Después de todo La generación de la Nouvelle Vague tuvo suerte: supo crearse sus propios enemigos y conservarlos durante mucho tiempo. Por Serge Daney (Extraído de VV.AA. La política de los autores, Barcelona, Ediciones Paidós, 2003). La generación de la Nouvelle Vague tuvo suerte: supo crearse sus propios enemigos y conservarlos durante mucho tiempo. Tener enemigos es un privilegio que no le es dado a todo el mundo: la generación siguiente, por ejemplo, no los tuvo y, en cierta manera, siempre es algo que echará de menos. Por su parte, la Nouvelle Vague se lanzó y fue rechazada, denostó y fue odiada, legisló y fue seguida. Si solamente hubiera sido una camarilla de arribistas, pronto se hubiera evaporado. En realidad, contaba con el tiempo. En primer lugar, con siete años de reflexión, a partir de 1953, en las páginas de los Cahiers amarillos de André Bazin, con los que se formó cierta idea del cine. Después, con un cuarto de siglo para someterla a la prueba de lo real. Así, no es casualidad que hoy en día sintamos tanto placer cuando oímos hablar de cine a Godard, Truffaut o Rivette, del suyo y del que se consideran herederos. Una vez convertidos en cineastas, han continuado siendo críticos, y lo siguen haciendo con la misma facilidad con la cual, cuando eran críticos, hablaban ya como cineastas. De esta manera, lo que se convertiría en regla en todo el mundo, comenzó por ser la excepción en Francia: la Nouvelle Vague es la primera generación de cineastas cinéfilos de la historia del cine. Vista la situación de la industria cinematográfica francesa a lo largo de los años cincuenta, era fatal que un grupo de jóvenes pensara que el cine se podía aprender en más de un puesto de trabajo. El más lento y el más desmoralizador era el puesto de ayudante de dirección; el puesto de las ratas de Filmoteca, a la vez iconoclasta y piadoso, estrecho y generoso, era mucho mejor. Para quien fue lector asiduo de Cahiers du Cinéma -que siguieron siendo amarillos hasta 1964- era más que evidente que acababa de entablarse una batalla en la que unos jóvenes turcos se enfrentaron a lo que se llamó cierto cine de calidad francés. Combate en el que todo el mundo perdió más o menos la sangre fría. Y si la gente de Cahiers acabó ganándolo, fue menos por el hecho de que se les diera la razón sobre su idea del cine, sus gustos o su máquina de guerra bautizada política de los autores -eso ocurriría más tarde- como porque, al pasar tras la cámara, fueron capaces de demostrar que su manera de admirar a ciertos cineastas -y no a otros- no les impedía, bien al contrario, hacer muy rápidamente su cine, evidentemente un cine de autor. Digamos, a contrario, que un joven que fuera apasionado de René Clair en 1960 no hubiera obtenido de aquella admiración la energía necesaria, en aquel momento, para convertirse en cineasta. Signo de los tiempos. Esta generación tuvo otra suerte: se creyó justiciera. La historia del cine, la que Sadoul y Mitry contaban, era injusta, llena de prejuicios, de agujeros y de aproximaciones. Gracias a Henri Langlois, todas las tardes había materia qué descubrir y redescubrir, que evaluar y reevaluar. El Panteón del séptimo arte no
era todavía ese monumento en el que, anticipadamente y sin rebelarnos, aceptamos perdernos. La tarea de la generación precedente -la de Bazin y el movimiento de los cine-clubes- consistió en volver a apropiarse del cine considerado como una historia única. En el ambiente de la guerra fría, fue necesario rehabilitar al cine americano, servirse del neorrealismo italiano como de una palanca, mantener una mirada teórica sobre el cine soviético, reprochar su academicismo al cine francés consagrado a las adaptaciones literarias. Y estar dispuestos a descubrir otra cosa, fuera donde fuera, en Japón, por ejemplo. Fue en este paisaje donde explotó, hacia mediados de los años cincuenta, bajo la pluma de Truffaut, Rohmer, Chabrol, Godard y Rivette, la escandalosa política de los autores. Cuatro nombres y dos iniciales son sus emblemas: las dos R europeas, Renoir y Rossellini, y las dos H americanas, Hawks y Hitchcock. Pero de entrada, el escándalo era triple. Hubo por los menos tres maneras de decir no a la política de los autores. Los escandalizados pertenecientes al primer tipo veían mal, de todas las formas posibles, cómo un filme podía ser obra de un solo autor, ya que es de notoriedad pública el hecho de que el cine no se hace solo. Para ellos, un filme es la fusión más o menos armoniosa entre diversos cuerpos de profesionales y el realizador es únicamente quien realiza las potencial nades inscritas en todos los nombres de los títulos de crédito. Esta visión del cine sólo es apropiada para los momentos en que la industria cinematográfica es lo bastante fuerte para abrigar en su seno -además- una auténtica exigencia artesanal. Es, en definitiva, de la profesión, cada vez que se autorreconoce y se autoplebiscita en los filmes que pretenden optar en Francia a los César, y en América a los Oscar. A los escandalizados del segundo tipo, por su parte, les cuesta comprender el hecho de que, en el supuesto de que un filme tenga a veces un autor, se afirme seriamente que lo sea asimismo por derecho divino de toda su filmografía. Un autor es alguien lo bastante libre para tomar, él solo, desde la escritura del guión a la elección de los actores, todas las grandes decisiones previas a la puesta en escena. O bien es un hombre y un equipo conducidos por un movimiento lo bastante poderoso social, político, estético- para que su filme refleje dicho movimiento. Por eso nadie había negado el estatuto de autor al Lang alemán, al Renoir del período anterior a la guerra o al Rossellini neorrealista. El escándalo se produjo cuando los jóvenes críticos de la Nouvelle Vague tomaron totalmente en serio el período americano de Lang o el de Renoir o los filmes de Rossellini con Ingrid Bergman, bien porque dichos filmes fueran de encargo, bien porque recuerdan demasiado a películas de circunstancias. Los escandalizados del tercer tipo. en fin, no comprendían por qué, en tanto que se trataba de estudiar a los autores, no se contentaban con aquellos que lo eran desde siempre, de manera ostensible y a veces dramática. El concepto de autor se dedicaba en última instancia a una galería de monstruos, demasiado singulares para la maquinaria hollywoodiense que había terminado por rechazarles, de Griffith a Welles, pasando por Chaplin, Sternberg o Stroheim. Mejor todavía, se adaptaba como un guante a los cineastas que afirmaban su personalidad en el dramático cuadro de la vieja Europa quebrantada y medio destruida. Nadie tuvo que luchar para que Bresson, Fellini, Tati o Antonioni fueran reconocidos como autores. En el Festival de Cannes de 1960, toda la crítica digna de ese nombre estaba con Antonioni en defensa de La
aventura (L'Avventura, 1959). De hecho, el gran escándalo de los Cahiers amarillos consistía en haber ido a buscar, en el corazón mismo del cine de diversión y lejos de cualquier aura cultural, a los dos autores menos románticos del mundo, Hawks y Hitchcock, y en decir: ellos son autores y no artesanos. El escándalo consistía en ser un poco renoir-rosselliniano y ser mucho hitchcocko-hawksiano. El escándalo estribaba también en el hecho de aprovechar además la posibilidad, inscrita en la naturaleza misma del cine, de hacer comparecer en carne y hueso a los autores en cuestión. Con el fin de dar un cuerpo a esta política, de hacer de ella una historia de afiliación, de relevo y de testigo. Eso es lo que se produjo en 1963 con El desprecio (Le Mépris) de Godard, golpe de efecto genial y cuadro premonitorio del estado futuro del cine. Recordemos los cuatro personajes del filme: un productor (Jack Palance), un director, un guionista (Michel Piccoli) y su mujer. Y en el papel de ésta, una estrella: Brigitte Bardot. El productor es americano y vulgar, el director es un viejo señor alemán, el guionista y su mujer son franceses: deben rodar un filme en Capri, nada menos que La Odisea. Ahora bien, ¿qué sucede en El desprecio? El productor y la estrella (al menos el personaje interpretado por la estrella) se matan en un accidente al volante de un Alfa-Romeo rojo, más godardiano imposible, y sólo quedan para acabar el filme, para llevarlo a cabo, el anciano director, el guionista y un joven ayudante con gafas que dice al final de la película algo como ¡Estamos preparados, señor Lang!. Pues si Fritz Lang interpreta su propio papel, el respetuoso ayudante no es otro que Jean-Luc Godard. Nada de estrellas, nada de productores. ¿Cómo, sin ellos, continuar haciendo cine? ¿Cine deseable para un público en vías de disminución? ¿Cine que haga frente a la televisión? Estas preguntas no se harán evidentes, ¡y tan crueles!, hasta los años setenta. En un primer momento, el debilitamiento de las grandes máquinas de producción, del sistema de las estrellas y de los estudios, la dimisión de los productores a la antigua, todo parece poco respecto a la euforia nacida de la eclosión, un poco por todas partes del mundo, de las nuevas olas. Quizá el autor de El desprecio sea ya uno de esos raros que no se alegre demasiado de ello y que sospeche que, a pesar de todo, hubiera sido necesario un productor para filmar La Odisea. En 1984, en la distancia, es aceptable pensar que la crisis del filme de serie es la que libera al mismo tiempo las posibilidades de los filmes prototipos. Ahora bien, ¿qué hay de más prototípico, incluso atípico, que un filme de autor? Sin embargo, siempre en la distancia, puede decirse que los Cahiers amarillos, al lanzar su famosa política, no hicieron más que llevar a cabo un proceso que se había iniciado hacía mucho tiempo: el reconocimiento del cine como arte, del cineasta como artista, según la concepción romántica del autor-demiurgo-propietario de su obra que existía ya en la literatura. Demasiado total, esta victoria asume todas las apariencias de una victoria pírrica. Generalizada, la palabra autor pierde, además de su sentido, su valor polémico, y ha dejado de escandalizar a nadie. Incluso cuando la crítica de los años sesenta se dedicó a rebuscar en la historia del cine, con la voluntad bien decidida de exhumar, despreciando todo buen sentido, la existencia de innumerables autores desconocidos, particularmente en el cine de serie americano, confundiendo constantemente a los estilistas, los manieristas y los pequeños maestros con los verdaderos autores. En los países anglosajones,
por lo demás, el asunto fue exportado a título de curiosidad, pero bajo la apelación más decente de author theory. Teoría, no política. No había existido otra política que la de la elección por los críticos de Cahiers de sus autores. Si Godard, Truffaut, Rohmer y Rivette hubieran sido, digamos, fellino-eisensteinianos, no sólo el futuro les hubiera quitado la razón, sino que -por mimetismo de identificaciónse hubieran creído obligados a tener un mundo propio y una visión personal, antes incluso de lanzarse a la aventura del cine. Mientras que, luchando en favor del Renoir de la posguerra o del Rossellini de los filmes con Ingrid Bergman, aprendían mucho -y acaso sin saberlo- sobre los gajes del oficio de cineasta, sus astucias, sus compromisos, sus irregularidades y ese deseo de hacer con lo que se tiene en lugar de empeñarse en dominar lo que no se tiene. Y, defendiendo con obstinación a Hawks o a Hitchcock, reflexionaban entonces ya -el libro de entrevistas TruffautHitchcock data de 1966- sobre qué es un público, un efecto, una moral del espectáculo. En ambos casos, aprendían a ser humildes. Pero una vez que la euforia provocada por la Nouvelle Vague decayó completamente, dando paso a la inquietud de los comerciantes y a la soledad de los artistas, los inventores de la política de los autores supieron a menudo organizarse mejor que los demás, hasta el punto de que ellos fueron los únicos en beneficiarse de dicha política. Pero hay que hacer la salvedad de que, por una astucia de la dialéctica, a hombres como Godard, Truffaut o Rohmer no se les negó nunca su categoría de autores -a diferencia de aquellos a quienes habían admirado y defendido-, aunque debieron ingeniárselas, durante los áridos años setenta, para amañarse con algunas miniestrategias de productores. En definitiva, se convirtieron en sus propios patronos. Tuvieron más suerte que aquellos de su misma generación que tenían necesidad de la estrategia de un productor para afirmarse como autores. Y a fortiori, que aquellos que debutaron después de ellos y que encontraron, prestos a serles adjudicada, la etiqueta de autor. Envanecidos por la palabra, muchos olvidaron que hubieran podido quizás trabajar mejor en un cuadro más limitado y apremiante, y sin el peso de esta etiqueta inhibidora. Aunque, hacia el final de los años setenta, se empezó a oír por todas partes un vago rumor del tipo: No teníamos nada contra los productores.... Y este discurso lo supieron aprovechar los grandes circuitos que, entre tanto, consiguieron restablecerse, con Gaumont a la cabeza. Pero, tarde o temprano, el despertar sería duro. Y en ese despertar nos hallamos todavía hoy. Muchos egos han sido ya pisoteados. Mientras tanto, lo que desapareció fue la interrogación sobre esa palabrita, autor. ¿Cómo definirla? ¿Era, dicho sencillamente, quien firmaba el filme? ¿O quien, en condiciones hostiles, procura que su deseo -su deseo de cine- triunfe sobre todos los demás y les someta? ¿O quien se ha convertido en todo para su película, instigador, promotor, guionista, realizador, actor, encargado de prensa? ¿O también el artista asalariado de una institución del Estado, como en los países comunistas? ¿O el pionero francotirador de un país en el que no existe el cine -como en África, autor por definición de un filme que ninguna industria hubiera querido -o hubiera rechazado- realizar en su lugar? Sin duda, un poco de todo ello. Pero un poco, solamente. Puesto que aquí se trata, no del concepto de autor en sí mismo, sino de la política de Cahiers de aquellos años, es posible aventurar una hipótesis. Hela aquí. En un arte tan impuro, hecho por mucha gente y hecho también
a base de muchas cosas heterogéneas, sometido a la ratificación del público, ¿no es razonable pensar que no hay autor -es decir, singularidad- más que en relación con un sistema ?es decir, con una norma? El autor entonces no sería solamente el que consigue la fuerza de expresarse a despecho y en contra de todos, sino aquel que, al expresarse, encuentra la buena distancia para decir la verdad del sistema del que se distancia. Como Godard lo hacía en El desprecio o Hitchcock en La ventana indiscreta (Rear Window, 1954). De ésta manera, los filmes de autor nos enseñarían más sobre el devenir del sistema que los ha producido que los meros productos del sistema mismo. El autor sería, en definitiva, la línea de fuga por la cual el sistema no está cerrado, respira, tiene una historia.