concentración quedó obviamente roto por las palabras de Garth. Un instante después dejó escapar un chillido de dolor, pues había cometido el error de recurrir a su maná sin concentrarlo inmediatamente en un hechizo a continuación. El luchador se tambaleó de un lado a otro bajo los efectos de la quemadura de maná, y se llevó las manos a la frente mientras Garth le contemplaba con la expresión compasiva que se merecía semejante exhibición de falta de profesionalidad. —¡Ese hombre es nuestro! Garth volvió la mirada hacia el luchador Gris. —No lo hagas —dijo—. Creo que tenemos asuntos más importantes de los que ocuparnos. Después le dio la espalda como si ya no le importara en lo más mínimo que estuviera allí. Un grupo de luchadores de la Casa Naranja estaba cruzando la Plaza con largas zancadas llenas de decisión. Uno de ellos, que llevaba una capa adornada con bordados de oro y plata y que estaba claro tenía un nivel muy alto, parecía ser su líder. Garth extendió lentamente los brazos preparándose para un combate, y el hombre aflojó el paso. —Un testigo de la multitud afirma que eres el que mató a Okmark ayer —dijo el recién llegado—. Eres nuestro. —Pues entonces cogedme —replicó Garth en voz baja y suave. El luchador fue hacia él como si hubiera decidido que Garth ni siquiera merecía que se tomase la molestia de emplear un hechizo con él. Garth sonrió y le señaló con la mano. El hombre empezó a moverse cada vez más despacio, como si hubiera tropezado con una barrera invisible, y acabó retrocediendo mientras lanzaba una maldición ahogada. Después Garth alzó la mano hacia el cielo. Una nube negra surgió de la nada, un remolino zumbante y envuelto en chisporroteos que bajó hacia el suelo moviéndose a una gran velocidad. Avispas tan grandes como el pulgar de un hombre se lanzaron sobre los luchadores Naranja, clavándoles sus aguijones con tal ferocidad que los hilillos de sangre no tardaron en correr por los rostros de los enemigos de Garth. El recinto pavimentado de la Casa de Kestha ya había quedado rodeado por un gentío que rugía y gritaba. Los alaridos de placer y las carcajadas se hicieron todavía más estruendosas cuando algunas avispas se apartaron de la media docena de luchadores a los que estaban atormentando y cayeron sobre la multitud, haciendo que sus víctimas gritaran y agitaran los brazos en un frenético intento de alejar los aguijones de sus cuerpos. Las contorsiones de los campesinos y miembros del populacho que estaban siendo
aguijoneados por las avispas hicieron que la algarabía de placer del gentío llegara a ser realmente insoportable. El líder de los luchadores de Fentesk lanzó un grito de rabia, se puso en pie y levantó los brazos hacia el cielo. Las avispas cayeron al suelo con sus alas envueltas en humo y llamas, pero aun así se las arreglaron para pegarse a los tobillos de sus objetivos mientras se retorcían sobre el pavimento y clavaron sus aguijones incluso a través de las botas, con el resultado de que los compañeros del líder empezaron a dar ridículos saltitos de un lado a otro. Garth volvió a mover la mano y las avispas se incendiaron. Las llamas se comunicaron a las botas de los luchadores y los campesinos torturados del gentío. Los campesinos huyeron gritando, corriendo desesperadamente a las fuentes para mojar su calzado en llamas, y fueron seguidos por los luchadores Naranja. El líder fue el único que no huyó. El líder de los luchadores se envolvió el cuerpo con los brazos haciendo aletear su capa, y una neblina empezó a formarse a su alrededor. Garth metió la mano en su bolsa y después volvió a extender el brazo en el mismo instante en que la niebla letal empezaba a avanzar hacia él. El líder de los luchadores de la Casa Fentesk se tambaleó, y durante un momento pareció como si un remolino palpitara a su alrededor, absorbiendo sus poderes y arrastrándolos hacia un vacío en el que se disipaban. Garth movió las manos hacia atrás y hacia adelante como si estuviera agitando el remolino mientras el luchador se retorcía y se debatía dentro del sumidero de poder que estaba robándole toda su fuerza. El líder acabó derrumbándose sobre el pavimento. Hammen corrió hacia el luchador inmóvil en el suelo y alargó la mano hacia su bolsa de hechizos. —Sólo uno —ordenó Garth—. Es lo que dicen las reglas, ya que no era un combate a muerte. Hammen metió codiciosamente la mano en la bolsa del luchador y extrajo un anillo-amuleto de ella. —Su hechizo repulsor de las criaturas que vuelan... —dijo—. Lo utilizó contra tus avispas. Garth asintió y después volvió la mirada hacia los luchadores de la Casa Gris, que permanecían inmóviles y boquiabiertos. Un estruendoso trompeteo resonó por toda la Gran Plaza llenándola de ecos, y unos segundos después pareció repetirse desde el interior de la Casa Kestha. Ya había un grupo de túnicas grises alrededor del umbral, y unos momentos después aparecieron varias docenas de luchadores más. La multitud que había estado presenciando el espectáculo gratuito se agitó y tembló como si una nueva fuerza acabara de golpearla por detrás. El gentío acabó separándose en dos masas de cuerpos
apelotonados, y más luchadores Naranja entraron en el semicírculo que rodeaba la Casa Gris. Unos segundos después media docena de ellos estaban enfrentándose a otros tantos luchadores de la Casa Gris, y varios de ellos conjuraban hechizos mientras los demás se limitaban a desenvainar sus dagas para lanzarse sobre sus adversarios. —Bien, amo, ¿no creéis que ya va siendo hora de irse? Garth bajó la mirada hacia Hammen, que estaba muy ocupado escondiendo varias bolsas debajo de su túnica. La multitud rugía de placer, y gritó y aulló con histérico abandono cuando hubo el primer derramamiento de sangre y un luchador de la Casa Gris se derrumbó con las manos engarfiadas alrededor de su garganta, que acababa de quedar rajada de oreja a oreja. Una bola de fuego chocó con su agresor cuando éste ya se inclinaba para coger la bolsa de su víctima, y le hizo caer al suelo y retorcerse envuelto en llamas hasta que uno de sus compañeros lanzó un hechizo de protección que las extinguió. Dos luchadores de la Casa Gris se apresuraron a ayudar a su hermano de logia, y utilizaron las manos y encantamientos para detener la abundante hemorragia. Una andanada de relámpagos surgió de la cima del palacio de Kestha y cayó sobre la plaza, derribando luchadores de la Casa Fentesk como si fueran hileras de bolos. Garth se agachó para esquivarlos y se pegó al muro del edificio, escondiéndose bajo la sombra que proyectaba una de las gigantescas estatuas de luchadores que servían como columnas. Deslizó la mano debajo de su túnica, sacó la granada que le quedaba y empezó a comerla sin inmutarse. —¡Por favor, amo! —gimoteo Hammen, apareciendo al lado de Garth y agazapándose junto a él—. Salgamos de aquí. —Todavía no. Eh, creo que voy a apostar por los Grises... ¿Por qué no apuestas unas cuantas monedas en mi nombre? Se oyeron más trompetas, y Hammen miró a su alrededor. —El Gran Maestre de la Arena se acerca. Tenemos que largarnos ahora mismo. —Dentro de un momento. Una gran falange apareció en un extremo de la multitud, que reía y bailaba mientras contemplaba el espectáculo. Había por lo menos veinte hombres capaces de emplear la magia en el centro de la columna, y los luchadores iban flanqueados por varios centenares de ballesteros. El Gran Maestre de la Arena en persona cabalgaba al frente de la columna, y su capa polícroma destellaba reflejando todos los colores del arco iris. Los ballesteros se desplegaron alrededor del semicírculo gris con sus armas preparadas para disparar. Algunos se volvieron hacia la multitud, que fue retrocediendo de mala gana, y la gran mayoría se volvió hacia el interior del recinto, alzando sus ballestas y apuntando
a los combatientes con ellas. Se oyeron más trompetas y hubo un redoblar de tambores. El combate empezó a perder intensidad. —¡Sal, Tulan de Kestha! —rugió un heraldo, inmóvil junto al estribo del Gran Maestre. Su voz parecía estar amplificada por algún poder mágico que le permitió hacerse oír incluso por encima del estrépito de la multitud, entre la que había algunas personas que estaban lanzando gritos de dolor y agonía después de haber recibido dardos de ballesta disparados desde muy poca distancia. —¡Estoy aquí! Garth giró lentamente sobre sí mismo y alzó la mirada. Un hombre que supuso era el Gran Maestre de la Casa de Kestha acababa de aparecer sobre la cabeza de uno de los gigantescos luchadores de piedra. Garth acabó su granada y arrojó la piel a un lado. —¡Este combate debe cesar ahora mismo, o serás colocado bajo interdicto! —gritó el heraldo. —Pues entonces di a esos bastardos de la Casa Naranja que dejen de ensuciar nuestro pavimento con su basura. El Gran Maestre hizo volver grupas a su montura y contempló al grupo de luchadores de la Casa de Fentesk, que habían formado un círculo alrededor de sus heridos. —Habéis entrado en una propiedad ajena —dijo—. Tendréis que pagar una multa por haber violado la ley, y además debéis marcharos inmediatamente. El líder que había luchado con Garth, que ya parecía estar bastante recuperado, fue ayudado a incorporarse. —Hemos venido aquí para tratar de arrestar a un hombre que asesinó a uno de nuestros hermanos —dijo. —¿Quién es ese hombre? —preguntó el Gran Maestre. El líder recorrió la plaza con la mirada. —¡Ahora, amo, por favor! —gimoteó Hammen. Garth se puso en pie y avanzó despreocupadamente hacia el Gran Maestre. —Creo que soy el que anda buscando —anunció, alzando la voz para hacerse oír. —¡Es él! —gritó el líder de los luchadores de la Casa Naranja—. Es el que mató a uno de nuestros hombres ayer. El Gran Maestre hizo volver grupas a su montura de nuevo. El heraldo movió una mano, y varios ballesteros alzaron sus armas y apuntaron a Garth con ellas. Garth no les prestó ninguna atención. Dio la espalda al Gran Maestre y alzó la vista hacia la cabeza de la estatua sobre la que se encontraba Tulan. —He venido a unirme a la Casa de Kestha —dijo—. Estoy pisando