Unidos no era ni el amigo ni el aliado que Francia suponía. A pesar del tratado de amistad franco-americano de 1778, George Washington había declarado la neutralidad de Estados Unidos, así que se negaba rotundamente a tolerar que los franceses emplearan Estados Unidos como base de operaciones para sus corsarios o, lo que era peor, que se lanzaran a la conquista de Luisiana con un ejército de mercenarios reclutados en la frontera. Cuando los británicos comenzaron a interceptar los barcos estadounidenses que comerciaban con Francia y sus colonias, Washington respondió, no declarando la guerra, sino negociando un tratado que reconocía el derecho que tenía Gran Bretaña a bloquear todo el comercio con Francia, y esto a cambio del pago de una compensación por cada barco o carguero estadounidense requisado. Como represalia, los franceses declararon, en primer lugar, que tratarían a los barcos americanos como enemigos y, en segundo lugar, que impondrían un código de conducta y de requisas que iba a ser incluso mucho más duro que el que practicaban los británicos. Sufriendo Estados Unidos cada vez más pérdidas, con los corsarios franceses comportándose como auténticos piratas y sin esperanzas de que les llegara compensación alguna, al presidente Adams no,le quedó otro remedio que declarar la guerra a Francia en 1798. Se hicieron planes para atacar Luisiana, Florida y las islas francesas en el Caribe, al tiempo que se preparaba una pequeña armada para combatir a los barcos de guerra y a los corsarios del Directorio. Alarmados por la amenaza que se cernía sobre Luisiana, en menos un año los franceses se dieron cuenta de que no tenía sentido mantener abierto este conflicto. Se enviaron mensajes conciliadores a Adams y, estando apenas Napoleón establecido en el poder, ya estaba éste expresando su pesar por los decretos que habían llevado a su país a esa guerra con la armada estadounidense. Gracias a una serie de circunstancias políticas que se produjeron en Estados Unidos, incluyendo que la guerra lo único que estaba consiguiendo era reforzar la posición de los enemigos de Adams, los federalistas, las disculpas de Napoleón tuvieron el efecto deseado. Se restauraron las relaciones diplomáticas y se redactó un acuerdo de paz que anuló el tratado de 1778 -reforzando de este modo el principio de neutralidad de Estados Unidos- para compensar a Estados Unidos por su actitud de rechazo de las demandas británicas referidas a la navegación neutral y por la renuncia a reclamar compensaciones por los daños infligidos a sus barcos desde 1793. Durante un tiempo, todo fue bien, pero eran tales las diferencias entre las posiciones norteamericana y francesa que era probable que surgieran nuevos problemas. En resumen, que la adquisición de la Luisiana siguió siendo un tema de vital importancia y, por lo tanto, un motivo constante de discordia. Al mismo tiempo que las negociaciones parecían estar derivando hacia el acuerdo de 30 de septiembre de 1800 -el tratado de Mortefontaine-, se estaban produciendo conversaciones paralelas con España relacionadas con el territorio de Luisiana. No hubo grandes dificultades para conseguir la venta de este territorio: el gobierno español consideraba su posesión de la Luisiana como una fuente de problemas, así que merecía la pena el negocio con Francia, sobre todo si eso garantizaba el establecimiento bajo control español del Reino de Etruria, en Italia. El 1 de octubre de 1800, por medio del tratado de San Ildefonso, la Luisiana fue entregada a los franceses, pero el acuerdo permaneció secreto durante algún tiempo y, por varias circunstancias, la transferencia del territorio no se hizo efectiva hasta el 15 de octubre de 1802 Esta transferencia de territorio no fue considerada una amenaza por nadie, pero si se hubieran conocido los verdaderos planes de Napoleón, Gran Bretaña nunca hubiera firmado la paz. Pero, siendo así las cosas, el compromiso de los británicos con la guerra se fue diluyendo poco a poco. Gran Bretaña contaba con la supremacía en los mares, es verdad: Malta, como hemos visto, fue arrebatada a los franceses; los españoles fueron derrotados en una serie de combates navales menores; y los daneses derrotados en Copenhague (véase más adelante). Y, desde luego, como nada podía poner en peligro la preponderancia de la Marina Real británica, nada podía detener a los británicos si éstos querían hacerse con el control de las colonias y otros territorios ultramarinos de sus oponentes: hacia 1800 sus presas incluían Tobago, San Pedro y Miquelón, Pondicherry, Martinica, Santa Lucía, Los Santos, Mariegalante, Deseada, Las Indias Orientales holandesas, Ceilán, Malaca, Demerara, Essequibo, Berbice, Trinidad, Madagascar, Surinam, Gorée, Curaçao, Menorca y Córcega (aunque esta última solo se pudo mantener entre 1793 y 1796). Ese mismo poder marítimo podía poner en peligro la permanencia de los franceses en Egipto: en diciembre de 1800 una gran fuerza expedicionaria británica zarpó del puerto de Gibraltar con rumbo a Alejandrí Alejandría a al mando mando de sir Ralph Abercromby Abercromby.. Hacia finales finales de marzo marzo de 1801, los británicos británicos habían habían establecido una una firme cabeza de puente puente en la costa mediterránea, derrotando estrepitosamente a los franceses en la segunda batalla de Abukir, y se aproximaban a Alejandría. Animada por las promesas de auxilio -hasta el final Napoleón intentó enviar tropas de refuerzo a través del Mediterráneo- la guarnición francesa resistió hasta avanzado el verano, pero El Cairo se rindió finalmente en junio sin oponer resistencia. Si la aventura egipcia no terminaba por decidirse, en la India los británicos obtuvieron un completo éxito. Desde 1798 en adelante, una serie de campañas británicas habían acabado con los monarcas afines a Francia y extendido las fronteras de los territorios dominados por Gran Bretaña, al tiempo que se comenzaba a hacer famoso el nombre de Arthur Wellesley, hasta entonces un desconocido oficial. Había, entonces, muchas voces que clamaban por la continuación de la guerra. Una de ellas era la de lord Malmesbury, el experimentado diplomático que había había estado al cargo de las negociaci ones de 1797. Como registró en su diario en marzo marzo de 1801: Me temo que los ministros han estado demasiado predispuestos a la negociación. Bonaparte se aprovechará de esto o se mostrará insolente (se siente muy seguro en su posición) o les traicionará y les hará firmar una paz engañosa bajo el manto de una fingida sumisión. Hay razones para suponer que los lejanos ejércitos franceses no están dispuestos a ser muy obedientes, y que esos que los comandan se consideran a sí mismos tan merecedores de gobernar Francia como el Primer Cónsul. No se atreve, por lo tanto, a traerlos de vuelta a Francia, y no está seguro de que éstos mantengan los países que están bajo su control en beneficio de su persona y de sus propósitos. Temo un armisticio naval: si accedemos a esto, haremos como el jinete que va por delante pero, en un momento dado, permite a sus competidores que se pongan a su altura durante la carrera. Pero esto, y las concesiones ante las demandas de las naciones neutrales, y, probablemente, algún favor o un acto de sumisión a la voluntad de Pablo, yo creo, será adecuado para nuestros propósitos, y mi mayor esperanza es que Bonaparte, aturdido por el éxito y la vanidad, y teniendo en cuenta nuestra tendencia a ser sumisos, responderá a nuestras propuestas con un lenguaje tan insolente y autoritario que incluso los ministros más recalcitrantemente pacifistas se sentirán sentirán ofendidos. [111]
Pero las capacidades de Gran Bretaña eran limitadas: se disponía de pocas tropas -el ejército de Abercromby se reunió solamente a costa de abandonar cualquier esperanza de defensa de Portugal- y existían pocas posibilidades de poder emplear un ejército con éxito en Europa. A pesar de las exageradas demandas de sus partidarios en Londres, el legitimismo francés no mostraba trazas de poder generar el tipo de levantamiento armado que podría haber justificado un desembarco en Francia, mientras que los ataques contra bases navales tales como Cádiz, Ferrol y Brest demostraron ser bastante poco útiles. Gracias a la supremacía en el mar, se podría haber intentado algo contra las posesiones españolas en América -había, en particular, muchos rumores sobre la conquista de Cuba- pero, a corto plazo, era difícil ver cómo tales operaciones podían haber tenido alguna influencia sobre los asuntos de Europa, y menos cómo la Marina Real británica iba a ser capaz por sí sola de acabar con el dominio francés o impedir que los franceses siguieran cerrando puertos al comercio británico. Y, por último, pero no por ello menos importante, estaba el hecho de que Francia estaba en ese momento haciendo verdaderos esfuerzos para organizar y fortalecer el estado tras el caos de la Francia jacobina de la década de 1790: se estaba eliminando gradualmente el bandidaje, el reclutamiento se llevaba a cabo de manera más efectiva y la administración había alcanzado de nuevo un alto grado de estabilidad. No es sorprendente, por lo tanto, que un alto grado de pesimismo acompañara al optimismo de los más intransigentes. Citando una carta escrita por lord Auckland a lord Wellesley, que por entonces era gobernador general de la India: No podemos ignorar por más tiempo que es probable que la guerra termine sin que se logre la independencia de Europa, y teniendo que asumir el dominio colonial francés. Ni siquiera creo que una repentina desaparición de escena de Bonaparte cambiara especialmente las cosas.