GIACOMO CASANOVA HISTORIA DE MI VIDA Pró log o Traducción
de F él i x
y notas
de Azúa
de M a u r o
Ar mi ño
TOMO
I
ROBERTOKLES ROSANAE FECIT
ROBERTOKLES ROSANAE FECIT
GI ACO M O CA SA NO VA HISTORIA DE MI VIDA PRÓLOGO FÉLIX DE AZÚA
TRADUCCIÓN Y NOTAS MAURO ARMIÑO
ATALANTA
2009
GI ACO M O CA SA NO VA HISTORIA DE MI VIDA PRÓLOGO FÉLIX DE AZÚA
TRADUCCIÓN Y NOTAS MAURO ARMIÑO
ATALANTA
2009
VO V O L U M EN 4
CAPÍTULO I1 CROCE EXPULSADO DE VENECIA. SGOMBRO. SU INFAMIA INFAMIA Y SU MU ER TE . DE SG RA CI A AC AE CI DA A MI Q UE RI DA C. C. RECIBO UNA CARTA ANÓNIMA DE UNA MONJA Y LE RE SP ON DO . IN TR IG A AM OR OS A
No fue el juego lo que provocó la orden a mi compadre de salir de la República, pues los Inquisidores de Estado habrían tenido mucho trabajo si hubieran querido purgar el Estado de jug ador ad ores es con ventaja ven taja . La cau sa de su ex ilio fue de otr a índole índ ole,, y mu y ext rao rdina rd ina ria . Un noble veneciano de la familia Gritti,* apodado Sgombro,1 sintió por Cr oce un amor contra natura, y éste, bien por burla, bien por gusto, le correspondía. El gran daño consistía en que ese amor monstruoso era público. El escándalo llegó a tales extremos que el sabio gobierno se vio obligado a ordenar al joven que se fuera a vivir a otra parte. Pero lo que poco tiempo después le ocurrió a Sgombro fue de la mayor consecuencia. Enamorado de sus dos hijos, puso al más guapo en la necesidad de recurrir al cirujano. El pobre muchacho confesó que no había tenido valor para desobedecer al autor de sus días. La naturaleza debía detestar una sumisión de ese tipo al amor paterno, y los Inquisidores de Estado enviaron .1 ese padre tirano a la ciudadela de Catta ro, don de m urió al cabo del año* envenenado por el aire que allí se respira. Los efectos 1. En el manuscrito, la la página página anterior está totalmente totalmente tachada tachada por (lasanova y es ilegible. 2. Zuan Antonio Gritti (1702176 8), marido de la la poet poetaa Cornelia Barbara (véase nota 7, pág. 844), tuvo tres hijos: Domenico, nacido en 1736; Francesco, conocido como escritor (1740), y Camillo Bernardo ( ' 7 45 )
En italiano el término significa «chulo».
VO V O L U M EN 4
CAPÍTULO I1 CROCE EXPULSADO DE VENECIA. SGOMBRO. SU INFAMIA INFAMIA Y SU MU ER TE . DE SG RA CI A AC AE CI DA A MI Q UE RI DA C. C. RECIBO UNA CARTA ANÓNIMA DE UNA MONJA Y LE RE SP ON DO . IN TR IG A AM OR OS A
No fue el juego lo que provocó la orden a mi compadre de salir de la República, pues los Inquisidores de Estado habrían tenido mucho trabajo si hubieran querido purgar el Estado de jug ador ad ores es con ventaja ven taja . La cau sa de su ex ilio fue de otr a índole índ ole,, y mu y ext rao rdina rd ina ria . Un noble veneciano de la familia Gritti,* apodado Sgombro,1 sintió por Cr oce un amor contra natura, y éste, bien por burla, bien por gusto, le correspondía. El gran daño consistía en que ese amor monstruoso era público. El escándalo llegó a tales extremos que el sabio gobierno se vio obligado a ordenar al joven que se fuera a vivir a otra parte. Pero lo que poco tiempo después le ocurrió a Sgombro fue de la mayor consecuencia. Enamorado de sus dos hijos, puso al más guapo en la necesidad de recurrir al cirujano. El pobre muchacho confesó que no había tenido valor para desobedecer al autor de sus días. La naturaleza debía detestar una sumisión de ese tipo al amor paterno, y los Inquisidores de Estado enviaron .1 ese padre tirano a la ciudadela de Catta ro, don de m urió al cabo del año* envenenado por el aire que allí se respira. Los efectos 1. En el manuscrito, la la página página anterior está totalmente totalmente tachada tachada por (lasanova y es ilegible. 2. Zuan Antonio Gritti (1702176 8), marido de la la poet poetaa Cornelia Barbara (véase nota 7, pág. 844), tuvo tres hijos: Domenico, nacido en 1736; Francesco, conocido como escritor (1740), y Camillo Bernardo ( ' 7 45 )
3. En italiano el término significa «chulo». 4. Gritt i murió en Catta ro en 1768.
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ven enoso s d e ese aire son tan c on oc idos por el trib unal que sólo condena a respirarlo a los ciudadanos que han merecido la muerte cometiendo crímenes cuyo proceso no permiten que sea público razones políticas. Fue a Cattaro adonde el Consejo de los Diez envió, hace quince años, al célebre abogado Contarini,' noble veneciano que con su elocuencia se había adueñado del Gran Consejo6y pretendía cambiar la constitución. Murió allí al cabo del año. En cuanto a sus cómplices, se pensó con mucha sensatez que bastaba con castigar a los cuatro o cinco principales. El noble Sgom bro que he citado tenía una mujer encantadora que, según creo, aún vive. Se trata de la señora Corne lia Grit ti,7 más célebre aún por su inteligencia que por su belleza, que ha resistido a las injurias de la edad. A la muerte de su marido, viéndose dueña de sí misma, se burló de cuantos se presentaron para inducirla a sacrificarles su libertad; pero como nunca había sido enemiga declarada del amor, agradeció siempre su homenaje. Un lunes de finales del mes de julio, mi ayuda de cámara me despertó al amanecer diciéndome que la mujer que venía todos los miércoles deseaba hablarme. La carta que me entregó con aire muy afligido es la siguiente: «Domingo noche. Una desgracia que me ha ocurrido esta mañana me acongoja, porque debo ocultarla a todo el convento. Pierdo sangre, no sé qué hacer para detenerla, y no cuento con mucha tela blanca. Laura me ha dicho que necesitaré gran cantidad en caso de que la hemorragia dure, y no puedo confiárselo a nadie. Envíame, pues, tela, único amigo mío. Ya ves que he tenido que confiarme a Laura, que por el día puede venir a mi celda a cualquier hora. Si esta hemorragia me causa la muerte, todo el convento sabrá de qué he muerto; pero pienso en ti, y {. Cario Contarini (1723 178 2) fue uno de los muchos que intentaron en el último cuarto del siglo XVIII imprimir un sentido democrático a la Repúb lica de Venecia. Detenido y encerrado en Cattaro en 1780, murió dos años más tarde, o, según otros, a poco de llegar al fuerte.
tiemblo. ¿Qué harás en tu dolor? ¡Ay, mi querido amigo! ¡Qué desgracia!». Me visto deprisa y, mientras, reflexiono sobre el hecho. Pregunto a Laura qué clase de hemorragia era, y me responde que ,1 todas luces es consecuencia de un aborto, y que había que actuar con el mayor secreto posible para salvar la reputación de la señorita. Me dice que sólo necesitaba mucha tela blanca, y que 110 pasaría nada. Lo que suele decirse en estos casos. Una vez uieglado, mando añadir un remo más a mi góndola y voy con I aura al gh ett o ,8donde compro a un judío todas las sábanas que tenía y más de doscientas toallas. Tras meter todo en un saco, voy a Mu ran o con ella. De cam ino es cribo a lá piz a mi que rida .»miga que tengo plena co nfianza en Laur a, asegu rándole qu e no me iría de Murano hasta que su hemorragia hubiera cesado. Al bajar de la góndola, Laura me convence de que, si no quería de i.iitne ver, haría bien en ocultarme en su casa. Me dejó en un 1 uarto de una planta baja llena de harapos, en la que vi dos i amas. Despu és de meter debajo de su s faldas toda la tela blanca que pudo, se fue a visitar a la enferma, a la que no había visto desde la víspera por la noche. Yo esperaba que la encontrase luera de peligro, y no veía la hora de recibir noticias. Vin o una hor a despu és para decirme que, como había perdido mucha sangre durante toda la noche, mi amiga estaba en tama, muy débil, y que había que encomendarla a Dios, pues, como la hemorragia no cesaba, debía sucumbir en veinticuatro horas. Cuando vi la ropa que sacó de debajo de sus faldas, creí morirme. Era una carnicería. Me asegura que no había nada que temer por el secreto, pero mucho por la vida de la pobre niña. Kara forma de consue lo, pero en ese momento la estupidez ajena 110 tenía fuerza s uficiente para h acerme reír. Me dijo que, al leer mi carta, había esbozado una sonrisa y que, después de haberla besado, le había dicho que, como me tenía tan cerca de ella, estaba segura de no morir. 8.
En 15 16 los judíos vivían en el ghetto Vecchio y en el ghetto
ven enoso s d e ese aire son tan c on oc idos por el trib unal que sólo condena a respirarlo a los ciudadanos que han merecido la muerte cometiendo crímenes cuyo proceso no permiten que sea público razones políticas. Fue a Cattaro adonde el Consejo de los Diez envió, hace quince años, al célebre abogado Contarini,' noble veneciano que con su elocuencia se había adueñado del Gran Consejo6y pretendía cambiar la constitución. Murió allí al cabo del año. En cuanto a sus cómplices, se pensó con mucha sensatez que bastaba con castigar a los cuatro o cinco principales. El noble Sgom bro que he citado tenía una mujer encantadora que, según creo, aún vive. Se trata de la señora Corne lia Grit ti,7 más célebre aún por su inteligencia que por su belleza, que ha resistido a las injurias de la edad. A la muerte de su marido, viéndose dueña de sí misma, se burló de cuantos se presentaron para inducirla a sacrificarles su libertad; pero como nunca había sido enemiga declarada del amor, agradeció siempre su homenaje. Un lunes de finales del mes de julio, mi ayuda de cámara me despertó al amanecer diciéndome que la mujer que venía todos los miércoles deseaba hablarme. La carta que me entregó con aire muy afligido es la siguiente: «Domingo noche. Una desgracia que me ha ocurrido esta mañana me acongoja, porque debo ocultarla a todo el convento. Pierdo sangre, no sé qué hacer para detenerla, y no cuento con mucha tela blanca. Laura me ha dicho que necesitaré gran cantidad en caso de que la hemorragia dure, y no puedo confiárselo a nadie. Envíame, pues, tela, único amigo mío. Ya ves que he tenido que confiarme a Laura, que por el día puede venir a mi celda a cualquier hora. Si esta hemorragia me causa la muerte, todo el convento sabrá de qué he muerto; pero pienso en ti, y {. Cario Contarini (1723 178 2) fue uno de los muchos que intentaron en el último cuarto del siglo XVIII imprimir un sentido democrático a la Repúb lica de Venecia. Detenido y encerrado en Cattaro en 1780, murió dos años más tarde, o, según otros, a poco de llegar al fuerte. 6. Véase nota 34, pág. 332. 7. Corne lia Barbaro ( ca. 17191808), casada con Zuan Antonio Gritti, fue poeta, muy famosa por su belleza y sus aventuras. Entre otras, con el poeta libertino Giorgio Baffo (véase nota 34, pág. 26).
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tiemblo. ¿Qué harás en tu dolor? ¡Ay, mi querido amigo! ¡Qué desgracia!». Me visto deprisa y, mientras, reflexiono sobre el hecho. Pregunto a Laura qué clase de hemorragia era, y me responde que ,1 todas luces es consecuencia de un aborto, y que había que actuar con el mayor secreto posible para salvar la reputación de la señorita. Me dice que sólo necesitaba mucha tela blanca, y que 110 pasaría nada. Lo que suele decirse en estos casos. Una vez uieglado, mando añadir un remo más a mi góndola y voy con I aura al gh ett o ,8donde compro a un judío todas las sábanas que tenía y más de doscientas toallas. Tras meter todo en un saco, voy a Mu ran o con ella. De cam ino es cribo a lá piz a mi que rida .»miga que tengo plena co nfianza en Laur a, asegu rándole qu e no me iría de Murano hasta que su hemorragia hubiera cesado. Al bajar de la góndola, Laura me convence de que, si no quería de i.iitne ver, haría bien en ocultarme en su casa. Me dejó en un 1 uarto de una planta baja llena de harapos, en la que vi dos i amas. Despu és de meter debajo de su s faldas toda la tela blanca que pudo, se fue a visitar a la enferma, a la que no había visto desde la víspera por la noche. Yo esperaba que la encontrase luera de peligro, y no veía la hora de recibir noticias. Vin o una hor a despu és para decirme que, como había perdido mucha sangre durante toda la noche, mi amiga estaba en tama, muy débil, y que había que encomendarla a Dios, pues, como la hemorragia no cesaba, debía sucumbir en veinticuatro horas. Cuando vi la ropa que sacó de debajo de sus faldas, creí morirme. Era una carnicería. Me asegura que no había nada que temer por el secreto, pero mucho por la vida de la pobre niña. Kara forma de consue lo, pero en ese momento la estupidez ajena 110 tenía fuerza s uficiente para h acerme reír. Me dijo que, al leer mi carta, había esbozado una sonrisa y que, después de haberla besado, le había dicho que, como me tenía tan cerca de ella, estaba segura de no morir. 8. En 15 16 los judíos vivían en el ghetto Vecchio y en el ghetto miovo, en San Gerem ia y en San Girolam o (sestiere di Cannaregio). En el siglo XVtt, a éstos se añadió el ghetto nuovissimo en los SS. Ermarcoro V Fo rtu nat o. La s pu ert as del gu et o se c err aba n tod as las noch es y eran severamente vigiladas.
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Me estremecí cuando aquella buena mujer me mostró, cu medio de la sangre, una pequeña masa informe. Me dijo que clU misma lavaría todo aquello, y que volvería para regresar al con ven to con lien zos para la e nfe rma cu and o todo el conven to es tuviera a la mesa. ¿Ha tenido visitas? Todo el convento; pero nadie se imagina la causa de la en fermedad. Pero con el calor de esta estación, sólo puede tener uiu manta ligera, y es imposible que no se note el enorme volumen de las toallas. N o se le nota, porque está recostada. ¿Qué come? Nad a. N o puede comer. Y se m arch ó; yo también. Fui a c asa del méd ico Pa yto n, don de perdí el tiempo y el dinero que le di por una larga receta que no pude usar, pues hubiera puesto a todo el convento en el se creto de la enfermedad de mi ángel, y el propio médico del con ven to se hubier a encar gad o de di vu lga rlo qu izá po r esp írit u de ven gan za. Tra s vo lver a casa para reco ge r lo po co que ne cesitaba, retorné a mi refugio, donde m edia hora después vi a Laura, que, muy triste, me dio una nota en la que C. C. me escribía: «Mi querido amigo, no tengo fuerzas para escribirte. Sigo sangrando, y no hay remedio. Es la voluntad de Dios; pero mi honor está a salvo. Mi único consuelo es saber que estás aquí». Laura me hizo temblar cuando me enseñó diez o doce tallas empapadas de sangre. Creyó consolarme diciéndome, que con una libra se empapaban cien; pero yo no tenía consuelo. Estaba realmente desesperado; y, considerándome el verdugo de aquella inocente, no me sentía con fuerzas para sobreviviría. M e eché aturdido en la cama, sin decir palabra seis horas seguidas, hasta el momento en que Laura regresó del convento con veinte toallas empapadas. No se le permitía volver de noche, debía espe rar al día siguiente. También yo lo esperé sin haber podid o pegar ojo, sin comer ni permitir desvestirme a las hijas de Laura, que,
I I sol despuntaba por el horizonte cuando entró Laura anun 1 i.mdomc, con un aire tristísimo, que la pobre niña había dejado ■l> •..uigrar. C re yó que me disp onía a oír ese mismo día la noti 1 i , i de su muerte. Está agotada me dijo; sólo tiene fuerzas para mantener ibiertos los ojos; parece de cera, su pulso apenas se deja sentir. Pero, mi querida Laura, esa noticia no es mala. Ahora hay •111<*darle alg o de com er. I lan mandado a buscar al médico, que recetará lo que haya i|iie darle; a deciros verdad, no tengo esperanzas. Sabéis que no Ir dirá la verdad al doctor, y por eso sólo Dios sabe lo que le re 1 ti.irá. Le he dicho al oído que no tome nada, y me ha comprendido. Si no muere de agotamiento de aquí a mañana, estoy segu ro ile que vivirá, y su médico habrá sido la naturaleza. ¡Dios lo quiera! Volveré a verla a mediodía. ¿Por qué no antes? Porque su celda estará llena de gente. Como necesitaba esperar, pensé en restaurar mis fuerzas y pedí que me dieran de comer; mientras tanto, me puse a escribir .1 <). C. para el momento en que estuviera en condiciones de leer. Los instantes del arrepentimiento son muy tristes, y yo era digno de lástima. Tenía una necesidad absoluta de ver de nuevo .1 l aura para conocer el oráculo del médico. Tenía motivos su licientes para reírme de todos los oráculo s; mas, a pesar de ellos, necesitaba, y mucho, el de aquel médico, y sobre todo oír un oráculo propicio. Las hijas de Laura me trajeron de cenar, pero no pude tragar nada. Me entretuvieron comiéndose todo ellas mismas con un apetito voraz. La hija mayor, dando muestras de resistencia, no me miró ni una sola vez. Las dos pequeñas me parecían más desenvueltas, pero sólo las miré para alimentar mi cruel arrepentimiento. Por fin volvió Laura diciéndome que la enferma se hallaba en el mismo estado de agotamiento, que su extrema debilidad
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Me estremecí cuando aquella buena mujer me mostró, cu medio de la sangre, una pequeña masa informe. Me dijo que clU misma lavaría todo aquello, y que volvería para regresar al con ven to con lien zos para la e nfe rma cu and o todo el conven to es tuviera a la mesa. ¿Ha tenido visitas? Todo el convento; pero nadie se imagina la causa de la en fermedad. Pero con el calor de esta estación, sólo puede tener uiu manta ligera, y es imposible que no se note el enorme volumen de las toallas. N o se le nota, porque está recostada. ¿Qué come? Nad a. N o puede comer. Y se m arch ó; yo también. Fui a c asa del méd ico Pa yto n, don de perdí el tiempo y el dinero que le di por una larga receta que no pude usar, pues hubiera puesto a todo el convento en el se creto de la enfermedad de mi ángel, y el propio médico del con ven to se hubier a encar gad o de di vu lga rlo qu izá po r esp írit u de ven gan za. Tra s vo lver a casa para reco ge r lo po co que ne cesitaba, retorné a mi refugio, donde m edia hora después vi a Laura, que, muy triste, me dio una nota en la que C. C. me escribía: «Mi querido amigo, no tengo fuerzas para escribirte. Sigo sangrando, y no hay remedio. Es la voluntad de Dios; pero mi honor está a salvo. Mi único consuelo es saber que estás aquí». Laura me hizo temblar cuando me enseñó diez o doce tallas empapadas de sangre. Creyó consolarme diciéndome, que con una libra se empapaban cien; pero yo no tenía consuelo. Estaba realmente desesperado; y, considerándome el verdugo de aquella inocente, no me sentía con fuerzas para sobreviviría. M e eché aturdido en la cama, sin decir palabra seis horas seguidas, hasta el momento en que Laura regresó del convento con veinte toallas empapadas. No se le permitía volver de noche, debía espe rar al día siguiente. También yo lo esperé sin haber podid o pegar ojo, sin comer ni permitir desvestirme a las hijas de Laura, que, aunque guapas, me causaban horror. Las miraba como los instrumentos de mi horrible incontinencia, que me había convertido en el asesino de un ángel encarnado. 846
había recetado que alguien la cuidara por la noche, la enferma había tendido la mano a Laura, y, gracias a esto, me prometió que ya no la de jarí a. Ha bía ido a ve rla su madre , y la not icia me agradó. Estaba seguro de que si lograba dormir se curaría, y tenía puestas mis esperanzas en el día siguiente. Di seis cequíes a Laura, y uno a cada una de sus hijas, y cené algo de pescado. También yo me acosté, desnudo, a pesar de la incomodidad de la cama. Cuan do las hijas de Laura me vieron, se desnudaron sin reparo alguno y se acostaron juntas en otra cama que estaba al lado de la mía. Me agradó aquella confianza. La mayor, que debía estar al corriente de la vida, se fue a dormir a otro cuarto porque tenía un pretendiente que iba casarse con ella en otoño. Al día sigu ient e tempran o llegó Lau ra muy contenta para decirme que la enferma había dormido bien, y que ella se volvía al convento para llevarle algo de sopa. Pero aún no era el momento de cantar victoria, porque necesitaba recuperar sus fuerzas y reponer la sangre que había perdido. Tuve entonces la certeza de que recobraría la salud; y así fue. Pero me quedé allí ocho días más, decidido a irme sólo cuando C. C. me lo ordenara, por así decir, en una carta de cuatro páginas. Cuando me marché, Laura lloró de placer por verse recompensada con casi toda la magní fica ropa blanca que yo había comprado para la enferma, y sus dos hijas pequeñas lloraron aparentemente porque, en los diez días que había pasado en su casa, no supieron incitarme a darles por lo menos un beso. Vo lví a Vcnecia y a mis ant igu as costum bres ; pero sin un amor real y feliz no podía estar contento. No tenía otro placer que el de recibir todos los miércoles una carta de mi mujercita animándome a esperar en vez de pedirme que la raptase. Laura me aseguraba que se había vuelto más hermosa. Me moría de ganas por verla. Fue a finales de agosto cuando, tras haberme hablado Laura de una toma de hábito que agitaba a todo el convento, decidí procurarme el placer de ver a mi hermoso ángel. Los locutorios debían de estar llenos de gente, y, dado que las monjas recibían
I I sol despuntaba por el horizonte cuando entró Laura anun 1 i.mdomc, con un aire tristísimo, que la pobre niña había dejado ■l> •..uigrar. C re yó que me disp onía a oír ese mismo día la noti 1 i , i de su muerte. Está agotada me dijo; sólo tiene fuerzas para mantener ibiertos los ojos; parece de cera, su pulso apenas se deja sentir. Pero, mi querida Laura, esa noticia no es mala. Ahora hay •111<*darle alg o de com er. I lan mandado a buscar al médico, que recetará lo que haya i|iie darle; a deciros verdad, no tengo esperanzas. Sabéis que no Ir dirá la verdad al doctor, y por eso sólo Dios sabe lo que le re 1 ti.irá. Le he dicho al oído que no tome nada, y me ha comprendido. Si no muere de agotamiento de aquí a mañana, estoy segu ro ile que vivirá, y su médico habrá sido la naturaleza. ¡Dios lo quiera! Volveré a verla a mediodía. ¿Por qué no antes? Porque su celda estará llena de gente. Como necesitaba esperar, pensé en restaurar mis fuerzas y pedí que me dieran de comer; mientras tanto, me puse a escribir .1 <). C. para el momento en que estuviera en condiciones de leer. Los instantes del arrepentimiento son muy tristes, y yo era digno de lástima. Tenía una necesidad absoluta de ver de nuevo .1 l aura para conocer el oráculo del médico. Tenía motivos su licientes para reírme de todos los oráculo s; mas, a pesar de ellos, necesitaba, y mucho, el de aquel médico, y sobre todo oír un oráculo propicio. Las hijas de Laura me trajeron de cenar, pero no pude tragar nada. Me entretuvieron comiéndose todo ellas mismas con un apetito voraz. La hija mayor, dando muestras de resistencia, no me miró ni una sola vez. Las dos pequeñas me parecían más desenvueltas, pero sólo las miré para alimentar mi cruel arrepentimiento. Por fin volvió Laura diciéndome que la enferma se hallaba en el mismo estado de agotamiento, que su extrema debilidad había sorprendido mucho al médico, que no sabía a qué atribuirla. Le había recetado cordiales y caldos ligeros, pronosticándole que recuperaría la salud si conseguía dormir. Como 847
quier otro un día en el que habría muchas personas desconoci il.is. Así pues, fui sin haberle dicho nada a Laura y sin h abérselo comunicado a C. C. en mi última carta. Creí morir de placer cuando la vi, a cuatro pasos de mí, lienta y sorprendida de verme en aquel locutorio. La encontré nocida, más formada, e incluso más bella de fisonomía, cosa que no creía posible. Sólo tuve ojos para ella, y cuando cerraron la puerta regresé a Vcnecia. I’ero la carta que me escribió tres días después me pintó con «olores demasiado vivos el placer que había sentido al verme |ura no pensar en la manera de procurárselo lo más a menudo posible. Le respondí de inmediato que me vería en misa en su iglesia’ todos los días festivos; y empecé enseguida. De hecho, no me costaba nada. Yo no la veía, pero, sabiendo que ella me veía, su plac er bast aba para hacer p erf ect o el m ío. N o tenía nada que temer, porque era casi imposible que pudieran recon ocerme en una iglesia donde no había más que burgueses y burguesas de Murano. Después de haber oído una o dos misas, tomaba una góndola de alquiler cuyo barquero no podía sentir ninguna curiosidad por conocerme. De cualquier modo, me mantenía en guardia. Sabía que la intención del padre de C. C. era conseguir (|ue ella me olvidase, y estaba convencido de que, si hubiera tenido la menor sospecha de que continuaba viéndola, la habría metido en otro convento, y entonces yo no habría podido tener la menor correspondencia con ella. Éstos eran mis razonamientos, pero no conocía bien ni el carácter de las monjas ni su singular curiosidad. Además, no suponía que mi persona tuviera nada de notable ni que, viéndome frecuentar su iglesia, llegasen de forma unánime a la conclusión de que no podía ser sin un motivo, ni que harían todo lo que estuviera en su mano para descubrir el misterio. Al cab o de cin co o seis fes tividade s, C . C. me escribió una carta muy divertida para decirme que me había conve rtido en el enigma de todo el convento, tanto de las religiosas como de las pensionistas. Todo el coro me esperaba puntualmente; cuando
había recetado que alguien la cuidara por la noche, la enferma había tendido la mano a Laura, y, gracias a esto, me prometió que ya no la de jarí a. Ha bía ido a ve rla su madre , y la not icia me agradó. Estaba seguro de que si lograba dormir se curaría, y tenía puestas mis esperanzas en el día siguiente. Di seis cequíes a Laura, y uno a cada una de sus hijas, y cené algo de pescado. También yo me acosté, desnudo, a pesar de la incomodidad de la cama. Cuan do las hijas de Laura me vieron, se desnudaron sin reparo alguno y se acostaron juntas en otra cama que estaba al lado de la mía. Me agradó aquella confianza. La mayor, que debía estar al corriente de la vida, se fue a dormir a otro cuarto porque tenía un pretendiente que iba casarse con ella en otoño. Al día sigu ient e tempran o llegó Lau ra muy contenta para decirme que la enferma había dormido bien, y que ella se volvía al convento para llevarle algo de sopa. Pero aún no era el momento de cantar victoria, porque necesitaba recuperar sus fuerzas y reponer la sangre que había perdido. Tuve entonces la certeza de que recobraría la salud; y así fue. Pero me quedé allí ocho días más, decidido a irme sólo cuando C. C. me lo ordenara, por así decir, en una carta de cuatro páginas. Cuando me marché, Laura lloró de placer por verse recompensada con casi toda la magní fica ropa blanca que yo había comprado para la enferma, y sus dos hijas pequeñas lloraron aparentemente porque, en los diez días que había pasado en su casa, no supieron incitarme a darles por lo menos un beso. Vo lví a Vcnecia y a mis ant igu as costum bres ; pero sin un amor real y feliz no podía estar contento. No tenía otro placer que el de recibir todos los miércoles una carta de mi mujercita animándome a esperar en vez de pedirme que la raptase. Laura me aseguraba que se había vuelto más hermosa. Me moría de ganas por verla. Fue a finales de agosto cuando, tras haberme hablado Laura de una toma de hábito que agitaba a todo el convento, decidí procurarme el placer de ver a mi hermoso ángel. Los locutorios debían de estar llenos de gente, y, dado que las monjas recibían a las visitas en la puerta del convento, era veros ímil que las pensionistas se dejaran ver, y que C. C. también estuviera allí. No corría ningún riesgo de que reparasen en mí más que en cual848
me veían entrar y tomar el agua bendita, se avisaban unas a otras; y se habían dad o cue nta de que nunca miraba la reja tras la que debían de estar todas las reclusas, ni a ninguna mujer o joven que entraba o salía de la iglesia. Las monjas viejas decían que debía de tener alguna gran pena, de la que sólo esperaba librarme gracias a la protección de su Virgen, en la que debía de haber puesto toda mi confianza; y las jóvenes sostenían que debía de ser un enfermo de melancolía, un misántropo que huía del gran mundo. Me divertían estas cosas que mi querida mujer me escribía. Le respondí que, si temía que pudieran reconocerme, de jaría de ir; y ella me contes tó que se p ondrí a mu y tris te si se veía privada del placer de verme, que era su única alegría. Pero, una vez al tanto de esa general cu rio sid ad, no me atr evía a ir a casa de Laura. Estaba adelgazando, me iba destruyendo poco a poco; no podía resistir mucho más tiempo llevando aquella clase de vid a. Yo había nacid o para ten er una aman te y vi vi r feliz con ella. Como no sabía qué hacer, jugaba y ganaba casi todos los días, pero me aburría. Después de los cinco mil cequíes que había ganado en Padua gracias a la habilidad de mi compadre, había seguido el consejo del señor de Bragadin. Había alquilado un casino10donde llevaba una banca de faraón a medias con un matasiete que me protegía de las supercherías de ciertos aristócratas tiranos, frente a los que un simple particular nunca tiene razón en mi encantadora patria. ¡753
El día de Todos los Santos, en el momento en que, después de haber oído misa, iba a subirme a una góndola para volver a Ve necia, me encontré con una mujer de aspecto parecido a Laura 10. Dim inutivo de casa, como en Francia la petite maison. Eran casas de placer indispensables para cualquier hombre elegante y, en especial, para los patricios; empezaron siendo lugares donde los patricios recibían familiarmente, pero no tardaron en especializarse, como en Francia, y convertirse en templos de amor y de libertad de costumbres.
quier otro un día en el que habría muchas personas desconoci il.is. Así pues, fui sin haberle dicho nada a Laura y sin h abérselo comunicado a C. C. en mi última carta. Creí morir de placer cuando la vi, a cuatro pasos de mí, lienta y sorprendida de verme en aquel locutorio. La encontré nocida, más formada, e incluso más bella de fisonomía, cosa que no creía posible. Sólo tuve ojos para ella, y cuando cerraron la puerta regresé a Vcnecia. I’ero la carta que me escribió tres días después me pintó con «olores demasiado vivos el placer que había sentido al verme |ura no pensar en la manera de procurárselo lo más a menudo posible. Le respondí de inmediato que me vería en misa en su iglesia’ todos los días festivos; y empecé enseguida. De hecho, no me costaba nada. Yo no la veía, pero, sabiendo que ella me veía, su plac er bast aba para hacer p erf ect o el m ío. N o tenía nada que temer, porque era casi imposible que pudieran recon ocerme en una iglesia donde no había más que burgueses y burguesas de Murano. Después de haber oído una o dos misas, tomaba una góndola de alquiler cuyo barquero no podía sentir ninguna curiosidad por conocerme. De cualquier modo, me mantenía en guardia. Sabía que la intención del padre de C. C. era conseguir (|ue ella me olvidase, y estaba convencido de que, si hubiera tenido la menor sospecha de que continuaba viéndola, la habría metido en otro convento, y entonces yo no habría podido tener la menor correspondencia con ella. Éstos eran mis razonamientos, pero no conocía bien ni el carácter de las monjas ni su singular curiosidad. Además, no suponía que mi persona tuviera nada de notable ni que, viéndome frecuentar su iglesia, llegasen de forma unánime a la conclusión de que no podía ser sin un motivo, ni que harían todo lo que estuviera en su mano para descubrir el misterio. Al cab o de cin co o seis fes tividade s, C . C. me escribió una carta muy divertida para decirme que me había conve rtido en el enigma de todo el convento, tanto de las religiosas como de las pensionistas. Todo el coro me esperaba puntualmente; cuando 9. rano.
La capilla del convento de San Giacom o di Galizzia, de Mu
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>|ti<, después de d ejar caer a mis pies una carta, s iguió su camino. I 1.11 ta era blanca, y estaba sellada con cera de España del color de I.i venturina." El sello representaba un nudo corredizo. Nada •n i >entrar en la góndola, la abrí y leí esto: I ina monja que, desde hace dos meses y medio, os ve todos lo» días festivos en su iglesia, desea que la conozcáis. Un folleto )|iir habéis perdido, y que ha llegado a sus manos, la hace estar «1'Kiira de que sabéis francés. Aun que podéis responde rle en italiano, pues desea claridad y precisión. No os invita a que hagáis 11.1111.11 la al locutorio, porque, antes de que os veáis en la necesidad de hablarle, quiere que la veáis. Por eso os dará el nombre d< una señora a la que podré is acompañ ar al locutorio; esa sefli na no os conoce y, por lo tanto, no se verá en la necesidad de l
me veían entrar y tomar el agua bendita, se avisaban unas a otras; y se habían dad o cue nta de que nunca miraba la reja tras la que debían de estar todas las reclusas, ni a ninguna mujer o joven que entraba o salía de la iglesia. Las monjas viejas decían que debía de tener alguna gran pena, de la que sólo esperaba librarme gracias a la protección de su Virgen, en la que debía de haber puesto toda mi confianza; y las jóvenes sostenían que debía de ser un enfermo de melancolía, un misántropo que huía del gran mundo. Me divertían estas cosas que mi querida mujer me escribía. Le respondí que, si temía que pudieran reconocerme, de jaría de ir; y ella me contes tó que se p ondrí a mu y tris te si se veía privada del placer de verme, que era su única alegría. Pero, una vez al tanto de esa general cu rio sid ad, no me atr evía a ir a casa de Laura. Estaba adelgazando, me iba destruyendo poco a poco; no podía resistir mucho más tiempo llevando aquella clase de vid a. Yo había nacid o para ten er una aman te y vi vi r feliz con ella. Como no sabía qué hacer, jugaba y ganaba casi todos los días, pero me aburría. Después de los cinco mil cequíes que había ganado en Padua gracias a la habilidad de mi compadre, había seguido el consejo del señor de Bragadin. Había alquilado un casino10donde llevaba una banca de faraón a medias con un matasiete que me protegía de las supercherías de ciertos aristócratas tiranos, frente a los que un simple particular nunca tiene razón en mi encantadora patria. ¡753
El día de Todos los Santos, en el momento en que, después de haber oído misa, iba a subirme a una góndola para volver a Ve necia, me encontré con una mujer de aspecto parecido a Laura 10. Dim inutivo de casa, como en Francia la petite maison. Eran casas de placer indispensables para cualquier hombre elegante y, en especial, para los patricios; empezaron siendo lugares donde los patricios recibían familiarmente, pero no tardaron en especializarse, como en Francia, y convertirse en templos de amor y de libertad de costumbres. También lo adoptaron los aficionados al juego clandestino. La Inquisición los vigiló muy de cerca, pero sólo desaparecieron con la caída de la república. Algunas mujeres también fueron propietarias de casinos para recibir a sus amigos.
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prendió más todavía que el contenido mismo. Tenía asuntos pendientes, pero lo dejé todo para ir a encerrarme y contestar. La propuesta sólo podía provenir de una loca, pero había en l.i carta una dignidad que me la volvía respetable. Al principio es tuve tentado de creer que la monja podía ser la misma que en señaba francés a C. C., que era bella, rica y galante, que mi querida mujer podía haber sido indiscreta e incluso haber alen tado oscuramente el inaudito paso de su amiga, y que por esta razón no había podido advertirme. Pero rechacé esta sospecha precisamente porque me agradaba. C. C. también me había escrito que la monja que le enseñaba francés no era la única que dominaba muy bien esa lengua. No podía dudar de la discreción de C. C. ni de la sinceridad con que me habría informado inme diatamente si hubiera hecho la menor confidencia a su monja. N o obstante, la que me escribía podía ser la amiga de C. C. , pero, como también podía ser cualquier otra, respondí lo siguiente, intentando jugar a dos barajas mientras las conveniencias me lo permitiesen: «Espero, señora, que mi respuesta en francés no perjudique para nada la claridad y la precisión que exigís, y de las que me dais ejemplo. »El asunto no puede ser más interesante; me parece de la mayor importancia dadas las circunstancias, pero, como debo responder sin saber a quién, ¿comprenderíais que, a menos de ser un fatuo, temiese una trampa? El honor me obliga a estar alerta. Por lo tanto, si es cierto que la pluma que me escribe p ertenece a una respetable dama que me hace justicia atribuyéndome un alma tan noble y una inteligencia tan buena como las suyas, comprenderá, así lo espero, que sólo puedo contestarle en los términos siguientes: »Si me habéis creído d igno, señora, de llegar a conoceros personalmente juzgándome sólo por la apariencia, me creo en la obligación de obedecer, aunque sólo sea para desengañaros en caso de que involuntariamente os hubiera inducido a error. »De los tres medios que habéis tenido la generosidad de ofre-
>|ti<, después de d ejar caer a mis pies una carta, s iguió su camino. I 1.11 ta era blanca, y estaba sellada con cera de España del color de I.i venturina." El sello representaba un nudo corredizo. Nada •n i >entrar en la góndola, la abrí y leí esto: I ina monja que, desde hace dos meses y medio, os ve todos lo» días festivos en su iglesia, desea que la conozcáis. Un folleto )|iir habéis perdido, y que ha llegado a sus manos, la hace estar «1'Kiira de que sabéis francés. Aun que podéis responde rle en italiano, pues desea claridad y precisión. No os invita a que hagáis 11.1111.11 la al locutorio, porque, antes de que os veáis en la necesidad de hablarle, quiere que la veáis. Por eso os dará el nombre d< una señora a la que podré is acompañ ar al locutorio; esa sefli na no os conoce y, por lo tanto, no se verá en la necesidad de l
lll/. 12. Iglesia junto al ponte di Rialto.
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«Ini* no me con oce rá. P or con sigu ien te, no será nec esaria nin i ' m i i . i presentación. Sed indulgente, señora, con las graves razo 111a que me obligan a no decir mi nombre. En cambio os prometo por mi honor que sólo utilizaré vuestro nombre, cuando 10 conozca, para rendiros homenaje. Si os parece oportuno di 1 luirme la palabra, sólo os responderé dando muestras del más profundo respeto. Permitidme esperar que estaréis sola en la teja, y que os diga, para terminar, que soy veneciano y libre en 1 1 pleno sentido de esa palabra. La única razón que me impide detenerme en los otros dos medios que me ofrecéis, y que me honran infinitamente, es, permitidme repetirlo, el temor a un engaño. Estas felices citas podrán tener lugar en cuanto me ha i m i s conocido mejor y ninguna duda turbe mi alma, enemiga de 1.1 mentira. También muy impaciente, mañana iré a la misma llora a San Canziano para recibir vuestra respuesta». Encontré a la mujer en el lugar ind icado, le entregué mi carta V le di un ceq uí. Vo lví al día siguie nte , y ella se me acercó . Des pués de haberme devuelto el cequí, me entregó la siguiente respuesta, rogándome que me alejara para leerla y volviese después para decirle si debía esperar respuesta. Tras haberla leído, fui a decirle que no tenía ninguna respuesta que darle. Y esto es lo que decía la carta de aquella monja: «Creo, caballero, no haberme equivocado en nada. Abo 1 rezco, como vos, la mentira cuando tiene consecuencias; pero solo la considero un juego sin importancia cuando no hace daño .1 nadie. Entre mis tres propuestas habéis elegido la que más honra a vuestra inteligencia. Respetando la razones que podáis tener para ocultar vuestro nombre, e scribo a la condesa de S.'> lo que os ruego que leáis en la nota adjunta. Selladla antes de ha eérsela llegar; yo la avisaré con o tra nota. Iréis a su casa cuando mejor os parezca; ella os dará una cita y vos la acompañaréis hasta aquí en su propia góndola. No os hará ninguna pregunta, v no e star éis obligad o a re ndirle cue ntas de nada. N o habrá p re sentaciones, pero, como vos sabréis mi nombre, sólo de vos dependerá acudir enmascarado a verme en el locutorio cuando os
prendió más todavía que el contenido mismo. Tenía asuntos pendientes, pero lo dejé todo para ir a encerrarme y contestar. La propuesta sólo podía provenir de una loca, pero había en l.i carta una dignidad que me la volvía respetable. Al principio es tuve tentado de creer que la monja podía ser la misma que en señaba francés a C. C., que era bella, rica y galante, que mi querida mujer podía haber sido indiscreta e incluso haber alen tado oscuramente el inaudito paso de su amiga, y que por esta razón no había podido advertirme. Pero rechacé esta sospecha precisamente porque me agradaba. C. C. también me había escrito que la monja que le enseñaba francés no era la única que dominaba muy bien esa lengua. No podía dudar de la discreción de C. C. ni de la sinceridad con que me habría informado inme diatamente si hubiera hecho la menor confidencia a su monja. N o obstante, la que me escribía podía ser la amiga de C. C. , pero, como también podía ser cualquier otra, respondí lo siguiente, intentando jugar a dos barajas mientras las conveniencias me lo permitiesen: «Espero, señora, que mi respuesta en francés no perjudique para nada la claridad y la precisión que exigís, y de las que me dais ejemplo. »El asunto no puede ser más interesante; me parece de la mayor importancia dadas las circunstancias, pero, como debo responder sin saber a quién, ¿comprenderíais que, a menos de ser un fatuo, temiese una trampa? El honor me obliga a estar alerta. Por lo tanto, si es cierto que la pluma que me escribe p ertenece a una respetable dama que me hace justicia atribuyéndome un alma tan noble y una inteligencia tan buena como las suyas, comprenderá, así lo espero, que sólo puedo contestarle en los términos siguientes: »Si me habéis creído d igno, señora, de llegar a conoceros personalmente juzgándome sólo por la apariencia, me creo en la obligación de obedecer, aunque sólo sea para desengañaros en caso de que involuntariamente os hubiera inducido a error. »De los tres medios que habéis tenido la generosidad de ofrecerme, sólo me atrevo a escoger el primero, con las restricciones que vuestra clarividente inteligencia me ha señalado. Acompañaré a vuestro locutorio a una dama, cuyo nombre me diréis y
«Ini* no me con oce rá. P or con sigu ien te, no será nec esaria nin i ' m i i . i presentación. Sed indulgente, señora, con las graves razo 111a que me obligan a no decir mi nombre. En cambio os prometo por mi honor que sólo utilizaré vuestro nombre, cuando 10 conozca, para rendiros homenaje. Si os parece oportuno di 1 luirme la palabra, sólo os responderé dando muestras del más profundo respeto. Permitidme esperar que estaréis sola en la teja, y que os diga, para terminar, que soy veneciano y libre en 1 1 pleno sentido de esa palabra. La única razón que me impide detenerme en los otros dos medios que me ofrecéis, y que me honran infinitamente, es, permitidme repetirlo, el temor a un engaño. Estas felices citas podrán tener lugar en cuanto me ha i m i s conocido mejor y ninguna duda turbe mi alma, enemiga de 1.1 mentira. También muy impaciente, mañana iré a la misma llora a San Canziano para recibir vuestra respuesta». Encontré a la mujer en el lugar ind icado, le entregué mi carta V le di un ceq uí. Vo lví al día siguie nte , y ella se me acercó . Des pués de haberme devuelto el cequí, me entregó la siguiente respuesta, rogándome que me alejara para leerla y volviese después para decirle si debía esperar respuesta. Tras haberla leído, fui a decirle que no tenía ninguna respuesta que darle. Y esto es lo que decía la carta de aquella monja: «Creo, caballero, no haberme equivocado en nada. Abo 1 rezco, como vos, la mentira cuando tiene consecuencias; pero solo la considero un juego sin importancia cuando no hace daño .1 nadie. Entre mis tres propuestas habéis elegido la que más honra a vuestra inteligencia. Respetando la razones que podáis tener para ocultar vuestro nombre, e scribo a la condesa de S.'> lo que os ruego que leáis en la nota adjunta. Selladla antes de ha eérsela llegar; yo la avisaré con o tra nota. Iréis a su casa cuando mejor os parezca; ella os dará una cita y vos la acompañaréis hasta aquí en su propia góndola. No os hará ninguna pregunta, v no e star éis obligad o a re ndirle cue ntas de nada. N o habrá p re sentaciones, pero, como vos sabréis mi nombre, sólo de vos dependerá acudir enmascarado a verme en el locutorio cuando os
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plazca, haciéndome llamar de parte de la misma condesa. De esta forma nos conocere mos sin que sea preciso que os molestéis perdiendo de noche un tiempo que quizá sea precioso para vos. He ordenado a la criada esperar vuestra respuesta en caso de que, conocido quizá de la condesa, no aceptéis su mediación. Si os agrada la elección, decid a la criada que no tenéis nada que responder, y ella irá entonces a llevar mi nota a esa misma condesa. Vos le llevaréis la ot ra a vuestra c om od ida d». Dije a la criada que no tenía nada que responder cuando estuve seguro de no ser conocido por aquella condesa, cuyo nom bre no había oído nunca. Éste es el tenor de la nota que debía entregarle: «Te ruego, mi querida amiga, que vengas a hablar conmigo cuando tengas tiempo y des a la máscara portadora de esta nota una cita para que te acompañe. Será puntual. Harás un gran favor a tu amiga». Dirigida a la señora condesa de S., a la orilla del Rio Marin,'4 la nota me pareció sublime por el espíritu de intriga. Había algo elevado en aquella form a de actuar. Se me hacía encarnar un personaje al que parecía que se le prestaba un favor. Me daba perfecta cuenta de la maniobra. En su última carta, la monja, sin preocup arse por saber quién era yo, aplaudía mi elección y quería parecer indiferente en el asunto de las citas nocturnas; pero contaba, parecía estar segura incluso, con que yo iría a preguntar p or ella al locut orio una vez que la hubiera visto. Su certidumbre aumentaba mi curiosidad. Tenía motivos para esperarlo si era joven y guapa. Sólo de mí dependía retrasar tres o cuatro días el encuentro y saber por C. C. quién podía ser aquella monja; pero, dejando a un lado que eso era una bajeza, tenía miedo a echar a perder la aventura y ver me obligad o a a rre pen tirme . Me dec ía que fue ra a casa de la condesa a mi comodidad: su dignidad exigía no dar muestras de tener prisa; pero ella sabía que yo debía tenerla. Me parecía una
mujer demasiado hábil en galantería para creerla novicia e inexperta; tenía miedo de arrepentirm e por haber perdido el tiempo; V me prep araba para reír me con ganas en caso de encon trar me con algún vejestorio. Cierto, no habría ido de no ser por la curiosidad que sentía por ver la cara que pondría frente a mí una mujer de aquel carácter, que se había ofre cido para venir a cenar conmigo a Venecia. Me sorprendía mucho, además, la gran libertad de aquellas santas vírgenes que tan fácilmente podían violar su clausura. A las tres de la t arde hice entre gar a la con desa de S. la nota. Salió un minuto más tarde de la sala donde estaba acompañada y me dijo que le ag radaría mu cho encon trarme al día sigu ien te a l.i misma hora en su casa; y después de hacerme una bella reverencia, se retiró. Era una mujer algo entrada en años, pero hermosa. La mañana del día siguiente, que era domingo, fui a mi hora habitual a misa, vestido y arreglado con toda elegancia e infiel en imaginación a mi querida C . C ., pues pensaba más en mostrarme ante la monja, joven o vieja, que ante ella. Después de comer me pongo la máscara y a la hora concertada voy a casa de la condesa, que estaba esperándom e. Salimos, embarcamos en una amplia góndola de dos remos, llegamos al convento de las X X X ,11 sin haber hablado de otra cosa que no • iiera del herm oso otoñ o que teníamos. Ella manda llamar a M. M. de su parte. El apellido me extraña, porque quien lo llevaba era célebre.'6Pasamos a un pequeño locutorio, y cinco minutos después veo aparecer a M. M. que va derecha a la reja, abre cuatro cuadrados empujando un resorte, abraza a su amiga y cierra de nuevo la ingeniosa ventana. Esos cuatro cuadrados formaban
14. Uno de los dos fondamen ta del rio Marin, en San Simcone Profeta, en el sestiere dclla Croce. Los fondam enta, muelles que son calles
13. Cond esa Seguro, apellido que se ve, pese a que ha sido tachado eil el manuscrito.
tj . El convento de Santa Maria degli Angeli. t6. Sobre la identificación de M. M., sigla de Maria Maddalena, ha corrido mucha tinta. Ése fue el nombre conventual (en San Giacomo di <¡alizzia) de Maria Lorenza Pasini, de extracción burguesa; se ha pensado también en Maria Eleonora Michiel, «camarlenga» del convento
plazca, haciéndome llamar de parte de la misma condesa. De esta forma nos conocere mos sin que sea preciso que os molestéis perdiendo de noche un tiempo que quizá sea precioso para vos. He ordenado a la criada esperar vuestra respuesta en caso de que, conocido quizá de la condesa, no aceptéis su mediación. Si os agrada la elección, decid a la criada que no tenéis nada que responder, y ella irá entonces a llevar mi nota a esa misma condesa. Vos le llevaréis la ot ra a vuestra c om od ida d». Dije a la criada que no tenía nada que responder cuando estuve seguro de no ser conocido por aquella condesa, cuyo nom bre no había oído nunca. Éste es el tenor de la nota que debía entregarle: «Te ruego, mi querida amiga, que vengas a hablar conmigo cuando tengas tiempo y des a la máscara portadora de esta nota una cita para que te acompañe. Será puntual. Harás un gran favor a tu amiga». Dirigida a la señora condesa de S., a la orilla del Rio Marin,'4 la nota me pareció sublime por el espíritu de intriga. Había algo elevado en aquella form a de actuar. Se me hacía encarnar un personaje al que parecía que se le prestaba un favor. Me daba perfecta cuenta de la maniobra. En su última carta, la monja, sin preocup arse por saber quién era yo, aplaudía mi elección y quería parecer indiferente en el asunto de las citas nocturnas; pero contaba, parecía estar segura incluso, con que yo iría a preguntar p or ella al locut orio una vez que la hubiera visto. Su certidumbre aumentaba mi curiosidad. Tenía motivos para esperarlo si era joven y guapa. Sólo de mí dependía retrasar tres o cuatro días el encuentro y saber por C. C. quién podía ser aquella monja; pero, dejando a un lado que eso era una bajeza, tenía miedo a echar a perder la aventura y ver me obligad o a a rre pen tirme . Me dec ía que fue ra a casa de la condesa a mi comodidad: su dignidad exigía no dar muestras de tener prisa; pero ella sabía que yo debía tenerla. Me parecía una 14. Uno de los dos fondamen ta del rio Marin, en San Simcone Profeta, en el sestiere dclla Croce. Los fondam enta, muelles que son calles a lo largo de los canales, se llaman así porque sirven de fundamento o cimiento a los edificios. Los que bordean el Gran Canal o la laguna reciben el nombre de riva.
mujer demasiado hábil en galantería para creerla novicia e inexperta; tenía miedo de arrepentirm e por haber perdido el tiempo; V me prep araba para reír me con ganas en caso de encon trar me con algún vejestorio. Cierto, no habría ido de no ser por la curiosidad que sentía por ver la cara que pondría frente a mí una mujer de aquel carácter, que se había ofre cido para venir a cenar conmigo a Venecia. Me sorprendía mucho, además, la gran libertad de aquellas santas vírgenes que tan fácilmente podían violar su clausura. A las tres de la t arde hice entre gar a la con desa de S. la nota. Salió un minuto más tarde de la sala donde estaba acompañada y me dijo que le ag radaría mu cho encon trarme al día sigu ien te a l.i misma hora en su casa; y después de hacerme una bella reverencia, se retiró. Era una mujer algo entrada en años, pero hermosa. La mañana del día siguiente, que era domingo, fui a mi hora habitual a misa, vestido y arreglado con toda elegancia e infiel en imaginación a mi querida C . C ., pues pensaba más en mostrarme ante la monja, joven o vieja, que ante ella. Después de comer me pongo la máscara y a la hora concertada voy a casa de la condesa, que estaba esperándom e. Salimos, embarcamos en una amplia góndola de dos remos, llegamos al convento de las X X X ,11 sin haber hablado de otra cosa que no • iiera del herm oso otoñ o que teníamos. Ella manda llamar a M. M. de su parte. El apellido me extraña, porque quien lo llevaba era célebre.'6Pasamos a un pequeño locutorio, y cinco minutos después veo aparecer a M. M. que va derecha a la reja, abre cuatro cuadrados empujando un resorte, abraza a su amiga y cierra de nuevo la ingeniosa ventana. Esos cuatro cuadrados formaban tj . El convento de Santa Maria degli Angeli. t6. Sobre la identificación de M. M., sigla de Maria Maddalena, ha corrido mucha tinta. Ése fue el nombre conventual (en San Giacomo di <¡alizzia) de Maria Lorenza Pasini, de extracción burguesa; se ha pensado también en Maria Eleonora Michiel, «camarlenga» del convento de Santa Maria degli Angeli (1752); las últimas investigaciones se orientan sobre todo hacia Marina Maria Morosini (sor Maria Contarina), hija de Domenico M orosini, nacida en 17 31 , que entró en ese convento de Murano en 1739 y murió en 1801 ó 1802. 855
una abertura de dieciocho pulgadas cuadradas.'7Un hombre de mi estatura habría podido pasar por allí. La condesa se sentó frente por frente a la monja, y yo en el otro lado en una posición que me permitía examinar totalmente a mis anchas aquella rara belleza de veintidós a veintitrés año s.'8 Decid o inmediatamen te que debía de ser la misma que me había elogiado C. C., la misma monja que la amaba tiernamente y le daba lecciones de francés. La adm iración me tenía tan fuera de mí que no enten dí nada de cuanto se dijeron. Por lo demás, la monja no sólo no me di rigió nunca la palabra, sino que no se dignó mirarme una sola vez. Er a de una be llez a per fec ta, alta, blan ca tir and o a pálida, con aire noble y decidido, y al mismo tiempo reservada y tímida, de grandes ojos azules: fisonomía dulce y risueña, hermosos la bios húmedos de rocío que dejaban ver dos magníficas hileras de dientes; la toca de la monja no me permitía ver sus cabellos, pero, los tuviera o no los tuviese, debían de ser de color castaño claro, a juzgar por las cejas; pero lo que me parecía admirable y sorprendente era su mano, junto con el antebrazo que yo podía ver hasta el codo ; era impos ible ten erlo s más perfe cto s. N o se apreciaban las venas, y en lugar de músculos sólo se veían ho yu d os. Pese a todo est o, no me arre pen tía de habe r rechazado las dos citas animadas por una cena que aquella beldad divina me había propuesto. Seguro de poseerla en pocos días, go zaba el placer de rendirle el homenaje de mi deseo. N o veía el momento de encontrarme a solas en la reja con ella, y pensaba que come tería la mayor de las indelicadezas si hubiera esperado un solo día para hacerle saber que rendía a sus méritos toda la justicia merecida. No me miró durante todo ese tiempo, pero aquella reserva terminó por agradarme. De repente las dos damas bajaron la voz acercando sus cabe zas, indicando de este mod o que yo estaba de más, me alejé des pació de la reja para ir a mirar un cuadro. Un cuarto de hora más tarde se despidieron después de haberse abrazado a través de la ven tan a move diz a. La monja me vo lvió la esp alda sin darm e
'i l.i condesa, de vu elta conm igo a Venecia, cansada quizá de mi «ilencio, me dijo esbozand o una s onrisa: M. M. es hermosa, pero su inteligencia es aún menos fre
CAPÍTULO II LA CONDESA CORONINI. DESPECHO AMOROSO. KECONCILIACIÓN. PRIMERA CITA. DIVAGACIÓN FILOSÓFICA
Lila no me había dirigido la palabra, y yo estaba muy con Icnto por ello. Me hallaba tan emocionado que no le habría contestado nada que mereciese la pena. Veía que no era mujer capaz ■Ir temer la humillación de un rechazo; pero, de todos modos, una mujer así necesita un gran valor para correr el riesgo de ser desdeñada. A su edad, tanta audacia me sorprendía, y no conseguía concebir tanta libertad. ¡Un casino en Murano! ¡Libertad de ir a Venecia! Llegué a la conclusión de que debía de tener un .imante oficial que se comp lacía en hacerla feliz. E sta idea ponía límites a mi orgullo. Me veía en camino de ser infiel a C. C., pero 110 me sentía frenado por ningún escrúpulo. Pensaba que una infidelidad com o aquélla, en caso de que pu diera llegar a descubrirla, no habría podido desagradarle, porque sólo servía para mantenerme con vida y conservarme, por lo tanto, para ella. A la mañana sigu ient e fui a visitar a la co ndesa de Co ro ni ni ,'
una abertura de dieciocho pulgadas cuadradas.'7Un hombre de mi estatura habría podido pasar por allí. La condesa se sentó frente por frente a la monja, y yo en el otro lado en una posición que me permitía examinar totalmente a mis anchas aquella rara belleza de veintidós a veintitrés año s.'8 Decid o inmediatamen te que debía de ser la misma que me había elogiado C. C., la misma monja que la amaba tiernamente y le daba lecciones de francés. La adm iración me tenía tan fuera de mí que no enten dí nada de cuanto se dijeron. Por lo demás, la monja no sólo no me di rigió nunca la palabra, sino que no se dignó mirarme una sola vez. Er a de una be llez a per fec ta, alta, blan ca tir and o a pálida, con aire noble y decidido, y al mismo tiempo reservada y tímida, de grandes ojos azules: fisonomía dulce y risueña, hermosos la bios húmedos de rocío que dejaban ver dos magníficas hileras de dientes; la toca de la monja no me permitía ver sus cabellos, pero, los tuviera o no los tuviese, debían de ser de color castaño claro, a juzgar por las cejas; pero lo que me parecía admirable y sorprendente era su mano, junto con el antebrazo que yo podía ver hasta el codo ; era impos ible ten erlo s más perfe cto s. N o se apreciaban las venas, y en lugar de músculos sólo se veían ho yu d os. Pese a todo est o, no me arre pen tía de habe r rechazado las dos citas animadas por una cena que aquella beldad divina me había propuesto. Seguro de poseerla en pocos días, go zaba el placer de rendirle el homenaje de mi deseo. N o veía el momento de encontrarme a solas en la reja con ella, y pensaba que come tería la mayor de las indelicadezas si hubiera esperado un solo día para hacerle saber que rendía a sus méritos toda la justicia merecida. No me miró durante todo ese tiempo, pero aquella reserva terminó por agradarme. De repente las dos damas bajaron la voz acercando sus cabe zas, indicando de este mod o que yo estaba de más, me alejé des pació de la reja para ir a mirar un cuadro. Un cuarto de hora más tarde se despidieron después de haberse abrazado a través de la ven tan a move diz a. La monja me vo lvió la esp alda sin darm e tiempo siquiera de hacerle al menos una inclinación de cabeza. 17. Un cuadrado de dieciocho pulgadas de lado (48,6 x 48,6). 18. Tenía esa edad Maria Lorenza Pasini, nacida en 1731. 856
que residía, por voluntad propia, en el convento de Santa Gius tina.2Era una anciana señora que conoc ía todas las intrigas de las cortes europeas y que, interviniendo en ellas, había conseguido labrarse una fama. El deseo de paz que termina por acompañar a la repugnancia la había impulsado a elegir aquel retiro. Yo le había sido presentado por una monja emparentada con el señor Dándolo. Esta mujer, que había sido bella y era muy inteligente, no quería emplear su inteligencia en especulaciones sobre los intereses de los príncipes, y la divertía con las noticias frívolas de la ciudad en que vivía. Estaba al tanto de todo, y, como es lógico, siempre quería saber más. Veía en su reja a todos los embajado res, y eso le presentaban a todos los extranjeros, y varios graves senadores le hacían de tiempo en tiempo largas visitas, cuya razón siempre era, tanto de un lado como de otro, la curiosidad; pero la justificaba con el pretexto del interés que la noble socie dad parece obligada a tener en todos los asuntos corrientes. En fin, que la señora de Coronini lo sabía todo y se entretenía dán dome lecciones de moral muy agradables siempre que iba a ver la. Co m o des pué s de come r tenía que pre sen tarme al señor M., pensé que me vendría bien saber de labios de aquella dama tan informada algo interesante sobre aquella monja. Tras algunas frases de carácter general, no me fue difícil abordar el tema de los conventos de Venecia, y hablamos de la inteligencia y de la reputación de cierta monja llamada Celsi, que, aunque fea, tenía sobre tod o lo que le interesaba gran influencia. Luego hablamos de la joven y encantadora religiosa Micheli,' que había tomado el velo para demostrar a su madre que era más inteligente que ella. Pasamos luego a otras muy hermosas a las que se tachaba de galantes, y entonces nombré a M. M., diciendo que debía serlo también, pero que era un enigma. La señora me respondió con una sonrisa que M. M. no lo era con todos, pero que, en líneas generales, debía de serlo. 2. Iglesia muy antigua que, a partir de 1 448, pertenec ió a la Orden Ag us tin a; al lad o se co ns tru yó en 18 10 un con ve nto sec ula riza do .
'i l.i condesa, de vu elta conm igo a Venecia, cansada quizá de mi «ilencio, me dijo esbozand o una s onrisa: M. M. es hermosa, pero su inteligencia es aún menos fre
CAPÍTULO II LA CONDESA CORONINI. DESPECHO AMOROSO. KECONCILIACIÓN. PRIMERA CITA. DIVAGACIÓN FILOSÓFICA
Lila no me había dirigido la palabra, y yo estaba muy con Icnto por ello. Me hallaba tan emocionado que no le habría contestado nada que mereciese la pena. Veía que no era mujer capaz ■Ir temer la humillación de un rechazo; pero, de todos modos, una mujer así necesita un gran valor para correr el riesgo de ser desdeñada. A su edad, tanta audacia me sorprendía, y no conseguía concebir tanta libertad. ¡Un casino en Murano! ¡Libertad de ir a Venecia! Llegué a la conclusión de que debía de tener un .imante oficial que se comp lacía en hacerla feliz. E sta idea ponía límites a mi orgullo. Me veía en camino de ser infiel a C. C., pero 110 me sentía frenado por ningún escrúpulo. Pensaba que una infidelidad com o aquélla, en caso de que pu diera llegar a descubrirla, no habría podido desagradarle, porque sólo servía para mantenerme con vida y conservarme, por lo tanto, para ella. A la mañana sigu ient e fui a visitar a la co ndesa de Co ro ni ni ,' 1. La condesa Maria Theresia Coron iniCo nberg murió en Monaco en 1761, a edad muy avanzada. 857
Pero lo que es un verdadero enigma añadió es el capri >lio que tuvo de tomar el velo siendo bella, rica, muy inteligente v culta, y, po r lo que sé, descr eíd a. Se hizo monja sin ninguna razón física ni moral. Un verdadero capricho. ¿La creéis feliz, señora? Sí, si no se ha arrepentido, y si no se arrepiente en el futuro; rumo es lista, si se arrepiente se lo guardará para sí. Conven cido por el tono misterioso de la condesa de que M. M. debía de tener un amante, decidí no preocuparme: por eso, después de comer sin apetito me pongo la máscara, voy a Mu rano, llamo al torno y con el corazón palpitante pregunto por M. M. de parte de la condesa de S. Como el locutorio pequeño estaba cerrado, me indican el locutorio en el que debo entrar. Me quito la máscara, la pongo sobre mi sombrero y me siento esperando a la diosa. Mi corazón latía con fuerza. Tardaba en venir, per o aque l ret raso, en lug ar de impacie ntarme, me agradaba; temía el momento de la entrevista, e incluso sus consemencias. Aunque una hora pasó rápidamente, semejante retraso no me pareció de recibo. Seguro de que no la han avisado, me le vanto, me p ongo otra vez la más cara, vuelv o al tor no y pregun to m tnc han anunciado a la madre M. M. Una voz me dice que sí, y que lo ún ico que tenía que hac er era esper arla . Vu elv o a mi *itio algo pensativo, y pocos minutos después veo a una horrible vieja conversa que me dice: L a madre M. M. tiene todo el día ocupado. Nada más decir estas palabras, se va. ¡Terribles momentos a los que está sujeto un hombre que se dedica a las aventuras amorosas! Son los más crueles, y humillan, alligen, matan. Indignado y envilecido, mi primera sensación fue sentir desprecio por mí mismo, un desprecio tenebroso que lindaba con Im confines del horror. La segunda fue una indignación desde nosa hacia la monja sobre la que hice el juicio que parecía me lecer. Loca, desgraciada, desvergonzada. Mi único consuelo era imaginármela así. Sólo podía haberse portado de aquella forma
2. Iglesia muy antigua que, a partir de 1 448, pertenec ió a la Orden Ag us tin a; al lad o se co ns tru yó en 18 10 un con ve nto sec ula riza do . 3. Probablemente una hija de Chiara Bragadin, casada con Antonio K. Michiel, nieta del procurador Bragadin; en 1752 fue nombrada «camarlenga» del convento Santa Maria degli Angeli de Murano una Maria Eleonora Michiel.
Pero lo que es un verdadero enigma añadió es el capri >lio que tuvo de tomar el velo siendo bella, rica, muy inteligente v culta, y, po r lo que sé, descr eíd a. Se hizo monja sin ninguna razón física ni moral. Un verdadero capricho. ¿La creéis feliz, señora? Sí, si no se ha arrepentido, y si no se arrepiente en el futuro; rumo es lista, si se arrepiente se lo guardará para sí. Conven cido por el tono misterioso de la condesa de que M. M. debía de tener un amante, decidí no preocuparme: por eso, después de comer sin apetito me pongo la máscara, voy a Mu rano, llamo al torno y con el corazón palpitante pregunto por M. M. de parte de la condesa de S. Como el locutorio pequeño estaba cerrado, me indican el locutorio en el que debo entrar. Me quito la máscara, la pongo sobre mi sombrero y me siento esperando a la diosa. Mi corazón latía con fuerza. Tardaba en venir, per o aque l ret raso, en lug ar de impacie ntarme, me agradaba; temía el momento de la entrevista, e incluso sus consemencias. Aunque una hora pasó rápidamente, semejante retraso no me pareció de recibo. Seguro de que no la han avisado, me le vanto, me p ongo otra vez la más cara, vuelv o al tor no y pregun to m tnc han anunciado a la madre M. M. Una voz me dice que sí, y que lo ún ico que tenía que hac er era esper arla . Vu elv o a mi *itio algo pensativo, y pocos minutos después veo a una horrible vieja conversa que me dice: L a madre M. M. tiene todo el día ocupado. Nada más decir estas palabras, se va. ¡Terribles momentos a los que está sujeto un hombre que se dedica a las aventuras amorosas! Son los más crueles, y humillan, alligen, matan. Indignado y envilecido, mi primera sensación fue sentir desprecio por mí mismo, un desprecio tenebroso que lindaba con Im confines del horror. La segunda fue una indignación desde nosa hacia la monja sobre la que hice el juicio que parecía me lecer. Loca, desgraciada, desvergonzada. Mi único consuelo era imaginármela así. Sólo podía haberse portado de aquella forma si era la más impúdica de todas las mujeres, la más desprovista de sentido común , porque las dos cartas que yo tenía de ella bas l.iban para deshonrarla si hubiera querido vengarme, y lo que
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que residía, por voluntad propia, en el convento de Santa Gius tina.2Era una anciana señora que conoc ía todas las intrigas de las cortes europeas y que, interviniendo en ellas, había conseguido labrarse una fama. El deseo de paz que termina por acompañar a la repugnancia la había impulsado a elegir aquel retiro. Yo le había sido presentado por una monja emparentada con el señor Dándolo. Esta mujer, que había sido bella y era muy inteligente, no quería emplear su inteligencia en especulaciones sobre los intereses de los príncipes, y la divertía con las noticias frívolas de la ciudad en que vivía. Estaba al tanto de todo, y, como es lógico, siempre quería saber más. Veía en su reja a todos los embajado res, y eso le presentaban a todos los extranjeros, y varios graves senadores le hacían de tiempo en tiempo largas visitas, cuya razón siempre era, tanto de un lado como de otro, la curiosidad; pero la justificaba con el pretexto del interés que la noble socie dad parece obligada a tener en todos los asuntos corrientes. En fin, que la señora de Coronini lo sabía todo y se entretenía dán dome lecciones de moral muy agradables siempre que iba a ver la. Co m o des pué s de come r tenía que pre sen tarme al señor M., pensé que me vendría bien saber de labios de aquella dama tan informada algo interesante sobre aquella monja. Tras algunas frases de carácter general, no me fue difícil abordar el tema de los conventos de Venecia, y hablamos de la inteligencia y de la reputación de cierta monja llamada Celsi, que, aunque fea, tenía sobre tod o lo que le interesaba gran influencia. Luego hablamos de la joven y encantadora religiosa Micheli,' que había tomado el velo para demostrar a su madre que era más inteligente que ella. Pasamos luego a otras muy hermosas a las que se tachaba de galantes, y entonces nombré a M. M., diciendo que debía serlo también, pero que era un enigma. La señora me respondió con una sonrisa que M. M. no lo era con todos, pero que, en líneas generales, debía de serlo.
había hecho exigía venganza. Sólo pod ía desafiarla estando loca: lo que había hecho únicamente era propio de una enloquecida. Y la habría creíd o dem ente si no la h ubie ra oíd o raz onar con la condesa. En el tumulto que la vergüenza y la cólera excitaban en mi alma affixa humo* había sin embargo intervalos de lucidez en los que me daba valor. Con toda claridad, y burlándome de mí mismo, me daba cuenta de que, si la belleza y los encantos no me hubieran deslumbrado y enamorado, y si no se hubieran mezclado algunos prejuicios, todo aquello habría carecido de importancia. Veía que podía fingir que me reía de la aventura, y que nadie adivinaría que sólo hacía eso, fingir. Pese a todo, dándome por insultado, comprendí que debía vengarme; pero en mi ven ganza no deb ía habe r ninguna bajeza; y, c omo no deb ía conceder a la bro mis ta de mal gusto el menor triunfo, llegue a la conclusión de que no debía mostrarme ofendido. Ella me había mandado recado de que estaba ocupada, así de sencillo. Yo debía mostrar indiferencia. Otra vez no estaría ocupada; pero la desafiaba a hacerme tragar el anzuelo de nuevo. Pensaba que debía convencerla de que, con su proceder, no había hecho otra cosa que causarme risa. Debía, no hace falta decirlo, devolverle los originales de sus cartas; pero acompañadas por una mía, breve y amable. Lo que más me desagradaba era verme obligado a dejar de ir a misa a la iglesia del convento, pues, al no saber que iba por C . C ., la otra hubiera podido imaginar que sólo iba con la esperanza de que pudiera presentarme disculpas y darme de nuevo las citas que yo había rechazado. Quería que estuviese segura de que la despreciaba. P or un momento pensé que esas citas sólo eran imaginarias y maquinadas para engañarme. Me dormí hacia medianoche con ese plan en la cabeza, y por la mañana, al despertarme, lo encontré maduro. Escribí una carta, y después de haberla escrito la dejé reposar todavía veinticuatro horas para ver si, al releerla, no se resentía, aunque sólo fuera por una sombra del despecho amoroso que me roía. Hice bien, porque al día siguiente, al releerla, me pareció in-
digna, y la hice pedazos. Había en ella frases que me revelaban débil, vil, enamorado, y que, por lo tanto, habrían provocado su 1 isa. Había otras que olían a cólera, otras que me mostraban irri lado por haber perdido toda esperanza de poseerla. Al día sigu ien te le es cribí o tra , d esp ués de man dar a C . C. un mensaje para decirle que fuertes razones me obligaban a dejar ile ir a oír misa a su iglesia. Pero veinticuatro horas más tarde volví a en con tra r ridicula la cart a, y la rompí. T enía la imp resión de que ya no sabía escribir, y sólo diez días después del insulto ine di cuenta de la causa de la dificultad. Estaba enamorado. Sincerum est nisi vas, quodeumque in fundís acescit. ' 1.a figura de M. M. me había dejado una impresión que sólo podía ser borrada por el mayor y más poderoso de todos los seres abstractos. Por el tiempo. En mi estúpida situación, veinte veces me vi tentado de ir a quejarme a la condesa de S.; pero, a Dios gracias, nunca fui más allá de su puerta. Pensando, p or último, que aquella atolondrada debía de vivir en continuo sobresalto debido a sus cartas, con las que yo podía echar a perder su reputación y causar un grave daño al convento, decidí enviárselas acompañadas por una carta que le hablaba en estos términos. Aunque no lo hice hasta pasados diez o doce días. «Os ruego, señora, que me creáis: sólo por puro descuido no os he enviado antes vuestras dos cartas, que os adjunto. Nunca se me ha pasado por la cabeza apartarme de mi form a de ser por una vil venganza. Debo perdonaros dos torpezas insignes: o las habéis cometido de forma espontánea y sin pensarlo, o para burlaros de mí; os aconsejo que no actuéis de esta forma en el futuro con cualquier otro, porque no todo el mundo es como yo. Sé quién sois, pero os aseguro que es como si no lo supiese. Os lo digo a pesar de que a vos no os importe mucho mi discreción; si es así, os compadezco. »No volveréis a verme en vuestra iglesia, señora, y a mí eso no me costará nada porque iré a otra; pero me creo obligado a explicaros los motivos. Me parece probable que hayáis cometido la
había hecho exigía venganza. Sólo pod ía desafiarla estando loca: lo que había hecho únicamente era propio de una enloquecida. Y la habría creíd o dem ente si no la h ubie ra oíd o raz onar con la condesa. En el tumulto que la vergüenza y la cólera excitaban en mi alma affixa humo* había sin embargo intervalos de lucidez en los que me daba valor. Con toda claridad, y burlándome de mí mismo, me daba cuenta de que, si la belleza y los encantos no me hubieran deslumbrado y enamorado, y si no se hubieran mezclado algunos prejuicios, todo aquello habría carecido de importancia. Veía que podía fingir que me reía de la aventura, y que nadie adivinaría que sólo hacía eso, fingir. Pese a todo, dándome por insultado, comprendí que debía vengarme; pero en mi ven ganza no deb ía habe r ninguna bajeza; y, c omo no deb ía conceder a la bro mis ta de mal gusto el menor triunfo, llegue a la conclusión de que no debía mostrarme ofendido. Ella me había mandado recado de que estaba ocupada, así de sencillo. Yo debía mostrar indiferencia. Otra vez no estaría ocupada; pero la desafiaba a hacerme tragar el anzuelo de nuevo. Pensaba que debía convencerla de que, con su proceder, no había hecho otra cosa que causarme risa. Debía, no hace falta decirlo, devolverle los originales de sus cartas; pero acompañadas por una mía, breve y amable. Lo que más me desagradaba era verme obligado a dejar de ir a misa a la iglesia del convento, pues, al no saber que iba por C . C ., la otra hubiera podido imaginar que sólo iba con la esperanza de que pudiera presentarme disculpas y darme de nuevo las citas que yo había rechazado. Quería que estuviese segura de que la despreciaba. P or un momento pensé que esas citas sólo eran imaginarias y maquinadas para engañarme. Me dormí hacia medianoche con ese plan en la cabeza, y por la mañana, al despertarme, lo encontré maduro. Escribí una carta, y después de haberla escrito la dejé reposar todavía veinticuatro horas para ver si, al releerla, no se resentía, aunque sólo fuera por una sombra del despecho amoroso que me roía. Hice bien, porque al día siguiente, al releerla, me pareció in-
digna, y la hice pedazos. Había en ella frases que me revelaban débil, vil, enamorado, y que, por lo tanto, habrían provocado su 1 isa. Había otras que olían a cólera, otras que me mostraban irri lado por haber perdido toda esperanza de poseerla. Al día sigu ien te le es cribí o tra , d esp ués de man dar a C . C. un mensaje para decirle que fuertes razones me obligaban a dejar ile ir a oír misa a su iglesia. Pero veinticuatro horas más tarde volví a en con tra r ridicula la cart a, y la rompí. T enía la imp resión de que ya no sabía escribir, y sólo diez días después del insulto ine di cuenta de la causa de la dificultad. Estaba enamorado. Sincerum est nisi vas, quodeumque in fundís acescit. ' 1.a figura de M. M. me había dejado una impresión que sólo podía ser borrada por el mayor y más poderoso de todos los seres abstractos. Por el tiempo. En mi estúpida situación, veinte veces me vi tentado de ir a quejarme a la condesa de S.; pero, a Dios gracias, nunca fui más allá de su puerta. Pensando, p or último, que aquella atolondrada debía de vivir en continuo sobresalto debido a sus cartas, con las que yo podía echar a perder su reputación y causar un grave daño al convento, decidí enviárselas acompañadas por una carta que le hablaba en estos términos. Aunque no lo hice hasta pasados diez o doce días. «Os ruego, señora, que me creáis: sólo por puro descuido no os he enviado antes vuestras dos cartas, que os adjunto. Nunca se me ha pasado por la cabeza apartarme de mi form a de ser por una vil venganza. Debo perdonaros dos torpezas insignes: o las habéis cometido de forma espontánea y sin pensarlo, o para burlaros de mí; os aconsejo que no actuéis de esta forma en el futuro con cualquier otro, porque no todo el mundo es como yo. Sé quién sois, pero os aseguro que es como si no lo supiese. Os lo digo a pesar de que a vos no os importe mucho mi discreción; si es así, os compadezco. »No volveréis a verme en vuestra iglesia, señora, y a mí eso no me costará nada porque iré a otra; pero me creo obligado a explicaros los motivos. Me parece probable que hayáis cometido la
4. «Clavada al suelo.» Horacio ( Sátiras, II, 2, 7779): *atque ad figit humo d ivi na particulam a ur x».
5. agria.»
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tercera torpeza: jactaros de vuestra pequeña hazaña con algunas amigas, y por eso tengo vergüenza de dejarme ver. Disculpadme si, a pesar de los cinco o seis años que creo tener más que vos, aún no he pisoteado todos los prejuicios; creed, señora, que hay algunos que no deben olvidarse. No despreciéis esta pequeña lección después de la otra, también demasiado grande, que al parecer sólo me habéis dado con el único fin de divertiros. Podéis estar segura de que la aprovecharé el resto de mis días.» Con esta carta creí tratar a aquella loca con la mayo r dulzura. Salí de casa y, llamando aparte a un friulano que, bajo la máscara, no podía reconocerme, le di la carta que contenía las otras dos, y cuarenta sous para que la llevase enseguida a Mu rano, a la dirección anotada, prometiéndole cuarenta más cuando volviese para darme cuenta de si había cumplido puntualmente el recado. Le ordené que debía entregar el sobre a la tornera e irse sin esperar respuesta, aunque la tornera le dijera que esperase. En mi opinión, habría cometido un error si la hubiera esperado. Entre nosotros, los friulanos son tan seguros y fieles como los sabo yan os lo eran en París hace diez años. Cinco o seis días después, al salir de la ópera veo al mismo friulano linterna en mano. Lo llamo y, sin quitarme la máscara, le pregunto si me conoce; tras mirarme bien responde que no. Le pregunto si había cumplido bien en Murano el recado que le había encargado. ¡A y, señor, alabado sea Dios! Dado que sois vos, tengo que deciros algo importante. Llevé vuestra carta como me habíais ordenado y, después de habérsela entregado a la tornera, me marché pese a que ella me decía que esperase. A mi vuelta no os encontré, pero no importa. A la mañana siguiente, un friulano amigo mío que estaba en el torno cuando entregué vuestra carta vin o a d esp ert arm e y me d ijo que fue se a M urano porqu e la to rnera tenía que hablar conmigo a toda costa. Fui, y tras haberme hecho esperar un poco, me dijo que fuese al locutorio, donde una monja quería hablarme. Aquella monja, bella como la estrella de la mañana, me tuvo más de una hora haciéndome pre-
«Si el recipiente no está limp io, todo lo que en él se echa se
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»Se marchó después de ordenarme que esperase, y dos horas mas tarde reapareció con una carta, que me entregó d iciéndome que si conseguía entregárosla y llevarle la respuesta me daría dos 1 equíes. Si no os encontraba, debía ir todos los días a Murano para enseñarle la carta, prometiéndome cuarenta sous por cada viaje que hiciera. Hasta hoy he gan ado veinte libr as, pero temo que se canse. Sólo de vos depende hacerme ganar los dos cequíes i ontestando a su carta. ¿Dónde está? Bajo llave en mi casa, porque siempre tengo miedo a perderla. ¿Cómo quieres entonces que responda? Esperadme aquí. Dentro de un cuarto de hora volveréis a verme con la carta. No te esperaré, porque esa respuesta me interesa más bien poco; pero dime cómo has podido decirle a la monja que me encontrarías. Eres un granuja. No es versosímil que te haya con fiado la carta si no le hubieras dad o esperanzas de enc ontrarme. Es cierto: le describí el traje que llevabais, vuestros rizos y vues tra est atu ra. O s ase gu ro qu e, de sde hace diez día s, mir o atentamente a todas las máscaras de vuestra estatura, pero ha sido inútil. ¿Veis?, reconozco vuestros rizos, pero no os habría reconocido por el traje. ¡Ay, caballero! No os cuesta nada responder aunque sólo sea una línea. Esperadme en ese café. Como no podía resistir la curiosidad, me decido, no a esperarlo, sino a ir con él hasta su casa. N o me sentía obligad o a responder, bastaba con un: «He recibido vuestra carta. Adiós». Al día siguiente cambiaría de peinado y vendería el traje. Voy, pues, con el friulano hasta su puerta, él entra para recoger la carta, me la entrega y le hago acompañarme a una posada donde, para leer la carta a mis anchas, tomo una habitación, mando encender luego y le digo que me espere fuera. Abro el sobre, y lo primero que me sorprenden son las dos cartas que me había enviado y que yo me creía obligad o a d evolv erle para tranquili zarla. Al verlas, los latid os de mi corazón me anu nciaron ya mi der rota.
tercera torpeza: jactaros de vuestra pequeña hazaña con algunas amigas, y por eso tengo vergüenza de dejarme ver. Disculpadme si, a pesar de los cinco o seis años que creo tener más que vos, aún no he pisoteado todos los prejuicios; creed, señora, que hay algunos que no deben olvidarse. No despreciéis esta pequeña lección después de la otra, también demasiado grande, que al parecer sólo me habéis dado con el único fin de divertiros. Podéis estar segura de que la aprovecharé el resto de mis días.» Con esta carta creí tratar a aquella loca con la mayo r dulzura. Salí de casa y, llamando aparte a un friulano que, bajo la máscara, no podía reconocerme, le di la carta que contenía las otras dos, y cuarenta sous para que la llevase enseguida a Mu rano, a la dirección anotada, prometiéndole cuarenta más cuando volviese para darme cuenta de si había cumplido puntualmente el recado. Le ordené que debía entregar el sobre a la tornera e irse sin esperar respuesta, aunque la tornera le dijera que esperase. En mi opinión, habría cometido un error si la hubiera esperado. Entre nosotros, los friulanos son tan seguros y fieles como los sabo yan os lo eran en París hace diez años. Cinco o seis días después, al salir de la ópera veo al mismo friulano linterna en mano. Lo llamo y, sin quitarme la máscara, le pregunto si me conoce; tras mirarme bien responde que no. Le pregunto si había cumplido bien en Murano el recado que le había encargado. ¡A y, señor, alabado sea Dios! Dado que sois vos, tengo que deciros algo importante. Llevé vuestra carta como me habíais ordenado y, después de habérsela entregado a la tornera, me marché pese a que ella me decía que esperase. A mi vuelta no os encontré, pero no importa. A la mañana siguiente, un friulano amigo mío que estaba en el torno cuando entregué vuestra carta vin o a d esp ert arm e y me d ijo que fue se a M urano porqu e la to rnera tenía que hablar conmigo a toda costa. Fui, y tras haberme hecho esperar un poco, me dijo que fuese al locutorio, donde una monja quería hablarme. Aquella monja, bella como la estrella de la mañana, me tuvo más de una hora haciéndome preguntas, todas ellas destinadas a saber, si no quién erais, si al menos la manera de descubrir el lugar donde podía enc ontraros; mas todo fue inútil, porque yo no sabía nada.
»Se marchó después de ordenarme que esperase, y dos horas mas tarde reapareció con una carta, que me entregó d iciéndome que si conseguía entregárosla y llevarle la respuesta me daría dos 1 equíes. Si no os encontraba, debía ir todos los días a Murano para enseñarle la carta, prometiéndome cuarenta sous por cada viaje que hiciera. Hasta hoy he gan ado veinte libr as, pero temo que se canse. Sólo de vos depende hacerme ganar los dos cequíes i ontestando a su carta. ¿Dónde está? Bajo llave en mi casa, porque siempre tengo miedo a perderla. ¿Cómo quieres entonces que responda? Esperadme aquí. Dentro de un cuarto de hora volveréis a verme con la carta. No te esperaré, porque esa respuesta me interesa más bien poco; pero dime cómo has podido decirle a la monja que me encontrarías. Eres un granuja. No es versosímil que te haya con fiado la carta si no le hubieras dad o esperanzas de enc ontrarme. Es cierto: le describí el traje que llevabais, vuestros rizos y vues tra est atu ra. O s ase gu ro qu e, de sde hace diez día s, mir o atentamente a todas las máscaras de vuestra estatura, pero ha sido inútil. ¿Veis?, reconozco vuestros rizos, pero no os habría reconocido por el traje. ¡Ay, caballero! No os cuesta nada responder aunque sólo sea una línea. Esperadme en ese café. Como no podía resistir la curiosidad, me decido, no a esperarlo, sino a ir con él hasta su casa. N o me sentía obligad o a responder, bastaba con un: «He recibido vuestra carta. Adiós». Al día siguiente cambiaría de peinado y vendería el traje. Voy, pues, con el friulano hasta su puerta, él entra para recoger la carta, me la entrega y le hago acompañarme a una posada donde, para leer la carta a mis anchas, tomo una habitación, mando encender luego y le digo que me espere fuera. Abro el sobre, y lo primero que me sorprenden son las dos cartas que me había enviado y que yo me creía obligad o a d evolv erle para tranquili zarla. Al verlas, los latid os de mi corazón me anu nciaron ya mi der rota. Además de aquellas dos cart as v eo una breve nota firmada S. Iba dirigida a M. M. La leo y encuentro lo siguiente: «La máscara que me ha acompañado al ir y al volver no ha-
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bría abierto nunca la boca para decirme una sola palabra si no sime hubiera ocurrido decirle que los encantos de tu inteligencia son más seductores aún que los de tu cuerpo. Me ha respondido que deseaba conocer a los unos, y que estaba seguro de los otros. He añadido que no comprendía por qué no le habías ha blado; y, sonriendo, me ha contestado que has querido castigarlo y que, como no había querido que lo presentase, a tu vez quisiste ignorar que estaba allí. Eso fue todo lo que hablamos. Quería enviarte esta nota por la mañana, pero no he podido. Ad iós. S. F.». Tras haber leído esta nota de la condesa, que no añadía ni quitaba nada a la verdad y que bien pod ía servir de justificación, mi corazón palpitó menos. Encantado de ver llegar el momento en que me convencieran de mi error, recupero el valor y esto es lo que encuentro en la carta de M. M.: «Por una debilidad que considero muy excusable, furiosa por saber lo que habríais podido decir de mí a la condesa al venir a ver me y al aco mpañarla a su casa, aprove ché el momen to en que paseabais por el locutorio para rogarle que me informase de vue stras palab ras. Le dije que me lo hiciera saber cua nto antes, o a la mañana siguiente a más tardar, pues preveía que por la tarde vendríais a hacerme una visita de cortesía. Su nota, que os envío y os ruego que leáis, me llegó media hora después de que os hubieran dicho que estaba ocupada. Primera fatalidad. Como aún no había recibido esa nota cuando preguntasteis por mí, no tuve fuerza suficiente para recibiros. Segunda debilidad fatal, que también puede perdonarse fácilmente. Ordené a la hermana lega deciros que me encontraba enferma durante todo e l día. Ex cusa mu y legítima, sea cierta o falsa, porque se trata de una mentira oficiosa en la que las palabras durante todo el día lo explican todo. Vos ya os habíais marchado y yo no podía enviar a nadie en vuestra busca cuando la vieja imbécil vino a decirme que os había dicho, no que estaba enferma, sino que estaba ocupada. Tercera fatalidad. No podríais imaginar lo que, en medio de mi justa c ólera, tuve ganas de de cir y hacer a aq uella lega, pero aquí
i|iie había ocurrido, pues la razón humana nunca puede prever indo por completo. Adivinando que, creyéndoos burlado, os re 1« laríais, sentí una pena atroz por no saber qué hacer para acla 1,1 ros la verdad antes del primer dom ingo. Estaba segura de que ' >luiríais a la iglesia. ¿Quién hubiera pod ido adivinar qu e os to maríais la cosa con la inaudita violencia que vuestra carta ha |uiesto ante mis ojos? Cu and o no os vi aparecer en la iglesia, mi dolor empezó a volverse insoportable, porque era mortal, me llevó a la desesperación y me traspasó el corazón cuando leí, once días más tarde del hecho, la carta cruel, bárbara, injusta que me escribisteis. Me hizo desgraciada, y moriré por ello a menos ipie vengáis cuanto antes a justificaros. Os habéis creído bur l.ulo, es lo único que podéis decir, y ahora estáis convencido de li.iberos equivocado. Pero incluso si os creíais burlado, admitid que para tomar la decisión que tomasteis, y para escribirme la horrible carta que me enviasteis, necesitasteis atribuirme sentimientos monstruosos, imposibles de encontrar entre mujeres que, como yo, tienen un noble nacimiento y educación. Os de vuelvo las dos cart as que me rem itist eis creyen do que tra nq uilizabais mis temores. Sabed que soy mejor fisonomista que vos, v que, lo que hice, no lo hice po r atu rdimie nto . Nu nc a os cre í capaz de una perfidia, ni siquiera estando seguro de que se os hubiera engañado descaradamente; pero en mi cara no habéis visto otr a cosa que el alma de una impúdic a. Tal vez seáis la causa de mi muerte, o cuando menos me haréis desgraciada para el resto de mis días si no os preocupáis por justificaros; pues, por lo que a mí respecta, creo haberme justificado plenamente. »Pensad que, en caso de que mi vida no os interese, vuestro honor exige que vengáis enseguida a hablar conmigo. Debéis venir en perso na para ret ractaros de c uan to me habéis esc rito . Si no conocéis el funesto efecto que vuestra infernal carta debe causar en el alma de una mujer inocente y que no es una insensata, permitid que os tenga lástima, porque en tal caso no tendríais el menor conocimiento del corazón humano. Pero estoy segura de que vendréis siempre que el hombre al que enco-