Popper, Karl (2007). El mito del marco común. En defensa de la ciencia y la racionalidad. Barcelona, Paidós. Capítulo 7 UN ENFOQUE PLURALISTA DE LA DE LA HISTORIA I Lo que se puede llamar filosofía de la historia gira de un modo persistente en torno a tres grandes cuestiones: 1.
¿Hay una trama en la historia? En caso afirmativo, ¿cuál?
2.
¿Para qué sirve la historia?
3. ¿Cómo hemos de escribir historia, o cuál es el método de la historia? (Esto incluye también el «problema del conocimiento histórico».) Implícita o explícitamente, se ha respondido a estas preguntas desde la Biblia y Homero hasta nuestros días. Y es asombroso lo poco que han variado las respuestas en todo ese tiempo. La respuesta más antigua a la primera pregunta, la que dan la Biblia y Homero, es teísta. Hay una trama de la historia. Pero sólo es oscuramente discernible, pues deriva de la voluntad de Dios, o de los dioses. Y aunque tal vez no sea completamente indescifrable, no es fácil de descifrar. En cualquier caso, hay algo secreto detrás de la superficie de los acontecimientos. Tiene que ver con la recompensa y el castigo, con un tipo de equilibrio divino de la justicia, aunque sólo los más inteligentes pueden llegar a darse cuenta de que se hace justicia. Este equilibrio, que, si se lo altera, oscila como un péndulo, desempeña su papel en Herodoto, quien en el movimiento del pueblo hacia el Este durante la Guerra de Troya ve una explicación de la oscilación posterior de las Guerras Médicas, con su movimiento hacia el Oeste. Veintitrés siglos más tarde encontramos exactamente la misma teoría en Guerra y Paz, de Tolstoi. En efecto, al movimiento de Napoleón hacia el Este, dentro de Rusia, responde un movimiento del pueblo ruso hacia el Oeste. Admito que ni Heródoto, ni Tolstoi, ofrecen lo que a primera vista parece una teoría teísta. Pero es inequívoco el fondo teísta: una teoría más o menos tácita del equilibrio divino de la justicia. Después de esto está a tono con toda la estructura del pende origen fundamentalmente teológico, que se aferra con firmeza y tenacidad a su fundamento teológico a pesar de los movimientos antirreligiosos, a pesar de la revolución francesa y a pesar de la ciencia. Pues la revolución naturalista sustituyó el nombre «Dios» por el nombre «Naturaleza», pero dejó todo lo demás casi intacto. Más tarde, Hegel y Marx Mar x sustituyeron a su vez a la diosa Naturaleza por la diosa Historia. Así llegamos a las leyes de la Historia —poderes, fuerzas, tendencias, designios y planes de la Historia — y a la omnipotencia y la omnisciencia del determinismo histórico. Los pecadores contra Dios son sustituidos por los «criminales que se resisten en vano a la marcha de la Historia». Y nos enteramos de que nuestro juez ya no será Dios, sino la Historia. A la teoría según la cual hay una trama de la historia, ya sea teísta, ya antiteísta, es a lo que llamo «historicismo». Algunos me han criticado severamente la utilización de este término. Sin embargo, sus críticas me parecen carentes de fuerza, pues dependen de la teoría errónea que atribuye importancia a los nombres o términos. En realidad, el nombre «historicismo» no es otra cosa que una etiqueta que he introducido a manera de cómoda referencia a diversas teorías relacionadas que he ido explicando y discutiendo. Y he dicho ya suficiente cuando introduje el término (y, eventualmente, he señalado también
explícitamente que no discutía la doctrina del relativismo histórico, a la que me he referido como «historismo»). También se ha atacado a mis críticas a las teorías historicistas por anticuadas. Ya no hay historicistas, se ha dicho. Entonces, ¿para qué atacarlos? Es completamente cierto, y sobre todo más recientemente, que hubo poca gente que defendiera abiertamente el historicismo. Hasta los marxistas, y los seguidores del profesor Toynbee, se han mostrado menos elocuentes en este sentido, cuando no sumamente discretos. No obstante, sigo con la sensación de estar poco menos que ahogándome en una marea historicista, puesto que constantemente se nos dice que vivimos en la era atómica y en la era espacial, en la era de la televisión y en la era de la comunicación de masas. También se nos habla constantemente de la era de la especialización en la que vivimos y, al mismo tiempo, de la era de un arte abstracto revolucionario, que apenas parece haber cambiado desde 1920, cuando prácticamente todas estas variaciones se expusieron ya en la Bauhaus de Weimar. Entonces era un movimiento revolucionario de protesta contra el estancamiento y el conformismo. Pero desde entonces se ha estancado y aún sigue conformándose a los modelos de un movimiento revolucionario de protesta contra el estancamiento y el conformismo. Pienso que toda esta charla acerca de movimientos y tendencias, eras y períodos (y sus «espíritus») señala la aceptación —tácita o no—, de teorías de carácter claramente historicista: por ejemplo, teorías de progreso o retroceso histórico intrínsecos. Esto resulta especialmente claro claro cuando se emplean tales ideas ideas como argumentos a favor de la aceptabilidad de lo que o sea (por ejemplo, de la aviación supersónica). Para el historicista, el «Espíritu de la Época» es una entidad que explica ampliamente, o por lo menos en parte, las acciones y los enunciados de los hombres que viven en esa época. Este enfoque me parece completamente equivocado. Pero esto no quiere decir que no haya ningún problema. Es menester rebajar el espíritu de la época de su categoría de explicación a la de fenómeno social que requiere explicación. Hay que explicarlo por la existencia de problemas dominantes y situaciones problemáticas, así como por la interacción de los individuos y sus planes y objetivos, esto es, en términos de lógica situacional. Sin embargo, soy consciente de los peligros del estancamiento, incluso del peligro de estancamiento de mis propias ideas. En consecuencia, no diré ahora nada más contra el historicismo. Por el contrario, preguntaré si hay, tal vez, un grano de verdad en el historicismo, o, para decirlo con mayor precisión, en la idea historicista de una trama de la historia. En otras palabras, propongo una mirada nueva, aunque brevísima, a mi primera pregunta —¿hay una trama de la historia? (¿o por lo menos de la historia humana?)— e incluso responder a ella diciendo que, en general, la respuesta parece ser afirmativa. (Aunque deseo dejar completamente claro que con eso, no debilito mi crítica al historicismo. Sigo pensando que el historicismo es un error grave.) Desde la invención de la discusión crítica y de la escritura, se ha ido produciendo algo que se podría describir como el desarrollo del conocimiento. El conocimiento, y su desarrollo, ha ejercido una influencia cada vez mayor en la vida de los hombres, tanto directamente como a través de las aplicaciones tecnológicas. Sólo en los dos últimos siglos, supongo, la influencia del desarrollo del conocimiento científico se ha convertido en algo evidente. Pero si miramos hacia atrás, con la ventaja de la perspectiva histórica, pienso que el conocimiento no sólo constituye nuestra más clara diferencia respecto de los otros animales, sino que el desarrollo del conocimiento —y el conocimiento científico — constituye algo así como una trama de la historia. Sugiero que podemos considerar el desarrollo de nuestro conocimiento como una continuación dé la evolución animal (aunque por medios completamente nuevos). Así, cuando
explícitamente que no discutía la doctrina del relativismo histórico, a la que me he referido como «historismo»). También se ha atacado a mis críticas a las teorías historicistas por anticuadas. Ya no hay historicistas, se ha dicho. Entonces, ¿para qué atacarlos? Es completamente cierto, y sobre todo más recientemente, que hubo poca gente que defendiera abiertamente el historicismo. Hasta los marxistas, y los seguidores del profesor Toynbee, se han mostrado menos elocuentes en este sentido, cuando no sumamente discretos. No obstante, sigo con la sensación de estar poco menos que ahogándome en una marea historicista, puesto que constantemente se nos dice que vivimos en la era atómica y en la era espacial, en la era de la televisión y en la era de la comunicación de masas. También se nos habla constantemente de la era de la especialización en la que vivimos y, al mismo tiempo, de la era de un arte abstracto revolucionario, que apenas parece haber cambiado desde 1920, cuando prácticamente todas estas variaciones se expusieron ya en la Bauhaus de Weimar. Entonces era un movimiento revolucionario de protesta contra el estancamiento y el conformismo. Pero desde entonces se ha estancado y aún sigue conformándose a los modelos de un movimiento revolucionario de protesta contra el estancamiento y el conformismo. Pienso que toda esta charla acerca de movimientos y tendencias, eras y períodos (y sus «espíritus») señala la aceptación —tácita o no—, de teorías de carácter claramente historicista: por ejemplo, teorías de progreso o retroceso histórico intrínsecos. Esto resulta especialmente claro claro cuando se emplean tales ideas ideas como argumentos a favor de la aceptabilidad de lo que o sea (por ejemplo, de la aviación supersónica). Para el historicista, el «Espíritu de la Época» es una entidad que explica ampliamente, o por lo menos en parte, las acciones y los enunciados de los hombres que viven en esa época. Este enfoque me parece completamente equivocado. Pero esto no quiere decir que no haya ningún problema. Es menester rebajar el espíritu de la época de su categoría de explicación a la de fenómeno social que requiere explicación. Hay que explicarlo por la existencia de problemas dominantes y situaciones problemáticas, así como por la interacción de los individuos y sus planes y objetivos, esto es, en términos de lógica situacional. Sin embargo, soy consciente de los peligros del estancamiento, incluso del peligro de estancamiento de mis propias ideas. En consecuencia, no diré ahora nada más contra el historicismo. Por el contrario, preguntaré si hay, tal vez, un grano de verdad en el historicismo, o, para decirlo con mayor precisión, en la idea historicista de una trama de la historia. En otras palabras, propongo una mirada nueva, aunque brevísima, a mi primera pregunta —¿hay una trama de la historia? (¿o por lo menos de la historia humana?)— e incluso responder a ella diciendo que, en general, la respuesta parece ser afirmativa. (Aunque deseo dejar completamente claro que con eso, no debilito mi crítica al historicismo. Sigo pensando que el historicismo es un error grave.) Desde la invención de la discusión crítica y de la escritura, se ha ido produciendo algo que se podría describir como el desarrollo del conocimiento. El conocimiento, y su desarrollo, ha ejercido una influencia cada vez mayor en la vida de los hombres, tanto directamente como a través de las aplicaciones tecnológicas. Sólo en los dos últimos siglos, supongo, la influencia del desarrollo del conocimiento científico se ha convertido en algo evidente. Pero si miramos hacia atrás, con la ventaja de la perspectiva histórica, pienso que el conocimiento no sólo constituye nuestra más clara diferencia respecto de los otros animales, sino que el desarrollo del conocimiento —y el conocimiento científico — constituye algo así como una trama de la historia. Sugiero que podemos considerar el desarrollo de nuestro conocimiento como una continuación dé la evolución animal (aunque por medios completamente nuevos). Así, cuando
lo consideramos desde un punto de vista biológico, podemos ver el desarrollo del conocimiento no sólo como la trama principal de la historia humana, sino tal vez también de la evolución de la vida. Esta manera de enfocar la historia es al mismo tiempo obvia y extremadamente unilateral. Hace cuatro siglos el desarrollo del conocimiento científico no era un hecho histórico, sino más bien un sueño, el sueño de un profeta muy dudoso, Francis Bacon. Y el sueño de Bacon, tras convertirse en una suerte de programa de investigación, se transformó a su vez en una típica moda intelectual. No obstante, pienso que, desde nuestro punto de vista actual, mi sugerencia es razonable. Pero, naturalmente, no deberíamos olvidar que así como la supervivencia de una especie hasta un cierto momento no nos autoriza a decir nada acerca de su supervivencia futura, no podemos —ni debemos tratar de hacerlo— derivar predicciones acerca del futuro a partir de esa «trama» de la historia humana. Quizás haya exagerado mi argumento al decir que esta manera de ver las cosas es obvia, pues no sólo hay muchísimos historiadores profesionales que la ignoran, sino que incluso parecen interesarse muy poco por la historia de la ciencia. Como he observado en mi Open Society, la historia de la ciencia se ignora por completo en los seis volúmenes del gigantesco Estudio de la historia, de Árnold Toynbee. Y en otro libro muy conocido, publicado por primera vez en 1938 por otro famosísimo historiador, se puede encontrar esta extraña observación: «...el estudio del mundo material se revolucionó con la afirmación de Galileo de que el mundo giraba alrededor del sol». La lectura de esta observación me dejó perplejo. Después de todo, esta revolución r evolución particular, como es bien sabido, se había iniciado con Copérnico, todo un siglo antes. Por un momento pensé que la palabra «afirmación» significaba aquí «reafirmación». Pero la oración siguiente y otros pasajes me mostraron que este historiador había tomado a Galileo por Copérnico (o a la inversa). En efecto, la oración que sigue comienza con las inequívocas palabras «Antes del descubrimiento de Galileo...»,palabras que remiten a la ya citada «afirmación de Galileo de que el mundo giraba alrededor del sol». Y podrían multiplicarse los ejemplos de la falta de familiaridad que tienen los historiadores incluso con el resumen más elemental de historia de la ciencia. Eventualmente, casi todos los científicos creadores saben mucho acerca de la historia de sus problemas y, en consecuencia, acerca de la historia. Tienen que hacerlo: es realmente imposible comprender una teoría científica si no se comprende su historia. Es de esperar que los historiadores, a su vez, no tarden en descubrir que tienen que saber algo acerca de la ciencia y de su historia, pues sin ello es realmente imposible comprender la historia reciente, y menos aún la historia política y diplomática. En esto podrían aprender de Churchill, en cuyo libro The Second War se puede encontrar un adecuado tratamiento del desarrollo del radar. Pero no creo que deba seguir ahora quejándome del tan discutido abismo entre las «dos culturas». Por tanto, voleveré a nuestra primera pregunta, la pregunta de la trama de la historia. Lo que yo sugiero es que el hombre ha creado un nuevo tipo de producto o de artefacto que promete, con el tiempo, operar en nuestro rincón del mundo cambios tan grandes como los que operaron nuestros predecesores, las plantas productoras de oxígeno, o bien los corales constructores de islas. Éstos nuevos productos, que son decididamente de fabricación humana, son nuestros mitos, nuestras ideas y especialmente nuestras teorías científicas: nuestras teorías acerca del mundo en que vivimos. En verdad, podemos considerar esos mitos, esas ideas y teorías como los productos más característicos de la actividad humana. Al igual que los instrumentos, son órganos que evolucionan fuera de nosotros. Son artefactos exosomáticos. Así, pues, entre estos productos característicos del hombre podemos encontrar sobre todo
lo que se llama «conocimiento humano», en donde tomamos la palabra «conocimiento» en el sentido objetivo e impersonal en que se puede decir que está contenido en un libro, almacenado en una biblioteca e incorporado a un currículo universitario. Cuando hablemos aquí de conocimiento humano, tendré en general en mente este sentido objetivo de la palabra «conocimiento». Esto nos permite pensar el conocimiento producido por los hombres como análogo a la miel producida por las abejas. Y la miel la hacen las abejas, la almacenan las abejas y la consumen las abejas. Y la abeja individual que consume miel no consumirá, en general, sólo la miel que ella misma ha producido. También los zánganos consumen miel, pese no haber producido absolutamente nada. Lo mismo, con ligeras variaciones, vale para los hombres productores de teorías. También nosotros, además de productores, somos consumidores de teorías. Y tenemos que consumir teorías de otras personas, y a veces quizás las propias, si hemos de producir más. Así, el desarrollo del conocimiento humano continúa la evolución de otros o rganismos. Pero puesto que es casi por entero exosomático y se transmite por tradición, es algo nuevo y característico de la historia humana. He tratado de dar una respuesta muy breve y tal vez demasiado general a la primera pregunta, y esta respuesta puede parecer más bien monista que pluralista: se podría entender que estoy diciendo que el desarrollo del conocimiento, y más en particular la historia de la ciencia, es el corazón de toda historia. Pero mi intención no es ésa. Admito que la vida de todos los hombres se ve añora doblemente afectada por la ciencia. Pero la vida de todos los hombres también ha estado doblemente afectada por la religión (o las religiones). Y la historia de la religión es por lo menos tan importante como la historia de la ciencia. La ciencia está estrechamente ligada a los mitos religiosos: estoy tentado de decir que no habría habido ciencia europea sin la Teogonia de Hesíodo. Y más aún, mientras todo el mundo se ve afectado por el desarrollo del conocimiento, son comparativamente pocos los hombres que contribuyen al mismo. Las creencias religiosas, por otro lado, son compartidas por muchas personas, que participan en ellas además activamente, como se ve en los nuevos movimientos y cultos religiosos de los dioses vivos del cine, la televisión y el disco. Las estrellas eran dioses y diosas para los griegos y para los polinesios; y volvieron a serlo [«stars» y «starlets»] para los europeos y los norteamericanos. También están las historias de la literatura y de las artes visuales, y, por supuesto, el poder político y militar de las instituciones legales y del cambio económico, por no decir nada de sus interrelaciones. Todo esto, sugiero, apunta a un tipo de pluralismo histórico: hay una pluralidad de problemas culturales, de intereses y, lo que tal vez sea más importante, de caracteres individuales y destinos personales. Para terminar esta sección quisiera agregar aún una observación. Pues muy bien pueden estar ustedes preguntándose qué tiene que ver lo que he dicho hasta ahora con la crítica que a menudo he realizado de la doctrina que sostiene la predecibilidad del curso de la historia, o el Sentido intrínseco de la historia. He dicho ya que no creo que cuanto estoy diciendo aquí ahora debilite aquellas críticas. Pero entonces, ¿qué es lo que pretendo y cuál es mi punto de vista? Lo que pretendo ahora no es otra cosa que lo que me gustaría que se encontrara realmente en mi obra de un modo muy generalizado: cuando he presentado argumentos contra algún punto de vista, luego
examino siempre si no había en la posición original algo valioso que pudiera rescatarse, si no habría que agregar tal vez alguna corrección a mi crítica. (Se podría describir este enfoque como «dialéctico».) En verdad, incluso en mi Poverty of Historicism, donde se publicó por primera vez mi crítica de diversas tesis historicistas, planteaba explícitamente la pregunta acerca de si, después de todo, no había algo rescatable en la demanda historicista «de una sociología que desempeñe el papel de una historia teórica, o una teoría del desarrollo histórico». Y sugerí allí que el análisis situacional e institucional (complementado con la construcción de modelos de situaciones políticas y movimientos sociales), por un lado, y los principios de interpretación histórica, por otro, pueden servir para llenar, el vacío creado por la crítica al historicismo. Así, pues, lo que he dicho anteriormente se puede considerar un intento, de suerte ligeramente diferente, de hacer de la idea historicista —supuestas mis críticas al historicismo — otra cosa que ser una trama intrínseca de la historia. He sugerido que es posible decir que la historia del desarrollo de los diferentes tipos de conocimiento humano —y antes de él, de la evolución de los animales y de la vida humana — sea una trama que podemos descubrir en la historia. Pero al decir esto, deseo poner de relieve también la improbabilidad y la fragilidad de estos desarrollos (progresivos). No sólo era enormemente improbable que las cosas debieran suceder como sucedieron, sino también demasiado sencillo que tales desarrollos llegaran a término. De esta manera pienso que podemos ver, otra vez, que el «significado» de la historia es algo que escogemos. Pues aunque esa «trama»—o, dados los diferentes tipos de conocimiento, esas «tramas» — es algo que se nos da como resultado de elecciones realizadas por nuestros antepasados, está claro que ha llegado a nosotros para que hagamos con ella lo que queramos. Podemos recogerla y fomentarla, o podemos darle la espalda. Naturalmente, ninguna diosa de la historia nos salvará de las consecuencias de nuestras propias acciones. Y poco importa que pueda haber débiles tendencias biológicas en la dirección de nuestra trama. Apenas necesito agregar que si sugiero que debiéramos estimular esta trama, no lo hago sobre la base de que sea bueno ni deseable porque esté allí, sino porque me parece que merece la pena elegirla y hacerla nuestra junto con el motivo de emancipación a través del conocimiento. II Pasaré ahora a nuestra segunda pregunta. ¿Para qué sirve la historia? En un excelente artículo titulado «Philosophy of History before Historicism», el profesor George H. Nadel traza la historia de las respuestas a esta pregunta. Además, entre estas preguntas se encuentra lo que él llama la teoría ejemplar de la historia, o sea, la teoría según la cual la historia tiene valor educativo, sobre todo para la educación política de los hombres de Estado en general. «Los griegos son fuertes en preceptos, los romanos son más fuertes en ejemplos, que es algo mucho más grandioso», cita Nadel de Quintiliano. Polibio está de acuerdo, pero completa la cita con la alusión a la exigencia platónica de que los filósofos fuesen reyes y los reyes fuesen filósofos y exige a su vez que no sólo los hombres de acción debieran ser historiadores, sino todos los historiadores hombres de acción, pues de lo contrario no sabrán sobre qué escriben. Bajo la influencia estoica, la historia se consideró como medio de educación moral, de educación en la rectitud.
Ésta es una tradición que se mantiene vigorosa en Lord Acton, y su influencia se puede sentir claramente en la famosa conferencia de Sir Isaiah Berlin Histórical Inevitability y también, espero, en mi Open Society . Se pueden hallar algunas de sus recientes expresiones más vigorosas y sabias en la obra de Ernst Badian sobre la historia romana y helenística. El profesor Nadel ofrece un resumen de teorías relacionadas. La historia, dice Diodoro de Sicilia, restaura la unidad universal de la humanidad, una unidad rota por el espacio y el tiempo. Asegura una suerte de inmortalidad y preserva el ejemplo de los hombres buenos y de los actos buenos. Sin embargo, esta teoría decayó. Hegel negó que los hombres de Estaño aprendieran de los ejemplos históricos. El profesor Nadel cita un pasaje de la Filosofía de la Historia de Hegel que se podría traducir así: Se puede conceder que los ejemplos de virtud eleven el alma y sean aplicables a la instrucción moral de los niños para imprimir excelencia en su mente. Pero los destinos de los pueblos y de los estados... no pertenecen a este campo. Los gobernantes, los estadistas, están acostumbrados a que se les recuerde con todo énfasis las enseñanzas que la experiencia ofrece en la historia. Pero lo que la experiencia y la historia enseñan es que los pueblos y los gobiernos nunca aprendieron nada de la historia ni actuaron según principios deducidos a partir de ella.
Pero la teoría ejemplarista, a pesar de mantenerse vigorosa con Lord Acton, había sido invalidada ya antes de Acton por su maestro, Leopold von Ranke (aunque Acton estuvo más cerca de Döllinger que de Ranke). Fue sustituida, como señala el profesor Nadel, por un tajante profesionalismo: la idea de que la historia existe para sí misma, lo que en realidad quiere decir que existe para los historiadores. Nadel cita el famoso juicio de Ranke que tradicionalmente se considera como el manifiesto de esta posición: Se ha atribuido a la historia las elevadas funciones de juzgar el pasado e instruir el presente con vistas al futuro. Estas elevadas funciones trascienden las aspiraciones del presente ensayo, que sólo aspira a mostrar lo que sucede realmente.
En resumen, ésta es la historia tal como Nadel la cuenta. Pero no debemos atribuir a este enfoque de Ranke nada más quejo que Lord Acton le atribuyó. Una vez más, propongo un enfoque pluralista. Sostengo que la historia puede ser interesante en sí misma. Pero es interesante en la medida en que trata de resolver problemas históricos interesantes. Y algunos de éstos pueden ser interesantes debido a nuestros intereses morales. He aquí ejemplos de estos problemas: ¿cómo estallaron las dos guerras mundiales?, o ¿pudo evitárselas? Las respuestas a estas preguntas, por cierto, revisten gran importancia para el político. Con el respeto debido a Hegel, un político no está cualificado para trabajar en el Foreign Office a menos que sepa algo de los hechos históricos y de las conjeturas históricas relativas a la segunda guerra mundial. ¿Qué responsabilidad tuvieron «los pacificadores»? ¿Cuál era la finalidad de las purgas de Stalin? ¿Cómo se llegó a la decisión de lanzar las dos bombas atómicas sobre Japón? Éstas son las preguntas que deben interesarnos a todos, aun cuando no aspiremos a un puesto en el Foreign Office, pues son problemas de interés histórico intrínseco, y de interés especial si es que queremos comprender el mundo en que vivimos. Pero comprender el mundo en que vivimos y comprendernos a nosotros mismos no es todo. También queremos comprender a Platón, o a Galileo, o a Teodosio. Y un buen historiador querrá agregar lubricante a esa curiosidad. Querrá hacernos comprender personas y situaciones que antes no conocíamos.
III Con el término «comprender» llego al tercer problema y se me ocurre que al más interesante, a saber, la cuestión del método en historia y, sobre todo, la cuestión de la comprensión histórica. Durante los últimos cien años esta cuestión se ha discutido muy extensamente en términos de la diferencia de método entre las ciencias naturales, por un lado, y las ciencias históricas o humanísticas, por otro. Y existe una opinión casi unánime según la cual se percibe entre ellas un gran abismo. Ahí están los famosos teóricos alemanes Windelband, Rickert y Dilthey. Están los teóricos ingleses, entre quienes se destaca nítidamente Collingwood. Está el profesor Trevor-Roper, quien objeta el profesionalismo intrínseco y, por tanto, la influencia del científico natural, y defiende el punto de vista según el cual la historia es para los profanos. Y está Sir Isaiah Berlin, quien nos advierte que no «subestimemos las diferencias entre los métodos de la ciencia natural y los de la historia o el sentido común». Estoy de acuerdo con la observación de Berlin de que los métodos de la historia son los del «sentido común», y siempre estuve de acuerdo con este punto de vista. Estoy de acuerdo con el profesor TrevorRoper en que no puede haber en historia nada peor que un estrecho profesionalismo y siempre he estado de acuerdo con este punto de vista. Estoy de acuerdo con Collingwood, con Dilthey y con Hayek en que debemos tratar de comprender los acontecimientos históricos. Y estoy de acuerdo en que no hay ninguna necesidad más urgente para el filósofo de la historia que analizar, explicar y en verdad comprender la comprensión histórica. Pero, durante muchos años, mi tesis ha sido la siguiente: los historiadores y filósofos de la historia que insisten en el abismo entre historia y ciencias naturales tienen una idea radicalmente equivocada de las ciencias naturales. No hay por qué acusarlos de ello: se trata de una idea alimentada por los científicos naturales mismos (y por los filósofos positivistas de la ciencia) y, en consecuencia, bastante comprensible y casi universalmente aceptada. Se ha visto enormemente reforzada por los resultados espectaculares de la ciencia aplicada. No es asombroso que la hayan aceptado muchos filósofos e historiadores. Naturalmente, es innegable que la ciencia se ha convertido en la base de la tecnología. Pero la visión a mi juicio correcta de la ciencia es la que se expresa en la sobrecubierta de un libro del gran físico y Premio Nobel Sir. George Thomson, uno de los descubridores de la naturaleza ondulatoria del electrón. El libro de Thomson lleva por título The Inspirarían of Science —¡atención al título ¡— y el enunciado de la sobrecubierta comienza con las palabras: «La ciencia es un arte». Y continúa hablando de la «belleza y la maravilla intrínseca» de «las ideas de la física moderna». Otros grandes científicos se habían expresado en el mismo tono humanístico, pero pocos estudiosos de las humanidades los tomaron en serio. E incluso hay quienes van más allá y creen, como yo mismo, que el punto de vista profesionalista tradicional de la ciencia natural es extremadamente erróneo. Pero con dos excepciones, hasta ahora no he conseguido convencer a ningún historiador ni a ningún filósofo de la historia deL error que encierra su idea de la ciencia y de que la ciencia se paree mucho más a la historia que lo que ellos piensan. Las dos excepciones son el profesor Gombrich y el profesor Hayek. El profesor Hayek, sobre todo, ha escrito durante muchos años contra la emulación de las ciencias naturales por los científicos sociales, incluidos los historiadores. Llamó «cientificismo» a la tendencia a imitar los métodos de las ciencias naturales. Yo me he opuesto siempre tanto como él a estas tendencias científicas. Y me opongo tanto en las ciencias naturales como en las sociales. Pues, como señalé hace más de veinte años, estas tendencias «científicas» son realidad intentos de emular lo que la mayoría de la gente cree erróneamente que son las ciencias naturales. Esta opinión —la de que los científicos sociales y
los filósofos de la historia han tratado de imitar lo que creyeron, de un modo completamente erróneo, que eran métodos de las ciencias naturales — ha sido más que generosamente respaldada por Hayek en el prefacio de su libro Studies in Phsophy, Politics, and Economics. Pero casi todos los demás parecen estar muy seguros de que las diferencias entre las metodologías de la historia y las ciencias naturales son muy grandes. Pues, se nos asegura, es bien sabido que en lasq ciencias naturales comenzamos con la observación y avanzamos a la teoría por inducción. Y, ¿no es evidente acaso que en historia se procede de manera completamente distinta? Sí, estoy de acuerdo en que se procede de manera muy diferente. Pero también lo haremos en las ciencias naturales. En uno y en otro caso comenzamos con mitos —con prejuicios tradicionales, infectados de error —, y a partir de ellos procedemos a la crítica, a la eliminación crítica de errores. En ambos casos, el papel de la evidencia es en lo fundamental, el de corregir nuestros errores, nuestros prejuicios, nuestras teorías tentativas, es decir, desempeñar un papel en la discusión crítica, en la eliminación del error. Al corregir nuestros errores, planteamos nuevos problemas. Y para resolver esos problemas inventamos conjeturas, esto es, teorías tentativas, que sometemos a discusión crítica, dirigida a la eliminación del error. Se puede representar el proceso en su conjunto con un esquema simplificado al que se podría designar como esquema tetrádico: P1 TT DC P2 Se debe entender este esquema de la siguiente manera. Supongamos que comenzamos con un problema P1, que puede ser tanto un problema práctico como un problema teórico. Luego procedemos a formular una solución tentativa del problema: una solución conjetural o hipotética, una teoría tentativa TT. Esto se somete luego a discusiones críticas, DC, a la luz de la evidencia, si se puede disponer de ella. Como resultado, se presentan nuevos problemas, P2. Se debería decir de una vez que este esquema es una supersimplificación de las cosas. Pues, en general, habrá más de un problema para comenzar, y se ofrecerá una multiplicidad de conjeturas como soluciones tentativas a todos los problemas. También es probable que se planteen muchas críticas diferentes, especialmente si contrastamos nuestras conjeturas por confrontación con evidencias observacionales o con documentación histórica. Se podría resumir esto diciendo que el esquema debería tener la forma de abanico: se debería desplegar hacia la derecha. Hay otro punto que requiere comentario inmediato. Puesto que el esquema, por así decirlo, es autopropulsor —comienza con un problema y vuelve a un problema (aunque, naturalmente, P, y P2 no sean idénticos)—, también se podría decir que podríamos empezar por cualquier sitio que quisiéramos: que podríamos empezar por las teorías tentativas o por las discusiones críticas como por los problemas. Y a favor de este punto de vista se podría proponer el argumento siguiente: los problemas, en general, se plantean contra un fondo de conocimiento, presuponen un fondo de mitos, de teorías (tentativas) o de tradiciones históricas. También presuponen que estos mitos, teorías y tradiciones no se aceptan sin crítica, sino que se han detectado en ellas ciertas dificultades que les son inherentes. Así, pues, se puede decir que los problemas presuponen tanto las teorías tentativas como la discusión crítica. Por otra parte, Heródoto comienza por un problema, y un historiador moderno como Lord Acton nos propone estudiar problemas en lugar de períodos, esto es, comenzar el estudio por un problema.
En realidad, se podría señalar un argumento a favor de la condición de punto de partida de la ciencia o de la historia para cada uno de los miembros de la tríada: P, TT o DC. Pero aunque, desde el punto de vista lógico, poco o nada es lo que hay para elegir entre uno y otro como punto de partida, prefiero decir que comenzaron por problemas. Ante todo, al decir que comenzamos por un problema y terminamos con otro problema, apuntamos a una lección muy importante: la lección de que cuanto más se desarrolla nuestro conocimiento, más nos damos cuenta de lo poco que sabemos. Esta lección socrática es tan verdadera en las ciencias naturales como en la historia: educarse es llegar a vislumbrar la inmensidad de nuestra ignorancia. Al mismo tiempo, el hacer que nuestro esquema tetrádico comience por P1 nos permite decir que lo que podría servir como medida de nuestro progreso en el conocimiento es la distancia —a menudo enorme— entre P1 y P2, distancia entre el problema del que hemos partido y el problema al que nos enfrentamos ahora. Una tercera razón a favor de la elección de P como punto de partida es que a menudo nos vemos llevados a la investigación por algún problema práctico que se nos impone, querámoslo o no. Así, pues, se podría decir que la teoría económica moderna ha recibido un gran estímulo de la crisis monetaria bajo Guillermo y María, de la escasez en el interior, de la urgente necesidad de dinero que tenía Guillermo (y que llegó a su pico máximo en 1696) y de los argumentos críticos —en apoyo de la propuesta de estabilización monetaria, y contra la contrapropuesta del secretario del Tesoro de devaluarla moneda en un 25 por ciento— que habían expuesto John Locke (e Isaac Newton) y que Montague había utilizado en el Parlamento. Como tantas veces ocurre, el problema del cual había partido la teoría era un problema práctico. Así sucedió por lo menos con algunos de los problemas de Arquímedes. Pero tan pronto como se ofrece una solución, la crítica pasa a primer plano, y la crítica es precisamente el motor del desarrollo del conocimiento, como lo indica nuestro esquema tetrádico. Es extremadamente importante advertir que son preferibles, sin duda, un mal problema y una conjetura errónea a la ausencia total de uno y otra. Al mismo tiempo, debemos advertir que esto se debe a que criticamos nuestras conjeturas desde el punto de vista de su adecuación, lo que equivale a decir su verdad, su importancia, su pertinencia. Que tengamos de manera constante en la mente su verdad y su pertinencia es perfectamente compatible con el hecho de que muchas conjeturas que podían parecemos verdaderas en una fase se revelen erróneas en una fase posterior. Nuevos documentos pueden forzarnos a reinterpretar documentos antiguos. O bien pueden surgir problemas nuevos. Y a la luz de un problema nuevo, una inscripción que antes parecía no tener significado puede adoptar un significado totalmente inesperado. Esto resuelve un problema metodológico famoso aunque, me parece, no muy profundo: el problema del relativismo histórico. Admito que nuestras conjeturas son relativas a nuestros problemas, y que nuestros problemas son relativos al estado de nuestro conocimiento. Y admito que gran parte del estado momentáneo de nuestro conocimiento pueda ser erróneo. Sin embargo, eso no quiere decir que la verdad sea relativa. Sólo quiere decir que la eliminación de errores y el enfoque hacia la verdad constituyen un trabajo difícil. No hay criterio de verdad. Pero hay algo así como un criterio de error: los choques que se producen en el seno de nuestro conocimiento o entre nuestro conocimiento y los hechos indican que algo está mal. De esta manera, se puede desarrollar el conocimiento a través de la eliminación crítica del error. Así podemos acercarnos a la verdad.
Verán ustedes que puedo concordar plenamente con el profesor Trevor-Roper, quien en su desafiante y controvertida conferencia inaugural defiende que debiéramos conservar el flujo de ideas que llega por todos los afluentes, como él los llama, y sobre todo por los afluentes profanos: Personalmente, creo que tanto la contribución de Sombart como la de Keynes son erróneas. No creo en el... «espíritu del capitalismo», ni creo que la inflación del beneficio provocara la expansión de la Europa del siglo XVI ni que tuviéramos a Shakespeare cuando pudimos permitirnos tenerlo. Pero entonces, ¿qué hay de todo ello? Estos grandes tributarios que hemos ignorado han sido causa de tremendos desarrollos históricos en otros países, y si los excluyéramos se empobrecerían todos nuestros estudios. Pueden ser erróneos, pero la mera corrección de un error implica primero un nuevo estudio, y luego un nuevo interés, al que el error ha dado lugar. En los estudios humanos hay ocasiones en que un nuevo error es más vivificador que una nueva verdad, un error fértil es más vivificador que una corrección estéril.
Estoy de acuerdo con el profesor Trevor-Roper, salvo en un punto: su aparente creencia en que lo que él dice sólo se sostiene en relación con los estudios humanísticos, y no con relación a las ciencias naturales. Admito, que los especialistas son tan necesarios en las ciencias como en los estudios humanísticos. Pero la especialización y la actitud profesionalista de superioridad y exclusividad respecto del extraño o el lego, conduce forzosamente a la esterilidad tanto de los estudios humanísticos como de los científicos. En su libro The Practicé of History , el profesor Elton defiende el profesionalismo. Pero, ¿acaso necesitaba defensa? ¿No había Ranke ganado ya la batalla cinco años antes? A mí me parece más bien que ahora se ha hecho necesario recordar a los grandes profesionalistas, y especialistas, ya en historia ya en ciencia, o en medicina, que también están expuestos a cometer errores. Pero, ¿quién no los comete? El historiador puede pensar que un gran físico no comete errores en su materia. Pero si estudiara la historia de la física encontraría muy pronto que incluso los físicos más eminentes cometieron errores. Einstein trabajó de 1905 a 1915 en el problema de la gravitación antes de llegar a una teoría que pudiera sustituir a la de Newton, e invirtió casi íntegramente tres de esos diez años en lo que él mismo describió como una pista complejamente errónea. E incluso en 1917, después de haber descubierto si s ecuaciones de campo, Kretschmann le informó de que lo que había propuesto como argumento esencial está equivocado. Pero lo que más tarde dijo para sustituir su argumento (insinuaba que las ecuaciones de Newton presentaban grandes dificultades para expresarlas en forma de covariante) también estaba equivocado, como se ha demostrado a partir de entonces. Nadie está exento de cometer errores. Lo importante es aprender de ellos. Y esto se hace a través de la crítica y del descubrimiento de nuevos problemas producidos por la crítica. Pienso que esto se admite implícitamente en el libro de Elton. Este autor distingue entre análisis histórico —el análisis de problemas históricos — y narración histórica. Sin embargo, se pronuncia contra el excelente consejo que Lord Acton diera a los historiadores jóvenes en su disertación inaugural de 1895, según el cual debían «estudiar problemas con preferencia a períodos». A mi juicio, se puede mostrar que las opiniones de Lord Acton sobre el método, al igual que las del profesor Trevor-Roper, están esencialmente de acuerdo con las que yo he defendido aquí. Sin embargo, a Elton parecen disgustarle. Pero una lectura detallada de lo que dice termina por mostrar que, en última instancia, parece estar de acuerdo con Lord Acton. Citemos a Elton: El estudio de problemas y no de períodos fue un precepto muy citado de Lord Acton, y quienes lo citan en tono aprobatorio no se dan cuenta de que hace ahora unos setenta años que pronunció esas palabras gnómicas, y que en los hechos reales demostró ser incapaz de estudiar ni los problemas, ni los períodos hasta llegar a una conclusión práctica. El historiador, al trabajar en los registros y encontrarse
con problemas sin resolver uno tras otro, se persuade con toda naturalidad de que el trabajo real consiste en abordar estas entidades oscuras.
Esto es, los problemas. «Pero, ¿no quiere decir esto que se debería premiar particularmente el análisis?», añade Elton, lo que, aparentemente, quiere decir que habría que preocuparse particularmente por la solución de problemas. Hasta aquí, como se verá, no se ha dado ningún argumento contra Acton, excepto que sus palabras son «gnómicas» y que fueron pronunciadas hace setenta años. Sin embargo, los dos enunciados de Elton que siguen son en realidad la aceptación de que Acton tiene razón. El primero dice: «Puesto que la historia es el registro de acontecimientos y de problemas a lo largo del tiempo, la narración no solamente debiera ser legítima, sino también reclamada con urgencia». En este enunciado, se apela a los «problemas a lo largo del tiempo». Difícilmente se podría tener esto como un argumento contra la insistencia de Acton en los problemas, pues Acton nunca dijo que hubiera que seguir los problemas a lo largo del tiempo. El siguiente enunciado de Elton aclara todavía más esta cuestión: «Una vez más, el único punto que determina la elección es la finalidad del historiador, las preguntas que formula». Estoy completamente de acuerdo. Las preguntas que el historiador formula son decisivas. Pero la expresión «las preguntas que el historiador formula» tiene el mismo significado que la expresión «problema histórico». Y así volvemos al énfasis de Lord Acton sobre los problemas. En realidad, parece que nuestro trabajo únicamente puede empezar por los problemas. Y esto sostiene la verdad no sólo de lo que Elton llama «análisis», sino también de lo que llama «narración». Tal vez sea útil señalar aquí que la famosa revolución profesionalista de la historia de Leopold von Ranke lleva en su seno más de una hebra de lo que Hayek llamada «cientificismo». El supuesto método del historiador profesional es el siguiente: comienza por documentos, lee documentos y continúa leyendo documentos. Estos supuestos métodos son exactamente análogos entre sí, y ambos son preceptos que no se pueden cumplir: son lógicamente imposibles. No se puede empezar por la o bservación: es menester saber primero qué observar. Esto es, es menester comenzar por un problema. Además, no existe observación exenta de interpretación. Todas las observaciones son interpretadas a la luz de las teorías. Exactamente lo mismo vale para los documentos. ¿Es un documento histórico mi billete de ferrocarril a Londres? Sí y no. Si se me acusa de un asesinato, es posible que el billete sirva para procurarme coartada, y entonces se convierta en un documento histórico importante (como en Five Red Herrings, de Dorothy Sayers). No obstante, no aconsejaría a un historiador que comenzara su trabajo coleccionando billetes usados de ferrocarril. Un documento histórico, como una observación científica, es un documento en relación con un problema histórico. Y como una observación, tiene que ser interpretado. Esta es una de las razones por las que la gente se puede cegar ante la importancia de un documento, y destruirlo. O bien por las que podrían destruir (como se queja Elton) el orden de algunos documentos y, con él, una de claves de su interpretación.
Hasta aquí he tratado de exponer unos cuantos argumentos para mostrar que hay más en común entre el método real de la ciencia y el método real de la historia que lo que la mayoría de los historiadores advierte. La semejanza se extiende incluso a las malas interpretaciones cientificistas de los dos métodos, como muestra mi última observación.
Pero, ¿no hay entre ellos una diferencia fundamental, una diferencia que tiene que ver con el problema de comprender la historia? Esbozaré muy brevemente la teoría de Collingwood de la comprensión simpática o, como se podría llamar, empatia, que encontramos en su obra póstuma titulada The Idea of History. La teoría de Collingwood se puede enunciar brevemente de la siguiente manera: el conocimiento histórico, o la comprensión histórica, consiste en la reviviscencia que el historiador hace de la experiencia pasada. Permítaseme citar un pasaje de Collingwood, un pasaje con el que estoy de acuerdo en gran parte. Supongamos [un historiador] que lee el Código de Teódosio y tiene ante sí un determinado edicto de un emperador. La mera lectura de las palabras y la capacidad para traducirlas no equivale a conocer su significado histórico. Para eso [el historiador] debe abordar la situación que el emperador mismo procuraba abordar. Luego debe analizar por su cuenta, como si la situación del emperador fuera su situación personal, de qué manera se podía manejar una situación como aquélla; debe tener en cuenta las alternativas posibles, y las razones para escoger una y no otra; y así debe pasar por el proceso por el que pasó el emperador al decidir ese curso de acción particular. Así revive en su propia mente la experiencia del emperador, y únicamente en la medida en que hace tal cosa tiene algún conocimiento histórico del significado del edicto, a diferencia de su mero conocimiento filológico. O supongamos que lee un pasaje de un filósofo antiguo. Una vez más, debe conocer la lengua en sentido filológico y ser capaz de interpretarla: pero con eso sólo no llega a comprender el pasaje como un historiador de la filosofía debe comprenderlo. Para ello debe ver cuál era el problema filosófico que el autor trata allí de solucionar. Debe pensar ese problema por sí mismo, ver qué posibles soluciones al mismo se podrían ofrecer y por qué este filósofo particular escogió esa solución y no otra. Esto significa repensar por sí mismo el pensamiento de su autor; nada por debajo de esto le convertirá en historiador de la filosofía de ese autor.
Lo que describe aquí Collingwood es lo que yo he tratado de describir en mi The Poverty of Historicism y en The Open Society, así como en otras obras, bajo el nombre de lógica situacional o análisis situacional. Lo que tenemos que hacer, sugiero, es reconstruir la situación problemática en la cual la persona que actúa se encuentra a sí misma, y mostrar cómo y por qué su acción constituyó una solución al problema tal como ella lo veía. Sin embargo, he dicho ya que estoy de acuerdo con el pasaje de Collingwood en gran parte, pero solo en gran parte. ¿Por qué no por entero? Hay efectivamente una diferencia entre la teoría de Collingwood y la mía. Parece pequeña, pero las consecuencias de tal diferencia son de vasto alcance. He aquí la diferencia. Collingwood deja claro que lo esencial en la comprensión de la historia no es tanto el análisis de la situación como el proceso mental de revivir que realiza el historiador. El análisis de la situación sirve sólo como ayuda indispensable para su reviviscencia. En cuanto a mí, por otra parte, sugiero que el proceso psicológico de reactualización no es esencial, aunque admito que puede ayudar mucho al historiador, al proporcionarle un tipo de control intuitivo del éxito de su análisis situacional. Sugiero que lo esencial no es la reviviscencia, sino el análisis situacional: el intento del historiador de analizar y describir la situación no es otra cosa que su conjetura histórica, su teoría histórica. Y la pregunta «¿cuáles eran los elementos importantes u operativos de la situación?» es el problema central que el historiador trata de resolver. En la medida en que lo resuelva, ha comprendido la situación histórica y el fragmento de historia que trata de captar de nuevo. Lo que tiene que hacer en tanto historiador no es revivir lo sucedido, sino proporcionar argumentos objetivos en apoyo de su análisis situacional. Esto es capaz de hacerlo, mientras que la reviviscencia puede
ser factible o puede no serlo. Pues es posible que, en muchos sentidos, el acto se halle fuera de su alcance. Podría tratarse de un acto de crueldad o de heroísmo, que el historiador no estuviera en condiciones de revivir. O bien podría tratarse de una obra artística, literaria, científica o filosófica que trascendiera su capacidad. Sin embargo, nada de eso le impide realizar interesantes descubrimientos históricos, encontrar soluciones nuevas a viejos problemas o incluso encontrar nuevos problemas históricos. El significado más importante de la diferencia entre el método de reviviscencia de Collingwood y mi método de análisis situacional es que el primero es un método subjetivo, mientras que el que yo defiendo es objetivo. Parecería que, de seguir a Collingwood, sería imposible una crítica racional sistemática de las soluciones rivales a los problemas históricos. Sólo podemos criticar racionalmente conjeturas o teorías que no se han convertido en parte de nosotros mismos, sino que se pueden colocar fuera de nosotros, y que de esta suerte pueden ser inspeccionadas por cualquiera, especialmente por quienes sostienen teorías diferentes. El método objetivo de análisis situacional, por otro lado, permite la discusión crítica de nuestras soluciones tentativas, de nuestros intentos de interpretar la situación. Y en esta medida se aproxima en verdad mucho más al método real de las ciencias naturales. Permítaseme un ejemplo muy sencillo. Es bien sabido que Galileo era reacio a aceptar la teoría lunar de las mareas y que realizó esfuerzos tremendos para explicar las mareas mediante una teoría no lunar. También se sabe que Galileo no contestó a las amistosas sugerencias de Kepler. Estos dos hechos crean dos problemas y pueden dar lugar a la siguiente conjetura histórica explicativa: Galileo se oponía a la astrología, esto es, a la teoría de que las posiciones de los planetas, incluso de la luna, influyen en los acontecimientos terrestres. Los documentos muestran que la teoría lunar de las mareas forma parte del saber astrológico. Y, naturalmente, Galileo estaba al tanto de que Kepler era un astrólogo profesional. Una relectura del Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo con esta conjetura en mente, me condujo al siguiente pasaje (el último en que se menciona a Kepler), que parece corroborar la conjetura: Así, todo lo que otros pensaron antes como conjetura [en relación con la explicación de las mareas] me parece completamente inválido. Pero de todos los grandes hombres que han filosofado acerca de este efecto notable, el que más me asombra es Kepler. A pesar de su mente abierta y aguda, y a pesar de conocer al dedillo los movimientos que se atribuyen a la tierra, prestó oído y dio su asentimiento al dominio de la luna sobre las aguas, a propiedades ocultas y ese tipo de puerilidades.
Antes, al leer el pasaje, no había reparado en todo el peso de la referencia a las «propiedades ocultas»: sólo después de haberme sentido turbado por esos dos problemas y de haber producido mi conjetura, comprendí plenamente este pasaje. Es evidente que este minúsculo ejemplo de solución a un sencillísimo problema histórico opera con lo que yo llamo lógica situacional o análisis situacional. Este método de análisis nos ayuda a explicar dos de las actitudes de Galileo —una, respecto de un problema científico; la otra, respecto de una persona — por medio de una reconstrucción conjetural de la situación problemática, tal como él pudo haberla visto. Sin embargo, esta reconstrucción no es una reviviscencia en el sentido de Collingwood. Lo que interesa aquí no es revivir los pensamientos y las acciones de Galileo. Ni tampoco una reivindicación de la teoría de Galileo de las mareas (cosa de la que soy complétamele incapaz). Ni se trata de revivir su falta de respuesta a algunas cartas de Kepler (aunque no responder a una carta o incluso dos cartas sí que es algo de lo soy perfectamente capaz). Ahora, la falta de respuesta de Galileo a Kepler es, sin duda, una de esas cosas que simplemente no vale la pena revivir: se trata de una acción (o, mejor, una inacción) demasiado trivial. Pero como síntoma, y en
conexión con otro problema histórico, puede ser interesante. Y lo es desde el punto de vista del diagnóstico situacional. Por tanto, sostengo que el análisis situacional es mejor teoría de la comprensión histórica que la teoría de la reviviscencia de Collingwood. Es menos rígida. No se limita, como la de Collingwood, a revivir los procesos conscientes de pensamiento, sino que da lugar a la reconstrucción de situaciones problemáticas que el agente mismo no llegó a comprender del todo. Además, deja espacio para la reconstrucción y el análisis de situaciones que surgen como consecuencias no intencionales e imprevistas de nuestras acciones, lo que, en verdad, es un punto muy importante. Y nos permite, en nuestro análisis situacional, otorgar todo su peso no sólo a los individuos, sino también a las instituciones. En otras palabras, es más amplio, o, podríamos decir, mucho más pluralista inclusa que el de Collingwood, quien, dado su acusado énfasis en los problemas, aborda la historia con un espíritu mucho más pluralista que cualquiera de sus predecesores. Para Collingwood, la reviviscencia de cualquier pensamiento se puede convertir en problema. Para la lógica situacional, la reconstrucción de cualquier situación, incluso la reconstrucción de una situación producida por otro, se puede convertir en un problema. Además, a la lógica situacional le interesa tanto la situación tal como la vivió el sujeto activo, como la situación objetiva tal como realmente era y, por tanto, con los errores objetivos del sujeto activo. Esto me lleva a la diferencia más importante entre mi enfoque y Collingwood. Para Collingwood, como para casi todos los filósofos, el conocimiento consiste esencialmente en experiencias vivas del sujeto cognoscente. Y esto, por supuesto, sirve de sostén al conocimiento histórico. Para mí, el conocimiento consiste esencialmente en artefactos exsomáticos, o productos, o instituciones. (Precisamente su carácter exosomático es lo que permite hacer de ellos objetos de crítica racional.) Hay conocimiento sin sujeto cognoscente, como, por ejemplo, el conocimiento almacenado en nuestras bibliotecas. Así, puede haber desarrollo del conocimiento sin desarrollo alguno de la conciencia de un sujeto cognoscente. El desarrollo del conocimiento puede incluso formar la trama principal de nuestra historia. Y sin embargo puede no haber incremento correspondiente en nuestro conocimiento subjetivo ni en nuestras capacidades. Hasta puede no haber cambio en nuestros intereses. El conocimiento humano se puede desarrollar fuera de los seres humanos. En consecuencia, es posible diferenciar entre la evolución del hombre (en singular), esto es, de la humanidad en su conocimiento exosomático, y la historia de los diferentes hombres individuales (en plural). Y no abrigo ninguna duda de que el valor principal y la característica más importante de la materia que conocemos como historia —y en verdad de todas las materias humanísticas — estriba en que es lo suficientemente amplia como para interesarse no sólo por la evolución de la especie humana y sus instituciones, sino también por las historias de los hombres individuales (en plural) y de sus luchas con sus instituciones, su medio circundante y los problemas que plantea la evolución del hombre y su conocimiento. Así, la historia es pluralista. No sólo trata del hombre, sino también de los hombres. Por encima de todo, nos permite plantear el problema de cuánto o cuán poco ha afectado a los hombres el desarrollo del conocimiento, la historia del arte y la evolución del hombre. Este problema, sugiero, es uno de los mayores problemas de la historia.
Popper, Karl (2007). El mito del marco común. En defensa de la ciencia y la racionalidad. Barcelona, Paidós. Capítulo 8 MODELOS, INSTRUMENTOS Y VERDAD El estatus del principio de racionalidad en las ciencias sociales Cuando me invitaron a presentar mis opiniones sobre la metodología de las ciencias sociales, me sentí verdaderamente muy honrado. Pero también sentí un cierto malestar. Éstas fueron las razones. Mis puntos de vista sobre la metodología de las ciencias sociales son resultado de mi admiración por la teoría económica: comencé, a desarrollarlos hace unos veinticinco años, al tratar de generalizar el método de la economía teórica. Se entenderá mi temor a que ustedes, como economistas, encontraran triviales mis puntos desvista, cuando no directamente anticuados. Fue precisamente este temor lo que me decidió a dedicar alrededor de una tercera parte de la disertación a mis opiniones sobre la metodología de la ciencia en general, otra tercera parte (secciones 2 a 7) a problemas peculiares de los métodos de la ciencia social, y el resto (secciones 8 a 11) a atacar la filosofía instrumentalista de la ciencia, esa teoría filosófica, aún en boga, del pragmatismo que nos dice que nuestras teorías no son otra cosa que instrumentos. A esto opondré mi propia opinión, de acuerdo con la cual las teorías son pasos en nuestra búsqueda de la verdad o, para ser al mismo tiempo más explícito y más modesto, en nuestra búsqueda de soluciones cada vez mejores a problemas cada vez más profundos (donde “cada vez mejores” significa – como ya veremos- “más próximos a la verdad).
1. PROBLEMAS, TEORÍAS Y CRÍTICA Estas opiniones sobre los métodos de las ciencias sociales que me dispongo a esbozar son, brevemente, las siguientes. Los métodos apropiados para las ciencias sociales son totalmente diferentes de los métodos de las ciencias naturales tal como la tradición y la mayoría de los científicos naturales y sociales suelen describirlos en los libros de texto. Pero esto es así pura y simplemente porque todos estos libros de texto, todas estas tradiciones y todos estos científicos están completamente equivocados acerca de los métodos de las ciencias naturales. Una vez que logramos un conocimiento adecuado de los métodos de las ciencias naturales, podemos apreciar que es muchísimo lo que tienen en común con los métodos de las ciencias sociales. La mala interpretación capital de las ciencias naturales reside en la creencia de que la ciencia —o el científico— comienza por la observación y la colección de datos, hechos o mediciones, y de allí pasa a conectar o correlacionar estos últimos, y así llega —de alguna manera— a generalizaciones y teorías. Recuerdo una ocasión en que me tocó ser presidente de un encuentro en el que un distinguido científico presentaba este punto de vista. La ciencia, dijo el científico, es tan sólo medir y correlacionar los resultados. En la discusión que siguió, sugerí que debíamos solicitar un subsidio para un proyecto de medición de la longitud, el ancho, el espesor y el peso de los libros del British Museum, a fin de estudiar las posibles correlaciones entre esas medidas. Predije que seríamos capaces de encontrar fuertes correlaciones positivas entre el producto de las tres primeras y la cuarta.
¿Por qué es absurdo este proyecto? Porque no es interesante. Porque comienza por la recolección de datos y no por un problema científico. Y porque no hay razón para pensar que arrojará luz alguna sobre los problemas científicos más urgentes del día. El trabajo del científico no comienza por la recolección de datos, sino por la selección sensible de un problema prometedor, un problema que sea significativo dentro de la actual situación problemática, que a su vez está completamente dominada por nuestras teorías. A mi juicio, se entienden mejor los métodos de las ciencias naturales y de las ciencias. sociales si admitimos que la ciencia siempre empieza con problemas y termina con problemas. El progreso de la ciencia, en lo esencial, estriba en la evolución de sus problemas. Y se puede calcular por el aumento de refinamiento, riqueza, fertilidad y profundidad de sus problemas. Los problemas científicos son precedidos, naturalmente, por problemas precientíficos, y sobre todo por problemas prácticos. Incluso la ameba, se puede afirmar con seguridad, tiene problemas. Pues todo organismo se ha construido expectativas. Y los problemas surgen, del modo más característico, cuando algunas de esas expectativas se ven frustradas. Pueden ustedes preguntar si es posible comenzar por problemas y cómo puede haber siquiera alguna clase de problema en ausencia de todo conocimiento previo, por ejemplo, en la forma de expectativas. Esta pregunta es muy oportuna. Y mi respuesta es que nunca comenzamos a partir de nada, con una mente, por así decirlo, absolutamente inocente. El desarrollo del conocimiento consiste siempre en corregir el conocimiento anterior. Históricamente, la ciencia comienza con el conocimiento precientífico, con los mitos precientíficos y las expectativas precientíficas. Y éstas, a su vez, no tienen «comienzos». «Comienzan» cuando comienza la vida. Y ya en el comienzo de la vida hay problemas, problemas de supervivencia. Así, nunca hubo un primer conocimiento grabado en una mente inocente, o en una tabula rasa, o una pizarra en blanco. Simplemente no hay conocimiento sin alguna clase de conocimiento anterior, sin algún tipo de expectativa, de la que es una modificación. Y tales modificaciones se producen especialmente cuando el conocimiento anterior se encuentra en dificultades, como, por ejemplo, cuándo una expectativa se ve frustrada, cuando da nacimiento a un problema. Así pues, podemos considerar cualquier aspecto del conocimiento, y sobre todo cualquier teoría científica, como una solución tentativa a algún problema, y como ocasión de nacimiento de nuevos problemas. Y la fertilidad y la profundidad de nuestras teorías bien se puede medir por la fertilidad y la profundidad de los nuevos problemas a los que dan nacimiento. Como he admitido que todo problema surge de alguna clase de conocimiento y,en consecuencia, presupone el conocimiento, pueden ustedes preguntar si no se podría reemplazar mi observación de que la ciencia comienza y termina con problemas por la de que la ciencia comienza y termina con el conocimiento. Mi respuesta es: «Sí, a condición de que se entienda por conocimiento (como lo entiendo yo) algo así como conocimiento problemático, hipotético o tentativo, y no como conocimiento no problemático y establecido». El conocimiento establecido no se desarrolla. Muchas veces he dicho que la ciencia comienza y termina con teorías. Pero empleo el término «teoría» en un sentido muy amplio, en un sentido que incluye mitos y toda clase de expectativas y barruntos. Nunca lo empleo en el sentido de teoría establecida o probada, pues no pienso que esa suerte de teorías exista. Una teoría es siempre hipotética o conjetural y se mantiene por siempre en calidad de barrunto. Y no hay teoría que ignore el acoso de problemas.
Sin embargo, pienso que decir que la ciencia empieza y termina con problemas sea tal vez más informativo que decir que la ciencia comienza y termina con teorías. Para comprender esto consideremos por un momento qué significa comprender una teoría. Comprender una teoría significa —es lo que sugiero— comprenderla como un intento de resolver un determinado problema. Esta es una proposición importante, y una proposición que muy poca gente comprende. El problema que una teoría tiende a resolver puede ser un problema practico (como el descubrir una cura o, un preventivo, ya sea en el caso de la poliomielitis, ya en el de la inflación) o un problema teórico, esto es, un problema de explicación (de qué forma se transmite la poliomielitis, o cómo se produce la inflación, por ejemplo). ¿Cuál es la utilidad de, digamos, la teoría de Newton? Es un intento de resolver el problema de derivar y, en esta medida, explicar, las leyes de Kepler y las de Galileo. (No entro aquí en el problema de por qué Newton no consideró su teoría como explicativa.) Sin comprender la situación problemática que dio nacimiento a la teoría, la teoría carece de sentido. Es decir, no se la puede comprender adecuadamente. Análogamente, sin comprender los problemas que la depresión económica y el desempleo plantean a la teoría clásica, la teoría de Keynes puede parecer inútil y no es posible comprenderla plenamente. Sólo es posible comprenderla como un intento de resolver esos problemas. A partir de esto se entiende que, al menos desde el punto de vista de la comprensión de una ciencia —esto es, la comprensión de sus teorías—, los problemas son previos a las teorías. Ésta es una de las razones por las cuales creo que al decir que la ciencia comienza y termina con problemas, ofrezco una fórmula simple de gran poder y aplicabilidad. Ahora, por supuesto, debemos preguntar: ¿qué es comprender un problema?; si se supone que un científico joven comienza por un problema, ¿cómo puede llegar a estar alguna vez en posición d comprenderlo?; ¿cómo se puede, pues comenzar por un problema? Mi respuesta es que en realidad sólo hay una manera de aprender a comprender un problema qué no hayamos comprendido todavía: tratar de resolverlo y fracasar. Esto puede parecer paradójico. Pues, ¿cómo podemos tratar de resolver un problema que ni siquiera comprendemos? La respuesta a esta pregunta es qué si no comprendemos el problema, seguramente —o casi seguramente— no lo resolveremos. Pero la certeza del fracaso no debe necesariamente impedirnos intentarlo. Tomemos como ejemplo un problema práctico como aprender montar en bicicleta o a tocar el violín. Quizá con la excepción de unos pocos genios, es probable que todos los que todavía no comprenden el problema de montar en bicicleta fracasen en su primeros Intentos por resolverlo. Y lo mismo ocurre con los que todavía no comprenden el problema de tocar el violín. Pero después de unos cuantos fracasos, pueden empezar a apreciar dónde estriba la dificultad: comenzarán a comprender el problema. Y comprender un problema no es otra cosa que aprehender en qué consiste esa dificultad particular.
Los problemas prácticos pueden dar nacimiento a problemas teóricos. Por ejemplo, el problema de montar en bicicleta puede dar nacimiento al problema teórico de explicar cómo y por qué el ciclista conserva el equilibrio. Y el problema práctico de tocar un instrumento musical, o fabricar uno, puede dar nacimiento al
desarrollo de la teoría de la icástica. En todas esas teorías se presentarán permanentemente nuevos problemas. Es posible que estos problemas sean dificultades internas de la teoría, como explicaciones que por alguna razón encontramos insatisfactorias, o choques entre la teoría y los hechos. La teoría evoluciona como resultado de nuestros intentos por resolver estos problemas. Se puede decir que la mayoría de los problemas prácticos surgen a partir de casos en los que la teoría nos ha decepcionado, de modo que hace falta reparar la teoría. Pero esta es precisamente la razón por la que, por lo general, en un primer momento no «comprendemos» el nuevo problema: nuestra teoría (esto es, la teoría vieja, aquella de la que sabemos algo) es insuficiente, y no sabemos qué es lo que falla en ella. Pero podemos aprender a comprender cada vez mejor el problema si tratamos de adaptar o reparar nuestra teoría, o de sustituirla por otra. No hay duda de que no es probable que estos intentos tengan éxito, en la medida en que no «comprendamos» antes el problema. Pero mi tesis es que al criticar nuestros intentos —nuestros fracasos— aprendemos cada vez más acerca de nuestro problema: aprendemos en qué consisten las dificultades. Lo mismo que con los problemas prácticos y precientíficos, aprendemos a partir de nuestros errores, a partir de nuestros fracasos, por una suerte de mecanismo de retroalimentación. Tal como yo lo veo, el método de la ciencia simplemente sistematiza el método precientífico de aprendizaje a partir de nuestros errores. Y lo hace mediante el mecanismo llamado discusión crítica. Todo lo que pienso del método científico se puede resumir diciendo que consiste en estos cuatro pasos: 1.
Seleccionamos un problema, quizá por haber tropezado con él.
2.
Tratamos de resolverlo proponiendo una teoría como solución tentativa.
3. A través de la discusión crítica de nuestras teorías, nuestro conocimiento se desarrolla por medio de la eliminación de algunos errores, y de esta manera aprendemos a comprender nuestros problemas y nuestras teorías, así como la necesidad de nuevas soluciones. 4.
La discusión crítica incluso de nuestras mejores teorías siempre saca a la luz nuevos problemas.
Pongamos ahora estos cuatro pasos en cuatro palabras: problemas - teorías - críticas – problemas. De estas cuatro importantísimas categorías, la más característica de la ciencia es la de la eliminación de errores a través de la crítica. Pues lo que vagamente llamamos la objetividad de la ciencia, y la racionalidad de la ciencia son meros aspectos de la discusión crítica de las teorías científicas. Para aprehender esto es importante tener claros los objetivos de la discusión crítica de la teoría científica. La crítica de una teoría científica es siempre un intento de encontrar y eliminar un error, una grieta o una falla en la teoría. Como ya he dicho, es la retroalimentación negativa con la cual controlamos la construcción de nuestras teorías. Trata de mostrar que la teoría tiene consecuencias inaceptables, o bien que no resuelve el problema que se ha propuesto resolver, o bien que meramente cambia el problema, planteando dificultades peores que las que supera, o bien que es inferior a algunas de las teorías rivales, es decir, por ejemplo, que es más débil o más compleja. Éste es el objetivo de la crítica científica. Es importante tomar nota de que la crítica científica no trata de mostrar. No trata de mostrar que la teoría en cuestión no ha sido probada o demostrada. Análogamente, no trata de mostrar que no se haya establecido o justificado la teoría en cuestión, porque es imposible establecer o justificar teoría alguna. Ocasionalmente, no trata de mostrar que la teoría en cuestión tenga
una probabilidad elevada (en el sentido del cálculo de probabilidades) jorque ninguna teoría tiene una probabilidad elevada (en el sentido del cálculo de probabilidades). Concordantemente, los científicos, en sus discusiones críticas, no atacan los argumentos que se podrían utilizar para establecer, o incluso para sostener, la teoría objeto de examen. Atacan la teoría misma, en tanto solución al problema que trata de resolver. Examinan y desafían sus consecuencias, su poder explicativo, su coherencia y su -compatibilidad-con otras teorías. Lo que llamamos objetividad científica es simplemente la no aceptación de teoría científica alguna como dogma, y al mismo tiempo la afirmación de que todas las teorías sean tentativas y estén permanentemente abiertas a severa crítica, a una discusión crítica que tienda a la eliminación de errores. En realidad no hay nada, pienso, que pueda explicar mejor la idea algo abstracta de racionalidad que el ejemplo de una discusión crítica bien conducida. Y una discusión crítica está bien conducida si se consagra por entero a un objetivo, que no es otro que el encontrar una falla en la afirmación de que determinada teoría presenta una solución a determinado problema. Los científicos que participan en la discusión crítica tratan constantemente de refutar la teoría, o por lo menos su afirmación de que puede solucionar su problema. Más importante es ver que una discusión crítica siempre versa sobre más de una teoría al mismo tiempo. Pues al tratar de evaluar los méritos o deméritos incluso de una sola teoría, se debe tratar siempre de juzgar si la teoría en cuestión es un progreso, lo que quiere decir explicar cosas que no hemos sido capaces de explicar hasta el momento, es decir, con la ayuda de las teorías más antiguas. Pero, naturalmente, a menudo (en realidad, siempre) hay más de una teoría nueva en competencia a la vez, en cuyo caso la discusión crítica trata de evaluar sus méritos y sus deméritos comparativos. Sin embargo, las teorías más antiguas desempeñan siempre un papel importante en la discusión crítica, especialmente las que forman parte del «conocimiento de fondo» de la discusión, teorías que, por el momento, no se critican, sino que se las usa como marco dentro del cual tiene lugar la discusión. No obstante, en cualquier momento, cualquiera de estas teorías de fondo en particular puede ser objeto de un desafío (aunque no muchas al mismo tiempo) y pasar al primer plano de la discusión. Aunque siempre hay un fondo, cualquier parte del fondo puede perder en cualquier momento su carácter de fondo. Así, la discusión crítica es esencialmente una comparación de los méritos y los deméritos de dos o más teorías (generalmente más de dos). Los méritos que se discuten son, principalmente, la potencia explicativa de las teorías (cosa que se analiza con cierto detalle en mi Logic of Scientific Discovery), su capacidad para resolver nuestros problemas de explicación, su coherencia con otras teorías que son objeto de evaluación más elevada y su poder para arrojar nueva luz sobre viejos problemas y para sugerir otros nuevos. El principal demérito es la incoherencia, incluida la incoherencia con los resultados de los experimentos que una teoría rival pueda explicar. Se entiende así que a menudo la discusión crítica no sea decisiva y que no haya criterios muy definidos de aceptabilidad tentativa; en otras palabras, la gran fluidez de la frontera de la ciencia. De esta suerte, el resultado de una discusión científica suele no ser conclusivo, no sólo en el sentido de que no podemos verificar conclusivamente (ni siquiera falsar) ninguna de las teorías en discusión —esto ya debiera ser obvio—, sino también en el sentido de que no podemos decir que una de nuestras teorías parezca presentar ventajas definidas sobre sus competidoras. Si tenemos suerte, no obstante, a veces podemos llegar a la conclusión de que una de las teorías tiene mayores méritos y menores deméritos que
las otras. (En este caso, algunos dicen que la teoría: es «aceptada», aunque, por supuesto, sólo momentáneamente.) A partir de este análisis del proceso de la discusión crítica de las teorías debiera quedar claro que tal discusión nunca considera la cuestión de si una teoría está «justificaba» en el sentido de que nosotros estemos justificados a aceptarla como verdadera. En el mejor de los casos, la discusión crítica justifica la afirmación de que la teoría en cuestión es la mejor de que se dispone, o en otras palabras, que es la que más se acerca a la verdad. Así, pues, aunque sólo podamos juzgar «relativamente» las teorías, entendiendo por ello que las comparamos unas con otras (y no con la verdad, que no conocemos), esto no quiere decir que seamos relativistas (en el sentido de la famosa frase de «la verdad es relativa»), Por el contrario, al compararlas, tratamos de encontrar la que juzgamos que más se acerca a la verdad (desconocida). Así, la idea de verdad («de una verdad absoluta») desempeña un papel sumamente importante en nuestras discusiones. Es nuestra principal idea reguladora. Aunque nunca podamos justificar la afirmación de haber alcanzado la verdad, a menudo podemos dar buenas razones, o justificación, de por qué se debiera juzgar una teoría más próxima que otra a la verdad. Lo que he dicho hasta ahora está pensado para aplicarlo tanto a las ciencias naturales como a las sociales. En esta fase agregaré solo una puntualización que podría resultar significativa en la cuestión de las diferencias —o de las supuestas diferencias— entre ellas. Una de las formas de crítica —de discusión crítica de teorías quiero decir— más elocuentes e importantes es el recurso a la observación, el experimento y la medición. Si podemos mostrar que las consecuencias de una teoría no son compatibles con ciertos hechos (o con ciertas observaciones o mediciones), tenemos un argumento poderoso contra ella. Incluso podemos llegar a matarla, especialmente si podemos mostrar que se puede explicar el experimento falsador mediante alguna teoría rival. Pero las observaciones, los experimentos y las mediciones solo son interesantes en el contexto de la discusión crítica de alguna teoría. No son ni puntos de partida de la ciencia, ni datos. Sin embargo, las observaciones, los experimentos y las mediciones pueden, por refutación de cierta teoría aceptada, crear un problema nuevo, y así comenzar una nueva línea de desarrollo. Y un experimento falsador es una de las vías características por las que surgen nuevos problemas en las ciencias empíricas. Pero hay otras vías características. Por ejemplo, en el seno de una teoría se pueden detectar dificultades internas. O podemos habernos enfrentado a diversos problemas con gran éxito, resolviendo cada uno de ellos por una teoría diferente, sólo pan encontrar que algunas de esas teorías son mutuamente incompatibles. Mientras que hay quienes podrían aceptar esta situación, otros verían allí serios problemas: el problema de encontrar una reconciliación, o, preferiblemente, de encontrar una teoría nueva y más comprehensiva. Pero antes de proceder a discutir la cuestión de las peculiaridades de las ciencias sociales, deseo repetir que la única función que mi teoría del método atribuye a las observaciones, los experimentos y mediciones es esa función modesta; pero importante, de asistir a la crítica, es decir, de prestar asistencia en el descubrimiento de nuestros errores. Con esto concluyo mis comentarios sobre lo que creo que son los métodos críticos comunes a la ciencia natural y las ciencias sociales, y a continuación paso a determinados puntos que nos ayudarán a hacer patentes las peculiaridades de los métodos de las ciencias sociales.
2. MODELOS Y SITUACIONES En esta segunda parte de mi disertación trataré de explicar las semejanzas entre las ciencias naturales y las ciencias sociales, y también algunas diferencias. Comencemos por distinguir entre dos clases de problemas de explicación o de predicción: 1. La primera clase es la de explicar o predecir uno o un corto número de acontecimientos singulares. Un ejemplo de las ciencias naturales sería el siguiente: « ¿Cuándo se producirá el próximo eclipse de luna (o, digamos, los dos próximos eclipses de luna)?». (Un ejemplo de las ciencias sociales sería el siguiente: « ¿Cuándo se producirá el próximo ascenso de la tasa de desempleo en Midlands, o en Ontario occidental? ».) 2. La segunda clase es la de explicar o predecir una cierta clase o tipo de acontecimiento. Un ejemplo de las ciencias naturales sería el siguiente: «¿Por qué los eclipses de luna se repiten una y otra vez, pero sólo cuando hay luna llena?». (Un ejemplo de las ciencias sociales sería: « ¿Por qué se produce un incremento y un descenso estacional del desempleo en la industria de la construcción? ».) La diferencia entre estas dos clases de problemas está en que se puede resolver la primera sin construir un modelo, mientras que la segunda es más fácil de resolver por medio de la construcción de un modelo. Para resolver un problema de la primera clase dentro del marco de, por ejemplo, la teoría newtoniana de las perturbaciones, no se necesita otra cosa que ciertas leyes universales (en nuestro caso, las leyes newtonianas del movimiento) y algunas de las condiciones iniciales pertinentes. En nuestro caso, son condiciones iniciales las masas, las velocidades, las posiciones y los diámetros de los tres cuerpos —el sol, la tierra y la luna— en un determinado instante de tiempo (junto con la información de que, de los tres, sólo uno —el sol— emite luz). Para considerar un problema del segundo tipo, podemos construir un modelo mecánico real, o referirnos a un dibujo en perspectiva. Para-nuestra limitada-finalidad, el-modelo podría ser en verdad muy rudimentario. Podría consistir simplemente en una lámpara que representara el sol, una pequeña tierra de madera que rotara en un círculo alrededor del sol (una elipse podría ser demasiado sutil para nuestro modelo rudimentario) y una pequeña luna que rotara en un círculo alrededor de la tierra. Sin embargo, hay algo esencial: los planos de los dos movimientos deberían estar inclinados uno con respecto al otro, para que obtengamos eclipses de luna de vez en cuando, pero no en cada plenilunio. Llamo a esto modelo «rudimentario» porque no pretende representar la situación real ni el mecanismo newtoniano real. No tiene en cuenta las formas elípticas de las órbitas ni sus perturbaciones. Y tal vez reciba el movimiento de una mano humana, un mecanismo a cuerda o un pequeño motor eléctrico, pero no de las leyes newtonianas del movimiento. Y, sin embargo, podría servir perfectamente a su propósito, pues resuelve el problema de la explicación que se había planteado. Una discusión crítica de nuestro modelo rudimentario, sin embargo, debe dar nacimiento a un nuevo problema: « ¿De qué manera son impulsadas la tierra y la luna en el mundo real?». Y con esto llegamos otra vez a las leyes newtonianas del movimiento. Sin embargo, no hace falta introducir las condiciones iniciales en nuestra solución. En lo que atañe a los problemas de la segunda clase (la explicación de tipos de movimientos), se pueden sustituir completamente las condiciones iniciales por la construcción de un modelo: éste, podríamos decir, incorpora las condiciones iniciales típicas. Llegamos así al siguiente resultado.
Mientras que las explicaciones o las predicciones de la primera clase —las de acontecimientos singulares — operan con leyes universales y condiciones iniciales, las explicaciones o las predicciones de la segunda clase —las que explican o predicen acontecimientos típicos — operan con modelos, que representan algo así como las condiciones iniciales típicas. Pero las últimas también necesitan leyes universales si es que queremos que el modelo se mueva, o funcione, o si queremos, como podríamos decir, «animar» el modelo, esto es, si queremos representar la manera en que los diversos elementos del modelo podrían actuar los unos sobre los otros. Se entenderá que no se pueda prescindir de estas leyes «animadoras» si se tiene en cuenta el intento de Le Sage de incorporar la fuerza de atracción en el modelo del sistema solar. Le Sage (y Newton antes que él) supusieron que el «espacio» está lleno de partículas veloces que se mueven en todas las direcciones (piensen en lo que hoy en día se conoce como «radiación cósmica») y que el impacto de estas partículas impulsa las masas pesadas unas hacia las otras, puesto que cada una de estas masas opera como un paraguas en una granizada, protegiendo parcialmente del granizo a las otras masas. Es un intento de derivar la ley newtoniana de la inversa del cuadrado (que de lo contrario tendríamos que clasificar como una ley «animadora») a partir de la extensión del modelo. Pero aun aquí necesitamos leyes animadoras. Tenemos que suponer, por ejemplo, algo así como una ley de acuerdo con la cual por lo menos una proporción de las partículas cósmicas son absorbidas, que no reflejadas. Lo mismo vale para los otros intentos de reducir las leyes animadoras a propiedades estructurales del modelo. Tales intentos pueden ser muy exitosos, pero nunca pueden reducir todas las leyes «animadoras» a «modelos» o «estructuras». Sin embargo, lo opuesto no es cierto. Es interesante advertir que a todas las preguntas específicas a las a las que se puede responder con la teoría de Newton, también se podría responder en principio sin la construcción de un modelo del sistema solar, simplemente con la utilización de las leyes universales de movimiento y el agregado de las condiciones iniciales. Pero lo cierto es que, históricamente, los modelos desempeñaron un papel importantísimo en el desarrollo de muchísimas teorías. Bastará con recordarles que Ptolomeo, Copérnico y Kepler produjeron modelos, y que la teoría de Newton surgió en parte como un intento de resolver el problema de la explicación de cómo «se animaba» el modelo de Kepler, esto es, cómo interactuaban sus elementos y cómo funcionaba su mecanismo motor. En nuestro siglo, los modelos de átomo de Rutherford y de Bohr precedieron en muchos años a la mecánica cuántica, que proporcionó la teoría (probabilística) de lo que se podría llamar «animación». Así, un modelo consta de ciertos elementos colocados en una relación típica entre sí, más ciertas leyes universales de interacción: las leyes «animadoras». Parece ser que, como regla general, operamos primero con modelos y que los modelos, junto con un mecanismo funcional rudimentario, pueden resolver una cantidad de problemas de la segunda clase, es decir, explicar ciertos acontecimientos típicos. También vemos que incluso en las ciencias físicas, un modelo no necesita ser uno modelo mecánico. Por cierto que Kepler especuló acerca de los mecanismos de su modelo del sistema solar. Pero como tenía por perfectamente establecido el modelo —esto es, sus elementos y sus movimientos —, considero altamente hipotético su modo de operación o de animación, cuando no prácticamente desconocido. Y no debemos olvidar que, aunque nosotros hablemos de «mecánica newtoniana», el propio Newton y sus contemporáneos pensaban qué la acción a distancia no era mecánica. Los modelos, tal come aquí se entienden, se podrían llamar también «teorías», o se podría decir que incorporan teorías, puesto que son intentos de resolver problemas, problemas de explicación. Pero lo
opuesto dista mucho de ser verdad. No todas las teorías son modelos. Los modelos representan condiciones iniciales típicas, no leyes universales. Y, por tanto, requieren que se los suplemente con «animadoras» leyes universales de interacción, con teorías que no son modelos en el sentido que aquí se ha indicado. Todo esto se puede ilustrar, por ejemplo, con los conocidos modelos de moléculas especialmente construidos por los químicos orgánicos. Los modelos de moléculas que representan disposiciones de átomos pueden contener barras que representan los enlaces químicos. Pero no representan las leyes (o la resonancia) animadoras gracias a las cuales —conjeturamos— las moléculas se mantienen unidas. Estas leyes, a su vez, pueden estar representadas por modelos. Pero en algún sitio la teoría del tipo de modelo se acaba, y entonces aparecen las leyes animadoras y puramente abstractas en las que gobierna la interacción de las diversas partes o estructuras que constituyen el «modelo» Esto es todo acerca de le s modelos en las ciencias naturales. ¿Qué pasa con las ciencias sociales? Me gustaría proponer la tesis según la cual todo lo que he dicho acerca de la importancia de los modelos en las ciencias naturales vale también para los modelos en las ciencias sociales. En realidad, los modelos son incluso más importantes aquí, porque el método newtoniano de explicar y predecir los acontecimientos singulares mediante leyes universales y condiciones iniciales es muy difícil de aplicar en las ciencias sociales teóricas. Operan casi siempre por el método de construir situaciones o condiciones típicas, esto es mediante el método de construir modelos. (Esto se conectaba con el hecho de que en las ciencias sociales hay —para usar la terminología de Hayek— menos «explicación en detalle»-y-más «explicación en principio que en las ciencias físicas.) Pero tal vez se pueda comprender mejor el papel o la función de los modelos en las ciencias sociales teóricas si las observamos desde otro punto de vista. En ambos casos, el de las ciencias teóricas y el de las ciencias histórico-sociales, el problema fundamental estriba en explicar y comprender los acontecimientos en términos de acciones humanas y situaciones sociales. La expresión clave es «situación social». La descripción de una situación social histórica concreta es lo que en ciencias sociales corresponde al enunciado de las condiciones iniciales de las ciencias naturales. Y los «modelos» de las ciencias sociales teóricas son en esencia descripciones o construcciones de situaciones sociales típicas. Desde mi punto de vista, la idea de una situación social es la categoría fundamental de la metodología de las ciencias sociales. Incluso me siento inclinado a decir que, en las ciencias sociales, casi todo problema de explicación requiere el análisis de una situación social. 3. UN EJEMPLO DE ANÁLISIS SITUACIONAL Permítaseme explicar, con ayuda de un ejemplo, qué entiendo por «análisis situacional de una situación social» o por «lógica de una situación social» o, más brevemente, por «lógica situacional». Uno de mis ejemplos comunes es el de un peatón, llamémosle Ricardo, que quiere coger un tren y tiene prisa por cruzar una calle llena de coches en movimiento y aparcados, así como de otros vehículos. Supongamos que lo que queremos explicar sean ciertos movimientos erráticos de Ricardo para cruzar la calle. ¿Cuáles son los elementos situacionales obvios a los que tendremos que referirnos? En primer lugar, los diversos coches aparcados, que son cuerpos físicos, obstáculos, que imponen ciertas limitaciones físicas a
los movimientos de Ricardo. Luego están los coches en movimiento. Se trata de limitaciones similares a los posibles movimientos de Ricardo, siempre que supongamos que entre sus objetivos principales figure el de evitar una colisión. Pero hay en la situación otros elementos igualmente pertinentes a la explicación de los movimientos de Ricardo: las reglas de circulación, regulaciones policiales, señales de tráfico, pasos de cebra y otras instituciones sociales como ésas. Algunas de tales instituciones sociales, como las señales de tráfico o los pasos de cebra, se relacionan con cuerpos físicos, o están incorporados a éstos. Otras, como un guardia urbano, están incorporadas en cuerpos humanos. Pero otras aún, como una regla de circulación, son de índole más abstracta, aunque Ricardo las sienta como si se tratara de obstáculos, ya sea cuerpos físicos, como los coches, ya leyes físicas (que son «prohibiciones»), como la ley de conservación del movimiento. En realidad, propongo utilizar el nombre de «institución social» para todas las cosas que imponen límites o crean obstáculos a nuestros movimientos y acciones, casi como si se tratara de cuerpos o de obstáculos físicos. Las instituciones sociales se experimentan casi como si formaran literalmente parte de los muebles de nuestra casa. Pero si deseamos explicar los movimientos de Ricardo, tenemos que hacer algo más que localizar los diversos obstáculos físicos y sociales en el espacio físico y social. En verdad, para que una cosa se convierta en obstáculo para los movimientos de Ricardo, debemos atribuir primero ciertos objetivos Ricardo, como, por ejemplo, el de cruzar la calle de prisa. Luego, debemos atribuirle ciertos elementos de conocimiento o de información, como, por ejemplo, un conocimiento de las instituciones sociales que lo habilite para interpretar los semáforos o las señales del guardia urbano. (Así pues, el lenguaje es una institución social, y lo mismo ocurre con los mercados, los precios, los contratos y los tribunales de justicia.) Ahora bien, hay científicos sociales que dirían que, cuando atribuimos a Ricardo cosas tales como esta información o esos objetivos, estamos operando con suposiciones psicológicas. Pero yo no pienso lo mismo. Un psicólogo puede incluso preguntarse si Ricardo «tenía en realidad en la mente» algo parecido al «objetivo» de cruzar la calle o si, más bien, su único «objetivo», en sentido psicológico, era no perder el tren, y si no estaba enteramente absorbido por esta única idea. Los objetivos subsidiarias, como cruzar la calle, poner un pie delante de otro o conservar el equilibrio al caminar, o no soltar su portafolios, pueden muy bien no tener existencia en términos psicológicos, aun cuando, por análisis lógico, reconozcamos en todos ellos objetivos intermedios que, en las condiciones dadas, son prerrequisitos para conseguir el objetivo último de coger el tren. Por mucho que así sea, propongo no tratar ni los objetivos ni el conocimiento de Ricardo como hechos psicológicos, que se han de definir por métodos psicológicos, sino como elementos de la situación social objetiva. Y propongo tratar su objetivo psicológico real de coger el tren como impertinente a la solución de nuestro problema particular, que sólo requiere que su objetivo —su «objetivo situacional»— sea el de cruzar la calle del modo más rápido posible y compatible con la seguridad. Análogamente, no nos interesará el conocimiento de Ricardo en general, como su familiaridad con las óperas de Verdi o con determinados textos en sánscrito, aun cuando una investigación psicológica pudiera mostrar la importancia del papel que Verdi o el sánscrito desempeñan en sus pensamientos, cómo en el momento mismo de cruzar la calle canturrea un pasaje de Verdi o piensa en la corrección de una traducción de un pasaje del Atharvaveda. Sólo nos interesará la información o el conocimiento (como su conocimiento de las reglas de circulación) que resulten pertinentes a la situación. Así el análisis situacional comprenderá cosas físicas y algunas de sus propiedades y estados, instituciones sociales y algunas de sus propiedades, ciertos objetivos y algunos elementos de conocimiento. Dado este
análisis de la situación social, estaríamos en condiciones de explicar, o de predecir, los movimientos de Ricardo cuando cruza la calle. Es claro que estamos ante un modelo, ante un caso típico, no un caso particular. Aun cuando nuestro problema cambiara y un día nos interesara explicar un acontecimiento singular (digamos, cómo y por qué un día determinado Ricardo fue retenido por el tráfico, de tal modo que no pudo coger el tren y, a causa de ello, se perdió una gran interpretación de Otello de Verdi, o una interesante reunión de la Sociedad Budista), nuestro método de análisis situacional siempre convierte a Ricardo en «cualquiera» que comparta la situación pertinente, y reduce sus objetivos vitales personales y su conocimiento personal a elementos de un modelo situacional típico, capaz de «explicar en principio» (para emplear el término de Hayek) una vasta clase de acontecimientos estructuralmente semejantes. Mi tesis es que sólo de esta manera podemos explicar y comprender un acontecimiento social (sólo de esta manera porque nunca tenemos a nuestra disposición suficientes leyes y condiciones iniciales para explicarlo con su ayuda). Si el análisis situacional nos enfrenta a un modelo, surge la siguiente pregunta: ¿qué corresponde aquí a las newtonianas leyes universales del movimiento que, como hemos dicho, animan el modelo del sistema solar? O, en otras palabras, ¿cómo es el modelo de una situación social animada? 4. PSICOLOGISMO El error común es aquí suponer que, en el caso de la sociedad humana, la animación de un modelo social tiene que ser provista por el ánima o la psique humana, y que aquí, en consecuencia, tenemos que sustituir las leyes newtonianas del movimiento por las leyes de la psicología humana en general, o quizás por las leyes de la psicología individual correspondientes a los caracteres individuales involucrados, como actores en nuestra situación. Pero es un error, y por varias razones. En primer lugar, ya hemos reemplazado las experiencias psicológicas concretas de Ricardo, conscientes o inconscientes, por ciertos elementos situacionales abstractos y típicos, como los que hemos denominado «objetivos» y «conocimiento». En segundo lugar, es fundamental que, para «animar» el análisis situacional, no necesitemos más que el supuesto de que las diversas personas y los diversos agentes implicados actúan adecuadamente, o apropiadamente, es decir, de acuerdo con la situación. Tenemos que recordar, por supuesto, que la situación, tal como empleo este término, contiene ya todos los objetivos pertinentes y todo el conocimiento disponible pertinente, especialmente de los diversos medios posibles para la realización de dichos objetivos. Así pues, sólo hay implicada una ley de animación: el principio de actuar apropiadamente a la situación, que es claramente un principio cuasivacío. Se conoce en la literatura con él nombre de «principio de racionalidad», un nombre que ha llevado a multitud de malas interpretaciones. Si se considera este llamado principio de racionalidad desde el punto de vista que he adoptado aquí, se encontrará que tiene poco o nada que ver con la afirmación empírica o psicológica de que el hombre actúa racionalmente siempre, o en lo fundamental, o en la mayoría de los casos. Más bien resulta ser un aspecto, o una consecuencia del postulado metodológico según el cual deberíamos encerrar todo nuestro esfuerzo teórico, toda nuestra teoría explicativa, en los límites de un análisis de la situación, de un modelo. Si adoptamos este postulado metodológico, la ley de animación, como consecuencia, será una clase de principio-cero. Pues se podría enunciar el principio de la siguiente manera: una vez que hemos construido nuestro modelo de la situación, no suponemos otra cosa que el hecho de que los actores actúan en los
términos del modelo o que «explicitan» lo que estaba implícito en la situación. A esto es a lo que se ha querido aludir con la expresión «lógica situacional». Se puede, por tanto, considerar la adopción del principio de racionalidad como subproducto de un postulado metodológico. No desempeña el papel de una teoría empírica explicativa, de una hipótesis contrastable. Pues en este campo, las teorías empíricas explicativas o hipótesis son más bien nuestros diversos modelos, nuestros diversos análisis situacionales. Éstas podrían ser más o menos adecuadas empíricamente, lo que se podría discutir y criticar, y cuya adecuación podría a veces incluso ser contrastada, de donde, en caso de fracasar, nos habilitarían para aprender de nuestros errores. Las contrastaciones de un modelo, habría que admitirlo, no son fácilmente obtenibles y en general no son demasiado nítidas. Pero esta dificultad surge incluso en las ciencias físicas. Naturalmente, está en conexión con el hecho de quecos modelos son siempre y necesariamente sobresimplificaciones rudimentarias y esquemáticas. Su carácter rudimentario implica un grado comparativamente bajo de contrastabilidad. Pues será difícil decidir si una discrepancia se debe a la inevitable rudimentariedad o a un error en el modelo. Sin embargo, a veces podemos decidir, mediante contrastación, cuál es mejor de dos modelos rivales. Y en las ciencias sociales, a veces las contrastaciones de un análisis situacional pueden provenir de una investigación histórica. 5. MÁS EJEMPLOS He analizado con cierto detalle el ejemplo de Ricardo cuando trata de cruzar la calle, porque creo que contiene casi todos los elementos pertinentes al análisis situacional tal como se usa en economía, en antropología social, en sociología de la política del poder y en historia social o política. Para poner un ejemplo conocido, la parte más importante de la teoría económica clásica es la teoría de la competencia perfecta. Se podría desarrollar como la lógica situacional de una situación social idealizada o sobresimplificada: la situación de la gente que actúa dentro del marco constitucional de un mercado perfectamente libre en el que los compradores y los vendedores están igualmente informados de las cualidades físicas de los bienes que se compran y se venden. Análogamente, la pura teoría del monopolio o del duopolio no es otra cosa que la lógica situacional de ciertas situaciones sociales idealizadas. Se puede hacer parecidas observaciones, por ejemplo, acerca de la antropología social. La antropología social trata (o debiera tratar) de describir el marco institucional y tradicional, así como los problemas de una sociedad, de tal manera que las acciones de sus miembros resultan racionalmente comprensibles como apropiadas. También trata de explicar, en parte, el propio marco institucional, y sus cambios, como resultado (por lo general, resultado no intencional) de acciones que se han realizado en ciertas situaciones históricas, como, por ejemplo, el choque de dos culturas. (El que gran parte del asombroso desarrollo de la antigua Grecia esté influido por el choque de culturas se puede percibir, por ejemplo, en los escasos fragmentos que quedan de la obra de Hecateo de Abdera.) 6. SITUACIONES PROBLEMÁTICAS Lo que he dicho hasta ahora es un breve esbozo de la metodología de las ciencias explicativas sociales, especialmente de la teoría económica y la antropología social. Pero se aplica en particular a las explicaciones históricas, que siempre operan con una reconstrucción racional de una situación. Tal vez el mejor campo para esta metodología sea la historia de la ciencia. Aquí la situación del agente —el Científico creador— es la situación problemática que encuentra en su campo científico, aunque podría, por supuesto, volver a enmarcarla contemplándola de otra manera. Se podría generalizar esto y decir que toda
vez que deseemos explicar o comprender la historia, tenemos que contemplarla como una historia de situaciones problemáticas.
7. INSTRUMENTOS Y VERDAD: LA FALSEDAD DE LAS TEORÍAS SOCIALES Entro ahora en la última parte de mi disertación. En ella intentaré primero desarrollar ciertos argumentos que favorecen el pragmatismo, pero luego explicaré la razón por la que no estoy de acuerdo con el pragmatismo y considero las teorías como pasos hacia la verdad. Recordarán ustedes mi afirmación de que el principio de racionalidad no desempeña el papel de una proposición empírica o psicológica, y, más especialmente, que no sé trata en las ciencias sociales como sujeto de ningún tipo de contrastación. Las contrastaciones, cuando están disponibles, se usan para contrastar un modelo particular, pero no el método general de análisis situacional, ni tampoco, por esa razón, el principio de racionalidad: sostener éste forma parte del método. (El método general no es contrastable, aunque es argumentable. El principal argumento a favor del mismo es que parece dar nacimiento a hipótesis explicativas —o sea, modelos situacionales conjeturales— mejor contrastables que otros métodos.) Así, si una contrastación indica que un determinado modelo es menos adecuado que otro, puesto que ambos operan con el principio de racionalidad, no tenemos ocasión de descartar este principio. Esta observación explica, pienso, por qué se ha declarado tan a menudo que el principio de racionalidad es un principio a priori. Y en verdad, ¿qué otra cosa podría ser puesto que no es empírico? Se trata de una cuestión de sumo interés. Quienes dicen que el principio de racionalidad es a priori quieren decir, por supuesto, que es válido a priori, o verdadero a priori. Pero a mí me parece muy claro que están equivocados. Pues el principio de racionalidad me parece claramente falso, aun en su formulación cero más débil, que se podría enunciar así: «Los agentes siempre actúan de una manera apropiada a la situación en la que se encuentran». Pienso que es bastante fácil darse cuenta de que las cosas no son así. Basta con observar a los conductores aturdidos que tratan de eludir el embrollo de tráfico, o que tratan desesperadamente de aparcar cuando difícilmente se encontrará un sitio para ello, si es que se encuentra, y nos percataremos de que no siempre se actúa en conformidad con el principio de racionalidad. (Al esperar contra toda esperanza, no actuamos racionalmente, incluso aunque actuemos en conformidad con un mecanismo psicológico cuya evolución sea racionalmente comprensible.) Además, como es evidente, hay grandes diferencias personales, no sólo en conocimiento y habilidad —que son parte de la situación—, sino también en evaluación o comprensión de una situación. Y esto quiere decir que hay gente que actuará apropiadamente y otra no. Pero un principio que no es universalmente verdadero, es falso. Por tanto, el principio de racionalidad es falso. Pienso que no hay camino fuera de esto. Consecuentemente, debemos negar que sea válido a priori. Pero si el principio de racionalidad es falso, la explicación que consista en la conjunción de este principio y un modelo será también y necesariamente falsa, aun cuando el modelo particular en cuestión sea verdadero. Pero, ¿puede ser verdadero el modelo? ¿Puede algún modelo ser verdadero? No lo creo. Cualquier modelo, ya en física, ya en ciencias sociales, debe ser una sobre simplificación. Forzosamente omite mucho, y forzosamente enfatiza demasiado.
Cojamos un modelo newtoniano del sistema solar. Aun cuando supongamos que las leyes newtonianas del movimiento son verdaderas, el modelo no sería cierto. Aunque contiene una cantidad de planetas —en forma de puntos-masa, lo que no son—, no contiene meteoritos ni polvo cósmico. No contiene la presión de la luz del sol ni la de la radiación cósmica. Ni siquiera contiene las propiedades magnéticas de los planetas, ni los campos eléctricos que en su vecindad derivan del movimiento de estos magnetos. Y —tal vez esto sea lo más importante— no contiene nada que represente la acción de las masas distantes sobre los cuerpos del sistema solar. Es, como todos los modelos, una vasta sobresimplificación. Pienso que tenemos que admitir que la mayor parte de las teorías científicas son sobresimplificaciones afortunadas. Pero aunque esto no necesariamente impugna la veracidad de las leyes universales, parece completamente inevitable en la construcción de modelos, tanto en las ciencias naturales como en las sociales, que sobresimplifican los hechos, y que no representan verdaderamente los hechos. Pero si el principio de racionalidad, que en las ciencias sociales desempeña un papel más o menos análogo a las leyes universales de las ciencias naturales, es falso, y si además los modelos situacionales también son falsos, ambos elementos constituyentes de la teoría social son falsos. Sí, no obstante deseamos defender el método de análisis situacional como el método apropiado de las ciencias sociales, que es por cierto lo que yo hago, y si deseamos sostener la opinión de que la ciencia busca la verdad, ¿no nos encontramos en una posición desesperadamente difícil? 8. INSTRUMENTALISMO Hay un grupo de filósofoS a quienes —no sin precipitación — les complacería lo que acabo de decir; me refiero a los pragmatistas o instrumentalistas. Pues su credo es que con nuestras teorías científicas no debemos, o no podemos, apuntar al conocimiento «puro» o a la verdad pura, que las teorías científicas no son nada más que instrumentos —esto es, instrumentos para la predicción o aplicación práctica — y que nos engañamos si pensamos que las teorías pueden aportarnos explicaciones o la comprensión de lo que sucede realmente en el mundo. Así pues, los instrumentalistas podrían muy bien regocijarse, pues todo lo que he dicho parece apoyar su punto de vista. E incluso pueden señalar que las dificultades que he mencionado son una vieja historia y que, por lo menos a partir de Niels Bohr, los físicos han aceptado universalmente el instrumentalismo. Tengo que admitir que, debido a la autoridad de Niels Bohr, el instrumentalismo se puso de moda entre los físicos. Pero la lista de los que resistieron la tentación de esta moda incluye a Einstein, De Broglie y Schrödinger. Esto me da valor para confesar que yo también soy anti-instrumentalista (o, como tal vez podría decir, que soy realista). Ya he combatido con cierta extensión el instrumentalismo en otro sitio, aunque hasta ahora he criticado el instrumentalismo sólo como una filosofía de las ciencias físicas. ¿Qué afirmamos los anti-instrumentalistas? Admito, por supuesto, que se puede aplicar una teoría científica a toda clase de problemas prácticos, ya en forma inmediata cuando se inventan, ya en una fecha posterior. En consecuencia, no objetamos la afirmación de que todas las teorías científicas son instrumentos, actuales o potenciales. Pero afirmamos que no son meramente instrumentos. Pues afirmamos que de la ciencia podemos aprender algo acerca de la estructura de nuestro mundo, que las teorías científicas pueden ofrecer genuinamente explicaciones satisfactorias que pueden ser comprendidas y así añadidas a nuestra comprensión del mundo. Y afirmamos—éste es el punto decisivo — que la ciencia tiende a la verdad, o a acercarse a la verdad, por difícil que eso pueda ser, aun con éxito muy moderado.
En pocas palabras, se podría plantear así el problema: ¿son las teorías nada más que instrumentos, o, como sugiero, debiera considerárselas intentos de encontrar la verdad acerca del mundo, o por lo menos como intentos de acercarse a la verdad? Pero, se podría preguntar, ¿se puede permitir tanto desenfado para hablar de la verdad? E incluso cabe preguntar si se puede permitir tanto desenfado para hablar de aproximarse a la verdad o simpleente acercarse un poco más a ella. ¿Acaso no se trata de palabras ellas carentes de significado? Estas son objeciones importantes. Permítaseme abordar la cuestión del significado de la palabra «verdad». 9. VERDAD Es extraño que haya tanta gente que crea que no hay respuesta la pregunta de Pilato: « ¿Qué es la verdad?». Después de todo, en miles de tribunales de justicia se conmina todos los días a miles de testigos a que digan la verdad y la mayoría parece saber muy bien es lo que se espera de ellos. Para esta pregunta: « ¿Cuándo una afirmación, una proposición, un enunciado, una teoría o una creencia son verdaderos?», hay una vieja respuesta: una afirmación es verdadera si corresponde a los hechos o está de acuerdo con ellos. Pero, ¿qué significa decir que una afirmación o una teoría corresponde a los hechos? Esta pregunta, además, ha tenido respuesta satisfactoria por obra del matemático y lógico Alfred Tarski. Por supuesto que no puedo exponer ahora plenamente la teoría de Tarski. Baste con decir que se trata de una teoría que está completamente de acuerdo con el sentido común en los enunciados «la nieve es blanca» y «la hierba es verde» son verdaderos, mientras que los enunciados «la nieve es verde» y «la hierba es blanca» son falsos. La teoría de Tarski muestra que estamos completamente autorizados a emplear, sin escrúpulo alguno, las palabras «verdadero» y «falso» en sus sentidos ordinarios. También muestra que no puede haber, en ninguna lengua comparable en riqueza de expresiones con nuestras lenguas europeas corrientes, un criterio general de verdad, es decir, un método general por el cual pudiéramos decidir si una proposición cualquiera es verdadera o no. Así, por regla general, no estamos en condiciones de decidir si un enunciado o una teoría son verdaderos o no. Distinguir la verdad puede ser una empresa muy difícil y a menudo imposible. Pero esto no afecta más al significado del término «verdad» que lo que afectan al término «padre» todas las dificultades para discernir la paternidad. Si eliminamos del lenguaje términos ambiguos como «ayer», término que hoy significa una cosa y mañana significará otra, y si tomamos algunas precauciones más, de la teoría de Tarski se sigue que, en este lenguaje purificado, todo enunciado es verdadero o falso, sin tercera posibilidad. Además, podemos contar con una operación de negación en nuestro lenguaje tal que si una proposición no es verdadera, lo es su negación. Esto muestra que la mitad de las proposiciones será verdadera y la otra mitad será falsa. Así, podemos tener la seguridad de que habrá una gran cantidad de proposiciones verdaderas, aun cuando nos resulte muy difícil descubrir cuáles.
10. LA APROXIMACIÓN A LA VERDAD Paso a la segunda cuestión, la de si tiene sentido hablar de aproximación a la verdad o acercarse a la verdad o, para decirlo con mayor precisión, si tiene sentido decir que una teoría es mejor aproximación a la verdad que otra. Trabajé en esta cuestión durante un tiempo considerable antes de dar una respuesta. Pero con ayuda del concepto de verdad de Tarski y algunos otros conceptos puramente lógicos (especialmente el concepto de contenido lógico, también propuesto por Tarski), pienso haber sido capaz de dar una definición puramente lógica de la relación «a es mejor aproximación a la verdad que b» o « a se asemeja más a la verdad que b». Esta definición (que se puede encontrar en mi Conjectures and Refutations), como la mayoría de las definiciones, tiene poca significación por sí misma. Lo importante es que establece una cosa: que, ciertamente, la frase tan sospechosa « a es mejor aproximación a la verdad que b» no carece de sentido. En física hay muchos ejemplos de teorías rivales que constituyen una secuencia de teorías tales que las posteriores parecen ser mejores aproximaciones a la verdad (desconocida). Por ejemplo, el modelo de Copérnico parece ser una aproximación mejor a la verdad que el de Ptolomeo; el de Kepler, que el de Copérnico; el de Newton, que el de Copérnico, y el de Einstein, mejor aún. A este respecto, es muy interesante observar que Einstein no presentó su teoría de la gravitación como una teoría verdadera. Por el contrario, sostuvo que podía no ser verdadera, y se pasó más de treinta años tratando de mejorar su propia teoría. Pero, a pesar de todo, siempre creyó que era una aproximación mejor a la verdad que otras teorías (tal como la de Milne). 11. RESPUESTA AL INSTRUMENTALISMO Terminaré mi disertación con una respuesta al instrumentalismo. Seré muy breve y me limitaré al problema planteado por la conocida falsedad de las teorías sociales. Pienso que ahora estoy en condiciones de responder a los instrumentalistas que hace un momento pudieron haber dado la bienvenida a mi descripción de los métodos de las ciencias sociales como confirmación de su filosofía de la ciencia. Mi respuesta es la siguiente: si mi visión de las ciencias sociales y sus métodos es correcta, hay que admitir que en las ciencias sociales no cabe esperar teoría explicativa verdadera alguna. No obstante, esta necesidad no perturba al anti-instrumentalista. Pues éste puede estar en condiciones de mostrar que los métodos pueden ser muy buenos, en el sentido de permitirnos discutir críticamente cuál de las teorías rivales, o modelos, es una aproximación mejor a la verdad. Ésta es, sugiero, la situación en las ciencias sociales. En la búsqueda de conocimiento, nuestro objetivo es simplemente comprender —responder a la pregunta sobre el cómo y sobre el por qué (pero no a seudopreguntas del tipo de « ¿qué es...»). Éstas son preguntas a las que se responde con una explicación. Así, todos los problemas de conocimiento puro son problemas teóricos, son problemas de explicación. Un problema de este tipo puede muy bien haberse originada en un problema práctico. Por ejemplo, un problema práctico tal como «¿qué se puede hacer para combatir la pobreza?», ha llevado al problema puramente teórico: «¿por qué es pobre la gente?»; a partir de allí, a la teoría de los salarios y los precios y así sucesivamente: en otras palabras, a la teoría económica pura, que, por supuesto, crea constantemente sus propios problemas teóricos. En el desarrollo de la teoría, los problemas tratados —y en especial los no resueltos — se multiplican, y se diferencian, como ocurre siempre que nuestro conocimiento crece.
12. RACIONALIDAD Y ESTATUS DEL PRINCIPIO DE RACIONALIDAD Se ha cuestionado severamente mi posición acerca del principio de la racionalidad. Se me ha preguntado si no hay cierta confusión en lo que digo sobre el estatus del «principio de actuar adecuadamente a la situación» (que es mi versión del ¡«principio de realidad»). Se me ha dicho, con mucha razón, que debería decidirme sobre si quiero que sea un principio metodológico o una conjetura empírica. Si fuera un principio metodológico, estaría claro por qué no podría ser empíricamente contrastado y por qué no podría ser empíricamente falso (sino sólo parte de una metodología con o sin éxito). Si fuera una conjetura empírica, se convertiría en parte de las diversas teorías sociales, en la «parte animadora» de todo modelo social. Pero entonces tendría que formar parte de alguna teoría empírica y tendría que ser contrastada junto con el resto de la teoría, y rechazada si la encontrara deficiente. Este segundo argumento es el que corresponde mejor a mi propia opinión acerca del estatus del principio de racionalidad: considero al principio de adecuación de la acción (es decir, al principio de racionalidad) como una parte integral de toda, de casi toda teoría social contrastable. Pero si se contrasta una teoría y se la encuentra defectuosa, siempre tenemos que decidir cuáles de sus diversos elementos constituyentes serán responsables de su fracaso. Mi tesis es que la política metodológica sana no consiste en hacer responsable al principio de racionalidad, sino al resto de la teoría, esto es, al modelo. De esta manera, podría parecer que en nuestra búsqueda de teorías mejores tratamos el principio de racionalidad como si fuera un principió lógico metafísico exento de refutación: como no falsable, o como válido a priori. Pero esta apariencia es engañosa. Como he indicado, hay buenas razones para creer que el principio de racionalidad, aun en mi formulación mínima, es realmente falso, aunque una buena aproximación a la verdad. Así que no se puede decir que lo trate como válido a priori. Sin embargo, sostengo que abstenerse de acusar al principio de racionalidad de la quiebra de nuestra teoría es una buena política, una buena política metodológica. Pues aprendemos más si acusamos a nuestro modelo situacional. Se puede considerar, pues, la política de sostener el principio como parte de nuestra metodología. El principal argumento en favor de esta política es que nuestro modelo es mucho más interesante e informativo, y mucho mejor contrastable, que el principio de la adecuación a nuestras acciones. No aprendemos mucho con enterarnos de que éste no es estrictamente verdadero: conocemos esta realidad. Además, a pesar de ser falso, está en general suficientemente cerca de la verdad: si podemos refutar empíricamente nuestra teoría, su fracaso, por regla general, será drástico, y aunque la falsedad del principio de racionalidad pueda ser un factor coadyuvante, la principal responsabilidad corresponderá normalmente al modelo. Además, el intento de sustituir el principio de racionalidad por otro parece llevarnos a la completa arbitrariedad en nuestra construcción de modelos. Y finalmente, no debemos olvidar que sólo podemos contrastar una teoría como un todo, y que la contrastación consiste en encontrar la mejor de dos teorías rivales que pueden tener mucho en común, y que en su mayoría tienen en común el principio de adecuación. 13. ACCIONES «IRRACIONALES» Pero Supongamos que tenemos interés en determinada acción, no como aproximación a la acción prescrita por la lógica de la situación, tal como la he expuesto hasta ahora, sino como derivación de ella.
Supongamos que nuestro problema es comprender las acciones de una persona que actúa inapropiadamente a su situación. Dijo Churchill en The World Crisis que las guerras no se ganan, sino que se pierden, que son, en efecto, competiciones en incompetencia. ¿No nos proporciona esta observación una clase de modelo de situaciones sociales e históricas típicas, a saber, un modelo no animado por el principio de racionalidad de la adecuación de nuestras acciones, sino por un principio de inadecuación? La respuesta es que la aserción de Churchill significa que la mayoría de los dirigentes son inadecuados para esta tarea, no que sus acciones no se puedan comprender (por lo menos en buena aproximación) como adecuadas a la situación tal como ellos la ven. Para comprender las acciones (más o menos adecuadas) de los agentes, tenemos por tanto que reconstruir una visión de la situación más amplia que la visión de aquéllos. Y hay que hacerlo de tal manera que podamos ver cómo y por qué la situación como ellos la ven (con su experiencia limitada, sus objetivos limitados o sobreestimados, su imaginación limitada o sobreexcitada) los conduce a actuar como actúan, es decir, adecuadamente para su visión inadecuada de la estructura situacional. El propio Churchill emplea este método de interpretación con gran éxito, por ejemplo, en su cuidadoso análisis del fracaso del equipo de Auchinleck-Ritchie (en el volumen IV de The Second World War). Para mí es interesante que empleemos el principio de racionalidad al límite de lo posible toda vez que tratemos de comprender la acción de un loco. Tratamos de explicar las acciones de un loco, en la medida de lo posible, por sus objetivos (que pueden ser monomaniacos) y por la «información» sobre cuya base actúa, lo que equivale a decir por sus convicciones (que pueden ser obsesiones, es decir, teorías falsas, pero sostenidas con tanta intensidad que se vuelven prácticamente incorregibles). Cuando explicamos las acciones de un loco, las explicamos en términos de nuestro conocimiento más amplio de una situación problemática, que abarca su propia y más estrecha visión de su situación problemática. Y comprender sus acciones significa aprehender la adecuación de éstas de acuerdo con la visión que el agente —visión locamente errónea— tiene de la situación problemática. Podemos de esta manera tratar de explicar incluso cómo llegamos a su visión locamente errónea: cómo ciertas experiencias hicieron añicos su originaria visión sana del mundo y lo condujeron a adoptar otra —la más racional que pudo desarrollar en conformidad con la información de que disponía — y cómo había tenido que hacer incorregible esta nueva visión precisamente porque, bajo la presión de ejemplos que la refutaran, se quebraría inmediatamente, lo cual (en la medida en que se diera cuenta de ello) lo dejaría desamparado, sin ninguna interpretación del mundo, situación que, desde un punto de vista racional, hay que evitar a toda costa, pues haría imposible toda acción racional. A menudo se ha presentado a Freud como el descubridor de la irracionalidad humana. Pero se trata de una mala interpretación y, para colmo, muy superficial. La teoría de Freud del origen típico de una neurosis se enmarca por enteró en nuestro esquema de explicaciones que incorporan tanto un modelo institucional como el principio de racionalidad. En efecto, Freud explica la neurosis como actitud que se adopta en la primera infancia porque es la mejor manera de que se dispone para salir de una situación que el niño no tiene capacidad para comprender y tratar. De esta suerte, la adopción de la neurosis se convierte en un acto racional del niño, tan racional digamos, como el acto de un hombre que, al saltar hacia atrás cuando do se enfrenta al peligro de ser atropellado por un coche, choca un ciclista. Es racional en el sentido de que el niño escogió lo que a él le pareció la inmediata, la evidente o quizá la menos mala, la menos intolerable, de dos posibilidades.