UN MILLÓN DE PIEDRAS Miquel Silvestre Copyright © 2014 Silver Rider Prodaktions
A Mercedes
Y decían mis vecinos que llevaba mal camino apartado del redil. Siempre fui esa oveja negra que supo esquivar las piedras que le tiraban a dar. Y entre más pasan los años
más me aparto del rebaño porque no sé adonde va
El Cabrero, versión de Marea
SEGUNDA PARTE
EL DESPERTAR Me despierta un dolor agudo. El techo es blanco, sintético, lejano. La luz artificial exhala potentes destellos que se reflejan en las antipáticas aristas de un mobiliario de aluminio. Esta fría claridad aturde, pero no tardo en recordar. No ha sido una pesadilla. Ayer tuve un accidente. A mi lado hay unas muletas y ropa de motorista sucia y rota. He dormido en urgencias del hospital Green Acres de Port Elizabeth, a más de cuatrocientos kilómetros del lugar de la caída. Estoy tumbado en una camilla
angosta y dura, con topes a los lados. Casi no me puedo mover. Aunque no debería quejarme, es todo un favor que me hayan dejado dormir aquí durante unas pocas horas. Después de las curas estuvieron a punto de echarme a la calle a las dos de la mañana. No estaba tan grave como para ser ingresado en planta. Pero ¿dónde carajo podría ir a esas horas sin conocer a nadie en la ciudad? Afortunadamente, se apiadaron de mí y me ofrecieron este rincón. Poco a poco, voy recuperando la conciencia de lo sucedido. Rydall y yo llegamos a Port Elizabeth a las 9
y media de la noche. Estaba agotado. Habían pasado seis horas desde el accidente. Sólo la inercia me mantenía en pie. No podía derrumbarme. Había cosas más importantes que un tobillo roto. Lo primero que hicimos fue dejar a la Princesa en el taller de Allan, situado en el garaje de su casa, un chalet en una zona residencial. Allan es un buen mecánico, de la vieja escuela. Tiene motos BMW GS de todas las épocas y un suelo limpio donde se podría tomar sopa. Nos sirvió café y examinó la moto. No tenía grandes desperfectos. Se arreglará mucho antes que mis
lesiones. Prometió que su mujer iría a recogerme al hospital. Rydall me llevó al Green Acres, el mejor y más caro centro privado en cientos de kilómetros a la redonda. Afortunadamente, yo tenía tarjeta de crédito. Me atendió un estudiante de enfermería apellidado Human. Él también quería viajar en moto, aunque trabajar en urgencias le hacía sentir miedo por los accidentes. “Ya te acostumbrarás”, le dije, “Pero ahora hay que resolver mi problema”. La herida del hombro era profunda y tenía restos de tejido. Su limpieza me hizo ver las
estrellas. El antebrazo necesitó cuatro puntos de sutura; debido al tiempo transcurrido hubo que volver a reabrir los bordes con un bisturí para que el costurón pudiera cicatrizar. Después, hicieron radiografías de tobillo, cadera, brazo y hombro. Fue un suplicio dar todas aquellas vueltas sobre la gélida camilla metálica. Cuando terminaron conmigo, era muy tarde, me sentía extremadamente cansado y dolorido. Estaba siendo un día demasiado largo, interminable. Fui devuelto a urgencias en una silla de ruedas. El doctor examinó las placas y confirmó lo que yo ya temía, que
el tobillo se había fracturado. —No te preocupes—agregó al verme tan desolado—; no afecta a la articulación, ni a los tendones ni a los ligamentos. Digamos que es la mejor fractura que se puede tener. No te torciste el tobillo sino que el hueso recibió un golpe seco. Podrás caminar en dos semanas. Casi lo abrazo. ¿Quién dijo mala suerte? De nuevo había vuelto a caer de pie. ¿Casualidad? ¿Otra más? Una vez un tipo me dijo que desconfiara de las casualidades. Las casualidades no existen, solo ocurre que no reconocemos los
lazos entre unos acontecimientos y otros. Después de tantas presuntas casualidades no me quedaba más remedio que hacerle caso.
LA LECCIÓN DEL CAMINO —¿De qué no te queda más remedio?—dice alguien a mi espalda. Es una enfermera que trae una bandeja con sándwiches y una taza de café. Bendita sea. No he comido
nada en más de dieciséis horas y mi cuerpo ha consumido todo el azúcar que tenía disponible. Cuando me giro, mis heridas aúllan de dolor. —Has tenido mucha suerte—dice mientras devoro los emparedados. —Mucha, sí—reconozco—Baraka se llama. La chica se sienta a mi lado y ambos nos quedamos mirando la grosera botella de plástico llena de humor amarillo. Todas las drogas que me dieron ayer deben estar flotando ahí. Seguramente podría sacar algunos rands si vendiera ese
ruin destilado en el gueto. Eso me recuerda que debo tomar mis analgésicos. —Si te dirigiste a Botswana desde Johannesburgo, está es tu segunda vez en Sudáfrica—comenta ella distraída mientras agarra el enojoso recipiente. La miro. Su negro rostro contrasta con el níveo uniforme. Me sorprende que sepa eso. Sospecho que ayer debí hablar más de la cuenta mientras ella empujaba la silla de ruedas y yo flotaba en el interior de una nube de estupefacientes.
—En realidad es la tercera. — ¿Cuándo regresaste por última vez?—pregunta. —Hace apenas unos días, el 16 de noviembre. Llevaba ocho meses fuera. Ocho meses; una eternidad y un suspiro. — ¿Y qué has hecho durante ese tiempo? ¿Qué podía decirle sino la verdad? —Montar en moto.
Durante aquellos ocho meses fuera de África habían pasado muchas cosas; sobre todo, muchos kilómetros. Unos cuarenta mil. Movido por un impulso imposible de entender para los funcionarios de la comodidad y los burgueses sentados sobre su propia cabeza, subí de nuevo en una motocicleta nada más volver de África. Sin encomendarme a Dios o al Diablo, ni tampoco proveerme de visados o mapas, crucé en solitario Europa, Ucrania, Rusia y Kazajstán. Llegué a la frontera con China, donde resultó imposible entrar, así que regresé por Uzbekistán donde seguí el rastro
del embajador castellano Rui González de Clavijo, quien llegara a Samarcanda en el siglo XV; también encontré el insospechado museo Savitsky en Nukus, capital del polvo y del extinto Mar de Aral. Proseguí mi camino por Acerbaiján, Georgia y Turquía. Peregriné a Tierra Santa a través de Siria, Líbano, Jordania, Israel y Palestina; recorrí el Mediterráneo cruzando Chipre, Grecia e Italia. Tres meses y pico de euforias y complicaciones burocráticas. Sin preparación ni plan previo había superado algunas de las peores fronteras del planeta subido en una auto confianza
granítica. Con mi pasaporte lleno de sellos de países gamberros, volví a Norteamérica y atravesé Canadá de costa a costa. Osos, ciervos y quebequenses se cruzaron en mi camino. Aparecí en Nueva York, capital del mundo. Quizá no me sentí allí extranjero porque mientras los turistas llegaban en avión, yo lo había hecho metro a metro.
BOTSWANA A finales del mes de marzo del 2009 abandoné Sudáfrica por primera vez. Los policías sudafricanos de la frontera de Ramotswa registraron la moto. En realidad, sólo buscaban satisfacer su curiosidad. El funcionario de Botswana tenía aspecto de hombre agobiado a pesar de que éramos bien pocos los que queríamos cruzar por aquel pequeño puesto. La mayoría usa la línea directa entre Johannesburgo y Gaborone, pero yo siempre he preferido las vías secundarias. Aquel tipo pidió tres mil pulas,
moneda local. Afortunadamente no pidió la documentación de la moto. Cuando le di el dinero, única cosa que parecía importarle, empezó a estampillar sellos. Cada sello me acercaba un poco más a mi destino. Tres mil sellos después entregó un permiso de importación temporal. Bendita África. En cuanto entré en la antigua Bechuanalandia, me sentí mucho mejor. Había dejado Sudáfrica y su aburrida perfección viaria. Bostwana era otra vez el África real de los baches, los animales sueltos y los niños caminando por la carretera. Para mí, de nuevo el paraíso. Sonreí feliz,
volvía a recuperar la adictiva sensación de aventura. Los occidentales somos así, un poco idiotas, nos encanta viajar para pasarlo mal.
GABORONE Gaborone es una extraña ciudad con increíbles edificios de acero y cristal que refulgen entre áridos
solares vacíos. La impresión es de urbe a medio hacer. En el animadísimo mercadillo vendían toda clase de imitaciones. África es el paraíso de las marcas de lujo. Toda la ropa lleva enormes y falsos logotipos. El hotel Gaborone estaba situado enfrente a la estación de autobuses. Doscientos cincuenta y dos pulas. El sitio era céntrico aunque tenía aspecto de nave industrial bombardeada. En la habitación había un cajón lleno de condones y una Biblia en Afrikáans. Bajé a cenar algo al restaurante. Oscuro y triste, apestaba a fritura y aceite rancio. Estaba prohibido
fumar aunque desde luego era más tóxico aquel grasiento ambiente que la mayor dosis de nicotina. Esas contradicciones me llamaban la atención. En Sudáfrica, por ejemplo, no se puede conducir sin cinturón de seguridad pero las pick ups circulan con la caja abierta llena de pasajeros. Si vuelcan, la papilla humana es inevitable. No obstante, hay algo bien pensado en el sistema sudafricano. No hay que contratar póliza a terceros. El combustible lleva un sobrecoste para extender una cobertura universal. A grandes males grandes remedios. De lo contrario, serían millones los
conductores que circularían sin seguro. La camarera era bonita, simpática y curiosa. No se creyó que yo viniese desde Kenya. “Eso es imposible”, sentenció segura. Y quizá tuviera razón; tal vez todo hubiera sido un sueño. Me trajo cerveza local St Louis Ultra Light. “¿Acaso no hay nada más fuerte?” La cambió por una botellita de Smirnoff con limón. “No es esto, no es esto”. Uno de los clientes bebía algo llamado “Hunter”. Tenía color dorado y medida de tercio de litro. “Eso”, pedí. Pero “eso” era sidra de la peor especie. Dulzona y burbujeante como un
refresco. “OK, tráeme tres ultralights”. Mientras las bebía reparé en una pequeña escultura de papel maché. Parecía estar castigada en una esquina. Representaba a un camarero de trattoria con delantal, chaleco rojo y antiparras. Tenía la pintura desvaída y varios desconchados. Era como un figurante de un cómic de Tintín, el relleno de una viñeta de transición. ¿Cómo diablos había llegado a Bechuanalandia semejante objeto? Ninguna de las camareras supo responderme qué demonios hacía allí aquel espécimen de lista de bodas. Sentí el impulso de
rescatarlo de su destino, mas era demasiado grande para llevarlo en la moto. Seguramente, las cucarachas de Gaborone todavía acompañarán sus solitarias noches.
JUERGA EN EL APARCAMIENTO Salí a la calle. El cielo lucía inmenso y despejado. Había mucha gente. En el pub anejo al hotel la fiesta era de órdago. Los viernes se lía en todas partes. Me senté con un par de tipos jóvenes en la terraza. Eran
simpáticos aunque con el follón y su borrachera apenas entendía algo de lo que decían. Se montó jaleo en una esquina. Había estallado a mi lado una pelea. El motivo eran cinco pulas que alguien debía a no sé quien. Fue una riña a puñetazos. Al día siguiente aquellos dos energúmenos se despertarían con resaca y la cara amoratada. Lo malo es cuando en una de estas trifulcas alcohólicas alguien saca un arma y comete una estupidez irreparable. Entonces la espiral de odio no se detiene. Mis acompañantes estuvieron de acuerdo y asintieron moviendo la
cabeza como vacas ebrias. Cogimos un taxi. Aparecí en un parking al aire libre. Aquello era un macro botellón. Todos me miraban al pasar, aunque como estaba borracho me daba lo mismo, además, también a eso acaba uno acostumbrándose. Divertido, pedí a mis acompañantes que imaginaran por un momento lo que sentirían si cada vez que caminasen por la calle fueran seguidos por cien ojos, si cada vez que entraran en una tienda todo el mundo se callara y los examinasen de arriba a abajo. “Sería como ir desnudo”, reconocieron, Exactamente, el
blanco va siempre desnudo en Áfri África. Nos reímo reímoss con con ganas. ganas. Entonces nos entró hambre. Había decenas de vendedoras situadas en una ordenada fila. Sobre unas mesitas tenían cacerolas con guisos humeantes. Compramos cabrito asado y ugali, una pasta de maíz cocido con agua. Plato africano por excelencia que sustituye al pan. Nos lo tomamos con las manos sucias. Reíamos y comíamos. Estaba delicioso. En plena exaltación de la amistad cervecera prometimos reencontrarnos pronto, pero se hizo la hora de regresar al hotel y las cenicientas buscaron una carroza
que las llevase de vuelta. Al otro lado de las ventanillas del taxi las sombras de Gaborone se deslizaban fugaces sobre el marco de la noche estrellada. Me sentía feliz y eufórico. Mañana iría a encontrarme conmigo mismo en el desierto del Kalahari.
PETER O’HALLORAN Desperté con una resaca terrible. Algu Alguie ien n aguardaba aguardaba en la cafeterí cafetería. a. Era Peter O’Halloran, empleado de BDO Bostwana. Fornido, afable,
dinámico, tenía la misma pinta de abogado que yo de registrador. Había combatido en Angola hacía veinte años contra los cubanos y los revolucionarios del FLNA. La lucha contra el comunismo tuvo poco de fría en África. Angola y Mozambique fueron un terrible campo de batalla para dos concepciones del mundo al menos igual de equivocadas. Peter venía con su hija Tess. Una chiquilla de doce años. Espabilada como un ratón, adoraba a su padre. Salimos a hacer fotografías de la moto delante del gran edificio de la empresa. Entre los tres surgió una rápida corriente de simpatía mutua.
Pasamos un buen rato juntos. Hubiese sido agradable quedarme un día más. Sin embargo, decliné la invitación. Me hallaba de verdad impaciente por llegar a Namibia, al Atlántico y a la Costa de los Esqueletos. Cuando la Princesa y yo pasamos cerca de un barrio popular, un grupo de niños salió corriendo. Saludaban al centauro blanco. Uno de ellos, sin embargo, nos miró con odio y desplegó el dedo corazón como un enhiesto escupitajo. A veces pasaba. De vez en cuando recibía un gesto hostil, alguien que amenazaba con tirarme piedras o
que hacía el ademán de disparar con un fusil. Aquello siempre me entristecía. Me congelaba la sonrisa aunque sabía perfectamente que esas manifestaciones de rencor eran la excepción. Durante mis viajes, la gente se mostraba amable conmigo. Los africanos no eran diferentes a los asiáticos o los árabes o los norteamericanos, solo más pobres. En las ciudades quizá estuvieran algo maleados, pero la gente de las aldeas era buena en todas partes. Había aprendido a amar y agradecer a todos esos seres humanos que me había cruzado. A los que me habían
saludado, ayudado, mostrado el pulgar hacia arriba; a todos esos que me habían deseado buena suerte, me habían indicado la dirección correcta, me ofrecieron comida y cama, me dedicaron una sonrisa, una pregunta o una palmada en la espalda. El mundo desde una moto me enseñaba su mejor rostro y yo quería devolvérselo. Me daba la impresión de que cada día que pasaba en la carretera me hacía mejor persona.
EL KALAHARI
Botswana es el mayor productor de diamantes. A pesar de eso, el país es de los más estables del continente. Una vez me dijeron que lo peor que le podía suceder a una nación africana era tener riquezas minerales. El petróleo o los diamantes son una maldición que alimenta oligarquías corruptas y conflictos civiles. La guerra de Angola pudo alargarse décadas porque un bando controlaba el crudo y el otro los diamantes. Botswana era la excepción: ordenada, próspera y pacífica. Aún así, era el África real de lo impensable, lo imprevisible y lo inevitable. La A2
ofrecía buen firme, pero los animales domésticos circulaban a sus anchas. Vacas, burros y cabras eran los amos del asfalto. El gobierno los regalaba y nadie se ocupa de pastorearlos. Sorprendía también que los niños no extendiesen tanto la mano como en otros países. Tal vez sea por la mayor proporción de turistas sudafricanos. Los sudafricanos blancos están acostumbrados a la miseria y se rascan menos el bolsillo que los americanos y europeos. Botswana, en cualquier caso, era interminable y en gran parte desértica. Cruce una zona
montañosa de tupida vegetación y de repente aparecí en el Kalahari. Ante mí se extendía una infinita llanura amarillenta. Durante grandes tramos no vería un alma. Era como si por fin comenzasen las vacaciones.
Absorto por tan maravillosa sensación me distraje más de lo debido. Olvidé repostar cuando debí haberlo hecho. De repente, reparé en que según la información del GPS no tendría suficiente combustible para llegar a la próxima gasolinera; tampoco para regresar a la última que había dejado más de ochenta kilómetros atrás. Paré en un decrépito galpón y pregunté dónde podía comprar gasolina. Me dijeron que un comerciante la vendía a escondidas. Estaba prohibido
mercadear con ella fuera de las estaciones de servicio. Un chaval se ofreció a ir por ella. Le entregué el dinero y me senté a esperar. Al cabo de casi media hora regresó de vacío. No había encontrado al vendedor. Así eran las cosas. Tiempo perdido. Un tiempo precioso, además. El mapa no señalaba ninguna población relevante en el trayecto hasta la frontera en el extremo norte del país salvo Ghanzi, a gran distancia de donde nos encontrábamos. Unos muchachos me informaron de que cuarenta kilómetros más adelante, en Mabutsane, había un comercio
donde quizá podría conseguir gasolina. Agradecí la información y salí, pero si era errada o no lograba dar con el sitio exacto nos quedaríamos tirados en mitad de la nada. Cuando abandoné aquel minúsculo poblado, la paciente multitud que esperaba un autobús que no llegaba se me quedó mirando en silencio. En Mabutsane reconocí la tienda porque cuatro tipos estaban sentados en la terraza dando cuenta de una gran fuente de albóndigas. El comercio era poco menos que un par de cobertizos de tablones mal encajados. Detuve el motor de la
Princesa, del interior aparecieron dos niños rubios como la cerveza. Luego surgieron dos rudos granjeros blancos con los rostros agrietados por muchos años de sol y polvo. Me llevaron al patrio trasero; en un frágil almacén guardaban clandestinamente el precioso líquido. Mientras lo trasvasaban al depósito de la moto, me recomendaron buscar alojamiento en Kang. Kang era apenas una mota en el mapa. Yo habría pasado de largo, pero me dijeron que allí había estación de servicio y un hotel decente. ¿Otra vez casualidad? Sin haberme quedado sin combustible nunca
habría encontrado aquel comercio, y sin haber encontrado aquel comercio amás hubiera recalado en el hotel. Un sitio difícil de encontrar pues se hallaba apartado de la carretera principal. A la postre resultaría el último establecimiento hotelero en muchos kilómetros. El dueño era un sudafricano pelirrojo que aceptó el regateo. Por doscientos cincuenta pulas disfruté de un pequeño bungalow de madera con todo lo que necesitaba, incluso cafetera eléctrica. La Princesa durmió segura enfrente de mi puerta.
Al amanecer salí a correr. La luna permanecía brillando sobre el Kalahari. Tozuda, se negó a ocultarse cuando salió el sol. Era
asombroso tenerlos allí a los dos untos, uno enfrente del otro. Dos cuerpos celestes mostrándose mutua indiferencia, o tal vez un amor incomprendido e imposible de reconocer. Aquella rivalidad me recordó algunas relaciones sentimentales del pasado. Para despejar la confusión no hay nada como perderse en un desierto. No he encontrado nunca un mejor espejo. Creo que soy mi yo más nítido en el desierto, cuando no hay nada ni nadie más que los pasos que voy dejando detrás. Salí rumbo al norte y me encontré con numerosos coches sudafricanos que
regresaban de un largo fin de semana. Enormes 4X4 casi blindados, provistos con todo lo necesario para una campaña militar en tierra hostil. Era como asistir a un desfile de BMRs. Venían de Namibia. Aparte de los turistas de regreso, sólo había africanos a caballo que pastoreaban enormes vacas de lento caminar. Ellas no me preocupaban, eran predecibles en sus movimientos. No así las cabras. Odiaba las cabras. Gordas, eléctricas, rápidas, imprevisibles en su huída. Cuando nos acercábamos, salían despavoridas en todas direcciones. Varias veces estuve a
punto de tener un accidente por su culpa. Me prometí comer estofado de cabra cada noche. Otra cosa también era nueva: controles veterinarios. Check points para impedir que se transportasen animales de unas zonas a otras. Había que evitar contagios. En uno de estas paradas forzosas, una bella agente de tráfico examinó a la Princesa durante un largo rato. —Me gusta mucho—comentó por fin — ¿Me la vendes? —Es usted muy persuasiva—dije—, pero nunca hago tratos con la policía. No suelen salir bien.
MILAGRO EN EL OKAVANGO El día se fue agotando y no era capaz de encontrar alojamiento. Nos encontrábamos cerca del delta del Okavango, quizá la más perfecta copia del paraíso terrenal. La selva volvía a brotar exuberante debido a la humedad. Empecé a pensar que la acampada libre no era tan mala idea. El país parecía seguro. Probablemente podía internarme por cualquier sendero y plantar la tienda en algún claro. Entonces lo vi a mi
derecha, a menos de veinte metros. Inmenso, salvaje, gris. Un elefante. Detuve la moto para tomar una fotografía. De espaldas a mí, aquel bicho defecaba el almuerzo. El ruido debió molestarle. Mientras disparaba la cámara, se giró abriendo las orejas. En cuestión de milisegundos valoré la opción de aguantar de pie y tomar la imagen de mi vida o salvarla. Fue una decisión rápida y acertada. Subí en la Princesa antes de lo que se tarda en decir amen. Salí pitando con el ánimo feliz y excitado, aunque cuando conseguí sosegarme un poco reflexioné que quizá no fuera
tan buena idea eso de acampar a la buena de Dios. Los lodges que indicaba el GPS se encontraban cerrados. Estábamos en época de lluvias, el Okavango bajaba alto y los había inundado. Reabrirían durante la estación seca, cuando el nivel baja tanto que leones y gacelas ocupan el lugar de hipopótamos y cocodrilos. Se hizo de noche, bajó la temperatura y el aire se llenó de insectos empeñados en meterse en mis ojos. No obstante, lo peor eran las cabras, burros y vacas. No podía verlos hasta que los tenía literalmente encima. Pero no había refugio, solo
la interminable selva. El muro de vegetación se extendía infinito allá donde mirase. Hasta entonces, siempre había encontrando lo que necesitaba. El refugio, el ángel, la indicación, el oasis aparecían justo cuando más los necesitaba. Mi destino siempre acababa resolviendo las peores papeletas. Pero aquel día Dios parecía haberme abandonado. Empecé a dudar. Pasé miedo en la oscuridad. La conducción se volvió verdaderamente peligrosa. Estaba solo, muy cansado después de ocho horas conduciendo y encima no veía nadie a quien preguntar o pedir
ayuda. Llevaba ya más de setecientos kilómetros desde que salí de Kang. Apareció un cartel. Indicaba sesenta y seis más hasta el próximo poblado. En aquellas circunstancias y de noche, se me antojaba una eternidad. Pero debía resistir. Eso sí lo hago bien. Resistir. Por eso puedo viajar largas distancias. Me concentro, soporto el cansancio, el dolor de posaderas, pienso en mis cosas y sigo conduciendo. El que resiste gana, dijo Cela. Yo añadiría que, sobre todo, llega. Entonces nos adelantó un Land Rover. Seguí a su rebufo para protegerme del frío.
Aquel coche mantuvo una velocidad moderada. Además, avisaba con los intermitentes de la presencia de animales. Casi una hora después llegamos al pueblo. La oscuridad era total. No se veían luces ni rastro de vida urbana. El Land Rover se detuvo en el arcén. Me acerqué. Mis salvadores eran dos angelitos negros de Machín. Les dije que necesitaba encontrar un hotel, un camping, una pensión, lo que fuera. —How much? ¿Cuánto? Así era África. Aquellos tipos sólo nos llevarían a un lugar seguro si les pagaba. “OK”, acepté
resignado. Retrocedieron unos pocos metros y se desviaron por una senda arenosa. Toda la región flotaba en la arena. Era un firme resbaladizo e inestable. El coche se adelantó y yo no veía nada. El débil faro de la Princesa iluminaba más sombras que luces. Nos caímos un par de veces. Maldije mi destino. Menudo día me estaba ofreciendo. ¿Qué encontraría al final de la pista? Fuera lo que fuera lo que buscásemos, se encontraba lejísimos. Pero ¿y si no había nada? ¿Y si me robaban en aquella oscuridad perfecta? ¿a quién podría recurrir? Tres kilómetros después,
cuando ya volvía a desesperar de frío y miedo, divisé unas luces entre la maleza. Luego vi el brillo del agua al recibir la luz de los faros. Era la orilla del Okavango, allí mismo, delante de mis narices. Se oían voces, risas, entrechocar de vajilla. Se oía el cielo. —Aquí es—dijo el conductor—son cincuenta pulas. Tras el follaje vi un lodge de madera maciza y gente cenando en una plataforma sobre las aguas. No podía creerlo. El sitio era fantástico, un tesoro escondido en plena selva, un Shangri-la en el Delta. Aquello
era un milagro con todas las letras. ¡Y yo dudando! Cuando broté desde la opaca nada vegetal, una señora blanca se acercó con una sonrisa. Su voz sonó amable, sin sorpresa ni alarma, como si yo fuera un invitado al que todo el mundo esperase, como si resultase lo más normal del mundo que un motorista sucio y exhausto se presentase sin reserva en mitad de la noche.
EL RONQUIDO DEL HIPOPOTAMO
Claro que podía acampar, me dijo. Teniendo en cuenta mi situación, no me cobraría nada. Seguí a un empleado. El sitio elegido se hallaba situado a dos pasos del agua. Planté la tienda y regresé al lodge a comer algo. Había bufé de ensalada, pollo y arroz. Y cerveza, toda la Windhoek que quisiera. Desde luego, había aterrizado en mitad del paraíso. El primer trago fue tan largo que casi arrancó el velo de mi paladar con la fuerza de aquellas deliciosas burbujas. Dios mío, que buena estaba. Me encantaba. La recibía cada noche como el más preciado premio a mis
largas y extenuantes jornadas en moto. He paladeado birras de todas las elaboraciones en los más diversos puntos del planeta y he de reconocer que los lúpulos de Namibia son de los mejores. La dueña me invitó a sentarme con sus amigos. Pregunté como se llamaba el negocio. Drotski Cabins. No se anunciaban y no estaban en las guías. La mayoría de los turistas optan por alojarse en la otra orilla del Okavango, van a Maun. Comenté que siendo así no creía que llegaran muchos españoles por allí. —Oh, sí, a veces vienen grupos
grandes—explicó ella—- Se pasan la noche cantando y dando palmas. Contemplé aquel plácido templo de naturaleza sagrada, el río que corría tranquilo para ir morir en el desierto, contemplé sobre mí las estrellas de África, pensé en los animales dormidos del delta, en sus juegos silenciosos, en la pureza inmaculada de aquel paraje legendario que algunos identifican con el Jardín del Edén. Luego imaginé a mis ruidosos compatriotas enganchando sevillanas sin desmayo. Se me pusieron los pelos de punta y sentí vergüenza ajena, pero qué quiere que le diga; España y yo somos así,
señora. Me acosté dentro de la tienda y cerré la cremallera. Durante toda la noche pude oír el profundo resoplido de los hipopótamos a muy pocos metros. Probablemente respirarían aliviados. Tenían cerca a un español solitario poco dado al jaleo flamenco. El cansancio me venció. El saco de dormir en ese estado de agotamiento era como una cama con dosel. Me despertaron los pájaros. Amaneció un sol rojo y violento que despejó a puñetazos las escasas nubes que había dejado olvidadas la madrugada. Había lanchas atracadas en un pequeño
embarcadero. Decidí permanecer un día más. Quería navegar por aquellos parajes. Me senté en una butaca de madera a la misma vera del agua mientras escribía estas notas en mi Moleskine. Sí, yo también. Uno es un poco fetichista y mitómano. Sí, sí, ya sé que esto de las célebres libretitas de viajero es un cuento. Un magnífico timo de la mercadotecnia, pero en fin, qué quieren, nadie es perfecto, me pierde la literatura y el que esté libre de esnobismos que tire la primera metáfora. De acuerdo, admito que Moleskine es un mito. Y como todos los mitos,
falso. Bruce Chatwin, británico escritor de viajes, compraba para sus notas unas libretas de tapa dura y banda elástica a un industrial parisino, quien las llamaba moleskin por el tipo de tela que envolvía la tapa. En 1986 el proveedor fallece y con él, las moleskines originales. Chatwin lo hará también poco después. Morir, digo. Mas en 1998 una empresa italiana reconstruye el cuaderno siguiendo la descripción que el escritor hizo en sus textos. Asimismo, la empresa se encargará de propagar la bella leyenda de que Van Gogh, Picasso o Hemingay las usaron. Algo totalmente
indemostrable. O sea, absolutamente literario. El éxito comercial ha demostrado el acierto de esta estrategia de marketing. Legiones de bohemios de barrio viejo rehabilitado, turistas de coronel tapioca y escritores de escenas de suburbio surcan hoy el mundo en vuelo barato o autobús de línea cargados con sus falsas moleskines (marca registrada) a cuestas. Como es natural, pagan con sibarítico placer el sobreprecio de las libretas. Pero ¿qué es la literatura sino una historia de falsedades, fetiches y esnobismos egocéntricos? Moleskine es un mito falso. Pues
viva el mito.
UN PASEO EN BARCA Y UN NORTEAMERICANO Julian, un alemán joven, alto y bien plantado me abordó al ver la moto. Era periodista y estaba acompañado de su familia. Embarcarán al atardecer, así que me ofreció unirme a ellos para abaratar costes. La lancha fluvial era de casco plano y albergaba varias filas de asientos. Escogí el último, justo al final. La vegetación
del manglar era espesa y en él habitaban todo tipo de aves. Me importaban poco, me interesaba más una de las primas de Julian. Rubia, busto generoso y pantorrilla firme. Toda una belleza nórdica. La primera mujer blanca atractiva que veía en África. Pero aun así, no tenía ni punto de comparación con Mercedes. Mi novia era y es mucho más guapa. Sentí un alfilerazo de nostalgia cuando el atardecer incendió las copas de los árboles haciendo brotar una bruma rosácea sobre el horizonte. Las acacias ardían al fondo y el disco rojo del sol se alargó sobre la lengua líquida del
Okavango. Parecía un puñal de fuego clavado en el agua. Sólo el sonido de los obturadores fotográficos rompía el silencio. Éramos turistas y no sagrados espíritus del río. Cuando regresamos, me esperaba una sorpresa. Había un norteamericano en el bar. La dueña me lo presentó. Steve. “También es motero”. Pequeño y ajado, parecía medio consumido por su propia ironía y los muchos años vividos en la selva. Bebía cerveza y fumaba un cigarrillo tras otro. Se giró en su taburete
—Ya nos hemos visto antes— masculló. Era verdad. Recordé que el día anterior lo había encontrado en una gasolinera a más de doscientos kilómetros. Le había preguntado por un lugar para dormir. Me dijo que no había ningún hotel cerca y se desentendió de mi suerte. Ni él ni yo pensamos entonces que conseguiría llegar tan lejos aquel día. Le invité a cenar. Yo había comprado dos enormes filetes para vengarme de aquellas malditas vacas que quisieron asesinarnos en la carretera. Hicimos un fuego en la orilla del Okavango. La madera era
dura, difícil de prender, casi ignifuga. En África todo lo vivo está diseñado para sobrevivir, para resistir al fuego, a la sed, a la muerte. Al final, insistiendo con papel higiénico empapado en la gasolina de la Princesa, conseguimos una hoguera magnífica que reveló danzantes sombras en la ungla a nuestro alrededor. Steve era de Wisconsin. Vino en los ochenta como voluntario y se quedó. Inadaptado al mundo occidental, sólo regresaba a los Estados Unidos para visitar a su anciana madre. Trabajaba en Botswana como profesor y montaba una Yamaha XT
600. —Cuando regreso a Norteamérica. ¿Sabes lo que hago cuando subo en uno de esos ascensores de edificio de oficinas o centro comercial? —Ni idea—confesé. Dio una chupada a su pitillo y me miró con los ojos relucientes de malicia y sorna. —Hablo con la gente. Rompimos a reír. —Pero que pedazo hijo de puta eres
—reconocí con admiración.
NAMIBIA A poca distancia de la frontera tuve que pasar un control veterinario. El enésimo. La vigilante me pidió diez pulas. Le dije que los controles eran gratis. Se echó a reír. Era la misma risa del vigilante del hotel de Harare. Nos hicieron pasar por encima de una alfombra empapada de líquido desinfectante. Llegué al puesto de Shakawe aún pronto por la mañana. En el lado de Botswana no hubo problema aduanero alguno. Entregué el permiso que me dieron al entrar y adiós muy buenas. Esperaba alguna dificultad mayor
con los funcionarios namibios. Pero simplemente tuve que pagar cien rands, unos diez euros, como impuesto de importación y apuntar la matrícula en un libro de registro. Nadie pidió un solo documento de propiedad de la princesa. Nos recibió una pista de tierra. Era el Parque Nacional de Bwabwata. Me encontraba en Mohembo, en el Corredor del Caprivi, húmeda frontera con Angola.
“Tenga cuidado con los leones”, me habían advertido los policías entre risas, “les gusta la carne blanca”. En África el humor tiene matices algo peculiares. La región era verde y
poblada, afluentes del Okavango la humedecían. Había muchos poblados de chozas rodeados por altas empalizadas de cañas. Eran de forma rectangular, simétrica y precisa. Veía también muchas escuelas. Las anunciaban señales de tráfico y bandas sonoras para reducir la velocidad. Los niños me saludaban emocionados. El atractivo de las motocicletas para los críos es algo universal. Como en tantos otros sitios, se vendía artesanía en los arcenes. Pero las figuras tribales de madera habían evolucionado a uguetes policromos con forma de avión o helicóptero. Supuse que
aquello se debía que las avionetas privadas eran bastante habituales en Namibia, que con 824.268 km2 y poco más de 2 millones de habitantes, es un país inmenso con muy baja densidad de población. Reposté en una gasolinera bien surtida. Al salir vi dos chicas blancas haciendo auto stop. Mochileras con aspecto europeo viviendo la aventura. Me detuve en el primer supermercado y compré agua. Regresé donde habían quedado las chicas y les entregué dos botellas. Agradecieron el detalle con sendas sonrisas. Dos muchachos del pueblo cercano se les habían unido. Las
moscas acudían prestas a la miel. Les pregunté si estaban bien. Contestaron que si. Insistí: “¿Seguro?”. “Seguro, gracias”.
GROOTFONTEIN Según me aproximaba al oeste, desaparecieron el bosque de matorral y la selva. También lo hizo la Humanidad. Surgieron vallados, prados amarillentos y altas palmeras. Vi algunos carteles de guest farms, o granjas que acogían huéspedes; preferí continuar hasta
la pequeña villa de Grootfontein, donde cayó el meteorito más grande amás conocido, el Hoba. Cincuenta y cinco toneladas de hierro extraterrestre descubiertas en 1920. La pequeña ciudad campesina estaba situada en la estrecha zona fértil situada entre las dos grandes áreas desérticas del Kalahari y el Namib. La impresión era la de haber llegado a una imposible Alemania tropical. Encontré un viejo cementerio salpicado de lápidas con nombres germánicos. Los blancos eran rubios como la cerveza y sus ojos lucían claros en rostros colorados por el sol y el amor a los
embutidos. Namibia fue colonia alemana hasta después de la Primera Guerra Mundial. El alemán es uno de los idiomas más hablados unto al inglés, el afrikáans y el Xhosa. Y la cerveza, bueno, para qué seguir insistiendo en su excelencia.
Llené el depósito pagando con rands. Se aceptaban en Namibia, donde hay una total equivalencia de monedas. No obstante, los dólares namibios no sirven en Sudáfrica. Otro dato curioso, mientras una sim card telefónica sudafricana costaba un rand, en Namibia tuve que pagar veinte. Me alojé en el Olea Caravan Inn. Dos camastros, una ducha obstruida, un millón de hormigas y una extravagante bañera gigante a la que nunca le pusieron grifos. Di una vuelta por el complejo. Había
una piscina de tamaño casi olímpico. Trampolines y un tobogán de parque acuático. Vestuarios, escalinatas, bancos, papeleras, una taquilla para vender billetes. Todo tenía un aspecto fantasmal; el complejo parecía llevar abandonado más de diez años. Las papeleras rebosaban de basura vieja. La piscina tenía embalsada un metro de agua verde. La vegetación crecía salvaje y agrietaba los edificios, el terrazo, la vida; las raíces de dos grandes sicomoros habían quebrado las paredes de la pileta; los vestuarios, el quiosco, la taquilla no tenía cristales; las paredes aparecían
desconchadas, pintarrajeadas por manos infantiles; los bancos tenían la madera carcomida, remendada con alambre oxidado; hojas secas tapizaban los senderos y las enredaderas se retorcían sobre las barandillas. Sin embargo, me sentía bien allí. Era agradable aquel abandono, como un sueño de otoño, como el recuerdo de una vieja historia de amor que se resiste a ser olvidada. Me quedé allí sentado hasta que se hizo hora de tomar unas cervezas. El bar estaría abierto hasta bien entrada la madrugada. La camarera se llamaba Cristina. Vivía allí con su
hija. ¿El padre? ¿A quién le importaba eso? A mí me daba igual y a la niña tampoco parecía preocuparle lo más mínimo. En la televisión local emitían un programa conducido por un enano que sugería realizar toda clase de payasadas a los que se encontraba. Tirar un penalti con los ojos cerrados o masticar tres chiles picantes. Aquella gente se animaba a hacer el ridículo delante de una cámara con la misma energía que se postulan en Europa los putones verbeneros de la tele basura o los retrasados morales del Gran Hermano. La tontería está universalmente repartida. La
programación se cerró con un informativo económico sobre el valor de las respectivas divisas, las materias primas y los mercados bursátiles de medio mundo. No entendía el interés que aquella información podía ofrecer a los africanos que miraban embobados la pantalla. Decidí que era hora de ir a dormir.
KORISHAS La C39 era una pista de grava ancha como una autovía. Llevaba hasta Outjo, puerta de acceso al impresionante Parque Nacional Etosha. Los nativos de esta zona eran de las tribus herero e himba. En las calles del pueblo caminaban las mujeres con sus pechos desnudos, sus gruesas trenzas y sus alambicados adornos alrededor del cuello. El turismo las había
hecho conscientes del valor de su peculiaridad. Del mismo modo que ocurre con los masai, los himba no se dejan fotografiar sin pagar la tarifa correspondiente. La C39 se tornó asfaltada hasta Korishas, tierra de los Damara. A partir de ahí entraba en una zona deshabitada y agreste. Compré víveres para una barbacoa. Llené el depósito, una garrafa de gasolina de diez litros y cargué con dos paquetes de leña para hacer fuego. Anochecía. Aquella sería mi última oportunidad de dormir en una cama durante unos cuantos días, así que busqué alojamiento en un complejo de
lodges que regentaba una empresa semipública. Los empleados se comportaban como funcionarios: o sea, descorteses, apáticos y con un cara dura considerable, como muy pronto tendría ocasión de comprobar. La pequeña habitación estaba infestada de insectos. Un gran ventanal daba al bosquecillo de arbustos. Probablemente si esperaba allí lo suficiente con la luz apagada podría ver algún animal hociqueando los desperdicios. Había visto alguna curiosa señal que avisaba de la presencia de cerdos salvajes con enormes colmillos.
Golpearon la puerta. Era mi vecino de cuarto, un norteamericano enjuto. No le funcionaban los enchufes y quería comprobar si a mí tampoco. John había pasado la mitad de sus sesenta años en África. Involucrado siempre en actividades relacionadas con la naturaleza. Dirigió parques nacionales, cazó cocodrilos y asesoró a gobernantes. A todos les dijo que era mejor no exterminar la fauna y mantener así el flujo de turistas de chambergo, billetera y cámara fotográfica. Había acertado en el diagnóstico. Actualmente el tráfico de marfil había decaído mientras que los turistas llegaban en
masa. Le invité a compartir mi barbacoa. Había dejado la carne fuera para que se descongelase. Cuando salí a ver cómo iba el proceso, encontré tres empleadas sentadas en sillas como cuervos en torno a la comida. Esperaban tranquilamente a que empezase la fiesta. Si se iba a asar algo, era mejor estar cerca. Exploté a reír. Aquello era África. Mientras cenábamos los cinco, le conté a John mi encuentro con el elefante. Me dijo que era algo completamente normal. Se estaba incrementando su número dramáticamente.
—Buscan comida, salen del área de los parques, pisotean los sembrados y los campesinos les disparan con armas de caza. Un elefante herido con una vieja escopeta probablemente se recuperará, pero se volverá muy peligroso. — ¿Cómo puedo saber si atacará? —pregunté. —Si despliega las orejas no hay que temer; es sólo una amenaza. Si por el contrario se te enfrenta, baja la cabeza y las pega al cráneo, entonces… — ¿Y qué hay de los leones?
—Los leones son un misterio— reconoció—. No sabemos si su número crece o se reduce. Se esconden. Además, de vez en cuando sufren raras enfermedades que diezman la población. Unas veces hay más, otras menos. Con ellos nunca se sabe. Mientas hablábamos la Princesa permanecía silenciosa y tranquila. Resplandecía con el fuego reflejado en su metal negro y amarillo. Del manillar le colgaban unos calzoncillos y un par de calcetines. No había encontrado mejor tendedero. Esperé que me disculpase el atrevimiento, porque
mañana sería un día especialmente duro. — ¿Sabes? Yo también he montado en moto—comentó John mientras la observaba—. Fue en Camerún. Yo dirigía un parque. Uno de los empleados tenía una pequeña 125. Se fue de vacaciones y me pidió que se la arrancara de vez en cuando. La probé un día y entonces comprendí que podía recorrer el parque en mucho menos tiempo que con el 4X4. Un día, bajando una pista, topé con elefante. Traté de esquivarlo y entonces vi que había varios más ocupando el camino. Frené en seco, la rueda delantera
se bloqueó y nos caímos. Fui arrastrando hacía ellos. Pensé que me aplastarían. Cuando se detuvo la inercia, me eché a rodar hacia la maleza. Al incorporarme vi que estaba mucho más lejos de lo que me había parecido. Se acercaron a olisquear aquella extraña y ruidosa cosa. No parecían enfadados, sólo sorprendidos. Pero yo me había roto tres costillas. No volví a coger la moto. John hizo una pausa para servirse otro vaso de vino. —Bien, esa es la única experiencia motociclista que puedo contar.
—Bueno—silbé admirado— creo yo que tampoco se necesitan muchas más.
ILUSIÓN Día 16 de abril del 2009. Namibia. A tres mil kilómetros de Ciudad del Cabo. Ese día hizo un año justo desde que me concedieron la excedencia. Desperté muy pronto. Corrí durante una hora por unas lomas desérticas que subían y bajaban. No encontré a nadie. Era el único hombre en la tierra. Desde la
cima del cerro se veía un asombroso horizonte. Me sentía eufórico delante de aquella reseca belleza. El cielo aparecía limpio. A poco menos de doscientos kilómetros hallaría el Océano Atlántico y la Costa de los Esqueletos. Estaba a punto de conquistar el primer hito de mi reto. Además, como buen fetichista de la Historia, deseaba rendir homenaje a los arrojados europeos que cruzaron el planeta en los más duros tiempos de la navegación a vela y los grandes huecos en los mapas. En el siglo XV, Portugal se hallaba comprometido en la explotación
mercantil del continente africano y en encontrar a través del mar un itinerario alternativo a la Ruta de la Seda. Así que yo tenía que hollar el mismo suelo que piso Diego Cao, el marinero portugués que desembarcara en Namibia en 1486. Paradojas de la Historia, quizá ese empeño de los lusitanos por la vía africana nos deparara a España la gloria del descubrimiento de América. América. Cargué a la moto con la garrafa de combustible, leña, dos litros de agua y comida para un par de días. La senda se encrespó a lo largo de 180 kilómetros de grava y arena. No era
fácil pilotar por aquellas pistas. Los cauces secos tenían acumulado gran cantidad de material suelto. La Princesa tendía a cabecear. A veces amenazaba con tirarme, pero se portó estupendamente. Amaba esa jodida moto. Amaba su forma de comportarse, su mecánica, sus elegantes líneas, su noble fisonomía de metal. Ella también aborrecía esta vulgar época de plástico y gasolina sin plomo. Por el retrovisor veía una estela de polvo tras de mí. Henchido de gozo y aire puro, embriagado por el sol, el viento y el desierto, me sentía como un cometa dejando atrás su brillante estela.
Visité el bosque petrificado, el calor era asfixiante. No dejaba casi pensar. En el puesto de souvenires compré una pequeña muñeca de trapo hecha por las mujeres himba. Proseguí mi camino. Superé una cadena montañosa, detrás apareció el desierto. Su magnífica inmensidad se teñía de rosas, naranjas y malvas. Nubes ocres se levantaron en el horizonte. Era una familia de avestruces huyendo del rugido de mi motor.
DECEPCIÓN
Cuando llegué a las puertas del Parque Nacional de la Costa de los Esqueletos me sentía agotado pero feliz. Pronto vería el mar. Se hallaba apenas a cuarenta y cinco kilómetros. Por fin, el Atlántico. Sin embargo, los guardas no nos dejaron entrar; las motocicletas estaban rigurosamente prohibidas. No podía creérmelo. Llevaba más de siete mil kilómetros y un millón de piedras soñando con la Costa de los Esqueletos. Me negué en redondo a regresar por aquella pista infernal. Se nos haría de noche en mitad de la nada. Mi mapa indicaba un camping dentro del parque. Si tan
solo me dejaran llegar hasta allí para descansar. Llegó un coche todo terreno. Era una pareja de turistas italianos. Les pedí por favor que me llevaran hasta el camping. No quería quedarme allí, en tierra de nadie. Quería ver el mar. Ya recogería la moto al día siguiente. Ella me miró como a un extraterrestre. Él se negó alegando no sé qué del seguro. Al parecer las compañías de alquiler prohíben recoger transeúntes y autostopistas; es una precaución lógica para prevenir asaltos. Mas yo era un viajero como él, un europeo en apuros. Resultaba evidente que no
le iba a robar, ni a violar ni a matar. Aunque ganas me entraron de hacerles las tres cosas a la vez cuando se montaron en el coche y arrancaron. Ahí te pudras, espagnolo. Valientes cabrones. No se daban cuenta de que por lejos que fueran siempre arrastrarían su egoísmo y su cobardía con ellos. Salían de Europa buscando un paraíso virgen, pero se llevaban la peor Europa metida en la mochila, la Europa de los complejos, miedos y mezquindades. Gente asustada, gente miserable, pobre gente. Si en lugar de en la puerta del parque me hubiesen encontrado herido en la
carretera, tampoco me habrían ayudado no fuera que se les manchara la tapicería de sangre y tuvieran problemas con el seguro del coche.
ENAJENACIÓN La ira hizo cambiar mi actitud. Me rebelé. No abandonaría la Princesa. Acamparía allí hasta que nos dejaran pasar o apareciera algún camión que cargara con la moto hasta la otra salida. Ni siquiera consideré el hecho de que no tenía
víveres suficientes. Uno de los guardas dijo que esperar un camión que pasara por allí podía llevarme mucho tiempo. Lo miré y le dije que él no entendía nada. —Tengo una misión. Mi destino es llegar hasta la Costa de los Esqueletos. De un modo u otro Dios me ayudará. Mientras desempacaba la tienda de campaña, se me ocurrió una locura. Llamaría a mi amigo Alejandro Terrón. Seguro que cuando le explicara el caso, él telefonearía a su vez a sus contactos de BDO en Namibia. Sin duda tendrían buena
relación con el gobierno. En cuanto supieran de mi problema dejarían cualquier cosa que estuvieran haciendo para ponerse en contacto con el Ministro de Medio Ambiente namibio y convencerle de que prevaricara a favor de un español enloquecido al que nadie había visto y del que nadie sabía nada. La pretensión era a todas luces totalmente absurda, propia de una mente alucinada. Era evidente que yo había perdido el juicio durante aquellos días en África, pero lo cierto, y esto es lo más grave, era que contemplaba aquella insensatez como una posibilidad real. Y
esperaba que funcionase. ¿Cómo no iba a hacerlo? El inconveniente era que allí no había cobertura para móviles. Les pedí usar el teléfono fijo del puesto. Más bien se lo exigí. — ¿Para qué?—inquirió el guarda sorprendido. —Necesito llamar a mi gente en España, ellos llamaran al Ministro de Medio Ambiente de Namibia para que nos dejen pasar. El guarda me miró con sus ojos bizcos como quien contempla un demente furioso o la aparición de un truculento fantasma.
—Te, te, tengo que consultarlo con mi jefe—tartamudeó mientras descolgaba el auricular—. Espere fuera, por favor. Me senté a la sombra con el otro guarda. Grande, corpulento, un poco idiota. Se llamaba Jonas y aseguró que al final tendría que regresar por donde había venido. Nadie había entrado en moto desde que él trabajaba allí. Siempre tiene que haber un gilipollas que pretende desanimar. Me negué a hacerle caso. ¿Qué coño sabría él de lo que yo era capaz? El de la consulta telefónica salió al cabo de un breve rato. Su rostro expresaba una honda
sorpresa, —Está usted de suerte—anunció—. Mi jefe le ha concedido una autorización extraordinaria para entrar en el parque con la condición de no acampar ni desviarse hacia el norte. Tiene que llegar hasta la pista que discurre paralela a la línea costera. A partir de la señal de Torra Bay debe seguirla hacia el sur, hacia la salida que lleva a Swakopmund. Me levanté como un resorte. Aquello era increíble. Carajo. Se había producido el milagro. Mi insensatez había funcionado. Estreché sus
manos y se lo agradecí varias veces. No cabía en mí de felicidad. No sólo llegaría al Atlántico, sino que iba a ser el único motorista que recorriera la Costa de los Esqueletos. Jonas me miraba sinceramente impresionado. —Tenías razón—reconoció con asombro—cuando dijiste que Dios te ayudaría.
ESQUELETOS Y ESTRELLAS
Aquella noche compartí mi comida y vino con ellos. Neftali era el superior. Delgado, pequeño y bizco del ojo izquierdo. Vivía allí con su familia. Encendí la hoguera. Una perra esquelética esperaba pacientemente que le cayera algún despojo. Sobre nosotros brillaban las estrellas con una luz más furiosa que nuca. Parecían infinitas. No lo eran. Parecían tan cercanas. Tampoco era verdad. Muchas habían muerto hacía miles de años, pero era algo sobrecogedor contemplar aquel firmamento salpicado de luces. Me sentí inmensamente dichoso por estar allí, por haber resistido, por no
rendirme, por haber aprendido a confiar en mí, en los hombres y en el Dios que poco a poco estaba reconociendo. Comprendí que hasta la negativa del italiano tenía su por qué, su razón de ser. Si llega a hacerme un hueco en su coche habría perdido esta oportunidad. Mi destino no lo habían escrito todavía. Lo escribía yo mismo mientras esquivaba el millón de piedras que me tiraban a dar. Salí a correr por el desierto mientras amanecía. Panzudos nimbos se enrabietaban de reflejos tornasoles. Aquellas nubes volaban tan bajo y tan heridas de sol que
parecían zeppelines precipitándose a tierra envueltos en llamas. Era asombroso y sólo estaba yo allí para verlo. No, no soñaba. Todo era cierto; lo confirmaba un dolor en el músculo estabilizador de la cadera. Sobreentrenamiento. Desde que estaba en África corría todos los días. Corría por el placer de sentirme vivo en los más asombrosos paisajes. Corría porque no podía parar. Regresé al campamento y me duché con agua fría. Una de las mejores duchas de mi vida. Salí desnudo al exterior. La hija mayor de Neftalí regresaba de la letrina. Llevaba los pechos al aire.
No hizo ademán de cubrirse. Miró con una insolencia que no comprendí. Su padre vino poco después a traerme agua caliente para el café. Era un buen hombre. Desayuné dátiles y frutos secos mirando hacia la árida llanura. A mí alrededor orbitaban la perra y dos cachorros que no cejaban en pugnar por las resecas ubres de su madre.
¿ACASO ESTOY GORDA? Jonas y Nefatlí abrieron las puertas y nos desearon suerte. Me sonó a
redundancia. ¿Suerte? Si yo tengo a raudales. Lo que no sabía entonces era cuanto la iba a necesitar. Toneladas de suerte. Tanta como arena. Porque allí sólo había arena. Arena y viento. La primera parte fue un agradable paseo por un paisaje lunar donde corrían grandes mamíferos. Cuando llegué a la linde del mar, la cosa cambió radicalmente. A partir de la señal de Torra Bay, viajar en moto por aquel inhóspito paraje era una auténtica odisea. La arena nos quería sepultar. El avance de la moto era agónico, la rueda trasera patinaba y el embrague trabajaba de lo lindo
cada vez que encallábamos. Temí quemarlo. —Vamos, Princesa, no me dejes tirado ahora, vamos. Una detrás de otra, las dunas eran una barrera impenetrable. Cuando la moto se quedaba encajada en una de ellas tenía que liberarla a puro pulso. A fuerza de brazos y apretones de dientes. Cuando encalló por tercera vez, la Princesa preguntó si es que acaso estaba gorda. Como cualquiera sabe, este interrogante nunca se puede afrontar sin que acabe en pelea conyugal. Pero yo sudaba y
renegaba y no contesté con suficiente rapidez. —Claro que no, Princesa, no estás gorda, es esta jodida arena. Demasiado tarde. La ofendida dama se tiró al suelo y allí se quedó tendida como si nada le importase. —No, por favor, no—, supliqué— Tenemos que salir de aquí. Me di la vuelta y la levanté como mi padre me enseñó, de espaldas y empujando con las piernas y no con los lumbares.
—Princesa, por favor, no nos hagas esto—, rogué al borde de la desesperación—. Te prometo que si salimos de aquí te haré una revisión completa con aceite nuevo, filtros y todo lo demás. Hasta te compraré neumáticos nuevos. Ya verás qué guapa te dejan. Resoplando, conseguí enderezarla. A regañadientes se quedó quieta mientras yo cargaba de nuevo todo el equipaje. —Te juro que no estás gorda— susurré cerca de su manillar—, nunca he visto ninguna moto tan en forma como tú.
Y era verdad. Para la edad que tenía, su estado de forma era fabuloso. Aquella vanidosa señorita contaba nada menos que quince años. La paliza que estaba resistiendo habría mandado al desguace a vehículos mucho más modernos.
LA GESTA DE CAO Agoté toda mi reserva de agua de dos ansiosos tragos. Sin provisión líquida, ya no tendría más
oportunidades. A partir de ese momento, me jugaba la vida. No era ninguna broma. El horizonte aparecía como un infierno blanquecino de nubes plomizas. Estaba inmerso en la más absoluta desolación. Llegamos hasta la playa. No había nada. No había nadie. Pero lo habíamos conseguido. Estaba siendo el peor y el mejor día de mi vida como motorista. Aquél pedazo de planeta era el verdadero fin del mundo. Pude imaginar el estupor de Diego Cao cuando encontró esta infinita línea de nieve salada. Las fuertes corrientes empujaban contra la tierra
todo lo que había flotando en las aguas. De ahí el nombre de Costa de los Esqueletos. Sobre la arena aparecía un espeso tapiz de restos. Madera, huesos y conchas. Sin embargo, una de las osamentas más impresionantes en este desierto no provenía del océano. Se trataba de una vieja instalación industrial corroída por el orín, el abandono y el salitre. ¿Qué sería aquello, para qué serviría, quién demonios la habría traído hasta allí? Cuatro horas después de haber entrado, vislumbré la salida. Había recorrido 148 kilómetros infernales y los últimos quinientos metros
tampoco iban a ser fáciles. Un camión se encontraba bloqueado. Tuve que rodearlo bajándome y empujando la moto a través de las dunas. Cuando superé el obstáculo, encontré un grupo de jóvenes dubitativos. Eran españoles. Habían alquilado vehículos de tracción a las dos ruedas. El polvo del camino les atemorizaba. Me pidieron consejo. —Yo lo intentaría—les dije, secándome un sudor hecho engrudo de hollín y cuarzo molido—. La pista es horrible, hay arena por todos lados, pero esto es increíble, una verdadera aventura.
Los dejé pensándoselo. Al salir encontré una carretera de sal. Parecía nieve. Corría paralela a una costa salvaje. El horizonte era blanco y plano. Lo único que encontraba a mi paso eran señales que indicaban los magníficos puntos de pesca que tanto atraían a los turistas sudafricanos. Sólo se podía acceder a ellos en 4X4. Algunos de estos spots tenían nombres tan originales como el de Popeye. En el aislado camping de Meile 108 me detuve a beber una cerveza fría. Sabía a victoria como el NAPALM al coronel de Coppola interpretado por Robert Duvall. Al cabo de un rato vi
a mis timoratos compatriotas regresar a la comodidad de sus hoteles. Me sentí un poco triste por aquella retirada. Los habitantes de nuestra vieja península ya no eran como en los lejanos y heroicos tiempos de Diego Cao.
APESTOSAS SIRENAS En los márgenes de la pista vendían
sal cristalizada. No había vendedores. Un letrero indicaba su precio. A su lado dejaban una hucha donde ingresar el dinero. Encontré una calavera de herbívoro. Tenía unos enormes cuernos retorcidos. Se la puse a la moto encima del faro. Era su trofeo. Haríamos noche en Cape Cross, donde Diego Cao atracó. Allí fue el primer sitio donde un europeo pisaba Namibia. Lo atrajo un raro sonido, como un ulular gutural. No eran sirenas quienes cantaban, sino focas. Cientos de miles de focas que forman sobre el litoral una apelmazada alfombra de grasa y piel. Visité la colonia. El
hedor a excrementos y pescado podrido era insoportable. Probablemente yo tampoco olía mucho mejor, pero a la Princesa parecían no importarle demasiado mis irregulares hábitos de higiene. Nuestro amor era casi perfecto.
Cao erigió una cruz de cinco metros y se largó pitando porque allí no había agua. Jamás volvería a pisar aquella tierra. Probablemente desesperado ante semejante inmensidad asolada, regresó al río Congo donde murió intentando su conquista. Mientras tanto, Juan II de Portugal, animado por los avances africanos, no hacía caso a un suplicante Cristóbal Colón, quien buscaba apoyo real para una ruta occidental hacia las Indias. Frustrado, el genovés emigró a
Castilla para convencer a otros reyes de que la Tierra era redonda. Así, en este extremo del Mundo fue Vasco de Gama quien salvó por primera vez el Cabo de las Tormentas descubierto por Bartolomé Díaz. Rebautizado como Cabo de Buena Esperanza, quedaba abierta la ansiada ruta marítima hacia los tesoros de oriente.
SWAKOPMUND El Lodge de Cape Cross se hallaba
en un páramo arrasado por la erosión y la falta de agua. Unos zorros salieron huyendo al oírme. Dejé atrás un pequeño cementerio y entré. El recepcionista se llamaba Life y era rastafari. Bajé a cenar. Crema de lentejas, pollo empanado, arroz y queso. En la chimenea bailaba un fuego hipnótico. Los cubiertos estaban limpios, las servilletas eran de hilo y el pan de cereales. La clientela la formaban europeos pijos de safari, con predominio de franceses y belgas. Aquel sitio era muy agradable, aunque me sorprendí añorando la incomodidad del campamento, la
noche estrellada y la gente real. Afortunadamente, el camarero resultó un Lenin de salón. En cuanto tuvo una oportunidad se arrimó y me soltó un discurso aprendido de memoria. Los blancos se lo habían robado todo a su pueblo. Se habían quedado con las mejores tierras y las mejores granjas. La independencia y el fin del Apartheid no habían cambiado las cosas. Les interesaba mantener a los negros sin educar. Todo eso lo sabía él porque era un tío inquieto e ilustrado. Le gustaba leer, le interesaba la política pero sobre todo sentía pasión por el cine.
— ¿Sabes cuál es mi actor favorito? — preguntó. — ¿Denzel Washington?, sugerí con candidez. Se río y negó con la cabeza. —No, hombre no. Marlon Brando. Me encanta El Padrino. Swakopmund es una población extraña con su paseo marítimo, sus ordenados chalets, su iglesia luterana y su monumento a la expedición prusiana de Kurt von Francois. Kurt von Francois llegó en 1889 con 21 soldados y se llevó a
Berlín la cruz de Cao. Luego los alemanes repondrían una réplica. Mientras estuvo en África, el oficial del Kaiser peleó contra los ingleses para echarlos del puerto de Valvis Bay y contra los nativos nama para someterlos al Segundo Reich. A todos los venció. Entre combate y combate, fundó Windhoek. Sin duda, Namibia ha sido siempre imán para temerarios y aventureros. En Swakopmund la industria más rentable hoy son los deportes de riesgo para que mochileros del mundo entero se lancen en paracaídas sobre el desierto, recorran las dunas móviles en quad
o hagan trekking entre venenosísimas mambas negras. La recepcionista del hotel estaba embarazada. Explicó por qué quería una niña. Los niños se meten en líos. Aunque hay mujeres que también dan guerra. Me contó el caso de una universitaria muy atractiva que cogió el Sida. Decidió vengarse acostándose con todo el mundo y lo apuntaba en una libreta. No pude averiguar de donde se había sacado esa historia. Yo la había escuchado en muy diferentes esquinas del planeta sin más variación que algunas pinceladas localistas. Probablemente ella la
habría leído en la prensa sensacionalista. Los periódicos africanos son un inventario de sucesos estrambóticos, obscenos embustes y exageraciones inauditas. En uno de ellos leí en una ocasión que los fieles de una iglesia evangélica querían asesinar a la amante de su pastor. No culpaban al religioso sin fe sino a la mujer. La culpable siempre es Jezabel. Aquella portada apestaba, pero era buena para vender periódicos. Bueno, pensándolo bien, tampoco había tanta diferencia entre la prensa africana y nuestro periodismo más serio.
En el restaurante sonaba Nora Jones. El ambiente era cálido. Pedí solomillo de avestruz, arroz, ensalada y vino. Un auténtico banquete por menos de nueve euros. Masticando aquella sabrosa carne pensé en lo duro que me iba a resultar el regreso a los precios españoles, a las burbujas sobrevaloradas, a los hosteleros que quieren hacerse ricos en dos días, a los cocineros con ínfulas de filósofo, a la estupidez de los aprendices de sibaritas, a los carísimos vinos mediocres. A tanta estupidez de nuevo rico del ladrillo. La cordura nacional había saltado
por los aires intoxicada de cemento y dinero fácil. El país se había llenado de mierda urbanizada y ahora la fiesta se estaba terminando. La catástrofe económica que me decían sucedía en Europa nos iba a resultar de más difícil digestión que una de las piedras de Namibia. Trajeron un licor hecho de huevo de avestruz. Recostado en la silla, completamente ahíto, me sentía hecho un oximorón con piernas: feliz y triste a la vez. Mi viaje llegaba a su fin. Ya nos hallábamos muy cerca de Ciudad del Cabo. Diez mil kilómetros de selva, sabana y
desierto. ¿Qué había sacado en claro? Días gastados. Días vividos. Días de suerte. De mucha suerte. Incluso mis estupideces habían salido bien de puro milagro. Recordé que dos noches antes había hecho una barbacoa en mitad del páramo. Arrojé gasolina al fuego directamente de una garrafa. ¿Y si hubiera prendido? ¿Y si me hubiera estallado en las manos? ¿Quién me hubiera auxiliado? ¿Dónde estaba el hospital más cercano? ¿A doscientos o trescientos kilómetros por una pista de tierra? ¿A diez horas de viaje? Y todo esto ¿Para qué? ¿Por qué estoy viajando a
través de África? ¿Qué cambiará después de todo esto? ¿Qué busco? ¿No era suficiente mi cómoda vida antes de venir aquí a pasar penalidades? El tipo del espejo contestó por mí. — ¿Y por qué no habías de hacerlo? Has venido porque te ha dado la gana, porque África estaba ahí y esa ya era una buena razón. Has venido porque te gusta montar en moto, porque te sientes bien viajando solo, porque te conviertes en un animal libre cuando atraviesas ríos, montañas, fronteras y desiertos. Te gusta porque entonces
no piensas, actúas. ¿De qué coño te quejas? Has comido carne asada en un suburbio de Gaborone, has negociado sobornos, has visto con tus propios ojos un campo de refugiados, has recorrido la Costa de los Esqueletos, has visto miles de estrellas y las has contado todas. Ya sabes cuántas hay. Así que no me toques más los cojones con tus preguntas retóricas y tus dudas existenciales. Aquel tipo tenía razón. Levanté la copa y le ofrecí un brindis. —Es cierto, tío. Me gusta mi vida, me gusta estar vivo y me gusta que