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El canto del mundo Jean Giono Ed. Fontamara. Barcelona 1979
_________________ Título original: Le chant du monde . Editions Gallimard. Paris, 1934 Traducción: Pere Pruna Portada: Estudi Dat Primera edición: marzo de 1979 –revisada(C) Editions.Gallimard (C) EDITORIAL FONTAMARA, S. A. Entenza 116-Barcelona-15 Teléfono 325 16 83 Impreso en España Alfonso Impresores. Carreras Candi, 12-14. Barcelona Barcelona
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El canto del mundo Jean Giono Ed. Fontamara. Barcelona 1979
_________________ Título original: Le chant du monde . Editions Gallimard. Paris, 1934 Traducción: Pere Pruna Portada: Estudi Dat Primera edición: marzo de 1979 –revisada(C) Editions.Gallimard (C) EDITORIAL FONTAMARA, S. A. Entenza 116-Barcelona-15 Teléfono 325 16 83 Impreso en España Alfonso Impresores. Carreras Candi, 12-14. Barcelona Barcelona
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EL CANTO DEL MUNDO Índice Presentación
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PRIMERA PARTE . . . . . . . . . . . . . . Capítulo I Capítulo II Capítulo III Capítulo IV Capítulo V Capitulo VI Capítulo VII Capítulo VIII Capítulo IX
5 5 13 23 39 43 47 56 63 70
SEGUNDA PARTE . . . . . . . . . . . . . Capítulo I Capítulo II Capítulo III Capítulo IV Capítulo V Capítulo VI Capítulo VII
82 82 89 98 116 124 139 142
TERCERA PARTE . . . . . . . . . . . . . . Capítulo I Capítulo II Capítulo llI
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Presentación Jean Giono nació en 1895 en la pequeña ciudad provenzal de Manosque en la que, con breves interrupciones, viviría hasta su muerte en 1970. De los diecisiete a los treinta y cinco años trabajó como empleado de banca. Tras unos tímidos inicios literarios, su primera novela, Colina , publicada en 1929, lo consagró de golpe. Los escritores del momento le reconocieron de inmediato como uno de los más grandes entre ellos. Gide anunció que «un nuevo Virgilio acababa de nacer en la baja Provenza». Al año siguiente, Giono abandonó su empleo para consagrarse profesionalmente a la literatura. El canto del mundo apareció en 1934. Esta novela constituye la demostración de la posibilidad para la literatura europea de recobrar una abierta dimensión épica que parecía perdida. En 1942, Drieu la Rochelle escribe: «Me he encontrado como todos los demás escritores contemporáneos ante un hecho aplastante: la decadencia. Todos han tenido que defenderse y reaccionar, cada cual a su manera, contra este hecho... El canto del mundo es una novela guerrera, una novela de la violencia y del valor físico, mucho más segura y directamente que una novela de Malraux, de Montherlant o mía, pero libre de política». Para Drieu, la búsqueda de la «salud y la fuerza» la realiza Giono yéndose a «una fantasía campesina, una pastoral lírica, una ópera mítica», para «no verse entorpecido por la intercalación inmediata de lo real ». Al eludir esta «intercalación inmediata de lo real», Giono no huye de la decadencia mediante una evasión a la naturaleza; muchos escritores se habían evadido al irracionalismo o al directo compromiso de la militancia política en literatura, y, frente a ellos, Giono levanta un mundo real y tangible presidido por las fuerzas omnipresentes de la naturaleza, que es en su obra una naturaleza activa y cambiante en la que se inserta, con proporciones míticas, la acción y la fuerza del hombre en la tierra y contra la tierra, la grandeza primitiva de la condición humana no en la historia de los hombres, sino en la historia natural, en un mundo de materia viva y llena de espíritu. No es en la huida de lo real donde Giono encuentra su fuerza, sino en la vuelta al mundo elemental de la materia, eterna y en perpetuo cambio; el hombre parece destilarse de ella, convertirse en su quintaesencia: Ia fuerza del hombre, forjada dentro de la naturaleza, formando parte de ella y a la vez enfrentándosele, es decantada por la razón, la emotividad y la voluntad consciente y se entrelaza con las fuerzas naturales de forma semejante a como lo hacían los poderes de los viejos dioses. En Giono se opera la divinización todavía posible de la condición humana en un tiempo en que la profunda denigración de esta condición se acerca a su forma más brutal, la segunda guerra mundial; en que la literatura refleja la desesperación sin salida frente a la barbarie que avanza a pasos de gigante. Giono había puesto sus primeras novelas bajo la invocación del dios Pan. Y es Pan el que preside toda su obra, al menos en sus rasgos esenciales; en Giono no se encuentra la paz y la evasión bucólica, sino la lucha en su plenitud, la lucha como representación de la suprema condición humana en su eternidad dentro de un universo de materia activa que es terrible y fecundo a la vez. En El canto del mundo, bajo la envoltura de unos campesinos transfigurados en guerreros, son héroes y dioses los que se enfrentan entre ellos, encarnando las fuerzas de los elementos, encarnando a la vez el espíritu de una tierra llena de vida y de alma en cada una de sus partículas y su superación por el espíritu del hombre en su sufrimiento y su lucha.
EMILIO OLCINA AYA
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Primera parte
I
La noche. El río corría con estruendo a través del bosque y Antonio se adelantó hasta la punta de la isla. Por un lado, el agua profunda, suave como pelo de gato; por el otro lado, los relinchos del vado. Antonio tocó la encina. Escuchó en su mano los temblores del árbol. Era una vieja encina más corpulenta que un hombre de la montaña, pero se erguía en la misma punta de la isla de Geais, exactamente allí donde daba la corriente, y ya la mitad de sus raíces salían del agua. —¿Qué tal?—preguntó Antonio. El árbol no dejaba de temblar. —No—dijo Antonio—, no parece que la situación sea buena. Acarició suavemente el árbol con su larga mano. A lo lejos, en las hondonadas de las colinas, los pájaros no podían dormir. Se acercaban a escuchar el río. Lo cruzaban en silencio, casi como la nieve que se desliza en el aire. En cuanto sentían el olor extraño de los musgos del otro lado, regresaban batiendo desesperadamente las alas. Todos a la vez se abatían sobre los fresnos, cual red que se arroja al agua. Aquel otoño, desde el principio, olía a viejo musgo. Del otro lado del río alguien gritó: —¡Antonio! Antonio escuchó. —¿Eres tú, Matelot? —Sí, quiero verte. —El vado ha cambiado de lugar—gritó Antonio. —Vengo a caballo—dijo Matelot. Y se le oyó que empujaba al agua un grueso tronco de árbol. «Debe haIlarse aproximadamente en el mimbreral —pensó Antonio—; con ese nuevo rodeo del vado, por allí debe remitir la corriente.» ∗
Matelot: Mastil, marinero.
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—¡Eh! —gritó Matelot. Ya había llegado. —Es fuerte la corriente —dijo— y se flota sin tocar. Ten cuidado, porque va en aumento desde hace dos días. —Sí —dijo Antonio—; trabaja sobre todo por el fondo del cauce. Escucha. Puso su mano sobre el brazo de Matelot y ambos permanecieron inmóviles. Desde el fondo del agua ascendió como la galopada de un rebaño. —El vado viaja –dijo Antonio—. Ven a calentarte. —Escucha —repuso Matelot—, es urgente. ¿Has mirado el agua hoy? —Sí, y también todo el día de ayer. —¿Por el lado de la gran corriente? —Si. —¿Has visto pasar nuestros árboles? —No. —¿Estás seguro? —Por completo. —A mi puedes decirme la verdad, Antonio. Soy viejo, pero todo lo espero. No me digas no, si es si. —Es no. —Unos troncos de abeto. La marca es la cruz. Siempre he ordenado que los marquen en los cuatro lados. De este modo, aunque den vueltas, la marca debe verse. ¿Sigue siendo no? —Sigue siendo no—contestó Antonio. Permanecieron un momento en silencio. —¿Tienes tabaco seco?—preguntó Matelot. —Sí—repuso Antonio. Buscó en sus bolsillos. —Mi mano está ahí—dijo. —¿Dónde? —Delante de ti. Matelot cogió el tabaco. —¿Qué es esa historia?—preguntó Antonio. —No tengo noticias de mi mellizo de pelirojo –dijo Matelot. —¿Desde cuándo? —Desde que se marchó. —¿Cuándo se marchó? —En la luna del mes de julio. —¿Por cuánto tiempo? —Dos meses contando largo. —Dos meses para ti—dijo Antonio. —Dos meses también para él—dijo Matelot—. Lo conozco bien. No le tengo confianza tan sólo porque es mi hijo, sino porque sé cómo trabaja. Tenía que cortar cincuenta abetos. —¿Dónde? —En la comarca Rebeillard, Rebeillard, a cinco días del otro lado de las gargantas. Luego debía construir una balsa y bajar con ella. Por eso me inquieto.
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—Excepto...—dijo Antonio, pero no acabó la frase y preguntó—: ¿Has llenado la pipa? Dame el tabaco. —Mi mano está ahí —dijo Matelot. —Espera, encenderemos juntos. —¿Sigue siendo no?—preguntó Matelot. —Es más que no. He rehecho mi dique —dijo Antonio— y desde hace más de veinte días miro el agua. Es más que no. De haber pasado los árboles, los habría visto. —Pudieron pasar de noche. —No todos –dijo Antonio—. De noche, la corriente arrastra hacia la isla. Por Io menos habría quedado uno. —¿En qué piensas? —Pienso en Junie. —Es ella la que me ha hecho venir —dijo Matelot—. Si estas a punto, vamos a encender las pipas. —Enciende. Matelot se puso a sacar fuego del pedernal. Sopló la yesca. En el fondo de su barba blanca tenía una boca gruesa con labios abultados y algo relucientes, henchidos de sangre. Encendió su pipa. Dio la yesca a Antonio. Antonio sopló. Tenía el mentón delgado y era enjuto de carnes, casi sin labios. —Pienso en Junie—dijo Antonio. —De ella ha nacido la inquietud—dijo Matelot— Para mí, en cambio, el tiempo transcurría sin fijarme. Pero una mañana Junie me tocó la rodilla. «—¿Y el hijo?», me preguntó. «—El hijo, ¿qué?», le contesté. «—Debería estar aquí.» «—Necesita tiempo para hacer el trabajo», le dije. «—El tiempo ha pasado», repuso Junie. Se levantó, abrió la puerta y ya estaba amaneciendo. —¿Qué crees? —preguntó Antonio. —No intento creer—repuso Matelot—; lo que sé es que ha cortado los árboles, ha construido la balsa y debió ponerla a flote. —¿Entonces? —Pensaba que quizá se ha ahogado. El vado seguía galopando en el mismo lugar y se oían sus gruesas y blancas patas chapoteando entre las piedras. —He venido a buscarte, Antonio—dijo Matelot—. Ven conmigo al campamento. Es preciso que me hagas este favor. Es preciso asimismo que mi mujer te vea. Es nuestro mellizo, Antonio. Si se ha ahogado, tengo que encontrarlo. Tenemos que llevarlo a su madre y luego enterrarlo en el bosque, lejos del agua. —Vamos—dijo Antonio. Buscó en la oscuridad para tocar a Matelot. —Yo paso por el vado—dijo—, eso me divierte. Agarra el extremo de mi chaqueta y sígueme. Entró inmediatamente en el agua. —Es más abajo—dijo Matelot.
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—Es aquí –dijo Antonio—. Hace cinco horas que miro cómo se mueve el vado debajo del agua. Creo que va a permanecer permanecer aquí por algún tiempo, tiempo, puesto que se apoya en el extremo de la isla. Eso es lo que me divierte. Ven. Antonio comenzó a andar. Al entrar en el agua sintió inmediatamente el frío en las rodillas. El agua se enroscó alrededor de sus piernas y empezó a golpearle como una larga hierba. —Agarra fuerte—dijo a Matelot. Sentía la vida del río. Siempre era un gran momento para Antonio. Durante todo el día había contemplado aquel río que levantaba sus escamas al sol, aquellos caballos blancos que galopaban en el vado con grandes placas de espuma en sus cascos, el lomo del agua verde, al salir de las gargantas, con la cólera de haber sido encerrada en el corredor de las rocas; luego el agua ve el ancho bosque extendido ante ella, baja su flexible lomo y penetra entre los árboles. árboles. Ahora se hallaba alrededor de Antonio, Antonio, apretándole desde los pies hasta las rodillas. —Agarra fuerte—dijo. —No temas —repuso Matelot—; también yo trabajé un poco en el río hace mucho tiempo. —Es la vida—dijo Antonio. —Prefiero el bosque—repuso Matelot. —Cada cual a su gusto—sentenció Antonio. Se hallaban casi en lo más llano del vado. Oían silbar las crines de espuma. De pronto Antonio tocó la tierra ante él con el vientre. Era la tierra del ribazo, con raíces colgantes en su parte inferior. Avanzó el brazo en la oscuridad. Un árbol. Un álamo. La ribera. Habían llegado a la ribera. —Sube aprisa. —Ya—dijo Matelot. —Me ha engaña engañado—d do—dijo ijo Antoni Antonio—. o—. Creía Creía conocer conocer el terren terreno. o. Siempre Siempre creemos creemos conocerlo. Pero como no razona como nosotros, resulta difícil. —Aquí veo un poco—dijo Matelot—. El claro de los árboles está a mi izquierda. Sígueme, vamos a subir por el encinar de Jean Richaud. Penetró en la maleza. —Siempre nos creemos muy fuertes—dijo Antonio—. No andes tan aprisa, ¿dónde estás? —A la izquierda—contestó Matelot—; ven aquí. Al otro lado del matorral, el bosque se abría en silencio. Ya no se oía el río. El ruido se quedaba entre el follaje de los álamos, como el leve chirrido de la lluvia. —¿Conoces el camino?—preguntó Antonio. —Me he extraviado algo—contestó Matelot--; pero ven, allí se ven las encinas. Andaban sobre musgos espesos y un mantillo fangoso que crujía levemente bajo el pie. Aquello olía a bosque y a agua. A veces se percibía un olor a savia espesa y azucarada, y Antonio lo sentía a su derecha, Iuego a su izquierda, como si el olor hubiese dado lentamente la vuelta a su cabeza. Entonces, tocaba inmediatamente ante él el tronco de un fresno con sus heridas. Sentíase asimismo un olor de hoja verde y las oleadas de un perfume que surgía súbitamente de algún rincón del follaje. Parecía el perfume de una flor y
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centelleaba como una estrella cuando parece apagarse y luego lanza un largo rayo de luz. —¿Qué es ese olor?—preguntó Antonio. —Es un sauce que se ha equivocado –dijo Matelot—. Huele como en la primavera. AI llegar al encinar, Matelot se detuvo para buscar con el pie el camino. Antonio oyó el rumor del bosque. Habían rebasado la zona de silencio y aquí se oía la noche viva del bosque. El rumor venía y tocaba la oreja como un dedo frío. Era un poderoso y sordo aliento, un ruido de garganta, un ruido profundo, un largo canto monótono en una boca abierta. Tenía la anchura de todas las colinas cubiertas de árboles. En el cielo y sobre la tierra era como la lluvia, venía de todas partes a la vez y, lentamente, se balanceaba como una pesada ola retumbando en el corredor de los valles. Al fondo del ruido corrían leves chisporroteos de hojas con pies de rata, que partían, que se difundían, pero que luego se deslizaban por las escaleras de las ramas y se oía rebotar un pequeño ruido, crujiente y suave, como una gota de agua a través de un árbol. De la tierra surgían gemidos, que ascendían pesadamente en la savia de los troncos hasta el nacimiento de las grandes ramas. Antonio se apoyó en un haya. Junto a su oído oyó un pequeño silbido. Tocó con el dedo. Era Ia savia que goteaba de una hendidura de la corteza, una hendidura que acababa de abrirse. Antonio sentía bajo su dedo el labio de la madera verde que poco a poco iba ensanchándose. —Aquí es --dijo Matelot—. Ven, en un momento llegaremos al Collet de Christol. Te hago pasar por un camino nuevo. —¿Ves algo? --dijo Antonio. —No, pero siento; éste es mi bosque; no te preocupes. ¿No hueles los pinos?— preguntó Matelot al cabo de un momento. Antonio aspiró con fuerza. —Huelo las encinas, creo yo. —Más lejos –dijo Matelot. –No. —Pues yo sí que los huelo—dijo Matelot—. Sólo conozco tres pinos en este bosque, los tres en el Collét de Christol. Una vida espesa fluía dulcemente por los valles y las colinas de la tierra. Antonio la sentía que pasaba rozándole; le golpeaba en las piernas, pasaba entre sus piernas, entre sus brazos y su pecho, contra sus mejillas, en los cabellos, como cuando uno se hunde en un agujero lleno de peces. Empezó a pensar en el mellizo, que quizás estaba muerto. —¿Hueles los pinos? —preguntó Matelot. —Ahora sí—contestó Antonio. Ahora percibía el olor de los pinos. Estaban muy cerca; el olor ya venía del suelo blando cubierto de hojarasca. Se oía cantar a los pinos allí delante y se percibía asimismo otro olor, avivado y puntiagudo, luego sedoso, que permanecía agarrado a la nariz, y era preciso frotársela con el dedo para hacerlo desaparecer. Era el olor de los musgos florecidos, aplastados bajo pequeñas estrellas de oro. —¡Eh! ¡Matelot! —¿Qué? —Nada.
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Antonio pensaba en el mellizo. ¡Aquella nariz llena de lodo, aquellas orejas llenas de lodo! Acababan de emerger del bosque sobre una alta loma de tierra. Seguía siendo de noche, pero ahora era más gris, porque se hallaban por encima de los árboles. En el cielo sólo se veían dos o tres estrellas y algunas pesadas nubes, que pasaban con un ruido de arena. Columbraban un fulgor rojo en el fondo del bosque. —¿Qué es aquello?—dijo Antonio tendiendo el brazo. —Mi campamento –dijo Matelot. El canto grave del bosque ondulaba lentamente e iba a dar, allá en el norte, contra las montañas huecas. Se oyó una trompa hacia el este. —Los pastores de Chabannes—dijo Antonio. El olor de los musgos se alzó de su nido y tendió sus hermosas alas de anís. Una urraca crujió, mientras dormía, como una piña de pino que es aplastada. Un mochuelo de algodón pasó en silencio, se posó en el pino y encendió sus ojos. La trompa seguía sonando en la lejanía. Una campana empezó a tocar. El campanario debía estar situado muy alto en la montaña. El sonido venía como del cielo. —Esto procede del lado de Rebeillard —dijo Matelot. En un silencio, ascendió hasta ellos el olor del río. Olía a peces y a lodo. El mochuelo cerró los ojos. Se oyó un pequeño aullido. —Todavía hay un lobo en el valle de Gande. —He visto las huellas de toda la camada lijo Matelot. Unas zorras gañían en el Jas de Jean Richaud. Muy cerca de los hombres se oyó un galope en los matorrales. El mochuelo alzó el vuelo en silencio. Todas las urracas se despertaron, echaron a volar por entre el follaje y descendieron hacia el río. —Pienso en el mellizo—dijo Antonio—. ¿Tienes esperanza? —No—repuso Matelot. —Lo siento—dijo Antonio. Al descender del Collet de Christol, un fulgor encarnado empezó a palpitar en el fondo del bosque. Un momento después, los troncos de los árboles se erguían ante ellos como los barrotes de una reja. Antonio contemplaba la anchura de espaldas de Matelot, que andaba ante él. Andaba con un esfuerzo de los lomos, más por la mitad del cuerpo que por las piernas. Era un hombre del bosque; todos los hombres del bosque andan de este modo. Es el bosque el que les enseña esta costumbre. De vez en cuando, a la claridad del fuego al que se acercaban, Antonio veía la barba blanca de Matelot. Se oía crepitar el fuego. Dos perros oscuros atravesaron sin ruido los matorrales. Matelot los llamó por sus nombres. El campamento de Matelot estaba formado por tres casas de madera dispuestas en aquel claro del bosque. Él y Junie vivían en la casa de un piso; frente a ellos, en la cabaña baja, seguía Charlotte, la viuda del primer mellizo, que había muerto la primavera anterior al desplomarse unos gredales. Formando un cuadrado, una larga barraca servía de hórreo y de taller. Allí dormía el segundo mellizo antes de marcharse. En la plaza delimitada por las casas, habían encendido una gran hoguera.
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Las tres puertas estaban abiertas. —Madre—gritó Matelot—, he ido a buscarte al hombre del río y ya está aquí. —Buenas noches, Antonio—dijo la voz de una mujer joven. Se hallaba sentada al otro lado del fuego. No se la veía al llegar, a causa del deslumbramiento de las llamas. —Buenas noches, Charlotte. Era una mujer morena de cabellos rígidos. Carecía de color, toda ella era gris a pesar del fuego: la frente, las mejillas y los labios eran grises en un rostro largo y duro, de fuertes pómulos. Los ojos, de un amarillo violento, se hallaban encendidos como los ojos de los animales nocturnos. —Siéntate, Antonio—dijo Matelot—; voy a buscar a la madre. Aquí se veía bien a Antonio. Era un hombre en la plenitud de la edad. Tenía los brazos largos, las muñecas pequeñas y las manos largas. Algo cargado de hombros, su carne era ágil y fuerte, con músculos suaves y sólidos. Dobló las rodillas y se sentó en la hierba. —Antonio—dijo la joven. Antonio volvió hacia ella su rostro duro, sin pelos ni grasa. Ella le miraba. Todavía tenía la boca abierta, pero no decía lo que tenía ganas de decir. —Dame tu chiquilla—dijo Antonio. La joven mujer abrió los brazos. La niña, de pie sobre sus sólidas piernas, estaba mamando. —Vete a ver a Tonio—le dijo la mujer. Retiró su seno. La niña tenía los ojos deslumbrados por el fuego. Intentó sonreír con sus brillantes labios. Una gruesa gota de leche continuaba surgiendo del pecho de la mujer y ésta la enjugó con la palma de la mano. —Se acabó—dijo la mujer. La niña dio la vuelta al fuego. Antonio la esperaba con sus grandes brazos. La acarició frotando su mejilla contra la mejilla de la niña. Esta se hallaba impregnada del denso olor de su madre. —¿Estás ahí, hombre del río? —preguntó Junie desde el fondo de la casa. —Sí, estoy aquí—respondió Antonio sin volver el rostro. —¿Sabes lo que ha ocurrido por tu culpa? —Sé lo que quizás ha ocurrido—dijo Antonio—, y por culpa de nadie. Sal un momento para que te vea—añadió. Oía a la vieja Junie, que andaba sobre el suelo dé madera de su casa. —Te puedo ver sin salir, como si yo te hubiera hecho—dijo Junie. —Matelot me ha explicado lo ocurrido—dijo Antonio—. Si queréis escucharme, he aquí lo que hemos de hacer. Saldremos mañana, tu hombre y yo, y remontaremos la corriente, uno por cada lado. Si el mellizo está en la ribera, lo encontraremos. Si pasa, lo veremos. Llegaremos hasta la reglón de Rebeillard y allí preguntaremos. Un hombre no se funde y desaparece. —Por algo te hemos llamado «boca de oro»—dijo la voz de Junie—. Y es porque sabes hablar. —No—dijo Antonio—; es porque sé gritar más fuerte que las aguas. Charlotte miraba a Antonio. Se acordaba de aquel grito, que toda la gente del bosque conocía y que pasaba a veces por encima de los árboles como el grito de un gran
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pájaro para manifestar la alegría de Antonio en su río. —Ahora debes estar algo arrepentido—dijo Junie. —¿De qué?—preguntó Antonio. Volvió su rostro hacia aquélla puerta abierta, de la que procedían la voz y el tambor de aquellos pasos encolerizados sobre el suelo de abeto. —No descansaste hasta lograr que viniéramos a tu río, Antonio —dijo la voz—. Yo creía que a mí, a la vieja, me amabas un poco como a tu madre. ¡Mis dos mellizos! A uno me lo trajeron sobre unas ramas de encina. Así lo pudimos enterrar. Pero el otro, ¿quién me lo traerá? Antonio levantó la mano. —Te digo que mañana por la mañana iremos a buscártelo. —Está muerto —dijo la voz. —Te lo traeremos tal como esté –dijo Antonio. —¿Qué quieres que haga con él? —dijo la voz. Antonio acariciaba la cabeza de la chiquilla, que cubría por entero con la palma de la mano. Las llamas de la hoguera se inclinaron como si el aire pesara de pronto sobre ellas. El olor del río descendía en el valle. Charlotte miraba a Antonio y seguía todos sus movimientos. Matelot vino a sentarse junto al fuego. Era un hombre corpulento, pero sin pesadez. Con los años había engordado algo y ahora era redondo como un tronco de árbol, sin huesos ni protuberancias, tan ancho como la anchura de sus hombros, desde los hombros hasta los pies. Su rostro estaba cubierto por una barba blanca. —Casi no se puede hablar—dijo. Antonio miraba recto ante él. Entre su pulgar y sus dedos apretaba suavemente la boca de la chiquilla. —¿Qué haces ahora?—preguntó Antonio. —Nada, todo está dispuesto ya para el invierno. —¿Tienes tiempo? —Sí. —Deberíamos marcharnos mañana por la mañana, tú y yo. Como antes he dicho, remontaremos el río, cada uno por un lado. Eso puede llevarnos lejos... —Tengo tiempo—dijo Matelot. —Yo también—dijo Antonio. La mirada amarilla de Charlotte buscaba la mirada de Antonio. Se oían los pasos de la vieja Junie en la casa. —Toma tu fusil y una botella de aguardiente—dijo Antonio. Se puso en pie. La chiquilla abandonada le miraba desde abajo intentando hablar. Charlotte le miraba. Matelot le miraba. —¿Regresas a tu casa?—preguntó Matelot. —No –contestó Antonio—, voy a dormir en el bosque. —Acuéstate en el taller. —No, préstame una frazada. –Quédate aquí –dijo Charlotte. —No—dijo Antonio. Se fue al bosque. Un momento después de acostarse sobre unos helechos, oyó un
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ruido. Abrió los ojos. El fuego seguía encendido y, destacándose sobre su resplandor, se veía venir una sombra. Era Charlotte, que llamaba en voz queda: —¡Antonio! Luego daba un paso casi sin hacer ruido, con el solo ruido de su falda. Llamaba a su alrededor, bajando un poco la cabeza para que su cálida voz llegara hasta debajo de los matorrales. Un pájaro, al que despertó, se puso a gemir. Antonio se arrebujó en su frazada y ocultó el rostro en el musgo. El olor del mantillo tibio y aquella llamada de mujer penetraban en él iluminándolo como un sol.
II
En cuanto amaneció, Antonio atravesó el bosque y regresó a la isla. Hacia el este, la luz daba sobre unos árboles llenos de pájaros. Todas las mañanas Antonio se desnudaba. En general, iniciaba el nuevo día con una lenta travesía del gran brazo negro del río. Se dejaba arrastrar por las corrientes; palpaba los nudos de todos los remolinos; con la parte sensible de los muslos, tocaba los largos músculos del río y, mientras nadaba, sentía en el vientre si el agua era compacta o si tendía a levantar espuma. Así sabía si debía usar aquel día la red de grandes mallas, la de pequeñas mallas, la nasa, el buitrón, la caña o si debía pescar con las manos en el vado. Sabía si los lucios salían de las riberas, si las truchas remontaban la corriente, si las carpas descendían de lo alto del río y, a veces, se dejaba hundir, remaba suavemente con las piernas en la profundidad del agua, intentando tocar aquel enorme pez negro y rojo, imposible de pescar, y que todas las tardes surgía a la superficie para lanzar sobre las aguas tranquilas un largo chorro de espuma y un gemido de niño. Aquella mañana había algo de hielo en la hierba. El otoño se había hecho sentir en los árboles. Unas brasas brillaban en el follaje de los arces. Una pequeña y torcida llama escalaba el huso de los álamos. El estaño nuevo del rocío helado doblaba la punta de las hierbas. Viéndolo desnudo, Antonio era un hombre alto y musculado en longitud. La noche anterior, en el bosque, había permanecido algo agazapado en la oscuridad, pero ahora se desperezaba hasta el último limite de su desperezamiento. Era el hombre del que se hablaba en ambas riberas del río, desde las gargantas hasta mucho más abajo: Antonio, llamado «Boca de oro». Sus pies bien arqueados tenían un talón duro como la piedra, de color de resina y bien redondeado. Desde allí, el pie avanzaba formando un hermoso arco y los dedos se separaban, cada uno en su lugar. Tenía
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hermosas y ligeras piernas con escasa pantorrilla: apenas una pequeña pantorrilla en forma de bola, sujetada por una redecilla de músculos gruesos como el dedo. La curva de sus piernas no quedaba rota por la rodilla, sino que ésta se inscribía en aquella curva y la proyectaba hacia lo alto, manteniendo en sus límites toda la carne del muslo. La caricia, la ciencia y la cólera del agua habían moldeado aquel cuerpo. Los muslos se unían a sus costados por un hueso redondeado como el garrón de una rama. Tenía un vientre de nadador, liso y ágil, sombreado en su parte inferior por unos pelos rubios, acostumbrados al sol y al viento, espesos, rizados, fuertes como los pelos de los perros de pastor. Tales pelos llenaban el hueco entre los muslos y el vientre, y se desbordaban por ambos lados. Debajo de ellos veíase aquella parte de su carne de la que surgen extrañas órdenes, la que en ciertas noches le hacía abandonar sus redes, arrojarse al río, deslizarse aguas abajo e ir a amarrarse junto a los pueblos, en las cercanías de los lavaderos. Se ocultaba en los cañaverales y empezaba a cantar con su voz de animal. Las jóvenes abrían sus puertas y, a veces, corrían hacia el río por la pendiente de los lados, donde sus faldas de hilo chasqueaban como alas. La piel dorada y su leve capa de carne sin grasa palpitaban desde la juntura de los muslos hasta la dura curva en forma de hoz de la parte inferior de las costillas. Allí, en las paredes de sus costados, es donde tomaba pie la respiración de Antonio. Allí es donde temblaba lentamente, cuando Antonio acechaba algún grueso salmón. Allí es donde se precipitaba, cuando Antonio arrojaba el arpón contra el pez. Y allí dentro es donde se enroscaba sobre sí misma, cuando Antonio engullía su gran bocanada de aire para sumergirse o cuando se disponía a aullar su grito a las mujeres. A Antonio le gustaba tocar sus costados. Allí comenzaba lo hueco. Sus piernas, sus muslos, sus brazos eran lo macizo. A partir de los costados, venía lo hueco, una ternura en la que vivía el verdadero Antonio. Éste tocaba sus costados suaves, luego la anchura de su pecho, y se sentía tranquilo y gozoso. Ahora el sol iluminaba ya los valles sonoros, llenos de hombres y animales. Algunas columnas de humo surgían del bosque. Antonio había convenido con Matelot que, para ponerse en marcha, le avisaría con un grito. A partir de aquel momento, Matelot remontaría su ribera del río examinando todas las caletas y mirando detenidamente todas las playas; Antonio había dicho que el menor rasguño en la arena podía ser un signo, que la más pequeña cosa brillante hundida en la greda podía ser una uña. Si intentaban encontrar al mellizo, debían ponerlo todo a contribución y remontar el río paso a paso sin dejar nada detrás de ellos sin examinar. Antonio gritaría para ponerse en marcha, pero antes de gritar vería el estado del aire, del agua, de todo para salir del mejor modo posible. «Es el último hombre de casa que te llevas», le había dicho Junie aquella mañana. Y Antonio habla contemplado aquella vieja mujer, toda ella vientre y senos, aquella madre de hijos muertos, aquel rostro de carne extinta. El movimiento del aire procedía del norte. El frío suscitaba en Antonio el deseo de desperezarse. Se estiró e hizo crujir los huesos de las espaldas y de los brazos. Luego se echó a reír silenciosamente. Tenía que remontar el río por el lado de las aguas profundas. Iba a tantear primero el camino, pues ya sabía, por andar descalzo, que la tierra se endurecía bajo la hierba. El otoño iba a agriarse. Era un largo viaje el que tenía que hacer con Matelot. Debían
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atravesar las gargantas. En cuanto llegaran a la comarca Rebeillard, podrían preguntar en los pueblos y granjas. Una enorme cicatriz violácea cruzaba el pecho de Antonio. Al imaginar los pueblos de la comarca desconocida, había pensado en su cicatriz y, al tocar aquella herida mal recompuesta, pensaba en la nuera de Matelot. Mientras ella le buscaba, había permanecido inmóvil en su lecho de helechos. Charlotte todavía había dado algunos pasos más por el bosque y aún había llamado: «¡Antonio!» Luego se había detenido y, de vez en cuando, llamaba: «¡Antonio!» Pero Antonio no se habla movido. Resiguió ahora con el pulgar todo el hoyo de aquella cicatriz que tenía en el pecho. ¿Qué había sido de aquella por la que él se habla peleado? ¿Seguía viviendo en la casa junto a los lavaderos? Era preciso aquel otoño suave, que engañaba a las mimbreras y a las mujeres en sus flores, para pensar aun en aquella batalla. Y había sido precisa asimismo aquella voz de Charlotte en el bosque, la voz de aquella mujer que desde hacía demasiado tiempo estaba sin marido y que andaba buscando. Antonio tenía esa larga cicatriz como un surco, y luego otra redonda en el brazo izquierdo, y finalmente otra alargada en el brazo derecho. Todas ellas procedían del tiempo en que las gentes de la parte inferior del río le llamaban: «El hombre que sale del follaje». Todas las noches los hombres de los pueblos le esperaban emboscados en los cañaverales. Pero Antonio nadaba sin ruido y sin ruido emergía del agua. Andaba sin ruido por los caminos llenos de hierbas y sin ruido entraba en las casas cuyas cerraduras las mujeres untaban cuidadosamente con aceite. Tenía sus tres cicatrices: una cuchillada, una mordedura de hombre, un golpe de podadera que le había abierto el pecho. Esta última vez se había despertado luego en la ribera, con el agua hasta el vientre. El agua era roja de su sangre y algunos pequeños lucios se hallaban ya entre sus muslos mordisqueándole las bolsas. Por eso le gustaba tocar sus costados aterciopelados. Allí comenzaba el hueco. Era ese hueco lleno de imágenes lo único que había permanecido vivo, a pesar de su herida, mientras él yacía ensangrentado sobre la arena. Era en ese hueco donde iba a arrollarse como un alga el largo lamento del viento. Y fue a partir del momento en que tuvo el vientre y el pecho llenos de recuerdos de los pueblos, de las mujeres y de las tierras de la parte inferior del río, cuando se convirtió en «Boca de oro». La mañana avanzaba. Antonio iba a ver primero cómo estaba el río con su gran corriente negra y silenciosa, y luego gritaría a Matelot para decirle que se pusiera en marcha. Se hallaba en la punta de la isla. Y se sumergió en el río. Debido al hábito del agua, sus hombros habían cobrado gran semejanza con la espalda de los peces. Eran grasos y redondos, sin protuberancias ni huesos, y se alzaban hacia el cuello, al que así reforzaban. Gracias a su solo impulso, Antonio penetró en lo pegajoso de la corriente. Se dijo: «El agua es densa». Dio una fuerte patada. Pero fue como si hubiese dado sobre hierro. No subió a la superficie. Tenía largas lianas de agua leñosa arrolladas a su vientre. Apretó los dientes. Dio una nueva patada. Una correa de agua ciñó su pecho. Se sentía arrastrado por una masa viva.
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Se dijo: «Hasta el rojo» Era su límite. Cuando se le acababa el aire, oía un gran ruido en los oídos, luego el sonido se hacía rojo y llenaba su cabeza con un fragor sangriento que sabía a azufre. Se dejó llevar por la corriente. Con la cabeza buscaba la debilidad del agua. Oía en su interior: «Rojo, rojo» Y luego el ronquido del río, no el mismo que se oye desde lo alto, sino ese ruido de rallador que hacía el agua al arrastrar su fondo de guijarros. La sangre fluyó en sus ojos. Entonces, se volvió un poco, apoyándose en la larga fuerza de la corriente, dobló la rodilla derecha como para inclinarse hacia el fondo, ajustó la cabeza en su cuello y, al mismo tiempo que lanzaba su pierna derecha, abrió los brazos. Emergía. Respiró. Volvía a ver el color verde. Sus brazos brillaban en la espuma del agua. Eran dos hermosos brazos desnudos, largos y fuertes, apenas algo abultados por encima del codo, pero rodeados bajo la piel por un conjunto de músculos. Los hermosos hombros hendían el agua. Antonio inclinaba el rostro hasta que tocaba el hombro. En aquel momento el agua agitaba sus largos cabellos como algas. Antonio lanzaba el brazo hacia adelante y su mano cogía la fuerza del agua. La empujaba luego por debajo de su cuerpo, mientras cortaba la corriente con sus fuertes muslos. «EI agua está pesada», se dijo Antonio. En el río había regiones heladas, duras como el granito, y luego muelles ondulaciones más tibias, que se arremolinaban disimuladamente en la profundidad. «Llueve en la montaña», pensó Antonio. Miró los árboles de la orilla. «Voy hasta el álamo» Intentó cortar la corriente. Pero la fuerza del agua le hizo girar sobre sí mismo como un tronco de árbol. Se sumergió. Pasó junto a una trucha verde y roja, que se dejó caer hacia el fondo, con las aletas plegadas como un ave. Por todas partes la corriente era dura y compacta. «Lluvia en la montaña—pensó Antonio—. Hoy hemos de pasar las gargantas.» Finalmente halló una pequeña falla en la corriente. Se arrojó a ella con un gran impulso de sus dos muslos. El agua arrastró sus piernas. Luchó con los hombros y los brazos, vuelto el duro rostro hacia lo alto del río. Cavaba en la corriente con sus grandes manos; por fin sintió que el agua se deslizaba bajo su vientre en la buena dirección. Avanzaba. Al final de su esfuerzo, penetró en el agua tranquila al abrigo de la ribera. Se dejó deslizar en ella. Pequeñas burbujas de aire ascendían bajo el movimiento de sus pies. Agarró con ambas manos una raíz que colgaba sobre el agua. La tanteó tirando suavemente de ella, luego se izó sobre ella y salió del agua, inclinado hacia adelante, a pleno sol, chorreante, reluciente. Sus largos brazos colgaban a ambos lados del cuerpo, ágiles y felices. Tenía unas manos fuertes de dedos largos y finos. «Hoy hemos de pasar las gargantas. Llueve en la montaña, el agua es dura. Pronto llegará el frío. Las truchas duermen, la corriente circula por el centro del cauce, el río seguirá así durante dos días. Hoy hemos de pasar las gargantas.»
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Se enderezó. Aspiró profundamente para gritar. A lo lejos, en el bosque, por el lado de donde soplaba el viento, los viejos álamos debían haber hecho estallar sus cortezas y lloraban su sangre de miel. Saboreó aquel aire. Tenía todavía el sabor del agua en la boca. Mascó todo aquello dos o tres veces. El grito de Antonio hizo que los verderones de ambas riberas levantaran el vuelo; luego, desde el fondo del bosque llegó la respuesta de Matelot. Matelot se hallaba presto para partir, con el fusil, el zurrón y el capote. —Adiós, madre—dijo. Junie miraba hacia el norte: —Cuando llegues a la comarca de Rebeillard—le dijo—, vete a Villevieille. Pregunta por el mercader de almanaques. Ve a verlo. Si su casa está llena de enfermos, no esperes. Dile únicamente: «Vengo de parte de Junie» —¿Cómo sabes eso? —preguntó Matelot. —Lo sé—repuso Junie—. Haz lo que te digo. Los árboles injertados a cierta altura dan dos frutos, uno dulce y el otro áspero. Yo soy el fruto dulce, mientras ese otro es el fruto áspero. Eso es todo. Vete. Junie miraba hacia las montañas y miraba sobre todo entre las altas montanas y las colinas de las gargantas aquel vapor azulado que era el humo y la respiración de la gran comarca Rebeillard, llena de pueblos, de arroyos y de carros. Charlotte había oído el grito de Antonio. Miró por la ventana. Su suegro partía. Se iba por los caminos del bosque con el pesado andar del hombre que se marcha por mucho tiempo. Junie, con las manos en el vientre, le veía partir. Charlotte escuchó. En el exterior se oían los ruidos habituales del día y del bosque y, además, únicamente aquellos pasos del hombre con zapatos guarnecidos de hierro. Volvió al hogar para amontonar leña debajo de la marmita. Pensaba en Rebéillard mientras contemplaba cómo se retorcían los valles azules del humo entre las grandes llamas. Antonio hizo un paquete con sus pantalones de pana y su fusil. Puso en el zurrón sus cartuchos, su cebador, su gran cuchillo, su tubo de postas, su lima y un rollo de cuerda. Desató el paquete para añadirle tabaco de fumar y de mascar. Cruzó el río con agilidad, sin luchar, sin levantar espuma, aprovechando la corriente. Examinó sus cosas. Nada se había mojado, excepto la culata del fusil porque sobresalía del paquete. Se vistió. Se hallaba sobre una pequeña playa y aguas arriba veía el río hasta su salida de las gargantas. El río brillaba bajo el sol y los árboles eran grandes árboles. Allí arriba el río se aplanaba bajo la sombra. Más allá se extendía la comarca Rebeillard. El río que salía de las gargantas nacía en un desmoronamiento de la montaña. Era un valle alto y negro, con árboles negros, con hierba negra y con musgo embebido de lluvia. Tenía la forma de una mano, en la que los cinco dedos aportaban toda el agua de cinco profundas torrenteras a una ancha palma de arcilla y rocas, de la que partía el río como un caballo chapoteando con sus gruesas patas llenas de espuma. Más abajo, el agua saltaba por oscuras escaleras de abetos para acudir a la llamada de otra corriente de agua. Ésta procedía de un valle llamado el Gozo de María. Luego, con mayor soltura, corría entre hermosos prados de hierba. La voz de la alta montaña ya no era en el fondo del horizonte sino como la respiración de un hombre. Algunos
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árboles sensibles se acercaban a las orillas: sauces, álamos, manzanos y tejos entre los cuales galopaban caballos y potros casi salvajes. Oíase por las colinas el cencerro de los rebaños. El río entraba en la comarca Rebeillard. Era una dilatada comarca, toda ella agitada y ondulante como el mar: sus horizontes dormían bajo espesas brumas. Estaba formada por colinas de tierras rojas bajo bosquecillos de pinos retorcidos, por valles de tierras de labranza, por pequeñas llanuras con una o dos granjas, por pueblos pegados a la cumbre de los peñascos como pasteles de miel. Los perros de caza salían de todos aquellos pueblos y granjas y se iban a cazar solos a través de los bosques y por los campos. Los gatos se deslizaban a ras del suelo en las tierras de cultivo para acechar los topos. Una pequeña perra amarilla, toda ella orejas y lomos, corría detrás de un mochuelo. El pájaro, cegado por la luz, volaba de un árbol a otro hacia el bosque. La perra corría haciendo restallar sus orejas. Unas hermosas nubes doradas habían iniciado la travesía del cielo por encima de la comarca. Descendían hacia el sur arrastrando tras ellas a su sombra. Entre unas grandes encinas inmóviles dormía un lago de aire silencioso; un pequeño verderón lo atravesó gorjeando. Por un camino que ascendía a un pueblo, un hombre acompañaba a un mulo cargado de paquetes de tabaco. Los ancianos de Rebeillard habían salido a la puerta de sus casas. Habían oído las campanillas del mulo. Escuchaban. Se consumían sin tabaco. Las mujeres les miraban riendo. «Ya viene, ya sube», decían. Desde lo hondo del bosque, las faisanas acechaban los campos de trigo verde. La perra se había detenido bajo el árbol en el que acababa de posarse el mochuelo y, al mismo tiempo, vigilaba con el rabillo del ojo un gran escarabajo dorado que trabajaba una bosta de jabalí. Un águila se balanceaba bajo las nubes. Los gallos cantaban y luego escuchaban cantar a los gallos. El águila miraba un pequeño montón de haces de trigo, rodeado de gallinas, y se balanceaba suavemente mientras iba descendiendo. En las eras de un pueblo situado muy por encima del río, se habían encendido unas hogueras a pesar de la mañana y del aire templado. Sobre largas parrillas se asaban liebres rojas, ristras de tordos, los dos gruesos muslos de un ciervo, y la grasa del lardo chisporroteaba en las graseras. En su casa, la novia se hallaba sentada en una silla. No se atrevía a moverse. Vestía la gran falda de seda, el pesado corpiño, las joyas de su madre y llevaba en la cabeza la corona de hojas de laurel. Estaba sola y contemplaba el humo de la carne que pasaba por la calle. Tenía los hermosos ojos inmóviles de los bueyes. En aquel momento del otoño, se producía en toda la comarca una gran migración de aves. Dos zorras corrían pausadamente tras un vuelo de patos de cuello verde. En un pueblo, en el limo de los aguazales del río, acababa de morir un hombre fuerte y encarnado que había sido carretero. Era el quinto hombre que moría desde la luna nueva. Y de la misma enfermedad. Un musgo negro que se extendía por todo el vientre y cuyas raíces eran como de hierro. Devoraba la carne y luego penetraba en el interior hurgando duramente en las tripas. Entonces, los hombres morían gritando. Era el quinto que moría así: la enfermedad era cada vez más rápida y ya el zapatero se quejaba con las manos sobre el vientre. Habían cogido viva en una trampa una grulla encarnada, la habían partido en dos de un hachazo y ahora intentaban curar al
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zapatero con un emplasto de ave. Las zorras corrían por el mimbreral mirando los patos cansados; pero éstos ~ habían sentido las bestias de tierra y se posaron en medio del agua. El río los arrastró. Un vuelo de tordos, compacto y violáceos como una nube de tormenta, cambió de colina. Chirriando se abatió sobre el bosque de pinos. Las zorras ladraban hacia el centro del río. Unos pueblos, perdidos en el océano de colinas, tocaban sus campanas y luego enmudecían bajo unos vuelos de golondrinas. Una larga hilera de gangas, tan aguda como una punta de lanza, volaba rápidamente hacia el sur. El mochuelo perseguido por la perra rojiza se detuvo en el interior del bosque. En medio del silencio, sólo se oían caer sobre las hojas las gotas de agua de la escarcha que se fundía. El mochuelo guiñó los ojos con sus párpados de mármol y luego se puso a dormir. En la comarca Rebeillard existía una especie de pájaros que allí llamaban houldres. Tenían el cuerpo color de hierro con una corbata de oro. Eran los pájaros que llevaban la primavera en sus gargantas. Habían visto pasar las gangas. Sabían que tras ellas vendría la nieve. Se llamaron para irse todos juntos hacia sus cuarteles de invierno. Éstos eran una hondonada tibia, llena de los aluviones que había dejado el río al retirarse a su cauce normal. A su alrededor retumbaban sin cesar los ecos de los mugidos de los toros y las terneras. Allí permanecía Maudru, el domador de bueyes. Cuando andaba por los caminos del Rebeillard, siempre le seguían cuatro novillos, que amaban más a aquel hombre que unos perros. Se decía que Maudru era fuerte, pero su enorme fuerza se hallaba amontonada en él con tan escaso orden que ya no tenía el rostro de un hombre. En su boca encarnada, la menor palabra sonaba como la cólera del aire. El río atravesaba toda la comarca Rebeillard y se extendía sobre la tierra con sus afluentes, sus arroyos y sus ramillas de agua como un gran árbol que llevase los montes en la punta de sus ramas. En el sur, penetraba en las gargantas. Allí sólo se oía el rugido del agua, y los chapoteos y el grito de las gangas que descansaban sobre las rocas. Ya al mediodía, la bruma se hacía densa. Antonio penetró en las gargantas del río poco después de haber visto a Matelot en Ia otra orilla. Le hizo seña de que nada había encontrado y luego se hundió en la espesura de los enebros. Por haberlo oído decir a los barqueros, sabía que, hacia la mitad de las gargantas, sobre su ribera, se hallaba una casita redonda a la que llamaban «el viejo palomar». Se guiaría por ella. Pensó: «Matelot debe saberlo» Lamentó no haber hablado con él de aquel viejo palomar. Miró hacia la otra orilla. Ya no se veía a Matelot. Y no podía gritar, porque era demasiado fuerte el ruido del río. Desde su salida de la isla, Antonio había examinado cuidadosamente todas las caletas, todas las playas, todos los ribazos que se adelantaban encima del río. Le sorprendía no encontrar nada. Una gran balsa no se funde como azúcar. La arena de las playas era lisa y sin el menor rasguño. No obstante, la corriente arrastraba hacia ellas, e imaginando lo que podía hacer un tronco de abeto algo escuadrado y marcado con la cruz en sus cuatro costados debía concluirse que estaba obligado a varar allí, sobre aquella arena. A cada nueva playa, Antonio rehacía su razonamiento. A la salida sólo contaba con una posibilidad de encontrar el cuerpo del hombre, pero estaba seguro de encontrar los troncos. Sin embargo, nada hallaba. El río estaba terso y limpio. Parecía decir: «¿El mellizo? ¿Qué historia es ésa del mellizo? Nunca lo he visto» Y, ahora, Antonio empezaba a pensar de un modo distinto. Veía de nuevo al hijo de
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Matelot. Uno de esos hombres que se lo guardan todo, que escuchan, que miran, que no dicen no pero que piensan no, y es no. Se marcha hacia el Rebeillard. Está solo. Construye la balsa. Construye el resbaladero. Pone a flote la balsa. Sigue el río. Es fuerte. Es ágil. Todo eso es perfectamente sabido. Desde la luna de julio, el río no se ha desmandado y la tierra a su alrededor ha estado tranquila. El mellizo se ha encontrado sobre un hermoso río, sobre un río de niño. ¿Qué ha ocurrido? ¿Contra qué el mellizo ha sido el más débil? Antonio llegó a una ensenada de aguas profundas, que brillaba entre las ramas cenicientas de un álamo. Descendió hasta la orilla. Era un pequeño golfo tranquilo, excavado en un granito azulado. Antonio se inclinó. Lanzó una piedrecita y escuchó el ruido que hizo al caer. Una cosa lívida parecía estar durmiendo. Una larga serpiente se desenrolló en medio del agua, en el límite de la sombra profunda. Era un congrio de agua dulce. Este pez siempre duerme en un lugar limpio. Allá, en el fondo, no había pues ni cadáver ni restos de un naufragio. El congrio se hundió ondulando como una hierba. Todos los matorrales tenían sus zorras. Muy por delante de los pasos de Antonio, salían huyendo, con la cola tan rígida como un ramo de hierro, y gañían mientras corrían remontando la ribera del río. Los milanos y los gavilanes se cernían gritando sobre el río. Aquello olía a musgo y a bestia salvaje. Olía asimismo a lodo, ese olor áspero, inquietante, del sílex mascado por el agua. De vez en cuando, se percibía también un olor de montaña, que era aportado por el viento. Antonio se arremangó una manga de su camisa y aspiró el olor de su brazo. Necesitaba aquel olor de piel humana. A primeras horas de la tarde, la bruma que venía del Rebeillard empezó a deslizarse en las gargantas. Era un río que fluía por encima del río. Las olas lo acepillaban por debajo. Virutas de bruma saltaban chirriando en los árboles. Luego se hizo una especie de silencio, la voz del agua fue apagándose poco a poco. Antonio gritó. Su voz llegó a tres pasos delante de él y luego retrocedió. Se hallaba en plena niebla. A sus pies, una zorra agazapada en la hierba le miraba con grandes ojos sorprendidos. No había oído gritar a Antonio. —Aquí me tienes—le dijo Antonio. La zorra arrugó el hocico y mostró los dientes. Había encogido su cuerpo en forma de bola sobre sus pequeñas y temblorosas patas. Inmediatamente después de la zorra, Antonio penetró en una luz turbia, monótona, en la que todo ocurría sin prevenir. Con los brazos abiertos, anduvo entre los árboles. Ya no podía servirse ni de sus ojos ni de sus oídos. Tocaba las ramas con las manos. Las apartaba para pasar. Se quitó los zapatos. Andando con los pies desnudos sentía mejor la cualidad de la tierra. Ya no oía el río. La niebla fluía a lo largo de sus mejillas con un leve ruido de harina que se desliza. De pronto se dijo: « ¿Y Matelot? » Habló para oír su propia voz: —¿Qué estás haciendo en tu orilla? Eres el último hombre de la casa. Anda con cuidado. Desde aquí no puedo oírte si caes al agua y gritas. ¿Qué quieres ver ahora para hallar a tu mellizo? Todavía anduvo unos pasos más.
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—Si pensaras un poco—dijo—te detendrías y me esperarías. Debes saber que yo, ahora, voy a intentar pasar a tu lado. Ahora tengo que buscar al padre y al hijo. «Y si yo pensara un poco—se dijo para sí mismo, cruzaría el río antes de que cerrara la noche» En aquel momento oyó la crepitación de varios pequeños ruidos ampliamente diseminados. Escuchó con atención: era un lejano carro que gemía sobre sus ejes, un perro que aullaba, el viento que soplaba muy alto en el cielo, el murmullo de un pueblo. Había atravesado las gargantas: la comarca Rebeillard se extendía ante él envuelta por la bruma. El sol, que descendía hacia el horizonte, apareció en el fondo del cielo. Era encarnado y sin forma. Lanzó un pequeño rayo entre el río y la bruma. Por encima del agua se iluminó una tapadera de caverna de sal. Largas y vivas candelas de cristal descendían lentamente por su propio peso. Se veía un ancho trozo de río. —Voy a atravesarlo—dijo Antonio. Se despojó de sus pesados pantalones y de sus arreos. Recogió leña seca. Construyó un pequeño hogar entre dos piedras y encendió el fuego. Dejó allí su zurrón, su fusil, sus vestidos y luego saltó al agua para conocer el camino. El agua era tibia. Se dejó llevar por la corriente y luego comenzó sus grandes brazadas de águila. El rayo del sol lo acompañaba. «Es posible», se dijo. Pensaba en el acarreo de toda su fornitura. Al volverse hacia el fuego que había encendido para guiarse, hundió la cabeza bajo el agua y vio que el gran congrio le acompañaba. Era una bestia de casi dos metros de longitud y tan ancha como una botella. Nadaba junto al hombre a toda velocidad, luego lo esperaba y entonces bailaba suavemente en el seno del agua. Cuando el sol la tocaba, brillaba como un ascua y, con toda su piel encendida por la que corrían los temblores de pequeñas llamas verdes, se acercaba al hombre y abría su gran mandíbula silenciosa con dientes de sierra. Antonio tocó el congrio con ambas manos en el momento en que la serpiente de agua agitaba su cola ante él. El animal se hundió levantando un torbellino de agua. Grandes remolinos aceitosos se ensancharon ante el nadador, que dio todavía una brazada, se replegó luego y descendió a su vez hacia el fondo. El animal regresaba, lanzado a toda velocidad, recto como el tronco de un árbol. Pasó por encima de la oscuridad en la que Antonio se hundía. El congrio se echó de espaldas. El sol hizo brillar su vientre. La cabeza del congrio emergió. Gimiendo arrojó un chorro de agua. Sus ojos encarnados miraban hacia la orilla del río. Antonio emergió sin ruido y sin ruido volvió a sumergirse en el agua. Reapareció unos metros más abajo. El congrio azotaba el agua con su cola y seguía gritando con la garganta tendida hacia la orilla. El sol se iba. La tapadera de bruma se ennegrecía por momentos y luego cayó de nuevo sobre el río. Antonio oyó como el animal se hundía en el agua. Salió a la orilla y echó a correr hacia el fuego. Cruzó el río más arriba, llevándose todo su equipo. En la otra ribera sólo tuvo tiempo de ver, a través de una niebla más clara, los barrotes temblorosos de un bosque de álamos. Luego, fue ya noche cerrada. Avanzó hacia los árboles. Los tocó. Sus pequeños troncos temblaban. Bajo los pies de Antonio, la tierra era blanda como la carne de una bestia muerta. Se hallaba sobre tierras de aluvión. Se imaginó que tal vez existía una pequeña franja de
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lodo al borde del río, entre el río y los últimos peñascos de las gargantas. Avanzó hacia aquellos peñascos con las manos tendidas hacia adelante. Andaba poco a poco; sus pies buscaban los sitios seguros; sus manos tocaban los árboles. Más allá de los árboles, se hundían cada vez más profundamente en la noche. En cualquier momento esperaba tocar el frío peñasco, pero su mano se hundía en la noche y él seguía andando paso a paso. Atravesó un riachuelo. Oyó zumbar una encina. Respiró el olor de abundante hierba. Comprendió que ya no había peñascos para canalizar el río, sino que ahora, sobre ambas riberas, se extendía la comarca de Rebeillard. Intentó mirar ante él y a su alrededor. Nada distinguían sus ojos, salvo la oscuridad de una noche fría como la piedra. En cierto momento, cuando avanzaba lentamente la cabeza para aproximarse a un ruido ante él, suave como el rumor de un pañuelo de seda en el tendedero, una fría caricia tocó su mejilla. Era una ramita de sauce con dos pequeñas hojas en su extremo. De pronto vio que el río se iluminaba ante él. La luna se había levantado por encima de la niebla. Una colina levantó su dorso y su cabellera de pinos. Una tierra de labranza humeaba. Unas zarzas sin hojas, con una gota de agua en cada espina, brillaban en los setos. Una gran extensión de colinas y de bosques, de bosquecillos negros y de campos claros, fue ensanchándose lentamente hasta ocupar toda la anchura del horizonte. Antonio se detuvo.
III
Lo encontró acurrucado junto a las ascuas, con la cabeza en las manos. —Nada he visto —dijo Antonio. —Yo tampoco. —¿Hace mucho que estás aquí? Matelot se puso un dedo en los labios. —Cállate —dijo—, escucha. Se hallaban al abrigo de un bosque de pinos. —Los árboles gritan—dijo Antonio. Matelot le miró con ojos muy abiertos. —Estoy aquí desde que cerró la noche—dijo. —¿Y bien? —dijo Antonio. —Ese rumor no procede de los árboles. El fuego crepitaba. La llama cayó en dos pequeños saltos, luego penetró bajo las ascuas y empezó a correr a ras del suelo por todas las cavernas azules de la
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hoguera. —¿Hace mucho que dura eso? —¿Cuándo ha comenzado? —Cuando he encendido el fuego. Antonio se acurrucó sin hacer ruido. Miró su fusil. Lo atrajo hacia sí. —No se precisa fusil para eso—dijo Matelot—; es ya un mal, escucha. Se oyó un gemido. —Mal país—dijo Matelot. Veíase el extraño Rebeillard a través de la bruma, con sus bosques blancos de escarcha y negros de sombras. —Es un árbol hendido—dijo Antonio en voz baja. —No—repuso Matelot—, es una voz humana. Antonio se enderezó. —Vamos a verlo. —No –dijo Matelot. —Sí —dijo Antonio—. Buscamos a tu mellizo. No te digo que sea él, pero quizás ha gritado así en la noche, en pleno país... Penetraron en el bosque de pinos. El lamento fluía sin cesar a ras de la hierba. —¿Quién está ahí?—gritó Antonio. Habían llegado a la cumbre del cerro, al otro lado del bosquecillo. Ante ellos veían grandes aguazales de luna sobre las colinas y arroyos de sombras en los valles. —Es ahí dentro. Bajo ellos se extendía una hondonada, negra de árboles y de noche, de la que emergían las puntas brillantes de escarcha de un bosque de abetos. Se oía el lamento. —No es un hombre. —No—dijo Antonio. Cesó el lamento. —Ven—dijo Antonio. —Ya no vemos la hoguera—dijo Matelot —Descendamos. El suelo se hallaba cubierto de pinocha. El reflejo de la niebla iluminaba la maleza. —A veces parece una perra—dijo Matelot. —¿Qué pretendes?—preguntó Antonio. —Tranquilizarme—repuso Matelot—. El país es malo. Ahora se hallaban en el fondo de la hondonada y el turbio fulgor de la luna y de la niebla se había quedado arriba, en los árboles. Andaban sobre grandes extensiones de musgo. Cerca de ellos oyeron como el jadeo producido por un gran esfuerzo, el pataleo de unos pies, una mano que palmoteó sobre una piedra, luego un alarido desgarrador. Era allí, en los matorrales. —Enciende—dijo Antonio. Matelot sacó fuego del pedernal. Se trataba de una mujer tendida de espaldas. Tenía las faldas arremangadas sobre el vientre y con las manos amasaba aquel montón de ropas y el vientre; luego abría los brazos en cruz y gritaba. Puso en tensión los lomos. Sólo tocaba el suelo con la
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cabeza y los pies. Separaba los muslos. Empujaba con todas sus fuerzas, en silencio, sin respirar; luego tomaba aliento gritando y se dejaba caer sobre el musgo. Su cabeza golpeaba la hierba a derecha e izquierda. —¡Mujer! —gritó Antonio. La mujer no le oía. —Ve a buscar ayuda—dijo Matelot. Antonio intentó bajar las faldas. Sintió que, bajo ellas, el vientre de la mujer vivía con una vida agitada como el mar. Retrocedió como si hubiese tocado fuego. —Vete en busca de ayuda –decía Matelot, señalando con la mano la dirección en la que se hallaba la comarca Rebeillard. Intentaba sujetar aquella cabeza enloquecida que se agitaba en todos los sentidos y chocaba contra las piedras. —Corre, Antonio. —¿Cómo? Intentaba sujetar las piernas de la mujer. Pero se le escapaban. Y no se atrevía a apretarlas con fuerza. —Corre. —Dale aguardiente. –Corre. —Sujétale la cabeza. —Te digo que corras. Pareció que la mujer se sosegaba. —Va a dar a luz—dijo Matelot—. ¡Corre! Antonio remontó el cerro. Por todos lados sólo se percibía la oscuridad de la noche y aquel fulgor lívido del fondo del agua. Más abajo su hoguera se extinguía. Antonio echó a correr hacia una tierra de labranza que había visto brillar. Gritó: —¡Buena gente! Un vuelo de gangas pasó por encima de su cabeza. Corrió por un páramo y luego por un prado, que olía a ganado. —¿Qué quieres?—dijo una voz en la oscuridad. —¿Dónde estás? —Dime primero quién eres y qué quieres. Y no te muevas —dijo la voz. Era la voz llena de un hombre de la montaña —Soy Antonio, de la isla de Geais. Hemos encontrado a una mujer enferma en el bosque. —¿Eres uno de los que se calentaban allá arriba? —Sí. —Avanza. —¿Dónde estás? —Aquí. El hombre se hallaba junto a Antonio, pero con su gran capote parecía el tronco de un árbol y había hablado con la mano delante de la boca, para dar la impresión de que estaba más lejos a la izquierda. —Creo que hay una casa por ahí, en el pequeño valle. —¿Dónde?—dijo Antonio. —Sigue en línea recta, ya verás la luz.
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—Espera—dijo el hombre. Y tocó el brazo de Antonio. —Maudru no quiere que se encienda fuego en sus pastos. ¿No eres de este país? —No—dijo Antonio. —Vete—dijo el hombre—; mañana te veré. El prado se inclinaba hacia una hondonada sin árboles y llena de luna. Allí se alzaba la casa, con luz en la juntura de los postigos. Antonio llamó con el puño. —¡Mujer! —¿Quién llama? —Un hombre y para pedir ayuda. La mujer dejó de moverse. —¿Para ti? —No, hemos encontrado a una mujer. Va a dar a luz. —¿Quiénes sois? —Yo y Matelot. Yo soy Antonio, de la isla de Geais. —¿Has encontrado al hombre que guarda los bueyes? —Sí. La mujer desató la cerradura. Se oían silbar las correhuelas de cuero cuando deshacía los nudos. Luego retiró la barra. —Entra. Le miró entrar. —Eres un hombre apuesto—le dijo. —Madre—dijo Antonio. Quería hablarle rápidamente de aquella mujer del bosque. Todavía tenía en los oídos sus alaridos. Veía sus muslos desnudos como muslos de rana. Sentía aún en su mano aquel vientre grueso y agitado. —La mujer grita—dijo—; ven aprisa. —Gritar para comenzarlo y gritar para acabarlo, tal es la regla. ¿Es tu mujer? —No, la hemos encontrado en el bosque. —Lástima, por lo menos lo habría comenzado con placer. —No juegues—dijo Antonio—; ven aprisa. Era una mujer fuerte y morena, con bigote y gruesas cejas. Estaba hecha como un hombre: tenía las manos sólidas, una nariz de varón, un cuerpo sin caderas, y sólo poseía una cierta blandura en el pecho. —Podrás traerla—dijo. —La traeré—dijo Antonio—, no te preocupes. La recordaba: no era gruesa. Si, la llevaría en brazos. Salieron y la mujer cerró la puerta. —Atravesemos los pastos—propuso Antonio. —No—repuso la mujer—; pasemos junto a las hayas. ¿Quién encendió aquella hoguera allá en lo alto? —Yo—repuso Antonio. —Espera—dijo la mujer—, no me anuncies todas las desgracias a la vez: has encendido fuego en los pastos de Maudru y me traes una mujer que pare. Anda delante y no abras la boca, ya es bastante para esta noche.
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—Ya está –dijo Matelot. Había encendido otra hoguera. Estaba arrodillado junto a la mujer. Ésta parecía muerta, blanca como el hielo y sin apenas respirar. Entre sus piernas separadas tenía un grueso paquete envuelto con la chaqueta de Matelot. —¿Dónde está el niño? —preguntó la mujer. —Lo he envuelto con mi chaqueta—repuso Matelot—. Corta tan sólo el cordón, porque eso ha sido superior a mis fuerzas. —¿Ha muerto la madre?—preguntó Antonio. —No. —Dale aguardiente –dijo la mujer. Apartó los pliegues de la chaqueta. —Aquí lo tenemos—dijo. El niño, sucio aun, respiraba suavemente. Su pequeña boca se torcía en silencio. Todavía estaba unido a su madre. —Dame tu cuchillo. Cortó el cordón y le hizo un nudo. —¿Y quién te crees que eres?—la mujer hablaba al niño—. Porque llegas en el bosque, no gritas como los demás. Abre esta boca, ábrela, llora, chiquillo. El niño comenzó a gritar. —Y vosotros, abrigad a la madre. Tú, que dices ser tan fuerte, cárgatela ahora a hombros, recoge tu cuchillo y venid. Ahora que éste ha empezado a llorar, a lo mejor ya no para. Vamos; el hielo no es bueno para esas cosas. Antonio recogió el cuchillo. Lo miró. Hacía tiempo que poseía aquel arma. Había servido para todo, excepto para separar a un hijo de su madre. Acababa de hacerlo. —¡Vaya historia! —dijo Matelot—. ¿Cómo nos arreglamos? ¿Tú la coges por la cabeza o por los pies? —La cojo toda—dijo Antonio—. Tú la abrigarás cuando me la haya cargado. Casi no pesaba. Y, sin embargo, tenía el pecho sólido y la carne dura. Antonio no sintió su peso, tantas eran las cosas que en aquella mujer hacían olvidar que pesaba. Sólo percibió su calor de ahora y la forma redonda de aquella carne que llenaba sus brazos. Al alzarla para cargársela sobre los hombros, vio su rostro, pero no supo si era o no era hermoso. Únicamente vigilaba en el mismo el sufrimiento y se sentía feliz al verlo por fin tranquilo y sin gañidos. —Abrígale las piernas –dijo—. Ponle mi capucha. Pásala bien por debajo, entre ella y mi hombro. —¿Venís?—gritó la mujer, que se llevaba al niño. —Sí. —Yo me encargo de los fusiles—dijo Matelot. Antonio pensó en el mellizo que el día anterior estuvieron buscando en el río. Parecía que habían transcurrido diez años desde que habían encontrado a la mujer. Ahora la llevaba doblada sobre su hombro, como si fuera un animal que acabasen de cazar. —Abre mi cama —dijo la mujer a Matelot—. Mueve un poco las manos, tú, el viejo, que llevas los fusiles. No te digo que arranques las mantas. Ten un poco de sentido. —¿Vives sola?—preguntó Matelot, mientras arreglaba cuidadosamente las mantas. —Si. —Bien hecho—dijo.
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—Ponla en la cama—dijo la mujer a Antonio. ¿Por qué bien hecho?—preguntó a Matelot. —Bien hecho para aquel que por azar se quedara contigo. Está mejor en cualquier otro lugar. Mira y dime si esto es saber abrir una cama. —Echa leña al fuego y pon agua a calentar. —Esta mujer no habla –dijo Antonio. Contemplaba a la mujer parida, que permanecía inmóvil. —Creo... —Crees y no sabes nada. Ayúdame; vamos a desnudarla y lavarla; luego la calentaremos y ya verás. Pon la canastilla del niño junto al fuego. Y tú, el viejo del fusil, procura que no se ase este pequeño. Ahora levántala. Desabrochó el justillo. —Tira de la manga. Tendrá mucha leche. Mira. Antonio sentía cierta vergüenza por mirar aquella carne sin defensa. Latía una enorme vida en aquellos senos. Nunca había visto otros tan hermosos. —Será una gran nodriza. Hemos de quitarle la camisa. Cualquiera diría que le tienes miedo. Tócala resueltamente. ¿Qué son estos hombres de pasta de alfeñique, que han salido de la noche? Tira de la camisa. Aún no es demasiado hermoso lo que vamos a ver. Y tú, el del fuego, ¿ya está caliente el agua? —Sí —contestó Matelot. —¡Vaya! Una se ahoga de calor aquí dentro. Antonio ahuecaba la palma de la mano en forma de copa. Vertía en ella aguardiente caliente y frotaba los costados de la mujer. Tenía miedo de sus largas y rugosas manos. La piel que frotaba era fina como la arena. Tocaba la parte inferior de los senos y era sedosa. Luego frotó suavemente el globo ascendiendo hacia las axilas. Todos los valles, todos los pliegues, todas las dulces colinas de aquel cuerpo, las sentía en la mano, entraban en él, quedaban impresas en su carne a medida que las tocaba, con sus profundidades y sus hinchazones, y eso le producía un pequeño dolor, que luego estallaba como una gavilla demasiado gruesa que rompe su cuerda y se desparrama. La parida suspiró. Un largo suspiro, un hermoso suspiro muy carnoso y sin gemido. Antonio retiró la mano. —Levántala—dijo la mujer—. Voy a ponerle la camisa. Tómala en tus brazos. Antonio la estrechaba contra su pecho. La tenía desnuda en sus brazos. —Apártate—dijo la mujer—. Déjala; por ahora va a estarse tranquila. La cubrió con las ropas de la cama. —Bien—dijo—; tiene una piedra caliente en los pies. Ponle encima tu capote. Así está bien. Ahora danos un trago de aguardiente. La parida respiraba. Como el calor penetraba en ella por todas las puertas de su cuerpo, empezó a sonreír. Todavía no había abierto los ojos. Dormía. —Este alcohol procede de lejos—dijo la mujer al beber. Miró a los dos hombres. —No tenéis el semblante de aquí—dijo—. ¿De dónde sois? —Del río—dijo Antonio. —Yo, del bosque—dijo Matelot.
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—¿Del otro lado?—preguntó la mujer señalando hacia el sur. —Eso me recuerda—añadió la mujer—que habéis encendido dos hogueras en los pastos de Maudru. Matelot, tendido ante el hogar, roncaba. La mujer se había acostado en un rincón oscuro, al otro lado de la chimenea. Antonio no podía dormir. Tenía miedo de moverse y hacer miedo a causa de la parida, que dormía en paz y con una sonrisa en los labios. Abrió la puerta en silencio y salió. Fuera, la noche llegaba a su fin. Las estrellas tenían el tamaño de guisantes. Habían desaparecido la niebla y la luna; el cielo se abría de par en par de un extremo al otro del horizonte. El viento alto cantaba solo. La casa olía a heno seco y a leña quemada en la chimenea. Sobre toda la anchura del cielo y de la tierra reinaban una paz y una dulzura que anunciaban el nuevo día. Los ruidos eran puros y leves. Antonio oyó unos pasos en la hierba: era el boyero. Se detuvo en la esquina de la casa. —¿Me has dicho que eres Antonio, de la isla de Gais?—preguntó. –Sí. —¿Aquel al que llaman «Boca de oro»? —Sí. —No te muevas—dijo el hombre—. Contempla apaciblemente la noche. Es hermosa. Yo velo todas las noches. ¿Conoces de nombre de aquellas estrellas? —¿De cuáles?—dijo Antonio. Sentía que volvía a ser la «boca de oro» que cantaba en los cañaverales del río. Aquel que se situaba junto a los lavaderos con la boca fuera del agua y el cuerpo hundido en el mundo. —De aquellas cuatro—contestó el boyero. —Voy a llamarlas «la herida de la mujer»—dijo Antonio—. Y voy a llamarlas así porque son como un agujero en la noche. Brillan en el borde. Pero dentro es negra noche y no se sabe lo que de allí va a salir. —¿Y aquellas otras, allá en el norte? —Aquellas voy a llamarlas «los senos de la mujer», porque se hallan amontonadas como colinas. —¿Y aquellas otras, allá hacia el este? —Voy a llamarlas «los ojos». Porque creo que son como la mirada de la mujer que duerme y que todavía no ha abierto los párpados. El boyero se quedó silencioso. —Toma mi capote—dijo—. La madrugada es fría para ti, que permaneces inmóvil contemplando la noche. Yo tengo que seguir tras mis reses. No te preocupes. Antonio tomó el capote. El sayal estaba tibio debido al calor del hombre. El boyero se fue en la oscuridad. La noche se desgarraba lentamente sobre todo el circuito de las montañas. Al amanecer, el rebaño avanzó. Antonio vio salir de las sombras del oeste los toros con cuernos en forma de lira. Emergían de los pastos que se hallaban al borde del valle e inmediatamente el sol de levante iluminaba su frente. En la punta de los cuernos llevaban gavilanes y milanos que batían de alas. Antonio fue a su encuentro. —Gracias por tu capote—dijo al boyero—. He puesto el mío encima de la cama de una mujer enferma que duerme en esta casa. —Ahora te veo—dijo el boyero—. Me gusta ver a los hombres. He venido por este
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lado con mi rebaño para verte. En general, lo llevo directamente al río por allí. Así, pues, ¿eres tú «Boca de oro»? —Sí, yo soy—repuso Antonio—; ¿me conoces? —No, pero conozco la canción de los tres criados. Dicen que tú la has compuesto. —¿Quién te lo ha dicho? —El que vende almanaques en Villevieille. —Sí, soy yo—dijo Antonio—. Ahora busco un medio para pescar el congrio. —¿Qué es eso del congrio? —Un pez como una serpiente. —¿Muy grueso? —Más que mi brazo. Tiene unos ojos como si fueran de sangre y un vientre del color de los narcisos. Se hunde en el agua como una raíz. Llora como los niños. Y puede comer hierro con sus dientes. —Te estaría escuchando todo el día—dijo el boyero. Antonio le miraba. Era un hombre construido con una poca carne color ladrillo y grandes músculos secos, redondos como la cuerda de un pozo. En el lado derecho de su chaqueta de cuero llevaba pintada con tierra de ocre la letra M, como la marca de los toros. —Quería decirte—le dijo Antonio—que no pasaras junto a la casa, porque despertarías a la mujer enferma, que necesita dormir. —No te preocupes—repuso el boyero—; siendo así, voy a descender por entre los álamos. ¿Estarás aquí esta noche? —Sí—dijo Antonio. Pensaba en la mujer, que todavía no podría levantarse. —Hasta esta noche, pues. Escucha. Te digo todo esto para tu mayor tranquilidad. He ocultado con hierbas las cenizas de las dos hogueras. Y, además, Maudru no suele venir muy a menudo. No te preocupes. A la mujer de la casa, yo la llamo «la madre de la ruta». No te fíes demasiado de ella, puesto que vive de sus dedos. E hizo el gesto de coger. Luego llamó a sus reses con palabras profundas y los toros comenzaron a descender hacia el río con las aves sobre sus cuernos. —¿Duerme?—preguntó Antonio al entrar. —Sí—dijo la mujer. —La luz da sobre la cama; deberías cerrar los postigos. —Déjame hacer—repuso la mujer—. Ahora estás tranquilo y todo quieres saberlo. Cuando se ha dado a luz, el día siguiente es el más hermoso. Déjala que se despierte en medio de la luz del sol. He hecho café, ¿quieres? —Dame. —Mira si a tu compañero le despierta la luz del día: ni la luz ni el fuego. —Está cansado. —¿Por qué tienes compañeros tan viejos? —No tengo compañeros—dijo Antonio—. Vivo solo. Éste es un hombre del bosque que ha perdido a su hijo y yo se lo busco en el río. —¿Cómo se llama? —Matelot. La mujer contempló a Matelot, que dormía. La azulada luz del día fluía por la ventana y ya iluminaba un escabel de madera, la mesa hecha con troncos de árboles y la
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parte inferior de la cama. En cambio, su parte superior se hallaba envuelta todavía en la oscuridad. El rostro de azúcar de la parida se confundía con la pálida almohada y la sábana. —El hijo tenía los cabellos rojos—dijo la mujer. —Si—dijo Antonio, sorprendido. —Y en su mano izquierda faltaba la punta del dedo meñique. —¿Lo has visto? —Veo a todos los que pasan—dijo la mujer—, puesto que aquí se halla el camino. A éste lo vi muy bien. Hay algo extraordinario en su persona. —Acércate—dijo Antonio. La mujer se inclinó hacia él. Pero Antonio todavía la atrajo algo más cerca. —Debe estar muerto—dijo. —Tu boca huele a savia—dijo la mujer. —He masticado una yema de higuera. —Bien—dijo la mujer—. No eres un hombre como los demás. Yo creo que el muchacho aún no ha muerto. —¿Por qué lo dices? —Escucha. Y con su mano, la mujer detuvo el hombro de Antonio, que retrocedía. —No te alejes. No es habitual que un hombre huela bien por la mañana. Lo que puedo decirte es que no sois vosotros dos los únicos que lo buscan. —¿Quién más lo busca? —Los hombres de Mandru. —¿Por qué? —¡Quién sabe! Lo cierto es que ése de ahí afuera llegó con sus bueyes y me preguntó por el muchacho pelirojo. Soy la madre de la ruta. A menudo me preguntan por la gente, pero no es frecuente que me pregunten dos veces por la misma persona. Primero fue el boyero y bajaba del norte con sus toros para hacerme tal pregunta, pero luego se ha quedado de centinela vigilando todo el valle con su ganado. Ha recibido órdenes. Eso se ve. Por todas partes hay hombres de Maudru. Y todos con sus toros. A veces ése de aquí toca la trompa y los otros le responden. Te digo, pues, que ése fue el primero, y luego vosotros dos que subís del sur y que asimismo me habláis del muchacho de cabellos rojos. ¿Qué ha hecho para que así se remueva cielo y tierra para dar con él? —Para mí—repuso Antonio—lo único que ha hecho es ser el último hijo de ese hombre que duerme. El recién nacido empezó a llorar en su canastilla. —Mécele—dijo Matelot en su sueño del alba. Y se despertó. Había dormido como un tronco. Tenía la barba llena de baba. Se la enjugó con el dorso de la mano. —¿Qué hay de nuevo?—preguntó. —Nada—respondió Antonio—; todo sigue igual. El niño lloraba y se agitaba. Antonio dio un golpe con el puño en el dorso de la canastilla. —¿Qué le ocurre a esta rana?—dijo la mujer—. Ya desde el primer día lo tenemos
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muy despierto. Nunca se había visto nada parecido. —¿Es hermoso?—preguntó Matelot. —Ven a verlo, viejo. Lo miraron. A fuerza de moverse se había deshecho de sus pañales y ahora estaba desnudo en su canastilla agitando brazos y piernas. No era encarnado como los recién nacidos habituales, sino que su piel ya blanqueaba y, como estaba lleno de pliegues de grasa, la piel reía con una risa de seda. Antonio contempló a la madre, que respiraba profunda y regularmente. El niño se le asemejaba, nada tenía de extraño. Era exactamente la misma boca, la misma nariz, los mismos párpados, puesto que ambos tenían aún los ojos cerrados, la misma frente, las mismas mejillas de fuertes pómulos. Todo eso, en el niño, se hallaba tan sólo bosquejado bajo una piel demasiado ancha, llena de pliegues y muecas, pero se veía que el niño llevaba la simiente del rostro de la mujer y que todo iba a florecer y desarrollarse según la forma exacta de aquel rostro que descansaba sobre la almohada. Parecía como si ella hubiera hecho al niño sola. El niño torcía la boca y salivaba una hermosa burbuja de saliva. Lloraba. —Quiere mamar—dijo Antonio. —Quiere agua azucarada—dijo la mujer—. Lo de mamar vendrá más tarde. Pero si su madre se despertara, me gustaría que el crío le cogiera el pecho, aunque sólo fuera para chupar. Eso le haría subir la leche a ella Se acercó a la cama. —Moza—dijo, y tocó la mano de la parida. Un estremecimiento ascendió a lo largo del brazo de la mujer lívida, que suspiró y abrió los ojos. Estos eran como hojas de menta. —¡Mi hijo! —Está ahí, no te muevas. —¿Está vivo? —Más que tú, hermosa. —¿Es un chico? —Sí, es un chico. —¿Dónde estoy? —En mi cama. Sonrió débilmente. —Ya lo siento—dijo—; pero, ¿dónde? —¡Cuántas preguntas! —repuso la mujer—. Te lo explicaremos poco a poco. Ahora te he despertado para que cojas un poco a tu hijo. Viejo, trae al pequeño. —¿No estás sola?—preguntó. —Ya ves que no estoy sola—contestó la mujer. Los ojos de la parida no se habían movido. Miraba la pared que se hallaba ante ella y Antonio había vuelto la cabeza para ver lo que ella estaba mirando con tanta fuerza. —¿No lo sabéis?—dijo la parida. Puso su mano sobre el pecho, que sentía desnudo: —Soy ciega. Los párpados eran como violetas y el color de sus ojos se hallaba en medio de un hermoso yeso sin arrugas.
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—¿No ves? —le preguntó la mujer. —No. Antonio contenía el aliento. —¿Nada? —No, nada. —¿Desde hace mucho? —Desde siempre. Dame el pequeño. Matelot acercó al niño. —Ponlo entre mis rodillas. —No parece ser cierto—dijo Matelot mirando aquellos ojos cual hojas de menta. Eran anchos y profundos y conferían a aquel rostro una enorme luz, una especie de fulgor que no rezumaba únicamente a ras de piel, sino que venía del interior. Cuando los demás hablaban, la ciega miraba hacia ellos, pero con cierto retraso, y los rayos de sus ojos llegaban a los parajes de la palabra y luego se detenían. A veces no daban con el hombre o la mujer que hablaba. Miraban al lado. La ciega se puso a tocar al niño. Los otros tres miraban aquellos largos y pálidos dedos, aquellas manos que no eran únicamente ágiles, sino que, ¡oh milagro! parecían poseer la fuerza envolvente del agua. El pequeño dejó de gritar. Husmeó la mano. Con su boca trató de seguir el rastro de los dedos que se deslizaban por su rostro para conocerlo. Intentaba chupar, pero la mano siempre se le escapaba. Empezó a gritar de nuevo. La ciega tocó los párpados del niño. —¿Él ve?—preguntó. —No lo sabremos hasta mañana —contestó la mujer. —Sería una gran injusticia —dijo la parida. —Estoy seguro de que el niño verá —dijo Matelot—. Hace un momento parecía seguir con la mirada el movimiento de mis manos. —Se me asemeja: tiene mi nariz, mi boca y todo. He sentido que tiene asimismo mis ojos. Eso es lo que me da miedo. —Las paridas siempre tienen miedo—dijo la mujer—. Yo, mientras estuve embarazada, siempre temí que mi hijo naciera con un labio leporino, pero luego vino como todo el mundo. —Pues yo—dijo la parida—hubiese querido guardarlo siempre en mi vientre, porque ahí le conocía. Pero ahora, ¿qué voy a hacer? Antes de que tenga tiempo de aprendérmelo a todo él... Nada más que sus pies, sus piernecitas, su pequeño cuerpo... Se echó a llorar sin ruido con la mirada inmóvil. —No llores—le dijo la mujer—. No te preocupes. No te atormentes. Todo eso es malo para la leche. Tu dolencia no es una razón suficiente y tu hijo tiene derecho a una leche tan buena como los demás. Dale el pecho, para ver si sabe cogerlo. —Vosotros sois tres. —Sí –dijo la mujer. —Hay uno, que he sentido al pie de la cama y que nada ha dicho, que incluso ha contenido la respiración. Huele a pescado. Quisiera que hablase una o dos palabras y que luego saliera de la habitación mientras doy de mamar al niño. —¿Es a mí a quien te refieres?—preguntó Antonio.
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Había hecho un gran esfuerzo para hablar. —Sí—dijo la parida. —Me voy a cazar para que comas carne. —No te incomodes, pero te sentía y no decías nada. Tu olor no era malo. Hueles a agua. Todos estos últimos días, estuve andando hacia el río, que huele como tú, pero no era para realizar una buena acción, sino porque tenía miedo de que mi hijo fuese ciego como yo y prefería marcharnos los dos juntos. Antonio sintió que un gran temblor ascendía en él sin que pudiera detenerlo. Temblaba como la encina batida por las aguas en la punta de su isla. —No debes ir hacia el río—dijo—, no tienes derecho a hacerlo, ni por ti ni por él, pues tu hijo será como todo el mundo. E incluso por ti, siempre es preciso reflexionar. Vas a ser muy feliz cuando toques y oigas a tu hijo. El mundo está lleno de bien y de mal. Y a ti te aguarda todavía mucho bien. —No sé—dijo la ciega—; pero has hecho bien al hablar. —Voy a cazar para ti—dijo Antonio. —Sí, marchaos—dijo la mujer—, y dejadnos solas a las dos. Hemos de lavar cosas que no os conciernen. —¿Y mi mellizo?—dijo Matelot, mientras andaban por el cañaveral. —He sabido más cosas de él en esta casa que a todo lo largo del río. El mimbreral se apartaba ante ellos y, más allá de la puerta de mimbre, el río brillaba bajo el sol de la mañana. —Te han hablado de él. Matelot se había detenido y había hecho el movimiento de hombros para volver sobre sus pasos. —Sigue andando—le dijo Antonio—, pues el asunto se presenta de un modo muy singular. ¿Confías en mí? —Sí. —Pues déjame en libertad. Lo que ahora te digo es que nada urge y que esta noche tendré más noticias. Creo que tu mellizo ha puesto a flote su balsa en un río mucho mayor que el nuestro. —¿Crees que está vivo? Se habían acercado al río y ahora oían como hervía el agua bajo las rocas y los toros que mugían. Al otro lado, a través de los sotos de enebros, veían un rebaño de bueyes que corría pesadamente por el erial. En medio del rebaño saltaba la negra silueta de un hombre con capote suelto, que iba a caballo de un toro rojo. Sobre la piel lisa de una colina, hacia el fondo del horizonte, otros bueyes andaban por entre la hierba corta. En lo alto, el boyero tocó la trompa. El hombre del capote detuvo sus animales cantando. Éstos dieron la vuelta a su alrededor y luego se detuvieron resoplando. Antonio y Matelot acababan de rebasar los tupidos bosquecillos de mimbreras. En los meandros del río se bañaba otro rebaño. Los bueyes se movían en una polvareda de agua irisada como las plumas de los faisanes. Su boyero avanzó hasta una playa cubierta de casquijo. Dio dos toques con su trompa. El hombre del capote respondió con otros dos toques. El boyero de la colina repitió asimismo los dos toques. Entonces, el boyero del río empezó a explicarles una historia con los sones de su trompa, y se sentía que les decía todo cuanto quería decirles, pausada y claramente,
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pero los otros respondieron en un momento dado: El boyero repitió su larga frase modulándola mejor y esta vez las dos trompas lejanas dijeron: —Bien, bien, bien. Entonces los toros volvieron a caminar por el erial y las colinas; el capote del boyero desapareció restallando sobre los grandes y claros cuernos de los animales; luego el rebaño entero penetró en un valle. —Está vivo—dijo Antonio—: son demasiados los que lo buscan. Nunca tanta gente va en pos de un muerto. El tiempo era falso y solapado, tibio como al final de la primavera, claro como en el hermoso mes de mayo, un día ruidoso y sonoro como si descendiera hacia el verano. En la lejanía temblaba la fuerza lechosa del aire y, hasta la mitad del cielo, ascendía un velo de bruma tembloroso y lleno de luz, pero que ocultaba los altos escalones de la montaña cubiertos de árboles rojos y de nieve. —Hermoso tiempo—dijo Matelot. —Se encamina hacia el invierno—repuso Antonio. —Me río del invierno, si mi mellizo está vivo—añadió Matelot. Antonio lo detuvo con la mano. Las huellas recientes de un jabato horadaban el barro. Los dos hombres se quedaron inmóviles y oyeron como el animal se revolcaba entre las cañas. Avanzaron unos pasos. Ahora lo veían. El jabato araba el cieno con su hocico, luego se echaba sobre el cieno fresco y se revolcaba en él con las patas al aire. Matelot le disparó su fusil en el vientre. Las balas de Matelot producían enormes heridas. El animal siguió gimiendo de felicidad. Todavía sentía la alegría del sol, cuando ya su sangre y sus tripas humeaban sobre la negra arena. Alargó el cuello y empezó a reír silenciosamente con sus grandes dientes. Un joven enjuto de carnes corría por la playa de casquijo. Llevaba en la mano, a manera de lanza, una larga aguijada para los bueyes. Gritó: —Dejad este animal. Llegó jadeando. Antonio ya había abierto su gran cuchillo. —¿Es tuyo? -—Es de Mandru—respondió el muchacho. —Si quieres hacernos reír—dijo Antonio—, píntate unos bigotes con cieno y luego baila al sol. Eso quizá nos haga reír, aunque ni mi compañero ni yo tengamos demasiados deseos de hacerlo. Pero lo mejor es que te ocupes de tus asuntos. Y se puso en cuclillas junto al animal aun caliente para desollarlo. —He dicho que es de Maudru—dijo el muchacho. —Lo hemos oído—repuso Matelot. Antonio cortó la piel alrededor del pie del jabato y empezó a desollar el muslo. Alzó los ojos hacia el muchacho. —Me haces sombra—le dijo—; apártate de en medio pa ra que pueda ver lo que hago. El muchacho retrocedió. —Se os contará todo eso—dijo. —Lo pagaremos todo —dijo Antonio—, no te preocupes. El muchacho arrojó su aguijada. —Si eres un hombre—dijo—, deja tu cuchillo y adelántate. Los de Mandru no
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demoramos nunca un asunto. Antonio se puso en pie. El joven boyero se mordía los labios. Era enjuto de carnes como una barra de hierro. Antonio pasó por encima del animal y avanzó. Hizo tan sólo como si fuera a agacharse. Corrió tres pasos. Con el brazo sujetó al boyero por la cintura. Y apretó con fuerza. —La puta de tu madre—dijo el muchacho. Le golpeaba en los hombros y la nuca. Antonio apretaba con toda la fuerza de sus brazos. Apoyaba su dura cabeza en la juntura de las costillas y oía que éstas empezaban a crujir en el pecho del muchacho. Éste jadeaba. Tenía el rostro y el cuello henchidos de sangre. Le faltaba aire. Levantó los brazos. Antonio lo soltó y lo empujó. El boyero dio tres pasos hacia atrás tratando de mantener el equilibrio. Pero cayó sobre la playa de casquijo. —Mi madre, quizá—dijo Antonio mientras el otro intentaba tomar aliento—. Pero tú, tu padre, tu madre, tu hermana, tus hermanos, tus tías y tus tíos, todos sois putas. Matelot se había cargado el jabato sobre los hombros. —Lo desollaremos allá, ven. Antonio recogió la aguijada. —Me servirá de bastón—dijo. Era una pica de hermoso acebo, fuerte y resistente. Con una piedra habían aguzado el aguijón, que formaba cuerpo con los músculos de la madera. Cuando se blandía la aguijada, era leve como un ala. En medio del mango habían escrito «Maudru» con grandes letras quemadas. Hacia el final de la tarde, Antonio apartó a un lado a Matelot. —Vete a ver lo que hacen los boyeros—le dijo. —¿Cómo?—repuso Matelot. —Sube sin decir nada hasta el bosquecillo, échate al suelo y mira. Al llegar la noche, tienen que hacer algo; obsérvalos. —¿Me llevo el fusil? —No, pero desconfía. En este lado deben ser dos: el de la noche pasada y el de esta mañana. Observa lo que hacen. En el otro lado, también dos: el que lleva capote y el que está en la colina. Luego, Antonio fue a sentarse en el umbral de la casa. La puerta estaba abierta al atardecer otoñal. —Patrona—dijo Antonio—, dame unos tarros, porque voy a hacerte conserva con la carne del jabalí. —Por una vez conozco a un hombre que se preocupa por la casa. Aquí tienes la jarra para la carne. Le trajo una alta jarra que olía a sal y a sangre. Antonio se había hecho una escobilla con un manojo de tomillo y limpió el interior de la jarra. La parida se hallaba sentada en la cama y tenía a su hijo en brazos. Le cantaba aquella canción de cuna: De todas las estrellas del cielo, eres tú la que yo prefiero.
Antonio dispuso una capa de sal pura en el fondo de la jarra; luego fue en busca de una gran piedra lisa y con ella afiló su cuchillo; finalmente comenzó a cortar tajadas
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de carne en el muslo negro del jabato La ciega paró de cantar. —¿Que son las estrellas? —preguntó. —Unas luces en el cielo —respondió la mujer. —¿Cómo? —Unas luces como cuando se llega de noche a una ciudad y todas las ventanas están iluminadas. —No sé—dijo la ciega—. ¿Qué es vuestro día, del que tanto habláis, vuestra noche, vuestras ciudades, vuestras luces, vuestras ventanas iluminadas? —La noche es lo que tú ves —dijo Antonio. —¿Y el día? —El día —dijo Antonio— es el día. ¿Cómo podría explicártelo? —Mira lo que yo creo —dijo la ciega—: el día es el olor. —Es difícil de comprender —dijo Antonio. Cortaba la carne sobre la piedra lisa. Ponía los trozos en la jarra. Los espolvoreaba con sal —¿Cómo te llamas? —le preguntó Antonio. –Clara —respondió ella. —¿Por qué estás sola? La ciega no respondió. Sus grandes ojos de yeso y menta permanecían inmóviles en la sombra. Comprendió que Antonio la miraba, porque ya no oía el chirrido del cuchillo al dar contra la piedra, y volvió hacia otro lado la cabeza. Entonces, Antonio imitó con su cuchillo el ruido del que está cortando carne y, poco a poco, el rostro se volvió de nuevo hacia él y durante largo rato los ojos ciegos le miraron en silencio, mientras él seguía fingiendo que cortaba carne. La mujer encendía el fuego. Revolvió el rincón oscuro de la chimenea. Cogió la aguijada que Antonio habla arrebatado al boyero. La examinó. Se acercó a Antonio. —¿Qué es esto? —le preguntó. —Nada—respondió Antonio. —Está marcado con el nombre de Mandru. —Siempre estás hablando de Maudru, tú y los otros—dijo Antonio—; ¿de qué tienes miedo? —¿Dónde lo has cogido? —Se lo he quitado a aquel boyero enjuto. —¿Así es como me manifiestas tu agradecimiento? —dijo la mujer en voz baja—. Esta casa es todo cuanto poseo, y mi paz estriba en ser la madre de la ruta y vivir apaciblemente un día tras otro. Estarás satisfecho cuando todo haya ardido aquí. ¿Qué fuerza crees tener en tus brazos para atravesarte continuamente en el camino de Maudru desde que estás aquí? ¿Lo conoces? —No —contestó Antonio. —Me extrañaba que tuvieras tanto valor. Y por lo que se refiere a esa mujer —dijo señalando a la ciega—, necesita descansar. ¿Qué has hecho, chico?. Sopesó la aguijada, leve como un ala. —Se acerca la noche—dijo—; voy a buscar agua. —Ya tienes—dijo Antonio. —Quiero más.
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—Iré a buscártela. —No, voy yo. Antonio la observaba con disimulo. La mujer se fue hacia el río. Matelot regresó en silencio. Andaba sin hacer ruido y como encogiéndose en la oscuridad. —Ahora vienen –dijo. Antonio pegó un salto. A lo lejos vio a la mujer que corría hacia el bosque. —Coge tu fusil. —Han recogido los toros en el aprisco —dijo Matelot—. Los dos del otro lado han cruzado el río montados sobre dos animales. Los dos de aquí los esperaban. Inmediatamente han echado a andar por el camino. Ahora vienen. Un toro empezó a bramar en las mimbreras. —Carga como para la caza mayor—dijo Antonio en voz baja. —¿Qué ocurre? —preguntó la ciega desde su cama. —Nada—dijo Antonio. Apretaba su fusil con ambas manos. Pensó en sus cartuchos. Tenía cuatro a punto. Se arrodilló en la hierba. Los dispuso ante él. Hizo seña a Matelot de que se le acercara. —Cierra la puerta de la casa —le dijo en voz queda—. Acuéstate—dijo en voz alta a la ciega—, y no te preocupes. Matelot cerró la puerta y puso la barra. —Vete junto al laurel—le dijo Antonio—, y si eso va mal, corre hacia el bosque. La mujer ya está allí, no te preocupes por mí. No dispares antes de que lo haga yo. Ahora la noche descendía más aprisa. En la cima de los árboles, veianse aún pequeños copos de luz. Antonio oía todavía en sus orejas la voz de la vieja Junie. —Es el último hombre de casa que se va contigo. «¿Mierda para el último hombre—se dijo—, y para Junie, y para el mellizo. Mierda para todos» Los cuatro hombres salieron del camino. —¡Alto!...—gritó Antonio. La noche era tranquila y verde. En la casa, la ciega mecía al pequeño con su voz tan agradable de oír. «Vaya pejiguera», pensó Antonio mientras apuntaba con su fusil. —Te traemos la paz—dijo uno de los hombres. Antonio reconoció al boyero que le había dado el capote la noche anterior. —¿Venís para hablar otra vez del nombre de las estrellas? —preguntó. —Sí —respondió el otro—, para algo así. Los cuatro se habían detenido en el límite del mimbreral. —Venimos para estar un poco contigo. Ya debes saber que es duro guardar bueyes. —Lo que sé sobre todo —dijo Antonio— es que los pastores de bueyes son hombres. Si cuatro se concertaban para ir contra uno, eso se diría hasta el mar, pero si intentaban embrollarme con la lengua, entonces yo resultaría perdedor. Avanzad, puesto que venís en son de paz.
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IV
La noche llegó con una gran ventolera. No vino, como el agua, por un flujo insensible a través de los árboles, sino que se la vio saltar fuera de los valles del este. De golpe, se extendió primero hasta las lindes del río; luego, mientras aún quedaba alguna luz del día en las colinas de este lado, se había preparado, aplastando las mimbreras bajo sus negras patas y arrastrando su vientre por el cieno. En cuanto sopló el primer viento, la noche pegó un salto. Ya andaba lejos con su frío aliento, cuando aquí uno se sentía acariciado por su cuerpo tibio, lleno de estrellas y de luna. Se oyó el rumor de las ramas del laurel al moverse y luego se acercó Matelot, con el fusil todavía apuntando. —¿Quieres hacernos la guerra?—dijo el hombre del capote. —Quiero lo que sea preciso—respondió Matelot. —¿De dónde venís vosotros dos? –dijo el flaco. —¿Eres el jefe de la comarca? —preguntó Antonio. —No. —Entonces, deja que sigamos nuestro camino. —Quedémonos un momento sin hablar unos y otros—dijo el primer boyero—. Eso nos iluminará. Después nos explicaremos. Éste parecía ser el jefe. De vez en cuando contemplaba la noche. Otras veces hacía signo con la mano de callarse y escuchaba como crujían los árboles. El boyero del capote se sentó sobre la hierba. Lo hizo poco a poco. Arremangó su capote. Se sentó, recogió con cuidado la falda sobre las rodillas, estiró y dobló dos o tres veces las piernas hasta que halló la buena posición, y ya no se movió. El joven flaco, que se había peleado con Antonio, limpiaba con la lengua sus dientes agujereados. Permaneció de pie, comiendo el viento y salivando el vacío. Finalmente, el boyero de la colina, al que Antonio sólo había visto de lejos en medio de sus toros, era ahora un grueso coloso jadeante. Respiraba tres veces, luego lanzaba un largo suspiro silbando y resoplaba. Respiraba de nuevo tres veces, volvía a suspirar, y se pasaba su gruesa y corta mano por la nuca. Se sentó al lado de los otros. —No vamos a permitir que se coman nuestra pitanza—dijo el flaco. —He dicho que no hablásemos. —Y siéntate ya—dijo el del capote—; nos haces viento al moverte. Quien preocupaba a Antonio era Matelot. Sabía que, en la batalla, al viejo leñador le gustaba la vanagloria y los gestos. Antonio apretaba los dientes. Ahora sentía deseos de disparar su fusil en medio de aquellos hombres falsamente tranquilos. Se dijo: «Si disparo, mato a uno. Pero Matelot va a gritar "Esperad" y se meterá en medio.
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Siempre quiere esperar. Siempre cree que tiene tiempo. Así van a asestarle una cuchillada. Desconfío del boyero del capote. Aunque éste es el que yo mataré. Pero queda el otro. Todos deben tener sus cuchillos. Si estuviera seguro de Matelot» Pensó también en la ciega. «Tengo que cuidar de dos seres —se dijo Antonio—, del último hombre de la familia y de Clara.» La llamaba Clara en aquel momento en su interior, ante los cuatro boyeros. «Disparo y salto hacia atrás. Pero Matelot se mete en medio y le dan una cuchillada. Quedan tres, mientras yo estoy solo. No tengo tiempo de recargar el fusil. Acogoto al más joven. Dos y yo. Corro. Sí, pero el grueso estrangula a Matelot. No». —¿Veníais del sur?—preguntó el primer boyero. —Sí—dijo Antonio—, espera. Llamó: —¡Matelot! Ven a mi lado. —Dejadlo pasar –dijo el primer boyero. —Junto a mí—dijo Antonio—; siéntate. En la oscuridad le tocó suavemente el muslo. —Venimos del sur—dijo Antonio—. Ya dije quién era yo. Éste es mi amigo. ¿Desde cuándo la comarca Rebeillard está vigilada? —Desde siempre—dijo el boyero grueso Y sopló mientras se ladeaba pesadamente sobre la hierba. Olía a puerro salvaje. —¿Qué dice el maestro de escuela? —preguntó el primer boyero. —Digo que vienen del sur –contestó el del capote. El flaco hizo crujir su diente agujereado. —No vamos a dejar que se coman nuestra pitanza. —No se trata de la pitanza—dijo el del capote—, ni de tu jeta, ni de los puñetazos sobre tu jeta. Se trata de las órdenes. Desdobló las piernas, buscando otra posición. —... por eso digo: «Vienen del sur». La noche ahora se hallaba tendida de un extremo al otro del cielo y vibraba con sordos rugidos como una gran vela hinchada de viento. —¿Adónde vais?—preguntó el primer boyero. —A esta comarca. —¿Qué vais a hacer? —¿Acaso sabemos si podemos decirlo? Antonio tocó el muslo de Matelot. La mano de Matelot estrechó la mano de Antonio. —¿Lo digo?—preguntó Antonio en voz alta. —Dilo—respondió Matelot. Antonio tocó por dos veces la palma de la mano de Matelot con un dedo para decirle «no voy a decirlo». «Bien», respondió Matelot estrechando el dedo. —Buscamos un hombre. —¿Qué hombre? —Un muchacho de cabellos rojos. El flaco dejó de mondarse los dientes. El gordo se agitó sobre la hierba. —¿Amigos o enemigos?—dijo el del capote. —¿Qué?
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—¿Ayuda o contraayuda? —Habla como todo el mundo. El boyero sacó su mano del capote e hizo señal de que abandonaba la partida. La blanca luz de la luna había inundado su mano. —Yo me entiendo. —Pero la palabra te ha sido dada para hacer que los demás te entiendan —dijo Antonio. —Te pregunta —dijo el primer boyero— si eres amigo o enemigo del muchacho pelirojo. Antonio tocó la rodilla de Matelot. —Escucha —dijo—. Tú viniste ayer con tu capote, mientras yo contemplaba la noche, y me preguntaste el nombre de las estrellas. Después pusiste tu capote sobre mis hombros para que lo utilizara según mi conveniencia y te fuiste con tus bueyes. Quiero hablarte a ti. No conozco, en cambio, a tu compañero, a ese que llamas «el maestro de escuela». Está ahí, envuelto en su capote; ¡que se quede así! —Así me quedo. —No habla como yo. Quizá no comprendería siquiera lo que voy a decir. A ti te conozco, puesto que me abrigué con tu calor. Era el calor de un buen hombre. En este asunto, veo que habéis venido de entre las hierbas para saber quiénes somos, a dónde vamos y qué es lo que vamos a hacer. Alguien os ha encargado que lo averigüéis. —Sí—dijo el flaco. —No te hablo a ti, que estás ahí ante la luna—respondió Antonio—, y que me impides ver la barba de los demás. Hablo a aquel otro que ha recibido órdenes. ¿Tienes órdenes, tú? ¿No? Pues entonces cierra la boca y una vez más te digo que te apartes para no hacerme sombra. —No me has respondido—dijo el del capote. —Ahora te respondo: tengo que saldar una cuestión con un muchacho pelirojo. La naturaleza de tal cuestión sólo a mí me atañe. —En el fondo —dijo el del capote, y parecía que se hablaba más a sí mismo que a los otros— la orden es: un hombre y una mujer que vienen del norte. Aquí tenemos a dos hombres, que vienen del sur. No concuerda, pues, lo uno con lo otro. «La orden es: no ha de salir del Rebeillard». Éstos de aquí entran. Tampoco concuerda una cosa con la otra. ¿Me escucháis? —preguntó. —Te escuchamos. —Entonces yo digo: si además estos dos se hallan contra el muchacho de cabellos rojos... —Mirad—gritó el flaco. Sobre una de las colinas del norte, se encendía una hoguera. Primero fue como un pajarillo brillante bajo el musgo; luego abrió dos grandes alas rojas y puntiagudas como el ala de los cernícalos. —Lo han cogido—gritó el flaco. Matelot empezó a castañetear de dientes. —Está vivo—le dijo Antonio en voz queda—, y nosotros somos hombres. —Por el lado de la puerta, Jacques —dijo el primer boyero. —Por el lado de la montaña.
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—Sobre la montaña. —Muy arriba en la montaña. —Mirad, por todas partes. Se encendían hogueras a todo lo largo del Rebeillard. Surgían por todas partes, desde los bordes bastante próximos del río, en los álamos de los aluviones, hasta los altos peldaños de las montañas lejanas y más arriba aún. El viento abatía el olor de las hogueras de la llanura, en las que se quemaban ramas de moral. En los momentos de gran intensidad, cuando las llamas subían rectas, se las veía abrir cavernas en el espeso y rojizo humo, alargado por el viento, retorcido y palpitante como la cabellera trenzada de las mujeres de las altas cumbres. —Son demasiado numerosas—dijo el del capote. Sobre las hogueras del río se veían pasar unas sombras negras. Las altas llamas latían detrás de los álamos. En las colinas, aparecían fulgores en todas las lindes y los negros troncos de Ios árboles se alzaban por encima del aire rojo de los fuegos. Allá arriba, en la montaña, las hogueras centelleaban como huevos llenos de sol en la hIerba negra; más arriba, brillaban como los ojos de los carneros cuando se levanta la linterna en el redil; más arriba aún, se hallaban casi en las estrellas y sólo de vez en cuando sufrían un pequeño eclipse. —Ya ves —dijo el primer boyero— que no te necesitan para el muchacho de cabellos rojos. Si no lo han cogido, estarán a punto de hacerlo. Llegó el viento de la plena noche. Las largas alas de los fuegos se arrastraban por los árboles negros sobre las colinas de algodón. Desde el otro lado del río, los toros llamaron a los boyeros.
V
Antonio retuvo con la mano a Matelot, que iba a levantarse.
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—Quédate sentado. Salud, compañía —dijo a los otros boyeros. —Salud. Estoy contento de conocerte, Boca de oro. Me gustan tus canciones. Nosotros nos vamos a marchar. Es la señal —dijo señalando la noche. —Quédate sentado —repitió Antonio en voz baja. Matelot quería levantarse. Castañeteaba de dientes. Temblaba hasta la punta de sus gruesas manos. —Adiós. —Buen viento. Allá abajo, en los cañaverales, se ola la voz del «maestro de escuela», que daba órdenes para la marcha sin aparentarlo. —¿Me escucháis? —Te escuchamos. —Decía eso para mi mismo. Supongamos que se marcha por este lado, por las colinas, yo decía... —Yo —dijo Antonio en voz alta levantándose, y se desperezó gimiendo—: «Un brazo, dos brazos, la pierna, dos piernas; ¡oh! tirando fuerte de derecha a izquierda y de delante atrás, yo me voy a acostar y a dormir». —¡Cállate! —dijo a Matelot. Contó los ruidos que se oían delante de él. —Uno. El del capote, dos. Una voz robusta llamó a los toros que servían de montura para atravesar el río. —Tres. Los animales se dirigieron hacia la voz galopando por los pastos, que sonaban a hueco bajo sus pezuñas, y, entre el ruido del galope, Antonio oyó un leve rumor de mimbrera, como el que levanta el paso de un animal. —Cuatro —dijo—. El flaco se va. Ya estamos solos. —Hemos de marcharnos —dijo Matelot. —Un momento. —Yo me marcho. —Un momento, te digo. —Tú eres tú y yo soy yo. Es mi mellizo. Me lo siento aquí como una cuchillada — Matelot se tocó el costado—. Y es natural que así sea, porque es mi hijo. A Mandru lo estoy fastidiando y a ti también. —Te digo un momento. —Pues yo te digo que inmediatamente. —Oye, Matelot —Antonio agarró la muñeca del viejo leñador—. Cuando debería romperte la cara, te digo tan sólo que esperes un momento. —Eres demasiado joven para sujetarme. Agitó su brazo. —Suéltame. Antonio estrechaba su muñeca. —Viejo tonto —dijo. Rodeó a Matelot con su brazo de nadador y lo apretó contra su cuerpo. —Arroja tu fusil. Te digo un «momento». Te aplasto las costillas. ¿Quién me encomendó un barbudo así? —Suéltame.
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Antonio le soltó. —Te digo «un momento». Tu mellizo está vivo. Eso es lo que importa. A Maudru, también yo le fastidio. No es con sus bueyes y sus hombres como va a atemorizarme. Pero todo cuanto hemos encontrado hasta ahora se halla muy envuelto en silencio. No vale la pena cocear como un asno. Tu hijo está vivo. ¿Tú lo conoces? Yo lo conozco. Sé que no hemos de preocuparnos por él anticipadamente. Y nosotros dos estamos aquí. Eso es lo que quiero decirte. El responsable soy yo. Entonces soy yo quien dirige. Si rezongo, tendrás derecho a apalearme. Por ahora te digo un momento. ¡Un momento no es muy largo! —¿Me guardas rencor? —dijo Matelot. —No vale la pena. Anda, trágate la barba. Las hojas de la higuera se movieron. —¿Dónde están los que quedan? —dijo una voz de mujer. —¡Ah! eres tú —dijo Antonio—; acércate, miedosa, todo sigue entero. La mujer de la casa se acercó. —Eres diligente para ir a buscar agua —dijo Antonio—. Pero quiero advertirte una cosa: cuando digas «voy a buscar agua» y quieras que te crean, coge un cubo por lo menos y no te vayas con los brazos colgando. —Me parece que te ríes demasiado sin saber nada —dijo la mujer—. En cambio, yo sé cómo es. —¿Quién? —Maudru. —¿Y qué? —Pues que si a esos cuatro —dijo señalando las tinieblas del mimbreral— les hubiera convenido, habrían incendiado la casa, la mujer y el niño, sin la menor dificultad. —Sí —dijo Antonio—, y mientras tanto, ¿habríamos leído el periódico nosotros dos?. La noche habla cobrado mayor espesor con el humo de todas las hogueras. Ya no se agitaba. Ya no tenia estrellas, sólo una luna sin brillo que no iluminaba más que una longitud de un dedo a su alrededor. Las hogueras jadeaban en silencio. A ras del suelo, lejos y en todas partes, un sordo pisoteo ondulaba con las colinas y las llanuras del país. —Quisiera saber —dijo Antonio hablando a la noche— si a pesar de todo la madre de la ruta es capaz de poseer un poco de valor tranquilo. La mujer se le acercó. —Déjame que toque tus hombros y tus brazos—dijo—. Te abrí la casa sólo por tu voz. Todavía no soy una anciana por dentro. Déjame que te toque, hijo. Apoyó la cabeza sobre el ancho brazo de Antonio, allí donde se une al hombro. —Te dije que eras un «hombre apuesto» cuando entraste. Deja, hijo, no te pido nada más. Antonio tenía los músculos relajados. —¿Qué quieres de mí?—preguntó la mujer. —Decirte algunas verdades. La mujer frotó su mejilla contra el brazo de Antonio. —El muchacho de cabellos rojos —dijo Antonio— interesa tanto a nuestro corazón como la miel a la colmena. Nos hemos lamido mucho con los zagales de Maudru.
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Todos queríamos desempegarnos la lengua unos a otros. Nos hemos obligado a hablar. Ahora creo que vamos a sacudirnos las orejas. No te preocupes, porque eso tendrá lugar lejos de tu casa. Esos cuatro se marchan con sus bueyes. Escúchalos. Yo también voy a marcharme con mi compañero. He aquí una verdad. —Sigue hablando, si me dejas donde estoy—dijo la mujer. —Sí, continúa apoyada en mi brazo. No has ahorrado tus buenos servicios en esa historia. Pero quizás estoy equivocado al creer que tu casa es nuestra casa en el Rebeillard. —Es tu casa. —Mi compañero y yo no hacemos más que uno —dijo Antonio—. Escucha, si quisiera conmoverte, te conmovería. Ya lo ves, no muevo mi brazo. Pero creo que podemos ser muy amigos, si me prestas un servicio. —El servicio tendrá tu olor—dijo la mujer—; pídelo. —La ciega—dijo Antonio—, ¿vas a guardármela? —Si así lo quieres. —Mucho lo quiero —dijo Antonio. Llamó en voz baja: —¡Matelot! —Te escucho. —Me siento el corazón trastornado, como si hubiese respirado largo rato aquella mimbrera demasiado tierna que florecía en tu bosque la otra noche. —Ya sabía que eso iba a ocurrirte—dijo Matelot. —No sé qué hacer, puesto que ya no siento mi río y su agua. Varias veces me ha ocurrido lo mismo, pero nunca tan fuerte como ahora y nunca cuando la nieve desciende suavemente por la montaña. —Yo siempre soy así en el fondo —dijo la mujer— y por eso debes dejar que te acaricie el brazo. Somos unos pobres pajarillos. —Los prados huelen intensamente en este país —dijo Antonio—, y los árboles tienen tanta sangre que el aire se empapa de su olor con sólo pasar entre sus ramas. Es rudo tu país, madre de la ruta. —Todos los países son rudos —dijo la mujer—. Y nosotros nos acomodamos a los prados y a las colinas como los panes duros al lienzo húmedo. Antonio respiró largamente en silencio. —¿Es tu mujer? —le preguntó todavía la mujer. —No, la encontré ayer noche. —Te la guardaré. Antonio abrió la puerta. —Tu zurrón —dijo Matelot. —Dame. —Tu fusil. —Dame. ¿Tú estás a punto? —Sí, estoy a punto —respondió Matelot—. Es mi hijo, ¿comprendes? —Espérame aquí un momento —dijo Antonio. Entró en la casa. En el hogar, el fuego se arrastraba silbando entre los leños húmedos. A la temblorosa luz de las brasas, vio que los ojos de menta y de cal
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estaban abiertos. —Señorita —dijo. —Habla en voz baja. Se acercó a la cama sin hacer ruido. El niño se hallaba acostado junto a su madre. Mientras dormía, chillaba como un ratoncillo. —Tu voz es como una piedra —dijo la ciega. —Señorita —repitió Antonio. La miró en silencio. Ahora la veía a pesar de la oscuridad y, sin pensarlo, hizo con los brazos el mismo ademán que solía hacer en el fondo del agua para quedarse quieto ante un gran pez dormido. La ciega era muy joven, pálida y sin arrugas como un hermoso guijarro, con la redondez dura y plena de los pórfidos desgastados por el agua. —Me voy—le dijo Antonio. —Creía que ya había terminado. —¿Qué había terminado? —Me hablo a mí misma —dijo la ciega. Y se volvió hacia Antonio como para mirarlo. Éste acercó su mano al rostro de la ciega, sin tocarlo, palpando tan sólo el aire que ella tocaba. —Todo comienza —dijo. —Yo me dejo hacer —repuso la ciega. —¿Qué ha terminado? —Todo ese mal tiempo. Todo ese engaño de la tierra. Me dejo hacer. Pero es demasiado fácil, ¿comprendes? —Entiendo tus palabras mucho después de pronunciadas —dijo Antonio en voz queda—; no hablas como nosotros; explícame. —Tampoco tú hablas como ellos, sino que hablas casi como yo. Por eso he dicho que ya se había terminado eso de ser engañada y de correr por los caminos que descienden. —¿No lamentas estar viva? —No, desde que te escucho. —¿Puedo tocar tu mano? —Tócala. —Está fría. —He perdido sangre. —Recupera la sangre—dijo Antonio. Retenía la pequeña y fría mano en su gran mano. No se atrevía a decir: «Volveré.» —Volveré—dijo. —Es demasiado fácil engañarme —dijo la ciega—. Me dejo hacer. Pero eso entraña su castigo, porque es demasiado fácil.
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VI
«Ella nunca ha visto la noche», se dijo Antonio. —¿Dónde está el camino?—preguntó Matelot. —Vamos a seguir el río– «Nunca la ha visto» se dijo Antonio. La noche era mucho más vasta que el día. Sobre la tierra, todo se había borrado, las colinas, los bosquecillos, las ondulaciones de los campos. Todo era tan sólo llano y negro, y por encima de los árboles extintos se abría el mundo entero. En el fondo, fluía la leche de la virgen; carros de fuego, barcas de fuego, caballos de luz, un ancho rastrojo de estrellas ocupaban todo el cielo. «Nunca ha visto». Ahora no era esa vida furiosa y apresurada de la tierra, esa encinas crispadas, esos animales palpitantes por su rápida sangre, ese rumor de saltos, de pasos, de carreras, de galopes, de oleajes, esos aullidos y esos gritos, ese gemido que de vez e cuando la montaña lanza al viento, esas llamadas, esos pueblos llenos de haces de trigo y de montones de nueces, los grandes caminos cubiertos de sílex que los carros trituran con sus rueda de hierro, ese largo chorro de animales que agujerea los matorrales, los setos, las praderas, los bosques espesos de los valles colinas y hace humear el polvo rojizo de las tierras de labor toda esa frenética batalla de la vida bajo el opaco cielo azul cimentado de sol. No, ahora era el silencio y el frío de la noche «Ella nunca ha visto esta noche henchida de sangre fría como el río con sus peces. Nunca ha visto, y yo le he dicho que la noche es lo que ella ve siempre en su negra cabeza» —¿Vamos hasta aquel bosquecillo?—preguntó Matelot. —Sí. —¿Por qué seguimos el río? —Para tener una dirección —dijo Antonio— y además porque aquí la tierra es blanda. Ellos pasarán con sus bueyes por entre los bosques de más arriba y así perderán nuestro rastro. ¿Comprendes? «Le he dicho: »—La noche es lo que tú, siendo ciega, ves en tu negra cabeza. »Entonces va a decirme: »—Si es así, en cuanto viene la noche, te tiendes sobre la hierba y contemplas lo que hay encima de ti. ¿No ves nada? Pues es preferible que duermas. ¿Por qué miras? Es demasiado fácil engañarme. ¿Y qué puedo decirle? »Sabrá que me acuesto porque ella me habrá tocado. Tocará mis ojos y dirá: »—Tienes los ojos abiertos. »Yo diré: »—Sí »Y ella dirá: »—Dime lo que ves.
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»¿Y qué puedo decirle? »Podrá tocar mi brazo y con la punta del dedo conocer el contorno de mis mejillas y de mi mentón, como hizo para conocer al niño. Podría conocerme con la palma de la mano, seguir todo mi contorno y saber donde me detengo. Pero no puede tocarlo todo con la mano. No puede tocar un árbol desde la base hasta la punta de sus hojas. No puede tocar la zorra cuando salta por entre las piedras como una gleba de fuego. No sabe dónde se detiene todo eso, ni los árboles y animales que vienen después de eso, alrededor de eso. No puede tocar el río. Podría tocarlo, pero debería saber nadar. Puedo enseñarle a nadar». —¿Qué crees que ha hecho?—preguntó Matelot. —¿Quién? —Mi mellizo. —Quién sabe—dijo Antonio. —¿Para que tenga en contra a toda esa gente? Y ¿adónde vamos? —Caminamos—respondió Antonio. Una infinidad de estrellas, hez del cielo, descansaba sobre los contornos de la tierra, mientras la noche cobraba mayor densidad en sus alturas. La estrella de los pastores era tan gruesa como un grano de trigo. El viento se calmaba. El día venía. —He dado con un sendero —dijo Matelot. —Síguelo. —Sube por la ladera del monte. —Pues sube. —¿Sabes a dónde vamos? —Sí, lo sé—dijo Antonio—, pero no hables tanto. «Puede tocarme, se dijo Antonio, desde los pies a la cabeza y conocerme. Puede tocar el río, no sólo con la mano, sino con toda su piel. Entraría en él. Lo apartaría con sus brazos, lo golpearía con sus pies, lo sentiría al deslizarse bajo sus brazos, sobre su vientre, al gravitar sobre su dorso hueco. Puede tocar una hoja y una rama. Puede tocar un pez con la mano cuando yo pesque peces. Los tocará todos cuando vacíe la red sobre la hierba. Los tocará vivos cuando pasen por su lado en el agua y rocen su piel con las aletas. Tocará el gato de los árboles, que vive en la isla de Geais y que se deja tocar cuando ha comido tripas de peces. Mataré zorras para que así pueda tocarlas. Sentirá el olor del agua, el olor del bosque, el olor de la savia cuando Matelot derribe los árboles alrededor de su campamento. Oirá crujir los árboles al caer y los golpes del hacha, y a Matelot cuando grite para advertir que el árbol va a caer a la derecha, e inmediatamente después percibirá el olor de las ramas verdes y de la savia, y luego ese olor que, si se dejan los árboles por el suelo antes de descortezarlos, cada día se hace más leve hasta asemejarse al débil olor de anís de los musgos florecidos. Pero, ¿qué puedo hacer para todo lo demás? » Contempló las estrellas. «He aquí que las estrellas aumentan de tamaño. Ahora son como granos de trigo, se dijo Antonio; pero, ¿cómo hacérmelo para que ella lo comprenda? Puedo hacerle tocar unos granos de trigo y decirle: es así. Pero no podrá tocar los movimientos de todo. Tocará el gato de los árboles, cuando se halle tendido al sol con el lento movimiento de sus flancos y su suave vientre lleno de tripas de peces. Pero no podrá tocarlo cuando ande por las ramas de las encinas, cuando salte
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a la clemátide, cuando se balancee en las lianas, colgando de sus garras, para saltar al sauce. No podrá tocar la zorra que se acerca a beber en el río. Ni el pez que asciende del fondo cuando todo está tranquilo y de repente salta fuera del agua como una luna. Ella me preguntará entonces: ¿Qué es este ruido?» —El sendero se convierte en camino—dijo Matelot. —Sí—dijo Antonio—, se ven roderas en la hierba. —Ya no se oyen los bueyes—dijo Matelot. —¿Los has oído?—preguntó Antonio. —Sí—dijo Matelot—, ¿y tú? —No. —Subían por ambos lados a través de los prados. Ya no se oye nada. Hemos andado más aprisa que ellos. —Sí, hemos andado muy aprisa. —¿En qué piensas? —En nada. —Yo me pregunto lo que ha podido hacer y dónde se halla ahora. —Se halla ahí arriba, delante de nosotros—dijo Antonio—; anda, que pronto va a ser de día. De repente hizo mucho frío. Antonio sintió que sus labios se helaban y resolló. El viento resonó a mayor profundidad; su voz se debilitaba y luego volvía a ser fuerte. Los árboles hablaron y, por encima de los árboles, pasó el viento roncando sordamente. Se daban momentos de gran silencio; luego hablaban las encinas, luego los sauces, luego los abedules; los álamos silbaban a derecha e izquierda como las colas de los caballos; luego, de pronto, todos callaban. Entonces la noche gemía muy quedamente en el fondo del silencio. El frío era intenso. Sobre todo el contorno de las montañas se desgarró el cielo. La bóveda de la noche ascendió a lo alto del cielo con tres estrellas parpadeantes y tan grandes como ojos de gato. Una colina del este salió de la oscuridad. Su negra arista, ondulada por el peso de los árboles, se destacaba sobre una claridad de color pajizo. En el sur, un bosque rugió y luego emergió lentamente de la noche con su dorso afelpado. Un estremecimiento de luz gris fluyó sobre la cima de los árboles desde el fondo del valle hasta la proximidad del gran pico donde terminaba el bosque. En lo alto, se le oía dar contra el peñasco. El peñasco se iluminó. No había ninguna luz en el cielo, salvo hacia el este una herida violeta llena de nubes. La luz procedía de la colina. Habiendo sido la primera en salir de la noche, negra como una carbonera, la colina lanzaba una luz suave hacia el cielo liso; la luz caía de nuevo sobre la tierra con un leve gemido, saltaba hacia el peñasco y éste la lanzaba sobre unas redondas colinas que, inmediatamente, salían de la noche con sus dorsos cubiertos de bosque. La oscuridad fluía por entre los bosquecillos y los collados, en los valles, a lo largo de los taludes, por detrás del enrejado de las lindes. Una chova gritó. Sobre la oscuridad flotaban las montañas y las colinas cual anchas islas de un verde profundo, sin reflejos, ennegrecidas por el color de aquel océano que, a cada instante, iba desecándose y descendía a lo largo de las enormes raíces de tierra, descubriendo bosques, pastos, tierras de cultivo, granjas, y luego seguía descendiendo hasta llegar a los vastos estribos de las montañas contra las cuales el río ondulaba como una hierba de plata. Vuelos de gorriones y de verderones se mezclaron por encima de los
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abedules con sus dos gritos alternados, como los chirridos de un carro que avanza por las rodadas. La noche se teñía de azul. Ya no se veía más que una estrella rojiza. El viento paró. Los pájaros se posaron en los árboles. Los encinares emergieron. La luz del día se vertió con mucha rapidez sobre el río hasta donde podían columbrarse sus aguas. Las colinas, iluminadas de pronto, iniciaron su danza alrededor de los campos y el sol encarnado saltó en el cielo con un relincho de caballo. —Ya es de día—dijo Matelot. Volvió el rostro. Lo tenía blanco por la escarcha que le cubría la barba, las pestañas y el bigote. Antonio abrió los brazos en cruz. Luego los dejó caer a lo largo de su cuerpo. —Pobre—dijo. Estaba deslumbrado. —Un día de frío en la montaña—dijo Matelot. «Ella está allá abajo, pensó Antonio, tendida en la cama negra, con el pequeñuelo y tibio sapo a su lado» —Rocío por la mañana, camino de frío, la montaña es dura —dijo Matelot—. Veo hielo. ¿Quién sabe si mi mellizo puede encender fuego? —Tu mellizo—dijo Antonio—, yo te lo encuentro y te lo devuelvo dándole de puntapiés en el trasero desde ahí arriba hasta allá abajo. Eso es lo que voy a hacer, cabeza de bobo, si lo encuentro. ¿Crees que es mi vida esa de correr como un gato hambriento por este país? ¿Crees que a mi edad no tengo derecho a un poco de sosiego y a tener una mujer tranquila como Baptiste? Dime, alma del diablo, padre del cerdo, ¿tengo o no tengo este derecho? —¡Oh, Antonio! —dijo Matelot mientras se arrancaba los carámbanos de la barba—, ¿dónde aprendiste la cortesía? El alba iluminaba el rostro de Antonio. —Anda —dijo— sigue el camino. Allá se ve ya la carretera. Ante ellos ondulaba una carretera por encima de valles y colinas con un arce encendido de vez en cuando. El camino que los dos hombres seguían cruzaba la carretera y luego iba a desembocar en un bosque. Una mujer se hallaba sentada en la encrucijada. Era una joven campesina montañesa calzada con zuecos de madera. Llevaba las alpargatas colgadas del cuello por un cordel. —¿Esperas?—le dijo Antonio. —Espero el carro de Alphonse. —¿A dónde va esta carretera? —Por este lado va a Villevieille. —¿Tú vas a Villevieille? —Sí, pero espero a Alphonse. No puedo llevarlo tan lejos. Entreabrió el delantal doblado sobre su falda. Un niño de teta se hallaba acostado en la cuna de sus rodillas. Tenía el rostro cubierto de costras rosáceas y babeaba torciendo la boca. —¿Qué tiene? —No lo sé; tan pronto le sale este mal como luego le desaparece. Pero no llega a librarse de él. Voy a que examinen mi leche. Quizá se me echó a perder cuando tuve miedo en la caza del lobo. O tal vez se deba a la sangre de su padre.
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—Tiene humores —dijo Matelot. —No —dijo la mujer—. En general, todos tenemos una salud robusta. Es mi leche que se ha echado a perder. Llegaba un carro desde el bosque. Era de madera azul. Lo conducía un hombre de pie sobre las tablas. —¿Está lejos Villevieille? —Dos días de marcha. —¿Te molestaría que fuéramos contigo? El hombre detuvo su carro junto a la mujer. —Éstos preguntan si molesta su compañía. —Nada molesta. El hombre iba vestido con pesada pana gris y tenía unas gruesas manos que nada sabían hacer después de soltar las riendas. Las frotó una con otra. —Pon al pequeño encima de los sacos. Nosotros cuatro andaremos. La mujer se quitó los zuecos y se calzó las alpargatas. Dio una patada con el talón. Sus faldas se hinchaban alrededor de sus caderas. Poco antes del atardecer, Alphonse dijo: —Dormiremos en el jas del arce. —¿Nos querrán a nosotros?—preguntó Antonio. El hombre se echó a reír. —¿Sueles pedir permiso, tú? —Casi nunca—dijo Antonio—. Pero si son conocidos tuyos... —Es un lugar junto a la carretera, abierto a todos—dijo el hombre. Poco después subieron a lo alto de un cerro, desde el que podían ver una gran extensión de terreno ante ellos. —Es allí abajo—dijo la mujer. Señaló un largo redil en un bosquecillo de arces. Al llegar, vieron dos carros ante la puerta y, atados a los árboles, tres caballos y cinco mulos todavía enalbardados. Un hombre, con la mejilla sobre la hierba, soplaba un fuego. Un muchacho llevaba agua a los animales. Una chiquilla cortaba las ataduras de los manojos de heno y esparcía la hierba seca bajo la nariz de los caballos. Dos mulos se vigilaban, se acosaban, frotaban sus albardas, se coceaban en las patas y reían con sus grandes dientes amarillos. Los caballos empujaban a la chiquilla con los hocicos y pateaban con los cascos en la tierra. —Bebed—dijo el muchacho. El caballo bajó el cubo de agua con su cabeza. —Padre —gritó la chiquilla—, el caballo rojo quiere morder la yegua. —Déjalos que se apañen—dijo el hombre que soplaba el fuego. Un viejecillo, vestido con una media hopalanda de grandes bolsillos, miraba el borde del prado. Estaba inclinado sobre la hierba y buscaba algo en ella. —No veo ninguna flor azul —gritó a alguien que se hallaba en el hórreo. —Es demasiado tarde—dijo una voz de mujer—, y usted ya no ve más que una marmota. Venga a abrigarme. —Es verdad—dijo Alphonse—, no has probado las flores azules. —Lo he probado todo—dijo la campesina. —Hay mucha gente—dijo Matelot.
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—Es la carretera —dijo el hombre—. Ayúdame. Mi caballo es entero. Sujétalo fuerte por el hocico. Coge al pequeño —dijo a la mujer— y entra con él. Hemos de ayudarnos unos a otros, compadre. Si ves qué el caballo se agita, apriétale el freno por la clavija. El grande y brillante caballo relinchaba en dirección a la yegua. —Entra conmigo —dijo la campesina a Antonio—. Los demás te tienen mayor consideración cuando ven a un hombre: quisiera un rincón para que el crío no se enfriara y, además, he de darle de mamar. —Te traigo la manta. —Tráela y también el zurrón negro. Alphonse desabrochaba los arneses. —Cuidado—dijo—porque va a saltar en cuanto deje de sentir los tirantes. El caballo preparaba sus esfuerzos temblando. A veces un estremecimiento corría por su piel desde la grupa al cabestro. Se había empinado sobre sus cascos traseros y, tendido hacia el bosquecillo de arces, cansaba la mano de Matelot con las sacudidas de su cabeza. La yegua lo miraba. Los mulos se empujaban unos a otros al otro lado de los árboles. —¿Lo sujetas? —¡Ea, demonio! —gritó Matelot y dio de puñetazos al caballo sobre los ojos. —Así lo sujetaréis bien—dijo el hombre del fuego. —Sujetaríamos al papa—dijo Alphonse, mientras dejaba todavía una correa para más tarde. La yegua bailaba sobre la hierba sorda. Llamaba al macho con sus cascos. No relinchaba. Sólo ondulaba como si el caballo estuviese ya sobre ella y pateaba con sus cuatro cascos. —¡Hala! —dijo Alphonse, e hizo levantar el brazo del carro. El caballo, al sentirse libre, dio un salto. Matelot se encogió de la cabeza a los pies como un bloque y dio una vuelta a la clavija. El animal era como una barca amarrada por la proa y cuya popa se agita en una impetuosa corriente: daba vueltas con la grupa alrededor de Matelot. Alphonse cogió la correa del vientre y tiró de ella. El caballo dio un grito amargo y se detuvo. Temblaba como tiemblan bajo el solo peso del cielo esos cienos trabajados por aguas subterráneas. —¡Vaya! —dijo Alphonse—. Sólo piensas en el amor. El caballo se lamentaba con voz extraña y negra, al margen de los hombres. La correa le lastimaba la piel tierna de entre los muslos. La yegua lloró. Los mulos inmóviles tendieron el hocico hacia el caballo y empezaron a gemir suavemente. En el fondo del bosque, un asno se puso a rebuznar. Unos perros ladraron. Los animales se quejaban con amargura. —Tendré que tomar una decisión —dijo Alphonse—; lo mejor será que lo haga capar. Entonces estará siempre tranquilo. Ven, vamos a trabarlo junto al abeto. —Lo había conservado entero —dijo Alphonse mientras Matelot clavaba la estaca a cinco pasos del abeto—en primer lugar porque me halagaba —guiñó el ojo e hizo reír todo un lado de su rostro— y después porque lo sentía más franco en el trabajo. He recogido todo el heno de los pastos de Robertes, allá arriba en la montaña, antes que todo el mundo, incluso Mandru. Mientras está solo en casa, los ardores se le pasan trabajando, pero en cuanto entramos en el país de las hembras... lo haré capar. Así
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estará más tranquilo y yo también. El caballo se hallaba atado por el bridón al árbol y tenía las patas traseras trabadas y sujetas por la estaca. Ya no se lamentaba. Miraba recto ante él, sin cerrar los ojos, como un animal muerto. Matelot y Alphonse entraron en el hórreo. En su interior ya había gente que se disponía a pasar la noche. Quedaba todavía algo de crepúsculo en las ventanas y, por la puerta abierta, el fuego que por fin el hombre había logrado encender lanzaba largos reflejos rojos que lamían la paja como una gran lengua de perro. —¿Sois vosotros los que hacíais tanto ruido? —preguntó una voz. Era la mujer que había hablado de flores azules al viejecillo. Para separarse de los demás, se había dispuesto como una pequeña habitación con un largo baúl de coche, negro y peludo, y dos maletas de cuero. —Buenas noches, señorita—dijo Alphonse—; sí, somos nosotros. Por culpa de mi caballo, que es entero. Así pues, ¿también usted ha bajado de los bosques? —¿Eres tú, Alphonse? —Pues sí; yo la he reconocido en seguida. —Yo en cambio—dijo la mujer—con mi dolencia ya no sé lo que miro. —¿Cómo sigue usted? —Mi pobre Alphonse, mal y la dolencia se eterniza. Entonces, mi padre me ha dicho: «Vamos a Villevieille.» ¿Y tú?. —Nosotros vamos también a Villevieille por el pequeño. Creo que la mujer está mala. Me vio cuando me trajeron de aquella caza del lobo, sabe usted, cuando me hallaba ensangrentado por completo. En fin, no sabemos lo qué ocurre. —A cada uno le toca lo suyo—dijo la mujer—. He visto entrar a tu mujer; creo que está allá en el fondo. —¿Quién es? —preguntó Matelot algo más lejos. —Gente rica—contestó Alphonse. Veíase además a un hombre joven, tendido sobre la paja como un muerto. A su lado, una anciana acurrucada le miraba, movía los labios sin hacer ruido y no paraba de hablarse a si misma de aquella forma. Un hombre se quejaba en la oscuridad; alguien castañeteaba de dientes. Tres hombres, sentados junto al lugar de paso, comían cebollas crudas. —Salud, Maudru —dijo Alphonse. —Salud —contestaron los tres hombres. —¿Dónde está Maudru? —preguntó Matelot en voz baja. —No es él —dijo Alphonse—, son sus hombres. Son los de los mulos de ahí afuera, encargados de aprovisionar los rebaños. —¡Hola, mujer! —añadió Alphonse—. Te ha encontrado un buen rincón. La mujer se hallaba sentada sobre una paja no demasiado hollada en un rincón del fondo. Había abierto el corpiño, desatado el corsé y sacado los senos. El niño enfermo mamaba gimiendo. Antonio se hallaba de pie ante ella. Miraba recto ante él, sin que sus ojos parpadearan, como un hombre muerto. —Ven—le dijo Matelot tirándolo del brazo—nosotros no vamos. —Si—dijo Antonio—, es preferible. La noche había llegado. Los dos hombres caminaron por la carretera. Se oía el ruido
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de los pasos de ambos, luego ambos se confundían en un solo y fuerte paso, luego el paso de Matelot se sobreponía, más rápido, más vivo al andar. Lejos detrás suyo, la yegua empezó a relinchar temblando, luego el aliento de lo árboles borró aquel gemido hembra y ya no se oyó sino la sorda respiración de la plena noche. —No he venido a este país —dijo Matelot— para sujetar a los caballos enteros. Los árboles balanceaban sus pesadas y espesas ramas; su crujir descendía a lo largo de los troncos y se iba a temblar bajo la hierba, en la tierra. Había bosques a ambos lados de la carretera. —Quiero mi mellizo. Y quiero saber. Con su largo paso, Antonio daba alcance al paso rápido de Matelot. —Cuando dijeron que quizás estaba vivo—siguió diciendo Matelot—, y en realidad no lo dijeron, sino que hicieron como si lo dijeran, y ahora yo creo que está vivo, me puse a temblar como un abedul. ¿Qué quieres? Tú puedes tener tus pensamientos y yo los míos. Los perros ladraban en el valle. La desnuda carretera brillaba levemente en la noche. Ahora el viento soplaba de cara, frío y compacto. —Tú te ríes—dijo Matelot. —No. —Sí, tú te ríes de lo que voy a decir. Tú no sabes y, para comprender, es preciso ser todo lo contrario de un salvaje. Y, a veces, incluso un salvaje comprende eso. ¿Sabes por qué me llaman «Matelot»? —Lo sé veinte veces. —¿Lo sabes todo: el velero, el café y que permanecí más de diez años en el mar? —Todo: el café, el velero y los diez años. —¿Quién te lo ha dicho? —Junie, hablando de otras cosas. En la subida, el paso más sólido de Antonio daba alcance con mayor rapidez al paso de Matelot. Un cernícalo gritaba; luego lo oyeron volar entre los árboles. —¿Qué viniste a hacer en el bosque?—preguntó Antonio—. Nunca he logrado que Junie me lo dijera. —No lo sabe. Sólo yo lo sé. Y procede de mi hábito de navegar. No me gusta la llanura, no me gusta la montaña; me gusta este bosque lejos de todo. Huele a madera, grita y rechina. Es por eso. En lo alto de la cuesta, entraron en una ancha meseta calva, sin árboles y casi sin hierba. El viento galopaba sin tocar la tierra, soplaba a la altura de los árboles. Las estrellas eran escasas. La vieja luna iluminaba un osario de nubes lívidas. —El hijo —dijo Matelot—. Eso es lo que no puedes comprender. Para eso arrastré a Junie a los bosques. Yo estaba enfermo. Era la época en que tuve mis fiebres de África. Me decía: «Testarudo como eres, eso es lo que harás, y corta que corta, tala que tala.» Mis manos sangraban, pero construí la casa. «Acuéstate», me dije, haz tan sólo que la fiebre desaparezca. Aquí vendrán los hijos. Y vinieron. Dos juntos. Unos mellizos. ¡Deseaba tanto tener hijos! Puedes reírte. —No me río —dijo Antonio. —Tú haces un favor —siguió diciendo Matelot—. Pero yo, es como si me buscara a mí mismo. Si me lo matan, pondré fuego al país entero. Incluso al río y a la balsa. Si estuviera muerto, sería la muerte. No soy un llorón. Cuando el otro quedó aplastado
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en la arcilla, me dije: «Bueno» Con éste también habría dicho: «Bueno» Me conozco bien. Pero, si lo persiguen, aquí estoy yo. Yo no hago un favor. Antonio nada respondió. Anduvieron un momento sin decir nada. —No digo todo eso por ti —dijo Matelot en voz baja. Antonio nada respondió. Se pasó la mano por las mejillas y el mentón. No se había afeitado desde que se pusieron en marcha. Su pelo raspaba. —Si lo encuentro —prosiguió Matelot— quizá me diga: «Métete en lo que te importa» ¿Quién sabe lo que ha hecho en este país? Pero es algo que tú no puedes comprender. Ya no hay ni sol ni nada. Ya no hay Junie, ya ves, ni Junie ni nada. Quiero estar al lado de mi mellizo. Luego ya no me importa que suban los otros con sus bueyes. Siempre me ha dado muchas preocupaciones este hijo. Quizá por eso le tengo tanto apego. —Mira, cuervos —dijo Antonio. Acababan de entrar en un lugar donde dormían los cuervos. Las aves se levantaban bajo sus pasos. Volaban pesadamente a su alrededor y les golpeaban los hombros con sus alas. —El pequeño más majo del mundo —dijo Matelot—. Le soplé en la garganta cuando tuvo el garrotillo. Lo llevaba en mis brazos. Y él me golpeaba los costados con los pies. Todavía es rasposa la piel en este lugar. Detrás de ellos, las aves se posaban gritando. Luego, sintieron de nuevo el silencio negro de la meseta y el viento. —¿Tienes una dirección?—preguntó Antonio. —Voy a Villevieille a ver al mercader de almanaques. Quiero saber lo que mi mellizo ha hecho contra los bueyes. —¿Crees que ahora podríamos dormir? —Si, ahora creo que podríamos hacerlo —dijo Matelot—. Estoy lo bastante cansado para dormirme en seguida. Antonio se detuvo. desenrolló su capote. Se acostó sobre la tierra. Se había envuelto la cabeza para no ver ni oír nada de aquella dilatada meseta con su gris carretera lanzada hacia el norte. En el tibio cobijo de su capote, Antonio rememoraba sus imágenes y sus ruidos. Esperó que Matelot se hubiera acostado. Entonces hizo quedamente con la boca el ruido de una caricia. Antes de aquella noche en casa de la madre de la ruta, nunca había oído unos besos así. Clara había besado el brazo de su hijo. Pero Antonio había oído de nuevo aquel mismo beso poco antes, cuando la campesina instalada en su rincón había acariciado al niño enfermo. Volvía a ver a Clara con su tibio niño a su lado. Pensaba: «Un hijo. El hijo de un hombre. ¿Cómo ha ocurrido eso?» Se había acostado cara al sur y, por la abertura de su capote, veía en la noche la carretera gris que se iba blandamente hacia Clara, el país bajo, la isla de Geais, el río, y comprendía la gran cantidad de tiempo que él, Antonio, necesitaría para hacer tocar a Clara las zorras, los gatos, los peces y las auroras. Hubiera deseado ser el único designado por la vida para conducir a Clara a través de todo cuanto posee una forma y un color. Sólo pensaba en la alegría de decirle, de hacerla entrar en el mundo y decirle: eso es tal cosa, tócala, así es, ¿comprendes? Y ella diría: «Gracias, Antonio»
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Se repitió en voz baja, envuelto en su capote: «Gracias, Antonio; gracias, Antonio.» Un bosque lejano gemía y hablaba con palabras de ensueño.
VII
—¡Arriba ya! —gritó Matelot. El sol brillaba por encima del horizonte. A lo lejos veíase un caballo uncido a una carreta ligera que trotaba sacudiendo sus cascabeles. Un reducido grupo de peatones venía del sur. Oíanse chirriar unos carros en la subida hacia la meseta. Sonaban las trompas de los boyeros por el lado de los bosques. —¿Qué te ocurre? —preguntó en voz baja Matelot. Antonio estaba arrollando su capote. —¿Qué te ocurre, hombre del río? —le dijo Matelot al tiempo de ponerle la mano sobre el hombro. Bajo las espesas y grises cejas, los ojillos de Matelot, sanguíneos como ojos de hurón, brillaban con dulce afecto y la gruesa mano apretó el hombro. —Es como si me hubieran sangrado de todo lo que antes me daba placer —repuso Antonio—. No sé si es por hallarme lejos de mi río o si es... —dejó de arrollar su capote— por haber entrado en una especie de otro río. ¿Qué te parece a ti? —Ambos necesitamos embriagarnos—dijo Matelot—. Y lo necesitamos porque todo nos ha entorpecido, esa es la verdad. Si todo va bien en Villevieille, pienso embriagarme. —Yo también —dijo Antonio. El día era oscuro. Una capa de yeso gris y húmedo tapiaba el cielo de uno a otro extremo. Una ráfaga de lluvia crepitó en las hierbas secas. —Seguimos andando aunque llueva —dijo Matelot sin moderar el paso. —Sí —dijo Antonio—, y que la gente se pelee. Todo es demasiado blando. Todo es demasiado femenino. Que se rompan la cara unos a otros. Andaban con sus largos pasos no bien ajustados. Se acercaban poco a poco a la carreta cuyo caballo ya no trotaba. En ella iba un hombre grueso con capote de pastor, lo que le daba cierta semejanza con un oso. Lo dejaron atrás. El hombre dormía en su carreta. Tenía un mal encarnado, cual mancha de vino, que le cubría toda la mejilla. La lluvia vino del norte. Primero se puso a bailar sobre las cardenchas, tan anchas como pieles de tambor. Corrió por la derecha, luego hacia la izquierda. Reducía el erial a un círculo alrededor de los dos hombres. Los matorrales de enebros se fundían bajo ella y luego desaparecían. Finalmente avanzó, dura y fría, e, inclinada por el
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viento, cayó con fuerza. Matelot agachó la cabeza y siguió andando. Se había puesto su gorro de pieles. Antonio andaba con la cabeza descubierta. Poco a poco, sus cabellos algo rizados se aplanaron y se desenrollaron ante sus ojos. Miraba los pies de Matelot. Regulaba su esfuerzo por el de Matelot. Buscó en el zurrón y sacó sus cuatro cartuchos. Los miró resguardándolos con la mano. Todavía estaban secos. Los puso en el tibio bolsillo del pantalón. Era una amplia lluvia de otoño, sin ningún desmayo. Al pie de la meseta, al otro lado, la carretera se hallaba cortada por un torrente y por él comenzaba a bajar gran abundancia de agua arcillosa, con una espuma que no desaparecía chirriando, sino que pesaba sobre el agua como clara de huevo. Atravesaron el torrente con su paso ordinario y sin hablar. Ahora estaban solos en la carretera. La lluvia arrastraba bandadas de hojas muertas. Los bosques se descarnaban. Grandes encinas, barnizadas por el agua, emergían del aguacero con sus enormes y negras manos crispadas en la lluvia. El aliento silencioso de los bosques de alerces, el canto grave de los pinares de abetos, cuyos sombríos corredores agitaba el menor viento, el hipo de las fuentes nuevas que surgían en medio de los pastos, los arroyos que lamían las hierbas a grandes lengüetadas, el rechinar de los árboles enfermos, ya sin hojas y que se hendían lentamente, el sordo rumor del gran río que allá abajo acrecentaba su caudal en las tinieblas del valle, todo hablaba de desierto y soledad. La lluvia era compacta y pesada. Pasó un gavilán. Bajaba su vuelo como si intentase pasar bajo la lluvia. Rozaba la hierba y luego se remontaba gritando. La carretera se había engarzado alrededor de una colina. En lo alto, se alargaba por entre unos eriales. La niebla afloraba por ambos lados pero en ambos lados el terreno debía hundirse en profundas simas. Se oía rugir el río y ladrar los perros abajo, en el fondo. Algunas granjas crujían suavemente con ruidos de gallinas y de cabras. —¿De acuerdo? —preguntó Matelot sin moderar la marcha. —De acuerdo —contestó Antonio. Y dio un gran paso para alinearse con Matelot. Nada se veía más allá de la carretera. Ahora se hallaban demasiado altos en la lluvia. El agua no daba ya contra el rostro, sino que era como un humo. Ya no hacia ningún ruido. Probaba sus músculos grises en fantasmas de peñascos, en sombras de árboles. Envolvió lentamente un arce al borde de la carretera. El árbol no se movió. Permaneció inmóvil hasta en sus más pequeñas ramitas, pero cayeron todas sus hojas rojas. En una grieta de las nubes surgió a la izquierda de la carretera una muralla de peñascos. Su base se perdía abajo entre ladridos de perros, mientras su cumbre ascendía a través de la espesa nube. La roca era negra y estaba chorreante de agua. Luego todo quedó oculto de nuevo. El jadeo de la lluvia descubrió a lo lejos un enorme y erizado collado, atravesado en la carretera como un jabalí. En las nubes se abrían agujeros de luz lívida. A veces en el este, y esto hacía durar una falsa mañana, a veces en el oeste como si la oscuridad ya estuviera allí. A veces, en la negrura del cielo, un extraño fulgor se abría en el norte y ya no se podía saber el momento del día: era como una iluminación del fin del mundo, cuando todo cambiará, las albas y los atardeceres, y cuando los muertos saldrán de la tierra. La carretera se dobló para descender hacia los valles. En el recodo, una carreta provista de toldo se hallaba volcada en la cuneta. Al oír el ruido de pasos, un hombre
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salió de la carreta. —¿Vais lejos? —preguntó. ¿Queréis hacerme un favor? Cuando lleguéis a la Vacherie, decid al carretero que estoy aquí, yo soy Martel du Revest. Decidle que venga a ayudarme. Es para un enfermo. —Así lo haremos —dijo Matelot-—Buen viaje. Y el hombre volvió a resguardarse bajo el toldo. El descenso les hizo entrar de nuevo en el espesor de la lluvia. De vez en cuando, un árbol de hojas muertas surgía, chirriaba y después se extinguía detrás de ellos como una brasa mojada. Al pie de la pendiente, en un miserable caserío de cuatro casas, oyeron martillazos sobre un yunque y olieron el estiércol de vaca mezclado con el barro. —¡Carretero! —llamó Matelot. Entraron. La fragua les lamió con una gran oleada de calor. De pronto sintieron que estaban calados hasta los huesos. Un gran ramo de hielo abrió sus ramas heladas en sus espaldas. —Un hombre llamado Martel du Revest —dijo Matelot—, se halla allá arriba con su carreta volcada. Dice que es para un enfermo. —Desde luego —dijo el carretero—; voy inmediatamente. Era hombre pequeño y vigoroso, con enormes manos parecidas a las raíces de un árbol. Dejó el martillo sobre el yunque. —Aprovechad el fuego —dijo. Matelot tendió las manos hacia las llamas. Antonio le tocó el brazo. —¡Adelante! —Y señaló la puerta con la cabeza. Matelot le siguió. Al salir, Antonio le miró de reojo. —¿De acuerdo?—preguntó en voz queda. —De acuerdo—respondió Matelot. La última casa del caserío olía a cebolla frita y a asadura de cerdo. Antonio empezó a silbar una canción, que daba mayor impulso a sus pasos. Entraron en la soledad de la lluvia. Ahora llevaban el frío con ellos. Salvo en los pliegues de su carne y en las articulaciones donde la marcha generaba algo de calor, sentían grandes placas de hielo sobre la piel. De vez en cuando, moviendo el hombro, lograban que fluyera un movimiento tibio hasta sus lomos. Los arroyos por los que pasaba su sangre se hallaban cuajados de flores de escarcha, agudas, cortantes, con hermosas y largas espinas de hielo. Tenían escalofríos que se enroscaban en sus muñecas con la rapidez de las culebras. Extraños dolores mordían sus rodillas. Habían hundido el mentón en el cuello mojado de la chaqueta. Conservaban algo de calor bajo el mentón, contra la garganta, en aquel pequeño nido donde latía apenas la nuez, cuando engullían una saliva fría que descendía, dura como una piedra, por el gaznate. El agua corría por sus espaldas y por su pecho. Los pliegues más ocultos de su carne conservaban una pequeña ranura de agua, que se calentaba con la marcha y luego fluía hacia abajo, fría como el acero. Ya no tenían ni piel ni carne, puesto que todo se hallaba helado y acepillado por el agua fría. En sus ropas chorreantes y en el
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paño de las chaquetas ya no poseían más calor que el ardoroso de su hígado y de su corazón. Antonio dejaba de silbar. Se lamía los labios. De nuevo volvía a silbar. La piel de los labios se helaba. Ya se había abierto en los lugares más carnosos y empezaba a sangrar. —¿De acu...? Se aclaró la garganta. —¿De acuerdo?—dijo Matelot. —De acuerdo—contestó Antonio. Sin apresurarse, un ciervo pasó ante ellos, en la raya de la lluvia. Llevaba baja la cornamenta. Arrojaba dos chorros de vapor. Se fue lentamente hacia los bosques, a través de los prados, buscando flores en la hierba esponjosa. La lluvia. Ya no quedaba sino un débil fulgor de la luz del día, que iba desapareciendo. Ya no se percibía ningún olor, salvo el olor del agua, ni forma alguna. El ciervo pareció alargarse y crecer. Volvió la cabeza. Miró a los hombres. Ante sus ojos la lluvia caía. Poseía enormes cejas rojizas cargadas de agua. Antonio había retorcido sus cabellos. Los pelos de sus mejillas se habían pegado formando pequeños mechones y, debajo de ellos, la piel aparecía dorada y brillante como piel caliente. La barba de Matelot se alargaba y ahora su rostro era largo y estrecho, con fuertes y enjutas mandíbulas, de las que se veían todos los huesos. La carretera se retorcía cual serpiente que intenta salir de un atolladero de hierba. No daba con ninguna salida en la lluvia. —Escucha. Un rumor de bailes y de gritos apagó el murmullo de la lluvia. Procedía de la izquierda de un bosquecillo de alerces, de un hórreo en cuyo interior se veía fuego por todas sus aberturas. Matelot se encaminó decididamente hacia aquel albergue. Empujó la puerta. Sólo se veían unas grandes llamaradas nerviosas, un resplandeciente follaje de oro que restallaba al aplastar una roja hoguera, los torbellinos de una espesa humareda que se retorcían soplando. Unos gritos de hombre, unos pataleos de pies desnudos y los relinchos de una mujer. Unos mulos estornudaban y pateaban con sus cascos. —¡Ea! —gritó Matelot avanzando hacia el fuego. Al otro lado, cuatro hombres y una mujer, todos ellos desnudos, se golpeaban con ramas de ciprés. Sobre los adrales de las carretas estaban secándose sus vestidos. —Ahora nosotros —gritó Matelot. Se arrancó la chaqueta y el jersey, que chorreaban a manos llenas. —Espera —le dijo la mujer que salía del baile—, ponlos aquí encima, porque mis faldas ya están casi secas. Era joven, dorada, con una hermosa sombra a lo largo del espinazo y unos senos duros, apenas florecidos. Un hombre negro saltó a través de un reflejo del fuego y empezó a golpearle los costados con su rama. La mujer jadeó bajo los golpes, como si acabase de entrar en el agua fría. —Aprisa, aprisa —dijo Antonio. Había arrojado la chaqueta y los pantalones junto al fuego. —Ven que voy a frotarte.
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—Coge el aguardiente—dijo Matelot. Antonio cogió la botella y ahuecó la mano: —Vuélvete. Empezó a frotar la espalda de Matelot, pero tan cerca del fuego, que se le cocía la piel de la mano —¡Buen hombre! —dijo Matelot Tenía los hombros cubiertos de pelos y la espalda musculosa de los animales. Sus costados sonaban a hueco, duros como un cuerno. —Ahora delante. Matelot se volvió. —Nunca entrará el aguardiente en esos pelos. —¡Ea !—dijo Matelot—, frota hasta ponerme encarnado. Claro está que entra, que entra. —¿Cuál es tu edad? —Setenta y cinco. —No los aparentas. —Ahora te toca a ti—dijo Matelot dando una palmada en las nalgas de Antonio—; vuélvete para que te desuelle. Vas a ver si es fuerte mi muñeca. Empezó a frotar a Antonio con todas sus fuerzas. —Eso es bueno para los dos—dijo. El calor penetraba en Antonio en forma de grandes oleadas rubias que le cortaban la respiración. —Te escapas de mis dedos—dijo Matelot—; eres tan flexible como un pez. Antonio miraba a la joven mujer. Tenía hermosos muslos. Se defendía de los hombres dándoles con una rama de tuya. Se doblaba sobre sus curvas, saltaba y sus pies dejaban de tocar el suelo. Golpeaba. —¡La vaca de tu madre! Inmediatamente después gritaba: —¡Mamá, mamá! ¡Ah, los cochinos! Flagelada por las silbantes y verdes ramas de los hombres, dejó caer la suya, ocultó el rostro entre sus brazos y se echó a reír con una risa gimiente que agitó a los mulos. Se arañaba los cabellos. —¡Ah, la muy zorra! Los hombres le golpeaban los lomos y las nalgas. —¿Quién quiere beber?—gritó Antonio, alzando en el aire la botella de aguardiente. La mujer cogió la botella y, con la cabeza echada hacia atrás, bebió un gran trago. —¿Es para todos?—preguntó un hombre. —Si —contestó Antonio—, pero unos tras otros. Bebió a su vez y pasó la botella a Matelot. Los hombres aguardaban, de pie, con las piernas separadas. Uno era un hombre apuesto, en la plenitud de la edad, y tenia el vientre liso, los muslos largos, las muñecas finas. Se enjugaba la frente con un pañuelo de seda color escarlata y oro. El otro tenía la osamenta de un domador de animales, torcido y musculado, con un busto tan macizo como un rodillo de mármol. En lo alto del brazo llevaba tatuada una gran estrella azul. Los otros dos debían ser hermanos; cuchicheaban jadeando en el dialecto de la gente del bosque. —Mamá —gimió una vocecita desde la paja
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—Aquí estoy —dijo la mujer. Y fue a inclinarse sobre un chiquillo acostado en la paja. La mujer tenia unas hermosas nalgas, compactas y firmes como el hierro. El niño se durmió de nuevo roncando con la garganta y la nariz. La mujer volvió a sentarse junto al fuego; entre sus muslos surgían unos pelos rubios y rizados. El hombre del pañuelo de seda se había acercado a otros gemidos que se oían en la oscuridad. El tatuado escuchaba. Los hermanos del bosque llamaron: —¡Clarissa! —Mi mal se calma —dijo una voz de mujer. —Pues quédate tranquila. Y esparcieron paja en el suelo para sentarse sobre ella. —Pan —dijo Matelot. Partió un boquete viscoso de pan, que se le pegaba a los dedos. Antonio se puso en la boca un gran pedazo y empezó a masticarlo largamente. Una deliciosa saliva con sabor de trigo fluyó en su garganta. La mujer suspiró. —¿Está enfermo? —preguntó Antonio señalando con la cabeza al niño acostado. —Es el maleficio de la tierra—respondió la mujer. La luz del fuego enlazaba sus costados. —A lo largo del camino —dijo Antonio— y en el jas del arce... Señaló con el dedo hacia el sur. —... hemos encontrado muchos enfermos. ¿Qué ocurre? —Es el maleficio—dijo la mujer—. Todos van a Villevieille. —No es tiempo de viajar —dijo Antonio— cuando llueve con tanta fuerza. —Cuando se está enfermo, nada es tan fuerte como el deseo de curar. —Villevieille—dijeron los dos hermanos del bosque. Parecían comprender. —Sí, el deseo de curar —dijo Antonio mientras comía su pedazo de pan—. Pero es preciso servirse de la razón. —¡Vaya con tu razón! —dijo el tatuado mirando su estrella. El hombre del pañuelo de seda volvió junto al fuego. —La dejo atada —dijo—; no es por dureza, puesto que no soy duro; pero si la desato, va a romperse la cabeza contra la pared. Los hermanos del bosque miraban hacia el rincón donde yacía su Clarissa y escuchaban sin respirar. —Días y días sola en las tierras rojizas de Bédolieres —dijo la mujer— con un hombre que conduce a flote las almadías y se halla siempre ausente. Viento, noche, días siempre iguales y el pequeño atravesado sobre mis rodillas con su baba en la boca. ¿Quieres esperar aún? Sí, esperas días y días, pero luego piensas en aquel de Villevieille, y aunque llueva a cántaros... —¿Quién de Villevieille? —El que cura. Los hermanos del bosque tendieron el cuello. —Escucha Clarissa —dijo uno de ellos volviéndose hacia la oscuridad—; aquí van a hablar de aquel hombre. —Es —dijo la mujer, y con sus manos blancas, encima de sus muslos y de sus pelos,
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contra sus senos duramente florecidos, amasaba una imagen del hombre en el humo y a la luz de las llamas—, es un pequeño jorobado. —No—dijo el tatuado. —Muy torcido. —Recto como una I —dijo el hombre del pañuelo de seda. —Se halla sentado detrás de su mesa. Tiene las manos inmóviles ante él. No se mueve. —Anda continuamente —dijo el tatuado—, continuamente, con sus grandes pasos, pom, pom, pom, en su habitación con pavimento de madera. —Dice: «Acércate, ven aquí.» Tú te acercas. Y él te mira con sus grandes ojos azules. —Sus ojos son pequeños y negros—dijo el tatuado—como los de los conejos, y tiene los párpados enrojecidos. —¡Ah, Clarissa! —dijeron los del bosque. —Parece que lo estoy viendo ahí delante —musitó Clarissa en la oscuridad. —¿Lo conoces?—preguntó la mujer. —Lo he visto cien veces—contestó el tatuado. Soy de Maudru. Voy cien veces a Villevieille y lo vi por una cornada aquí. Levantó el brazo. Tenía el sobaco destrozado por una gran cicatriz. —¡Cien veces! —Es un pequeño jorobado —dijo la mujer— así de alto. Hecho de sombras y de llamas, lo tenía apretado contra ella, entre los muslos, los senos y sus redondos brazos. Los mulos se acostaban sobre sus cálidas bostas. Una cepa de enebro estalló al borde de la hoguera. Una columna de vapor brotaba de los vestidos que estaban secándose. —Es alto —dijo el hombre del pañuelo de seda—, ancho de pecho y joven. Se toca y dice: «Es aquí.» Te toca y el dolor desaparece. Te mira y te dice: «Vete» Y tú te vas. —¿Ya lo has visto?—preguntó la mujer. —No, pero creo que es así. —De pie ante mí —gritó Clarissa—. ¡Cúrame, cúrame, mi buen señor! Los hermanos del bosque se le acercaron rápidamente. —¿Qué quieres que sepa uno, cuando sufre? —dijo la mujer a Antonio con una larga y cansada mirada. Abrió los brazos. La imagen del curandero se dilató llenando el hórreo de llamas y de sombras.
VIII
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Llegó la mañana, agria pero libre de lluvia. Las nubes se habían alzado y ahora pasaban más arriba en el cielo. Bajo ellas, todo el espacio quedaba libre para aquella cabalgata de viento frío, que agitaba los hermosos abetos limpios y las hierbas lavadas. El hombre del pañuelo de seda se había vestido. Sólo se le podía reconocer por aquel pañuelo. Su vestido de pana le daba el aspecto redondo y pesado de un tubo de plomo. Enganchaba sus mulos. Ahora tenían que cargar en la carreta a los cuatro enfermos que iban emergiendo poco a poco de las sombras. Antonio había salido para ver el tiempo. —Ayúdame a transportar al niño —le dijo la mujer joven. Bajo la falda con dibujos de flores, sus hermosas caderas aún se balanceaban, pero la pañoleta tenía sujetos sus senos. —Esperad—dijo el hombre del pañuelo de seda—. Primero deberíamos cargar a mi mujer en el fondo de la carreta y atarla bien. Se inclinó sobre su enferma. Era una loca de ojos violáceos y feroces. Tenía las muñecas y los tobillos atados con pañuelos. Saltaba como un pez sobre la paja. —Ven, Marie. Ella intentó morderlo. El hombre la levantó en brazos. La sacudió un poco para aturdirla, luego la sentó sobre un montón de sacos en el fondo del carro y, a su alrededor, entrecruzó en los adrales una jaula de cuerda. —Traed a vuestra Clarissa —dijo a los hermanos del bosque. Estos alzaron una gruesa mujer hidrópica y babosa. La tendieron en el carro, con la cabeza al fondo y los pies hacia los mulos. —Ahora tú —dijo el tatuado. —Espera—dijo Matelot. Tenían que levantar a un hombre grueso y rígido como un tronco. Su vientre estaba rodeado de una enorme venda, con manchas de sangre seca. —Cógelo por debajo de los brazos, pero con cuidado; es el sobrino de Maudru. —¿Cuerno? —preguntó Matelot señalando la herida. —Fusil —dijo el tatuado. —¿Cuándo? —Ayer. —¿Cazando? —En una pelea. Hizo «chis» con el dedo sobre los labios, porque el herido abría los ojos. Afuera, las ráfagas de viento hacían sonar los valles. «La vida es una extraña rueda», se dijo Antonio. Acababa de recordar el agua saltarina y se sentía encarcelado en aquellas montañas. De nuevo veía a Clara. Y se decía: «¿Cómo iría vestida antes de estar desnuda y ensangrentada?» Miraba a la campesina que andaba detrás de la carreta de los enfermos. Tenía buen aspecto, sano, el paso largo, flotante... «Es extraño», se decía... A aquella mujer, ahora vestida, la veía de nuevo desnuda, como se hallaba la noche anterior junto al fuego.
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Se imaginaba a Clara en la isla de Geais. Intentaba verla con vestidos de lino. Poco a poco habían descendido hacia regiones más habitadas. Entre los bosquecillos, unos hombres pequeños y oscuros, con sus mulos y sus arados centelleantes, abrían los campos humeantes. Enormes nubes de cuervos pasaban sin ruido por el cielo. La luz del sol palpitaba sobre el jadeo de sus alas y volaban sin otro ruido que ese jadeo ahogado y los ecos que levantaba con su mano de fieltro. Se abatían sobre los surcos abiertos por los arados, igualaban los caballones de la tierra arada bajo su negra oleada y luego, cuando los labradores daban la vuelta, alzaban de nuevo el vuelo en grandes bandadas y se iban a revolotear en los torbellinos del viento. La loca los miraba con sus ojos feroces. Cada vez que veía descender aquella enorme masa de pájaros tenebrosos, fluía por entre sus labios una espesa saliva de placer. Matelot llamó a Antonio. —Tú no sabes —dijo golpeando el hombro del tatuado— que ese colega sabe tantas historias como un libro. —Son cosas que han ocurrido—dijo el tatuado. Matelot guiñó el ojo. —Aquel que está en la carreta es el sobrino de Maudru. Vamos, tatuado, explícanos cómo fue la pelea, porque esto nos remueve la sangre. —Es el hijo de su hermana—dijo el tatuado. —¿Qué hermana? —Mierda de oso! —exclamó el tatuado—; no saben nada esos dos. La hermana de Mandru. Dame un pedazo de tabaco para mascar. »La llamaban Gina y había tomado como su parte de herencia el dominio de la Maladrerie, allá arriba bajo los castaños. Ese que va en el carro no oye nada, pero es mejor que nos quedemos algo rezagados para que pueda explicaros bien quién era Gina, su madre. »Los Maudru se hallan divididos como por una regla de hierro. Los hombres son todos iguales y las mujeres también son todas iguales. Cuando una madre Maudru engendra a una hija diríase que ésta al salir le ha limpiado el vientre de toda su provisión de belleza. Eso es. Y siempre una hija en primer lugar. Los muchachos vienen después y están hechos con los restos. Alto. No lo digo por el nervio, ni por el entendimiento, ni por la fuerza. Nunca dije eso. Lo digo por el acabado, el alisado y la delicadeza. Ésta es mi palabra. Así pues, estaba Gina. En tiempos del gran Maudru (el padre de Gina y del actual Maudru) cuando ella entraba en el cercado de los toros (yo soy de su misma edad y la he conocido de igual a igual porque, en esta raza, la regla es: yo, Maudru, soy el amo y todos, hijo e hija, toros y zagales, todos son iguales bajo mi obediencia). Así pues, cuando Gina entraba en aquella época en el cercado de los toros, aunque estuviéramos viéndonoslas con el toro negro más feroz, siempre nos tomábamos el tiempo de darle una ojeada. Aun arriesgándonos así a una cornada. »Una dulzura de vientre que se veía a pesar de los vestidos y, a su alrededor, todo lo que es común en las mujeres: unas piernas, unos brazos y lo demás, pero sobre todo una dulzura de vientre. Un sol, que os daba comezón en la sangre, y luego dos grandes luces sobre su cuerpo: su pecho y, en lo alto, aquel rostro con su apretada boca siempre cerrada —¡oh! ¡prudencia!— y sus ojos que en todo momento cantaban
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como dos hermosos verderones. Eso por lo que se refiere a Gina. »En aquella época yo era zagal, pero se puede muy bien decir que Gina tenía tanta prestancia con los zagales como con los boyeros, y lo mismo venía a poner sus pies en nuestro estiércol que a contemplar las vueltas con los caballos en el picadero. Eso puede muy bien decirse. Además, imagínate que todos éramos hombres, nada más que hombres, y que todos, desde el más joven hasta el más viejo, teníamos la sangre nerviosa, sentíamos el olor de los toros y estábamos lejos de todas las mujeres de la tierra; en fin, ya me comprendes. »Cuando murió el gran Maudru, Gina dijo: "Me caso." El Maudru actual dijo: "No." Ella replicó: "Sí." Y él repuso: "No, y es no'" Hay que conocerlo. Yo lo conozco, y sé como es. Pero Gina aún le dijo: "¿Acaso mi culo es de tú incumbencia?" »Entonces... »En suma, llega la noche. Me acuerdo como si fuera ayer. La gran sala de Puberclaire. La chimenea llena de fuego. Un tiempo como el de hoy. Yo recosía la vira de una silla de montar. Se oyen patadas en el barro. Todo el mundo deja de hablar. Yo me digo: los bueyes están locos (eso les ocurre a veces). Alguien dice: "No, son caballos." Todos escuchábamos sin decir palabra y, afuera, sobre las piedras secas del patio entra un caballo moviendo un gran estrépito con sus cascos. ¡A caballo! " grita Mandru. Salimos. Él estaba fuera, sobre su gran animal, bailando como un oso. En un momento todos estuvimos allí. "Alto" dijo y, lo recuerdo bien, ya no se oyó el menor ruido: de pronto, como cambiados en piedra, permanecíamos quietos sobre los estribos. Maudru tenía levantada la mano. Entonces, arriba en el bosque oímos y vimos la gran cabalgata que subía: iluminaba todo el bosque con sus antorchas. Maudru bajó la mano y dijo de nuevo: "Alto"; entonces nos dimos cuenta de que no todos estábamos allí, sino que una buena mitad de nosotros se hallaba galopando con sus antorchas junto a Gina. »Maudru dijo: "Contaos." »Nos contamos. Quedábamos treinta y cuatro. Gina se había llevado a veintitrés hombres. Era de noche. No sabíamos quién se había marchado y quién se había quedado. »—Detrás de mí—dijo Maudru—y al paso. »Detrás de él y, al paso, nos fuimos hacia los apriscos para recontar los toros. »Yo llevaba la antorcha. Primero entraba Maudru. Miraba las reses. Decía: "Están todas» y luego: "¿Quién es aquí el boyero? »—Yo, Jérome d'Entrayes. »—Bien. »Entramos en otro aprisco. »—Están todos los toros. ¿Quién es aquí el boyero? »Todos permanecimos silenciosos. El hombre se había marchado. »Maudru llama: »—Benoît, de Mélan. »Nada. Se ha marchado. »—Carle, de Rustrel. »Nada. Se ha marchado. »—Vernet, de Roumoules. »Nada.
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»Flaubert. »Es un zagal. »—Presente. »—Tú serás el boyero aquí. »Vamos a otro aprisco. —Están todos. ¿Quién es aquí el boyero? »Burle de Méclans, Simon de Rivieres, Cathan des Èchelles, Robert de l'Infernet, Antoine des Coursies, Jean du Plan-Richaud, todos los apriscos sin boyero Mandru nombra a mozos de establo. —Tú serás aquí el boyero. —Gina no se había llevado ni una sola res. Sólo los hombres. De vez en cuando mirábamos en la montaña el fulgor de las antorchas. »Regresamos, al paso, sin decir nada. También a mí me había confiado Maudru un aprisco. Desde aquel momento soy boyero. Cuando entramos en Puberclaire, Maudru se quedó fuera y, detrás de nosotros, corrió el gran cerrojo de la puerta. Quizá lo necesitaba para los hombres que se habían quedado y que se pasaban la mano por la barba, sin decir nada, mirándose los pies. Pero a nosotros, los mozos de establo, en vano todas las Ginas del mundo podían venir a seducirnos: ahora éramos boyeros. »Ésta es la historia de Gina. —Vaya zorra —dijo Antonio. —Espera—dijo el tatuado—; primero vamos a detenernos en la fuente de Puyloubier: Desde hacía un momento, el herido gimoteaba pidiendo agua. Al descender, se habían aproximado poco a poco al río. A pesar de las nubes cargadas de sombras que cruzaban el cielo, el día era claro. Entre las colinas se vela brillar la ancha corriente de agua. Al ver de nuevo el verdadero río, Antonio sintió que toda su sangre ardía. Enderezó el cuerpo. Se pasó la mano por su vieja barba. «Yo también haré todo cuanto quiera», se dijo. Pensaba sobre todo en los vestidos de lino. —¡Eh, Matelot! —¿Te despiertas ahora? —dijo Matelot. —Mira eso. El río se ceñía al pie de las colinas. Un cortejo de sauces con cortezas de fuego seguía a las aguas. Una pesada y plana barcaza surgió del recodo. Iba cargada con bloques de granito. La corriente la arrastraba como una hoja y la proa cabeceaba fuertemente en las olas. —El río va de crecida—dijo Antonio. El cantero se había instalado a popa y tocaba el cuerno a pesar de los brincos del río. —Toine —llamó el herido. —Voy —respondió el tatuado. Estaba cogiendo agua en la fuente. Antonio miró al herido. Tenía fija la mirada. En s u rostro, bajo la grasa, los músculos y los estremecimientos de dolor podían verse todavía las huellas de la belleza de su madre. —Bebe —dijo el tatuado. El herido intentó incorporarse. Pero su mano sin fuerza soltó el adral del carro. —Estoy lleno de puntas de hierro —dijo—. Mira, aquí también.
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Se tocó la garganta. Los hermanos del bosque enjugaban la frente de la hidrópica. La mujer joven había puesto su mano como un almohadón tibio bajo la cabeza del chiquillo. La loca buscaba con la mirada los vuelos de los cuervos. —Un poco de ánimo —dijo el hombre del pañuelo de seda—. Villevieille es allá detrás. —¿Donde? —preguntó la hidrópica. Señaló en el fondo una colina dorada de hierbas. —Vamos —dijo—, y acabemos de una vez con la carretera. —Recibió el disparo en pleno vientre —dijo el tatuado—, a diez metros de distancia, con postas para osos, así de gruesas. Mostró la uña de su pulgar. —¿Y se casó la zorra? —preguntó Antonio. —No, pero tuvo cinco hijos. Así desmintió el canto de la raza. No eran feos. Con sus hombres había ocupado el dominio de la Maladrerie. Se dedicó al comercio de la madera. No hubo batalla. Supo mantener el orden del comercio y el orden de la cama con un látigo de plomo. Cinco hijos. Cuatro murieron. Un día bajó a Puberclaire. Rígida, dura. Hacia silbar el viento. Dijo: »—¿Está Maudru? Id a buscarlo. »Permanecieron a dos pasos uno del otro. »Ella dijo: ¿Y ahora? »Él respondió: ¿Ahora, qué? »Dos días después, Gina regresó para siempre a Pubercleire. Llevaba a su hijo sentado en la delantera de la silla. Traía tras ella a siete hombres, algo más viejos q ue ella, mudos sobre sus caballos. —Dijo: A éstos los tomas de nuevo. »Maudru los miró sin decir nada con sus grandes ojos llenos de sangre. »Ella añadió: Yo pago. »Aproximadamente por aquella época, a Maudru le nació una hija. Fue algo más tarde, quizás un año. Porque ya todo había vuelto a la normalidad. Maudru se había casado con la hija del maestro curtidor. Inmediatamente ésta se había sentido harta de hombres, de toros, de estiércol y de aquella continua cabalgata a su alrededor. Nunca se sobrepuso a aquel hastío. Todo lo miraba con sus ojos medrosos. Tuvo el tiempo justo de dar a luz a su hija y morir. Era lo mejor que podía hacer. »Una noche Gina dijo: »—Esta chiquilla se llamará Gina. Cuando se ha nacido aquí dentro, es preciso llamarse Gina para defenderse. »Mandru no es hablador. »Su hija se llama Gina. ¡Válgame Dios! Tiene el nombre que le corresponde. —¿Por qué?—preguntó Matelot. —Mira al otro, con su vientre hecho trizas. —¿Fue ella quien le disparó? —No, pero fue por ella. El hombre le disparó desde una distancia de diez metros. Hacía tres días que sabíamos que se hallaba en aquel bosque. Iba solo. No podía ser
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más que para reconocer el camino, porque estábamos seguros de que no se iría sin ella hacia el sur. El sobrino nos hizo escudriñar detenidamente los árboles. Creo que tenía sus propios proyectos sobre la segunda Gina. Nos hallábamos en el bosque de Rivolard, sordo como una cava. Y al hombre lo conocíamos bien, es el diablo en persona. Habíamos hecho un nudo corredizo y andábamos. El hombre nos gritó: —» ¡Cien contra uno! »Corrimos hacia el lugar desde el que había salido el grito. Nadie. »—¡Cien contra uno! —gritó desde otro punto. »Tampoco encontramos a nadie. »—¡Cien contra uno! ¡Cien contra uno! Nos cantaba eso como un pájaro que revolotease a nuestro alrededor. No había medio de atraparlo. Sudábamos. »El sobrino gritó: »—Deja que te veamos, hijo de perra. »—Mira—dijo el hombre. »Vimos algo blanco entre los árboles. El sobrino disparó. Debía ser una camisa vacía. El hombre salió de entre los matorrales. Sólo vimos sus cabellos rojos. Disparó de lleno contra el sobrino. »—Llévale eso a tu puta madre. —En eso no hizo bien —dijo Matelot; nunca debe meterse uno con la madre de los otros. —¡Villevieille, Villevieille! —gritó el hombre del pañuelo de seda. Había parado la carreta en un recodo del camino. Más allá, sobre el perfil de la colina, veíase una gran ciudad, muy vieja y blanca como un muerto. Unos laureles surgían entre los escombros y revoloteaban pesadamente en las casas derrumbadas, golpeando los muros con sus alas de hierro. Abajo, el río borbotaba bajo un puente oscuro y la ciudad entraba en las aguas por un muelle vertiginoso, del que fluía una especie de licor viscoso y de color castaño. Sobre aquel muro, que dominaba el río, se secaban anchas pieles de buey, abiertas como estrellas. Unas curtidurías de grises tejas se acumulaban en el amontonamiento rubio de las cortezas de encina molidas. El sordo golpear de los batanes estremecía las oscuras profundidades de la tierra con el latido de un gran corazón cargado de sangre. La ciudad, cuyos muros bajos se hallaban cubiertos de pieles de reses, escalaba la colina envuelta por la lana de sus humos. El aliento denso, cargado de brasas, de un horno de pan saltaba con sus blandas patas de oro de una a otra azotea. Más arriba, emergían unas casas muy viejas y huesosas, florecidas de palomares. En anchas ventanas divididas por cruces de piedra aparecía la cabeza severa de los madroños, que habían crecido a través de los techos. Cuando el peso de las nubes ahogaba el ruido de los batanes, se oía cantar la ciudad alta. Era como el rumor de un bosque, pero con ronquidos más largos. El viento se retorcía en las salas desiertas, los corredores, las escaleras, los sótanos profundos. El viento moría; el canto ya no era más que la vibración de un tambor; entonces, los largos canales de madera, por los que fluía el agua, sonaban como flautas. Luego, la nube se alzaba y el golpear de los batanes volvía a lanzar en las cavidades de la ciudad el temblor de los toros sacrificados. Un olor de descarnadura, de casca y de viejo yeso surgía bajo la mano
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lisa del viento. Sobre todo su cuerpo, la ciudad mostraba las largas y negruzcas cicatrices de la lluvia. Detrás de ella, enormes montañas violáceas, embebidas de agua, dormían bajo el lóbrego cielo. —Cúrame, cúrame —gritó la hidrópica. —Curación —dijo el herido. Y escupió un coágulo de sangre sobre el barro.
IX
Antes de llegar a la puerta de la ciudad, la carreta se detuvo frente a una posada. —Ya no te soy útil —dijo Antonio a la mujer joven. —Gracias —contestó ella—; lo has sido andando detrás de mí con tus ojos claros. Sonrió. -El portero me ayudará a acostar al niño. Buena suerte. —Lo mismo te digo. El tatuado se fue hacia los establos y gritó en el patio: —¡Mandru! ¡A mí! Tres hombres salieron corriendo, pero se detuvieron al ver la carreta. —¡A mí! —gritó el herido. —El sobrino—dijo el tatuado. Antonio empujó a Matelot. —Vamos, vamos. La puerta de la ciudad se hallaba algo más lejos. —Quería saber—dijo Matelot. —Ya sabes. —Quería saber más. Miraba a los hombres de Maudru que acostaban al herido sobre grandes haces de heno. —Alto, esos dos, acercaos. Era un gendarme. Se hallaba sentado ante la puerta de su cuartel, a horcajadas, con el brazo sobre el respaldo de la silla, la barba sobre las manos y la pipa en la boca. —¿Adónde vais? —A la ciudad. Bajo su guerrera desabrochada veíase una camisa de soldado con el número de matricula escrito con tinta grasa. —¿Qué vais a hacer? —Vamos a casa de un amigo. —¿Quién es?
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—Uno que vende almanaques. La pipa se hallaba obstruida. El gendarme chupaba en el vacío. Le veía cómo sus mejillas se ahuecaban bajo su barba. —¿Tenéis vuestra documentación? —Sí. —A ver. Intentó encender de nuevo el tabaco. Apretó la brasa con el pulgar. —¿Es éste tu nombre? —Sí—dijo Matelot. —¿No tienes otros? —No. —Ese bosque de Nibles, donde vives, ¿se halla al otro lado de las gargantas? —Sí. _¿Eres leñador? —Si. —¿Nunca has comprado bosques en este lado? —Nunca. —¿Has comerciado? —Nunca. —¿Has enviado a alguien? —Nunca. Es demasiado lejos. No resulta cómodo. Mi negocio es reducido. Corto el bosque en el que vivo. Y soy solo. —¿Y tú eres pescador? —Sí, pescador—repuso Antonio. —¿Qué significa esta asociación de ambos? —No existe ninguna asociación explicó Antonio—; somos vecinos. Nada más. —Veamos los fusiles. ¿Están cargados? —No. —Muéstrame los cañones. Guiñó el ojo y examinó los cañones de ambos fusiles. —Podéis marcharos—dijo. Sus gruesos muslos hacían crujir el mimbre de la silla. —Ahora ya sabes—dijo Antonio entrando en la ciudad. Matelot estaba pálido bajo su barba. —¿Qué ha podido hacer mi mellizo? —Ha matado al sobrino, pardiez. —Ahora sí, pero ¿y antes? La calle era recta y oscura. Ya estaban encendidas las luces en las trastiendas. Las curtidurías se extendían una tras otra en el lado derecho de la calle. De vez en cuando, unas callejuelas cubiertas en forma de túnel y con el suelo en escalones, descendían a través de las fábricas y de las murallas hasta el río, cuyas escamas amarillas se veían brillar abajo. Aquí el ruido de los batanes era enorme y solapado. Sonaba en el fondo de la tierra, hacía temblar los vidrios de las tiendas y saltar el reloj entre los dedos del relojero. Pero uno se acostumbraba rápidamente a él. Delante de las cestas de verduras, los revendedores españoles gritaban los nombres de las plantas. La gente no les entendía. Pero ellos se reían y, con sus gruesos labios,
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deletreaban poco a poco los nombres. —¡ Puerros! Y blandían un puerro. —No. Una pequeña cliente, enjuta y abrigada con su pañoleta, sopesaba unas patatas como si fuesen frutas. La calle estaba cubierta de barro negro, en el que se chapoteaba al andar. Por sus dos lados corrían rojos arroyos que arrastraban grandes islas de grasa de los animales. El mercader de paños había abierto su tienda y sacudía el polvo de unos sayales que olían a campo. El carnicero colgaba de los ganchos de su escaparate torsos de cabritos, abiertos como sandías. Una anciana, pequeña y encorvada, le tiró de la blusa. —¿Tiene tripas? —Sí, entre usted. El carnicero abrió la puerta, hizo pasar a la anciana bajo su brazo y la siguió mientras enjugaba sus gruesas manos con el delantal. Un organillo bailaba con sus grandes pies de cobre llenos de cascabeles. Los curtidores volvían de la descarnadura con carretillas cargadas de pieles. —Antonio, hazme sentar—dijo Matelot con voz amarga. —Vamos, papá, un poco de ánimo. Pero sintió que Matelot se agarraba a su brazo. Le miró. El viejo leñador ya no tenía sangre bajo la piel y su mano estaba tan pálida como la hierba. —Búscame un rincón donde pueda sentarme. Creo que tengo la muerte encima. —Apóyate en mí. Dos pasos a la izquierda. Sube a la acera. Antonio empujó la puerta de una taberna. —Entra. Era como una cueva oscura. Todas las mesas estaban vacías. Se oía una gran estufa de fundición que roncaba, cargada de madera. —Salud—gritó Antonio. Matelot cayó como un saco sobre la banqueta. —Buenos días—contestó una gruesa mujer desde el fondo de la oscuridad. —Hazme hervir vino—le dijo Antonio. Y añadió—: Quítate todo esto, Matelot. Le quitó el fusil, el zurrón, la manta arrollada. —Abre la chaqueta. Vamos, viejo. No me digas ahora que te mueres. Le golpeó las mejillas. —¡Ea, colega! Le tiró de los cabellos. Le desabrochó el cuello de la camisa. —Acuéstate ahora y respira. —He puesto un litro de vino a calentar—dijo la mujer. El vino cantaba ya sobre el fuego. —Por ahora es suficiente —dijo Antonio—. ¿Tienes pimienta? —Sí. —¿Y nuez moscada y azafrán? Dame las cajitas donde guardas las especias y el rallador. —Toma la cuchara—dijo la mujer—. Remueve el vino. ¿Te las arreglarás solo? Estoy cociendo cabrito en el fuego, allá dentro. —Vete, no te preocupes. —¿Sois de la montaña? —Sí, pero vete a tu cabrito.
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Antonio echó una cucharada de pimienta en el vino hirviente, ralló nuez moscada, añadió un poco de azafrán y empezó a remover la mezcla mientras el fuego roncaba bajo la cacerola. —Coge los cubiletes de estaño—dijo la mujer. —Bebe, abuelo. Le ofreció una buena cantidad de vino violento. Todo humeaba: el cubilete, el puño de Antonio y el espeso aro de espuma rosada que daba vueltas sobre el vino. —Métete eso en el gaznate. —¡Ah! en el gaznate—dijo Matelot, rígido de cuerpo y de lengua—. Ya hay muchas cosas. Demasiadas. Demasiadas cosas. —Pero además, ésta. Anda, abre la barba. No hagas chiquilladas. Al primer sorbo, Matelot se limpió la garganta. —Bebe tú también—dijo. —Sobre todo tengo ganas de comer—dijo Antonio husmeando hacia la cocina. Bebió no obstante un buen cubilete de vino caliente y luego llamó a la patrona. —¿Os sentís mejor? —Sí. Pero comenzamos a percibir el olor de tu cabrito. ¿No hay modo de comer aquí? —Siempre hay modo. Incluso puedo daros dos platos de cabrito. —Sí, comida caliente, eso necesitamos. Matelot recobraba las fuerzas. Ahora la noche había cerrado por completo. La patrona vino con sus dos platos de guisado. —No se ve nada—dijo—. Si queréis, os enciendo unas velas. —No nos es tan necesario el ver —dijo Matelot—. Sabemos dónde se hallan los dos lugares principales: el plato y la boca. No tenemos, pues, ningún tropiezo. La noche vacilaba todavía en salir de la ciudad para irse al campo. Por encima de los tejados, el cielo conservaba aún el verde movedizo de los bosques y de las aguas. En el corredor de la calle, la noche era tan densa como el barro; en él, sin verlos, se oía correr a los hombres calzados con zuecos, rechinar las ruedas de los carruajes y patear los mulos montañeses de gruesas herraduras desbordantes. —Pienso en este hijo —dijo Matelot—. ¿Quién hubiera dicho…? —Yo lo hubiera dicho—repuso Antonio—. Recuerda aquel asunto del lobo. ¿Qué edad tenía entonces? No hace tanto tiempo que ocurrió aquello: tres, cuatro años..., tenía, pues, dieciséis años. Ciertas mañanas, Matelot, cuando yo estaba pescando, miraba hacia los ribazos. No oía el menor ruido, pero tenía la impresión de que alguien me miraba. No veía nada. Sólo los mimbrerales. Pero luego, a través de los mimbres, vela sus cabellos rojos; ¿quieres que te lo diga? Tu mellizo siempre me ha hecho el efecto de un animal lejano. —Ha caído en este país como un león—dijo Matelot. —Los hijos no se hacen únicamente con leche cuajada, abuelo. Y no se hacen como uno quiere. Se hacen como uno es, y lo que uno es no lo sabemos. ¡Tenemos tantas cosas en la sangre! —Sí, pero, ¿y Junie? Es difícil que se pueda ser más apacible que Junie. —¿Qué sabes tú? Te digo que eso se halla en los riñones. Recuerda al hermano de Junie. ¿Qué ha sido de él? —Lo ignoro.
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—Este es un buen ejemplo. No te fíes de los ojos ni de las palabras. Sopa; he hecho sopa. Come tu sopa. Se habla mucho de sopa, pero no se habla nunca de esos pequeños relámpagos que nos atraviesan como avispas y, cuando se tiene hijos, uno ve que es con eso con lo que los ha hecho; no con la sopa. —Sí, el hermano de Junie—dijo Matelot—; estoy seguro de que si el mellizo tiene algo de su sangre y después de la mía, la mezcla de ambas debe formar una extraña sangre. Hace un momento, sentí mis piernas paralizadas. De repente vi: el sobrino muerto, el gendarme a la entrada de la ciudad, todo este país vigilado por Maudru y los toros. Me dije: «Todo eso a causa de tu hijo» Para decírtelo todo, Antonio, salí de nuestro bosque para buscar al chiquillo, al pequeño, al hijo de cuando le pasaba la mano por su pelo rojo. Y ahora me encuentro con que soy el padre de una especie de león loco. —Ahora que ya estamos aquí—dijo Antonio—, lo importante es que veamos a ese hombre que vende almanaques. ¿Qué te dijo Junie? —Nada preciso. —¿Sabes dónde vive —No. —¡Patrona! La mujer vino con su cacerola. —¿Queréis más? —No, hemos comido como serpientes. Eso es lo que tenía el abuelo cuando entramos. —Es mala el hambre. Antonio se volvió sobre su silla. —Dinos. Pero, antes, ve a dejar tu cacerola y luego ven un momento para que te preguntemos. ¿Conoces aquí a un hombre que vende almanaques? La mujer removió el fuego de su estufa con un grueso atizador de hierro. El carbón dio paso a una espesa llama azul que iluminó toda la taberna, desde el bocal de ciruelas sobre el mostrador hasta el anuncio de la ratafía en la pared del fondo, allí donde un caballo de papel se reía entre unas botellas. —Sí, lo conozco, es Toussaint, el señor Toussaint —dijo la mujer volviendo junto a los dos hombres con sus alpargatas de cuerda. —¿Dónde vive? —En lo alto de la ciudad. En la última casa. —¿Cuánto te debemos? —Pongamos cinco francos. Seguid esta calle hasta llegar a la plaza de la iglesia, subid por la escalera de detrás del campanario, y luego, en lo alto, no podéis equivocaros, es la última casa, y no hay allí ninguna con vida bajo el palacio de los obispos. Remontaron la calle. Matelot había recobrado su paciente fuerza y andaba al paso de Antonio. En el campanario dieron las seis. El ruido de los batanes se detuvo. Hubo entonces como un gran silencio y luego se oyó el susurro que hacían en las moradas de la ciudad los innumerables pasos de las amas de casa que preparaban la comida de la noche; los pasos de las muchachas que descendían por las escaleras para ir en busca de agua a las fuentes y encontrarse con sus enamorados, las galopadas de los chiquillos en los corredores. Las curtidurías abrieron sus puertas. Los curtidores
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salieron con sus linternas en la mano. A su alrededor humeaba un olor salvaje de carne podrida y de sal. La plaza de la iglesia ya se hallaba situada por encima de las tiendas y talleres. En un rincón se alzaba la casa del notario con sus grandes medallas encima de la puerta. En el otro rincón, una vieja casa burguesa silboteaba una tonada de violín agrio por la juntura dorada de sus postigos. Entre las casas, una balaustrada de piedra dominaba la ciudad baja con sus calles iluminadas por las linternas de los curtidores. —Aquí tenemos la escalera. Antonio tocó con el pie el primer peldaño: todas sus piedras estaban sueltas. —Está llena de hierba. El viento apartó las nubes delante de la luna. La escalera descarnada subía recta a la sombra del campanario, luego giraba y, en aquel recodo, en medio del estremecimiento de hierro de un bosquecillo de laureles, una vieja casa arruinada, destrozada y rota, brillaba como un cráneo de buey. El viento silbó en la escalera, aplastó los laureles, golpeó la casa, saltó en silencio al cielo y volvió a caer lejos, en el campo, sobre un gran bosque que se despertó con un gruñido de perro. —Es ahí arriba—dijo Antonio. A la sombra de los laureles se veía allí arriba una gran casa con fuego en sus ventanas. La luz de la luna fluía, como agua, por los rizos de su tejado. La escalera ascendía por entre jardines locos, plagados de heno salvaje, de ortigas y de higueras sin hojas. Las hierbas sobrepasaban los muros rotos. Los últimos sapos del otoño cantaban en los escombros con su voz de vidrio. Contra la casa iluminada, la escalera arrojaba todavía dos gruesos peldaños, como olas, luego moría allí, en el umbral de una gran puerta redonda, casi cochera. —Es aquí—dilo Antonio. —Sí, es aquí. Matelot jadeaba. Miró a su alrededor. —¡Su palacio de los obispos! Encima de la casa se distinguían en la oscuridad del cielo ruinas corroídas por la lluvia y el viento, una terraza rodeada de balaustres de mármol, bóvedas y anchas ventanas con cruceta de piedra. —Hemos llegado. Abajo, la ciudad se callaba con sus negras calles. El río roncaba sobre los muelles. Era un ruido muy leve, sedoso y extrañamente sonoro. —Escucha—dijo Antonio. Alguien cantaba en la casa. Eran notas bajas, graves e insistentes, que repetían una y otra vez lo mismo, siempre lo mismo, siempre. Oh, caballo mío! ¡Oh, caballo mío! ¿Acaso puedes nadar en la sangre? ¿Hender la sangre como una barca? ¿Saltar en la sangre como un atún? ¿Aplastar a los hombres como haces de leña en el barro? —Ata sobre tu cabeza un pañuelo de oro, y yo hendiré la sangre como una barca,
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y saltaré en ella como un atún, y aplastaré a los hombres como haces de leña, mientras te reconozca si tú caes .
Antonio oprimió el brazo de Matelot. —Cálmate—le dijo Matelot. —¿Llamo?—preguntó Antonio. —¡Llama! Agarró la aldaba de hierro y dio un gran golpe con toda la fuerza de su puño. Silencio. Se oyeron unos pasos ágiles que corrían. Una puerta se cerró al fondo de la casa. Descorrieron un cerrojo que rechinaba levemente. Unos fuertes pasos de zapatos herrados se acercaron a la puerta despertando los ecos de los muros. —¿Qué queréis?—preguntó una voz a través de la puerta. —¿Es aquí donde vive el hombre que vende almanaques? —Sí. ¿Qué os ocurre para que queráis verlo a esta hora? —¿Qué tiene que ocurrirnos a esta hora para verlo? Antonio se dio cuenta de que le hablaban a través de un ventanillo enrejado y de que le miraban. —¿Estáis enfermos? —No. —Entonces, ¿qué le queréis? —Es que venimos de parte de Junie —dijo Matelot—. Nos recomendaron que dijéramos que veníamos de parte de Junie. Decidle esto. —Esperad. El ventanillo se cerró sin ruido. Los fuertes pasos se alejaron en el interior de la casa. Afuera soplaba el viento. Unas hierbas secas se frotaban contra el muro. —Ya no se oye cantar—dijo Antonio en voz baja. —¿Crees que era aquí? —preguntó Matelot. —Sí, al fondo de la casa, en las habitaciones más alejadas. La puerta se abrió sin ruido. Antonio sólo sintió que cedía al abrirse bajo el peso de su hombro. —Entren los dos—dijo una vocecita. No era una voz infantil. Había mudado, pero seguía siendo clara e ingenua; era una voz de hombre, pero hablaba en la oscuridad desde una altura de niño. Dentro reinaba la más completa oscuridad, sin ningún fulgor. El menor gesto hacia sonar el vasto y sensible corredor. —Yo cierro la puerta —dijo la voz—. Busquen la pared y síganla. Aquí no hemos de encender ninguna luz. Perdonen. Antonio y Matelot andaban arrastrando los pies sobre las losas. —Anden sin miedo —dijo la voz—, porque no hay ningún estorbo. ¿Tocan la pared? Síganla con la mano hasta la puerta, en el fondo. La oscuridad no cuenta. Menos que el agua. —Precisamente—dijo Antonio—, de ser agua me movería con mayor seguridad. —Ya lo sé—dijo la voz—. Pero aquí ocurre lo mismo. Es una cuestión de confianza. Llegó a la puerta antes que ellos y la empujó. La puerta daba paso a una gran sala, rodeada de oscuridad, con una pequeña isla de luz en el centro donde se veía una
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ancha mesa cargada de papeles, piedras, hierbas y una lámpara. La mano que empujó la puerta era larga, con dedos pálidos y delgados, tan flexibles como las correas de un látigo. Aquella mano desapareció. —Entren, señores. La voz infantil y educada los empujó hacia la luz. —Siéntate, Matelot, y el otro señor también. Al oír el nombre, ambos se habían vuelto. ¡Matelot! ¿Quién conocía este apodo, nacido al otro lado de las gargantas, en pleno bosque de Nibles? Era un pequeño jorobado de gran cabeza, que salía de la oscuridad. —¡Jérome! —gritó Matelot. —Sí—dijo el jorobado—. Soy yo. No grites, la casa es sensible. Aquí soy el señor Toussaint; siéntate. Lentamente dio la vuelta a los dos hombres para acercarse a su mesa. Andaba por la orilla de la luz. La mitad de su torcido cuerpecito se pegaba a la oscuridad y parecía llenar toda la habitación con su carne palpitante y negra. —Tienes el sillón detrás de ti y usted también, señor —balanceaba sus largos y ágiles brazos y sus manos de agua haciendo pequeñas y ceremoniosas salutaciones—¡ siempre digo «señor» siempre, a todo el mundo. Es una costumbre. Pero me gusta esta costumbre. Siéntese usted, señor. Usted es aquel a quien mi hermana Junie llama «Boca de oro». Ya sé. Eso se ve en seguida. Usted sabe nadar: el agua, el viento, el bosque y el río. Yo no sé nadar. No salgo nunca. Gracias. Le digo «gracias» por que usted sabe nadar. Gracias por saber nadar. Siéntese. Junie me lo ha explicado todo, «Boca de oro». Se detuvo un momento al otro lado de la mesa. La oscuridad le comía toda la cabeza. Sólo se veía la hinchazón de su hombro derecho y, apoyada en el hombro, una enorme y descarnada oreja, parecida al a la de un murciélago. La mano señaló la mesa: «Un poco de medicina, señores. Eso es todo. El dolor. Mi montaña, en cuyo fondo estoy sentado, con las alas plegadas». Se cruzó de brazos. « ¡Mi debilidad! » Tiraba lentamente de su silla para sentarse. «Estoy contento de verte, Matelot. ¿Cómo sigue Junie? Hace mucho tiempo que no he ido al bosque. No te pregunto cómo sigue el bosque. Me dejan ustedes hablar, señores, y a mí me gusta hablar». Su voz resbalaba sobre los ecos de la casa sin despertarlos. «Ves, Matelot, todo esto está muy bien así. ¡El dolor! Me he cavado mi gruta ahí dentro. Los filósofos. No, ya sé que te aburren. Incluso creo que una vez me diste de puntapiés en las posaderas porque hablaba de filosofía; disculpa. Estoy seguro que te he faltado, Matelot. Necesitamos odiar fuertemente a alguien en la vida. Pero, siéntense ustedes, señores. Vamos, voy a sentarme yo mismo, de lo contrario se quedarían ustedes plantados sobre sus piernas». Se situó ante un sillón con un ronroneo de gato y se sentó. Se le veía ahora por completo, como un insecto: el mentón huesoso, seco y duro, una inmensa frente, pesada e inclinada hacia la derecha. Tenía enormes ojos, que se salían de las órbitas, como si le hubieran puesto el pie sobre el vientre. Su mirada poseía el roce cálido y verde de una rama al sol. «Todavía he de decirte otra cosa, Matelot: llámame Toussaint. Resulta tan fácil como decir Jérome y es la costumbre de aquí. Me interesa conservar esta costumbre». Paró de hablar y se lamió los labios. La casa empezó a crujir suavemente como una manzana sobre la paja.
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Antonio y Matelot se sentían fuera del mundo. Estaban impresionados por aquella voz de niño precoz, por aquella mirada llena de savia: las largas manos, como correas, se movían con suavidad entre los libros y las plantas. Grandes imágenes de los tiempos pasados les golpeaban el rostro ahogándolos como agua: la llegada al bosque de Matelot, Junie y el cuñado jorobado (al que la gente llamaba «el escribano de notario»), los gritos de Antonio en el río, la caída de los árboles a derecha e izquierda, Junie joven. Matelot se enjugó los ojos. Había creído divisar en el fondo de la oscuridad la nube de mayo: su gloriosa Junie joven. —Tenía una meta—dijo Matelot tristemente. —Nada te eché en cara—dijo el jorobado. El fusil de Antonio cayó al suelo. —Así pues, ¿por qué habéis venido al alto Rebeillard? —Hemos venido en busca de mi mellizo. —¿El pelirojo? —Lo envié aquí para que construyera una balsa. Pero no ha regresado. Hace cuatro días que andamos y sólo oímos un gran estruendo por colinas y bosques, como si mi mellizo bailara su cólera en este país con grandes zuecos de madera. ¿Qué ha hecho? ¿Dónde está? El jorobado se lamió los labios. —Está aquí —dijo. Luego llamó: —¡Gina! —Era una mujer viva la que se hallaba en el fondo de la sala, una nube de mayo. Nada había dicho hasta este momento en que se adelantó. —Aquí tienes al padre de Danis —dijo el jorobado. Gina pasó su brazo libre alrededor del cuello de Matelot. —Por consiguiente, también yo he de llamarle padre —dijo—. Soy la mujer de su hijo. Se inclinó y lo besó en la barba. —Y es la hija de Maudru—añadió el jorobado—. ¿Comprenden algo del asunto, señores? —Yo—dijo Antonio —puedo comprenderlo todo ahora. Todavía oía el jadeo feroz de la canción. Gina tenía los ojos planos y largos con grandes pupilas negras, una carne lechosa iluminada de blancura, y unas muñecas no más gruesas que las sortijas de los hombres. —Pues yo no —dijo Matelot—; todavía no. ¿Cómo debo tratarte, Toussaint, de tú o de usted? Dime: es su mujer, ¿y qué? Es la hija de Maudru, ¿y qué? ¿Y después? Me han metido ese nombre en la oreja como un piojo de carnero. En definitiva, ¿quién es ese Maudru? —Es mi padre —repuso Gina—, y es un hombre. Matelot la miró. —El mellizo es mi hijo —dijo—, y también es un hombre. —Menos grueso --dijo Gina—, y es un ladrón de muchachas. —¿Desde cuándo las muchachas se roban?—preguntó Matelot—. Las muchachas tienen pies y siguen. —Como los ladrones de perros —añadió Gina—. Dicen: «Ven» y prometen. —¿Qué prometen? —dijo Matelot.
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—Todo—contestó Gina. —Es mucho—dijo Matelot. —No sale muy a cuenta—dijo Gina. Y se puso la mano sobre la frente, como para refrescarse. Cerró los ojos. Se hablaba a sí misma. —Le perdonaré—dijo Gina con voz fatigada—, le perdonaré los grandes caminos, la casa, nuestra libertad, libertad, de la que tanto me hablaba a mí, la prisionera. Pero no puedo perdonarle perdonarle que sea menos de lo que parece, menos de lo que dice, menos de lo que la gente dice, menos de lo que yo creía. Casi nada. No, eso no puedo perdonárselo. Es demasiado engaño. —Hija mía—dijo mía—dijo Matelot en voz baja—, la época del amor es la época de la mentira. ¿Qué quieres? Gina abrió los ojos. —Quiero que sea lo que se ha imaginado ser y me ha hecho creer que era. —¿Qué te ha hecho creer?—preguntó Matelot. —Que era fuerte—contestó Gina. —Lo es —dijo Matelot. —Que era más fuerte que mi padre. —Es más fuerte que tu padre. —Me haces reír de él y de mí—repuso Gina—. ¿Te imaginas que voy a creerte? Mi creencia está fatigada. Para decir: yo, yo, yo, es más fuerte, sí; para hacer, no. —¿Qué quieres que haga? —Yo valgo lo que valgo, y él lo ha tenido todo por nada. Quiero que haga mi libertad y mi nido, y que deje de ser el cuclillo en la cama de los demás. Matelot se rascó la barba. —Ya lo hará—dijo—; espera. —Ya he esperado —repuso Gina—, nadie puede reprobármelo, y todavía espero, aunque sin confianza... Una noche me dijo mi padre: «Sin mí, nada.» Tu hijo me dijo: «Ven, no te preocupes. Conmigo verás. Haré esto y lo otro.» ¡Oh, la de cosas que dijo! ¡Oh, lo que es decir! Vine y estoy con él. Veo. ¿Qué tengo? Nada. Si quiero que me arranquen de aquí, no he de hacer más que poner el pie afuera: en un momento se me Ilevarían. ¿Quién me defenderá? ¿él? No es capaz de encontrarme un camino hasta su país. ¿Él? Ni siquiera se atreve a salir durante el día. ¿Maudru? Ya dijo esas tres palabras: «Sin mi, nada.» Y está ahí fuera vigilando, y yo nada tengo. Esa es la verdad. »Tu hijo, ¿quieres que te diga dónde se halla ahora? Ha ido a reconocer el terreno, porque a fuerza de decírselo y repetírselo..., pero está ahí mismo, en los laureles de abajo, sin poder dar un paso. Acurrucado, con su fusil sobre los muslos... —A propósito de fusil —dijo Matelot—, escucha... Toussaint levantó su larga mano. —Esperad. Ya todos os sentís enardecidos por la vehemencia de esta muchacha. «Boca de oro» acaba de dar un puñetazo sobre el brazo de su silla. Esperad que os hable antes de que convirtáis mi casa en un horno de pan lleno de fuego. Coge tu taburete, hija mía. Gina se fue al fondo de la oscuridad a buscar su escabel. —Siéntate a mi lado, hija mía.
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Le acarició los cabellos. Gina besó la mano lívida del jorobado, luego Ia apretó contra su mejilla y, con la cabeza inclinada, se echó a llorar en silencio. —He aquí lo que quiero deciros antes de que os sintáis arrebatados por el fuego de la pasión, mientras todavía comprendéis cuando uno os habla. »Tú enviaste a tu hijo a cortar árboles. árboles. Los cortó, construyó construyó la balsa y la amaró en la ensenada de Villevieille. Era a principios de la luna de agosto. Desde entonces la balsa está ahí, presta a partir. Esto por lo que se refiere al trabajo. El mellizo vino a verme. Su madre le había dicho: «Puesto que estarás tan cerca de tu tío, ve a verlo» Junie sabe no sólo que vivo aquí sino también también quién soy aquí. Siempre Siempre he estado en correspondencia con ella. A veces me digo: « ¡Junie! » y pienso en mi hermana. La veo sumida en el fondo de aquel bosque y me digo que necesitaba las reflexiones con las que ella y yo gozábamos antes de que tú, Matelot, salieras del mar y vinieras a llevártela de la casa de nuestro padre, de la habitación de los libros. Tú, Matelot, y tus simientes de hijos pelirrojos, estabas todavía en el mar, a bordo de tu gran navío cargado de velas, cuando Junie y yo hablábamos. De no haber saltado nunca al puerto, Matelot, mi hermana sería ahora una señora de Marsella. Su esposo vendería aceite o jabón. Y ella tendría su salón con grandes retratos de ancianos y ancianas, sus zapatos crujientes y su lugar reservado en la iglesia y en el teatro. Ahora, a su edad, descansaría sus gruesas caderas de seda en los sillones. Pero tú has hecho algo mejor que todo eso. Gracias por ella. Te digo todo esto para poner cada cosa en el lugar que le corresponde. corresponde. Ahora la veo, no muerta como estaría, sino tal como es, sumida en la plena sombra de los bosques con su robusta vejez. Gracias por ella. Esto es lo que yo te agradezco. Pero por todo lo demás es por lo que a veces me siento ante esta mesa y le escribo largas cartas en las que ella y yo volvemos a ser los hijos de mi padre en la habitación de los libros. Desde hace mucho tiempo, alguien que yo conozco le lleva mis cartas dos o tres veces al año. Te explico esto para que lo sepas todo. Así pues, Junie me envía a tu hijo. A su hijo. Este me habla, me cuenta lo que le ocurre. Yo lo miro. En una familia, Matelot, los mellizos constituyen la marca de los dioses. ¿Te ríes? Siempre te reías cuando yo hablaba, pero luego venía el tiempo que todo lo confirmaba. Ya verás, Matelot, puesto que te digo más aún: cuando, en una pareja de mellizos, se muere uno por accidente, la fuerza que tenían entre ambos, el mal que tenían entre ambos, lo que eran en el mundo entre ambos, todo se acumula en el vivo que, él solo, pasa pa sa a serlo todo. —Meras habladurías—dijo Matelot. —Como te parezca—prosiguió el jorobado—. Lo menos que se te puede reprochar, Matelot, Matelot, es que seas corto de vista. Yo pensaba en todo esto mientras tu hijo estaba aquí, exactamente en el lugar donde ahora se halla sentada Gina. Le tenía cogidas las manos, lo miraba, le tocaba los brazos desde la muñeca hasta el hombro. Lo palpaba con los ojos y los dedos, y le decía: «Dime, gran hombre» y «¿cómo va la salud?» y «qué apuesto eres, hijo de un dios», en fin, todo lo que un pequeño engendro como yo puede decir a un gran mellizo que acumula la parte de dos. Y he aquí que, de una sola vez, me hizo ver todo su interior inflamado y me puso sobre las rodillas, para mecerla y curarla, toda su tierna preocupación. Es diez veces tu hijo por la anchura de hombros y por la dureza de corazón. »Pero, por lo que se refiere a esta especie de gran país que lleva aquí —el jorobado se tocó el pecho—, pecho—, por lo que se refiere a sus bosques, sus ríos y sus montañas, montañas, es
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cien veces el hijo de mi hermana Junie. Te estoy hablando tanto de tu hijo, porque en toda mi vida nada me ha conmovido tanto como el momento en que tu hijo hizo un inmenso esfuerzo sobre sí mismo, un gran esfuerzo de mellizo doble, y me dijo: »Oye, tío, lo que me ocurre. .. » —Comprendo—dijo Antonio. El jorobado lo miró. Se lamió los labios. Apagó sus ojos con una lenta caída de párpados. —Sí, tú, «Boca de oro», debes comprenderlo. En el linde de la pradera donde construía su balsa había una mujer. —Aquel día—dijo Gina—iba en busca de un lugar donde situar los lavaderos. —Empezó a tartamudear mientras me hablaba —dijo el jorobado, y yo le veía temblar. Me decía cómo era aquella mujer. Intentaba explicarme su belleza, de la que estaba llena su boca —Aquel día era verano —dijo Gina—; sobre la camisa, sólo me habla puesto una pequeña falda de seda, ajustada al talle. Hacía calor y así me sentía más libre. —¿Cómo ocurrió vuestro encuentro? —preguntó el jorobado—. Dilo. Él se quedó silencioso por un momento. Gina se enjugó lo ojos. Luego dijo: —El mellizo estaba marcando sus árboles. Había encendido fuego y en él había puesto a calentar su marca de hierro. Yo lo miraba por entre los sauces. Cogió la marca con su gran mano y la hundió, blanca de fuego, en el tronco vivo. En medio de humo, yo veía como apretaba la marca con todas sus fuerzas. La savia gritaba. Luego el hombre se enderezó. »El árbol estaba marcado con su nombre. Entonces vi que los cabellos de aquel hombre eran tan rojos como la gran marca de hierro. Toussaint acarició suavemente el hombro de Gina. —Sí —dijo—; aquí, temblando, parecía que estaba viendo a la muchacha en el lindero de los sauces. Había perdido el aliento. «Perdido para siempre —me decía—; ya nunca volveré a respirar como antes». —Y yo —añadió Gina— estaba marcada por aquel hombre pelirrojo como por la marca de árboles. —Me dijo que lo había probado todo antes de decidirse... —También yo lo hice todo —dijo Gina—, todo, podéis creerme. Desde hacía mucho tiempo sabía que mi padre quería darme al hijo de su hermana. Entré en el aposento donde el sobrino estaba comiendo con los boyeros y le dije: «Si me quieres, quieres, tómame pronto» Delante de todos los hombres me estrechó contra él, me abrazó y me palpó todo el cuerpo como si ya fuera su mujer. Yo pensaba: «¡Si eso pudiera borrar lo otro! » ¡Ah, sí! ¡Dios vuela y es inútil que queráis atraparlo a pie! —Hasta el punto —añadió el jorobado— que nada dijiste cuando él vino a buscarte. —Dije: « ¡Ah! » y «Gracias, gracias», mientras me tenía, para agradecerle que estuviera allí, que fuera él, que fuera mío. Eso es todo. ¿Qué quieres decir? ¿Qué podéis comprender vosotros, los hombres? —Comprendo —dijo Antonio— que para nosotros no es lo mismo, incluso si amamos tanto como vosotras. Instintivamente miró hacia el sur. —Sí —dijo Matelot—; pero, ¿y mi hijo en todo eso? —Yo le había prevenido—repuso Gina—. No creáis que le haya ocultado nada, y
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quizá le dije más que lo probable. «No es nada todo eso, nada», me decía tu hijo mientras lo igualaba todo con su mano. Y yo cada vez me sentía más orgullosa de él. Tenía unos hombros tan anchos y todo parecía tan pequeño a su lado. Yo, la hija de Maudru, había soñado tanto con aquel hombre sin esperar que pudiera vivir; enloquecía al tenerlo en mis brazos y encontrarlo aún más hermoso, aún más grande que en mis sueños. Me decía: «¿Es posible?» Lo tocaba. y me decía: «Sí, es posible; la suerte es como un tratante de becerros, para mejor engañarte, primero te embriaga». Espera —les dijo a Antonio y a Matelot, que querían hablar ambos a la vez. Bajo su blanca piel se encendía un fuego resplandeciente, como el de una forja de hierro—. Espera, tengo algo que decirte. Es demasiado importante para mí no lamentar mi amor. Está en mi sangre ser generosa, y si él sabe una cosa tan sólo en la que haya sido avara, que lo diga. Lo he dado todo, me he atado de pies y manos y le he dicho: «Llévame», puesto que era su deseo llevarme. Todo lo he dado. En el fondo, siempre se trata de un intercambio. Todas las noches yo contaba y recontaba sus promesas. El ancho camino hasta vuestro bosque. La vida —no pido más que eso —, la vida apacible donde él quiera, como él quiera, pero con él, y que sea realmente la vida, ¿me entiendes, padre de tu mellizo? Es decir, una casa, mía y suya, y que me haga concebir tantos hijos como quiera. Eso es lo que yo contaba todas las noches entre mis dedos secos. ¿Comprendes? Él sabía que mi padre iba a oponerse. Sabía que iba a acosarnos y a pelear para arrancarme de sus brazos. Yo le había dicho: «Estoy trabada como un cabrito; cárgame sobre tus hombros y llévame» Me prometió el ancho camino. ¿Acaso tu hijo sólo sabe derribar árboles? Me lo prometió. Pero no es capaz de abrirse camino por entre los hombres, ¡pobre de mí! Gina había elevado poco a poco la voz hasta gritar y la oscuridad de la casa gemía con ella. Matelot respiraba con fuerza a través de su barba; el jorobado jugaba con una hierba seca y contemplaba sus dedos. —Eso es todo dijo Gina. Y se puso en pie. La gran puerta de la entrada rechinó sobre sus goznes. —A propósito de fusil—dijo Matelot—, ahora puedo decirte que ayer se peleó con los hombres de tu padre y mató al sobrino. —¡Gina! —gritó el mellizo. Corría por el corredor lleno de ecos, mientras la culata de su fusil iba golpeando la pared.
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Segunda parte
I
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En el Rebeillard, el invierno siempre es una estación resplandeciente. Cada noche la nieve desciende compacta y pesada. En el halo de los faroles, Antonio la había visto caer a veces tan recta como lluvia de tormenta. Las ciudades, los pueblos y las alquerías del Rebeillard dormían sumidos en aquellas espesas y silenciosas noches. De vez en cuando, todas las vigas de un pueblo crujían, la gente se despertaba, las espesas nubes aleteaban a ras del suelo rozando los bosques. Pero todas las mañanas surgía un gran cielo sin nubes, lavado por un débil y cortante cierzo. Apenas salido del horizonte, el sol, aplastado por el azul terrible, se desparramaba por todos lados sobre la nieve helada; el más endeble matorral estallaba como una gran llamarada. En los bosques, metálicos y sólidos, el viento no podía agitar ni una sola rama; únicamente hacía surgir en aquel incendio blanco, nieblas de chispas. Polvaredas cuajadas de luces corrían por el país. A veces, a lo largo de los caminos, envolvían a un hombre que andaba sobre raquetas o bien, sorprendiendo a las zorras enfermas en las lindes de los bosques, las obligaban a levantarse y a correr hacia otros refugios. Los animales se detenían en pleno sol con sus pelos manchados de nieve helada, dura como polvo de granito; se lamían los lugares sensibles de su cuerpo para darles calor y de nuevo echaban a correr, cojeando, hacia la lejana ondulación de un talud. La luz no procedía ya únicamente del sol, de un rincón del cielo, y no confería a cada cosa su sombra, sino que saltaba en todas direcciones desde cada pedazo de nieve y de hielo, y las sombras eran enclenques y enfermizas, sembradas de puntos dorados. Hubiérase dicho que la tierra había devorado al sol y ahora ella producía la luz. No era posible mirarla, porque dañaba los ojos: uno los cerraba, la miraba de reojo para buscar su camino y apenas si podía mirarla lo suficiente para encontrar la dirección a seguir: inmediatamente el borde de los párpados empezaba a arder y, si uno se enjugaba los ojos, encontraba pestañas muertas en los dedos. Lo que se tenía que hacer era buscar en los armarios algún pedazo de seda azul o negra, que a veces se encontraba en las canastillas donde las chiquillas guardan los vestidos de sus muñecas. Con tales pedazos de seda, uno se hacía una venda, con ella se cubría los ojos, y entonces podía marcharse y andar sumido en una especie de extraño crepúsculo que ya no hería los ojos. Hacia el mediodía era la hora que la gente escogía para los pequeños viajes, para ir de una alquería a otra o para desentumecerse cuando se había asado ante la chimenea; y así era recorrido el país por hombres, mujeres o caballos marcados. Como si estuvieran cansados, todos andaban lentamente, del mismo modo que suele andarse en el crepúsculo. Los que llevaban antifaces negros tenían unos gestos aún más cansados, los de antifaz azul algo menos, pero cuando se encontraban empezaban a hablarse lentamente, sin gran ardor, y se enderezaban penosamente como si se hallasen al final de un día y hubiesen realizado un trabajo agotador. Sin embargo, era mediodía, con un sol exasperado por los cien mil soles de la nieve, y los hombres apenas acababan de levantarse de los escabeles dispuestos alrededor del fuego. Todo aquello se debía a los antifaces de seda, que estaban obligados a llevar contra el deslumbramiento, y porque en la cabeza tenían el color del atardecer. Finalmente llegaba el verdadero atardecer. Todos los transeúntes entraban de nuevo en las alquerías y en los pueblos. Todavía pasaban a gran velocidad dos o tres trineos por los linderos del bosque, con gran ruido de galopadas y cascabeles.
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Gracias al viento se oía a la gente que sacudía las raquetas en el umbral de su casa, luego se cerraban las puertas, y las alquerías y los pueblos empezaban a sudar vapor y humo como los caballos que han corrido con todas sus fuerzas en el frío. El caparazón de los bosques, lo mismo que las espinas de los matorrales, se volvían azules como el acero, todo el centelleo de la tierra se extinguía de repente y dos o tres grandes estrellas desgarraban el atardecer; luego, desde la cumbre de las montañas, se derrumbaban poco a poco las nubes amontonadas, la nieve volvía a caer y habiendo cerrado la noche, ya nada podía verse, sólo cabía escuchar las grandes nubes que batían de alas a través de los bosques . Después de la llegada del invierno, Toussaint había hecho marchar a su mensajero. Le había dicho: «Te vas a ver a Junie y le dices: "Tu hijo vive y tu marido también. Se hallan en Villevieille en casa de Toussaint. Sigue tu vida sin preocuparte. Regresarán en cuanto puedan”». Por el momento, no podían regresar. Habían ocurrido dos cosas: una buena en un sentido y otra mala. Maudru había ido al cuartel de los gendarmes. Eso se supo desde el primer momento. Antonio podía salir a callejear por la ciudad, puesto que casi nadie le conocía. Descendía de la alta casa y se iba a mezclar con los curtidores e incluso con los hombres de Maudru para husmear así las novedades. Estos últimos se reunían en una taberna de la ciudad baja llamada «Al estorbo», aunque no por ello se dejaban «estorbar» ni por el nombre de la taberna ni por la bebida. Se reían con su gran fuerza de boyeros al mirar las letras de la muestra pintadas al revés en los vidrios. —¿Quién nos desviará de nuestro objetivo? —gritaban golpeando las mesas de madera—. ¿Quién puede estorbarnos a nosotros? —Sin duda, sin duda —les decía Antonio—; bebamos un vaso de vino caliente. Y así, sin aparentarlo, se enteraba de todo, hasta de los secretos. Había encontrado de nuevo al tatuado y le había dicho: —Aquí se está mejor que en la carretera; vamos a beber. Eso lo hicieron con toda rapidez. El tatuado observaba dos conductas distintas: una cuando se hallaba con los boyeros y entonces se engreía sobre su silla, con el torso echado hacia atrás, las piernas separadas, un brazo sobre el respaldo y decía: la cuestión es ésta. Explicaba una larga historia, abría y cerraba los dedos de la mano, se atusaba su gran bigote rojizo y, aunque le dijeran: «¿Pero qué chismes nos cuentas?» seguía hablando hasta que los grandes boyeros silenciosos le hacían callar golpeando con el puño encima de la mesa. Entonces se quedaba triste y pensativo. Se acercaba al rincón de Antonio y adoptaba su buena conducta natural. Se sentaba haciendo gala de una gran cortesía aldeana. —¡He! ¿Cómo sigue tu madre? —Ya te he dicho veinte veces que la he perdido. El tatuado enjugaba cuidadosamente su rincón de la mesa con su gran mano rasposa. Luego permanecía quieto, suspiraba con los ojos bajos y buscaba algo para decir que fuese cortés y bien intencionado. —¡Ah! ¡qué desgracia! —suspiraba. —¿De qué desgracia hablas?—le preguntó Antonio.
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—De la mía. Miró a derecha e izquierda para cerciorarse de que nadie le escuchaba. Luego tocó el brazo de Antonio. —La cuestión es ésta—dijo—. Cuando he visto alguna cosa, me siento obligado a decirlo. ¿Qué quieres? es más fuerte que yo. Si veo que una rata se mueve, tengo que gritar en seguida: «La rata se mueve», o de lo contrario me pongo enfermo. —¿Qué hay de malo en eso? —El mal está en ellos. Siempre tienen que hacer y jamás decir. Siempre andan con secretos. A mí me gusta hablar. ¿Qué mal puede haber en ello cuando se está entre amigos, entre tú y yo, por ejemplo, aquí, tranquilos? Guiñó el ojo, lo cual siempre constituía una operación extraordinaria. Tenía la cabeza blanda y grasienta. En su piel no crecían pelos. No necesitaba manejar de vez en cuando la navaja de afeitar; sobre su mentón, su labio y sus mejillas nunca se había visto otra cosa que el vello de los jóvenes. Y sin embargo era ya de cierta edad. Guiñaba el ojo lentamente y con gran fuerza en los momentos en que rumiaba alguna cosa para decirla en una conversación privada. Era una nueva manifestación de su cortesía, como si quisiera dar a entender de una vez toda la malicia de lo que iba a decir. Pero, en su blanda cabeza, la guiñada ojos abría un gran agujero, producía arrugas y ponía tirantes la mejillas de tal modo que ya no se veía allí un rostro humano sin como un rostro esculpido en una cepa de vid. ¡Oh! —le decía la gente—. Nunca hagas eso ante una mujer embarazada . —La cuestión es ésta —dijo—. Hoy he ido al cuartel de los gendarmes. No solo, sino con Maudru. Éste les ha dicho. « ¡Eh! qué estáis haciendo? ». «Ya lo ves, le han respondido, nos separamos». «¿Para qué?». Los gendarmes han dicho: «Sabemos que se halla en la ciudad el que ha disparado contra tu sobrino». Maudru les ha mirado resoplando. Hacia crujir los dientes como si cáscara avellanas. Al verlo así, los gendarmes han soltado los mosquetones. «—No te exaltes, Maudru», le ha dicho el brigadier. «Esto te digo, ha respondido Maudru. ¿De dónde has sacado que habían disparado contra mi sobrino? ¿Quién te lo ha dicho? Siempre ocurre lo mismo: el Estado os engorda, sólo tenéis que comer y dormir, y entonces vuestra sangre inventa historias. Mi sobrino se ha herido solo, eso es lo que ha ocurrido». «—En el vientre es difícil», ha dicho el gendarme en jefe. «Sin duda tu hermana es menos difícil, ha replicado Maudru; pero yo te digo: un matorral que engancha, un fusil cargado y un vientre prominente, todo eso puede constituir una línea de mira. Y lo afirmo». «Bien, ha dicho el gendarme; entonces a descansar, si es esto lo que quieres». «Es esto, ya soy bastante mayor», ha respondido Maudru, y lo cierto es que, con la cabeza, tocaba el bajo techo del cuartel. —¿Y cómo sigue el sobrino?—preguntó Antonio. —Va tirando —contestó el tatuado— pero no sin gritar. Vivirá aún diez días, veinte días si quieres, pero ya está marcado. Ya tiene un pie en la sepultura. —¿Y Gina? —¿La vieja? —dijo el tatuado—. Está hecha una diablesa. Además, toda ella son nervios de lobo. —En el fondo -dijo luego Matelot— ésa es una buena noticia. Con los gendarmes no teníamos escapatoria. Pero ahora, en primer lugar Maudru ha descargado a mi
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mellizo de todas las consecuencias que podrían sobrevenirle en el caso de que el otro muera, puesto que ha declarado que lo ocurrido era un accidente. En segundo lugar, Maudru tiene la intención de arreglar esta cuestión de hombre a hombre y en este punto siempre nos entenderemos, a no ser... —¿A no ser qué? —dijo Antonio—. No hay ningún «a no ser». Sólo podemos pensar en una buena paliza por ambos lados. —Eso es lo que quiero decir—añadió Matelot—, pero puede intervenir la noche, la suerte o el azar. Con los gendarmes, en cambio, no había ni suerte ni azar, y la noche no se acuesta en el país de los gendarmes. Éste es mi pensamiento. —¿Dormías esta noche? La casa de Toussaint estaba llena de pequeñas celdas abovedadas, abiertas en el espesor de los muros, que por unas estrechas ventanas daban a una alta galería desde la que se dominaba la ciudad, los campos y los bosques helados. Dos de tales celdas eran las habitaciones de Matelot y de Antonio. —Sí, he dormido. —Pues yo he oído —dijo Antonio—. Duermen debajo de nosotros. De nuevo lo ha puesto ella de vuelta y media. Lo que él piense, vete a saber lo que será. Pero un hombre con una mujer como ella, con todas las palabras que ella le dice, un día u otro puede decidirse por algo muy extraordinario. Escucharon por un momento el silencio del invierno afuera. —Tanto más cuanto que ella tiene razón —añadió Antonio. Y luego hubo la aventura del mellizo. El boyero que guardaba la avanzada de Pubercleire salía todas las mañanas cuando la casa se hallaba todavía adormecida. Calzaba sus raquetas y echaba a andar poco a poco por el lindero del Bois Doré. El sol apenas acababa de salir de las montañas y ascendía en el cielo arrastrando tras sí unas brumas rojizas. Después del bosque, el camino cruzaba los campos. En aquella hora, los rediles de los toros estaban desiertos. La nieve subía hasta los dos tercios de las estacas del vallado. El boyero vestía una gorra de piel de oro, dos grandes pañuelos anudados uno sobre otro, su chaqueta de cuero, unas manoplas de piel de cordero y unos quijotes de nutria atados a lo largo de las piernas desde el tobillo a la cadera. Sus movimientos eran torpes. Andaba lentamente. Sólo hacía los gestos precisos. Todavía no llevaba puesto el antifaz de seda negra, porque en aquella primera hora de la mañana la nieve no deslumbraba. Cruzó los campos, dobló a la izquierda, subió a la cumbre de la colina del Biéchard y descendió por el lado opuesto. Ya no veía la alquería, pero empezaba a ver el río con sus aguas de alquitrán entre las riberas heladas. En el lugar llamado «el cercado del peral», siguió a lo largo del gran risco que la gente llamaba el arca. Constituía el refugio de las houldres y de todos los pájaros, uno o dos de cada raza, que llevaban la primavera en sus gargantas. Como de costumbre, el sol daba ya de lleno sobre la muralla del risco, demasiado perpendicular para que en ella se aguantara la nieve, y de los agujeros de la piedra surgían débiles trinos de pájaro cantados con la punta del pico. Una ganga se revolcaba en la nieve y luego saltaba sacudiendo las plumas. «Hermosa mañana, pensaba el boyero. Se está repitiendo la primavera en el arca. Pero todavía está lejos, amigos míos, dijo a los pájaros. ¡Afortunadamente! ¡La de
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agua que va a salir de aquí cuando toda esa nieve se funda! A vosotros no os importa, con vuestras alas, pero yo, con mis pies...» Al llegar a los altos de Journas vio a un hombre al fondo del valle. Venía de la ciudad y andaba muy aprisa. No Ilevaba raquetas en los pies, sino unas largas tablas, que en la alta montaña, en «el Rebeillard de arriba», llamaban «las planchas». «¡Qué ocurrencia! » se dijo el boyero. Puesto que no se usaban en Villevieille, donde el invierno era una estación lenta. Abajo el hombre corría con mayor rapidez que un caballo. Avanzaba dándose impulso con dos bastones. La nieve formaba largas olas con huecos, subidas y bajadas. El hombre pasaba sobre ellas como un pájaro. Iba vestido de un modo ligero y desembarazado. Abría sus grandes piernas. Las cerraba. Balanceaba sus bastones. Inclinaba el cuerpo a la izquierda, luego a la derecha, a la izquierda, a la derecha, balanceándose así mientras se deslizaba a toda velocidad sobre sus tablas por lo más fuerte de las pendientes, por el borde de los taludes, por las crestas y luego se sumergía como si se hundiera en la nieve; desaparecía para surgir de nuevo más lejos, con los brazos en alto, lanzado a toda velocidad; se inclinaba hacia adelante, se acurrucaba, saltaba y volvía a deslizarse sobre la nieve. Volaba a ras de tierra como una golondrina bajo el peso de la tempestad. Se encaminó hacia una barrera de sauces. Se lanzó contra ella y, con la cabeza adelantada, los brazos plegados, la cruzó levantando una gran polvareda de nieve que el sol, ahora ya alto sobre el horizonte, iluminó como un relámpago. «Vaya hombre decidido, se dijo el boyero. No cabe duda de que éste lo es.» Empezó a descender lentamente a lo largo de la colina en dirección a aquellos sauces por los que había pasado el hombre. Aquella carrera le interesaba. «Voy a ver», se dijo. Al otro lado del telón de sauces, el mellizo, deslumbrado por el polvo de nieve, hizo girar sus tablas, se acurrucó y se detuvo. Venía corriendo a aquella velocidad desde Villevieille. No vio a nadie. Estaba solo. Miró hacia el río. Reconocía el lugar, la ensenada redonda donde había marcado los troncos. Su gran balsa se hallaba durmiendo bajo la nieve. El mellizo era fuerte de lomos y de muslos. Tenía un pequeño busto, terrible y nervioso, y toda la fuerza de su sangre de pimienta estaba allí, sobre sus caderas, acumulada en dos enormes músculos en medio de su cuerpo, como la fuerza del arco se halla en medio del arco. Todo partía de allí. El camino de Villevieille hasta la playa de la balsa lo había recorrido gracias al ágil juego de sus muslos y de sus lomos, desde que al despertar había saltado por encima del cuerpo aun dormido de Gina hasta ahora cuando estaba desatando sus tablas. Hincó sus bastones en la nieve. No llevaba guantes. Su sangre era bastante cálida. No sentía el frío sino mucho después de los otros. Miró. Estaba solo. No usaba antifaz de seda. Podía mirar a pleno sol. Sondeó la nieve. La altura de una mitad de hombre, y luego, debajo de la nieve, sonaba la madera de la balsa. Con el hacha rompió la corteza de hielo y luego empezó a ahondar un agujero. Todavía no podía liberar la balsa. Pero quería ver si los herrajes seguían en buen estado. «Vaya hombre extravagante—se dijo el boyero—. ¿Qué creerá que hace?» Había llegado a los sauces, se había ocultado bajo sus ramas y contemplaba el trabajo que realizaba el otro.
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El mellizo cortaba el hielo con su gran hacha. Intentó remover los troncos de los árboles en el fondo del agujero. «¿Qué hace? —se dijo el boyero—. ¿Acaso busca oro?» Se había dicho aquello en son de guasa: aquellas tablas, aquellos arreos de las montañas le habían recordado a los buscadores de oro que enflaquecen en el Rebeillard de arriba; pero he aquí que, hablando de oro, el mellizo se quitó el bonete para rascarse la cabeza. «¡El pelirrojo! » Entonces el boyero se retiró sin hacer ruido. Se había quedado de una pieza, más de sorpresa que de miedo, pero de todas formas se sentía muy incómodo al hallarse tan cerca del pelirrojo; el otro tenía un hacha, él no tenía ninguna; el otro era muy ágil, él no lo era. El telón de sauces lo ocultaba. No remontó las alturas de Journas, sino que giró hacia los alerces, siguiendo el lindero del bosque, donde quedaba oculto cinco veces sobre diez. Aprovechó el tronco de un árbol para mirar hacia abajo: el otro no se preocupaba. Seguía ahondando a hachazos en el hielo. El boyero pensaba: «Si por lo menos fuésemos cinco o seis.» Pero tenía que ir hasta la casa y darse prisa, porque a juzgar por la hora del sol los hombres iban a marcharse muy pronto a Villevieille. Andaba con la mayor rapidez y había llegado al Biéchard cuando vio a los zagales casi junto a la casa, pero ya en marcha hacia la ciudad. No pudo resistirlo. No podía correr. Se dijo: «Tocaré la trompa con sordina y el otro no me oirá». Así lo hizo. En la ensenada de la balsa, el mellizo detuvo el hacha. Tenía el oído fino. Se calzó sus tablas y se deslizó hasta la barrera de los sauces. Miró. Aquí había venido un boyero con raquetas. Allí se había tendido sobre la nieve. Más allá se había marchado hacia los alerces. Examinó los alrededores. Los altos de Journas eran unas cumbres redondeadas; entre el pie de la colina y el río se veía aún el surco que habían abierto sus tablas, pero ahora no podía contar con pasar por aquel mismo lugar, porque no podía contar con marcharse antes de la llegada de los boyeros. En definitiva, él era el pelirrojo, por mucho que dijera Gina. Regresó poco a poco a su agujero. Fue a mirar el río. Había bajado el nivel de sus aguas, que ahora corrían muy por debajo de sus ribazos y estaban heladas desde el borde hasta unos diez metros hacia el centro de la corriente. El mellizo comprendió por el color del hielo que éste aguantaría su peso allí y todo a lo largo del río. Era un hielo compacto, limpio, que se iba hacia Villevieille como un camino. Desplazó sus tablas y entró en el agujero. A través de la nieve se abrió un corredor hasta el ribazo del río. Levantó la cabeza. Sobre los altos de Journas, el bosque de alerces crepitaba como si un rebaño entero pasase a través de sus ramas heladas. El mellizo entreabrió su chaqueta. Bajo ella llevaba dos patines de hierro colgados del cuello por una correa. Los ató a sus pies y esperó. Todo estaba desierto. Se oía el toque de las campanas en Villevieille. El primer boyero emergió de Journas. Llevaba raquetas, pero no fusil. Bien. Dos, tres, cuatro, luego diez, todos negros como lobos, salieron de entre los alerces de Journas y por un momento se quedaron allí quietos, sobre la cresta, mirándose y mirando a su alrededor. Todos llevaban raquetas, tres empuñaban un fusil, uno en cada extremo y otro en medio. Uno señaló con su bastón
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aquel espacio circular que se divisaba abajo, entre los sauces y el río, y que tenía en su centro el agujero donde se ocultaba el mellizo. Empezaron a descender lentamente. El mellizo tocó sus patines. Estaban bien sujetos. Entonces salió del agujero. Se hizo el sorprendido y saltó de nuevo a su agujero como si quisiera ocultarse. Había mostrado sus cabellos rojos. En aquel momento, el dispositivo de los boyeros era tal como ellos querían: cerraban todos los caminos. El fusil de la izquierda tocaba el río, el de la derecha también, los demás rastrillaban ante ellos la nieve desnuda y llana en la que no se habría podido perder un alfiler de cabeza negra. Esta vez no se les escaparía el hombre-zorro. Todos gritaron a la vez. Intentaban correr con sus piernas envueltas en pieles y sus gruesos pies calzados con raquetas. El mellizo se arrastró por su corredor de nieve. Bajó al río. El ribazo lo ocultaba. Golpeó con el pie. El hielo era tan fuerte como la roca. Se deslizó sobre él hasta alcanzar un agujero en el ribazo. Allí se ocultó. Sintió que por encima de su cabeza pasaba el boyero del fusil. Lo dejó pasar. Se lanzó hacia adelante mientras, detrás de él, los boyeros disparaban sobre un agujero vacío. Siguió a lo largo del río hasta más allá de sus dos grandes recodos, luego subió sobre el ribazo y volvió a calzarse las tablas. Empezó a subir por la pendiente En lo alto se detuvo doblando una de sus rodillas. Miró. A lo lejos vio a unos hombres negros, pequeños como hormigas. Chapoteaban pesadamente con sus raquetas. Debían gritar, pero no se les oía. Uno disparó su fusil. El mellizo vio el humo. Un momento después llegó el ruido, despertó los ecos del país vacío de la colina al río, del río a los abetos, de los abetos a la montaña, donde repercutió en las estrechas gargantas de los caminos serranos. Las campanas de Villevieille dieron la hora. El mellizo avanzó unos pasos hacia la pendiente del valle. Se inclinó hacia adelante. Primero se deslizó poco a poco, luego su peso, la pendiente y el balanceo de sus brazos le imprimieron un fuerte impulso. En el otro lado del valle, la ciudad venía hacia él creciendo a gran velocidad.
II
—¿Tienes algo para desatascar mi pipa?—preguntó Antonio. —Sí, espera —contestó Toussaint—; voy a buscarte un punzón. Se fue hasta la puerta del fondo. Sus débiles piernas balanceaban lentamente su
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busto cargado con unos hombros excesivamente gruesos. Sus largos brazos remaban a su alrededor. (Anda como un barco, había dicho Matelot; de un tiempo a esta parte pienso muy a menudo en los barcos. ¿Qué significa eso?). —Trae la lámpara —dijo Toussaint. Era la primera vez que abría la puerta del fondo. —El hombre que enviaste a Nibles —dijo Antonio—, ¿va a regresar pronto? —Suele tardar seis días. Hoy ya son diez, pero estamos en pleno invierno. Arregló la mecha de la lámpara. —Mal tiempo —dijo. Alrededor de la casa el viento restallaba como una carretada de tablas. Desde el umbral de la puerta, Toussaint miró a Antonio. —¿Dónde está Matelot?—le preguntó. —Duerme. —¿Últimamente ha hablado mucho del mar? —Sí. —Mala señal —dijo. Cada vez que alguien llevaba una lámpara a un aposento de aquella enorme casa, la luz tenía miedo. Abría bruscamente dos grandes alas de oro y luego se tumbaba en la lámpara, presta a apagarse. Toussaint la tranquilizó con su blanca mano en lo alto de vidrio. —Sí —dijo—, el hombre de Nibles puede tardar diez días o bien dos meses; otras veces se ha retrasado así. —Le di un encargo —dijo Antonio. —¿Lejos de Nibles? —No, en casa de una mujer a la que llaman «la madre de la ruta». —No te pregunto nada —dijo Toussaint. —Y sin embargo yo quisiera explicártelo —repuso Antonio El jorobado lo miró por encima de su hombro deformado. —Habla —le dijo. Aseguró el pie de la lámpara sobre la mesa, colocándolo entre dos grandes piedras de la montaña. —Son cosas difíciles de decir —repuso Antonio. Los ojos de Toussaint carecían de borde: una inmensa luz clara, casi fija. —¡Oh! sólo se trata de una mujer —añadió Antonio—. No te inquietes. —¿Hasta ahora has vivido solo? —preguntó el jorobado. —Sí. —No sé si puedo hablarte como a veces me hablo a mí mismo —dijo Toussaint—, pero así lo creo. Eres un gran campesino, por decirlo de algún modo. Abría y cerraba los dedos como si, de vez en cuando, le nacieran flores en la palma de la mano. —Voy a hablarte como me hablo a mí mismo, ¿te parece bien? —Sí —dijo Antonio—, pero no olvides que he frecuentado sobre todo la escuela de los peces y no sé nada. —Sí, pero has sentido mucho. Eres uno de esos hombres que son como el cubo de una rueda. Sigues tu camino por la línea llana, pero sientes que el camino da vueltas a tu alrededor. ¿Cuál es tu edad? ¿Cómo te las has arreglado hasta ahora por lo que se refiere a las mujeres? ¿Por qué dices: «Sólo se trata de una mujer»? ¿Por qué me
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recomiendas que no me inquiete? Cuando algo cambia, nunca es «sólo» y siempre suscita inquietud. Antonio sonrió. —Tú dices: «Voy a hablarte», pero luego preguntas: «¿Por qué, por qué?» Nada puedo explicarte. ¿Cómo me las arreglaba por lo que se refiere a las mujeres? Cuando sentía necesidad de ellas, descendía hasta el país bajo y siempre tenía una. Pero ahora tengo cuarenta años y es muy distinto. Al venir hacia aquí con Matelot, encontramos a una mujer en el bosque. Para mí todo eso no se reduce a una hermosa muchacha, a la primavera y al mellizo, no. Aquella mujer daba a luz en la maleza como una jabata. La llevé sobre mi hombro, le di una cama, la calenté y la lavé. Es ciega. Al marcharnos le dije: «Espérame» No podía decirle otra cosa. —¿Quieres retenerla contigo? —Sí. —¿Siendo ciega? —¿Por qué no? Haré que conozca todas las orillas de mi isla. El río se extiende a su alrededor y ella no correrá ningún riesgo, sólo tendrá que desconfiar de esa voz del río antes de dar un paso. —Aquí tienes el punzón para desatascar tu pipa. Antonio olfateó a su alrededor. —Aquí se siente como un cierto tufo. —Sí, huele algo a éter—dijo Toussaint. Aquel aposento era muy sensible al viento. Largos remolinos de aire giraban alrededor de la lámpara, rozaban sus vidrios y la llama, asustada, batía desesperadamente de alas. En la sombra se distinguía una ancha cómoda y dos o tres mesas, apoyadas contra el muro, sobre las cuales la luz encendía reflejos en cuencos de cristal, pequeñas vitrinas, tubos y un gran bocal. —Aquí tengo algunos animales muertos —dijo Toussaint—. Ven. Se acercaron a una mesa. También estaba cargada de piedra y plantas, como la mesa de la sala en la que Toussaint hacía entrar a sus enfermos. —Coge esa lupa. Mira esa piedra. Antonio dio vueltas a la piedra en sus manos. —Es hermosa —dijo—. Y también algo jabonosa. —Mira —dijo Toussaint—. Parece un gran país. ¿Ves estas manchas verdes bordeadas de negro y, ahí, esas llanuras rojizas con la débil línea oscura que separa los campos? Mares, ríos, océanos con su color y su forma. Y es una piedra que tienes en la mano. ¿Sabes qué son todas esas manchas de color? Pues un pequeño liquen, viejo como el mundo, que vive desde que el mundo es mundo, permanece siempre vivo y no ha alcanzado todavía su tiempo de floración. Con cuatro estaciones, uno de nuestros árboles florece primero y pierde luego todas sus flores. Pero no así el liquen, que está esperando desde hace dos mil años. ¡Qué confianza! Es tan pequeño como un pelo de mosca y se dice: tengo tiempo. Si mirásemos el mundo desde lo alto, quizá sería semejante a esa piedra y asimismo nos diríamos: ¡qué confianza! Por lo menos eso es lo que pienso. Paseaba su blando dedo por el pequeño mundo de los líquenes. —Hubo un momento —añadió— en que también yo pensé en las mujeres, y aquella fue mi mayor disputa con Matelot. Tanta fuerza puede darnos esta cuestión, que
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aquella vez me mantuve firme. Y, no obstante, era la primera vez que Matelot tenía razón contra mí. Espera, voy a mostrarte unos animales. ¿Tienes frío? —Sí, tengo frío —dijo Antonio—, pero muéstrame eso que dices. Encendió su pipa. Toussaint fue a buscar un bol de vidrio que se hallaba encima de una mesa en la sombra. —Era una muchacha de aguas abajo del río —dijo—. La fuerza de nuestro interior nada tiene que hacer con esto (abrió sus brazos para mostrar su pequeño cuerpo de madera retorcida y sus miembros de hilo), sobre todo es cuestión de ojos y oídos, y todavía, cuando digo cuestión, quiero decir cualidad verdadera y no esa belleza que se ve. ¿Me sigues? Mira ese escarabajo, yo lo llamo «la señora de las lunas»; fíjate como tiene lunas en el dorso. Prefiero denominar a los animales con mis propios nombres. Precisamente es una cuestión de ojo y oído. Puedes tocarlo, eso no es un aguijón. Tiene un aspecto terrible, pero no es nada, es su plantador de huevos. Con eso el escarabajo planta profundamente sus huevos en la tierra. Un arma de amor. Sí, una vez también yo me metí en la cabeza... Compréndeme, entonces era mucho más joven. Y no llegué muy lejos, pero estaba bien decidido. En tales momentos, nos comportamos del mismo modo con las más grandes cosas: con países enteros que poseen tres ríos y dos mares. »Ves, ese escarabajo, con su plantador orada los terrones secos y coloca sus huevos en el fondo tibio y oscuro. Permaneció un momento silencioso, sin decir nada. —¿Conoces bien el país de aguas abajo? —preguntó. —Sí —dijo Antonio. —¿Conoces Grand Combe? —Sí—dijo de nuevo Antonio. —La cuesta sobre Chauplane, luego la carretera dibuja tres S y allí hay una casa. —Sí —dijo Antonio—, y luego Marguerite. —¿La conoces? —Sí, la conozco. —¿Mucho? —preguntó Toussaint al cabo de un momento. —No —dijo Antonio—, sólo la conozco de vista. —Sabes su nombre. —Un hombre la llamaba desde la carretera. Ella salió y yo la vi, mientras yo bajaba hacia Chauplane. Toussaint contemplaba el escarabajo muerto. —Entonces, ¿no puedes decirme nada de ella? —Sí —dijo Antonio. Chupó dos o tres bocanadas de humo de su pipa. Toussaint se había puesto el escarabajo en la palma de la mano y lo sopesaba. —Difícil de olvidar —dijo Antonio. Toussaint lo miró a los ojos. —Digo que es difícil de olvidar, cuando uno la ha visto —añadió Antonio—. Yo descendía hacia Chauplane. Me detuve en la posada y pregunté: «¿Quién es aquella morena de allá arriba?» No era preciso dar más detalles. Marguerite, me dijeron. «¿Está casada? Sí. ¿Desde hace mucho? Tres hijos sin perder su juventud, me
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respondieron. Bien se ve, dije yo» Se produjo un nuevo momento de silencio. —¿Es feliz? —preguntó Toussaint como si se hablara a sí mismo—. ¿Lo sabes? —Así lo parecía —contestó Antonio. Una gran estrella de invierno, afelpada por el frío, iluminaba la ventana. —Quizá creías que la tierra es una bola de alegría —dijo Toussaint. Había recobrado su voz de niño, con breves gorjeos de pájaros que se turbaban en las sílabas. —No creo nada —repuso Antonio. —Quien sabe nadar —dijo Toussaint—, quien sabe andar, quien tiene fuerza en los brazos y en los muslos, quien respira bien, quien trabaja como es debido, tiene el mundo para él. Y no cree nada, tienes razón. Vamos junto al fuego, aquí hace frío. Entraron de nuevo en el otro aposento, donde el fuego vivía apaciblemente entre los grandes leños de encina. —No —dijo Toussaint—, el mundo no es una bola de alegría. Dame el hurgón para que pueda remover un poco esas ascuas. —Ya estamos bastante calientes —dijo Antonio tendiendo las manos hacia las llamas. —Tengo la sangre más débil —dijo Toussaint—. De ahí que necesite más fuego. Metió el hurgón por entre las ascuas, levantó los leños y la llama saltó fuera de la chimenea descubriendo su vientre blanco. —Un gran fuego —dijo—. Tierra de necesidad y no de alegría. ¡Qué confianza! — decía antes—. Tanta confianza, que ya no es posible creer únicamente en la confianza, sino asimismo en la aceptación y la obediencia. ¿Comprendes? —Te escucho —dijo Antonio. —También yo obedecí —dijo. Seguía en la sombra la vida de unos personajes invisibles. —Iba a esperarla en el camino —dijo—. Ella se detenía. ¿Me estás mirando? —Sí —dijo Antonio. —¿La has visto a ella y ahora me ves a mi? Tienes razón, ésta es la gran cuestión. —No se es apuesto únicamente por los brazos —dijo Antonio. —Mera cortesía —repuso Toussaint. —No —dijo Antonio—; es lo que yo pienso. Mira: cuando Gina se sienta a tu lado y tú le acaricias los cabellos... —La bondad quizá...—dijo Toussaint con la mirada perdida en la lejanía—; pero todo eso se reduce en el fondo a lo mismo: cuidar. No obstante, aquello no era en absoluto el mismo asunto. Cuando se desea —añadió— no se es bueno. »Aquello ocurrió aproximadamente como habría podido ocurrir contigo, poco más o menos. Por lo menos, así me lo digo. Y eso me tranquiliza. Aunque todo aquello esté bien perdido. »Quizás ella me veía. Y entonces, ¿qué debo pensar? »Quizás ella no me veía. Es más exacto. »No siempre vemos a la gente que se halla delante de nosotros, ¿sabías esto? —No —dijo Antonio—; ahora lo aprendo. —Sí, sin duda ella veía al que hablaba. A éste se le podía dar la mano. Yo siempre he poseído una gran fuerza de voluntad. ¡Y tenía tantos deseos! Ella me dio la mano —
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dijo con su voz de pájaro—; sí, sí, sí, es mía a pesar de la casa de Chauplane, de los hijos y de su felicidad. Es mía. Se puso en pie. Por un momento se quedó quieto meditando, con la cabeza baja y todo él temblando. Luego irguió la cabeza: tenía ojos de cabra. —Toma —dijo en voz queda—; tú eres tan alto sentado como yo de pie; nunca había visto eso. —Tú eres más alto —dijo Antonio. —Si te encoges, pero no si te sientas con naturalidad. Mira: eres más alto sentado que yo de pie. El hombre de la carretera —añadió apoyando su mano en el hombro de Antonio— era quizá su marido. —Es posible —dijo Antonio. —¿Cómo era de alto?—preguntó Toussaint. —Como yo —contestó Antonio. —Eso es. Suspiró. —Soy egoísta —dijo. —Hablas mal de ti mismo —dijo Antonio—. ¿Egoísta? Es lo último que nadie pensaría de ti. Sólo para ti eres malo. Tú curas. ¿Y si pensaras en curarte un poco a ti mismo? —Egoísta por fuerza —dijo Toussaint—. Solo. Solo en el tiempo, solo sobre la tierra. Me moriré mañana sin dejar un vacío en nadie. —En los enfermos —dijo Antonio. —¿Qué puede importarme a mí todo esto? —replicó Toussaint—. Lo hago por mí y no por ellos. ¿Quién anda a mi lado en la vida? ¿Quién es tan débil para que tenga necesidad de acostarse conmigo? ¿Quién me ama? Tú me entiendes. ¿Dónde está el amor feroz?. ¡Escúchame! . Puso la mano sobre la rodilla de Antonio. Había levantado hacia él su pobre rostro, sus pesados ojos. —Hay verdades que tú sientes —dijo—y hay verdades que yo sé. Y lo que sé es más grande. En verano me voy a los arenales a buscar «la señora de las lunas». La arena está inmóvil, pero encima de ella el aire se impacienta. Luego se agita la arena y las hembras salen. Así, mientras tú nada veías, la arena era agujereada por el esfuerzo de las hembras que ascendían desde el fondo de la tierra hacia los machos. Ya ves, esa tierra negra cuya superficie está inmóvil, pero que se retuerce en la oscuridad como la pasta de hierro en el fuego. Y lo mismo ocurre con otras hembras que son verdes como las yemas de los castaños, con otras que son azules como hojas de cuchillo con un punto negro sobre la cabeza, con las rojizas como ladrillos, con las encarnadas, con las negras con puntos verdes, con las verdes con puntos negros, con las redondas y doradas como pequeñas cebollas secas, con las largas como tubos de pipas, con las duras, con las blandas, con las que carecen de mirada y aman durmiendo como sacos a los que uno llena, y con las temblorosas, más enervadas que el viento y que pueden mirar a su alrededor con sus grandes ojos de cristal. Eso por lo que se refiere al amor. Golpeó con la mano la rodilla de Antonio. —Al ver todo ese alboroto, tú te dices que no carece de importancia: un gozo, una bendición de la tierra y del sol que suscita la alegría. Es una cadena, Antonio, y éste
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es su primer eslabón. Todo empieza aquí. Y aún no te hago tocar el centro amargo de tales alegrías. »Tú los miras: hacen el amor. La tierra ya les ha rellenado la cabeza de olores y ahora golpea con gruesos martillos de alegría la coraza de su cráneo. Tú los miras: están realizando un trabajo jadeante, grave, que no anda muy lejos del dolor. Sientes muy bien que no saben lo que hacen. La obediencia es la obediencia. »Y eso ha empezado. Todo debe venir ahora. Los vientres se hallan en fermentación. Un vapor semejante al aliento de las cubas se eleva sobre el mundo a ras de los matorrales y de los árboles. Entonces, ¿qué quieres? No puedo decírtelo todo, pero ya sientes que si los mayales de tus brazos golpean por cosas así, es que otro que no eres tú empuña su mango. Los combates con el aguijón, los huevos puestos en el pecho de los paralizados, los acarreos de carnes, los cráneos de los escarabajos que blanquean al fondo de un agujero junto a una larva ahíta, los cuerpos de las mariposas sorbidos como frutos y que el viento se lleva con las cascarillas de los granos. »Eso es todo».Tú has dicho: "Sólo se trata de una mujer." »Bien. Tus huesos todavía no se hallan repletos de pólvora como los cañones de los fusiles. Aprovecha aún el fuego y la noche. Se oía el gran reloj de péndulo al fondo del corredor. —Cuando me pongo a hablar —dijo Toussaint— el tiempo pasa sin darme cuenta. Tengo sed. Voy a bajar a la cisterna. Buenas noches. Al fondo del corredor, Antonio encendió el encendedor y miró la hora. Era medianoche. Se descalzó para subir la escalera sin hacer ruido. En lo alto, la ventana circular del descansillo estaba inundada de luna. El viento de la noche había dispersado las nubes. Se veía todo el país: el río negro, la ciudad con todas sus luces apagadas y cubierta de nieve, las colinas con sus sombras negras como pez y sus crestas brillantes. Por el lado de las altas montañas, el cielo era todavía cenagoso y, ahora que el viento había parado, lo largos tentáculos azules de las nubes volvían a buscar la luna través de las estrellas. Todavía había luz en la habitación del mellizo: se la veía en el contorno de toda la puerta. Antonio escuchó. —Habla tú —dijo Gina. —Sí —dijo el mellizo. Se produjo un largo momento de silencio. —Eso es lo que tú querías, hijo de los bosques —dijo Gina (y se golpeaba el cuerpo con las manos)—, eso: los senos, mi vientre y todo lo demás. Es tan sólo eso lo que tú mirabas a través de mi vestido, con tu deseo. Nunca tu mirada ha sido lo bastante aguda para entrar en mí más allá de mi piel. —Sí lo es —dijo el mellizo. —Mucho quisiera que eso fuese verdad —dijo Gina—, pero basta con mirarte a los ojos para saber que no es verdad. ¿Que puedes ver con esos ojos? Nada. Sólo la carne tibia en la que sientes deseos de meter la mano. Eso es todo. ¿Qué es lo que entra en ti cuando me tocas? Mi tibio calor, mi piel suave. Pero nada más. ¿Crees que llegará el día en que podrás oír algo del ruido de mi sangre? Nunca. ¡Eres sordo,
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sordo, sordo! Gina permaneció un momento en silencio. —Y egoísta —añadió luego. La cama crujió bajo el peso del mellizo que se volvía. —¿Egoísta, yo? —Sí, tú. Tienes los oídos, los ojos y las manos egoístas. Ves para ti, oyes para ti, tocas y coges para ti. Miras. Me miras ¿Qué es lo que ves? No ves nada. Sólo ves para ti. Sólo ves lo que puede proporcionarte placer. Nada más. » ¡Ah, Dios mío! ¡Cómo hicisteis la partición! ¡Estaríais locos o, de lo contrario, es incomprensible! ¿Qué le habéis dado a éste además de sus lomos y de sus brazos? Nada. »Si tengo algo de calor en mí, es a Toussaint a quien se lo debo. ¿No te avergüenzas? »Ese sí que tiene un gran corazón. »—Cuando andas, me dijo un día, parece que bates leche de mujer. ¡Qué hijos vas a hacer, hija mía! —Espera —dijo el mellizo—, ya los harás. —No los quiero —gritó Gina. «No, añadió en voz más baja, no quiero hijos tuyos. No soy un topo para engendrarlos al fondo de la oscuridad y lejos del sol, oculta, rodeada de corredores, de muros, de puertas y de cerraduras. No quiero tener hijos y luego tener que correr llevándolos en mi boca, como las gatas. ¿Me oyes? ¡Tus hijos! Al principio, cuando decía eso, cuando me lo decía tan sólo para mí, haciendo una canal con mi mano desde la boca al oído, sentía la agitación que suscitaba en el interior de mi vientre. Pero ahora no. Hubo un momento de silencio. —O bien hazme libre —añadió. Luego, al cabo de un momento: —Abrázame. Antonio empezó a subir hacia el piso de arriba, donde dormía al lado de Matelot. Cuando se hallaba en la mitad de la escalera, oyó que Gina volvía a hablar. Se detuvo. —Me prometiste una casa en el bosque —decía—. Ahora dormimos en cama ajena como los cuclillos y cuando te toco, por la noche, siento en mi mano tu corazón que dice: «Duermo, duermo, duermo. En el piso de arriba, la ventana del descansillo daba en pleno cielo. Ya no se veía la ciudad ni el valle, sino tan sólo unos fantasmas de montañas. Antonio pasó ante la puerta de Matelot. —¿Eres tú? —Sí, soy yo. ¿No duermes? —Entra. Empujó la puerta. No estaba cerrada, sino entornada. «Debía esperarme», pensó Antonio. —¿Me esperabas? —Primero he dormido —dijo Matelot—; pero luego me he levantado y he entreabierto la puerta para verte pasar. ¿Qué hora es? —Más de medianoche.
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—Acércate —dijo Matelot a Antonio, que permanecía en el umbral—. Entra del todo, cierra la puerta y quédate un momento conmigo. Después quizá me duerma. —¿Quieres que encienda la vela? —preguntó Antonio. Había cerrado la puerta y la habitación estaba negra de noche, puesto que la ventana daba al norte, al otro lado de la luna. —No, déjala apagada, busca la silla y siéntate. —¿Qué te ocurre? —preguntó Antonio un momento después. Se oía, en el piso de abajo, el ronroneo de Gina que seguía hablando. Los pequeños y leves pasos de Toussaint hacían crujir la nieve helada en el jardín. El grito de un hombre que imitaba el autillo se oyó en las callejuelas en escalera. Otro grito le respondió, luego otro. Un último esfuerzo del viento lavó la luna al otro lado de casa. Un pequeño reflejo blanco iluminó la habitación. —Ahí lo tienes —dijo Matelot señalando la ventana. Al fondo de la noche acababan de iluminarse las altas montañas cubiertas de hielo. —Siempre pienso en el mar. Escucha. —No, es Gina que habla abajo. —Mira —dijo Matelot—; hace ya tres noches que el gran navío está amarrado ahí delante. La luna iluminaba la cumbre de las montañas. Sobre el sombrío océano de los valles cubiertos de noche, la alta carga de lo peñascos, de la nieve y del hielo subía en el cielo como un gran velero cuajado de velas. —¿Qué navío? —preguntó Antonio. Matelot señaló la ventana —Ese de ahí fuera. —Es la montaña, con la nieve y la luna. —No —repuso Matelot—, es el navío. Fuera, la montaña crujía suavemente en el hielo como un velero que duerme sobre sus cables. —No quiero marcharme —dijo Matelot—, todavía me necesitan en la tierra. Por eso le digo: «Vete, levanta el ancla, flota más lejos.» —Pero, ¿qué es lo que crees? —El mar no te suelta nunca —repuso Matelot—. Si vuelve, eso significa que se ha acabado mi tiempo aquí en la tierra. —Un mal sueño —dijo Antonio. Los glaciares hinchaban sus altas velas en la noche. Los bosques rugían. —Debo navegar hacia las riberas de la muerte —dijo Matelot. —Has estado demasiado tiempo sin hacer nada —repuso Antonio—. Primero por el invierno y luego porque hemos de calcular bien nuestra acción para sacar de aquí al mellizo y a su mujer a pesar de los falsos mochuelos que nos vigilan. Además, habíamos dicho que nos embriagaríamos y no lo hemos hecho. Esa es la verdad. —Lo haremos —dijo Matelot. —Y ahora —añadió Antonio—deja de ser malicioso, no pienses en nada y duerme. —Buenas noches —dijo Matelot. Antonio entró en su habitación. Hacía frío. Encendió la vela. La grasa de cerdo humeaba con olores de cocina.
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Antonio veía un hogar con un gran fuego de sarmientos, la barra negra del asador y el asado de cerdo ya dorado que daba vueltas. Las gotas que caen en la grasera. La grasa y el pequeño manojo de salvia negra. El extremo violáceo de la gran costilla de carne. Enrolló cuidadosamente toda la parte baja de su cama con el manto de piel de cordero. Apagó la vela. Las sábanas estaban heladas. Luego la cama dejó de gritar. Antonio, inmóvil, con los brazos apretados contra el cuerpo y las manos entre los muslos, esperó entrar en calor. El aire seguía oliendo a cocina de hombre, a carne asada, a hogar, cenizas, llamas, grasa y casa. «La vida es corta», se dijo sin saber por qué. Ahora el calor le bañaba las axilas y Antonio había aflojado un poco los brazos. Se acariciaba el muslo con las manos. Oía más quedamente los ruidos de la noche a un ritmo regular, siempre el mismo. Cerró los ojos. Oyó como su sangre latía en la nuca. Se dijo: « ¡Clara! » Entró en él un pequeño recuerdo de la habitación que olía a éter. Entre sus párpados mal cerrados veía más allá de la ventana unas alas blancas, un caparazón negro, unas antenas, pero ya no podía saber si era el escarabajo de los lunares de poco antes, armado de amor, estremeciéndose de amor, plantando el amor en la tierra con su largo plantador de huevos, o bien la quilla, el velamen y las jarcias del inmóvil navío de la muerte. Entonces vio que se le acercaba el rostro de Clara de ojos de menta y se durmió.
III
El domingo por la mañana, los tres hombres se levantaron cuando el alba era todavía oscura. El mellizo bajó al jardín. —¿Vengo a ayudarte? —le preguntó Antonio. —No, voy solo. —Ve debajo de la higuera —dijo Antonio—y sube los tres grandes leños que hay allí. El mellizo se hallaba al final del corredor, sobre el primer peldaño de la escalera. Volvió la cabeza. —Preferiría que fueses tú a la cisterna —dijo—, en lugar de mi padre. —De acuerdo —le interrumpió Antonio con voz fuerte—, baja tú al jardín, mientras yo
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voy a la cisterna. —¿Qué dice?—preguntó Matelot desde su habitación. —Me dice que vaya a la cisterna —contestó Antonio; pero a ti también quisiéramos verte. Te necesitamos para la leña menuda. ¡Baja ya! El alba de invierno, carbuncosa y lívida, entraba por las ventanas, las junturas de la gran puerta y los tres vidrios enrejados de la imposta. La casa todavía se hallaba llena de noche sonora. El mellizo regresó del jardín y cerró la puerta. Matelot bajó de su habitación con sus gruesos escarpines de tela. Antonio sacó de la cisterna varios cubos de agua y empezó a llenar un gran caldero colgado de las llares de la sala. El mellizo entró con unos gruesos leños de encina; Matelot se arrodilló junto a la chimenea, barrió las cenizas e hizo fuego con leña seca. Había traído unos haces de ramas resinosas. El caldero estaba colgado muy alto. Bajo él quedaba espacio suficiente para construir un fuego en regla. Inmediatamente se alzaron unas enormes llamas y se oyó un ruido de aplastamiento y destrucción cuando el fuego empezó a azotar todo aquel ramaje chorreante de aceite. Luego se oyó el sordo ronquido del fuego largo en la chimenea. Matelot cerró la puerta. Con la palma de la mano tocó el muro. —Ya calienta —dijo. Las llamas espesas crepitaban por todos lados fuera de la chimenea. La blanca luz del día ascendía en la ventana. El mellizo despejó el centro de la sala. Empujó la pesada mesa contra el muro. Amontonó los taburetes sobre la mesa. Barrió las losas con la escoba de ramas. Matelot empezó a desvestirse. Cuando quedó en cueros, pareció sentir al mismo tiempo el frío cortante de la ventana y el calor de la llama. —Bien —dijo. Abajo, en la ciudad, la campana de la iglesia se puso a tocar el ángelus del alba. —¿Ya está caliente? —preguntó Antonio. —Sí. Lo necesitaba. Eso es bueno. No demasiado caliente. Buen asunto —contestó Matelot con pequeños castañeteos de dientes. Frotaba con toda su fuerza la mata de pelos blancos de su pecho. Parecía cobrar nueva vida con los rojos estallidos de la llama. Sus anchos y desnudos pies se dilataban sobre las losas. Los remolinos de aire caliente azotaban con sus alas todos los pelos de su cuerpo. Matelot se enderezaba sobre sus lomos. Los músculos de sus muslos, sujetos alrededor del vientre como raíces de árboles, se hinchaban bajo su vieja piel. El mellizo y Antonio se desnudaron. Los tres se acercaron a la chimenea. —El agua no se calienta —dijo Matelot—, y yo me consumo. —El caldero está demasiado alto —dijo el mellizo—; voy a bajarlo un poco. Subió sobre la piedra del hogar. Pasó una pierna al otro lado del fuego. Agarró el asa del caldero con ambas manos y con los brazos en su interior. Lo desasió del gancho. —Vas a quemarte. No respondió. Resollaba entre sus labios cerrados. Sostenía a pulso todo el peso del agua y del caldero. Lo colgó en el gancho inferior de la cadena, lentamente, como si no le preocupara ni el peso ni el fuego que lamía sus brazos. Se desperezó para recobrarse del esfuerzo realizado. Al lado de Antonio, dorado por su vida de nadador,
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y de Matelot, cubierto de pelos, el mellizo era blanco como la leche. No daba la impresión de una fuerza noble como Antonio, cuyos menores gestos parecían apoyarse en el espesor del aire, sino que era ancho y algo cuadrado. Su cuerpo tampoco poseía ese coraje frenético, esa temeridad del cuerpo de Matelot, que uno adivinaba engendrado por la cabeza y por la cabeza metido en trabajos y batallas, pero cuyos tendones, cuyos músculos y cuyos huesos en su totalidad parecían modelados por obstinados sufrimientos. No, su corpulencia era inconsciente. Su respiración apenas hacía temblar la punta de su vientre. Sus hombros, fuertemente ondulados, eran tan anchos como un yugo de montaña. Tenía una cabeza de niño, redonda, muy pequeña, inflamada de cejas y de cabellos rojos. En la juntura sensible de los muslos veíase otra espesura de pelos rojos; por lo demás, brazos y piernas se hallaban unidos al tronco como a un peñasco. El agua cantaba. —Vuélvete de espaldas —dijo a su padre. Había cogido un hacecillo de ramas de boj. Lo mojó en el agua humeante y empezó a frotar la espalda del anciano. —Fuerte, aprisa. ¡Hala! Más abajo. Aquí, frota fuerte. Bien. Ahora más arriba, en los hombros. Matelot pateaba haciendo chasquear sus pies desnudos. —No cantes como una urraca—le dijo el mellizo—. Mientras tanto, tú frótame a mí — dijo a Antonio— y luego yo te restrego. Pero hazlo con toda tu fuerza. No se movió mientras Antonio le hacía humear con el agua hirviente. —Ahora me toca a mí —gritó Antonio—; me estoy helando. MateIot pegó un salto para liberarse del mellizo. Éste dejó caer sus brazos inertes. Matelot golpeó a Antonio con unas ramas secas. —Frótame con agua, maldito de Dios. —Es para abrirte. —Ya estoy abierto. —El hombro, el hombro—gritaba el mellizo—. Tengo el hombro helado. ¡Desuéllalo ya, carne de río! Los tres hombres humeaban como morcillas recién sacadas de la caldera. Toussaint entró. Llevaba puesta su gran capa de sayal y sus botas, y todo él se hallaba espolvoreado de escarcha. Se quitó el bonete de piel. Tenía el rostro cansado, una barba que negreaba en las arrugas de alrededor de la boca, los ojos enrojecidos debido a un largo esfuerzo contra la noche. —¿Quién tiene miedo del caballo blanco? —dijo. —¿Qué caballo blanco? —preguntó el mellizo, que todavía humeaba a causa del agua hirviente y de los golpes. —El de la montaña —respondió Toussaint. —Nunca tuve miedo de un caballo. —Nunca se sabe —dijo Toussaint—, éste atemoriza a otros. Además, en definitiva es de tu familia. Pero quisiera veros vestidos. Es serio lo que voy a deciros. ¡Esa manía de desnudarse siempre! —No deberías salir solo —dijo Matelot. —No me expongo al menor riesgo —repuso Toussaint—; donde voy no me arriesgo en lo más mínimo. Me acompañan, me calientan, me llevan. Ni siquiera tengo que
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mover el dedo meñique. Pero, de prisa, vestíos ya. ¿Cómo podéis andar en cueros tan de mañana? ¡Vaya placer! ¿Os gusta eso de andar desnudos? ¿Qué hacéis, os miráis, os tocáis quizá? ¡Vaya placer! Daos prisa. —Revolvemos la sangre—dijo Antonio. —Yo os traigo algo que os la revolverá mucho más —dijo Toussaint mientras se quitaba la capa. Debajo de ella iba vestido de pieles. Encima de su pelliza de piel de cordero llevaba una larga chaqueta de cuero de toro, mayor que su talla, de la que había tenido que arremangar las mangas y abrochar el cuello de piel de gato. Miró a Antonio. —Creo que eres tú quien va a servir —dijo Toussaint—. Tanto peor. ¿Batalla? Pues, ¡batalla! Antonio permaneció mudo, pero movió la mano para decir: de acuerdo. El fuego decayó. El agua cantaba suavemente. —El sobrino ha muerto —dijo Toussaint. La luz del día iluminaba ahora toda la ventana. —Médéric, hijo de Gina Maudru y, creo, de Cárle de Rustrel, ha muerto. Esta noche. Y ya han venido a decir que el mal caballo galopa por las cumbres de Maladrerie. Echad leña al fuego. »Sí, Médéric, hijo de Gina—dijo de nuevo. —¿De dónde vienes?—le preguntó Matelot. Los tres hombres se habían vestido. —De la alquería de los toros —contestó Toussaint—. Creo —añadió con tristeza— que no os habéis dado cuenta de que he ido allí todas las noches. El dolor me atrae. Quizás es por eso. Y lo he visto sufrir, pero era un hombre. Quizá sus manos fueron demasiado rápidas con Gina la joven. La tuya. Pero sentía por ella una fuerte atracción. Ha hablado. El último día, la última noche. Cuando uno comprende que sólo le quedan algunas horas y que, luego, ya no habrá tiempo para hablar, entonces habla. Quería hacer con Gina algo mucho mejor que esas meras cópulas. Pero se encontró ante tu fusil. Miró al mellizo. —... Tienes la cabeza muy pequeña, muchacho. Sobre tus hombros es como el puño de un hombre, no más gruesa. «A veces resulta muy difícil comprender el orden», dijo hablándose a sí mismo. »En fin, ya está hecho. »Ha muerto. —Se diría que lo lamentas—dijo Antonio. —Sí —dijo Toussaint con sequedad; luego se dio cuenta de que era Antonio quien había hablado—. Sí, lo lamento —prosiguió—. Médéric se puso a amar a esa muchacha mucho antes que el mellizo. Tenía veinticinco años más que ella. Creo que hizo... (se detuvo de hablar para mirar al mellizo y a Matelot, que se hallaban sentados escuchándole sobre la piedra del hogar... ) Creo que hizo lo que yo hice una vez en un caso semejante. Él tenía veinticinco años de más, yo mi joroba. He seguido todo eso a través de sus palabras. Esa diferencia de edad le hería más que tu disparo, mellizo. Y, no obstante, ha muerto de tu disparo. —¡Ah! —añadió puesto en pie—. ¡No podéis comprenderlo!
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Se le veía agitado por una cólera sorda que enervaba sus brazos, sus piernas y hacía estallar en su voz unas sonoridades de hombre. —Ahora que le conozco, hubiera deseado que él tuviera esa muchacha, en lugar de tenerla tú. Su caso se asemeja demasiado al mío. Al hablar, las mangas de la chaqueta de cuero de toro se habían desarremangado. —Antonio, ayúdame a quitarme esta chaqueta. —Tenía frío —añadió— y me la han dado. Era la suya. Pero Médéric tenía los brazos más largos que los míos y era más ancho. No, a mí no me va. Déjala allá. —Dámela —dijo el mellizo. Se puso a palpar la flexibilidad del cuero, a aspirar el olor del cuero y el olor del hombre que había impregnado la piel del cuello. —¿Dices que quería a Gina? —preguntó. —Sí —respondió Toussaint—. Quería marcharse con ella a Champsaur, llevársela allá arriba, a las montañas, para estar solo con ella. A sus pies, de este a oeste, tendrían trescientos kilómetros de país visible, con los valles, los ríos, las alquerías, los pastos y los pueblos. Éstas son ideas que uno acaricia cuando desea honestamente a una mujer y se siente en falta con ella, ya sea... —se pasó su blanda mano por el rostro— por la figura o por la edad. Conozco bien este estado de ánimo. Es el deseo de poner proa a alta mar. ¿Qué andas buscando al meter tu nariz en ese pelo de gato? —Esto huele a sobrino —respondió el mellizo—. Es su olor el que siento. Apesta — tocaba el cuello de la chaqueta—. El sobrino ha muerto. Bien. Dejó caer la chaqueta a sus pies. —Ambos seguíais la misma pista —dijo Toussaint. —Pero él se encontró ante mi fusil —dijo el mellizo. —Si fuera caso de volver a empezar... —Si fuera caso de volver a empezar —dijo el mellizo pausadamente—, volvería a hacer lo mismo, le apuntaría con el mismo ojo y dispararía mis dos cartuchos a la vez contra su vientre. Tal como hice. —Sí, pero yo te digo —replicó Toussaint (retorcía sus enjutas manos y todo su pequeño cuerpo de grillo negro temblaba, mientras sus hermosos ojos de cabra miraban a lo lejos), yo te digo: si fuera cosa de volver a empezar, todo cuanto he hecho desde que tú estás aquí volvería a hacerlo de un modo distinto. ¿Por qué me miras así, Matelot? Sí, eso es lo que digo. Tu hijo vino y me habló de amor. ¡Ah! me habló de amor. ¿Qué puedo hacer cuando me hablan de amor a mí, a mí, qué puedo hacer? —Se iba calmando—. Tengo mis razones para creer siempre en las grandes cosas. Así es que le creí. No me hago ningún reproche por haberlo creído. Siempre concedo una oportunidad. ¡El amor! Y un hombre tan apuesto. Debí creer que algo de mí, algo de mi antiguo deseo, lo veía ante mí en el cuerpo de tu mellizo. Y que ahora iba a cumplirse. Pero, ¿qué ha hecho tu mellizo? También el otro me ha hablado de amor. Es el otro el que era como yo, es al otro al que hubiera debido ayudar. Es el otro el que lo habría llevado a término. —¿Qué es lo que habría llevado a término? —preguntó el mellizo. —El deseo de poner proa a alta mar —respondió Toussaint. Matelot se levantó. —Sigues siendo el Jérome de siempre —dijo—. En vano has cambiado de nombre.
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Me extrañaba que, al mismo tiempo, también tú hubieses cambiado. Vas de un extremo a otro como una golondrina. —En alta mar —repuso Toussaint—. La vida. La regla. El amor siempre estriba en llevarse a alguien encima de un caballo. —Por eso estamos aquí —dijo Antonio—. Un poco de calma. Levantó la mano en el aire. Se oía venir a Gina por el corredor cantando... ... con los carreteros de toda la diócesis a lo largo y a través para mi prosperidad.
Antonio abrió la puerta. —¿Qué es lo que cantas? —Lo que me gusta. —No es hermoso. —Es hermoso para mí. —Vete a hacer el café. Cerró la puerta. —Ahora tengo algo que decir —añadió en voz alta. Toussaint volvió hacia él sus consternados ojos y señaló la puerta. —Gina está escuchando—dijo en voz muy queda. —Es lo siguiente —añadió Antonio—: el Champsaur, tres cientos kilómetros de país visible. Bien. Pero te olvidas de que la mujer no se acuesta sola. Si lo hace con el hombre que ella ha elegido y ambos se avienen, su cuerpo es feliz. ¿De qué se queja? Eso cuenta. Cuenta más quizá que todo lo demás. Incluso en el caso de que ella no tenga más que eso. Tú dices ahora que elegirías al otro, si estuvieras a tiempo de hacerlo. Pero ella ha elegido a éste. Tú nada tienes que elegir. Es ella la que elige. Y es a éste al que debemos ayudar. »Puedes irte a hacer el café, Gina —gritó Antonio—. ¡Vamos! Se oyeron los pasos de Gina, que se alejaba por el corredor. Abrió la puerta de la cocina y volvió a cerrarla tras ella. —Es a éste al que debemos ayudar —repitió Antonio con voz suave. Se inclinó sobre Toussaint. Le puso la mano sobre el hombro. Toussaint tocó la mano de Antonio y la acarició con sus blandos dedos. —Tío —dijo Antonio—, tienes razón y no la tienes. Gina tiene razón y no la tiene. Siempre hace falta decirle que anda equivocada. Pero la continuación de la historia depende de éste. Señaló al mellizo. Este había desplegado la chaqueta del muerto. La examinaba. Palpaba el cuero flexible. —Debe irme bien—dijo. Pasó los brazos por las mangas de la chaqueta. Se la ajustó a los hombros. Le iba bien. Incluso era algo pequeña. —Me la quedo—dijo—, después de todo. Ahora el día se había levantado por completo. Una nube cruzaba ante la ventana. Era un domingo triste. El ruido de los batanes, las canciones que a veces rezumaban de los talleres, el chirrido de las grandes puertas de hierro que se abrían para descargar
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la vieja casca en el río, todo se había callado. Un leve y agrio cierzo silbaba por los tejados. Un postigo golpeaba contra la ventana de una habitación vacía. En el fondo del silencio se oía el crujido de las montañas heladas. —¿Qué querías decir cuando hablabas del caballo? —preguntó Antonio. El enorme fuego, bien alimentado, extendía silenciosamente sus brillantes ascuas. —Cuando muere un Maudru —respondió Toussaint—, la voz popular afirma que un gran caballo galopa por las cumbres de las montañas. —¿Y qué? —Pues que cada vez se lleva a alguien. —¿Adónde? —¡Vaya pregunta! ¿Adónde quieres que se los lleve? Lo cierto es que a veces los encuentran muertos al pie de los altos picos. Y otras voces desaparecen, sin dejar el menor rastro. —Meros cuentos —dijo Antonio. —Sí —repuso Toussaint—; pero, en dos palabras, la cuestión es que la vieja Gina quiere aprovecharse de esta creencia. Le han muerto a su hijo y ahora ella quiere su parte de ceremonias y batallas. —La espero —dijo el mellizo. —Incluso sola —dijo Toussaint—, yo apostaría quizá por ella. ¿Ceremonias? Ella sabe bien lo que se hace. Enterrarán al sobrino en Maladrerie, junto a todos los maridos de Gina, es decir, allá arriba, en la montaña. ¿Ceremonias? Ella va a cumplir toda la vieja costumbre taurina. Veremos lo que veremos. ¿Ceremonias? Ya ha señalado los turnos de guardia a los boyeros en la casa y alrededor de la casa. Han encendido hogueras y todos los hombres están en vela. El sobrino es el único que tiene derecho a dormir ahora. Se ven cubos de vino por todas partes. Y Gina va de un grupo a otro con sus historias. Todo el mundo está de pie. —¿Entonces yo, puesto que has dicho que yo?... —preguntó Antonio. —Espera. Allá arriba, en Maladrerie, efectuarán la comida fúnebre. Mandru da trabajo en esta ciudad a los curtidores, a los cordeleros, a los mercaderes de hierro. Cuenta, pues, con partidarios. Allá arriba se podrá contarlos y saber quiénes son. »El tatuado es el que va a subir para abrir la fosa. Vete con él y después quédate allí, escucha, mira, trata de saber lo que van a hacer. No sé —dijo todavía—. Me parece que lo traiciono todo. Ya no tengo confianza en ti, mellizo, y el otro ha muerto. Todavía oigo sus gritos. Se miente a todo en la vida. Sólo el sufrimiento no miente y tú nunca sabrás sufrir. Hacia las diez de la mañana, el cielo experimentó como un sobresalto, un poco de azul desgarró las nubes y el cierzo sacudió dos o tres veces los árboles haciendo humear la escarcha. Luego se produjo un hermoso silencio. No se veía el río. Estaba cubierto por la bruma. Después comenzó a remover sus gruesos muslos bajo el hielo y se le oyó crujir y moverse con un ruido parecido al roce de unas gruesas escamas con el casquijo de las riberas. No cabía la menor duda: a pesar del invierno el río se calentaba en los grandes gestos y, cuando la bruma ascendió para cubrir todo el cielo y, en lugar del hielo centelleante, apareció esa luz lívida y gris, turbia y casi tibia, los hombres se dieron cuenta de que todo el hielo del río descendía lentamente hacia el sur.
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—¡Ea! —dijo Antonio. Hizo una señal al tatuado que andaba a su lado. Ambos se inclinaron sobre el río por encima del muelle. —Uno, dos, tres, cuatro; uno, dos tres, cuatro —dijo el tatuado contando con los dedos, luna de noviembre, luna de Navidad, luna de enero, no. No es posible. Contemplaban el río bajo ellos. Con toda suavidad, el hielo descendía sin rajarse. —Es un día blando —dijo Antonio—. Eso ocurre a veces, aunque nada significa. —No —dijo el tatuado—, nada en absoluto. El río se mueve, pero no la montaña. —Mejor que sea así, hoy. —Crucemos el puente —dijo el tatuado—. Primero hemos de empezar subiendo por detrás de la curtiduría del Merle. Éste es el camino; perdona, déjame que te lo explique. ¿Tienes tu pico? —Sí, sigue andando. —En primer lugar, nosotros no tomamos el camino de Gina, porque vamos a pie y, además, en un día blando como hoy, estaríamos expuestos a los aludes de nieve. En cambio, por aquí, todo son bosques y más bosques, luego un pequeño claro en lo alto y en seguida Maladrerie. Lo cierto es —añadió mirando el río— que se mueve. Y no es posible que estemos ya en la luna de enero. Entraron en el bosque. Abajo, por dos o tres veces la ciudad dejó oír su voz por los golpeos de los postigos y el largo lamento de un carro que atravesaba el monte. Luego se quedó silenciosa. El río preparaba solapadamente alguna cosa, pero desde lo alto, visto a través de las blancas ramas de los primeros abetos, parecía muerto. Tras cada paso de los hombres, se cerraba de nuevo el silencio del bosque. —Tú abrirás el hoyo en lugar de hacerlo yo —dijo el tatuado—. ¿Estamos de acuerdo? —Sí, estamos de acuerdo —repuso Antonio. —Yo estoy demasiado apenado —añadió el tatuado. —No —dijo Antonio—; tú tienes miedo al caballo. —Sí —confirmó el tatuado. Las montañas y los árboles se hallaban petrificados bajo la blanca polvareda del frío. Ni el estremecimiento de una rama ni el aliento de la alta pradera: un silencio mineral. En el vasto cielo cenagoso duermen unas fuerzas. Lentamente el tiempo las acerca a su despertar. Ahora ya están tibias. Un montón de nieve cae del abeto. La rama apenas se ha movido. Ya vuelve a estar tan inmóvil como antes. Nada se halla presto. No hay pájaros. La nieve es nueva. Ningún rastro, salvo las huellas del viento de la última noche. Al llegar al claro de Fangas, Antonio se detuvo. —¿Cansado? —No. Ante ellos, el bosque y la montaña se abrían sobre la llanura. Abajo veían un pedazo de río entre las nieves. —Se mueve—dijo Antonio. Por fin existía un movimiento en el mundo, al fondo de aquel golfo que el río torcido abría en los campos blancos; una mancha de agua libre, brillante como el alquitrán, iba cobrando mayor anchura.
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—No se ve a nadie por los caminos—dijo el tatuado—. Estaremos solos. Señaló, al otro lado del río, el camino de herradura que ascendía por el flanco sur de la montaña. Las raquetas penetraban en la nieve el ancho de dos dedos y empezaba a ser penoso andar con ellas. —Cuánto polvo de nieve —dijo el tatuado. Sorteaban una pequeña escalera de montaña rodeada de bosque por arriba y por abajo. —Adelante. La montaña presentaba ahora ante ellos una fuerte pendiente. Para subir era preciso abrir unos escalones del ancho de la raqueta. Así se elevaban poco a poco a lo largo y por encima de los árboles; el terrible vacío se abría bajo ellos hasta el fondo del valle, donde humos y brumas se arrastraban por los campos de nieve. Las polainas de piel y las chaquetas de cuero de buey pesaban en todos los pliegues de piernas y brazos. El tatuado aseguró los pies, se detuvo y miró a Antonio, que se hallaba más abajo que él. —Estamos en los parajes del caballo —dijo—. Tú abrirás el hoyo para el sobrino, ¿de acuerdo? —De acuerdo —contestó Antonio. Y volvió a golpear con la punta de la raqueta para formar un peldaño. Ahora el pelo gris de los árboles se hallaba más abajo, muy lejos, y era muy pequeño. —Polvo —dijo el tatuado. Un poco de polvo de nieve cayó sobre la nieve compacta. La montaña jadeó como el pecho de un hombre. Luego dejó de jadear. El tatuado se tapó la boca con su gruesa manopla. —Poco a poco —dijo en voz baja. Toda la pendiente de nieve había cobrado vida. —Izquierda—dijo—, allí. Antonio hundió su raqueta izquierda en el lugar que le señalaba el tatuado. —Tu peso —dijo éste. Y se inclinó. Antonio también se inclinó. —La mano. Antonio apoyó su mano sobre la nieve. Ahora se hallaba inclinado sobre la pendiente. Tocaba la montaña con todo el cuerpo. El blanco abismo del valle silbaba suavemente un silbido lúgubre, tan suave que reblandecía los nervios y los músculos, y aflojaba la presión ejercida por las manos y los pies. La cabeza de Antonio era más pesada que toda la montaña. Abajo, los campos de nieve se alzaban como una tempestad del mundo; a veces subían con toda rapidez con su carga de río y de árboles y venían a tocar a Antonio; éste sólo tenía que dar un paso fuera de la pendiente para hallarse resguardado. Luego, los campos de nieve se hundían con la misma rapidez, se hallaban todavía a algunos kilómetros más abajo y no había que mover el pie. —Derecha —dijo el tatuado. Antonio hundió su raqueta derecha. —Izquierda.
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Antonio hundió su raqueta izquierda. —Mano. »Sube. »Espera »Derecha. »Aquí es sólido. »La mano. Cada vez se hallaban más arriba en aquella gran pendiente, presta a descender hacia el río. —Escucha —murmuró el tatuado un momento después—. No mires hacia lo alto. Sube poco a poco. Agárrate a esta raíz. Alzate sobre los brazos. Antonio miraba su pecho. Subió sin mover la cabeza. Ante sus ojos vio una gruesa raíz negra con una cresta de nieve. Se agarró a ella con ambas manos. Tiró de la misma con todas sus fuerzas. La mitad de su cuerpo emergió en medio de un bosque de pinos espaciados. ¡La cumbre! Se echó hacia adelante. Cayó sobre la nieve. Cerró los ojos. Oyó que el tatuado caía a su lado. —Ya está—dijo. —Ven a ver dónde hemos subido. Arrastrándose avanzaron hasta el borde. A lo largo de toda la cresta galopaba una enorme polvareda de nieve, encabritada, sobre el vacío, envuelta en sus crines de mármol. —¡El caballo! —dijo Antonio. —Sí —dijo el tatuado. Se levantaron. Estaban en la cumbre del primer estribo de la montaña. Al otro lado del bosque, a través de los troncos de los árboles, se veía cómo se curvaba la tierra formando una alta hondonada, donde la nieve era tan espesa que, a pesar de la luz cenagosa, tenía reflejos de agua estancada. Más allá, las paredes cortadas a pico de los peñascos ascendían rectas para desaparecer en las nubes. —Maladrerie —dijo el tatuado. —¿Dónde? —Aquí. Tú buscas la casa —el tatuado se quitó la manopla derecha y se sonó con los dedos—. Y, en primer lugar, nos hemos puesto en marcha con mucha rapidez. No hemos tenido tiempo. ¿Cómo sigue tu madre? Se echó a reír sacudiendo el hielo de su bigote. —La casa está allí, en la hondonada. No puedes verla. Su pared trasera está vuelta hacia aquí y es una casa baja: la nieve y el tejado no son más que uno. Allí. Mira aquella gran mancha. Pues es allí. En verano, en toda esa hondonada crece una hierba más alta que un hombre y de tanta calidad que se siente su olor al otro lado de las montañas. Antes de Gina, los pastores de allá llegaban aquí con sus rebaños hacia el primero de junio. Y uno les preguntaba: «¿Quién os ha dicho que la hierba está madura?» «Hemos sentido el viento», respondían. Gina vivió aquí —añadió después de un breve silencio—. Esta noche verás la casa. ¿Vienes a la comida fúnebre? ¡Ea! ven a la comida. No puedo decirte que te invito, pero te digo «ven a la comida». Ya verás. El cementerio se halla ahí abajo. Ven. Era escasa la nieve en aquella cumbre, sólo un débil espesor que las matas de hierba
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agujereaban, porque había estado plenamente expuesta a la furia del viento pasado. —Aquí tienes el cementerio. Era un bosquecillo de árboles agudos, demasiado ahusados para estar cargados de nieve. Eran de un hermoso y brillante color verde, con el follaje espeso y prieto cual columnas. Antonio reconoció los cipreses de Italia. A su alrededor un muro de piedras enormes los separaba de la montaña viva. —Gina los enterró aquí—dijo el tatuado—. Unos junto a otros. Da la vuelta. Encontrarás una puertecilla. Busca un lugar para el sobrino. Miró el cielo, pesado y tibio, donde la bruma había cuajado poco a poco en gruesas nubes. —El viento sopla casi siempre desde allí —dijo señalando con su dedo hacia el norte —. Búscale un lugar resguardado, o cerca del muro o entre los árboles. Dio dos pasos para marcharse. Volvió la cabeza. —Entre los árboles, sí. Hazlo como si fuera para ti mismo. Nunca se sabe. ¿Quién asegura que nada queda después de la muerte? Se volvió por completo y regresó junto a Antonio. —Tengo algo que decirte —añadió apoyando su mano en el hombro de Antonio—. De ser para mí, no habría levantado ese muro, porque impide la vista. Escucha: quisiera que el sobrino gozara de una buena vista. ¿Querrás ayudarme después? —¿Por qué no?—respondió Antonio—. Ya te comprendo. —Vendremos —dijo el tatuado subiendo al muro— y abriremos estas piedras. Necesitamos ser dos. Entonces, desde la altura en que se hallará enterrado, el sobrino podrá ver todo el valle y el tiempo cambiante sobre la tierra. La nieve, la hierba, la nieve, la hierba —dijo moviendo la mano para imitar la huida y el flujo de las estaciones—. La nieve, la hierba—levantó el dedo en el aire—, nunca se sabe. Se marchó hacia la casa. De vez en cuando, mientras andaba, movía aún su mano del verano al invierno. Antonio miró a su alrededor. Podían ser las tres de la tarde. Entró en el cementerio. A la cabeza de los muertos, habían amontonado unas rocas enteras, sin nombre, sin marca alguna. Buscó un lugar junto a los cipreses. Desde allí, apartando las piedras del muro, el muerto gozaría de una hermosa vista. Desató la faltriquera de su cintura. Se quitó las manoplas. No hacía demasiado frío. Allí era mayor el silencio que en el bosque de los alrededores. Y esto se debía a los cipreses, que bebían todos los ruidos como si fueran gruesas esponjas y sólo dejaban fluir de sus follajes un bramido uniforme y monótono que era como el corazón profundo del silencio. Antonio empezó limpiando de nieve el terreno. Apareció la tierra negra. Marcó en ella un gran rectángulo, según las medidas del muerto: dos pasos de longitud y un buen paso para la anchura de hombros. Luego se puso a cavar. Era un esquisto que la helada ya había desmenuzado. La luz del día iba desapareciendo poco a poco. El crepúsculo ya enturbiaba la lejanía. Una charca de noche crecía abajo, en los campos de nieve, como si de pronto el río invadiese el valle con todas sus negras aguas. —¿Va bien el trabajo? —preguntó una voz. Antonio levantó la cabeza. No vio a nadie.
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—Aquí —dijo de nuevo la voz. Era una voz de árbol y de piedra, como el bramido del bosque repetido por el eco. El hombre se hallaba sentado sobre el muro de piedra. —Sí, va bien —contestó Antonio. El hombre saltó sobre la nieve. Andaba con las piernas separadas, como los jinetes. Su pierna derecha era más lenta que la izquierda y menos flexible. Debía tirar de ella a cada paso con un gran esfuerzo de la cadera. —¿Qué longitud? —preguntó. —Dos pasos. —¿Y qué anchura? —Un paso. —¿Muy profundo? Antonio ya estaba hundido hasta las rodillas. —Bien. ¿Te dijeron que cavases aquí? —No —repuso Antonio—. Según a mí me pareciera. —Es demasiado cerca de los árboles. En el fondo de la voz alentaba una ternura... —Eso les será un buen abono —dijo Antonio. —Es verdad —dijo el hombre. Su cabeza se hallaba directamente insertada en sus grandes hombros. El mentón tocaba el pecho. Sólo podía mirar a su alrededor si movía todo el cuerpo. Debía afeitarse algunas veces, porque su barba era dura como el mijo. —Creo que ya es bastante profundo —dijo. —Todavía un poco más —dijo Antonio. El hombre esperó que Antonio acabase de escarbar el fondo de la fosa; luego le tendió la mano y lo ayudó a salir del hoyo. —¿De dónde eres? —le preguntó. —Es demasiado largo de explicar —contestó Antonio mientras designaba con un circulo de su mano el mundo entero bajo ellos. —¿No has venido por el camino? —No—dijo Antonio—, por los riscos. Ambos se fueron en aquella dirección, porque de allí venía todavía, a través de los árboles, un poco de luz del día. El hombre trazaba un surco en la nieve con la pierna que llevaba a rastras. —Por aquí —dijo Antonio. La nieve descendía, lisa como una hoja de acero, y el hielo de la noche apelmazaba la nieve. —Es muy empinado —dijo el hombre. Luego añadió—: ¿Tienes prisa? —No, espero el cuerpo. —Yo también —dijo el hombre—. Sentémonos. Sólo hemos de abrocharnos la chaqueta. ¿Fumas? —Sí. —Pues vamos a fumar. Llenaron sus pipas. —Esta es la región de los álamos blancos —dijo el hombre—. No se puede saber lo que es aquí la primavera. Estos árboles son como becerros recién nacidos. La piel, la
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baba, el olor... Se comprendía que hablaba para distraerse de una preocupación. Antonio miró hacia el valle. Una larga oruga de fuego andaba por los campos de nieve. —El convoy se ha puesto en marcha —dijo. —Sí —dijo el hombre—, ya lo he visto. Abajo las antorchas eran tantas que iluminaban el rostro de los campos y de los bosques nocturnos. —Los muertos son más afortunados que nosotros —dijo el hombre. —No es seguro que así sea —replicó Antonio. Al abordar la cresta de la montaña y caer rodando sobre la nieve de la cumbre, había pensado en la ciega. Antes del ocaso del día, había mirado a sus pies todo el despliegue del país y se había preguntado: ¿dónde está Clara? ¿Allí, o allí, o más lejos aún, detrás de aquella montaña azul? Pero ahora estaba a su lado, entre él y aquel hombre grueso, de voz brutal y tierna. —Te creía más viejo —dijo el hombre. A lo largo del convoy aparecían en la noche el brillo de los hayales, el dorso blanco de los collados, la boca negra de un barranco, el ojo de una ventana en la que se reflejaba la llama de las antorchas. —¡Esta juventud tuya! —dijo todavía. —No, si cuentas desde que nací —repuso Antonio. —¿Pues qué? —Todo lo demás—dijo Antonio. —¿Qué es? —Demasiado largo de explicar. Pensaba en aquella mujer de sombra, con los ojos de menta, que apoyaba en él su debilidad de ciega y de humo. Abajo, el convoy acababa de abordar el flanco de la montaña. De vez en cuando, un jinete se adelantaba, cual estrella sobre la nieve, para evitar el morro brillante de los peñascos y el enrejado de los bosques. Se detenía inmóvil, inundado por la luz de la llama, y tocaba la trompa para que el convoy subiera hasta alcanzarlo. El hombre encendió su encendedor. Sopló sobre la yesca para ampliar el fuego y encender así el tabaco en el fondo de su pipa. Tenía una boca gruesa y de labios deformados, una nariz de perro muy ancha y unas sólidas mejillas de hueso y piel. Por encima de las ascuas de la yesca miró a Antonio. Su mirada explicaba su voz. —Los que se hallan allí, en el cementerio, nunca fueron tan felices como lo son desde que están allí. ¿Eres casado? —Sí —dijo Antonio al cabo de un momento. —¿Qué es lo que nos empuja a casarnos?—dijo el hombre. —Todo—respondió Antonio. —Los muertos son más afortunados que nosotros.—El hombre había bajado la voz. Ahora la tenía embebida de ternura y la salvajería de las palabras que surgían a veces de su garganta era más que una salvajería de hombre que sufre—. Yo estuve casado. ¿Por qué yo? Me pregunto aún por qué ella dijo sí. ¿Y por qué la busqué? Porque todo me empujó. Tú lo has dicho. ¿Qué necesidad? ¿Has cazado? —Sí, pero sobre todo he pescado. Soy un hombre de río.
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—Bien, ¿pero has cazado? —Sí. —¿Grandes animales? —Los jabalíes, sobre todo en mi país. —¿En qué época? —A finales de primavera, en los linderos de los trigales. Y también en otoño. —Unos jabalíes que se te acercan a favor del viento y llegan desprevenidos. Entonces se lavan el entrémuslo con tierra y se tragan largos gusanos negros levantando el hocico. O bien ven correr a la madre con sus jabatos. —Sí. —Entonces, tú sabes lo que quiero decir. Bueno. Yo puedo hablar a los animales. No es complicado. Es justicia. No te digo que haya hablado a los jabalíes. No. Pero sí a los toros. —¿Cómo te Ilamas? —le preguntó Antonio. ~. —Maudru. —… Estuve casado —dijo después de un silencio—. Con la hija de un curtidor. ¿A cuánto las pieles? A tanto. En mi vida he regateado, pero la costumbre es la costumbre. Entrábamos y bebíamos una copa. Ella iba al armario, enjugaba los vasos, los daba: uno a ti, uno a mí, pan sobre la mesa. Luego traía la botella. Llenaba los vasos. Inclinaba la cabeza para ver el nivel del licor y no derramarlo. Un día, en el cortijo, mi hermana me sirve. «Inclínate algo más», le dije. No. No era lo mismo. Durante todo el día vi delante de mí a la otra. Nada era igual. Ni la inclinación, ni los dedos, ni el gesto. Ni siquiera el hecho de ir al armario, abrirlo, coger los vasos, volverse y regresar hacia la mesa donde yo estoy: ni siquiera eso. Habrías podido hacérselo hacer a mil mujeres: ni una lo habría logrado. Ella, en cambio, lo hacía. No sé... Al final, le pedí que se casara conmigo. Y ella dijo sí. Hacía que las palabras ascendieran penosamente a través de él y respiraba con fuerza sobre todo aquello como el ventarrón sopla sobre las hierbas que germinan. —¿No te fastidio? —dijo. —No. —Como una orden —prosiguió—. ¿Qué haces tú en la vida? ¿Toros o tierras? Tu fuerza. ¿Tú y tu fuerza? No, no, no. Yo te digo: aquella muchacha, aquella muchacha, aquella muchacha. Sus gestos. Ahora va al armario. Ahora inclina la cabeza. Ahora anda, ahora ríe, ahora se vuelve. Mírala. Eso es lo que quiero que mires. Mírala a ella, sólo a ella. Ahora anda. Se agacha, se endereza, abre los brazos, los cierra, respira. Se va en busca de agua. Anda, anda. Mira, mira tan sólo cómo anda. Escucha cómo anda, cómo mueve los brazos y las piernas. ¡Mírala sólo a ella! Te digo que la mires. ¡Mira, mira, mira! Quizás es la única vez que he sido feliz —dijo jadeando—. ¿Qué dices a todo esto? —Nada—repuso Antonio—; es que respiro con fuerza, pero te escucho. —Es como esa canción de los leñadores cuando arrastran los troncos de los árboles —dijo suavemente Maudru—. El patrono hinca el garfio en la corteza y luego canta: « ¡Ea, mozos! A por él, a por él», y así arrastran el tronco. Aquella mujer me cegó de golpe. Un año y luego murió. Eso no ocurrió ayer y, sin embargo, siempre la veo entre los toros y yo. »Jabalíes, ¿comprendes? Los has visto y, como te dije, tú sabes. Los árboles, nuestro
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trabajo, nuestro pesar —se oía como agitaba sus pesadas manos—, las reses, y luego todo en definitiva, todo lo que hay que hacer. Y siempre verla, a ella, ahí en medio, inútil, como el humo. ¿Pensar en eso? Ver eso, tener eso que me cierra los ojos? ¿Qué he de hacer? —Casarte con otra —dijo Antonio—; todo nos incita a hacerlo. En la montaña resonaba el ruido de una cabalgata lejana. —Quizá —dijo Maudru. Un momento después, todavía repitió: —Quizá, quizá. Y chupó silenciosamente su pipa. El primer jinete que, con un brinco de fuego, emergió de los árboles, empezó a gritar, porque acababa de divisar ante él, a la luz de su antorcha, los cipreses de Maladrerie. Hizo dar la vuelta a su montura y se hundió de nuevo en el bosque, abriendo al galope un gran túnel de luz. Le seguía una nube de polvo de nieve. El carro que conducía el cuerpo de Médéric subía con dificultad la última cuesta. Las tres yuntas de toros tiraban hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Por un lado, al final de su esfuerzo, hincaban sus cuernos en la arcilla de la montaña; por el otro lado, sus morros sobrepasaban el borde del camino y sus narices recibían el aliento húmedo del abismo. Cada vez entrecruzaban las patas, coceaban, soplaban dos chorros de vapor e intentaban sacudirse el yugo. Sobre el pescante, el boyero de la derecha sostenía la antorcha y el de la izquierda manejaba la aguijada. —¡Hale! —gritaba el de la derecha levantando su antorcha En la lisa oscuridad de la noche, los seis espinazos de los toros parecían tan lustrosos como guijarros. —¡Aurora! —gritaba el boyero de la izquierda enderezándose sobre el pescante. Lanzaba su larga aguijada como una jabalina. Esta se deslizaba por el anillo de su mano e iba a hincarse en el dorso del toro Aurora, que estaba husmeando el abismo. Los seis animales refluían hacia el parapeto de la montaña con enormes olas de lodo rojo y blanco. Silbaban las correas. Crujían los yugos. Los toros de horcate golpeaban la lanza del carro con sus muslos. El carro giraba por delante sobre su luna de hierro, saltaba sobre tres ruedas, cabeceaba sobre el largo gemido de su eje trasero. La caja de Médéric saltaba a pesar de las cuerdas que la sujetaban, la cabeza del muerto golpeaba las tablas del ataúd. Luego las reses avanzaban de nuevo hacia el borde oscuro de la noche. El boyero de la derecha gritaba. E, de la izquierda lanzaba su aguijada y un nuevo esfuerzo de los toros y del carro elevaba a Médéric a una mayor altura en la montaña. Detrás seguían las carretas ligeras, cubiertas por toldos de tela blanca, luminosas como burbujas, con un fanal en su interior colgado del arco de madera. Cada una iba tirada por un toro de tanta fuerza que, a cada contoneo del animal, el herraje, las clavijas, los clavos, los cueros y los resortes de fresno, todo gritaba como un bosque de pájaros. En la primera carreta iba Gina, negra y muda, que se dejaba sacudir por el camino sin descruzar los brazos. Las otras conducían a hombres y mujeres de Villevieille emparentados con los Maudru, a pequeños curtidores que vivían de los cueros de su hacienda, y a cinco o seis mozas gordas, bien lavadas y empolvadas, con un pañuelo de seda alrededor del cuello que sobresalía de sus vestidos de pieles.
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Eran las buenas amigas de los boyeros, que subían para tomar parte en la comida fúnebre y acostarse después en la casa con los hombres. Se encogían al fondo del último carruaje. No se movían, no hablaban, sólo de vez en cuando se miraban unas a otras con una sonrisa. En todas las carretas, salvo en la de Gina, se jugaba a cartas o a dados, o a una especie de juego en el que era preciso vociferar unas cifras mientras se levantaban los dedos de la mano derecha. A pesar del ruido de las carretas y del sordo rugido del abismo, que bordeaba el camino, Gina oía los gritos de los jugadores. Murmuraba: —¡Patanes! ¡Patanes! Apartó el toldo para mirar las carretas. Sintió que el toro de la suya se detenía encorvándose sobre sus pezuñas. —¡Vamos, Gamma! —gritó—. ¿Has terminado de lamerte los pies? Los otros ya han llegado a la cumbre. En efecto, ya no se oía el ruido del carro, que ahora andaba sobre la alta meseta. El jinete había hecho entrar su caballo en una hendidura de la roca y sostenía en alto su antorcha. —Ya llegamos, mi ama. —Ya lo sé —respondió Gina—. Hazme callar a esos hijos de zorra de ahí detrás. El toro Gamma enderezó la cabeza y empezó a mugir, moviendo de un lado a otro el morro. En lo alto, el toro Aurora le respondió. El mugido fluía en el valle oscuro y, allá abajo, se oía cómo se despertaban los árboles muertos. El toro Gamma se lanzó hacia adelante. Gina dejó caer el toldo. El jinete no podía recorrer el convoy de arriba abajo. Esperó los carruajes en su hendidura, con la antorcha en alto. Sostenía las riendas con los dientes; de su bota de piel había sacado su largo látigo de junco trenzado y lo agarraba con fuerza. Cuando la primera carreta pasó ante él con sus gritos y sus risas, le cruzó el toldo de un latigazo como si castigara una res. Cesaron los gritos. Un hombre levantó el toldo. Vio al jinete de pie sobre los estribos, con la antorcha en alto, las riendas entre los dientes y el látigo presto. —Bien —dijo. Y la carreta siguió subiendo en silencio. Del mismo modo el jinete golpeó la segunda carreta. Mascó las riendas de cuero. —¡Callaos, cochinos! Dio un nuevo latigazo al toldo porque una mujer se había atemorizado y gritaba. Así hizo callar todas las carretas y, después de pasar la última, salió de la hendidura. Todavía descendió unos pasos en la oscuridad del camino. Más allá del último recodo vio que la caballería boyera se hallaba ya dos o tres trochas más abajo. Entonces puso su caballo al paso y remontó el camino con la antorcha sobre el hombro. Sólo su cabeza emergía de la noche. Al llegar a la meseta, el carro de tres yuntas avanzó lentamente sobre la nieve. Delante de él, la noche era aún más densa debido a los árboles. El boyero de la derecha saltó a tierra y fue a tocar el hocico de los toros delanteros. —¡Arre, palomas! Cuidado con el tronco de encina. Ea, Abollado, atención al abeto. Recto, Aurora. Recto, Aurora. Los guiaba con cuidado a través del bosque abierto. El gran carro desgarraba la corteza de los árboles, mientras el ramaje de los cedros, cubiertos de nieve, estallaba
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contra los flancos de las reses y los adrales del carruaje. —Aurora está sangrando —dijo—. Tiene un agujero como el puño en la espalda — añadió. —¡Maldita sea! —exclamó el boyero de la izquierda—. No había otra solución. Durante todo el camino ha resoplado del lado del abismo. En las aristas, Aurora daba con la pezuña en la nieve. —Apartaos —gritó Gina—, dejadme pasar. Había abierto el toldo de delante, había pasado por encima del adral y ahora se hallaba de pie sobre la lanza, golpeando al toro Gamma con la madera de la aguijada. —Seguid adelante—dijo—; éste es el camino. Así, al fondo de los árboles, el carro de tres yuntas abordó de flanco un pequeño montículo de piedras. Allí se detuvo como varado en tal espesor de nieve que tocaba el vientre de los toros. Alzando las antorchas se veía, allá en lo alto de la noche, el brillante arrebato de los cipreses. —Bien—dijo Gina—; tendremos que llevarlo desde aquí. —Podemos subir más arriba —dijo el boyero de la derecha. —No, quedaos aquí —repuso Gina—; a todos los llevamos desde aquí. Se oía como iban llegando las carretas. Los cipreses soplaban. —¿Dónde está mi cochino hermano? —Ahí arriba—contestó el boyero de la izquierda. Maudru acababa de aparecer en los linderos de la noche. Las carretas se alinearon en silencio alrededor del montículo. —Desuncid los animales —dijo Maudru—. Ya han trabajado bastante. —Sal tú de ahí —le dijo Gina—. Las reses te sienten y van a patear mi cementerio. —Desuncid —repitió Mandru. Los hombres y las mujeres descendían de las carretas. Estaba Romuald, el quincallero, que suministraba las cadenas a Puberclaire. Le acompañaban su mujer y sus dos hijas. Estaba Marbonon, de la taberna «Al estorbo», con su gran casaquilla de piel de oso. Delphine Mélitta, llamada la grande, dueña de tres curtidurías del sur, con su cofia, sus botas y su látigo, y el tono áspero que adoptaba para todo, incluso cuando tenía que pedir a los hombres ciertas ternuras. Estaban los Demarignotte, los ocho: el padre, la madre, las dos hermanas y los cuatro hijos, todos vestidos del mismo modo, todos hablando y andando del mismo modo, todos haciendo los mismos gestos. Estaban cinco curtidores de la calle Bouchoir-Saint-André, a los que Maudru había prestado algunos servicios: se situaban junto a las antorchas para que Maudru pudiese verlos desde lo alto. Los hombres habían alzado los toldos de las carretas. Ahora desuncían los toros. Gina se había hundido en la noche. —Sostenedme el pie —dijo Héloise Barbe-Baille. Descendía de una carreta desprovista de estribo. Bertrand-légaz le ofreció su rodilla a manera de escalera. —Cuidado—dijo—; es nutria y resbala. Sus pantalones eran de piel de nutria. Héloise sintió que le resbalaba el pie. Se agarró al cuello de Bertrand-le-gaz. Hubiera dado mil pieles de nutria por aquel abrazo. —Gracias —dijo Héloise. —De nada —repuso Bertrand.
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Héloise sonrió. Bertrand también. Héloise trepó por las rocas nevadas hacia el cementerio. Sus hermosas caderas, redondas y aterciopeladas por la piel de zorra que las cubría, se contoneaban. «¿Qué hago?—se dijo Bertrand—. ¿La sigo? ¿Si se lo dijese esta noche?...» Se había apoyado en un pequeño cedro. —Apártate tú, el gordo —dijo Thomas—. Nos quitas la luz. Habían dispuesto algunas antorchas sobre las aguijadas de los bueyes, pero sólo iluminaban las altas ramas cargadas de nieve. —Ven —dijo Thomas. Había traído a su mujercita, que, envuelta en pieles de animales, parecía una criatura en pañales, ágil pero gorda y de gestos breves. Las tres hijas se habían apartado y contemplaban a los boyeros mientras éstos desuncían los toros. En aquel momento se oyeron gritos hacia la linde del bosque. Era la caballería boyera que llegaba. En cuanto alcanzaron la meseta, empezaron a trotar. Al extremo de unas largas perchas llevaban unas linternas de papel y unas pieles de cordero que semejaban cabezas de toro. Los ojos vaciados, rodeados de círculos de sebo, arrojaban llamas, los cuernos de mimbre bailaban encima de las linternas como antenas de mariposa y las crines, hechas con barbas de maíz, silbaban alrededor de las linternas. El toro Aurora miró la herida de su espalda. Resoplando se marchó con las otras reses desuncidas. En voz baja les hablaba en la lengua toro. —¿Qué te ocurre? —le gritó Maudru. Aurora mugió suavemente. Comenzó a trepar por el montículo. Los demás toros le siguieron. El boyero de la izquierda había desatado las cuerdas y liberado la caja del sobrino. Cuatro hombres levantaron el ataúd. Pero se doblegaban bajo su peso. Bertrand-le-gaz puso su hombro bajo el ataúd y lo levantó algo más. —¿Qué es eso ? —dijo Maudru. Arora estaba llegando a su lado. —¿Qué hijo de zorra te ha abierto esta herida? —gritó Maudru. Tocaba la herida del toro, que rezumaba y palpitaba bajo la presión de sus dedos como una fruta podrida. El boyero de la izquierda aseguró el ángulo del ataúd en la parte grasa de su hombro. —Pasemos por ahí —dijo—, donde hay un camino. —Aurora —dijo Mandru—, mi buen toro... Aurora frotaba su hocico contra la chaqueta de piel de toro. Los ocho Demarignotte entraron en el cipresal. El padre llevaba una antorcha, la madre había cogido una antorcha, los cuatro hijos también, una hija también, la otra llevaba una linterna buey. —¿Dónde está el hoyo? —gritó el boyero de la izquierda. —Aquí —contestó Gina. Hacía un momento que se había detenido al borde del hoyo. Pasaron unas cuerdas por debajo del ataúd y lo bajaron a la fosa. —Exacto —dijo suavemente Bertrand-le-gaz. Las crines de la linterna-buey colgaban sin ruido apenas y sólo estaban levemente temblorosas por el calor de la llama. Se oía como resoplaba Aurora y como lo
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acariciaba la mano de Maudru. La nieve crujía bajo los pasos de los hombres. Los cuatro boyeros arrojaron la tierra negra en el hoyo. Gina dio media vuelta y se marchó. Los Demarignotte la seguían con las antorchas. Delphine Mélitta azotaba con el látigo sus botas de piel. Maudru descendía del montículo. Los toros andaban pausadamente a su alrededor, dejando junto al amo a Aurora herido, que de vez en cuando se detenía para intentar lamerse la espalda. Maladrerie, en medio de la nieve, acababa de iluminar todas sus ventanas. En medio del humo saltaban desde la chimenea los encendidos reflejos de las grandes llamas. El tatuado salió de su refugio bajo el cedro. Entró en el cementerio. Los cipreses, solos, hablaban en voz baja. Llamó: —¡Antonio! Ahora tenían que abrir una brecha en el muro para que, desde el alba del día siguiente, el sobrino tendido en su tumba pudiese ver ante él todo el dilatado rostro de la tierra.
IV
Antonio llegó el martes por la mañana. Toussaint preparaba la sala de su casa para recibir a los enfermos. La había barrido. Ahora desempolvaba todos los muebles con un trapo. —Me sentía inquieto—dijo. En sus ojos brillaba todavía aquel fulgor de dolorosa locura, aquel cansancio, aquella inquietud con la que había regresado de la cabecera del sobrino la noche en que éste había muerto. De vez en cuando miraba la ventana y escuchaba en dirección de la puerta. —El tiempo es bueno, ¿no? —preguntó. —Voy a tener enfermos. En los gestos que hacía para quitar el polvo de los muebles tenia ya unas redondeces y unos movimientos de dedos que sobrepasaban el mundo ordinario e iban a tocar, en el fondo del aire, la misteriosa matriz de la esperanza. Antonio le explicó la comida fúnebre celebrada en Maladrerie. —¿Dónde está el mellizo? —preguntó. —Arriba, acostado—repuso Toussaint—. Desde hace tres días —añadió—, él y Gina son como peces llenos de huevos. Dan vueltas uno alrededor del otro, se siguen, se
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huelen. Ahora están acostados. Hacen luz sólo con que pasen. —¿Y Matelot? —Aguarda —dijo Toussaint levantando la mano sin que Antonio pudiera saber si era él quien tenía que aguardar o si era Matelot el que estaba aguardando algo. —Así pues... —dijo. Había tomado parte en la comida fúnebre, sentado en un rincón. La vieja Gina se hallaba en el centro de la mesa. Comía de pie. Sin mirar, sin ver nada. De vez en cuando hablaba sin dejar de masticar su comida. Antonio no la entendía. —¿Qué está diciendo? —preguntó al tatuado. —Luego te lo explicaré —respondió el tatuado. E hizo «chitón» con el dedo sobre los labios. Antonio había intentado escuchar. Saltaba a la vista que la vieja Gina era allí a llí la dueña y que su verdadero dominio lo constituía aquel espacio de nieve y de noche, aquella inmensa casa, con pecho de gigante, cuyas alas se perdían por ambos lados en la oscuridad oscuridad palpitante palpitante de telarañas, aquella chimenea chimenea que acababan de hacer revivir revivir a toda prisa para la comida fúnebre, aquellos muebles emblanquecido emblanquecidoss por el polvo de los muros. Los mismos boyeros parecían haber perdido a su amo y Maudru no hablaba, no hacia ningún gesto, salvo el de llevarse a la boca enormes pedazos de pan, cambiar de posición bajo la mesa su gruesa y rígida pierna y mirar de vez en cuando hacia la puerta del establo, en cuyas junturas el toro Aurora gemía con débil voz de animal aquerenciado. Los comensales comían como es debido. Los ocho Demarignotte —van a todas partes, dijo Toussaint, carecen de convicción—, sentados juntos, todos en fila, con los codos sobre la mesa, parecían por fin tranquilos. Marbounon llenaba a menudo su vaso. Romuald habla mandado que sus hijas se sentaran entre él y su mujer e intentaba protegerlas contra la salvajería y el extraño rumor de batalla que fluía en el silencio. Delphine Mélitta (quería saber lo que había hecho esta mujer, dijo Toussaint; ahora es de su partido. ¿Qué puede querer de Maudru, qué puede ambicionar ahora?). Delp Delphi hine ne Méli Mélitt tta a comí comía a pausa pausada damen mente te.. Se había había quit quitado ado los los guant guantes es de sus hermosas manos, largas y blancas. Mantenía los ojos bajos, fijos en su plato. Había desabrochado su cuello de piel y abierto levemente el cuello de su vestido; ahora se vela su hermosa garganta y la raíz de sus hombros. A veces, como si lo hiciera distraídamente, miraba a Maudru. Toussaint recapituló con los dedos a todos los asistentes. «Demarignotte (se rió), Romuald, es para vender sus cadenas; Delphine Mélitta, ya volveremos a hablar de ella, quiero ver claro Posee tres curtidurías con ciento doce curtidores. De esos ciento doce, doce, tiene tiene ocupa ocupaci ción ón para para ochen ochenta ta.. Ya volv volvere eremo moss a habl hablar ar de ella ella.. Hélo Héloise ise Barbe-Baille, para estar libre una noche; Bertrand legaz, por Barbe-Baille; Thomas es un peligro. Todo un hombre. Del partido de Maudru, ¿por qué? Lo ignoro. Es animoso, franco, sólido. Y conocedor. Es decir, no se le puede hacer creer que lo negro es blanco. Bien. ¿Dices que, en total, sin los boyeros, los de la ciudad eran treinta? Treinta. Bien. De esos treinta sólo Thomas puede arrastrar a algunos hombres, y también Delphine Mélitta. Bien. Y Gina ha hablado.» Sí, había hablado súbitamente, sin alterar su actitud de mujer negra y derecha, sin prevenir, en medio del silencio, como si fuese algo esperado, algo bien madurado. —¿La conoces bien? —preguntó Antonio.
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—Sí —respondió Toussaint. —Lo que ha dicho —añadió Antonio— me ha tocado en todas partes: en los hombros, en los brazos, en las piernas, en todas partes, como si lo hiciera con la mano para saber si me hallaba dispuesto para la batalla, y como ella ha dicho... —Boca de oro —murmuró Toussaint. —«Como ella ha dicho... «Hablaba sin odio, sin fuerza, con palabras entrecortadas de mujer. A su alrededor, toda su casa, que había cobijado su vida. Ella estaba allí, con su vieja carne sin esperanza. Cruzaba el brazo sobre el pecho mientras decía que había mecido a aquel niño. Añadía: «Amé a aquel hombre»: con un leve movimiento de la mano evocaba la cabalgata de los jinetes y luego abría la mano para mostrar cómo había acariciado sus senos de mujer joven, cómo se habían acostado juntos en las camas de aquella enorme casa de montaña. Cómo aquel hombre había engendrado con ella al niño, poco a poco, no desde el primer momento, sino lentamente, a fuerza de amor, de armonía y de unión. Evocaba su gran vida trágica, vestida de amor, de campos de heno y de felicidades más deslumbradoras que los setos de ojiacanto. Y ahora estaba allí: de pie ante la mesa, enjuta y negra, sin otro adorno que un chal de algodón. —Sí —dijo Toussaint—, la conozco bien: todo cuanto ella puede decir y la manera de decirlo. Créeme: cuando se vistió de negro, con el chal delgado y se apretó para parecer enjuta y lisa, sabía lo que hacía y sabía lo que iba a decir. Todavía tiene cajas enteras llenas de chales dorados, y no esperaría la primavera primavera para lucirlos, lucirlos, lo mismo que a las faldas claras. La conozco desde siempre y la he visto y revisto tantas veces en estos últimos tiempos, que sé exactamente Io que hará y lo que quiere. ¿Qué hará? Lo mismo que antes, ni más ni menos. No quiero decir que no sienta ningún dolor por la muerte de Médéric. Las mujeres siempre siempre tienen un rincón del que brotan lágrimas en cuanto uno lo aprieta. Pero lo que ella quiere sobre todo es la batalla. —Se parece a nuestra Gina —dijo Antonio. —Sí. —Me refiero al rostro —añadió Antonio—. De joven debió ser muy semejante a nuestra Gina. Todavía era muy de mañana, pero Antonio habla andado durante gran parte de la noche. Subió a su habitación para acostarse. Miró por la ventana. Sí, en el aire aleteaba algo nuevo, por no decir extraño. El sol era más pesado y, en el azul del cielo, hacia el este, acababa de abrirse un gran camino más profundamente azul. Nuestra Gina sólo bajó hacia el mediodía. Antonio ya se había levantado. Había ido a la cocina y había encontrado el hogar sin fuego y los postigos cerrados. Había abierto la ventana, encendido el fuego, buscado en la artesa, encontrado huevos, limpiado la sartén y se disponía a guisarse un fricasé cuando entró Gina. Al otro lado del muro se oía a Toussaint y a los enfermos que hablaban y gritaban. Gina estaba cansada, pálida, pálida, y Toussaint Toussaint tenía razón: desprendíase desprendíase de ella un olor y una luz. No iba vestida. Se había echado encima su grueso abrigo de piel y, sólo por sus tobillos blancos y por sus pequeñas muñecas, se sabía que andaba desnuda bajo la piel que la cubría. Tenía los ojos muy grandes bajo unos párpados de cólquico. —Vengo a buscar queso y pan —dijo—. No bajaremos a comer. Antonio rompía los huevos en la sartén.
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—Queremos quedarnos un poco solos —añadió para excusarse. Antonio no respondió. Tenía vuelta la cabeza hacia el fuego para no mirarla. Gina salió. Antonio pensaba en aquel camino abierto abier to en el cielo por el que algo venía y tocaba la tierra. En su interior oía unos deseos, la voz del viento y los ruidos del río. Comió allí, junto al fuego, con Matelot. También a éste le explicó la historia de las dos noches pasadas en Maladrerie. No le habló de su conversación con Maudru. Como tamp tampoc oco o lo habí había a hech hecho o por por la maña mañana na a Tous Toussa sain int. t. Aque Aquellllo o era era de su sola sola incumbencia. Luego Matelot se durmió sobre su silla. Fuera, el día estaba a punto de marcharse, con su alegría y sus gestos. Todos los enfermos de la mañana habían sido enfermos sencillos. Habían llegado oliendo oliendo aún a bosque y a aire libre. Y ya se sentían sentían curados por hallarse en casa del curandero. curandero. De una silla a otra, hablaban del camino, del campo y del largo descenso efectuado desde las alturas del país hasta Villevieille, sobre una nieve ya blanda y que los sostenía con mala voluntad. —Tendréis que hablar en voz más baja —les dijo Toussaint—. De este modo ya no oigo la enfermedad. Había ordenado que se tendiera sobre la mesa, ante él, un chiquillo de cinco años, medio desnudo, y ahora lo palpaba suavemente con sus largas manos. La madre le miraba, seguía todos sus gestos y el menor movimiento de sus falanges. Cuando Toussaint apoyaba el dedo sobre una pequeña vena azul del cuerpo del niño, la madre dejaba de respirar y esperaba con los ojos trastornados de esperanza. —Esto es —dijo Toussaint. Se quedó quieto, con la mano sobre el pecho del chiquillo. —Callaos —dijo la madre a los que cuchicheaban. —¿Dónde vives? —le preguntó Toussaint. —Hacia Méolans —contestó la madre. —Observarás —Observarás los troncos troncos de los alerces. En algunos de ellos encontrarás encontrarás este liquen liquen encarnado, mira. Lo coges fresco, con un pedazo de corteza, tan grande como una mano abierta. Lo haces hervir añadiéndole un huevo. Le das a beber este líquido cuando se despierte por la mañana. —¿Se curará? —preguntó la madre. —Ya está curado —contestó Toussaint—, mira. —Respira—dijo al chiquillo. El niño empezó a respirar. Su pequeño y flaco torso, en el que se veían todas sus gruesas costillas, se alzaba y bajaba con regularidad. —¿Duele? —le preguntó Toussaint. El niño miró a su madre con una sonrisa. —Vistelo y no olvides lo que te he dicho. —Ahora tú —siguió diciendo Toussaint—, la gorda que habla de las ortigas. Acércate. Ahora es el momento de hablar. ¿Qué tienes? —¿Puedo...? —dijo la madre. Interrogaba con la mirada, mientras seguía con el puño cerrado sobre una gruesa moneda de plata. —Sí —dijo Toussaint—, déjala sobre la mesa.
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Todavía no había encontrado su equilibrio y su paz en aquellos pequeños dolores. No podía olvidar aún la luminosa mañana del otro lado de las ventanas, ni el cielo claro que acababa de henderse bajo el peso del tiempo como un palo de madera que abre el camino de su savia, ni a aquella Gina joven, resplandeciente de amor, desnuda, allá arriba en la cama. La luz empezaba a ser la de la tarde, cuando entraron dos grandes mozos llevando a un anciano. Toussaint estaba examinando la cabeza de una mujer. —Apártate —le dijo— y espera. Este es más urgente. Acercaos, vosotros. »Sentadlo en mi silla. »Tú sostenle los hombros. »Cuidado con la cabeza. La cabeza del anciano tenía el peso de una cabeza de hombre y se balanceaba sobre el cuello flaco y sin fuerza. —¿No abre los ojos? —Si —dijo uno de los mozos con voz asustada. Los ojos se abrieron. Su luz feroz pedía ayuda. —¿Come? —No. —¿Duerme? —No, sufre. Parecía sostenido por un aliento extraordinariamente poderoso. —Desabrochadle el chaleco —dijo Toussaint— y levantadle la camisa. La piel apareció de color amarillo con aureolas azuladas hacia el vientre. Todo el cuerpo era de una delgadez terrible, cada hueso ocupaba ya su lugar de muerto bajo la piel. Con tiento, la mano de Toussaint fue a posarse sobre la mala flor del vientre. Esperó. Se sentía vacío de vida y de fuerza, todo lo tenía concentrado en su mano, todo: sus ojos, sus oídos, sus nervios y una especie de sensibilidad extraña, material que crecía bajo su mano como la cabellera de raíces bajo la mata de hierbas y la sentía descender en el cuerpo del enfermo. Lo misterioso era aquella respiración de gigante y aquel pobre cuerpo que apenas era como un fuelle, sin grasa ni nada, ya sin nada que nutrir. ¿Qué nutría el anciano con aquellos torrentes de aire y qué era lo que se los exigía? ¿Quién tenía necesidad de todo aquel aire humano, aspirado y expirado como un torbellino de agua en el río? Las tenues raíces sensibles de la mano descendían en la sombra purpúrea del anciano. Tocaban el hígado. He aquí el hígado en toda su redondez. Algo grumoso. Pero todavía blando y algo jugoso. Luego ascendían a lo largo de la piel, hacia las costillas. ¡El corazón! Como un sapo agazapado en una hojarasca de sangre. Las venas lo rodeaban. Y el corazón saltaba, se escapaba. Su punta empezó a dar grandes golpes en el árbol de las venas. Los pulmones, la enorme luz de los pulmones. ¿Para quién era aquella enorme luz? Arrastrada por el gran torrente de aire, la cabellera sensible de las raíces descendió hacia el vientre. ¡El vientre! Bruscamente Toussaint sintió en su mano un choque sordo. Luego nada. Su fuerza sensible acababa de ser cortada a ras de piel. Ya no era más que una mano seca, inútil, igual que todas las manos. ¡La muerte! Toussaint acababa de tocar la muerte en el fondo del anciano.
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Estaba allí, en el fondo del vientre, con su espesa corona de violetas, su frente de hueso, su boca seca y sedienta de aire. —Vestidlo —ordenó Toussaint Mientras se lo llevaban, el anciano abrió de nuevo los ojos y miró el rostro de los vivos con aquella terrible mirada de la que todo el mundo se apartaba. Toussaint se acercó a la ventana. Contempló el largo crepúsculo de invierno. El sol se hundía en el oeste. —La muerte —murmuró entre sus labios. Por fin se sentía apacible y claro. ¡Buena muerte felizmente inevitable! —Me habéis olvidado —dijo una voz de mujer. —Sí —respondió Toussaint. —Me dijisteis que esperara. Avanzó desde la oscuridad hasta aquel espacio de luz lívida que aún quedaba ante la ventana. Su ajustado corpiño sujetaba unos hermosos senos de flores duras. —No tenéis nada —le dijo Toussaint. —No—replicó la mujer—, ya no tengo nada desde que me curasteis. »Para darme una enfermedad mayor —añadió tras unos momentos de silencio. —Tenéis que dejarme —dijo Toussaint. —No puedo hablar con facilidad —dijo la mujer—, porque ahora está oculto todo lo que antes constituía mi alegría y mi placer. La primera vez me curasteis. Curadme de nuevo esta vez. Para toda la vida. —No puedo realizar esta curación —dijo Toussaint. —Sois el único que puede realizarla —replicó la mujer—. No habría vuelto de nuevo, si otro hubiera podido curarme. —¿No os habéis visto nunca? —le preguntó Toussaint. El jorobado contemplaba cómo se hundía el sol y cómo surgían en el cielo unas nubes verdes. —Sí, me he visto —repuso la mujer— y eso es lo que me alienta un poco. Toussaint se volvió hacia ella, con la cabeza inclinada sobre su joroba. Le brillaba la frente. Una gruesa vena se retorcía en sus sienes. Sus brazos de hilo colgaban sin fuerza bajo el peso de sus largas manos. —¿Y a mí, me habéis visto? —le preguntó. La mujer cerró los ojos. —Os veo —respondió. —¿Me veis como soy? —No habría vuelto de nuevo, si otro hubiera podido curarme. —Tenéis que marcharos —le dijo Toussaint— y no volver más. Se produjo un largo silencio, durante el cual se oía cantar sordamente el cielo de metal. La noche ascendía. La mujer anduvo hacia la puerta y allí esperó. —Así pues, ¿no estáis nunca solo? —murmuró. —Nunca —dijo Toussaint. La mujer salió. Poco a poco el silencio llenó la gran sala. Las sillas de paja se habían desperezado. La mesa había crujido. Ahora, ni siquiera hablaban las piedras del muro.
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Toussaint se pasó la mano por el rostro, aquella mano que ya había vuelto a ser sensible. Tocó su frente, sus ojos, su boca, su triste boca, en la que desembocaba la espantosa arruga de su mejilla derecha. Bajo la piel y la carne tocó los huesos. La noche llegaba ya hasta la mitad de la ventana. No se oía el menor ruido. Estaba solo. Por fin se sentía en paz. Podía tocar su rostro, mirar su mano a la escasa luz diurna que aún quedaba, ver sin dolor de qué pobre piel, de qué triste carne, de qué falsa osamenta estaba hecho. Había tocado la muerte al fondo del anciano. ¡La muerte! La fuerza pura. Afortunadamente no te pueden manchar ni nuestras curaciones, ni nuestras órdenes, ni nuestras plegarias. La muerte se hallaba a su lado, tan familiar como siempre, y era la única que le daba esperanza, la única que le daba paz. Llamaron dando dos golpes en la puerta exterior. «¡Ya! —se dijo Toussaint—. Es mejor organizadora de lo que yo creía.» Atravesó el corredor y fue a abrir el ventanillo de la puerta. —¿Qué queréis? —Somos enfermos. —Ya ha pasado la hora —dijo Toussaint. —Venimos de lejos. Eran tres hombres. Toussaint los veía en la noche apenas gris. Uno llevaba la cabeza envuelta con vendas manchadas, el otro el brazo en cabestrillo, y el tercero tenía el rostro comido por un lupus negro. —Entrad. Descorrió el cerrojo y luego volvió a cerrar la puerta. La oscuridad de la casa era más densa. —Seguidme —dijo. Quedaba todavía una cierta claridad en la sala de los enfermos —No os sentéis—dijo Toussaint—y decidme en seguida lo que la vieja Gina os ha ordenado hacer aquí. Los tres hombres se hallaban de pie ante la mesa cargada de piedras y de plantas. —Ya sé —dijo Toussaint—, es como un zurcido con hilo blanco; tengo la impresión de que para ella no cuenta apenas que uno haya pasado noches y noches enjugando el sudor de su hijo. »Vamos, ¿qué os ha ordenado? —Nada nos ha dicho por lo que a usted se refiere; es el pelirrojo... —Y ante todo —le interrumpió Toussaint—, ¿qué significa esa mascarada de enfermedad? ¿Es ella quien te ha ordenado simular este mal negro en el rostro? Quilate eso, aprisa. ¿Con qué está hecho? —Con arcilla—respondió el hombre—, leche cuajada y euforbio. Se arrancó el emplasto. —Déjame ver—dijo Toussaint. Tocó la mejilla del hombre. —Apenas a tiempo —dijo— y aun no es seguro. ¿Te duele aquí? —No.
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—¿Y aquí? —Sí, aquí duele, un poco. —A flor de piel —dijo Toussaint—. Buena la has hecho. —Enciende la lámpara —dijo el hombre. —¿Para qué? Ya sé de qué se trata y te lo digo —repuso Toussaint—. Nunca hay que reírse de las llagas. Bien se ve que, a esa mujer, le importas tanto tú como su primera camisa. ¿Qué puede importarle que el mal muermoso se coma tu rostro? —Enciende —dijo el hombre. —Si tú lo quieres —repuso Toussaint—; pero, ¿qué cambiará la luz? Ya has hecho demasiado. —¡Enciende! —gritó el hombre. —¡Enciende, enciende! —dijeron los otros dos. —Silencio—ordenó Toussaint—. Silencio sobre todo. El pelirrojo está arriba y nunca se ha tiznado el rostro para simular enfermedades imaginarias. Silencio, pues. De lo contrario bajará el pelirrojo y, en el estado en que estáis... Poco a poco. ¿Tienes cerillas? Bien. Espera. Levanto el vidrio. Ahora. Puso de nuevo el vidrio sobre la lámpara y reguló su mecha. —Ya está. Ahora podremos vernos. No os mováis. Los tres hombres no se movían. —¡Menudo aspecto! —dijo. Eran tres boyeros de Maudru. Llevaban su marca en la chaqueta. El más alto se había quitado la venda de herido. Todavía tenía la frente manchada de color rojo. El brazo, supuestamente enfermo del otro, había salido del cabestrillo. El hombre del lupus arrancaba de su barba los restos de arcilla, de leche cuajada y de pus verde de la hierba. —Si yo quisiera cuidar de los toros —dijo Toussaint—, vosotros diríais: mira a éste, verás como los toros acaban corneándole. Pero ahora sois vosotros quienes jugáis con mis toros. Entonces, razón razonante, yo me digo: esos tres van a hacer que les rompan las costillas. ¿Qué hago yo? Nada, me limito a mirar. No soy yo quien os ha puesto ante los cuernos de la enfermedad. Entonces, ¿cuál es mi derecho? Mirar. No son tan numerosas las ocasiones de divertirse en la vida. Marchaos ya, buenos mozos. Id a hacer vuestro trabajo. —Me duele aquí —dijo el hombre del lupus señalando su mandíbula. —Ven—le dijo Toussaint. Se había sentado. —Acércate y agáchate. Ahí, bajo la lámpara. El hombre del lupus se arrodilló entre las piernas de Toussaint Ya nadie hablaba. Toussaint tocó las mejillas del hombre. —Vete a casa —le dijo—, lávate con aguardiente, afeita esos pelos, pon a hervir esta planta y aplícate unas compresas. Si sigue doliendo, vuelves a venir. El hombre se puso en pie. —Nunca tenéis que jugar —prosiguió Toussaint—. El mal del hombre hay que saludarlo. (Hizo el gesto de tocarse la frente y de saludar cortésmente mientras se inclinaba.) Y decirle: «Pasa, y no me toques». Y si pasa, se le sigue saludando aún y se le dice: «Gracias, gracias». Eso es lo que debe hacerse. Se fue lentamente hacia la puerta. Con un movimiento de cabeza atrajo hacia sí a los
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tres hombres. —Ahora marchaos, muchachos. Escuchó sus pasos por el corredor y, luego, oyó como abrían y después cerraban la puerta del portal. Entonces, también él se adelantó en la oscuridad y corrió el grueso cerrojo. Miró por el ventanillo: los tres hombres bajaban por la calle. El hombre del lupus se tocaba la mejilla y luego examinaba su mano a la luz de la luna. Toussaint entró en la cocina. El fuego moría. Los escabeles junto a la chimenea denotaban la larga espera de Matelot y de Antonio. Toussaint sintió que no había comido en todo el día. Abrió el armario. Allí encontró unas patatas hervidas y frías. Cogió una, la mondó y se la comió sin pan y sin sal mientras iba a acostarse.
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Ahora el río se estremecía. De vez en cuando se le veía hacer un gesto. Era preciso mirarlo un momento: seguía inmóvil bajo el frío, pero luego se oía como el paso de un poderoso aliento que descendía de la montaña. Uno miraba los árboles, que no se movían, pero cuando volvía los ojos al río, veía que había hecho crujir su vieja piel y que una placa de carne nueva, negra y sensible, cabrilleaba entre los hielos. Luego el agua se empañaba de hielo, porque el frío seguía siendo intenso. Pero ahora eran verdaderos estremecimientos que, a veces, arrojaban en los campos grandes témpanos, y éstos empezaban a brillar y a llamear, se extinguían cuando pasaba una nube y luego echaban de nuevo grandes llamaradas frías bajo la luz del sol. A lo largo de las riberas, allí donde el río había podido frotarse contra los árboles duros, ya se veía una larga franja de agua negra y libre, que saboreaba el aire y ya no se helaba: sólo mostraba enfado con las olas y el muaré de la gran corriente que la trabajaba por debajo. Para ver como se movía el río ya no era necesario acecharlo como una comadreja que aparenta estar dormida. El río ya no se reprimía. Incluso se complacía excesivamente en hacer ruido y, a veces, crujía de un extremo a otro, tan sólo para levantar un poco su dorso helado y luego dejarlo caer de nuevo. Entonces el agua libre de las orillas subía a los campos y, a fuerza de lamer la nieve, había hecho aparecer el antiguo rostro de la tierra, el rostro que los hombres habían olvidado, el rostro de piel áspera. Incluso hubo un día de lluvia. Pareció muy breve con su ruido nuevo. Las tejas cantaban y los arroyos restallaban en las callejuelas en pendiente con sus correas nuevas. El cielo entero zumbaba con el rumor de un viento algo
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pesado, que con el vaivén de la lluvia hacía cantar los sombríos valles de la montaña y la lira agria de los bosques desnudos. Aquel día, el río creció con salvaje alegría. Lleno Lleno de sordos sordos truenos truenos,, onduló onduló bruscam bruscament ente e arranca arrancando ndo sauces sauces y derrib derribando ando álamos lejos de su cauce habitual. Sacudió el bosque de Villevieille. Lanzó contra la curtiduría de Delphine Mélitta una ola tan alta como un hombre, henchida de casquijo y de hielos, que se rompió contra los muros. Los curtidores corrían por la nieve con sus gruesas botas de cuero. Del fondo del país bajo ascendió el lamento de las colinas: el río las estrechaba para aplastarlas. De la escarpada pared del arca llegaron los pájaros. Revolotearon por encima de la ciudad con sus alas cargadas de lluvia y tan limpias que eran visibles todos los colores de sus plumas. Subieron hasta tocar las nubes y contemplaron toda la región. Desde lo alto podían ver el conjunto del Rebeillard bajo la lluvia. Hablaron entre sí de lo que veían. Pero uno, que debía ser un verderón macho, se lanzó hacia las montañas y desapareció entre las nubes. Regresó velozmente y, sin verlo, se oyó como gritaba entre la bruma. Atravesó el círculo de pájaros como una piedra y todos le siguieron hacia las escarpaduras del arca. El cielo se quedó vacío con su lluvia. lluvia. Además, la lluvia cesó al borde de la noche. Al llegar la mañana siguiente todo estaba silencioso y cubierto de hielo. Pero el sol no volvió a brillar. El cielo permaneció cenagoso y vivo. Por encima de la tierra inmóvil, del río herido de frío y que ya no tenía sino la fuerza de gemir suavemente contra la arena de sus golfos, el cielo movido por un terrible jadeo alzaba y bajaba su pecho de nubes. Pesadas brumas se arrastraban a veces durante todo el día a ras de las hierbas. Otras veces las nubes eran tan altas, tan lejanas, que a través de su carne transparente se podía ver el sol como un corazón que cumpliera allá arriba su función de impulsor de la sangre. Ya no era necesario el uso de los antifaces de seda negra. La nieve ya no cegaba. En medio de los blandos campos se veía ahora a hombres con el rostro descubierto, cuyo mentón, boca y mejillas aparecían tostados por el sol, mientras la frente y el contorno de los ojos eran pálidos. Aquellos hombres observaban el tiempo con gozosa inquietud. Ya no se veían las montañas. Se hallaban cubiertas por una densa bruma que descendía hasta sus pies. —Ya no se ve tu barco —dijo Antonio—; se ha marchado. En efecto, por el lado de las montañas sólo se veía al pie de la niebla una línea de abetos como si fueran el lindero de un gran bosque que se extendiera por la llanura. Matelot se acercó a mirar por la ventana. Desde que el tiempo se abonanzaba, Matelot experimentaba alegrías, cóleras y desalientos desesperados, tan bruscos como el viento. Cien veces había dicho: «Abre la puerta y vámonos. Junie me espera en nuestro bosque. Sí, me espera; vámonos y a freír espárragos ese Maudru.» Entonces era preciso decirle: «Quieres echarlo todo a perder. Ahora, cuando tanto hemos logrado esperando, no ves que ellos nos están aguardando ahí fuera. Eso es precisamente lo que ellos quieren. Quédate aquí. Cuando llegue la primavera, y los caminos y el agua vuelvan a ser libres, veremos lo que hacemos.» —¿La primavera? —replicaba Matelot. (Se volvía hacia las montañas y, encima de la bruma, en un claro del cielo, divisaba el ventisquero cuadrado de Ferrand, como un sobr sobrej ejua uane nete te de mesa mesana na.) .) —Vam —Vamos os —s —sus uspi pira raba ba—, —, el dest destin ino o es el dest destin ino. o. Esperemos. Sólo una cosa me fastidia: que la pobre Junie esté sola. Sí, tenéis razón,
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esperemos. En el fondo, lo que me complace es que los sacaremos de aquí, a mi mellizo y a su mujer. Sí os sacaremos de esta prisión, no temáis, hijos míos. Por lo menos que yo sirva alguna vez para algo. Y contemplaba la bruma que iba ascendiendo poco a poco. Ahora ocultaba la alta vela de proa. Ya no se veía más que bruma, pero henchida por el gran navío inmóvil inmóvil que aguardaba al pasajero. —Ya no se ve nada—dijo Antonio—. Mira. Parecía como si las montañas hubieran sido igualadas. El bosque de abetos se extendía sobre una llanura nueva como el oleaje negro sobre el mar. —Sí —dijo Matelot. »Una vez —añadió— habíamos doblado el cabo de Hornos y subíamos hacia la isla de las Cabras. Era un tiempo como el de hoy. Todos teníamos hambre de limones. Hacía meses que sólo comíamos salazones... —Siempre tu mar —dijo Antonio. —Es una necesidad —repuso Matelot. —Antes nunca me hablaste del mar —dijo Antonio—. Y no nos faltaba tiempo para ello. Pero nunca me dijiste ni una palabra. —Siempre ocurre lo mismo —dijo Matelot con una sonrisa gris—; cuando andas muy lejos de embarcarte, te abstienes cuidadosamente de hablar de la mar, pero en cuanto te hallas sobre la pasarela, pasarela, entonces sí que hablas de ella. Te digo que aquel día avanzábamos avanzábamos hacia la isla y teníamos hambre de limones. Navegábamos Navegábamos a poca velocidad. Todo el horizonte aparecía cerrado. Yo daba vueltas al jak. Entonces, en un momento en que era el único que miraba a popa, vi pasar sobre nuestra estela, como un pájaro, un gran velero con todo el velamen desplegado, desde el foque hasta el gallardete. »... Era el «Grace Harwar», de Greenock, que surgía de entre la bruma con un leve rumor de agua. Le faltó tan sólo el ancho de una mano para embestirnos. —Escucha —dijo Antonio. Fuera se oía un ruido nuevo. El país entero lo escuchaba en su inmóvil silencio. —Abre la ventana —dijo Matelot. El aire era tibio. Al otro lado de la bruma se oía una cascada en la montaña. ¡El agua libre! —Esta vez —dijo Antonio— es la primavera. —La primavera —repitió Antonio bajando la escalera—. ¿La primavera... ? Era amargo de decir. De pronto había sido consciente consciente de su soledad. soledad. Clara no había venido. Careciendo de noticias del hombre de Nibles, no se podía saber con plena seguridad. Pero, por lo menos, Clara habría podido mandarle noticias suyas. No, todo había terminado. Y además, en el fondo, existía aquello en lo que Antonio nunca había pensado y era que Clara había estado una vez encinta. Entonces, el otro. O bien un tercero. No, todo había terminado. La veía de nuevo en su imaginación. No, se había acabado. Clara estaba allí, a su lado, podía tocarla, verla, oírla como bajaba la escalera con él. No. Las mimbreras florecidas, los aguazales sobre el río en una mañana clara, las nubes de ruiseñores, los peces que saltan por encima del agua. ¡La primavera! ¡La primavera! Subió de nuevo a la habitación de Matelot. —Dijimos que nos embriagaríamos —dijo al entrar.
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—Lo estaba pensando —repuso Matelot. Salieron por la portezuela de detrás que daba sobre las ruinas. Habían atravesado toda la casa con los pies descalzos. Toussaint se hallaba con sus enfermos. Desde que se había anunciado la primavera por los primeros estremecimientos del río, Toussaint Toussaint estaba abrumado de enfermos. enfermos. Gina cantaba a media voz en la habitación del mellizo. Este debía estar acostado en la cama. —Cui —Cuida dado do —dijo dijo Ant Antonio onio cerr cerra ando ndo la puer puertta con con movi movim mient ientos os de gato— ato—.. Quedémonos aquí un momento. Se hallaban ocultos por un enorme laurel, en parte cubierto todavía de nieve. Era mediada la tarde. —No creo que por este lado nos arriesguemos mucho. Como sobre todo esperan vernos salir a los cuatro con armas y equipajes, es la puerta de la callejuela la que ellos vigilan. En el fondo, les importa un comino que vayamos a la ciudad. ¿Qué puede cambiar esto? —Parece que no hay nadie por aquí —dijo Matelot. —Ven —le dijo Antonio. Se dejó caer al fondo de un largo canal cisterna, cisterna, vacío y a cielo abierto. abierto. Al final de él, la pared derrumbada daba paso al flanco de un sótano. —No enciendas —dijo Antonio—; eso sólo dura un momento; tantea con el pie. ¿Ya estás en la escalera? Sígueme. Al final de tres anchos peldaños de una escalera que q ue giraba, girab a, se llegaba, en efecto, a un lugar más iluminado; iluminado; después crecía crecía aún la luz, y por fin se alcanzaba alcanzaba el extremo de un largo corredor iluminado por diez ventanas que se abrían frente a la ciudad. A la sombra de aquellos balcones de piedra, en el corredor, era fácil comprender que uno se hallaba en el castillo de los obispos. —No obstante obstante —dijo Antonio— Antonio—,, la última vez había había un hombre aquí. Ignoro Ignoro si nos espiaba o si tan sólo estaba aquí de paso. Lo vi ahí, junto a la tercera ventana, ados adosad ado o al muro muro,, junt junto o a aque aquelllla a plac placa a de hied hiedra ra con con la que que se conf confun undí día. a. Permanecía tan inmóvil como ahora nosotros. Debió oírme. Pero hoy no hay nadie. Ven. Al final del corredor, la escalera los dejó al nivel de las callejuelas, c allejuelas, pero descendieron a mayor profundidad en un sótano reventado. —Todas estas casas muertas se comunican —dijo Antonio. Ahora el ruido de la cascada llenaba el cielo. Todo permanecía aún inmóvil, pero todo escuchaba y, en el fondo del silencio, ya se oían unos rumores confusos como si un hombre dormido comenzara a moverse y a resoplar al borde de su sueño. Por encima de ellos, en la callejuela, alguien pasó corriendo. —Una mujer —dijo Antonio. Oyeron el rumor de sus faldas. Se detuvieron en medio de una hilera de sótanos, medio derruidos, que descendían por la ladera de la colina. Al final, la luz del día era como una luna. Unas mujeres cantaban. Se oía correr. Luego una mujer gritaba con un grito mecido en el aire como el canto de un pájaro que vuela. Después gritaba con un largo grito inmóvil y todas las mujeres empezaban a cantar. Un golpe sordo sacudió la tierra; un batán empezó a golpear con mucha rapidez, como alocado, pero luego se oyó rechinar el gran freno de acero y el batán se detuvo.
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—Hay demasiada agua —dijo Matelot— y no pueden ponerlo en marcha, lo intentan. A medida que descendían por debajo de la ciudad baja, oían cada vez con mayor fuerza la vida que se había despertado arriba. El largo túnel de los sótanos desembocaba en el patio de una casa. Salieron. Un curtidor desataba fardos de pieles de buey. Una mujer jugaba con la pelota de su hijita. Saltaba sobre un pie sobre el otro, daba media vuelta, se revolvía, tocaba la pelota con una mano, con la otra. Su moño se había deshecho sobre su espalda. Por la calle pasaban grandes jirones de niebla empujada por el viento y, de vez en cuando, muchachas que corrían perseguidas por los muchachos. Las muchachas se refugiaban en los corredores de las casas. Gritaban cuando el muchacho las atrapaba, pero se callaban en seguida porque el otro aprovechaba oscuridad para besarlas. Así ambos veían de pronto, en la oscuridad del corredor, cómo sus dos rostros curtidos por el sol de invierno, sus frentes pálidas, sus ojos inquietos de primavera, se acercaban y se tocaban como dos simientes en lo hondo de tierra. Mientras tanto, las otras muchachas, que se habían quedado en la calle, empezaban a cantar. Sabían que los de dentro estaban besándose. Por eso cantaban, tal era el juego. —No iremos «Al estorbo» —dijo Antonio—. Hoy habrá demasiada gente. —Mejor sería un rincón tranquilo —dijo Matelot. —Difícil de hallar —dijo Antonio—, sobre todo a causa de eso. Tendió su dedo en la dirección del río. Un rugido ininterrumpido llegaba a través de las casas del borde del agua, las callejuelas en escalera, los pasos abovedados. El río galopaba a plena pezuña. —A mí, por el contrario —dijo Matelot—, eso me tranquiliza, me descansa. Ves — añadió señalando la bruma baja que se lanzaba contra el álamo de la plaza de los huevos, se partía allí en dos, iba a dar grandes y muelles golpes en las proas de lo tejados y resurgía como brumazones perdidas—, el movimiento de las cosas me tonifica. —Curioso —dijo Antonio—, a mí me turba. —No tenemos ya los mismos objetivos —dijo Matelot. Entraron en una pequeña taberna, alargada como madriguera de zorra y cuya luz procedía de una ancha ventana abierta en e fondo sobre el tumulto del cielo y del río. No había nadie, excepto una chiquilla enjuta de carnes y con las nalgas en forma de diente de ajo. La gruesa estufa estaba encendida a pleno fuego y la chiquilla iba vestida ligeramente con una corta falda y un viejo corpiño demasiado grande para ella, puesto que flotaba alrededor de su pequeño pecho. —Aguardiente —pidió Antonio. —Tráenos la botella —añadió Matelot. Fueron a sentarse junto a la ventana. Desde allí podían ver el río a la salida del puente. Los muelles estaban desiertos. Un viento brutal, que el impulso del agua arrastraba, doblaba los álamos de las riberas y levantaba nubes de cascajo en polvo. El río, inmediatamente después del puente, ahondaba sus lomos cenagosos. Estaba hecho de tierra, de témpanos de hielo, de restos de árboles, de matas de hierbas negras y, de vez en cuando, su fuerza hacía saltar sobre las riberas los grandes bloques de granito que arrastraba en el fondo de sus aguas. Se oían rugir todos los afluentes de la montaña. En un rápido agujero de la niebla,
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Antonio divisó más de cien cascadas vivas a lo largo de las paredes de roca cortadas a pico. La chiquilla trajo el aguardiente. —¿Cómo te llamas? —le preguntó Antonio. —La Bioque. —¿Estás sola? —Mi madre ha salido. Acababa de adornar su corpiño con una rosa de papel. Matelot empujó suavemente hacia la botella su gran vaso. —Es bueno este ruido —dijo mirando a través de los vidrios. Con todos los dedos, Antonio se atusó el rubio bigote. El primer vaso de alcohol acababa de suscitar su deseo. Se sentía el cuerpo cálido y descansado. —Eso se mueve —dijo Matelot señalando el río—. Quizá... —¿Quizá que? —le interrumpió Antonio. —¿Por quién me tomas? —replicó Matelot. Había cuadrado sus codos al apoyarlos sobre la mesa. Tendía hacia adelante su vieja cabeza cubierta de arrugas bajo la corteza de su barba. —Te tomo por ti, no por otro. —Ni lo intentes —repuso Matelot—; conozco bien mi cuenta. Eso no me da miedo. ¿Crees que la muerte me asusta? (Pasó la mano por encima de la mesa.) ¡Polvo! Una cosa —dijo alzando un dedo—, si no la dijera mentiría: llevarlos a ambos a Nibles, él y la muchacha, ver de nuevo a Junie y luego: ¡presente! Eso es todo. Vosotros, en cambio, tenéis vuestros modales ¿Creéis que no os veo? El otro allá arriba con sus hierbas. La muerte, la muerte, todos sabemos que la muerte viene. No, yo sólo pido un poco de tiempo, poca cosa. Ponerlos en libertad para verlos iniciar la vida como es debido. Eso es todo. Y luego Junie. Pero nada más. —Yo, en cambio, en seguida —dijo Antonio—. Y luego ¡mierda! —Echa de beber —dijo Matelot. »He dicho "quizás"—añadió Matelot—. Veo el despertar, eso me despierta. —En seguida —dijo Antonio—, en seguida. Palmarla de golpe, aquí, sentado en mi silla. ¿Para qué sirve vivir? —Ya te lo digo. —Para ti sí, pero ¿para mí? Y aún así —dijo Antonio poniendo los puños sobre la mesa—. Después tú dices «presente» y eso a mí me da lo mismo. Tú dices: «Saco a mi mellizo de aquí, veo a Junie y después no me importa morir». Ya ves. —Tampoco me importaría quedarme —dijo Matelot con suavidad—..Echa de beber. Para ti también. —No lo olvido —dijo Antonio. Los buitres habían bajado de la montaña. Revoloteaban por encima de los remolinos del río. —¿Qué hago yo aquí, en la tierra? —preguntó Antonio. Bebió. —Eso aún vale la pena, pero de otro modo; escucha. Adelantó su escabel y se instaló con los brazos encima de la mesa. Lamió su bigote. —Muchas otras cosas valen asimismo la pena —dijo Matelot—, ya lo sabes. Eso, si quieres, en un día como hoy...
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Tocó la botella. El puente acababa de librarse de todos los hielos acumulados que lo obstruían y el río gritaba como un loco. —Nada —dijo Antonio—, nada (alzó su vaso); eso vale todavía porque somos demasiado cobardes. Eso es Demasiado. Todos. ¿Qué hacemos? Sí, los hay que tienen suerte. ¿Pero yo? Siempre solo. Durante un momento estuvo escuchando el tumulto de fuera —Que todo eso se despierte o no, me importa un comino Eso está a un lado, yo en el otro. Eso sigue su curso. Yo el mío Siempre es así. ¿Qué puedo esperar? Desde que miro, y escucho, y oigo, todo lo he visto y oído. Se acabó. Luego vertió vino en su vaso, inclinando levemente la cabeza para ver si lo llenaba hasta el borde. —Hablas de tu cuenta —añadió— y la cuenta se hace rápidamente. (Abrió sus manos vacías.) Nada, esa es mi parte. Entonces, ¿qué quieres responder al que te dice: «Ya estoy harto» ¿No es verdad? ¿Quién le obliga? —Es extraño —dijo Matelot pasándose la mano por la barba —¿Qué? —Te creía... La chiquilla se había quedado junto a la estufa. De vez en cuando rizaba con la punta del dedo la rosa de papel de su corpiño. Se miraba arrugando el mentón y luego cubría con la falda sus piernas desnudas. Se hallaba acurrucada sobre su silla, con los pies en los barrotes y las manos juntas sobre las rodillas Abría las manos y se alisaba los muslos. Finalmente saltó de la silla y corrió hacia la cocina. —Te creía de mayor aplomo —dijo Matelot. —Tengo el aplomo de todos —repuso Antonio—. ¿Qué crees que has hecho, tú? —¡Bueno! —exclamó Matelot levantando la mano—. No gran cosa. Echa de beber. Antonio adelantó el rostro hacia Matelot. —Acércate, que voy a hablarte. Bajo sus pesados párpados, sólo se le veía un hilillo de ojos. El peso del alcohol hacía descender las comisuras de su boca. —Nada —dijo—. ¿Quieres que te lo diga? ¡Mujer! Suele creerse que eso puede hacer... (con su gruesa mano hizo lentamente el gesto de atrapar una mosca); he aquí lo que eso hace. Más animal que antes. Y yo también. No logramos hacernos comprender por los demás. ¿Comprendes? Nunca nada, nunca nada de lo que teníamos; lo mejor, nunca lograrás hacerlo comprender. No existen palabras (resolló profundamente por la nariz arrugando todo su rostro); eso debería respirarse como un olor. ¡Ah, no!. Es inútil que tengas mujer e hijo, tú siempre estás solo. El mundo no es nada. Se echó atrás sobre el respaldo de su silla. Su cabeza con los ojos cerrados flotaba. —¡Dios mío? —dijo entre sus dientes cerrados—; ardo en deseos de romperle la cara a alguien. El ruido de una guitarra le hizo abrir los ojos. La chiquilla había regresado y se había sentado de nuevo en su silla. Sobre las rodillas y en los brazos tenia una gruesa guitarra de hombre. La acariciaba con la mano como si fuese una hermana mayor. Rasgueaba las notas bajas siempre a la misma cadencia y el ruido del río, el ruido de las mujeres que corrían por la calle, el relincho de los caballos libres y del viento cantaban a su alrededor.
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Ahora, poco a poco, todo cobraba cuerpo y se hacía música. La noche había descendido sobre Villevieille. Los niños corrían por la ciudad agitando sus antorchas de espliego seco. Cierta fosforescencia lívida daba aspecto aceitoso a los saltos del río y sus rodeos iluminaban a lo lejos la llanura como lunas. Todo el tibio cielo se asomaba en la ventana. Se oía vivir la tierra de las colinas desembarazadas de hielo, y lejos, arriba en la montaña, las avalanchas retumbaban apartando la niebla y salpicando la noche con grandes relámpagos redondos como ruedas. Matelot miraba ante él. Llevaba el compás golpeando la mesa con la palma de la mano. —¿Qué tocas? —preguntó Antonio. —Tristezas —respondió la chiquilla. —¿Qué es eso? —Nada, lo invento. —Hazme bailar—dijo Antonio. —Ven. Antonio se levantó. Con una patada se desembarazó de su silla. Se sentía con el corazón furioso y el cuerpo entorpecido por la bebida. Dio dos pasos extendiendo los brazos. —¡Hurra! —gritó Matelot. Y empezó a golpear la mesa con ambas manos. —Baila de todo corazón. En los labios de Antonio apareció una breve sonrisa gris. —¡Oh, mi corazón entero está en el baile! —repuso Antonio—; ¡oh, sí! Separó los brazos en cruz. Adelantó el pie derecho, luego el izquierdo, doblando las rodillas, después el derecho, después el izquierdo. Se arrodillaba suavemente sobre el aire a cada paso, inclinaba la cabeza hacia adelante. Ofrecía sus brazos abiertos. Sus gruesos zapatos gritaban. Paso a paso, entre los rasgueos de la guitarra y los sombríos contragolpes dados en la mesa, se acercó a la chiquilla. Se quedó allí, pateando casi sin gestos: pequeños pliegues de las rodillas, secos en la cadencia, estremecimientos de los brazos, sin que las manos apenas se movieran, una suave ondulación del largo cuerpo ardiente, como tronco de árbol que ha tocado el centro del remolino. Ya casi no se veía. La chiquilla seguía tocando, inclinada sobre su guitarra, sacudida por su música. Sólo se veían sus largos cabellos brillantes y su blanca mano que bailaba ante el hombre sobre las cuerdas oscuras. Matelot abrió la ventana. El fragor del río llegó hasta ellos, junto con espesos brumazones y un viento tibio. Antonio dio tres vueltas sobre sí mismo y luego se dejó llevar a través de la sala en el orbe del torbellino. Los clavos de sus zapatos rechinaban sobre las losas como la alondra de la mañana. Abajo, en el río, pasaban grandes árboles con los brazos abiertos. El fuego de las antorchas de espliego inundaba la calle. La chiquilla levantó la cabeza. Antonio daba vueltas. La chiquilla le miró con una amplia sonrisa y, nerviosamente, pulsó con mayor fuerza las cuerdas de la guitarra. Cada vez Antonio doblaba bruscamente las rodillas, lanzaba los brazos al aire como un hombre que se hunde en el agua, se enderezaba con sus brazos extendidos y ondulaba inclinando la cabeza como para lanzarse a un
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nuevo hoyo de música; venía luego el enervamiento de la guitarra y Antonio zozobraba arrodillado, con los brazos al aire, y con un gran suspiro lanzado con toda su fuerza. También él se reía con una risa que no se dirigía a nadie. Bailaba. Doblaba el dorso y levantaba los brazos por encima de la cabeza. Encorvaba las manos como hojas cansadas. Mientras tanto sus pies golpeaban las losas de piedra. Recobraba la cadencia enderezando el cuerpo con una ágil ondulación de correa de látigo y entonces echaba hacia atrás la cabeza como un pompón de lana. Y así seguía, doblando siempre las piernas, como si pisara la uva en un lagar. La puerta se abrió bruscamente. Una mujer entró corriendo. —Ocultadme —dijo. Se acurrucó detrás de la estufa. Temblaba toda ella de alegría, de esfuerzo, de astucia; vigilaba la calle, por la que trotaban en su persecución los muchachos con antorchas de espliego. Miró a Antonio, a Matelot y a la chiquilla, que permanecían inmóviles. Un sonido moría en la guitarra. Los muchachos pasaron por la calle agitando sus antorchas, se les oyó luego cómo se dispersaban en la plaza para buscar detrás de los corpulentos olmos. La mujer se enderezó. —Gracias —dijo. Se marchó volando como un pájaro. Antonio saltó detrás de ella persiguiéndola. La puerta quedó abierta. —Eso es —dijo la chiquilla al cabo de un momento. Afuera, era por primera vez la primavera de noche. Toda la ciudad lo sabía, todo el Rebeillard lo sabía, la tierra entera parecía saberlo. —Es el tiempo de la estrella. —El cielo. —El musgo. —El vino —dijo una muchacha negra como la noche. —¿Cómo, el vino? —Sí, la flor del vino. —Si así se quiere—dijo el muchacho. —Hace trampa —gritaron las muchachas—, y tú también, Gaubert, tú haces trampa; la flor del vino no es una estrella. —Es una estrella —afirmó el muchacho—. Ahora te toca a ti, Dorothée. —¿A mí? —Sí, a ti; di rápidamente una estrella o échate a correr. —El agua.—Señaló el río que saltaba bajo los últimos fulgores del día. —No son estrellas, sino lunas. —¿Y eso? —dijo Dorothée—, ¿no son estrellas? Los brumazones brillaban por encima del río como un camino de San Antonio. —Es el tiempo de la estrella. Ahora tú, Marie. —Los ojos. —Las lámparas. Las lámparas se encendían detrás de las ventanas.
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—Las antorchas. —Las linternas. —Yo, yo —dijo una muchacha que pateaba moviendo los puños—; no sé, no sé, sí sé, pero quiero correr. —Atrapad la estrella —gritó el muchacho y todos echaron a correr tras ella. La ciudad andaba llena de canciones, de juegos, de antorchas, de linternas. Las antorchas de espliego despedían una densa humareda, que olía a colina tibia. Las ancianas reían a carcajadas en los corredores. El río mecía su rugido en todos los ecos de la montaña. Bajo el gran cielo lleno de tumulto, el Rebeillard se estremecía como piel de yegua. Siguiendo a la mujer, Antonio se había lanzado a una calle ascendente formada por anchos escalones y bóvedas. Oía unos pasos ante él. Saltaba y ella saltaba. Subía los peldaños de dos en dos y ella hacía lo mismo, aunque riéndose. Por un momento no oyó nada. Llamó: —¡He! La mujer se quedó un momento sin contestar, pero luego se echó a reír cerca de él. Antonio se precipitó sobre ella con los brazos abiertos. Pero la mujer ya estaba saltando más arriba, de peldaño en peldaño. Tortolita, tortolita, la que sólo tiene un ala.
Toda la banda que jugaba al tiempo de la estrella desembocó en la plaza. Estaba formada por jóvenes de ambos sexos, que perseguían asimismo a una mujercita con gestos de perdiz. Esta no corría velozmente, sino que iba de un lado a otro de la calle, daba vueltas alrededor de los árboles, ahuecaba la espalda bajo las manos que querían atraparla. Se ocultó detrás de Antonio. Tiraba de él por la chaqueta. Lo empujaba. Lo hacía servir a manera de escudo contra sus perseguidores. Antonio la dejaba hacer. Tenía cinco, diez Claras a su alrededor. Todas ellas poseían unos grandes ojos menta. Veían y se reían como todas las mujeres. Olían a sudor sano y a primavera. De repente, la perdiz saltó más lejos y ellas la siguieron. La «tortolita que sólo tiene un ala» aguardaba, más lejos, bajo el reverbero. —Espera —le dijo Antonio. Y se lanzó a atraparla. La mujer dio un paso en falso al querer huir y Antonio cayó sobre ella. La abrazó con ambos brazos. Toda la primavera de la noche entró en él. Pero ya la mujer corría hacia las calles inundadas por la luz de las antorchas. El cielo era pesado, blando, sin estrellas, sin fulgores, tan bajo sobre la tierra que se desgarraba en los árboles. La noche ya se había renovado. Olía a lluvia tibia y se había hecho humana y sensible. En cuanto hubo tocado a la mujer con sus brazos y su pecho, Antonio se quedó por un momento inmóvil, embargado por el gran conocimiento de su amargura al hallarse sin razón en medio de la renovación del mundo. Luego echó a correr. La tortolita acababa de penetrar en la calle luminosa. Se había vuelto para ver si Antonio la seguía. La seguía efectivamente y gritó: —¡Clara!
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Respiraba profundamente aquella noche pegajosa, densa de futuros como una simiente de animales. Ahora veía mejor a la mujer: sus espaldas, sus caderas, cuya huida podría detener si apoyaba en ellas las manos y apretaba con firmeza, los movimientos de su carrera, de su huida y, cuando ella se volvía para mirarlo, aquel movimiento que era amor. Pero aquí era más difícil atraparla, porque la calle estaba llena de gente que descendía hacia la plaza de los muelles, donde tenían que quemar el mayo de paja. Era imposible correr. Ahora andaban a cuatro o cinco metros uno del otro, separados por grupos de curtidores, de boyeros, de comadres y de chiquillas. De vez en cuando, Antonio empujaba con el hombro y se deslizaba entre dos hombres para así avanzar unos pasos. Delante de él veía las caderas que se movían, el cuerpo vibrante de huida y de impulso contenido, aquel cuerpo que él hubiese querido detener y abrazar plenamente con ambos brazos. Pero también ella procuraba avanzar deslizándose entre los grupos de gente. De vez en cuando volvía la cabeza para ver la distancia que los separaba; al mismo tiempo miraba a Antonio y le sonreía, porque lo veía allí, en medio de los hombres, con su alta estatura, su hermoso rostro aun joven y su blando bigote de oro. Así Antonio pudo ver los ojos de la mujer. Debían ser de un azul muy oscuro o bien color violeta. A la luz de las antorchas parecían negros, pero con reflejos y fulgores. Antonio no buscaba en aquella mujer sino los lugares de presa, los lugares de aquel cuerpo que él podría agarrar y tener en sus manos. Pero, cada vez que ella le miraba, experimentaba de pronto una gran ternura en medio de su fuerza y su deseo. En la plaza de los muelles, el aullido del río golpeaba a los hombres en pleno rostro. No faltaban razones para sentirse grave e inquieto. Las aguas no habían dejado de subir durante todo el día. Los témpanos de hielo se trituraban al dar contra la clave de bóveda del puente. A veces, por encima del muelle, el borde lívido de una ola brillaba como el dorso de un pez. Las mujeres miraban miedosamente esta gravedad y esta preocupación en el rostro de los hombres. El gran amor se preparaba. Los boyeros de Maudru habían dejado en medio de la plaza la madre del trigo. Era una enorme gavilla de viejo trigo, con la paja casi negra y todavía con su cabellera rubia. La vieja gavilla, formada con todos los últimos haces de los campos, la habían vestido con tres faldas de mujer y un grueso muñón de avena, y ahora se hallaba allí, encinta del trabajo de los hombres, con su vientre henchido de granos, sus senos de paja y su vieja cabeza de espigas. Los toros de las yuntas la husmeaban y con sus pezuñas golpeaban el lodo. Hacían chirriar los yugos al sacudir sus cuellos de bronce. Intentaban apartarse para huir arrastrando consigo las carretas. Antonio se detuvo. Un boyero había cogido una antorcha de espliego. Levantó las faldas de la madre del trigo. Empezó a hacerle el amor con su antorcha llameante y de pronto la madre del trigo se incendió. El ronquido de las llamas, el chisporroteo de las espigas que estallaban y el gemido de la paja encerrada en las faldas ahogaron los aullidos del río. La luz se extendió bajo el cielo como una mies madura. Los hombres gritaban: —¡Trigo del fuego! ¡Trigo del fuego! La mujer de paja se retorcía sobre la hoguera de su vientre. Antonio se acercó a la mujer de carne, a la mujer que era posible coger por la nuca clara bajo los cabellos negros. Ella comprendió que Antonio venía hacia ella. Dio dos pasos a un lado, como en el baile. Antonio hizo lo mismo. Ella avanzó, Antonio
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avanzó. Un remolino del gentío la llevó hacia los olmos. Antonio se deslizó hacia los olmos. Ella se hallaba fuera de la multitud, en la raya de lo oscuro. Antonio se dirigió hacia ella. Ella lo esperaba y corrió reculando. —Te atraparé —le dijo Antonio. —Si —contestó la mujer. Y ambos se lanzaron hacia las callejuelas llenas de oscuridad. Matelot escuchaba el río y la gran primavera de noche desencadenada en el cielo. Además del aguardiente, acababa de beberse dos cuartillos de vino rojo, uno tras otro, solo frente al fantasma de su mar. Tenía la cabeza llena del rumor de las olas y de las velas y, de vez en cuando, arqueaba el cuerpo, cerraba los puños, tiraba con ambos brazos de una larga cuerda llena de espinas para una maniobra ilusoria. Un fulgor inflamó el cielo. —¿Qué es eso? —preguntó. —Están quemando el mayo —contestó la chiquilla. Matelot miró la puerta abierta y la silla vacía. —¿No ha regresado? —No regresará —dijo la chiquilla. Cuando hablaba, la guitarra temblaba sobre sus rodillas, y ella hablaba asimismo sola, con su propia voz. Luego iba extinguiéndose, hasta que nada se oía. —¿Cuánto te debo? —le preguntó Matelot. —Noventa sueldos por vuestra parte. —Pago las dos partes —dijo Matelot. —Entonces, un escudo. Matelot sacó del bolsillo un puñado de monedas y de calderilla. —Busca tu cuenta —dijo. Y presentó el dinero extendido sobre la palma de su mano. Anudó las otras monedas en su pañuelo. —Ante todo el orden —dijo. Alzó un dedo en el aire e intentó sonreír para hacerle comprender la malicia de sus palabras. Bajo su lengua sentía el olor salado del mar. —¿Será pues la hora?—dijo —De irse a dormir—contestó la chiquilla. —Sí —repuso Matelot—, dame tu mano, hijita. Ella le tendió la mano y Matelot la sopesó en la suya. —No es pesada —dijo—. Y ahora, adiós. —Adiós —dijo la chiquilla—. ¿Volveréis otro día? —No —respondió Matelot—. Esta noche me embarco. Salió. La gente regresaba de la quema del mayo. La noche olía ahora a paja quemada. Unos reflejos encarnados se arrastraban por el cielo. «Es extraño, se dijo. Son esas cosas las que uno echa de menos. Esas manos son pequeñas, están hechas de nada y, sin embargo, son fuertes como un búfalo. Sigue recto hacia adelante, Matelot. No te inclines tanto a la izquierda» Por entre sus párpados medio cerrados miraba a la gente que pasaba a su vera, a los hombres y mujeres que, cansados por fin de juegos, regresaban a sus casas para acostarse. Por grupos de cuatro o cinco, cogidos del brazo, los boyeros de Maudru se
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iban «Al estorbo». «Lo que no es óbice, siguió diciéndose Matelot, para que sea como todas las partidas. Siempre es lo mismo. Uno ha partido cien veces, pero es como si nunca se hubiera marchado. Siempre tiene que hacerlo de nuevo. Sobre la tierra es distinto. Uno se va, luego regresa, los pies tienen sobre qué apoyarse, la tierra los sostiene.» Se repitió quedamente: «La tierra los sostiene. Sí, pero ¿y sin la tierra?. Esta es la cuestión. Aquí te quiero ver, amigo», se dijo. Siguió andando sin pensar ya en nada, vacío y ligero. De vez en cuando oía silbar el viento en las jarcias y restallar las grandes velas. Los cascos de unos buques gemían. Olían a madera de abeto. Un ancho puerto cabrilleaba a su alrededor. «Se diría que en la tierra se da como un reflujo». Se sentía atraído hacia adelante, hacia los muelles de partida; ya tenía bajo sus pies el flexible balanceo de la pasarela. —Cuando es necesario marcharse, uno se marcha —dijo—. Sí, ahí queda la casa. No hay que pensar demasiado. No debería haber tocado la mano de la chiquilla. Pero ha sido más fuerte que yo. Tiene pequeñas pieles entre los dedos, débiles como palmas de pato. Es muelle, pero fuerte como un búfalo. Qué extraño que estemos así de agarrados a la tierra. —Sí, patrón, allá voy —dijo al cabo de un momento. Acababa de entrar en una zona de sombra y de silencio. Ya no se oía el ruido del río, ni los gestos y olores de la primavera, pero a ras de tierra se percibía el suave roce de las olas dormidas. Matelot cantaba: Sobre el mar no hay seto alguno, ni hay tampoco en él tabernas, sólo hay la muerte en toda cosa. No hay la menor sombra de mi país, sólo hay la sombra para el olvido, sólo hay la ruta infinita. No hay la menor comodidad o reposo, no hay la menor diversión o entretenimiento, ni árboles verdes, ni olmeda alguna, sólo hay el agua siempre igual a sí misma .
Dos boyeros, uno negro y el otro velludo, se hallaban a la puerta de «Al estorbo». —¿Ese de ahí arriba?—dijeron... Miraban a Matelot que subía penosamente hacia la ciudad alta. Matelot cantaba: ¡Ah, capitán! Si quisieras escucharme...
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—Está solo—añadió el boyero negro. De repente, al doblar la esquina de la calle, Matelot se encontró ante la montaña. El viento de la noche la había descubierto por completo. Todos los ventisqueros se estremecían. A pesar del fuerte viento, el navío de la muerte llevaba desplegadas todas sus velas hasta lo alto del cielo, como una montaña. —aquí estás —gritó Matelot levantando los brazos. En aquel momento le apuñalaron por la espalda. —¿Dónde estás? —gritó Antonio. La mujer había desaparecido. Se había deslizado detrás de un muro en el momento en que él iba a cogerla y así se había extinguido. Antonio miró a su alrededor. Se hallaba en la plaza de la iglesia. De pronto algo le dijo: «Márchate, márchate, vete ahí arriba, vete a ver eso. Vete a verlo» Y de repente se sintió enfermo de esperanza, como si un gran pájaro hubiese empezado a aletear en su pecho, golpeando su corazón y su hígado. Avanzó unos pasos. Se hallaba justo al pie de la callejuela que ascendía hasta la casa de Toussaint Era un viejo trineo de invierno, al que habían puesto unas ruedas. El caballo todavía jadeaba. Al moverse, se sentía su cálido sudor. Acababa de llegar. —¡El hombre de Nibles! Hacía tanto tiempo que pensaba en aquel trineo, que lo hubiera reconocido entre mil, incluso si lo hubiese visto pasar por el cielo a la velocidad de las estrellas. Y, bruscamente, Clara empezó a dolerle en todo el cuerpo como una ancha herida. —¡Clara! Oyó en lo alto como la puerta de Toussaint se abría para volverse a cerrar y, luego, los pasos de un hombre que bajaba por los peldaños de la callejuela. Ya no tenía fuerza. No podía mover ni su dedo meñique. Se esforzaba por respirar. —¡Ea! —dijo el hombre. —Soy yo —repuso Antonio. —Te he buscado ahí arriba. —¿Tienes noticias? —Sí. —¿Y son...? —dijo Antonio mucho después. —El niño ha muerto —dijo el hombre. Antonio respiró profundamente. —¿Y Clara? —preguntó. —Está ahí. —¿Dónde? —Ahí arriba, vino conmigo. —Gracias —dijo Antonio. Comenzó a subir lentamente la callejuela. —El camino es largo —dijo el hombre. —Sí, muy largo —repuso Antonio—. Gracias. Abrió la puerta. La casa se hallaba sumida en la oscuridad y el silencio. Antonio se quedó en el vestíbulo escuchando. Se sentía seco y abrasado. Sólo el reloj de
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péndulo seguía marcando el tiempo como de costumbre. Antonio no se atrevía a llamar ni a moverse. Con todos sus sentidos buscaba una presencia. —Yo te veo —dijo Clara desde el fondo de la noche. Antonio no podía hablar. Requería toda su fuerza para respirar, para permanecer de pie, para no tenderse sobre las losas y quedarse allí, feliz y apacible, ya que todo había ocurrido. —Me he sentido muy sola sin ti —dijo Clara. »He venido —añadió luego—, porque tú no puedes engañarme. Te veo. —¿Dónde estás? —le preguntó Antonio. —Ante ti, avanza unos pasos. Antonio avanzó a tientas en la oscuridad. Y de pronto encontró a Clara.
VI
Toussaint se despertó. El viento revolvía la noche con grandes gestos de terciopelo. Sólo en la planta baja se oían los pasos del reloj de péndulo. Encendió su bujía. Escuchó. Bien, nada se oía. No obstante, sentía la casa acongojada. La oscuridad temblaba como la arena trabajada por el agua de debajo. Fue a escuchar ante la alcoba de Matelot. Empujó la puerta. La habitación estaba vacía y la cama fría. En la de Antonio tampoco había nadie. Entonces bajó por la escalera. Andaba sin hacer ruido, con los pies desnudos sobre las losas. Alzaba la bujía por encima de su cabeza para ver más lejos ante él. Se detuvo. Al pie de la escalera vio a una mujer sentada, que le miraba con sus grandes ojos verdes, llenos de color hasta los bordes, cual hojas de menta. Tenía sobre sus rodillas la cabeza de Antonio que dormía. Parecía hallarse en uno de aquellos momentos de felicidad en los que nada se ve alrededor de uno y en sus ojos brillaba una intensa y dispersa luz. —Mujer —dijo Toussaint en voz baja. La mujer no hizo el menor gesto, sólo preguntó: —¿Quién está ahí? —¿Qué puedo decirte —repuso Toussaint con breve y amarga risa— para que sepas verdaderamente quién está ahí? —Siento que no eres de temer. Esta es la casa de los hombres buenos. Eres el segundo que oigo y no puedo decir quién es el mejor, si tú o éste que duerme sobre mis rodillas.
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Entonces Toussaint comprendió que la mujer era ciega. —¿Por qué duerme? —Me esperaba —repuso la mujer— y ahora descansa. Déjalo. Toussaint descendió poco a poco los últimos peldaños. La mujer seguía mirando hacia arriba, de donde había salido su voz. —Será preciso despertarlo —dijo. Tocó el hombro de la mujer para darle a entender que se hallaba junto a ella. —... temo que nos haya ocurrido una desgracia. ¡Antonio! —¿Qué? —Despierta. —Dime. —¿Y Matelot?. Matelot —repitió Toussaint— no se ha acostado. La bujía temblaba en su mano. —Es verdad —dijo Antonio. Se puso en pie. —Lo he dejado en un café, uno cuya ventana se abre sobre el río, en la ciudad baja. ¿No ha regresado? —No. —Voy a buscarlo. —La ciudad está llena de boyeros. —Dame mi fusil. —Yo voy contigo —dijo Clara. -~ —No sé —repuso Antonio— si seria preferible que te quedaras aquí. Quizá tendré que pelearme. —Desde ahora compartimos la buena y la mala fortuna —dijo Clara. No puedes obligarme a hacer otra cosa. Toussaint encendió la linterna. —Yo también voy con vosotros —dijo. Antonio iba delante al bajar por la calle con el fusil en la mano. Lo seguía Clara, agarrada a su chaqueta. Veinte pasos atrás venía Toussaint con la linterna. —El peligro está en aquel laurel —dijo Antonio con voz queda—. Suelen apostarse detrás de su tronco. —Detente —dijo Clara. Antonio se detuvo, con la culata en la cadera, el dedo sobre el gatillo y el fusil apuntando hacia el árbol negro. —Sigue andando—dijo Clara—; no hay nadie. Se acercaron al laurel. —Dame tu linterna —dijo Antonio. Miró el tronco del árbol. Alguien había estado emboscado allí poco antes. Los clavos de los zapatos habían herido recientemente la corteza. —Han levantado la guardia —dijo Antonio. —Sí —dijo Toussaint. Había cogido el fanal e iluminaba los rincones de oscuridad a ras de tierra. —¿Qué buscas? —Busco a Matelot. —Sigamos adelante —dijo Clara.
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Un momento después preguntó: —¿Esta calle desemboca en una plaza? —Sí. —Desconfía de la esquina. »Ahora puedes seguir adelante —dijo un momento después — no hay nadie. Toussaint los alcanzó en la plaza desierta. El cielo era terrible de ver. No se hallaba en lo alto, en su lugar acostumbrado, sino pegado a la tierra, gesticulando alrededor de la linterna. —Se habrá quedado en la taberna —dijo Antonio— y estará durmiendo sobre la mesa. —Poco probable —dijo Toussaint—. ¿Habéis bebido? —Sí. —Se habrá marchado en medio de la oscuridad. ¿Por qué lo has dejado? —No sé —contestó Antonio—; descendamos. —Deteneos —dijo Clara—y mirad a vuestro alrededor. Detrás del olmo, Matelot se hallaba tendido en el suelo, con el rostro hundido en el barro. Tenía clavado entre los hombros un largo cuchillo de descarnar. Nada podía ya intentarse. Tenía la boca llena de barro. Había sangrado por la nariz y las orejas. Su rostro no era apacible, sino que, alrededor de los ojos abiertos y de la boca torcida, aparecían las espantosas arrugas del último desespero. —Lo he dejado —dijo Antonio—, lo he dejado. —Llévalo a casa ahora —le dijo Toussaint. Y, esta vez, Antonio se sintió orgulloso de su fuerza. Podía levantar aquel cuerpo, llevarlo en brazos como un niño, hacer algo por él. Oyó que Clara le decía: —Espera que te ayude. Y le puso la mano sobre el hombro. —Me lo temía —dijo Toussaint—. Cuando he visto que no habla nadie apostado en el laurel, he pensado que ya habían dado el golpe. ¡Matelot! También para ti el RebeilIard ha sido el lugar de tu cita con la muerte. Antonio llevaba el cuerpo. «Lo he dejado, lo he dejado», se decía. Nada de bueno le quedaba ya en el mundo, excepto la manecita de Clara apoyada en su hombro. Toussaint fue el primero que cruzó el corredor y abrió la puerta de la cocina. —Déjalo aquí —dijo. —Deberíamos depositarlo sobre el canapé. —No —repuso Toussaint—; aquí, por tierra como un muerto y delante de la chimenea y las cacerolas. (Miró a su alrededor. Las enormes arrugas de su rostro estaban llenas de sombras.) La mesa, el puchero, la chimenea y él muerto: eso es lo que quiero (volvió sus ojos hacia Antonio y éste vio en aquella mirada una especie de furor del más allá de los hombres); quizá no tenemos ya mellizo: está durmiendo. Nunca sabemos lo que una mujer de gran boca puede comer en un hambre. Quiero que lo vea así, tendido en el suelo, en medio de los utensilios de la vida. Para que comprenda, si aun puede comprender. Salió. Se fue por el corredor hacia la habitación del mellizo y de Gina.
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—¿Le querías mucho? —preguntó Clara. —Era un antiguo compañero—contestó Antonio. —¿Y es por tu culpa? —Sí. —Entra —dijo Toussaint. El mellizo entró. Gina entró. —Aquí lo tenéis —dijo Toussaint. —¿Quién es?—preguntó el mellizo. —Tu padre. El mellizo se inclinó sobre d rostro manchado de sangre. —Mi padre —dijo—; ¿por qué? Miró a Antonio, a Toussaint, a Clara, y luego a su alrededor: las sillas, la chimenea, el caldero. —¿Y ahora? —dijo. De repente se desasió de Gina, que le estrechaba el brazo. Tocó el hombro de Antonio. —Ven —le dijo.
VII
Habían salido de la ciudad por el norte. Soplaba el viento. De vez en cuando, las nubes descubrían la luna; veíase entonces un erial hirsuto, todavía sucio de barro y de nieve blanda. —No tengo armas —dijo Antonio. El mellizo andaba delante a grandes pasos. —No las necesitamos —repuso. El rumor del río estaba lejos. Se oía hablar un extenso aguazal con todas sus cañas tiernas. Los dos hombres andaban todavía sobre tierra firme, pero a su vera se oía ya el roce del agua, algunos gruesos cabrilleos y, a veces, el temblor de una ola que silbaba entre los cañaverales. —¿Cuántas horas nos quedan antes de que amanezca? —preguntó el mellizo. —Cinco. —Hemos de correr un poco —dijo—. Vamos a seguir el dique, así no hallaremos obstáculos. Y empezó a trotar pesadamente, casi sin hacer ruido. Un momento después se
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abrieron las nubes. La luna iluminó una gran extensión de agua lisa, todavía cubierta en algunos lugares por islotes y juncos, pero por encima de la cual se deslizaban con toda libertad las brillantes rachas de viento. Al llegar al extremo del dique, el mellizo miró hacia abajo en el lado oscuro. Bajó hasta el agua. Antonio le oyó chapotear. «Mira si ahí arriba hay una pértiga. Por tierra». Sí. Allí estaba. —Ven. Había allí una especie de almadía bastarda, con un pequeño bordo, algo así como una barca a medias. —Esperemos a que se oculte la luna. Todavía vieron grandes olas de oscuridad, que el viento arrastraba. Los dos hombres permanecieron inmóviles. Miraban hacia las montañas. De vez en cuando percibían allá en el fondo los peñascos brillantes, las conchestas de nieve y los hielos, pero, a lo largo de las laderas de las montañas, aparecían pesadas y negras brumas, densas como bosques; a las que se veía hinchar sus enormes follajes. Era preciso esperar que el viento las cogiera y las acostara sobre el suelo. Entonces, sería la gran noche sin luna, toda ella oculta por las espesas nieblas. Por fin llegó esa oscuridad total. El viento, excesivamente cargado, flotó un momento golpeando el agua del aguazal con su olor de árbol. Todo el aguazal estaba sumido en la oscuridad. El mellizo empujó con la pértiga y comenzó a navegar. Quedaba todavía un pequeño círculo de luna sobre el agua, pero huía con toda rapidez y se extinguió lejos, al otro lado, en el momento que tocaba los abetos de las colinas. Sólo se oía el ruido de la pértiga en el agua y el deslizamiento de la barca plana. Un buen olor de cieno y de podredumbre y, luego, el denso aliento de las cañas henchidas de savia verde. Un olor animal de aves acuáticas, el plumón del fondo del nido, el olor de los grandes picos que se alimentan de freza, el olor de las anguilas negras. La huida de una rata palmeada suscitó el olor de las raíces de mimbre y luego se percibió el olor del pequeño cubil flotante donde se guarecía la cálida rata hembra. El mellizo navegaba en aguas libres. Parecía conocer bien el camino. Con regularidad cargaba sobre su pértiga. La sacaba de agua y, en el lugar en que la sacaba, se dilataba un pequeño círculo de luz lívida, cual flor de nenúfar. La pértiga brillaba, de ella se escurrían algunas gotas. El mellizo la hundía de nuevo en el agua. Todo se extinguía. Un animal acuático nadó gimiendo cerca de ellos. Olía a pez muerto y a pelo mojado. Fue a esconderse en una mata de cañas esparciendo un olor a polen y miel. Desde hacía un momento, Antonio veía a lo lejos ante ellos un pequeño punto rojo como un ascua. El mellizo navegaba hacia aquella luz. De allí les llegaba asimismo el olor de tierra pateada y de estiércol. «Es una lámpara», se dijo Antonio. Un pez saltó fuera del agua con un olor de anís y de berro. Ahora aquel lejano fulgor era una luz detrás de unas ventanas, sin duda la luz de una gran chimenea, una especie de halo escarlata, apenas palpitante, en cuyo interior unos puntos brillantes parpadeaban como estrellas y eran unas lámparas. El olor de estiércol les llegaba ahora más denso, mezclado con el olor de muros, de enlucido húmedo, de antorchas, de chamizo y de pizarra. En el cielo bajo que rozaba el agua
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flotaba un perfume de heno seco, de paja, de humo, de orina de toro, de pelajes, de sudores, de hombres. La luz pareció hundirse en la tierra y luego desapareció. Abordaron al pie de un alto talud de tierra fresca. De vez en cuando todavía se desprendían algunos terrones y caían al agua. —Espera un poco —dijo el mellizo. Saltó a la orilla y trepó por el resbaladizo ribazo. Antonio oyó cómo, al llegar a lo alto, el mellizo se echaba a tierra. Un grito algo fuerte y que se extinguía poco a poco. El jadeo del mellizo. Unos crujidos de músculos. Un pequeño gemido. Una larga respiración. El silencio. Antonio saltó. Cuando se recuperaba en lo alto del talud, la garra de un animal le arañó la mejilla. Bajó la cabeza y lanzó hacia adelante su gran mano en medio de la noche. La garra se hallaba al extremo de una larga pata rígida, inmóvil. Se levantó de un solo impulso y se arrojó sobre un cuerpo todavía caliente, blando como un odre, cubierto de pelos; su mano se deslizó sobre una lengua babosa, unos dientes fríos, una garganta que olía a carnaza. —Cállate —le dijo el mellizo. Estaba a su lado, tendido sobre la tierra. —Es el perro —añadió—. Espera un momento. Ante ellos podían ver ahora un gran cuerpo de casa. La armazón era más negra que la noche, más negra que las colinas de detrás: la luz ardía en el cuerpo principal, bajo un arco. Un enorme olor de toro, denso como argamasa, dormía a ras de los pastos. —En el fondo del prado, tres —dijo el mellizo—. Es allí donde están. La gran granja de las reses se irguió ante ellos al final de los pastos. Extendía, a derecha e izquierda, los establos de lívidas techumbres. Atravesaron un foso, una barrera de alambre de espino, unos pastos antiguos, en los que a veces la hierba estaba comida hasta la piedra; otra barrera de alambre, unos pastos algo más feraces, un foso más ancho, más profundo, lleno a medias de agua y de hierbas acuáticas, de berros y de juncos. Más allá del foso un prado. Por el olor que desprendía parecía habitado. Eran toros sarnosos, solos en la noche. Los animales se levantaron. Husmearon a los hombres, golpeando con la pezuña la tierra sorda. Hicieron crujir sus cuellos. El mellizo silbó. Los toros se tendieron de nuevo en el suelo. Ahora tropezaron con un muro. Desde el ribazo del aguazal, donde el mellizo había estrangulado al perro, hasta este primer cerco de la granja, la distancia era de un buen millar de pasos Se trataba de un muro, de algo más de un metro de altura, construido con gruesas piedras de granito. Antonio saltó. Al otro lado, sus pies se hundieron en estiércol vivo. El mellizo dijo: —Creo que es a la derecha. Un enorme hórreo negro avanzó hacia ellos, con un poderoso aliento de heno seco. Un hondo cobertizo zumbaba con los ruidos de la noche y repitió los pasos. Los dos hombres se detuvieron. El cobertizo olía a hierro y madera. En él debían guardarse las carretas nuevas. Los dos hombres se deslizaron como gatos a lo largo de una acequia de hierba, que
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conducía al pozo. Allí se detuvieron unos instantes para orientarse. Ya no veían la luz de poco antes. Habían penetrado demasiado adentro en el cuerpo de la granja. Desde allí percibían un reflejo sobre el muro de otro hórreo. No se oía el menor ruido, salvo el zumbido grave del cobertizo. —Me las pagarán —dijo el mellizo. —¿Quiénes? —Todos. »Todos —repitió de nuevo. Contemplaba el débil reflejo de la luz sobre el muro. —Unos después de otros, cada cual a su turno, cada cual según su manera de ser. Todos. Todos. Dio un puñetazo en la hierba. Estaba algo iluminado por el reflejo del muro: acurrucado como un gato, la cabeza tendida hacia delante, el mentón duro. —Es la hora —dijo. Saltó. Antonio corrió detrás de él. Desde la esquina del hórreo se abría un camino de luz hasta el soportal de la granja. Avanzaron a pasos mesurados. Veían ahora la gran ventana. El interior estaba iluminado por la chimenea y las lámparas. Seis boyeros se hallaban sentados, con los codos separados encima de la mesa de madera. Maudru, junto a la chimenea, apoyaba el rostro en la mano, con el pulgar y el índice sobre sus mejillas y la boca en la palma de la mano. Gina, vestida de luto como una montañesa, andaba de un extremo a otro. De vez en cuando hablaba. No se oía lo que decía. Nadie debía oírla, ni siquiera los que se hallaban allí dentro, que no se movían. Finalmente, un vaquero se volvió hacia Gina y empezó a responderle. Se explicaba con los gestos de la mano: debía tratarse de un dilatado país; luego levantó el brazo como para decir: «¡Rayos de Dios!» Gina se detuvo frente a él. Inmóvil, empezó a hablar al hombre. Sólo movía los labios. Debía hablar de Maladrerie, porque el boyero, a medida que ella hablaba, alzaba la mirada hacia las montañas. Gina se volvió hacia; Maudru. Parecía que le decía: «Y tú, ¿qué es lo que piensas?». Maudru no se movió. Siguió tal como estaba: con la boca sobre su mano. El mellizo los contó. —Seis, siete, ocho. —Nueve —dijo Antonio. —¿Dónde está el noveno? —Mira al fondo, junto a la puerta. Era Delphine Mélitta, siempre acicalada y coqueta, con el pequeño gorro de punto ladeado sobre sus rubios cabellos. La veían de perfil, con su frente estrecha y su fuerte mentón voluntarioso. —Quedan dos hombres por establo —dijo el mellizo. Se acercó a Antonio. —Primero vas a seguirme, luego obrarás por tu cuenta sin preocuparte de mí. —Debo preocuparme de ti—repuso Antonio. —Te digo... —Te digo que nadie me da órdenes, a mí —le interrumpió Antonio. Oyó al mellizo que rechinaba de dientes como un oso. —Anda —le dijo Antonio—, yo te seguiré; después ya veremos.
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Por ambos lados del cuerpo principal de la granja se extendían los establos: cinco a la derecha y siete a la izquierda. —Empecemos por el primero —dijo el mellizo. Miró por la gatera. Era lo que pensaba: el fanal, los toros libres, los dos hombres acostados. Mejor de lo que pensaba: habían echado paja fresca y la paja de los lechos era nueva. Descorrió poco a poco el pestillo de la cerradura. Abrió la puerta. Era una alta nave, cubierta por caballetes de vigas, dispuesto como el esternón de un ave. Un fanal junto a los hombres dormidos, una especie de lámpara para las tempestades, con un enorme vientre de petróleo. El mellizo se acercó a los hombres. Con toda su fuerza les golpeó bajo el mentón. Uno, sin moverse, empezó a sangrar por la nariz. El otro levantó el brazo y luego lo dejó caer. —Vamos a sacarlos fuera. —Lejos de los establos —dijo el mellizo en la oscuridad Los ocultaron en un recodo del muro que rodeaba la granja, cerca del pozo. El mellizo tocó el hombro de Antonio. —A esos dos, el sueño va a durarles un buen cuarto de hora —Quizá más —dijo Antonio. Había transportado al que sangraba por la nariz y tenía las manos manchadas de sangre. —Sí, quizá más —repuso el mellizo—; pero dentro de un cuarto de hora podrán despertarse sin más. Entraron de nuevo en el establo. El mellizo revolvió el baúl de los boyeros, del que sacó dos chaquetas de cuero marcadas con una M. —Pongámonos esto —dijo—; siempre nos ocultará un poco. Se encasquetó un gorro sobre sus cabellos rojos. —Y ahora... —dijo. De vez en cuando el mellizo decía: «Y ahora...» Aquello había empezado al salir de Villevieille. Se lo decía a sí mismo, como si llegara al final de un gesto que lo lanzaba a otro gesto, el cual a su vez lo lanzaba hacia su venganza, siempre progresando en un hermoso orden, en el que, estando todo previsto, nada podía fallar. —Y ahora —No se apresuraba. Sólo temblaba levemente—. Y ahora... Avanzó por en medio de las reses tendidas en el suelo. —¡Oh, carne de buey! —dijo—, por ti lo hago. Los animales parecían conocerlo. Acarició la cruz de un toro de cuernos claros. Golpeó suavemente con el pie el flanco de un toro rojizo. —¡Ea! —dijo a los bueyes—, ¡levantaos! Se produjo un ruido suave y leve, porque las reses se levantaban tan sólo y luego, llenas aún de sueño, permanecían plantadas sobre sus patas. Miraban al mellizo. Este iba de una a otra y les hablaba en voz baja. «¿Qué va a hacer?» se dijo Antonio. El mellizo le parecía muy mayor. —¿Qué vas a hacer? —Prender fuego. Miraron las reses. Ahora se hallaban todas levantadas y algunas sacudían ya la cabeza.
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—Y abrir tan sólo una hoja de la puerta —dijo el mellizo. Luego cogió la lámpara y destornilló el pequeño tapón del depósito de petróleo. Hizo un montón de paja. Lo regó con petróleo. A medida que vaciaba el depósito, la llama de la lámpara bajaba hasta que se extinguió por completo. Sólo quedaba el débil fulgor de la mecha. El mellizo sopló sobre ella y la arrojó al montón de paja. Hubo un momento de oscuridad y silencio; luego, de pronto, la llama prendió en la paja cual roja burbuja. Salieron del establo. Se acercaron a mirar a los dos boyeros a los que habían dormido a puñetazos. Seguían durmiendo. —EI incendio ya enrojecía toda la puerta del establo, pero todavía sin ruido de fuego. Sólo se oían los toros que empezaban a bailar. —Tú —dijo el mellizo—, vas a prender fuego en aquel extremo... Señalaba los establos negros, en el fondo, a la derecha. —... y yo en éste. —Todo —añadió. Por delante de la ventana iluminada de la casa se veía pasar una y otra vez la sombra de Gina la vieja, que seguía hablando. —La lengua hurga donde el diente duele—dijo el mellizo. Tocó el brazo de Antonio. Mi padre —dijo... Aquello fue lo que impulsó a Antonio en la noche. Mientras corría, se palpó el bolsillo. Tenía su encendedor. Miró hacia atrás. El mellizo corría hacia el otro lado. Del establo surgía una densa humareda, temblorosa de llamas rojas. Un toro mugió de miedo. Allí dentro se desarrollaba una danza de pezuñas, de cornadas a las paredes de madera, de grandes cuerpos que empujaban la hoja de la puerta revestida de hierro. Un toro saltó al patio. Entre sus patas arrastraba paja encendida. Se abrió la ventana. —¿Cómo?—gritó Maudru. Y luego—: ¡Fuego! Todavía lanzó un gran grito en el lenguaje de los toros y los animales que saltaban en el fuego le respondieron. El toro que había salido se acercó galopando a la ventana. El mellizo había desaparecido al otro lado del humo. De nuevo Antonio echó a correr. Se arrojó al suelo para ocultarse detrás del abrevadero. Dos boyeros se acercaban corriendo desde los establos negros. Se dirigían al fuego. Este había cobrado ahora una enorme fuerza. Saltaba hacia el cielo, cubierto de humo y de sombras, cruzado por toros que galopaban hacia el fresco de la noche. Ante el fuego se agitaban unas sombras humanas. La casa gritaba por todas sus vigas. Antonio se enderezó. Se acercó a la gran puerta del último establo. Buscó con la mano el pestillo de la cerradura. Dentro, los toros se habían dado cuenta de que los guardianes se habían marchado. Resoplaban. Se interrogaban en voz baja. Se movían lentamente sobre la paja. Antonio entró. Vio el fanal encendido, que había quedado allí. Vertió el petróleo sobre la paja. La llama surgió inmediatamente. Eran toros más jóvenes. Resoplaron mientras pateaban. Se apretujaban retrocediendo hacia el muro del fondo. De los escotillones del hórreo caían manojos de heno seco. La llama trepó hasta aquella altura. Por un momento sólo se escurrió por la abertura, pero luego se oyó como destripaba el forraje en el largo henil lleno de corrientes de aire. En el muro de la derecha, Antonio vio una puertecita, que las llamas hacían espejear por estar claveteada con gruesos clavos de hierro. Saltó rápidamente hacia ella. La
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empujó. Daba paso a otro establo tranquilo, puesto que la granja se continuaba por aquel lado. Era un establo de muros de piedra y bóvedas. Albergaba vacas y becerros. Y asimismo fardos de paja atados con cuerdas. Antonio empuñó su gran cuchillo. Cortó la cuerda. Desparramó la paja. Miró a su alrededor. En el fondo vio una gran lumbrera redonda, como en las iglesias, abierta de par en par. Iba a constituir una excelente chimenea. Por débil que fuese el fuego, sería de mil diablos el tiro que se formaría bajo aquellas bóvedas. Las vacas inquietas se levantaban. Hacían chasquear la lengua en los agujeros de sus hocicos. Los becerros las seguían. El primer establo, al que Antonio habla prendido fuego, se vaciaba de toros que mugían en la noche. No se oía el incendio del otro extremo de los establos. Los muros eran demasiado gruesos. Antonio iba a encender su encendedor. Pero se tendió sobre la paja. Acababa de abrirse una puerta. Entre las patas de las vacas vio dos piernas de hombre. Cuando llegaron a su lado, se abrazó a ellas y el hombre cayó al suelo. Antonio le golpeó en las costillas. El hombre pegó un puñetazo, pero dio en la paja. Antonio se enderezó sobre sus rodillas. Agarró al hombre por los pelos y le echó la cabeza hacia atrás. Con gran rapidez le asestó dos puñetazos en la punta del mentón y luego de nuevo en las costillas. Nada se veía. Tocó el rostro con la palma de su mano. La boca estaba abierta, los labios arremangados, los dientes fríos, los ojos cerrados. Arrastró al hombre por los brazos hasta la puerta por la que acababa de entrar y que daba directamente a la casa. Lo tendió sobre las losas. Volvió atrás. Encendió la paja en cinco lugares distintos. Después entró en la casa y cerró la puerta. Era un hombre de piel rojiza, con pecas en las mejillas. Los puñetazos le habían producido una desolladura en el mentón. Las vacas intentaban salir del establo. No gritaban. Todas juntas se lanzaban contra la puertecita; cada vez sólo podía pasar una o dos; después daban con sus cuernos contra los muros y la puerta. Aquellos golpes hacían temblar la casa, como si alguien quisiera derruirla a hachazos. El incendio del hórreo lanzaba largos alaridos. Un pequeño becerro gemía y golpeaba con la cabeza la puerta de la casa. El humo denso rezumaba lentamente por aquella puerta. Antonio acababa de entrar en la sala donde poco antes se paseaba y hablaba Gina. No había nadie; sólo se veía la mesa vacía, los escabeles derribados, la chimenea con el fuego doméstico, la ventana abierta. El viento de la noche movía los postigos. Afuera se oía un tumulto de mugidos y el crujido de los grandes brazos del incendio. Antonio se lamió los labios. Se hallaba en el corazón de la granja. Un armario, con la puerta abierta, mostraba los libros de cuentas. Colgada en el muro se veía una gran tabla con las huellas de todas las marcas de bueyes. El orden de servicio estaba escrito por la mano de Gina. Antonio se pasó la lengua por los labios y se acercó a leer: »Servey, cercado 5. »Ressachat, cercado 9, conducir a la sal. »Burle —el gordo de los viejos—, conducir a los pastos altos. . . » La casa temblaba. El viento cerró la puerta del armario. Afuera aplastó las llamas, que así iluminaron todo el exterior con la carrera desenfrenada de los toros, negros de noche.
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Antonio se pasó la mano por la mejilla. No había allí muchas cosas para quemar. Los libros arden mal. Una escalera se iniciaba en el rincón junto a la chimenea. Debía conducir a las habitaciones. Subió por ella. Tenía que andar con cuidado. Sin duda todo el mundo se hallaba fuera intentando combatir el fuego, pero... En aquel momento oyó que abajo alguien abría la puerta y tropezaba con los escabeles. —¡Tavelé! ¡Tavelé! Era Maudru. Soltó un juramento y salió corriendo. Afuera, el ruido aumentaba y decrecía como el lenguaje de un ventarrón. En lo más alto, era el rugido de las llamas, el crujido de los muros, de las vigas, de las puertas, el eco de los cobertizos, el mugido de los toros y la sorda cabalgata de las reses en los prados próximos. Cuando todo esto se apaciguaba, porque el ruido se elevaba y desaparecía en lo alto de la noche, se oía abajo como el chisporroteo de la grasa echada al fuego: los gritos de los boyeros y, en medio de ellos, los gritos más fuertes de Maudru con su profunda voz de valle. Nadie sabía si hablaba a los hombres o a los animales. Tanto unos como otros respondían a aquella voz. Incluso el incendio..., el azote azul de la llama caía roncando desde lo alto de la noche y hacía crujir toda la granja. La casa no tenía más que un piso. Antonio empujó una puerta. Prendió su encendedor. Aquélla debía ser la habitación de Mandru: una estrecha cama de hierro con ruedecillas en los pies, una sábana gris todavía arrugada, una almohada negra de tanta grasa de los cabellos. En medio de la cama, un gran agujero, como si la cama estuviera desfondada. Sí. La jarra de agua, la chaqueta de piel de oso. Sin duda aquélla era la habitación de Maudru. Al bajar su encendedor, Antonio iluminó una maleta de cuero en medio de la habitación, una maleta ciudadana de cobre y cuero, marcada con las iniciales D.M. Debieron dejarla allí y luego la abrieron y cerraron con prisa, pues el extremo de una cinta sobresalía por debajo de la tapa. Antonio la abrió. Estaba llena de cosas de mujer. De seda. Había de todo. D. M., Delphine Mélitta. Antonio pensó en el hombre amargo y tierno que hablaba al borde de la fosa en Maladrerie. La noche, el rumor de los cipreses y aquella voz enorme que surgía del fondo de la oscuridad para hablar de los gestos de una mujer cuando trae los vasos y la garrafa de licor. Sin el incendio, no cabe duda de que aquella noche hubiera sido la curación de Maudru. « ¡Oh! —se dijo Antonio (pensaba en todo lo que había oído decir acerca de Maudru y de Delphine Mélitta desde que ésta habla empezado a dar vueltas alrededor del dueño de los bueyes)—, quién sabe si es ella la que sale ganando con todo esto». Pensaba en aquel hombre corpulento, asqueado de amargura. Puso fuego en la habitación de Gina la vieja: en el jergón, el colchón destripado, las faldas, los vestidos, las pañoletas. Rompió el espejo y un frasco de perfume. Abrió la ventana y la puerta para que el fuego tuviera buen tiro. Pensó en Tavelé tendido en el suelo, abajo, debido a los puñetazos recibidos en el mentón. Tenía que sacarlo afuera. Bajó. Alguien hablaba en la cocina. Descendió con
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los pies desnudos hasta el recodo de la escalera. Desde allí miró. Eran la vieja Gina y un hombre. —Se habrá dado un golpe contra cualquier cosa —dijo Gina. —¿Y los dos que hemos hallado junto al muro? —repuso el hombre—. ¿Y ese fuego que se ha iniciado en varios sitios a la vez? Cogedlo por los pies, mi ama. Se inclinaron sobre Tavelé. El hombre lo cogió por la cabeza, Gina por los pies. Se lo llevaron afuera. Gina andaba a reculones. —Todo por culpa de esa puta —dijo Gina. Antonio salió afuera por la lumbrera del fregadero, que daba al bosque de hayas. En aquel lado, todo estaba envuelto en llamas. El viento las avivaba. Se deslizaban por la hierba y luego, algo más lejos, se doblaban de rodillas y daban un gran salto azul para perderse en los árboles y la noche. Antonio corrió hasta el bosque. Calentados de lejos, los grandes troncos de las hayas crujían. Un buey se había detenido allí. Tenía los ojos fijos, iluminados por los saltos de las llamas. Desde el bosque podía verse bien el incendio. Nada quedaba ya en la granja, excepto la cólera del fuego y el humo. Ahora estaba ardiendo en toda su longitud: nada en ella era sólido y estable, sino que todo era blando y trabajado por las llamas. Debía haber perdido todos sus toros. Se les oía mugir y galopar por los prados. Pero debía conservar los becerros y las vacas. Un olor de carnaza y huesos calcinados impregnaba el humo. Lejos, en la montaña, empezó a sonar una trompa. «¿Y en el otro lado?», se preguntó Antonio. Eso significaba: y en el lado del mellizo, ¿qué ocurre? Los siete establos de la derecha en su totalidad estaban ardiendo, pero se oían los gritos de los hombres. En cambio, Antonio no había visto a nadie en su lado, excepto aquel Tavelé al que había dormido a puñetazos. Parecía que todo el mundo se hallaba al otro lado luchando contra el incendio. El viento y los remolinos de fuego hacían que sus gritos revoloteasen como un vuelo de pájaros. Antonio se abrochó su chaqueta marcada con la M de Maudru, se encasquetó el gorro de los boyeros y se dirigió hacia aquellos gritos y aquella lucha en medio del humo. Se preguntaba: ¿y el mellizo? Maudru se hallaba sobre el más alto montón de estiércol. Desde allí dirigía sus toros. Intentaba hacerles comprender que debían salir del patio e irse a galopar por los prados de los alrededores sin pensar ya en aquel fuego. Les decía que pronto iba a amanecer y que el incendio era lo que era, pero que en el fondo no era nada. Lo principal consistía en que, al día siguiente, partirían hacia los pastos de verano. Era algo pronto, pero allá arriba dispondrían de barracas. —Ahora marchaos —gritaba Maudru señalando los grandes prados nocturnos. Pero los toros aspiraban el olor de carne quemada. De vez en cuando, en las ascuas de la izquierda, estallaba un vientre de vaca: ubre, vientre y todo, y, de repente, aquello olía a tripa, a leche, a hierba agria. Los toros se enderezaban sobre sus patas traseras, como los machos cabríos cuando se pelean, e intentaban cornear las llamas con los pitones de sus cuernos claros. Resoplaban con fuerza. Grandes cantidades de baba fluían de sus hocicos. Y cuando caían de nuevo sobre sus cuatro patas, permanecían inmóviles durante un largo momento, como toros de piedra, sin escuchar nada, mirando tan sólo como bailaba el fuego.
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Antonio se acercó. Maudru llamó al toro Aurora. Un boyero llegó corriendo. —¿Lo habéis atrapado? —le preguntó Maudru. —Es él quien nos tiene atrapados. —¿Todavía? —Allí hay tres boyeros tendidos en el suelo. Señalaba el camino del cobertizo envuelto en humo. —Creo que también Carle. —Hace un momento que estaba aquí—dijo Mandru. —Pues, sí. —Entonces tiene que ser... —dijo Maudru—; no sé. Y llamó al toro Aurora. Antonio entró en el humo con el boyero. Ante él vio pasar una figura que creyó reconocer. Pero el humo y los estallidos de las llamas le conferían una mayor corpulencia. El boyero tembló como un hombre que tropieza. —¡He! —gritó Antonio. —¿Eres tú? —le respondió el mellizo. Ya había agarrado al boyero por el cuello y así lo tenía sujeto. Al hombre le zarandeaba la cabeza y los brazos le colgaban inertes. El mellizo lo tendió en el suelo de otro puñetazo. Antonio y el mellizo se lanzaron hacia donde el humo era más denso. También Antonio se puso a golpear cada vez que encontraba a un boyero solo. Cuando eran dos o tres, pasaba gritando. Pero siempre que tenía a un solo boyero ante él, le golpeaba con todas sus fuerzas. —Y eso, y eso —decía el boyero, sorprendido, y luego caía al suelo. En el momento en que, crujiendo como un fuego de higuera, se incendió por completo el cuerpo central de la granja con sus pavimentos de abeto y sus revestimientos untados de grasa, el mellizo agarró a un alto boyero barbudo. Parecía viejo. Era duro de hombros. Recibió el puñetazo en su barba, pero lo evitó en parte y se precipitó hacia adelante agitando sus grandes brazos a manera de martillos. El filo de su puño dio al mellizo en el labio. El humo envolvía a ambos hombres. El boyero abrazó al mellizo por la cintura y lo dobló hacia atrás. El mellizo perdió pie. Agarró el cuello del boyero con las manos. Con los dos pulgares le apretó la garganta. Ambos cayeron al suelo. La boca del boyero olía a cebolla. El mellizo se enderezó de nuevo. La enorme techumbre de los hórreos se hundió. Un muro se vino abajo esparciendo todas sus piedras por el prado. Hubo un largo momento de grandes llamas silenciosas. Maudru hablaba a los toros. Estos empezaban a comprender y a mirar hacia los pastos. El alba verdeaba y la hierba comenzaba a brillar. El mellizo hundió sus dedos en la boca y se puso a silbar. La sangre, que fluía de su labio partido, le manchaba los dedos. —¿Quién silba? —gritó Mandru. Los toros escuchaban el silbido. Tenían una mayor tendencia a obedecer aquel silbido, que los atraía hacia el fuego. Maudru bajó de su montón de estiércol y se encaminó hacia el humo del que surgían aquellas otras órdenes para sus reses. Antonio le vio llegar. Andaba arrastrando la pierna como en Maladrerie. El reflejo de la llama iluminaba su nariz de perro. Pero sus ojos seguían siendo tiernos, henchidos de una amargura gris y cansada. El toro Aurora le seguía. El toro desconfiaba: miraba a
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derecha e izquierda en el humo. Maudru se dirigía poco a poco, sin desviarse, hacia el que silbaba. Antonio se ocultó tras un cuévano para granos. Apuntaba el alba. El aire más pesado había abatido el humo, las llamas se clarificaban en el cielo, donde aparecía algo de luz. La granja ya no era más que un osario con su pecho de vigas calcinadas y sus muros derruidos. Del montón de vacas muertas surgía de vez en cuando una larga llamarada amarilla, aguda como el oro, que estallaba en lo alto desprendiendo un olor cenagoso de grasa quemada. Maudru avanzaba arrastrando la pierna. Si nada podía hacerse ya por Puberclaire —muros y vigas—, todavía podía hacerse algo por Puberclaire toros. Era preciso convencer a las reses de que se marcharan a los pastos lejanos. Más allí, junto a las hayas, Mandru llamaba a los toros. Ya no se oía el silbido. Los toros empezaron a responder a la voz. Se detuvieron en su galope. Luego se lanzaron trotando hacia el amo. —Ya es bastante —dijo Antonio—. Déjalo, a éste. Hemos hecho más de lo que esperábamos. Ven... El mellizo le propinó un gran puñetazo en pleno rostro. Antonio le cogíó la muñeca y empezó a torcerle el brazo. —Pronto va a ser de día—le dijo—, ven. Aprovechemos este incendio y partamos. Gina. ¿Me entiendes? Partamos todos hoy, por el río. ¿Me entiendes? Con su rodilla libre el mellizo le aplastaba el vientre. Antonio le dio un codazo en la nariz, mientras seguía torciéndole el brazo. —Escucha —murmuró Antonio—, escucha. Hemos de marcharnos hoy con Gina. ¿Me entiendes? Le golpeó bajo el mentón. —Hemos de marcharnos a tu país. El bosque. ¿Te acuerdas? De repente se puso a gritar como un animal: el mellizo le había dado una patada en pleno vientre. Estaban tendidos ambos en la acequia, cubiertos de humo; las llamas crujían suavemente en la luz del amanecer cual grandes sábanas tendidas en el secadero. Se oía el rebaño de toros que, por las primeras laderas de la montaña, iniciaba su camino de salvación. El mellizo pasó por encima de Antonio. Se tendió sobre él. Respiraba con grandes y lentas aspiraciones. Puso su boca junto a la oreja de Antonio. —Mi padre —dijo—, mi padre, mi padre. Toda su mejilla estaba mojada de lágrimas.
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Tercera parte
I
Había llegado el gran desorden primaveral. Los bosques de abetos formaban nubes en la cima de sus árboles. Los calveros humeaban cual montones de cenizas. El vapor ascendía a través de los follajes, emergía del bosque como el humo de un fuego de campamento. Se cernía en el aire y, por encima del bosque, mil humos semejantes eran como mil fuegos de campamento, como si todos los nómadas del mundo acamparan en los bosques. Pero era tan sólo la primavera que surgía de la tierra. La nube adquiría poco a poco su color oscuro a semejanza de los pesados ramajes. Poseía asimismo la pesadez de la gran masa de árboles, su jadeo y su olor de corteza y de mantillo gravitaba sobre los hondos valles y bajo ella tenía tan sólo una orla de hierba nueva. Los pastos, surcados por nuevas fuentes, cantaban una sorda canción de terciopelos; los altos árboles crujían por ambos lados cual mástiles de navío. Había llegado del este el cierzo negro, que sin cesar acarreaba tempestades y un sol extraordinario. Bajo su impulso, las nubes de los valles palpitaban y luego, de repente, abandonaban su lecho y brincaban a lomos del viento. Grandes lluvias grises cruzaban el cielo. Todo desaparecía: montañas y bosques. La lluvia colgaba bajo el cierzo como los largos pelos bajo el vientre de los machos cabríos. Cantaba en los árboles y andaba en silencio a través de los amplios pastos. Entonces llegaba el sol, un sol denso y de triple color, más rojo que el pelo de la zorra, tan pesado y cálido que todo lo apagaba, ruidos y gestos. Se alzaba el cierzo. Se instalaba un gran silencio. Las ramas, todavía sin hojas, centelleaban con mil pequeñas llamas de plata y, bajo cada llama, en la gota de agua brillante, se hinchaban las nuevas yemas. Un espeso olor de savia y de corteza humeaba por un momento en el aire inmóvil. El pisoteo de la lluvia pasada descendía hacia el fondo. La nueva lluvia venía a través de los abetos, el cierzo caía inerte con todo su peso, y las manchas negras de la lluvia y del sol andaban por todo
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el país bajo una frondosidad de arcos iris. En las profundas hondonadas de la tierra, las nubes se condensaban lentamente con sobresaltos parecidos a los de la sopa de harina. De vez en cuando estallaban enormes burbujas acompañadas de relámpagos. El trueno arrastraba sus grandes troncos de madera por todos los valles de la montaña. Luego, la tempestad se erguía en su cubil. Pisoteaba las ciudades y los campos y destrozaba los árboles con sus uñas doradas. Las corrientes de agua bailaban y escudriñaban la tierra bajo todas las hierbas. En la pendiente de los taludes, las fuentes brotaban ronroneando como gatos. Toda la nieve ya se había fundido, dejando al descubierto una tierra negra, sanguínea, embebida de agua, que chorreaba bajo el leve pisoteo de los pájaros. Los ventisqueros, desgastados por el sol y la lluvia, fluían en forma de grandes torrentes por estrechos corredores llenos de enormes peñascos. El cierzo se detuvo. Las nubes inmóviles amontonaron sobre el horizonte sus espesos follajes aborregados, sus cavernas, sus oscuras escaleras, los abismos azules en los que se perdían todas las luces del sol. Hacía calor. Incluso la sombra era cálida. Los últimos estremecimientos del cierzo agitaban algunas ramas cubiertas de granizo. Día tras día el sol iba recobrando su color natural. Todas las mañanas ascendía en el cielo a través de un cúmulo de nubes y luego echaba a andar quietamente sobre la fina arena del cielo despejado; los animales de pelo, los animales de plumas, los animales de piel lisa, los animales de sangre fría, los animales de sangre caliente, los animales que horadan la tierra, las cortezas, los peñascos, los animales que nadan, que corren y que vuelan: todo comenzaba a nadar, a correr, a volar con recuerdos de antiguos gestos. Luego, todo se detenía, olfateaba lo cálido y con el hocico discernía, en medio del enrejado tembloroso y rubio de la luz, el rastro siruposo del amor. Durante largos crepúsculos, el sol descendía detrás de los valles sonoros entre las llamadas de los animales y el chorreo multiplicado de las aguas. Los ventisqueros se fundían. Ya no les quedaban más que pequeñas y delgadas lenguas de nieve en las acanaladuras de los peñascos; la montaña, cubierta de cascadas, retumbaba como un tambor. Ya no existían arroyos, sino torrentes musculados, de terribles lomos, brillantes y humeantes de una espuma más alta que los abetos; torrentes que arrastraban témpanos de hielo, piedras, que brincaban, que minaban sus profundas riberas y que se llevaban pedazos enteros de bosque. Las aguas, las rocas, los hielos, las osamentas de los árboles se retorcían como gruesas ramas de acero a través del país y mugiendo se vertían en el inmenso río. Las dilatadas aguas de éste discurrían tan lejos de su cauce habitual que casi no se movían al pasar entre granjas desiertas, bosquecillos, oteros y líneas de álamos; perdidos los repliegues de las colinas, el río aumentaba lentamente de caudal. Desde los lejanos ribazos sólo se percibía en medio la gran corriente, el encrespamiento de sus aguas. Hacía días que las houldres habían abandonado la escarpada pared del arca para ir a anunciar en todas partes la primavera. Pero los pájaros ordinarios volvían al atardecer al gran peñasco tapizado de hiedra y de clemátides. Había urracas, pájaros de todas las especies, ruiseñores, verderones, urracas, cuervos, todos los habitantes de las zarzas o de los bosques, pero tan sólo los carnívoros. Ni uno solo de los que se alimentan de granos. Estaban tan gordos que no sabían ya volar ni andar bien. Se
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agarraba a las redecillas formadas por las ramas y las hojas que tapizaba el peñasco y permanecían allí un momento descansando del vuelo de todo el día sobre el gran país lleno de calor y de esperanza. Guiñaban los ojos, volvían la cabeza, se aguzaban el pico, se espulgaban, y luego empezaban a explicarse lo que habían visto o habían oído decir en el cielo. —Ya no hay hielo, ya no hay hielo. —Si, sí, sí. —Pues si, pues si. —¿Dónde, dónde, dónde? —Allá arriba, allá arriba, en la última cumbre, aquella que es muy aguda, muy aguda. Entonces, se empujaban unos a otros para oír, para decir su palabra, y la charla se terminaba siempre al marcharse los cuervos, porque no eran muy hábiles en la palabra y siempre decían lo mismo. Lo que más les interesaba a todos era el río. Sabían que no siempre iba a poseer aquella anchura. Aguardaban la retirada de las aguas para ir a cazar en el lodo los gusanos, las langostas, las pulgas de agua, los cadáveres y la grasa bruta de las huevas de los peces. Una gran ganga blanca llegó del sur. —Vamos, acercaos, acercaos—dijo—; os digo que os acerquéis, ¿cómo os lo tengo que decir? Decir, decir es la última palabra de la ganga. Inmediatamente después comienza a picotear con su especie de pico, grande y puntiagudo. Todo el mundo lo sabe. —Eso es, eso es. Tres verderones alzaron el vuelo, dieron una vuelta y fueron a posarse más abajo. La ganga se instaló sobre la rama. —Vamos, vamos, vamos —dijo mientras se alisaba el cuello—. Se está bien aquí. —Hace frío —replicó el cuervo. —¡Oh, no! —exclamó la ganga—. Hace buen tiempo. Más al sur, todo está lleno ya de flores y el perfume de los sauces es tan fuerte que ahoga. —¿Tanto calor hace allí? —preguntó la curuca. —¿Cómo os lo tengo que decir? La curuca saltó hacia su agujero. —Ya hace calor —prosiguió la ganga—. Todo se llenó de hojas, de sombra y de este maldito polen de las flores que ahoga. —Y gusanos, y gusanos —preguntó el paro—, ¿los hay? —Sí. —También aquí, al borde del agua, en el lugar que ocupaba la gran balsa. —La balsa —replicó la ganga— ya la he visto. —¿Dónde? —Lejos, aguas abajo, hacia Clape Mousse. Va bajando por el río. —¿Sola? —Con hombres; casi han llegado al país de los sauces. —¿Cómo? ¿Cómo? —preguntó el cuervo. —Si quieres que te lo diga... —repuso la ganga, que saltó junto al cuervo. —¡Oh! Yo, yo, yo—dijo el cuervo, y alzó el vuelo. Por un momento estuvo revoloteando por encima del peñasco; después voló hacia las
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ruinas de Puberclaire. Aunque voluminosa, la balsa seguía siendo manejable en las aguas profundas. A popa tenía un tosco timón de fresno; Antonio necesitaba toda su fuerza para manejarlo y tenía que conservar su posición durante unos momentos, porque la masa de cincuenta troncos de abeto obedecía con cierto retraso. A proa, el mellizo empuñaba la pértiga y con ella apartaba los ostáculos que flotaban en las aguas. Navegaban por la ribera del río, lo bastante cerca de la gran corriente central para ser arrastrados, pero sin sufrir los embates de las olas y de los remolinos. Contorneaban islotes de árboles, colinas y campos inundados por una delgada capa de agua, rizada por el viento. Habían intentado tender una baca que cobijara a las dos mujeres, pero tuvieron que retirarla. Acababan de atravesar dos días de lluvia y de viento y, además del viento del cielo, soplaba a ras del río el viento del río, el aire arrastrado por las aguas, una fuerza repentina de remolinos cuyo peso sobre la baca contrariaba el timón. Habían estado a punto de encallar en un banco de arena. Entonces habían dispuesto en medio de la balsa una especie de herradura con sus equipajes: un grueso baúl que les había dado Toussaint, los zurrones, la baca arrollada y el lastre; allí se resguardaban las mujeres durante el día y allí dormían por la noche. Porque, desde su partida de Villevieille, no habían abordado ninguna vez la ribera. En primer lugar, querían alejarse rápidamente, pero, sobre todo, nada había ya de sólido y ordenado en aquellas riberas modeladas por la primavera, jadeantes de cascadas y de lluvia. Era preferible seguir navegando y descender hacia aquel sur tibio del que les llegaban los perfumes de los árboles. En la proa se hallaba el mellizo, en la popa Antonio. En el centro, en el nido formado por los equipajes, Gina y Clara. Envueltas en su gran manto de montañesas, ambas se apretujaban una contra otra. Gina se había cubierto con la capucha, pero Clara permanecía con la cabeza desnuda bajo la lluvia. —Cúbrete —le había dicho Antonio. Clara había respondido: —Si me tapo las orejas y me abrigo la nariz con esta lana, es como si estuviera muerta. Déjame libre. No tengo frío. De vez en cuando se veía el pequeño rostro de Gina bajo la capucha. Miraba miedosamente a derecha e izquierda, con la cabeza algo metida entre los hombros. Se hallaba asustada por aquella inmensidad de agua, por el mellizo que, con los pies desnudos, se erguía sobre los abetos y luchaba con la pértiga contra cuerpos diez veces mayores que él, por Antonio que se arqueaba contra la caña del timón, por aquella lluvia salvaje que truncaba las palabras y los ruidos y le mordía en las mejillas. Se apretujaba contra Clara. La ciega le tocaba las manos y le palpaba las muñecas bajo las mangas. —Es la primavera —decía Clara—; eso va a ser el corazón de la primavera. —¿Cómo lo sabes? Y Gina miraba los ojos muertos de Clara, siempre iguales a hojas de menta. —Eso huele—decía Clara—, y además habla. Y, con el dedo, señalaba el ruido de las aguas, el ruido de las aguas turbias del río y el ruido de las aguas claras que chorreaban de los peñascos y las montañas allá
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lejos, sobre las riberas. Señalaba asimismo los espesores de lluvia, cuyo aleteo era más oscuro, y los derrumbamientos de tierra, y señalaba tales derrumbamientos de tierra antes de que Gina oyese su ruido. —¿Cómo te las arreglas? —El olor —contestó Clara—. El olor de tierra ha llegado de repente. Era un olor de arcilla. Es, pues, el borde de un prado el que ha caído, ya que huele a raíces. Y Gina la contemplaba allí, envuelta en su manto: aquel cuerpo de mujer, aquel hermoso rostro cerrado como una piedra agudo como una piedra, aquel rostro sin movimiento, aquel rostro sin ojos. Sentía en su muñeca el brazalete algo huesoso de aquella mano. —El prado, ¿cómo lo sabes? —Andaba por él a cuatro patas cuando era pequeña —decía Clara—. Oía que los otros decían: el prado. Yo preguntaba: «¿Qué es el prado?». Mi padre daba una patada en la hierba «Es esto», decía. Yo oía que daba patadas muy cerca de mí De ahí que llame prado a ese olor de plantas, a esas cosas que crujen cuando las aplastamos entre los dedos y que tienen un olor... Se acercó al oído de Gina. —... un olor de niño o ese olor que percibes cuando un hombre se acuesta sobre ti. Conozco —siguió diciendo— la margarita, el ranúnculo, la avena y la esparcilla. Quizá no son las mismas plantas a las que vosotros llamáis así, pero eso no importa, son meros nombres Y no son los nombres los que cuentan. Gina, ¿me estás escuchando —Sí, te escucho. —No son los nombres. No sé cómo decírtelo. Si cerrases los ojos durante mucho tiempo y te acostumbrases a todo con tu cuerpo, y luego, si todo cambiaba durante este tiempo, el día en que abrieses de nuevo los ojos lo sabrías todo. Pues, es algo así. Todas las cosas del mundo acaecen en ciertos lugares de mi cuerpo —se tocó los muslos, los senos, el cuello, las mejillas la frente, los cabellos—, están unidas a mí por débiles y temblorosos cordeles. Ahora, yo soy primavera, estoy tan deseosa como todo lo que hay a nuestro alrededor, estoy henchida de grandes deseos como el mundo lo está ahora. Se percibía un olor de cieno, de hierba y de lluvia cálida. —¿Ya no tienes miedo? —No—repuso Gina. —Echa a la izquierda —gritó el mellizo. Con todas sus fuerzas, Antonio empujó la caña del timón hacia la izquierda. El tejado de una granja emergía del agua. La balsa rozó contra una cosa oculta, luego la dejó atrás, contorneó el tejado y reanudó su tranquila navegación. Ahora avanzaba hacia una gran colina, enteramente prisionera de las aguas. —Deberíamos acercarnos más al centro de la corriente—gritó Antonio. El mellizo se aproximó al timón. —Tendríamos que situarnos en la gran corriente —dijo Antonio— y galopar rápidamente hacia el sur. —No —repuso el mellizo—. Conozco este lugar. Durante tres horas navegaremos bien, pero, al llegar la noche, nos encontraremos en un dédalo de bosquecillos anegados y bancos de arena rasantes. Lo mejor es aprovechar esto. Señaló la colina.
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—Desembarcamos, encendemos fuego y luego dormimos. Con toda tranquilidad. Señaló las aguas a su alrededor. —Vamos, pues —dijo Antonio. Sobre poco más o menos, era la mitad de la tarde. Desde la mañana, navegaban fuera de la lluvia. Las nubes dispersas equilibraban la sombra y la luz como los ramajes de un vergel. El sol descendía en el oeste. La colina se hallaba cubierta de grandes carrascas ensortijadas, de color de hierro. Olía a tierra ya seca. Era como el cubo de una rueda, con todos los rayos del sol girando a su alrededor. La balsa entró en su sombra. La crecida del río había anegado todo un valle. Ahora era un puerto rodeado de castaños. Los follajes se hundían en el agua. En el fondo de la ensenada, tres abetos adolescentes brillaban al borde de un prado. Un arroyo silencioso, como si fuese de aceite, corría entre el musgo negro. En aquella ribera, el agua del río dormía. Cabrilleaba suavemente entre las ramas de los árboles. El aire apacible resonaba con el chirrido de los cortones, los grillos y las langostas. El mellizo amarró la balsa a los jóvenes abetos. La cuerda abrió una rozadura en su blanca corteza. Fluyó la resina. Su olor suscitó el olor de todas las savias. Un castaño comenzaba a florecer. Era más alto que los demás. De su cima, aplastada por el sol poniente, fluía un olor de levadura. —La hierba es seca —dijo Gina. —Quisiera saber —dijo el mellizo— si el agua nos rodea por completo. Ayer vi galopar allá abajo, a la derecha, toda una cabalgata, y el rebaño de toros andaba por la cresta de las montañas como un bosque. —Voy a verlo—dijo Antonio.
II
Aquélla ya era una tierra del sur, con polvo y guijarros redondos. Bajo la maleza de las carrascas, el suelo era limpio sin musgo. Algunos animales salvajes corrían dispersando las hojas secas. Antonio guiaba a Clara dándole la mano. Ella le seguía con la cabeza baja y ocultaba su frente tras el brazo doblado para protegerse de las ramas. En la cumbre de la colina se tendieron sobre la hierba rizada. El desbordamiento del río los rodeaba por todas partes. Aquella colina era ahora una isla protegida por la gran corriente y la dilatada extensión de las aguas. Sobre la cresta de las montañas, rígidas bajo la luz del atardecer, sólo se veían bosques inmóviles. Únicamente a lo lejos, sobre la punta de Uble, se movía una silueta negra. Parecía un jinete que se
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hubiese detenido en la cumbre, con su capote hinchado por el viento. Pero también podía ser un árbol. La primavera del sur ascendía desde los bosques y las aguas. Ya había conquistado la tarde y la noche. Era dueña de la longitud de las horas. Las altas montañas de hielo desgarraban el norte; una formación de nubes batía sus flancos. Pero ya no se sentía frío. Los peces saltaban. Un zorro llamaba con vocecita doliente. Tórtolas grises volaban contra el sol y la punta de sus alas se encendía. Los martín-pescador corrían sobre el agua. Grullas, lanzadas hacia el norte como flechas, pasaron gritando. Las nubes de patos aplastaban las cañas. Un esturión, con dorso de cerdo, nadaba sobre el agua. El sol centelleaba en sus escamas. Una nube de lodo seguía la fluctuación de su cola. Un inmenso vergel de árboles de amentos, de árboles en bosquecillos, de árboles con pequeñas flores agudas como flores de trigo, todos florecidos, atajaba el río. El agua los bañaba hasta los hombros. Los remolinos agitaban sus ramas. El polen humeaba en el atardecer como arena pisoteada por los potros. Las nutrias se zambullían en las aguas profundas y luego emergían brillantes y lisas como balas de fusil. Las comadrejas maullaban. Una garduña rebasó el lindero del bosque dando un brinco de fuego. El lobo aulló por el lado de Uble. Un enjambre de abejas jadeaba, perdido en el cielo. Vencejos surcaban el agua con sus vientres blancos. La freza de pez, animada por las corrientes profundas, abría y cerraba en el fondo del río sus inmensos follajes de color castaño dorado. Los lucios castañeteaban de dientes. Las anguilas nadaban en burbujas de espuma. Los gavilanes dormían bajo la luz del sol. Las langostas crujían. El viento del atardecer difundía el suave relincho del río. El sol se ocultó en el horizonte. —Quisiera hacerte ver —dijo Antonio. —A todos os preocupa eso mucho —repuso Clara—, pero yo veo a mayor distancia que vosotros. —Ha llegado el atardecer —dijo Antonio— y todas las cosas me hablan de ti. Tus cabellos son como abetos de la montaña. —Me pregunto —repuso Clara— lo que puede ser eso de ver. Puesto que siempre os engaña. Se hallaba vuelta hacia el sol poniente, con su fino rostro algo enjuto, casi demacrado, oscurecido por sus largos cabellos negros, su frente, sus sienes huidizas, su boca delgada y profunda, su color de centeno, sus ojos llenos de verde hasta los bordes y ovalados como las hojas tiernas de menta. —Recuerdo —dijo Antonio— lo que fue para mí verte la primera vez. En aquel momento no fue terrible, pero luego... Clara permaneció silenciosa. —Has andado a mi lado por todos los caminos —añadió Antonio—; tanto despierto como dormido, siempre volvía a verte. —Ver y volver a ver —dijo Clara. Tocó sus ojos. —Entonces, ¿desde lo más hondo de este país del que te habías marchado, podías volverme a ver con tus ojos? —No —contestó Antonio—; estabas viva en mi cabeza, con tu libertad, y a veces hacías cosas buenas para ti y malas para mí. Esto es lo terrible.
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—Yo veo mucho mejor que tú —dijo Clara. Había llegado la noche. —... escucha, el gran pez se halla abajo, en la ribera. Se ha acostado sobre la orilla. ¿Cómo llamas a eso que huele al mismo tiempo a agua y a tierra y que debe ser una mezcla de ambos? —Lodo. —Pues el pez mueve suavemente su cola en el lodo. Se halla bajo estos árboles que huelen como el amor del hombre. ¿Cuál es su nombre? —No lo sé. —Yo haré que los conozcas; así sabrás y luego me lo dirás. En toda la colina hay patas, uñas, hocicos, vientres. ¡Escúchalos! Árboles duros, tiernos, flores frías, flores cálidas. Allí, detrás de un árbol alto. Se oye bien su ruido. Es el mismo rumor que el del agua cuando corre. Hay largas flores como colas de gato que huelen a pan crudo. Se oía zumbar un álamo. ¿Lo ves? —Es la noche—contestó Antonio. —¿Qué puede importarme eso? Tu mujer es muy sabia —dijo Clara—. Temo que me tomes por una chiquilla. Yo te conozco desde el momento en que me tocaste con tu mano, incluso desde antes. Desde el momento en que te conocí a los pies de mi cama. No decías nada. Sólo respirabas. Y yo dije: «Sois tres y no dos. Hay uno que está aquí y no habla». Luego añadí: «Quiero que salga». No quería que me conocieras en aquella cama de enferma con mi dolor de parida. Los otros no me importaban, pero tú sí; hubiera querido que me conocieras con mi falda de faya, que se agita a mi alrededor como trigo maduro, con mi gorro sobre los cabellos, y que estuviera sentada sobre la hierba de los prados, en el mes de mayo, a la luz del sol, llegando tú a través de las flores, como las canciones. Antonio permaneció un largo momento sin hablar. —Voy a decirte lo que esperas —dijo Clara. —Mentiría... —dijo Antonio. Clara le interrumpió con gran rapidez: —No hay que mentir. De nada serviría además, porque oigo las palabras un poco antes de que estén en los labios y, cuando te hablas a ti mismo, también te oigo. Muy pronto he llegado a la madurez —añadió después de un silencio, durante el cual escuchó un suspiro del río y de los árboles—. A veces, según donde me hallo, oigo que dicen a mi alrededor: la niña; y oigo como aquella niña habla con medias palabras, con sonidos solos, como los pájaros. No me acuerdo, nunca he sido una niña así. »Mi padre era un hombre que poseía dos voces. Una voz simple y, en esta voz, era lo que verdaderamente era. Y otra voz hecha con todo, en la que ya no podías desentrañar lo que había en ella de maldad, de pena, siempre más maldad, siempre más pena, algunas cosas profundas, mal y deseos de mal, y un hilillo en el fondo de aquella voz como perro que lame sus heridas. A menudo hablaba con esta voz, que se ajustaba a sus pasos cuando llegaba y arrojaba su hacha en el rincón. Un día, en que me hallaba sola en la casa, me fui a tocar el hacha, caliente en el mango, fría en el hierro, con un filo cortante —su voz se ajustaba a su peso sobre el pavimento y al rechinar del banco cuando en él se sentaba—. Yo me decía: «¡Ah, Dios mío!» como lo había oído decir a mi madre, y mi padre empezaba a hablar con su voz mala. ¿Qué
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edad tenía yo en aquella época? Muy poca. Cinco años quizá. Mi madre no tenía voz propia. Sólo decía: «¡Ah, Dios mío!». Afuera había árboles, primero dos sin olor de árboles. Se hallaban demasiado próximos a la casa y estaban impregnados de los olores de la casa, de la pizarra del tejado, de los arrimaderos de madera, del humo. Luego un espacio de hierba, un pequeño resalto de tierra y entonces los árboles: primero un lugar en que se hallaban plantados lejos unos de otros como la distancia de mis dos brazos abiertos. Cuando yo llegaba allí, sentía el fresco en mi cabeza. Las ramas se extendían por encima. En aquel momento del año, tenían olor de miel y cantaban como colmenas. Al final del año producen manzanas y siempre se encuentran algunas entre la hierba. Después venían otros árboles, apretados unos contra otros, con troncos gruesos, con troncos delgados, con cortezas lisas como la piel o bien con cortezas grumosas, con espinas, de todo había allí, y además, al entrar se sentía frío, un hermoso y repentino frío. Y un rugido sordo, que procede del fondo de los árboles como cuando uno se halla sentado al borde de un hoyo y escucha atentamente. No creas que intento distraerte, sino que pienso en lo que tú esperas y voy a decírtelo. Pero todo eso sirve. Para mi excusa. »Si es que se me puede pedir una excusa. —Ninguna excusa se te puede pedir —dijo Antonio—; no creo que exista otro hombre peor que yo en la vida. Y luego... —Y luego —le interrumpió Clara—, he aquí cómo ocurrió todo esto. —No es eso lo que yo quiero decirte —replicó Antonio— quiero decirte: te amo. Había cerrado la noche con una total oscuridad y un gran velo doble cuajado de estrellas, en el cielo y en el reflejo de las aguas. —Así pues —siguió diciendo Clara—, todo esto es bastante largo. Durante este tiempo, yo vivía con la doble voz de mi padre, los árboles, la hierba, el calor, el frío, y luego un nuevo placer que se suscitaba en mí poco a poco: el olor. La voz de mi padre era cada vez menos doble. Sólo en raras ocasiones oía su verdadera voz. Mi madre ya no gemía, puesto que había muerto. Casi en la época en que yo descubrí el olor, hacia el momento en que ella tuvo tiempo todavía para tranquilizarme acerca de una cosa de mujer que tenía lugar en mi transformación. Entonces, ¿me ves tú? —Sí —dijo Antonio. —Te digo expresamente tu palabra —añadió Clara— para hacerte comprender cómo me veo yo. »Aquella niña era yo. Imagínate. El viento. El frío. La llamada nocturna de los animales. —Dame la mano —dijo Clara. Enlazó sus dedos con los dedos de Antonio. —Quieres saber cómo tuve mi niñito, y voy a decírtelo. —Si crees que te lo pregunto —repuso Antonio—, te equivocas. —Tus labios dicen eso, porque siempre queremos ser fuertes según nuestras palabras, pero tu cuerpo me lo pide. Clara apretó la mano de Antonio. —... ¡Oh, mi amigo! —dijo—. ¡Oh, el pescador y el cazador! ¡Oh, el que cortaba la carne del jabalí! ¡Oh, rey de la montaña! Y ahora dime: ¿eres tú el que pesca los peces con las manos? ¿Eres tu el que nada? ¿Eres tu el que anda por los cañaverales? ¿Eres tu el que busca el ardid para atrapar el congrio, como decías al
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boyero el año pasado, junto a la puerta de la cabaña, mientras éramos dos los que te escuchábamos con la boca abierta: él y yo en mi cama, muy débil, con tu voz que era la gran serpiente de agua en mis oídos? Dime: ¿eres tú? —Sí, soy yo —contestó Antonio. —Entonces, todo irá bien —dijo Clara—, porque es preciso que nuestros cuerpos se ajusten bien uno al otro. Para entender lo del niñito, era obligado, ¿comprendes? —Sí —dijo Antonio. —Quisiera que eso fuese bien comprendido —dijo Clara—, y para lograrlo sería preciso que te dijera palabras y más palabras, y te explicase ciertas cosas que con el tiempo tú mismo conocerás de mí. —Hay algo —dijo Antonio—que quizá te alegre oír. Cuando te dejé en casa de la madre de la ruta, Matelot y yo anduvimos durante largas horas. Era de noche como ahora y me dije y redije a lo largo de aquella caminata: ¡ella no ve! No ve todas esas estrellas como ahora tú las estás viendo. Y sentía deseos de hacértelas ver, de dártelas, ¿comprendes?... —Comprendo —repuso Clara—. Pero, ¿por qué me dices todo eso precisamente cuando yo te hablo de aquel niño y cuando voy a decirte todo lo que hubo antes, todo, todo? Siempre existen muchas cosas antes de que nazca un niño. —Habla, pequeña mía —dijo Antonio—. Después sabrás por qué te he dicho eso ahora. —Ya no sé lo que iba a decirte —dijo Clara. —Pues yo sí que lo sé —dijo Antonio. »Eres como una que ha subido más lentamente que yo por la montaña. ¿Ver me engaña? Cállate, pues con el tiempo suficiente nada engaña. La verdad es que todo debe adaptarse. —Sí —repuso Clara—; ahora también yo sé exactamente lo qué hay que decir: conocí el prado, el huerto de manzanos, el bosque, el rebaño de mi padre, todo. La verdad es que tanto si eres una cosa u otra, es preciso, es obligado vivir. Pero hubiera debido encontrarte antes. —Me has encontrado cuando era preciso que me encontraras. Ya verás. Desenlazó su mano y tocó aquel rostro al que ya no veía. Se acercó a Clara a través de la hierba y la rodeó con sus brazos. —Porque yo vuelvo siempre a la noche —dijo Antonio con una risita—, y es como un pequeño que ha encontrado el ba ba. »Tú no puedes sentir las estrellas, ni tocarlas; de ahí que yo quiera darte estrellas. »Y ahora, vamos, pequeña mía. Abajo, el mellizo ha encendido fuego.
III
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Al amanecer levantaron el campo. El puerto del castaño todavía se hallaba sumido en la oscuridad. El mellizo deshacía el nudo de la amarra. —Esperad, amigos—dijo Antonio. Entró en el agua, que estaba iluminada por el reflejo del sol naciente sobre las carrascas. Una trucha azul batía lentamente sus agallas sobre el fondo de roca. Estaba durmiendo. Antonio le acarició el vientre; luego la agarró por debajo de las primeras aletas y la levantó en el aire coleando. —La avena es buena—dijo el mellizo—. Por eso los potros empiezan a jugar en cuanto amanece. «Es verdad —se dijo Antonio—; ahora yo también entro a formar parte del juego» El mellizo desató cuidadosamente el nudo, arrolló la cuerda arregló los equipajes y comprobó la horizontalidad de la balsa. Antonio contemplaba la trucha pescada, que todavía coleaba abría sus rosadas aletas, las cerraba de golpe y bostezaba con sangre en los dientes. —Será para nuestra comida —dijo. —¿Para los cuatro? —preguntó el mellizo. —Ya pescaré otras —respondió Antonio. —Quiero llegar mañana por la mañana —dijo el mellizo. Unas brumas se arrastraban por encima del río y por la montaña, henchida de un misterio de plata. El mundo comenzaba a cantar dulcemente bajo los árboles. Antonio miraba la punta de Uble: estaba limpia, muy arriba en el cielo, lisa como la punta de un dedo. —Ayer tarde había alguien en aquella cumbre —dijo. El mellizo dejó de mover la balsa. —Creo que la batalla ha terminado —dijo. Tenía las manos sobre las caderas y volvía la cabeza a derecha e izquierda como hombre que cuenta a su alrededor el trabajo realizado durante el día. —Quiero llegar mañana por la mañana —dijo—, subir a Nibles y comenzar en seguida. Necesito dieciséis kilos de clavos, treinta bisagras a razón de tres por ventana y por puerta, y dos cerraduras. Mientras tanto, Gina dormirá en casa de Charlotte. La mañana florecía como un saúco. Antonio se hallaba fresco y era más alto de lo normal: una nueva juventud lo cubría de follajes. «Ha pasado ya la época de verdor», se dijo. Sentía en su mano la trucha agonizante. 5in saber por qué, se veía de pie en su isla, levantando los brazos y con los puños iluminados por unos goces arrancados del mundo, crujientes y dorados como truchas prisioneras. Sentada a sus pies, Clara le abrazaba las piernas con sus tiernos brazos. —Juventud —dijo. —Todo se ha acabado —repuso el mellizo. —Me hablo a mí mismo —dijo Antonio.
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La balsa salía del puerto a fuerza de pértiga. Una racha de corriente se apoderó de ella cuando emergía de la oscuridad y la balsa entró en la primavera. Antonio empuñó de nuevo el timón. Los árboles alzaron la voz. Un álamo decía: «Adiós, adiós, adiós», con sus hojitas nuevas y la débil brisa que las movía. Un abeto negro, medio hundido en el río, alzó su bocaza oscura, chorreante de agua. «¿Adónde vais, jóvenes, adónde vais?» Hacia el mediodía atravesaron el ancho vergel de castaños, que obstruía el paso del río. Lo abordaron suavemente, sin ruido. Doblaron la espalda y la balsa se deslizó por debajo de los árboles. Algo extraordinario estaba realizándose allí. Los follajes casi tocaban el río. Estaban llenos de sol, pero la mayor iluminación les venía de las flores. Cual estrellas. Como las del cielo, eran más anchas que la mano y olían a pasta que está fermentando. Un olor de harina amasada, el olor salado de los hombres y mujeres que hacen el amor. El agua tranquila se hallaba cubierta de polvo amarillo. La balsa iba apartando nieblas de polen. Clara se volvió hacia Antonio. —¡Tonio! Casi había gritado, con un arrullo en la garganta como las palomas. Se quedó con los labios entreabiertos, mordiendo aquel nombre. Antonio conducía. Contemplaba delante de él el misterio de las sombras y el esplendor de las flores. Hacía entrar la balsa en la sombra y luego en la luz. Sabía si Clara quería la sombra. Lo veía en el movimiento de su boca, en el pliegue que se formaba sobre su mejilla, en sus suspiros. Entonces lanzaba la balsa hacia la sombra. Sabía si Clara quería la luz. Entonces lanzaba la balsa hacia la luz. Sabía si Clara quería ramas. Entonces lanzaba la balsa hacia los follajes bajos y el rostro de Clara apartaba las hojas frescas. Sentía que, de pronto, Clara tenía necesidad, una imperiosa necesidad de flores, de aquel olor de animal caliente, y entonces empujaba con todas sus fuerzas la caña del timón, la balsa golpeaba de flanco el tronco de los árboles y el polvo de las flores caía sobre Clara: ésta prorrumpía entonces en hondos suspiros y su cuerpo se relajaba profundamente, como si todos sus nervios se distendieran. Antonio estaba en Clara. Mejor que ella, sabía lo que ella quería. Quería lo que ella quería. Su alegría era su alegría. Estaba rodeado por ella. Su sangre tocaba su sangre, su carne su carne, boca a boca, como dos botellas que se vacían una en otra; luego se las invierte, y ambas se iluminan mutuamente con el mismo vino. El mellizo iba sentado en la proa. Gina lo miraba. De vez en cuando se sentía arrebatada hacia él, luego se mordía los labios y se retorcía las manos. Con los brazos inertes, el mellizo esperaba que hubiesen atravesado el bosque. Antonio pensaba: «Ahí delante hay un hoyo de oscuridad. Clara no sabe que voy a lanzarla dentro». Empujaba la caña del timón. Clara se estremecía. «Empieza a saberlo», pensaba. Acechaba en el rostro de Clara la proximidad del frescor. Luego, con un solo golpe, lanzaba la balsa al abismo de sombra: la harina de flores embadurnaba las pestañas, las hojas rozaban las mejillas, las ramas crujían y Clara gemía: —¡Tonio! —en medio del crujido de las ramas.
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Le daba las gracias con su sonrisa, su jadeo, su manera de morder su nombre con sus blancos dientes. Por fin, al fondo de los árboles, Antonio vio la plena luz del día y el agua libre. Sintió que Clara tenía hambre y sed de terminar con aquello. Lanzó la balsa fuera del vergel, bajo un enorme sol, cuyo peso hacía estremecer como si fuese frío. Clara volvió al centro de la balsa para tenderse entre el equipaje. —Acércate —le dijo Gina. Y la estrechó en sus brazos. Apoyó la cabeza sobre sus senos. Permaneció así, respirando el mismo largo aliento. Clara le acarició las mejillas. —¿Lloras? —¡Oh, no! —contestó Gina—. Es el sol. Ambas se tendieron sobre su lecho de frazadas y empezaron a dormir quietamente. De vez en cuando suspiraban. Hacia el atardecer reapareció el vigía en la punta de Uble. Ahora se le veía bien desde la balsa. No era un árbol. Era un hombre corpulento a caballo. Se hallaba solo. Estuvo mirando como pasaba la balsa ante él, en el fondo del valle. Luego la vio alejarse hacia el sur y borrarse en la oscuridad de la noche. La corriente era muy caudalosa. Ya no eran de temer ni los troncos de los árboles ni los altos fondos. La balsa navegaba por el centro del agua. Sólo era preciso rectificar de vez en cuando la dirección mediante leves golpes de timón. En el fondo de la noche se oía el rugido de las gargantas. Al amanecer la balsa llegaría a la isla de Geais. El mellizo fue a sentarse al lado de Antonio. Las mujeres dormían. —¿Qué tal? —preguntó el mellizo. —Bien —respondió Antonio. —Aquellos clavos —dijo el mellizo—tan largos como dos troncos que mi padre utilizaba a veces, ¿los compraba en casa del herrero de Perey-le-Terroir? —No —dijo Antonio. Pensaba que ahora, Clara y él, estarían siempre juntos... —Creo que los compraba hacia Vuiteloeuf —añadió Antonio—, en casa de un hombre que había encontrado piedras de hierro en una colina y tenía una fundición. —Quién sabe si sigue aún con su fundición —dijo el mellizo. Antonio pensaba que tenía que enseñar muchas cosas a Clara, puesto que era nueva y todavía no había sentido ni tocado nada que fuese verdadero... —Y si querrá venderme clavos —añadió el mellizo. —¿Por qué no? —Iré a verlo —dijo el mellizo—. ¿Por dónde se pasa? —Villars-le-Terroir —dijo Antonio—, Prevouloup, las hondonadas de Combeyres, el monte Lavaux y, luego, ya directamente Orges, pues así se llama el pueblo. —¿Tres días? —Más bien cinco —repuso Antonio. —Un pequeño viaje—dijo el mellizo. Antonio pensaba que iba a ser libre y que tendría a Clara a su lado en la isla. Muy poco a poco. Paso a paso. Quizá podría atármela con una correa cuando nos fuéramos hacia los aguazales, para que así anduviera sobre mis mismos pasos. Es