Fue Henry David Thoreau, el pensador norteamericano que hizo de la insolencia algo más que una máscara del alma humana, quien propuso hacer de la juventud una febril religión que trascendiera trascendie ra las edades. Hoy que el mundo presencia la lucha frívola de quienes ven en los años un madrigal que marchita y no un diálogo prolongado con la sabiduría; hoy que los espejismos del desbocado consumo y la celeridad de los días nos arrebata la serena reflexión; repensar el valor de la juventud y la educación, exige mirar el vértigo que se impone como regla de vida en una sociedad convulsa más empeñada en disputar la gloria que en examinar nuestras caídas.
La antigua academia ateniense hizo de los bosques el campo fértil que viera la concepción de nuevas ideas y corrientes del pensamiento. Fue la intrepidez de audaces discípulos, de osados observadore observadoress del cosmos y la vida quienes aventuraron las semillas de teoremas y arquetipos. Jóvenes díscolos que transgredieron las convenciones, que propiciaron las rupturas y quienes protagonizaron la invención de las nuevas fronteras del saber. Y señalo todo esto porque deseo aprovechar ésta ocasión para tributar el caudaloso brío que ha hecho de los jóvenes los impulsores del cambio. Valentía que al tiempo ha determinado las coordenadas de todos las épocas. No nos resulta difícil imaginar a un insomne inventor procurando acertar en la eficacia de su instrumento. Es fácil traer a la memoria los movimientos de vanguardia que pasando por Mayo del 68 hasta la séptima papeleta que originó la carta magna de 1991 en nuestro país, fueron liderados por hombre y mujeres que no aceptaron la gris rutina de los antecesores, que se negaron a perpetuar los rígidos rígidos modelos modelos que desterraban el ingenio ingenio y la diversidad. diversidad. Todos ellos ellos tienen en común la juventud de sus protagonistas y el arrojo y la vitalidad en sus procederes.
Un filósofo y autodidacta Colombiano llamado Estanislao Zuleta, formado en la soledad de sus lecturas y en las inmersiones bucólicas por los campos de su región, propuso una pedagogía del diálogo que omitiera las relaciones de poder y que a cambio de discipulazgos construyera legiones de sabiduría. Fue Estanislao un hombre que en muchas ocasiones convocó a los jóvenes a ser artífices del tiempo. La frase, que en su sencillez y laconismo encierra una profunda verdad, señala un llamado a la academia y los estudiantes. Cada tiempo traza un desafío, cada día encara un nuevo reto. La educación contemporánea ha resignificado los lazos didácticos, ha reformulado la transmisión bancaria y acrítica para proponer un nuevo vínculo pedagógico. El docente, antes que un encumbrado y frio depositario de datos, ha asumido un rol mediador que estimula y provoca la reflexión. Nuestros estudiantes hoy elaboran lenguajes que con su singular semántica, interpretan variados planos de una realidad que esconden múltiples matices. No basta con hacer de la educación un preciado vocablo de discursos. No resulta suficiente invitar a quienes hoy culminan un ciclo lectivo a continuar educándose por la mera obtención de prestigio y pergaminos mesiánicos. La educación entendida como simple adiestramiento para lograr aplausos no forma seres humanos sino autómatas del sistema. Es el humanismo el componente angular sobre el que se debe erigir los cimientos de los nuevos ciudadanos. Hablo de humanismo y ciudadanos, dos palabras tan trajinadas que su uso ya no despierta la indagación a que obliga sus respectivas raíces. Lo humano y lo ciudadano son más que vacías abstracciones, que cóncavos recipientes para modelar las vanas ilusiones del progreso. Deben ser los ejes fundamentales que iluminen los laberínticos y oscuros pasadizos
de un
planeta en el que apremia solidarizarnos para hacer habitable los próximos días. Son ciudadanos propositivos y con arraigada vocación por lo inédito los que requiere el humanismo secular, que sobreponiéndose a las discrepancias de todo orden, contribuya a la quimera de una hermandad de jóvenes perpetuos. Este camino, apreciado jóvenes y educadores, pide ser desbrozado con ejemplar paciencia. Uno de los mitos que la modernidad ha entronizado y
cuyas secuelas nos ha hecho apreciar cuanto nos rodea con un tamiz de obsolescencia, es el de la rapidez y la fugacidad. Si apreciamos cada flor del jardín, tendremos más pétalos para deshojar, reza un verso del poeta japonés Matsuo Basho. Valoremos el saber que artesanos y campesinos construyen con sus manos en la brega de sus sembradíos, descifremos el canto del río como quien acaba de conocerlo, contemplemos el arrebol del atardecer como si cada tonalidad escondiera un nuevo color para nuestros ojos; asombrémonos ante la lluvia y la noche. Abracémonos como miembros de una misma familia y dialoguemos con el saber de ancestros y científicos, ancianos y niños. Sólo así seremos más humanos. Muchas gracias.