron compuestas en fecha anterior al Op. 11. Pero, en términos de es tructura sostenida (la segunda de las Tres piezas para piano dura casi siete minutos), el Op. 11 fue la primera prueba importante de las posi bilidades de supervivencia en un universo musical que ya no estaba do minado por una órbita armónica con centro en la tríada. Y el potencial de supervivencia era, tomando como base el Op. 11, eminentemente sa tisfactorio. El núm. 1 del Op. 11 es una obra maestra; cualquiera que sea el cri terio con que se le juzgue, esta gloriosa viñeta debe figurar entre los me jores intermezzos de Brahms. El núm. 2 del Op. 11 no tiene, con mucho, el mismo éxito. Es una construcción larga y en cierto modo desgarbada que no deja de plantear sofisticadas emisiones melódicas sobre un ostinato en Re-Fa que, dada la incertidumbre especulativa del universo ar mónico en el que se proyectaba ahora Schoenberg, quizá fueran conser vadas por ese mismo grado de consuelo y tranquilidad que busca Lino, de «Peanuts», en su manta. El núm. 3 del Op. 11 es el primer ejemplo de esos rimbombantes estudios de sonoridad con los que Schoenberg ex perimentó en estos años de transición y que en breve iba a utilizar en las Cinco piezas orquestales, Op. 16. Aun cuando no tenga tanto éxito como el núm. 1 del Op. 11, sigue siendo quizá el momento más valiente del período intermedio de Schoenberg. Me pregunto si algún grupo de piezas cuya duración total sea com parable (cinco minutos y medio, Luftpause más o menos) ha provocado alguna vez tantos estudios analíticos como el Op. 19 de Schoenberg. Re sulta irónico que estas Seis pequeñas piezas para piano, de las que una vez se afirmó que condensaban una novela en un suspiro, hayan sido sometidas en los últimos cincuenta años a una atención de la crítica tal que bastaría para llenar una pequeña enciclopedia. La primera reacción ante estas piezas —la reacción de académicos condicionados a pensar en amplitud de esquema, secuencia de desarrollo dentro de una estruc 163
tura y generosidad colorista como concomitantes inevitables de la tra dición musical de Occidente— fue que aniquilaban la corriente princi pal del romanticismo decimonónico o apartaban a Schoenberg para siem pre de ella. Schoenberg había descubierto en efecto una nueva forma en la que ordenar y dirigir la progresión musical o se había declarado emo cionalmente en bancarrota. La verdad, creo, está en algún punto intermedio. Son unas piececillas desconcertantes, incluso exasperantes, y la reacción inicial ante ellas no era del todo injustificada. Es desconcertante admitir que Schoen berg, el creador del colosal Gurrelieder, deba rebajarse a escribir frusle rías para teclado. Por otra parte, se siente la tentación de leer estas obras a la luz de su influencia sobre los discípulos de Schoenberg. El fe nómeno de su brevedad fascinó tanto a los jóvenes compositores bajo la tutela de Schoenberg que, con un fervor apostólico sólo igualado en los últimos años por el culto de los aleatorios a la maldición de la cinta de dos caras, estas piezas reaparecieron casi instantáneamente en la forma del Op. 9 de Webern, y del Op. 5 de Alban Berg, ligeramente más sus tancioso. De pronto, el arte de los miniaturistas prosperaba; proliferaban los pianíssimos y las pausas adquirieron fermatas. Una nueva era de Augenmusik estaba próxima. Era, desde luego, una puerta de escape, una salida de emergencia para los incómodos polizones que se hallaban a bordo del buen barco del romanticismo poswagneriano. Pero Schoenberg no era de esta compañía: su Verklärte Nacth, Pe lleas und Melisande, el Cuarteto en Re menor y la Sinfonía de cámara en Mi nunca fueron su apéndice al movimiento posromántico, sino, por el contrario, su culminación, intensa e ingeniosa. Schoenberg se había ganado el derecho a experimentar; sin embargo, el Op. 19, pese a ser un estímulo para el estilo puntillista, no fue, para Schoenberg, un experi mento rentable. En pocas palabras, Schoenberg iba a retirarse a una dé cada de reflexión y meditación; continuar como miniaturista no iba a ser su papel. En efecto, la mejor de todas sus miniaturas, la penúltima canción de Das Buch der hängenden Gärten, Op. 15, hace su efecto no sólo por la novedad puntillista, sino también a través del contraste im plícito en su ubicación dentro de la espaciosa arquitectura de ese último de los grandes ciclos de canciones del Romanticismo. Con el Op. 23, compuesto en 1923, Schoenberg regresó a una escala de duración más convencional. Estas Cinco piezas para piano no son di ferentes del Op. 11 en estructura, pero son infinitamente más detalla das en cuanto a complicaciones del motivo. Schoenberg estaba al borde de su todavía polémico avance técnico: el sistema de composición con se164
ries compuestas de doce tonos. La quinta pieza del Op. 23 es la primera composición dodecafónica legislada; sólo un dato estadístico para los ar chivos, ya que en todos los demás aspectos se ve empequeñecida por el proceso de composición soberbiamente inventivo, y no tan totalmente or ganizado, que produjo los números 1 a 4. El método de Schoenberg, aun que rayaba en el procedimiento dodecafónico, era una ampliación de la variación de motivos semisistematizada que utilizó con tan buenos re sultados en obras de su período atonal como el monodrama Erwartung, Op. 17. Es un método con el que una secuencia de intervalos se repite ad infinitum y en el que las exposiciones se distinguen entre sí sólo por variables de ritmo, transporte y proyección dinámica. Para la perpetua ción de estos grupos de motivos primarios (no han de ser, como en las primeras prácticas del sistema dodecafónico, un solo grupo), las nocio nes de organización clásica-romántica como primer tema, tema secun dario, episodio, etc., pierden significado; o, en cualquier caso, cambian sus lugares para hacer juego con las condiciones dinámicas, rítmicas y, si se me permite tomar prestada una útil palabra de la terminología de Princeton, supremas. Veamos este pasaje «temático» del núm. 2 del Op. 23, una serie de diez sonidos en los que el último es un equivalente enarmónico del pri mero:
Una sección secuencial que aparece tarde en la pieza utiliza los sonidos uno a nueve:
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Por último, la serie, menos el primer sonido, aparece invertida en tres exposiciones simultáneas, cuyos primeros grados —Sol, Si, Mi bemoldistan entre sí cuatro semitonos (el Si sirve para inaugurar las super posiciones de tríadas).
No puedo hablar del Op. 25, compuesto en 1925, sin cierto prejuicio. No se me ocurre ninguna composición para piano solo del primer cuarto de este siglo que pueda equiparársela. El afecto que siento por él no está tampoco influido por la dependencia total de Schoenberg de procedimien tos dodecafónicos. El hecho de que algunas de las mayores obras de Schoenberg fueran producidas en la segunda mitad de la década de 1920 tiene relación sin duda con el uso que hace el compositor del método dodecafónico. ¡Pero indirectamente! Schoenberg, el profeta que se sumió en el silencio, había encontrado de nuevo su voz. Desde fuera de un aná lisis razonado y arbitrario de matemáticas elementales y de una discu tible percepción histórica llegaba una extraña alegría de vivir, un bendito entusiasmo por hacer música. Y la Suite para piano, junto con los demás exuberantes ensayos neorrococós de este período (la Serenade, Op. 24; el Quinteto de viento Op. 26, etc.), pese a su dependencia de formas de danza binarias y a sus furtivos golpes a la convención preclásica (el ostinato166
pedal de la Musette francesa es un trítono insistente), figura entre las obras más espontáneas e inicuamente inventivas de Schoenberg. De hecho, la clave de la capacidad de inventiva de Schoenberg es en, este caso, la limitación. No sólo siguió estrictamente su método dodeca fónico, sino que seleccionó de forma deliberada un material serial que restringió aún más sus decisiones en cuanto a intervalos. En toda la Sui te para piano sólo se escuchan cuatro posiciones básicas de la serie: la original y su inversión, empezando en el Mi, y un transporte de ambas formas a partir del Si bemol. (Obsérvese el trítono Sol-Re bemol común a las cuatro, así como el motivo quizá no tan accidental B-A-C-H3 for mado en orden inverso por los sonidos 9 a 12.)
Las dos piezas del Op. 33 (1929 y 1932) son algo decepcionantes. Ha cen uso de las estratagemas de la serie subdividida armónicamente en las que Schoenberg estuvo cada vez más absorto en las últimas dos dé cadas de su vida. Ésta es la técnica que apareció en la mayoría de sus obras dodecafónicas a partir de la época de Von Heute auf Morgen y Acompañamiento para una escena de una película (1929 y 1930). De una forma algo modificada, iba a producir las obsesionantes armonías semitonales que se hallan en muchas de las últimas obras (Kol Nidre, Oda a Napoleón Bonaparte, etc.), así como a alentar en los ensayos dodecafónicos más convencionales del último período (el Concierto para piano, la Fantasía para violín, etc.) una explotación de hexacordios invertibles como material serial. En el Op. 33, sin embargo, los aspectos verticales de la técnica de series de tonos no habían sido asimilados aún, y el re sultado es una exposición algo pedestre de superposiciones de tres y cua 3 Si bemol, La, Do, Si natural.
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tro tonos decoradas por lo que para Schoenberg son ideas melódicas más bien rígidas. El experimento fue la esencia de la experiencia musical de Schoen berg, y podemos dar gracias a que, al realizar sus experimentos, recu rriera en cinco ocasiones al piano solo. Cada una de estas composiciones inaugura o comparte la inauguración de un nuevo capítulo de la evolu ción de Schoenberg. Y dada la pragmática relación de éste con el ins trumento, no sorprende que, cuando en sus últimos años se dedicó a un experimento de conciliación entre el método dodecafónico y las estruc turas armónicas que evocaban su estilo preatonal, el piano, propio del vocabulario sinfónico que ahora recordaba, dejara de servir a sus fines. Pero durante los momentos cruciales de los experimentos más signifi cativos de su carrera, durante los años en que Schoenberg reelaboraba el lenguaje musical contemporáneo, el piano —para el que poco costaba escribir, capaz de demostrar al instante los peligros y las posibilidades de un nuevo vocabulario— fue su servidor. Schoenberg le recompensó con algunos de los grandes momentos de la literatura contemporánea para este instrumento.
C ONCIERTOS PARA PIANO DE M OZART Y SC H O E N B ERG 1 Este disco contiene dos conciertos que representan, prácticamente, las posiciones extremas de la literatura para piano y orquesta. Es posi ble que se habría logrado obtener mayores contrastes y/o sentidos his tóricos si hubiéramos vinculado un concerto grosso (Haendel, por ejem plo) a otro concerto grosso (Hindemith, quizá); pero, para ilustrar la tran sición dentro y fuera de la gran forma del concierto, estas dos obras vie nen bastante bien. La suposición de partida es, desde luego, que el con cierto idée es ahora un molde más o menos inservible para las técnicas actuales de la composición musical, aunque en un futuro previsible los compositores hallarán, sin duda, otros medios de satisfacer la necesidad primaria del ser humano de presumir. Los ciento cincuenta años que separan el K. 491 de Mozart del Op. 42 de Schoenberg añadieron muchas e ingeniosas variaciones a las áreas fun1 Notas para la carpeta del disco Columbia MS 6339, 1962.
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damentales de contraste dinámico y acentuación rítmica que contribu yeron a que los maestros del barroco explotaran la antítesis solo-tutti. En algún momento situado hacia la mitad del siglo xviii, el corolario acústico de la idea solo-masa —el aspecto pian-e-forte del estilo del con certo grosso— se fusionó con las nuevas aventuras sinfónicas en el con traste temático, y el concierto se convirtió, en efecto, en un modelo ad junto a la sinfónica clásica; y a partir de entonces, salvo pocas y excén tricas excepciones, la evolución de la forma del concierto ha estado inex tricablemente ligada a la de la forma sinfónica. La única gran distinción entre la técnica del concierto y la de su mo delo sinfónico ha estado siempre en la distribución típicamente redun dante del material que exigían las fuerzas solo-tutti. La dificultad de pro veer al solista de algo que le mantuviera debidamente ocupado y que, al mismo tiempo, no perturbara totalmente el flujo sinfónico de aconte cimientos ha sido el problema del concierto durante años, y es un pro blema que sólo se ha resuelto en raras ocasiones. Quizá por este motivo, los conciertos más populares y de más éxito (aunque nunca los mejores) hayan procedido por lo general de compositores que carecían de alguna forma del dominio de la arquitectura sinfónica —Liszt, Grieg, etc.—, compositores que tenían en común un concepto limitado y periódico del estilo sinfónico, pero que pudieron dilatarse sin estorbos en el incandes cente momento melódico. Quizá también por este motivo, las grandes fi guras del repertorio sinfónico se hayan quedado siempre en un segundo puesto en la composición de conciertos y sus relativos fracasos hayan contribuido a dar crédito a la idea, extendida y perfectamente defendi ble, de que los conciertos son, en comparación, algo más ligero. (¡Des pués de todo, hay algo ligeramente divertido cuando un maestro de la talla olímpica de Beethoven, por ejemplo, del que esperamos la declara ción absoluta, atenúe su sinfónico «Esta es mi última palabra» con su equivalente en el género del concierto «Esta es mi última palabra, pero no les importará que la diga otra vez».) El acontecimiento más excepcional del intento del concierto clásico de «decirlo otra vez» fue el rasgo de la preexposición orquestal. Esta cáp sula de dos o tres minutos de material básico del movimiento inaugural permitía al intrumento solista, en su entrada, un mayor grado de liber tad en el tratamiento de temas que se habían oído antes con alguna pers pectiva. También permitía que el instrumento solista tocara a lo largo de la exposición propiamente dicha con más continuidad de la que, de otro modo, sería conveniente. El Concierto en Do menor de Mozart, quizá por la misma razón por 169
la que contiene parte de la música más exaltada del maestro, no es un concierto de gran éxito. Comienza con un tutti orquestal magníficamen te construido, la clase de preexposición que Sir Donald Tovey siempre reprochó a Beethoven no haber escrito. Está compuesto, en realidad, por dos o tres de los minutos construidos con más destreza de todo Mozart. Pero con la primera entrada del piano modulamos rápidamente a una región mucho menos elevada. Tras haber evitado con éxito los capri chos y el placer del tono relativo mayor (Mi bemol) en el tutit de la or questa, el piano nos conduce ahora allí en serio, y se queda atascado sin remedio en ese tono. Una, dos, tres veces, separadas por secuencias fal tas de imaginación, el solista acaricia el Mi bemol con material total mente indigno de la magnificencia de la introducción. Y para cuando el material del tutti regresa en el desarrollo, nos quedamos con el deseo de que Mozart hubiera dado su tutti y unas cuantas lecciones de teclado a Haydn y hubiera dejado que las ilimitadas capacidades de desarrollo de ese caballero trabajaran en ello. La escritura para el instrumento solista, además, es algo anacróni ca, ya que la mano izquierda de éste se limita la mayor parte de las ve ces a duplicar las partes del cello y/o del fagot. En consecuencia, la im presión total de la contribución del solista es una molesta confusión de virtuosismo inconstante en los registros superiores y de un continuo no realizado en la mano izquierda. (El autor se ha tomado muy pocas liber tades a este respecto, las cuales, en su opinión, están totalmente dentro del espíritu y la sustancia de la obra.) El segundo movimiento contiene algunas orquestaciones para viento madera sutilmente artificiales que contrastan de forma notable con la completa inocencia del tema principal del instrumento solista, tema que, cuando se ejecuta con los desalentadoramente sofisticados instrumentos de nuestra propia época, es casi imposible realizar. Es el último movimiento el que contiene el Mozart de nuestros sueños. Aquí, en un juego de varia ciones de suprema belleza, hay una estructura con raison d'être, una es tructura en la que el piano participa sin intrusión, en la que, a medida que van pasando variación tras variación, el estilo fuguístico cromático que Mo zart anheló adoptar en sus momentos filosóficos se aplica al ámbito efíme ro del concierto con un éxito brillante. Si el Concierto en Do menor de Mozart representa la forma concier to tal como se fusionó dentro de la tradición del virtuosismo, el Concier to de Schoenberg representa el principio del fin de esa tradición. Toda la aportación del solista (salvo las cadenzas) es en realidad sólo la de un 170
obbligato ampliado. Y ello a pesar de que Schoenberg sufría, en la época de su composición (1942), un retorno a los intereses arquitectónicos a gran escala y experimentaba, además, en ocasiones, una vez más con el uso de la tonalidad —bien que una tonalidad algo más gris y más rigu rosamente controlada que la que utilizó en su primera época—. Proba blemente no es casual que sus conciertos para violín y para piano fue ran escritos en estos años, cuando era más consciente de su vínculo con la tradición sinfónica romántica, pero el Concierto para piano (varios no tables analistas en contra) no es una de las obras de este ciclo neotonal, sino que, en realidad, es bastante típico de la escritura dodecafónica del último período de Schoenberg. Schoenberg había dado sus primeros pasos dodecafónicos de tanteo en el entorno neoclásico de los años centrales de su vida, años en los que la alarmante licencia del libre comercio tonal le hizo gravitar hacia un clasicismo racional para el que las fórmulas arquitectónicas del siglo XVII ofrecían una disciplina escolástica. Como era característico de sus modelos del siglo XVIII, los primeros ensayos de Schoenberg en la escritura dodecafónica fueron ejercicios en una abierta técnica serial. Formas arquitectónicas como la suite de dan zas, por ejemplo, proporcionaban un cómodo molde dentro del cual po dría verterse el primer fluido dodecafónico. Así, la característica más marcada de esos primeros esfuerzos dodecafónicos es una elegancia y una gracia bastante externas. Schoenberg era consciente desde hacía tiempo de que, antes de que pudiera afirmarse que la música dodecafónica había logrado la sobera nía, las formas por ella engendradas tendrían que estar en posesión de algo específicamente relacionado con el procedimiento dodecafónico; algo en el que se reflejaría el crecimiento del organismo más diminuto, la cé lula embrionaria del sonido. Se ha dicho con bastante seriedad que, in dependientemente de las formas que Schoenberg aplicó a la música, la única fuerza constructiva constante de su obra fue el principio de va riación. En efecto, el concepto de variación en su estado más natural —el de constante evolución— ofrece la mejor síntesis de la teoría dode cafónica. Schoenberg, en sus primeras obras dodecafónicas, presentaba con frecuencia dos transposiciones de la serie simultáneamente, haciendo así una clara división entre participación melódica y armónica. A me diados de la década de 1930 comenzó cada vez con mayor frecuencia a usar una transposición cada vez, subdividiéndola en grupos armónicos para que se formara una sucesión de acordes a partir de la serie, con 171
puntos de línea melódica que aparecían como factores predominantes de estos acordes. Así pues, se estrechaba el control armónico de la serie to nal, mientras que la dimensión melódica era en cierto modo liberada de la esclavitud. A finales de la década de 1930, Schoenberg trataba de amal gamar ambos procedimientos con una exposición simultánea de dos transposiciones de la misma serie, pero una serie concebida de tal for ma que, si se reproducía a un intervalo específico y (normalmente) in vertido, los primeros seis sonidos de la original se convertían, aunque desordenados, en los seis últimos de la inversión, y -—si hay alguien que no esté totalmente liado— viceversa. El Concierto para piano posee una serie de este tipo. Su forma ori ginal está dispuesta de tal forma que si se invierte cinco semitonos por arriba, el resultado es:
inversion at five semitones
EJEMPLO 1 fw"
Si se combinan estas dos transposiciones, se verá que los seis pri meros sonidos de la serie original y los seis primeros sonidos de la in versión producen un espectro completo de doce sonidos, aunque utili zando sólo las combinaciones interválicas de media serie. Así, dentro del registro armónico de una serie tonal completa, se logra una mayor eco nomía de estructura interválica. Si se subdivide la serie del Concierto para piano en cuatro acordes de tres sonidos cada uno, se forman dos posiciones del mismo acorde de séptima con la superposición de los sonidos 1 a 3 y 4 a 6.
EJEM PLO 2
El mismo procedimiento aplicado a los sonidos resultantes, 7 a 9 y 10 a 12, da una combinación de cuatro acordes y unidades de sonido com pleto, y se derivan pasajes como el siguiente: 172
3 row and inversion at five semitones (E ) Flutes
EJEMPLO 3
Tuba, Percussion
De maneras algo sutiles, las dos mitades de las seis reciben con fre cuencia formas rítmicas distintivas o quizá son consignadas a claves di ferentes. C row and inversion at five semitones (F )
EJEMPLO 4
La obra consta de cuatro movimientos unidos sin pausa —o, quizá sea más preciso, con apostrofes— y cada uno de estos cuatro movimien tos desarrolla un aspecto concreto del tratamiento armónico de la serie. En el primer movimiento, que es un tema con variaciones, el tema se asigna a la mano derecha del piano y consiste en las cuatro aplicaciones básicas de la serie dodecafónica: la forma original, la inversión, el retro ceso y la inversión retrógrada. La inversión y la inversión retrógrada aparecen en la transposición a cinco semitonos. El acompañamiento de la mano izquierda consiste en discretos comentarios derivados de la se rie en uso. Por consiguiente, el tema del primer movimiento realiza una solidaridad seudotonal limitándose a una sola transposición (si la inver sión a cinco semitonos se considera intrínseca) de la serie. Cada varia ción sucesiva (hay tres, separadas por episodios de preparación rítmica) aumenta el número de transposiciones participantes de la serie y pre siona así sobre el ritmo armónico, resultando en un truncamiento del propio primer tema. En los primeros ocho compases de la variación 3 se deriva el tema original, o mejor, la primera de sus cuatro frases, sa173
cando extractos y acentuando notas individuales procedentes de no me nos de siete transposiciones más sus inversiones complementarias. El segundo movimiento es un enérgico scherzo impulsado por esta unidad rítmica:
3.
ΓΤ 71 1
EJEM PLO 5
En este movimiento, Schoenberg, contando con la mayor familiari dad del oído con las propiedades de las unidades de acordes de tres to nos ilustradas en los ejemplos 2 y 3, empieza a desconectar sonidos su cesivos de la serie original y a fraguar un nuevo material melódico y ar mónico jugando a la pídola con los sonidos 1, 2, 3-2, 4, 6; de forma simi lar, con los sonidos 7, 9 y 11 y 8, 10, y 12. Los números pares del ante cedente (2, 4, 6) y los impares del consecuente (7, 9,11) forman acordes de cuarta cromáticamente contiguos mientras que los tonos restantes (1, 3, 5-8,10,12) producen un diminutivo forzado de los sonidos 10 a 12 del conjunto original:
Utilizando esta división de la serie y oponiéndola al segmento del con secuente del original de unidades de sonido completo en acordes de cuar ta, Schoenberg elimina gradualmente todos los demas motivos y plasma en los últimos compases del scherzo una inmovilidad técnica casi total. Si el scherzo es el vértice dinámico de la obra, el centro emocional está sin duda en el soberbio Adagio, uno de los mayores monumentos a la destreza técnica de Schoenberg. Aquí se elaboran y combinan los pro cedimientos de los dos movimientos anteriores. La pídola melódica divi si del scherzo crea en el tutti inicial del tercer movimiento una nueva melodía de auténtica amplitud y grandeza: 174
Una vez más, cuando Schoenberg presupone una mayor compren sión psicológica por parte del oyente, se permite una nueva relajación de la esclavitud dodecafónica. Los cuatro bloques armónicos de la serie original (ejemplos 2 y 3) se concentran en un largo solo para el piano. Después, con maestría consumada, estos dos procedimientos se unen en un tutti orquestal que constituye uno de los edificios más grandiosos del Schoenberg maduro. El último movimiento es un rondó —un rondó puro, de proporciones clásicas— en el que el episodio central es una serie de tres variaciones sobre el tema del tercer movimiento (ejemplo 7). En este movimiento, Schoenberg regresa en gran medida a la abierta técnica serial de su pri mer movimiento, construyendo un tema principal de jocosa galantería con una admirable limitación de medios seriales, y el movimiento con tinúa con el tipo de abandono virtuosístico e incorruptible simplicidad que revelan los rondós de Mozart y Beethoven.
LA SINFONÍA DE CÁMARA NÚM. 2 DE A RN O LD SCHOENBERG1 Schoenberg terminó la Segunda Sinfonía de Cámara en 1939, seis años después de llegar a América y treinta y tres años después de haber comenzado a trabajar por primera vez en esta pieza. En un principio fue concebida como compañera de la exuberante sinfonía para quince ins trumentos solistas (1906) y fue comenzada el mismo año que su obra her mana. Schoenberg solía trabajar con rapidez una vez había gestado una idea, pero a pesar de que trató en varias ocasiones, sobre todo en 1911 y 1916, de recuperar las huidizas huellas de su plan original, parece que ninguna reconsideración de las perspectivas materiales y emocionales 1 Notas para la carpeta del disco Columbia M2S 709, 1967.
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de esta obra alentaron su finalización. Durante tres décadas fue, como Die Jakobsleiter, un inquietante esqueleto en el armario musical de Schoenberg. Cuando volvió a ella en 1939 se añadió el actual epílogo en Mi bemol menor al segundo movimiento (para sustituir un tercer movi miento de carácter independiente y maestoso que Schoenberg había ima ginado una vez), y el cuerpo principal del segundo movimiento —el scher zo en Sol mayor— fue finalizado a partir de bosquejos anteriores y, has ta cierto punto, restaurado armónica y orquestalmente. El resultado es una de las más obsesionantemente bellas de sus «últimas» partituras. Uso la palabra «últimas» deliberadamente, porque la Segunda sinfo nía de cámara —y no sólo las partes que fueron añadidas en 1939— guar da mucha relación con el estilo último de Schoenberg, más de hecho que con el tempestuoso y cromático estilo de sus primeros años. Aunque se puede hacer una distinción entre el estilo armónico del primer movi miento y el epílogo en Mí bemol menor, que sirve de hecho como repe tición del primero, nos encontramos con que el primer movimiento, pro ducto indudable de los primeros años, plantea ciertas situaciones armó nicas problemáticas que esperan una respuesta y una solución en el epí logo. Sugiero que eran problemas de estilo armónico para los que Schoen berg, en 1906, no tenía aún respuesta y que éste, más que una falta de inspiración, fue el verdadero obstáculo que le impidió finalizar la obra durante muchos años. Resulta deprimentemente fácil encontrar en América análisis que di viden la obra de Schoenberg en dos columnas opuestas: una en la que encontramos una lista de las piezas que representan la continuación de su estilo dodecafónico europeo, y que incluye los conciertos para violín y para piano, el Trío para cuerda, la Fantasía para violín, etc.; y otra que comprende las últimas obras que insinúan de manera superficial un regreso a la tonalidad: las Variaciones sobre un recitivo para órgano, Kol Nidre, las Variaciones para banda, etc. A veces se argumenta que esta curiosa dualidad guarda relación con algún cisma psicológico en el carácter de Schoenberg; que las últimas obras dodecafónicas represen tan la evolución de la corriente principal de su pensamiento musical y, por supuesto, apuntan directamente hacia el futuro, mientras que la se rie «opuesta» de composiciones neotonales, por consiguiente, son califi cadas de recuerdo nostálgico de la juventud, preocupación anacrónica por el mundo que había sido. Estos razonamientos se basan por fuerza en la noción de que estas últimas obras son convencionalmente tonales y en la idea de que cualquier regreso manifiesto a la tonalidad por parte del principal radical de la música moderna, a menos que sea disculpado 176
por un llamamiento a esa indulgencia con la que concedemos a los vie jos que cuenten dos veces sus historias más queridas, sería una traición de las ideas que la generación más joven ha aceptado siguiendo el ejem plo de Schoenberg. Creo que esta compartimentalización de la actividad de Schoenberg es peligrosa porque se basa en una concepción errónea de la naturaleza de la tonalidad y del serialismo o, en cualquier caso, de esa idea tan pu ritana de serialismo que mantuvo Schoenberg. Creo que las últimas obras «tonales» son, en todas sus partes, tan esenciales para la evolu ción de Schoenberg como las últimas composiciones dodecafónicas. Más aún, creo que ambas series de obras examinan, en lo esencial, los mis mos problemas, y que este examen sería tan incompleto si Schoenberg hubiera omitido escribir las últimas obras «tonales» como si no nos hu biera dejado las obras dodecafónicas de su último período. Y creo, ade más, que ambas series de obras habrían sido imposibles sin las nuevas percepciones y seguridad técnica que Schoenberg adquirió con la com posición de ese glorioso catálogo de primeras obras maestras dodecafó nicas que incluye el Quinteto de viento, el Tercer cuarteto de cuerda y las Variaciones para orquesta. Por supuesto que en las últimas obras de Schoenberg no siempre re sulta fácil definir la línea que divide la tonalidad de la aparición de las secuencias que evocan la tonalidad, porque la selección arbitraria de los motivos sobre la que se instaló como patrocinador de sus estructuras do decafónicas tiende, con las últimas obras, a depender más de conexio nes interválicas que, si no evocan la tonalidad en sí mismas, sí evocan al menos las tríadas. La afición de Schoenberg por el tipo de serie que le solía proporcionar formas triádicas no fue suscitada tanto por un in terés por las tríadas per se cuanto por una preocupación por encontrar situaciones dodecafónicas en las que las dos mitades de la serie no sólo serían complementarias en cuanto a su división de la escala cromática, sino que también subrayarían combinaciones interválicas similares den tro de las partes del antecedente y del consecuente. Las razones de esta preocupación por la duplicación de intervalos pueden resumirse como un deseo de lograr un equilibrio cromático total al tiempo que se con centra en recursos de motivo férreamente controlados; en efecto, el prin cipio de diversidad dentro de la unidad que rige prácticamente todas las obras de Schoenberg se expresa aquí en términos típicos de la organi zación dodecafónica. Schoenberg encontró ciertas soluciones a este pro blema en gran medida atractivas para sus instintos característicamente pedagógicos, y fabricó una serie que se complacía en denominar la «se177
rie milagro» y que, con alteraciones menores, le sirvió de serie funda mental para la Oda a Napoleón Bonaparte, Op. 41.
Con material como éste, Schoenberg creó inevitablemente unas relacio nes de tríadas que, dependiendo de las limitaciones que impone la es tructura acompañante, sí favorecen diversas impresiones de sustancia casi tonal. En ocasiones, estas impresiones son deliberadas y calculadas, y el material de la serie se manipula, en consecuencia, como en el «motivo de la Victoria» en Do menor de la Oda a Napoleón Bonaparte
o en la cadencia final en Mi bemol mayor de la misma obra. Pero, en general, estas obras se preocupan mucho menos de proporcionar un pun to de referencia abordable con el que comprender los aspectos armóni cos del serialismo que de intentar una idea de armonía dentro del serialismo que podría calificarse con más exactitud de vocabularios de rela ción de tríadas más allá del ámbito de la tonalidad centrada en el soni do. En la medida en que las superimposiciones verticales de material li neal como la «serie milagro» de Schoenberg pueden ser forzadas a exhi bir exclusivamente formas triádicas, éstas estarán, desde luego, inelu diblemente repletas de asociaciones tonales. Pero la sustancia de la to nalidad tiene menos que ver con las tríadas que con el tipo de conexión que las mantiene unidas y que confiere a las estructuras de la tonalidad una pauta de control de la tensión, mientras que lo que aquí está a dis posición de Schoenberg es un flujo de tríadas interminablemente en equi librio y sin fin alcanzado a través de la serialización sistemática de for 178
mas de tríadas, del mismo modo que se disponía de la suspensión diso nante perpetua por idénticos medios. Aunque Schoenberg apenas usa es tas unidades en situaciones en las que su aspecto triádico está presente sin algún tipo de contraste o relieve, la estructura armónica de las úl timas obras dodecafónicas depende mucho de los equilibrios duales y hexacordalmente artificiales inherentes a este tipo de secuencia invertible y proclive a la tríada. Y el grado con el que esta clase de manipulación dodecafónica se refleja en las obras neotonales de los últimos años es verdaderamente asombroso. Estas obras están también llenas de estruc turas que, aunque quizá menos diligentemente artificiales, tienen una relación indudable con la experiencia dodecafónica de Schoenberg de ese período. Las tríadas abundan, desde luego, pero la mitad de las veces en formaciones que suspenden la conformación de un centro tonal durante al menos breves períodos de tiempo, cosa que logran, por otra parte, no limitándose a interpolar formas disonantes entre las propiedades triádicas, sino también por la misma rapidez con que se suceden las tríadas —tríadas que no confirman ni niegan las sospechas tonales que inevi tablemente levantan. Además de este vocabulario giro de las formas triádicas, presente prácticamente en la misma medida tanto en las obras dodecafónicas como en las «neotonales», también hallamos en ambos tipos de las últi mas composiciones de Schoenberg un notable parecido en el uso del so porte estructural. Las últimas obras neotonales están igualmente llenas de esas figuras semicontrapuntísticas que evolucionan de las primeras prácticas con series tonales en las que Schoenberg buscaba invariable mente las diversas transposiciones de su serie fundamental por grupos de intervalos que reflejaban o ampliaban su número opuesto en alguna transposición serial de parentesco próximo. Las obras dodecafónicas de los últimos años tienden a estar llenas de este tipo de escritura de las voces intermedias, en la que gran parte de la estructura de apoyo guar da relación con valores comparativos entre grupos de intervalos corres pondientes procedentes de una diversidad de transposiciones seriales.
Y por la misma razón, las obras neotonales dependen también de ela boraciones contrapuntísticas que se comportan exactamente como si ellas también se ajustaran a alguna secuencia de motivos predetermi nada y dentro de las cuales la naturaleza de la disciplina subsidiaria de los motivos implica identificaciones comparativas de breves motivos se cundarios que parecen reaccionar en contra y entre sí dentro de un con trol de los intervalos firmemente disciplinado.
No hay nada tan vano como intentar hacer que una obra de arte sir va a un sistema de análisis para conformarse al cual no ha sido creada. Y para mí sería perfectamente idiota sugerir que en la Segunda sinfonía de cámara no hay secuencias armónicas que entrarían oportunamente en el glosario de cualquier compositor del romanticismo tardío. ¡Claro que las hay! Pero sí sugiero que podemos utilizar esta pieza como clave de la evolución armónica del estilo de Schoenberg, y que nos ofrece las pruebas más notables de la sutil transformación de su técnica. En esencia, la evolución de Schoenberg de la extensión tonal wagneríana se divide en tres fases, la última de las cuales, creo, debido a las opiniones descaminadas que se han propagado tan ampliamente so bre sus últimas obras, no ha recibido en absoluto el valor que le corres ponde. La primera fase tiene que ver, naturalmente, con ese método de carácter evasivo, ese fomento deliberado de un estado de ambigüedad que es lo que distingue especialmente a todos los poswagnerianos. En esa fase, el compositor se aprovecha de las numerosas y variadas reso luciones que pueden aplicarse con igual validez a camaleones enarmónicos tales como los factores disminuidos de los acordes de novena, y a través de ello logra una estrategia armónica de resolución interminable mente aplazada o frustrada. Y las primeras obras de Schoenberg, los Gu rrelieder, por ejemplo, responden precisamente a este tipo de principio. Se preocupan aún por la resolución, pero el drama de lograr la resolu ción se ve realzado por el hecho de que se hace que la estructura apoye otras posibilidades igualmente responsables que pueden aplazar las for maciones cadencíales primarias casi indefinidamente. La segunda fase de ampliación cromática en la que estuvo implicado Schoenberg es la que patrocina la mayor parte de las llamadas obras atonales (1908-1923), así como el estado armónico de las primeras compo siciones dodecafónicas. Sus orígenes, sin embargo, han de encontrarse en las últimas obras del primer período tonal, especialmente en ejem plos tan patentes como la Sinfonía de cámara, Op. 9. Esta es la fase en 181
que la naturaleza y la calidad de la técnica de la suspension convierte, para el compositor, en algo más importante que la resolución que se está negando. Es en la explotación de los factores conjuntivos como las pro gresiones de acordes de cuarta del Op. 9 —que parecen haber salido de los últimos capítulos del famoso libro de texto de Schoenberg el Tratado de armonía— donde nos damos cuenta de cómo la variedad y la calidad del material con el que se aplaza la resolución de la tríada ha tenido prio ridad, por el método de Schoenberg, sobre la conciliación de la suspen sión disonante con emisión de la tríada. Sólo hay que recordar a este res pecto que el enfático credo de los más diligentes devotos de dodecafonismo de la primera época de Schoenberg era evitar a cualquier costa todo factor de duplicación o que sugiriera una tríada. Propongo, entonces, que además de estas dos fases de la evolución armónica de Schoenberg hay una tercera fase, una que concierne a las formas armónicas que producen, por así decirlo, un rendimiento diso nante menor, a menudo con unidades de tríadas o variantes de ellas y, en ese sentido, con ciertas perspectivas materiales no tan diferentes de la primera fase. Pero, a diferencia de la primera fase, la tercera fase del pensamiento armónico de Schoenberg considera la relación triádica una conexión instantánea o que tiene la capacidad de serlo. Menosprecia el papel del factor suspensión disonante, aunque no lo elimina necesaria mente, y trata de expresar la unidad del motivo dentro de la diversidad en términos verticales, además de en términos horizontales. Es, sugie ro, en esta fase en la que Schoenberg trabaja en las últimas obras neotonales, y es durante esta fase, por tanto, cuando le encontramos reelaborando los bosquejos de su Segunda sinfonía de cámara. Esta conjunción de fuerzas triádicas distantes no es, en un sentido, tan nueva como podría parecer. En primer lugar, todas las últimas obras sinfónicas de Anton Bruckner guardan cierta relación con unas pautas secuenciales que se concentran en torno a centros armónicos que, nor malmente, en la música tonal, exigirían mucha preparación e interce sión. El sello del «modernismo» de Bruckner es que éste experimenta muy conscientemente con el efecto psicológico de construir primero re laciones distantes de este tipo, completas con sus factores conjuntivos, y, después de haberlas construido así, retirar las armonías conjuntivas y, con sólo el eco de esa intercesión como guía, exponer las polaridades relativas más alejadas entre sí. Así pues, lo que hace Schoenberg es exac tamente lo mismo, salvo que él lo hace en términos de relaciones de acor des adyacentes en lugar de en comparaciones frase por frase u oración por oración. 182
Además del hecho de que, en los niveles estructurales más evidentes —las identificaciones de tonalidad básicas entre dos movimientos—, la alternancia Mi bemol menor-Sol mayor representa la propiedad hexacordal de la «serie milagro», toda la obra está llena de relaciones entre formas triádicas estrechamente incrustadas a las que debemos dar un significado nuevo, no sólo por su correspondencia con las pautas de las primeras obras tonales, sino más bien por su correspondencia con las manipulaciones armónicas de las obras dodecafónicas. En el primer mo vimiento, la estructura sigue a veces cierto aburrimiento tonal; la mú sica está llena de un número sorprendente (para Schoenberg) de parale lismos armónicos, secuencias en progresión, movimiento cromático no ajustado. Pero aunque las estructuras armónicas de este primer movi miento parecen bastante flojas en comparación con el centelleante vir tuosismo contrapuntístico de las primeras obras tonales, ello no se debe a que Schoenberg hubiera reducido su concentración en el fondo con textual o estuviera más preocupado por los fines que por los medios. En absoluto; yo sugiero que ya estaba, aunque quizá de forma inconsciente, examinando ese prisma de rotación de tríadas que iba a convertirse en su preocupación armónica predominante muchos años después. Y eso se ve con gran claridad cuando comparamos con el primer movimiento el epílogo en Mi bemol menor que añadió en 1939, ya que aquí, además de las virtudes de un énfasis de motivo mejor enfocado y un corte rít mico más afilado, encontramos los motivos básicos del primer movimien to acompañados de esas formas «triádicas» que conectan, sin ayuda de unidades intercesoras, los polos más distantes de la órbita tonal.
S in fo n ía d e cám ara n a 2
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Schoenberg dijo una vez que, en su opinión, quedaba mucha música buena por escribir en la tonalidad de Do. Siendo como son los discípulos de las figuras revolucionarias, se extendió ampliamente la información de que este comentario sólo quiso expresar la universalidad de su gusto y aplacar a sus colegas menos atrevidos. Pero yo me pregunto si eso fue todo. Yo sugeriría que Schoenberg hablaba quizás de una situación mu cho más familiar de lo que, por lo general, se comprendió. Yo aventura ría que fue algún compromiso musical específico lo que provocó esa ob servación, y sugeriría además que —en su alusión a la posiblidad de una consideración y organización nuevas de formas disonantes de bajo ren dimiento y, en consecuencia, un nuevo enfoque hacia status tonales preferenciales—, con esas palabras conciliadoras, Schoenberg añadía una posdata genuinamente radical a la articulación de su pensamiento mu sical.
UN H A LCÓN , UNA PALOM A Y UN C O N E JO LLA M ADO FRANCISCO JO S É 1 Arnold Schoenberg es un hombre difícil para una biografía. Fue, des de luego, el compositor más polémico del siglo —bueno, muy bien, de la primera mitad del siglo—, y gran parte de la polémica tuvo que ver con la lógica, o la falta de lógica, de la enroscada y extraña evolución de su estilo. Sólo rastrear las conexiones entre sus primeras obras tonales posrománticas, la transformación desde el gigantismo {Gurrelieder) hasta el miniaturismo (Seis pequeñas piezas para piano) que marcó el comien zo de su fase «atonal», el paso de la «atonalidad» a la técnica dodecafónica (la mayoría de los oyentes no pueden distinguirla —Schoenberg no pretendió que lo hicieran—, pero las repercusiones son, no obstante, enormes) y, en sus últimos años, la fusión de sonidos tonales y princi pios dodecafónicos es una importante tarea musicológica en sí misma. Pero, además, Schoenberg fue una de las personalidades más com plicadas, ariscas y contradictorias de la historia musical reciente; judío convertido al catolicismo para volver más tarde a abrazar su primitiva 1 Reseña de Schoenberg: His Life, World, and Work (Schoenberg: su vida, mundo y obra), de H.H. Stuckenschmidt, traducido por Humphrey Searle (Nueva York: Schirmer Books, 1978); de Piano Quarterly, otoño de 1978.
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fe, socialista que se volvió monárquico (propugnaba la restauración de los Habsburgo), compositor de panfletos antibélicos durante y después de la II Guerra Mundial (Oda a Napoleon Bonaparte, Un superviviente de Varsovia) y de panfletos probélicos durante la I Guerra Mundial (una marcha compuesta en 1916 y titulada «La Brigada de Hierro» celebraba el primer año de servicio del cabo interino Schoenberg en el Regimiento Hoch- und Deutschmeister). En numerosos aspectos, en efecto, Schoenberg era del material con que están hechos los guiones de Ken Russell. A pesar de una vida relativamente tranquila en el frente doméstico (dos esposas, cinco hijos, varios perros, un conejo), Schoenberg dio rienda suelta a un ego de proporciones wagnerianas. En 1921, cuando formuló la técnica dodecafónica, declaró modestamente que: «He asegurado la suprema cía de la música alemana durante los próximos cien años.» (Nota del crítico: ¿Se creerían ustedes treinta y cinco?). Profesor y legislador compulsivo, le llegó a obsesionar la idea de que sus alumnos trataran de usurpar su autoridad y se apropiaran de sus innovadoras afirma ciones. «Enterado Webern de las piezas breves... Webern empieza a escribir piezas cada vez más breves —sigue todas mis evoluciones (exagera)... Webern parece haber usado doce tonos en algunas de sus composiciones— sin decírmelo [la cursiva es de Schoenberg]... Webern cometió muchos actos de infidelidad con la intensión de hacerse el innovador.» Schoenberg confió esos oscuros pensamientos a su diario en 1940 —aproximadamente un cuarto de siglo después de los hechos en cues tión—, pero Stuckenschmidt observa que «si no sabía nada de un amigo durante mucho tiempo, pensaba que le había olvidado o abandonado», y esta tendencia aumentó rápida y claramente durante los años de su exi lio americano, desde 1933 hasta su muerte en 1951. En los últimos años, en efecto, estas sospechas ya no se limitaban a sus colegas europeos cu yos contactos con él quedaron interrumpidos por la II Guerra Mundial, sino que incluyó a ciudadanos americanos y, en buena medida, también a algunos de sus compañeros de exilio. El año anterior a su muerte, el American Music Center le pidió una lista de composiciones escritas des de 1939, y de la descripción que ofrece Stuckenschmidt de su respuesta a esta petición de rutina se siente que al egocentrismo de Schoenberg se había sumado la senilidad. Dejó la solicitud sin respuesta, pero es cribió una nota al margen en el papel de escribir: «La persona que soli cite un favor a Herr Schoenberg deberá presentarse primero con el res peto necesario. Deberá dar una explicación clara de si este favor que so 185
licita sirve a un propósito amistoso hacia Herr Schoenberg. Herr Schoen berg no desea ayudar a sus enemigos.» La más famosa —sin duda la más aireada— de las innumerables di sensiones, desavenencias y algarabías de Schoenberg fue la que afectó a su compañero de exilio Thomas Mann. Durante muchos años fueron personalidades notablemente parecidas; entre otros paralelos, Mann, al igual que Schoenberg, fue un halcón durante la I Guerra Mundial («Re flexiones de un hombre apolítico», «Cartas a Paul Amann») y una palo ma en la II Guerra Mundial («Achtung, Deutschland», sus emisiones de ultramar para La Voz de América) y, lo que era de esperar, se hicieron buenos amigos durante los primeros años de residencia común en Los Ángeles. Pero entonces llegó 1947 y la publicación de la novela de Mann Doctor Fausto: la historia de un compositor que vende su alma al diablo e inventa la técnica dodecafónica. Schoenberg, que sufrió una grave en fermedad ocular durante sus últimos años, nunca leyó en realidad el li bro; si lo hubiera hecho, podría haberse dado cuenta de que trataba no de su propia obra ni personalidad sino, de forma alegórica, del colapso de la cultura alemana poswilhelmiana. Por el contrario, se fió de maes tras del cotilleo como Alma Mahler-Werfel (la viuda del compositor Gus tav Mahler) y su propia esposa, Gertrud, y escribió a un amigo: «De mi esposa y de otras fuentes de información he sabido que había atribuido mi método dodecafónico a su protagonista, sin mencionar mi nombre. Le llamé la atención sobre el hecho de que los historiadores podrían ha cer uso de ello para cometer una injusticia conmigo. Después de mos trarse largo tiempo reacio, se declaró dispuesto a incluir, en todos los ejemplares posteriores en todas las lenguas, una declaración respecto de que yo fui el creador del método.» Mann así lo hizo, de buena fe, seña lando en la segunda edición que la técnica dodecafónica era, en efecto, invención de Arnold Schoenberg, «un compositor y teórico contemporá neo». Pero Schoenberg no iba a apaciguarse; denunció a Mann en la Sa turday Review of Literature, acusándole de robarle su propiedad cultural y de agravar el crimen con su inserción preliminar: «En dos o tres dé cadas», declaró el compositor, «sabrá quién fue contemporáneo de quién». El origen de la mayor parte de esas rabietas del temperamento de Schoenberg era su relación ambivalente con el talante de su generación. El mundo le proclamó un revolucionario, pero Schoenberg era en reali dad un hombre profundamente conservador preocupado por mantener la tradición, convencido de que su propia obra representaba la continua ción lógica de la escuela romántica austro-germana, y no toleraba disen sión alguna de aquellos cuyas opiniones sobre el proceso histórico lle 186
vaban a otras conclusiones. Su propio conocimiento de la historia de la música, sin embargo, era sorprendentemente limitado; autodidacto en esencia, sentía poco interés por la música anterior a la época de Bach, sospechaba (y posiblemente envidiaba un poco) de discípulos musicológicamente eruditos como Krenek y Webern y consideraba los modos me dievales «un error primitivo del espíritu humano». Stuckenschmidt, en efecto, deja claro que el uso de Schoenberg de la palabra «tradición» implicaba invariablemente tradición alemana, pero esta creencia no impedía sus entusiasmos ocasionales por figuras tan inverosímiles como Puccini, Milhaud y George Gershwin. En efec to, algunas de las secuencias más vividas del libro tratan de la respues ta de Schoenberg ante el estilo de vida de la Costa Oeste, por respeto a la cual asumió, en ocasiones, las características de un septuagenario ve cino de Sunset Boulevard. Intercambió visitas y correspondencia con co legas como Charlie Chaplin, Groucho Marx y Oscar Levant, reveló en el tenis la destreza de su hijo adolescente, Ronny, que amenazó durante algún tiempo con convertirse en el Jimmy Connors de Brentwood Park, y encargó que le hicieran su carta astral; estaba convencido de que mo riría en día 13, y así fue. En resumen, como se ha dicho antes, un hombre difícil para una bio grafía, pero H.H. Stuckenschmidt aporta admirables aptitudes a la ta rea. Antiguo alumno de Schoenberg, es autor de biografías anteriores de Ravel y Busoni y se le considera ampliamente el decano de los críti cos musicales europeos; uno de los escasísimos críticos de cualquier con tinente, de hecho, que reciben algo parecido al respeto universal dentro de la profesión musical. Además, aunque tuvo con claridad acceso a prác ticamente todo el material pertinente (el libro está dedicado a la hija y al yerno del compositor, Nuria y Luigi Nono), ofrece algunas ideas sor prendentes sobre el carácter inmensamente complicado de Schoenberg y evita todo indicio de imprimatur biográfico «autorizado». Y aunque su obra contiene más anécdotas estrafalarias por capítulo que cualquier es tudio comparable, nunca llegamos a perder de vista el hecho de que, pese a las extravagancias de su conducta, Schoenberg fue uno de los mayo res compositores que han vivido nunca. Hay, no obstante, algunos problemas. Stuckenschmidt parece haber estado decidido a convertir su estudio en la obra de consulta indispen sable de todos los futuros estudiosos de Schoenberg (¡bien podría haber tenido éxito!) y, como resultado de ello, nos cuenta más sobre los suce sos cotidianos de la familia Schoenberg de lo que, yo por lo menos, de seo saber en realidad. (Admito que esta reacción tipo avestruz sea tal 187
vez una rareza puramente personal; las ilusiones son importantes para mí respecto de los artistas a los que admiro, y después de una atenta lectura del estudio de Stuckenschmidt no puedo seguir manteniendo in tactas las mías.) No obstante, Stuckenschmidt inserta con frecuencia sus comentarios más perspicaces en párrafos que, de otro modo, esta rían dedicados a cosas tan banales como la lista de la lavandería, y du rante el proceso, impone al lector una pesada carga de selección más pro pia de la editorial. En la página 342, por ejemplo, el autor observa de improviso: «Además de la creencia del Antiguo Testamento en ser ele gido, Schoenberg sentía también un orgullo en el sufrimiento de una es pecie muy cristiana». Ahora bien, si yo hubiera dicho eso, —y, desde lue go, ojalá lo hubiera hecho— me habría servido, como mínimo, como leit motiv para un capítulo sobre la evolución espiritual de Schoenberg, des pués del cual bien podría haber anunciado mi jubilación. Stucken schmidt, por otra parte, da con esta imponente idea mientras comenta una carta que Schoenberg escribió a su cuñada (que había estado enfer ma) y, después de una breve cita de ese documento, prosigue, en el si guiente párrafo, diciéndonos que «los Schoenberg hicieron planes para viajar. Querían, en primer lugar, encontrar un club de tenis en algún lugar con Rudolf Kolisch, su cuarteto, y Mitzi Seligmann». ¡Eso es todo lo que Schoenberg gustaba de llamar «variaciones en desarrollo»! El libro de Stuckenschmidt ofrece muchas ideas reveladoras de este tipo, así como varios capítulos monográficos, incluyendo uno sobre «Schoenberg y Busoni», que de desvían del enfoque predominante estilo diario y se establecen como ensayos mayores. Por lo general, sin embar go, sigue un curso cronológico implacable; de vez en cuando incluye ma terial anecdótico que, precisamente por este enfoque, parece necesitar aclaraciones adicionales. Cuando llega a julio de 1917, por ejemplo, Stuc kenschmidt afirma que «un misterioso americano llamado Kohler [el au tor es especialmente parcial para con los actores secundarios estilo in triga extranjera con seductores papeles de figurantes de una sola toma], que fue enviado a Viena para una misión comercial y política (...), acep tó el plan de representar los Gurrelieder en Nueva York con el compo sitor como director. Se habló de diez representaciones y 5.000 dólares de honorarios. Schoenberg (...) se mostraba escéptico. Schoenberg tenía todos los motivos para estarlo: Estados Unidos había entrado en la gue rra hacía tres meses. El autor ofrece un esbozo analítico de casi todas las composiciones de Schoenberg, y estos interludios le encuentran con frecuencia en su mejor forma evocadora. Cuando describe la canción «Warnung», de la 188
primera época de Schoenberg, por ejemplo, observa que «por primera vez encontramos una pasión agresiva que no se para en barras», el tipo de ágil descripción de las ambigüedades modulatorias y de la agitación es piritual del joven Schoenberg que espero encontrar. En ocasiones, desde luego, puede ser arbitrario: Cuando habla de la serie del Concierto para piano, Op. 42, por ejemplo, enumera sus inter valos correctamente, pero en una secuencia que comienza en el La na tural; en realidad, la serie primaria de esta composición comienza en el ^ Mi bemol —psicológicamente, lo más lejos que se puede estar del La na tural en un contexto tonal—. Ahora bien, no cabe duda de que el Con cierto para piano no está dentro de un contexto tonal convencional, pero es una de esas obras de la última época de Schoenberg en las que la con tinuidad formal entre los movimientos está vinculada a transposiciones específicas de la serie, y la afirmación injustificada de Stuckenschmidt de que esta variante es en realidad la forma de la serie original es en efecto desconcertante. En un estilo más ligero, un momento compara blemente arbitrario se produce cuando Stuckenschmidt cita una carta de cierta señora Lautner, primera alumna de Schoenberg en Boston, en el primer trabajo de éste como profesor en América. «Dejó por completo nuestra pequeña aula, y los Malkins se vieron obligados a enviarnos a recibir sus enseñanzas a Nueva York, en barco, la forma más barata de viajar.» El estudio de Stuckenschmidt fue publicado por primera vez en Eu ropa en 1974, coincidiendo con las celebraciones del centenario de Schoenberg, y los lectores de habla inglesa pueden disponer de la obra a través de la práctica, si bien en ocasiones germanizada, traducción de Humphrey Searle. («Cuando la primera generación de sus alumnos fue criada», por ejemplo, o «El fin de Schoenberg como empleado del banco se ha descrito en varias formas distintas»2.) Más inquietante es la apa rente falta de correcciones por parte de las oficinas en Londres de John Calder, la empresa responsable de la adaptación al inglés. La coma pa rece desconocida por esos lugares («A pesar de su amistad con el Dr. Da vid Josef Bach Schoenberg dejó de sentirse aliado a la social democracia austriaca»), abundan las erratas (se califica Verklärte Nacht de «potente sexteto»3); algunas frases piden una conclusión («cuando Schoenberg fue representado en la primera exposición del ‘Blaue Reiter’, fundado en tor2 N. de la T.: En inglés: «When the first generation of his pupils were fledged»; «Schoen berg’s end of being employed at the band has been described in various different ways». 3 N. de la T.: «Strong sextet», en inglés, en lugar de «string sextet» (sexteto para cuerda).
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no a ia ‘cerveza de ojos verdes con su apariencia astral’».) Mi favorita es una joya de la página 320: «Más de veinte años después Schoenberg recordaba este período en una carta escrita más de veinte años después.» No obstante todos estos fallos de producción, el texto de Stucken schmidt sobrevive. Quizá yo deseara que hubiera dado más rienda suelta a sus regalos analíticos —dándonos más capítulos ensayísticos à la «Schoenberg y Busoni»— y hubiera reprimido un poco su inclinación por las trivialidades sociales; pero logra tocar todas las facetas de la ator mentada personalidad de Schoenberg y ha dejado una indeleble impre sión en el proceso. Nunca podré pensar de nuevo en los últimos años de Schoenberg, o en sus vagabundeos de diáspora en busca de refugio en América, sin recordar una historia que el autor incluye en un capítulo dedicado a los años de la guerra. La época es diciembre de 1941, Pearl Harbor había sido hacía apenas unos días y el jardinero de Schoenberg, Yoshida, y su esposa, Mio, que hacían la limpieza, acababan de ser in ternados; «Una tarde (...) los dos chicos, Ronny y Larry, y Nuria, bas tante mayor que ellos,· aparecieron con un conejo blanco. Era un regalo de Mio. Schoenberg dudó en tener un conejo japonés en la casa. Des pués de una larga discusión con los niños, Nuria explicó que el animal había nacido en América y que, por tanto, no era japonés y se debía que dar en la casa. Lo llamaron Emperador Francisco José».
HIN DEM ITH : ¿LLEGARÁ SU HORA? ¿OTRA VEZ?1 En la década de 1930, las opciones estaban abiertas. Para los «pro gresistas» estaba Schoenberg; no un Schoenberg, en realidad, sino dps: el intransigente dodecafónico del Tercer y Cuarto cuartetos o el Con cierto para violín, y el autor, armónicamente conciliador, de Kol Nidre o de las Variaciones para órgano. Para los neoclasicistas estaba Stra vinsky, quien en esa década produjo la Sinfonía de los salmos, Perséphone y la Sinfonía en Do. Y para los que eligieron evitar los conflictos más extremos de la doctrina y el dogma había un generoso contingente de alternativas intermedias: la modalidad folclorista (Bartók), la tonali dad folclorista (Copland), el pesimismo sinfónico posromántico (Pfitzner, 1 Notas para la carpeta del disco Columbia M 32350,1973.
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Schmidt, Berg —sí, sí, ya sé, un extraño paréntesis—), el optimismo sin fónico posromántico (Prokofiev, Shostakovich, Waltar), el eclecticismo americano (Harris, Hanson), el aislacionismo inglés (Vaughan Williams), el pragmatismo francófilo (Roussel, Martin), el idealismo francófilo (We bern), el pragmatismo alemán (Orff, Brecht2), el idealismo alemán (We bern) y, para no olvidarnos, la envejecida y casi incatalogable leyenda de Richard Strauss, cuyos mejores cien años quedan bastante atrás y, aunque nadie lo suponía en ese momento, estaban más adelante. Bueno, no me gustan las etiquetas y las listas, y ésta, como la ma yoría, está llena de agujeros, jorobas y medias verdades. (El lector está invitado a presentar la suya; no envíen etiquetas, todas las propuestas serán juzgadas por la pulcritud, caligrafía y universalidad de su aspec to.) Pero a pesar de que en la década de 1930 la fama de Paul Hindemith alcanzó su cénit y su puesto entre los centristas enumerados más arri ba parecía asegurado, he omitido su nombre de mi lista simplemente por que no tengo ni idea de dónde colocarle. ¿Pragmatismo alemán? Puede. Pero un hombre que dedicó buena parte de sus últimos años a recons truir la producción de su primera época es seguramente algo más que un pragmático. ¿Idealismo alemán? Difícil. Sí se propuso, después de todo, que cada miembro del coro de los vientos tuviera su propia sonata y no vio ninguna razón para exceptuar a la tuba. (¡No cabe imaginarse a Webern metido en ese proyecto!) En un sentido, en efecto, Webern sirve como criterio, como ejemplo de todo lo que no fue Hindemith.
WEBERN Producción Esquemas formales
Productividad mínima Procedente del material y/o preferencia binaria No tonal Puntillismo avaro Preferencia por cánones Asimetría
Soporte armónico Densidad de estructura Soporte contrapuntística Inclinación rítmica Concepto que tenían de él Bajo sus contemporáneos Incalculable Influencia posterior
2 Presumiblemente Weill y Eisler. -T.P.
HINDEMITH Productividad máxima Indiferente al material Casi tonal Relación precio cantidad Preferencia por fugas Simetría Alto Olvidable
Son las dos últimas categorías las que, hasta la fecha, establecen la diferencia. Mientras vivió, Webern sólo interesó a sus colegas; su cano nización postuma fue, en lo fundamental, un reconocimiento de las ideas engendradas por su obra y atribuible sólo secundariamente a las obras per se (N.B. a G.G.: Archivar en «Declaraciones polémicas» y preparar postura defensiva.) Hindemith, por otra parte, siempre tuvo un público; no, quizá, el tipo de público que agotaría las entradas para el estreno de una sinfonía de Shostakovich, independientemente de los desaires que el último esfuerzo del tovarich Dimitri pudiera haber sufrido vía Pravda y el Presidium; ni el que acudiría al Royal Albert mientras Sir Adrian intentara un nuevo opus de RVW, seguro en el conocimiento de que, aun cuando la Cuarta desafía la buena educación y el movimiento de las voces decretado por la academia, el chico es uno de nosotros y, así las cosas, la Nostalgia Suspende las Reglas. (N.B. a G.G.: Archivar en «Posibles retruécanos» y preparar postura defensiva.) Pero el de Hindemith no era un público motivado por la nostalgia, y sólo indirectamente por la ideología. Por el contrario, recurrió a él, sos pecho, con la expectativa no exenta de realismo de que, en un entorno musical abundante en disensiones dogmáticas, Hindemith ofrecería con firmeza —por citar uno de sus términos favoritos de aprobación— un clima de «reposo» intelectual. Y eso fue lo que, a lo largo de una carrera extraordinariamente productiva, Hindemith trató de hacer. En efecto, cuando esa carrera llegaba a su fin, abrazaba en torno a él la firmeza como una manta de lino. La disonancia caprichosa de su obra en la década de 1920 —esa abra siva arrogancia armónica que puede ejemplificarse en su máxima estri dencia en esfuerzos como la Kammermusik para violín y orquesta, Op. 36, núm. 3 (1925)— dio paso, en la década de 1930, a una determi nación casi humilde de meter en cintura la disonancia en interés de la cohesión estructural. No es que Hindemith fuera a convertirse nunca en un diatonicista —un enfoque muy singular del recurso cromático fue la clave de los conceptos vertical y horizontal de su estilo a partir de me diados de la década de 1930—, pero sí clasificó meticulosamente, sin em bargo, las estructuras de acordes según su rendimiento disonante y atri buyó a cada una una intención gravitativa que descartaba el concepto romántico y posromántico de la raíz como presencia psicológicamente perceptible, pero no por fuerza físicamente demostrable. El método de Hindemith, que dotó a sus últimas obras de consisten cia idiomática (¡pocos músicos ofrecen regalos de este tipo a la versión «¿Quién es el compositor»? del más popular de los concursos!) fue en lo 192
fundamental fenomenológico. «Vibro, luego existo» bien podría haber sido su lema. Y como resultado, en proporción directa a su avance hacia la confianza idiomática y la identidad estilística, su obra disminuía en cierto modo mediante la exclusión sistemática de todo lo que fuera am biguo, ambivalente o se resistiera de otro modo al análisis. Las dos ver siones de su ciclo épico de canciones Das Marienleben sirven de ilustra ción al caso: El borrador 1 (1923) es una obra maestra apasionada, si bien en ocasiones desordenada; el borrador 2 (1948) es una revisión so bria, en efecto impecable, que enfoca el tema con saludable respeto en vez de con devoción estática. En cualquier caso, una vez Robert Craft fraguó el eje StravinskySchoenberg en la década de 1950 y el eclecticismo de la década de 1960 alivió el austero serialismo del decenio anterior, el mercado a plazo en calma hindemithiana fue sorprendido por el pánico de la venta. Desde luego, hay un puñado de sus obras que han mantenido su puesto en el repertorio: las Metamorfosis sinfónicas sobre un tema de Weber, la Músi ca de concierto para metales y cuerdas y, sobre todo, el mágnífico tríp tico extraído de su ópera Matías el pintor. Pero el grueso de su produc ción aparece hoy día en los programas de estudiantes (¿cuántas figuras importantes han complacido las aspiraciones de los virtuosos de la tuba?), recitales de órgano (el club de los tocadores de silbatos es intrín secamente conservador, y Hindemith parece competir ahora por el lu gar reservado antes para Rheinberger y S. Karg-Elert) o con ocasión de proyectos de archivo («Vamos a ver si podemos meter a todos en un dis co») como éste. ¡Y es una lástima! Porque aunque algunos de los clichés que se ofre cen como comentario sobre su obra («más divertido de tocar que de es cuchar»; «siempre competente, raramente inspirado») contienen una piz ca de verdad, las obras en sí están poseídas de una validez que en últi ma instancia hace que estos comentarios estén fuera de lugar. Están bien hechas; sí contienen, cierto es que entre capítulos con argumentos paralizantemente predecibles, párrafos, incluso páginas en las que las caracterizaciones musicales están trazadas no sólo con simpatía y pe netración, sino con un compromiso ascético con el detalle que sugiere la unión medieval de ritual y éxtasis. En la obra de Hindemith el éxtasis es, desde luego, un producto su ministrado casi siempre por situaciones de fuga; el final de la Tercera sonata para piano es quizá el ejemplo más manifiesto que ofrece este ál bum. En ocasiones, como en los segmentos externos de la marcha fúne bre de la Primera sonata para piano, los movimientos lentos de Hinde193
mith logran una intensidad comparable. Incluso aquí, sin embargo, se puede, para adoptar la jerga de la edición discográfica, percibir el paso de los empalmes: el episodio central del movimiento, aunque está sin duda a la altura del patrón personal de Hindemith en cuanto a fluctua ción de grupos de acordes, orientación del tono guía y diversificación me lódica, se comporta más bien como el chico nuevo del edificio, inseguro de si podrá, o deberá, hacerse amigo de los niños del vecino. El adagio de la Tercera sonata evidencia una metedura de pata similar, en un mo vimiento que, de lo contrario, habría estado bellamente estructurado y en el que, como episodio secundario y por ninguna razón aparente, Hin demith anticipa, nota por nota y aproximadamente a la mitad de tiem po, veinticuatro compases y medio del chispeante tercer tema de su pró xima triple fuga final. Es una equivocación que de fe no sólo de su afi ción a la travesura contrapuntística sino a sus no infrecuentes errores de cálculo en la dirección de escena; el error de cálculo no es intrínse camente musical, sino teatral. Para Hindemith, sin embargo, y él mismo lo admitió, el ritual del tra bajo precedía a la visión de la idea creativa. A este respecto, quizá sea instructivo pensar en Hindemith como el anverso de Scriabin, un com positor para quien la razón fue un subproducto de la experiencia del éx tasis. Y Hindemith, como otros compositores de prioridades similares —Sweelinck, Telemann, Reger, Miaskovsky— será, sospecho, objeto de muchos resurgimientos y muchos intentos de revaluación. Sean cuales fueren los veredictos de las generaciones futuras, éstas tendrán que con tar con un compositor de dotes prodigiosas, un compositor que encarnó, en muchas formas, el dilema estilístico fin-de-siécle de su tiempo, pero que, en su ansiedad por dar validez a su sintaxis y propagar sus teore mas, permitió en ocasiones que estas prioridades desviaran su atención del objetivo que con tanta frecuencia reconoció y que, cuando se da apro piadamente, es la auténtica amalgama de éxtasis y razón: el reposo.
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UN CUENTO DE DOS MARIENLEBENS 1 Das Marienleben es la obra eje de la evolución de Hindemith como compositor. Sus dos realizaciones —publicadas con una diferencia de un cuarto de siglo— definen sucintamente dicha evolución, como músico y como pensador y, en el proceso, sientan algo muy parecido a un prece dente histórico. Sin duda, no puedo recordar ningún caso comparable en el que un gran maestro, tomando como fuente el más influyente e importante de sus ensayos de juventud, lo recree según las luces técni cas e idiomáticas de su madurez. Acuden a la mente comparaciles fáciles, desde luego: la reelabora ción dodecafónica por Alban Berg de la canción de su primera época «Schliesse mir die Augen beide», por ejemplo. Pero, dejando de lado to das las consideraciones de escala, las diferencias entre las dos Marien lebens son bastante más sutiles que la rivalidad simplista tonal-atonal de la música de Berg. Una aproximación más exacta, si bien inevitable mente imaginaria, de lo que ha escrito Hindemith podría lograrse quizá a través de una comparación con compositores cuyos estilos sufrieron una metamorfosis similar, despiadadamente orgánica: Bach, por ejem plo, o, más recientemente, Richard Strauss. Como en el caso de Hinde mith, ambos maestros persiguieron una evolución superficialmente sin incidentes y escudaron a sus oyentes de innovaciones técnicas de orden revolucionario, pero, a los efectos de nuestra comparación es Strauss quien ofrece el mejor ejemplo. Bach, en general, fue de la simplicidad a la complejidad; las toccata fugas de su primera época, diatónicamente redundantes, por ejemplo, reescritas en el enroscado estilo cromático de E l arte de la fuga, no servirían en absoluto para nuestra comparación. Pero Strauss, como Hindemith, se movió en la dirección contraria —de la complejidad a la simplicidad— y a través de una ruta que sustituyó gradualmente gestos atrevidos por rutinas seguras. Si, así pues, Richard Strauss habiera reescrito Till Eulenspiegel en el estilo del Concierto para oboe, tendríamos una comparación razonable para esgrimir frente a la empresa de Hindemith. 1 Notas para la carpeta del disco CBS MZ 34597, 1978. Extractos musicales: © del original: B. Schott's Soehne, Mainz, 1924. © renovado en 1951. © de la versión revisada: Schott & Co., Ltd., Londres, 1948. Copyright renovado. Re producido con autorización.
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La relación de las dos Marienlebens no es, rotundamente, la de un primer borrador con el segundo. No obstante la enorme cantidad de ma terial reprocesado, la reproducción intacta de una canción («Stillung Ma riä mit dem Auferstandenen») y la inclusion de otra («Pietà») que hace alarde de alternancias tan menores que carecen de importancia, las dos versiones avanzan a partir de conceptos compositivos muy diferentes. La primera Marienleben procede de la juventud de Hindemith, de una época en la que el cambio flotaba en el aire, la tonalidad estaba en un proceso de expansión que amenazaba con su desintegración, y en la que Hindemith, que contaba entonces veintisiete años, encabezaba una re cuperación del contrapunto como sostén de los cimientos, a punto de ser inundados, de la armonía tonal. Es una obra de espontaneidad con tagiosa, de intuición divina, en la que se siente la existencia de las co nexiones mucho antes de que pueda confirmar su presencia una exégesis. La segunda Marienleben es el resumen de la búsqueda de siempre de Hindemith de una coherencia sistemática, producto de una actividad mental intensa, de un cálculo exhaustivo y de una total consideración por el contingente vocal e instrumental afectado. Con motivo de su publicación en 1948, el compositor añadió como apéndice un ensayo complementario en el que expresaba su no inespe rada preferencia por la segunda versión. El ensayo está escrito con bri llantez, con argumentos estrictos —de hecho, uno de los mejores, y no pocos, esfuerzos literarios de Hindemith— y, además de la inclusión de algunos sagaces comentarios sobre el panorama musical de entonces (¡se leen como si hubieran sido escritos ayer!) y de una vivida evocación del ambiente de la composición en la década de 1920, en la que fue conce bida la primera Marienleben, ofrece algunas ideas musicales y teológi cas notables. Lo que viene más al caso, Hindemith anuncia la (a su jui cio) superioridad inherente de la segunda versión bosquejando los si guientes temas principales: 1) que el ciclo, en su forma original, fue con cebido ingratamente para la voz; 2) que carecía de coherencia dramáti ca; 3) que la nueva versión incorpora relaciones de motivo y armónicas dignas de su complejo tema teológico. No dice explícitamente que la Ma rienleben original careciera de estas últimas cualidades, sino que, por el contrario, sugiere que «aunque en la Marienleben había dado lo mejor de mí, este mejor, a pesar de todas mis buenas intenciones, no era lo bastante bueno para dejarlo de lado de una vez para siempre como algo terminado con éxito». No puedo estar en desacuerdo con 1) —ni, no lo dudo, lo estaría na die que tratara de cantar la versión original—. La línea vocal está con 196
cebida con algo parecido a la indiferencia beethoveniana y sometida a un vuelo sin escalas, a una actividad al estilo instrumental, y en los seg mentos más manifiestamente contrapuntísticos raras veces se permite que el solista se detenga a respirar. Y, sin embargo, es precisamente esta intensidad similar a la de la música de cámara lo que, para mí, cons tituye una de las glorias de la versión original. La parte de la soprano no está realzada con solos de piano gratuitos, fortificada con duplicacio nes ni reafirmada con indicaciones para la entrada, y en consecuencia, la cantante puede transmitir una urgencia ciñéndose por completo a los segmentos más declamatorios del texto en concreto, y cultivar un grado de abstracción que no tiene parangón en la literatura del lieder —enfo que, en mi opinión, singularmente apropiado para este tema en concreto. La segunda Marienleben no se expone a estas ambigüedades. La par te del piano no sólo está concebida con menos interés; es también, cu riosamente, mucho menos idiomática. (Hindemith adquirió algunas ma las costumbres respecto de la textura del piano en la década de 1940; su Concierto de 1945 contiene más acoplamientos de octavas incómodas y redundantes que cualquier obra comparable a este lado del Fa menor de Max Reger). Las texturas metálicas, propias de la cuerda, de la pri mera versión han dado paso a racimos de acordes satisfechos de sí mis mos y a interludios predecibles orientados hacia las entradas.
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Respecto del segundo punto importante de Hindemith —que la ver sión original «era en esencia una serie de canciones unidas por el texto y la historia que se desarrollaba en ella, pero que no sigue ningún otro plan de composición de conjunto»— el compositor señala que el ciclo está dividido en cuatro «grupos claramente separados» (aunque también lo estaba la versión original), que el primero de ellos (canciones 1 a 4) trata de la «experiencia personal» de la Virgen, el segundo (canciones 5 a 9) contiene «las canciones más dramáticas (...) en las que se muestra un número considerable de personas, acciones, escenas y circunstan cias», el tercero (canciones 10 a 12) ofrece a «María como ser sufriente», y el cuarto (canciones 13 a 15) es «un epílogo en el que personas y ac ciones ya no desempeñan ningún papel». Hindemith, en efecto, proporciona un gráfico en el que se detallan los niveles de intensidad expresiva y dramática alcanzados en los diver sos segmentos, y aquí, desde luego, hay un importante cambio estruc tural: la canción 9 («Von der Hochzeit zu Kana») está ahora concebida como culminación del grupo 2 en lugar de, como en la versión original, preludio del grupo 3. Además, Hindemith afirma que es «el clímax di 198
námico de todo el ciclo (...) la canción que, en volumen de sonoridad, en número de armonías empleadas, en la variedad y fuerza de la tonalidad y en la irresistible simplicidad estructural de forma representa el ma yor grado de esfuerzo físico en la presentación de toda la obra (...) La curva de empleo dinámico se eleva desde el comienzo del ciclo hasta el “Hochzeit” y decae a partir de allí hasta el final». En este énfasis Hindemith es, muy oportunamente, más fiel a Rilke que a las interpretaciones que concede a esta canción en la segunda ver sión; sin embargo, le sitúa firmemente en el campo de los exegetas que descifran en la historia de Canadá la irrupción en la historia de la hora mesiánica de Jesús. Rilke transforma la enigmática respuesta de Cristo «Mi hora no ha llegado aún» en una fusión de los símbolos del agua, el vino y la sangre, y Hindemith transforma, en ambas versiones, esta ela boración rilkeriana en una coda ampliada que sirve para establecer el escenario para las canciones de la Pasión del grupo 3. En el proceso, «Hochzeit zu Kana» pasa de los 82 compases de la versión original a los 166 de la revisión, y de ser un fugatto compacto a un aria bastante vo luminosa precedida por un solo de piano de 48 compases.
Versión o r ig in a l
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Im Zeitmass
Versión revisada
La segunda versión, sin embargo, sí ofrece un momento conmovedor inigualable: una anticipación de los acordes iniciales de «Pietà» para sub rayar las palabras «y toda la magnitud del holocausto pendía fatalmen te sobre él. Sí, esto estaba escrito»2. En general, sin embargo, el fundido del bullicio de la multitud de las bodas y la súbita comprensión de Ma ría del milagro como profecía está conducido con mucha más eficacia dentro de la escala de la versión original. Las cuestiones de Hindemith sobre el estructuralismo armónico son menos fáciles de contestar. Hindemith ofrece una detallada serie de sím bolos tonales: el tono de Mi para representar a la persona de Cristo, el de Si para la propia María, el de La para la intervención divina, el de Mi bemol para la pureza, y así sucesivamente. Hay que señalar, desde luego, que estos conceptos de asociación tonal no guardan relación al guna con absolutos scriabinianos del tipo de Do mayor = rojo o Re ma yor = amarillo, etc.; por el contrario, representan un sistema en el que todos los juicios son relativos de unos fundamentos previos. Si, por ejem plo, Hindemith hubiera seleccionado el Si como paralelo tonal para Cris2 Antología poética de Rainer María Rilke; estudio, versión y notas deJaime Ferreiro Alemparte; © de la versión española: Espasa Calpe, S.A., 1968, Madrid, 1982 (cuarta edición).
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to, entonces el Fa sostenido, como su dominante, habría representado presumiblemente a María y el Mi a los estados de intervención divina. Hindemith comenta que «no espero en esta tendencia cargar el sonido musical con ideas tan pesadas para las que no encontraría un acuerdo demasiado entusiasta». Cita el ejemplo de los motetes isorrítmicos del siglo XIV y observa que «aquí como allá, de lo que se trata es de la vic toria del mero sonido externo. En el mero acto de escuchar apenas se puede advertir el principio de trabajo intelectualizado que rigió durante la construcción». Aunque confieso que sin la ayuda del análisis de Hindemith nunca habría caído en la cuenta de que la tonalidad de Fa, relacionada tritónicamente como está con el símbolo tonal de María, el Si, está por tanto «conectada con todo lo que nos induce, por su error o miopía, al pensar y a la lástima», no puedo, en buena conciencia, pensar que mi valora ción de «Argwohn Josephs» (num. 5) —una canción orientada hacia el Fa en ambas versiones— resulte menoscabada por esta omisión. Por el contrario, a mi parecer, precisamente por las fijaciones tonales-simbólicas de Hindemith, la segunda versión se ve privada de gran parte de la magia y la ambigüedad de la original. La Marienleben, después de todo, es un ciclo sobre un misterio, y establecer una red a priori de símbolos tonales finitos a la que dirigir y ajustar lo incomprensible (aun cuando lo incomprensible esté de por sí lleno de su propio paralelismo armóni co) me parece contraproducente desde el punto de vista dramático. En el tercer poema («Mariä Verkündigung»), por ejemplo, Rilke con signa a un paréntesis sublime la leyenda del unicornio. («¡Oh, si com prendiéramos la inmensidad de su pureza! ¿No había sido trasplantada en los ojos de una cierva acostada una vez en el bosque, la cual de tal modo se trocó en ella que llegó así a engendrar el sin par unicornio, el animal hecho de luz, ese animal puro?»3) Hindemith, en las respectivas versiones, responde de esta manera:
3 Antología poética de Rainer María Rilke; estudio, versión y notas deJaime Ferreiro Alemparte; © de la versión española: Espasa-Calpe, S.A., 1968, Madrid, 1982 (cuarta edición).
W ie e in R e c ita tiv , je d o c h g an z im T a k t
Versión original
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Que la primera version se centre en el Do sostenido (el tono que Hin demith, en sus posteriores deliberaciones, asignó a estados fijos e inevi tables) en lugar de, como en el segundo caso, en el Mi bemol (el símbolo 203
de la pureza), me parece un precio módico a cambio del glorioso recita tivo que ofrecía el original. Con las reiteraciones neogregorianas de su acompañamiento estilo órganum, con una declamación no obstaculiza da por preocupaciones métricas convencionales, éste es uno de los pun tos álgidos del primer grupo de canciones. En la última versión, Hinde mith sucumbe a su predilección por los ritmos de máquina de coser y las armonías simplonas y, en el proceso, relega el inspirado monólogo in terior de Rilke a un aparte sin trascendencia. En la sexta canción («Verkündigung über den Hirten»), el texto «Vo sotros, los sin miedo, sabed vosotros cómo reluce el porvenir en vues tros expectantes rostros»4 recibe el siguiente tratamiento:
Versión original
4 Obras de Rainer M aría Rilke; traducción y edición de José María Valverde, © de la ver sión española: Plaza y Janés, 1971. Plaza y Janés, S.A., editores. Barcelona, 2a edición, febre ro 1971.
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1 mf Versión revisada
Creo que la comparación habla por sí sola: el original contrasta las preocupaciones pragmáticas de los pastores con la febril determinación del mensajero a comunicarles el inminente resplandor. Lo hace a través de la soberbia independencia de su contrapunto y con una ayuda de las divisiones tres contra dos de las partes del compás; la segunda versión, por otra parte, introduce varias de las tarjetas de visita del último pe ríodo de Hindemith: las figuraciones del teclado tipo Hanon, las dupli caciones innecesarias, el sacrificio de la imaginación rítmica ante el al tar de la afirmación cadencial. No se percibe ninguna dualidad de pro pósito, ninguna necesidad de esfuerzo en la intervención angélica; estos . pastores son una audiencia cautivada. Desde luego, hay momentos en que la preocupación de Hindemith por la claridad arquitectónica hace una contribución a la segunda M a rienleben. «Vor der Passion» (núm. 10), por ejemplo, tal como está en la versión original, es posiblemente el roce más cercano de Hindemith con la atonalidad; pero la naturaleza de su arte nunca encajó bien con un régimen divorciado de los centros tonales y, aunque su intención de transmitir a través de la ausencia de éstos un estado de dolor inexpre sable es suficientemente clara, el autor no lo hace todo de hecho con tan205
to éxito. Aunque en la segunda version esta canción permanece tonal mente confundida, Hindemith sí añade peso de una forma más cuida dosa a la relatividad de su disonancia. En ambas versiones, las canciones más largas están regidas por con ceptos de tipo variación. «Die Darstellung Mariä im Tempel» (núm. 2) es una passacaglia que ofrece veinte realizaciones (diecinueve en la re visión) de un motivo eií el bajo de siete compases con propiedades interválicas totalmente diferentes en las dos versiones. La primera de las tres canciones dedicadas a la muerte de María (núm. 13) emplea un bajo ostinato para los segmentos externos de su forma ternaria, mientras que la núm. 14 («Vom Tode Mariä II») es un tema convencional con seis variaciones no tan convencionales. Cabría esperar que estas estructu ras se beneficiarían, en sus segundas encarnaciones, de la vasta acumu lación de experiencia como contrapuntista de Hindemith. Y hay, desde luego, momentos en que el control de las relaciones cromáticas, detalles de la conducción de las voces, están más seguramente próximas en la segunda presentación. Ocurre con mayor frecuencia, sin embargo, que la excelente interacción contrapuntística entre voz y piano, que en la pri mera versión ofrece texturas que rivalizan con la fluidez armónica de un trío sonata de Bach, se vea reemplazada en la segunda por figura ciones de teclado predecibles y una escritura vocal poco imaginativa.
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Las canciones en las que la propia María figura en primer plano es tán invariablemente limitadas al ritmo ternario. Todo el primer grupo está organizado de esta forma, con armaduras de 3/4 para «Geburt Ma riä» y «Die Darstellung Mariä im Tempel», de 6/4 para el «Mariä Ver kündigung» y de 12/8 y 9/8 para «Mariä Heimsuchung». En sus últimos años, estos ritmos, especialmente en los tempos lentos, comprometieron con frecuencia la obra de Hindemith; éste los empleaba a menudo para transmitir estados de calma tipo canción de cuna y, casi invariablemen te, los asociaba con cierta satisfacción de sí mismo del motivo y la ar monía. Ni siquiera en la versión original se supera del todo esta tenta ción —los elevados toques melódicos gregorianos de «Geburt Mariä» es tán apoyados por algunos acordes V-I resueltamente pedestres—, pero la imaginación armónica de Hindemith funciona en una velocidad alta en todo el ciclo y salva la situación casi siempre. Con las canciones 5 y 6 («Argwohn Josephs») y «Verkündigung über den Hirten»), Hindemith abraza ese estilo que a lo largo de su vida ins piró sus mejores composiciones. El realismo orientado hacia el trabajo de José (núm. 5) y la prosaica desgana de los pastores de aceptar la re velación (núm. 6) son transmitidos a través de una energía motriz des 207
piadada, con motivos abarrocados firme y cómodamente instalados en un ritmo binario, sólido como una roca. La canción núm. 7 («Geburt Christi») —una de las sólo tres en las que Hindemith se molesta de hecho en inscribir el ritmo predominante en la partitura— es en realidad una elisión métrica (3/4, 2/4) y ofrece también uno de los raros intentos del compositor en la politonalidad. Dado que Hindemith no proporcionó un análisis de la versión original, sólo pueden hacerse conjeturas sobre el significado de estas relaciones bitonales y bimétricas; la explicación obvia tiene relación con el concep to de la apariencia de Dios hecho Hombre, de lo celestial que adopta la forma terrenal. En efecto, la sorprendente ambigüedad de esta canción (en apariencia una amable canción de cuna) es subrayada en la parte del teclado inmediatamente después de las palabras finales: «Él irradia alegría». La respuesta del piano es una atroz disonancia —un 6/4 en Do sostenido mayor en la mano derecha apoyado por los tonos de la tónica y la dominante de Do mayor en la izquierda—. Es como si en el momen to del nacimiento de Cristo la Virgen contemplara el sufrimiento que de para el futuro, y se nos recuerda, una vez más, que tanto Rilke como Hindemith están contando su historia totalmente desde el punto de vis ta de María. Para la canción núm. 8 («Rast auf der Flucht in Ägypten»), Hindemith regresa al ritmo ternario (¡pero un ritmo ternario muy acelerado, obsér vese!) y ofrece uno de los minidramas más impresionantes de la litera tura del lieder. (En efecto, sólo recuerdo otra canción escrita en este si glo que trate se expresar tantos estados de ánimo dentro de un lapso tan breve: la pieza inicial, «Canción de un vagabundo en otoño», del gran ciclo «Canciones de los últimos años» de Ernst Krenek). «Flucht in Ägyp ten» toca todos los estados de ánimo pertinentes: el frenético apresura miento de la huida (un impulsivo Do menor lebhaftlich), la calma de Je sús frente a la preocupación de sus padres (una serie de recitativos que alternan con ravvivandos frustrados) y, por último, el «descanso» en sí (veinte extáticas elaboraciones de un ostinato en La bemol mayor). El drama de tipo convencional, desde luego, no fue nunca el fuerte de Hindemith —su preocupación brahmsiana por la pertinencia pura mente musical impedía todo abandono a efectos teatrales abiertos, pero aquí, en poco más de cuatro minutos, evoca un paralelismo musical para cada gesto, cada impulso, cada inclinación del texto. Sospecho que el se creto de su deslumbrante éxito con esta conmovedora canción de carác ter único es el desafío que la secuencia recitativo ravvivando ofrece a sus sostenes motrices. Como muchos compositores para quienes las com 208
pulsiones rítmicas estaban vinculadas a una preocupación formalista más generalizada —Mendelssohn, por ejemplo, o Bruckner, quizá— Hin demith estaba, de manera bastante perversa, en su mejor forma en los momentos de transición, momentos que en realidad amenazaban el con tinuo motriz. (El vínculo tripartito secuencial entre el tercer movimien to y el cuarto del Quinteto para cuerda de Bruckner, por ejemplo, cons tituye sin duda el momento más espectacular de la producción de ese compositor tan incomprendido). Al igual que «Flucht in Ägypten», «Hochzeit zu Kana» (num. 9) está concebida como un decrescendo dramático, rítmico y dinámico y pasa directamente a la primera de las canciones de la Pasión («Vor der Pas sion», núm. 10). Ésta va seguida de las dos canciones más sencillas del ciclo («Pietà» y «Stillung Mariä mit dem Auferstandenen»); las dos que, como se ha señalado antes, aparecen prácticamente intactas en la se gunda versión. Como ya se ha dicho, las dos primeras canciones sobre «El tránsito de María» tienen propensión a la variación: «Von Tode Mariä I» utiliza el bajo ostinato de sus segmentos externos para enmarcar un espléndi do canto con recitativo. En «Vom Tode Mariä II» (tema y variaciones), Hindemith está una vez más en un terreno politonal algo precario. El tema en sí, consignado al piano, funde elementos de Do menor y de Do sostenido menor y se abre paso hasta una cadencia no del todo convin cente en Re mayor. La canción está subrayada por dos magníficas va riaciones en canon (núms. 3 y 4), en las que la tonalidad de Re asume una importancia fundamental, y una coda magistral (variación 6). Esta secuencia ofrece una ingeniosa división del trabajo: a los registros su periores del piano se les asigna un ostinato de canon basado en el mo tivo estilo canto fúnebre de la mano izquierda que, en el tema, repre sentaba la muerte de María; mientras tanto, a la soprano se le asigna la parte más baja, suspendida bajo la inspirada monotonía del teclado y dotada de una versión truncada de los motivos originales de la mano de recha del piano; éstos, tomando un préstamo del léxico tonal de Hinde mith, definían lo «inexorable» de la «entrada de María en el infinito». Con este golpe inspirado de contrapunto invertido que invierte, a su vez, los papeles, Hindemith alcanza una imaginería de una convicción única: el contrapunto perfecto del concepto de Resurrección. La capacidad de resumir una obra de fondo nunca fue un punto fuer te de Hindemith (en esto también comparte una tendencia con Brahms y Bruckner). Hindemith carece de un impulso último, de transforma ción —la voluntad, quizá, de dejar de lado la carga del desarrollo del mo209
tivo— la misma cualidad mediante la cual, como ocurre con tanta fre cuencia en los compases finales de una ópera de Wagner o de un poema sinfónico de Strauss, los propios hilos del motivo se vuelven en última instancia inmateriales. Las codas de cualquier grupo de las mejores com posiciones tipo sonata de Hindemith corren peligro por esta incapacidad de trascender su material, este impulso de exhibir con concreción aún mayor el proceso de su elaboración. En las sonatas para piano, por ejemplo, las codas están con frecuencia desfiguradas por rellenos de tríadas innece sarias, racimos de acordes en registros inoportunos y una predilección temática cuya mejor definición quizá sea, «en caso de duda, aumentar». Desearía mucho poder afirmar que «Vom Tode Mariä II» es la excep ción que confirma la regla. Esta canción final, sin embargo, contempla cómo Hindemith sucumbe de nuevo ante sus familiares tentaciones en los finales. Aunque su segmento central le halla en su estado de ánimo de trío-sonata más ágil, su tema principal transforma los motivos del na cimiento de María en un enérgico alia breve, con octavas duplicadas en registros del teclado separados entre sí cinco octavas, y el acorde de cuar ta final —quintas abiertas en Do y Si bemol, respectivamente— es su brayado por un incómodo refuerzo final en las regiones superiores del tiple. Es el tipo de gesto final que cabría quizá apoyar como posludio mu sical a una reunión de la Leal Orden del Alce Imperial, pero que no sir ve, categóricamente, de conclusión más apropiada para una composición sobre el milagro de la trascendencia. Como consecuencia, la obra termi na a la ligera y sin referencia emocional a la intensa atmósfera piadosa que en otros momentos la impregna. Y me entristece admitir este punto porque, como puede que el lector haya inferido ya, creo firmemente que Das Marienleben, en su forma original, es el mayor ciclo de canciones que se ha escrito jamás. Nota al pie de página: En una anotación fechada en enero de 1949, un crítico extraordinariamente distinguido observaba lo siguiente en su diario: «La Marienleben ha sido escrita de nuevo. Antes, como confiesa P.H., era sólo una demostración de fuerza. Algo tuvo que ser superado, y todo el que crea quizá que esto pueda ser resultado de la inspiración estaría totalmente equivocado.» El crítico era Arnold Schoenberg, quien, según su biógrafo H.H. Stuckenschmidt, sentía «más simpatía por las dotes de Hindemith de lo que gustaba a los schoenbergianos ortodoxos» y quien «juzgaba las correc ciones (a la Marienleben) con desagrado». Lo mismo digo. 210
SONATAS PARA PIAN O DE SCRIABIN Y PR O K O FIE V 1 La evolución de la música rusa en el siglo xix puede dividirse en tres fases distintas. La primera fase fue la época importante, la consecuen cia de todas aquellas producciones de ópera italiana y farsa francesa pa trocinadas por la corte que constituían la cultura de salón, estilo Petersburgo, hacia 1800. Esta fase culminó en las primeras obras de Mijail Glinka, esas superficiales compotas de los galops allegro-furioso del pe ríodo intermedio de Beethoven, el método armónico de Ludwig Spohr y las mejores melodías de Fanny Mendelssohn. Todo lo que el zar Pedro había encomendado a su pueblo se cumplió: su música, al igual que su arquitectura, se había convertido en una pálida pero impecable copia de lo mejor que ya no servía a Occidente. Glinka sirvió de puente hacia la segunda fase: una tenebrosa bús queda de identidad que distinguió la obra de sus sucesores inmediatos, como Modesto Mussorgsky y su búsqueda singular del alma rusa. Los instintos de Mussorgsky eran los del esteta de café, ese tipo de buen co razón pero irrevocablemente disoluto que, en sus raros momentos de lu cidez, se apoderaba de una idea noble y, sin inhibición por consideracio nes de carácter técnico, la plasmaba en un loco estallido de entusiasmo creativo. Pese a la torpeza desvergonzada de su estilo, Mussorgsky sig nificó la mayoría de edad musical de Rusia. Después, coincidiendo parcialmente con Mussorgsky, llegó la tercera fase: la generación de la exportación. El artista de este período que más éxitos cosechó y, de hecho, el único compositor ruso de su época con atractivo universal fue Peter Illich Tchaikovsky, hombre de una facili dad absolutamente superior, pudo adoptar o desdeñar la influencia de nacionalistas como Mussorgsky dependiendo de la ocasión, y sigue sien do hasta la fecha la principal atracción turística de la música rusa. La carrera de Tchaikovsky fue una refutación triunfante de la idea de es trechez de miras rusa, como la del cosmopolita del siglo XX Sergei Pro kofiev. Sin embargo, aun en la época de Tchaikovsky, las austeras re flexiones de la música rusa no habían llegado aún a su fin y el protocolo línea del partido de la generación posrevolucionaria es, en cierto senti 1 Notas para la carpeta del disco Columbia MS 7173, 1969.
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do, un retroceso hacia, y/o una ampliación de la búsqueda mussorgskiana. Pero, sin comprometerse con una excelente línea personal, unos cuantos artistas rusos han logrado combinar la introspección de Mus sorgsky y la extraversión de Tchaikovsky en un estilo cuyo mejor cali ficativo quizá sea «místico». Entre ellos destaca Alexander Scriabin, que tenía veinticinco años cuando escribió su Tercera sonata para piano, en 1897, y que se hallaba entonces al borde de algunos de los experimentos armónicos más fascinantes que se han intentado en los tiempos moder nos. (La obra de su última época, incluyendo la última media docena de sus diez sonatas para piano, explora, a través de una curiosa mezcla de determinación y espontaneiddad, una actitud hacia la armonía y su in teracción con la figuración melódica que complementa, si no presagia exactamente, la obra de Arnold Schoenberg.) La Tercera sonata, sin embargo, es un ejercicio de un diseño más con vencional. Obra de duración sólo moderada (su tiempo de ejecución es ligeramente superior a los veinte minutos), los cuatro movimientos de la sonata ofrecen un perfil de impresionante gravedad sin hacer, en nin gún momento —salvo quizá en unas cuantas secuencias en el final— que se confunda ocupación con complejidad, envergadura con grandeza o repetición con unidad, como tienden a hacer a veces las sonatas y sin fonías de compositores más recientes como Miaskovsky y Shostakovich. Según numerosos análisis, las primeras obras de Scriabin muestran la influencia de Chopin, una afición por las cantilenas lánguidas y las figuraciones alto-tenor atallarinadas. Pero si lo hace, ¡seguro que era Chopin con una diferencia! El valioso Frédéric apenas siguió nunca una estructura a gran escala con el ímpetu que confiere Scriabin a esta so nata, resolviendo los problemas arquitectónicos que plantea el rubato in terpretativo, adornando con ambigüedad intrapárrafo los cambios de to nalidad seguros y limpios de sus modulaciones primarias. El primer movimiento es típico. Es un allegro de sonata expansivo y declamatorio en el que la agridulce nostalgia del segundo grupo temáti co es contenida por los presentimientos de las interpolaciones de doble punteado del elemento rítmico principal del tema primario. Es «música para leer Cumbres borrascosas»: una pieza hipnótica y egocéntrica que presagia muerte. El segundo movimiento es un scherzo de compás angular: un desa fiante motivo primario en la mano izquierda y una serie de torsiones ar mónicas en ambas estilo Vincent d’Indy. En el tercer movimiento, Scria bin dirige su infalible sentido armónico a la tarea de socavar los climas 212
cadencíales previstos. Siempre que la gelatinosa textura cromática poswagneriana parece augurar un clima enfático Heldenleben, Scriabin se hace recatadamente a un lado y reitera la frase recién concluida con ela boraciones, sólo para apartarse otra vez. Hay una notable perspicacia, casi pavloviana, en la psicología del re chazo de esta música. Pese a todos los ecos eufónicos, es la antítesis del método semiimprovisador de Richard Strauss, aun cuando la primera vez que se escucha sugiera de hecho el sonido de piano de cóctel que sue na en los mejores bares de la calle Cincuenta y nueve («Y le dije, ‘Mars ha, querida, el conjunto es absolutamente bárbaro’ ... Camarero, ¡aquí, por favor!» —«Ya, bueno Harry, yo creo que J.D. está a punto de salir de Piedra Angular Consolidada».) En cualquier caso, el final de Scria bin, un tratado sobre las posibilidades verticales de un continuo rítmi co, sólo permite el silencio. Cuando Sergei Prokofiev terminó su Séptima sonata para piano, en 1942, la música soviética disfrutaba de una aclamación sin precedentes en los principales centros musicales de Norteamérica. Eran los días en que los magnates de Wall Street recorrían ruidosamente el país hacien do propaganda a favor de suscripciones para la ayuda de la guerra rusa, cuando Stalin se transformó por breves instantes en el «tío José» y cuan do la partitura de esa monstruosidad motriz que es la Séptima sinfonía de Shostakovich fue enviada a Nueva York para que Stokowski y Tos canini pudieran competir por el honor de su estreno (¡ganó Toscanini!). Bueno, el entusiasmo americano por productos menos distinguidos de ese período como la Séptima de Shostakovich se apagó con la era de Joseph McCarthy, y la mayor parte de los que inflaron poemas sinfóni cos eslavos con primeros temas que describían el heroísmo de la prime ra línea mientras los motivos secundarios rendían homenaje al valeroso sacrificio de las doncellas vestidas prematuramente con el luto de las viudas ha desaparecido hace tiempo del repertorio estándar. Pero hay excepciones, y al igual que su Primera sinfonía, compuesta en 1944, la Séptima sonata de Prokofiev está hecha para durar. El autor comenzó a trabajar en ella durante la agitada tregua del Pacto de no Agresión del camarada Molotov y herr Von Ribbentrop de 1939, e insistió en ella, de cuando en cuando, hasta 1942, cuando, con la retirada del mariscal de campo von Bock de los suburbios de Moscú, la «Operación Barbarroja» hubo sufrido su primer revés de verdad; un augurio de las perspectivas de la propia Europa «Festung». Y la sonata, con su esquizofrénica oscilación de estados de ánimo y 213
su nerviosa inestabilidad tonal, es sin duda una pieza de guerra. Está llena de esa mezcla exclusivamente prokofieviana de lamentación agri dulce, intensidad percusiva y lirismo «allá vamos con la gracia de una política exterior más juiciosa». Pero, pese a toda su heterogénea extravagancia, es una obra extraor dinaria. Su primer movimiento contiene no sólo parte de la mejor mú sica de Prokofiev, sino, con abierto desprecio del credo de accesibilidad instantánea de la musicología soviética, quizá lo más cercano a un plan armónico atonal que haya empleado alguna vez el autor. En compara ción, el segundo movimiento, con un tema principal bastante empalago so, contribuye a cumplir el cupo del colectivo del compositor, y el final, con un compás de 7/8, es una de esas toccatas estilo «justo cuando nues tras líneas están empezando a desmoronarse llega otra columna de nues tros invulnerables tanques aun cuando resulte que son Sherman y ha yan llegado, en préstamo y arriendo, a Murmansk la semana pasada». Los subtítulos que Prokofiev añade al tempo de estos movimientos son singularmente evocadores, tanto de la pieza como de su época: Alle gro inquieto, Andante caloroso y, por último, para la toccata, Precipitato.
LA M ÚSICA EN LA U N IÓ N SOVIÉT ICA1 Es casi imposible coger hoy día periódico o revista sin encontrar al gún suelto sobre la crisis actual de las artes en la Unión Soviética. Para recordar sólo unos cuantos de los temas que han merecido aparecer en titulares recientemente: hubo la súbita caída en desgracia del famoso y joven poeta ruso Yevgeny Yevtushenko, que sólo la pasada primavera se paseaba por los cafés de Greenwich Village leyendo su poesía a los beatniks americanos; después vino la deserción por sorpresa de su país natal del pianista Vladimir Ashkenazy, que parece haberse resuelto amistosamente por el momento, pero que recuerda la petición de asilo político del año pasado del bailarín Rudolf Nureyev. Luego hubo la ocasión, hace unos meses, en que el señor Jruschov, llevado a su primera visita a una exposición de arte abstracto, respon dió, como antes que él hicieron muchos otros visitantes frustrados, orientales y occidentales, insinuando que podría hacerlo mejor el rabo 1 De una conferencia pronunciada en la Universidad de Toronto en 1964.
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de una vaca dando brochazos sobre un lienzo. Esta opinión apenas se habría distinguido por la originalidad de su invectiva de no haber sido porque, en cuestión de días, el Ministerio de Cultura intervino recor dando que la abstracción nunca había sido considerada beneficiosa para los intereses del pueblo soviético, que era una tendencia decadente de la sociedad burguesa y que los artistas que estuvieran pensando en este estilo debían recordar su deber de comunicarse con el hombre corriente y renunciar a cualquier lenguaje esotérico que su público no pudiera comprender con facilidad. Quizá el incidente de este tipo más asombroso fuera la repentina sus pensión de la publicación en un periódico soviético de las memorias por capítulos de Ilya Ehrenburg, un bolchevique de la vieja guardia donde los haya, así como un escritor cuya carrera había tendido a servir de ve leta del ambiente artístico de la Rusia posrevolucionaria. Quizá no sea casual que la obra más famosa de Ehrenburg fuera una novela titulada E l deshielo, escrita pocos años antes y en la que predecía que pronto se iba a sentir un ambiente más productivo de libertad artística en toda la nación soviética. Esta obra fue considerada, de hecho, por numerosos conservadores occidentales como un indicio de que se iba a producir una liberalización gradual del control artístico por parte del gobierno sovié tico y de que, con la subida al poder del señor Jruschov, se acabarían las opresivas restricciones de la era de Stalin. Hasta hace poco, esto es lo que ha parecido, en efecto, que ocurría. Bueno, es probable que tengamos más noticias aún sobre la tortura da situación en la comunidad artística soviética, ya que hace sólo unas semanas se convocó una sesión especial del Comité Central del Partido Comunista para emitir juicios concretos sobre la trayectoria del arte so viético y establecer las normas a las que ese arte debe ajustarse. Nadie sabe, desde luego, cuáles serán exactamente los resultados prácticos de esta reunión, pero es casi seguro que, al menos durante algún tiempo, las ventajas duramente obtenidas de la libertad artística se verán frus tradas una vez más. No es ésta, por supuesto, la primera vez que el gobierno soviético ha considerado oportuno meterse en el papel de empresario y proporcionar a los miembros de las profesiones artísticas una legislación que éstos, si quieren conservar sus posiciones relativamente prósperas en la socie dad soviética, deberán observar. En efecto, las extrañas relaciones del gobierno soviético con la comunidad artística han provocado una situa ción prácticamente inconcebible en términos occidentales y que parece seguir una pauta cíclica de armonía que alterna con el desencanto entre 215
las dos facciones. Dentro de esta pauta cíclica hay, en mi opinión, cier tos criterios que se prestan a trazar, como diría el analista de Bolsa, el panorama a largo y corto plazo del derrotero del arte soviético. Y así, basándome en mis observaciones de estas tendencias cíclicas y confian do en tener mejor suerte que con mis predicciones sobre la Bolsa, voy a tratar de construir una teoría que nos permita aventurar ciertas pro yecciones sobre el futuro del arte soviético. Primero, a largo plazo. Esto se basa en la pauta de conflicto entre el gobierno y las artes durante los años transcurridos desde la revolución. Uno de los indicadores aquí es que, siempre que la economía soviética disfruta de una tasa de crecimiento próspera, los comisarios políticos tienden a mantener una actitud más de laissez-faire hacia la excéntrica conducta de la comunidad artística y hay, asimismo, una tendencia a enfocar de un modo menos fervientemente nacionalista las relaciones ar tísticas con otros países. Por otra parte, en los períodos en que las cosas no van tan bien, ya sea en el campo de las relaciones externas o de la economía interna, tiende a haber un control mucho más estrecho de las artes, una exigencia de sometimiento y una preocupación por el nacio nalismo. De hecho, el aparato político tiende a creer que, por el bien de la nación, hay que poner en seguida a la comunidad artística bajo una vigilancia muy estrecha. Uno piensa inmediatamente en las circunstan cias que rodearon las purgas de Stalin de 1936 y 1937. Estas purgas fue ron dirigidas a casi todos los niveles de la sociedad soviética e incluye ron el encarcelamiento o la matanza directa de dirigentes del ejército y de la gestión industrial, así como del propio Partido Comunista. En efec to, en relación con la violenta sangría de esa época, las represalias con tra miembros de la comunidad artística parecen relativamente insigni ficantes. No obstante, esos años produjeron las opiniones burocráticas más inflexibles aplicadas al arte en cualquier Estado moderno. Pero pensemos por un momento en la situación política externa de aquella época. En 1936, el gobierno soviético estaba completamente me tido en el segundo Plan Quinquenal y, pese a que nada cuestionaba por el momento la consolidación del Estado revolucionario, existía la ame naza más grave del predominio del fascismo en Europa occidental. No sólo Alemania e Italia eran motivo de preocupación política; había tam bién en aquel momento un movimiento fascista bastante significativo en Francia; y, debido a todas estas dificultades, hubo que decidir con sumo cuidado el alcance del compromiso soviético con la guerra civil es pañola, habida cuenta, en especial, de que la Unión Soviética no estaba en modo alguno preparada para un conflicto armado importante. La res 216
puesta de Stalin a esta amenaza externa fue sospechar que todo el mun do en casa y en el extranjero era un enemigo del Estado en potencia. Éste fue el contexto en el que tuvieron lugar las terribles purgas de aque llos años y se impusieron las limitaciones a la libertad de expresión, ar tística y otras. Se pueden trazar muchos otros paralelismos de este tipo entre incertidumbre y tensión políticas y restricción artística, aunque no hubo más purgas artísticas tan espectaculares como ésa. No obstante, en 1949 y 1959 se produjeron algunas severas denuncias de las libertades que se tomaban los artistas soviéticos, en un momento en que la tensión que se acumulaba en torno a Corea estaba a la orden del día como máxima cuestión internacional y en que la Unión Soviética, dado que no podía lograr entonces el equilibrio nuclear con Occidente, estaba de nuevo su mamente nerviosa por un conflicto internacional de envergadura. En esa época se ordenó a los compositores soviéticos que no emplearan nin gún estilo musical más avanzado que el del difunto Sergei Rachmani noff; una elección bastante desafortunada, ya que Rachmaninoff, aun que sin duda el modelo conservador prescrito, tenía la desventaja polí tica de haber fallecido mientras residía en los Estados Unidos. Trayendo el asunto a nuestros días, llegamos a la presente serie de incidentes, la mayor parte de los cuales ocurrieron —no demasiado ca sualmente, sospecho— durante las actuales dificultades políticas del se ñor Jruschov. Sin duda no es casual que empezáramos a tener noticias de la imposición de severas medidas a los artistas en un momento en que las suertes políticas del señor Jruschov, debido a Cuba, debido a Laos y debido a la creciente ruptura con Pekín, estaban en baja. A partir de 1936, la atención que prestaba el Ministerio de Cultura soviético a la vida y la obra de todos los músicos del país —y, más es pecíficamente, sus pronósticos sobre el futuro de la música en la socie dad soviética— se habían basado por completo en un análisis histórico totalmente insostenible. La música y todas las artes, da a entender esta teoría, son siempre los símbolos, los reflejos, de su época. Por consi guiente, una era de progreso social se reflejará en una música de gran vitalidad, y una era de estancamiento social se reflejará en una música de naturaleza decadente y diletante. El arte posee supuestamente un va lor absoluto consecuencia del valor de la sociedad de la que procede. Huelga decir, al estudiar el pasado, que no es indulgente con un artista concreto que ha podido ir mucho más lejos que su época y que posible mente, por alguna forma de conducta —incluso una totalmente desco nectada de su producción como artista—, haya desafiado a la sociedad 217
en que vivió. Beethoven es el punto de referencia favorito de esta extra ña seudorausicologia que se practica en la Unión Soviética. Se afirma que Beethoven refleja en su música el carácter fundamental del período revolucionario francés y, en consecuencia, genera un sentido inequívoco de desagrado por la aristocracia de su época. Y así, incluso en los años de hambre más restrictivos de la política musical soviética, Beethoven fue la figura histórica favorita, aunque este entusiasmo no evitó que la Novena Sinfonía se interpretara con un texto socialista en lugar de la «Oda a la alegría» de Schiller. Bach, desde luego, fue un poco más difícil de explicar. De hecho, en los años inmediatamente anteriores a la II Guerra Mundial, Bach, aun que seguía siendo objeto de estudios académicos y de la práctica de los conservatorios, era considerado peligroso para el proletariado por sus pronunciadas inclinaciones eclesiásticas. Me congratula decir que esto ya ha sido remediado, como indica una reciente charla de la señorita Svetlana Vinogradova en el Conservatorio de Moscú. La señorita Vino gradova ha sido obviamente infatigable en sus investigaciones y en su intento de restituir Bach honrosamente a las masas. Se ha abalanzado sobre la observación de Friedrich Engels de que «Bach fue un destello de luz que brillaba en la oscuridad de una degradación total», que es sin duda una aprobación que cualquiera puede usar. La señorita Vinogra dova continuó diciendo que «algunos críticos soviéticos han escrito que la música de Bach es demasiado rígida, demasiado forzada. Ello es por que Bach fue reprimido por la sociedad feudal en descomposición en la que vivió. No obstante, le apreciamos porque sus melodías son, en el fon do, la música del pueblo. Ésta es la base del genio melódico de Bach: su proximidad con el pueblo». Es extraño que piense así: Bach, con toda su simplicidad aburgue sada como persona, es el máximo ejemplo en la música de genio total mente desconectado de su época, no porque en el sentido histórico, cro nológico, estuviera por delante de ella, sino porque todo lo más signifi cativo en su música miraba hacia atrás, hacia una época de gloria poli fónica que se había cerrado hacía tiempo para el mundo que le rodeaba. Pero no se lo digamos a la señorita Vinogradova; sólo la desconcertaría. Andrei Olkhovsky, en su perspicaz análisis de la estética musical en la Unión Soviética (Music Under the Soviets: The Agony of an Art, M ú sica con los soviets: la agonía de un arte, Nueva York, Praeger, 1955), ha observado que «la esencia de la metodología del arte del Partido se re duce a enseñar que el arte es una superestructura sobre los cimientos 218
económicos y que, como tal, siempre es un fenómeno de clase, y que en la esfera del arte no hay ni puede haber valores independientes, neutra les y apolíticos». En la jerga de la estética soviética, el epíteto más mor tal que se utiliza para dar fuerza a estos rígidos conceptos es una pala bra que ha caído en un desuso tal en Occidente que en la actualidad ca rece prácticamente de una traducción exacta: «formalismo». Puede ser traducida con la máxima generosidad como todo lo relativo al arte cuyo único oficio y objetivo es su propia existencia: en otras palabras, el arte por el arte. Pero en la Unión Soviética se viene usando tan indiscrimi nadamente en el último cuarto de siglo que hace tiempo que ha perdido todas las connotaciones e implicaciones críticas de eclecticismo y carác ter académico que quizá poseyera en un principio. Puede aparecer, y aparece, en los lugares más inverosímiles y ser aplicada por las perso nas más inverosímiles. Como dijo un compositor checo perseguido: «El formalismo se aplica a lo que está escribiendo un colega.» La sugerencia subyacente es, desde luego, que el propósito del arte no es servir a su propio fin del cual cada hombre sacará lo que decida sacar, sino, por el contrario, servir al fin de un Estado omnisciente, lo que debe transmi tirse por reflejo estético a las masas asistentes. El «razonamiento» de la musicología soviética, si cabe dignificarlo con ese término, está basado, naturalmente, en la creencia de que el arte depende de la sociedad para su raison d'être y que, a su vez, el arte debe hacer la crónica y ser com plemento de la metamorfosis del Estado. Incluso dentro de la argumen tación de la validez del arte como fuerza social (y hay grandes reservas a eso), la sociedad soviética rechaza la facultad crítica del arte —la po sibilidad de que el artista desapruebe al Estado— al tiempo que aclama esas mismas virtudes inquietas en artistas de épocas anteriores. Recha za, de forma similar, la dirección individual de la conciencia de un ar tista, en la que puede que la vitalidad de éste exista sólo en una expre sión de contradicción con los objetivos de la sociedad. Pero, sobre todo, hace superficial y tímido todo lo más genuido del carácter del artista: la relación inconsciente, indeterminada y subliminal de la obra de un hombre con la sociedad de la que procede. Difícilmente puede determinarse la relación de un artista con una so ciedad por la conformidad del primero con los supuestos mejores inte reses de esa sociedad; su obra puede, en un sentido apreciativo, produ cir su efecto, su reacción, muchas generaciones después de su propia épo ca, como ocurrió con la de Bach. Y, por tanto, la suposición de que el arte del presente es totalmente necesario para la salud presente de la comunidad sigue siendo discutible. Como mínimo, hay que reconocer 219
que si el bien de la comunidad no augura por fuerza el bien del arte, los valores que en un sentido artístico podrían ser los más preciados no pue den ser juzgados, por tanto, por su contribución al bienestar de la co munidad. En resumen, el arte puede desempeñar su papel apropiado —lo que en algunos casos es decir ningún papel en absoluto— sólo cuan do se le permite quedarse completamente fuera de las relaciones de bien y mal morales que se construyen para gobernar a la comunidad; debe permanecer, como expresó Jacques Maritain, «no comprometida». La pregunta es, sin embargo: ¿Qué es lo que hace tan incómoda la relación entre la política y el arte en la Unión Soviética? ¿Qué es lo que hace que esa nación se aferre de forma tan provocadora al concepto de que los objetivos del arte y los objetivos del Estado deben ser los mis mos y que los artistas deben existir, como cualquier otro grupo de tra bajadores, para servir al fin presente del Estado? Resulta cómodo poder decir que es la propia naturaleza del Estado comunista —cómodo, aun que no es una explicación realmente satisfactoria—. Cierto es que la éti ca del comunismo tiende a exigir una subordinación del interés perso nal a las necesidades de la sociedad, tiende a censurar el proceso de co municación cuando el pensamiento o el análisis que se comunica, inde pendientemente de su verdad, va en contra de los intereses actuales de la comunidad. Pero entonces se recuerda que en Polonia y en Alemania del Este, por ejemplo, la mayoría de los artistas pueden comunicarse den tro de cualquier vocabulario que elijan, siempre que se traten con dis creción los temas políticos. Allí, músicos y pintores y (con la reserva an tes citada) escritores tienden a expresarse más o menos con la misma variedad de idiomas empleada actualmente por sus homónimos en Oc cidente; en resumen, muchos de los pintores de esos países utilizan el mismo idioma abstracto que provocó las iras del señor Jruschov el otoño pasado. Los compositores tienden a estar orientados hacia las técnicas contemporáneas significativas y a emplearlas, especialmente las de van guardia, como los sistemas de Arnold Schoenberg y sus seguidores, abo minadas y prohibidas en la Unión Soviética. Habida cuenta de que estos Estados satélites son tan resueltamente comunistas en aspiraciones (si bien aún no en realización) como la Unión Soviética, hay que concluir que no es el comunismo en sí lo que provoca esta situación. No, yo creo que la causa reside mucho antes en la historia del pueblo ruso, que la situación presente no fue creada por el Estado comunista durante su relativamente breve andadura, sino que es sólo el último ejemplo de un largo problema histórico. En las artes, y particularmente en la música, Rusia ha seguido una trayectoria muy diferente de la de 220
cualquier nación occidental. En primer lugar, no hubo en Rusia música de ningún compositor nativo de importancia hasta el segundo cuarto del siglo XIX. Cuando Beethoven ya había muerto, cuando compositores tan relativamente modernos como Wagner y Berlioz eran jóvenes, Rusia no había podido producir aún un solo compositor de cierta importancia. Para ampliar un poco la perspectiva, retrocedamos más aún, aproxima damente ciento cincuenta años, y recordemos que al final del siglo XVII, cuando compositores como Bach y Haendel ya habían iniciado sus carre ras, ningún músico familiar para el oído occidental se interpretaba si quiera en Rusia. No fue hasta alrededor del año 1700 cuando, bajo la in fluencia de algunos zares bastante liberales, en particular de Pedro el Grande, la corte y la aristocracia comenzó a catar, en gran medida por la compulsión de estar a la última, los divertidos productos del arte oc cidental. La realidad es que hasta entonces la música en Rusia estaba contro lada por una autoridad mucho más enérgica que el actual Estado comu nista: la Iglesia ortodoxa. La creencia ortodoxa mantenía que la música era una práctica muy pecaminosa que podía minar la moral de la na ción, y legisló la aparición de cualquier ingrediente musical dentro de sus servicios; sólo era lícito el cántico más estricto. Toda la música pro fana (salvo, supongo, los sonidos espontáneos emitidos por un aristócra ta moscovita cantando en lo que sirviera de bañera en aquella época) es taba prohibida. En consecuencia, existía en Rusia una distinción abso luta entre el uso sagrado de la música y su aplicación profana; y la res tricción implícita en la preocupación de la Iglesia por el cántico —una sola línea musical cantada sin acompañamiento, sin adorno de armonía alguna de otras líneas musicales— hizo imposible que se comprendiera en Rusia la experiencia musical del Renacimiento: la naturaleza de la música renacentista era, desde luego, una preocupación por el adorno musical, un enriquecimiento constante de la textura musical en la que muchas veces hacían o cantaban muchas cosas simultáneamente. Habría sido inconcebible en la Iglesia rusa que un compositor como el maestro flamenco del siglo XV Josquin des Prés tomara temas de c a n ciones de amor de los trovadores y los usara como base de su música para los servicios sagrados. De forma similar, habría sido inconcebible tener un compositor como Bach, que en su música para la Iglesia tanto extrajo de los textos y temas de Martín Lutero para elaborarlos después en elevadas estructuras que, incluso a los oídos de sus contemporáneos, resultaban asombrosas en su complejidad. En la Rusia de aquella época, todas esas yuxtaposiciones indiscriminadas de los estilos sagrado y pro221
fano habrían sido consideradas impuras, pecaminosas, susceptibles de contaminar la vida espiritual del pueblo ruso; y, al igual que sin duda ocurriría con cualquier novela o pintura del presente que ofenda al se ñor Jruschov, ese arte habría sido prohibido. Y así, nada similar a la experiencia musical occidental se conoció en Rusia, nada de su desarrollo armónico, nada de la común alianza de téc nicas sagradas y profanas, nada de la noción renacentista de que el bien y el mal, como en la vida, se entremezclaban en la creación de una obra de arte. Dado que Rusia se había saltado el Renacimiento, las cualida des de estimulación y reforma que han proporcionado el gran empuje cul tural de los últimos quinientos años carecían de significado para la men talidad rusa; Rusia había seguido siendo un Estado de consistencia me dieval. En realidad, la propia palabra «medieval» no se ajusta a Rusia, porque el legado de Bizancio que constituyó la base de su cultura, con todas las implicaciones de su tradición helénica orientalizada, era en esencia una visión de un mundo espiritual esencialmente inexpugnable e inalterable. A lo largo de la mayor parte de la historia de la Rusia moderna ha habido esta extraordinaria distinción entre el arte sagrado, o que con tribuía en alguna forma a las más altas ocupaciones contemplativas, y el arte profano, encaminado sólo a divertir y a entretener. Ahora bien, es perfectamente cierto que pueden hacerse estas distinciones en el arte en otros países occidentales. Es obvio que resulta más probable que una cantata de Bach induzca a un estado benéfico de contemplación que la partitura de un musical de Broadway, pero en general no ha habido una diferenciación básica en la naturaleza de las técnicas que implicaba la creación de estas obras. La llamada Cantata del «café» de Bach, una de sus escasas obras para voz de carácter rotundamente profano, usa el mismo tipo de estructuras y temas musicales que se podrían hallar en su música más ferviente para la iglesia. Y es este concepto de la unidad del impulso artístico lo que ha prestado a la cultura occidental la idea de que el arte debe existir por el arte. No es que éste exista en Occidente sin cuestionamiento. Todos so mos culpables de cierto autoengaño al respecto, ya que, aficionados como somos a hablar del arte por el arte, aficionados como somos a usarlo como nuestra contradistinción más cómoda para lo que observamos como naturaleza monolítica de la cultura soviética, nunca hemos, por perjuicios incorporados, llevado realmente a la práctica esta idea en nin guna forma concluyente y socialmente comprometida. No obstante, en Occidente hemos llegado a aceptar la idea (aunque sólo sea como axio222
ma al que hacer caso omiso después) de que los artistas tienen el dere cho a decirnos algo sumamente molesto, algo que preferiríamos con mu cho no oír; y hemos aprendido de la experiencia que el valor último de lo que dicen podría no guardar ninguna relación con lo halagüeño que suene a nuestros oídos. Pero una postura tal de no compromiso era difícilmente comprensi ble en Rusia. Allí se opinaba que la sociedad era en esencia corrupta, que los artistas eran los más corruptos de todos y que, si se les dejara a su aire, su irresponsabilidad ante la sociedad haría estragos morales en el carácter social. Podemos hallar este gran dilema reproducido ge neración tras generación en la conciencia rusa; también lo hallamos con fundido con nociones de comunicación y de la importancia de la recep tividad instantánea en el arte. Ernest Simmons, en su biografía de León Tolstoi, señala que éste creía que la mayor parte del arte producido por las clases superiores nunca era comprendido o valorado por las grandes masas de la humanidad; este arte refinado tenía como único propósito los placeres de los distinguidos y es incomprensible como placer para el trabajador. Tolstoi creía que los sentimientos que constituían el objeto del arte de la aristocracia eran, básicamente, tres e insignificantes: or gullo, deseo sexual y una sensación de hastío ante la vida. Creía que el mejor arte y el más alto era el que evocaba los preceptos de Cristo, el amor a Dios y al prójimo, y que cuando estas percepciones religiosas fue ran reconocidas conscientemente por todos, la distinción entre arte para las clases inferiores y arte para las superiores desaparecería. Tolstoi, desde luego, pese a ser un hombre profundamente religioso, veía esta situación a la luz del individualismo ético de su época y, por tanto, sus opiniones no son precisamente un llamamiento a las tradicio nes ortodoxas del pasado de su país, aunque sugieren con fuerza una conciencia latente de los rituales de la purificación ortodoxa que tan im portante papel desempeñaron en la vida diaria de los seglares rusos en los primeros siglos. También sugieren un resentimiento crónico, si bien no reconocido, por el origen de la naturaleza importada de la cultura aris tocrática en Rusia. Es fascinante encontrar a un hombre en la Rusia de finales del siglo xix consolidando, con ingeniosos argumentos y magní ficos escritos, esencialmente los mismos preceptos que habían regido la conciencia de la nación rusa durante siglos. Ahora avancemos la cuestión un paso más y llevémosla hasta la ac tualidad, en una sociedad en que el Estado paternal ha arrebatado el pa pel maternal de la Iglesia. Nos encontramos con una situación en la que existe la misma argumentación para el fin del arte, la misma falta de 223
voluntad para aceptar el hecho de que el arte puede producir un efecto benéfico y éticamente propicio sin ser tan dirigido. Y nos encontramos con una situación en la que el Estado se expresa en unos términos de instrucciones al artista tales que, salvo por el agnosticismo profesado por ese Estado, se parecen muchísimo a las proclamas éticas de Tolstoi o a las máximas morales y espirituales de la Iglesia ortodoxa. Nos en contramos con la misma preocupación por un arte que se comunique con facilidad con las masas, la misma insistencia en que se comunique un mensaje abierto, la misma falta de voluntad para aceptar el hecho de que si se deja a los artistas que se las arreglen solos éstos pueden ser algo más que destructivos. En la historia de la música en Rusia, además de la música de la Igle sia, nos ocupamos entonces de un período de aproximadamente dos si glos y medio; y durante la mitad del mismo —desde aproximadamente 1700, cuando Pedro el Grande comenzó a desafiar a la Iglesia introdu ciendo el arte occidental en su palacio y en los círculos de la aristocra cia, hasta 1825—, el arte fue casi por entero un producto de importan cia selecta. Era algo principalmente frívolo: la ópera cómica italiana o el teatro ligero francés; en raras ocasiones eran la música o el teatro real mente significativos de la época, pero sí sirvió de primer contacto ver dadero entre cierto segmento de la población rusa y un segmento sus tancial, si bien no demasiado profundo, de la comunidad artística de su época, Y ello supuso que, cuando empezó a desarrollarse un grupo de compositores rusos capaz de dirigirse de forma encomiable a su público, la música que tendieron a aportar fue una imitación bastante insípida de la música importada que les habían dicho era la última moda occi dental. Pensamos, en este caso, en compositores como Glinka, que fue sin duda uno de los más diestros asimiladores de la moda occidental que pro dujo Rusia. Sus primeras obras muestran la influencia italianizante de Rossini con un algo del estilo allegro-appassionato de la época primeraintermedia de Beethoven, y sólo un vestigio de la perfumería de salón de recepciones de Fanny Mendelssohn, la hermana de Félix, intercalado por añadidura. En sus últimos años, el estilo italiano declina a medida que se solidifica el talento técnico alemán y Glinka empieza a acogerlo con ciertos atributos melódicos y rítmicos que son obviamente suyos. Por otra parte, había un grupo que buscaba su inspiración casi ex clusivamente en Occidente y que creía, quizá, que dado que carecían de la tradición de las naciones occidentales, la única solución posible era aceptar los preceptos fundamentales de la cultura europea occidental. 224
Por otra parte, había un montón de hombres que creían que en algún profundo lugar del alma del pueblo ruso había una fuerza creativa úni ca que había que dejar expresarse sin las ataduras de las convenciones occidentales. A este grupo pertenecían compositores como Mussorgsky; aunque carecían por lo general del refinamiento de sus colegas más aca démicos, tendieron a tener una cualidad muy rara de melancolía eslava en su música que separa a ésta de cualquier otra música de su época. Uno de los aspectos interesantes de Mussorgsky es que, desde el pun to de vista técnico, es uno de los compositores menos competentes de su época. Sus mayores efectos son los que están mal dirigidos desde un punto de vista escolástico. No sabía nada de la disciplina de aplomo y equilibrio contrapuntísticos alemana (sus bajos son casi inevitablemen te una torpe duplicación de lo que fuera el germen melódico de las voces superiores, y sólo rara vez —en gran parte por accidente, se supone— logran proporcionar algún tipo de contrapunto adecuado). Sabía poco de la lucidez de formas francesa; sus estructuras tienden a estar desarti culadas y a carecer de cualquier sentido de la arquitectura refinada. Pero de alguna manera Mussorgsky captura, a su propia y torpe ma nera, la agitada y lúgubre fe rusa. Sus efectos armónicos, quizá por su torpeza mastodóntica, son extrañamente verosímiles y humanos; su mis ma falta de concentración formal contribuye a que en su música esté ausente el instinto retórico y a darnos una sensación curiosa y casi úni ca de honradez. Es como una persona que deja de hablar en el momento en que no tiene nada más que decir. Después llegó la tercera generación, que trató de conseguir un com promiso entre estos dos puntos de vista, de equilibrar la natural impe tuosidad de ritmo de Mussorgsky y sus cualidades melódicas típicamen te austeras, dentro de un arte que aún se basaba en gran medida en los logros técnicos de la música occidental. De éstos, el compositor que más éxito cosechó —de hecho, el único compositor ruso de su época que tuvo un impacto realmente grande en el mundo musical— fue Tchaikowsky. Lo logró, en primer lugar, por ser un gran técnico, un hombre de una facilidad totalmente superior, y también un cosmopolita lo bastante sa gaz que podía encender o apagar las influencias de los nacionalistas a voluntad. No fue en absoluto el mayor compositor de su época, pero su arte sí tiene una calidad comunicativa única. Sigue siendo la atracción turística más visitada de la música rusa. Básicamente, todo lo que puede decirse de la situación posrevolucionaria ha quedado esbozado en este sucinto resumen de los compositores del siglo XIX. Los compositores soviéticos siguen pareciendo dubitativos 225
en cuanto a la dirección de su arte —si debe basarse en las técnicas y estilos actuales de la música occidental o concentrarse por entero en lo que es especialmente propio de su cultura—. Y así, tenemos una música que pretende ocuparse del espíritu optimista del trabajador comunal o que trata de imitar el sonido del último proyecto de embalse sobre el Dnieper. (Una composición titulada Fundición de acero por un hombre llamado A. Mosolov no me dejó nada deseoso de investigar qué más po día haber escrito el señor Mosolov.) Por otra parte, hay compositores más sofisticados que tienen cierta amplitud de experiencia con la música occidental y han logrado de al gún modo, al estilo de Tchaikovsky, encajar esta experiencia en algo de carácter específicamente ruso. Con mucho, el que más éxitos ha alcan zado de ellos —y, en mi opinión, el único auténtico gran compositor de la Rusia posrevolucionaria— es Sergei Prokofiev. Y no es casual que sean los Prokofiev —los compositores importantes que se han distingui do realmente en el panorama artístico internacional— quienes han sido objeto de las mayores difamaciones, y sean en cambio los Mosolov, con sus Fundiciones de acero y cosas por el estilo, los que la comunidad so viética tiene por los admirables modelos del compositor artesano: la es pecie menos discutidora, más conforme a los dictados del Estado. En general, el panorama actual de la música en la Unión Soviética es bastante sombrío. Aparte de Prokofiev, hay otros hombres de gran talento que han tenido impacto artístico desde la revolución; pero han sido pocos, e incluso esos pocos han solido sufrir una metamorfosis bas tante desconcertante en su música. Es habitual observar que, alrededor de 1925, uno de los jóvenes músicos con dotes más prodigiosas era Di mitri Shostakovich. Como todo el que le haya escuchado atestiguará, su Primera sinfonía, que fue escrita en esa época, es todo lo lúcida, imagi nativa y gozosamente autobiográfica que debe ser una primera sinfonía. Es una obra extraordinaria en la que este adolescente probó sin inhibi ciones la reserva cultural de la música occidental, se metió cautelosa mente en la extravagancia expresionista de Gustav Mahler, tomó pres tado un poco de los ritmos motrices de los neoclásicos, cató los acordes eje de doble sentido del primer Schoenberg y lo batió todo en una mix tura que hace la crónica de la adolescencia de un joven de dotes prodi giosas del que cabía esperar con razón que se convirtiera en el gran com positor de la generación venidera. El que no lo fuera podría considerarse una de las auténticas trage dias de la música del siglo XX. Shostakovich está trabajando en la ac tualidad en la Sinfonía núm. 14 o así. Produce obras que ya no hablan 226
con la intensidad de Mahler porque ya no hay nada que quiera que sea intenso. La propulsión rítmica de las primeras obras se ha convertido en el pulso incesante de un organismo fatigado y sobrecargado de tra bajo y atrapado por una rutina de alucinación histórica que no da nin guna muestra de renunciar a sus incesantes exigencias de productivi dad. Las hábiles ambigüedades schoenbergianas de doble sentido se han hecho frígidas y de oropel, clichés estilizados que incomodan con su fre cuencia. Todó lo que queda es el momento ocacional de algún extraño adagio extático (Shostakovich, como todos los auténticos sinfonistas, siempre tuvo un sentido del adagio) indicio de lo que podía haber sido. Superficialmente, en cualquier caso, parece que Shostakovich ha sido víctima del conformismo aniquilador que ha exigido el régimen. Y, sin embargo, uno piensa acerca de ello en el caso de Shostako vich. A todos los efectos, el primer golpe para su orgullo, la primera au téntica interferencia de sus objetivos creativos, ocurrió en 1936, cuando fue denunciado por la ópera Lady Macbeth de Mtsenk, y quizá no haya mos permitido exagerar los resultados de esa denuncia concreta en la trayectoria futura de Shostakovich. Yo no lo habría dicho, creo, hace un mes o así, porque no conocía aún la obra, pero en las últimas semanas he podido (con algunas dificultades) conseguir una copia fotostática de la partitura original, sin expurgar, de Lady Macbeth, y he de confesar que, a mi juicio, los que condenaron la obra tenían precisamente razón: es una pieza de pura trivialidad. Podríamos suponer aún que fue conde nada por los motivos erróneos, que interpretaron en su historia de adul terio y asesinato una actividad antipartido. Podríamos suponer incluso que, para un hombre del temperamento sensible fuera de lo común de Shostakovich, estas críticas pudieron haber tenido un efecto a largo pla zo de inhibición y limitación. Pero, a pesar de todo, sea lo que fuere lo que iba mal en Shostakovich como artista creativo ya había empezado en la época en que escribió esta obra. Debo decir que Shostakovich sufrió menos la persistente persecución de la dirección impuesta por el Partido (después de todo, un hombre de su ingenio podía seguramente superarla en parte refugiándose en la to rre de marfil espiritual de su obra) que de una sobredosis del complejo de culpa ruso; que Shostakovich combate sin éxito contra una concien cia que fomenta la idea de que el deber ha fijado cierto objetivo para su talento y que, al precio que sea, debe adaptarse en la forma prescrita para lograrlo. Puede que Dimitri Shostakovich escriba aún otra gran obra, pero lo dudo. Sospecho que el crispado adolescente de visión débil dejó en la Primera sinfonía, en un gran estallido de poder de sipnosis, 227
todo su amor y fascinación por la cultura occidental. Cuando esa pri mera revelación de juventud, fresca y sencilla, terminó, quedó paraliza do por el inquebrantable concepto del deber y la responsabilidad, quedó preso de una sociedad en la que este tipo de amor y admiración estaba condenado. Cuando estuve en la Unión Soviética hace unos años tuve ocasión de conocer en la Casa de los Compositores de Leningrado a varios de los jóvenes y más destacados compositores de la época. Desde luego, como en la mayoría de las asociaciones similares de los países occidentales, las intrigas internas son tales que lo más probable es que uno conozca a las figuras cuyo don más destacado es su talento político y, así pues, no tuve forma de saber hasta qué punto estos jóvenes compositores eran representativos de la actual generación. Sin embargo, hubo algo que me interesó sobremanera. Las limitaciones de idioma que se superponen al arte de la generación actual de compositores soviéticos es tal que los que esperan que su obra tenga una audición pública deben estar de acuerdo con una legislación bastante rigurosa; no tanto como la del dic tamen de 1949, que instaba a la búsqueda de un estilo casi rachmaninoffiano, pero incluso en su forma más licenciosa, permite poco más que una paráfrasis de los idiomas y material de preferencia de los primeros años de este siglo. El estilo más atrevido que puede contemplarse se apro ximaría al de Aaron Copland en sus ballets populares, o quizá a las pri meras obras de Benjamin Britten. Entre los demás compositores que no se arriesgan ni siquiera a es tas libertades formales, la mejor música desde un punto de vista técnico está siendo escrita por los que en realidad no anhelan libertades, por compositores como Dimitri Tolstoi (ninguna relación con León, que yo sepa), que escribe en un estilo tremendamente contrapuntístico situado en algún punto entre Max Reger y Sergei Taseyev. Esta música no me parece muy importante, pero tampoco parece especialmente inquieta, porque creo que su satisfacción de sí misma en cuanto a búsqueda es tilística podría estar compensada por un particular refinamiento de la técnica académica que, al menos temporalmente, proporciona conside rables satisfacciones a los compositores. Durante el siglo XX, desde lue go, la tradición académica, aunque egocéntrica, ha seguido ejerciendo una poderosa influencia limitadora sobre la cultura rusa y, en el caso de la música, quizá sea lo único que, dados los arbitrarios dictados de la no experimentación, ha permitido que la profesión ofrezca una expo sición más o menos encomiable. En cuanto a asombrosas concesiones de estilo, quizá el hombre más 228
afectado por esta estricta reglamentación haya sido Nikolai Miaskovsky, conocido ahora por la mayoría de nosotros sobre todo porque tiene el du doso honor de haber escrito más sinfonías que nadie desde Haydn. Pero sus honores van más allá de eso. En cuanto a experimentación formal, fue, después de Scriabin quizá, el compositor más interesante de la Ru sia de principios de la década de 1900. No fue un compositor muy bien equipado técnicamente; como la mayoría de sus compañeros académicos de esa generación, tenía la confusa noción de que actividad equivalía a complejidad, amplitud a grandeza y reiteración a unidad. Pero hay cier ta aureola de convicción en Miaskovsky de la que (de nuevo a excepción de Scriabin) carecen todos los demás compositores rusos de su genera ción; hay una cualidad subjetiva, un concepto de forma profundamente meditabundo. En la Primera sonata para piano de Miaskovsky, compuesta en 1907, hay una innovación extraordinaria para una obra de su origen y perío do. Su primer movimiento tiene la distinción de estar escrito en un es tilo de fuga —cierto es que un estilo de fuga malo, pero estilo de fuga al fin y al cabo—. Miaskovsky siente el mismo amor por lo lineal que distingue a su colega Sergei Taneyev. Tiene el mismo concepto del mis terio de la voz sola ensamblada en alguna armonía procesional median te la imitación de sus compañeras, y en una sonata para piano sin la tradición virtuosística de fin de siglo eso es algo absolutamente asom broso. Miaskovsky construye cada uno de los movimientos de esta sonata a partir del mismo material fuguístico, aunque renuncia al estilo total mente fuguístico después del primer movimiento. Y por la imitación no tan casual del último Beethoven, por la riqueza fundamental de la idea y por el subjetivismo que parece derivarse directamente de la quejum brosa búsqueda de identidad de la generación de Mussorgsky, esta obra es quizá una de las piezas más notables de su época. Durante otra década aproximadamente, Miaskovsky siguió escribien do música de una fascinación aún mayor. Sus preferencias idiomáticas tendían a veces a recordar de forma asombrosa las de Charles Ivés, con la misma disposición a experimentar, la misma afición por los colores profusos y los contrastes desconcertantes, y en toda la amplitud de so nido y textura que desprenden estos lienzos, hay la misma disposición artística, en lo fundamental honrada y grata. Pero aún más que en el caso de Shostakovich, algo fue mal con la vida creativa de Miaskovsky. Cuando murió, en 1950, estaba escribiendo música en forma de senci llas sonatas y sonatinas para niños, que a su aburrida y laboriosa ma 229
ñera aportaban su propio y triste comentario sobre la evolución de su autor. Tales indicios de esta desintegración del temperamento y la perso nalidad artística hacen patente que lo esencial del carácter ruso no pue de florecer con las actuales restricciones superimpuestas del régimen. Pero está también la cuestión de si puede florecer, y con qué eficacia, si se viera expuesta a una súbita ducha fría de la huella de la cultura oc cidental; los rusos han salido en muchas ocasiones al exterior para bus car fortuna en el mundo y los resultados no han sido por lo general de masiado felices. El más famoso residente ruso en el extranjero es pro bablemente Igor Stravinsky. Stravinsky ocupa un lugar muy especial en la historia musical del siglo xx, lugar que hace muy difícil hablar de él como típico de ninguna actitud concreta de la Rusia de fin de siglo. Y, sin embargo, de una forma curiosa, y sin excesiva contradicción, es, en efecto, sumamente típico. Me refiero, por supuesto, a la extraña se cuencia de estilos que ha adoptado a lo largo de su carrera. Comenzó usando el lenguaje y el método sinfónicos de Scriabin y Rimsky-Korsakov; en unos años ya había abandonado el lujoso y sensual vocabulario de E l pájaro de fuego por las sucintas, lacónicas, mordaces y sarcásticas exclamaciones de La consagración de la primavera, unos años más y ha bía sucumbido a la locura internacional del neoclasicismo y lo había re ducido, con el tipo de frenética exageración de que era capaz en aquella época, a un absurdo pastiche de intención neoclásica. Stravinsky escribió partituras como Pulcinella y la Sinfonía en Do que insultaban la intención original del neoclasicismo simplemente por que no trataban de aplicar la urgencia de su fuerza reconstructiva a la solución de ningún problema técnico continuado. En otras palabras, el neoclasicismo del período intermedio de Stravinsky no fue para él la ne cesidad en que se convirtió para Schoenberg la adopción de formas die ciochescas o que fueron para Hindemith las diestras construcciones es tilo sonata. Stravinsky, a diferencia de estos otros hombres, no consi deraba el neoclasicismo un nuevo mobiliario para la misma casa, sino una mudanza completamente nueva a un distrito diferente y totalmen te más ordenado. Pero era un distrito sin árboles, sin césped, sin todas las cosas agradables y cómodas de la vida; y sólo la incesante vitalidad del compositor ofrece la esperanza de que la energía humana supere esta aridez. No agradecemos realmente la influencia reconstituyente del neo clasicismo en Stravinsky porque no había una tradición continuada que esperara ser reconstruida; sólo toleramos su llegada y nos preguntamos cuándo avanzará hacia otra cosa. 230
Y sí avanza; en la última década, Stravinsky, con desprecio de la ma yoría de sus juicios publicados con anterioridad sobre la música del si glo XX, se ha convertido en uno de los primeros compositores seriales de nuestra época. Ha adoptado el refinamiento de Webern en cuanto a placeres de textura con sólo una pizca, aquí y allá, de la bárbara energía rítmica que marcó sus primeros escritos. (Podría añadir que, desde mi propio punto de vista, esta última década de sus obras contiene su mú sica más agradable.) Es, sin embargo, uno de los primeros compositores más conservadores de los que emplean medios seriales, aunque, quizá su avanzada edad, cualquier transformación de esta naturaleza se con sidere tan notable que automáticamente se le concede el liderazgo de la vanguardia. Y ha sido una transformación increíble, cuando toda su vida ha sido, en efecto, un viaje llejo de acontecimientos, pero increíblemente mal dirigido. Cuando recuerdo su vida, hay algo que me parece de especial impor tancia respecto de Stravinsky, por muy buena que sea la disposición que se tenga hacia él y hacia algunas áreas de su trabajo; nunca ha apren dido a sintetizar su experiencia. Stravinsky ha seguido siendo un turis ta con los ojos muy abiertos en el mundo de la música, lleno de curio sidad (lo que es bueno), deseoso de probarlo todo y de participar exten samente en muchas cosas (lo que es encomiablemente honrado, aunque tiene ciertos inconvenientes intrínsecos), y nunca ha podido decidir lo que es pertinente a su ser espiritual y lo que es superficial. Ha aceptado y amado y adoptado muchas cosas en secuencia y sin discriminación y nunca ha podido encontrar, además de su constante transición de efí meras identificaciones, la auténtica personalidad de Igor Stravinsky. Lo que, desde luego, es trágico. Pero ¿qué es esta indecisión de la relación de Stravinsky con el mun do —qué son las adopciones y las renuncias de votos de una década a otra—, qué son los estallidos de entusiasmo y después el súbito enfria miento del ardor por cierta experiencia del pasado sino, en cierto modo, la quintaesencia del problema espiritual ruso? ¿Qué son sino la máxima turbación de un hombre que reconoce que su enorme capacidad y técni ca y percepción no son suficientes, que reconoce que no está hecho para desempeñar el papel de uno de los grandes hombres de la historia? Y así, convierte su vida en una patética búsqueda de la identidad y la convicción y el reposo que sabe que existen en el gran mundo, pero que también sabe que nunca encontrará. No puedo imaginarme a un hom bre con el talento de Stravinsky viviendo una vida así si hubiera nacido en Alemania o en Italia o incluso en Inglaterra. Podría, dado el grado 231
de talento, haberlo dedicado a un uso aún menos concreto, pero sin duda no revelaría el triste espectáculo de una vida no realizada que vemos aho ra en sus últimos años. Stravinsky es el emigrado espiritual por excelencia. Pero representa una especie de aceptación de influencias que escasea en el mundo ac tual y que es un inconveniente sólo en cuanto es una adaptación inqui sitiva y consecutiva de preferencia occidental y no está suspendida so bre el fondo de ninguna tradición rusa confirmada. Hay cierta especie de temperamento artístico que florece en una forma peculiar: no asimi lando todas las influencias más o menos simultáneamente, sino descu briendo una influencia cada vez, casualmente, con sorpresa casi infan til. No quiero ser condescendiente, pero a cierto nivel de esfuerzo crea tivo quizás —el nivel que ha alcanzado ahora Rusia— es esta especie de deleite infantil por el súbito descubrimiento de una influencia ya absor bida por pueblos más sofisticados la que puede dar origen a una especie particular de estimulación. Es la especie de adorable asombro infantil que reconocemos en Stravinsky, aunque puede que sea excesivo como ejemplo de la actual situación de desfase entre las dos culturas. Quizá la música soviética no pueda aún producir un artista de una disposición tan crédula. Pero sería un gran error suponer que en la «guerra fría» artística so mos nosotros, en Occidente, los que debemos prevalecer con algún tipo de Plan Marshall cultural para resucitar de siglos de silencio la vida mu sical y artística de las repúblicas soviéticas. No sólo sería una idea in tolerable; sería, si se pone en práctica exactamente en esa forma, estro pear una de las situaciones culturales más beneficiosas en potencia que podría experimentar el hombre occidental. Lo que quiero decir es que tendemos a estar muy satisfechos de no sotros mismos en nuestra seguridad y convicción de que todos los hom bres deben compartir por igual el mismo embalse cultural. Reconozco que el hecho de meterse en ese embalse es lo que hace que un artista elija el procedimiento imitativo y la causa, en última instancia, de la complejidad de la evolución técnica de dicho artista y, así pues, no hay duda de que el pueblo ruso puede beneficiarse hasta cierto punto de un enfoque de asimilación hacia la cultura occidental. Pero sería sumamen te torpe e incluso hipócrita suponer que la forma de rectificar esta si tuación de desfase entre las historias musical y artística de las dos cul turas es atiborrar a los rusos de los últimos productos de Occidente, adornar sus vidas con las efusiones de las modas y cultos contemporá neos actuales. El mayor valor del pueblo ruso en este momento es el que 232
procede directamente de este inconveniente de aislamiento; es un valor inherente al hecho de que ciertas especies de aislamiento tienden tam bién a estimular la mentalidad creativa. Esto es algo que se observa en muchos aspectos de la sociedad rusa. El director Walter Susskind, en una conversación que mantuve con él la semana pasada, me dijo que, en su reciente visita a Checoslovaquia, le había aterrado encontrar hasta qué excesos puritanos llevan actual mente las naciones satélites la pasión rusa por el aislamiento de la ac tual moda occidental en cuanto a vestido y artículos de lujo de un tipo u otro —que, al menos al nivel burocrático, encuentran en la propia abs tención del fetiche una virtud positiva—. Esto, desde luego, tiene con secuencias mucho más profundas que el supuesto puritanismo anglosa jón, que subraya que estar incómodo es meritorio. Para los rusos, este concepto particular se alia hasta cierto punto con una actitud que se re monta a la mentalidad religiosa medieval del pueblo ruso y que subraya una visión inalterable y eterna de la participación histórica. (Hay que hacer una reserva en este punto. Existe también en el carácter ruso una capacidad de interrumpir ocasionalmente esta tranquila aceptación de una tradición contemplativa con el violento espasmo de una erupción so cial volcánica. Pero, por la ampulosidad fundamental de ese carácter, es tas erupciones son generalmente reabsorbidas en el despliegue gradual de la presencia rusa.) Esta capacidad particular de vivir con una situación de aislamiento podría tener extrañas y maravillosas repercusiones en el futuro. Lo im portante de la experiencia rusa de aislamiento es que cuando hayan sido compensadas ciertas facetas del desfase —cuando, en otro siglo o dos, la experiencia rusa con el sonido organizado sea más proporcionada a la occidental, y si esta experiencia de aislamiento ha sido alimentada con consistencia, no como prescripción legislativa, sino como alternati va idealista dentro de la atmósfera artística—, la perjudicial falta de ex periencia que muestra hoy el artista ruso se verá compensada por su ca pacidad de hablar con confianza desde una posición que no forma parte totalmente del determinante internacional de la moda occidental. En otras palabras, si queremos que la cultura rusa florezca en ple nitud, tenemos que decidirnos en algún momento a aceptar ese dilema inherente que los artistas rusos decimonónicos reconocieron con tanta claridad: si la cuestión inmediata, el hecho competitivo presente, debe ser resuelta mediante una rápida asimilación o si, por el contrario, debe prevalecer una actitud que —no para esta generación ni para la siguien te, sino para el futuro eventual— alimentaría una capacidad creativa 233
para interpretar, en términos artísticos más o menos accesibles a Occi dente, la misteriosa y tenebrosa presencia del alma rusa. Hace algún tiempo dije que trataría de hacer un análisis a largo y a corto plazo de esta fascinante situación. A corto plazo —el análisis de la ascensión y caída cíclica de la libertad artística en el período posre volucionario y de su relación con las implicaciones diplomáticas del Es tado— sólo es útil en cuanto podría decirnos qué cabe esperar en el fu turo inmediato; y parece probable de hecho que a la comunidad artística le aguarda inmediatamente un período de disciplina más rigurosa: una tendencia oficial a ser menos cordial ante las opiniones artísticas de Oc cidente y menos indulgente con la adopción por los artistas soviéticos de técnicas de expresión occidentales. Pero el gráfico a largo plazo es, una vez más, algo distinto. Indica que el concepto de legislación del arte mediante un control externo siem pre ha estado presente hasta cierto punto en Rusia y que la búsqueda, casi patética, de una identidad rusa en el arte de la música ha tendido, durante generaciones, a producir una fricción constante. Aun así, tam bién atestigua la desmesurada musicalidad del pueblo ruso, porque, den tro de una historia musical que sólo es una fracción frente a la de la mayoría de los países occidentales, Rusia ha logrado ya no sólo producir unos cuantos compositores de gran distinción, sino, en ciertos casos, re galarnos con esa maravillosa cualidad de nobleza humana que encon tramos con más coherencia, aunque no con más profundidad, en su me jor literatura, como en las novelas de Dostoyevsky. (Sólo hay que pen sar en una obra como la Quinta sinfonía de Prokofiev para saber el enor me poder que reside en la capacidad expresiva de este pueblo: la capa cidad de superar el desafío externo, la guerra y la devastación, el terror y la intriga burocrática, y seguir produciendo arte de la máxima lumi nosidad e inspiración.) Podría ocurrir, entonces, que en la previsión a largo plazo la confu sión ética que desconcierta a la mentalidad rusa —la cuestión de si el arte es por fuerza una experiencia comunicativa que sólo guarda rela ción con el presente— y la confusión estética —la cuestión de si la li bertad total de la conciencia artística sería beneficiosa o desastrosa— sean disposiciones instintivas para abrigar y alimentar la tan delicada cultura musical de Rusia. Podría ocurrir que sean un arancel intuitivo que se aplica hacia el mundo exterior para compensar los siglos de ex periencia que faltan en la tradición cultural rusa y el hecho de que Ru sia no puede, por tanto, permitirse el mismo libre comercio sin exhibi ciones de que disfrutan las naciones occidentales. 234
Pero parece probable, sea cual fuere el riesgo de la injerencia políti ca, que la mentalidad creativa en Rusia continúe ocupándose de esta ago nizante cuestión; que la experiencia acumulativa del lenguaje musical alcance en última instancia un punto de saturación a partir del cual haya que seguir por fuerza ideas e idiomas de comunicación nuevos; y que estos idiomas musicales, que podrían perseguir o no la actual senda correspondiente del lenguaje musical occidental, sean adoptados proba blemente por compositores que logren consolidar de algún modo las cua lidades espirituales del pueblo ruso dentro del marco más amplio de la experiencia occidental. En efecto, me gustaría suponer que a medida que pasen las genera ciones y se amplíe la experiencia musical, Rusia, sin siquiera resumir con precisión la cultura occidental orientada hacia el Renacimiento, pro ducirá una continuidad cultural propia en la que se proveerá al espíritu del pueblo ruso de los recursos técnicos y la terminología estética que éste merece. Debemos esperar profundamente que esto llegará a pasar, no sólo porque podemos aportar a los artistas rusos los inconmensura bles recursos históricos de nuestra cultura occidental, sino también por que aquéllos, que poseen una herencia espiritual tan fascinante, asom brosa, turbadora y profundamente conmovedora, deben recibir la opor tunidad de encontrar una forma en la que puedan transmitirnos esta he rencia.
LA CUARTA DE IVES1 Debo confesar de inmediato que carezco de las cualificaiones adecua das para analizar la música de Charles Ivés. De hecho, hasta hace unas semanas, cuando hice un curso intensivo en discos CRI, todo lo que sa bía de sus obras era la Ivesiana de Balanchine (hacia 1954), que recuer do me dejó muy impresionado por la relación entre Ivés y quizá el único maestro moderno con el que no ha sido comparado en algún momento: Alban Berg; una interpretación de Bernstein de la Segunda sinfonía, hace un par de años, que me dejó totalmente confuso en cuanto a los antecedentes musicales de Ivés; y, de forma más imborrable, mi propia lectura a primera vista, siendo adolescente, de la Sonata «Concordia», 1 De Musical America, julio de 1965.
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que me dejó absolutamente exhausto. Lo más que puede decirse es que sí represento hasta cierto punto a esa audiencia más amplia para la que cualquier experiencia de Ivés sigue siendo muy especial y, la mitad de las veces, desconcertante. Así fue para mí la Cuarta sinfonía, cuyo estreno mundial corrió a car go de Leopold Stokowski y la American Symphony Orchestra en el Car negie Hall el 26 de abril de 1965. La obra tiene una cronología bastante complicada, pero cuya dilucidación debo mucho a las informadas e in formativas notas al programa de Leonard Marcus (así como para una muy ingente labor de localización del himno, ocupación que para los invesianos consagrados guarda la promesa de ese júbilo que conoce el di ligente ornitólogo ártico que coge desprevenido a un f alarópodo de cue llo rojo [Lobipes lobatus Linnaeus]), y de las que me tomo la libertad de extraer la siguiente incisión: Ha hecho falta medio siglo para que la Cuarta sinfonía de Charles Ivés logre una interpretación completa. Once años después de termina da, Eugene Goossens (...) reunió una orquesta compuesta por miembros de la Filarmónica de Nueva York y (...) dirigió los primeros dos movi mientos en un concierto celebrado en el Town Hall el 29 de enero de 1927 (...). El tercer movimiento de la Cuarta sinfonía ha sido también interpretado con anterioridad. A principios de la década de 1930, Ber nard Hermann tocó una versión ligeramente reorquestada de esta fuga varias veces en la radio CBS (...). [El primer movimiento] fue escrito en 1910-1911 (...). El [segundo] movimiento, derivado del segundo movimien to («Espino») de la Sonata «Concordia», fue escrito en 1915-1916, poco después de terminar la Sonata (...). [El tercer movimiento] es en reali dad una transcripción para orquesta del primer movimiento del Primer cuarteto de cuerda (...) («A Revival Meeting») escrito en 1896 (...). El len to y siniestro final, compuesto durante 1911-1916, procede de la Marcha Lenta Conmemorativa para órgano de Ivés de 1901 (...). Este [movimien to] existía sólo como una desordenada mezcolanza de manuscritos ilegi bles desperdigados por la casa de Ivés (...). [Después de su muerte] se reunieron las páginas del cuarto movimiento y se descubrió que faltaba cerca de una cuarta parte (...) Cuando clasificaba un montón de páginas no identificadas de Ivés, [James Ringo] (...), que trabajaba en la Ameri can Composers' Alliance (...) acumuló una pila que no parecía pertene cer en principio a nada. Resultaron ser las páginas perdidas de la Cuar ta sinfonía (...). Eso fue hace más de diez años. Ha hecho falta todo este tiempo para descifrar, preparar, reanotar y copiar las partes. No hay duda de que todo esto supuso una experiencia extraordina 236
riamente conmovedora, pero no estoy del todo seguro de que sea adecua do calificarla de experiencia musical, en el sentido ordinario del térmi no. No pretendo ser irrespetuoso ni quisquilloso, sino sólo sugerir que la música de Ivés no revela necesariamente sus secretos a los métodos analíticos convencionales. Desde luego, hay motivos extramusicales más que suficientes para sentirse bien dispuesto hacia Ivés. Para empezar, está la totalmente en cantadora pastoral de Ivés: el sagaz y solitario yanqui, con su deslum brante éxito en los negocios, que explota ese éxito para asegurarse (nin gún retruécano intencionado) una autonomía productiva para su arte, muy al estilo de Borodin, el compositor-químico, a ese respecto, creo. Y con ello, la nostalgia de la tierra de Ivés, que siempre hace que su mú sica recuerde las suaves regiones de cultivos mixtos de la Nueva Ingla terra meridional, con la misma seguridad que Faulkner evoca el Mississipi o Stephen Leacock mi viejo lugar predilecto del lago Couchiching, Ontario. Después está Ivés el innovador o, más exactamente, el anticipador de la innovación, el hombre a quien sus partidarios alaban con tanta fre cuencia como el que dio los primeros golpes de la politonalidad o los pri meros golpes posrenacentistas importantes de polirritmo, unos meses o años antes que Stravinsky o Bartók o quien sea. No estoy seguro de que esta afirmación o argumento, o lo que sea, pruebe en realidad gran cosa del genio de Ivés, más de lo que las afirmaciones de Josef Hauer de haber llegado antes que Schoenberg al sistema dodecafónico pueden con vertirle automáticamente en un compositor significativo. No hay duda de que Ivés tuvo una capacidad precognitiva impresionante, una capa cidad de interceptar las transmisiones psíquicas de su época y cristali zar en su arte algo de esa turbulenta metamorfosis que tenía lugar jus to antes de la I Guerra Mundial. Pero el hecho de que sí lo sintiera, de que sí manifestara ciertas respuestas técnicas ante ello antes que otros comprometidos de forma similar es prueba de inventiva, no de grande za. En cierto modo no puedo evitar pensar que, para muchas personas, el excelente e ignorante instinto de Ivés está hecho para servir como an tídoto de esa literatura egocéntrica de América en aislamiento —la Amé rica que evoca Embajadores, de Henry James; la América que caricatu rizó Dodsworth, de Sinclair Lewis—, una América alejada de, e incómo da con la supuesta cultura «sofisticada» del viejo mundo. He aquí a Ivés, sin duda el artista americano más imaginativo de su época, logrando fa bricar todos esos nuevos artefactos que los culturati europeos poco des pués discutirían y analizarían y admitirían finalmente en los círculos 237
de la academia. E Ives «hizo» todo el tiempo precisamente estas cosas y apenas se molestó por el antecedente y el consecuente de su papel his tórico o del suyo propio. Sólo me pregunto si, con una actitud defensiva justificable, no es en realidad a este Ivés, al artista natural, al innovador instintivo más que calculador, al que celebran en realidad sus partida rios. Pero de ser así, resulta que hay un problema al hablar de Ivés, un problema causado por esta misma ausencia de su obra de teorización po lémica, esta misma espontaneidad lacónica, pragmática y totalmente inacadémica que es el sello de Ivés. Permítanme que les ofrezca un por ejemplo pertinente a la Sinfonía núm. 4. Consideren el tercer movimiento: es una fuga del tipo que po dría haber escrito Taneyev si hubiera tenido ocasión de recomponer la Obertura del Festival Académico de Brahms. Está en Do mayor con re lativamente pocas desviaciones tonales y lleno de movimientos de las vo ces más tediosas que inoportunas: bajos progresivos, pegados desespe radamente en secuencia, etc. Y es el tipo de fuga que, de ser presentada como ejercicio escolástico, uno se inclinaría a declarar producto de un autor muy prometedor y al que desearía recomendar un poco más de tra bajo con la cuarta especie de contrapunto. Pero ahora llegamos a lo que, en mi opinión, es el auténtico proble ma crítico de Ivés: el problema de la doble moral analítica. ¿Es esta fuga sólo una mancha de contrapunto perezoso, o tiene Ivés como objetivo un valor que va más allá del proceso en sí de la composición? ¿Es éste, en resumen, un tercer movimiento poco meditado para la sinfonía o, al es tar entre la enorme complejidad de los movimientos segundo y cuarto de la obra y representar, Ives dixit, «una expresión de la reacción de la vida en el formalismo y el ritualismo», logra la perfecta evocación audi tiva de la señora Pennyweather, la organista de la iglesia metodista de West Gwillimbury sorprendida atenuando el Ofertorio un domingo, cuando los platos de la colecta llegaban tarde, zumbaba el fabordón ‘32, se soltaba el tacón izquierdo de su «Aunt Marys», y la octava pedal in ferior estaba totalmente en zona prohibida? ¡Ven ustedes el problema! Entonces se llega a la otra cara de Ivés, representada en esta sinfo nía por el segundo movimiento y, hasta cierto punto, por el cuarto: el Ives del polirritmo y la politonalidad y vastas junglas de strettos. He aquí este complejo absolutamente impenetrable de sonido que subdivide la orquesta en pelotones rítmicos (en la Cuarta sinfonía, dicho sea de paso, había dos directores ayudantes) y, en un sentido, es la compleji dad por la complejidad. Los hilos superpuestos de material temático se elaboran en realidad con una única preocupación —una preocupación 238
por la tonalidad del complejo sónico— y, en la mayor parte, Ivés parece olvidarse de engranar las relaciones dentro del material. No sé por qué me acuerdo de una historia que Schoenberg solía contar sobre su época de estudiante, cuando él y sus colegas inventaron aparentemente un jue go, cuyo objeto era buscar motivos identificados previamente en Tristán, y lo jugaban con algunas reglas como «cualquier hilo melódico que aparezca dos veces en un leitmotiv». Y la cuestión es, desde luego, que en la estructura de Tristón, o en cualquiera de las implicaciones laberín ticas de los expresionistas alemanes, la capacidad de separar y aislar fac tores y estructuras parciales es lo que hace significativa la complejidad. Pero en Ivés es justo lo contrario. En su música se puede hallar la complejidad más increíble; desglósenla en los elementos de dieciséis ai res de himno y marchas diferentes y en todos los complejos rítmicos di ferentes de los que Ivés se sentía capaz, y aún se verán apremiados para decidir que existe cualquier relación integral entre los hilos en los que se apoya esta estructura. Ivés tiene extraordinariamente poco de las con tinuaciones orgánicas motivo-célula de la tradición austro-germana y, como he dicho antes, a este respecto me recuerda, por curioso que pa rezca, a Alban Berg; a ese aspecto de Berg, al menos, que tiene que ver fundamentalmente con la música para teatro y que, aunque siempre or ganizado más rígidamente de lo que Ivés querría nunca, emplea a me nudo algo de esa misma densidad desinteresada. Tomen cualquiera de esos locos pasajes del último Ivés con sus obbligatos para piano que van haciendo garabatos de forma puntillista, aprieten un poco los bajos, ajus ten algo los ritmos, añadan un saxofón para el sexo y tendrán la música de transición de Lulú. Hay que admitir, sin embargo, que Ivés mantiene unidas estas increíbles densidades con una escansión totalmente profe sional, con un sentido infalible del clímax sostenido a través de puntos marginales cuidadosamente manejados y, al igual que en la música para teatro de Berg, las guía hacia fundidos concebidos con brillantez. Si los movimientos intermedios de esta partitura representan los ex tremos de la irritabilidad idiomática de Ivés, los movimientos exteriores están, a mis oídos, más adaptados entre sí en el sentido sinfónico con vencional. Ambos tienen una referencia sustancial a una tonalidad de Re mayor; hay cierto grado de identificación de motivos por encima y más allá de las citas de himnos y marchas que, desde luego, abundan por doquier; y ambos movimientos hacen un uso discreto de un pequeño coro (que salmodia sin palabras en el movimiento final, y en el primer movimiento pronuncia una invocación al culto con «Vigilante, háblanos de la noche»). 239
La interpretación de Leopoldo Stokowsky fue una maravilla de iden tificación con la partitura. Stokowsky está sin duda hecho para esta mú sica, o la música lo está para él, según el caso, y sólo cabe recordar de nuevo la deuda que hemos contraído con este magnífico artista, que con tanta frecuencia nos ha llevado al encuentro de las grandes y/o proble máticas obras de nuestro tiempo. El programa compensó la Cuarta de Ivés con la Quinta de Beetho ven, precedida por el Cisne de Tuonela (una feliz inspiración combinar Ives y Sibelius, que tienen realmente algunos rasgos de carácter comu nes), y comenzó con la Obertura del Holandés errante de Wagner, en la que Stokowsky capitaneó un buque tenso y, lo que es bastante asom broso, moderno: a diesel, con estabilizador y radar en la torre del vigía. Podía haberme dejado mi Biodramina en casa.
UNA MISCELÁNEA EN H O N O R DE «ERNST ¿QUÉ?»1 En el Real Conservatorio de Música de Toronto, en el verano del 53, la gran noticia fue la aparición de Ernst Krenek. Y las primeras noti cias que oí sobre la aparición de Krenek tenían que ver con la apariencia de Krenek. —No te lo vas a creer —confiaba un colega—, ¡no lleva calcetines! —¡Repítelo! —No lleva calcetines. El tipo cruzó University Avenue sin calceti nes, y con un par de sandalias además. —Increíble —admitía yo, movilizando mi bufanda extra como una manta de lino—. Pero L.A. es un criadero de excéntricos, ¿sabes? Las últimas informaciones, y la observación directa, confirmaron que Krenek llevaba también con ligereza sus conocimientos. En la ciudad, en aquella ocasión, pronunciar una lección magistral causó impresión como un brillante analista que, sin embargo, contaba con los peligros de la exclusividad cerebral. Recuerdo una vez en que le presenté la par titura del Concierto para piano de Schoenberg, para la que había prepa-
1 Crítica de Horizons Circled: Reflections on My Music (Horizontes cercados: reflexiones so bre m i música), de Ernst Krenek, con contribuciones de Will Ogdon y John Stewart (Berke ley: University of California Press, 1974); de Piano Quarterly, invierno de 1974-75.
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rado una fe de erratas de la serie: una lista de desviaciones de la serie fundamental. —¿Podría cualquiera de ellas ser algo más que un lapsus calamP. —pregunté—. Quiero decir, ¿podría cualquiera de ellas ser posiblemente [rubor —tartamudeo—; después de todo, era en el 53, y la mayoría de no sotros éramos constructivistas de la línea dura] resultado de [nudo en la garganta] la inspiración? —No me gustaría criticar a Schoenberg cuando los resultados ya son evidentes —replicó Krenek—, pero no veo por qué no. Krenek, en resumen, era, y es, un erudito y un caballero o, por citar una de las declaraciones insufriblemente condescendientes de Igor Stra vinsky (orquestadas por Robert Craft), «un intelectual y un compositor; una combinación difícil de llevar. También es», informaba Stravinsky a su Boswell, «profundamente religioso, lo que va bien con su faceta de compositor, menos bien con lo otro». (Lástima que Bob e Igor no trata ran de colocarle eso a Etienne Gilson.) Krenek es, en efecto, una de las figuras musicales contemporáneas menos comprendidas. El compositor importante más prolífico de nues tra época —el difunto Darius Milhaud, dependiendo de la importancia que se le otorgue, sería su único rival serio en el juego de los núme ros—, Krenek es quizá más conocido por el público en general como «¿Er nest qué?». De su producción hasta la fecha —doscientas veinticinco obras y sigue la cuenta—, hay menos de media docena (ninguna de ellas piezas importantes) representadas en el actual catálogo Schwann. Le va mejor en Europa; algunas de sus veintitantas óperas (la piedra angular de su producción) son montadas con una frecuencia razonable, y la ma yoría de sus encargos tiene su origen en el Viejo Continente. Pero Kre nek sigue siendo un enigma para muchos porque esa vasta producción no está concentrada idiomáticamente al estilo de, digamos, Hindemith o Britten o Shostakovich: media docena de obras de cualquiera de estos señores ofrecen un panorama razonable de su estética. La obra de Kre nek, por otra parte, emplea una desconcertante colección de idiomas y un arsenal formidable de técnicas. En la década de 1920 se inclinó ha cia el barroco de la Bahaus, después coqueteó con el jazz y un revesti miento de comentario social; en la década de 1930 se convirtió a la técnica dodecafónica de Schoenberg; y en la década de 1940 la modificó mediante un sistema rotativo propio, algo semejante a la técnica se rial tipo pídola de Alban Berg. En la década de 1950 empleó un serialismo de parámetros múltiples. En la década de 1960 hizo trabajos de poca monta con la tecnología de la grabación; y en los últimos años ha 241
luchado a brazo partido con el dilema postserial de elección frente a azar. Enumerados de paso, parecen los intereses superficiales de un dilet tante, el en exceso ansioso «yo también»-ismo del ecléctico nato; pero no lo es. Aunque Krenek sí tiene una curiosidad musical insaciable y es muy capaz de una respuesta «probaré algo una vez» ante los estímulos externos, es bastante incapaz de la determinación de la antigüedad me diante el carbono 14 stockhauseniano y polémico que sustituye al co mentario analítico en las columnas de muchas revistas musicales euro peas. («Muy señor mío: En respuesta a su artículo “Principios estructu rales de la inaudibilidad”, me gustaría señalar que yo, y no mi colega Hans-Heinz Hopflinger, debo atribuirme el mérito de la introducción de las fermatas organizadas isorrítmicamente. Llamo su atención hacia los timbales tácitos de mis Permutaciones IV, que se adelantan en no me nos de diecisiete días a la Asimetría X V I de Hopflinger, y que fueron fi nalizadas el 21 de agosto de 1955. Si hiciera falta una verificación ulte rior, le remito a mi antiguo copista, Felix Daub, con el que podrá poner se en contacto a través del Sanatorio Zauberberg, Zurich.») Toda la obra de madurez de Krenek, en efecto, independientemente del idioma, es semejante y se mantiene unida por un temperamento mu sical único. Su obra tiende hacia lo lírico, lo elegiaco, lo eufónico, cua lidades que reflejan una personalidad singularmente generosa, contem plativa y no agresiva. Krenek es, en efecto, la antítesis del artista egoís ta, lo que bien podría ser la causa de su problema de relaciones públi cas. Esto también podría explicar sus relaciones, correctas aunque bas tante tirantes, con el difunto Arnold Schoenberg, el modelo de genio ma yor moderno personificado. «Uno siempre pensaba que estaba probán dote», relataba Krenek hace poco, «esperando a que cometieras un error; y entonces empezaba una pelea, confiando en destruirte.» Huelga decir que uno no produce doscientas veinticinco obras mien tras atiende una crisis de confianza, y Krenek no ignora el valor de su contribución y no le son en absoluto indiferentes sus efectos para la pos teridad. En efecto, en un comentario críptico y bastante atípico conte nido en su ensayo de 1951 «Sobre la redacción de mis memorias», reve laba que ya se habían firmado los acuerdos con la Biblioteca del Con greso para el depósito de documentos autobiográficos privados que se ha rían públicos quince años después de su fallecimiento. «¿Por qué debo esperar a que alguien se llegue con dificultades hasta Washington quin ce años después de mi partida de este mundo para descubrir lo que yo pensaba que hacía mientras estaba aún vivo? La razón principal de es242
cribir este amplio libro autobiográfico [es] mi convencimiento de que al gún día mi obra musical será considerada algo mucho más significativo de lo que en este momento se considera y que entonces la gente tratará de descubrir lo que me hacía funcionar.» Hay, sin embargo, un reposo que lo impregna todo en el centro de su ser, y su corolario musical —cierta falta de tensión, una ausencia de agitación— es el causante de la engañosa impresión de suavidad que de jan en ocasiones sus obras en los no iniciados. Por otra parte, es preci samente esta cualidad lo que hace que su Lamentaciones del profeta Je remías sea una de las mayores experiencias musicales-religiosas de nues tra época y su Elegía sinfónica (por la muerte de Webern) quizá el ho menaje más conmovedor que haya rendido nunca un músico a otro. Tam bién sospecho que este sentido de la perspectiva, de la objetividad, que caracteriza tanto la música de Krenek, por muy superficialmente au cou rant que pueda parecer, no es sólo el producto de una técnica fácil (aun que Krenek ignora sin duda las profundas agonías nota a nota de un Al ban Berg), o siquiera el compromiso dialéctico entre activismo marxista y tolerancia cristiana que se fusionan en su carácter para formar una exuberancia casi shaviana, sino que, por el contrario, guarda relación con el hecho de que Krenek es uno de los pocos compositores con sen tido de la historia. En general, los compositores rehúyen la historia del mismo modo que las estrellas del pop evitan aprender a leer partituras. A ambas es pecies les asusta aprender de los libros y prefieren, con frecuencia, tra tar la inspiración como un caudal subterráneo sin consecuencias geoló gicas. Para Krenek, sin embargo, la historia no es sólo un almacén de material de guerra para una cruzada personal (aunque sus amplias in vestigaciones sobre el maestro flamenco del siglo xv Johannes Ockeghem proporcionaron sin duda municiones para sus teorías de la evolu ción dodecafónica), sino, por el contrario, supongo, un medio por el que puede verse su propia contribución en relación con una utilidad mayor. Aun así, es un compositor y, de cuando en cuando, estilo Hamlet, hace justicia a esa antigua ambivalencia. En la primera de las reediciones de las cuatro conferencias que for man el centro de mesa de Horizontes cercados, Krenek manifiesta: Me han criticado porque en apariencia hallaba innecesario buscar prototipos históricos para justificar métodos de composición moder nos. Pienso que estas objeciones se basan en un malentendido. El he cho de que la melismata del canto gregoriano exhibiera inversión y re
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troceso, o el hecho de que algunos compositores medievales, como Du fay, utilizaran el cantus firmi como pautas melódicas básicas de las que extrajeron formas de motivo individuales para sus diseños polifó nicos, no justificaba, en mi opinión, la aplicación de tales procedimien tos a la técnica dodecafónica (...). Lo que me interesaba era observar y experimentar la permanencia de ciertas formas de pensamiento m u sical. También me interesaba la existencia de arquetipos que parecían recorrer la historia conocida de la música occidental y, de cuando en cuando, cristalizar en la forma de entidades estilísticas (...) Hoy día ya no estoy tan convencido de que esta orientación histórica sea tan ne cesaria o útil como pensaba bajo los efectos de mi propio estudio his tórico. (...) Si pensamos que la historia toma su curso de acuerdo con alguna necesidad interna inexorable, no habría en apariencia mucha diferencia en conocer o no su pauta preordenada. Si pensamos que es tamos haciendo historia como agentes libres, puede que no prestemos mucha atención a lo anterior, sólo para saber después que nuestras ac ciones fueron una consecuencia lógica de todo lo que vino antes. «Es tar o no estar históricamente orientados» es una cuestión que no pue de responderse mejor que la de «ser o no ser», punto —o mejor, inte rrogación.
Las conferencias fueron pronunciadas por primera vez en 1970, cuan do Krenek fue nombrado Regents Lecturer de la Universidad de Califor nia, San Diego, y en todo el conjunto el autor hermana hábilmente la observación general con la experiencia personal. Las reflexiones histó ricas de la primera de ellas le animan a meditar sobre su propia evolu ción artística; en la segunda, que explora las ramificaciones políticas del arte, Krenek mejora una descripción de su obra maestra operística, Karl V, la obra que le puso en la lista negra nazi, contra un telón de fon do dedicado a las estratagemas del Anschluss en su Austria natal. La tercera conferencia es un análisis de la dinámica socioeconómica del arte, y la cuarta, una disertación sobre el serialismo en general y la Sestina para soprano y diez instrumentos de Krenek en particular. Esta obra (incluso para los que seguimos siendo escépticos respecto de la «ló gica» del serialismo) es un triunfo de la comunicación sobre el proceso, y para los diagramas esquemáticos del músico Krenek son inestimables. No obstante, pese a los comentarios suavemente mordaces de Krenek so bre la música aleatoria, la improvisación en grupo y los multimedia («comparto la actitud del sha de Persia quien, cuando fue invitado por el emperador austríaco a presenciar las carreras de caballos, replicó: ‘Muchas gracias, Su Majestad, pero sé que algunos caballos corren más 244
deprisa que otros, y cuáles sean, no me importa’», esta última pieza será difícil para el lector profano, del mismo modo que, en efecto, lo será «Ho rizontes cercados observados» de Will Ogdon, un detallado análisis de la obra orquestal que presta su título al presente libro. Por otra parte, las actas de una conversación en la que Ogdon de sempeña el papel de Jonathan Cott frente a Stockhaussen-Krenek (evito la analogía, más obvia, Craft-Stravinsky porque Krenek no ha necesi tado nunca un escritor fantasma) resumen hábilmente la actitud del compositor hacia el panorama contemporáneo. Las restantes cuestiones, en lo que es fundamentalmente una miscelánea en honor de Krenek adaptada al setenta y cinco cumpleaños de éste, figuran en un apéndice que traza la cronología de toda su producción musical y literaria e in cluye un brillante ensayo de John Stewart sobre el Krenek literato. Esta última pieza tiene un valor especial porque Krenek es, para no decir más, un formidable estilista y hace mucho que se espera un análisis de sus habilidades verbales. Krenek ha sido su propio libretista de dieciséis de sus óperas, el au tor de las letras de innumerables canciones y piezas corales, aunque Ril ke, Kafka, John Donne, Gerard Manel y Hopkins, San Pablo y (no me lo estoy inventando) el horario del ferrocarril de Santa Fe han recibido una parte de la acción en varias ocasiones. A lo largo de los años, primero en alemán, más recientemente sin ayuda de la traducción, ha aportado ensayos minuciosamente elaborados sobre temas que van desde Johann Strauss a las obras completas de Franz Kafka, por no mencionar sus es tudios específicamente musicológicos. El año pasado, en estas páginas2, comparaba a Krenek con George Santayana —estrictamente en cuanto a estilo; sería difícil encontrar pa recidos de carácter y aspecto—. Especulaba con que el excelente sentido del ritmo cadencial que poseían ambos autores podía guardar relación con el hecho de que, no habiendo nacido para el lenguaje, ambos eran por tanto libres para mejorar los datos de éste sobre conceptos rítmicos centroeuropeos. Como músico, me preocupaban fundamentalmente, des de luego, las cuestiones de métrica, pero Stewart, como profesor de li teratura, está más preocupado por la analogía temática y afirma que, al igual que muchos escritores contemporáneos [Krenek], está preocu pado por el hombre como miembro de un grupo, por la identidad del individuo en cuanto a tradiciones que hacen posible la individualidad 2 Véase pág. 278, «El futuro y 'Floogie pies planos’».
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en comunión, por el significado de un momento de experiencia perso nal en la historia de una cultura amenazada en gran medida por el de sorden. Es más afín, por tanto, a escritores como Yats, Eliot, Mann y Faulkner. O, en su atención hacia el absurdo, a escritores como John Barth y Beckett. Pero al que más se parece es a Joyce, diferentes como son en tempe ramento. Ambos son agudos observadores del teatro humano, con un deleite por lo ridículo. Ambos tienen un fuerte sentido de los parale lismos históricos y usan las leyendas de Grecia y de sus tierras nata les para interpretar el presente. Ambos están versados en la doctrina católica y conocen bien la paradoja de la necesidad del hombre de apo yarse en estos dogmas antiguos, unida a su necesidad de afirmar y mantener sus individualidad frente ellos. Ambos han usado esa para doja en la exploración de problemas de libertad, orden, «progreso» en las artes, el artista como vidente, la relación de las artes con la acción. Aunque deseando hablar a través de sus obras sobre algunas de las mayores cuestiones de su época, ambos han sido empujados, por el im pulso de su creatividad y por su negativa al compromiso, a usar idio mas que les han alejado de aquellos a quienes desean llegar. Ambos han disfrutado de la admiración de los demás artistas, quienes, con me jor disposición que la mayoría, han visto lo que hacían y pudieron apre ciar el esfuerzo, la integridad y el logro.
Por último, a propósito de nada en particular, una nota de entusias ta: el domingo de Pascua de 1964, en el Orchestra Hall, Chicago, inter preté mi último concierto en público. Fue un acontecimiento que espe raba desde hacía una década y, a modo de celebración, decidí dedicar tres días a prepararme, lo necesitara o no, y elegir obras que a lo largo de los años habían tenido un significado especial para mí. El programa consistió en E l arte de la fu g a de Bach, el Op. 110 de Beethoven y la Ter cera sonata de Ernst Krenek.
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MÚSICA PARA PIANO DE BERG, SCHOENBERG YKRENEK1 En 1908, un joven llamado Alban Berg produjo un movimiento para piano que debe ser considerado sin duda uno de los Opus Uno más pro picios que se han escrito nunca. Por aquel entonces, Berg tenía veinti trés años, estaba terminando sus estudios con el ordenancista más dia bólico de la época, Arnold Schoenberg, y su obra era de hecho una tesis de licenciatura. Berg había hecho una sabia elección poniendo su apren dizaje en manos de Schoenberg. Éste, pese a su creciente reputación como radical, era en realidad uno de los teóricos musicales menos anár quicos, e incluso en aquella época participaba tan afanosamente en el esclarecimiento de las leyes de la tonalidad clásica como sus obras las rompían. Sólo una personalidad así podía ejercer influencia sobre el jo ven Berg, intenso y fervientemente romántico. De Schoenberg aprendió que cuanto más se desafíe honradamente una tradición, tanto más res ponsable se hace en realidad ante ella, y llegó a ver que la líquida flui dez de la melodía de Wagner no era por fuerza irreconocible con la ló gica arquitectónica de Brahms. Y así produjo un Op. 1 tan excelente como nada de lo que hizo nunca (soy consciente de que esta observación está abierta a la contradicción) porque aquí poseía el idioma perfecto tanto para acentuar su genio in quieto como para encubrir sus hábitos más bien disolutos. Este es el len guaje del hundimiento y la incredulidad, del pesimismo romántico mu sical; la última posición de una tonalidad traicionada e inundada por el cromatismo que le dio su ser. Permitió a Berg sus extáticas tensiones, sus afligidas resoluciones, su desvergonzada revelación de sí mismo, y también satisfizo su debilidad: la secuencia aumentada, la línea melódi ca apoyada por séptimas que se deslizan cromáticamente, el plagio de la escala tonal total. Esta sonata está en la tonalidad de Si menor sólo de nombre, al me nos en cuanto que comienza y termina dentro del redil de esa armadura y el grupo temático secundario rinde un simbólico homenaje en sus tres apariciones mediante sugerencias de La, Mi y Si mayor, respectivamen te. Pero entre estos puntos de reposo tonal, la textura armónica cambia 1 Notas para la carpeta del disco Columbia ML 5336, 1958.
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continuamente, y lo más asombroso es que, pese a la cualidad nebulosa de las progresiones armónicas, pese al hecho de que, frase tras frase, se resiste al análisis de su fundamento, la obra en conjunto sí transmite realización, sí da la impresión de grandes picos y cumbres menores, ca librada con tanto esmero y realizada con tanta inevitabilidad como lo ha bría sido en una música de naturaleza más ortodoxa. ¿Cómo se logra esto entonces? En primer lugar, construyendo dentro de los complejos melódicos una unidad de intensidad de motivo tan firme, tan interdependiente, que presta una coherencia completa de fluidez lineal. El motivo inicial de tres notas, por ejemplo, es una célula generadora central del movimiento
que crea variantes como el agitado y penetrante
De esta forma, las relaciones horizontales al menos reciben un denomi nador común. Pero nadie puede soportar quedarse siempre junto a un precipicio, y ésa era la situación de los compositores como Alban Berg en los prime ros años del siglo. Se había trascendido el límite absoluto de las relacio nes tonales; el cromatismo había minado tanto la órbita de la progre sión armónica regida por la tríada, que el único paso que quedaba (si se quería continuar en esa dirección) era negar la lealtad al sistema de acor des que constituía el eje de la tonalidad; negar la pretensión hereditaria de la línea del bajo como encarnación de la buena conducta armónica. Los primeros pasos de Schoenberg en el mundo de la atonalidad los dio con su Segundo Cuarteto para Cuerda, Op. 10, y fueron afirmados con las Tres Piezas para Piano, Op. 11, que aparecieron el mismo año que la Sonata de Berg. Hay pocas razones que mantengan unidas estas piezas, aparte del hecho de que cada una de ellas se ocupa de ciertos as pectos de los problemas a los que se enfrentaba Schoenberg en aquella época. La segunda pieza, que fue la primera en el tiempo en cuanto a composición, subraya de forma sorprendente los efectos de transición de la reminiscencia tonal. La tercera muestra al Schoenberg que jugaba con grandes rayos de bloques sonoros, que buscaba énfasis seudoarmónicos con duplicaciones de octavas, que se recreaba en las alternancias dinámicas más extremas y que trataba de puntuar (¿quizá de cadencializar?) la estructura rítmica con pausas latentes y apóstrofes explosivos. La primera pieza del Op. 11 es una obra maestra, un auténtico su cesor de los mejores intermezzos de Brahms. Al igual que la Sonata de Berg, está tejida a partir de una célula interna de ideas de motivos que carecen de especial importancia en sí mismas. Ésta es, en efecto, la di ferencia fundamental entre este tipo de técnica compositiva y aquella en la que la línea melódica (con independencia de lo orgánicamente que haya sido concebida) recibe importancia per se. Aquí el material es me nos importante por lo que es que por aquello en lo que puede convertirse. Los primeros compases del Op. 11 núm. 1 sirven de ejemplo:
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Si se considera desde el punto de vista del motivo, la primera frase se divide en dos motivos fácilmente definibles de tres notas cada uno, de los cuales el segundo es una extensión del primero: el La-Fa del com pás 2 es una ampliación del Si-Sol sostenido del compás 1. Esta secuen cia de motivos con sus posteriores aumentos y disminuciones y su re presentación vertical como la del compás 3 (voces inferiores) domina gran parte del movimiento. Sin embargo, Schoenberg ya estaba pensan do por encima de los grupos rítmicos, así como entre ellos. Así, entre las notas 2, 3 y 4, y de nuevo entre las notas 3, 4 y 5, tenemos otros dos grupos de intervalos que guardan una correspondencia matemática recíproca. En ambos grupos, el primer intervalo tiene exactamente la mi tad de la extensión del segundo, mientras las notas 3, 4 y 5 juntas cons tituyen una inversión aumentada de las notas 2, 3 y 4. En las voces in feriores nos encontramos con que esta relación interválica de medio fren te a todo de las notas 2 a 4 y 3 a 5 h a penetrado también. En la contral to aparecen dos versiones retrogresivas de las notas 2 a 4, la segunda en inversión, y el bajo proclama una retrogresión invertida de las notas 3 a 5, mientras el tenor canta todo el tiempo con un aumento (no exacto, sin embargo) de las notas 3 a 5. Las sincronizaciones verticales que acompañan a estos motivos —se gunda negra de los compases 2 y 3, y tercera negra del compás 4— no indican, salvo por la superposición de las notas 1 a 3, ninguna penetra ción similar del motivo. Estas estructuras de tres acordes se constru yen sobre una proporción de intensidad en disminución, de forma que la línea melódica se apoya en una relajación de la disonancia, produ ciendo la tríada disminuida en las notas inferiores de los compases 4, 6 y 8 un efecto análogo al de una cadencia extendida. Al tratar los aspec tos armónicos (es decir, verticales) de la atonalidad, nos enfrentamos con problemas que refutan la precisión matemática y exigen, por el con trario, más especulación de la que cabría permitir cómodamente en un análisis. Schoenberg fue siempre consciente del hecho de que ningún sis tema de intervalos podría cumplir nunca su función con igual diligencia en ambas dimensiones a la vez, pero dedicó un gran esfuerzo a los pro blemas que implicaba el poner de acuerdo las dimensiones armónica y melódica —el acuerdo de relación parecida con un núcleo previamente ordenado— y finalmente propuso la idea de grupos de intervalos conce bidos armónicamente. Éste fue uno de los aspectos del famoso período dodecafónico que ocupó el último cuarto de siglo de su vida. Si hubo una dirección que siguieron sus experimentos con la técnica dodecafó nica, fue el esclarecimiento de la responsabilidad armónica de la serie. 250
Desde las primeras series tonales de 1924, que eran muy similares a ex tensiones del comienzo del Op. 11, fue desarrollando gradualmnte una técnica de series armónicas que aparece con frecuencia cada vez mayor en sus últimas obras —el Concierto para Piano, la Fantasía para Vio lín— y dentro de la cual construyó una obra en su integridad: la Oda a Napoleón Bonaparte. Las series tonales de obras como éstas estaban ideadas por lo gene ral para exhibir combinaciones de motivos que limitan intencionada mente el material disponible en lugar de aumentarlo. Casi siempre, esto adoptó la forma de series que se dividen con nitidez en dos, y cuya se gunda mitad ofrecía de un modo u otro un reflejo o duplicación de la pri mera. Schoenberg reveló su predilección por las series que, cuando se transportaban e invertían a un intervalo determinado, presentaban como primeras seis notas las últimas seis de la serie original y, en con secuencia, como últimas seis las primeras seis de la original. Así, utili zando ambas sucesiones simultáneamente, se podía presentar la serie dodecafónica completa dentro de una distancia interválica de sólo seis no tas y sugerir de esta forma la penetración de la serie horizontal en las unidades armónicas de la composición. Ningún sistema, sin embargo, no importa lo minuciosamente que se desarrolle y lo conscientemente que se siga, puede hacer más que mos trar las cualidades más nebulosas de gusto y buen juicio de los que lo aplican. Entre los centenares de obras que siguen estrictamente los dog mas de la fe dodecafónica, tal como las entienden y practican por sus autores, sólo hay un puñado que da la impresión de que su forma, su idioma, su vitalidad —en efecto, su existencia— deben algo al sistema que emplean. Pocos compositores poseen la disciplina necesaria para ex presarse libre y gozosamente dentro de los confines de la escritura do decafónica. Para un compositor es fundamental tratar sus posibilidades seriales con una amabilidad expansiva y no considerarlas como repre sentación de un código de honor inflexible. Dentro de un marco de de vota fidelidad, es la desviación ocasional, la expansión espontánea, el tenuto estructural, lo que puede suscitar una atención singular. Es la in fidelidad intencionada a las disposiciones de la serie lo que puede lla mar a la imaginación, del mismo modo que el drama de una distorsión fuguística en Beethoven o la intensidad de una torturada relación opues ta en los isabelinos. Con respecto a todo el ingenio que puede ser traza do por adelantado, el momento de plasmarlo sigue siendo su supremo reto de inspiración. La Tercera Sonata para Piano de Ernest Krenek posee esta cuali 251
dad. Respecto a su extensa y variada producción para el piano, el señor Krenek ha escrito: Desde que, en 1918, escribí mi Op. 1, una doble fuga para piano, he vuelto a ese instrumento una y otra vez cuando me proponía pro bar nuevas ideas estilísticas o técnicas. Mi primer estilo «atonal»· se re fleja en la Toccata y Chacona (1922); mi período «romántico», en la Se gunda Sonata (1926). En las Doce Variaciones (1937) resumí la expe riencia de mi primera fase dodecafónica. El principio de «rotación» se rial con el que comencé a experimentar en la Tercera Sonata preparó el terreno para mi estilo actual de integración serial total.
La serie fundamental de esta Tercera Sonata para Piano está com puesta por cuatro segmentos de tres notas cada uno, de los cuales el pri mero y el último son acordes de cuarta, y el segundo y el tercero, acor des de cuarta con un intervalo aumentado:
Así, podría considerarse que esta serie tonal posee esa simetría que caracterizó las últimas combinaciones seriales de Schoenberg. Sin em bargo, aunque no se pasa por alto el potencial de esta afinidad triádica como medio de referencia armónica y la división natural de la serie en dos grupos complementarios de seis notas subraya lo que el señor Kre nek ha denominado principio de rotación serial, el tratamiento que re cibe es totalmente diferente de las yuxtaposiciones armónicas de bloque de los últimos escritos dodecafónicos de Schoenberg. El estilo más suave, más lírico del señor Krenek centra la atención en las combinaciones intermedias dentro de la serie: esos grupos de mo tivos concentrados en torno a las uniones de los segmentos de acordes de cuarta; así pues, su uso de las facilidades seriales es panorámico y no estático. En su división de la serie entre órganos antecedentes y con secuentes, las notas sexta y primera y decimosegunda y séptima son con sideradas adyacentes y, por tanto, cada una de las mitades de la serie gira en torno a este eje. Un ejemplo —el comienzo del segundo movimiento (Tema, Cánones y Variaciones)— servirá para ilustrarlo. Los comentarios entre corche252
tes se refieren, respectivamente, a segmentos de antecedente o conse cuente; la presentación original, invertida o retrógrada; y la nota de la serie con la que comienza cada segmento; y, por último, los números ro manos indican la distancia de la transposición con respecto de la serie original.
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No pasará inadvertido que están presentes ciertas sugerencias de un 253
plan tonal centrífugo: de las trece presentaciones de los grupos de seis notas, todas menos una comienzan o terminan en La bemol, así como cinco en Re bemol y cuatro en Si bemol. El efecto es, huelga decirlo, no el de La bemol mayor, pero el resultado es, sin duda, una polaridad se gura equivalente, si bien menos definible. Las interrelaciones sutiles de estos grupos evidencian una rara sensibilidad para el equilibrio y el or den armónicos, y la característica más sorprendente radica en el hecho de que, con todo el control consciente que se ejerce, el efecto final sea el de un sencillo candor. La sonata está compuesta de cuatro movimientos, de los cuales el pri mero es un magistral allegro de sonata, el segundo —como su título in dica— un tema idílico seguido de una secuencia de lúcidos cánones e in quisitivas variaciones, el tercero frenético scherzo y el final un adagio elegiaco y algo exagerado. En conjunto, una de las reivindicaciones más orgullosas del reperto rio contemporáneo para teclado.
K O R N G O L D Y LA CRISIS DE LA SONATA PARA P IA N O 1 En algunos aspectos, la Segunda Sonata de Korngold es el arquetipo de consecuencia pianística de la época wilhelmiana. Su integridad de es tructura esencial, así como sus caídas ocasionales en la ampulosidad, sus virtuosísticas ideas felices, así como sus no infrecuentes errores de cálculo instrumentales, proceden de un clima en el que la música para piano era considerada universalmente como el pariente pobre de su mo delo y colega orquestal. Era una época en que la grandiosidad de la or questa poswagneriana constituía la norma del sonido, en la que la ma yoría de los esfuerzos en el campo de la música de cámara y práctica mente todas las composiciones a gran escala para instrumentos solistas estaban concebidas como reproducciones de esa norma, y en la que, en consecuencia, el dilema formal al que se enfrentaba la propia sinfonía —hasta qué punto podía la sofisticación de la textura reforzar el con cepto de allegro de sonata, estructuralmente en peligro, sin añadir al 1 Notas para la carpeta del disco Génesis GS 1055,1974, grabación de música para piano de Korngold interpretada por Antonin Kubalek.
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mismo tiempo a ese peligro su propio e inevitable corolario de ambiva lencia modulatoria— fue transferido automáticamente a esos medios de comunicación más íntimos. El adjetivo en vigor, desde luego, es «wilhelmiano»: en el campo de la música de cámara, tanto Ravel como Debussy merecen ser eximidos de las generalizaciones arriba expuestas y, entre los esfuerzos para ins trumentos solistas, las últimas «sonatas» qué-hay-en-un-nombre de Ale xander Scriabin —que se pueden defender como las ideas más intrínse camente pianísticas del siglo XX— no estaban subordinadas a ningún plan maestro sinfónico. Pero fue la escuela austro-germana, después de todo, la que proporcionó la mayor parte de la acción sinfónica; ella sola se ocupó del problema de la evolución estructural con al menos conti nuidad semicientífica, en contraposición con las inspiraciones ad hoc al oeste del Rin o al este del Oder, y resulta por tanto significativo que nin guno de los maestros austro-germanos del período escribiera para el pia no con entusiasmo. Pero permítanme que diga de inmediato que no tengo nada que cri ticar al concepto de conceder una opción instrumental, al concepto que deja en libertad E l arte de la fuga en cuanto a registros, que convierte las declaraciones de laissez-faire de Cari Ruggles respecto de las fuerzas necesarias para la interpretación de su música en algo más que la mal humorada y defensiva peculiaridad yanqui que se suponía en principio que representaban —de hecho, un astuto y perspicaz comentario sobre la naturaleza de la abstración—. La noción a la que me opongo, y enér gicamente, es a la sensatez convencional según la cual la técnica inter pretativa del piano de finales de siglo representó una especie de cumbre para la tradición de la interpretación (simplemente no es cierto, desde luego; los trucos la-mano-es-más-rápida-que-el-ojo que constituyen la he rencia pianística de Liszt, por ejemplo, pueden asimilarse con bastante mayor rapidez que la inventiva media de Bach), y la fuente material de que se alimentó esa cumbre, por tanto, debe de haber estado dotada de cualidades de un ingenio virtuosístico sobrecogedor, y los gigantes de an taño, en consecuencia, podían simular la amplitud y el alcance de un cir co orquestal. Y eso, huelga decirlo, tampoco es cierto. Documento A: Gustav Mahler, patrón del puntillismo, un artista que sentó sin ayuda las bases para la reforma del timbre de la orquesta a divisi poswilhelmiana; quien debía, teóricamente, haber estado dispues to a explotar las oportunidades específicas que ofrecía el piano con al menos igual cuidado del que dedicó a los cencerros, y que aun así apor tó, en su frecuentemente revisado y nunca acabado Cuarteto para Piano 255
(escrito por primera vez cuando el compositor hacía novillos de las cla ses de contrapunto de Anton Bruckner en el Conservatorio de Viena), un continuo generalizado, propenso a la duplicación de octavas, que ha cía caso omiso por completo de todas las oportunidades pianísticas in trínsecas. Documento B: Anton Webern, miniaturista por excelencia, melodista Klangfarben según la ocasión, heredero espiritual de Mahler; un artista cuyas obras de madurez y, en concreto, y por supuesto, su única com posición para solista, las Variaciones, Op. 27, están llenas de preocupa ciones geométricas estilo Mondrian que evitan las consideraciones de ca rácter tímbrico; cuyo opus adolescente, el Quinteto para Piano, de un solo movimiento, está sólo ligeramente más abierto a la oportunidad del teclado que el Cuarteto de Mahler, y cuyos trabajos de transcripción, de escaso valor y realizados más bien para matar el tiempo, para su maes tro Arnold Schoenberg (el lieder orquestal, Op. 8; la Sinfonía de Cáma ra, Op. 9, etc.) adoptan una postura «todas las notas que pueden estar allí estarán allí». Documento C: Arnold Schoenberg, legislador o revolucionario, con servador o radical, dependiendo de cuál sea el punto de vista; un artista que sí escribe con considerable cuidado e instinto para el instrumento, pero cuyas obras para solista estaban concebidas en principio como prue bas de aptitud para los nuevos conceptos formales en los que él o sus dis cípulos estarían implicados en breve a mayor escala, por lo general más sin fónica. Así pues, la primera y la última de las Tres Piezas, Op. 11, intro dujeron esa técnica (¿antitécnica?) de «monólogo interior» que halló su sello en el drama musical más joyceano, Erwartung, Op. 17; las miniaturas del Op. 19 sentaron las bases para el trabajo de toda la vida de Anton Webern; y la obra maestra de Schoenberg para piano, la Suite, Op. 25, ocupa un puesto especial como la primera obra que encarna una aplica ción coherente de la técnica dodecafónica. Ninguna de estas obras, sin embargo, se enfrenta directamente con el problema específico de la forma sonata, aunque otro alumno maestro de Schoenbeg, Alban Berg, sí logró hacer una extática despedida al alle gro de sonata, por lo menos en su Op. 1 de un solo movimiento, una es tructura que debe figurar entre las obras de más éxito de las de su clase del siglo XX. Irónicamente, se dejó en manos de Richard Strauss, con su inclina ción por la evocación rococó, la tarea de escribir, si no extensamente, al menos de forma acomodaticia, para el teclado. La contribución del piano a su Ophelia Lieder, Op. 67, por ejemplo, rivaliza con los George Lieder 256
de Schoenberg como ejercicio de libre albedrío en acompañamiento, y el obbligato continuo de su música de E l burgués gentilhombre puede ser considerado como un presagio del estilo pianístico concerto-grosso, ins pirado en la Bauhaus, de Hindemith. Pero Strauss, ¡ay!, no escribió mu cho para este instrumento, y su única obra concertante significativa —la Burleske—, aunque lejos de ser la ingrata invención que era a los ojos de Bülow, no le representa pianística, orquestal ni estructuralmen te en su mejor momento. Así pues, la mayoría de estas obras son bosquejos para borradores más elaborados por venir, como en el caso de Schoenberg (hay que crear, supongo, una categoría especial para los prototipos preorquestales de Ra vel), o —y aquí es donde radica en realidad el problema— reducciones, de hecho o en espíritu, de un género orquestal predominante. Lo que nos lleva a Erich Wolfgang Korngold y los problemas típicos de su estilo para el teclado. Korngold, desde luego, era un prodigio del piano e, inevitablemente, su Segunda Sonata contiene un gran conocimiento del instrumento y ningún material totalmente desprovisto de sensibilidad táctil. Sí contie ne, sin embargo, por deferencia a las convenciones de la época, mucho de redundante en cuanto a textura y de contraproducente pianística mente. Esas convenciones incluyen la duplicación de todos los hilos dis ponibles para simular técnicas wagnerianas de apoyo de los metales, ge midos de mezzo-piano estilo viento madera para transmitir una ilusión de síncopa (Korngold hace un uso persistente de este ardid en el tercer movimiento de la sonata), apoyaturas en el bajo rápidamente cosecha das en lugar de líneas de contrabajo independiente y, por encima de todo, cánones de octavas llenos de strettos que fracasan con frecuencia en las regiones exteriores del teclado, expuestas sin piedad. En efecto, inmediatamente antes de la repetición del grupo temático principal del movimiento lento de la sonata, Korngold nos invita a un par de octavas en La bemol, a sólo cuatro octavas de distancia, que, la inferior vía un gratuito Fa sostenido en passant, tratan de llegar a Sol y son remolca das inútilmente a puerto por una tercera menor patéticamente infraimpulsada —Re y Fa, una alusión a una novena sobre la dominante— en la octava de la soprano. Huelga decirlo, ninguna de estas objeciones (con la posible salvedad de la combinación de octavas en La bemol que, por muy hábilmente or questadas que estén, provocarían un sobresalto al espíritu de JJ. Fux) estaría necesariamente en zona prohibida en un entorno orquestal. Me rece la pena, de hecho, señalar que, en los últimos años, el propio Korn257
gold, tal como evidencia una elocuente grabación de la sonata hace tiem po suprimida, tenía el hábito de utilizar los datos estructurales del mo vimiento lento por lo menos como una especie de bajo cifrado inverso, añadiéndole en ocasiones, claro está, aunque, lo que es más frecuente y significativo, restándole permutaciones redundantes y/o mal concebidas para el piano. Así pues, el problema, como reconoció claramente el compositor, es la distribución del material: demasiado sincronismo, demasiado poca in formación oculta. En lugar de obligar al oyente a alimentar, con su ima ginación, el material que ofrece la página impresa (el verdadero secreto del éxito de las partituras para teclado), Korngold y sus colegas de la época wilhelmiana pretendían ganarnos sólo por la fuerza de los dedos, sacrificando así la oportunidad de construir estructuras pianísticas in trínsecamente creativas. Esta oportunidad, desde luego (me refiero sólo a la sonata; Fairy Pic tures, como circo ecléctico, tiene, debido a su diseño menos ambicioso, un éxito relativamente mayor instrumentalmente), sufre la suerte so brecargada de octavas de casi todas las obras para piano posbrahmsianas. Y es una lástima, porque sin tener en cuenta para nada la tierna edad a la. que la escribió, Korngold nos ha proporcionado el cianotipo de lo que bien podría haber sido uno de los mejores ensayos sinfónicos de su época.
LA MÚSICA CANADIENSE PARA PIANO EN EL SIGLO X X 1 La selección de las tres obras contenidas en este álbum es sólo un tributo de la estima que siente el autor (sumamente parcial) por sus com positores; estas piezas no constituyen en forma alguna una muestra re presentativa de esa confusión de riquezas idiomáticas que viene siendo la característica más notable de las tendencias musicales recientes en Canadá. Hasta la II Guerra Mundial se podía evaluar el panorama musical canadiense en términos equivalentes a esa política de dos naciones por 1 Notas para la carpeta del disco CBS 32110046, 1967: música de Oskar Morawetz, Istvan Anhalt y Jacques Hétu.
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la que, en el actual Parlamento, el primer ministro Pearson es repren dido con frecuencia y aspereza por los ilustrísimos señores de la oposi ción. Hace tiempo que se han reconocido como santos patrones de esta dicotomía musical inglés-francés, respectivamente, a Healey Willan (na cido en 18802) y Claude Champagne (1891-1965). Pero la inmigración de la posguerra llevó al mundo en microcosmos a las costas candienses, y quizá no sea casual que dos de los tres com positores aquí representados procedan del extranjero. Aunque Jacques Hetú nació en Trois Rivières, Québec, en 1938, Oskar Morawetz (nacido en 1917) llegó de Checoslovaquia en 1940, e Istvan Anhalt (nacido en 1919) llegó de Hungría en 1949. Estos y otros emigrados dotados contribuyeron a internacionalizar el panorama musical de Canadá, e incluso el más breve estudio de la ac tual actividad compositiva en Canadá descubrirá leales partidarios de cada uno de los principales fetiches internacionales. Hay serialistas li gados a Boulez, de los cuales quizá el más convencido y convincente sea Serge Garant, de Montreal. Unos cuantos aleatorios, como el ágil Otto Joachim, también de Montreal, han conseguido ofrecernos opciones. Hay exóticos messiaénicos como François Morel, y uno o dos compositores cuya obra, en su ecleticismo estilo Henze, se resisten a una clasificación precisa. John Weinzweig está picoteando actualmente un puntillismo posweberniano modificado, después de una aventurada y productiva ex ploración de sonoridades menos fragmentadas. Harry Somers ha escritro óperas, ballets, sinfonías y sonatas, pasando desde estados de ánimo de éxtasis expresionista (Passacaglia y Fuga, para orquesta, 1954), por estallidos de acordes como los del último Schoenberg (el ballet House of Atreus, 1964) hasta las texturas translúcidas de su aún más reciente musicación de veinte (¡significado, significado!) poemas en forma de haiku japonés. En los últimos años se vienen admitiendo con reservas las críticas neoclásicas de la Suma Sacerdotisa de Fontainebleau, aunque, pese a su demagogia pedagógica, Madame Nadia Boulanger es la consejera de cam pamento de numerosos talentos nativos, incluyendo al difunto y suma mente dotado Pierre Mercure. También está en declive la influencia de los neoprimitivos e idilicistas americanos hasta-las-colinas-de-Berkshire-y-más-lejos. Quizá el único compositor importante que aún consigue una síntesis convincente de Copland, Milhaud y Stravinsky en Do ma yor sea Murray Adaskin, de Saskatchewan. La composición electrónica 2 Fallecido en 1968. -T.P.
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ha sido el secreto celosamente custodiado de los laboratorios de la Uni versidad de Toronto y de la McGill de Montreal, aunque la Expo 67 ce lebrada en esta última ciudad, con sus numerosas comisiones de pabe llón, podría servir de importante aliento para el equipo local de ondas sinusoidales. Y, por supuesto, en Canadá, como en otros lugares, con vencidos Cageítas peroran con un silencio muy significativo en los me jores cafés. Este es, por tanto, el panorama cuando Canadá va a cumplir su se gundo siglo como nación. Y aun así, ninguna figura, impresionante y so litaria, ha llegado ni se ha alzado para dominarlo. Pero se están escri biendo muchas obras importantes y llamativas, y tres de ellas, creo, es tán en este disco. La Fantasía (1948) de Oskar Morawetz es la primera de tres compo siciones para piano solo que llevan este nombre. Fue interpretada en pú blico por primera vez por mí en 1951, época en la cual figuraba como subtítulo el paréntesis totalmente lógico, si bien algo pasado de moda, «(en Re menor)». Incluso en 1948 hacía falta cierto valor para que un compositor anun ciara una relación tonal en un título. Pero la música de Morawetz es an tes que nada valiente. Durante un cuarto de siglo ha compilado con fer vor y facilidad, un imponente catálogo de composiciones que han segui do siendo fieles a su adhesión a los requisitos previos formales de una generación anterior. En el caso de la presente obra, el añadido entre paréntesis respecto de su tonalidad es, en realidad, más pertinente que el título de «Fanta sía», ya que, pese a su duración y a su extravagante inventiva, la obra no es más que un allegro de sonata generosamente expandido, y obser va todas las definiciones de tema y orden tonal que ello implica (primer tema, Re menor; segundo tema, Fa mayor; segundo tema, recapitula ción, Re mayor, etc.). Los atributos de la fantasía tienen que ver con un sentido de la pro porción. El segmento del desarrollo dentro de este particular allegro de sonata introduce un cuerpo sustancial de material nuevo. La coda, aun que una versión de los compases iniciales con la potencia aumentada contrapuntística, es en sí misma el apéndice a un melancólico posludio que pone fin a la estructura de sonata tripartita. Incluso la cuestión de la relación tonal suplementaria es tratada con una libertad estilo Bruck ner (el tempestuoso subgrupo del segundo tema aparece en la exposi ción, lo que no resulta sorprendente, como una declaración en Fa me260
nor, pero después se presenta en la recapitulación, subrayando, en rela ción con el tono de partida, la ambigüedad tritónica de la bemol mayor). No resulta difícil juzgar las influencias que subyacen tras esta obra ni el estilo de Morawetz en general. La escritura del piano, como tal, po see una fluidez táctil que recuerda con frecuencia a Prokofiev; ese sen tido de inventario pausado de los motivos, generado por los diversos pa sajes puente a través de los cuales aletean a rachas fragmentos, de los temas principales, sugiere a Franz Schmidt; la persecución de una to nalidad, cuestionada pero nunca puesta en peligro por la elaboración cro mática y a la que se hace aguantar lo más recio de la segura retórica de la obra, invita a la comparación con los mejores contrapuntistas posromán ticos, desde Max Reger hasta Paul Hindemith. Hay también, y es quizá el sello de Morawetz, cierta peculiaridad rítmica que, aunque sale de la superficie de forma más destacada en obras posteriores, se identifica ex traordinariamente con los prados, bosques y conservatorios de Bohemia. La Fantasía (1954) de Istvan Anhalt ofrece un excelente ejemplo de la obra de uno de los compositores menos prolíficos aunque más fiables de Canadá. Al igual que otros productos de este tipo de su fase preelectrónica, como la tensamente polémica Sinfonía (1958) y la áridamente medida Música Funeral (1954), es una composición espaciosa, precavida y algo tímida. Pese a que en algunos aspectos reconoce una deuda con el estilo último de Schoenberg, especialmente en el uso nada cohibido del ostinato y la actitud en general expansiva hacia la motivación de se rie, ofrece sus oportunas homilías con un acento al mismo tiempo lla mativo y espontáneo. Quizá la cualidad más impresionante de la música de Anhalt sea su total falta de ostentación. Aunque siempre proyectada de modo convin cente, sus estructuras nunca fuerzan las cosas; organizadas con mag nífica coherencia, nunca compiten por impresionarnos con su virtuosis mo. Su música marca el paso tan juiciosamente que no cabe distraerse con el ingenio de su manipulación. Cánones invertidos van y vienen; se desgajan de la serie fragmentos de cuatro notas, se deshacen en letár gicos ostinatos, retroceden en bloques; párrafos climáticos son delinea dos por la sencilla persistencia de un bosquejo de la soprano o del bajo, afianzados con una inexorabilidad estilo Berg, sin concesiones a la exa geración estilo Berg. Y así, uno permanece consciente no del método de funcionamiento, sino tan sólo de la voz singularmente resuelta a la que éste permite hablar. La música de Anhalt no ha recibido el reconocimiento que merece. 261
Quizá sea, incluso para sus partidarios más inquebrantables, en cierto modo un gusto adquirido. Si es así, es un gusto que, a través de esta Fantasía, yo les insto a que adquieran, porque en su forma lastimera y subestimada, ésta es una de las mejores obras para piano de su época. «Subestimada» no es seguramente palabra que pueda aplicarse a la música de Jacques Hétu. Sus Variaciones (1964) son una pieza exaltada y teatral. El instinto de Hétu para el instrumento es inconfundible; todo funciona y suena y se deja acariciar de forma gratificante por los dedos. Pero lo impresionante de estas Variaciones es que, pese a su desvergon zada inclinación teatral, están unidas por un sentido seguro de los va lores puramente musicales inherentes en su material. El material en este caso es una serie con algunas propiedades visi blemente tonales. Como muchas de las series que empleó Shoenberg en su últimas obras, ésta puede dividirse en dos grupos de seis notas, sien do el segundo una inversión del primero. Ambas divisiones contienen una compilación de cuatro notas de terceras menores que cuando sue.nan juntas producen ese acorde de séptima disminuida omnipresente de santificada memoria decimonónica, la ambigüedad neolisztiana que no pasa desapercibida para el compositor en varios de los momentos más virtuosísticos. Después de una introducción que sirve de tema y en la que se expo ne el material serial a través de algunas octavas acentuadas de la so prano, cada una de las cuatro variaciones se ocupa de una utilización de la serie cada vez más densa y/o menos literal. La primera variación adopta una presentación exclusivamente canónica, mientras la segunda extrae suposiciones armónicas de la serie. La variación núm. 3 es una fughetta en la que el contratema de semitono algo gazmoño recuerda a Vincent d'Indy, y la variación núm. 4, una impetuosa toccata que debe algo de su impulso propulsor a un entusiasmo por esos ardides de se cuencia y strettos que se supone que obvia la técnica dodecafónica. A lo largo de las Variaciones, Hétu concede prioridad a ciertas trans posiciones primarias de la serie. En los momentos más esenciales se de cide por la presentación que comienza en Do sostenido y que fue pro clamada por vez primera en la introducción. El resultado —un enfoque singularmente eufónico del material dodecafónico— es como una tona lidad de Do sostenido infinitamente expandida. No es tarea fácil desa rrollar un vocabulario que necesita un compromiso tan sofisticado; el he cho de que Hétu lo haga, con brío y espontaneidad, le augura una im portante carrera. 262
EL DILEM A DEL D O D E C A F Ó N IC O 1 No hay ocupación más decepcionante que el examen de una tesis ol vidada en la que uno reforzaba con confianza un argumento con una pre dicción. Esto fue lo que comprobé hace poco al releer el original de una conferencia conmemorativa que pronuncié en el Real Conservatorio de Toronto a la muerte de Arnold Schoenberg, en 1951. El escrito era, en lo fundamental, de contenido laudatorio y durante la mayor parte de su extensión glorificaba al difunto déspota del dodecafonismo. Al llegar a su término, sin embargo, fui víctima de esa antigua maldición de los ora dores: la búsqueda de un final efectivo. Parecía que lo único apropiado era acabar con un credo jubiloso afirmando de una vez para siempre mi inquebrantable fe en la preservación del universo estético schoenbergiano. Y lo hice (evitando con bastante habilidad el tema) otorgando mi con fianza a un cuerpo no especificado de jóvenes adeptos en cuyas leales ma nos sentí un gran placer, y hallé un final muy efectivo, delegando el futuro. La precocidad de mi declaración se considerará tanto más sorpren dente cuanto se entiende que, aunque adecuadamente versado en la obra de los padres fundadores de la ilustración atonal, no estaba familiariazado por aquel entonces con las composiciones de ningún compositor dodecafónico joven. Sin embargo, durante el mismo semestre en el que apa cigüé a los torontianos con mi intrépida seguridad y boyante optimis mo, un joven menos dócil, M. Pierre Boulez, trataba de dar el golpe de gracia al régimen schoenbergiano con un artículo de título bastante alar mante: «Schoenberg est mort». Boulez, que ha sido calificado por su em presario y mentor artístico, el actor Jean-Louis Barrault, como poseedor de la voluble disposición de un joven tigre, formulaba una amarga de nuncia de la retención por Schoenberg de ciertos elementos tradiciona les de la arquitectura musical. Y cuando, a su debido tiempo, los temblores de este terremoto cul tural llegaron al sismógrafo musical de Toronto, quedó claro que la ca-, maradería de la hermandad dodecafónica había sufrido su primer tras torno grave, que había dejado un cisma doctrinal que obligaba a que cada uno de nosotros declarara su lealtad o adoptara una actitud contra el nuevo orden. 1 De The Canadian Music Journal, otoño 1956.
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Para mí, la decisión era especialmente urgente, dado que, habida cuenta de que era un ardiente schoenbergiano que acababa de procla mar el glorioso futuro de la coexistencia musical, en el momento del ca taclismo me encontraba con un pie a cada lado de una grieta cada vez mayor y peligrosamente expuesto a las escisiones ideológicas. Para rec tificar mi precario equilibrio, así como para satisfacer mi gran curiosi dad, me propuse conocer la obra de M. Boulez y sus cómplices. Después de haberlo hecho, parece adecuado que en este año de 1956, que señala presumiblemente el término del primer plan quinquenal de nuestro jo ven aventurero parisiense, exprese unas cuantas observaciones cosecha das de la contemplación de sus fines y estratagemas. Esto no aspira a ser un resumen crítico de los logros dodecafónicos contemporáneos. Por el contrario, mi intención es comentar, principal mente, un aspecto de la escritura dodecafónica que es llevado desde hace tiempo con crítica tolerancia: su pertinencia armónica. Y dado que pro curaré desarrollar un bosquejo cronológico de la aplicación armónica de los principios dodecafónicos, la obra de Boulez servirá como posición ven tajosa desde la cual investigar el mundo musical que éste heredó y re chazó. Boulez, a pesar de su rápida ascensión a la celebridad como el más aventurero de los músicos contemporáneos, es, sin embargo, un repre sentante, aunque personalmente también una intensificación, de la fe musical de una generación de posguerra, de forma muy similar a como la aparición de Stravinsky personificó el ambiente intelectual de los Fe lices Años Veinte. Independientemente de lo opuesto de sus ambiciones, hay un notable paralelismo en los artificios que invocaron en su ayuda. Tanto Stravinsky como Boulez son agitadores que no sólo hablan con tra las tendencias del pasado inmediato, sino que no encuentran en el vasto mar de la antigüedad musical más que unos cuantos islotes de con tenido. Ambos son proclives a aceptar las cualidades externas de una época anterior como prueba de que el creador de entonces superó pro blemas análogos a los suyos. En consecuencia, los insurgentes que se reúnen en torno a ellos pueden hacer propaganda de un enlace con tiem pos antiguos. Y si el «regreso a Mozart» neorrococó de hace treinta años ha sido sustituido hoy por un movimiento de «vuelta a Josquin», ello sólo ilustra la orientación histórica más sofisticada de la generación actual. Adoptando la penetrante observación de Albert Schweitzer sobre el sa ber teológico alemán del siglo xvii: «Como todo período en que el pensa miento humano ha sido fuerte y vigoroso, es totalmente ahistórico. Nó busca el pasado, sino a sí mismo en el pasado.» 264
Lo que busca Boulez no iba a encontrarlo, evidentemente, en Schoen berg. A pesar de su deuda con el pionerismo dodecafónico del maestro vienés y del tutelaje del muy dotado especialista en Schoenberg René Leibowitz, Boulez rastrea su linaje espiritual a través del alumno de Schoenberg Anton Webern. Hasta hace poco, Webern, según la idea po pular que se tenía de él, ha ocupado un puesto dentro de una indisolu ble trinidad compuesta por Schoenberg, Berg y él. Pero ahora Boulez nos ha hecho darnos cuenta de que, para su facción de la jerarquía dodecafónica al menos, Webern no surge como discípulo, sino como inicia dor, y su obra no es un anexo a la adquisición de Scheonberg, sino la provocación para un rejuvenecimiento del lenguaje musical. En sus notas introductorias a la Segunda Sonata para Piano, Boulez afirma: «Tous les contrepoints son également importants: il n‘y a ni par ties principales, ni parties secondaires.» Esta asombrosa admisión (que, dicho sea de paso, podría ser interpretada como una venganza contra el hábito de Schoenberg de designar voces principales y subordinadas) acla ra la filosofía dodecafónica de Boulez. Exige que el oyente acepte la igual dad completa de todos los hilos melódicos, una igualdad que sólo puede realizarse cuando se niegan las exigencias de la tensión armónica, cuan do la textura contrapuntística renuncia a su papel de evitación poli fónica. Ahora bien, en teoría, estas premisas siempre han sido fomentadas por el idealismo de los dodecafónicos ejercientes, aunque en la obra de Schoenberg estaban subordinadas al deseo de éste de crear una autori dad vertical congruente a través de las subdivisiones conjuntas de su material serial. Ello requería desglosar la serie en grupos de tres o cua tro notas que, cuando eran superpuestas como unidades de acorde, guar daban relación entre sí a través de la uniformidad de la estructura interválica (Oda a Napoleón Bonaparte) o de una conducción de las voces escalonada (Concierto para Piano). El problema de extraer de una abun dancia de variación discursiva un residuo de fuerza armónica sin, al mis mo tiempo, contener la menor reminiscencia de una tonalidad anterior, ocupó a Schoenberg durante las dos últimas décadas de su vida. Aunque su método variaba con cada composición, se pueden sacar ciertas conclusiones generales. Schoenberg parece haber estado cada vez menos interesado en la presentación constructiva de la serie. La elec ción del material serial se hace gradualmente más exclusiva, en contras te con muchas de las series dodecafónicas anteriores, que buscaban el máximo de libertad de motivos incorporando una diversidad de pautas interválicas. Parece que Schoenberg estaba intrigado por las posibilida265
des de una serie dividida, en la que ambas mitades se correspondían me diante el contorno interválico (ejemplo 1) o mediante una transposición específica que hace que el grupo antecedente transportado represente el potencial armónico del consecuente no transportado, y viceversa (ejem plo 2): correspondente through interval contour
EJEMPLO 1
Schonberg, «Oda a Napoleón»
transposition
EJEMPLO 2
Schonberg, Concierto para piano
Este plan, cuando era manipulado con éxito, ofrece la yuxtaposición de regiones armónicas en un estilo no del todo distinto de la secuencia fundamental de la tonalidad: IV, V, I. Resulta muy dudoso que un oído psicológicamente adaptado a la receptividad tonal pueda evitar, o no in terpretar en esta técnica serial, las consecuencias de una tonalidad inun dada cromáticamente; más aún el que se deba tratar de evitarlo. En pa sajes como este bello episodio de la Fantasía para Violín es difícil no apli car la jerga analítica convencional para describir el tratamiento armó nico tan sensible que recibe esta clásica línea del bajo, y resulta igual mente difícil reprimir el impulso pedagógico de encontrar un bajo cifra do en Si bemol: T em po 1
266
52)
Desgraciadamente, Schoenberg no está siempre dispuesto a tales su tilezas. Con demasiada frecuencia, el método de subdivisión se convier te en una forma fácil de introducirse en los tonos olvidados de la serie, los exija o no el momento musical. Esto es especialmente evidente en series como la de la Oda (ejemplo 1), que cuando se apilan verticalmente están compuestas íntegramente de tríadas, alternando el acorde de 6a mayor y el de 4a y 6a menor. Dicho sea de paso, esta serie lleva la locura por la consistencia aún más lejos. Sólo se puede transportar un semito no hacia arriba; más allá de eso, todas las transposiciones se limitan a reiterar las unidades armónicas del original y la primera transposición. En la Oda, Schoenberg explota de forma infatigable su serie consciente de la tríada y de carácter único, dando la impresión de una tonalidad perpetuamente ondulante. Esto es algo especialmente marcado en el há bito de dividir las partes del antecedente y del consecuente de la serie entre el piano y la cuerda; aunque un medio legítimo de conseguir la su perposición de las doce notas es una forma bastante brusca de anunciar la emancipación de la disonancia: a te m p o
(J= 108)
267
Como podría inferirse de ejemplos como éste, Schoenberg contrajo en sus últimos años la característica más bien regeriana de emplear to dos los factores constituyentes de un acorde siempre que era posible. En aquellas de sus obras que adoptan desvergonzadamente la tonalidad (las Variaciones para órgano, por ejemplo) esto tiene el efecto de minar una preparación y una resolución logradas contrapuntísticamente. Las funciones de los acordes de paso alcanzados cromáticamente se trans fieren a bloques de tríadas que progresan con frecuencia en paralelo, su plantando a menudo el efecto cadencial dominante con la móvil incertidumbre de una supertónica bemolada. En efecto, las Variaciones para órgano y otras obras de principios de la década de 1940 que exhiben una tonalidad en la armadura no cons tituyen en realidad un segundo período tonal. Son toda una vida sacada de las poderosas y románticas creaciones de su juventud y, aunque ocu pan una tonalidad inequívoca (si bien ligeramente encenegada), sus pro gresiones armónicas no satisfarían por completo los criterios analíticos de, digamos, Verklärte Nacht. En realidad, no son más que otra faceta de su experimentación dodecafónica. En un reciente artículo, el escritor inglés Oliver Neighbor señalaba una extraordinaria correspondencia en tre ciertas progresiones armónicas contenidas en las Variaciones para órgano y en el rígidamente dodecafónico Cuarto Cuarteto de Cuerda. Se podrá comprobar entonces que en sus últimos años Schoenberg buscaba una lógica de serie que le permitiera establecer una organiza ción seudotonal basada en la relación armónica de segmentos compo nentes de la serie. Pero ¿qué hay de aquellas cuyo funcionamiento ser vía a fines diferentes? Hace poco tuve la buena suerte de adquirir una copia manuscrita de una obra inédita de Anton Webern de su época de estudiante, el Quin teto para Piano y Cuerda; escrita cuando Webern tenía veintitrés años y bajo la dirección de Schoenberg, arroja mucha luz sobre su futuro tra tamiento de los problemas dodecafónicos. A pesar de una tonalidad mu sical (Do mayor) y de una sorprendente curva melódica schumannesca, las voces fundamentales manifiestan una concentración del detalle de los motivos que supera con mucho la capacidad de un marco tonal con ciso. El ritmo armónico se ve tan seriamente minado por las en exceso entusiastas configuraciones del motivo, debe abandonar con tanta fre cuencia su tendencia normal a apoyar las poco afortunadas frivolidades del acompañamiento, que se frustra por completo el instinto de direc ción tonal tan vital para el idioma que elige. Pero a pesar de que provo ca la poco caritativa opinión de que Webern se habría beneficiado de un 268
breve curso de armonía del teclado, el Quinteto es algo más que una in fantil celebración de la costumbre de Schoenberg de no dejar piedra por mover. Es patente que cada nota está calculada para que funcione como partícipe indispensable de la idea constructiva, por muy poco realista que esta idea sea a la vista de las exigencias de la órbita tonal. En el comienzo del Quinteto (ejemplo 5) se es consciente de la pre paración de la cadencia, o más bien de su ausencia, en los compases 6 y 14. El compás 6 evita una dominante secundaria conclusiva sobre el II grado, haciendo que el Mi bemol del bajo descienda incómodamente hasta Sol. Obsérvese la constante alteración de semitono y tercera me nor en el bajo (Do-Si-SolR-SolR-Fa-Mi-Mi-Mib-Sol), un motivo caracte rístico de Webern. La única obra publicada de Webern que exhibe una tonalidad no cues tionada es la Passacaglia (en Re menor) para orquesta, Op. 1. Ésta es, por el contrario, una obra maestra, en gran medida porque las excur siones de los motivos de Webern están sometidas al atento escrutinio de las más estrictas carabinas barrocas: el bajo de ocho compases. Creo que el contraste entre estas dos obras, el desvencijado Quinteto y la con tundente y disciplinada Passacaglia, ofrece posiblemente una solución a un rompecabezas que se ha hecho recientemente del papel de Webern como miniaturista musical. Desde el Op. 2 hasta la formulación de la técnica dodecafónica, quince años después, los conceptos espaciales de Webern parecen acogerse hasta que la inmovilidad casi intemporal de algunos números de quince segundos para cuarteto de cuerda revela una total desconfianza en el desarrollo. En mi opinión, el Webern maduro, a diferencia de la mayoría de los hombres de gran talento, lleva consigo un conocimiento instintivo de sus propias deficiencias, y en los años de transición entre la disolución de la dinastía tonal y la adopción de la téc nica dodecafónica, se limita con cautela a utilizar el lienzo más pequeño posible. Aun así, extraño es decirlo, sus estadistas más entusiastas han hecho hace tiempo una virtud positiva de esta escasa disposición a rei terar, hallando en ella el último placer del paladar epicúreo, la perfecta síntesis de la comunicación artística. (Que yo sepa, ningún aficionado a Beethoven ha declarado aún que las Bagatelas, Op. 126, sean obras de ma yor refinamiento ingenioso que la contigua Novena Sinfonía, Op. 125). Nuestra descripción de las primeras obras de Webern sugiere que el joven compositor daba lo mejor de sí cuando la forma estaba regulada por una presión externa, como en la Passacaglia. Esto no sólo contribu yó a reducir la locuacidad lineal de Webern, sino que también fortificó un pulso armónico en ocasiones desmadejado. En toda su obra, el com269
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EJEMPLO 5
Webern, Quinteto para piano y cuerda
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positor depende en gran medida de formulas matemáticas impuestas ar bitrariamente, en especial del recurso del canon. El empleo del canon en Webern no recuerda la discreta alteración de un accidente, el despreo cupado ajuste de la quinta a una respuesta tonal; en resumen, la dispo sición conciliatoria que es condición previa para el contrapunto clásico. Webern es una persona con una mente lineal en su aplicación de estos recursos; las obras de los años de transición abundan en cánones, in versiones y cangrejos, todos ellos tratados con inquebrantable fidelidad a su estructura interválica, todos resistiéndose al compromiso con el de seo de dimensión armónica. A partir de 1926 o así, Webern utilizó exclusivamente la técnica dodecafónica. Desde esa fecha, sus obras, si bien aún gobernadas por la concisión clásica, utilizan formas más extendidas, revelan un ámbito dramático más amplio, irradian una seguridad nueva. Si alguna vez ha habido un compositor que haya nacido para el sistema y sentido la falta de su elemento natural sin él, éste es sin duda Webern. Y a pesar de que Webern se adhiere a las propiedades dodecafónicas de una forma muy estricta, sus obras, paradójicamente, muestran una flexibilidad ma yor, en especial respecto de la regulación de la disonancia, que es el ob jeto del presente estudio. Ello se debe en parte a que Webern podía aho ra calcular por anticipado las diversas dimensiones en las que podía par ticipar su serie, clasificar las formas de la serie que, mediante inver sión; retrogresión o transposición, sugieren reminiscencias de motivos de la original, y combinarlas después de tal modo que sus porciones em parentadas se superpongan o se sucedan entre sí, facilitando así una fuerza estabilizadora. Sospecho que hay varios compositores notables que ya han hecho un intento de coordinar los atributos armónicos de Schoenberg y los de We bern. René Leibowitz, en una obra titulada la explicación de la metáfora, desarrolla un doble canon perpetuo al estilo de Webern a partir de la se rie de la Oda a Napoleón Bonaparte de Schoenberg. Muchos dodecafónicos relativamente conservadores, Giselher Klebe y Luigi Nono entre otros, han experimentado con el efecto de una nota sostenida o acorde común a varias transposiciones de la serie y retenida mediante un la berinto de intriga polifónica. Pero estos intentos sólo guardan relación con la reelaboración de aspectos superficiales de estilo. Boulez, por en cima de todos los demás, es un individuo; pese a todas sus temerarias e irreverentes declaraciones, su talento e imaginación son incuestiona bles. Su convincente manipulación de los cambios rítmicos, del contras te dinámico y, lo mejor de todo, de la correspondencia intermotivos, son 271
dignos de un descendiente de Webern. Aunque en la consideración que aquí nos ocupa —la colaboración del detalle de los motivos y el detalle armónico— Boulez se concentra exclusivamente en el desarrollo de ese aspecto de la técnica de Webern en el que las notas terminales de una configuración aparecen mediante la repetición del punto focal de una im plicación armónica:
EJEMPLO 6
Boulez, Sonata para piano nB 2
Boulez, sin embargo, es un compositor que construye vastas estruc turas de extrema complejidad contrapuntística, y no creo que sus saltarinas y saltadoras sonoridades traicionen el firme dominio de la diso nancia relativa que siempre exhibió Webern en momentos de intenso es fuerzo contrapuntístico. Si Boulez continúa trabajando en las grandes formas, para lo que está admirablemente capacitado con una magnífica comprensión del ritmo armónico, deberá medir las armas inevitablemen te con este dilema al que se enfrenta nuestra época. Quiero pensar que en Pierre Boulez y los demás compositores de la generación pos-Webern tenemos artistas capaces de poner en correlación las dimensiones vertical y horizontal de la actividad dodecafónica, pero ya no puedo concluir con una triunfante proclamación de que el esplén dido nuevo mundo está próximo. Hay veces en que las producciones pu ritanas del envejecido Schoenberg me parecen una declaración triste y de despedida de que la metamorfosis de la música ha llegado demasiado 272
pronto. Pero quizá los últimos cinco años sólo hayan sido testigos del principio de esa sempiterna calcificación de la imaginación que trae a todos los hombres el lánguido aburrimiento que reniega de la obra de los que vendrán.
B O U L E Z1 Para muchos de nosotros en Norteamérica, la primera reclamación de notoriedad de Pierre Boulez no fue como compositor ni director, sino como el autor de una pequeña rabieta singularmente desagradable pu blicada en la revista inglesa The Score. Corría el año 1951; el número estaba aparentemente concebido para conmemorar la muerte, en el mes de julio, de Arnold Schoenberg; pero Boulez, nunca alguien que pueda ser desviado de su propósito por un sentido de la oportunidad, presentó Un severo manifiesto titulado «Schoenberg est mort». Su tesis era previ sible: Schoenberg, pese a su celo una vez revolucionario, había dedicado el último cuarto de siglo de su vida a un fútil intento de fusionar la téc nica dodecafónica con los criterios estructurales del posromanticismo y se había convertido, en una palabra, en algo impertinente. (Pertinencia, u otro sinónimo apropiado, es una palabra mayor en el vocabulario de Boulez.) La antorcha había pasado a una generación más joven (encabe zada por adivinen quién), y la música del futuro, en consecuencia, to maría sólo las teorías de Schoenberg relativas a la altura, adaptándolas en lo posible a parámetros como ritmo, dinámica y timbre. El argumento per se no era nada extraordinario; Boulez era, y es, un convincente abogado de la ideología musical en la que cree. Y el serialismo, la técnica integradora de parámetros múltiples arriba citada, se convirtió en el estribillo de los años cincuenta —primero en Europa; des pués, y de forma menos penetrante, en América—, con Boulez como su defensor más ruidoso y, algunos mantendrían, exponente más convin cente. Pero el hecho de que esta diatriba singularmente poco caritativa figurara entre los homenajes solicitados para una ocasión conmemora tiva —y solicitados, más aún, por William (después Sir William) Glock, 1 Reseña de Boulez: Composer, Conductor, Enigma (Boulez: compositor, director, enigma), de Joan Peyser (Nueva York: Schirmer Books, 1976); de The New Republic, 25 de diciembre de 1976.
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el arriesgado pero sólidamente pro clase dirigente director musical de la BBC—, nos dice mucho de la fenomenal celebridad europea que ya se atribuía a Boulez, que por entonces contaba veintiséis años de edad. Toda una década después de la publicación del artículo, en efecto, la viu da de Schoenberg, Gertrud, aún declina mencionar a Boulez por su nom bre. En una entrevista radiada con el que esto firma y grabada en 1962, comentaba: «Estas cosas no harán daño a Schoenberg; sólo contribui rán..., bueno, no quiero hablar de personalidades.» A pesar de la algarabía internacional que acompañó el incidente «Schoenberg est mort», no era en modo alguno la primera vez que Bou lez había logrado confundir exégesis razonada con la parte polémica. En 1945, con motivo del primer concierto dedicado íntegramente a Stra vinsky en el París de la posguerra, dirigió una brigada de saboteadores vocales desde su puesto de mando en el Théâtre des Champs-Elysées para hostigar a la facción neoclásica local encabezada por Nadia Bou langer. Desgraciadamente, estas ocasiones no fueron incidentes aisla dos ni frívolas travesuras de un adolescente retrasado. La vida de Bou lez, tal y como la relata Peyser, parece haber consistido hasta ahora en una sucesión interminable de intrigas y contraintrigas, desacuerdos y reconciliaciones. El beneficio político y la convicción musical se cruzan constantemente; los colegas son etiquetados de oponentes o cómplices se gún las tendencias que mostraban en sus últimas obras; y aunque pa recía que el compositor-director ha madurado algo durante sus seis años con la Filarmónica de Nueva York, es una historia deprimente, inquie tante e incluso espantosa. También es, en un aspecto al menos, bastante confusa. Peyser in corpora en su estructura narrativa un vocabulario paramilitar que a ve ces no puede distinguirse de la forma de hablar de Boulez. «Campos en guerra», por ejemplo, «lucha», «entablar combate», «destruir», «conquis tar», «aplastar», «aniquilar», «destruir», e incluso «arrasarse» unos a otros con asombrosa frecuencia. Estos «triunfos» llegan, por supuesto, a través de «enfrentamientos» en los que un «héroe», un «alma templada al acero», o posiblemente incluso el «rey», velan por que «se tracen fir memente las líneas» y que «rivales», «enemigos», o, en efecto, incluso «archienemigos», que están «esperando la muerte», sean «exterminados». Después de «la lucha», «el líder», si no ha disfrutado ya de una corona ción, será «coronado» y su colega «destronado». En tiempos más felices se proclamará una «tregua», se buscarán «aliados», se formarán «enla ces», aunque, desgraciadamente, la mayor parte de ellos resultan «bo rrascosos». Esto, como es natural, lleva inevitablemente al «insulto», el 274
«ridículo» y el «desdén», y con frecuencia, estallará la «guerra de guerri llas» y el ciclo comenzará de nuevo. Huelga decirlo, la invención lingüística de este tipo no puede mante nerse de forma indefinida, y es inevitable el ocasional desliz cronológi co: de cuando en cuando aparece una «Mafia», «ruedan las cabezas» de varios desdichados cortesanos a los que les «arrebatan las alfombras de los pies» o les «clavan los cuchillos». Pero entonces, como ha señalado Maître Boulez, «la historia se parece mucho a la guillotina. Si un com positor no se mueve en la dirección correcta, perderá la vida, metafóri camente hablando». Quizá una cuantas líneas de la biógrafa sirvan para transmitir el sa bor de la pieza: «En cualquier caso, si se desea llegar a alguna parte en Francia —o, a ese respecto, en la mayoría de los países—, tener un alma templada al acero ayuda: qué mejor modo de probar la calidad del acero que entablando combate con el padre poderoso, sea compositor, profesor o consejero artístico. Llevando la cuestión un paso más allá: ¿qué mejor modo de probar la definitiva fuerza de alguien que insultando, atacando y repudiando al propio país y después avanzar a países mayores y me jores?» La referencia al «padre poderoso» es fundamental para entender la tesis de la autora. Tras reconocer su obligada deuda con Eirk Erikson en la introducción, emprende un retrato psicobiográfico y, desgra ciadamente para el objeto de éste, produce uno. Boulez, se nos dice, re chazó a su padre. «Al reconstruir la batalla hoy, Boulez habla con orgullo de su fuerza y de la de su hermana: ‘Nuestros padres eran fuertes. Pero al final nosotros fuimos más fuertes que ellos’.» También descubrió a la edad de cinco años que un hermano que llevaba su nombre había muerto de niño. «A una edad en la que los niños son conscientes por pri mera vez de la muerte, Pierre se puso frente a esta pequeña tumba y leyó en la lápida: Pierre Boulez. ‘Soy darwiniano’, explicó Boulez. ‘Creo que sobreviví porque era el más fuerte. Él fue un apunte; yo, el dibujo.’» Peyser persigue de verdad su paralelismo de furia filial y culpa fra terna. Boulez, parece ser, en sus primeros años, necesitó «matar» a to das las figuras paternas, ya fueran profesores (René Leibowitz, Olivier Messiaen) o estadistas de mayor edad (Igor Stravinsky, Arnold Schoen berg) y, más recientemente, luchas desde la retaguardia contra «herma nos» menores que amenazaban su posición (Karlheinz Stockhausen, Henri Pousseur). Su complice en el primero de estos objetivos es su her mana, Jeanne, a quien se dedica el libro y el personaje más fascinante de éste. Ünica amiga íntima de su hermano, según la autora, Jeanne ve a Pierre como una «figura tipo Jesús», alaba la «bien definida decisión 275
contra (...) el padre» en la que ella hizo el papel de camarada de armas y puede rivalizar con él táctica a táctica porque «él es fuerte. Pero yo también soy fuerte». Este material, huelga decirlo, anima a Peyser a com poner un conjunto de variaciones sobre el tema de La sangre de los Walsung, de Thomas Mann, que, no obstante, maneja con una pizca de su tileza; algo que no puede decirse de las investigaciones repetitivas, de mal gusto y definitivamente improductivas sobre las proclividades se xuales de Boulez que emprende la autora con un poco de ayuda de sus amigos. Si, desde el relativo aislamiento provinciano, se me permite decirlo así, este libro es el producto arquetípico de la mentalidad megapolitana de la Costa Este americana. Peyser, que está casada con un psiquiatra, parece sentir una irresistible atracción hacia la jerga analítica y, en con secuencia, logra enturbiar las aguas para sus lectores, para el protago nista de su libro y, uno se imagina, también para sus futuros biógrafos eventuales. Sin embargo, escribe muy bien, en un estilo que podría calificarse de perfil ampliado del New Yorker. Tiene un ojo clínico para el detalle, aunque no evoca un sentido del período con esa combinación de preci sión cinematográfica y compromiso personal que marca la obra de alum nos del New Yorker como, digamos, Renata Adler. Su descripción de la vida musical en la década de 1950, sin embargo, es perspicaz y está bien investigada, y al describir las actividades de Boulez en años más recien tes, logra algunas viñetas memorables, incluyendo el divertido relato de una charla en televisión con un Dick Cavett lamentablemente despreve nido. Hasta donde se puede juzgar, también tiene un buen oído (y/o una buena casete), pese a que su reconstrucción de las primeras sesiones de grabación de Boulez con la Filarmónica de Nueva York para la CBS —refrito de un reportaje publicado en el dominical del New York Ti mes— comienza con el anuncio del productor Andrew Kazdin «inser to 1, toma 1». Kazdin, como puedo testificar por mi experiencia personal, no es un holgazán en el estudio y las probabilidades en contra de que comenzara una sesión con un «inserto» —material complementario des tinado a arreglar o ampliar una «toma» básica y que, por definición, pue de empezar en cualquier parte menos en el comienzo de una obra— son, en efecto, bastante elevadas. Quizá porque Peyser considera la carrera de Boulez como director como un escape de la composición y, por tanto, una caída en desgracia, habla de sus años en Nueva York (que terminarán esta temporada) con considerable detalle, pero sin vigor especial, y en ocasiones de una for276
ma rotundamente frívola a mitad de camino entre Charlotte Curtis y Roña Barret. Por ejemplo: Amy Greene dirige el salón de belleza de Henri-Bendel, una de las tien das más de moda de Nueva York. Está casada con Milton Greene, que solía fotografiar a Marilyn Monroe. Los Greene son buenos amigos de Leonard Bernstein y señora. Una tarde, estando yo en su salón, la se ñora Greene me dijo que (...) no había ido a la Filarmónica desde que se marchó Bernstein porque le habían dicho que «no pasaba nada bue no allí» (...). Una mujer de Long Island estaba probando una sombra de ojos: «Renuncié a mi abono», dijo «porque mi marido está cansado al acabar la jornada y sólo quiere escuchar la música que le gusta.»
En capítulos anteriores, Peyser describe y caracteriza las principa les composiciones de Boulez sin tratar de analizarlas. Ésta es, creo yo, una respuesta apropiada para una obra de este tipo, y si la autora se hubiera dejado llevar a ese respecto, su libro habría servido como una útil introducción a la música de Boulez para el lector profano. DesgraZ ciadamente, Peyser está tan consumida por delirios de pertinencia como lo es el protagonista de su obra, y aunque en su introducción le procla ma «un genio», poco a poco va haciéndose patente, a medida que se de sarrolla su tesis, que le considera un compositor cuya hora llegó y se fue, que fue «desplazado por Stockhausen» y al que John Cage «arrebató la alfombra de sus pies». Traducido, esto significa que Boulez suscribió una serie de principios que, por un breve y vertiginoso momento —a fi nales de los cuarentea y principios de los cincuenta—, le hicieron tan au courant como cabría esperar que fuera cualquier buen vanguardista; pero debido a que, con modificaciones menores, se aferró a estos princi pios —mostró, de hecho, una inflexibilidad ideológica—, perdió el bar co de los acontecimientos aleatorios de finales de los cincuenta y la mú sica para teatro de los sesenta. (Uno se estremece al pensar cómo habría tratado Peyser el verano indio de Richard Strauss o describiría el con trapunto palestriniano de la Misa menor de Bruckner.) La autora tra baja, en realidad, bajo lo que he llamado en otro lugar «la maldición del gusto característico de una generación». Y lo irónico de la situación, des de luego, es que también su protagonista, Boulez, nunca conocido por su benevolencia universitaria, es aquí víctima de algo muy parecido a un trabajo de hacha, y la biografía de Peyser se convierte, de hecho, en la moraleja «quien a hierro mata a hierro muere». Pero sólo sin querer. Uno no puede dudar por un momento que Peyser simpatiza más con la espada que con su víctima. 277
La historia, gracias a Dios, no debe funcionar y no funciona así. El proceso de selección histórica es notoriamente insensible hacia quién lle gó a dónde primero, sino que está profundamente implicada con quién hizo lo que hizo con mayor sensibilidad. Peyser haría bien en reflexio nar sobre una cita de Olivier Messiaen que incluye en la página 1 de su introducción y, en una variante corregida, al final del capítulo 14: «Hay gente que pasa impasible por los cambios. Como Bach. Como Richard Strauss (...). Pero Boulez no puede. Esto es sumamente triste porque es un gran compositor». Si Peyser hubiera considerado oportuno adoptar esta cita como leitmotiv, podría haber producido un estudio más equili brado y moderado. Puede que Boulez no sea un «gran compositor», pero sin duda es un compositor interesante, y a pesar de —o, para ser más correcto, precisamente por— su lectura cohibida y autodestructiva de la historia, merece un biógrafo cuyos juicios no estén deteriorados por ideas similares y que pueda ofrecer un reportaje más objetivo que el que ofrece la presente obra.
EL FU T U RO Y «FLAT-FOOT F L O O G IE »1 En «Música para la eternidad» —ensayo publicado en 1938—, el com positor Ernst Krenek enumeraba el contenido de una cápsula tonal del tiempo preparada para ser enterrada durante la última gran juerga de la América de la preguerra, la Exposición Mundial de Nueva York de 1939. Según Krenek, los comisarios culturales de esa exposición eligie ron confundir a los eventuales etnomusicólogos del año 6939 (la cápsula en forma de torpedo alojaba una cerradura de tiempo de cinco mil años) con un sarcófago musical que comprendía entre su contenido una par titura en miniatura de Finlandia, de Sibelius; «Barras y estrellas para siempre», de Sousa, y una composición titulada «Fiat-Foot Floogie», del famoso triunvirato compuesto por Bob Green, Slim Galliard y Slam Ste wart. Ahora bien, da la casualidad de que el mismo Ernst Krenek es uno de los treinta asesores del editor del presente volumen, al que apor ta uno de los principales ejercicios mentales temáticos, una hábilmente equilibrada, si bien muy ligeramente defensiva, apología del serialismo, 1 Reseña de The Dictionary of Contemporary Music (Diccionario de la música contemporá nea), edición de John Vinton (Nueva York: Dutton, 1974); de Piano Quarterly, otoño 1974.
278
cuya elocuencia y educación justifican por sí solas el precio más bien alto de admisión. (Me pregunto cuándo alguien se molestará en tomar nota entre paréntesis del hecho de que, al igual que George Santayana, la impecable prosa inglesa de Krenek debe mucho al hecho de que no naciera para el lenguaje y de que impone instintivamente conceptos rít micos centroeuropeos a sus métricas más mundanas.) Este libro, en efecto, ofrece el panorama mundial más escrupulosa mente imparcial de que dispone la clase dirigente musical de la Costa Este de los Estados Unidos; veinticinco de esos treinta asesores son ame ricanos de nacimiento, naturalizados o por su larga residencia en el país, y la influencia de lumbreras de academia como Milton Babbit y Roger Sessions se ve cautelosa y numéricamente compensada por la represen tación de otorgadores de opciones aleatorias como John Cage y Chris tian Wolff. Claro que las investigaciones individuales de la música en el extranjero están asignadas (según todas las apariencias) a nacionales responsables. Mi conocimiento de los respectivos panoramas en Chile y Australia es insuficiente para poder hacer una valoración detallada de las contribuciones de Juan Pablo Izquierdo y Larry Sitsky, aunque las coloristas notas de este último autor sobre una de sus propias composi ciones operísticas, Lenz (1970), que, según nos dice, oscila entre un «ex tático misticismo y la blasfemia», no puede dejar de estimular la imagi nación. El apartado dedicado al Reino Unido, por otra parte, asignado sobre una base pre-1945 y post-1945 al equipo formado por Geoffrey Sharp y Tim Souster, es un modelo de moderación y un recordatorio, gracias a la confesión de señor Sharp de que las «profundidades emo cionales» de Elgar «(...) no tienen para este escritor parangón en ningu na otra música», de que no hay nada nuevo bajo el sol poniente del im perio. De forma similar, el panorama canadiense es escrito con diploma cia monocromática por ese infatigable cronista de nuestros tiempos y re giones que es John Beckwith. Además, se asigna a compositores concre tos, especialmente a los que residen en el extranjero, biógrafos unifor memente favorables: Henry-Louis de La Grange, H.H. Stuckenschmidt y Luciano Berio, por ejemplo, aportan retratos reconocibles de sus respectivos objetos de estudio: Gustav Mahler, Boris Blacher y Henri Pousseur. Para el músico en ejercicio, la contribución indispensable del libro es la lista cronológica de obras y la bibliografía que se adjuntan a las notas biográficas sobre cada compositor. Hay aquí notablemente pocos atajos; incluso compositores cuyas obras se resumen en unas cuantas líneas bien podrían recibir media página de listas secundarias, aunque una no279
table e irónica excepción la constituye el antes mencionado señor Krenek, cuya producción de barroca amplitud, sin embargo, haría vacilar a cualquier editor. Pero el valor permanente de este diccionario —sí, en efecto, la per manencia es un objetivo adecuado para una empresa enciclopédica— re side en su función de álbum fotográfico de las preferencias y prejuicios de la América musical, aproximadamente en 1970; y es precisamente a este nivel —teóricamente su fuente de mayor fuerza— donde temo por su posteridad e incluso me atrevo a cuestionar su valor actual. Cuando se examinan los retratos de muchas de las principales figuras america nas es prácticamente fundamental concentrar sobre ellos algunos cono cimientos de las maquinaciones políticas implicadas en sus respectivas carreras, y cuando leo el excelente ensayo de Krenek y acompañamien tos tan notables como el tratado sobre notación, de Kurt Stone, o el apun te de indeterminación, de Barney Child, seguí deseando poder estar como a un milenio de ahora, cuando algún resuelto archivero descubra este libro y se precipite a emitir un juicio sobre la música de nuestra época en consecuencia. 30 DE NOVIEMBRE DE 2974 (especial para el Servicio de Noticias Interplanetario). Por tercer año consecutivo, el profesor Werner von Blau, emérito conservador de la Colección de Sonidos de la U. de Infinito y re cién nombrado monitor general de Silencio, ha sido galardonado con el premio Von Däniken para estudios intergalácticos. El profesor Von Blau fue citado por «la producción de pruebas relativas a la existencia en el hace tiempo desierto planeta Tierra de una ceremonia ritual de sonido conocida como “frecuenciación”, ceremonia que parece haber existido in cluso hasta el tercer cuarto del siglo xx». De especial relevancia, según el comité que otorga los premios, fue la recuperación por el profesor Von Blau de una excavación, en el emplazamiento recién autentificado de la comunidad de Princeton, Nueva Jersey, de un libro de unas ochocientas páginas, el equivalente de ,0064 verbunes, que describe con detalle a los principales frecuenciadores de la época. Con su modestia característica, el profesor Von Blau ha insistido en compartir el galardón con su colega Hans-Heinz Schlessemann. «Sin su [de Schlessemann] enérgica labor de pala en Princeton», ha manifestado el profesor Von Blau, «me habría sido imposible evaluar plenamente los datos que ofrece este libro». Según Von Blau, Schlessemann ha «demostrado convincentemente que la comunidad de Princeton fue designada, tras la I Guerra de la Tie rra, refugio de máxima seguridad para un famoso astrólogo de la época, 280
Albert Einstein, cuyas teorías sobre el universo fueron objeto de culto en su día y a las que incluso se atribuyó una influencia decisiva sobre la capacidad beligerante americana en la propia IA Guerra de la Tierra. Al cese de las hostilidades, la comunidad, en efecto, se metamorfoseó en un campo de internamiento de media seguridad y fue utilizada poste riormente para albergar a los que practicaban la magia numérica interdisciplinar cuya presencia y, hay que suponer, amplios seguidores eran considerados una amenaza por sus colegas de motivación más científica de la vecina Isla de Manhattan». Como la mayoría de los hombres de ciencia, el profesor Von Blau es reacio a proporcionar un resumen de prensa sobre un trabajo aún en marcha (tiene previsto elaborar sus hallazgos en un tratado de próxima aparición, «El hexacordio y su relación con los estratos glacia les»), pero ha facilitado al IPNS el siguiente breve sumario de sus ha llazgos: Sobre la base de la asignación de espacio impreso en el libro de que se trata, cabría suponer con seguridad que el principal frecuenciador del tercer cuarto del siglo XX fue un habitante de Princeton, un tal Mil ton Byron Babbit. A este dispensador de sonido tan anunciado atribu ye su biógrafo, Benjamin Boretz, haber «ampliado el universo musical en una multitud de direcciones y respectos y [haberlo] llevado cerca de los límites de la capacidad conceptual y perceptiva humanas al tiem po que lo llevaba asimismo a las alturas de los logros intelectuales con temporáneos», y se le concede, comprensiblemente, el apartado más im portante, cinco páginas y media (,000044 verbunes), aunque también se dedica una significativa atención a otros destacados frecuenciadores como John Cage (cuatro páginas), Arnold Schoenberg e Igor Stra vinsky (tres páginas cada uno), y Karlheinz Stockhausen (dos páginas y media). La principal preocupación de Babbitt parece haberse centra do en las mutaciones sónicas del número doce y, como observa su bió grafo con envidiable lucidez, «igual que la transcripción puede ser re presentada como adición de una ‘constante’, la inversión puede ser re presentada como complementación o sustracción de una ‘constante’ (es decir, la octava como ‘cantidad’ de doce semitonos). Y así, también cabe representar la retrogresión como complementación de la posición del orden (...). De este modo surge una noción de constante elemental como recurso compositivo de una música sistemática dodecafónica (...). Y el caso especial de la no duplicación de tonos sobre tramos de con trapuntos fijados se generaliza como una noción de combinatoriedad. (...) Éste, y estrictamente éste, es el papel de las matemáticas en el pen samiento musical de Babbit».
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En modo alguno queda al margen de la especulación, aunque está al margen del ámbito de la presente investigación, el que Babbit bien podría haber tenido contacto con las nociones mágicas del sonarista del siglo XIV Landini de Fiesole, cuyas teorías sobre la manipulación de la frecuencia, pese a ser de un orden notablemente más sofisticado, eran en esencia similares a las de su sucesor americano. Como ya se ha dicho, se concede una generosa representación a un tal John Cage, así como a ciertos discípulos suyos, en especial a Chris tian Wolff, David Tudor y, en concreto, a La Monte Young. Cada uno de estos frecuenciadores, todos los cuales vivieron en la ciudad de Nue va York o cerca de ella, tuvo una inclinación notablemente científica, característica que contrasta de forma sorprendente con los experimen tos tipo ábaco de Babbit; y, según un biógrafo anónimo, La Monte Young concibió para su «Teatro de Música Eterna» una frecuenciación titulada La tortuga, sus sueños y viajes, que es «muy larga y global y se desarrolla con la interpretación de secciones todos los días». El frecuenciador Young, además, confiaba en «perpetuar la obra a través de la creación de Casas de Sueño destinadas en especial a su interpreta ción continua». Se nos ha dicho además que, en 1966, Young comenzó una sección de La tortuga titulada «MAPA DEL SUEÑO DEL 49 LOS DOS SISTEMAS DE ONCE SERIES DE INTERVALOS GALÁCTI COS TRACERÍA DE AÑOS LUZ ORNAMENTALES» y que «las in terpretaciones consisten en frecuencias continuas en sonido y luces, por lo general de una semana de duración como mínimo». Parece razonable deducir que estas estructuras ambientales con sus conmovedores, si bien prematuros, intentos de crear «intervalos galác ticos» y «años luz ornamentales» estaban concebidas como sublimacio nes sónicas para la contaminación atmosférica que, como sabemos, se pultaba la Costa Este de los EEUU durante los últimos decenios del imperio americano; que los mecanismos de reproducción reflexivos, ge neralmente de motivación electrónica, que utilizaban numerosos fre cuenciadores de este tipo, eran construcciones rechazadas para inves tigaciones de sonar destinadas a comprobar los niveles de visibilidad y de radiación; y que el primitivo equipo electrónico de la época no po día satisfacer ni interpretar suficientemente la situación ambiental. Esta deducción se ve corroborada por títulos como el citado — La tor tuga, sus sueños y viajes—, que estaba incuestionablemente vinculado a la mal preparada retirada suboceánica de los humanoides provocada por la aceleración glacial del siglo xxi. La tortuga parece, así pues, como un símbolo de la fuerza de la vida anfibia, y las «Casas de Sue ño» citadas por el frecuenciador Young son, sin duda, módulos prepa rados para servir de refugio suboceánico. Es, sin embargo, instructivo observar que la teoría, mantenida por tantos, de la frecuenciación como un fenómeno exclusivamente climático —en efecto, como una preocu-
pación de humanoïdes de zonas templadas— no puede seguir defen diéndose; hay un párrafo entero dedicado a un frecuenciador finlan dés, Sibelius, que escribió una sola sinfonía, su «Cuarta».
Pese a que el profesor Von Blau reconoció que la evaluación apropia da de sus datos exigirá muchos más años de investigación, sí le satis fizo especialmente conocer la noticia de que Schlessemann ha descubier to hace poco un importante sonar hallado en Flushing Meadows, Nueva York, que incluye, entre otros acontecimientos memorables, frecuenciaciones del ya citado Sibelius y de colegas tan famosos como Sousa, Gree ne, Galliard y Stewart. «Parece», ha reconocido el profesor Von Blau, que el ímpetu de los frecuenciadores representados en esta colección, que fue introducida en la cápsula de forma providencial inmediata mente antes de la IA Guerra de la Tierra, no procedía de los trabajos prácticos y científicos de los círculos de Cage ni de las tradiciones m á gicas musical-astrológicas de los discípulos de Babbit. Un examen pre liminar ha sugerido que el único denominador común relativo a estos documentos era una inclinación a promover un concepto conocido como «espectáculo», concepto que no desempeñó ningún papel conocido en la frecuencia durante los años comprendidos entre la IA Guerra de la Tie rra y la IB. Dadas las exigencias de un holocausto inminente, estos ar tículos fueron clasificados con gran apresuramiento; y, aunque mis co legas no han descifrado aún el código en cuestión, confiamos en que su conocimiento ofrecerá en últim a instancia mucha información de utilidad sobre la naturaleza esencial del humanoide y sus proclivida des frecuenciadoras. El descubrimiento de Princeton [prosiguió el profesor Von Blau], dada su coexistencia claramente demarcada entre prácticas músicomágicas rudimentarias e incursiones relativamente más sofisticadas en el campo del control de la onda sonar, es un cuerpo de pruebas com parativamente accesible. El descubrimiento de Flushing, por otra par te, que no posee ningún impulso discernible hacia la factibilidad ni está guiado por ninguna relación interdisciplinaria manifiesta de for ma inmediata, bien podría resultar la recuperación más escurridiza y analíticamente compleja de todas las de Schlessemann.
«Ojalá», suspiró el profesor Von Blau, «fuera más joven».
283
T E R RY R IL E Y 1 [Con En Do de Riley como fondo.] ¿Y usted pensaba que Carl Orff había encontrado una forma fácil de ganarse la vida?... La fórmula pertenece esta vez a un joven americano llamado Terry Riley, y consiste en cincuenta y tres garabatos de frases distintas —duración media, diez notas— que deben leer cada uno de los once instrumentistas que intervienen en la pieza. No hay director, y los intérpretes pueden remolonear todo lo que quieran en cada frase, con sólo una premisa acordada mutuamente —no vale retroceder— como guía. La pieza puede considerarse concluida cuando los once hombres lle gan a la meta en el número cincuenta y tres, y esa búsqueda, según el prólogo laissez-faire del compositor, puede llevar entre cuarenta y noven ta minutos. La pieza se titula En Do, y la tonalidad de esas cincuenta y tres fra ses muestra de hecho una abrumadora compulsión a apoyar bloques de tríadas en ese tono; pero aunque, en su simplicidad tonal y, a ese res pecto, en su coqueteo con el aburrimiento, recuerda a Cari Orff, En Do habría sido etiquetado casi seguro de «bolchevismo cultural» por los mis mos comisarios nazis que estamparon el sello de aprobado sobre Carmi na Burana. Pese a la semejanza superficial con el ejercicio de Orff en el hipnotismo musical, es, en realidad, una obra que resume, mejor que la mayoría, gran parte de lo que viene sucediendo en los años sesenta. En primer lugar, es una pieza «divertida», supongo, aunque quizás en el sentido de que provoca el comentario retorcido más que a través de un humor abierto. Ese era uno de los signos de los tiempos: una sor dina de entretenimiento anecdótico y una mejora para el tipo de vehí culos de la neobufonada que extraían gran parte de su inspiración del medio al que estaban vinculados. Las deliciosas, pero, en palabras de Marshall McLuhan, «lineales» rutinas de Bob Newhart, eran muy am plias en los primeros años de la década, pero el puntillismo «tira la pie dra y esconde la mano» del método «Laugh-In» definía mejor el estado de ánimo de finales de los sesenta. La diferencia está menos en el hecho de que el humor lineal explotaba fuentes que exigían una pizca de ocio para la divulgación que en que comunicara algo externo al medio con el 1 De una emisión de radio de la CBC, a finales de la década de 1960.
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que resultaban estar implicados. La mayor parte del humor de finales de los sesenta estaba inextricablemente imbricado en los artilugios que hacían posible que fuera contado de nuevo en primer lugar. El segundo aspecto de En Do es que, usando la palabra favorita de los McLuhanitas, es «participativo». Las estrictas disciplinas seriales de los años cincuenta cayeron, si no totalmente en el descrédito en los úl timos diez años, sin duda sí en desuso, y al final de la década eran ad mitidas, incluso por sus más ardientes defensores, con reservas. Pierre Boulez, alabado en los cincuenta no sólo por las economías seriales que empleaba en su composiciones, sino también por su feroz condena de to dos los métodos que se atrevían a diferir del suyo, se metamorfoseó a lo largo de la década en uno de los esgrimidores de batutas más famosos: invitado principal de la Orquesta de Cleveland, primer director de la Sin fónica de la BBC y, si se cumplen todas las obligaciones contractuales, próximo director de la Filarmónica de Nueva York. No se menosprecia la capacidad como director de Boulez si se sugiere que, en algún lugar entre sus credenciales a los ojos de los augustos señores que gobiernan esas orquestas, se incluye el hecho de que, ideológicamente, es un devo to confirmado de la última de las ortodoxias o, en cualquier caso, de la más reciente de esas estrategias compositivas que ceden ante la super visión educativa. Música como En Do exige más instrucciones que ins trucción, y eso es algo totalmente más subjetivo. El tercer aspecto que hay que señalar respecto En Do es que está, efectivamente, en Do, tonalidad en la que, como señaló una vez Arnold Schoenberg, queda aún mucha música por escribir. Schoenberg no lo de cía literalmente, desde luego, sino como una expresión de tolerancia ha cia la escritura tonal en general desde la posición ventajosa de su propia nostalgia provocada por el dodecafonismo, y sin duda no pensaba en nada tan monótonamente monocromático como el opus del señor Riley. Pero lo irónico del caso es que, sea cual fuere la disparidad entre profe cía y cumplimiento, en términos generales, su predicción se ha hecho realidad. La incapacidad de Schoenberg de excluir la tonalidad, al me nos practicada por otros, ha sido reivindicada en los sesenta, aunque la preocupación de Boulez por la música como producto matemáticamente demostrable ha resultado ser tanto más un callejón sin salida cuanto su cruel, superficial y analíticamente insensible declaración dos decenios atrás —«Schoenberg est mort»— resultó ser una ilusión. Gran parte de la música más viva de hoy día, cuando no está perdida en un mar de confusiones, está, más o menos, en Do.
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CUARTETO DE CUERDA, OP. 1, DE G O U L D 1 El Cuarteto fue escrito entre 1953 y 1955, en una época en que en todos sus programas de concierto y con cualquier pretexto conversacio nal me creía un valeroso defensor de la música dodecafónica y de sus principales exponentes. Así pues, se plantea una pregunta inesperada y totalmente razonable: ¿cómo, en medio del entusiasmo por los movimien tos de vanguardia de la época, se podía hallar una obra que habría sido perfectamente presentable ante una academia de finales de siglo, una obra que no anticipaba el desafío a las leyes de la gravedad tonal con más vigor del que tuvieron las obras de Wagner, o Bruckner, o Richard Strauss? ¿Sería, quizá, que me limitaba a imitar un lenguaje con el que tanto yo como mi audiencia estábamos sumamente familiarizados y que no plantearía especiales barreras de comunicación? ¿O estaba intentan do, presuntuosa o indignamente, recapitular los pensamientos de mis mayores musicales? En cualquier caso, el hecho era que encontrar en medio del siglo XX una obra de un joven compositor que parecía evocar reminiscencias del romanticismo vienés resultaba una experiencia bastante asombrosa. Y la primera lectura de cabo a rabo al piano de la obra sorprendía e in cluso chocaba a amigos que habrían esperado de mí, quizá, una obra de precisión puntillista. ¿Cómo podía yo, protestaban, con toda mi admira ción profesada por Schoenberg y Webern, haberme apartado tan violen tamente de la causa? Bueno, la respuesta es en realidad muy sencilla. A diferencia de mu chos estudiantes, mis entusiasmos apenas estaban equilibrados por an tagonismos. Mi gran admiración por la música de Schoenberg, por ejem plo, no estaba reforzada por ninguna irritación por los románticos vieneses de una generación anterior a Schoenberg. Tristemente, hoy pare ce casi inevitable que la admiración sea madre del esnobismo, y por to das partes se ve a jóvenes músicos magníficamente informados e histó ricamente orientados demasiado ansiosos por decirte qué es lo que está mal en la música entre 1860 y 1920 y que aprovechan todas las ocasio nes para aislar el desarrollo de la escritura dodecafónica de la tradición 1 Notas para la carpeta del disco Columbia MS 6178, 1960, que incluye el Cuarteto de Gould interpretado por el Cuarteto Symphonia.
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decimonónica. Yo, por lo menos, nunca he estado dispuesto a admitir que cualquier amor debe estar equilibrado por un desafecto concurren te, que toda adopción debe provocar un rechazo, y prefería ver en Schoen berg y Webern unos compositores que se alzaron rápidamente y sin dis culpas del crepúsculo romántico de la tonalidad; ver en la técnica do decafónica tal como existió en manos de Schoenberg una extensión lógica del tratamiento decimonónico del motivo. Para mí, Schoenberg no fue un gran compositor porque utilizara el sistema dodecafónico, sino que, por el contrario, fue el sistema dodecafónico el que tuvo la suerte singular de haber sido explotado por un hombre del genio de Schoenberg. Durante algún tiempo sentí el impulso de escribir una obra en la que se aplicara el logro de Schoenberg en la unificación de conceptos de mo tivo con un idioma en el que se buscaría la firme mano armónica de la relación tonal, se reconocería su disciplina y se controlaría así la mani pulación de los motivos. Naturalmente, habría que hacer algún ajuste —la misma naturaleza de la escala diatónica supone un compromiso—, pero sería divertido, pensaba, ver hasta dónde se podía llegar a la hora de ampliar un motivo absurdamente pequeño como núcleo de todos los hilos temáticos de la obra sin violar, al mismo tiempo, el ritmo armóni co del conjunto. No iba a ser una obra en la que las intrigas contrapuntísticas provocaran explosiones de entusiasmo; éstas debían encajar con naturalidad, incluso espontáneamente, dentro del plan total, que, aun que habría de ser modificado y aumentado por desarrollos de procedi mientos de motivo, debería seguir siendo reconociblemente formal. Si este tipo de teorización sugiere la misma inflexible resolución con la que todo compositor emprende un ejercicio de estilo, debo manifestar que, haya sido cual fuere mi motivo académico inicial, en unos cuantos compases estaba metido de lleno en esta nueva experiencia. De pronto estaba escribiendo una obra dentro de un lenguaje armónico utilizado por compositores a los que adoraba, aunque yo trabajaba en este len guaje con una especie de independencia contrapuntística que había aprendido de maestros más recientes y, en efecto, mucho más viejos. Por tanto, me encontraba a gusto diciendo algo original y mi conciencia artística era clara. Sea lo que fuere lo que me proponía probar pedagó gicamente, pronto quedó patente que no era yo quien estaba dando for ma al Cuarteto, era él el que me estaba dando forma a mí. El motivo de cuatro notas con el que guardan relación los desarro llos temáticos principales se escucha por primera vez tocado por el se gundo violín sobre una nota pedal de las cuerdas graves: 287
EJEMPLO 1
Durante una larga introducción, impregna todas las voces del Cuarteto en pautas que se elaboran constantemente: 0
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---EJEMPLO 2
El cuarteto es, sencillamente, un movimiento enormemente expan dido que toma como precedente el diseño del allegro de la sonata o del primer movimiento clásico. La relación de las áreas temáticas entre sí es eminentemente ortodoxa (es decir, la severidad de la tonalidad de Fa menor se suaviza con grupos temáticos secundarios en La bemol mayor en la exposición y en Fa mayor en la recapitulación), aunque, huelga de cirlo, en una obra de esta envergadura hay innumerables mesetas de mo dulación que amplían considerablemente la órbita armónica. El tema principal de la exposición propiamente dicha podría califi carse de «llegado al», más que como «derivado del» motivo de formación (ejemplo 1):
288
Para cuando llega su primera aparición en la viola, representa un complejo de numerosos cambios de motivo y rítmicos preparados en la introducción. El grupo subsidiario en La bemol mayor comienza con este tema: a te m p o
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que posteriormente se expande para unirse al ejemplo 3; J =66
289
La sección central de desarrollo está en Si menor, todo lo alejado que cabe estar de la tonalidad inicial de Fa, y adopta la forma independiente de una fuga, seguida de una serie de declaraciones tipo coral que vuel ven a Fa menor:
pti Mt
r
— .
....
η
.= ·■ ■ = ..
V
290
r
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En la fuga, el ejemplo 3 reaparece como contrasujeto:
La recapitulación, que va precedida de su propia introducción tipo fugato, no es en modo alguno superficial. Todos los hilos temáticos escu 291
chados con anterioridad están presentes, pero han crecido y se han mez clado contrapuntísticamente:
La forma así descrita va precedida de una larga introducción de unos cien compases y seguida de una sección que, al estar compuesta de unos trescientos compases, no tengo siquiera la osadía de llamar Coda. Esta útima sección es sin duda la característica más inusual de la obra; den tro de ella, los instrumentos revisan muchas de las evoluciones contrapuntísticas inducidas por el motivo de cuatro notas sin citar literalmen te ninguno de los temas principales identificados con el cuerpo principal de la obra:
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Esta sección fue concebida con el objetivo de disminuir el énfasis di námico y, aunque se consiguen numerosos subclímax, vuelve gradual mente a una armonización de la imperturbable nota pedal del comienzo. El cuarteto representa una parte de mi evolución musical que no pue do más que considerar con algún sentimiento. Sin duda no es inusual encontrar un Op. 1 en el que un joven compositor presenta sin querer una síntesis subjetiva de todo lo que le ha afectado con mayor profun didad en su adolescencia («influido» quizá sea una palabra más determi nada). A veces estos prodigiosos resúmenes son precursores de la autén tica vida creativa. A veces la brillantez con que reflejan el pasado logra superar todo lo que un compositor hará posteriormente. En cualquier caso, aunque el sistema debe ser limpiado de Opus Unos, la terapia de su catarsis espiritual no servirá para remediar una ausencia innata de inventiva. ¡Lo que importa es el Op. 2!
293
¿ASÍ QUE QUIERES ESCRIBIR UNA FUGA?1 En las páginas que siguen encontrarán una grabación que es, de he cho, un anuncio cantado de cinco minutos y catorce segundos. Un anun cia no patrocinado, hay que señalar rápidamente, y también bastante es pecial en otros aspectos, ya que recomienda despreocupadamente un pro ducto no envasado en la forma usual. Hace publicidad de uno de los artilugios creativos más duraderos de la historia del pensamiento formal y una de las prácticas más venerables del hombre musical. El artilugio en cuestión se llama fuga, y el proceso en cuestión es la composición de una fuga, y dado que éstas comenzaron un siglo antes de que Colón na vegara hacia el Oeste, son casi tan antiguas como la práctica de cantar cánones, actividad creativa menos sofisticada que las fugas, pero que en cierto modo recuerda a éstas en sus primeros tiempos. Con su juego de palabras y melodías, la obra aquí grabada adopta la forma de una fuga sobre la composición de fugas. Aludiendo a las alegrías, satisfaccio nes, peligros, fastidios e incluso los terrores asociados desde hace tiem po a esta dura aunque intrigante especie de acróstico contrapuntístico, mi fuga se convierte en una conversación musical entre cuatro cantan tes, ayudados y en algunos momentos contradichos por los comentarios de un cuarteto de cuerda. Como solían decir los anunciantes del siguien te programa de una serie televisiva, este capítulo Hace La Pregunta «¿Así que quieres escribir una fuga?». La pregunta se propone inicialmente en el bajo, y en términos de libro de texto, la melodía que propone es, como es lógico, el «sujeto» de la fuga. A medida que el resto de las voces «responde» o repiten esta melodía en una secuencia creciente (tenor, contralto, soprano), se va desarrollan do un debate sobre ciertas cualidades especiales que exige esta peculiar empresa. El bajo comienza sugiriendo que hace falta cierto grado de co raje: «Tiene la cara dura de escribir una fuga, así que adelante.» El te nor se ocupa de la utilidad del producto acabado: «Así que adelante y escribe una fuga que podamos cantar.» La contralto, pese a que su pro-
1 Artículo que acompañaba un disco de plástico incluido en el número de abril de 1964 de H iFi/Stereo Review que contenía la primera edición de ¿Así que quieres escribir una fuga?, de Gould, composición de siete minutos grabada por el Cuarteto de Cuerda Juilliard y cuatro cantantes bajo la dirección de Vladimir Golschmann.
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pia conducta contrapuntística es intachable, defiende un método audaz mente antiacadémico: «No prestes atención a lo que te hemos dicho, no hagas caso de lo que te hemos dicho, olvida todo lo que te hemos dicho y la teoría que has leído.» A este punto de vista, la soprano —aunque igualmente inocente, al menos en este aspecto, de desliz alguno que in frinja la disciplina fuguística— presta su apoyo. Estas opiniones —«No prestes atención, no hagas caso», etc.— forman el contramaterial del su jeto original, «¿Así que quieres escribir una fuga?». Este último aparece ahora en una diversidad de tonos que se identifican con esta idea adi cional: «La única forma de escribir una es lanzarse directamente y es cribir una, haz caso omiso de las normas y escribe una, inténtalo.» La embriagadora intoxicación de esta radical admonición se ve reflejada por último en un grado modesto en la estructura musical. Los cantan tes, sus partes cada vez más estrechamente superpuestas, se lanzan a una precaria secuencia de strettos imitativos. Y aquí, por fin, la firme mano de la justicia acedémica exige en prenda su libertad. Incluso cuan do rinden homenaje al santo patrón de la composición de fugas —«Te llenará su diversión, y su alegría te alcanzará, decidirás que John Se bastian debió de haber sido un tipo de muy buen ver»—, el bajo y el te nor entregan su preciada autonomía a los vacíos estragos de las quintas paralelas, una débâcle contrapuntística que cualquier libro elemental del arte calificaría de espantoso. Como gesto de homenaje (así como llama da a la sobriedad), el cuarteto de cuerda presenta ahora un quodlibet de cuatro de los temas más famosos de Bach (observarán, entre ellos, el se gundo Concierto de Brandeburgo). Después, oportunamente, el cuarteto se dirige a la contralto para pronunciar una breve conferencia sobre los peligros del exhibicionismo: «Pero nunca seas ingenioso por ser ingenio so.» Esto, con su advertencia concomitante —«Un canon en inversión es una peligrosa diversión y un poco de aumentación es una seria tenta ción»— crea una sustancia temática totalmente nueva. En seguida el cuarteto de cuerda ofrece una grandiosa cita, si bien modulada en me nor, de Los maestros cantores —el ejemplo arquetípico de ingenio musi cal—, después de lo cual todos los participantes se lanzan a una alegre recapitulación. El bajo y el tenor vuelven a la sustancia temática de «¿Así que quieres escribir una fuga?»; la contralto y la soprano alojan en él el contratema recién expuesto: «Pero nunca seas ingenioso por ser ingenioso»; y las cuerdas continúan su propio incesante diálogo de frag mentos abarracados.
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Antes de proseguir con algunas implicaciones mayores de la activi dad fuguística de estos intérpretes, hay que introducir aquí un parén tesis respecto de la nomenclatura. En estos párrafos uso, sin definirlos, varios términos indispensables para hablar de la fuga: «exposición», «de sarrollo», «recapitulación», «sujeto», «respuesta», etc. No los defino por que se explican por sí mismos para cualquiera incluso sólo interesado de paso en la forma musical. Ciertos otros términos son apartados prin cipales en los diccionarios de nivel universitario (además de figurar en los textos estudiantiles sobre contrapunto desde hace tres siglos). Pero cuando la fuga atraviesa los bosques semánticos del siglo xx, se ve crecientemente sometida a un análisis verbal de un tipo mucho más desconcertante del que posibilitaban los sencillos y accesibles nom bres arriba enumerados. Escucharán, por ejemplo, que la fuga no es una cosa, sino un proceso, e incluso que no es una forma, sino una estructu ra. Y si hablan de «aires» o «melodías» en relación con la fuga, serán sin duda desaprobados en el equivalente fuguístico del ayuntamiento. Es cierto que estos términos pueden inducir a error. En las referencias nor males, un aire o melodía —«Yankee Doodle», por ejemplo—, es explícita, autosuficiente y completa: tiene un comienzo, una mitad, un final. Pero la fuga no, y no puede usar estas melodías porque si lo hiciera se para ría en seco en sus raíles. La fuga debe realizar su labor, con frecuencia sigilosa, con fragmentos melódicos continuamente cambiantes que que dan, en el sentido «melódico», perpetuamente inacabados. Y para sacar a colación una cuestión actual aún más crítica, ¿qué diremos de las fu gas contemporáneas que surgen de ese desierto armónico sin postes en el que se ha desvanecido la tonalidad familiar, pero que en cierto modo sigue siendo recordada incluso por aquellos que la niegan? Estas contin gencias recomiendan nuestra precaución y, en consecuencia, usamos conceptos más abstractos pero más seguros, como «material de motivo» en lugar de «aires» e «hilos lineales» en lugar de «melodías», e incluso «tonalidad no orientada» en lugar de la pelada «atonalidad» que estaba de moda hace sólo diez años. A menos que seamos muy cuidadosos, este pisar sobre huevos verbal nos lleva también a la jerga absoluta, un se lecto y hermético lenguaje de dudosa utilidad incluso para los especia listas; pero el temperamento de las épocas intelectuales nos impone el ries go, así que pueden estar seguros de que, en menos de lo que canta un ga llo, nos llegará la palabra «aleatorio» trayendo consigo toda esa jerga. Volviendo ahora a nuestros intérpretes, nos encontramos con que el resultado final de su labor (salvo las irreverentes citas de Bach y Wag ner) es un ejemplo muy típico de la tradición fuguística académica. En 296
su exposición, en sus secuencias modulatorias, en la introducción del material de su contratema y en la superposición de estos elementos en la recapitulación —a lo largo de su trayectoria, la pieza observa riguro samente el protocolo de la tradición fuguística—. Siglos de legislación contrapuntística conforman esta tradición, y si quieren escribir una fuga, no cabe duda de que se rendirán ante ella. Incluso cuando el texto se burlaba maliciosamente de los requisitos del contrapunto libresco, la música se refugia tras el manto protector del procedimiento académico aprobado. Esta envoltura particular se ve mancillada y deteriorada por la exposición a generaciones de abusos carentes de imaginación, pero aún guarda una prodigiosa variedad de actividad musical. Incluso en nuestra propia generación, enérgicamente antiacadémica, los combos de jazz tocan fugas a todo volumen y los gráficos aleatorios las improvisan o se aproximan a ellas; en efecto, se intentan fugas incluso dentro de la tonalidad no orientada de la composición serial. En cualquiera de estas nuevas situaciones, desde luego, las fugas presentan algo de contradic ción en cuanto a términos, porque el exclusivo método organizativo de la fuga tiene muy mucho que ver con el sistema tonal de la armadura de la clave, y ese sistema parece estar ahora en proceso de disolución. Aun así, la persistencia de la fuga es prueba de hasta qué punto, acús tica y psicológicamente, ciertos dispositivos típicos de su estructura —dispositivos de sujeto y respuesta, de exposición y respuesta— están fijados dentro de la conciencia del hombre moderno. Aunque fue una preocupación tonal la que les prestó compensación y gravedad y cierto tipo de equilibrio, estos dispositivos han sobrevivido como parte de un método organizativo efectivo incluso más allá del derrumbe general de esta preocupación. Y quizá la razón principal de ello es que no son en absoluto dispositivos inherentes a la tonalidad. Todos los efectos de la fuga (salvo el de la gravitación vertical de la tonalidad y el contraste de tonalidades) se formularon en los primeros años del Renacimiento, en las generaciones anteriores a la articulación de la gramática tonal de ten sión y relajación. Y su participación en el aplomo y equilibrio de la ar monía centrífuga, las detenciones tipo tejido de la estructura de caden cias, parecen en gran medida consecuencia, a lo sumo, de un sincronis mo por su parte voluntario. Así pues, la antigua experiencia de antecedentes lineales anteriores a la tonalidad ha hecho posible que la fuga siga existiendo en el incierto horizonte de nuestro presente postonal. Y es la familiaridad consecuen te de estos dispositivos fuguísticos con situaciones no comprometidas 297
(en el sentido posrenacentista) tonalmente lo que confiere a la fuga su extraordinaria relación con la evolución cronológica de la tonalidad. El hecho es que la construcción de la fuga ha logrado desafiar, en gran me dida, las preocupaciones armónicas de una generación concreta, espe cialmente las de aquellas generaciones no orientadas hacia un punto de vista tenazmente contrapuntístico. En los períodos en que se considera ba anticuada una preocupación por la integridad de la estructura lineal, las fugas que se componían tendían a resistirse a una fácil confirma ción armónica que las habría revelado llamativamente como esclavas de la época. Esto explica hasta cierto punto por qué sólo hace falta un error de juicio analítico muy pequeño para atribuir una fuga de Mozart a Brahms, una fuga de Mendelssohn a Miaskovsky o, como sugirió una vez de forma poco generosa Joseph de Marliave, una fuga de Beethoven a un demonio. Incluso en mi pequeña pieza, la lealtad armónica se basa en un fondo sorprendentemente amplio de referencias idiomáticas. Su efecto armónico global —lo que equivale a decir su proporción disonan cia-consonancia observada con mayor frecuencia— es decisivamente mendelssohniano; en efecto, la pieza suscribe esa marca resonante, pero sumamente educada de empeño cromático que, emanando de Mendels sohn, fue a la ópera con Humperdinck y Saint-Saëns, a la galería del coro con Sir John Stainer y Sir Arthur Sullivan, y a la sala de concier tos con Anton Rubinstein, convirtiéndose durante un tiempo en el con junto de componentes armónicos que más viajó del siglo xix. Pero si se pudiera aplicar a esta fuga el equivalente musical de una técnica para detener la imagen en la cámara, nos podríamos encontrar con que tam bién existen dentro de sus límites varias áreas significativas más de alu sión estilística. Su exposición inicial, por ejemplo, es resueltamente bachiana en sus disonancias propulsivas de barra de compás y su concen tración de configuración imitativa cuando los hilos temáticos principa les han incurrido en transición o episodio. Por otra parte, en los últimos compases antes de la coda todos los cantantes se excitan hasta un fre nético conflicto de motivos en apoyo de la frustración de la soprano (quien chilla: «Escríbenos una fuga que podamos cantar, venga»), Y es tos agitados compases podrían, de no ser por las mismísimas letras inhofmannsthalianas, haber sido sacados de cualquier página razonable mente florida de Richard Strauss. Una dificultad importante a la hora de analizar el entorno armónico de la fuga queda de manifiesto si la comparamos con una criatura radi calmente diferente, la sinfonía clásica. En la fuga, la preocupación por la forma es de una naturaleza totalmente más subjetiva que en el caso 298
de la sinfonía. En la fuga, la disposición de mesetas armónicas modulatorias no está asignada por lo general a ninguna especie de criterio o le gislación del desarrollo. Cierto es que el sujeto de la fuga puede, y de hecho debe, aparecer en secuencias de foco armónico de gran contraste. Pero no es probable que estas áreas armónicas estén sometidas a una legislación categórica comparable a las polaridades tónica-dominante, masculino-femenino de la sinfonía clásica; polaridades que tienden a en cajar los intereses estructurales de la sinfonía muy convenientemente dentro de las preocupaciones armónicas dominantes de finales del xvm o principios del xix. Observamos que la preocupante formalidad de la sin fonía clásica se compromete cada vez más con lo que cabría denominar tácticas dilatorias, en un intento de erigir tramos que unan islas de con traste y temperamento; islas que casi, si no en gran medida, se sostie nen a sí mismas. Por el contrario, la composición de fugas tiende a es tar profundamente comprometida con áreas relativamente limitadas de expansión musical y con una intensa concentración subjetiva en el in terés del momento; interés que busca aumentar y proyectar urgente mente en todas las fibras de la obra. Así pues, observamos que la fuga no está casi nada comprometida con aspectos amplios del altercado dra mático, ni con cambios detallados de textura o dinámica, como tan ex plícitamente hace la estructura de la sinfonía clásica. Por el contrario, la fuga está comprometida con el ajuste de cierto número de pautas li neales semiautónomas a las que se propone mantener a una densidad más o menos constante. Entre estas pautas, el efecto de la variedad de texturas se ve favorecido por una sensación de pausa muy significtiva dentro de una u otra de las voces participantes y no, como en los ama neramientos de la sinfonía clásica, por un sentido del contorno total mente impredecible, por interrupciones teatrales violentas ni por la ob sesionante presencia de un residuo temático no resuelto. La idea a la que sirve de forma más llamativa la fuga es un concepto de movimiento incesante. Es este concepto no estático lo que convierte la estructura fuguística en el vehículo perfecto para la aventurada y sub jetiva circulación armónica del arte barroco. Y desde el momento en que este concepto se transporta a otras épocas, nos ofrece una explicación parcial de la unificación extraordinariamente histórica de la práctica fu guística. Y es la alianza de este concepto de movimiento incesante con nuestra noción previa de firme densidad lo que determina en realidad la forma de la fuga. Dentro de este movimiento hacia adelante y de esta firme densidad, cada frase, cada oración musical, inaugurará su proble ma especial, su única causa de ansiedad. Cada una de ellas estará abier299
ta a una serie de soluciones más o menos oportunas, y cada una guar dará cierta relación cohesiva con las proposiciones de motivo fundamen tales de la pieza. Los sucesos que implican estas soluciones demostra rán, por fuerza, cierta especie de procedimiento de desarrollo. Pero aquí observamos de nuevo que el desarrollo fuguístico no es del tipo que se elabora en las principales formas cíclicas. Evita la vivida alternancia de un sentido de relajación (manifestado en las transiciones) con la acumu lación de tensión (inspirada en la modulación) que encontramos, por ejemplo, en una sonata de Beethoven. Por el contrario, los sucesos fu guísticos tendrán que ofrecer alguna contribución específica a la idea subjetiva original de la que se deriva la estructura de la fuga. Tendrán, además, que combinar la proposición de motivo original con nociones te máticas subsidiarias, y estas combinaciones no se repetirán, si la fuga se hace de la forma adecuada, en la misma y exacta relación en ningún momento posterior. En otras palabras, el ideal de la fuga es un sentido de variación constante, pero variación de un tipo particularmente nó mada, variación que deja la impresión de que los conceptos temáticos de los que tenemos que ocuparnos en la fuga pertenecen a una reserva especial y genérica de ideas musicales, y de que pueden, en alguna for ma matemática despiadadamente preocupada por sí misma, implicar una amplia diversidad de elecciones contrapuntísticas. En el caso de ¿Así que quieres escribir una fuga?, tanto el sujeto ini cial como el material secundario principal —«Pero nunca seas ingenioso por ser ingenioso»— fueron concebidos como hilos de motivo relativa mente sencillos. No necesitan, examinados por separado, ni una sola se rie de progresiones armónicas; por el contrario, su inocencia de cual quier sugerencia cromática desafortunada hace posible que duren jun tos a través de una variedad de desplazamientos métricos y de una serie de transposiciones de tono (relativos, es decir, a la distancia básica exis tente entre ellos). Antes de escribir la pieza, necesitaba saber que los mo mentos de énfasis estructural de esta obra tenían que ser concebidos de acuerdo con las ocasiones próximas en que podría introducir por prime ra vez alguna variante importante en la disposición de estos temas. La mayor parte de la estructura de la fuga es sensible a consideraciones sub jetivas de este tipo. En E l clave bien temperado de Bach, un gran núme ro de las fugas eligen como momento de máxima tensión el momento en que se escucha o se ve, por primera vez, el sujeto principal en uno de los hilos contrapuntísticos puestos al revés. El requisito previo del arte contrapuntístico, más llamativo en la obra de Bach que en la de ningún 300
otro compositor, es una capacidad de concebir a priori identidades me lódicas que cuando se transporten, inviertan, se hagan retrógradas o se transformen rítmicamente seguirán exhibiendo, junto con el sujeto ori ginal, un perfil totalmente nuevo aunque completamente armonioso. Es esta fascinación por la experimentación con los motivos lo que une a todos los que practican la fuga en un gremio del espíritu desorga nizado pero muy genuino. Dicho gremio cuenta entre sus miembros a esas naturalezas escépticas que se sienten incómodas sin el refugio de una disciplina susceptible, hasta cierto punto, de ser probada. Muchos de ellos son compositores que se sienten algo molestos con el concepto de artista que mira fijamente a las estrellas esperando algún alucinante ataque de inspiración que determinará la forma y el propósito de su pró xima obra. Cuando ocurre que viven en épocas que fomentan este con cepto romántico como artículo fundamental del temperamento artístico (como fue el caso, en gran medida, a finales del siglo pasado), estos ama bles inadaptados —entre los cuales se podría enumerar a compositores como Reger y Miaskovsky— encuentran en la fuga una agradable pro tección contra las presiones de la moda. En la fuga se someten a una disciplina en la que cada decisión sucesiva exige ese intensivo escruti nio que excluye todos los intereses que vayan más allá de las responsa bilidades del momento. Mientras tanto, el gremio fuguístico abarca tam bién a quienes, aunque viven en una época hostil a la convicción con trapuntística, se comprometen con su propio renacimiento personal de la fuga (Beethoven es quizá el mejor ejemplo), y sueldan firmemente los conceptos de ésta con los criterios estructurales de otras formas. Y, por último, este gremio abarca a esas felices figuras que son auténticos fuguistas natos. Todos los aspectos de su pensamiento se dan inicialmen te en forma de diálogo contrapuntístico y, debido a su constante preo cupación por el compromiso subjetivo de la forma, pueden, como pudo Bach, lanzar un glorioso desafío al dominio de una cronología histórica mente hostil. Ahora que el sistema tonal y las polaridades que lo rigen se han con vertido en víctimas de un ideal armónico no orientado, resulta muy di fícil visualizar las permutaciones futuras de la fuga o incluso la certeza de su supervivencia. Aunque figuras importantes como el difunto Paul Hindemith podían dedicar toda una vida a fomentar los antiguos valo res lineales dentro de una perspectiva tonal osadamente alterada, resul ta difícil predecir si esto representa algo más que simplemente una fa ceta del intenso resurgimiento barroco del presente. Pero, sin duda, la 301
persistencia de la fuga a través de los siglos sí sugiere que se basa en concepciones tan permanentes como las que podría decirse que posee el aún joven arte de la música. Está la gran fascinación que guarda como forma dentro de la cual puede revelar sus secretos una mística de nú meros. Está, para el compositor, la enorme satisfacción de tratar con una forma musical en la que la forma en sí está al servicio de un con cepto de relación temática manipulado subjetivamente. Y después, qui zá, más allá incluso de estas consideraciones, está el hecho de que la fuga provoca una curiosidad primitiva que quiere descubrir en las rela ciones de exposición y contestación, de desafío y respuesta, de llamada y de eco, el secreto de esos lugares apacibles y desiertos que guardan las claves del destino del hombre, pero que son anteriores a toda memo ria de su imaginación creativa.
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SEGUNDA PARTE
INTERPRETACIÓN
QUE SE PRO H IB A EL A PLA U SO 1 Los buenos ciudadanos de Toronto, mi ciudad natal, recibieron la pa sada primavera la visita anual de la Metropolitan Opera Company. Esta es una ocasión que todos nosotros esperamos con ansia, y esta tempo rada fue objeto de especial atención, ya que implicaba el traslado de ese espléndido conjunto desde la regia extensión de un campo de hockey al más limitado proscenio de un nuevo teatro construido en nuestro nom bre gracias a la generosidad, visión cívica y beneficios fiscales de un fa bricante de cerveza. La Metropolitan, con su tacto y diplomacia acos tumbrados, rehusó con sensatez ofrecernos las disipaciones alcohólicas de Sir John Falstaff o las ilusiones afrodisiacas del Maestro Tristán o, de hecho, ningún otro cuadro que pudiera poner en peligro la imagen so cial de su anfitrión. Pero, a pesar de estas cortesías, la visita fue corres pondida de la forma más desagradable por la prensa local, consecuencia del desagrado que expresaron varios escritores ante la capacidad relati vamente limitada del nuevo salón y de la simpatía de aquellos de nues tros conciudadanos menos acaudalados que encontraron prohibitiva la consiguiente subida del precio de las entradas. Sin embargo, no fueron estas discretas, aunque justificadas, quejas lo que me llamó la atención, sino las graves alarmas que dieron varios de nuestros columnistas de más mundo (los que han asistido a concier tos en lugares tan lejanos como Buffalo) en el sentido de que lo que ha bíamos perdido con la reducción de asistencia a los conciertos de la Me1 De Musical America, febrero de 1962.
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tropolitan no era dinero —un concepto que todos los torontianos podían entender con facilidad—, sino, por el contrario, ese intangible espíritu de emoción teatral generado por aquellos cuyas costumbres intrínsecas permiten la desvergonzada exhibición de entusiasmo o desagrado. Ha bíamos excluido con dureza, nos dijeron, los servicios de ese elemento / indispensable de la gran ópera: el líder de la mofa del gallinero. Esta opi nión, difundida en la prensa local, causó mucha consternación entre mis conciudadanos, efecto que no se habría conseguido sin duda en ninguna otra ciudad. Ello se debe, desde luego, a que Toronto es uno de los úl timos bastiones de influencia puritana en Norteamérica y, a pesar de la invasión de la ciencia, Henry Miller y la inmigración, hemos logrado mantener firmes las convicciones en las que se fundó la fe de nuestros padres. No consideramos el teatro como una institución intrínsecamente per versa; sí estimamos que necesita una vigilancia cuidadosa y constante2. Pero una vez que nos hemos convencido del discernimiento moral de sus producciones, pasamos a él con una humildad total nacida de la reve rencia hacia aquello que no entendemos del todo. Nunca se nos habría ocurrido exigir para nosotros el derecho a proclamar nuestra aprobación de una forma expansiva interrumpiendo groseramente una obra de tea tro musical. Aún menos nos permitiríamos, haciendo ruidos poco hala güeños desde las butacas, expresar nuestro disgusto por el mensaje de un compositor al que hallamos difícil o los desgraciados chirridos de una soprano poco atinada. Esto no quiere decir que ocultaríamos un algo de aliento a un artista cuya obra y cuya vida privada sean irreprochables. He visto a ancianas señoras despojándose de los guantes para rendir homenaje a las sinfo nías del señor Elgar —después de todo, fue bien recibido en palacio, ¿no?— y sin duda el placer que sentimos con el Dr. Mendelssohn no co noce límites. Y puedo atestiguar por mi experiencia personal que los to rontianos son bien capaces de transmitir su consternación ante los pi tidos y gruñidos del señor Anton Webern con un silencio tan ilimitado como los que contiene la propia música de ese caballero. Pero ahora este simpático contingente de periodistas de alto nivel de vida nos dice que debemos renunciar a nuestro derecho a la respuesta general de nuestra tradición cultural y buscar guiar a aquellos cuya he rencia no considera el teatro musical un adjunto de la iglesia (como con2 Cuando se redactó este artículo, Gould no se había retirado aún de la interpretación en público. T.P.
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sidera la nuestra), sino más bien una extensión cómodamente tapizada del Coliseo de Roma. Esto me proporciona la ocasión de reflexionar so bre la relación del aplauso con la cultura musical y he llegado a la con clusión, con la máxima seriedad, de que la medida más eficaz que po dría adoptarse en nuestra cultura hoy día sería la eliminación gradual, pero completa, de la respuesta de la audiencia. Me inclino hacia esta opinión porque creo que la justificación del arte es la combustión interna que enciende en los corazones de los hombres y no sus manifestaciones públicas, vacías y exteriorizadas. El propósito del arte no es la liberación de una expulsión momentánea de adrenali na sino, por el contrario, la construcción gradual, de toda una vida, de un estado de admiración y serenidad. A través de los servicios de la ra dio y la fonografía, estamos aprendiendo con rapidez y muy oportuna mente a apreciar los elementos del narcisismo estético —y utilizo esa palabra en el mejor sentido— y estamos despertando al desafío de que cada hombre cree contemplativamente su propia divinidad. El efecto de esta introspección recién adquirida ha sido beneficioso para nuestra cultura en conjunto. Nunca antes han invadido Ockeghem y Costeley nuestro salón en compañía de Chopin y de Listz. Nunca an tes ha competido Gesualdo con Schubert para ganar nuestra atención. Nunca antes ha podido presentar electrónicamente un compositor la des cripción detallada y exacta de su intención sin recurrir a las afectacio nes egocéntricas de un intermediario intérprete. Si, así pues, se ha po dido lograr en una generación este grado de escucha condicionada, se guro que la próxima generación no encontrará una tarea extraordinaria llevar esta cualidad de introspección un paso más allá, a las mismísi mas salas de conciertos y al teatro. Hay quienes, desde luego, aconsejan que sólo en el teatro, sólo con la comunión directa de artista y oyente, podemos experimentar el dra ma superior de la comunicación humana. La respuesta a esto, en mi opi nión, es que el arte, en su más elevada misión, es apenas algo humano. «Pero sin duda», podrían contraatacar algunos, «aplaudir después de una interpretación es tan natural para un oyente como estornudar al sol un día ventoso». Mi respuesta es que se puede escuchar una graba ción de una sinfonía de Beethoven sólo o en compañía de amigos y, a pesar de quedar profundamente conmovido a su término, no experimen tar una necesidad más urgente que una rápida excursión a la nevera para coger un agua de seltz. Y si admitimos, entonces, que es la ley de lo escuchado lo que rige la respuesta de una audiencia ante un intérpre te, ¿puede seguir justificándose esta respuesta? 307
«Democracia, gobierno de la Mayoría», arguye alguien. «¿Por qué hay que privar al cliente de pago del derecho a expresar su opinión?» Bueno, aparte del hecho de que los demás clientes de pago no estén de acuerdo en escuchar su opinión, hay que tener en cuenta las leyes peculiares de la psicología acústica, según las cuales un partidario o detractor situado estratégicamente podría, aplicando la influencia vocal adecuada en un momento juicioso, obtener el eco rugiente de muchos cientos de sus com pañeros. «¿Pero qué efecto perjudicial puede tener?», pregunta otro. «Todo el mundo sabe que los artistas son increíblemente engreídos y muy capa ces de sobrevivir a las pullas de unos profanos maleducados.» Ah, ¿lo son de verdad?, pregunto. ¿O las extravaganzas absurdamente competi tivas de nuestros colegas operísticos no son producto de, o quizá el an tídoto para, la vulgar hostilidad artística de esas sociedades curtidas por el sol que han construido una tradición operística en la que su instinto primitivo para las luchas de gladiadores ha encontrado una sublimación más amable, pero apenas disfrazada? «Muy bien», reconoce nuestro polemista, «admitiendo que unos cuan tos de los cantantes menos fuertes deben hacer alguna concesión en la refriega, ¿qué hay de los compositores? No olvidemos que muchos de nuestros grandes compositores se hicieron famosos por haber tenido es trenos más escandalosos de lo que podían conseguir sus colegas. No ol videmos a Stravinsky y los motivos de Rite ni a Schoenberg y las pali zas de Pierrot». Cierto, replico, se hicieron famosos, sí, y merecían ha cerse famosos, pero no por los motines y ni siquiera, me atrevería a su gerir, por esas obras en concreto. Una cita más justa, si me lo permite, sería un incidente ocurrido en uno de nuestros propios estrenos en To ronto, incidente que conmocionó profundamente a todos los auténticos torontianos. Ocurrió hace varios años, en la primera interpretación de un nuevo concierto de una compositora canadiense, una señora consi derablemente dotada, aunque quizá de espíritu menos resistente que un Stravinsky o un Schoenberg. Antes de la ejecución, un presentador (no torontiano) nos habló con dureza del tema de la apatía hacia la compo sición contemporánea. Nos instó, como sólo haría un no torontiano, a expresar nuestra aprobación por las obras con las que disfrutábamos o, si esa era nuestra inclinación, nuestra desaprobación. Ahora bien, esta adjuración habría resultado sin duda inútil de no haber sido por la in fortunada casualidad de que entre el público de aquella noche se senta ba otro no torontiano, de profesión un historiador y un tipo inteligente, pero un individuo cuyas simpatías musicales se paraban en algún pun308
to no lejano a Josquin des Prés. Bueno, como podrán imaginar, el nuevo concierto no cayó en oídos receptivos, y nuestro amigo el historiador, alentado a expresar su parecer, así lo hizo. Lamentablemente, estaba vi gilado muy estrechamente por algunos ávidos miembros de su clase de licenciados (no torontianos todos), sentados en las inmediaciones. Y así, «Fuera», dijo el profesor, «fuera, fuera», dijeron los estudiantes, mien tras danzaban en sus mentes visiones de mejores notas. Ojalá pudiera decir que el concierto y su compositora se hicieron famosos esa noche, pero no fue ese el caso, y el primero no se ha vuelto a interpretar desde entonces. Sin embargo, la historia tiene una continuación. La composi tora tuvo otro estreno en Toronto hace muy poco, una nueva sinfonía. Nuestro historiador no estaba presente, no obstante lo cual la nueva obra fue recibida con la misma intolerancia que su hermano mayor, la única obra de nuestra temporada de conciertos así acogida. Está claro que la manada está procreando. «Ajá», dice el polemista en un último esfuerzo para echar abajo mi argumentación, «este Guold habla con singular pasión. Quizá él tam bién haya tenido que salir por pies para huir de las iras de un público ofendido». Sí, lo reconozco francamente, hubo una de esas ocasiones. Fue en Florencia o, como preferimos los internacionales, Firenze. Aca baba de terminar una ejecución de la Suite, Op. 25, de Schoenberg, obra que, aunque había sido escrita hacía treinta y cinco años, no había sido admitida aún en el vocabulario de los florentinos. Me levanté del ins trumento para ser saludado por una canción de lo más desagradable pro cedente del gallinero, a la que contradecían al mismo tiempo fervorosos ánimos de los niveles inferiores. Aunque era una experiencia nueva para mí, instintivamente me di cuenta de que no podría hacerme ningún daño siempre que permitiera que los espectadores desahogaran su furia entre sí. Por tanto, exprimí astutamente los aplausos durante seis salidas a escena (una ovación excepcional tratándose del Op. 25) y después el ago tado público se sentó de nuevo en una pachucha somnolencia para aten der a las Variaciones «Goldberg». Creo que he expuesto mis argumentos ahora con auténtica sinceri dad, y así pues, sólo me queda sugerir los medios para poner en práctica mi propuesta de que la audiencia debe, en el futuro, ser vista pero no oída. Con este fin, y para ayudar a algún empresario de conciertos que pueda querer hacer uso de él, he elaborado el Plan Gould para la Abo lición del Aplauso y Manifestaciones de Todo Tipo, denominado a partir de ahora PGAAMTT. Huelga decirlo, el PGAAMTT en sus fases inicia les exigirá, además de una activa campaña de promoción, cierto grado 309
de buena voluntad por parte del artista, público y empresarios a partes iguales. El primer paso para instituir el PGAAMTT será la programación de conciertos sin aplausos todos los viernes, sábados y domingos. Estos tres días, con las connotaciones litúrgicas inherentes a ellos, son los que mejor evocan un estado de ánimo oportunamente reverente. Se podrían anunciar conciertos durante el resto de la semana, de lunes a jueves, como Excursiones Familiares, si se me permite tomar un término de las líneas aéreas; se aplicarían precios reducidos y, por supuesto, se permi tiría el aplauso. Se alentaría la asistencia de los niños durante la sema na, y el deber de guiarles serviría de buena excusa para aquellos de la generación anterior que encuentren difícil la conversión. Los intérpre tes, como es natural, serían estrictamente de segunda fila. En los con ciertos de prestigio del fin de semana, el problema más grave en la fase inicial del PGAAMTT será la selección de repertorio adecuado: obras que contribuyan al máximo a la solemnidad de conjunto. Yo sugeriría que se probaran en primer lugar oratorios a gran escala, seguidos, qui zá, de una serie consistente en música compuesta por miembros de ca sas reales. He aquí un vasto campo, y obras como el Concierto para Pia no en La de Luis Fernando de Prusia, o la Cantata pastoral para el cum pleaños de Lady Augusta, de Federico Luis, príncipe de Gales (y padre, dicho sea de paso, de Jorge III), merecen un sólido puesto en nuestra vida musical. Podría haber, por supuesto, ciertas sensatas exclusiones; pue de que una composición del maharajá de Porbandar no fuera apropiado para un concierto dominical en Karachi. La siguiente área de repertorio que se incluirá en el PGAAMTT de berá ser la presentación de novenas sinfonías —en realidad, la Novena Sinfonía de cualquiera, aunque la de Shostakovitch podría ser un pe queño salto mortal—, aunque, tras explorar el paralelismo BeethovenBruckner-Mahler, sería aconsejable concluir con la Novena de Schubert, dado que, al ser en realidad su Séptima, introduciría una oportuna nota de laicismo en la numérica piedad de la serie. Creo que estas pocas su gerencias ya indican que los empresarios de conciertos del futuro se ve rán presionados para hacer gala de una iniciativa desacostumbrada a la hora de programar. En efecto, bajo la égida del PGAAMTT, muchos de estos señores bien podrían progresar desde su actual categoría de con tratistas y hacerse dignos del antiguo y noble título de impresario. En las fases iniciales del PGAAMTT, los intérpretes podrían sentir un momento de desacostumbrada tensión al término de su selección, cuando deban retirarse entre bastidores sin la compañía del homenaje 310
de sus oyentes. Para los intérpretes orquestales esto no debe constituir un peligro: un pelotón de violoncellistas saliendo elegantemente del es cenario al paso de la oca es una visión inspiradora. Para el solista de piano, sin embargo, yo sugeriría una especie de artilugio tipo bandeja giratoria que le transportaría a él y al instrumento entre bastidores sin que tenga que levantarse; fomentaría la interpretación de esas sonatas que terminan en una nota de serena reminiscencia y en las que la ban deja giratoria podría comenzar a moverse suavemente momentos antes de la conclusión. Preveo una difícil carrera con el Op. 109, que casi po dría representarse, siempre que hubiera un claro entendimiento entre el solista y el jefe de bastidores. Como fundador y cronista del PGAAMTT, creo que me incumbe fi gurar entre los primeros en ponerlo en práctica; huelga decirlo, he pen sado mucho en esta responsabilidad. Lamentablemente, Toronto no ofre ce el lugar ideal, dado que, aparte del hecho de que necesita el PGAAMTT con menos urgencia que casi cualquier otro centro, perso nalmente me enfrentaría con el secular antagonismo cívico destinado al chaval del pueblo que tiene un sueño. Se me ha ocurrido, como codirec tor del Festival de Música de Stratford, que la excepcional intimidad de nuestro bello escenario podría ser especialmente adecuada para concier tos sin aplausos, pero esos actores son un hatajo de gente tan inculta e impredecible. Quizá tenga mi oportunidad en el recién anunciado Festi val de Dawson City de 1962 de Tom Patterson; he aquí, en efecto, un territorio virgen; he aquí una audiencia sin prejuicios, sin ideas precon cebidas. Me pregunto cómo reaccionaría Diamond Lil3ante el maharajá de Porbandar.
¡LOS QUE VAMOS A SER DESCALIFICADOS TE SALU D A N !1 El primer Certamen Internacional de Violín de Montreal fue la pre sentación de este año del Instituto Internacional de Música de Canadá, organización que hizo su debut la pasada temporada con la producción del primer Certamen Internacional de Piano de esa ciudad y que ame 3 N. de la T.: Conocida mujer de vida alegre del Oeste. 1 De High Fidelity, diciembre de 1966.
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naza, con el tiempo, con patrocinar segundas partes de ambos. Las prue bas de violín se celebraron durante las tres primeras semanas de junio y pusieron a prueba el aguante de treinta y siete aspirantes a superes trellas de tres contingentes, la tolerancia metodista de nueve jueces igualmente representativos (tres de Europa occidental, tres de Nortea mérica y tres de detrás del Telón de Acero), y la paciencia de un público que, a partir de un grupo bondadosamente curioso de espectadores en las primeras pruebas preliminares, creció en número y en la intensidad de su afecto hasta convertirse, en el momento del trofeo de la última no che, en una muchedumbre callada, embelesada, comprometida, y parti dista que calculaba probabilidades y hacía apuestas. También pareció poner a prueba el vocabulario de los críticos loca les. El señor Eric McLean, el habitualmente astuto redactor jefe de mú sica del Star de Montreal, que resumió los resultados de la semifinal con el comentario de que vendrían «otros asaltos», admitía entre parén tesis, mientras reseñaba los finales, que cierta decisión pareció «impo pular» entre la multitud. La aparición de estos giros escalofriantemente pugilísticos no era, sospecho, algo casual. Por supuesto que no era un simple caso de cansancio del diccionario —el señor McLean es un hom bre rápido con un adjetivo—. Tampoco pudo haber sido una de esas re milgadas parodias intradepartamentales que trastornan con frecuencia el periodismo de las grandes ciudades, ya que, a diferencia de sus cole gas de periódicos como el New York Times, donde los principales críti cos de las bellas artes son colocados como aprendices en la redacción de deportes y después de una vida de fieles servicios en las exclusivas cul turales van a cobrar su recompensa en filatelia y numismática, en la plantilla del Star de Montreal nunca se ha fomentado el dar rienda suel ta al culto de la crítica por turnos. Sospecho más bien que la malaise McLean fue sólo uno de los síntomas más détectables de este estallido especialmente virulento de competicionitis que, en esas semanas, tuvo bajo su febril control a la ciudad, a sus ciudadanos en cuarentena por los carteles y los trípticos de una estética falsa —una infección que no sólo debilita a los intérpretes y al público, sino que resulta perjudicial y antipática para el espíritu de la música. El festival fue un acontecimiento especialmente alarmante en el pa norama canadiense porque, hasta hace poco, estos torneos internaciona les eran prácticamente desconocidos en este país. En las provincias anglófonas no se fomentan estos acontecimientos tanto por el entendido tá cito de la inutilidad de las justas musicales como por un interés total mente verosímil por la actuación del equipo de casa. Hay, claro está, 312
una tradición de festivales de liga menor en la Canadá inglesa, que tra ta no de las fortunas «vencer o morir» de profesionales en ciernes, sino de una serie anual de fallos regionales para estudiantes presidida por académicos británicos jubilados. En estos acontecimientos —tal es su aureola de caridad y buen compañerismo— se concede automáticamen te una puntuación de 80 a los participantes por el mero hecho de pre sentarse (un 79 se considera una mancha en el honor familiar y se re serva a indiscreciones en el estrado de un orden más penoso, como sa carle la lengua a un competidor o tocar la pieza de prueba temeraria mente y con un brío de lo más in-británico). Los jueces, además, obligados a dar a conocer sus observaciones ante los padres, vecinos y compañeros de escuela de los respectivos concur santes reunidos, adquieren un tono globalmente simpático de eufemis mo de boletín de notas: «Ya lo creo, es estupendo, número 67; un ex traordinario espíritu y todo eso. Tengo que descontarle sólo un punto por liarse en las barras, sin embargo. Cuatro veces toda la vieja expo sición es un atracón de algo bueno, ¿verdad?» Por desgracia, este énfasis digno de elogio en hacer música amateur nunca ha sido aceptado entre les québécois como límite respetable del ex hibicionismo competitivo. Cerniéndose en esplendor provinciano sobre el aislamiento de su cultura y su idioma, les canadiens consideran un vue lo de licenciatura desde el panorama norteamericano la recompensa ade cuada para un aprendizaje musical aplicado y algún tipo de Prix d'Eu rope el medio más probable para lograrlo. Por consiguiente, se ha desa rrollado últimamente en la province una tradición desconcertantemente continental de musique sportive et combative para el cual, como en este ejemplo más reciente, la escalada del premio competitivo es uno de los efectos secundarios inevitables. Los premios del Festival de Montreal eran en efecto sustanciosos —el primer premio, de diez mil dólares, cua druplicaba aproximadamente el premio Van Cliburn o Jane Marsh cap turada en Moscú y, así, el acontecimiento de Montreal tenía que ver con el Certamen Tchaikovsky lo mismo que el Carling Cup con el Open bri tánico—, un poco cortos de prestigio, quizá, pero claramente largos en dinero. Para los que hacían pronósticos entre el público no fue tarea fácil de ducir los probables destinatarios de los premios principales. Varios de los más favoritos contaban con un historial impresionante, incluyendo algunos tiros que casi dieron en el blanco en otros acontecimientos re cientes del circuito de festivales internacionales. Pero ¿iba a inclinarse el jurado en su sensatez por el decidido tradicionalismo de los partici 313
pantes soviéticos, por el estilo suave y fluido de la delegación francesa, quizás, o por la cultivada reserva de los japoneses? Para valorar las pro babilidades actuariales de estas preguntas hay que formarse primero una impresión clara de los valores particulares representados por un grupo dado de jueces. En ciertos certámenes europeos (el Tchaikovsky y el Reina Isabel de Bélgica entre ellos), el jurado es seleccionado a par tir de una lista de los intérpretes estelares del momento, artistas que, habida cuenta de la seguridad de su propio éxito mundano, la mitad de las veces son sorprendentemente liberales a la hora de dispensar sus jui cios. En Montreal, sin embargo, las señoras y caballeros del jurado —ca paces y respetados violinistas todos ellos— eran en su mayor parte mú sicos cuyas carreras han logrado hasta ahora algo menos que un renom bre universal. Y es, me temo, igualmente característico de músicos frus trados en sus aspiraciones a la aclamación internacional criticar los inexplicables misterios de la personalidad y degradar esas virtudes de independencia de temperamento que son señal de un auténtico fuego re creativo. En efecto, el resumen de las obras de examen de este concurso, con sus selecciones obligadas tomadas de la producción de artistas tan ex celentes como Niccolo Paganini y Eugène Ysaye, además de Bach y Beetho ven, parecía confesar tácitamente esa búsqueda de la proeza mecanicista, ' que no es el menor de los engaños que amenazan estos acontecimientos. Había, concedamos, una decidida exigencia de repertorio. Los doce fi nalistas tuvieron que dominar cada uno una obra especialmente escrita para el certamen, cuyo manuscrito les fue entregado en sus respectivas manos seis días antes de una comparecencia final con orquesta, y los participantes, por tanto, según el comunicado de prensa más seductor de la sociedad, fueron enviados a una celda de estudio situada en un con vento o monasterio «en algún lugar de Montreal». La obra, que observa ba la mejor tradición neohelénica de la vanguardia actual, se titulaba Pyknon (densidad), y era del canadiense André Prévost. Resultó ser una pieza convincente de dodecafonismo postschoenbergiano que, aunque po día haber sido concebida para separar a los hombres de los niños, sirvió fundamentalmente para separar el Este del Oeste, dado que el contin gente del bloque soviético, estorbado por sus inflexibles ideas acerca de los errores del constructivismo formalista burgués, lo encontró en efec to difícil. Sin embargo, la imposición de Pyknon no desanimó material mente al jurado en su búsqueda de la virtud violinística, habida cuenta de que lograron conceder el primer premio al único finalista que quedó atrapado sin remedio en la trampa del laberinto ostinato que forma la coda de la pieza de Prévost. 314
El vencedor fue Vladimir Lancman, de la Unión Soviética, que ofre ció, en compensación por su desastre con Pyknon, una ejecución nota blemente equilibrada y lírica del Concierto de Sibelius. El segundo pues to fue dividido entre Hidetaro Suzuki (japonés residente actualmente en Canadá) y Georgi Badev, de Bulgaria. Suzuki ofreció una excelente in terpretación del Segundo Concierto de Bartók, obra que, con su compe tencia mecanicista y privación emocional, es una tarifa singularmente oportuna para la competición. Badev eligió el concierto de Tchaikosvky, y aunque ofreció una lectura con todos los clichés tipo Auer en su sitio, fueron las protestas del público por su victoria lo que registró el señor McLean. A estos oídos, el talento más satisfactorio, estimulante e individua lista recibió, lo que no resulta sorprendente, el cuarto puesto. El nom bre, Jean-Jacques Kantorow —y les insto a que lo recuerden—. Uno de los dos participantes franceses que llegaron a las finales, Kantorow con virtió el Concierto de Brahms en una experiencia única, acercándose a él con una extraordinaria amalgama de lentitud y libertad de inventiva. En el primer movimiento, sus tempos fueron en efecto tan lentos que el experto orquestal y complaciente director, Otto Werner-Mueller, fue sor prendido ocasionalmente mostrando las subdivisiones de las partes del compás. Pero era tan seguro el plan arquitectónico de Kantorow, que éste pudo conferir incluso a los momentos más fúnebres el tipo de di versiones estilísticas que rara vez se granjea las simpatías de los jura dos hacia los participantes. A veces se le oyó quedarse indolentemente por debajo de la orquesta como, en un repertorio mucho más antiguo y con otros instrumentos, podría hacer un intérprete de continuo. La ca denza del primer movimiento fue interpretada como un monólogo inte rior con frases arrojadas de paso como apartes de un soliloquio, algo que ningún licenciado del Conservatorio de Moscú que se precie se arries garía a hacer. Y moduló el conjunto con un atrevido estilo de arco dé taché que me recordó mucho a Johanna Martzy, artista que siempre me ha parecido, al menos en Norteamérica, la más subestimada de los gran des violinistas de nuestra época. En el último movimiento, Kantorow aisló los motivos del tema ini cial, imponiendo una serie de lo que al menos parecían apostrofes im premeditados, y produjo así un efecto de irresistible optimismo y de im pulso sin apresuramiento que la orquesta, que, para alguien de fuera, había parecido hasta entonces decidida a desmontarle, se encontró en jaezada al contagioso espíritu de su lectura y se unió a él en una recta diabólica para la coda. Basándome en esta interpretación, yo juzgaría a 315
Kantorow como un talento espectacular, el violinista más prodigiosa mente original que he escuchado en esta generación. Puede que, en efecto, en la búsqueda competitiva se incite al derro che, pero hay que desanimar a toda costa la originalidad. No cabe duda de que una de las grandes ironías del panorama musical contemporáneo es que en estas reuniones de los mejores talentos jóvenes de cada con tinente se haga caso omiso de las revelaciones etnográficas implícitas en los rasgos característicos regionales en interés de la preservación de un consenso de mediocridad, de una línea media de indiferencia tempe ramental. Si el futuro le es propicio a Jean-Jacques Kantorow, lo será precisamente por esas cualidades especiales que le catalogaron como per dedor (o, más exactamente, como un ganador menor) en Montreal. Se razona en ocasiones que, sin los que engendran el frenesí compe titivo por el consenso, los aspirantes no percibirían su propio potencial. Pero sospecho que lo que ocurre es, por el contrario, que debido al con senso, el participante cumplidor —y ningún otro tipo resulta un gana dor— llega a conocer incómodamente el potencial de sus compañeros y se hace consciente de todas las tradiciones descaminadas que constitu yen «estilo» en la interpretación musical, su iniciativa embotada por la suprema falacia de la interpretación es, en esencia, un acto repetitivo, y ello precisamente en ese momento de su vida en que una respuesta sorda al mundo exterior y la más intensa atención a las vibraciones del oído interno podrían confirmar y caracterizar de la forma más propicia su arte. Los concursos, así pues, raramente benefician al artista supre mo cuya carrera ocurría a pesar de todo. (Admitamos que puede haber excepciones y que las carreras aceleradas por la competición de Van Cliburn y de Leon Fleisher sirven para confirmar la norma.) Sin embargo, es muy frecuente que las competiciones sólo ayuden al artista cuya vi sión, aunque perspicaz, no alcanza lo extático, cuyos méritos, aunque irreprochables, no logran lo trascendental. Y si esta es su función pri mordial, propongo que se anuncien así, prescritas como medicinas con efectos secundarios tóxicos para casos desesperados, con la calavera y las tibias cruzadas en los impresos de inscripción y una fórmula antí doto —seis meses de canto llano, quizá— como apéndice a las guardas del extracto. (Esa penitencia no sólo serviría para mortificar la preten sión de virtuosismo, sino que, en Montreal al menos, contribuiría a amortizar las celdas de estudio.) Sería absurdo discriminar un nivel de competencia sin el cual nues tra vida musical sería más pobre. Pero aunque resulta totalmente apro piado hablar de electricistas y fontaneros competentes, y peligroso 316
—cuando no conculcan, de hecho, las normas cívicas de mantenimien to— ofrecer a cambio electricistas y fontaneros extáticos, la noción de éxtasis como única búsqueda adecuada para el artista presupone la competenciaa como elemento incluido. La amenaza de la idea competitiva es que, con su énfasis en el consenso, extrae ese núcleo mezquino, incon trovertible, fácilmente certificable de competencia y deja a sus ávidos y descaminados suplicantes atrofiados para siempre, víctimas de una lobotomía espiritual.
LA PSICOLOGÍA DE LA IM P R O V IS A C IÓ N 1 Hace algunos años, un amigo mío, que por aquel entonces estudiaba medicina, había estado leyendo sobre experimentos en pintura de acción y música fortuita; y una noche, no teniendo nada mejor que hacer, de cidió sentarse y componer su propio poema fortuito de acción. Decidió que, dado que iba a ser una obra muy contemporánea, debía estar a ca ballo sobre esa fina línea que separa la deliberación y la casualidad y que, por tanto, debía reconocer un sistema, por arbitrario que fuera. El sistema que eligió fue la selección de una palabra de cada once de la pá gina del editorial de su periódico vespertino, y estuvo seleccionando es tas palabras hasta que tuvo suficientes para formar un soneto de cator ce versos —en cuestión de forma, estaba chapado a la antigua—. Ahora bien, tal como salieron las cosas, la página editorial de ese día estaba llena de comentarios sobre el extranjero, y el poema, tal como surgió, adoptó una cualidad excepcional de conocimiento de los asuntos inter nacionales. Una vez terminado, el autor cortó ciertos versos donde el equilibrio métrico parecía demasiado casual y, tras ello, se dedicó a su responsabilidad creativa más importante: la elección del título. Era lo bastante aucourant para darse cuenta de que las obras más influyentes de este tipo tienen en común títulos que no guardan ninguna relación con su contenido, y también sabía que, incluso en obras con un enfoque resueltamente aleatorio, el título debía transmitir alguna idea muy só lida y concreta que sugiriera que, pese a las técnicas radicales incorpo radas en el poema, su autor abrigaba una auténtica inquietud social. Bueno, en aquel momento no se le ocurrió un título más sólido que el 1 De una emisión de radio de la CBC, a principios de la década de 1970.
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nombre del hombre que era el entonces presidente de los Estados Uni dos (mi amigo era americano), el señor Harry Truman. Así que llamó al poema sencillamente «Harry Truman», lo archivó y lo olvidó. Pero en este punto el argumento se complica. Los bromistas de la cla se se enteraron de la existencia de este poema, decidieron conseguir una copia y enviarla al presidente junto con la dirección del autor. Y así, va rias semanas después, el cartero trajo una carta con membrete de la Casa Blanca, escrita por el secretario del presidente y que contenía al gunas observaciones sumamente elogiosas: «El presidente desea darle las gracias por el espléndido poema que le ha enviado y comunicarle lo feliz que le hace saber que jóvenes como usted pueden apreciar por fin lo que está tratando de hacer.» Bueno, en mi opinión, la moraleja de este cuento —que es, se lo juro, absolutamente cierto— afecta a un proceso fundamental para nuestra capacidad de formar juicios sobre una obra de arte. La mayoría de no sotros tendemos a buscar indicios de premeditación aun cuando este mos tratando con obras en las que la operación creativa se ha efectuado sin ningún tipo de planificación premeditada. Cuando escuchamos una composición musical por primera vez tratamos de convencernos de que no estamos metidos sin más en una experiencia errante y sensual; de seamos creer que, por informe que pueda parecer la obra, es sin duda producto de una inteligencia deliberada; y si es informe, entonces lo es al menos porque el autor así lo quiso. No podemos soportar pensar que somos los primos de una mente sin objetivo e indiscriminada; necesita mos sentirnos seguros de que lo que se está diciendo tiene que ser dicho y que el tiempo que le dedicamos se emplea con provecho. A veces es cuestión de guiar nuestras percepciones con ilusiones; de fomentar, en caso necesario, una falsa percepción para lograr un placer estético. Si el presidente Truman leyó en realidad el poema, puede que lo aceptara como un entusiasta testimonio de su habilidad política, y si fue así, podía obviamente convencerse de que tras su retórica aparen temente elusiva había, por tortuosa que fuera, una inteligencia creativa deliberada. En un sentido es la antigua pregunta, que no tiene casi res puesta, de si un leñador, manejando su hecha sobre un bloque de ma dera y esculpiendo por accidente la apariencia de un hombre cuya exis tencia no conoce, ha creado o no una obra de arte. La mayoría de noso tros preferiríamos no saber lo casualmente que se asestó el golpe. Estas cuestiones adoptan otra dimensión más cuando analizamos una experiencia musical, porque la música tiene la frustrante costum bre de resultar al final no haber sido sobre nada en concreto; permite 318
una mayor libertad de satisfacción a su autor y a su oyente, y a veces nos sentimos tentados de objetivar la experiencia musical de una forma que nunca se nos ocurriría utilizar cuando tratamos, por ejemplo, con la palabra escrita. Si, en comparación, encontramos en el diario un ar tículo desfigurado por las erratas, manchado con borrones de tinta y dis torsionado por los cortes de los jefes de confección, seguimos siendo ca paces de armar un relato razonablemente completo del tema en cues tión haciendo las conexiones que nuestra experiencia con el lenguaje y con la motivación humana nos sugieren razonables. Sabemos que, de ha ber tenido tiempo, el reportero y su redactor jefe habrían esperado con vertirlo en un relato coherente, y no nos molesta demasiado si tenemos que reconocer que se les echó encima el tiempo antes de que sucediera. Es incluso posible que obtengamos cierto regocijo en párrafos en los que la sintaxis es tan escurridiza como solía ser el caso en las conferencias de prensa de —ahora permítanme decir esto— Dwight Eisenhower. Y la razón es bastante sencilla: al igual que esos pintores domingueros que confiesan no saber mucho de arte, pero, no obstante, sí saber lo que les gusta, así sucede con la palabra escrita; todos improvisamos con ella continuamente, todos somos amigos del artista; lo cual, si lo piensan, era, en resumen, el problema de Nikita Jruschov. Pero no resulta fácil que el profano disfrute de esa camaradería con la profesión musical. Desde el Renacimiento, la explosión de estilos ins trumentales en la música ha arrasado, a todos los efectos prácticos, con todas las formas de canto y modalidades folclóricas que una vez sirvie ron para cimentar una relación entre público y artista y, en consecuen cia, los profanos están convencidos desde hace tiempo de que hacer mú sica es un juego regido por artilugios tan arcanos que, en cualquier caso, no cabría esperar que ellos lo comprendan. Lo que sí esperan es que el compositor conozca la partitura, al igual que un fontanero debe conocer el alcantarillado —conocerla no como una experiencia intuitiva, sino como una argumentación totalmente razonada, aun cuando los sondeos y reparos de esa argumentación no les sean manifiestos— y que, inde pendientemente de los elementos extemporáneos de que se trate, esté so metido a las leyes de la retórica musical. Es una actitud que merece una especial vigilancia hoy día, porque esta es la época del motivo dis cutible, del interés por el hecho de que nuestros pensamientos y nues tras obras proceden o no, y hasta qué punto, de una laboriosidad cons ciente o son resultado de deseos ocultos y no reconocidos.
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C R ÍT IC O S 1 «Aconseje a sus críticos que sean más circunspectos e inteligentes», escribió un joven compositor alemán al director de una revista musical vienesa en la que había sido criticado, «ya que más de un compositor más joven, que quizá pueda llegar lejos, podría asustarse». El autor era Ludwig van Beethoven y transmitía las opiniones de la mayoría de los artistas sobre el tema del periodismo adversario. El crítico, como árbitro estético no tiene, creo, ninguna función so cial adecuada, ningún criterio justificable sobre el que basar sus juicios subjetivos y, no obstante los precedentes históricos de lo contrario, nin gún argumento convincente en la ley con el que defenderlos. Dependien do de la naturaleza de la sociedad en la que sirve, se podría defender al crítico como propagandista, tomando prestada la definición ampliada de ese término de Jacques Ellul. Una tarea más fácil sería redefinir el papel del crítico como defensor de los consumidores. Se puede, sin duda, utilizando métodos científicos, medir la agudeza de la entonación de Nathan Milstein, la precisión rít mica de los pasajes de escalas de Alexis Weissenberg, la frecuencia del acorde sexta-cuarta en Richard Strauss. Hay que recordar, claro está, que los programadores de música de ordenador pueden resolver, y re suelven, la imprecisión, el desequilibrio, la desigualdad —superponien do, en efecto, no elementos de error, sino de discreción humana— y que, por consiguiente, declaraciones tan categóricas como las que se podrían hacer sobre Milstein, Weissenberg o Richard Strauss no implican jui cios de valor. Resulta concebible, entonces, que se pueda reciclar al crítico como recogedor de datos, limitado a la producción de declaraciones objetivas y animado a redimirse en una sociedad para la que, como sugirió Beet hoven hace casi dos siglos, ha servido como influencia moralmente per turbadora y estéticamente destructiva.
1 De The Canadian, 26 de febrero de 1977.
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STOKOWSKI EN SEIS ESCENAS1 No soy por naturaleza ningún cazador de autógrafos. Aunque nunca he sido reacio a llevar a imprenta una declaración de entusiasmo —de hecho, el periodismo de defensa es la única norma que reconozco—, rara vez he anhelado conocer a los artistas a los que admiro. A veces, huelga decirlo, ha sido inevitable una confrontación —siendo como son las cir cunstancias profesionales—, y de la mayor parte de estos encuentros he logrado salir con mis ilusiones más o menos intactas. Pero en general, y dadas mis preferencias, he evitado toda la vida la compañía de los mú sicos. No lo he hecho por ninguna convicción de que los músicos como es pecie sean inevitablemente frívolos, o mundanos, o estén consumidos por la necesidad de charlar de sus triunfos más recientes; algunos lo son, desde luego, y a éstos es a quienes habría que tratar de evitar a toda costa. Y soy muy consciente, además, de que hay en nuestra pro fesión colegas con los que se puede hablar de teología, o de política, o de la psicología de los seriales televisivos o, como alternativa, colegas en cuya presencia uno puede atreverse a estar solo con sus propios pensa mientos y compartir ese silencio sin violencia que es el auténtico sello de la amistad. Pero, en términos generales, los músicos tienden a hablar de músi ca; ésta es, después de todo, el rompehielos obvio de una conversación. Tienden a hablar de las teorías analíticas o de las revelaciones emocio nales o de los experimentos táctiles que han acumulado en virtud de su reciente estudio de una partitura o asistencia a una conferencia o cono cimiento de la interpretación de un colega. Y aun cuando esta charla esté motivada por una caridad infinita y una buena voluntad fraternal (y con demasiada frecuencia no es así), necesita prácticamente alguna respuesta, algún comentario o contraargumento, por lo menos en el con texto de una conversación. En la página impresa, o a través de los me dios de comunicación electrónicos, los mismos datos tienen una reper cusión muy distinta; pueden editarse para que se ajusten al estado de ánimo de uno, se adecúen a su experiencia, protejan su vulnerabilidad. En última instancia, se puede girar el dial, apagar un aparato, pasar 1 De Piano Quarterly, invierno 1977-78 hasta verano de 1978 inclusive.
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una página. Pero en la conversación, la cortesía exige que el destinata rio reaccione y, al hacerlo, relacione su propia experiencia con las pro posiciones analíticas, emocionales o táctiles en discusión. Y esto es, en mi opinión, un ejercicio peligroso. Los artistas, creo, tra bajan mejor en aislamiento, en un entorno en el que su conocimiento del mundo exterior esté siempre bajo control editorial y nunca pueda in jerirse en la indivisibilidad de esa unidad formada por la idea del artista y su ejecución. Así que nunca he sido un cazador de autógrafos, salvo en el caso de un colega: Leopold Stokowski. Y cuando nos conocimos, una tarde de do mingo de junio de 1957, mi falta de experiencia en los clubs de admira dores fue manifiesta. I El escenario era bastante improbable: el andén de la estación de fe rrocarril de Frankfurt am Main. Ambos habíamos estado de gira en Eu ropa —aunque ninguno había trabajado en Frankfurt— y ambos espe rábamos la llamada para subir al coche-cama del expreso AmsterdamViena. Me volví de repente para averiguar el paradero del mozo y mi equi paje y vislumbré, justo más abajo por la vía, el perfil del podio más fa moso del siglo. El maestro parecía dar un paseo higiénico, caminando arriba y abajo sobre un recorrido que en su punto más próximo le si tuaba a dos metros y pico del puesto que yo me había fijado justo más allá de los escalones del coche-cama. Le observé mientras hacía el mis mo circuito triangular tres o cuatro veces; en cada ocasión, viraba hacia la derecha en dirección al tren, otra vez a la derecha hacia la estación, después retrocedía por la recta final hacia donde yo estaba. Cada vez que lo hacía, yo elaboraba una frase de presentación despreocupada y de éxito asegurado: «Buenas tardes, maestro. Un tiempo precioso, ¿ver dad? Por cierto, me llamo ...» o «Maestro Stokowski, permítame que me presente. Soy uno de sus mayores admiradores, y yo...» Imposible; no se puede dar en un blanco móvil con un chiché como ése. Además, nunca acortó esa distancia de dos metros y pico y había algo en su paso lento y seguro, con su búsqueda incesante del mismo trozo de cemento —un poco como un sacerdote haciendo ejercicio en el patio de un seminario, las escrituras en la mano— que hacía que cualquier movimiento mío pa reciera una intrusión intolerable en su persona. Por otra parte, yo no había abandonado mi puesto, y era un puesto ventajoso. Tarde o temprano sonaría la llamada para subir al tren y en 322
tonces sería él quien tuviera que acercarse; sería él quien estaría, aun que fuera brevemente, en mi terreno. Llegó la llamada y también él. Y también otros pasajeros. Y también mozos y portaequipajes, y ninguna de mis rápidas frases era propicia para la ocasión. «Buenas tardes, maestro, un Pullman bastante abarro tado, ¿verdad?» «¿Cómo está usted? No hay duda de que estos alemanes hacen que los trenes sean puntuales, ¿verdad?» No me quedaba tiempo para pensar. Estaba sólo a tres pasos, dos, uno. Hice lo único que podía hacer: dejé caer mi billete. Justo debajo de su nariz. Accidentalmente, por supuesto. Despreocupadamente, casi. Tuvo que pararse mientras me agachaba para cogerlo. «Caramba», dije, en un tono apenas audible que tenía como fin conferir alguna credibilidad a la estratagema. Me cos tó recuperar el billete, y cuando miré en torno, aparentemente para dis culparme ante cualquier buen ciudadano al que hubiera podido moles tar momentáneamente mi contratiempo, logré (o al menos me gusta pen sar que lo logré) componer una mirada de auténtica incredulidad. —¡Vaya!, si es..., es..., es... el maestro Stokowski, ¿verdad? Estaba aún enderezándome cuando hice esta perspicaz observación; Stokowski miró hacia abajo y, con una voz benignamente fatigada, ad quirida tras decenios de lidiar con los malditos tipos de la prensa y con preguntas estúpidas sobre cómo era en realidad Greta Garbo, respondió: —Así es, joven. Me enderecé, me presenté (decidí sobre la marcha dejar fuera la par te relativa a que era un admirador suyo) y Stokowski, con esa manera de expresarse medida y puntuada, dijo: —He leído que ha estado hace poco en Leningrado —era increíble: sa bía dónde estaba yo, sabía lo que había estado haciendo. —Sí, en efecto, maestro, hace sólo dos semanas, en realidad. —Quizá entonces, más tarde, vaya a charlar con usted. Me intere saría conocer sus impresiones sobre el Leningrado de hoy, y quizá usted sienta algún interés por mis impresiones sobre el Leningrado de hace muchos años. Le aseguré que lo sentía; me habrían interesado sus impresiones so bre Mickey Mousse si eso hubiera hecho posible una charla con él. Pero había dicho «quizá» —quizá vendría a charlar—. No lo haría, es taba seguro; además, probablemente no se había fijado en qué compar timiento estaba yo. Quizá, razonaba, debiera pedir al mozo que le dijera dónde estaba. Decidí esperar una hora, y si para entonces no había lle gado, probar suerte con el mozo. La llamada llegó en media hora. 323
Sólo se habló de la música per se una vez. A través de bromas intro ductorias averiguamos nuestros itinerarios (ambos participábamos en el Festival de Viena la semana siguiente), y yo dije que estaba en route desde Berlín. —¿Qué tocó allí? —preguntó educadamente Stokowski. —El número tres de Beethoven —respondí, y añadí después, con bas tante orgullo—: con Karajan. —El número tres de Beethoven —dijo pensativamente Stokowski, como tratando de reunir un tejido de motivos que, en una o dos ocasio nes, podía haber encontrado en manos menores que las suyas. —El número tres de Beethoven —repitió—, ¿No es ese el encantador concierto en Sol mayor? Era una estratagema magnífica y mi primera experiencia con los ino centes juegos a los que a Stokowski le gustaba jugar mientras ponía al mundo, como diría él, en perspectiva para sus interlocutores. Encanta dor o no, el número tres de Beethoven está en la tonalidad de Do menor, como muy bien sabía Stokowski; pero con una frase aparentemente ino cua, hábilmente indirecta, me había dado a entender que no admiraba al «Generalmusikdirektor de Europa», que los solistas, como clase, iban a ser evitados por principio y que los conciertos, como subespecies sin fónicas, no eran siquiera dignos de merecer su atención. Por el contrario, tal como estaba programado, hablamos de Leningrado, de la ciudad de entonces y de ahora, de los edificios reconstrui dos en la Nevsky Prospekt, del teatro Bolshoi, de la Filarmónica y Mravinsky, del té en el hotel Europa, del espíritu de la ciudad y del espíritu del país. (Era la época del «deshielo», de «B. & J.»2, una época en la que se permitían relativamente pocas visitas de Norteamérica.) Hablamos durante una hora, o quizá algo menos, y después con ese mismo estilo deliberado y elegante con el que había anunciado su intención de char lar, se despidió. —Nos veremos en la estación de Viena por la mañana —declaró. No me llaman, ni me llamaban, la atención las estrellas —como ya he protestado dos veces—, pero, no obstante, se había hecho realidad un sueño.
2 Bulganin y Jruschov. T.P.
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II Al principio, el sueño fue más como una pesadilla. Tenía ocho años cuando llegó a Toronto Fantasía y odié cada minuto de ella. Se proyec taba en un teatro hace tiempo derribado llamado Shea's Hippodrome, donde cada película era precedida de un concierto de órgano de veinte minutos. Estos interludios eran un escaparate para lo que en la mar quesina se denominaba «Poderoso Wurlitzer», un mastodonte electróni co que era vomitado desde debajo del escenario e iluminado de tal forma que cada teclado y fila de pedales aparecía de un color diferente. Veo los colores con malos ojos desde niño, y de hecho me sigue pasando. El gris acorazado y el azul medianoche son mis colores preferidos; no trabajo productivamente ni pienso con claridad en una habitación pintada con colores primarios y mis estados de ánimo guardan una relación inversa con el grado de luz solar de cualquier día dado. («Detrás de todo reves timiento plateado hay una nube», me digo cuando las cosas amenazan con ponerse a brillar.) Además, cuando tenía ocho años, mi idea de una película era la de algo con un argumento, preferiblemente un argumento con tema bélico. Mis favoritas tenían escenas de cruceros alemanes que surgían, torvos y grises, de bancos de niebla en los fiordos noruegos, e incluían planos del puente apagado de algún desventurado destructor británico, donde Clive Brook o John Clements o Jack Hawkins podrían decir algo así como: «Soldados, estamos a punto de enfrentarnos con el Scharnhorst y el Gneisenau. No hace falta que les diga que su alcance es superior al nuestro. Pero el Lord del Almirantazgo nos ha ordenado contener a las bestias en la bahía, y eso es lo que haremos a cualquier precio.» En cualquier caso, mis padres me informaron de que iba a ver Fan tasía, que era en color, todo sobre música, y que escucharía a uno de los mejores directores de orquesta del mundo. Por aquel entonces sólo ha bía visto una película en color —Snow White— y no me había impresio nado demasiado; además, todo el mundo sabía que las películas buenas de verdad —las que tenían complots, y agentes enemigos, y cruceros ale manes— eran en blanco y negro. Lo de «todo sobre música» tampoco me gustó; fue, sin embargo, porque me imaginé que quizá este gran direc tor llevara a su orquesta a entretener a las tropas en Dunquerque y que volarían en añicos a manos de algunos bonitos Stuka que saldrían de repente de entre las nubes y dejarían caer sus bombas de quinientas li bras mientras los Messerschmidt 109 bombardeaban la playa. 325
No contaba, sin embargo, con hipopótamos rosas ni dinosaurios ver des ni volcanes escarlata y cada vez parecía menos probable que Jack Hawkins, o John Clements, o Clive Brook, o cualquier otro capitán de destructor que se preciara se prestara a aparecer en una película como ésa. Volví a casa deprimido, sintiéndome ligeramente nauseabundo y con el primer dolor de cabeza del que puedo acordarse; las imágenes del Poderoso Wurlitzer y de las creaciones de Disney se habían mezclado en mi cabeza. Dije a mis padres que no podía cenar nada y me fui a la cama esperando poder librar mi mente de ese horrible motín de color. Traté de imaginar que acababa de cerrar la escotilla de la torrecilla de algún fresco y gris submarino y que pronto me sumergiría bajo las aguas azul medianoche del Atlántico norte. III Stokowski estaba en la cumbre de su fama cuando se estrenó Fan tasía, pero para un joven estudiante de música que se criaba en aquella época no era de muy «buen gusto» admirable. En realidad, si se frecuen taba las salas del conservatorio y se tenía cuidado con las presiones de grupo, era mejor guardarse el interés por Stokowski para sí. Era, o así insistían mis compañeros, un «vendido», un hombre que había renun ciado a una carrera «seria» para sacar provecho de su popularidad y acep tación. Nadie negaba que durante el tiempo que ejerció en Filadelfia ha bía alterado el curso de la música sinfónica en América; nadie negaba que había creado, a su imagen, una orquesta que podía compararse con las mejores del mundo, que, cuando él se marchó, podía haber sido de hecho la mejor del mundo; nadie negaba que había arriesgado su repu tación y su porcentaje de taquilla, una y otra vez, en interés de la nueva música; y, desde luego, nadie negaba que, por alguna misteriosa razón, sus innumerables grabaciones tendían a sonar mejor que las de la ma yoría de sus colegas. Nadie lo negaba, pero, en aquel momento, nadie es taba tampoco muy interesado en pensar por qué podía ser así. Después de todo, era un «vendido». Se había marchado de Filadelfia, sucumbió a los halagos de Hollywood, y ofrecía lo que parecía una ex cusa coja y fatua para su herejía. «Acudo a una vocación superior», se dijo que afirmó en la conferencia de prensa convocada para anunciar su partida. (Sus apariciones en la «pantalla de plata» habían sido con gente como Deanna Durbin y el Pato Donald; «¡Vaya una vocación superior!», bien podían haber resoplado en respuesta mis compañeros.) Además, había otro director tan famoso como Stokowski que, en los 326
círculos académicos, era considerado más respetable. En el contexto americano, Toscanini era a Stokowski lo que Weingartner a Mengelberg en ultramar. Toscanini era, o así se decía, un «literalista»; para él, las instrucciones del compositor eran sagradas. Todas las notas, indicacio nes de tempo y de dinámica que aparecieran ante él en la partitura eran, que él y su orquesta pudieran, lo que se oía. Y esa orquesta —la Sinfó nica de la NBC— era un fijo de las emisoras radiofónicas americanas en los años treinta y cuarenta; podía escucharse todos los sábados a las cinco desde el Estudio 8H, y esos especiales de música de fin de semana eran muy comentados y admirados por mis cofrades del conservatorio. A mis oídos, el sonido parecía afilado y desequilibrado, las interpreta ciones de Toscanini no parecían transportarle a uno hacia adelante con el alcance visionario de su compañero literalista Weingartner, y la eje cución, en general, nacida del terror más que de la convicción, parecía empalagosa. Pero era un buen momento para Toscanini. Era la época del artista como artesano: de la destreza, de la Gebrauchsmusik, de reac ción contra la frívola premeditación de los años veinte, de preparación para el rigor de la elección compositiva que traerían los años cincuenta. Por encima de todo, era una época que rendía homenaje al espíritu de Johann Sebastian Bach. Ciento cincuenta años de campañas empren didas por lumbreras como el Barón Van Swieten y Félix Mendelssohn habían merecido por fin la pena: el nombre de Bach era ahora sinónimo de integridad musical. Bach, desde luego, siempre había sido considera do un mago de la técnica, pero su espíritu nunca había dominado antes una época en la forma en que lo hizo en los años treinta y cuarenta. Prác ticamente todos los músicos importantes estaban resueltos a seguir su ejemplo, a trabajar como se estimaba que él había trabajado: como un artesano, un artífice sobrio y consciente en quien diligencia e inspira ción estaban inextricablemente entrelazados. Stravinsky, por ejemplo, declaró que su Concierto «Dumbarton Oaks» fue escrito penetrado «del espíritu de los Brandeburgo». Héctor Villa-Lobos comenzó su famosa se rie de Bachianas Brasileiras: melodías latinas ecuménicamente fusiona das con armonías luteranas. Alfredo Casella escribió «Ricercari» sobre el nombre de B-A-C-H. Schoenberg utilizó el mismo motivo —Si bemol, La, Do, Si natural— en su primera serie dodecafónica. «Tocas el órga no, y dices que te gusta Bach», dijo uno de mis profesores, defensor de Toscanini. «¿Cómo puedes aprobar a Stokowski?» (Todos conocíamos las parodias de la transcripción de las que había sido responsable en nom bre del cantor de Leipzig.) Este era, claro está, el talón de Aquiles de la anatomía de mi admi327
rado, dado que yo ya había derrochado largas horas de práctica en un vano intento de hacer que órganos de iglesia de pesado diapasón repro dujeran el sonido de domingo por la mañana de E. Power Biggs desde el «Museo Germánico» de Harvard. Me consideraba un purista, y me bur laba de las transcripciones de Stokowski; hoy día, resulta extraño de cirlo, apenas me molestan. No estaba, sin embargo, dispuesto a dejar que mis opiniones sobre Bach determinaran mi reacción ante la obra de Stokowski en general. Mis primeros encuentros con obras maestras sobre las que había leído y sobre las que había pensado —los Gurrelieder de Schoenberg, por ejem plo, o la Octava de Mahler— fueron a través de sus retransmisiones y grabaciones, y después de esas exposiciones de radio o fonógrafo me en contraba invariablemente en un estado que sólo puedo llamar de exal tación. No importaba que mis compañeros divagaran sobre las excentri cidades y desviaciones del texto de Stokowski y pasaran después a re latar la última carrera de obstáculos con el metrónomo de Toscanini; para mí, Stokowski ya había redefinido el papel del intérprete. Stokowski era, a falta de una palabra mejor, un estático. Estaba me tido en las notas, las anotaciones sobre el tempo, las dinámicas de una partitura, en el mismo grado en que un cineasta está metido en el libro o fuente original que proporciona el ímpetu, la idea para su película. «Sig nos negros sobre el papel», me diría un cuarto de siglo después. «Escri bimos signos negros sobre papel blanco, los meros hechos de frecuencia; pero la música es una comunicación mucho más sutil que los meros he chos. Lo mejor que puede hacer un compositor cuando escucha dentro de él una gran melodía es ponerlo sobre el papel. Lo llamamos música, pero eso no es música; eso es sólo papel. Algunos creen que hay que li mitarse a reproducir mecánicamente los signos del papel, pero yo no creo en eso. Hay que ir mucho más lejos que eso; debemos defender al compositor de la concepción mecánica de la vida que cobra cada vez más fuerza hoy día.» IV Esa cita fue incluida en un documental radiofónico de la Canadian Broadcasting Corporation que produje en 1970. El tema era la vida y la época de Stokowski, y el programa se basaba en la última, y más logra da, de las tres entrevistas que me concedió en el transcurso de los cinco años anteriores. Desde la primera de ellas —mi primer contacto «profe sional» con el maestro, de hecho— aprendí una valiosa lección: pese a 328
ser un hombre con el que era fácil hablar, Stokowski era difícil de en trevistar; nunca un punto descortés y raramente impaciente, estaba con bastante frecuencia aburrido. Quizá fuera sólo que a su edad, práctica mente, todas las preguntas que se pudieran hacer estaban hechas. Cla ro que aún pensaba, y hablaba, en párrafos, pero esos párrafos, a medi da que pasaba el tiempo, eran breves, concebidos fundamentalmente en cuanto a eficacia y expedición, y sus frases, aunque magníficamente po dadas —a menudo, de hecho, incluso aparentemente ensayadas— fun cionaban en ocasiones como módulos intercambiables. Aún era posible conseguir una entrevista con él —una entrevista con líneas que se elevaban y cautivaban el oído e ideas que coqueteaban con, y después triunfaban sobre, los clichés que a veces remedaban; pero para eso, como se ha dicho de un bruto alabado anecdóticamente, había que atraer primero su atención. Y en la ocasión de nuestra primera en trevista, en noviembre de 1965, este era un truco que yo aún no domi naba. Por aquel entonces, yo estaba escribiendo un artículo titulado «Las perspectivas de la grabación»3para la revista High Fidelity y, como con trapunto a mi texto, se iba a dedicar los márgenes a testimonios de co rroboración o contradicción de diversos testigos musicales expertos. Todo el mundo coincidía en que los comentarios de Stokowski eran algo «imprescindible». Cuando se celebró la primera entrevista había pasado cuarenta y ocho años en los estudios de grabación; e iba a haber doce más —doce años increíblemente productivos—, que darían el fruto de su mejor obra desde los años treinta. Ningún otro músico de nuestra épo ca había pensado tanto sobre las perspectivas de la grabación ni había ilustrado mejor, a través de las decisiones más importantes sobre su ca rrera, las consecuencias prácticas y filosóficas de la tecnología. Una tarde, hacia las ocho, llegué con Leonard Marcus (entonces di rector de proyectos especiales, después director, de High Fidelity) al apar tamento de Stokowski en la Quinta Avenida. El maestro nos recibió en la puerta, nos invitó a instalarnos frente a la chimenea, nos ofreció to mar algo, hizo un mordaz comentario en respuesta a mi profesión de abs tinencia y se marchó arrastrando los pies a la cocina para atender nues tros pedidos en persona. Durante su ausencia, Leonard comprobó la cáe sete que había llevado consigo y después fue hacia la ventana que se aso maba hacia las luces del lago artificial de Central Park. Yo jugueteaba con un resumen de las preguntas que había guardado en el bolsillo de 3 Véase pág. 405.
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la chaqueta; de alguna manera, esa chimenea pedía conversación y no interrogación. Pensé que el uso de notas podía parecer premeditado, in cluso falto de profesionalidad, pero estaba seguro de que se me olvida rían algunas de las mejores introducciones que había apuntado antes de salir del hotel. Al final, opté por el método del impromptu, consigné las notas al bolsillo y me reuní con Leonard en la ventana. —Menuda vista —observó él (Leonard aguanta Nueva York, pero vive en el campo). —Sí —repondí (yo no puedo aguantar Nueva York con o sin el lago artificial de Central Park). —Quiero decir, si tuvieras que vivir en esta ciudad, esa es la vista que hay que tener —insistió Leonard. —Claro —admití; seguí confiando en que Leonard se guardara para sí su admiración para poder acordarse de algunas de esas grandes in troducciones hasta que volviera el maestro. (Yo sabía exactamente lo que quería Stokowski. Quería que me des cribiera, como haría cuatro años después, cómo había comenzado en el estudio —de mala gana, intimidado por las limitaciones del proceso de grabación y por la necesidad de compromiso que éste imponía—.) Recuerdo —creo que fue el año 1917— que una compañía discográfica me pidió que hiciera discos y dije: «¿Podría escuchar algunas de sus grabaciones?» Y me permitieron que lo hiciera. Eran tan horribles que dije: «No, no puedo distorsionar la música; lo siento, pero no, no lo haré.» Entonces, un poco después de eso, me di cuenta de lo estúpi do que había sido por negarme. Debía tratar de hacer los discos, y si eran malos, tratar de descubrir por qué eran malos y hacer algo para mejorar la calidad. Pensé para mí: «Estás loco; no debías haber dicho que no.» Así que después les dije: «Les ruego que me disculpen, pero ¿podría probar?» Probamos, sí, y los discos no fueron buenos.
Quería que relatara la emoción que experimentó con el advenimien to de la grabación electrónica. Pensaba que debía tratar de entender cómo podía hacerse electró nicamente, así que pregunté a los Laboratorios Bell: «¿Podría ir a ver les y estudiar la electricidad en relación con la grabación de música?» Me dijeron que sí y poco después de eso dijeron: «Nos gustaría montar un laboratorio debajo del escenario de la Academia de Música de Fila delfia». (Por aquel entonces yo era el director de la Orquesta de Fila delfia). Bell hizo un laboratorio debajo del escenario desde el que es
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cuchaban todos nuestros conciertos y todos nuestros ensayos y u tili zaron eso como material para mejorar las técnicas de grabación.
Quería que estableciera, como haría en esa entrevista posterior, que una grabación no debía tratar de reproducir la experiencia de un con cierto en el disco. Por supuesto, la sala de conciertos es algo que conocemos de nues tros antepasados. Nuestros abuelos siempre escucharon música del es cenario, pero yo creo que llegará un momento en que haremos discos al aire libre, donde cada instrumento tenga su fonocaptor particular y sea amplificado hasta el punto correcto. Todos esos sonidos se unen después en un compuesto, con la intensidad correcta de amplificación para cada instrumento en cada momento, porque a veces la madera debe sonar más fuerte que las cuerdas, o el metal debe sonar más fuer te que todo el mundo, o cierto instrumento de percusión debe sonar más fuerte que cualquier otro instrumento. O podría hacerse en un gran espacio cerrado, pero la cuestión es que me gustaría tener cien resultados diferentes de cada instrumento individual y darles su debi da intensidad o volumen de sonido según ese momento en la música.
Yo sabía exactamente lo que quería, pero, en aquel momento, no sa bía cómo obtenerlo. Stokowski se reunió con nosotros, le tendió su bebida a Leonard y sirvió mi té. —¿Preparado? —pregunté; yo no lo estaba, pero Leonard puso en mar cha la casete y la entrevista comenzó a pesar de todo. Hice preguntas que eran razonables y que, en otra compañía, podían incluso haber sido oportunas. Pregunté si los testamentos grabados del compositor hacían obsoleta la «interpretación» convencional. Era obvio que Stokoswki pensaba que no. Pregunté si modificó sus interpretacio nes en el estudio para adecuarse a las condiciones acústicas de la repro ducción en el cuarto de estar; en efecto, lo había hecho. Pregunté si no se podía hallar algo que decir en favor de la omnipresencia de la m ú sica en nuestras vidas, el tan criticado entorno del hilo musical. Yo siem pre he pensado que se podía; Stokowski disentía. Hoy oímos tantos sonidos musicales todo el tiempo, en trenes, en aviones, en restaurantes, que nos estamos insonorizando ante ellos. Nuestra sensibilidad hacia la música corre el peligro de perderse, a me dida que nos volvemos insensibles a la estúpida brutalidad que tanto
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vemos en la televisión o en las películas. Ahora bien, a mí me encanta el cine y voy a menudo. Y creo que la televisión es un medio de un po tencial enorme. Pero vemos cómo las tendencias y técnicas modernas pueden ser muy perjudiciales. Con todo, podemos apagar la televisión, o salimos de una película mala o de un concierto pobre. No puedes salirte del avión.
Estas preguntas podrían haber sido oportunas para un pinchadiscos o un A & R, pero no aprovechaban la presencia stokowskiana; eran erró neas para este entrevistado en concreto, y creo que ambos lo sabíamos. Sin embargo, respondió a todas ellas atentamente y con precisión, y con esas frases perfectamente formadas que hacen las delicias del editor de grabación. (Los raros titubeos de Stokowski eran invariablemente deli berados, otro aspecto de su estrategia del juego. En un momento de la entrevista para el documental radiofónico, la última, hablando de la edu cación musical, dijo: «Debemos darle geschmeicLiq; no, souplesse; no, no es eso; ¿cuál es la palabra en inglés?, ¿sutileza?; debemos darle sutileza; debemos darle elasticidad.» «Sutileza» y «elasticidad» eran, desde luego, las palabras que quiso decir desde el principio; «geschmeidig» y «souples se» eran tarjetas de visita internacionales destinadas a subrayar la uni versalidad del concepto que trataba de articular, así como la naturaleza cosmopolita de su experiencia. Era un toque típicamente stokowskiano, y en el programa de radio dejé el «titubeo» intacto en la banda original de la voz.) Cuando se acercaba al final de cada respuesta, Stokowski solía ha cer una indicación de corte con la mano derecha. Por lo general, hacía estos gestos seis o siete palabras antes de terminar la última frase y avi saba al entrevistador de que la respuesta estaba a punto de concluir y que las preguntas adicionales, caso de que las hubiera, debían plantear se, inmediatamente después. En nuestra primera entrevista encontré esta peculiaridad sumamente desconcertante; varias veces, de hecho, me quedé perplejo en una pregunta de refuerzo y tuve que luchar contra el impulso de coger mi hoja de introducciones. Como consecuencia, des pués de unos treinta minutos de preguntas mal planteadas, respuestas truncadas y cortes desconcertantes, hice mi propia señal a Leonard; sin poder recurrir a mis notas, no se me ocurría nada más que preguntar al maestro; la entrevista había terminado. Leonard parecía disgustado, pero apagó la casete y ambos agradeci mos a Stokowski su colaboración. Después, cuando nos preparábamos para marcharnos, Stokowski se volvió de repente y me dijo: 332
—¿Puedo preguntar por qué nunca hemos sido invitados a hacer dis cos juntos? Me quedé estupefacto —después de todo, odiaba a los solistas, no le gustaban los conciertos, asociaba el número tres de Beethoven con la to nalidad de Sol mayor—, pero improvisé algo en el sentido de que yo pen saba que su contrato le ligaba a otros compromisos. Replicó con una bre ve conferencia sobre las virtudes de trabajar por libre («Yo puedo gra bar con usted para su compañía», señaló, «pero usted no puede grabar conmigo para la mía»). Seguí mi improvisación observando que, de no ser por este malentendido, la CBS le habría buscado naturalmente como colaborador de conciertos hacía años. (En realidad, no había nada de «na tural» en ello; Stokowski y el repertorio de conciertos se consideraban mutuamente excluyentes y, que yo supiera, a nadie se le había ocurrido una idea de ese tipo.) Entonces, poniéndome un sombrero de A & R que no tenía ningún derecho a llevar, le pregunté si consideraría la posibi lidad de grabar el Concierto «Emperador» esa misma temporada. Esta vez no hubo juegos de asociación de tonos. —Con gusto —respondió—. Pero me gustaría utilizar mi propia or questa, la American Symphony. —Naturalmente —accedí; me acababan de ascender a vicepresidente encargado de «marketing» y no estaba dispuesto a desanimarme por in significancias como los compromisos contractuales de Columbia con la Filarmónica de Nueva York. No obstante la capacidad de negociación que mi nuevo cargo me confería, me pareció excesivo discutir los por centajes del royalty, el título del álbum y los créditos de las fotos, le dije que estaba seguro de que CBS se pondría en contacto con él en uno o dos días, le agradecí de nuevo la entrevista y di las buenas noches. Ya en el taxi, le conté a Leonard la charla en el tren y el «recuerdo» del maestro del número tres de Beethoven; intentamos acordarnos de si había grabado algún concierto para piano desde su asociación con Rach maninoff en los años treinta. —Probablemente sólo era cortés —dije. —No creo —respondió Leonard—; tengo la impresión de que iba en serio. —Pero yo he tocado varios conciertos con la Houston Symphony cuando él era el director musical y nunca se dejó ver; siempre había di rectores invitados. —Sigo pensando que iba en serio —afirmó Leonard. —Bueno, llamaré por teléfono por la mañana —añadí—, pero te ase guro que nunca sucederá. 333
Y, en efecto, cuando pensé en ello aquella noche, parecía un reparto improbable; por otra parte, ocho años antes, en el tren de Viena, la lla mada había llegado puntualmente. V Las fechas de estudio con la American Symphony se fijaron para la primera semana de marzo de 1966. CBS contaba con la publicación para finales de la primavera; la posproducción —edición y mezclas— tenía que ser inmediatamente después. Cinco días antes de las sesiones de gra bación, realicé una lectura rápida al piano con Stokowski, durante la cual hice al mismo tiempo de solista y de acompañamiento. —¿Cuál es su tempo? —preguntó el maestro cuando me instalaba frente al instrumento. —Mi tempo es su tempo —repliqué en una mala imitación de Rudy Vallee—. Confío, sin embargo —continué, con bastante cautela—, que, sea cual fuere el tempo, podamos convertir esta pieza en una sinfonía con piano obbligato; en realidad, no creo que el piano deba ser un ve hículo para el virtuoso. No esperaba que Stokowski se opusiera a esa propuesta, aunque no trataba de comprar su voto interpretativo; por el contrario, quería mos trarle mi disposición a acentuar lo positivo de un género musical hacia el que, en general, mantengo una actitud profundamente negativa, y ob tener su ayuda en un intento de desmitificar las tradiciones virtuosísticas que se han congregado en torno a esta obra en concreto. Hacía algunos años, durante la época en que daba conciertos, había desarrollado diversas estrategias destinadas a sabotear las intrusiones del exhibicionismo del solo en la arquitectura del concierto. En ocasio nes, venían a ser metáforas bastante obvias y se limitaban a cuestiones de presentación: no tuve ninguna dificultad en absoluto, por ejemplo, en convencer a Herbert von Karajan para que dirigiera una interpretación del Concierto en Re menor de Bach al borde del escenario para que el piano pudiera estar rodeado por, e integrado en, las cuerdas de la Or questa Filarmonía. Sin embargo, era más frecuente que implicaran pro porciones de tempo que pretendían socavar la dicotomía tú-tocas-tu-tema-después-mira-cómo-lo-hago-yo-más-lenta-suave-sutilmente-de-loque-puedes-hacerlo-tú que caracteriza la relación convencional entre so lista y tutti, entre el individuo heroico y la masa subordinada. Josef Krips había sido un cómplice complaciente en un ciclo de conciertos de Beet hoven en el que despachamos los absurdos competitivos de la forma; Leo334
nard Bernstein, por otra parte, colaboró a regañadientes cuando se apli có el mismo método al Concierto en Re menor de Brahms. Después de un preámbulo en el que hice un resumen de mis opinio nes sobre estos temas, Stokowski preguntó de nuevo, con bastante cau tela esta vez: —¿Podría oír su tempo? Yo expliqué que tenía, en realidad, dos tempos preparados y lo de mostré con unas cuantas frases del tutti del movimiento inicial y del principio del último. Los Documentos A eran versiones más rápidas: ás peras, metódicas y, creía yo, bastante faltas de carácter; los Documen tos B estaban, o así lo esperaba, poseídos de cierta melancolía marcial. Ninguno de los dos conjuntos, sin embargo, era una elección de tempo cómoda, intermedia, y ambos estaban concebidos para fomentar la con tinuidad más que la variación del ritmo. Para delicia mía, el maestro ma nifestó su preferencia por el conjunto lento, y adoptada esa decisión, vol ví al piano y comencé por el principio. Toqué el acorde de tónica inicial de la orquesta, lo sostuve con el pe dal y marqué un amplio dos-tres-cuatro con la mano izquierda. Lo hice sin mirar a Stokowski —quien empezaría, estaba seguro, su propia cuen ta atrás inmediatamente—, porque este gesto tenía como propósito pre pararle para una exposición medida, métricamente inflexible, de la pri mera cadenza introductoria del piano, y no me habría sorprendido que hubiera mandado parar en ese preciso momento. En años anteriores, era frecuente que me llegaran ojeadas sorprendidas desde el podio cuando se ensayaba este pasaje. Según la tradición, durante las tres cadenzas preliminares del primer movimiento, el solista tiene derecho a lanzarse hacia adelante como un murciélago salido del infierno; yo prefería inser tar una serie de interpolaciones relativamente prosaicas para vincular el ritmo medido de esos acordes orquestales iniciales con el tempo que fuera a regir el movimiento propiamente dicho. Claro que no se podían mantener estos gorgoritos armónicamente estáticos, estilo Czerny, sin la intercesión de algo de rubato; pero, en mi opinión, todas las escalas, arpegios, trinos y demás materiales decorativos hacia los que se dirige gran parte de la atención del piano en esta obra deben ser tratados como elementos de apoyo de la textura, y no como pasajes de continuo en un concierto grosso barroco. En cualquier caso, Stokowski no hizo nin gún comentario cuando le presenté mi refrenada interpretación de la primera cadenza, y durante los dos acordes orquestales subsiguientes relajé los gestos de la mano izquierda cuando me di cuenta, por el ra billo del ojo, de que su compás parecía estar firmemente en consonan335
cia con el mío; las cadenzas a tempo, aparentemente, habían pasado el examen. Como la mayoría de las bombas del período intermedio, el Concierto «Emperador» es una obra bastante ingenua armónicamente. Se concen tra en materiales de acordes primarios, son muy solicitadas las sutile zas modulatorias, y en ningún lugar a este lado del Grand Ole Opry4 se pueden encontrar progresiones II-V-I más escuetas. Sin embargo, se asig na un papel de cierta importancia psicológica a una región armónica bas tante fuera de lo común; la relación de la tonalidad mayor se basa en el sexto grado menor de la escala. El segundo movimiento de esta obra en Mi bemol mayor está en la tonalidad de Si mayor —no se echa por tie rra ningún precedente; existe una relación intermovimientos similar, Do mayor a La bemol mayor, en el Primer Concierto para Piano— y en el primer movimiento, el acorde de tónica de esta tonalidad, alterado con frecuencia enarmónicamente por respeto a su vinculación a la región teó ricamente menor y escrito en la tan arcana armadura de Do bemol ma yor, sirve de eje de la exposición y clímax del desarrollo. En el primero de estos segmentos, que ocurre inmediatamente antes del segundo tema tipo marcha de la orquesta, el piano aporta dos frases relativas: una sumisa y casi sincopada anticipación en Si menor y ocho compases atemáticos en los acordes de tónica y dominante de Do bemol mayor. Y en este punto nos hallamos ante una venerable convención más. Dado que la orquesta está a punto de anunciar su tema con un for tissimo de verdad, empeño métrico y, previsiblemente, en la tonalidad de la dominante, Si bemol mayor, se invita al solista a subrayar su pro pio alejamiento de un semitono «tan cerca y sin embargo tan lejos» de esa tonalidad secundaria; se espera que el solista rodee los perfiles bas tante convencionales del pasaje en Do bemol mayor con una aureola de pedal, permita que el pulso del movimiento se relaje casi hasta la extin ción y, durante veinte segundos o así, vagabundee con libertad en un mundo de rubato sin límites. Desde luego, la intención de estos gestos es caracterizar los dramatis personae del concierto: la orquesta, obvia mente, representa la necesidad material, un tenaz espíritu práctico, las limitaciones del colectivo; el solista, el refinamiento infinito, una con fianza en sí mismo imperturbable, el triunfo del individuo. El que no haya instrucciones en la partitura que justifiquen este humor ni puntos de demarcación del tempo no es, en mi opinión, una argumentación ade cuada contra ellos; en cualquier caso, dado mi propio historial de infi 4 N. de la T.: El templo de la música folk y country de Nashville, Tennessee.
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delidades textuales, no es una argumentación que yo defendería. Quizá, sin embargo, haya en la naturaleza humana alguna percepción intuiti va de pautas formales coherentes que la individualidad per se no puede conferir y la colectividad per se no puede negar; si es así, ello hace que las divisiones jerárquicas e impulsos competitivos del concierto virtuo so sean psicológicamente ingenuos y arquitectónicamente destructivos. En cualquier caso, yo sabia que este pasaje sería la prueba decisiva. Quería modularlo fundamentalmente con variaciones de pulsación y no de tempo, y pensaba que si Stokowski podía aceptar ese concepto aquí, pocos desacuerdos podría haber en otras partes. Lo toqué subrayando las negras de la mano izquierda y haciendo pocas concesiones en la di rección del rubato, restablecí el tempo primo un compás antes del tutti de la orquesta, continué después con unos cuantos compases del segun do tema y me paré. —¿Vale hasta aquí? —aventuré. —Continúe, por favor —respondió Stokowski. —Hay algo en este tempo —añadí, exaltándome—. Hace que todos estos temas funcionen dentro de la misma perspectiva. —Sí, es cierto —admitió el maestro—, Pero ¿no cree que hay unos cuantos momentos en que debería ir quizá algo más rápido y otros en que podría ir algo más lento? Era, desde luego, una obra maestra de eufemismo así como de tacto, y, como me ocurría con tanta frecuencia con Stokowski, pensé que me había leído el pensamiento; tomé nota mental de ampliar el pasaje equi valente en la recapitulación sólo un poco. —Sí, por supuesto, maestro, estoy totalmente de acuerdo —mentí—, Pero le diré otra cosa sobre este tempo: dada la acústica del Manhattan Center, es la única forma de hacerlo. El Manhattan Center es un complejo de salas de reuniones, salones de banquetes y auditorios de finales del diecinueve situado cerca de la Calle Treinta y Cuatro y la Octava Avenida, en el barrio cuyo nombre lleva. Sus plantas séptima y octava albergan un salón de baile peluda mente elegante que parece haber renunciado a su peinado después de que el último debutante lo eligiera para su primera reverencia ante la sociedad. Tiene techos altos, un entresuelo que sobresale en tres lados y, como estudio de grabación, sólo una bendición natural: una generosa decadencia que añade interés ambiente a toda música que no sea contrapuntísticamente compleja ni intelectualmente interesante. Durante muchos años esta sala fue la primera sala para orquestas sinfónicas de CBS Records en la ciudad de Nueva York, mientras las agrupaciones de 337
menor envergadura se alojaban en la acústica, más refinada y específi ca, de su estudio de la Calle Trece y Tercera Avenida. Yo había trabajado en Manhattan Center sólo una vez antes —una sesión con Leonard Bernstein y la Filarmónica de Nueva York— y ha bía descubierto que, pese al innegable encanto del sonido que proporcio naba, era casi imposible mantenerse conjuntado con los extremos más distantes de la orquesta. La tendencia natural cuando se toca allí, pen saba, era rendirse al «húmedo» sonido del Center y contentarse con una aproximación difusa y generalizada de conjunto a la que las notas de la sobrecubierta se referían a veces como «alcance y grandiosidad». De he cho, había jurado no trabajar nunca más allí, y en las semanas que pre cedieron a la grabación del «Emperador» había hecho infructuosas ges tiones para cambiar de lugar. Cuando llegué a la primera sesión, unos viente minutos tarde, Sto kowski estaba ensayando los principales tuttis. Ocupé mi lugar, sin ser visto, ante el piano aún sin colocar, y cuando la orquesta se acercaba al final del episodio central del primer movimiento añadí, a modo de salu do al maestro, la secuencia de escala cromática, trinos y arpegios que completa la transición de la exposición al desarrollo. Las primeras pa labras que me dirigió Stokowski —«No le oigo bien»— llegaron como si no estuviese en absoluto sorprendido; estaba dispuesto el escenario para otra batalla con la acústica del Manhattan Center. O, más bien, se estaba disponiendo. El productor, Andrew Kazdin, se aproximó desde la cabina y guió al equipo de operarios del escenario en sus maniobras para trasladar el piano desde una posición adyacente al último atril de los violines, donde había sido aparcado, hasta situarlo al alcance de la voz del podio. —¿Cree usted que con esto tendrá bastante contacto ocular? —pre guntó. —Puedo ver al maestro; ese no es el problema —respondí—. Lo úni co que ocurre es que no puedo oír nada en este maldito lugar. Andy se encogió de hombros; él siente un afecto duradero por el Cen ter y, concibiendo planes de colocación improbables, ha logrado con fre cuencia unir su resonancia de catedral con tomas precisas, detalladas e incluso estilo pop. —Venga, por favor, probemos; letra C —ordenó Stokowski. Los ope rarios se dispersaron, Andy regresó a la cabina y empezamos a ensayar los interludios que siguen al tutti inicial. El «Emperador» plantea menos problemas de conjunción que cual quiera de las demás obras concertadas de Beethoven; carece práctica338
mente de los apuros de conjunto que salpican los Conciertos número tres y número cuatro, por ejemplo; y yo confiaba, de hecho, en que con el enfoque que habíamos acordado en la lectura rápida casi se tocaría solo. Por supuesto, me las había arreglado para olvidar el hecho de que, para resolver mis figuraciones estilo continuo, que desempeñaban un pa pel tan grande en nuestro grandioso proyecto para esta interpretación, habría que reducir en consecuencia el volumen de la orquesta y que, en secciones ligeramente subrayadas, esto agravaría sin más los problemas de acústica del Centro. Fracasamos unos cuantos compases después de la letra D, donde los pasajes de solo para la madera van emparejados a figuraciones de tría das en la parte del piano, y Stokowski indicó una parada. —Señor Kazdin —llamó sin dirigirse hacia ningún micrófono en con creto—, necesitaré ver las manos del señor Gould. (El maestro estaba en la poco envidiable situación de tener que coor dinar este torbellino inarticulado de sonido con un instrumento solista colocado de tal forma que permitiera la máxima separación y el mínimo de fugas entre pistas.) —Ya voy —dijo Kazdin. Mientras volvían a colocar el piano —en un ángulo que permitiera a Stokowski practicar el equivalente digital de la lectura de los labioshice un aparte con Kazdin. —Andy —dije—, no puedo oír al viento en absoluto; realmente vas a tener que ser nuestros oídos; no tenemos forma de saber si se nos coge algo fuera de aquí. La forma de saberlo es retirarse a la cabina para escuchar las cintas, pero la economía de la grabación orquestal raramente permite el exa men de ningún material que no sean las tomas básicas, y la mayoría de éstas se deciden mientras los miembros de la orquesta disfrutan de sus preceptivos descansos sindicales. Los insertos complementarios que se rán la argamasa indispensable para la construcción de cualquier pro ducto grabado bien editado son, por supuesto, oídos por encima por el productor durante la sesión, pero ni siquiera la mano más experimen tada de un estudio puede garantizar a sus artistas que todos los inser tos lograrán casar en cuanto a tempo, dinámica y equilibrio instrumen tal con el material que pretende abarcar. De hecho, Stokowski y yo es tábamos tan preocupados por determinados diálogos viento-piano del pri mer movimiento que se organizó apresuradamente una sesión especial de audición para la mañana siguiente. Tal como resultaron las cosas, Andy Kazdin había escuchado bien: 339
se nos oía, aunque en algunos casos por los pelos. El maestro se sumó, lo que molestó algo a Andy, a mi denuncia del salón de baile como sede para grabaciones, pero ambos estábamos convencidos de que el segundo y el tercer movimientos se beneficiarían de esta audición adicional, como en efecto ocurrió. Mientras tanto, llegó Donald Hunstein, veterano fotógrafo de Colum bia, para hacer instantáneas para la carátula. Se decidió que no podía mos permitirnos perder tiempo en el Center y que debíamos pasar al es tudio fotográfico de Columbia, donde se estaba preparando un diminuto Steinway para que se pareciera a su primo de cola. Hunstein quería una instantánea estilo ensayo; yo tenía que sentar me al piano, aparentemente preparado para la acción, mientras Stokows ki, de pie ante la curva del instrumento, tenía que ofrecer una mirada fija de abuelo hacía mí y un perfil derecho oportunamente pensativo a la cámara. Sin embargo, cada vez que Hunstein empezaba a disparar, Stokowski volvía la cabeza hacia la derecha y se ponía a examinar las cuerdas de los graves; en ocasiones, para variar, levantaba los ojos al techo, como comunicándose con el espíritu de Hans Richter; pero, en el mejor de los casos, nuestras miradas se cruzaban en un ángulo de 90 grados. Stokowski nunca explicó estas curiosas maniobras, y aunque Hunstein le volvía a colocar una y otra vez, el fotógrafo siguió encon trándose con nuevas e ingeniosas variaciones sobre la misma estrate gia. De pronto me di cuenta de que rara vez había visto nada parecido a una foto del perfil izquierdo de Leopold Stokowski y, al final, Huns tein tuvo que contentarse con la intersección del ángulo derecho. Esta fue, creo yo, una decisión prudente, dado que la única composición que habría satisfecho a director y fotógrafo hubiera exigido un giro de 180 grados del piano con Stokowski, expuesto el perfil izquierdo, mirando desde el extremo de los graves del teclado. Esto, desde luego, habría su puesto una pérdida injustificada de tiempo de estudio y —lo que habría sido peor— puesto la cámara a mi derecha, un ángulo notablemente des ventajoso. Al día siguiente se dedicó la segunda sesión a una selección defini tiva de puntos de empalme; se revisó el primer movimiento y se estu diaron el segundo y el tercero por primera vez, y Stokowski trabajó sin descanso desde la primera hora de la tarde hasta avanzada la noche. Su concentración era total, enfocada tanto hacia la parte del piano como ha cía el material orquestal —aunque a mí se me conoce por perseguir mis propios intereses en estas ocasiones— y parecía inmune a los cumpli dos. Durante la sesión de la víspera yo había descubierto que su inter 340
pretación del segundo movimiento era totalmente abrumadora, y ahora que podíamos escucharla a placer, me sentí tentado de autocomplacerme con peticiones de audiciones reiteradas e innecesarias. En concreto, había un interludio orquestal de dos compases que no podía dejar pasar sin comentario. El maestro había moldeado este pasaje con una inten sidad que yo no había conocido antes —introduciendo un apasionado crescendo en el centro de la frase y un lastimero diminuendo después— y creó, en el proceso, uno de esos momentos stokowskianos patentados. Aún hoy —doce años después de los hechos— me produce un escalofrío involuntario siempre que lo oigo, y en la sesión de edición era simple mente incapaz de controlarme. Cada vez que este segmento pasaba por las cabezas magnéticas, decía algo así como: «Oh Dios mío, es tan her moso; vamos a escucharlo otra vez.» Stokowski toqueteaba su partitura y hacía como que no se había dado cuenta —como un niño avergonzado en presencia de sus compañeros cuando recibe una calificación dema siado buena—, pero creo que él también estaba complacido. Hacia el final de esta sesión, el ingeniero Ed Michalski regresó de un descanso y anunció que los sonidos pop que habían penetrado en nues tro espacio de audición desde la cabina vecina eran producidos por, para y en presencia de Barbra Streisand. —¿Quieres decir que la Streisand está aquí? —dije. —Sí, están mezclando su nuevo álbum —respondió Michalski. —Esto... Andy... Si no te importa..., ya que hemos parado de todos modos, creo que me voy a dar una vueltecita por el vestíbulo —anuncié. —Muy bien —replicó Kazdin. No soy, como creo que ya he dicho en alguna parte, un cazador de autógrafos. Sin embargo, soy un adicto confeso de la Streisand, y cuan do me dirigía al refrigerador tuve ocasión de lamentar que las puertas de las cabinas para edición de CBS estuvieran diseñadas atrozmente. Una cosa es desalentar a los inspectores callejeros: la inexistencia de ventanas sería sumamente eficaz; otra cosa muy distinta es meter en la entrada de cada cabina un trozo de cristal de unos veinte por treinta centímetros, lo que alienta y al mismo tiempo prohíbe la vigilancia. Durante la sesión de grabación, Stokowski y Kazdin habían sosteni do una prolongada discusión sobre el penúltimo pasaje del final: el dúo para timbales y piano. Stokowski había insistido primero en que los tim bales debían acercarse más al piano para hacer un inserto independien te sobre este pasaje; Kazdin, que era percusionista, argumentaba que la mejor forma de lograr la intensidad que quería Stokowski era dejar a los timbales en paz y mover en cambio los micrófonos. A la tarde si341
guíente, cuando nos habíamos abierto paso por el final, el maestro le pi dió a Ed Michalski escuchar repetidamente este pasaje, solicitando cada vez más volumen y más intensidad de los timbales. La colocación de los micrófonos que había hecho Kazdin había producido, en efecto, el soni do que buscaba, y Stokowski, volviéndose a Michalski, dijo: —¿Cómo es que cuando le pido que haga algo oigo el resultado in mediatamente? Cuando pido a mi orquesta un resultado así, no siempre me complacen tanto. Fue un encantador, aunque típicamente indirecto, gesto de concesión. Cuando nos abríamos camino por este pasaje, con frecuentes rebobi nados de la cinta para satisfacer las exigencias del maestro, alguien co mentó algo que parecía un ligero golpe en la puerta. Esperamos un mo mento; no se repitió, no apareció ninguna nariz por el cristal de veinte por treinta centímetros y nadie se molestó en hacer nada. Stokowski em pezó a discutir las cuestiones finales. Para la secuencia de la escala de seis compases del piano solo que sigue al pasaje de los timbales yo había hecho una toma relativamente estricta y una versión notablemente más desahogada que olvidaba prácticamente las barras de compás. —Me gusta mucho la furia de esa versión —dijo Stokowski—. Creo que hace falta introducir un estado de ánimo así en este momento. Cuando discutíamos los pros y contras de esta inclusión, sonó otra vez el golpe, bastante más firme esta vez, y se pudo ver con mayor cla ridad una nariz en el trozo de cristal. Kazdin fue hacia la puerta y des cubrió a dos visitantes. —Qué hay —dijo su portavoz—. Sólo quería saludar, porque soy una admiradora y como ya nos íbamos, pensé en pasarme y decirles que, y yo... Por desgracia, no me acuerdo de casi nada de lo que ocurrió después. Sí recuerdo que Andy parecía dudar entre si lo más conveniente era un «¿No desean pasar?» o «Qué amables por haber venido». Recuerdo que Elliot Gould sonreía desde el lado derecho del marco de la puerta y re cuerdo que, ya que ninguno de nosotros hizo ni dijo nada decisivo, la dama no tuvo más remedio que añadir: —Soy Barbra Streisand. Y recuerdo, para eterna vergüenza mía, que contribuí al momento más torpe de esa o cualquier otra conversación diciendo: —Ya lo sé. Sin embargo, recuerdo sobre todo que me fijé en que Leopold Sto kowski, sentado a mi lado, parecía vagamente molesto por todo el asun to: por la interrupción de su discurso sobre la importancia de ese penúl 342
timo momento, por la aparición de esta locuaz joven cuyo nombre no en tendió o no conocía, y tamborileaba los dedos sobre el brazo de su silla —más o menos con el ritmo del solo de timbales— para indicar su dis gusto. Y recuerdo que me di cuenta, cuando empezaba a levantarme, de que esta vez no tenía ningún billete de tren para dejar caer. Unas veces se gana y otras se pierde. VI Mi última entrevista con Stokowski tuvo lugar una tarde de diciem bre de 1969. El escenario fue, una vez más, su apartamento en Nueva York, pero esta vez, en honor de un equipo de cámaras, yo me senté jun to a la ventana que miraba hacia el Central Park y Stokowski se sentó enfrente, al otro lado de una mesa y con la partitura de una de las sin fonías «de París» de Haydn abierta frente a él. El director, Peter Mose ley, le había dicho que hablara directamente hacia la cámara —mis pre guntas iban a ser eliminadas tanto de la cinta de sonido como de la pe lícula— y que me hiciera caso omiso, nuestras miradas cruzadas en un ángulo de 90 grados. El proyecto había sido iniciado ese año por John Roberts, entonces director de música para la radio de la CBC, quien había escrito para pre guntar si yo estaría interesado en producir un documental sobre Sto kowski. En aquel momento, y desde hacía muchos meses, yo estaba tra bajando en un complicado docudrama de catorce personajes sobre la vida en el puerto de Terranova y contesté que cuando tuviera al último de nuestros habitantes de Nueva Inglaterra en el bote y seguro, recibiría con gusto un descanso, un cambio de ritmo y un encargo mucho más sencillo. Admití que algo sobre un tema musical serviría de cambio de ritmo, pero indiqué que no estaba muy seguro de que Stokowski fuera un «encargo sencillo». Roberts sugirió que podía hacer lo que yo quisie ra con el programa y que si la entrevista con Stokowski no salía dema siado bien, podíamos completarlo con unos testimonios sobre su carre ra. Yo dije que un documental convencional —el tipo de programa ba sado en los recuerdos de ancianos feligreses que pudieran evocarle en el triforio del órgano de San Bartolomé en 1905— no me interesaba en absoluto. Sólo podía visualizar un programa en el que Stokowski, refor zado sobre un montaje musical continuo extraído en su mayor parte de sus propias grabaciones, sería tema y narrador. Lo que yo tenía en men te era una especie de soliloquio sin costuras y que, para eso, señalé, ne cesitaría una entrevista de base magnífica. Sugerí que nos pusiéramos 343
en contacto con Stokowski, hiciéramos la entrevista cuando le viniera bien y que si sacábamos un material que pudiera servir a esta idea, fir maría un contrato y procedería con la producción; en caso contrario, do naría mis servicios como entrevistador y las cintas podían ser donadas a los archivos de la CBC. Mientras tanto, Curtis Davis, director de programación cultural de la National Educational Television, me dijo que había encargado un re trato filmado de Stokowski y que le gustaría incluir, como una de sus secuencias, algunas escenas sobre la elaboración de mi documental. Res pondí que no estaba seguro de que iba a ser un documental, y Curtis con traatacó con la oferta de una semicolaboración: la NET podría filmar mi entrevista en su integridad, usar una secuencia en directo en su pro ducción y tener acceso a mis «descartes» de audio para material en o ff, a cambio, si mi entrevista no satisfacía las expectativas y yo seguía con mi intención de proceder con el proyecto, tendría a mi disposición un im portante archivo Stokowski. Esto, desde luego, requeriría un tipo de pro ducción totalmente diferente del que yo tenía pensado, pero reducía algo las desigualdades, y cuando tomaba el té con Stokowski mientras los de la NET comprobaban su equipo, me dije que si no se convertía en una obra maestra, al menos sería una obra sólidamente profesional. Mientras tanto, durante los años transcurridos desde nuestra charla para High Fidelity yo me había convertido en un profesional. Además de los habitantes del puerto de Terranova, había acumulado entrevistas para la radio con políticos, personalidades académicas, teólogos, artis tas, psiquiatras, burócratas; había entrevistado a una enfermera del Northern Service y al decimotercer primer ministro del Canadá; había aprendido a tratar con entrevistados reticentes (el cineasta Norman McLaren, la señora de Arnold Schoenberg) y locuaces (el ilustrísimo se ñor John Diefenbaker, el compositor Milton Babbitt); me había enfren tado a algunos que, como Marshal McLuhan, se mostraban reticentes y locuaces alternativamente. No, me dije, sus cortes no van a desmontar me esta vez. Incluso pensaba que, como prefesional, podía permitirme el lujo de aparentar ser un no-profesional: saqué varias páginas de notas del bol sillo de la chaqueta y las puse sobre la mesa, delante de mí. Este gesto no pasó desapercibido para Stokowski, quien levantó la vista de Haydn para preguntar: —¿Podría conocer sus preguntas? —Desde luego, maestro —contesté—. Vamos a ver... —empecé a es tudiar las notas como si no me pudiera acordar muy bien—. Ah, sí, me 344
gustaría preguntarle sobre la música de todos los últimos compositores románticos, pero en particular de Mahler y Schoenberg [el llamado re nacimiento del romanticismo estaba en pleno apogeo en aquel momen to]; también me gustaría conocer sus opiniones sobre Ivés [yo había asistico y hecho la crítica5al estreno mundial de la Cuarta Sinfonía de Ivés, que Stokowski dirigió en 1965]; y después creo que podríamos hablar so bre el significado de la «tradición» en la música y de la «fidelidad» a la partitura, de la relación compositor-intérprete, en general; y, desde lue go, quiero preguntarle por sus recuerdos de sus priméras experiencias en el estudio de grabación y por sus predicciones en cuanto a futuros contactos entre música y tecnología. Stokowski asintió y pareció satisfecho. Volví a poner los papeles so bre la mesa. —Desde luego —sonreí—, no le iba a adelantar mis preguntas; debo tratar de sorprenderle. (Pude esbozar una sonrisa; seguía intentando sorprenderle.) —Creo que estamos por fin preparados para empezar —dijo Peter Mo seley. —Bien —repliqué—. Sólo voy a comprobar nuestro equipo. Atravesé la salita y hablé con Del McKenzie, el entonces director de la oficina de la CBC en Nueva York, quien hacía de técnico. —Ya hemos perdido un montón de tiempo mientras se preparaban —dije—. Quiero hacer una pregunta muy importante justo al principio de la entrevista —y no podré hacerla dos veces—, así que si tienen al gún problema, éste es el momento de decirlo. —Estoy poniéndole el micrófono lo más cerca posible —contestó Del—, pero no va a salir tan limpio como debería quedar en un producto de audio a menos que podamos hacer que el equipo de cámaras se esté callado. A lo mejor tú puedes hablar con Moseley. Lo hice y después volví a mi asiento junto a la ventana. Stokowski se estaba impacientando y había empezado a tamborilear en la mesa con el lápiz que había estado utilizando para marcar la par titura de Haydn. —Velocidad —gritó el de audio de la NET. —Cuando quieras —susurró Peter Moseley. Esperé ocho o diez segundos a modo de pausa dramática, me retorcí en el asiento como si hubiera olvidado a qué había ido y después hice la mayor jugada de mi carrera de entrevistador. 5 Véase pág. 235.
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“ Maestro —dije—, tengo un sueño periódicamente. En él parece que estoy en otro planeta, quizá en algún otro sistema solar, y, al principio, es como si yo fuera el único terrícola. Y tengo una tremenda sensación de alegría porque parezco creer, en el sueño, que se me ha dado la opor tunidad —y la autoridad— de impartir mis sistemas de valores a toda forma de vida que pueda haber en ese planeta; tengo la sensación de que puedo crear todo un sistema planetario de valores a mi imagen. Stokowski, que esperaba una pregunta breve, había estado mirando hacia la cámara, como le habían dicho, pero ahora me miraba a mí di rectamente, y con una mirada que parecía decir: «¿Pero de quién es esta entrevista?» Podía notar que Peter Moseley y el equipo se agitaban in cómodos, como preguntándose si debían ahorrar película hasta que ter minara mi preámbulo. Pero yo ya había sobrepasado con creces el punto de no retorno y seguí lanzado. —En cualquier caso —continué—, mi sueño siempre termina mal. Normalmente veo a otro terrícola en este planeta y me doy cuenta de que no estoy solo y de que no tendré la oportunidad de seguir, sin opo sición, con mi proyecto. Pero ahora supongamos que, por algún milagro tecnológico, podamos transportarle a un planeta así y darle el poder que yo no tengo en mi sueño; y supongamos también que, en este planeta, hay una raza de seres sumamente evolucionados que, al parecer, han al canzado un estado de coexistencia pacífica —un estado de civilización superior a la nuestra— y que lo han hecho, además, sin relación alguna con la noción de lo que nosotros denominamos «arte». En primer lugar, ¿desearía usted que conocieran las manifestaciones «artísticas» de nues tro mundo? Y, en segundo lugar, en caso afirmativo, ¿cuánto querría us ted que conocieran? Stokowski siguió mirándome fijamente, moviendo los labios sin pro nunciar palabra, y por unos momentos pensé que no iba a responder. Después, muy despacio, se volvió hacia la cámara y empezó a hablar. —Piense en nuestro sistema solar, su tamaño colosal. Tengo la im presión de que hay muchos sistemas solares, de que el nuestro es uno muy grande, pero que hay otros que son mucho mayores. Y de que su distancia de otros cuerpos sólidos que flotan en la atmósfera, esta dis tancia es enorme. También tengo la impresión de que no sólo hay un espacio infinito y la masa infinita del sistema solar que hay en ese es pacio, sino que hay un tiempo infinito y un poder mental infinito, que hay grandes masas de mente de las cuales la nuestra, en esta pequeña Tierra en que vivimos, es sólo una pequeña parte. Todos vivimos en este mismo planeta. Respiramos el mismo aire y estamos bajo el poder 346
de la luz que da el sol. Sin la luz del sol, no habría existencia sobre esta Tierra. Todos estamos en las mismas condiciones, y es nuestro privile gio hacer lo mejor de esas condiciones: del aire que respiramos, de la luz que recibimos del sol, esa luz que da vida. Era perfecto, era poesía, era exactamente lo que quería; si podía con tinuar así, tenía un programa. —En la actualidad, todo el mundo es guerra; tanta destrucción y tan poco, en comparación con esa destrucción, que sea creativo. Muchas mentes que están en lo que llamamos «guerra», esas mentes podrían te ner un enorme potencial creativo. Pero son asesinadas, machacadas por la destrucción. Si se estudia la historia, se ve una serie de guerras; se ve con claridad que nadie gana ninguna de esas guerras. Todos pierden; son una locura. Son la forma más inferior de inteligencia. Los hombres que controlan las cosas desde arriba, ellos tienen esta forma inferior de inteligencia. Ellos son los que crean estas guerras. Ya es hora de que la humanidad comprenda. Vietnam estaba en su apogeo en diciembre de 1969; Stokowski no te nía respuestas ni pretensiones como historiador, pero tenía un don es pecial que a menudo intensifica la edad: la capacidad de decir lo obvio sin turbación. Y esto confería a su conversación, como con tanta fre cuencia a la música que hacía, dos cualidades paradójicas: una libertad de improvisación que podía absorber y trascender incluso el cliché más estereotipado, y un sentido de lo inevitable. Una improvisación «inevi table» debe de ser en principio algo contradictorio, pero Stokowski, en palabras y en música, le daba significado. —El artista, entonces, vive en las mismas condiciones, sacando el me jor partido de esas condiciones, dándose cuenta de que, independiente mente del esfuerzo que haga para mejorar su arte, independiente de cuán grande sea ese esfuerzo, no hay ningún límite superior, ningún límite. Independientemente de hasta qué punto un gran artista improvise su arte, lo desarrolle, no hay ningún límite para una improvisación mayor, para llegar más arriba. Llevaba tres minutos y veinte segundos seguidos hablando, lo que era ya la respuesta grabada más larga de Stokowski de todos los tiem pos. Me arriesgué a meterme en el marco de la toma inclinándome ha cia él, asintiendo a modo de apoyo en consonancia con cada probable coma y gesticulando con especial entusiasmo cuando amenazaba un pe ríodo cadencial. A toda costa tenía que hacer que siguiera. —El arte es como las raíces profundas de un gran roble, y de esas raíces crecen muchas ramas, muchos tipos de arte: la danza, la arqui347
tectura, la pintura, la música, el arte de las palabras, el arte que tuvo Shakespeare. De una forma maravillosa, él comprendió esas cosas: nues tros defectos, nuestras fuerzas, cómo luchamos para vivir. Viajo por mu chos países y me doy cuenta de que Shakespeare está traducido al idio ma de ese país, se interpreta en ese país, se lee su poesía y no es sólo el artista de un país, sino el artista del mundo. ¡Qué solución más ma ravillosa a la vida! El artista del mundo. Tenía el sentido del ritmo de un editor de cine. Su soliloquio, que co menzaba con una escena del cosmos, había estrechado su marco de re ferencia cuando contemplaba nuestro planeta para después fundirse en un primer plano del artista como prototipo. En mi mezcla final, esta par te de su comentario iba a ser subrayada con tres secuencias musicales: extractos de Verklärte Nacht, de Schoenberg; Los planetas, de Holst, y el Poema del Éxtasis, de Scriabin. —Para mí cada día alberga nuevas posibilidades y nuevas ideas, y no se debe hacer caso omiso de ellas, deben ser examinadas. Por ejem plo, hay muchos tipos de sonido. Les sorprenderá lo que voy a decir, pero me gusta el sonido de los ruidos de la calle. Los taxis tocan la bo cina, y pasan todo tipo de sonidos; tienen un ritmo, tienen una mezcla de vida en las calles y es un tipo de música. Algunas personas dirían que sólo es un ruido horrible y también tienen derecho a su opinión; a sus oídos, es un ruido horrible. A mis oídos, es interesante, porque es vida. Los que piensan que no tiene sentido no lo escucharán en absoluto o escucharán con prejuicio, y el prejuicio es un mal muy peligroso. Los demás escucharán y quizá reciban ese misterioso mensaje que está en toda música, que las palabras no pueden expresar. Shakespeare utilizó la palabra por razones dramáticas, pero también utilizó la palabra por razones poéticas; seleccionó un lenguaje que para mí suena a música. Las palabras y los ritmos de las palabras son como música a mis oídos. (Después, por correspondencia, jugaríamos un último juego stokowskiano. Le escribí para contarle el proceso musical que tenía la intención de usar en el documental, que pensaba emplear un mínimo de veintidós selecciones musicales y que la inmensa mayoría de ellas terminaría con un fundido —superposiciones armónicas graduales— y que los cortes abruptos se limitarían a una secuencia monoaural que ilustraba sus pri meras experiencias en los estudios. Stokowski respondió: «Estimado amigo: Nunca he creído en el “montaje”. ¿Está usted de acuerdo? ¿Está dispuesto a volver a hacer las mezclas?» Recurrí a Curtis Davis, el ob servador de Stokowski más astuto que conocía, para pedirle consejo. —Cuando le escribas, asegúrate de definir tu proceso como una «sín 348
tesis sinfónica». Creo que no pasará por alto ese término —fue la res puesta de Curtis. Así fue; Stokowski difícilmente podía negar sus síntesis sinfónicas de Wagner, y procedí con mi mezcla tal como estaba previsto; puede que los cortes bruscos fueran apropiados para un retrato radiofónico de Tos canini o de George Szell, pero categóricamente no encajaban con el ca rácter, estilo de vida ni inclinaciones musicales de mi sujeto.) —Es muy posible que el llamado hombre de las cavernas tuviera tam bién estas ideas, a su nivel, a su manera, según sus ideas sobre la mejor vida de esa época. Siempre ha habido personas en esta Tierra que han amado la belleza y el orden. Es tan importante saber claramente lo que sabemos en realidad y darse cuenta de la inmensa masa de posibilida des que hay para la vida que no conocemos. Podría haber formas de vida correspondientes en otros planetas. Es difícil saber lo que sienten y lo que piensan. Su vida podría ser muy distinta de nuestra vida humana o nuestra vida animal. También estaría la cuestión del lenguaje, la cues tión de cómo nos comunicamos. Así que sería muy difícil. Aun así, creo que sería un gran privilegio si pudiera conocer sus ideas de lo ordenado y lo bello. Ese sería el primer paso, creo, para tratar de comprender su vida, para descubrir lo que ellos piensan y sienten y desean. (Al final, este soliloquio duró ocho minutos treinta y ocho segundos. Posteriormente sería dividido para servir de sujetalibros; la división se hizo después de la primera alusión a Shakespeare, y la frase final se re generaría a partir de su primera frase, ya que Stokowski, con su don de editor de cine, ya había sentido la necesidad de invertir el proceso, de dar una imagen de espejo de sus pensamientos iniciales. A partir de la segunda referencia a Shakespeare, había empezado a ir inexorable mente de lo particular a lo universal.) —Si tuviera realmente esa posibilidad, haría lo que estuviera en mi mano para ofrecer a la otra forma de vida que pudiera haber en ese pla neta una impresión clara de lo que yo creoo que es bello y ordenado, de lo que yo creo que es creativo y de lo que yo creo que es destructivo. Sería posible, confío, hacerles ver lo que está ocurriendo en nuestra Tie rra: tanta destrucción, tan poco creativo. La respuesta original terminaba con estas palabras, pero yo no podía soportar despedirme de un Stokowski que reflexionaba sobre la capaci dad de autodestrucción del hombre; pensaba que había que completar esa imagen de espejo. Había suprimido dos palabras de su primera frase para poder guardar algo en reserva para el final, y ahora, en su repeti ción regenerada, se devolvió a esa frase su forma original. Después de 349
todo, el propio Stokowski se negó a considerar la partitura, o el material con el que tenía que trabajar, como la Sagrada Escritura; para él, era más bien una colección de pergaminos recién descubiertos para un evan gelio aún no transcrito. Además, me parecía que perfeccionar una es tructura a través del engaño creativo —hacer trampas con la ayuda del recurso tecnológico en interés de una forma más satisfactoria— era algo típico de Stokowski. En su vida había sido testigo del triunfo, y confir mó la humanidad esencial de esas ideas tecnológicas que habían inspi rado su actividad como músico; para él, la tecnología se había converti do de hecho en una «vocación superior». Había comprendido que, con su mediación, se podía trascender la fragilidad de la naturaleza y concen trarse en un sueño del ideal. Su vida y su obra habían sido testigos de nuestra capacidad de salir de nosotros mismos y alcanzar un estado de éxtasis. —Piense en nuestro sistema solar, su tamaño colosal, sus posibili dades.
RU B IN ST EIN 1 —Usted habría suspendido el concierto, ¿no? —Ah, bueno, maestro, no estoy seguro, en realidad. Supongo que yo... —Por supuesto que lo habría suspendido... Lo veo en sus ojos. No fue una presentación propicia, pero esa fue la forma en que co nocí a Arthur Rubinstein. La ocasión, en enero de 1960, fue su visita más o menos anual a Toronto, mi ciudad natal, y un recital dedicado a la música de Chopin, compositor con quien, como casi todo el mundo sabe, Rubinstein comparte una reciprocidad de sentimiento que justifi ca casi por sí solo la a menudo sospechosa especialización posrenaci miento de los intérpretes, pero del que yo, como portador autonombrado de la cruz del neoclásico local, había hablado con frecuencia para desen mascararle. En efecto, la famosa pulla del difunto Arthur Schnabel so bre Chopin, «el genio de la mano derecha», no es más que una pega mo desta en comparación con algunas de las observaciones críticas que yo he lanzado en relación con el maestro polaco, y el recital en Toronto de Rubinstein, en consecuencia, era un acto en el que preferí que mi pre' De Look, 9 de marzo de 1971.
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s e n d a pasara desapercibida, no sólo para el púb lico en general y, desde luego, para la prensa local, sino, por m otivos totalm ente distintos, para el propio R ubinstein.
—¿Se encuentra mejor, maestro? —Mucho mejor, gracias. Pero, ¿por qué no se sentó fuera? Seguro que no pudo disfrutar del sonido aquí detrás. —Por el contrario, maestro. Siempre prefiero escuchar entre basti dores. Mi plan maestro había tenido que esperar hasta que la acción estuvo en marcha (la obra inicial —el Scherzo en Si bemol mayor— no figura ba en modo alguno en el primer puesto de mi lista privada de éxitos), para levantarme la parka, precipitarme hacia la entrada de artistas (en aquella época de mi vida yo había renunciado a los escenarios locales, pero seguía mantenimiento mis contactos con los que trabajaban entre bastidores), e instalarme durante la ejecución en una cabina de retrans misiones apenas utilizada que conocía. Quiso el destino que la cabina estuviera cerrada y el portero, que carecía de llave, sí poseía en cambio la información de que Rubinstein había llegado a la ciudad más o menos en el último minuto, víctima del retraso de un vuelo y de una debilita dora gripe («Con 38,5°, dicen;, es asombroso cómo un tipo puede tocar, con una congestión así») y, dado que en aquellos días sólo mi hipocon dría superaba mi prevención anti-Chopin, me pasé el resto de la velada arrastrando los pies entre un puesto de escucha improvisado cerca de la salida al escenario —un poco escaso de respuesta de alta frecuencia, pero lo esencial siempre llegaba— cuando se desarrollaba el concierto, y un refugio libre de gérmenes próximo al puesto del portero, a unos doce metros de distancia, cuando no. Cuando Rubinstein llegó a la recta final —el Andante Spianato y Gran Polonesa era la última obra de la lista—, decidí que había llegado la hora de marcharme. Había calculado que habría por lo menos tres o cuatro bises y que, en consecuencia, tendría tiempo de sobra para mí ha cer mi número de Pimpinela Escarlata antes de que los admiradores del maestro pudieran comenzar la peregrinación hacia los camerinos. Pero, ¡ay!, no había contado con la determinación del devoto de Chopin. Cuan do me dirigía hacia la puerta de artistas, la ruta estaba bloqueada por un regimiento de intransigentes de Rubinstein, en su mayor parte pola cos y plenos conocedores de mis desprecios a Chopin, razoné en el páni co del momento; y me batí en retirada hacia el único refugio posible, pese a estar infectado por los virus: el camerino de Rubinstein. Cuando éste apareció en busca de un recambio de Kleenex después 351
del segundo bis, tuvo lugar el embarazoso diálogo expuesto y, una vez que la tropa de afectuosos saludadores disminuyó, me encaminé hacia la no che, directo a la única farmacia de la ciudad abierta las veinticuatro ho ras del día. Sin embargo, nos habíamos prometido proseguir más tarde los hilos de esa nada prometedora conversación y, diez años después del suceso, en el hotel de Rubinstein en Nueva York, se cumplió la promesa. A r t u r o R u b in s t e in : Tengo esta
suite de momento, para mi estancia en los Estados Unidos. Solíamos mantener un apartamento en Nueva York, pero soy un hotelier nato; soy un hombre de hotel. No me casé hasta los veinticinco años y siempre he vivido en hoteles; me encantan. S e ñ o r a R u b in s t e in [sirviendo café]: ¿Sabe u n a cosa? A m i tam bién. A.R.: Tienes la posibilidad del servicio de habitaciones, desayunar en la cama. En un apartamento no tienes estos servicios y en un hotel hay cierto ani... anim... SRA. R.: Anonimato. A.R.: Animon... ¿A ver otra vez? SRA. R.: Anonimato, querido, anonimato. A.R.: Eso es. No cabe duda de que en un hotel hay eso. GLENN-GOULD: Yo soy un hombre de motel. En mi opinión, el motel es uno de los grandes inventos del hombre occidental. La idea de te ner saldada por adelantado la factura con la sociedad, de tener la opción de pagar la cuenta y marcharse cuando te apetece; creo que es un gran regalo psicológico. Tengo un par de moteles a los que voy dos veces al año o así en la orilla norte del lago Superior; una ruta fantástica, el paisaje más extraordinario de la Norteamérica central. A.R.: ¿El lago Superior? ¿La orilla norte? G.G.: Sí. Hay una ciudad cada ochenta kilómetros o así. La mayoría son ciudades madereras o mineras, y cada una de esas ciudades tiene una identidad extraordinaria, porque todas han crecido en torno a una industria o una fábrica que ha levantado la ciudad. A.R.: ¿Una especie de jerarquía, entonces? G.G.: Sí, sí, en efecto. Están gobernadas de forma paternalista, y estar allí es como tomar parte en una escena de Kafka. Pero voy allí a un motel y escribo unos días, y si pudiera arreglarlo, es realmente el tipo de sitio en el que me gustaría pasar mi vida. A.R.: Pues verá, esto es algo que he comprendido de usted desde el mis mo instante en que hablamos por primera vez. ¿Se acuerda de que 352
G.G.: A.R.:
G.G.: A.R.: G.G.: A.R.: G.G.: A.R.: G.G.: A.R.: G.G.:
A.R.:
mi primera pregunta fue: «¿Por qué no le gusta tocar?» Sabía de usted mucho antes de que saliera con las Variaciones «Goldberg»..., estaba muy interesado. Pero de pronto abandona el campo, por así decir, y esa fue una sorpresa tremenda. Fue muy extraño, y he pen sado mucho en ello porque es una gran pérdida. ¿No cuentan los discos? Claro, claro que cuentan, y la radio y la televisión, pero nos privan de ese impacto personal que yo también, después de todo, necesito. Pero tengo la sensación de que volverá, sabe? No, nunca volveré a dar conciertos. Yo diría que sí. No, no. Piense en mis palabras. Lo haré, lo prometo. Pero también prometo que si esto es una apuesta, la va a perder. Pero ¿nunca hubo un momento en que sintió esa emanación tan especial de una audiencia? La verdad es que no. Hubo momentos en que sentí que estaba ofre ciendo una buena interpretación, pero... ¿Pero nunca sintió que tenía en sus manos las almas de esa gente? En realidad yo no quería sus almas, ¿sabe? Bueno, eso es una ton tería. Desde luego, quería tener cierta influencia, supongo, para conformar sus vidas de alguna forma, hacer «el bien», si se me per mite decirlo con una palabra anticuada, pero no quería tener nin gún poder sobre ellos, ¿no?, y no cabe duda de que no me estimu laba su presencia como tal. De hecho, siempre tocaba menos bien debido a ella. Allí estamos, totalmente opuestos, ¿no? ¡Somos totalmente opues tos! Verá, le voy a decir una cosa. No se ría de mí, porque es ri dículo, quizá, pero no puedo evitarlo. Verá, tengo la sensación de que tenemos un poder en nosotros. ¿Sabe?, siempre ha habido una palabra que nadie ha podido explicar, no hay ningún expliqué —nada— que te lleve a una respuesta de lo que significa, y aun así todos los idiomas la utilizan con tanta frecuencia que se ha con vertido en Una palabra cotidiana. La palabra «alma», «l’âme», «ani ma»..., ¿qué demonios es «anima»? ¿Dónde está? Conocemos muy bien la anatomía, conocemos muy bien lo que hacemos y cómo fun ciona todo eso. ¿Pero qué diablos es el alma? ¿Comprende? Bueno, este alma parece algo tan enormemente necesario, al igual que es necesaria la religión o lo parece —debemos tenerla— y en todas 353
las culturas que, en lo que podamos seguirle el rastro, siempre hubo algo para ser adorado, había todos esos tótemes y Dios sabe qué. Bueno, el alma es una especie de poder. Y el poder se ha ex plotado mucho, a veces de un modo ridículo, a veces de un modo infantil. Bueno, entonces, en mi juventud —usted no había nacido aún— había mucha actividad en, ¿sabe?, séances —experimentos espiritistas, espiritualísticos— en los que yo participé muy acti vamente, muy, muy activamente. Era un asunto muy serio. Había grandes científicos como Sir Oliver Lodge, a quien conocía muy bien personalmente. Una vez, durante un viaje en que coincidimos, hablaba con él todos los días. Él estaba convencido de que hablaba con los muertos y tenía comunicación con ellos, etc. Bueno, en cual quier caso, ¿sabe?, en las séances, las mesas en realidad —sin tru cos, se lo aseguro—, las mesas respondían. Yo sabía que —sin tru cos— tenía los ojos abiertos y, además, había suficiente luz. Pero el hecho de que estuviéramos cogidos de las manos y comprome tiéramos nuestra concentración creaba una respuesta, ¿compren de? Pero ahora viene lo divertido del caso. De alguna forma siem pre me elegían, en esas séances, a mí como jefe, ¿no?, el tipo que habla con el fantasma. Bueno, siempre que hablaba alguien, era con Napoleón— a uno siempre le gusta hablar con Napoleón o Cho pin o tu abuelo o alguien así de importante—, pero yo siempre sa bía quién venía y qué iba a decir. Los demás se asombraban: «¡Ah, qué emanaciones!» «¿Habéis oído eso?» «Ha dicho esto y lo otro.» Pero yo no. ¿Qué significa eso, después de todo? Significa simple mente que yo concentraba los poderes de los demás en mí. Verá, yo creo que un tipo como Napoleón o Hitler o Mussolini o Stalin, ¿no? —ciertos hombres con algún tipo de emanación— tenían mu cho, mucho más de ese poder que otras personas. Le hablo de ello porque si hubiera seguido la carrera de pianis ta durante muchos años, como he hecho yo —más de sesenta y cin co años, ¿sabe?— habría experimentado este constante, constante contacto con la multitud a la que tiene que, en cierto modo, per suadir, o dominar, o controlar, ¿no? Por ejemplo, la sensación al principio, cuando llega el público: vienen de una cena, piensan en sus asuntos, las mujeres observan los vestidos de otras mujeres, las jóvenes buscan hombres apuestos, o viceversa... Quiero decir, hay un tremendo alboroto en todas partes, y yo lo siento, desde lue go. Pero si estás de buen humor, captas la atención de todos ellos. Puedes tocar una sola nota y sostenerla durante un minuto; escu354
G.G.
A.R.:
G.G.:
A.R.:
charán como si estuvieran en tus manos, en cierto modo, y esta emanación no puede hacerse con un disco. Vaya, estoy llegando a la cuestión: verá, no puede hacerse en absoluto con un disco. Bueno, quizá sea así. Sin duda, cuando estás haciendo un disco es tás solo. No estás rodeado de quinientas, cinco mil, cincuenta mil personas que estén en situación de decir en ese momento: «Ajá, eso es lo que piensa sobre esa obra, ¿eh?» Pero eso me parece una gran ventaja. Porque yo creo que la manera ideal de hacer una in terpretación o una obra de arte —y no crea que tengan que ser dis tintas, la verdad— es asumiendo que cuando se empieza no se sabe muy bien de qué va. Sólo se llega a saber a medida que se avanza. Cuando se han hecho dos tercios de la sesión, se han recorrido a dos tercios del camino de una idea. Rara vez sé, cuando llego al es tudio, cómo voy a hacer algo exactamente. O sea, lo intento de quin ce formas distintas, y ocho de ellas funcionan razonablemente bien, y quizá haya una posibilidad de que dos o tres suenen realmente convincentes. Pero en el momento de la sesión no sé qué resultado va a salir. Y de hecho depende de escuchar una reproducción y de cir: «Eso no funciona: no va a funcionar así; tendré que cambiarlo por completo.» Hace que el intérprete se parezca mucho al compo sitor, en realidad, porque le da ideas editoriales a posteriori, le da ese poder; es una clase distinta de poder de la que hablaba usted, sin duda, pero es muy real. Bueno, obviamente, esto es algo que no se puede hacer en un concierto, aunque sólo sea porque no se puede parar, como siempre quise hacer yo, y decir: «Toma dos». Bueno, sí, eso es plausible. Grabar es diferente, es algo diferente. Pero ¿hace usted lo que yo hago? Yo hago unas cuantas, ¿sabe?, to mas enteras, y es muy raro que quiera mejorar algo. A veces ocu rre algo con una nota equivocada y lo arreglan como un diente pos tizo: quitas el trozo y lo sustituyes con algo de otra toma, ¿no?, para que suene como es debido. Pero me gusta tocarlo entero una vez que hemos empezado porque no puede soportar desglosarlo. No, yo puedo soportarlo porque, en primer lugar, creo en la edi ción. Estoy de acuerdo en que resulta útil hacer una sola toma en tera por movimiento, pero no veo ningún motivo en especial por el que no se pueda hacer algo en ciento sesenta y dos segmentos diferentes y, de hecho, no hacerlo nunca seguido. Yo no trabajo así, pero no veo ninguna razón por la que no se podría. Yo creo, sencillamente, que no es convincente cuando es laborioso, ¿no?; deja de serlo. En el circo, por ejemplo, un hombre hace cosas 355
G.G.:
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fantásticas —salta, por ejemplo—, no sé, cualquier cosa fantásti ca. Bueno, siempre le gusta fallar un salto con una sonrisita ma liciosa y eso es sólo para mostrarte lo difícil que es en realidad, ¿no? Pero lo hace porque después debe parecer como si fuera fácil. Exactamente. No se infiere que porque parezca fácil o suene fácil, sea en realidad fácil. ¿Sabe?, en los últimos años he dedicado casi la mitad del tiempo a trabajar en programas de radio y televisión que no tienen nada que ver con la música. Y, en consecuencia, he tenido que tratar de expresar la totalidad de una idea sin preocu parme demasiado por la integridad —si puedo usar la palabra de esa forma— de sus componentes individuales. El año pasado, por ejemplo, produje un documental radiofónico sobre Terranova —aunque en realidad era sobre las condiciones en que se puede vi vir en aislamiento y soledad, y Terranova era de hecho una excu sa para el programa— y pasé casi cuatrocientas horas en un estu dio editando el programa. En cualquier caso, teníamos un solo per sonaje de los catorce que entrevistamos que era fundamental para la historia; le necesitábamos desesperadamente. Era un hombre de licioso, muy articulado y muy perceptivo, pero tenía la costumbre de decir «hum» y «eh» y «especie de» y «tipo algo» constantemente. Tan constantemente, de hecho, que acababas absolutamente en fermo de tanta repetición. O sea, una de cada tres palabras era un «hum» y un «eh». No sólo era que, al ser un hombre muy escrupu loso lingüísticamente, tuviera la costumbre de rechazar los adjeti vos que elegía. Solía meter ocho palabras en una frase y decidir que el adjetivo no pegaba, y sin pensar en nuestro problema, nues tro problema de empalmes, se embarcaba en otro adjetivo, proba blemente a un nivel dinámico distinto. Bueno, pasamos —no es una exageración—, pasamos tres lar gos fines de semana —sábado, domingo y lunes, ocho horas al día— sin hacer más que quitar «hums» y «ehs», «especies de» y «tipos algo», y rectificar todos los errores extraños de sintaxis del mate rial. Calculamos en un momento dado que estábamos haciendo cua tro correcciones de algún tipo en cada línea mecanografiada. Eran treinta líneas por página a dos espacios, así que salían a ciento veinte correcciones por página. Y su testimonio ocupaba catorce pá ginas; así que hicimos un cálculo por lo bajo y había seiscientas correcciones sólo en el discurso de ese hombre para hacer que so nara lúcido y fluido, que es como queda ahora. Hicimos de él un nuevo personaje. Verá, en realidad no me importa cómo se hace;
A.R.: G.G.: A.R.: G.G.: A.R.: G.G.: A.R.: G.G.: A.R.: G.G.: A.R.: G.G.:
A.R.: G.G.: A.R.: G.G.: A.R.:
G.G.: A.R.:
creo que no es una cuestión de moral; creo que ese tipo de juicio no entra allí. Si hay que hacer seiscientos empalmes, está bien. Quiero decir, tome su disco del Quinteto en Fa menor de Brahms con el Guarneri, por ejemplo... ¿Le gusta? Estoy borracho de él. Ya lo he oído cinco veces en las últimas se manas. ¡Dios mío! Es la mejor interpretación de música de cámara con piano que he escuchado en mi vida. ¿Ha escuchado ya los tres cuartetos? No, todavía no, pero tengo que conseguirlos. Oh, debo enviárselo yo. ¿Aceptaría un regalo? Me encantaría. Porque tengo la sensación de que lo hicimos mejor. ¿De verdad? Sí, lo hicimos mejor. Pero el Quinteto estaba muy bien. Era fantástico. Tenía una flexibilidad y un alcance que nadie, es toy seguro, ningún grupo de personas en un concierto podría me jorar nunca, ni siquiera acercarse. Es la interpretación más espon tánea imaginable, pero al mismo tiempo está tan organizada, tan ceñida, tan bien, y todo va... Lo tocamos la otra noche, ¿sabe? ¿En serio? Sí, dimos un concierto. ¡Oh! Pero, verá, yo tengo cincuenta años más que usted, viví en otro mundo, de extremo emocionalismo. No me gusta la palabra «ro manticismo» porque es algo que me repugna, ¿sabe? Repugnaba in cluso a Chopin, ¿lo sabía? No, no lo sabía. Incluso Chopin, que vivió en la época byroniana en la que la gente se avergonzaba de no tener un duelo romántico o de no desmayar se o algo así, ¿sabe? Todas esas cosas se aceptaban; así era como había que vivir. Bueno, yo heredé un poco aún de esa época. Las máquinas me cogieron por sorpresa, al principio me asustaban un poco. La primera vez que oí una radio, pensé: «¿De qué habla?» In cluso ahora, a veces me choca cuando llego a casa y oigo de repen te una voz de hombre en la habitación de mi mujer y pienso: «Tie ne un amante» o algo así, ¿no? Pero es la radio, sólo es la radio, y
no estoy acostumbrado a ella del todo. Para mí es todo una gran sorpresa, una gran novedad. G.G.: Bueno, hice un programa de radio el año pasado sobre un hombre extraordinario que vive en Quebec. Su nombre es Jean Le Moyne, y es fundamentalmente teólogo, pero también poeta y un teórico de la tecnología. Hace todas esas cosas, pero el espíritu de la teo logía sigue formando parte de todo lo que dice y hace. En cualquier caso, se le preguntó sobre la tecnología y cómo actuaba sobre la gente, y dijo: «Bueno, no debería haber contradicción entre la tec nología y las humanidades, en particular la teología.» No trataré de citarle textualmente, pero dijo algo en el sentido de que la tec nología ya nos ha dado algo parecido a una red —una red de radio, una red de televisión, una red de petróleo, una red de ferrocarril, una red de comunicaciones de todo tipo— y que esta red había li mitado la tierra de tal forma que ya no podemos ir a la naturaleza, sólo podemos ir a la naturaleza a través de la red. Pero cuando lo hacemos, nos damos cuenta de que la tecnología ejerce un gran efecto beneficioso en nuestras vidas. Y quería decir, creo, que no está allí para hacer daño a la gente, para estorbar, para impedir, para ponerse en medio del contacto humano. Está allí para impri mirle velocidad, para hacerlo más directo y más inmediato, y para sacar precisamente a la gente de las cosas —las cosas egocéntri cas, las cosas competitivas— que en realidad son perjudiciales para la sociedad. Yo creo en esa idea. Creo que la tecnología es una em presa beneficiosa; que cuando se hace un disco, como hizo usted con el Fa menor de Brahms, no sólo se influye a mucha más gente numéricamente que a la que podría influir quizá en un concierto, sino que la influye para siempre; no sólo por un momento, una no che que podrán recordar o no, sino para siempre. Habrá podido cambiar sus vidas para siempre, dado que mi idea de lo que Brahms representa se ha visto modificada por su grabación. A.R.: Bueno, está empezando a convencerme. Verá, yo nací en otra épo ca. Arrastro todo lo viejo que cuelga alrededor mío como, bueno, como las latas que cuelgan del coche de los recién casados, ¿no? Per manecen conmigo. Pero usted nació en otro mundo distinto al mío y, por tanto, todo su talento está siendo tomado por, es absorbido por eso, por las circunstancias de su entorno. Mis hijos miran al mundo como si viniera junto con el avión. Bueno, eso es, ¿entien de? Yo recuerdo todavía que soñaba con Dédalo e ícaro; lamento tanto que perdiera su camino. Pero en algún lugar nos encontra 358
remos con nuestras ideas, ¿sabe? No puedo decir cómo ocurrirá exactamente, pero recuerde mis palabras: en algún lugar nos en contraremos.
RECUERDOS DE MAUDE H A RB O U R, O VARIACIONES SOBRE U N TEMA DE A R T H U R RU B IN ST E IN 1 Recuerdo una entrevista con su hijo, John Rubinstein, el actor, en el New York Times. John dice que su padre le inició en el piano cuando era muy pequeño, pero que no descubrió que no sabía leer música hasta que tuvo catorce años. Así puede ser la vida del músico viajero. No debo olvidar mencionar la increíble memoria del señor Rubins tein. Describe conversaciones con camareros, doncellas, maquinistas de tren; se consignan kilómetros de minuciosas banalidades que se remon tan a más de cincuenta años atrás. Y para que a nadie le quepa duda de su memoria, manifiesta en el prefacio a esta obra (My Many Years, Nueva York, Knopf, 1980), «Esta obra se ha hecho a base de pura me moria, sin la ayuda de documentación ni ayuda de fuera.» El señor Ru binstein afirma que memorizó las Variaciones Sinfónicas de Franck, en cuestión de seis horas, en un tren. Y al llegar a su destino, dice, fue en taxi al ensayo y tocó la obra de memoria. Mozart, además. Otro tanto para el tan esperado segundo y último volumen de esta notable autobiografía. Los que deciden contar su propia historia son por lo general selectivos en cuanto a lo que nos hacen saber. Aquí, el interés reside no sólo en lo que falta sino, en particular, en las opiniones del se ñor Rubinstein sobre la vida. Si disfrutan leyendo sobre comida, asuntos del corazón y cotilleos, se recomienda encarecidamente este libro. Dado que yo lo leí mientras padecía una intoxicación alimentaria, puede que el lector detecte cierto trastorno biliar en mi punto de vista. Apenas había comenzado la primera cena espectáculo de mi tempo rada de gala en el Festival de Maude Harbour cuando, como era mi cos tumbre, miré hacia las cajas. Y allí, sentada en una que rezaba «Cebo vivo, no refrigerar», había una visión de tanto encanto que borró al ins1 De Piano Quarterly, verano de 1980.
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tante de mi mente el recuerdo de las cuatro aventuras amorosas que me habían acontecido entre la comida y el té de las cinco. Por deliciosa que pudiera haber sido la compañía de esas señoras, me di cuenta de pronto de que mi futuro, mi suerte, mi destino, pertenecía a la deslumbrante hechicera que ahora, con tanta recatada gracia, ocultaba su chicle bajo el cajón de gusanos sobre el que se sentaba e intentaba hacer frente al ardor de mi mirada. Decidí dedicarle a ella todas las notas de mi inter pretación y sólo a ella y averiguar en el intermedio las leyes del condado sobre violación. Cuando empecé mi conjunto de Scarlatti, nuestros ojos se unieron en un abrazo óptico de tanta intensidad que los pasajes de manos cru zadas del Longo 465 se vieron obligados a desviarse del urtext. Sin duda, para el vulgo que se repantigaba en las butacas, estas desviaciones se rían confundidas con notas equivocadas; pero para mi amada —que aho ra salvaba, con tan casta e infantil concentración, sus pestañas del vaso de Pepsi— estaba claro que estos saltos de tres octavas guardaban la rica promesa de exuberantes adornos cromáticos que llevaban a mi Scar latti mucho más allá de los límites que confinan el diatonicismo del si glo XVIII y lo convertían en un ejercicio de ambigüedad tristanesca. Como mis lectores serán los primeros en atestiguar, soy el último tipo en la tierra que se extiende sobre la obvia supremacía de mi arte, pero insisto en que es mi inextinguible amor a la vida y a la inexactitud lo que siem pre ha apartado a mt Scarlatti de las predecibles y premeditadas recrea ciones de Landowska y Kirkpatrick. Inevitablemente, el concierto fue un triunfo, y la insaciable petición del público de las Variaciones We bern, como bis, hizo posible que el teatro se viniera abajo con los aplau sos. La recepción oficial se celebró en el Oddfellows' Hall, y me puse muy nervioso cuando descubrí que el presidente del concejo Doolittle se ha bía ausentado y había delegado en su lugar en el vicepresidente Silver man, un tipo tan carente de discernimiento musical que, estando osten siblemente sentado en la primera fila en mi concierto, se había permi tido seguir el ritmo con los pies durante las Variaciones Webern y, aña diendo un insulto a la injuria, había marcado el famoso ritardando de la fermata del tercer movimiento y me había lanzado una entrada subdividida al principio del epílogo. En la recepción, además, alardeó, ante la misma flor y nata de la sociedad de Maude Harbour, de que, pese a lo ingenioso de mi rubato, no había logrado sacudírmelo de encima. (Era, desde luego, un vil bulo; hubo por lo menos tres ocasiones en las que les había dejado, a él y a sus sandalias, revolviéndose por alcanzarme.) 360
Sin embargo, además del presidente del concejo, asistió a la recepción todo el que pintaba algo en Maude Harbour, así como varios que no ha bían aprendido aún; el ya mencionado Silverman había tenido la osadía de invitar a los miembros la guardería local Carl Orff, unos golfillos a quienes sus padres hacía tiempo debían haber mandado a la cama y que armaban un intolerable alboroto con los cubiertos. Aunque me llovieron las alabanzas, y aunque todos los que importaban coincidieron con mi juicio de que había estado en la mismísima cumbre de mis facultades, fue, sin embargo, una triste ocasión. Porque, pese a la concurrencia, ele gante y a la moda, sólo había una cara que anhelaba ver, una voz de la que anhelaba escuchar una confirmación de mi opinión sobre mi gran deza, y eso, ¡ay!, se me negaba; no se veía a mi amada por ninguna parte. Acabada la recepción, pasé, al crepúsculo, al espléndido refugio isle ño de mi anfitriona, la legendaria belleza Peggy Muhlheim, extraordi nariamente bien relacionada en Maude Harbour, dado que la prima her mana del segundo marido de su hermana había estado prometida una vez con el jefe de sanidad de la ciudad. Cuando nadábamos, codo con codo, atravesando la ensenada de 472 metros que separaba de tierra fir me la roca en la que Peggy montaba su tienda en verano, exhibió ale gremente, para mi regocijo, un crawl australiano al revés imitando la téc nica de batuta de Cario Maria Giulini y cantó, simultáneamente, con un estilo algo empapado pero con una entonación no obstante impeca ble, los primeros compases de Le Yin herbé, de Frank Martin. (Como mis lectores supondrán, Peggy poseía el rápido ingenio y fácil erudición que siempre he hallado irresistible en las mujeres.) Para no ser menos, adopté de inmediato una braza de pecho que re producía perfectamente el estilo de dirección de Herbert von Karajan, pero me negué a unirme a ella en el opus de Martin (aunque, tras ha berlo dirigido una vez desde el piano avisado tres días antes, lo conocía, como es natural, de memoria), dado que me di cuenta rápidamente de que no había dado con este fragmento en concreto por casualidad, sino que, por el contrario, había elegido esta sutil versión de la leyenda de Tristán para transmitirme astutamente sus sospechas sobre mis inten ciones con respecto a mi amada. Al principio, esta impertinente estra tagema me divirtió algo, pero cuando analicé sus motivaciones con más detalle, me di cuenta de que en realidad era una injerencia intolerable en mi vida personal. «¿Es posible —me pregunté a mí mismo— que crea que tiene algún tipo de derecho sobre mí sólo porque hemos vivido jun tos tres años?» Decidí poner las cosas en claro con ella tan pronto como me hubiera dado de comer. 361
Sean cuales fueran sus demás defectos, Peggy extendió una manta de excursión y nunca he disfrutado tanto de mi tradicional comida pos concierto de arrurruces y «Agua de Polonia». Algo apaciguado, decidí re trasar la inevitable explosión hasta la mañana, y mientras yacíamos so bre la roca para ver el encantador brillo a contraluz de Maude Harbour con el juego de la aurora boreal, repasamos los momentos culminantes de mi triunfo. De pronto, desde el otro lado de la bahía, pero acercándose cada vez más a la isla, escuchamos el inconfundible zumbido de un Evinrude 9.7. Este era un sonido de lo más inoportuno para mis oídos, ya que avisaba de la llegada de Zoltán Mostányi, un palurdo y grosero tipo de Budapest que veraneaba en Maude Harbour y a quien Peggy, en un arrebato de filantropía mal entendida, había ofrecido su amistad. Mostányi era su puestamente pianista y musicólogo —aunque yo personalmente no veía pruebas de ninguno de ambos dones en él—. Su principal pretensión a la fama era una monografía titulada «Haydn y la servidumbre: la tira nía del minueto». A pesar de las súplicas de Peggy, me negué firmemen te a leerlo, ya que Mostány tuvo la descortesía de rechazar mi genero sa oferta de comprar el manuscrito original y la desfachatez de darme una conferencia sobre lo que él denominaba la «decadencia burguesa» del instinto de coleccionista. En cuanto a su interpretación del piano, en apariencia se limitaba a una extensa discografía que no me apetecía exa minar; había explicado cuidadosamente al tipo, en una ocasión anterior, mi inquebrantable convicción respecto de la trascendencia mística del momento, espontáneamente estúpido, que permite la interpretación pú blica y él se había ausentado petulante e intencionadamente de mi con cierto después. Estaba decidido a evitar un nuevo encuentro con Mostányi y, cuan do su esquife se aproximaba a la isla, me dispuse a nadar de regreso a tierra firme solo. Pero una vez más, como en todos los momentos fun damentales de mi vida, intervino el destino; percibí, en la proa del es quife, recortada borrosamente por el resplandor de la ciudad al otro lado de la bahía, la preciosa figura que mis ojos anhelaban ver. No podía ima ginarme cómo o por qué había caído en la despreciable compañía de este emborronador de cuartillas húngaro. Sólo estaba dispuesto a aceptar el hecho de que el destino, a veces, se mueve de formas más misteriosas que las que incluso yo puedo comprender. Peggy saludó a sus invitados con cordialidad tolerable, pero estaba claramente molesta por la inesperada llegada de mi amada. Les ofreció las migas de 1^ caja de arrurruces, que yo había vaciado, y reanudó su 362
tarareo de Le Vin herbé, lanzando al mismo tiempo miradas significati vas en mi dirección. Por mi parte, me contentaba con deleitar mis ojos en el rostro de mi amada (ahora suavemente iluminada por el farolillo que Peggy había colgado sobre la roca), y comprendí con claridad y de inmediato que, en las horas transcurridas desde que se entrelazaron nuestras miradas, había sufrido una metamorfosis trascendental. Las tí midas e infantiles vías en que leí tal promesa de realización cuando es calaba las alturas scarlattianas se habían transformado; la vergonzosa, dubitativa y desgarbada adolescente de la tarde se había, en verdad, con vertido en una mujer de la noche. Sólo cabía, desde luego, una explica ción, y yo me humillaba ante el misterio que implícitamente transmitía. Sin duda, el hipnótico sortilegio arrojado por mi concierto había produ cido sus maravillas y liberado de su capullo a la magnífica mariposa que ahora se posaba en nuestra roca. Peggy, mientras tanto, se había enzarzado con Mostányi en una dis cusión sobre las teorías de la clase del ocio. Bajo su funesta influencia, había vuelto a leer a Thorstein Veblen y estaba dispuesta a arengar a todo el que quisiera escucharla sobre el tema. (Como mis lectores su pondrán, Peggy poseía el tipo de intolerancia intelectual y de exhibicio nismo que siempre he hallado repugnante en una mujer.) Dándose cuen ta de mi incomodidad y decidiendo malévolamente explotarla, dio a en tender que mi amada sería incapaz de comprender su idea sin antes lu char con ella en una partida de Monopoly. Mostányi expresó al instante su aprobación, afirmando que este absurdo pasatiempo servía de metá fora a través de la cual observar los males del capitalismo. Bueno, por Júpiter, yo no estaba dispuesto a nada de eso; pero cuando mi amada ac cedió gustosamente —de hecho, ansiosamente— a participar, poco po día hacer yo para disuadirla, y me vi obligado a unirme a este desatino. Siempre he sido, desde luego, un virtuoso de las cartas, y en menos de lo que se piensa había acumulado los cuatro ferrocarriles, Ventnor, el Atlántico y Marvin Gardens, y me había asegurado una posición en el paseo de la playa. Mostányi, el repugnante patán, se llevó Kentucky, Indiana e Illinois y cuando empezó a ampliar su control a la segunda esquina del tablero asegurándose Tennessee y Nueva York, proclamó que cada una de sus adquisiciones era un golpe mortal contra el impe rialismo americano y que en sus hoteles no habría televisión en color ni servicio de habitaciones. Por el contrario, la conducta de mi amada en el mercado era un modelo de tacto y diplomacia. Una y otra vez iba a la cárcel sin queja, pasaba por el Siga sin cobrar y pagaba el impuesto de lujo sobre un terreno al borde de la bancarrota. Me partió el alma ver 363
la hipotecar su punto de apoyo duramente ganado sobre el Mediterrá neo y el Báltico, y decidí que cuando tuviera asegurada mi victoria, de sempeñaría sus preciosas propiedades y la convertiría en la dueña de las casas más elegantes. La lucha hizo estragos durante la noche y la victoria seguía eludien do mi alcance dado que Park Place, la clave para mi conquista del paseo de la playa, había caído en las ávidas manos de Peggy. Pujé por él con brío, ofreciéndole a cambio todos los ferrocarriles, más Connecticut (lo que le habría dado el control de la primera esquina) y una inyección ma siva de dinero en efectivo, del que, como bien sabía yo, andaba escasa. Ella rechazó mi oferta en seguida y, violando todas las normas en las que se basaba el juego, vendió la vital propiedad a Mostányi por una sola carta «Salga de la cárcel» y, como dijo, «consideraciones futuras». Además, la señorita Muhlheim tuvo la osadía de afirmar que obraba en favor de los intereses del sistema de libre mercado y aseguraba así que la lección que pretendía enseñar a mi amada no pasaría desapercibida. Me sentí ultrajado; se había insultado a todas las fibras morales de mi ser y exigí una satisfacción de Mostányi; cuando las primeras luces del amanecer rompían al otro lado de la bahía, tiré el tablero y todos sus accesorios al agua, salvé sólo las escrituras de propiedad sobre el Bálti co y el Mediterráneo, que decidí hacer engastar por el joyero más de moda y llevar, como colgante, cerca de mi corazón para siempre. Mostányi se libró de la paliza que tan merecidamente se había ga nado cuando percibimos que se aproximaba el elegante Chris Craft del vicepresidente del concejo Silverman. Aseguré a Mostányi que no esca paría indemne de mi furia, pero por el momento me vi obligado a enca minar mis pasos roca abajo y ayudar a Silverman a amarrar su lancha al desagüe de la alcantarilla de Peggy. El vicepresidente explicó que la motora Siddhartha, que surcaba periódicamente las aguas de los lagos Muskox —para lo cual Maude Harbour sirve de indiscutible capital ar tística e intelectual—, había encallado en un banco de arena la noche pasada, dejando de paso varado a un grupo de turistas de Transilvania. Me rogó que fuera inmediatamente y los entretuviera en el salón del bar co, evitando así un motín que haría sin duda zozobrar el Siddhartha y minaría el negocio del turismo local durante los años venideros. Accedí, pero no sin antes exigir un alto precio del tipo. Éste me ofreció garan tías de que, en el futuro, se haría la publicidad adecuada de cada una de mis apariciones, distribuyéndose folletos en todas las papelerías y mercerías de la ciudad; que, a partir de entonces, recibiría entradas gra tuitas para cada uno de mis conciertos en el festival y que nunca vol 364
vería a tomarse la libertad de seguir el ritmo con los pies mientras yo desenredaba el sutil serialismo de Anton Webern. Me rompía el corazón dejar a mi amada varada en la roca y en la com pañía de influencias tan lamentables, pero, como supondrán mis lecto res, no soy de los que privan a un público necesitado y vociferante de mi presencia. Silverman me invitó a empuñar el timón de su lancha, y bajo mi dirección, ésta voló hábilmente rozando las aguas a través de la cristalina calma de la mañana de la bahía. Mientras tanto, medité en los cambios en mi vida y mi suerte que un benévolo destino había de cretado, y me di cuenta de pronto de que, con aquel amanecer, había de jado atrás para siempre mi juventud. Ya no podía conformarme con abandonarme a ocupaciones vanas y ociosas; ya no podía depender de la agilidad y espontaneidad incompa rables de mi arte y abusar de estas virtudes incuestionadas mientras se guía una vida de alegre desenfreno. De ahora en adelante, el gesto su perficial, la ocupación hedonista, estarían desterrados para siempre de mi naturaleza. Dedicaría mi vida y mi arte a mi amada. Renunciaría a todas las demás, trabajaría mis dedos hasta los huesos y me crearía un puesto de orgullo en el gran mundo que pondría a los pies de mi con sorte como prueba de mi amor. Era un hombre nuevo y ella sola, con el poder redentor de la inocencia, había hecho realidad esta transforma ción. Resolví que la próxima vez que nos encontráramos le pediría su mano y, bueno, su nombre, que había olvidado preguntar. Fui izado al Siddhartha, aclamado por la flor y nata de la sociedad de Transilvania y, cuando empezaba mi conjunto de Scarlatti, miré, como era mi costumbre, hacia las cajas; y allí, sentada en una que re zaba «Hidrófono de sonar —Frágil— Manejen con cuidado», vi...
Y E H U D I M E N U H IN 1 No sé cómo eran las cosas en la ciudad de Nueva York en 1916, cuan do nació Yehudi Menuhin, pero sí sé —por mi abuela, cuando yo crecía, dos décadas después— que, en la parte del Canadá rural donde ella vi vió toda su vida, no se consideraba en absoluto una ventaja ser artista. Era, de hecho, una forma de vida de la que todas las abuelas juiciosas 1 De Musical America, diciembre de 1966.
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prevenían a su prole, no fundamentalmente con el simple prejuicio mer cantil de lo que seguía siendo, en esencia, una sociedad agrícola —aun que respecto a esto, pasarse la vida delante de los tribunales o incluso detrás del púlpito podía augurar una existencia incomparablemente más segura que la que podía esperar un músico ambulante o un poeta publi cado en privado—, sino antes bien por una idea común a las sociedades más esencialmente puritanas: la de que ser artista era situarse de for ma innecesaria en el camino de la condenación. Eso quería decir, des pués de todo, que además de ir en compañías de la más lamentable es pecie, de buscar (o, en cualquier caso, de no rechazar) un grado de adu lación idólatra que se acerca a la blasfemia, uno se expondría inevita blemente a una plétora de pensamientos oscuros y turbulentos y se ve ría obligado a tratar con ellos en tal cantidad, a representarlos con tal facilidad y a proyectarlos con tal vitalidad que, casi seguro, se vería al final seducido por ellos. Ahora bien, siempre me ha parecido que esta visión puritana del ar tista como ser en peligro no es sólo dramáticamente viable, sino psico lógicamente exacta. Es la esencia de Fausto, sin duda, pero lo es tam bién de ofertas menores. Del mismo modo que la censura, esa última arma del sistema de misiles puritanos, halaga el poder que tienen las palabras de contagiar e inflamar de una forma que nunca puede lograr el laissez-faire de los literatos liberales, esta visión del artista como el de quien esgrime el poder del demonio, como un ser a quien los morta les ordinarios deben acercarse con precaución, transmite de forma im plícita un respeto por su papel que va más allá de ese afecto igualitario con el que se acoge informalmente hoy día al trovador sindicado —que deshierba el jardín de su mansión de día y reparte fugas y fantasías de noche— en el redil de la comunidad. Pero las sociedades puritanas eran, por encima de todo, estructuras sociales pragmáticas preocupadas constantemente por la necesidad de definir sus objetivos superiores. Y para ello, exigían no sólo opositores, sino líderes y, en ocasiones, incluso artistas, no como antagonistas sino como portavoces. Y uno de los aspectos fascinantes de la tradición pu ritana era la forma en que alcanzaba a veces un acuerdo casi único, una incómoda entente entre artistas y ciudadanos. Esto permitía que, con unas circunstancias excepcionales, un carácter impecable y adoptando siempre esa atención vigilante que mantiene por sí sola las fuerzas de la oscuridad a raya en la bahía, el más excepcional de los artistas podía, en efecto, ser capaz de una transfiguración espiritual tal que podía con siderarse más grande que la vida y atribuirse directamente a la trascen 366
dencia de su arte. Esta, desde luego, era la vision del arte como instru mento de salvación, del artista como defensor misionero. Era una idea que suscribía incondicionalmente mi abuela. Si no me equivoco, para ella se encarnaba en un artista como Paderewski, para asistir a cuyos conciertos presumía de haber viajado muchas millas. In cluso más seguramente, se revelaba a través de los manuscritos de esos infatigables compositores de antífonas de la tradición victoriana ingle sa, cuyas obras tenía apiladas en la consola de su armonio, y a la mayor gloria de cuya eufonía mendelssohniana solía pisar con furia los fuelles, convencida de que con cada escrupulosa evitación de quintas paralelas el diablo recibía su merecido, y respondiendo a la inevitable compresión de una respuesta tonal en un stretto cadencial como a un artículo de fe. Que yo sepa, la abuela nunca escuchó tocar a Yehudi Menuhin. Pero sospecho que si le hubiera escuchado, habría hallado una confirmación de su definición del artista como portavoz; habría percibido la existen cia de esa misma mística inconfundible, si bien esencialmente extramu sical. No quiero insinuar que Menuhin sea en sentido alguno el último de una especie victoriana, ni siquiera que mis nostálgicos recuerdos de la terminología de la abuela sean necesariamente la forma más apropiada de definir su papel. Porque lo primero que hay que decir de él es que es un músico asombrosamente au courant, tan dispuesto a discutir el úl timo adelanto en Baden-Baden o las calmas ecuatoriales en Darmstadt como la posibilidad de una forma alternativa de tocar la Chacona de Bach. Por encima de todo, parece impulsarle una curiosidad omnívora; una curiosidad en medio de la cual, sin embargo, nunca deja de ejercer sus percepciones más individuales. Conoce la alegría que procede de las nuevas ideas y el peligro de ahogarse en ellas. —Schoenberg —le dije una vez, refiriéndome en concreto a un pasa je de la Fantasía para Violín— debe de haber estado seguramente po seído por una moralidad austera, del Antiguo Testamento. —Nunca he entendido —dijo él— por qué las segundas menores son tan morales este siglo. La frecuencia y amable audacia de estas ideas hacen a Menuhin casi único como colaborador de música de cámara, un logro del que son tes tigos sus grabaciones de Bach, con el espléndido clavecinista George Malcom, o de Beethoven, con su hermana, la admirable Hepzibah. En con junto, su actividad como director ha sido notable hasta ahora cuando ha tendido a ampliar el alcance de sus simpatías en cuanto a la música de cámara; sus grabaciones de las suites de Bach con su Orquesta del 367
Festival Bach están poseídas de una innegable convicción que la mitad de las veces deja en la sombra, silenciosa pero firmemente, las interpre taciones echt-barrocas de conjuntos más especializados. Y algunas de sus realizaciones más notables del repertorio clásico de conciertos se han dado en ejecuciones que dirigió para, o fueron dirigidas por, su dis tinguido colega David Oistrakh. Pero este año nos traerá una prueba más severa, ya que este mes Menuhin aparece en Nueva York por pri mera vez como director, con la American Symphony Orchestra, en un programa que abarca desde Purcell hasta Bartók y que, además de un par de conciertos para violín, incluirá la engañosamente sencilla, pero logísticamente peligrosa, Cuarta Sinfonía de Roberto Schumann. El ve rano que viene regresará desde Bath con su orquesta, a la que dirigirá tanto en la Expo ’67 de Montreal como en el Festival del Lincoln Cen ter ’67. Pero, como es natural, la mayor parte de la fama de Menuhin proce de de su actividad como solista. Y aquí, renunciando a todo el resto de sus diversos intereses y promociones, desde el recién fundado refugio para insufribles prodigios de las afueras de Londres hasta su tienda de alimentos sanos del West End, dedica una parte importante de cada año (éste, el quincuagésimo, reúne notablemente los requisitos de uno semisabático) a inspeccionar las filas de trampas del circuito internacional de conciertos. Es una vida de viajes incesantes. Odia volar, pero de to dos modos saca el valor de las pegatinas del equipaje. Las suites depri mentemente uniformes de los hoteles se hacen menos austeramente an tisépticos cuando su esposa, la incontenible y sin par Diana, le acompa ña y expone sobre la cómoda los retratos de familia en cada parada dia ria al borde del camino, como para prestar un sentido de permanencia a una peregrinación donde el cambio todo lo rige. Es una vida colmada de los desafíos de nuevos rostros y nuevas pie zas, de directores dispépticos y empresarios llenos de úlceras, de prome sas de aprender una nueva sonata para el próximo jueves (Menuhin es del tipo de estudio rápido que haría vacilar incluso al padre Martini) y, después, de la frenética búsqueda de tiempo y espacio en los que prac ticar. Es una vida que —tanto me disgusta la institución del concierto internacional— me parece por lo general, y especialmente en esta época de comunicación electrónica, vana e inútil. Y aun así, por alguna alquimia que nunca pienso comprender, Me nuhin es capaz de reducir sus incalculables exigencias emocionales, de hacer caso omiso de los mezquinos disparos emboscados de colegas frus trados, de resistir al trabajo pesado y banal de su rutina, de aceptar las 368
crisis de agotamiento de adrenalina que en esta vida son también ruti na, y de superarlo todo con una ecuanimidad de ánimo y una generosi dad de espíritu legendarias. No es que alcance este estado de euforia sin ayuda. Encontrarle escondido en su camerino diez minutos antes de le vantarse el telón, apenas vagamente consciente del repertorio presenta do para el programa de la noche y adoptando, mientras manipula su vio lín con unos ejercicios de cuartos de tono que harían nauseabundo a Alois Hába, la serena posición acuclillada de un faquir recién admitido en una escuela para encantadores de serpientes con una calificación alta de accidentes, es darse cuenta de algo de la potencia necesaria. Incluso yo puedo descartar lo bastante mi prejuicio para admitir que esta vida, con la constancia de su ansiedad y la certeza de su frustración, ofrece un inmejorable mise-en-scène para proyectar los aspectos de sacrificio del papel del artista-portavoz. En efecto, es como si, en el contacto del concierto, Menuhin buscará el máximo común denominador de una ata dura sumamente fuera de lo común. Menuhin, quizá de forma más llamativa que cualquier otro intérpre te de su generación, está colmado con una consideración casi universal. Es el destinatario de una colección de medallones que obligarían a un prestamista a ampliar su negocio a los suburbios: la Legión de Honor, la Ordre de la Couronne, innumerables doctorados y, justo el año pasa do, Caballero Comandante del Imperio Británico (y eso, ojo, a un ciuda dano de los Estados Unidos). Es un nombre conocido para los americanos («Así que ayúdame, Theodore, vuelve a tus estudios o nunca serás un Mischa Menuhin»). En el Reino Unido es el santo patrón proteico de modestos solistas e in térpretes de cámara intercambiables («Oye, Cecilia, querida, veo en, el Times que el señor Menuhin nos visita con el Amadeus esta noche. ¿No parece un poco raro; quintetos de cuerda en el Royal Albert?»). Ha sido rescatado por miembros de las tribus nómadas del Sáhara que, tras ayu dar a sacar su automóvil de los bancos de arena que habían volado en libertad desde que sintieron por última vez la huella del Afrika Korps de Rommel, estallaron de pronto en incredulidad: «C'est Menuhin, c‘est lui!». Y si, como confío, y le he instado a hacer, visita algún día las co munidades más remotas del Canadá ártico, no me cabe duda de que vol verá con un baúl lleno de clasificaciones etnográficas, el bosquejo de un sistema mejorado de taquigrafía esquimal y el manuscrito de una con ferencia con detalles de las deficiencias nutricionales del caribú de los yermos. Con el pueblo de la India, Menuhin ha disfrutado de un contacto es 369
piritual muy especial. Propagandista incansable de la cultura del sub continente, amigo y confidente del difunto Jawaharlal Nehru, Menuhin es recibido en ese pais con una franqueza y comprensión que hace que el término «nación no alineada» parezca fuera de lugar. Hace unos años, un visitante de América, que esperaba a un sabio de Madrás en la hu milde residencia de éste, observó al mirar hacia la pared opuesta de la habitación un Krishna bajo el que brillaba una lámpara, y junto a él, una foto, también iluminada. Cuando el sabio entró en la habitación, el visitante preguntó si se equivocaba quizá al pensar que era el retrato de un famoso músico, obteniendo por respuesta: «En efecto, es Menu hin. Esa es la forma en que le consideramos en este país». Los humanistas, supongo, son sensibles al desinterés de Menuhin por las creencias doctrinarias, a su preferencia por ocuparse de la esté tica y no de los juicios morales. Los puritanos aprueban su capacidad infinita de trabajo, su sentido, claramente enfocado, de la misión. Pero estas definiciones son, en última instancia, sólo cuestiones de gusto o de privilegio. Para muchos de nosotros, Yehudi Menuhin, extraordina rio artista, ser humano sin par, parece una de esas personas excepcio nales que podrían heredar con el tiempo ese puesto único en los afectos de la humanidad que dejó vacante la muerte de Albert Schweitzer. La abuela, estoy seguro, estaría de acuerdo.
EN BÚSQUEDA DE PETULA C L A R K 1 Por la provincia de Ontario, a la que llamo mi hogar, la Autopista de la Reina número 17 recorre durante unas 1.100 millas la roca precámbrica de la Plataforma canadiense. Con su trayectoria Este-Oeste desviada, donde escala la orilla nordeste del lago Superior, aparece en el perfil cartográfico como uno de esos monstruos prehistóricos aero transportados que Hollywood ascendió a la categoría de estrellas en esas escalofriantes películas nocturnas de televisión de los años cincuenta como E l vampiro del espacio exterior o El ave que vino del más allá y a las que el diseño del fuselaje del XB15 rindió el tributo de la ciencia imi tando al arte. Aunque las plumas de su cola hacen cosquillas a los afloramientos urbanos de Montreal y, más arriba, picotea en la fértil llanura de Ma1 De High Fidelity, noviembre de 1967.
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nitoba, la número 17 define, para gran parte de este pasillo que atravie sa Ontario, el límite septentrional de los asentamientos agrícolas. Está habitado, cuando lo está, por pueblos pesqueros, campamentos mineros y ciudades madereras que se sientan a horcajadas de la autopista más o menos cada ochenta kilómetros. Entre ellas, nombres como Michipicoten y Batchawana anuncian la segregación, que aún continúa, del in dio canadiense; Rossport y Jackfish proclaman la cartografía del absur do de los primeros pobladores blancos; y Marathon y Terrace Bay —«Joya de la Orilla Norte»— traicionan la afluencia del capital ameri cano de la posguerra (Terrace es la Brasilia de la operación Kleenex-Kotex de Kimberley-Clark en Ontario). La disposición de estas últimas ciudades, en medio del paisaje más seductor de la Norteamérica central, suscribe rigurosamente ese concep to de planificación de ciudad septentrional que cabría definir como pre fabricado 1984 y, a mi juicio, sirve de fuente de una alegoría irresistible de la condición humana como la que bien podría haber encontrado un lugar en la prosa de fantasía del difunto Karel Capek. Marathon, ciudad maderera de unas dos mil seiscientas almas, se ciñe a las riberas de un fiordo que se adentra en la orilla del lago Supe rior. Debido a un pequeño error de cálculo de uno de los ingenieros de la compañía respecto del curso probable de los vientos predominantes, el lugar ha amenazado desde sus comeinzos hace dos décadas con un he dor de pasta y papel que sirve para proclamar la naturaleza monolítica de la economía de la ciudad aun cuando desaliente cualquier ingreso adi cional procedente de la industria turística. El valor de los terrenos, en consecuencia, es relativo a la distancia de la fábrica. A la altura del pa seo de la playa, la compañía ha ubicado un caserón para trabajadores solteros y/o ambulantes; arriba, un edificio comercial, hotel, cine, capi lla y almacén general; en el siguiente nivel, un surtido de prefabricados; más allá, a una altura superior, algunas casas a la moda para jóvenes ejecutivos; y, por último, con una gentil subida más y un riguroso giro a la derecha, un bloque de paternalistas mansiones de ladrillo que esta rían en su salsa entre las urbanizaciones más exclusivas del condado de Westchester, Nueva York. Sin duda es muy difícil que se haya repre sentado nunca con más convicción la movilidad ascendente de la socie dad norteamericana. «Le da a un hombre algo a donde disparar», me ase guró una lumbrera local, cuyas creencias políticas, según se manifesta ron, estaban en algún punto a la derecha del príncipe de Metternich. Unos cuantos cientos de metros más allá de Presidential Row, un sen dero trazado por las excavadoras lleva a la cima, libre de contamina 371
ción, del fiordo. Pero desde este acceso, uno se queda bloqueado en la bahía por una puerta cerrada con candado que ostenta un cartel me diante el cual, a la manera de esas tranquilizadoras marquesinas que se utilizaron un tiempo para decorar las rampas de embarque de la Pan American, uno se entera de que «su compañía lleva ya ciento sesenta y cinco días laborales sin accidentes» y que está prohibido el acceso a la cumbre. Allí arriba, en esa cima más allá del hedor, pueden contemplar se las dos características indispensables de toda próspera ciudad made rera: el matorral que impide que se deslicen los troncos cortados a tra vés de ese terreno sin caminos y una antena para el sistema de retrans misión de baja potencia de la Canadian Broadcasting Corporation. Estas tomas para la retransmisión, con su radio de cinco o seis ki lómetros, sólo atienden a la zona inmediata de cada comunidad. A me dida que se recorre la número 17, encontrándoselas cada hora o así, cons tituyen la prueba más fehaciente de que el «exterior» (como nos gusta llamarlo a los septentrionales) sigue con nosotros. En las comunidades remotas, el grado de cultura CBC (Boulez es muy importante en Batchawana) se complementa con la programación local que, en las imagi nativas tradiciones de la radio comercial de todas partes, se inclina ha cia una fórmula de noticias cada la hora en punto y selecciones pop de la revista Billboard de cincuenta y cinco minutos. Esta feliz ambivalen cia hizo digno de mención mi último viaje por la número 17, ya que en aquella ocasión, subiendo rápidamente en todas las listas y muy desta cada a la hora en punto por la mayoría de los discjockeys, figuraba una canción titulada «Who Am I2» La cantante era Pétula Clark; el compo sitor y director, Tony Hatch. Conseguí adaptar mi velocidad de conducción a la distancia entre las tomas de retransmisión, llegué a escucharla la mayor parte de las horas y al final a sabérmela, si no mejor que la solista, por lo menos igual de bien, quizá, que la mayoría de los instrumentistas fichados para la oca sión. Después de varios cientos de millas de esta guisa, me registré en el hotel de Marathon y me dispuse a reflexionar sobre Petula. «Who Am I?» era la cuarta de una notable serie de canciones que sen taron la carrera americana de Petula Clark. Editada en 1966 y precedi da el año anterior por «Sign of the Times» y «My Love», llegó para en terrar cualquier idea poco caritativa de que su éxito con el omnipresen te «Downtown» de 1964 fue pura chiripa. Por otra parte, este cuarteto de éxitos estaba concebido para transmitir la idea de que, aunque posi blemente obligada por limitaciones de timbre y registro, no aceptaría 372
ninguna restricción equivalente en cuanto a tema y sentimiento. Cada una de las cuatro canciones detalla una meseta adyacente de experien cia: los veintitrés meses que separan las fechas de lanzamiento de «Downtown» y «Who Am I?» no son más que una modesta aceleración del empinado y difícil camino de los adolescentes americanos desde el nido de sus padres. Y Pet Clark es en muchos sentidos la síntesis completa de esta ex periencia. A los treinta y cuatro años, con dos hijos, tres carreras dis tintas (en los años cuarenta fue la anticipación del cine británico de An nette Funicello, y una década después, una suavizada chanteuse en las niteries de París), y una voz, una figura y (a una distancia respetable) un rostro que revela pocos estragos de esta secuencia de experiencias, es la encarnación más convincente en la música pop del síndrome de Gidget2. Su público es amplio, constante y posee un entusiasmo que tras ciende las generaciones. Un visitante reciente de los Países Bajos, un se ñor de más de sesenta años de edad que me había asegurado anterior mente que las tendencias pop americanas eran la inspiración corrupta que estaba detrás de los motines de los «Provos» del verano pasado en ese país, se quedó inerme ante el entusiasmo de sus nietos por «My Love». Dijo que le recordaba el espíritu de los cantos de la congregación en la Iglesia Reformada Holandesa y pidió oírla una vez más. Petula empequeñece la metamorfosis emocional implícita en estas canciones, extrayendo del texto de cada una de ellas el mismo mensaje de despego y circunspección sexual. «Downtown», esa intoxicada ilusión adolescente: Las cosas serán estupendas cuando estés en el centro No esperes ni un minuto, ya que en el centro, Te espera todo. es como ella lo cuenta, pero a un paso de «My Love», ese enérgico ensa yo en el autobombo: Mi amor es-más cálido que el sol más cálido, Más suave que un suspiro; Mi amor es más profundo que el océano más profundo. Más ancho que el cielo. 2 N. de la T.: Protagonista de una famosa película de finales de los años cincuenta, en carnada por la más renombrada cantante de la época, Sandra Dee. La película, sobre las aven turas de una adolescente en las playas de California, se convirtió en la década siguiente en una serie televisiva protagonizada por Sally Field.
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y de la concesión reconciliadora de «Sign of the Times»: Nunca entenderé la forma en que me trataste, Pero cuando te cojo la mano, sé que no podrías ser de la forma en que solías ser. La secuencia de acontecimientos implícita en estas canciones es lo bastante ambigua como para permitir que el público haga uso de sus pri vilegios de inmersión. Es del todo posible empezar con «Who Am I?», como hice yo, y probar «Downtown» después en los ratos libres. Pero una carrera bien organizada en la música pop debe ser concebida como los dramatis personae de un serial televisivo: la inmersión en «La tor menta secreta» una vez al semestre debería decirte todo lo que realmen te necesitas saber sobre cómo le van las cosas a Amy Ames. Y, de forma similar, el título, el tempo y el registro tonal de los éxitos de un intér prete deben observar cierta progresión bibliográfica. (¿No irían a creer que Frankie3 tuvo otras razones para «It's been a very good year»?). Yo me inclino a sospechar que, de haberse invertido la secuencia de sus can ciones, quizá la fama americana de Petula no hubiera adquirido impul so tan fácilmente. Hay cierta inevitabilidad en ese cuarteto, con su im placable insistencia en las experiencias de la vida adulta o facsímiles ra zonables de la misma. Para un público adolescente cuyos conocimientos sociales-sexuales coincidieron con sus respectivos lanzamientos, Petula, en su «Gidgetrismo» que tan buenos resultados dio, ofrecería una grati ficante seguridad de la supervivencia postadolescente. Para su público más maduro, es un consuelo de otro tipo. Todo lo relativo a su estar en escena, su estilo al micrófono, contrasta con las agresivas declaraciones de la letra. Rostro, figura, giros discretos, pero, por encima de todo, esa voz, fieramente leal a su única gran octava, que no satisface más que los deslizamientos y las filigranas más circunspec tas, con un vibrato tan ceñido y rápido que es como si no existiera —nada de ese trémolo «aquí llega la fermata así que espera» con que sus plu millas Georgia Gibbs rechinaban como chirriantes tizas sobre los ner vios al descubierto de mi generación; Petula complace las ilusiones de los viejos que, al diablo el estilo, predominan con modestia. («Deja en paz al niño, Maw, sólo es un poco de sarpullido por el calor.») El vacío entre la actitud expansiva de las letras y la contención con que Petula atiende a su pronunciación es sintomático de una dicotomía 3 N. de la T.: Frank Sinatra.
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más básica. Todas las canciones ideadas para ella por Tony Hatch su brayan algún aspecto de esa discrepancia que existe entre la necesidad a corto plazo de los adolescentes de rebelarse y la disposición a largo pla zo a conformarse. En todas ellas, la partitura contradice intencionada mente esa amplia vena de satisfacción inmoderada de los deseos que im pregna las letras. La actitud armónica es siempre de himno, vertical y despiadadamente diatónica. Bueno, a este respecto, casi toda la música pop de hoy día es despia dadamente diatónica: la inclinación cromática Max Reger-Vincent d'Indy que se infiltró en los arreglos para big-band a finales de los años treinta y en los cuarenta siguió su curso cuando Ralph Flanagan sacó las sextas aumentadas de su sistema. Pero el diatonicismo de Tony Hatch, pariente de los Monsieurs Lennon, McCartney, et al... posee algo más que sólo una diferencia en cuanto a clase. Para los Beatles, una con vicción neotriádica es (¿era?) una táctica guerrillera, un instrumento para la revolución. Al añadir convenciones vox populi de la armonía fol clórica inglesa como el aplomo estilo «Greensleeves» de letárgicas quin tas paralelas del viejo Vaughan Williams, los nuevos trovadores trans formaron este torpe lenguaje llano en una imitación despectiva de infle xión de clase alta. Iban por allí saboreando los fondos del poder y la pie dad tonales con el mismo oportunismo que, en Un lugar en la cumbre, motivó a Laurence Harvey a seducir a la hija de Sir Donald Wolfit. Tonalmente, los Beatles tienen tan poca consideración por las suti lezas de la conducción de las voces como Erik Satie por la angustiada relación cruzada de los posrománticos alemanes. La suya es una marca feliz, descarada, beligerantemente torpe de primitivismo armónico. Su carrera es una larga caricatura de la ecuación sofisticación = extensión cromática. Las deliberadas prolongaciones de la dominante y las falsas liberaciones de la tónica a que nos someten, no obstante «Michelle», en nombre de la elaboración del primer plano, son sólo síntomas de una arrogante aversión por respetar las propiedades psicológicas del fondo tonal. En el repertorio liverpudliano, el desenfrenado amateurismo del material musical, aunque seguido de cerca por la indiferencia del estilo interpretativo, sólo se ve superado por la ineptitud del método de pro ducción de estudio. («Strawberry Fields» sugiere un encuentro fortuito en una boda de montaña entre Claudio Monteverdi y una orquesta de instrumentos informales). Y a pesar de ello, para una parte de la elite musical, los Beatles son, durante este año al menos, incomparablemente «in». Después de todo, si se usa el sitar, ruido blanco y a Cathy Berberian, debes de tener algo, 375
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¿no? ¡No! La auténtica atracción, oculta gracias a ese hábil autoengaño con que los intelectuales de café hablaban sobre Charlie Parker en los años cuarenta y de Lennie Tristano en los cincuenta, es la necesidad de la tríada común como purgante. Después de todo, en el sistema nervioso central sólo pueden caber tantas páginas de persistentes pianíssimos, bloques de acordes en el margen y trítonos en los vibráfonos. Tarde o temprano, la dieta cansa y el paciente pide a gritos un trago frío de Do mayor. Para cubrir esta necesidad, sin embargo, los Beatles son algo total mente secundario. Consiguen la aprobación en el momento simplemen te a través de ese amateurismo que hace que todo el fenómeno de su Do mayor parezca verosímil como accidente de desplazamiento de armónieos, y a través de ese artículo de fe vanguardista de que no hay nada más despreciable que un probador de tríadas profesional. Lo «in» de los Beatles frente al relativo «out» de Petula puede diagnosticarse en los mismos términos y como parte del mismo síndrome de búsqueda de status que hace arcano el Complejo en Sol menor de Tristano, banal el Concierto para Órgano en la misma tonalidad de Poulenc, absorben te la poesía de los esquimales de los iglús, tedioso el Tapióla de Sibe lius, y empuja a los que no se sienten con fuerzas para comprarse un Bentley. Pero, para Tony Hatch, la tonalidad no es un filón agotado. Es una fuente viable y continua de energía productiva con prioridades que exi gen y consiguen, de él, atención. «Downtown» es la exhortación más afir mativamente diatónica en la tonalidad de Mi mayor desde que el inve rosímil equipo de Félix Mendelssohn y Harriet Beecher Stowe aunaron talentos para Aún, aún, con Vos, cuando el púrpura alba Rayaba, Cuando el pájaro despertaba y las sombras huían... «Sign of the Times», por otra parte, admite un altercado bastante so fisticado entre la tónica con su dominante y la relación menor median te, adornada de forma similar, que subraya dos veces la idea «Quizás mi buena estrella esté empezando a brillar ahora»; el revestimiento armó nico sugiere que queda suficiente amparo de altostratos que obstaculi cen la visibilidad. «My Love», sin embargo, permanece firmemente con vencida de su curso no modulatorio. Durante sus dos minutos y cuaren ta y cinco segundos, el único acontecimiento extradiatónico que pertur376
ba la acción es la casi inevitable alianza con la supertónica bemolada para un estribillo final, cuyos ejes son dos amistosas dominantes. En efecto, sólo una dominante secundaria, que resulta coincidir con el ver so «Eso demuestra lo equivocados que todos podemos estar», pone en pe ligro la propiedad virginal de sus bajos fuxianos responsablemente con firmativos, y ninguno de estos extraviados y bemolados tonos-principales-como-raíz implica una ausencia momentánea de resolución. Hecha de una sola pieza, es un panfleto metodista orgulloso y seguro: prede terminado, libre de duda, que no admite ningún compromiso. Y cuando legiones de Petulas giran, atrapadas en su justa eufonía, galerías de an tepasados se asoman desde sus marcos ovales sobre esa hábil deflación de la letra y aprueban. Tras la euforia predominante de las tres canciones que la preceden, «Who Am I?» puede interpretarse como un documento de desesperación. Cataloga los síntomas de desencanto y aburrimiento que recorren apre surada e inevitablemente la trayectoria de intensificación emocional co mún a esa trilogía. La confianza, basada en «Downtown», de la cantan te en el efecto terapéutico de «ruido», «prisa» y «luces brillantes», se ha hecho añicos. Esos atractivos cañones de asfalto, que prometían «una huida de esa vida que te hace sentirte solo» han exigido un precio alto por el regalo de su anonimato. A pesar de que ahora ha encontrado un lugar donde «los edificios llegan hasta el cielo», donde «el tráfico atrue na en la bulliciosa calle», donde «la acera se escabulle bajo mis pies», si gue «caminando sola y preguntándome ¿Quién Soy?». Es evidente que se trata de una cuestión de crisis de identidad, ver tiginosa y claustrofóbica, inducida por la traumática experiencia de un entorno metropolitano y, muy posiblemente, agravada por unos pies do loridos. Hay, desde luego, la inevitable apoteosis, que termina con un Do en falsete, en nombre de la terapia reconstituyente del amour. («Pero tengo algo más, totalmente libre, el amor de alguien junto a mí, y para dudar de tanta buena suerte, ¿Quién Soy?») Pero la disforia predomi nante de ese título de búsqueda existencial no va a ser enviada por un apéndice tan convencional y poco entusiasta. En cuanto al motivo, «Who Am I?» juega un juego similar de «Downtown»-ismo a la inversa. La principal unidad celular de motivo de ese entusiasta lied está compuesta por el intervalo de una tercera menor más una segunda mayor, alternando, en ocasiones, con una tercera ma yor seguida de una segunda menor. En «Downtown», el compuesto de cualquiera de estas figuras, la cuarta justa, se convirtió en el motivo del título y las propias figuras se alargaban con notas reiteradas 377
(«When/you‘re/a/lone/and/life/is»)4, barajadas con comas («downtown, where») («to help, I») ([«Pret]-ty, how can»)5y elaboradas constantemen te con el tipo de transportes diatónicos libres que parecen del todo co herentes con las fantasías improvisadoras de la juventud. Sin embargo, en «Who Am I?», el mismo motivo, aunque introducido y a veces auxiliado por pasajes de escalas («The build-ings-reach-up-tothe-sky»)6, la mayor parte de las veces está encerrado en una espiral dia tónica; las notas Fa-Mi-Do y Do-La-Sol sirven para subrayar «Camino sola y me pregunto ¿Quién Soy?». Por otra parte, la línea del bajo la ocu pan en este momento las notas Re-Sol-Mi y Sol-Mi-La, una sincroniza ción vertical de lo que significaría un compuesto armónico del motivo del título. Ahora bien, cierto es que esta jerga schoenbergiana debe apli carse cautelosamente a las despreocupadas creaciones del panorama del pop. Hay que evitar a toda costa esos preceptos más formidables de babbittrería de Princeton como «clase super» que, dado que no han vadeado aún el Hudson sin ser detenidos, apenas cabe esperar que hayan surca do el Atlántico y tomado el estudio Walthamstow sin un combate. Sin embargo, «Downtown» y «Who Am I?» representan con claridad las dos caras de la misma moneda tan acuñada; el contagioso entusiasmo del motivo de «Downtown» encuentra su anverso en la sistematización so námbula del símbolo de «Who Am I?», una unidad perfectamente adap tada al tenor de confianza inconsciente y al tono de articulación ligada con que Petula evoca los interminables lamentos de la hora del café de media mañana de todos los catadores secretos de las urbanizaciones de postín. Estrictamente, la idea de urbanizaciones de postín carece de signifi cado en el contexto de Marathon. Desde la zona próxima al agua hasta Presidential Row no hay más que cinco edificios y, más allá de esa ele vación, sólo se pueden distinguir dos símbolos de periferia urbana: el Pe ninsula Golf y el Club de Campo (PROHIBIDO EL PASO -PROHIBI DO PISAR EL CESPED- CUIDADO CON EL PERRO) y, como alter nativa en verano, un pequeño estanque cuidado por un club de servicios local en lugar del fiordo, que hace tiempo que dejó de servir para la na 4 N. de la T.: La traducción y su equivalente rítmico sería: «Cuan/do/es/tás/so/lo/y/la/ vi/da/es». 5 N. de la T. : La traducción y su equivalente rítmico sería: «en el centro, donde», «para ayudar, yo», «boni-to, cómo puede». 6 N. de la T.: La traducción y el equivalente rítmico sería: «Los e-di-fi-cios-lle-gan-hasta-el-cielo».
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tación. Ambos quedan dentro del radio del transmisor, aunque la poten cia de éste disminuye con rapidez cuando se sobrepasa el club de campo en dirección a la autopista y, en consecuencia, ya sea a través del tran sistor o de los altavoces del foyer, uno sigue expuesto a las mismas no ticias y al mismo menú musical de canal único. El problema para los habitantes de Marathon es que, por muy táci tamente que sea, una preocupación por la escalada y un interés por el subsiguiente declive se anulan entre sí. Y el resultado, pese a la cons ciente estratificación de la ciudad, es una unilateralidad emocional cu riosamente comprometida. Hay, desde luego, otras formas de planificar una ciudad. Terrace Bay fue diseñada dos años después de Marathon y se vio aparentemente be neficiada por los errores de cálculo que plagaban a su vecino oriental. La dirección del viento (predominantemente norte-oeste) fue trazada cui dadosamente y la fábrica situada, en consecuencia, al nordeste del asen tamiento. La ciudad se diseñó en torno a una plaza comercial y se cons truyó a unos sesenta metros por encima del nivel del lago Superior. Se alentó a los ejecutivos a que se ubicaran como responsables de grupo, uno en cada bloque prefabricado. «Mimar a los hombres no funciona», me aseguró el príncipe de Metternich. «Sólo les resta incentivo.» Decidí echar una ojeada y emprender al oscurecer el camino hacia La Joya de la Orilla Norte. La número 17, patrullada de noche, ofrece una experiencia auditiva extraordinaria. La altura máxima de la región septentrional de Ontario, unos humildes sesenta metros, se alcanza inmediatamente al norte del lago Superior. A partir de ese punto, todas las aguas van hacia la bahía de Hudson y, en última instancia, el Ártico. Cruzando ese promontorio, después de la puesta del sol, se descubre una asombrosa claridad de re cepción en AM. Todos los acentos del continente se difunden por la ban da y, a medida que se da vueltas al dial para cosechar la diversidad de ese encuentro, disminuyen las impresiones auditivas del día con su hip nótica estrechez de miras, para resurgir después como parte de una pers pectiva equilibrada y resistente...
Esta es la llamada de Londres del servicio para Norteamérica de la BBC. Aquí están las noticias en la voz de---- . La temperatura es de siete fríos grados y siete décimas en Grand Bend. Dime, papá, si es el mo mento para ese segundo coche que vienes prometiéndole a esta mujercita, ¿qué tal si vamos a ver las ofertas de---- ? Et maintenant, la symphonie 379
número quarente-deux, Kochel sept-cent-vingt de Mozart, jouée p a r---- . Muy bien, paros, aquí está lo que pedíais y esta noche está especialmente dedicado a Paul de parte de Doris, a Marianne de un admirador secreto y a todos los hombres en destacamento de arresto especial del Instituto de parte de la Gran Bertha y chicas de H.M.S. Vagabond, viajando anclado a sólo un acogedor cuarto de milla del límite internacional— Pet Clark con esa pregunta que todos nos hacemos... «Camino sola y me pregunto: ¿quién soy?
STREISAND EN EL PAPEL DE SCHW ARZKOPF1 Soy un adicto de Barbra Streisand y no ando con rodeos. Con la po sible excepción de Elizabeth Schwarzkopf, ninguna cantante me ha pro porcionado mayor placer ni más ideas sobre el arte del intérprete. Hace catorce años se pasaba clandestinamente un acetato de su pri mer disco, «The Barbra Streisand Album», de una cabina a otra de la CBS; pesqué un avance y me reí. No del disco, como es lógico: su ávido mentor, Martin Erlichman, hacía simultáneamente su propio número en un despacho contiguo y, en cualquier caso, no habría sido una buena política de empresa. Y tampoco siempre con el disco, aunque era eviden te incluso entonces que la parodia desempeñaría un papel vital en la obra de Streisand. Lo que ocurrió fue más bien que rompí en la especie de mueca de gato de Cheshire que parece cerrar su trato particular con mis músculos faciales, dignándose a ejercitarlos sólo cuando se enfren ta a ejemplos excepcionalmente del rito de la recreación. A veces este curioso tic se ve pillado desprevenido por la novedad (las meditaciones al moog de Walter Carlos sobre los conciertos núme ros tres y cuatro de Brandeburgo, por ejemplo, o el scat de los Swingle Singers de la novena fuga de E l arte de). A veces se ríe a carcajadas con un repertorio por el que no siento un auténtico afecto. (Siempre he pen sado que podría vivir sin los conciertos de Chopin, y lo he logrado —has ta que Alexis Weissenberg desempolvó las telarañas del salón de Mme. Sand y convirtió esas obras en una experiencia contemporánea.) A ve ces, quizá inoportunamente, surge en presencia de una obra para la que se considera de rigueur una solemnidad de cara de póquer. (El Mesías a 1 Reseña de «Classical Barbra» de Barbra Streisand (Columbia Μ 33452, 1976); de High Fidelity, mayo de 1976.
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ritmo de bugui de Hermann Scherchen fue, para mí, una de las grandes revelaciones de los comienzos de la era del LP.) A veces expresa mi ali vio al descubrir que un rompecabezas que yo creía insoluble encaja. (La Metamorphosen de Strauss, por ejemplo, es una obra que he amado, so bre el papel, como concepto, durante casi treinta años, pero a la que ha cía tiempo había descartado como vehículo para veintitrés díscolas cuer das en busca de un acorde de sexta. Todo eso cambió hace un par de años, cuando escuché por primera vez la magistral grabación de Kara jan. Durante semanas, noche tras noche, dos o tres veces cada una —no exagero—, puse ese disco, pasé por el estado de ojos-en-blanco-maravillados, fui mucho más allá de la fase bola-en-la-garganta-y-escalofrío-enla-espalda y, por fin, llegué a las puertas de... la carcajada.) Tengo la mis ma reacción ante prácticamente todo lo que han dirigido Willem Mengelberg o Leopold Stokowski, y siempre —bueno, casi siempre— ante Barbra Streisand. Para mí, la voz de la Streisand es una de las maravillas naturales de la época, un instrumento de diversidad y recursos tímbricos infini tos. No está, por supuesto, exenta de áreas problemáticas, lo cual es una observación al menos tan perspicaz como el comentario de que un clave no es un piano o, si insisten, viceversa. La Streisand ha tenido siempre problemas con el tercio superior del pantagrama —el principal de los cua les es atravesar la barrera del Do sostenido a poca velocidad—, pero el espacio no nos permite contar las formas en que, con ingenio cada vez mayor, ha convertido este impedimento en una ventaja. Sin embargo, no puedo dejar pasar la ocasión sin mencionar un momento de especial gloria: el motivo «Nothing, nothing, nothing», enfocado con seguridad en Re bemol y Do natural, de los últimos segundos de esa bomba estilo Puccini que es «He Touched Me». No obstante, la verdad es que no se busca a la Streisand como se bus ca a Ella Fitzgerald o, como dirían algunos —no estoy seguro de que yo lo diría, pero ese es otro cantar— a Cleo Laine, para pirotecnias vocales. La señora puede cantar una tormenta a petición, pero no es una can tante de baladas al estilo franco de «esto es una interpretación» de la ad mirable Shirley Bassey. Con la Streisand, que tiene que ver con la Bassey lo que Daniel Barenboim con Lorin Maazel, uno se introduce a tra vés del proceso, a través de una serie de opciones disponibles aparente mente ilimitadas. El suyo es, en efecto, un estilo de mucha mayor inti midad, pero una intimidad que (algo asombroso para este repertorio) nunca busca abiertamente el contacto sexual. La Streisand está consu mida por la nostalgia; puede convertir la letra más sentimental en unas 381
memorias íntimas, y nunca se le ocurriría emplear el picante «Me en contraré contigo exactamente en el 51% del camino» de, digamos, Helen Reddy, y mucho menos la rutina «No me molestaré en hablar más alto porque ya estás hechizado, ¿no?» de Peggy Lee. Mi fantasía particular sobre la Streisand (también sobre la Schwarz kopf, a este respecto) es que sus mejores cortes son todos resultado de lecturas rápidas en el camerino en las que (presumiblemente con el acompañamiento de una mezcla orquestal pregrabada) la Streisand asu me un personaje tras otro, prueba probables papeles de usar y tirar, exa gera los gestos que acompañan a su propio reflejo, intenta acoplamien tos de registro (refuerza el cuatro pies del golfillo sobre el dieciséis pies de la señora sofisticada) y, en general, actúa para su propia diversión en un mundo de espejos borgianos (Jorge Luis, no Víctor) y palabras in ventadas. Al igual que la Schwarzkopf, la Streisand es una gran subrayadora; no deja que ninguna frase se las apañe sola, y el alcance y la diversidad de su don expresivo son tales que uno es sencillamente incapaz de tra zar un curso estilístico a priori en favor suyo. Gran parte del Affekt de intimidad —de hecho, la sensación de estar escuchando indiscretamen te un momento privado que aún no se ha consignado del todo a su perfil público eventual— es consecuencia directa de nuestra incapacidad para adivinar sus intenciones. Por poner sólo un ejemplo, la Streisand puede tomar una sátira ligera de Satie como «A Child is Born» de Dave Gru sin, encontrar en ella dos escalas descendentes (hipodórica y lidia, res pectivamente), y sacar de esa relación de rutina un momento de inten sidad desgarradoramente hermoso. Por improbable que pueda parecer la comparación, es, creo yo, pariente cercano de las inolvidables medi taciones de la Schwarzkopf sobre el soliloquio final del Capriccio de Strauss y, en mi opinión, la mayor parte de la producción de la Strei sand bien merece el cumplido que ello implica. Por desgracia, el presente disco es una de esas excepciones «casi siem pre». Otro que se recuerda es el enojoso «Sing-in» para la Generación de Ahora —o, mejor, de Entonces—, «What About Today?», producido en 1969. A diferencia de ese último paquete, sin embargo, «Classical Bar bra» no tiene evidentemente la intención de apaciguar los gustos de la época. Si no es como curiosidad, apenas cabe esperar que atraiga a los especialistas en musicología; su ritmo ceñido, estilo pop (a mí personal mente me encanta) la apartará casi con seguridad del círculo de la can ción de arte; y el conjunto de su contenido repelerá casi seguro hasta el escalofrío al comerciante informal de músicas para la mayoría. 382
Así pues, he aquí algo de coraje; es evidente que la Streisand ha arriesgado mucho para atender a la curiosidad sin límites de sus admi radores inveterados y, aunque sólo sea por gratitud, debemos dejar cla ro que, si no es realmente un buen álbum, tampoco es malo. Es excesi vamente considerado con los supuestos requisitos previos del repertorio que contempla y, en este sentido, y tomando la ruta comparativa más obvia, avergüenza a las apresuradas interpretaciones de las estrellas de Broadway que ofrecen las groupies del campo clásico que actúan en pro gramas de variedades como Beverly Sills, Roberta Peters o, en ocasio nes, Maureen Forrester. (Habría que exceptuar probablemente a Eileen Farrei, quien realmente sí «tiene derecho a cantar blues».) Pero es la presunción de esos requisitos previos el origen de los pro blemas. Nada hay en este álbum insensible o poco armonioso, de no ser la gratuita reverberación derramada en las pistas orquestales de Han del, que alcanza una cumbre de desafío estilístico al final de ambos ex tractos, donde una rápida maniobra de retirada del ingeniero sólo nos hace más conscientes de su presencia escatológica. Desde el principio hasta el fin, sin embargo, la Streisand parece atemorizada por la com prensión de que ahora está cara a cara con Los Maestros. Todo el ál bum es servido en una gama de mezzo-piano a mezzo-forte, y no se po dría decir de ninguno de los cortes que esté «a tempo rápido». No obs tante el hecho de que la señora sea la más hábil proveedora de canciónjerga de nuestra época («Piano Practice», «Minute Waltz»), esta predilec ción por una secuencia poco variada de intermezzi andante-grazioso no es exclusivo de este disco, sino que ya había aparecido en los comienzos de su carrera, en «The Third Barbra Streisand Album», aunque enton ces no iba aliada, como en el presente caso, con una austera compresión dinámica. Es también prácticamente una interpretación de un solo registro; la Streisand saca su ocho pies chico-del-coro-inocente y se instala en él en toda su duración. Este es, por supuesto, uno de los registros más efec tivos, y cuando va unido a un repertorio apropiado, produce resultados fascinantes. Para el «In Trutina» de Orff, la Streisand, utilizando el vi brato más rápido del Oeste y la entonación más impecable a este lado del éxito de María Stader, ofrece una interpretación iniguable en térmi nos de seguridad vocal al tiempo que despoja a este aire más bien in sulso de su habitual equipo teatral. Lo que es más pertinente, quizá: hace la única versión actual que posee exactamente la adaptación ade cuada, estilo Libro de Horas, al texto. En la Berceuse de las Canciones de la Auvernia de Canteloube, la 383
Streisand no puede competir con la suave producción de los Ángeles, pero en sus propios términos afolclorizados, su interpretación es extraor dinariamente conmovedora. También lo hace bien con Debussy, y si Ei leen Farrell, que comenzó igualmente una colección Columbia con «Beau Soir», jalona su territorio como una sofisticada parisiense, la Streisand responde, no sin eficacia, como una golfilla marsellesa. Es en el repertorio alemán donde encalla la Streisand. En «Mond nacht», de Schumann, mantiene una exasperante frialidad durante la stanza final, caminando trabajosa e implacablemente a través de «Und meine Seele spannte, weit ihre Flügel aus». En «Verschwiegane Liebe», de Wolf, aparta sin más sus extraordinarias facultades de caracteriza ción, sin guardar ningún secreto ni llevar velo alguno. Casi lo más que puede decirse de su «Lascia ch‘io pianga» de Rinaldo es que es un modelo de claridad analítica cuando deja de lado la produc ción infestada de glissandos de 1906 de Mme. Ernestine SchumannHeink. La Streisand la interpreta según el método aprobado por la Ro yal Academy (1939); por aquel entonces no estaban de moda los glissan dos, pero no se habían inventado aún los ornamentos. (Resulta irónico que se deje en manos de Eileen Poulter, la magnífica colaboradora de Al fred Deller, la realización de la version definitivamente streisandesca de esta melodía.) Sin embargo, no quiero dar la impresión de que la Streisand debería renunciar a «los clásicos». En efecto, estoy convencido de que hay un gran álbum «clásico» en ella. Sólo tiene que volver a pensar en la cues tión del repertorio y prescindir del yugo de la respetabilidad que agobia la presente producción. Mi prescripción particular para el álbum soñado de la Streisand in cluiría canciones para laúd de la época Tudor (estaría sensacional con Dowland), el ciclo Sin sol de Mussorgsky y, como pièce de résistance —siempre que se aprenda uno o dos manuales sobre ornamentación ba rroca—, la Cantata número 54 de Bach. Hasta la fecha, según mi expe riencia, la interpretación más comprometida de esta gloriosa pieza fue en un show televisivo de la CBC de 1962, en el que actuaron el extraor dinario contratenor Russell Oberlin y un equipo de cuerdas de la Toron to Symphony. También participaba un clavecinista/director de modes tia sin par, que ha pedido permanecer en el anonimato; sin embargo, su agente me asegura que si Miss Streisand quisiera intentar «Widerstehe doch der Sünde», y si Columbia quisiera darse por aludida, está dispo nible.
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INTERLUDIO
GLENN GOULD ENTREVISTA A GLENN GOULD SOBRE GLENN G OULD 1
1 De High Fidelity, febrero de 1974.
glenn gould: Señor Gould, tengo entendido que tiene una reputación de..., bueno, disculpe la brusquedad, pero de hueso duro de roer en lo tocante a entrevistas. GLENN g o u l d : ¿De verdad? Nunca lo he oído. g.g.: Bueno, es el tipo de rumor que los tipos de los medios de comuni cación recogemos de fuente en fuente, pero sólo quiero asegurarle que estoy totalmente dispuesto a retirar cualquier pregunta con la que no esté de acuerdo. G.G.: Oh, no me cabe en la cabeza que haya ningún problema de ese tipo que pueda inmiscuirse en nuestra discusión. g.g.: Bueno, entonces, sólo para despejar el ambiente, permítame pre guntar sin rodeos: ¿Hay alguna zona prohibida? G.G.: La verdad es que no se me ocurre ninguna... aparte de la música, por supuesto. g.g.: Señor Gould, no quiero faltar a mi palabra. Me doy cuenta de que su participación en esta entrevista no se ha confirmado nunca me diante contrato, pero fue sellada con un apretón de manos. G.G.: En sentido figurado, desde luego. g.g.: Desde luego. Y había supuesto que dedicaríamos la mayor parte de esta entrevista a cuestiones relacionadas con la música. G.G.: ¿Cree usted que es esencial? Quiero decir, mi filosofía personal de la entrevista —y he hecho bastante en radio, como quizá sepa us ted— es que las revelaciones más instructivas proceden de áreas 387
sólo indirectamente relacionadas con la especialidad del entrevis tado. g.g.: ¿Por ejemplo? G.G.: Bueno, por ejemplo, en el curso de la preparación de documentales para la radio, he entrevistado a un teólogo sobre tecnología, a un inspector de aduanas sobre William James, a un economista sobre pacifismo y a un ama de casa sobre la codicia en el mercado del arte. g.g.: Pero sin duda habrá entrevistado también a músicos sobre música. G.G.: Sí, lo he hecho, en ocasiones, para ayudarles a sentirse cómodos delante del micrófono. Pero ha sido mucho más instructivo hablar con Pablo Casals, por ejemplo, sobre el concepto de Zeitgeist, lo cual, por supuesto, no queda del todo fuera del ámbito musical... g.g.: Sí, sólo iba a permitirme ese comentario. G.G.: ... o con Leopold Stokowski sobre la perspectiva de los viajes in terplanetarios, lo cual es —supongo que estará de acuerdo, y no obstante Stanley Kubrick— una pequeña digresión. g.g.: Esto sí que plantea un problema, señor Gould, pero permítame que intente enmarcar la pregunta de una forma más positiva. ¿Hay al gún tema que le gustaría especialmente tratar? G.G.: No lo he pensado mucho, la verdad... pero, justo por allí arriba, ¿qué tal la situación política en Labrador? g.g.: Estoy seguro de que eso podría dar lugar a un estimulante diálogo, señor Gould, pero la verdad es que creo que hemos de tener en cuen ta que Hight Fidelity se edita fundamentalmente para un público estadounidense. G.G.: Oh, en efecto. Bueno, en ese caso, quizá los derechos de los aborí genes en Alaska occidental puedan ser un buen tema para usted. g.g.: Sí. Bueno, no cabe duda de que no quiero evitar ningún área de ese tipo que pueda dar pie a un buen titular, señor Gould, pero dado que High Fidelity está orientada hacia una clase de lectores letrados musicalmente, deberíamos, creo, al menos, empezar nues tra conversación en el área de las artes. G.G.: Oh, claro. Quizá podríamos examinar la cuestión de los derechos de los aborígenes reflejados en estudios de campo etnomusicales en Point Barrow. g.g.: Debo confesar que yo había pensado en una línea de ataque bas tante más convencional, por así decir, señor Gould. Como estoy se guro que sabrá, la pregunta, prácticamente obligada, respecto de su carrera es la controversia concierto frente a medios de comuni 388
cación, y la verdad es que creo que debemos al menos tocar el tema aunque sea superficialmente. G.G.: No tengo nada que objetar a responder a unas cuantas preguntas en ese área. Por lo que a mí respecta, implica fundamentalmente consideraciones más morales que musicales en cualquier caso, así que yo invito. g.g.: Eso está muy bien por su parte. Intentaré hacerlo breve, y des pués, quizá, podamos ir más lejos. g .g .: ¡Muy bien! g.g.: Bueno, entonces, se le ha citado afirmando que su compromiso con la grabación —con los medios de comunicación en general, de he cho— representa un compromiso con el futuro. G.G.: Eso es correcto. Lo he dicho incluso en las páginas de esta ilustre revista, de hecho. g.g.: En efecto, y también ha dicho que, a la inversa, la sala de concier tos, el escenario de recitales, los teatros de ópera, o lo que sea, re presentan el pasado; un aspecto de su propio pasado en particular, quizá, así como, en términos más generales, del pasado de la mú sica. G.G.: Eso es cierto, aunque debo admitir que mi único contacto profesio nal con la ópera en el pasado fue un amago de traqueítis que con traje mientras tocaba en la vieja Festpielhaus de Salzburgo. Como usted sabe, era un edificio sumamente lleno de corrientes de aire, y yo... g.g.: Quizá podamos hablar de su estado de salud en otro momento, se ñor Gould, pero se me ocurre —y espero que me perdonará que lo diga— que hay algo implícitamente egoísta en las declaraciones de este tipo. Después de todo, usted decidió abandonar todas las tri bunas públicas hace..., ¿cuánto?, ¿diez años? G.G.: Nueve años y once meses respecto de la fecha de este número, en realidad. g.g.: Y concederá que la mayoría de la gente que opta por desviaciones radicales de su carrera de cualquier especie se apoyan en la idea de que, aunque sea de forma reacia, el futuro está de su parte. G.G.: Resulta alentador pensar así, desde luego, pero debo objetar a su uso del término «radical». No cabe duda de que di el paso decisivo convencido de que, dada la situación del arte, una inmersión total en los medios de comunicación representaba una evolución lógica, y sigo igual de convencido. Pero, con toda franqueza, por mucho que le guste a uno formular ecuaciones pasado-futuro, los princi389
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pales sustentadores de esas convicciones, las motivaciones más fuertes que subyacen tras esas «desviaciones», por utilizar su tér mino, tienen que ver, por lo general, con una idea no más radical que un intento de resolver el malestar y las molestias del presente. No estoy seguro de haberlo entendido, señor Gould. Bueno, por ejemplo, permítame que le sugiera que la motivación más poderosa para la invención de una pastilla sería un dolor de garganta. Desde luego, tras patentar la pastilla, uno sería libre de especular que la invención representaba el futuro y el dolor de gar ganta el pasado, pero dudo de que alguien se inclinara a pensar en esos términos mientras estuviera presente la irritación. Huelga de cirlo, en el caso de mi traqueítis en Salzburgo, la medicación de ese tipo fue... Perdone, señor Gould, estoy seguro de que seremos informados de sus desventuras en Salzburgo en su debido momento, pero debo proseguir con esta cuestión un poco más. ¿Debo entender que su retirada de las salas de conciertos, su posterior compromiso con los medios de comunicación, fue motivado por el equivalente mu sical de..., de un dolor de garganta? ¿Lo encuentra inaceptable? Bueno, para ser sincero, lo encuentro totalmente narcisista. Y a mi juicio, también está reñido con su afirmación de que las obje ciones morales desempeñaron un papel importante en su decisión. Yo no veo ninguna contradicción; a menos que, desde luego, en su opinión, el malestar per se sea una virtud positiva. Mis opiniones no son el tema de esta entrevista, señor Gould, no obstante lo cual contestaré a su pregunta. El malestar per se no es la cuestión; sencillamente creo que cualquier artista que merezca ese nombre debe estar dispuesto a sacrificar el bienestar personal. ¿Con qué fin? En pro de preservar las grandes tradiciones de la experiencia mu· sical-teatral, de mantener las responsabilidades tutelares y cura tivas del artista en relación con su público. ¿No cree que una sensación de malestar, de desasosiego, podría ser el más sabio de los consejeros tanto para el artista como para el público? No, sólo creo que usted, señor Gould, nunca se ha permitido sa borear... ¿... la gratificación del ego? ... el privilegio, como iba diciendo, de comunicarse con un público...
G.G.: ¿... desde una base de poder? g.g.: ... desde un marco en el que se exponga el hecho desnudo de su humanidad, sin correcciones ni adornos. G.G.: ¿No se me podría permitir al menos exhibir la falacia en esmoquin, quizá? g.g.: Señor Gould, no creo que debamos permitir que este diálogo dege nere en una guasa ociosa. Es evidente que nunca ha saboreado los placeres de una relación uno a uno con un oyente. G.G.: Siempre he pensado que, empresarialmente hablando, el ideal de la sala de conciertos era la relación dos mil ochocientos a uno. g.g.: No quiero jugar a estadísticas con usted. He intentado plantear la cuestión con total franqueza, y... G.G.: Bueno, entonces trataré de responder del mismo modo. En mi opi nión, si vamos a entrar en el juego de los números, habré de deci dirme por una relación cero a uno entre público y artista, y allí es donde interviene la objeción moral. g.g.: Me temo que no le entiendo muy bien, señor Gould. ¿Le importa ría explicarlo otra vez? G.G.: Sencillamente creo que debe concederse al artista, tanto por él como por su público —y permítame hacer constar ahora mismo el hecho de que no me gustan en absoluto palabras como «público» y «artista», no me gustan las implicaciones jerárquicas de ese tipo de terminología—, que debería concedérsele el anonimato. Debería permitírsele actuar en secreto, digamos, sin preocuparse por —o, mejor aún, sin ser consciente de— las supuestas exigencias del mercado, las cuales exigencias, con la suficiente indiferencia por parte de un número suficiente de artistas, desaparecerán sin más. Y, con esa desaparición, el artista abandonará su falso sentido de la responsabilidad «pública», y su «público» renunciará a su papel de dependencia servil. g.g.: Y los dos nunca se encontrarán, quizás. G.G.: No, harán contacto, pero en un nivel totalmente más significativo del que relaciona todo escenario con su proscenio. g.g.: Señor Gould, soy muy consciente de que este tipo de intercambio idealista de papeles ofrece un floreo retórico satisfactorio, y quizá ocurra incluso que el concepto de «público creativo» al que ha de dicado gran parte de otras entrevistas ofrezca una especie de fas cinación mcluhanesca. Pero olvida oportunamente que el artista, por muy hermético que sea su estilo de vida, sigue siendo de hecho una figura autocrática. Sigue siendo, aunque sea con benevolen-
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cia, un dictador social. Y su público, por emancipado que esté por los artilugios, por ricamente dotado que esté de opciones electró nicas, sigue en el extremo receptor de la experiencia, hasta ahora al menos, y toda su búsqueda de un anonimato neomedieval a fa vor del artista como cero, y todo su panculturalismo vertical a fa vor de su «público», no va a cambiar eso; o al menos no lo ha he cho hasta ahora. ¿Puedo hablar ya? Desde luego. No quería exaltarme, pero sí estoy convencido de... ¿... del artista como superhombre? Eso no es muy justo, señor Gould. ¿... o del interlocutor como controlador de conversaciones, quizá? Sin duda no hace falta ser grosero. En realidad no esperaba de us ted una respuesta conciliadora —me doy cuenta de que ha jalona do ciertas afirmaciones filosóficas respecto de estas cuestiones—, pero al menos esperaba que, por una vez en su vida, confesara una experiencia personal de la relación uno a uno artista-oyente. Y ha bía esperado que pudiera confesar haber sido testigo personalmen te de la atracción magnética de un gran artista trabajando visible mente ante su público. Oh, he tenido esa experiencia. ¿De verdad? Claro, y no me importa confesarlo. Hace muchos años, me encon traba casualmente en Berlín, cuando Herbert von Karajan dirigió a la Filarmónica en su primera interpretación de la Quinta de Si belius. Como usted sabe, Karajan tiende —especialmente en el re pertorio del romántico tardío— a dirigir con los ojos cerrados y a dotar al movimiento de su batuta de curvas coreográficas suma mente convincentes, y el efecto, con toda franqueza, contribuyó a una de las experiencias auténticamente musical-dramáticas de mi vida. Está respaldando mi opinión con gran eficacia, señor Gould. Sé, desde luego, que esa interpretación o, en cualquier caso, una de sus posteriores encarnaciones grabadas, desempeñó un papel muy importante en su vida. ¿Se refiere a su utilización en el epílogo de mi documental para la radio «La idea del norte»? Exactamente, y acaba de admitir que esta experiencia «indele ble» procedió de una confrontación cara a cara, compartida con un público, y no sólo de la naturaleza previsible y separada
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del cuerpo que ofrece incluso la mejor de las grabaciones fonográ ficas. Bueno, supongo que se podría decir así, pero en realidad yo no es taba entre el público. De hecho, me refugié en una cabina de re transmisión acristalada situada sobre el escenario, y aunque mi si tuación me permitía ver la cara de Karajan y relacionar todas las muecas de éxtasis con la experiencia musical que se estaba pro duciendo, la del público —salvo la instantánea de perfil ocasional que pudiera indicar a izquierda o derecha— no. Me temo que está subdividiendo el compás aquí, señor Gould. Yo no estoy tan seguro. Verá, la cabina, de hecho, representaba un estado de aislamiento, no sólo para mí vis-à-vis los demás oyentes, sino también vis-à-vis la Filarmónica de Berlín y su director. Y ahora se está agarrando a un clavo ardiendo. Puede, pero debo señalar —entre nous, por supuesto— que cuando llegó el momento de incorporar la Quinta de Sibelius de Karajan en «La idea del norte», revisé la dinámica de la grabación para que encajara con el estado de ánimo del texto al que acompañaba, y esa libertad, seguramente, es producto de —¿cómo lo llamaría?— la entusiasta irreverencia de una relación cero a uno, ¿no cree us ted? Debo pensar, por el contrario, que es producto de un redomado des caro. Me doy cuenta, desde luego, de que «La idea del norte» era una aventura radiofónica experimental; que yo recuerde, en esa obra trató a la voz humana casi como se podría tratar a un ins trumento musical... Cierto. ... y permitió que, en ocasiones, hablaran al mismo tiempo dos, tres o cuatro personas. Verdad. Pero aunque esos experimentos con su propia materia prima, por así decir, me parecen perfectamente legítimos, su uso —o abuso— del material de Herr Von Karajan es totalmente otra cosa. Des pués de todo, ha confesado que su experiencia original de esa in terpretación era «indeleble». Y aun así, también confiesa alegre mente haberla estropeado con lo que eran, supuestamente, unas re laciones dinámicas cuidadosamente controladas... También hicimos algunas compensaciones. ... y todo ello en interés de... ... de mis necesidades en aquel momento. 393
g.g.: ... las cuales, sin embargo, eran cuando menos exclusivas del pro yecto que tenía entre manos. G.G.: Muy bien, le concederé eso, pero todo oyente tiene un «proyecto en tre manos», sencillamente en términos de hacer que su experien cia de la música guarde relación con su estilo de vida, g.g.: ¿Y está dispuesto a que un oyente u oyentes desconocidos hagan permutaciones no autorizadas similares con su propia producción grabada? G.G.: En caso contrario, habría fracasado en mi propósito, g.g.: Entonces, ¿está obviamente resignado al hecho de que no haya nin gún criterio estético real que relacione sus interpretaciones tal como han sido concebidas originalmente con la forma en que de ben ser escuchadas posteriormente? G.G.: A este respecto, no tengo ni idea de los méritos «estéticos» de la Quinta de Sibelius de Karajan cuando me enfrenté a ella en esa memorable ocasión. De hecho, la belleza de la ocasión radicaba en que, aunque era consciente de ser testigo de una experiencia in tensamente conmovedora, no tenía ni idea de si era una o no una «buena» interpretación. Mis juicios estéticos estaban guardados en una cámara frigorífica, que es donde me gustaría que permanecie ran, al menos cuando valoro las obras de otros. Quizá, necesaria mente, y por motivos totalmente prácticos, aplicó un conjunto di ferente de criterios para mí, pero... g.g.: Señor Gould, ¿está diciendo que no hace juicios estéticos? G.G.: No, no estoy diciendo eso, aunque ojalá pudiera hacer esa afirma ción, porque daría fe de un grado de perfección espiritual que no he alcanzado. Sin embargo, para expresar de otra manera el cliché de moda, sí hago todo lo posible para hacer sólo juicios morales y no estéticos; salvo, como ya he dicho, en el caso de mi propia obra, g.g.: Supongo, señor Gould, que estoy obligado a concederle el beneficio de la duda... G.G.: Esto está muy bien por su parte. g.g.: ... y a asumir que está valorando sus motivaciones de una manera responsable y exacta. G.G.: Uno sólo puede intentarlo. g.g.: Y con eso, lo que acaba de confesar añade tantas bifurcaciones a la ruta de esta entrevista, que sencillamente no sé qué camino se guir. G.G.: ¿Por qué no elige la indicación más apropiada y yo iré detrás? g.g.: Bueno, supongo que la pregunta más obvia es: Si no hace juicios 394
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estéticos de otros, ¿qué hay de los que hacen juicios estéticos res pecto de la obra de usted? Bueno, algunos de mis mejores amigos son críticos, aunque no es toy seguro de que quiera que uno de ellos tocara mi piano. Pero, hace unos minutos, relacionaba el término «perfección espi ritual» con un estado en el que se reserva el juicio estético. No quería dar la impresión de que una reserva de ese tipo consti tuya el único criterio de ese estado. Lo comprendo. Pero ¿sería justo decir que, en su opinión, la men talidad crítica llevaría necesariamente a que peligrara el estado de gracia? Bueno, creo que eso exige un juicio muy presuntuoso por mi parte. Como ya he dicho, algunos de mis mejores amigos son... ... son críticos, lo sé, pero está eludiendo la pregunta. No intencionadamente. Creo que no se debe generalizar en asuntos en los que están en juego reputaciones tan distingui das, y... Señor Gould, creo que nos debe a ambos, así como a nuestros lec tores, una respuesta a esa pregunta. ¿Sí? Esa es mi sentencia; quizá debe repetir la pregunta. No, no hace falta. ¿Así que cree, en efecto, que la crítica representa a una especie mo ralmente en peligro? Bueno, la palabra «en peligro» implica que... Por favor, señor Gould, conteste a la pregunta. Lo cree usted, ¿verdad? Bueno, como ya he dicho, yo... Lo cree, ¿no? (Pausa.) Sí. Desde luego que sí, y ahora estoy seguro de que también se siente mejor tras haber confesado. Mmmm..., no por el momento. Pero se sentirá a su debido tiempo. ¿De verdad lo cree? Sin la menor duda. Pero ahora que ha afirmado su postura con tan ta franqueza, si tengo que hacer mención al hecho de que usted mismo ha escrito despachos críticos de cuando en cuando. Incluso recuerdo uno sobre Petula Clark con el que colaboró hace algunos años en estas columnas y que... 395
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... y que contenía más juicios estéticos por página cuadrada que los que, imagino, pronuncio hoy día. Pero era fundamentalmente una crítica moral, ¿sabe? Era un artículo en el que utilicé a Miss Clark, por así decir, para comentar un entorno social. Así que cree que puede distinguir una crítica estética a la persona —lo que rechaza en seguida— de consignar por escrito imperati vos morales para la sociedad en su conjunto. Creo que puedo. En realidad, hay evidentemente áreas en las que son inevitables las coincidencias. Digamos, por ejemplo, que tuve el privilegio de vivir en una ciudad en la que todas las casas esta ban pintadas de gris acorazado. ¿Gris acorazado? Es mi color favorito. Es un color basante negativo, ¿no? Por eso es mi favorito. Ahora, supongamos como hipótesis que, sin previo aviso, alguien decidiera pintar su casa de rojo coche de bom beros... ... desafiando así la simetría de la planificación urbana. Sí, es probable que también hiciera eso, pero está tratando usted la cuestión desde un punto de vista estético. La consecuencia real de su acción sería prefigurar un estallido de actividad maniaca en la ciudad y, casi de forma inevitable —dado que se pintarían otras casas con matices similarmente chillones—, alentar un clima de competencia y, como corolario, de violencia. Entiendo, entonces, que el rojo, en su léxico de color, representa una conducta agresiva. Debo de haber pensado que habría un acuerdo general al respecto. Pero, como ya he dicho, habría una coincidencia estética/moral en esta cuestión. El hombre que pintó la primera casa podría haberlo hecho por una mera preferencia estética, y sería, por utilizar una palabra pasada de moda, «pecaminoso» si yo le pidiera cuentas por sus gustos. Ello, sería de imaginar, inhibiría todos los juicios pos teriores por su parte. Pero si pudiera convencerle de que su satis facción estética particular representa un peligro moral para la co munidad en su conjunto, y siempre que pudiera reunir un voca bulario adecuado para la tarea —que no sería, obviamente, un vo cabulario de normas estéticas—, esa sería entonces, creo yo, mi res ponsabilidad. ¿Se da cuenta, desde luego, de que está empezando a hablar como un personaje de Orwell?
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Oh, el mundo orwelliano no encierra para mi ningún terror par ticular. ¿Y también se da cuenta de que está definiendo y defendiendo un tipo de censura que contradice toda la tradición posrenacentista del pensamiento occidental? Por supuesto. Es la tradición posrenacentista la que ha llevado al mundo occidental al borde de la destrucción. ¿Sabe?, este extraño apego por la libertad de circulación, la libertad de expresión, etcé tera, es un fenómeno típicamente occidental. Es parte de la idea occidental de que se pueden separar las palabras y los actos. ¿Quiere decir el síndrome palos-y-piedras? Precisamente. Hay algunas pruebas de que —bueno, de hecho, McLuhan habla justo de ello en La galaxia Gutenberg— las perso nas prealfabetizadas o mínimamente alfabetizadas están mucho menos dispuestas a permitir esa distinción. Supongo que está también el mandato bíblico de que desear el mal es hacer el mal. Exactamente. Son sólo las culturas que, por accidente o buena ges tión, evitaron el Renacimiento las que ven el arte como la amena za que es en realidad. ¿Puedo suponer que la URSS reuniría los requisitos para ello? Absolutamente. Los soviéticos están labrados un poco toscamente en cuanto al método, lo admito, pero sus intereses están absoluta mente justificados. ¿Y los suyos? ¿Ha violado alguna de sus actividades estas críticas personales y, en sus términos, «amenazado» a la sociedad? Sí. ¿Quiere hablar de ello? No especialmente. ¿Ni siquiera un ejemplo rápido? ¿Qué pasa con el hecho de que hi ciera música para Slaughterhouse Five?2 ¿Qué pasa con eso? Bueno, al menos según los criterios soviéticos, la película del opus del señor Vonnegut reuniría los requisitos de una obra socialmen te destructiva, ¿no cree? Me temo que tiene razón. Incluso recuerdo a una señorita en Leningrado que me dijo una vez que Dostoyevsky, «aunque un gran escritor, era por desgracia pesimista».
2 N. de la T.: «Matadero cinco».
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g.g.: Y el pesimismo, combinado con una falta de compromiso hedonista, era el sello de Slaughterhouse, ¿no? G.G.: Sí, pero fueron las propiedades hedonistas y no las pesimistas las que me dieron un montón de noches de insomnio, g.g.: ¿Así que no aprobó la película? G.G.: Admiré de forma exorbitada su destreza, g.g.: Eso no es lo mismo que gustarle. G.G.: No, no lo es. g.g.: ¿Podemos dar por supuesto, entonces, que incluso un idealista tie ne su precio? G.G.: Preferiría con mucho que se dijera que incluso un idealista puede interpretar mal las intenciones de un guión, g.g.: ¿Habría preferido un Billy Pilgrim sin compromiso, supongo? G.G.: Habría preferido algún elemento redentor añadiendo a su persona je, sí. g.g.: ¿Así que no confirmaría las teorías del arte-como-técnica-pura-ysimple de Stravinsky, por ejemplo? G.G.: Seguro que no. Eso es, de forma totalmente literal, lo último que es el arte. g.g.: ¿Entonces, qué hay de la teoría del arte-como-sustituto-de-la-violencia? G.G.: No creo en sustitutos; sólo son los juguetes de mentalidades resis tentes a la perfectibilidad del hombre. Además, si busca sustitutos de la violencia, la ingeniería genética es una apuesta mejor, g.g.: ¿Qué hay de la teoría del arte-como-experiencia-trascendental? G.G.: De las tres que ha citado usted, esa es la única que atrae, g.g.: ¿Tiene una teoría propia, entonces? G.G.: Sí, pero no le va a gustar, g.g.: Estoy preparado. G.G.: Bueno, creo que el arte debe recibir la oportunidad de desaparecer gradualmente. Pienso que debemos aceptar el hecho de que el arte no es inevitablemente benigno, de que es potencialmente destruc tivo. Debemos analizar las áreas donde tiende a hacer menos daño, utilizarlas como guía e incorporar en el arte un componente que le deje presidir su propia caída en desuso... g.g.: Mmmm. G.G.: ... porque, ¿sabe?, la actual posición, o posiciones, de arte —algu nas de las cuales ha enumerado usted— no carecen de analogía con el movimiento prohibición-de-la-bomba de santa memoria, g.g.: Seguramente no rechazará usted las protestas de ese tipo. 398
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No, pero dado que no he observado ni un solo movimiento prohibición-de-los-niños-que-arrancan-las-alas-a-las-libélulas, tampoco puedo unirme a él. Verá, el mundo occidental está carcomido por ideas de restricción; la amenaza de la extinción nuclear sirve a esas ideas, y la pérdida del ala de una libélula, no. Y hasta que no se reconozcan los dos fenómenos como uno indivisible, hasta que no se consideren la agresión física y la verbal un mero golpe de la moneda competitiva, hasta que todas las decisiones-estéticas no puedan compensarse con un correlativo moral, seguiré escuchan do a la Filarmónica de Berlín desde el otro lado de una separación de cristal. Así que no espera ver cumplido en vida su deseo de muerte para el arte. No, no podría vivir sin la Quinta de Sibelius. Pero, sin embargo, habla como un reformador del siglo xvi. En realidad, me siento muy próximo a esa tradición. De hecho, en una de mis mejores líneas señalaba que... ¡Ese es un juicio estético donde los haya! Mil perdones; permítame una segunda toma. En una ocasión an terior, señalé que yo, y no el héroe del señor Santayana, soy «el último puritano». ¿Y no encuentra ningún problema en reconciliar el aspecto individuo-consciencia de la Reforma y la censura colectiva de la tradi ción puritana? Ambos motifs, en mi opinión, están curiosamente entremezclados en su tesis y, que yo sepa, también en su obra do cumental. Bueno, no, creo que no hay una falta de coherencia inevitable, por que en el mejor de los casos —lo que es decir en el más puro—, esa tradición implicaba una división cismática perpetua. Las me jores personas, y las más puras —o, en cualquier caso, las más con denadas al ostracismo— terminaron en los valles alpinos como sím bolos de su rechazo del mundo de las llanuras. De hecho, hay has ta la fecha una secta menonita en Suiza que equipara separación del mundo con altitud. ¿Sería acertado sugerir que usted, por otra parte, lo equipara con latitud? Después de todo, usted creó «La idea del norte» como co mentario metafórico y no como documental de hechos. Eso es muy cierto. Desde luego, la mayoría de los documentales han tratado de situaciones de aislamiento: pueblos remotos del Ár tico, pueblos remotos de Terranova, enclaves menonitas, etc. 399
g.g.: Sí, pero han tratado de una comunidad en aislamiento. G.G.: Eso es porque mi ópera magna está todavía a varios proyectos de distancia. g.g.: ¿Así que son bosquejos autobiográficos? G.G.: Eso es algo, señor mío, que no debo decir yo. g.g.: Señor Gould, hay una especie de coherencia inexorable, podría de cir incluso gris, en lo que ha dicho, pero a mí me parece que nos hemos alejado bastante del tema concierto frente a grabación con el que comenzamos. G.G.: Por el contrario, creo que hemos interpretado una serie de varia ciones sobre ese tema y que, de hecho, hemos completado prácti camente el círculo. g.g.: En cualquier caso, sólo me quedan unas cuantas preguntas que ha cerle, de las cuales, supongo, la más pertinente ahora sería: Ade más de ser un miembro frustrado de la junta de censores, ¿le in teresa alguna otra carrera? G.G.: He pensado a menudo que me gustaría probar ser un preso. g.g.: ¿Considera eso una carrera? G.G.: Por supuesto; en el bien entendido, desde luego, de que sería totalmente inocente de todas las acusaciones formuladas en mi contra. g.g.: Señor Gould, ¿le ha sugerido alguien que podría sufrir un comple jo de Myshkin? G.G.: No, y no puedo aceptar el cumplido. Lo único que ocurre es que, como ya he indicado, nunca he comprendido la preocupación por la libertad tal como se la considera en el mundo occidental. Por lo que veo, la libertad de circulación sólo tiene que ver, generalmen te, con la movilidad, y la libertad de expresión, la mayoría de las veces, con la agresión verbal sancionada socialmente, y ser encar celado sería la prueba perfecta para la movilidad interna de al guien y para la fuerza que le posibilitaría escoger creativamente a partir de la situación humana. g.g.: Señor Gould, cansado como estoy, eso parece una contradicción. G.G.: Creo que en realidad no lo es. También creo que hay una genera ción más joven que la nuestra —usted tiene más o menos mi edad, ¿no?—. g.g.: Debo pensar que sí. G.G.: ... Una generación más joven que no tiene que luchar con ese con cepto, para quien el hecho competitivo no es un elemento inevita ble de la vida, y que programa sus vidas sin tenerlo en cuenta. 400
g.g.: ¿Está tratando de convencerme de la fuerza del neotribalismo? G.G.: En realidad, no, no. Sospecho que las tribus competitivas nos me tieron en este lio en primer lugar, pero, como ya he dicho, no me rezco el título de complejo de Myshkin. g.g.: Bueno, su modestia es legendaria, desde luego, señor Gould, pero ¿qué le lleva a esa conclusión? G.G.: El hecho de que impondría inevitablemente exigencias a mis guar dianes, exigencias que un espíritu auténticamente libre podría per mitirse el lujo de pasar por alto. g.g.: ¿Cómo por ejemplo? G.G.: La celda tendría que estar preparada en un decorado gris acora zado. g.g.: No creo que eso suponga un problema. G.G.: Bueno, me han dicho que la nueva moda en reforma penitenciaria implica colores primarios. g.g.: Ah, ya veo. G.G.: Y, desde luego, tendría que haber algún tipo de comprensión en cuanto al control del aire acondicionado. Se descartarían las reji llas altas —como quizá ya haya mencionado, soy propenso a la traqueítis— y, suponiendo que se empleara un sistema de aire a pre sión, el regulador de humedad tendría que estar... g.g.: Señor Gould, perdone la interrupción, pero se me ocurre que dado que ha tratado de señalar en diversas ocasiones que sufrió una ex periencia traumática en la Festpielhaus de Salzburgo... G.G.: Bueno, no quería dar la impresión de que fuera una experiencia traumática. Por el contrario, mi traqueítis fue tan severa que pude cancelar un mes de conciertos, retirarme a los Alpes y llevar una existencia de lo más idílica y aislada. g.g.: Ya veo. Bueno, ¿me permite hacer una sugerencia? G.G.: Por supuesto. g.g.: Como sabe, la vieja Festpielhaus fue en su origen una academia de montar. G.G.: En efecto, lo había olvidado. g.g.: Y, desde luego, la parte posterior del edificio está situada frente a la ladera de una montaña. G.G.: Sí, eso es totalmente cierto. g.g.: Y dado que usted es, obviamente, un hombre adicto a los símbolos —estoy seguro de que su fantasía de preso es exactamente eso—, me parece que la Festpielhaus —la Felsenreitschule—, con su mar co kafkiano al pie de un acantilado, con el recuerdo de la movili 401
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dad ecuestre atormentando su pasado, y situada, además, en el lu gar de nacimiento de un compositor cuyas obras ha criticado us ted con frecuencia, comprometiendo sus criterios de juicio... Ah, pero las he criticado principalmente como prueba de una vida hedonista. Sea como sea. La Festpielhaus, señor Gould, es un lugar al que un hombre como usted, un hombre en busca del martirio, debe re gresar. ¿Martirio? ¿Qué es lo que le ha dado esa impresión? ¡No podría vol ver! Por favor, señor Gould, trate de comprender. No podría haber una forma más significativa con la que flagelar la carne y, sin duda, ninguna mise en scène metafórica más significativa con la que com pensar su propio estilo de vida hermético, con la que definir auto biográficamente su búsqueda del martirio, como estoy seguro de que tratará de hacer algún día. : Pero debe usted creerme: ¡no tengo la menor intención de buscar nada así! Sí, creo que debe volver, señor Gould. Debe pisar una vez más las tablas de la Festpielhaus; debe someterse gustosa, incluso alegre mente, a las tempestades que hacen estragos en ese escenario. Por que entonces, y sólo entonces, alcanzará el final de mártir que ob viamente desea. Le ruego que no me interprete mal; su inquietud me conmueve. Lo único que ocurre es que, en las inmortales palabras del Billy Pil grim del señor Vonnegut, «no estoy preparado todavía». En ese caso, señor Gould, en las inmortales palabras del propio se ñor Vonnegut, «así va».
TERCERA PARTE
MEDIOS DE COMUNICACIÓN
LAS PERSPECTIVAS DE LA G R A B A C IÓ N 1 En un momento de descuido, hace unos meses, predije que el con cierto público tal y como lo conocemos hoy día ya no existiría dentro de un siglo, que sus funciones habrían sido asumidas totalmente por los medios de comunicación electrónicos. No se me había ocurrido que esta afirmación representaba un pronunciamiento especialmente radical. De hecho, la consideraba una verdad evidente y, en cualquier caso, algo que define sólo uno de los efectos periféricos provocados por la evolución de la era de la electrónica. Pero nunca una afirmación mía ha sido citada de forma tan amplia —ni discutida con tanto calor—. El furor que provocó indica, en mi opinión, una atractiva, si bien a veces frustrante, característica humana: la poca disposición a aceptar las consecuencias de una nueva tecnología. No tengo ni idea de si este rasgo es, mirándolo bien, una ventaja o una desventaja, incurable o co rregible. Quizá la intensificación de la inventiva deba ser siempre cas tigada por algún tipo de venta al descubierto emocional. Quizá el escep ticismo sea el anverso necesario del progreso. Quizá, por ese motivo, la idea de progreso esté, como nunca ha estado en el pasado, hoy día en cuestión. Sin duda, esta venta al descubierto emocional tiene su lado bueno. La ocurrencia-tardía de Alamogordo —el consentimiento para matar un monstruo de su propia creación— hace más honor a los pioneros de la era atómica que todos los beneficios que esta generación puede esperar 1 De High Fidelity, abril de 1966.
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que dé a luz ese gran adelanto. Y si la protesta contra las ramificacio nes del ingenio del hombre es inevitable, e incluso esencial para la fun ción de su genio, quizá no haya en realidad ningún lado malo; sólo en tretenimiento y, en última instancia, aceptación de esa indecisión que proclama la fragilidad de la humanidad permanente del hombre. En cualquier caso, se me ocurren pocas áreas de empeño contempo ráneo que demuestren la confusión con que el hombre tecnológico eva lúa las consecuencias de sus propios logros mejor que el gran debate so bre la música y su futuro grabado. Como es cierto para la mayoría de esas áreas en que el efecto de una nueva tecnología está aún pendiente de evaluación, un examen de la influencia de la grabación deberá refe rirse no sólo a especulaciones sobre el futuro, sino a también a una adap tación del pasado. Las grabaciones se ocupan de conceptos con los cua les se reevalúa el pasado, y se ocupan de nociones sobre el futuro que cuestionarán, en última instancia, incluso la validez de la evaluación. Los aspectos de preservación de la grabación no están, por supuesto, en modo alguno al servicio exclusivo de la música. «Lo primero que exi gimos de una máquina es que tenga una memoria», decía un personaje soñolientamente dogmático de la reciente película de Jean-Luc Godard Una mujer casada. En la era de la electrónica, la comprensión cuidadosa de esas crónicas globalizadoras del conocimiento universal que sirvie ron los escolásticos medievales —un obstáculo, así como una imposibi lidad, desde principios de la Edad Media— se puede consignar en depó sitos informáticos que archivan los recuerdos de la humanidad y nos de jan libres para ser inventivos a pesar de ellos. Pero al limitar nuestra investigación al efecto de las grabaciones en la música, aislamos un arte inhibido por la especialización jerárquica de su pasado inmediato, un arte que carece de un recuerdo claro de sus orígenes y, por consiguien te, un arte que necesita en gran medida tanto los aspectos de preserva ción como los de traslación de la grabación. Como señalaba sucintamen te un reciente informe elaborado por el departamento de musicología de la Universidad de Toronto que proponía un sistema de información fo nográfica controlado por ordenador, «lo reconozcamos o no, el disco de larga duración ha llegado a encarnar la mismísima realidad de la mú sica». Respecto de sus relaciones con el pasado inmediato, el debate sobre la grabación se centra en sí los medios de comunicación electrónicos pue den o no presentar la música de una forma tan viable que amenace la supervivencia del concierto público. No obstante la impresionante colec ción de estadísticas que demuestran lo contrario («Liga Lírica de Damas 406
presume de haber elevado la taquilla por tercer año consecutivo»), rea firmo aquí mi predicción de que el hábito de asistir a los conciertos y de dar conciertos, como institución social y como principal símbolo del mercantilismo musical, estará tan inactivo en el siglo XXI como, con suer te, el volcán Tristán da Cunha; y que, debido a su extinción, la música podrá ofrecer una experiencia más poderosa de la que ahora es posible. La generación sometida actualmente a la humillación del solfège en las escuelas públicas será la última que alcance la mayoría de edad conven cida de que el concierto es el eje en torno al cual gira el mundo de la música. No lo es. Y teniendo en cuenta el breve espacio de tiempo que el con cierto público ha parecido predominante, lo asombroso es que las auto ridades permitieran que lo fuera alguna vez. Para su perpetuación, sin embargo, hay comprometida actualmente una inversión empresarial im portante («Se alquila: Complejo de seis auditorios acústicamente encan tadores. Razón J. Rockefeller»), y debemos darnos cuenta de que contar con su caída en desuso es desafiar al mismísimo cuerpo de la institu ción musical. Nunca se subrayará demasiado, sin embargo, que la suer te del acto público es algo secundario para el futuro de la música, un futuro que se merece una preocupación mucho mayor que la estabilidad fiscal de la sala de conciertos. La influencia de las grabaciones en ese futuro afectará no sólo al intérprete y al empresario de conciertos, sino también al compositor y al ingeniero técnico, al crítico y al historiador; y lo que es más importante: afectará al oyente al que va dirigida en úl tima instancia toda esta actividad. Si hiciéramos inventario de las predilecciones musicales más carac terísticas de nuestra generación, descubriríamos que casi todos los ar tículos de esa lista podrían atribuirse directamente a la influencia de la grabación. En primer lugar, los oyentes de hoy día han terminado por asociar la interpretación musical con sonidos que poseen características que hace dos generaciones no disponía la profesión ni deseaba el públi co; características como claridad analítica, inmediatez y, de hecho, una proximidad casi táctil. En las últimas décadas, la interpretación de la música ha dejado de ser una ocasión, que exigía una excusa y un esmo quin, y a la que se otorgaba, cuando alguien se enfrentaba a ella, una devoción casi religiosa; la música se ha convertido en una influencia que lo impregna todo en nuestras vidas, y a medida que aumenta nuestra dependencia de ella, nuestra reverencia por ella ha, en cierto sentido, dis minuido. Hace dos generaciones, el público de los conciertos prefería que su experiencia ocasional de la música estuviera provista de un esplen407
dor acústico cavernosamente reverberante si era posible, y las aventu ras pioneras de la grabación trataban de reproducir el sonido catedrali cio que los arquitectos de esa época intentaban capturar para la sala de conciertos, la catedral de la sinfonía. Los términos más íntimos de nues tra experiencia con las grabaciones nos vienen sugiriendo desde enton ces una acústica con una presencia directa e imparcial, con la que po demos vivir en nuestras casas en términos bastante informales. Aparentemente, también se espera que vivamos con ella en la sala de conciertos. Algunos de los eslabones más aireados de esa prodigiosa cadena de catástrofes de auditorio de la posguerra (el Philharmonic Hall del Lincoln Center, el Royal Festival Hall, etc.) no han hecho más que apropiarse de características del estudio de grabación concebidas para subrayar la recepción del micrófono, cuya especial virtud se convierte en detrimento en la sala de conciertos. Prueba de ello es que cuando se manda a casa al público y se acercan y ciñen los micrófonos alrededor del conjunto, la Philharmonie Hall —como muchos de estos rompecabe zas acústicos— puede albergar sesiones de grabación de un éxito sor prendente. Puede verse la magnitud del cambio que se ha producido a través de una comparación entre las grabaciones realizadas en Norteamérica y Eu ropa occidental y las originales de Centroeuropa y Europa del Este, don de —por razones económicas y geográficas—, las tradiciones de la asis tencia pública a los conciertos conservan un cachet social que en los ba rrios de ejecutivos de Norteamérica se ha trasladado hace tiempo a los timbres de la puerta dodecafónicos, el interfono en la guardería y el es téreo en el jacuzzi. Sólo hace falta comparar una reverberación conti nental típica como la que está presente en las grabaciones de Konwitschny desde Leipzig o (aunque contradice en cierto modo las hipóte sis geográficas de mi argumentación) en las de van Beinum desde el Concertgebouw con el sonido del Estudio 8H de los discos de Toscanini de finales de los treinta y cuarenta o con los balances del Severance Hall en las recientes grabaciones para Epie de George Szell para apreciar las modificaciones que puede imponer incluso al ordenancista más resuelto la actitud norteamericana hacia la grabación. Puede hallarse una comparación más precisa entre los discos reali zados por Herbert von Karajan con la Orquesta Filarmónica en Londres para EMI-Ángel y las grabaciones del mismo maestro para la DGG en Berlín. Cualquiera de estos últimos (estoy pensando en algo como la in terpretación de 1959 de Ein Heldenleben con unos metales distantes y unos timbales casi inaudibles) sugiere un equipo de producción decidido 408
a ofrecer al oyente la evocación de una experiencia de concierto. Las grabaciones de EMI, por otra parte, dan a Karajan una acústica que, aun que difícilmente de cámara, al menos se adhiere a esa filosofía de la gra bación que admite la inutilidad de emular las sonoridades de la sala de conciertos con una limitación deliberada de las técnicas de estudio. Pueden hallarse más pruebas de este curioso anacronismo en algu nos de los recitales grabados por Sviatoslav Richter en Europa del Este, de los cuales la magnífica interpretación de los Cuadros de una exposi ción, de Mussorgsky, grabada en Sofía, Bulgaria, constituye un buen ejemplo. He aquí a un gran artista con una incomparable interpretación transcrita por técnicos resueltos a que sus micrófonos no amplifiquen, disequen ni se entromentan en modo alguno en la ocasión que se va a preservar. La ejecución soberbiamente lúcida de Richter es saboteada por alguna disposición obsequiosa de los micrófonos que nos permite, en el mejor de los casos, una semireprimenda de la parte más alta del gallinero. A diferencia de sus colegas en Norteamérica, que son cons cientes de servir a un público que, en su mayor parte, ha descubierto la música a través de las grabaciones y que juzgan su propia presencia en la cabina algo crucial para el éxito del producto final, el equipo de pro ducción de Sofía, entre los bastidores de algún palacio de atracciones mu nicipal, no hicieron tales reivindicaciones para la autonomía de su tra bajo. Sólo trataron de realizarlo como un discreto cumplido de la actua ción de Richter. El sonido norteamericano y europeo occidental procura conseguir un detalle analítico que elude el desplazamiento centroeuropeo. En virtud de este sonido occidentalizado, la grabación ha desarrollado sus propias convenciones, que no siempre se ajustan a las tradiciones derivadas de las limitaciones acústicas de la sala de conciertos. Por ejemplo, hemos llegado a esperar una Brunilda, dotada de amplificación así como de am plitud, que puede superar sin lucha el diapasón aterciopelado de la or questa wagneriana; a insistir que un proyector móvil siga la senda afi ligranada de un cello solista en la ejecución de un concierto —exigen cias que se oponen a las posibilidades acústicas de la sala de conciertos o el teatro de ópera. La capacidad analítica de los micrófonos ha explo tado circunstancias psicológicas implícitas en el diálogo del concierto, cuando no dentro de la capacidad del propio instrumento solista, y el ci clo del «Anillo» producido por un maestro como John Culshaw para Decca/Londres logra una unidad más eficaz entre intensidad de acción y des plazamiento de sonido que la que podría conseguir la mejor de todas las temporadas de Bayreuth.
Otro artículo que habría que añadir a nuestro catálogo de entusias mos contemporáneos es la sorprendente reaparición en los últimos años de músicas de épocas preclásicas. Dado que las técnicas de grabación de Norteamérica y Europa occidental están concebidas para un público que escucha en la mayoría de las ocasiones en su casa, no sorprende que la creación de un archivo de grabaciones haya subrayado las áreas empa rentadas históricamente con una tradición de Hausmusik y haya sido responsable de la triunfante restauración de formas barrocas en los años transcurridos a partir de la II Guerra Mundial. Este repertorio —con sus extravagancias contrapuntísticas, sus equilibrios de antífona, su adopción de instrumentos que resoplan y resuellan y hablan directa mente ante un micrófono— estaba hecho para el estéreo. Ese prodigioso catálogo de cantatas y concerto grossos, fugas y partitas ha dotado al entusiasmo neobarroco de nuestra época de un alma de experiencia mu sical. Cierta parte de esta música ha conseguido después volver a en trar en la sala de conciertos y captar de nuevo la atención de la audien cia pública —aunque a veces a través de un esfuerzo musicológico con siderable. Jay Hoffman, de Nueva York, quizá el último empresario de conciertos que merece de verdad llevar ese título otrora glorioso, ofreció a su audiencia en veladas consecutivas durante la semana de Navidad de 1964 versiones comparativas del Mesías según G.F. Haendel y otros editores. Pero esta exactitud erudita ha surgido en virtud de una biblio teca grabada que hace posible que se estudien estas obras en gran nú mero, en gran intimidad y en una acústica que les sienta como el pro verbial anillo al dedo. Desde un punto de vista musicológico, el esfuerzo de la industria de la grabación a favor de la música del Renacimiento y del pre-Renacimiento tiene un valor aún mayor. Por primera vez, el musicólogo y no el intérprete se ha convertido en la figura clave a la hora de realizar este repertorio no grabado; y en lugar de ejecuciones en concierto espo rádicas y, la mitad de las veces, históricamente inexactas de una misa de Palestrina o una canción de Josquin, o cualquier cosa que antes se considerase abordable y no demasiado ofensivamente pretonal, los ar chiveros dé la grabación han documentado una nueva perspectiva para la historia de la música. El intérprete es inevitablemente sensible al estímulo de este reper torio inexplorado. También se ha visto alentado por la naturaleza de las técnicas de estudio a apropiarse de características que normalmente, du rante uno o dos siglos, estuvieron fuera del alcance de su coto privado. Su contacto con el repertorio que graba es a menudo resultado de un 410
intenso análisis a partir del cual elabora una interpretación de la com posición. Es probable que durante el resto de su vida nunca vuelva a es tudiar o entrar en contacto con esa obra en concreto. En el curso de toda una vida pasada en el estudio de grabación, se enfrentará necesa riamente a un repertorio más amplio del que posiblemente le correspon dería en la sala de conciertos. El actual enfoque de archivo histórico de muchas compañías de grabación exige un examen completo de las obras de determinado compositor, y se espera de los intérpretes que empren dan producciones de enorme alcance que estarían inclinados a evitar en la sala de conciertos y, en muchos casos, que investignen un repertorio económico o acústicamente inadecuado para la audición pública —las obras completas para piano de Mozart que emprendió Walter Gieseking para Ángel, por ejemplo. Pero lo más importante de todo es que la responsabilidad que con fiere un archivo histórico hace posible que el intérprete entable contac to con una obra de un modo muy parecido a la relación del propio com positor con ella. Le permite enfrentarse a una pieza particular de músi ca y analizarla y examinarla detenidamente de una forma más exhaus tiva, convertirla en parte vital de su vida durante un período relativa mente breve, y después pasar a algún otro reto y a la satisfacción de al guna otra curiosidad. Una labor de este tipo no le enfrentará más con un reto diario. Su análisis de la composición no se verá distorsionado por la sobreexposición, ni su ejecución sobrecargada de «sutilezas» in terpretativas encaminadas a granjearse el favor de los pisos superiores del anfiteatro, como sucede casi inevitablemente con la pieza tocada en exceso del repertorio de concierto. Puede que estas ocupaciones de archivo, especialmente cuando afec tan al cultivo de una literatura anterior, se encomienden tanto al intér prete como a su público como un medio de evitar algunos de los proble mas inherentes a la música de nuestra propia época. A veces uno se in clina a sospechar que un fenómeno como la recuperación del barroco ofrece un refugio para los que se consideran desplazados en el mundo frenéticamente cambiante de la música moderna. No cabe duda de que las tradiciones interpretativas propias a esas áreas de repertorio revivi das por el micrófono han tenido una enorme influencia en la forma en que se ejecutan ciertos tipos de repertorio contemporáneo y han engen drado, de hecho, una generación de intérpretes cuyas inclinaciones in terpretativas responden a las exigencias especiales del micrófono. Las grabaciones de Robert Craft, esas prodigiosas empresas en nom 411
bre de la trinidad vienesa compuesta por Schoenberg, Berg y Webern —por no mencionar a Don Carlo Gesualdo— nos dicen bastante de la forma en que las interpretaciones preparadas teniendo en cuenta el mi crófono pueden verse influidas por consideraciones tecnológicas. Para Craft, el cronómetro y el empalme de la cinta son herramientas de su oficio, además de objetos de esa inspiración para la que una generación anterior de batutas encontraron un desahogo en la capa de la ópera y las rabietas. Resulta instructiva una comparación entre las lecturas de Craft de los estudios orquestales a gran escala de Schoenberg, especial mente los primeros ensayos posrománticos como Verklärte Nacht o Pelleas und Melisande, con las interpretaciones de maestros más venera bles —el Pelleas brillantemente romántico de Winfried Zillig de 1949, por ejemplo—. Craft aplica un cincel de escultor a estos vastos complejos orquesta les del Schoenberg juvenil y les da una serie determinada de mesetas sobre las cuales operar —algo muy barroco—. Parece pensar que su au diencia —sentada en casa, arrimada al altavoz— está dispuesta a per mitirle que analice exhaustivamente esta música y la presente desde el punto de vista conceptual fuertemente sesgado que hacen factible las cir cunstancias privadas y concentradas de su escucha. La interpretación de Craft, así pues, es todo dirección de potencia y frenos a presión. Fren te a ella, en la lectura que hace Zillig de Pelleas (en un disco CapitolTelefunken ya retirado del mercado), la aplicación pausada de rubatos, la sensual vaguedad con que da brillo a la interpretación como preocu pado de que la claridad pueda ser enemiga del misterio, señalan clara mente el hecho de que su interpretación procedía de una experiencia de concierto en la que estas características interpretativas eran compensa ciones intuitivas de un dilema acústico. El ejemplo da paso a una cuestión más amplia a la que nos enfren tan las técnicas del estudio de grabación, y he decidido deliberadamente ilustrarlo con un ejemplo del área del repertorio del siglo xx menos in trínseco al medio. Si la disección analítica de Craft de este repertorio es adecuada o no, si quedan o no virtudes positivas a la presentación del viajero del romántico tardío en la sala de conciertos, no es la auténtica cuestión. Debemos estar dispuestos a aceptar el hecho de que, para bien o para mal, la grabación alterará para siempre nuestras nociones sobre lo que es apropiado a la interpretación de la música. De todas las técnicas típicas de la grabación en estudio, ninguna ha sido objeto de tanta polémica como el empalme. Con la debida conside 412
ración al fenómeno no tan inusual de una grabación compuesta de to mas únicas de movimientos de sonatas o sinfonías, la inmensa mayoría de las grabaciones hoy día están compuestas de una colección de seg mentos de cinta de duración diversa a partir de un veinteavo de segun do. De un modo superficial, el propósito del empalme es rectificar erro res de la interpretación. A través de su uso, la frase díscola, la corchea insegura pueden, salvo cuando lo prohíba la resonancia o circunstan cias similares de desequilibrio acústico, ser remediadas por repeticiones minuciosas del momento ofensivo o del segmento del empalme del que forma parte. El lobby antigrabación proclama que el empalme es una téc nica fraudulenta y deshumanizadora que elimina supuestamente esas condiciones de azar y accidente en las que, cabe admitir con seguridad, se fundan algunas de las tradiciones más insípidas de la música occi dental. Los miembros del lobby afirman también que el empalme común sabotea cierta concepción arquitectónica unificada que presuponen po see el intérprete. En mi opinión, hay dos hechos que cuestionan estas objeciones. El primero es que muchas de las supuestas virtudes de la «concepción uni ficada» del intérprete tienen que ver con algo tan poco intrínsecamente musical como la psicología de «pies para qué os quiero» y de «jugarse el todo por el todo» construida a través de décadas de exposición a la loggione de Parma y similares. La revista inglesa Records and Recordings citaba hace poco a Claudio Arrau en el sentido de que no autorizaría la edición de discos derivados de una interpretación en vivo dado que, en su opinión, las audiciones públicas provocan estratagemas que, habien do sido concebidas para cumplir requisitos acústicos y psicológicos de la situación de concierto, son irritantes y antiarquitectónicas cuando se las somete a reiteradas reproducciones. El segundo hecho es que nadie puede empalmar nunca el estilo; sólo se pueden empalmar segmentos re lativos a una convicción sobre el estilo. Y se llegue a dicha convicción antes o después de la grabación (otro de los lujos de la grabación que trascienden el tiempo: la reconsideración a posteriori de la interpreta ción), lo que importa es su existencia, no los medios con los que se lleva a cabo. Una reciente experiencia personal quizá ilustre una convicción in terpretativa obtenida después de la grabación. Hace un año o así, cuan do grababa las últimas fugas del Libro I de El clave bien temperado, lle gué a uno de los famosos recorridos de obstáculos contrapuntísticos de Bach: la fuga en La menor. Esta fuga es una estructura más difícil aún de realizar en el piano que la mayoría de las fugas de Bach, porque está 413
compuesta de cuatro intensas voces que ocupan resueltamente un re gistro en las octavas centrales del teclado: el área del instrumento en el que resulta más difícil de establecer un movimiento de las voces real mente independiente. En el proceso de la grabación de esta fuga inten tamos ocho tomas, de las que dos fueron consideradas, en ese momento, y según las notas del productor, satisfactorias. Ambas, las números 6 y 8, eran tomas completas que no exigían la inserción de un empalme --lo cual no era en modo alguno un éxito especial, dado que la duración de la fuga es de apenas algo más de dos minutos—. Unas semanas des pués, sin embargo, cuando se examinaban los resultados de esta graba ción en una cabina de edición y tras poner varias veces las tomas 6 y 8 en rápida alternancia, quedó claro que ambas tenían un defecto que ha bía pasado totalmente inadvertido en el estudio: ambas eran monótonas. Cada toma había utilizado un estilo diferente de dibujo de la frase al ocuparse del sujeto de treinta y una notas de esta fuga —una licencia totalmente coherente con las libertades improvisatorias del estilo barro co—, La toma 6 lo había tratado con un solemne legato, de una forma más bien pomposa, mientras que en la toma 8, el sujeto de la fuga se conformaba en un estilo predominantemente staccato que daba una im presión general de frivolidad. Ahora bien, la fuga en La menor es dada a concentraciones de strettos y otros ardides para una imitación muy próxima, de tal forma que el tratamiento del sujeto condiciona la atmós fera de toda la fuga. Tras una reflexión más juiciosa, se acordó que no se podía permitir que la severidad teutónica de la toma 6 ni la alegría injustificada de la toma 8 representaran nuestras mejores ideas sobreestá fuga. En este punto, alguien observó que, a pesar de la amplias diferen cias de carácter entre las dos tomas, éstas estaban ejecutadas en un tem po casi idéntico (una circunstancia bastante inusual, desde luego, dado que el tempo predominante es casi siempre resultado del dibujo de la fra se), y se decidió convertirlo en una ventaja creando una interpretación compuesta alternativamente de las tomas 6 y 8. Una vez tomada esta decisión, fue sencillo darle curso. Era evidente que la postura algo imperiosa de la toma 6 era totalmente apropiada para la exposición inicial, así como para las declaraciones finales de la fuga, mientras que el carácter más efervescente de la toma 8 era un ali vio bien recibido en las modulaciones episódicas que ocupan la parte cen tral de la fuga. Y así, se hicieron dos empalmes rudimentarios, uno que salta de la toma 6 a la toma 8 en el compás 14 y otro que, al volver a La menor (he olvidado en qué compás, pero les invito a buscarlo) vuelve tam bién a la toma 6. Lo que se había alcanzado era una interpretación de 414
esta fuga en concreto muy superior a cualquier cosa que podíamos ha ber hecho en aquel momento en el estudio. Desde luego, no hay razón por la cual no pudiera haberse aplicado al sujeto de esta fuga esta di versidad de estilos de arcadas como parte de una concepción regulada a priori. Pero es poco probable que la necesidad de esta diversidad queda ra patente durante la sesión de estudio, igual que es improbable que se le ocurra a un intérprete que trabaje en condiciones de concierto. Apro vechando las ideas a posteriori tras la grabación, sin embargo, se pue den trascender con gran frecuencia las limitaciones que la ejecución im pone a la imaginación. Cuando el intérprete hace uso de esta decisión editorial postejecu ción, su papel deja de estar compartimentado. En su búsqueda de la per fección, deja de lado los peligros y compromisos de su oficio. Como in térprete, como intermediario que sirve tanto al público como al compo sitor, el ejecutante siempre ha sido, después de todo, alguien con un co nocimiento especializado de la plasmación o realización de símbolos so noros en notas. Resulta, entonces, perfectamente coherente con esta ex periencia el que deba asumir parte de un papel editorial. Sin embargo, es inevitable que las funciones del ejecutante y las del editor de la cinta empiecen a coincidir parcialmente. En efecto, respecto de las decisiones como la adoptada en el caso arriba citado de la fuga en La menor, el oyen te no podría establecer en qué punto la autoridad del ejecutante dio paso a la del productor y a la del editor, del mismo modo que incluso el afi cionado al cine más atento nunca puede estar seguro de si una secuen cia concreta de planos procede de circunstancias provocadas por la in terpretación del actor, de las exigencias de la sala de montaje o de un plan a priori del director. Es inevitable que el juicio del ejecutante ya no determine sólo el resultado musical; sin embargo, ello se ve más que compensado por la abrumadora sensación de poder que le proporciona el control de la edición. Las características enumeradas en nuestro inventario representan el pasado en términos aparentemente apropiados a la era de la electró nica. Pese a que reúnen, de por sí, una lista impresionante de convic ciones de hoy día sobre la forma en que hay que interpretar la música, no sugieren, salvo por implicación, una dirección que deba seguir la gra bación. Es totalmente probable que estas preferencias engendradas por la reproducción fonográfica —claridad de definición, disección analítica a través de micrófonos, universalidad del repertorio, etc.— determinen en gran medida el tipo de sonido con el que querremos estén dotadas nuestras experiencias musicales. Es menos probable que la industria dis415
cográfica se ocupe siempre fundamentalmente de una representación de archivo del pasado, con independencia del esmero con que esté embal samado, pero durante gran parte del futuro habrá algún aspecto de la actividad de la industria que se dedique a comercializar las famosas obras maestras que forman nuestra tradición musical. Antes de exami nar las ramificaciones mayores para el futuro de la grabación, me gus taría considerar aquí algunas de las audaces tendencias argumentati vas que critican eternamente la influencia de la grabación en piezas ha bituales del repertorio y en la jerarquía de la profesión musical. Estos argumentos a veces coinciden parcialmente entre sí, y puede resultar bastante difícil detectar el área de protesta del que se ocupa cada uno. Sin embargo, bajo un encabezamiento general de «idealismo humanitario», se podrían enumerar tres subespecies diferenciables que cabe resumir de la siguiente forma: 1) Un argumento a favor de la mo ralidad estética: Elizabeth Schwarzkopf adjunta la desaparición de un Do alto a una cinta de Tristán que por lo demás incluye a Kirsten Flags tad, y los puristas indignados, para quienes la música es el último de porte sangriento, la abuchean, furiosos de verse privados de una muer te. 2) Orientación visual frente a orientación acústica: una doctrina que alaba la existencia de una comunicación mística entre el intérprete de un concierto y el público (apenas se menciona al compositor). Hay una pretensión, vagamente científica en este argumento, y sus defensores son dados a pronunciamientos sobre la acústica «natural» y fenómenos conexos. 3) Automatización: una cruzada que los líderes de los sindica tos musicales comparten actualmente con los cajistas y que afirman con el elegante desdén que sienten los bomberos contratados en virtud de un Plan General de Empleo por la locomotora Diesel. En medio de una proliferación de sonido grabado que borra prácticamente las pautas de escucha anteriores, la Federación Americana de Músicos fomenta este provocador lema: «La música en vivo es mejor» —un juicio que tiene la validez de un adhesivo «Gane con Willkie» en el parabrisas de un LaSa lle del 39 bien conservado. Como ya se ha señalado, estos argumentos tienden a coincidir par cialmente y a menudo se unen en la celebración de ocasiones que ofre cen la oportunidad de una acción de resistencia desde la retaguardia. De estas ocasiones, ninguna ha resultado más útil que el reciente to rrente de interpretaciones «en vivo» grabadas, acontecimientos a caba llo entre dos mundos y que no están en su elemento en ninguno. Estos acontecimientos afirman el ideal humanista de la interpretación; evitan (¡así nos lo han contado!) los empalmes y otras aventuras mecánicas y, 416
por tanto, son resueltamente «morales»; logran por lo general suprimir un número suficiente de acordes pianissimo con una epidemia de bron quitis desde el público para anunciar su «viveza» y confirmar la fe de lo heroicamente no automático. Tienen otra función más que constituyente, de hecho, la esencia de su atractivo para los que venden al descubierto: ofrecen documentación relativa a una fecha específica. Son representadas para siempre como ocasiones sin duda alguna de y para su época. Desdeñan ese escurridizo objetivo de trascender el tiempo siempre inherente a la realización de la música grabada. Para siempre, pueden ser examinadas, criticadas o alabadas como documentos ubicados con seguridad en el tiempo, y so bre los cuales, debido a esa seguridad, se dispone al instante de una gran cantidad de información y, en cierto sentido, de una relación emocional. Respecto del fallecido artesano holandés que, tras anhelar encargarse del manto de Vermeer, fue martirizado debido a su falta de disposición a vivir por la hipocresía de este argumento, pienso en esta cuarta cir cunstancia —esta cuestión de la fecha histórica— como el síndrome Van Meegeren. Hans van Meegeren fue un falsificador y un artesano que ocupa des de hace tiempo un puesto destacado en mi lista de héroes particulares. De hecho, me atrevería a afirmar que el magnífico juego de moralidad que fue su tormento resume perfectamente el enfrentamiento de los va lores de identidad y responsabilidad personal en la autoría que ha acep tado hasta hace poco el arte posrenacentista y los valores pluralistas que mantienen las formas electrónicas. En los años treinta, Van Mee geren decidió dedicarse a estudiar las técnicas de Vermeer y —por ra zones que sin duda tienen más que ver con un realce de su ego que con la avidez de florines— distribuyó las obras así logradas como obras maes tras auténticas, si bien largo tiempo perdidas. Su éxito en la preguerra fue tan alentador que durante la ocupación alemana siguió rápidamente con ventas destinadas a coleccionistas particulares del Tercer Reich. Con la llegada del Día V, fue acusado de colaboración, así como de res ponsabilidad en la liquidación de tesoros nacionales. En su defensa, Van Meegeren confesó que estos tesoros no eran más que invención suya y, por los patrones que aplica este mundo, carecían totalmente de valor —una confesión que enfureció tanto a los críticos e historiadores que au tentificaron su colección en primer lugar, que fue acusado de nuevo, esta vez de falsificación, y, algún tiempo después, falleció en prisión. La determinación del valor de una obra de arte según la información disponible sobre ella es la forma más delictiva de valoración estética. 417
En efecto, se esfuerza por evitar la valoración a partir de una base dis tinta de la preparada por valoraciones anteriores. En el momento en que esta tiranía de la valoración se enfrenta con pruebas cronológicas confusas, en el momento en que se le niega un puesto histórico pre determinado en el que encerrar el objeto de su análisis, se hace inser vible y sus defensores se ponen histéricos. El furor con que se acogió el testimonio contradictorio de Van Meegeren, sus papeles alterna tivos de héroe y villano, erudito e impostor, demostraron de forma decisiva hasta qué punto lo que estaba en juego era una respuesta estética. Hace algunos meses, en un artículo publicado en el Saturday Review2, aventuraba la hipótesis de que la delincuencia manifestada por este tipo de evaluación podía demostrarse si uno se imaginase la respuesta críti ca a una improvisación que, a través de su estilo y estructura, sugiriera que podía haber sido compuesta por Joseph Haydn. (Supongamos que está hecha con brillantez y es muy admirablemente haydnesca.) Suge ría que si se inventara una pieza de este tipo, su valor estaría a la par —es decir, valdría lo que valiera Haydn— sólo si había alguna argucia en su presentación, suficiente a menos para convencer al oyente de que era, en efecto, de Haydn. Si, no obstante, se sugiriera que aunque re cordaba mucho a Haydn era, por el contrario, una obra de juventud de Mendelssohn, su valor disminuiría; y si se decidiera atribuirla a una su cesión de autores, cada uno de ellos más cercano al presente, entonces —con independencia de su talento o significación histórica—, los méri tos de la misma piececilla disminuirían con cada nueva identificación. Si, por otra parte, se sugiriera que esta obra fruto de la casualidad, del accidente, del aquí y ahora, no era de Haydn sino de un maestro que vi vió una o dos generacioes antes de la época de éste (Vivaldi, quizá), esta obra se convertiría entonces —por la fuerza de esa osada, de esa previ sora, de esa futurista anticipación— en un hito de la composición mu sical. Y todo esto no sucedería más que porque nunca hemos estado real mente preparados para adjudicar la música per se. Nuestro sentido de la historia está preso de un método analítico que busca momentos ais lados de agitación estilística —puntos fundamentales de evolución idiomática— y nuestros juicios de valor se basan en gran medida en el gra do hasta el cual podemos asegurarnos de que un artista particular par ticipó en o, mejor aún, anticipó la agitación más próxima. Confundien 2 Véase pág. 125 («Strauss y el futuro electrónico»).
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do evolución con éxito, nos cegamos ante esos valores no explícitos en una analogía con metamorfosis de estilo. El síndrome Van Meegeren viene totalmente al caso en nuestro tema porque los argumentos en contra de las perspectivas de la grabación se construyen sobre criterios idénticos. Dependen, en su mayor parte, de una confirmación similar de datos históricos. Privado de esta confirma ción, su sistema de evaluación es incapaz de funcionar; está en un mar de confusiones, abandonado en medio de los escombros insalvables de la evidencia y vira buscando un punto de orientación. Cuando lo que está en litigio son las grabaciones, no resulta fácil hallar este punto. La tendencia de los medios de comunicación electrónicos es la de extraer su contenido de la época histórica. En el momento en que podemos obli gar a una obra de arte a someterse a nuestra noción de lo que era ade cuado a su cronología, podemos atribuirle, arbitrariamente si es nece sario, un fondo contra el cual puede ser representada en nuestro análi sis. La mayoría de los análisis estéticos se limitan a la descripción del fondo y evitan la manipulación en primer plano del objeto que se ana liza. Y este hecho por sí solo, descartando la frívola propaganda de las maquinarias de relaciones públicas, explica el respaldo al acto público grabado. Indirectamente, el objeto real de este respaldo es un sistema desesperadamente anticuado de análisis estético, un sistema incapaz de una contribución en la era de la electrónica, pero el único sistema para el que están preparados la mayoría de los portavoces de las artes. Las grabaciones realizadas en un estudio se resisten a una confirma ción de tales criterios. Aquí, la época es un factor escurridizo. Aunque unas cuantas compañías inscriben solemnemente la fecha de las sesio nes de estudio en cada paquete grabado, y aunque el material publicado por la mayoría de las grandes compañías puede, salvo quizá en el caso de reediciones, ser relacionado con un número de publicación que suge rirá al aficionado una fecha aproximada, es posible que la música escu chada en esa grabación haya sido obtenida en sesiones celebradas en se manas, meses o incluso años distintos. Esas sesiones pueden haberse ce lebrado con facilidad en diferentes ciudades, diferentes países, haber sido grabadas con equipos diferentes y diferente personal técnico, y podrían ser de intérpretes cuyas actitudes ante el repertorio en cuestión se ha yan metamorfoseado espectacularmente entre la grabación de la prime ra nota y la última. Un producto de este tipo podría plantear actualmen te problemas contractuales insuperables, pero su complicada gestación sería totalmente coherente con la naturaleza del proceso de la grabación. También sería coherente con esa evolución del músico intérprete que 419
necesita la grabación. Cuando los privilegios otrora sacrosantos del in térprete se fusionan con las responsabilidades del editor de la cinta y el compositor, el síndrome Van Meegeren deja de ser citado como acusa ción, convirtiéndose, por el contrario, en una descripción totalmente apropiada de las circunstancias estéticas de nuestro tiempo. El papel del falsificador, del fabricante desconocido de bienes no autentificados, es un símbolo de la cultura electrónica. Y cuando se rindan honores al fal sificador por su arte y se deje de insultarle por su codicia, las artes se habrán convertido en una parte verdaderamente integrante de nuestra civilización. Todos los artistas creativos afirman, cuando se les desafía, que no sienten más que desdén por la limitada visión de su actual audiencia, que la posteridad será su juez. Para los compositores, la grabación con vierte esta amenaza en una realidad, y si tienen alguna habilidad de eje cutante, asegura que la posteridad les juzgará no sólo por sus obras, sino por sus interpretaciones de esas obras. Desde el advenimiento del fonógrafo, sus empresarios están intrigados por la idea de dejar que los compositores hagan permanentes sus notaciones. En los comienzos, es tos esfuerzos llegaron a las dilettantes improvisaciones, frívolas y for tuitas, de la transcripción para el teclado por Gustav Mahler de extrac tos de su Des Knaben Wunderhorn. Una o dos décadas después, hicieron falta obras en la integridad de su duración para el catálogo, y Richard Strauss, por ejemplo, fue representado por una interpretación de su glo riosa suite de E l burgués gentilhombre de un espíritu tan desdeñosamen te indolente que ningún director interesado en la renovación de su con trato osaría seguir. En los últimos años, las políticas de archivo de varias de las mayo res compañías de discos las han impulsado a grabar las obras de algu nos de los compositores más distinguidos de hoy en interpretaciones que son, en todos los sentidos, competitivas con las ya incluidas en el catá logo. Uno piensa en las magníficas realizaciones de Benjamín Britten de sus principales partituras para Decca/Londres, interpretaciones que no muestran ningún indicio de esa subestimación que con tanta frecuencia se asocia con el compositor-ejecutante. En este país, Columbia Records está transcribiendo, desde hace una o dos décadas, las obras completas de Stravinsky con el compositor al timón. (Aaron Copland está incluso ahora embarcándose en un proyecto similar.) Los méritos de Stravinsky como director son motivo de controversia desde hace tiempo, pero a medida que progresa cada año con esta mo 420
numental tarea, se hâce más patente que su capacidad de propulsion rít mica, cinismo musical y timidez con los rubatos son características in terpretativas que llegan al fondo del Stravisnsky compositor. La cues tión, sin embargo, es hasta qué punto estos documentos auténticos in hibirán a directores futuros a la hora de dar rienda suelta a ese aspecto revelador de la interpretación con el que intentan descubrir nuevas fa cetas, o nuevas combinaciones de viejas facetas, en la obra de un com positor como Stravinsky. (¿Sería nuestra curiosidad algo más que aca démica si Schwann incluyera las sonatas para piano de Beethoven en interpretaciones del propio compositor?) Si se puede juzgar por los es fuerzos de stravinskyanos tan dispares como Bernstein y Karajan (éste, reñido con bastante falta de caridad por el compositor en la prensa por una edición reciente de lo que es sin duda la realización más imagina tiva y, en un sentido puramente compartimentado, «inspirada» de La Consagración), la influencia de estas grabaciones no puede ser conside rada todavía realmente decisiva. Por otra parte, puede que el Stravinsky de Stravinsky proporcione un andamiaje sobre el que los directores fu turos se sientan obligados a erigir sus propias interpretaciones de sus obras. Me gustaría pensar que los testamentos grabados del compositor son un primer paso muy distinto. Su influencia puede tener menos que ver con la inspiración o inhibición de generaciones futuras de intérpretes que con el no fomento de la tradición interpretativa independiente en sí. No hay, después de todo, ninguna razón por la que el ejecutante deba dedicarse exclusivamente en nuevas visitas al pasado, y el resurgimien to del intérprete-compositor podría ser el principio del fin de esa espe cialización posrenacentista en la que está notablemente implicada la mú sica tonal. Incluso cuando se examinan las obras del presente concebidas para fuerzas instrumentales convencionales es evidente que la reproducción electrónica ha tenido una influencia enorme (aunque quizá para ciertos compositores indirecta, si no subliminal). Paul Hindemith, por ejemplo, con su modernismo Bauhaus y su alegre estilo lineal, que a veces no su gieren ni siquiera un júbilo contrapuntístico prerrenacentista, fue un compositor cuyas obras eran, y son, algo «innato» para el micrófono. Mu chos otros compositores de inclinaciones conservadoras comparables han sido invitados a grabaciones de sus obras que han logrado balances manifiestos prácticamente inalcanzables en una sala de conciertos. (Un ejemplo obvio: la Petit Symphonie concertante de Frank Martin, que —con 421
sus solistas de arpa, clave y piano frente a un tutti de cuerdas— ofrece sonoridades que, una vez escuchadas en un disco tan espléndidamente construido como la interpretación para la DDG dirigida por Ferenc Fricsay, serán insatisfactorias para siempre ofrecidas en un concierto pú blico.) Con las obras que utilizan el equipo electrónico no sólo para su re producción sino también para facilitar el proceso de su composición se siente la realización de ciertas ideas dominantes manifiestas en los pro cedimientos compositivos del siglo xx. La música electrónica como arte infantil que está dando aún sus primeros e inciertos pasos entre la co modidad y la seguridad extendidas por aquellos de sus procedimientos paternos que imitan las sonoridades de instrumentos convencionales y el intrigante estímulo que ofrece posibilidades intrínsecas a los medios electrónicos a partir de los cuales se elaborarán eventualmente nuevas premisas compositivas. El profesor Marshal McLuhan, hombre de la teo ría de la comunicación del momento, ha observado: «El significado de ex periencia va típicamente una generación por detrás de la experiencia —el contenido de nuevas situaciones, tanto particulares como corpora tivas, es típicamente la situación anterior—, la primera etapa de la cul tura mecánica llegó a tener conciencia de valores y ocupaciones agra rias —la primera edad del plantador glorificó la caza— y la primera edad de la cultura electrónica (la época del telégrafo y del teléfono) glorificó la máquina como una forma de arte.» Quizá por este motivo, las parti turas electrónicas más aceptables son las que superponen texturas ins trumentales o vocales convencionales a fuentes de sonidos producidos electrónicamente —obras como la magnífica partitura de ballet de Hen ri Pousseur Electre—, La única desventaja temporal de estas obras de compromiso es que crean un clima de aceptación pública que fomenta la proliferación de veladas de recitales ejecutados por pelotones de alta voces formados estereofónicamente —exhibiciones organizadas por em presarios intransigentes convencidos de que cada auditorio es un San Marcos en potencia, con o sin un Gabrielli permanente—. La nueva au diencia de estos actos está tan alejada de una auténtica participación electrónica como lo estaban esos escépticos mirones de escaparate que a finales de los años cuarenta hacían cola para ver una demostración de un Milton Berle de diez pulgadas en glorioso blanco y negro. Sean cuales fueren las limitaciones actuales de la música electróni ca, sean cual fueren los estímulos de esa «respuesta» a través de la cual ha inspirado formas más convencionales de hacer música, muchos de sus métodos constructivos típicos han sido transferidos con facilidad no422
table a idiomas instrumentales y vocales convencionales. El diseño rei terado de la nota, con crescendos y diminuendos medidos; la compara ción dinámica entre exposiciones cercanas y lejanas de la misma confi guración; el ritardando o accelerando semimecánicos; por encima de todo, la posibilidad de una emisión y un ataque del sonido controlados —todos estos motivos han sido tomados en préstamo por los idiomas posWebern que tan decisivamente influyen en nuestra experiencia compo sitiva presente—. En efecto, la influencia de estas manifestaciones de rivadas de la electrónica es tan amplia que éstas aparecen en cualquier grupo de obras de compositores declaradamente hostiles a la música gra bada. Conscientemente o no, se emplean por la fascinación que estos ges tos, simbólicos de un proceso compositivo autocrático, tienen para el mú sico creativo. Hay que tener cuidado, sin embargo, en afirmar que «autocracia» en este sentido no sugiere necesariamente una autoridad de un solo obje tivo. Puede que el compositor, de hecho, deje de conservar ese espléndi do aislamiento que los primeros experimentos electrónicos le augura ban. Bien podría ocurrir que el efecto de la revisión editorial en la in terpretación engendre un tipo de técnico-intérprete cuyas realizaciones de la intención esquemática serán tan esenciales para la reputación de un compositor como en otras épocas lo era la devoción del virtuoso am bulante. «Autocracia», así pues, como descripción del proceso composi tivo en la era de la electrónica, puede sugerir sencillamente la posibili dad de que el compositor se vea implicado en alguna parte de cada pro cedimiento a través del cual su intención se haga explícita en el sonido. Uno de los primeros músicos que comprendió la importancia de la grabación para el proceso compositivo fue Arnold Schoenberg, quien, en un diálogo con Erwin Stein transcrito en 1928, observaba: «En la re transmisión radiofónica, un pequeño número de entidades sonoras es su ficiente para la expresión de todos los pensamientos artísticos; el gra mófono y los diversos instrumentos mecánicos están desarrollando so noridades tan claras que se podrán escribir piezas mucho menos instru mentadas para ellos.» Intencionadamente o no, la evolución del propio estilo de Schoenberg demuestra su comprensión del medio y sus impli caciones, y es difícil pensar en determinadas obras suyas, quizá espe cialmente en las de los primeros años de sus experimentos con la técni ca dodecafónica (la Serenade, Op. 24, o el septeto, Op. 29, por ejemplo), sin darse cuenta de lo inherentes que sus combinaciones instrumenta les, gloriosamente excéntricas, son a la disección orientable del micró fono. Y las teorías propugnadas por Schoenberg, como principal radical 423
de la música del siglo xx, se han hecho tan influyentes, tan parte del gesto musical contemporáneo, que, aprobadas o desdeñadas, han afec tado con su intenso análisis molecular a la música de las últimas dos generaciones tan profundamente como Sigmund Freud afecta a una psi cología en rústica de drugstore. Las teorías de Schoenberg, simplifican do escandalosamente, tienen que ver con atribuir significado a conexio nes musicales precisas, y se ocupan de relaciones que son en conjunto subterráneas y pueden ser proyectadas con una definición apropiada sólo a través de la intercesión de los medios de comunicación electrónicos. Del mismo modo que Schoenberg se esforzó en la regulación de la elección, otros compositores han decidido delegar los privilegios de la se lección. Ambos procedimientos, por muy divergentes que sean las inten ciones de sus patrocinadores, tienen en común una negación de esa con dición de ambigüedad compositiva que era la esencia del romanticismo de finales del siglo XIX. En la actualidad, en excursiones como la música aleatoria —ese triunfo de echar el muerto semiimprovisadoramente—, se ha renunciado aparentemente a estos privilegios en la adopción de de cisiones a favor del intérprete. Pero parece razonable sugerir que estos privilegios no tendrán que seguir siendo coto exclusivo de un intérpre te-editor; es muy posible que se deleguen directamente en el oyente. En efecto, sería temerario descartar en seguida la idea de que el oyente pue da convertirse, en última instancia, en su propio compositor. En el centro del debate tecnológico, así pues, está un nuevo tipo de oyente, un oyente que participa más en la experiencia musical. El sur gimiento de este fenómeno de mediados del siglo XX es el mayor logro de la industria discográfica. El oyente ya no es pasivamente analítico; es un cómplice cuyos gustos, preferencias e inclinaciones alteran peri féricamente incluso ahora las experiencias a las que presta su atención, y cuya participación más amplia espera el futuro del arte de la música. También es, desde luego, una amenaza, un usurpador de poder en potencia, un invitado no deseado en el banquete de las artes, alguien cuya presencia amenaza el orden jerárquico de la institución musical. ¿No es, entonces, inoportuno aventurar que este público participante po dría surgir sin instrucción de esa postura servil con la que rendía ho menaje a la estructura establecida del mundo del concierto y, de la no che a la mañana, asumir funciones para adoptar decisiones que compe tían hasta ahora a los especialistas? La palabra clave aquí es «público». Las experiencias a través de las cuales el oyente se enfrenta a la música transmitida electrónicamente 424
no entran en la esfera de lo público. Un práctico axioma aplicable a to das las experiencias en las que esté implicada la tranmisión electrónica puede expresarse en esa paradoja en la que la capacidad de obtener en teoría una audiencia en un número sin precedentes obtiene, de hecho, un número sin límite de audiciones privadas. Debido a las circunstan cias que define esta paradoja, el oyente puede dar rienda suelta a sus preferencias y, a través de las modificaciones electrónicas que confiere a la experiencia auditiva, impone su personalidad a la obra; al hacerlo, transforma esa obra, y su relación con ella, convirtiéndola de una expe riencia artística en una ambiental. Girar el dial es, en su forma limitada, un acto interpretativo. Hace cuarenta años, el oyente tenía la opción de darle a un interruptor que ponía «on» y «off». Hoy, la variedad de controles puestos a su disposi ción exige un juicio analítico. Y estos controles no son más que unos artilugios de regulación primitivos en comparación con las posibilidades participativas de que podrá disfrutar el oyente una vez que los aparatos de reproducción en el hogar se hayan apropiado de las actuales técnicas de laboratorio. Sería algo relativamente sencillo, por ejemplo, conceder al oyente op ciones para la edición de la cinta que pudiera ejercitar a discreción. En efecto, un paso importante en esta dirección bien podría derivarse de ese proceso mediante el cual ahora se puede disociar la ecuación veloci dad y tono y así (bien que con cierto deterioro de la calidad del sonido como desventaja actual) truncar segmentos de empalmes de interpreta ciones de la misma obra ejecutadas por diferentes artistas y grabadas a diferentes tempos. Digamos, por ejemplo, que usted disfruta de la inter pretación de Bruno Walter de la exposición y la recapitulación del pri mer movimiento de la Quinta Sinfonía de Beethoven, pero se inclina por el tratamiento que da Klemperer a la sección del desarrollo, que utiliza un tempo notablemente divergente. (A mí me gustan ambas interpreta ciones en su totalidad, pero hay gustos para todo.) Con la correlación velocidad-tono en suspenso, podrían cortar estos compases de la edición de Klemperer y empalmarlas en la interpretación de Walter sin que el procedimiento de empalme altere el tempo ni haga fluctuar el tono. Este proceso podría, en teoría, aplicarse sin límites a la reconstrucción de la interpretación musical. No hay, de hecho, nada que evite que un con noisseur consagrado actúe como su propio editor de cintas y, con estos aparatos, ejercite las predilecciones interpretativas que le permitirán crear su propia interpretación ideal. Resulta tentador especular sobre las innovaciones que este oyente 425
consciente del empalme exigirá de la práctica editorial de revistas como High Fidelity, cuyos críticos ya están estrictamente divididos cronológi camente y donde, por ejemplo, Nathan Broder se limita automáticamen te en sus encargos a material derivado del año 1756 (mayo a noviem bre). Es evidente que esta especificación horizontal tendrá que ser sus tituida por una política de críticas más progresiva —y quizá, a tenor de las posibilidades multicanal, más vertical—, en la que, al menos para obras más extensas, los redactores puedan decidir reemplazarse mutua mente estilo relevos, ocupándose Alfred Frankenstein de los empalmes en texturas cromáticas, especializándose Harris Goldsmith en problemas de resonancia de la percusión y Denis Stevens en proximidades de clímax coral. La prerrogativa del oyente respecto de los empalmes no es más que uno de los aspectos de esa mezcla editorial que fomenta la música gra bada. En términos de su yuxtaposición nada tímida de una miscelánea de idiomas, tendrá un efecto similar al que André Malraux —en sus Vo ces del silencio— atribuye a las reproducciones artísticas. Uno de los re sultados de esta permisividad estilística será una consideración más to lerante para los subproductos artísticos de las culturas, desde nuestro punto de vista occidental, cronológicamente «desincronizadas». La trans misión de acontecimientos y sonidos alrededor de nuestro planeta nos ha forzado a admitir que no hay una única tradición musical sino, por el contrario, muchas músicas, no todas las cuales están preocupadas —utilizando nuestra definición de la palabra— por la tradición. Uno piensa, por ejemplo, en Rusia, un país que —con su tardío des pertar a la tradición occidental europea— no ofreció hasta los últimos años del siglo xix un espléndido Shangri-La para los experimentos ar tísticos más extraordinarios. Éstos, que en modo alguno formaban par te de la corriente principal del pensamiento europeo occidental, eran los experimentos de una cultura que, por haber funcionado durante siglos desde un limbo seminacionalista en el que buscaba la inmunidad frente a las modas y modos de Occidente, estaba orientada hacia una secuen cia cronológica totalmente diferente. Tras perderse la aventura del Re nacimiento, el imperio de las Rusias encontró un sustituto de Renaci miento en las importaciones de esa «entente de culture» del siglo xvill; y desde entonces, vacila entre concertar una cita con las tradiciones del pensamiento occidental y abrigar la esperanza de una fidelidad a la me moria de su pasado. No cabe duda de que esas obras maestras desdeño samente originales de Mussorgsky —con su armonía deliberadamente 426
desgarbada, su implacable sencillez encubridora de una gran compleji dad, su desdén por las tentaciones mundanas del éxito de salón— son una confirmación implícita del mensaje de esa extraordinaria exhorta ción que hace el padre Zossima en Los hermanos Karamazov, obra que anticipa de una forma asombrosa la cultura electrónica: «Hay quienes mantienen que el mundo está cada vez más unido, cada vez más vincu lado en una comunidad fraternal a medida que supera la distancia y echa a volar ideas en el aire. ¡Ay!, no te fíes de esos lazos de unión.» A través de las transmisiones simultáneas, a través, en particular, de la radio y la televisión, el arte de un país así se convierte para los que estamos fuera en algo demasiado fácilmente accesible. Estos medios nos animan a recurrir a hacer comparaciones entre los subproductos de esta cultura y los derivados de nuestra orientación, muy diferente. Cuan do descubrimos que la expresión de esa cultura representa lo que, a nues tro parecer, son ideologías arcaicas, la condenamos como algo pasado de moda o estéril, o puritano, o poseedor de cualquier otra limitación de la que nosotros nos consideramos emancipados. Con la transmisión simul tánea, dejamos a un lado nuestra fascinación de turistas por los lugares distantes y exóticos y damos rienda suelta a la impaciencia por el re traso cronológico que muestran los nativos. Hasta este punto es alar mante el concepto del profesor McLuhan de «aldea global» —la simulta neidad de respuesta desde McMurdo Sound a Murmansk, desde Taiwan hasta Tacoma—; podría haber algún tipo en McMurdo, «desincronizado» y desconectado, revivificando el Do mayor como nunca soñó Mozart. Pero estas intrusiones sólo son propias de las tendencias de los me dios de comunicación que reproducen imágenes o sonidos de forma ins tantánea. Las grabaciones plantean reacciones psicológicas muy dife rentes y han de considerarse siempre teniendo en cuenta esta salvedad. Mientras que la recepción simultánea revela diferencias sobre una base actual, comparativa y, en efecto, competitiva, la conservación del soni do y la imagen hace posible la visión de archivo, la reflexión desapasio nada sobre la situación de una sociedad, la aceptación de un concepto cronológico de múltiples facetas. De hecho, las dos utilizaciones de la transmisión electrónica —para clarificar circunstancias presentes, lo que ocasionan la radio y la televisión, y para volver a examinar el pa sado en un futuro indefinido, lo que permite la grabación— sirven de antídoto mutuamente. El proceso de grabación, con su fomento de una visión histórica favorable «posterior al hecho» es el reabastecimiento in dispensable de esa tolerancia deteriorante ocasionada por la transmisión simultánea. Del mismo modo que la recepción simultánea tiende a pro 427
vocar comparaciones improductivas y fomenta el conformismo, la con servación y la reproducción de archivo fomenta el alejamiento y premi sas históricas inconformistas. En mi opinión, el más importante de los eslabones perdidos en la evo lución del oyente-consumidor-participante, así como el argumento más convincente a favor de la mezcla de estilos, ha de hallarse en la mani festación electrónica más denigrada: la música de fondo. Este fenómeno tan criticado y con frecuencia malinterpretado es el método más pro ductivo con el que la música contemporánea puede confiar sus objetivos a una sociedad oyente, consumidora, absorbedora de hilo musical. Inge niosamente disfrazada dentro de las suaves fórmulas a partir de las cua les se cuece aparentemente la música de fondo hay una enciclopedia de experiencia, una compilación exhaustiva de los clichés de la música pos renacentista. Más aún, este catálogo ofrece un índice de referencias que permite establecer relaciones entre diferentes manifestaciones estilísti cas con una elegante indiferencia por la distinción cronológica. En diez minutos de hilo musical de restaurante pueden encontrarse un residuo de Rachmaninoff o una ráfaga de Berlioz prosiguiendo sin estorbo a par tir de los posos de Debussy. En efecto, toda la música que ha existi do puede convertirse ahora en un fondo contra el cual el nuevo primer plano lo constituye el impulso de establecer relaciones oyente-lo que se ofrece. La amplitud de estilos de la mayor parte de la música de fondo ac tual ofrece una variedad de citas idiomáticas notablemente superior a la que puede hallarse en todas las ideologías dispares a las que se han adherido los músicos «serios» de los últimos tiempos. Para las imágenes comerciales en televisión o el hilo musical de un restaurante, el fondo puede limitarse a idiomas que, como mucho, se inspiran en los clichés del impresionismo. Por otra parte, los fondos musicales de muchos thri llers de la serie B que salen de Hollywood explotan idiomas avanzados (la partitura de Leonard Rosenman para Cobweb era una ramificación típica de un dodecafonismo schoenbergiano del último período). Como material de fondo, algunas partituras significativas encuentran la for ma de introducirse en la experiencia auditiva de unos oyentes que casi seguro las evitarían como música de concierto. Dichas partituras logran este objetivo, desde luego, al amparo de la neutralidad. En la composición de material de fondo es evidente que su éxito guarda una proporción inversa con la consciencia del oyente res pecto de él. Trata de armonizar con el mayor número de situaciones am bientales posibles y reducir al mínimo nuestra consciencia de su intru 428
sión y carácter; en efecto, sólo puede tener éxito mediante una suspen sión de los valores estéticos convencionales. Hay una correlación interesante entre la neutralidad de este vocabu lario de fondo —la discreción de su contribución— y el hecho de que la mayor parte de la música de fondo se transmite a través de grabacio nes. En realidad, hay dos facetas complementarias del mismo fenóme no. Al no depender la grabación, como el concierto, del estado de ánimo de una ocasión especial, sino basarse, por el contrario, en la relación que guarda con un conjunto general de circunstancias, explota en la mú sica de fondo las capacidades con las que ese fenómeno puede recurrir, sin estorbo, a una variedad increíble de referencias estilísticas, evocan do para el mundo contemporáneo referencias idiomáticas de épocas an teriores, situándolas en un contexto que, al recibir una participación subdividida, alcanzan una validez nueva. La música de fondo ha sido atacada desde numerosos frentes; por los europeos, como síntoma de la decadencia de la sociedad norteameri cana; por los norteamericanos, como producto del conformismo megalopolitano. De hecho, quizá sea aceptada a pie juntillas sólo en las socie dades en las no se encuentra ninguna tradición continuadora de la mú sica occidental. La música de fondo, desde luego, confirma todos los criterios polé micos con que determinan sus juicios los que se oponen a la tecnología musical. Carece de sentido de la fecha histórica —el hecho de que está producida en un estudio y la compota estilística de su sustancia musi cal impide que lo tenga; el personal implicado es casi siempre anónimo; en su fabricación interviene una gran cantidad de mezclas de pistas y otras hechicerías electrónicas—, de ahí que argumentos como los de la automatización, la moralidad estética y el síndrome Van Meegeren en cuentren en la música de fondo un blanco tentador. Este blanco, sin em bargo, protegido actualmente por consideraciones comerciales más que estéticos, es inmune a los ataques. Los que ven en la música de fondo un siniestro cumplimiento del orwelliano control del entorno suponen que es capaz de reclutar a todos los que están expuestos a ella como defensores de su vasto chiché. ¡Pero de eso se trata precisamente! Al poder infiltrarse en nuestras vidas des de muchos ángulos diferentes, el residuo de cliché de todos los idiomas empleados en el fondo se convierte en parte intuitiva de nuestro voca bulario musical. En consecuencia, para captar nuestra atención, cual quier experiencia musical debe tener una naturaleza totalmente excep cional. Y mientras tanto, a través de este ingenioso glosario, el oyente 429
logra una experiencia asociativa directa del vocabulario posrenacentis ta, algo que no podría ofrecerle ni siquiera el curso más inventivo de apreciación de la música. A medida que evoluciona este medio, a medida que se dispone de él en situaciones en que se fomentará la participación muy oportunamen te inmoderada del oyente, las venerables distinciones sobre la estructu ra de clases dentro de la jerarquía musical —distinciones que separa ban compositor e intérprete y oyente— irán quedándose anticuadas. ¿Contradice esto, pues, el hecho de que desde el Renacimiento la sepa ración de funciones (especialización) viene siendo el destino profesional y de que el estatuto medieval del músico, alguien que creaba e interpre taba su propio placer, haya sido suplantado desde entonces por nuestra orgía posrenacentista de sofisticación musical? Debo decir que estos dos conceptos no se contradicen necesariamente. Esta coincidencia parcial de responsabilidad profesional y profana en el proceso creativo sí tiende a producir una serie de circunstancias que sugieren, de forma superficial, la participación en gran medida unilate ral del mundo prerrenacentista. De hecho, es engañosamente fácil tra zar estos paralelismos, suponer que toda la aventura del Renacimiento y del mundo que éste creó fue un gigantesco error histórico. Pero no es tamos volviendo a una cultura medieval. Es peligroso exagerar la sim plificación para sugerir que, bajo la influencia de los medios de comuni cación electrónica, podríamos retroceder a un estado que evoque el mo nolito cultural prerrenacentista. La tecnología de formas electrónicas hace sumamente improbable que nos movamos en otra dirección distin ta de la de una intensidad y complejidad aún mayores; y el hecho de que una coincidencia participativa parcial esté desvergonzadamente impli cada en el proceso creativo no debe sugerir una disminución de la nece sidad de las técnicas especializadas. Lo que sucederá, por el contrario, es que proliferarán nuevas áreas de participación y que harán falta muchas más manos para lograr la eje cución de una experiencia ambiental particular. Debido a esta comple jidad, debido a que tantos niveles diferentes de participación se fusio narán, de hecho, en el resultado final, los conceptos de información in dividualizada que definen la naturaleza de la identidad y la autoría se rán mucho menos impresionantes. No es que esta reducción de identi dad se logre sin algún hostigamiento por parte de quienes se sienten ofendidos por sus repercusiones. Después de todo, ¿qué hacen las bate rías de los relaciones públicas, ejecutivos publicitarios y agentes de pren430
sa más que tratar de ofrecer una identificación para artista y productor en una sociedad en la que la duplicación está en todas partes y en la que la identidad en el sentido de información sobre el autor significa cada vez menos? Lo más esperanzador de este proceso —de la inevitable indiferencia por el factor identidad en la situación creativa— es que permitirá un cli ma en el que los datos biográficos y el supuesto cronológico ya no pue dan ser la piedra angular de los juicios sobre el arte en cuanto a su re lación con el entorno. En realidad, toda la cuestión de la individualidad en la situación creativa —el proceso a través del cual el acto creativo es resultado de, absorbe y re-forma la opinión individual— será objeto de un replanteamiento radical. Yo creo que el hecho de que la música desempeñe un papel tan am plio en la regulación de nuestro entorno sugiere su asunción en última instancia de un papel tan inmediato, tan utilitario, tan coloquial como el que desempeña actualmente el lenguaje en la conducta de nuestras vidas cotidianas. Para que la música logre una familiaridad compara ble, las implicaciones de sus estilos, sus hábitos, sus peculiaridades, sus trucos, sus estratagemas habituales, sus casos estadísticamente más fre cuentes —en otras palabras, sus clichés— deben ser familiares y reco nocibles para todo el mundo. Un reconocimiento multitudinario de lo que de cliché tiene un vocabulario no ha de sugerir que el nuestro se esté saturando de las mundanidades de esos clichés. No valoramos me nos las grandes obras de la literatura porque, como los hombres en la calle, hablan el lenguaje en el que resulta que están escritos. El hecho de que gran parte de nuestra conversación cotidiana tenga que ver con las tediosas familiaridades de la cortesía común, los aperitivos precep tivos de la conversación sobre el tiempo, etc., no amortigua por un mo mento nuestro aprecio de las potenciales glorias del lenguaje que usa mos. Por el contrario, lo agudiza. Nos proporciona un fondo contra el cual el primer plano que es el hábitat del artista imaginativo puede des tacar con un relieve mayor. En mi opinión, en la era de la electrónica, el arte de la música se convertirá en parte de nuestras vidas de una for ma mucho más viable, será para ellas mucho menos un adorno y, en con secuencia, las cambiará mucho más profundamente. Si estos cambios son lo bastante profundos, podríamos vernos obli gados en última instancia a redefinir la terminología con la que expre samos nuestros pensamientos sobre el arte. En efecto, podría ser cada vez más inadecuado aplicar a una descripción de situaciones ambienta les la palabra «arte» en sí, una palabra que, por muy venerable y hon 431
rada, está repleta necesariamente de connotaciones imprecisas, cuando no anticuadas. En el mejor de todos los mundos posibles, el arte sería innecesario. Su oferta de una terapia reconstituyente, apaciguadora, iría mendigan do un paciente; la especialización profesional que implica su fabricación sería atrevimiento; las generalidades de su aplicabilidad serían una afrenta. El público sería el artista y su vida sería el arte.
MÚSICA Y T E C N O L O G ÍA 1 Un domingo por la mañana de diciembre de 1950 me paseé por un estudio de radio de las dimensiones de un cuarto de estar, mis servicios puestos a disposición de un único micrófono que pertenecía a la Cana dian Broadcasting Corporation, y me dispuse a emitir «en vivo» (la cinta ya era una algo habitual en la industria discográfica, pero en aquellos días la emisión radiofónica aún observaba el síndrome desde-la-primera-nota-hasta-la-última-y-al-diablo-las-consecuencias de la sala de con ciertos) dos sonatas: una de Mozart y otra de Hindemith. Era mi prime ra emisión para una cadena de radio, pero no mi primer contacto con el micrófono; hacía varios años que me entregaba a experimentos en casa con grabadoras primitivas —atando con correas los micrófonos a la ta bla armónica de mi piano, lo mejor para mutilar las sonatas de Scarlat ti, por ejemplo, y sometiendo, por lo general, a ambos instrumentos a todos los ultrajes imaginativos que se me ocurrían. Pero la ocasión de la CBC, como ya he insinuado, fue memorable; no sólo porque hizo posible que me comunicara sin la presencia inmediata de una galería de testigos (aunque el hecho de que en la mayoría de las formas de emisión un micrófono situado a unos dos metros sea un sus tituto de una audiencia siempre ha sido, para mí, la más destacable de las atracciones del medio), sino más bien porque ese mismo día me re galaron un «acetato» blando, un disco que apenas reproducía las felici dades de la emisión en cuestión y que, aún hoy, un cuarto de siglo des pués, sigo cogiendo del estante en ocasiones para celebrar ese momento de mi vida en que capté por primera vez una vaga impresión de la di rección que iba a tomar; en que me di cuenta de que la sabiduría reu1 De Piano Quarterly, invierno 1974-75.
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nida de mis pares y mayores en el sentido de que la tecnología repre sentaba una intrusion comprometedora, deshumanizadora en el arte, era un absurdo; en que comenzó mi aventura amorosa con el micrófono. Sospecho, en efecto, que si tuviera que asignar una hora absoluta al momento del reconocimiento, esa hora guardaría relación con la ocasión en que, ese día, volviendo a escuchar el acetato por tercera o cuarta vez, descubrí que si daba un corte en los graves cada cien ciclos o así y un empujón hacia arriba de los agudos aproximadamente cada quinientos, el piano del estudio, lóbrego, pesado y con tendencias a los graves, con el que había tenido que lidiar ese mismo día, podía transformarse por arte de magia, al ser reproducido, en un instrumento aparentemente ca paz de las mismas perversiones sonoras a las que ya había introducido al maestro Scarlatti. «Un método plausible para Mozart», dirán ustedes, «pero totalmente inadecuado para Hindemith». Quizá; quizá no. Me resisto a defender el caso basándome en motivos musicales, ya que mis intenciones, desde luego, sólo eran musicales en lo secundario; en lo fundamental eran tea trales e ilusorios. Había convencido a la tecnología más primitiva para que patrocinara una insinuación de lo que no era; mi propia contribu ción como artista ya no era la única razón de ser del proyecto en cues tión, había dejado de ser un fait accompli. La tecnología se había situado entre el intento y la realización; la «caridad de la máquina», por citar al teólogo Jean Le Moyne, se había interpuesto entre «la fragilidad de la na turaleza y la visión del logro idealizado». «Una claridad notable, debe de haber sido un piano increíble», dirían los amigos. «Creedme, no os po déis hacer idea», respondería yo. Había aprendido la primera lección de tecnología; había aprendido a ser creativamente fraudulento. Permítanme que diga de inmediato que no admito ninguna contra dicción inherente en esos términos. La tecnología, en mi opinión, no es en lo fundamental una cinta transportadora para la difusión de la in formación; no es en lo fundamental un sistema de repetición instantá nea; no es en lo fundamental un banco de memoria en cuyos sótanos es tán depositados los logros y los defectos, los haberes creativos y déficit documentados del hombre. Es, desde luego, o puede ser, cualquiera de esas cosas, en caso necesario, y quizá me recuerden que «la cámara nun ca miente», a lo cual sólo puedo replicar: «Entonces hay que enseñar a la cámara inmediatamente.» La tecnología no debe, en mi opinión, ser tratada como un voyeur que no compromete ni está comprometido; hay que explotar su capacidad de disección, de análisis —por encima de todo, quizá, de idealización de una impresión—, y ningún área de las que afec433
ta actualmente manifiesta los conflictos filosóficos que preocupan a sus practicantes y teóricos desde hace tiempo mejor que los objetivos y téc nicas de la grabación. Creo en «la intrusión» de la tecnología porque, en esencia, esa intru sión impone al arte una noción de moralidad que trasciende la idea del propio arte. Y antes, como en el caso de la «moralidad», de que use al gunas palabras anticuadas más, permítanme explicar lo que quiero de cir con ésta. La moralidad, en mi opinión, nunca ha estado de parte de los carnívoros —al menos no lo estuvo mientras hubo estilos de vida al ternativos—. Y la evolución, que es en realidad el rechazo biológico de sistemas morales inadecuados —y, en concreto, la evolución del hombre en respuesta a su tecnología—, ha sido anticarnívora hasta el punto de que, paso a paso, ha hecho posible que el hombre actúe a distancias cada vez superiores, esté cada vez más aislado, de su respuesta animal a la confrontación. Una guerra, por ejemplo, entablada con misiles dirigidos por ordena dor es una guerra algo mejor, algo menos censurable que una librada con palos o lanzas. No mucho mejor, y sin duda más destructiva esta dísticamente, pero mejor hasta el punto, al menos, de que, si todo sigue igual, la respuesta suprarrenal de los participantes (mejor olvidemos a los espectadores o el razonamiento se derrumba) está menos comprome tida por ella. Bueno, Margaret Mead, si la interpreto correctamente, de saprueba ese factor de distancia, ese sentido de liberación de la limita ción biológica. Pero yo sí creo en él, y las grabaciones, aunque raramen te sean entendidas como tales, son una de las mejores metáforas que te nemos al respecto. Hace unos meses, por ejemplo, estaba escuchando las memorias ra diofónicas del muy distinguido y muy venerable director británico Sir Adrian Boult. En un momento dado, le preguntaron qué pensaba de la grabación, y Sir Adrian dijo, lo que era bastante previsible, algo en el sentido de que: «Bueno, desde luego, es legal hacerlas, especialmente para los que no pueden salir para ir a una sala de conciertos, pero nun ca sustituirán al concierto, ¿no? Siempre le digo a mi productor al prin cipio de la sesión: Mira, mi deber es sacar lo mejor que pueda de la or questa, y me esforzaré por hacerlo incluso si necesitamos dos o tres to mas. ¡Pero no quiero nada de parches! Eso es lo que los jóvenes como vosotros parecen pensar de estos tiempos, parches. Si la trompa se equi voca, bueno, mala suerte, oye, y si el tiempo lo permite, le dejaremos que lo intente otra vez. Pero no quiero que arreglen las verrugas con par ches, ¿entiendes?, porque debo mantener intacta la línea larga.» (Me 434
apresuro a añadir que no tengo la transcripción de las palabras de Sir Adrian a mano, pero la paráfrasis es todo lo segura que la memoria pue de permitir.) En cualquier caso, la actitud de Sir Adrian hacia los «parches» —lo que a este lado del océano llamamos «editar» o «empalmar»— y hacia la tecnología de la grabación en general representa uno de los sectores más inquebrantables del vacío generacional. Está equivocado, desde luego: los empalmes no perjudican las líneas. Los buenos empalmes constru yen buenas líneas, y no debe importar mucho si se usa un empalme cada dos segundos o ninguno durante una hora siempre que el resultado pa rezca un todo coherente. Después de todo, si alguien se compra un coche nuevo, no importa cuántos obreros de la cadena de montaje participan en su producción. Cuantos más, mejor, en realidad, siempre que puedan contribuir a garantizar la seguridad de su funcionamiento. Pero lo que de verdad molesta a Sir Adrian, sospecho, es que al di vidir el empalme los elementos de un problema concreto, trasciende las ansiedades físicas, los retos coordinativos que representa ese problema. Parece excluir la posibilidad de que el hombre sin ayuda es el mejor de fensor de sí mismo —la suposición más injustificada de la era posrena centista— y ser, por esa razón, algo antihumano. Desde luego, tendemos con mucha frecuencia a confundir sentido de humanidad con la forma en que se resuelven tradicionalmente las preo cupaciones humanas. Tradicionalmente, éstas son resueltas por momen tos individuales de iluminación, de visión, y es esa fe casi mística en la omnipotencia del momento iluminado, en el reto superado con honor, lo que hace que la gente de la generación de Sir Adrian desconfíe de la tec nología de la grabación. Ya he hablado del vacío generacional, pero hay también un vacío geo gráfico. Cuando más al Este vaya uno, más probable es encontrarse gra baciones que en realidad son conciertos grabados. Desde luego, si se va lo bastante al Este, se llega a Japón, y en ese país, que no tiene una tra dición occidentalizada de sala de conciertos con la que contar, las gra baciones se entienden, como experiencias originales. Pero, en general, a medida que se avanza hacia el Este desde el Rin, la perspectiva se va haciendo más distante, como en una sala de conciertos, normalmente más reverberante y menos precisa, por ese motivo, y toda la operación funciona principalmente como un ejercicio de memoria. Desde luego, no hay nada realmente malo en hacer discos con ese fin. Hace quince años, la mayoría de la gente pensaba que la grabación era en lo fundamental una operación de archivo, lo mejor para recordar 435
la generación del abuelito. Y, como hemos dicho, eso forma parte de lo que hace, pero en absoluto de lo que es. Hago bastante juego de piernas selecto de edición con las voces de los personajes a los que entrevisto para documentales radiofónicos, y si lo hago bien, desafío a cualquiera a que encuentre en mis «parches» edi toriales algo más que una síntesis más tensa y coherente del personaje. Es, desde luego, cierto que la cantidad de trabajo que se hace guarda con frecuencia relación con el valor de lo que dice el personaje en cues tión, y que si no se dice prácticamente nada, resulta concebible que pu diera realzarse el sentido del retrato dejando el material sin cortar. Si, por ejemplo, alguien tropieza en una entrevista con un personaje que di jera: «Bueno, como, hombre, no quiero como quedar mal, como contes tar a la pregunta, sabe, porque, como, bueno, toma toda clase de, sabe, y, bueno, u lo entiendes o quizá no, ¿no? Pero, como, hombre, si tuviera que dar una respuesta realmente concluyente, diría que, bueno, podría ser, sabe.» Si dijera eso, podría ser tentador no cortarlo, dejarlo intacto como retrato. Si, no obstante, resulta que uno deduce que lo que dijo en realidad era: «Ser o —bueno, esto— no ser», y esas palabras estuvieran atascadas dentro de esa cita, entonces realmente pienso que «bueno, esto» debería quedar excluido.
LA HIERBA ES SIEMPRE MÁS VERDE EN LOS DESCARTES: UN EXPERIM EN TO DE ESCU CH A1 No puedo evitar desear que todas las grabaciones fueran interpretacio nes en vivo. (...) Si esto es totalmente irrealizable, al menos me gustaría saber que no había empalmes dentro de los movimientos. (...) La intimidadora idea de tener a todos esos tipos alrededor mientras tú tienes que pa rar y pedir otra toma (...) puede ser algo espantoso, especialmente si tienes que empezar una y otra vez; puede ponerte muy nervioso. (André Watts: High Fidelity, junio de 1974.) Un recital tendrá necesariamentefallos, pero a menudo tendrá una con tinuidad incorporada, un arco intelectual que lo atraviesa y que la mayo ría de las grabaciones no captan. La complejidad de las condiciones de un 1 De High Fidelity, agosto de 1975.
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estudio de grabación y la necesidad de reproducir la partitura perfecta en cada nota (...) obliga por lo general a hacer más de una toma para un mo vimiento u obra, y sólo rara vez se logra la sensación de una larga línea que se extiende por toda la pieza, a menos que la interpretación se desarro lle desde el principio hasta el fin sin detenciones. (Stephen Bishop: High Fidelity, febero de 1975.) Extrañas ideas éstas. Me pregunto con cuánta frecuencia han adver tido a Hiroshi Teshigahai que las escenas de unión con tomas de pro tección, las escenas filmadas fuera de secuencia, las repeticiones de so nido posproducción deben ser proscritas del vocabulario de la película porque no respetan las limitaciones del arte escénico. Me pregunto con cuánta frecuencia ha examinado el editor de Vladimir Nabokov un ter cer, y aún no definitivo, borrador y declarado: «Volodya, hijo, ya te he dicho que te relajes. Así que dejaste caer una cosa, así que separaste un infinitivo, es cierto, colega.» Hay un lugar para las prácticas de verismo, claro. Nadie querría que los vagabundos de Kerouac estuvieran atados por las trabas del escritorni; querría formalizar el estilo de cámara de un Allan King o los mé todos de producción de un Craig Gilberg; yo, por ejemplo, estoy seguro de que no querría haberme perdido ese ejercicio definitivo de esponta neidad planificada, An American Family, pero apuesto a que si alguien pudiera reunir los escudos protectores de las luces de los tomavistas del suelo de la sala de montaje, obtendría alguna idea sobre la proporción cinema-vérité. Stravinsky afirmaba que la industria del arte es la técnica; no estoy de acuerdo. Tampoco creo que la industria de la tecnología sea la norma de la ciencia —y, con todos los respetos, ojalá que el bueno del profesor McLuhan, que tampoco lo cree, lo dijera con más frecuencia—-. Pero sí creo que, una vez introducida en el circuito del arte, la presencia tecno lógica debe ser codificada y decodificada (ningún vendedor de Dolby ne cesita pedir el puesto) de tal forma que su presencia esté, en todos los aspectos, al servicio de ese bien espiritual que servirá en última instan cia para prohibir el propio arte. Así pues, opiniones extrañas las de Watts y Bishop, pero no caren tes de eco en la generación que representan, una generación que, si bien ya no en pañales, apenas había aprendido a andar cuando la tecnología de la grabación alcanzó la mayoría de edad, y una generación que, pese a ser lo bastante joven para saberlo mejor, parece estar entrando ahora en un período de neorromanticismo tecnológico. 437
Daniel Barenboim, por ejemplo, es, o fue —las revistas mensuales bri tánicas siempre llegan tarde a las colonias—, un aficionado al concepto de que la técnica de la grabación debe implicar dos tomas por obra, lo tomas o lo dejas. Aunque sólo sea eso, esta opinión indica una impre sionante coherencia metronómica por parte de Barenboim, suponiendo siempre que éste permite a sus editores el lujo ocasional de una escena de unión. En efecto, uno se acuerda casi con cariño de polémicas tan fa mosas de los comienzos de la era del LP como el episodio del Do alto de Schwarzkopf-Flagstad (Mme. S. amplió el registro de Mme. F. un semi tono) que, por ineficaz que sea como sistema de entrega para las cues tiones de que se trata, al menos pudo cargarse en la cuenta de los jubi lados de la música. Pero, al igual que Bishop,· Watts y Barenboim, hay otros artistas más jóvenes que han empezado a mantener la artificialidad de la grabación, a insistir en que ésta debe ser situada dentro pre cisamente del contexto de instantánea que inmuniza la música de que se trate contra los favores de la tecnología. Ahora bien, por supuesto que se pueden buscar motivos; se puede ser poco caritativo; se pueden evocar escenas en el despacho de algún empresario: «Escucha, muchacho, más vale que dejes dos maravillas por página en ese disco o no habrá actuación en vivo en El Paso.» En cierta forma, me recuerda a esas expediciones de relaciones públicas que ha cen las estrellas más brillantes del firmamento de Hollywood, aparen temente para promocionar su película del momento. Resulta inevitable que, en el curso del circuito Griffin-Carson-Douglas, se les pida que «monten» un fragmento de dos minutos de la película en cuestión y, casi inevitablemente, tras hacer constar que su corazón vive en Broadway aunque el banco esté en Bel Air, aprovechen la ocasión para dar mues tras de su ignorancia respecto del argumento y los nombres de los de más protagonistas y, si es posible, transmitir la idea de que no les pi llarían fuera de juego en una de sus propias películas. «Sí, bueno, Mery, no estoy muy seguro de para qué te ha enviado el estudio aquí. Puede que este sea el lugar donde me frieron a tiros... ¿Eh? ... ¿Cómo?... Ah, sí, bueno, esto..., lo cierto no sé si sobreviví o no, a decir verdad, porque no había nada para mí en la última escena, ¿sabes?, así que nunca ter miné de leer el guión.» Pero no seamos poco caritativos; aceptemos las declaraciones en su valor nominal. Supongamos que, al igual que Watts, Bishop y Baren boim, algunos artistas no subestiman realmente su potencial de edición, creen realmente que el arte debe ser siempre el resultado de algún ine xorable impulso hacia adelante, algún ánimo sostenido, alguna cumbre 438
de éxtasis, y no pueden concebir que la función del artista pueda impli car también la capacidad de evocar, a una orden, el carácter emocional de cualquier momento, en cualquier partitura, en cualquier instante, que uno debe tener libertad para «rodar» una sonata de Beethoven o una fuga de Bach dentro o fuera de secuencia, meter escenas de unión casi sin restricción, aplicar técnicas posproducción en caso necesario y que el compositor, el intérprete y, sobre todo, el oyente serán mejor servidos así. Ahora bien, me he ocupado de estas cuestiones en numerosas oca siones (más detalladamente en el número de abril de 1966 de High Fi delity)2, pero siempre he tratado de elevar el razonamiento al nivel de especulación abstracta. En efecto, sigo pensando que la respuesta que corresponde a un caballero es una exégesis razonada. Pero con la proli feración de declaraciones como las de Watts y Bishop, me pareció que había llegado el momento de dejar aparte las consideraciones filosóficas y buscar estadísticas que a favor o en contra del argumento. Permítanme que confiese de inmediato que no tengo experiencia como encuestador, ninguna credencial en el campo de los estudios de mográficos. Permítanme confesar además que, a efectos profesionales, mi muestra estadística —dieciocho personas encuestadas— era sin duda demasiado reducida y que indiscutiblemente podría haber sido reforza da por unas cuantas sutilezas que no se me ocurrieron hasta que estaba a punto de terminar el período de pruebas. Podía, por ejemplo, haber ro tado las obras en cuestión, empezando quizá para algunos encuestados en mitad de la prueba para seguir de forma cíclica o, alternativamente, comenzando con la última obra y presentando el programa en orden in verso. Esto habría ofrecido alguna medida del factor fatiga, ya que, ha bida cuenta de que cada entrevista duraba un mínimo de dos horas (sin contar los cafés), la prueba era indiscutiblemente demasiado larga y es taba estructurada sin consideración para los participantes. También vie nen a la mente otros defectos: el predominio de la música para piano era indeseable, pero sí inevitable (el problema era que yo sabía dónde esta ban los trapos sucios); la mayoría de los dieciocho encuestados eran ami gos personales (el único inserto puramente orquestal se incluyó como control de lealtad). Pero, en conjunto, el estudio ha confirmado algunas de mis sospechas sobre el proceso de audición, sobre la interacción de conocimiento y atención y servirá, confío, como base para interrogato rios más detallados en el futuro. 2 Véase pág. 405 («Las perspectivas de la grabación»).
439
El programa b y r d : La Sexta Gallarda BACH i: Sonata para Viola da Gamba nQ 1, tercer movimiento BACH ii : Sonata para Viola da Gamba na 2 , segundo movimiento m o z a r t : Sonata para Piano K. 311, tercer movimiento Beetho ven i: Concierto «Emperador», segundo movimiento, compases 1-59 Beetho ven ii: Quinta Sinfonía, tercer movimiento s c r ia b in : Sonata para Piano ns 3, primer movimiento, compases 1-94 sc h o e n b e rg : «Dank», Op. 1, na 1
Los ocho temas de la carta (duración: 34 minutos, 35 segundos) se pa saron de disco a cinta y se colocaron por orden cronológico. Siete prove nían de m i catálogo; la excepción es la interpretación del fragmento de Beethoven, por George Szell y la Orquesta de Cleveland.
La finalidad era examinar hasta qué punto podían detectar mis co nejillos de Indias el punto en que empezaba un empalme, estuviera cons truido ya descuidada o astutamente (pace CBS —¡no había muchos del primer tipo!). No me interesaban sus reacciones ante la calidad de las interpretaciones en la cinta de la prueba (aunque hubo algunos dividen dos inesperados a este respecto); sólo quería saber hasta qué punto pue de detectarse un empalme, en unas condiciones de audición óptimas (las leyes de la probabilidad sugieren que en cualquier muestra de control, el lema del técnico de audio «un empalme bien hecho es un empalme inaudible» parecerá inválido), y no me interesaban las opiniones de mis invitados respecto de si los empalmes que escuchaban —o, lo que era frecuente, pensaban que escuchaban— comprometían la experiencia mu sical. Si, en efecto, hubiera un porcentaje significativo de empalmes fá cil y rotundamente détectables, algo iría mal en el producto objeto del análisis; si ese fuera el caso, las opiniones de Mssrs. Watts y Bishop ten drían fundamento, y yo habría huido hacía tiempo a las colinas. Las normas eran lo más sencillas que pude, dada la complejidad de la información que buscaba: 1. Cada oyente podía escuchar cada selección tres veces. Se les ani mó a todos para que aprovecharan esta opción y escucharan, por volun tad propia, cada fragmento al menos dos veces. La mayoría ejercitó la disposición de tres-veces-de-cabo-a-rabo-, 2. Cada oyente realizaba la prueba por separado. 440
3. Con la excepción de los participantes de la categoría C (ninguno de los profanos podía leer una partitura más que de forma rudimenta ria), se podía hacer uso optativo de partituras sin indicaciones. Durante las sesiones de audición, se apuntaban en una partitura, que obraba en mi poder, las conjeturas que cada oyente hacía sobre los empalmes; du rante las repeticiones del mismo material tenían el derecho a retirar la conjetura en cuestión.
Los participantes CATEGORÍA A - MÚSICOS PROFESIONALES Hombres:
Compositor Cellista Pianista
Mujeres:
Pianista Musicóloga Cantante
CATEGORÍA B - EXPERTOS EN AUDIO
Ejecutivo de radio Técnico de radio Técnico de radio
Productora de radio Productora de radio Locutora/editora
CATEGORÍA C - PROFANOS
Abogado Internista Crítico de discos
Bibliotecaria Periodista Aseguradora
Respecto de los oyentes de la categoría A, opté por doblar el número de pianistas, dada la gran concentración de repertorio de piano que había. En la categoría ]B, todos los participantes están comprometidos con el as pecto de «música seria» de la radiodifusión: el ejecutivo y las dos produc toras se ocupaban exclusivamente del repertorio clásico, los técnicos te nían una amplia experiencia en grabaciones sinfónicas y la locutora/editora estaba especializada en programación de música clásica.
4. No se informaba previamente más que del título de la selección, salvo en los casos de Byrd y Schoenberg, en que se comunicó al oyente el número de empalmes que había en cada selección (uno y cinco, res pectivamente) y en que se les pidió, en consecuencia, que se limitaran a hacer un máximo de una y cinco conjeturas para las respectivas se 441
lecciones, aunque tanto en estos ejemplos como en otros no se exigieron conjeturas. 5. Antes de la prueba se pidió a cada participante que señalara con una X la frase que completaba la oración «Mi actitud hacia los empal mes puede resumirse de la siguiente manera...».
Glosario t o m a : Interpretación grabada, o tentativa al respecto, que empieza por lo general al comienzo de una obra, movimiento u otro punto importante de demarcación. in s e r t o : Interpretación grabada destinada por lo general a completar una toma; con frecuencia de breve duración, pero que en ocasiones se extiende a lo largo de la parte principal de una obra, y definido por el hecho de que no incluye el comienzo de dicha obra. (En ciertos estudios europeos, todo el material grabado se designa con el término «toma», y la palabra «inser to» ha caído en desuso.) e m p a l m e : Punto de edición que representa la confluencia de dos tomas, dos insertos o una toma y un inserto. reg en eració n : El paso de una grabadora a otra de material que aparece con valores de nota idénticos en dos o más puntos de una obra; por lo ge neral de duración breve, pero en ocasiones, si bien imprudentemente, se utiliza para da capos, repeticiones de doble barra, etc. p r im e r plan o in te rn o : Empalme o edición, sin ayuda del aviso de la sala de control, posible por el hecho de que el intérprete o intérpretes volvieron sobre sus pasos antes de un punto de edición conveniente y repitieron en una o más ocasiones el material en cuestión.
(a) Desaprobación enérgica: Las técnicas posproducción perturban ine vitablemente la continuidad de una interpretación. (b) Desaprobación en general: Las técnicas posproducción pueden per turbar la continuidad de una interpretación. (c) Nunca he pensado demasiado sobre el tema y/o no podría impor tarme menos lo siguiente que se les ocurrirá a esos extraños tecnócratas comunistas. (d) Aprobación en principio: la grabación no tiene por qué reproducir una experiencia de concierto. (e) Aprobación sin reserva: la grabación no debe reproducir una expe riencia de concierto.
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Las opciones (a) y (b), tal y como esperaba, fueron evitadas por todo el mundo; la opción (c) fue tolerada como un ejercicio de extravagancia. Pero las reacciones a las opciones (d) y (e) me pillaron desprevenido. Aun que había previsto (de hecho, rezado para) varias de las correlaciones in versas que iba a revelar la prueba, no había previsto que cuatro de los seis oyentes que se decantaron por la opción (e) serían profanos (un téc nico y un pianista se adhirieron también a la proposición). El resto de los candidatos, que optaron por la letra (d), ofrecieron una lista de ex plicaciones para respaldar su decisión que habría hecho honor a los ar tículos de Watts y Bishop: «No podría renunciar a mis discos de Nana Mouskouri en concierto» (técnico de radio); «No quisiera descartar las grabaciones de retransmisiones» (ejecutivo de radio); «No debería hacer que alguien parezca mejor de lo que es» (pianista; esta opinión hizo que perdiera la frialdad científica y me lanzara a pronunciar una conferen cia sobre el «teorema del mono»). La conclusión, sin embargo, era evi dente: los músicos profesionales tienen intereses en el statu quo; los pro ductores, por lo general, y los técnicos en menor grado, tienen intereses en los músicos profesionales; ningún grupo se ha puesto de acuerdo so bre hasta qué punto está dispuesto el profano a aceptar la tecnología de la grabación con un fenómeno en sí distinto de la experiencia de con cierto. Había 66 empalmes en el conjunto de la prueba. Prefiero pensar, de hecho, que había 66.666 empalmes, y confío en que el lector me conce derá más adelante este concepto aritmético. Dado que, como se ha di cho, esos 66 puntos de empalme estaban insertados en 34 minutos y 35 segundos de música, la densidad de empalmes era de uno cada 31,4 se gundos. La densidad variaba desde cero (Bach I y Beethoven II) hasta uno cada 9,2 segundos (el Rondó de Mozart). Y esto nos lleva a la segunda correlación inversa: la proporción den sidad de empalmes-densidad de conjeturas. Cada ejemplo se escogió para demostrar, por sí solo o en conjunción con otro próximo, una caracte rística de control determinada, y los dos ejemplos de Bach y los dos de Beethoven se eligieron teniendo en cuenta esta correlación de densidad. Bach I, sin empalmes, fue objeto de un total de 36 conjeturas (un par ticipante se abstuvo), mientras que Bach Π, con 12 empalmes (densidad: uno cada 12,5 segundos), obtuvo 22 conjeturas (tres participantes se abs tuvieron). Los ejemplos tienen una duración casi idéntica: 2 minutos, 25 segundos para Bach I; 2 minutos, 30 segundos para Bach II. Y aun así, la proporción de riesgo de conjetura en Bach I era de 2,0 por participan te, incluyendo las abstenciones, mientras que en los matorrales densa443
mente poblados de empalmes de Bach II el resultado fue de 1,2 por par ticipante. T a b la
de densidad i
Compositor Empalmes Densidad Conjeturas Aciertos (en seg.)
Bach I Bach II
0 12
12,5
36 22
6
Conjeturas
Aciertos
(por min.) (por min.)
14,8 8,8
2,4
De modo similar, aunque menos espectacular, los resultados en las piezas de Beethoven fueron los esperados (nueve y cero empalmes, res pectivamente). Beethoven II, aunque ajustado cronométricamente res pecto de su compañera (6 minutos, 15 segundos para Beethoven I, y 5 minutos, 30 segundos para Beethoven II), habría recibido 58 conjeturas en lugar de las 52 que tuvo en realidad, mientras que Beethoven I se lle vó un total de 64 votos. T a bla
de densidad ii
Compositor Empalmes Densidad Conjeturas Aciertos (en seg.)
Beethoven I Beethoven II
9 0
41,6
64 52
15
Conjeturas Aciertos (por min.) (por min.)
9,9 8,9
2,4
Este par de ejemplos sirvieron también a un fin más personal. Rogué a CBS que me diera acceso a un movimiento interpretado por un solo artista en el que no hubiera empalmes, para poder descartar lo que podría llamarse síndrome Kinsey, o «sí, pero lo gente respetable no con testaría a esas preguntas». Después de todo, quince de los participantes eran amigos personales, y el lector podría ceder a cierto escepticismo del tipo de «Bueno, probablemente limitaron sus conjeturas para no he rir sus sentimientos». Obviamente, en el caso de Szell no prevelecería ningún escrúpulo de ese tipo, y dado que en un movimiento sin empal mes (tan raro para él como para el resto de nosotros, dicho sea de paso) la pauta de conjeturas siguió siendo relativamente coherente, no se nos podía atribuir ninguna connivencia colegial al respecto. En relación con los dos ejemplos sin montaje cabe extraer una correlación aún más in teresante: si mi extracto sin empalmes de Bach I hubiera tenido la mis444
ma duración que el extracto de Beethoven por Szell, habría cosechado 81 votos en lugar de 36. Ergo, tregua no pedida, tregua no concedida. La gallarda de Byrd fue elegida precisamente porque su largo empal me se da en el lugar más obvio y, en consecuencia, más improbable: des pués de una doble barra que separa la sección central del párrafo final. Esta prueba se concibió para separar a los «sofisticados» de los que po drían denominarse «divinos inocentes»; es decir, ningún técnico cons ciente de los trucos podría ser sorprendido fuera de juego haciendo una llamada tan evidente, y, en efecto, fueron tres profanos (la bibliotecaria, la periodista y el crítico de discos) los que hicieron la identificación co rrecta. Todos los demás (hubo tres abstenciones) buscaron acordes acen tuados, repentinos cambios de la sordina u otros efectos coloristas que, a su juicio, indicarían la existencia de un empalme. (La mitad de las ve ces, desde luego, estas misiones de búsqueda y destrucción fueron va nas; la regla empírica del editor es la equivalencia, y no lo contrario, y en lugar de buscar áreas de problemas habría que decidirse provecho samente por los momentos de fluidez especialmente afortunada.) T a bla
de pre cisió n de grupo
B yrd
Categoría
Correcto
Incorrecto
Abstenciones
Músicos Técnicos Profanos
0 0 3
6 4 2
0 2 1
El Schoenberg fue elegido precisamente por la razón contraria: con una excepción notable —un acorde en Sol menor con la presencia de una fermata en mitad de la canción—, posee una textura sin costuras. Aunque el acorde en Sol menor fue seleccionado por cinco participantes (después de todo, es el equivalente posromántico de una doble barra, el punto lógico para un empalme de párrafo y, en efecto, el primero de nues tros cinco empalmes), sólo fue identificado correctamente otro empal me, que implicaba una alarma verbal y no musical. La palabra «tief»3, compás 51, estaba ligeramente recortada por un empalme en la parte dé bil del piano que le seguía, y un oyente de habla alemana identificó co rrectamente el empalme. (Varios otros, también equipados con una piz ca de alemán, sintieron que teníamos un problema tief y situaron sus 3 N. de la T.: Profundo, en alemán.
445
conjeturas incorrectamente en la propia palabra o en la parte débil an terior.) Los dos ejemplos restantes eran un estudio de contraste. El Scriabin (cinco empalmes, o uno cada 1,05 minutos) fue escogido por tres moti vos: dos de sus empalmes son primeros planos internos, y ninguno de ellos fue identificado; representaba un tipo de textura del piano que, con sus constantes altibajos y la asunción siempre de una consistencia en resonancia pedal, es notablemente fácil de empalmar, y contiene, sin em bargo, el único empalme de la prueba que, en mi opinión, se traiciona a sí mismo. Este empalme no era en modo alguno obra de un editor dis traído; el culpable era yo, que había calculado erróneamente el «dentro» ambiente frente al «fuera» menos pedal, pero a pesar de mis escrúpulos, el punto en cuestión no recabó ni un solo voto. De los tres empalmes convencionales, uno pasó sin ser cuestionado, otro fue identificado por un pianista y el último, que coincide con un «a tempo— poco scherzando», fue identificado por cinco participantes. De hecho, fue el único ejem plo en el que la experiencia del músico resultó de valor.
T a b la
de pre cisió n de grupo
- S criabin
Categoría
Correcto
Incorrecto
Músicos Técnicos Profanos
4 1 1
17 6 6
Abstenciones 0 2 3
El Mozart fue elegido porque contenía más de la mitad de los empal mes de toda la prueba (treinta y cuatro) y porque la inmensa mayoría de ellos eran consecuencia de primeros planos internos o de regenera ciones. Confieso que uso la técnica de la regeneración a disgusto y pre fiero, en su lugar, ejecutar insertos independientes para cada área pro blemática; en este caso, sin embargo, (íbamos contra reloj en la sesión en cuestión y yo tenía que coger un tren), acepté la vía más fácil —des pués de todo, es un rondó—. Ahora bien, el empalme regenerativo es, en conjunto, mucho más difícil de detectar que su homónimo conven cional. Su sello es la consistencia, especialmente si se utiliza dentro de la inmediata vecindad de su material regrabado y esta proximidad era una característica del K. 311. A diferencia de los empalmes convencio nales, sin embargo, en los que uno puede ir, por así decir, de la toma 1 a la toma 2 y quedarse en la segunda durante un período considerable 446
de tiempo, una regeneración —que no se dé en una situación da capodebe, dadas las alteraciones habituales en el orden armónico y, de he cho, la apariencia excesivamente consistente que fomenta, ser relevado de sus funciones lo antes posible. De ahí el factor densidad del Mozart. El segmento regenerativo más extenso del K. 311 dura, de hecho, seis partes de compás; el más breve, sólo una corchea. A su manera, y de una forma no muy distinta del Byrd, el K. 311 fo mentó diferencias significativas en la pauta de conjeturas de los tres gru pos participantes; los músicos profesionales y los profanos, en su mayor parte, optaron por puntos de empalmes de párrafo, al estilo de regreso al tema, mientras que los técnicos, oliendo la regeneración en el aire, se lo jugaron todo a una carta y, en un caso espectacular, hubo tres acier tos, incluyendo la impresionante petición de «regeneración dentro/rege neración fuera» de uno de ellos. Pero, pese a un factor de densidad de empalmes un 450% superior que, por ejemplo, su vecino concierto de Beethoven, el Rondó de Mozart obtuvo sólo un 8% de conjeturas más (71 frente a 66), sólo un acierto más (16 frente a 15) y sólo un aumento del 25% de aciertos por minuto (3,0 frente a 2,4). En general, los tres grupos revelaron, a través de su pauta de con jeturas, actitudes muy diferentes hacia y/o suposiciones sobre la natu raleza del proceso de edición. Los músicos, en su mayoría, optaron por efectos coloristas, repentinos sforzandos, cambios de pedal, rubatos no previstos; los técnicos eran alertados por «depresiones ambientes», «irre gularidades de la resonancia»; y los profanos tendían a adivinar por pá rrafos y, siempre que podían, a localizar sus conjeturas tras una pausa u otra interrupción rítmica. Uno podría inclinarse a no hacer caso de la actuación del grupo de profanos si esa tendencia fuera su única característica distintiva, pero un estudio de probabilidades del Mozart —el ejemplo más abierto a las oportunidades pospausa, posfermata— no reveló una pauta de conjetu ras especialmente exacta de los miembros de la categoría C. Y ahora, como dicen cuando los Oscar, el sobre, por favor: R e su l t a d o s
Compositor BYRD BACHI BACH II MOZART
de pre cisió n po r g ru po s
1
2
3
Profanos Profanos Profanos Profanos
Técnicos Técnicos Músicos Técnicos
Músicos Músicos Técnicos Músicos
447
Compositor
1
2
Profanos Técnicos Músicos Técnicos
BEETHOVEN I BEETHOVEN II SCRIBAIN SCHOENBERG
Técnicos Profanos Técnicos Profanos
3 Músicos Músicos Profanos Músicos
El mayor número de aciertos (siete) lo registraron dos oyentes, la pe riodista y la cantante. La cantante, sin embargo, necesitó un número de conjeturas a dos veces y media superior para llegar a su total y fue, en consecuencia, penalizada, al corregirse la puntuación con la proporción de errores. La proporción más alta de aciertos-errores fue la establecida por la bibliotecaria (dos aciertos de un total muy conservador de tres), y la actuación global más impresionante fue la del médico. Los resulta dos, con los porcentajes corregidos según la pauta de errores (después de todo, si se permitía jugar a «los barcos» con las puntuaciones en cues tión, seguro que alguien iba a acertar algo), revelaron que el mayor por centaje de grupo (1,45) lo obtuvieron los profanos, siendo la puntuación media de los técnicos de un 0,78 y la de los músicos profesionales de un 0,56. También mereció la pena señalar que las cuatro puntuaciones su periores (médico, técnico, periodista, bibliotecaria) correspondieron a personas que tenían algo en común —no saber leer música— y que dos de las tres puntuaciones más bajas (0) fueron obtenidas por productores de radio.
R e su l t a d o s
individuales
— C orregidos
po r l a pro porción de erro re s
Categoría 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9, 10. 11. 12. 13.
448
Internista Técnico de radio Periodista Bibliotecaria Técnico de radio Cantante Pianista Cellista Ejecutivo de radio, crítico de discos Pianista Musicóloga Compositor
Porcentaje 3,40 2,70 2,62 2,00 1,14 0,94 0,92 0,70 0,60 0,31 0,25 0,24
Categoría 14. 15. 16-18.
Locutora/editora Abogado Aseguradora, productor de radio, productos de radio
Porcentaje 0,22 0,10 0,00
¿Conclusiones? A montones, en su mayoría sermones. Por ejemplo, la cinta no miente y casi nunca es castigada; un poco de conocimiento es algo peligroso y un montón, rotundamente desastroso. ¿Momento Favorito para el Recuerdo? Después de escucharlo entero dos veces, el cellista había aportado cuatro empalmes del Beethoven de Szell y entonces, cuando estaba a punto de oírlo por tercera vez, pre guntó: —Por cierto, ¿quién lo dirige? —George Szell. —¡De verdad! ¿Puedo retirar mis empalmes? —Ese es tu privilegio. ¿Puedo preguntar por qué? —Siempre he oído que George Szell nunca los utilizó. -O h. —Por cierto, ¿consigo un punto extra por saber que no había nin guno? —No. ¿Pruebas futuras? Bueno, quizá. Sería divertido buscar una de las co rrelaciones inversas que insinúan los resultados de la categoría A, pero eso exigiría mucha más corroboración respecto de hasta qué punto la es pecialización instrumental, con todas sus asociaciones táctiles pertinen tes, perjudica el juicio de un músico cuando escucha su propio instru mento. Nuestra cantante, por ejemplo, no obtuvo ningún punto en Schoenberg, ni el cellista con las piezas de Bach. Y los pianistas —con la excepción de la sonata de Scriabin, en la que lo cierto es que ambos acertaron— acumularon la mayor parte de sus puntos en las obras para cello, en la canción de Schoenberg o en los tuttis del concierto de Beet hoven y cometieron la mayor parte de sus errores confundiendo momen tos de licencia pianística en la interpretación («Oye, has acentuado ese Fa sostenido —yo nunca lo hago—, debe de ser un empalme») con pun tos de edición. ¿Material preferido para pruebas futuras? ¿Qué más? Los empalmes de las grabaciones de Stephen Bishop adivinados por André Watts, y los 449
empalmes de las grabaciones de André Watts adivinadas por Stephen Bishop.
«¡OH, POR EL AMOR DE DIOS, CYNTHIA, DEBE DE HABER ALGO MÁS! » 1 ¿Recuerdan el gran escándalo televisivo de finales de los años cin cuenta, la crisis sobre lo que Charles van Doren hacía o dejaba de hacer en «Twenty-One»? ¿Y recuerdan cómo, cuando al final se filtró a la pren sa que no era una enciclopedia andante de datos inútiles —a pesar de esa frente clásicamente arrugada y de esa capacidad única de sudar a mares cuando estaba encerrado en una cabina de aislamiento con aire acondicionado, en realidad le habían estado suministrando las respues tas desde el principio—, rodaron cabezas en la compañía y la televisión americana inauguró una nueva era de «purifica tu alma y confiesa los trucos de tu espectáculo»? Bueno, hasta que se calmaron las protestas públicas fue muy divertido y por las pantallas de la nación desfilaron algunos créditos memorables: «Algunas partes de este programa eran pregrabadas, el traje largo de la señorita Francis se sujetaba solo y Ben nett Cerf llevaba aparatos ortopédicos.» Pero las auténticas cuestiones que planteó la travesura de Van Do ren guardaban más relación con consideraciones puramente estéticas que con las de tipo legal o incluso moral. Y el pragmatismo digno de elo gio con el que Van Doren se deshizo de la credibilidad escolástica en in terés de una mejor construcción del programa proporcionó una lección práctica a todos los que estaban interesados en el futuro de la televisión y, en especial, a los que estábamos perplejos por las relaciones menos que cordiales entre la interpretación musical y la cámara. Porque, del mismo modo que la televisión, y pese a la proliferación de ayudas para la enseñanza de circuito cerrado y a la ingeniosa aproximación de «Twenty-One» a una postración nerviosa del último semestre, no puede invalidar la clase, tampoco puede simular, no obstante su indudable ca pacidad de atraer a esa importante audiencia que ha dejado de frecuen tar la sala de conciertos, el encanto de anticuario de una exhibición mu sical pública. El concierto está en vías de extinción porque ha dejado de 1 De Musical America, abril de 1969.
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servir a las necesidades de la m úsica en el siglo XX y no porque la tele v isión esté esperando entre bastidores dispuesta a a su m ir su peso y su repertorio.
La televisión, en efecto, no «sustituye» otras salidas. No cabe espe rar que expropie las preocupaciones de un medio anticuado del mismo modo que un gobierno socialista expropia el acero. Necesaria y automá ticamente, reinterpreta a su propia luz todas las experiencias que cap tan su atención y desdeña los criterios de esas salidas a través de las cuales la experiencia adquiría connotaciones totalmente diferentes. Hay, desde luego, unas cuantas actividades que se adaptan a la te levisión con sólo una mínima redefinición de sus estructuras o énfases psicológicos. El hockey, por ejemplo, funciona asombrosamente bien, no por la atracción de las masas ni la expectación de una mirada más agu da sobre el fragor tras la portería, ni siquiera por cierta renuncia por parte de sus devotos a animar desde sus salones, sino porque la estruc tura del juego en sí fomenta la utilización de técnicas de imágenes si multáneas en la pantalla, recuadros de repetición y un despliegue de mo vimiento perpetuo de la cámara. (El béisbol, por otra parte, como una especie de ajedrez animado, funciona pésimamente.) En la pequeña pan talla se puede lograr el drama con un impulso asombroso, especialmen te si se subrayan esos ángulos fríos, neodocumentales de la cámara con que el reportaje televisivo ha influido en todo el mundo, desde Bergman hasta Godard, en el cine. Pero la música, ¡ay!, y con muy pocas excep ciones, cae de bruces sobre su cara polifónica. La polifonía, en efecto, podría ser parte del problema. La lacónica te nacidad del canto llano funciona bien en el cine, dado que hace que el camarógrafo conciba accesorios —desfiles de antorchas, simulacros de ruinas y así— para sostenerlo. Pero pongan a un tipo de televisión fren te a amenazas de disminución, aumentación y canon en inversión y se quedará helado ante la idea de mostrar lo que no puede mostrarse. En efecto, los problemas reales que estorban a la música en televisión no pueden resolverse echando la culpa a la indiferencia de esas cómoda ca bezas de turco que son los patrocinadores (muy pocos magnates conser van su benevolencia institucional y su distancia simultáneamente, y fue ra de los Estados Unidos, la regla es sostener la televisión), las deficien cias acústicas (algunos estudios de televisión son apropiados incluso para las más elevadas empresas de la radio), y la inmovilidad de la cá mara (cuando se ha visto a un fagot echar hasta el último aliento, se han visto todos). El verdadero problema es tan simple y tan complejo como la incapa 451
cidad de la mayoría de los músicos que trabajan con el medio para di sociarse de la idea de que la música ha sido representada por el concier to de una forma que no puede mejorarse ni debe violarse. («Oiga, Mr. Severinson, ¿le importa si evitamos la recapitulación en el ensayo? Es tas luces son molestas, y es el mismo viejo material al final, después de todo».) Y estas exigencias carentes de realismo son como mínimo acep tadas tácitamente por muchos directores y productores complacientes que consideran que la música sería es una actividad saludable a la que consignarán con gusto una parte de su horario en un año de vacas fla cas para los espacios dramáticos o documentales; («Vamos a tratar de mantener el plano largo en la cámara dos, colega; Sir Joshua está su dando otra vez».) Y esta alianza no intencionada de reacción musical y falta de incli nación ejecutiva inhibe la mayoría de los proyectos concebidos para te levisión —o, quizás más exactamente, impide que sean concebidos para televisión—. Los adornos que acompañan los dos enfoques más familia res —el concierto de radio con cámaras invitadas (ciclorama abierto, me dias lunas pintadas en el suelo del estudio— preferibles las cortinas pop art, y la orquesta sobre elevadores como Benny Goodman metido a la fuerza en el Carnegie Hall, circa 1937) y la pesquisa tipo aconteci miento público (moderna mesa de café danesa, tazas de té que se vuel ven a llenar misteriosamente después de cada interrupción y un an fitrión siempre serio: «Díganos, señor Babbit, ¿dónde encuentra us ted su inspiración?») conspiran para negar los atributos inherentes al medio. En los Estados Unidos, desde luego, el exponente más decidido de la música en televisión es Leonard Bernstein. Además del resto de sus co nocimientos, Bernstein posee un inusual don pedagógico: la capacidad de concebir un método analítico que puede simultáneamente intrigar a los profesionales e hipnotizar a los profanos. También posee una forma mcluhanesca de dotar a palabras peligrosamente familiares de propie dades reveladoramente antitéticas. No está pendiente de la dicotomía frío-caliente, pero en su guión, palabras como «modo», «mayor», «menor» están al mismo tiempo personalizadas e iluminadas. Pero, quizá por esas facultades expositivas tan envidiadas, Berns tein se contenta con utilizar la televisión como medio para un fin total mente válido: la ilustración musical del público americano. Y, en conse cuencia, el típico esfuerzo televisivo de Bernstein es un tipo de espectácu lo sencillo —«Esta es su vida, Ludwig Spoht»— grabado ante una au diencia en vivo en el Philharmonic Hall, Lincoln Center, con todos los 452
inconvenientes sonoros propios de ello y con remilgados cortes hacia unos simpáticos niñitos en el anfiteatro importados especialmente para la ocasión del Hogar Westchester para Prodigios Insufribles. El trabajo de la cámara no es muy primoroso, y si el director nos permite un plano ceñido de la tuba, a lo mejor el instrumentista lleva una pancarta que dice «10 segundos para la cuenta atrás del segundo tema». El propósito de Bernstein es totalmente didáctico y no está dispuesto a poner en pe ligro su postura podio-y-atril para ajustarse a las exigencias de la cáma ra -—o no se le ha pedido que lo haga—. Pero, a pesar de ello, es tal la fuerza de su personalidad, la intensidad de su estilo intepretativo y la constante penetración de su comentario analítico, que no cabe ninguna duda de que las innumerables apariciones en televisión de Bernstein, y en el mejor y más estricto sentido de la frase, han «hecho mucho bien», incluso como cruzadas televisadas de Billy Graham. De otra parte, en Norteamérica la situación es desoladora. El éxito de Bernstein ha provocado un sarpullido de imitadores que obstruyen la televisión educativa con monólogos estilo apreciación de la música y debates y mesas redondas que aspiran a su franqueza «al pan, pan y al vino, vino», pero que lamentablemente no alcanzan su estilo, lucidez y agudeza. Después tenemos a Sol Hurok, con su homenaje anual a la lis ta de Columbia Artists y, habitualmente, una media docena o así de en sayos ilustrados sobre el estado de la cultura americana ofrecidos por esa acusación de todos los cargos de precisamente lo que va mal en ella: «La hora del teléfono Bell». Esta última serie ha descartado hace poco su política premiada por el tiempo de subvencionar el segundo equipo del ala italiana del Metro politan en favor de perfiles que rinden homenaje a instituciones ameri canas tan sólidas como George Szell y el Festival de Música de Berk shire. En su intento de capturar el espíritu de esa orgía veraniega, la plantilla de producción de Bell permitió que la Sinfónica de Boston in terpretara aproximadamente una quinta parte de las Variaciones Enig ma de Elgar y casi dos tercios de la Obertura de La novia vendida de Smetana mientras, en una serie de entrevistas cápsula, se alentaba a Erich Leinsdorf a que desarrollara una analogía entre el entrenamiento de un atleta y el horario del miembro de una orquesta; Jules Eskin, el primer cellista de la orquesta, perseguía el símil atlético hablando de «días buenos» frente a «días malos»; y la soprano Phyllis Curtin nos ase guraba que la música es un «medio de comunicación tremendo». Pero no se puede culpar en realidad a estos colaboradores, ya que todas sus opi niones fueron servidas en respuesta a algunas de las preguntas más in 453
genuas fuera de la cámara que he escuchado en mi vida, y todo el pro grama estaba concebido aparentemente para convencernos de que la ma yoría de los músicos son sólo gente normal y corriente —el tipo de gente que no te importaría tener como vecinos, aun cuando preferirías que tu hija no se casara con uno de ellos. En Europa, donde, como todo el mundo sabe, los músicos no son gen te normal y corriente, Herbert von Karajan está tan profundamente ab sorto en la grabación de películas para televisión como Bernstein en América. En colaboración con directores del cine de la corriente princi pal tan afamados como Henri-Georges Clouzot, ha producido una serie de conciertos para coro y orquesta, deliberada y a menudo ingeniosa mente concebidos para el medio. El repertorio es lo suficientemente con vencional —el Réquiem de Verdi, el ns 1 de Tchaikovsky (Weissenberg), el Nuevo Mundo de Dvorák—, pero el enfoque de la dirección, aunque en absoluto uniforme (el Verdi fue clara, y sorprendentemente, cuadra do), ha sido ideado como una afrenta a las convenciones de la sala de conciertos. En el Dvorák, en un momento nos vemos enfrentados a un batallón de cellos dispuestos en formación de media luna, mientras en el siguien te plano de la misma sección de cellos está colocada de dos en dos con un solo contrabajo cubriendo la retaguardia. El propio Karajan, atavia do con un jersey de cuello vuelto, en la mayoría de los planos tiene ape nas sitio para los codos entre la cuerda, cuyos músicos, al igual que sus colegas, están incongruentemente vestidos con trajes de calle. Pero in cluso esta discrepancia en el vestir contribuye a refutar la psicología del proscenio —una refutación que subraya el hábito de Clouzot de rellenar el borde superior de la pantalla con las líneas dentadas del contrabajo, como una impresión de Marx Ernst de las secuelas de la guerra—. El espectador se ve totalmente captado por el espacio asignado a la cámara y olvida cualquier zona más allá de ella. Desde el primer golpe de batu ta, esta película desarrolla una atmósfera de espontaneidad tipo ensayo —un ensayo que podría terminar, concebiblemente, en cualquier mo mento, pero que, en este caso, aparentemente fue tan bien que se con virtió sin más en una actuación. No sólo se han despreciado en esta película las constantes visuales de la sala de concierto, sino también, en cierto sentido, las expectacio nes auditivas. A pesar del rápido arrobamiento del primer clarinete, la decidida resolución del timbalista y las entusiastas arcadas de los se gundos violines, casi todos los sonidos que escuchamos son, en la mejor tradición pos-Van Doren, falsos. Para cualquier persona impregnada de 454
las tradiciones de la sala de conciertos, esta película será una experien cia exasperante, ¡pero a mí me encanta! Pero a pesar de que cualquier otro intento de planos orquestales pa lidece en comparación con el método de Karajan, ésta no es en absoluto la solución definitiva para la música en televisión. En efecto, hay que preguntarse seriamente si hace falta mostrar a los músicos participan tes con sus trajes de faena; si se debería quizá permitir que la televisión resuelva esa inhibición de los viejos en relación con la moralidad y la conveniencia de ver mientras se escucha, y la resuelva, en caso necesa rio, en favor de quienes afirmamos que nunca ha sido ni moral ni con veniente. Hace años, en la época en que los conciertos de orquesta se transmi tían «en vivo», el productor canadiense Franz Kraemer recortó una vez una interpretación de la Sinfonía Italiana de Mendelssohn para que el segundo movimiento sirviera de acompañamiento a algunas imágenes de archivo de un convoy de muías en una colina siciliana. Era puro ma terial para Fantasía, pero consiguió sacarnos de esa sala de conciertos, las muías eran algo simpático y desde entonces no he podido disfrutar de ese segundo movimiento si no adoptaba un tempo lo suficientemente ligero para ajustarse en su subdivisión a la colocación de una lenta y segura pezuña de muía. En París, hace poco, las cámaras de la Radio diffusion Française tomaron durante media hora panorámicas de las es culturas de la catedral de St. Denis, mientras hacían que su pista de au dio —Et experto resurrectionem mortuorum, de Messiaen— sonara mejor de lo que es. Después de todo, no hay ninguna necesidad de asumir que sólo por que se tiene una pantalla haya que utilizarla —y sin duda no con tomas de rutina de los miembros de la orquesta o del solista trabajando—. En efecto, hace mucha falta replantearse todos los aspectos de la interrelación entre audio y vídeo. Hay momentos musicales de tal grandeza que ninguna pantalla puede representarlos ni interpretarlos adecuadamente y para los que la única respuesta visual apropiada es la abstracción, la carta de ajuste o la nieve de después de la carta de ajuste. De forma si milar, un componente de vídeo podría sin duda ir sin compañía durante períodos significativos y ambas fuerzas podrían unirse más significati vamente aún a través de una negación de esa absurda unidad que se han visto obligadas a observar hasta ahora. Que el audio y el vídeo deben servirse mutuamente en lugar de venir empaquetados juntos sin más parece bastante obvio. Pero hasta ahora, nadie que trabaje activamente en este campo he hecho más que estar 455
de acuerdo de boquilla con esta premisa. Y si McLuhan tiene razón y es una tendencia de nuestros tiempos interesarse en el proceso de pro ducción, entonces no cabe duda de que el interés debe hacer algo más que implicarnos en una noción de cómo, y por qué, y qué ocurre cuándo. Debe liberarnos de la expectativa de una coordinación redundante entre los componentes de la producción. Debe permitirnos tratar el arte como una fuente de misterio mayor que la que pueden definir la simetría y la unidad y todas esas convenciones impuestos por el análisis y limitados por el análisis. Cuando eso ocurra, existirá una situación posproceso. Esa fidelidad superficial a un recuerdo incierto de un pasado insatisfactorio dejará de ser suficiente, y el sueño de Charles van Doren se hará realidad.
LA RADIO COMO MÚSICA: CONVERSACIÓN DE GLENN GOULD CON JO H N JESSOP 1 Creo que, para comenzar, podríamos explorar algunas de las razones de su estilo particular de documental radiofónico, las raíces donde comenzaron sus conceptos. Gl e n n GOULD: Supongo que empezaron en torno a 1945 o 1946, cuando solía escuchar el inevitable «Escenario de la noche del domingo» o así y otros, de los que, en aquella época, eran responsables Andrew Allan y compañía. Estaba fascinado por la radio. Gran parte de ese tipo de radio aparentemente teatral era también, en un sentido muy real, realización de documentales de un nivel bastante alto. En cualquier caso, ocurría con mucha frecuencia que las distincio nes entre el drama y el documental se dejaban, creía yo, feliz y exi tosamente a un lado. Entonces además, viviendo en una ciudad —Toronto— en la que había relativamente poco teatro —casi nin guno de calibre profesional— y teniendo un temperamento lo bas tante puritano para no sentirme inclinado por el teatro radiofónico porque me parecía algo más puro, más abstracto y, en cierto sen tido, tenía una realidad para mí que, posteriormente, cuando me familiaricé con el teatro convencional, siempre pareció faltarle a ese tipo de teatro.
JOHN JESSOP:
1 De The Canadian Music Book, primavera-verano de 1971.
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A finales de los cincuenta empecé a escribir guiones para do cumentales de cuando en cuando, y nunca me satisfizo el tipo de documentales que la radio parecía decretar. ¿Sabe? Con demasiada frecuencia sonaban, no cuadrados, porque esa no es por fuerza una palabra peyorativa en mi vocabulario, pero sonaban —muy bien, tomaré prestado el término del señor McLuhan— lineales. Sona ban como «De nuevo para ustedes, ahora volvamos a nuestro invi tado, y aquí como breve resumen les presentamos» —en una pala bra, previsibles—. Escribí el guión, por ejemplo, de un programa sobre Schoenberg en el 62 —un programa de dos horas, y eso es un documental bastante largo, se mire como se mire—. Debo ad mitir que no estoy seguro de si podría mantener un programa de esa longitud sobre un tema como Schoenberg utilizando las técni cas que después tuve que desarrollar para mí, pero, en cualquier caso, parecía que había que aceptar un molde lineal para seguir cualquier tipo de carrera en la radio en aquella época. Así que no me satisfacían en absoluto las técnicas existentes, y en 1967, por primera vez, tuve la oportunidad de intentar producir algo mío. JJ.: Esto fue «La idea de norte». G.G.: Exacto. El norte siempre me había fascinado, y parecía lógico que hiciera un documental sobre él. J.J.: ¿Y fue aquí donde comenzaron sus experimentos con la técnica ra diofónica? G.G.: Bueno, ¿sabe?, resulta gracioso, pero cuando empecé no tenía ni idea de las técnicas que iba a utilizar. De hecho, los primeros bos quejos de «Norte», sin compararlos de otra forma, eran misteriosos en la forma en que los cuadernos de apuntes de Beethoven son mis teriosos —bastante ingenuos y relacionados sólo de lejos con el re sultado final—. En un momento dado, dado que estaba trabajando con cinco personajes, incluso imaginé cinco episodios nocturnos para el programa. J.J.: ¡Me está tom ando el pelo! G.G.: No, en serio, y si eso no era volver a recordar la época de m i ju ventud y a las pautas de entonces, no sé qué era. Yo pensaba real mente en términos de cinco historias —una para cada uno de nues tros personajes principales—, mientras los otros cuatro miembros del reparto saludaban, ofrecían ideas complementarias y contrate mas relativos a lo que estuviera diciendo el personaje principal. Así que preveía cierto grado de contrapunto, si no de desarrollo de caracteres, supongo, pero al mismo tiempo mi mente estaba aún 457
engranada hacia una separación lineal, en este caso, una separa ción de discontinuidad casi estilo serie radiofónica; no lo veía to davía como una estructura integral. Y así fue hasta unas seis semanas antes de la fecha de emi sión, lo que resulta bastante aterrador cuando se piensa en ello. Cinco semanas antes de la fecha de emisión decidí de repente que eso no era en absoluto lo que quería hacer, que, obviamente, tenía que ser algún tipo de unidad integrada en la que la textura, el ta piz de las palabras en sí diferenciaría los caracteres y crearía con junciones estilo drama dentro del documental. Éstas, desde luego, habrían de lograrse a través de una edición bastante prodigiosa, y me pasé como dos o tres semanas absorbido en labores de edición fina, todavía todo el tiempo sin estar seguro de la forma final que la pieza iba a adoptar. El siguiente paso —sólo puedo explicar esta secuencia como un pecado de aprendizaje, porque me sentiría totalmente aterrorizado si tuviera que enfocar la realización de un documental de una for ma tan fortuita ahora, pero no lo sabía hacer mejor en 1967—; el siguiente paso, en realidad, era pensar en términos de forma. Y en este punto ocurrió un hecho trascendental. Yo había construido el programa en términos de material apropiado para cierto número de escenas. Bueno, resultó que si queríamos de verdad que se oye ran todas esas escenas íbamos a necesitar como una hora y vein ticinco minutos de emisión. Teníamos, desde luego, una hora a nuestra disposición. Así que pensé: «Bueno, obviamente, hay que descartar una escena.» Teníamos una escena sobre los esquimales —no podíamos perderla; teníamos una escena sobre el aislamiento y sus consecuencias— que tenía que permanecer, obviamente; te níamos nuestro soliloquio final, teníamos nuestro trío inicial y otras indispensables —y no podía prescindir de ninguna de ellas—. Teníamos una escena sobre, los medios de comunicación que de al gún modo había parecido terriblemente procedente cuando la hice —los medios en relación con la experiencia del norte, en relación con la privación sensorial—, pero ahora parecía que esa era la úni ca escena que no era del todo comunicativa y que podía suprimirse. Eso reducía el tiempo a aproximadamente una hora y veinte minu tos —sobraban por lo menos catorce minutos, dejando espacio para la ficha técnica de Harry Mannis— y me dije: «Mira, en realidad podríamos oír a algunas de estas personas hablando simultánea mente; no hay ninguna razón especial por la que no se pueda hacer.» 458
¡Ese es un nacimiento muy poco propicio para la «radio contrapuntística»! G.G.: Bueno, quizá exagere algo, pero lejos de ser un plan cuidadosamen te concebido, sucedió, en cuanto a su forma, casi de esa forma tan casual. Aproximadamente un mes antes del momento, decidí que lo que quería hacer en realidad era crear una estructura en la que uno pudiera sentirse libre para que surgieran simultáneamente enfo ques y respuestas diferentes ante los mismos problemas, y empecé a bosquejar las escenas con ese objetivo en la cabeza. En ese punto tenía la forma —prólogo, cinco escenas y epílogo— presente en mi cabeza y sobre el papel y permaneció así, con pequeñas alteracio nes, hasta el final. Pero le he llevado a través de esta cronología, John, incluso con tan ligeras exageraciones incorporadas, sólo por que muestra hasta qué punto a veces hay que dar traspiés en es tas cosas para darse cuenta de la alternativa a un problema. Yo había sido consciente del problema durante mucho tiempo, pero pa recía que había que establecer cierto impulso para conseguir la so lución. J.J.: Bueno, una de las primeras cosas que se observan en «Norte» y que no se encuentra normalmente en los documentales es el sen tido dramático. Parece que usted utiliza a sus personajes no sólo para presentar información e ideas, sino para crear situaciones dra máticas, y permite que haya una buena cantidad de toma y daca entre ellos. G.G.: Bueno, supongo que una correlación inevitable del pensamiento que la mayoría de nosotros perseguimos actualmente es que no existe, o no debe existir, en cualquier caso, la obra de arte como objeto especializado y estratificado, —que todo, en cierto sentido, puede ser una obra de arte, o un documental, o cualquier otra eti queta que se le quiera poner. El peligro, sin embargo, está en dar a algo un nombre y esperar después que ese algo se adecúe a ese nombre. Hay una escena en mi documental sobre Terranova —«Los re zagados»— que, supongo, parece tener lugar entre un hombre y su esposa, seguramente un señor y una señora en una conversación bastante íntima. La escena está planteada de una forma muy sen cilla: el señor está ligeramente a la izquierda del centro («Los re zagados», a diferencia de «Norte», está en estéreo, desde luego), la señora ligeramente a la derecha. Hay un espacio abierto entre amJ.J.:
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bos, según parece, a través del cual se escucha el agua --el mar, que hace de bajo continuo en «Los rezagados» del mismo modo en que hizo el tren para «Norte»—. En cualquier caso, se nos ocurrió como nuestra escena Virginia Wolf —en el sentido de Albee— en cuanto que la relación que parecía existir entre ellos daba algunos armónicos bastante interesantes. Ahora bien, eran armónicos que, por supuesto, estaban fabricados por la cuchilla de afeitar. Que yo sepa, estas dos personas nunca se han conocido —no cabe duda de que el diálogo representado en esa escena nunca ocurrió como tal diálogo y, aun así, tengo la extraña sensación de que si se hubie ran conocido, habría ocurrido así. En el curso de mis entrevistas con ellos, ambos reaccionaron de forma muy distinta ante mí y mis preguntas, y fueron precisa mente esas reacciones divergentes las que crearon la situación dra mática para esa escena. La señora no podía resignarse al relativo aislamiento de la vida en Terranova y hacía comentarios del tipo de: «Si no pudiera permitirme marcharme cuando quiero, nunca po dría quedarse en Terranova.» El señor dijo: «Bueno, ¿sabe?, Thoreau, quien probablemente entendió mejor que nadie la América del siglo XIX, la entendió desde la perspectiva de una cabaña en el bosque, y me gustaría utilizar Terranova para vivir una existen cia thoreauviana.» Esto es una paráfrasis, pero sustancialmente exacta, y naturalmente —digo «naturalmente) porque no puedo ha cer nada para confiar en que se muestre— mis simpatías eran para sus sentimientos thoreauvianos y en absoluto para los de ella, bas tante mercantilistas. Así que cuando, en el curso de la entrevista, esta señora decía: «¿Sabe?, tengo que salir de aquí de cuando en cuando», yo no hacía más que repetir «Pero ¿por qué?», e ingenui dades de ese tipo. Ella se repetía en lo fundamental, aunque con infinitas variaciones —era una persona muy articulada— y final mente se volvió contra mí con furia delicada, y aunque me hizo gra cia del insulto, indicó que la línea de mis preguntas era absurda e ingenua y que yo carecía de toda experiencia del interior, y que si hubiera tenido esa experiencia le habría vuelto la espalda y me ha bría ido a casa. Ahora bien, desde luego, su irritación aparece en «Los rezaga dos» no en relación conmigo, sino, por el contrario, en aparente re lación con nuestro thoreauviano personaje de Nueva Inglaterra si tuado enfrente. Éste refutaba constantemente la necesidad que ella profesaba de las distracciones de la civilización con comentarios 460
J.J.:
del tipo de: «Yo creo que una persona a la que se saca del centro de una sociedad siempre es capaz de ver esa sociedad con más cla ridad.» Y, finalmente, dado que en la entrevista con ella yo no ha cía más que preguntarle estúpidamente «Pero ¿por qué?... ¿No cree que... después de todo... y qué hay de Thoreau?», ella se puso quizá algo irónica y dijo: «Bueno, ¿sabe?, a veces bajo a Portugal Cove y veo a las mujeres de allí; bueno, ahora se están subiendo los do bladillos» —esto era en 1968; le estoy haciendo retroceder tres años-—, «pero eso no quiere decir que estén a la moda», etc. —o algo en ese sentido. Bueno, la escena, tal como llegué a pensar en ella, se aclaró en mi cabeza hasta el punto de que era obvio que estas dos personas tenían una relación dramática. Al mismo tiempo, tuve que inferir al menos un lugar llamado Portugal Cove, que es un lugar muy real, un pueblecito encantador a unas seis millas de St. John. Así que decidí que esta escena, que estaba situada en el mismo centro del programa, dado que trataba con la mayor explicitud de la me táfora que nos preocupaba en «Los rezagados», tendría también su propio centro. La escena se convertiría en una estructura A-B-A —una forma ternaria, como se diría en términos musicales— y, dado que los dos segmentos A iban a contener a nuestros ca racteres principales, discutiendo a un ritmo frenético y crecien te con respuestas cada vez más breves, el segmento B tenía que representar o inferir de algún modo a Portugal Cove. Y así, encontramos a dos viejos idiotas —unos caballeros extraordi narios, de verdad, que sí comprendían a través de la experien cia la naturaleza de la soledad—, trasladamos la perspectiva del estéreo para el segmento B hacia el extremo de la izquierda, tratamos de transmitir la presencia de algún tipo de muelle con un montón de sonidos de olas rompiendo alrededor (un agua más sonora que la que se oía en las secciones A de la escena), y esa parte de la pantalla se convirtió, de hecho, en Portugal Cove. Desaparecemos gradualmente retrocediendo hasta ella para encontrar que nada ha cambiado —y con ella quizá nada habría cambiado nunca. Así pues, en cualquier caso, es un largo camino para responder a tu pregunta, John, pero sí, estoy de acuerdo, los personajes de un documental tienen que ser parte de un drama. Por lo menos, es ab surdo no tratar de situarlos en un drama, si se puede. Otro tipo de influencia, quizá, sería su formación musical. Obser461
vo que cuando habla de la estructura del documental utiliza tér minos como forma ternaria, A-B-A... G.G.: Eso es totalmente cierto. En mi cabeza, todas las escenas de «Nor te», digamos, o de «Los rezagados», tienen formas que están condi cionadas al menos por percepciones musicales, con quizá una ex cepción: había una escena en «Norte» que tenía una estructura muy inusual —que no existe en ninguna música, que yo sepa—. El cen tro era un diálogo entre dos personajes —BABABAB—, una espe cie de rondó invertido sin centro, quizá, y los extremos eran una entrada C y D. Decidí que el único modo en que podíamos proyec tar ese tipo de forma era olvidar la idea de cámaras de sonido in dividuales para las personas A y B —en muchas otras situaciones de conversación habíamos tomado el residuo de dos entrevistas y las habíamos puesto en una sola cámara de sonido, muy al estilo de lo que he descrito en el ejemplo de Terranova— y mantener a todos los personajes separados en todo momento en esta escena en concretó. Aparecerían en cámaras de sonido distintas como si re lataran la diversidad de ideas que habían tenido durante este viaje que hacían metafóricamente hacia el Norte. Era muy frío, muy dis tanciado; había una falta de contacto lineal deliberada, aunque de cían cosas que guardaban relación con un solo tema. Y este distanciamiento era provocado por las perspectivas de sonido total mente distintas para cada discurso. Así pues, no es sólo una cuestión de tratar con formas musica les. A veces hay que intentar inventar una forma que exprese las limitaciones de la forma, que tome como punto de partida el terror a lo informe. Después de todo, el número de rondós que se pueden explotar en un documental radiofónico es limitado; después descu bres que tienes que inventar según los criterios del medio, lo que, en esencia, es lo que terminamos haciendo. J.J.: El segmento inicial de «Norte» sería un buen ejemplo de ello, me imagino. G.G.: Sí, el segmento inicial de «Norte» tiene una estructura muy del tipo trío sonata, pero en realidad es un ejercicio de estructura y no un esfuerzo consciente para regenerar una forma musical. Tres per sonas hablan más o menos simultáneamente. Una chica entra pri mero y habla muy quedo —lográbamos la comunicación en un co mienzo de poca intensidad cada vez que estaba en el aire— y des pués de un rato dice: «Y cuanto más al Norte íbamos, más monó tono era.» Para entonces nos hemos dado cuenta de que aparece la 462
voz de un caballero que ha empezado a hablar y que cuando suena por primera vez la palabra «más» dice «más» —«más y más lejos» es el contexto2. En ese momento, su voz predomina sobre la de ella en cuanto a énfasis dinámico. Poco después, utiliza las palabras «treinta días», y al llegar a este punto nos damos cuenta de la aparición de una tercera voz que inmediatamente después de «treinta días» dice «once años» —y se produce otro punto de cruce. La escena está construida de tal forma que tiene una especie de —no sé si ha visto las series de Anton Webern como algo dis tinto de las de Arnold Schoenberg, pero tiene una especie de continuidad-en-el-cruce tipo Webern en cuanto que para el intercam bio de ideas instrumentales se utilizan motivos similares pero no idénticos. Así que, en ese sentido, textualmente, era muy musical; yo creo que su forma estaba libre de las limitaciones de la forma, lo que es una buena manera de estar, y la manera en la que a uno le gustaría estar en todo, en última instancia. Pero eso llevó tiem po y, como he dicho hace un rato, en el caso de «Norte» comenzó con todo tipo de recuerdos amenazadores de linealidad. Hubo que llegar gradualmente a un tipo distinto de conocimiento. J.J.: Me acuerdo de que el verano pasado, cuando trabajaba para CBC, hacíamos superposiciones y mezclas de varias pistas, y encontra mos determinadas personas que decían: «Es genial», «esto es ma ravilloso». Pero también había gente que decía: «Creía que estaba escuchando dos emisores de radio a la vez.» G.G.: Y lograron la comunicación para «voces cruzadas». J.J.: Nunca logramos la comunicación, tratamos de hacerlo. Lo inten tamos de todas las formas posibles en un collage concreto. G.G.: Qué lástima. J.J.: No, se han dado cuenta de los collages por lo que a la comunicación se refiere, pero en cuanto a la audiencia, algunas personas decían que su primer impulso era pasar y tratar de sintonizar bien la ra dio, ¡y esto en cierto modo da que pensar! G.G.: Es una idea extraña —esta, idea de que el respeto por la voz h u mana en términos de emisión es tal que se cierran todas las demás pautas hasta un nivel adecuadamente reverencial. Con mucha fre cuencia, en documentales televisivos concretamente, me pone en fermo el hecho de que en el momento en que cualquier personaje 2 N. de la T.: En el original, la mujer dice «further» y el hombre «farther».
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—el narrador, el protagonista, o alguien que habla del protagonis ta— abre la boca, todas las demás actividades tienen que detener se o bajar en cualquier caso quince decibelios para asegurar ese res peto. Es absurdo. La persona media puede aceptar y responder a bastante más información de la que le permitimos la mayor parte de las veces. Obviamente, si quieres que la gente haga comparti mientos estancos para cada información que les transmites, lo hará —es las salida más fácil—. Si, por otra parte, quieres que se vean raptados, en el viejo sentido wagneriano, por una obra de arte, esa no es la forma de hacerlo. La forma de hacerlo es mantener todos los elementos en un estado de fluidez, actuación recíproca, agita ción nerviosa (utilizando ese término en un sentido no médico, des de luego) constantes, para que lo que te mantenga arriba sea la es tructura y nunca, en ningún momento, tengas tiempo para rela jarte y decir: «Oh, bueno, eso va a ser el puente para el segundo acto.» Por supuesto, ese es el problema con la ópera de Mozart, en realidad —se para sin más; se pueden predecir sus cesuras. A mí me parece sumamente importante fomentar un tipo de oyente que no piense en términos de predominio, en términos de prioridad, y el collage es una forma de hacerlo. Creo, al mismo tiem po, que se debería poder jugar con el sentido del tiempo, la escala del tiempo en relación con una voz individual, escuchar sólo una voz y aun así recibir mensajes separados y simultáneos, ¿no?, des de la declaración que ésta ofrece. Que yo sepa, eso es algo que no se ha hecho todavía de verdad en la radio. Creo que hay que ha cerlo. Ha habido algunos intentos poco entusiastas, quizá. En «Los rezagados» permitimos que un caballero —un hablador brillante, si bien compulsivo— abordara a tres amigotes distintos con la mis ma anécdota. Parecía coherente con su carácter (él —es decir, no sotros—cambiabaligeramente la anécdota cada vez), pero aun así, en relación con lo que se podía hacer con estas técnicas, fue una tentativa poco entusiasta. Por supuesto que pienso que muchas de estas cosas se arreglarán cuando podamos tener una experiencia de escucha real camino de la cuadrafonía o más allá de ella. JJ.: ¿Sonido por cuatro canales? G.G.: Sí, pero me temo que la gente empleará mal esa frontera. Ya lo está haciendo, de hecho. Algunas empresas americanas están gra bando compromisos sinfónicos cuadrafónicamente, y la cuadrafo nía consiste en un montón de ambiente para los locutores de atrás, unas cuantas toses detrás de tu oreja izquierda o algo así, lo que 464
es totalmente idiota. ¿Quién ha dicho que la cuadrafonía sea eso? ¿Quién, a ese respecto, ha dicho que el documental radiofónico sea sobre el sujeto a quien todos los demás participantes tienen que remitirse? Es el mismo tipo de pensamiento muy limitado. Pero yo creo que para cuando tengamos una experiencia verdaderamente amplia de la cuadrafonía, gran parte de esta objeción al collage —el tipo de cosa de la que hablaba usted, en el que alguien llega e in tenta sintonizar bien— se solucionará por sí solo. Porque el senti do del espacio, el sentido de la superficie, es algo que, sospecho, se da demasiado por supuesto cuando la mayoría de la gente escucha un sonido. Si —tomemos un ejemplo muy sencillo—, si estoy tocando una sonata de Mozart al piano, me es muy importante mantener un sen tido de la distancia entre los motivos que podrían proceder de sólo una mano, o de las dos manos a la vez, o cruzarse, o estar en la parte más baja de la mano izquierda, o en la más alta de la de recha, etc. —ver esos motivos como una serie de planos, no sim ples planos de legato frente a non legato, sino planos de proximi dad—, Siempre me ha parecido extraño que nunca hayamos pen sado en grabar el piano de esa forma; de hecho, yo ya lo he hecho de forma experimental. No ha salido todavía, así que quizá no de bería hablar de ello, pero he tratado de grabar un piano en ocho pistas, cuatro filas de tres micrófonos por fila. Pero la asunción tá cita en el mundo de la grabación ha sido que un piano está puesto más o menos delante de ti, y si oyes la primera nota en esa posi ción, oirás la última nota en consecuencia. No hay nada que mo leste más a un productor que intentar mezclar las perspectivas. Por ejemplo, si tienes que continuar la grabación de un movimien to concreto de una obra al día siguiente, la cuadrilla medirá cada centímetro de suelo, se asegurará de que el instrumento se colo que de nuevo exactamente en el mismo punto, contará el número de gotas de rocío por centímetro cuadrado y rezará para que el ba rómetro sea constante. Bueno, quizá haya una cierta lógica tratán dose de Mozart, pero no creo que la haya con Wagner o Scriabin. Nadie, por ejemplo, ha grabado nunca a una orquesta tocando Wag ner como grabaría automáticamente, en esta era de John Culshaw, a un coro cantando Wagner. Bueno, ¡¿y por qué no?! Ya ve, el sentido de la superficie, el sentido del espacio y la pro ximidad en la tecnología no se está utilizando en absoluto. Pero se utiliza en el momento en que le dices a alguien: «Pero esto tiene 465
una importancia dramática.» Incluso en los primeros tiempos de la radio, solías encontrar una colocación de los micrófonos muy so fisticada, estoy seguro. Porque en el momento en que defines los personajes haciendo algo —en el momento en que los implicas en la acción—, la gente asume que deberían estar más o menos cerca, más o menos lejos del oyente. En el momento en que les das sólo ideas para expresar, la actitud es: «¿Por qué no se sientan allí sin más y te dicen eso?» Y ese ha sido todo el problema con la radio documental, ¿sabe? Las ideas se han separado de la acción y el mo vimiento, y creo que esa es una barrera que hay que disolver. J.J.: Quiero entrar un poco más en el espacio y la estructura. A veces resulta muy difícil usar el silencio en la forma que corresponde a su importancia. G.G.: Eso es m u y cierto. J.J.: En la radio hay cierta vacilación al respecto. G.G.: Sí, estoy de acuerdo en que no hemos pensado mucho en ello. Pero, además, ¿sabe?, toda la idea del uso integral del silencio en la mú sica es un concepto relativamente nuevo, en realidad. Comenzó con la Bauhaus, supongo, con la idea de la implicación total del espa cio, incluyendo las ventanas y las puertas que hacen que ese es pacio tenga significado, y musicalmente comenzó, a este respecto, con Anton Webern. Con una percepción retrospectiva analítica ma ravillosa, la gente empezó a decir: «Ah, ¡pero Beethoven también lo hacía! El Op. 133, por ejemplo— hay un montón de silencios allí—, ¡Muy significativo!» Pero con la mejor voluntad del mundo, no se puede argumentar que éste —Beethoven— sopesara sus si lencios con el mismo tipo de integridad aritmética —esa es una mala combinación—, con el mismo tipo de longevidad adecuada en relación con el sonido que empleó Webern. Así pues, dado que es básicamente un concepto nuevo en la música, no me sorprende que no haya sido aplicado al mundo hablado, en los documentales. Bue no, claro que ha estado en el texto de Beckett, o de Pinter, en este sentido. Pero, en cierto modo, es casi más un subproducto del re sentimiento que un uso integral de la cesación en una estructura como componente de esa estructura. J,T.: Cuando usted imagina el funcionamiento de una escena con quizá dos, tres, cuatro niveles, a veces siento en su obra el funcionamien to de algo muy parecido a una fuga. G.G.: Sí, eso es muy cierto, y de nuevo me costaría negar que eso pro cede de un amor por tocar fugas y de tocar un montón de fugas, 466
desde la infancia. Pero también creo que procede de un cariño al órgano, como contrario estrictamente del piano, cuando niño, y de tener la sensación de lo que pueden hacer los pies. No me conside ro un organista en ningún sentido profesional, pero cualquiera que haya tenido la experiencia de tocar el órgano siente esa necesidad de algún tipo de cimiento en el bajo, ¿sabe? Si se ha tocado el ór gano durante cierto tiempo, siempre resulta una experiencia muy disilusionadora no tenerlo. Se echa de menos desesperadamente la conexión con un registro dieciséis pies o treinta y dos pies. Nunca se me había ocurrido hasta este momento que esa podría ser efec tivamente la razón por la que siempre he sentido la necesidad de algún tipo de continuo en todo lo que he hecho en radio. En el caso de «Norte» era el tren; en el caso del programa sobre Terranova era el sonido del mar; en el caso del programa sobre Stokowski, el más reciente de los que he hecho, era una amplia mezcolanza de música dirigida por Stokowski —discurriendo toda ella sin costu ras, actuando como un continuo—. Quizá la experiencia del órga no lo explique. De hecho, no me opondría en absoluto a tratar algo más monofónico alguna vez, pero hasta ahora he sentido la nece sidad de tener algún tipo de fondo contra el cual poder colocar otras cosas, otras ideas que puedan encontrar allí relieve. Hay dos escenas en concreto en el programa sobre Terranova que guardan relación con lo que estoy diciendo: el prólogo y el epí logo. Son los únicos segmentos de ese programa en los que aparece todo el reparto, que era impresionante —catorce personajes—, y aparece como una especie de coro griego. De hecho, siete de estas catorce personas no tuvieron ocasión de hacerse familiares duran te el drama como tal y aparecen sólo en estas escenas de los ex tremos como elementos de textura. En estos dos segmentos pare cía importante tener a todo el mundo en cubierta y, en consecuen cia, el comienzo es una larga y lenta entrada, como desde un he licóptero, hacia y a través de lo que parece un banco de niebla. A medida que vas atravesando el banco de niebla, las voces empie zan a acumularse a tu alrededor. Sin embargo, son estáticas, como si estuvieran aisladas, sin poder moverse. Para los oyentes, sin em bargo, la perspectiva parece moverse porque cada vez más se nota que hay un acantilado contra el que rompen las olas. El epílogo es bastante diferente. Mientras que en el prólogo el agua va de izquierda a derecha y el acantilado parece estar en al guna parte ligeramente a la derecha del centro, y cada ola que re 467
trocede va hacia atrás a través de la escena, en el epílogo, por el contrario, estamos apartándonos claramente de la isla, y a medida que se va revelando esto, el movimiento del agua cambia y va a la izquierda y a la derecha, alternativamente. El efecto es como si es tuvieras mirando hacia abajo desde una altura considerable y es cuchando el sonido de las olas al romper desde los dos lados. Todos los personajes que están allí al principio están allí de nue vo, con una gran diferencia: todos están en movimiento. Hay un truco porque en —iba a decir «la partitura»—el guión, el personaje principal, el hombre que se convierte en el narrador de este pro grama (y ese fue uno de sus puntos débiles frente a lo que confío sea el punto fuerte de la cuadrafonía: que tuviera que haber un na rrador), el hombre que nos ha contado la historia, ha estado todo el tiempo en el altavoz de la derecha. Ha estado sentado allí mismo hablándonos, actuando como una especie de anfitrión de Nuestra ciudad y de puente entre las escenas. Pero al comienzo del epílogo hay un momento en el que dice: «A veces recorro el país en coche», y cuando lo dice, su voz empieza a moverse por primera vez —él empieza a moverse—. Su viaje le lleva, en última instancia, al ex tremo izquierdo (aunque se detiene algún tiempo en el centro de la pantalla durante el recorrido), y en los tres minutos cincuenta y tres segundos que constituyen el epílogo, se encuentra con todos los demás personajes, que en ningún momento —del mismo modo que se mantuvo a los personajes de «Norte» separados del narra dor en ese programa—, que en ningún momento se habían confron tado directamente con él. Ellos se mueven de izquierda a derecha, y él en sentido opuesto. Hasta qué punto, así pues, su movimiento es una ilusión, hasta qué punto es el viejo truco de Hollywood de mover el decorado detrás del tren parado, hasta qué punto ambos movimientos son legítimos, queda sin resolver. Por supuesto, se mueven y pasan por delante unos de otros tam bién en otro sentido: la mayor parte de los miembros del reparto están resumiendo su descontento («Siempre maldecimos a nues tros antepasados, ¿sabe?, diciendo: “¿Por qué demonios se queda ron aquí, en Terranova? ¿Por qué fueron tan interesados? ¿Por qué iba a establecerse nadie en esta ridicula pequeña roca?”»), mien tras nuestro narrador está encontrando una forma de ser optimis ta en un mundo muy difícil y un lugar muy duro («La gente se ex tasía por entrar en la corriente principal, y yo creo que es un poco estúpido, ya que la corriente principal está bastante enlodada, o 468
así me lo parece»). Por tanto, en cierto sentido, pasan por delante unos de otros también en términos de comprensión, y la secuencia parece funcionar a varios niveles, parece que hay un poco de mis terio en ella. Cuando pasa él, no se limita a pasar delante de uno cada vez —lo que no es nada raro—, una voz ha comenzado desde la izquier da, y varios segundos después otra sigue su ejemplo (sus discursos finales son muy, muy breves, creo que el más largo dura algo así como dieciocho segundos, y la media es de unos diez), y las pala bras están escogidas de tal forma que las palabras que él utiliza con gran frecuencia —al igual que la relación de «más» y «más» en el prólogo de «Norte»— chocan con las palabras de ellos. Por ejem plo, el narrador intercambia «civilización» («Invadimos Marte y des truimos la civilización marciana y creamos nuestro propio susti tuto de pacotilla de civilización en su lugar») con un anciano ca ballero que recibe el papel de abuelo («Ahora bien, ningún reflejo de civilización tal como están las cosas, pero creo que teníamos una auténtica civilización antes de que llegaran ellos»). En «Los re zagados» el reparto estaba distribuido de tal forma que todos los personajes principales tenían relaciones inferiores de carácter fa miliar; pero quizá esto sea algo que deberíamos tratar en otra oca sión. J.J.: Muy bien, tomaré nota de ello. Ha hablado usted de aislar voces en cámara de sonido distintas; ¿las filtra de algún modo para am pliar sus diferencias, o para aumentar sus diferencias? G.G.: Sí, las filtro. Una de las mejores formas, de hecho, de compensar la falta de propagación, si se está trabajando en mono, es a través de «separadores» de ese tipo. En «Norte» jugamos con filtros en las voces en distintos grados para subrayar la diferenciación de carac teres. El antrópologo James Lotz, que relata sus primeras experien cias en el Norte y que hace resaltar las explicaciones a escala bas tante mayor que la humana de nuestro anfitrión, Wally McLean, fue muy filtrado durante sus primeros intercambios con McLean para sugerir que se estaba recordando una experiencia muy leja na. El problema, sin embargo, era cómo hacerle volver al tiempo real. Este era un problema, en efecto, porque al final de lo que es nominalmente la primera escena de «Norte» (sin contar con el pró logo de trío sonata por el momento) Lotz se enfrenta directamente a nuestro hombre de Ottawa, Bob Phillips, y empieza una conver sación con él. Bueno, obviamente, esta conversación, si se recor469
daba con exactitud, no podía ser en absoluto distante, tenía que ser más o menos en tiempo presente, así que había que quitar el filtro. Pero los filtros no se pueden quitar así como así —es casi, como usted sabe, John, igual que eliminar los registros en un ór gano—. Así que decidimos combinarlo con algún otro tipo de acti vidad dinámica y, en consecuencia, comenzamos a acentuar sus verbos con suaves maniobras de retirada. Cada vez que usaba un verbo que expresaba su aversión por la burocracia —y esto era es pecialmente significativo al final de la escena, justo antes de su confrontación con el hombre de Ottawa, porque estaba diciendo «Desde luego, odian Ottawa en el Norte, aborrecen Ottawa, despre cian Ottawa»— descubrimos la utilidad de subrayar palabras como «odian», «desprecian», «aborrecen» y reducir simultáneamente el fil tro. Cuando se hace la última maniobra queda fuera del filtro, está con su voz real, y el hombre de Ottawa dice: «Yo estaba en el bloque oriental entonces», y empieza la conversación propiamente dicha. El mismo problema surgió en una dimensión totalmente distin ta en el programa sobre Stokowski. En un momento dado, aproxi madamente a los dos tercios del programa, quería hacer que ha blara de los viejos tiempos, como era hacer discos acústicos, etc. Fue bastante fácil hacerle entrar en tema —simplemente proyec tamos, sobre un fondo sinfónico, canciones folclóricas que adorna ban o ampliaban el efecto armónico del fondo: la Sinfonía n2 11 de Shostakovich—. Al final de la secuencia de canciones folclóricas, el estribillo del himno mormón «Venid, venid, santos» (Stokowski está hablando sobre las pautas de la inmigración en la coloniza ción de América) nos lleva al tono de Sol, y para su dominante —Re— incluimos unos cuantos compases de «Ein feste Burp —una interpretación grabada en Filadelfia a principios de los años veinte—. Esto le hace recordar los viejos tiempos, sus primeros años en el estudio de grabación (remontándose a 1917, de hecho), y escucha su primer intento con la Obertura Rienzi —tecnológica mente patética, pero muy divertida— reproducida con todas sus fuerzas monoaurales exclusivamente en el altavoz de la derecha. Esto, a su vez, inaugura una secuencia de cuatro o cinco piezas mo noaurales escogidas de grabaciones de la orquesta de Filadelfia de los años diez, veinte y treinta. La orquesta cobraba vida con cla ridad convirtiéndose en un instrumento mejor con cada ejemplo su cesivo y, desde luego, cada 78 consecutivo es tecnológicamente un progreso en relación con sus predecesores. 470
J.J.:
G.G.:
Pero Stokowski se marchó de Filadelfia en 1938, y el problema era cómo hacerle regresar al tiempo real, al presente. Bueno, por pura suerte encontramos una grabación que hizo del «Los encan tos del Viernes Santo», de Parsifal, en 1936, creo —en cualquier caso, es uno de los últimos discos de su época de Filadelfia— y lo comparamos con una grabación que realizó en Houston cuando tra bajaba de director allí, a finales de los años cincuenta. Descubri mos, lo que fue bastante milagroso, que iban al mismo tempo casi nota por nota durante cuarenta y cinco segundos. Bueno, quizá ha bía unos cuantos sitios donde se producían algunas suspensiones interesantes, pero, en cualquier caso, en los segundos cruciales en que los necesitábamos iban juntos. Así que, en el programa, la ver sión de Filadelfia suena durante unos treinta segundos, y cuando desaparece tragado en la depresión de una frase, superponemos la interpretación de Houston, moviéndola lentamente de izquierda a derecha y manteniéndola bajo compresión para que no suene de masiado bien demasiado de repente. Suena más bien como si, en efecto, la orquesta y los técnicos estuvieran llegando a un nuevo ideal tecnológico y no lo lograran del todo. En este momento, Sto kowski dice: «Es mucho mejor hoy, pero creo que puede ser mucho mejor aún de lo que es hoy» —y eso es lo que la trae de nuevo al presente. Eso es fascinante. Ha dicho hace un momento que la narración era una «debilidad», creo que ha sido la palabra, y debo admitir que no acabo de comprender lo que quiere decir con eso. Bueno, es un problema del que me he dado cuenta hace muy poco en términos del documental radiofónico. Uno de los medios por los que llegué a esa conclusión, como ya he dicho, fue el narrador de Terranova. En efecto, no me gustaba el hecho de que tuviéramos un narrador —no por el caballero en sí, que era magnífico, sino por el hecho de que nos veíamos obligados a tener un narrador. Me parecía un anuncio de debilidad, en la forma del programa, en el actual estado del medio, y he pensado mucho en ello después. Al igual que había ciertas limitaciones impuestas por el mono que fueron superadas instantáneamente en el momento en que lle gó el estéreo, hay también ciertas limitaciones que impone el esté reo. Y en una forma extraña y paradójica, una de las cosas que teó ricamente resalta el estéreo —la situación separada de las vocessuele, a menos que se tenga muchísimo cuidado, plantear sus pro pios problemas. O sea, es maravilloso que se pueda hacer que se 471
oiga a dos personas simultáneamente, como hicimos con frecuen cia en Terranova y no notarlo siquiera, ¿sabe?, o, en otras pala bras, notarlo tan profundamente, percibirlo tan integralmente, que no te molesta en absoluto. Pero en cierto modo, gracias a esa se paración, los diálogos y tríos, etc., de «Los rezagados» son menos dramáticos que las situaciones similares que existían en «Norte», a pesar de que, en el caso de «Norte», están definidos con mucha menos claridad por el mono. El fundido, por ejemplo, hablando en términos cinematográfi cos, asume un papel muy distinto. En la radio mono, la idea de fun dido era sumamente importante, ¿sabe?, era uno de los instrumen tos principales de la narración. En la radio estéreo es relativamen te menos importante. Se pueden hacer cruces de izquierda a dere cha con tanta destreza, se pueden hacer tantas cosas simultánea mente, se pueden hacer cortes duros con tanta exactitud y delibe ración, que la verdad es que no hacen demasiado falta las funcio nes de cambio de escena que ofrece el fundido. Ampliando el mis mo problema, uno empieza a pensar que exista o no esta separa ción, quizá no debería aprovecharla para lograr evitar los elemen tos que normalmente formaban parte del proceso de elaboración del fundido, el elemento de la narración en concreto. Quizá entonces se podría encontrar una alternativa al proble ma de la narración. Porque en el proceso de elaboración de «Los rezagados» me parecía cada vez más que así era —parecía consti tuir un problema—. Parecía obligarle a uno a seguir un ritmo es pecífico en relación con la disposición de los hechos, y yo creo que, volviendo atrás, lo que usted insinuaba cuando decía que debía de haber una forma de hacer el silencio integral era enfocar el mismo problema de otro modo, sugerir que debía haber una alternativa a la explicaciópn evidente de hechos y de series de hechos. A medida que se disponía de nuevas posibilidades de separa ción había que reducir estas consecuencias lineales, no para negar que fue bueno en el pasado, sino para encontrar una forma en la que aprovechar de verdad la nueva modalidad. No se puede asu mir sin más yendo al estéreo o, como haremos en breve, a la cuadrafonía; se pueden utilizar las percepciones cuadrafónicas o las percepciones del estéreo para hacer algo mejor con los problemas que surgieron de las técnicas mono. No se puede hacer un análisis razonado para la nueva modalidad a partir de esos problemas re sueltos— no funcionará—, y eso es precisamente lo que trataba de 472
expresar cuando decía que no deberíamos haber tenido un narra dor. ¿Sabe?, me costó unos seis meses después de terminar el pro grama descubrir por qué no deberíamos haber tenido un narrador. Pero supongo que, en cierta forma, el retraso se derivaba del mis mo conocimiento lento y a regañadientes del medio que me hizo pensar que «Norte» iba a ser un documental serializado. La idea del silencio, si entiendo lo que usted quiere decir con eso, es parte de ese conocimiento. Cuando se pueden separar los personajes —hacia atrás y hacia delante, a izquierda y derecha, y a tiempo uno de otro—, este silencio suyo se convierte en un estí mulo muy poderoso. Pero la cuestión es ¿cómo usarlo? ¿Lo usas en la forma en que, por ejemplo, usó el silencio Webern? ¿Mides la du ración del sonido? ¿Te limitas a imitar lo que se hizo en un medio puramente abstracto hace cuarenta años? ¿Empiezas diciendo: «Bueno, creo que deberíamos señalizar los silencios en el documen tal y meter siete segundos y medio de silencio por cada quince de sonido, o una proporción similar»? Porque en el momento en que hagas eso, estás adoptando las leyes de la polifonía weberiana y co metiendo el mismo error que cada nuevo medio nos incita a come ter inicialmente. Así que, de algún modo, creo que esa no es total mente la respuesta. Porque el gran placer de trabajar con lo que nos complacemos en llamar el documental radiofónico es que uno se ve liberado de alguna forma de este tipo de restricciones. El hecho de que el do cumental esté vinculado, supuestamente, a la información dura, el hecho de que haya presumiblemente algún meollo de noticia ocul to en su proceso, es una excusa. Es la más gloriosa de las excusas, en realidad —una passascaglia, de hecho— y nos deja en libertad, en primer lugar, para ocuparnos del arte en la forma objetiva y se gura en que uno se ocupa habitualmente de la información pura. Al mismo tiempo, nos permite transformar esa información en lo que antiguamente se habría llamado «obras de arte». Sólo hay que limitarse a incorporar esa información en sus propios términos —en unos términos que no admitan ninguna contradicción entre los procesos del «arte» y los de la «documentación».
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P R Ó L O G O DE «LA IDEA D EL N O R T E » 1 Estaba fascinada por el país como tal. Volé hacia el norte desde Churchill a Coral Harbor, en la isla de Southampton, a finales de septiembre. Había comenzado a nevar y el país estaba en parte cubierto de nieve. Algunos de los lagos estaban congelados en los bordes, pero hacia el centro se podía seguir viendo el agua clara, clara. Y volando sobre este país, podías mirar hacia abajo y ver va rios tonos de verde en el agua, y podías ver el fondo de los lagos, y era la experiencia más fascinante del mundo. Recuerdo qué estaba en la cabina con el piloto, y miraba constantemente hacia fuera, a iz quierda y derecha, y podía ver témpanos de hielo en la bahía de Hud son, y trataba todo el tiempo de divisar un oso polar o unas focas, pero por desgracia no había ninguno. M.S.: Y cuando volábamos a lo largo de la costa oriental de la bahía de Hudson, este país llano, llano FRANK VALLEE: No me gusta —déjame decirlo M.S.: me asustó un poco, porque parecía infinito. F.V.: otra vez: no me gusta en absoluto esto de ser un hombre del Norte. M.S.: Parecía que no íbamos a ninguna parte, y cuanto más al Norte íba mos F.V.: No critico a esas personas que afirman que quieren ir más y M.S.: más monótono era. No había más que nieve F.V.: más al Norte, pero lo veo como un juego, eso de ser un hombre del Norte. La gente dice: «Oye, M.S.: y, a nuestra derecha, las aguas de la bahía de Houston. F.v.: ¿has estado alguna vez arriba, en el polo Norte? M.S.: Ahora bien, esta fue mi impresión F.V.: y: «Caramba, hice un viaje en un trineo tirado por perros que duró veintidós días», M.S.: durante el invierno, pero también volé por el país F.V.: y el otro tipo dice: «Bueno, yo hice uno que duró treinta días» M.S.: durante la primavera y el verano, y me pareció curioso. F.V.: ¿sabes?, es bastante infantil. Quizá les gustaría considerarse MARIANNE SCHROEDER:
1 De la transcripción original del guión radiofónico de Gould, 1967.
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Y después, durante once años más, estuve en el Norte desempeñando diversos cargos. porque entonces podía ver los contornos. más escépticos... [fundido] Claro que sí, el Norte ha cambiado mi vida; no puedo concebir de los lagos y los nos y, en la tundra. a nadie que esté en estrecho contacto con el Norte, ya sea porque viva allí todo el tiempo enormes manchas de musgo o roca—
ROBERT p h il l ip s : M.S.: F.V.: R.P.: M.S.: R.P.: M.S.:
R.P.: o viaje a llí mes tras mes y año tras año— M.S.: desde el aire apenas se puede divisar vegetación... [fundido]
... más escépticos en cuanto a lo que ofrecen los medios de comunica ción... [fundido] R.P.: No puedo concebir a alguien así a quien no haya afectado de ver dad el norte. F.V.: ... Y la cosa sigue así, R.P.: Cuando me marché en 1965, por lo menos dejé el trabajo allí, no fue porque F.V.:
F.V.: como si hub iera a lg ún m érito especial, a lg u n a v irtu d, en estar en el norte, R.P.:
estuviera cansado del Norte, la sensación de que ya no tenía interés.
F.V.: o alg una v irtu d especial en haber estado R.P.: ni nada de eso; estaba más entusiasmado que
nunca.
F.V.: con gente prim itiv a — bueno, ¿sabe?, ¿qué R.P.: Me marché porque soy un funcionario [empieza fundido] M.S.: F.V.: R.P.: M.S.: F.V.: R.P.:
... Es algo muy difícil virtud especial hay en eso? [empieza fundido] Así que Me pidieron que me ocupara de otro trabajo en relación con la lucha de describir. Era el aislamiento total, esto es muy cierto, Creo que ahora mismo estaría más interesado en el lago Baker, contra la pobreza... [fundido sin fin]
M.S.: y sabía m u y bien que no podía ir a n in g u n a parte F.V.: si en efecto está cambiando de una forma significativa... [fundido
sin
fin] M.S.: m ás que u n a o dos m illas, andando.
Siempre pienso en las largas noches del verano, cuando la nieve se haya derretido y los lagos estén abiertos y los gansos y patos hayan empezado a volar hacia el Norte. En esa época el sol se pone, pero mientras brilla el último resplandor en el cielo, miro hacia uno de esos lagos y observo a esos patos y gan sos volando pacíficamente o posados en el agua, y pienso que soy casi 475
parte de ese país, parte de ese pacífico entorno, y deseo que nunca se acabe, [fundido en bucle]
«LA IDEA DEL NORTE»: UNA IN T R O D U C C IÓ N 1 El Norte me ha fascinado desde que era niño. En la época en que iba a la escuela solía estudiar detenidamente todos los mapas de esa región que caían en mis manos, aunque me parecía demasiado difícil recordar qué estaba más al Norte, si Great Bear o Geat Slave (y, por si acaso us tedes tienen el mismo problema, es Great Bear). La idea del país me in trigaba, pero mi noción de su aspecto estaba bastante restringida a los cuadros romantizados e impregnados de art-nouveau del Grupo de los Siete que en mi época adornaban prácticamente aula sí aula no, y que probablemente sirvieron de introducción pictórica al Norte para un gran número de personas de mi generación. Poco después, empecé a examinar fotografías aéreas y a hojear estu dios geológicos y me di cuenta de que el Norte poseía cualidades más eva sivas que ni siquiera un mago como A.Y. Jackson podría definir al óleo. Aproximadamente hacia esa época hice unas cuantas incursiones de tan teo en el Norte y empecé a utilizarlo, metafóricamente, en mis escritos. De hecho, hubo en ello una curiosa lluvia radiactiva literaria. Cuando fui al Norte, no tenía intención de escribir sobre él ni de citarlo ni si quiera entre paréntesis en nada de lo que escribiera. Y aun así, casi a pesar de mí mismo, empecé a hacer todo tipo de alusiones metafóricas basadas en lo que en realidad era un conocimiento muy limitado del país y una exposición muy casual a él. Me encontré escribiendo críticas mu sicales, por ejemplo, en los que el Norte —la idea del Norte— empezaba a realzar otras ideas y valores que me parecían de una orientación de primentemente urbana y, por tanto, espiritualmente limitados. Ahora bien, desde luego que esta manipulación metafórica del Norte es algo sospechosa, por no decir romántica, porque hay muy pocos lu gares hoy día que estén fuera del alcance, y aislados, del estilo de Ma dison Avenue y de sus actitudes y técnicas modelo. Time, Newsweek, Life, Look y el Saturday Review pueden ser aerotransportados a la ba hía de Frobisher o a Inuvik casi con la misma facilidad con la que un 1 Notas para la carpeta del disco CBC Learning Systems T-56997, 1967.
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contratista local puede enviarlos al quiosco del barrio, y probablemente hay gente que vive en el corazón de Manhattan que consigue llevar una existencia tan independiente y ermitaña como la de los exploradores que recorren el tipo de tundra cubierta de liquen que A.Y. Jackson era tan aficionado a pintar al norte del lago Great Bear. Cierto es que en cuestión de actitud, y no estoy nada seguro de que mi propia actitud semialegórica hacia el Norte sea la forma apropiada de hacer uso de él o ni siquiera una forma exacta de definirlo. Sin em bargo, no soy en absoluto el único que reacciona así ante el norte; muy pocas personas toman contacto con él y salen totalmente indemnes. Algo les ocurre de hecho a la mayoría de las personas que van al Norte —al menos se vuelven conscientes de la oportunidad creativa que representa la realidad física del país— y —con mucha frecuencia, creo— llegan a medir su propia obra y vida en relación con esa posibilidad creativa tan asombrosa: se convierten, efectivamente, en filósofos. Esto no debe sugerir, sin embargo, que su filosofar alcance, al final, un punto de vista cohesivo. En la construcción de «Norte» —que, aun que técnicamente un documental, es como mínimo un documental que se considera un espacio dramático— confiamos, de hecho, en la interac ción de nuestros cinco personajes; y del mismo modo en que cuando se empieza a componer una obra de teatro se desea planear cuidadosamen te los dramatis personae, fuimos igualmente cuidadosos en la elabora ción de nuestra lista de invitados para el programa. Queríamos un en tusiasta y cínico observador del presupuesto del gobierno, así como al guien que pudiera representar esa ilimitada expectación e ilimitada ca pacidad de desilusión que afecta inevitablemente al espíritu de búsque da de los que van al Norte persiguiendo su futuro. Creo que encontra mos para cada una de estas actitudes un exponente notable y extraor dinariamente articulado en la presencia, respectivamente, de Marianne Schroeder, Frank Vallee, Robert Phillips y James Lotz. Los cuatro han tenido una experiencia excepcional del Norte: Marianne Schroeder tra bajó varios años como enfermera en una misión de Coral Harbor, en la isla de Southampton, que, si tienen ustedes a mano el mapa, está más o menos en la esquina noroccidental de la bahía de Hudson; el coto par ticular de Frank Vallee es, principalmente, el Ártico central y es el au tor de un libro titulado Kabloona and Eskimo in the Keewatin (Kablunas y esquimales en el Keewatin): R.A.J. Phillips y James Lotz han hecho con tribuciones fundamentales a la bibliografía del Norte: la obra más co nocida de Phillips es su libro Canada's North (El norte de Canadá), mien tras que el señor Lotz, geógrafo y antropólogo, combina con habilidad 477
sus dos campos para hacer innumerables apariciones en el papel impre so, incluyendo su recientemente publicado estudio Northern Realities (Realidades del Norte). Creíamos, sin embargo, que también nos hacía falta alguien cuya experiencia del Norte abarcara efectivamente todas estas posiciones, que fuera al mismo tiempo un idealista pragmático y un entusiasta desencantado, y creo que lo encontramos en la presencia de Wally McLean, que se convierte, de hecho, en el narrador de nuestra historia. Nuestros cinco invitados fueron, por supuesto, entrevistados por se parado. En ningún momento de la elaboración de «Norte» tuvieron oca sión de conocerse, y todas las yuxtaposiciones dramáticas que se pro dujeron se lograron por medio de cierto trabajo posterior con la cuchilla de afeitar en la cinta y no por medio de ninguna confrontación directa entre nuestros personajes. En efecto, a uno de los cinco —Wally Mclean— se le impidió, por un capricho de la edición, toda confronta ción salvo con su propia visión poética del Norte y con el último moyimiento de la Quinta Sinfonía de Sibelius. Esta obra es la única música convencional que se utiliza en el pro grama, pero a lo largo de los cincuenta y dos minutos que la preceden hay, en el prólogo y las diversas escenas de que está compuesta «Norte», varias técnicas que me inclinaría a calificar de derivadas de la música. El prólogo es, en efecto, una especie de trío sonata (la enfermera Schroeder, el sociólogo Vallee y el funcionario Phillips participan en el primero de los varios ejemplos de una técnica que cada vez más me gusta apodar «radio contrapuntística»). Y hay otras ocasiones, quizá más complejas, que reproducen asimismo técnicas musicales. Una de ellas es la escena dedicada al tema de los esquimales, que tiene lugar, aparentemente, en el coche restaurante de un tren (el tren es el bajo continuo en la mayor parte del programa) y en la que la señorita Schroeder, el señor Vallee, el señor Lotz y el señor Phillips intervienen más o menos simultánea mente en una conversación —las distracciones resultantes hacen que el papel del oyente no sea muy distinto del que tendría un camarero del coche restaurante que intentase atender a todos por igual. El significado de estas escenas, creo, es que prueban, en cierto sen tido, hasta qué punto se puede escuchar simultáneamente más de una conversación o impresión vocal. Es perfectamente cierto que en la esce na del coche restaurante no todas las palabras van a ser audibles, pero, así las cosas, tampoco lo son todas las sílabas de la fuga final del Fals taff de Verdi. No obstante, pocos compositores de ópera se han visto di suadidos de utilizar tríos, cuartetos o quintetos por el conocimiento de 478
que el oyente sólo podrá acceder a una parte de las palabras que ponen a la música —la mayoría de los compositores se preocupa fundamental mente por la totalidad de la estructura, el juego de consonancia y diso nancia entre las voces— y, totalmente aparte del hecho de que sí creo que la mayoría de nosotros podemos admitir mucha más información sustancial de la que nos creemos capaces, me gustaría pensar que estas escenas pueden ser escuchadas de la misma forma en que se escucharía la fuga de Falstaff. En un sentido, supongo, el bajo continuo del tren es sólo una excusa —una base para las estructuras vocales que queríamos urdir por enci ma de ella—. Pero, además, «La idea del norte» es en sí misma una ex cusa, una oportunidad para examinar esa condición de soledad que ni es exclusiva del Norte ni prerrogativa de los que van hacia el Norte, pero que quizá sí aparezca, con todas sus ramificaciones, con un poco más de claridad para quienes hayan hecho, aunque sólo sea en su imagina ción, el viaje hacia el Norte.
«LOS REZAGADOS»: UNA IN T R O D U C C IÓ N :1 En el verano de 1968 hice mi primera visita a Terranova. Fui allí en busca de personajes para un documental, cuyo tema no tenía en abso luto claro cuando desembarqué de la motora Leif Ericson, un atardecer de agosto, en Port aux Basques. En cierto sentido, supongo, el tema no minal —la propia Terranova— imponía la materia superficial del pro grama. Iba a ser, evidentemente, sobre la provincia como isla; sobre el mar, que mantiene el continente y a los continentales a la distancia del viaje en el transbordador; sobre los problemas que guarda un estilo de vida mínimamente tecnologizado en una época máximamente tecnologizada. Pero también tenía que tener un punto de vista (o puntos de vista; no importaba el consenso), y eso sólo podía surgir a través del diálogo con aquellos que, desafiando la tendencia estereotipada de abandonar el barco y buscarse la vida en otro lugar —la fuente fácil de prejuicio an timarítimo, de los chistes malos sobre Terranova, de la nostalgia de Nue va Inglaterra—, habían decidido quedarse a bordo de la «roca». No co nocía por aquel entonces a ningún habitante de Terranova que se hu 1 Notas para la carpeta del disco CBC Learning Systems T-57000, 1969.
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biera quedado, pero durante las siguientes cuatro semanas o así iba a encontrarme, entre otros, con los trece personajes cuya participación hizo posible este programa y cuyos diversos conceptos sobre el papel de Terranova en la sociedad canadiense confirieron a nuestro documental su subterránea razón de ser. El habitante de Terranova es sobre todo un poeta. Entre estas gen tes subsisten los espíritus de los bardos celtas; un sentido de la caden cia, del equilibrio rítmico, hace de su habla la delicia del editor de soni do. Incluso cuando se les sorprende con pocas cosas que decir —y eso ocurre raras veces—, lo dicen con una métrica elegante. Pero mezclado con el impulso de convertir toda observación en verso, hay una contun dente ejecución del detalle estilo saga que confiere significado y propó sito a su historia. Quizá la realidad de la vida contra los elementos —como para las gentes de Islandia y Groenlandia— someta a disciplina sus estrofas, confiera un sostén de realismo a su impulso siempre dis puesto a la fantasía. En cierto sentido, por supuesto, la propia Terranova es una fantasía —un pedazo de terreno desfavorecido, a la deriva entre dos culturas, in capaz de olvidar su vínculo espiritual con una, incapaz de aceptar del todo su dependencia económica de la otra—. Pero la realidad de la ex periencia de Terranova no puede hallarse en los cuadros de deuda per cápita, en los grandes planes para desecar sus ciéganas centrales, en abrigar la esperanza de que surja alguna necesidad futura de transbor do como una nueva extensión en medio del Atlántico, desviando los vien tos comerciales que unen a sus dos culturas adoptivas. La realidad está en su separación. El mismo hecho —la desventajade la distancia es su gran bendición natural. A través de ese hecho, el habitante de Terranova ha recibido unos cuantos años más de gracia —unos cuantos años más durante los cuales calcular las ventajas de la individualidad en un entorno cultural cada vez más coactivo—. Y este tema, más que cualquier otro, está implícito en su conversación. Puede que no lo llamen así, pero por debajo de su incesante charla sobre la isla, sus tradiciones y su futuro, como un tema de passacaglia constan temente adornado, está omnipresente el precio del inconformismo. A algunos les gustaría marcharse, o les gustaría que lo hicieran sus hijos: «Hace quince años disfrutaba tanto de la vida aquí que nada me habría impulsado a marcharme. Ahora que probablemente me gustaría marcharme es demasiado tarde» (Ted Russell). Otros que se quedan no encuentran nada admirable en quedarse: «Bueno, pongámoslo así: nun ca podría quedarme en Terranova si no pudiera permitirme el lujo de 480
marcharme cuando quiero» (Penny Rowe). No obstante, otros, como el novelista Harold Horwood, que lleva una existencia thoreaviana modi ficada, mantienen que: «La gente que es sacada del centro de una socie dad siempre puede verla con más claridad.» Por otra parte, están aquellos que, como Eugene Young, lamentan sin más el final de una época y del espíritu de esa época: «Los viejos ro bles no pueden vivir en tiestos y las ballenas no pueden vivir como los peces de colores»; o como John Scott, que, cuando hablé con él, hacía doc torado en la Universidad de Edimburgo, pero cuyo futuro está en Te rranova, ya que «Terranova me interesa; podemos hacer cualquier cosa aquí». Sobre todo, hay quienes, como nuestro narrador, Leslie Harris, sienten en la propia «roca» la metáfora de una forma de vida que aun que está «en la corriente principal» no pertenece a ella. «La gente se ex tasía por entrar en la corriente principal. Yo creo que es un poco estú pido, ya que la corriente principal está bastante enlodada, o así me lo parece». Cuando terminé las entrevistas que sirvieron de materia prima para este programa, me hice a la mar a bordo de la motora Ambrose Shea —el largo camino a casa, desde Argentina hasta North Sydney, Nueva Es cocia—. Se izaron las señales de galerna y en unas yardas la costa de sapareció. Las aguas del golfo estaban turbulentas esa noche; la costa de cabo Bretón fue una visión bien venida a la mañana siguiente. Pero Terranova permanecía detrás, segura.
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CUARTA PARTE
MISCELÁNEA
TRES ARTICULOS PUBLICADOS CON EL SEU DÓN IM O DE DR. H ER B E RT VON H O C H M E IS T E R 1 LA CBC EN RELACIÓN CON LA CÁMARA Nota del editor: Con este artículo damos la bienvenida a nuestras co lumnas al eminente erudito y crítico canadiense Dr. Herbert von Hoch meister. Sabemos que el Dr. Von Hochmeister no necesitará presentación para aquellos de nuestros lectores que hayan tenido ocasión de observar la floreciente vida musical de nuestro buen vecino del Norte, ya que el Dr. Von Hochmeister es, desde hace muchos años, el ampliamente leído crítico de arte de The Great Slave Smelt, quizá el periódico más respetado por encima de los 70° de latitud norte. Los excelentes ensayos de su primera época, recogidos bajo el título de Tundra-Kultur (agotado) y publicados por I. Carp e Hijos (quebrado) le convirtieron por primera vez en centro de la atención internacional, mientras que una obra posterior del mismo estilo, Fuga en el río Hay, tuvo unos lectores más especializados. Tras haber ob tenido una excedencia indefinida de su periódico, el Dr. Von Hochmeister explorará las regiones inferiorees (latitudinalmente hablando) de la músi ca canadiense y nos informará de forma intermitente. No pasa mucho en la música de nuestro país a espaldas empresaria les de la CBC. Las mismas palabras «Canadian Broadcasting Corpora tion», llevadas al aire de la noche con la soporífera comodidad de ruido 1 De Musical America, marzo, agosto y diciembre de 1965. La «Nota del editor» fue escri ta aparentemente por el propio Gould.
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blanco de un locutor de plantilla que confirma una pausa de identifica ción de emisora, ponen un nudo en todas las gargantas fieles y libera les, traen un estremecimiento a todas las espaldas sin tracción y la cer teza bienvenida de que lo que acabamos de escuchar ha recibido el visto bueno cultural. Desde debajo de las torres victorianas de una casa po pular del centro de Toronto, conocida cariñosa —y nacionalmente— como el Kremlin, un perspicaz grupo de conciliadores de cuello blanco se dedican con consagrado anonimato a gobernar nuestra vida cultural. Y raro es el artista, e inverosímil la organización musical, que queda en este país aislado en contra de las tendencias que ellos interpretan para nosotros. Es una suerte, así pues, que —tomados en sus amplias mi ras— los esfuerzos de la Corporación merezcan nuestra más enérgica condena. Pero quizá haya que estar en, y ser de, el auténtico Norte (como este corresponsal) para sentir la milagrosa química que hay entre Canadá y su Corporación. Los norteños tenemos nuestras quejas, desde luego. A los que elegimos vivir más allá de ese populoso cordón de aldeas que el «Cincuenta y cuatro-cuarenta o pelea»2, que todavía escuece, iba a se parar del resto de las de su afable clase provinciana al sur de la fronte ra, nos parece amargamente injusto que siete noches a la semana, lle gue cinco minutos después de dar la medianoche y, tras haber pronun ciado las últimas noticias y el tiempo, el compère del estudio nos despa che sin piedad al abrazo de estrella polar de la noche con ese último e insensible canto llano: «Deseamos las buenas noches a los que escuchan por los repetidores de baja potencia.» «¿De verdad?», bufamos de cólera, mientras el aparato se deshace en crujidos. «Llegará la noche», nos de cimos, «en que algún operador borracho caiga atontado sobre su inte rruptor en Toronto, o Montreal, o Winnipeg, o desde dondequiera que lancen esa maldita cosa que nos desconecta de nuestros legítimos y tri butados placeres. Llegará la noche en que descubramos qué es lo que escuchan después de la medianoche en Ottawa, y Edmonton, y el Lakehead. Llegará la noche...» Una queja sin importancia, quizá, y una queja que nos hace esperar con más avidez la mañana, así que, tal como están las cosas, sirve a algún fin. Aparte de lo cual, tras venir al Sur este año, ahora sé que gran parte de lo que hay durante la noche, la mayoría de 2 N. de la T.: Consigna de los expansionistas en la campaña electoral de 1844 que llevó a la presidencia de la Unión al demócrata James K, Polk. Los 54° 40’ de latitud norte seña laban la frontera septentrional del Territorio de Oregón (que limitaba al Norte con la Alaska rusa, y al Sur con la California mexicana), condominio de Estados Unidos y Gran Bretaña y de donde los primeros querían expulsar a los segundos.
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las noches, es exactamente la misma discreta mezcla de Telemann, Res pighi y Mendelssohn que siempre nos hemos imaginado. Nada de hu mor sofisticado más allá de nuestro alcance territorial, nada de vanguar dismo (no demasiado al mismo tiempo) más allá de nuestra paciencia, nada de charlas festivas, a través de la noche, con las que no pueda re lacionarse nuestra septentrionalidad. En efecto, uno se podría quejar un poco por este acto de equilibrio de la CBC, este enfoque de abarca-todo-pero-no-tomes-partido. Y uno po dría sentirse tentado de hacerlo de no ser por el hecho de que esa polí tica dice tanto y tan bien de ese compromiso de pueblos y creencias en el que se basa la confederación de nuestro país. Llega un momento, sin embargo, en que hay que sopesar las limitaciones de la simple modera ción. Por ejemplo, durante los años que siguieron a la Segunda Gran De savenencia, la moderación empresarial eligió a Benjamin Britten como al compositor de la corriente principal más digno de nuestra atención radiofónica. No importaba si nuestro interés estuviera a la izquierda o a la derecha o en el centro, si se inclinaba por Webern o por Pfitzner —Britten fue el elegido y a Britten tuvimos, en dosis sumamente exce sivas—. En una medida muy parecida, el juicio empresarial de princi pios de los años sesenta parece haberse decidido por Hans Werner Hen ze. Últimamente hemos escuchado la Elegía para los jóvenes amantes, un quinteto de viento, un documental sobre su Vida y Época Napolitana, por no hablar de las numerosas obras canadienses producidas por auto res tan envidiablemente prolíficos y desconcertantemente eclécticos como el propio Henze. Sin embargo, no fue nada escuchado en el receptor con detector de cristal lo que ha dado pie a estas ideas sobre la moderación. Por el con trario, fue la exposición de este corresponsal a la televisión, específica mente al primero de los ocho «especiales» prometidos que nos han lle gado con los buenos deseos de «Su Compañía Telefónica» (no «nuestra» en el Norte, se lo puedo asegurar, sólo «de ellos», los sensibleros acica lados de ciudad y de conexión directa, y se lo merecen). Resultó ser un despilfarro de grandes talentos sumamente extraordinario y sin finali dad: los de dos jóvenes americanas del Oeste: Lynn Seymour, de la Co lumbia británica y ahora del Royal Ballet, y Marilyn Horne, de Los Án geles y ahora (gracias a Sutherland-Bonynge) de London Records —y (en medio de ellas, lo crean o no) el de ese milagro llamado Sviatoslav Rich ter. ¿Qué tienen, pregunto yo, Richter, Horne y Seymour en común sal vo el talento y el teléfono? No hace muchos años, en una época de presupuestos más flexibles, 487
artistas más hambrientos y gobiernos mayoritarios, la CBC prescindió estoicamente del apoyo de todos los patrocinadores o, si les permitía el acceso al aire, proclamaba al menos la autonomía absoluta del conteni do del programa. En este caso puede que el contenido real no hubiera sido impuesto, aunque las últimas listas —Rachmaninoff, Puccini en el Segundo Programa— se parecen mucho a las músicas de fondo para cóc teles favoritas de todo ejecutivo cansado. Pero el estado de ánimo sí es taba, sin duda alguna, impuesto. Toda la operación fue ataviada con el mismo aspecto desconsolado, gran-momento-para-las-masas que duran te tantos años ha contribuido a que el homólogo estadounidense de este simposio enviara a su público con gratitud y rapidez a poner conferen cias. Del programa en sí, Richter tocó a Ravel, milagrosamente, como yo nunca había oído o imaginado que pudiera ser interpretado. La señorita Horne cantó excelentemente —mejor que nunca, si les gustan los arpe gios, ya que se ató a Semiramide con una pizca de esa satisfacción pu ramente física que se siente a veces en los violines aquejados de Ysaye. La señorita Seymour bailó muy bien, pero le perjudicó enormemente un increíble decorado de seda vegetal de algodón que debieron de dejar pues to desde el último especial de Jenny Lind. Esto fue especialmente triste, porque la CBC ha podido en ocasiones anteriores seleccionar un material musical intrínsecamente apropiado al vídeo —una hazaña rara, el único propósito de los conciertos televi sados y algo que ninguna cadena estadounidense ha logrado hacer has ta ahora. Pero si la CBC debe seguir engañándose con este tipo de cosa, la gracia atenuante sería convertir todo el procedimiento —música, dan za, mensaje del patrocinador— en lo que los neodadaístas llamarían un «happening». La señorita Horne podría seguir cantando, pero ¿por qué no en un teléfono Princesa junto a la cama (surtido de colores)? Y si Ros sini no fuera adecuado para ello, Menotti lo sería sin duda. La señorita Seymour podría bailar (en este caso su decorado sería algo imprescindi ble), pero su acompañamiento podría ser improvisado por un Plato Muro Magneto 1907 preparado para la señalización por Morton Feldman. Y, ya que este año la CBC ha relajado su cupo de importación de ame ricanos, ¿por qué no Andy Warhol poniendo en escena todo el conjunto como una «película “underground”», ladrando órdenes con autoridad por un Interfono de Conferencia para Directivos? Esto deja fuera a Sviatoslav Richter; pero, después de todo, en rela ción con la cámara, ¿qué se puede hacer con el genio?
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DEL TIEMPO Y LOS QUE LO MARCAN Una de las convenciones más retrógradas de nuestra tradición mu sical occidental es el hábito de nombrar directores de orquesta «residen tes» —o, como se les llama a veces erróneamente, «permanentes»—. Am bos términos se confunden con gran frecuencia, pese a que no son sinó nimos y contienen de hecho cierta exclusividad recíproca. Las situacio nes que conllevan una auténtica «permanencia» (los nombramientos vi talicios de la Filarmónica de Berlín serían quizá el mejor ejemplo) hacen impensable la auténtica «residencia». La coronación de Karajan en 1955, por ejemplo, le comprometió a sólo ocho conciertos de serie, cada uno de ellos interpretado por triplicado en el viejo Hochschule für Musik, y le dejaba libertad para programar cualquier número de visitas de Esta do a otros lugares. Por otro lado, las condiciones que hacen conveniente la residencia —condiciones que preservan algo de la dignidad de cuello blanco del Kapellmeister—, al menos tal como se dan en las provincias norteamericanas y no obstante excepciones felices como los veintiséis años en St. Louis de Vladimir Golschmann, apenas llevan nunca a la permanencia. La permanencia del director requiere un régimen autocrático al que los verdaderos dictadores de las orquestas sinfónicas nortea mericanas —las juntas directivas, los comités de mujeres y los emborronadores de cuartillas de la prensa diaria hambrientos de buenos bo cados— rara vez se someterán más de unas cuantas temporadas. Cuando el residente toma posesión de su cargo, se considera una ven taja que sea capaz de intentar un vasto repertorio, ya que así se puede prescindir de costosos invitados especiales —Cluytens para la música francesa, Scherchen para la barroca, Craft para la contemporá nea, etc.— y amortizar el sueldo del director en consecuencia. El resi dente cae invariablemente en esta trampa (es la primera de las muchas que se ceban para él), ya que desde su punto de vista, entre instalar a la familia y añadir una piscina cubierta a la nueva mansión, los únicos directores invitados tolerablemente seguros son octogenarios de lengua rusa con problemas de visado. Así pues, el director residente asume para sí una carga de repertorio que no se exige a ningún otro artista. Nadie pediría a David Oistrakh que desafiara las cómodas, si bien obstinadas, convicciones ideológicas de toda la vida y abordara el Op. 36 de Schoen berg no más de lo que se prevé se molestaría Arthur Schnabel, el pia nista más importante de su generación, en tocar Bach (sí tocó la Tocca ta en Do menor una vez, de forma bastante poco idiomática, y eso fue todo. 489
Pero si estos hombres fueran directores residentes, esto es precisa mente lo que se les pediría. Y, a decir verdad, la mayoría de los residen tes superan por lo general estas monstruosas exigencias con bastante éxito durante la primera, y quizá la segunda, temporada de su régimen, tiempo durante el cual el asistente ocasional a los conciertos se une a los asiduos de los abonos para observar cómo se pone a prueba al nuevo. Pero invariablemente, hacia la tercera temporada, el residente descubre que ha dejado de contribuir a la taquilla y se ve obligado, por tanto, a aconsejar un inmediato incremento de la contratación de virtuosos iti nerarios cuyos exorbitados honorarios contribuyen a provocar la prime ra crisis presupuestaria de su reinado. Un círculo vicioso, suficiente para poner furiosos a los hombres. Y, en efecto, así ocurre: la capacidad de ponerse furioso de forma convin cente se considera desde hace tiempo una ventaja fundamental en la ma yoría de los puestos de director de Norteamérica, donde se entiende tá citamente que el residente producirá una rabieta por cada 100.000 dóla res de presupuesto anual. De esta forma, se mantiene a la prensa con tenta y alerta, anticipando algún buen material desde la siguiente ex plosión del podio, las damas del comité de la orquesta tienen un práctico chisme para la hora del té y, lo más importante de todo, los rebeldes miembros de la orquesta se mantienen en ese estado de risitas disimu ladas y atemorizadas que, como es bien sabido, augura un trabajo mu sical disciplinado. Por supuesto, es de suma importancia distinguir en este punto el genuino resentimiento de podio centroeuropeo, que en su invocación de deidades panarias exhibe un exquisito tormento del alma para el cual la invectiva utilizada es en gran medida secundaria, de su pariente pobre, las maldiciones norteamericanas, virtuosas verbalmen te, pero totalmente externas que utilizan los directores que no han na cido ni para el señorío ni para la región. Por esta y muchas razones igualmente válidas, las juntas directivas de las orquestas norteamericanas tienden desde hace muchos años a con tratar a Kapellmeisters en paro del extranjero. Sin embargo, se viene manifestando últimamente un cambio notable en el énfasis geográfico. Todo comenzó hace unos años con el nombramiento como director de Les Concerts Symphoniques de Montréal (el título se ha abreviado posteriormente, pero es muy difícil olvidar la eufonía del anterior) de un joven de veinticuatro años extraordinariamente dotado, Zubin Mehta, que nació en la India, estudió en Viena, veraneó en Tanglewood y era, o así lo creía el comité, una síntesis de tres mundos. Mehta y Montreal estaban hechos el uno para el otro, y bajo su dirección la orquesta pros 490
peró mientras ofrecía dietas como una Novena de Beethoven cuya mejor parte era un movimiento lento fluido, estilo Weingartner, un Ein Hel denleben adecuadamente egoísta (encasillamiento de un orden más bien superior por todas partes) y que ponía todo el tiempo de su arriesgada parte a cargo de la vanguardia local e importada. Este progreso no podía pasar desapercibido, y así, la resuelta directiva de la Sinfónica de To ronto, replicando con lo que al presidente Johnson le gusta llamar «pron ta y adecuada respuesta», aceptó la dimisión de Walter Susskind des pués de nueve años en el puesto, destacables por un concepto musical al mismo tiempo sensible y erudito, un repertorio enciclopédico y un fon do inagotable de buen humor puesto a prueba al máximo por los ladra dores cachorros de la prensa local. En una semana se anunció que el puesto había ido a parar a manos de Seiji Ozawa, vicepresidente de Leonard Bernstein encargado del Le jano Oriente. Quizá sea un poco pronto para formar una opinión del señor Ozawa, aunque por las muestras de su trabajo como director invitado por aquí parece poseer un firme dominio de la estrategia del podio, una manera de ver las cosas algo académica en cuanto a programación, y un récord local indiscutible en la adjudicaicón de papeles a la familia: ha logrado contratar a su esposa como su primer y tercer solista de piano (la se gunda estrella, como dicen en hockey, es de Emil Gilels). Los que vivimos en el Ártico, tras habernos perdido, aunque no por nuestra culpa, la gran época del Martinet centroeuropeo, hemos fusio nado ingeniosamente las viejas tradiciones con el exotismo característi co de los maestros de hoy día en la personalidad de Jan Pieterzoon van Slump —nuestra figura musical más famosa y un hombre que ha sido calificado de forma pintoresca, si bien poco caritativa, por el Dawson Ti mes, como «el tirano de la tundra»—. En cuanto a este escrito, Van Slump reina de modo absoluto sobre la Filarmónica de Whitehorse, la Coral de Ketchikan, la Musica Antiqua de Sitka y esa joya de la Corona del Ár tico, la Orquesta Aklavic (conocida anteriormente como LOrchestre Philharmonique d'Aklavic, pero cuyo nombre fue acortado la pasada temporada ante la insistencia de Howard Grey Owl, vicepresidente pri mero de la junta directiva de la orquesta y fanático admirador de Geor ge Szell). En nuestra opinión, los antecedentes de Van Slump son impe cables: su padre fue un marinero holandés astronómicamente exacto y su madre una elegante samoana de mundo quien, durante la gran tor menta de 1897, fue sacada a gritos de South Beveland a bordo del almejero de dos mástiles Garfio de Holanda, gravemente a la deriva. 491
Van Slump sería el primero en admitir, sin embargo, que la profe sión de los que marcan el compás está sufriendo una importante trans formación, transformación de un ímpetu bastante mayor que el que pue de contener la concepción intemacionalista y digno de elogio que patro cinó los últimos nombramientos canadienses. La cuestión real afecta a un público que se aburre con las convenciones de la clase dirigente mu sical, entre las cuales los nombramientos al podio cívico mantienen des de hace muchísimo tiempo una posición focal. Una suposición nada cul ta me hace pensar que la dirección del futuro se llevará a cabo mediante un sintetizador inspirado en el ojo hipnótico del circuito cerrado, una mezcolanza democráticamente programada de las ideas e ideales inter pretativos de miembros de la orquesta, gerentes y críticos de todas par tes y cuya convincente concepción de la literatura echará un mal de ojo sobre los miembros de la orquesta en sus estudios acústico-alicatados, donde se realizará, por supuesto, todo ensayo e interpretación —la mez cla, como tal, se logrará en el control maestro con la programación de otra serie de requisitos a priori—. Así, el instrumentista orquestal dará varios pasos de gigante hacia el futuro automatizado: podrá quedarse to cando en casa, olvidar el coche, estar pendiente de los niños, ahorrarse la niñera y sacar a la esposa a trabajar. Habrá arrugas que planchar, desde luego. Para los instrumentistas de la orquesta de formación más conservadora, el director automatiza do, no importa lo oportuno que sea, podría parecer al principio algo ale jado de las viejas tradiciones de la agitación de la batuta. Y aquí me gus taría confiar en que podríamos acudir al señor Hugh LeCaine, el inge nioso inventor del Teclado Tacto-Amplitud del Consejo Nacional de In vestigación, que, con inspiraciones conexas, tanto ha hecho para enri quecer los recursos del Estudio de Música Electrónica de la Universidad de Toronto. Con su excepcional conocimiento de las grandes tradiciones franco-prusianas, debería ser cosa sencilla programar el ordenador con un conjunto de desenfadadas observaciones introductorias como las que utilizan habitualmente los directores para inaugurar los ensayos orques tales, y que podrían enunciarse aquí con un acento bávaro gemütlish que proporcione a los miembros de la orquesta el máximo de seguridad ambiental: «Buenos días, herr cavallerros —Qué puedo decirr— de esta obrra... salvo que yo C.a % —la escrriví $$$$$ —yo mismo $**!!!»
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L'ESPIRIT DE JEUNESSE, ET DE CORPS, ET D'ART Si alguna vez se encuentra con un músico honrado deseoso de rela tarles sus experiencias más memorables de la interpretación musical, asegúrense de que cite entre ellas aquella ocasión en que un tierno mu chacho, envuelto aún en la chaqueta del conservatorio, deshojó los cli chés de un gastado caballo de batalla del repertorio de concierto y reve ló, como por primera vez, sus encantos au naturel. Siendo humano, ade más de honrado, lo más probable es que nuestro profesional se vea obli gado a proteger su admiración admitiendo que cuando estudiaba el pe núltimo curso encaminó a otros temas principales la afinidad que pare cía algo menos pronunciada. Y si están dispuestos a pensar que este de fensor es extraordinariamente generoso, quizá decidan dudar de su con dena del primer momento y contribuir a perpetuar el secreto mejor guar dado de la institución musical. En las escuelas de múscia de todo el país, todas las semanas unos meros mozalbetes confunden a sus superiores con ideas reveladoras de este tipo y hacen que alguna pieza maestra agotada cobre vida como rara vez hace cuando es interpretada aun por el virtuoso de más éxito. Pero ante la ausencia de alguna seguridad de conocimiento técnico-tác tico o de la causa analítica, estos estudiantes no intentan destilar de su logro fórmulas universales con las que acelerar la conquista de la tarea del siguiente semestre. Y sus profesores, careciendo de fe en un arte so metido a la revelación, definen su omisión al respecto —su omisión en seguir el ejemplo del mundo adulto y, con una oportunidad metódica si milar, contaminar con él ambas experiencias— como algo concomitante de la inmadurez. La supresión de estos inquietantes prodigios se ha convertido desde hace mucho en algo instintivo, parte de un sistema educativo que ha per mitido que la música siga siendo, junto con la política parlamentaria, el último ejemplo de un arte fomentado por el Renacimiento que conser va tozudamente una jerarquía tutorial prerrenacentista. En la música, como en la política, muy rara vez están cortados los lazos que unen al alumno con el tutor. Y al igual que el patronazgo y las comisiones y los contratos postales locales premian un aprendizaje fiel en el arte de lo posible, la música, el arte de lo inverosímil, fomenta sus propios miste rios de método —sus propios credos de culto arcano, adecuados para in culpar con falsedades y excluir rápidamente a los no iniciados. Para li brarse de estas argucias, músicos y políticos abrigan la creencia de que 493
funcionan a un nivel de abstracción cuya definición no serviría a los in tereses del disfrute del oyente ni de la seguridad nacional. En la medida en que estas abstracciones tienen algún sentido y re presentan la ambigüedad de la situación humana, no rehúyen de nin gún grupo con mayor consistencia que de los músicos y los políticos de masiado ocupados fraguando consignas de campaña que fragmentan y por tanto anuncian su status profesional como para relajarse y resumir los misterios del arte. Estas consignas están concebidas para subrayar la solemne continuidad de alguna metodología especial y, así pues, se fi jan inevitablemente a la imagen de un mentor muy anciano o, todavía mejor, hace tiempo fallecido. Por tanto, al igual que cada elección cua trienal en los Estados Unidos recoge una nueva cosecha de aislacionis tas del Medio Oeste modificados que rinden solemne tributo a la memo ria de los Taft3, la hermandad del clave malhumorado se revela con los aspirantes a las presentaciones de cada temporada, el rastro de cuyos retorcimientos de tríceps puede seguirse directamente hasta las puertas de Carl Czerny. Esta curiosa actitud de afecto por los errores del pasado asegura para la enseñanza de la música más educadores falsos por facultad cuadrada de los que hay en cualquier otra disciplina importante. Y es una acti tud, además, que ya consideraron passé los pintores del siglo XVIII y los artesanos literarios con el advenimiento de la imprenta. Pero, desde lue go, casi todo el mundo puede leer y escribir e incluso llegar a pintar una línea recta, y por esa razón pintores y escritores son juzgados por una audiencia que se considera «en buenas relaciones» con el artista —el pro blema de Nikita Jruschov, en pocas palabras—. Pero no todo el que es cucha música puede descifrar un pentagrama o ni siquiera tararear una melodía, y esta situación gloriosamente explotable es la fuente de todos los excesos en la composición e interpretación de la música, la fuente de esa preferencia arcaica por la explicación oral en su enseñanza y la fuente asimismo de esos patéticos anuncios por palabras que exponen el juego de confianza para el que sirve de fachada gran parte de la ins trucción musical: «Maestro Eruditto Assai, único profesor y repetiteur de Madame Tessie Tura y exponente del famoso “Método Cavidad Vi brante” ofrécese para un número limitado de principiantes de nivel
3 N. de la T .: W illiam H. Taft, presidente republicano de la Unión (1909-1913), conocido
por su conservadurismo y combatido por su propio partido por sus medidas aduaneras, y Robert A. Taft, senador republicano de Ohio (1938, 1944 y 1950), que impulsó la Ley TaftHarley, que, entre otras medidas, prohibía la huelga a los funcionarios.
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avanzado. Concertar cita.» Mi opinión es que esta situación, aunque de sesperada, no va más lejos de la corrección, y mi creencia que, en la mú sica, la esperanza del futuro —acuñando una frase-- está en los jóvenes y que, en los igualmente turbulentos cotos de la política (estilo cana diense, en cualquier caso), está en el norteño. Como norteño algo aficio nado a la música, me sentí gratificado al encontrar cómo ambos augu rios probaron su validez este verano pasado. Hace ahora seis años que los jóvenes músicos de todo el país reser van el mes de julio para converger en Toronto y formar parte de la Jo ven Orquesta Nacional de Canadá. Fundada por Walter Susskind, cuya alentadora batuta obtuvo de ellos en las temporadas anteriores algunos ensayos interpretativos asombrosamente autorizados, este año fueron llamados al orden por un director invitado, Franz-Paul Decker, que eli gió la ocasión para hacer su debut en Canadá. Decker, que desde el po dio se parece mucho al Karajan de la época de Aachen, pero cuyo ma nejo de la batuta se abstiene de las implicaciones geográficas de ese maestro en favor de un sistema direccional explícito más similar al de Eugen Jochum, llegó con una creciente fama continental para calmar las dudas de los que se inquietaban porque el entusiasmo ligeramente descuidado que había sido el sello de marca y la gloria de la JON pudie ra no sobrevivir a una dosis demasiado inflexible de pedagogía centroeuropea. Incapaz de resistirse a una primicia de esta colisión frontal, este co rresponsal asistió al primer ensayo de la temporada, en el que la orques ta leyó a primera vista la Cuarta Sinfonía de Tchaikowsky. Esta era, claramente, la ofrenda de los «papás» de su curriculum, que incluía ade más la Heroica, la Sinfonía Matías de Hindemith, el Schelomo de Bloch (con Leonard Rose) y la Oda Sinfónica del semiserialista canadiense John Weinzweig. Pero lo que más excitaba mi curiosidad era Tchaikowsky, porque me parecía que, de todas las obras programadas, ésta era la que más se iden tificaría con los estímulos musicales ambientales a los que está expues ta esta joven generación. En épocas anteriores y más sencillas, las jóve nes de buena cuna hallaban en los amables aires de las operetas del se ñor Sullivan un adorno recatadamente secular del coral neomendelssohniano, que codificaba la música metodista que se tocaba en casa; y así pues, en mi opinión, la Cuarta de Tchaikowsky sería el material más inherente de un grupo adolescente para el cual cromatismo es seudóni mo de lo que André Previn añade a las melodías de espectáculo de Fre derick Loewe, orquestación de lo que prueba Phil Spector cuando da 495
vueltas al dial, y para el cual los frutos de tales desviaciones forman una dieta permanente, de transistor portátil y a prueba de padres. ¡Y así fue! En la lectura de cabo a rabo, la orquesta condujo a herr Decker a través de la más jubilosamente improvisadora de las ocasiones del «hágalo-usted-mismo». Los oportunos «previnismos» les fueron muy útiles —especialmente en el final, donde sólo los compases 101 y 102 les hicieron vacilar—, Pero eso no es justo, eso no es cromatismo à la Pre vin: eso es un claro truco secuencial que ni siquiera «La chica de Ipanema» ha captado todavía. Concedido un descanso para celebrar la llegada a la cadencia final más o menos intactos, suspendieron la sesión y, bajo la discreta vigilan cia de sus carabinas, se desentumecieron en los escalones del Edificio de la Facultad de Música. Allí, añadiendo las viseras al atuendo apro bado de los ensayos compuesto de vaqueros, pantalones elásticos y san dalias, y fingiendo ese aire de desinterés concentrado que los jóvenes en cuentran alentador cuando deciden hacerse los extraños, se dividieron en una partida de aprendices de Beatles que juzgaban cautelosamente el potencial de la mitad de doce docenas de Joan-Báez-como-musa. Para romper el hechizo, su concertino, que es también su organizador, dio unas palmadas y anunció que el descanso había terminado, y con ese compromiso admirablemente falto de profesionalidad con la labor de ha cer música que no es el menor de los atractivos de esta orquesta, las vi seras volvieron de golpe a sus fundas y los músicos entraron de nuevo para comenzar otra vez con el compás 101. Otro de los atractivos de la orquesta se pasó el verano en el último atril de los violines primeros. La señorita Marie Lamontagne, una visi tante encantadoramente sincera («Chaikowsky no me gusta mucho es cucharlo, prefiero tocarlo») de Chicountini, provincia de Québec, fue di visada en un vigoroso tutti por un observador fisgón del Toronto Tele gram («LA HERMANA VIOLINISTA DE LAMONTAGNE QUIERE DE DICARSE A LA MÚSICA») y dio al balance de la temporada una impor tancia a divisi. Esta celebridad se debía a la participación —muy del lado de los ángeles y los montrealenses, tal como fueron las cosas-— del her mano abogado de la señorita Lamontagne, Pierre, en un embrollo poli tico-judicial-criminal cuyas ramificaciones hicieron que los tejemanejes del señor Robert Baker de Washington D.C. parecieran una interpreta ción errada de la letra de la ley no más seria que la del niño que pone un puesto de limonada sin licencia de vendedor ambulante. En el centro del jaleo la suerte de un tal Lucien Rivard, un supuesto traficante de narcóticos cuya extradición deseaban (y posteriormente lo 496
graron, aunque en el ínterin el despabilado M. Rivard logró coronar los muros de la cárcel de Bordeaux, de Montreal, y obtener unos cuatro me ses de gracia) fervientemente los ciudadanos de Texas. Como represen tante del Gobierno estadounidense en la causa, el señor Lamontagne ha bía informado ante la Real Policía Montada de Canadá en julio de 1964 (mucho antes de que M. Rivard hubiera optado por una salida no oficial) que se le había propuesto la cantidad de 20.000 dólares como compen sación por renunciar a sus objeciones y permitir la salida de M. Rivard de la cárcel. Llegaron rumores de otras cantidades ante una Real Comisión nombrada para investigar el caso, mientras los partidos de la oposición afirmaban en tono acusador que grupos de interés espe cial cuyo especial interés en aquel momento era M. Rivard reabastecían las arcas de la campaña de los liberales. Es una fuente de orgullo para los que venimos del Ártico que el caso Rivard comenzara a llegar a conocimiento del público con las revelacio nes de ese hábil táctico parlamentario que es el diputado conservador por los Territorios de Yukon, el señor Eric Neilsen. Discreto ocupante de los últimos escaños hace tan sólo un año, el señor Neilsen ha obte nido quizá más centímetros de titulares en estos últimos meses que cual quier otro parlamentario, salvo el propio primer ministro y, como con secuencia de su virtuosística investigación, ha provocado la degradación táctica del ministro de Justicia, una reorganización compensatoria del gabinete liberal, la expulsión del partido de un antiguo ayudante parla mentario del primer ministro y se ha hecho resaltar frente a las desma dejadas fortunas de la Leal Oposición Canadiense de Su Majestad, de forma muy similar a la del representante John Lindsay de los anonada dos republicanos de Goldwater de la «Institución Oriental». Neilsen, que cuenta con la inestimable ventaja de representar un camino de herra dura tan poco poblado que la mayoría de los electores tiene para él nom bre propio, lleva consigo a Parliament Hill el desdén por la política de lo conveniente de consenso de intereses de bloque en la que se alimen tan la mayoría de las meteduras de pata que se cometen entre bastido res. Y aunque hay que esperar que estos hechos sigan desenredándose mientras les quede a los políticos aliento y memoria, ya es evidente que, en este caso, un norteño, bendecido con la integridad, franqueza, idea lismo y fácil acceso a los archivos de los montrealenses que esos ante cedentes garantizan, conservó inflexible su visión del honor de la Cáma ra. Este corresponsal, sintiendo curiosidad por saber si la JON podría lo gar un éxito equivalente en resistirse a la intrusión del pragmatismo 497
adulto y conservar algo de su propia visión espontánea de Tchaikowsky, regresó a su ensayo general la última semana de julio. Con un concierto en Toronto programado para la noche siguiente y una gira por todo el país para las semanas próximas, la orquesta parecía a tono con una in tensidad corporativa muy diferente de la despreocupada joie de vivre de hacía tres semanas. Incluso la señorita Lamontagne parecía bastante pá lida y tensa («Tanta emoción, tanto sentimiento, estoy temblando»), aun que logró ofrecer una sinopsis juiciosamente expresada de la confronta ción del mes («Monsieur Déckère es un hombre tan agradable, pero tam bién sumamente decidido, ¿no? Es..., ¿cómo lo dicen ustedes?..., muy ale mán»). Antes de que el ensayo pudiera avanzar más allá de una declaración más bien temblorosa de la fanfarria de los primeros compases, se había desplomado un músico del metal («se ha quedado sin aire», diagnosticó la niñera de la orquesta, que fue convocada desde el anfiteatro), y el res piro de unos minutos dedicados a su recuperación parecieron infundir a todas las manos una nueva determinación. Cuando terminó el descan so, la JON produjo una lectura de esta obra tan excesivamente familiar que, si se me permite excluir esa improvisación incomparablemente flui da que hizo de ella Karajan en su disco para EMI, fue, con toda su bri llante y táctica precisión, lo más fiel al espíritu de las estrafalarias y algo vulgares diabluras de Tchaikowsky que puedan imaginarse. Claro que se habían añadido algunas «sutilezas de expresión» —las inevitables certificaciones de la experiencia adulta— en las semanas que mediaron: se habían asegurado con mordacidad las entonaciones susu rradas de las octavas de violines y cellos del compás 27 (primer movi miento); las fluctuaciones dinámicas en forma de horquilla del Pizzicato ostinato (tercer movimiento) seguramente habían merecido un ensayo aparte; e incluso los compases 101 y 102 habían encajado en su sitio. Pero estas intrusiones metódicas no eran tan numerosas ni tan previsi bles como para poner en peligro la alegría y la maravilla de la esponta neidad de ese primer encuentro. En efecto, el auténtico logro de Decker fue reducir al mínimo la imposición de esos sobreadornos expresivos y conservar el máximo de inevitabilidad llena de estrellas de la primera ocasión que permitía la coherencia con la afirmación de su autoridad como director. Y esta vez, cuando se desvaneció la cadencia final, la orquesta, sus instructores y los miembros de su junta de recuperación económica se congregaron en piñas que se felicitaban mutuamente en los alrededores del auditorio. Decker se movía entre ellos dando las enhorabuenas y re498
servas oportunas, y ellos, según parece, se las devolvían en especie. Y, después de todo, ¿por qué no? El puente que atraviesa las generacio nes se construyó para encauzar un tráfico en dos direcciones.
TORONTO1 Yo nací en Toronto, y esta ciudad ha sido mi cuartel general toda la vida. No estoy seguro de la razón; fundamentalmente es una cuestión de comodidad, supongo. La verdad es que no estoy hecho para la vida de ciudad, y dadas mis preferencias, suelo evitar todas las ciudades y sencillamente vivo en el campq. Toronto pertenece de hecho a una lista muy breve de las ciudades que he visitado y que parecen ofrecer —para mí, al menos— paz de es píritu, ciudades que, a falta de una definición mejor, no imponen su cua lidad de urbe. Leningrado es probablemente el mejor ejemplo de ciudad auténticamente pacífica; creo que si pudiera enfrentarme con el idioma y el sistema político, podría vivir una vida muy productiva en Leningra do. Por otra parte, sufriría una depresión segura si me viera obligado a vivir en Roma o Nueva York, y, desde luego, cualquier torontiano digno de ese nombre siente lo mismo por Montreal, por principio. La cuestión es que, a propósito, tengo muy poco contacto con esta ciudad. En algunos aspectos, de hecho, creo que el único Toronto que conozco bien de verdad es el que llevo conmigo en la memoria. Y la ma yoría de las imágenes del banco de mi memoria guardan relación con el Toronto de los años cuarenta y principios de los cincuenta, cuando era adolescente. Toronto tiene una buena prensa excepcional en los últimos años. Ha sido llamada «la nueva gran ciudad» o «un modelo del futuro alternati vo», y no por los torontianos; estos encantadores epítetos han venido de revistas y urbanistas americanos y europeos. Pero además, Toronto ha acumulado tradicionalmente comentarios muy favorables de sus visi tantes: Charles Dikens vino por aquí en 1842 y observó que «la ciudad está llena de vida, y movimiento, bullicio, actividad y progreso». Los ca1 Adaptación de Gould de un guión suyo para un documental cinematográfico de finales de la década de 1970. Publicado originalmente en Cities, editado por John McGreevy (Nueva York: Clarkson N. Potter, 1981).
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nadienses son, por lo general, menos elogiosos; hasta hace muy poco, «Ciudad puerca» era el calificativo preferido de Toronto de los canadien ses de otras partes del país, y se ha dicho que uno de los pocos factores de unificación en esta tierra tan dividida es que todos los canadienses comparten su antipatía —por perversa e irracional que pueda ser— por Toronto. Cuando se terminó de construir el canal marítimo de St. Lawrence en 1959, Toronto —pese a estar casi 1.300 kilómetros lago arriba y río arriba desde el océano Atlántico— se convirtió de hecho en un puerto de alta mar. Siempre he sido un incorregible observador de barcos, y aún puedo recordar, cuando se terminó el canal, lo emocionante que era merodear por los muelles de Toronto y encontrarse barcos que habían traído Volkswagen desde Alemania o aparatos de televisión desde Japón y tenían nombres como Wolfgang Russ o Munishima Maru. Pero mucho antes de que se terminara el canal, Toronto ya se había hecho internacional en otra forma. Al final de la II Guerra Mundial se produjo una gran emigración a Canadá de todas partes del mundo, es pecialmente de Europa y Asia, y un buen porcentaje de esos emigrantes optaron por Toronto. Como consecuencia, la población de la ciudad, que había sido predominantemente anglosajona, sufrió un cambio profundo y radical. Los anglosajones se vieron reducidos a una minoría, aunque seguía siendo la minoría más extensa, sin duda, y la ciudad empezó a reflejar la diversidad cultural de sus nuevos habitantes. En 1793, el fundador de Toronto, el vicegobernador John Graves Simcoe, predijo que la colonia se convertiría en un «paladión de lealtad bri tánica». Y Simcoe escribió sobre sus planes para la ciudad: «Habría una iglesia, una universidad para custodiar la Constitución, un centinela en cada esquina, hasta las mismas piedras cantarían “Dios salve al Rey”». En la vida política canadiense hay un dicho, ahora casi un cliché, se gún el cual Canadá es un «mosaico político». El sentido de esta expre sión es hacer que podamos distinguirnos de los americanos, que tan afi cionados son a describir su sociedad como un «crisol», y la implicación es que en Canadá (y en ninguna parte mejor ejemplificado que en To ronto), por intenso que sea el calor, no nos fundimos. Toronto está situado en la orilla septentrional del lago Ontario, el más oriental y también el más pequeño de los Grandes Lagos que, sin embargo, es un estanque considerable. De hecho, un amigo mío holan dés nunca se cansa de contar a su familia cuando vuelve a casa que se podría meter toda Holanda en este lago y aún quedaría sitio para sufi cientes molinos de viento como para mantener a Don Quijote ocupado 500
toda la vida. En realidad, está equivocado: lo consulté, y Holanda tiene casi el doble de superficie que el lago Ontario. Así que se podría meterla en el lago Superior o en el lago Michigan o en lago Hurón, y desapare cería sin dejar rastro, pero si de intentarlo aquí se produciría una grave inundación. Hay una serie de pequeñas islas que se superponen unas a otras como un crucigrama y protegen la bahía de Toronto. Las islas son bá sicamente una zona recreativa y, durante el verano, los transbordado res van y vienen por el puerto llenos de visitantes y torontianos de ex cursión. Pero algunos tipos audaces viven de hecho en las islas todo el año; en realidad, existe algún tipo de comunidad isleña desde hace siglo y medio. La razón fundamental de Toronto como ciudad, en efecto, está vin culada inevitablemente a su situación estratégica a orillas del lago On tario y, en concreto, a su excelente puerto. Después de la Revolución Americana, los británicos fueron en busca de posibles lugares para de fenderse de los colonos recién liberados del otro lado del lago, y decidie ron construir aquí un fuerte. Como puesto fronterizo del Imperio, sin embargo, Fort York no fue en absoluto un éxito total: los americanos saquearon la ciudad durante la Guerra de 1812. La relación de Toronto con las ciudades americanas del Sur, como Buffalo, que está a unos sesenta y cuatro kilómetros a través del lago, ha sido a menudo blanco de los chistes locales. En mi juventud se decía que para pasar un fin de semana realmente animado había que ir en co che hasta Buffalo. Hoy día no parece que los torontianos crean que la emigración tenga ningún fin útil, pero aún parece que tenemos la nece sidad psicológica profundamente arraigada de ver Buffalo de cuando en cuando. Así pues, en 1976 construimos una torre que, según las guías turísticas, es la estructura autoestable más alta del mundo. Y me dicen que desde allí, en un día claro, puedes ver, si bien no para siempre, al menos hasta Buffalo. No hay mejor ejemplo del viejo Toronto frente al nuevo que el que ofrecen nuestros dos ayuntamientos, ubicados en terrenos adyacentes. El Ayuntamiento Viejo, que se terminó en 1890, fue construido por un canadiense de nombre E.J. Lennox; invirtió doce años en el proyecto y, a modo de investigación preliminar, pasó un día de fiesta trabajando en Pennsylvania, donde se inspiró al parecer en la entonces nueva cárcel de Pittsburgh. Cuando estuve en esa ciudad en una gira de conciertos (que es el equivalente musical de una condena penitenciaria), pasé ca sualmente por la cárcel y, todo hay que decirlo, no parece distinto de 501
nuestro Ayuntamiento Viejo. Lennox mantuvo una visión excepcional mente coherente de los recintos apropiados para pecadores y funciona rios. El Ayuntamiento Nuevo fue construido a principios de los años se senta por el arquitecto finlandés Viljo Revell. Éste falleció, muy prema turamente, justo después de finalizar su edificio, y en aquel tiempo se dijo que su muerte bien podría haber sido acelerada por los aullidos de indignación con que algunos funcionarios elegidos de Toronto acogieron su notablemente imaginativo diseño. En aquella época Toronto no era precisamente un lugar acogedor para artes contemporáneas de ningún tipo, y la decisión de situar una gran escultura de Henry Moore frente al Ayuntamiento Nuevo fue la gota que colmó el vaso político. De hecho, fue en gran medida responsa ble de la derrota electoral del alcalde que apoyó su compra. Su principal oponente proclamó que «los torontianos no quieren que les embutan por la fuerza el arte abstracto» y, desde luego, ganó las siguientes elecciones con comodidad. Quizá un indicio del notable cambio del panorama de Toronto du rante la última década sea que ahora somos los poseedores de la última colección de esculturas de Henry Moore del hemisferio occidental; por extraño que parezca a la vista del alboroto anterior, la colección se ini ció con un regalo del propio escultor. Los torontianos sí tenemos una for ma de caer en gracia, todo hay que decirlo. Bajo los edificios de los bancos que se elevan hacia el cielo de Toron to se pueden hallar centros comerciales subterráneos por toda la mayor parte del centro y, del mismo modo, se puede caminar por la ciudad, al aire libre, siguiendo una red de barrancos y valles fluviales sin pisar ni una sola vez el cemento. A lo largo del mayor de estos barrancos discu rre el río Don, conocido localmente como «el enlodado Don», que vierte sus aguas en el puerto de Toronto, y si me estuviera entrenando para la maratón, podría caminar unos veintisiete kilómetros hasta su naci miento sin tener contacto directo con la ciudad —aunque ésta, por su puesto, estaría a mi alrededor. Otra ruta que puede seguirse es la calle Yonge, la primera arteria norte-sur de Toronto, que marca los límites del lado este y el oeste casi de la misma forma en que la Quinta Avenida divide Manhattan. Fue el sendero por el que los colonizadores iban hacia el Norte en los primeros años del siglo xix para establecer sus haciendas, y una de las fanfarro nadas favoritas de los agentes de prensa locales es que es, de hecho, la calle más larga del mundo. Llegan a esta propaganda particular gracias 502
a que la calle Yonge no termina exactamente; se difumina más o menos en el sistema de autopistas de Ontario y se puede seguir esta carretera, hacia el norte y hacia el oeste, durante mil doscientas millas (casi dos mil kilómetros). La mayor parte de estas millas atraviesan un país to talmente obsesionante en su vacío y desolación y belleza absolutamente magnífica. Pero el chillón comienzo de la calle Yonge no es una de esas millas. Es el tramo de calle conocido como «la Franja»; no estoy seguro de quién acuñó el nombre ni de si se dio cuenta de su doble sentido2. A una es cala menor, este puñado de manzanas plantean a Toronto los mismos problemas que la Calle Cuarenta y Dos y Broadway crean en Nueva York. Los libertarios civiles encuentran en «la Franja» una causa irre sistible; la mayoría de nosotros nos limitamos a encontrarla una ver güenza. Quizá la influencia singular más importante para Toronto durante los años sesenta fue, en realidad, algo que sucedió a casi quinientos ki lómetros de distancia, en Montreal. Esa ciudad fue sede, en 1967, de la Feria Mundial, denominada Expo ‘67. Ambas ciudades, Montreal y To ronto, siempre han tenido una rivalidad del tipo todo-lo-que-tú-puedasconstruir-lo-puedo-construir-yo-mejor, y Toronto resolvió, por tanto, crear su propia Expo —si era necesario, manzana a manzana—. Quizá nuestra construcción más tipo Expo sea una zona recreativa a orillas del lago llamada Ontario Place. La Expo de Montreal fue, por supuesto, todo menos un ejercicio de coherencia arquitectónica —en realidad fue un montaje muy ecléctico de edificios— y la Expo suplente de Toronto ha empleado contrastes si milares. Toronto es, por consenso general, la capital económica de Canadá. Las torres de oficinas que compiten entre sí y dominan el distrito cen tro albergan las principales instituciones bancarias, y la mayoría de ellas están situadas en o cerca de Bay Street, que es el equivalente canadien se de la americana Wall Street. Los que no sienten un cariño especial por Toronto insisten en que hacemos dinero con una devoción religiosa. No creo que sea más cierto de esta ciudad que de la mayoría del resto, pero sí lo es, supongo que habría que ser justos también con otro cliché —el que dice que estos edificios son las catedrales del dinero—. En cual quier caso, la mayoría de nosotros hacemos nuestras operaciones ban-
2 N. de la T.: «The Strip», en el original: banda, franja y también desnudar.
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carias en sucursales muy modestas que, si hemos de seguir con ¡a ana logía, son obviamente iglesias parroquiales. Un aspecto característico e importante de la mentalidad de Toronto es su tendencia a mantener, incluso en épocas de cambio radical, cierta perspectiva, cierto alejamiento, un saludable escepticismo sobre el cam bio por el cambio. Creo que fue probablemente esa tendencia la que hizo posible que Toronto sobreviviera a los años sesenta, cuando ciudades comparables al sur de la frontera se caían, muy literalmente, en peda zos tanto en términos arquitectónicos como en términos humanos. To ronto surgió de esa década turbulenta como, discutiblemente, una de las grandes ciudades del mundo, sin duda como un lugar extraordinaria mente limpio, seguro, tranquilo y considerado donde vivir. La mayor encrucijada comercial de Toronto se llama Eaton Centre, y algunos dicen que es la respuesta de Toronto a la Gallería de Milán; pero sea cierto o no, sin duda no es la tienda de la esquina media Ferre tería la Olla. En realidad, es el buque insignia de un vasto imperio al por menor que, pese a su monumentalismo, ha seguido siendo cuestión familiar. La familia en cuestión es la de los Eaton, que han sido las fi guras principales del comercio de Toronto, y de Canadá, durante la ma yor parte de un siglo. Timothy Eaton, fundador del negocio —que posa en bronce a la en trada de la extensa tienda nueva— siempre estaba dispuesto a confiar en lugares algo fuera de lo trillado; eso a veces significaba un traslado de sólo unas manzanas, pero Timothy siempre tenía la sensación de que si llevaba sus tiendas a donde estaban los compradores, cuando termi nara de construirlas (una operación por lo general expansiva así como excesiva en cuanto a coste) los compradores ya no estarían allí. Bueno, quizá los descendientes que gobiernan su imperio ahora sepan algo que nosotros no sepamos: el nuevo Eaton Centre está situado, por improba ble que parezca, en diagonal con la «Franja» de la calle Yonge. Después de haber costado casi doscientos cincuenta mil millones de dólares, pue de que revitalice este barrio más bien sórdido de Toronto. Sólo podemos esperar que así sea. Cuando era niño, y en realidad hasta hace muy poco, la gente se re fería a esta ciudad como «Toronto la buena». Se referían a las tradicio nes puritanas de la ciudad: hasta los años sesenta no se pudo, por ejem plo, ir a un concierto el domingo; hasta hace muy poco no estaba per mitido servir alcohol en ningún sitio público el Sabbath; y ahora se ha desatado un furor en el Ayuntamiento sobre si se debe permitir que los torontianos beban cerveza en los partidos de béisbol. 504
Pero deben comprender que yo, como abstemio antiatlético y no-me lómano, apruebe todas estas restricciones. Quizá yo, más que el héroe de la famosa novela de George Santayana, sea «el último puritano». Así que siempre he pensado que «Toronto la buena» era un apodo muy bo nito. Por otra parte, a gran parte de mis conciudadanos les molestaba mucho y trataron de probar que podíamos ser igual de malos que cual quier otro lugar. Toronto incluye cinco barrios que forman una especie de red de sa télites alrededor de la ciudad original. North York, que se ha constitui do hace poco en municipio, es el más grande y alberga casi medio millón de personas. Es, con mucho, mi zona favorita de la ciudad, y aunque vivo en el centro, tengo un estudio en North York. Creo que lo que me atrae de allí es el hecho de que ofrece cierto anonimato; tiene una espe cie de cualidad, improbable, estilo Brasilia. De hecho, tiene mucho de ese ambiente distendido característico de esas capitales donde la única actividad es la de la Administración y que están ubicadas deliberada mente lejos de la corriente principal geográfica —Ottawa, por ejemplo, o Canberra. Durante los años cincuenta y sesenta, North York pareció brotar es pontáneamente del suelo; aún me acuerdo de cuando la zona era en su totalidad tierra de cultivo. Y lo que brotó fue una comunidad tan cuida dosamente planificada, tan controlada en su densidad, en la regularidad estructural y rítmica con que se unen sus casas, oficinas, tiendas y edi ficios públicos, que no se parece en nada a una ciudad —lo que, huelga decirlo, es el mejor cumplido que puedo hacerle—, A mí me parece, como ya he dicho, una sede de la Administración o quizá, mejor, una vasta ciudad empresarial, bajo la égida de un presidente del consejo de admi nistración autocrático pero benévolo, cuyo único orden del día, todos los días, es tranquilidad. Hoy día está de moda degradar los suburbios re sidenciales, por supuesto. La vuelta al centro de la ciudad, con todas sus filas de casas rehabilitadas de amplias solapas y anchas hombreras hace furor, ya lo sé; pero esta parte de Toronto, creo yo, representa lo mejor del sueño norteamericano de suburbio residencial ¡Y me encanta! En mi juventud, Toronto era llamada también «la Ciudad de las Igle sias», y en efecto, los recuerdos más vividos de mi infancia en relación con Toronto tienen que ver con las iglesias. Tienen que ver con los ser vicios religiosos del domingo por la tarde, con la luz de la tarde filtrán dose a través de las vidrieras y con ministros que concluían su bendi ción con la frase: «Señor, danos la paz que la tierra no puede dar.» Ve rán: las mañanas de lunes significaban que había que volver a la escue505
la y enfrentarse a todo tipo de situaciones aterrorizadoras allí fuera, en la ciudad. Así que esos momentos de refugio del domingo por la tarde se convirtieron en algo muy especial para mí; significaban que se podía encontrar cierta tranquilidad incluso en la ciudad, pero sólo si se opta ba por no formar parte de ella. Bueno, debo confesar que ya no voy a la iglesia, pero sí me repito esa frase con bastante frecuencia —la frase sobre la paz que la tierra no pue de dar— y encuentro en ella un gran consuelo. Lo que he hecho, pienso, cuando vivía aquí, es inventar algún tipo de vidriera que me permite so brevivir a lo que me parecen los peligros de la ciudad —casi igual a como sobreviví a las mañanas de lunes en clase. Y lo mejor que puedo decir de Toronto es que no parece entrometerse en este proceso ermitaño. Es fascinante conocer Toronto después de todos estos años, pero no temo que ni siquiera esta explotación cinematográfica de ella me ha he cho un converso de la ciudad. Sin embargo, estoy más convencido que nunca de que, al igual que Leningrado, Toronto es en esencia una ciu dad auténticamente pacífica. Pero quizá la vea de color de rosa; quizá lo que veo siga estando tan controlado por mi memoria que no sea más que un espejismo. Confío en que no, sin embargo, porque si ese espejismo se desvaneciera alguna vez, no tendría más alternativa que marcharme de la ciudad.
CONFERENCIA EN PORT C H ILLK O O T 1 Nota del autor: «Conferencia en Port Chillkoot» fue concebido en un principio como un documental de ficción para la radio y se emitió en la Canadian Broadcasting Corporation en enero de 1967. Su aparición im presa supone, inevitablemente, que ciertos conceptos de audio de que dispo nía la versión original hayan sufrido una transformación radical en elpro ceso de transcripción. No cabe duda de que las palabras no pueden transmitir por sí solas la elegiaca elocuencia de Sir Norman Bullock-Carver, el testarudo espíritu práctico de Homero Sibelius, el vanguardista idealismo de Alain Pauvre ni la oportunidad política del concejal Stafford Byers. En efecto, sólo cabe insinuar el hipnótico ruido de los motores Diesel del Skagway Princess, 1 De Piano Quarterly, verano de 1974.
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el deterioro acústico de la Posada del Coyote Leal, o esa combinación única de exuberancia juvenil y arrogante conducción de las voces que era el sello de la Coral de la Escuela para Adultos de Chillkoot y de la serenata junto a los muelles de la Silver Band. E l autor quiere alentar al lector para que confiera al registro impreso de «Conferencia en Port Chillkoot» cierta semblanza de esaspropiedades aurales, intrínsecas a su concepción, y a que acepte todas las oportunas garan tías de que cualquier parecido con cualquier crítico musical, activo o iner te, es pura coincidencia. El anuncio de que la Alianza de Críticos Musicales Norteamericanos iba a celebrar su conferencia-seminario anual en Port Chillkoot, Alaska, fue motivo de disensiones de facción en el seno de ese augusto organis mo, despreocupada sorpresa en las secciones de espectáculos de los dia rios de Nueva York e incredulidad total en el cuarto estado del estado cuarenta y nueve. «PASILLISTAS AL ABORDAJE DEL PUERTO DE LA FRANJA» fue el titular del Variety, pero el semanario del mundo del espectáculo se las vio y se las deseó para desarrollar la noticia, ya que «no hay datos de la capacidad de convocatoria ni del aforo de Chillkoot desde el 98». Ningu na de estas reticencias imperaba, sin embargo, en Alaska, donde los dia rios continentales exhibieron la noticia en la primera página y el Wha ler and Spooner de Anchorage soltó un cáustico editorial titulado «¿Gra titud a qué precio?», denunciando a la Cámara de Comercio de Port Chill koot. En nuestra opinión, el miope oportunismo de nuestros conciudadanos del Pasillo Interior no sirve a ningún fin útil con su mal encubierto intento de sacar con un sifón el flujo de turistas del que depende el crecimiento económico de nuestro gran Estado. Nos permitimos recor darles que el buque Skagway Princess del que desembarcarán estos doc tos caballeros es un navio subvencionado por todos los ciudadanos de nuestro Estado y un importante cordón umbilical para las comunida des a orillas del océano de la misma. Por otra parte, resulta patente lo absurdo de que una comunidad de cuatrocientas almas codicie y promocione unas convenciones para las que carece de las instalaciones y, respetuosamente sugerimos, el «savoir faire» necesarios. Nos atreve mos a pedir que el Ilustrísimo Señor Alcalde Sven Wenner-Gren re considere sobria y sinceramente su postura y reflexione por un mo mento en la suerte de Brighton, Ostende o Scheveningen, si el lustro intelectual y las glorias estéticas de Londres, Bruselas o Amsterdam se empañaran y decayeran.
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Por curioso que parezca, los buenos ciudadanos de Port Chillkoot des conocían totalmente a estas alturas el furor en el que se había liado su comunidad e iban a seguir así hasta que al atardecer del día siguiente llegó, a bordo del Skagway Princess, la primera edición matutina del Wha ler and Spooner. El alcalde Wenner-Gren, echando una ojeada a la pági na del editorial camino de las tiras cómicas, decidió evitar «¿Gratitud a qué precio?», suponiendo que era otra revaluación más de la Alianza Franco-Americana, pero fue despertado de su contemplación de «Brenda Starr, reportera» por una llamada urgente de Magdalena Murphy, corectora y crítica de arte del Port Chillkoot Packet. Cuando la presión arterial del Ilustrísimo Señor hubo llegado al má ximo, él y Magdalena cayeron sobre Harry Southam —propietario e im pulsor de Tentempiés Higiénicos Southam, y partícipe, como había des cubierto Magdalena en la Oficina de la Western Union, de un intercam bio telegráfico inusitadamente enérgico en los últimos días. Harry Sout ham pudo sacar con la seguridad suficiente de encima del mostrador de Kool-Aid un expediente completo de sus negociaciones con un tal Alain Pauvre, presidente del comité de alojamiento de la Alianza de Críticos y crítico musical, por derecho propio, del New York Witness-Centurion. El intercambio había comenzado cuando el señor Pauvre, escogiendo Port Chillkoot por motivos que estaban lejos de ser claros para Harry, preguntó por la posibilidad de disponer de un lugar de reunión y de alo jamiento (doce habitaciones individuales, cuatro dobles y seis camas de campaña). Harry, tras celebrar consulta con su esposa, Christobel, en la cual coincidieron en que el destino llamaba a la puerta y que a lo me jor este era el año de tirar la pared de la cocina y añadir el ala oriental del que habían hablado tan a menudo —«Frente a la bahía», se pudo leer en su anuncio en el Alaska Auto Advertiser el año siguiente—, res pondió afirmativamente y aseguró al señor Pauvre que había instalacio nes para reuniones disponibles con facilidad (estaba seguro de que po dría convencer a la Hermandad del Coyote Leal para que le cedieran el salón de la posada). Un cablegrama posterior desde Nueva York preguntaba si había «ta rifas de artista» para el grupo, a lo cual Christobel y Harry asintieron de inmediato, dado que, aunque no existía ningún precedente de este tipo en los anales delturismo de Port Chillkoot, pensaban que sería me jor conceder a los críticos el beneficio de la duda y no arriesgarse a per der el negocio. Sin embargo, estaba al llegar otro mensaje —esta vez des de Montreal, provincia de Quebec, en el que Kerry McQuaig, crítico mu sical de L'Estralita de Montreal, preguntaba si los locales contaban con 508
licencia. Harry, que para entonces poseía ya un estilo telegráfico desen vuelto, respondió: «ALCOHOL A DISCRECIÓN STOP TAMBIÉN PUE DO GESTIONAR HACERSE SOCIOS FUERA DE HORAS DE CLUB LLAMADO EL DESCANSO DE LOS ENGRASADORES SALUDOS». De nuevo en Nueva York, los planes para la conferencia no cosecha ban ni mucho menos la aprobación unánime en el seno de la Alianza. Alain Pauvre, como presidente de alojamiento (puesto de consolación que se concedía tradicionalmente al que quedaba en segunda posición detrás del ganador de la presidencia del año anterior), utilizó su considerable influencia a favor de la decisión de Port Chillkoot, dado que, como líder teórico de la facción procomposición de la Alianza, estaba resuelto a bus car un lugar donde el debate de las ideas predominara sobre su repre sentación en la interpretación. Ello, desde luego, era completamente an tagónico a la facción prointerpretación encabezada por su principal ri val, Homero Sibelius, crítico jefe del New York Square, y a medida que se acercaba la hora de la decisión sobre Port Chillkoot, ambos buscaban los votos de centristas como Waldorf Major, crítico del influyente sema nario Old Gothamer, y H.B. Haggle, de la Housatonic Review. La crisis surgió amenazadora cuando toda la delegación anglocanadiense se retiró afirmando, justificadamente, que Whitehorse, Territo rios de Yukon, ciudad de interés histórico mucho mayor, era la sede ló gica para la convención. Sólo Kerry McQuaig, de L'Estralita de Mon treal, decidió no hacer boicot, dado que pensaba que su sola presencia, además de ofrecer un elocuente testimonio a favor de esa frágil y birracial detente del Canadá moderno, le posibilitaría hacer alguna investi gación para su próximo libro para Skira, E l Klondike, sus mujeres y ta bernas. La decisión, sin embargo, dependía de Alain Pauvre, y éste se aferró a Port Chilkoot aun cuando, quince días antes de la convención, Homero Sibelius tuvo una rabieta pública, vía su columna dominical en el Square, en la que, sólo para esta ocasión, abandonó su recuerdo «con tinuará» de aquellos días gloriosos de antaño en que los gigantes cam paban por los escenarios del mundo y puso en formación su famoso es tilo literario, asegurado e inmune al cambio para siempre durante su in terminable aprendizaje en la sección de deportes, en una denuncia pú blica de Alain Pauvre: «Una crítica enérgica proporciona un entorno musical enérgico. Por antideportivo que sea, estoy a punto de quitarme los guantes de cabri tilla y de dejar de reprimir mi energía con mi oponente Alain Pauvre. Es hora de que mis lectores sepan que este hombre, este “crítico”, ha tratado de poner fuera de combate una crítica enérgica en este país.» 509
Y así proseguía, construyendo sólidamente su ataque, y durante los dos o tres días siguientes su contenido fue objeto de numerosos debates en el Salón de Té Ruso. A su llegada al encantador puerto que atiende a las ciudades herma nadas de Port Chíllkoot-Haines (o Haines-Port Chillkoot, como se las co noce al otro lado de la bahía), los caballeros de la prensa fueron saluda dos en el muelle por los miembros de la Coral de la Escuela para Adul tos de Chillkoot y la Silver Band y obsequiados con el estreno de un him no cívico compuesto especialmente por Graham W. Clarkson, Jr., de ca torce años de edad, cuyo padre, Graham W. Clarkson, Sr., es instructor de orientación profesional y vicedirector de la E.A. Chillkoot. Cantado con una música que recordaba «Pompa y Circunstancia» n2 1, tiene, como apuntaría más tarde Homero Sibelius cuando trató de encajarla en la pieza de viaje de vacaciones por libre que estaba decidido a conse guir de la excursión, «la dura y clara verdad de la luz septentrional» —pongamos «la dura y clara luz de la verdad septentrional», o quizá «la clara y dura»; bueno, ya saben, estas cosas llevan su tiempo. Desde el helado glaciar de Chillkoot, Sobre el encapotado fiordo de Chillkoot, Se escuchó un crujido, se quebró un estruendo, Un rugido creciente, de todos los peligros lleno, Y pendiente abajo corrió. Desde el helado glaciar de Chillkoot, Sobre las llanuras recién hechas de Chillkoot, Se vio un pie, y luego un brazo, Gracias a Dios, nuestra ciudad está a salvo, Esta noche enterró a Haines. Tras concluir el himno, al cual, por la ingeniosa sugerencia de Mag dalena Murphy, el coro añadió el Amén de Dresden, Magdalena y Harry Southam dieron la bienvenida no oficial a los críticos y el segundo les hizo entrega de ejemplares a multicopista del programa de su conven ción, atentamente incluidos dentro de un menú de muestra de Tentem piés Higiénicos Southam, que llevaba en la portada la leyenda: «Señor, danos la gracia de aceptar lo que no podemos rechazar y de rechazar lo que no podemos aceptar», un credo al mismo tiempo típicamente ade cuado para la profesión crítica y, como iban a descubrir en poco tiempo, singularmente pertinente a la cuisine de Christobel Southam. 510
Programa de la Convención PRIMER DÍA - SABADO
1:00 p.m. 2:30 p.m. 8:00 p.m.
Llegada en el Skagway Princess Recibimiento oficial — limo. Sr. Alcalde Sven Wenner-Gren (o su delegado) Foro de apertura: El cambiante mundo del crítico — Home ro Sibelius
SEGUNDO DÍA - DOMINGO
8:45 a.m. 10:30 a.m.
2:00 p.m. 3:30 p.m. 5:00 p.m. 8:00 p.m. 10:00 p.m.
La negra en Krenek (extracto de un documento en proceso de elaboración) — Alain Pauvre Visita turística (incluyendo el muelle de la ciudad; depura dora de aguas residuales; taller de mantenimiento del oleo ducto) — Anfitriona: Magdalena Murphy El leitmotiv en Carlisle Floyd — Waldorf Major Stravinsky como bailarín — H.B. Haggle Especulaciones sobre la composición química del filtro de amor de Tristón — Kerry McQuaig Foro de clausura y discurso2: «El futuro como tradición» — Sir Norman Bullock-Carver Salida en el Skagway Princess
Tras el almuerzo, los críticos acudieron al Salón del Coyote Leal, don de les brindó la bienvenida oficial el concejal Stafford Byers, en susti tución del alcalde Wenner-Gren, que fue llamado al interior por «asun tos familiares» poco después de ocurrírsele que otro editorial como el de Whaler and Spooner no mejoraría de forma apreciable sus perspectivas para la asamblea del Estado. En ausencia del limo. Sr., el concejal Byers habló de esas verdades eternas en las relaciones del hombre y la tierra que en su opinión eran adecuadas para cualquier audiencia, en cual quier momento y en cualquier lugar: «Hay entre ustedes quienes... quienes decidirán... quedarse, y, hacer se uno... uno con esta tierra. A ellos, yo les diría... que la tierra... la tie rra es buena... y... y perdurará y... y traerá... traerá muchas gratifica ciones... para los... que... que viven, en armonía... armonía con sus le yes... y por tanto yo... (¿cómo es eso?, ¿críticos?, ¡vaya por Dios!)... yo... les doy las gracias.» 2 N. de la T.: En el original, «Keynote address», discurso inaugural que resume las cues tiones que han de tratarse en el congreso, término que aquí se incluye para hacer un juego de palabras intraducibie con «keynote» = «tónica».
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Por lo general, las sesiones de la conferencia contaron con una nu trida asistencia, constituyendo una notable excepción la ponencia de Alain Pauvre «La negra en Krenet», que Homero Sibelius, presidente del comité de horas y sedes, había programado para la rendija pre-desayuno del domingo. Sin embargo, el trabajo de Pauvre fue expuesto ante un atento público compuesto por Jessie Doolitle, la señora de la limpieza de la Hermandad del Coyote Leal, y Kerry McQuaig, que se abría camino a casa Desde El descanso de los Engrasadores y que se permitió una do sis bastante pesada de interrupciones. El interés fundamental, desde luego, estaba centrado en los foros ves pertinos, y en el primero de ellos Homero Sibelius, que presidía el deba te «El cambiante mundo del crítico», sugirió que en ausencia de nada más que mereciera la pena criticar en Port Chillkoot no le desagradaría ofrecer un breve recital de piano. Esto procedió a hacer y, para intenso fastidio de Alain Pauvre, tocó de una sentada las obras completas para teclado de Thalberg y Moszkowski. Las interpretaciones participaban de esa misma contundente energía atlética que distingue justamente su estilo periodístico y, exceptuando las tres ocasiones en que Albert Tan ner, el factótum, fue convocado desde bastidores para sustituir una cuer da del bajo del piano vertical de la Posada del Coyote Leal, continuó, sin descansar para el aplauso ni revelar el más pequeño indicio de fatiga. «Fue», declaró Kerry McQuaig, que sentía su inminente elevación a la presidencia, «una exposición directa, sincera, aunque extrañamente hu mana, de esta literatura olvidada». Menos cordial fue la crítica de H.B. Haggle, quien, habiendo renunciado hacía tiempo a las ambiciones polí ticas, observó que era, después de todo, «una música directa y sincera, ¿qué se esperaban?» Así transcurrió toda la convención, y todos los miembros se sintie ron muy aliviados cuando por fin llegó la noche del domingo y se pudie ron dejar a un lado las diferencias de facción pensando en el discurso de clausura. Este iba a ser pronunciado por Sir Norman Bullock-Craver, crítico emérito del Spiritus et Angelus de Manchester y, por desig nación, asesor de críticas de Su Majestad Isabel II e instructor de con trapunto (primera especie) de Lady Sarah Armstrong-Jones (o al menos lo será cuando Lady Sarah llegue a su decimosegundo cumpleaños). Sir Norman, hay que reconocerlo, fue en gran medida una elección de compromiso como orador invitado. Alain Pauvre estaba dispuesto a contentarse con Knud Jeppeson, Henri Pousseur o Hans Keler, pero Ho mero Sibelius votó en una situación precaria por Ruggiero Ricci y allí resistió. Sin embargo, para ambas facciones el título del discurso de Sir 512
Norman, «El futuro como tradición», parecía prometedor, y todos los de legados se calmaron esa cálida tarde de agosto para disfrutar de las ob servaciones del venerable caballero. «Me gustaría decir antes que nada que hay entre nosotros... anar quistas... cuyo plan es... poner en peligro... el marco de nuestra sociedad musical.» (Para Waldorf Major, esta sola frase justificaba el viaje, y estornudó negligentemente en dirección a Alain Pauvre.) «Pienso... en el joven Elgar, Holst, y otros de su calaña.» (Era el discurso que Sir Norman había compuesto la primavera de 1902 con ocasión de su nombramiento como catedrático del King’s Co llege, Cambridge, y que pronunció de nuevo unos dieciocho años des pués, cuando fue elegido miembro de la Halle Society.) «Depende aquellos de entre nosotros —bendecidos con una reveren cia por el pasado— consagrar ese elevado sentimiento para siempre en nuestros pechos.» (Kerry McQuaig soltó una irreverente risotada, pero la convirtió apresuradamente en un ataque de asma cuando advirtió que Waldorf Major, cuyo voto necesitaría seguramente el próximo año, parecía dis gustado.) «Cuando miro los jóvenes rostros aquí reunidos hoy... me veo obli gado a instarles... a que lleven... esa antorcha... con brillantez.» (Un repentino e imperioso silbido del Skagway Princess hizo que Ho mero Sibelius subiera apresuradamente a la tribuna a pronunciar las pa labras de agradecimiento y convocó asimismo a la Coral de la Escuela para Adultos de Chillkoot y a la Silver Band, decididos a desear a los críticos bon voyage con una repetición del himno del Maestro Clarkson. Sir Norman, cuyo oído había ido disminuyendo desde la heroica acción de ocupacióm de octubre del ‘99 cuando, sirviendo en Mafeking bajo las órdenes de Baden-Powell, dirigió durante treinta y seis angustiosas ho ras el Conjunto de Percusión de los Reales Fusileros de Winchester, ig noró totalmente el precipitado fin de la convención.) SIR NORMAN: En cualesquiera distantes tierras... HOMERO SIBELIUS: Sir Norman, sé que yo... CECC y SB:
Desde el helado glaciar de Chillkoot...
SIR N.: puede que su obra les llam e... H.S.:
... expresar en nombre de todos los presentes... s b : Sobre el encapotado fiordo de Chillkoot...
CECC y
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SIR N.: ¡m antengan altas sus esperanzas y sueños!
... nuestra gratitud por su interesante... Se escuchó un crujido, se quebró un estruendo, Un rugido creciente, de todos los peligros lleno.
H.S.:
CECC y SB:
SIR N.: ... Recuerden siempre que la confianza... H.S.: ... y realm ente m emorable discurso... CECC y
sb:
Y pendiente abajo llegó.
SIR N.: ... y la fe de la Academia está con ustedes... H.S.: Permítame recordar a los miembros... CECC y
sb:
Desde el helado glaciar de Chillkoot.
SIR N.: ... y, huelga decirlo, las oraciones... H.S.: que deben recoger todas sus pertenencias... CECC y SB:
Sobre las llanuras recién hechas de Chillkoot.
SIR N.: ... de esa Inglaterra que todos H.S.: en donde Harry Southam antes
amamos... de dirigirse al muelle. CECC y s b : Se vio un pie, y luego un brazo, Gracias a Dios, nuestra ciudad está a salvo.
... y ahora, Adiós y Vayan con Dios. Con esto declaro clausurada la convención. CECC y s b : Esta noche enterró a Haines. SIR N.:
H.S.:
Una vez a bordo y seguros, los críticos se alejaron silenciosamente. Kerry McQuaig, resuelto a brindar por su inminente presidencia, invitó al navegante, Ole Olafson, a que se le uniera en un brindis rápido, in vitación que hizo que el Skagway Princess diera tres vueltas alrededor de la isla de Haines antes de poner rumbo a Yokohama. El curso fue co rregido cuando Alain Pauvre, fascinado por las posibilidades de navega ción del hexacordio, preparó un sistema de brújula serializado que en tregó con sus cordiales saludos al capitán Kurt Bliatzleben. H.B. Haggle y Waldorf Major decidieron enterrar antiguas hachas de guerra en in terés de acelerar una revolución en palacio. En cuanto a Homero Sibelius -—la conferencia no había sido feliz para él, y al llegar a bordo se retiró a su camarote, informó al camarero de que haría todas las comidas en él y, después de asegurar con llave la puerta y cubrir la portilla que daba al muelle B, sacó de su maleta una 514
batuta de plata cuidadosamente envuelta que le había regalado George Szell con ocasión de su centésima mala crítica consecutiva de Leonard Bernstein; y, sintonizando en su transistor la CBC de Vancouver, que llega claro y fuerte en la penumbra de la medianoche del verano ártico, y escuchando por primera vez en su vida la Sinfonía n2 14 del trascendentalista canadiense Zoltán Mostányi, alzó la batuta y, con firmes y masculinos golpes, cortes enérgicos y no sin sentido y manteniendo no obstante una postura impecable y segura de sí misma, hizo una inter pretación viril y totalmente profesional. En Port Chillkoot, la vida reanudó su ritmo familiar. Magdalena Murphy decidió no publicar un artículo complementario sobre la con vención y el sábado siguiente incluyó en el Packet, sin comentarios, un despacho de Reuter fechado en Tutuila, Samoa, que señalaba que Sir Norman Bullock-Carver, el distinguido crítico británico, había hablado ante la Sociedad Histórica de la isla sobre el tema «El füturo como tra dición» y había avisado de acontecimientos alarmantes y revoluciona rios en el mundo de la música.
REALIDAD, FANTASÍA O PSICOHISTORIA: NOTAS DEL MOVIMIENTO CLANDESTINO P.D.Q . 1 La noche del 26 de abril de 1965, el Ayuntamiento de Nueva York fue sede de uno de los acontecimientos más sorprendentes inspirados por el llamado resurgimiento del barroco. Una audiencia aburrida de las amables fórmulas cadencíales de Vivaldi, los strettos de coda obligato rios de Haendel, el estilo fuguístico «en caso de duda, secuencia» de Bux tehude, se enfrentó a una sintaxis musical en la que la ambigüedad lo era todo, en la que una determinación a priori no desempeñaba ningún papel discernible. La ocasión, desde luego, fue el primer concierto en Nor teamérica dedicado exclusivamente a las obras de P.D.Q. Bach, y el im presario responsable de ese acto —el autor del presente volumen, Peter Schickele— había alzado de un solo golpe el velo de oscuridad con el que la historia había querido ocultar el logro de este último y, en palabras
1 De Piano Quartely, veráno de 1976.
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del propio Schickele, «en modo alguno menos importante», de los vein titantos hijos de Johann Sebastián. Con ello, Schickele alcanzó para sí un puesto en la arqueología musical comparable con el que obtuvo cien to treinta y seis años antes Félix Mendelssohn cuando, no obstante es tribillos suprimidos y recitativos truncados, ese maestro revivió la Pa sión según San Mateo de Bach padre y sentó las bases para el «resur gimiento del barroco» original. Estrictamente hablando, por supuesto, P.D.Q. (iniciales de nada, lo cual, como señala el profesor Schickele, «podría decirse del propio com positor más tarde en su vida»)2no fue en absoluto una figura del barro co. Nacido sólo ocho años antes de la muerte de su famoso padre, cum plió su mayoría de edad musical en una época en que incluso los influ yentes hermanos del propio P.D.Q. rechazaban las intrincadas comple jidades contrapuntísticas adoptadas por Johann Sebastian como un in dulgente anacronismo. En modo alguno un prodigio, escribió sus prime ras composiciones semiserias hacia 1777 (cuando su autor contaba ya más de treinta años), por lo que son más o menos contemporáneas de los Cuartetos de Cuerda Op. 20 de Haydn, Ifigenia en Tauride de Gluck y las sonatas para piano «de París» de Mozart. De forma comprensible quizá, obras tan tempranas como la Sonata en Eco para Dos Grupos de Instrumentos Hostiles o el Concerto Grosso para Flautas de Pico Diver sas, Dos Trompetas y Cuerdas prestaron poca atención a las gentiles convenciones del rococó; por el contrario, ofrecen un sagaz, si no total mente afectuoso, comentario sobre esos estilos musicales más enérgicos que el buen oído de P.D.Q. había asimilado durante una infancia vivida en la más afamada y musical casa de pastor protestante de Leipzig. Con su otro oído, sin embargo, el chico rechazó intuitivamente las propiedades estructurales de la arquitectura barroca y abrazó de todo corazón la necesidad de ampliar los limitados recursos instrumentales normalmente asociados con la música del siglo XVIII. Quizá esta pasión que le consumía por la esoteria instrumental que iba a influir en todas sus principales obras y a crear para P.D.Q. un papel en la sociedad mu sical del siglo XVIII análogo al de Harry Partch en nuestra época era, aun que involuntario, un tácito rechazo a su familia en general y a la me moria de su padre en particular. Sin duda, P.D.Q. fue el primer Bach en cinco generaciones al que iba a negársele una buena base musical en el hogar; sólo su hermano mayor, el ricamente talentoso pero desenfre
2 N. de la T.: Iniciales de las palabras que forman la expresión inglesa «preatty damn quick»: «muy muy deprisa».
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nadamente intemperante Wilhelm Friedemann, demostró algo de preo cupación filial por el chico, y si se desea seguir la ruta de la psicohistoria, podemos especular que la crisis de identidad adolescente del artis ta, modelada como lo estuvo por la percepción de la benigna indiferen cia de su padre, sólo podía resolverse con la identificación de, e inmer sión en, un área donde ni siquiera las multifacéticas empresas musica les de Johann Sebastian ofrecieran un reto competitivo. (El lema «Cual quier instrumento que tenga el registro servirá» podría ser el mejor re sumen de la actitud notoriamente despreocupada de Bach père hacia las cuestiones de orquestación.) El profesor Schickele, que, por el contrario, parece disfrutar haciendo de Erik Erikson con P.D.Q.-Lutero, postula la teoría con entusiasmo, pero a falta de una documentación más detalla da, habría, creo yo, que reservarse el juicio. En cualquier caso, no es ninguna sorpresa que tras marcharse de casa en los primeros años de la adolescencia, P.D.Q. se colocara como aprendiz de un tal Ludwig Zahnstocker, carpintero, fabricante de ins trumentos y virtuoso de los rompecabezas, y que bajo la dirección de Zahnstocker el chico participara en invenciones que estremecieron lite ralmente a la comunidad musical europea. Su último esfuezo de colabo ración, en efecto —el Pandemonium o, como prefería denominar Zahns tocker, «Caja musical de Thor»— fue responsable directo, el día de su estreno, de la demolición de la famosa Glaslusthaus (el palacio de cris tal alpino para el cual fue concebida como el tema de conversación por excelencia) y, al día siguiente (pese a que la sismología era una ciencia primitiva en aquella época) de la mayor avalancha que se ha registrado en la historia europea. También fue responsable, gracias a ese instinti vo mecanismo de supervivencia con el que la naturaleza dota a los hijos a quienes arroja prematuramente a la deriva en un mundo frío y hostil, de la súbita partida de su tierra natal de P.D.Q. Bach y del comienzo de una odisea de pathos dickensiano que duró veintiún años. El profe sor Schickele es especialmente eficaz cuando habla de este período, y con sus ojos seguimos a P.D.Q. desde Salzburgo (y un encuentro con Mo zart niño) hasta Dublin (una visita al primo Schweinhard, o «Guarro», como llegó a ser conocido) y Londres (donde el renombrado «Bach in glés» —su hermano Johann Christian— le ofreció habitación y casa, a cambio de cierta cantidad, y una carta de recomendación para los an cianos de una alejada parroquia rural, gratuitamente) y San Petersburgo (donde, durante una visita a su primo Leonhardt Sigsmund Dietrich, P.D.Q. encuentra al gran amor de su vida, la única hija de L.S.D. Bach, Batty-Sue). Pero el profesor Schickele nunca es menos que elocuente, y 517
su identificación con su tema impregna todas las facetas de la historia que narra. No cabe duda de que una implicación biográfica tan intensa tiene sus inconvenientes. Al igual que con la apasionada propaganda de Max Brod en favor de Franz Kafka, las alucinaciones místicas de Faubion Bo wers sobre Alexander Scriabin o la evocación terrenal de Paul Hiebert de «la Dulce Cantante de Saskatchewan», Sarah Binks, a veces resulta difícil determinar el punto exacto en el que realidad y fantasía se fun den. Por ejemplo, la convicción no infundada del profesor Schickele de que él es el único responsable de la fama actual de P.D.Q. le anima a hacer caso omiso de las considerables pruebas de lo que podría denomi narse «movimiento clandestino P.D.Q.». Este fue un movimiento de me diados del siglo XIX que, con tenacidad guerrillera, luchó para desafiar los mandatos tanto de la institución musical como de la teología (P.D.Q., convertido al catolicismo, fue excomulgado incluso antes de la première de la Misa Hilarante) y mantener viva la memoria de esta excepcional figura artística. Schickele, al hablar del famoso «incidente de la demo lición» de 1842 en el que, con la complicidad del último Bach legítimo, Wilhelm Friedrich Ernst, una cuadrilla de demolición volcó, bajo la di rección de Félix Mendelssohn, el mausoleo erigido en Baden-Baden-Baden por Betty-Sue treinta y cinco años antes, se limita a citar las poco inspiradas aleluyas inscritas originalmente en la tumba: Hier liegt ein Mann ganz ohne leich: Im Liebe dick, an Sünden reich. Wir haben ihn in das Grab Gesteckt, Weil es uns dünkt er sei verreckt. Todo muy bien, salvo el hecho de que la historia, como seguramente debe saber Schickele, no termina allí. En escasos cinco años, el propio Mendelssohn había pasado a recoger su recompensa, y en Liverpool, adonde se retiró Betty-Sue tras la muerte de P.D.Q., la revista trimes tral local Field and Theme —the Country Gentleman's Guide to Music and the Garden3publicaba en su número de invierno de 1848 lo que pa recía un homenaje conmemorativo en cuatro partes al gran romántico alemán. Este estaba compuesto por un resumen exacto, pero notable mente objetivo, de la vida y obra del compositor (sorprendente en su ob jetividad sin adjetivos a la vista de la categoría de héroe nacional que 3 N. de la T.: «Campo y Tema-la guía musical y del jardín del caballero rural».
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Mendelssohn había disfrutado en Inglaterra durante veinte años), una reedición de la carta de pésame de la Reina Victoria a la viuda del com positor, Cecile, y una crítica claramente poco entusiasta del oratorio San Pablo, que había sido interpretado en Londres por la Sagrada Sociedad Armónica como recuerdo en noviembre anterior. En sentido contrario a estos artículos conmemorativos había un indulgente, aunque anónimo, poema épico de sesenta y cinco versos titulado «Oda a un Cambiador de Acordes Perdido», del cual el espacio nos permite sólo la inclusión de la penúltima estrofa: Poor death, thou quiet pauper, didst thou query thy posterity. Didst that quickening perception doom thy quest? ‘Tis pity, desperate quantifier, peace doth quell thy territ'ry Be flatterred that the Antichrist honours thy behest4. Uno se pregunta cuántos suscriptores de Field and Theme pudieron ver más allá del aparente vínculo con Mendelssohn, más allá de los exa gerados byronismos del estilo poético, más allá de la obvia deuda temá tica con Donne, más allá incluso de la curiosa correspondencia entre el número de estrofas (sesenta y cinco) y los años vividos por otro «cam biador de acordes» fallecido cuatro décadas atrás, y advertir que, sepa radas tan sólo por las palabras que comienzan con la letra T —símbolo de la cruz y de la Trinidad—, una serie ininterrumpida de las iniciales P, D y Q ocupaba 259 de los 260 versos en cuestión. Pero ese verso res tante —de hecho, el número 256 de la oda en sí y la conclusión de la estrofa arriba citada— ofrece varias pistas acerca del tipo de personal reclutado por las células de P.D.Q. El lector ya habrá adivinado sin duda el motivo B-A-C-H que se deriva de las palabras primera, quinta y sexta («Be», «Antichrist», «honours»), así como la comprensión recapituladora del motivo que implican las dos sílabas de la última palabra, «behest». Menos obvio, quizá es la razón de ser de la supuestamente molesta presencia de «flattered» —la única palabra en 260 versos que no empie za con las letras P, D, Q, B, A, C, H o T—. Pero la explicación es la sen cillez personificada: en la notación musical alemana, la nota B describe 4 N, de la T.: Pobre muerte, vos, silencioso pobre, ¿no dudasteis de vuestra posteridad? /¿No estaba vuestra empresa predestinada al fracaso por vuestra percepción siempre sensi ble? / Es lástima, cuantificador desesperado, que la paz aquiete vuestro territorio / Halaga da seáis porque el Anticristo honra vuestra petición.
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la posición en la escala de lo que en inglés se llama Si bemol, mientras que, de nuevo según la convención alemana, la letra H define la nota que en inglés es el Si natural. Desde la época de John Sebastian hasta el presente, innumerables temas de fugas, cánones y passacaglias se han basado fundamentalmente o exclusivamente en las notas Si bemol, La, Do y Si natural, en homenaje al cantor del Thomaskirche. La oda, en consecuencia, era claramente obra de un emigrado musical alemán (lo cual recorre parte de la distancia hacia una explicación de la poesía más bien afectada en cuestión), pero, aunque a primera vista pueda haber pa recido precavido y cabalístico, el mensaje del movimiento cladestino P.D.Q., al igual que el de la iglesia cristiana en sus comienzos, estaba a punto de escapar de los confines del Continente. Por último, en cuanto a las cuestiones musicales: el profesor Schic kele dedica la cuarta parte de su libro (un elegante y gráfico ensayo so bre la vida de P.D.Q. y un estudio fotográfico algo interesado de las pro pias investigaciones de Schickele absorben la segunda y la tercera par te, respectivamente) a una descripción de cada una de las principales obras del compositor. A pesar de, o quizá precisamente por, sus impe cables credenciales académicas (es decano de Bellas Artes de la Univer sidad del Sur de Dakota del Norte en Hoople), Schickele parece incapaz de separar estas extraordinarias piezas de su contexto histórico y olvida con frecuencia la importancia real del mensaje revolucionario de P.D.Q. Cuando trata del familiar (aunque cierto es que sobrevalorado) Concier to para Trompa y Hardart, Schickele rechaza el primer movimiento, con la «recapitulación truncada que se ha llegado a esperar del compositor más perezoso de la historia», como si desconociera la influencia de esta fascinante, si bien en última instancia insatisfactoria, estructura sobre las formas sonata cíclicas y de las ideas fijas de Liszt, Strauss y el jo ven Schoenberg. De forma similar, en su análisis de la Sinfonía Concer tante en Re mayor, Schickele afirma que la «incompatibilidad» del gru po solista (laúd, balalaika, ocarina y gaitas) fue utilizada «como elemen to estructural en la composición», pero olvida decir que este concepto de «incompatibilidad» conduce inevitable, si bien indirectamente, a la teo ría de Elliot Carter de la modulación métrica. El desliz más sorprendente de Schickele, sin embargo, es su inclu sión, como frontispicio y sin comentarios, de un fragmento de una obra hasta ahora desconocida para mí, las Canciones sin puntos. La razón por la que precisamente este ejemplo tenga tal fascinación particular exige una explicación: hace setenta y siete años, Edward Elgar publicó sus Va riaciones Enigma, un opus que fue instantánea, y justificadamente, acla520
mado como la mejor obra orquestal de su tiempo. En cuanto al título, Sir Edward informó posteriormente que tenía dos aplicaciones: cada va riación, excluyendo las que perfilaban al compositor y su esposa, era el retrato sonoro de uno de sus amigos y, además, el tema en sí podía ser vir de contrapunto para otro tema más de gran significación. La prime ra parte del acertijo —la variación descripción— sirvió de divertido jue go de salón al equivalente musical del grupo de Bloomsbury. Pero ese segundo reto —el rompecabezas temático del contratema— ha intrigado a los músicos británicos, al menos, hasta nuestros días. Se ha intentado y descartado todo desde los coros de Haendel hasta las ligeras canciones de Gilbert y Sullivan y «Rule Britannia»5; un tema será rechazado por una plaga in-elgariana de quintas paralelas, otro por un parche de diso nancia politonal, y este es el día en que las columnas de varios de los periódicos ingleses más conservadores ofrecen refugio, de vez en cuan do, a nuevas propuestas de contratema de los más destacados especia listas en Elgar y, por supuesto, en reñida búsqueda, a las impugnacio nes del detalle más insignificante en forma de cartas al director de unos lectores eruditos, si bien quizá bastante estrechos de miras. Pues bien, el rompecabezas está resuelto. El tema de Elgar, sin la ayu da de la transposición ni de alteraciones métricas, puede ser superpues to o más bien aplicado como cantus firmus a las Canciones sin puntos, y el resultado, vertical y horizontalmente, es encantador. Los cuatro tiempos por compás y el silencio de negra de Elgar que constituyen la característica rítmica más expresiva de su tema se funden con la melo día de tiempo tres cuartos de P.D.Q. sin incidentes; el choque anticipa do de tonalidad (el Sol menor de Elgar frente al Do mayor de P.D.Q.) sólo tiene como consecuencia una conciencia armónica realzada, y los altercados cromáticos (con la posible excepción de una semicorchea obli cua en Do natural frente a Do sostenido que habría encantado sin duda tanto a P.D.Q. como a Sir Edward) sirven en realidad para modificar la distracción ocasional característica de la conducción de las voces de P.D.Q. Así que ahí está, si mi teoría es correcta: prueba irrefutable de que había triunfado el «movimiento secreto P.D.Q.», de que el mayor com positor inglés de su época rindió un tácito tributo al más imaginativo de sus predecesores alemanes, de que noventa y dos años después de su muerte la presencia de P.D.Q. Bach perduraba, como continuo espiri5 N. de la T.: La canción más popular entre los ingleses después de «God Save The Queen».
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tuai, para una de las estructuras más exquisitas de la última era ro mántica, de que el mensaje de su vida y su obra no moriría sino que, por el contrario, surgiría de nuevo seis décadas después en el Ayunta miento. Por supuesto, puede que yo esté equivocado.
EL DISCO DE LA DÉCADA 1 Como cualquier suscriptor de la revista Billboard podrá decirles, el mundo del disco es actualmente refugio de la especialidad intérprete y la novedad productor. Entre las veintiocho versiones de la Quinta de Beethoven que amenazan con saldarse mutuamente es casi imposible lo grar con paciencia que una pieza de ese tipo suba en las listas a menos que se toque al piano (como hizo hace muy poco un incansable oportu nista) o reeditar a precios de rústica una interpretación histórica como la de Toscanini para examen de una generación que se perdió ser criada sobre B.H. Haggin y Marcia Davenport. Es un mercado cultista, triste es decirlo, propulsado por una raza especialmente virulenta de opinio nes antiacadémicas. Ese admirable excéntrico yanqui de Charles Ivés, con sus maravillas waldenescas, fue imbatible el año pasado, pero eso fue antes de que la revista Time descubriera a Harry Partch, y la ten dencia ahora mismo es hacia los personajes marginales de la generación del abuelo, con Erik Satie, santo patrón del dadá, en muy buen lugar con el grupo del Circo Eléctrico por el momento. Incluso allí, sin embar go, funciona el sobrio enfoque de archivo que ha determinado la psico logía de la adquisición de discos desde el advenimiento del LP, y Ángel Records publica alegremente las necedades aseguradas de las obras para teclado de Satie con la misma solemnidad gesamtkunstwerkisch con que Deutsche Grammophon Gesellschaft sacará la obra completa de Frescobaldi. Los días en que las antologías escogidas de las veinte mejores me lodías de todo el mundo y los artistas eran taquilla de éxito seguro lle garon a su fin en torno a la época en que brazos tonales más ligeros hi cieron peligroso el salto de orquesta y se escucharon por primera vez en la tierra secciones de desarrollo. Resulta algo sorprendente, pues, que el disco del año (no, vayamos hasta el final: ¡de la década!) sea una mezcla sin complicaciones de los 1 De Saturday Night, diciembre de 1968.
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mayores éxitos de Bach —el «Aria la Suite en Re», la Cantata 140 («Des pertad, la voz nos llama»), la Cantata 147 (
tro que puede extraer del ruido blanco tipo Niágara o de las ondas en diente de sierra o cuadradas ricas en armónicos cualquier combinación de fuentes de tono fundamental o de armónicos, el Moog representa un laboratorio en miniatura, pero no sustituye en forma alguna los sistemas mucho más complicados y a menudo asistidos por ordenador que fun cionan en numerosos talleres universitarios. Los puristas, así pues, se inclinan a olfatear la orientación de su te clado, especialmente cuando, como en este disco, el instrumento está di señado específicamente para la sensibilidad de tacto y profundidad, po sibilitando que su intérprete cause una impresión mucho más musical de sí mismo que ese vacilante esfuerzo con el que el sintetizador perfo rador de cinta de RCA probó hace quince años que, si alguien estaba in teresado, podía hacer un buen intento de sonar como, entre otras cosas, la voz humana. Teóricamente, se puede hacer que el Moog imite prác ticamente el sonido de cualquier instrumento que conozca el hombre y, con la ayuda del teclado sensible al tacto, lograrlo con una falibilidad rítmica convincentemente humana; pero, aunque hay momentos en este disco que suenan muy parecidos a un órgano, un contrabajo o un clavi cordio, su acierto más llamativo es que, salvo cuando lanza amables ca lumnias sobre arquetipos instrumentales barrocos más familiares, el in térprete rehúye de este tipo de exhibicionismo electrónico. Y el «intérprete» de «Switched-On Bach»2—sí, ese es el título, y Co lumbia Records, a la que pertenece el lanzamiento de diciembre, pero no su producción, debería avergonzarse de sí misma— no es un virtuoso profesional que roba un poco de tiempo a la gira de invierno para hacer una visita al estudio de grabación, sino un joven físico e ingeniero de sonido americano llamado Walter Carlos que no tiene contrato de gra bación, cuya empresa musical más esotérica hasta ahora fue la super visión del material de la banda sonora de un anuncio de cerveza Schae fer para televisión, y quien, durante un período de muchos meses, pro dujo, interpretó y, con la ayuda del musicólogo y amigo Benjamin Folkman, concibió las extraordinarias revelaciones que ofrece este disco en el cuarto de estar de su casa. En efecto, resulta difícil adivinar cómo se mediría a Carlos en el circuito invernal de conciertos —el rumor en los despachos de Nueva York es que está meditando sobre el potencial de taquilla de conciertos de masas de sintetizador Moog— aunque, a juz gar por los floreos de escala sin acompañamiento en lugares como el pre ludio en Do menor, que parece haber sido interpretado sin .ayuda de em 2 N. de la T.: «Bach encendido».
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palmes, posee una elogiable destreza. Pero no tiene que competir, ni debe, ya que la auténtica revelación de este disco es su aceptación total de la ética discográfica —la creencia en un fin tan incontrovertible y convin cente que cualquier medio, no importa lo ajeno que sea al proceso sen tenciador de la sala de conciertos, e incluso si el maestro es inocente de haber empalmado cintas, como éste debe de haber sido sin duda, está justificado. Carlos, en efecto, ha descubierto, en el acróstico de empalmes del que está compuesto su disco, con su no infrecuente sobrerregrabación en ocho pistas, una solución al dilema del estéreo que plantea la música de cámara. Los canales de recepción independiente para cada miembro de un cuarteto de cuerda no constituyen una sorpresa hoy día, pero ¿cuán do ha sido la última vez que han escuchado fugas al teclado realizadas con esa autonomía contrapuntística que sólo puede ofrecer la segrega ción electrónica? Cierto es que resulta más fácil explotar el potencial de estéreo en una partitura grabada nota a nota —o, en cualquier caso, par te por parte—, como deben estar todas las piezas en un Moog, cuando la implicación direccional del dilema del estéreo que plantea la música de cámara supone a menudo poco más que el tipo de reverencias de an tífona para las cuales el viejo Giovanni Gabrielli utilizó San Marcos como laboratorio. En este disco, sin embargo, el toma y daca contrapuntístico es animado con figuras que abandonan alegremente a sus com pañeros de atril y se pasean con decisión al otro lado de la pared para participar como invitados en un combo vecino —inclinación que provo caría un ataque de apoplejía a cualquier enlace sindical consciente—, Pero la auténtica hazaña de «Switched-On Bach» es su musicalidad in fatigable, si bien no necesariamente en relación con nuestros encuen tros anteriores con la práctica de la interpretación barroca, si al menos a través del camino en el que, citando algunos de los excesos más exu berantes de la historia de la transgresión interpretativa, Carlos ubica nuestra reacción ante sus abusos de traducción dentro de la corriente principal de la experiencia auditiva contemporánea. Sin embargo, hay momentos de bastante incuestionable gusto: el pre visible y mantovaniano sonido de mujer fatal con que la melodía prin cipal de «Jesús sigue siendo mi alegría» saluda a esas serenatas para el viajero cotidiano que su Emisora de Buena Música suelta para que papá vaya seguro por la autopista a la 5:15 p.m., sin duda; y quizá, para mu chas personas, la cadenza electrónica que Carlos interpola entre los dos movimientos allegro del concierto de Brandeburgo. Personalmente, no puedo compartir este último reparo —la verdad es que no ha sido regis525
trado aún, pero esperen a que el New York Times haga la crítica del dis co—, ya que, en mi opinión, esta extravaganza vale ella sola el precio de admisión. Los dos indecisos acordes que establece Bach entre los mo vimientos extremos de la partitura, ya sea como incentivo para la im provisación del clave o como coartada para el rígido plan que evitó que llegase a un andante, han sido sometidos en ocasiones anteriores a to das las combinaciones imaginables de clichés arpegiados con que la ti midez inducida musicológicamente de los improvisadores del siglo XX pueden permitir en buena conciencia que sean decoradas. Carlos se li mita a añadir un nuevo vocabulario a cliché y, dando simultáneamente una penetrante estocada a la práctica interpretativa falta de realismo de los «especialistas del barroco» y soltando la mejor broma interna del negocio musical del 68, superpone a estas futilidades dieciochescas un glosario de confeccionados electrónicos igualmente grotescos, como los que habría expulsado Vladimir Ussachevsky del laboratorio de Colum bia diez años antes. Hay también otros momentos de júbilo. Controlando e invirtiendo la relación ataque-disminución en el primer movimiento del Brandeburgo, Carlos reproduce la frustración de todos los exhaustos trompetistas que alguna vez alcanzaron la cumbre por encima de fuerzas del tutti poco comprensivas ya retardantes. De forma similar, al final de ese movi miento, tras acompañar a una secuencia de arpegios de acorde dismi nuido a través de una serie de registros casi metálicos cada vez más im puros, si bien llenos de carácter, hacia el tipo de estrépito de chapa me tálica que si hubiera sido descubierto a tiempo habría mantenido a Carlie Chan como elemento básico del último fortissimo, las invita a una bulliciosa y rústica cencerrada. Pero son los sonidos que no recuerdan ninguna experiencia en par ticular los que subrayan lo que yo considero la motivación primera de Carlos: una utilización de la tecnología existente para actualizar aspec tos anteriormente idealizados del mundo de Bach. Ahora bien, este bien podría ser justo el tipo de argumento que utilizaría Stokowski para jus tificar su inflación orquestal de obras para órgano, e incluso Anton We bern habría afirmado probablemente que buscaba una apariencia con temporánea para Bach cuando se puso a fingir puntillísticamente la úl tima fuga de la Ofrenda musical. Pero los excesos de Stokowski sólo ce lebran el posludio de las vísperas inglesas circa 1910, mientras que las pontificaciones vienesas de Webern evocan todos los quisquillosos y se sudos análisis freudianos que siempre llevaron a un diagnóstico erróneo. Después de todo, la mayoría de nosotros tendemos a calibrar nues 526
tras contribuciones en términos de una experiencia adyacente y, si so mos músicos, a dar la bienvenida a las limitaciones de un sistema de finido de capacidades interpretativas. Incluso la más imaginativa de es tas sustituciones intrafraternales puede hacer poco más que evocar otras interpretaciones de material conexo mientras permanece atada por sus responsabilidades simuladas. Pero no creo que Walter Carlos esté por ninguna de estas contempo raneidades eminentemente fechables. Aunque muchos de sus conceptos de registro parecen bastante convencionales, Carlos busca de verdad to das las inhibiciones instrumentales que en la interpretación han demar cado intención y realidad. Para él, las partituras de Bach son, de hecho, sólo lo que deben ser para todos nosotros: una excusa para construir una variedad infinita de sistemas interpretativos pertinentes. Ha logra do grabar fuentes sonoras que en su —literalmente— incomparable va riedad se ajustan perfectamente a la sublime indiferencia instrumental del compositor. No sólo nos ha ofrecido, como supuestamente ha hecho todo el mündo, desde Harold Samuel hasta los Swingle Singers, un Bach para Nuestra Época, sino también un principio de una capacidad recrea tiva infinitamente expandida, así como —aun en el caso de que este dis co no logre sacar de un codazo a Satie de las listas de Billboard— una impresión del futuro3.
LOS H IJO S DE R O S E M A R Y 1 Aunque me cueste admitirlo, este disco es una decepción. Años an tes de que el grupo del sari movilizara una convicción sobre la percep ción extrasensorial como otra arma más en su escaramuza con la opi nión lineal del mundo «normal», yo ya era más o menos un entusiasta convencido de la parapsicología. De hecho, en la época en que la gene 3 De hecho, «Switched-On Bach» se convirtió en el álbum de música clásica más vendido de su época. T.P. 1 Crítica de «A Musical Séance» («Una sesión de espiritismo musical»), de Rosemary Brown (Philips PHS 900256,1970); de High Fidelity, diciembre de 1970. N. de la T.: «Rosemary’s babies», en el original; juego de palabras entre el nombre de la intérprete y el título en inglés de la película «Rosemary's baby», conocida en castellano como «La semilla del diablo».
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ración «de Acuario» era aún apodada «subcultura» por sus mayores pro pensos a sufrir ilusiones, cuando Philips Records apenas habría dotado a una empresa de este tipo de dos folletos de promoción lujosamente pro ducidos (cuarenta y tantas páginas de artículos y fotos, la mayoría ran cias, incluidas), cuando incluso los precavidos directores de esta publi cación la habrían consignado sin duda a efectos de crítica a la relativa oscuridad de «Recitales y varios», ya habría estado dispuesto a, incluso deseoso de, defender el derecho de Rosemary Brown a comulgar con los difuntos musicales de su elección y a publicar los resultados más pro metedores de esa comunión como lanzamiento comercial. Por lo que a mí respecta, así pues, y pese a la condescendencia que han mostrado ciertos miembros de la hermandad de críticos de Gran Bre taña hacia este disco, no hay ni un ápice de fraude en la empresa de la señorita Brown. Pero, con una única y notable excepción, ninguna de las diecisiete pièces de salon que abajo se enumeran exigen o alientan, por otra parte, segundas audiciones. En mi opinión, el disco es sin duda un trabajo desinteresado para una sensible, sincera y, de una forma u otra, «dotada» dama. Como persona a quien le habría gustado creer que las visiones y fantasías que atormentan a la señorita Brown podían ha cerse explícitas y significativas para otros, informo con pesar que los re sultados musicales son bastante menos convincentes que las descripcio nes e implicaciones de la metodología utilizada. Rosemary Brown, en el caso de que no lo hayan adivinado aún, es una médium. Hace ya cuatro o cinco años que no pierde de vista un solo momento a una aparición envuelta en negra capa llamada Franz Liszt y, utilizando la tarjeta de visita de éste, ha entablado contacto asimis mo con talentos tan considerables como Chopin, Debussy, Grieg, Rach maninoff y Schubert. Otros visitantes distinguidos han honrado tam bién el salón de su casa en el extrarradio londinense, pero en ciertos ca sos, de forma notable en el de J.S. Bach, los resultados, por divertidos que sean socialmente, han sido menos que felices musicalmente. La se ñorita Brown confiesa con franqueza en una de las numerosas notas de sobrecubierta que, dado que (antes de la intervención del ya menciona do señor Liszt) carecía de experiencia profesional en la música, las obras de Bach son, para ella al menos, bastante pesadas, y a la influencia del primero se debe, creo, que Johann Sebastian haya tomado hasta ahora esta revelación con benevolencia. Beethoven, de forma similar, está re presentado en este disco sólo por una bagatela —bueno, a este respecto, la mayoría de las composiciones incluidas en el paquete son como baga telas en su brevedad y ritmo ternario; pero se nos asegura que el maes 528
tro está trabajando actualmente en una Sinfonía n2 10, la cual —som bras de Rimsky-Korsakov— se prevé que se materializará en la tonali dad de Do sostenido menor y, a este fin, la señorita Brown se dedica ac tualmente a estudiar con ahínco orquestación. Nunca se explica con demasiada claridad de qué forma se espera que sirvan de ayuda disciplinas tan académicas —transposiciones de trom pas y sordera de Beethoven no obstante— y éste es, creo yo, uno de los eslabones más débiles de la armadura de razonamiento con que los de fensores de la señorita Brown cubren los esfuerzos de ésta. Pero, iróni camente, ambos primorosos folletos dedican un gran especio a sus pla nes presentes y futuros como profesora particular, cuando no están em peñados en esa sustanciación de la incultura musical sobre la cual debe basarse inevitablemente su alegato. En la actualidad, por ejemplo —pre sumiblemente como respuesta a los esfuerzos al teclado de la señorita Brown en una cara del disco, que se limita a las obras menos exigentes representadas en éste (Peter Katin es el experto pianista que se ocupa de las piezas más problemáticas de la otra cara)— Rachmaninoff está intentando transmitir algunos trucos del ramo pianístico a la señorita Brown y, si todo va bien, podemos suponer que el señor Katin será pros crito de la continuación, si es que hay una. Gran parte de las pruebas citadas a favor de la feliz ignorancia de la señorita Brown están respaldadas por el testimonio de artistas de im pecables credenciales. Richard Rodney Bennet, Humphrey Searle y Hephzibah Menuhin se han tomado, en un momento u otro, cierto inte rés en el caso y, como muchos de sus colegas, están convencidos tanto de la presciencia de la señorita Brown como de su integridad. El comen tario más revelador de su capacidad extramusical, sin embargo, no nos lo ofrece ninguno de estos portavoces contemporáneos, sino, por el con trario, un caballero que partió de este valle de lágrimas hace unos trein ta años. En una nota de sobrecubierta dictada el día de Año Nuevo de 1970, el incomparable musicólogo Sir Donald Francis Tovey se asoma desde el más allá para asegurarnos que «no hay que descartar demasia do a la ligera la posibilidad de que los compositores del pasado estén aún vivos en dimensiones diferentes de la de ustedes y esforzándose en comunicarse». Huelga decirlo, el artículo de Sir Donald es sometido a casi tantos exámenes analíticos como el propio fenómeno de la señorita Brown. El director literario de Philips, A. David Hogarth, quien insinuó a la seño rita Brown que la aprobación de Sir Donald podría ser sumamente útil y que, a su vez, fue alumno de Tovey, ha comparado y contrastado la 529
proporción de derivaciones, colocaciones adverbiales, conceptos de pun tuación griegos frente a los romanos con una selección similar de la pro sa no técnica de Sir Donald. Aún más notable que la evidencia estadís tica del recuento del olfato literario del señor Hogarth, sin embargo, es la presencia en estas notas para el programa de esa cualidad de amable humor disciplinado por la indulgencia por la que, entre sus numerosas y otras virtudes, fue justamente célebre la prosa de Sir Donald. Musicalmente, la excepción a esa regla de sobriedad improvisadora que parece gobernar la mayoría de las intuiciones de la señorita Brown es una pieza llamada Grübelei, atribuido a Liszt, que, como señala Humphrey Searle, es, por sus propios méritos y aplicado cualquier cri terio, una pieza del todo notable. Fue dictada a la señorita Brown en una audición a la que asistieron funcionarios de la BBC, y en un prefa cio hablado (corte uno, cara 2), ésta recuerda su consternación cuando, en lugar del esperado virtuosístico agitador de multitudes, su musa per manente ofreció una pieza extraña y de un humor rítmicamente excén trico (5/4 contra 3/2 es la superposición predominante). «Creo», dijo Liszt, quien obviamente ha minado la confianza de los funcionarios de la BBC con medios psicológicos, «que la música que le doy les impresio nará mucho más que una Rapsodia Húngara.» Siendo, como es, impresionante, Grübelei adolece, al igual que las pie zas que la acompañan, de un fallo que, aunque no pone en peligro mi fe en la veracidad de la señorita Brown, sí resta eficacia a gran parte de su labor. Muchas de las composiciones muestran una inclinación des mesurada por instalar la mayoría de los trinos y toda auténtica inven ción lineal dentro del territorio apropiado por la mano derecha —la iz quierda, incluso cuando es coordinada por el competente señor Katin, rara vez recibe la parte de acción que en justicia le correspondería—. Por supuesto, no resulta nada sorprendente que en su cara del disco, la destreza al teclado de la señorita Brown, como la de la mayoría de los no profesionales, exhiba precisamente ese problema de unanimidad di gital que se beneficia de ese status preferente, pero es desconcertante des cubrir que este impedimento meramente físico pone en peligro la cali dad de su intermediación. No estoy insinuando que la receptividad de la señorita Brown des merezca de las afirmaciones de sus patrocinadores —Grübelei y los pá rrafos de Tovey, independientemente de cómo se haya llegado a ellas, son logros genuinos—, sino simplemente que el don de la percepción extrasensoríal está, como la fe, constantemente en peligro por la acumu lación de impresiones físicas que todos hemos heredado. Y aunque yo 530
no cuestionaría ni por un momento el valor de la instrucción de Rach maninoff, o ni siquiera, a este respecto, de las clases de orquestación, sospecho que el éxito de los esfuerzos futuros de la señorita Brown de penderá de su capacidad para aislar las percepciones espirituales que die ron vida a Grübelei de los recuerdos táctiles y físicos que lo convirtieron en un éxito ni mucho menos total.
DISCOGRAFÍA PARA UNA ISLA DESIERTA1 En Canadá, una nación donde la radio oficial sigue viva, goza de bue na salud y está sometida a preguntas parlamentarias, se ha disuelto re cientemente una venerable institución de las ondas. El programa, «La selección del ermitaño» daba a los invitados/exiliados semanales la opor tunidad de seleccionar los cuatro libros y un número igual de discos que se comprometían a llevar consigo a alguna hipotética isla desierta (como muchas producciones de las colonias, «La selección del ermitaño» era un plagio directo de la British Broadcasting Corporation, que durante muchos años había explotado un formato idéntico con gran éxito). En la versión canadiense, los candidatos a náufrago a menudo se contenta ban con algunas inclusiones notablemente reveladoras —recuerdo con especial delicia una edición en la que aparecían las selecciones de un sicoanalista de origen austríaco, que no paró de hablar, no de sus discos favoritos, sino de los de su madre—. Por medio de algunas vergonzosas omisiones en el reparto, y pese a que tengo la fama sin par de ser el er mitaño con más experiencia del país nunca me invitaron a hacer mi con tribución a la serie. Hace un año o así, en uno de mis propios progra mas, saqué tiempo para remediar este descuido. Las inclusiones que propuse en esa ocasión siguen pareciendo lo bas tante válidas, aunque supongo que se podría trazar alguna especie de delgada línea entre los discos que servirían de compañeros de exilio y los que podrían considerarse en cualquier momento favoritos per se. Con total independencia del hecho de que el formato de isla desierta puede alentar elecciones improbables —siempre hay alguien que, interrogado por la parte contraria, confesará un afecto imperecedero por El arte de la fuga o los cuartetos para cuerda de Elliott Carter, pero que, cuando 1 De High Fidelity, junio de 1970.
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se deja que se las arregle solo y lejos del micrófono, seleccionaría en rea lidad Los pinos de Roma y «Luces de Estrella Favoritas de Hollywood»—, hay discos que simplemente no servirían a las necesidades de uno en una isla y que, por tanto, tendrían que ser rechazados sólo por razones terapéuticas. La Walküre de Karajan, por ejemplo, es quizá mi álbum favorito de los últimos años; pero sospecho que cualquier obra que de pende de los mecanismos de un argumento, no importa lo metafórica mente que se interprete, se acercaría a un absoluto de interacción hu mana más de lo que alguien se permitiría contemplar cómodamente si el objetivo es la paz espiritual de una isla desierta. En cualquier caso, mis primeras tres elecciones fueron todas, a su manera, terapéuticas: los himnos y antífonas de Orlando Gibbons en la grabación para Archiv del Deller Consort (ARC 3053, descatalogado), la Serenata, Op. 24 de Schoenberg, en la luminosa interpretación de Bru no Maderna para Diseau-Lyre (SOL 250) y la version de la Filarmónica de Berlin de Karajan de la Quinta Sinfonía de Sibelius (Deutsche Gram mophon 138973). El Karajan es totalmente indispensable porque, aun que algunos discógrafos de Sibelius son quisquillosos en cuanto a los re finamientos de textura casi impresionistas de ese maestro, me parece la realización ideal de Sibelius como compositor apasionado, pero anti sensual —precisamente la dicotomía que se ha granjeado mis simpatías por el gran finlandés y que hace de sus partituras, con su capacidad úni ca para capear las ramificaciones más mundanas de su material sin es torbo, el fondo ideal para la trascendente regularidad del aislamiento—. (Además, dado que soy un entusiasta del Ártico, mi idea de aislamiento implica, como mínimo, una latitud tipo Helsinki; las Aleutianas, por ejemplo, serían totalmente aceptables, pero si fuera enviado a la isla del Diablo sería el primer preso que tratara de fugarse, nadando hacia el Norte.) El Schoenberg, por otra parte, sería un riesgo, dado que la ventaja evidente de la vida en el exilio sería la oportunidad de recrear a nuestra imagen y semejanza cualquier esquina del mundo que capte nuestra atención y dado que, en consecuencia, hay que cribar con cuidado cual quier evidencia contradictoria y contemporánea. La Serenata, sin em bargo, es uno de mis favoritos de todos los tiempos por motivos distin tos de su influencia germinal sobre el movimiento dodecafónico; es sin duda una de las pocas obras de su período que compensa los rigores idiomáticos de su disciplina con un genuino deleite al aire libre en el acto de hacer música. Sin embargo, el Gibbons sería una elección número uno en cualquier 532
lista mía, no sólo porque, como ermitaño, agradecería probablemente un recordatorio de esos antecedentes del mundo moderno que pudiera pro curar atenuar de una forma totalmente distinta de la decretada por las tradiciones posrenacentistas, sino, más subjetivamente, porque desde mi adolescencia esta música (y, durante casi quince años, este disco con creto del Deller Consort) me ha conmovido más profundamente que nin guna otra experiencia sonora de la que puedo acordarme. En realidad, este es el único disco de mi colección del que he destrozado literalmente tres copias. Habría, no obstante, un cuarto disco que llevaría, no porque fuera un disco que siga escuchando con gran frecuencia, sino por el pa pel excepcional que desempeñó durante un período especialmente im presionante de mi adolescencia. Cuando era un mocoso de trece años, un pedagogo poco afortunado de mi alma mater, el entonces (ahora Real) Conservatorio de Música de Toronto, sugirió que podía preparar mi debut con orquesta, que iba a coincidir con la gran fiesta anual de fin de curso de la orquesta de la escuela, y tocar el Concierto ne 4 de Beethoven. La sugerencia, desde lue go, fue acogida con entusiasmo, pero, tal como yo la veía, hacía falta muy poca preparación: hacía dos años que poseía un álbum de RCA —ad quirido con fondos trabajosamente ahorrados de mi asignación sema nal— con Arthur Schnabel, Frederick Stock, la Sinfónica de Chicago y, en la portada, sin duda el ejemplo más precoz que existía de arte de albúm pop. La ilustración en cuestión (una misteriosa anticipación de art-nouvveau Motown) mostraba a Schnabel —sin mangas, creo— al teclado, ro deado por un discreto pelotón de miembros de la orquesta, todos apiña dos bajo una exuberante vegetación del tipo de la que sería difícil con seguir en el Alto Illinois (pinos tea, quizá, o puede que pacanas, la me moria hace malas pasadas después de cinco lustros) y que me hacía pen sar que la cita fue programada probablemente mientras orquesta y so lista estaban de gira por las Carolinas. Pero aunque me atraían mucho las revelaciones gráficas de la portada, fue, por supuesto, la propia co laboración Schnabel/Stock la que quedó grabada de forma indeleble en mi memoria. Casi todos los días durante los dos años que fui su propie tario antes de la invitación mencionada, las ocho caras del 78 rpm, o al gunas de ellas, sirvieron de acompañamiento a sesiones de estudio en las que yo seguía fielmente cada matiz en la inflexión de la retórica schnabeliana, que se encrespaba espectacularmente hacia delante cada vez que el pianista lo estimaba prudente —es decir, en la mayoría de las situaciones reiterativamente inclinadas y/o difíciles en cuanto a moti533
vo— y se deslizaban hasta una parada carencial llena de gracia cada cua tro minutos y veinticinco segundos o así, mientras el cambiador auto mático se ponía en marcha en el plato. Estos puntos de cambio resultaron ser una influencia formativa es pecialmente significativa; sin ellos, el segundo tema en Re mayor, la am bivalente inauguración en Fa natural de la sección de desarrollo, el stretto en Mi menor del compás 235 y, desde luego, la cadenza —por men cionar sólo hitos relativos al primer movimiento— perdían énfasis y per tinencia y cualidad beethoveniana. En efecto, aún hoy no puedo tolerar ninguna interpretación de este melodioso opus que haga caso omiso de estos evidentes puntos de demarcación, que no rinda al menos un sim bólico homenaje a ese fenómeno de superposición de caras —que los que crecimos en la era del 78 llegamos a amar y anticipar— y que, por el contrario, camine avance alegre y descuidadamente hasta el final. Y con el transcurrir de los años, los nuevos —tipos como Casadeus y Serkin, Fleisher y Moravec— no han vivido según mis expectativas y han caído en la cuneta, en consecuencia. De cualquier modo, a medida que se acercaba la fecha del concierto, mi encarnación de Schnabel había adquirido una autenticidad tan im presionante que mi profesor, un erudito que seguramente no se desta caba por su tolerancia hacia el poder del alumno, me obligó a entregar mi álbum con el tipo de despotismo pedagógico que propulsó a S.I. Hayakawa a la cumbre de la política. No obstante, dando la primera mues tra del astuto estratega de concierto en que iba a convertirme en poco tiempo, adopté una enérgica diligencia serkinesca —le había oído tocar lo con Toscanini en el 45 o el 46— algo suavizada por un culto impulso casadesusiano, y mi buen profesor se declaró totalmente satisfecho con mi progreso y ductilidad, así como con su habilidad en el campo de la psicología de tutor. El día de mi debut llovió, y esa noche —era a principios de mayo, la primera semana de ahorro de luz natural, y el sol se ponía a las ocho— la zona de bajas presiones se dirigió hacia el Este, el techo se elevó y el horizonte de Toronto adoptó ese efecto brumoso, de ciclorama de tonos anaranjados que pronto celebraría Walt Kelly en las instalaciones de co lor de «Pogo» en Okefenokee. No cabe duda de que no era una noche para objetividades marlborovianas, o ni siquiera para las ironías mun danas de Fontainebleau. Esta era una ocasión en la que podía inspirar se el gran arte de la cubierta; este era un momento de declaración per sonal, un momento para asumir y hacer propio. Teniendo en cuenta que la interpretación subsiguiente estaba algo 534
en contradicción con los procedimientos de los ensayos, la orquesta si guió de forma magnífica. Hubo un momento de tensión, quizá, en la en trada en Re mayor, y los oboes y flautas no comprendieron del todo el stretto en Mi menor, pero salí muy animado, mi profesor estaba destro zado y la prensa, en conjunto, fue bastante amable. Hubo, por supuesto, un informe disidente de un corresponsal adjunto al periódico de la ma ñana, el Globe and Mail de Toronto: «Anoche se dejó en manos de un niño el escurridizo Concierto para Piano ne 4 de Beethoven», observaba. «¿Quién se cree el chico que es? ¿Schnabel?».
LA PELÍCULA «M ATADERO C IN C O »1 Matadero cinco, de Kurt Vonnegut, se ha llevado a la pantalla con tanta fidelidad que si ustedes pertenecen a la legión de fans de ese hu morista negro, una vuelta por el cine de su barrio les proporcionará pro bablemente uno de los momentos culminantes de la temporada. Si, por el contrario, sienten una reacción bastante más ambivalente ante la obra de Vonnegut, como yo, el mero virtuosismo de la transcripción podría resultar el mayor escollo de esta película innegablemente virtuosística. Vonnegut, desde luego, es para la cosecha actual de universitarios de primer curso lo que J.D. Salinger fue a la juventud de mi época: un dispensador de esas verdades caseras demasiado asequibles con las que de algún modo nunca se entra en contacto en casa. Y precisamente por que explota de forma totalmente implacable ciertos aspectos del vacío generacional —especialmente los ensanchados por la incapacidad de po nerse de acuerdo en cuanto a formas de humor apropiadas para la ar ticulación de la situación humana—, sospecho que gran parte de su obra quedará anticuada con rapidez y revelará las supuestas profundidades de un opus como Matadero cinco como los inevitables clichés de una vi sión sobregeneralizada e infraparticularizada de la humanidad. Matadero trata de la vida —y muerte, aunque dado que el mensaje favorito de Vonnegut es que debemos concentrarnos en los buenos mo mentos y hacer caso omiso de los malos, hay bastante menos sobre es tos últimos— del héroe de la novela o, utilizando un lenguaje más de 1 De una emisión de radio de la CBC, agosto de 1972. Gould fue el director musical de la película.
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moda, antihéroe, Billy Pilgrim, auxiliar de capellán (lo contrario de un capellán auxiliar) en la II Guerra Mundial. Billy queda aislado de su uni dad durante ese último gran fuego en la maleza del frente occidental —la batalla del bosque de las Ardenas de diciembre de 1944—, es hecho prisionero y posteriormente trasladado a un campo de prisioneros de gue rra alemán de Dresde. Ahora bien, sé que es una queja de las más fá ciles y exigir una forma de lógica a la que el culto a Vonnegut perma nece inmune, pero dado que el cuerpo de elite de carros de combate per dió esa batalla precisamente porque se quedó sin gasolina, siempre he considerado una curiosidad táctica que se gastara un artículo tan valio so como el combustible en una maniobra tan secundaria como el trans porte de prisioneros por todo lo ancho de lo que quedaba, si bien cada vez menos, del Reich. En cualquier caso, Billy llega a Dresde, y es alojado en una cámara frigorífica para carne reciclada, debajo de un matadero —de ahí el título y la excusa para que sobreviva a la inminente tormenta de fuego—. Pero al enfrentarse de primera mano, a la mañana siguiente, con la desola ción vividamente retratada de la ciudad en ruinas, se queda, como dice Vonnegut, «despegado en el tiempo» y por tanto vaga de acá para allá a través de la extensión de su vida totalmente vulgar y descubre por úl timo una capacidad de proyectarse también en cuatro dimensiones. Cuando se hace difícil estar en la tierra, Billy se limita a imaginar una existencia extraterrenal, vive en una cúpula geodésica con la mujer de sus sueños —una chica de desplegable de Playboy llamada Montana Wildhack— y se rodea de un entorno de cianuro que mantiene a raya a todos los lobos mundanos. Billy Pilgrim es, así pues, la representación del marginado america no estilo años cuarenta. No están hechos para él las convicciones comu nales, las moderaciones vegetarianas y los objetivos pacifistas de su equivalente de hoy día. De hecho, el éxito material acompaña su expe riencia de posguerra de América. Billy se casa con una chica rica, dirige una rentable clínica de optometría y alcanza finalmente ese espaldarazo último del americano medio, la presidencia de un Club dé Leones. Para Billy, sencillamente, no existe un estilo de vida alternativo respetable, pero su compromiso con un cuarto de siglo de la América de la posgue rra se ve constantemente comprometido por y superpuesto a la única cuestión moral decisiva de su vida: Dresde. El fondo de la novela, del guión de Stephen Geller, enormemente efi caz y totalmente alentador, y de la dirección de George Roy Hill, delibe radamente distanciada, pero soberbiamente diestra, es que es imposible 536
cualquier contacto de este tipo; pero en el curso de su demostración, se nos ofrece una sucesión de tiempos presente, pasado y futuro, cuyas se cuencias suelen estar unidas por el tipo de superposiciones última línea-primera línea que Aldous Huxley utilizó para atar Punto contrapun to. Por ejemplo, cuando Billy, circa 1970 y nuevamente viudo, sube arras trándose por un tramo de escaleras en su piso interior de Nueva York, sus pasos se superponen a una subida similar ocurrida en 1945, fuera del matadero y hacia las vacías calles de Dresde; cuando Montana se prueba un traje especialmente enviado por cohete al planeta Tralfamadore desde Sears Roebuck, sus vueltas le recuerdan a Billy una figurilla de Dresde cuya posesión provocó la ejecución sumaria de su único ami go íntimo prisionero de guerra, Edgar Derby. Y en una escena anterior, el discurso de aceptación del mismo Edgar Derby como líder de los pri sioneros se superpone a la respuesta de Billy en la ceremonia inaugural de su Club de Leones. Bueno, este tipo dé edición staccato (magníficamente ejecutada por Dede Alien, entre cuyos éxitos notables figuran, además de éste Peque ño gran hombre y Bonny and Clyde) es algo natural en el cine. De hecho, de muy diversos modos, comenzando con el puntillismo literario de Vonnegut, el guión entra casi sin esfuerzo en los conceptos estructurales del cine. Como consecuencia, Matadero cinco es una película de equipo más que de actores. Hay, sin duda, algunas interpretaciones de camafeo soberbias: el gran actor alemán Friedrich Ledebur en el papel de ancia no comandante de prisión; el americano Ron Leibman como soldado psicótico que jura vengarse de Billy por una ofensa imaginaria y que, en uno de los viajes en el tiempo de Billy circa 1990, provoca de hecho la muerte de éste. (Merece la pena señalar, entre paréntesis, que en el ca non vonnegutiano la venganza está vinculada leitmotívicamente a precep tos cuatridimensionales.) Pero las abruptas transiciones, los dentados y neoclásicos ritmos y la sostenida falta de interés en el desarrollo de los caracteres excluyen Matadero cinco como escaparate de actores. En última instancia, es un escaparate para la editora, la señorita Allen; para el cá mara, Miroslav Andricek y, sobre todo, para el director, George Roy Hill. Y es aquí donde me resulta difícil comentar objetivamente esta pe lícula. Dado que yo trabajé en ella con muchos de estos notables artífi ces y adapté mi propia aportación para encajarla con un concepto de cine con el que no puedo estar realmente de acuerdo, mi admiración por la película como logro técnico permanece no disminuida, pero mi preo cupación por ella como producto bastante representativo de la cinema tografía americana contemporánea crece rápidamente. 537
Matadero, creo, pertenece a ese género de película americana que pre tende injertar conceptos vanguardistas europeos en una superestructu ra unida por los buenos y viejos conocimientos técnicos estadouniden ses. En el último nivel, es una película descaradamente comercial, que cumple los cupos obligatorios de sexo y violencia para obtener para sí ese atractivo irresistible de los círculos universitarios, la clasificación «para mayores de 17 años o menores acompañados». Y también ofrece de verdad el enfoque directoral de tiro rápido y antirromántico que, como una manifestación Bauhaus de nuestros días, está concebido para trans mitir el divorcio esencial entre compromiso profesional y objetividad es tructural. Me pregunto si alguien ha pensado en el hecho de que estas técnicas de dirección estilo pintura abstracta tienen ciertas características comu nes con la música del último rococó y, otra vez, de las décadas neoclá sicas —los años veinte y treinta— de este siglo. Es el mismo concepto de ritmo allegro-adagio-allegro (o rápido-lento-rápido), el mismo concep to de dinámica estructural alto-bajo-alto (incluso sforzando) y, sobre todo, el mismo intento de hacer la corte a un círculo intelectual que en cuentra en la lucha de almas menos sofisticadas un objeto de diversión, cuando no, de hecho, un tema ni siquiera digno de desprecio. En la música de Mozart, por ejemplo, se nos invita a un fortissimo gratuito o a un repentino pianissimo, por un motivo estructural no más convincente que el de que últimamente no hemos tenido ninguno. En Matadero cinco, por citar sólo un ejemplo, la esposa de Billy Pilgrim, Va lencia, es, desde el momento en que la vemos por primera vez en la no che de bodas, deliberada figura de diversión sólo porque resulta que la dama pesa, como dirían los británicos, uno o dos stones2·de más —y eso, como afirmará la generación Pepsi, es una prueba contundente de alie nación de grupo en la América de la cola de régimen. En consecuencia, cada vez que la vemos, lo que no es frecuente, se imputa a la desgraciada Valencia algún diálogo extraordinariamente poco divertido sobre regímenes. Incluso después de su muerte, Montana pregunta a Billy: «¿Qué es lo que más te gustaba de tu esposa?» y, tras una larga pausa, Billy responde: «Sus tortitas.» Es una de las pocas lí neas en las que la guionista Geller no hace justicia ni siquiera a la li mitada visión de Vonnegut de Billy Pilgrim, ya que éste, por anestesia da que estuviera su vida espiritual, es en esencia un ser humano bueno y, por su bondad esencial, la línea suena completamente a falso. Debo 2 Ñ . de la T.: «Piedra»: peso que equivale a 6 kilos 350 gramos.
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añadir que, como concomitante inevitable de la falta de simpatía predo minante con que se acogen las apariciones de Valencia, su muerte se lo gra a través de una secuencia de accidente de automóvil que combina la persecución ahora famosa de French Connection con la animada im procedencia de Mack Sennett. El propio Billy Pilgrim no es en absoluto y en igual medida una fi gura de diversion tan unidimensional. En efecto, no puedo recordar nin guna línea divertida por él dispensada o de la que sea testigo espontá neo. Billy es un personaje tan resueltamente pasivo que, al igual que una marioneta, es testigo de todo y, en la superficie, no reacciona ante casi nada. Hay una conmovedora relación con su perro, Spot, recién ad quirido circa 1946 en la época de su matrimonio, que al final de la pelí cula, con un Billy acercándose a las cuencas superiores de la mediana edad, es candidato para el Libro Guinness de Récords como el can más viejo del cine; hay un cariño auténtico hacia Edgar Derby, el coronel Ho gan del campo de prisioneros; y eso es todo en cuanto a compromiso emo cional. Y sin embargo, el elemento central de este extraño cuento, después de todo, es que Billy Pilgrim ha sido testigo del cataclismo que fue Dres de el 13 de febrero de 1945. Y, no obstante su crisis nerviosa subsiguien te, su vida posterior prácticamente catatónica y sus excursiones aluci natorias a Tralfamadore, el empleo del equivalente cinematográfico del estilo galante evita efectivamente la descripción de ninguna reacción emocional auténtica suficiente para el fin. Si desean otro paralelo mu sical más para la relación entre Matadero cinco y antecedentes vanguar distas europeos tales como E l último verano en Marienbab (que también mostraba un precoz, si bien pretencioso, interés por la recuperación de la época einsteiniana), traten de imaginar cómo sonaría Tristán e Isolda si fuera recompuesta pr Aaron Copland. Matadero cinco es, así pues, una película sobre las banalidades de la América Media que han impedido la evolución moral y cultural de ese país. Pero es una película producida para, y por, una América elitista, que, en vez de volverse con comprensión hacia su pasado con la espe ranza de llegar a una síntesis que pueda representar su auténtica he rencia, reduce su presente y arriesga su futuro con una falta total de fe en la incomparable virtud de la indulgencia. Es una película interesante y estimulante como trabajo, maravillosamente elaborada dentro de los límites de su género, que merece (y, como sugeriría el galardón conce dido en el Festival de Cannes, ya cuenta con) el respeto de sus seme jantes. Pero no es una obra de arte que pueda amarse. 539
UNA BIOGRAFÍA DE G LEN N G O U L D 1 Geoffrey Payzant ha escrito un libro como ningún otro sobre un in térprete de la música. Lo ha hecho desubrayando aquellos aspectos de la vida y obra de su sujeto que guardan relación fundamentalmente con la experiencia de la interpretación y centrándose, en cambio, en un aná lisis de la importante producción de Gould como ensayista, locutor y rea- ' lizador de documentales. No queremos insinuar que el estudio de Pay zant carezca de penetración musical; por el contrario, el autor combina su experiencia como estético con su formación como músico práctico para producir algunos de los análisis más sagaces de la psicología de la interpretación que he encontrado hasta ahora. Sin embargo, no aspira a una investigación obra por obra de las célebremente polémicas inter pretaciones de Gould, y cuando se cita una obra musical, ésta es trata da casi inevitablemente para iluminar una cuestión moral o filosófica desarrollada con anterioridad. Por poner sólo un ejemplo, la famosa es caramuza de Gould con Leonard Bernstein respecto a las decisiones so bre el tempo adecuado para el Concierto para Piano en Re menor de Brahms se pone en juego como culminación de un capítulo que exami na, además, la naturaleza de la experiencia competitiva; Payzant anali za los numerosos artículos, emisiones y declaraciones en entrevistas en los que Gould ha expresado su implacable oposición a la competición en todas sus formas y sencillamente emplea el incidente Brahms-Bernstein como prueba práctica de la aversión del pianista por una forma típica mente musical de competición: el concierto virtuoso. En su prefacio, el profesor Payzant deja claro que no se propuso es cribir un libro sobre un pianista, sino más bien sobre un proceso de pen samiento musical que de cuando en cuando se plasma en actividad ante el teclado. También señala que no ha intentado hacer un estudio bio gráfico, que la vida privada de Gould es, en efecto, «austera e irrelevan te», y que «un libro sobre su vida y época sería breve y aburrido». (Pay zant, de hecho, ofrece amplias pruebas en favor de esta opinión con su primer capítulo, un apunte de inferior calidad de los primeros años de 1 Crítica de Gould del libro Glenn Gould: Music and Mind (Glenn Gould: música y men te), de Geoffrey Payzant (Nueva York: Van Nostrand Reinhold, 1978); de Piano Quarterly, otoño de 1978.
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Gould —lo que, efectivamente, es bastante aburrido y en absoluto tan breve como debiera.) Con el segundo capítulo, sin embargo, Payzant coge el ritmo y du rante la primera mitad de su estudio controla hábilmente una estructu ra de temas y contratemas que se intensifica gradualmente: el rechazo de Gould del concierto público, su incondicional aceptación de los me dios de difusión en general y el proceso de grabación en particular, su creencia casi mística de que la tecnología posee un poder mediador que puede reducir al mínimo e incluso eliminar los disparates competitivos que absorben a una parte tan grande de la actividad humana. «Gould sugiere una forma para decidir creativamente no participar de nuestra sociedad competitiva: aceptar las alternativas que nos ofrece la tecnolo gía. La tecnología introduce un escudo protector alrededor de la huma nidad que elimina la necesidad de los seres humanos de medirse el uno contra el otro, tanto a una escala corporal como física.» Payzant explica que, en el léxico de Gould, el logro último de «los no participantes creativos» es el cultivo de un estado de éxtasis. «Utiliza “éxtasis” indiscriminadamente para una cualidad de la música, una cua lidad de la interpretación, una actitud del intérprete y una actitud del oyente. Pero esta falta de discriminación es intencionada y constituye la esencia del propósito de Gould: ese “éxtasis” es un delicado hilo que une música, interpretación, intérprete y oyente en una telaraña de con ciencia compartida de internidad.» Como ya se ha dicho, Payzant no trata de hacer un estudio biográ fico, pero de cuando en cuando presenta sus respetos al proceso psicobiográfico y, en una de estas ocasiones, busca el apoyo de La dinámica de la creación de Anthony Storr. «Dado que la actividad más creativa es solitaria, escoger una ocupación de este tipo significa que la persona es quizoide puede evitar los problemas de las relaciones directas con otros. Si escribe, pinta o compone, está, por supuesto, comunicándose. Pero es una comunicación basada totalmente en los términos del propio suje to... No puede entregarse a confidencias que quizá lamente después... Puede elegir (o así lo cree con frecuencia) cuánto revelar de sí mismo y cuánto mantener secreto.» La cita parece indicar la actitud del propio Payzant respecto de su sujeto y resume hábilmente el aborrecimiento de Gould por la vida de la ciudad, su aversión por las apariciones públi cas, su predilección por la comunicación telefónica, su creencia de que la soledad fomenta la creatividad y de que la fraternidad de los colegas tiende a disiparla. A lo largo de los capítulos en los que se exploran estos temas, el pro541
fesor Payzant establece un animado ritmo de desarrollo y alcanza una intensidad que demasiadas pocas veces se encuentra en una obra espe cializada. Hay, sin duda, unos cuantos matorrales estadísticos que po dían haber sido provechosamente podados —una serie de cifras y datos sobre exámenes con calificación y festivales de música locales, por ejem plo, revelan un lapsus momentáneo de concentración del editor—. Y hay también unas cuantas ocasiones en las que Payzant parece decidido a revelar contradicciones en la actitud de Gould y saca tiempo para hacer de abogado del diablo como corresponde. «Todos tenemos una faceta com petitiva, incluso el propio Glenn Gould. Amigos de su familia recuerdan partidos de croquet en el césped frente a la casa de campo en los que para el joven Glenn era desesperadamente importante ganar; en años posteriores condujo potentes coches a altas velocidades. Y a veces sus interpretaciones al piano en televisión parecen competitivas, o al menos un tour de force.» Como ejemplo de este último defecto, Payzant cita la transcripción de Gould de La Valse, de Ravel, en la que, sugiere el pro fesor, Gould «parecía empeñado en aventajar a los virtuosos que desem polvaron las transcripciones más espectaculares de Liszt, deslumbrar nos con la mera improbabilidad física de su exhibición». Este es, debo pensar, un ejemplo singularmente inadecuado, ya que es de sobra cono cida la aversión de Gould por la música de los impresionistas franceses, y en sus raras incursiones en este repertorio impone invariablemente ele mentos de severidad teutónica y sobriedad formal. En los tres últimos capítulos de su estudio —en total hay diez— Pay zant se centra en las «trampas creativas» empleadas en las grabaciones de Gould (la convicción de éste de que el fin musical justifica los medios editoriales), una discusión de las técnicas de radio-documental de su su jeto (como muchos oyentes, Payzant parece tener problemas a la hora de desenmarañar las estructuras contrapuntísticas de los métodos de producción multivoz de Gould) y, en concreto, en un análisis de la pro ducción literaria de Gould. El autor señala que «un tema filosófico que se repite en sus escritos es la relación entre arte y moralidad... Según Gould, los artistas tienen una misión moral y el arte tiene un potencial no realizado para mejorar la humanidad. El progreso humano sólo pue de darse como resultado de la modificación de nuestras actitudes como individuos solitarios y privados, y no como una especie de modificación colectiva de nuestra especie, voluntaria o no.» Payzant analiza perspicazmente después la creciente postura antiar te de Gould: «En torno a esta misma época [1974], Gould parecía estar desarrollando un nuevo tema, que se insinúa [cuando] afirma que la tec 542
nología “impone al arte una noción de moralidad que trasciende la idea del propio arte”. (...) Esto era expresado de forma más enérgica y mucho más pesimista en un artículo publicado con anterioridad ese mismo año: “Creo que el arte dete recibir la oportunidad de desaparecer progresi vamente. Pienso que debemos aceptar el hecho de que el arte no es inevitablemente benigno, de que es potencialmente destructivo”.» El autor sugiere además que «una pista de hacia dónde va Gould con esta nueva línea de pensamiento se encuentra en un artículo publicado en 1975: (...) “Creo de hecho que, una vez introducida en el circuito del arte, la presencia tecnológica debe ser codificada y decodificada —de tal forma que su presencia esté, en todos los sentidos, al servicio de ese bien espiritual que servirá, en última instancia, para prohibir el propio arte”.» Es evidente, especialmente en estos últimos capítulos, que para Pay zant, la auténtica «biografía» de su sujeto comenzó en 1964, cuando, con su rechazo de la sala de conciertos, quedaba en libertad para desarrollar la experiencia literaria y tecnológica necesaria para ocuparse de los «te mas que se repiten» que de forma tan convincente trata Payzant. Y re sulta también interesante señalar que Payzant se encuentra menos a gusto en los capítulos intermedios de su estudio, que se centran en la relación entre la mente y la experiencia táctil de la interpretación del instrumento. Payzant, que es organista, dedica un espacio desproporcio nado a un solo disco de Gould sobre ese instrumento (las nueve prime ras fugas de E l arte de la fuga de Bach) y, al hablar de la técnica pia nística y la producción de la calidad de tono, tiende a emitir pronuncia mientos que sólo un «tocador de silbatos» podría amar: «No importa si lo que aprieta la tecla es el dedo de Arthur Rubinstein o la punta de su paraguas. (...) Para cualquier nivel de sonoridad dado sólo puede haber una calidad de tono, y una calidad de tono sólo puede emitirse en su ni vel exactamente correspondiente de sonoridad.» Payzant, naturalmente, se está formulando a sí mismo la pregunta: ¿Puede el pianista, alteran do su forma de presionar la tecla, producir dos o más notas de igual so noridad pero diferente calidad de tono? Admite que «hay personas que irán al martirio en apoyo de sus respuestas» —y, en efecto, irán, espe cialmente si resulta que estas personas son pianistas—. El profesor Pay zant podría comprobar su teoría invitando a Claudio Arrau, Paul Badura-Skoda, Clifford Curzon y Jörg Demüs (eligiendo al azar, aunque por orden alfabético) a que se instalaran ante el mismo instrumento, se pu sieran de acuerdo en un objetivo medidor de la unidad de volumen y gra ben la misma nota o serie de notas. Por otra parte, las imágenes men543
tales que implica la tactilia pianística no guardan relación con tocar te clas concretas, sino más bien con los ritos de pasaje entre notas. A lo largo de su estudio, el profesor Payzant mantiene una objetivi dad académica impecable, y no parece que haya habido ningún contacto tipo entrevista entre sujeto y autor. En el capítulo cinco, por ejemplo, Payzant dedica tres páginas a hablar de las diversas formas en que Gould ha empleado la terminología psicoanalítica en sus escritos, pre senta pruebas a favor y en contra de que Gould se haya psicoanalizado y, al final, deja en el aire la cuestión. Dado que tanto Payzant como Gould residen en Toronto y que este tipo de especulación podría haber se solucionado presumiblemente con un sencillo «sí» o «no», este testi monio no concluyente —que tira, efectivamente, a meditación ociosa— puede producir un efecto bastante cómico. Pero su anverso es esa cua lidad que confiere al libro de Payzant su mayor fuerza: la clara deter minación del autor a preparar su retrato sin ser interferido ni influido por la connivencia conversacional y manipulación de medios en los que Gould es supuestamente un maestro. El Gould de Payzant está elaborado con comprensión, aunque con cla rividente alejamiento. Sus hilos temáticos están controlados en cuanto a litmotiv, entretejidos integralmente y equilibrados con gran habilidad editorial. Se podría, desde luego, como admite Payzant en su prefacio, llegar a otras conclusiones sobre su sujeto, y habrá sin duda muchos lec tores que preferirán ejercitar esa opción y mantener la imagen conven cional de Gould como excéntrico y errático pianista-lumbrera. Payzant, sin embargo, ha elegido un curso diferente y ha armonizado las predi lecciones musicales, convicciones morales y extravagancias de conduc ta de Gould, creando en el proceso una textura tan segura estructural mente y compleja cromáticamente como las fugas barrocas que desper taron por primera vez a Glenn Gould a la maravilla del arte de la música.
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CODA
CONVERSACIÓN DE GLENN GOULD CON TIM PA G E 1 Glenn, van a cumplirse ya casi diecisiete años desde que se marchó de los escenarios de conciertos. No voy a preguntarle por qué se marchó ni si va a volver, preguntas ambas a las que ha con testado con elocuencia en varias ocasiones. Pero cuando abandonó el escenario, declaró de forma bastante inequívoca que el concierto en vivo estaba muerto, punto, y que el futuro de la música eran las grabaciones. Desde 1964, sin embargo, hemos visto un tremen do resurgimiento del interés por la sala de conciertos —el éxito de empresas tales como el Mostly Mozart Festival de Nueva York es un buen ejemplo—, mientras la industria discográfica sufre gra ves problemas. ¿Alguna reconsideración sobre este tema? g l e n n g o u l d : Bueno, si me concedí a mí mismo la barrera de decir que los conciertos se extinguirían para el año 2000, ¿no? Nos quedan todavía diecinueve años, y para entonces seré demasiado viejo para que me molesten pidiéndome entrevistas [risas], y no tendré que ser responsable de mi mal pronóstico. En cuanto a los problemas que sufre la industria discográfica, sigo siendo optimista. Sospe cho que es algo cíclico; en realidad la grabación no tiene proble mas en los países donde la música clásica significa mucho —en Ale mania, por ejemplo—. Este problema es, en gran medida, nortea mericano; está progresando muy poco a poco desde hace varios años, y puede que se invierta o puede que no. Si no lo hace, sólo TIM
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significa que los americanos no están demasiado interesados por la música clásica. Por otra parte, no parece que el concierto esté desapareciendo tan deprisa como yo esperaba..., para bien de toda la humanidad. Sin embargo, ha cambiado. No he ido a un concierto desde 1967, cuando, bajo una considerable presión, asistí al recital de un ami go. Pero tengo la impresión de que un gran número de conciertos contemporáneos son como versiones reencarnadas del tipo de es pectáculos que hacía Hans von Bülow en Toronto hace cien años, cuando tocaba la Sonata «Appassionata» de Beethoven inmediata mente después de un número de caballos amaestrados. ¿Una especie de vodevil contemporáneo? ¡Exactamente! Hay una vuelta a ese tipo de concierto «número de caballos amaestrados» en el que un poco de esto va seguido de un poco de aquello y después un poco de algo más, lo cual creo es de verdad muy bonito. Hace veinte años había muy pocos conciertos de cámara flexibles; tenías a un cuarteto de cuerda tocando a Beet hoven o lo que fuera, pero no había entremezclado ningún módulo intercambiable tal como existe hoy día. Todo ha cambiado; no sé si es una señal de desesperación —que la actuación del solista ya no puede sostener toda una velada— o sencillamente una forma más imaginativa de pensar, o posiblemente incluso una vuelta to tal al pensamiento musical de la década de 1880. No estoy seguro de qué es lo que significa todo esto. Sé que ve con malos ojos los conciertos en general. Una vez decla ró al New York Times que pensaba que todas las artes en vivo eran «inmorales» porque «no se debe mirar voyeurísticamente a los de más seres humanos al analizar situaciones que pragmáticamente no necesitan ser analizadas». Sí, confieso que siempre he tenido graves dudas sobre los motivos de la gente que va a los conciertos, al teatro en vivo, etc. No quiero ser injusto con esto; a veces he hecho amplias generalizaciones en el sentido de que cualquiera que asista a un concierto es un voyeur en el mejor de los casos, y quizá un sádico además. Estoy seguro de que esto no es totalmente cierto; puede que haya incluso perso nas que prefieran la acústica del Avery Fisher Hall a la de su cuar to de estar. Así que no quiero ser poco caritativo. Pero sí pienso que todo eso de pedir a la gente que se analice en situaciones que no tienen necesidad de sus esfuerzos es erróneo, además de inútil y cruel.
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Me temo que el síndrome «escalemos el Everest sólo porque está allí» no tiene ninguna importancia para mí... hay un retruécano en alguna parte. No tiene sentido hacer cosas difíciles sólo para pro bar que pueden hacerse. ¿Por qué escalar montañas o esquiar mon te abajo o tirarse de aviones o de motos de carreras, a menos que haya un necesidad manifiesta para tal comportamiento? ¿Sabe?, el concierto ha sido sustituido. No quiero aburrirle con todos los motivos por los que creo que la tecnología ha reemplaza do al concierto —los he enumerado en muchas otras ocasiones y no quiero hacer ese número otra vez—. Pero hay un motivo que creo se refiere a esta cuestión; la tecnología tiene la capacidad de crear un clima de anonimato y dejar al artista el tiempo y la liber tad para preparar su concepción de una obra con la mejor de sus capacidades, para perfeccionar una declaración sin tener que preo cuparse de banalidades como nervios y deslices de los dedos. Tie nes la capacidad de sustituir esas incertidumbres horribles y de gradantes y humanamente perjudiciales que el concierto trae con sigo; saca la información personal y específica de la interpretación fuera de la experiencia musical. Ya no importa si el intérprete va a escalar el Everest musical en esta ocasión en concreto. Y por eso entra en escena la palabra «inmoral». Es un área difícil —en la que la estética toca superficialmente la tecnología, en realidad—, pero creo que tener la capacidad de la tecnología y no aprovecharla y crear un clima contemplativo pudiendo hacerlo, eso es lo inmoral. Cuando decía que la industria discográfica tenía problemas, quizá estuviera pensando demasiado en los económicos, ya que en un sen tido estrictamente artístico está sin duda viva y goza de buena sa lud. En los últimos tiempos ha habido grabaciones de muchas obras desconocidas anteriormente —las primeras sinfonías de Haydn, las óperas de Schubert, las cantatas menos conocidas de Bach— que hacía muchos años que no se escuchaban. Y se han grabado nu merosas obras nuevas. Hablemos sobre su repertorio: aunque us ted ha grabado una buena cantidad de la literatura habitual —Bach, Beethoven, Mozart, etc.—, ha evitado grabar a algunos de los compositores de piano habituales. Por ejemplo, ¿cree que hará alguna vez un disco de Chopin? No, creo que no es un compositor muy bueno. Toqué el Op. 58 cuando era más joven, sólo para ver cómo era al tacto. No era muy bueno, así que nunca me he molestado en volver a tocar a Chopin. 547
Siempre he pensado que todo el núcleo central del repertorio de los recitales de piano es una pérdida colosal de tiempo. Toda la pri mera mitad del siglo xix —excluyendo hasta cierto punto a Beet hoven— es bastante desastroso por lo que a la música para instru mentos solistas se refiere. Esta generalización incluye a Chopin, Liszt, Schumann —estoy tentado de no decir Mendelssohn, por que siento un tremendo cariño por sus obras corales y de cámara, pero la mayoría de sus escritos para piano son bastante malos—. Verá, creo que ninguno de los compositores del primer romántico sabía cómo escribir para el piano. Bueno, sabían cómo usar el pe dal, y cómo hacer efectos espectaculares, derrochando notas en to das direcciones, pero hay muy poco de auténtica composición. La música de esa época está llena de gestos teatrales vacíos, llena de exhibicionismo, y tiene una cualidad mundana y hedonista que sencillamente me quita las ganas. Otro problema que veo es que Chopin, Schumann y compañía estaban engañados porque pensaban que el piano es un instrumen to homofónico. Yo creo que eso no es verdad; creo que el piano es un instrumento contrapuntístico y sólo se vuelve interesante cuan do se le trata en una forma en la que se conjuntan la dimensión vertical y la horizontal. Esto no ocurre en la mayoría del material escrito para él en la primera mitad del siglo XIX. En el último período romántico está la gran tragedia, ya que los compositores de ese período —Wagner, Richard Strauss, posi blemente Mahler—, los compositores que pudieron haber escrito con una tremenda penetración del entremezclado del lenguaje ar mónico y el temático decidieron básicamente no escribir nada para el piano. Wagner escribió una sonata de juventud, pero hace que Webern parezca en comparación uno de los grandes maestros de todos los tiempos. Sospecho que Wagner no comprendió realmente el piano, ya que los acompañamientos del Wesendonk Lieder, que son excelentes en su arreglo para orquesta, no funcionan nada bien al piano. Yo transcribí y grabé algunas de las grandes piezas or questales de Wagner hace algunos años. Fue realmente por amor al arte; solo quería tener algo de Wagner que pudiera tocar. Por otra parte, he grabado las primeras obras para piano de Ri chard Strauss —el Op. 3, el Op. 5, piezas que Strauss escribió cuan do tenía dieciséis años— y son milagros menores: tan refinadas, tan pulidas como ninguna de las que hizo Mendelssohn en su ado lescencia. Y, con la excepción de Mendelssohn, ningún quinceañe-
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ro ha escrito nunca con tanto arte y seguridad —no me olvido de Mozart, Strauss podía escribir de forma soberbia para el piano— en la Burleske, en El burgués gentilhombre, y especialmente en las últimas canciones como el Ophelia Lieder, que grabé con Elisabeth Schwarzkopf. Sus composiciones para el piano carecen de toda os tentación, todo exhibicionismo o falso virtuosismo. Pero decidió no hacer muchas obras de ese género. Es una verdadera lástima este vacío en el repertorio del pia no. Fue un período orquestal y el piano era poco más que un fon do, una orquesta para pobres, un sustituto, una especie de instru mento «primer borrador». La única pieza para piano de Strauss que recuerdo ahora mismo es esa pequeña «Träumere» que solía incluirse en esas colecciones «Grandes obras maestras para piano» tipo Theodore Presser que predominaron tanto a finales de siglo. Apuesto a que es del Op. 9, que no he tocado nunca todavía. He tocado el Op. 3, que está compuesto de pequeños estudios estilo in termezzo. Ninguna de las piezas del Op. 3 tiene nombre, pero to das las del Op. 9 lo tienen. En general hay piezas más flojas que las del Op. 3. Mi visión de Strauss es convencional. Aunque a menudo se le con sidera el último romántico por excelencia, mis piezas favoritas de Strauss son las de la vejez, las de su último período. Me encanta la pureza serena, nostálgica y en el fondo clásica de obras como Daphne, Capriccio y Metamorphosen. ¿Conoce al escritor Jonathan Cott? Un hombre muy interesante, y amigo mío. En realidad no nos conocemos; nuestra relación es... te rriblemente telefónica. Jonathan es un straussiano devoto y faná tico del tipo más lírico, y habla con la misma reverencia y entu siasmo que usted de obras como Metamorphosen, Capriccio y el Concierto para Oboe. Es interesante: cuando hice un documental sobre Strauss el año pasado, obtuve una reacción contundente a las últimas piezas de varios de los jóvenes con los que hablé... Jonathan Cott y el com positor Stanley Silverman, por ejemplo. Silverman tiene conside rables reservas sobre Strauss como hombre de ópera, pero también le encantan las últimas obras. Es el anciano estadista —como Nor man Del Mar, que escribió el estudio en tres tomos sobre Strauss— el que no piensa tan favorablemente en las últimas piezas; pero des pués se encuentra a un joven como Jonathan que sigue su camino 549
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de una forma extática. Extraordinario, totalmente lo contrario del vacío generacional que cabría esperar. Hay un declive en el período intermedio de Strauss. Claro, sin duda. Nunca he podido tomarme en serio una obra como Ariadne; de hecho, no me gusta mucho E l caballero de la rosa, Pero incluso una obra como la Sinfonía Alpina..., ahora bien, es una obra que ha tenido muy mala prensa toda su vida, pero hay mo mentos en esa pieza —aunque, sí, la coda sigue para siempre, y no, parece que no sabe cómo librarse de esa nota pedal al final [ri sas]—, pero hay esos momentos —efectivamente, grandes y largas vendas— que avergonzarían incluso al mejor de los primeros poe mas sinfónicos. No está unido estructuralmente en la forma en que lo está algo como Till Eulenspiegel, pero hay una seriedad de in tención que sencillamente no estaba allí en los primeros años. Y, después, ¡piezas como Capriccio! No conozco tan bien Daphne: ahora que lo dice, tendré que estudiarla. Es magnífica. Sin embargo, puede dejar pasar la ópera Friedenstag. ¡Sí, tengo una partitura de esa obra! [risas]. ¿Sabe?, Strauss fue un pensador mucho más abstracto de lo que la mayoría de la gente cree, y el único compositor romántico después de Mendelssohn que nunca violó la integridad de lo que podría llamar el bajo inferencial de los elementos de la conducción de las voces en la estructura de la música. (Algunas personas presentarían la candidatura de Brahms basándose en esa partitura, pero sí mete la pata en oca siones, y el resto del tiempo es tan condenadamente farisaico para no meter la pata.) Metamorphosen es mi pieza favorita de Strauss, porque en ella ha aceptado por fin la naturaleza abstracta de su propio don. En cierto modo, es el Arte de la fuga de Strauss. Es una obra asexual, si lo prefiere, una obra que no tiene género. Po dría pertenecer al órgano, o a la voz humana, con la misma faci lidad con la que pertenece a los veintitrés solistas de cuerda para la que fue escrita. Pero, en cualquier caso, me he salido del tema, porque empecé para decir que era una gran vergüenza que Richard Strauss no escribiera más para el piano. Pero puedo asegurarle aho ra mismo que no voy a echarle una mano transcribiendo Meta morphosen, porque ¡no tengo tantos dedos! Sibelius es considerado también un romántico tardío, pero una vez que se deja atrás el primer par de sinfonías, hay pocos composito res más austeros y clásicos. Usted ha grabado algo de su música para piano, que es casi desconocida hoy día.
Sí, si cuenta las piececillas que hay dentro de los números de opus —títulos como «Träumerei» o «A un abeto» [risas] o cosas así—, Sibelius escribió algo así como ciento diecisiete piezas para el pia no. La mayor parte de ellas son totalmente insignificantes, pero es toy fascinado por las tres sonatinas que he grabado. Tienen la mis ma concisión espartana, bordeando lo mezquino, que se halla en sus sinfonías, pero su idioma es casi neoclásico. Algo totalmente extraordinario, teniendo en cuenta que estas sonatinas son ante riores a la I Guerra Mundial, aunque contienen una anticipación del gusto de la generación de la posguerra. Pero, desde luego, no son obras maestras; nada de lo que escribió Sibelius para el piano lo fue realmente. Sibelius estaba interesado principalmente por la orquesta. Sí que admiro el hecho de que cuando decide escribir para el piano, no trata de convertirlo en un sustituto de orquesta. Siempre es una composición claramente pianística. T.P.: Puedo entender cuánto debe de atraerle la música nórdica de Si belius, ya que es conocido su interés en el lejano Norte. Usted ha hecho un docudrama radiofónico, «La idea del Norte», y creo recor dar que una vez dijo algo en el sentido de que era difícil ir muy al Norte sin convertirse en un filósofo. G.G.: Lo que dije en realidad fue que la mayoría de las personas que he conocido que se sumergieron realmente en el Norte parecían ter minar, en cualquier forma desorganizada, siendo filósofos. Estas personas a las que conocí eran funcionarios, profesores universi tarios, etc. —personas que habían estado muy expuestas a una es pecie de atmósfera unificadora—. Ninguna de ellas había nacido en el Norte; todas ellas decidieron vivir allí, por un motivo u otro. Sea cual fuere su motivo para ir hacia el Norte —y variaba de una persona a otra—, cada una de ellas parecía sufrir un proceso par ticular que alteró en gran medida su vida. Al principio, la mayoría se resistieron al cambio; salieron, con tactaron con amigos, se aseguraron de que su suscripción a The New Yorker estaba intacta, etc. Pero transcurrido un tiempo llega ban por lo general a un punto en el que se decían: «No, eso no es lo que he venido a hacer aquí.» En general, descubrí que los caracteres que lo soportaron el tiempo suficiente y se deshicieron del sentimiento de curiosidad so bre lo que pensaban sus colegas, o cómo reaccionaba el mundo ante lo que habían hecho, se desarrollaron en una forma extraordinaria y sufrieron una metamorfosis extrema. G.G.:
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Pero creo que esto puede ser cierto de cualquiera que decida vi vir en una forma aislada, incluso en el corazón de Manhattan. No creo que el factor concreto de la latitud sea en absoluto importan te. Yo escogí el «Norte» como una metáfora cómoda. Puede que el norte a veces sea capaz de echar una mano para sacar a la gente de una situación de la que no podrían salir de otra forma; puede que examinar flores sin fin en la tundra durante las dos semanas procreadoras de julio sea algo inspirador, pero no creo que sea la latitud lo que hizo a estas personas unos filósofos, si efectivamen te se han convertido en eso. No, era esa sensación de decir: «En realidad no me importa lo que piensen mis colegas de la Universi dad de puntos suspensivos o del departamento de exteriores sobre esta soledad, ya que yo voy a hacerlo y yo voy a descubrir algo.» Un proceso de purificación. Sí, este proceso podría haber ocurrido incluso si estas personas se hubieran encerrado en su cuarto de baño..., aunque eso podría ha ber sido menos atractivo visualmente. Así que en realidad se refiere a la «idea» incorpórea del Norte. Exacto. En sus docudramas utiliza a menudo una técnica en la que tres o más voces hablan al mismo tiempo, haciendo muy difícil apuntar hacia una sola frase o idea. Usted se ha referido a esto como «radio contrapuntística». Sí, honradamente no creo que en la radio sea esencial que se es cuchen todas las palabras. Sólo se subrayan las suficientes pala bras clave en las... frases del contrasujeto, si lo prefiere así, para que la audiencia sepa que la voz sigue allí, pero les sigue permi tiendo apuntar hacia la voz o voces principales y tratar a las de más como una especie de bajo continuo. Venimos de una larga y espléndida tradición de radio, pero siempre ha sido una tradición muy, muy lineal. Hablaba una per sona, después hablaba la siguiente y, ocasionalmente, se interrum pían la una a la otra con un «y» o un «pero». Nunca hablaban dos personas a la vez; eso no tenía sentido. Yo crecí en esa tradición concreta y disfruté muchísimo de sus productos. No obstante, siempre pensé que había una dimensión musical en la palabra ha blaba que se estaba olvidando totalmente. Acuñé el término «radio contrapuntística» para replicar a cier tas críticas. Cuando salió por primera vez «La idea del Norte» en 1967, la palabra de moda era «aleatorio», y algunos críticos aplica
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ron rápidamente este término a mi obra. Nada podía haber estado más lejos de la verdad, y para contrarrestar esta impresión, em pecé a hablar de «radio contrapuntística», dando a entender una disciplina sumamente organizada ‘que no llevaba necesariamente a una fuga en cada incidente, pero en la que todas las voces llevan su vida, bastante espléndida, y se adhieren a ciertos parámetros de disciplina armónica. Me cuidé mucho en cuanto a cómo se unían las voces y en qué forma se salpicaban unas a otras, tanto en el sonido en sí como en el significado de lo que se decía. Ahora estoy esbozando una idea que en realidad no espero po nerme a investigar hasta dentro de un año o así, pero en ese punto pretendo hacer un equivalente en radio del motete a sesenta y cua tro voces de Tallis [risas], ¡pero no pretendo decir nada más al res pecto, ya que traerá probablemente mala suerte a todo el proyecto si lo hago! También ha trabajado con algunas de las mismas ideas en televisión. Sí, he escrito un guión para televisión sobre la fuga, parte de una serie de cinco programas sobre Bach que estoy haciendo para una compañía alemana. Lo he pasado realmente mal con este proyecto, porque la pauta aproximada es de cuarenta minutos de música y sólo veinte minutos de charla. Es una tarea absolutamente impo sible tratar de transmitir ninguna idea importante sobre la natu raleza de una fuga en veinte minutos. Tampoco hay nada aleatorio en mi trabajo para televisión. En la película hay una discusión entre el director y yo que parecerá espontánea. En realidad, será el producto de meses de duro traba jo, conciso guión y ensayos. Volviendo a sus grabaciones de piano, me gustaría hablar de su tan citada afirmación en el sentido de que la única excusa para gra bar una obra es hacerlo de forma diferente. Eso es verdad, pero siempre he querido interponer inmediatamen te que si, no obstante, esa diferencia no tiene ninguna validez para recomendarla musical u orgánicamente, entonces es mejor no gra bar la obra. No estoy totalmente limpio de culpa a este respecto, porque hay obras que he grabado sólo por completar y en las que no tenía n in gún tipo de convicción. ¿Incluiría esto parte de la música para piano de Mozart? Sus in terpretaciones de algunas de las sonatas me parecen posiblemente sus discos menos logrados. 553
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Sí, dos de las últimas sonatas de Mozart. Me encantan las prime ras obras, me encantan las intermedias, no me gustan las últimas sonatas; las encuentro intolerables, cargadas de una vanidad casi teatral y puedo decir sin duda alguna que empecé a grabar una pie za como la Sonata en Si bemol mayor, K. 570, sin ninguna convic ción. Lo honrado habría sido saltarse totalmente estas obras, pero había que completar el ciclo. No es tampoco muy entusiasta con gran parte de la obra de Beet hoven. Tengo sentimientos muy ambivalentes sobre Beethoven. Estoy ab solutamente perdido para encontrar cualquier explicación razona ble de por qué sus obras más conocidas —la Quinta Sinfonía, el Concierto para Violín, el «Emperador», el «Waldstein»— se hicie ron una vez populares, y mucho menos de por qué han conservado su atractivo. Casi todos los criterios que espero encontrar en la gran música —variedad armónica y rítmica, imaginación contrapuntística— están casi totalmente ausentes en estas piezas. En su período intermedio —el período que produjo esas obras—, Beetho ven nos ofreció el ejemplo histórico supremo del compositor en un viaje del ego, un compositor absolutamente seguro de que todo lo que hiciera estaba justificado ¡sólo porque lo hacía él! No conozco ninguna otra forma de explicar la predominancia de esos gestos va cíos, banales y beligerantes que le sirven de tema en ese período intermedio. Los últimos años son otra cosa —mi sinfonía favorita de Beethoven es la Octava, mi movimiento favorito de todas sus sonatas es el comienzo del Op. 101 y, para mí, la «Gran Fuga» no es sólo la mejor obra que escribió Beethoven, sino casi la pieza más asombrosa de la literatura musical—. Pero incluso las últimas obras son notablemente inconsistentes —por ejemplo, no creo que el resto del Op. 101 tenga mucho que ver con el extraordinario pri mer movimiento, salvo en esa cita justo antes del final. En general, tendría que decir que las obras más coherentemen te excelentes son las de su primer período, antes de que comenza ra a perder la audición —hay que reconocerlo, eso afectó a su obra posterior— y antes de que su ego asumiera todo el mando. Casi to das esas primeras obras para piano están inmaculadamente equi libradas: de cabo a rabo, registro a registro. En estas piezas, los sentidos de la estructura, la fantasía, la variedad, la continuidad temática, la propulsión armónica y la disciplina contrapuntística de Beethoven estaban absoluta, milagrosamente alineados. Estoy
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hablando de las Sonatas Op. 26 y 28, y de variaciones como las de ese maravilloso conjunto del Op. 34. Estas obras tienen tanto sen tido de la paz, tal maravilloso y bucólico resplandor, y cada textu ra está elaborada tan cuidadosamente como si estuvieran en un cuarteto de cuerda. Quizá le sorprenda lo que voy a decir —se su pone que los músicos tienen gustos más sofisticados que éste—, pero creo que una de las auténticas obras maestras de Beethoven es la Sonata «Claro de luna». Pero incluso en estos primeros años tengo que decirle que el se ñor Beethoven y yo estamos de acuerdo en lo que constituye bue na música. Hacia 1801, Beethoven escribió una carta en la que de cía que su mejor sonata para piano hasta la fecha era la Op. 22. Y con todo lo que me encantan las primeras sonatas —y de verdad que me encantan—, hay un artículo defectuoso en el lote..., y es el Op. 22. ¿Cree usted que ha llegado el momento de volver a las formas épi cas? Hay muchos artistas que parecen pensar que esto es lo que ocurrirá en la próxima década. Intento evitar pensar en este tipo de generalizaciones sobre las ten dencias musicales/artísticas. Sí dijera: «Sí, es el momento de vol ver a la epopeya», eso implicaría que hubo algún punto en el pasa do en que no era acertado producir una. Y no creo que eso sea ne cesariamente así. Examinemos el año 1913 —no, no, mejor aún, 1912—. Tene mos a Arnold Schoenberg escribiendo Pierrot Lunaire; Webern está trabajando en las piezas breves que van inmediatamente detrás de sus miniaturas de cuarteto de cuerda, y Berg está componiendo el Altenberg Lieder. Si el mundo se detuviera en este punto, un his toriador habría dicho: «La Era de la Epopeya ha terminado; ahora estamos en una era de fragmentación y la crisis de la idea de la línea de continuidad grande y de larga duración en la música.» Sen cillamente no puedo creer que este sea un resumen adecuado del año 1912 —aunque muchos historiadores de la música describirían sus tendencias predominantes de esta forma—. Pero, al mismo tiempo, Jan Sibelivts estaba trabajando en el primer borrador de su Quinta Sinfonía, ¡que sin duda está más cerca de la epopeya que del fragmento! Creo que no hace falta que vaya más lejos para in dicar la completa estupidez que subyace en este tipo de generali zaciones. Me parece muy inquietante contemplar las tendencias tipo ra 555
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tón campestre que asumen en general los artistas —¿sabe?, este año está el anti-héroe, el año próximo volverá el héroe--. No debe importar; hay que liberarse de todo eso. Siguiendo las mismas líneas, ¿cuáles diría usted que son las cues tiones importantes a las que se enfrenta un compositor en 1980? Bueno... La verdad es que no lo sé. No puedo reaccionar ante una situación en la que una tendencia impulsada por el gusto de una generación sugiere que una motivación concreta es adecuada o apropiada para más de una persona al mismo tiempo. Me gustaría ver un mundo en donde a nadie le importe lo que haga ningún otro, en el que todo el síndrome «tú mantienes un acorde de Do mayor treinta minutos, yo lo mantendré treinta y uno» de pensamiento de grupo desaparezca por completo. Este no es un problema total mente contemporáneo: hace veinte años, sólo se manifestaba de otra manera. Por eso no tengo un eje en torno al cual girar. No puedo decir: «Me gustaría ver la reafirmación del sistema tonal en toda su glo ria original», o «me gustaría ver un regreso al serialismo puro de Babbit, circa 1959». Lo que me gustaría ver es una situación en la que las presiones y polarizaciones particulares que han engendra do esos sistemas entre sus defensores y sus detractores simple mente no existieran. Yo pensaría que el panorama musical de Nueva York sería algo en lo que resultaría terriblemente difícil participar a menos que sencillamente uno viviera allí y no fuera en absoluto específica mente parte de él. Me parece muy deprimente enterarme de situa ciones en las que esta mismísima noción competitiva/imitativa de lo que es au courant gobierna la creatividad. No se me ocurre nada menos importante. Una de las cosas que encuentro más conmovedoras del Contrapunctus final de E l arte de la fuga es que Bach escribió esta mú sica en contra de todas las tendencias posibles de la época. Había re nunciado al tipo de pautas de modulación que él mismo había uti lizado con éxito seis o siete años antes en las Variaciones «Gold berg» y en el libro II de E l clave bien temperado y escribía en un estilo principios del barroco-finales del Renacimiento más ligero, menos claramente definido. Era como si dijera al mundo: «¡Ya no me importa; ya no hay más Conciertos Italianos en mí; esto es lo que soy! Una última pregunta, Glenn. Si una tienda de discos despegara del
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planeta hacia el espacio y nuestra música fuera recogida por cria turas extrañas que no supieran nada de las circunstancias de su composición o de lo que las piezas querían representar o de la fama del compositor, ¿qué piezas se tomaría a pecho esa comunidad ex traña? En esta situación sin contexto, ¿cuáles serían sus diez fa voritos? [Risas.] Una vez más, ¡no sé cómo contestar a eso! Pero diré que un compositor que lo conseguiría —salvo por las últimas piezas y unas cuantas de las primeras— es Beethoven. Es un compositor cuya fama se basa totalmente en las murmuraciones. La «Gran Fuga» lo conseguiría, las primeras sonatas para piano, quizá los cuartetos Op. 18, pero no creo que haya sitio en el espacio para la Quinta Sinfonía. En absoluto.
557
In d ic e
o n o m á s t ic o
A bravanel, Maurice: 111. Adaskin, Murray: 259. A d le r, Renata: 276. Albee: 460. Alexander, Paul: 11. A lkan , Charles Valentin: 83. A lle n , Dede:
Pequeño gran hombre, 537. Bonny and Clyde, 537. A m e s , Amy: 374. Andricek, Miroslav: 537. Á ngeles , Victoria de los: 384. A nhalt , Istvan: 258,259, 261. Fantasía, 261, 263.
Música Fúnebre, 261. Sinfonía, 261. A quiles : 327.
Obras: Aria la «Suite en Re», 523.
E l arte de la fuga, 23-4, 34, 36-7, 41, 43, 60, 107, 195, 244, ,380, 531, 543, 558.
Cantatas, 549. «Despertad, la voz nos llama» (n.a 140), 523. «Jesús sigue siendo mi alegría» (n.s 147), 523.
Cantata «del café», 35, 222. Cantata n.s 54, 384.
El clave bien temperado, 24, 37, 41, 51-2, 60, 300.
Libro I: preludio en Do mayor, 37, 41.
A rmstrong -Jones , Lady Sarah: 512. A rrau , Claudio: 413, 543. Ashkenazy, Vladimir: 214.
fuga en Do mayor, 24, 39,
B abbit , M ilton: 279,281,282,344,378, 452, 558. Bach, Batty-Sue: 517, 518. Bach, Johann Christian: 53, 95, 517.
fuga en Do menor, 523. preludio en Mi bemol ma yor, 39, 41, 54, 523. fuga en Mi bemol mayor,
Bach, Johann Sebastian: 23-5, 29, 32, 34-47, 51-3, 57, 59, 80, 88, 93-5,119, 124-5, 144,158,187,195, 206, 218-9, 221-2, 255, 295-6, 300-1, 314, 327-8, 367, 443-4, 447, 449, 489, 516, 517, 520, 524-8, 549.
fuga en La menor, 413-5. Libro II, 558: fuga en Mi mayor, 38-9. preludio en Fa menor, 41,
41, 43.
preludio en Do menor, 41, 523-4.
Influencia, comparaciones y analo gías: Bodky, 50, 54.
413-5.
52.
fuga en Si bemol menor, 35, 41, 43.
Conciertos, 17, 95.
559
N,2 1 en Re menor, 334. N.a 5 en Fa menor, 93. N.fl 7 en Sol menor, 93. de Brandenburgo, 91, 295, 327, 380, 523, 525-6. Italianos, 558. «Cuaderno de notas de Anna Mag dalena Bach», 45. Invenciones a dos voces: Fa mayor, 523. Si bemol mayor, 523. Fugas, 24, 34, 295, 298, 300, 413, 439. Santa Ana (BWV), 523. Misa en Mi menor, 34. Música para iglesia, 32,221. Ofrenda musical, transcripción de Webern de la Ricercata para seis voces, 526. Pasión según San Mateo, 34, 516. Sonatas: para Viola da Gamba n.s 1, 440, 443. para Viola da Gamba n.s 2,440, 443. Suites, 367. Toccatas: Do menor, 489. Partita n.2 6. Toccatas fuga, 43. Re menor, 35. Variaciones, 46-8. «al estilo italiano», 43. «Goldberg», 14, 43, 46, 49, 309, 353, 558. Opinión soviética de, 218. Programas de televisión de Gould, 555. citado en, 33, 75, 80, 119, 144, 158. Bach, Leonhardt Sigsmund Dietrich: 517. Bach, Wilhelm Friedemann: 517. Bach, Wilhelm Friedrich Ernst: 518. Baden-Powell: 513.
560
Badura-Skoda, Paul: Baez, Joan: 496. Baker, Robert: 496.
543.
B alanchine, George:
Ivesiana, 235. B a lfe : 102. Baremboim, Daniel: 281, 438. B a r r a u lt, Jean-Louis: 263. B a rre t, Rona: 277. B a r tó k , Béla: 190, 237, 368.
Concierto para violín η.2 2, 315. Bassey, Shirley: 381. B ayreuth: 409. B e atle s: 26, 375-6, 496.
«Michelle», 375. «Strawberry Fields», 375. B ecket, Samuel: 246. Beckw ith, John: 279. B eethoven, Ludwig van: 44,50,56,60, 67-8, 75-82, 85-89, 96-99, 123-4, 142, 150, 169-70, 175, 211, 218, 221, 224, 229,255,298,300,307,310,314,367, 443-5,448,449,466,528,529,548-50, 556-7, 559. sobre Críticos y críticas, 320. Cuadernos de notas, 457. Obras: Bagatelas, Op. 126, 269. Conciertos para piano: N.2 1 en Do mayor, 88, 96, 336. N.s 2 en Si bemol mayor, 88, 96-8. N.Q 3 en Do menor, 15,96,97, 324, 333, 339. N.2 4 en Sol mayor, 15,89,96,339, ·νΜ 'vW N.s 5 ’(«Emperador»), 72, 74, 76,
533, 536, 538, 540, 556. para violín; 68, 78, 92, 556. Cuartetos: Op. 18, 69, 559. Op. 59 («Rasumowskys»), 80. Op. 95, 70, 72, 75. Op. 131, 69, 81. Op. 132, 69, 72, 75.
últimos, 30, 32, 69, 76, 124. Fugas: «Gran Fuga», Qp. 133, 81, 82,107, 466, 556, 559. Missa Solemnis, 60. Obertura Rey Esteban, 68, 70, 79. Sinfonías, 17, 30. Primera, 63, 77,102. Segunda, 69, 70, 77. Tercera (Heroica), 76, 80, 495. Cuarta, 69, 77. Quinta, 68, 71, 83-4, 240, 425, 440, 522, 556, 559. transcripción de Liszt, 83-8. Sexta (Pastoral), 69. Séptima, 77, 82. Octava, 69, 71, 83, 84, 240, 556. Novena, 68, 218, 269, 491. Sonatas para piano, 29, 68, 76, 79, 439, 557, 559. Op. 2, 60. Op. 10, 61, 77. Op. 13 (Patética), 71, 77, 78. Op. 22, 557. Op. 26, 557. Op. 27 n.a 2 («Claro de luna»), 70, 76-9, 557. Op. 28 (Pastoral), 76, 557. Op. 31, 70. Op. 53 («Waldstein»), 76, 556. Op. 57 («Appassionata»), 14,68, 71, 76, 78-80, 548. Op. 81 (Los adioses), 70-1, 75, 82. Op. 101, 60, 82, 556. Op. 106, 81. Op. 109, 60, 81, 82, 311.
Op. 110, 81-2, 246. Op. 111, 81-2. Variaciones, 50. en Do menor, 44. en Fa, Op. 34, 557. «Heroica», 45. La victoria de Wellington, 68, 79. citado en, 211, 224, 229, 301, 549.
Beinum, Eduard van: 408. B ellin i :
«Souvenirs», 102. B e nnet, Richard Rodney: 529. Berberian, Cathy: 375. B e r g , Alban: 159, 191, 195, 239, 241, 242, 249, 261, 265.
Influencia, comparaciones y analo gías: con Ives, 235, 239. con Krenek, 243, 246. con Schoenberg, 242, 256, 265, 412.
con Webern, 412. Obras: Altenberg Lieder, 557. Cuatro piezas, Op. 5 , 164. Lulu, 239. «Shliesse mir die Augen beide», re composición de, 195. Sonata para piano, Op. 1, 247-9, 256. Wozzeck, 159. Bergman, Ingmar: 66, 451. Berio, Luciano: 112. sobre Pousseur, 279. Sinfonía, 112. B e rlio z, Héctor: 104, 221, 428. B ernstein, Leonard: 98-9, 111, 235, 338, 421, 354, 491, 515.
exponente de la música en televi sión, 338, 421, 354, 491, 515. y Gould, disputa sobre el tempo de un concierto de Brahms, 98, 335, 540. Biggs, E. Power: 328. Binks, Sarah: 518. Bishop, Stephen: 437-40, 443, 449, 450. B izet, George:
Nocturno en Re mayor, 102, 108-9. Sinfonía en Do, 108. Variaciones cromáticas, 106-9. B la ch e r, Boris: 279. B l au , Werner von: 280-3.
561
B lia tz le b e n , Kurt: 514. B loch , Ernst:
Schelomo, 495. B o d ky , Erw in:
La interpretación de las obras para te clado de Bach, 50-4. B ongiovanni, Raymond: 11. B oretz , Benjam in: 281. Borges, Jorge Luis: 382. Borodin, Alexander: 237. B o ulan ge r, Nadia: 259, 274. B oulez, M. Pierre: 111-2, 263-5, 271-7,
285. como Director: Orquesta de Cleveland, 285. Orquesta Filarmónica de Nueva York, 111. Orquesta Sinfónica de la BBC, 285. Influencia, comparaciones y analo gías: con Stravinsky, 117, 264, 274-5. con Webern, 265, 271-2. Obras: «Schoenberg est mort», 263, 273, 274, 285. Sonata para Piano n.Q 2, 265. Peyser sobre, 263, 273-4, 285. citado en, 372. B o u lt , Sir Adrian, 192, 434, 435. Bouwers,, Faubion, 518. Brahms, Johannes, 98, 238, 298, 358, 552. Influencia, comparaciones y analo gías: con Strauss, 117-9, 134-5, 552. con Wagner, 134, 245. Obras: Cadenzas, 97. Conciertos: para piano, 98. en Re menor, 98,101, 540. para violín, 315. Cuartetos para piano y cuerda, 357.
562
Intermezzos, 163, 249. Lieder, acompañamiento para, 162. Quinteto en Fa menor, 357-8. Variaciones, 50. citado en, 50,98-101,114,209,243. B re c h t: 191. B rend el, Alfred: 56. B r itt e n , Benjam ín: 228,241,420,487. B rod, Max: 518. B roder, N athan: 426. Brook, Clive: 325-6. Brown, Rosemary: 527-31. Bruckner, Anton: 56, 104, 182, 252, 260, 286, 523. Influencia, comparaciones y analo gías: con Hindemith, 209-10. con Mahler, 114. con Strauss, 117-8,130-1,277,286. Obras: Cuarteto para cuerda, 209. Sinfonía n.s 8,105. reducción para piano de Gould, 162. B ulg arin : 324. B ülo w , Hans von: 548. B ullock-C arver, Norman: 506, 511, 512-5. Busoni, Ferrucio: 23, 36,187,188,190. B uxtehude, Dietrich: 515. Byers, Stafford: 506, 511. Byrd, William: 29, 31-2, 411, 445, 447. «Sellinger’s Round», 29, 32. Sexta Pavana y Gallarda, 32, 440, 445. «Voluntary (for My Lady Nevelle)», 32. Cadenas de Radio y Televisión: — British Broad casting Corporation (BBC), 379, 530-1. — Canada Broad casting Corporation (CBC), 33,284,317,343-5,384,372, 432, 463, 485-8, 515, 535.
— National Educational Televisión, 379, 530-1. — Radiodiffusion Française, 455. Cage, John: 75, 277, 279, 281-3. C a n te lou be , Joseph: Canciones de la Auvernia. Berceuse, 383.; Capek, Karel: 371. C a r lo s , Walter: sintetizador Moog, 111, 380, 524-7. C a r te r, Elliot: 520. Cuartetos para cuerda, 531. Casadesus, Robert: 54, 534. C asals, Pablo: 388. C a s e lla , Alfredo: «Ricercari sobre el nombre de Β-Α C-H, 327. CAVETT,.Dick: 276. C e rf, Bennett: 450. C la rk , Petula: 370, 372-78, 380, 395-6. «Downtown», 372-4, 376-8. «My Love», 372-3, 376. «Sign of the Times», 372, 374, 376. «Who Am I?», 372-4, 377-8. Clem ents, John: 325-6. C larke , Tina: 11. C la rk s o n Sr., Graham W.: 511, 513. C lib u rn , Van: 101, 313, 316. C lo u z o t, Henri-Georges: 354. C lü y te n s , André: 489. C o lón , Cristóbal: 294. Cooke, Deryck: 111. Copland, Aaron: 190,229,259,420,539. C o stele y, Guillaume: 307. C o t t , Jonathan: 245, 551. C r a f t, Robert:
como director, 412, 489, 245. grabaciones, 241, 411. y Stravinsky, 193, 211, 212. Culshaw , John: 409, 465. C u r tin , Phyllis: 453. C u rt is , Charlotte: 227. C urzon , Clifford: 543. C zern y , Carl: 355, 494.
Chabrier: 142. Champagne, Claude: 259. Chan, Carlie: 526. Chaplin, Charlie, 187. C hausson , Ernest:
Cuarteto para Piano Op. 30, 65. C h ild s, Barney·. 280. Chopin, Frédéric: 31, 142, 212 , 307,
350-4, 357, 529, 549, 550. Obras: Andante Spianato, 351. Conciertos para piano, 380. Gran Polonesa, 351. Scherzo en Si bemol mayor, 351. Sonata para piano na 3, Op. 58, 549.
D arw in, Charles: 276. D aven p ort, Marcia: 522. Davis, Curtis: 344, 348, 349. D eanna, D urbin: 326. Debussy, Claude: 158, 255, 384, 428,
528. «Beau Soir», 384. D ecker, Franz-Paul: 495-6, 498. D é d a lo , 358. Dee, Sandra: 373. D e lle r C o n so rt, Albert: 384. Demus, Jórg: 543. Derby, Edgar: 537. D e s trich , James: 11. Diamond, Lil: 311. D iefenbaker, John: 344. Dickens, Charles: 499. D illo n , Patrick: 11. D isn ey , W alt: «Fantasía», 325-6, 455. D ohnányi ; Ernest von:
Variaciones, 65. D o n Q uuote: 500. D on izetti :
Anna Bolena, 102. Donne, 519.
563
D o o lit t le : 360, 512. Dores, Charles van: 450, 454, 456. Dostoyevsky, Feodor: 234, 397. D vorak, Antonin: 108.
Sinfonía del Nuevo Mundo, 454.
E a to n , T him othy: 504. Edw ard, 18. E hrenburg , Ilya:
E l deshielo, 215. Einstein, Albert: 281. Eisenhower, D w ight: 319. E isle r, Hans: 191. E lg a r , S ir Edward: 104,279,306, 513,
521. Variaciones Enigma, 453, 520, 521. E l l u l , Jacques: 320. E ngels, Friedrich: 218. Erikson, Erik: 275, 517. Erlichm an, M artin: 380. E r n s t, Marx: 454. Eskin, Jules: 453.
F a ls ta a f, Sir John: 305. F a r r e ll, Eileen: 383-4. F a ulk n e r: 237. Federico Luis, príncipe de Gales: 310. Feldm an, Morton: 448. Ferreiro A lem parte, Jaime: 200-1.
Festivales y certámenes: Certamen Tchaikovsky, 313. Certamen Internacional de Piano de Montreal, 311. Certamen Internacional de Violín de Montreal, 311. Certamen Reina Isabel de Bélgica, 314. Festival Bach, 367. Festival de Cannes, 539. Festival de Cine de Praga, 54. Festival de Dawson City, 311. Festival de Maude Harbour, 359-61.
564
Festival de Montreal, 313. Festival de Música de Berkshire, Festival de Música de Stratford, 311. Festival de Viena, 324. Festival del Lincoln Center, 368. Festival Mozart de Nueva York, 547. F ield, Sally: 373. Fiesole, Landinide: 282. F itzg e ra ld , Ella: 381. F la g s ta d , Kirsten: 416, 438. Flanagan, Ralph: 375. Fleisher, Leon: 316, 534. Floyd, Carlisle: 511. Folkm an, Benjamin: 524. F o rre ste r, Maureen: 383. Franck, César: 125. Variaciones sinfónicas, 359. Frank, Betty: 115. F rankenstein, Alfred: 426. Frescobaldi, Girolamo: 522. Freud, Sigmund: 424. Fricsay, Ferenc: 422. F u n ic e llo , Annette: 373. Fux, Johann Joseph: 271, 377.
G a brie lli, Giovanni: 422, 525. G a llia rd , Slim: 283. G a ra n t, Sergs: 259. G e lle r , Stephen: 536. George, Stefan: 149. George Sand: 380. Gershwin, George: 187. G esualdo, Don Carlo: 23, 36,107, 307,
412. Gibbons, Orlando: 29, 32, 72-3, 106,
145, 532. «Bajo italiano con variaciones», 30. Gallarda «Salisbury», 32. Himnos y antífonas, 32, 532. Pavana «Salisbury», 30, 72. Gibbs, Georgia: 374. G ilberg, Craig: 437. Gieseking, Walter: 411.
G ilbert : 521. G ile ls , Emil: 491. G ilso n , Etienne: 241. GiuliNI, Carlo Maria: 361. G lin k a , Mijail: 60, 211, 224. G lo c k , Sir William, ,273. G luck :
G rey O w l, Howard: 491. G rieg, Eduard: 99, 528.
Concierto para piano, 106, 108, 110, 169. Sonata para piano, Op. 7, 106, 108. G rusin, Dave: «Ha nacido un niño», 382.
Ifigenia en Tauride, 516. G od ard ,
Jean-Luc. 451.
Una mujer casada, 406. G old sm ith, Harris: 426.
HAba, Alois: 369. Haendel, George Frideric: 33,168,221,
G oldw ater , 497.
515, 521. Mesías, 380, 410. Rinaldo, «Lascia chío pianga», Haggin, D. Η.: 14, 522. H ag gle , H. B.: 509, 511-2, 514. H a itin k , Bernard: 111. Hanson, Howard: 191. H a rle y : 494. H arris, Leslie: 481. H a rris, Roy: 191. Harvey, Laurence: 375. H a tc h , Tony: canciones de Petula Clark, 372, 375, 376. Hauer, Joseph: 237. Hawkins, Jack: 325-6. Hayakawa, S. I.: 534. Haydn, Franz Joseph: 95, 97, 158, 344, 345, 362, 418. Conciertos, 91, 95-7. Cuartetos de cuerda Op. 20, 516. Sinfonías, 549. «de París», 343. H e inke l, Karlheim: 84. H einkel, Mathilde: 85. Henderson: 17. H e n s e lt, Adolf von: Concierto para piano en Fa menor, 104. Henze, Hans Werner: 259, 487. Elegía para los jóvenes amantes, 487. Quinteto de viento, 487. Hermann, Bernard: 236.
G olchm ann, Vladimir: 294, 498. Goodman, Benny: 452. Goossens, Eugene: 236. G o t tlie b , Robert: 11. G o t tlie b G oldberg, Johann: 44. G o tts c h a lk , Louis Moreau, 83. G o u ld , Elliot: 342. G o u ld , Glenn H.: 13-9, 54-76, 84, 110,
306, 309, 339, 352, 353, 355-8, 386-402, 456-73, 485, 499, 540, 544, 546-559. Biografía de Payzant, 18, 540-4. ¿Asi que quieres escribir una fuga?, 294-5, 300. Cuarteto de Cuerda, Op. 1, 286-8. «La idea del Norte», 392-3, 457, 459, 462-3, 467-9, 472, 477-8, 553-4. Introducción, 476. Prólogo, 476. Matadero cinco (Vonnegut), director musical de la película, 397-8, 402, 435-8. «Las perspectivas de la grabación», 329.
«Los rezagados», 459-62, 472. Introducción, 479. G o u ld , Rusell: 11. G o u ld , Vera: 11. Graham, Billy: 453. Green, Robert: 283. Greig, Jesse, 11. G reta G arbo : 323.
565
Hesse, Hermann: 112. H é t u , Jacques: 258-9, 262.
Variaciones, 262. Hicks, Paul D.: 85-6. H iebert, Paul: 518. H ill, George Roy: 536-7. Hindem ith, Paul: 14,190-210,241,261,
421, 433. Discos de, 421-2. Influencias, comparación, analogías: con Bruckner, 209-10. con Strauss, 195, 210. con Webern, 191-2. Obras: Concierto para piano, 192. Das Marienleben, 193,195-205. Kammermusik, Op. 36, n.s 3,192. Metamorfosis sinfónicas sobre un tema de Webern, 193. Música de concierto para metales y cuerdas, 193. Obras para piano, 261. Sinfonía, Matías el pintor, 193, 495. Sonatas: para piano:
N.s 1,193. N.s 3, 193-4. para tuba, 192-3. citado en, 168, 230, 257. H it ler , Adolf: 354. H ochmeister , Herbert von: 485.
The Great Slave Smelt, 485. Tundra-Kultur, 485. Fuga en el río Hay, 485. H offm an, Jay: 410. H o fm a n n s th a l, Hugo von: 135. H o g a rth , A. David: 529-30. H o ls t , Gustav: 513. Los planetas, 348. «La hora del teléfono Bell», 453. H orenstein, Jascha: 111. H orne, Marilyn: 487-8. H o r w o o d , Harold: 481.
566
Hughes, Howard: 18. Hume, Paul: 14. Humperdink, Engelbert: 298. Huneker, 17. H unstein, Donald: 340. H urok, Sol: 453. H u rw itz, Robert: 16. Huxley, Aldous: 6, 9, 81. Punto contrapunto, 537. Icaro: 358. Indy, Vincent d’: 212, 262, 375.
Instituciones: Academia de Música de Filadelfia, 330. American Music Center, 185. Asociación Crystal Palace, 101-2. Conservatorio de Moscú, 315. Escuela de Música Juillard, 102 Facultad de Música, 496. ¡ Federación Americana de Músicas, 236, 416. Instituto Internacional de Música de Canadá, 311. Real Conservatorio de Música de To ronto, 263, 533. Royal Academy, 384. Isabel II: 512. Ives, Charles: 229, 236-40, 345, 522. Obras: Balanchine, Ivesiana, 235. Cuarteto de Cuerda n.a 1, 235-6. Memorial Slow March, 236. Sinfonías: N.s 2, 235. N.a 4, 235-6, 238, 240, 345. Sonata para piano n.s 2 («Con cord»), 235-6. y Berg, 235-9. Izquierdo, Juan Pablo: 279. Jackson, A. Y.: 476-7. James, Henry:
«Embajadores», 237.
J am es , W illiam : 388. JAPPESON, K und: 512. J essop , John: 456-73. J oa ch im , Otto: 259. J orge III: 310. Joyce, Eileen: 56. J ruschov , Nikita: 214-5, 217, 220, 222, 319, 324, 494.
K afk a, Franz: 14, 51, 245, 352, 401,
518. K aiserling , conde: 44. Kandinsky, Vassily: 150. K a n to ro w , Jean-Jacques: 315-6. K arajan, Herbert von: 315-6.
Conciertos con Gould: 324, 334. Discos: 381, 408, 409, 498, 532. Stravinsky sobre su propia obra, 421. Filarmónica de Berlín, 392-3, 489, 532. London Philharmonia, 334, 408. Películas para televisión, 454-5. Técnica de dirección, 361, 392, 495. K arg- E lert, Sigfrid: 193. K a tin , Peter: 529. Kazdin, Andrew: 55, 276, 338-42. K e le r, Hans: 512. K e lly , Walt: 534. Kierkegaard: 145. Kimmerle, 85. King, Allan: 437. Kinsey: 444. Kirby, W. F.: 141. K irk p a tric k , Ralph: 44, 360. Klebe, Giselher: 271. Klemperer, Otto: 104,111, 425. Sinfonía Resurrección, 104. Klopweisser: 84. KoNwiTSCHNY, Franz: 408. K o rn g o ld , Erich Wolfgang: 254,257-8. Cuadros de hadas, 257. Sonata para piano n.s 2, 254, 257-8.
Koscis, Susan: 11. Kraemer, Franz: 455. Krenek, Ernst: 107, 208, 240-7, 252, 278-80, 511, 512. Influencia, comparaciones y analo gías: con Berg, 241-3, 246. con Schoenberg, 182,190-1, 241-2, 245. Escritos: Horizontes cercados: reflexiones so bre mi música, 240, 243.
«Sobre la redacción de mis memo rias», 243. sobre su música para piano, 252. Obras: Canciones de los últimos años,
«Canción de un vagabundo en otoño», 208. Doce Variaciones, 252. Doble Fuga para piano, Op. 1,252. Elegía sinfónica (como homenaje a Webern), 243. Horizontes cercados, 245. Karl V, 244. Lamentaciones del profeta Jere mías, 243.
Música para la eternidad, 278. Óperas, 241, 245. Sestina, 244. Sonatas para piano: N.a 2, 252. N.s 3, 246, 251-2. Toccata y Chacona, 252. Krips, Josef: 56-7, 334. K ubalek, Antonin: 254. K ubelik, Rafael: 111. Kubrik, Stanley: 388.
La Grange, Henry-Louis de:
Mahler (Vol. I), 111-4.
sobre Mahler, 112-3, 279. L a in e , Cleo: 381.
567
Lam ontagne, Marie: 396, 498. Lam ontagne, Pierre: 496-7. Lancman, Vladimir: 315. Landowska, Wanda: 360. L eacock , Stephen: 237. LeCaine, Hugh: 493. Ledebur, Friederich: 537. Lee, Peggy: 382. Leibman, Ron: 537. Leibowitz, René: 265, 275. La explicación de la metáfora, 271. L einsdorf, Erich: 111, 453. Le Moyne, Jean: 67, 358, 433. Lennon, John: 375. Lennox, E. J.: 501-2. L ew is , Sinclair:
«Dodsworth», 237. Lind, Jenny: 488. L in d say , John: 497. L iszt, Franz: 33, 85, 87,105, 119,169, 255, 307, 520, 528, 530, 542, 550. Concierto para piano, 99,169.
N.s 1,102. Obras para piano, 33, 255. Transcripción para piano de la Quin ta Sinfonía de Beethoven, 83-8. Lodge, Sir Oliver: 354. Loewe, Frederick: 495. L o tz , James: 469, 477-8. Realidades del Norte, 478. Luis Fernando de Prusia: 310. L u te ro , Martín: 517. L u th e r, Martin: 221.
M aaze l, Lorin: 111, 381. M aderna, Bruno: 532. M a h le r, Gustav: 31,86, 99,111-5,186,
226-7, 255-6, 310, 550. Biografías de Do La Grange, 111-5, 255, 279. Influencias, comparaciones y analo gías: con Bruckner, 114.
568
con Schoenberg, 146-8, 158, 226, 345. con Strauss, 31, 114, 253. Obras: Cuarteto para Piano, 255-6. Das Klagende Lied, 112. Des Knaben Wunderborn, 112-3, 420. Obras para piano, ausencia de, 255-6, 550. Sinfonías, 111, 113. N.s 2 (Resurección), 105,112. N.s 8, 112. N.s 10, 111, 131. citado en, 146,158, 226. M ahler-W erfel, Alma: 113,186. M ator, Waldorf: 509, 511, 513-4. , ’ M a lc o lm , George: 367. M a lrau x , André: 103. Voces del silencio, 426. M a n e l, Gerard: 245. M ann, Thomas: 60, 81,121,186, Doctor Fausto, y Schoenberg, 186-7, 366. La sangre de los Walsung, 276. Tonio Kroger, 60. M annis, Harry: 458. M a r, Norman del: Richard Strauss, 115, 551. M arcus, Leonard: 238, 329-33. M a rita in , Jacques: 220. M arliave , Joseph de: 81, 298. M arsh, Jane: 313. M a r s h a ll: 232. M a r tin , Frank: 191, 361. Le Vin Herbé, 361, 363. Petite Symphonie concertante, 421. M a r tin i, padre: 368. M a rtzy , Johanna: 315. M c C a rth y , Joseph: 213. M c C artn e y , Paul: 375. McKenzie, Del: 345. M cLaren, Norman: 344. McLean, Eric: 312, 315.
M cLean, Wally: 469, 478. M cLuhan, Marshall: 18,103, 284, 344,
422, 427, 437, 456-7.
M ille r , Henry: 306. M o lo to v : 213. M onsaingeon, Bruno: 54-62.
La galaxia Gutenberg, 396. M cQuaig, Kerry: 508-9, 511-4.
M o nte verd i, Claudio: 30-1,145, 375.
M ea d , Margaret: 434. Meegeren, Hans van: 417-20, 429. M e h ta , Zubin: 490. M endelssohn, Cecil: 519. M endelssohn, Fanny: 213, 224.
M oog, Robert (y sintetizador Moog):
M endelssohn, Félix: 74,126,298, 518,
519, 550, 552. Obras: Concierto para piano en Sol me nor, 102. Obras corales y de cámara, 550. Obras para piano, 550, San Pablo, 60, 519. Sinfonía Italiana, 455. Paladín de Bach, 327, 516. y Strauss, 118-9,125,127,129-0,134, 550. citado en, 306, 376, 487. M engelberg, Willem: 63,104,209,211, 327, 381. Heldenleben, 104. Discos, 63, 105, 116. M e n o tti, 488. M enuhin, Diana: 368. M enuhin, Hephzibah: 367, 529. Menuhin, Yehudi: 365, 367-70. como director de la Orquesta Sinfó nica Americana, 368. M ercure, Pierre: 259. Messiaen, Olivier: 190, 258, 275. Et expecto resurrectionem, mortuo rum, 455. y Boulez, 275, 278, Miaskovsky, Nikolai: 194, 212, 229, 298, 301. Sonata para piano n.2 1, 229. M ichalski, Ed: 341-2. M ilh a u d , Darius: 187, 241, 259. M ils te in , Nathan: 320.
Orfeo, 107. 111, 523-5. M oore, Henry: 502. M oravec, Ivan: 534. M oraw etez, Oskar: 258-61.
Fantasia, 260. M o re l, François: 259. M oseley, Peter: 343, 345-6. MostAnyi, Zoltán: 87, 88, 362-4.
Sinfonía n.s 14, 515. M oszk o w sk i , Moritz:
Concierto para Piano en Mi mayor, 104. Obras completas para teclado, 512. M o z a rt, Leopoldo: 57-8. M o z a r t, Wolfgang Amadeus: 14, 26, 54-67, 91, 97, 116, 122, 158, 169-70, 175, 264, 298, 359, 380, 427, 443, 446-7, 465, 517, 538, 555. Obras: Conciertos para piano: 54-5, 65. Κ. 467, 96. Κ. 491, 56,168. «Exsultate, jubilate», «alléluia»,
102.
La flauta mágica, película de, 66.
Fuga en Do mayor, K. 394, 25. Obras para piano, 411, 551. Óperas, 464. Sinfonías: N.a 1, 58. N.Q 40, en Sol menor, 57-8, 66. N.2 42, 380. Sonatas para piano: 17, 54,55, 65, 432, 465, 556. K. 284, 58. K. 311, 440, 446-7. K. 331, 64-5. K. 332, 55.
569
Κ. 333, 57, 62. Κ. 570, 55. Κ. 576, 56. sonatas «París», 516. y Webern, 57-8, 64, 66. citado en, 122,158, 549. M rawnsky: 324. M uck, Karl: 114. M uhlheim , Peggy: 361-4. M u rph y, Magdalena: 508, 510, 511, 515. M ussolini , Benito: 354. M ussorgsky, Modesto: 211-2,225,229,
426. Cuadros de una exposición, 409. Sin sol, 384. Myshkin: 400-1.
N apoleón, 354. Nabokov, Vladimir: 437. N ehru, Jawaharlal: 370. Neighbor, Oliver: 268. N ew h art, Robert: 284. Nielsen, Carl: 111. Nietzsche: 129. Nikisch, Artur: 114. Nono Luigi: 187, 271. Nureyev, Rudolf: 214.
O b e rlin , Russell: 384. Ockeghem, Johannes: 243,307. Ogdon, W ill: 240, 245. O istra k h , David: 368, 489. O la fs o n , Oie: 514. O lkhovsky , Andrei: Música con los soviets: la agonía de u n arte: 218. Oppenheim, David: 141. O r ff, Carl: 191, 284, 361.
Carmina Burana, 284. «In Trutina», 383. Ormandy, Eugène: 111.
570
Orquestas: Aklavic, 491. de Cámara de Stuttgart, 523. de Cleveland, 440. del Conservatorio de París, 56. Coral de Ketchikan, 491. Cuarteto de Cuerda Juilliard, 294. Cuarteto Symphonia, 484. del Festival Bach, 367. de Filadelfia, 330. Filarmonía, 334. Filarmónica de Berlín, 392-3, 399, 489, 532. Filarmónica de Londres, 334, 408. Filarmónica de Nueva York, 236, 333. Filarmónica de Viena, 324. Filarmónica de Whitehorse, 491. Joven Orquesta Nacional de Canadá, 495, 497, 498. Les Concerts Symphoniques de Montreal, 490. Meiningin, 134. Música Antiqua de Sitka, 491. Newcastle-on-Tyne Light, 84. de la Ópera Metropolitana, 305. de la Ópera de Leipzig, 114. de la Ópera de Múnich, 134. de la Ópera de Viena, 113-4. Silver Band, 507, 510, 513. Sinfónica de América, 236, 368. Sinfónica de Boston, 453. Sinfónica de Chicago, 533. Sinfónica de Houston, 333. Sinfónica de la NBC, 327. Sinfónica de Toronto, 384, 491. O r w e ll, George: 396, 523. Ozawa, Seiji: 491.
Paderewski: 367. Paganini, Niccolo: 314.
Concierto para Violín en Re mayor,
102.
Page, Elizabeth: 11. Page, Tim: 19, 546-59. P ag e , Vanessa: 11. P aisiello , Giovanni:
Conciertos, 91. P a le s trin a , Giovanni: 119, 410. P ato D onald : 326. P arker , Charlie: 376. P artch , Harry: 516, 522. P assy , Charles: 11. P atterson , Tom: 311. P auvre, Alain: 506, 508-9, 511-4. P ay zant, Geoffrey: Glenn Gould: música y mente, 11, 51,
540-4. P edro e l Grande: 212, 221, 224. P ergolesi, Giovanni Battista:
Conciertos, 91, 94. P erlm an, Itzhak: 101. P eters , Roberta: 383. Peyser, Joan: 274-5, 277-8. Boulez: compositor, director, enigma,
373-4. y Mann, 276. P fitz n e r , Hans: 112,190,487. P h illip s , Robert A. J.: 469, 475, 477-8. El norte de Canadá, 477. P ilgrim , Billy: 398, 536-9. P ilgrim , Valencia: 538-9. P impinela E scarlata : 351. PiNCOE, R uth: 11. P o lk , James Κ.: 486. P osen , J. Stephen: 11. P ou le n c, Francis:
Concierto para Órgano, 376. P o u lte r , Eileen: 384. Pousseur, Henri: 275, 279, 512. Electra, 422.
Premios: Prix d’Europe, 313. Van Cliburn, 313. Von Danikén, 280. P rés , Josquin des: 221, 309. P resser , Theodore: 551.
Previn, André: 495-6. P ré v o st, André: Pyknon, 314-5. Price-Davies, Humphrey: 83. P rokofiev, Sergei: 33,191, 211-4, 226,
234, 261. Obras para piano, 91. Sinfonía N.a 5, 213-4, 234. Sonata para Piano N.a 2,213-4. Sonata para Piano N.a 7,213. Publicaciones (periódicos y revistas): Alaska Auto Advertiser, 508. Billboard, 372, 522, 527. Cities, 499. Dawson Times, 491. Globe and Mail, 535. H i/F i Stereo Review, 294. High Fidelity, 111, 311,329,344,370, 380, 388, 405, 426, 436-7,439, 527, 531. Housatonic Review, 509. L ’Estralita, 508-9. Life, 350, 476. Musical América, 235, 305,365, 450. New York Square, 509. Newskeek, 476. Piano Quarterly, 54, 68, 111, 240, 321, 359, 432, 540, 547, 514-5. Playboy, 536. Reader’s Digest, 523. Records and Recordings, 413. Rhapsodya, 87. Sturday Review, 50, 418, 476. Star, 312. The Canadian, 320. The Canadian Music Book, 456. The Canadian Music Journal, 263. The New York Times, 101, 259, 312, 526, 548. The New Yorker, 105, 553. The Phonograph, 83. The Times, 369. The Washington Post, 14. Time, 476, 522.
571
Toronto Telegram, 496. Variety, 507. P uccini, Giacomo: 187, 381, 488. P u rc e ll: 368
R achm an in off, Sergei: 91, 217, 428,
488, 528-9, 531. Conciertos para piano, 91, 333. R ave l, Maurice: 187, 255, 257, 488. La valse, transcripción de Gould, 542. Reddy, Helen: 382. R e g er , Max:
Concierto para piano en Fa menor, 197. citado en, 104, 156, 194, 228, 261, 268, 301, 375. Reina V ictoria: 519. Resnikova, Eva: 11. Respighi, Ottorino: 487. R e v e ll, Viljo: 502. Rheinberger, Joseph: 193. Ribbentrop, Von: 213. Ricci, Ruggiero: 512. R ic h te r, Hans: 340. R ic h te r, Sviatoslav: 409, 487-8. R ile y , Terry: 284-5. En Do, 284-5. R ilk e , Rainer Maria: 199-201,204,208, 245. «Antología poética», 200-1. Rimsky-Korsakov, Nikolai: 158, 230, 529. Rivard, Lucien: 496-7. R o be rts, John: 343. Roberts, Ray: 11. R o c k e fe lle r, J.: 407. Rommel: 369. Rore, Cipriano: 23, 36. R o se n field , Paul: 128-9. R osenmann , Leonard:
Cobweb, partitura para, 428. Rossini, Gioacchino, 428.
572
Semiramide, 488. R o th s te in , Edward: 18. Roussel, Albert: 191. Roussel, Ken: 185. Rowe, Penny: 481. R ubinstein, Anton: 298, R ubinstein, Arthur: 350-3, 355-9.
«Mis muchos años», 359. R ubinstein, John: 359. R uggles, Carl: 255. R u s s e ll, Ted: 480.
Saint-Saëns, Camille: 55,298. Salas de conciertos: Avery Fisher Hall, 548. Carnegie Hall, 236, 452. Concertgebow, Amsterdam, 112, 408. Crystal Palace, 102. Festpielhaus (=Felsenpeitschule), Salzburgo, 401-2. Gran Ole Opry, Nashville, 336. Hochschuleftir Musik, Berlin, 489. Lincoln Center, 368. Manhattan Center, 337-40. Metropolitan, 453. Orchestra Hall, Chicago, 246. Philharmonic Hall, 408, 452. Phillips Gallery, Washington, 14. Royal Albert Hall, 408. Royal Festival Hall, 408. Severance Hall, Amsterdam, 408. Teatro Bolshoi, Town Hall, 236. S alin ge r, J. D.: 535. Sam uel H a ro ld : 527. S antay ana, George: 245,279, 399, 505. S arg e a n t, Winthrop: 105. S atie , Erik: 112, 375, 382, 522, 527. S c a r la t t i, Doménico: 31, 33-4, 360, 365, 433. Obras para teclado, 33-4. Sonatas, 33-4, 432.
S c o tt , John: 481. Scriabin, Alexander: 211, 213, 229-30,
446, 448, 465, 518. Obras para piano, 212. Poema del Éxtasis, 211, 348. Sonatas para piano, 211, 255. N.2 3, 212, 440, 446, 449. citado en, 31, 64,104, 194, 212, 255. ScHARWENKA, Xaver: Concierto para piano N.a 1 en Si be mol menor, 103. Scherchen, Hermann: 381, 389. Schickele, Peter: y P.D.Q. Bach, 515-8, 520. S chiller :
Oda a la alegría, 218. S ch in d ler, Alma: 113. Schlessemann, Hans Heinz: 280, 283. Schm idt, Franz: 105,112,191, 261. S chnabel, Artur: 109, 350, 489, 533-4. Schoenberg, Arnold: 143-90, 220, 241,
247, 249-52 , 263, 265, 267-9, 271-4, 285-7, 308, 327, 423-4, 441, 445, 532. B io g r a fía de S tu ck e n sch m id t, 184-90, 210. Boulez sobre, 263, 273-4, 285. Influencia, comparaciones y analo gías: con Berg, 164, 242, 247, 256, 265, 412. con Krenek, 182,190-1,241-2, 245. con Mahler, 146, 148, 158, 226, 345. con Strauss, 16, 119-22, 129-31, 143-8, 158, 162, 256, 520. Tratado de Armonía, 182. con Wagner, 107,146,181, 550. con Webern, 155, 164, 185, 187, 256, 265, 268, 271-2, 412, 473. Mann y Doctor Fausto, 186. Obras: Acompañamiento para una escena de una película, 167.
«La brigada de hierro», 185.
Cinco piezas para orquesta, Op. 16,163. Cinco piezas para piano, Op. 23,164. N.a 2, 164. N.2 5, 165. Conciertos: para Piano, Op. 42, 157, 161-2, 167-72, 189, 240, 252, 265-6. para Violín, Op. 36,157, 171,176, 190, 489. Cuartetos de Cuerda: N.2 1,164. N.2 2, Op. 10, 148-9, 151, 162-3, 249. N.2 3, 177, 190. N.2 4,190, 268. Das Buch des hängenden Gärten, 151, 163-4. Die Jakobsleiter, 153, 173. Erwartung, Op. 17,165, 256. Fantasía para Violín, Op. 47, 161, 167, 176, 251, 266, 367. Gurrelieder, 148, 151, 164, 181, 184, 188, 329. Kol Nidre, 156,167,176, 190. Lieders, 161-2, 257. Dos canciones, Op. 1, 162, 256. Cuatro canciones, Op. 2, 162. Seis canciones, Op. 3: «Warnung», 162. Ocho canciones, Op. 6,162. «Verlassen», 162. Obras para piano, 16-8, 256. Oda a Napoleón Bonaparte, 131,156, 167, 178,185, 251, 265-7, 271. Orquestación de la Fuga de «Santa Ana» (BWV 552), de Bach, 523. Pelleas und Melisande, 147-8, 151, 164, 412. Pierrot Lunaire, 107, 122, 308, 557. Quinteto de Viento, Op. 26, 166,177. Seis canciones, Op. 8, transcripción de Webern, 162, 256. Seis pequeñas piezas para piano, Op. 19, 152,163-4, 184, 256.
573
Sinfonías de cámara, 148, 164, 181. N.s 1,148.
N.s 2,175-6, 181-2. transcripción de Steuermann, 162. transcripción de Webern, 185,256. Suites: Op. 29,171, 423. Suite para piano, Op. 25, 166-7, 256, 309. Tres piezas para piano, Op. 11,151, 162-4, 249, 251.
N.a 1,163, 249, 256. N.a 2,151, 163. N.a 3, 163, 256. Trío de cuerda, 15 7,176 . Un superviviente de Varsovia, 185. Variaciones: para banda, 176. para órgano, 268. para orquesta, 177. Verklärte Nacht, 148,164, 268, 348,412. Von Heute a u f Morgen, 167. citado en, 13, 41,193, 210, 212, 226, 230,237-42,256-7,259,261-2,268, 348, 412. Schoenberg, Gertrud: 186,274, 344. Schoenberg, Jeanne: 275. Schoenberg, Nuria: 187. Schoenberg, Ronny: 100,131,187. Schroeder, Marianne: 474-5, 477-8. S ch ub ert, Franz: 528. Séptima Sinfonía, 310. Novena Sinfonía, 310. citado en, 307. Schumann, Clara: 110. Schumann, Robert: Cuarta Sinfonía, 110, 368, 550. «Mondnacht», 384. Música para piano, 368. Schumann-Heink, Ernestine: 384, S c h ü tz , Heinrich: 38. Schwann, 421. Schw arzkopf, Elisabeth: 380,382,416, 438, 551.
574
Schw eitzer, Albert: 52, 264, 370. S earle, Humphrey: 184, 189, 529-30. S e n n e tt, Mack: 539. Serkin, Rudolf: 534. Sessions, Roger: 157, 279. Seymour, Lynn: 487-8. Shakespeare, William: 348-9, Shames, Lawrence: 16. Sharp, Geoffrey: 279. Shaw, George Bernard: 24, 46. Shostakovich, Dimitri: 192, 227, 229.
Lady Macbeth de Mtsensk, 227, 229. Sinfonías, 192. Primera, 226. Séptima, 213. Novena, 310. Undécima, 470. Decimocuarta, 226. citado en, 212, 241. Sibelius, Homero: 506, 509-14. Sibelius, Jan: 138-42. Cisne de Tounela, 138. Concierto para violín, 138-9, 315. Finlandia, 278. Kyllikki, Op. 41,141-2. Luonnotar, 139. Obras para piano, 138-9, 552-3. «Träumerei», 553. «A un abeto», 553, Sinfonías: Cuarta, 140, 283. Quinta, 102, 140, 392-4, 399, 478, 532, 557. Sonatinas, Op, 67,139, 553. Tapióla, 376. Silverm an, John Graves: 500. Silverm an, Robert: 11. S ills , Beverly: 383. Simcoe, John Graves: 500. Simmons, Ernest: 223. S in a tra , Frank: 374. «It’s been a very good year», 374. S itsky, Larry: 279. Lem, 279.
Slump, Jan Pieterzoon van, 491-2. Smetana:
La novia vendida, 453. S o l t i , Georg: 111. Somers, Harry: 259. Casa de Atreus, 259.
Pasacalle y Fuga, 259. Sousa, 283.
«Barras y estrellas para siempre», 278. S ouste r, Tim: 279. S outham , Christobel: 508, 510. Southam , Harry: 508-10, 514. S po ht, Ludwig: 211, 452. S tad er , María: 383. S ta in e r, Sir John: 298. S ta lin , Joseph: 213, 215-7, 354. S ta m itz , Karl:
Sinfonías, 107. S tarr , Brenda: 508. S tein , Erwin: 423. S tein w ay : 42. Steuerm ann, Eduard:
Transcripción de la Sinfonía de Cá mara, Op. 9 de Schoenberg, 162. Stevens, Denis: 426. S te w a r t, John: 240, 245. S te w a r t, Slam: 278, 283. S to c k , Frederick: 533. S tockhausen, Karlheinz: 112, 117-8, 245, 281. y Boulez, 112, 275, 277. Stokow ski, Leopold: 17,63,102,112-3, 235, 240, 321-8, 335, 337-45, 347-50, 381, 388, 467, 470-1. como director: Orquesta de Filadelfia, 112, 330, 470-1. Orquesta Sinfónica Americana, 235, 333-4. Orquesta Sinfónica de Houston, 333. Discos, 330, 332-5. Beethoven, concierto. «Empera dor», con Gould, 333, 336, 338.
Entrevistas con Gould, 328-9, 331-2, 343-7. en Hollywood, 326. Paladín de la nueva música, 112, 213, 236, 240, 328. Transcripciones de Bach, 328, 526. S ton e , Kurt: 280. S to r r , Anthony: La dinámica de la creación, 541. S tow e, Harriet Beecher, 376. S trau ss, Richard: 60,115-37,140,191, 195,213,245,277,286,320,418,520, 551-2. Biografía de Del Mar, 116, 551. Influencia, comparaciones y analo gías: con Brahms, 117-9, 134-5, 552. con Bruckner, 117-8, 130-1, 277, 286. con Hindemith, 195, 210. con Mahler, 31,114, 253. con Mendelssohn, 118-9,125, 127, 129-30, 134, 550. con Schoenberg, 16, 119-22, 129-31,143-8,158,162,256,520. con Wagner, 118, 120, 129, 134-5, 286. Obras: Ariadne en Naxos, 122,129, 552. Así habló Zarathustra, 116,121. Burleske, 65, 257, 551. Capriccio, 123-4, 130, 382, 551-2. Cinco piezas, Op. 3, 550-1. Conciertos: para Oboe, 195, 551. para Trompa N.Q 1,118. Daphne, 134, 551-2. Don Juan, 134. Die Frau ohne Schatten, 122-4. Die Schweigsame Frau, 122. Ein Heldenleben, 115-6, 123,
408, 491. El burgués gentilhombre, 130,
257, 420, 551.
575
E l caballero de la rosa, 117, 122, 129, 552. Elektra, 117, 129. Friedenstag, 552. Lieder, acompañamiento, 162, 256. Macbeth, 129, 134. Metamorphosen, 118, 123, 131, 381, 551-2. Muerte y transfiguración, 134. Óperas, 117. Ophelia Lieder, 132, 256, 551. Poemas sinfónicos, 117,121. Serenata de Viento, 130. Sinfonías: Alpina, 552. Op. 12, 118. Sonata para Violín, 130. Stimmungshilder, Op. 9, 551. T ill Eulenspiegel, 60, 121, 195, 552. Verano indio, 277. citado en, 146, 158, 298,550. Stravinsky, Igor: 241, 274, 308, 398, 420-1, 437, 511. como director, grabando sus obras, 420. Influencia, comparaciones y analo gías: con Boulez, 117, 264, 274-5. con Craft, 193, 211-12, 245. sobre Krenek, 241. Obras: Conciertos: tras la guerra de París, 274. Concierto «Dumbarton Oaks», 327. E l pájaro de fuego, 230. La consagración de la primavera, 122, 230, 421. Perséphone, 190. Pulcinella, 230. Sinfonías: de los salmos, 190. en Do, 190, 230, 259.
576
citado en, 146,158, 281. S tre isand , Barbra: 341-2, 380-4.
como cantante de canciones clásicas, 383-4. Canciones: «A Child Is Born», 381. «He Touched Me», 381. «What About Today», 382. S tro d tm a n n , Adolf: 135. Stuckenschm idt, H. H.: sobre Blacher, 279. Schoenberg: su vida, su mundo y su obra, 184. S u lliv a n , 521. S u lliv a n , S ir A rthur: 298. Susskind, Walter: 233, 491, 495. Suzuki, Hidaro: 315. Sweelinck, Jan: 32, 145,194. Swieten, Baron Gottfried van: 327. Sw ingle Singers: 380, 527. S z e ll, George: 349, 408, 440, 444-5, 449, 453, 491, 515.
T a ft, Robert A.: 494. T a ft, W illiam H.: 494. T a llis , Thomas: 555. Taneyev, Sergei: 228-9, 236. Tanner, Albert: 512. Tchaikovsky, Peter Ilich: 129, 211-2,
225-6, 495, 523. Conciertos: para Piano N ß 1, 454. para Violín, 315. Sinfonía N.a 4, 495, 498. Telemann, Georg Philipp: 194, 487. Teshigahai, Hiroshi: 437. Thalberg: 512. Thomson: 17. Tidy, J.H.: 86. T o ls to y , Dimitri: 228. T o ls to y , León: 114,223-4. Resurrección, 114. Toscanini, Arturo: 327-8.
grabaciones en el Estudio 8H, 408. citado en, 213, 349, 522, 534. Tovey, Sir Donald Francis: 92, 141, 170, 529-30. T ris tä n : 305. T ris ta n o , Lennie: 376. Complejo en Sol menor, 376. Truman, Harry: 318. T udor, David: 282.
Ussachevsky, Vladimir: 526.
V alverde, José María: 204. V a lle e , Frank: 474-5, 477-8.
Kablunas y esquimales en el Keewatin, 477. V a lle e , Rudy: 334. V aughan W illiam s, Ralph: 191, 375. Sinfonía N.2 4,192. Verdi, Giuseppe: 479. Falstaff, 478. Nabucco (Obertura), 102. Réquiem, 454. Veblen, Thorstein: 363. V e rre t, Shirley: 101. Villa-Lobos, Heitor: Bachianas Brasileiras, 327. Vinogradova, Svetlana: 218. V ivaldi, Antonio: 127, 418, 515. V o nn e g ut, Kurt: Matadero cinco (libro y película), 397-8, 402, 535-8.
W agner, Cósima: 114. W agner, Richad: 29, 75,104,107,118,
130, 221, 247, 286, 296, 465, 550. Ciclo del «Anillo», 409. Influencia, comparaciones y analo gías: con Brahms, 134, 245. con Schoenberg, 107, 146, 181, 465.
con Strauss, 118, 120, 129, 134-5, 286. con Webern, 550. Obras: Idilio de Sigfrido
transcripción de Gould, 16-7. La Walkiria, 532. Los maestros cantores, 295.
Obertura de El holandés errante, 250. Obertura Rienzi, 470. Parsifal, 471. Preludios de los actos I y II de Lo hengrin, 102. Sonata para piano, 550. Transcripciones de Gould, 550. Tristán e Isolda, 416, 511, 539. Weseudonk Lieder, acompaña miento, 550. citado en, 29, 75, 104, 146, 210, 349. W a lte r , Bruno: 112, 425. W a lto n , W illiam : 191. W a r h o l, Andy: 488. W a t t s , André: 436-40, 449-50. W eber, Carl Maria von: 550. W ebern, Anton: 32, 191, 256, 265, 268-9, 271-2, 286-7, 365, 423, 487. Elegía sinfónica
de Krenek, como homenaje, 256. Influencia, comparaciones y analogías: con Berg, 412. con Boulez, 265, 271-2. con Hindemith, 191-2. con Mozart, 57-8, 64, 66. con Schoenberg, 155, 164, 185, 187, 256, 265, 268, 271-2, 412, 463, 473. Obras: Cinco Piezas para Orquesta, Op. 10, 557. Concierto para nueve instrumen tos, Op. 24, 65. Passacaglia para orquesta, Op. 1, 269.
577
Quinteto para Piano y Cuerda, 256, 268-70. Seis Bagatelas para Cuarteto de Cuerda Op. 9, 557. Transcripción de la Ricercata para seis voces de la Ofrenda musi cal de Bach, 526. Variaciones, Op. 27, 256, 360. citado en 191, 231, 306, 412. W e ill, Kurt: 191. W e in g a rtn e r, Felix: 327, 491. W einzweig, John, 259. Oda sinfónica, 495. Weissenberg, Alexis: 320, 380, 454. W e n tz , Brooke, 11 W erner-M ueller, Otto: 315. W ild h a c k , Montana: 536-7. W illa n , Healey: 259.
578
W o lf, Hugo: 114,118,162.
«Verschwiegnen Liebe», 384. W o lf f , Christian: 279, 282. W o lf it , Sir Donald: 375.
Y evtushenko, Yevgeny: 214. Young, Eugene: 481. Young, La Monte: 282.
La tortuga, sus sueños y viajes, 282. «Teatro de Música Eterna», 282. Ysaÿe, Eugène: 481.
Z ah nstocke r, Ludwig: 517. Z illig , Winfried: 412. Zossima, padre: 427.
BIBLIOGRAFÍA
Algunos artículos han sido publicados anteriormente por Canadian Magazine, H i fi/Stereo Review, Music Canada, The New Republic, Saturday Night y la Univer sidad de Cincinnati. Nuestro agradecimiento a las siguientes personas e instituciones por la autori zación para reproducir material publicado anteriormente: ABC Leisure Magazines, Inc. Los siguientes artículos de Glenn Gould son repro ducción de High Fidelity: «En búsqueda de Petula Clark», noviembre de 1967; «Un alegato a favor de Richard Strauss», marzo de 1962; «Los que vamos a ser descalificados te saludan», diciembre de 1966;«Streisand en el papel de Schwarz kopf», mayo de 1967; «Glenn Gould entrevista a Glenn Gould sobre Glenn Gould», febrero de 1974; «Las perspectivas de la grabación», abril de 1966; «La hierba es siempre más verde en los descartes», agosto de 1975; «¿Lamento de Liszt? ¿Baga tela de Beethoven? ¿o hijos de Rosemary?, diciembre de 1970; «El ermitaño con más experiencia de su país escoge la discografía para una isla desierta», junio de 1970, Los siguientes artículos de Glenn Gould son reproducción de Musical Am e rica: «Que se prohíba el aplauso», febrero de 1962; «Yehudi Menuhin», ¡diciembre de 1966; «Oh, Por el amor de Dios, Cynthia», abril de 1969; «La CBC, en el sen tido de la cámara», marzo de 1965; «Del tiempo y de los que lo marcan», agosto de 1965; «L’Espirit de jeunesse, et de corps, et d’art», diciembre de 1965; «La cuar ta de ives», julio de 1965. Con autorización del editor. Reservados todos los de rechos. Associated Music Publishers, Inc., Extractos de la Sonatina na 2 de Sibelius, © 1912 de Associated Music Publishers; Sonatina nQ 2 de Sibelius, © 1912 de As sociated Music Publishers; Sonatina para Piano ns 3 de Krenek, © 1945 de As sociated Music Publishers. Con autorización. Barger and Barclay. Extractos del Cuarteto de Cuerda de Glenn Gould. Publica do por Barger and Barclay. Reproducido con autorización de los editores.
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Belmont Music Publishers. Extractos de obras de Schoenberg: Sinfonía de Cá mara, Op. © 1922 de Universal Edition, © renovado en 1950; Tres Piezas para Piano, Op. 11, © 1910 de Universal Edition, © renovado en 1938 por Arnold Schoenberg; Seis Piezas para Piano, Op. 19, © 1913 de Universal Edition, © re novado en 1940 por Belmont Music Publishers; El libro del jardín colgante, © 1914 de Universal Edition, © renovado en 1941 por Arnold Schoenberg; Cinco Pie zas para Piano, Op. 23, © 1923, © renovado en 1951 por Wilhelm Hansen, dere chos enel Reino Unido administrados por Edition Wilhelm Hansen; Sinfonía de Cámara nfi 2, Op. 38, © 1952 de G. Schirmer, Inc.; Oda a Napoleon Bonaparte, © 1945 de G. Schirmer, Inc., © renovado en 1973 por Belmont Music Publishers, derechos en el Reino Unido administrados por G. Schirmer, Inc.; Concierto para Piano, Op. 42, © 1944 de G. Schirmer, Inc., © renovado en 1972 por Belmont M u sic Publishers, derechos en el Reino Unido administrados por G. Schirmer, Inc.; Fantasía, Op.'47, © 1952 de Henmar Press, Inc., derechos en el Reino Unido ad ministrados por C.F. Peters Corp. CBC Enterprises. Los editores desean expresar su agradecimiento a la Canadian Broadcasting Corporation por su colaboración y ayuda en el desarrollo de este proyecto. CBS Masterworks. Los editores desean agradecer a CBS Masterworks su cola boración. European American Music. Extractos de Das Marienleben (versión de 1924) de Hindemith, © B. Schott's Soehne, Mainz, 1924. © renovado en 1951. Reserva dos todos los derechos. Con autorización de European American Music Distribu tors Corporation, único agente en EE UU de B. Schott’s Soehne. Extractos de Das Marienleben (versión de 1948) de Hindemith. © de Schott & Co., Ltd., Lon dres, 1948. © renovado. Reservados todos los derechos. Con autorización de Eu ropean American Music Distributors Corporation, único agente en EE UU de Schott & Co., Ltd. Robert Forberg, Musikverlag. Extractos de Enoch Arden, de R. Strauss. Publi cado por Robert Forberg, Musikverlag. Con autorización. Heugel & Cié. Extractos de la Sonata para Piano nQ2, Op. 1, de Berg. Publicada por Heugel & Cié. Con autorización. Lienau Musikverlag, Berlín. Selección de compases de la Sonata para Piano, Op. 1, de Berg. Con autorización de Robert Lienau, Berlín. MCA Music y ATV (Londres). Extractos de «Downtown», letra y música de Tony Hatch, © 1964 de Welbeck Music Ltd., Londres, Inglaterra, único agente de ven ta de MCA Music, division de MCA, Inc., Nueva York, N.Y., para América del Norte, Central y del Sur; «My Love», letra y música de Tony Hatch, © 1965 de
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Welbeck Music Ltd., Londres, Inglaterra, único agente de venta Duchess Music Corporation (MCA), Nueva York, N.T., para EE UU y Canadá; «A Sign of the Ti mes», letra y música de Tony Hatch, © 1966 de Welbeck Music Ltd., Londres, Inglaterra; «Who Am I», letra y música de Tony Hatch y Jackie Trent, © 1966 de Welbeck Music Ltd., Londres, Inglaterra, agente de venta exclusivo Duchess Music Corporation (MCA), Nueva York, N.Y. Con autorización. Reservados to dos los derechos. Derechos fuera de América administrados por ATV (Londres). Music Associates of America. Extracto del Quinteto para Piano y Cuerda de An ton Webern, © 1962 de Boelke-Bomart, Inc. Reproducido con autorización. Music Sales Corporation. Introducción de Glenn Gould utilizada en E l clave bien temperado de Bach, Libro I, © 1972 de Amsco Music Publishing Company, divi sión de Music Sales Corporation, Nueva York. Reproducido con autorización. The New York Times. Extracto de «¿Debemos desenterrar a lo? románticos ra ros?», de Glenn Gould, 23 de noviembre de 1969. © 1969 de The New York Ti mes Company. Reproducido con autorización. Saturday Review. Extractos de «Strauss y el futuro electrónico», Saturday Re view, 30 de mayo de 1964, de Glenn Gould; «Bodky y Bach», Saturday Review, 26 de noviembre de 1960, de Glenn Gould. Reproducido con autorización del editores.
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