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ricardo Forster
La muerte del héroe Itinerarios críticos
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Cubierta: Gustavo Macri Forster, Ricardo La muerte del héroe: itinerarios críticos - 1ª ed.- Buenos Aires: Ariel, 2011. 344 pp.; 23x15 cm. ISBN 978-987-1496-11-2 1. Teoría Literaria. 2. Crítica Literaria. I. Título. CDD 801.95
1ª edición, 2011 Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.
© 2011, Ricardo Forster © 2011 de todas las ediciones en castellano, Editorial Paidós SAICF/Ariel Independencia 1682/1686, Buenos Aires – Argentina E-mail:
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Para Patty, por la felicidad de una vida amorosa y por lo que falta.
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Índice
Primera parte. Intervenciones críticas La artesanía de la sospecha: el ensayo como tradición crítica................ 13 La muerte del héroe................................................................................ 27 Segunda parte. Ensayos borgeanos Borges o los esplendores de un amor correspondido.............................. 59 Walter Benjamin y Jorge Luis Borges: la ciudad como escritura . y la pasión de la memoria.................................................................. 153 Buenos Aires: la escritura y la huella..................................................... 177 Tercera parte. Huellas biográficas Lecturas de infancia................................................................................ 191 La Biblioteca........................................................................................... 209 Un viaje, biográfico, cargando las maletas de la política y el arte.......... 227 Reportaje a orillas del río Aluminé......................................................... 243 Elogio de la amistad (a Nicolás Casullo)................................................ 257 Cuarta parte. Hermenéuticas Transmisión, tradición: entre el equívoco y la incomodidad.................. 265 La travesía del abismo: mesianismo y antinomismo.............................. 283 El desierto, la palabra y la imagen.......................................................... 307 Memoria y olvido: Derrida lee a Hermann Cohen.................................. 325
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Primera parte Intervenciones críticas
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La artesanía de la sospecha: el ensayo como tradición crítica
1 Alrededor de las escrituras, de sus diferencias, de sus proyectos no siempre convergentes, se ha planteado un debate a veces público y las más de las veces sordo en el campo de las humanidades y las ciencias sociales. Reclamos de rigurosidad y depuración estilística no han dejado de aparecer desde siempre en nuestros ámbitos, como si a través de esos gestos se estuvieran jugando posiciones fuertes, mundos teóricos capaces de erigirse en portadores de hegemonías científicas y académicas. Doblemente criticado por la tradición positivista y la del Gelehrte alemán, el género ensayístico quiso ser confinado a la periferia de los saberes serios, habitante apenas de un margen compartido por poetas y narradores o, en el mejor de los casos, constructor de un intervencionismo cultural digno de convertirse en objeto de estudio de aquellos que lo abordan, sabiendo destacar las diferencias entre dos mundos opuestos, que hacen del ensayo materia prima de escrituras investigativas que lo traicionan de lado a lado. Escritores de márgenes, pensadores inclasificables, poetas que se internan por regiones ajenas, viejos eruditos que al final de sus días, y en la calma de la jubilación, abandonan los lenguajes académicos para distraerse “sabiamente” utilizando los registros del ensayo. Lo cierto es que casi nunca, por decirlo con suavidad, la tradición del ensayo ocupó un lugar destacado y reconocido dentro de los claustros universitarios, como si lo persiguiera siempre un amateurismo nunca superado, ese tocar de oído que puede servir para la divulgación o el impacto intelectual sobre un amplio público, pero que nada o poco aporta a la genuina labor investigativa que elige seguir los caminos arduos de la seriedad y la autocontención estilística, destacando, por sobre todas las cosas, la imprescindible asepsia de la escritura frente al subjetivismo de la forma. Desde Nietzsche, por no decir desde Platón, sabemos que la
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forma es el contenido, que las palabras presentan el mundo de acuerdo a su sensibilidad; que la artesanía del lenguaje sustenta ideologías y prácticas, quehaceres académicos y aduanas disciplinarias. Pero también intuimos que las escrituras, los estilos de cada autor son mucho más que una mera cuestión formal, apenas una diferencia de criterio; vemos, en las escrituras y en sus particularidades, un involucramiento más profundo y decisivo con los mundos que se lanzan a explorar, involucramiento que encuentra en el estilo un núcleo esencial que define el contenido de los proyectos intelectuales y académicos. El ensayo ha sido, e intentaremos hacernos cargo de esta afirmación, el género de la modernidad. Desde Montaigne y Walter Benjamin hasta George Steiner y Jorge Luis Borges, esa ha sido la escritura que mejor ha representado una travesía histórica caracterizada por la continua tensión entre sus aspiraciones universalistas y la crisis que no ha dejado de martirizarla desde sus comienzos. El ensayo, en todo caso, se instaló en el ojo de la tormenta, no eludió la responsabilidad de interrogar por esos claroscuros de una cultura que había nacido para destituir, de una vez y para siempre, los dominios de la barbarie y de lo irracional. Escapando de las grandes narraciones que buscaron darle una explicación final a la marcha de la historia y al orden de la naturaleza, el ensayo habitó la hondura de la crisis sabiendo que allí era donde podría tomarle mejor el pulso a la época. Pero también supuso, en el inicio mismo de la aventura moderna, apenas girando el Renacimiento hacia las complejidades del Barroco, la apertura a una tradición a contrapelo de los discursos hegemónicos, aquellos que se desplegaban por el nuevo tiempo de la historia proclamando su dominio, construyendo, hacia atrás y hacia adelante, el relato de una marcha homogénea y lineal que venía a consolidar el grandioso edificio de la cultura moderna. El ensayo, en cambio, se convirtió en una artesanía de la sospecha, pacientemente fue girando alrededor de la pregunta como fuerza elemental desde la que situarse estratégicamente para pensar las fisuras de ese edificio que se presentaba tan sólido e indestructible. El ensayo, como género moderno, ha llevado, desde el inicio, la marca de la interrogación crítica, ha hecho suya la inquietud y la sospecha intentando colocar su indagación por fuera de los cánones establecidos y más allá de las gramáticas en uso. Entre la sospecha y la crítica, el ensayo abrió el juego de una modernidad ya no deudora de una única y excluyente visión del mundo, sino que se convirtió en la expresión de una escritura desfondada, abierta, multívoca y celosa amiga de la metáfora y compañera, en sus mejores momentos, de la intensidad poética. La escritura del ensayo es provisional, va tanteando el territorio por donde se desplaza, sabiendo que no existe rumbo fijo, camino seguro hacia
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la certeza.1 Ensayar, experimentar con extraños cruces, tensar de la cuerda sabiendo que puede romperse, mezclar lo que se rechaza entre sí, incursionar en el campo del enemigo, son algunos de los modos y de las estrategias del ensayo. Pero también lo es su radical fragilidad, la conciencia de sus límites y la presencia siempre amenazante de la equivocación. Dicho más crudamente: el ensayo siempre tiene una dimensión opaca y equívoca que le permite atravesar mundos conceptuales muchas veces opuestos, extrayendo de esa experiencia del umbral su componente más interesante y vital, su razón de ser. “Escribe ensayísticamente –señaló Max Bense– el que compone experimentando, el que vuelve y revuelve, interroga y palpa, examina, atraviesa su objeto con la reflexión, el que parte hacia él desde diversas vertientes y reúne en su mirada espiritual todo lo que ve y da palabra a todo lo que el objeto permite ver bajo las condiciones aceptadas y puestas al escribir.”2 Caminante de cornisas, el ensayista sabe de extravíos y de deslizamientos hacia zonas peligrosas. Claro que ese juego con lo extremo, ese tocar el fuego con riesgo a quemarse, no significa que su escritura sea expresión de diletantismo, apenas un juego irresponsable de quien no tiene nada mejor que hacer que manipular elementos inflamables sin hacerse cargo de los peligros que entraña. La tradición ensayística ha sido, desde sus lejanos inicios, una fuerte toma de partido, un impulso crítico y una profunda interrogación respecto a las condiciones de su propia época. Pero esa búsqueda experimental nació de las fisuras del discurso oficial, fue el resultado de la oscura tensión que desde sus comienzos atravesó el espíritu de la modernidad. Tal vez por eso el ensayo sea la escritura del sujeto moderno, manifestación de sus extraordinarias inquietudes y de sus soledades. Lejos de cualquier forma de autoconsuelo, el lenguaje provisional y crítico volvió sobre sus propios pasos, se encargó de hurgar en el interior de sus fantasmas, e impidió que la lógica expansiva de una subjetividad arrasadora se
1. En una notable reflexión sobre “El ensayo como forma”, Theodor Adorno ha insistido en esta profunda diferencia entre la comprensión “científica” y la ensayística: “Los ideales de limpieza y pureza, comunes a la filosofía orientada a valores de eternidad, a una ciencia internamente organizada a prueba de corrosión y golpes, y un arte intuitivo desprovisto de conceptos, son ideales que llevan visible la huella de un orden represivo. Se exige del espíritu un certificado de competencia administrativa, para que no rebase las líneas-límite culturalmente confirmadas de la cultura oficial. Y al hacerlo se propone que todo conocimiento pueda traducirse potencialmente en ciencia” (Theodor W. Adorno, “El ensayo como forma”, Manuel Sacristán [trad.], Pensamiento de los confines, nº 1 [segundo semestre], 1998). 2. Max Bense, “Über den Essay und seine Prosa”, Merkur, nº 3, 1947, cit. por T. W. Adorno, ob. cit.
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desplegara por la historia libre de cuestionamientos. El ensayo ha sido la escritura de la sombra, el revés de la luz racional, la fisura en el muro de la certeza cartesiana, la poética de la hegeliana “noche del mundo” o el intento de seguir tras las huellas huidizas del “mal radical” apenas pronunciado por Kant. Viaje hacia los confines de una época caracterizada como homogénea que, sin embargo, y a la luz crítica de ciertos pensadores del límite, nos devuelve sus opacidades, sus formas fantasmagóricas, sus extrañas pesadillas, sus insondables cavernas en las que naufraga su deber ser. El ensayo se detuvo pacientemente a indagar esas zonas turbias de un sujeto ya no solo deudor de saberes arrogantes e incuestionables, solidificados alrededor de una racionalidad inexpugnable, sino que emergía como insospechado deudor de sus propias oscuridades. En el desfondamiento de la conciencia moderna, en su crisis que la acompañó desde el afloramiento en el mundo, el ensayo encontró y encuentra su material, la excusa para una escritura destemplada y que no renuncia a la crítica como fuerza vital de la travesía del propio sujeto. Es por eso que desde Montaigne el ensayo no dejó de viajar hacia esas zonas de más allá del límite, se internó en esos territorios prohibidos y custodiados duramente por los gendarmes de la razón y la transparencia. Con Étienne de la Boitie, el amigo de ese maestro del inicio, la escritura se tensó hacia lo obturado por esa nueva y sorprendente máquina del poder nacida en el mismo amanecer de los tiempos modernos: el Estado. Étienne de la Boitie no dirigió su pregunta hacia la trama del poder, no buscó indagar por su funcionamiento (como sí lo hizo su genial contemporáneo, Maquiavelo), su interrogación dejó al desnudo la fragilidad del nuevo actor de época, el individuo, ese sujeto que parecía iniciar una marcha indetenible hacia el futuro, sacudió sus ilusiones y su arrogancia mostrándole que en el mismo comienzo de su travesía se escondía la marca imborrable del renunciamiento, el abandono de su libertad. Montaigne, sabio y escrupuloso contemplador de su vida y de la de los demás, fue un poco más allá y se interesó por el umbral infranqueable, por la última frontera que dejaba al desnudo la fútil arrogancia del hombre: la muerte. Entre la interrogación despiadada y desolada por la renuncia a la libertad que guió la genial intuición crepuscular de Étienne de la Boitie, y la presencia de la muerte como núcleo de todo genuino indagar por lo humano y sus límites de Montaigne, se despliega la tradición del ensayo. Tal vez por eso, por atreverse a penetrar en regiones inciertas o por no renunciar al riesgo de un pensar sin andadores, el ensayo quedó relegado de la “seriedad” académica, convirtiéndose, a los ojos de una gendarmería del conocimiento, en sospechoso, en expresión, apenas, de un ludismo del lenguaje que desviaba el verdadero eje de toda investigación seria y rigurosa. Dejado a poetas e intelectuales, el ensayo se despidió durante muchísimo
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tiempo de las universidades, desplegando sus búsquedas por regiones tan distantes de lo académico como pueden serlo la literatura, el periodismo de ideas, la intervención pública o la labor solitaria de pensadores que eligieron habitar los márgenes haciendo de sus escrituras una amalgama de ideas y vida, de intenciones y sensibilidad. Extraña paradoja la de una historia que terminó alimentando a las ciencias sociales de aquello mismo que había producido el ensayo en sus márgenes. Mientras que para quien cultiva el ensayo como estilo sigue siendo necesario e imprescindible su diálogo con y la apropiación de otras estilísticas (en particular las que pueblan los ámbitos académicos y las formalidades específicas de las monografías, pero también las que se desplazan por las calles del arte y la literatura), ese no parece ser el gesto de los dispositivos hoy dominantes en el mundo de la investigación científica. Apertura del sentido, rebasamiento de las fronteras ideológicas, gozosa manifestación del don misterioso de la metáfora como trinchera última desde la cual defendernos de la uniformidad mercantil, el ensayo ha sido, a lo largo de su deriva moderna, el género de la imprudencia, la manifestación de la locura del sujeto allí donde el imperio de la razón hizo lo imposible por ocultar su perturbador origen. Escritura de la locura y en ella, el ensayo conoce la indecencia y la pureza como momentos esenciales de cualquier viaje de aventuras; sobre todo ha logrado, para nosotros, difuminar las falaces fronteras que las buenas conciencias han intentado trazar como separación radical entre el bien y el mal. Escritura de la contaminación, el ensayo hunde sus raíces en el gesto del alquimista, de aquel que sabe que lo hermoso puede nacer de lo putrefacto, de lo sucio y que, recorriendo el camino inverso, lo más desencarnado, lo que yace en el barro, puede ser parido por lo más bello. Iluminación de lo oscuro que sabe que la luz es el revés de la sombra, que la búsqueda aparentemente pura del ideal esconde, aunque no lo sepa su cultor, la horrible manifestación del sufrimiento. En un ensayo de una belleza y una profundidad inigualables, Claudio Magris ha logrado plasmar lo impostergable de la fe literaria, la secreta persistencia, en su itinerario por la vida humana, de lo ineludible de la literatura como expresión de lo abierto que es, al mismo tiempo, lo secreto y esencial. Sin literatura, dice Magris, la existencia sería infinitamente más pobre, no porque ella nos transfiera continuamente hacia las regiones maravillosas de la imaginación, saltando por los límites de una realidad trivial, sino precisamente porque logra, sin abandonar nuestra cotidianidad, hacerla estallar en mil direcciones, quebrando las univalencias, las formas acabadas de lo verdadero, hasta hacer proliferar, como un juego único y misterioso, la plenitud desbordada de la realidad del mundo junto con la amplificación de la propia interioridad de los hombres. Quizás el ensayo encuentre su valor en su proxi-
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midad con la literatura, en ese mismo ejercicio que rebasa las fronteras de la realidad del mundo y de lo real en el sujeto, mostrando que lo evidente derrapa hacia zonas de inexplicada opacidad, y que lo indiscernible puede encontrar, por vía de un lenguaje iluminante, algo de claridad. Así como la literatura se desentiende de recetas al uso y de fórmulas consoladoras, el ensayo, en su experimentación de forma y contenido, también se distancia de palabras acabadas y de discursos compensadores. “Es la literatura –escribe sabiamente Claudio Magris– la que puede salvar esas pequeñas historias, iluminar la relación existente entre la verdad y la vida, entre el misterio y la cotidianidad, entre el individuo concreto y la Babel de la época.”3 Deudor gozoso de la literatura, él mismo literatura en sus mejores exponentes, el ensayo, a diferencia del tratado científico, hace de la indagación experimental, de la inquietante artesanía poética, de la sensibilidad literaria por las “pequeñas historias”, su punto de referencia, la brújula que lo orienta en el difícil viaje por las geografías de la modernidad. Como ha dicho bellamente Adorno, el “ensayo se propone buscar lo eterno en lo perecedero”.4 Retomando la crítica adorniana a lo que él llamaba las exigencias de certificaciones de competencia administrativa, es fundamental destacar que el gesto de cultivar el ensayo en el espacio universitario, e incluso hacerlo valer en esas zonas impregnadas por una legislación inmutable propia del formato de doctorado, constituye una política consciente, una defensa indispensable de bienes culturales amenazados por la maquinaria académica que todo lo aplana y lo vuelve homogéneo. La lógica productivista que hoy domina gran parte del espectro investigativo y la que suele determinar los proyectos aprobados por los nuevos gerenciadores del conocimiento, se contrapone rudamente a una escritura casi imposible de encasillar y de sintetizar, que se resiste a su matematización o a su codificación embrutecedora. En este sentido, y volveré sobre esta cuestión más adelante, el ensayo no es un simple gesto estético, que no es poco; supone, antes bien, una toma de partido, la insistencia en defender una tradición que por lo general ha habitado los márgenes de las instituciones y que se ha negado a plegarse a esas exigencias propias del mercado. No puedo dejar de insistir en algo que no parece ser obvio para gran parte de los que pueblan el mundo de las ciencias sociales: en la escritura se juegan proyectos, se dirimen perspectivas muchas veces opuestas, se evidencian legados y tradiciones guardadas en la memoria de esa misma escritura;
3. Claudio Magris, “¿Hay que expulsar a los poetas de la República?”, en Utopía y desencanto. Historias, esperanzas e ilusiones de la modernidad, J. A. González Sainz (trad.), Barcelona, Anagrama, 2001, p. 25. 4. T. W. Adorno, ob. cit.
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la forma, la certeza de ser portador de un estilo, es algo corporal, algo que penetra enteramente lo que decimos y lo que queremos decir, contaminando decididamente el producto de nuestros esfuerzos intelectuales. Si algo jamás es inocente es la escritura, en ella y a través de ella se perfila el mundo que deseamos habitar. Me propongo, en el próximo punto, hacer un desvío para mostrar de qué modo el lenguaje, sus usos, constituye el núcleo decisivo de la cultura, en donde se juega mucho más que una cuestión de gustos. A veces pensar en los extremos nos permite clarificar lo rutinario. 2 En un mordaz y durísimo ensayo, escrito hacia fines de los años cincuenta y en pleno milagro alemán, George Steiner declaraba sin ningún tipo de eufemismo la muerte del idioma de Goethe, Hölderlin, Nietzsche y Thomas Mann. Una doble muerte lo sepultó: primero el profundo e irreversible emponzoñamiento al que lo sometió el totalitarismo nacionalsocialista y, después, la degradación a través de su vulgarización mediática, su puesta a disposición del engranaje productivo-comunicacional de la sociedad de masas. Steiner sostenía, en aquel texto de extrema lucidez y anticipación, que el lenguaje no puede salir ileso de una rutinaria y sistemática práctica degradatoria; que hay una responsabilidad histórica que no puede ser negada, pasada por alto. El idioma nunca es inocente, y la lengua alemana “no fue inocente de los horrores del nazismo. Que Hitler, Goebbels y Himmler hablaran alemán no fue mera casualidad. El nazismo vino a encontrar en el idioma alemán exactamente lo que necesitaba para articular su salvajismo. Hitler escuchaba en su lengua vernácula la historia latente, la confusión y el trance hipnótico. Se zambulló acertadamente en la espesura del idioma, en el interior de aquellas zonas de tiniebla y algarabía que constituyen la infancia del habla articulada y que existieron antes de que las palabras maduraran bajo el tacto del intelecto. Oía en el idioma alemán otra música que la de Goethe, Heine y Mann; una cadencia áspera, una jerigonza mitad niebla y mitad obscenidad. Y en vez de alejarse con náusea y escepticismo, el pueblo alemán se hizo eco colectivo de la jacaranda de aquel sujeto. El idioma se convirtió en un bramido compensado por un millón de gargantas y botas implacables […]. Lo inefable fue hecho palabra una y otra vez durante doce años. Lo impensable fue escrito, clasificado y archivado”.5
5. George Steiner, “El milagro hueco”, en Lenguaje y silencio. Ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano, Barcelona, Gedisa, 1982, pp. 133-150.
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Un idioma puesto al servicio de lo infernal, de una maldad sin fronteras, que ha engendrado palabras de muerte y degradación. Sustraerse a esta responsabilidad, mirar hacia otro lado, supone reproducir aquellas mismas palabras que fueron utilizadas para exterminar a millones de seres humanos. Todo tiene un límite más allá del cual solo queda lo irreparable. El desvanecimiento de la memoria colectiva se convierte en el mecanismo que hace posible dejar atrás –bien enterrados– aquellos horrores que en una época de exaltación y muerte fueron vividos como algo natural y necesario. La tragedia no radica en la excepcionalidad, sino en la naturalización del mal. Thomas Mann, con su implacable lucidez, fue uno de los pocos que se hizo cargo del desbarrancamiento del idioma alemán; él sabía que solo en el exilio, viviendo una diáspora dolorosa y culpable, podía intentar salvar el idioma de su ruina final (sabiendo, de todos modos, que ninguna garantía se dibujaba sobre el horizonte). Cuando se alejó de su hogar, los “académicos” de la Universidad de Bonn lo privaron de su doctorado honorífico; como respuesta a ese agravio, Mann le escribió una carta al rector donde sostuvo que quien se servía del alemán para comunicar verdades o valores humanos no podía permanecer en el Reich de Hitler: “Grande es el misterio del lenguaje; la responsabilidad ante un idioma y su pureza es de cualidad simbólica y espiritual; responsabilidad que no lo es meramente en sentido estético. La responsabilidad ante el idioma es, en esencia, responsabilidad humana […] ¿Debe guardar silencio un escritor alemán, que es responsable del idioma porque lo usa cotidianamente, guardar absoluto silencio ante todos los males irreparables que se han cometido y se cometen día tras día, especialmente si ello tiene lugar en el propio país, contra el cuerpo físico, el alma y el espíritu, contra la justicia y la verdad, contra la humanidad y el individuo?”. La extraordinaria respuesta literaria de Thomas Mann sería su Doktor Faustus; allí, en esas páginas escritas durante su exilio americano, intentó hacerse cargo de esa relación extrema, siempre presente, entre Mefistófeles y el alma alemana. La lengua lo condujo por los pasadizos secretos de la belleza y el horror. 3 Mirar del otro lado de lo extremo constituye un ejercicio necesario, un modo pertinente de auscultamiento de la propia realidad. Lo oscuro, lo horroroso, está más integrado a la existencia cotidiana que lo que cualquier hombre sensato supone o quiere suponer. Hay muchas y variadas maneras de degradación de un idioma (que es lo mismo que decir de degradación
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de una comunidad de hablantes). Una, quizás la más terrible, es convertirlo en una lengua de la muerte, en una nueva sintaxis capaz de hacer pasar por normal lo espantoso, lo inhumano. Pero también existen otras prácticas degradatorias, otras metamorfosis que van secando el lenguaje, que lo van convirtiendo en ruido siniestro, pero cuyo sonido se vuelve ordinario. “Los idiomas –sostiene Steiner– son organismos vivos. Infinitamente complejos, pero organismos a fin de cuentas. Contienen cierta fuerza vital, cierto poder de absorción y desarrollo. También pueden experimentar la decadencia y la muerte.” El lenguaje que configura el pensamiento, que le ha abierto el mundo al hombre, también puede servir para embrutecerlo. El engranaje mágico de las palabras esconde potencialidades divergentes, es poseedor de un fondo cuya profundidad se nos escapa. Entre el amor y la muerte, entre la felicidad y el sufrimiento, las palabras de los seres humanos van desplegando su misterio, tejiendo a veces un texto de esperanza para, en el interior mismo de esa labor, terminar por darle cabida al lenguaje de lo siniestro y de la barbarie. Lo horroroso no radica en el descubrimiento del mal que cobija el idioma, lo verdaderamente pesadillezco es percibir detrás de aquellas palabras que supuestamente vehiculizaban el bien toda la carga de la violencia civilizada. Pero señalaba antes que para Steiner una doble muerte sepultó al idioma alemán. La primera fue su conversión en la jerga tenebrosa del nazismo. La segunda, su puesta a disposición del “milagro” económico y tecnológico alemán, su reducción a mero apéndice del despliegue capitalista. El idioma plegó su espesura significante, desdibujó su potencia metafórica, y fue triturado sistemáticamente por los nuevos medios de comunicación de masas que se hicieron cargo de la difusión generalizada de la lógica del mercado, de los dispositivos económico-tecnológicos que hoy atraviesan de lado a lado el planeta. El lenguaje fue “obligado” a entrar en una dimensión que le había sido ajena, sus perfiles fueron transformados a partir de las necesidades emanadas de los nuevos creadores de “realidad”. Una irreversible barbarie colonizó el idioma; una brutal homogeneización empobreció el habla de los hombres. Y en este punto la crítica de Steiner se hace universal, pues ya no se puede hablar solamente del alemán, sino que hay que incluir el lenguaje en general, el de ellos y el nuestro, dentro de este proceso de vaciamiento cuyo eje vertebral son los medios de comunicación. “Cada mañana –escribe Walter Benjamin– se nos informa sobre las novedades de toda la Tierra. Y sin embargo somos notablemente pobres en historias extraordinarias. Ello proviene de que ya no se distribuye ninguna novedad sin acompañarla con explicaciones. Con otras palabras, ya casi nada de lo que acaece conviene a la narración, sino que todo es propio de una información.” Saturados de “información”, los hombres han ido perdiendo la capa-
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cidad para comprender, han olvidado el sentido de las palabras y han sido despojados de “lo extraordinario” para ser introducidos en el lenguaje de la banalización generalizada. “Una pobreza del todo nueva ha caído sobre el hombre al tiempo que ese enorme desarrollo de la técnica […]. Nos hemos hecho pobres. Hemos ido entregando –continúa Benjamin– una porción tras otra de la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeño por cien veces menos de su valor para que nos adelanten la pequeña moneda de lo ‘actual’”.6 Este es el síntoma de nuestro tiempo, el espantoso reconocimiento de que nuestras lenguas pueden ser, y de hecho han sido, doblemente envilecidas: por el totalitarismo político que convierte a las palabras en un instrumento para la muerte y, desde el “otro lado” de la modernidad civilizadora, por la degradación mediática del lenguaje, por su lavaje y empobrecimiento sistemáticos. Actualmente nos movemos en el vacío de esta doble destructividad. Las palabras que utilizamos han perdido su sentido, las ha ganado un proceso casi irreversible de abstracción y, allí donde cayeron en manos de los medios de comunicación, no lograron escapar a su vulgarización. La lengua que hablamos se empobrece cada día más y su nivel de comunicabilidad resulta por demás sospechoso. En el interior de la sociedad de masas, metido en las redes de la información, el individuo es dicho por un lenguaje que manipula su vida y sus ideas; sus palabras ya no le pertenecen, se le han alejado y la jerga en la que se expresa delimita no solo el empobrecimiento de su cultura, sino también el silenciamiento del mundo como realidad vital y compleja. Mientras que el totalitarismo político hace de la lengua un instrumento de dominación y exclusión, la irrupción de la sociedad computarizada convierte el lenguaje en un sucedáneo cada vez más vacío del lenguaje artificial de las máquinas. Un nuevo y feroz pragmatismo ha transformado no solo la vida social y productiva, sino que se ha atrincherado en el lenguaje para despotenciar sus aspectos críticos e imaginativos en función de su manipulación serial y abstractiva. 4 Colocados en esta realidad donde la lógica del mercado y el pragmatismo de la funcionalidad y la eficiencia determinan los valores de nuestras sociedades, cabría preguntarnos qué ocurre con los intelectuales, especial-
6. Walter Benjamin, “Experiencia y pobreza”, en Discursos interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1973, p. 168.
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mente aquellos que se dedican a la investigación social o política, aquellos que provienen del mundo de las ciencias sociales. ¿Hasta qué punto se han hecho cargo de este proceso de vaciamiento del lenguaje o han sospechado de estas nuevas discursividades que amparan su credibilidad en el triunfo planetario de la razón instrumental? Del mismo modo que Steiner sostenía la responsabilidad del idioma alemán en el advenimiento y consolidación del nazismo, a mí me interesaría discutir hasta qué punto también hay un plegamiento del lenguaje de los intelectuales a la nueva lógica del mercado; hasta dónde en nuestros institutos de investigación y en nuestras universidades se ha ido operando el mismo vaciamiento de las palabras. ¿Podemos, acaso, extender al mundo académico, el de los congresos y los papers, la sospecha de una caída de la lengua en la barbarie y el empobrecimiento cultural? O, por el contrario, ¿es posible pensar que frente al avance de los medios de comunicación los intelectuales se han ido atrincherando para defender las últimas posiciones del espíritu? ¿Estamos ante una durísima batalla, o ante una aceptación generalizada de las normas impuestas por las necesidades de la funcionalidad productiva? ¿Les preocupa a los escritores de informes, a los diseñadores de encuestas, el nivel de degradación que la sociedad computarizada le está imponiendo al lenguaje? ¿Se detienen los cientistas sociales ante el simple dato de la banalidad en la que han entrado la mayoría de los discursos, o, acaso, perciben el alto nivel de vocinglería que hoy atraviesa a los institutos de investigación? ¿Hasta qué punto la compartimentación de los saberes que conduce a una especialización autorreferencial no determina, a su vez, la constitución de lenguajes técnicos incomunicables entre sí? En los institutos de investigación se ha ido imponiendo cada vez más el prototipo del paper vomitado por las computadoras, convertido en el ejemplo más cabal de un lenguaje pasteurizado, carente de vuelo creativo e indisimuladamente repetitivo. Lo que se busca es la supuesta eficiencia del lenguaje en términos de aceptación por parte del mercado científico-financiero. En este proceso de reformulación, que tiene en el procesador de textos su apoyatura técnica, el lenguaje de los cientistas sociales (una denominación horrible que les cae como anillo al dedo) ha ido desprendiéndose de su espesura crítica y de su polisemia expresiva. La búsqueda de un idioma “común”, liberado de sus lastres localistas, de sus complejidades metafóricas y de los registros siempre polisémicos de la memoria, supone un nuevo ritual donde el sacrificado es el lenguaje culto. No sería arriesgado afirmar que esa otra muerte de la que nos hablaba Steiner también se opera, y de un modo sistemático, en el espacio de las ciencias sociales. Un nuevo Esperanto, con mucho de inglés comercial, se ha convertido en la gran utopía del ejército de sociólogos, politólogos,
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economistas, comunicólogos, y su mejor producto, el paper, hoy emerge como la carta de presentación de esta utopía lingüístico-comunicacional. El silencio de las ideas ha sido llenado por el ruido de este nuevo idioma universal. “El mundo de las palabras se ha encogido.” La secularización operada en el universo del lenguaje desde el siglo XVII, su dependencia cada vez mayor de otros ámbitos, como pueden ser los lenguajes de las matemáticas o de la lógica simbólica, ha invadido a la propia lengua de los hombres como vehículo de comunicación integral con el mundo, tanto de lo real como de lo imaginario. “Si el cálculo de McKnight es fidedigno […], el 50 por ciento del habla coloquial en Inglaterra y los Estados Unidos comprende solo treinta y cuatro palabras básicas; y los medios contemporáneos de información de masas, para ser entendidos en todas partes, han reducido el inglés a una condición semianalfabeta.” Y el mundo de los intelectuales no ha permanecido al margen de este proceso de mutilación del lenguaje; especialmente cuando ha optado por la mimetización con los lenguajes de las ciencias físico-matemáticas o se ha plegado a las exigencias de la industria cultural. Los semianalfabetos se encuentran hasta en los lugares más sorprendentes; hoy pueblan las universidades, los salones literarios, los institutos de investigación, los hogares de la clase media, los partidos políticos, y todos amparados por el lenguaje universal de masas, que ha sabido llevar a sus límites más brutales ese proceso de encogimiento de las palabras generado por el proyecto civilizatorio de la racionalidad moderna. 5 La precariedad de aquellos que se resisten a este vaciamiento es innegable. Pero esto no supone un abandono de las posiciones y la aceptación pasiva del enmudecimiento de las palabras. Significa, antes bien, un desafío a contrapelo de lo que hoy predomina. Implica también cierta terquedad por volver a reconstituir los hilos perdidos de la memoria del lenguaje; supone también la necesidad imperiosa de cruzar los caminos, de mezclar los distintos lenguajes en la perspectiva de un nuevo ecumenismo de las palabras que sea capaz de entrelazar, en el interior experimental del ensayo, las diferentes escrituras. Quizás por eso sea hoy el ensayo un campo de resistencia apropiado, un punto de fuga que no se deja homogeneizar. Porque el ensayo configura un territorio donde el conflicto no es eliminado, donde es posible atravesar la espesura del mundo echando mano al lenguaje de un poeta o a la escritura de un filósofo. Frente a la rigidez computarizada del paper, el ensayo reconoce su precariedad, sus búsquedas irresueltas,
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sus perplejidades. En todo caso, es otra la lógica que define al ensayo; una lógica de la sospecha frente a los saberes constituidos; una lógica de la experimentación que deja que las ideas emerjan a la vida sin un acabamiento absoluto; una lógica que reconoce la espesura de las palabras, que se preocupa por encontrar los puntos de cruce de sensibilidades diferentes y que supone que no hay incompatibilidad entre el lenguaje del arte, el de la ciencia y el de la vida. Búsqueda, entonces, de una escritura que se resista a la barbarie que no solo se expande desde los medios de comunicación, sino que también encuentra espacios crecientes entre los “formadores de opinión” y los vendedores de cultura enlatada. “Las palabras –ha escrito Arthur Adamov–, esas guardianas del sentido, no son inmortales, no son invulnerables […]. Algunas quizás sobrevivan, otras son incurables […]. Agotadas, roídas, manchadas, las palabras se han vuelto esqueletos de palabras, palabras fantasmas; todos rumian y sin convicción eructan sus sonidos entre dientes.” El horror del futuro es el silencio de las palabras del hombre y su reemplazo por una jerigonza tecnologizada que hoy ya podemos vislumbrar a nuestro alrededor. Nuestra utopía, sostenida en la escritura del ensayo, apuesta por la supervivencia del lenguaje en medio de su absoluta banalización. Tal vez sea en nuestras universidades donde el riesgo sea mayor, ya que allí suele negarse el progresivo deterioro de las escrituras refugiadas en los informes de investigación o en los papers pasteurizados que suelen carecer de toda originalidad, verdaderos documentos de una globalización académica que se ha especializado en la producción intensiva de esos productos normativizados que pueden ser leídos de la misma manera en cualquier rincón del planeta sin saber, quizás, su origen. Es ese vaciamiento de las palabras el centro de un desafío impostergable, el núcleo de una tendencia cada día más hegemónica que está asolando las escrituras de aquellos que debieran reflexionar sobre las consecuencias de este progresivo despliegue de una información ahuecada cuya multiplicación infinita es proporcional al enmudecimiento crítico.
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1 El héroe1 ha muerto; la historia se descompone en millones de fragmentos que lejos de armar un rompecabezas, lo único que evidencian es el caos de una realidad estallada, de una temporalidad que gira alocadamente sin ningún horizonte de sentido ni ninguna posibilidad de orientación. La época de los grandes relatos se dibuja desde una lejanía inalcanzable, apenas como un trazo descompuesto de una travesía humana cargada de quimeras monstruosas, de escrituras cristalizadas como barbarie e irracionalidad. Des-orientados, fuera de los relatos cobijadores, des-cubiertos de trascendentalismos sagrados o seculares, los seres humanos se corren de una historia sin centro que creyó estar en el centro, escapan a los reclamos de un destino inexorable fijado en la interioridad de sus corazones por el mandato descomunal del deber ser. Sin ejemplos absolutos, sin vidas ejemplares, aliviados de padres omnipotentes, la pequeña humanidad de nuestros días sin historia regresa sobre su cotidianidad, se afinca en sus acciones in-trascendentes, en las filigranas insustanciales de una vida desprovista de intensidades trágicas pero aliviada de dolores insoportables, de reclamos morales inalcanzables para mortales que solo desean el sosiego de la repetición, la paz insulsa de lo esperado, de aquello que alejado de
1. Utilizo aquí el concepto de héroe desde una perspectiva abarcadora, que incluye tanto a la personalidad única como al colectivo social, tratando, precisamente, de expandir su significación por fuera de los límites del dominio individual o del gran personaje, destacando la posibilidad de referirme en esos términos también cuando hago alusión a un movimiento social. El héroe, en todo caso, será aquel que intente hacer corresponder ideas, valores y acción.
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todo sacrificio sirve para transitar por la senda cuyo trazo escapa a toda interrupción nacida de voluntades sin voluntad. Aliviados del peso de una historia hinchada de sufrimientos e injusticias, los humanos de un tiempo en el que ya no parece interesar la interrogación por las consecuencias de nuestras acciones, simplemente exigen de los historiadores que les relaten las peripecias de una historia sumergida para siempre en el pasado remoto, o, mejor aún, exigen de ellos una nueva escritura de esa historia que eleve al sitial del honor máximo ya no a héroes e ideales, sino a las insignificantes aventuras de los sin rostro, de los fantasmales habitantes de una cotidianidad olvidada por las grandes gestas de la travesía histórica.2 Cansados de las mayúsculas, desinteresados de gestas cuyo sentido se les escapan o que ocupan un lugar más esplendoroso en la industria del espectáculo, los habitantes de este siglo que se inicia no desean otra cosa que vivir sus vidas sin inquietudes, sin corrosiones espirituales ni reclamos morales que vayan más allá de la indignación altruista que encuentra su compensación en la caridad. Hasta aquí los discursos de una posmodernidad cuya impronta ha sido la de identificarse con los vientos de la época, con las líneas maestras de un dispositivo montado sobre el gran renunciamiento, festejo impúdico del fin de una historia arribada al puerto de la vida muerta, del tiempo clausurado, de las promesas reventadas en medio de la banalidad y la insignificancia de una sociedad abrumadoramente agolpada en la cárcel de un presente eterno, de un tiempo anclado en sí mismo y desprovisto de cualquier referencia que no remita a su propia realidad. Y los relatos de los pensadores profesionales, de los historiadores académicos, de los estetas de lo fugaz, de los periodistas destripadores de cadáveres, no han hecho otra cosa que amoldarse a las exigencias de un sistema que, más allá de estallidos y descomposiciones, de fracturas del sentido y de errancias planetarias, siguió y sigue su curso dejando, tras de sí y alrededor suyo, el polvo de los sin nombre, el olvido de toda memoria que solo puede emerger allí donde alguien la reclama desde algún sentido perdido, postergado, añorado, soñado, quebrado o derrotado. Escribo “sentido” sabiendo la prohibición que pesa sobre esta palabra, reco2. Lo que en un principio significó un saldo de cuentas crítico respecto a una interpretación del pasado determinada por el monumentalismo, un agudo rechazo de un relato histórico hegemonizado por la mitificación del gran héroe o exclusivamente centrado en los avatares de los poderosos, terminó siendo un desplazamiento ya no hacia el rescate de los vencidos, sino hacia una profunda y esencial desactivación de la historia como escenario de potencialidades transformadoras. Lo que finalmente acabó por imponerse fue una historia del cotilleo, una prolífica escritura más atenta a las menudencias de las biografías privadas que a los acontecimientos de un pasado insignificante y ausente.
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nociendo que los últimos veinte años trabajaron infatigablemente contra su persistencia. Vuelvo a una escritura que desconfía del texto sin texto, del margen del margen, de la glosa de la glosa, de la interpretación sin finalidad alguna, que solo ve el vacío de una pluma fantasmal que se desliza por una página en blanco sin que el blanco de la página remita a nada, solo al vacío de sí misma, a la carencia de todo fundamento. Salvar un pensamiento de los márgenes significa, entre otras cosas, impedir que el margen se vuelva ausencia y que la memoria sea apenas una estética cuya historicidad no radica en ninguna parte. Como si el reencuentro con la saga quebrada de los vencidos no fuera otra cosa que el gesto literario, individual y arbitrario del escritor, del artesano de palabras que, en última instancia, no remiten sino a sí mismas, esperando, apenas, la voz cómplice del crítico, el momento del reclamo académico a partir del cual adquiere su legitimidad y será minuciosamente indagado como el lugar único y último de una escritura apropiadora de una voz cuya presencia se vuelve ausencia en el preciso instante en que es procesada por el dispositivo de la des-significación. Despojados de ideales, abrumados por un desplazamiento anárquico del tiempo histórico que ya no responde a ninguna orientación prefijada, bloqueados en el interior de una existencia privada desprovista de vínculos sólidos con el afuera, los individuos de la época se resisten a comprender el decurso de las cosas desde otra sensibilidad que no sea la que ha tomado posesión de sus vidas y que literalmente deshilacha el tejido de la memoria, volviéndolo claustrofóbica experiencia del presente. Al ausentarse el relato de una historia que nos devolvía las complejas peripecias de seres humanos atravesados por el deseo de la transformación, activos agentes del cruce entre escrituras, ideales y acciones, lo que ocupa la escena contemporánea es la minuciosa reconstrucción de los infinitos actos individuales, de todas aquellas formas, que olvidadas o silenciadas por la historia de las voluntades transformadoras, se toman revancha e invaden las últimas teorías festejantes del fin de las grandes narraciones. Quiero decir lo siguiente: la tragedia de la historia ha sido reemplazada por la enumeración extenuante de las pequeñas cosas de la vida, aquellas que difícilmente hayan tenido o puedan tener alguna relación con los gestos de la voluntad transformadora o simplemente con las quimeras de una subjetividad en contradicción con el orden de la dominación. Ahuyentada toda rebeldía, copada la plaza del discurso crítico por los medios de comunicación de masas, lo que emerge es un ejercicio que retrospectivamente coloniza el pasado con aquello que hoy constituye nuestra devastada experiencia. Leemos lo que ha acontecido, nos aproximamos a la tragedia de la historia, desprovistos de sensibilidad y exclusivamente alimentados por las percepciones de una época sin intensidades. Todavía más: el viaje estetizante hacia los rincones insospechados
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de las invisibles historias de lo cotidiano, ese periplo de turismo por el tiempo que nos devuelve, multiplicada mil veces, las imágenes de seres casi idénticos a nosotros mismos y que, como si nada ocurriera a su alrededor, viven vidas comunes, desprovistas de cualquier otra heroicidad que no sea la de reiterarse en lo que día tras día constituye su horizonte de normalidad. El efecto es de lo más interesante y, con disculpas de la palabra, ideológico. Contrastando con las pavorosas escenas de una historia taladrada a fuerza de grandes acciones y grandes discursos que, en última instancia, no han llevado, pese a sus intencionalidades utópicas, a otro sitio que a la destrucción; las escenas de la cotidianidad, los innumerables relatos de la vida familiar, del amor, de los detalles de existencias banales, comunes, humanas por insignificantes desde la dogmática visión de los grandes ideales, desplazan aquellas historias que se han vuelto inexplicables e ininteligibles para los actuales hombres y mujeres.3 Abroquelados en su privacidad, encapsulados en su intimidad que, aunque no lo sospechen, es igual a la de otros millones de seres que pueblan el planeta, los actuales habitantes de este tiempo sin historia prefieren la acogedora presencia de lo semejante, de aquello que no cuestiona su inercia, su pesadez de sujetos de la repetición. Concluida la historia, retirado el héroe de escena por anacrónico e inútil, lo que queda, cuando los ideales se han mudado hacia el país de nunca jamás, es la visita guiada al museo del pasado perdido o la contemplación catártica de imágenes producidas en la industria del espectáculo que remiten a una época acontecida de una vez y para siempre. Una lógica de la representación que se vuelve cómplice de la deriva por el páramo de la insignificancia convertida en consumación no solo de la travesía de una generación extraviada, sino punto culminante de aquello que viniendo de la historia concluye con la historia para catapultarse al tiempo de lo post. Fuera del sentido, si alguna vez lo hubo, lo que queda es representarse el 3. Leída retrospectivamente, la historia abierta por la Revolución francesa puede ser reducida a un montón de escombros que, como diría Benjamin, se elevan hasta el cielo sin que el ángel pueda regresar al pasado para redimir a las víctimas. Pero, y creo que es de suma importancia hacer esta diferenciación, la historia que ha concluido en catástrofe no puede vaciar, de un solo golpe, los sueños, los sufrimientos y las gestas de generaciones de explotados, convirtiendo sus luchas en meros apéndices de la barbarie política que asoló el siglo XX. El fracaso del socialismo, su caída en el horror concentracionario o en la estupidez burocrática, constituye una tragedia en el itinerario de las masas oprimidas, una postergación, quizás por varias generaciones, de los ideales igualitarios, pero no debe consumar otra derrota quizás más grave y definitiva: la de la memoria histórica de los vencidos que no puede ser arrastrada por la caída de aquellos sistemas político-sociales que habían nacido para liberar a los seres humanos de las cadenas de la opresión y no hicieron otra cosa que construir otras más duras y dolorosas.
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pasado desde una diversidad de miradas que cruzan lo estético, lo académico y lo museológico sin otra intencionalidad que la de una construcción despojada de cualquier otra aspiración que la cita erudita, el gesto nostálgico del cine o la exposición momificada. Este fuera de la historia, esta fuga de un tiempo de urgencias y quimeras transformadoras, ha producido una extraña paradoja: los héroes de esa antigüedad acaban volviéndose figuras míticas reconstruidas en el interior de la industria del espectáculo en el mismo momento en que su presencia real queda radicalmente obturada. Ausencia de una memoria que sostenga el hilo, aunque delgado, de la continuidad en el tiempo de aquellas experiencias que literalmente solo vuelven a cobrar presencia en el viaje estetizante del cine o la literatura, pero que ya nada le dicen a nuestras existencias concretas. El héroe ha quedado del otro lado de la historia, o, sería mejor decir, el héroe, al desaparecer de escena y al volverse mera representación espectacular, viene a expresar el fin de la historia entendida como potencialidad y acción. Cuando algunas décadas atrás se iniciaba la ofensiva contra los grandes relatos y se decretaba, a poco de recorrer el camino de las nuevas concepciones, su adiós definitivo, lo que en realidad se estaba desmoronando a un ritmo que no imaginábamos tan veloz era la propia trama de la historia, la posibilidad misma de seguir identificando nuestras vidas como deudoras de una temporalidad trascendente, como integradas a un escenario atravesado por la lógica del sentido. La demolición de aquellas venerables escrituras que articularon la correspondencia entre lo individual y lo social, entre lo particular y lo universal, entre lo privado y lo público, nos dejó ausentes de nosotros mismos, solos frente a nuestros vacíos y a nuestras insignificancias, preguntándonos cómo se constituye una vida cuando se ha clausurado toda trascendencia, cuando ningún dios queda como depositario de alguna esperanza por más débil y flaca que pueda ser.4 O tal vez el dios contemporáneo, dios del mercado y el dinero, no represente otra cosa que la quimera de una instantaneidad eternizada, una inmanencia absoluta deudora solo de sí misma. Quien vive instalado en el puro presente, quien hace del instante 4. No resulta ocioso recordar que el desbarrancamiento de los grandes relatos no debe ocultar las tragedias de sus diversas consumaciones en el pasado reciente. No se trata de nostalgia por esas cristalizaciones que precipitaron el estallido de los ideales revolucionarios; se trata, por el contrario, de impedir que el naufragio se lleve de una vez y para siempre la memoria histórica. Aquellas voces que solo se alzan para recordar, una y otra vez, de qué modo esos relatos culminaron en horrorosos sistemas políticos de opresión –dejando a un lado, por insignificantes, los incontables combates de los explotados contra la injusticia– confluyen, aunque no lo digan, en la narración histórica de los vencedores de ayer y de hoy.
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la referencia última de lo verdadero, está incapacitado para representarse otra perspectiva de la vida que no sea la que instituye su propia y asfixiante cotidianidad. El triunfo póstumo de Narciso caracteriza el autismo de los habitantes de la posmodernidad. No se trata de esculpir un monumento a aquella figura del héroe moderno, como si efectivamente su paso por la historia hubiera sido el máximo ejemplo de una humanidad entrañable cuya ausencia pesa como el plomo sobre todos nosotros, los huérfanos, que vagamos sin rumbo ni destino. El héroe fue el producto también de una historia impiadosa, sus acciones estuvieron saturadas de resultados arrasadores, sus sueños redencionales acabaron en horribles pesadillas que, lejos de permanecer en el registro de lo imaginario o de lo fantasmagórico, tomaron posesión de la escena histórica y contribuyeron a destituir la esperanza nacida de los grandes ideales, postergándola para otra lejana época del mundo. El héroe, y esta quizás sea la nota de su propia tragedia, al consumar su destino no hizo más que acelerar el tiempo de su enmudecimiento, acelerando su salida de la historia. Al reaccionar contra esa imagen forjada en los talleres de una modernidad henchida de propuestas transformadoras, lo que resuena es, precisamente, la revancha ante el abandono de escena, el repudio encubierto del huérfano ante un padre ausente que lo dejó desamparado. El héroe, su crepúsculo, representa la otra cara de su terrible triunfo, la realización perversa de aquellos ideales que febrilmente abrazaron la conciencia de una humanidad que, abandonada de sus antiguos dioses, salió a la búsqueda de quienes pudieran reemplazarlos. Los dioses ya no regresaron, pero el tiempo del mundo se convirtió, como producto de esa búsqueda frenética, en la entrada a una nueva civilización caracterizada por el arrasamiento de todo aquello que no remitiese a sí misma, deudora únicamente de la ferocidad transformadora del hombre de la técnica.5 El héroe de la modernidad intentó una tarea imposible: sustituir a Dios llenando con su acción transformadora el vacío dejado por su ausencia. No supo o no quiso saber que ese reemplazo estaba, desde un comienzo, envenenado, es decir, que desamarrados los hombres de los lazos divinos, liberadas sus conciencias de las restricciones religiosas y sometido el límite
5. Más allá de la caracterización nietzscheana de nuestro tiempo como una época nihilista, se impone destacar la distancia entre el hombre de la técnica, ciego en su marcha transformadora de sociedad y naturaleza, y la fracasada intención del héroe moderno que intentaba llenar de contenidos su acción sobre el mundo. Si bien la época del nihilismo abarca a uno y a otro, es necesario profundizar en lo que significa la ruptura de esa relación, la nueva época del mundo como determinada, ahora sí, por una escisión que parece insuperable.
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del tiempo a la ilimitada aventura secular, lo que se abría delante de sí no era solamente la promesa de la realización plena de los ideales, sino, más grave y oscuro, su terrible perversión en el acto mismo de su colonización de la historia de los hombres y de la tierra. El héroe pagó el precio de su responsabilidad como figura arquetípica de los sueños prometeicos de una humanidad lanzada a la conquista de aquello que, hasta entonces, había permanecido vedado. Dos siglos de travesía profana por el mundo dejaron a los hombres solos ante una angustia de nuevo tipo, ante una inquietante carencia de una gramática desde la cual escribir el sentido de su acción sobre la vida. El héroe era portador de una escritura poderosa, nacida de un giro ontológico cuyo punto de partida puede ser buscado en el relato cartesiano del sujeto racional que, solo, inicia el viaje hacia su propia interioridad para rescatar, en el secreto de su cogito, la legitimidad de su señorío sobre cuerpo y mundo. Pero el héroe moderno también, aunque no lo dijera, llevaría, desde el comienzo, esa otra marca donada por la figura de Hamlet; la marca de la pesadilla y el fantasma, del sueño transmutado en realidad y la realidad transmutada en sueño y, sobre todas las cosas, el destino de una voluntad que no puede sustraerse a la violencia y la irracionalidad allí donde más conscientemente cree poder intervenir en la marcha de los acontecimientos. Fragilidad del héroe que es desbordado por sus propias acciones, que es sacudido por la violencia de una historia que se sustrae a los designios de una razón que se quiso todopoderosa, heredera genuina de la omnipotencia del Dios ausente. Al final de la época del héroe nos enfrentamos a una constatación alucinante: el crepúsculo de los dioses que hizo posible la irrupción de esta nueva figura culminaría en su propio opacamiento, en su humillante retirada de la escena de la historia para pasar a ocupar su sitio en el pedestal de los mitos desactivados e inoperantes, referente último de una época en la que la trama de la aventura humana estaba signada por la presencia de un lenguaje poderoso y trascendente y concluyó en hipostasiada nostalgia cinematográfica.6 Casi sin darnos cuenta, el giro que nuestra civilización le ha dado a la figura del héroe nos devuelve a las arcaicas estrategias del mito. Mientras que el héroe moderno representaba el nacimiento del individuo autónomo, 6. El saldo de la saga del héroe moderno se vende en el mercado del espectáculo a un precio irrisorio. Una historia dramática ha sido desactivada en el interior de la industria cultural favoreciendo los mecanismos de catarsis y la percepción, por parte de los actuales espectadores, de la insalvable distancia que los separan de aquellos acontecimientos fabulosos de una época perimida. Es fundamental no confundir memoria histórica con recreación cinematográfica que no hace más que profundizar la extrañeza que hoy sentimos ante aquel pasado.
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de aquel que se había convertido en el artífice de su propio destino al vencer a las fuerzas conjuntas de dioses y naturaleza, el héroe de la actualidad nos devuelve al registro de lo inconmensurable e incomprensible, expresa la distancia infinita entre nuestras pequeñas e insustanciales acciones y esa enigmática presencia de fuerzas intraducibles que, sin embargo, son metaforizadas como el sustrato último de toda verdadera acción. Nunca como ahora la civilización humana ha logrado enseñorearse del mundo a través de los dispositivos del arsenal científico-técnico, pero nunca como ahora se ha sentido tan confundida ante sus propias acciones. Los héroes creados por los medios de comunicación, héroes fugaces, apenas si representan el ideal narcisístico de individuos autorreferenciales, figuras fabricadas por la industria del espectáculo que necesita, día tras día, crear los arquetipos que vengan a satisfacer la orfandad de ideales sustantivos de una humanidad anestesiada y sin rumbo. Giro copernicano del héroe atravesado por la convicción del creador de lo nuevo al héroe mediático que dura apenas lo que la temporalidad del instante le permite durar. El héroe moderno intentaba en su fracaso desafiar el destino mítico, deseaba derrotar aquellas fuerzas arcaicas y atávicas que sujetaban a los hombres a un dominio trascendente e indescifrable; el héroe contemporáneo no desafía a nadie ni experimenta un destino trágico que alcance a cristalizar más allá de la fugacidad y el instante porque su esencia, si es que la tiene, le viene dada por el lenguaje del mercado y los medios de comunicación que necesitan elevarlo y destronarlo en continua y perversa perpetuidad. Entre el héroe moderno y el resto de los sujetos sociales existía una esencial identificación cuyo punto neurálgico se relacionaba con la posibilidad misma de entrar en la historia desatada por la acción del héroe. El lenguaje de las ideas se correspondía, o al menos así se lo veía, con el proceso de mutación de la historia, y el héroe era aquel que se ponía delante en el camino hacia la construcción de lo nuevo. En este sentido, no se trataba solo y exclusivamente de una vida indescifrable y alejada de la sociedad, inescrutable grafía de un destino cuya consumación ya nada tenía que ver con la historia humana. El héroe, pese a su endiosamiento, era efectivo como figura representativa de una época, de su época, porque llevaba, aunque de un modo ejemplar y único, las marcas y los sueños del conjunto de los hombres y mujeres de su tiempo; era el que abría las posibilidades del futuro, el combatiente de la esperanza, aquel que venía a llenar el vacío dejado por la muerte de Dios.7 El héroe mediático, la estrella
7. Uno de los síntomas de la posmodernidad es precisamente el que nos confronta con la insustancialidad de nuestras acciones; sencillamente descubrimos que entre los oscuros acon-
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deportiva o televisiva, representa el puro presente, el sueño imposible de una humanidad sin futuro y demandante del éxito de lo inmediato y actual; de una humanidad que no acepta postergaciones pero que sabe que su destino quedará eternamente postergado, convirtiendo al héroe en su único y exclusivo abanderado a la hora de redimir lo irredimible. El triunfo del héroe moderno prometía el triunfo del conjunto; el triunfo del héroe contemporáneo solo expresa su aventura individual en contraste dramático con la realidad terrible de la inmensa mayoría de la humanidad. En la época de la presencia de lo sagrado, los seres humanos esperaban el cobijo en un fin de los tiempos por venir, sabían, creían mejor dicho, en que su propio itinerario era parte de un itinerario mayúsculo; en la época del héroe moderno se trataba de una confluencia entre aquel y las fuerzas profundas del cambio histórico; en la actualidad ya no se trata de la creencia en la salvación prometida desde las antiguas y sagradas escrituras ni en la promesa secular revolucionaria. El desmoronamiento del sentido se ha llevado consigo la salvación y la revolución para dejarnos solos ante nuestra propia desesperación que, paradójicamente, no deja de impulsarnos hacia una transformación incomprensible del mundo y de la sociedad en la que vivimos. Por eso al héroe actual no se le pide otra cosa que espectacularidad, representación majestuosa de nuestras propias imposibilidades. Abandonados por dioses e ideales, los habitantes de este tiempo de la técnica, dispuestos a lanzarse hacia el colosal emprendimiento de un nuevo Génesis, carecen de aquellas figuras, reales o imaginarias, sagradas o seculares, que pudieran ofrecerse como foco iluminante de una marcha cuyo destino final nadie puede prever pero que, a la distancia, nos devuelve las imágenes de un futuro más próximo a lo siniestro que a lo maravilloso, no solo por la posibilidad cierta de un mundo de mutantes genéticos, sino también por su radical incógnita respecto al para qué de lo que estamos haciendo y gestando.8 El siglo XIX, tiempo de expectativas y narrativas
tecimientos planetarios y nuestras pequeñas existencias no parece existir ninguna posibilidad de intercambio en términos de actividad consciente. El marasmo de sucesos que hoy pueblan nuestra cotidianidad pasan entre nosotros dejando una estela de misterio y de indescifrable comprensión. Es alrededor de este viraje que podemos localizar la mayor distancia entre las peripecias del héroe moderno, arrojado a su propio destino confiando en su capacidad transformadora, y la actualidad de una humanidad que se deja llevar por los vientos de la época hacia parajes desconocidos evitando, en la mayoría de los casos, interrogar por el sentido de esa marcha. 8. Quizás más grave que las consecuencias imprevisibles de la revolución biotecnológica sea la falta de interés por escrutar críticamente el destino de nuestro hacer. Una de las características del dominio planetario de la técnica, ya señalado por Weber, Simmel y
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del progreso indefinido, catapultó al hombre de ciencia al pedestal del héroe de una época rabiosamente optimista respecto a este nuevo sujeto instalado en la historia para orientarla hacia el norte del conocimiento y hacia el milagro, ahora sostenido por la razón, de la felicidad aquí en la tierra. Julio Verne, su anticipadora imaginación literaria, expresó esa utopía arropada en el traje del científico, atrincherada en las certezas exultantes del conocimiento y de la técnica. Héroe capaz de utilizar la astucia del entendimiento y el jeroglífico de la lengua matemática para desencantar los últimos enigmas de una naturaleza convertida, gracias al ímpetu iluminante de este personaje, en sirvienta sumisa de una humanidad avasallante y dominadora. Incluso, hasta no hace mucho tiempo, la figura del científico (pienso en Albert Einstein como el último arquetipo de esta especie forjada en los talleres de la modernidad ilustrada) siguió representando la extraordinaria conjunción de genio revelador y seguro orientador del camino a seguir en la conquista del futuro. El científico como referente del conocimiento, pero también, y fundamentalmente, como vanguardia moral, como verdadero exponente de una nueva humanidad aliada, ahora sí, con la potencia civilizadora de la razón científico-técnica. Ese héroe también ha sufrido el agusanamiento de la época, su otrora figura referencial carece, hoy, de ese gigantismo orientador para ser, simplemente, un trabajador a destajo de las nuevas usinas de riqueza dominadas, hoy como ayer, por aquellos que se sitúan en el andarivel opuesto al de una sociedad más justa, solidaria e igualitaria. El científico, obrero sofisticado en el tiempo del poscapitalismo salvaje, ha perdido toda ancladura ética; su práctica carece de cualquier referencia a valores, exacerbando aquella tendencia que habitó desde los inicios a la sociedad burguesa.9 Originalidad de un tiempo, el nuestro, que por primera Heidegger, entre otros, radica en la escisión cada vez más profunda entre desarrollo técnico y cuestionamiento moral. Si bien este rasgo es propio de la modernidad, lo cierto es que todavía en las inquietudes de los pensadores centrales de ese tiempo histórico esto constituía un problema central y adquiría, a sus ojos, dimensiones trágicas. Para el hombre contemporáneo, sumergido en una cotidianidad asfixiante y crédula, esa escisión ya no es motivadora de su inquietud interrogadora. 9. El siglo XIX proyectó la imagen del científico no solo como portador de un saber prodigioso, sino, más importante aún, como exponente de una nueva humanidad capaz de fusionar conocimiento y transformación del mundo. El paradigma del hombre de ciencia ocupó gran parte del imaginario de un siglo en el que se confiaba ciegamente en el progreso indefinido, que acabaría entramando los ideales emancipatorios con las consecuencias extraordinarias de la revolución científico-técnica. Desde esta perspectiva, dominada todavía por los ideales de la razón ilustrada, se trataba no de un desplazamiento mítico fecundado por un lenguaje incomprensible para la mayoría de los seres humanos, sino de un crecimiento
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vez libera a sus fuerzas productivas y a los actores de esta marcha forzada hacia las tierras infinitamente fértiles del futuro, de toda responsabilidad ética, de cualquier función orientadora, alejándolos de las anacrónicas inquietudes morales y políticas que todavía asaltaban, de vez en cuando, a sus precursores. Esto es nuevo y no deja de sorprendernos. Ver de qué modo a nuestro alrededor se profundiza el proceso imparable de transformación del mundo (aunque no en el viejo sentido de los utopistas sociales), asociado a la pérdida de toda interrogación por el o los sentidos de este proceso, nos retrotrae a la figura del héroe moderno allí donde este se lanzaba a la acción precedido por una profunda y esencial inquietud respecto al porqué de esa búsqueda. Las preguntas parecen haberse convertido en una fórmula vacía y de circunstancias que esconden el plegamiento de la comunidad científica a las exigencias desmesuradas del mercado (incluso los supuestos tribunales de ética que hoy pululan por doquier no suelen hacer otra cosa que legitimar las prácticas hegemónicas, aunque algunas voces aisladas se levantan para denunciar el actual estado de cosas). El olvido de la pregunta (antiguo tema heideggeriano) corre parejo a la destitución de todo sentido, representa el dominio universal del saber técnico, el triunfo final de la lógica económica que ha reducido a sus propios presupuestos el conjunto de la vida social y natural.10 A partir de esta reducción, lo que se volatiliza del escenario histó-
civilizatorio que se proyectaba hacia un futuro emancipado de supersticiones y horrores arcaicos. La ciencia aparecía como exponente de fuerzas antimíticas. En nuestro fin de siglo, cuando los dispositivos científico-técnicos se han convertido en dominantes, cuando ningún acto ni experiencia social puede escapar de su prodigiosa presencia, cuando los últimos secretos de la naturaleza están al caer y las posibilidades parecen volverse infinitas e inimaginables, regresa sobre la conciencia de los habitantes de esta época el peso de lo mágico, la absoluta distancia entre los portadores del conocimiento superior y las masas de usuarios incapacitados para comprender por qué y cómo funcionan la mayoría de las cosas sin las cuales sus vidas se volverían imposibles. Una nueva forma de mitificación, como ya lo habían señalado Adorno y Horkheimer, se despliega con toda intensidad en el escenario de la sociedad contemporánea. 10. Siguen siendo ejemplares las reflexiones del último Weber: “Tratemos de ver claramente por de pronto, qué es lo que significa desde el punto de vista práctico esta racionalización intelectualista operada a través de la ciencia y de la técnica científicamente orientada. ¿Significa quizás, que hoy cada uno de los que estamos en esta sala tiene un conocimiento de sus propias condiciones de vida más claro que el que de las suyas tenía un indio o un hotentote? Difícilmente será eso verdad. A no ser que se trate de un físico, quien viaja en un tranvía no tendrá seguramente ni idea de cómo y por qué aquello se mueve. Además, tampoco necesita saberlo. Le basta con poder ‘contar’ con el comportamiento del tranvía y orientar así su propia conducta, pero no sabe cómo hacer tranvías que funcionen. El salvaje sabe muchísimo más acerca de sus propios instrumentos. Si se trata de gastar dinero, podría apostar a que, aunque se encuentren en esta sala algunos economistas, obtendríamos
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rico es la figura de aquel sujeto dispuesto a indagar en profundidad por las condiciones de existencia y sus posibilidades de transformación, haciéndose cargo de las enormes dificultades de toda empresa, sabiendo que su combate podía estar más cerca de la derrota que de la victoria, pero insistiendo allí, precisamente, donde su aventura interrogadora lo había lanzado desprovisto de seguridades y garantías. Atravesar las oscuras comarcas de la historia sin renunciar al uso crítico de la inteligencia y apelando a la voluntad emancipatoria fue uno de los rasgos principales del héroe moderno que alcanzó a irradiar casi hasta nuestros días. 2 En estos días poshistóricos (no porque la historia haya concluido como lo quería Fukuyama en los años ochenta, sino porque se ha desactivado su esencial carácter trágico al reducirla a mera narración de fuerzas incomprensibles o al relato de lo minúsculo), lo que se privilegia ya no es el arduo ejercicio de la interrogación crítica ni tampoco se acepta la presencia de aquellas voces que insisten en reclamar la necesidad de reinstalarse en la huella de los nombres propios y de las biografías sustantivas. Giro hacia el pasado para convertirlo en estética de la nostalgia, en visita guiada al museo en el que las figuras de cera constituyen el recordatorio de lo que yace definitivamente muerto (principalmente el gran ausente de nuestra actualidad es el héroe moderno, aquel que creía poder tomar el pulso de su
tantas respuestas distintas como sujetos interrogados si se nos ocurriera preguntar por qué con una misma cantidad de dinero podemos comprar, según las ocasiones, cantidades muy distintas de la misma cosa. El salvaje, por el contrario, sabe muy bien cómo conseguir su alimento cotidiano y cuáles son las instituciones que le ayudan para eso. La intelectualización y racionalización creciente no significan pues, un creciente conocimiento general de las condiciones generales de nuestra vida. Su significado es muy distinto; significan que se sabe o se cree que en cualquier momento en que se quiera se puede llegar a saber que no existe en torno a nuestra vida poderes ocultos e imprevisibles, sino que, por el contrario, todo puede ser dominado mediante el cálculo y la previsión. Esto quiere decir simplemente que se ha excluido lo mágico del mundo. A diferencia del salvaje, para quien tales poderes existen, nosotros no tenemos que recurrir ya a medios mágicos para controlar los espíritus o moverlos a piedad. Esto es cosa que se logra merced a los medios técnicos y a la previsión. Tal es esencialmente el significado de la intelectualización” (Max Weber, “La ciencia como vocación”, en El político y el científico, Madrid, Alianza, 1972, pp. 199-200). Lejos de haber superado este diagnóstico que Weber hizo en 1919, no hemos sino profundizado sus consecuencias.
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época con sus propias manos)11 o gesto de anacronismo retrospectivo en el que se escribe la trama de la historia a partir de lo que hoy se acepta como legitimo y verdadero en términos de conductas sociales e individuales. De este modo, el peregrinaje del héroe, su esencial carácter trágico, es reducido a ceguera e irracionalidad, prisionero de acciones incomprensibles en las que la absurda violencia desgarra todo aquello que se le enfrenta. El héroe ya no es el portador de ideales y valores irradiables por los que ordena el decurso de su vida, sino apenas una especie de superhombre que se despliega por la historia desatando furias y tormentas destructivas, promotor de brutalidades sin nombre en el nombre de valores e ideales altruistas. La violencia, experiencia fundante de lo humano en sus más amplias diversidades culturales, quedará dogmáticamente representada por la figura del mal radical, lo puramente salvaje y bárbaro, lo que solo conduce al dolor y el sufrimiento entendidos como aniquiladores de toda vida social. O, en el mejor de los casos, se buscará reducir el sentido de la praxis histórica, las motivaciones de su elección, a su biografía más íntima, al cotilleo minúsculo de sus circunstancias personales e intransferibles para destacar que en última instancia lo que ha motivado a los seres humanos a seguir el camino de la intervención pública no ha sido otra cosa que alguna circunstancia puramente privada. Extraño giro en el que la sensibilidad de nuestro presente acaba colonizando la totalidad del tiempo pasado, trasladando hacia atrás aquello que constituye nuestra actual visión del mundo. Simplemente resulta casi imposible reconocer la enorme distancia que nos separa de aquella otra manera de concebir la existencia, no alcanzamos a comprender que el individualismo contemporáneo no puede ser la llave que abra todas las puertas de la interpretación de las acciones humanas. El intimismo artificial de nuestra época se ha convertido en un verdadero obstáculo que nos impide comprender la diferencia, aceptar la experiencia del otro como autónoma de la nuestra y atravesada por otra lógica. Con Benjamin sabemos que la relación con el pasado está siempre determinada por las fuerzas que desde el presente intentan convocarlo o rechazarlo, pero también sabemos que el pasado se cuela en nuestra actualidad modificando, aunque no lo percibamos, sensibilidad y comprensión.
11. Se me disculpará que insista, pero conociendo la sensibilidad de la época no es exagerado volver a remarcar lo que ya se dijo: no se trata de un rescate acrítico de la figura del héroe moderno, de un giro nostálgico hacia un pasado ejemplar perdido, la intención es pensar nuestro propio tiempo apropiándonos de una experiencia cuya significación ha sido oscurecida, destacando los rasgos de esa travesía trágica por la historia como un modo de ejercer la crítica del presente.
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El pasado, al regresar, instituye nuevas relaciones, funda otras perspectivas que van cuajando con lo contemporáneo. El pasado puede regresar sin pedir permiso o puede ser el producto de una operación político-cultural. El primero de esos regresos suele conmover nuestros cimientos, quebrando las negaciones social e individualmente construidas (esos regresos suelen ser profundamente movilizadores y disparadores de nuevas y potentes fuerzas históricas); cuando el pasado regresa como política cultural, como parte de la artificialidad de la memoria y del gesto grandilocuente de la efeméride, lo que produce es saturación por exceso y reduplicación de la distancia entre el presente y aquello que es convocado desde la lejanía de los tiempos. La memoria histórica se desfonda cuando el vínculo con el pasado es mistificado o desplazado a una trascendencia por completo extraña a lo que se vive y experimenta en el tiempo actual. Allí donde es convertido en monumento, desaparece todo intercambio, toda posibilidad de identificación o de interpelación crítica. Literalmente, se vuelve incomprensible.12 Una de las consecuencias del pasaje de la historia del héroe a las historias de lo privado y cotidiano es que lo que acaba volviéndose borroso es la posibilidad misma de interpretar los acontecimientos históricos por fuera del paradigma minimalista. Políticamente, este efecto ha acompañado el proceso de ruptura del espacio público y de la confianza, moderna, en la correspondencia entre ideas y praxis, devolviéndonos la imagen de una sociedad atrincherada en una privatización generalizada de todas las esferas de la vida, incluyendo en esa privatización a la propia memoria histórica que pasa a identificarse con nuestro imaginario de época. Por eso el lugar del héroe no puede ser otro que el de la industria del espectáculo o el de la efeméride desactivada. Pero decía también que esta construcción de la historia depurada o adaptada a nuestra sensibilidad proyecta sobre nosotros la sombra de lo indiscernible asociada con la reducción de la acción heroica a circunstancia individual y a aventura personal, perpetuando, de ese modo, la percepción actual que hace del hacer social una filigrana incomprensible en el interior de fuerzas históricas indescifrables. Los jóvenes, particularmente, o hacen el pasaje a la mitificación o juzgan lo acontecido desde su propia experiencia personal que, a todas luces, está capturada por el intimismo y la autorreferencialidad. Una de las paradojas sorprendentes de la actualidad es que siendo este un tiempo en el que se reivindica lo privado, lo personal, lo cotidiano, lo individual, nunca haya sido mayor la distancia entre esas
12. Remito a mi ensayo “Los usos de la memoria” (Confines, nº 3, 1996, pp. 53-62), en el que analizo más a fondo este problema crucial.
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esferas de la existencia y el poder en sus múltiples facetas. En verdad, la dimensión de lo íntimo también está sujeta por modelos exteriores cuya lógica es ofrecerse como únicos y personales. De ahí que al toparse con la figura del héroe, el sujeto contemporáneo no pueda hacer otra cosa que reducirlo a su propia percepción, incapacitado para reconocer que las peripecias de la historia y de las sociedades no se dejan replicar por un presente colonizador del tiempo y el espacio. Recogidos sobre nosotros mismos, permanecemos ciegos ante la diferencia.13 3 En los comienzos de los años ochenta, José Nun escribió un ensayo cuyo título era: “La rebelión del coro”.14 En aquel momento resultó un texto iluminador que venía a corregir un profundo déficit de la izquierda: su incapacidad y hasta su negación para dar cuenta de la historia menuda, de las biografías de aquellas voces anónimas integrantes del coro que, en el último siglo y medio de prácticas y teorías revolucionarias, habían sido sistemáticamente olvidadas, privilegiando la Gran Historia del sujeto de la revolución. Nun inauguraba, de ese modo, una tendencia que se volvería aluvional hasta invertir el polo de los privilegios y desplazar hacia la insignificancia la venerable saga del héroe, catapultando hacia el nuevo escenario las voces del coro. Lo que en aquellos años de revisión crítica del legado marxista significó una entusiasta reformulación de oscuras formas dogmáticas, una liberación de la teoría para adentrarse en las tierras desconocidas de lo cotidiano, acabó siendo, con los posteriores recorridos que de crisis inicial terminó siendo sepultura, una elegante manera de sortear los grandes dramas de la historia en beneficio de las nuevas liturgias de la
13. La crisis del espacio público representa el proceso de vaciamiento de los ideales políticos gestados en la modernidad; la privatización de la vida constituye una extraña paradoja: por un lado, los individuos se vuelven sobre sí mismos alejándose del espacio público con el que establecen una relación puramente arbitrada por los medios masivos de comunicación; y, por el otro lado, los controles que desde el poder se ejercen sobre las existencias privadas son hoy más generalizados y de un alcance mayor que el de cualquier otro período anterior de la historia de Occidente. El repliegue hacia el ámbito privado, la reivindicación de la libertad individual, aparecen como la contracara de un orden mayúsculo que es capaz de extender su dominio hacia los rincones más recónditos de la sociedad. No se trata, por lo tanto, de una nueva forma de libertad fundada en el individualismo posmoderno, sino de una sutil y eficaz variante de la dominación. 14. Nexos (México), 46 (octubre), 1981, pp. 19-26.
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privacidad y la interioridad. Al final de los noventa, poco quedaba de esa rebelión del coro que presagiaba supuestamente el advenimiento de una era democrática y participativa al calor de la superación de los antiguos conflictos de una historia de violencias y sustantividades fagocitadoras. El coro encontró otros dispositivos a los cuales cantar, dispositivos rutilantes del mercado y el consumo. Mientras que veinte años atrás la “rebelión del coro” venía a expresar una colisión con el paradigma dominante, una suerte de liberación teórica del dominio discursivo del vetusto corpus marxiano, grito de batalla contra la construcción de un concepto único y cerrado de historia; ahora, cuando con el fin de siglo poco queda en pie de las antiguas creencias e ideales, ese descubrimiento extasiado de las menudencias de la existencia cotidiana y anónima, esa espera ingenua de una democracia purificadora, se ha vuelto expresión resignada, coro que viene a acompañar el vaciamiento de la escena pública y a coronar la definitiva desdramatización de la historia en el tiempo final del reinado de la mercancía. El coro parece que solo se rebela allí donde se le cierran las puertas del consumo; las masas, liberadas de esas ideologías arcaicas y utópicas, solo vuelven a pedir, como en aquellos días de la antigua Roma, pan y circo. Quizás José Nun no imaginaba el cierre de esa rebelión proclamada como giro iluminante de época, probablemente su escritura no iba ni podía ir más allá de la puesta en evidencia de lo que acabaría volviéndose realidad asfixiante y clausura de cualquier intento, por parte de ese mismo coro, de interceptar el curso de los acontecimientos históricos. Paradojas de una actualidad que gira en el vacío de sí misma: liberarse de los dogmatismos ideológicos (que al menos suponían una adscripción a valores, una lógica de la identidad y de la pertenencia) acabó por abrir las compuertas a la más aniquiladora de las alienaciones que el tiempo del capitalismo supo construir. Ausentado el héroe y sus relatos de un tiempo de promesas por venir, lo que quedó es el puro instante, el dominio arrasador de la metafísica de la mercancía y el consumo (parafraseando a George Steiner y su metafísica del periodismo). Casi veinte años después de ese ensayo de Nun, podríamos preguntarnos qué hemos ganado con la rebelión del coro y los funerales festivos del héroe moderno.15 15. Aquel ensayo renovador de Nun se sostenía, principalmente, en una concepción democrática radical, emergía como una crítica del vanguardismo de la izquierda y consideraba a las masas como los actores privilegiados del drama de la historia. Y sin embargo, con el abrupto giro iniciado en la segunda mitad de los años ochenta y profundizado en los noventa, esa idea de democracia radical fue rápidamente suplantada, en el propio Nun, y muchos otros, por el apegamiento acrítico a la formalidad burguesa. La propia idea de democracia fue adquiriendo todos los rasgos de la tradición liberal que, como se sabe, poco
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Del héroe moderno al coro democrático, del sujeto constructor de un tiempo nuevo a la fragmentación posmoderna, de la escena revolucionaria a la escenografía artificial de la industria del espectáculo, de la alienación como deshumanización al festejo del consumo, mutaciones en el seno de una historia impiadosa que parece haber condenado al pasado más remoto aquello que constituyó su punto de partida. Desde esta perspectiva de una historia acontecida y sepultada en lo más profundo de una memoria adormecida es que destaco ese hiato entre aquel tiempo de inauguración y este tiempo de incertidumbres y desasosiegos, un hiato que vuelve, para la sensibilidad reinante en el presente, incomprensible e ininteligible esa saga de una modernidad convertida en lejanía radical. Una época del mundo y sus actores ha quedado transformada, gracias a este distanciamiento, en espectáculo artificial, en claroscuro de la memoria que apenas si se intuye en aquellas escenas olvidadas de su propia biografía. La rebelión del coro festejada en el comienzo de los ochenta, que para nosotros significó el regreso a la democracia, el aparente final de los años del terror y la impiedad, significó también la tachadura de esa otra historia ligada a las intervenciones poderosas y violentas, a pasiones e ideas que habitaron la historia desde la convicción de las herencias revolucionarias. Quiero decir: la nueva historiografía de lo privado y cotidiano, el giro teórico de los sujetos ejemplares a la rebelión del coro, inauguró no solo el tiempo democrático, sino que habilitó, a su vez, una nueva lectura e interpretación retrospectiva de aquella historia rechazada y negada. En este sentido, lo que en un comienzo surgió como una profunda renovación de los saldos teóricos y de las matrices ideológicas, genuino intento por comprender lo sucedido, se metamorfoseó en lógica del prejuicio y la obturación de un tiempo histórico que literalmente quedaba ubicado fuera de todo registro y como mera expresión de un pasado atormentado por la barbarie y el dogmatismo.16 y nada tiene que ver con la presencia de las masas populares (el coro, según la terminología de Nun) en el centro de la escena política. Lo que en el comienzo apareció como una rebelión acabó siendo un abandono de las tradiciones revolucionarias para adscribir al discurso de la democracia liberal. 16. Se ha vuelto un lugar común denostar ese pasado a partir de la buena conciencia de época; se rechaza la violencia convirtiéndola en un mero instrumento de una barbarie abstracta, perdiendo de vista la vasta y profunda significación que la violencia ha tenido desde los comienzos mismos de la experiencia humana. Pero lo más grave es la actitud de juzgamiento fundada en un presente que se pretende mejor que aquel pasado que se ha vuelto, para esta conciencia biempensante, intolerable; como si en nuestro giro de milenio, sobrecargados de deudas de todo tipo y habiendo liquidado gran parte del sueño emancipatorio nacido a partir de la Revolución francesa y prolongado durante dos siglos, hubiéramos dejado atrás, bien atrás, la barbarie de la dominación.
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Lo que no alcanzamos a imaginar fue que esa desactivación de la memoria histórica travestida en exaltación del aquí y ahora, en el patético plegamiento de las conciencias críticas a la resignada aceptación de lo dado, prepararía el terreno para el surgimiento de una nueva forma de la subjetividad alejada de pasiones y convicciones, ajena, por completo, a identidades refugiadas en escrituras de la nostalgia o convertidas en esperpentos mediáticos. Despedida del pasado que vuelve incomprensible la marcha hacia el futuro, regreso a un tiempo mítico en el que los actos humanos quedan oscurecidos por la presencia de fuerzas primordiales cuyas intencionalidades van más allá de todo posible desciframiento. Al perder el pasado, como diría Steiner, también perdemos el futuro. El héroe de la modernidad al menos confiaba en el gesto supremo de la voluntad para intervenir en el decurso del tiempo, su fracaso no invalidaba ese arrojarse al ojo de la tormenta; los humanos de este principio de siglo van por el mundo sin preguntar por el sentido de su caminar, simplemente son llevados por fuerzas extrañas y extraordinarias, como si las antiguas criaturas que poblaban la imaginación mítica hubieran retornado de la noche oscura del comienzo para enseñorearse de los hombres en la época del fin de los ideales. ¿Se avecina, acaso, otro combate contra el mito pero sin poder ya apelar a las certezas de la razón? ¿Constituye el ostracismo del héroe la culminación del derrotero histórico de una humanidad soñadora o es la señal de acontecimientos por venir que aún somos incapaces de intuir y comprender? En la bruma de una época extraña queda, sin embargo, el arduo trabajo de la memoria como brújula orientadora hacia un tiempo incierto. La apagada saga del héroe de la modernidad seguirá siendo, hoy más que nunca, indispensable presencia en la travesía por el desierto. 4 El discurso de la derecha siempre ha sabido qué hacer con el mito. La izquierda, en cambio, intentó erigirse en su contrincante más feroz para terminar aceptando su derrota en toda la línea, pero sin saber cómo resolver, de cara a su propia crisis que parece terminal, su desgraciada relación con el mito. Ha sido un lugar común del pensamiento político del siglo que se cerró homologar mito a irracionalismo, entregándole su custodia a cuanto discurso fascista se enhebró en las escrituras y las prácticas políticas de todas aquellas sociedades que intentaron fundar un “nuevo orden”, una “comunidad organizada” o un “destino ejemplar” alrededor, fundamentalmente, de las figuras, también míticas, del pueblo, la nación y la raza. Desmontar esta visión, desarticular un prejuicio que hunde sus raíces en el
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legado emancipatorio de la Ilustración, no ha sido ni es cosa sencilla. Leer e interpretar desde otro lugar la relación entre mito y razón exige ir contra un modo hegemónico de construir aquello que, intentando liberarse del fondo mítico, no ha hecho otra cosa que profundizar y potenciar su continuidad. En el tiempo de su supuesto ocaso, el mito, y esto lo han mostrado ejemplarmente Adorno y Horkheimer,17 renace con una vitalidad inusitada ocultando, de ahí su extraordinaria astucia, su permanencia. Pero, y esta es quizás la principal falla del discurso antimítico, al otorgarle su custodia al fascismo o a las diversas formas de totalitarismo que se desplegaron en el último siglo, lo que se logró fue restarle al mito toda pregnancia liberadora, amputándole su importancia decisiva en la configuración de cualquier política emancipatoria (aunque esa política haya sido construida en nombre del racionalismo ilustrado); simplemente se lo arrojó al fondo oscuro del irracionalismo totalitario, otorgándole a este el señorío sobre una de las dimensiones más esenciales y vitales de lo humano. Tal vez una de las paradojas del nihilismo contemporáneo, un nihilismo que ha consumado la invisibilidad del sentido, su estallido en la conciencia individual y social, sea el resultado de la consumación, mítica, de la radical deshumanización de lo humano que ha contribuido, como ninguna otra “verdad incuestionable y misteriosa”, a la efectiva destrucción de cualquier horizonte emancipatorio en la travesía hacia un futuro colonizado por la potencia desestructuradora del nihilismo científico-técnico. Como una fuerza prodigiosa nacida en las regiones oscuras de una historia incomprensible, el despliegue actual del sistema arrastra en su paso avasallante cualquier intento, humano, por interpretar su sentido o, más ilusorio, por apostar a su transformación. El mito de lo inexorable funciona a pleno en las conciencias desamparadas de los integrantes de una sociedad que ven de qué modo el cambio de la vida es inversamente proporcional a su posibilidad de comprenderlo y de incidir en él. Como en los tiempos arcaicos en los que los más esenciales terrores de una humanidad incipiente solo podían ser frágilmente domesticados por el mito, la humanidad de nuestros días regresa, sin saberlo, hacia esas prácticas, pero despojándolas de su fabuloso fondo sagrado.18 17. Véase Dialéctica del Iluminismo, Buenos Aires, Sur, 1970, caps. 1 y 2. 18. Véase Manfred Frank, El Dios venidero. Lecciones sobre la Nueva Mitología, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1994, segunda lección. Siguiendo en esto a Adorno y Horkheimer, Frank señala la recaída en una segunda minoría de edad producto de la “transformación de las ansias humanas de emancipación en una minoría de edad de otro tipo. Si la primera minoría de edad tenía lugar respecto a la naturaleza y las fuerzas míticas, esta nueva inmadurez, mucho más peligrosa, se da frente al totalitarismo de la racionalidad que, en tanto que
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El intento de Manfred Frank, plasmado en sus conferencias sobre El Dios venidero. Lecciones sobre la Nueva Mitología, busca reinstalar en el debate actual la importancia decisiva del mito en el horizonte de cualquier renacimiento político. Y para ello no duda en regresar a la fuente primaria, el ámbito de gestación de lo que en la modernidad se ha denominado una “Nueva Mitología”, es decir, al romanticismo. Frank es claro y terminante en su formulación: no es posible eludir el desencanto propio del nihilismo despojándonos, también, de la figura del mito como momento esencial de la construcción de una nueva “comunidad” que sea, a su vez, deudora de un “Dios venidero”. Roberto Esposito señala que con Frank: “La inversión del clásico esquema contrastativo mito nihilista / razón humanista es llevada a su total cumplimiento: no solo el mito es reconducido a la razón de la cual constituye, por decirlo de algún modo, el necesario “suplemento de alma”; sino que está indicado como la más sólida defensa para el hombre contra el nihilismo encarnado en la ratio tecno-analítica y por sus derivados políticos (el Estado-máquina hobbesiano-weberiano).19 Todo el esfuerzo de M. Frank está dirigido a “rescatar” al romanticismo del prejuicio racionalista, que al decir de Ernst Bloch (en quien se inspira en gran parte Frank), le entregó al nazifascismo la extraordinaria fecundidad mítico-narrativa generada en el mundo alemán de principios del siglo XIX, reduciendo la política de izquierda (tanto socialdemócrata como comunista) a un mero lenguaje sin vida y sin alma, exclusivamente articulado desde la razón analítica. En los años treinta esa ceguera del discurso progresista terminó siendo suicida; en nuestro comienzo de siglo representa la nulidad de la tradición emancipatoria ante el triunfo, en toda la línea, de los dispositivos de la dominación. La desilusión, el conformismo, la apatía, el nihilismo moral, constituyen, según Frank, la prueba evidente de lo que significa el abandono, por parte de la sociedad, de todo relato mítico o, lo
técnica ajena a los fines del hombre, ha emprendido desde hace tiempo nuestra instrumentalización, nos está convirtiendo en sus siervos e incluso, y cada vez en mayor medida, en sus sangrientas víctimas. Una racionalidad que simplemente se limita a reprimir y a esconder su dependencia respecto a lo que antes se llamaba Dios y en el siglo XIX se llamó Naturaleza sigue conservando la marca de su origen, aunque sea inconscientemente, y el peligro está precisamente en el hecho de negarlo, de relegar el sentimiento de dependencia al inconsciente y compensar su impotencia con la esperanza de poder llegar un día tan lejos en el dominio de la naturaleza –gracias a una cadena de irresistibles saltos del progreso– que, finalmente, la hipótesis angustiosa llamada ‘Dios’ sea superflua, al haber sido absorbida por el poder soberano del género humano (suponiendo que consiga sobrevivir, hasta ese día)” (M. Frank, ob. cit., p. 54). 19. Roberto Esposito, Confines de lo político, Madrid, Trotta, 1996, pp. 96-97.
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que es peor, el predominio de un discurso, míticamente fundado, que afinca su poderío en la multiplicación del desencanto y la inexorabilidad de la ratio técnico-analítica aliada al Estado-máquina. Volver al romanticismo significa, entre otras cosas, apuntar hacia una “nueva mitología” que sea paridora no de una nostalgia por un pasado perdido, sino de una apuesta por el “Dios venidero” (en el “Principio-esperanza”blochiano encontramos una clara teorización de esa espera utópica que se contrapone a la hegemonía del nihilismo). Salir de la trampa sutilmente montada por los dominadores de ayer y de hoy supone reencontrarse con aquellas tradiciones que buscaron, con diversas suertes, proyectar una narrativa liberadora por fuera de la oposición razón iluminista / romanticismo nihilista. Al recuperar la figura del “héroe” moderno, intento inscribirme en esa misma perspectiva, entendiendo que una construcción crítica del pasado exige reinstalar, en nuestro oscuro presente, la dimensión original de ese personaje que definió en gran medida el itinerario de la modernidad. Pero, y siguiendo en esto la hermenéutica frankeana del romanticismo como territorio de emergencia de una nueva mitología y como fundamento indispensable para una reinvención de la política, considero que salirse del paradigma minimalista, sustraerse al asfixiante dominio del cotilleo historiográfico, representa un momento vital a la hora de imaginar otros posibles derroteros civilizatorios, sabiendo, sin embargo, que nada está garantizado, salvo la continuidad de lo mismo, es decir, de la opresión y la barbarie. Sabiendo también que a lo largo del siglo XX fueron las derechas, y sobre todo los fascismos, los que desplegaron con especial virulencia el lenguaje del mito, es que aparece como indispensable asumir el riesgo de compartir un mismo caudal de tradiciones sin por eso decir y hacer lo mismo.20 Consumado el tiempo del nihilismo, cuya figura contemporánea 20. Roberto Esposito ha sabido desplegar con finura crítica los alcances y los límites de la recuperación del mito en el contexto de nuestra actualidad; ha destacado las matrices comunes que fundamentan tanto a la derecha como a la izquierda a la hora de instalarse en una narrativa mítica, pero también ha sostenido con énfasis que resulta imposible sustraerse a sus indispensables demandas, allí incluso donde aparezca como necesario “interrumpir” al mito, impedirle que gire hacia una mitificación de sí mismo que, casi siempre, concluye en totalitarismo. Leamos al propio Esposito: “Si hay algo que el mito no puede tolerar es su interrupción, dado que él no es más que la ausencia de interrupción. O simplemente: lo Ininterrumpido. Y, sin embargo, es precisamente lo que hoy se pediría: interrumpir el mito. Cerrar por un instante su boca siempre abierta a la comunicación, a la transparencia, a la Obra. A su Cumplimiento. Entregarse durante un breve instante al reposo de lo incompleto, a la sombra de lo opaco, al silencio de la Obra. Se trata, se trataría, de una pausa. No del final del mito, ni mucho menos de una ‘desmitificación’. El fracaso de todos los proyectos de desmitificación –siempre han sido solucionados con una potenciación del mito, mito al cuadrado– bloquea
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es la fragmentación y la apatía, la pérdida del sentido y la incomprensión del acontecer, no queda otra alternativa, si es que intentamos seguir apostando a una “política emancipatoria”, que salirnos del prejuicio iluminista respecto al mito. En este sentido, el héroe moderno, su fallida búsqueda de un nuevo horizonte humano ligado a la libertad, su profunda convicción en la posibilidad cierta de la conjunción entre ideas y acción, vuelve a presentarse como una imperiosa necesidad, quizás en una perspectiva más intensa aún de lo que fue en el tiempo de su advenimiento. Junto con la muerte del héroe, lo que también desaparece es la idea misma de transformación y, con ella, se quiebra toda esperanza de marchar hacia un futuro distinto al presente. La mitologización del héroe moderno implica una apuesta, de riesgo, contra el definitivo reinado del Gran Mito. El festejo posmoderno de una retirada en toda la línea de los ideales emancipatorios que estuvieron ligados a la figura del héroe, no representa otra cosa que la eterna repetición de lo mismo: la continuidad de la dominación. Así como el héroe moderno constituyó el punto de encuentro entre el ideal transformador y la historia concreta, la “Nueva Mitología” de la que habla Frank, recogiendo su material de la tradición romántica del “Dios venidero” (que está sobre todo en Hölderlin y Schlegel), supone un desafío de primer orden contra un discurso que atrincherado en los dispositivos de la razón instrumental se planta en nuestro presente como el verdadero heraldo de la lucha contra el mito. Detrás de ese conflicto, de esa persecución racionalista de los estratos narrativos que han venido fundando el resto de esperanza de la humanidad desde los más lejanos tiempos, lo que se despliega con particular virulencia es la consumación del nihilismo allí donde se abandona cualquier referencia a un sentido fuerte y decisivo, para insistir en la fragmentación y la relatividad de valores, ideales y prácticas. Al erradicarse la dimensión mítica, lo que se pierde es aquello que garantizaba la permanencia y constitución de una sociedad a partir de un valor supremo, reemplazándolo por la más radical precariedad disfrazada de progreso científico-técnico.21
cualquier petición en este sentido. No solo porque trabajar para el final del mito significaría entregarse al empeño de la obra, y por tanto al propio mito, sino porque no es pensable una vida sin mito: es decir, de nuevo sin obra, sin comunicación, sin esperanza de redención. Diré más: no es pensable ni auspiciable. El final del mito –absolutizando aquello que constitutivamente no puede serlo, es decir, la finitud, el límite, la facticidad– coincidiría en último extremo con la asunción de la muerte no ya como horizonte, sino más bien como realidad, de la vida. Significaría literalmente morir desde el momento que no es concebible una vida sustraída a la palabra, a la esperanza, a la obra” (R. Esposito, ob. cit., pp. 109-110). 21. Manfred Frank, ob. cit., p. 17.
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Nuestra orfandad, lejos de paralizar la recurrencia del mito como terapéutica de una humanidad desorientada, no hace otra cosa que exacerbar el dominio de aquellas fuerzas arcaicas que desde siempre han emergido como paliativos ante la oscuridad de la existencia. Pero, y hacia eso apunta Manfred Frank siguiendo la huella trazada por los autores de Dialéctica del Iluminismo, el regreso triunfal del mito se entrelaza con la proliferación de un orden malsano fundado en la “minoría de edad” de individuos despojados de cualquier alternativa crítica a la eterna repetición de lo mismo. Se trata, por eso, de sustraer al mito de su función reaccionaria, de impedir que siga representando ese caudal de barbarie cuya nomenclatura contemporánea ya no es la que diseñaba el fascismo, sino que, ahora, asume los rasgos blandos y seductores de la sociedad de consumo. En todo caso, al mito de la inexorabilidad y de la repetición, hay que oponerle el mito de la redención, cuya cristalización moderna encontró en el héroe trágico su particular exponente. Resulta inimaginable impedir que la travesía del presente hacia el futuro se vuelva mera duplicación de lo actual, sin echar mano de una sensibilidad que solo puede encontrar su vitalidad en el antiguo lenguaje de los mitos. No hay posibilidad alguna de proyectar, tanto hacia el futuro como hacia el pasado, una luz liberadora, abandonando, por inservible y reaccionaria, la narración mítica. Benjamin desconfiaba del mito, aunque como atento lector de George Sorel sabía que era indispensable, en el interior del movimiento revolucionario, proteger de la embestida del fascismo los restos redencionales que habitaban el lenguaje del mito. Adorno y Horkheimer mostraron que el principal adversario de las fuerzas arcaicas no hizo otra cosa que reproducir las potencias reaccionarias del mito, pero negando de cuajo su persistencia en la época del reinado de la razón analítica. Ernst Bloch supo muy pronto que la tragedia de la izquierda alemana era el resultado de su ceguera ante la imbatible utilización que el nacionalsocialismo hizo de aquellas narraciones tan indispensables para proyectar la esperanza en medio de la desolación. No hay utopía libertaria que pueda escindirse, como sueño redencional, del caudal tumultuoso que se arrastra por el antiguo manantial del mito. Olvidar esto significó, en los años treinta, abandonar a las fuerzas del fascismo aquellos sueños que desde la lejanía de los tiempos vienen persiguiendo los dolores de una humanidad empobrecida y sufriente.22 Perder
22. Así como Ernst Bloch destacó la claudicación de las izquierdas ante la feroz utilización que hizo el fascismo del mito, su radical incapacidad para disputar la hegemonía de las masas en un terreno complejo pero indiscutido; algo semejante podríamos señalar en relación con la ceguera de las fuerzas de izquierda en la Argentina ante el advenimiento del
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de vista en nuestro presente lo que significó ese abandono es reiterar los errores del pasado, dejando que los nuevos fascismos se hagan cargo de una herencia dolorosamente dilapidada por una izquierda desvanecida en el interior del discurso hegemónico, aquel que se funda en la dicotomía insalvable entre razón analítica y narración mítica, poniendo todas sus fichas en la adoración del progreso científico-técnico como verdadera fuerza liberadora. Por eso en su tesis 11, Benjamin confrontó el discurso positivista de la socialdemocracia, que había abandonado la tradición soñadora de la utopía, con las teorías de Fourier: “Comparadas con esta concepción positivista demuestran un sentido sorprendentemente sano las fantasías que tanta materia han dado para ridiculizar a un Fourier. Según este, un trabajo social bien dispuesto debiera tener como consecuencias que cuatro lunas iluminasen la noche de la Tierra, que los hielos se retirasen de los polos, que el agua del mar ya no sepa a sal y que los animales feroces pasen al servicio de los hombres. Todo lo cual ilustra un trabajo que, lejos de explotar a la naturaleza, está en situación de hacer que alumbre las criaturas que como posibles dormitan en su seno”.23 Sospechando de una izquierda ciegamente adherida a los ideales del progreso indefinido, cuyo lenguaje reproducía la frialdad del lenguaje de las ciencias, Benjamin regresó sobre una tradición, la utópica, que enhebrada con las imágenes aportadas desde tiempos inmemoriales por la narración mítica, podía constituir el único muro de contención ante el avance del fascismo. Distanciándose de Sorel, que opuso el mito a la utopía, destacando
peronismo, que supo, apelando, entre otras tradiciones político intelectuales, a las enseñanzas de las diversas derechas europeas y sobre todo del fascismo mussoliniano, pero colocándose en una perspectiva muy diferente y original, potenciar su presencia entre las masas utilizando las desacreditadas razones del mito. Simplemente la izquierda argentina, prisionera de un positivismo anticuado, hija de un racionalismo pasado de moda, dejó el campo libre para que el peronismo pudiera expandir su presencia atrincherándose en las formas imaginarias de las reservas míticas del inconsciente colectivo, verdadera fuerza constructora de identidad política ante un discurso, el de la izquierda tradicional, que se le presentaba como frío y despojado de intensidad. Que la izquierda argentina haya cometido el mismo error que la europea, sobre todo la alemana, muestra hasta qué punto el legado ilustrado marcó a fuego su interpretación de la realidad y signó sus modos de actuar, impidiéndole adaptarse a las nuevas circunstancias históricas. Error doble, ya que desconoció la potencia del mito en la construcción de un proyecto emancipatorio al mismo tiempo que trasladó la realidad europea al escenario argentino. El peronismo sacudió el dogmatismo teórico de la izquierda al mismo tiempo que desmontó el estrecho reduccionismo que condujo a esa misma izquierda a desconocer las especificidades nacionales. 23. Walter Benjamin, “Tesis de Filosofía de la Historia”, en Discursos interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1973, p. 185.
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–el pensador francés– que la segunda era cosa de intelectuales diletantes incapacitados para comprender las verdaderas fuerzas que habitan en el seno de las masas, Benjamin, como Bloch, volvió sobre la carga emancipatoria de la utopía, pero reconociendo que sin el mito quedaba desactivada y girando en el vacío. Hacer del héroe moderno una figura fantasmal y lastimosa, o, peor aun, convertirlo en el responsable de cuanta barbarie asoló a la humanidad en los últimos dos siglos, para proclamar que la muerte de los ideales abre un genuino espacio de libertad, lo único que hace es reduplicar el discurso dominante. Proyectar retrospectivamente hacia ese tiempo de formidables potencialidades e infinitas contradicciones el caudal de nuestros prejuicios, no genera otra cosa que la eternización de un presente que sabiéndose miserable se quiere destinado a la grandeza de lo que no concibe ningún final ni ninguna muerte anunciada, pero que ha sabido descargar hacia atrás todas las ruindades de una historia que solo se vuelve maldita en ese pasado felizmente abandonado. Quizás uno de los mitos más formidables de esta época sea aquel que surge de la absoluta convicción de haber abandonado de una vez y para siempre los fantasmas persecutorios de un pasado que apenas si vuelve a ser representado en las salas de los museos o en las imágenes producidas en el seno de la industria del espectáculo. Apenas si queda como restos de una pesadilla que solo nos asalta por las noches y cuando nuestras defensas están bajas. Doble presencia que vuelve compleja y opaca la relación entre mito y sociedad, que quiebra el supuesto iluminista de una reducción del mito a la esfera de lo irracional, despojándolo de cualquier vínculo posible con un discurso y una práctica de la emancipación. Indudablemente que la experiencia contemporánea se ha dejado atrapar por lo que podría definirse como la dimensión enajenante del mito, entendiendo que los individuos carecen, hoy, de una genuina capacidad de interrogación crítica que los active frente al proceso de reducción economicista de sus vidas y del conjunto de los valores sociales y culturales. El dominio planetario de la razón instrumental, en alianza que parece indestructible con el despliegue metastásico del capitalismo, se ha vuelto una figura de lo irreductible, inexorable e incomprensible, destinando a los habitantes de este tiempo histórico deshistorizado al más radical de los analfabetismos, quizás como ninguna otra época anterior. Puro flujo de fuerzas indiscernibles que violentan las existencias en un doble movimiento de perturbación y fascinación, pero afirmadas en su indescifrabilidad. Fantasías, monstruos, quimeras, demonios nocturnos, figuras extraordinarias, siluetas alucinantes, aparatos indescriptibles, terminologías cuya comprensión requieren del largo aprendizaje de los iniciados, oscuridades múltiples en plena exposición lumínica, gigantismos científi-
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co-técnicos, flujos inauditos de riquezas eternizadas, poderes subliminales, virtualidad materializada y materialidad virtualizada, todas expresiones de una época en la que nada parece ocurrir de acuerdo a los modos de recepción y comprensión de hombres y mujeres que viven desconociendo cada vez más el cómo y el porqué de sus propias vidas inmersas en esas experiencias intransmisibles, opacas, alejadas del lenguaje racional.24 ¿Es acaso imaginable vincular esta pérdida de transparencia, esta presencia de fuerzas fantasmagóricas y al mismo tiempo tremendamente reales, con el dominio de una nueva forma del mito? ¿Era la consumación del proyecto racional-ilustrado el renacimiento de esa dimensión oscura e inasible de lo mítico? ¿Fue el sueño del héroe moderno impedir que se consumara ese retorno triunfal de los arcaísmos? ¿Era posible sustraerse a ese dominio de una técnica asociada con la potencia del mito allí donde este viene a expresar la derrota de la conciencia crítica? ¿Fue el combate ilustrado contra el mito una cobertura para expandir su potencia arrasadora en la época del triunfo del capitalismo? ¿Podía el héroe enfrentarse contra esa manifestación del mito, reivindicando otra experiencia mítica? ¿Le queda al mito una dimensión emancipatoria? ¿La tuvo alguna vez? ¿Más allá del mito qué? Es alrededor de estas preguntas cuyas respuestas apenas si pueden esbozarse, amplificando el gesto interrogativo, que se instala la necesidad de insistir, junto a Manfred Frank, en la posibilidad de leer la presencia del mito desde ese otro lado no reducible a mera expresión de fuerzas mons24. Giorgio Agamben ha reflexionado con sutileza alrededor de esa pérdida de la experiencia propia de la sociedad contemporánea. En Infancia e historia comienza destacando que “en la actualidad, cualquier discurso sobre la experiencia debe partir de la constatación de que ya no es algo realizable. Pues así como fue privado de su biografía, al hombre contemporáneo se le ha expropiado su experiencia: más bien la incapacidad de tener y transmitir experiencias quizás sea uno de los pocos datos ciertos de que dispone sobre sí mismo […] Hoy sabemos que para efectuar la destrucción de la experiencia no se necesita en absoluto de una catástrofe y que para ello basta perfectamente con la pacífica existencia cotidiana en una gran ciudad. Pues la jornada del hombre contemporáneo ya casi no contiene nada que todavía pueda traducirse en experiencia: ni la lectura del diario, tan rica en noticias que lo contemplan desde una insalvable lejanía, ni los minutos pasados al volante de un auto en un embotellamiento; tampoco el viaje a los infiernos en los trenes del subterráneo, ni la manifestación que de improviso bloquea la calle, ni la niebla de los gases lacrimógenos que se disipa lentamente entre los edificios del centro, ni siquiera los breves disparos de un revólver retumbando en alguna parte; tampoco la cola frente a las ventanillas de una oficina o la visita al país de Jauja del supermercado, ni los momentos eternos de muda promiscuidad con desconocidos en el ascensor o en el ómnibus. El hombre moderno vuelve a la noche a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos –divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros– sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia” (Giorgio Agamben, Infancia e historia, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2001, pp. 7-8).
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truosas y primitivas, apostando, si es posible, a esa otra gramática a través de la cual la escritura mítica alcanzó a manifestar la sed de plenitud, de utopía y de sentido en medio de una historia cada vez más inclinada hacia el nihilismo. Esa espera del “Dios venidero”, esa “nueva mitología” que apasionó a los románticos constituye, según Frank, un legado precioso en estos tiempos de oscuridades y desconciertos. Es el legado de un reencantamiento del mundo, un nuevo habitar con intensidad apostando al retorno de las significaciones, pero sabiendo de lo quebradizo de cualquier retorno, de los enormes peligros que envuelven a ese reclamo de endiosamiento, de ese leve trazo que apenas si distancia el ideal emancipatorio de un “Dios venidero” de la imposición de un nuevo orden totalitario. ¿Tal vez estemos asistiendo al triunfo del mito en su sutil autonegación? ¿Quizás la astucia del dominio haya sido la de asfixiar nuestras capacidades críticas sin que tomemos conciencia del retorno de los antiguos dioses que les facilitaban a nuestros antepasados la vida en medio de lo monstruoso de la naturaleza desencadenada? ¿Destituir del mito su dimensión creadora y soñadora no supone imponer, entre los habitantes desconcertados de la hora actual, la asociación, tan denostada por la razón ilustrada, entre mito y superstición? ¿Vuelve definitivamente el reino de lo mágico pero sin la potencia espiritual de la magia? Paradojas de una época que nació para aniquilar a los últimos dioses de un pasado tenebroso y que gira el portal del milenio impulsando al grueso de la humanidad al silencio de la razón. ¿Es posible, se vuelve indispensable, tejer una nueva alianza entre aquellas esferas –la del mito y la razón– que parecían, en los comienzos de la modernidad, irreductibles e irreconciliables? ¿Era la figura del héroe la metáfora de esa relación fallida? Algunas preguntas para orientar la travesía por el desierto, giros interrogativos que intentan establecer una tenue cartografía para internarse en las geografías desoladas de un tiempo histórico del que se han ausentado aquellas escrituras que en el pasado todavía insistieron en la promesa de un mundo mejor. 5 Hölderlin poetizó el crepúsculo de los dioses unido al lodazal que nosotros denominamos modernidad; desde su sensibilidad poética, distanciado de los entusiasmos de una filosofía totalizadora, pero hondamente compenetrado con la esperanza redencional inaugurada por la Revolución francesa, percibió con extraordinaria claridad la profunda grieta que se iba abriendo entre los ideales emancipatorios y las nuevas formas de la cristalización política, entre la búsqueda infatigable de la libertad y la imposición del reino
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de la necesidad convertido en expresión de la alianza entre razón y acumulación burguesa. Hölderlin intuyó que el hombre moderno tenía sus pies hundidos en el barro no por haber renunciado al combate ilustrado contra las pesadillas míticas, sino, por el contrario, por haber llevado hasta su extrema consumación el dominio de las “fuerzas de la luz” sobre las criaturas de una noche primigenia a las que había que vencer definitivamente. El sufrimiento del poeta nace allí donde las grandes promesas libertarias que encerraba el impulso ilustrado se transforman, a sus ojos, en los nuevos y más relucientes mecanismos de dominación y sometimiento de lo más esencial que habita lo humano: la fantasía, el deseo de la felicidad, el ansia de un mundo encantado en una nueva comunión con la naturaleza. Hölderlin-Hiperión vislumbra el oscurecimiento de los dioses, sabe que ese nuevo lenguaje nacido de la matematización del mundo no puede sino conducir a una profunda desespiritualización de lo humano y, por lo tanto, a una esencial devastación de la vida.25 Hiperión sueña con la renovación, sus esperanzas se despliegan como una luz de oro que lo conduce hacia la morada de aquella Grecia que desde la lejanía de un tiempo maravilloso perdido sigue insistiendo con su legado de eterna juventud y belleza. “Seguro, Alabanda”, le dije, “seguro que las cosas acabarán cambiando”. “¿Y cómo?”, respondió, “los héroes han perdido su fama y los sabios sus discípulos. Los grandes hechos, cuando no son asumidos por un pueblo noble, no son más que un golpe en una frente sorda, y las más altas palabras, cuando no resuenan en corazones igualmente elevados, son como una hoja muerta cuyo rumor se hunde en el barro. ¿Qué quieres hacer?”, “Quiero”, dije, “empuñar la pala y arrojar la inmundicia a un foso. Un pueblo en el que el espíritu y la grandeza no engendran ni espíritu ni grandeza, no tiene ya nada en común con otros que todavía son hombres, no tiene ya ningún derecho y es una vacía bufonada, una superstición, pretender honrar todavía a tales cadáveres faltos de voluntad, como si hubiera en ellos un corazón romano. ¡Fuera con ellos! No puede quedarse donde está el árbol seco y podrido, porque roba luz y aire a la vida joven que madura para un mundo nuevo”.26 Hölderlin sueña con un nuevo día, sabe, con el saber del dolor, que el tono del siglo que le toca vivir, un “siglo pueril”,27 no es ni puede ser su tono; pero también sabe que depende de su voluntad, de su arrojo, de su
25. “Sin belleza del espíritu y del corazón –señala Hiperión–, la razón es como un capataz que el amo de la casa ha enviado para vigilar a los criados” (Friedrich Hölderlin, Hiperión [19ª ed.], Jesús Munárriz [trad.], Madrid, Hiperión, 2000, p. 118). 26. Ibíd., pp. 49-50. 27. Ibíd., p. 51.
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convicción lanzarse a la aventura de lo nuevo, sortear el “corazón del hombre [que] jadea bajo la fusta del arriero”28 y salir al encuentro del antiguo sonido de la libertad sabiendo que en “las regiones más cálidas, cerca del sol, tampoco cantan los pájaros”.29 Más allá de toda garantía, con la sabiduría de reconocer las señales de la descomposición incluso allí donde parece reinar la plenitud y la vida, Hölderlin se enfrenta a una época, la suya, que sigue siendo en gran medida la nuestra, que declara su radical novedad, su portentosa capacidad para transformar el mundo. El poeta reconoce sus disfraces, su esencial mentira, la trama secreta de su traición a aquellos ideales de los cuales surgió pero a los que da la espalda. Quizás la tragedia de Hiperión es saber que “siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, lo ha convertido en su infierno”.30 La modernidad, ese fango en el que hunde sus pies el hombre moderno, ha producido, una y otra vez, esta transfiguración de los ideales que prometían el cielo en la cruda realidad del infierno. ¿Cómo eludir esta metamorfosis de los ideales? ¿Cómo impedir que el combate del héroe despeje el camino para la llegada del tirano? El poeta imagina un nuevo despertar de lo humano hermanado con aquello que viene del cielo, ya que “¿de qué sirve el muro que rodea el jardín cuando el suelo está seco? En ese caso, la única ayuda es la lluvia del cielo”. “¡Oh lluvia del cielo! ¡Oh entusiasmo! Tú volverás a traernos la primavera de los pueblos. A ti no puede hacerte nacer el Estado. Pero si él no te lo impide, vendrás; vendrás con tus voluptuosidades todopoderosas, nos envolverás en nubes de oro y nos alzarás sobre la condición mortal y nos asombraremos y preguntaremos si todavía somos nosotros aquellos desvalidos que preguntábamos a los astros si en ellos florecería aún para nosotros una primavera… ¿Me preguntas cuándo llegará? Cuando la preferida del tiempo, la más joven, la más hermosa hija del tiempo, la nueva Iglesia, surja de entre esas formas manchadas y viejas, cuando el despertar del sentimiento de lo divino devuelva al hombre su divinidad y a su pecho la hermosa juventud, cuando… no puedo anunciarlo, pues apenas lo presiento, pero es seguro que llegará, seguro. La muerte es una mensajera de la vida, y el hecho de que durmamos ahora en nuestros hospitales es señal de que pronto nos despertaremos sanos”.31 El héroe también habita la podredumbre, cada uno de sus pasos se convierte en un peligro, la amenaza del hundimiento está próxima, late en sus
28. Ibíd. 29. Ibíd. 30. Ibíd., p. 54. 31. Ibíd.
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acciones, se mezcla con sus intentos por imprimirle al tiempo la llamada de lo nuevo. La sombra de Karl Moor cae sobre la incansable búsqueda del bien, su tragedia es la tragedia de nuestra época.32 Pero la fuerza de Hiperión no nace de la certeza de una razón todopoderosa que sabe perfectamente cuál es el camino que hay que tomar; su verdadera fuerza es reconocer que “la muerte es una mensajera de la vida”, que entre la podredumbre puede germinar mejor la semilla del mañana, que la esperanza es hija del peligro y el malestar; que su ruta no puede eludir el desencanto y el desasosiego. Tal vez por eso hoy nos sintamos tan cerca de Hölderlin; su Hiperión representa el héroe que atraviesa la prueba de la derrota. Desde los lejanos días de una revolución que prometió realizar el reino de Dios en la tierra y concluyó apurando su llegada a través del terror, escuchamos la voz que nos dice: “Sí, los poetas tienen razón, no hay nada, por pequeño e insignificante, con lo que no sea posible el entusiasmo”.33 Entre el poeta y el héroe, en la orfandad de una época sin ilusiones, sigue persistiendo como un hilo secreto y delgado la llamada del entusiasmo.
32. Hiperión ha ido en pos de la realización de sus ideales, su espíritu está colmado por la resolución que lo impulsa hacia la acción transformadora que para él significa no solamente liberar a Grecia del yugo turco, sino, por sobre todas las cosas, forjar una nueva generación de hombres libres y puros capaces de reencarnar la antigua heroicidad helénica. En una de sus cartas a Diotima, cuando los combates ya se han desplegado con toda su terrible violencia, Hiperión le escribe en medio del derrumbe de sus ilusiones: “Todo se ha acabado, Diotima. Nuestras gentes han saqueado y asesinado sin hacer distingos. También nuestros hermanos, los griegos de Misistra, inocentes, han muerto o huyen desesperados, y su expresión de miseria y muerte clama venganza a cielos y tierra contra los bárbaros a cuya cabeza estaba yo” (ibíd., p. 159). Así como el destino del personaje de Los bandidos de Schiller estaba signado por la metamorfosis de los ideales bienaventurados en destrucción y sufrimiento, el propio Hiperión descubre, con el alma quebrada, que la tragedia envuelve sus esperanzas, que la época está atravesada por la barbarie de una humanidad que ni siquiera deja al margen las buenas intenciones del héroe. Diotima, antes de que Hiperión hubiera alcanzado a intuir lo que le esperaba, ya le anticipa la tragedia de su obrar: “Conquistarás y olvidarás qué has conquistado. Si todo va bien, conseguirás un Estado libre, y entonces te dirás: ¿para qué lo he construido? ¡Ay, toda esa hermosa vida que debería brotar en él, se consumirá, se destruirá en ti! ¡Lo salvaje de la lucha te destrozará, alma hermosa; envejecerás, espíritu feliz! y cansado de la vida preguntarás al fin: ¿dónde estáis ahora, ideales de mi juventud?” (ibíd., p. 133). 33. Ibíd., p. 72.
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Segunda parte Ensayos borgeanos
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Borges o los esplendores de un amor correspondido
1 Borges persigue sueños borrosos, su pluma lenta se desliza por un extraño arrabal de recuerdos que puntualmente se dan cita y atiborran con sus exigencias la prosa del escritor. Una mirada cargada de pasado que delinea las formas de un presente confinado a ser deudor, alguien que vive de prestado. Las recurrencias de un ayer que van guiando los pasos sin futuro, las fantasmagorías de antiguas imágenes que perturban el paisaje contemporáneo. ¿Se trata acaso, en la escritura de Borges, de un gesto arcaizante, de una impostergable melancolía por ese tiempo ya acontecido? ¿Intenta tal vez escapar de las seducciones que la presencia de los recuerdos produce envolviéndolos en las oscuras pero esenciales formas del mito? ¿Hay en Borges algo así como una sensibilidad propia de cierta oligarquía decadente que convoca los fantasmas del pasado como un modo de escapar a las imágenes de su muerte anunciada? Su melancolía de la estancia y de una ciudad aldeana, de arrabales brumosos, tiene más que ver con narraciones heredadas, con ciertas lecturas que con una actitud política atravesada por el espíritu conservador. Él no busca erigir estatuas destinadas a constituir, en medio del desierto nacional, de ese panteón mínimo y casi ridículo, una verdadera y arquetípica historia patria. El fantasma de Ricardo Rojas buscando en Europa los ejemplos indispensables para reescribir una historia de poca monta y convertirla en una saga de héroes no parece perseguir como una pesadilla recurrente sus visiones de largas noches de insomnio. Borges vive el pasado en el presente, descubre que la literatura le abre puertas insospechadas porque le permite dejarse llevar por la ficción que va tejiendo la trama de sus recuerdos, mezclando sueños y relatos familiares, articulando desde allí una historia personal que acaba confundida con la saga oscurecida de un país sin memoria y carente de personajes ejemplares. De
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un modo diferente al de Ricardo Rojas (que viajó al viejo continente para empaparse de un historicismo que le permitiera inventar una historia propia capaz de aportar al proceso de nacionalización de esas ingentes masas de inmigrantes que amenazaban con volatilizar lengua, memoria e identidad nacional), Borges fue invadido por el peso de recuerdos escapados del siglo XIX y su relación con ese pasado atiborrado de imágenes legendarias se desentendió de cualquier intención pedagógica. Su memoria, hinchada por libros y narraciones escuchadas en su hogar y en las calles de Palermo, se convirtió en literatura. Buenos Aires, la ciudad de todas sus ambiciones y de todas sus desdichas, representa –para el autor Borges– el territorio de la recurrencia, una pertenencia que se vuelve repetición, un anacronismo de la ficción que le permite contemplar a Perón como si fuera Rosas, el único y eterno tirano; el que permaneció para siempre vivo en los relatos de su historia familiar, en la memoria de su madre, que fue pacientemente construida sobre la memoria de sus antepasados. Borges escribió para cobijar ese amasijo de palabras e imágenes que poblaron sus pesadillas infantiles; allí logró superponer la nostalgia de un pasado arquetípico, tiempo de guerreros heroicos, con las monstruosas alucinaciones nacidas del recuerdo morboso de un tirano mitificado y eternizado; pero también pudo recuperar en la escritura esa ciudad lejana, habitada por sombras que siguieron danzando, a lo largo de su vida, entre sueño y vigilia. Quizás por eso no dude, cincuenta años después, en decir que Fervor de Buenos Aires, su primer libro publicado en estos arrabales sureños, encierra todas sus búsquedas y obsesiones. Como si allí, en el comienzo de su viaje literario, ya estuviera todo. Con lentitud y genialidad fue desenrrollando la madeja de reminiscencias y sueños; su prosa, su poesía y sus ensayos se detuvieron a trabajar, más allá de las distancias –geográficas y temporales– ese material de trastienda, guardado en los desvanes de memorias desvanecidas. Un material capaz de herir la eternidad del presente y de desgarrar la vocación, propia de nuestra época, hecha de fugacidad y olvido. Extraña paradoja la que recorre la escritura de Borges: ser anacrónica y vanguardista, permanecer en el pasado para iluminar con la ferocidad repentina del relámpago la precariedad del presente. Desde esta lectura que intento hacer del universo borgeano, sus ficciones están cargadas de historia; son, podría decir, una permanente vuelta sobre una realidad que en su desvanecimiento carga al presente de una mágica luminosidad. Borges ha escrito sobre la diferencia entre el tiempo de la historia y el tiempo del arte, o, también, cómo el tiempo del arte desmigaja la unidad aparente de la historia: “En el tiempo real, en la historia, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas opta por una y elimina y pierde las otras; no así en el ambiguo tiempo del
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arte que se parece al de la esperanza y el olvido. Hamlet, en ese tiempo es cuerdo y es loco. En la tiniebla de su torre del Hambre, Ugolino devora y no devora los amados cadáveres, y esa ondulante imprecisión, esa incertidumbre, es la extraña materia de que está hecho”.1 Estas palabras profundas y verdaderas describen la empresa literaria que, en el caso de Borges, resquebraja la unidad aparente de la realidad, descoloca la linealidad del tiempo histórico y es capaz de ofrecernos la esencial ambigüedad que puebla el presente, porque “sabía que el presente no es otra cosa que una partícula fugaz del pasado y estamos hechos de olvido”.2 Habría que agregar que la recurrencia del pasado se convierte en una sustancia utilizada en la alquimia que se produce a través de la experiencia del lector que opera con sus recuerdos una transmutación nacida de sus viajes iniciáticos por el universo de los libros. Borges convirtió sus recuerdos, la abigarrada trama de viejas narraciones y extrañas pesadillas, en literatura, porque supo leer su propia historia en ese doble plano de significación que fusiona las imágenes de la memoria con la infinitud ondulante de las páginas de los libros leídos. En esa compleja y a veces inverosímil dialéc tica se encierra la originalidad y el impacto de su obra. La ficción dice el mundo porque el mundo se deja decir por la ficción. Ese es el relato que le conviene. Y el pasado, materia inabarcable por la lengua, constituyó, de algún modo, el horizonte del que no pudo y tal vez no quiso apartarse: “No en vano fui engendrado en 1899. Mis hábitos regresan a aquel siglo y al anterior y he procurado no olvidar mis remotas y ya desdibujadas humanidades”.3 Cultivador de lo fantástico y de una ironía sutil, Borges nunca comprendió lo que él consideraba una falsa escisión entre la trama de la historia real y la posibilidad estética de narrar, por medio de un lenguaje literario, esa misma trama. La apelación a lo fantástico constituye en Borges un modo genuino de penetrar en la dureza fáctica de una realidad que es tomada de sorpresa y multiplicada en infinitas variantes narrativas. Un ejercicio de proliferación y descomposición y una búsqueda de caminos imaginarios que enriquecen el mundo de lo real. Para Borges su historia familiar, la historia leída en los libros, las experiencias directas, sus sueños, su candor de habitante de una biblioteca, sus caminatas nocturnas, constituyeron la
1. Jorge Luis Borges, “El falso problema de Ugolino”, en Nueve ensayos dantescos, Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1989, p. 353. 2. Jorge Luis Borges, “G. A. Bürger”, en Historia de la noche, O. C., ob. cit., p. 191. 3. Jorge Luis Borges, prólogo a Las monedas de hierro, O. C., ob. cit., p. 121.
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verdadera trama de la realidad, la materia fundamental, el humus de su creación y la que catapultaba el acto mismo de escribir. Se trata también, como siempre en Borges, de la presencia poderosa, y a veces asfixiante, de la memoria. A veces me da miedo la memoria. En sus cóncavas grutas y palacios (Dijo San Agustín) hay tantas cosas. El infierno y el cielo están en ella.4 La ficción penetra en la historia haciéndose cargo de esta dualidad que constituye su núcleo más complejo y elemental; sus códigos le permiten detenerse en las ambigüedades, recorrerlas perezosamente y hasta lograr amplificarlas como si fueran la forma misma de la realidad. La historia muestra sus sitios secretos, sus ámbitos virginales, aquellas zonas que habían escapado al abrazo de oso de la razón historicista. Para el narrador, ese mundo de lo real se desplaza hacia regiones donde la ambigüedad se entroniza y define los confines de lo permitido, quebrando, en ese movimiento consustancial, la artesanía de la ficción, los límites trazados por la discursividad lógica que proyectó sus determinaciones sobre esa misma realidad que ahora se expande en el juego especulativo-creador de la escritura. Los hilos de la conciencia se cruzan con los ecos tumultuosos de aquello que viene de la región de lo que Hegel denominaba “la noche del mundo”, o lo que Freud tematizó como esa geografía sin fronteras del inconsciente y que para los románticos significaba internarse en los aposentos oscuros de la interioridad. Las certezas de la racionalidad se descomponen, o al menos se debilitan, al toparse con la acción imprevista de fuerzas extraordinarias, y la homogeneidad del tiempo es brutalmente sacudida por la heterogeneidad quebradiza de la memoria y de la vida convertida en rememoración. Borges le agrega a estas manifestaciones huidizas su convicción de ser un hombre de otro siglo, ese anclaje mágico que lo mantuvo siempre vinculado al mundo decimonónico convertido, en el juego de memoria y escritura, en viaje iniciático y mítico hacia el fondo desfondado de lo que alimenta su poética. Estar en su época será, para el autor de El Aleph, dejar que se derramen sobre ella los ecos de esas figuras que provienen del ayer. En todo caso, podría decirse que ese anclaje en “otro tiempo” le permite, casi de un modo benjaminiano, leer a contrapelo su actualidad, escapando al flujo asfixiante de sus determinaciones y amparándose en la protección de una escritura 4. Jorge Luis Borges, “El grabado”, en Historia de la noche, O. C., ob. cit., p. 188.
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fabricada con material acuñado en otro siglo pero sabiamente plegada a los vaivenes innovadores de las nuevas formas estéticas. Y no es un contrasentido ni un error de interpretación: Borges es modernista allí donde no abandona la fidelidad de la memoria, en ese preciso espacio donde su escritura se entremezcla con las “cóncavas grutas y palacios”, allí donde “hay tantas cosas”. Un modernismo que no le da la espalda al pasado, que reconoce las profundas raíces que lo vinculan con tradiciones de las que no puede ni quiera desprenderse. A Borges, como a W. B. Yeats, también “lo que lo salvó […] fue su confianza fundamental en toda la tradición europea”.5 Una confianza que en Borges se amplía hasta alcanzar el mundo de las tradiciones argentinas y los sonidos de su propia “lengua vernácula”. El pasado permanece en su escritura, su presencia es ineludible y él sabe –y allí despliega su ejemplaridad modernista– que “cada palabra, aunque esté cargada de siglos, inicia una página en blanco y compromete el porvenir”.6Así como describía el presente como “una partícula fugaz del pasado”, Borges sabe que “cada palabra” reinicia la obra primigenia, actualiza la creación como si fuera “una página en blanco”. Allí se conjugan y combinan alquímicamente la permanencia del pasado con la inauguración, siempre escandalosa, del momento actual. La quietud del recuerdo y la movilidad del instante; el cruce de tiempos diferentes que hacen estallar la ficticia continuidad. El escritor vive la exaltación, y también el temor, de la experiencia demiúrgica, el fabuloso y amenazante sentimiento de la creación ex nihilo (pero como no es el Dios judeocristiano, descubre ese “otro tiempo” en la blancura de esa primera página, suerte de vacío primordial, de oscura nada, que puede, a un mismo tiempo, paralizar y excitar la creación). Solo al suicida, piensa el escritor aprisionado en su mundo de recuerdos, le cabe la alucinada esperanza de sumergirse definitivamente en el olvido. Su ilusión habitó las noches del insomnio borgeano: No quedará en la noche una estrella. No quedará la noche. Moriré y conmigo la suma Del intolerable universo. Borraré las pirámides, las medallas, los continentes y las cosas.
5. Frank Kermode, “The New Apocalyptics”, Partisan Review, vol. XXXIII, nº 3, pp. 339-361, 1966, cit. por Michael Hamburger, La verdad en la poesía, México, Fondo de Cultura Económica, 1992, p. 95. 6. Jorge Luis Borges, Prólogo a La moneda de hierro, O. C., ob. cit., p. 121.
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Borraré la acumulación del pasado. Haré polvo la historia, polvo el polvo. Estoy mirando el último poniente. Oigo el último pájaro. Lego la nada a nadie.7
Pero Borges se refugia en la escritura. La página en blanco que pausadamente se va llenando con los signos de la inspiración y de la multitud de recuerdos que se agolpan lo protege, le permite sortear el canto de sirena de esas terribles noches que lo seducen con la muerte y el olvido. Como escritor se defiende, recupera fragmento tras fragmento, aunque no sin un dejo de nostalgia dolorosa, de los mensajes verbales que provienen de ese pozo profundo, quizás inagotable, que llamamos memoria. Edmond Jabès ha trazado palabras que Borges hubiera podido hacer suyas: “Yo creo en la misión del escritor. La recibe del verbo que lleva en sí su sufrimiento y su esperanza. El escritor interroga a las palabras que a su vez le acompañan. La iniciativa es común y como espontánea. Sirviendo a las palabras –sirviéndose de las palabras– da un sentido profundo a su vida y a la de ellas, de la que la suya ha surgido”.8 Borges conoce el delicado sabor de las palabras; en su lejana infancia, cuando fue alimentando su espíritu de lector, saboreó la dulzura que esas horas mágicas le depararon y descubrió que su propio destino acompañaba y se dejaba acompañar por el universo infinito y sugerente del lenguaje. Este universo lo salvó porque le ofreció los esplendores de un amor correspondido, como si en ese encuentro dichoso con la literatura él hubiera encontrado la única guía posible para caminar por un mundo amenazante. Sus recuerdos infatigables siempre vuelven a la biblioteca de la infancia, ese espacio mágico donde aprendió a perderse con sabiduría y dejándose llevar por las sorpresas de azarosas lecturas: “Todavía puedo verla y mi memoria me lleva a ella constantemente. Era una habitación grande, con techos muy altos, con estanterías protegidas por vidrios, donde reposaban miles de volúmenes. Emerson dijo que una biblioteca es un gabinete mágico en el que hay muchos espíritus hechizados; despiertan cuando abrimos los libros. Yo sentí en esa biblioteca de mi padre el despertar de esos espíritus hechizados de los que habla Emerson”.9
7. Jorge Luis Borges, “El suicida”, en La rosa profunda, O. C., ob. cit., p. 86. 8. Edmond Jabès, El libro de las preguntas, Madrid, Siruela, 1990, p. 63. 9. Cit. por Roberto Alifano, Borges, biografía verbal, Barcelona, Plaza & Janés, 1988, p. 29.
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Morada y refugio, lugar asombroso de lo iniciático; allí Borges descubrió su misión de escritor, captó las sugerencias del verbo, su docilidad y sus penurias, la potencia de su despliegue y el horror de una eternidad grabada para siempre en una página en blanco. En ese cuarto de la infancia, la realidad se volvió literatura, las palabras se abrazaron entre sí no solo para crear un mundo de ficción, sino, también, para multiplicar infinitamente el sentido de las cosas. El niño lector vagó por el universo de los libros y se sumergió en el lenguaje secreto que lo trasportó hacia los bordes de una realidad mil veces ensanchada, sintiendo que cada página leída y por leer constituía una oportunidad única para internarse en ese territorio donde la imaginación se entrelaza con el mundo haciendo estallar los límites y llevando al niño más allá de los umbrales. El adulto, nostálgico de aquellas horas luminosas, siempre buscó regresar a ese paisaje imborrable que selló su destino. Borges, como el Serafí de Jabès, también nació para escribir libros, para deslizarse entre la memoria y el olvido. “Estoy ausente –escribió Jabès– porque soy el narrador. Solo el cuento es real.”10 La escritura es lo real, la trabajosa metáfora que le da sentido al poema o las imágenes que se despliegan en el cuento. Borges transformó en escritura lo que el niño leyó y escuchó; por eso diría, muchos años después, que él jamás salió de la biblioteca de su padre y que nunca traspuso el portón enrejado de la vieja casona de Palermo. Y, sin embargo, entre la geografía limitada de la biblioteca paterna y las estrecheces de la ceguera, Borges pudo ejercitar el cosmopolitismo, fue capaz de atravesar ecuménicamente la cultura y de construir con el lenguaje un universo literario iluminador de nuestra devastada época. Una biografía del silencio y de la soledad, un saber urdido entre las páginas de antiguas y prestigiosas enciclopedias a las que siempre, a lo largo de su dilatada vida, regresó con regocijo y agradecimiento. Una inspiración que supo de las victoriosas estrategias del plagio, como una suerte de homenaje a los autores amados, a todos esos libros devorados en las tardes de la infancia, a esas escrituras que marcaron su vida (¡Cómo no hacerlo con Stevenson, con De Quincey, con Chesterton, con Kafka, con los maravillosos cuentos de Las mil y una noches!). “Quienes minuciosamente copian a un escritor –dirá Borges–, lo hacen impersonalmente, lo hacen porque confunden a ese escritor con la literatura, lo hacen porque sospechan que apartarse de él en un punto es apartarse de la razón y de la ortodoxia. Durante muchos años, yo creí que la casi infinita literatura estaba
10. E. Jabès, ob. cit., p. 63.
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en un hombre. Ese hombre fue Carlyle, fue Johannes Becher, fue Whitman, fue Rafael Cansinos-Asséns, fue De Quincey”.11 Todos forman parte del tumultuoso océano de la literatura, son parte de esas palabras que en su cristalización literaria van formando los mundos que pueblan nuestro mundo, que lo ensanchan y lo vuelven más habitable. Plagiar, en el sentido del autor de Ficciones, es hacerse cargo de lo ya dicho, es navegar sobre esos ríos de tinta que atraviesan la geografía siempre cambiante de las infinitas páginas en las que la imaginación ha ido trazando aquello que dubitativamente llamamos realidad. Es también irrumpir en la historia para escuchar el eco de voces lejanas y olvidadas. Cuando Borges escribe se siente heredero de una tradición, sabe que sus palabras han nacido en lejanos rincones y que su literatura regresa a esas antiguas lecturas articuladas por una vastedad de nombres que, en él, se vuelven un solo nombre. Toda la literatura se da cita y converge en cada nuevo acto de creación. Ser un intermediario o un lector atento es el deseo de Borges; ser un cómplice de las palabras, pero también un cultor del silencio “para que pueda cumplir, sin desfallecer, su papel de barquero”.12 La escritura como un modo de retener el tiempo (“ese enemigo que mata huyendo”, como decía Quevedo), como esa búsqueda eterna de las letras de Dios, siguiendo las semiborradas huellas de aquellos fascinantes portadores del saber cabalístico que en oscuras callejuelas de pequeñas ciudades españolas, mucho antes de que los fanatismos cortaran los hilos fabulosos de ese telar cultural tejido por las sabias manos de moros, judíos y cristianos, fatigaron sus años persiguiendo los misterios de la Creación. “Hacia el alba –escribe Borges, heredando aquellos antiguos saberes–, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladik le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esta letra; yo me he quedado ciego buscándola”.13 El acto de escribir, dirá Borges, es, aunque menos gozoso, un modo de buscar, uno de los tantos caminos que conducen a Dios.
11. Jorge Luis Borges, “La flor de Coleridge”, en Otras inquisiciones, O. C., ob. cit., p. 19. 12. E. Jabès, ob. cit., p. 77. 13. Jorge Luis Borges, “El milagro secreto”, en Ficciones, Buenos Aires, Emecé, 1987, p. 154.
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Para el escepticismo borgeano (nacido en aquellas lejanas conversaciones con su padre, conversaciones en las que intuyó sus primeras y definitivas convicciones filosóficas) es también una de las formas ejemplares del olvido, enfrentarse a las penumbras de lo inalcanzable. Ya en los años de infancia, cuando se internaba en la biblioteca paterna, Borges relacionó a Dios con los libros, y a cada letra con un código secreto, una llave para entrar en otra dimensión. Su encuentro, siendo ya adulto, con los misterios del desciframiento cabalístico no constituyó una casualidad, algo inesperado. En su biografía lo estaba esperando ese encuentro con la Cábala y las mil formas laberínticas del Nombre sagrado. Como lector infatigable descubrió en la mística del Zohar una de las más extraordinarias formas de la lectura, esa intuición secreta y esencial de la escritura como refugio misterioso de Dios. Su obsesiva indagación lingüística, sus apasionadas aventuras etimológicas se identifican claramente con el paciente ejercicio del desciframiento que cobijó las largas noches de los sabios judíos. Para Borges, como para los talmudistas (y también para Mallarmé), el “mundo existe para un libro; según Bloy, somos versículos o palabras o letras de un libro mágico, y ese libro incesante es la única cosa que hay en el mundo; es, mejor dicho, el mundo”.14 Regresamos, entonces, a lo antes señalado: el escritor construye una estrategia del plagio, no porque su palabra carezca de originalidad o porque sienta que su capacidad creativa está agotada, sino porque se sabe parte inescindible de un vasto universo que lo contiene a él y a sus palabras, aquellas que nacen entre los pliegues de su escritura y que, quizás, escondan los secretos del nombre de Dios. De este modo, Borges, el escritor, el pesquisa infatigable, escribe para ser parte de ese misterio originario, su destino también es un enigma. Las palabras que él va hilando son parte de otras innumerables de las que él pudo apropiarse como lector. Su tejido narrativo se fue confeccionando con el material encontrado en la biblioteca paterna, en la bendita ociosidad de aquellas derivas literarias que irían delineando el mapa de su inagotable memoria lingüística. Lo que Borges dijo sobre Carlyle podemos hacerlo extensivo a él mismo: “Estampó que la historia universal es una Escritura Sagrada que desciframos y que escribimos inciertamente, y en la que también nos escriben”.15 Como si desde el principio, amparado por los miles de volú-
14. Jorge Luis Borges, “Del culto de los libros”, Otras inquisiciones, O. C., ob. cit., pp. 146-147. 15. Ibíd., p. 146.
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menes que iluminaron su infancia, Borges hubiera intuido lo ineludible de su destino; de un destino unido a la palabra, a una búsqueda secular del Nombre. Su vida literaria fue un campo de batalla en el que combatió con su conciencia tratando de fusionarla con esa corriente anónima y tumultuosa que, a sus ojos de apasionado y exquisito lector, constituye el secreto de la presencia universal e infinita de la literatura. Escribir para difuminarse; escribir como un acto de olvido: esa fue la batalla que ocupó los años de Borges y de la que probablemente no haya salido victorioso (¿quién realmente ha logrado vencer al olvido? Seguramente él no se lo propuso). Su presencia, esa sombra que se yergue sobre una posteridad que lo sigue leyendo y que, también, siente su asfixiante influencia, está allí fascinando y produciendo rechazo, exigiendo un saldo de cuentas que parece no llegar. Tal vez hubiera deseado perderse en el ancho mar de la literatura, ser apenas una glosa, un comentario al margen, un nombre difuso. Su insuperada timidez, su profunda conciencia de ser parte de una vastísima trama le hicieron escribir este poema: Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído. No habré sido un filólogo, no habré inquirido las declinaciones, los modos, la laboriosa mutación de las letras la de que se endurece en te, la equivalencia de la ge y de la ka, pero a lo largo de los años he profesado la pasión del lenguaje.16
Esa “pasión” encierra parte del secreto borgeano. Su obra puede ser leída como el incesante viaje hacia los confines de la lengua; como una ardua, y a veces colosal, aventura hecha de sonidos mezclados y de letras desparramadas en innumerables libros de infinitas bibliotecas. Un doble camino: el del lector feliz que se desplaza por el inabarcable universo de las tradiciones literarias encerradas en nombres fabulosos (Homero, Virgilio, Horacio, Shakespeare, Cervantes, Quevedo, Stevenson, Whitman, Mallarmé, Schopenhauer, Hernández…), y el fatigado escritor que se ve empujado a narrar sus obsesiones, sus sueños pesadillezcos, sus derrotas y sus oscuras esperanzas. Pero Borges, el anciano que arduamente transita sus últimos años persiguiendo quizás no ya la palabra escrita, sino la belleza 16. Jorge Luis Borges, “Un lector”, en Elogio de la sombra, O. C., ob. cit., p. 394.
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de las cosas y de las lenguas primigenias, se regocija en el descubrimiento de otro lenguaje que estaba sepultado en la memoria adormecida de sus antepasados: Alabada sea la infinita Urdimbre de los afectos y de las causas Que antes de mostrarme el espejo En que no veré a nadie o veré a otro Me concede esta pura contemplación De una lengua del alba.17
Descubre, cuando el final se acerca, la mágica luminosidad del origen; percibe, como sombras que van llenándose de un resplandor antiguo, que en esos secretos arcanos del lenguaje se esconde toda la pureza de lo originario. Descubre que sus propias palabras se deslizan hacia ese fondo primordial; que ellas también buscan su morada, el punto de partida, ese yunque arcaico en el que se forjaron sus incipientes derroteros. Será esa relación donde se conjugan el final, ese lento caminar hacia la nada, con la antigüedad de unos orígenes añorados; el cansancio de los años con el rejuvenecimiento de “un lenguaje del alba”, la que definirá, en Borges, la peculiaridad de una escritura capaz de transitar los laberintos de la memoria a través de la trama de lo remoto y lo actual. Como si los tiempos se mezclaran en un remolino donde los ecos casi apagados de un ayer lejano vuelven a encontrar los sonidos del presente. Lo que se destruye es la supuesta continuidad, el ritmo necesario y lineal de la historia. El estallido se resuelve en literatura. Ese Borges que inicia una travesía henchida por vientos juveniles nos dice: “Voy a envejecer para todo. Para el amor. Para la mentira. Pero nunca envejeceré para el asombro. Siempre me seguirán asombrando las cosas esenciales”.18 El lenguaje fue su asombro permanente, su dichosa recurrencia, y lo persiguió por la vastedad de las lenguas hasta alcanzarlo en el idioma de sus remotos antepasados, como si su sangre agotada por el paso de la vida encontrara por fin el camino hacia esa otra sangre antigua que lo estaba esperando en el ocaso de los años. Una lucidez implacable que le permitió indagar el secreto del origen, allí donde se fraguaron en el comienzo de los tiempos las palabras destinadas a decir el mundo. Al llegar al final, luego
17. Jorge Luis Borges, “Al iniciar el estudio de la gramática anglosajona”, en El Hacedor, O. C., ob. cit., p. 217. 18. Cit. por Roberto Alifano, ob. cit., p. 171.
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de haber transitado arduamente casi todos los caminos de la creación literaria, de haber sido un maravilloso artesano de su lengua materna, se dejó seducir y deslumbrar por los ecos de un idioma desaparecido, naufragado en venturosas travesías marinas, celosamente guardado en los fragmentos de arcaicas epopeyas de dioses y de héroes olvidados por la historia. El anciano se dejó asombrar por las palpitaciones de su propia sangre y por el recuerdo mítico de lo no vivido. Borges fue uno de esos contados escritores que tuvo una profunda conciencia de la responsabilidad de su tarea, que auscultó con oído atento los sonidos no siempre perfectos de una acústica distorsionada por la cada vez mayor lejanía entre los hombres y su origen. Para él el lenguaje fue fundamento y meta, su hábitat, el sitio de todas sus interrogaciones, la verdadera mediación con el universo. El poeta nos comunica su tarea: Como los alquimistas
que buscaron la piedra filosofal en el azogue fugitivo, haré que las comunes palabras –naipes marcados del tahúr, moneda de la plebe– rindan la magia que fue suya cuando Thor era el numen y el estrépito, el trueno y la plegaria.19
Es el poeta el que habla, el que busca los sonidos esenciales del lenguaje, el artesano que intenta recuperar aquello que se ha perdido. Borges no se deja tentar por las promesas de un arcaísmo artificial, él sabe que en “las comunes palabras” se oculta una chispa de ese antiguo fulgor. Esas huellas tenues que pueden ser entrevistas por aquellos que saben mirar, esos restos primordiales que esperan ser escuchados en medio del estrépito contemporáneo. La responsabilidad del poeta radica en ese supremo intento por devolverle a “las comunes palabras” una dignidad que en el transcurso de la historia han ido perdiendo. Custodios en épocas de herrumbre y de olvido, quizás eso sean hoy los poetas.
19. Jorge Luis Borges, “Browning resuelve ser poeta”, en La rosa profunda, O. C., ob. cit., p. 82.
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2 (El anciano camina con paso dubitativo, su mano derecha sujeta fuertemente la empuñadura del bastón como buscando una seguridad que sus agotadas piernas ya no le ofrecen. Caminar ha sido para él uno de los modos más profundos y genuinos del aprendizaje, una suerte de espontáneo desplazamiento, una errática deriva, por el laberinto urbano. El cansancio, sin embargo, no le impide sentirse feliz, rejuvenecido por esas ráfagas de viento frío que provienen de las montañas que sus ojos extenuados ya no pueden contemplar. La ciudad vieja cobija sus recuerdos, sus pensamientos pueden más que la lógica y las artimañas inflexibles del tiempo. Ellos se han soltado y se desplazan con entera libertad por la cuantía de sus años y como un relámpago le acercan imágenes de un ayer vasto y brumoso que parecen acoplarse perfectamente con sus inseguros pasos en esa tarde otoñal de la ciudad de Calvino. El anciano parece disfrutar con el amontonamiento vertiginoso de imágenes y palabras que siempre habitaron su prodigiosa memoria y que en ese atardecer ginebrino buscan manifestarse. El viaje hacia la muerte es un regreso hacia el comienzo; en el crepúsculo de los años se vuelve a sentir el lejano palpitar de los sueños infantiles y de las tumultuosas experiencias de la juventud. El anciano siente que está conciliándose con la vejez, percibe que el ocaso de sus días también puede ser una fiesta de la memoria que se prepara para el olvido infinito. Una poesía que asalta sus recuerdos interrumpe sus ensoñaciones: Los días y las noches están entretejidos (interwoven) de memoria y de miedo, de miedo, que es un modo de la esperanza, de memoria, nombre que damos a las grietas del obstinado olvido.20
Algo fatigado, se deja conducir a un banco de plaza, seguramente parecido –¿o quizás el mismo?– al de aquel extraño encuentro que tuvo en Austin. Alguien le habla –parece una voz de mujer que le llega lejana y apagada–, pero él prefiere no escuchar amparándose en las impunidades que la vejez otorga; deja que el presente, que acompaña esa voz, se difumine envuelto por otro tiempo y por otras voces. Piensa que su vida se le escapó detrás de las palabras, detrás de algún verso feliz hurtado al olvido, porque
20. Jorge Luis Borges, “East Lansing”, en El oro de los tigres, O. C., p. 514.
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El ilusorio ayer es recinto De figuras inmóviles de cera O de reminiscencias literarias Que el tiempo irá perdiendo en sus espejos.21
En ese paisaje que sus ojos no alcanzan a vislumbrar pero que su memoria reconstruye pacientemente, el anciano recupera fragmentos de un pasado remoto en el que sus pasos jóvenes le permitieron descubrir los secretos de una ciudad que el devenir de la vida convertiría en su paraíso perdido y siempre añorado. En esos largos atardeceres compartidos con amigos entrañables, cuando las primeras sombras iban cayendo sobre las serpenteantes callejuelas, Borges fue aprendiendo las primeras artesanías de la literatura, pudo compartir la pasión de lecturas inolvidables. Sentado en ese intemporal banco de plaza, el anciano recupera sensaciones largamente olvidadas, atesoradas en lo profundo de su alma. Una ciudad arquetípica, escenario de una adolescencia atravesada por la amistad y por los libros. En ese atardecer ginebrino también vuelve a recuperar el silencio de la biblioteca paterna, aquel lugar mágico donde supo que su destino sería la literatura; y deseó un destino de lector infatigable a veces interrumpido por la impostergable necesidad de la escritura. En el crepúsculo de la jornada, saboreando antiguos recuerdos, volvió a descubrir lo que siempre sintió: que los libros fueron su hogar, y sus ojos se apagaron persiguiendo la inconmensurable felicidad encerrada en aquellos queridos volúmenes. Porque ya desde niño intuyó que la dicha de la lectura era muy superior al trabajoso ejercicio de descifrar el mundo con palabras. En realidad, siempre escribió para seguir leyendo, como un comentario al margen, como una forma de la complicidad. Sus pensamientos fueron atrapados por el vértigo de los recuerdos que parecían fortalecer a su cuerpo extenuado; sus ojos cerrados lo conducían a un sueño diurno, a una melancólica superposición de imágenes y de tiempos.) 3 “Ha soñado el libro, ese espejo que siempre nos revela otra cosa.”22 Los libros de Borges son como un espejo que siempre nos están revelando otras cosas. Sus desplazamientos son constantes, sus propias recurrencias
21. Jorge Luis Borges, “El pasado”, ibíd., p. 465. 22. Jorge Luis Borges, “Alguien sueña”, en Los conjurados, O. C., ob. cit., p. 431.
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suponen, paradójicamente, innovación, diferentes planos de sentido. Toda lectura es interpretación, desmigajamiento de las múltiples significaciones que encierra el texto (como si este fuera una suerte de cartografía del universo). Interpretar es, en consonancia con una perspectiva talmúdica, comentar, dejar que las variadas voces de la tradición –voces que habitan tumultuosamente el texto– dejen escuchar, al oído atento, sus sonidos. Como lector de Borges, percibo la hondura de esa multiplicidad, la sensación, siempre presente, de un juego especular, de una superposición de planos que parecen ser solidarios con la idea, profundamente arraigada en toda su obra, de un universo equívoco, inasible desde una lógica excluyente. Como si su escritura se plegara a esa imagen estallada, polivalente y equívoca que suele esconderse detrás de su fina ironía. El laberinto también funciona a la hora de indagar por la escritura borgeana. Sus temas se mezclan y es posible encontrar en un mismo relato muchas de esas obsesiones que empujaron creativamente su obra. La infinita agregación y enumeración que suelen habitar los poemas de Borges reflejan la presencia de esos permanentes vasos comunicantes, de esa intencionalidad a veces manifiesta y otras oculta, de cruzar los caminos, de superponer los planos de sentido y de jugar con la idea de un universo ininteligible y azaroso capaz de disfrazarse con los ropajes de una temporalidad recurrente y diversa. Tratando de explicar esta convicción, la idea de lo múltiple encerrado en la unidad, de que todos sus temas siempre se encuentran en algún punto, Borges escribió: “Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo. Tal vez quiso decir que no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita concatenación de efectos y de causas. Tal vez quiso decir que el mundo visible se da entero en cada representación, de igual manera que la voluntad, según Schopenhauer, se da entera en cada sujeto. Los cabalistas entendieron que el hombre es un microcosmos, un simbólico espejo del universo”.23 La lectura de Borges, internarse en el laberinto de su escritura, supone, también, un ejercicio cabalístico, comprenderla como si fuera un “espejo del universo”. Sus interminables y dichosos viajes hacia las etimologías de las palabras, como si fuera un experto buceador que se arroja a las profundidades del mar para encontrar y recoger perlas, nunca son viajes ociosos, despreocupados; son, antes bien, indagaciones penetrantes, travesías hacia el corazón del lenguaje, inquietud esencial por los fundamentos del habla. Borges escribe para tratar de despejar el camino; la integración casi perfecta 23. Jorge Luis Borges, “El zahir”, en El Aleph, O. C., ob. cit., p. 113.
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de su pasión de lector incansable y de escritor tiene relación directa con la convicción de que toda escritura repite un ejercicio primigenio; el intento de recuperar ciertos sonidos primordiales, la obsesión por mantener la fidelidad de ciertos temas. En todo caso, una lucha despiadada, y muy pocas veces victoriosa, por comunicar con palabras la maravilla, por expresar lo indecible (como si la prohibición que lanzó Mallarmé sujetara definitivamente el impulso de nuestro habla por decir el mundo). Y esta percepción está vinculada a la idea borgeana del “hecho estético”. Escuchemos sus palabras: “La música, los estados de felicidad, la mitología, las cosas trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación que no se produce, es, quizás, el hecho estético”.24 Recoger los murmullos lejanos de un manantial perdido, capturar por unos instantes la fugacidad del tiempo, penetrar, aunque más no sea un solo segundo, después de horas de ardua pesquisa, en la herrería primordial donde se forjaron las palabras, son los sueños del poeta, su eterna deriva por el impredecible universo del lenguaje. Éxtasis y agonía de una errancia que comunica, en ocasiones extraordinarias, al hombre con lo que ha perdido. Son esas iluminaciones inesperadas las que abren las brechas del sentido, las que aproximan la búsqueda del poeta con la experiencia del místico. Y el “hecho estético” representa ese encuentro con lo extraordinario, la posibilidad de escuchar de otro modo, de ver por detrás de lo evidente. Y los libros, dirá Borges, cualquier libro genuino, puede, en algún punto, tocar esa música extraviada en los vericuetos más profundos de las palabras que el hombre emplea. Por eso es el lector el que puede descubrir el fulgor de las letras, el que puede encontrar el sendero que quizás el escritor apenas vislumbró en el texto mientras lo fue tejiendo. El verdadero lector recoge esas chispas esenciales, es aquel que se deja seducir y conducir hacia las regiones donde el asombro se transforma en “hecho estético”. El libro que no es un jeroglífico, que no supone un mundo de interpretaciones posibles, no es verdaderamente un libro, y esto se relaciona inmediatamente con la idea borgeana de lo “clásico”, la certeza de la perpetua contemporaneidad de aquellas escrituras que lograron sortear las trampas de su propio tiempo: “Clásico es un libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpreta-
24. Jorge Luis Borges, “Las murallas y los libros”, en Otras inquisiciones, O. C., ob. cit., p. 12.
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ciones sin término”.25 El tratamiento que Borges hizo de ciertos autores clásicos –pienso especialmente en el Dante– fue siempre algo más que un ejercicio de erudición; se colocó, más bien, en la tradición del comentario que es siempre actualización, una intensa manera de urgar en la multiplicidad del texto. Pero también implicó una reflexión genealógica, un pago constante de deudas contraídas como lector. Los relatos y los ensayos borgeanos se cruzan, representan dos momentos de un mismo camino interpretativo, como si su escritura estuviese siempre inclinada hacia la convicción esencial de la perpetua repetición del acto primigenio de ficcionar el mundo. Borges comenta a Dante en el sentido talmúdico del término, comenta y vivifica; penetra en la interioridad de La divina comedia, dialoga con ella y abre nuevos senderos que fusionan crítica erudita y recreación estética. Este es un punto fundamental. Borges, cuando despliega su saber ensayístico (arduamente conquistado en sus travesías enciclopédicas) nunca abandona la idea de que todo lenguaje supone siempre un ejercicio ficcional, una invención que modifica el texto comentado y que lo despliega hacia nuevas direcciones. Nunca se termina de leer, nunca se llega a un punto de clausura. Como su memoria, también la crítica es recurrencia, amor de los orígenes que tensiona al máximo las imbricaciones del tiempo pasado y del tiempo presente; a través de ella la supuesta linealidad histórica deja su lugar a los encuentros sorprendentes, a las comparaciones caprichosas que inauguran una nueva sensibilidad. La crítica, en manos de Borges, es recreación, nuevo punto de partida, un viaje de descubrimiento que nos hace internarnos por territorios antes ignorados. Una suerte de insólito explorador de totalidades encerradas en minúsculas partículas, en una idea suelta, en una línea particularmente ejemplar o quizás insignificante. Emir Rodríguez Monegal sostiene que la identificación de Borges con De Quincey se relaciona con el rasgo sobresaliente del escritor inglés heredado por el argentino: “Es la persona literaria de De Quincey [la] que influyó principalmente en Borges. En él encontró Georgie su prototipo de escritor, no según el modelo del triunfador y un poco temible doctor Johnson, sino del extraño, ligeramente marginal pero intensamente atrayente De Quincey. Georgie debió quedar sumamente impresionado por un escritor que, desde el estudio etimológico de una palabra, era capaz de postular rápidamente una doctrina filosófica y hasta una visión coherente del mundo”.26
25. Jorge Luis Borges, “Sobre los clásicos”, en Otras inquisiciones, O. C., ob. cit., p. 244. 26. Emir Rodríguez Monegal, Borges, una biografía literaria, México, Fondo de Cultura Económica, 1987, pp. 114-115.
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De Quincey convenció a Borges de algo que él había intuido desde sus épocas de lector juvenil: que el mundo se despliega como discurso, que es un tejido de palabras que van dibujando sobre la tela sus múltiples significados. Una “visión coherente del mundo” es un juego de lenguaje; y esto no implica una relativización ni del “mundo” ni de la “visión”, sino el reconocimiento de la imposibilidad siquiera de pensar lo otro por fuera del lenguaje, más allá de la sintaxis y de la gramática. Borges se instala en la certeza del lenguaje como fuerza creadora, como meollo a partir del cual el mundo se abre en sus múltiples significaciones. En las palabras palpita el hálito de las cosas, en ellas se guarda su proliferación y su darse a los hombres. En el origen fue el verbo, y el destino extraño y laberíntico de la palabra diseña nuestra estadía planetaria, le da forma y contorno a nuestra experiencia del tiempo y del espacio. Borges es un indagador apasionado de ese material constitutivo; su infatigable impulso explorador lo lleva hacia los confines de la lengua, le permite internarse en regiones apartadas en las que descubre el rumor de antigüedades esenciales, el secreto oscuro del habla primordial. Para Borges la ficción es el cauce de la realidad, y en su enhebramiento el hilo que las entrama adquiere la sutil forma del lenguaje. Es aquí donde el ejemplo de De Quincey se vuelve ejemplar, marca de un itinerario que será también el que seguirá, con sus propios instrumentos y sus propias obsesiones, el autor de Fervor de Buenos Aires. Hacerse cargo de la definición griega del hombre como “animal de lenguaje” (definición compartida, con algunos matices, por la tradición judía) es la tarea que Borges se impuso. La conciencia de estar habitado por la palabra, de ser –tal vez en el sentido que Heidegger le ha impreso– sus guardianes, abre la dimensión de lo literario, la profunda certeza del mundo articulado como ficción. Es posible, aunque guardando el dejo irónico de la escritura borgeana, hablar de una ontología de la palabra literaria, de ese efecto de creación que atraviesa, desde el más lejano origen, el acto mismo de organizar la trama de lo real desde la artesanía del lenguaje literario. Para Borges, como para los cabalistas, una efervescencia demiúrgica invade y moviliza todo acto de escritura, del mismo modo que, según Stevenson, los personajes de un libro son “sartas de palabras”. Pero Borges despliega una argumentación aún más radical siguiendo el hilo stevensoniano: “A eso, por blasfematorio que nos parezca, se reducen Aquiles y Peer Gynt, Robinson Crusoe y Don Quijote. A eso también los poderosos que rigieron la tierra: una serie de palabras es Alejandro y otra es Atila”.27 Es a través de las pala-
27. Jorge Luis Borges, “El falso problema de Ugolino”, en Nueve ensayos dantescos, O. C., ob. cit., pp. 352-353.
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bras que establecemos contacto con el mundo, con nuestros semejantes y con nosotros mismos, un contacto que, en Borges, cruza la tenue línea de realidad e imaginación. ¿Es posible establecer diferencias sustanciales entre los personajes literarios y los poderosos de la historia? ¿Escapan Alejandro y Atila a esa metáfora stevensoniana que hace de todo personaje “una sarta de palabras”? En el pensamiento del autor de El Aleph, la realidad histórica y la fábula se entraman tejiendo la urdimbre de nuestros recuerdos y de aquello que nombramos creyendo que nada tiene que ver con la ficción. En su cuento “El tema del traidor y del héroe”, dio cuenta de esa amalgama de historia y narración, pues allí la sombra de Shakespeare cobraba una realidad tan decisiva como los acontecimientos registrados por la crónica de los historiadores; una confluencia de gramáticas diferentes que, sin embargo, completaban el paisaje emanado de la memoria, la tradición literaria y la fabulación. Con Borges, los historiadores aprenden de qué modos tan complejos e intrincados están vinculados los hechos del pasado con los flujos narrativos a través de los cuales ese pasado se ha convertido a su vez en materia de la literatura. La realidad está iluminada por palabras, y el escritor se hace cargo de esa “sarta de palabras” que definen el sentido de una época, el maravilloso o trágico destino de un personaje y la descripción demiúrgica de un paisaje. Nuevamente nos topamos con aquella frase del prólogo a La moneda de hierro: “Cada palabra, aunque esté cargada de siglos, inicia una página en blanco y compromete el porvenir”. Cruce de tiempos diferentes, entremezclamiento de experiencias, las palabras convergen en un punto y reclaman, próximas y lejanas, la obra de la creación. Borges interroga las distancias y los encuentros, y es el poeta el que busca responder esos interrogantes sabiendo, en verdad, que toda respuesta vuelve sobre la huella de la pregunta infinita: Las noches y los mares nos aportan, Las modificaciones seculares, Los climas, los imperios y las sangres, Pero nos une indescifrablemente El misterioso amor de las palabras, Este hábito de sones y de símbolos.28
Sin embargo, nuestra época, una época extasiada en la fugacidad cadavérica de la moda, acorralada por el agotamiento espiritual que busca un imposible cobijo en la frialdad de la técnica, desnuda de memoria porque
28. Jorge Luis Borges, “Al primer poeta de Hungría”, en El oro de los tigres, O. C., ob. cit., p. 497.
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es incapaz de saltar las trampas de la saturación que emana de los medios de comunicación y del flujo metastásico de la información; nuestra época, decía, se sorprende a sí misma en una cada vez mayor desnudez de palabras que cobijen la historia y la memoria de los hombres, que logren sortear lo insustancial allí donde el destino de lo ya acontecido no es otro que el museo, verdadero templo de un tiempo fuera del tiempo, de una época atravesada, de lado a lado, por el demonio de lo fugaz. Borges tenía conciencia de este desbarrancamiento, sabía de este hostigamiento insoportable de la mediocridad consumista, de este triunfo de la vacuidad comunicacional. Esa conciencia, que en él se deslizaba hacia el irónico distanciamiento del gesto intencionadamente conservador, lo llevó a detener su reflexión en los claroscuros del lenguaje, lo convirtió en un apasionado pesquisa de los orígenes de las palabras y que se afanaba por encontrar en la literatura pistas esenciales para el desciframiento en el que estaba empeñado. Muchas veces sus ironías políticas, en ocasiones disfrazadas de conservadurismo, otras del anarquismo aristocrático heredado de su padre, tenían como objetivo desnudar la pobreza espiritual de nuestro tiempo.29 Como estaba convencido de la profunda empatía de realidad y ficción, no se le ocurrió pensar que su escritura pudiera derivar hacia regiones desprovistas de un “compromiso político”. Para él la vía de la creación literaria, el camino del arte, suponía una decisiva intervención en la realidad desde el mismo momento en que el discurso implicaba un ejercicio de configuración del mundo. Claro que ese “compromiso” no significaba un pasaje a la política, una insistente búsqueda de una literatura de acción que poco y nada tenía que ver con sus indagaciones estéticas y su refinada ironía. Tal vez por eso, Borges nunca fue lo que Sartre denominó un escritor comprometido, meticulosamente preocupado y ocupado por dejar establecidas posiciones transparentes sobre los dramas fundamentales de su época (aunque en ocasiones especialmente dramáticas, como la Segunda Guerra Mundial y el ascenso del fascismo, tuvo una clara y directa toma de posición en la que no fue una cuestión menor su judeofilia). En general,
29. El perfil político de Borges ha sido materia de interminables polémicas; su antiperonismo visceral, que lo llevó a darle reconocimiento a todo aquel que él identificaba como opuesto al “monstruo” peronista (de ahí su apoyo ferviente a la Revolución Libertadora y, años después, su inicial reconocimiento de la dictadura videlista, a la que identificó como un freno a ese peronismo tan odiado). Declaraciones desgraciadas –como las que hizo sobre Pinochet o sus comentarios despreciativos que algunos leyeron desde un supuesto racismo– condenaron a Borges a ser identificado como un reaccionario, cuando muchas de sus reflexiones y de sus textos constituyen una más que interesante puesta en cuestión de la actualidad civilizatoria.
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prefirió la metáfora, el sesgo narrativo a través del cual no dejó de señalar su mirada, las frases al margen, la ironía, el escepticismo oracular, para ofrecer a la opinión pública (concepto demasiado alejado de la sensibilidad borgeana) algo de lo que podría denominar su visión de las cosas. Allí donde y cuando Borges fue directo, sin ningún tipo de mediación, sus palabras resultan fácilmente olvidables y, en muchos casos, francamente desgraciadas. En cambio, cuando eligió lo oblicuo, lo ambiguo, lo enigmático y hasta lo sarcástico, su discurso se hizo perdurable y profundo. Ese es el escritor que nos incita y que, en nuestra recepción, desplaza al otro, lo vuelve trivial; ese es el Borges con el que podemos mantener un diálogo abierto y desprejuiciado, el que no deja de infiltrarse humorísticamente en nuestros dogmatismos. De todos modos, el Borges inmaduro y reaccionario (más allá del amparo de la ironía y de la parodia) constituye un momento no prescindible, una señal que el crítico no debe desatender, la posibilidad de penetrar su pensamiento a través de ciertos fallidos iluminantes. Siguiendo estas pistas nos encontramos con elementos indispensables no solo para indagar con mayor hondura la obra borgeana, sino también para pensar, desde otros lugares y con otra sensibilidad, nuestra cultura. En Borges, como en otros creadores de genio (pienso en W. B. Yeats, en T. S. Eliot, en O. Spengler o en T. Carlyle), el conservadurismo (que no es exactamente igual al reaccionarismo, pero que en muchas ocasiones suelen marchar juntos) posibilitó una sorprendente visión destemplada del presente, el reconocimiento de las profundas grietas que debilitan el muro de la cultura occidental; le otorgó esa justa medida de descreimiento en las ilusorias promesas de la ilustración burguesa y una nunca abandonada sospecha ante la democratización de los bienes culturales y espirituales de la sociedad moderna. Enfrentados al fin del milenio (y al fin de algunas de las ideas fundacionales de la modernidad), la agudeza crítica de ciertos pensadores de lo que tradicionalmente se llamó la derecha nos permite hoy descifrar algunos de los misterios de nuestra contemporaneidad con más intensidad y profundidad que esas otras interpretaciones provenientes del mundo espiritual decimonónico (la izquierda, en la gran mayoría de sus variantes, salvando algunas excepciones, quedó aprisionada en la lógica del progreso y en la fascinación emanada de la Weltanschauung burguesa). Borges fue parte, es posible decirlo, aunque con matices, de esa saga de ilustres “reaccionarios” que nos permiten auscultar más hondamente las grietas de la cultura. Borges no es Spengler, por quien sintió una fuerte fascinación; pero hay en su lectura de la época una importante deuda con la genialidad anticipatoria del autor de La decadencia de Occidente. A sus 24 años leyó ese extraño y emblemático libro –primero en la versión incompleta promo-
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vida por Ortega y Gasset en lengua española y luego directamente en su versión original–; lectura que lo marco e impregnó ese decadentismo que nunca dejó de acompañarlo. Así como Theodor Adorno señaló las virtudes anticipatorias del pensamiento spengleriano sin despojarlo, por ello, de su costado reaccionario, Borges también nos ofrece la oportunidad de observar de qué modo una obra por lo general relegada y descalificada por la academia, ha constituido una fuente de inspiración de primer orden. Como siempre, fue un libro el que definió su actitud ante el mundo, pero también fue un libro el que le impidió dogmatizar una perspectiva, el que le permitió jugar irónicamente con algunas de sus proposiciones más significativas. Spengler no fue, en la lectura que hizo Borges de su obra, una revelación intocable, el pilar de una sabiduría iniciática; fue, más bien, una fuente de inspiración y una apertura hacia aquella sensibilidad que en él ya venía trabajada por sus primeras apropiaciones de la filosofía de Schopenhauer. Sin Spengler y sin Schopenhauer resulta imposible entender la visión borgeana del mundo, siendo ambos las fuentes de la sensibilidad conservadora. En este rumbo y en su aproximación a las obras de estos dos pensadores alemanes, Borges es heredero y contemporáneo de un dramático clivaje en los valores de los intelectuales y artistas de principio de siglo que hicieron de la crítica a los ideales decimonónicos entramados alrededor de la idea hegemónica de progreso indefinido, una de las determinaciones esenciales de sus nuevas indagaciones estéticas, políticas y filosóficas. Como en Thomas Mann, aunque salvando las diferencias, la influencia de Schopenhauer sobre el joven argentino significó el nacimiento de una sensibilidad extremadamente estetizante y pesimista; a partir de esas lecturas, incluyendo a Nietzsche, el joven Borges fue construyendo su camino, fue imaginando su papel de artista, la hondura existencialmente desgarrada del poeta que canta la decadencia de un mundo que se va quedando sin valores y que ha caído en las garras del pragmatismo. Solo la tradición anglosajona, transmitida por su padre, le permitió balancear la tragicidad romántica de esas lecturas alemanas, le otorgó la suficiente dosis de lúcido escepticismo como para no tomarse la realidad demasiado en serio. El distanciamiento irónico lo cauterizó contra el absoluto germano, le permitió rescatar el lado escéptico de la racionalidad occidental. No se trata, entonces, superada la etapa de la demonización que de Borges hizo la tradición progresista, de transformarlo, mutatis mutandis, en un escritor inscripto en la saga ilustrada y democrática que no fue comprendido cuando utilizó pícaramente la ironía y el humor ambiguo para opinar sobre distintos tópicos del presente. Ese Borges democratizado, una suerte de anciano bondadoso y oracular, no tiene nada que ver con esa personalidad compleja que produjo una obra extraordinaria, no precisamente
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por su llaneza, sino por sus apasionantes claroscuros. A todo pensador y artista, en especial aquellos que transitan por zonas de riesgo, le pueden caber las palabras que Borges escribió en su “Deutsches Requiem”: “Lutero, traductor de la Biblia, no sospechaba que su fin era forjar un pueblo que destruyera para siempre la Biblia”. El riesgo atraviesa como un puñal toda obra de genio; cuando se camina por la cornisa, el riesgo de precipitarse en el vacío es inmenso. Pero la renuncia ante el vértigo, el dejarse llevar por el miedo a la caída, significa el abandono del pensamiento, el conformismo y la mediocridad. Seguramente Borges no llegó a plantearse tal extremo; su pertenencia a un mundo cultural refinado y elitista, su lejanía geográfica y el amparo que buscó y encontró en la literatura, lo protegieron en gran parte contra el riesgo de un pensamiento beligerante en medio de un mundo en ebullición. Nosotros, en todo caso, podemos hacernos cargo de las múltiples señas de crítica que saturan su obra y leerla bajo la luz de otras circunstancias históricas, exigidos por la crisis apabullante de nuestra civilización que, sin duda, ha agudizado hasta el hartazgo las tendencias destructivas que la crítica conservadora había venido señalando desde fines del siglo XIX. Tal vez sea necesario releer a Borges haciendo hincapié en sus deudas con esa tradición, pero sin olvidar su profunda impronta anglosajona junto con las peculiaridades de su sensibilidad sureña. Su originalidad estriba en establecer los canales de comunicación entre lenguajes muchas veces opuestos, en rodear literariamente mundos discursivos hasta incorporarlos a su mirada fabuladora. En el prólogo a El informe de Brodie, Borges, no sin cierta dosis de ironía, hizo explícita su relación con la política: “Me he afiliado al Partido Conservador, lo cual es una forma de escepticismo, y nadie me ha tildado de comunista, de nacionalista, de antisemita, de partidario de Hormiga Negra o de Rosas. Creo que con el tiempo mereceremos que no haya gobiernos. No he disimulado nunca mis opiniones, ni siquiera en los años arduos, pero no he permitido que interfirieran en mi obra literaria, salvo cuando me urgió la exaltación de la Guerra de los Seis Días”.30 Borges tiene conciencia de escribir en un tiempo epilogal; un tiempo donde una historia se cierra y otra, quizás, está por comenzar, pero de la que él no se siente parte, a la que decide dar la espalda atrincherándose en sus recuerdos y en la bruma de un pasado que le permite enfocar con otros ojos las derivas del presente. Como hijo de la época en la que se rompió el contrato entre las palabras y las cosas, y como heredero del espíritu escép30. Jorge Luis Borges, El informe de Brodie, Buenos Aires, Emecé, 1970, p. 8.
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tico que lo defendió contra los ismos que dominarían el siglo XX, Borges comprendió la diferencia, la línea de separación, entre el combate por las palabras (el combate del poeta o del pensador por reinstalarse en la “casa del lenguaje”) y la agonía del discurso político, una agonía que en nuestros días ha culminado con su radical despojamiento. Eligió, desde el reconocimiento de los límites infranqueables de la empresa, la batalla por las palabras que ante él aparecía como el modo más genuino de ir más allá de la agonía de una sociedad demudada y arrojada al servilismo consumista. El anclaje de Borges en el siglo XIX, las compañías literarias que buscó, su marcha, con el correr de los años, hacia una escritura más despojada y clásica, la pasión insobornable que le profesó a sus recuerdos y a sus antepasados, nos muestran el cuadro de sus nostalgias. El pasado se adueñó de su escritura, pero lo hizo sin ponerse de espaldas a los reclamos del presente, como queriendo resquebrajar las unidades ficticias del tiempo y los dogmatismos de ciertos vanguardismos antropofágicos. Hay un poema de Wallace Stevens que expresa maravillosamente la relación que Borges estableció con la tradición: Tiene una forma sólida, clara, sencilla, la del hijo que lleva en sus espaldas al padre que ama, y lo rescata de las ruinas del pasado, de lo que dejó la nada, se ennoblece por el honor que recibe, como si se hallara en una nube dorada. El hijo restaura al padre. Oculta su antigua tristeza bajo su vivo color rojo. Pero lo rescata por amor. Su vida se duplica con la vida de su padre, en ascenso hacia lo humano…31
Es esta una lectura caprichosa que me complace proseguir, un Borges con el que me fascina dialogar y al que seguramente le imprimo mi sensibilidad. Nosotros, como él, somos hijos de la revolución filosófico-semántica que inició con crudeza Mallarmé, a partir de la cual “la verdad de la palabra es la ausencia del mundo”.32 Insertos en esta tremenda perplejidad, en esta insignificancia del significado, leemos, leo, a Borges, como él lee la tradición, como una forma de amparo y de revitalización; como un lugar
31. Wallace Stevens, “Recitation after dinner”, Opus Posthumous, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1957, pp. 86-87. 32. George Steiner, Presencias Reales, Barcelona, Destino, 1991, p. 122.
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de refugio en medio de la tormenta de un tiempo destemplado que ha quebrado todo fundamento; tal vez como una señal luminosa que nos guía a través de la oscuridad, que nos permite recobrar la belleza de las palabras y la intensidad de la literatura sin abandonar las deudas con las voces del ayer. Por eso leo a Borges, por placer y para orientarme, no por el afán académico de descuartizarlo (deconstruirlo, palabra altisonante que atiborra cada rincón de nuestras facultades de Letras), de encerrarlo en fórmulas que rapiñan impunemente sus tesoros, que parasitan su savia. Leo a Borges para comprender, para intuir un rumbo, para intentar salir de la enmarañada selva de insignificancias que enferman el lenguaje de la crítica. No lo leo para perseverar en el goce de la incertidumbre o en el regocijo de una pluralidad liviana, dispersa y vacía. Mi lectura de Borges quiere ser, desde esta perspectiva, esencialmente valorativa (y aquí puede entrometerse la “política”, la toma de partido, una actitud ética frente al presente). Descreo de las neutralidades al uso, del pliegue académico a un posmodernismo de la indiferenciación, una suerte de mercado persa donde todo cuesta lo mismo. En busca de la diferencia leo a Borges. ¿Se entiende? 4 (El cansancio que invadía su cuerpo condujo sus pensamientos hacia otro tiempo. La realidad comenzó a girar a su alrededor y su presencia ostensible, hasta ese instante de espasmos y metamorfosis, se fue diluyendo, borrando las líneas de su contorno. Acaso ya no estaba sentado en ese banco de plaza; la geografía, la de su añorada adolescencia y la de su ardua ancianidad, había cambiado hasta convertirse –también para sus ojos exhaustos– en un lugar demasiado conocido. Su mirada –¡qué sorpresa!– volvía a descubrir las formas, se detenía caprichosamente en esos anaqueles para siempre resguardados en el desván de su memoria infatigable. Una ráfaga de aire fresco, venida de otro tiempo, limpió el enrarecido cuarto, permitió que esa mirada ardiente de recuerdos volviera a apropiarse de cada rincón. Acercó su mano con cierta timidez hasta acariciar el lomo de uno de los miles de libros. Sintió la suavidad del cuero y percibió su antigüedad. Lo tomó, olió extasiado el aroma tan familiar del papel, de esas hojas trabajadas por el tiempo; el regocijo de la comunión sacudió su cuerpo y un siempre recordado goce infantil recuperó su lugar privilegiado. Perdió la cuenta del tiempo, y después de acariciarlo largamente, como un amante que recorre con lenta fruición el cuerpo de su amada, lo abrió y comenzó a detener su vista en aquellas letras armónicamente distribuidas sobre esa superficie sedosa. Pensó, fugazmente, en una
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página en blanco, en la insólita maravilla de ir llenándola con letras que irán dibujando palabras que finalmente se transformarán en frases; en esa extraordinaria facultad de narrar una historia, de llevarla melodiosamente al papel. Pero también sintió el sobresalto, el miedo ante esa primera hoja en blanco, el pavor repetidamente sentido frente a la falta de inspiración, ese sentimiento atroz de la pluma seca, del espíritu huérfano de ideas. La paciencia, el fervor inolvidable despertado por esa palabra bendita capaz de iluminar las tinieblas; el éxtasis de poder hallar el tono adecuado, el ritmo de la escritura. Sentado en ese banco de plaza, sus ojos cerrados y mirando hacia adentro, el anciano fue recuperando sensaciones antiguas, un placer casi olvidado y como dormido en la interioridad de su alma cansada. La página va llenándose y el ansiado manuscrito va tomando forma. Extraños sortilegios de la mente que en el ocaso de sus días conjugaba el recuerdo dichoso de alguna frase feliz, la presencia inolvidable de aquella biblioteca ejemplar y el reencuentro radiante con la ciudad de su adolescencia. Una superposición extraña y fascinante: el olor imborrable de aquel cuarto de Palermo, las imágenes sorprendentemente actuales de años lejanos, la página de un libro leído en el atardecer de un lluvioso día de otoño, y la serenidad del anciano sentado en un banco de plaza a orillas de Ródano. Conjeturó, como otras veces, que el presente nos es desconocido, ajeno y demasiado tumultuoso. Le vinieron a la memoria algunas palabras dichas a un amigo: “Muy poco sé de las letras contemporáneas. Creo que podemos conocer el pasado, siquiera de un modo simbólico, y que podemos imaginar el futuro, según el temor o la fe; en el presente hay demasiadas cosas para que nos sea dado descifrarlas. El porvenir sabrá lo que hoy no sabemos y cursará las páginas que merecen ser releídas. Schopenhauer aconsejaba que, para no exponernos al azar, solo leyéramos los libros que ya hubieran cumplido los cien años”. Sonrió, el recuerdo de esas palabras le causaban gracia. ¿Qué quedaría de sus escritos dentro de cien años? ¿Había valido la pena esa vida cobijada por libros y destinada a gestar otros libros? Extraño, treinta años atrás hubiera contestado que no, que su vida había sido una equivocación, un error del destino, que los Borges habían nacido para otra cosa. Para guerrear o para morir en un campo de batalla. Habría cambiado su pluma por un puñal, el lento transcurrir de sus años por una muerte valerosa en algún oscuro arrabal del Sur. Pero no, ya no pensaba de esa manera; ahora, en ese banco de plaza, lejos de aquellas comarcas y cobijado por su memoria, su pasado se le presentaba de otro modo, habitado por otros fantasmas. Ya en el prólogo a Historia de la noche, razonó, había intuido una respuesta que le parecía, en este momento, acertada: “Como ciertas ciudades, como ciertas personas, una parte muy grata de mi destino fueron los libros. ¿Me será permi-
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tido repetir que la biblioteca de mi padre ha sido el hecho capital de mi vida? La verdad es que nunca he salido de ella, como no salió nunca de la suya Alonso Quijano”. Allí también estuvo la felicidad; esos inolvidables encuentros con los libros de Stevenson, de Mark Twain, con las imborrables narraciones de Las mil y una noches, con Shakespeare. Su infinita memoria había atesorado cada uno de los libros leídos en aquellos venturosos años protegido por una biblioteca. La vida había pasado y, sin embargo, el olvido no había logrado destruir esas antiguas y dichosas vivencias. “Debo confesar –se recordó a sí mismo el anciano– (no sin lástima y conciencia de mi pobreza) que releo con muy recordativo placer y que las lecturas nuevas no me entusiasman”. ¡Qué paradoja! –meditó– eso lo había escrito cincuenta años atrás, lo que lo condujo a una conclusión lógica: sus ideas respecto de los libros y de la literatura no habían cambiado mucho. Siempre amó y gozó con mayor intensidad las relecturas que el descubrimiento de nuevos libros. Caminando nuevamente por aquellas calles de la adolescencia volvía a sentir el latido joven de su corazón, él ya había estado en aquel banco de plaza y sus pensamientos actuales parecían recuperar los antiguos, dándoles un nuevo giro. Al recordar sabía que fatalmente acabaría mezclando el pasado real y su propia narración de ese pasado. Cierto, más de una década atrás, él ya había escrito algo por el estilo; una suerte de superposición de sueño y realidad, que le había permitido indagar en la metamorfosis que su larga vida le fue deparando. “Mi alter ego creía en la invención o descubrimiento de metáforas nuevas: yo en las que corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el correr del tiempo y del agua”.33 Sentado en ese banco a orillas del Ródano iba pasando nota de sus diversos ayeres, alguna página escrita no hacía mucho tiempo aclaraba su percepción, haciendo que su memoria prodigiosa volviera a poblarse de antiguas imágenes que lo retrotraían a su infancia, esa tierra única y mítica en la que fueron forjándose sus eternas obsesiones, las claves que hicieron posible el trazado de su camino. Sus repeticiones literarias retornaban para entrelazarse con sus pensamientos actuales, quebrando la sucesión lineal del tiempo que supone que el pasado ya ha quedado definitivamente a nuestras espaldas. “Sospecho que los novelones policiales de Eduardo Gutiérrez y una mitología griega y El estudiante de Salamanca y las tan razonables y tan nada fantásticas fantasías de Julio Verne y los grandiosos folletines de Stevenson y la primera novela por entregas del mundo: Las mil y una noches, son los mejores 33. Jorge Luis Borges, “El otro”, en El libro de arena, O. C., ob. cit., p. 14.
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goces literarios que he practicado. La lista es heterogénea y no puede confesar otra unidad que la consentida por la edad tempranísima en que los leí. Yo era un hospitalario lector en este anteayer, un cortesísimo indagador de vidas ajenas y todo lo aceptaba con venturosa y álacre resignación… Cada cuento era una aventura y yo buscaba lugares condignos y prestigiosos para vivirla: el descanso más empinado de la escalera, un altillo, la azotea de mi casa.”34 Pensó en la amistad, en ese amigo de la infancia que siempre lo acompañó con absoluta fidelidad; ese amigo de la infancia que le había ofrecido aquellas inolvidables tardes leyendo La isla del tesoro, o El extraño caso del doctor Jekyll y del señor Hyde. Claro, eso había sido para él la felicidad, ¿por qué negarlo? Perderse en la dicha de aquellas páginas maravillosas, dejarse conducir hacia el mundo de la fantasía y de la aventura, remontar esos ríos de tinta que lo condujeron hacia las tierras más insólitas y que le permitieron llenar sus alforjas para el viaje que se avecinaba. Para él era una certeza que en aquellas horas inolvidables de la infancia había sentido el ineludible destino de la literatura. La frescura del niño, su alegría encontrada en un cuento, aquellos memorables terrores que solo la lectura infantil produce y que nos acompañan toda la vida, le devolvían, en el otoño ginebrino, el misterio de la escritura, de su propia pasión literaria. El adormecimiento de sus recuerdos fue interrumpido por una leve caricia de una mano conocida que se posó sobre su hombro derecho al mismo tiempo que una voz femenina le susurraba al oído: –¿Duermes? –No, no –respondió con cierto sobresalto el anciano– solo estaba soñado.) 5 Borges el escéptico y el agnóstico, el amante de las sutilezas teológicas y del latín, escribió para compensar su descreimiento y a través de ese gesto volvió, una y otra vez, a convocar a Dios. Escritura del borde que no renuncia a un diálogo con lo insondable, que juega con el nombre impronunciable y con el abismo del ser. Borges no eligió el camino consolador de la renuncia o de la negación secular, instalándose cómodamente en la imposibilidad del lenguaje por expresar lo inexpresable o regocijándose
34. Jorge Luis Borges, El idioma de los argentinos, Buenos Aires, Manuel Gleizer, p. 104.
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con la ausencia de Dios en el discurso del cientificismo. Hurgar en los límites de las palabras, perseguir hasta el extremo su búsqueda de sentido, hacer del verbo una indagación infinita, se convirtió en el desafío, en la certeza estoica de una imposibilidad radical pero a la que el amante del lenguaje no puede ni quiere sustraerse. El misterio del significado, o de su paulatino oscurecimiento para el hombre, la idea misma de la comunicabilidad a través de sonidos inteligibles, siempre fascinó y preocupó a Borges. ¿Cómo decir? ¿Cómo alcanzar el secreto de las cosas? ¿Cómo inventar con verosimilitud el contorno de la realidad? En “La busca de Averroes”, el escritor se hace cargo de estas interrogaciones que atraviesan de lado a lado la esencia de su oficio: “La memoria de Abulcasím era un espejo de íntimas cobardías. ¿Qué podía referir? Además, le exigían maravillas y la maravilla es acaso incomunicable; la luna de Bengala no es igual a la luna de Yemen, pero se deja describir con las mismas voces”.35 Esta insólita correspondencia que, a su vez, incorpora la indescifrable y sutil diferencia, que juega con la semejanza hasta hacerla inverosímil, constituye la médula del habla y nos sumerge en la más absoluta y vital de las incertidumbres. ¿Cómo expresar lo mismo y lo otro? ¿Cómo es posible que los mismos sonidos quieran atrapar lo múltiple? ¿Quizás, acaso, el lenguaje de los hombres, su pobre manera de decir el mundo, sea la manifestación desgraciada de una creación fallida, el acto más inoportuno de un dios inexperto? “[Philipp Mainländer] fue, como yo –relata Borges–, lector apasionado de Schopenhauer. Bajo su influjo (y quizá bajo el de los gnósticos) imaginó que somos fragmentos de un Dios, que en el principio de los tiempos se destruyó, ávido del no ser. La historia universal es la oscura agonía de esos fragmentos”.36 El mundo como un texto incompleto, como una imagen devuelta por un espejo roto en mil pedazos, y el lenguaje teniendo que hacerse cargo de esa grieta originaria, de una incompletud que lo anonada, pero que, en ese anonadamiento, lo fuerza a quebrar las fronteras tratando de armar el rompecabezas. Borges, amante del gnosticismo y de la cábala, lector de Gershom Scholem, frecuentó con entusiasmo nunca desmentido la interpretación forjada en los albores del cristianismo y que encontró la ruta del misticismo judío siglos después; una interpretación que se sostenía en la búsqueda de un lenguaje capaz de ir más allá de lo visible, capaz de internarse en los misterios de un universo encriptado en una falsa creación que
35. Jorge Luis Borges, “La busca de Averroes”, en El Aleph, O. C., ob. cit., pp. 95-96. 36. Jorge Luis Borges, “El ‘Biathanatos’”, en Otras inquisiciones, O. C., ob, cit., p. 125.
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nos hace ver esa misma creación como un “caserón desconocido y oscuro”. La escritura, en todo caso, se sostiene como una aproximación a lo no dicho del mundo, se deja llevar por la invención allí donde los límites de lo real abren la oportunidad de la imaginación. Borges lee la prohibición del Nombre Santo como la apertura de un extraordinario horizonte de posibilidades metafóricas, como un interminable juego en el que la literatura puede fabular sus propios delirios bordeando, siempre, los límites de la blasfemia y el plagio. En “El idioma analítico de John Wilkins”, Borges se detiene a indagar estas cuestiones cruciales que perturbaron desde un comienzo tanto sus lecturas como su escritura, cuestiones que son imprescindibles a la hora de penetrar en los claroscuros de su sensibilidad. “He registrado las arbitrariedades de Wilkins, del desconocido (o apócrifo) enciclopedista chino y del instituto bibliográfico de Bruselas; notoriamente, no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo. ‘El mundo –escribe David Hume– es tal vez el bosquejo rudimentario de algún dios infantil, que lo abandonó a medio hacer, avergonzado de su ejecución deficiente; es obra de un dios subalterno, de quien los dioses superiores se burlan; es la confusa producción de una divinidad decrépita y jubilada, que ya ha muerto’ (Dialogues concerning natural religion, V. 1779). Cabe ir más lejos; cabe sospechar que no hay universo en el sentido orgánico, unificador, que tiene esa ambiciosa palabra. Si lo hay, falta conjeturar su propósito; falta conjeturar las palabras, las definiciones, las etimologías, las sinonimias, del secreto diccionario de Dios.”37 Quien escribe descifra, se acerca como escritor-lector al código secreto de Dios; busca esas tenues pistas que le hagan más inteligible, y quizás más habitable, el universo. Aunque también es la sospecha lacerante de una imposibilidad que paradójicamente incita a rebelarse contra ella, a escapar, o más bien a intentar hacerlo, de la prisión gramatical en la que los hombres habitamos. Una prisión que determina nuestra percepción de la realidad, que codifica nuestras lecturas interiores, que le pone palabras huidizas a nuestras incertidumbres. El escritor se sumerge en el tumultuoso océano del lenguaje, se desespera ante la posibilidad del naufragio. Borges tuvo que enfrentarse, en tanto que escritor del siglo xx, a las irradiaciones emanadas de Nietzsche y Mallarmé, a las consecuencias del giro lingüístico y a toda la serie de prohibiciones y limitaciones que pesarán irremediablemente sobre
37. Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones, O. C., ob. cit., p. 86.
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el gesto literario una vez que se ha quebrado el contrato entre las palabras y el mundo. El poeta juega con los límites del lenguaje y a veces, en ciertos momentos de iluminación, logra mirar del otro lado del umbral (George Steiner, lector apasionado de Borges, ha dicho algunas cosas fundamentales e insoslayables sobre las consecuencias de esa mirada que se atreve a sobrepasar los límites). La inspiración, tal como la definió poderosamente Nietzsche, nunca es una elección, algo que buscamos conscientemente, un trabajo preparatorio que hace posible su irrupción, sino una repentina y formidable iluminación, un chispazo fenomenal que atraviesa el alma creadora, un llamado que no se puede desoír. Un destino, una interpelación inaudita que conmueve hasta la fibra más profunda de nuestro ser. “Como un relámpago –escribe Nietzsche en una página memorable de Ecce Homo–, el pensamiento brota repentinamente con necesidad absoluta, sin vacilación ni tanteos […]. Es un transporte en el que nuestra alma, desmesuradamente tensa, se alivia a veces por un torrente de lágrimas; en que nuestros pasos, sin que lo queramos, unas veces se precipitan, otras se detienen: es un éxtasis que se adueña de nosotros enteramente, dejándonos la percepción distinta de mil estremecimientos delicados que nos hacen vibrar desde la punta de los pelos hasta los dedos de los pies […]. Algo que nos conmueve, que nos deriva hasta lo más íntimo de nuestro ser: es la simple expresión de la exacta realidad. Se oye, no se busca; se toma, no se pide.”38 El tono nietzscheano exacerba la percepción, la lleva a su extremo, pero nos participa con vigor la relación entre el genio y la creación. Quizás el Borges maduro, el que ha fatigado los años y el que ha alcanzado cierta serenidad de espíritu, no se haya sentido identificado con la voluptuosidad de Nietzsche, un hombre apresurado y desmesurado; pero esa intuición exaltada de la inspiración le fue muy querida y cercana como lo escribió en el prólogo a El informe de Brodie: “El ejercicio de las letras es misterioso; lo que afirmamos es efímero y apto por la tesis platónica de la Musa y no por la de Poe, que razonó, o fingió razonar, que la escritura de un poema es una operación de la inteligencia”. Ser un instrumento de las musas, un poseído por el daimon, como lo señalara Platón en su diálogo Ion, acerca al poeta al misterio de las palabras, no porque las haga más inteligibles, sino porque las convoca y las pronuncia de forma definitiva, casi como sonaron en aquellos tiempos primigenios cuando fueron forjadas. La inmortalidad del poeta nace de un verso, o tal vez de una sola palabra, a la que le ha devuelto su verdadero sonido; a través de él logramos alcanzar un eco de 38. Friederich Nietzsche, Ecce Homo, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1984, p. 87.
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aquel lenguaje adámico al que hacía referencia Walter Benjamin, ese lenguaje del nombre donado por Dios al hombre y garante de la amistad con los seres y las cosas del mundo. El poeta, tanto para Borges como para Benjamin, y en esto ambos permanecen en la estela dejada por Hölderlin y Novalis, es el último custodio de ese “lenguaje del alba”. Borges habita un universo de palabras; desde los días de su infancia, cuando fue descubriendo en la biblioteca de su padre los primeros secretos de la literatura y de la filosofía, cuando se detuvo con el ánimo exaltado en las inolvidables páginas de Las mil y una noches que le ofrecieron, para toda la vida, una fuente de inspiración, un código maravilloso del que tomó prestadas muchas cosas a la hora de convertirse él en un narrador. Toda su vida Borges permaneció leal a esa lectura iniciática que dejaría, de una vez y para siempre, su huella en sus emprendimientos literarios, esa sed nunca saciada de encontrar el sentido genuino y pleno del relato, de esas historias fabulosas capaces de envolver con su aura de cercanía y enigma a todo aquel que estuviera dispuesto a dejarse llevar hacia sus comarcas imaginarias. “Para erigir el palacio de Las mil y una noches se han necesitado generaciones de hombres y esos hombres son nuestros bienhechores, ya que nos han legado ese libro capaz de tantas metamorfosis.”39 A lo largo de su vida conservó los dieciséis volúmenes de la edición de Burton, y aunque reconocía no haberlos leído todos, no haberlos recorrido en toda su inacabable extensión, sabía, sin embargo, que cada noche estaban allí esperándolo y prometiéndole los dones de la narración y la entrañable vivencia de una dichosa eternidad. Sumergirse en aquellos relatos escapados del tiempo, tránsfugas de épocas remotas y maravillosas, era una manera, no menor, de conservar la candidez de la infancia cuando las sombras de la adultez comenzaban a ocupar la escena de la vida; un modo genuino de retornar siempre al punto de partida, pero con las alforjas cargadas de nuevas experiencias capaces de instalar en el pasado los descubrimientos del presente. Siempre estarían en la biblioteca custodiando la esencia del relato, recordándole al escritor maduro que su propia literatura regresaba, cuando necesitaba recomponerse, a esos volúmenes indispensables. Su primer contacto con el mundo fueron los libros (tal vez él hubiera aceptado una biografía que simplemente comenzara diciendo esta simple verdad y agregando, como al pasar, que el resto de su vida puede también resumirse en su infatigable aventura de lector empedernido, dejando en un segundo y humilde plano cualquier otra circunstancia de su existencia). Fueron Stevenson y Mark Twain, Shakespeare y Chesterton, Julio Verne 39. Jorge Luis Borges, Siete noches, O. C., ob. cit., pp. 239-240.
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y Eduardo Gutiérrez, más adelante serían el Dante y Schopenhauer, Whitman y Quevedo. En esas horas de infancia cuando ningún apresuramiento se impone y cuando el tiempo se despliega siguiendo extrañas y nunca recobradas siluetas, Borges construyó su ojo crítico, allí aprendió a leer, a saborear la pulpa de la literatura, a recorrer sin los atenuantes de la seriedad adulta cada relato, exigiéndole que sostuviera, siempre, la fidelidad al arte de la narración. En el altillo o en el descanso de la escalera de su casa fue apropiándose de una sensibilidad que lo acompañaría a lo largo de su vida. Esos goces nacidos de lecturas apasionadas y crédulas –como sólo un niño alcanza en plenitud– le enseñarían a leer toda la literatura posterior. “Para Stevenson y para Borges –escribe Daniel Balderston– […], las lecturas de infancia resultan placenteras, indiscriminadas e imaginativas, y una experiencia más intensa, más aventurada de lo que puede ser una lectura crítica, moderna.”40 La magia de la palabra narrada subyuga al niño, lo transporta y le ofrece el mundo como fábula, hace posible que la imaginación se desplace más allá de las fronteras, descubriendo nuevos territorios. La realidad se entrelaza con lo maravilloso y el lenguaje de la ficción, el que va abriendo los surcos de un mundo construido con el arte de la palabra, a sus ojos, acaba simbolizando la verdad. Borges conservó siempre esa visión infantil, ese espíritu de azarosa plenitud, de ociosa inutilidad, no solo frente a los libros, sino también frente al mundo. Y como crítico y ensayista jamás abandonó ese modo infantil de leer. E. M. Forster nos ha descripto magníficamente la permanencia, en el adulto sensible, de las apasionadas lecturas de infancia, aquellas que se depositan para siempre en nuestra memoria volviéndose inolvidables y arquetípicas. Detengámonos en su relato: “A muchos de la vieja generación les fue leído en voz alta (se refiere a Walter Scott) cuando eran niños; se entrelaza con felices recuerdos sentimentales, con vacaciones o residencia en Escocia. Lo quieren realmente por la misma razón por la que quise y sigo queriendo The Swiss Family Robinson. Podría hablarles ahora de The Swiss Family Robinson y sería una conferencia apasionada debido a las emociones sentidas en la niñez. Cuando mi inteligencia decaiga enteramente no me ocuparé más de la gran literatura. Volveré a la costa romántica donde ‘el barco chocó produciendo una terrible conmoción’, arrojando a cuatro semidioses llamados Fritz, Ernest, Jack y el pequeño Franz, junto con su padre, su madre y un almohadón que contenía todos los artefactos necesarios para residir unos diez años en el trópico. Ese es mi eterno verano, eso es lo que significa para mí
40. Daniel Balderston, El precursor velado: R. L. Stevenson en la obra de Borges, Buenos Aires, Sudamericana, 1985, p. 14.
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The Swiss Family Robinson, ¿y no es todo lo que significa Sir Walter Scott para algunos de ustedes? ¿Es realmente algo más que un medio de recordar la temprana felicidad? Y hasta que nuestra inteligencia decaiga ¿acaso no debemos dejar de lado todo esto cuando intentamos entender un libro?”41 Cambiando algunos nombres, trasladándonos de región y manteniendo la ironía de E. M. Forster, Borges no tendría inconveniente alguno en suscribir cada una de las afirmaciones del autor de Pasaje a la India. Para Borges su “eterno verano” transcurrió y seguirá transcurriendo en la isla imaginada por la pluma de Stevenson. Son esas lecturas ganadas a las horas nocturnas y al cansancio de la vista, oculto en algún rincón de la casa o debajo de las sábanas y a la luz de una linterna, que se irá conformando el mundo del escritor, sus paisajes memorables, las recurrencias que seguirán acompañándolo a lo largo de su vida. Son pocos los escritores que, como Borges, rinden perpetuo homenaje a sus lecturas de infancia. En esas lecturas infantiles Borges cultivó su gusto por las novelas de aventuras, “esa especie de infancia perenne de la ficción” –como escribe bellamente Davi Arrigucci–. Su imaginación quedó preñada por esos relatos salidos de Las mil y una noches, por ese sabor de lo fantástico que se encerraba en la palabra Oriente. La isla del tesoro, la siniestra figura del ciego bucanero Pew, rondaron siempre la imaginación borgeana; las leyendas, las sagas, los mitos, las figuras heroicas, todos estos elementos prefiguraron el paisaje narrativo del escritor argentino, impulsaron el potencial de su ficción. Pero también los relatos y las novelas de viaje, la regiones y los nombres exóticos se conjugaron con las primeras enseñanzas del padre que le donaron el mundo –en gran medida también fantástico– de la filosofía, de los enigmas lógicos, de las ideas abstractas, de las discusiones teológicas. Años después incorporaría su pasión por las escrituras cifradas, por el saber de la Cábala, por las evocaciones bíblicas y desde siempre sintió el entusiasmo y el terror del laberinto. Borges conservó a través de la escritura ese universo fabuloso que pobló sus años infantiles y adolescentes; para él ninguna de sus edades, ese camino inexorable a la madurez, significó clausurar aquellas experiencias únicas de las que nunca aceptó desprenderse ni considerar como cuestiones de la niñez, asuntos de un tiempo ingenuo que se ausentaban de su escritura adulta. El lector, ese lector de Stevenson y Twain, siguió viviendo en el escritor que se afanaba por inventar sus propias historias, por manifestar, en el correr de su pluma, la misma avidez narrativa de aquellos héroes de la infancia. Sus motivaciones profundas siempre nacieron de la persis41. E. M. Forster, Aspect of the novel, cit. por D. Balderston, ob. cit., pp. 17-18.
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tencia, en su memoria, de viejas lecturas, de la imperiosa necesidad que sintió de comentarlas, de discutir con sus autores amados. Paradigmática de esta relación fervorosa es la declaración que Roberto Alifano recoge en su Borges, una biografía verbal: “Mis noches están llenas de Virgilio. No habré sido filólogo, no habré inquirido las declinaciones, los modos, la laboriosa mutación de las letras. Pero a lo largo de mis años he profesado la pasión del lenguaje”.42 Una pasión nacida en aquellos lejanos días de Palermo cuando la imaginación del niño iniciaba sus primeros viajes exploratorios; cuando se extraviaba entre las páginas de los innumerables libros que poblaban mágicamente la biblioteca paterna. Un bello poema nos ilumina el fervor borgeano por esos tesoros escondidos en los anaqueles de aquel cuarto de infancia: Desde el primer Adán que vio la noche Y el día y la figura de su mano, Fabularon los hombres y fijaron En piedra o en metal o en pergamino Cuanto ciñe la tierra o plasma el sueño, Aquí está su labor: la Biblioteca…43
“Yo siempre me había imaginado el Paraíso bajo la especie de una Biblioteca.” Esta declaración tajante, este sueño utópico que habitó sus noches de insomnio y que lo condujo una y otra vez hacia el territorio de la rememoración, encierra de un modo ejemplar la relación que Borges estableció con los libros; nos ofrece una pista para internarnos en el laberinto de su escritura e ilumina, con luz intensa, la vastedad de su obra. La presencia permanente del lector traza los rasgos decisivos que le darán originalidad a la actividad demiúrgica del escritor. Su vida literaria, que lo condujo hacia los más diversos territorios, que le permitió vagabundear por las formas no siempre coincidentes del ensayo, de la prosa y de la poesía, estuvo amarrada a esas antiguas experiencias, las que se forjaron en su incesante actividad de lector apasionado, que definieron el contorno de su espíritu inquieto. Por eso la avaricia no fue nunca un vicio borgeano a la hora de reconocer sus deudas; más bien cierta cuidada humildad lo caracterizó, la humildad de quien prefirió recordar sus lecturas, esos libros que recorrió una y otra vez, antes que detenerse minuciosamente en su obra. Amó profunda y pródigamente la ociosidad del lector, del viajero que se deja llevar por el placer
42. Roberto Alifano, ob. cit., p. 170. 43. Jorge Luis Borges, “Alejandría 641 A. D.”, en Historia de la noche, O. C., ob. cit.
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y el azar del texto, que sabe perderse en él. “Un libro, cualquier libro, es para nosotros un objeto sagrado.”44 Encarnó como pocos esa tradición que Occidente heredó del judaísmo, ese viejo mandato fijado de una vez y para siempre en la Torá y que exige leer el libro de día y de noche (es probable que la actual travesía civilizatoria caracterizada por el dominio de la técnica y la mercancía constituya el punto de clausura de esa venerable tradición). Borges, en el laberíntico recorrido de su lectura-escritura, fue capaz de fusionar el sentimiento de lo sagrado –la idea vertiginosa de que el libro, cualquier libro, puede encerrar el secreto de la escritura de Dios– con el placer ocioso, con la vida aventurera del lector apasionado. Entre lo sagrado y lo profano, entre el culto y la herejía, se fue construyendo su deambular por la experiencia literaria, un deambular que lo fue conduciendo hacia geografías a veces exuberantes y, otras, ascéticas en su pureza desértica. Detrás de cada letra conjeturó la presencia divina, pero también descubrió fascinado las maravillas de la ficción, las mil posibilidades del relato y el goce de una historia bien contada. “Era irrisorio imaginar que no los había consultado –relata en ‘La busca de Averroes’–, pero lo tentó el ocioso placer de volver sus páginas.” Nuestra época se va desprendiendo casi sin sobresaltos ni pesares de la centralidad del libro; la antigua sacralidad de su condición se ha vuelto desconocida, y un aquelarre de imágenes fantasmagóricas pueblan endemoniadamente nuestra cotidianidad. Nuestra cultura, la trama más profunda de nuestro presente civilizatorio, ha sido atrapada y configurada por el universo de la técnica, ha sido literalmente invadido por esa mezcla de sonidos atronadores y de imágenes saturadoras que están en la base de la sensibilidad contemporánea. Las formas dominantes de la masificación cultural, aquellas que tan agudamente analizara Theodor Adorno, protegidas por la mistificación democrática, la que la reduce, a la democracia, a formalidad cuantificadora, han ido arrinconando esa libertad del espíritu que habita el núcleo de la obra borgeana. Las palabras sabias, las palabras del arte, las palabras sagradas, han caído en las redes del lenguaje igualador, de aquellas palabras que, como diría Walter Benjamin, han sido despojadas de su esencia nominativa para convertirse en dispositivos de la comunicación, en garantes de una lógica representacional que reduce la vastedad del mundo a fórmula matemática. Es tal vez en este sentido que se pueda afirmar que Borges no perteneció espiritualmente a la época actual. Su sensibilidad, sus gustos, sus ideas, pertenecieron a un tiempo donde todavía el libro reinaba y su culto
44. Jorge Luis Borges, “El culto de los libros”, en Otras inquisiciones, O. C., ob. cit., p. 141.
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no resultaba anacrónico. Aquellos que lo seguimos amando sabemos que estamos en retirada, que cultivamos un amor desesperado que, en parte, nos convierte en renegados de nuestro presente, que nos coloca en la senda mitad feliz y mitad tortuosa de la nostalgia. Ese anacronismo que nos habita guía, aunque conscientemente queramos rechazarlo, nuestra relación de “lectores ociosos” con la obra de Borges. Al internarnos en sus páginas volvemos a sentir el goce de la lectura, la magia de un lenguaje que nos incita, que moviliza nuestras incertidumbres, que nos impide adormecernos. En este sentido, la lectura de Borges es anacrónica porque nos conduce más allá de los paradigmas reinantes y nos sigue permitiendo vislumbrar lo que de sagrado sigue habitando lo profano sin caer en un reclamo dogmático que intenta diluir la profanidad de lo real en la sacralidad desbastada de la religión. Borges, como su admirado Scholem, fue un anarquista teocrático que nunca eludió la lucidez del agnosticismo. Entre la verdad y la ironía, entre la realidad y la ficción, descubrimos que las palabras aún son capaces de acercarnos a la maravilla del universo sin destrabar la hondura de sus misterios. 6 (–Estaba soñando antigüedades –contestó el anciano a la joven mujer que lo tomaba firmemente del brazo y lo ayudaba a incorporarse–. Soñaba con tiempos idos, con algunos libros inolvidables, con mi padre… quizás con la felicidad que tantas veces se me escabulló–. Su voz cascada y debilitada pareció encontrar un tono secreto y se le ocurrió pensar que su interlocutora probablemente no lo entendería. En verdad, por qué negarlo, muy pocos lo entendían, y a veces él mismo se descubría en medio de insólitas incertidumbres. Pero ahora, en ese momento intransferible, sintiendo el murmullo del agua y el escándalo insondable de la belleza de aquel paisaje detenido en el tiempo –en su tiempo–, tenía plena conciencia del sentido de sus pensamientos, había aprendido, con los años, que el presente no es sino una forma fugaz e inconsistente del ayer. Nunca abandonamos esa misteriosa casa donde encontramos nuestras primeras palabras, donde con ese material evanescente y esencial construimos nuestros primeros recuerdos. A veces temía que su vida fuera una incomprensible repetición, un largo paseo melancólico hacia una comarca perdida, extranjera a sus contemporáneos. Sentía la mano firme de la mujer, también podía percibir la calidez de su aliento y creía escuchar su voz que, de tanto en tanto, lograba desgarrar el velo de su memoria palpitante. La ironía de su vejez asumía la forma, que no dejaba de atemorizarlo, de aquel personaje suyo que siempre
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le disgustó: Funes el memorioso. Él se estaba volviendo un Funes del pasado, un espíritu atrapado por imágenes ya vividas y por palabras pronunciadas en el vago ayer. A veces deseaba cortar ese fluir de visiones, de rostros hace tiempo sepultados que arremetían contra su conciencia; pero otras veces sentía que esa era su verdadera vida, que allí, en los recuerdos que se agolpaban, estaba el origen de su arte, la necesidad de traducir en palabras aquellas voces pretéritas. Nunca había perdido el gusto por las caminatas y pese al cansancio de su cuerpo volvía a sentir la sensación de aquellos otros paseos de su juventud cuando salía a recorrer una Buenos Aires fantasmal y escurridiza, en la plenitud de su ocaso, en esos momentos donde el ojo atento es capaz de percibir sus secretos esenciales. Caminar por la costanera del lago, sentir la frescura de la brisa, conjeturar el paisaje montañoso, era, no tenía dudas, una de las formas de la dicha. Miraba sin ver, con los ojos del adolescente que, en otra edad, ya había caminado por esos mismos lugares, y ya se había internado, con dos amigos inseparables, en los goces secretos de la ciudad. “Esta noche, no lejos de la cumbre de la colina de Saint Pierre, una valerosa y venturosa música griega nos acaba de revelar que la muerte es más inverosímil que la vida y que, por consiguiente, el alma perdura cuando su cuerpo es caos. Esto quiere decir que María Kodama, Isabelle Monet y yo no somos tres, como ilusoriamente creíamos. Somos cuatro, ya que tú también estás con nosotros, Maurice. Con vino rojo hemos brindado a tu salud. No hacía falta tu voz, no hacía falta el roce de tu mano ni tu memoria. Estabas ahí, silencioso y sin duda sonriente, al percibir que nos asombraba y maravillaba un hecho tan notorio de que nadie puede morir. Estabas ahí, a nuestro lado, y contigo las muchedumbres de quienes duermen con sus padres, según se lee en las páginas de tu Biblia. Contigo estaban las muchedumbres de las sombras que bebieron en la fosa ante Ulises y también Ulises y también todos los que fueron o imaginaron lo que fueron. Todos estaban ahí, y también mis padres y también Heráclito y Yorick. Cómo puede morir una mujer o un hombre o un niño, que han sido tantas primaveras y tantas hojas, y tantos libros y tantos pájaros y tantas mañanas y noches […]. Esta noche puedo llorar como un hombre, puedo sentir que por mis mejillas las lágrimas resbalan, porque sé que en la tierra no hay una sola cosa que sea mortal y que no proyecte su sombra. Esta noche me has dicho sin palabras, Abramowicz, que debemos entrar en la muerte como quién entra en una fiesta.”45 La inseguridad de cada paso, el probable tropiezo solo impedido por la pericia de la mujer, agitaba su memoria, mezclaba imágenes que ya no se correspondían en sucesión 45. Jorge Luis Borges, “Abramowicz”, en Los conjurados, O. C., ob. cit., p. 467.
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ordenada. La presencia de su amigo Abramowicz, el poeta adolescente, lo devolvía a 1915, a otra caminata nocturna por la ciudad vieja, hurgando ciertos lugares prohibidos, saboreando el temor tembloroso de lo iniciático. Y los primeros poemas que intentaban dominar las salvajes palabras que todavía ocultaban sus verdades, que se negaban a caer en manos inexpertas pero que, esa noche lo podía sentir, le devolvían las intensidades de un éxtasis nunca igualado en su vida adulta, cuando la artesanía de la escritura había dejado de serle esquiva. El descubrimiento volcánico de Walt Whitman que conquistó sus primeros años de poeta elegíaco. ¡Cómo añoraba esos tiempos!, cuando la juventud es sinónimo de pasión, de aventura, de riesgo y de apuesta. Sin embargo, y pese al declive de los años, él siempre conservó esa dicha adolescente que solo la fortuna supo ofrecerle, o el mágico esplendor de la amistad. Durante toda su vida cultivó la lectura y la amistad, sus máximos dones, su exaltada felicidad. Y ahora, una eternidad después, caminaba perezosamente del brazo de aquella muchacha por esos mismos lugares intemporales. La amistad y el amor fecundaban las últimas vivencias del anciano; el gozo de un presente que podía vivirse sin expulsar de sí el pasado. Ginebra, sus calles, el esplendor del paisaje, los recuerdos, la voz femenina que acompañaba el ritmo de sus pasos, un lejano poema hurtado a las fantasías algo rústicas e inexpertas de su juventud. Sintió la suavidad punzante de la nostalgia y pensó en las mujeres que amó y que ahora eran aquella muchacha firme y frágil a un tiempo, callada pero atenta a sus murmullos. Definitivamente todas las mujeres se habían dado cita en aquella María que compartía su vejez. ¿Acaso era una creación de su imaginación? ¿Existía realmente la muchacha que tomaba su brazo? Retornó a la recurrencia de aquellos pensamientos que perturbaban su obra, a esa extraña intuición de la inescindible solidaridad entre ficción y realidad, entre el despliegue armónico de las palabras y el mundo de las cosas. ¿Cuál era la diferencia? Finalmente daba lo mismo que en aquel atardecer ginebrino su imaginación le estuviera jugando una mala pasada. Abramowicz había muerto y sin embargo sentía su presencia en cada rincón; por qué, entonces, conferir a la muchacha más o menos realidad que a su amigo de la adolescencia. Bastaba percibir la frescura de su presencia, el amparo de su cuerpo, para olvidarse de las insalvables contradicciones que los torpes de espíritu establecen entre la realidad y la imaginación. Caminando por aquellas calles inolvidables recuperaba el sabor de lo acontecido, volvía a tener la certeza de la irrealidad del tiempo que jugaba con las formas efímeras de los recuerdos. Como si fuera un remolino capaz de mezclar y agitar la multiplicidad de lo real y de lo soñado; cada paso significaba la exuberancia de lo inesperado, el reencuentro con lo perdido. Un extraño sortilegio volvía a reunir el fin de su vida con las horas de lo iniciático, y
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aquella muchacha representaba la magia de lo imposible, la juntura del hoy con el ayer, la extrapolación de lo ya vivido con la melancólica presencia del ocaso.) 7 La continuidad, más allá de las circunstancias de la vida, de la infancia en el recorrido de Borges lo protegió de la excesiva seriedad, lo amparó de esa exigencia propia del mundo adulto que se asocia con la seriedad, con el abandono de aquellas experiencias únicas que prolongadas en el tiempo suelen ser identificadas como inmadurez. Su relación casi mágica con los libros, la asociación que intentó a lo largo de su creación literaria con el juego, no solo le permitió desprenderse de los prejuicios al uso, de esa rigidez que denuncia la pérdida del ludismo infantil, sino que definió la originalidad de su escritura. Algunas de las fábulas que recorren su obra, fábulas de guerreros, de heroísmo, de honor, nacieron de aquellas lecturas de la niñez alejadas, como diría Walter Benjamin, de toda formalidad y rigidez burguesa; porque de un modo muy preciso, el Borges adulto, el constructor de un mundo de ficciones poderosas, ha sido el heredero de la libertad infantil, de esos núcleos libertarios que se inscriben en ese momento de la vida en el que todavía no se ha caído en la trampa de la funcionalidad y el pragmatismo. Ese espíritu ácrata tal vez se forjó entre las páginas de Stevenson o de Twain y las conversaciones con su padre. Su fantasía, su devoción por La isla del tesoro, expresan ese regreso a la patria de la que nunca terminó de salir, una patria consolidada en el recuerdo acogedor y en la suavidad nostálgica de aquellos años de iniciación. Su vida, como no podía ser de otro modo, careció de toda forma de heroísmo –una carencia que no dejó de amargarlo, de recordarle la distancia infinita entre sus admirados héroes y la grisácea realidad de su cotidianidad–. Durante años repartió su tiempo entre el trabajo como bibliotecario en una humilde biblioteca de Almagro y su voracidad de lector. Siempre, cuando giraba hacia esa época el prisma del recuerdo, destacaba que durante el largo y tranquilo recorrido del tranvía se pudo dedicar con fruición a leer La Divina Comedia en su versión original, a la que acompañaba, para solucionar algunos problemas con el italiano, una traducción inglesa. En esos años de oscuro empleado encontró el tiempo y el tono para desarrollar hacia nuevas regiones su peregrinaje literario que, con el cuento “Pierre Menard, autor del Quijote”, lo llevaría a encontrar su propia voz. El tranvía, su lectura del Dante, los anaqueles con sus cientos de libros, el clima de la biblioteca, ciertos diálogos, se convertirían en los materiales de algunos de
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sus cuentos y ensayos. Borges se sintió como en casa en aquella biblioteca de barrio que le permitió seguirle la pista a sus ensoñaciones acompañadas de interminables lecturas. No deja de ser sorprendente que ese giro decisivo en su carrera literaria haya estado asociado con una circunstancia dramática de su vida: un accidente que pudo ser fatal. En la Nochebuena de 1938 –muy poco tiempo después del fallecimiento de su padre–, mientras esperaba a una amiga chilena y al subir por la escalera rozó con el filo de una ventana abierta de par en par. Su miopía le había jugado una mala pasada, la herida se infectó y durante varios días estuvo al borde de la muerte, casi sin dormir y preso de alucinaciones. Una de las noches perdió el habla y tuvo que ser trasladado de urgencia a un hospital donde hubo que intervenirlo quirúrgicamente, ya que se había producido una septicemia. Durante un inacabable y extenuante mes se debatió entre la vida y la muerte; finalmente logró recuperarse y ya en su casa volvió a pedirle a su madre que le leyera algunos libros. Borges recuerda de manera particular esas extrañas jornadas muy próximas al extravío: “Cuando comencé a recuperarme temí por mi integridad mental. Recuerdo que mi madre quería leerme fragmentos de un libro que yo había pedido, Fuera del planeta del silencio, de C. S. Lewis, pero durante dos o tres noches no dejé que lo hiciera. Finalmente prevaleció su voluntad y tras escuchar una o dos páginas rompí a llorar. Mi madre preguntó cuál era la razón de mis lágrimas. Lloro porque comprendo, dije. Poco después, me pregunté si jamás podría volver a escribir. Previamente había escrito algunos poemas y docenas de reseñas breves. Pensé que si ahora intentaba escribir una y fracasaba, no sería tan doloroso y hasta podría prepararme para la revelación final. El resultado fue ‘Pierre Menard, autor del Quijote’”.46 Esa fue su prueba, su juego con la muerte, y de allí salió, es posible decir, un Borges renovado que en muy poco tiempo escribiría esa serie de extraordinarios cuentos que culminarían –en una primera etapa– con la publicación, en 1943, de Ficciones. El accidente fue para Borges, apenas muerto su padre, una suerte de renacimiento, una batalla por la autonomía, la búsqueda de un camino propio. Tal vez ese haya sido su momento heroico, atormentado por la fiebre, en noches de insomnio y tratando de dilucidar si todavía era capaz de razonar y, por último, de escribir. Después de ese extraño combate con la parca que ya se había llevado a su padre, su destino literario encontró ese nuevo tono que lo sellaría de ahí en más. Tratando de exorcizar a los demonios de la locura y aterrorizado por lo que imaginaba como el fin de su capacidad creadora, Borges se reen46. Cit. por Roberto Alifano, ob. cit., p. 97.
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contró a sí mismo o, mejor expresado, descubrió otro modo de decir las cosas, de construir un relato (aunque en los relatos paródicos de Historia universal de la infamia ya había anticipado no solo algunos de sus temas preferidos, sino también el tono de su escritura). Ya no era cuestión de contar historias prestadas o de reseñar en ese estilo entre irónico y erudito libros de otros (tareas y obsesiones que, por supuesto, no abandonaría); ahora, el despliegue de su imaginación lo llevaría por nuevos senderos nunca antes transitados, aunque quizás sí intuidos. A sus ojos, la realidad cobraba otras formas, extrañas y sorprendentes nacidas de esa alquimia de muerte e inspiración. Esa senda definitiva hacia otra dimensión de la escritura, una senda que lo conduciría a convertirse en el maestro del relato breve, en un artífice minucioso, como si fuera un relojero ganado por la perfección de una escritura que encontraría en el cuento su mejor expresión, supuso, para Borges, un largo silencio como poeta. Como si la entrada al mundo de la ficción, una entrada precedida de un diálogo cercano con la muerte, le hubiera exigido un desplazamiento de lo poético a lo narrativo, un abandono, al menos en esa etapa anómala de su vida, de las peculiaridades de la creación lírica. Pero lo que no dejó atrás, lo que persistió en esta estación, fue su pasión indagatoria por los mundos secretos de las etimologías, por sus fervorosas búsquedas a través de los rincones más neblinosos del lenguaje. Búsquedas pacientemente cultivadas como poeta y ensayista, y especialmente arraigadas en sus hábitos de lector que siguieron perturbando creativamente su imaginación y enriqueciendo sus ficciones. Desde “Pierre Menard…”, pasando por “El Aleph”, “La escritura de Dios”, “La Biblioteca de Babel”, “La busca de Averroes” o “La rosa de Paracelso” –apenas para nombrar algunos de sus relatos más significativos–, Borges se detuvo con fruición interrogativa en los laberintos del lenguaje, se dejó llevar por los misterios –difíciles de descifrar– de las palabras. Con ánimo infantil, manteniendo su percepción inicial de la potencia demiúrgica de las palabras, Borges meditó largamente, desde su poesía hasta su narrativa, en ese destino insólito –propio de los seres humanos– de ser portadores del habla. “He intentado –nos cuenta en el prólogo a El informe de Brodie–, no sé con qué fortuna, la redacción de cuentos directos. No me atrevo a afirmar que son sencillos; no hay en la tierra una sola página, una sola palabra, que lo sea, ya que todas postulan el universo, cuyo más notorio atributo es la complejidad.” Suerte de declaración de principios, gesto recurrente en Borges, que una y otra vez hace explícita su visión del mundo, intento, en última instancia, de dar cuenta de lo que él suponía un giro trascendente en su arte literario, que con El informe de Brodie parece querer internarse por un
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lenguaje más simple y directo. De todos modos, esa economía de las palabras, esa simpleza clásica de la escritura que busca desprenderse de barroquismos y oropeles innecesarios, una estrategia que acompañará a Borges al trasponer sus setenta años, no se desprende de esa convicción inicial que afirma la complejidad enigmática del lenguaje, de su compromiso, que nos puede parecer exuberante, con las palpitaciones del universo, entendido como un movimiento perpetuo de materia lingüística. Su obra, en sus diversas travesías formales, está signada por la inquietud metafísica del habla, por esa interrogación que nace de la sorprendente maravilla que el sonido de las palabras despierta en los hombres. Borges teje una escritura recurrente en su diálogo con los misterios del lenguaje; sus textos siempre nos están reclamando que prestemos la debida atención, que nos detengamos a escuchar los murmullos de antiguas palabras que en la radical lejanía de los orígenes marcaron a fuego nuestro laberíntico derrotero histórico. La postulación del universo, la intuición lúdica de ser el resultado de un verbo originario, no supone un giro en el vacío, una alucinada posibilidad predicada por una palabra desafortunada en sus desmesuradas pretensiones demiúrgicas. Cada palabra, por simple o insignificante que parezca, encierra, conjeturalmente, el universo. Y es esa convicción la que cautiva a Borges, la que le traza su responsabilidad como artesano del verbo. En él cobran intensidad las antiguas tradiciones de los cabalistas, aquellas que suponían una indagación místico-mesiánica del lenguaje de Dios, de la potencia encerrada en cada letra de la lengua sagrada, lo que llevaba al cuidado extremo cuando se trabajaba con ese material demiúrgico, cultivando, Borges, un respeto sagrado por el uso del verbo. Es ese respeto arcaico, fusionado con la pasión del pesquisa que sigue hacia atrás el alba de las palabras, lo que hace de la prosa del autor de El Aleph una continua ejercitación lingüística. En “La rosa de Paracelso” encontramos un diálogo donde se transparenta esta peculiar sensibilidad que nos interesa subrayar: –¿Una palabra? –dijo con extrañeza el discípulo–. El atanor está apagado y están llenos de polvo los alambiques. ¿Qué harías para que resurgiera? Paracelso le miró con tristeza. –El atanor está apagado –repitió– y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos. –No me atrevo a preguntar cuáles son –dijo el otro con astucia o con humildad.
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–Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y al invisible Paraíso en que estamos y que el pecado original oculta. Hablo de la palabra que nos enseña la ciencia de la Cábala. No resulta ocioso destacar que Borges escribe este cuento cuando se va acercando al crepúsculo de sus días, cuando ya ha pasado el umbral de los ochenta años. Es en el invierno de su vida, cuando el final del recorrido se acerca, que Borges recupera la fascinante personalidad de Paracelso, del maestro alquimista que ya no se detiene a buscar en la materia dispersa y degradada la verdad del origen, el secreto del Camino, ahora su indagación, el arte que practica con sigilo es el heredado de los sabios de la Cábala. El escritor que convoca al viejo filósofo, al médico y al cabalista tiene conciencia de que él también ha sido Paracelso, que su propia búsqueda se entronca con la de aquel hombre que “se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió”. En ese primigenio acto clausurado en el secreto de las palabras, un secreto cobijado de la desmesura de los hombres, Borges –y también Paracelso y por qué no Moisés de León el autor del Zohar y los cabalistas que siguieron sus pasos desde Sepharad pasando por Italia hasta llegar a Safed– se detiene, intenta escuchar, intuye esos sonidos arquetípicos que, en algunas ocasiones, su pluma casi alcanzó a traducir. Una conciencia de lo inasible y de lo inaccesible, una conjetura que incita y que provoca el acto de la creación; a veces fue bajo la forma de un poema, otras en algún rincón de un ensayo o en los pasadizos de un relato, los modos laberínticos desde los que su imaginación le permitió acercarse a lo primordial, sentir –tal vez como Paracelso– que a través del Nombre recuperamos la belleza de la rosa. O quizás alguna vez sintió lo que poetizó de Spinoza: Bruma de oro, el Occidente alumbra La ventana. El asiduo manuscrito Aguarda, ya cargado de infinito. Alguien construye a Dios en la penumbra. Un hombre engendra a Dios. Es un judío De tristes ojos y piel cetrina; Lo lleva el tiempo como lleva el río Una hoja en el agua que declina. No importa. El hechicero insiste y labra A Dios con geometría delicada; Desde su enfermedad, desde su nada, Sigue erigiendo a Dios con la palabra.
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El más pródigo Amor le fue otorgado, El amor que no espera ser amado.47
El hechizo de Dios también persiguió a Borges; su escepticismo, su delicada ironía frente a los creyentes (que no alcanzó, sin embargo, la virulencia iconoclasta de un Nietzsche, ni el destemplamiento sarcástico de un Joyce), su fervorosa pasión por las polémicas y los bizantinismos teológicos, por aquellos hombres que al alejarse de los credos, al labrar un sendero propio y anómalo, acabaron por aproximarse interrogativamente a Dios, condujo a Borges hacia la compañía de espíritus fraternos al suyo, espíritus arrojados al riesgo de una cercanía incrédula y constructores de caminos propios para aventurarse en las comarcas misteriosas de lo sagrado. Espíritus de esa naturaleza fueron Paracelso y Spinoza, pero también lo fue, desde la suavidad y elegancia de su agnosticismo, el padre de Borges, que le abrió ese mundo fascinante ahorrándole el costo de la fe. El creyente cae de rodillas ante la abrumadora presencia de lo Absoluto forjada en el interior de su certeza inconmovible; el indagador de lo infranqueable, aquel que habita la duda y que se atreve, sin embargo, a mirar del otro lado del umbral, el portador del escepticismo que pone en funcionamiento la maquinaria de la sospecha, construye un sendero propio para discutir lo inalcanzable. Borges pertenece a la última clase de hombres, aquella que es incapaz de inclinarse ante el misterio, pero que sabe reconocer los límites de su propia osadía. Una hermandad del Nombre, un impulso al desciframiento de la materia verbal con la que ha sido forjado el universo, una búsqueda del signo preciso y único, la intuición de la lengua primigenia une al filósofo-cabalista, al geómetra de Dios y al autor de El Aleph. Una ética de la palabra, una responsabilidad inclaudicable ante lo pronunciado (¿acaso un rastro en los tres del espíritu judío?). Los maestros del lenguaje son aquellos que conocen sus propios límites, aquellos que al llegar a los confines supieron detenerse acatando la prohibición ejemplar: la de no mirar cara a cara a Dios y la de no pronunciar su Nombre. Ellos saben que “escribir en un libro todas las cosas es dejar una espada en manos de un niño” (Clemente de Alejandría). Saber bajar el rostro, poseer un espíritu delicado y ser portador de la mesura indispensable de quien sabe detenerse a tiempo. El respeto sagrado por el nombre de Dios –metáfora del universo– no supone inhibir la búsqueda, acallar la interrogación, desvanecer la duda, apenas implica un gesto que intenta desprenderse de la soberbia, implica reconocer los límites de la
47. Jorge Luis Borges, “Baruch Spinoza”, en La moneda de hierro, O. C., ob. cit., p. 151.
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condición humana. Lo que reúne a Borges con Paracelso y con Spinoza es la certeza del libro (aunque sus lecturas hayan sido distintas, separadas por el abismo de la historia y de las encrucijadas culturales), esa certeza que concibió al libro como patria cuyas fronteras podían ser libremente franqueadas, territorio abierto a la interpretación infinita en el que la escritura no hace otra cosa que habilitar el comentario y la glosa. Paracelso indagó en los vericuetos del saber cabalístico los secretos para descifrar el libro de Dios, para penetrar en los misterios de la naturaleza; Spinoza se apartó del Libro de su pueblo para encontrar ese otro libro originario y fundamental: el libro de la divina transparencia geométrico-racional; Borges derivó entre Paracelso y el tallador de lentes; entre la nostalgia de Israel que transcribió en un poema: ¿Qué otra cosa eras, Israel, sino esa nostalgia, sino esa voluntad de salvar, entre las inconstantes formas del tiempo, tu viejo libro mágico, tus liturgias, tu soledad con Dios?48
Y la corrosión ascética de una racionalidad potenciada y genial lanzada hacia las más abismales conjeturas. Borges cobijó, a un mismo tiempo, el espíritu de buceador primordial de Paracelso y el espíritu ascético e inquisitivo de Spinoza. En la conjunción de ambos, allí donde lo sapiencial se entrelaza con la razón –aunque fracase–, Borges se afanó por encontrar el tono de su escritura, su propia postura conjetural, la originalidad de su palabra. También a él le caben los versos de otro de sus poemas: Un rostro condenado a ser una máscara, un hombre que a pesar de los hombres es Spinoza y el Baal Shem y los cabalistas, un hombre que es el libro…49
En una época del mundo ganada por el mal de la incredulidad, raquítica de preguntas esenciales e incapacitada para continuar la indagación de la imposible verdad, pero satisfecha de sus logros científico-técnicos, de su apabullante fuerza transformadora del mundo y de sí mismo, el escritor, como un personaje anacrónico que a destiempo teje sus páginas, vuelve
48. Jorge Luis Borges, “Israel, 1969”, en Elogio de la sombra, O. C., ob. cit., p. 375. 49. Jorge Luis Borges, “Israel”, en Elogio de la sombra, O. C., ob. cit., p. 375.
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sobre lo olvidado, reclama el derecho a sostener la interrogación por el sentido aunque se detenga una y otra vez en el tono irónico de quien sabe que todo, tal vez, sea una ilusión. Entre Paracelso y Spinoza, entre los alambiques del maestro de la alquimia y el amor intelectual de Dios del judío amstelodano, Borges construyó su obra literaria, la única manera de volcar en palabras lo insondable de la creación. 8 (El ritmo de sus latidos va creciendo, como si la presencia tumultuosa de los recuerdos excitara el movimiento de esa máquina de la vida. Su memoria fatiga el cuerpo, agudiza su extenuación. Difícilmente la noche, territorio del sueño que repara el desvelo de los hombres, llegue a alcanzarlo con su manto protector. El insomnio, ese estado de vigilia extrema y a veces mística, inauditamente doloroso y exaltante, fecundador de extrañas alucinaciones, ha perseguido el paso de sus años (aunque en su vejez una anhelada tregua parecía querer acompañarlo). Noches interminables, densas, terribles, fabulosamente hinchadas de imágenes y de fantasmales presencias; noches del recuerdo más feroz, de una luminosidad cegadora, de una clarividencia dolorosa. Tiempo escindido del tiempo, fuga hacia la eternidad, espasmo de vida como anticipo de la muerte. El anciano ha conocido todas las metamorfosis de lo nocturno, se ha deleitado con sus dones y ha padecido sus horrorosas torturas. Todo está guardado en esa geografía nocturna: lo iniciático y lo prohibido, la visión escandalosa y la fertilidad atemporal de quien recorre la ciudad cuando todos duermen, los fantasmas que acechan y el horror de una eternidad convertida en la pesadilla de la inmortalidad. ¿Cuántas páginas nacieron de ese estado de vigilia y exaltación, de intuiciones asombrosas y de narcotización? Volvió a la ciudad de la adolescencia para navegar la noche sin las exigencias desmesuradas del insomnio. Intuyó que el crepúsculo de su vida podía ser una bendición, el saldo de cuentas definitivo con esas noches sin confines. Dormir para soñar con el amor, con la muerte (todavía podía recordar las lecturas de Jean Paul y sus alucinantes viajes oníricos por la Vía Láctea). Ginebra, una mujer, los latidos del corazón que buscan su propio ritmo, juventud en la vejez; sosiego, tal vez, del náufrago que reposa en la playa de una isla bienaventurada (aquella que buscaron inútilmente Stevenson y Gauguin). Encontrar la ciudad, recuperar la infancia, utopías que el sueño ampara y que el ocaso de los años ilumina de una manera ejemplar y sorprendente. El silencio de la noche abre los sonidos de su interioridad; las palabras de los otros se convierten en apagados murmullos
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desplazados por otras palabras, oscuras, secretas, primordiales, nacidas del otro lado de la conciencia, artesanas de una eternidad que desafía la razón del hombre convencido de que la verdad del mundo y de la vida debe ser encontrada en las horas del día y no, como lo sabe el anciano, en las inagotables e infinitas horas de la noche. Una palabra sin sujeto, una lengua indescifrable pero demasiado próxima que le comunica con la vastedad de una memoria que elige caprichosamente sus propios recuerdos. ¿Por qué piensa en estas extravagancias, por qué no puede simplemente olvidar, suspender las arduas indagaciones que consumieron su vida? La noche insondable se parece a esas imágenes infinitamente repetidas por dos espejos opuestos. Conoció el horror de la duplicación, sus ojos –cuando aún podían ver– huían del espanto especular. A veces llegó a pensar que la ceguera había sido una bendición, ya que nunca más tendría que enfrentarse, en la soledad de su cuarto, a la forma pavorosa de un espejo. Nunca pudo librarse del todo de esa obsesión antigua. “Mi obsesión por los espejos, creo que corresponde al hecho de que en casa teníamos un gran ropero estilo hamburgués, de tres cuerpos [flotan en su mente nocturna los recuerdos de otro tiempo]. Era un espejo de caoba muy común en las casas criollas de entonces. Ese espejo me asombraba y me aterraba al mismo tiempo, ya que sentía el temor de que esas imágenes no correspondían exactamente a mí, y de lo espantoso que podría ser el contemplarme distinto en alguna de ellas [no encontrar su rostro, perderse en alguna imagen fraguada por las alucinaciones de su imaginación afiebrada. El anciano podía sentir la proximidad de un estado de excitación nacido en otra edad y bajo otro techo; intuía que la maldad ontológica del espejo lo perseguía hasta aquel cuarto de hotel, y que sus propios pensamientos se perdían en esa repetición infinita y atroz]. Luego leí un poema sobre el profeta velado de Jorasán, el hombre que cubre su rostro debido a la lepra que le ha comido la cara. Luego descubrí al Hombre de la máscara de hierro, de una novela de Dumas. Uní las dos ideas, la de un posible cambio en el espejo y también la idea de verme espantoso en ese mismo espejo. Luego descubrí otras cosas: la idea escocesa de Fetch, que tiene ese nombre porque viene a buscar a los humanos para llevarlos al otro mundo. Luego la idea alemana del Doppelgänger; esto es el doble que camina a nuestro lado y que viene a ser la idea de Jekyll y Hyde y de otras ficciones.” Tal vez su ceguera había sido una estratagema, un modo de ocultar la verdad de una imagen que se le sustraía a la memoria. A veces se extrañaba de su inverosímil y prodigiosa facultad recordativa; una facultad, sin embargo, que le devolvía palabras y poemas, situaciones, pero no rostros, colores, formas definidas. Su memoria era selectiva y estaba cuajada por la densa trama del lenguaje, pero no de cualquier lenguaje, ella se deslizaba ardien-
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te por los territorios de la literatura que, siempre, regresaban a él para recordarle que lo esencial de su vida se encerraba en las páginas leídas desde la infancia. El espejo como horror y como excitación creativa: “Yo empecé a sentir el horror de los espejos y escribí un poema en que hablo de ese horror, y que uno a la sentencia pitagórica de que un amigo es otro yo. Esa idea tal vez, pienso, se le ocurrió posiblemente a él viendo su reflejo en el agua o en un espejo. A eso se le agrega la idea de la pluralidad del yo, de que el yo es cambiante, de que somos el mismo y de que somos otros. Eso lo retomo en un cuento que he llamado, precisamente, ‘El otro’: allí ensayo una variación sobre un tema ya tratado por diversos autores: Poe, Hoffmann, Dostoievsky, Stevenson”.50 La noche como un espejo enorme donde una gama infinita de imágenes parecían multiplicarse a un ritmo increíble. El anciano especuló con la idea tranquilizadora de la muerte como el punto final de esas repeticiones que seguían horrorizándolo pese al paso de los años y a la lejanía que lo separaba de ese ropero hamburgués. Nunca había aprendido a convivir con la idea y la experiencia del espejo que, sin embargo, le otorgaron lúcidas motivaciones para escribir. Quizás esa noche otoñal que le devolvía el recuerdo de otras noches ginebrinas pudiera ofrecerle el don maravilloso del olvido, la dicha –para él fastuosa– del sueño sin interrupciones, acogedor y calmo como el silencio que empezaba a rodearlo. La paz llega, pensó, cuando uno ha renunciado a buscarla. En el lento declive de sus años sospechó que se hallaba muy cerca de la serenidad tan ansiada, que la vejez también podía ser una bendición.) 9 Los años europeos profundizaron en Borges su cosmopolitismo, sus interminables vagabundeos por los escenarios de la cultura de Occidente. Encuentro con literaturas diversas, lejanas en el tiempo unas y renovadoras y contemporáneas las otras. En Ginebra, además, se internó en el esplendor de dos nuevas lenguas que multiplicaron su sensibilidad, que le abrieron ventanas a otros mundos y, por supuesto, a otras literaturas. El francés y el alemán le ofrecieron sus dones, el universo abigarrado de sus propias tradiciones. También inició su inconcluso diálogo con la antigüedad del latín, que fascinó al espíritu inquisitivo del joven viajero. En la ciudad de Calvino logró apropiarse, en medio de un júbilo virginal, de la prosa de Whitman, mientras que su incipiente alemán le permitía aproximarse a Heine. En 50. Cit. por Roberto Alifano, ob. cit., p. 183.
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esos años de azarosas derivas literarias y filosóficas descubrió el fragor revolucionario de los simbolistas franceses y la erudición ecuménica de Cansinos Assens. Las lenguas, las heredadas y las aprendidas, le abrieron las puertas de una tradición desplegada a través de diferentes vertientes. Borges, en esa época en la que Europa estallaba bajo los fragores de la Gran Guerra, descubrió la inescindible relación entre la cultura nacional y las corrientes cosmopolitas, las deudas fundamentales, las fraternidades subterráneas de las lenguas y de los pueblos. Extraña paradoja la que le permitió saborear el gusto de las alquimias culturales mientras un mundo enloquecido iniciaba sus bacanales destructivas haciendo estallar aquellos venerables ideales ilustrados y cosmopolitas de los que Borges siempre se sintió parte. Su ansiedad por retornar a Buenos Aires, ese localismo que envolvió su producción literaria a lo largo de los años veinte (pero que continuó encontrando un lugar destacado en su obra posterior), jamás adquirió, en él, la forma brutalizada del nacionalismo. El salvajismo ilimitado de la guerra se unió al hallazgo maravilloso de los caudales inagotables de la cultura europea que entraba en su época crepuscular, en el umbral de una barbarie que sepultaría esos mismos tesoros desgarrando brutalmente lo mejor de sí misma. Al joven que Borges era en aquel tiempo le permitió, sin embargo, curarse, antes de cualquier contagio, de los furores nacionalistas. La amistad que sintió entre las diversas lenguas, la mezcla del francés con el alemán, del español con el inglés más la ecúmene ofrecida por el latín aportaron, más que cualquier otra vivencia, para protegerlo de las imbecilidades de una época despiadada. A Borges no le interesaban los mitos patrióticos al uso ni quería convertirse en el escritor de una argentinidad profunda, que supuestamente latía a la espera de quien pudiera ofrecerla a la luz del día. Su relación con el pasado nacional –vertebrada por la saga de su propia familia–, o sus aventuras eruditas por la literatura gauchesca, siempre encontraron un punto de equilibrio nacido de su sensibilidad cosmopolita (¿tal vez el judío que Borges llevaba adentro, el supuesto componente de sangre marrana que le venía del lado de los Acevedo?). Nunca sintió la atracción abismal del nacionalismo, jamás pensó que su producción artística estuviese destinada a engrandecer algún mito patrio. Cuando sospechó que a su alrededor podían estar surgiendo esas tentaciones, no dudó en cambiar de dirección. Sus ingenuidades políticas –que no fueron pocas– jamás adquirieron la forma del nacionalismo. En “El escritor argentino y su tradición” se detuvo explícitamente para dejar en claro su posición al respecto: “¿Cuál es la tradición argentina? […] Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esta tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental […]. Creo
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que los argentinos, los sudamericanos en general, estamos en una situación análoga (a la de los irlandeses como Shaw, Berkeley y Swift frente a la cultura inglesa); podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones con una irreverencia que puede tener y ya tiene, consecuencias afortunadas […]. Por eso repito que no debemos temer y pensar que nuestro patrimonio es el universo”.51 Borges piensa un destino similar al de judíos e irlandeses, capaces de generar desde su aparente marginalidad profundas innovaciones en el seno de la cultura occidental. La extraterritorialidad –como en el caso de los judíos– o una existencia oscurecida por la opresión –como en el caso de los irlandeses–, se conjuga creativamente en la experiencia argentina y sudamericana. La condición diaspórica fue para los judíos una ventaja de orden espiritual, ya que se vieron forzados a dialogar con otras tradiciones culturales, lograron convertir una situación de marginalidad y orfandad, cargada de peligros y violencias, en una extraordinaria oportunidad de impregnar y dejarse impregnar. La percepción de lo distinto, ser habitantes de las fronteras y de los abigarramientos culturales, supone el aprendizaje del vagabundeo, de una deriva que resquebraja los prejuicios del sedentarismo. Ese continuo entrar y salir, ese permanente juego de intersección con otras tradiciones amplifica necesariamente la visión del mundo, hace prácticamente imposible el reposo provinciano. Y Borges sostiene que la realidad argentina y sudamericana, extrañamente parecida a la condición de judíos e irlandeses, también guarda esos rasgos que le permiten, a sus escritores, abrir sus mentes a la vastedad de las lenguas y las culturas sin perder su arraigo. Entre Schopenhauer y Güiraldes, entre Quevedo y Lugones, entre Hernández y Whitman, Borges construyó esos puentes que le permitieron cruzar en ambas direcciones la vastedad de esos mundos que confluyeron en su escritura. Pocos fueron los que entendieron esta mirada, los que captaron la urdimbre cosmopolita que le daba al tejido de su escritura sus más finos y espléndidos trazos. En más de una ocasión, Borges especuló con una línea sanguínea (por vía materna –la de los Acevedo–) que lo conducía hacia antepasados marranos. Con satisfacción imaginó que el judaísmo también se mezclaba con su sangre española, portuguesa e inglesa. Sin dudas, las fuentes de su universalismo no deberían buscarse solo en sus lecturas y experiencias europeas, sino que también atravesaba su fluido corporal. Su memoria le exigía una fidelidad polifacética, el descubrimiento de las alqui-
51. Jorge Luis Borges, “El escritor argentino y la tradición”, en Discusión, O. C., ob. cit., pp. 160-162.
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mias como clave para comprender mejor la complejidad de lo humano. Por eso siempre rechazó y menospreció a todos los sostenedores de principios raciales o nacionalistas; sus ironías se dirigieron, con frecuencia, contra esos esclavos del fanatismo, contra esos enceguecidos partidarios de teorías racistas, cultores absurdos de una supuesta pureza de sangre. Su inagotable amor por la lengua de Shakespeare, sus recuerdos felices de los años ginebrinos, la familiaridad ecuménica que le ofreció un espíritu abierto e indagador como el de Cansinos Assens, sus diálogos con su padre, sus amores literarios, contribuyeron a proteger a Borges de los excesos del localismo, lo apartaron de la embriaguez excluyente que el joven creyó sentir por los arrabales y el criollismo. Por el contrario, esas búsquedas trasnochadas, llenas de sueños quiméricos y fantasmales, pudieron trocarse en literatura porque otras lenguas se colaron subrepticiamente para guiar su pluma por mares más venturosos. En consonancia con la originalidad borgeana, Rodríguez Monegal hace una descripción del extravagante modo de leer que tenía el autor de Ficciones, subrayando su tendencia caleidoscópica: “Apoyándose en una vasta biblioteca y en una aún más vasta memoria, Borges encuentra las más inesperadas vinculaciones, mostrando puntos de vista comunes en autores a los que los críticos nunca leyeron juntos. Siguiendo una idea o una imagen o un procedimiento a través de idiomas o de siglos, Borges puede comenzar con Kafka y terminar con Zenón, o comenzar con Coleridge para llegar a Henry James; Benedetto Croce le lleva a Chaucer, Buda a Oscar Wilde, Pope al emperador chino Shih Huang Ti, que ordenó la construcción de la gran muralla. Incansable en su búsqueda del mecanismo invisible que controla al mundo y a la escritura, Borges también se muestra incansable en su capacidad para relacionar, para combinar y resumir”.52 Esos extraños y a veces inverosímiles cruces marcan la originalidad de su posición en el mundo de la literatura, llevan hasta el fin su idea de que como argentinos “nuestro patrimonio es el universo”, que lejos de sostener una visión localista o de quedarse adherido al festejo del criollismo, de lo que se trata es de multiplicar la vastedad de legados y tradiciones que refuerzan los entrañables lazos entre el habitante del Río de la Plata y el infatigable lector de una biblioteca universal. La vastedad de sus intereses, la exuberante pluralidad de sus lecturas, no le impidieron, sin embargo, recuperar con sobriedad algunos de los rasgos esenciales de lo que, a falta de una definición mejor, podría denominar el carácter nacional de los argentinos; una expresión, que en Borges, queda purgada de cualquier veleidad nacionalista nacida de un supuesto arraigo telúrico. La argentini52. Emir Rodríguez Monegal, ob. cit., p. 375.
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dad de Borges se construye con la alquimia de los materiales provenientes de sus experiencias cosmopolitas y de aquel mundo producto de los relatos familiares y de sus propias indagaciones nacidas de lecturas gauchescas y de interminables caminatas ciudadanas. Es en realidad un juego especular en el que las formas más extremas de lo endogámico se ven sorprendentemente penetradas y transfiguradas por formas exogámicas. El criollismo de Borges tiene una interesante semejanza a la que trazó espléndidamente William H. Hudson en The purple land; un criollismo nacido de una mirada extranjera y expresado en una lengua inesperada. Hudson logra a través de la prosa inglesa describir algunas de las características más arquetípicas de las pampas rioplatenses de un modo más genuino, intuitivo y profundo que la mayoría de nuestros cultores de un localismo folclorista. Borges aprendió del autor del inolvidable Allá lejos y hace tiempo que lo fundamental es saber escuchar, dejar que el murmullo sordo de la tierra diga sus verdades. La admiración de Borges por Hudson –compartida entre otros por Joyce, Pound y Conrad– nace de una serie de factores unidos entre sí: la perseverancia de una observación cargada de gentileza, la capacidad para lograr que sus imaginaciones “sean con el tiempo –como decía Macaulay– recuerdos personales de muchos otros”. Las de Hudson, pensaba Borges, “perduran en la memoria” y, claro está, reivindica la opinión de Martínez Estrada, quien sostuvo que nuestras “cosas no han tenido poeta, pintor ni intérprete semejante a Hudson, ni lo tendrán nunca. Hernández es una parcela de ese cosmorama de la vida argentina que Hudson cantó, describió y comentó […] En las últimas páginas de The purple land, por ejemplo, hay contenida la máxima filosofía y la suprema justificación de América frente a la civilización occidental y a los valores de la cultura de cátedra”.53 Pero el más intenso tributo que se le puede rendir Borges lo encontramos hacia el final de su ensayo: “Mejorando hasta la perfección una frase divulgada por Boswell, Hudson refiere que muchas veces en la vida emprendió el estudio de la metafísica, pero que siempre lo interrumpió la felicidad. La frase (una de las más memorables que el trato de las letras me ha deparado) es típica del hombre y del libro. Pese a la brusca sangre derramada y a las separaciones, The purple land es de los muy pocos libros felices que hay en la tierra”.54 No es un libro de grandes cualidades literarias (e incluso el mismo Borges en otro lugar diría que está muy por debajo de otras obras de Hudson),
53. Jorge Luis Borges, “Sobre The purple land”, en Otras inquisiciones, O. C., ob. cit., p. 112. 54. Ibíd., pp. 113-114.
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pero contiene, sin embargo, algunas intuiciones profundas sobre la campaña rioplatense, además de esa frase inolvidable. Borges descubre en Hudson a un escritor genuino, alejado de cualquier grandilocuencia, dispuesto a prestar atención a las exigencias de la literatura y no a las demandas de la ideología. El impacto de Hudson sobre Borges se vincula directamente con el modo a través del cual el autor de “El sur” incorporó los temas del criollismo en su obra. La verosimilitud de la escritura de Hudson –hijo de norteamericanos que pasó la mayor parte de su vida adulta en Inglaterra y que escribió en la lengua de Shakespeare– nace de su cosmopolitismo, de la capacidad para conjugar distintas experiencias culturales, de su sensibilidad exquisita para guardar lo más entrañable de sus vivencias argentinas, de su procedencia pampeana, de sus vagabundeos por la vastedad de la Patagonia y de su maravillosa observación de la naturaleza, todo lo cual se transfiguró en una escritura inigualable. Pese a algunos tropezones iniciales –impulsado por su intento de recobrar una suerte de esencia nacional que temió perder en sus años europeos–, Borges también acabó siendo fiel al ecumenismo de Hudson y buscó ese punto de interacción, ese vértice de confluencias, que le permitiese iluminar de un modo más vasto la realidad argentina. El polifacetismo de su pluma, sus espléndidas derivas por saberes y tradiciones distantes las unas de las otras, pero unidas por una subterránea red de solidaridades, le permitió encontrar el tono preciso y extirpó de su escritura las formas envilecidas de la impostura o del exotismo turístico tan característico de cierta literatura latinoamericana de exportación. Borges supo huir del costumbrismo y de los fervores localistas que tantos estragos le causaron al ejercicio literario por estas geografías; supo mantener la tensión entre su fervor rioplatense, esa inclinación a una particular recepción mitologizante del pasado criollo y de los arrabales urbanos, y su ya señalado universalismo, esa actitud receptiva ante las producciones culturales de otras lenguas y otras tradiciones que alimentaron su sensibilidad poético-ensayística. Borges fue capaz de atravesar sin contratiempos un ensayo sobre las diversas traducciones de Las mil y una noches, un cuento que penetra hasta el fondo del atormentado espíritu alemán y que logra capturar la infinita crueldad de la moral que estuvo en las raíces del nazismo como “Deutsches Requiem”, o un poema donde describe el viaje hacia la muerte de Facundo Quiroga. Cada texto encuentra su tono y su tiempo, se hace solidario de la espesura cultural de la que intenta dar cuenta, y le agrega un excedente, un plus nacido del ecumenismo del autor, de la vastedad de sus intereses. Borges es un destructor de fronteras, y un políglota de las culturas más disímiles, aunque su travesía literaria deba ser colocada en el interior de una sensibilidad notablemente influenciada por ciertas tradiciones europeas.
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Así como conjetura una trama cósmica que entrelaza a todos los seres y las cosas entre sí, o ese sueño espléndido de una lengua universal y secreta que subyace a todos los idiomas con los que los hombres han intentado expresar la vastedad de lo real, Borges descubre los vasos comunicantes que vinculan a Stevenson con Homero, a Dante con Joyce, a Shakespeare con Oscar Wilde, a Kafka con su propia escritura y a todos entre sí. Las más extrañas relaciones pueden establecerse, y de hecho son establecidas, a partir de esta lectura herética de la cultura. Borges no solo salta por sobre las fronteras, sino también perturba la supuesta continuidad cronológica, el orden lineal del tiempo. En esta radical metamorfosis, Joyce puede ser comprendido como un antecesor de Homero, y él mismo como precursor de Kafka. La clave de estas paradojas radica en la idea borgeana de lectura y en su concepción cíclica del tiempo; quien lee actualiza, resitúa, modifica, trastoca el orden original; quien rompe la falacia de una continuidad lineal del tiempo, inventa otra cronología, se interna en una temporalidad atiborrada de sorpresas y ambigüedades. En este nuevo escenario signado por una reinterpretación de la figura de Cronos, el discurrir de la literatura se asemeja al movimiento inasible y complejo del universo, una vastedad sin principio ni fin, un tiempo y un espacio donde la agudeza de los hombres se pierde en los ecos de la risa de los dioses. 10 (La atracción de los espejos. Una atracción equívoca, huidiza y perturbadora. Fatal. ¿Cómo acercarse a un abismo y resistir la tentación de arrojarse por el agujero negro e infinito? El anciano se detiene en esa imagen que viene persiguiéndolo desde niño. Dejarse atrapar por el espejo, mirar el mundo desde el otro lado. Terror de lo invertido, figuras alucinatorias de un espanto nacido en esas geografías de lo nocturno que paralizaban al niño y que aún anonadan al hombre mayor, surcado por el paso de los años. En el silencio del cuarto, su cuerpo cansado e inmóvil apenas siente la blandura excesiva de la cama; sombras, como las que cotidianamente ven sus ojos, sombras danzarinas, que juegan entre un éter amarillento y que dibujan formas extrañas. El anciano, demasiado acostumbrado al engaño de la ceguera, casi no le presta atención porque su mente está clavada en el espejo que intuye próximo, frente a él. Siente la amenaza, la insoportable violación de la intimidad, el miedo primigenio a ser expropiado de sí mismo, a quedar petrificado en una imagen eterna e inverosímil. Piensa en el espejo y las sombras que le devuelven sus ojos extraviados siguen danzando a su alrededor; lo invitan, le murmuran palabras dibuja-
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das en sus movimientos evanescentes. Tiene que ponerse de pie, tiene que despojarse de esas visiones absurdas, infantiles y que se han perpetuado en su extenuada memoria. Hace un terrible esfuerzo tomándose del respaldo metálico de la cama. A un costado, muy próximo, percibe la empuñadura del bastón; reconoce aliviado la suavidad de la madera, su calor que le hace olvidar el frío de ese metal anónimo. Ya casi logra ponerse de pie; apenas un último esfuerzo, una última exigencia que la mente le propone, casi suplicante, al cuerpo cansado. La mujer no está allí para ayudarlo. No importa, la decisión ha sido tomada. En esa noche, en la curva final de sus años, saldrá a pelearle a su miedo más profundo y atávico, volverá a ser un niño en la casa de Palermo, en su cuarto. Pero esta vez abrirá bien grandes los ojos, mirará de frente al espejo para penetrar en sus espurios misterios. Su mano izquierda palpa el aire buscando la superficie temida; tiene que dar otro paso sin hacer ruido, acallando los crujidos de los viejos listones que le recuerdan, o parecen recordarle, que no está soñando. ¿Pero acaso en un sueño –se interroga– no es posible escuchar esos mismos sonidos, imaginar el peso de un cuerpo moviéndose sobre la agrietada madera de un antiguo cuarto de hotel? Piensa el anciano que no tiene importancia, lo único sobresaliente es o será el resultado de la batalla, real o soñada. Da otro paso perpendicular a la cama, percibe su cercanía, como si los destellos especulares reclamaran su presencia. Imagina un cuento mientras da otro paso dubitativo. Un hombre solo en una habitación; un hombre evidentemente atormentado que no ha podido dejar atrás su pasado plagado de deudas; un hombre que ha eludido con sistemática obsesión cualquier superficie especular. Su rostro, su vago recuerdo, le produce un espanto alucinatorio que le devora las entrañas. Pero esa noche, en esa habitación casi vacía, se topará con un espejo dispuesto a impedirle, con una atracción suprema, mantener los ojos cerrados. Estará obligado a ver. El futuro se convierte en presente que ya ha capturado el pasado. Es toda su vida la que se reproduce en el espejo. Su vida que vuelve, sus años que marchan hacia su propio pasado y que lo atraen. Una fuerza salvaje lo impulsa contra el espejo hasta hacerlo penetrar en él. Ya está del otro lado y el terror desaparece… Primero un golpe tímido en la puerta, luego una seguidilla más constante, silencio que se convierte en apresurados llamados –¡Traigan una llave!– reclama una voz. La puerta se abre y la escena petrifica las miradas espantadas: en el suelo yace el hombre completamente cubierto y brutalmente cortado por cientos de trozos del espejo. El anciano se detiene. ¿Qué intenta hacer? Nada, absolutamente nada. Solo regresar al punto de partida y tratar de memorizar cada uno de los detalles del cuento que deberá narrarle por la mañana a su acompañante.)
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11 Las recurrencias de la memoria perturbaron la vida de Borges; su escritura tuvo mucho de gesto catárquico, una forma de exorcizar su impiadosa presencia. El autor de “Funes el memorioso” hubiera deseado tener la paciencia de William H. Hudson para olvidar, paciencia que el naturalista le describe a su amigo George Gissing utilizando estas palabras directas y sin ocultamientos o eufemismos: “Durante mucho tiempo he cultivado la facultad o el arte bendito del olvido: de olvidar por completo cuanto fuese penoso o inútil recordar”.55 La dicha del olvido le fue esquiva a Borges y buscó otros modos de conjurar los efectos febriles emanados de los recuerdos persistentes. Uno de estos modos fue, sin dudas, la invención narrativa, la canalización de su memoria a través de sus relatos. “El Sur”, uno de sus cuentos preferidos, es, desde esta perspectiva, ejemplar. Allí Borges desliza su propia biografía y algunos de sus deseos más secretos. Juan Dahlmann, el protagonista, desciende por vía materna de guerreros argentinos –su abuelo fue un combatiente del segundo de infantería y murió lanceado en la frontera de Buenos Aires por los indios de Catriel (es casi ocioso recordar que el Francisco Flores del relato es un símil, con una tenue diferencia en el modo y las circunstancias de la muerte, de Francisco Borges)–; esa sangre criolla se mezcla con la germánica, aunque Dahlmann haya optado por una intensa identificación con la tradición criolla. Un accidente, ocurrido en febrero de 1939, lo pone al borde de la muerte cuando se le declara una septicemia y tiene que ser intervenido de urgencia. La desolación y el terror de esos días son una réplica de los mismos sentimientos por los que atravesó Borges a partir de la Nochebuena de 1938 y, claro está, las características del accidente son prácticamente especulares. La única diferencia es que Juan Dahlmann sube distraído por la escalera porque tiene entre sus manos un ejemplar recién adquirido y largamente anhelado de Las mil y una noches. El libro –mágico– y el accidente, unido a las alucinaciones del enfermo y a la operación a la que fue sometido, borran las fronteras de lo real y lo imaginario, del sueño y la vigilia. Como si a través del relato, Borges hubiera intentado desvanecer los fantasmas que lo acosaban, o, desde otra posible lectura, hubiera liberado una fuerza creativa nueva y original que le permitió adentrarse en su propia personalidad. Páginas atrás señalé la extraordinaria consecuencia que tuvo para Borges el accidente, el giro hacia otra escritura que delineó, de ahí en
55. W. H. Hudson, carta del 7/4/1897, cit. por Alicia Jurado en Vida y obra de W. H. Hudson, Buenos Aires, Emecé, 1988, p. 132.
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más, su sensibilidad poética. Como si ese hecho inusual le hubiera exigido un esfuerzo por penetrar en las zonas oscuras de su interior, tratando de sacar de allí los nuevos materiales que confluirían en su artesanía narrativa. El viaje hacia el Sur es iniciático y, al mismo tiempo, un destino de la sangre, un periplo hacia el pasado. “Nadie ignora –leemos en el cuento– que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme.” Innumerables veces cruzó esa línea demarcatoria para deslizarse hacia la verdadera ciudad; para perderse en calles antiguas, intocadas y resistentes al paso vertiginoso y demoledor del tiempo. Dahlmann-Borges repite el ritual de atravesar la frontera: “La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas, como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad o con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él”. A medida que la presencia del Sur se hace más nítida y violenta, cuando los recuerdos se agolpan y se anticipan a los sentidos, Dahlmann-Borges desanda el camino de sus antepasados, va percibiendo cómo una extraña metamorfosis se produce en la ciudad que, en esa marcha sureña, se va transformando en arrabal, su fisonomía urbana se hace más antigua, como detenida en otra edad que el centro ya desconoce. “La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no solo al Sur”. Viaje mítico, regreso a los orígenes o quizás encuentro con un destino anunciado. El relato mantiene un cierto aire fantasmal, como si deliberadamente no supiéramos si el personaje está viviendo realmente esa aventura o si su condición alucinatoria le estuviera jugando una mala pasada. ¿Cómo no intuir que ese peregrinaje hacia la comarca del origen es, también, una marcha hacia la muerte? Pareciera que Borges, con este relato, hubiera exorcizado sus propias fantasías en una mezcla un tanto extravagante de tragedia e ironía. Con Dahlmann, y su suerte echada en un oscuro almacén de pueblo, Borges se distancia de sus quimeras juveniles, de sus fervores criollistas, de todas esas lecturas y sensaciones que capturaron su sensibilidad al regresar de Europa. Dahlmann desea retornar a sus raíces, pero no hay en él ni apresuramiento ni fanatismo: “Un estuche con daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario pero nunca ostentoso”. Los restos de una antigua heredad, un casco de estancia perdido en el Sur y duramente preservado de la decadencia familiar es, para
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Dahlmann, el centro verdadero de sus sueños, la tierra quimérica donde espera encontrarse con su historia difuminada en el anonimato urbano. Un viaje por el espacio y por el tiempo, o mejor dicho, un viaje que convierte el espacio en tiempo, en retorno, en una profunda mutación del orden del mundo; porque ese tren que lo lleva a través de la campaña, y esa estancia perdida en medio de la soledad, no constituyen un simple cambio de paisaje, un corrimiento espacial y geográfico, sino que suponen un insólito cruce de presente y pasado, la presencia vertiginosa de una historia que no debería acontecer, porque no “hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas”. Cuando tomó la decisión de volver a la estancia dejó de pertenecerle su tiempo, se le escapó su destino que, ahora, quedaba en manos del Sur. Rescatado de una muerte impiadosa y absurda, Dahlmann no sabía que iba hacia otro final; un final, como escribe Borges, que “él hubiera elegido o soñado”. En la imposibilidad del regreso acaso solo podamos cobijarnos en nuestros sueños o en la literatura. El destino de Dahlmann, apresurado por la alquimia de la fatalidad y Las mil y una noches, lo fue alejando de los libros, de su biblioteca, de Buenos Aires, y lo fue conduciendo hacia una comarca arcaica y primitiva, una marcha apresurada hacia la rusticidad de los antepasados. “Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, esta es la muerte que hubiera elegido o soñado.” Borges se quedó con sus libros y fatigó sus años imaginando un destino incumplido. Para él, el accidente significó una nueva oportunidad, el descubrimiento de su escritura secreta, original, de la que “El Sur” forma parte de una manera superlativa. Juan Dahlmann vivió el destino literario que en las alucinaciones borgeanas asumía la forma extraña de una promesa redencional; ese duelo a muerte, antiguo, fue secretamente anhelado por Borges en sus noches de insomnio y finalmente pudo ser transfigurado a través de la catarsis narrativa. Fue también una despedida de sus quimeras juveniles, una forma elegante de mesurar su propia relación con el pasado y con el criollismo. Dahlmann regresó para cerrar una historia; Borges pudo seguir otros caminos, buscar otras huellas y otras historias. El Sur se volvió cosmopolita y su escritura encontró otros destinos. 12 (Despuntaba el día cuando el anciano dejó que el frescor de la mañana penetrara a raudales por la ventana que miraba al lago. La noche había sido
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turbulenta, poblada de antiguas imágenes que se habían agolpado todas juntas como queriendo conducirlo hacia otro tiempo; entrevió rostros olvidados, creyó escuchar voces que le devolvían ecos de camaraderías dispersadas en la lejanía de su juventud. El aire de la mañana no alcanzaba para sustraerlo del pasado que parecía regresar con furores imperiosos, aprovechando los resquicios que en su espíritu iba abriendo aquella ciudad que conmovía el fondo de su ser. Figuras irreales, nacidas de sus juegos literarios, se mezclaban con recuerdos de experiencias paradigmáticas. Volvió a sentir la justeza de su difícil elección. No, no se había equivocado. El fin del recorrido tenía que concluir en esta comarca de felicidades inexpugnables por el paso del tiempo, felicidades que constituyeron el mundo de sus nostalgias y que lo lanzaron hacia búsquedas que solo la literatura alcanzó, en parte, a satisfacer. Descubrió que el paraíso siempre queda atrás, en la añoranza de antiguas fertilidades, de indómitas pasiones atrincheradas en amistades invulnerables y definitivamente mitificadas con el transcurrir de la vida. Un paraíso donde el cuerpo atravesó los umbrales del deseo febrilmente imaginado para dejarse conmover por las delicias de lo prohibido, de esos goces que prefirió eludir sabiamente a la hora de ejercitar su oficio literario [quizás una de las cualidades del paraíso sea su condición secreta, intransferible e irreproducible por voz o imagen alguna; solo la quemazón infinita que perturba el alma de quien, en horas dichosas de la vida, alcanzó su propio Edén]; un paraíso compartido por pasos que acompañaron sus propios pasos en los atardeceres maravillosos de una ciudad descubierta en el trajín de la amistad. Allí el tiempo se había disuelto, las horas no existían, todo se conjugaba para romper las formalidades de un hacer burgués, rutinario y desapasionado. Las aventuras de los libros de infancia se habían metamorfoseado en una deriva impulsada por vientos iniciáticos que lo conducían hacia lugares oscuramente soñados y desesperadamente anhelados. La ciudad y sus dones, la agudeza de una sensibilidad inclinada por brisas de despedida; el anciano, apoyado su cuerpo contra el marco de la ventana, sabía que el crepúsculo nos ofrece la oportunidad de una visión extática y exaltadora, el último fulgor del sol enrojecido. Su perplejidad nacía de aquella combinación casi incompatible de ocaso y de voluptuosidad, de agotamiento y de vitalidad. ¿Se mentía acaso a sí mismo si creía que su juventud volvía a penetrar en su cuerpo ajado junto al aire que inundaba la habitación en esa mañana ginebrina? También supo que la despedida estaba próxima y que esa energía venida de épocas lejanas era el último obsequio de los dioses olvidados por un mundo de iconoclastas; de unos dioses que todavía poseían la potencia suficiente como para ofrecerle a un poeta una insólita despedida, el regalo de sensaciones largo tiempo sepultadas que ayudaban al anciano, en esa hora, a aspirar con fuerza las
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bellezas de la vida. Seguramente unos pocos entenderían su decisión de apagarse en la ciudad de Calvino; pensarían en sus eternas extravagancias y en su depurado europeísmo; casi no ocultarían los reproches por un gesto tan poco patriótico. Que él, el escritor más trascendente, haya despreciado su propia tierra para descansar y haya optado por una tierra lejana y extraña, era, sin dudas, una muestra de inconcebible desprecio. Expresión de su senilidad y de sus extravagancias. ¿Cómo entender que la muerte es un regresar a lo más añorado, el deseo de un reencuentro con lo inolvidable? ¿Cómo entender que su vuelta a Ginebra constituía su última demostración a la vida? En esa ciudad volvía a respirar aires cosmopolitas, sentía que su destino sureño se había dejado seducir por la hermandad de las lenguas y de las culturas. ¿Comprenderían que ir a morir en Ginebra era su testimonio personal, la última muestra, de su ecumenismo? Seguramente tampoco alcanzarían a vislumbrar que la distancia no hacía más que remarcar el vínculo indisoluble con la ciudad que cobijó el secreto fundamental de su literatura. En esa ciudad que conmocionó su espíritu, que atravesó como un puñal sus sentimientos, en esa ciudad del Sur, él no podía morir en paz. Ginebra, en cambio, no sabía del dolor, de las punzadas del sufrimiento; en ella no yacían sus padres, y sus antepasados apenas si eran una sombra lejana. Allí le quedaba algo del anonimato tan anhelado; su tumba sería rápidamente olvidada y quizás hasta graciosamente cobijada por la copa de algún árbol añoso. No habría monumentos ni discursos, apenas los pasos entristecidos de viejos amigos que irían a despedirse [intuyó la compañía de Abramowicz, su presencia festiva como para recordarle que las cosas y los hombres nunca mueren]. Voces conocidas con las que continuar el diálogo sin las hipocresías de los falsos adoradores. Una muerte serena y silenciosa, con el pudor que había caracterizado su propia vida; una muerte que le daría tiempo para despedirse de los recuerdos y que, por sobre todas las cosas, le permitiría recobrar antiguas felicidades. Simplemente había ido a buscar la ciudad de su adolescencia, sabiendo que para él el futuro era ayer.) 13 “Todo era vasto, pero al mismo tiempo íntimo y, de alguna manera, secreto.”56 Los intereses literarios de Borges fueron casi infinitos, aunque no dejó de señalar sus preferencias. A lo largo de su vida encontró el tiempo y la pasión para merodear por las comarcas más insólitas. Le resultaron 56. Jorge Luis Borges, “El Sur”, en Ficciones, O. C., ob. cit., p. 527.
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familiares temas que, tomados individualmente, hubieran podido agotar la vida de un hombre. Tal vez su obstinado rechazo a ser cultor de una especialidad, de alguien que dedica su camino a un solo tema, que se preocupa por cultivar un único género, le otorgó a su erudición una originalidad amparada, podría decirlo así, por sus infatigables vagabundeos enciclopédicos, verdaderos ejercicios de errancia y ociosidad. Borges amó esos saberes encerrados entre las miles de páginas de sus libros más queridos: las enciclopedias, territorios inconmensurables en los que perderse constituía una experiencia maravillosa, la oportunidad de volverse un nómade en geografías desconocidas que, con el paso del tiempo, acababan por volverse familiares. A veces, ciertos críticos no pueden eludir el desdén que parece brotar de sus plumas cuando hacen referencia al vastísimo saber borgeano; un saber que para ellos es parcial, de segunda mano y demasiado determinado por esas ociosas lecturas capaces de desplazamientos arbitrarios, sin un orden preciso, solo quizás vertebrado por la letra elegida o la numeración de las páginas. La experiencia borgeana del viaje enciclopédico es ejemplar, nos coloca en un ámbito donde el saber se deja atravesar por lo inesperado, se deja sorprender y conmover, nos conduce con la fastuosidad de lo inacabable hacia mundos insospechados capaces de inaugurar, en el lector, nuevas y extraordinarias peripecias intelectuales. Borges, como buen cultor de esas vastedades enciclopédicas, viajero de mares interminables, poseyó, en grado sumo, la formación del diletante, del náufrago de océanos de tinta; una cultura a veces incierta, desprovista de intenciones utilitarias, completamente de espaldas a su posible profesionalización y exclusivamente justificada en el pacer de la lectura. Cierta endeblez propia del viajero ecuménico que aprende un poco de cada lengua, que prefiere la diversidad a la univocidad temática, que nunca pierde la capacidad de asombro ante la oportunidad de internarse en una nueva región surgida de esas páginas siempre prometedoras. La endeblez de Borges, su “enciclopedismo”, sus conocimientos de “segunda mano”, se transformaron en el interior de su escritura que supo disimular, sin inconvenientes ni pudores, las carencias, las lagunas y los límites de su erudición. Desafío de las aduanas y de los regionalismos, negación de los controles forjados por las voces disciplinarias que recortan las alas del pensar creativo; su escritura gozó de lo inútil, se escabulló de las determinaciones de los especialistas siempre atentos para señalar las fallas, los desconocimientos superfluos. Me resulta algo inoportuno, pero no por eso menos importante, aclararle al lector que estoy completamente en desacuerdo con esos críticos, pero considero que alrededor de la relación de Borges con la erudición se plantea una discusión fundamental e ineludible. Lo que surge es un modo de pensar
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y de vivir la cultura, una determinada sensibilidad que se interesa por todo sin prejuicios de especialista, abierto a las múltiples interrelaciones, capaz de experimentar y de integrar esferas aparentemente opuestas. Borges construye laberintos en los que se pierden los críticos; su escritura no toma en cuenta las obligaciones académicas y, por supuesto, no se detiene jamás en las fronteras artificialmente trazadas por las disciplinas. En sus libros dejó constancia de este vagabundeo asociado a esa otra pasión de caminante nocturno sin rumbo fijo, como si desde siempre hubiera intuido que el ocioso deambular urbano se correspondía perfectamente con el azar riguroso de sus intereses poéticos y filosóficos. Una doble experiencia reunida en su escritura: la eclosión de una lectura enciclopédica que alimenta su vertiginosa erudición y su deriva ciudadana y nocturna por barrios y calles que asumen las formas extrañas del jeroglífico de la memoria en un descubrimiento siempre renovado de lo ya conocido. Borges concibe su literatura como disfrutó de sus paseos: una interminable experiencia del vagabundeo, un juego en el que siempre hay otro casillero disponible, la persistencia de la pasión que no acepta reducirse a una pequeña y tranquilizadora región del espíritu. En un tiempo ganado por las formas más atroces de la simplificación cultural, brutalmente homogeneizadora, el gesto borgeano constituye un ejemplo y un desafío. Su visión del mundo, la sensibilidad con la que vivió una existencia prolongada, estuvo profundamente mediada por sus lecturas y por la convicción del papel fundante que los libros tuvieron en sus paseos por la realidad, la pátina de distancia fantasmagórica que le permitió convertir en literatura aquello que, de otro modo, apenas si hubiera alcanzado alguna significación. Algo de esto encontramos en la respuesta que le da a Richard Burgin cuando este le preguntó si sus obras tuvieron un origen en otros libros: “Sí, eso es cierto. Porque creo que leer un libro no es una experiencia menor a la de estar enamorado o viajar. Creo que leer a Berkeley, o a Shaw, o a Emerson es una experiencia tan real como ver Londres, por ejemplo. Yo he visto Londres a través de Dickens, de Chesterton y de Stevenson”.57 Y sus viajes eruditos por los mares venturosos de las enciclopedias, sus infinitas y laberínticas lecturas, constituyeron el modo borgeano de penetrar la realidad, de volverla más habitable, de convertirla en esa fascinante alquimia de sueños, vivencias urbanas, lecturas, conversaciones pautadas por el ritmo de las caminatas nocturnas, viajes, obsesiones hechas de espejos y rayas atigradas. En el “Tema del traidor y del héroe” aclara en una frase feliz su concepción: “Que la historia hubiera copiado a la histo57. Richard Burgin, Conversaciones con Borges, Madrid, Taurus, 1974, p. 43.
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ria ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible”.58 Borges fue de aquellos que eligieron aceptar esta imposibilidad, de penetrar en ella como artilugio para amplificar las dimensiones de la realidad; de niño intuyó, no sin cierta dosis de desasosiego y algo de escándalo, que la realidad vive en el secreto de la escritura, palpita en las páginas de un libro a la espera del lector atento y desprejuiciado, aquel que sabe dejarse llevar por las voces de la fantasía y la imaginación. Cuando, a partir de esos años iniciáticos, comenzó a leer con sistematicidad nunca abandonada el vasto mundo de las enciclopedias reafirmó, ya sin tanta inquietud, esa impresión infantil. Simplemente la realidad, en sus múltiples e inquietantes formas, estaba allí. No hay nada más parecido a una biblioteca que una enciclopedia, suerte de compendio del mundo donde el orden y el azar conviven sin demasiados inconvenientes. Borges, con su claridad de siempre, nos explica el porqué de su preferencia por ese género literario: “El hecho de que el género literario que yo prefiera sea la enciclopedia se debe a varias razones. Una, que es honrosa: mi curiosidad; otra, que es menos honrosa: mi haraganería. Pero la más importante de todas, quizá sea esta: la cuota de sorpresa, de suspenso, como se dice ahora, que hay en las enciclopedias”.59 El entusiasmo de Borges por las enciclopedias es polifacético; tiene que ver con el peculiar orden que determina ese género y que permite desestructurar cualquier cercanía que no surja del mero azar alfabético (o de ese orden secreto y maravilloso que los cabalistas supieron estudiar con pasión); pero también se vincula directamente con su convicción íntima de que la realidad está constituida de materia lingüística. Sencillamente, la lectura ociosa de una enciclopedia supone, casi siempre, la sorpresa, la aparición repentina e iluminante de lo extraño y, también, de lo extraordinario. De igual modo que el caminante que cultiva el arte del extravío para conocer a fondo una ciudad, el lector de enciclopedias, piensa Borges, aprende minuciosamente a perderse en la selva de sus incontables páginas, que es, claro está, un modo privilegiado para aprender a conocer la ilimitada realidad. El cultivo de lo fantástico como estrategia discursiva tan sabia y bellamente practicado por Borges se relaciona íntimamente con sus derivas por el universo de las enciclopedias, un universo capaz de ofrecerle, a cada vuelta de página, una experiencia inesperada, una travesía hacia las fronteras del sentido. En sus relatos, lo fantástico se desliza por debajo de lo real, otorgándole un espesor inusitado. No se trata de una dicotomía entre la realidad y lo fan-
58. Jorge Luis Borges, “Tema del traidor y del héroe”, en Ficciones, O. C., ob. cit., p. 497. 59. Cit. por Roberto Alifano, ob. cit., p. 77.
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tástico, como tampoco nos topamos con una fuga amparada en una escritura artificial y perversamente alucinante. Para Borges, el mundo, la materialidad de la existencia –para decirlo de un modo imperfecto–, va cobrando forma en el interior de la lengua, en la vastedad demiúrgica de la literatura. Es factible, desde esta perspectiva, pensar en un “mundo complementario”, en ese otro que especularmente se enfrenta a la realidad para perturbarla en un doble registro: material y metafísico (Kafka, el inaudito y genial praguense, ha sido quien de manera más acabada construyó, en los vericuetos de su artesanía literaria, la lógica del “mundo paralelo”; la virtualidad paralela de El castillo, su anticipación espeluznante y verídica, atraviesa toda la literatura del siglo XX y, por supuesto, la de Borges). Tallar la realidad con palabras, doblegar la tozudez de lo fáctico, insinuar simetrías escandalosas, ofrecer el panorama difuso de una fuente cuyo manantial oscurecido proviene de lo onírico, contemplar el mundo como quien lee una enciclopedia, sin prisa y sin orden, jugando a la casualidad pero descubriendo los secretos de una tradición subyacente. Mundo-enciclopedia, verbo creador, fantasía iluminante; en Borges, como en Joyce, las palabras importan, son lo esencial, aunque para el argentino, y esta es una diferencia remarcable y notoria, salir de la especularidad de las palabras significa regresar a lo clásico-narrativo, escapar del infierno de la experimentación. Borges no es Joyce. “Si leemos a Shakespeare o a Cervantes –comenta el autor de El libro de arena–, por ejemplo, sentimos que nos están contando sus emociones; Cervantes nos cuenta un sueño, y ese sueño importa más que sus palabras. En el caso de Joyce, desde el principio, siente que lo que importa son las palabras; y, al decir las palabras, no pienso solo en las palabras, sino en la etimología, en la cadencia, en la connotación de las palabras, y eso fue desde sus primeras obras”.60 Probablemente desde Mallarmé toda la literatura esté sobredeterminada por el peso de las palabras y todo texto tenga en el Ulises su espejo ejemplar, un espejo que devuelve imágenes sobrenaturales, monstruosas, asfixiantes para todos aquellos que vinieron después. Entre Cervantes y Joyce, entre los sueños y las palabras, Borges busca su propia escritura. El mundo atiborrado y diverso de las enciclopedias se convierte en material para el despliegue de la ficción; en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, Borges le rinde un irónico homenaje a su género literario preferido. En ese cuento logra conjugar dos pasiones constantes: la invención de una obra que adquiere todos los rasgos de una existencia verdadera pero olvidada u oculta, y la lectura despreocupada de una enciclopedia (en este caso es Bioy 60. Ibíd., p. 105.
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Casares quien descubre en The Anglo-American Cyclopedia el artículo que disparará la historia. Un descubrimiento casual y realizado en un libro inocultablemente falso). Como fiel cultivador del género, Borges le rinde un verdadero homenaje centrado en la reconstrucción de todo un mundo nacido de una enciclopedia mágica y desvanecida entre los pliegues de la historia, y guardada misteriosamente en oscuras bibliotecas. No casualmente el único rasgo memorable del espurio artículo era el que “anotaba que la literatura de Uqbar era de carácter fantástico y que sus epopeyas y sus leyendas no se referían jamás a la realidad”.61 Una enciclopedia de lo imaginario, el fruto de un mundo onírico, fantástico, constituye no solo uno de los más brillantes y enigmáticos cuentos de Borges, sino que puede ser leído como expresión de su propia concepción metafísica. Solo en una enciclopedia, aunque inventada, era posible encontrar el diseño elocuente y maravilloso de un verdadero mundo complementario, el otro especular de nuestro propio mundo diurno. Desde niño frecuentó esas páginas azarosas e infinitas, intuyó que en ellas se desplegaba una realidad fantástica, los múltiples rostros de un mundo cuyos lindes le resultaban indescifrables y, precisamente por ello, fabulosos. Las enciclopedias fueron para Borges el eje entrañable de una aventura cuyo destino culminaría en el ejercicio literario. 14 (Llegar al final del camino era como regresar hacia antiguas experiencias; apenas si una distancia cada vez más tenue se interponía entre ese presente silencioso y el arremolinamiento vertiginoso de recuerdos que pugnaban por darse cita todos juntos. Sin embargo, no sentía en su ánimo ningún apresuramiento, como si el tiempo –¡vaya paradoja!– estuviese de su lado. Rememoró aquel relato suyo en el que concibió la eternidad encerrada en un minuto que podía ser un año por gracia de Dios. Aquel escritor judío, condenado a morir fusilado por las fuerzas nazis de ocupación, había recibido el don de vivir la plenitud creadora en el paréntesis del tiempo real que, solo para él, se había detenido. La sonrisa de aquel recuerdo volvió a colocarlo ante la sospecha de las confluencias sorprendentes de literatura y realidad. Él era ahora, en Ginebra y preparado conscientemente para morir, ese Hladik de su cuento. La nitidez de algunas imágenes lo sobresaltaban, sus absurdas presencias se interponían más allá de una lejanía de la que
61. Jorge Luis Borges, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, en Ficciones, O. C., ob. cit., p. 432.
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parecían haberse fugado. Cuando escribía, antes de la llegada definitiva de la ceguera, perdía la noción de tiempo y lugar, simplemente se dejaba conducir por los caprichos del relato que iba abriéndose paso en el interior de su imaginación. Escribir era una suerte de fuga, una puesta entre paréntesis, una disputa sorda con el acontecer de sus días. Pero escribir también significaba la astuta paciencia del estratega que sabe cómo dominar sus fuerzas para alcanzar el objetivo deseado. Comprendía que la presencia de esos fantasmas del pasado que asaltaban su presente ginebrino no se diferenciaba demasiado de los que él había creado en su literatura. La alquimia de pensamiento y rememoración había sido su modo de organizar la dispersión de las palabras, la estrategia adecuada para atrapar el sentido de la narración. Toparse con una frase precisa, apropiarse de una historia ajena, escuchar con atenta displicencia alguna anécdota capaz de ser transfigurada en ficción, extraviarse en las páginas de queridas enciclopedias para encontrar, sorprendido, un tema inesperado, habían constituido sus estratagemas, el fondo verdadero de su literatura. Alejado de la escritura, pero muy próximo a sus recuerdos, mirando sin ver un paisaje que le había pertenecido, repasaba su vida buscando alguna sorpresa, la memoria de una fuga fantástica en una existencia que no le había deparado grandes emociones. Sintió, casi como una revelación, que una vida heroica no podía diferir sustancialmente del anonimato de una existencia mediocre. Solo era cuestión de énfasis, un capricho de la narración, un tono adecuado. ¿Acaso el tema del traidor y del héroe? La presencia recurrente del doble, el tributo que nunca había terminado de pagarle a Stevenson. Ante Dios, como lo había imaginado en “Los teólogos”, somos iguales, nuestras imágenes divergentes se fusionan y nuestros pasos opuestos encuentran una sola senda. Morir en silencio, dejando que la vejez jugase sus últimas fichas, podía ser tan sublime como dejarse atravesar por una descarga de fusilería en el campo de batalla. Repetir la historia de otro era, sospechaba, su destino en la tierra. Escribirla, tal vez sí. Él había sido un experto en el hallazgo de esos matices que transfiguran la vida monótona de un hombre en algo excepcional; el fulgor del instante siempre lo había atraído e inquietado: esa fugacidad luminosa que transforma abruptamente la vida. El asunto, pensó, era dejarse sorprender para luego ir arrinconando pacientemente ese momento extraordinario hasta rodearlo de las palabras precisas, irreemplazables. Eso, quizás, era la literatura; una forma del acecho, la transfiguración de lo insignificante en algo maravilloso y oscuro. Sentir el dolor de la metamorfosis. Probablemente por eso nunca había sido prolífico, jamás había sentido la facilidad de una escritura liviana y exuberante a la que había que mesurar y hasta maniatar. Lo suyo había tenido que ver más con el pudor de las palabras, con el recato ante la complejidad del universo. En todo caso, y la idea no
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dejó de seducirlo, ese había sido su tributo de agnóstico a la atribulada idea de Dios. Su modo de ser un creyente. En algún momento de su vida sufrió la falta de fe, padeció ese sentimiento de soledad que solamente alcanza a sentir el escéptico, aquel que ya no puede confiar en Dios. Su padre le había enseñado el arte de la sospecha, la fecundidad indagatoria que solo puede nacer de la incertidumbre armoniosamente cultivada. Su literatura siempre le pareció una pobre manifestación de esa ausencia que nunca pudo vivir sin remordimientos y con el placer del que ha sabido decirle adiós a sus pesadillas infantiles. Sin dudas su agnosticismo había sido sincero, tan sincero que siempre disfrutó del debate teológico; muchas de sus historias se detuvieron con fruición en la polémica crucial que tiene a la divinidad como centro indiscutido. Los gusanos de la duda habían roído sus certezas, le habían posibilitado un peregrinaje sin confines, abierto a la beatitud de lo insondable. La falta de Dios no significó la ausencia del misterio ni tampoco supuso en él la aparición de una soberbia de lo inmanente. Carecer de fe era un desafío, una prueba, nunca una bendición. Sospechaba brumosamente que su regreso a Ginebra se relacionaba también con aquellas antiguas incertidumbres; que en el umbral de la muerte todavía sentía la necesidad de interrogar los secretos de la creación. En Buenos Aires carecía de la calma necesaria; allí, en medio de los tumultos de un presente desapacible, no hubiera podido encontrar la serenidad de espíritu necesaria para enfrentarse a su propia sombra. En la ciudad del Sur se había quedado Borges, el escritor famoso, el amante de antiguas milongas que se habían desvanecido junto a las calles que sus infatigables piernas habían caminado. A Ginebra arribó un hombre cansado, un hombre deseoso de silencio y de soledad. Sin embargo, y eso debió intuirlo mientras regresaba a la ciudad de su adolescencia, las imágenes del pasado perturbarían, con una dicha insospechada, esos deseos de sosiego. Ciego, casi imposibilitado físicamente, percibiendo que la enfermedad iba ganando la última batalla, se acomodó, como otras veces ya lo había hecho, con sus pensamientos, dejando que los recuerdos, la imaginación y la reflexión viajaran hacia comarcas a las que él ya no podía llegar. De joven, cuando la incredulidad atormentaba su espíritu, una época en la que vivía con inquietud su desapego de Dios [aunque disfrutaba silenciosamente con sus rechazos y sus fervores paganos y hasta creía que esa irreductible distancia le permitía internarse en la creación poética], le gustaba imaginar, y jugar con la idea de un encuentro con Dios amparado por el escepticismo que solo los años y el paso de la vida nos confieren. La vejez, que intuía lejana e inalcanzable, sería la época precisa para discutir reposadamente y con argumentos mesurados lo que la juventud solo podía realizar con pasiones incendiarias. Y el ocaso de la vida había llegado con más premura que la esperada y, sin embargo, no estaba muy convencido
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de haber alcanzado esa serenidad apropiada para enfrentarse a la cuestión teológica decisiva. Con Abramowicz, mientras recitaban a sus poetas amados y conocían los lugares prohibidos, aquellos inolvidables prostíbulos abarrotados de experiencias humanas, también se habían permitido discutir a Dios. En aquellos años felices, la poesía se les había presentado como la verdadera encarnación del verbo divino. Y sus inquietudes se habían esfumado en medio de la soberbia lírica que solo se puede alcanzar una sola vez en la vida. Pensó con indulgencia que quizás algún poema escrito a lo largo de su camino había rozado la gracia inaudita de la inmortalidad. Algunas palabras le habían mostrado el fulgor divino. Seguramente el olvido se ensañaría con las demás.) 15 El culto a los libros tal vez sea una de las formas de escapar a la tentación del espejo; un modo de perdurar a través del amor apasionado por la letra impresa, porque “cuando uno lee un libro antiguo –piensa en voz alta Borges– es como si leyéramos todo el tiempo transcurrido desde el día en que fue escrito y nuestros días”.62 Perdurabilidad que se atiborra de una historia inconclusa, abierta a golpes de machete por cada lector que lo atrapa en su propia época, preocupado por sus propias incertidumbres. El libro, y eso el lector lo intuye, guarda la memoria de los diversos tiempos que transcurrieron entre su escritura y la última lectura, como si sus páginas pudieran hablarnos desde las mil experiencias que el devenir de la historia fue tejiendo en su interior, que es portador de esa magia única capaz de volverlo siempre actual. El libro, su culto, supone otro tipo de tentación diferente a la del espejo (esta última dominada por una repetición insoportable que comunica directamente con su dimensión maléfica, como si sus virtudes le fueran donadas por el demonio). La tentación del libro quiebra la repetición y clausura la autorreferencialidad narcisista, desequilibra la aparente solvencia del yo, tiene que ver con mundos paralelos, con un juego inverosímil donde el tiempo se descompone en múltiples direcciones que son ajenas a la voluntad del lector (en el sentido en que toda lectura es heredera de las anteriores y proyecta hacia el pasado su propia interpretación, modificando hacia atrás y hacia delante las antiguas claves que guardaban lo que supuestamente había querido decir el autor). El culto a los libros perjudica el hedonismo del sujeto contemporáneo, poniéndolo en 62. Cit. por Roberto Alifano, ob. cit., p.152.
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un segundo plano, haciéndole saber que la suya es, apenas, una lectura en el recorrido eterno de todas las lecturas posibles. El lector contaminado por el culto antiguo se vuelve contra sí mismo, trata de olvidarse, su esfuerzo se asemeja al del místico que en su camino hacia la beatitud acaba por invisibilizarse, por desprenderse de su propia individualidad para dejar que la gracia divina se derrame sobre él cobijándolo en el olvido eterno; el lector sólo desea dejarse llevar por las corrientes marinas de la tinta impresa, corrientes subterráneas que describen circuitos indiscernibles y misteriosos. El suyo es un culto asocial, peligroso, gestor de realidades cuajadas de fantásticas posibilidades. El lector-creyente se vuelve un utopista, un soñador de otros mundos que infinitamente pueblan los estantes de las bibliotecas. Para él cada libro esconde una promesa, otra oportunidad, una salvación. Hoy puede descreer del mañana, volverse un escéptico; otro día, con otro libro en sus manos, puede sentir que el horizonte se ilumina y que le vuelve el optimismo. “En el libro –en todo libro– es necesario que haya una cosa más, que, en todos los casos, es siempre misteriosa […]. Un libro puede estar lleno de erratas, podemos rechazar las opiniones de su autor, no estar de acuerdo con él, pero siempre conserva algo sagrado, algo inmortal, algo mágico que produce felicidad.”63 Una forma original que confluye en una religiosidad que descree de los ateísmos ágrafos, que sabe que su perdurabilidad va estrechamente ligada con la persistencia de la imaginación y de la memoria, núcleos imprescindibles que forman la sensibilidad del lector y que soportan los altares del culto. Sin libros, podemos afirmar con Borges, se agota el espíritu del hombre y se empobrece el mundo. Y no porque antes del libro no haya habido hombres espirituales; sino porque una vez que les fue otorgado a esos mismos hombres el don del libro ya es imposible abandonarlo sin perder, en ese demencial intento, la propia espiritualidad. (Para Borges, la convicción de judíos y musulmanes, que imaginaron que la Torá y el Corán son anteriores a la Creación, que su escritura es celestial y eterna, constituye una intuición fabulosa.) El libro encierra mundos ya acontecidos y por acontecer, es una suerte de antiguo baúl que atesora el recuerdo de las generaciones pasadas y los sueños esperanzados que los hombres lanzan hacia el futuro. El libro teje pacientemente en el telar de la historia la equívoca tarea de construir el sentido de la vida; pero también guarda la perplejidad de su imposibilidad. Todo está en él, lo igual y lo distinto, lo alto y lo bajo, la felicidad y el horror, la catástrofe y la esperanza, los sueños perdidos y las utopías anheladas, en sus páginas la vastedad del mundo se deja atravesar por el infinito de la imaginación. 63. Ibíd., p. 152.
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16 Borges, ya se señaló, practicó sin prejuicios distintas estrategias de la escritura, se aventuró por los caminos de la poesía, del cuento y del ensayo; pero esas jornadas de tinta y papel siempre tuvieron algo en común, un punto de unión que, a la distancia desde la que leemos sus múltiples páginas, nos parecen una sola y extensa jornada en la que su lucidez implacable le permitió sondear en las profundidades del lenguaje. Uno de sus poemas, pero no el único, nos ofrece con particular prodigalidad la oportunidad para introducirnos en el secreto universo de su literatura. Ese poema es “La luna”, un poema vastísimo como la arena del desierto; un poema donde la palabra surge como el centro de una imposibilidad, la inexcusable señal que pone límites a la insólita pretensión de aquel hombre que alimentó el desmesurado Proyecto de cifrar el universo En un libro y con ímpetu infinito Erigió el alto y arduo manuscrito Y limó y declamó el último verso.
Ese hombre, el poeta, sospechó por un instante –que quizás le pareció eterno– que le era permitido alcanzar el sentido oculto del universo, penetrar con su palabra poética en el secreto de la vida. “Desmesurado proyecto” que alucinó en sus noches febriles, noches de viajes fabulosos fraguados en los alambiques de palabras alquímicas; nocturnidades plagadas de visiones demiúrgicas; percepción extasiada de la lengua amasando la vastedad del universo. Sueño astillado por la sospecha de su desmesurada y quimérica arrogancia; imágenes nocturnas del poeta que alucina la inmortalidad (¿tal vez tenía presente Borges mientras escribía su poema ese otro texto maravilloso de Jean Paul –“Sueño del universo” –, en el que el poeta romántico nos conduce por la vía regia de los sueños hacia los confines de la Vía Láctea?). Pero allí, en ese instante, algo cruje y se descompone, suavemente, como sin querer y nacido de lo aparentemente irrelevante. Gracias iba a rendir a la fortuna Cuando al alzar los ojos vio un bruñido Disco en el aire y comprendió, aturdido, Que se había olvidado de la luna.
Un desliz del habla, una grieta del lenguaje que no alcanza a dar cuenta de lo más sublime y misterioso, que tropieza con las fronteras de lo indeci-
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ble. Alzar la mirada con timidez hacia la lejanía crepuscular para descubrir, aturdido, que allí, más allá del habla, está la luna como metáfora de lo no dicho, de lo impronunciable. Una “historia ficticia” que le permite al poeta, sin embargo, reflexionar sobre su propio oficio, que no es otro que el de “cambiar en palabras nuestra vida”. Ese oficio maravilloso y desconcertante, capaz de producir exaltación y desasosiego, pero que, como escribe Borges, nos hace “perder siempre lo esencial”. El escándalo del lenguaje es su inalcanzable ilusión demiúrgica. La espontánea y sencilla acción de alzar los ojos hacia el cielo cohíbe ese secreto anhelo de toda poesía; anhelo de cifrar el universo con ese tejido de palabras que componen el libro. Borges, repuesto de esa sorpresa cautivante, vuelve a lo que para él constituye el misterio ejemplar: no la visión de la luna, sino la posibilidad misma de que pueda ser expresada en palabra poética. No sé dónde la vi por primera vez, Si en el cielo anterior de la doctrina Del griego o en la tarde que declina Sobre el patio del pozo y de la higuera.
Un nombre que recorre con su enigma los laberintos de la significación y que atrapa a Borges en la magia de lo literario; una magia que se dispone a abandonar lo cotidiano, el reino de la sensibilidad, allí donde los sentidos nos ofrecen uno de los rostros de la realidad, para dejar que la imaginación poética, su capacidad arcaica de producir fantasmas, descubra la hondura de sus secretos. Por eso el escritor dirá: Más que las lunas de las noches puedo Recordar las del verso.
Las imágenes que vuelven una y otra vez pertenecen a ese mundo interior que el poeta ha ido construyendo a lo largo de su vida, y cuya deuda imposible de pagar ha sido contraída con todos aquellos que, antes de él, rodearon con palabras el secreto de la luna; un mundo hecho de versos inolvidables y de autores amados; un mundo encerrado en la majestuosidad de una biblioteca. Las lunas de la literatura atiborran su visión poética; la “luna sangrienta” de Quevedo y esa otra “luna de sangre y escarlata” de la que habló Juan, en su Apocalipsis; o la luna-espejo de Pitágoras. Trama del lenguaje que descompone ese primer acto de sorpresa y mudez, que busca sus propios caminos para alcanzar el fluir misterioso de esa palabra henchida de dones infinitos: la luna. En este poema, Borges se enfrenta lúcidamente al tremendo oficio del poeta, un oficio de confines abiertos, de
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travesías extenuantes que lo conducen hacia lo insondable y hacia lo más antiguo. Él, sin embargo, parece haber perdido esas inquietas ilusiones, esa entrañable certeza de la palabra cobijando el secreto del mundo: Pensaba que el poeta es aquel hombre Que, como el rojo Adán en el Paraíso, Impone a cada cosa su preciso Y verdadero y no sabido nombre. En todo caso, desasosiego del habla que ya sabe que el lenguaje del Paraíso ha quedado encofrado en lo más recóndito de la memoria y que ahora no puede traspasar el umbral. Borges, distanciándose tal vez sin saberlo de Heidegger, manifiesta su constante escepticismo, su rotunda inclemencia frente a las ilusiones poetizantes del filósofo. Para él, la lengua, aunque esté articulada por la maravillosa habilidad del poeta, no alcanza, no puede alcanzar, la insondable presencia del Ser. Su destino, por el contrario, es precisamente insistir en esa imposibilidad, jugar en las fronteras. Sé que entre todas las palabras, una Hay para recordarla o figurarla. El secreto, a mi ver, está en usarla Con humildad. Es la palabra luna.
Es probable que el poeta sea aquel hombre pudoroso y humilde que no desea apropiarse del universo, reduciéndolo de acuerdo a las exigencias del lenguaje. Apenas si sabe o intuye que sus palabras vagan por senderos laberínticos, que su tarea es dejarse conducir hacia esas regiones destempladas donde desaparecen todas las protecciones y en las que se pierden las garantías. Ya no me atrevo a macular su pura Aparición con una imagen vaga; La veo indescifrable y cotidiana Y más allá de mi literatura.
Ese estar “más allá” constituye el desafío, el impulso poético, su profunda desnudez, la certeza dolorosa de sus límites que, sin embargo, no elimina el impulso interior que lanza al poeta fuera de sí; náufrago de infinitos mares que cobijan –tal vez para toda la eternidad– el misterio de la existencia, un misterio que impulsa la inagotable artesanía de la palabra poética.
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Sé que la luna o la palabra luna Es una letra que fue creada para La compleja escritura de esa rara Cosa que somos, numerosa y una.
El poeta percibe el fluir de esa corriente sanguínea que vierte sus líquidos vitales en el mar de la escritura; sabe que sus signos son garabatos que deambulan tímidamente por los senderos laberínticos de la infinita creación, esa que lo lleva hacia los confines y que a veces, contadas, únicas, esplendorosas, le hace aproximarse al secreto de la palabra luna. Apenas una huidiza marca de identidad, señales en el brumoso cosmos. Una tenue indicación para el caminante que se interna en la noche estelar. Es uno de los símbolos que al hombre Da el hado o el azar para que un día De exaltación gloriosa o de agonía Pueda escribir su verdadero nombre. Utopía del poeta que busca la promesa de lo inasible, la pura luminosidad del nombre que cobija nuestros desamparos; tenue movimiento hacia el corazón del sentido, ese que encerraba la palabra Dios. La desconfianza de Borges ante esa figura demasiado encorvada por el peso de las tradiciones asfixiantes no significa un desprecio por la trascendencia y el misterio; su desdén va dirigido al mecanismo –fuertemente histórico– que hace de Dios una estructura de verdad inconmovible, un dogma defendido por instituciones desprovistas de cualquier atisbo de incertidumbre. Borges, y nunca lo dejó de evidenciar, es un hombre que duda, que desconfía de las verdades establecidas y transformadas en valores absolutos y universales. La sospecha del autor de Ficciones, heredera del espíritu de Montaigne, involucra decisivamente el lenguaje. Sus fantasías oníricas, la percepción fabulada de nuestra vida como sueño de un demiurgo bromista, vincula a Borges con la antigua y venerable tradición de los gnósticos. El mundo es confusión, extraña alquimia de elementos opuestos amalgamados en el caos material (su fascinación por la tradición gnóstica, no menor a la que sintió por la Cábala, se evidencia en muchos momentos de su obra, su presencia es constante e influyente, aunque su curiosidad lo llevó a formular sus propias interpretaciones y a volver funcional, para su perspectiva literaria, la urdimbre del abigarrado y complejo mundo del gnosticismo). Su idealismo filosófico –cuando no es una expresión de su fina ironía–, que asume la forma de un solipsismo radical de raíz berkeleyana, se entreteje con la creencia gnóstica de una materialidad fallida y degradada, una suer-
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te de escándalo cósmico nacido de la desventurada iniciativa de un dios equivocado. Borges trabaja con cierto regocijo, y casi paródicamente, la hipótesis del error originario; su cosmología se apoya en esa intuición más que milenaria y que recorrió subterráneamente la tradición judeocristiana (aunque encontró un punto de anclaje en el catarismo y en la cábala del siglo XIII, en esa encrucijada de herejías notables que fue la zona pirenaica de ambos lados de la frontera). La fábula, el sueño, la ficción literaria, la movilidad creadora del verbo, constituyen vías ejemplares para instalarse en la incertidumbre fundacional. Desde allí, desprovisto de certezas clausurantes, desamparado de la protección divina, el escritor despliega su propia potencialidad fabuladora, es capaz de ironizar sobre sus propias palabras y jugar con la ilusión de ser articulador de aquellos signos capaces de cifrar el universo. Pero también Borges siente el pudor de quien sabe detenerse a tiempo, de quien no desea, como señalaba Nietzsche, poner sus manos sobre todas las cosas (esa era la tendencia que contaminaba la experiencia del sujeto moderno, incapaz de respetar la otredad de lo existente y dispuesto a reducir la vastedad de la naturaleza a objeto de conocimiento y transformación). Ese pudor, esa reticencia, le permiten reconocer los límites del lenguaje poético, o, sería mejor decir, deja que el flujo de las palabras se escape de la pluma del escritor y siga su propio curso. Una suerte de deslinde del habla que deconstruye las certezas del yo, que inaugura la dimensión de lo indecible como parte del propio movimiento poético. Borges, como los cabalistas, sabe que en la grafía del mundo se esconde el misterio de Dios; pero a diferencia de los cabalistas, sospecha que Dios mismo es un signo de esa grafía inasible que golpea con su presencia a veces intolerable la vida del escritor. La trascendencia borgeana –que también jugó con la inmanencia spinoziana– constituye una extraña conjunción de las almas gemelas del escéptico y del místico que en su viaje iniciático pone a prueba el sentido de la creación. En un ensayo de Discusión, Borges cita ejemplificadoramente a Flaubert, y esa glosa expresa lo que intento decir con verbo dubitativo: “Aún no sabemos casi nada y quisiéramos adivinar esa última palabra que no nos será revelada nunca. El frenesí de llegar a una conclusión es la más funesta y estéril de las manías”.64 Frente a Dios, Borges siente que no se puede ni se debe llegar a ninguna conclusión, que en todo caso será la literatura la que explore los márgenes de lo decible, la que se detenga o la que huya ante la presencia-ausencia de lo enigmático: Dios, como el vasto universo, es provisional. 64. Jorge Luis Borges, “Vindicación de Bouvard et Pécuchet”, O. C., ob.cit., p. 261.
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Así como los gnósticos predicaron la idea de una creación casual, como “un proceso esencialmente fútil, como un reflejo lateral y perdido de viejos episodios celestes”, Borges juega con la idea de Dios y con las paradojas del lenguaje. Su escritura se despliega en el interior de ese ejercicio lúdico, un ejercicio que sabe combinar ironía y seriedad, las manipulaciones del bromista con la responsabilidad del poeta. El mundo se muestra como un entramado de ficción y realidad, y el escritor trabaja en los lindes de esa relación equívoca, sus búsquedas inauguran geografías fantasmagóricas, entresacadas de la imaginación y cuajadas de una mundanidad muy poco fáctica. La hipótesis borgeana de Dios nace de esta confluencia, emerge de una híbrida conjunción de tradiciones gnóstico-cabalistas, se apoya en ciertas reflexiones heréticas de la Biblia, se deja fascinar por la sospecha spinoziana y el escepticismo irreverente de Montaigne, pero también encuentra un anclaje en Berkeley y la escuela del idealismo inglés de raíz neoplatónica, sin olvidar, tampoco, la sentencia nietzscheana del asesinato de Dios. Su lectura de la epopeya divina no puede ser encasillada; es una lectura capaz de entrelazar la risa del antiguo paganismo ante la prepotencia del autoproclamado único, con la profunda certeza de una relación misteriosa entre el devenir del mundo y la escritura sagrada. Un hilo secreto recorre caprichosamente la fluencia de las edades del hombre; y Borges se regocija buscando las diversas paradas en ese diálogo con lo indecible. Su erudición y su fantasía nos permiten adentrarnos en una saga fabulosa que, leída exclusivamente desde los acertijos de su escritura, nos enseña a descubrir las claves de su metafísica, la complejidad exquisita de sus travesías teológicas. En el fondo de su incredulidad, de sus irreverentes sospechas, vemos emerger la trama abigarrada de una tradición capaz de mezclar la melancolía del escéptico con las apasionadas indagaciones del amante de oscuras teologías. Borges siempre supo que en un genuino espíritu religioso habitaba la más destemplada de las interrogaciones, y que en las ironías del escéptico se dejaba entrever una antigua nostalgia por lo sagrado. El agnosticismo borgeano no se desliza sin más hacia la incredulidad del ateísmo (otra forma de lo absoluto negado), ni tampoco elige la autocomplaciente figura de la ilustración racionalista dedicada a destrozar los últimos restos de conciencia mítica y religiosa que todavía infectan a la humanidad. Su relación con lo sagrado es compleja y oblicua, es la relación de un espíritu inquieto, pleno de interrogaciones y maravillado por el fascinante movimiento de la vida; un movimiento que para él asume el carácter del ejercicio literario. Borges, como Spinoza, “sigue erigiendo a Dios con la palabra”, ese es su reino, allí es capaz de soñar los secretos pasadizos que subterráneamente conducen hacia la plenitud del significado. En un bello poema dejó constancia de esta ilusión perpetua:
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Las noches y los mares nos aportan, Las modificaciones seculares, Los climas, los imperios y las sangres, Pero nos une indescifrablemente El misterioso amor de las palabras, Este hábito de sones y de símbolos.65
En ese territorio laberíntico y fraguado de signos, en esa comarca ejemplar y originaria, es donde Borges decide permanecer; allí encuentra su camino poético, la maravilla –a veces aterradora y anonadante– del artesano babélico, de aquel que asume el riesgo de desafiar a Dios.66 Porque todo acto poético supone, aunque permanezca oscurecido también para el propio autor, un gesto de oposición, un conflicto de potestades. El poeta es un peregrino que arriesga la cordura en esos viajes por ignotas regiones pobladas de extraños sortilegios y habitadas por formas fantasmales; él se aventura por los intersticios del lenguaje, ausculta sus latidos más profundos y secretos, oye lo que la inmensa mayoría de los mortales ya no puede escuchar. Su deriva es peligrosa, él corre el riesgo de convertirse en aprendiz de brujo de su propia cordura. El otro lado de la razón habita en las oscuras cavernas del habla.67 Borges ha sido de aquellos poetas que han logrado sustraerse a la fascinación del abismo, que no se han dejado tentar por el canto de sirena de la palabra original. Quizás un temor reve-
65. Jorge Luis Borges, “Al primer poeta de Hungría”, en El oro de los tigres, O.C., ob. cit, p. 497. 66. Vicenzo Vitiello ha logrado plasmar esta tensión que subyace a la experiencia interrogativa y a la contradicción que habita el maravillamiento; él lo ha hecho en relación con la filosofía, pero creo que podría trasladarse a la experiencia literaria: “La filosofía nace del estupor, de la maravilla (trauma), o incluso del terror (trauma es también lo horrendo, lo monstruoso). Algo nos aborda: otro, extraño. El/lo Extranjero, frente al cual surge la pregunta: ¿por qué? Es el sensus sui en su primera y espontánea expresión. Filosofía es esta pregunta. El por qué rompe el dominio de lo otro sobre nosotros. Rompe el encanto de la maravilla y la parálisis del terror. Rompe la unidad, el Todo que a cada ente contiene y domina. El todo no pregunta, no interroga. Por ello, tampoco responde. La unidad del Todo es el silencio de la piedra. Algo para sí mismo desconocido que, si se interrogase, no sería ya Todo, sino parte: la parte que interroga y la que responde o, incluso, no lo hace. La pregunta no tiene necesidad de la respuesta para instituir la alteridad. Su mera surgencia la instituye. Lo otro que nos aborda en el terror o en la maravilla, lo extraño, el Extranjero, es otro, Extranjero y extraño solo por la pregunta” (Vicenzo Vitiello, La palabra hendida, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1990, trad. de Antonio Hidalgo, p. 7). 67. Véase de George Steiner, “El silencio y el poeta” en Lenguaje y silencio, Barcelona, Gedisa, 1982, pp. 65-85.
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rencial detuvo su peregrinaje, o sus propias limitaciones lo desviaron de ese camino sin retorno. Tal vez el pudor, o su inagotable escepticismo –que también abarcaba el lenguaje– lo apartaron de la desmesura que hace falta para seguir hasta el final y “permanecer con la cabeza descubierta/ ante la tempestad de Dios”. Borges prefirió aquella imagen de Bradley, quien dijo que “uno de los efectos de la poesía debe ser darnos la impresión, no de descubrir algo nuevo, sino de recordar algo olvidado”.68 Vehículo de la memoria, otro modo de pensar la tarea del poeta, otra difícil relación entre el recuerdo y el dolor que este siempre provoca. El artesano de las palabras se hace cargo del sufrimiento que esos extraños e insustituibles viajes hacia lo antiguo y recóndito producen en el espíritu. Su escritura es depósito de utopías y derrotas, de éxtasis y agonías, de inauditas alegrías y de terribles catástrofes. Sostener esta tensión es, muchas veces, intolerable. El poeta se hace cargo del riesgo. Por eso su trabajo se desenvuelve siempre en esa zona de peligro donde la felicidad y la desdicha cruzan sus caminos. Bucear en las profundidades del habla supone arriesgarse al abismo de lo insondable; es un modo extraordinario de enfrentarse a la brutalidad de aquellas fuerzas primigenias que habitan en el secreto del mundo y que también se agazapan en los recovecos de nuestro cuerpo. El poeta inicia un derrotero sin destino fijo, por completo desprovisto de un punto seguro, de un puerto que cobije su peregrinaje. La potencia de lo mítico rebota sobre sus imágenes, que se distancian de lo evidente para naufragar en terrenos pantanosos pero primordiales. La palabra poética, aunque se detenga en lo cotidiano, cuando es verdadera siempre entreabre una pequeña rendija por la que se cuela el misterio de lo trascendente, la inverosímil mudez de lo sagrado. Pero también es cierto que en la escritura de Borges el acto poético debe saber capturar la prodigalidad que surge de lo inmanente, ese regocijo de la palabra con la belleza y las oscuridades del mundo, de esa cotidianidad estallada de intensidades y prolífica en experiencias y materiales indispensables. Borges, como poeta, indagó esa opacidad, aunque sus palabras prefirieron buscar otros horizontes, a veces cuajados por la memoria palpitante, otros por antiguas voces provenientes de un mundo fenecido que le susurraba los ecos de una lengua extraviada en silenciosas sagas de guerreros vikingos; y también deteniéndose con delicada persistencia en los ecos de una poesía atravesada por el impulso metafísico. En su cuento “El fin”, Borges alcanza a plasmar esta ineptitud del habla por decir la belleza del mundo, descubre que no le alcanzan los símbolos, que ni la memoria, ni 68. Jorge Luis Borges, Siete noches, O. C., ob. cit., p. 257.
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la presencia de antiguas narraciones, ni el fervor metafísico, le permiten aprehender la exuberante simpleza de un paisaje reiterado y hasta monótono en su deslumbrante presencia: “Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música”.69 Unas breves líneas para decir lo inexpresable, para evidenciar los umbrales infranqueables, umbrales que solo la música logra trasponer (ecos de sus apasionadas y adolescentes lecturas de Schopenhauer se dejan sentir en estos párrafos). Las palabras, eso Borges lo sabe y lo padece, rodean lo esencial sin nunca poder penetrarlo. En sus inacabables noches de insomnio, Borges percibió con mayor crudeza y claridad que la tragedia del escritor nace de ese destino de palabras que vagan por el mundo sin poder recuperar, para los hombres, la vastedad de lo real; también comprendió que difícilmente los sentimientos puedan encontrar plenitud en la trama de la escritura. Pero en esas noches descubrió, a su vez, que su destino no podía ser otro que la persecución del sentido, la búsqueda de la inagotable quimera del lenguaje como articulador del nombre verdadero. Sus travesías lingüísticas le permitieron comprender que “todo era vasto, pero al mismo tiempo íntimo y, de alguna manera, secreto”.70 Tropezando con lo indecible, Borges, sin embargo, se promete la tarea de buscar senderos que conduzcan a algún sitio. Su utopía nace de la insistencia de una escritura que no puede ni quiere detenerse. Tal vez por eso para Borges nunca se da un texto que sea definitivo, que, como él mismo lo sugiere, no “corresponde sino a la religión o al cansancio”. Solo la fatiga extrema o la fe absoluta del creyente pueden agotar el texto, hacerlo definitivo, cristalizarlo en un discurso último. El escritor, en cambio, no se detiene, nunca alcanza una meta; su tarea es siempre provisoria, inestable e incompleta. Hasta los propios libros sagrados, escritos de una vez y para siempre, se dejan conmover por las interpretaciones y los comentarios que bucean en las profundidades de sus páginas para encontrar algún nuevo sentido que ilumine los misterios de la creación. Con Orígenes, con Juan Escoto Erígena, con Moisés de León, con Isaac Luria, con Moisés Cordovero, con Jacob Böhme, con Angelus Silesius, los secretos del texto mostraron su inagotable multiplicidad, sus incontables posibilidades interpretativas, la infinita apertura hacia regiones inabarcables por una vida humana. “Orígenes –escribe Borges– atribuyó tres sentidos a las palabras de las Escrituras: el histórico, el moral y el místico, correspondientes al cuerpo, al alma y al
69. Jorge Luis Borges, “El fin”, en Ficciones, O. C., ob. cit., p. 521. 70. Jorge Luis Borges, “El Sur”, en Ficciones, O. C., ob. cit., p. 527.
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espíritu que integran el hombre; Juan Escoto Erígena, un infinito número de sentidos como los tornasoles del pavo real”.71 El poeta, quizás, no se aventura, como el cabalista, por las regiones del desciframiento; su tarea no tiene que ver con la exégesis del texto; él, en todo caso, construye su propio mundo de palabras que cobijan los sueños que perturban sus noches demiúrgicas. El poeta desafía el orden de Dios allí donde articula los sonidos que descubren una realidad otra, una creación paralela. Pero también le cabe a él, entre los mortales, descubrir las chispas divinas que permanecen ocultas en el lenguaje cotidiano. Allí donde desafía se entrega a la celosa tarea de reencantar las palabras que han caído en la banalidad de la comunicación, asumiendo, de este modo, un compromiso con Dios. En este sorprendente juego también se encuentra Borges; su escritura se despliega entre el gesto desafiante y el regocijado plegarse ante la vastedad insondable de la trascendencia. Su ironía le permite quitarle seriedad a esa dimensión sabiendo que, de todos modos, constituye una experiencia fabulosa, uno de los momentos indispensables de la vida poética. 17 (Fantasías del oficio de escritor que a veces confundían su percepción de la realidad; como si sus propias ficciones volviesen a él camufladas en las cosas que lo rodeaban. La vejez, meditó mientras aspiraba el aroma seco y perfumado del aire que venía de las montañas alpinas, se asemeja sorprendentemente al hechizo que la escritura inventa y que nos ofrece los sortilegios de un mundo paralelo. A medida que el tiempo pasaba y la grieta de los años iba ahondando el surco de la vida, no podía dejar de pensar en el destino de hombres como Robert L. Stevenson y Jack London: destinos ejemplares capaces de entreverarse en sus propias fantasías literarias; vidas atravesadas por muertes apresuradas y buscadoras de paraísos perdidos, de naturalezas reconciliadoras que terminaron por ofrecerles soledad y olvido, una vuelta a lo primitivo bajo el amparo de una exuberancia cadavérica. Él, en cambio, había demorado la despedida, casi como si fuera una traición a los ideales de juventud. Sospechaba que detrás de la decisión tan meditada de regresar a la ciudad de su adoles-
71. Jorge Luis Borges, “Una vindicación de la Cábala”, en Discusión, O. C., ob. cit., p. 211.
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cencia se ocultaba una doble y compleja actitud. Primero, y estaba seguro de que esto era lo más importante, el corazón de la decisión, la búsqueda del anonimato y de la serenidad suficientes como para permitirle reencontrarse con los fantasmas del brumoso ayer. Pero también, y esto lo había intuido mientras vagabundeaba sin rumbo fijo por las callejuelas de Ginebra, un modo de fusionar las distintas etapas de su vida, una suerte de alquimia capaz de vitalizar su ancianidad, de sacudir las horas de la vejez con las palpitaciones de imaginarias aventuras recogidas de sus fervores literarios. El hombre viejo aprende a degustar lentamente las experiencias vividas, sabe cómo tratar con las emociones, se convierte en un ingenioso domador de sus propios sentimientos. La vejez le había devuelto sensibilidades olvidadas, le traía desde lejanías a veces insondables el secreto de emociones intensas que eran pausadamente saboreadas en las horas crepusculares. Cuando inventaba sus historias, cuando creaba sus mundos paralelos, creía que se convertía en el dominador absoluto de la trama; pero con el paso de los años descubrió, con insólita satisfacción, que sus relatos le habían marcado sus propias exigencias, sus propios y ajustados ritmos. Su vida se había derramado en el devenir de la escritura; había vivido sin poder, y tal vez sin querer, escapar de esa comarca hecha de palabras infinitamente reproducidas y capaces de inventar mil historias y de encadenarse a esa única narración de la que forman parte todas las letras del universo. La vejez le había permitido, entre otros inesperados dones, regresar a sus antiguas camaraderías nacidas en las horas fundacionales, cuando algunos escritores, de aquellos que habían dejado una marca imborrable en su vida, volvían de un vasto ayer para retomar el hilo de antiguas e inconclusas conversaciones. Sí, volvía a dialogar con Macedonio en las madrugadas de un café del Once; con el viejo Lugones, ganado por la desilusión y la desdicha, apurando su muerte en un rincón del Tigre; y se entretenía imaginando una larga conversación sobre cómo escribir un cuento policial con Chesterton. Con los años, el diálogo se hacía más intenso, volvía a sentir sus presencias, recobraba porciones enteras de sus literaturas atesoradas en el fondo de la memoria. Fabuloso sortilegio el que nacía en aquella ciudad helvética y que le devolvía la maravilla de emociones extraviadas en el laberinto de la vida. Su memoria, porque de eso se trataba, juntaba retazos de atardeceres imborrables y de historias extraordinarias mientras su cuerpo se reencontraba con sensaciones de una juventud convertida en recuerdo, dispersada entre las infinitas letras de sus relatos. Su vida también estaba allí, junto a la de sus autores amados; su vida era la literatura, pretérita y futura, escrita y por escribir. Estaba junto a Stevenson en una lejana isla del Pacífico preparándose para morir; pero también tenía entre sus manos la carta póstu-
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ma del doctor Jekyll. En otro tiempo podía haber creído en la existencia perfectamente establecida de una dualidad metafísica: la realidad de lo fáctico, por así decir, y la realidad de la ficción. Aquella intuición gnóstica del universo como creación fallida, o, más extremo aun, como sueño de un dios devorado por alucinaciones. Al llegar a la vejez percibió lo insostenible de esa convicción. El esplendor de la unidad se le presentó como una revelación fulminante; su existencia se entrelazaba en sus relatos y en sus experiencias; en las páginas duramente trajinadas podía encontrarse a sí mismo. La realidad de la escritura se fusionaba con el dolor del cuerpo y con la maravilla de una mañana habitada por los sones del amor. Su vida eran sus recuerdos, las páginas escritas y, fundamentalmente, las páginas leídas. Morir sería como dejarse capturar por la perennidad de una escritura que había guiado los pasos de su propia vida. Sonrió. En las infinitas comarcas de la literatura jamás se moría.) 18 Theodor W. Adorno, en su Teoría estética, conjeturó que el último destino del arte era ser guardián del sueño utópico; guardián de todas aquellas fantasías que atiborraron, en días venturosos y aciagos, la historia de los hombres. El arte como refugio de ese estado de vigilia y exaltación dichosa que siempre va unido a la capacidad de imaginar otra realidad, soñar con otra plenitud existencial, alucinar con un mundo reparado y liberado de todo mal. Ese perfil quimérico, esa permanente busca de una felicidad quizás imposible pero irrenunciable, ha caracterizado, según Adorno, la marcha zigzagueante de la creación estética; pero también ese mismo arte ha sido uno de los vehículos privilegiados a la hora de señalar los peligros inherentes a la consumación del ideal utópico, consumación signada por el olvido de la libertad y la proliferación del horror. Por eso se puede pensar que existe una relación directa entre el agotamiento del arte –uno de los síntomas de nuestra época– y el eclipse del pensamiento utópico, esa inigualable y humana capacidad –como diría George Steiner– de conjugar el verbo en futuro. Claro que ese compromiso con lo utópico hay que buscarlo en el desplazamiento de lo sagrado operado por el proceso de secularización moderna, allí donde la pérdida de la Gracia debió ser sustituida, de un modo nunca logrado, por la esperanza de una transformación revolucionaria de la historia. En este sentido, el arte, reflexiona Adorno, se hizo cargo del crepúsculo de Dios, se convirtió en manifestación profana de aquellas antiguas experiencias culturales. A través de esa insospechada vinculación, la creación artística perpetuó la
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vivencia de lo sagrado en el interior de una sociedad profunda y radicalmente secularizada (el movimiento romántico expresó con especial intensidad este proceso que impregnó el desarrollo del arte moderno hasta la aparición de las vanguardias). Un cierto espíritu religioso, si es utilizable este término, continuó habitando el lenguaje del arte, como si en la hora del crepúsculo de lo sagrado fuese precisamente el arte el encargado de tomar la posta, ofreciendo a los hombres una nueva visión de la trascendencia y siendo portador del enigma esencial que constituye a la misma existencia. El fondo utópico del arte ya no respondió a las necesidades de la acción política, porque de haberlo hecho hubiera seguido el camino de su propia aniquilación, camino que siguieron las grandes utopías sociales forjadas desde la Revolución francesa en adelante; al arte, dirá Adorno, le quedó como tarea sostener la crítica del mundo manteniendo el sueño de la redención; sabiendo, sin embargo, que ninguna garantía asegurará el supuesto cumplimiento de la promesa. Una oscura y no siempre reconocida responsabilidad emergió como consecuencia de esta compleja relación: el artista se sintió depositario de una chispa divina, un guardián de la “maravilla” cada vez más arrinconada por el avance demoledor de la racionalización y el desencantamiento vertiginoso del mundo. Pero también expresó la angustia por el proceso imparable que amenazaba con destituir para siempre la posibilidad misma de reconocer lo extraordinario en lo cotidiano. Por eso, quizás, la idea de refugio como última trinchera donde permanecen todos aquellos que no han perdido la capacidad de soñar y de fabular. El combate por la trascendencia, propia del gesto estético, se cruza con el desencantamiento, y ese cruce contemporáneo amenaza, hoy como nunca antes, con el enmudecimiento del arte, es decir, con el silencio definitivo. En el interior de esa amenaza se mueven todos aquellos que persisten en la obligación de tejer con palabras el sentido de esta insospechada deriva histórica. Borges, en tanto escritor, se hizo cargo, más de una vez, de esta asfixiante realidad de la palabra próxima al abismo de la mudez; él también buscó refugio en la literatura, no con la ilusión del artesano de un nuevo mundo, sino como último lugar para defenderse del vacío espiritual. En el combate con las palabras encontró su destino de hombre anacrónico y a contrapelo de las tendencias imperantes en una época especialmente pragmática y despiadada, en oposición absoluta a su cultura refinada y pudorosa. Para Borges, nuestro tiempo se deslizaba irrefrenablemente por la pendiente de la decadencia, tema al que regresó en muchas de sus conversaciones: “Ortega tenía razón: la nuestra es una época de crisis. Nuestro tiempo adolece de muchos males. Desde luego, hay tres que me interesa referir: la publicidad, en primer lugar –y si usted se anima a ponerlo: junto a ella el periodismo–. No recuerdo ahora
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quién dijo en Norteamérica que ‘si las cosas siguen así, no habrá quien no sea famoso en el mundo durante un cuarto de hora’. El afán de figurar en primer plano es terrible en esta época… pero hay una segunda cosa más terrible todavía que la primera: la distribución tan injusta, tan desigual y tan absurda de bienes espirituales y materiales. Y eso se nota en el mundo entero […] El tercero de los males es el hecho de que el mundo está parcelado en países”.72 A vuelo de pájaro, Borges ataca algunos de los vicios más representativos de nuestra sociedad. Quizás en su crítica a la publicidad y el periodismo se puedan encontrar ecos de su desagrado por la bastardización del lenguaje y por la conversión del artista en una estrella del mercado cultural. Borges piensa el periodismo como una enorme máquina trituradora, una suerte de perverso dispositivo destinado a la banalización de todo aquello que cae en sus redes. El periodismo ha eliminado toda forma de pudor, ha destruido cualquier relación sustancial entre las palabras y las cosas, ha provocado una igualación degradante que amenaza con homogeneizar ideas, gustos y sensibilidades. Desde esta perspectiva, y aunque Borges nunca se lo haya planteado así, la tarea del escritor es la de resistir a este proceso de vaciamiento espiritual y de igualación perversa. Los medios masivos de comunicación entrelazados con las fastuosidades fugaces de la publicidad y el consumo acaban arrinconando toda expresión cultural hasta convertirla en una mercancía más, lista para ser arrojada y devorada por el mercado. El periodismo, como lo señala agudamente George Steiner , representa hoy la sensibilidad de lo fugaz e inmediato, es el portaestandarte de lo insustancial y lo que nace obsoleto, su materia prima es aquello que pierde toda significación una vez catapultado al centro de la escena mediática. Steiner nos habla de “una metafísica del periodismo” como clave para entender la época, como núcleo de una temporalidad fundada en el aquí y ahora como dominio absoluto del presente. Cornelius Castoriadis, en un ensayo memorable, nos recuerda que la lógica que subyace al periodismo es la lógica del olvido fundada en una estética encarnada en el dominio de la última novedad que viene a proclamar, a los cuatro vientos, su condición de revolucionaria. “Cada mañana –escribe Walter Benjamin– nos instruye sobre las novedades del orbe. A pesar de ello somos pobres en historias memorables. Esto se debe a que ya no nos alcanza acontecimiento alguno que no esté cargado de explicaciones. Con otras palabras: casi nada de lo que acontece beneficia a la narración, y casi todo a la información […] La información cobra su recompensa exclusivamente en el instante en 72. Cit. por Roberto Alifano, ob. cit., p. 136.
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que es nueva. Solo vive en ese instante, debe entregarse totalmente a él, y en él manifestarse.”73 Y hacia el final de “Experiencia y pobreza” dirá palabras aún más elocuentes: “Nos hemos hecho pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeño por cien veces menos de su valor para que nos adelanten la pequeña moneda de lo ‘actual’”.74 Borges hubiera suscrito sin inconvenientes estas palabras de Benjamin, ya que él también siente la estocada de esta barbarie contemporánea, percibe con claridad que la extensión de la “aldea global” supone una degradación tal vez irreversible del espíritu, la caída en un estado signado por el vacío y el olvido. La sensibilidad del autor de Ficciones está en las antípodas del tumulto informativo, se desenvuelve por un andarivel completamente distinto al del periodismo. Su relación con la lengua es visceral, nace de una convicción que atravesó su vida de escritor: la creencia en el poder demiúrgico que subyace a la palabra, su esencial complicidad con el misterio de la creación y, tal vez precisamente por eso, le cabe una extraordinaria responsabilidad; este es el punto exacto en el que la tarea del escritor se vuelve extremadamente cuidadosa al saberse dueño (hasta donde ello es posible en relación con el lenguaje) de un instrumento cargado de potencialidades y capaz de fabular la realidad. Aquí nos encontramos con la honda diferencia que separa al escritor del periodista; dos éticas opuestas e irreconciliables que tejen las tramas de dos mundos distintos. Mientras el periodista arroja sus productos al agujero negro de los medios de información, tejiendo con sus palabras lo que será inmediatamente destejido, el escritor busca en el destino incierto del habla un modo genuino de expresar sus conjeturas, sus ideas y sus percepciones, sabiendo de la fragilidad en la que se encuentra, reconociendo las dificultades de una tarea no siempre exitosa. El periodista es un técnico de las palabras, un aprendiz de brujo que se sustrae a la responsabilidad de su hacer, quedando atrapado en los engranajes de una máquina manipuladora y homogeneizadora. El escritor, cuando lo logra, se constituye en guardián de la palabra, en custodio de lo que merece ser guardado en la memoria. El verdadero escritor persigue el sueño utópico de plasmar de una vez y para siempre una escritura absoluta, porque el “ejercicio de las letras puede promover la ambición de construir el libro absoluto,
73. Walter Benjamin, “El narrador”, en Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Roberto Blatt (trad.), Madrid, Taurus, 1991, p. 117. 74. Walter Benjamin, “Experiencia y pobreza”, en Discursos interrumpidos I, Jesús Aguirre (trad.), Madrid, Taurus, 1973, p. 173.
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un libro de los libros que incluya a todos como un arquetipo platónico, un objeto cuya virtud no aminoren los años”.75 ¿Es posible encontrar una distancia mayor entre el escritor y el periodista siguiendo el sendero de esta ambición del libro absoluto? El hacer del periodista es autodestructivo, ya que sabe que su discurso está destinado a la inmediata volatilización; su camino concluye en el preciso momento en el que el ímpetu de nuevas informaciones se atosigan detrás, esperando, inquietas, su propio turno para desaparecer. Su escritura, fugaz y obsoleta, rápida e insustancial, abierta a una fácil digestión, carece de toda expectativa de perdurabilidad. De ella se ha esfumado el “duro deseo de durar” propio del genuino arte narrativo, sus esperanzas apenas están puestas en el dominio del instante vivido como eterno. El periodismo, esta quizás sea su paradoja principal, constituye un fenómeno autodisolvente, una maquinaria que reduce a escombros la percepción de lo permanente; dicho de otro modo y con mayor elocuencia: elimina la vivencia de lo histórico, destroza la memoria como articuladora de la continuidad de las generaciones. Karl Kraus ha pronunciado palabras brutales y lapidarias contra los periodistas y contra el dispositivo periodístico; esas palabras nos hablan del arrasamiento, del vacío y de la futilidad absoluta perpetradas por la lógica de la charlatanería vomitada por las usinas de la información. Kraus, clarividente en los comienzos del siglo XX, percibió con agudeza que el triunfo de la razón informacional supondría, en un breve lapso, el dominio de la barbarie en el lenguaje y la cultura. Nosotros, habitantes desconcertados del fin del milenio, estamos en las postrimerías de una barbarie imposible de ocultar. El escritor, y pienso en Borges, concibe su relación con la lengua desde otro lugar; para él no se trata de lo fugaz, del culto supremo de “lo actual”; tampoco busca llenar con palabras vacías una red de información, ni se preocupa por dar respuesta a las “necesidades urgentes e inmediatas” de la opinión pública. Es posible afirmar, aunque sea polémico, que el escritor habita sólidamente la historia, da cuenta, a través de su escritura, de la compleja trama de circunstancias, valores, ilusiones y quimeras que asaltan, una y otra vez, su cotidianidad, pero también se afana por sustraerse a esas mismas demandas que suelen volverse asfixiantes tratando de romper la trampa de una opinión pública que siempre espera leer aquello que la reduplique en sus certezas. Borges, aunque muchas veces escriba contra el tiempo, buscando en las profundidades de la lengua lo escindido de la temporalidad,
75. Jorge Luis Borges, “Notas sobre Walt Whitman”, en Discusión, O. C., ob. cit., p. 245.
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desenvuelve su conflicto en el seno de una determinada encrucijada histórica con la que, en el mejor de los casos, podrá combatir despiadadamente. Cuando casi nada quede de esa época en la memoria de sus lectores, lo que seguirá resplandeciendo será la escritura. La escritura del artista dialoga con sus fantasmas y con el enigma de la vida, se sumerge de lleno en la memoria del habla, en sus hechizos y en sus inesperadas irrupciones. En su Doktor Faustus, uno de los libros más significativos del siglo que ha quedado a nuestras espaldas, Thomas Mann nos dejó constancia de la compleja y urticante relación tejida entre lo nuevo y la tradición, una relación que atraviesa medularmente el acto creativo. “La verdad es que si no es posible comprender lo nuevo y lo joven sin estar impregnado de tradición, de igual modo será estéril el amor por lo antiguo si se excluye la comprensión de lo nuevo que de lo antiguo ha surgido por histórica necesidad”.76 Es esa penetrante percepción de lo permanente en lo efímero, de la tradición en lo nuevo y de este último, como expresión de lo joven y actual, en la primera, la que ha acompañado la literatura de Borges y ha impregnado su sensibilidad. Intento, del escritor, de que las palabras capturen ese inverosímil gesto de la recurrencia en medio de la transformación y la novedad. La escritura, desde este lugar, siempre será un testimonio, un ida y vuelta entre la memoria y el olvido, un intento de posicionamiento “frente a la incalculable y enigmática realidad”.77 Esa vastedad sin confines, nacida de la ilimitada fantasía de los hombres, se diferencia tajantemente de la vaporosidad del lenguaje periodístico, de ese permanente ir y venir sin detenerse nunca en ningún sitio concreto, incapaz de construir, por definición, nada sólido, de fundar una tradición. 19 (De la muerte se trataba; su proximidad rozaba con una intensidad cada vez mayor el cansancio de su cuerpo. Encontrar las palabras para detallar las sensaciones se convertía en su último desafío; un desafío privado, indelegable y que solo le concernía a él. Por primera vez imaginaba un texto del que sería su único destinatario. Solo el fluir de las palabras que buscarían, ellas solas, la desembocadura hacia el mar del olvido. Recordó, mientras observaba por la ventana de la habitación una antigua
76. Thomas Mann, Doktor Faustus, Buenos Aires, Sudamericana, 1975, p. 408. 77. Jorge Luis Borges, “La penúltima versión de la realidad”, en Discusión, O. C., ob. cit., p. 198.
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iglesia calvinista, que gran parte de su vida como escritor había estado signada por la irrefrenable búsqueda del olvido. Siempre había querido despojarse de la asfixia producida por el exceso de memoria; y escribir había sido un modo de exteriorizar sus recuerdos, una manera de alejarlos y, tal vez, de perderlos. Hacer literatura, pensó el anciano, era una estrategia para abandonar el pasado, para despojarse de los fantasmas que seguían perturbándolo. Extraña paradoja la de un hombre viejo, acosado por la enfermedad, cuya vida se le aparecía como un combate contra las desmesuras de la memoria y que, pese a todo, regresaba a una de las fuentes más intensas y palpitantes de su pasado. Una alquimia insospechada de olvido y remembranza que lo conducía hacia el crepúsculo de su vida. ¿Acaso ya no se trataba de la literatura? Tal vez otra pluma, ya no la suya, se detendría en esos días finales, y buscaría penetrar en los secretos de un escritor preparándose para la muerte. Siempre había sostenido la idea de una unidad profunda y esencial de todas las obras literarias. Su escritura era y no era suya; como si una solidaridad secreta fusionara todos los libros del mundo. La historia se desvanecía y la repetición asumía los rasgos de una perpetua fundación. Una metafísica que reunía mismidad y alteridad, y que también hincaba sus dientes en la geografía desolada de la muerte. Si todo era una eterna repetición, una vuelta sobre lo mismo, su propia despedida no era sino un comienzo, un final en el que se vislumbraba el origen. Seguramente el aire de las montañas alpinas le traía reminiscencias nietzscheanas; reminiscencias que le produjeron un silencioso temor, un disgusto en el alma que hacía mucho tiempo que no sentía. La repetición podía ser una forma monstruosa de la tortura, la declaración espantosa de la inmortalidad. Él deseaba terminar, retirarse para siempre y dejarse mecer en las aguas del olvido. Soñaba, eso sí, con algún poema perdurable que, con el correr vertiginoso de los años, acabase convertido en un poema anónimo. Esa mañana quería estar solo, hacerse cargo de la inutilidad de sus ojos, respirar profundamente ese aire cargado de aromas reminiscentes que excitaban su imaginación. Se ayudaría con el bastón, fiel compañero de tantas caminatas; iría sin rumbo hasta extraviarse detrás de los pasos de una juventud adormecida en una lejanía inabordable. Perderse para encontrar otras historias y otras calles; salir de esos pensamientos de eternidad para recobrar fragmentos de una vida individual e irrepetible; de una vida ya acontecida y que jamás podría volver a ser representada. Quizás el martirio que podía sentir era el producto de su pasión; su destino literario, como lector y como escritor, lo soldaba a una realidad escindida de lo real, tránsfuga del tiempo histórico. Allí radicaba la tan temida inmortalidad. Sus recuerdos huirían con él; la suavidad del alivio lo recorrió como un bálsamo; ahora podía
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iniciar esa travesía solitaria por la ciudad de la adolescencia. No perdió tiempo en dar explicaciones; decidió afrontar el riesgo de dejarse conducir exclusivamente por las imágenes amarillentas de la memoria. Sospechó que la ciudad no le sería esquiva, que no buscaría engañarlo. Un sentimiento de complicidad le devolvió la calma y, cosa extraña, le dio firmeza y fortaleza a sus pasos que lo llevaban fuera del hotel. La seguridad del anciano intimidó al conserje que no hizo ningún esfuerzo por detenerlo. El posible ademán quedó flotando en el ambiente, y la voz inquisidora se ahogó antes de salir de su garganta. El conserje abandonó la imagen del anciano y volvió a ocuparse de sus asuntos. El escritor camino hacia la costanera; la proximidad del lago se le presentaba casi como una certeza visual. Estaba frente a él, ofreciéndole un frescor venido de otra época y recordándole otros paseos que también tuvieron ese lugar como referente obligado. De la ciudad amaba dos sitios en particular: las callejuelas laberínticas que provenían de su pasado medieval confinado a una pequeña parcela de la zona céntrica, y aquella costanera acariciada por el azul del lago. Algún antiguo paseo en barco se entretejía con el presente. Whitman, su poderoso recuerdo, dominó omnisciente toda la escena; su fulgor le llegaba desde la eternidad del tiempo, devolviéndolo a esas vivencias sagradas nacidas del encuentro con el poeta norteamericano, un encuentro que le permitió vivir de otro modo aquella ciudad y que se volvería un acontecimiento fundamental en su largo periplo. Una antigua alegría le salió al paso junto a esas alegrías que habían cautivado su alma adolescente. Se sorprendió pensando que el poder de la melancolía, unido a la nostalgia de lo desaparecido, era capaz de transfigurar completamente una experiencia desagradable y convertirla en un recuerdo sublime. Eso, precisamente, le había sucedido con Ginebra. Cuando vivió en ella fue infeliz, o, al menos, eso creía. La presencia imborrable de Buenos Aires, su casa de Palermo, la intimidad de sus lecturas y de la vida familiar, opacaban cualquier alternativa. En 1927, y eso lo recordaba con algo de culpa, había escrito que la “época de la guerra la pasé en Ginebra, época sin salida, apretada, hecha de garúas, que recordaré siempre con algo de odio”. La perspectiva de los años y los deslices inesperados de la vida modificaron por entero aquel sentimiento hasta transformarlo en su exacto contrario. El anciano había vuelto a la ciudad de su adolescencia para reencontrarse con lo que imaginaba había sido su experiencia de la felicidad. Era como un regreso a la patria y un gesto de adiós. Mientras caminaba con lentitud, arrastrando sus pies cansados, dejaba que la intuición condujese sus pasos por aquellas calles de otra época que, sin embargo, le devolvían un aire de familia, la seguridad de lo conocido. La ceguera le había vuelto casi imposible atravesar las trajinadas avenidas
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porteñas; el tamaño de la ciudad se le había escapado definitivamente, lo que había profundizado sus inclinaciones mitologizantes de una urbe que ya no respondía a sus recuerdos de antaño. Buenos Aires le resultaba anónima y extraña. En cambio Ginebra le era demasiado familiar porque no “tiene dos esquinas iguales”; en ella, simplemente ayudado por su bastón, podía dejarse llevar por las antiguas imágenes que le mostraban una ciudad que, casi sin cambios, seguía siendo la misma de ayer. Hasta era posible imaginar lo que no veía, traerlo de las brumas del pasado. Estaba convencido de que no se extraviaría en aquella ciudad tantas veces recorrida con Maurice y Simón. Allí estaban los puentes sobre el Ródano, y los bancos que habían cobijado tantas conversaciones, y los pequeños bares de la ciudad vieja donde habían aprendido a emborracharse y a conocer a los personajes de la noche. Y la plaza Dufour, que despertaba en el anciano reminiscencias prohibidas y contradictorios recuerdos de su padre. Deseaba llegar hasta el número 17 de la rue Malagnou (aunque desconocía que su nombre era ahora rue Ferdinand Hodler). Sabía que frente a su casa se levantaba el edificio oriental de una iglesia ortodoxa rusa, un edificio que siempre tenía el efecto de transportarlo hacia el mundo dostoievskiano. La rue Malagnou quedaba, por extraña coincidencia, en el sur de la ciudad, en una vecindad que conservaba algunas piezas de edificación medieval. Otro sur, más antiguo, que se entrecruzaba con el de Buenos Aires. Sospechó, mientras continuaba caminando, que encontrar el Sur era como adentrarse en la muerte. La literatura volvía a confundir sus pasos. Recordó un cuento suyo que lo unía a la ciudad de Rousseau y que lo sumergía en una dualidad de tiempos muy semejante a la que estaba viviendo en ese momento. El cuento era “El otro”; en esas páginas alcanzó a expresar aquello que lo había estado persiguiendo durante toda la vida: la tenue línea que separa la realidad del sueño. Un fragmento del relato iluminó su presente: “Si Whitman la ha cantado […] es que la deseaba y no sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, y no la historia de un hecho”.78 Ginebra era su anhelo secreto, la honda melancolía de un espíritu cansado de las incomodidades de la facticidad. Ahora comprendía lo que había ido a buscar; sabía que ya no se trataba de la realidad, ni de justificarse con un encuentro verdadero. Morir en aquella ciudad era la realización de un anhelo que a lo largo de su vida se había transformado en literatura. Se trataba de la felicidad, es decir, de una imposibilidad que solo el lenguaje alcanza a rozar. Ginebra era sus recuerdos, pero también sus sueños y sus anhelos, 78. Jorge Luis Borges, “El otro”, en El libro de arena, O. C., ob. cit., p. 15.
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todo lo irrealizado y todos los libros escritos y sin escribir. Allí podría hacerse cargo de sus nostalgias y de sus desdichas; podría reconocer las siluetas que el tiempo fue mezclando y que hacían de lo más lejano lo más próximo.) 20 El escritor vive su tiempo como si fuera la conjunción de todos los tiempos, una suerte de presente absoluto donde se dan casi todas las formas de la temporalidad. En “El jardín de los senderos que se bifurcan”, Borges nos dejó testimonio de esta visión: “Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y solo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y en el mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a mí”.79 Un modo particular de construir la historia desde el yo y a partir de él, como si fuera de él, no hubiera absolutamente nada, solo niebla y opacidad, silencio y vacío; o, tal vez, como si toda la historia se encerrase en un punto cuya referencia última era el presente del yo, un presente capaz de capturar todo el pasado otorgándole su propia e intransferible significación. Toda historia, piensa Borges, es la representación del periplo subjetivo, la extrañeza imaginaria de la pura interioridad del yo; lo que también puede ser pensado, siguiendo estos hilos, como un estallido de la unidad del yo en su autocomprensión histórica, la evidencia de su imposibilidad. La radicalidad del subjetivismo conduce, y eso Borges lo sabe, a la clausura del propio sujeto, a un remolino que termina devorándolo. Probablemente el ejercicio literario no sea sino la puesta en acto de esta disolución del yo cristalizado en una historia que ya no le pertenece, que al escindirse a través de las narraciones se construye a sí misma como la pura presencia de la que ya no puede prescindir el sujeto fabulador. Borges despliega el amasijo de recuerdos, de visiones fantásticas, de imágenes soñadas, en el tumulto de la literatura; para él la escritura emerge de los rincones oscuros que reciben, casi sin quererlo, el sobresalto de una repentina iluminación. Lo que resulta, el resto que queda, se escinde y vive su propia vida, coagula estéticamente desprendiéndose, ahora para siempre, de las imposiciones de la subjetividad creadora. La obra escindida del autor pone entre paréntesis al propio autor, lo enajena de sí mismo, hace estallar la unidad de la conciencia. Pero, y aquí se cuela la impronta más
79. Jorge Luis Borges, “El jardín de los senderos que se bifurcan”, en Ficciones, O. C., ob. cit., pp. 472-473.
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profunda, restos de ese sujeto estallado acompañan la marcha de la obra, configuran su originalidad, testimoniando la permanencia fragmentaria de la memoria. Perseguir estos restos dispersos es la tarea del crítico, comprender por qué y cómo se insertan en el texto sin por eso confundir la obra con la vida, sin intentar reducir la literatura a biografía. El lector ocioso se conforma con el puro placer del texto, pero intuye, eso sí, que detrás de ese placer otros mundos también siguen viviendo; de ahí que el lector genuino sumerja, cuando transita las páginas de un libro, su propia sensibilidad en esa experiencia única que lo comunica con los restos fragmentarios de la memoria del autor. La escritura, y también la lectura, se desenvuelven por estas comarcas metafísicas cuajadas de mundos posibles. Borges conjetura que el escritor está destinado a esta infinita extrañeza de su yoidad; se constituye en el seno de eso otro en el que se pierde, encontrando paradójicamente allí su eternidad. En su poema “A Manuel Mujica Láinez”, Borges le da otro giro a esta reflexión, convocando, en esta oportunidad, a la presencia más absoluta: Isaac Luria declara que la Eterna Escritura Tiene tantos sentidos como lectores. Cada Versión es verdadera y ha sido prefijada Por quien es el lector, el libro y la lectura.
Siguiendo el oscuro derrotero de la cábala luriánica, que piensa a Dios autoexiliado en su propia creación, estallando en el mundo en una dispersión infinita de chispas divinas, Borges también encuentra las correspondencias con su concepción del acto narrativo e identifica su idea del yo extrañado de sí mismo como la autocontracción de Dios postulada por Luria. Entender la ficción como el excedente a través del cual el escritor conjetura la realidad coloca a Borges en la senda de los cabalistas.80 Siendo fiel al poema borgeano y a la infinidad de sentidos que encierra toda lectura según los cabalistas, no he hecho otra cosa, a lo largo de este ensayo, que postular mi propia lectura de la obra de Borges. He buscado los fragmentos iluminantes, esas tenues pistas que me condujeron al otro Borges, al íntimo, casi susurrando en mi oído los secretos de su escritura. Supongo, entonces, que mi versión tiene el derecho a ser tan verdadera
80. Borges ha recorrido el fascinante mundo de la mística judía de la mano, en gran parte, de los libros de Gershom Scholem, de quien ha hablado en su famoso poema “El Golem”.
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como otras, a expresar mi propio encuentro con una obra extraordinaria. Una lectura ociosa y crítica, un juego entre el placer desinteresado y la indagación minuciosa; la búsqueda de un diálogo, un subrepticio intento por colarme en la memoria fabulosa de Borges que se fusiona con el universo de palabras que constituyen, a través de la caprichosa figura del laberinto, nuestra propia memoria. Desde una escritura que se quiere integrada a la tradición del ensayo intenté evidenciar la confluencia del lector y del crítico, tratando de mostrar ese hilo secreto y profundo que une ambas instancias, pero también señalando la maravilla insustituible de la lectura que convierte la escritura en una buena excusa, en el resto que queda después del banquete. Sobre todas las cosas, no quise ejercer sobre Borges la tiranía de la crítica crítica (a la que ya denunció implacablemente Steiner), no quise convertirme en otro parásito atraído por las riquezas ajenas. Si logré o no sustraerme a esta tendencia tan contemporánea que termina por destruir la belleza trascendente de la obra en beneficio de los campos bien protegidos de los especialistas, es algo que quedará a criterio del lector. Suya es ahora la palabra. Mientras tanto, me gustaría concluir con una frase de Borges: “Somos todo el pasado, somos nuestra sangre, somos la gente que hemos visto morir, somos los libros que nos han mejorado, somos gratamente los otros”.81 21 (Sus ojos oscurecidos guiaban el cansancio de sus pasos. La ciudad amarillenta, como una enorme nebulosa poblada de sombras indescifrables, se desplegaba bajo el amparo de los recuerdos. Percibía la absoluta irrealidad de un presente destrozado por las imágenes perturbadoras del ayer. La fugacidad del tiempo se despeñaba en la eterna repetición de lo ya conocido, en esa obnubilante reiteración que asumía los contornos de una existencia infinitamente vivida. El anciano caminaba con la lentitud de quien ha perdido todas las prisas, de quien ya no siente el escozor de ningún apuro porque sabe que sus pasos se pierden en sí mismos. El agotamiento del cuerpo se unía suavemente con el viaje hacia lo remoto, la apabullante certeza de un peregrinaje crepuscular; su fatiga le devolvía la serenidad que nace allí donde las exigencias inquietas de la vida abandonan cualquier posible reclamo. Intuía la cercanía de la muerte como un desplaza-
81. Jorge Luis Borges, “Epílogo a Obras Completas en colaboración”, O. C., ob. cit., 1979, p, 977.
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miento fuera del tiempo y del espacio; como un apaciguado adiós de los sentidos y un mutis de la razón. Toda su sabiduría apenas si le alcanzaba para comprender lo irrevocable, el paso que nos lleva del otro lado del umbral. Sospechaba, alterado fugazmente por la sombra de su padre, que del otro lado no había nada, apenas la inconsistente imagen de un reposo eterno e inmutable, un perderse en la inconmensurable urdimbre cósmica. Gozó con la idea repentina de una escritura superpuesta a la suya, de una escritura que había escrito las cifras de su literatura y que también había trazado los rasgos de su existencia. Quizás ahora era el momento para sumergirse en ese océano de palabras. Su muerte escrita por otro. ¿Por qué no? Él había narrado otras muertes, les había conferido la potencia de su propio deseo; y ahora era probablemente otro quien tomaba la pluma para detallar la oscura despedida de un hombre que había jugado con otras muertes nacidas de los tumultos de la imaginación; de otras muertes pródigas de realidad. Ser escrito por otro era como ser soñado, un modo de integrar la crudeza de lo irrevocable con las sutilezas de la fantasía. Otro fuego devoraba con parsimonia la realidad de su cuerpo mientras le ofrecía el extraño sortilegio de percibir aquello que él había diseñado en un cuento. La muerte lo alcanzaba a través de una escritura que se confundía con el sueño. Podía sentir, con infinita dicha, el amparo que le ofrecía la literatura; el temor, la inquietud irrefrenable, se deshacía ante los trazos de una pluma que construía con pacientes y pudorosas palabras el misterio de la muerte y del sueño. Ya no quedaba lugar tampoco para los recuerdos; el ayer iba borrándose junto a un presente fugado hacia la irrealidad. Brumas, imágenes apagadas, silencios que lo iban inundando con la lentitud de lo inexorable, una vastedad nocturna, apenas una tenue sonrisa como gesto de despedida; los ojos ciegos bien abiertos para penetrar en la tierra de los fantasmas. Palabras para cobijar la eternidad de otras palabras. La simpleza indescriptible de la muerte.)
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Walter Benjamin y Jorge Luis Borges: la ciudad como escritura y la pasión de la memoria
1 Pudieron haber sido contemporáneos; sus pasos pudieron haberse cruzado en aquella silenciosa Suiza que los cobijó mientras Europa se desangraba en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Uno provenía de lejanas comarcas, de un paisaje extraño y exótico, casi inimaginable para un refinado exponente de la cultura del Viejo Mundo. Sin embargo, en aquellos márgenes sureños –donde todavía las tradiciones estaban por fundarse o fundándose–, sus lecturas urdieron una trama cosmopolita, sus ojos fatigaron –hacia todas las direcciones– la tradición de Occidente. Europa estaba en él, en algún momento su destino tenía que inscribirse en esa geografía. El otro venía del centro, de una tierra de insólitas contraposiciones; la patria de Goethe y de Wagner, de ese territorio de lo bello y de lo monstruoso, de la pasión y del espanto; lugar de alquimias, de experimentaciones asombrosas y cargadas de peligro. Éxtasis y decadencia de la cultura moderna. País de genios y de exaltados guerreros ansiosos por imitar a sus ilustres antepasados, de eruditos ecuménicos y de fervientes patriotas; una incógnita de humanismo y de barbarie. Uno provenía de un mundo abierto a lo nuevo, excitado por su inaudita juventud, carente de tradiciones propias y ansioso por beber de las fuentes de la cultura clásica; el otro se sabía antiguo, cansado, arrojando sus últimas descargas viriles antes de agotarse definitivamente. El primero veía a Europa a través de un espejo atemporal, imaginario, que le devolvía imágenes que ya habían dejado de existir; el segundo hurgaba en la memoria de sus tradiciones para intentar comprender el sentido de esa decadencia, el rumbo de esa marcha fatigada. Uno llegó a Suiza siguiendo los pasos de un padre destinado a la ceguera –destino que un día también lo alcanzaría a él–; ignorante de los huraca-
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nes destructores que amenazaban el cielo europeo. El otro cruzó la frontera impulsado por sus convicciones pacifistas, optando por el humanista contra el patriota (a lo largo de su dilatada vida, el primero de nuestros viajeros tendría oportunidad de manifestar, él también, una misma convicción cosmopolita, un mismo rechazo de las formas espurias del nacionalismo). Sus pasos, ahora lo sabemos, pudieron haberse cruzado. Uno vivió en Ginebra, la ciudad de Calvino y de Rousseau, del puritanismo –que el joven sureño llevaba en la sangre a través de sus antepasados ingleses– y de las ideas revolucionarias; una ciudad para ser caminada por un adolescente hambriento de novedades, de saberes escondidos en viejas librerías, afiebrado por todo lo que se le ofrecía: los libros, las lenguas y las experimentaciones de los sentidos. El otro vivió en Berna, ciudad callada y bucólica, orgullosa de su provincianismo, lugar ideal para aquel que deseaba “salir” de los tumultos del presente para sumergirse en las tradiciones del romanticismo alemán. Un corrimiento en el tiempo para escarbar la genealogía de la cultura moderna. Ginebra fue, para el viajero de tierras lejanas, la magia de lo iniciático, allí donde despiertan los sentidos y la imagen del mundo va cobrando una forma definida (décadas después, en su ancianidad oracular, recordaría aquellos años como los más felices de su vida, y a aquella ciudad como su Paraíso personal). Para el alemán, Berna fue una ciudad de tránsito, un refugio provisional alejado de los tumultos contemporáneos; allí profundizó algunas de sus primeras ideas, discutiendo apasionadamente con su amigo Gershom Scholem sobre el lenguaje y Kant, sobre el romanticismo y el Talmud, sobre literatura, matemáticas y anarquismo; solo un tema estaba explícitamente prohibido: la guerra que atronaba del otro lado de la frontera. Sorprendente simetría: uno vivía la dicha adolescente que es, también, una forma del ensimismamiento, un salir al mundo para encontrarse a uno mismo y beber hasta embriagarse de todas las fuentes y viajar por los vericuetos insondables de la amistad, del amor y de los libros; un aprendizaje ganado pacientemente en interminables caminatas ciudadanas. El otro, consciente del drama final de una época histórica, eligió un escenario apartado, prefirió la tranquilidad del erudito en su gabinete de trabajo, del viajero intelectual que pone entre paréntesis a su tiempo mientras se desplaza hacia otros lugares. En Ginebra, Borges amplió la biblioteca de su padre (de la que, diría muchos años después, nunca salió), dejó atrás la casona de Palermo y pudo mirar del otro lado de las altas verjas creciendo con independencia, eligiendo sus propias lecturas y recorriendo la ciudad en busca de esas experiencias que dibujan el derrotero de una vida. Ginebra fue también para él el encuentro memorable con otras lenguas y, sobre todo, fue la ciudad donde
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se topó con la obra de Schopenhauer –el filósofo de su vida–. “Si el enigma del universo puede reducirse a palabras –diría contemplando aquella época juvenil–, creo que esas palabras se encuentran en sus obras.” El trabajoso desciframiento del idioma de Lutero le abrió un mundo inmenso, lo acercó a Heine, a Rilke y a la extraña obra de Gustav Meyrink, especialmente a su Golem; le permitió incursionar en las antiguas tradiciones germánicas que, luego lo descubriría, acabarían conduciéndolo hacia otra de sus pasiones: la vieja literatura anglosajona y escandinava. Pero Ginebra fue, sobre todo, el descubrimiento de Walt Whitman, un descubrimiento casi casual en una librería de viejo que influyó decisivamente en su obra poética y que lo acompañaría a lo largo de su vida. Podríamos agregar otros hallazgos fundamentales: allí leyó con intensidad a De Quincey y a Carlyle, a Flaubert y a Baudelaire, a Chesterton y a Rimbaud, a Hugo y a Zola. Recorrer librerías de viejo para tropezarse fortuitamente con algún autor que lue go sería esencial en su vida lo asemeja a nuestro segundo personaje. En Berna, Benjamin, acompañado de Dora, su esposa, y de Gershom Scholem, su amigo, continuó su parábola intelectual, profundizó sus interrogantes sobre la cultura moderna. En la capital suiza leyó con particular intensidad a Kant y discutió largamente con Scholem sobre temas judaicos, mientras proseguía sus investigaciones sobre los románticos alemanes destinada a convertirse en su tesis doctoral. Suiza significó para Benjamin un interregno, tomar distancia de sus padres, del militarismo germano, de una guerra despiadada que estaba destruyendo la utopía del sueño decimonónico; pero también supuso, a través de sus debates con Scholem, ahondar en sus inquietudes teológicas, en sus indagaciones lingüísticas y en lo que luego serían sus vagabundeos por la protohistoria de la modernidad. Para Borges, Ginebra fue, y esto no deja de ser sorprendente, la posibilidad de mirar de otro modo su lugar de procedencia, de recorrer con la memoria la ciudad lejana, esa Buenos Aires que iría adquiriendo rasgos míticos. La distancia le abrió un mundo inesperado, descubrió que no había incompatibilidad entre esa cultura que estaba adquiriendo apresuradamente en la ciudad de Calvino y ese mundo semibárbaro que había conocido o entrevisto en el Palermo de su infancia. Como ya señalamos, Suiza fue, para el joven Borges, el descubrimiento fascinante del cosmopolitismo de la cultura, allí pudo entremezclar libros y autores; a Lugones con Whitman, a Hernández con De Quincey, a Sarmiento con Verlaine. La inconmensurable vastedad de la pampa encontró un lugar en las laberínticas callejuelas de la vieja Ginebra, del mismo modo en que, pasados sus años de formación, esas vivencias disímiles encontrarían su perfecta conjunción en su obra literaria. Su aprendizaje, antes de llegar a Europa, se circunscribió a la biblioteca de su padre que, para el niño que era en aquel entonces, era vasta como
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el universo, laberíntica como el palacio de Minos y maravillosa como las aventuras de Las mil y una noches –cuyas inolvidables ficciones leyó en aquellos años dichosos–. Allí Borges se convirtió en un verdadero lector, viviendo –como solo un niño puede hacerlo– la plena realidad de la literatura (Benjamin llevaría en sus alforjas de viajero errante su pasión de lector que conservó siempre, pese a las desdichas de la vida, como herencia de su infancia). Ginebra fue otra cosa (aunque nunca perdería, como el berlinés, esa pasión infantil por la lectura desinteresada, por esa biblioteca de “la que nunca salió” y que fundó, de una vez y para siempre, su imagen del mundo; Borges escribiría, con un dejo de nostalgia, que vivió preso de sus “extraordinarios sortilegios”). En la ciudad de Rousseau pudo vagar solitario y libre, sin ataduras, recorriendo cuadra tras cuadra, hurgando en viejas librerías que lo transportaban, a través del azar de encuentros sorprendentes, hacia todas las regiones de la literatura y del pensamiento. Allí pudo literalmente perderse, practicar el arte del vagabundeo, que es el único que nos permite –como diría Benjamin– conocer a fondo una ciudad, descubrir sus rincones oscuros, los sortilegios que emanan del serpenteo de sus calles. En Ginebra, Borges también cultivó la amistad y descubrió sus bondades, del mismo modo que experimentó por primera vez las necesidades del cuerpo. La ciudad y los libros educaron al joven porteño, perfeccionaron lo que ya había ido adquiriendo en la biblioteca de Palermo. “Menos que las escuelas me ha educado una biblioteca –la de mi padre–; pese a las vicisitudes del tiempo y de las geografías, creo no haber leído en vano aquellos queridos volúmenes.” Como en Borges, en Benjamin los libros suscitan recuerdos, viajes hacia otras ciudades, un modo de recuperar antiguas vivencias. Espiemos por un momento al berlinés desembalando su biblioteca: “Ya hace rato que pasó la medianoche, y tengo ante mí la última caja, a medias vacía. Otras reflexiones se apoderan de mí, no exactamente reflexiones, sino imágenes, recuerdos. Recuerdos de ciudades donde hice tantos descubrimientos: Riga, Nápoles, Múnich, Moscú, Florencia, Basilea, París; recuerdos de las salas prestigiosas de la librería Rosenthal de Múnich, de la Stockturm de Dant zig, donde vivía el difunto Hans Rhaue, de la tienda de Süssengut, especie de sótano que olía a moho, en Berlín-Neukolln; recuerdo de las habitaciones que cobijaron mis libros, mi tugurio de Múnich, mi pieza de Berna, recuerdos de la soledad de Iseltwald al borde del lago de Brienz, recuerdos por fin de mi cuarto de niño, de donde no provienen más que cuatro o cinco de los miles de volúmenes que empiezan a amontonarse a mi alrededor: ¡felicidad del coleccionista, felicidad del hombre privado!”. Para Borges, Europa significó, como ya lo mencionamos, un doble des cubrimiento: el del cosmopolitismo cultural y el de la libertad adolescente, por un lado; y, por el otro, y de no menor importancia, la profunda percep-
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ción de Buenos Aires como memoria activada en el presente. En el poema “Arrabal”, que integra Fervor de Buenos Aires (el primer libro que escribió después de regresar de Europa), Borges expresa paradigmáticamente lo que intentamos señalar: Esta ciudad que yo creí mi pasado es mi porvenir, mi presente; los años que he vivido en Europa son ilusorios, yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires.
La experiencia europea –primero Suiza y después España– refuerza los lazos con su ciudad natal, le ofrece una percepción más honda del cruce entre su escritura y Buenos Aires, que se va convirtiendo paulatinamente en el inicio y el destino final de todos sus peregrinajes. Lo único real, junto con los libros leídos o por leer, son las calles de Buenos Aires, Palermo, el Sur, Adrogué, el hotel “Las delicias”, un patio profundo, una caminata nocturna con algún amigo (recuperando sus salidas ginebrinas y las que como joven poeta frecuentó en Sevilla y Madrid), una conversación en un bar del barrio del Once con Macedonio Fernández. Ciudad-refugio, espacio para una errancia lúdica, cobertura ontológica, patria contra los exilios (París adquirió para el desterrado el carácter de lo más cercano y de lo secreto, una suerte de hogar y de laberinto a ser desentrañado). Europa, en cambio, es “ilusoria”, una parada fugaz, una visión relampagueante e iluminadora que a lo largo de los años acabaría entrelazada con su comarca sureña. En esos años juveniles, Borges todavía no tiene tiempo para sentir la nostalgia de una juventud que se le escapa de las manos como la arena del mar; todo su fervor está puesto en Buenos Aires. Pero al final de su vida recordará, con esa nostalgia de la que carecía en los años veinte, una nostalgia nacida del paso del tiempo y de la vida que lentamente se escabulle, a Ginebra, su “otra” ciudad, la de la adolescencia, la de la amistad, la antigua y venerable ciudad de Calvino, la que vuelve a través de la lucidez implacable del recuerdo. Allí sí se da el cruce entre Buenos Aires –la eterna– y Ginebra –la de la felicidad–. La experiencia de Benjamin tiene que ver con el vagabundeo, con la transgresión de las barreras de la ciudad burguesa, con la libertad adolescente que logra escapar de la tutela paterna. En Dirección Única dejó constancia de un modo memorable de lo que después sería una constante en su vida: “Como alguien que ejecutara el gran molinete en la barra horizontal, así uno hace girar, cuando muchacho, la rueda de la fortuna, de la cual tarde o temprano saldrá el premio mayor. Pues únicamente lo que ya sabíamos o practicábamos a los quince años constituirá algún día nuestro atractivo. Por eso hay una cosa que nadie puede recuperar jamás:
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el no haber escapado de su casa. De cuarenta y ocho horas de abandono en esos años nace, como una lejía, el cristal de la felicidad de la vida”. En esas horas de ocio y extravío, Benjamin descubre, quizá para siempre, los inagotables secretos de la ciudad. La escritura de Borges, como también la de Walter Benjamin, se ase meja a su caminar la ciudad, con su ritmo, con la limpieza del azar, de las calles que se entrelazan en un laberinto cuya salida ya está destinada. La narrativa de Borges se sostiene (en uno de sus pilares) en la ciudad y en su experiencia de infatigable caminante. Las encrucijadas oscuras
que lancean cuatro infinitas distancias en arrabales de silencio.
En estos versos quizá se encierra la visión borgeana de la ciudad. Metáfora (que también encontramos en Benjamin) que reúne “encrucijadas” e “infinitas distancias”; visión de un imposible acabamiento, de una vagancia por “arrabales de silencio” que prolongan hacia todos lados los tentáculos de la metrópolis. ¿Cómo caminarla? ¿Hacia dónde ir? Benjamin dirá que solo se conoce verdaderamente una ciudad cuando uno ha aprendido a perderse en ella, cuando se la ha penetrado y atravesado por los cuatro puntos cardinales (Borges, en “La muerte y la brújula”, construye una imagen de la ciudad solidaria con la mirada de Benjamin; allí descubrimos, junto a Lönnrot, las fantasmagorías de la ciudad, sus oscuros rincones míticos, prohibidos: “Al sur de la ciudad de mi cuento fluye un ciego riachuelo de aguas barrosas, infamado de curtiembres y de basuras. Del otro lado hay un suburbio fabril donde, al amparo de un caudillo barcelonés, medran los pistoleros”). La metrópolis como un manto velado que con infinita paciencia puede ir descorriendo el caminante; pero también la ciudad como memoria, casi como experiencia anacronizante que conmueve el andar distraído del paseante que busca a su alrededor de lo que ya ha dejado de existir, aquello que se ha perdido entre los pliegues del recuerdo. “La imagen que tenemos de la ciudad –escribe Borges en “El indigno”– siempre es algo anacrónica. El café ha degenerado en bar; el zaguán que nos dejaba entrever los patios y la parra es ahora un borroso corredor con un ascensor en el fondo.” Quien se ha perdido sabiamente en una ciudad es capaz de romper la monotonía de la sucesión temporal, de escaparle a esa forma mefistofélica de destrucción de la memoria que es el progreso; pero también es posible percibir de otro modo el desplazamiento del presente hacia el futuro, porque “al igual que hay plantas de las cuales se dicen que poseen el don de hacer ver el futuro –escribe Benjamin en Infancia en Berlín–, existen también lugares que
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tienen la misma facultad. En su mayoría son lugares abandonados, como copas de árboles que están junto a los muros, callejones sin salida, jardines delante de las casas donde jamás persona alguna se detiene. En esos lugares parece haber pasado todo lo que aún nos espera”. Jeroglífico que el caminante busca descifrar, espacio donde se mez clan realidad y ficción, y donde la escritura va encontrando su ritmo, sus temas, haciéndose cargo de las oscuridades que encierra el paisaje urbano, de sus infinitos vericuetos y de sus fantasmagóricas siluetas que la atraviesan confusamente en múltiples direcciones. Quizá de ahí nazca esa inaudita necesidad de perderse en calles laberínticas que pueden esconder sorprendentes secretos o revelarnos la trama escurridiza del futuro, no en las formas esplendorosas que adquiere en los monumentos ejemplares del presente, sino en sus ruinas, en sus rincones olvidados y en sus desechos, allí donde lo “moderno” vuelve su otro rostro. Del mismo modo que a la ciudad hay que descifrarla, la literatura –como acertadamente escribe Davi Arrigucci– es para Borges “un arte del desciframiento”, impulsada por una inacabable “curiosidad intelectual” que se asemeja a la actitud inquisitiva ante los libros y el universo. Para Borges caminar la ciudad supone reencontrarse con el pasado, viajar hacia esos penumbrosos y olvidados rincones de la memoria; ya que para el autor de El Aleph “poseemos lo que perdemos; acaso es ese el encanto que tiene el pasado. El presente carece de ese encanto. Yo creo que el pasado es una de las formas más bellas de lo perdido”. Su anacrónica manera de caminar Buenos Aires simboliza con extraordinaria ejemplaridad el sentimiento borgeano del pasado como “una de las formas más bellas de lo perdido”. En Siete Noches, Borges se detiene, con la morosidad del conversador infatigable, en sus recuerdos, desanda, a través de las palabras ese sentimiento de una nostalgia vivida como ensoñación (también Benjamin amparó su escritura, y su visión del presente, en esa peculiar sensibilidad que solo fecunda la nostalgia). “Si yo pienso en Buenos Aires –nos comenta el Borges anciano–, pienso en el Buenos Aires que conocí cuando era chico: de casas bajas, de patios, de zaguanes, de aljibes con una tortuga, de ventanas de reja, y ese Buenos Aires era todo Buenos Aires. Ahora solo se conserva en el barrio del sur”. Literatura urbana, atravesada inextricablemente por el laberinto de calles que pueblan sus sueños, de un tiempo que ha roto su linealidad y que entrelaza festivamente la lejanía de lo ya vivido con la urgencia de lo actual; ensayismo plegado a los vaivenes sorprendentes y sorpresivos del caminante que, a paso desacompasado, recorre infatigablemente la metrópolis, dejándose conducir por su ritmo, mezclando sabiamente azar y certidumbre. Borges y Benjamin, dos escrituras de la ciudad y en la ciudad, amparadas por sus encuentros y sus extravíos, ansiosas de la novedad de
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cada esquina y de la repetición balsámica de lo conocido. Ciudad de la infancia, aventura de las tardes de verano, magnífica y aterrorizadora; ciudad de la adolescencia, erótica vivencia de la infinitud, del descubrimiento, de la salvaje libertad; ciudad que lentamente se va convirtiendo en recuerdo, ámbito trabajado por la memoria, espanto del ayer despiadadamente ido. Metáfora del universo, escenario inabarcable de la vida. 2 Borges ve a Buenos Aires con ojos antiguos; su visión de la ciudad no es contemporánea, una experiencia concreta del presente, sino que se remonta a su infancia y a lo que vieron y vivieron sus antepasados (quizá la ceguera –el destino de los Borges– significó la postración, la recurrencia, en el escritor, de la memoria como la fuente de sus narraciones). Borges regresa una y otra vez al Buenos Aires de Rosas, la ciudad baja, con patios y zaguanes, una ciudad todavía provinciana que no ha dejado de ser una gran aldea, con sus orilleros y sus márgenes abiertos a la inmensidad de la llanura y del desierto. Borges nos habla del Sur como si fuera el último resto de esa ciudad mítica desaparecida; escuchemos sus palabras: “Y la alegría de volver al barrio de Monserrat, en el Sur. Para todos los porteños el Sur es, de un modo secreto, el centro secreto de Buenos Aires. No el otro centro, un poco ostentoso, que mostramos a los turistas […]. El Sur vendría a ser el modesto centro secreto de Buenos Aires”. Y su escritura persigue esas formas fantasmales que los ojos enceguecidos siguen vislumbrando en las calles de una ciudad metamorfoseada. Borges es la memoria literaria de una Buenos Aires desvanecida en el vaporoso recuerdo de su madre. Ciudad de la memoria que reinstala en el presente el laberinto mágico de los orígenes. Para Borges, su destino de escritor está inescindiblemente entretejido con esa experiencia anacronizante de Buenos Aires. El autor de Ficciones relata que le debe a su hermana Norah su imagen imperecedera de la ciudad del Plata, porque “ella descubrió algo que yo solo no habría descubierto. Ella descubrió que Buenos Aires era una ciudad muy dilatada, de casas bajas, con patios, que era una ciudad horizontal (ahora es vertical). Ella me dijo a mí: ‘¡Qué raro! Esta ciudad, tan larga y tan chata, y sin embargo queda bien’. Y de ahí salió Fervor de Buenos Aires; toda mi literatura, digamos”. Borges sintió, cuando fue nombrado en 1955 director de la Biblioteca Nacional, que volvía al barrio de sus mayores, que volvía a encontrarse en esas calles demarcatorias y esenciales. Hay en él una suerte de sacralización de la ciudad que se expresa claramente en sus primeros libros. Al caminar
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la ciudad y al describir literariamente esas experiencias y esos recuerdos de familia, Borges se aparta de toda exaltación del progreso, porque a él no le interesa la ciudad que emerge de la piqueta modernizadora. Barrios oscuros y bajos, casas con patio, zaguán y aljibe, territorio de personajes corridos por la historia, calles tortuosas, esa es la ciudad del escritor, esa es la que su memoria recorre minuciosamente, entretejiendo sus propios recuerdos con los relatos de su madre y de su abuela. Para Borges, Buenos Aires sigue siendo la misma de su infancia en Palermo, aunque ahora se refugie como último baluarte ya derrotado en el mítico Sur. Importa la sensibilidad, las imágenes de la niñez, lo que quedó grabado en la retina, lo que escuchó decir casi en voz baja a los mayores de aquel tiempo fabuloso y monstruoso del Tirano, importa la fluencia caprichosa de la memoria, no el catálogo minucioso de las transformaciones urbanas. Cuando Borges camina por Buenos Aires sale del presente, se escabulle de ese gigante inabarcable y extraño que no le pertenece y se deja convocar por esas lejanas imágenes de un pasado que impulsa su escritura. A nosotros nos importa seguirlo en esa errancia que disloca el presente y que abre una brecha hacia otro tiempo y hacia otro lugar. Benjamin, en sus vastas caminatas parisinas, cuando conjugaba sus horas diurnas en la Bibliothèque Nationale con el extravío nocturno, hizo algo muy semejante a lo hecho por Borges: buscaba en los restos, en los desperdicios del día, a la ciudad del siglo XIX. No resulta vano señalar que los dos viven sus ciudades –Buenos Aires y París– desde la óptica del siglo XIX. París es para Benjamin Baudelaire, el flâneur, los bulevares abiertos por la sed modernizadora del barón Haussmann y las necesidades del poder burgués, es la exposición mundial, las arcadas de acero y vidrio, los últimos restos de las callejuelas medievales, es, también, la ciudad de las barricadas y de Blanqui. Acompañado del idioma de Proust, Benjamin trajinó minuciosamente las calles parisinas, se dejó llevar hacia otro escenario, captó los sonidos de una ciudad ya desaparecida; él también, como Borges, vivió otra ciudad, caminó por otras calles y se detuvo a escudriñar los objetos que lo remitían a ese mundo decimonónico fenecido como resultado de la extenuante realización de sus propios ideales de progreso. Benjamin recorrió la ciudad de Baudelaire para entender su propio tiempo; arqueologizó el siglo XIX, escarbó en los orígenes de lo moderno, para penetrar en los secretos de una época destinada al ocaso. Él descubrió doblemente a París: la atravesó azarosa y laberínticamente en noches interminables; a veces solo, otras guiado por los pasos expertos de alguna prostituta; pero también se la apropió a través de su pasado, de su agónica memoria escondida entre los miles de documentos que guardaba la Bibliothèque Nationale. Benjamin descubrió París con sus desacompasados pasos y con los libros, una sublime
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manera de penetrar en los misterios de cualquier ciudad. Dicha del caminante que ama perderse para poder encontrar y dicha del lector que sale a la caza de algún fragmento especialmente feliz. ¡Cuánto se parecen Borges y Benjamin! París y Buenos Aires, su pasión de caminantes, de paseantes de la memoria, su infatigable devoción hacia los libros y las bibliotecas, sus indagaciones constantes de los misteriosos vericuetos del lenguaje, el trajín cotidiano y bendito de la escritura, la ceguera y la extrema miopía, su lucidez termidoriana, su alabanza de lo minúsculo, su común pasión por la literatura infantil. Los dos recorrieron con entusiasmo los laberintos de la lengua, sintieron el latir de Dios en la sonoridad de las palabras. Nunca se leyeron (Borges quizá pudo haberse encontrado con algún texto de Benjamin que al final de los años sesenta ya era conocido por sus amigos de la editorial Sur), pero eso no parece ser importante, son tantos los puntos en común que daría la impresión de que se leyeron atentamente, que se conocieron en profundidad, compartiendo prolongadas caminatas por sus ciudades, conversando hasta el amanecer de sus libros amados, de la Cábala que ambos conocieron por Scholem, de los secretos que esconde toda biblioteca, quizá de Shakespeare y de los barrocos alemanes, seguramente de los simbolistas franceses y de los libros de infancia, sin olvidar su especial inclinación por las novelas policiales y por el cine. Benjamin se hubiera sentido profundamente conmovido por “Deutsches Requiem” o por “El Aleph”; Borges hubiera leído fascinado las Tesis de filosofía de la historia o el ensayo sobre Kafka (¿cómo pasar por alto que los dos amaron con intensidad al praguense y que ambos imaginaron que lo acompañaban en una larga caminata por el gueto, tratando de seguirle la pista al Golem?). Borges encontró la universalidad desde los suburbios, habitando tozudamente en las fronteras del mundo, allí descubrió el cosmopolitismo de la cultura; Benjamin vivió escapando del centro, afirmándose en sus umbrales, escribiendo póstumamente, desconocido y solitario, último representante de una época y de una cultura extenuada y lanzada hacia el precipicio de la barbarie. Borges miró a través de los lentes lejanos de Buenos Aires los secretos de las lenguas de Occidente; Benjamin observó en los escombros de la modernidad su propia finitud. Borges murió en la ciudad donde transcurrió su adolescencia feliz e iniciática, quiso poner distancia de Buenos Aires, alejarse de sus fantasmas y de sus pesadillas, del pasado que golpeaba infatigablemente la memoria del anciano. Borges vivió una vida extensa, a veces dichosa, otras infeliz; fue la suya, en todo caso, una existencia determinada por el sino de la literatura, acechada por esos volúmenes de la biblioteca de Palermo en los arrabales de Buenos Aires donde, como su lejano antepasado Francisco Laprida, se encontró con su destino sudamericano. Borges caminó lentamente hacia la muerte, se tomó su tiempo, se
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detuvo en cada recodo del camino, la aguardó con calma, a veces deseó apresurarla, pero en general la esperó sin excitaciones, como si fuera una antigua conocida, sintiendo con alivio el otoño de sus años, esa sensación de entrar pausadamente y con los ojos abiertos a la eternidad. Benjamin vivió acosado por su fidelidad de escritor destemplado, incansable en su persistente extraterritorialidad; quizá se supo póstumo, por eso se ocupó obsesivamente de que su amigo Gershom Scholem mantuviera con cuidado y actualizadas copias de todos sus trabajos; él sabía que algún día, en otra encrucijada cultural, alguien leería sus escritos, otros lectores, no sus contemporáneos, prestarían atención a sus ideas. Benjamin tenía conciencia de ser uno de los últimos exponentes de un mundo cultural en la hora de su crepúsculo. En todo caso, y esta quizá sea una profunda diferencia con Borges, Benjamin no veía delante suyo una vida prolongada, la vejez no estaba en sus planes de fugitivo y de intelectual desarraigado. A él, como en un cuento de Borges, el destino lo esperaba en una frontera. Ambos sí “se habían demorado en los goces de la memoria”, sus obras fueron talladas pacientemente con el material extraído de los recuerdos, en un juego interminable donde la tradición iluminaba la novedad. Borges ha escrito en forma de poema esta certeza: Solo una cosa no hay. Es el olvido. Dios, que salva el metal, salva la escoria Y cifra en su profética memoria Las lunas que serán y las que han sido. (“Everness”) Viajeros de zonas teñidas por el gris del olvido, exégetas de apergamina dos manuscritos descompuestos por el paso vertiginoso del tiempo. Las ciudades amadas fueron para ellos un jeroglífico a descifrar, un laberinto que había que recorrer insobornablemente, una serie dispersa de infinitas huellas hacia los fondos oscuros de la memoria. A Borges siempre le fascinaron esos personajes de las orillas, figuras brumosas de una época pretérita que representaban, para el escritor, un mundo de valores volatilizado, sepultado bajo los escombros de la antigua ciudad que dejaba su lugar a la urbe moderna. El orillero guardaba la memoria de otro tiempo, y Borges, a través de esos personajes de los arrabales, intentó seguirle la pista a una ciudad que se esfumaba, que vertiginosamente se transformaba en un monstruo despiadado, en una masa informe que se extendía hacia todos los confines borrando las huellas de la memoria. Benjamin persiguió en las noches parisinas el sabor y el olor de otra ciudad, de otra edad; buscó en los ojos abismales de las prostitutas las señas
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de identidad, la contraseña para penetrar en esa otra ciudad que se despertaba cuando los honestos ciudadanos se retiraban al interior protegido de sus hogares burgueses. Libros y prostitutas, una combinación extraña, una alquimia original para penetrar el misterio de la metrópolis moderna. El comercio de la noche, la laboriosidad del trapero y la mirada que fecunda en el otro el deseo que se oculta en la fugaz figura de la hetaira nocturna. Un aprendizaje de la ciudad desde sus trastiendas, atravesando sus fondos nebulosos, sus zonas prohibidas, perdiéndose en medio de la intriga y del deseo. Ciudad en rojo, acechante, erótica, antiburguesa y antigua, esencialmente antigua y pre-moderna, como hilo nunca cortado de una memoria en perpetua metamorfosis. Allí el berlinés aprendió a descifrar los signos de la decadencia en el brillo ostentoso del presente, descubrió el agotamiento de las promesas decimonónicas hurgando en sus restos como alegorías de un sufrimiento por venir; viajando hacia el pasado supo deslizarse por las grietas de una modernidad que, sin saberlo, entraba en la noche de su historia, en el tiempo de su ocaso. Benjamin, el caminante, buscaba lo imposible de hallar, trataba de encontrar las otras ciudades, las otras épocas, las otras voces en el tejido urdido por la metrópolis contemporánea. Borges, caminando hacia la ceguera, siguió viendo siempre la misma ciudad abrumada por el paso de los años y el frenesí del progreso; Benjamin, quizá más pretencioso, trató de descubrir el París del siglo XIX en su doble deriva: por las callejuelas nocturnas de los barrios desechados por la decencia burguesa y por el amasijo de materiales apilados y sepultados en la Bibliothèque Nationale. Borges mantuvo en su memoria la ciudad de la infancia, la relatada por sus padres y abuelos; Benjamin se apropió de París a través de la literatura y de un paciente ejercicio arqueológico. Trayectorias distintas pero simétricas: los dos vivieron el presente como una fuga literaria hacia el pasado o, quizá mejor, convocaron en el presente los fantasmas del pasa do, vieron la decadencia en medio del esplendor. Vivieron la historia como escritura, caminaron la ciudad como si fuera una obra estética y la describieron como metáfora de la sociedad. 3 “Solo una cosa no hay. Es el olvido.” Tema esencial que recorre como un hilo delgado pero continuo la obra borgeana y que constituyó uno de los ejes reflexivos de la escritura de Benjamin. El olvido y la memoria siempre van juntos, se necesitan allí donde más se oponen; la vastedad del tiempo teje caprichosamente el telar donde estas dos figuras disputan una imposible supremacía.
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La memoria llega a ser la tan temida inmortalidad, el terrible cansancio de las oscuras noches del insomnio, el vasto horror derecordar para siempre el ayer, el suplicio del sufrimiento reiterado, o la melancólica dulzura de la infancia que vuelve en medio de la adultez despiadada. Pero la memoria es también pertenencia, supone una compleja trama donde se juntan la esperanza y el dolor acumulado por todas las generaciones que mordieron el polvo de la derrota; la memoria lleva la pesada carga de una promesa restituidora, es el feroz combate que los hombres libran contra los fantasmas acariciadores del olvido, es la juntura de generaciones extrañadas que se han perdido en el remolino de la historia. El olvido es muerte, es el deseo de la nada, deseo ejemplar y atroz, fin de toda saga, silencio definitivo de la palabra que fue pronunciada para perpetuar el tiempo del hombre y que se encuentra apabullada por la mudez del pasado; es el hueco en el sonido del habla. Borges se balancea inquieto entre la memoria y el olvido; alguna vez se extasía en el vigor heroico de los antepasados, de antiguos guerreros sepultados por el polvo de la historia que el poeta intenta recuperar de la noche de los tiempos. Guerreros vikingos, guerreros de la independencia americana y de las luchas civiles que el poeta sueña en la convergencia tumultuosa de su sangre. Pasos que buscan rescatar esa otra ciudad que se escabulle hacia el Sur, allí donde el caminante busca detener el inexorable transcurrir del tiempo. Esa memoria atesorada en la escritura de Borges es, desde cierta perspectiva, redentora; como aquella imagen que aparece en las Tesis de filosofía de la historia y a través de la cual Benjamin nos habla de la memoria como reparadora de las generaciones vencidas, de la enorme tarea que le cabe al historiador: “El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza solo es inherente al historiador que está penetrado de lo siguiente: tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando este venza” (Tesis 6). En Benjamin, la memoria opera como una fuerza redentora, se hace cargo de todas aquellas voces que fueron silenciadas por el estruendo de los vencedores. La memoria, y eso Borges y Benjamin lo saben, es siempre dolorosa y lleva las marcas imborrables de lo punitivo: también allí donde nos ofrece las imágenes de una felicidad pasada; precisamente allí es donde la punzada del dolor se hace más intolerable. El olvido, en cambio, teje su manto protector y cura las heridas; pero también desliza en nosotros el silencio aterrador y ciega nuestros ojos que ya son incapaces de mirar hacia atrás. “Jamás podremos rescatar del todo lo que olvidamos –escribe Benjamin–. Quizá esté bien así. El choque que produciría recuperarlo sería tan destructor que al instante deberíamos dejar de comprender nuestra nostalgia. De otra manera la comprendemos, y tanto mejor, cuanto más profundo yace en
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nosotros lo olvidado. Del mismo modo que la palabra perdida, que acaba de huir de nuestros labios, nos infundiría la elocuencia de Demóstenes, así lo olvidado nos parece pesar por toda la vida vivida que nos promete […]. Quizá sea la mezcla con el polvo de nuestras moradas derrumbadas lo que constituye el secreto por el que pervive”. Olvidamos para recordar; soportamos la dureza de la marcha porque somos capaces de olvidar el sufrimiento de las generaciones pasadas. Sin embargo, siempre están los que recuerdan, los que insisten, aunque no lo quieran, con el duro trajín de la memoria que va tomando forma a través de las palabras del escritor. Borges, el memorioso, pertenece a esa saga de hombres surcados por una escritura destinada a volver hacia atrás, a detenerse en esas zonas borrosas que la mayoría de los hombres prefiere pasar por alto. Borges se siente asaltado por los fantasmas del ayer, es un poeta que se deja decir por los sonidos de un pasado que desgarra el presente. Sus versos hablan por él: Entra la luz y asciendo torpemente De los sueños al sueño compartido Y las cosas cobran un debido Y esperado lugar y en el presente Converge abrumador y vasto el vago Ayer: las seculares migraciones Del pájaro y del hombre, las legiones Que el hierro destrozó, Roma y Cartago. Vuelve también la cotidiana historia: Mi voz, mi rostro, mi temor, mi suerte. ¡Oh, si aquel otro despertar, la muerte, Me deparara un tiempo sin memoria De mi nombre y de todo lo que ha sido! ¡Oh, si esa mañana hubiera olvido! (“El despertar”) Despertar y olvidar (que para el poeta significa el tránsito hacia la muerte), que se borren las imágenes abrumadoras del ayer, las que asaltan despiadadamente el sueño del poeta que, sin embargo, persigue a través del itinerario zigzagueante de su escritura la plenitud del pasado, quizá su propia perdurabilidad, sus inconfesadas aspiraciones de alquimista. Pido a mis dioses o a la suma del Tiempo Que mis días merezcan el olvido, Que mi nombre sea Nadie como el de Ulises,
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Pero que algún verso perdure En la noche propicia a la memoria O en las mañanas de los hombres. (“A un poeta sajón”) La pluma de Borges cruza los caminos y mezcla los sentidos; los dos ríos –el del Letheo y el de la Aletheia– convergen en el mismo estuario. Que quede la palabra, la que fue ejecutada en un momento de bendita inspiración; una palabra para acompañar la noche de los hombres o, más intenso aún, sus mañanas, cuando el olvido amenaza con borrar todo y a todos. Borges se detiene en sus recuerdos, visita continuamente a lo largo de su obra aquellas imágenes que se detuvieron para siempre en su memoria: Palermo, la biblioteca de su padre, los veranos en Adrogué, sus lecturas infantiles, Ginebra, las conversaciones con Macedonio Fernández, el sajón, la poesía de Whitman; pero quizás intuye también que existe una forma perversa del olvido fecundada en una época que ha hecho el culto de la fugacidad, que ha sacralizado la novedad y que vive fascinada por el esplendor agonizante de la modernidad, de la técnica, abrumando la cotidianidad de los hombres. Borges batalla contra esa forma del olvido, frente a ella se atrinchera en la memoria, vuelve una y otra vez a sus recuerdos, a sus libros y a su biblioteca; también se atrinchera en la escritura como refugio del erudito ante la embestida de la neobarbarie tecnologizada. Su viaje hacia el anglosajón y hacia las sagas islandesas, su obsesión por una ciudad fantasmal y evaporada en el tiempo, la presencia permanente de sus lecturas juveniles, expresan el disgusto borgeano por una época despiadada y vacía; de un tiempo sin guerreros ni cabalistas, sin libros sagrados, de una época que se va quedando sin poetas. Benjamin ha pensado este tiempo de inexorable descomposición desde una perspectiva muy cercana a la de Borges; Benjamin meditó sobre la “nueva pobreza” que habita en el hombre junto al “enorme desarrollo de la técnica”, el aplastante triunfo de la fugacidad que todo lo arrastra hacia un remolino destructor. El olvido es el síntoma de nuestra época, su rasgo más característico; por eso importa releer el pasado, sumergirse en él, reconociendo sus huellas en el presente. En Borges, a diferencia de Stephen Dedalus, la historia no es solo pesadilla, el horror de la recurrencia de la que hay que tratar de escapar. Su detenerse en la memoria implica conjugar las dos dimensiones, la pesadillesca y la redentora. Porque en “épocas de indigencia técnica –escribe Raúl Antelo–, en que las dificultades para estructurar lo nuevo nos remiten a la complejidad de generar compartimientos convencionales, se vuelve prioritaria esa aventura de la memoria cuya lección, recordando a Voltaire, es que ‘sans le sens il n’a pas de mémoire et sans la mémoire, il n’a pas de esprit’ Si la
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historia es memoria, la ficción es memoria y olvido, ir y venir de la escritura, evasión de lo presente y presencia de lo evasivo”. A Borges le caben estas palabras, precisamente porque su escritura se internó en ese juego donde la historia se trasmuta en ficción y la ficción en historia. La literatura borgeana se hace cargo de los secretos –a veces inescrutables– de la marcha azarosa de la historia del mundo, y en la infinitud de temas que parece abordar inagotablemente, subyacen sin embargo las preocupaciones de siempre: el tiempo, la imagen duplicada monstruosamente en el espejo, sus sueños de tigres en color amarillo, el heroísmo de personajes olvidados, las indagaciones voluptuosas del origen arcano y misterioso del lenguaje, sus impresiones de caminante infatigable por ciudades atesoradas en la memoria, la obsesión del laberinto y la biblioteca como cosmogonía del universo; una escritura, en fin, que experimenta sin pretender constituirse en estilo vanguardista y que solo deposita su confianza en el feliz encuentro de forma y contenido, en la sonoridad exuberante de algún poema inmortal. Esas recurrencias justifican la escritura borgeana, le otorgan un andamiaje, la belleza de una arquitectura compleja y simple al mismo tiempo. “Ahí están asimismo mis hábitos: Buenos Aires, el culto de los mayores, la germanística, la contradicción del tiempo que pasa y de la identidad que perdura, mi estupor de que el tiempo, nuestra substancia, puede ser compartido” (El otro, el mismo). El aparente barroquismo temático que parece recorrer la obra de Borges en realidad esconde sus recurrencias, la fidelidad a “sus hábitos”, la permanencia de sus conjeturas de siempre. Astutamente, él ha construido su obra como si fuera un laberinto hecho de mil tradiciones (algo muy semejante hizo Benjamin) y atiborrado de lecturas, y, sin embargo, ese laberinto tiene, como toda construcción compleja, su propia lógica, la coherencia de sus engaños y la sabiduría del estratega que intenta confundir al adversario. Leer a Borges es tratar de descubrir la lógica oculta que hace posible salir airoso de la trampa del Minotauro. ¿O quizás una de las secretas intenciones de Borges sea la de hacernos creer que hemos descubierto sus códigos? En su poema “Ariosto y los árabes” Borges metaforiza sobre su propia obra: Nadie puede escribir un libro. Para Que un libro sea verdaderamente Se requieren la aurora y el poniente, Siglos, armas y el mar que une y separa.
Una estética en la que se cruzan el misterio y la reflexión filosófica; una estética donde el saber del erudito, del que ha trajinado con ardor y pasión
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ciertas tradiciones se confunde armónicamente con ese dejo de misticismo que emerge de la escritura borgeana. Toda esta maravillosa alquimia (donde se entrelazan la memoria, el amor a Buenos Aires, el entusiasmo por las etimologías, la sorprendente erudición nacida de haber fatigado los libros y, sobre todo, las enciclopedias) se encuentra encerrada en “Otro poema de los dones” en el que Borges atraviesa bellamente todos sus amores, sus ilusiones, sus obsesiones: Gracias quiero dar al divino Laberinto de los efectos y de las causas Por la diversidad de las criaturas Que forman este singular universo. En el poema está la obra, está la razón y está Swedenborg, allí se recuerda Las mil y una noches y la Divina Comedia; en sus versos se renueva el fervor por los vikingos y por la poesía de Verlaine; Borges recupera, no sin ironía, a Séneca y a Lucano, “de Córdoba/ que antes del español escribieron/ toda la literatura española”; y el ajedrez con su infinita geometría y su exacta conjunción de razón y azar. Todo el mundo abigarrado de Borges desfila por las estrofas del poema; detenerse en él es penetrar en su historia, en su biografía, percibir la exuberancia y la fragilidad de los recuerdos. Borges modela el material de su memoria, lo convierte en ficción. Benjamin intenta penetrar en lo moderno haciéndose cargo, precisamente, de la función agónica que le cabe al pasado en la experiencia cotidiana de la sociedad burguesa. Él es, a su modo, un batallador contra el olvido, un arqueólogo que con infinita paciencia se detiene a examinar los restos frágiles, los desechos que la “diosa industria” arroja todos los días y que los hombres son incapaces de percibir como expresión brutalizada de su misma sociedad. Vivir en “lo actual” significa –para el hombre moderno– anestesiar su memoria, opacar sus recuerdos y dejar de percibir, en la feroz fugacidad de la moda, la eterna repetición de lo mismo. “Nos hemos hecho pobres –escribe Benjamin–. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeño por cien veces menos de su valor para que nos adelanten la pequeña moneda de lo ‘actual’”(“Experiencia y pobreza”). Esa fascinación por lo “actual” corre pareja con la displicencia contemporánea hacia la “herencia de la humanidad”, una suerte de alucinada carrera hacia un futuro intangible. Benjamin, a través de su escritura, intenta sortear esta tendencia de época, esta obnubilada inclinación hacia la exaltación de lo nuevo.
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4 La biblioteca del autor de las Tesis de filosofía de la historia tiene profundas y sorprendentes semejanzas a La Biblioteca de Babel de Borges. Ambos homologan la biblioteca al universo (quizá en Benjamin más circunscrita a un universo subjetivo –pero no por eso menos infinito–, mientras que Borges se desplaza hacia lo ontocosmológico). La biblioteca, para los dos escritores, es un espacio abierto, indefinido (puede incorporar siempre un nuevo libro o hacer aparecer otro que jamás supusimos que podría estar o que simplemente desconocíamos); promete la aventura del viaje, pero también la frustración –o las sorpresas– del extravío, de no encontrar lo que se busca (“Como todos los hombres de la biblioteca –relata Borges–, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de los catálogos”; la imagen se complementa con la escritura benjaminiana: “Los coleccionistas son seres dotados de un instinto de estrategas, su experiencia les enseña que, en el asalto a una ciudad desconocida, la más minúscula tienda de antigüedades puede resultar un bastión, la papelería más recóndita, una posición clave. ¡Cuántas ciudades me revelaron sus secretos en mis expediciones a la conquista de ciertos libros!”). Solo quien ha viajado infatigablemente detrás de huellas perdidas, de señales difusas, de libros fervientemente anhelados, solo quien ha perseguido las marcas de una escritura indescifrable pero eterna, fundacional, ha logrado alcanzar un resto del arcano de la Biblioteca (los sabios cabalistas, pacientes descifradores del jeroglífico divino, han sabido de este peregrinaje inacabado, absurdamente infinito, pero pleno, dichoso, imposible de eludir; la promesa detrás de cada letra, el misterio descubierto entre el amasijo de palabras, el éxtasis de intuir que allí, en el texto, se esconde el secreto de la creación del universo, el “catálogo de los catálogos”). Que la Biblioteca –tanto para Benjamin como para Borges– sea interminable, laberíntica, hace posible el despliegue de la escritura, abre la sospecha de una creación escapada de los designios del demiurgo universal, deja siempre delante el vacío de lo insondable. “Los místicos –cuenta Borges– pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.” Una doble entrada a la Biblioteca: el misterio y el desciframiento (la interpretación y el comentario, dirá Benjamin haciéndose cargo de la antigua tradición talmúdica). En realidad la Biblioteca –la de Borges, pero también la más real de Benjamin– posee otras entradas innumerables, aunque alguien pueda atreverse a contarlas; del mismo modo que también son innumerables e infinitos sus anaqueles, sus pasillos, sus escaleras y sus libros (múltiples entradas también posee
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la Biblioteca de Benjamin; cada libro conduce hacia un mundo propio y capaz de agregar algo nuevo, diferente, a la propia Biblioteca, tornándola infinita, vaporosa, inasible). Borges nos sugiere un peregrinaje sin límites, una errancia destinada al ocaso después de haber intentado en vano hallar el Sentido entre los sentidos. El saber se encuentra entrampado en este viaje sin final: “La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible”. “Un lugar no se conoce –dirá Benjamin– hasta no haberlo vivido en el mayor número posible de dimensiones. Para poseer un sitio hay que haber entrado en él desde los cuatro puntos cardinales, e incluso haberlo abandonado en esas mismas direcciones.” La Biblioteca se sustrae a los designios del hombre, escapa a su finitud porque existe ab aeterno; ella posee un orden aunque sea indefinido; esta certeza impulsa la inexorabilidad de la búsqueda, promueve el comentario del comentario (hacer la cartografía de la Biblioteca es una quimera ineludible; cada generación no ha podido hacer otra cosa y lo seguirán haciendo las generaciones venideras. La infinitud de la Biblioteca, su estructura laberíntica, es su protección frente a las desmesuras de una criatura peligrosamente inquieta, insatisfecha de los umbrales que no puede traspasar). La Biblioteca borgeana renueva la tarea inconclusa de la escritura-lectura; nos coloca en el interior de una ficción hecha de la verdadera materia primigenia: la palabra. La Biblioteca benjaminiana es una patria también articulada desde la palabra y con ella. Universo del lenguaje, laberintos, “ruinas circulares, galerías, Babel (o Babilonia) –comenta George Steiner– son constantes en el arte de nuestro tercer cabalista moderno [Kafka y Benjamin eran sus predecesores]. Podemos observar en la poesía y en las narraciones de Jorge Luis Borges todos los motivos presentes en el lenguaje de los gnósticos y seguidores de la cábala: la imagen del mundo como un encadenamiento de sílabas oscuras, la idea de una palabra absoluta o de una letra cósmica –alfa o alef– que disimula en los desgarrados jirones de las lenguas humanas, la conjetura de que la suma del conocimiento esté prefigurada en una obra última que contiene todas las permutaciones concebibles del alfabeto”. En Benjamin y en Borges la escritura es un modo genuino de rondar el misterio del Nombre, del verdadero alfabeto. Biblioteca y escritura son inseparables, una se alimenta de la otra, va expandiéndose a medida que el infinito texto sigue tejiendo la vestimenta grafológica del universo. Pero básicamente la Biblioteca puede ser pensada como el hábitat más genuino, el verdadero hogar del escritor, su patria. Y la Biblioteca de Benjamin, y él lo sabe, simboliza la permanencia de una historia, los trazos firmes de una biografía que pese a la diáspora babélica, redescubre a través de los libros los fragmentos de su identidad.
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5 Hay una idea benjaminiana, heredera del espíritu judío, que es impor tante remarcar en este contexto: cada línea escrita era “una victoria arrancada a las potencias de las tinieblas, de tan incierto” como aparecía el futuro a los ojos de la tradición de la que Benjamin forma parte. Estas palabras fueron escritas pocos meses antes de su suicidio en esa frontera cruzada, siglos atrás, por otros judíos que también intentaron tejer su escritura en el interior tumultuoso de la tradición. La conciencia del exilio definió la mirada benjaminiana de la historia (del mismo modo que su experiencia ginebrina y europea le permitió al joven Borges mirar con otros ojos su pasado argentino); esa milenaria percepción del desarraigo, de la patria confinada al libro, de una diáspora destinada a trajinar el interminable espacio de la historia en la espera mesiánica del día de la redención. En Benjamin, la escritura es urgencia, memoria, fidelidad, amparo frente a la barbarie que se aproxima, continuidad de una tradición amenazada de muerte. Borges, desde esta lectura que estamos haciendo, posee otra sensibilidad, sus desarraigos tienen otras connotaciones, su propio anacronismo apunta hacia otro sentido. La experiencia judía es demarcatoria, hace a un peculiar derrotero intelectual; la experiencia de Borges tiene que ver con desinteligencias de época, está preñada por esa conexión tan original en él entre lo antiguo y el presente. La experiencia del exilio y de la persecución define una escritura, modelan un pensamiento. Borges vivió el fin de una época, trató de ficcionar la trama de una historia perturbadora, poetizó una ciudad que ya no era hasta fundarla míticamente a través de la literatura. Hay en él una escritura de la nostalgia que en diversas ocasiones deja entrever un escepticismo protector, como si fuera un paliativo frente al desmoronamiento de ese mundo cada vez más ausente de la realidad cotidiana y cuidadosamente guardado en la imagina ción. Borges sabe que sus incursiones por el territorio opaco de la memoria suponen perturbar la fuente de los recuerdos, convertirlos en algo diferente a lo que seguramente fueron en el lejano tiempo de su cristalización. Así podemos comprobarlo en uno de los textos clave de la narrativa borgeana, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, donde el escritor señala que la “metódica elaboración de hrönir […] ha prestado servicios prodigiosos a los arqueólogos. Ha permitido interrogar y hasta modificar el pasado, que ahora no es menos plástico y menos dócil que el porvenir”. “Modificar el pasado” es lo que el narrador hace al desplegar esa alquimia de recuerdos oscurecidos por el paso del tiempo y la resignificación que produce la ficción. El pasado, a través de esta conjunción, vive un proceso restitutivo que, como Borges señaló claramente en el texto antes citado, implica una modificación de ese tiempo acontecido. Deberíamos agregar que el recuerdo borgeano no
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tiene una facultad redentora, un salvar en el presente los sufrimientos de las generaciones anteriores; su función –si es posible utilizar esta palabra– es fundamentalmente estética. Benjamin recorre otro camino. Su relación con el pasado está profun damente trabajada por el judaísmo; por ese “romance desesperado de los eternamente desesperanzados”. Benjamin asume la responsabilidad –muy judía– de hacerse cargo del sufrimiento de las generaciones pasadas y, también, del tremendo dolor de la naturaleza. Su visión redentora es reparadora y no se proyecta como una escatología de la predestinación; la teología benjaminiana, como la de Kafka, es negativa. En su ensayo sobre Kafka, Benjamin se detiene en un extraño texto de Max Brod: “Recuerdo –dice Brod– una conversación con Kafka, cuyo punto de partida era la Europa actual y la decadencia de la humanidad. ‘Somos –dijo– pensamientos nihilistas, pensamientos de suicidio que afloran en la mente de Dios’. Esto en principio me hizo pensar en la visión del mundo de la Gnosis: Dios como un demiurgo maligno y el mundo como su pecado original. ‘Oh no –dijo–, nuestro mundo es solo un malhumor de Dios, un mal día’. ¿Habría entonces esperanza fuera de esta manifestación de este mundo que conocemos? Sonrió. ‘Sin duda, mucha esperanza, infinita esperanza, pero no para nosotros’”. Mirada crepuscular que, sin embargo, como la de Benjamin, recoge el legado de la tradición judía que piensa el tiempo mesiánico como el espacio de la conjugación de todas las generaciones. Geoffrey Hartman ha escrito palabras esclarecedoras que vale la pena citar: “Este quiasmo de esperanza y catástrofe es lo que salva a la esperanza de ser desenmascarada y mostrada únicamente como catástrofe, como la ilusión o el insatisfecho movimiento de deseo que lo ahogaría todo. La fundación de la esperanza se convierte en reminiscencia, lo actual confirma la función y aun el deber del historiador y del crítico. Recordar el pasado es un acto político, una ‘búsqueda’ que nos envuelve en imágenes que pueden constreñirnos a identificarnos con ellas y que denuncian el ‘débil poder mesiánico’ hoy corriente (Tesis 2). Estas imágenes, desgajadas de su localización fija en la historia, deshacen el concepto de tiempo homogéneo y se insertan en el presente o lo reconstituyen”. Borges se mueve en otro registro, su visión de la historia tiene un carácter mitologizante, ahistórico, fuertemente inclinado hacia los arquetipos y, también, a las fijaciones infantiles (es clara la recurrencia, a lo largo de su prolongada vida de escritor, de la proyección del rosismo en su obra; su lectura del primer peronismo, su experiencia práctica de opositor al régimen populista, estuvo mediada por la memoria familiar de la dictadura de Rosas –acontecida medio siglo antes del nacimiento de Borges–. Perón, a los ojos
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del escritor, no fue sino la repetición especular de Rosas, la reiteración de una experiencia ya vivida). Y sin embargo, la prosa borgeana está saturada de historia, sus personajes siempre ocupan los bordes, permanecen en los umbrales o se equivocan de lugar. Son personajes de un tiempo acontecido, incapaces de adecuarse a las exigencias, para ellos inverosímiles, del progreso; sus valores ya no pertenecen al presente, tienen que ver con el coraje, la camaradería, la palabra empeñada. Un mundo de valores en desuso, anacrónicos, que se deshilachan en medio de la sociedad burguesa y consumista. A través de estos personajes de las orillas de Buenos Aires, de esos compadritos de fines de siglo, hombres de cuchillo ligero al servicio del honor y de algún caudillo local –pero amparados en un código que nada tiene que ver con la política–, Borges dibuja el cruce final de una época y de un mundo (y no sería arriesgado decir que él toma partido por esos fantas mas del pasado que alcanzó a entrever en sus días de infancia). Hay en su escritura una suerte de vindicación, un intento de redimir a esas figuras olvidadas y desprestigiadas, pero sin alcanzar el gesto salvífico del mesia nismo judío. Borges, el erudito sensible, el intelectual refinado, toma la pluma –en algunas de sus mejores páginas– para desenterrar la memoria de oscuros personajes de un suburbio donde el coraje y la bravura quedaron sepultados para siempre. Borges retrata un tiempo pre-moderno, ese espacio de metamorfosis donde el campo va deviniendo ciudad. Con un aire de melancólico escepticismo, Borges despliega las artes de su escritura para retratar un paisaje desvanecido que solo la alquimia de ficción y de memoria pueden ofrecernos. Benjamin construye su obra crítica desde una perspectiva que tiene a la historia como un referente esencial; pero no la historia en el sentido de una sucesión lineal del tiempo, sino como escenario de profundas transformaciones que sorprenden el decurso armónico de la sociedad. Y el crítico busca descubrir esos puntos de clivaje, esos momentos donde la claridad del cielo es brutalmente descompuesta por la potencia del relámpago. Benjamin bucea en la modernidad, en sus zonas fundacionales, no para exaltar la continuidad de un modelo de cultura, sino para entender la trama dialéctica que nos permite reconocer la proximidad de la decadencia allí donde todavía permanece el esplendor. Borges y Benjamin, dos sensibilidades que se conjugan y que se dis tancian; dos experiencias ejemplares en medio de una época extraordinaria y despiadada. En estas páginas simplemente quisimos aproximarnos a ciertos puntos en común, apuntar algunos problemas de interpretación. Nos interesaba poner en evidencia la pasión de la escritura como afirmación del espíritu; resaltar ese común anacronismo que los convierte en agudos
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críticos de la lógica del progreso y de la modernización. Hacer cruzar sus caminos, establecer un diálogo entre ellos, implica ejercer una lectura dis tinta, quizás a contrapelo, de nuestro presente; supone apropiarnos de una espiritualidad de la que cada vez nos sentimos más huérfanos. Borges y Benjamin, dos modelos de escritores y pensadores que determinan nuestra mirada y que nos siguen prometiendo la aventura de la creación y del pen samiento.
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Buenos Aires: la escritura y la huella Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible… A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: la juzgo tan eterna como el agua y el aire. Jorge Luis Borges La ciudad y la literatura han caminado juntas, se han entramado la una en la otra hasta volverse indiscernibles, como si ya no pudiéramos atravesar las calles sin percibir que ciertas escrituras secretamente invaden nuestro andar; páginas de libros leídos a lo largo de nuestras vidas le van dando forma laberíntica a nuestros pasos urbanos, ofreciéndonos imágenes que relampaguean más allá de la inapropiada realidad que despliega su presencia con la intención de herir de muerte la trama literaria de nuestros recuerdos.1 Borges decía que algunos libros tienen la maravillosa facultad de convertir en recuerdos del lector lo que son experiencias del autor. Nuestra memoria se va convirtiendo en el receptáculo de oscuras ciudades talladas por las escrituras de aquellos que no han podido eludir la presencia, en sus obras, de ciudades esenciales, dibujadas con el trazo que reúne lo reconocido y lo desconocido, lo amado y lo sustraído caprichosamente a la fragilidad del recuerdo, aquello que nos iluminó con la exuberancia de la experiencia de la belleza y aquello otro que desgarró la profundidad de nuestros espíritus al ofrecernos el mapa de la ciudad-dolor. ¿Cómo imaginar el París del siglo XIX, esa misteriosa ciudad que tanto fascinó a Walter Benjamin, sin Victor Hugo y Charles Baudelaire? ¿Qué 1. “Releo lo anterior y compruebo con una suerte de agridulce melancolía que todas las cosas del mundo me llevan a una cita o a un libro”, Jorge Luis Borges, “Las islas del tigre”, en Atlas, O. C., ob. cit., p. 439.
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decir de San Petersburgo que no aparezca en Memorias del subsuelo de Dostoievsky o en la pluma comprometida del Máximo Gorki de La madre? Dos ciudades en una: ciudad del fracaso y el resentimiento, cartografía de las pequeñas miserias que van tejiendo el drama de lo humano hasta contaminar con el veneno del mal cada una de sus formas caprichosas; ciudad heroica, calles de barricadas y de sueños redencionales que guarda en sus márgenes más pobres y desechados la promesa de la revolución. ¿Acaso esa extraordinaria y lúgubre ciudad que fue la Londres victoriana no es, en gran parte, el producto de un Dickens, un Chesterton o un Conan Doyle? ¿Y Viena no regresa, una y otra vez, cuando leemos las páginas autobiográficas de Stefan Zweig y Elías Canetti, o cuando la revivimos a través de Joseph Roth y Robert Musil? ¿Sin conocer la Dublin de principios de siglo no la hemos internalizado a través de las aventuras de un solo día del Bloom de Joyce? ¿Acaso no permanece en la escritura de Machado de Assis la exuberancia de Río de Janeiro? ¿Buenos Aires es otra de aquella diseñada por las escrituras combinadas de Jorge Luis Borges, Ezequiel Martínez Estrada, Roberto Arlt, Julio Cortázar y Leopoldo Marechal? Ciudades míticas que conforman un mapa imaginario cuya realidad es, quizás, más tangible que sus ya desvanecidas materialidades. Ciudades que buscan refugio en la memoria de una época que amenaza con destruirlas allí donde esos antiguos espacios urbanos van siendo rapiñados por la voracidad del mercado y de los intereses privados. Escribo estas líneas en mi casa de Saavedra –uno de aquellos barrios que guardan las señas secretas de una ciudad que se va desvaneciendo al ponerse de espaldas a su propia historia–, y cómo no recordar inmediatamente las páginas inolvidables de Adán Buenosayres, páginas en las que participamos de esa mítica e iniciática caminata nocturna por las calles de un barrio que se ha vuelto literatura. La memoria de una ciudad vive en el escritor y en el caminante, vive en el Borges que ficcionó el Sur hasta salvarlo para nosotros, sus lectores, de la piqueta modernizadora. Pero también permanece en el caminante, que como enseñaba Benjamin, tiene que aprender a perderse entre sus calles para conocerla mejor, descubriendo aquello que pasa desapercibido para el mero transeúnte. Dejarse llevar por los pasos como si siguiéramos las líneas imaginarias trazadas por la tinta en un papel secante; descubrir sus dobleces, sus zonas marginales, las palpitaciones secretas de la ciudad nocturna. Experiencias de una ciudad que se refugia en el recuerdo allí donde los urbanismos contemporáneos la van destrozando con golpes certeros e impiadosos.2 2. “La verdad es que nunca he sabido leer, / Pero me consuelo pensando / Que lo ima-
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Porque quizás las ciudades que amamos, aquellas que se instalaron en lo más recóndito de nuestras memorias, las que habitan como fantasmas en las miradas que ya no vuelven a encontrarlas, nunca existieron más allá de los rastros dejados por ciertas literaturas (“Macaulay –escribió Borges–, en el artículo sobre Bunyan, se maravilla de que las imaginaciones de un hombre sean con el tiempo recuerdos personales de muchos otros.”).3 Su despliegue en el tiempo cuando el paso de los años las ha ido ajando inexorablemente, su destello de eternidad, es el resultado de antiguas lecturas y de persistentes caminatas que parecen entrelazarse para proteger lo que va siendo desarticulado con impiadosa sistematicidad. Como Borges, y a la hora de escribir sobre Buenos Aires, me detengo en los “goces de la memoria” en los que se mezclan recuerdos verdaderos (si algo así puede existir en algún lugar) con sueños soñados por otros, como los De aquel hidalgo de cetrina y seca Tez y de heroico afán se conjetura Que, en víspera perpetua de aventura, No salió nunca de su biblioteca. La crónica puntual que sus empeños Narra y sus tragicómicos desplantes Fue soñada por él, no por Cervantes, Y no es más que una crónica de sueños.4 Por eso tal vez elijo el único modo que conozco de escribir sobre la ciudad o, mejor dicho, de yuxtaponer mis recuerdos personales –vividos y leídos– con los de aquellas escrituras que ampararon mi imaginación. Y particularmente Buenos Aires constituye un extraño punto de cruce entre la ficción y la realidad; ha nacido de un gesto arcaico que fundó en medio de la nada pampeana una metrópoli destinada a mirar con infinita nostalgia aquello que quedó del otro lado del océano; pero también ha sido el producto de escrituras entramadas con las calles de una ciudad que siempre ha guardado un resto de misterio y secreto, un entrecruzamiento en donde lo mítico se encontró con lo cotidiano y donde las letras del tango se
ginado y lo pasado ya son lo mismo / Para un hombre que ha sido / Y que contempla lo que fue la ciudad / Y ahora vuelve a ser desierto” (Jorge Luis Borges, “El guardián de los libros”, en Elogio de la sombra, O. C., ob. cit., pp. 377-378). 3. Jorge Luis Borges, “Sobre de purple land”, en Otras inquisiciones, O. C., ob. cit., p. 113. 4. Jorge Luis Borges, “La biblioteca”, en El otro, el mismo, O. C., ob. cit., p. 270.
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volvieron referencia inexcusable a la hora de intentar dibujar un perfil verídico de una Buenos Aires fragmentada por lenguas y vivencias, por sueños y pesadillas que en Borges y Marechal acabaron por darle sus contornos literarios a una ciudad hecha de barcos, de horizontes abiertos, de antiguos personajes desvanecidos y de zonas secretas capaces aún de conservar su misterio y su eternidad. Dicho de un modo más directo y brutal: Buenos Aires se configuró en el despliegue sinuoso de la escritura literaria, fue el resultado de una música arrabalera que terminó desperdigándose por el mundo, hasta cubrir con el sonido de la música y la cadencia de las palabras la proliferación de una realidad abrumada por sus indefiniciones y sus aspiraciones de grandeza concluidas, una y otra vez, en pesadillas. De los paseos nocturnos e iniciáticos de los artesanos de nuestra literatura a las salidas criminales amparadas por las sombras de la noche de los esbirros de la última dictadura, lo que vemos es el perfil paradójico de una ciudad que como pocas cobijó en su seno la esperanza poética de un crisol de ideas y de pueblos con la presencia del verdugo y del horror más absoluto. Una ciudad que no supo enterrar a sus muertos, pero que siempre fue capaz de enhebrar escrituras mitificadoras hasta confundir sus contornos. Así como Borges fue capaz de pulir en su poesía el Sur, y Marechal le otorgó un aura metafísico a sus calles, Buenos Aires también supo dejarnos otras marcas, marcas del dolor y de la muerte. Cartografía urbana que nos ofrece el mapa de lo maravilloso y del horror casi sin continuidad, como si el destino sureño del Laprida poetizado por Borges, un destino de sueño y muerte, representara lo más íntimo y propio de una ciudad de la espera.5 “En la ciudad de la Trinidad y puerto de Santa María de los Buenos Aires existe una región fronteriza donde la urbe y el desierto se juntan en un abrazo combativo, tal dos gigantes empeñados en singular batalla. Saavedra es el nombre que los cartógrafos asignan a esa región misteriosa, tal vez para eludir su nombre verdadero, que no debe ser proferido: ‘El mundo
5. “Yo, que estudié las leyes y los cánones, / yo, Francisco Narciso de Laprida, / cuya voz declaró la independencia / de estas crueles provincias, derrotado, / de sangre y de sudor manchado el rostro, / sin esperanza ni temor, perdido, / huyo hacia el Sur por arrabales últimos […]. // Yo que anhelé ser otro, ser un hombre / de sentencias, de libros, de dictámenes, / a cielo abierto yaceré entre ciénagas; / pero me endiosa el pecho inexplicable / un júbilo secreto. Al fin me encuentro / con mi destino sudamericano […]. // Pisan mis pies las sombras de las lanzas / que me buscan. Las befas de mi muerte, / los jinetes, las crines, los caballos, / se ciernen sobre mí… Ya el primer golpe, / ya el duro hierro que me raja el pecho, / el íntimo cuchillo en la garganta” (Jorge Luis Borges, “Poema Conjetural”, en El otro, el mismo, O. C., ob. cit., pp. 245-246).
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se conserva por el secreto’, afirma el Zohar. Y no a todos es útil conocer el verdadero nombre de las cosas.”6 Leopoldo Marechal nos enfrenta con los márgenes míticos de Buenos Aires, nos traslada a esa zona neblinosa en la que los contornos se pierden y la presencia de la ciudad parece diluirse entre silencios sobrecogedores y la presencia fantasmagórica del desierto que nos remite hacia un pasado inmemorial, tiempo anterior a la más antigua de las fundaciones. Pero ese viaje mitológico emprendido por Adán Buenosayres y sus amigos representa, a su vez, un itinerario en el que van a ir apareciendo, como capas superpuestas, los orígenes perdidos y el presente fragmentado. Una aventura hacia lo prohibido, hacia esos fondos oscuros apenas iluminados por el rojo apagado de un disimulado farol que nos descubre el prostíbulo fronterizo. “En las horas del día, la luz del sol y el zumbido alegre de la metrópoli disimulan el verdadero semblante de aquel suburbio. Pero al caer la noche –relata Marechal–, cuando Saavedra no es más que una vasta desolación, el paraje desnuda sus perfiles bravíos; y el turista que se aventura en su ámbito puede hallarse, de súbito, frente a la misma cara del misterio. Entonces, a flor de tierra, se oye la palpitación de una vida oscura”.7 Metáfora de los márgenes que describe el destino marcado desde los orígenes, allí donde Garay y los suyos, más allá de todo confín, entre el río y el desierto infinito, decidieron fundar Buenos Aires, ejerciendo sobre la desolada amenaza de la naturaleza el acto soberbio de imaginar la historia de una ciudad que sería capaz, un día, de escaparle a su destino sureño y siempre fronterizo. Huella que remite hacia dos direcciones que nunca dejaron de entrecruzarse: la que señalaba el rumbo del desierto, de aquella barbarie convertida en literatura por Sarmiento, y esa otra huella que perdiéndose en los barcos regresaba insistentemente a Europa como último reducto de una civilización en permanente estado de urgencia y desamparo. Pero entre las huellas de la barbarie y la civilización, entre el reclamo de una tierra indómita y la cultura del viejo continente, se levanta la figura ruinosa del viejo prostíbulo. La travesía nocturna por los suburbios de una ciudad en estado de estallido modernizador, la ironía que se desprende de la respuesta que el astrólogo Schultze le da a uno de sus compañeros cuando este teme que acaben todos enlodados y con el barro hasta la coronilla: “¿Y qué? Es el fango del arrabal: ¡un fango sagrado!”, supone, en la mirada marechaliana, la persistencia del conflicto entre esa nueva ciudad que se asoma en el horizonte
6. Leopoldo Marechal, Adan Buenosayres, Buenos Aires, Sudamericana, 1979, p. 183. 7. Ibíd., p. 183.
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con sus babélicas lenguas desparramadas por una multitud de inmigrantes que le están cambiando la fisonomía, y el mítico arrabal, el que encierra los secretos y la presencia de un origen que se ha vuelto arquetípico y que, de algún modo, se ve amenazado por ese cocoliche que ha descendido de los barcos. ¿Cuál es la verdadera ciudad?8 Ni Marechal ni Borges describen una Buenos Aires realmente existente; su lento peregrinaje hacia una ciudad olvidada que sin embargo persiste detrás de la evidencia modernizadora, remitiéndonos hacia un pasado que se vuelve presente, le confiere a sus escrituras una suerte de secreta función demiúrgica. Como si al amparo de la literatura, los antiguos contornos de Buenos Aires insistieran con habitar nuestras visiones urbanas. Nostalgia de otro tiempo y de otras calles, nostalgia de una ciudad inexistente, irreal y fantasmagórica que, desde la ficción de Borges y Marechal, termina convirtiéndose en recuerdos personales. Invención mítica abonada por la marca de un destino prefijado en su fundación: ciudad de los márgenes, punto de confluencia de culturas y lenguas, ámbito de sueños y catástrofes, de promesas utópicas e insólitas maldades. Frontera entre el desierto y la civilización, Buenos Aires intentó empecinadamente girar siempre su rostro hacia Europa, pero cuanto más lo hizo más desplegó su hibridez constitutiva.9
8. Beatriz Sarlo, hablando de Borges, ofrece una imagen muy semejante a la que estoy trazando: “Desde un recuerdo de Buenos Aires, que casi no es suyo, opone a la ciudad moderna, esta ciudad estética sin centro, construida totalmente sobre la matriz de un margen […]. Borges reconstruye aquello que probablemente no haya existido del todo y que, por eso mismo, se convierte en un soporte de la nostalgia” (Beatriz Sarlo, “Borges y la literatura argentina”, Punto de Vista, a. XII, nº 34 [julio-septiembre], 1989). 9. “Un día entre los días del año 1904, en una casa que persiste en la calle Honduras, Evaristo Carriego leía con pesar y con avidez un libro de la gesta de Charles de Baatz, señor de Artagnan. Con avidez, porque Dumas le ofrecía lo que a otros ofrecen Shakespeare o Balzac o Walt Whitman, el sabor de la plenitud de la vida; con pesar porque era joven, orgulloso, tímido y pobre, y se creía desterrado de la vida. La vida estaba en Francia, pensó, en el claro contacto de los aceros, o cuando los ejércitos del Emperador anegaban la tierra, pero a mí me ha tocado el siglo XX, el tardío siglo XX, y un mediocre arrabal sudamericano… En esa cavilación estaba Carriego cuando algo sucedió. Un rasguido de laboriosa guitarra, la despareja hilera de casas bajas vistas por la ventana, Juan Muraña tocándose el chambergo para contestar un saludo (Juan Muraña que anteanoche marcó a Suárez el chileno), la luna en el cuadrado del patio, un hombre viejo con un gallo de riña, algo, cualquier cosa. Algo que no podremos recuperar, algo cuyo sentido sabemos pero no cuya forma, algo cotidiano y trivial y no percibido hasta entonces, que reveló a Carriego que el universo (que se da entero en cada instante, en cualquier lugar, y no solo en las obras de Dumas) también estaba ahí, en el mero presente, en Palermo, en 1904. Entrad que también aquí están los dioses, dijo Heráclito de Efeso a las personas que lo hallaran calentándose en la cocina” (Jorge Luis Borges, Evaristo Carriego, O. C., ob. cit., pp. 158-159).
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“Un mediocre arrabal sudamericano.” Y sin embargo es allí donde algo extraordinario puede suceder, ya que Borges, como Evaristo Carriego, también encontró la universalidad en el suburbio, habitando en la frontera del mundo descubrió el cosmopolitismo de la cultura. Borges ve a Buenos Aires con ojos antiguos; y su escritura persigue esas formas fantasmales que los ojos enceguecidos siguen vislumbrando en las calles de una ciudad transformada. Borges es la memoria literaria de una Buenos Aires desvanecida en el vaporoso recuerdo de su madre y en las olvidadas letras de algunas milongas arrabaleras; pero es también la presencia de lo más inmediato y propio que se confunde con aquello que trajeron los barcos hasta volverse una masa difícilmente discernible. Marechal trama una urdimbre tejida con los retazos de una ciudad mítica, de calles y barrios recorridos por la pasión y la ironía de ciertos personajes emblemáticos capaces de ofrecer la imagen poética y abismal de una Buenos Aires secreta e iniciática (y de ese modo convierte en recuerdo lo que ha sido soñado por el escritor, hasta definir todo un programa ideológico del arraigo esencial cristalizado en las derivas por Villa Crespo y Saavedra, dos muestras de una metrópoli que reúne en un vasto crisol las figuras de los nuevos habitantes venidos en los barcos y la antigüedad mitológica del suburbio que resiste la embestida extranjera).10 Borges ve una ciudad construida laboriosamente por la nostalgia del viajero que se ha ausentado, de aquel que va trazando un mapa en el que confluyen las lecturas, los borrosos recuerdos de una infancia lejana y las figuras articuladas por las exigencias de una identidad desposeída de la presencia material que supuestamente la ha constituido. Hablando de la tradición, pero pensando también en su entrañable visión de Buenos Aires, escribe Borges: “¿Cuál es la tradición argentina? […] Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esta tradición, mayor que el que puedan tener los habitantes de una u otra nación occidental […] Creo que los argentinos, los sudame-
10. “Y ahora te hallas en Buenos Aires, forastero y estudioso de la gran ciudad, a la que acabas de llegar, portador de un mensaje de frescura que no sabes manifestar aún, como no sea en exclamación o balbuceo […] ¿Qué viento extraño (providencia o azar) ha reunido esa falange de hombres a la que ahora perteneces, esa mazorca de hombres musicales que han llegado, como tú, de climas distintos y sangres diferentes? Estos regresan del mar, y traen entusiastas misivas de otro mundo; aquellos han dejado sus provincias, embajadores de una tierra y de una luz; otros llegan de la misma ciudad, nerviosos como ella y ágiles y nocturnos. Y no bien se han reunido todas aquellas voces, empiezan a combatir y a combatirse, hermanas en el fervor, pero enemigas ya en el rumbo y en el idioma” (Leopoldo Marechal, Adán Buenosayres, ob. cit., pp. 375-376).
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ricanos en general, estamos en una situación análoga (a la de los irlandeses como Shaw, Berkeley y Swift frente a la cultura inglesa); podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas.”11 Mito de una Buenos Aires que es más cosmopolita y universal que Europa, porque al desplegarse desde los márgenes se ve obligada a ver más ampliamente y con mayor profundidad lo que el centro ya ni siquiera interroga. Borges delinea el perfil de una cultura porteña que ya no existe; nos muestra el rasgo de una identidad cincelada al mismo tiempo por lo autóctono (voces venidas de un pasado cuya recurrencia atraviesa la escritura del autor de Ficciones) y lo perseguido en bibliotecas que remiten a una cultura cuya intensidad parece haberse perdido en su tierra de origen para cobrar una nueva significación en estas geografías sureñas. Y Buenos Aires sería ese centro descentrado donde la conciencia histórica se deja penetrar por las diversas lenguas de una cultura de las confluencias. En estos “arrabales desmantelados del mundo”, Borges redescubre la universalidad y el arraigo.12 ¿Qué queda de esa Buenos Aires caminada laberínticamente por Borges y Marechal, acompañados en esas salidas nocturnas por aquellos personajes que se han confundido con sus autores hasta volverse señales de una ciudad esencial? ¿Qué persiste en la urbe cada vez más globalizada de aquella otra ciudad de encuentros ecuménicos y de nomadismos culturales capaces de vislumbrar en los arrabales la presencia de una modernidad acechante? “La imagen que tenemos de la ciudad –escribe Borges– siempre es algo anacrónica. El café ha degenerado en el bar; el zaguán que nos dejaba entrever los patios y la parra es ahora un borroso corredor con un oscuro ascensor en el fondo.”13 Algo de la antigua fisonomía de Buenos Aires permanece en sus edificios, en algunos de sus últimos cafés, en ciertas calles que recuperan para nosotros la presencia de un pasado esfumado, restos de su cosmopolitismo arquitectónico y cultural parecen todavía resistirse a las nuevas formas del diseño contemporáneo asociado a un estilo internacional despersonalizado. Lo que ya es muy difícil de hallar es esa prodigalidad intelectual y artística de aquella ciudad de hace 11. Jorge Luis Borges, “El escritor argentino y la tradición”, Sur (enero-febrero de 1955), cit. por Emir Rodríguez Monegal, Borges, una biografía literaria, México, Fondo de Cultura Económica, 1987, p. 382. 12. “Esta ciudad que yo creí mi pasado / es mi porvenir, mi presente; / los años que he vivido en Europa son ilusorios, / yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires” (Jorge Luis Borges, “Arrabal”, en Fervor de Buenos Aires, O. C., ob. cit., p. 32). 13. Jorge Luis Borges, “El indigno”, en El informe de Brodie, Buenos Aires, Emecé, 1970, p. 25.
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treinta o cuarenta años atrás; poco de ese espíritu universal queda en estas comarcas sureñas que olvidan muy pronto sus insólitos privilegios nacidos de su marginalidad. Ciudad que se desliza hacia el olvido, que desea desplazar aquellos recuerdos que lastiman la sensibilidad de un presente urbano que se quiere reiluminante y adaptado a los nuevos códigos de la cultura planetaria. Buenos Aires guarda, de todos modos, las cicatrices de un pasado irresuelto en el presente y la de las nuevas heridas que no dejan de supurar y que en estas últimas décadas han modificado de cuajo su arquitectura y la cultura de sus habitantes. Hoy se conjugan caóticamente los restos de la ciudad decimonónica, la París de Sudamérica con la infatigable presencia de su inocultable tercermundismo, la urbe cosmopolita, la de los grandes mitos políticos y populares con esa otra ciudad de los muertos y los fantasmas, de lo atroz y lo siniestro que supo legarle a la barbarie de nuestro tiempo la figura del desaparecido. Buenos Aires es el entretejido de todas estas cosas y quizás precisamente por eso siga siendo un mito. Las marcas y las heridas del cuerpo social se manifiestan inmediatamente en la geografía urbana de un modo más preciso que cualquier discurso que intente camuflar la verdad que emana de calles y barrios. La ciudad se vuelve pintura de una época y de sus múltiples contradicciones, es el mapa de la desigualdad y de las distancias que, cada día, se manifiestan con mayor intensidad. Esa misma metrópoli que durante algunas décadas, en el corazón de una modernidad acrisolada, representó el territorio de las mezclas y las oportunidades de ascenso social, el cruce de cuerpos diferenciados y el encuentro casual, va volviéndose coto cerrado, espacios perimetrados por la pertenencia a determinados grupos que viven encerrados en el interior de fronteras protegidas o nos ofrece la imagen de lúgubres zonas prohibidas destinadas a la violencia gansteril y policial, zonas donde los cuerpos jóvenes caen en las garras de la delincuencia como único modo de vivir en la ciudad que los aísla. Ciudad de los márgenes, oscura, peligrosa, pero llena de vidas palpitantes que se cuelan en los hogares de los buenos ciudadanos a través de su presencia en las páginas policiales de los diarios o en las imágenes de la violencia que aparecen en los noticieros televisivos. No poder caminar la ciudad de uno es como perderse algo esencial; no recorrer esos otros sitios en los que también se vive, o eludir la presencia del otro, atemorizados ante su peligrosidad, nos hace más pobres en todo el amplio sentido de la palabra: pobres de cuerpo y alma. Vegetar en esa eterna repetición siempre renovada del shopping center supone ponernos de espaldas a la ciudad moderna para entrar en esa otra ciudad, la del consumo y la exclusión, la de las imágenes repetidas y la que ha dejado de sorpren-
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dernos hasta hacer casi imposible el hallazgo casual, el encuentro inesperado, el cruce de miradas que despiertan el deseo. Buenos Aires sufrió en estas dos últimas décadas (época abierta por la marca imborrable que la dictadura militar dejó en su cuerpo) una profunda y dolorosa transformación que fue modificando su fisonomía urbana y alterando las costumbres de sus habitantes; pero también vio cómo languidecieron sus antiguos esplendores culturales, su frenética politización de antaño, que iba unida a la presencia decisiva de espacios públicos de vital importancia para el entrecruzamiento de cuerpos e ideas, sueños y estéticas, conflictos y desventuras.14 Una ciudad que había logrado hacer de su condición periférica una magnífica oportunidad para la interrogación crítica y la densidad cultural ve de qué modo la lógica del mercado, las nuevas tecnologías comunicacionales y la estética globalizada van minando sus cualidades, aquellas que le permitieron disfrutar de una vitalidad vanguardista en el mundo iberoamericano y que, entre otras cosas, hizo posible la escritura porteña, argentina y cosmopolita a un mismo de tiempo de Jorge Luis Borges. Ni la ciudad de Marechal, ni aquella otra de los personajes de Roberto Arlt, ni tampoco la de Borges se ven retratadas en la urbe de fin de siglo. ¿Podrá resistir la ciudad a las exigencias del mercado y de la tecnología? ¿Seremos capaces de reconocer el peligro que se esconde detrás de las promesas modernizadoras? La literatura vivió la ciudad como el ámbito de experiencias capaces de mezclar lo cotidiano con lo extraordinario; territorio de confluencias, oportunidades, misterios y pesadumbres, un lugar en el que la vida y sus múltiples contradicciones se convertían en el material para la escritura. ¿Qué queda de esa pluralidad de voces y del caleidoscopio urbano en el tiempo de la uniformidad, de los barrios privados, de las autopistas y los espacios cerrados? Del mismo modo que nuestra sociedad se hace más desigual y vuelve a sus miembros más egoístas, la ciudad, nuestra ciudad, acompaña ese proceso de desgarramiento del tejido social y expresa también las nuevas formas de la sensibilidad individualista de la cultura de
14. Este ensayo, escrito a comienzos de la última década, no podía prever la mutación que volvería a producirse en Buenos Aires allí donde una repolitización sorprendente y poderosa volvió a recorrer las entrañas de la vida social, modificando la asfixia que el espacio público venía arrastrando desde el final de las ilusiones nacidas de los primeros años de recuperación de la democracia. La Buenos Aires de estos días regresa sobre lo mejor de su memoria de participación y movilización, haciendo de algunos de sus lugares emblemáticos (por ejemplo la Plaza de Mayo) las zonas de una febrilidad política inusual y renovadora. Quedará por ver hasta dónde la ciudad logrará, o no, reencontrarse con su antigua tradición de transversalidad y movilidad social que permitió, durante gran parte del siglo xx, entrelazar sujetos que luego ya no se tocarían.
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fin de siglo. Junto a la topadora que arrasa con edificios antiguos, lo que se quiebra es nuestra propia memoria, que necesita de referencias concretas, de calles y plazas, de viejos bares que, cuando volvemos a encontrarnos con ellos, nos remiten al ayer de nuestras vidas. Así como el individuo de la sociedad posmoderna va desdibujando su identidad hasta perderse en la homogeneidad del consumo masivo y globalizado, la ciudad experimenta un proceso similar de arrasamiento de sus particularidades hasta confluir en ese nuevo espacio urbano que, girando alrededor de la americanización de la cultura, acaba borrando las diferencias y las originalidades para ofrecernos la imagen de una repetición infinita plena de estaciones de servicio, shopping centers, hamburgueserías, autopistas en las que reina su majestad el automóvil, zonas exclusivas que llevan el sello de los diseñadores de moda y nuevos edificios para una vida exitosa. ¿Cómo caminar una ciudad fragmentada? ¿Cómo aprender a perderse en sus calles allí donde los territorios están claramente diferenciados y lo prohibido de ciertas zonas no nace del misterio de sus noches pecaminosas, sino del asaltante que nos espera en cualquier esquina? Buenos Aires por esos azares del destino resistió hasta ahora, cuando parece que ha bajado definitivamente la guardia, a la modernización globalizadora, al urbanismo del fast food para, a un ritmo vertiginoso, recuperar, para nuestra desgracia, el tiempo perdido. Una nueva furia arrasadora amenaza con hacer de la Buenos Aires en la que crecimos un mero recuerdo literario. Algo precioso de nuestra intimidad y de nuestra biografía se pierde junto con el sistemático borramiento de la memoria urbana. Una mañana cualquiera quizá nos levantemos y por la ventana ya no veamos las imágenes de la ciudad que amamos, sino el alucinado sueño, hecho realidad, de la aldea global.
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Lecturas de infancia A la memoria de Blanca Tarnopolsky, que me abrió el maravilloso mundo de la lectura.
Quiero agradecer la posibilidad que me ofrece la Universidad del Claustro de Sor Juana para hablar de un viaje por la infancia a través de ese placer único que nace de la lectura, de las aventuras de tardes de verano perdidas maravillosamente entre las páginas de libros inolvidables. Esta no será, por lo tanto, como su ampuloso nombre lo indica, una conferencia magistral, va a ser un recorrido por ciertos mundos, una travesía con descubrimientos y pérdidas, con enamoramientos y engaños a través de la patria del libro. Uno se pregunta en qué momento algo nos aconteció; en qué circunstancia inesperada, con cierto gusto a sutileza que nos tomó desprevenidos, sentimos esa atracción por el libro, ese extraño magnetismo que nos atrapó definitivamente. Cuando intento hacer un recorrido hacia atrás, cuando me esfuerzo por recuperar los hilos de los recuerdos de mi infancia, lo primero que aparece sin pedir permiso es un olor… ¿extraño, no? Porque, si quiero recordar mi primera relación con los libros, aquello que surge de inmediato es un cierto aroma que se me ha vuelto inolvidable; ese aroma me traslada a una lejana provincia de la Argentina que encierra misterios y maravillas, su nombre, que desde siempre me ha marcado hondamente, es Misiones. En esa selvática región del nordeste, pegada a Brasil y Paraguay, donde están las Cataratas del Iguazú, yo solía pasar algunos veranos de infancia en la casa de esos tíos que uno tiene, que los ve muy pocas veces a lo largo de la vida, pero que quedan para siempre en la memoria; y, por supuesto, también estaban los primos con los que compartíamos aventuras en los lindes de la selva que, en aquellos años, era indómita, tentadora y solía susurrarnos desde lo profundo de sus misterios los sonidos inigualables de una naturaleza espléndida. Era una tierra de aventuras que a los ojos de un niño multiplicaba sus reclamos y la infinita gama de sus posibilidades. Mis tíos y primos vivían en un pequeño pueblito, que llevaba el nombre de un prócer atípico de la historia argentina, llamado Leandro N. Alem, digo atípico por-
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que se suicidó, tuvo amores, pasiones, fue un hombre de una vida intensa y dramática que quedó oscuramente instalada en la historia fundacional de fines del siglo XIX. En ese pueblo de calles rojas, una de esas tardes lluviosas de verano en las que el cielo se desplomaba contra casas y árboles, perros y gatos, estábamos con mis dos primos y uno de mis hermanos en un desvencijado galpón que a duras penas se mantenía en pie en el fondo de la casa. Ese amplio cuarto con techos de chapa que nos devolvía el sonido de la lluvia al golpear contra él era utilizado, entre otras cosas, para arrojar y guardar allí las revistas viejas, los periódicos y, también, algunos libros que, abarrotando el lugar, despedían un penetrante olor a papel húmedo, un olor que ya difícilmente logremos encontrar en los libros que se publican ahora, pues ha cambiado la forma de fabricar el papel y este ya no adquiere, con el paso del tiempo, ese inigualable olor que, todavía, y más allá de los años y de lo transcurrido, regresa a mí cada vez que abro un libro que cae en mis manos y que lleva en su frágil cuerpo la señal de lo añejo (es decir, que al menos tenga un par de décadas detrás de sí). Lo primero que hago cuando tomo un volumen es abrirlo para embeberme de ese aroma; incluso antes de ver si es interesante, si me va a importar, si hay algo en él de significativo, de denso y esencial, lo primero que hago es abrirlo y sentir el aroma; si surge algo de ese antiguo olor que inevitablemente me transporta a aquella tarde de mi infancia, el libro será bienvenido y guardará la promesa de una experiencia feliz. Esa fue mi inicial relación con los libros: un aroma. Y junto a ese placer olfativo, de un modo único e intenso, el recuerdo de la tarde, de esas tardes en las que llueve copiosa y eternamente, que lo único que queda por hacer es lanzarse, como en el galpón misionero, a encontrar una aventura en una página escrita cuando se tienen ocho, nueve o diez años. Desde siempre, las tardes de lluvia se convirtieron para mí en un viaje melancólico asociado a los placeres de la lectura infantil. Tal vez por eso descubro la presencia de la melancolía en el acto de leer; la lectura es portadora, casi siempre, de recuerdos y de pérdidas, y también tiene, de vez en cuando, instantes de éxtasis y descubrimiento. Es semejante a la relación que establecemos con nuestra biblioteca: quien tiene una biblioteca y la fue cultivando, cuando se para frente a ella es como si iniciara un viaje por remotas geografías, libros colocados en esos estantes que también nos llevan hacia la diversidad de nuestro pasado; es un itinerario por nuestra memoria, es como recorrer los laberintos del recuerdo, y de repente, como si fuesen chispazos o relampagueos, aparecen lugares donde algún libro fue encontrado, surgen viejas voces que las asociamos con esos libros, o se plantan frente a nosotros algunos momentos memorables. Escribe Walter Benjamin, en un ensayo espléndido que se llama “Desembalando mi biblioteca”, que a una ciudad se la conoce a fondo siguiendo las pistas de
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las mujeres y las pistas de los libros en las librerías de viejo. Confieso que la segunda la he practicado intensamente, y la otra quedará para mi intimidad. Pero, claro, quien no esté tocado por el libro, quien no haya sido consagrado de algún modo –y lo digo con un término cuasi religioso– por la experiencia de la lectura, no imagina que cada vez que conoce una ciudad, no alcanza a sospechar que en esa ciudad se guardan tesoros: librerías de viejo donde han ido a parar algunas antiguas bibliotecas y que las calles donde están esas librerías suelen ser las que guardan los misterios más interesantes de esas mismas ciudades. Eso me ha pasado a mí, y también les ha sucedido a aquellos amigos que comparten estos estupendos recorridos urbanos; eso me ha pasado con Buenos Aires, con Montevideo, con Córdoba, en parte con ciudad de México, con algunas ciudades europeas. Quiero decir que las lecturas de infancia, aquellas en las que brotaron las más entrañables relaciones que jamás nos serán deparadas volver a tener con los libros, hacen a la construcción de la vida, constituyen una parte fundamental del existir y forjan en gran medida nuestra sensibilidad y el carácter de nuestras experiencias. Así como Benjamin decía que cada libro de su biblioteca le recordaba ciudades, desarraigos, esperanzas, sueños frustrados, mujeres perdidas; cada libro que leímos en aquellos inigualables años constituyó una aventura en sí mismo, cada libro era tal vez la experiencia de la felicidad o del desasosiego. Siguiendo los trazos laberínticos de una espontánea recorrida por la biblioteca, es posible intuir aquello que soñamos y aquello que olvidamos. Es como si repentinamente el estallido de antiguos recuerdos viniera a conmover la tranquilidad del presente. Jorge Luis Borges, uno de los pocos “milagros” argentinos, decía que son escasos los libros felices, pues la mayoría de los libros, en cuanto parte de la experiencia del arte, de la literatura y del pensar, suelen atravesar las comarcas del dolor, del desasosiego y la inquietud. Su morada es la pregunta que nos incomoda, del mismo modo que uno no siente alcanzar la felicidad, en el sentido más amplio del término, leyendo la Ética según el orden geométrico de Spinoza; tampoco la felicidad suele provenir de los surcos más esenciales de la literatura. Tal vez por eso Borges señalaba que los únicos libros felices son aquellos que pueden seguir siendo leídos como lo hicimos cuando teníamos diez u once años, esos pocos libros que para siempre guardan el testimonio de la felicidad (y como ya nunca volveremos a leer como lo hacíamos en aquella edad mágica, la añoranza de ese instante irrepetible acabará por volverse una experiencia mítica). Borges menciona un libro olvidado, absolutamente olvidado, salvo para algunos pocos especialistas, que, gracias a su maravilloso capricho de lector empedernido, vuelve sobre nosotros y, en mi caso, me depara la enorme satisfacción de pertenecer a uno de los escritores que yo más amo, autores que suelen ser
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apenas conocidos en los lugares donde han vivido, pero que han sabido penetrar en lo más profundo de nuestra memoria. Este escritor, del que nos habla Borges, tiene un rasgo original: vivió treinta y seis años de su vida en Argentina, sobre todo en el Río de la Plata, vagabundeó por el Uruguay también, y escribió toda su obra, una vez que partió para siempre de estas comarcas sureñas y se instaló en Inglaterra, en la lengua de sus padres que provenían de Norteamérica, el inglés; se llamaba, como lo pronunciábamos nosotros cuando éramos chicos en buen español, Guillermo Enrique Hudson, y fue autor, entre muchos otros, de uno de los libros que más hondamente me ha impactado. No porque haya sido el libro más profundo, ni mucho menos, que he leído, sino que fue, quizás, el que me transportó más intensa y mágicamente a la experiencia de la felicidad. Ese libro se llama, se llamaba, y se seguirá llamando eternamente, al menos para mí: Allá lejos y hace tiempo, y relata las peripecias de su infancia en una estancia de la llanura pampeana. Pero el libro al que hace mención Borges, también de Hudson, es un libro menos conocido que se llama La tierra púrpura, que transcurre en el Uruguay. Desde que Borges me habló de ese libro, y que logré encontrarlo en una antigua edición en una librería de viejo, siempre añoro las cuchillas uruguayas, que en realidad tienen poco que ver con mi vida, y sí en cambio tiene mucho que ver esa pampa bien plana que está del otro lado del Río de la Plata, y es la que narra Hudson en Allá lejos y hace tiempo; y, sin embargo, cuando leí en Borges las páginas que este escribiera sobre Hudson en las que destacaba enfáticamente que “ese es el libro de la felicidad”, yo me dije “hay que hacer lo imposible para conseguirlo”: un libro que proclama, desde la crítica borgeana, la felicidad, hay que leerlo, y es un libro que probablemente los críticos literarios destrocen, porque es lineal, las aventuras de un héroe al que todo lo que le acontece es esperable y transcurre en el siglo XIX uruguayo, en medio de las guerras civiles, después de las guerras de independencia, con amores esperables, desengaños esperables, paisajes como solo Hudson sabía relatarlos y por lo tanto nada esperables, todo eso contado como si fuera la esencia del relato, la esencia de la aventura que no pide otra cosa que dejarse escuchar como si estuviéramos alrededor de una fogata mientras alguien va desgranando una historia cargada de vicisitudes y enigmas. Para mí, de alguna manera, la literatura, en un punto, siempre estuvo ligada a esa experiencia de la narración poderosa, esencial, visceral, y… claro, porque amo demasiado aquellos libros que leí en algún momento de mi vida y que sigo releyendo eternamente, nunca he podido dedicarme a la crítica literaria; es una suerte de paradoja, no porque no me parezca muy serio e interesante, y quizás indispensable el trabajo de los críticos literarios, de aquellos que se dedican al campo del estudio de la literatura,
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pero imaginar lo que amo convertido en trabajo me produce escalofríos… ustedes dirán “también amo la filosofía, y la he convertido en un trabajo”. Pero en realidad, mi amor más profundo sigue las huellas de Mark Twain, Emilio Salgari, Julio Verne, Hudson, Horacio Quiroga, Robert L. Stevenson… todos esos nombres que son mundos imprescindibles, evocadores de una nostalgia que me ha permitido atravesar mejor la vida; y lo demás es otra pasión, otra pasión que puede negociar con el trabajo… pero, claro, convertir lo que uno ama profundamente en materia de estudio siempre es un problema, aunque estemos continuamente tentados a hacerlo (espero que esta conferencia no sea escuchada por ustedes como si estuviera “trabajando”). Uno de los pocos libros de Fernando Savater que me han gustado, que verdaderamente lo disfruté, es La infancia recuperada, en el que maravillosamente nos relata sus lecturas de infancia, aquellos amplísimos mundos con los que se fue encontrando, y lo hace construyendo una más que interesante reflexión respecto al arte de la narración. También dice algo con lo que me sentí identificado: que aquellas lecturas lo vacunaron para siempre de tener que soportar el aburrimiento de aquellas otras supuestas lecturas sesudas que hay que leer para parecer inteligente; que la literatura constituye una experiencia que entremezcla aventura y profundidad, peripecias fantásticas con reflexión, disfrute narrativo con intimidad poética. Esas lecturas de infancia lo trasladaban a, por ejemplo, el mundo de Sandokán, o a mundos subterráneos como los de Julio Verne en Viaje al centro de la Tierra. Él decía: mi infancia fue esos libros, libros únicos capaces de inventarnos un mundo que, a nuestros ojos impregnados de imaginación, se volvía real. Simplemente, como Savater, no puedo recobrar mis recuerdos de infancia desligados de esas novelas, de esas tardes de invierno en las que las horas se deslizaban con el ritmo de aquellas lecturas imborrables. Merleau-Ponty le dice a Sartre en una conversación algo que, cuando lo leí, me sentí plenamente comprendido; le dice que él nunca logrará recuperarse de su maravillosa infancia, que toda su vida está, de algún modo, tocada, atravesada, por esa infancia. Una frase intensa, perturbadora y portadora de ambigüedad, porque, por una parte, uno dice: no hay una vida que pueda ser más intensamente vivida, incluso en sus sufrimientos, en sus desolaciones, que aquella que guarde la rentabilidad, en el sentido más profundo del término, de una infancia potente y plena. Uno puede afrontar en la vida muchísimas cosas si esos años únicos se guardan en la memoria como años felices, pero que también estuvieron cargados de vicisitudes. Cuando escribo la palabra “felicidad” no estoy colocando esa palabra en el territorio de una experiencia bucólica e ingenua que solo imagina a la infancia como un ámbito de inocencia: la felicidad puede ser un atardecer
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de invierno regresando de la casa de un queridísimo amigo, compañero de un sinnúmero de aventuras, a los nueve o diez años, que apenas si vivía a un par de cuadras de mi propia casa, cuando las primeras sombras se iban desplegando amenazadoramente por las calles, y cada árbol parecía un fantasma que iba a devorarme mientras a mi alrededor se arremolinaban toda clase de figuras proyectadas fantasmagóricamente por la lenta huida del día que iba siendo comido por la oscuridad de la noche que se aproximaba; y casi corriendo llegar al umbral de mi casa, abrir la puerta con la respiración agitada y escuchar, con un alivio inmenso, la voz de mi madre… Yo creo que daría años de mi vida, hoy, por volver a sentir la emoción que me atravesaba al recorrer esas dos cuadras: el terror, el miedo, la fantasía de esas sombras que se convierten, si ustedes quieren, en literatura, se convierten en ideas, le dan forma a mi sensibilidad que, siguiendo otros caminos, puede o no convertirse en ficción, eso que puede estar o no volcado en una página es, sin embargo, el primer ejercicio de una artesanía y la aprehensión de una enseñanza única e irreproducible: esos modos del sentir que solo nos acontecen cuando estamos, en el mejor y más amplio de los sentidos, abiertos y desarmados para que la vastedad del mundo traducido por la fecundidad imaginativa de la infancia vaya dejando sus huellas en nuestro espíritu. Esas lecturas de infancia se asemejan al caminar de los niños. ¿Recuerdan cómo caminaban cuando eran pequeños? ¿Y cómo caminamos nosotros, los adultos? Isaiah Berlin, en un maravilloso ensayo, que se llama El erizo y el zorro, compara dos tipos de escritores, tanto en el campo de la literatura como en el de la filosofía, que para él son semejantes a estos animales. Están esos escritores que tienen una idea, una visión central, una gran convicción, que toda su obra está y gira alrededor de esa idea –que tiene algo de lo que Max Weber definiría como la ética de la convicción–: toda su vida puesta a disposición de ese trabajo único, de esa idea única, y de esa pasión insustituible; su camino está signado por la defensa a ultranza de aquello único que se ha convertido en iluminación. Para Berlin esos son los erizos, aquellos que van por la vida teniendo que escribir lo que el destino les exigió escribir, y piensa en Dostoievsky. Y están los otros, los zorros, los que expanden sus ideas, los que persiguen muchos fines, a menudo no relacionados y contradictorios, los que están cargados de ambigüedades, sus pensamientos, dice Berlin, son difusos y están esparcidos aspirando a no unificar sus múltiples experiencias alrededor de una única idea. Pushkin encarna esta sensibilidad, la que también es portadora de incertidumbre y desasosiego, pero que también encarna una extraña mezcla de amor, felicidad y desolación. Dostoievsky es el erizo que se cierra sobre sí mismo; Pushkin es el zorro que se desplaza por diversos senderos.
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Estaba hablando de cómo caminan los niños y me desvié hacia esa extraordinaria metáfora del erizo y el zorro que utiliza Isaiah Berlin; ustedes preguntarán: ¿por qué hablo de Dostoievsky y de Pushkin? Porque creo que hay algo en el escritor que podemos encontrarlo en su infancia, en el modo como se ha caminado la infancia descubrimos lo que después será su manera de caminar por la vida y de hundir su escritura en aquellas vicisitudes infantiles. Los adultos caminamos –diría– casi sin ver, en línea recta, muchas veces dirigiendo la mirada hacia abajo para no pisar algo que nos incomode, casi sin observar lo que una ciudad tiene para ofrecernos; muy pocos, y rara vez, miran hacia arriba y dejan que su mirada vague libremente. Recuerdo cuando regresé a Buenos Aires, después de algunos años de vivir en el exterior, años despiadados de nuestra historia, no sé por qué motivo entré en la ciudad por una avenida que a mí nunca me gustó y que no tiene nada de particular, ninguna característica emblemática que la haga sobresalir, más bien es monótona y gris –o al menos así me lo parecía antes de esa experiencia que tuve al regresar–. Esa avenida se llama Córdoba y no tiene ninguna gracia, hay otras avenidas mucho más bonitas en Buenos Aires; pero estaba tan conmovido porque estaba regresando a mi ciudad, que miraba hacia arriba con ojos ávidos de recuperar lo perdido, y dije “¡Qué hermosa que es esta avenida, qué edificios maravillosos que nunca había visto!”, porque siempre la había caminado sin contemplarla, con ese modo ciudadano de caminar que sigue el ritmo de la multitud sin detenerse en lo que está delante nuestro. Los niños, en cambio, caminan desacompasadamente, en zigzag, se detienen a levantar una hoja… cuando todavía había hormigas en la ciudad seguíamos el camino que iban construyendo y bajábamos del cordón y subíamos al umbral de una casa y contábamos las baldosas, y en nuestros rituales, que algunos perduran a lo largo de la vida, decíamos “a baldosa impar no hay que pisarla, baldosa par sí hay que pisarla”; de este modo, el caminar se convertía en una grafía, en una especie de texto que se abría y multiplicaba incansablemente, porque cada una de las experiencias, experiencias concretas, se convertía en una nueva significación que ampliaba los márgenes del mundo… Seguir el camino de las hormigas, ¿alguna vez se detuvieron a seguir el camino de las hormigas, a ver cuál llevaba la hoja más grande, cuál se equivocaba y seguir sus pasos extraviados del resto…? Yo creo que allí hay uno de los motivos esenciales de la literatura: en el perderse, en el caminar desacompasado y zigzagueante sin, yo lo diría con una palabra desagradable, sin funcionalidad ni utilidad de ningún tipo: no hay utilidad en ese modo de caminar, todo lo contrario, la madre que dice “¡vamos, vamos, que estoy apurada!”, y uno que está allí pensando en cualquier cosa, siguiendo el vuelo de una
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mosca. En fin, las lecturas de la infancia se parecen a esa experiencia, se parecen a una suspensión del tiempo: quien no ha tenido esa experiencia, también única, de una noche que se prolonga y no se puede cerrar porque el libro no nos suelta, y sigue, y aunque vengan a apagarnos la luz, hay a mano una linterna que nos permite seguir iluminando la hoja y perpetuar infinitamente la lectura. A mí no me interesa, en esta conversación con ustedes, hablar de mi experiencia como lector de Hegel, de Kant, de Nietzsche… que también fue maravillosa, que fue de otro orden, me interesa… por eso cuando Braulio me invitó, le dije yo no voy a hablar de nada serio, no voy a convertir lo que para mí fue una experiencia única en una conferencia magistral, quiero simplemente narrar lo que para mí significó la literatura, lo que para mí significó conversar hasta la madrugada con algún amigo íntimo alrededor de algún libro que acabábamos de leer, lo que para mí significó descubrir, después de buscarlo denodadamente cuando tenía entre once y doce años, El sabueso de los Baskerville de Conan Doyle, que introdujo en mi vida a Sherlock Holmes produciendo en mí la nostalgia de una Londres que no conocía, con sus calles brumosas, sus oscuras siluetas deslizándose en las calles del Soho, el gabinete de sabio decimonónico de Sherlock que quedaría para siempre en mi memoria y en mi inclinación por ese siglo victoriano. Incluso le debo mi pasión por la pipa y el tabaco, otro de los obsequios que me hizo la literatura. El libro se asocia en mí a las peripecias de la vida. Cuando regreso a ciertas páginas es como reencontrarme fugazmente con el pasado. Tal vez por eso siempre me ha resultado difícil relacionar ese mundo con la enseñanza de la literatura en el estilo que se suele observar en las instituciones educativas, desde la secundaria hasta la universidad, lugares donde suele tratárselo como un objeto muerto, serio más allá de toda seriedad, lejano y ausente de nuestra cotidianidad. Quién no recuerda aquella profesora de literatura que nos presentaba a Sancho Panza ¡como el personaje más serio de la creación! Hay un, estoy tentado a llamarlo, un complot que viene de lejos e intenta destituir la pasión y la felicidad, la aventura y la sorpresa de la esencia de la literatura; complot que hoy está asociado al avance imperial de los medios de comunicación en una época dominada por lo iconográfico. Es un complot de algunos profesores, sobre todo aquellos que se agazapan en los pasillos de los colegios en los que miles de adolescentes abandonan irremediablemente el mundo de los libros, acicateados por la acción disolvente de esos quintacolumnistas del sistema mediático. O tal vez, y esto es algo que me lo pregunto ahora, esos maestros hacían lo imposible, incluso contra sus propias convicciones más íntimas, por proteger la literatura del avance de los bárbaros, sabiendo que desde siempre la masividad suele
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tener consecuencias demoledoras para las sutilezas del espíritu. Tal vez eran cruzados incomprendidos que dedicaron su vida a engañarnos. ¿Será así? Por eso a veces se nos mezclan aquellos oscuros destructores de la literatura con esas almas nobles que, escasos como todo lo que es noble, nos abrieron, en los años de nuestra infancia, las puertas de libros inolvidables. Recuerdo…, uno hace asociaciones libres y es probable que muchos de ustedes tengan algo más importante o interesante que estar escuchando mis dislates librescos…; no sé por qué, todavía sigo preguntándomelo, no sé siquiera si es verdad, si aconteció o es el producto de mi imaginación; se parece al relato que hace un niño de aquello que le acaba de acontecer, por ejemplo si termina de jugar un partido de fútbol, el gol que convirtió se transforma, gracias a las maravillas del cruce entre realidad y ficción, en el gol más extraordinario de la creación, aunque haya sido un gol en contra. Y cuando lo relata cuenta la verdad, su peculiar modo de convertirse en verdad: gambeteó… no sé cómo se dice aquí en México gambetear, ¿driblear?, eludió a cinco adversarios aguerridos que intentaban despellejarlo, le pasó el balón por encima de la cabeza al guardameta, y estalló su garganta en un grito redentor. Hay en el relato toda la verdad de la imaginación más allá de cómo haya efectivamente sucedido, porque en la narración que hace el niño está también la verdad. En fin, con esto quiero prevenirlos para que no crean todo lo que les cuente, que hay mucho de verdad y, como debe de ser, mucho de fábula, pero lo que voy a contarles ahora, se los juro por mi sagrada infancia, que es verdad. Recuerdo especialmente las tardes de lluvia en la escuela de La Lucila, y también esos hermosos naranjos silvestres que adornaban sus calles y que, al madurar sus frutos, se convertían, para nosotros, en pequeñas pelotas con las que transformábamos esas cuadras que nos separaban de la escuela en un interminable estadio de futbol. Una vasta nostalgia se apodera de mí cuando al regresar al barrio de mi infancia me encuentro con esos naranjos que me devuelven a mis diez años. Pero estaba hablando de las tardes de lluvia, tardes en las que no sé por qué, nunca lo supe ni me ocupé de averiguarlo, la directora de la escuela venía a nuestro grado y nos relataba con su inigualable voz las historias extraídas de la saga homérica. Ahora dice uno directora y siente que esa figura ha sido degradada, como tantas otras de nuestro presente; pero en aquellos años, hace más de cuatro décadas, una señora directora era una verdadera personalidad, y nosotros teníamos la inmensa suerte de que esa señora directora no fuera solamente la señora directora seria y autoritaria, tan común también en aquella época, sino que era una dama elegantísima, que para mí medía un metro noventa, pero que si por el azar pudiera encontrármela ahora no pasaría del metro sesenta; su pelo era de un negro azabache que contrastaba con la palidez de
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su rostro, su porte era de una sorprendente esbeltez y su voz era al mismo tiempo firme, profunda y de una suave dulzura; ella era el aura de la escuela, era la señora directora. Y en esas tardes de lluvia entraba en el grado y junto con ella penetraban los cantos de la Ilíada y de la Odisea; durante dos horas, niñitos y niñitas de nueve o diez años escuchábamos las aventuras de Aquiles, de Patroclo, de Héctor, de Ulises, discutíamos con Agamenón, viajábamos soñando en Ítaca, nos enamorábamos de Penélope. Claro, esas tardes de lluvia se han convertido, junto a las tardes misioneras, en la experiencia más maravillosa de la nostalgia. Por qué no hacer, llegado a este punto de mi rememoración, una reivindicación de la nostalgia en una época, la nuestra, que suele ser muy avara y desagradable con ese giro melancólico hacia los mundos pretéritos; es desagradable porque ha hecho del puro instante su único lugar de permanencia inestable y porque ha optado por despachar hacia el museo o hacia Hollywood aquello que constituye un trazo esencial de nuestras biografías y que, como diría Jameson pensando en Benjamin, hace de la nostalgia una crítica revolucionaria del presente. Nada hay más intenso y maravilloso que perder el tiempo recordando lo que uno ha vivido, lo bueno y lo malo… Digo, en esas tardes la literatura se convirtió en parte de mi vida para siempre. Borges dice que hay autores, y por lo tanto libros, que tienen la peculiaridad de convertir su escritura, sus ficciones y sus recuerdos, en recuerdos propios del lector. Supongo que, como a mí, a ustedes también les ha sucedido: ver ciertas cosas, ciertos paisajes a través de las páginas que hemos leído. Para mí, hasta el día de hoy, cuando salgo de la ciudad de Buenos Aires, y me enfrento a la vastedad de la pampa, mis ojos son los de Hudson, son los de Allá lejos y hace tiempo; es algo espontáneo, sin ninguna mediación racional, algo que me adviene aunque esté pensando en otra cosa, no puedo dejar de toparme con ese libro que leí innumerables veces, pero que me fue leído de una vez y para siempre cuando tenía nueve años, volviendo los recuerdos de Hudson, lejanos recuerdos de un niño de mediados del siglo XIX, en mis propios e intransferibles recuerdos. Esto es asociable a una frase de Adorno, frase muy pertinente en este tiempo de productos estandarizados y papillas listas para el consumo masivo; Adorno dice que el autor atento con el lector es aquel que no le ahorra dificultades. Claro, está pensando, sobre todo, en la gran tradición filosófica, ensayística, la del autor que no subestima al lector, la de la literatura genuina, que es aquella que nos lanza a un tipo de experiencia en la que no se nos ahorran las dificultades. Porque no cabe duda de que así como ciertas lecturas de infancia constituyeron la experiencia de la felicidad, también algunas de ellas nos hicieron sentir la experiencia del desasosiego, las que nos abrieron las preguntas esenciales por el sentido de la vida, por el sentido de las accio-
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nes, las preguntas que nos permitieron indagar los territorios de la traición, de la fraternidad, del odio, sabiendo que todo se guarda en las peripecias de un libro, en el itinerario laberíntico de un personaje único. Un libro totalmente menor de Julio Verne, de esos que casi nunca se citan, pero que a mí me impactó extraordinariamente, y que no lo he vuelto a leer porque lo perdí y nunca volví a encontrarlo en alguna librería, es Norte contra Sur, donde Julio Verne recrea la Guerra de Secesión. Yo terminé de leer el libro de Verne –tenía unos once años–, y escribí una novela exactamente igual al libro que acababa de finalizar, convirtiéndome en un pequeño Pierre Menard; uno solía hacer eso cuando era niño, termina de leer el libro que lo ha impresionado en lo más hondo y se pone frenéticamente a escribir un libro exactamente igual, sí, exactamente igual o lo más parecido que un niño puede escribir semejante al libro que acaba de leer. Creo que eso me curó para siempre y nunca más me dediqué a la ficción; recuerdo que escribí, todavía una vez más, en cinco cuadernos bien apretados –tenían cien páginas cada uno–, la historia interminable de dos jóvenes que viajaban alrededor del mundo: claro, Julio Verne y Emilio Salgari estaban allí, como también lo estaban Mark Twain y Horacio Quiroga; y un hermano mío, mayor, muy piadosamente, nunca se lo he perdonado, un día tiró los cuadernos, los arrojó a la basura pensando que eran cuadernos viejos e inservibles. Quizás me hizo un favor, y le hizo un favor al resto de los seres humanos que no tuvieron que toparse con esa inacabable literatura de los once o doce años. De la misma manera que, salvo… no sé, ayúdenme los que se dedican más seriamente a la literatura… salvo el caso escandaloso, maravilloso y único de Rimbaud, todo poema escrito entre los catorce y diecisiete años tiene que ser inexorablemente arrojado al fuego, no hay otra alternativa, porque es la cosa más cursi que uno pudo haber escrito a lo largo de su existencia. Lo cierto es que Norte contra Sur es un libro en el que uno, yo, puede aprender lo que es la fraternidad, no lo que hoy llamaríamos la lógica de la tolerancia, que es una lógica inmunda, que es una palabra que, en realidad, hace que veamos al otro como aquel con el que no queremos compartir absolutamente nada, y solo lo toleramos; sino que me hizo ver, a partir de su trama, del encuentro entre un joven blanco y un joven negro, lo que era la amistad… digo, hablo de Julio Verne, y no sé si ponerme de pie al mencionar lo que voy a mencionar; porque ese libro… qué difícil que es decir el libro más maravilloso que uno leyó en su vida… ¿cuál fue el libro?… antes dije Allá lejos y hace tiempo, ahora digo, en algún sentido por su gran impacto en mí, Norte contra Sur, y siento que cuando voy a decir el nombre de otro estoy traicionando a los anteriores; y sin duda este fue el más sublime de todos, el libro de la aventura con mayúsculas, el inolvidable, y se llamó, y se sigue llamando, Huckleberry Finn, de Mark
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Twain… digo, no hay experiencia de fraternidad más profunda, de lealtad, que la que han tenido Huck y Jim: ese viaje por el Mississipi fumando pipas de agua, dejándose llevar por el río mientras observan las estrellas… salvo que uno tenga un corazón de piedra y esté perdido para siempre de su infancia, es la experiencia más soñada de la vida: Huck es la felicidad, es la aventura, es la libertad, es la anarquía, es la insolente soberanía de un espíritu libre; es el mundo como apertura, como infinita posibilidad, pero no es solo el mundo de un individuo que vive su propio narcisismo, sino que es el mundo como descubrimiento también del otro. Es posible, aunque no pienso hacerla en homenaje a Twain, una lectura levinasiana de Huckleberry Finn. Simplemente, y como escribía Savater en el capítulo dedicado a Sandokán, es el descubrimiento de la amistad, la única, la desprendida, la fraterna, la de Huck y Jim, la que el libro nos permitió saborear. En un reportaje que le hicieron hace un tiempo a Harold Bloom, crítico literario que no se ha privado de fijar un canon de la literatura occidental, canon en el que, como toda lista que se quiere definitiva, incluye lo esencial y excluye también lo esencial. Hacer un canon es algo brutal y, no me puedo hacer el distraído, yo también estoy trazando, de algún modo, mi propio canon de las lecturas de mi infancia, aunque en este acto un tanto desmesurado no hay una intencionalidad de fijar políticas culturales o académicas, apenas dar testimonio de mis horas ociosas y maravillosamente perdidas entre los libros. Decía que en un reportaje le preguntaron a Harold Bloom, “¿Por qué leer a los clásicos?”. Una pregunta interesante, pocas veces los periodistas hacen preguntas interesantes… recuerdo una vez haber leído un reportaje que le hicieron a Lévi-Strauss, se lo hicieron en su buhardilla del sexto piso en el que todavía seguía trabajando con sus más de 85 años a cuestas; el periodista le hizo la siguiente pregunta al venerable etnólogo: si él no pensaba que con la cámara de video hoy no hubiera tenido mejores oportunidades para dar cuenta más objetivamente de las culturas primitivas, que hace cincuenta años, cuando apenas si podía apuntar con un lápiz lo que veía. Y Lévi-Strauss, antes de contestar, todavía con ironía y mucho sentido del humor, dijo que pensó: “En ese instante dudé entre aprovechar que tenía la ventana abierta y arrojarlo por ella o utilizar una vieja hacha que me había traído del Brasil para arruinarle de una vez y para siempre su estúpido cerebro”. Lo que nunca alcanzaría a comprender el periodista es que detrás de la cámara, de cualquier cámara, siempre hay un ojo que determina lo que estamos enfocando… Otro era el periodista que estaba preguntándole a Bloom ¿por qué leer a los clásicos? Y nuestro profesor de Yale elige para contestarle a su amadísimo Shakespeare, demiurgo capaz de desafiar al propio Dios de la Biblia en su afán creador. Harold Bloom afirma con aire provocador (al menos así recuerdo haberlo leído y cito de memoria): “En
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realidad, tengo la tentación de imaginar que Dios imitó al bardo para crear el universo. Pero dejemos por ahora eso y vayamos a su pregunta: ¿por qué leer a los clásicos? ¿Por qué leer a Shakespeare? No para ser más virtuosos: difícilmente alguien que recorra las páginas de Ricardo III, o de Macbeth, logre inspirarse en ellos para ampliar su moral; entre esas páginas no nos convertiremos en mejores personas ni nos transformaremos en seres altruistas, solidarios con el otro; pero –y lo mira fijamente al periodista– usted y yo, más allá de nuestros propios narcisismos, ¿qué podemos saber de la traición? ¿Qué sabemos de las pasiones? ¿Qué experiencia esencial tenemos del amor, de la piedad, del dolor? ¿Hasta dónde llega nuestra experiencia de lo humano? Quizás alguna vez en nuestras vidas tuvimos la oportunidad de ser partícipes de algo importante, fuera de lo común y ordinario. Pero su yo y el mío son muy pequeños, mediocres, y hasta me atrevería a decir que son vulgares y que muy de vez en cuando logran encontrar las palabras adecuadas para dar cuenta de esas vidas. Imagínese usted que a ese pequeño yo le pudiese agregar ese yo inconmensurable que dijo todo sobre el amor, la traición, la piedad, el engaño, la muerte, la locura, la fidelidad; no vamos, por leerlo, a convertirnos en seres más bondadosos, pero al menos nuestras vidas tendrán mayor densidad, tendremos la oportunidad de descubrir lo que solos jamás hubiéramos logrado siquiera entrever. Leer a los clásicos es darse cuenta de que hay algo más que nuestra propia mediocridad, que, eso usted lo sabe, suele convertirse en el lenguaje que legitima el sentido de las cosas hasta volver gris el mundo y sus aledaños”. Reemplacemos el vasto nombre de Shakespeare, como hubiera dicho Borges, por el de Stevenson o el de Twain o el de London, y estaremos situados ante la misma perspectiva de una vida ampliada más allá de sus propios límites. Tal vez por eso cuando a través del correo conversaba con mi amigo Braulio sobre el sentido de estas jornadas a las que generosamente me ha invitado a participar, yo le escribí: “Hablar de literatura, hablar de la escritura, para mí, en estos momentos, es regresar a mis lecturas de infancia y adolescencia, esas etapas de la vida en las que se manifestaron mis gustos e inclinaciones esenciales”. Hay ciertos libros que si no los leímos a los diez u once años, o a los catorce, los hemos perdido para siempre. Yo que sigo leyendo con entusiasmo la literatura estúpidamente denominada infanto-juvenil, siento cuando voy recorriendo ciertas páginas la puntada dolorosa por no haberlas leído en los días de la niñez. Recuerdo cuando me enfrasqué en ese espléndido libro de Michael Ende que se llama La historia sin fin que, por supuesto, lo leí de grande, lo leí en compañía de mis hijos, pero yo sentía a cada página que pasaba la nostalgia de no haberlo leído a los once años. Lo mismo me aconteció con El señor de los anillos. Si es posible hablar de libros felices, de aventuras inconmensurables, de tardes
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de infinito goce, ese es el sino de la obra de Tolkien, la marca indeleble de su escritura. Si bien lo leí tempranamente, en su primera edición en español –una vieja edición de Minotauro–, yo ya tenía veintipico años largos; en cambio cuando vi a mis hijos leyendo El señor de los anillos, a los trece o catorce años, los envidié, pero de la forma más… cómo decirlo… ¡de la peor manera! Hay libros que leímos justo a tiempo y otros que nos llegaron irremediablemente tarde. Hubo un libro que me llegó justo, en el momento adecuado y, tengo que decirlo aquí, es el libro de mi vida. Ustedes dirán “ya dijo que hubo otros libros esenciales”; este, de verdad, es el libro de mi vida. Lo leí entre los quince y dieciséis años, y su nombre es La montaña mágica, de Thomas Mann. Una de mis mayores felicidades de los últimos años, y ahora sin ninguna envidia, porque yo ya había atravesado esa experiencia, fue ver a mi hija leyendo La montaña mágica y dejándose transportar por la magia de la pluma manniana. La montaña mágica es un libro inconmensurable, después de esa historia que transcurre en un sanatorio para tuberculosos en los Alpes suizos no se pueden escribir más libros de ideas, y cualquiera que quiera escribir un libro en donde se discuta sobre, por ejemplo, astronomía, filosofía, el tiempo, la muerte, debe saber que ya Thomas Mann hizo de La montaña mágica el texto definitivo en el que el universo de las ideas se vuelve literatura. Es un libro en el que pasan muy pocas cosas, y uno diría “a los 15 o 16 años uno estalla hormonalmente, y lo que quiere es que pasen cosas”; claro que algunas cosas pasan, tan nimias algunas, pero tan esenciales, como la pasión que se despierta en Hans Castorp, ese héroe casi insustancial que, a lo largo de la novela, va adquiriendo un aura muy especial, pasión que ha nacido del desasosiego y la incertidumbre expectante que en él ha despertado esa huidiza figura que al entrar al salón comedor suele provocar un estrepitoso ruido al cerrarse las puertas vidriadas de un golpe. Esa mujer mágica se llama Claudia Tzchauchat, nombre que desde mi adolescencia quedó musicalmente grabado en mi memoria. La relación entre ambos será de extremo pudor, apenas un beso robado en una noche de carnaval que, sin embargo, estará cargado de sensualidad. Pero sobre todo, La montaña mágica será para mí ese libro único en el que un personaje maravilloso, Ludovico Settembrini, dejará grabada su impronta en mis años adolescentes, su impronta de librepensador y de heredero de generaciones de humanistas y carbonarios. Claro, hoy resulta difícil leer las más de 700 páginas del libro de Mann, con sus interminables discusiones sobre el espíritu de la Contrarreforma entre Settembrini y el jesuita Naphta, o las lucubraciones febriles de Castorp sobre la bóveda celeste. En La montaña mágica se discute de muchas cosas… se discute de la vida; la enfermedad y la muerte
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están siempre presentes, ya que la historia transcurre en un sanatorio para tuberculosos en los Alpes suizos a fines del siglo XIX y como crepúsculo de toda una época de la cultura europea que se prepara, sin saberlo, para atravesar el páramo de la destrucción. Gentes que están allí, cerca del cielo y lejos del mundo, y donde la muerte es el principal convidado; la muerte que siempre está allí, como en esa escena inolvidable de Hans Castorp con su primo moribundo. Hay personajes que se escapan a las expectativas de su autor, que van diseñando su vida literaria hasta cobrar una dimensión autónoma. Thomas Mann decía que el escritor que se cree dueño de sus personajes, que les reglamenta la vida, que dirige todos sus pasos, no logra escribir nada significativo; en cambio, aquel escritor que traza una línea para iniciar el itinerario del personaje y luego este se le va imponiendo con su propia lógica, ese está haciendo literatura. Mann decía que la mayoría de sus novelas habían comenzado como cuentos o pequeños relatos y acabaron por convertirse en novelas de 600 o 700 páginas. El personaje para mí decisivo, al menos en aquella primera e inolvidable lectura, fue Ludovico Settembrini; ya su nombre era musical; su origen italiano, descendiente de luchadores por la libertad y heredero de la tradición humanista ilustrada; hombre de “una elegancia extrema y de una pobreza equivalente a su elegancia” –así lo describe Mann–, que no vivía en el sanatorio porque era un lugar para gente rica, y aunque él vivía en la aldea pobremente, su porte y su erudición, su don de señor refinado y culto, le permitían estar en un pie de igualdad durante almuerzos y cenas con el resto de los enfermos. Y Ludovico Settembrini fue, y es, para mí, la esencia del libre pensador. Con los años y con el transcurrir de mis propias ideas en el campo de la filosofía me separé de gran parte de las ideas de Settembrini, pues él era un amante del progreso, un amante de la ingeniería, es una especie de heredero de las tradiciones saintsimonianas, y de lo que sería la ilusión del siglo XIX en la redención que viene de la mano de la ciencia y de la técnica: es el hombre del progreso, pero es también el hombre del humanismo, el que habla un latín maravilloso, el que sigue las pistas de la Italia del Renacimiento; y Settembrini fue para mí, en años muy turbulentos de la Argentina, y La montaña mágica, fue la posibilidad, también, de descubrir que no debiera haber contradicción entre una práctica emancipatoria y el refinamiento de la cultura, y que sin embargo, lo que estaba viendo y experimentando en la realidad de los años setenta es que estaba cada vez más escindida una supuesta práctica revolucionaria de una cultura afincada en esas tradiciones humanistas; que aquellos que venían a hablar de libertad y de revolución eran portadores de una mirada pobrísima y solían ejercer una dura censura. Todavía recuerdo aquellas reuniones políticas, cuando apenas si tenía dieciséis años, y tenía que
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esconder La montaña mágica porque sentía vergüenza de que me acusaran de pequeñoburgués culturoso. Había que llevar las obras del Che, pero no La montaña mágica; no tengo nada en contra de las obras del Che (hoy me resultaría muy difícil leerlas), aunque sí las leía en ese contexto histórico; lo que surgía, y eso era una tragedia que involucró a gran parte de la tradición de izquierda en el siglo XX, era la escisión entre un mundo de cultura –y cuando digo “un mundo de cultura” digo esas lecturas, esos libros o esos autores que más allá de sus ideales políticos pudieron, eludiendo la tentación de su propia ideología, o de su propia moral, crear obras de arte de una extraordinaria significación– y el supuesto mundo de la realidad política, del verdadero mundo popular. El siglo XX está plagado de personajes que si hubiesen simplemente trasladado su moralidad a su escritura hubieran convertido esa literatura en una masa indigesta, y está plagado también de aquellos que confundieron ideales con literatura. Si hay algo que vuelve a la literatura fabulosa es que en un punto el autor nos deja a nosotros solos con nuestra propia interpretación y más allá de todo catecismo. Thomas Mann logra algo muy difícil: sin renunciar a su propia ética logra que su obra no quede contaminada por ella; de ahí que uno se enamore de sus personajes, muchos de los cuales nada tenían que ver con la concepción del mundo sustentada por el autor de Doktor Faustus. Confieso, sin embargo, que con algunos escritores del siglo XX no he dejado de tener dificultades al leerlos; siempre me costó separar la vida de Céline de su obra. Ustedes saben, fue un hombre envilecido por las peores ideas políticas: colaboracionista, antisemita patológico, etcétera… y sin embargo su literatura es insoslayable, pienso sobre todo en Viaje al fin de la noche. Qué decir, a su vez, de todos esos autores cuyas obras destilan buenas intenciones y moralina que, sin embargo, no han escrito más que bazofias indigestas. Al único que le perdono tener buenas intenciones en su escritura, pese a que también guardó ambigüedad, es a Julio Verne en sus Viajes extraordinarios. Digo “guardó ambigüedad” por lo siguiente: Julio Verne fue probablemente aquel autor que en el siglo XIX hizo posible una alianza entre literatura y ciencia; es decir, fue aquel que pudo hacer de la ciencia de su tiempo un personaje literario; y que construyó, sobre todo en su Viajes extraordinarios, la visión de un mundo en el que la aventura se daba la mano con la ciencia y la técnica, marcando con ese imaginario a varias generaciones que lo leyeron con devoción. En esos libros únicos suele destacarse el hombre sabio, como en la saga que va de Los hijos del capitán Grant, pasando por De la tierra a la Luna y Viaje al centro de la Tierra, hasta 20 mil leguas de viaje submarino. Pero también está el autor de Robur el conquistador, libro con el que Verne inicia su etapa pesimista, que estará marcada por su propia tragedia personal. Pero claro, cuando uno tenía once
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o doce años leer a Julio Verne, leer la manera como ese geógrafo maravilloso nacido de su pluma prodigiosa conducía a los hijos del capitán Grant por la Patagonia, salvándolos de desastres naturales, era sentir la afición por la geografía y la confianza en la palabra de la ciencia; pero, sobre todo, era sentir la afición de la amistad, de la verdad, de la nobleza. No hay amistad más noble, única y maravillosa, que la que existió entre Sandokán y Yánez; dos piratas que podían matar sin ningún sentimiento ni arrepentimiento, y, como también diría Sandokán, “enamorarse infinitamente de Mariana”. Yánez y Sandokán son la esencia de la amistad, son la esencia de la fidelidad. Pero lo genial de Salgari es que convierte fidelidad y amistad en atributos de ¡dos piratas! Hasta aquí he llegado en este viaje hacia la tierra de la infancia. Estos han sido mis años felices, mis libros memorables de los que he aprendido casi todo lo imprescindible para vivir. Para decirlo de una manera más sencilla, o íntima, agradezco, no sé a quién, que me haya deparado una tarde de verano en la selva misionera leyendo mi primer libro. Claustro de Sor Juana, Ciudad de México, octubre de 2002
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Una mañana otoñal, mientras emprendía el arduo trabajo de reacomodar los libros en la nueva biblioteca que acababa de colocar para darle cobijo al desbordamiento incesante de papeles y volúmenes que ya se amontonaban peligrosamente a mi alrededor, me asaltó una extraña sensación que entremezclaba lo anacrónico y el déjà vu, como si el pasado regresara inopinadamente haciéndome cargos de mis olvidos y omisiones, de mis fidelidades y continuidades, de aquellos libros que, envejecidos, parecían mirarme con cierto reproche desde la lejanía de los anaqueles más altos, como diciéndome que en otra época de mi vida y quizás del mundo ellos habían tenido un protagonismo del que ahora carecían por completo. Casi treinta años se me presentaron sin pedirme permiso: regresaban recuerdos extraviados que, ahora lo sé, desde siempre estuvieron asociados a algún libro, a ciertas lecturas insoslayables en otra era geológica en la que era imposible escapar a la presencia de autores decisivos, tan decisivos que jamás imaginaríamos llegado el tiempo de su ocaso, ese momento en que sus escrituras inevitables se volverían opacas y, para las nuevas generaciones, ilegibles e invisibles. Y sin embargo, en esa mañana en la que las hojas de los árboles iban cayendo inexorablemente, mi biblioteca comenzó a interrogarme; ella formuló preguntas que me tomaron desprevenido, fue presentándome, uno tras otro, libros y autores, antiguos compañeros de polémicas interminables, libros queridos, únicos, que, en su momento, constituyeron los mojones esenciales en la demarcación del camino que había que seguir. Marx, claro, ocupaba el lugar de privilegio, pero rodeado por la vastedad inabordable de las obras completas de Lenin, suerte de Talmud al que recurríamos para intentar comprender en qué se parecían los acontecimientos rusos de 1917 a los sucesos argentinos de 1973, hasta dónde eran homologables Cámpora y Kerenski o si las huelgas de Villa Constitución constituían nuestra propia experiencia de soviets obreros. Pero con Lenin
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no solo articulábamos nuestras estrategias políticas; entre sus obras podíamos introducirnos en los debates filosóficos pronunciando los nombres extraños de Mach y Avenarius, del empiriocriticismo y de la dialéctica hegeliana junto a la crítica del idealismo esteticista de Lunacharski; leíamos los oscuros cuadernos filosóficos escritos en el exilio bernés mientras Europa estallaba en mil pedazos, sus análisis definitivos sobre las fuentes del pensamiento de Marx y sus incursiones en el territorio de la literatura. Todo, o casi todo, estaba allí y si algo faltaba algunos lo completábamos con Trotsky y otros con Mao (casi nadie leía ya a Stalin). Los más sofisticados incorporaban al Lukács de Historia y conciencia de clase, o de a poco iba emergiendo el nombre de Gramsci. En los sesenta y los setenta los estantes principales, aquellos que estaban bien cerca y a la mano, estaban abarrotados de las obras de Marx y Engels (el AntiDüring y Dialéctica de la naturaleza estaban en un primer lugar para fortificar nuestro combate materialista contra la bestia idealista), de Lenin, de Trotsky (todavía puedo sentir el inmenso placer de la lectura, a través de su intensa pluma, de los dos tomos de Historia de la revolución rusa), de autores menores pero significativos en el imaginario de todo joven portador de una identidad izquierdista (me refiero, por ejemplo, al John Reed de 10 días que conmovieron al mundo o al Victor Serge de Memorias de un revolucionario y de El año I de la revolución); también estaban allí las Obras escogidas de Plejanov (¿quién lee hoy a Plejanov?, ¿quién se detiene a recorrer sus páginas en las que iba de Darwin a Pushkin, de los atomistas griegos a Lermontov?) junto a la colección de la biblioteca socialista de Pasado y Presente creada y dirigida por el inolvidable Pancho Aricó, que nos devolvía las polémicas sobre la idea de Partido o nos presentaba a un autor desconocido como Anton Pannakoeck. Pero allí también estaban las críticas de Rosa Luxemburgo al incipiente despotismo bolchevique o ese libro brillante, inaugural del marxismo occidental, publicado por Lukács en 1923, libro que en lo personal leí algunos años después, cuando azarosamente llegó a mis manos mientras revolvía las estanterías de una librería latina en Los Ángeles a fines de 1976 (extraña vivencia la de estar leyendo el capítulo sobre la cosificación de la conciencia en la meca hollywoodense y en medio del esplendor consumista del capitalismo norteamericano que todavía, como sociedad, no lograba reponerse del trauma causado por la guerra de Vietnam, en una época del mundo en la que el Imperio podía ser derrotado por un pueblo aguerrido y una opinión pública confundida y espantada). Primero, había leído con fervor hegeliano Marxismo y filosofía de Karl Korsh y, a la par, un hoy olvidado libro de un ex comunista español llamado Fernando Claudín, me refiero a su monumental La crisis del movimiento
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comunista internacional, libro que tuve en su primera edición de la mítica Ruedo Ibérico (recuerdo todavía cuando lo compré en la librería Cénit de Corrientes y Talcahuano en los días turbulentos de 1974) y que luego perdí y volví a comprar muchos años después en otra edición a la que simplemente le dediqué mis fervores nostálgicos pero que casi no leí. Algo semejante sucedió con aquella magnífica edición de la Historia del Partido Bolchevique escrita por Pierre Broué, grueso volumen en el que no solo desfilaba el origen heroico del leninismo, sino que, en su parte final, nos ofrecía el desolador panorama de las purgas stalinistas y la liquidación de toda la vieja guardia revolucionaria. Ha quedado como imborrable el día que haciendo acopio de toda mi valentía me robé ese libro de una tradicional librería de la avenida Corrientes, frente a dos empleados y con todo el desparpajo de mis dieciséis años. Debo confesar, en estos tiempos de neopuritanismo en los que la propiedad privada ha vuelto a ser sacrosanta incluso para la izquierda, que en aquellos años una genuina biblioteca se iba formando, entre otras estrategias, con los sistemáticos asaltos a las librerías. Éramos pequeños anarquistas expropiadores que manteníamos la conciencia tranquila porque el producto de nuestros hurtos eran aquellos libros que deberíamos leer en nuestra preparación política. Por supuesto que alguna que otra novela se colaba, atravesando las fronteras de nuestras vigilantes éticas revolucionarias. Para la tranquilidad de todos ustedes, quiero destacar que ningún librero se fundió y que por cada libro sustraído, utilizando las más diversas y arriesgadas técnicas, al menos comprábamos otra buena cantidad. No tengo la menor duda de que puestos a elegir entre una actualidad raquítica en la que ya no se roban libros porque los dispositivos tecnológicos lo impiden pero tampoco se compran como antes, los libreros de raza volverían gustosos a aquellos tiempos en los que ambas partes desplegaban increíbles astucias en una guerra interminable pero con algo de fraternal. A veces me pregunto si un tribunal no me hubiera absuelto después de comprobar que durante dos interminables semanas logré hacerme con los cuatro tomos de la Estética de Lukács. Más que un robo, aquello fue tanto una obra de arte como una manifestación de inaudita devoción. Al hambriento no se lo condena por robar el pan. Y nosotros teníamos hambre de libros. Junto a estas sofisticadas expresiones del marxismo occidental, se superponían las obras completas del Che Guevara, las actas tupamaras, los escritos político-militares de Nguyen Giap, Los condenados de la tierra y ¡Escucha, blanco! de Fanon (que hoy vuelve a cobrar vigencia a través de los estudios poscoloniales), los tomitos de historia argentina de Milcíades Peña (al que Horacio Tarcus le ha dedicado un libro de rescate imprescindible), La revolución del ‘90 de Luis Sommi, junto a una memorable edición de la Historia de la Revolución francesa de Jean Jaurés. Tampoco podían faltar los libros
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de economía (en aquellos años setenta la economía constituía todavía una parte imprescindible de la formación intelectual junto a la filosofía, la política, la historia, la literatura y, si me apuran, las ciencias naturales –también estaban en la biblioteca La evolución de la especies y El origen del hombre de Darwin): obviamente estaban allí los amenazantes tres volúmenes de la edición del Fondo de Cultura Económica de El capital, acompañados, para entenderlos mejor, por autores como Maurice Dobbs, Paul Swissey, Ernest Mandel o los inefables catecismos de Marta Harnecker. Como expresión de cierta sofisticación, también estaban los clásicos del austromarxismo, especialmente Rudolf Hilferding y Otto Bauer, cuyo libro sobre las nacionalidades jamás alcancé a leer en toda su inabordable extensión; todavía recuerdo incluso la edición de La cuestión agraria de Karl Kautsky, que compré entusiasmado en la librería que el Ruedo Ibérico tenía en París a mediados de 1976 (¿quién, salvo un obsesivo y prolijo historiador, lee hoy a Kautsky y sus reflexiones sobre el mundo campesino y las transformaciones operadas por el desarrollo del capitalismo?). Ocupando un lugar bien visible, en la biblioteca estaban la interminable Historia del socialismo de Cole y La historia de la Rusia soviética de Carr. Entre ese extraordinario corpus marxista, omnipresente y dominante en los años setenta, se encontraba, aunque más tímidamente, porque mi generación ya no lo leyó con fervor, el Jean-Paul Sartre de Para una crítica de la razón dialéctica. La de los setenta fue una biblioteca marxista y tercermundista, en la que confluían Lévi-Strauss, Lacan y Althusser para los que se inclinaban por el estructuralismo (libros esenciales fueron Para leer el capital y El pensamiento salvaje, los sesudos análisis en los que Louis Althusser nos presentaba el Marx científico versus el Marx romántico idealista de la juventud, y en el que Lévi-Strauss, en el capítulo final de su estudio antropológico arremetía despiadadamente contra el concepto sartreano de historia), o Lukács, acompañado por un heterodoxo Marcuse, que constituían las trincheras hegelomarxistas contra la invasión estructuralista que iba ganando cada vez más posiciones, especialmente entre las tribus psicoanalíticas y las de la crítica literaria. Todavía tengo en mi biblioteca Las palabras y las cosas de Michel Foucault comprada en México durante el año 1978, sin imaginar, por supuesto, que en la segunda mitad de la década siguiente seríamos testigos de una avalancha foucaultiana que se derramó sobre la escena cultural y académica argentina. Foucault no era, en aquellos tiempos setentistas, la figura estelar de una crítica radical de la tradición marxista ni era aún el ícono de las ciencias sociales que fue durante la segunda mitad de los ochenta. Todavía los estantes de nuestras bibliotecas, al menos de la mía, seguían un orden en el que algunos autores deberían esperar su oportunidad.
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La filosofía como arma para la revolución junto a Para leer El capital o Historia y conciencia de clase se disputaban el campo de la hermenéutica marxista y ocupaban un lugar central en la estantería, acompañados según las inclinaciones por las nuevas voces del pensamiento francés al que aún no se denominaba como posestructuralista (De la gramatología de Derrida y El antiEdipo de Deleuze y Guattari se presentaban con toda su complejidad laberíntica para iniciar el desfondamiento de las venerables certezas) o por la llegada, a estas costas, de Adorno, Horkheimer, Marcuse y Benjamin. En mi biblioteca de fines de los setenta, cuando regresé a Buenos Aires, ocupó un lugar de privilegio Dialéctica del iluminismo en la versión de Murena, al que luego le siguieron Dialéctica negativa y Minima moralia. Sutilmente, algunos libros se iban corriendo al costado y otros iban ocupando los lugares dejados vacantes. Todavía conservo un ejemplar de La disputa del positivismo en la sociología alemana, texto editado por Grijalbo en el que se reproducía el congreso de sociología alemana de 1962, que tuvo como estrellas rutilantes al propio Adorno y a Karl Popper, acompañados respectivamente por los jóvenes Jürgen Habermas, Ralf Darehdorf y Hans Albert. Esa extraordinaria polémica confrontó, en aquellos años, al representante más acabado de la tradición frankfurtiana, él mismo heredero de Hegel, Marx, Nietzsche, Freud, Weber, Simmel, Lukács, con el exponente más reconocido del neopositivismo y de la vieja escuela de Viena. De a poco, los clásicos del marxismo fueron despojados de su centralidad, algunos hasta fueron devorados por ciertas llamas en noches de infausta memoria. Todavía lamento la pérdida de la edición en cuatro tomos de la Estética de Lukács y los tomos de El capital, traducidos por Wenceslao Roces, y nunca volví a reponer las obras de Lenin. Algo estaba sucediendo y, como siempre, mi biblioteca no dejaba de expresarlo con sus inquietos movimientos. En los años de cierre de la dictadura, años en los que el repliegue intimista influyó notablemente sobre nuestras bibliotecas, otras lecturas fueron abriéndose camino hasta ir acorralando esos otros libros que de a poco se irían sumergiendo en un piadoso olvido, deslizándose en silencio hacia las regiones más alejadas, en esos rincones casi inaccesibles de la biblioteca. La potencia de ciertos nombres, Marx principalmente, ejercieron una tozuda resistencia ante la inminencia del desplazamiento y, tal vez haciéndonos los distraídos, dejamos que siguieran ocupando el lugar de siempre, aunque en el fondo sabíamos que se habían convertido en testimonio de una época en gran medida clausurada por el espanto, la derrota y la llegada de otras bibliografías (no podíamos dejar de sentir cierta culpa cuando reemplazamos la escritura clásica y exigente de Marx por el golpe de efecto de El espejo de la producción de Jean Baudrillard, un libro pequeño en el más
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amplio sentido de la palabra que, sin embargo, contribuyó a herir las antiguas certezas). Mi generación tal vez fue la última que fue construyendo su biblioteca al calor de las exigencias de la realidad, pensando, primero, que las escrituras urgentes e insoslayables de la tradición revolucionaria no solo eran notas al pie de página en monografías académicas, sino que constituían verdaderos campos de batalla intelectual y político; que no daba lo mismo leer a Gramsci que a Lucien Goldman, que los libros exponían, en sus diversidades y en sus diferencias, la permanencia de la polémica. Dime quiénes estaban en tu biblioteca y te diré a qué grupo pertenecías. Con solo entrar en la casa de algún nuevo conocido y echar un vistazo rápido a sus libros era posible hacer una radiografía de afinidades y enemistades y, obviamente, prolongar la relación o abandonarla raudamente. En aquellos años la palabra tolerancia no era más que un fantasma al que nadie le prestaba la menor atención. La biblioteca como prolongación del campo de batalla; en ella las convivencias no podían ser pacíficas y las páginas de los libros, furiosamente marcadas y sobrescritas, daban testimonio de irreductibilidades y dogmatismos, de impostergables reclamos de la acción y de sutiles desvíos teóricos que irían articulando otros lenguajes capaces de preparar el giro hacia un más allá de la política. Recuerdo, todavía, cuando a fines de los setenta leí con inicial deslumbramiento por el estilo poetizante de sus reflexiones filosóficas, un libro de Kostas Axelos, El pensamiento planetario, en el que Marx se encontraba con Heráclito y Heidegger, y subrepticiamente otra mirada comenzaba a horadar los antiguos e inconmovibles sitiales de mi biblioteca. Hay autores y libros que no resisten la prueba de los años, que leídos mucho tiempo después nos preguntamos con perplejidad cómo pudieron ser tan importantes en ese otro contexto, cuando sus lecturas nos deslumbraron y produjeron un hondísimo impacto en nosotros. Con El pensamiento planetario de Axelos me pasó y me pasa exactamente eso: es un libro al que ya no puedo volver, que me resulta demasiado manierista en su estilo, tremendamente recargado, exagerado, pero en el que aún percibo cierta intensidad, un aura que, un cuarto de siglo atrás, brillaba, al menos para el joven que era en aquellos años de transición y búsqueda, en todo su esplendor. En todo caso, lo gratificante de esa lectura era que todavía podía permanecer en la huella de Marx, pero agregándole los mundos más vastos de la filosofía griega, de otra interpretación de Hegel y de un Heidegger leído en clave de una praxis transformadora (esfuerzo que también había hecho Lucien Goldman cuando acercó al autor de El ser y el tiempo con el Lukács de El alma y las formas, Teoría de la novela e Historia y conciencia de clase). Desde un lugar algo más complejo e infinitamente más sobrecargado e irónico, Slavoj Žižek, cuyos libros comienzan peligrosamente a ocu-
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par algunos significativos sitios de la biblioteca, hoy reúne para nosotros a Marx con Lacan y a Hitchcock con Hegel, recordándonos que en nuestros extraños mundos nada se pierde y todo se transforma. El paso de los años quizás nos permite, me permite, desentenderme de ciertas modas fabricadas en las usinas académicas y de la industria cultural, sabiendo, con el simple gesto de contemplar mi biblioteca, que muchos otros libros y autores ocuparon, por un instante, lugares de honor del que rápidamente fueron desalojados sin siquiera emitir alguna protesta. Simplemente se corrieron hacia el rincón más apartado, tal vez soñando con un retorno al protagonismo perdido. Cuando a veces siento la tentación de desprenderme de algún libro añejo, de esos que parecen no haber podido superar la prueba, no de los cien años como quería Borges, sino apenas la de un lustro, me asalta una cierta inquietud, una suerte de déjà vu, que me martiriza imaginando su retorno triunfal a escena. Eso me pasó con Fanon, sus libros, salvo un viejo y roto ejemplar de ¡Escucha, blanco!, hace mucho tiempo que abandonaron la biblioteca perdiéndose en alguna mudanza, como lastre que uno arroja al mar para aliviar de carga el barco. Y ahora, leyendo a Bhabha y otros cultores del poscolonialismo, me reencuentro con un Fanon olvidado, desplazado, cuya sola mención entre un público aggiornado resultaba casi un bochorno. Sigan el consejo de Borges, pero al revés, no se desprendan de ningún libro que no haya cumplido la prueba de los cien años, de los diez años, del año, porque mañana podemos llegar a necesitarlo imperiosamente. El alma de una biblioteca es su infatigable anacronismo, la venturosa posibilidad de permanecer a salvo de modas académicas y de las otras, de regocijarse en su inactualidad que, por esos misterios insondables, acaba siendo siempre actual. Tal vez por eso me resisto con uñas y dientes, y contra toda mi familia, a los pedidos de piadosas donaciones. ¡Que la filantropía la hagan otros con sus libros! La década del setenta, al menos en su primera mitad, heredó mucho de su antecesora, se hizo cargo de las arduas polémicas suscitadas allende el Atlántico pero imprimiéndole, en estas orillas, un giro de mayor politización. La dictadura anticipó, aunque eso todavía no podíamos saberlo, lo que ya algunos pocos entendidos podían intuir de los desenlaces de las nuevas ideas que mortificaban los venerables saberes marxistas: algo estaba sucediendo y las consecuencias desencadenadas por el Mayo del 68 lejos de amplificar las avenidas libertarias y revolucionarias, las fueron conduciendo a un callejón sin salida. Todavía recuerdo la escandalosa llegada a México de los nuevos filósofos franceses (Glucksman, Lévy, etcétera) y su vano intento por hablar en público ante masas de enardecidos estudiantes. Pocos años después, la anunciada crisis del marxismo se convirtió en un tema recurrente, la enunciación del final de una época de la historia, la evi-
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dencia, voceada a los cuatro vientos, del fin de los grandes relatos asociado con muertes varias. El escándalo dejó paso al aggiornamiento teórico y con la intensidad de un huracán nuestras bibliotecas sufrieron cirugía mayor sin anestesia. Entre los autores marxistas, el único que pudo sustraerse al brutal desplazamiento fue Antonio Gramsci, al menos durante la primera mitad de los ochenta, cuando se intentaba aún rescatar, dentro de la tradición de Marx, alguna voz innovadora. Así como durante los años de la dictadura las bibliotecas sufrieron un espantoso descalabro, acompañando en muchos casos el terrible destino de sus dueños; los que no regresaron, al final de esa larga noche, fueron aquellos libros de la revolución, aquellas obras tercermundistas que ocupaban nuestros estantes, esos eruditos análisis de marxistas italianos que discutían en clave bizantina la filología del maestro de Tréveris. Con cierto disimulo, pero sabiendo que la historia suele tener sus recurrencias, esos libros fueron colocados en zonas menos visibles entremezclándose, no sin sorpresa, con aquellos otros libros de la infancia de los que, en lo personal, me negaba a desprenderme. Bibliotecas clandestinas, bibliotecas autocensuradas, bibliotecas en las que un enorme hueco nos devolvía la ominosa presencia-ausencia de una parte fundamental de nuestras biografías. La de los años dictatoriales fue una biblioteca críptica en la que algunos libros podían permanecer sin llamar la atención, disimulados por títulos o autores muy poco conocidos o simplemente desconocidos para la barbarie represiva. Para mí significó leer con intensidad ya no al Lukács de Historia y conciencia de clase, sino al de El joven Hegel; abordar con entusiasmo inigualable a los autores de Frankfurt que multiplicaban con mayor sutileza mis inclinaciones hegelomarxistas, aunque introduciendo el germen, para mí insospechado, de su propia disolución. El nacimiento de la historia de François Châtelet y su Historia de la ideología me permitieron, junto al ya mencionado Kostas Axelos y a otros franceses más universales como Georges Dumezil, Georges Gusdorf y Gaston Bachelard, prepararme para el terremoto que se avecinaba, un terremoto que conmovería profundamente los cimientos y que forzaría a una extraña metamorfosis de la biblioteca. Sin saberlo, pero leyéndolo con cada vez mayor sistematicidad, la sombra del nihilismo nietzscheano comenzaba a iniciar su trabajo de demolición. Lejos ya de los exabruptos lukacsianos de El asalto a la razón, el final de los setenta estuvo signado por las múltiples lecturas de Nietzsche, por el redescubrimiento de su radicalismo que, eso debe ser dicho, nos iría permitiendo alejarnos de los “grandes relatos”, cobijándonos en una filosofía socialmente desarraigada, muy acorde con la retirada hacia el interior de nosotros mismos que marcaron esos años. Algunos optaron por el Nietzsche interpretado en clave heideggeriana, otros lo hicieron tratando de conservar un perfil de izquierda
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y lo buscaron en la recepción frankfurtiana o en la francesa. Algunos libros leídos con intensidad fueron: La filosofía de Nietzsche, de Eugen Fink; Nietzsche y la filosofía, de Gilles Deleuze; el Nietzsche de Henri Lefebvre y esa extraña edición que publicó Sudamericana de ese espléndido libro de Karl Löwith, De Hegel a Nietzsche, de Marx a Kierkegaard. La quiebra del pensamiento revolucionario del siglo XIX. Algunos años después, en una temprana edición de Folios, llegó Nietzsche, la historia y la genealogía, de Foucault. La biblioteca, como no podía ser de otra manera, reflejó el brutal giro de la época; ella también se refugió en sí misma, depurando sus estantes de aquellos libros que habían signado la derrota. Regresaron los clásicos, casi en sordina, sin hacer ruido, como aquel que nunca se fue y que al estar siempre pasa desapercibido. Refugiarse en los griegos, leer en pequeños e inolvidables grupos de estudio a Hegel, empezar a ojear, con enormes dosis de sospecha nunca clausurada, a Heidegger. El pensamiento de Marx, al mismo tiempo que lo íbamos rodeando con autores venerables y enriqueciéndolo con nuevas perspectivas, iba iniciando su crepúsculo, transformado ahora en clásico, despojado de sus urgencias políticas, acallado su reclamo de revolución. El giro intimista de esos años finales de la década del setenta preparó la rebelión teórica de los ochenta, anticipó la crisis de los grandes relatos cuando todavía nadie hablaba de modernidad y posmodernidad. Todas las fuerzas estaban enfocadas, y nuestra biblioteca también, hacia el rescate crítico de la tradición de izquierda. Por eso leíamos a Rudolf Bahro y su libro La alternativa en que se intentaba construir un socialismo emancipado de los dogmatismos, heredero de lo mejor de la perspectiva marxista con los reclamos libertarios de aquellos que habían vivido en carne propia la terrible experiencia de los socialismos reales. Duró poco, apenas si la biblioteca le otorgó un lugar, ni siquiera puedo recordar dónde fue a parar y por qué no logro encontrarlo ni siquiera en el rincón más apartado. De esos años conservo una colección encuadernada de la revista El viejo topo, cuando su lectura era insoslayable y sus entrañables intentos de refundar una tradición libertaria y marxista parecía aún posible. ¿Tal vez anticipaba Bahro y su libro el derrumbe sorprendente y velocísimo del mundo soviético? ¿Cuál podía ser el sentido de un libro que imaginaba una salida “por izquierda”, llevando aire fresco a un sistema carcomido hasta los huesos? Todavía no podíamos sospechar, cuando acompañábamos esas lecturas de los disidentes con el entusiasmo despertado por el movimiento de solidaridad en Polonia, que estaba llegando la hora de los sepultureros. La biblioteca, que todo lo sabe, algo intuyó y nunca le otorgó un lugar destacado a esa bibliografía venida del otro lado de la cortina de hierro.
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Los ochenta fueron despiadados y extraños, su intensidad corrió pareja con su potencia destructiva, con la veloz entrada en un más allá del escepticismo. Apenas el disimulo de 1983 y de los fervores democráticos pudieron esconder, por poco tiempo, el proceso de descomposición que se multiplicaría en aquella paradigmática década. Mucho de lo que sucedió después puede ser comprendido sólo si recordamos qué nos pasó en ese tiempo de giros y travestismos, de entusiasmos posmodernos y de estetización teórica. Y como siempre, la biblioteca fue testigo silenciosa de esos cambios, ella resintió sin quejarse el abandono de estantes completos, el exilio de libros entrañables para ver de qué modo nuevos autores comenzaban a poblar sus anaqueles, imaginando una eternidad de la que no fueron portadores. Entramos en una vorágine de nuevas y fugaces bibliografías, estar al día parecía imposible mientras nuevas palabras comenzaban a ocupar el centro de la escena intelectual. Durante algunos años un cierto reformismo asociado con la reivindicación ingenua del Estado de derecho y de la democracia catapultó a autores como Norberto Bobbio en el exacto instante en que la demolición deconstruccionista y posestructuralista de los supuestos normativos de la modernidad clásica iniciaba su triunfal periplo entre nosotros, produciendo un inigualable fervor entre los departamentos de letras. Todavía el Habermas de Teoría y praxis conservaba los restos de esa tradición vapuleada. Con Teoría de la acción comunicativa sentí que el hilo delgado que lo unía a su maestro Adorno se había roto irreversiblemente. Salidos del espanto dictatorial, enfrentamos un doble desafío: por un lado revisar nuestra turbulenta relación con la democracia y, por el otro lado, descubrir cómo la tradición de la que proveníamos iniciaba su colosal crisis. Y como no podía ser de otro modo, la biblioteca se hizo cargo de esos desafíos, fue expresión de las nuevas polémicas teóricas, contribuyó, con sus inauditas renovaciones, a transformar lo que hasta el día anterior había signado nuestra visión del mundo. Debo reconocer que cierta esquizofrenia se apoderó de sus anaqueles, de los que salían las voces más diversas y enfrentadas, un aturdidor coro desafinado que sin misericordia comenzó a demoler el antiguo orden. Recuerdo todavía un artículo publicado por Portantiero en Punto de Vista en el que concluía que nos había sobrado Rousseau y nos había faltado Locke. Hacia ese olvido fue una parte de la biblioteca, un olvidado que buscamos incluso en las escrituras de algunos marxistas que reaparecían del abrumador exilio al que los había sometido el catecismo leninista: los nombres antes repudiados de Berstein, de los austromarxistas, de Kelsen leídos ahora en clave liberal progresista. Otros, mientras tanto, insistieron con aquellos exponentes de una tradición libertaria dentro del marxismo: Rosa Luxemburgo, el Ernst Bloch de El
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principio esperanza, algo de Antonio Gramsci. Pero tampoco faltaron esos otros libros radicales en su crítica de la modernidad liberal que iniciarían un periplo hacia la puesta en cuestión más amplia de un orden civilizatorio que homologaba los discursos burgueses y socialistas: desde la derecha más oscura llegaban las ideas iluminadoras de Carl Schmitt y de Ernst Jünger. El concepto de lo político, una edición a cargo de Aricó, marcó la entrada del jurista alemán al debate de la izquierda intelectual, porque la otra, la política, siguió en su inigualable dogmatismo incapaz de darse cuenta de que algo sustancial había cambiado en el curso de la historia. Tempestades de acero y El trabajador de Jünger nos ofrecieron otra perspectiva desde la que mirar el drama del siglo XX; allí, ante nosotros, se desplegaba una prosa de una belleza helada que nos decía algo esencial de una sociedad que marchaba hacia el dominio técnico y burocrático, que descubría en el concepto de “movilización total” el derrotero de la época. Como nunca antes nuestra biblioteca le hizo un lugar a voces peligrosas, allí estaban esos libros ardientes que nada o muy poco tenían que ver con nuestra tradición intelectual. Descubrimos de la mano de algunos libros de Michael Löwy, de Jeoffrey Herf, de Martin Jay, de Stuart Hughes, las extraordinarias polémicas de la Europa de las primeras décadas del siglo XX. En libros como Conciencia y sociedad, de Hughes; en La imaginación dialéctica, de Jay; en Para una crítica de la intelectualidad revolucionaria, de Löwy; en El modernismo reaccionario, de Herf, percibimos otra dimensión de la cultura; ante nosotros surgieron las voces del neorromanticismo con su sorprendente diversidad, voces de derecha y de izquierda, voces de la revolución y de la reacción. Voces que leídas retrospectivamente nos permitían comprender no solo la tragedia que se cernía sobre Europa, sino que, a algunos de nosotros, nos alejaron de los vientos festivos de una posmodernidad que venía anunciada como la partera del fin de la historia. A veces tiendo a pensar la década de los ochenta como una enorme máquina trituradora y, otras, como una bocanada de aire fresco que nos sacó de catecismos dogmáticos. En ella se clausuraron las antiguas fusiones político-ideológicas; ella nos preparó, sin que en principio lo supiéramos, para el reflujo académico con su molicie descomprometida y sus jugueteos teóricos cada vez más sofisticados y alambicados. Llegó Foucault y se derramó como lava ardiente sobre la escena intelectual. La biblioteca recibió con inicial regocijo Arqueología del saber y El orden del discurso, Vigilar y castigar y la inconclusa Historia de la sexualidad, esos libros venían a reunirse con la bellísima Historia de la locura en la época clásica y su siempre sorprendente obra Las palabras y las cosas. Foucault se convirtió en palabra santa, sus teorizaciones sobre el poder y su nietzsche-
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anismo pasaron a ser el nuevo manual del estudiante avanzado de sociología. Un nuevo esencialismo disfrazado de perspectivismo epistemológico ganó amplios espacios en la biblioteca, y durante casi un lustro el lenguaje foucaultiano reinó soberanamente entre nosotros. Confieso que si bien siempre leí y sigo leyendo con placer a Foucault nunca me sentí cobijado por su gramática del poder y, pasado el tiempo, coloco algunos de sus libros en el estante de los clásicos, sabiendo que permanecerán por derecho propio allí, independientemente del deseo de algunos intelectuales vernáculos que gustan declarar su condición de viudas del francés y que terminaron por escolastizar su enseñanza. Los ochenta fueron para mí, y mi biblioteca lo expresó plenamente, años de lectura, primero adorniana y, después, benjaminiana, en la que insistí con una tradición que me había protegido del derrumbe que se avecinaba hacia el final de los setenta. El Marcuse de El hombre unidimensional acabó resultando demasiado obvio, aunque su fuerza anticipatoria permanece inalterable. En cambio Dialéctica negativa constituyó, desde un comienzo, una experiencia filosóficamente decisiva; una lectura en la que podía continuar el diálogo con la tradición de Hegel y Marx sin eludir sus anacronismos. En algún sentido, Dialéctica negativa es un libro imposible (de él ha dicho cosas tremendas Leszek Kolakowski), es un libro que mortifica al lector, que no lo deja en paz, que le impide convertirlo en fórmulas enseñables. Es un libro que nos incita, que perturba el simplón juego de las categorías y que rehúsa ser transformado en teoría normativa. Es un libro que nos inquieta continuamente y que no acaba de ofrecernos un camino seguro y tranquilizador. Con Adorno, mi biblioteca siempre se regocijó, leerlo implicaba recorrer nuevas geografías, internarme en territorios que llevaban inexorablemente a la adquisición de más libros en los que seguirle la pista a sus ideas. Volvió Freud, al que había leído muy lateralmente en los años anteriores; comenzó a dibujarse la silueta de otra lectura de Lukács acompañada ahora de la insoslayable escritura de Georg Simmel y, lógicamente, me sorprendí y entusiasmé con la desmesura erudita de Max Weber. Mientras el mundo académico de las ciencias sociales era atravesado de lado a lado por la última moda destinada a un estrellato fugaz, moda que permitió reemplazar sin grandes culpas la idea marxiana de clase obrera por el concepto volátil e infinitamente polivalente de movimientos sociales, a mí la rigurosidad del pensamiento adorniano me llevó hacia las vanguardias estéticas, hacia la desolación del expresionismo, a las discusiones anacrónicas entre vocablos que parecían excluirse definitivamente: arte, utopía, política, compromiso, redención, negatividad. Batalla perdida en medio del griterío atronador que se fascinaba con el nuevo bestiario de época: los sujetos fugaces que desmentían la idea misma de
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sujeto y que se adaptaban maravillosamente bien a los flujos evanescentes del mercado. Movimientos sociales irrumpían por todos lados, mostrando, eso sí, sus credenciales de “nuevos”, indispensable para adquirir estatus académico. De los diversos ecologismos a las tribus gays y feministas, de los sin tierra a los colectivos juveniles, incluso los consumidores autoconscientes ocuparon su lugar y los antitabaquistas manifestaron su fervoroso puritanismo sanitarista. Y, como no podía ser de otra manera, la biblioteca esperó resignadamente la llegada de una nueva marea de libros indigeribles, productora de una insólita obsolescencia que ya ni siquiera me permite recordar sus títulos. El debate se presentó a través de un pequeño libro de Lyotard, La condición posmoderna, y de una contestación breve pero paradigmática de Habermas, “La ilustración, un proyecto inconcluso”. Desde ese momento, el fuego arreció desde todos los frentes y nadie pudo sustraerse al combate. Nicolás Casullo, entre nosotros, le dio sistematicidad al debate en un volumen en el que recogió algunas de las posiciones más sugerentes y emblemáticas. Desde Europa llegaron los Vattimo y los Baudrillard, los Lipovetski y los Rupert de Ventós, que señalaban la despedida de la modernidad, anunciando prolijamente sus múltiples cadáveres: de la historia, de la ideología, del sujeto, de la realidad, muertes que se asociaban a aquella otra anunciada anticipatoriamente por Foucault en su famosa sentencia final de Las palabras y las cosas. La biblioteca se agitaba en medio de fuegos artificiales y escrituras apocalípticas o festivas. Habermas replicaba a la ofensiva neoconservadora-posmoderna-nihilista a través de El discurso filosófico de la modernidad, en el que se hacia un revoltijo con Heidegger, Nietzsche, Derrida, Daniel Bell, Benjamin, Adorno, Foucault, Bataille, señalando las afinidades subterráneas entre la ideología neoconservadora y el nihilismo posestructuralista. Tuve la tentación de poner ese libro junto al ejemplar editado por Grijalbo de El asalto a la razón de Lukács, aunque reconozco que el tono habermasiano es infinitamente más civilizado y tolerante que el empleado por el filósofo húngaro. Mi pregunta de aquellos años, que de algún modo marcó mi propio camino, giró hacia la posibilidad de pensar en una modernidad no reducida a la racionalidad comunicativa habermasiana ni liquidada rápidamente por las bacanales posmodernas. Salir, en todo caso, en búsqueda de una modernidad trágica portadora de zonas esquivas. Para eso tuve que ampliar la biblioteca, incorporando la cuestión, para mí crucial en aquel contexto, del romanticismo y sus derivaciones, buscando incluso en los propios clásicos del pensamiento moderno sus claroscuros, sus líneas de fuga. Una lectura sumamente provechosa de esos años fue El héroe y el Único de Rafael Argullol, al que siguieron muchos otros libros que
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recuperaban una tradición rápidamente despachada como reaccionaria y antimoderna. La figura de Hölderlin ocupó un lugar destacado en los estantes centrales. La segunda mitad de los ochenta y los primeros noventa estuvieron marcados por ese debate; la trama de la tradición moderna fue recorrida con distintos objetivos: para unos se trataba de liquidar su saldo al mejor precio, festejando la llegada de una época caracterizada por una extraña alquimia de hedonismo individualista (La era del vacío, de Gilles Lipovetski se convirtió en la avanzada de aquellos que se volcaban entusiastamente a la celebración de una posmodernidad exultante), de proliferación mediática, de privatización de la esfera pública, de nihilismo inconsistente y dominio de lo políticamente correcto. Libros como la saga lipovetskiana o El fin de la historia de Fukuyama representaron el lado frívolo de un debate que también tuvo su lado serio y reflexivo, principalmente a través de Derrida y los fervores deconstruccionistas que se manifestaron en ambas orillas del Atlántico. Otros franceses, pienso en Badiou, en Rancière, en Balibar, junto con un siempre aggiornado Ernesto Laclau, revivificaron las venerables redes tejidas por los encuentros, complejos y sugerentes, de las antiguas y nuevas voces que desde el estructuralismo sesentista al posestructuralismo contemporáneo desplegaron su propia crítica de la modernidad, tratando de sostener un anclaje político. Si bien tuvieron su presencia en mi biblioteca no recibieron una especial atención de mi parte. Preferí inclinarme hacia algunos pensadores italianos que sintonizaban, al menos eso creía, una misma frecuencia. Desde la primera lectura de la antología publicada por Aldo Gargani con el nombre de Crisis de la razón, pasando por algunos exponentes de la escuela de arquitectura de Venecia como Manfredo Tafuri, Massimo Cacciari (aunque siempre me resultó excesivamente críptico) y particularmente Franco Rella. Con ellos regresaba al clima cultural de la Viena de fin de siglo, a los debates de entreguerras, a otra lectura de Freud y a una interesante alquimia de Benjamin y Foucault. En medio del huracán posmoderno era posible descubrir esas otras sendas de la cultura moderna, atisbar sus líneas de fuga, sus voces roncas pero esenciales que me permitían seguir insistiendo con la idea benjaminiana de tradición. Y de Benjamin se trató abundantemente en los últimos veinte años. Todavía recuerdo la exaltación de aquella primera lectura, inducida y discutida apasionadamente con Pancho Aricó al regresar él a la Argentina, de las Tesis sobre filosofía de la historia en la edición de Discursos interrumpidos de Taurus. La entrada de Benjamin a la vida intelectual fue menos fulgurante que la de Foucault, pero a algunos nos resultó decisiva para recoger lo mejor de una tradición amenazada de muerte, abriendo, al mismo tiem-
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po, otras líneas de indagación que nos remontaban, al menos eso ocurrió conmigo, hacia los mundos fabulosos del mesianismo judío, de la mística del lenguaje, de la memoria de los derrotados, de la crítica del progreso y de la espera de un giro extraordinario en el devenir de la historia. Benjamin me condujo naturalmente a Gershom Scholem y a la Cábala, pero también me hizo leer a Carl Schmitt y a Donoso Cortés. A través de su escritura reconocí la fluidez sorprendente de tradiciones opuestas que sin embargo confluían en su posicionamiento heterodoxo. Decir que Benjamin representó una liberación de ataduras y dogmas, la posibilidad de leer de otro modo, es apenas destacar una de sus influencias fundamentales. Sus libros están allí, en un lugar destacado de la biblioteca. Es probable que la máquina académica que todo lo devora y lo tritura hasta volverlo insustancial no se detenga a preservar el pensamiento inquieto e incómodo de Benjamin, su fuga de toda sistematización y su refinada tendencia a desmentir cualquier recepción unilateral. En su escritura se cruzan para regocijo de la biblioteca Marx con Kant, Kafka con Proust, Nietzsche con Baudelaire, Hölderlin con los barrocos alemanes y con Calderón de la Barca, Isaac Luria con Bakunin, Dostoievsky con Louis Aragon, Schelling con Sorel, Scholem con Stefan George, Goethe con Lukács. La inspiración del autor de “Desembalando la biblioteca” subyace a lo que escribo. Las transformaciones operadas en la biblioteca resultaron sorprendentes al mostrar en sus anaqueles un cuerpo bibliográfico que poco o nada tenía que ver con aquel otro que había proliferado en las décadas anteriores. Poco o nada quedó de los cientos de libros dedicados al Tercer Mundo; de los intensos exponentes del debate marxista apenas si quedaron los que ya olían a clásicos, perdiéndose una multitud de títulos en la noche de los tiempos; los estantes repletos con aquellos libros que leían la historia argentina en clave política siguieron también el camino del ostracismo (las obras de Abelardo Ramos, las de Rodolfo Puiggrós, las de José María Rosa, las de Ortega Peña, se herrumbraron después de haber sido leídas con pasión comprometida). La década del ochenta prefirió los libros de un recuperado José Luis Romero, de Tulio Halperín Donghi, de Natalio Botana, historiadores académicos y vapuleadores de mitos que se correspondían mejor con las nuevas exigencias de una revisión de la historia descargada de las demandas de una polémica esencialmente política muy poco inclinada a respetar las reglas del oficio. Ya no despotricábamos a favor o en contra de Sarmiento, tampoco nos rasgábamos las vestiduras defendiendo a Rivadavia contra Rosas, ¿quién leía a los viejos historiadores del revisionismo que tan decisivos habían sido en el giro de un vastísimo sector de la izquierda intelectual hacia el peronismo? Los hermanos Irazusta, Ernesto Palacio, Arturo Jauretche, Scalabrini Ortiz, Hernández
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Arregui se convirtieron en figuras fantasmales, en antiguos habitantes de privilegio de una biblioteca que ahora los ponía a un costado, apenas como recuerdo o curiosidad bibliográfica. A medida que esos nombres se iban desvaneciendo fue creciendo, al menos para mí y en mi biblioteca, la figura de Martínez Estrada, que me ofrecía otra mirada de la Argentina, una mirada que se hizo más potente y anticipatoria a medida que nos adentrábamos en la era menemista. De Radiografía de la pampa a La cabeza de Goliath, pasando por su maravilloso libro sobre Guillermo Enrique Hudson y su implacable interpretación del Martín Fierro, la escritura de Martínez Estrada me devolvía a la tradición de un ensayismo inquietante, apasionado, exuberante e intransigente. Fue un buen refugio frente a los aires malsanos de los noventa. Nosotros lo leímos de un modo diferente a como lo habían hecho algunos de los integrantes del grupo Contorno. Treinta años después, la pluma de Martínez Estrada regresaba para interpelarnos respecto a la espesa trama argentina. Los últimos años de la década del noventa, cuando un cataclismo cayó sobre la vida social, política y cultural argentina, la biblioteca siguió expandiéndose, aunque su eclecticismo se volvió más pronunciado y sus antiguos fervores y polémicas dejaron paso a cierto enclaustramiento, a un pronunciado abandono de lo público que corrió parejo con un eclipse de las intervenciones intelectuales (no podía imaginar el giro espectacular que daría la historia a partir del estallido de diciembre de 2001 y, sobre todo, cuando, de un modo inesperado, llegó Néstor Kirchner al gobierno en mayo de 2003). La convertibilidad también hizo estragos en la proliferación de libros insustanciales que se acomodaban a los bolsillos del deme dos argentino, mientras que la biblioteca hacía esfuerzos por conservar su proverbial mesura, eludiendo las tentaciones del nuevo rico capaz de comprarse cuanto nuevo libro se publicaba en España. Es difícil, ayer y hoy, sustraerse a la industria cultural con sus demandas de lecturas supuestamente imprescindibles. Pocos, pero valiosos, fueron los autores que nos llegaron con aires nuevos y viejos al mismo tiempo, que nos permitieron eludir la chatura y la banalidad que se generalizaban en el cuerpo argentino y que también invadía universidades y parnasos culturales. Con los compañeros de la revista Confines optamos, en aquellos años estúpidamente frívolos dominados por el lenguaje espurio de los medios de comunicación y de los periodistas estrella, por construir un ámbito de refugio y de revisión crítica de las tradiciones del pensamiento moderno. Y una vez más la biblioteca nos devolvió lo esencial, lo que siempre permanece, aquellos libros y aquellas escrituras con las que sigue siendo posible no solo mantener un diálogo fecundo e imprescindible, sino que constituyen el puente para continuar recorriendo las geografías de un pensar soñador y crítico,
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pesimista y utópico. Allí, entre sus estantes cargados de libros leídos y por leer, portadores de una memoria ejemplar, testigos de esperanzas y fracasos, de olvidos y resurrecciones, sigue persistiendo lo que del pasado le habla al presente.1
1. No puedo dejar de señalar los nuevos movimientos que se dieron en la biblioteca a partir de lo que en un libro reciente denominé “la anomalía argentina”, giro alocado de la historia que nos colocó, de un modo inesperado, ante una época cargada de nuevos desafíos que, para ser sincero, no esperaba. Esa ruptura de la continuidad histórica, que vino precisamente a quebrar la inercia de una decadencia que parecía irrefrenable, generó que le echáramos otra mirada a la biblioteca y que saliésemos, por qué no, al rescate de antiguos y venerables autores que habían permanecido, con cierta resignación, en una zona crepuscular y apartada, allí arriba en los últimos estantes. Volvimos a leer, con ojos nuevos y viejos, a Marx y nos detuvimos, con interés renovado, en América Latina, en sus inquietantes novedades que nos condujo a revisar las tradiciones emancipatorias, tanto en sus vertientes nacional populares como en aquellas que nos remitían a las izquierdas. Renació, con fuerza, el interés por lo político y pudimos leer con otras perspectivas a Badiou, a Rancière, a Laclau y, con ánimos de intervenir en discusiones que parecían clausuradas, a autores argentinos que –acicateados por un clima de época inimaginado y cargado de tomas de posición– relanzaron, entre nosotros, la cuestión de la figura del intelectual y la supuestamente saldada formulación sartreana del “compromiso”. En todo caso, estos últimos años, intensos y apasionantes, zigzagueantes y espasmódicos, pero cargados de potencia y renovación, pusieron en evidencia, una vez más, que la biblioteca tiene una sabiduría laberíntica y motivos que no siempre la razón conoce. Por eso, y es una recomendación que me hago también a mí, no demos por perdido nada de lo que se guarda en sus estantes y, mucho menos, decretemos la muerte de libros y autores que, en esos clivajes que parece guardar la historia, regresan para continuar antiguas y renovadas interpelaciones.
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Un viaje, biográfico, cargando las maletas de la política y el arte
Huellas No es mi intención desarrollar una reflexión sistemática alrededor del vínculo, siempre complejo y oscuro, entre estética y política; más bien quisiera, utilizando algunas páginas que fui escribiendo1 en las que doy cuenta de ciertas circunstancias personales, de ciertos entramados biográficos, desandar, hacia atrás, lo que en mí fue significando esa relación, ese entrecruzamiento arduo e indispensable de dos mundos que no han dejado de contaminarse, de irradiar el uno en el otro abriendo nuevas perspectivas que nos permiten comprender mejor la travesía de lo humano en una época en la que ambos registros parecen haber llegado a una radical extenuación. En uno de esos fragmentos relato mi encuentro, en circunstancias históricas estalladas de oportunidad y tragedia, con La montaña mágica, esa extraña vicisitud que me llevó, al mismo tiempo, por las alturas de la cultura europea y, atravesando los suburbios de una Buenos Aires enfebrecida de revolución y violencias, hacia barriadas obreras desprovistas de cualquier interés por esa refinada cultura que se guardaba en el libro de Thomas Mann y que fascinaba al adolescente que era en aquellos años particularmente turbulentos de una Argentina que se acercaba al abismo sin darse cuenta. En esos viajes en tren hacia José León Suárez,2 viaje que hoy resulta imposible allí donde nada parece quedar de esas experimentaciones polí-
1. Se trata de un texto inconcluso cuyo nombre tentativo es: “Huellas que regresan: notas sobre la naturaleza, la infancia, la memoria y los libros”. De allí extraje los tres ejemplos que se desarrollan aquí, el de Thomas Mann, el de Andrei Tarkovski y el de Martin Chambi, aunque adaptándolos a las inquietudes de este ensayo. 2. José León Suárez es un suburbio obrero al noroeste de la ciudad de Buenos Aires.
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ticas en las que un joven de clase media podía bañarse en las aguas purificadoras del pueblo obrero, se me presentó, sin embargo, la inquietante certeza de una ruptura insalvable entre lo que se guardaba en las páginas del libro, páginas que devoraba con entusiasmo juvenil mientras iban pasando las estaciones que me conducían desde mi barrio de clase media a ese otro horizonte portador, en el imaginario de aquella época, de todos los signos redencionales, y las urgencias de la política, en particular de una política de la revolución que se desentendía, con desdén indisimulado, de los restos de una cultura que remitía al intelectualismo pequeñoburgués y que se hundía en el pantano de la decadencia. Simplemente leía a Thomas Mann con una extraña mezcla de reverencia y de culpabilidad, de oculta fascinación y de cierto sentimiento de clandestinidad vergonzante allí donde esas narraciones transcurridas en lo alto de los Alpes suizos y en boca de frívolos exponentes de un mundo social que debíamos aniquilar de una vez por todas, reemplazaban o demoraban o interrumpían las otras lecturas verdaderamente indispensables, las que llevaban los nombres propios y serios de Lenin, Trotsky o el Che Guevara. En esos viajes iniciáticos sentí, aunque tal vez con los años transcurridos alcancé a percibir mejor su alcance, las incompatibilidades efectivas, dolorosas, que se levantaban entre las necesidades urgentes y contaminadoras de la política revolucionaria y los lenguajes del arte, en este caso de la literatura. En esos vagones que me llevaban hacia el ideal revolucionario, que me permitían adentrarme en la genuina experiencia histórica, la única válida para la sensibilidad militante de ese tiempo, la lectura de Thomas Mann se me ofrecía como un anacronismo insostenible pero al que no podía, y no debía, renunciar, como si allí, en ese desencuentro, se guardase la posibilidad de la supervivencia. Mientras que el tren que supuestamente me llevaba hacia el futuro iniciaba su descarrilamiento, La montaña mágica me recordaba que existían otros horizontes, que no todo podía y debía contaminarse con la gramática de la revolución. Pero también, y tal vez porque la genial pluma de Mann hizo de esa novela el mapa final de toda novela de ideas, pude descubrir, entre el juego descriptivo, el lenguaje deudor de la gran tradición de la literatura alemana y los escarceos lúdicos y amorosos de los personajes, un nuevo significado político. Sorprendente hallazgo: el refinamiento estético, tan a contramano de las apuestas políticas de las izquierdas insurreccionales de los años setenta, lejos de clausurar el camino hacia la reflexión práctica, lejos de eludir la tentación de la política, se abría hacia esos territorios incorporando lo insustituible de la genuina literatura, aquello que la vuelve tan sospechosa para la certeza del ideal revolucionario: la ambigüedad, el contrasentido, la oblicuidad metafórica, la debilidad de los asuntos humanos, la incertidumbre. Mientras el tren me llevaba
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hacia la certeza brutal de una historia a la que le habíamos descubierto todos sus enigmas, una novela me recordaba que aquello también podía ser una quimera. En esa encrucijada, la literatura me permitió vislumbrar otras posibilidades, otear en el horizonte brumoso de esa época estallada otros rumbos. Pero también esa presencia decisiva, contaminante, apasionada de la política marcó, desde aquel entonces, los límites de un arte atrincherado en una pura autorreferencialidad, me ofreció la oportunidad de entrever los lazos ocultos, muchas veces subterráneos, de la política y la estética, incluso allí donde lo que se mostraba era el desencuentro o la reducción de los lenguajes estéticos a las exigencias devoradoras de la política. Es probable, también, que la influencia de Thomas Mann, que luego se prolongaría con la lectura igualmente deslumbrante y en circunstancias algo diferentes (habiendo dejado atrás en marzo de 1976 la Argentina de la ilusión revolucionaria que era brutalmente reemplazada por la de la represión y la muerte dictatorial) del Doktor Faustus, me hubiera permeado de tal manera que nunca alcancé, en mis derroteros posteriores, a desprenderme de esos hilos a veces transparentes y otras, las más, secretos entre el puro goce estético y las exigencias de la época, de ese otro universo en el que lo político tiene mucho que decir. Doble movimiento que contamina cualquier reflexión que intento en torno a esa pareja, sabiendo que los amores apasionados se entrecruzan con las separaciones más violentas. Tal vez por eso elegí escribir sobre este tema, recurriendo a tres experiencias estéticas que, de diversos modos, también me conducen o me condujeron, cuando las viví, hacia la política (si es que puedo permitirme ampliar el sentido de la política a ciertas impresiones que me causaron una película de Andrei Tarkovski o las fotografías de Martín Chambi). Con Tarkovski se me presentó, años después y bajo otras circunstancias nacionales, el esplendor de una obra cinematográfica perfecta, cuyo deslumbramiento perdura hasta hoy y que se inició el día en el que, siendo estudiante de Filosofía y cuando declinaba la dictadura, tuve la dicha de ver Stalker. Más que un pasaje de lo estético a lo político, la filmografía tarkovskiana me condujo de lo estético a lo religioso, pero sin perder la dimensión de una profunda y decisiva comprensión crítica, de parte de Tarkovski, de la declinación civilizatoria de Occidente. Recuerdo, aún, un debate que se desarrolló en los años iniciales del Club de Cultura Socialista, en Buenos Aires, alrededor de la última película del cineasta ruso, El sacrificio; debate en el que se me volvió absolutamente clara la ceguera de ciertos mundos educados en la tradición del secularismo político progresista para comprender la hondura de una obra inclinada hacia lo sagrado. En esa discusión, menor pero sumamente iluminadora para mí, dos sensibilidades
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se opusieron: una que leía El sacrificio, despojándolo de su dimensión religiosa, que literalmente no podía incorporarla, pensarla, como si hubiera una prohibición infranqueable que le impedía salirse de los paradigmas secularizantes de la política de izquierda; la otra, de la que participaba en aquel momento y que franqueó mi salida del Club, se detenía en ese lado místico del lenguaje de Tarkovski sin, por eso, renunciar a sus iluminaciones crítico políticas. Recuerdo que escribí un breve texto en el que relacionaba ciertos pasajes de la película con algunas interpretaciones sobre la mística judía desarrolladas por Gershom Scholem. En aquellos años iniciales de la democracia, en los que se perfilaba una discusión alrededor de la crisis del marxismo, todavía la relación entre estética, política y religión discurría por carriles obturados por el prejuicio. El fragmento que traigo de Andrei Rubliov quiere ser, apenas, una muestra de las múltiples caras de una obra en la que nos encontramos con la posibilidad de comprender no solo algo del alma rusa, sino penetrar, también, en la saga misteriosa de algunos milenarismos medievales que constituyeron, diría Norman Cohn, el humus en el que germinaron las tradiciones libertarias posteriores a la Revolución francesa. Una película hondamente surcada por el espíritu religioso del cristianismo eslavo que, sin embargo, nos ofrece un extraordinario fresco de la sociedad rusa capaz de hacernos comprender la genealogía que llevó desde la Edad Media hasta la Revolución de Octubre. De la obra de Martín Chambi podría decir cosas muy semejantes a las que acabo de escribir sobre el impacto de Tarkovski; en ella también se entremezclan el silencio del paisaje, el retrato de las mil formas de la vida social con la deslumbrante capacidad del fotógrafo para captar toda la dignidad que se guarda en un niño mendigo o en un indio que viste harapos. Chambi, sin tenerlo como objetivo principal, hace de sus extraordinarios retratos el testimonio político y cultural de su pueblo, pero lo hace sin renunciar al lenguaje estético que nace de su cámara y sin apelar a ideologismos o golpes bajos que apuntalen el discurso de las buenas conciencias. Adentrarse en su poética visual conduce hacia una sorprendente conjunción en la que la belleza espléndida y solitaria del paisaje andino se fusiona, casi sin esfuerzo y fuera de toda artificialidad, con la urdimbre de la vida de esos pueblos desparramados por esa geografía del mundo. En Chambi el arte se vuelve, más allá de sus propias intenciones, política, pero una política que deja al observador que reciba una visión de la Puna cargada de una significación ineludible pero suavemente manifestada por el arte inconmensurable del fotógrafo cusqueño. Thomas Mann, Andrei Tarkovski y Martín Chambi son tres huellas que me permiten, siguiéndolas, descubrir las intrincadas relaciones entre la política y el arte. Están allí, marcando distintos momentos de mi vida,
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para recordarme que los lenguajes, diversos, de la literatura, del cine o de la fotografía, pero también podrían ser los de la música o la plástica, lejos de contraponerse a esa cuestión tan ardua que llamamos “política” nos permiten, me permitieron, iluminar mejor algunas de sus zonas más oscuras. Pero también me sugirieron, sin imponérmelo, la convicción, de raíz adorniana, que concibe la autonomía de la genuina obra de arte como una última apuesta utópico negativa, como el testimonio, en medio de la desolación contemporánea, de otros mundos posibles más allá de toda imposibilidad. Un viaje en tren, un libro y la revolución Leyendo La montaña mágica soñé con los Alpes suizos, imaginé vivir en una pequeña aldea de montaña disfrutando de una alquimia de naturaleza y conversación, de refinadas maneras propias de la cultura de fin de siglo y de la exuberancia del paisaje. Así como otras lecturas, más políticas, me hicieron añorar el París revolucionario o intuir a través de sus brumas una Londres de inacabables conspiraciones, el libro de Thomas Mann se conjugó perfectamente con mi temprano gusto por esa unión de bosques y montañas, de ríos turbulentos y lagos que ya había conocido en el sur patagónico en mis años adolescentes y que dejaron una marca indeleble en mi espíritu. La montaña mágica le agregó una dosis de cultura, en particular por la fascinación que me produjo la figura emblemática de Ludovico Settembrini, el humanista italiano capaz de construir, solo con palabras, el ideal de un mundo feliz. Después llegarían otras lecturas (de Nietzsche, de Heidegger, del propio Mann, de los poetas románticos, etc.) que ampliaron mi visión y mi deseo de esos paisajes de montaña indisociablemente unidos, en mí, a la literatura y la filosofía. Cuando intento encontrarme con el adolescente que leyó La montaña mágica regresan intempestivamente los años setenta; su turbulencia política, la intensidad de los ideales revolucionarios que inundaron una época del mundo y del país que, entre nosotros, culminó en la noche dictatorial, ese tiempo dominado por el horror y la complicidad. Me imagino viajando en el tren rumbo a José León Suárez para reunirme con mis compañeros de militancia en pleno barrio obrero leyendo, casi distraídamente y como ocultándolo de los ojos curiosos, el libro de Mann. Extraña circunstancia en la que frente a mí se bifurcaban los caminos: uno que me llevaba hacia el compromiso político y el fervor revolucionario; el otro, que me conducía hacia una escena lejana y al mismo tiempo añorada de un tiempo europeo imaginado como un momento maravilloso. Ese tren suburbano, sus vagones ocupados por gente humilde, por trabajadores, por empleados públicos
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y pequeños comerciantes, que penetraba en un mundo para mí nuevo, sorprendente, entre deseado y temido, el mundo de las reuniones clandestinas, de las volanteadas de madrugada cuando el frío apretaba y apresuradas manos callosas recibían nuestras proclamas socialistas; una realidad capturada por el frenesí de la historia que parecía estar allí para cumplir nuestros designios pero que acabó por destruir todas nuestras ilusiones. En ese tren, a mediados de 1974, en una Argentina caótica, estallada, enloquecida, un adolescente leía ensimismadamente La montaña mágica y se dejaba cautivar por el discurso de Settembrini; viajaba en otro tren por los Alpes suizos rumbo al Berhoff y se metía en la piel burguesa de Hans Castorp. Todavía me pregunto cómo habitaron, al mismo tiempo, esas dos experiencias, de qué modo pude leer, juntos, a Thomas Mann y a León Trotsky, seguir las peripecias de esos decadentes enfermos y discutir en reuniones interminables la estrategia revolucionaria. Pero también sé que ese libro me salvó la vida, que en un punto decisivo me cobijó, me ofreció la posibilidad de ver de otro modo la realidad, de sentir que era imaginable la confraternidad entre cultura e ideales, que Europa, leída desde esos autores venerables, era una estación fundamental que no debía perderme. Mientras a través de los sucios vidrios del tren se sucedían las siluetas de interminables barrios, algunos que conservaban la distinción de otras épocas, y otros, la mayoría, escenarios de una pobreza que crecía pero que todavía, en aquellos años setenta, guardaban la dignidad de la vida obrera, de pequeñas casas construidas con esfuerzo; iba leyendo las peripecias de un joven mimado por la vida, de alguien que, sin saberlo, vería cómo su mundo también estallaría en mil pedazos. Parábola en la que dos trenes muy distintos cruzaban, por el azar único de la vida y la literatura, sus vías para devolverle al adolescente la oportunidad de interrogar los claroscuros de una realidad en permanente transformación. La montaña mágica era Europa, era un mundo de cultura que habitaba mi sensibilidad y mis ilusiones; era el viaje hacia el pasado, pero también un itinerario cuyo punto de llegada era el presente y su actualidad. Thomas Mann me ofrecía la promesa de una época perdida que, sin embargo, seguía escribiendo el destino de la humanidad o, al menos, eso creía el joven que era en aquellos años en los que América Latina era aun el continente de la promesa y, nosotros, militantes, éramos los portadores del futuro. Pero había algo en aquella lectura de un libro anacrónico, que ya en esos tiempos febriles resultaba difícil de leer en un contexto de urgencias y prejuicios, que fue preparándome para lo que se venía; de algún modo me permitió despedirme de la Argentina, imaginando que iba en busca de los sueños decimonónicos y de los lenguajes forjados en el interior de la cultura europea. Ya llegarían los días en los que también esa cultura sería sometida a
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una profunda y decisiva crítica, desnudando su propio fondo de barbarie y envilecimiento que hacía de La montaña mágica una novela crepuscular. Tal vez, mientras la leía en esos viajes suburbanos, iba naciendo en mí la sospecha de un pasado contaminado y de un presente que sería asolado, a la vuelta de los días, por la violencia homicida que cegaría tantos sueños y tantas esperanzas. En otra estación de mi vida la figura de Settembrini sería opacada por su contrincante, el judío jesuita Naphta, portador de una visión catastrófica de la historia. Cada libro que leemos responde, lo sepamos o no, a las circunstancias precisas en que nos topamos con él; de ahí que al volver a abrirlo en otros momentos de la vida ya no encontramos aquello que nos conmovió tan intensamente, como si otros personajes tomaran ahora la palabra y nos ofrecieran una mirada distinta del mundo. Settembrini, en esos años de búsquedas y riesgos, significó la oportunidad de identificarme con la tradición humanista que también se enhebraba con Marx y la idea de cambio histórico; pero fundamentalmente me abrió definitivamente el deseo de Europa. Después, en el momento de partir de una Argentina arrasada, llegó el turno del Doktor Faustus, y aquella lectura significó penetrar en la tragedia de esa misma cultura a la que me dirigía con fervor juvenil. En ese viaje en tren se entrelazaron dos mundos, dos lenguas distintas se mezclaron en mí hasta dejarme percibir, no sin dolor, que algo imposible ahondaba la brecha que separaba el viaje literario hacia una Europa desvanecida en su propia autodestrucción y ese otro viaje, que anunciaba su final trágico, hacia la utopía revolucionaria, una utopía que en aquellos años hirvientes poco o nada tenía que ver con el mundo de La montaña mágica. El tren de una literatura afincada en las tradiciones clásicas, que me descubría el placer de lo estético llevándome, también, por los laberínticos pasadizos de la decadencia cultural; y ese otro tren que me conducía hacia el suburbio en el que, supuestamente, podría encontrar el camino del futuro, de un futuro desprovisto de aquellos otros goces, burgueses y decadentes, que me ofrecía a manos llenas la lectura maravillosa de las aventuras de Hans Castorp. En aquellos años soñaba con una única vía capaz de unir los vagones de la literatura y la revolución a la locomotora de la historia. La visión del monje Hay una escena de Andrei Rubliov, la película de Tarkovski, que, cuando la vi por primera vez, me cautivó. Andrei, el monje pintor de iconos, se aproxima con las iniciales luces del alba a un brumoso lago que se esconde en lo profundo del bosque; allí, para su sorpresa, se encuentra con un grupo
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de hombres y mujeres que se bañan desnudos en las aguas del lago, que saltan risueñamente mojándose los unos a los otros, disfrutando de una alegría contagiosa. Son un grupo de hermanos y hermanas del Libre Espíritu, miembros de esas sectas que proliferaron en la Edad Media y en los primeros siglos modernos, y que hicieron de lo antinómico su razón de ser, el eje de sus prácticas subversivas y escandalosas. Mientras veía el maravilloso film de Tarkovski no pude dejar de pensar en el libro de Norman Cohn, En pos del milenio, en el que el historiador inglés recorre con minuciosa erudición el mundo de los milenarismos medievales, desde los fraticelli y los flagelantes a los anabaptistas de Munster, pasando por los hermanos del Libre Espíritu. Los dos capítulos que les dedica a estos últimos son memorables más allá de las intenciones del autor, que no siente una especial simpatía por su objeto de estudio. Mientras leía esas historias de herejes transgresores, de insólitos buscadores de la pureza espiritual que no tenían problemas en traspasar los límites de la carne yendo más allá de todas las prohibiciones, sentí el murmullo apagado de una saga olvidada, de un mundo brutalmente silenciado por la cultura dominante. Esa escena del lago cubierta por la espiritualidad que el genio tarkovskiano supo construir desde el ojo de la cámara, constituye un extraordinario rescate de aquellos que fueron convertidos en polvo. El monje que observa fascinado a los boyardos me devuelve hacia una armonía perdida, hacia un entrelazamiento festivo de cuerpos y naturaleza que aparecen envueltos por una cierta sacralidad. Un erotismo suave, como una tenue pátina que cubre la escena, se desprende de ese grupo que festeja la vida en el comienzo del día, que deja en libertad los cuerpos para que se desentiendan de normas y prohibiciones en un gesto que busca inventar un espacio depurado de violencias y prejuicios, que solo aspira a volverse uno con el mundo, que deja que la alquimia de cuerpo, deseo y espíritu quiebren las gruesas mallas de contención tejidas por los poderes de las iglesias. Cuerpos que rasgan los velos del tiempo para interpelar, desde la filmografía de Tarkovski, nuestras propias represiones, aquellas que efectivamente amordazaban a la sociedad soviética de los años sesenta y setenta, y las formas actuales de la cosificación de los cuerpos construidas por la lógica despiadada del mercado y la tecnología. Penetrar, con la cámara y junto a Tarkovski, en la escena del lago es interpelar nuestra actualidad, nuestros olvidos, que abarcan el cuerpo y la naturaleza, que nos recuerdan el hondo proceso de deshumanización que atraviesa de lado a lado nuestra civilización. Muy diferente es otra escena de otra película, Pan y chocolate, en la que un grupo de inmigrantes italianos pobrísimos que viven en un gallinero y que se acoplaron miméticamente a ese mundo animal, observan, fascinados, a unos bellísimos jóvenes rubios montados en caballos blancos que
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atraviesan las aguas de una pequeña laguna suiza. Las caras anonadadas de Nino Manfredi y el resto de los italianos, el inmenso contraste entre las dos escenas, carece de cualquier espiritualidad; es, más bien, la expresión de un mundo fracturado, la manifestación de la tremenda injusticia que convierte a unos en semidioses y a otros en bestias de carga. Paródica y grotesca es la estética de Pan y chocolate; una estética que nos ofrece la crudeza de una realidad capaz de distribuir a su antojo la máxima belleza junto a lo más abyecto. El contraste es en sí mismo un manifiesto político, pero es también la escenificación de un modo de ver, desde la pobreza, el panteón olímpico de los ricos. Andrei Rubliov nos muestra otra imagen, nada hay en ella de lo paródico ni de lo grotesco, es simplemente una pincelada que nos permite percibir, como si estuviéramos espiando por el ojo de la cerradura, un mundo donde reina la armonía y la pureza frente a la opacidad de esa otra vida que, lo sabemos y lo experimentamos, queda de este lado del mundo en el que no hay lugar para los hermanos y hermanas del Libre Espíritu. Tarkovski tiene la cualidad de introducir en el interior de un arte profano como lo es el cine una cuña por la que se infiltra lo sagrado; la extrema espiritualidad de sus películas, desde Stalker a El sacrificio, pasando por Andrei Rubliov, Solaris o El espejo, constituye el núcleo de un creador sensible que no puede dejar de poner en evidencia el oscurecimiento que envuelve nuestra contemporaneidad. Recuerdo que en un reportaje, el cineasta ruso señalaba que le había sorprendido la enorme diferencia que había notado al entrar a una librería occidental respecto a lo que en su país significaba acercarse a un libro; mientras que en Occidente, en París o en Londres, una librería era un lugar más de consumo despojado de toda sacralidad, en Moscú todavía se podía percibir la intensidad que se establecía entre el lector y el libro. Del libro como mercancía a la ceremonia de la lectura, lo que se ponía en evidencia era la bancarrota espiritual del Occidente burgués, más allá, por supuesto, de la distancia que separaba a Tarkovski del régimen soviético. Sin embargo, para el realizador de El sacrificio su Rusia guardaba todavía un resto de religiosidad que involucraba también el universo de los libros y de sus santuarios, las librerías. Leer devotamente es algo que ya casi no se practica, un vago recuerdo de aquellas lecturas de infancia entramadas con esa genealogía sagrada que siempre se guardó en el misterio de la escritura como paridora de mundos. Dominados por los medios de comunicación y por las exigencias del mercado y de su estética, los lectores van transformándose en meros consumidores de aquello que debe leerse. En algo se asemejan Tarkovski y esas librerías-santuarios de su tierra natal: ambos expresan la persistencia de una sensibilidad que se resiste a la homogeneización mercantil. Ver una película de Tarkovski exige despojarse de
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los prejuicios seculares, dejarse envolver por el aura de una espiritualidad capaz de abrir de cuajo los núcleos más significativos y olvidados de nuestras vidas. Como Andrei Rubliov en aquel amanecer, nosotros también tenemos que dejarnos cautivar por una estética que no renuncia a la profundidad de lo sagrado. Claro que en el proyecto cinematográfico de Tarkovski se puso en evidencia que esa búsqueda de una sacralidad antagónica al sistema soviético implicaba, por un lado, perseguir las huellas semiborradas de tradiciones sepultadas por la censura y la represión y, por el otro lado, apuntalar, con el lenguaje de una poética elusiva, la imprescindible resistencia ante un discurso hegemónico que intentaba silenciar el genuino gesto artístico, esencialmente libertario y espiritual. Es, en este sentido, que la obra de Tarkovski se levanta como una de las más logradas alquimias en la que la proliferación estética se entrama con la inquietante crítica política. El paisaje, la sed de justicia y la belleza Hace unos años me llegó azarosamente a las manos un libro en el que se publicó una antología de la obra fotográfica de Martín Chambi, hasta ese entonces, un autor desconocido para mí. La imagen de la portada me cautivó antes siquiera de abrir el libro, se trataba de un retrato de cuerpo entero de un indio, el gigante de Paruro, en el que Chambi había logrado capturar de una manera estupenda la humanidad y la tristeza de ese habitante de la Puna peruana. Mientras iba pasando las páginas del libro sentía cómo el genio y el arte de ese artista aymará nacido en 1891 en Coaza, una pequeña aldea del altiplano, me iba transportando hacia mis propios recuerdos, pero, ahora, a través de un ojo deslumbrante capaz de penetrar en lo más profundo del alma andina. Cada una de sus fotos, tanto aquellas en las que el actor principal y absoluto es el paisaje de la Puna como aquellas otras en las que desfilan los más variados personajes de esa geografía inolvidable, constituye una prueba de intensidad y belleza junto a una no menos significativa sensibilidad que le permite aprehender la hondura de ese mundo. Enfrascarme en la obra de Chambi me permitió volver a descubrir el Cuzco y a sus habitantes, poder seguir al artista a una fiesta de casamiento o introducirme en una procesión de Corpus Christi; me ofreció, en sus primeras fotografías influidas por el espíritu pintoresquista y melancólico del primer indigenismo, ver de otro modo ese paisaje que, en sus manos, reflejaba la ilusión de recuperar, aunque más no fuera a través del arte, la vida de los antepasados. “El indio y su llama”, tal vez una de las más conocidas de ese período, quizá ponga un límite, desde ahí en más infranqueable, para todo aquel que intenta mirar ese paisaje con ojos pintoresquistas. Chambi
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se dedicaría, con los años y la madurez, a descubrirnos una sociedad y una naturaleza atravesadas por la belleza y la soledad, por la devoción y las jerarquías, por la pobreza y el olvido. Chambi le devuelve su dignidad a los desolados, a los pobres y a los humillados de la tierra, del mismo modo que logra transmitir la potencia del paisaje, sus esplendores y su aridez. Todas sus fotografías son únicas y guardan un aura muy especial, como si hubieran logrado que lo inevitablemente lejano se expresara, por un instante, en la más radical de las proximidades. Entre su vasta producción elijo, hoy, un par. La primera es “Niño mendigo”, en la que Chambi logra con simpleza captar la mirada de ese niño, una mirada entre seria y sorprendida, en la que se agazapa el padecimiento, pero también algo así como el desafío capaz de hacernos olvidar los harapos con los que se viste ese pequeño. La otra es “Autorretrato en los altos de Carabaya (Puno)”, en la que nos ofrece su visión deslumbrada y redentora del altiplano. Todo lo que las palabras no alcanzan a expresar, lo que la escritura apenas si puede rozar, está en el arte de Chambi, como si él se hubiera retratado en esa otra fotografía, “Tristeza andina”, en la que un campesino toca la flauta junto a su llama, teniendo como fondo el paisaje de la Puna. Cada una de sus fotografías contiene un mundo y sus múltiples manifestaciones; como si hubiera logrado contener, en una toma, la infinita gama de expresiones de esos rostros entre inocentes y endurecidos de sus compatriotas, al mismo tiempo que fue capaz de abrir la lente de la cámara para que el misterio de ese paisaje encontrase su inmejorable ámbito de concreción. Nada es superfluo ni asoma, en ningún momento, la exageración pintoresquista que, en muchos otros, culmina en el kitsch. Chambi teje su arte apropiándose de lo que guardan esos personajes, como si hubiera podido captar aquello que suele sustraerse y que se fuga a la mirada común y corriente pero que no se sale, en ningún momento, de lo común y corriente. “Pero a ese mundo que fotografiaba sin descanso –dice Vargas Llosa en un texto de introducción al libro– también lo transformó. Le impuso un sello personal, un orden grave, una postura ceremoniosa y algo irónica, una inmovilidad que tiene algo de inquietante y eterno. Triste y duro, pero también, a veces, cómico, cuando no patético o trágico, el mundo de Martín Chambi es siempre bello, un mundo donde aun las formas extremas del desamparo, la discriminación y el vasallaje han sido humanizadas y dignificadas por la limpieza de la visión y la elegancia del tratamiento.” Chambi simplemente lo vio y lo retrató todo; no dejó rincón de esa tierra sin descubrir para nosotros a través de su vieja cámara obrando verdaderos milagros. El viajero que hoy se dirija a las comarcas andinas ya no encontrará aquello que eternizó el fotógrafo, pero podrá, si tiene sensibilidad y si se deja conducir por el arte de Chambi, intuir, en esos rostros y en esos
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paisajes, la belleza y la tristeza de un mundo que permanece a la espera de su redención. Chambi pudo salvar un resto del alma de su pueblo que habita en su mirada y en la presencia imprescindible de la tierra. El flujo de los recuerdos me va llevando por distintas regiones; a veces el disparador es un libro que vuelve a caer en mis manos y que tiene la facultad sorprendente de abrir dos caminos al devolverme, al mismo tiempo, las marcas de lo leído y al hacerme regresar también al momento en que lo leí. Con el libro de Chambi me sucedió que se yuxtaponían en mí las imágenes de mi propio viaje por el altiplano más de veinte años atrás, el impacto de las fotografías con las que me topé cuando el azar me ofreció la posibilidad de conocer la obra de Chambi y, hoy, cuando abro nuevamente sus páginas en el contexto de este otro viaje que estoy realizando por los pasadizos de la memoria y de la escritura, resignificando lo vivido y lo leído, lo efectivamente conocido y lo admirado en las imágenes del fotógrafo aymará. El viaje real y el viaje imaginario se convierten en uno, se contaminan mutuamente hasta hacerse indistintos, como si al mirar las fotos estuviera encontrándome con lo que yo mismo vi y atesoré en el recuerdo. Si bien la obra de Chambi la frecuenté muchos años después de conocer sus paisajes, una vez que la incorporé a mis fibras íntimas no pude sino confundir los tiempos, como si el verdadero viaje no se hubiera iniciado hasta que vinieron hacia mí aquellas maravillosas fotografías. Y ahora cuando escribo y tengo delante el libro y rememoro el viaje sé, sin dudarlo, que el principio es el final y que el final está en el medio y que el medio es el principio y que no existe ninguna posibilidad de recuperar la inocencia del primer encuentro con los paisajes del Altiplano una vez que Chambi y su arte se hicieron presentes en mí. Sin ser para mí el arte fotográfico un punto clave de mis intereses y gustos, el encuentro con la obra de Chambi constituyó un descubrimiento, la percepción de un lenguaje que podía, al mismo tiempo, hacer vivir un paisaje inigualable entramándolo con una profunda sed reparadora de una realidad social marcada por la injusticia. Chambi lograba, sin segundas intenciones, sin buscar dirigir la mirada del espectador a lo previamente definido, que la belleza deslumbrante del altiplano se entremezclara con aquellos inolvidables personajes que pueblan su mundo estético, personajes capaces de horadar los límites de la pura recreación en lo bello para ensanchar la perspectiva de un mundo entrañable y partido, intensamente atravesado por la poética de una naturaleza única y los mil rostros que esperan una redención que aún no se ha cumplido. Lejos del ambiente refinado de La montaña mágica, las fotografías del cusqueño nos dirigen hacia un mundo cultural igualmente extraordinario, nos recuerdan que lo más intenso puede guardarse en lo aparentemente pequeño e insignificante y que se
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trata, sin dudas, de aprender a mirar lo que no solemos mirar. En este sentido, Chambi, su poética, nos enseñan el arte de mirar atentamente descubriendo la belleza de un paisaje y de una humanidad duramente relegados. En él, en su obra, el lenguaje estético se vuelve memoria de una cultura y testimonio de la densa trama que vincula el arte con la política, entendiéndola, aquí, como sed de justicia tanto para los habitantes de su mundo como para esa naturaleza deslumbrante que, captada por su inigualable talento, nos parece decir que la pobreza está no en su aridez, sino en nuestra propia incapacidad para comprenderla. Huellas finales Escapar de las miradas unidimensionales, huir de toda forma de dogmatismo que tiende a aplanar la ancha y diversa escena del mundo, supone, tal vez, relacionar de otra manera los lenguajes estéticos y políticos, buscando, quizás, eludir las dependencias, las determinaciones y las retóricas autorreferenciales. Con La montaña mágica, con Andrei Rubliov y con la obra de Chambi traje a la discusión tres momentos distintos, tres encuentros con autores muy diferentes entre sí, e incluso señalé que mis encuentros con ellos se dieron en circunstancias personales y políticas muy apartadas las unas de las otras. La montaña mágica me permitió mirar la desbordante realidad de los años setenta desde un prisma anacrónico, me abrió el camino de otras indagaciones que, en ese contexto incendiado y urgente, aportó a mi preservación. Las películas de Tarkovski me ofrecieron la oportunidad de intuir la hondura de un lenguaje que combinaba belleza estética, crítica política y búsqueda mística; fueron, en sí mismas, una experiencia liberadora allí donde me posibilitaron cruzar falsas fronteras, esquivar aduanas intelectuales y prohibiciones para descubrir la potencia de una obra fascinante y dislocadora. Con Chambi se me presentó, de una sola vez y como un fogonazo iluminador, la urdimbre de paisaje, belleza, soledad, sufrimiento, dignidad, misterio… Los tres me llevaron hacia un territorio en el que lo estético y lo político se entrelazan de maneras originales, cada uno con su lenguaje, sus preocupaciones, sus claroscuros, sus encrucijadas. La lectura de La montaña mágica, mientras el tren atravesaba los suburbios obreros de un país atrapado en las exigencias de una época maniquea, supuso, en mí, la certeza de la literatura como refugio y oportunidad, como un giro de la sensibilidad hacia la comarca en la que las palabras adquieren una significación autónoma de la realidad sin, por eso, desvanecer el vínculo entre ella y el lenguaje de la ficción, o, dicho de otro modo, el descubrimiento de la verdad que se guarda en la invención literaria, una verdad que
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ensancha la comprensión de la realidad y que destituye los destinos unívocos, aquellos que supuestamente habitaban las prácticas políticas de esos tiempos atravesados de lado a lado por las demandas de la revolución. El arte como refugio, como un modo de curarse de esas otras certidumbres que parecían inconmovibles, dueñas de las llaves que abrían las puertas de la historia, aunque cerraran, sin que muchos se dieran cuenta, las de la imaginación creadora. Mientras iban pasando las páginas de la novela de Thomas Mann, aquellas en especial en las que el joven Castorp se veía sometido al combate pedagógico encarnado por el ilustrado Settembrini, de un lado, y, del otro, por el jesuita conservador-revolucionario Naphta, sentía que era mi propia formación espiritual la que se iba transformando, la que iba descubriendo regiones desconocidas. Extraña parábola educativa en la que los debates desplegados por la pluma manniana en lo alto de los Alpes suizos cristalizaban en la mente de otro joven que, muy lejos de esa realidad fabulada pero verídica que anunciaba la decadencia europea, se enfrentaba a su propia fábula política que, sin embargo, habitaba con crudeza la superficie de su tiempo histórico. En este caso, la fábula literaria logró imponerse a la fábula política, o, para decirlo con menos vertiginosidad, abrió unas finas fisuras en el muro de la certeza ideológica por el que acabaría colándose el aguijón de la duda. Años después, leyendo a Theodor Adorno, comprendí mejor el potencial de autonomía crítica, de sueño utópico, que se guarda en el arte; comprendí el sentido liberador de aquella lectura juvenil de La montaña mágica. Pero también, y con el paso de la vida y el giro inexorable de los tiempos, descubrí que con el fin de la pasión política, asociada en mí al desbarrancamiento de los ideales revolucionarios, también se volvía crepuscular una determinada experiencia de la literatura, que aquello sentido con extraordinaria intensidad mientras viajaba en un tren suburbano se correspondía con un clima de época, con las exigencias de una historia atravesada por el entusiasmo. Es por eso que al escribir sobre el vínculo entre estética y política no pueda desprenderme, o tal vez no lo desee, de cierta pátina de nostalgia que nace cuando me deslizo hacia las regiones del pasado en las que esa relación adquirió su mayor tensión. El gesto rememorativo y los recuerdos que regresan con sus propias exigencias y azares, constituyen, de por sí, una evidencia respecto a los motivos, actuales, que se despliegan al formularnos esa pregunta que subyace al motivo que disparó este ensayo. Nostalgia, digo, de otras épocas en las que se pasaba de un lado al otro de la frontera, en la que los desgarramientos, las intensidades, los fracasos, constituían el núcleo tanto de la apuesta política como de la pasión estética. Hoy, despojados de esas urgencias, apartados de cualquier apuesta a todo o nada, podemos, con la distancia y la calma que supuestamente hemos adquiri-
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do, indagar por esos vínculos descubriendo sus verdades y sus falsedades, poniéndolos en otra dimensión. Pero también, y la agudeza benjaminiana me acompaña más allá de mis torpezas interpretativas, esos viajes hacia el pasado, esos recorridos anamnéticos, permiten iluminar, con otras luces, las oscuridades del presente; nos señalan nuestras pérdidas, el carácter de nuestros silenciamientos y de nuestras opacidades. Hoy, en nuestra actualidad, interrogamos desde otro lugar, acuciados por otras exigencias, y valoramos de otro modo lo que ayer tenía otra significación. La inquietante pregunta que atraviesa, la que interroga por la relación entre estética y política, ha sufrido, ella también, las radicales mutaciones de la historia; de ahí mi intento, tal vez fallido, de capturar, aquí y ahora, lo que sucedió en otro tiempo. O debería utilizar el plural, ya que entre la experiencia juvenil de lectura de La montaña mágica, articulada con los acontecimientos argentinos de la década del setenta, el encuentro con el cine de Tarkovski, marcado por los años finales de la dictadura y los iniciales de la democracia, y el descubrimiento, hacia la segunda mitad de los años noventa, del arte fotográfico de Martín Chambi, han acontecido profundas transformaciones históricas. En el interior de esas transformaciones se inscribe el límite de esa relación, y en esa tenue línea, al menos eso intenté, también se perfila mi interrogación. Ese itinerario biográfico que se inició en una época crepuscular que sin embargo todavía, en la vertiginosidad de esos años, no podía ser vislumbrada en sus contenidos de clausura, mantenía la tensión entre arte y política, coloreando de un modo decisivo cualquier intento de comprensión que tuviera como cometido esclarecer las opacidades de ese vínculo tan significativamente presente en los siglos decisivos de la modernidad posterior a la Revolución francesa. Lo política atravesaba, negativa o positivamente, las zonas ocupadas por el hacer estético, les otorgaba su original perspectiva, entramando los nombres más diversos y disímiles de la creación artística, nombres que podían servir de insignias de los grandes cambios históricos asociados a procesos revolucionarios o ser baluartes de visiones conservadoras.3 Entre el goce puramente estético y la significatividad política 3. Analizando la aparición del folletín en la prensa francesa, y siguiendo la lectura que de él hiciera Walter Benjamin en Los Pasajes, Susan Buck-Morss enfatiza que la “tendencia de los medios masivos borra el sentido de la distinción entre arte y política”, tendencia que se vería cada vez más reforzada y profundizada con las nuevas tecnologías de la comunicación y la información. La diferencia, que Benjamin capta con precisión, entre la politización del arte y la estetización de la política marcaría el carácter de la relación entre ambas dimensiones en un siglo coronado por la emergencia del fascismo, hasta alcanzar, en la segunda mitad del siglo XX el borramiento de las fronteras que todavía parecían separar el lenguaje del arte de
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se trazaba una tenue línea cuya capacidad de demarcación solía ser muy frágil. Uno de los síntomas de la crisis de la sensibilidad moderna fue, en las últimas décadas, la cada vez más pronunciada escisión entre arte y política, o, para decirlo desde otro lugar, la exacerbación del proceso de estetización del mundo que acabó por devorar las tensiones de ese vínculo que solo podía sostenerse allí donde todavía permanecía la puja entre forma y contenido. Un viaje en tren hacia lo imposible del pasado, un itinerario que descubre las permanencias y las pérdidas en el interior de un vínculo siempre complejo y laberíntico, ese que, en los ardores de una época del mundo atravesada por el sueño de la revolución, le ofreció la oportunidad única, a un joven doblemente deslumbrado por la luz de la política entendida desde la perspectiva de la transformación de la sociedad y la luz de la literatura, de encontrar en las páginas de un libro una clave, extraña, para comprender lo que pasaba del otro lado de la ventanilla de aquel vagón que parecía desplazarse por mundos antagónicos. Allí se desplegó una convicción insustituible, aquella que surge de la imperiosa necesidad de cruzar el tren de la historia, de las exigencias de reparación y justicia con ese otro tren del arte en el que las estrecheces de la realidad, los límites de la política y las quimeras de la revolución pueden ser franqueados por la imaginación creadora.
otras esferas de la vida. La pregunta por la relación entre arte y política conduce, si seguimos el hilo del análisis benjaminiano, hacia el meollo de las transformaciones de la modernidad (Susan Buck-Morss, Dialéctica de la mirada. Walter Benjamin y el proyecto de los Pasajes, Madrid, Visor, 2001, p. 162).
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¿Qué hay detrás de las palabras de Ricardo Forster? Es una buena pregunta. Supongo que, esencialmente, hay una pasión, una búsqueda permanente, una historia que –seguramente– viene de la infancia, de los años turbulentos de la adolescencia argentina en los setenta, de la política, de los amigos, de los que están y de los que no están, de los libros amados, de los viajes, de los exilios, de las tierras hospitalarias que me enseñaron tantas cosas, de los sueños, los diurnos y los nocturnos, de las conversaciones con mis seres amados, de la necesidad de poner en palabras lo que uno piensa sobre las cosas. Me parece que el lenguaje es una materia viva e intensa, que a veces permite acercarse un poquito a lo inasible del mundo. También es, muchas veces, consuelo; es un ejercicio de intimidad, un intento de dialogar con otros. Es un mundo amplio, diverso, con multitud de colores y, a veces, con claroscuros y zonas negras. Es un compromiso con la vida y también con ciertas tradiciones, ciertas herencias. Siempre me imagino como un deudor que está –en el mejor de los sentidos– pagando gozosamente una deuda contraída con espíritus intensos, profundos, indispensables. Me parece que algo de eso es el lenguaje; también es un modo de construir amistades, de estar en la vida, en el mundo, de cuidar las palabras, de responsabilizarse de lo que uno dice, de militar en el sentido de que el lenguaje sea rescatado de la banalidad, de la sim-
1. Entrevista publicada en Dicho y hecho (Aluminé, Neuquén), nº 27 (octubre), 2008. Esta entrevista tuvo lugar en un paraje hermoso a orillas del río Aluminé en la provincia de Neuquén, cargada por la belleza del lugar y los duendes de la conversación, al día siguiente de haber dado una charla sobre cultura e identidad de la que participaron distintos actores de la vida comunitaria de Aluminé (docentes, estudiantes, profesionales).
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plificación brutal, de su mercantilización. Algo de eso… la enseñanza, la transmisión, los libros leídos, los libros por leer, los que hubiera deseado escribir y seguramente nunca escribiré, los que escribí, todo eso. Lo que uno quiere, imagina, piensa y quizás nunca escriba o que va borroneando y siempre queda en el comienzo. Una aventura; muchas veces un riesgo y también una imposibilidad. Uno siente el límite, el de la pluma, el del papel, el de las ideas. A veces, los sortea; otras veces, se queda frente a esa imposibilidad pero es parte de la aventura de ir construyendo un camino. Hubo momentos en mi vida donde el camino tenía el nombre de “transformación social”, de compromiso político. En un punto, sigue teniéndolo siempre; donde hay injusticia, desigualdad social, violencia, hay una rebeldía frente a ese estado de cosas. No puedo mirar el mundo sin sentir un dolor por la injusticia que se comete sobre los hombres y sobre el mundo. La injusticia no es solo el dolor que algunos seres humanos le infringen a otros seres humanos, también es el dolor que le infringimos a la naturaleza. Pero también están esos caminos que podemos llamar más místicos o interiores, que no necesariamente se vuelcan en una ética política o en una construcción en comunidad con otros en función de hacer algo concreto, sino que son como pasadizos hacia otros territorios, sueños, mundo oníricos –como dirían los románticos–, que a veces se vinculan con escrituras o tradiciones inútiles, en el sentido más espléndido del término. La inutilidad nos salva de la sociedad contemporánea, una sociedad de lo funcional, de lo pragmático; la palabra útil dominando todas las acciones. Algo que no es útil no tiene legitimidad. Entonces, como decía un viejo filósofo, si la filosofía está viva es porque ha demostrado su inutilidad. Ser inútil en esta época es resistir el tiempo hegemónico y homogéneo, resistir al status quo, a lo establecido como palabra de orden y de dominación, es resistir al sentido común. Por eso, leer a un filósofo medieval o a un místico árabe o perderse en algún territorio de esos que no tienen ninguna funcionalidad concreta es una manera de ir por sendas sin nombre y tratando de rescatar voces olvidadas o desvanecidas. A veces, lo misterioso del tiempo y de la historia es que lo olvidado aparece y nos conmueve. Para eso, tiene que haber custodios de lo olvidado. No es fácil, pero cada época guarda sus custodios. Hay una vieja tradición talmúdica judía que dice que en el mundo hay 36 hombres y mujeres justos dispersos, no se conocen entre sí ni saben que son justos pero llevan sobre sus espaldas el peso del dolor de la humanidad, y su existencia ofrece, como espera sin garantías, la posibilidad de la reparación. Tal vez nos promete la redención de los humanos y del mundo. Entonces, hay que imaginar que la cultura necesita de los justos, de aquellos que hacen el trabajo de hormiga, de
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preservación –sobre todo, en una época de mutaciones culturales, de pasteurizaciones, de nivelaciones vacías–, de proteger, cuidar lo particular, lo específico sin caer en localismos banales o en nacionalismos. No creo en el nacionalismo cultural, creo que la cultura es una extraordinaria experiencia de contaminaciones donde uno va recibiendo flujos diversos. Por supuesto, los va traduciendo a su realidad, a su experiencia, los va colocando en su propia trama, en su propio mundo de valores pero no hay nada más espléndido que el cruce de los caminos, la mezcla de los saberes, sensibilidades compartidas, lo que viene del otro lado del mar, lo que viene del Este, del Norte, del Sur se mezcla, se contaminan mutuamente, irradian. Después, claro, estarán las búsquedas que intentan arraigar los sonidos del lugar pero, para mí, la cultura es esa posibilidad de la fidelidad y la transgresión; ser fieles a ciertos mandatos y, al mismo tiempo, transgredir, poner en cuestión, iluminar críticamente al propio mandato, ser irreverente con la propia tradición porque es la mejor forma de perpetuarla. Creo que lo vivo es aquello que mantiene esa tensión. Creo en las permanencias, no creo en este fervor por la novedad en sí misma: lo nuevo es más valioso, esto que viene de la lógica del progreso –por eso, uno llega a los pueblos y el almacén se llama “Progreso”, “Modernidad”, lo que sea–. No creo en esa lógica del tiempo que va siempre hacia adelante; más bien, creo en un tiempo espiralado, que regresa, que se reinventa a sí mismo, que recupera lo olvidado, que tiene dentro de sí un déjà vu, la temporalidad como extraña circularidad. A veces, hay una línea que se traza; a veces, existe la necesidad imperiosa de refugiarse en lo sabido, lo conocido, lo que impregna las raíces. Me parece que el modo de pensar que una cultura subvierta lo establecido es a partir de esas dinámicas. Por eso también, lo difícil de la enseñanza, la crisis de las pedagogías, de las instituciones. Enseñar es una virtud. Creo en la vieja función del maestro: el que transmite; el que transmite allí donde algo falla, incluso en la ignorancia de esa falla; que abre un espacio, que suscita un diálogo pero también el que, contando sus historias y siendo escuchado, es custodio, guarda un saber y encuentra a quién transmitírselo como quien arroja una botella al mar sin saber cuál será su destino pero sabiendo que ahí adentro hay algo que es valioso guardar. Uno de los grandes desafíos de nuestra época, desafío filosófico, político, cultural es –insisto– descubrir permanentemente el nombre propio, en un tiempo que amenaza con expropiarnos el nombre, expropiarnos la experiencia, ese juego entre lo que nos constituye y lo que nos va transformando en la medida que vivimos en una época de planicie, de mercancías fáciles de digerir. El arte se convierte en un producto cuya simplificación
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no es del orden de lo “simple”, de eso extraordinario que se guarda en lo más próximo, sino de la vulgarización. Entonces, la digestión es muy rápida y se expulsa tan rápido como se digiere. El arte exige trabajo, muchísima atención, problematizarse, nos pide cuidados, cultivar con paciencia sus lenguajes y sus misterios. Se trata, por qué no, de aprender a mirar el mundo. Si bien hay un modo espontáneo de mirar el mundo que es, quizás, el punto de partida, también hay un modo poético, un modo musical, un modo plástico, que nos exige que seamos capaces de asumir el proceso de aprendizaje de esos modos de ver el mundo que no están reñidos con el gesto espontáneo pero que nos exigen algo más. Eso también es parte de la transmisión y de la enseñanza. Un paisaje nos ilumina, nos impacta, nos conmueve, nos enamora, pero hay más que un paisaje, hay otras cosas dentro de él. El ojo, el olfato, el tacto, el cuerpo, lo que está dentro nuestro haciendo otras cosas con el paisaje y ese paisaje va transformándose. Eso es parte de una construcción que exige un trabajo, en el sentido más pleno y más original. Es un modo no de intervenir brutalmente sobre ese paisaje, sino de poder abrirse participando con él. A esta altura, somos personajes telemáticos. Siempre ha sido difícil y riesgosa la confluencia de lo personal y lo colectivo, de lo individual y el espacio de grupo. Seguramente, gran parte de ciertas historias están marcadas por experiencias colectivas, comunitarias, por la apuesta solidaria en la acción común por hacer la vida. Claramente, entre nosotros, 1976 fue de desgarramiento de esas experiencias, de enorme soledad, de muerte, de exilios, de pérdida de las fraternidades. La base de una política emancipatoria es la fraternidad. Cuando esta es rasgada, perseguida, cuando el amigo se vuelve sospechoso, cuando uno se vuelve sobre sí mismo, se encripta, se aísla porque la exterioridad es amenazante, el precio que se paga es enorme. Hay momentos en los que efectivamente es importante la soledad, trabajar con la materia prima de la propia interioridad. El arte exige soledad, la escritura literaria o el ensayo, la tradición filosófica pocas veces se hace entre muchas manos. Uno puede recoger lo que otros pensaron, pero hay un momento en la obra, en el pensar, que es absolutamente solitario. Pero una cosa es que lo sea a partir de esa experiencia y otra, que no podamos imaginar que nuestra manera de estar en el mundo tenga su correlato en la construcción de espacios comunes. Digo “comunidad” con temor y temblor porque es una palabra rapiñada, vaciada, sofocada. Se sigue utilizando por todos lados pero uno siente que allí hay impudicia, hipocresía; es muy difícil reconstruir la comunidad porque también imaginamos, quizás equivocadamente, una bucólica comunitaria, aquellas experiencias de los sesenta, los setenta, los hippismos, los caminos a Katmandú, aquellos lugares entrevistos como maravillosos, El
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Bolsón, como sitios fraternos que, eso hay que señalarlo, también tuvieron sus emponzoñamientos, sus semillas del mal, podría decir. No creo en una virtud absoluta, en una pureza; eso es del orden del monasterio, como decía el viejo Weber, donde, aunque no se muestren a simple vista, también hay problemas. Creo en aprender a descubrir la fragilidad de lo humano, y sólo se puede construir lo común cuando uno sabe que es frágil y, por lo tanto, está en condición de aceptar la fragilidad del otro, de acogerla en su propia fragilidad. La virtud del monje puede ser brutal; los hombres puros son muy pocos y medir el conjunto de la humanidad desde la lógica de la pureza termina en el aniquilamiento del otro, que siempre va a tener rasgos de impureza. Los sistemas sociales radicales que, supuestamente, buscaron redimir al hombre fundaron un principio de pureza que terminó en el aniquilamiento del disidente, del que pensaba distinto o, simplemente, de aquel otro que podía resultar sospechoso para el régimen. La herida infringida a los proyectos igualitaristas y emancipatorios es gigantesca, y todavía la seguimos pagando. Vivimos en una época en la que tenemos que volver a aprender a construir el común. La lógica del individualismo, la transformación de las personas en consumidores plenos y absolutos, su mutación en objetos. En realidad, el sujeto de la época es la mercancía que nos hace vivir a través suyo y, cada vez más, somos cosas capturadas por esos objetos travestidos en máquinas artificiales paridoras de nuestros deseos. Hay que poder ir más allá de esa cosificación, de esa alienación, de ese individualismo paradojal allí donde decimos que vivimos en una sociedad hiperindividualista pero que, en realidad, nos vuelve absolutamente homogéneos e iguales al resto de los seres humanos, que se parecen cada vez más los unos a los otros como dos gotas de agua. Es una masificación generalizada. Uno va a un shopping center y compra, supuestamente, el objeto que lo está eligiendo exclusivamente, aunque sea el mismo objeto que han comprado millones de personas que creen exactamente lo mismo. Este es el efecto mediático, televisivo, una masificación que, al mismo tiempo, nos vuelve individualistas. Es una contradicción interesante como fenómeno de época y culturalmente decisiva. El imaginario dominante es: yo defino mis gustos y elijo las cosas que se adaptan a ellos, vivo plena y gozosamente en mi privacidad. Sin embargo, están cortados por una homogeneización del gusto y del consumo que neutraliza a los seres humanos. Entonces, frente a eso hay que producir mecanismos de resistencia, formas de oposición, sabiendo los límites porque la técnica atraviesa y reconfigura la vida humana. Un aparato como esa cámara con la que me estás filmando y grabando es también un modo de construir sociabilidad, subjetividad, de mediarnos con el mundo. Por lo tanto, cuidado. Esto no significa que pode-
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mos evadirnos de la cámara. Sin embargo, tenemos que estar preguntándonos permanentemente por la significación de la cámara. Son disyuntivas, tensiones, contradicciones del vivir. Es importante estar alertas. En la charla de ayer a la noche hablábamos de los cambios que se habían producido en América Latina. Si uno se instalaba en los años noventa y su mirada retrospectiva le permitía tratar de intuir cómo se veía el mundo en aquellos años y cómo se pensaba el futuro, seguramente no hubiera imaginado lo que está pasando hoy. Los noventa fueron años dominados por la brutalidad neoliberal, por el exitismo y el triunfalismo, por la lógica del dinero y el éxito económico, tanto para los que lo lograron como para las grandes mayorías que no lo lograron. Esta sensación de que lo único valioso es el éxito, el dinero en el bolsillo, el triunfo, la estrella televisiva o deportiva, el hedonismo como goce de la riqueza y la inexorabilidad del mercado y de sus leyes inescrutables planteada por los terroristas de la economía. Llamo de esta manera a los gurúes de la economía que nos decían: la historia está terminada. El mercado ha fijado de una vez y para siempre sus pautas y sus reglas. Las sociedades que no van hacia esa lógica quedan fuera de la historia. Ya conocimos lo que significa la idea de pueblos sin historia, pueblos colonizados, arrasados, exterminados. Bueno, de repente descubrimos en las distintas geografías de nuestra América sureña que algo está volviendo a suceder, que hay ecos de viejas rebeldías que vuelven a cristalizarse en la escena contemporánea; lo que está sucediendo en ese país maravilloso que es Bolivia, diverso y complejo, con una fidelidad a sus tradiciones pero también con una gran capacidad para colocarse como sujetos de la historia. Lo que acontece en Ecuador, lo que quizás vaya a desplegarse en Paraguay, lo que con enormes contradicciones también viene sucediendo en Argentina. Me parece que allí hay algo que nos permite recuperar cierto hilo de la esperanza o del optimismo respecto a esto de lo común, estas reconstrucciones de espacios comunitarios. Un sindicato solo es posible cuando hay trabajo que defender. Cuando no hay trabajo, hay piquetes, un mundo de desocupados que, a veces, tiene la capacidad de organizarse y resistir. Cuando hay trabajo, cuando el hombre o la mujer tienen al compañero al lado, tienen un espacio en común y pueden salir a pelearle al capital. Eso es lo interesante de la circunstancia argentina actual. Más allá de la continuidad de la desigualdad, de la concentración de la riqueza, estos años han permitido una cierta recuperación de los mundos populares. Tenemos que ser muy inventivos, salir de las recetas, de las simplificaciones, de lo ya conocido y ver cómo creamos mundos, culturas, porque no podemos ya perder de vista que los mundos culturales han sido muy
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rapiñados, adormecidos, muy sojuzgados no solo materialmente, sino también en su dimensión simbólica. Es un trabajo gigantesco que no se puede hacer de afuera hacia adentro. No hay un iluminado que baja y dice lo que hay que hacer. Es un trabajo que tiene que surgir de la propia trama de las experiencias concretas de un pueblo. Es parte de la enseñanza de Bolivia y Ecuador; son pueblos que logran reconstruirse desde sí mismos. Después estarán aquellos que viniendo desde otros ámbitos sociales, con otras tramas en sus biografías y con otros saberes puedan ser parte y contribuir a fortificar esas memorias, esas tradiciones o esas acciones. Es un trabajo, un desafío sumamente importante y estamos en una época de inflexión en ese sentido. La crisis colosal del capitalismo financiero nos vuelve a plantear el límite del sistema, que imaginábamos –al menos desde los paradigmas dominantes en los noventa– infinito, eterno y, ahora, podemos descubrir nuevamente que hay límites, que hay grietas y fisuras fuertes en el interior del capitalismo. Hay que tratar de meterse por esas grietas. Los intersticios… antes imaginábamos la totalidad, creíamos que la historia estaba garantizada en función del triunfo final. Hoy sabemos que lo único garantizado es la reproducción de la barbarie. Por eso, es mayor la responsabilidad. Antes, nuestros sistemas ideológicos nos ofrecían una suerte de píldora consoladora: el presente puede ser aciago pero el futuro será nuestro. No creo, desde hace bastante tiempo, más en eso. El presente puede ser aciago y el futuro puede ser más aciago si dejamos que el sistema se reproduzca infinitamente allí donde es posible e imprescindible intervenir e intentar impedir esa reproducción inacabable que asume la forma de la continuidad de la que hablaba Walter Benjamin como característica de lo infernal (“que todo siga igual, eso es el infierno”). La continuidad lo es siempre de la barbarie en el interior de la civilización, aquello que es lo único garantizado si es que preferimos obviar las bucólicas filosofías de la historia que nos anunciaban la alborada de una sociedad más bella e íntegra como consecuencia necesaria del propio movimiento de la sociedad. Podemos interrumpir esa reproducción de la barbarie porque ya no creemos más en esa causalidad mecanicista o dialéctica. Ahora estamos más atentos al azar, a lo inesperado, al “milagro” de la historia, que no es otra cosa que la interrupción de esa continuidad de la dominación. Esto lo pensaba con urgencia Walter Benjamin, pensador de origen judío alemán, de las izquierdas de los primeros tiempos del siglo XX, viajero, exiliado, poeta, traductor, ensayista, un francotirador que pensaba la historia desde esta perspectiva, como interrupción, giro, puesta en cuestión de la lógica del progreso, que es la justificación permanente de que para lo único que existen y sirven los derrotados de la historia es para garantizar
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que, en cada etapa, los dominadores no sigan apenas dominando sobre el presente, sino que sean los narradores, desde su óptica de triunfadores, del conjunto de lo acontecido con las generaciones anteriores. Es igual que dejar de preguntarnos quiénes construyeron las pirámides; el fenómeno cultural son las pirámides y nadie, salvo algunos arqueólogos, se ha interesado en verdad por sus constructores, esos miles y miles de esclavos que dejaron sus huesos para festejar a los poderosos. La lógica del progreso se ha tragado el sufrimiento, se ha tragado a los derrotados. Benjamin diría que se trata de pasarle a la historia el cepillo a contrapelo para que las virutas que salten nos permitan recobrar la memoria de los oprimidos. Por eso, de alguna manera, se trata de repensar la lógica de la memoria. La naturalización es la opresión. Cuando uno naturaliza, siguiendo los derroteros de la ideología del sistema, lo que se asume como lo dado y natural es aquello que beneficia la reproducción del mismo sistema de dominación. No se naturaliza la idea de igualdad que, eso hay que señalarlo, tampoco es natural. En el ser humano nada es natural. Por supuesto, tenemos los instintos, las pulsiones, el inconsciente, pero la humana es una vida atravesada por la cultura y ella hace algo fundamental con el cuerpo, con el individuo, con la comunidad, con el trabajo y también con la naturaleza. Decir que algo es natural es deshistorizarlo, sacarlo del contexto en el que se desplegó, ponerlo en una especie de lugar virtuoso, absoluto, intocable porque si algo es natural es simplemente lo que es desde el más remoto origen (algo de eso narra el origen mítico de la propiedad privada y de la familia). Si la pobreza es natural, siempre va a haber pobreza, ¿y qué vamos a hacer? Seamos, en todo caso, misericordiosos porque la pobreza es lo que es, se asemeja a la lluvia o a cualquier otro fenómeno de la naturaleza. El mercado es natural. No, nada es natural (o al menos no en estado de pureza y sin contaminación); son construcciones histórico-políticas, ideológicoculturales y la historia es una mutación, un flujo, un gesto de transformación y de institución imaginaria de la sociedad (como la describe Cornelius Castoriadis), pero también de destitución. El hombre no fue siempre igual y la relación entre el trabajo y la propiedad no fue siempre igual. La relación con la riqueza, la cuestión de la libertad, los vínculos entre hombre y mujer no fueron siempre semejantes a los nuestros. Hay que pensar esas cosas como un modo de rescatarnos de esta idea de naturalización que elimina lo más interesante de la historia, que es el cambio, la sorpresa, lo que permanece subterráneo y regresa inesperadamente para conmover el tiempo actual. La libertad es una paradoja, una aventura maravillosa y también una experiencia del dolor, del desgarramiento. En la metáfora bíblica, cuando Adán y Eva comen del árbol del conocimiento, del bien y del mal, en
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realidad descubren azorados su desnudez porque descubren el deseo, la libertad. El precio a pagar será enorme, ya que con el deseo y la libertad llega como un rayo conmovedor la conciencia de la muerte, de la pérdida de la inmortalidad que era lo propio de la vida natural en el paraíso. Será ese desgarramiento originario espléndidamente narrado en la Biblia el inicio de la peripecia humana, la compleja trama de la pérdida y de la libertad, aquello que nos hace ser lo que somos: seres humanos. Por eso, la libertad es siempre la confluencia entre el deseo y la insatisfacción, entre lo que se conquista y lo que se pierde, entre vivir y morir, entre el arduo aprendizaje de la vida que culmina en ese enigma absoluto que es la muerte. Derrida, muy cerca de su final, dijo que nunca se aprende a morir aunque toda nuestra vida sea un largo recorrido por las sendas de una muerte anunciada de la que poco y nada sabremos jamás. Por eso, la libertad es un bien tan extraordinario y, al mismo tiempo, también quema las entrañas; no es algo que podamos medir, es algo que atraviesa y acontece en el interior de la experiencia humana. Buscamos interminablemente las palabras que nos permitan relatar esa experiencia que se nos sustrae y que acaba desvanecida en el momento de la despedida. No perdamos de vista que para muchos la libertad es una angustia insoportable. De ahí, que muchas veces prefieren vivir bajo el sometimiento. Hubo un antiguo pensador, que vivió una vida corta, apenas 20 años. Se llamaba Étienne de la Boétie y escribió un librito a comienzos del siglo XVI que se llamó El discurso sobre la servidumbre voluntaria. Gracias a la amistad de Montaigne, que lo sobrevivió y cultivó su memoria, conoció la posteridad ese pequeño pero extraordinario opúsculo. Escribió casi a la par de Maquiavelo. Se preguntaba por qué los muchos, los innumerables, que tienen toda la fuerza, aceptan someterse al poder de Uno si, con la multitud de brazos y piernas, podrían arrasarlo sin inconvenientes. La pregunta inquietante de De la Boétie era por qué los muchos aceptan resignar su libertad, renunciar a ella y transferírsela al Uno. La respuesta del amigo de Montaigne, la que nos dio hace más de cuatro siglos, fue: porque los muchos están fascinados por el poder del Uno. Esta respuesta parece anticipatoria. El poder genera fascinación, se come las cabezas diríamos con lenguaje actual, genera pasividad y pone en evidencia que la libertad es un riesgo tan grande que es mejor que otro nos proteja de la libertad: el Estado, el soberano, el Leviatán, el sacerdote, el psiquiatra. Por eso, la libertad sigue siendo el gran campo de batalla de la vida, de las ideas, de la política, de la sociedad. Muchas veces las sociedades, el Estado se construyen para poner en caja la pasión de la libertad entendida como una pasión destructiva y violenta. Estamos frente a esa tensión: esa aventura de la libertad y esa construcción de la sociabilidad
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desde la lógica del límite, de la ley. La cultura se funda, eso lo destacó Lévi-Strauss, en la ley y con ella. La ley es antiquísima. Los tabúes, las prohibiciones (no acceder al cuerpo de la madre fija, a través de la prohibición del incesto, el punto de partida de la cultura) son el meollo de la vida en comunidad, pero, al mismo tiempo, son una clara frontera que delimita la posibilidad de la pura libertad. Entonces, es una discusión extraordinaria. Toda la filosofía está atravesada por la pregunta inquietante respecto de lo que significa la acción libre. Uno es uno mismo y sus fantasmas. Estamos llenos de espectros, de voces que vienen de lejos. A algunas las conocemos, a otras no, algunas se nos instalan sin saber cómo ni cuándo ni por qué. Somos portadores de una deuda con esas formas, con esos espectros del pasado. A veces, uno habla con los muertos y por ellos, lo sepa o no lo sepa. Estamos constituidos por los muertos, por los ancestros, por las escrituras, por las luchas, por los sueños irrealizados, por muchas cosas que están en lo profundo de nuestra intimidad y que van convirtiéndose en la materia prima de nuestro modo de estar en el mundo. Una de las maneras de encarar una batalla cultural es dejando que esos espectros sigan expresándose siendo correas de transmisión entre mundos distintos, mundos que parecen alejarse y que es imprescindible que vuelvan a tocarse, a contaminarse, a influirse. Es la difícil tarea de vincular a las generaciones. ¡Cómo construir esos puentes! Puentes difíciles que, a veces, se construyen colgantes sobre un río y uno va bamboleándose mientras cruza a la otra orilla. El puente es frágil pero nos permite cruzar. Hay una diferencia entre el puente y la represa. Esta le saca la energía al río y la convierte en electricidad, mientras que el puente, como en algún lugar escribió Heidegger, nos permite cruzarlo dejándolo intocado, como quien le pide permiso. De algún modo, los espectros, los fantasmas, las tradiciones del pasado dejan que hagamos algo con ellas y lo transmitamos a las generaciones que están ahora construyéndose y enfrentando sus propias vicisitudes. Es difícil estos encuentros porque vivimos en un tiempo de rupturas, de olvidos, de simplificaciones, un tiempo que premia lo rápido y digerible, y castiga el esfuerzo de saber que las cosas importantes cuestan, que a un poema hay que leerlo varias veces para que penetre el alma, que a una pintura hay que observarla con mucho detenimiento, que a la música hay que escucharla con cuidado y atención. A veces, eso es tachado por difícil, complicado, ¿para quién escribís?, para unos pocos… se trata de recuperar la educación en el sentido del riesgo, de la apuesta, de la dificultad, y en ello hay un punto decisivo: transmitir lo que se resuelve como mercancía no significa nada, transmitir lo que exige reflexión, mirada crítica es un desafío. En una época donde domina lo fugaz, lo instantáneo, la velocidad que se devora todo, tratar de recuperar
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esos espacios de serenidad constituye un desafío enorme pero al que no debemos renunciar. Los muertos son el dolor pero también son la luz. A veces me agarra cierto vértigo porque mi lenguaje está siempre citando muertos. Los libros que he amado fueron escritos por gente que ya no está más sobre este mundo y que, sin embargo, han dejado su marca. Son como huellas, estamos siempre persiguiendo huellas. De vez en cuando, creemos que las huellas nos llevan hacia adelante, pero, como decía un viejo escritor vienés, en la meta está el origen. Entonces, vamos hacia adelante para regresar. Este es el desafío: cómo ir hacia adelante, pero regresando hacia esas comarcas de la infancia o hacia esos legados que nos remiten a otra edad del mundo. Por eso, es fundamental poner en cuestión los discursos que dicen: dejemos el pasado en paz, no hay futuro si nos quedamos pegados al pasado, basta de melancolía, vivamos en plenitud el presente. Uno camina hacia adelante cuando más logra enriquecerse con las demandas irresueltas de su propio pasado. Eso también es del orden del vínculo entre las generaciones, cómo construir esos pasadizos, a veces secretos, por los que puedan pasar esos espectros del pasado. Esos son los límites de la libertad, en el mejor de los sentidos. Uno nace en el interior de una lengua, somos, qué duda cabe, hijos de la lengua de nuestra madre. Esa lengua pigmenta con sus tonalidades propias el mundo. Somos hijos de un deseo y nacer dentro de esa experiencia ya es nacer en el interior de un combate porque tu libertad se construirá en la asonancia y la disonancia respecto a esa marca de origen. Siempre vas a estar peleándote con la lengua de tu madre, pero es, al mismo tiempo, la que te permite ver el mundo, es la que te permite amar, la que también te hace sufrir. Tal vez, ese sea el punto más extraordinario y enigmático de la libertad, que nacemos condicionados pero en ruptura permanente con el condicionamiento. Hay un sentimiento que, seguramente, habrás tenido alguna vez en la vida. Esos momentos en que estás viviendo algo maravilloso, pleno de felicidad pero en el que te embarga una cierta melancolía porque esa felicidad ya se está fugando y se va a convertir en un recuerdo. Es un punto fabuloso para preguntarse por la complejidad de la vida. Estás viviendo la felicidad pero, sin embargo, hay una pátina de tristeza que te envuelve el alma. Esto también es formidable, porque si la vida fuese solamente la experiencia de la felicidad, no habría relato de la vida. En general, la felicidad no se relata a sí misma; para que haya relato de la felicidad tiene que haber interrupción y esta viene del lado de la melancolía, de la tristeza o del sufrimiento. El enamorado no cuenta su amor mientras lo atraviesa, solo lo cuenta cuando lo perdió. Entonces, vale para pensar sobre la libertad porque hablamos mucho de ella cuando no la tenemos.
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Sartre decía que los franceses nunca fueron más libres que bajo la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial porque cada acto de rebeldía, por más mínimo que fuera, era un acto absoluto de libertad. Claro, es riesgoso afirmar que en una forma de dictadura uno es más libre, aunque hay algo de cierto en esa vivencia. En estas democracias grises en las que vivimos, donde supuestamente todo está permitido, el acto de la libertad se vuelve chirle, vulgar, vacío, mientras que en momentos de dificultad la rebeldía es extraordinariamente fuerte. Aunque en esos momentos el dolor también es intenso. Alguien escribió que los mejores y más plenos momentos de una sociedad que atravesó una dictadura no son cuando ella ya ha caído, sino en esos meses del final cuando todavía está ahí pero ya es un fantasma. Me parece que, como dice el poeta, nos queda la palabra. La palabra es un campo de resistencia; Maiakovski, uno de los grandes poetas de la Rusia revolucionaria, decía que la tarea de los artistas era recrear con nuevos colores las calles de la ciudad. Quizás hoy necesitemos más que nunca la voz de los poetas, que nos comunican con la belleza y el enigma de las palabras. Lo evidente y lo oscuro de la palabra, lo que puedo ver y lo que permanece invisible. El lenguaje es superficie y abismo, aventura y pérdida, aunque haya que rescatar a la palabra del uso brutal que de ella hace el sistema de dominación. Es una tarea extraordinariamente importante. Esto tiene que ver con recuperar la memoria, las tradiciones, las transmisiones, haciendo del arte, de los relatos, de las memorias de los pueblos, de esas narraciones que surgían alrededor del fuego parte de lo indispensable, enmarcándolo en una nueva época que nos plantea otros desafíos. Para mí la conversación de anoche con quienes participaron de la conferencia fue una alegría y un aprendizaje; tenemos que esforzarnos todos en construir estos ámbitos de encuentro, estos puentes, ser capaces de hacerlos también sin las instituciones. Así que prometo un regreso sin instituciones a Aluminé para seguir conversando a orillas del río dejando que el tiempo se deslice sin apresuramientos. El río nunca es el mismo pero siempre es el río. Un poeta al que amo profundamente es Juan L. Ortiz, que vivió toda su vida mirando el Paraná y sus afluentes. Toda su poética giro en torno al río. El río siempre fluye, siempre es distinto, pero es de una fidelidad extraordinaria, es la permanencia de lo que cambia. Una palabra necesita hablantes, personas que puedan darle un continente, un sentido, una intensidad, una pasión. El lenguaje no es algo que está allí, es el medio a través del cual habitamos el mundo, lo hacemos, lo destruimos, amamos al otro o lo violamos. Las palabras nunca son inocentes. El modo como nombro a una persona es, quizás, más poderoso que el gesto mismo de ejercer la violencia física sobre esa persona. En general, cuando
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llega la violencia sobre alguien es porque primero hubo una violencia verbal, una violencia del lenguaje. El modo como nombramos al otro anticipa la violencia que vamos a ejercer sobre él. “Negro de mierda”, “bolita”, “indio”, “judío piojoso” son las palabras que pueden anticipar el genocidio. La cultura es siempre un modo de ordenar el mundo. Voy nombrando y voy construyendo el paisaje, voy incluyendo y voy excluyendo… Uno podría decir que hablar muchas lenguas es una tragedia, que enemista a los seres humanos, los distancia, o, puede ver lo contrario, que cada lengua es un patrimonio poético exquisito para enriquecer más nuestra mirada del mundo y cada lengua que desaparece es una tragedia porque habla de un mundo que ya no se puede decir más. Podemos tener las dos miradas, la de aquellos que dicen: “Hablar muchas lenguas es no entendernos”, o podemos tener la mirada del otro que dice: “La multiplicidad de las lenguas vuelve más fraterna la posibilidad de decir el mundo de una manera más abierta, más completa. Cuando desaparece una lengua, una parte del mundo se muere con esa lengua”. Por eso es tan importante, aunque nos pueda causar gracia, defender una lengua. Defender la propia porque es la lengua materna, la de nuestros sueños, los buenos y los malos; y es defender el modo como hacemos el amor, como miramos, como construimos una familia, como desplegamos nuestros sueños y nuestras luchas. Perder la lengua propia es perdernos a nosotros mismos. Si una palabra es vaciada de sentido, seguramente algo pasó para que fuera vaciada, algo le sucedió a esa sociedad. Experimentar la historia de una sociedad es también experimentar lo que le acontece a sus palabras, a su modo de nombrar. Cómo nombramos un paisaje, cómo nombramos al otro: allí estamos articulando un hacer. Siempre nombrar es hacer.
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Elogio de la amistad (a Nicolás Casullo) La amistad, esta relación sin dependencia, sin episodio, y en donde entra sin embargo toda la simplicidad de la vida, pasa por el reconocimiento de la extrañeza común que no nos permite hablar de nuestros amigos, sino tan solo hablarles… Maurice Blanchot ¿Cómo hablar del amigo ausente? ¿Qué decir, qué palabras encontrar para hurgar en la memoria y en el silencio de una conversación cuyos hilos secretos se hunden en el tiempo en el que se fue tallando la amistad? ¿Cómo hacerlo sin convertir, al amigo, en un recuerdo que se aleja? Nicolás era un tipo pudoroso e introvertido, eludía con astucia cualquier charla que girara hacia la intimidad sin, por eso, dejar de ser próximo y entrañable. Tenía la virtud de convertir a sus palabras en portadoras de las mil formas de la vida, esas que podían detenerse morosas en una anécdota de su infancia en Almagro, infancia rea, de tardes de fútbol y aventuras en los pasillos laberínticos del Abasto, o desplazarse, como un chispazo, hacia la página de un libro recién leído y cuya urgencia le exigía compartirlo en una larga conversación de café, de esas en las que podían desfilar sin aspavientos ni engolamientos su amado Hölderlin, sus incursiones por la tragedia griega o por el romanticismo alemán con una furiosa discusión alrededor de los prejuicios insoportables, para él, de la clase media porteña junto con un desvío, algo más lúdico, por la un tanto maltrecha pasión racinguista que lo persiguió con sus alegrías y desdichas a lo largo de toda su vida. Nicolás disfrutaba con esas pulseadas de café, con esos interminables diálogos en los que su apasionamiento tano a veces lo llevaba hacia el arrebato, que no disminuía en nada su inteligencia argumentativa. Extraña circunstancia en la que la sangre caliente lejos de arrebatar los argumentos no hacía más que afilarlos para convertirlos en verdaderas máquinas de intensidad y profundidad. Su conversación era directa y oblicua, simple y compleja a la vez, capaz de analizar minuciosamente la historia detrás de cada palabra y de recorrer los meandros de diversas tradiciones filosófi-
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cas, estéticas y políticas sin renunciar, por eso, a la palabra directa, dura, exigente con lo pensado y diáfana para abrirse hacia una comprensión más acabada de la complejidad del mundo. Había una cierta distancia entre su oralidad y su escritura; mientras que la primera hurgaba en la memoria popular del lenguaje, esa que le salía con total espontaneidad, la que venía de la jerga del barrio y de las charlas futboleras, la segunda tenía un sesgo intransigente, una vuelta y revuelta sobre las dificultades del decir que, en él, se transformaba en una escritura ardua y bella, barroca y exigente para el lector, como quien desea reconocer que el mejor obsequio que puede hacérsele a alguien que lee lo que escribimos es no ahorrarle dificultades siendo atentos con su inteligencia. Y Nicolás estaba convencido de la responsabilidad inmensa que se encierra en la escritura, de ahí sus búsquedas continuas, afanosas a través de la selva del lenguaje cruzando géneros y tradiciones, la literatura con el ensayo filosófico, el resto de periodismo que marcaba sus trazos en el papel con la absoluta rigurosidad de un pensador de alturas, de un pesquisador de libros y de herencias, de argumentos que había que salir a buscar a los desvanes de la memoria y de la espontaneidad de lo que nos rodea. Nicolás estaba a sus anchas tanto en su biblioteca –amplia, ecléctica y abierta a sus múltiples intereses (allí podía encontrarse una infinidad de libros sobre la Viena Fin de Siglo; sobre marxismo; sobre el arte y sus derivas históricas; sobre los caminos de la tradición utópica a la que, en un tramo de su inquietud intelectual, analizó con agudeza y vastedad; sobre, cómo no, el peronismo y sus mil rostros; sobre Sarmiento y Martínez Estrada; sobre Hegel y Heidegger; sobre Walter Benjamin y Franz Kafka… todo se guardaba en esa biblioteca de la calle Gallo que venía a expresar sus caminatas laberínticas por la cultura moderna, por el arte, por la religión en sus diversas derivas a través de las sendas del misticismo, de la Cábala y del corpus bíblico al que recorría con fruición desde su infancia metodista y, como punto culminante y articulador de su itinerario personal, por la pasión política)–; pero también se sentía a sus anchas en un viejo bar conversando del mundo y sus aledaños con los amigos, que podían ser los más antiguos, los de la infancia en el Abasto, como esos otros que acompañábamos sus aventuras intelectuales y de las otras. Discusiones en las que regresaba al pasado para instalarse de un salto en el presente; en las que recordaba sus tiempos militantes y sus años de exilio en los que nunca dejaron de asaltarlo los fantasmas de un ayer familiar y argentino, de esa herencia, que le venía por el lado de la madre, de una amorosa y siempre tensa relación con el peronismo y las tradiciones nacional populares a las que engalanaba con su escritura empeñada en hacer circular, al mismo tiempo, a Cooke con Breton, a Evita con Novalis, a Perón con Meister Eckart, a los escritos
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que imaginaban la revolución en América Latina con la poesía de Paul Celan, a Walsh con Sófocles. Nicolás era todos esos rostros y escritos, el conjunto de esas memorias y de esos espectros que se arremolinaban en su pensar intransigente profunda y esencialmente atravesado por la pasión política que, en él, se inscribía en un deseo siempre insatisfecho de justicia y emancipación. No puedo dejar de recordar los diálogos que durante más de veinte años mantuvimos con Nicolás Casullo; diálogos atravesados por la inquietud de la transmisión y por el cultivo de una amistad sostenida sobre herencias compartidas y siempre puestas en discusión, sabiendo, cada uno, que nos movíamos en un territorio pletórico de marcas y de equívocos, surcado por deudas y por novedades poco tranquilizadoras. ¿Cuántas veces conversamos sobre la relación entre el presente, sus demandas, y esos espectros que viniendo de lejos seguían marcando nuestras travesías intelectuales? Hoy sé que la palabra y la escritura de Nicolás se han vuelto parte fundamental de esa herencia que obliga a la transmisión, que nos recuerda que persiste, acá, ahora, entre nosotros, lo todavía no dicho por el amigo ausente. Extraña paradoja que transforma una amistad entramada de largas conversaciones desarrolladas en múltiples cafés de Buenos Aires y de otras ciudades en una experiencia, mía e intransferible, de sentir su legado como señal de un camino que permanece abierto hacia un porvenir que no puede sino remitirme al ayer de una amistad que seguirá insistiendo en todo intento de transmisión que alcance a emprender. Apenas un círculo que se cierra para volver a abrirse en la continuidad de un diálogo que seguirá desplegándose en el interior de esa amalgama extraña y exuberante hecha de recuerdos y de lecturas, de aquello espectral del amigo que permanecerá en lo que iré diciendo, escribiendo y pensando con la apertura del sentido que nacerá de sus páginas releídas desde la nostalgia y desde la imprescindible actualización, desde esas urgencias del día a día que reubican los legados y las herencias para entramarlas con un tiempo presente surcado por lo anacrónico. Tal vez la amistad, la que se teje en la ausencia del amigo, sea un anticipo de la eternidad. No hay, no puede haber, nuevas escrituras que eludan las deudas y los duelos; la de Nicolás ha sido y será una deuda que no se puede pagar, de esas que no nos obligan a otra cosa que a seguir insistiendo con el legado, con las sugerencias, con los giros de expresión, con lo impronunciado en lo pronunciado de un decir muchas veces laberíntico. Si bien todo camino a través del lenguaje es individual e intransferible, no es menor, en la travesía de las ideas, en la pasión de la escritura, la permanencia de lo espectral en cada empresa y en cada desafío que se pueda o se quiera emprender. Y en este sentido, la obra de Nicolás Casullo se inscribe, con absoluta potencia
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y legitimidad, en lo mejor de la tradición ensayística argentina, esa a la que él siempre cultivó y defendió contra las huestes de un neoacademicismo depredador de herencias y legados fundamentales; sabiendo, como sabía, que se trataba de una batalla decisiva en un tiempo de inclemencias para los saberes anclados en el ensayo y la experimentación, en esos cruces de caminos capaces de mantener la tensión de mundos diferentes y de no renunciar a la irradiación, en la escritura, de los lenguajes políticos. En el interior de esa propuesta persiste, en nosotros, la voz de Nicolás, su deseo de redención y su extrema lucidez de escéptico consumado ante las derivas de una época dominada por los falsarios y los anuncios, realizados, de la catástrofe. Parábola, ¿bíblica?, capaz de unir el tiempo mesiánico de la espera con la acidez del pesimista. A Nicolás le dolía la Argentina, pero también la gozaba porque se sabía anclado en Buenos Aires, en sus liturgias y en sus miserias, en sus dones míticos y en sus permanentes llamadas a la catástrofe. Recuerdo esas caminatas frecuentadas a lo largo de varias décadas en las que todo se conjugaba como si fueran figuras espectrales: los años del primer alfonsinismo atravesados por los debates en torno a las herencias modernas, a la revisión del marxismo, a la renuncia de un peronismo que marchaba hacia su agusanamiento; esos otros años dominados por la cultura embrutecedora del menemismo, que nos llevó a construir zonas de refugio y resistencia regresando sobre tradiciones filosóficas amenazadas que condujeron a la concreción de la revista de su vida, Confines; luego su ácida interpretación de la rebelión de las cacerolas en el 2001 hasta llegar a ese tiempo anómalo inaugurado por el discurso de Kirchner en mayo de 2003 y que produjo en Nicolás, y en algunos de sus amigos, un entusiasmo que unía la novedad con la nostalgia, lo actual con el ayer. Y finalmente, aunque no en menor medida ni con menos intensidad, ese regreso a la intervención pública desde esa invención que le pertenece en gran parte y que lleva el nombre de Carta Abierta, de una epístola signada en sus núcleos decisivos y fulgurantes por su escritura impaciente, urgida por los acontecimientos pero indeclinable en su rigurosidad y en sus desafíos político-intelectuales. En una de sus últimas frases se guarda todo el enigma de su pensamiento, en ella puede vislumbrarse el sentido entrañable de todas sus búsquedas: “Si las cosas ya no se escriben de otra forma, ya no se escriben más”. Allí está Nicolás, sus palabras reas y sabias, sus páginas eruditas y apasionadas, sus ensayos fulgurantes, intensos, decisivos para pensar “entre épocas” y a destiempo de lo aceptado y de lo rutinario; pero también están sus novelas, ese frutero de los ojos radiantes capaz de sumergirnos en el laberinto de la historia argentina, de una casa de Almagro, de antiguos misticismos, de fervorosos amores y de crípticas iniciaciones juveniles enmarcadas en el juego
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de las luces y de las sombras de un itinerario abierto hacia el misterio de la vida. Una escritura, la de Nicolás, tránsfuga de los especialismos alambicados, crítica de las fórmulas de fácil digestión y distante de la producción en serie de las usinas universitarias; capaz de habitar en el cruce de caminos y de moverse en la alquimia de la que saldrían sus ensayos y novelas, esos textos contaminados y contaminantes signados por los fantasmas de la historia, de esa que comenzó en una interminable casa de la calle Lavalle. ¿Despedirme del amigo tan querido? ¿Cómo? Tal vez guardando en mi memoria los secretos de toda genuina amistad, sabiendo, como lo decía Blanchot en ese breve ensayo sobre la amistad que Nicolás estaba leyendo mientras se le iba el tiempo, que “la discreción no está en el simple rechazo a hacer confidencias (lo cual verdaderamente sería muy grosero, y ya el mismo hecho de pensar en eso), sino que es el intervalo, el puro intervalo que, de mí a ese otro que es un amigo, mide todo lo que hay entre nosotros, la interrupción de ser que no me autoriza jamás a disponer de él, ni de mi saber de él (aunque sea para alabarlo) y que, lejos de impedir toda comunicación, nos pone en relación al uno con el otro en la distancia y a veces en el silencio de la palabra”. Adiós, Nicolás, mi agradecimiento infinito por haberme donado tu amistad, y por esas palabras no dichas que me permiten seguir persiguiendo las huellas dejadas en esas caminatas compartidas por la ciudad de la vida, de las ideas y del amor.
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Transmisión, tradición: entre el equívoco y la incomodidad A la memoria de Nicolás Casullo. En la hora en que los ojos de los hombres se elevan hacia el cielo, en que la ciencia se reserva una parcela más hermosa, más rica de la imaginación –todos los secretos del universo son brotes de fuego que, pronto, van a abrirse– ¿sé yo, en mi exilio, lo que me ha empujado hacia atrás, a través de las lágrimas y el tiempo, hasta las fuentes del desierto donde se aventuraron mis antepasados?
Edmónd Jabès El pasado lleva consigo un secreto índice, por el cual es remitido a la redención. ¿Acaso no nos roza un hálito del aire que envolvió a los precedentes? ¿Acaso no hay en las voces a las que prestamos oídos un eco de otras, enmudecidas ahora? ¿Acaso las mujeres que cortejamos no tienen hermanas que jamás pudieron conocer? Si es así, entonces existe un secreto acuerdo entre las generaciones pasadas y la nuestra. Entonces hemos sido esperados en la tierra. Entonces nos ha sido dada, tal como a cada generación que nos precedió, una débil fuerza mesiánica, sobre la cual el pasado reclama derecho. Walter Benjamin No puedo dejar de recordar los diálogos que durante más de veinte años mantuvimos con Nicolás Casullo; diálogos atravesados por la inquietud de la transmisión y por el cultivo de una amistad sostenida sobre herencias compartidas y siempre puestas en discusión, sabiendo, cada uno, que nos movíamos en un territorio pletórico de marcas y de equívocos, surcado por deudas y por novedades poco tranquilizadoras. ¿Cuántas veces conversamos sobre la relación entre el presente, sus demandas, y esos espectros
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que viniendo de lejos seguían marcando nuestras travesías intelectuales? Hoy sé que la palabra y la escritura de Nicolás se han vuelto parte fundamental de esa herencia que obliga a la transmisión, que nos recuerda que persiste, acá, ahora, entre nosotros, lo todavía no dicho por el amigo ausente. Extraña paradoja que transforma una amistad entramada de largas conversaciones desarrolladas en múltiples cafés de Buenos Aires y de otras ciudades en una experiencia, mía e intransferible, de sentir su legado como señal de un camino que permanece abierto hacia un porvenir que no puede sino remitirme al ayer de una amistad que seguirá insistiendo en todo intento de transmisión que alcance a emprender. 1 Recuerdo cuando hace unos pocos años nos reunimos un pequeño grupo de amigos y colegas a conversar, por pedido de una editorial, en torno al problema de la transmisión del conocimiento; desde el comienzo de nuestro diálogo quedó claro que cierta incomodidad nos recorría, que no se trataba de ir directamente al grano, es decir, de aclarar lo que cada uno de nosotros entendía por “transmisión de conocimiento”, sino que lo que discutiríamos sería aquello que se guardaba en el cofre de las palabras. Sin aclararlo nos deslizamos hacia el territorio siempre huidizo y opaco del lenguaje, nos internamos por las sendas de una interminable hermenéutica en la que se irían poniendo en juego sensibilidades, políticas, modos del entendimiento, tradiciones encontradas. A ninguno parecía interesarle la cuestión contenida en lo mentado por la frase disparadora, de lo que se trataba era de indagar por lo que se quería decir cuando se hablaba de transmisión. ¿De qué estábamos hablando? ¿Hacia dónde queríamos dirigirnos? ¿A quiénes transmitíamos esos saberes de los que éramos supuestos portadores? Uno de nosotros, con su especial sensibilidad para atender los matices, para hurgar en los detalles y para darle una vuelta más a los términos, simplemente se ocupó de señalar su incomodidad ante una palabra tan connotada como “transmisión”. Algo en ella no le resultaba satisfactorio, como si guardase una significación demasiado determinante que lejos de abrir la posibilidad de la crítica parecía clausurar, con su altisonancia, toda apertura de sentido. Y sin embargo, alrededor de esa palabra se juega el destino de la memoria, del vínculo entre las generaciones y también, por qué no, del de las humanidades; su relegamiento implica una fuerte toma de partido, un reclamo signado por el dominio, en nuestras prácticas, de la lógica evanescente del instante. A lo que nos confrontamos era no solo a aquello que supuestamente legitimaba nuestras prácticas, sino, más significativo y relevante, nos
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debíamos enfrentar con el sentido de nuestros lenguajes y las posibilidades, ciertas o no, evidentes o dudosas, de entregar a otra generación algo de lo que poseíamos como custodios. Se nos ofrecía la oportunidad de discutir, como ahora con ustedes,1 no apenas las vicisitudes y afanes de un grupo de académicos, sus desvelos por ser reconocidos o por encontrar alguna justificación a sus quehaceres un tanto enmohecidos y anacrónicos; más que eso, lo que emergió fue la tormentosa relación a dos puntas, la que seguíamos estableciendo con el pasado y la que nacía de una más que compleja y ardua vinculación con las generaciones más jóvenes, esas que no parecían ni parecen identificarse con aquellas tradiciones ancladas en otro tiempo que ya no es el suyo. Con lo que la discusión no pudo, en ese momento, ni puede, ahora, eludir temas esenciales que hacen a todo aquello que le da o no sentido y legitimidad a nuestro estar en el mundo, a esas búsquedas de intercambio y reconocimiento que subyace a todo gesto instituido por el acto de transmitir. ¿Qué lenguajes encontrar para des-cubrir lo propio y lo del otro? ¿Qué olvidar y qué recordar sabiendo que en esas políticas de la memoria se juega mucho más que una relación casual con el pasado? ¿Qué se puede enseñar y cómo hacerlo en un tiempo en el que ninguna palabra parece sostenerse más allá de un instante y en el que los actores del drama se corren, apresuradamente, de los roles conocidos para desplazarse hacia escenarios nuevos y en mutación permanente? ¿Seguía siendo posible volverse hospitalario con las generaciones más jóvenes o, por el contrario, en esa supuesta hospitalidad se guardaba, y se guarda, una hostilidad irrecusable ante diferencias inauditas? Preguntas nacidas de la fragilidad en la que se encuentran nuestras palabras, incluso aquellas que saben perfectamente de dónde vienen. Lo que no saben es hacia dónde van o intentan ir. La transmisión supone, aunque eludamos esa connotación, la cuestión de la tradición; quien intenta colocarse en el orden de la transmisión sabe que lo que está poniendo en juego, aquello que subyace a su objetivo, es la persistencia de ciertos legados, la continuidad de un eslabonamiento que se constituye en el despliegue de la cadena de la tradición. Por lo tanto, hay cierto conservadurismo en el acto de legarle a otro un saber que tiene raíces y que no solo responde a lo efímero del presente. No se trata, entonces, de eludir los vínculos inseparables que existen entre una determinada enseñanza y los múltiples hilos que nos reconducen hacia el pasado. La transmisión no puede sino girar hacia el ayer, saberse deudora de escrituras
1. Este ensayo lo leí en un encuentro que tuvo lugar en abril de 2007 en Barcelona del que participaron Zygmunt Bauman, José Luis Pardo, Carlos Skliar, Joan-Carles Mélich, Jorge Larrosa, entre otros, y cuyo tema central fue la relación entre las distintas generaciones.
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y de prácticas, de ensoñaciones teóricas y de gestos políticos que, diluidos por el trabajo despiadado del tiempo, siguen estando allí, solapadamente y a la espera de que alguien venga a reclamarlos. Porque la transmisión es una responsabilidad que asumimos con el pasado, es lo que de la memoria persiste en la actualidad y que desnuda, muchas veces, nuestras carencias y nuestros olvidos. Por eso, tal vez, toda transmisión al inscribirse en el registro de una tradición debe hacerse cargo de un determinado gesto ético, pero también de un fatal anacronismo, de un deslizarse hacia la inutilidad, de un salirse de época perdiendo a sus interlocutores. Su puesta en acto nunca es gratuita. Claro que ese giro hacia lo acontecido, hacia esos legados guardados frágilmente se topa con las resistencias de una actualidad que profundiza el distanciamiento intergeneracional, que bloquea las posibilidades de la donación y de la escucha, que perfila con rasgos cada vez más nítidos la vocación por reducir a peso muerto aquello que proviene de saberes inútiles, a destiempo y muchas veces intraducibles a los nuevos lenguajes de las generaciones más jóvenes. Del mismo modo que se manifiesta una especial sordera, en los mayores, ante aquello de lo cual no se sienten portadores y sobre lo que suelen ejercer oscuros actos de censura y prejuicio, proyectando sobre esas generaciones que hablan lenguas encriptadas una lógica del rechazo y la clausura. Lo difícil, lo verdaderamente arduo es, entonces, ligar a los muertos con los habitantes más recientes de las metrópolis contemporáneas, seguir construyendo los eslabones que forman esa cadena que se juega en el acto de la transmisión. La intemperie de nuestra época se manifiesta precisamente en esos desfondamientos y en esas rupturas que alejan a las generaciones entre sí, bloqueando la posibilidad de un diálogo y, por lo tanto, de un intercambio que pueda fundarse en lo que viene de lejos y en aquello otro que aportan los recién llegados. Como si una doble clausura afectara nuestra contemporaneidad: la que nos aleja, por un lado, del pasado convirtiéndolo en una pieza de museo o en un objeto rutilante de la industria cultural, desprendiéndonos de las deudas imprescindibles con ese otro tiempo que se desvanece como actualidad; y, por el otro, la volatilización del futuro en nombre de un “aquí y ahora” que todo lo devora, de una pura instantaneidad que disuelve, también, la diferencia entre las generaciones para volverla masa indiferenciada en la que nadie parece ser portador de algo propio. En el olvido de la transmisión se juega no solo la persistencia del pasado, sus reclamos y sus derechos ante la conciencia de los vivos, sino, a su vez, se pone en evidencia el vacío que nos rodea, la brutalización que atraviesa nuestra cotidianidad. Nunca más emblemática de la ideología de época que una última película de Disney, La familia del futuro, en la que el protagonista, un niño
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huérfano, descubre a lo largo de sus aventuras que lo llevan hacia el rutilante mañana donde todo resulta perfecto y amable, que la única posibilidad de ser feliz, de encontrar un camino en la vida, es abandonando de una vez por todas las ataduras y las insistencias del pasado. No importa de dónde venimos, ni siquiera ser portadores de un nombre propio, lo único que puede salvarnos es desprendernos del equipaje con el que veníamos para dejarnos capturar por la virginidad absoluta del mañana. Ya no harán falta los maestros, tampoco el relato de las experiencias ni el recuerdo de lo acontecido; cada generación enterrará a la anterior desprendiéndose de sus influencias y de sus imposibles enseñanzas. Dejarán, desde la “bucólica” perspectiva de Disney, de existir las generaciones, los conflictos, las heterogeneidades, la posibilidad misma de perderse y, de vez en cuando, de encontrar alguna clave para entender un poco más del arduo proceso de vivir. Se esfuma el pasado, sus reclamos, sus marcas y, junto con él, también se evapora la memoria de las generaciones anteriores, una memoria que deja de tener significación para ir a parar al cesto de las cosas desechables. Perder el pasado o abandonarlo en pos de la quimera del futuro constituye uno de los polos de atracción de una época que, en un movimiento más abarcador y decisivo, en realidad borra de un plumazo las dos formas de la conjugación verbal desplazando tanto el pasado como el futuro hacia una zona de insignificancia o desactivando la carga cuestionadora y creadora que en otro contexto de la travesía humana portaban esos tiempos para afincarse en el puro elogio de una actualidad omnipresente y omnipotente. La “inocencia” de una película surgida de los estudios Disney nos permite comprender, mejor que muchas reflexiones sesudas, el síntoma que nos atraviesa de lado a lado y que obtura la construcción de puentes entre generaciones, el modo como se licua el pasado en nombre del mañana haciendo desaparecer cualquier referencia a esa dimensión clausurada de una vez y para siempre. Transmitir, nos dicen, es un vicio de quienes han quedado atrapados en la melancolía, una pérdida de tiempo allí donde lo que se vuelve legitimo e imprescindible es lo por venir. Olvidar el ayer es equivalente a destituir de la subjetividad su núcleo constitutivo, sus marcas, las huellas que, recorriéndolas, permiten acercarse a la complejidad de un vivir que no puede comprenderse desde la pura lógica del aquí y ahora, de esa temporalidad absoluta que se devora todo aquello que se sustrae a sus designios. Mientras que el vínculo con el pasado está lleno de vericuetos, de tensiones irresueltas, de zonas prohibidas, de opacidades, su volatilización en nombre del futuro supone transitar hacia una realidad homogénea en la que la ambigüedad y el conflicto quedan referidos únicamente a esas mentalidades aferradas a una época perimida. Simplemente ya no es necesario transmitir, dialogar con los muertos, girar la mirada hacia lo acontecido; ahora se trata
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de estar a la altura de las demandas de una sociedad en cambio perpetuo, tan veloz en sus movimientos y metamorfosis que es incapaz de detenerse, de perder el tiempo con los espectros de un pasado definitivamente inactual. De ese modo, y a través de una película que se ofrece como simple, ingenua y optimista, lo que se pone en juego es una forma de construcción contemporánea de la subjetividad, una radical expropiación de la experiencia de un sujeto cuya memoria ha sido devastada y arrojada al vertedero de la historia. No es tampoco casual que en el film el niño se descubra a sí mismo a través de otro niño que resulta ser su propio hijo que lo conduce hacia el futuro donde se topará, magias de la imaginación y de la fantasía, con él mismo convertido en inventor de éxito y en padre de quien lo ha conducido hacia la tierra pródiga en la que solo el mañana nos devuelve la posibilidad de la dicha. Su deuda, entonces, es consigo mismo, con quien es en el futuro, y su camino será marcado ya no por quién era sino por quién será. Extraña parábola en la que, al modo del mensaje de Jesús, “los muertos entierran a los muertos”, mientras que los vivos se apropian exclusivamente del futuro, dejando en blanco esas deudas impagas que ya nada significan. De este modo, nada del ayer permanece en el itinerario biográfico o, mejor aun, solo abandonando el pasado es posible entrar con los ojos abiertos en el futuro. En ese preciso instante nada quedará de la transmisión, y la memoria se convertirá en un resto patológico de una subjetividad dispuesta a la renuncia más significativa en nombre del éxito: la de su historia, sus vicisitudes, sus intensidades, la de aquellas marcas cuya presencia se desvanece allí donde se vuelve irrelevante el vínculo con esas voces de experiencias desfondadas, inservibles, inútiles y perniciosas. 2 Tal vez por eso, siguiendo el hilo de las reflexiones que nos llevaban hacia distintos confines, otro de los que participaron de aquella extraña conversación recordaba que los muertos están allí, que con ellos establecemos un diálogo esencial; que no es posible siquiera imaginar los pasadizos de la transmisión, desconociendo que son los muertos quienes interrumpen el dominio del presente; que son sus fantasmas los que habitan esas escrituras alrededor de las cuales instituimos nuestra mirada del mundo. Porque de eso se trata la transmisión-tradición, de sabernos portadores de alforjas cargadas con lo dicho y lo no dicho por libros y autores que se han convertido en nuestra herencia, volviéndonos sus legatarios ante una actualidad que amenaza con arrasar lo que de los muertos guardamos en nuestra memoria.
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Pero también constituye ese otro gesto en el que algo se quiebra para que sigan fluyendo los hilos del pasado, en el que el supuestamente sólido muro de las herencias se va resquebrajando hasta dejar paso a otras aguas, aquellas que serán bebidas por las nuevas generaciones que, muchas veces, ni siquiera saben de dónde provienen ni hacia dónde están yendo. Transmitir supone, por eso, ir por el filo de la fidelidad y de la traición, de la continuidad y de la ruptura. La incomodidad que sentíamos surgió de una evidencia: la frase disparadora de ese encuentro –“La transmisión del conocimiento”– carece de toda neutralidad; colocarla en el centro de un diálogo implica, indefectiblemente, abrir una discusión filosófica, desviarnos hacia los territorios del estatuto epistemológico de esa frase, polemizar alrededor de lo que hoy significa e implica el conocimiento, reflexionar los puntos de contacto y de separación entre lo que hoy suele entenderse por conocimiento y lo que otras épocas, especialmente aquellas de las que provienen esos muertos que transmitimos, llegaron a entender cuando pronunciaban esa palabra. Incluso, y no podía ser de otro modo, nos desviamos hacia la cuestión universitaria, ámbito supuesto de la transmisión del conocimiento. Y allí nos descubrimos como nostálgicos de una universidad en gran medida clausurada por una práctica asociada a una idea puramente pragmática del conocimiento que pone brutalmente en cuestión el sentido mismo de la transmisión, su insistencia en dejar hablar a los muertos. ¿Anacronismo tal vez? ¿Destiempo en una época dominada por la fugacidad de la técnica y del mercado? ¿Qué y para qué transmitir? ¿Acaso para habitar la universidad como quien habita un museo? ¿Es el destino de la transmisión volverse un paseo nostálgico por las habitaciones de una memoria muerta y fosilizada? ¿No será, acaso, este dominio de un pragmatismo ciego el eje del desencuentro que, sin embargo, motiva, hoy, entre nosotros, estas reflexiones? Estas y otras preguntas rondaron nuestro diálogo, estuvieron entre nosotros planteándonos las encrucijadas de nuestro hacer, de nuestras profesiones, de nuestras incomodidades como intelectuales y académicos en un tiempo de clausuras y olvidos. Así como surgió, inevitable, la relación, quizás trunca, con la política, con aquello de la transmisión que se inscribe en la tradición del intelectual crítico, de aquel que define su vocación más allá de los límites estrechos de la academia y de la profesionalización para situarse en un hacer recordado como praxis emancipadora o como expresión de un malestar en la cultura que reclama un tipo de figura en gran medida devastada por la acción de una época del mundo dispuesta a enterrar la relación entre saber y política, o entre transmisión y transformación. En esas preguntas ya formuladas: ¿Para qué? ¿A quién? ¿Cómo?, se escondía esa otra interrogación cuya respuesta se nos sustrae inevitablemente:
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¿Conservamos todavía el don de despertar la inquietud y el entusiasmo en las nuevas generaciones? ¿O caeremos en ese gesto hipócrita de aquellos adultos que transfieren toda la responsabilidad de los males actuales a la supuesta desidia y desinterés de los jóvenes? Por eso, tal vez, en cierto momento la conversación giró hacia los años setenta, como si hubiéramos querido, sin decirlo explícitamente, contraponer lo que en esa época del mundo significó, o pareció significar, una determinada práctica de transmisión, con lo que hoy nos dice esa palabra. La brutalidad de la distancia se instaló entre nosotros, el reconocimiento de una historia quebrada, de un giro hacia otras sensibilidades que nos volvían incómodos representantes de una anacrónica persistencia de la memoria en el presente. ¿Cómo eludir la tentación del guardián de cosas muertas? ¿Cómo rescatar esas escrituras de su museologización? ¿Cómo sortear la banalización académica? No puedo, llegado a este punto, dejar de señalar la tentación del monje, una tentación que nos fascina, que me fascina sabiendo que la condición de guardián puede significar darle una oportunidad al mañana para que pueda reconocerse en lo que hoy se olvida. Tiendo, cada vez más, a volver relevante esa actitud del custodio que solitariamente mantiene un diálogo con los muertos, que se aferra a esos legados sabiendo de su fragilidad pero que sigue pensando que en la transmisión se guarda una oportunidad de supervivencia en una época de catástrofes. Recojo, en este sentido, una breve frase que le escribió Max Horkheimer a su amiga Salka Viertel en los oscuros años del exilio y la guerra: “Frente a lo que está irrumpiendo actualmente sobre Europa y, tal vez, sobre el mundo entero, […] nuestro trabajo actual está destinado esencialmente a ser transmitido a través de la noche que vendrá: una suerte de mensaje dentro de una botella”.2 ¿Transmitimos para un futuro indeterminado e incierto? ¿Transmitimos como quien lanza una botella al mar sabiendo que siempre hay algo de desesperado en ese gesto que se aferra a una última oportunidad que carece de toda garantía? Quizás buscamos colocarnos en un espacio de intercambio, nos inscribimos en una continuidad que resulta imposible y nos volvemos testigos de una fractura que se profundiza. No podemos abrirnos al festejo de una época que se acerca más a la clausura de lo que amamos que a su proyección en los nuevos actores a los que supuestamente nos dirigimos. Pero, y eso es lo notable, seguimos arrojando botellas al mar buscando afanosamente los lectores de nuestras escrituras y los escuchas de
2. Max Horkheimer, Briefwechsel, GS 16, p. 764, cit. por Stefan Müller-Doohm, En tierra de nadie. Theodor W. Adorno, una biografía intelectual, Barcelona, Herder, 2003, p. 395.
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nuestras palabras. ¿Estamos, a su vez, dispuestos a dejarnos interpelar por esos otros a los que nos dirigimos? Los setenta fueron años en los que la transmisión se metamorfoseó en una política de transformación del mundo; se leían los legados del pasado para instalarlos en las urgencias del ahora revolucionario. Toda significación se desplegaba de cara a esa urgencia, era deudora de una época que asaltaba el desván de la memoria como recurso de interpretación activa de un presente que se pensaba en estado de convulsión. Si leíamos a Hegel o a Marx lo hacíamos sin ánimo erudito ni con la intención de guarecerlos en las bibliotecas de las academias para alimento de especialistas. Si dirigíamos nuestros pasos hacia acontecimientos decisivos de la historia moderna –desde la Revolución francesa, pasando por nuestras propias luchas de independencia hasta la Revolución de Octubre– lo hacíamos para hacer estallar su presencia en una actualidad que capturaba absolutamente todo. No era tiempo de custodios ni de habitantes de olvidados monasterios dispuestos a guardar aquellos saberes que la época ya no reclamaba; por el contrario, lejos del hábito del monje, los portadores de cualquier saber tenían que verterlo en la escena de la historia, volverlo lengua de la revolución. El encuentro entre las generaciones se expresaba en las demandas urgentes que brotaban de las calles y que volvían entrañables e imprescindibles las experiencias que provenían de quienes habían vivido aquello que seguía dejando un surco en la tierra que se intentaba arar. El pasado quemaba los días del presente, los seguía tomando por asalto sin saber que a la vuelta de la esquina tanto fuego acabaría por disolver esas venerables referencias. De un día para el otro, y en un doble movimiento de pinzas que nos tomó desprevenidos, no solo se desvaneció el pasado y sus lenguas, sino que también el futuro disolvió sus promesas para dejar paso al puro presente. En ese giro de la historia se destituyeron, de un solo golpe, los derechos de las generaciones anteriores y, a su vez, las nuevas intuyeron que algo esencial se estaba perdiendo pero sin imaginar la magnitud de esas sustracciones. Algo de la incomodidad que destacaba antes puede deberse a este giro de las últimas décadas. Nadie parece ya reclamar esas tradiciones que despertaron debates encendidos y apasionadas polémicas; a lo sumo se instalan artificialmente, y con formato académico, debates que se resuelven en olvidables congresos o que quedan registrados en papers indigestos, materia prima de especialistas que han desandado el camino del apasionamiento para afirmarse en los indoloros dispositivos de la tolerancia. Quizás por eso hoy ya no funcione aquello de las capillas que supieron proliferar antaño, esa suerte de política de largo aliento que apuntaba a fundar un derrotero intelectual ocupando todos los espacios disponibles (una tribu de
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seguidores, una buena editorial, suplementos culturales, etc.). En nuestra actualidad, los grupos aspiran a lograr buenos financiamientos para sus programas de investigación y a instalarse adecuadamente en el espacio universitario sin más objetivos que acomodarse lo mejor posible en el interior de una buena vida burguesa. Transmitir, entonces, se vuelve un mecanismo político-económico que asegura la posesión de determinados saberes que se cotizan en la bolsa académica. Incomodidad ante la banalización de tradiciones que alimentaron sueños y esperanzas; incomodidad ante la frialdad de la monografía insustancial o ante la profesionalización de saberes que suponíamos irreductibles, verdaderos exponentes de aquellos lenguajes que hundían sus raíces en lo mejor de la tradición crítica y que, a la luz de un presente mortecino, se han vuelto piezas de museo. Los muertos, y sus legados, mueren de aburrimiento alcanzados por la herida mortal de los profesores que solo aspiran a llegar a esos féretros de lujo que son muchos de esos bucólicos campus universitarios anglosajones, como los llama un amigo español. Y este tal vez sea un punto neurálgico: difícilmente los jóvenes se entusiasmen con aquellos que se han vuelto burócratas del conocimiento o, en el mejor de los casos, estetas de la superficialidad; ellos saben que algo en el discurso del otro se ha resquebrajado, que una extraña insustancialidad se va posesionando de las palabras desnutridas y vacías, esas que han abandonado antiguas pasiones, travistiéndose en figuras de una retórica ahuecada. Aquellas tradiciones a las que apelamos, esos muertos que nos hablan, destejen, cuando intentamos transmitirlos, la tela de la intensidad y de la búsqueda que habitaban sus núcleos esenciales y que, de todos modos, permanecen secretos, a la espera de una generación que pueda nuevamente convocarlos desde sus propias ilusiones. Lo arduo sería seguir tejiendo, seguir insistiendo en la transmisión incluso allí donde falla, haciendo arder lo que siguen guardando las palabras verdaderas. Transmitir una tradición en una época caracterizada por la mercadolatría y la banalidad supone una responsabilidad mayúscula allí donde lo que se pone en juego es la defensa de mundos frágiles, de voces cuyas presencias se ven amenazadas por el olvido o la demanda pragmática. Pero es también una apuesta por la memoria como herramienta crítica, como mecanismo que nos abre la dimensión de un desacomodamiento de las prácticas consagradas en el presente. Responsabilidad frente a aquellos legados que deben ser conservados como núcleos irreductibles de esas huellas capaces de conducirnos en la doble dirección del pasado y del futuro. Y también implica una reivindicación del anacronismo y de la nostalgia como sensibilidades a contrapelo de modas y direccionamientos hegemónicos allí donde nos recuerda, el gesto de la transmisión, que existen, detrás de nosotros, las
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escrituras que nos siguen abriendo la posibilidad de un pensar afincado en una tradición que ha sabido ejercer la irreductible tarea de la interrogación crítica, aquella que se pregunta por lo humano y lo inhumano en el hombre, que desconfía de las consagraciones al uso, que hace de la sospecha una estrategia indispensable y que no renuncia a comprender la historia como un escenario en el que nada está garantizado. En ese más allá de toda garantía se expresa, quizás, la posibilidad de un diálogo con quienes están allí, a la espera, observando y siendo observados con recelo, sabiendo, ellos y nosotros, que la oportunidad está en el conflicto, en la disidencia, en lo inacabado que se rebela contra un presente articulado desde la lógica de la inevitabilidad, de un sistema que ha logrado regular y dominar sus propios núcleos subversivos para volverlos materia prima de su propio e incansable expansionismo. Allí, donde se pierden las garantías heredadas de discursos teleológicos y de narrativas que se creían dueñas del sentido último de la historia, puede surgir el tímido reconocimiento, la chance del intercambio, la apertura de un diálogo que puede y debe afincarse en la transmisión, que es lo mismo que decir en la traición de la tradición a la que se pertenece y a la que se quiere subvertir, proyectándola en medio del conflicto, llevándola al ojo de la tormenta para sacarla de su ensimismamiento. Pero también están esas otras tradiciones guardadas en los misterios de la espiritualidad o que han discurrido por las comarcas áridas del puro pensar contemplativo; tradiciones que siguen ejerciendo, para quien está dispuesto a escucharlas, una influencia fundamental sin la cual poco o nada podría ser interrogado sin caer en la pura trivialidad. Quiero decir: no se trata apenas de guarecer las escrituras que nos devuelven el gesto crítico y la sensibilidad rebelde ante las injusticias del mundo construido por lo humano; también se vuelve imprescindible rescatar esas otras sabidurías esenciales, escondidas, susurradas desde libros olvidados que han sabido marcar a fondo el derrotero de la filosofía y el arte, de la religión y la literatura, de la política y la ética. Escrituras místicas, huellas que nos conducen hacia las maravillas de la contemplación, fuentes de incalculable profundidad espiritual, testimonios de inverosímiles desgarramientos y de abismos impenetrables para la mirada común. Esos son las “otros” muertos que nos hablan en la transmisión, que deben seguir hablándonos y cuyo olvido supone una pérdida inconmensurable que nos vuelve infinitamente más pobres de lo que ya somos. Hablar con los muertos y desde ellos, dejarnos conducir hacia comarcas en las que se echaron las semillas de lo que aún seguimos pensando, parece ser lo propio de la transmisión, su verdadera potencia, lo que justifica nuestro hacer. No interesa el sabor anacrónico de aquello que convocamos; tampoco es fundamental justificar la relevancia de esas tradiciones a la
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hora de volver legítima nuestra actividad intelectual. Tal vez será porque seguimos hablándoles a los otros, seguimos sus huellas y sus interpelaciones sospechando que no podemos hacer otra cosa, o, mejor todavía, que cualquier otra cosa que hagamos nos conduce al vaciamiento y a la puerilidad académica. Pero tampoco queremos ser guardianes de cementerios, viejos y ajados sepultureros que ya ni siquiera vierten lágrimas al enterrar a sus muertos queridos; intentamos, con enormes dificultades, insistir en lo decisivo: que la genuina transmisión es aquella que quiebra las fronteras de la historia, que comunica las diferentes épocas y que actualiza lo acontecido volviéndolo fundamento indispensable para seguir pensando nuestras propias perplejidades. Estaríamos en el surco que no se cierra, seguiríamos cosechando los frutos de aquello que se sembró hace muchísimos años, en otros tiempos de la vida humana. Transmitir es apenas guardar fidelidad a los muertos, lo que es lo mismo que decir que para ser fieles debemos aprender a traicionarlos-traducirlos en el sentido de toda verdadera tradición que pasa de generación en generación. En verdad solo se traiciona la tradición cuando se la actualiza, cuando sus escrituras se vuelven hacia nosotros para interpelarnos, para insistir desde su extrañeza epocal sobre las necesidades de nuestra propia contemporaneidad. Nada más antagónico al trabajo de los sepultureros que reclamar la pertinencia de una genuina nostalgia, de aquella que interrumpe la mera repetición de lo mismo, el eterno discurrir de un presente puramente autorreferencial. Ese era el sentido de la nostalgia benjaminiana, un girar la mirada hacia atrás para recuperar aquellas experiencias del pasado con las que hacer la crítica del tiempo actual. Por eso deseo reivindicar la tarea de la transmisión, acentuar su carácter iconoclasta, su intensidad subversiva en una época ausentada de sus raíces, huérfana del pasado. Volver incómoda la tradición supone una tarea indispensable, tal vez la más ardua que debemos encarar sabiendo que los peligros de su sometimiento al aparato académico y a los lenguajes de la industria cultural constituyen nuestros propios límites. Transmitir en los bordes, huir de la complacencia de un dispositivo capaz de absorber absolutamente todo sin importarle que lo que es atrapado en sus mallas proviene de las antípodas. Transmitir contra la transmisión cuando esta se vuelve mera acomodación a las exigencias del mercado cultural; volverse conservador cuando lo que domina es el discurso de un progresismo vacío y asfixiante; girar hacia el pasado cuando la banalidad del presente también se extiende hacia el futuro. Dicho de otro modo: sostener la incomodidad ante una tradición que, en el acto de volverse transmisión, descoloca, también, a quien ejerce esa tarea imposible. Esa botella arrojada al mar y que lleva un mensaje en el que se guardan deudas y mandatos, legados y tradiciones para los que vendrán, de la que
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hablaba Horkheimer, recogiendo un giro utilizado por Adorno en su Filosofía de la nueva música, encierra en gran medida lo que intenté plasmar en estas páginas y durante mi intervención en el diálogo. Considero la transmisión, ya lo dije, como una responsabilidad, como un gesto de custodia que busca guarecer los saberes que para mí son fundamentales de la acción depredadora de un consumo cultural que acaba por reducir a polvo todo lo genuinamente importante; pero también ese diálogo con los muertos tiene el carácter de una apuesta por el futuro, quiere expresar la continuidad de aquellos legados que siendo imprescindibles para nosotros debemos preservar para los que nos seguirán. Entre la deuda con las escrituras del pasado, la crítica del presente y los azares de un mañana incierto se juega el acto siempre equívoco e incómodo de la transmisión-tradición, un acto que nace de una convicción: al náufrago al menos le queda la posibilidad de arrojar una botella al mar que contenga un mensaje para aquellos otros que estén dispuestos a leerlo. 3 No hay, no puede haber, transmisión sin malestar, sin operar contra la herencia recibida, intentando actualizarla y transformarla. Tal vez ese sea el gesto que funda, más allá o más acá de la imposibilidad de seguir hablando de fundamento en una época caracterizada por el más radical de los desfondamientos; un gesto en el que ya no hay palabra propia, propiedad sobre lo que se transmite ni dominio sobre aquellos otros que reciben el legado o lo que queda de él al ser sometido al complejo trabajo de interpretación y delegación. Enseñar, entonces, es fallar abriendo nuevos canales, desviando los objetivos desde los que se partía dejándose contaminar por la diferencia que trae el otro; es descubrir lo perecedero del decir que, sin embargo, se vuelve a inscribir en una nueva narración, aquella que irán construyendo las generaciones venideras. El problema, nuestro problema, surge y se expande cuando nada falla en la enseñanza, cuando el maestro se coloca en el lugar de lo intocable sin darse cuenta de que termina por hacer el papel del payaso, por vestirse un traje pasado de moda mientras sus oyentes dejan de escucharlo. Es aquí donde radica el malentendido entre las generaciones, la imposibilidad de la comunicación y la fractura de los contactos, ya que los mayores se sienten depositarios de un tesoro que los jóvenes supuestamente amenazan con malgastar. Los primeros se aferran a su patrimonio y no desean ni revisarlo ni entregarlo a la libre recreación de los que recién están llegando; los jóvenes sospechan de aquello que se les ofrece como anticuado y como proveniente de una época demasiado alejada de sus intereses.
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Para los mayores lo verdadero, lo genuino, ha quedado definitivamente en su pasado; para los jóvenes, ese pasado resulta intraducible e inservible. El tiempo se levanta como una barrera infranqueable y cada quien juega el juego de su propio ensimismamiento, refugiándose en sus madrigueras y en sus prejuicios. La imposibilidad de la falla, de su reconocimiento, es equivalente a la brutal distancia que se abre entre generaciones que descifran la vida desde códigos que resultan, en la mayoría de los casos, antagónicos. Y esto es así porque nuestra actualidad, el orden social y de representaciones en el que nos inscribimos, supone, entre otras cosas, que ese mundo de la transmisión-tradición carece, hoy, de toda significación, o, más grave todavía, conduce, cuando se insiste en él, en su continuidad, hacia la parálisis y la melancolía, sujetando a los hombres y mujeres a una deuda con un pasado que parasita el presente. De ahí, entonces, que los mayores, los exponentes del pretérito, los aferrados a mundos idos, no representen, a los ojos de las nuevas generaciones, las que se afanan por introducirse en el mercado productivo y de consumo, ningún significado positivo, nada que los reclame y que los conduzca al reconocimiento y al intercambio. Para decirlo de un modo más directo y brutal: los ancianos, los viejos, exponen no solo cuerpos ajados, sino ideas y valores decrépitos, inservibles para una vida acelerada y decisivamente volcada hacia la realización, hoy, ahora, aquí, del futuro. La vejez, entonces, como el lugar del desecho, de lo desechable, de una radical inutilidad que se ha puesto de espaldas al eje productivo y energizante que atraviesa el imaginario de época y que acaba por condenar todo aquello que se sustrae a su simbolización única y definitiva. Y sin embargo, y recogiendo algunas de las reflexiones que hace Jorge Larrosa en su texto de presentación,3 quizás haya algo en común, comunicable, entre los “desechados” y los que están en el borde (de entrar al mercado laboral, de terminar de educarse, de volverse maduros, pero también de quedar desprotegidos, fuera de los límites, fronterizos de un sistema que sigue excluyendo de diversos y efectivos modos que incluyen lo económico pero que también se despliega por los territorios del rechazo, el prejuicio, la brutalización, la violencia policial). Quiero decir, que ese lugar incómodo, ese quedar muchas veces del otro lado del umbral, puede acercar a quienes están, aparentemente, en las antípodas. El anciano, ese que describe magníficamente Ernst Bloch en una bella página de su Principio esperanza, aquel que se sienta a ver pasar sus recuerdos, el que deja que el tiempo se deslice
3. Jorge Larrosa, presentación al libro colectivo: Entre nosotros. Sobre la convivencia entre generaciones, Barcelona, Fundación Viure i Conviure, 2007.
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morosamente sin exigir nada a cambio, sin participar de su rentabilización, del énfasis productivista que define el vínculo entre tiempo y trabajo propio de nuestra sociedad (y que por supuesto ha invadido el ámbito del ocio para transformarlo en una maníaca actividad productiva, tal vez la más productiva de todas), se convierta, a los ojos de los jóvenes, de los que esperan malamente entrar en esa zona de litigio definida por la normalización ciudadana y productiva, en ese volverse útiles, en el único que todavía tiene algo que decirles, que puede interrumpir la despiadada marcha del tiempo describiendo una poética de la inutilidad. Pero el anciano representa, también, la posibilidad de un hacer cuya teleología se desvanece en una contingencia capaz de enhebrar tiempos distantes sin otra intencionalidad que la de poner en funcionamiento la máquina de la memoria, aquella que no solo le permite desplazarse hacia el pasado, su pasado, sino contaminar con sus riquezas un presente olvidado de sí mismo. En esa encrucijada, en ese entre, se juega, probablemente, el diálogo intergeneracional, la oportunidad de un encuentro sin garantías y que, más bien, tiene todo en contra. El encuentro de los recuerdos del anciano y la avidez del joven, la mutua contaminación de la contemplación y el hacer, de lo antiguo y de lo nuevo, de lo añorado y de lo soñado, de la suave nostalgia y de la expectativa utópica. Nuestro diálogo fraterno, con sus derivas y sus divergencias, con sus obsesiones y sus recurrencias, no hizo sino manifestar lo abigarrado y complejo de un concepto que encierra múltiples sentidos. Para algunos se trató de las herencias y de los muertos, para otros significó la evidencia de políticas culturales alrededor de las cuales se fueron montando dispositivos ideológicos o formulando ideas constitutivas de tribus intelectuales; alguno se inclinó por la imposibilidad de la transmisión, otro se aferró a ella como una tabla de salvación en medio del naufragio. Todos destacamos cierta perplejidad ante las travesías hermenéuticas de una palabra sobre la que aún seguimos discutiendo. Al cerrar mi intervención distanciándome a través de una escritura sosegada, que puede volver sobre lo dicho sin necesidad de dejarse llevar por la improvisación ni la cuota de ingeniosidad que todo diálogo exige de sus participantes, descubro que, sin embargo, en cada una de las intervenciones, en el cruce de las diversas palabras, se guardó algo de lo que esencialmente define la genuina transmisión: el ánimo de hacerse cargo de herencias y legados para que la historia, con sus vicisitudes y sus carencias, con sus oportunidades y sus desgracias, siga haciendo su trabajo. Nada más y nada menos que eso. La paradoja de todo diálogo, entre pares o entre generaciones, es que, en un punto, no hay posibilidad de eludir el desencuentro, de escapar al equívoco que subyace a cualquiera de los que participan de un intercambio en el que se ponen en juego mundos complejos, universos de ideas, expe-
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riencias acontecidas, sueños realizados o postergados, críticas desencajadas y errantes, miradas que no se corresponden, fracasos diversos, todo entrelazado con el enigma del lenguaje, de lo que en él falla y se desplaza continuamente hacia dimensiones inesperadas. Por eso, tal vez, lo propio e inestimable de la transmisión radique en su fragilidad, en que, de algún modo, su permanencia no está garantizada o, mejor todavía, sus chances son, casi siempre, débiles, problemáticas y en continuo conflicto con el orden de cosas establecido por el presente o lo que de él parece derivarse. Dialogar, cruzar experiencias generacionales, implica subvertir la continuidad de lo mismo, hacer saltar los goznes del tiempo llevándolo, siempre, a sus fronteras, a sus puntos de fuga en los que puede advenir lo diferente, lo otro que resquebraja la herencia recibida para mutarla en algo que al guardar lo que viene del ayer lo inscribe en el lenguaje de la actualidad. Es allí, entonces, donde puede surgir una línea de cruce en la que se manifiesten las voces disímiles de generaciones encontradas; allí radica la posibilidad misma de una transmisión que puede volverse sobre sí misma, es decir, interpelar desde lo nuevo que trae el otro lo sabido de lo que se guarda en las alforjas de la memoria.4 ¿Cómo eludir, una vez más, la tentación autorreferencial? ¿De qué modo sustraerse al diálogo de sordos, ese que surge precisamente donde en forma democrática, siguiendo los lineamientos de lo políticamente correcto, cada uno ocupa su lugar abriéndose a lo que el otro tiene para decirle? ¿Cómo hacer estallar el diálogo para que funcione la transmisión? Quizás insistiendo, una vez más, en el destiempo y en la inutilidad de aquello que desde siempre intentamos proteger de las inclemencias de una época que, como el viejo Saturno, devora interminablemente a sus hijos en nombre de la última novedad. Pero también recuperando, si ustedes quieren, la dialéctica de la hospitalidad, la que se funda en esa permanente tensión señalada sabiamente por Derrida y que sostiene la paradoja del vínculo a través del cual la hospitalidad se vuelve, a su vez, hostilidad, haciendo añicos el núcleo liberal de la tolerancia, pero dejando, a partir, y desde esa tensión, que surja la posibilidad del encuentro, del genuino acogimiento. Como preguntaba Jorge Larrosa con cierta insistencia, en esa dialéctica que no se resuelve, lo 4. Jacques Derrida ha escrito palabras precisas para dar cuenta de esta compleja y extraña relación: “La ‘buena amistad’ supone la desproporción. Exige una cierta ruptura de reciprocidad o de igualdad, la interrupción también de toda fusión o confusión entre tú y yo. […] Esta nos exige abstenernos ‘sabiamente’, prudentemente de toda confusión, de toda permutación entre las singularidades del tú y del yo. He aquí que se anuncia la comunidad sin comunidad de los pensadores por venir” (Jacques Derrida, Políticas de la amistad, Madrid, Trotta, 1998, p. 81).
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que se pone en juego es el equívoco del hostes y del hostis, del familiar y del extranjero, del anciano y del joven. Una lógica de la diferencia que no aspira a una síntesis, que tampoco busca reducir a cero el conflicto, sino que precisamente mantiene las travesías dispares, las pertenencias encontradas, las huellas que llevan hacia distintos orígenes. El límite de la hospitalidad nace de su imposible realización, es decir, de negar que su apertura al otro tenga como condición anularlo en el acogimiento o, más grave aún, encriptarlo en su especificidad amparados en el discurso de la tolerancia generalizada. La hospitalidad de la que hablo, la que recoge lo dicho por Levinas y Derrida, la que de algún modo sobrevuela el eje interrogativo de Jorge al hacer la convocatoria, conlleva la presencia de lo irreductible, el señalamiento de una imposibilidad que, sin embargo, es la que promueve, si todavía queda lugar para ello, el encuentro entre generaciones. Solo manteniendo esa hostilidad en la hospitalidad, ese deseo de entramarse y de diferenciarse, de dar y recibir, pero también de reconocer las fronteras infranqueables que han nacido de biografías imprescindiblemente otras, es que hay, que queda algo por decirse todavía entre dos personas. Lejos de toda seguridad, experimentando muchas veces la intemperie propia de una época destemplada, la única garantía de permanecer en lo humano nace de esta paradoja hospitalaria. Y ustedes me permitirán insistir, otra vez, sobre lo mismo o, ahora, girando levemente el ángulo de visión. La hospitalidad entre generaciones, la apertura hacia el otro, la busca del mutuo reconocimiento, es equivalente, o solo se vuelve posible, allí donde la sociedad, nuestras sociedades, deciden desprenderse de aquello que hoy las domina, de esos imaginarios de época que han transformado al otro, al extranjero en el indeseable, en el portador del peligro, en el bárbaro invasor, en el miserable y en el eternamente sospechoso. Habitando fuera de la conmiseración altruista, esa que suele lavar las buenas conciencias, será posible acoger al extranjero, recibirlo en la casa de uno, volverla, como dicen sabiamente los mexicanos, “su casa de usted”. ¿Acaso no serán los ancianos, los que vivieron esos otros tiempos de carencias, los que puedan recordarnos que, ayer, esas otras tierras de las que provienen los que hoy sufren la extranjeridad fueron lugares de acogida, territorios de hospitalidad? ¿Habrá que preguntarles a los mayores para des-cubrir nuestras deudas? De la misma materia está hecho el diálogo entre las generaciones, su posibilidad incierta, de esa materia que nos recuerda la permanencia, hoy, aquí, entre nosotros, de la injusticia y del desconocimiento de la humanidad del otro.
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1 Pero el día del Señor vendrá como un ladrón en la noche; en el cual los cielos desaparecerán con gran ruido, y los elementos se fundirán con ardiente calor, la tierra también y las obras que hay en ella arderán […] Sin embargo nosotros, según su promesa, esperamos nuevos cielos y una nueva tierra donde habite la rectitud. 2 Pedro 3:10-13 Las estridencias de la catástrofe recorren con sus inocultables furores los textos apocalípticos; la destrucción, el estallido del mundo, el reino de la noche, la furia de la bestia desatada contra los hombres. Una escritura anunciadora de lo aciago que posee un secreto fascinante y terrible: solo a través de la exacerbación del mal, en los tiempos espantosos del anticristo, podremos reconocer las tenues señales de la redención. Un extraño aquelarre donde se conjura el fin de la historia, su extenuación, y un tiempo mefistofélico donde la obra de Dios también se encuentra amenazada. Ruinas que se amontonan y que parecen sepultar bajo su enorme peso los sueños esperanzados, las ilusiones nacidas de un pacto incumplido… Y sin embargo, proclama el texto bíblico, nosotros, los desventurados, los sufrientes, los malditos, seguimos esperando “nuevos cielos y una nueva tierra donde habite la rectitud”; como si las más antiguas utopías que abrasaron la imaginación de la humanidad hubieran nacido de ese baile nocturno donde la catástrofe anuncia la llegada del Reino. Una tensión extrema que atraviesa
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la historia y que nos advierte de su inminente estallido. Todo cruje y la mirada alucinada del hombre se estremece ante visiones de insospechado delirio cósmico. ¿El pacto acaso se ha roto? ¿Es la época del crepúsculo de Dios la ejemplar y dolorosa certidumbre del quiebre de sus promesas? ¿Era esto el Mal, la pérdida de toda credulidad y de toda confianza en lo pactado? Karl Kraus, viajero de una noche terrorífica, intentó tejer un texto que diera cuenta de la presencia del horror, que fuera capaz de reflexionar sobre la catástrofe y sobre la significación del mal cuajando en la historia. La tercera noche de Walpurgis es el nombre adecuado, explícito, que el satírico vienés encontró para titular ese libro escrito sin esperanzas de pronunciar las palabras ciertas, aquellas que pudieran dar cuenta del desastre, “del horror circundado de un vacío de palabras, de la ignominia de la verdad detrás de la apariencia santificadora de una lengua deshonrada, de la prostitución de la vida”. “Prostitución de la vida”, ¿es posible imaginar algo así? Kraus no puede detenerse, al pensar la ruindad de su época y de ese hombre inimaginable del que no puede decir absolutamente nada, salvo su hechicero nombre: Hitler. Kraus, decía, no puede solo detenerse en la responsabilidad humana, en la terrible desolación de la barbarie construida sistemáticamente por la cultura. No, necesita ir más allá y comprometer la entera obra de la creación, cuestionar a Dios porque Él también es responsable de la iniquidad de un tiempo estallado y de una historia extraviada en medio de la noche. Kraus siente que el lenguaje se ha escabullido, que el habla apenas si le devuelve el eco del silencio, pero no de un silencio místico capaz de ofrecerle al hombre la posibilidad de escuchar los ecos profundos de la vida, sino de un brutal silenciamiento del lenguaje que no alcanza a rozar el sentido de la catástrofe. Para él, maestro del idioma, guardián de las palabras, ese es el signo más tangible de la oscuridad que ha caído sobre Europa: el enmudecimiento, la imposibilidad de nombrar, el envilecimiento del habla de los hombres que se ha convertido, a través de la garganta demoníaca del nuevo artesano manipulador de las conciencias, en griterío infernal. “Y decir lo que ha pasado es algo que la lengua solo puede decirlo balbuceando”, a tientas y viendo cómo crecen a su alrededor las sombras nocturnas. “Tan atónito y mudo como lo estoy en la actualidad –confiesa amargamente Kraus–, ahora me limito a ceder al imperativo de dar cuenta de un fracaso.” El intelectual que se enfrenta a lo monstruoso, a aquello que se vuelve indecible, pero que también percibe con el ánimo resquebrajado que su inteligencia no le alcanza para explicar el desbarrancamiento de la historia, la terrible caída en la barbarie de una civilización que se había prometido a sí misma alcanzar la felicidad en la tierra. Kraus, en 1933, escribe
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sobre la imposibilidad de escribir, su gesto y su dolor alcanzan a conmover a nuestra propia época. ¿Es posible acaso volver a pronunciar palabras esclarecedoras después del horror concentracionario? “Reflexionar sobre lo indecible –escribe Gabriel Marcel–. No es aquello por lo que no hemos encontrado ninguna palabra sino aquello por lo que ninguna palabra puede ser encontrada: lo inconceptualizable. ¿Pero de eso cómo podemos hablar? Tenemos que admitir que a eso no podemos más que hacer alusión.” Como si la promesa mesiánica, aquella que se guarda en el interior de una espera inacabable, hubiera tropezado con su sombra maldita. Figura del Anticristo que enmudece el habla de la promesa e irradia con su sombra el tiempo de los seres humanos. Poner en palabras el mal, hablar de la catástrofe, es, precisamente, llegar al límite para fisgonear del otro lado del umbral. La atracción del abismo que conmueve al espíritu intrépido en un tiempo de acechanzas, en una época donde el aletargamiento invade las conciencias y los hombres prefieren obedecer o eludir sus propias responsabilidades. Karl Kraus, un vienés desprovisto de esperanzas, sabe del compromiso que el lenguaje de la civilización ha adquirido con la barbarie; él busca las palabras que lo justifiquen, el salvoconducto que le permita escapar del pantano. Pero, sin embargo, y aunque trate dolorosamente de eludirlo, se siente responsable; él piensa que la “palabra que querría enfrentarse con ella [la catástrofe] es una palabra surgida entre la necesidad y la inutilidad; una palabra más cargada y más expuesta que el ataque diario de redactores irresponsables, una palabra sobrepasada y dificultada por los efectos de la mudable naturaleza de la lucha: enredada en esta acción común, enemiga, de las potencias del azar, en esta inseparabilidad de lo real y lo verbal”. ¿Qué sucede cuando las palabras no pueden desasirse de lo real? ¿Qué sucede cuando el lenguaje queda atrapado en una pura reproducción informativa? “Pues en lo que los ‘amanuenses’ de la historia nos traen solo se encierra –medita Kraus desoladamente– una cosa: el horror, el horror, el horror del mensaje, el horror del mensajero que se hace cargo de él; anuncian, y despiertan las ansias de hacer expiar a los hechos en la palabra.” ¿Es acaso posible que el lenguaje sirva de expiador, que las palabras puedan contener un sentido, una explicación en medio de la tormenta? “Ahora es cuando por primera vez se dice algo indecible; y esto no va más allá del intento de mostrar la carencia total de valor de todo medio espiritual.” Kraus se pregunta cómo poner a salvo el mismo pensar, cómo encontrar la voz que logre alzarse sobre el sofocamiento que nace de la barbarie más profunda cuando incluso la espera mesiánica parece haber llegado a su extenuación y cuando ya nadie incluso la recuerda. ¿Cómo nombrar el mal? “La lengua vive la vergüenza de confundirse, de perderse”, siente también ella la atracción del abismo:
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“y la satisfacción de retornar a sí misma, siempre en pos de una realidad, de la que nada la separa, sólo el caos. ¡Ay, quién pudiera confiarse a un guía, a un führer! ¡Quién pudiera ahorrarse todo esto, y ser tan sencillos como aquellos!”. Desactivar la crítica, dejarse arrastrar al remolino de la vida, aceptar la irreversible catástrofe que atrapa al espíritu pensante, saltar las barreras de contención y sumergirse en el poder hipnótico del líder. Kraus está desolado porque no encuentra amparo en el lenguaje, siente que esa despiadada fuerza arrasadora que se ha desatado sobre la época “da jaque mate a todo movimiento de oposición intelectual”. ¿Cómo no pensar que uno de los efectos de la catástrofe es el enmudecimiento o, más grave aún, el plegamiento del intelecto a las exigencias pragmáticas de lo real? ¿Qué decir cuando las palabras están comprometidas con el mal, cuando la propia lengua carece de legitimidad? “¿Se ve aquí condenado a fracasar uno –se pregunta Kraus– que siempre ha tenido la facultad de demoler, y solo esta facultad, y que ahora, sin embargo, no puede?” Vuelven sobre el propio Kraus aquellas palabras admonitorias escritas en Los últimos días de la humanidad: aquel que tenga algo que decir que dé un paso al frente y que calle para siempre. Se esfuma la esperanza de los profetas y se quiebra la universalidad del crucificado en una época que hace trizas la lengua de la promesa. Límite de lo infranqueable, puesta en entredicho de esa gramática anunciadora cuya postergación sigue abriendo, vaya paradoja, la historia envuelta, ahora, en una espera sin garantías que no deja de detenerse en las estaciones de la catástrofe. ¿Puede llegar el Mesías cuando ya nadie lo espera? ¿Será esa la oportunidad de una irrupción aparentemente clausurada? ¿Guardará la modernidad capitalista, con sus formas excremenciales y devastadoras, esa loca disrupción mesiánica del tiempo? Kraus redacta La tercera noche de Walpurgis cuando Hitler se ha hecho dueño del poder, escribe cuando todavía el horror concentracionario no se ha desplegado en toda su terrorífica dimensión y, sin embargo, comprende la magnitud de la catástrofe espiritual, tiene plena conciencia que la humanidad ha entrado en su noche más negra y que en el futuro el lenguaje quizás no alcance a encontrar las palabras capaces de explicar la caída (la impudicia de nuestra época se cree habilitada para atiborrar de palabras e imágenes lo que el pudor melancólico de Kraus intentaba proteger). “Aunque la labor fuera lo suficientemente rica –medita el vienés–, mi actitud sería el silencio como expresión de mi parte de reflexión, pensada hasta el fin. Pero incluso esta forma de expresión estaría en correspondencia con el carácter de los acontecimientos. Pues no encerraría conocimiento alguno, solo el terror de volver a darse cuenta: lo contemplado en el sueño angustioso de una corrupción de la cultura, la pesadilla en negro-blanco-rojo, el fantasma triturador hecho de papel y sangre surge de nuevo con la más mortífera de las
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vivacidades.” El mal asume, en Kraus, la forma del estallido de la cultura, del vaciamiento del espíritu y de la imposibilidad del lenguaje por encontrar la expresión. Contraluz de la fuerza del Antimesías que emerge en la apertura de una revolución, la de Octubre, que había abierto la puerta hacia el cumplimiento de aquello que había anunciado el profeta Isaías pero que concluyó en aniquilación. Estaríamos, entonces, ante una negatividad radical, ante la catástrofe en términos de pura destrucción; como si un mundo civilizatorio acabase de pronto y ya no pudiéramos encontrar las palabras adecuadas para pensar lo nuevo. El mal como el vacío del habla y como el hartazgo de la fuerza enervante de una existencia en estado de animalidad. Kraus anticipa la corrupción de cultura y lengua, describe con ese último resto de fortaleza el advenimiento de un tiempo despojado de humanidad en el que las palabras acabarán encerradas en una estética de la manipulación y el simulacro. Hitler representa la consumación espantosa y grotesca de una modernidad extraviada. ¿Acaso el fin de la promesa o la espantosa señal de su pronta venida? Leer lo mesiánico es eludir la tentación de una escatología del fin de los tiempos que no contenga ningún desvío del plan de Dios; es romper la piedra ilusoria del tiempo lineal, homogéneo y vacío del que nos hablaba Walter Benjamin para internarnos en la sorpresa, en lo inesperado y en la ruptura. Es someter a crítica nuestras propias certezas que no aceptan la posibilidad teológico-política del milagro. ¿Será eso la revolución? ¿Será Benjamin y su “estado de excepción” la contracara de la contrarrevolución schmittiana? “¿Cómo –se pregunta Kraus–, cómo resultaría algo creador la vivencia de que la muerte, más allá de todo estereotipo, sea la primera y la última realidad concebida por la vida política?” El mal aparece, para el autor de Los últimos días de la humanidad, en el sueño “quiliástico de milenarios desbocados”, en la idea alucinada de un plan según el cual “el paraíso humano empezaría inmediatamente a continuación del infierno del prójimo y toda la pesadumbre de un orden oscuro, hecho con conceptos del estilo de los de transferencia, redescuento, encontraría su fin en un caos iluminado”, que se caracterizaría por la “simultaneidad de electrónica y mito, aniquilamiento atómico y hoguera de la inquisición”. Un hondo desasosiego recorre la escritura krausiana, un desasosiego que nace de una certidumbre: la catástrofe es el sino de la época, ella expresa la devastación de los sueños decimonónicos, el crepúsculo de la cultura como fundamento de la civilización occidental. Pero Kraus intuye que el mal no ha venido de otro sitio, que no es extraño al despliegue histórico de la modernidad; su razón de ser no hay que buscarla fuera de nuestra encrucijada civilizatoria. “No se me ocurre nada sobre Hitler”, así comienza La tercera noche de Walpurgis, porque quizá la catástrofe sea esa carencia de palabras, ese nuevo
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exilio de la lengua que parece huir de una sociedad deshumanizada, de una época que anuncia el advenimiento de arrasadoras fuerzas aniquiladoras. Nosotros somos hijos de ese exilio. Al menos Karl Kraus escribió un libro doloroso, dejó testimonio de la terrible gangrena que fue devorando su cultura y su idioma; su travesía atormentada no lo condujo a ningún territorio de salvación, pero no por eso abandonó la imposible tarea de conjugar en palabras la autoinmolación de la cultura europea. La escritura del final, abrumada por la certeza de su propia responsabilidad en la consumación de la catástrofe, vuelve sobre la fragilidad de nuestras conciencias y deja al descubierto la errancia en la que se encuentra nuestra época. En Kraus la catástrofe adquiere la forma del olvido; el mal aniquila la memoria y la desgracia del mundo se materializa allí donde la política, la sociedad, se abalanzan sanguinariamente sobre los individuos. La escritura del vienés testimonia, desde la carencia y el desamparo, el eclipse del sujeto; y ese testimoniar no asume los rasgos festivos que la barbarie de su tiempo le quiere otorgar. Lejos está Kraus de festejar el advenimiento de la nueva horda; en él la muerte del sujeto representa el horror y la barbarie, la manifestación final del desvanecimiento del lenguaje y de todo sentido. Kraus sabe de las terribles consecuencias de esa muerte anunciada, pero también sabe que todo pensamiento de riesgo camina por un desfiladero. 2 En el Talmud está escrito que “El hijo de David sólo vendrá en una época completamente culpable o absolutamente inocente” (Sanhedrín, 38a). ¿Tendremos entonces una oportunidad? La convicción talmúdica, atravesada de aliento mesiánico, nos coloca frente a la dialéctica de culpabilidad y redención, de catástrofe y esperanza; nos incita a una lectura diferente del mal, nos exige que pensemos de un modo desacostumbrado, y hasta quizás herético. Se trata de reconocer en el mal, en su misteriosa presencia histórica, el signo contradictorio de la salvación. Suena a paradoja, a sinsentido pero, por allí, sospecho, tenemos que internarnos, porque tal vez sea cierto aquello de que “somos una época fáustica decidida a encontrar a Dios o al Diablo antes de irnos, y la esencia ineluctable de lo auténtico es nuestra única llave para abrir la cerradura”. Pero también es posible, y así lo atestigua una venerable y más que milenaria tradición, que, en el fondo, el mal y el bien se confunden. Podemos leer en Isaías, 45:7: “Yo que formo la luz y creo las tinieblas, doy salvación y creo perdición, Yo, Yahvé, soy quien hace todo esto”; “¿sucederá –se pregunta el autor de Amós, 3:6– alguna
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desgracia en una ciudad sin que Yahvé la haya causado?”. El texto bíblico nos confronta con aquello que parece ilógico, nos obliga a interrogar el fondo de las cosas y nos lanza hacia una inquietud fundamental: en Dios conviven el bien y el mal, y es inútil buscar fuera de Él lo que le pertenece. En la creación divina se encierra el misterio de la iniquidad, entre sus pliegues laberínticos se esconde la clave de la maldición que pende sobre la errancia histórica del hombre. ¿Kraus intuía algo así cuando escribió La tercera noche de Walpurgis? ¿Acaso Walter Benjamin no estaba haciéndose eco de esta tradición cuando asimilaba cultura y barbarie? Detenernos a reflexionar sobre la catástrofe y sobre el despliegue del mal en una época tan poco reflexiva como la nuestra implica no solo hacernos cargo de su oscuridad y de sus horrores, sino también intentar pensar su vitalidad, esa subterránea presencia de las tinieblas en la luz, o, por qué no, de la luminosidad en las tinieblas. Y los hombres, nosotros, estamos absortos, sin saber qué hacer, cómo encontrar las palabras que nos permitan dar cuenta de esta dialéctica. Pero es también penetrar en la potencia antinómica de la tradición mesiánica, esa misma que reaparecerá en Pablo de Tarso y que se volcará en sus epístolas, en particular en aquellas (pienso en la epístola a los romanos) en las que afirma su convicción antinómica enlazada con la espera de la parusía, núcleo, a su vez, de una nueva universalidad asociada al “tiempo que resta” (allí están las hondas reflexiones de Karl Barth, de Jacob Taubes, de Alain Badiou y de Giorgio Agamben, entre los que dejaron un trazo indeleble a la hora de pensar la compleja y esencial figura del apóstol de los paganos; una figura que abrió, al mismo tiempo, la construcción de la Iglesia como la garante de la no llegada de los días finales y como aquel que inspiraría diversas experiencias quiliásticas y gnósticas). El Talmud relata que luego de una prolongada discusión que se extendió a lo largo de dos años y medio, saturada de divergencias y polémicas, y donde se tensaron al extremo las posiciones, los sabios llegaron a esta conclusión: “Sería mejor para el hombre no haber sido creado; pero ya que lo ha sido, que examine sus acciones”. El mal está en la creación no como un agente extraño y que se ha enquistado en ella; forma parte de su esencia más íntima. Cuenta la tradición que los sabios de la época de Ezra imploraron que el poder de todo el iètzar hará, la inclinación del hombre hacia el mal, fuera eliminada para siempre; y Dios atendió a este reclamo pero a través de un profeta les advirtió: “Cuidaos, porque si destruís esto, el mundo entero será destrozado”. La sentencia confundió a los sabios, que no alcanzaron a comprender su verdadero sentido pero, y para no hacer algo irreparable, decidieron que el iètzar hará fuera impotente solo por tres días. No hizo falta esperar demasiado, pues ya en el primer día, relata el Talmud, recibieron una lección: se necesitaba un huevo fresco para curar
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a una persona enferma y en toda la tierra de Israel no pudo hallarse ni uno solo, pues al eliminar la inclinación al mal cesó toda la pasión y el impulso de cohabitar y procrear, de modo que hasta las gallinas dejaron de poner huevos. Entonces los sabios liberaron de nuevo el iètzar hará. Extraña y sorprendente responsabilidad la del mal: hacer posible la continuidad de la vida que se ve amenazada allí donde este desaparece. Sin el mal no hay vida y tampoco salvación. Una idea compleja, atrevida, revestida de heterodoxia y que pone de manifiesto la esterilidad del bien, su sequedad constitutiva. “Miremos de frente el perverso destino –escribía Schiller–. No en la ignorancia de los peligros que nos acechan […] sino solo en el conocimiento de ellos nos es posible la salvación.” Un descubrimiento sorprendente e incitante que nos obliga a releer la historia, a internarnos en zonas prohibidas. Me detengo en esta idea cargada de significaciones: la esterilidad del bien tiene como corolario la fecundidad del mal, o, mejor aun, el mal preñando al bien, motorizando la vida, despertando la pasión. ¿Podemos imaginarlo? Adán y Eva naciendo a la tragedia fulgurante de la conciencia allí donde el mal les insufló la pasión de la trasgresión, allí donde inflamó el deseo del cuerpo y del conocimiento. La historia naciendo de un acto maldito; el pecado como postulación de la inteligencia. El autodescubrimiento, la ingenuidad insoportable del Paraíso, la entrada dolorosa en el tiempo y en la muerte, la deriva por una tierra yerma que solo el deseo del hombre logrará transformar. Un nacimiento amparado por el ángel caído. ¿Verdaderamente caído del favor divino o, quizás, fiel cumplidor de sus oscuros designios? “Israel habla a Dios: ¿cuándo nos redimirás? Él responde: cuando os hayáis hundido hasta el más bajo nivel, en ese momento os redimiré” (Midrash Tehillin al salmo 45,3). Adán y Eva inician el serpenteante camino hacia la redención en el momento de la catástrofe edénica; su humanización nace de las ruinas de la felicidad, es el resultado de una pérdida irreparable. Pero en esa inicial desventura, en ese momento de prueba y soledad, enfrentados a la alquimia de muerte y deseo, la pareja primordial construye la historia, va tejiendo lentamente los hilos de la memoria y es capaz de articular su desgracia con el fulgor lejano de la esperanza. Heinrich von Kleist, escribiendo en 1810, formuló la figura del regreso al Paraíso concebido como un camino circular y haciéndose eco de una antigua tradición: Hemos comido del árbol del conocimiento. Ahora el paraíso está cerrado con llave, y el ángel se alza tras de nosotros. Debemos viajar alrededor del mundo y ver si por ventura está abierto de nuevo en algún lugar del lado de allá… ¿Entonces, tendremos que comer de nuevo del árbol del
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conocimiento, a fin de caer de nuevo en el estado de inocencia? Sin duda, contestó. Ese es el último capítulo de la historia del mundo. Entre la multitud de sectas gnósticas que poblaron la Alejandría de los siglos I y II había una que tenía como símbolo máximo a la serpiente. Los ofitas, tal era su nombre, veían a la serpiente como la liberadora del hombre, como la gran iniciadora capaz de abrir el espíritu humano a la verdadera sabiduría. Observando el cielo en las noches alejandrinas, noches de una transparencia colmada de estrellas, los ofitas reconocieron en la constelación de la serpiente la escalera que conduciría al iniciado hacia el Pleroma, sacándolo de un mundo inferior creado por un demiurgo inútil. La serpiente, enseñaban los gnósticos, sedujo a la pareja primordial proporcionándole el doble descubrimiento del placer y el conocimiento. Para el gnosticismo de los ofitas, la serpiente constituye una fuerza liberadora, un primer gesto libertario, la rebelión contra una creación fallida. El mal no está, pues, en el ángel caído, sino que es el resultado directo de una deidad inferior alucinada, el infructuoso intento de imitar la verdadera y fulgurante creación; y la serpiente inicia a la pareja humana en el saber de esa falla. El mal emerge en tanto saber de esa falla y la historia, su escenario en el tiempo, será el territorio de su imposible resolución. Los ofitas, viajeros espirituales en aquellas noches alejandrinas, repudiaron doblemente la Creación: primero por ser la obra de un plagiario y, segundo, por haber lanzado al hombre a la desventura de la historia. Allí está el mal y toda su extraordinaria fecundidad nacida de esa doble tragedia. Sin embargo, los hombres, pensaban los gnósticos, poseen en lo más recóndito de su alma un pequeño fragmento de la verdadera luz divina, y siguiendo el tenue resplandor de esa luz, algunos, los elegidos, podrán alcanzar la sabiduría y quebrar para siempre la maldición demiúrgica. El misterio de las genealogías aparece ante nosotros, siguiendo las huellas semiborradas que nos conducen hacia los confines de la historia, hacia aquella trama laberíntica de los comienzos del cristianismo, nos encontramos con una de las principales matrices espirituales y culturales que impregnarán algunas de las tradiciones de Occidente; se trata, como decía Benjamin, de aprender a pasarle a la historia el cepillo a contrapelo. Tanto la tradición judía (como alcanzamos a vislumbrarlo en ciertos pasajes del Talmud y de los Midrashim) como el gnosticismo (y sería importante aclarar que, como lo demostró elocuentemente Gershom Scholem, es posible hablar de un gnosticismo judío que impregnó el pensamiento y el lenguaje de la Cábala) coinciden en la función creadora, prometeica, del mal. Con una diferencia que no debe descuidarse: mientras que para
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el judaísmo el mal cumple una función necesaria en el plan divino, en el gnosticismo, en este caso a través del culto de la serpiente, ese mismo principio funciona como un acto liberador y una protesta contra la materialidad malsana de un mundo inferior; es, concretamente, un gesto de rebelión contra el dios del Antiguo Testamento. Mientras que el tronco principal del judaísmo rabínico desactiva el mal, incorporándolo al misterio de Dios, el gnosticismo construye a partir de la tentación demoníaca la ruta hacia la verdad. Será Marción, lector iconoclasta de Pablo, quien llevará al extremo su recusación del Dios judío, de ese que aparece en las páginas de la Torá, afirmando su impostura y su carencia creadora para contraponerlo al Cristo resucitado, a aquel que encontrará en los Evangelios su relato verdadero. Pero será también, como lo destaca Ernst Bloch, quien clausurará el vínculo entre Creación y Redención, rompiendo el contacto ontológico allí donde el Jehová bíblico, farsante entre los farsantes, dirá Marción, se contrapone a la utopía mesiánica. “Precisamente porque Marción concibió a Dios como historia, este diferenciarse, esta antítesis entre el demiurgo y la altísima divinidad hasta ahora desconocida y revelada a través de Cristo –escribe Bloch en Geist der Utopie–, este aparente antisemitismo metafísico resulta más cercano a la espiritualidad mesiánica que toda la posterior economía de la salvación que, además de petrificar también el Antiguo Testamento, debilita la serie de revelaciones al grado de una mera medida pedagógica, manteniendo así alejado del mismo cielo el proceso verdaderamente teológico.” 3 La historia de las ideas, y especialmente la de aquellas ideas repetidamente obturadas por los discursos hegemónicos, siguen caminos intrincados, confusos y laberínticos. Épocas de esplendores que pasan vertiginosamente al olvido absoluto; renacimiento de extraños que vuelven a sintonizar una onda extraviada en tiempos pretéritos. Con el gnosticismo ocurre algo que no deja de llamar la atención: ferozmente reprimido y silenciado por los padres de la Iglesia (y también por los maestros del Talmud), sus obras reducidas a cenizas, los nombres de sus principales sabios demonizados y mil veces repudiados, vemos, sin embargo, cómo siempre se las ingenia para reaparecer en otra escena histórica y bajo un nuevo perfil que no hace más que actualizar la “pérfida” doctrina. Podemos seguirle la pista, aunque no sin dificultad y confundiendo muchas veces el camino, desde los albores en aquella fabulosa Alejandría saturada de espíritus místicos y de sutiles discusiones teológicas, en un
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tiempo donde la amalgama de Imperio Romano y cristianismo todavía no se había realizado, permitiendo la proliferación de opiniones y creencias, pasando sorprendidos por la Persia zoroástrica y la devastadora influencia del dualismo ideado por la fértil imaginación de Maní, sin dejar de percibir sus profundas huellas en los continuos debates del judaísmo palestinense (la gran mística de la Merkabá –la carroza celestial– lleva las marcas indudables del gnosticismo judío). También, y como ya se destacó, es posible buscar en Pablo, y luego en Marción, las huellas dejadas por la influencia gnóstica. Luego se produce un vasto enmudecimiento que se extiende, al menos en el Occidente cristiano, por casi medio milenio. La palabra imperial de la Iglesia acalla todas las otras voces, su gran capacidad de absorción y liquidación termina por reducir a polvo la multitud de sectas cristianas, neocristianas, pagano-cristianas, gnóstico-cristianas que pulularon en los primeros siglos, y el gnosticismo fue convertido en el mal absoluto, la esencia destilada y potenciada del pecado se encerraba en sus doctrinas heréticas y en sus prácticas escandalosas minuciosamente descriptas por San Ireneo. Son los malditos, los corruptos, aquellos que cultivan prácticas contra natura, los herejes impenitentes que reaparecerán una y otra vez a lo largo de la Edad Media. Ya Agustín, en sus piadosas Confesiones, intentó el catálogo de sus lujurias juveniles asociándolas con su inicial maniqueísmo. Y, sin embargo, vemos cómo en las llanuras búlgaras, tierras surcadas por todos los pueblos venidos de más allá de la historia, tránsito entre Oriente y Occidente, campo de batalla de bárbaros y romanos, de cristianos y musulmanes, camino de cruzados y de místicos alucinados por la llegada del Fin de los Tiempos, en esa tierra antigua y saqueada sin descanso, el espíritu gnóstico, la doctrina de Maní, resurge poderoso y amenazante a través del movimiento popular de los bogomilos que pregonaban aquello mismo que estaba en los orígenes de la gnosis: “el rechazo a todo compromiso con un mundo maldito”, la certeza de una creación fallida nacida de la inoperancia de un demiurgo frustrado. Una rebelión, también, contra los detentadores y usurpadores de la doctrina cristiana y contra los dueños de la riqueza (en los bogomilos encontramos el germen de las rebeliones milenaristas que sacudirán violentamente a Europa hasta el siglo XVII). Los bogomilos, habitantes de esas llanuras cruzadas por la historia, se harán cargo de los viejos ritos igualitarios y de las arcaicas ideas maniqueas; una rebelión de los desposeídos que a lo largo del siglo X significó la reaparición en la superficie de la cultura de Occidente de un discurso perturbador, extremo e irreductible. Y nuevamente el silencio, la feroz represión nacida del miedo de los poderosos, el aparente olvido; dos siglos sin escuchar las voces que reclaman como propia la herencia de Basílides, de Carpócrates y de Maní.
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En otra geografía distante, del otro lado de Europa, en los pequeños valles montañosos de la occitania francesa, vemos cómo una nueva secta intransigente y revulsiva, los cátaros, retoman las enseñanzas bogomilas, es decir, el antiguo fulgor de la gnosis, las olvidadas prácticas antinomistas y la rebelión generalizada contra los poderes establecidos, en la tierra y en los cielos. Túneles subterráneos que atraviesan el tiempo y la geografía, el zigzagueo de una historia que le escapa a cualquier determinismo (no deja de maravillarme ese itinerario oscuro, al que casi no podemos seguir; imagino viajeros que transportan mercancías e ideas por los caminos que unen a Oriente y Occidente; intuyo voces apagadas y secretas que en desvencijadas posadas narran las antiguas doctrinas; voces de una memoria persistente que la violencia de los poderosos no logra acallar para siempre; descubro, fascinado, cómo un hilo delgado va tejiendo la trama de la historia). ¿Podemos sorprendernos al comprobar la estrecha relación, la fluidez del intercambio, que nacerá en esa encrucijada pirenaica entre catarismo, gnosticismo revitalizado y cábala judeo-española? Dispersión de saberes que, por los azares de la historia, se encuentran en un punto y redefinen el sentido de la cultura. Otro modo de interrogar a la creación, otra actitud frente a Dios. Hago especial hincapié en la tradición gnóstica porque creo que en ella se expresa una de las fuentes ejemplares que nos permiten pensar la cuestión del mal y de la promesa mesiánica, y porque en el espesor de sus doctrinas descubro la irradiación de ideas esenciales que reaparecerán una y otra vez en Occidente. En esa experiencia inédita, fantasmal, vemos cómo ciertos espíritus conjeturaron que no hay posibilidad de alcanzar la pureza sino en la travesía del abismo. Se trata del mal, de su exuberante fecundidad, de su función iniciática y liberadora. Es tema de herejes y heterodoxos, de discursos marginales, de pensadores destemplados que ven lo que los demás hombres no pueden o no quieren mirar. La positividad del mal como impulso a la devastación de una existencia equivocada, como un gesto de rechazo. “El mal cayó sobre el mundo –escribe Gershom Scholem– no porque la caída de Adán actualizó su presencia potencial, sino porque así fue ordenado, porque el mal tiene una realidad propia. Esta también era la doctrina del gnosticismo: el mal es por su propia naturaleza independiente del hombre; está entrelazado en la textura del mundo o, antes, en la existencia de Dios.” El hombre, sostienen los gnósticos, encuentra el ser en la efectividad creadora del mal; es en su radical intensidad, casi en su extenuación demiúrgica, que el iniciado puede encontrar el sendero de la verdad (esta es la matriz de todas las formas posteriores de antinomismo religioso, mesiánico o político; la fecundidad de esta idea gnóstica fertilizó secretamente algunas de las prácticas más revulsivas y más significativas en lo intelectual y en lo social de Occidente).
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En el judaísmo bíblico el mal, como decía Scholem, está “entrelazado en la textura del mundo”, en la escritura de Dios hay un lugar destacado para él; pero, y discrepando con la interpretación gnóstica, el judaísmo ve en el mal no una posibilidad de fuga de este mundo maldito, la manifestación evidente de una creación degradada, sino la pluralidad de Dios, su extraordinaria e insondable complejidad. A través del mal, Dios acompaña al hombre en la oscuridad de la vida para hacer posible la plenitud de la luz; aunque también constituye una señal ante la vanidad de la vida, emerge como una señal que le muestra al hombre sus propios límites: “Sabe de dónde vienes –leemos en la Mishná–: de una gota que se pudre; y hacia dónde estás yendo: hacia un lugar de polvo y gusanos” (Avot III: 1). El pensamiento gnóstico, salvando las distancias, también se hará cargo de este pesimismo radical, pero a diferencia de la lectura rabínica, encontraría su razón de ser no en el hombre y en su insignificante pequeñez pecaminosa, sino en la misma creación. Allí está la falla, el verdadero sinsentido, la presencia ostensible del mal. Quizás por eso, para el gnosticismo, el estallido del mundo, la certeza de su catástrofe, constituye una espera y un cumplimiento. En la catástrofe está la señal, porque ella estuvo en el comienzo y nos espera cuando concluya nuestro recorrido. Como decía Bloch, en el gnosticismo se produce un hiato irreductible entre la creación y la salvación. El salto es abismal, sus conclusiones interrumpen, hasta hacer estallar, la marcha de la historia. Hilos secretos, delgados pero indestructibles, van conectando la doctrina herética de los albores del cristianismo con las sucesivas retóricas y prácticas libertarias, esas que influyeron, aunque no lo supieran sus actores, en casi todas las experiencias milenaristas y revolucionarias. En el Zohar, el libro escrito por Moisés de León en la España del siglo XIII y no muy lejos de las influencias gnósticas y neoplatónicas, leo no sin admiración la profunda interpretación que el cabalista realiza del mal: “Las palabras de la Torah residen solo ahí, ya que no existe luz sino en la medida en que esta emerge de la oscuridad. Cuando esa (otra) Parte es dominada, el Santo, Bendito Sea, se eleva y es glorificado. Y no existe la adoración divina sino en medio de la oscuridad, ni el bien sino dentro del mal. Cuando una persona se interna en el camino del mal y renuncia a él, entonces el Santo, Bendito Sea, se eleva en Su gloria. Por lo tanto, la perfección de todo es la unión del bien y del mal y posteriormente ascender al bien […]. Esta es la adoración completa” (1909: II-184a; subrayado mío). Inútil insistir en la evidente matriz gnóstica, una matriz que el judaísmo rabínico hizo lo imposible por extirpar, pero que atravesando siglos y geografías vuelve a la luz del día para influir decisivamente en la compleja entrada del pueblo de Moisés en la modernidad.
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El autor del Zohar navega entre las aguas de dos tradiciones enfrentadas, intenta fusionar aquello que el tiempo y la ortodoxia separó; su respuesta no conlleva la radicalidad destructiva del gnosticismo, pero tampoco se desentiende (como sí lo había hecho Maimónides) de la presencia ejemplar del mal. El cabalista se hace cargo de una antigua tradición que el judaísmo rabínico había preferido desactivar, alejándola lo más posible de su corpus doctrinario. “Toda creación –señala Scholem– era originariamente de naturaleza espiritual y, si no fuese por la intervención del mal, nada habría asumido forma material.” Este es el punto: el mal como creación pero también como destrucción de la naturaleza espiritual; un conflicto arraigado en la misma fecundación de la vida. Schelling realizará una lectura, que vía la influencia de la mística de Jakob Boehme le permitió escudriñar los saberes gnósticos y cabalísticos, algo más alambicada pero que denota ese influjo. “Schelling –escribe M. H. Abrams– desarrolló el concepto del mal como esencialmente división y conflicto, tanto dentro del hombre como entre el hombre y la naturaleza, y valoró la división inicial del hombre como una caída afortunada que lo puso en movimiento en lo que él consideraba ahora como un curso espiral hacia el mayor bien de una unidad merecida, que es una síntesis donde todas las divisiones quedan aufgehoben.” Ya antes Milton había poetizado aquello mismo que preocupó a Moisés de León: Estoy todo dudoso De si he de arrepentirme ahora del pecado Que hice y ocasioné, o he de alegrarme Más mucho, que bien mucho mayor de aquí vendrá, Más gloria para Dios, más buena voluntad De Dios hacia los hombres, Y habrá la gracia de exceder la ira. En la Cábala española este conflicto no salió del estrecho círculo de estudiosos; era materia de interminables discusiones eruditas, de lecturas oblicuas y místicas, pero amparadas en las oscuras habitaciones de las juderías en las que los sabios elaboraban complejas estrategias de interpretación que resultaban ilegibles para el pueblo común. Un tema para iniciados; el silencioso desciframiento de la escritura de Dios y la inesperada confrontación con la presencia de las tinieblas que, paradójicamente, hicieron posible que la luz se derramara sobre el mundo. La catástrofe de la expulsión, el fatídico año de 1492, dispersó el secreto de los sabios cabalistas y abrió las compuertas para el encuentro explosivo con una renovada esperanza mesiánica. Pese a que desde sus orígenes el mesianismo judío se entrelazó con una teoría de la catástrofe, en los siglos que siguieron a la destrucción del
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Templo de Jerusalén, la época de la diáspora, esa peculiar combinación de esperanza redencional y destrucción cósmica fue confinada a los textos de estudio y prácticamente desapareció del gran compendio talmúdico. La trágica experiencia de la expulsión de España, el fin traumático de Sefarad, la fatal vivencia de un nuevo exilio, generó las condiciones para una alquimia de mesianismo y catástrofe y liberó a la Cábala de su confinamiento entre eruditos para desplazarse hacia los sueños quiliásticos del pueblo. En el interior de esta inédita circunstancia histórica, el problema del mal cobró una significación central. 4 La atroz experiencia del exilio se convirtió en un signo cargado de profundas connotaciones mesiánicas que ya no involucraba solo a los estudiosos, sino que, ahora, se extendía al conjunto del pueblo judío. La catástrofe emergió como una señal, como una prueba que era necesario atravesar para alcanzar el reino mesiánico. Nuevamente la experiencia histórica se reunía, en una extraña alquimia, con los antiguos textos apocalípticos. “El camino, el verdadero camino de la Creación del Reino –sostenía Martin Buber en 1928 haciéndose eco de la tradición mesiánica– no se recorre sobre la superficie del éxito sino en el abismo del fracaso.” En medio del naufragio, cuando la tempestad arrecia, el débil hilo de la esperanza adquiere una trascendencia formidable; cualquier signo que pueda ser interpretado a la luz de la venida del Mesías, cualquier crujido que abra fisuras en la corteza de la historia, constituye un gigantesco catalizador de la voluntad. El abismo, la errancia, la dispersión, la ostensible presencia del mal en la vida de los hombres no se convirtieron, como era esperable, en una parálisis generalizada, en una triste espera de la catástrofe final e irreversible. Marcel Proust, escribiendo en otra encrucijada histórica, patentizó con palabras conmovedoras aquello que estaba en el espíritu de los cabalistas del siglo XVI: “A veces en el momento en que todo parece perdido tiene lugar la premonición que es capaz de salvarnos”. La dialéctica de catástrofe y redención constituyó, en el interior de la experiencia judía, el verdadero motor de la continua renovación; después de los momentos más traumáticos de su historia, cuando pendía sobre el pueblo la amenaza de la destrucción, fuerzas invisibles, nacidas de antiguas tradiciones, volvieron a salir a la luz para entrelazarse con las nuevas visiones. El hombre, piensan los cabalistas, tiene que consumar el pecado en la doble acepción de la palabra consumar: hacerse cargo de que él lo ha cometido y, a partir de allí, agotarlo en su significación, consumirlo, es
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decir, negarlo allí donde ha sido realizado. Esta concepción hará nacer el tumultuoso mundo de las tradiciones antinomistas, marcará con nuevos signos al mesianismo y colocará, en el centro de la experiencia judía, la idea revolucionaria y revulsiva de la redención a través del mal. Pero antes de internarme en este arduo problema quisiera detenerme en su punto de partida, esto es, la visión cabalística del pecado. “Cuando Adán cayó en el pecado –afirma Scholem siguiendo las fuentes místicas–, arrastró al mundo en su caída y lo arrancó del lugar que ocupaba. Por ello el mundo se mezcló con el reino de las quelipot, que originalmente se encontraban debajo de este. Así surgió el mundo material en el que vivimos y la existencia del hombre como un ser en parte espiritual y en parte material. Y siempre que caemos en el pecado provocamos la repetición de ese proceso, de la confusión de lo sagrado con lo impuro, de la ‘caída’ de la Shejiná y su exilio.” El pecado del hombre involucra a la Shejiná y la arrastra en su caída, la lleva con él al exilio. Esta idea que se hace presente sobre todo en Isaac Luria, el cabalista de Safed, supone la sorprendente percepción de que Dios mismo está exiliado en el mundo, que partes de su ser se hallan dispersas en la creación y que comparte la experiencia diaspórica que vive el hombre. Por eso para el Rabí Judah Loew de Praga, el exilio y la redención forman parte de un sistema de ley cósmica que relaciona la “caída” del hombre con el autoexilio de Dios en su propia obra. La Cábala de Luria, nacida después del edicto de expulsión de 1492, implica una profunda y revolucionaria reelaboración de la tradición mesiánica. Luria hace el esfuerzo intelectual, y fundamentalmente místico, de vincular la experiencia del exilio con la idea de la redención no desde la perspectiva de la historia humana, sino como partes centrales del plan divino. De esta manera, el conjunto de la Creación forma parte de este doble movimiento de estallido y renovación. Para el judaísmo, y Luria se hace cargo plenamente de este supuesto, el pecado de Adán compromete a todos los hombres e involucra al conjunto de la obra de Dios. “El hombre, tal como era antes de su caída –nos dice Scholem–, se concibe como un ser cósmico que contiene el mundo dentro de sí y cuya posición es más elevada aún que la de Metatrón, el primer ángel.” El Adán bíblico se corresponde en el plano antropológico al Adam Cadmon, el hombre ontológico primario. Heredando una antigua concepción gnóstica. Luria enseña que el ser humano y el Adam Cadmon –el hombre místico– “están íntimamente relacionados entre sí; su estructura es la misma”. A partir de esta correspondencia se explica que la caída de Adán estaba destinada a “arrastrar y afectar todo, no solo metafísica sino realmente”. La Cábala de Safed da un paso aún más radical y afirma que es el “hombre quien le da el toque final al rostro divino; es él quien completa la entronización de Dios, el Rey y el Creador místico de todas las cosas, en su Reino del cielo; es él
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quien perfecciona al creador de todas las cosas”. La caída afecta también a Dios, constituye una catástrofe cósmica; por lo tanto, el exilio de los hombres en la historia se corresponde con el exilio de Dios en el mundo y la reconciliación-restauración, el Tikún en la terminología cabalística, también involucra a la esfera celestial. Para Luria y sus discípulos, la existencia de Israel está determinada por la imperiosa necesidad de recoger las chispas divinas caídas dondequiera que se encuentren; ese es “el secreto por el cual Israel está destinado a ser esclavizado por todos los pueblos del mundo –podemos leer en el Séfer ha-Licutim–: a fin de que pueda elevar las chispas que también han caído en su seno […] Y por ello era necesario que Israel se dispersase a los cuatro vientos a fin de elevarlo todo”. El exilio, la esclavitud y las humillaciones son, también, un modo de restaurar lo perdido; la experiencia diaspórica nacida del sometimiento y de la derrota es resignificada como señal de una elección y de un destino. Se tratará, para ciertos espíritus atrevidos, de reemplazar algunos términos y de mutar levemente su sentido con el objetivo de construir una ascesis a través del mal; para estos espíritus, el camino de la redención deberá seguir el escabroso itinerario de lo maldito. “Hay etapas –escribe Natán de Gaza, el profeta místico de Sabbatai Seví– en el largo proceso del Tikún, especialmente en los últimos y más difíciles, en los que a fin de liberar las chispas ocultas de su cautiverio o, para usar otra imagen, a fin de forzar las puertas de la prisión desde adentro, el propio Mesías debe descender al reino del mal. Así como la Shejiná tuvo que descender a Egipto –el símbolo de todo lo oscuro y demoníaco– para recoger las chispas caídas, del mismo modo el Mesías, al final de los tiempos, emprendería su viaje más importante al imperio de las tinieblas, con el fin de completar su misión. Solo después de que llegue al final del viaje, el mal habrá desa parecido y la redención se extenderá al mundo exterior.” Natán de Gaza fue el que reconoció en Sabbetai Seví las señales mesiánicas y el que lo convenció, en 1665, de su extraordinaria e impostergable misión (tiene una importancia crucial en la lógica del antinomismo que el año de la apostasía de Sabbetai, su conversión al islamismo bajo la protección del Gran Turco, 1666, coincidiera con un número de hondas implicancias tanto para la tradición judía como para la cristiana, el número 666: el que le correspondía al Diablo y a la fecha de la llegada del Anticristo y su combate con el Mesías). Natán retoma un antiquísimo mito gnóstico acerca del destino que sufre el alma del redentor y que Scholem, preocupado por seguirle las pistas al antinomismo religioso, subraya con particular intensidad. Según Natán, en el Mesías se expresan, a través de complejas relaciones, todos los procesos intrínsecos a la Creación y a Dios mismo; él también desciende a “la profundidad del gran abismo”, donde los poderes demoníacos
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tienen su morada. “Después de la Ruptura de los Vasos –relata Scholem–, cuando algunas chispas de la luz divina, que irradia el En-Sof [lo Infinito] a fin de crear formas y figuras en el espacio primordial, cayeron al abismo, también cayó el alma del Mesías, que formaba parte de aquella luz divina original. Desde el comienzo de la Creación, esta alma habitó en las profundidades del gran abismo, retenida en la prisión de las quelipot, el reino de las tinieblas. En el fondo del abismo, junto con esta alma absolutamente santa habitan las ‘serpientes’ que la atormentan e intentan seducirla. Estas ‘serpientes’ reciben a la ‘serpiente sagrada’ que es el Mesías, pues, ¿acaso no tiene la palabra hebrea serpiente –najash– el mismo valor numérico que la palabra –Mashiah– Mesías?” ¿Cómo no reconocer desde la lejanía de los siglos la influencia en Natán de Gaza del simbolismo místico que la serpiente tenía para los ofitas de Alejandría? El shabetaísmo encarnó ese viaje extraordinario hacia “el abismo de las tinieblas”; en pleno siglo del Barroco, el judaísmo produjo un movimiento que se entroncaba, vía la Cábala de Isaac Luria, con los gnósticos y, más próximo en el tiempo, prolongó el camino ya recorrido por las sectas milenaristas que atiborraron a la Europa de la baja Edad Media y el Renacimiento, desde los cátaros y su dualismo, los fraticcelli y su búsqueda de la pobreza de Cristo, la cruzada de los pobres y desarrapados que seguían a su rey andrajoso por las rutas europeas y asiáticas hacia el Santo Sepulcro, los hermanos del Libre Espíritu y sus prácticas orgiásticas y antinómicas hasta la rebelión mesiánica de los anabaptistas de Münster. En un bello estudio sobre las fuentes marranas del spinozismo, Gabriel Albiac se detiene a analizar con profundidad la cuestión del antinomismo: “Debo decir […] que la idea de la purificación por el pecado, del descenso infinito a las tinieblas como camino de salvación, la ascética del mal, en una palabra, acarrea una potentísima carga metafísica que ha sacudido a algunos de los grandes espíritus del barroco […] Strictu sensu, no hay libertad metafísicamente consistente que no sea libertad para el mal; el absoluto está siempre más allá del bien y del mal”. Albiac toca uno de los puntos esenciales, confronta al mal con la libertad (Schelling en Sobre la esencia de la libertad humana le daría forma clásica, en el interior del idealismo alemán de principios del siglo XIX, a esta sorprendente y fecunda relación). También evidencia la función creadora del mal, su condición salvífica que se enhebra con la trasgresión de toda ley, ya que en el desorden más extremo, en el rebasamiento de los límites, en la abrupta interrupción de la norma, el hombre adquiere su libertad. Queda claro que la lógica de este razonamiento, su puesta en práctica, conduce, y en los hechos ha conducido, a las más escandalosas prácticas antinomistas, a la subversión de todo orden. “No hay ley, ninguna ley, sobre aquel para la preparación de cuya
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venida ha sido dada la ley. En el alba del Reino –escribe Albiac siguiéndole la pista al antinomismo radical–, la ley se anonada. Ser Mesías es así, antes que nada, ser violador sistemático e implacable de ese residuo muerto de los tiempos periclitados que es la Torá. Porque solo en la violación de la Torá es cumplida la Torá. Culminados los tiempos, el pasado y sus reglas deben ser aniquilados aun en la memoria […] No hay pureza sino en la travesía del abismo.” El rebasamiento de las fronteras, la metamorfosis de la ley en catástrofe del sentido; tensar el arco para lanzar hacia la más absoluta lejanía la flecha de la trasgresión. Hay un camino directo, aunque subterráneo y silencioso, que va del antinomismo mesiánico-religioso a las manifestaciones secularizadas de los nuevos mesianismos político-ideológicos. De las escandalosas transgresiones de los anabaptistas de Münster dirigidos por Juan de Leyden, pasando por las prácticas amorosas y demoníacas de los Hermanos del Libre Espíritu y la extraordinaria apostasía de Sabbetai, sin olvidar el radicalismo incendiario de los seguidores de la Quinta Monarquía durante la Revolución inglesa y la exaltación de lo impuro y lo orgiástico en Jakob Frank, podemos reconstruir, hacia atrás, la historia de la protesta contra la ley, la historia de una rebeldía aplastada sin misericordia por todos los poderes. Tal vez por conocer esta genealogía, por intuir las significaciones revulsivas que en el terreno de la historia concreta terminaron por asumir algunos de los movimientos milenaristas, tanto la ortodoxia rabínica como las diversas iglesias cristianas tendieron a encorsetar y a limitar la tradición mesiánica, ya que leyeron en ella, en sus inesperados despliegues, un peligro tremendo, una amenaza directa contra las instituciones y sus guardianes. El ímpetu del mesianismo es arrasador e incendiario, sus consecuencias están a la vista allí donde sus promesas se entrelazaron con las rebeliones de los débiles y humillados. Será ese contacto subterráneo y prohibido, escandaloso y oscuro, entre las doctrinas mesiánicas y la redención a través del mal la que conmoverá, desde siempre, la presencia disruptiva del mesianismo en la historia y la que abrirá la continua sospecha de los poderosos de todos los tiempos. 5 “¿Qué zona de lo humano –se pregunta Thomas Mann en Doktor Faustus–, así fuera la más elevada, la más dignamente generosa, puede ser totalmente insensible a la influencia de las fuerzas infernales, más aún, puede renunciar a su fecundante contacto?” Un contacto permanente, una fecundidad que sacudió una y otra vez la historia y que lanzó a los hom-
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bres hacia territorios insospechados. Los alemanes han sido muy sensibles para escuchar al Diablo; sus escritores no han podido eludir la tentación de convocarlo y hasta de polemizar con él. Desde las terribles trifulcas de Lutero, pasando por el Mefistófeles de Goethe, hasta Thomas Mann, los alemanes bucearon en el fondo de su propia cultura con la certeza de que allí se iban a encontrar con el Ángel Caído. El Mefistófeles de Goethe asume una función prometeica, se convierte en un iniciador que conduce a Fausto hacia la cumbre del conocimiento y de la transformación del mundo. Es exaltación y desolación; es el hombre dueño de la historia, artífice de obras gigantescas y, al mismo tiempo, consciente del horror que emana de su propia desmesura. Quizás Mefistófeles sea precisamente eso: la desmesura del hombre, el despliegue de fuerzas arrasadoras, la fecundidad poderosa y orgásmica de la destrucción. Goethe, a diferencia de Thomas Mann, le da vida a su Fausto en una época desbordada por las ilusiones desencadenadas por la Revolución francesa y las utopías de la razón ilustrada; lentamente, y a lo largo de los casi sesenta años que le llevó su composición definitiva, Goethe va haciendo de Fausto el paradigma de lo que Goya denominó los sueños monstruosos de la razón, aunque en el anciano de Weimar lo monstruoso es prolijamente manipulado y dominado por el último Fausto, aquel que contempla la grandiosidad de su obra y que siente una legítima esperanza en el futuro del hombre. Goya, el Goya que lentamente se va extraviando por los pasadizos de su mente enferma, pinta en medio de feroces alucinaciones que le permiten ver otra realidad, descubrir otro itinerario de la razón. Él ve la catástrofe, el desvarío, la tremenda desmesura del aprendiz de brujo; hay en esos cuadros crepusculares y poblados de sombras una dolorosa sensibilidad anticipatoria, la clarividencia de una marcha inexorable de la modernidad burguesa hacia su hecatombe. Thomas Mann escribe Doktor Faustus en el exilio americano; escribe con mano temblorosa, ya anciano y con el dolor en el alma, mientras Alemania y Europa se desangran. El libro va creciendo a medida que la guerra se va desarrollando y la enormidad de la tragedia alemana va adquiriendo contornos definitivos. La inédita barbarie del nazismo le otorga a su libro una dimensión escalofriante, la terrible obligación de tener que asumir ante la humanidad la responsabilidad de ser un escritor alemán. Su Mefistófeles se distancia de la potencia prometeica de la razón, o, más bien, se dedica con especial énfasis a mostrar su otro rostro. En él el hombre encuentra la genialidad y el extravío, la frialdad más extrema del espíritu y la locura como resultado de haber rebasado todos los límites. Mann descubre la presencia de lo diabólico en el seno de la cultura, en la mezcla terrible de razón e irracionalidad.
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El último Fausto, ya ciego, quizás participando de esa saga iniciada por Edipo y continuada por el Rey Lear, pronuncia palabras premonitorias: “Diríase que la noche se ha hecho más profunda; solo en el interior brilla una clara luz; me daré prisa a ejecutar lo que pensado había; solo la palabra del Señor es lo que pesa”. Bajo el mando enérgico del anciano ciego, ya pronto a morir, los trabajadores continúan desatando una frenética actividad transformadora que ya no podrá detenerse ni siquiera en la hora de su muerte. Sus ojos oscurecidos y sus manos fatigadas ya no controlan el devenir de la historia. ¿Quién ha triunfado? Adrían Leverkühn, el Fausto de Thomas Mann, simplemente se desmorona, su conciencia se hace pedazos y él sella su destino atravesando los umbrales de la locura justo en el tiempo donde los alemanes sellaban un pacto sin retorno con la barbarie. El hombre superó al maestro. Hay en ese libro maravilloso una conversación entre Adrían Leverkühn y Mefistófeles que es inolvidable y de la que quisiera transcribir algunos fragmentos: “Has de saber –le dice el diablo– que respondemos plenamente de la eficacia vital de cuanto puedas hacer con nuestra ayuda. Marcharás a la cabeza, abrirás los caminos del porvenir; por tu nombre jurarán los taimados que, gracias a tu locura, podrán ahorrarse el ser ellos locos. Gracias a tu locura se consumirán de salud y, en ellos, serás tú un hombre sano. ¿Comprendes? No solo conseguirás dominar las dificultades paralizadoras de estos tiempos. Dominarás también el tiempo mismo, la época de la cultura y la cultura de la época, con su culto. Te recrearás en una doble barbarie, posterior al humanismo y a los refinamientos burgueses. ¡Puedes creerme! La barbarie está más cerca de la teología que una cultura desprendida del culto, para la cual la religión no es más que cultura, humanidad, en lugar de ser exceso, paradoja, pasión mística, aventura antiburguesa. No te maravillará pues, supongo, que el diablo te hable de cosas de la religión. ¡Voto al firmamento! ¿Quién podría hacerlo sino yo? ¿Los teólogos liberales? Difícilmente. Yo soy el único conservador de lo religioso. ¿A quién quieres reconocer la existencia teológica si no es a mí? ¿Y quién puede aspirar a una existencia teológica sin mí? Lo religioso es cosa mía y no de la cultura burguesa. Esto es evidente. Desde que la cultura se desprendió del culto para hacer de sí misma un culto, no es, en realidad, otra cosa que un despojo, y cinco siglos han bastado para que el mundo se fatigara de ella hasta la saciedad”. La cultura extenuada en medio de una época saturada de energía transformadora; el diablo, ¡vaya paradoja!, no encuentra su lugar, se siente despojado, anticuado, incapaz de dominar las fuerzas acumuladas a lo largo de cinco siglos de aventura moderna. Su tiempo queda a sus espaldas, bajo otro manto protector. La nueva forma de la barbarie sigue caminos insospechados, alcanzando un poder ni siquiera imaginado por el demonio. Es
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la barbarie de los hombres la que confina al diablo a una posición de retaguardia, la que desactiva su presencia hasta hacerla casi insignificante. El mal, como decía con extrema lucidez Hannah Arendt, se ha banalizado y ya no es patrimonio del ángel de las tinieblas; ahora está en todos lados y asume la forma de una catástrofe universal que, y esto es lo paradójico, no es vislumbrada por los mismos que la han desatado. Banalidad como anestesiamiento, como una presencia cotidiana que elimina cualquier asombro ante la barbarie. Puro conformismo disfrazado de buena conciencia. Quizá sea esta la sutil venganza del diablo: hacer que la humanidad, en medio de una barbarie indescriptible, siga vagando codiciosa y depredadora, desentendiéndose de sus responsabilidades. La banalidad del mal nace allí donde la saturación de lo cotidiano ya no ofrece un solo resquicio, una mínima grieta, desde la cual intentar salvar al hombre. Sigilosa y silenciosamente, el mal se ha desplazado por los intersticios de una sociedad que ha aprendido a vivir como si no existiera, solo reconociéndolo allí donde su presencia es demasiado flagrante pero negándolo allí donde ha logrado volverse completamente ordinario. En la película Europa de Lars von Triers hay un diálogo entre el protagonista principal, el joven germano-americano que ha llegado como un ángel de la reconciliación a la horrenda Alemania de los días siguientes a la derrota hitleriana, y su esposa, miembro clandestino de la resistencia de los últimos nazis –los lobos de la noche–, que es iluminador. El joven descubre que su esposa lo ha engañado, que todos lo han engañado y utilizado en beneficio propio; que él, que creyó contribuir a la reconstrucción espiritual de Alemania no había sido otra cosa que un títere manejado por diversas manos. Y todas esas manos estaban contaminadas por el mal, tenían las marcas imborrables del horror. Allí no había posibilidad para la pureza; hasta los niños estaban mancillados y envilecidos. El mal se había desplazado hacia todos los rincones de una sociedad devastada. El joven, ingenuo y de una espiritualidad virginal (¿acaso no es posible que haya sido un ángel enviado por Dios para intentar reparar lo irreparable?); ese joven-ángel, decía, se enfrenta con un mundo en estado de catástrofe y se interna por una comarca desolada y asfixiante. En el final del camino, cuando las esperanzas se quiebran definitivamente, escucha azorado la voz de su esposa que le dice que él, el virgen, el prescindente, el incontaminado, era, en el fondo, el peor de todos. Lejos de toda redención, la terrible inexorabilidad de su muerte nos habla de un mundo hecho añicos, destrozado en lo más hondo de su ser, erosionado hasta el límite, insalvable. No es casual que el director haya elegido el tren, metáfora reluciente de todos los sueños de progreso de la sociedad burguesa e imagen arquetípica de la revolución en Marx, como
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eje escenográfico de la catástrofe, esa alucinante carrera hacia el descarrilamiento de la cultura. Benjamin, en 1940, retomó esa imagen de la locomotora como símbolo de la revolución e invirtió sus contenidos: se preguntó si la revolución no sería ese último esfuerzo de la raza humana que viaja en el tren por activar el freno de emergencia (¿será ese el contenido de la interrupción mesiánica del tiempo del progreso?). En el film ni siquiera eso es posible; Europa se ahoga en medio de las formas más atroces del cinismo. Es el tiempo de la banalidad del mal y del opacamiento de Dios y del Diablo, un tiempo donde los dos han perdido el alma del hombre. Solo desde la lejanía se escucha una voz –¿de quién?, ¿cuál de los dos es el que habla?– que le marca el itinerario de un destino sellado por la muerte y la violación del último espíritu ingenuo. Hay un poema de Emily Dickinson que hubiera podido ser recitado por este joven-ángel marchando hacia la desolación: Existe un dolor –tan absoluto– Devora la sustancia– Luego cubre el abismo con estupor– Para que la memoria pueda andar Alrededor –del otro lado– por encima de él Como alguien en un desmayo–. Transita seguro –donde un ojo abierto– Lo dejaría caer –hueso sobre hueso–. La escena del tren descarrilado (cómo no recordar aquel sueño recurrente de Max Weber, una pesadilla que le mostraba la imagen de una locomotora volcada y que él llegó a interpretar como un símbolo premonitorio del destino de la sociedad moderna lanzada velozmente hacia un futuro destructivo), y esa última escena del joven atrapado, escuchando en off la voz que le anuncia que cuando acabe de contar hasta diez él estará muerto, ahogado, no contiene ninguna esperanza. Allí, como parecía haberla en Hölderlin o en Proust, no hay oportunidad. Para esta catástrofe no existe redención. Pienso, mientras escribo, en esa terrible y sublime imagen que Von Triers nos ofrece de la catedral de Múnich sin techo, en una noche donde la nieve navideña no alcanza para purificar a los hombres; pienso también en las partidas de ajedrez que el sacerdote pierde recurrentemente con el coronel norteamericano; pienso en otro texto que no puedo dejar de citar aquí y que le pertenece a Walter Benjamin: “Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que lo tiene pasmado. Sus ojos están desme-
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suradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel no puede cerrarlas. Este huracán lo empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso”. En el film, el progreso asume la forma de ese tren que sigue funcionando más allá de toda destrucción; su marcha nunca se detiene, mientras que al costado de las vías la desolación ocupa cada rincón, cincelando a fondo los rostros de los sobrevivientes. Ese tren que preservó minuciosamente sus horarios mientras las bombas atronaban a su alrededor; tren con vagones de ganado transportando hacia los campos de exterminio a seres humanos; tren con vagones de primera clase, utilizado por los verdugos, financiado por magnates americanos aun en medio de la guerra y conociendo su destino final. Ese tren destruido por una bomba que nunca se sabe por qué estalló, cayendo por el puente hacia el río, quizás simbolice eso que “nosotros llamamos progreso”. Volvemos entonces al Fausto de Goethe y nos quedamos con la imagen del aprendiz de brujo que libera fuerzas que no puede controlar. Ni siquiera los ángeles pueden impedir que las bombas estallen. “El porvenir –escribe Jacques Derrida– solo puede anticiparse bajo la forma del peligro absoluto. Rompe absolutamente con la normalidad constituida y, por lo tanto, no puede anunciarse, presentarse, sino bajo el aspecto de la monstruosidad.” ¿Es posible que nuestro porvenir ya esté escrito en la imposibilidad de pulsar el freno de emergencia allí donde la catástrofe devoró la oportunidad del futuro? ¿Era esto el mal? ¿Será, acaso, la débil fuerza mesiánica de la que hablaba Benjamin en el umbral de su propia noche la llave que abra otra dimensión, aún desconocida, de la historia como espera de la redención?
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El desierto, la palabra y la imagen El judaísmo contemporáneo “fiel a estos temas” [la crítica del dominio de la imagen en el interior de una civilización desprovista de una verdadera experiencia de la escucha y de la palabra] constituye para la cultura contemporánea un skandalon inaudito. En sus testimonios más eminentes –como en Jabès– resuena como una continua crítica –crisis/ crítica– de la actual autoridad y dominio de las imágenes: las interroga según la medida de su desierto y de su palabra-escucha. Contrariamente a la saturación febril de la escucha, que la cultura contemporánea parece engendrar en todas partes, esos testimonios afirman que ninguna palabra es verdaderamente palabra, si no se abandona en su fuero íntimo al riesgo de la escucha. La palabra solo puede realizarse, solo es verdaderamente pronunciada en la escucha. La tendencia de nuestra época se orienta en la dirección opuesta: asfixia a la palabra en los límites de la visión inmediata, reduciéndola a un acto inmediatamente sometido a la prueba del ver. M. Cacciari, “Edmond Jabès en el judaísmo contemporáneo. Una ‘Huella’” Este fragmento del texto que Cacciari le dedica a Edmond Jabès es profundo y nos permite reflexionar sobre la condición paradójica del judaísmo contemporáneo. Nos plantea la contraposición radical entre la escucha y la visión, entre la palabra y la imagen. Dos estrategias opuestas, el camino judío, veterotestamentario (el camino del desierto que sigue Edmond Jabès), y el camino griego-metropolitano-cristiano en su culto iconográfico (el que hoy determina la existencia de nuestra civilización tardomoderna). El skandalon del que nos habla Cacciari reside en que el judaísmo contemporáneo (el que va de Rosenzweig, Kafka, Benjamin y Scholem hasta Jabès) constituye una resistencia de la palabra ante el avasallamiento de
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lo iconográfico. Estar a la escucha de un silencio, dejar que las palabras guíen los pasos del caminante que atraviesa el desierto constituye un tópico esencial del judaísmo; allí radica parte de su intransigencia hermenéutica, esa imposible negociación entre la palabra como jeroglífico del misterio de Dios, de su ausencia-presencia, y una cultura de la imagen que atrapa el significado y completa el vacío dejado por Dios en su acto primigenio de creación. La tragedia del Tsimtzum define el itinerario histórico de un judaísmo intransigente, no porque así se lo haya propuesto, sino porque la afirmación de ese desplazamiento de Dios nos desplaza, en tanto hombres, de toda completitud, de toda visión absoluta. Estar a la escucha es hacerse cargo de ese imposible, asumir su riesgo. La revelación, como escribe Cacciari en su lectura de Jabès, “recorre el camino que va de la metrópoli de las imágenes hacia el desierto, hacia el fuego blanco inaccesible en sí, cuyo fuego negro es la revelación”;1 pero, sigue el filósofo italiano, no se trata de una fuga de la metrópoli, sino de un escuchar la paradoja. “En relación con la doxa metropolitana, para quien todo es imagen y repetición-cita de imágenes e interpretación de interpretaciones, esa palabra rememora ese vacío, ese abierto, ese abismo, produce ese retiro, condición indispensable para que ese propio ‘juego’ de la manifestación pueda tener lugar.”2 Hay algo de intolerable en esta escucha, en esta disposición de la palabra por permanecer en el desierto, es correlativa de la radicalidad ética del propio judaísmo que se vuelve un mandato inaccesible para la conciencia de Occidente, un desafío extremo. La intolerancia ética del judaísmo se invierte en la intolerancia antiética de un Occidente que no puede renunciar a sus raíces paganas. La presencia de la Nada, de ese vacío primordial del que nació la vida, se sustrae a una cultura que cree poder articular desde la imagen sus relaciones con el mundo. El judaísmo se sostiene en esa Nada, es deudor de la ausencia-presencia de Dios. “A fin de cuentas, el mayor error es el de no querer escuchar (Jeremías, 7, 13; Oseas, 9, 17). O el de querer ver lo que tenemos que creer, el de someter la fe a la visión.” “Mi Dios los rechazará porque no le han escuchado, y andarán errantes entre las naciones” (Oseas, 7, 13). En Jabès, el desierto es el ámbito privilegiado de ese escuchar, pero es también el lugar de la no-imagen, del espejismo que nos muestra la insustancialidad de toda imagen; es, en cambio, el lugar habitado por voces –spiritus, pneuma– “que ninguna imagen puede fijar, bloquear, comprender”.
1. Massimo Cacciari, “Edmond Jabès en el judaísmo contemporáneo. Una ‘huella’”, Confines (Buenos Aires), a. I, nº 2 (noviembre), 1995, p. 137. 2. Ibíd., pp. 137-138.
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Distancia irrebasable entre la palabra y la imagen, que coloca al judaísmo contemporáneo ante un extremo desafío: sostener su caminar interrogativo sin dejarse seducir por la infinita gama de iconos que intentan responder lo irrespondible. Pero la escucha es también rememoración, girar hacia el pasado para interpretar las voces del ayer; es una manera de enfrentarse al imperio de lo inmediato, a una cultura que, a través del triunfo de la imagen, se sostiene en la fugacidad perpetua, en el gesto idolátrico de una actualidad convertida en absoluto. El judaísmo plantea un desafío en retirada frente a una época globalizadora, que asfixia la diferencia y que desplaza cualquier referencia que le sea ajena, otra. En esta lógica de la escucha, en este juego interpretativo de las palabras, el judaísmo se muestra como anacrónico, por fuera de una temporalidad que ha renunciado al pasado. El mundo de las imágenes se sustrae a la crítica, mientras que el universo de las palabras habita en la continua interrogación. Scholem decía que el judaísmo era antimoderno, que su concepción del tiempo, su especial sensibilidad rememorativa, se oponía a la temporalidad lineal y homogénea de la modernidad. Harold Bloom también puntualiza la presencia esencial del pasado como determinante de lo judío, y la lectura que hace de Freud, en Poesía y creencia, está signada por esta interpretación de la memoria judía como fundamento del tiempo psicoanalítico. Un ir contracorriente que opone al judaísmo a un Occidente griego-cristiano-moderno.3 “El judaísmo contemporáneo vive principalmente del redescubrimiento del carácter antinómico y paradójico de su propia tradición. No hay ninguna ‘cadena’ tradicional, ninguna religión que ligue la sucesión de interpretaciones a un fundamento ‘sosegado’. Ninguna interpretación que dé como resultado la explicación exhaustiva del arca, del Principio. Si algo ‘establece’ esa tradición, es su propia ausencia de fundamento. Y el cuestionamiento de la dimensión ‘abismal’ de la tradición es, precisamente en Jabès, radical.”4 Es esta quizá una paradoja judía: perseguir incansablemente las huellas de la memoria, girar la cabeza hacia el ayer, para constatar la ausencia de fundamento. Una extraña relación cuajada de peligros: la mujer de Lot mirando hacia atrás y convirtiéndose en una estatua de sal marca los límites de una relación con lo que se dejó. Es posible pensar que la prohibición radique en el retorno o en el mirar, pero no en el escuchar la tradición. En este sentido, la historia para el judaísmo es una suerte de eliminación residual, un rememorar como actualidad, es decir, presentizando el pasado,
3. Harold Bloom, Poesía y creencia, Madrid, Cátedra, 1991. 4. Massimo Cacciari, “Edmond Jabès en el judaísmo contemporáneo. Una ‘huella’”, ob. cit., p. 133.
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quebrando toda nostalgia de un ayer vuelto mito. Este es uno de los límites más precisos de lo mítico en la conciencia judía. No se trata de una temporalidad lineal, de una historia conquistada a través de una racionalización del acontecer, sino de una historia rememorativa, de una construcción que se aleja de toda forma de historicismo. “La escatología –escribe Emmanuel Levinas en Totalidad e infinito–, en tanto que el ‘más allá’ de la historia arranca los seres a la juridicción de la historia y del porvenir, los interpela en su plena responsabilidad y a ella los convoca. Sometiendo a juicio la historia en su conjunto, exterior a las mismas guerras que marcan su fin, restituye a cada instante su plena significación en ese mismo instante: todas las causas están maduras para ser entendidas. No es el juicio final el que importa, sino el juicio de todos los momentos en el tiempo en que se juzga a los vivos.”5 Levinas piensa lo escatológico desde una perspectiva judía y opuesta a lo que Occidente denominará “judeo-cristianismo”. En este fragmento de Totalidad e Infinito, es evidente la relación que podemos establecer con el pensamiento de Walter Benjamin (particularmente con sus Tesis). En Benjamin, también el tiempo-presente supone una conjunción de todos los tiempos, el instante cobra una significación particular y se opone a la mera fugacidad de la mercancía; lo escatológico, al igual que en Levinas, representa no la realización efectiva del futuro, sino la redención de lo ya vivido entramada en el instante. Por eso no es “el juicio final el que importa, sino el juicio de todos los momentos en el tiempo en que se juzga a los vivos”. “La historia es objeto de una construcción –escribe Benjamin en las Tesis– cuyo lugar no está constituido por el tiempo homogéneo y vacío, sino por un tiempo pleno, ‘tiempo-ahora’.”6 Y este “tiempo pleno” remite directamente a la rememoración, ya que se “sabe que a los judíos les estaba prohibido escrutar el futuro. En cambio la Torá y la plegaria les instruyen en la conmemoración”.7 Jabès dice algo semejante pero de otro modo: “Toda existencia es pensamiento de eternidad vivida en su adquirida cotidianeidad”.8 “La Biblia hebrea –escribe Bloom– ordena a los judíos recordar, porque su Dios es primordialmente ‘el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob’, conocido solo mediante sus autorrevelaciones 5. Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Salamanca, Sígueme, 1977. 6. Walter Benjamin, “Tesis de Filosofía de la historia”, en Discursos interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1974, p. 188. 7. Ibíd., p. 191. 8. Edmond Jabès, “La poesía: palabra del silencio”, Nombres (Córdoba), a. III, nº 3 (septiembre), 1993, p. 125.
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históricas, más que mediante los ciclos del tiempo, natural o mítico. El tiempo histórico como tal no le importa a Israel; lo que le importa son los momentos en los que interviene e Israel responde. El tiempo significante, en este sentido, es claramente una noción no griega, por una razón sorprendente que tiene más que ver con ‘Israel responde’ que con ‘Dios interviene’.”9. Es un tiempo de la acción, tiene que ver con una presencia que se actualiza, pero también es el producto de una ausencia, de una falta que ninguna actualización alcanza a completar. Es una historia construida con fragmentos, que permanentemente entra en tensión con el presente y que a duras penas se balancea entre la memoria y el olvido. El tránsito por el desierto, del que nos habla Jabès, tiene que ver con una historia que no deja de revisar sus fundamentos, con una historia que une, a través de la cadena de la tradición, el tiempo acontecido –vuelto referencia ineludible– y el presente que le reclama a ese tiempo presencia y actualidad. La historia como una pesada carga que remite al judío siempre hacia el pasado y que le impide convertir su memoria en producción simbólica de mitos. Soledad en el tiempo que es homologable a la experiencia solitaria del caminante que atraviesa el desierto. Escuchar los sonidos que provienen de esa intemperie constituye una experiencia fundamental para el judaísmo. Las certezas son del reino de la visión, las interrogaciones del reino de la escucha. “La palabra soberana –medita Jabès– es palabra del desierto. Palabra del silencio. Es advenimiento de verdad, en medio de nuestras palabras pulverizadas.”10 El dominio de la imagen sobre la cultura contemporánea es correlativo, a su vez, con el borramiento de la memoria, con esa desactualización de la historia que la reduce a ocupar un lugar en el museo, suerte de paseo de fin de semana que permite una visita sin consecuencias ni responsabilidades cuyo objeto principal es la curiosidad pseudonostálgica de un ayer esfumado. La metáfora del desierto, en Jabès, implica un posicionamiento distinto: significa, quizás, la imposibilidad del sentido, la incompletitud, cierta figura de la errancia que va descubriendo las huellas de un real sustraído. Es también, una figura de la interrogación, un gesto decisivo de quien está disponible para la pregunta, de quien comprende que en el desierto las imágenes fluyen también de la memoria, se entremezclan con un paisaje abierto, oblicuo, múltiple y vacío. En el desierto, la realidad se vuelve lenguaje, símbolo y alegoría de una inmanencia quebrada, de una inmediatez absurda. Pero es también un modo de la des-subjetivación, un freno a la demanda de plena inteligibilidad de un sujeto que, lanzado a la experiencia
9. Harold Bloom, Poesía y creencia, ob. cit., p. 128. 10. Edmond Jabès, “La poesía: palabra del silencio”, ob. cit., p. 125.
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tortuosa de caminar en el desierto, se ve obligado a desconfiar de las imágenes y de sus propias producciones intelectuales, de sus códigos y certezas. En el desierto se vive la experiencia extrema de la orfandad, del mismo modo en que también se vive la experiencia de la invención poética. Todo y nada están allí. El estar a solas pero dispuesto a compartir la densidad de la experiencia constituye el meollo de esa deriva por el desierto, de ahí nace la necesidad de comunicar lo incomunicable, que haga participe, como dice Cacciari, lo no-participable. “Es lo que debemos intentar decir-comunicar a toda costa: es precisamente aquello que nos es más propio, nuestro más propio indivisible: nuestro poder de rememoración y de escucha. Nuestra herencia, nuestra herencia más sagrada es precisamente lo que debemos comunicar. Es por eso que debemos resistir aquí en esta ciudad, donde nada podemos compartir de lo que es verdaderamente nuestro, y donde, por eso, debemos intentar decir todo.”11 Ir al desierto para regresar a la ciudad, ir al sitio de la escucha para encontrar las palabras adecuadas, esas palabras nacidas de la errancia y de “nuestro más propio indecible”, como señales lanzadas al corazón de una metrópoli que no quiere escuchar o, mejor dicho, que no está en disposición para escuchar. Cacciari plantea la idea de un resistir allí donde precisamente menos correspondencia podamos encontrar entre nuestra herencia y lo que atraviesa la época: resistir en la ciudad, es decir, sostener la memoria en medio del reinado de lo efímero, comulgar con las palabras en medio del imperio de la imagen. El desafío de nuestro tiempo (antiguo pero hoy particularmente urgente) es esa resistencia de las palabras que nos remiten, siempre, al hueco de la memoria, a la experiencia del desierto. El desierto está poblado de silencios, de susurros apenas audibles, de imágenes borradas que las palabras de los hombres intentan rescatar. El desierto encierra el misterio de un vacío lleno de significaciones, de una geografía abierta a un juego fabuloso de la creación y del sueño. Atravesarlo es internarse en lo abismal, recorrer con los ojos bien abiertos nuestras propias memorias fragmentadas, nuestra fragilidad espiritual, someternos a la prueba, a lo que verdaderamente somos y no a lo que creemos ser. El desierto despiadadamente nos confronta con la insustancialidad de nuestro egocentrismo y nos devuelve a la dimensión de lo genuino. “El desierto está creciendo”, escribía Nietzsche, para nosotros esa imagen se ha vuelto realidad palpable en una doble perspectiva: como oportunidad y como fracaso. Como fracaso porque nuestras ciudades y nuestras culturas se han
11. Massimo Cacciari, “Edmond Jabès en el judaísmo contemporáneo. Una ‘huella’”, ob. cit., p. 138.
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desertizado en el mismo instante en que una proliferación malsana de mensajes, palabras y acciones arrinconan al hombre y lo hunden en el vacío de la insustancialidad; como oportunidad, porque la experiencia del desierto, de su tránsito, es un modo de regresar sobre nuestros pasos para volver a formularnos las preguntas esenciales. El desierto como experiencia interrogativa que deconstruye nuestras certezas, que desnuda el vacío de una cultura atrapada por el vértigo de la imagen. Resistencia, decía Cacciari retomando a Jabès, contra una discursividad dominante que, abandonando las vicisitudes y enigmas que nos trae la palabra, se manifiesta a través del código absorbente de lo iconográfico. El vacío completado, el abandono del desierto que nos conduce a un abandono de nosotros mismos, una deriva por un laberinto sustraído a toda posibilidad interpretativa. Esa es la forma que asume la desertización (y no la experiencia del desierto de Nietzsche y Jabès); nihilismo de la cultura en un tiempo de opacidad y proliferación sustitutiva. Se nos dice que ya no podemos regresar al desierto, que el anacronismo es el peligro que amenaza a una reflexión anclada en el pasado; se nos anuncia nuestra condición conservadora, se nos mira como representantes finales de una raza en extinción; se nos comunica el sinsentido de nuestras interrogaciones, su absoluta inutilidad; simplemente se nos desplaza hacia lo intemporal que es una forma de lo inexistente. No saben, sin embargo, que ese desplazamiento nos ofrece la perspectiva invalorable del reencuentro con la experiencia del desierto; ellos, los cultores del imperio de la imagen, no alcanzan a ver nada; nosotros, herederos de una tradición de la palabra y de la interpretación, agudizamos nuestras miradas. “Con una regularidad ejemplar, el judío retoma su marcha voluntaria hacia el desierto; va al encuentro de una palabra renovada convertida en su origen.”12 El desierto no solo como una experiencia enfrentada a la proliferación iconográfica de nuestra cultura finisecular, sino también como una búsqueda del origen que se sustrae a toda posible planificación. (“Nunca serán suficientes las horas/ para acabar/ con la memoria”).13 En el desierto la memoria juega su propio juego, nos conduce hacia comarcas donde el pensamiento balbucea sin poder alcanzar la comprensión definitiva:
12. Edmond Jabès, “El desierto”, Confines (Buenos Aires), a. I, nº 2 (noviembre), 1995, p. 130. 13. Edmond Jabès, “Relato”, Confines (Buenos Aires), a. I, nº 2 (noviembre), 1995.
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Aquí, el final de la palabra, del libro, del azar. ¡Desierto! Arroja ese dado. No sirve para nada. Aquí, el final del juego, de la semejanza. El infinito, mediante sus letras, niega el final. Aquí, el final no puede ser negado. Es infinito. Aquí no es el lugar, ni siquiera la huella. Aquí es arena.14 La memoria está hecha de esa arena del desierto que hace imposible el hallazgo de ese lugar tranquilizador; su territorialidad es evanescente, está hecha de nuestras propias indagaciones, se compone de las huellas dejadas por un peregrinar interminable: “Si Dios habló en el desierto, es para privar de todo arraigo a Su palabra para que la criatura sea Su vínculo privilegiado. De nuestra alma, haremos un oasis oculto, decía reb Abravanel”.15 “Esta idea [el tzimtzum cabalístico, la creación como producto del retiro, de la autocontracción de Dios] atraviesa el conjunto de la obra de Jabès al ritmo de un rigor implacable, obstinado, que obsesiona. El vacío que ‘crea’ el retiro de Dios, ‘produciendo’ así la condición indispensable para la aparición de los seres, es el arquetipo de la imagen del desierto, la imagen por excelencia de Jabès […] Desierto es necesariamente el lugar mismo de nuestra manifestación, de toda manifestación, porque está desertado por Dios: el lugar que dejó-ser al revocarse-retirarse. Y precisamente, al estar así abandonado, es la imagen de lo verdadera-absolutamente Otro. En ese desierto, encuentra lugar la palabra, la tinta negra de la palabra y de la escritura, el Libro. No habría Libro, si ese desierto no hubiese sido ‘creado’. Retiro-apertura-desierto-palabra: La poesía de Jabès se construye/elabora en esos términos, en sus relaciones, en sus resonancias recíprocas.”16. En
14. Edmond Jabès, “Aquí, el final”, Confines (Buenos Aires), a. I, nº 2 (noviembre), 1995, p. 132. 15. Edmond Jabès, “El desierto”, ob. cit., p. 130. 16. Massimo Cacciari, “Edmond Jabès en el judaísmo contemporáneo. Una ‘huella’”, ob. cit., p. 137.
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el desierto, Dios les deja a los hombres la oportunidad de encontrar el lenguaje del mundo, los signos dispersos de una grafía universal que remiten, laberínticamente, hacia el origen. El desierto-lenguaje, el desierto-creación, el desierto-deserción de Dios, se opone a la completitud de la imagen, es expresión de un vínculo oscuro, oblicuo, nacido de una implosión divina, de una falla imposible de subsanar. Pero es gracias a esa falla, a ese no-ser de Dios que sin embargo genera la “aparición de los seres” que el hombre sigue una huella que lo remite hacia el vacío de sentido como un modo de encontrar la palabra. El judaísmo como metáfora del desierto le permite a Jabès romper el sortilegio de una cultura cristalizada en su propia imagen especular, de una cultura atravesada por la obsolescencia de todo aquello que se ofrece como última novedad; lo que llega se desliza inmediatamente hacia la muerte. Vacío en lo sobresaturado, nihilismo de lo nuevo que es arrojado al agujero negro de un presente en permanente desvanecimiento. Símbolos, íconos, grafías multiplicadas por la potencia del neón, la forma como sustancia y fundamento, mensajes y redes de información, pantallas donde todo es visto por todos, virtualidad exuberante que hace infinita la realidad imaginaria, palabras que enmudecen para depositarse como restos inútiles en el esplendor de las figuras que pueblan la cotidianidad. Agotamiento de la experiencia que deja su lugar a la artificialidad. Frente a esta proliferación Jabès desanda el camino hacia el desierto, porque “hace tiempo que él erra. Un día,/ tal vez, pasará por ese país”; un país “donde la mirada no posee ya/ al objeto”.17 En el desierto no somos dueños sino de aquellas palabras que nos remiten al origen, de aquellas palabras que habitan los huecos de nuestras memorias. Allí solo pagamos una deuda y no podemos ejercer dominio alguno sobre los objetos. Quizás sea esta la tradición de la que nos habla Jabès, una tradición sin sosiego que remite a un origen imposible de actualizar en la medida en que se funda sobre un vacío de creación, es el resultado de un exceso divino, de una falta que perturbó la eterna repetición de lo mismo. ¿Acaso Jabès construye su poética en consonancia con la mística de Isaac Luria? Cacciari nos habla de una línea crítico-interpretativa que uniría la tradición cabalística con Rosenzweig, Kafka, Benjamin, Scholem y Jabès: “La idea de creación que azota las páginas de Jabès es la del tzimtzum, propia de las corrientes más radicales de la mística judía (que encontramos también en algunas corrientes de la mística islámica y cristiana). Rosenzweig, en el siglo XX, hizo de ella la clave de su propia búsqueda; mientras que en el judaísmo posterior otra vez aparece (en 17. Edmond Jabès, “Relato”, ob. cit., p. 125.
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Buber por ejemplo) si no ausente, extremadamente atenuada. Hölderlin, de manera sin duda inconsciente, ya lo había expresado así: como el mar, Dios crea retirándose. La creación es la ‘revocación’ de Dios. Esta revocación descubre la dimensión del abismo: es una revocación en Nada. El abismo es pues ‘el vacío indispensable para la eclosión de la memoria universal’. Esa nada es necesaria para que la creación sea. Es necesario pensar ese Abismo, hacerlo el centro del pensamiento: ‘Auxiliarlo’. Es necesario que la palabra sea palabra de ese Abierto –¡Caos hubiesen dicho los Griegos de Hölderlin!–, único al que le corresponde el nombre de lo sagrado: potencia cosmogónica primera, con la cual ninguna imagen puede rivalizar”.18 La clave del pensamiento judío (de cierto pensamiento judío que se ha desplegado en conflicto con el tronco principal de la tradición talmúdico-rabínica) es precisamente esta idea de la nada como condición indispensable para que “la creación sea”. De Luria hasta Jabès (y siguiendo sendas a veces oscuras y laberínticas, tocándose con otras tradiciones) vemos cómo cierto judaísmo se planteó la exigencia impostergable de pensar ese Abismo, de dirigir la atención no al gesto omnipotente de la creación ex nihilo, sino hacia la revocación de ese exceso de Dios (una revocación imposible sostenida sobre el Abismo, sobre ese punto abismal a partir del cual la luz creció en intensidad hasta escaparse de su eterna inmovilidad). La memoria de un vacío, la fatigosa marcha de la palabra que sabe que en el origen se encuentra lo indecible, aquello que al no ser hizo posible el ser. La marca de la negatividad que vertebra la experiencia mística del judaísmo; un juego donde el vacío del origen quiebra la egocéntrica figura del tiempo presente remitiendo siempre a una falta. Quien se prepara en la escucha, quien reconoce en el desierto el lugar de lo inasible, la geografía de sus propios límites, alcanza a comprender la escasez que habita en lo aparentemente lleno, una escasez camuflada por el exceso de íconos convertidos en productores de vivencias artificiales. El desierto contrapuesto a la prodigalidad objetual, la experiencia de la errancia por un territorio imposible de dominar contrapuesta a una cartografía que toma posesión del paisaje. La no-territorialidad propia del judaísmo diaspórico emerge como el correlato necesario de la experiencia del desierto. Simplemente no podía ser de otro modo y allí radica, si es posible utilizar este término, su originalidad, la extrañeza que genera en los otros su deriva por la historia. Una búsqueda que no concluye porque el puerto de llegada se desvanece delante del navegante que cree haberlo alcanzado. Eso es el judaísmo: la
18. Massimo Cacciari, “Edmond Jabès en el judaísmo contemporáneo. Una ‘huella’”, ob. cit., p. 136.
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experiencia irrecusable de una deriva, la permanencia de una lógica de la interpretación que sabe desde el vamos que siempre deja un resto, ese otro que bloquea cualquier certeza conclusiva. Pero también habría que recordar que esa experiencia de lo negativo ha sido más de una vez ocultada en el seno del propio judaísmo quedando su existencia depositada en los márgenes de la tradición oficial. Cacciari, siguiendo las huellas del pensamiento poético de Jabès, nos muestra el sentido siempre negativo y oscuro de la tradición: “El Señor del mundo permite a Moisés asistir a una lección de Akiba ben Josef. El gran rabino sabe entender el sentido de las propias coronas y de los rizos de las letras de la Torá. Moisés siente que desfallece frente a tanta sabiduría, sin embargo, Akiba afirma que su doctrina le fue consignada a Moisés en el monte Sinaí. Su saber deriva de Moisés, pero Moisés no lo entiende. Moisés le pide entonces al Señor que le muestre la recompensa que espera Akiba. ‘Y Él dijo: voltéate. Y Moisés se volteó y vio que vendían la carne de R. Akiba en el mercado. Y Moisés dijo: Soberano del mundo, ¡esa es su recompensa por una enseñanza semejante! Y Él respondió: ¡Cállate! Son mis planes’. Esa es pues la Torá: que Akiba, el intérprete, sepa lo que el propio fundador no entiende. Que la interpretación no pueda ni deba reproducir-repetir el traditum, sino profundizarlo a través de significaciones y recorridos in-auditos. Es una permanente puesta en peligro, una permanente ‘experiencia’ de la letra del traditum. Pero eso supone, necesariamente, que el traditum no pueda nunca darse integralmente como un organismo acabado, perfecto. Se trata, más bien, de un laberinto de caminos en donde el recorrido está necesariamente sembrado de errores, y la significación del conjunto del Principio solo parece ofrecerse en trozos, en fragmentos. Como la carne de Akiba”.19 Lo in-audito del judaísmo representa lo indeseado de una civilización capturada por la lógica de lo instantáneo; representa ese otro que opera como un límite de la discursividad dominante. Es en este sentido que lo toma Cacciari y es esta la clave de su lectura-interpretación de Jabès: el judaísmo convertido en metáfora de la resistencia y de la negatividad, bisagra endeble que aun nos permite hacernos cargo del pasado, conjugando, en su precariedad, el ayer y el hoy. Este judaísmo negativo y resistente no existe como expresión de una práctica eclesial ni puede ser identificado con la religiosidad o el ritual rabínico. Es, más bien, una tradición a contrapelo que puede ser rastreada en ciertos espíritus, que habita en algunas escrituras marginales y que atraviesa épocas distintas y enfrentadas. De Luria a 19. Ibíd., p. 133.
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Jabès, este judaísmo se recluyó en experiencias esotéricas, minoritarias, en el remanente. Buscarlo en el tronco hegemónico, seguirle el rastro en la palabra de orden, constituye una equivocación; solo en las grietas del muro de la tradición, en los fallidos del discurso, en las palabras desplazadas, podemos encontrar ese traditum al que hace referencia Cacciari. Se trata de la experiencia de la negatividad que aparece e impregna la escritura de Kafka; no como escritura de la denuncia, de la contraluz, sino como expectativa redencional, como negación absoluta de lo real (el mundo por redimir nunca es este mundo, los personajes kafkianos, señala Walter Benjamin, están salvados allí donde su perdición es irreversible; Cornelius Castoriadis habla de El Castillo como la creación extraordinaria de una realidad paralela que, sin embargo, expresa la absurdidad y la brutalidad de lo existente). En este sentido, lo negativo se ofrece como una crítica y como un imposible, es manifestación de una metamorfosis cuya consecuencia inmanente es la monstruosidad, pero cuya consecuencia mesiánica es la salvación. La catástrofe sustenta la visión que Franz Kafka tiene del mundo, pero no una catástrofe como mera destrucción o como brutalización burocrático-racional, sino en la perspectiva mesiánica de la Cábala (y esto independientemente de si es posible o no hablar de una influencia de la mística judía en el autor de El Proceso; con Harold Bloom diríamos que Kafka es el revitalizador de la Cábala en el siglo XX, y que un judaísmo renovado y crítico sólo puede pasar por un despliegue de su obra y su pensamiento inconclusos –“Lo que nos han impuesto es alcanzar lo negativo; lo positivo ya viene dado”, dijo Kafka–. En la correspondencia de Benjamin con Scholem aparece, una y otra vez, esta lectura “judía” del praguense). Recogemos los hilos de una utopía negativa que van de Kafka al Benjamin de las Tesis de filosofía de la historia; utopía negativa en el sentido en que lo va a recoger años después Theodor Adorno: crítica radical de lo existente que se sustrae a la concreción histórica, que se desprende de sus verdades allí donde estas amenazan con realizarse; utopía como movimiento de continuo descentramiento, como ejercicio ininterrumpido de la sospecha. Es este también el traditum al que se refiere Cacciari y que persigue en la obra poética de Edmond Jabès; un traditum que se funda en una interpretación iconoclástica e irreverente pero que no puede sino hacerse cargo de sus orígenes. Este es, sin dudas, un judaísmo in-audito, que se escapa de lo normativo y que sólo representa una tradición intelectual. Es un judaísmo sin destino mundano, una experiencia insostenible que nos retrotrae a la metáfora del desierto, a la experiencia de la soledad y de la escucha que se sustrae a la vulgata. Introduce, y esta es una cuestión decisiva, lo trágico en una tradición poco inclinada a darle importancia a esa antigua herencia griega. “Tengo la impresión –sostiene George Steiner en un reportaje– de
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que el pueblo que, desde hace cinco mil años, sobrevive a las pruebas que le infligen, que tuvo una ciudad en Jericó tres mil años antes de Cristo, que tiene por capital a Jerusalén, es un pueblo único porque sobrevive a la Shoah como si eso fuera una finalidad.”20 Allí hay una “tragedia”, un atravesamiento de la prueba que hace del judaísmo la “verdad” negada de la cultura, ese otro que nos recuerda la barbarie escrita en los pliegues de la marcha civilizatoria (¿quizás sea también lo intolerable del judaísmo para un Occidente negador de sus propias iniquidades?). Edmond Jabès, en un texto sobre el infierno de Dante, se pregunta: “¿Pero qué palabra de dolor podría ser, en sí misma, tan vasta que pudiera contenerlos a todos? […] Podría ser, por ejemplo, una palabra vacía, como la palabra de Dios, tan abierta al infinito, que todo el universo no encontraría ninguna dificultad en alojarse en ella”.21 Así como el mandato ético opone y aísla a Israel del resto de las naciones, la presencia del desierto representa lo propiamente imposible de una cultura refugiada en el culto de lo iconográfico entendido como objetualización generalizada. La imagen consume-elimina la pregunta por el por qué, descompone por inactual el desasosiego ético y afirma el dominio de lo productivo. Lo imperdonable del judaísmo, diría Steiner, es su obsesión de justicia, la presencia categórica e irrenunciable de la ley. Allí el desierto se opone a la naturaleza; el monoteísmo ético se enfrenta irreductiblemente al paganismo. Según Adorno y Horkheimer, Occidente nunca le perdonó a Israel ese acto terrible de desnaturalización, ese salirse del mito y del seno materno.22 La Shoah debe ser leída en el interior de esta negación, debe ser pensada –si esto es siquiera posible con el mal inaudito– a partir de esta exigencia desmesurada que el judaísmo le formuló a una humanidad poco dispuesta a aceptar la presencia de la Ley como forma estructural de su relación con la vida. La eliminación física del judío representa el regreso de la naturaleza, lo lleno frente a lo vacío. En este sentido, Oscar del Barco escribe sobre Jabès y sobre el desierto: “Desierto de la naturaleza, desierto del hombre y desierto de Dios. De esta conjunción se alimentará su poesía: de un espacio libre hecho de arenas interminables donde es imposible hacer pie definitivamente; de un pueblo libre porque no tiene asentamiento, más
20. George Steiner, En diálogo con Ramin Jahanbegloo, Madrid, Anaya & Muchnik, 1994. 21. Edmond Jabès, “El Infierno de Dante”, Nombres (Córdoba), a. III, nº 3 (septiembre), 1993, p. 131. 22. Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, “Sobre el antisemitismo”, Dialéctica del Iluminismo, H. A. Murena (trad.), Buenos Aires, Editorial Sur, 1970.
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libre incluso que un nómade, porque se ha transustancializado trágicamente en éxodo y lleva el nombre de judío; y de un dios que es imposible tener y nombrar, algo inmenso y al mismo tiempo ausente, que no carga ni con persona ni ser alguno, y del que tal vez solo podríamos decir que se trata de un estado-de-dios. En esa libertad sin fondo, que puede llevar al vértigo del éxtasis y del horror, se alza como una suerte de túmulo, de incesante alabanza y redención, la poesía de Jabès”.23 Lo que Del Barco dice del poeta podríamos extenderlo a esa metáfora ausente que es el judío para Occidente: un pueblo desterritorializado, lanzado a la experiencia del vagabundeo, un pueblo que construyó un refugio en el interior de un libro y que hizo de su continua interpretación un monumento de cultura, un pueblo atravesado por la inexorabilidad de la Ley, espejo de una ética irrenunciable en el que el resto de las naciones vieron su propio desfallecimiento moral; la “libertad sin fondo” a la que hacía mención Del Barco representa la dialéctica esencial del itinerario histórico del judaísmo: una dialéctica capaz de reunir la catástrofe y la redención, el silencio del origen y la búsqueda del verbo, el territorio desfondado y la patria del Libro; un pueblo en el que “Dios es el nombre de eso innombrable”. En esa frase se esconde el misterio del ser judío, un tejedor de palabras capaz de tejer alrededor de “eso innombrable”; “Dios –dice Jabès citando a la Cábala– para revelarse se manifiesta en un punto. A partir de ese punto nosotros concebimos el libro”.24 Y el Libro ha nacido de la experiencia del desierto, ha sido la consecuencia de esa escucha atenta, de ese silencio sobrecogedor que retrotrae al caminante hacia el misterio del origen; por eso el Libro es abierto y plural, su escritura no se agota en el acto de su emergencia histórica ni puede ser confiscado por una palabra canónica. Una hermenéutica sin dueño que, lejos de adecuarse a las demandas de certeza, recorre el tiempo de los hombres destituyendo cualquier verdad que desde su propia inmanencia se ofrezca como trascendente. El Libro es el laberinto construido de palabras que, en lo más recóndito y secreto de su arquitectura, le ofrece al caminante del desierto la oportunidad para descubrir la puerta del origen (aunque ese descubrimiento no le garantice acceder a la llave adecuada que le permita abrirla). En el Libro, como en el palacio de los cabalistas, las puertas están allí pero las llaves están todas mezcladas. El oasis representa una de las puertas que abre el caminante en el desierto y que le permite seguir su itinerario (no es, no puede ser, una salida del desierto, solo un alto en ese infinito caminar).
23. Oscar del Barco, “El tiempo de Jabès”, en El abandono de las palabras, Córdoba, Centro de Estudios Avanzados, Universidad Nacional de Córdoba, 1994, p. 391. 24. Cit. por Oscar del Barco, “El tiempo de Jabès”, ob. cit., p. 392.
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Para el judío la interpretación constituye la búsqueda incesante de la puerta correcta, pero es también manifestación de su imposibilidad. El Libro se ofrece como lo abierto allí donde el reinado de la Ley intenta comprimir ese deseo de lo otro a los límites de lo prescripto; pero es también perturbación y carencia, su inagotabilidad hermenéutica sostiene como un fundamento continuo esa neurosis que acompañará al judío a lo largo de su trayectoria histórica. A un mismo tiempo la permutabilidad de la letra como libertad y como tiranía e infructuosidad; quizás esta sea la nunca del todo reconocida experiencia trágica del judaísmo: llegar y partir, afirmar y negar, construir y vivir la virtualidad de la catástrofe como efectiva posibilidad, sellar la Ley y quebrar la univocidad interpretativa, soñar con la reconstrucción del Templo y haber hecho de la diáspora una fuente de creación y refundación del propio judaísmo. Jabès, meditando sobre la poesía, escribió: “Dios, antes del hombre, ¿pensó el mundo en poeta? Su palabra es creación. El universo, en ese caso, no sería sino Su poema. Legible eternidad. Perennidad de lo legible. Eternidad del libro”.25 En la poética de Jabès encontramos todos estos motivos; en él la palabra se vuelve misterio que nos conduce hacia el punto de partida, del mismo modo que “la palabra es palabra del misterio” y, por lo tanto, inasible e impenetrable. El Libro se enlaza con esa inasibilidad y es “depositario –como escribe Oscar del Barco– de la palabra del misterio”. Jabès escribe: De lo que sin embargo fue dicho, la temprana borradura. La huella condenada. Muda. …donde la mirada no posee ya al objeto. (De lo que fue realmente dicho pero voluntariamente oscurecido luego sepultado.)26
25. Edmond Jabès, “La poesía: palabra del silencio”, ob. cit., p. 127. 26. Edmond Jabès, “Relato”, ob. cit., p. 127.
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La escritura “judía” de Jabès se sumerge en lo “voluntariamente oscurecido/ luego sepultado”, sabe de la extenuante errancia por el desierto, esa experiencia de No poder continuar ni detenerse… …ni decir otra vez. No haber tenido nada que decir y haber querido expresarlo.27 La palabra que busca el misterio, huella que conduce hacia otra huella y así hasta el infinito: (“nunca una tripulación de navío/ para hacer frente a las olas de la eternidad…”). Jabès nos habla del pensamiento excedido, de ese “infierno de abismos/ y de cúspides/ en el aventurero decurso de la pluma”, metáfora de esa presencia del desierto que resiste todo intento por agotar el sentido, por confiscar aquello que está protegido por las brumas del misterio y del origen: La errancia es la máscara arrojada, pisoteada. La trampa es el umbral y el término concedidos. Oh perpetuo comienzo.28 Llegar es volver a partir, alcanzar el umbral es no poder traspasarlo (Moisés ante la Tierra Prometida sólo alcanza a contemplarla desde lejos); la escritura es una errancia sin destino fijo, sin puerto seguro al que llegar porque la “tripulación de navío” debe hacer frente a “las olas de la eternidad”; el misterio es ese buscar lo inalcanzable, emerge como prueba y destino. El judaísmo constituye la “tripulación del navío”, y como si fuera uno de esos personajes de Conrad que atraviesa las extremas exigencias del mar: sus tormentas, su terrible soledad, sus excesos, sus caprichos, la maravilla de su infinitud, el misterio de su profundidad, lo eterno que se
27. Ibíd., p. 129. 28. Ibíd., p. 129.
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oculta entre el oleaje, la mirada posada sobre el vacío que descubre en esa nada las marcas de su origen, las rutas que conducen a todas partes y a ninguna parte, los innumerables puertos que son marcas de lo mismo en una vastedad sin límites, la esperanza de llegar y el naufragio. Cierro los ojos. Me niego a avanzar. Que al fin el libro se libere de nuestras cadenas.29
29. Edmond Jabès, “El desierto”, ob. cit., p. 131.
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Memoria y olvido: Derrida lee a Hermann Cohen
En Kant, el judío, el alemán,1 Derrida dedica algunas páginas, por demás sugerentes, a analizar un texto de Renan –¿Qué es una nación?–,2 en el que el historiador francés muestra la importancia del olvido en la construcción de la unidad nacional, es decir, en lo que hace posible la continuidad de la nación. Mientras que Hermann Cohen, a quien le dedica el estudio Derrida, se funda en la memoria como núcleo de su interpretación de la nación alemana, suerte de anámnesis que se remonta, en el imaginario retrospectivo del filósofo de Marburgo, a Platón, a Filón de Alejandría, al logos cristiano, a Maimónides, a Lutero, a Kant y Fichte, etc. Dos estrategias distintas en las que podemos ver cómo el acto que instituye a una nación supone, inexorablemente, una lógica de la exclusión. Mientras que Cohen está buscando el lugar del judío en la alemanidad, tratando de señalar su absoluta pertinencia en la base espiritual de la nación (sus piruetas reconstructivas son de lo más originales), Renan toca la llaga del origen al pronunciarse por el olvido como verdadero mecanismo que permite habitar el presente sin necesidad de tener que estar dando cuenta permanentemente de las opacidades y las violencias del pasado. Ese olvido indispensable debe nacer de una especie de represión, por lo tanto debe ser “activo, selectivo, significante, interpretativo en una palabra”. El pasado de la nación se juega en esas hermenéuticas cuyo punto de partida no es la memoria, la reconstrucción paciente del pasado tal cual fue, sino, y este es el postulado de Renan, el olvido, que, esto es importante destacarlo, constituye, a su vez,
1. Jacques Derrida, Kant, el judío, el alemán, Patricio Peñalver (trad.), Madrid, Trotta, 2004. 2. Ernest Renan, ¿Qué es una nación?, R. Fernández-Carvajal (trad.), Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1983.
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una extraordinaria trama narrativa, un suculento ejercicio de interpretación. El esfuerzo que hay que hacer para olvidar es paralelo al de la invención de una historia nacional que esté a la altura de ese esfuerzo amnésico. “El olvido no es –escribe Derrida interpretando a Renan–, en el caso de la nación, el simple borrarse psicológico, un desgaste o un obstáculo insignificante que hacen más difícil el acceso al pasado, como si el archivo se hubiese destruido por accidente. No, si hay olvido, es porque no se soporta algo que estuvo en el origen de la nación, una violencia sin duda, un acontecimiento traumático, una especie de maldición inconfesable.”3 En Para una crítica de la violencia, Benjamin persiguió hacia el tiempo del origen esa violencia fundadora, ese acto a través del cual en el inicio algo tremendo le aconteció a la comunidad, tan tremendo que tuvo que ser reprimido, colocado en un pasado cuyo destino, en el presente, no sería otro que la reconstrucción, la pura interpretación que se basa, entre otras cosas, en el desplazamiento invisibilizador de esa violencia originaria. Si se quiere hacer una genealogía de la exclusión-inclusiva, se vuelve imprescindible tomar nota de esta lógica del olvido, de este acto narrativo a partir del que algo queda borrado para hacer posible el advenimiento de la nación. “El olvido –escribe Renan–, e incluso diría yo el error histórico, son un factor esencial en la formación de una nación, y es así como el progreso de los estudios históricos resulta con frecuencia un peligro para la nacionalidad. La investigación histórica, en efecto, vuelve a poner en evidencia los hechos de violencia que han sucedido en el origen de todas las formaciones políticas, incluso de aquellas que han tenido consecuencias benefactoras. La unidad se forma siempre brutalmente. La unidad de la Francia del Norte y de la Francia del Sur fue el resultado de un exterminio y de un terror continuado durante cerca de un siglo.” Tal vez este sea el espíritu fundacional, aquello sobre lo que se han levantado las instituciones políticas, aquello que está en la base de la máquina estatal moderna, lo que le ha dado su razón de ser a toda forma de soberanía. Esa violencia aterrorizante debe permanecer en el fondo opaco de la memoria, apenas debe dejarse intuir manteniendo su condición de huella invisible que sigue recordando que la unidad nacional responde, en última instancia, a esa imprescindible y arrogante violencia del principio. Pero, y esto es lo esencial del texto de Renan, se vuelve imposible vivir con la memoria de ese origen, ninguna nación puede perpetuarse recordando una y otra vez su fondo bárbaro, esa violencia que golpeó dentro de su propio cuerpo, y lo hizo de un modo brutal, exterminador. 3. Jacques Derrida, Kant, el judío, el alemán, ob. cit., p. 121.
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No es casual que Derrida, en su interpretación de Cohen, de ese ensayo tan urticante escrito en 1915 –Deutschtum und Judentum– utilice como espejo invertido ese otro escrito de un francés; que en la cita que ha elegido, cita central y definitoria de un campo hermenéutico, aparezca esa palabra que, sin saberlo, vuelve equívocamente fatal el ensayo de Cohen, me refiero a exterminio. Cuando Renan ejemplifica con la historia de Francia no puede eludir ese origen en el que alguien fue exterminado para que surja la nación (la historia del Languedoc, de la cruzada contra los cátaros, es el escenario de fondo al que se refiere el historiador). Y sin embargo, Francia ha “olvidado” ese baño de sangre, del mismo modo que no puede detenerse una y otra vez en la noche de San Bartolomé o, más cerca de nosotros y del equívoco de Cohen, de la colaboración sistemática del régimen de Vichy con la maquinaria exterminadora nazi. Que el exterminio esté en el origen de la nación vuelve indispensable el olvido, supone que la reescritura de la historia sea capaz de eludir el trauma que se guarda en ese tiempo de violencia criminal. Lo que ninguna narración puede impedir, por más benévola y autoindulgente que sea, es la recurrencia de esa violencia que elegirá sus propios modos de manifestarse (es oportuno, aquí, recordar el papel de Francia en Argelia y las derivaciones de algunos de los militares que participaron en esa guerra colonial, militares que sirvieron de inspiración y fueron maestros del Ejército argentino). Caminos opuestos. Cohen, el judío alemán, el que aspira a recuperar desde el fondo de la historia la matriz judía de lo alemán, del mismo modo que buscará destacar que en el presente, y desde la Reforma, lo judío encuentra su suelo nutricio, su patria, en Alemania (que Filón de Alejandría esté en la base de la interpretación cristiana del platonismo, es decir, de la recepción cristiana de lo griego, y que este haya sido fundamento del idealismo filosófico alemán, constituye esa genealogía a la que persigue anamnéticamente Cohen y que le permite formular su convicción nacionalista-cosmopolita, judeo-alemana). Renan, por el contrario, postula el olvido como mecanismo esencial para consolidar la unidad nacional (como francés no siente que tenga que dar cuenta de su pasado, de sus influencias, de sus derechos, sino, por el contrario, sabe que es mejor apelar a una narración mitologizante que opera sobre el pasado, construyéndolo de acuerdo con las necesidades de la nación). “Ahora bien –dice Renan–, la esencia de una nación es que todos los individuos tengan muchas cosas en común, y que todos hayan olvidado muchas cosas. Ningún ciudadano francés sabe si es borgoño, alano, tefalo, visigodo; todo ciudadano francés tiene que haber olvidado la noche de San Bartolomé, las matanzas del Sur en el siglo XIII. No hay en Francia diez familias que puedan esgrimir la prueba de un origen franco, e incluso esa prueba sería enteramente defectuosa, como
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consecuencia de los mil cruces desconocidos que pueden descomponer todos los sistemas genealogistas.” Notable y muy francesa la reflexión de Renan, casi impensable en un alemán que ha ido construyendo su identidad nacional tratando de ejercitar el permanente recordatorio de sus diferencias, especialmente con ese elemento que tanto le importa a Cohen: lo judío. Renan da cuenta del papel fundador del Estado, de esa maquinaria galvanizadora que instituye, a través de la ciudadanía, la francesidad (en ella no pueden caber los reclamos del origen diferenciado, las lógicas localistas, el ritual de la sangre y su antigüedad legitimadora); el Estado y la lengua serán los factores unificadores, y la historia que se narre deberá responder a las exigencias de estos dos colosos de la unificación (los debates contemporáneos alrededor del laicismo en la educación y la prohibición para llevar símbolos diferenciadores –en especial referido esto a las estudiantes musulmanas–, remiten, sin dudas, al fondo republicano del sistema político francés). Cohen, en cambio, ocupa el lugar del margen, sabe que su condición judía resulta, a los ojos del común, una anomalía en el cuerpo alemán; su afán es demostrar, por vía de la memoria cultural, el entrelazamiento entre lo judío –mediado por lo grecocristiano– y lo alemán, que difícilmente se pueda encontrar alguien más alemán que un judío alemán, que en él, en su deriva histórica, se han manifestado los rasgos esenciales de una patria espiritual cuyos nombres propios son los de Mendelssohn y Kant. Tampoco es casual que Derrida contraponga el discurso de Renan al de Cohen (lo judío derrideano es deudor del modo como Francia incorporó, desde los edictos de emancipación, a sus ciudadanos de confesión israelita, tanto en el centro como en la periferia). Por eso, a continuación de la cita de Renan, escribe: “Estas verdades no tendríamos que olvidarlas”. Recordar permanentemente las diferencias, destacar una y otra vez las peculiaridades del origen, el arraigo a la tierra y a la sangre, solo puede conducir a la reiteración de la violencia. No deja de ser significativo que, más allá del dispositivo universalista-republicano en el que se funda lo francés, con Dreyfus, primero, y luego con Vichy, el malentendido del origen retornó con su poderosa descarga de violencia, de una violencia que se descargó, vaya casualidad, sobre los judíos. La homogeneización ilustrada también guarda sus propias víctimas. Los mecanismos de la violencia no surgen solo del racismo ni son el resultado de una apelación a lo propio enfrentada con el principio universalista que sustenta la idea de ciudadanía. “Este discurso sobre el olvido –gira ahora Derrida hacia otra dimensión que resulta indispensable para complejizar el cuadro– no es solo interesante por lo que dice de una violencia originaria, constitutiva y todavía sordamente activa. Cabe también conectarlo, aunque Renan no lo haga, con una observación situada en otro lugar del mismo texto. Si la nación tiene un
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alma o un principio espiritual, no es solo, dice Renan, porque no se funda en nada de lo que se llama la raza, la lengua, la religión, el lugar, el ejército, el interés, etc. Es porque la nación es a la vez memoria (y el olvido forma parte del despliegue mismo de esta memoria) y, en el presente, promesa, proyecto, ‘deseo de vivir juntos’. ¿No es esta promesa, en sí misma, estructuralmente, una relación con el porvenir que comporta el olvido, ciertamente, una especie de indiferencia esencial al pasado, a lo que en el presente es solo presente, pero también un concentrarse, es decir, también, una memoria del porvenir?” Para Renan una nación es un alma, un principio espiritual que se eleva por sobre todas esas particularidades que obturan su luminosidad. Si ese principio sólo habla desde el pasado acaba congelándose, debe ser, antes bien, permanencia en el presente, irradiación de la nación hacia el pasado y el futuro. Todo debe ser leído, es decir, interpretado, a la luz del presente y de sus necesidades. Cohen, en cambio, busca en la historia espiritual, en los extraños laberintos de la cultura y sus entrecruzamientos, el germen de un vínculo para él evidente entre lo alemán y lo judío. Mucho se podría decir de este intento al que refutó Gershom Scholem en un ensayo de posguerra, pero solo quisiera señalar un par de problemas: por un lado Cohen, como buen lector de Kant y heredero del racionalismo ilustrado, reduce el judaísmo a la síntesis farisaico-helenística, lo piensa desde lo platónico y desde la ley como estructura normativa soldada racionalmente y de acuerdo con categorías universales; eso lo lleva, entre otras consecuencias, a desconocer la tradición mesiánico-cabalística como elemento extemporáneo, como resabio de un misticismo insostenible y a reivindicar la figura precursora de Maimónides;4 y por el otro lado, produce una extraña simbiosis entre el elemento cosmopolita propio del judaísmo diaspórico y el reclamo nacionalista, recordando, siempre, que Deutschtum und Judentum es un texto escrito en 1915 y con la intencionalidad de convencer a los
4. “Maimónides es el ‘síntoma’ (el signo revelador, la señal, Wahrzeichen) de un protestantismo judío medieval. Habría habido una Reforma judía, figura anticipada de la Reforma cristiana. Su nombre propio es Maimónides, es él el que emblematiza o sella la alianza entre estas dos Reformas. Maimónides firma por primera vez la alianza o el contrato entre ella. Es la figura del primer firmante o del primer delegado en la firma de esta alianza que conforma la psique judeo-alemana, el espejo o la conciencia reflexiva de la Modernidad […]. ¿Cómo racionaliza Cohen este enrolamiento de Maimónides en la causa judeo-alemana? No racionaliza, piensa que no tiene que racionalizar. Habla de la razón misma –y de la institución histórica del racionalismo–. Si bien no la emprende con las instituciones religiosas, como sí podrá hacerlo Lutero, Maimónides busca siempre los fundamentos de la religión. Funda la religión en un grande y riguroso racionalismo. Es en nombre de la razón que funda la Reforma judía” (Jacques Derrida, Kant, el judío, el alemán, ob. cit, pp. 83-84).
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judíos americanos de la justicia de la causa alemana en la guerra contra la barbarie rusa y el filisteísmo anglofrancés. Enzo Traverso ha planteado en Cosmópolis. Figuras del exilio judeoalemán5 la autocomprensión de muchos de esos intelectuales como portadores de un cosmopolitismo paneuropeísta, siendo en realidad los verdaderos exponentes de una idea de Europa que el siglo XX, al menos en sus primeras y arrasadoras décadas, se encargó de sepultar, rescatando, precisamente a través de figuras como Joseph Roth o Walter Benjamin, ese carácter antinacionalista de los judeo-alemanes, su plena conciencia, como escribía Roth, de ser patriotas de hotel, habitantes esencialmente de una lengua franca. Hermann Cohen traiciona, en gran medida, ese espíritu o, tal vez, habría que entender su posición en la medida en que fue miembro de otra generación y que no pudo alcanzar a ver de qué modo lo alemán expulsaría de su seno a lo judío. Roth y Benjamin, igual que Buber y Scholem, pudieron experimentar en carne propia la tragedia de ese exponente termidoriano de la europeidad. Mientras que Roth buscó en París un refugio imposible en medio de la devastación de su mundo mitteleuropeo, Scholem creyó vislumbrar en el sionismo la única alternativa al asimilacionismo primero y, después, al simple exterminio. Benjamin, más ardua y complejamente, creyó que en Europa todavía quedaban posiciones que defender, y que los únicos que podían hacerlo eran precisamente quienes siempre se habían sentido a gusto entrefronteras y entrelenguas, más allá de todo nacionalismo y de cualquier relato patriótico. Renan, republicano francés, jamás hubiera siquiera podido pensar este cosmopolitismo; Cohen, imposible patriota judeo-alemán, construyó una genealogía virtuosa que sería incinerada junto a los cuerpos de sus supuestos portadores. Tal vez la interpretación derridiana de Cohen resulte, en un punto, anacrónica, suerte de forzamiento que le permite leer el texto de 1915 teniendo el destino de los judíos europeos como corolario. Algo semejante haría,
5. Enzo Traverso, Cosmópolis. Figuras del exilio judeo-alemán, Silvana Rabinovich (trad.), México, UNAM, 2004. También pueden consultarse, Claudio Magris, Lejos de dónde. Joseph Roth y la tradición hebraico-oriental, Pedro Luis Ladrón de Guevara (trad.), Ediciones Navarra, Universidad de Navarra, 2003; Manuel Reyes Mate, Memoria de Occidente. Actualidad de pensadores judíos olvidados, Barcelona, Anthropos, 1997; Michel Löwy, Redención y Utopía. El judaísmo libertario en Europa Central. Un estudio de afinidades electivas, Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 1997; Frederic Grunfeld, Profetas malditos, Buenos Aires, Sudamericana, 1987; Stefan Müller-Dohm, En tierra de nadie. Theodor W. Adorno, una biografía intelectual, Madrid, Herder, 2003, trad. de Roberto Bernet y Raúl Gabás; Ricardo Forster, El exilio de la palabra. En torno a lo judío, Buenos Aires, Eudeba, 1999; Ricardo Forster, Walter Benjamin y el problema del mal, Buenos Aires, Altamira, 2001.
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algunos años después, con Para una crítica de la violencia de Walter Benjamin, pensándolo desde la lógica de la Solución Final, destacando los elementos anticipatorios y equívocos de ese texto escrito en 1921.6 Quiero decir que si bien es estimulante la lectura que ensaya Derrida, siempre inteligente y original, hay que tomarla con cuidado reconociendo sus limitaciones, el sesgo interesado que les ha dado a esas lecturas cuando de lo que se trató es de comprender el destino de lo judío en Europa. Tiendo a pensar que hay cierta incomprensión tanto al abordar la figura de Cohen, maestro del neokantismo y heredero de la tradición ilustrada dentro del espectro de la filosofía alemana de finales de siglo XIX, como la de Benjamin, pensador extraterritorial, portador de lo mejor de la tradición crítica de la cultura europea. Cierto forzamiento que, en el fondo, no alcanza a comprender ese lugar del judío en Occidente, esa parábola que hace posible que en su interior funcione otra lógica en la que el oxímoron parece ser la regla y en la que los opuestos no se oponen. Pensar lo cosmopolita en Europa es internarse en la geografía del judaísmo, en sus derivas por lenguas y culturas, en su capacidad de habitar las fronteras haciendo de ese arte de la transgresión nacional forma inédita de su genio cultural. Traverso, en el libro que mencioné antes, habla del judío de lengua alemana, y en particular de algunos de sus representantes (Benjamin, Canetti, Kafka, Roth, Adorno, Arendt, Koestler, etc.) como los últimos defensores del universalismo kantiano, como los exponentes finales de un proyecto de Europa estallado en las trincheras. Tanto Magris como Perez Gay, al abordar la emblemática figura de Joseph Roth, destacan esa inclinación cosmopolita, ese deseo de habitar entrefronteras haciendo de los cuartos de hotel su verdadera patria. Roth se siente, al mismo tiempo, heredero del judaísmo galitziano, último defensor del imperio austro-húngaro y cultor de la postrera bohemia parisina, la que culminará con su muerte antes de la llegada de los nazis a la ciudad de Victor Hugo.7 Roth es literalmente
6. Jacques Derrida, “Nombre de pila de Benjamin”, en Fuerza de ley. El “fundamento místico de la autoridad”, Adolfo Barberá y Patricio Peñalver (trads.), Madrid, Tecnos, 1997. He analizado largamente la interpretación derrideana de Benjamin en Walter Benjamin y el problema del mal, ob. cit., 2001, pp. 161-172. 7. Vale la pena citar la descripción que hace Enzo Traverso de la ceremonia fúnebre en la que se despidieron los restos de J. Roth: “fue la coronación, triste e irónica a la vez, de su identidad inaprensible, ambigua y plural. Fue la ocasión de un doble conflicto: primero entre los monárquicos austríacos, representados por Otto von Habsburg, que vinieron a poner una corona en memoria de su fiel admirador, y los comunistas exiliados, cuya delegación estaba dirigida por el escritor praguense Egon Erwin Kisch, que guardaban el recuerdo de Joseph el rojo (“Die rote Joseph”); luego entre el cura católico encargado de bendecir sus restos y el
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un habitante de la lengua, aquel que sólo reconoce la patria de la cultura, la amabilidad de un cosmopolitismo arraigado en su memoria y construido en sus múltiples viajes que lo llevaron por las más diversas geografías de un continente cada vez más infectado por el virus del nacionalismo. Su amor por el Imperio, aparentemente forzado para quienes no comprendieron al personaje, fue el resultado de la conciencia de ser testigo del fin anunciado de una época en la que todavía las fronteras no resultaban una extraordinaria amenaza para el viajero, en la que la amabilidad y la hospitalidad lo esperaban, a quien se alejaba de su tierra, cuando se internaba en nuevos territorios. Para Roth, vivir en Viena, publicar en Berlín, recorrer Galitzia, viajar por la Rusia soviética, era algo natural, imprescindible, parte de su profundo apego al multiculturalismo austrohúngaro (¡Qué lejos que está de esta perspectiva rothiana lo que hoy se denomina, desde las universidades norteamericanas, multiculturalismo!). Cuando Cohen piensa que la lengua y la cultura alemanas (la que incluye a Lessing, a Kant, a Schiller, a Goethe, a Beethoven) representan lo cosmopolita, lo hace siguiendo la paradójica sensibilidad del judío que siempre entró a lo alemán desde ese fondo universal, que nunca alcanzó a comprender el provincianismo que acabaría dominando esa tradición a la que amaba. Cohen pensaba en Kant cuando soñaba con el encuentro entre lo judío y lo alemán, imaginaba que Alemania se había convertido en ese sitio en el que Atenas y Jerusalén confluían, en el que Platón, Filón y Maimónides se hermanaban para abrir el tiempo de Lutero, de Lessing y de Kant. El nacionalismo de Cohen era puramente artificial, un destino contradictorio respecto al otro nacionalismo germánico que se guardaba en Wagner y Heidegger, y que quizás hundía sus raíces en algunas páginas de Hamann y Herder. Es sugestivo que en la genealogía que elabora Cohen, y a la que sigue atentamente Derrida, el punto de fusión ejemplar, el verdadero inicio del recorrido convergente, será un judío de la diáspora alejandrina, Filón, aquel que supo construir un puente entre la tradición halájica y la filosofía griega. Cohen dirá que el exilio del judaísmo en Alejandría elevó el destino de Israel a un nivel mundial, y dentro de ese destino que logra salirse del localismo, que rompe lo tribal, el papel de Filón, su platonismo, será decisivo.
escritor judío Joseph Gottfarstein, que exigía que se pronunciara un Kaddish. Todos tenían buenas razones para reivindicar la herencia espiritual de Joseph Roth. Si él había podido adoptar con desenvoltura todas esas identidades, aparentemente tan contradictorias, es que, en el fondo, era un Heimatlos, un Luftenmensch, un judío errante. Su cosmopolitismo y su europeidad tenían raíces judías. Abandonó Europa justo antes de que ella tratara de extirpar a los judíos de su seno, en Auschwitz y en Treblinka” (Enzo Traverso, Cosmópolis..., ob. cit., pp. 117-118).
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Es llamativo que Cohen vea en la figura de Filón el verdadero nexo entre lo griego y lo cristiano, ya que “había sido el heredero judío de Platón que, mediante el logos, el ‘nuevo espíritu santo’ (heilige Geist), ha preparado la vía del cristianismo. Platón (y Filón), como hubiera dicho Pascal: para preparar al cristianismo. El logos que tiene en efecto un lugar de mediador en la filosofía de Filón, se convierte en el mediador (Mittler) entre Dios y el hombre, entre Dios y el mundo. Sin duda –continúa Derrida en su lectura de Cohen– Filón no es judío en tanto que platónico. Pero este discípulo de Platón (y la disciplina tiene aquí un carácter institucional) domina una corriente judeo-alejandrina que, por la mediación del logos y del espíritu santo, reconcilia helenismo y judaísmo. Esta influencia no fue solo especulativa sino también institucional. Ha marcado toda la vida social de los judíos”.8 Es más que interesante esta filiación que construye Cohen, este lazo entre lo helenístico (habría que destacar que ya no se trata solo de lo “griego”, sino de ese proceso de universalización nacido del impulso alejandrino que acabó por sacar a Grecia y a su filosofía de los estrechos marcos fronterizos) y lo judío-exílico, en particular ese núcleo irradiado por Filón desde Alejandría, verdadera ciudad-cosmopolita que redefiniría el derrotero posterior del judaísmo. Para Cohen, lo alemán, mediado por la reforma y por Kant, es el más genuino heredero de ese universalismo judeo-helenístico, en el que Filón emerge como figura ejemplar, como antecedente de ese hilo originario que une lo alemán con lo judío. Cerrando su interpretación del texto, Derrida escribe: “El logos neoplatónico sella pues la alianza judeo-helénica. Es también aquello sin lo que la Iglesia, la institución del cristianismo si no el cristianismo mismo, es impensable. Pero al mismo tiempo, en el elemento del logos y del cristianismo, Grecia deviene la fuente fundamental (Grundquelle) de la germanidad. Lo sepan o no, lo quieran o no, los alemanes son judíos”.9 La genealogía está trazada, el silogismo parece cerrar perfectamente: cuando los alemanes miran hacia atrás, hacia sus fuentes fundacionales se encuentran, vaya sorpresa, con el judaísmo. “Sean cuales sean la violencia o el artificio del silogismo, este tendería a sugerir lo siguiente, y que Cohen evidentemente no dice, no al menos en estos términos: hay en el inconsciente alemán, es decir, en la profundidad del espíritu alemán, una proposición indesarraigable, indestructible, indenegable, un cogito alemán: ‘ergo sumus todos judíos alemanes’. Cohen sí asume, de manera literal, el término medio del silogismo, el logos cristiano que sirvió de mediador entre el helenismo y
8. Jacques Derrida, Kant, el judío, el alemán, ob. cit., p. 59. 9. Ibíd., pp. 59-60.
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la germanidad, entre el espíritu judío y el espíritu alemán”.10 La verdad de esta proposición conduce, aunque esto tampoco lo diga de este modo Cohen, hacia la asimilación del elemento judío en el océano alemán; de ahora en más será testimonio del origen, huella que nos conduce hacia ese tiempo de confluencias sin el cual se vuelve inexplicable lo alemán mismo. No resulta casual que a todo el mundo disgustará este escrito del filósofo de Marburgo, disgustará a Rosenzweig, a Scholem, a Buber y será rechazado como “maldito” por toda la tradición sionista. Extraño resulta el nacionalismo que surge de sus páginas agitadas, un nacionalismo que apela a la fuente cosmopolita de lo helénico y de lo judío (es probable que Cohen siga siendo fiel, más allá de todo patriotismo, más allá de la exaltación guerrera que recorre el cuerpo alemán en 1915, al espíritu universalista de Filón y Kant). ¿Puede resultar extraño que un filósofo judío de raíz kantiana, hijo de un rabino, haya destacado lo mismo que Heidegger: la filiación griega del pensamiento alemán, su condición de descendencia de ese pensar originario? Por supuesto que Heidegger va hacia otro lado y saca otras consecuencias de esa filiación. Cohen, muestra Derrida, señala esta relación desde el primer parágrafo: “Ahora bien, como el cristianismo es impensable sin el logos, el helenismo es una de las fuentes de aquél. Pero de esa manera, y con un impacto igual, el helenismo aparece como una de las fuentes fundamentales (Grundquelle) de la germanidad”. Ningún otro pueblo tendría esa afinidad concurrencial con Grecia, y en esto vuelven a estar de acuerdo Cohen y Heidegger, claro que el primero sigue ese itinerario retrospectivo para acentuar la filiación de lo germánico en lo griego y lo judío, resaltando su fondo cosmopolita, su poderosa universalidad que él ve resurgir en Kant; Heidegger, en cambio, piensa en una herencia que le confiere a la germanidad su genio particular, su carácter de único pueblo de filósofos, y lo hace desarraigando cualquier relación con lo judío y, tal vez, con lo cristiano. La disputa, que Heidegger no entablará con Cohen –que ya ha muerto– sino con Cassirer, girará alrededor de la interpretación del significado del platonismo. El nacionalismo de Cohen es difícil de encasillar, rehúye cualquier simplificación; su humus hay que ir a buscarlo a una tierra en la que confluyen las tradiciones que han forjado a Occidente y, dentro de él, a la germanidad postulada por el autor de Deutschtum und Judentum. Claro que lo “maldito” de ese texto paradigmático radica en que el fondo ominoso de esa relación festejada por Cohen culminaría en Auschwitz, allí donde las raíces judías serían extirpadas para siempre, arrancadas de cualquier memoria que pudie10. Ibíd., p. 60.
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ra perturbar el vínculo límpido de la germanidad con lo griego. En un ensayo bello y ejemplar, Habermas ha dejado constancia de ese “olvido” que habitó la filosofía alemana antes y después de la guerra; su texto comienza con una frase lapidaria de Ernst Jünger, en la que el autor de Tempestades de acero, dice: “El judío no puede jugar ningún papel creador, ni para bien ni para mal, en nada de lo que atañe a la vida alemana”. “Esta frase de Ernst Jünger, escribe Habermas, ha sobrevivido al antisemitismo de los revolucionarios conservadores, en cuyo nombre fue escrita hace una generación. Hace pocos años oí la misma afirmación en la Facultad de Filosofía de una de nuestras grandes universidades. Los judíos, se nos decía, solo pueden ser, a lo sumo, estrellas de segundo orden. Entonces, siendo estudiante, no recapacité sobre ello; debía estar muy ocupado leyendo a Husserl y a Wittgenstein, a Scheler y a Simmel, sin saber nada del origen de estos pensadores. Pero el renombrado catedrático de filosofía que negaba que sus colegas judíos pudieran ser productivos sí que era consciente de ese origen. No deja de ser curioso lo pertinaces y enteros que se mantienen en danza los ingredientes de una ideología a la que bastaría un simple diccionario enciclopédico para convencerse de su error. Si fuera posible descomponer en fragmentos una figura del espíritu como es la filosofía alemana del siglo XX, agrupar esos fragmentos según su procedencia y ponerlos en una balanza, quedaría de manifiesto, precisamente en los ámbitos supuestamente reservados a la profundidad alemana, la preponderancia de aquellos que ese prejuicio quiere relegar al atrio de lo genial como talentos meramente críticos.”11 Cohen hubiera refutado la afirmación de Jünger con apenas un gesto de desdén, sintiendo el grado de barbarie e ignorancia que encerraba esa frase cuajada de antisemitismo y de incomprensión de la propia historia del espíritu alemán. Lo que Cohen no hubiera sospechado es que la razón de la fuerza volvería horriblemente cierta esa frase jungeriana, ya no como manifestación de un ocultamiento, sino como expresión de una decisión exterminadora. Cohen creyó poder conciliar universalidad, que venía de lo griego y de lo judío, que encontró su condensación en el cristianismo, y nacionalismo que, para él, constituía un término menor, una mala necesidad que alcanzara a dar cuenta de lo específicamente alemán. Cohen, por supuesto, se sentía más a gusto con la matriz kantiana,12 aquella que sostenía un
11. Jürgen Habermas, “El idealismo alemán de los filósofos judíos”, en Perfiles filosófico-políticos, Manuel Jiménez Redondo (trad.), Madrid, Taurus, 1975, p. 35. 12. Derrida escribe captando la sensibilidad de Cohen: “Este movimiento lleva pues a Kant. ¿Quién es Kant? Es el santo de los santos del espíritu alemán, la más profunda y la más
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cosmopolitismo asociado a la paz perpetua y que trataba de imaginar un horizonte europeo afirmado en la tolerancia entre las naciones. Pero no deja de ser interesante destacar las diferencias que separan el universalismo sostenido por Cohen, su enraizamiento en la teoría de las ideas platónicas y en la Crítica de la razón práctica kantiana, un universalismo afincado en el idealismo alemán y portador de una racionalidad de raíz ilustrada, con el genuino cosmopolitismo de un Joseph Roth o un Walter Benjamin, para quienes lo transfronterizo, lo supranacional, la traducción, constituían su genuina experiencia europea antes que alemana o, incluso, austríaca. Benjamin siempre estuvo entrelenguas y entreciudades, fue un habitante del margen y un francotirador que supo de exilios; Roth, amante del imposible imperio desmoronado al final de la Gran Guerra, supo degustar las diferencias culturales, supo viajar por mundos distintos descubriendo sus subterráneas correspondencias allí donde también destacaba sus alteridades. Lo judío, para el autor de La marcha de Radetzky, era su verdadero componente cosmopolita, la fuerza que lo volvía un genuino habitante de Europa. Cohen, arraigado a Alemania, fuerza intelectual alrededor de la que se forjó una tradición filosófica decisiva, se sentía judeo-alemán, creía que no había ninguna contradicción entre ambos elementos. Su patriotismo fue genuino, ingenuo, ridículo si es que lo valoramos desde los acontecimientos posteriores, cuando esa conjunción sería brutalmente arrasada por aquellos que ahora hablaban en nombre de la verdadera Alemania, la que se desprendía sin miramientos de sus supuestas raíces judías. Lo sugestivo de esta filiación que reconstruye Derrida leyendo a Cohen es que, más allá de su aparente estructura delirante, de su extravagancia, responde a un núcleo de sentido que ha estado desde un inicio en la marcha de Occidente y que ha ido adquiriendo distintas características de acuerdo con la estación en la que se detuvo. Dicho de otro modo: Cohen, que persigue la filiación helénico-judía del espíritu alemán, que exalta el triunfo del protestantismo como eje vertebrador de una nueva visión del mundo capaz de traducir, modernamente, la idea platónica, la universalidad judía y los nuevos dispositivos de la interrogación científica, simplemente no ha podido, ni querido, desprenderse del dispositivo logocéntrico. Derrida ve en esta operación “maldita” una clara proyección de lo que hoy, ahora y entre nosotros, llamaríamos mundialización, es decir, dominio mayúsculo de un Occidente que ha desplazado su eje hacia Norteamérica como
interior sacralidad del espíritu alemán (in diesem innersten Heiligtum des deutschen Geistes), pero es también aquel que representa la afinidad más íntima (die innerste Verwandtschaft) con el judaísmo” (Jacques Derrida, Kant, el judío, el alemán, ob. cit., p. 72).
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expresión condensadora de ese logocentrismo originario. Es interesante recorrer la fábula que nos presenta siguiendo, casi al pie de la letra, el texto de Cohen: “Pero desde luego que sí, es eso realmente lo que pasa: si la mundialización, si la homogeneización de la cultura planetaria pasa por la tecno-ciencia, por la racionalidad, por el principio de razón (y ¿quién podría discutirlo en serio?), si la gran familia del anthropos se reúne gracias a esta hibridación general, a través de las más grandes violencias, ciertamente, pero irresistiblemente, si esa gran familia se unifica y se dispone a juntarse y a asemejarse no como familia genética sino como familia ‘espiritual’ que confía en este conjunto que se llama la ciencia y el discurso de los derechos del hombre, en la unidad de la tecno-ciencia y del discurso ético-jurídico de los derechos del hombre, a saber, en su axiomática común, oficial y dominante, entonces la humanidad se unifica realmente alrededor de un eje platónico-judeo-protestante (y los católicos son ya protestantes, como hemos visto, al igual que los judíos son todos ellos kantiano neoplatónicos). El eje platónico-judeo-protestante es también el eje alrededor del cual gira la psique judeo-alemana, heredera esta, guardiana y responsable esta de la hipótesis platónica, relevada a su vez ella misma por el principio de razón. Esta unificación del anthropos pasa de hecho por lo que se llama la cultura europea, en adelante representada, en su unidad indisociable, por el poder económico-técnico-científico-militar de los Estados Unidos. Pero si se considera los Estados Unidos como una sociedad esencialmente dominada, en su espíritu, por el judeo-protestantismo, por no hablar de un eje americano-israelí, entonces, cabría seguir en el sentido de la misma hipótesis, la hipótesis de Cohen a propósito de la hipótesis platónica y su descendencia no sería tan loca. Si es una hipótesis loca, es porque traduce la locura ‘real’, la verdad de una locura real, esta psicosis logocéntrica que se habría apoderado de la humanidad desde hace más de veinticinco siglos, quedando confundidos o articulados ciencia, técnica, filosofía, religión, arte y política en el mismo conjunto”.13 Derrida concluye diciendo que aquí se cierra la fábula, o la verdad de la verdad, ese fondo que desde los griegos ha alimentado la delirante búsqueda de un eje universalizador. Cohen imaginó que ese punto de llegada, ese final de camino, lo constituía la síntesis platónico-judía-protestante encarnada en el espíritu alemán cuyo máximo exponente fue Kant. Ese itinerario retrospectivo en el que se funda, según la interpretación derrideana del texto de Cohen, la psique judeo-alemana constituye algo más que una curiosidad; hay en esa notable construcción, en ese entrelaza13. Ibíd., pp. 76-77.
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miento de lo helénico-judío-protestante un ejemplo cabal de aquello que habita en el núcleo más profundo y decisivo de Occidente. Lo que está en juego es el dominio abrumador de una lógica de la identidad estructurada alrededor de una determinada concepción del ser. Derrida le ha puesto un nombre a ese dominio que parte del mundo griego, específicamente de la filosofía platónica y se realiza plenamente en el proyecto de la modernidad cartesiana: logocentrismo. Lee a Cohen desde ese desciframiento y tal vez por eso se apure en definir la psique judeo-alemana solo y exclusivamente a partir de lo escrito en Deutschtum und Judentum; otro es el modo o la perspectiva en que se inscribirá la crítica de Rosenzweig, como también se alineará en otro carril el pensamiento de Benjamin o la indagación del universo de la cábala llevada adelante por Scholem. Quiero decir: en La estrella de la redención nos encontramos con una poderosa recusación del principio lógico de identidad, un rechazo tajante del dominio de la ontología platónico-aristotélica que ha alcanzado su punto de cierre en el idealismo alemán, particularmente en la filosofía hegeliana; sencillamente Rosenzweig leerá de un modo radicalmente opuesto al de Cohen la relación entre el pensamiento judío, su raíz talmúdica, y la filosofía occidental.14 Quisiera citar, a modo de ejemplo de esta posición, el inicio de La estrella de la redención: “Por la muerte, por el miedo a la muerte empieza el conocimiento del Todo. De derribar la angustia de lo terrenal, de quitarle a la muerte su aguijón venenoso y su aliento de pestilencia al Hades, se jacta la filosofía. Todo lo mortal vive en la angustia de la muerte; cada nuevo nacimiento aumenta en una de las razones de la angustia, porque aumenta lo mortal. Pare sin cesar el seno de la infatigable Tierra, y todos sus partos son puestos a la merced de la muerte: todos aguardan con temor y temblor el día de su viaje a lo oscuro. Pero la filosofía niega las angustias de la Tierra. La filosofía salta sobre la tumba que a cada paso se abre bajo el pie. Deja que el cuerpo quede a merced del abismo, pero la libre alma sale revoloteando. De que la angustia de la muerte ignore tal división en cuerpo y alma; de que brame yo, yo, yo, y no quiera saber nada de que la angustia se desvíe a descargar sobre un mero ‘cuerpo’, ¿qué se le da a la filosofía? Por más que el hombre se defienda de los tiros al corazón de la muerte ciegamente inexorable escondiéndose como un gusano en los repliegues de la tierra desnuda y allí perciba a la fuerza y sin remedio lo que de otro modo nunca percibe: que su Yo, de morir, solo sería un Ello, y
14. He abordado el pensamiento de Franz Rosenzweig en “(Des)habitar el exilio: Franz Rosenzweig y lo judío”, en Crítica y sospecha. Los claroscuros de la cultura moderna, Buenos Aires, Paidós, 2003, pp. 171-214.
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grite él entonces su yo, con todos los gritos que aún contiene su garganta, a la cara de lo Inexorable que le amenaza con ese exterminio inconcebible, en semejante trance sonríe la filosofía su vacía sonrisa y con el índice señala a la criatura –cuyos miembros entrechocan de angustia por el más acá– hacia un más allá del que ella nada quiere oír. Pues el hombre no quiere escapar de no sé qué cadenas: quiere quedarse, permanecer; quiere vivir. La filosofía, que le hace el elogio de la muerte como protegida suya y ocasión espléndida para huir de las estrecheces de la vida, solo le parece al hombre que se burla de él”.15 Texto extraordinario y punzante con el que Rosenzweig da comienzo al libro en el que someterá a una crítica radical la ontología de Occidente desmarcándose impiadosamente de la genealogía construida por Cohen. A ese movimiento destructivo le seguirán las escrituras de Benjamin y de Scholem, y desde otra perspectiva la del Ernst Bloch de El espíritu de la utopía. Señalo esta otra línea de lo judeo-alemán para relativizar el esquema argumentativo de Derrida y su inclinación a resolver tan compleja cuestión haciendo hincapié en una de las vertientes de ese maridaje tan arduo como trágico. No sería arriesgado sostener que mientras la genealogía coheniana permanecerá ciega ante lo que vendrá, incapaz de reconocer el “huevo de la serpiente” que anida en lo alemán como heredero de la onto-teología occidental, que ha sido platónico-cristiana, la perspectiva inaugurada por Rosenzweig y que alcanza hasta Levinas pasando por Benjamin y Scholem, se detendrá exhaustivamente a revisar esa maquinaria de reducción, de ¿exterminio?, que se forjó en el alba griega y que se desplegó con la síntesis cristiana. Lo que Derrida llama la “psique judeo-alemana” responde sin duda a un núcleo importante de esa relación potenciada desde el siglo XIX, y que encuentra en Cohen su último representante, el que quizás llevó a su punto más extremo la identificación de ambas tradiciones. También es cierto, y lo apunté líneas atrás, que la generación de Cohen se sintió heredera y legataria del universalismo ético kantiano al que colocó en el centro de su concepción del mundo, articulándolo con una especial inclinación hacia una traducción “alemana”, identificando universalidad y espíritu germánico hasta concluir en la exaltada visión coheniana. El forzamiento del texto kantiano al que se le agregó la relevancia que para la escuela de Marburgo tuvo el nudo epistemológico produjo una recepción de la tradición ilustrada que privilegiará la impronta alemana, aunque leyéndola como la última manifestación de la ecúmene helénica-judía-cristiana. No resultó casual
15. Franz Rosenzweig, La estrella de la redención, Miguel García-Baró (trad.), Salamanca, Sígueme, 1997, pp. 43-44.
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que la vertiente liberal del judaísmo alemán se haya sentido profundamente identificada con este entrecruzamiento que le permitía recoger sus tradiciones cosmopolitas junto a la posibilidad de mostrar su extraordinario arraigo en el suelo de la cultura luterana, su entrañable relación con la tierra en la que se había manifestado la última síntesis de la universalidad occidental. Ha sido Gershom Scholem el que le contestó a Cohen, aunque mucho tiempo después y teniendo a Auschwitz como fondo ominoso; el título que le puso a su discurso es por demás elocuente: “Judíos y alemanes”. Allí trazó lo que para él fueron tanto las líneas de convergencia como las de una divergencia que concluyó en catástrofe. No hay rastros en ese texto amargo de la apologética del filósofo de Marburgo; hay apenas, pero no es poco, un intento de comprensión, la búsqueda de ciertas pautas que nos permitan entender las originales circunstancias históricas por las que tuvieron que atravesar los judíos de lengua alemana. Quisiera citar algunas de esas reflexiones de quien sabe que nada volverá a ser como antes y que no queda ningún resquicio para reparar lo irreparable: el hundimiento de la cultura judeo-alemana, eso que Derrida llama su peculiar psique y que cree encontrar no solo en Hermann Cohen, sino que irradia sobre un mundo más vasto que involucra, incluso, al propio Scholem. Persiguiendo hacia su fondo histórico este vínculo siempre complejo y equívoco, Scholem señaló que la “intimidad que caracterizó la relación de los judíos con lo alemán está ligada al momento histórico concreto en el que surgió. Cuando los judíos se volvieron en masa de su Edad Media hacia la nueva época de la Ilustración y la Revolución, las masas decisivas de Alemania, Austria-Hungría y los Estados orientales, es decir, las cuatro quintas partes del pueblo judío, bajo las condiciones geográficas, políticas y lingüísticas dadas, se encontraron en primer lugar con la cultura alemana”. No deja de ser significativo que Scholem hable de encuentro con la cultura alemana y no con los alemanes, que la relación se haya dado fundamentalmente en un plano cultural dominado por el impacto y la fascinación que lo alemán ejerció sobre los judíos (lejos se estuvo de un encuentro efectivo definido por lo cotidiano y por el mutuo reconocimiento). El factor decisivo de ese encuentro se dará en el apogeo del período burgués, período del que “cabe afirmar que fue un momento feliz, en el que la creatividad de los judíos que despertaba de nuevo y que habría de adoptar formas tan importantes después de 1750, se encontró precisamente con el auge creativo del pueblo alemán que creó una imagen de lo alemán que antes de 1940 aún persistía en capas muy amplias, a pesar de las numerosas experiencias amargas, que más tarde lo serían todavía más. Esta amalgama de un gran momento histórico, caracterizada para los judíos por los nombres de Lessing y Schiller, por su intensidad y su envergadura no tiene parangón en las relaciones de los judíos
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con otros pueblos europeos.16 Desde ese encuentro, el primero en el camino hacia Occidente, desde esta nueva imagen, un brillante resplandor iluminó todo lo alemán. Ni siquiera hoy, tras haberse derramado tanta sangre y tantas lágrimas, podemos decir que fuera única y exclusivamente un resplandor engañoso. Era también algo más. Contenía elementos muy fecundos, arranques hacia evoluciones decisivas” (tal vez sirvan estas palabras de Scholem, crítico de esa relación pero portador de huellas imborrables en él de la cultura alemana, para comprender mejor al propio Cohen, a su intento por reivindicar la esencial empatía entre ambos pueblos pero sosteniendo, de ahí su originalidad y riesgo intelectual, las raíces judías de lo alemán hasta llegar a su extraordinaria síntesis en Lessing, Kant y Schiller).17 Scholem se detendrá a remarcar la importancia decisiva de Friedrich Schiller en el imaginario de los judíos y en su construcción de lo alemán; como si fuera a través de esta figura excepcional como se constituyó la fascinación hacia ese mundo cultural. “Schiller, el portavoz de la humanidad pura, el hombre que expresó con patetismo los ideales más elevados de la humanidad, ha representado para generaciones de judíos en Alemania, y casi más aún fuera de ella, lo que ellos percibían o deseaban percibir como alemán, incluso cuando este lenguaje ya sonaba a hueco en la propia Alemania, en el último tercio del siglo XIX. Para muchos judíos, fue más real el encuentro con Friedrich Schiller que con los alemanes de carne y hueso. En él hallaron lo que buscaban con más ardor. El romanticismo alemán ha significado algo para muchos judíos, Schiller para todos. Era un componente de la fe de los judíos en la humanidad. Schiller era la causa más visible, impresionante y resonante de los autoengaños idealistas a los que condujo la relación de los judíos con los alemanes. Ahí estaba el programa que parecía colmar todas las esperanzas del nuevo judío que había perdido su seguridad en sí mismo como tal, y así no encontró él tonos falsos, porque esa era la música que le hablaba de su intimidad. De hecho, los judíos respondieron a Schiller, que nunca les habló directamente, y el fracaso de
16. Michael Löwy recuerda en su libro Redención y Utopía (Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 1997, trad. de Horacio Tarcus) que sus propios padres al salir de Austria buscando el exilio en las lejanas tierras brasileñas, entre los pocos objetos que se pudieron llevar figuraban las obras de Lessing y Schiller, verdaderos íconos de esos judíos centroeuropeos que todavía se sentían unidos a lo alemán a través de su impronta humanista ilustrada. 17. Cohen escribirá programáticamente que “todo alemán debe conocer, hasta el punto de intimidad que ofrece el amor, su Schiller y su Goethe, y tenerlos siempre tanto en la cabeza como en el corazón. Pero esta intimidad presupone que ha adquirido también un conocimiento y una comprensión elemental de su Kant” (Deutschtum und Judentum, 44, cit. por Jacques Derrida, Kant, el judío, el alemán, ob. cit., p. 109).
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este diálogo alberga tal vez en su seno uno de los misterios del fracaso de esa relación. Porque Schiller, al que estaba tan apasionadamente unido su amor, no era una persona cualquiera, era realmente el poeta nacional de los alemanes y así lo sintieron estos a lo largo de todo el siglo XIX, de manera que en este caso los judíos no eligieron, como había ocurrido con tanta frecuencia, el sendero equivocado.”18 Es fascinante esta lectura retrospectiva de quien recoge la decisiva influencia de Schiller entre los judíos de lengua alemana, una influencia que sirvió para definir las raíces de lo que luego, cuando la historia giraría hacia lo trágico, se mostraría como una ilusión. A la luz de la interpretación del autor de La cábala y su simbolismo, es posible leer con otros ojos el proyecto de Cohen y, claro, percibir mejor la idiosincrasia de aquellos que habitaron la cultura alemana teniendo a Schiller como estandarte orientador. Y no deja de ser clave que su opción haya sido por aquel poeta que representaba, para ellos, la quintaesencia del humanismo, el eje desde el cual el espíritu alemán se volvía fundamento de una nueva humanidad. Cohen, miembro de la última generación que creyó a rajatabla en esta línea, se encargó en su texto de perseguir hacia las raíces de la historia aquello que luego, según su mirada, alcanzaría su acmé en la época dorada de fines de siglo XVIII. Decía que la crítica a la que somete Derrida el texto de Cohen debe ser leída teniendo como antecedente imprescindible al “nuevo pensamiento” forjado por Rosenzweig y las posteriores perspectivas innovadoras de Benjamin, Buber, Scholem y, más cerca nuestro, Levinas. Será en el interior mismo de la psique judeo-alemana donde se librará la batalla por las herencias y los legados de los que cada uno intentará reclamarse genuino portador. Para Cohen, y eso se desprende de su ensayo y de la lectura que de él ha hecho Derrida, esa herencia fundamenta el dominio del logos racional-ilustrado enclavado en la matriz kantiana como núcleo de lo propiamente alemán, es decir, judío. El autor de Deutschtum und Judentum cierra un largo itinerario que ve en la alquimia de lo alemán con lo judío la realización del universalismo platónico-cristiano; casi en un sentido hegeliano, Cohen establece el punto de llegada de la racionalidad occidental en la cultura forjada alrededor de las figuras de Lutero, Mendelssohn, Kant, Schiler, etc. Otra será la perspectiva inaugurada por Rosenzweig al ejercer una audaz y radical crítica de toda la tradición de la metafísica nacida en el alba griega; crítica que discutirá la estructura misma del edificio reivindicado por Cohen.
18. Gershom Scholem, “Judíos y alemanes”, Letra Internacional, nº 23, 1991, pp. 52-57.
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Al perseguir estas extrañas genealogías intelectuales lo que se intenta es des-cubrir esos itinerarios que han forjado la trama de nuestras representaciones; apropiarnos, desde una intencionalidad crítica, de voces y textos que definieron el derrotero de Occidente y, de diversos modos, siguen presentes en nosotros. Derrida logra interrogar la escritura de Cohen conociendo el desenlace de la historia, sabiendo de la catástrofe que se desencadenaría sobre la judería europea. Sabe que en ese ensayo olvidado es posible encontrar una huella que nos ayude a comprender, que nos permita desocultar lo oculto, que abra el camino hacia las opacidades de la historia. Lo indecible permanecerá allí, pero, al menos, se podrá pronunciar alguna palabra.
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