RESUMEN: “FABRICANDO POBRES Y PELIGROSOS: LOS DERECHOS HUMANOS Y SU (CASI PERMANENTE) NEGACION” , CECILIA MARIA BOUÇAS COIMBRA.
La relación entre educación y derechos humanos debe entenderse de manera compleja. Si lo que se pretende es comprender la importancia de esos derechos, destacando las principales consecuencias sociales que se derivan de su frecuente violación, el desafío no puede reducirse sólo al aprendizaje (casi siempre repetitivo) de las leyes que formalmente los ponen de manifiesto. Permitir y promover una reflexión crítica sobre el significado sustancial que estos derechos tienen en el desarrollo político de la modernidad es una de las grandes tareas de toda educación democrática. Es necesario comprender la formación ética de los ciudadanos y ciudadanas como un esfuerzo de aproximación crítica a la sociogénesis de los derechos humanos y a las condiciones históricamente producidas que conlleva su negación. Más allá del ilusorio carácter natural con el que a menudo se los reviste, debemos reconocer que la mera formulación de los derechos humanos no garantiza su cumplimiento. Desnaturalizar los derechos humanos resulta fundamental. El nacimiento de los derechos del hombre: Los derechos del ciudadano aparecen por primera vez c a partir de la Revolución Francesa. Allí, los ideales de igualdad, libertad y fraternidad se definen como los requisitos fundamentales para la realización de una serie de derechos esenciales e inherentes a las sociedades humanas. Un conjunto de derechos considerados como elemento constitutivo de la naturaleza misma de las sociedades y de los individuos, en forma universal y más allá de cualquier particularismo.
La base de sustentación filosófica de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, así como la de la proclamada en la Revolución Americana de 1776, es la doctrina de los derechos naturales o jusnaturalismo: de la ley natural derivan derechos y deberes también naturales e imprescriptibles, existentes más allá de toda opción o decisión por parte de los individuos; por lo tanto, son pre-sociales y preestatales. Sobre este principio se erigen la función y los límites del Estado liberal: todos los hombres son portadores de la misma naturaleza, la cual concede a los individuos idénticos derechos y obligaciones, y es función del Estado protegerla y no amenazarla. La doctrina de los derechos naturales define así una de las características centrales en la construcción de la naciente sociedad burguesa: el individualismo. Derivados de la naturaleza humana, los derechos derechos del hombre “pertenecen” igual y universalmente a cada individuo. Violarlos supone violar la propia esencia del Hombre. Los derechos del hombre nacen como un punto de partida, en apariencia, común a todos. Igualdad “formal” que convivirá con los resultados resul tados siempre desiguales del ejercicio de la vida humana por parte de cada individuo. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano es un manifiesto contra la sociedad jerárquica de privilegios de la nobleza, pero no un manifiesto a favor de una sociedad democrática e igualitaria; prevé la existencia de distinciones sociales, aunque “sólo en el terreno de la utilidad común”. Los derechos del hombre en el siglo XX: Ya en el siglo XX, la historia instituida (normas, valores y comportamientos aceptados y naturalizados) de los derechos humanos encuentra su momento culminante en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, de 1948, surgida después de la Segunda Guerra Mundial, cuando las naciones victoriosas crearon la Organización de las Naciones Unidas.
Durante el auge de la Guerra Fría el mundo se dividió en dos grande bloques: el capitalista y el socialista. De un lado, se puso el énfasis sobre los derechos civiles y políticos. Del otro lado, los derechos económicos, sociales, culturales y colectivos de los pueblos tuvieron prioridad. En 1968 se realizó la Primera Conferencia Mundial de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Este evento reafirmó la “integralidad” de los derechos humanos y marcó el camino hacia su “internacionalización”, al destacarse que los derechos humanos no son simplemente derechos civiles y políticos, sino también económicos, sociales, y culturales; derechos colectivos y de los pueblos, que sobrepasan a los estados y son responsabilidad internacional. La cuestión central ha sido la definición de cuáles derechos deben ser garantizados y a quiénes deben ser extendidos: deben entenderse no como un objeto natural y ahistórico, sino como forjados en el contexto de disputas, de determinadas prácticas y movimientos sociales. Dejar de pensar en los derechos humanos como un objeto natural puede ayudarnos a imaginar y producir otros derechos no menos “humanos” que aquéllos, aunque ya no universales, ni absolutos, ni continuos, ni en evolución permanente y provindencial. Se trata de afirmar derechos locales, discontinuos, fragmentarios, procesales, en constante movimiento y devenir, múltiples como las fuerzas que se encuentran en el mundo. Produciendo pobres y “peligrosos”: Michel Foucault (1984) señala que en el capitalismo industrial, cuando emergen las sociedades disciplinarias, las clases dominantes dejan de preocuparse por las infracciones a las normas para empezar a inquietarse por aquello que los individuos podrían infringir. De tal manera, el control no se realiza sólo sobre lo que es, sino también sobre lo que podrá ser, sobre la virtualidad. Ese dispositivo de control está presente en todas las historias de exclusiones y marginaciones que marcan al mundo occidental a partir del siglo XIX. En América latina, el control de la virtualidad ejerce un papel fundamental en la constitución de nuestras subjetividades. A fines del siglo XIX y a lo largo de todo el siglo XX, se desarrolla en América latina el movimiento higienista: sus bases son las teorías racistas, el darwinismo social y la eugenesia; predica el perfeccionamiento de la raza y se sitúa abiertamente contra negros, mulatos, indios y mestizos, la mayor parte de la población pobre latinoamericana. Este movimiento penetra en los más diversos sectores de la sociedad, redefiniendo los papeles que deben desempeñar en un régimen capitalista la familia, el niño, la mujer, la ciudad y las clases pobres. Irá definiéndose, en esta forma, el modelo de familia nuclear burguesa, la cual quedará bajo la tutela de los médicos, detentadores de la ciencia, aquellos que orientan e indican cómo todos deben comportarse. Tutela que pasará a ser ejercida sobre las diferentes clases sociales, en especial, sobre los pobres, a partir de la necesidad de transformarlos en cuerpos productivos, evitando con esto “la formación de espíritus descontentos, desajustados y rebeldes”. En el discurso médico de la época, la calle y los lugares públicos se definen como “la gran escuela del mal”, donde están los “menores”, la infancia peligrosa y la infancia qu e está en peligro (habida cuenta de que su condición de “pobre” la somete cotidianamente a la convivencia con elementos criminales, degenerados e irrecuperables). En la antigüedad y en la Edad Media ocurría lo contrario: las calles, las plazas, los lugares públicos, eran puntos de encuentro de la población a través de las ferias, de los actos políticos y artísticos y hasta de las ejecuciones de los criminales.
Sennett (1988) señala que el siglo XX es el escenario del vaciamiento de los espacios públicos y del énfasis que comienza a atribuirse al territorio de lo privado. Las subjetividades se fortalecen en el siglo XX, donde los espacios públicos son descalificados, vistos como amenazadores, peligrosos y, por lo tanto, deben ser evitados. Destinados a la velocidad, poco adecuados, por lo tanto, para las personas, las calles y ciudades reformadas –libres de cierta “suciedad” humana, de la diversidad y multiplicidad que las caracterizaban en los siglos anteriores- se tornan espacios de circulación, de paso, y dejan de ser consideradas lugares de encuentro. Por ellas circulan las clases laboriosas, aquellos que pasan para trabajar y consumir, ya no los miserables, confinados a los suburbios y a la periferia. En contraposición, aunque funcional a la ciudad idealizada, racional y homogénea, van surgiendo y desarrollándose otros espacios urbanos: los “territorios de los pobres”, donde la miseria, la insalubridad, las casas en ruinas, las calles mal trazadas son las características distintivas. Espacios para los otros, donde no existen las políticas públicas. Para las subjetividades hegemónicas producidas a lo largo de los dos últimos siglos, y en especial a partir del inicio del siglo XX, la pobreza se identifica con las “clases peligrosas”, que reciben “el estigma de ser un fardo social: cuerpos inútiles para el trabajo que pesan en las espaldas de toda la sociedad” (Lono, 1997, p.135). No es casual que la relación entre pobreza y violencia se actualice fuertemente en la década del `80, cuando “sutilmente, se acaba por asociar el aumento de la criminalidad con un exceso de prácticas democráticas” (Caldeira, 1991, p.164). Analizando esta cuestión, Oliven (1983) afirma que es sintomático que la violencia se haya transformado en el tema preferido de los medios y de los políticos desde principios de la década del 80, justamente cuando comienzan a entrar en crisis los regímenes dictatoriales en América Latina. Resulta notorio observar que la violencia es elevada al status de cuestión primordial, cuando el modelo económico que sustenta al régimen militar entra en crisis y se vuelve difícil continuar usando el discurso de la seguridad nacional, dado que ya no existe la amenaza de la “guerrilla”. Con el recrudecimiento de la inflación, del desempleo y de la crisis política, será preciso crear un nuevo chivo expiatorio. Este será el “marginal”. Desde el comienzo de nuestro siglo, el Estado y sus diferentes dispositivos vienen produciendo subjetividades en las que el “empleo fijo” y una “familia organizada” se convierten en padrones de reconocimiento, aceptación, legitimación social y derecho a la vida. Al quedar fuera de estos territorios, se entra inexorablemente en la enorme legión de los “peligrosos”, de los otros, aquellos a quienes se mira con desconfianza y, por lo menos, se los aparta y evita, cuando no se los extermina. A pesar del poderío de los dominantes, y de los diferentes equipamientos sociales que funcionan para disminuir, inferiorizar y descalificar a los pobres y sus espacios, se están llevando a cabo luchas microscópicas, resistencias frente a estas m asivas producciones de subjetividades. Sujetos a quienes se los está creando e inventando. La vida late entre los considerados “peligrosos”; una vida que amenaza los privilegios de unos pocos, de ahí los constantes intentos de disciplinarla, encuadrarla y hasta exterminarla.