Alain Finkielkraut
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D el cr criimen contra la hum anidad
EDITORIAL ANAGRAMA
Alain Finkielkraut
La memoria vana crimen contra la humanidad Traducción de Felip Fe lipe e Hernández Hernán dez
EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA
Alain Finkielkraut
La memoria vana crimen contra la humanidad Traducción de Felip Fe lipe e Hernández Hernán dez
EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA
Titulo de la edición original: La mémoire vaine. Du crime contre l'humanité. © Editions Editions Gallimard París, 1989
Portada: Julio Vivas Viv as Ilustración: «Klaus Barbie», caricatura de David Levine, aparecida en The New York Review of Books
© ED ITO RIA L ANA GRA MA, S. S. A., 19 1990 Pedró de la Crcu, 58 08034 Barcelona ISBN: 84-339-1342-5 Depósito Legal: B. 36117-1990 Printed in Spain Libergraf, S. A., Constitució, 19, 08014 Barcelona
En homenaje a Primo Levi.
I.
El último aplazamiento de la historia
En un artículo de Cahiers de la Quinzaine escrito en 1909, Péguy relata la visita de un joven, un muchacho de dieciocho años, que fue a preguntarle acerca del caso Dreyfus que, como se sabe, fue el acon tecimiento de su vida: «E ra tan dócil... Llevaba el sombrero en la mano. Lo hacía girar entre los dedos. Me escuchaba, me escuchaba. Se bebía mis palabras. Se informaba. Aprendía. Por desgracia aprendía historia. Se instruía. Jamás com prendí tan bien com o entonces, con la instantaneidad de un fogonazo, qué era la historia, y el abismo infranqueable que existe, que se abre entre el acontecimiento real y el acontecimiento histórico; la incompatibilidad total, absoluta; la extrañeza total; la incomunicación; la inconmensurabilidad; literalmente la ausencia de un posible baremo común [...] Jamás vi con tal nitidez, con 11
tal sobrecogimiento, lo que entrañaba el presen te, y lo que entrañaba el pasado. El presente, en el que, sea cual sea su duración, nos movemos. El pasado, en el que, tanto si se avanza como si se progresa, se sube, se gana [...] no nos movemos, y en el que tenemos buenas razones para no hacerlo.»1 Con el proceso Barbie, hemos vivido la expe riencia inversa: mientras que Péguy veía a la his toria apoderarse del caso Dreyfus y, con despia dada deferencia, embalsamarlo y situarlo entre los procesos célebres, nosotros hemos visto cóm o un pasado histórico se transformaba en un presente ju dicial. A lo la rgo de dos meses, en el Pala cio de Justicia de Lyon, los protagonistas de un perío do que dábamos por concluido han tomado la pala bra a los historiadores en el m arco de un debate criminal. Situándonos en el horizonte de la sen tencia, y no sólo en el del co nocim iento o la con memoración, esa ceremonia judicial colmaba el abismo que nos separaba de la época de Barbie y de sus víctim as. Por el m ero hecho de que espe rásemos con ellos el veredicto , nos convertíamos en sus contemporáneos. Lo que tuvo lugar hace más de cuarenta años llegaba ahora, ante nosotros, a su epílogo. «P ar a cada hombre y para cada acontecimien1. Charles Péguy, «A nos amis. á nos abonnés», CEuvres en pro- se. 1909-1914, Gallim ard, Bibl. de la Pléiade, 1957, p. 45 y p. 48.
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to —seguía escribiendo Péguy—, llega un minuto, una hora en que se torna histórico; en una determinada campanada, en algún reloj de pueblo, el acontecimiento pasa de ser real a ser histórico.» El proceso Barbie nos ha recordado que esa campanada no había sonado aún para el exterm inio, a pesar del tiempo que transcurre, d el saber que progresa y de las tareas que, afortunadam ente, se van acumulando. De este proceso se ha dicho un tanto a la ligera que supuso una gran lección de historia para uso de las jóvenes generaciones; su mérito, por el contrario, reside por completo en la voluntad, expresada y cumplida por la justicia, de borrar — puede que de una vez por todas— los crím enes nazis del lienzo de la historia.
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II.
L a legalidad del mal
Pero ¿valía la pena Barbie? ¿Era necesario, por afán ped agógico o para postergar el plazo fatal de la construcción histórica, dar caza y juzgar cua renta años después de los hechos — ¡dos gen era ciones!— a ese pequeño ejecutante; a ese mons truo subalterno, a ese Eichmann en miniatura? Pues, ¿qué era, si no, el jefe de las secciones IV y vi del Sipo-SD de Lyon comparado con los gran des dignatarios nazis que comparecieron en Nuremberg, Frankfurt o Jerusalén? Poca cosa, sin du da; pero esta objeción a menudo formulada en relación al proceso Barbie no es admisible. En ella falta lo esencial. De arriba abajo en la escala, desde Eichmann a los conductores de trenes, la solución final fue un crimen de empleados. Burócratas o policías, civiles o soldados, sus protagonistas eran todos ejecutantes que realizaban su trabajo y que 17
cumplían órdenes. Fuera cual fuese su rango en la jera rqu ía del Estado, la capacidad y la obediencia eran los dos grandes resortes de su actividad: «E st o es lo nuevo y ter ro rífic o de la crueldad nazi —escribe Max Picard, inmediatamente después de la guerra—: ya no pertenece a la escala de lo humano, sino a la escala de lo que está más allá del hombre, a la altura del instrumento de laboratorio o de la máquina industrial. Incluso la crueldad de Nerón y Calígula había conservado, al menos, un vínculo con los hombres, con su carne brutal y su sensualidad pervertida; en el crimen aún podían reconocerse los vestigios del hombre. La crueldad nazi emana de un aparato industrial o de un hombre enteramente transformado en aparato.»1 Un aparato industrial nacionalizado, integrado en el aparato del Estado. Como lo demuestra, con gran profundidad, el fiscal adjunto de Francia en el Tribunal Internacional de Nuremberg, Edgar Faure, el Reich alemán había construido un auténtico «se rvic io público crim ina l» que organizaba sus actividades asesinas «según los métodos administrativos que los demás Estados utilizan para garantizar sus funciones regulares».2 Max Picard, L'homme du néant (titulo original: Hiüer in uns selbsl), traducido del alemán por Jean Rousset, La Baconniére, París, 1947, p. 49. 2. Edgar Faure, Introducción a La persécution des Juifs en France et dans les autres pays de l'Ouest, presentado por Francia en Nurem berg, Centre de documentation juive contemporaine, París, 1947, p. 22 y p. 21. 1.
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La categoría penal de crimen contra la huma nidad fue elaborada entre 1942 y 1945 precisamen te para d espojar al crimen del pretexto del servi- cio y para restituir en su calidad de asesinos a aquellos ciudadanos respetuosos de la ley, «edu cados en los buenos principio s y a los que repug na la visión de la tortura»,1que habían colabo rado en su puesta en práctica. Los miembros de esa burocracia exterminadora, en efecto, no ha cían la guerra (Edgar Faure definió, en Nuremberg, el «tra tam iento» nazi de la cuestión judía co mo un crimen gratuito y, a la vez, sin relación con las necesidades y los horrores de la empresa m i litar); pero, a un tiempo, era im posible juzgarlos como vulgares criminales de de recho común: «S i la expresión crimen de derecho común tiene un sentido preciso, este sentido presupone una insu rrección del delincuente contra las fuerzas repre sentativas del orden social vigente. Ahora bien, los crímenes de los dirigentes nazis presentan justa mente la singularidad de haber sido cometidos conforme a un orden, en el ejercicio mismo de aquellas fuerzas.»2 A crimen singular, infracción específica: de es te modo, apareció, junto al crimen contra la paz, el crimen de guerra, y junto a ese «ejercicio cri minal de la soberanía perso nal» que constituye el 1. 2.
Edgar Faure, op. cit., p. 29. Ibid., p. 31
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crimen de derecho común, el crim en contra la hu manidad, «ejercicio criminal de la soberanía es tatal».' Ello supuso un acontecimiento jurídico de gran magnitud y, no obstante, los aliados no inventaban nada nuevo: refiriéndose, más allá de la diversidad de los derechos positivos, a unos principios eternos, a leyes de la humanidad apli cables por todos los Estados, los jueces de Nuremberg se inscribían en la tradición clásica del de recho de gentes que Montesquieu definió como «e l derecho civil del universo, en el sentido de que ca da pueblo es en sí un ciudadano»,1 2 y retomaron po r su cuenta el artículo p rim ero del cred o de las Luces, esto es, la afirm ación de una moral que sir va «para todas las naciones y todos los individuos, para los soberanos y los súbditos, para el minis tro y para el oscuro ciuda dan o».3 Ese univer salismo no había podido abandonar el limbo de la teoría, puesto que se había topado siempre con otro principio fundamental de la política mo derna: la soberanía absoluta del Estado. ¿No es invocando una ley superior al Estado, cómo el fanatism o religioso sumió en un caos político to tal a la Europa del siglo X V I ? Y habiendo puesto a Dios fuera de juego, ¿no nos arriesgábamos a 1. Eugéne Aroneanu, Le crime contre Vhumanilé, Dalloz. 1961. 2. De l ’esprit des lois, 2, Libro XXVI, capitulo I, GarnierFlammarion, 1979, p. 17. 3. D'Holbach, citad o por Rciner Kosscllcck, Le régrte de la criti- que, Ed. de Minuit, 1979, p. 35.
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reavivar el espíritu de cruzada y retornar a la anarquía en el nom bre esta vez de los grandes principios humanitarios? En suma, antes de Nuremberg, el pensamiento europ eo se debatía entre dos postulados contradicto rios: en tanto que su vertiente idealista apelaba a la conciencia universal para hacer respetar el derecho de gentes en toda circunstancia, su componente realista, surgido del cam po de experien cia de las guerras de religión, velaba por sustraer el orden internacional a los anhelos de la m oral de convicción, p or muy generosos o motivad os que fuesen. P or un lado, el humanismo jur ídico hacía progre sar la idea del jus
gentium hasta obtener en 1907 el acuerdo de la convención internacional de La Haya sobre las leyes y las prácticas de guerra; po r otro, el realismo político consideraba como letra muerta esa declaración de los derechos y deberes de los be ligerantes, privándola de todo poder sancionador. De este modo, después del prim er con flicto mundial, y pese al tratado de Versalles que obligaba al gobierno alemán a entregar a las personas acusadas de crímenes de guerra, cuya lista le sería comunicada, las potencias aliadas acabaron por resignarse a ver cómo Alemania organizaba por su cuenta la represión y absolvía, en los procesos de Leipzig, a la mayor parte de los inculpados. En cuanto al resto, es decir, los crímenes de Estado que no eran específicamente crímenes de gue21
rra, el ardor jus ticiero que suscitaba la idea de le yes de la humanidad se extinguió, por im perativos de no ingerencia, antes incluso de haber podido engen drar nuevas disposiciones de derecho. En 1915, los gobiernos de Francia, Gran Bretaña y Rusia, profundamente impresionados por el tratamiento turco de la cuestión armenia, hicieron saber públicamente a la Sublime Puerta1que la deportación y la matanza de sus súbditos armenios constituían «crímenes contra la humanidad y la c ivilización» y que serían considerados «p e rsonalmente responsables de dichos crímenes todos los miem bros del gobierno otomano que se hallaran imp licados en tales masa cres».2 Pero, a pesar de la derr ota de Turquía, que en la guerra se había alineado con Alemania, esta solemne pr otesta quedó sin efecto : no hubo tribunal que juz gara a los Jóvenes Turcos, ni infracción alguna que calificara sus actos. Cujus regio, ejus religio: A cada Estado, su religión, su justicia, su policía y su moral. Así pues, fue tan sólo después de la Segunda Guerra, y de su inaudito séquito de monstruosidades, cuando las leyes de la humanidad entraron a form ar parte del d erecho positivo y cuando su 1. 2.
Gobierno otomano. ( N. del T.) Citado por Henri Meyrow itz, La répression par les tribunaux
allemands des crimes contre l'humanité et de l'appartenance ¿t une organisation criminelle, LGDJ, París, 1960, p. 180. 22
violación, al igual que la de las leyes de guerra, fue reprim ida p or prim era vez. Existen dos razones para esa (relativa ) intrepidez: la magnitud del cataclismo, es decir, la injerencia del crimen en todos los países de la Europa ocupada, y la m eticulosidad de los nazis, es decir, la falsifica ción de la m oral po r el reglamento, de lo legítimo p or lo legal, y del rigor étic o por la rigidez disciplinaria. Dado que el poder normativo de la legalidad podía llega r incluso a invertir el «N o matarás», or denando participar en un «se rvicio público criminal», era preciso combatir ese mal en su propio terreno, y crea r una legalidad superior. Dado que el olvido de las leyes de la humanidad mediante la satisfacción del deber cumplido o el profesionalismo podía revelarse más m ortífero aún que su transgresión, se imponía la necesidad de co nfer ir a las leyes una forma de existencia indeleble: «Siem pre habrá hombres de pensamiento fanático o instinto torturador; no obstante, lo que podemos evitar y prevenir es que el capital, la disciplina o la técnica lleguen a subordinar una economía, un ejército y una administración a ese nuevo fanatismo. Los efectos de la información y de la prevención no obrarán proba blemente sobre el genio criminal del futuro, pero quizá lo harán sobre el hombre medio, cómp lice po r debilidad, apatía, o p or una interpreta ción erró nea de sus deberes con el Estado. Es necesario que ese hombre 23
aprenda a reflexiona r y a "im ag ina r" las consecuencias que pueden tener los actos que realiza en su rutina profesional. Es preciso que conciba unos valores de justicia y m oral superiores a la autoridad estatal de la que depende. S in duda, los espíritus elevados conocen p or sí mismos la subordinación de lo temporal a lo espiritual; pero para muchos otros carece de im portancia que la justicia, no la justicia abstracta sino la positiva, tribunal, sentencia, castigo, se alce por primera vez sobre el p oder del Estado, no sólo del Estado criminal, sino de los Estados víctim as que han abdicado de su poder sancionador en favo r de un organismo que los sobrepasa.»1 Hombre medio convertido en pequeño torturador, sin duda Barbie no fue más que un subordinado, una pieza menor en la enorme maquinaria nazi. Y su defensor subrayó con propiedad «la extrem a m od estia»2 de su rango, de su papel, de su carrera y de su grado. ¡Razón de más para inclinarse ante la obstinación de Beate y Serge Klarsfeld en buscar a Barbie y hacerlo conducir al banquillo de los acusados! El argu mento de la insignificancia, lejos de invalidar el proceso, es su justificación primera. A la vista de la crueldad nazi tomada en bloque, los verdugos, tomados uno por uno, parecían todos insignificantes, porque esa 1. 2.
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Edgar Faure. op. cil., p. 32. Jacques Vergés, Je défends Barbie, Jean Pic colec, 1988, p. 22.
crueldad «n o pertenece ya a la escala de lo huma no, sino a la escala de lo que está más allá del hom bre». Y el sentido, el alcance a la vez ontológico y judicial de la noción de crimen contra la huma nidad, es el de restab lecer entre el hom bre y el cri men el vínculo ro to p or la máquina técnico-admi nistrativa, y el recordar, considerando com o per- sonas los engranajes del aparato nazi, que el ser vicio al Estado no exonera a ningún funcionario de ninguna burocracia, ni a ningún ingeniero de laboratorio alguno, de su responsabilidad c'omo individuo.
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III.
El quid pro quo
Carece de sentido lamentar que Klaus Barbie fuese arrancado, aun in extremis, de la quietud de su refugio boliviano para ser puesto en manos de la justicia. Lo que, por contra, hubiésemos podido deplorar legítimam ente (pero ¿quién lo ha hecho?) es la ausencia de una jurisdicción internacional capaz de estatuir sobre su caso. Si, en efecto, el crimen del que Barbie tenía que responder lesionaba, como su nombre indica, al conjunto de la humanidad, el juicio debería haber sido celebrado por un tribunal que hablara en nombre del género humano. Este razonamiento, que era el de los aliados en 1945, llevaba aún, en 1961, al filósofo Karl Jaspers a pedirle al tribunal de Jerusalén ante el que comparecía Eichmann que se declarara incompetente; entretanto, Hannah Arendt escribía al término del proceso que el Estado de Israel habría tenido que «o fr e c e r» su pri29
sionero a las Naciones Unidas en lugar de ejecu tar su sentencia, rega lo ciertamente embarazoso, que habría provocado un «buen alboroto», pero que debía haberse hecho para im pedir que la co munidad universal se lavara las manos con respec to a Eichmann, para recordarle que la voluntad de hacer desaparecer a un pueblo particular la ha bía afectado en su totalidad, y para no contribuir a reducir el alcance de la empresa nazi: «e l carác ter monstruoso de los crímenes com etidos queda minimizado, en cierto modo, por el mismo hecho de que sea el tribunal de una sola nación el que deba juz ga rlo».1 Contrariamente a Eichmann, es cierto que Barbie perpetró la mayor parte de sus delitos en un país determinado. Y la «Declaración sobre las atro cidade s» firm ada el 30 de agosto de 1943 en Mos cú por la Unión Soviética, los Estados Unidos y Gran Bretaña estipulaba que ese tip o de activida des delictivas era de competencia judicia l y legis lativa del Estado perjudicado, siendo únicamente castigados «p or una decisión común de los gobier nos aliados» los criminales «cuyos crímenes no tu vieran una localización geográfica precisa».2Pe ro esta objeción no es válida para el proceso de t. Hannah Arendt, Eichmann á Jérusalem, Gallimard, 1966, p. 297. 2. Declaración de Moscú, citada por Jacques-Bernard Herzog, Nuremberg; un échec fructueux?, Librairie générale de droit et de jurisprudence, París, 1975, p. 50.
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Lyon. Habiendo prescrito la mayor parte de las ac ciones puramente locales, Barbie fue citado, en 1987, ante una corte francesa por su papel en la deportación de judíos y resistentes, esto es, para un proceso criminal que no se lim itó al ter ritorio francés. De modo que si Francia acaba de vivir su prim er proceso por crimen contra la humanidad, se debe a la ausencia de una justicia penal inter nacional. Esta vez, nadie se conmovió. Y, sin embargo, ¡qué fiasco! En principio no era la humanidad la que juzgab a y sancionaba a los nazis, sino úni camente sus víctimas, y ante todo, el resto de «ser vicios criminales» nada tenían que temer del derecho. El programa kantiano de una «jus ticia in ternacional de los derechos del Hombre»1no se llevó a cabo: ninguna autoridad superior ni nin gún organismo transestatal puede disuadir hoy por hoy al hom bre ord inario de que preste al crimen estatalizado el concurso de sus virtudes. Los ar menios siguen luchando, setenta años después de los hechos, po r el reconocimiento internacional de su genocidio; la deskulakización2en Ucrania no es un crim en contra la humanidad más que en las novelas de Vassili Grossmann o de Vassil Barka, y las masacres de Bangladesh y el genocidio biafreño no han salido a la luz de la actualidad más que para sumirse de nuevo en un completo olvi1. 2.
Edgar Faure, op. cil., p. 32. Kulak es un terrateniente ruso. (N. del T.)
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do. En cuanto a los khmer rojos, si bien fueron ven cidos y expulsados por los vietnamitas, siguen sen tándose, con toda impunidad y bajo el nom bre de Kampuchea democrática, en las instituciones in ternacionales. En suma, son las jurisdicciones nacionales las que hoy día aplican la cate goría de crimen contra la humanidad a los nazis, y sólo a ellos. Lo que sig nifica que, tras la desaparición de los últimos su pervivientes del Tercer Reich, la inculpación cae rá en desuso, sin que la práctica criminal haya sido abandonada. Lejos de sentirse afectados p or tal impotencia, muchos judíos y am igos de los judíos ven en ello un homenaje de la justicia hacia el carácter único de lo que se llama Shoah. Es innegable que la ma sacre de ios judíos por los nazis sigue siendo un asesinato sin equivalente en la historia, puesto que nunca antes ni después «u n Estado ha decidid o y anunciado bajo la autoridad de su responsable su premo que un determinado grupo humano debía ser exterminado, a ser posible en su totalidad, vie jos, mujeres y niños de pecho incluidos, decisión que el Estado ap licó en seguida con todos los me dios que tenía a su disposición».' Al ser los ju díos un pueblo diaspórico, esto es, disperso por to da la superficie del globo, el proyecto nazi tenía, I.
Eberhard Jáckel, Devanl L'Histoire, Les documenls de la con-
iroverse sur la singularité de l'extermination des Juifs par le régime nazi. Cerf, 1988, pp. 97-98.
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además, una dimensión planetaria. N o se pudo lle var completamente a término; sólo, por así decir lo, fueron tocados los judíos de Europa, aunque, como escribió Saúl Friedlánder, «a partir del mo mento en que un régimen decide, fundándose en un criterio cualquiera, que unos grupos deben ser enteramente aniquilados y ya no están autorizados a viv ir nunca más sobre la tierra, se traspasa una barrera fundamental. Y creo que en la historia mo derna, ese límite sólo fue alcanzado una vez: por los nazis».1 Por otra parte, esa unicidad, esa inconmensu rabilidad y esa singularidad absoluta son las que han llevado a la comunidad internacional a supe rar su realismo político y forjar una nueva califi cación. Precisamente porque la pretensión de «d e cidir quién debe y quién no debe habitar el pla neta»,2 y porque la legalidad de la masacre y el tratamiento industrial de las víctimas iban más allá de todo límite y desafiaban toda norma conocida, la referencia hasta entonces puramente platónica a las leyes de la humanidad recibió un carácter es trictamente obligatorio. Mediante ese gesto capital, la civilización rehusaba aceptar por más tiempo la violación de sus leyes atribuyéndola bien a la into cable soberanía del Estado, bien a los horrores 1. Saúl Friedlánder, «Réílexions sur l'historisalion du nationalsocialisme», en Vigilé me siécle, revue d'histoire, Presses de la fonda(iun nationale de Sciences poiitiqucs, n.° 16, octubre-diciembre de 1987, p. 54. 2. Hannah Arendt, Eichmann á Jérusalem, op. cil., p. 305.
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de la guerra. Al día siguiente de la victoria, preva lecía el sentimiento de que ya no se podía, bajo pe na de muerte espiritual, seguir subordinando los atentados contra la humanidad a los beneficios o pérdidas de la vida internacional. Pero considerar legítimo, medio siglo después, que los nazis monopolicen aún la incriminación resultante de sus delitos, y decir, como algunos, que siendo un acontecimiento único, la destrucción de los judíos de Europa representa el único cri men jamás perpetrado contra la humanidad, su pone in currir en un enorme contrasentido: es con fundir la inscripción de las leyes de la humanidad en el derecho con la aparición del crimen contra la humanidad en la historia, y es interpretar co mo un signo de vigila ncia el patente fraca so de la sociedad internacional a la hora de instaurar una comunidad universal creando la jurisdicción re presiva ante la que los criminales de Estado de berían responder de sus actos; es convertir, con la más perfecta buena fe, en una débil promesa la es peranza traicionada en Nuremb erg; es entregar al cinismo o a la flaqueza el aura de la memoria y del escrúpulo; es tom ar un derecho sin espada por una justicia intransigente, una declaración de de bilidad por una posición de principio, y la fragmen tación de la humanidad por un éxito de la concien cia colectiva; es, en una palabra, transmutar en consagración de la Shoah la debacle de la civili34
zación que hoy día se produce ante nuestros ojos. Este quid pro quo, sin embargo, es excusable, y este paralogism o tiene circunstancias atenuantes. Tendríamos menos miedo a la banalización y defenderíamos mejor la centralidad de Auschwitz si no nos viéramos constantemente forzados a la defensiva por todos los discursos que, con pretexto de denunciar las atrocidades actuales o de restablecer sus derechos como víctimas a los resistentes, diluyen las distinciones capitales esbozadas en Nuremberg. En este tema, no nos amenaza tanto el olvido como la confusión o la intemperancia verbal, esto es, el uso indiscriminado de las palabras nazi o genocida. Si tuviera que resumir con una fórmula el proceso Barbie, diría que dio lugar a maniobras convergentes e insistentes con el fin de oponer a una falsa victoria de la memoria una ampliación falseada del crimen contra la humanidad.
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IV.
El Héroe v la Víctima *
Fue en Trebinzia, un pueblecito polaco situa do entre Cracovia y Katowice, donde Primo Levi, que acababa de ser liberado de Auschwitz por el ejército soviético, tuvo po r vez primera ocasión de transmitir la experiencia que acababa de vivir: Puede que yo fuera uno de los primeros hombrescebra que apareció po r allá: de inm ediato me encontré rodeado por un enjambre de curiosos que me interro gaban volublem ente en polaco. Respondí com o pude en alemán; y de entre el pequeñ o grup o de obreros y cam pesinos se acercó un burgués con sombrero de fieltro, gafas y una cartera de cuero en la mano: un abogado. Era polaco, hablaba bien en francés y alemán, era muy amable y cortés; en suma, poseía todas las cuali dades re querida s para que después de un interm inable año de esclavitud y silencio, reco no ciera en él al m en sajero, el portavoz del m undo civilizad o: era el pr im ero que encontraba. Ten ía una m as a d e cosa s urgen te s que c ontar al mun do entero, cosas privada s pe ro universales, hechos san
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grien tos qu e hu bieran debido, según me parecía, sacu d ir todas las conciencias hasta sus fundamentos. El ab o gado era cortés y afable: m e preguntaba y yo hablaba vertiginosam ente de mis experiencias tan recientes, de un Au schw itz tan pr óx im o y que, sin emb argo, todos pa recían desconocer, de la hecatombe a la que yo había sido el ú nico en escapar, de todo. El a bog ado traducía al pola co para el público. Yo no con ocía el polaco, pero sé cóm o se dice «ju d io » y «p olítico », y m e di cuenta en seguida de que la traducción de mi intérprete, aunque simpatizante, no era fiel. El abogado no me describía al púb lico com o un jud io sino com o un prisionero p olí tico italiano [...]. Ha bía soñado, todos nosotros habíam os soñad o con alg o p are cido durante las noches en Auschw itz: hablar, y no s e r escuchados, reen con trar la li b erta d y q u edar nos solos. Al p oco rato, me qued é so lo con el aboga do; minutos después, también me d ejó él, excusándose edu cadamente.1
No hay que pensar que semejante rechazo fue se propio sólo de Polonia. También en Francia aquellos a los que se llamaba «deportados racia les» para distinguirlos de la Resistencia, fueron acogidos con cierto malestar. Presentes en todos los desfiles que siguieron a la Liberación, los «hombres-cebra», como les llama Primo Levi, de saparecieron muy rápido de las conmemoraciones oficiales, y el 11 de noviembre de 1945 ninguna víc tima judía del universo de los campos de concen tración nazis figuraba entre los quince restos mor tales reunidos simbólicamente alrededor de la llama del Soldado Desconocido. La elección guber1.
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Primo Levi. La tréve, Grasset, 1966 y 1968, pp. 61-62.
namental se inclinó naturalmente por dos resisten tes del interior (un hombre y una mujer), dos de portados por hechos de resistencia (también un hombre y una mujer), un prisionero abatido du rante una fuga, y finalmente nueve militares de di ferentes armas y campos de op eraciones.' Y has ta 1954 no se instituyó una jornada nacional de la deportación. Cierto que Francia no se había entregado co mo Polonia a un antisemitismo persistente, pero estaba viviendo la hora de los héroes y no la de las víctimas. La conciencia colectiva estaba dema siado ocupada en rehacerse una virtud y borrar con la ficción de un pueblo alzado unánimemente contra el enemigo la poco gloriosa realidad de la Ocupación, com o para prestar atención a la espe cificidad del genocidio. Así pues, había un desa cuerdo entre el espíritu de Nu remberg y el estado de opinión. Los aliados, que habían inscrito des de 1941 el castigo de los responsables nazis entre sus objetivo s prioritarios, fueron inducidos, a pe sar suyo, y bajo el impacto de los horrores regis trados a lo largo del conflicto, a distingu ir de los crímenes de guerra propiamente dichos otra ca tegoría de atrocidades que no tenían que ver con la batalla, que no se ejercían sobre los partisanos o sobre los ejército s enemigos, y que en prin cipio llamaron «crímenes de ocupación», «crímenes con-I. I.
Henry Rousso, Le syndrume de Vichy, Scuil, 1987, p. 35.
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tra el orden público internacional» y, finalmente, «crím enes contra la humanidad». Pero Francia reconstituía su identidad nacional en to m o a la epopeya gaullista y a los soldados en la sombra m uertos po r la patria, es decir —traducido al lenguaje juríd ic o—, en la recusación de los crímen es contra la humanidad frente a los críme nes de guerra. Los resistentes mismos, que estaban legítimamente orgullosos de haber tomado las armas contra el ocupante, no querían ser confundidos con aquellos a los que su ser, y no sus actos, había conducido a Auschwitz o a Buchenwald. A su reto m o de los campos, se cuidaban en su mayoría de subrayar que habían pagado por un compromiso, no por una pertenencia. La deportación no se había abatido sobre ellos como una fatalidad, sino como represalia a sus actividades antialemanas. En cierto modo, habían hecho méritos, y podían jactarse tanto más cuanto que no eran los alemanes los que habían dec idido su destino: ello s mismos, con todo conocimiento de causa, se habían expuesto al riesgo de prisión, tortura o muerte. Una implícita jerarquía del h orro r oponía de este modo la muerte afrontada individualmente a la muerte administrada colectivamente, el riesgo frente a la sentencia aceptada, y el coraje de unos al sufrimiento pasivo de los otros. Cuando en 1964 el joven escritor ju dío J. F. Stein er escrib ió un libro sobre la revuelta que estalló en agosto de 1943 42
en el campo de Treblinka para exorcizar, según sus propios términos, « la vergüenza de ser uno de los hijos de este pueblo del que, a fin de cuentas, seis millon es de sus miembros se han dejado llevar co mo corderos al matad ero», obtuvo el gran premio de la Resistencia, a pesar del dolor y la indigna ción suscitados po r semejantes frases entre la co munidad judía.1 Si se produjo un silencio entre los «deportados racia les» en los años que siguieron a la guerra, no se debió, como pretende un cliché melodramáti co y mentiroso, a que no podían hablar, sino a que no se les quería escuchar. ¡Cuidado con el pathos de lo inefable! Los supervivientes de la solu ción final no estaban reducidos a la afasia por una desgracia sin nombre, por una experiencia que nin guna palabra podría expresar, sino que, por el con trario, tenían una irreprim ible necesidad de testi moniar, aunque sólo fuera para saldar, mediante el relato, su deuda con los muertos. Faltaba el audi torio: «Apenas empezábamos a con tar —ha dicho recientemente Simone Veil con una cólera intac ta—, éramos interrumpidos como niños excitados y dem asiado charlatanes por unos padres agobia dos, ellos sí, por verdaderas preocupaciones.» 2 Esto ha cambiado: los historiadores han oscu1. Hcnry Rousso. op. cit., p. 179. 2. Estas palabras fueron pronunciadas en el m arco de unas jo r nadas de estudios sobre «L a política nazi de exterm inio», organiza das por la Sorbona en los dias II, 12 y 13 de diciembre de 1987.
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recido irremediablemente la imagen edificante y mítica de un pueblo de partisanos, y «al mismo tiempo que los resistentes eran olvidados, fundién dose sus galones a través de los años»,1la comu nidad judía aprendía a ver en el genocidio inten tado contra ella un elemento constitutivo de su identidad. Un principio aristocrático muy antiguo —aún activo en nuestras sociedades— pretende que la gloria de un hombre revierta sobre sus des cendientes, pero aunque los hijos de los resisten tes, legítimamente orgullosos del com prom iso de sus padres, se esfuercen en perpetuar el recuer do, no por ello son resistentes ellos mismos, mien tras que los hijos de los judíos son judíos. Esta di ferencia existencial (que en ningún m odo supone una superioridad) tenía que influir, con el tiempo, en la sensibilidad colectiva. Por todas estas razones, el prestigio de los com batientes no oculta ya el desastre de los inocen tes, y la conmemoración de la Resistencia ha de ja do de encubrir o minim izar el recuerdo del exterminio. El embarazo, la impaciencia o la con descendencia con que se acogían los prim eros re latos de Simone Veil o de Primo Levi han dejado paso a la disponibilidad y a la emoción. Incluso podemos d ecir que con Shoah, la película de Claude Lanzmann, las víctimas han sido admitidas en I. Jean-MarcThcolleyre, «C rim es degu err eet crim ese on ire l'humaniié», en Le Procés de Klaus Barbie, Le Monde, número especia!, ju lio de 1987, p. 6.
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la conciencia nacional de igual modo y con el mismo rango que los héroes. Pero no po r ello ha terminado la competición entre las memorias. Incluso ha sido reactivada por el proceso Barbie. En un prim er momento, recordemos, el magistrado encargado de la instrucción del dossier, señor Christian Riss, no consideró más que los crímenes contra los judíos y dictó autos de sobreseimiento para todas las acciones contra los resistentes. Estos hechos constituían, a sus ojos, crímenes de guerra, prescritos en Francia desde 1964. La fiscalía de Lyon confirm ó en principio esta tesis, pero habiéndose constituido algunas asociaciones de resistentes en partes civiles, la cámara de lo crim inal de la Corte de Casación optó, el 20 de noviem bre de 1985, po r una interpretación menos restrictiva, o, según palabras del abogado general señor Henri Dontenwille, menos «m ed rosa » del crimen contra la humanidad. Desde ese momento, entraban en esa categoría penal «los actos inhumanos y las persecuciones que, en nombre de un Estado que practicara una política de hegem onía ideológica, se hubieran cometido de manera sistemática no sólo contra las personas po r razón de su pertenencia a una colectividad racial o religiosa, sino también contra los adversarios de esa política, sea cual fuere la form a de su oposición». Jurídicamente, este fallo no estaba ni más ni menos fundado que el de la fiscalía de Lyon. Por 45
razones que analizaremos más adelante, no pue de extraerse ninguna doctrina clara del acuerdo firmado en Londres que pueda asegurar «la per secución y el castigo de los grandes criminales de las Potencias del E je». Aunque enumere solemne mente las tres grandes infracciones sometidas a la jurisdicción de Nuremberg, este texto no traza una frontera nítida e indiscutible entre los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad.1 Coyunturalmente, la decisión de los magistra dos supremos fue bien recibida: al otorga r estatu tos de crimen contra la humanidad a los tratos más abominables inflingidos a los resistentes, la Cor te de Casación evitaba atinadamente que una audiencia francesa tuviera que juzgar a aquel a quien se llamaba «e l carnicero de Lyon», en los es cenarios de sus delitos, sin poder siquiera mencio nar los actos a los que éste debía su sobrenomI. El artículo 6 b) del Estatuto del tribunal militar internacio nal describe como crímenes de guerra «el asesinato^ los malos tra tos o la deportación para t rabajos forzados o cualquier otr o fin de las poblaciones civiles en los territorios ocupados, el asesinato o los malos tratos a los prision eros de guerra o personas en el mar, la eje cución de rehenes, el saqueo de bienes públicos o privados, la des trucción arbitraria de las ciudades y pueblos o la devastación que no esté justificada por exigencias militares». El artículo 6 c) da cabida en la categoría de crimen contra la hu manidad «el asesinato, la reducción a la esclavitud, la deportación y todo acto inhumano com etido contra la población civil, antes o des pués de la guerra, o bien las persecuciones p or motivos políticos, ra ciales o religiosos cuando esos actos, hayan constituido o no una vio lación interna del derecho del país en que han sido perpetrados, sean crímenes que entren dentro de las competencias del Tribunal o ten gan un vinculo con los mismos». Henri Meyrowitz, op. cit., pp. 480481.
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bre y su lugar en la memoria nacional. Y dado que la deportación de seiscientas personas el 11 de agosto de 1944 (esto es, tres semanas antes de la Liberación ) figurab a entre los cargos mantenidos contra Barbie, el tribunal se hallaba exento, así, de realizar un mórbido escru tinio entre los deportados imprescriptibles y los deportados prescritos. Por lo demás, hay algo de paradójico en ver las asociaciones de resistentes m ilitar p or la ampliación del crimen contra la humanidad y reivindicar ahora el estatuto que ayer rechazaban: «N oso tros, las víctimas, nunca hemos podido ser considerados como héroes —dijo Simone Veil—, así pues, ¿por qué ahora los héroes quieren, al precio que sea y arriesgándose a confundirlo todo, ser tratados com o víctima s?» ¿Se debe a que la clas ificación simbólica de los crímenes de guerra y de los crímenes contra la humanidad se ha invertido subrepticiamente desde el momento en que únicamente los segundos son imprescindibles? De otra parte, al utilizar como criterio la vaguedad diplomática del acuerdo de Londres, no hacemos justicia a la idea que dio origen al tribunal de Nuremberg, y de la cual da testimonio, entre otras, el acta de acusación francesa: «En distintas épocas se han visto represiones sangrientas dirigidas contra los "adversarios”. Se han visto también violencias gratuitas cometidas por soldados y bárbaros que actuaban llevados por el de47
sorden de sus instintos. Pero nunca se había visto o podido ver la preparación cien tífica de una ma sacre absolutamente inútil e inmotivada.»' Pese a la decisión de los jueces, muchos testigos ratificaron, durante el proceso, ese punto de vista «restrictiv o» o «m edroso». Primero fue André Frossard quien se empeñó a lo largo de su exposición (y más tarde en un excelente librito1 2) en refutar el fa llo de la Corte de Casación recordando la ausen cia de antiguos combatientes de Izieu y determ i nando, a través de un relato, la especificida d irre ductible del crimen contra la humanidad: «H abía allí un judío, un hombre valiente, bueno, pero al que un suboficial SS había tomado como cabeza de turco. Y un buen día ese suboficial decidió ha cerle recitar en alemán la siguiente frase: "Un ju dío es un parásito, vive sobre la piel del pueblo ario.” El desgraciado, al desconocer el alemán, no lo conseguía, de modo que, a cada falta, recibía pu ñetazos y patadas. Finalmente consiguió aprender se la frase, y, entonces, en cuanto le oía abrir la puerta a su verdugo, la repetía motu propio. Inclu so el día en que lo llamaron para ser fusilado, el SS aún le hizo repetir la ter rib le frase. Era eso. Bastaba un solo agravio: haber nacido judío.»3 A continuación fue la señora. Alice VansteenEdgar Faure. op. cit., p. 28. André Frossard, Le crime conire l ’humanité, Laffoni, 1987. Audiencia del 25 de mayo, citado por J.-M. Théolleyre. Le Mon- de, op. cit., p. 10. 1. 2. 3.
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berghe, inválida desde su «in terrogatorio» por Barbie — «esa mañana había partido con la eufo ria de mi cuerpo vivo; nunca más he vuelto a tener esa sensación; nunca más he podido andar»— quien declaró, cogiendo a contrapié a las asociaciones de resistentes: «En la Resistencia conocíamos los riesgos que afrontábamos, y asumo todo lo que he sufrido. Pero en esa celda a la que me arrojaron había otras personas. Vi a una mujer judía y a su hijo, bien cuidado, rubio, con un birrete en los ca bellos. ¡Pues bien! Barbie entró un día, venía pa ra arrebatarle la madre a ese niño. Eso no es la guerra, es algo inmundo.»1 Existe el mundo, del que la guerra form a par te, y existe el inmundo. N o es lo mismo ser un ene migo que una presa. En el prim er caso, el mundo sigue siendo mundo, pues uno continúa siendo dueño de sus opciones. Dentro de la no-libertad, uno sigue siendo libre de dar o no su vida en un sentido político, mediante el comprom iso; ético, a través del autosacrificio, o épico, mediante la asun ción de un riesgo mortal. Aun sometido al esta do de excepción y aun privado de todo derecho y de las elem entales garantías, puede dar testimo nio de su humanidad en la acción: «Si salgo de ésta —e scribía en 1944 René Char en Feuillets d'Hypnos—, sé que habré de rom per con el aroma de estos años esenciales, rechazar (no expulsar) si I.
Audiencia del 3 de junio de 1987, ibid., p. 22.
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lenciosamente mi tesoro lejos de mí, y volver al principio de conducta más indigente, como en los tiempos en que me buscaba a mí mismo sin llegar a acceder al heroísmo.»' Y el 3 de junio de 1987, la señora Vansteenberghe confirm aba esa nostalgia premonitoria evocando «la elite de carác ter tan excepcional que constituía el ejérc ito irre gular de Resistencia» y los vínculos indestructi bles que la acción común había anudado «entre el mecánico y el profesor de universidad, pasan do por el maestro y el médico».1 2 En el segundo caso, los años carecen de aroma, pues el m undo no es un mundo sino una trampa: no se expían los actos, sino el nacimiento; no se escoge la supervivencia o el riesgo, la tranquilidad o el rechazo, uno es escogido y desposeído de su vida antes incluso de haber decidido qué hará con ella. Y si uno escapa, la felic idad de estar vivo se confunde con la de recuperar todas las dimensio nes y todas las prerrogativas de la condición hu mana: la inautenticidad y la autenticidad, la com o didad y el heroísmo, la cotidianeidad burguesa y la intrépida libertad de los que actúan. Por ello, estará siempre fuera de lugar oponer el heroísmo de los judíos que se levantaron con tra el proceso de destrucción al legalismo de aque1. Rene Char, Fureur el mystére, Gallimard, Coll. Poésie, 1967, pp. 137-138. 2. Audiencia del 3 de junio, Procés Barbie, l'Agence France Pres- se raconte, AFP, 1987, p. 142.
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líos que facilitaro n la tarea de los nazis respetan do escrupulosamente sus directrices, como una ac titud de resistencia frente a una actitud de cola boración. Al margen del problema moral que supone el hecho de enseñarles retrospectivamen te (y cómodamente) a los condenados la m ejor for ma de morir, no pueden emplearse indistintamente las mismas palabras para el genocidio y para la guerra, a menos que reintroduzcamos el mundo en el inmundo, y el juego en la situación sin salida de los judíos europeos entre 1939 y 1945. Recordemos las últimas palabras de Klaus Barbie. Conducido por fuerza a la última audiencia de su proceso, se le preguntó al fin de los debates, y según la costumbre, si tenía algo que añadir. Da do que hasta el momento se había inclinado por la ausencia o el silencio, se esperaba que declina ra con un altanero « Nichts zu sagen /» a esa ritual invitación. Pero, renunciando por una vez a su pro pio sistema de defensa, se levantó y, en un francés impecable, dijo: «Nun ca llevé a cabo arrestos in discriminados en Izieu. Nunca tuve poder para de cid ir las deportaciones. Com batí a la Resistencia, a la que respeto, con dureza, pero se trataba de la guerra, y la guerra ha terminado.»' Declaración acaso táctica y, sin duda, falsa, aunque no es la sinceridad de Barbie lo que nos interesa en este contexto, sino el hecho de verle a él, el nazi impenitente, restablecer una distinción 1.
Audiencia del 3 de julio, Le Monde, op. cit.. p. 40.
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penal y ontológica que la justicia, creyendo obrar bien, había suprimido. En este extraño proceso, fueron los resistentes y no los representantes oficia les de la Resistencia, el acusado y no la Corte, los que dieron la definición rigurosa del crimen contra la humanidad.
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V.
Blancos prisioneros y verdugos blancos
Así pues, algunas voces discordantes hicieron resurgir en el tribunal el debate que los juristas habían querido zanjar antes del comienzo del pro ceso. Pero ¿para qué? ¿Qué utilidad y qué alcance podían tener esos testimonios y la contradicción que comportaban respecto a la versión ofic ial del crimen contra la humanidad, desde el momento en que la humanidad material, la humanidad de carne y hueso, se desmarcaba de los jueces y el pro curador, destituía a aquellos que hablaban en su nombre y llevaba incluso su sarcasmo al extremo de preferir ostensiblemente a sus asesinos desig nados frente a sus portavoces? Si es cierto, como ha escrito Durkheim, que «un acto es criminal cuando ofende los valores sólidos y definidos de la conciencia colectiva», la presencia en los ban cos de la defensa de los señores Jacques Vergés, Nabil Bouaíta y Jean-Martin M ’Bemba expresaba 55
por sí sola que el exterminio de los judíos era un crimen de interés local, una gota de sangre euro pea en el océano del sufrimiento humano, y, en con secuencia, no ofendía sino a la conciencia de los blancos. Intentad imagin ar po r un segundo que en Nuremberg los abogados de los nazis hubieran inter cedido por sus clientes (es decir, entre otros, Goering, Bormann, Frank, Rosenberg, Kaltenbrunner, Julius Streicher) citando el Viaje al Congo de André Gide e invocando con ardor su propia experien cia del racismo o del colon ialism o europeo. Esta escena grotesca es irrepresentable. Y sin embar go ha tenido lugar cuarenta años después, y sin de masiados ambages, en el Palacio de Justicia de Lyon. El proceso B arbie no ha sido, pues, co mo ha dicho la mayoría de los comentaristas, la continua ción ejem plar del proceso de N uremberg. Dada la espectacular connivencia de representantes del Tercer Mundo con un tortura dor nazi, ha sido, por el contrario, una irrisión y ha reducido a la nuli dad esa constatación establecida por la comuni dad internacional después de la victo ria sobre los nazis: la humanidad también es mortal. Antes de Hitler, reinaba la confianza: no se creía que la humanidad pudiera morir. Ciertamente, de cía la metafísica corriente, los individuos mueren, ya sea solos o en masa, de muerte violenta o natu ral, de enferm edad o en accidente, p ero la especie 56
humana rebrota, como las otras especies vivientes — «la planta siempre reverdece y florece, el insecto zumba, y el animal y el hombre subsisten en su in destructible juventud, y cada verano encontramos de nuevo las cerezas saboreadas ya mil veces»1— y, por añadidura, la historia humana avanza. Los hom bres tenían conciencia de su finitud, se sabían mor tales; también sabían, desde siempre, que la vida ja más se detenía y, desde que, con la llegada de los Tiempos modernos, habían invertido su relación con los Antiguos —considerando a aquéllos ya no como Padres sino como niños «ciertamente nuevos en al gunas cosas»2— pensaban que la humanidad se había librado de su eterno recomenzar para flore cer a través de los siglos y alcanzar así, según una trayectoria dialéctica o rectilínea, el dominio total de su propio destino. En cierto modo, la muerte tenía dos pesos y dos medidas distintas. Destruía despiadadamente las existencias singulares: « e l últim o acto es sangrien to, p or muy bello que sea el resto de la comedia; al final se nos echa tierra sobre la cabeza, para siempre»;2pero la muerte perdonaba a la huma nidad: «To da la sucesión de hombres a lo larg o de los siglos debe ser considerada como un mismo hombre que subsiste siempre y que aprende contiSchopenhaucr, Le monde comme volonté el comme représen- tation, PUF, 1966, p. 1222. Trad. castellana en Orbis, 1985. 2. Pascal, «P ré face au Traité du vidc », en De Vesprit géométtri que. Ecrits sur la Gráce el autres textes, GF, Flammarion, 1985, p. 62. 3. Pascal, Pensées, n.° 210, Brunschvicg, Garnier, 1964, p. 131. 1.
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nuamente.»' Así, todo el mundo moría, y nada mo ría. Cada cual — pueblo o persona— dejaba una he rencia que otros, tras él, recogían y hacían fru ctifi car; la sabiduría de las civilizaciones extintas pasa ba a aquellas que tomaban el relevo, y el hombre, si bien sucumbía en detalle, tomado en bloque, lle vaba a cabo un continuo progreso. Objeto fugaz y perecedero, pertenecía simultáneamente a una to talidad en movimiento, perfectible e inmortal. Su humanidad, en el sentido de naturaleza humana (po r oposición a la divinidad) o de virtud de ternu ra (por oposición a la inhumanidad), se asimilaba a la Humanidad, en el sentido de ser genérico y uni versal. Sus actos, sus empresas, sus invenciones contribuían, quienquiera que fuese, a la obra colec tiva. Su individualidad separada era sostenida por un Sujeto trascendental y unificador, una especie de Yo englobador de la marcha prometeica cabal gaba fogosamente de generación en generación. En esta perspectiva evolucionista o revolucio naría, el derecho de gentes podía muy bien ser bur lado aquí o allá, y estas deplorables desgarradu ras no ponían nunca en tela de juicio el movimiento positivo de la civilización. Aun así, juríd ica o m o ralmente, sucedía que la humanidad se salía de sus casillas, históricam ente, no dejaba de avanzar, de progresar en el cumplimiento de su vocación, ni de proseguir, con una infatigable energía, su ca- 1 1.
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Pascal, «P ré face au Traité du vide», op. cit., p. 62.
mino hacia el saber exhaustivo y el bienestar. Lo que desde el punto de vista de la sensibilidad cons tituía un escándalo injustificable, aparecía, desde el momento en que se asumía el punto de vista del devenir, com o un accidente leve, o bien com o una argucia de la Razón que gobierna soterradamente el orden de las cosas: bajo las desastrosas apa riencias de la violencia o de la barbarie, las pasio nes humanas alcanzaban el destino de los fines superiores y eran testimonio del papel desempe ñado por la insociabilidad humana en la carrera misma de la humanidad: « N o es cierto que la lí nea recta sea siempre el cam ino más corto », pre vino Lessing en La educación del género humano; dicho de otro modo, la historia progresaba también por sus lado malos, y sólo contravenía las exigen cias universales que definen a la humanidad para dar a luz a una humanidad real y universalmente humana. El cortejo triunfal de la historia pasaba así sobre aquellos que siembran el suelo,1la san- gre de las víctim as se secaba en el sentido del de venir, las tragedias particulares eran reparadas por la epopeya universal y los huevos rotos se conver tían siempre en una buena tortilla. En suma, la idea de la humanidad eludía la aspereza de lo real y consolaba más eficazmente del mal que todas las antiguas teodiceas.1 Tomo prestada esta expresión de Théses sur la philosophie de l'histoire de Walter Benjamín. 1.
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En Nuremberg, este consuelo dejó de funcionar. El realismo histórico y el realismo político fueron denunciados. Si se les otorgó entonces la palabra a los juristas y magistrados, fue porque ya no era posible «reg istr ar los campos de la muerte com o accidente de trabajo en el avance victorioso de la civilización»1o resignarse en nombre del hecho de que las relaciones entre Estados se hallan regidas por el po der y no po r el derecho. ¿Cómo seguir, entonces, convirtiendo el sufrimiento en razón y olvidar a los hombres que mueren en bene ficio del hom bre que avanza, cuando es este avance el que ha hecho posible esa muerte industrial? Nada más civilizado, más metódico y moderno que la solución final. Esa «empresa criminal contra la condición humana»2no surgió de la noche de los tiempos para deshacer convulsivamente el paciente traba jo de la civiliza ción . En ese desencadenamiento de una crueldad sin limite, el progreso se hallaba implica do tanto bajo la forma técnica (sofisticación de la máquina de muerte) como moral (domesticación de las pulsiones, sumisión de la voluntad a la ley). «H em os visto, lo hemos visto con nuestros propios ojos — escribía Valéry tras la Primera Guerra Mundial—, el trabajo concienzudo, la más sólida instrucción y la disciplina y aplicac ión más serias t. Adorno, Mínima Moralia, Payot, 1980, p. 218. Trad. castellana en Taurus, 1987. 2. Edgar Faure, op. cit., p. 24.
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adaptados a los más espantosos designios [...]. No hubieran sido posibles tantos horrores sin tantas virtudes. Sin duda, se ha necesitado mucha ciencia para matar a tantos hombres, disipar tantos bienes y aniquilar tantas ciudades en tan poco tiempo, pero se han necesitado no menos cualidades morales. Saber y Deber, ¿sois, pues, sospechoso s?»' En 1945, esta sospecha se convertía en certeza: la vida había retomado su atareado curso, pero el progreso ya no podía prescindir de las víc- timas y la historia dejaba de s er ese dibu jo animado cuyo héroe golpeado, mutilado, desarticulado, aplastado, volvíala levantarse siempre intacto, o incluso crecido, para continuar su palpitante aventura. En esta ocasión, el golp e se recon ocía com o mortal: mírese com o se mire, el crim en era un ase- sinato. El género humano se había empobrecido para siempre po r la destrucción del mundo judío europeo. Se había producido una catástrofe cuyo carácter irrevocable ninguna lógica estaba en condiciones de borrar o atenuar. Por ello, en lu gar de que la humanidad siguiera su camino sin detenerse ante las heridas infligidas a los individuos, los mismos hombres decidían detenerse ante la herida que el nazismo había infligido a la humanidad.2 1. Valéry, «L a cl ise de l’esprit», en Variété /, Gallimard, Col. Idees, 1978. p. 15. 2. «L a tazón no puede detenerse ante las heridas infligidas a los individuos, pues los objetivos particulares se pierden en el ob jetivo universal», Hegel, La raison dans l'Hisloire. 10/18, 1965, p. 68. Trad. castellana en Orbis, 1984.
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Y el dogma de la auto rrealización de la huma nidad en la historia no era sólo refutado por la am plitud y m eticulosidad del crimen; quedaba tam bién com prometido en el discurso de los verdugos. Tal como lo señala atinadamente Jankélévitch, el exterminio de los judíos «estuvo fundado doctri nalmente, explicado filosóficamente y metódica mente preparado por los doctrin arios más pedan tes que jamás hayan existido».' Los nazis, real mente, no eran brutos, sino teóricos. La causa a que sacrificaron todo escrúpulo no fue el instinto sanguinario, ni los intereses económicos o políti cos, ni siquiera el prejuicio. Podemos decir, por el contrario, que las objecion es y los escrúpulos del interés, de la piedad instintiva y del prejuicio fue ron inmolados en el altar de su filoso fía de la his toria: «Es pues una concepción errónea y estú pida — decía ya en 1910 Theo dor Fritsch en su Ca tecismo del antisemita — explicar la oposición al judaismo por la emanación de un estúpido odio racial y religioso, cuando, en realidad, se trata de un combate desinteresado animado por los idea les más nobles contra un enemigo de la humani dad, de la moral y de la cultura.»2Fieles discípu los de ese antisem itismo benévolo, los nazis tuvie ron la convicción de cum plir una misión espiritual 1. W. Jankélévitch, L’Imprescñptible, Seuil. 1986, p. 43. Trad. cas tellana en Muchnik, 1987. 2. Citado po r Shulamit Volkov en L'Allemagne nazie et le génoci- de juif. Coloquio en L’ Ecole des Hautes Eludes en Sciences Sociales, Hautes Eludes, Gallimard-Le Seuil, 1985, p. 83.
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cuando tomaron lo que H imm ler llamó « la grave decisión de h acer desaparecer al pueblo jud io de la tierra », y al rechazar hasta el final la menor des viación de este objetivo, ni siquiera po r el esfu er zo de la guerra. Para servir al Hombre, estos ase sinos metafísicos rompieron —desde la moral al cálculo— todos los vínculos de humanidad. Panwitz es alto, delgado, rubio; tiene los ojos, los cabellos y la nariz conformes a los que debe tener todo alemán, y se sienta, terrible, tras un complica do escritorio. Y yo, el H a f t l i n g 174.517 estoy de pie en su despacho, que es un verdadero despacho, lim pio, adecuado, perfectamente en orden. Tengo la im presión de que si tocara algo dejaría en ello una mancha. Cuando acabó de escribir, alzó los ojos hacia mí y me miró. A partir de ese día, pensé en muchas oca siones y de muchas formas en el Doktor Panwitz. Me preguntaba qué podía suceder en el interior de ese hombre, cómo ocupaba su tiempo al margen de la polimerización y de la conciencia indo-germánica; y, sobre todo, cuando fui de nuevo un hombre libre, deseé encontrarlo de nuevo, no para vengarme, sino para satisfacer mi curiosidad sobre la especie hu mana. Pues su mirada ya no era la de un hombre a otro hombre. Y si pudiera explica r a fondo la naturaleza de esa mirada intercambiada, como a través del cris tal de un acuario, entre dos seres pertenecientes a dos mundos diferentes, podría explicar también la esencia de la gran locura del Tercer Reich.1 1. Primo Levi, Si c'est un homme, Julliard, 1987, p. 138. Trad. cas tellana en Muchnik, 1987.
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Después de semejante experiencia, es imposible continuar creyendo en la grandeza de un destino colectivo que contenga y sobrepase la existencia de los individuos. Pues lo que da a la mirada del Doktor Panwitz su frialdad sin piedad, pero también sin odio, es la certeza absoluta de con tribuir, mediante la eliminación de los parásitos, a la realización del género humano. De este modo, la civilización descubre (o redescubre) en 1945 que los hombres no son los medios, los instrumentos o los representantes de un Sujeto superior — la Humanidad— que se realiza a través de ellos, sino que la humanidad les incumbe, y que ellos son sus guardianes. Pero siendo ésta una carga revocable y pudiéndose rom per tal vínculo, la humanidad se encuentra de pronto despo ja da del priv ile gio divino que le habían transferido las diversas variantes del progresismo; expuesta, precaria, puede incluso morir. Está a merced de los hombres, y particularm ente de aquellos que se consideran sus emisarios o los ejecutores de los grandes designios. La noción de crimen contra la humanidad es la huella jurídica de esa toma de conciencia.
Hablando com o delegados de la humanidad no blanca, y desplegando incluso sus colores como bandera, los tres abogados de Klaus Barbie (señor 64
M ’Bemba, congoleño, señor Bouaíta, argelino, y se ñor Vergés, francés de madre vietnamita) preten dieron borrar la lección de Nurem berg. Hubieran po dido buscar circunstancias atenuantes para su cliente, señalar la falta de correspondencia entre la amplitud de las atrocidades cometidas por los nazis y el papel m arginal del jef e de la Gestapo de Lyon en el proceso de exterminio, o pintar a Barbie con los rasgos de un polic ía temible exclusiva mente encargado de desmantelar la Resistencia, oponiendo así los crímenes —prescritos— de los cuales en efecto se declaró culpable, frente a los crímenes imprescriptibles por los que compare cía; o invocar la excusa burocrática del deb er de obediencia, o sociológica, del adoctrinamiento, o psicológica, de la juventud difícil en una Alema nia exangüe. Sin desdeñar del todo esa argumen tación clásica, prefirieron erigirse ellos mismos en acusadores y desplazar el racismo del crimen mis mo hacia la memoria del crimen, o, si se quiere, del Doktor Panwitz —cuya mirada lanzada sobre Prim o Levi decía claramente: «E sta cosa que ten go delante mío pertenece a una especie a la que sin duda es necesario suprimir. Pero, en el caso pre sente, es conveniente asegurarse antes de que no encierra ningún elemento p er nicio so »1— hacia todos aquellos que hoy siguen honrando a las víc timas de semejante locura o llevand o ante los tri bunales a sus responsables aún vivos. 1.
Primo Levi, op. cit., p. 138.
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Nos pedís que suframos con vosotros, pero vuestra memoria no es la nuestra, y vuestras lamentaciones narcisistas no nos hacen llorar, vin ieron a sig nifica r el señor Vergés y sus comparsas a los occidentales. Pues sois vosotros los que rechazáis com partir la tierra con otros pueblos; sois vosotros los que, tomándoos p or el centro del universo, tratáis de llenar con vuestra sola existencia, con vuestra sola raza, el concepto de humanidad y los archivos de la historia. Sois vosotros quienes, no contentos con acaparar la riqueza y el poder, pedís además la piedad, y quienes tratáis de hace r que os compadezcan precisamente aquéllos a los que seguís explotando, después de haberlos tratado durante mucho tiempo co m o a subhombres. Blancos, apiadaros de la suerte de los blancos. Europeos, erigís una querella de familia en guerra mundial y en crimen imprescriptible. Tan infatuados de vosotros mismos co mo indiferentes al sufrimiento de los verdaderos oprimidos, no curáis más que vuestras heridas y eleváis a los judíos, es decir, a los vuestros, a la dignidad de nación maldita o de mártires elegidos, para que así se olviden, con los sufrimientos que pasasteis una vez, las sevicias que nunca habéis dejado de ejercer sobre los pueblos del Sur. Pero, por mucho que señaléis sin cesar a Barbie y a los que se parecen a él para la venganza del mundo, y por mucho que derraméis vuestro llanto, redoblado y amplifica66
do p or vuestro gigantesco po der mediático, sobre los crímenes de los nazis, nosotros nos mantene mos aquí, frente a vosotros, en este lugar, y nues tra presencia variopinta prueba que, a pesar de todos vuestros esfuerzos, la ma nipulación ha fra casado. A través de nosotros, es la misma huma nidad la que se ríe a carcajadas y la que dice que vuestro desastre
no es
su problema.
Lo que sobrecoge de tal razonamiento no es que unos hombres se hayan convertido en abogados del diablo empleando todos los recursos de su talen to para exonerar a Barbie de los horribles delitos que se le reprochaban (esa misión les estaba en cargada imperativamente por el Estado de dere cho, el cual se desacreditaría a sí mism o si retira se sus garantías a ciertas categorías de criminales), sino ver resurgir, con ocasión del proceso a un o fi cial SS, una tradición de la cual se podía pensar razonablemente que no sobreviviría a la tentación de exterminio de los judíos por los nazis: el antidreyfusismo de izquierdas. Así como los portavoces más rígido s del prole tariado rehusaron tomar partido por Dreyfus, por que, sobre todo, no querían dejarse desviar del combate revolucionario por una lucha fratricida entre dos facciones rivales de la burguesía, para los señores Vergés, M'Bemba y Bouaita, los seis millones de judíos asesinados por orden de H itler no tenían derecho alguno a la misericordia univer 67
sal, puesto que la solución final era asunto de blancos prisioneros y verdugos blancos: cuando se producía una hecatombe en el campo de los enemigos del Hombre, no podía pedírsele al otro campo, esto es, a aquellos que tenían a su cargo el progreso de la humanidad, que se consumieran en un duelo eterno. Estos abogados militantes no se contentaron pues con pleitear lo mejor que pudieron por su cliente; al tratar a las víctimas del racismo hitleriano como síntomas del racismo y del imperialismo occidental, reintrodujeron, en su versión más radical, la metafísica agitada por la catástrofe, y volvieron a hacer de la humanidad una «totalida d en movimiento», y de los mismos hombres, los instrumentos o los adversarios de su realización. Es cierto que la propaganda soviética les había preparado el terreno desde hacía mucho tiempo. Presente en Nuremberg, la Rusia de Stalin había adoptado la calificación penal de «crimen contra la humanidad» sin dificultad, pero sin renunciar por ello a su fe prometeica en el sentido de la historia. En vez de que Auschwitz refutara el progresismo, H itle r se con virtió en el p aradigma y el paroxism o de todas las fuerzas reaccionarias aliadas contra el progreso. Enemigo proteiforme, hidra de mil cabezas, el Führer no fue aniquilado sino para renacer de inmediato en otros lugares y con otros rostros. Como escribía Ilya Ehrenbourg en el volumen de sus mem orias titu68
lado La Russ qu e aquí se pone en en Russie ie en guerr gu erre: e: « L o que tela de ju icio ic io es el hecho de que entre los cincuen cincuen ta millones de víctimas de la Segunda Segunda Guerra Mun d ial ia l falte fa lte una: una: el fascismo. S ob revi re vivi vió ó a 1945. C ier tamente tamente conoció cono ció un período perío do de inquietud inquietud y decli declive ve,, pero no está está m uerto.»1Princip uer to.»1Princip io cómodo cóm odo que has has ta fechas recientes permitió al régimen soviético nazif na zifica icarr a todos sus sus adversarios del momen momento, to, des de los disidentes sin poder hasta la potencia nu clear americana. Pero esa propaganda hoy (¿provisional (¿provisionalmente?) mente?) atemperad atem perada a conservaba, conservaba, a causa de las circunstan circunstan cias cias,, un vínculo víncu lo de m em oria con el acontecimien to del que saca sacaba ba p a rtid rti d a Ya no se puede de cir lo mismo — el proceso Barbie lo ha demostrado— de las ideologías religiosas o seculares que hoy día le disputan al comunismo la antorcha de la Hu manidad, ni de las nuevas nuevas causas causas de la histo h istoria ria que, que, fuera de Occide Occidente nte,, quieren tomar toma r el relevo r elevo del pro letariado europeo o de la patria del socialismo. Franceses en Setif, americanos en My-lai, judíos de la U GIF GI F (Unión (Unión general de los israelitas de Fran Fran cia creada cre ada en 1941 p or el régim ré gimen en de Vichy V ichy para reemplaza reem plazarr a todas todas las organizaciones organizacion es judías judía s exis tentes) o sionistas de Deir-Yassin, todo el mundo es nazi, dijo en esencia el señor Vergés, todo el mundo salvo los mismos nazis. Pues ellos son los perdedores. Aplastados por los aliados, y habien1. Ilya Il ya Ehrenbou Ehre nbourg, rg, La Russia en guerre, Gallimard, 1968, pp. 45-46.
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do servido como fianza o excusa para la creación y expansión expa nsión del Estad Est ado o racista racis ta de Israel, ¿cóm ¿c ómo o podrían dría n ser s er absolutamente absolutamen te malvados, es decir, decir, nazis? nazis? Entre dos facetas de Occidente Occidente,, entre dos m od alidades del horror, horror, defen de fender der a un vencido significa significaba escoger esco ger la men menor. or. Y adem además, ás, justo en el momenm omento en que los hijos de los deportados se encarnizaban, con toda conciencia, con los palestinos en el Líbano o Cisjordania, ¿no había estrechado Klaus Barb Ba rbie ie las dos manos de su aboga ab ogado do negro, negro, sin sin sombra som bra de reticencia r eticencias s racistas, racistas, com o éste nos reveló con emoción durante su defensa?' En Nuremberg, el mundo juzgó a la historia, en vez de someterse a sus veredictos o buscar la verdad en su desarrollo. Al definir al género humano por su diversidad y y no por su avance, y al tomar conciencia de que no es el Hombre el que habita en la tierra, sino los hombres en su infinita pluralidad,2los jueces hablaron en nombre de la sociedad socieda d internacional internaciona l entera, entera, dado que, que, pensaban, an, era ésta la que sufre un un perju pe rju icio irreparable irrepara ble «cuando desaparece uno de sus elementos raciales, nacionales o culturales».3 Esta nueva percepción de lo humano aceleró, sin duda alguna, la lucha contra la segregación 1. Audiencia del 1 de julio. 2. Tom o prestada esta expresión expresió n a Hanna Arendt, que la utiliza Vies poliliques, poli liques, Gallimard, en muchas de sus sus obras y especialmente especialme nte en Vies col. Tel, 1986. p. II. de Nurember Nure mberg g et le chátiment chátim ent des cri- cr i- 3. Marcel Ma rcel Merle. Merle . Le Procés de minéis de guerre, París. Pedonc. 1949, pi 158.
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racial en los Estados Estados Unidos y contribu con tribuyó yó en Euro pa a desbaratar la causa de la colonización. Fue bajo la conm oción causada po r la destrucción de los judíos jud íos por po r los nazis nazis cuando cob ró auge el mo/imie /imiento nto para la la integración integra ción de los negros am eri canos,' y cuando la opinión pública occidental pudo considerar y co m batir com o atent atentado ados s con tra la humanidad los agravios cometidos por su pro pio imp erialismo — desde los viajes triangula triangula res res de antaño a las guerras contempo con temporáneas ráneas de d e Ar Ar gelia o V ietnam—. ietnam —. Como Com o escribe escr ibe con agudeza agudeza Paul Paul Ricoeu Ricoeur: r: «L as víctim as de Auschwitz so son, po r ex celencia, celencia, los delegado s ante ante nuestra nuestra m em oria de todas las víctimas de la historia.»1 2 Ahora Aho ra bien, en Lyon, Lyon, en en 1987, en en el p rim ri m e r pro pro ceso empren em pren dido en en Francia Francia po r crimen crime n contra la humani humanidad, dad, la defensa alineó aline ó a los mártires del d el co co lonialism lon ialism o y la esclavitud esclavitud de los negros en el cam po del acusado, reduciendo la diversidad del gé nero humano humano a la Histo ria del Hombre, y oponien 1. Ciertamente hubo que esperar a los años sesenta sesenta para ver có mo esa lucha culminaba y conducía a la igualdad de derechos. derechos. Pero P ero fue en noviemb nov iembre re de 1945 —o sea. sea. apenas seis meses después de la capitulación capitulación incondicional incondicional del ejérc ito alemán— cuando cuando el A me ri can Jewish Congress Congress creó cr eó una Com isión de derecho y d e acción so cial con el fin f in d e ayudar a todos aquellos aquellos que sufrían discriminación. discriminación. El presidente Truman anota, pues, justificadamente en sus Memo rias: rias: «A l perseguir a los judíos judíos,, H itler ha contribuido en gran gran medi da a que los americanos amer icanos tomemos tom emos conciencia de los grandes grandes peligros que pueden engendrar engendrar los prejuicios cuando se permite que éstos éstos dic ten la conducta del Estado.» (Ver Raúl Hilbcrg, La destruction des Juifs d'Europe, Faya Fayard, rd, 1988 1988,, pp. 1.024 1.024-1.02 -1.027.) 7.) 2. Ricoeur, Le Temps ///, Seu Seuil, 1985 1985,, p 273. 273. Temps raconté, Tem Temps el Réc R écit it /
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do a ese Hombre, del que la defensa pretendía ser la única que garantizaba su representación en el tribunal, el nazismo de la Europa judeoblanca. ¿Puro delirio? Aparte de dos antiguos dirigen tes del FLN,1nadie retiró su simbólico mandato a esa defensa que enarbolaba orgullosamente «todos los colores del arco iris humano»;2ningún intelec tual, ningún poeta, ningún periodista ni estadista africano, asiático o árabe dijo que no se podia acu sar al do lor judío de obstruir la memoria del mun do, ni presentar a los antiguos esclavos y coloniza dos como las víctimas de la conspiración de las cenizas de Sión.
Esta aprobación tácita (y a veces clamorosa3)
1. «S i nosotros, argelinos, tenemos que ocupar algún lugar en es te proceso, no será como testigos de descargo de Barbie, sino como testigos de cargo, en nombre de los derechos del Hombre que legiti man nuestro propio combate.» Hocine Ait Ahmed y Mohammed Harbi, Nouvel Observateur, n.° 1183, 10 de julio de 1987. 2. Jacques Vergés, Je défens Barbie, op. ciu, p 13. 3. He aquí, por ejemplo; lo que podia leerse en el dossier consa grado al proceso Barbie po r el semanario Algérie-Actualité, y titulado sin ambages: Que veulent les Juifs?: «Más de cuarenta años después, el Holocausto causa furor. Desde el momento en que un judio llora en alguna parte de este vasto mun do, se acusa a la humanidad de ser fundamentalmente antisemita y se convoca sin cesar a la Historia y a los hombres que la han hecha »E1 Holocausto es la llama del Ólimpo judío que mantiene una po tencia financiera mundial a través de media interesados. [...] »¿Cómo decirles a los palestinos que recuerden dramas pasados cuando en el presente viven unos aún más insoportables? ¿Qué dife rencia hay entre una cámara de gas y una bomba de fragmentación que cae sobre una casa árabe una noche de Ramadán? »¿Qué decirles a los niños palestinos acerca del fondo común hu 72
significa que si Francia hubiera entregado su pri sionero a la ONU según el deseo expresado por Hannah Arendt en el proceso de Eichmann, muchos Estados se hubieran adherido a Vergés y votado la absolución. Para una parte importante de la opi nión internacional, H itler no tiene nada que ver con Hitler, ni el Tercer Reich con la catástrofe de la hu manidad. Todo lo que le queda de la Segunda Gue rra Mundial a esta mayoría planetaria es una pa labra: nazi. Palabra desde entonces sin re ferente, sin anclaje; palabra que ya no es un hecho, sino sólo una etiqueta; palabra fluctuante, dispo nible, utilizable a capricho, y que reagrupa bajo un mismo sello de infamia a todas las oposiciones que encuentran en su camino los autoproclamados mandatarios del Hombre en marcha. Palabra que, para decirlo de otro modo, le niega al adversario la calidad de ser humano, que lo degrada a la cate goría de monstruo contra el que cualquier medio es bueno, y que, llegado el caso, puede producir así el sometimiento del antinazismo a las dos prácti cas juzgadas y solemnemente condenadas en Nuremberg: la guerra total y el exterminio. mano si los hombres que les han privado de memoria no llegan a co nocer algún día la infamia del banquillo de los acusados? En la espe ra de este amor entre los hombres, sublimado como la eternidad, sub siste esa verdad. La del señor Vergés, “ antisemita" a pesar suy o orlado de fórmulas injuriosas por esos maníacos de la persecución: "lo s sio nistas retroceden en el tiempo hasta adquirir el rostro de los caballe ros teutónicos”.» Algérie-Actualité, n.° 1127, semana del 21 al 27 de mayo de 1987.
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VI.
El incidente
ahí. Ha H a A priori, prio ri, la defensa no debía quedarse ahí. bía anunciado dos contra-procesos: el de Occidente Oc cidente y el de la Resist Re sistenc encia. ia. «Jea «J ean n M oulin ou lin estará est ará pres pr esen en te en en la audiencia, si ésta ha ha de abrir ab rirse se algún día, día, puesto que, haceos a la idea, así lo he decidido», había prevenido, con su habitual soberbia, el se ñor Vergés. Vergé s. En efecto, efecto , la justicia jus ticia había descarta do el asunto de Caluire Calu ire de entre entr e las las bases bases de acu sación mantenidas mantenidas contra Barbie, pero pe ro su abogado aboga do parecía parec ía persuadido de que que,, sin sin el arresto arre sto y mu er te de Jea Jean n Moulin, el nom bre de Klaus K laus Barbie Bar bie ha bría desaparecido de la memoria nacional, y que el anciano SS habría podido pod ido continuar, continuar, com o mu chos de sus sus colegas, pasando tranquila tran quilame mente nte sus días en algún lugar de América Latina. Aunque ahora respondiera respon diera por otros delitos, era ante todo ese crimen el que lo había h abía sacado sacado del anonimato y el e l que q ue lo había ha bía insc in scri rito to en la co c o n cien ci enci cia a co c o le c t i 77
va de los franceses. franceses. Al afirm ar, e incluso hacién hacién dole decir al mismo acusado que Jean Moulin no había m uerto ba jo tortura, sino que se había había ro to la cabeza cont ra una pared después después de darse cuenta de que había sido denunciado por sus camaradas de de combate, combate, el señor Ve rgés cr eía pro pr o bar que la Resistencia —humana, demasiado humana— tenía su su parte pa rte de respon res ponsabilid sabilidad ad en el acontecimiento acontecimien to al que el el jefe je fe de la la Gestapo Gestapo de Lyon debía su embarazosa notoriedad. Al contrastado paisaje de la leyenda, quería oponer «la amarga verdad» de una noche en que todos los soldados eran pardos —tanto los clandestinos como los ocupantes—. Quería demostrar, en una palabra, que no había ángel ni bestia, ni culpable abso luto ni sublime justiciero, y que el «carnicero de Ly on » era la víctima exp iatoria de nuestr nuestra a mi tología, e l canalla que necesitábamos necesitábamos para p ara aislar la abyección y para exorcizar en un tranquiliza dor maniqueísmo el mal extendido por todas parles. Optando Optando por el e fecto publicitario más más que por el efecto efe cto sorpr sorpresa esa,, el señor Vergés d esarrolló y pre cisó esta argumentación a lo largo de los cuatro años años que tran scurriero n entre la captura de BarBarbie y su proceso. En un un libro lib ro aparec ap arecido ido en noviem novie m bre br e de 1983, imp imputa uta a la parc pa rcial ialid idad ad jud ía de Robert Badinter Ba dinter (por entonces min istro de Justici Justicia) a) el hecho hech o de que su su client clie nte e no tuviera tuv iera que qu e respon respon-78
der ya por po r la muerte de Jean Jean Moulin: «E l argumen to ju ríd ico que la magistratura, magistratura, es decir, decir, el poder al que está sometido jerárquicamente, anticipa para explicar este escamoteo es que el arresto y deportación depor tación de un jud ju d ío es un un crimen contra la hu hu manid manidad, ad, pero que el arresto y po sterior m uerte uerte de Jean Moulin sería un crimen de guerra, y que los los crímenes de gu erra han han prescrito, p or la pres cripción del derecho común.»1Lo que significa, inequívocamente, que entre dos persecuciones iguale iguales, s, el m inistro de Justicia Justicia favo rece descara damente dam ente aquella que qu e afecta a los suyos suyos.. Pero, ame am e naza naza entonce entonces s el señor Vergés: «Dem «D em ostraré ostr aré a tra vés de testimonios indiscutibles e indiscutidos la inexora ble marcha hacia el drama, y luego la tra gedia ged ia de Jean Jean Moulin, Mou lin, sin sin dejar dej ar en la sombra somb ra nada nada concerniente a las responsabilidades de cada cu al.»2 al.» 2 Su escen ificación era la sigui siguiente ente:: Je Jean Moulin había sido entregado a los alemanes por resistentes que lo consideraban demasiado gaullista y, al mismo tiempo, demasiado cercano a los comunistas, y que, a pesar suyo, habían esta blecido blec ido vínculos con con los servicios secretos am eri cano canos. s. Entrevistado En trevistado po r la televisión francesa, francesa, el mismo mes de ese año, Vergés afirma poder de m ostrar ostra r que si si «Jean M oulin m urió no fue a cau sa de de los golp es de Barb B arb ie sino porqu e ante el alalPo uren n finirave fini ravec c Ponce Ponce-P -Pila ilate, te, Pré-aux-Clercs, 1. Jacques Vergés Ver gés,, Poure 1983, p. 23. 2. lbid., p. 24.
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canee de la traición que lo rodeaba, estimó que ése era el único med io de compo rtarse con digni dad».1 Acusación que reitera, al año siguiente, en la película de Claude Bal: Que la vérité est amére. Advertidos de este modo de las intenciones y de la estrategia del señor Vergés, los abogados que representaban a las partes civiles resistentes tu vieron tiempo de sobra para poner a punto sus res puestas; y estaban bien decididos a no dejar que la defensa se transformara en acusación. Pero — prim era sorpresa— los debates no dieron lugar a ningún incidente. Barbie había optado por la ausencia, y el señor Vergé s se guardó m ucho de abordar la cuestión de Jean Moulin, incluso el día en que desfilaron por el tribunal los resistentes a los que él mism o había citado, y que, a pesar de ello, había prom etido demostrar que eran «héro es con pies de barro», «gente que llevaba un doble juego, personas a las que la pasión política partisana les hacía olvidar el servicio a la Resis tencia».2 ¿Era esa extraña discreción una trampa? ¿H a bía sido el señor Vergés forza do a renunciar a ese tipo de ataques por el juic io del tribunal de París que el 30 de ab ril de 1987, o sea sólo unos días an 1. Citado por Henri Noguércs, La vérité aura le dernier mol, Seuil, 1985, p. 233. 2. Jacques Vergés en Jacques Vcrgés-Etienne Bloch, La face co- chée du procés Barbie, Samuel Tastet, p. 66 y p. 17.
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tes de la apertura del proceso, había condenado a Claude Bal por difamación hacia los resistentes a quienes ponía en tela de juicio en su película, o quizá reservaba sus golpes de efe cto para el ale gato, esto es, para ese momento solemne y final en que el ad versario ya no puede responder, a no ser que viole los sacrosantos derechos de la defen sa? Temiéndose esta última estratagema, el señor Noguéres previno a su colega de que su alegato no constituiría un santuario, que no todo le esta ba permitido, y que, haciendo caso omiso de la práctica habitual, él le interrum piría para hacer las puntualizaciones necesarias en el caso de que reiterase sus calumniosas imputaciones con res pecto a los resistentes.' Segundo motivo de asombro: el señor Vergés claudicó. N o puso en práctica su amenaza. La pro mesa de escándalo no se mantuvo. A pesar de la cita que él mism o había fijado, Jean Moulin no fi guró en ningún momento de su interminable ale gato. La mayoría de los observadores concluyó que el a bogado había sido derrotado. Había bastado con un toque de atención para que mantuviera el respeto, él, que a lo largo de la instrucción anun ciaba que asesinarían a Barbie en su celda antes que dejar que se mancillara públicamente la ima gen de la Resistencia... Así pues, el encanto se ha bía roto, el gran provocador no era sino un ma- 1 1. Audiencia del 23 de junio. 81
tamoros, y Bemard-Henri Lévy podía escribir triunfalmen te en la víspera del veredicto : «S e te mía a Vergés. Se temía la provocac ión y las reve laciones que tenía que hacer. Y Francia entera, re cordémoslo, estaba pendiente de las palabras y de los nombres que iba a decir. Ahora, Ve rgés ha per dido. N o ha man tenido ninguna de sus promesas, ni logrado ninguno de sus "e fe ct o s” . Y él, que es peraba tanto de este caso, él, que daba por des contado el triunfo, la coronación de su carrera, se arriesga a no deja r más huella que el oscu ro doc tor Servatius en el proceso Eichmann en Jerusalén.» 1 Frív olo optim ismo. Pues, durante los alegatos, se pro dujo un incidente. Y entonces la defensa re cibió el espectacular respaldo de aquellos que, des de el prin cip io del proceso, la habían tenido bajo vigilancia. Recordém oslo: cuando el representante de la Federación de sociedades judías de Francia, señor Zaoui, interrumpió el alegato del señor Boua'íta, el abogado argelino de Barbie quien, en tre otras amenidades, evocaba «l a nazificación del pueblo israelí jud ío»,1 2 todos los portavoces de la Resistencia protestaron contra ese comportamien to fuera de lugar. Legítima cuando fue invocada po r el señor Noguére s en representación de los re 1. Bernard-Henri Lévy, en Archives d'un procés Klaus Barbie, Globe-Lc L ivre de Poche, 1987, p. 9. 2. Audiencia del 1 de julio.
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sistentes, esa interrupción se convertía en un sacrilegio en el momento en que el señor Zaoui la utilizaba en nomb re de los judíos. ¿Cóm o explica r ese doble tratamiento? ¿Po r qué la difamación merecía ser sancionada en un caso y no en el otro? La reacción del señor La Phuong, abogado de la asociación «Los de la Liberación», puede ayudarnos a responder a tal cuestión. Al exclamar « ¡Yo no soy el defensor del Estado de Isra el!», quería d ecir que el señor Zaou i sí lo era, y que su gesto no estaba m otivad o por su preocupación p or la verdad, sino por los intereses y la imagen del país al que representaba en la audiencia: sólo un sionista militante y, lo que es más, muy susceptible, podía contestar a la defensa el derecho de identificar Sabra y Chatila con Auschwitz, las bombas de fós foro con los hornos crema torios y la noción judía de pueblo ele gid o con el racism o hitleriano. Frente a ese nacionalismo receloso, los abogados de Barbie y los de las asociaciones de resistentes se encontraban al mismo lado de la barricada. Unos y otros mantenían un mism o com bate para desalojar a los judíos de su posición de monopolio y para desposeer del crimen contra la humanidad a sus acaparadores. Solicitado por el diario Libération para que hiciera un balance jurídico del proceso, Paul Bouchet, el antiguo decano del Colegio de Abogados de Lyon, llegó incluso a de83
clarar: «La presencia al lado de Jacques Vergés de un abogado a rgelino y un abogado congoleño ha internacionalizado la defensa. Una defensa puramente interna habría creado, sin duda, menos alboroto, pero acaso habría planteado con menor fuerza cuestiones que, por turbadoras que sean, son útiles cuando se trata de defin ir en un derecho aún en período de formación los límites del crimen contra la humanidad.»1 Para este eminente jurista que, antes de ser nombrado para el Consejo de Estado, debía garantizar la coordin ación de los abogados de las partes civiles, no había pues ningún escándalo ni motivo alguno de estupor, cólera o duda en la alianza tramada entre la «Raza de los Señores» y la humanidad no blanca. Paul Bouchet saludaba, por el contrario, la contribución de la defensa al progreso de la conciencia y al perfeccionamiento del derecho: remarcando que Auschwitz no era el amo del mundo, sino el ombligo de Occidente, según él, el señor Vergés había provocado un choque violento y, a fin de cuentas, saludable; habían hecho falta sus «desconcertantes» cuestiones para que prosiguiera la reflexión jurídica iniciada por las partes civiles resistentes y para que nuestro derecho se deshiciera por fin del etnocentrismo «m ed roso » en que se había confinado desde Nuremberg. ¿Podía soñar con una victo1.
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Liberation, 6 de julio de 1987.
ria más bella el abogado de Barbie, con una consagración más deslumbrante que esa patente de universalismo que se le otorgaba a su acción?1
1. Meses más tarde, un periodista de lAbératian veía «una cierta justificación a las cuestiones planteadas por Jacques Vergés» al constatar la manera como Francia transigía con el asalto de la cueva de Ouveá. Diecinueve militantes independcntistas de Nueva Caledonia habían sido abatidos por militares franceses encargados de lib erar a los rehenes que mantenían tras un ataque a una comisaría en que había habido cuatro muertos, y esa matanza no parecía que fuera a desembocar en una acción judicial. ¿Qué podía concluir este periodista democráticamente comprometido con la igualdad tanto en la vida como en la muerte, sino que veinte canacos asesinados en una operación militar sólo constituían un lamentable error porque son negros, mientras que seis millones de judíos asesinados por los nazis, sin ningún motivo estratégico o militar, eran victimas de un crimen contra la humanidad sólo por el hecho de ser europeos? En otros términos, Vergés tenia razón, su alegato era premonitorio e «imaginamos fácilmente el júbilo del abogado de Barbie si mañana se abriera el proceso contra los militares acusados de haber procedido a una masacre, y si, como parte civil, representara en el tribunal a la familia de las víctimas. De pronto, se hallarían legitimadas a sus ojos sus declaraciones acerca de "la paja y la viga” y su rechazo a otorgar a la justicia francesa el derecho de juzgar a Barbie antes de haber limpiado su pasado colonial». («Vergés visto desde Ouveá», Francis Zamponi, Libération, lunes 16 de mayo de 1988.)
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VII.
L a confusión sentimental
«La interpretación de un texto de derecho penal no debe ser medrosa ni, por el contrario, febril», dijo el procurador de Lyon, Pierre Truche, al día siguiente del fallo de la Corte de Casación que consideraba dentro de la definición de crimen contra la humanidad ciertos actos considerados hasta entonces como crímenes de guerra. A contracorriente de la opinión general, ese magistrado testarudo y singular rehusaba abandonar la reflexión jurídica acerca del crimen en masa a la alternativa puramente psicológica (o incluso fisiológica) del calor y el frío, de la sensibilidad y de la dureza de corazón. Osó incluso replicar al abogado general de la Cámara criminal —quien había tomado la decisión con estas palabras: «Sé que los seiscientos desdichados del convoy del 11 de agosto de 1944 escucharon el mismo grito ronco, al alba: " Revista ; y sin equipaje” » —, aun a riesgo de agravar todavía más 89
su caso y parecer francamente glacial, diciendo que los alemanes habían sido los primeros en separar la suerte de los deportados al dejar a los hombres de la Resistencia en el campo alsaciano de Slruthof, a las mujeres resistentes en Ravensbrück, y a los judíos, hombres, mujeres y niños en Birkenau donde les esperaba, únicamente a ellos, una muer te inmediata. Las oportunidades de supervivencia no eran las mismas, e incluso podría decirse que, para los burócratas nazis, a cada uno de esos des tinos correspondía claramente una suerte distinta. Habiendo sido elegido para sostener la acusa ción en el proceso, Pierre Truche, aparentemente con el mismo ánimo, otorgó, desde el principio de su requisitoria, un lugar aparte al arresto y depor tación de los cuarenta y cuatro pequeños internos de la colonia judia de Izieu, recordando que había «algo más horrible en el horror», y que ese algo más horrible era «el genocidio de los niños».' Detengámonos, sin embargo, en esta expresión: el genocidio de los niños. Impresionante a primera vista o en la primera escucha, por poco que la con sideremos atentamente, se revela imposible y ab surda. Pues el genocidio es la tentación de destruc ción de un pueblo, y los nazis nunca acometieron la aniquilación del pueblo pueril. Nunca denuncia ron en su propaganda la conspiración de los niños, o los efectos devastadores del «b acilo» infantil. No1 1.
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Audiencia del 29 de junio.
fue de los niños que H itle r dijo que eran «una basura que pulula», «un ejérc ito de ratas» o un «a b ceso » al que había que aplicar urgentemente el «es calpelo». Y no fue porque tuvieran entre tres y trece años po r lo que los habitantes del hoga r de Izieu fueron sacados de allí el 6 de ab ril de 1944, para ser enviados a los campos de la muerte, sino porque pertenecían a una raza parasitaria para la que la Conferencia de Wannsee había programado una liquidación total. Se me objetará que critic o una figura e stilística como si se tratara de un razonamiento, y que el procurador tom ó la parte (los niños) por el todo (los judíos), en plena posesión de sus medios retóricos y con todo conocimiento de causa. Preocupado por hacer compartir su emoción al auditorio, falseó con la loable voluntad de dar en el clavo. Y, en efecto, no hay nada tan inmediatamente evo cador, nada que despierte una compasión tan ardiente como el desencadenamiento de la fuerza bruta contra la inocencia o la debilidad absolutas. Pero ahí precisamente reside el prob lem a o, si se quiere, la sospechosa eficacia sentimental de la expresión «g en oc idio de los niños». Esta metonimia hace desaparecer la finalidad del crimen tras su misma inhumanidad. N o es el inaudito rechazo a com pa rtir la tierra con otro pueblo lo que nos da qué sentir o pensar, sino la maldad en sí, la esencia del mal. No es la intención particular, sino la 91
barbarie a secas. No es el atentado más sistemá tico jamás p erpetrad o contra el género humano, sino la negación más rad ical que pueda conceb ir se de la virtud de humanidad. Y si el crimen contra la humanidad se define simplemente com o el más inhumano, el más mons truoso de todos los crímenes, y si no se distingue de las otras faltas contra la ley y la moral sino por la abyección que en él se revela, todas las razones para con servar la m ente fría y estar atentos a las discriminaciones jurídica s se derrumban: no sólo hay que ser prudente, sino también feroz y des piadado para seg uir viendo en la persecución de los resistentes una barbarie aceptable o un crimen
humano. ¿Y la tortura en las dictaduras? ¿Y los erro res policiales? ¿Y los asesinatos de ancianas o las violacion es de niños? Según esta lógica, que es la del corazón, se debe a la falta de sensibili dad y a que la humanidad no es suficientemente humana el que todavía existan actos despreciables que escapan a la categoría de crimen contra la hu manidad: cuanto más se amplíe el dominio cubier to por esta infracción, más se aproximará la es pecie a ese estado ideal en que, unida contra el crimen, p odrá al fin proclam ar que todo lo que es inhumano le es ajeno. Al suscitar la imagen del genocidio de los ni ños, la insoportable evocación de Izieu condujo al procurador allí donde ni la rivalidad de las me92
morías ni la mala conciencia occidental habían po dido arra strarlo, y llegó a apostar por la tesis de la Corte Suprem a en el mism o nombre de lo que en prin cipio había p rovo cado su disensión: la po lítica de exterminio. No estamos de acuerdo. Los magistrados lyoneses, sobre mis requisiciones análogas, habían adoptado la definición del señor Frossard, limitando el crimen con tra la humanidad a los actos cometidos contra los ju díos. Pensábamos que no concernía a los resistentes, puesto que eran combatientes voluntarios. El Tribunal de Casación no nos ha seguido. Ha estimado que la in humanidad resultaba del trato infligido en los campos nazis. Es preciso que os exprese aquí mi convicción como hombre y ciudadano. Habiendo decidido la Cor te Suprema que todo lo que hoy habéis enjuiciado es inhumano, no por ello, a mi modo de ver, el debate ha terminado. Deseo profundamente que este proceso no ponga fin a la reflexión acerca de lo inaceptable. Si ha bía algo chocante en distinguir entre los deportados del convoy del 11 de agosto de 1944 según fueran judíos o resistentes, tras el fallo de la Corte de Casación, aún subsisten diferencias que hacen que las torturas con tra los resistentes no se mantengan, mientras que ejer cidas contra los judíos antes de su deportación consti tuyan para el autor circunstancias agravantes. Vuestra decisión servirá, pues, para marcar una etapa. Por el momento, estimo que debéis mantener como crímenes contra la humanidad todos los hechos sometidos a vues tro juicio, p u e s t o q u e n o p o d é is d e c ir q u e h a y a e n e s te d o s s ie r u n s o lo a c t o q u e n o s ea i n h u m a n o . '1 1.
Audiencia del 29 de junio citada por Jean-Marc Théollcyre, Le Monde, op. cil., p. 37.
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Denunciar el asesinato de niños, hacer retro ceder cada vez más lejos los límites de lo inacep table: ¿qué hombre de buena voluntad podría re gatear su concurso para tan noble ambición? Ni el señor Rolan d Dumas, abogado de la acusación particular, había sabido hacer llo rar al público al hacer el inventario de los niños mártires de aho ra y no dudando en situar en dicha categoría a los militantes políticos secuestrados, torturados y eje cutados por la junta m ilitar argentina, bajo el pre texto de que sus madres habían reclam ado públi camente responsabilidades a los verdugos: «En mi país era costumbre que un niño muerto fu era se pultado en una sábana blanca, pues la blancura es el sím bolo de la inocencia, y toda mu erte de un niño es una desgracia para la humanidad. Este es el mensaje que debéis hacer resonar más allá de nuestras fronteras. Es pre ciso que llegue a Sudáfrica, donde los niños están encarcelados y en pe ligro, al Próximo Oriente, donde están asustados bajo las bombas, a Argentina, donde las madres de la Plaza de Mayo han reclam ado en vano a los suyos [...].»' Ni los señores M’Bemba y Bouaita, que se adhirieron ostensiblemente a la cruzada hu manitaria predicada por el procurador, y se die ron así el lujo de situar su defensa de Barb ie bajo la autoridad moral de la acusación. Ni, por últi mo, el señor Vergés, que, cogiéndole la palabra 1 1.
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Audiencia del 26 de junio, op. cii., p. 35.
a aquel a quien designaba, con el estilo y tono de gran señor del que ya no podía desprenderse, como su «único adversario», llegó al extremo de dedi car la publicación de su alegato a los «n iños már tires de todas las guerras: judíos, palestinos, viet namitas, argelinos..., sin olvidar a los setenta niños alemanes muertos a causa de las privaciones en el cam po de M ontreuil-Bellay e inhumados en el cementerio militar de Huisnes».1La disolución sentimental del crimen contra la humanidad en lo inhumano justificaba de esa form a el proceso con tra la Europa judeoblanca y aportaba la inespe rada garantía del corazón a las amalgamas prac ticadas por la defensa en nom bre de la Ideología.1
1. Jacques Vergés, Je défends Barbie, op. cit. 95
V III.
L a noche del idilio
¿Qué es la Ideología? Es «la lógica de una idea», nos dice Hannah Arendt, la pretensión de explicar la historia como «un proceso único y coher en te»1 cuya finalidad es la realización y la producción de la misma humanidad. El pensamiento ideológico rechaza toda pertenencia a la oposición esbozada en Nuremberg entre las masacres cometidas en nombre de la ley p or un «servicio público crim ina l» y las violaciones por algunos Estados, en determinadas circunstancias, de su propio derecho interno. Pues lo que la Ideología llama ley es la fórm ula de la evolución y nada más. Ya hable de ley de la historia o ley de la vida, se refier a a Marx o a Darwin, la Ideo logía somete a la humanidad al mismo régimen que la naturaleza, esto es, a un orden que no es un mandato: 1. Hannah Arendt, Le systéme totalitaire, Le Seuil, 1972, pp. 216 y 217.
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los fines que los hombres se proponen y los im pe rativos que se fijan disimulan, a sus ojos, las cau sas que les inducen a actuar. En suma, la Ideología sustituye el deber por la necesidad y la trascenden cia de la ley jurídica o m oral po r la ley cien tífica del devenir. Con el vocabulario del derecho, exclu ye al derecho de su visión del mundo. En la Ideo logía, sigue escribiendo Hannah Arendt, «el mis mo término ley cambia de sentido: en vez de form ar el m arco estable en que las acciones y los movimientos humanos puedan tener lugar, se con vierte en la expresión misma del movimiento».' Para el señor Vergés, siendo el conflicto NorteSur la ley de la historia, tanto Francia en Arg elia como Norteamérica en Vietnam, mostraron su auténtico rostro depredador, tortura dor y antihu mano. Y si es cierto que la opinión pública inte rio r pesó en contra de la guerra en los dos países, ello no proviene de la contrad icción que pudiera existir entre los valores de O ccidente y sus críme- nes : quiere decir únicamente que Occidente reve ló entonces su esencia criminal a una importante proporción de occidentales. Y así como la verdad de Occidente se resume en su violencia imperialista, de igual modo, los crí menes com etidos p or las naciones antioccidenta les carecen de existencia frente a su papel positi vo en la evolución: seguros de este principio, los 1 1.
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Ibid., p. 209.
abogados de Barbie realizaron el prodigio de re clam ar sin cesar la ampliación del crimen contra la humanidad, descartando sistemáticam ente to dos los casos probados de «servicio público cri minal», e incluso introduciendo en el tribunal la lógica que podía conducir a su emergencia. El exterm inio de tres millones de camboyanos no es resultado de una furia pasajera o de un acceso de bestialidad. Los cuadros juveniles del Angkar —ese genocidio fue llevado a cabo por adolescentes— tenían la misma mirada que el Doktor Panwitz: con una calma implacable, ejecuta ban la sentencia que la historia había pronuncia do contra aquellos que llevaban la marca de la inñuencia occidental, llevando así la Ideología has ta sus últimas consecuencias. En nombre de la ley se eximieron del « N o matarás». En ellos era la «ciencia », y no la naturaleza, la que ahogaba la voz de la conciencia. Era la idea la que sojuzgaba al instinto, y no, como en los progroms, el instinto el que echaba por tierra todos los obstáculos: «E l terror es la realización de la ley del movimiento; su objetivo principal es hacer que la fuerza de la Naturaleza o de la His toria pueda lleva r a todo el género humano a su liberación, sin que ninguna forma de acción espontánea constituya un obs táculo.»1 Así pues, en este proceso que, para la defen-I. I.
Hannah Arendt, Le systéme totalitaire, op. cit.. p. 210.
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sa, debía ser el de todos los genocidas, y en el que el propio fiscal del Tribunal Supremo veía una profundización del pensamiento jurídico, apenas se trató de la revolución de los khmer rojos. El análisis de este acontecim iento, sin embargo, hubiera hecho que aflorasen las auténticas deficiencias de Nurem berg. Con la eliminación metódica de los burgueses, de los intelectuales (reconocibles por el hecho de que llevaban gafas o hablaban idiomas) y de todos los enemigos del Hom bre nuevo, el régimen de Pol Pot se inscribió claramente en la línea asesina del régimen hitleriano. Mientras que antes el crimen se realizaba «en contra de la ley moral que existía simultáneamente», en ese caso, com o en el nazismo, «e l crim en se convertía en doctrina y en ley moral».1Pero, no habiéndose perpetra do en el m arco de una guerra o ap rovechándose de ésta, ese crimen no podía ser sancionado según el juicio de Nurem berg. T ras algunas vacilaciones, el tribunal militar interaliado acabó por restringir la noción de crimen contra la humanidad a la de crimen com etido en tiempo de guerra'. Queda fuera de toda duda, leemos en el juicio, que desde antes de la guerra los adversarios políticos del nazismo padecieron el asesinato o el internamiento en campos de concentración. El régimen de esos campos era odioso. A menudo reinaba el terror, que era 1. Max Picard, L ’homme du néant (H iller in uns selbst), op. cit., p. 191.
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organizado y sistemático. Se siguió sin escrúpulos una política de vejaciones, de represión y de crimen, con tra todos aquellos civiles que se presumían hostiles al gobierno; la persecución de los judíos ya causaba estragos. Pero para constituir crímenes contra la hu manidad es preciso que los actos de tal naturaleza, que hayan sido perpetrados antes de la guerra, obe dezcan a la ejecución de un complot o de un plan con certado con miras a desencadenar y llevar a cabo una guerra de agresión. Por lo menos, es preciso que se hallen relacionados con ese plan. Ahora bien, el T ri bunal no estima que se haya probado esta relación, por indignantes y atroces que a veces fueran los ac tos de los que tratamos. Por tanto, no podemos de clarar que los hechos imputados al nazismo anterio res al día 1 de septiembre de 1939 constituyan, en el sentido del estatuto, crímenes contra la humanidad.1
El juicio de Nurem berg se realizó, pues, en dos fases: tras haber pre visto claram ente una catego ría de infracciones distintas, después de haber afir mado, por boca del delega do de los Estados Uni dos en el comité jurídico de la Comisión de las Naciones Unidas para los crímenes de guerra, que los «crímenes perpetrados contra las personas apátridas o contra cualqu ier otra persona por ra zón de su raza o religió n debían ser considerados como crímenes contra la humanidad», porque atentaban contra los mismos fundamentos de la civilización independientemente de su ubicación y fecha, e independientemente del problem a de sa1. 1947.
Le procés de Nuremberg, Le veredict. O ffice français d'cdilion,
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ber si constituían o no infracciones contra las le yes y hábitos de guerra,1los aliados lim itaron, in fine, su competencia jurisdiccional a los delitos realizados a partir del inicio de las hostilidades. Como se ha visto, no rechazaron en un principio los argumentos del realismo sino para acabar, a fin de cuentas, adhiriéndose a él, sacrificando en el altar de la no ingerencia los principios univer sales que acababan de afirmar. Por temor a po ner en peligro todo el orden internacional, inten taron un difícil com prom iso entre la referencia a una ley del gén ero humano y la idea de que un go bierno tiene derecho a hacer en su terreno lo que no tiene derecho a hacer en el de los otros. Como explicaba el juez americano Jackson durante la Conferencia de Londres (encargada de preparar el proceso): Desde tiempo inmemorial existe un principio ge neral según el cual, en tiempo ordinario, los asuntos internos de otro Estado no nos conciernen: dicho de otro modo, la form a en que Alemania trate a sus ha bitantes, o cualquier otro régimen a los suyos, no es asunto nuestro, como tampoco les corresponde a otros países inmiscuirse en nuestros problemas... En ciertos momentos, circunstancias lamentables dan lu gar a que, en nuestro propio país, las minorías sean injustamente tratadas. Estimamos que sólo es justi ficable que intervengamos, o tratemos de castigar a los individuos o los Estados, en tanto en cuanto los campos de concentración y las deportaciones obede1.
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Citado y comentado en Mevrow itz, op. cit., p. 18.
cían a un plan o a una empresa concertados para librar una guerra injusta en la cual nos vimos arrastrados a participar. N o vemos ninguna otra base sobre la cual podamos justificar el que nos inmiscu yamos por las atrocidades que se cometieron en el interio r de Alemania, bajo el régimen alemán o incluso como violación del derecho alemán, por las autoridades del Estado alemán.1
Resultado: los decretos antijudíos aprobados antes de la guerra fueron excluidos del acta de acusación aunque constituyeran la prim era etapa de la solución final. Es ciert o que la Asamblea General de las Na ciones Unidas rom pió con esa conexión artificial entre la guerra y el crimen contra la humanidad retomando p or su cuenta el térm ino de genoc idio acuñado por Raphaél Lemk in durante los prim eros meses de la ocupación nazi, para designar la aniquilación de una colectividad étnica, y adoptando, el 9 de diciem bre de 1948, un convenio cuyo primer artícu lo estaba redactado de la siguiente forma: «Las partes signatarias confirman que el genocidio, sea com etido en tiempo de paz o de guerra, es un crimen contra el derecho de gentes que los firmantes se comprom eten a preven ir y castigar.» El problema es que, a falta de una justicia penal internacional, el acuerdo prevé confiar al Estado en cuyo territorio se produzca el genocidio Citado por Raúl Hilberg, La destruction des Juifs d'Europe, op. cit ., p. 918. 1.
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la tarea de llevar a los culpables ante sus propios tribunales. Lo cual significa asegurar la represión del crimen contra la humanidad a través del c riminal (hipótesis absurda), o bien a través de los que se hayan salvado (hipótesis contradictoria con la idea de una ley o de un destino comunes a la humanidad entera). El gen ocid io se con vierte en un asunto interno, y su castig o se reduce, cuando éste tenga lugar, a una purga, de modo que desembocamos de nuevo en la misma situación que se pretendía corregir: el desmembramiento del género humano en una multitud de Estados. Puede que no haya medio de subsanar las lagunas del derecho internacional. P or lo menos, se habría adelantado alg o en Lyon si éstas hubieran sido constatadas. En lugar de ello, la justicia francesa se parapetó tras las ambigüedades del juic io de Nuremberg para confundir un poco más aún la definición del crimen contra la humanidad, y el pensamiento sentimental se rindió frente al pensamiento totalitario, revestido por los defensores de Barbie con los colores del antirracismo. Admiremos la paradoja: si Occidente se ha vuelto tan sentimental, es como reacción a la Ideología. Que hoy nos sintamos tan libres co mo para denunciar todos los crímenes sin distinción de procedencia o finalidad, se debe a que la obsesión por no irritar a Billancourt ha perdido su pod er de intimidación. Si hemos reconquistado —con una 106
dura lucha— el don de las lágrimas, es sobre la historia y sus dudosos prestigios. Y es gracias a la caída de la idea revolucionaria por lo que po demos movilizamos, sin previa selección, por to das las víctimas de la inhumanidad. Ahora bien, ¿adonde nos conduce esta liberación moral y esta piedad al fin desbocada? A consagrar, con toda in consciencia, el gran retorn o de la Ide ología en el primer proceso que tuvo lugar, en Francia, por cri men contra la humanidad. Y es que, a pesar de su vehemencia y su radicalidad, nuestra crítica ha dejado de lado lo esen cial: la Ideología está revestida de buenos senti mientos. Prom etiendo para mañana el advenimien to de una humanidad unida y feliz, y reduciendo hoy la diversidad de opiniones, de intereses y con flicto s nacidos de la vida en sociedad, a un único frente maniqueo, la Ideología habla el lenguaje de la ciencia, aunque prim ero apela a la afectividad : halaga esa parte de nosotros que no puede res ig narse a que la pluralidad sea la ley de la tierra y que se empeña en desear un mundo maravillosa mente simple en que la política no surja nunca de la moral, ni el pensam iento del sentimiento, y en que el Otro sea siempre la tierna figura del her mano, o bien la espantosa del asesino. Cierto que no es lo mismo excluir del género humano a to dos aquellos que no pertenecen a la familia, a la raza o nación, que preten der ge neralizar el senti 107
miento de familia a la humanidad entera. Mas — repliegue sobre la tribu elem ental o constitu ción del planeta en una sola e inmensa fratría—, en ambos casos, reina la ley del corazón, y la discordancia es sentida como «un escupitajo arrojado al rostro de la sonriente fraterni dad».1 Por encima de las diferencias reales, las pro pagandas totalitarias nos vuelven a sumir, tanto la una como la otra, en la época idílic a y bárbara que Goethe situaba en el com ienzo de la historia cultura l de la humanidad: todo tiene «u n aire d o méstico y familiar»;2ninguna relación social es capa al modelo de la intimidad; una misma cama radería inalterable se manifiesta en los mismos rostros juveniles y radiantes. Es preciso pues extender a la Ideología en general la definición que Thomas Mann daba en 1940 del nacional-socialismo: «El nacional socialismo significa: “ Y o no me preocupo de las consecuencias sociales. Lo que yo quiero es el cuento popular.” Esta formulación es, sin duda, la más suave y la más abstracta. Que en realidad el nacional-socialismo sea también una repugnan te barbarie se debe a que en el reino de la polí 1. Milán Kundera, La insoportable levedad del ser, Tusquets, Bar celona, 1987. 2. Goethe, «L es époques de la culture sociale»'(1982) en Ecrits sur l'Art, textos escogidos, traducidos y anotados por Jean-Maric Schaeffer, Klincksieck, 1983.
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tica los cuentos de hadas se convierten en mentiras.»1 Catástrofe del cuento de hadas: la peor violencia no nace del antagonismo entre los hombres, sino de la certeza de librarlos de éste para siempre. «Potemos —decía H erá clito — es el padre de todas las cosas.» Patocka2demuestra claramente que el haber querido acabar con ese reinado ha hecho que la Ideología haya hundido a la humanidad en una angustia sin precedentes. Su inmoralidad absoluta no se debe a su cinismo o a su maquiavelismo, sino a la naturaleza exclusivamente moral de sus categorías. Su carácter inhumano, destacado po r el procurador, emana de su deseo impaciente de fraternidad. Pues si admitimos con Eluard, el gran poeta de la Ideología, que «p ar a hacer un mundo no hace falta de todo, basta la felicidad y nada más», ¿no es un crimen dejar vivir y prosperar, sin reaccionar, a los militantes declarados de la desdicha y a los implacables enemigos de la sociedad sin enemigo? Concluiremos que la humanidad deja de ser humana desde el m omento en que no hay lugar para la figura del enemigo en la idea que ella se forja de sí misma y de su destino. Lo que significa, por el contrario, que el angelismo no es un humanis- Thomas Mann, «Défen se de W agncr», en Wagrter et notre temps, Pluriel, 1978, p. 178. 2. Jan Patocka, Essais hérétiques, Verdier, 1981. 1.
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mo, que la discordia, lejos dé ser un error o un ar caísmo de la sociabilidad, es nuestro bien políti co más preciado, y que la excelencia de la demo cracia, su superioridad sobre todas las demás formas de coexistencia humana reside precisa mente en el hecho de haber institucionalizado el conflic to inscribiénd olo en el principio mismo de su funcionamiento. Ahora bien, por mucho que desde este momen to seamos — ¡y con qué ardo r!— demócratas anti nazis, antitotalitarios, antifascistas, antirracistas y antiapartheid, no hemos aprendido a desconfiar de la sonrisa beatífica de la fraternidad. La lec ción del siglo, pese a Patocka, Kundera, Hannah Arendt o Thom as Mann, no ha sido entendida: se guimos considerando la vida en armonía com o la apoteosis misma del ser. Grandes procesos a modo de conciertos planetarios, es el mundo encantado de la simpatía universal que oponemos frente a los xenófobos, a los partidarios del repliegue y a los que siembran el odio. Frente al racista, objeto actual de nuestra execración semanal, todos so mos hermanos, prójimos, colegas, todos nos con movemos por las mismas emociones, nuestros cuerpos se agitan al ritmo de una misma «gran danza euromundial»,1nuestros «diez mil millo 1. Jean-François Bizot. Libéralion. 18-19 de junio de 1988 (a pr o pósito del trip le concierto París-Nueva York-Dakár organizad o por S.O.S. Racismo, por el an iversar io conmem orado el 18 de jun io de 1988).
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nes de or eja s»1se extasían con las mismas armonías, nuestros pulsos se aceleran simultáneamente, nos electriza una misma energía y, rechazando la «an tigu a autoridad del orden v er b a l»23en favor de una cultura del sonido, entonamos, a la luz de los mecheros, el mismo himno de esperanza y amor en toda la superficie de la tierra. Así, se extiende la certeza de que si no existieran los nazis y sus epígonos, los diversos componentes de la humanidad se fundirían en un inmenso abrazo universal. No se puede reprochar, pues, a las sucesivas generaciones de la posgu erra una cierta falta de memoria o vigilancia. Sabemos de Hitler, p ero desgraciadamente para intro du cir en el antinazismo el fantasma totalitario de la transparencia de los corazones y del bienestar fusional. Respondemos al sueño de una comunidad homogénea de sangre y tierra con la «proxim id ad excesiva de una fraternidad que borra todas las distinciones».2 Como si, de hecho, no hubiera sucedido nada y como si ninguna catástrofe hubiera enlutado la época, la noche del idilio cae de nuevo sobre la humanidad. El am or destrona a Potemos, y el sentimiento invade el espacio de la diferencia, y reem1. Tomo prestada esta expresión de la publicidad de la gran tienda de discos, bautizada «Megastore» y abierta por la firma Virgin en octubre de 1988 en la avenida de los Campos Elíseos, en París. 2. George Steiner, En el castillo de Barbazul. Labor, 1976. 3. Hannah Arendt, Vies politiques, op. cit.. p. 40. 111
plaza la expresión agonística de las opiniones por la comunión lírica de las personas. Lejos, pues, de defender la legitim idad del con flicto ante quienes pretenden a bo lido , nos volve mos cada vez más incapaces de concebir otra lí nea divisoria que aquella —exclusivamente mo ral— que pasa entre «E llo s » y «N os otr os », es de cir, entre Caín y Abel. El antirracism o ocupa el lu gar de la política, cuando sólo debiera ser su con dición previa. Y en el momento en que, de una vez por todas, nos felicitamos por habernos librado del lenguaje fosilizado de la Ideo logía es cuando, sofocando tod o antagonismo con el combate cós mico y esquemático de la Luz contra las Tinieblas, hablamos ese lenguaje con más ardor. Bajo la apariencia de una gran reconciliación con los ideales de la democracia, la política se eclipsa y la visión moral del mundo triunfa una vez más. Hace poco (es decir, en los años CRS-SS), exhibía sus emblemas y slogans en la epopeya del maquis. Hoy, más inspirada po r el m artirio de la estrella amarilla que por el ejemplo del partisa no, se apoya en el geno cidio judío para hacer rei nar su terrible seriedad infantil, tanto sobre la vida pública co mo sobre la cultura. En virtud de Auschw itz y del « ¡Nunca más!», el valor de una obra re side desde ahora, no en su poder de revelación, sino en la intensidad de su combate contra todas las prácticas discrim inatorias; no en su apertura 112
a lo relativo, paradójico, ambiguo o claroscuro, sino en el vertiginoso simplismo de sus buenos sen timientos. Desde los orígenes hasta nuestros días, los poetas, los pensadores, los novelistas, los ci neastas, los grandes co mpositores y las estrellas de la canción han sido investidos con un único y ma gnífico cometido: estigmatizar el vientre toda vía y siempre fecundo, denunciar el racismo. Baudelaire me ha enseñado la tolerancia, confía, en la televisión, el dirigente de una gran empresa de dicada al ocio. H omero, declara un filó so fo antiheideggeriano, fue el prim ero en alzarse contra la práctica del genocidio. La metamorfosis de Kaf ka, vienen a decir en sustancia muchos textos de estudiantes, es una devastadora parábola de la in tolerancia y de la exclusión, como El muchacho
de los cabellos verdes, esa hermosa película de Losey... Animados por las más loables intenciones, ese empresario, ese filóso fo y esos estudiantes no dejan subsistir nada de los autores a quienes ad miran, ni de la literatura en general reduciéndo lo todo a un discurso edificante mantenido, de una a otra época y bajo máscaras continuamente re novadas, por una especie de V íct or Hugo p erpe tuo. La sensibilidad contemporánea, pues, le otor ga al antirracismo el mismo papel que la Vulgata estalinista a la lucha de clases. E invocando con indecente complacencia la Shoah, hacemos que la 113
aspiración al cuento popular despolitice hoy el debate político, transforme la cultura en una imagen piadosa, y reduzca, sin preocuparse de la ve rdad, la indómita multiplicidad humana al exaltante cara a cara entre la Inocencia y la Bestia Inmunda.
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IX .
L a caducidad del acontecimiento
Así pues, amparada tras el cuento popular, la Ideología ha vuelto a la superficie en el mismo lugar en que habría debido ser juzgada. Fue esa paradoja la que dejó estupefacto al señor Zaoui y la que quiso subrayar mediante un gesto en sí mismo provo cad or y excepcional. ¡Fue en vano! Numerosas desventajas impedían que se hiciera oír: judío, era a priori sospechoso de tomar partido por los suyos; poco conocido, se permitía un escándalo demasiado infrecuente, demasiado inaudito para no ser patrimonio de las celebridades de la abogacía; en fin —tara suprema—, era uno de los treinta y nueve abogados cuyos alegatos habían abrum ado al auditorio del 17 al 26 de junio sin interrupción. El resentimiento acumulado a lo largo de las audiencias contra las partes civiles se desencadenó sobre el señor Zaoui cuando éste trató de cortar el discurso de su colega argelino: «¡B as117
ta, charlatanes! ¡Callaos de una vez! ¡Y a os tene mos demasiado oídos! ¡Os habéis lucido sin ver güenza durante ocho días, y no vais a ahogar la voz de vuestros adve rsa rios!» Tal fue la exclama ción que aco gió y anuló sin resistencia su protes ta. En ese contexto, las alegaciones del señor Bouaita carecían de importancia. Acaso fuera exce- sivo, pero su con tradictor proced ía del campo de los aburridos, y esa pertenencia red hibitoria bas taba para descalificar su comportamiento. Estamos lejos de la época en que el Péguy pe riodista aún podía proponerse «decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, estúpi damente la verdad estúpida, tediosamente la ver dad tediosa, tristemen te la verdad triste ».1En el paréntesis, el acontecimiento ha pasado del terre no de la historia a la esfera del tiempo libre: lo que constituye acontecimiento no es el contenido del acto o de la circunstancia, es su presentación; no es la cosa que sucede, es el título-retruécano de palabras que puede extraerse o el scoop que la pone en escena. Divierta o conmueva, el aconteci miento tiene desde ahora como primera misión di vertir y no concernir: «La Paz, vedette del vera no», escribía un gran periódico parisino para subrayar dignamente la concomitancia entre la re tirada de las tropas soviéticas de Afganistán y el 1. Péguy, «L et tr e du Provincial», Oeuvres en prose completes, 1.1, ed. R oben Burac, Gailimard, Bibl. de la Pléiade, 1987, pp. 291-292.
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alto el fuego entre Ira k e Irán. Adiós Péguy: excepto algunos islotes de resistencia, cada vez más amenazados, la austera preocupación po r la verdad cede progresivam ente su lugar a la exigencia de dar « go lp es» y mantener al pú blico en ascuas. El principio de objetividad que había resistido victoriosamente a las presiones de la razón de Estado y a los sofismas de la lógica partidaria, abdica sin condiciones fren te a la voluntad desenfrenada de realzar la inform ación (com o se dice de una receta culinaria) para desmarcarse de la competencia y para atra er al cliente. Y, al bascular todo lo político sobre lo lúdico, ya no hay acontecimientos tediosos. E llo implicaría una contradicción en los términos. Sería com o si el acontecimien to fuera aún una categoría del mundo, en tanto que tiende inexorablemente a convertirse en un entretenimiento a horas fijas, es decir, en una categoría de la vida. Por motivos ridículos, en que entrarían tanto la inexperiencia com o la necesidad de aparentar y las rivalidades personales, pero también porque una deuda irreparable con los muertos los forzaba a ceñirse a la verdad, los abogados de las ciento cuarenta y seis partes civiles (asociaciones y víctimas individuales) no supieron adaptarse a esa gran mutación ontológica del acontecimiento. Sometidos al pasado, clavados al suelo por «lo que 119
un día fu e»,1podían rec urrir a las facilidades de la elocuencia —y algunos, por desgracia, no se privaron— , pero no al sensacionalismo. En vez de mostrarse ágiles, se hicieron interminables. En lu gar de impresionar, hicieron bostezar. Más que sa tisfa cer el a petito por lo nuevo, insistieron en las mismas fórmulas hasta la indigestión. El señor Zaoui pagó con una condena sin apelación esa gra ve infracción contra la legislación mediática del acontecimiento. El señor Vergés, por el contrario, tenía las ma nos libres; ninguna deuda lo ataba al pasado, esta ba en condiciones de introducir el suspense en el corazón mismo de la rememoración y de sustituir la fastidiosa reiteración de los hechos por el deli cioso escalofrío del acontecimiento. Con él, todo era posible, incluso el golpe teatral retrospectivo, e incluso la emergencia de una verdad palpitante bajo la monotonía de la verdad oficial. De ahí, el continuo asedio de que fue objeto, en franco con traste con el enorme desprecio que acogía a «la jau ría bullanguera y liosa»2de sus adversarios. Lo cierto es que tal ascendente no implica ba adhesión alguna. El señor Vergés conseguía audiencia, p ero no ejercía influencia. Rechazado t. Ricoeur, Le Temps raconté, op. til., p. 204. 2. Se debe, sin duda, a haber oíd o durante los interme dios de la audiencia a muchos cronistas murm urar off the record su exas* peración en un lenguaje parecido, por lo que Bertrand Poirot-Delpech presta esta fórmula, con la ironía del novelista, al mismo Klaus Barbic (Monsieur Barbie tt'a riett á dire, Gallimard. 1987, p. 31).
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como fanático, siempre fue so licitado sólo como condimento. N o era el do ctrina rio que había en él el que subyugaba las conciencias, era la vedette la que divertía al público. N o era el activista quien se anotaba los tantos, era el diablo quien hacía más animado el espectáculo. N o era la radica lidad de su causa la que provocaba el entusiasmo, sino sus promesas de escándalo, su reputación c olérica y su consumado arte para el m ister io lo que excita ba el interés: «En la guerra, como en la justicia, es una jugada maestra no creer en nada, estar más allá de todo, con una estrategia fría y distante, pro tegid o del op rob io que suscita esa aparente inhu manid ad.»1Odiado moralmente por la esencia de sus propósitos, el abogado de «don Klaus»2era adulado mediáticam ente p or las mismas razones imperiosas y superficiales que no hacía mucho ha bían em pujado a la revista alemana Stem a publi car los pretendidos «dia rios sec retos » de Hitler. La esperanza que encarnaba no era más m ilitan te que el ruego d irigid o p or un periodista a Barbie —en el momento en que, dejando su estrado vacío, abandonaba el tribunal— de que le diera (en exclusiva) el nom bre del tra ido r que había entre gad o a Jean Moulin a la po licía alemana. Tal é xi to no podía sino dejar en suspenso a su propio 1. Bertran d Poiroi-Delpech, op. cit., p. 35. 2. Ta l es, ciertamente, el título impregnado de una simpatía de ferente que e l señor Ver gés le asigna ahora a su más célebre cliente (Beauté du crime. Pión, 1988, passim).
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beneficiario. Por lo pronto, que no mantuviera sus prom esas era una señal de alerta; e incluso si las mantenía, la vida era dem asiado insaciable para reconocérselo: en cuanto un acontecimiento ago ta su capacida d de sorpresa, ésta se desvía y bus ca en otras partes novedades distintas y otros acontecimientos del siglo. La información está ahí, al igual que todas las industrias culturales, para suministrarle sin cesar diferentes artículos. « N o hay que cansarse, rápido, a otra c osa »;1 en la época del ocio, la actualidad destrona a la histo ricidad; los instantes no se suceden según un or den sensato y narrable, se suceden como las co midas en un ciclo sin fin. Al con vertirse el mundo en un objeto de consumo multiform e y permanen te, su destino es ser deglutido continuam ente po r sus consumidores. Son muchos los que hoy ven en ese divorcio en tre la audiencia y la influencia la m ejor garantía contra las tentaciones asesinas de la Ideología. Esta, dirían, bien puede rea parecer en Lyon, el in terés mism o que suscita la neutraliza. Puesto que la época del oc io es la de las excitaciones breves, y puesto que, como escribe Régis Debray, «aho ra, tod o es ah ora »,2todo es instante y todo surge para desaparecer, entonces no hay por qué inquie 1. Gilíes Lipovetsky, E l im p e r io d e l o e f ím e r o . Anagra ma, Barcelona, 1990. 2. Régis Debray, L e p o u v o i r in t e l le c t u e l en F r an c e, Gallimard, Col. Folio-Essais, 1986, p. 128. 122
tarse: la dem ocracia se ha vuelto por fin insubvertible, ningún alistamiento puede resistir a la en feb recid a sucesión de los flashes, las catástrofes, los grandes momentos; para gran per juic io de los sargentos de reclutamiento de todos los bandos, el espíritu del sistema se cierne sin impedimen tos sobre el hombre colmado de informaciones dis pares; el mismo sentimiento se acuña con entusias mos demasiado discontinuos para que haya aún algo que tem er de sus desbordamientos, y no sien do ya memorable la vocación por el acontecimien to, sino, por el con trario, degradable a fin de que, tan pronto surja y se consuma, ceda, sin historia, su lugar al siguiente; aquellos que dan pie al acon tecimiento (Vergés incluido) mueren con el mis mo. Queda por saber si realmente no podemos con tar más que con la inconstancia del Diario para conjurar los estragos del corazón, y si el único me dio para que la historia no siga aprisionada po r el yugo de una ley «c ie n tíf ic a » es que la humani dad ya no tenga historia, sino una eterna actuali dad. La civilizac ión ha llevado a cabo el p roceso de Nurem berg para restituir la ley al derecho, de nunciando sus falsificacione s ideológica s y disci plinarias. Con fiar a los pasatiempos el com etido de liberar a la humanidad de la continuidad, de la coherencia y de todas las form as de la ley, su pone dar al traste con esta ambición.
X.
La casa y el mundo
Al final de ese proceso unánimemente califica do de ejemplar, algunas autoridades religiosas y morales expresaron una sola (pequeña) queja: que los debates no hubieran sido televisados. Sabemos, efectivam ente, que tras un largo y tumultuoso de bate se decidió filmar la audiencia, aunque no autorizando hasta treinta años después la progra mación de esa imagen de archivo. Los que recha zaban la solución de com promiso tomada por Robert B adinter invocaban, como justificac ión a su impaciencia, el carácter extraordinario del proce so. Había que hacer una excepción, decían, para ese acontecimiento fuera de lo común. Dado que un hombre era juzgado p or primera vez en Fran cia por crimen contra la humanidad, no había nin guna razón válida, en el momento en que la técni ca atraviesa todas las murallas, para dejar a la humanidad fuera del recinto en que se desarro127
liaba la acción judicial incoada en su nombre. De ese modo, la gran lección de antinazismo adminis trada en Lyon hubiera aprovechado a todo el mun do. En vez de quedar reservados a una minoría es cogida o ser filtrados por la subjetividad de los periodistas, los atroces testimonios de Lise Lesévre, de Simone Lagrange y de las dos madres de Izieu, las señoras Halaunbrenner y Benguigui, hu bieran entrado directamente en todos los hogares, inmediatamente, sin perder en el tray ecto su car ga emotiva. Y ello quizá hubiera evitado ver cómo cuatro millones de electores franceses daban, un año más tarde, sus votos a un hombre que decla ra abiertamente que las responsabilidades de la Segunda Guerra Mundial son compartidas y que la existencia de cámaras de gas no debe ser con siderada como una «verdad revelada», dado que «los historiadores debaten sobre estas cuestio nes».1¿Podríamos, en realidad, soñar un antído to más eficaz que el proceso de un vie jo jefe de la I. J.-M. Le Pen, Grand Jury RTL Le Monde, 13 de septiembre de 1987. Este saludo im plícito a Faurisson muestra a las claras, di cho sea de paso, que al presentar las cámaras de gas como «u n deta lle de la historia de la Segunda Guerra Mundial», Jean-Maric Le Pen lanzaba la sospecha sobre la realidad misma del ge nocidio y no ma nifestaba en absoluto, como luego ha pretendido con la vehemencia del Justo, su compasión por todas las victimas, fueran cuales fue sen sus nacionalidades y las armas y medios que se utilizaron para suprimirlas. Al concentrar su indignación sobre la palabra «d eta lle», los comentaristas facilitaron involuntariamente la defensa y el res tablecimiento de aquello que, al fin y al cabo, ellos creian estar re frenando.
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Gestapo contra las tesis agresivamente «revisionistas» de la extrema derecha renaciente? Esa confianza en las virtudes pedagógicas y terapéuticas de la pequeña pantalla pa rte de un postulado: la televisión es un instrumento neutro, un simple medio de comunicación sin efe cto sobre los contenidos que transmite. Sin embargo, no es lo mism o seguir un proceso en la sala de audiencias que en casa, desde la butaca. En el tribunal, no se puede telefonear, ni trajinar, ni repantigarse, ni ayudar a los niños a acabar los deberes, ni siquiera roer una manzana.« ¡La Corte!»: las funciones corporales deben ser dominadas, la vida debe detener su zumbido para que pueda desa rrollarse la ceremonia judicial. Están en juego tanto la ju sticia como la religión, y tanto el acto teatral como la acción educativa; puede ser impartida en cualquier parte (basta una mesa), pero a condición de sustraer el tiempo y espacio de los debates a sus utilizaciones profanas. Po r tanto, qu ere r televisar el acto judicial, para instruir más a la gente, es absurdo por partida doble. Pues, lejos de reproducir esa separación fundamental, la televisión ofrece lo sagrado com o pasto de lo profano, y pone lo exterio r a merced de la intimidad. Bajo pretexto de introducir el mundo en la casa, la televisión lleva a cabo el desquite de la casa sobre el mundo: ninguna obra es lo bastante adm irable, ninguna catástrofe lo bastante terrible, ni ninguna pa129
labra lo bastante instructiva com o para que dejemos de co m er una manzana o de tutear a la pantalla. Con la televisión, el zumbido triunfa sobre cualquier interrupción, la vida no enmudece nun- ca. Ya no es el hom bre el que debe abandonar el eterno retorno de las necesidades y las satisfacciones, y dejar de lado su vida (biológica, privada, cotidiana) para ponerse a disposición de la humanidad del mundo, sino que es el mundo humano el que se sirve a d om icilio y e l que es puesto a disposición de la vida, según el m odelo de la manzana. En nosotros ya no es don Quijo te quien debe hacer ca llar a Sancho Panza; es Sancho Panza el único dueño de la situación y quien saborea su omnipotencia.1 Lleva da a su extremo, tal inversión im plica la desaparición de la justicia, de la escuela, de la escena («e l silencio constituye la atmós fera misma del drama. Cuanto más poderoso es ese silencio, más rebelde e intenso es el aliento d ramático que lo ataca y lo desgarra. El drama se inicia con el silencio, así com o termina con él. Se va para volver. Es como una ruptura, un fugaz despertar, 1. Al difundir Shoah a una hora tan avanzada de la noche, esto es, cuando la vida está adormecida, la primera cadena de televisión frustró involuntariamente el destino fatal de la desacralización. Los móviles de los programadores eran puramente comerciales (no arriesgarse a una hora de gran audiencia), pero su cinismo resguardó la película de Lanzmann de nuestro entorno cotidiano y de nuestras actividades domésticas, en lugar de ser engullida p or él, com o casi siempre sucede en el caso de la televisión.
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com o una exclamación discordante entre dos espacios de silencio»1), y, en general, de todo lo que trascienda al mantenimiento o reproducción de la vida. He aquí por qué hay cosas que todavía no son televisables, co mo el proceso de Lyon, pese a las presiones de las grandes conciencias. Estas tienen razón sobre un punto: cuarenta y cinco años después de la Liberación, Francia no puede pe rm itir impasible que un demagogo eleve la negación de las cámaras de gas al pleno rango de escuela históric a y que combata, con una viru lencia indiferente a la experiencia del siglo, la idea de que la calidad de prójim o no se limita a los pró ximos, sino que se extiende, igualmente, a todos los habitantes de la tierra. Por lo demás, al insistir sobre la imagen de profanar los últimos santuarios aún ajenos a su ley con el fin de superar más eficazm ente la exclusión, nuestros humanistas hacen un flaco favor a la causa de la humanidad: se limitan a entregar el suplemento de espíritu del antirracism o a la med iatización desbocada, colocan en situación de resistencia su adhesión sin reservas a un movimiento ya prácticamente irresistible y ba jo pretexto de acabar con la barbarie, aceleran la entrada en una época en la que ya nada de lo que los hombres hayan ganado mediante el esfue rzo escape al destino de la manzana, es decir, el consumo. 1.
Jacques Copeau, Registres i, Appels, Gallimard, 1974, p. 162.
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Y, aunque fracasaron en este caso concreto, puede decirse, dada la definición del acontecimiento que prevaleció a lo largo de la audiencia y la manera en que se penalizó el aburrimiento, que la mirada del te lespectador preced ió a las cámaras, y que la realidad tiende desde ahora a ser vivida como una posibilidad abusivamente erigida en programa único, como una imagen estúpidamente obligato ria, como una gran manzana interminable e insípida que a nosotros, frustrad os del mando a distancia, se nos hace cada vez más difícil no poder cambiar, en plena sesión, p or un placer más embriagador.
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XI.
El abandono de los escrúpulos o la otra campanada de medianoche
«Para cada hombre y para cada acontecimiento —recordamos que decía Péguy—, llega un minuto, una hora; se cumple una hora en que se tor na histórico, suena una determinada campanada de medianoche, en algún reloj de pueblo, en que el acontecimiento pasa de ser real a ser histórico. » El proceso Barbie ha retrasado mucho el momento, «la campanada de medianoche», en que las víctimas del nazismo pasarán de ser reales a históricas. Pero, cruel ironía, ello no ha servido más que para dotar de una especie de aureola o de urgencia prescriptiva el som etimiento ya casi total de la vida humana al consumo y el sentimentalismo. Como si la memoria del siglo nos ordenara olvidar las lecciones. Como si Auschwitz, nada menos, nos obligara a mediatizarlo todo, sin discreción ni escrúpulo. Como si, en una palabra, la mis135
ma voz de los muertos nos conm inara a disponer del mundo en vez de abrirnos a él, y pretendiese que transform áramos íntegramente la historia en un cuento para niños.
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INDICE
I.
El último aplazam iento de la h is to r ia ...................................
9
II.
La legalidad del m a l ....................
15
III.
El quid pro q u o .............................
27
IV.
El Héroe y la V íc ti m a ...................
37
V.
Blancos prisioneros y verdugos blancos .......................
53
VI.
El incidente
..................................
75
V II.
La confusión se n tim e n ta l.............
87
V III.
La noche del i d i l i o ........................
97
IX .
La caducidad del acontecim iento .
115
X.
La Casa y el M u n d o .......................
125
XI.
El abandono de los escrúpulos o la otra campanada de medianoche ...............................
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