Miedo Líquido, La sociedad contemporánea. y sus temores. Zygmunt Bauman Sobre el origen, la dinámica y los usos del miedo Sentimos un alivio y una súbita irrupción de energía cuando tras un largo período de días de aprensión y de noches sin dormir, conseguimos enfrentarnos finalmente al peligro real. Por fin llegamos a saber qué se escondía detrás de aquella sensación indefinida de fenómeno terrible. En el momento en que sabemos de dónde procede esa amenaza, sabemos también qué podemos hacer o por lo menos, adquirimos conciencia de lo limitada de nuestra capacidad para salir intacta de su ataque. El miedo es más temible cuando es difuso, disperso, poco claro. Cuando la amenaza que deberíamos temer puede ser entrevista en todas partes, pero resulta imposible de ver en ningún lugar concreto. Miedo es lo que llamamos a nuestra incertidumbre, a nuestra ignorancia con respecto a la amenaza y a lo que hay que hacer para detenerla o combatirla. La vida en Europa del s.XVI se resume en las palabras de Febvre: “miedo siempre, miedo en todas partes”, vinculando esa omnipresencia del temor a la oscuridad. En ella, todo puede suceder, pero no hay modo de saber qué pasará. Ésta no es la causa del peligro, pero sí el hábitat natural de la incertidumbre, y por tanto, del miedo. La modernidad debía ser el gran salto hacia adelante: el que nos alejaría del miedo. Pero esto es un largo rodeo. Los nuestros siguen siendo tiempos de miedos. El miedo es un sentimiento que conocen todos los seres vivos, los animales como los humanos, frente a éste, oscilan entre la huida y la agresión. Pero los humanos conocen una especie de temor de segundo grado, el miedo derivativo que orienta su conducta. Éste es el sedimento de una experiencia pasada de confrontación directa con la amenaza. Es el sentimiento de ser susceptible al peligro, una sensación de inseguridad y vulnerabilidad. Una persona que haya interiorizado tal visión del mundo, recurrirá rutinariamente a respuestas propias de un encuentro con el peligro, el miedo derivativo adquiere así capacidad autopropulsora. Que el mundo exterior es un lugar peligroso que conviene evitar, es un comentario entre personas que rara vez salen por la noche. Esto porque han perdido la capacidad de afrontar la presencia de una amenaza, o porque imaginan afectados por el miedo. Los peligros que se temen pueden ser los que amenazan el cuerpo y las propiedades de la persona, los que amenazan la duración y fiabilidad del orden social del que depende la seguridad de la supervivencia, y los que amenazan el lugar de la persona en el mundo, la exclusión social. El miedo derivativo es disociado en la conciencia de quienes lo padecen de los peligros que lo causan. Las reacciones pueden ser entonces separadas de los peligros responsables de la inseguridad.
El estado aplica el principio de subsidiariedad a la batalla contra los temores y la delega en el ámbito de la política de la vida operada a nivel individual y a la vez, externaliza en los mercados de consumo el suministro de las armas necesarias para esa batalla. La omnipresencia de los miedos, hace que puedan filtrarse por cualquier recoveco, que provengan de las personas con las que nos encontramos y de aquellas que nos pasan inadvertidas. Existe una tercera zona, de la que manan miedos cada vez más densos y siniestros que amenazan con destruir nuestros hogares, lugares de trabajo y cuerpos. Una zona en la que se averían las redes de energía, caen las Bolsas, desaparecen empresas, y aviones se estrellan. Craig Brown señala en 1990 que “las alertas globales generaban alarma, pero con el tiempo, la gente empezó a disfrutar de ellas”. Así es. Saber que el mundo en el que vivimos es temible no significa que vivamos atemorizados. Disponemos de estratagemas astutas. Vivir en un mundo moderno líquido sólo admite una certeza: mañana no puede ser, no debe ser y no será como hoy. Esto supone un ensayo diario de desaparición, borrado y muerte, por tanto, un ensayo del carácter “no definitivo” de la muerte, de resurrecciones recurrentes y encarnaciones. Nuestra sociedad moderna líquida es un artefacto (al igual que las formas de convivencia) que trata de hacernos llevadero el vivir con miedo. Pretende reprimir el horror al miedo, silenciar los temores de los peligros que no pueden ser prevenidos. Esto se lleva a cabo por medio de un silenciamiento silencioso. Éste tiene carácter estructural, ya que exime a los representantes del Estado de toda responsabilidad por el mismo: su carácter cotidiano lo hace ineludible. Su carácter ilimitado lo hace eficaz en lo que respecta al individuo, su carácter silencioso, lo hace fácil de legitimar, y su carácter dinámico lo convierte en un mecanismo de silenciamiento en el que se puede depositar una confianza creciente. La muerte se convierte en algo temporal que sólo está vigente “hasta nuevo aviso”. Son muchos más los golpes que siguen anunciándose como inminentes que los que llegan finalmente a golpear, por lo que siempre esperamos que el que se anuncia nos pase de largo. La vida líquida fluye o se desliza lenta y pesadamente de un desafío a otro y de un episodio a otro, los cuales tienden a ser efímeros. Más aún, son muchos los miedos que entran en nuestra vida acompañados de los remedios de los que a menudo oímos hablar antes de que hayamos tenido tiempo de asustarnos. Se da un ejemplo del complot que había tras un paquete de oferta para una terapia que nos advierte que el “consumo de alimentos incorrectos es responsable del envejecimiento”. Los consumidores que hay que producir para el consumo de productos “contra el miedo” tienen que estar atemorizados y asustados, al tiempo que esperanzados de que los peligros que tanto temen puedan ser forzados a retirarse. Esta vida ha resultado ser distinta a la que se esperaba en la Ilustración, preveían que dominar los miedos sería una meta que alcanzada duraría para siempre. En la modernidad líquida, la lucha contra los temores ha acabado convirtiéndose en una tarea para toda la vida, los peligros han pasado a considerarse compañeros. Se ve como una batalla imposible de ganar contra el efecto incapacitante de los temores. Es una búsqueda continua de estratagemas que nos permitan ahuyentar o desplazar a un rincón de nuestra conciencia la preocupación. Todas ellas engañan al tiempo y vencerlo en su propio juego. Se trata de demorar la frustración.
Mejor que siga todo como está, podría ser peor. Además, puede que nunca lleguemos a atravesar el puente de la preocupación, así que ¿para qué preocuparse desde ya? Mejor seguir la vieja receta: carpe diem. El futuro está fuera de nuestro control, pero l tarjeta de crédito deposita mágicamente en nuestro regazo ese futuro. La atracción latente de vivir a crédito es dar placer y si el futuro es tan agradable como sospechamos, podemos consumirlo ahora. En las libretas de ahorro se puede confiar, hay un futuro no muy distinto al presente, el cual esperamos que valore lo mismo que hoy valoramos. Gracias a la continuidad entre el ahora y el entonces, lo que hagamos hoy surtirá efecto. Las tarjetas de crédito no dejan de ser una molestia incluso para los más arriesgados. Esto es gracias a nuestra sospecha de una discontinuidad, tenemos la noción de que el futuro que llegue será diferente del presente. Pero no todos los peligros parecen ser tan lejano, pueden incomodarnos por su proximidad, podemos concebirlos como riesgos. Éstos son aquellos peligros cuya probabilidad podemos calcular, lo más parecido que podemos tener a la certeza. El cálculo es la probabilidad de que las cosas salgan mal, lo cual puede infundirnos el valor necesario para decidir. Esa variación del foco de atención de los peligros a los riesgos sería más un intento de evadir el problema. Nuestra certeza centra nuestros intentos en los peligros visibles, que pueden preverse. Ocupados como estamos calculando riesgos, conseguimos que todas esas catástrofes que nos vemos impotentes de prevenir no mermen nuestra confianza en nosotros mismos. Sin embargo, lo peligros se encargan de recordarnos cuán reales continúan siendo pese a todas las medidas de precaución. Se pone el ejemplo de la película “Titanic” que pulverizó los récords de taquilla de las películas de desastres. Frente a ella, Jaques Attali expone que “todos suponemos que oculto en algún recoveco del difuso futuro, nos aguarda un iceberg con el que colisionaremos”, iceberg económicos, nucleares, ecológicos, sociales. Esto se ve en la implosión, lo que ocurre con el huracán Katrina. No había revolucionarios ni hubo batallas callejeras ni barricadas en las calles de nueva Orleans. La ley y el orden se disiparon, como si nunca hubieran existido. Los hábitos perdieron su sentido, la “normalidad” ha demostrado ser frágil como el papel. Los presos carecían de identificación, los cuerpos permanecían desintegrados por días en las calles, vecinos surgían entre la leña arrastrada por el agua. Se empezaban a apreciar las consecuencias de la estrategia del “disfrute ahora y pague después”. Miles de personas quedaron sin talonarios, certificados de seguro, de nacimiento, etc. Menos de 3 meses del huracán, las medidas legislativas de auxilio continúan dormidas. Hay una sensación de necesidad de intervención urgente. Dupuy anticipó el Katrina hablando de: “la irrupción de lo posible en lo imposible. Para impedir una catástrofe primero hay que creer en su posibilidad”. Ningún peligro es tan siniestro como el que se considera como el de una probabilidad ínfima. Ignorar las catástrofes es la escusa con la que no se hace nada por evitarlas antes de que alcancen el punto a partir del que lo improbable se convierte en realidad y de repente ya es muy tarde para atenuar. La mente rechaza diciéndose a sí misma que es sencillamente imposible. Tal como ocurre en “Apocalypse Now”, dice Ash que lo imposible había revelado la posibilidad que ocultaba en su interior. Esta vez no se había producido en una lejana selva, sino que en el mundo civilizado. La corteza de la civilización es fina, un simple temblor y se verá transgredido. La amenaza de la descivilización es muy real.
El “síndrome Titanic” es el horror de caerse por las rendijas de la corteza de la civilización y precipitarse en esa nada, desprovista de los ingredientes elementales de vida organizada y civilizada. El auténtico horror fue el del caos que se produjo “aquí adentro” de ese trasatlántico, como por ejemplo, la ausencia de un plan de evacuación, de botes salvavidas, etc. Ese algo que siempre subyace oculto es aún más aterrador por el hecho de mantenerse oculto la mayor parte del tiempo. Según Graham, somos cada vez más dependientes de sistemas complejos y hasta los pequeños trastornos y discapacidades pueden tener enormes efectos sobre la vida social, económica y medioambiental. Según Pawley, el miedo a una alteración masiva de los servicios urbanos es hoy endémico entre la población de las grandes ciudades. Entendiéndose por endémico como parte de la vida cotidiana. Las catástrofes pueden llegar sin avisar. Los miedos que emanan del “síndrome Titanic” son miedo a un colapso o a una catástrofe, que se abata sobre nosotros, al azar, y nos encuentre desprevenidos y sin defensas. Existe también el temor a la exclusión, a ser separado en solitario, una catástrofe personal. Los medios de comunicación dan fe de la escabrosa realidad de esos temores. Muestra que la realidad se reduce a la exclusión como castigo inevitable y a la lucha por combatirla, como ocurre en los reality shows. Tendemos a creer lo que vemos mucho más fácilmente que a fiarnos de lo que oímos, las imágenes son mucho más reales que la palabra impresa o hablada. Y lo que vemos es a personas que tratan de excluir a otras personas para evitar ser excluidas por éstas. La telerrealidad nos ayuda a descubrir que nuestras instituciones políticas forman un aparato al servicio del orden del egoísmo y que el principio de interpretación central de éste es el de la apuesta por el más fuerte. Esto lo vivió por ejemplo, Jerry Roy trabajador de General Motors que ingresó a trabajar ilusionado con la promesa de esta empresa en la segunda guerra: hacía del empleo de trabajador un camino seguro hacia el sueño americano, pero que luego perdió el empleo por no aceptar una drástica rebaja salarial. Los miedos son múltiples y variados. Personas de categorías sociales, género y edad distintas viven obsesionadas por miedos característicos de su condición respectiva, pero también hay temores que todos compartimos. El problema es que se trata de temores que no cuadran fácilmente porque por un lado, van desafiando nuestros intentos de establecer conexiones entre ellos y de averiguar sus orígenes comunes. Además que resulten tan difíciles de comprender los hace más aterradores y nos provocan una sensación de impotencia que se extiende entre las amenazas de las que emanan esos miedos y nuestras respuestas. Los peligros que tanto tememos trascienden nuestra capacidad para actuar, hasta el momento no hemos avanzado lo suficiente para concebir cómo serían las herramientas adecuadas. Por otro lado, tampoco cuadran, en el sentido de que los temores que acosan a muchas personas pueden ser parecidos a los de otras, pero se supone que han de ser combatidos individualmente: cada uno de nosotros ha de usar sus propios recursos. Las condiciones de la sociedad individualizada son hostiles a la acción solidaria, esta sociedad está marcada por la dilapidación de los vínculos sociales, el cimiento de la acción solidaria, y por una resistencia a una solidaridad que podría hacer duraderos esos vínculos sociales. Este libro constituye un inventario de los miedos de la modernidad líquida. Es también un intento de descubrir las fuentes comunes a todos ellos y de examinar cómo podemos desactivarlos.