Filinich, María Isabel Descripción. - 1ª. ed.- Buenos Aires : Eudeba, 2011. EBook. - (Enciclopedia Semiológica/Elvira Arnoux) ISBN 978-950-23-1805-9 1. Semiológía CDD 412
Eudeba Universidad de Buenos Aires 1ª edición: 2011 © 2011, Editorial Universitaria de Buenos Aires Sociedad de Economía Mixta Av. Rivadavia 1571/73 (1033) Ciudad de Buenos Aires Tel: 383-8025 Fax: 4383-2202 Diseño de interior: Diego Cabello Diseño de tapa: Silvina Simondet Corrección y composición general: Eudeba
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Introducción Nuestra experiencia de lectura nos permite reconocer, al menos de una manera intuitiva, aquellos momentos de una narración en los cuales el ritmo de la sucesión de los acontecimientos se detiene para dar paso, mediante esa detención del curso narrativo, a otra forma del discurso que llamamos descripción. Un rápido ejercicio de observación de un pasaje literario donde predomina la descripción nos permitirá inferir aquellos aspectos del discurso que señalan su presencia. Leamos entonces el siguiente fragmento de Yo, el Supremo, de Roa Bastos: Antonio Manoel Correia da Cámara se apea del carruaje ante la posada que se le ha destinado. Contra el blancor de la tapia se destaca la figura del típico macaco brasileiro. Desde mi ventana lo estudio. Animal desconocido: León por delante, hormiga por detrás, las partes pudendas al revés. Leopardo, más pardo que leo. Forma humana ilusoria. Sin embargo, su más asombrosa particularidad consiste en que cuando le da el sol, en vez de proyectar la sombra de su figura bestial, proyecta la de un ser humano. Por el catalejo observo a ese engendro que el Imperio me envía como mensajero. Pegada a la boca, una fija sonrisa de esmalte. Fosforilea un diente de oro. Peluca platinada hasta el hombro. Ojos entrecerrados escrutan su alrededor con la cautelosa duplicidad del mulato.** Y en nota a pie de página se lee: ** “Alto, claros cabellos rubios, ojos penetrantes y castaños, cabeza elevada e inteligente, nariz levemente aguileña con trazos fuertes de energía y voluntad; en suma, un bello tipo de hombre. Grave, circunspecto. Actitudes medidas, protocolares. Viste a la moda con la elegancia diplomática que ha adquirido durante su convivencia en las viejas cortes europeas” (Porto Aurelio, Os Correa da Cámara, Anais, T. II, Introducción, p. 213). La narración del descenso del personaje del carruaje que lo transporta da paso al despliegue de la descripción del sujeto de tal acción. Una rápida lectura del texto pone en evidencia que el principal objeto del discurso (la figura del mensajero del gobierno brasileño) es aquí presentado a través de un procedimiento que alterna entre la referencia al todo y el detalle de las partes: la enumeración de los rasgos (en ambos fragmentos) es una suerte de lista de atributos que se organizan alrededor de un nombre propio, designación sintética (y, a partir de aquí, cargada de significación) del actor de los acontecimientos. Si observamos ahora nuestra propia lectura, nuestra propia actividad desplegada sobre el texto, tendremos que reconocer que nos hemos detenido en la construcción del objeto del discurso, en aquello que llamamos el enunciado, nivel que se recorta de la totalidad del texto para permitirnos ver aquello de lo que se habla. Esta primera aproximación, el estudio de la composición del enunciado descriptivo (del cual aquí sólo hemos mostrado uno de sus rasgos sobresalientes: la enumeración de las partes de un todo) será objeto de reflexión en el segundo capítulo de este trabajo. Pero volvamos al texto y continuemos nuestro recorrido. Si recobramos ahora elementos que habían quedado suspendidos en la lectura anterior, advertiremos la presencia de ciertos enunciados que revelan una actividad diferente a la señalada anteriormente (la descomposición del objeto en un todo y sus partes), actividad de otro carácter, que pone en escena a otro actor distinto del mensajero. Enunciados como Desde mi ventana lo estudio... Por el catalejo observo... instalan un ángulo de observación desde el cual se proyecta una mirada que organiza el centro y el horizonte de observación, dispone el escenario sobre el cual se efectuará un recorrido guiado tanto por aquello que se ofrece a la contemplación, la figura que se desplaza, como por las posibilidades de captación de quien percibe, optimizadas aquí por la mediación del catalejo. Aunque no sólo en el primer fragmento de este pasaje puede señalarse la presencia de un ángulo de observación: en lo que se presenta como una nota a pie de página, si bien no hay una manifestación explícita del acto de observar, no por eso dejamos de advertir la postura desde la cual se describe al personaje, esta vez, exhibida por contraste con la que se manifiesta en el cuerpo del texto, y que acusa la fingida neutralidad y mirada objetiva del sujeto de un texto documental. Esta segunda aproximación de nuestro propio recorrido sobre el texto da cuenta de otro nivel de análisis: nos hemos detenido ahora ya no en aquello que es objeto del discurso sino en el modo de percibirlo, en el acto por el cual el objeto cobra cuerpo en el seno del discurso. Este acto, ahora de observación, forma parte de un acto complejo que llamamos acto de enunciación, soporte implícito de todo enunciado. El tercer capítulo de este estudio estará dedicado a sentar las bases para la comprensión de los rasgos que caracterizan la enunciación descriptiva, reservando el cuarto para el desarrollo de una de sus dimensiones: la dimensión cognoscitiva de la descripción. Pero hay también otros aspectos, que se superponen a los que acabamos de mencionar al modo como los rasgos suprasegmentales se encabalgan sobre porciones diversas del encadenamiento sintagmático: la percepción de la figura del mensajero implica, por una parte, la proyección de cierta evaluación peyorativa de sus particularidades, en el primer fragmento, y de un supuesto distanciamiento objetivante, en la nota al pie (rasgos que corresponden a la dimensión cognoscitiva de la cual acabamos de hablar). Pero, por otra parte, esa percepción también conlleva una cierta afectación de quien percibe: el sujeto es afectado, no sólo por lo que observa sino también y fundamentalmente por lo que el mensajero
representa, y el rechazo que le provoca se manifiesta a través de ciertos rasgos no por menos observables menos presentes, tales como la disposición de los elementos en el interior de las frases que otorga una intensidad diferente a los rasgos destacados: los juegos verbales, el tono burlón, son todos exponentes de un estado de ánimo afectado por esa presencia, atravesado por movimientos encontrados de sus afectos, tocado en su sensibilidad. Aquí es el propio cuerpo el que se expresa volcando figuradamente en el discurso el caudal de pasiones que lo alimentan. Este dominio que hemos emparentado con la prosodia del discurso comprende la llamada dimensión pasional o afectiva de la enunciación, la cual abordaremos en el capítulo quinto. Como podemos advertir, el estudio de la descripción requiere del análisis de los distintos niveles y dimensiones del discurso en los cuales se manifiesta. Dedicaremos entonces el capítulo inicial a la elaboración de una concepción semiótica del discurso descriptivo. Es también nuestro propósito mostrar que los procedimientos descriptivos tienen lugar no sólo en los textos reconocidos como literarios sino también en muchos otros tipos de textos, de ahí que realizaremos las observaciones que nos ayuden a ilustrar la teoría sobre fragmentos de textos de diversa índole. El lector encontrará, en las páginas que siguen, una exposición detallada de una concepción semiótica de la descripción, así como también análisis de textos diversos que permitan mostrar la eficacia de adoptar esta perspectiva frente a la productividad significante de los textos.
Capítulo 1 Semiótica del discurso descriptivo Decíamos en la introducción que nuestra propia competencia como lectores nos ofrece criterios para reconocer la presencia de la descripción en el discurso. Sin embargo, esta competencia no nos basta para explicar la composición y el funcionamiento del discurso descriptivo. Para lograr tal fin, es necesario analizar en detalle los distintos niveles y dimensiones discursivas, los componentes y las operaciones propias de la descripción, los diversos sujetos implicados en la actividad descriptiva, aspectos todos que nos permitirán configurar el lugar de la descripción en todo discurso. Para comenzar, creemos necesario explicitar el significado de las dos nociones implicadas por el enunciado que encabeza este apartado: discurso y su predicación, descriptivo. Detengámonos primeramente en estos conceptos.
1.1. Una definición de discurso El concepto de discurso, como sabemos, ha recibido acepciones diversas, y este mismo hecho nos obliga a precisar el sentido en que aquí será utilizado. En otro trabajo me he referido a esos distintos usos[1] y también he constatado que bajo la diversidad de acepciones subyace un denominador común: el término discurso siempre alude –conservando el sentido inicial que le diera Benveniste–[2] a la puesta en funcionamiento de un sistema de significación y a la intervención, por lo tanto, del sujeto, en tanto su presencia es imprescindible para poner en acto, por ejemplo, a la lengua. El discurso, en el sentido que aquí se asume, ocupa –como lo propone Parret (1987)– un lugar intermedio entre el concepto de lengua, entendida como el conjunto de articulaciones del sistema, y el de habla, en tanto realización individual de la lengua por parte de los hablantes. Entre ambos extremos, uno que da cuenta del sistema abstracto y otro que registra las variaciones concretas e individuales del uso, puede ubicarse una zona intermedia, un lugar de tránsito (que va de la competencia abstracta a la ejecución particular de un acto de habla), lugar que posee sus propias regularidades, sus estrategias, sus dimensiones. El nivel discursivo se constituye así con dos tipos de rasgos: unos, pertenecientes al sistema lingüístico, y otros, provenientes de los distintos tipos discursivos que el habla va configurando. Los primeros comprenden aquellos aspectos que, según Benveniste, constituyen “el fundamento lingüístico de la subjetividad” (1978: 181), tales como los deícticos de persona, tiempo y lugar, el tiempo presente, la primera y la segunda persona, los modalizadores (poder, deber, querer), la aspectualidad (lo puntual y lo durativo, y, dentro de este aspecto, lo continuo y lo discontinuo, etc.), formas todas que residen potencialmente en la lengua pero a las que sólo el discurso les otorga principios de organización, regularidades y estrategias de uso. Los segundos rasgos a que nos referimos aluden, precisamente, a esos principios y estrategias que las distintas prácticas discursivas y las culturas van generando (y que están en constante transformación, piénsese en la historicidad de los géneros que hace que un texto, por ejemplo, sagrado, pueda pasar a formar parte, en otro momento, de la institución literaria). El concepto de discurso designa, entonces, un nivel de análisis de los textos que permite contemplarlos como un espacio de puesta en funcionamiento de un sistema de significación, sostenido tanto por los rasgos generales del sistema como por los rasgos específicos propios de cada tipo discursivo (tales como características de género, reglas de organización textual, usos estilísticos, formas particulares de intertextualidad, etc.). Además, para los fines del análisis del discurso, es necesario distinguir en el espacio discursivo dos niveles siempre presentes: el nivel del enunciado, que atiende a lo dicho, lo informado, el objeto del discurso, y el de la enunciación, que remite al proceso por el cual lo dicho es atribuible a un yo que apela a un tú. Ambos niveles conforman esa totalidad a la que llamamos discurso y, e n este sentido, puede afirmarse que el discurso es el todo y el enunciado y la enunciación son sus componentes. Hablar entonces de discurso descriptivo implica situarnos en este ámbito de preocupaciones y dar cuenta de la configuración especial de esos principios de organización y estrategias que nos permiten reconocer la presencia de lo descriptivo en los textos. Para ello, procederemos a deslindar los aspectos que se tratarán en los dos grandes niveles: el enunciado descriptivo (al cual dedicamos el segundo capítulo) y la enunciación descriptiva (que desarrollaremos en los tres capítulos subsiguientes). Pero antes de avanzar más, debemos detenernos, como lo habíamos anunciado, en el concepto de descripción.
1.2. Alcances del concepto de descripción Una primera aproximación a la descripción puede realizarse a partir de la comparación con otro de los modos de
organizar la materia verbal: la narración. Puede afirmarse que la narración modela el material verbal sobre el eje de la sucesión temporal y pone en escena una interacción entre narrador y narratario.[3] Por su parte, la descripción dispone el material verbal basándose en el criterio de la simultaneidad temporal e instala en el discurso la presencia de un descriptor y un descriptario (en términos de Hamon).[4] Quisiera detenerme en un concepto que considero central para intentar definir la descripción: el concepto de simultaneidad temporal. En el capítulo referido a la actividad descriptiva del libro Hablar de literatura, de Dorra (1989), se toma como punto de partida la consideración de dos modalidades básicas de efectuar relaciones lógicas: la asociación de entidades sucesivas y la asociación de entidades simultáneas, y se reconoce que la narración ejemplifica el primer tipo de relación y la descripción el segundo. Es evidente que el autor quiere señalar que no debe traducirse esta oposición entre lo sucesivo y lo simultáneo mediante la pareja de opuestos dinámico vs. estático. Dorra aclara: la narración “concibe y propone al objeto como un proceso [...] sucesividad es en este caso orden temporal. Por su parte, la descripción, al disponer sus términos sobre el eje de la simultaneidad, sustrae al objeto de la sucesividad temporal y lo propone como una duración o como un sistema de posibilidades transformacionales ya realizadas [...] la descripción es un procedimiento discursivo que hace de su objeto un espectáculo” (1989: 260). Creo importante destacar que la oposición entre ambas formas de representación no pasa por la presencia/ausencia de temporalidad sino por un tratamiento diverso de la misma: si la narración se funda sobre la sucesión temporal, la descripción sustrae al objeto del encadenamiento temporal, de la sucesión, y lo presenta como una duración temporal, como instalado en un tiempo suspendido pero no negado. En este tiempo suspendido y profundizado, en este tiempo espacializado, los objetos comparten su temporalidad, existen simultáneamente, aunque el discurso por su propia naturaleza deba ordenarlos sucesivamente (y aquí “sucesivamente” significa más bien “orden espacial”, esto es, disposición sucesiva en el espacio material del texto, y no quiere decir “orden temporal” puesto que no hay orden temporal previsto para los objetos de una descripción excepto aquel que imponen los modelos descriptivos o los requerimientos estéticos). En este mismo sentido, Reuter señala: “El objeto descrito se presenta (o es presentado) como no organizado alrededor de una sucesión temporal y/o causal y/o como no remitiendo a la transformación (de un estado a otro; de una tesis a otra; de una pregunta a una respuesta...). La descripción se presenta así sin referencia a un orden ‘real’ anterior, según el modo de la simultaneidad temporal, de la coexistencia, de la yuxtaposición” (1998: 40). Tal vez sea necesario volver sobre aquel tipo de temporalidad que, decíamos, caracteriza a la narración, para destacar luego el modo de presencia de la temporalidad en la descripción. Al caracterizar la temporalidad narrativa como relación sucesiva de acontecimientos se atiende –en términos muy generales y con la sola intención de oponerla a otro tipo básico de asociación– al modo de presencia del tiempo en el nivel del enunciado, de aquello que es objeto del discurso, de los acontecimientos narrados. En este sentido, la sucesividad señalada afecta a la necesaria disposición en serie, en cadena, de eventos que no pueden sino percibirse en algún tipo de relación lógica (causa/efecto) o cronológica (antes/después). Pero si atendemos al nivel de la enunciación narrativa, es necesario reconocer que, en el momento de desplegar su actuación como narrador, el sujeto enunciante inaugura el tiempo presente y se mantiene en un presente continuo, para dar cuenta, desde ese presente, de la movilidad temporal de los acontecimientos que son objeto de su discurso. Es decir que, en lo que atañe a la enunciación, no hay posiciones temporales sucesivas, sino un prolongado y renovado presente. Sin embargo, es necesario también considerar el hecho de que si bien no hay un avance temporal en la enunciación, hay una progresión de otra naturaleza. Esto es, a medida que la narración avanza, que se añaden nuevos acontecimientos –sin importar en qué orden éstos se enuncien– hay un avance en la adquisición de saber del narratario.[5] Digamos, así, que el encadenamiento de sucesos (en cualquier orden que éste se organice) en el enunciado narrativo repercute como aumento de saber en el nivel de la enunciación narrativa. El transcurso, el devenir temporal, la sucesión de acontecimientos, es lo propio del enunciado narrativo; pero, en el nivel de la enunciación narrativa, el progreso, el avance, no es temporal –pues se trata del presente continuo de la enunciación– sino que tal progresión afecta sólo la dimensión cognoscitiva: hay una acumulación progresiva de saber. En el caso de la descripción, decíamos que la temporalidad se presenta bajo la forma de la simultaneidad: aquello que se describe no se inscribe en un ordenamiento progresivo sino que se organiza –en lo que a la temporalidad se refiere– bajo la forma de la coexistencia. Ahora bien, ¿qué es lo que permite que todo objeto descrito sea mostrado en relación de simultaneidad? ¿Y entre qué elementos se establece tal relación de simultaneidad? Para poder precisar cómo y en qué niveles interviene la simultaneidad temporal en los enunciados descriptivos es interesante analizar la definición de la figura que en la tradición retórica aparece asociada a la descripción; nos referimos a la evidentia.[6]
Lausberg define la evidentia como “la descripción viva y detallada de un objeto mediante la enumeración de sus particularidades sensibles (reales o inventadas por la fantasía). El conjunto del objeto tiene en la evidentia carácter esencialmente estático, aunque sea un proceso; se trata de la descripción de un cuadro que, aunque movido en sus detalles, se halla contenido en el marco de una simultaneidad (más o menos relajable). La simultaneidad de los detalles, que es la que condiciona el carácter estático del objeto en su conjunto, es la vivencia de la simultaneidad del testigo ocular; el orador se compenetra a sí mismo y hace que se compenetre el público con la situación del testigo presencial” (Lausberg, 1976: 224225). Hallamos en esta definición una explicación acerca de la forma de operación de la simultaneidad en los dos niveles del discurso descriptivo que nos interesa deslindar: en el enunciado y en la enunciación. Se menciona, en primer lugar, la “simultaneidad de los detalles”, de las particularidades sensibles del objeto o proceso, esto es, la concomitancia de los elementos que integran el nivel del enunciado; y más adelante se hace referencia a la “simultaneidad del testigo ocular”. Esta concomitancia del detalle con el testigo que lo contempla es enfatizada y puesta en evidencia por el orador, cuya compenetración con el testigo convoca la compenetración del destinatario del discurso descriptivo. En esta definición se encuentran reunidos los aspectos que consideramos centrales para distinguir la descripción: • en el nivel del enunciado, la organización descriptiva de la materia verbal articula las particularidades sensibles de objetos o procesos sobre el eje de su presencia simultánea (quedaría por determinar bajo qué formas se realiza tal articulación); • en el nivel de la enunciación, por una parte, se infiere la presencia de un testigo (el observador), el cual dispone los detalles en simultaneidad con el recorrido que realiza sobre los mismos; y, por otra parte, se advierte el gesto del enunciador, en su papel de descriptor (aquí, el “orador”), de poner en escena a ese testigo presencial. Los papeles de descriptor y observador estarían de entrada considerados, quedaría por reconocer cómo opera ese “testigo” (observador) en el interior de los textos y cuál es su relación con el descriptor. Podríamos decir entonces, traduciendo en nuevos términos la definición de Lausberg, que, en el caso de la descripción, el descriptor delega en un observador la facultad de realizar un recorrido del objeto por obra del cual puede situarse en un tiempo concomitante con aquello que percibe. Para explicarnos con mayor claridad, analizaremos cómo se da este proceso de delegación de la mirada en un texto. Detengámonos en el siguiente fragmento de una evocación de su vida personal del poeta José Carlos Becerra, referida a ciertas reuniones a las cuales solía asistir con sus padres, en la casa solariega de una tía: Entre los olores emitidos desde la alacena y el penduleo de los columpios en el patio trasero, tendíase un puente sólo visible en la voz de mi tía. Ya que según me parecía, esta voz, valiéndose de su charla pintoresca con mis padres y algunas otras visitas, construía para nosotros los pequeños, indirecta, sutil, diabólicamente, aquel puente que operaba como el único acceso a la alacena desde los columpios. Frases, giros, entonaciones, no eran para mí sino diversos fragmentos constructivos de aquel puente que sólo era visible hasta que la anciana le colocaba la última piedra: la frase con que nos gritaba a sus sobrinos que las puertas de la alacena ya iban a ser abiertas. Entonces el puente aparecía por completo y era de lo más sencillo cruzarlo, bastaba con dirigirnos a la alacena. Pero una vez que lo cruzábamos, volvía a desaparecer. José Carlos Becerra, “Fotografía junto a un tulipán”, en El otoño recorre las islas, p. 249. En este pasaje, evocación de un recuerdo de infancia, podemos apreciar claramente el predominio de los recursos descriptivos por medio de los cuales quien enuncia, la voz que sostiene el discurso, el yo implícito, renuncia a depositar su mirada de adulto sobre aquel acontecimiento (desde cuyo punto de vista el hecho tiene escasa significación: la espera del momento en que la tía ofrecería los dulces a los niños) y delega, la mirada y los afectos, en un actor colectivo (que aparece en el enunciado como “nosotros los pequeños”) del cual se desgaja un yo, el niño de entonces. Aquí se trata de describir el dilatado tiempo de la espera alojado en el espíritu infantil, a la manera como la imaginación de aquel niño representaba, mediante una figura espacial y concreta (la construcción del puente), el transcurso del tiempo. Digamos que el yo adulto, quien describe –esto es, quien desempeña el papel de descriptor– , presta su voz para que el yo infantil descubra, ante el destinatario de esta descripción, su vivencia del acontecimiento como un suceso con visos mágicos y extraordinarios. Es precisamente este procedimiento, este giro enunciativo, por el cual la voz al delegar en otro la mirada y los afectos produce una disociación entre la voz y la percepción, instalando en el discurso otro centro de referencia, otro ángulo desde el cual lo percibido cobra otra dimensión, otra significación. Varios rasgos dan cuenta de este nuevo centro de referencia desde el cual se percibe el acontecimiento: la espera que transcurre entre dos actos (jugar y comer dulces) se transforma, a través del filtro de la mirada infantil, en un puente tendido entre “los olores emitidos desde la alacena y el penduleo de los columpios”. Los juegos de sustituciones que vuelven palpable la espera son diversos: los dulces, mediante su omisión, quedan a gran distancia del centro de percepción, primero por estar sustituidos por su continente, la alacena, y luego, por su efecto, los olores. Asimismo, para aludir al juego de los niños, se realiza una traslación que desdibuja la acción como acto realizado por
alguien intencionalmente, para realzar el carácter mecánico que adquiría aquella actividad (“el penduleo de los columpios”) cuyo sentido no residía en ella misma sino en otra parte, en ser un acto que llenaba el tiempo de la espera de otra cosa. Y entre estos dos extremos, condensados en la alacena y los columpios, el puente que habrá de enlazarlos será la voz: las modulaciones de la voz adquieren la consistencia de una materia resistente y sólida, por encima de la cual se puede caminar y anular la distancia que media entre el deseo y su consumación. La perspectiva afectiva del texto está también marcada por la aspectualización de la acción: la duración de la espera no sólo está señalada por las sustituciones que distancian el objeto deseado sino también por el aspecto durativo de los verbos, que asumen, en su mayoría, la forma imperfecta del pretérito, o bien, adoptan formas perifrásticas (“ya iban a ser abiertas”) que realzan la inminencia de la acción, el momento previo a la realización, el clímax del movimiento del deseo. Habría entonces, en los textos predominantemente descriptivos, una simultaneidad en el nivel del enunciado, entre los objetos descritos, los cuales se presentan en coexistencia (en nuestro ejemplo, la alacena, los columpios, la voz, y, dentro de ella, las frases, los giros, las entonaciones) y una simultaneidad en el nivel de la enunciación, entre lo percibido y quien percibe, esto es, quien se instala en concomitancia con lo observado y despliega su mirada (su percepción, en sentido más general) para ofrecer una imagen del mundo percibido al destinatario. Evidentemente no podría tratarse de la simultaneidad con el descriptor, quien, en tanto detenta la voz, se instala en el presente continuo de la enunciación, sino que hay simultaneidad de lo percibido con quien percibe, que tanto observa como también es afectado por lo observado. Diremos, en consecuencia, que en la narración el enunciador (en su papel de narrador) se mantiene en un presente continuo desde el cual da cuenta de la sucesión de acontecimientos, mientras que en la descripción el enunciador (en su función de descriptor) convoca la figura de un observador que se desplaza colocándose en simultaneidad con lo percibido y produciendo así la imagen de coexistencia de los elementos observados. Volviendo a la imagen del “testigo ocular” de la definición de Lausberg, que hemos asimilado inicialmente al concepto de observador, es necesario ahora hacer una precisión. Tal como hemos señalado en nuestro ejemplo, quien percibe, el sujeto que recorre el objeto, no sólo deposita su mirada y sus apreciaciones sobre lo observado (lo cual caracteriza precisamente su papel de observador) sino que también es afectado, tocado por las sensaciones que lo alcanzan (los olores, los sonidos de la voz) ante las cuales su cuerpo se activa y genera la tensión de la espera. Este mundo afectivo puesto en movimiento es el ámbito donde surge otra serie de significaciones y, por lo tanto, atribuibles a otro tipo de sujeto diverso del observador; éste será el lugar del sujeto pasional, del cual hablaremos enseguida. Nuestra concepción acerca de los alcances del concepto de descripción comparte además la extensión que Hamon (1991) le otorga al término (aunque él prefiere hablar de lo descriptivo, para poner el acento en el hecho de que la presencia de los rasgos que lo caracterizan nunca desplaza la presencia de rasgos de otro tipo de textos, en el marco de los cuales aparece y se manifiesta como una dominante más que como una unidad específica). En este sentido, la descripción no sólo se halla en textos literarios sino que también la encontramos en los más diversos tipos de textos: científicos, de divulgación, informativos, crónicas, enciclopedias, guías, diccionarios, etc. Además, todos los objetos del mundo, real o ficcional, perceptibles o imaginables, concretos o abstractos, estáticos o dinámicos, pueden ser objeto de una actividad descriptiva. De aquí que consideremos que el despliegue de la descripción obedece a un giro enunciativo, por efecto del cual el enunciador instala otro centro de referencia en el discurso (ya sea el recorrido que realiza un observador o un sujeto pasional) que produce la imagen de concomitancia entre quien percibe con lo percibido.
1.3. Las dimensiones del discurso Las observaciones precedentes implican que podemos distinguir en el discurso dimensiones diversas. En un trabajo dedicado a elaborar una tópica narrativa antropomorfa, Fontanille (1984) propone considerar que así como hay discursos que ponen en escena a sujetos, objetos y haceres de orden pragmático (el caso clásico de la historia fundada en la carencia de un objeto de valor), hay también discursos cuyos sujetos, objetos y haceres se articulan sobre otras dimensiones, en particular sobre la dimensión cognoscitiva (el sujeto desconoce el valor del objeto, por ejemplo) y sobre la dimensión tímica o pasional (el sujeto, pongamos por caso, es indiferente ante el valor). Estas tres dimensiones, pragmática, cognoscitiva y tímica o pasional, aparecen en el discurso, tanto en el nivel del enunciado como en el de la enunciación. Así, en el nivel del enunciado, estas tres dimensiones comprenderían las tres grandes esferas de actuación posible del sujeto: la dimensión pragmática del enunciado atendería a la acción (entendida en términos de transformación) desplegada por los sujetos en el enunciado; la dimensión cognoscitiva daría cuenta del lugar del saber en el encadenamiento de los sucesos, mientras que la dimensión pasional designaría las pasiones que movilizan a los sujetos implicados en el enunciado. En el nivel de la enunciación, Fontanille sugiere que las tres dimensiones recubrirían los siguientes aspectos: la dimensión pragmática de la enunciación comprendería la realización material del enunciado (por ejemplo, el narrador, entendido como la voz responsable de verbalizar la historia, se inscribiría en esta dimensión; de manera análoga, se puede postular que, para el caso de la descripción, éste sería el lugar del descriptor) ; la dimensión cognoscitiva de la enunciación atendería a la constitución y transmisión del saber, esto es, las perspectivas que orientan el enunciado (éste sería el lugar del observador, sujeto encargado de proyectar los puntos de vista en el discurso); y la dimensión tímica de la enunciación comprendería las
atracciones y repulsiones, la euforia o la disforia del sujeto pasional. Como podemos apreciar, para cada dimensión se prevé un tipo de sujeto, de manera tal que, según el tipo de hacer que desempeñe en el discurso, recibirá una denominación diferente: narrador/descriptor, observador, sujeto pasional, siendo todos ellos sujetos enunciativos.[7] Analicemos, en un pasaje predominantemente descriptivo, la presencia de las tres dimensiones mencionadas: Nadamos toda la mañana y yo les leí poemas de Alfonsina: y cuando llegamos a donde dice: “Una punta de cielo/ rozará/la casa humana”, me separé de ellos y me fui lejos, entre los árboles, para ponerme a llorar. Ellos no se dieron cuenta de nada. Después extendimos el mantel blanco y comimos charlando y riéndonos bajo los árboles. Habíamos preparado riñón –a Leopoldo le gustan mucho las achuras– y yo no sé cuántas cosas más, y habíamos dejado toda la mañana una botella de vino blanco en el agua, justo debajo de los tres sauces, para que el agua la enfriara. Fue el mejor momento del día: estábamos muy tostados por el sol y Leopoldo era alto, fuerte, y se reía por cualquier cosa. Susana estaba extraordinariamente linda. Lo de reírnos y charlar nos gustó a todos, pero lo mejor fue que en un determinado momento ninguno de los tres habló más y todo quedó en silencio. Debemos haber estado así más de diez minutos. Si presto atención, si escucho, si trato de escuchar sin ningún miedo de que la claridad del recuerdo me haga daño, puedo oír con qué nitidez los cubiertos chocaban contra la porcelana de los platos, el ruido de nuestra densa respiración resonando en un aire tan quieto que parecía depositado en un planeta muerto, el sonido lento y opaco del agua viniendo a morir a la playa amarilla. En un momento dado me pareció que podía oír cómo crecía el pasto a nuestro alrededor. Y enseguida, en medio del silencio, empezó lo de las miradas. Estuvimos mirándonos unos a otros como cinco minutos, serios, francos, tranquilos. No hacíamos más que eso: nos mirábamos, Susana a mí, yo a Leopoldo, Leopoldo a mí y a Susana, terriblemente serenos, y después no me importó nada que a eso de las cinco, cuando volvía sin hacer ruido después de haber hecho sola una expedición a la isla –y volvía sin hacer ruido para sorprenderlos y hacerlos reír, porque creía que jugaban todavía a la escoba de quince–, los viese abrazados desde la maleza [...] Juan José Saer, “Sombras sobre vidrio esmerilado”, Unidad de lugar, pp. 22-23. La amalgama, en este segmento, de lo narrativo y lo descriptivo no impide reconocer un primer momento con predominio de lo narrativo, en el cual se acumulan acciones sucesivas (nadar, leer, irse, extender el mantel, comer, charlar, reírse... dejar de hablar) seguido de un marcado cambio en el tratamiento de las acciones –pues no se dejan de mencionar acciones– que se anuncia mediante la alteración del tiempo verbal y la referencia explícita al acto enunciativo (“Si presto atención, si escucho, si trato de escuchar”) en el cual predomina lo descriptivo, para cerrar con un tercer momento con dominante narrativa que se preanuncia con la referencia en pretérito indefinido al intercambio de miradas (“empezó lo de las miradas”) y se retoma – después de la descripción de las miradas– con la alusión al regreso de la expedición por la isla. Si nos detenemos en el segundo momento de este pasaje –en el cual la descripción, aunque no está ausente en los otros dos momentos, tiene aquí una presencia dominante–, es posible reconocer un cambio de ritmo, una desaceleración en ese ritmo ya lento del momento narrativo precedente. La irrupción del tiempo presente que vuelve concomitantes el ahora del acto de recordar y las acciones evocadas instala en el enunciado un observador –un perceptor, habría que decir quizás– centrado en la percepción auditiva del entorno, como si el silencio de las voces hubiera abierto paso a otra posibilidad de lo audible y esta nueva posibilidad, a su vez, hubiera vuelto perceptible aquello que no puede ser alcanzado por los sentidos. Pero vayamos por partes con el propósito de deslindar, en este texto, las dimensiones que configuran el proceso de enunciación descriptiva que aquí nos ocupa. Como es evidente, asistimos a una enunciación enunciada, procedimiento que nos permite encontrar, en un nivel explícito, las diversas acciones enunciativas. El fragmento descriptivo se inicia, como ya lo hemos señalado, mediante una frase que representa la enunciación enunciada: “Si presto atención, si escucho, si trato de escuchar...”. La referencia no podía ser más explícita para aludir a la actividad propia de quien se instala en el papel de observador, de espectador, de receptor de aquella información que el mundo –y su propia predisposición– le proveen.[8] Esta atención que el personaje se exige para revivir con nitidez lo acontecido hace que las acciones evocadas se despojen de su carácter temporal-sucesivo para presentarse ante el espíritu rememorativo como acciones expandidas cuya duración (más que su sucesión) permite el despliegue descriptivo del observador. Es decir, este ejemplo ilustra cómo para que las acciones puedan volverse objeto del recorrido de un observador es necesario que se presenten bajo otro aspecto, que haya, entonces, precisamente, un cambio de aspecto que convierta lo puntual en alguna de las formas de la duración; en otros términos, que el tiempo se espacialice, se vuelva espacio.[9] Si atendemos al aspecto de los verbos que refieren las acciones evocadas en este segmento advertiremos que todos ellos son de aspecto durativo: “los cubiertos chocaban contra la porcelana”, “nuestra densa respiración resonando en un aire tan quieto que parecíadepositado en un planeta muerto”, “el sonido lento y opaco del agua viniendo a morir” , y más adelante, crecía, estuvimos mirándonos, nos mirábamos. El predominio del pretérito imperfecto y del gerundio producen el efecto de un acercamiento de la mirada que expande la acción y la presenta en el curso de su desarrollo, ya sea éste discontinuo (chocar,
resonar) o continuo (crecer, mirar). Podríamos entonces decir que el tránsito de la preponderancia de lo narrativo a lo descriptivo, de la sucesividad a la simultaneidad, implica un cambio de ritmo y la instalación de algún punto de vista, de un observador cuya mirada (o percepción, en general) se ubica en concomitancia con lo observado. En otros términos, afirmamos que, cuando en la dimensión pragmática de la enunciación asistimos a un paso del narrador al descriptor, un nuevo centro de referencia organiza el discurso, centro regido por la actividad perceptiva, sea ésta de índole cognoscitiva o pasional. Aquí, en efecto, el observador, al instalarse en un tiempo concomitante con las acciones evocadas, privilegia la percepción auditiva para hacerse sensible a los menores movimientos, incluso a las transformaciones imperceptibles. Y en ese instante de total quietud algo no dicho acontece, no en el nivel de las acciones sino en la esfera de las pasiones de los personajes. De aquí que el personaje que evoca, mediante la enunciación enunciada, y asume los papeles de descriptor y observador se esfuerza por neutralizar el efecto del recuerdo sobre su estado de ánimo presente, distante y diverso de aquel estado objeto del recuerdo: “si trato de escuchar sin ningún miedo de que la claridad del recuerdo me haga daño...”. Es en este desdoblamiento del sujeto de la evocación donde se aprecia que el discurso se vuelca sobre la pasión rememorada y es el sujeto pasional de entonces el que se torna eje de la vivencia puesta en discurso, no aquél que, en el presente de la enunciación enunciada, detenta la voz para darle cuerpo y consistencia a aquel instante del surgimiento de la pasión amorosa. Así, podemos decir que, en este pasaje, en el nivel de la enunciación enunciada, es posible apreciar el juego de las tres dimensiones enunciativas: en la dimensión pragmática, el descriptor despliega el modelo del paisaje bucólico con sus rasgos característicos, paisaje que ya se ha venido describiendo desde más atrás en el texto, en el que se conjuga la blancura de vestidos y sombreros con la del mantel, la sombra de los árboles, el aire fresco y transparente, el agua sonora del río; esta voz pasa rápidamente sobre las acciones de los personajes (fondo narrativo del fragmento) para detenerse sobre las otras dimensiones, la cognoscitiva y, fundamentalmente, la pasional. Es en esta esfera de la experiencia del sujeto, en su dimensión tímica o pasional, donde se advierte la disociación entre el estado de ánimo del presente nostálgico de la enunciación puesta en discurso (presente empañado por los sucesos posteriores al evocado) y la emoción naciente de aquel instante privilegiado de comunión que se intenta revivir mediante la convocación de la vivencia de aquel sujeto apasionado de entonces. Mediante este breve ejercicio de análisis es posible apreciar el particular juego de las tres dimensiones en los segmentos textuales donde la descripción alcanza una presencia dominante. De manera tal que podría afirmarse que la presencia de la descripción obedece a un giro enunciativo por el cual la voz del enunciador (para el caso, el descriptor) modela la materia verbal desplegando el sustrato perceptivo de las dimensiones cognoscitiva y/o pasional. De aquí que el predominio de lo descriptivo se evidencia por el lugar privilegiado que asume ya sea el observador, mediante la instalación de los puntos de vista y la manipulación del saber, ya el sujeto pasional, a través de la proyección de los estados de ánimo sobre lo percibido. Como se puede observar, la consideración de tres dimensiones diversas en el discurso se sustenta en los tres grandes modos mediante los cuales el sujeto organiza su experiencia para construir el discurso: la acción, la cognición y la pasión. Estos modos de organizar la experiencia se asientan en lógicas diversas, de manera tal que habrá una lógica de la acción, otra de la cognición y una tercera de la pasión. En su trabajo sobre la Semiótica del discurso, Fontanille (2001) desarrolla los tres tipos diversos de racionalidad que sostienen cada forma de organización de lo vivido. Así, la acción está dominada por una lógica de la transformación, lo cual implica que el sentido de la acción es siempre retrospectivo, finalista: “el resultado de la acción presupone el acto que lo ha producido, que asimismo presupone los medios y competencias que lo han hecho posible” (idem: 161). En otros términos, podríamos decir que los avatares que hacen avanzar una historia sólo se explican a partir del desenlace, y no a la inversa, esto es, no serán las acciones previas las que determinen el desenlace, sino este último el que oriente las acciones que lo preceden. Por su parte, la cognición, que atiende a la puesta en circulación del saber en el discurso, se apoya en diversas lógicas, pero, en términos generales, pueden ser englobadas por una lógica de la aprehensión y del descubrimiento: “aprehensión y descubrimiento de la presencia del mundo y de la presencia de sí mismo, descubrimiento de la verdad, descubrimiento de los lazos que pueden aparecer entre conocimientos existentes y otros” (idem: 163). Y la pasión, a su vez, en la medida en que supone un cuerpo que instala un campo de presencia con una cierta profundidad, obedece a la lógica del acontecimiento, esto es, una lógica ya no finalista, sino por el contrario, una racionalidad del advenir (o del sobrevenir) de los afectos y del devenir de las tensiones afectivas. Hablar de tres racionalidades no implica considerar que pudieran operar separadamente: sólo son tres puntos de vista sobre lo mismo, la forma de organizar la experiencia, que es siempre compleja y hace intervenir diversas lógicas simultáneamente. Con todo, el discurso, en sus realizaciones concretas, puede enfatizar alguna de ellas y dejar en un segundo plano a las otras. Regresando ahora a lo que aquí nos ocupa, el discurso descriptivo, sostenemos que su presencia emerge a la superficie y se hace más perceptible, no por efecto de ciertos rasgos de carácter lingüístico (como podrían ser la acumulación de sustantivos y adjetivos, el predominio del tiempo presente y del imperfecto, rasgos que, por otra parte, en efecto son señales del predominio de lo descriptivo pero no explican su aparición) o por el tipo de referente que se hace objeto del discurso (personajes, paisajes), sino por efecto de un cambio en la posición del enunciador, el cual, para dar lugar al despliegue de una descripción, forma particular de organizar la materia verbal, pone el acento sobre ciertas lógicas, la de la aprehensión y el
descubrimiento (del mundo, de sí mismo) y la del acontecimiento (en tanto afectación del ánimo de un sujeto) en detrimento de la lógica de la transformación (sometida a un programa de acción).
Capítulo 2 El enunciado descriptivo La forma que asume aquello que es objeto del discurso descriptivo ha sido caracterizada por Hamon (1991) como un sistema que pone en relación una denominación, un nombre, con una expansión, un despliegue de rasgos. Revisemos la definición que el autor propone para reconocer un sistema descriptivo: “Un sistema descriptivo es un juego de equivalencias jerarquizadas: equivalencia entre una denominación (una palabra) y una expansión (un surtido de palabras yuxtapuestas en lista, o coordinadas y subordinadas en un texto)” (1991: 141). La denominación tiene el carácter de un pantónimo, un nombre que es denominador común del conjunto del sistema, y, a su vez, la expansión puede realizarse mediante un listado de nombres, una nomenclatura, o bien una suma de cualidades o predicados. Hamon (ibidem) representa la organización de un sistema descriptivo mediante el siguiente esquema:
Cada uno de estos elementos, el pantónimo, la nomenclatura, los predicados, pueden o no aparecer, de manera explícita, en el texto. Así, es posible que sólo aparezca una lista de nombres o una lista de predicados, de los cuales se puede inferir el pantónimo correspondiente, o bien un pantónimo acompañado sólo de una nomenclatura o sólo de una lista de atributos. En el caso extremo, como veremos más adelante, el nombre solo puede funcionar como una descripción en potencia, dado que el modo de nombrar es ya una asignación de rasgos predominantes o, al menos, una proyección de un punto de vista desde el cual el objeto es observado. Esta concepción de la descripción conduce a pensar que un sistema descriptivo puede hacerse presente en diversos tipos de textos. Entre ellos habrá algunos que se caractericen por organizarse según una lista de nombres, por ejemplo, los ingredientes de una receta de cocina, un catálogo (de las obras de una exposición, de las formas variadas de presentación de un producto, de artículos para venta, etc.), una guía (de centros de interés turístico ubicados en un mapa, de información diversa –de hospitales en una ciudad, de instituciones educativas, etc.–), un manual de instrucciones para utilizar un artículo, las cuales aparecen precedidas de los componentes del mismo. Otros tipos de textos preferirán la forma de la equivalencia entre una denominación y una serie de predicados, tales como los diccionarios o las enciclopedias, aunque tampoco está ausente en ellos la recurrencia a la nomenclatura (sinónimos, parónimos).
2.1. Los rasgos característicos El enunciado descriptivo tiene entonces una organización de tipo paradigmática, dado que se trata de un nombre que se despliega en el sintagma mediante la enumeración de la serie de sus partes o atributos, los cuales están presupuestos, comprendidos por el nombre, y pueden permanecer en ausencia. El proceso descriptivo podrá actualizar y articular en la presencia del sintagma la serie paradigmática atribuida al nombre. Observemos en el siguiente texto –un fragmento de una entrada de la Enciclopedia Hispánica– la disposición de los elementos descriptivos: Estuardo, María La habilidad política, la belleza y el encanto personal se fundieron en la reina escocesa María Estuardo, cuyo trágico destino envuelve en un halo romántico y sugestivo su figura histórica. Aquí, el nombre propio desempeña la función de pantónimo pues, a medida que el texto avanza, pasa de ser un asemantema, un lexema vacío, a condensar el conjunto de atributos que se van desplegando. La expansión se realiza por dos vías: mediante una nomenclatura formada por términos que no designan partes de un todo sino que sustituyen al
pantónimo y funcionan como anafóricos de la denominación (reina escocesa, figura histórica) y mediante una serie de predicados, de entre los cuales unos indican cualidades asignadas al nombre propio (la habilidad política, la belleza, el encanto personal) y otros, cualidades que ocupan otra posición jerárquica, pues no se refieren directamente al pantónimo sino a elementos que a él son asociados (destino → trágico, halo → romántico, sugestivo). De estas rápidas observaciones ya podemos hacer algunas especificaciones acerca de los rasgos que caracterizan un sistema descriptivo. Con respecto a la nomenclatura que puede estar presente en una descripción, hay que considerar que no sólo aparece para designar las partes de un todo sino que también puede nombrar al todo, convirtiéndose, en este último caso, un solo término de la nomenclatura en equivalente del pantónimo. Por otra parte, los predicados pueden no solamente referirse al pantónimo sino a otros elementos, sean éstos partes del todo, términos equivalentes del pantónimo o elementos asociados a él por contigüidad. En este último caso, los predicados tendrán otro rango, pues aparecerán subordinados por la mediación del elemento al cual se refieren. Este hecho da lugar a una estructura arborescente que permite un despliegue sin límite. Así, en nuestro ejemplo, los adjetivos trágico, romántico y sugestivo se unen al pantónimo por la mediación de los términos destino y halo, quedando de este modo los predicados a cierta distancia del pantónimo y en un segundo plano. Atendiendo a este rasgo típico de la descripción, Hamon sostiene: “Toda descripción es entonces una inserción de subsistemas descriptivos más o menos expandidos, jerarquía de descripciones, lo que permite al autor variar y modular varias veces sus dominantes locales” (idem: 176). Pareciera entonces que un sistema descriptivo tiende a una expansión sin límite, al punto que el etcétera sería la forma característica de clausurar (sin clausurar) una descripción. Sin embargo, Hamon muestra que lo descriptivo guarda una relación estrecha con lo taxonómico, de manera tal que no sólo el efecto de lista anuncia la presencia de lo descriptivo en un texto sino también el efecto de esquema. Así, el texto puede presentarse como la saturación de un modelo preexistente (los puntos cardinales, los sentidos) el cual organiza y jerarquiza los elementos que intervienen en una descripción. La presencia de un orden, de un modelo de organización subyacente (o la subversión del modelo)[10] evidencia la operación de clasificación que el texto realiza. Los modelos que ordenan los elementos en una descripción pueden ser más o menos evidentes, más o menos canónicos. Leamos los siguientes fragmentos tomados de una guía turística para advertir la estrategia que permite otorgar un orden a la descripción de la Catedral de Canterbury:
Al acercarse a la Catedral de Canterbury a través de la Puerta de la Iglesia de Cristo (“Christ Church Gate”) se observa una primera y dramática vista de este espléndido edificio. La puerta en sí fue construida [...] Las dimensiones de la catedral no resultan inmediatamente aparentes ya que el extremo este queda oculto a la vista al principio y los ojos se fijan irresistiblemente en Bell Harry, la torre central. Su origen se remonta [...] Al entrar en la catedral por el pórtico del extremo oeste de la nave, salta de inmediato a la vista el esplendor de los altísimos pilares que dirigen los ojos hacia el cielo, hasta el abovedado del techo de intrincados nervios secundarios. Se trata de uno de los grandes logros del cantero medieval [...] Para visitar la parte más antigua de la catedral, la cripta, se va por el centro de la nave... Fácilmente podemos reconocer, en esta disposición de los distintos aspectos de la catedral, una forma de organización determinada por la instalación en el enunciado de un supuesto visitante que realiza el recorrido y se detiene a observar algunas partes, aquellas hacia las cuales el texto va orientando la mirada: la puerta, la torre central, el techo, la cripta (hemos omitido cada una de estas descripciones para realzar sus encuadres en la figura del recorrido realizado por cualquier visitante). Es claro que aquí la función descriptiva está subordinada a otra predominante, la función de instrucción, y por tal motivo el texto, mediante la referencia al recorrido realizado, tiende a orientar la ejecución de una secuencia de actividades que facilite el desplazamiento y provea el conocimiento de un monumento histórico. Pero es interesante observar cómo se disimula la instrucción, de manera tal que el texto también puede leerse con el fin de atender prioritariamente a los segmentos descriptivos. Refiriéndose a este hecho, Silvestri (1995: 34) señala: “La elección de un tipo de discurso no instruccional para cumplir funciones de instrucción responde, entre otros factores, a la índole de la actividad que se instruye. Por ejemplo, un recorrido turístico no constituye un procedimiento clásico, ya que no es una secuencia unívoca de acciones obligatorias. Por lo tanto, una forma nítidamente prescriptiva no resultaría adecuada: no pueden adoptarse actos de habla de orden frente a una actividad que por naturaleza es –en última instancia– facultativa”. Estamos aquí frente a una estrategia que persigue un doble propósito: dirigir una posible serie de acciones (función instruccional) y ordenar los aspectos a describir (función taxonómica de la descripción), además, claro está, del papel que ambos discursos cumplen en la dimensión cognoscitiva. Los segmentos descriptivos quedan así enmarcados en el esquema del recorrido realizado, figura clásica de este género de textos, la guía turística. Es interesante destacar también que el esquema basado en el recorrido de la mirada está en la base de muchos modelos descriptivos (el retrato, que se organiza siguiendo un desplazamiento de la mirada de arriba hacia abajo; el paisaje,
sometido a la mirada de un observador más o menos explícito en el texto descriptivo). Recordemos que en la tradición retórica la definición de la descripción está íntimamente asociada a la mirada. Fontanier, en su célebre manual sobre las figuras del discurso, afirmaba: “Todo lo que voy a decir acerca de la descripción es que consiste en presentar un objeto frente a los ojos, para hacerlo conocer en sus detalles y en sus hipóstasis más interesantes” (1977: 381). Volveremos más adelante sobre este aspecto central de la descripción. La taxonomía, el esquema que organiza los elementos en una descripción, asegura, entonces, no sólo el establecimiento de un orden posible sino también una clausura. De esta manera se administra y controla una posible proliferación excesiva del texto. La proyección de una forma de disposición de los elementos de una descripción no es directa, no se deposita sobre una supuesta “realidad”, sino que es más bien meta-clasificación. La descripción –afirma Hamon– “clasifica y organiza una materia ya recortada por otros discursos [...] paisajes ya recortados por las leyes de la herencia y por el catastro en ‘fincas’, en ‘parcelas’, en ‘campos’, o por los guías en ‘sitios’, en ‘perspectivas’ o en ‘puntos panorámicos’; cuerpos recortados en ‘miembros’ y ‘articulaciones’ por el discurso médico-anatómico; objetos manufacturados que llenan de ‘artículos etiquetados’ los depósitos de venta al ‘detalle’; paisajes urbanos recortados en ‘barrios’ o en ‘monumentos clasificados’; máquinas, recortadas por la tecnología en ‘piezas’; casas, recortadas por el ritual cotidiano en piezas diferenciadas” (idem: 65). Este afán clasificatorio hace de la organización descriptiva de la materia verbal la forma privilegiada del discurso científico y de todo tipo de explicación. En este sentido, Hamon recuerda que toda explicación (ex-plicare, desdoblar, desplegar) recurre al procedimiento del despliegue de un paradigma, procedimiento propio de lo descriptivo. En nuestro ejemplo puede apreciarse que el lenguaje empleado para describir las partes de la catedral (pórtico, nave, pilares, techo abovedado, cantero medieval , en el fragmento citado) proviene de la historia del arte y remite al léxico arquitectónico. Los aspectos que se destacan de la catedral no son cualesquiera sino aquellos para los cuales hay un léxico específico, incluso estilos conocidos y codificados. Esta vinculación con lo taxonómico muestra que todo lugar del texto con predominio de lo descriptivo remite a otros discursos clasificatorios, enlaza el texto con otros textos evidenciando así el carácter intertextual de la descripción. La configuración del enunciado descriptivo implica además un constante movimiento intratextual, una actividad metalingüística: el hecho de poner en equivalencia una denominación con una expansión no es otra cosa que desarrollar la potencialidad metalingüística del lenguaje. De aquí la estrecha relación entre lo descriptivo y los textos metalingüísticos tales como la adivinanza, el diccionario, los crucigramas, la paráfrasis, la perífrasis, la nota al pie, etcétera. La presencia de la descripción está generalmente marcada por señales que la anuncian. Entre estos indicios de lo descriptivo, Hamon consigna: la preterición (“era una escena indescriptible” , figura típica desencadenante de lo descriptivo), el tono y el ritmo, marcas morfológicas (verbos en presente, en pretérito imperfecto), un léxico particular (términos técnicos, adjetivos numerales, nombres propios, adjetivos calificativos), figuras retóricas, términos en posición de ruptura con un horizonte de expectativas (detalles insignificantes) escenas o personajes-tipo (la acción de gracias, la alabanza, el espectador entusiasta). La aparición de estas señales es anuncio de un posible despliegue descriptivo. Sintetizando el pensamiento de Hamon acerca de este tópico, diríamos que en el nivel del enunciado es posible reconocer el predominio de la descripción por la presencia de algunos de los rasgos mencionados: relaciones de equivalencia, de jerarquía, del texto con otros textos, del texto consigo mismo; o bien por ciertas marcas prosódicas, morfológicas, semánticas y retóricas cuya aparición puede dar lugar a la emergencia de una descripción.
2.2. La estructura jerárquica: componentes y operaciones El enunciado descriptivo, concebido, de manera general, como equivalencia entre denominación y expansión, conduce a pensar que ambos términos de la relación pueden especificarse para lograr integrar en un modelo más preciso la forma de un sistema descriptivo. A esta tarea se dieron Adam y Petitjean (1989) en el estudio que dedicaron al texto descriptivo. Según los autores, la denominación cumple siempre el papel de ser el tema e incluso el título de un texto, de allí que prefieran sustituir el término denominación por el de tema-título, en función del cual se articulan una serie de términos o enunciados que desempeñan el papel de una definición-expansión. Estos elementos no sólo se presentan en serie sino que además adoptan algún esquema que les provee un cierto orden jerárquico. Con respecto a la esquematización del discurso descriptivo, Adam y Petitjean proponen considerar la estructura arborescente como rasgo permanente y, a partir de ella, reconocen ciertas operaciones básicas que atañen tanto a la producción como a la comprensión de textos descriptivos. Nos detendremos en estas operaciones pues nos permitirán comprender luego el modelo de análisis de la descripción por ellos propuesto que enriquece el modelo general de Hamon que hemos presentado. Dos de estas operaciones son de índole más general pues se refieren a la relación entre el tema y la expansión (anclaje y afectación), y las otras son de carácter más específico puesto que afectan la organización entre los componentes del sistema descriptivo (aspectualización, tematización y puesta en relación). El anclaje designa el procedimiento de poner el tema-título en lo alto de la estructura arborescente. Por esta operación, el
tema-título, apela al saber del destinatario, ya sea para confirmarlo o modificarlo, y actualiza una presencia del objeto de discurso caracterizado como objeto mereológico (esto es, el tema admite como parte suya todo lo que comprende el modo particular de nombrarlo) y abierto (es decir, se estructura a medida que el discurso lo produce). De aquí que, en una descripción, el objeto sólo está completo al fin de la misma, y la clausura del discurso es la marca de la completud del objeto, el cual queda realizado por las partes que el discurso le ha asignado. Puede decirse entonces que, en el texto, el objeto se confunde con la clase. La afectación es la operación inversa a la anterior: si el anclaje produce la espera de un haz de aspectos del objeto de discurso y asegura la legibilidad de la descripción, la afectación genera efectos de sentido de extrañeza e incertidumbre. Ésta es la operación que pone en juego el texto que carece de un tema-título (o lo introduce al final de la descripción) y se presenta a la manera de un enigma que debe resolverse. Puede afirmarse entonces que el anclaje desencadena una referencia virtual (la espera de un haz de aspectos del objeto) mientras que la afectación produce una referencia actual, dada por el despliegue anticipado de los aspectos del objeto. El discurso publicitario hace un uso muy frecuente de esta operación al presentar un producto comenzando no por su nombre y la marca sino por una serie de enunciados que actualizan una referencia suficientemente general y ambigua como para que varios itinerarios de lectura sean posibles, uno de los cuales conducirá a la introducción del tema objeto del anuncio. Este procedimiento, además, convoca de manera más sugestiva al destinatario, puesto que la distancia significativa que media entre la serie de enunciados que conforman la expansión y el tema presentado a posteriori obliga a buscar los vínculos entre ambos dominios, cuando no aparecen de manera explícita, o bien a interpretarlos cuando subvierten las expectativas o contradicen saberes aceptados. Si el tema-título, por vía del anclaje (o a posteriori, por vía de la afectación), encabeza la estructura arborescente de la descripción, la primera ramificación del tema se obtiene por la operación de aspectualización. Adam y Petitjean restringen la significación de este concepto y designan mediante él los aspectos (dimensión, forma, color, etc.) bajo los cuales se puede presentar un objeto de discurso. Tales aspectos comprenderán las propiedades (que pueden estar expresadas mediante predicados calificativos, tales como bello, grande, etc., o bien mediante predicados funcionales, como en “hablar lentamente”, etc.) y las partes que componen el todo. Así, el despliegue de propiedades y partes constituye la operación de aspectualización por la cual el tema-título podrá especificarse, anclarse en sus propios componentes. Con respecto a la noción de partes, habría que considerar también como resultado de este proceso de la aspectualización de dividir un todo en partes que la descripción puede avanzar en ambas direcciones y, por lo tanto, la referencia a un todo en el cual se incorpora el objeto que se describe (procedimiento frecuente en la definición y en las entradas de diccionario o enciclopedia, por ejemplo, “erina: pinzas que usan los cirujanos...”) es también una forma de aspectualizar el objeto. De aquí que consideramos necesario incluir en la noción de partes ambos movimientos: del todo a la parte y de la parte al todo. Una vez descompuesto un tema en partes y/o propiedades, cada una de ellas puede ser objeto de especificación en nuevas partes y/o propiedades: ésta es la operación de tematización. Mediante la tematización, una parte o propiedad puede ser concebida como un todo y dar lugar a la apertura de un nuevo proceso de aspectualización. La tematización es fuente de la expansión descriptiva, pues todo aspecto de un tema puede transformarse en un nuevo tema (en este caso será considerado un subtema) y dar origen a sucesivas expansiones. Esta operación de tematización da cuenta de los subsistemas descriptivos capaces de insertarse en toda descripción, de los cuales hablaba Hamon y que hemos mencionado más arriba. Veamos un ejemplo sencillo, tomado de un texto de divulgación científica acerca de la historia de la navegación, en el cual se describe un tipo de embarcación llamado cafa, propio de la Mesopotamia: Se trata de embarcaciones constituidas por una estructura de madera forrada con piel cocida y calafateada, las cuales se impulsan con remos cortos de paleta ancha.
Como puede apreciarse en este ejemplo, la operación de anclaje se refiere al tema mientras que la tematización corresponde a un segundo nivel de la organización descriptiva, a los subtemas, los cuales reproducen la estructura previa, pudiendo expandirse, a su vez, en partes y propiedades (en nuestro caso, sólo en propiedades). La tercera operación a la cual aluden Adam y Petitjean es la puesta en relación, la cual permite articular el tema con otros dominios. Esta operación da lugar a la asimilación y a la puesta en situación (local y temporal). Mediante el concepto de asimilación se hace referencia al proceso de acercar aspectos de dos objetos en principio extraños uno al otro. Esta asimilación de un objeto a otro puede efectuarse por comparación, por metáfora, por negación (describir algo por lo que no es, por sus carencias), por reformulaciones del tema o de subtemas (por ejemplo, a partir de las propiedades negadas concluir con propiedades afirmadas). La otra operación aquí comprendida, la puesta en situación, es la ubicación del objeto descrito en relación con un espacio o con un tiempo específicos. También incluye la articulación del objeto con otros, de carácter secundario, con los cuales mantiene una relación de contigüidad. En síntesis, el modelo de análisis propuesto por Adam y Petitjean concibe la organización del enunciado descriptivo como una estructura arborescente encabezada por el tema-título, el cual puede expandirse por la ejecución de operaciones diversas: por aspectualización, el tema se desdobla en partes y/o propiedades (calificativas y/o funcionales) y por la puesta en relación, el tema-título se vincula con otros dominios, sea por asimilación (esto es, por comparación, metáfora, negación, reformulación) o bien mediante la puesta en relación (con el espacio, el tiempo u otros objetos secundarios). A su vez, cada uno de los nuevos aspectos así desplegados (partes, propiedades, objetos asimilados o relacionados con el tema-título) puede, por tematización, ser tratado como un todo y convertirse entonces en subtema, el cual da origen a una nueva expansión o subsistema descriptivo. Presentamos a continuación un esquema de este modelo, basado en el que presentan Adam y Petitjean (idem: 135), en el que se muestra la disposición de todos sus componentes (evitamos las abreviaturas del original y algunas designaciones que dificultarían la comprensión del esquema general):
En el esquema puede apreciarse el carácter abierto de la estructura, puesto que la tematización de cualquiera de los componentes despliega nuevamente el sistema descriptivo entero. El análisis de un ejemplo nos permitirá ilustrar la presencia de estas operaciones en el enunciado descriptivo. Retomaremos la primera parte del fragmento de Yo, el Supremo citado en la introducción, para reconocer allí el
funcionamiento del sistema descriptivo. El texto comienza con la mención del nombre del actor que constituirá el tema de la descripción que sigue: Antonio Manoel Correia da Cámara, nombre propio que, de entrada, conlleva las marcas de la procedencia del personaje. El nombre funciona entonces como anclaje del despliegue descriptivo que a partir de él se desencadena. Luego de la referencia a la acción en curso de realización (se apea) se recurre a la puesta en relación con otro objeto (el blancor de la tapia) que sirve de marco espacial al objeto que se describe. A continuación, comienza a asimilarse la figura del personaje con el universo animal: el típico macaco brasileiro, animal desconocido. Esta última denominación, por tematización, es objeto de un nuevo despliegue que procede segmentando en partes al animal desconocido y luego, nuevamente por asimilación, reformulando la denominación primera para asimilar la figura del personaje a una monstruosa fusión de rasgos humanos y animales. El proceso descriptivo se completa por aspectualización deteniéndose en el rostro del personaje, del cual se detallan sus componentes: sonrisa, diente, peluca, ojos, los cuales, a su vez, reciben calificaciones específicas. Podría esquematizarse este fragmento descriptivo de la siguiente manera:
En los ejemplos considerados hasta ahora, hemos privilegiado el análisis de enunciados descriptivos referidos a objetos y personajes; sin embargo, esto no significa que, como ya lo aclaramos con anterioridad, cualquier objeto de discurso sea susceptible de ser descrito. Así, el comportamiento de un actor puede manifestarse mediante una enumeración de acciones (las cuales constituirán otras tantas propiedades del mismo) o bien las cualidades de un utensilio ser presentadas por las funciones que desempeña, o un conjunto de acciones ser parte de una situación (típico inicio de un relato), así como también una acción única ser calificada, o segmentada en partes que señalan los momentos de una acción global (como, por ejemplo, la descripción de las fases de una acción o de procesos de fabricación –la clásica descripción, en la Ilíada, del escudo de Aquiles a través del proceso de su fabricación, que ha dado pie a hablar de la “descripción homérica” para designar este tipo de procedimiento descriptivo). La descripción de acciones pone en evidencia la misma estructura jerárquica propia de un sistema descriptivo y no se confunde con la narración de acciones. En este sentido, Adam y Petitjean observan que, en el relato, como lo había mostrado Bremond (1982) en “La lógica de los posibles narrativos”, la organización de la secuencia de acciones responde a una lógica narrativa según la cual cada acción principal constituye un momento de riesgo del relato, pues varias alternativas son posibles. En cambio, en la descripción de acciones, si hay una lógica, se trata de una simple lógica de la acción basada en ciertos conjuntos de actos estereotipados que configuran una acción global (la acción de tomar el tren puede desplegarse en otras tales como: comprar el pasaje, esperar en el andén, subirse a un vagón, etc.). En este último caso, no están en juego posibles elecciones que alteren el curso de los acontecimientos: las acciones, o bien son objeto de descripción en sí mismas, o bien constituyen una estrategia para ordenar aquello que es objeto de descripción. En el ejemplo citado más arriba, la acción global de la “visita a una catedral” es descompuesta en partes (atravesar el pórtico, acercarse, observar el conjunto, ingresar al recinto, etc.), lo cual permite, a su vez, ordenar las partes de la catedral que se describirán. El hecho de introducir este conjunto de acciones no le resta carácter descriptivo al texto, aunque, como hemos observado, dado que el fragmento citado corresponde a una guía turística, evidentemente la descripción se conjuga con el carácter instruccional del texto. Veamos en el siguiente ejemplo, tomado de una crónica periodística, la presencia de acciones en un pasaje descriptivo:
Nurio, Mich., 4 de marzo. “A tres pesos, a tres, los acuerdos de San Andrés, más baratos que en Internet”, pregonan militantes del FZLN de Morelia. “A cincuenta pesitos el pasamontañas de doble fondo, señor, señorita, sólo le vale cincuenta pesitos”, gritan jóvenes chilangos que empuñan sus mercancías como negros títeres inanimados. Hay un poco de todo en el tianguis que florece dentro del tercer Congreso Nacional Indígena. Por sólo cien pesos usted puede ordenar que le hagan doscientas trencitas como en las playas de Puerto Vallarta. O llevarse, por menos, camisetas con la efigie de Marcos, Zapata o el Che [...] A este frenesí de la oferta y la demanda, un camarógrafo del cineasta francés Patrick Grandperret lo llama, sin rubor, el “marcotráfico”. Jaime Avilés, La Jornada, lunes 5 de marzo de 2001 (Política, p. 5). Así da inicio la crónica acerca del tercer Congreso Nacional Indígena llevado a cabo en esos días en México. Es claro que el texto, mediante la acumulación de acciones diversas (pregonan, gritan, empuñan, florece, puede ordenar, llevarse, llama) no narra acontecimientos puntuales sino antes bien describe, con tono burlón y lúdico, un ambiente de euforia mercantil que contrasta con la solemnidad del acontecimiento que reporta: un congreso indígena de alcance nacional. Aquí, las acciones no necesitan siquiera atenerse a una lógica de la acción, pues se dan de manera simultánea y el discurso las dispone según sus propias necesidades. La lista de acciones se cierra con un pantónimo que realiza la condensación, movimiento inverso a la expansión, según lo define Greimas (1990: 76, 136-137) propio de la elasticidad del discurso y manifiesto en el proceso de denominación. El pantónimo, “marcotráfico” resume y refuerza el tono paródico, pues, por una parte, remite por analogía fónica a otro término también compuesto, el narcotráfico, que designa una actividad ilícita, y por otra, fusiona los dos dominios aparentemente extraños uno a otro: el comercio de mercancías y el nombre del líder de un movimiento rebelde. El proceso designativo, que asume particular importancia en el discurso descriptivo, será objeto de reflexión en el apartado siguiente.
2.3. La actividad denominativa Decíamos al comienzo de este capítulo que, en el caso extremo, el nombre puede ser considerado como una descripción en potencia. Puede pensarse que describir es ante todo nombrar, dar nombre, lo cual equivale a decir, hacer existir en el ámbito del discurso. Lo nombrado se vuelve objeto del discurso y asume un estatuto de existencia que lo distancia del universo que fue punto de partida para su constitución, y al distanciarse e independizarse cobra nuevas relaciones, tanto con ese universo de referencia como con los otros objetos con los cuales comparte el espacio del discurso. Con respecto a esta ruptura, presente en toda actividad discursiva y que la denominación no hace sino poner de relieve, es interesante recordar las reflexiones de Jitrik (1983) realizadas a propósito de la escritura de Colón. Dicha escritura, caracterizada por operar en una situación inaugural, el descubrimiento de un nuevo mundo, conduce al autor a considerar la “inscripción económica” del despliegue denominativo y descriptivo del Almirante –y, a partir de allí, a proponerla como rasgo de la descripción–. Esta concepción de la descripción como una actividad de carácter “económico” intenta dar cuenta del proceso de “dar nombre”, el cual no sólo pone en juego operaciones de recolección, de traducción (asimilable al intermediarismo), de aprovechamiento, sino que también da lugar a un procedimiento de “evaluación”. En este sentido, agrega Jitrik: “Si la evaluación, en términos de discurso, es una suerte de método para lograr equilibrio en la expresión, podríamos decir que tal método se funda en el ‘cálculo’ y la ‘verificación’ que aparecerían, de este modo, como las condiciones inmediatas para fundar el gesto descriptivo y permitirle su expansión así como para dar al texto una orientación de sus objetivos” (1983: 122). Nombrar es, entonces, producir un décalage, una ruptura, por obra de la cual el objeto adviene al universo discursivo. Esta inserción no es simple y mucho menos natural o espontánea. La vida en el ámbito del discurso obedece a reglas, más o menos fijadas por el uso, a formas específicas de funcionamiento, que hacen que lo nombrado adquiera una consistencia que “las cosas” no tienen y por lo tanto produzca efectos de sentido y transforme la vinculación del hombre consigo mismo, con el mundo y con los demás. En este sentido, la actividad denominativa es el germen del movimiento descriptivo, puesto que el nombre contiene, de manera condensa-da y en potencia, los rasgos que el discurso podrá desplegar. En la lengua, la actividad denominativa se deposita fundamentalmente (aunque no de manera exclusiva) en los nombres y adjetivos, a los cuales se les atribuye un valor icónico especial, de allí su presencia predominante en los textos descriptivos. Basándose en esta idea, Pimentel (1992) se detiene en el análisis de tales elementos lingüísticos para explicar su funcionamiento como operadores de iconización. Las variantes a las cuales atiende la autora son el nombre propio, con referente extratextual, intratextual e intertextual, el nombre común y el adjetivo. Con respecto al nombre propio con referente extratextual, en contraste con la concepción de ciertos teóricos del lenguaje para quienes el nombre propio sólo poseería referencia pero no sentido, Pimentel sostiene que “el nombre de una ciudad, como el de un personaje, es un centro de imantación semántica en el que converge toda clase de significaciones arbitrariamente atribuidas al objeto nombrado, de sus partes y semas constitutivos, y de otros objetos e imágenes visuales
metonímicamente asociados. De este modo, la noción ‘ciudad de Londres’, en tanto que objeto visual y visualizable, ha sido instaurada por otros discursos: desde el cartográfico y fotográfico, hasta el literario que ha producido una infinidad de descripciones detalladas de la ciudad. Es a este complejo discursivo al que remite el nombre de una ciudad” (idem: 113). De aquí que la autora afirme que el solo hecho de nombrar una ciudad, aun sin describirla, es proyectar una imagen cargada de las significaciones que el texto de la cultura ha impreso sobre el nombre y a la cual el lector es conducido a remitirse. La relación se establece entonces no entre un nombre y una supuesta “entidad real”, sino entre el nombre propio y el texto cultural, se trata de una relación intertextual (relación convocada por el nombre que el texto puede confirmar o alterar). El nombre propio con referente intratextual exclusivamente ofrece otra forma de semantización posible. Si el nombre con referente extratextual se presenta de entrada como una entidad llena que el texto descriptivo despliega, aquel que carece de tal referente aparece primeramente como una entidad vacía que se irá llenando a medida que la descripción avanza. De esta manera, la redundancia o iteratividad se convierte en el procedimiento que hace de la primera descripción el lugar de referencia de las sucesivas descripciones, las cuales otorgan materialidad y consistencia a lo nombrado a través de la individualización progresiva de lo descrito. En los casos en los cuales el nombre propio carece de ambos referentes, extratextual e intratextual, el trabajo del texto toma como punto de partida o bien la subjetividad del narrador (por ejemplo, atribuir ciertos rasgos a una ciudad basándose en las evocaciones que la sonoridad de su propio nombre provoca, como en Proust las descripciones de Parma y Florencia) o bien la referencia a otros discursos (en cuyo caso, el texto genera su propio intertexto, por ejemplo, una descripción de un lugar basada en discursos de otros personajes). Con respecto al nombre común y el adjetivo, Pimentel argumenta que aquello que permite explicar el alto valor icónico de unos y otros es la posibilidad de compensar su referencia genérica con la presencia de semas particularizantes, los cuales, al restringir tanto la extensión como la comprensión del significado, proveen al nombre de la capacidad de generar ilusión referencial. Refiriéndose a este rasgo, la singularización, propio del proceso de designación, Reuter (1998) se detiene a considerar que, al lado de este movimiento singularizante, es necesario reconocer otro movimiento, también típico de la descripción: la tipificación. Según el autor, la designación, en tanto forma de categorización, apunta también a la construcción de tipos. Dos serían entonces las tendencias de la designación a tomar en cuenta: la singularización y la tipificación. Así, habría que considerar, incluso, las tensiones entre ambas tendencias puestas en juego en ciertos textos. Este conjunto de observaciones sobre la denominación atañe a la configuración de superficie del enunciado descriptivo, esto es, dan cuenta de la composición lingüística del enunciado y, en esta medida, complementan el análisis de la estructura jerárquica de la descripción (centrada en la organización de sus componentes y en el funcionamiento de las operaciones) mediante la atención a la función que desempeñan ciertos morfemas cuya presencia se privilegia en los textos descriptivos. Ahora bien, la actividad denominativa implica otros aspectos de fundamental importancia en el funcionamiento del discurso descriptivo: nos referimos a la proyección de una mirada sobre el objeto que ilumina algunos de sus aspectos, deja otros en sombra, y mediante ese recorte hace cobrar existencia a lo nombrado en el ámbito del discurso. Pero esta operación ya nos instala en otro nivel de análisis, en el nivel de la enunciación, del cual daremos cuenta en las secciones siguientes.
Capítulo 3 La enunciación descriptiva El nivel de la enunciación, como sabemos, comprende un conjunto de fenómenos por los cuales el discurso da cuenta de la presencia del sujeto de la enunciación. La puesta en discurso no es posible sino por el hecho de que un yo asume el lenguaje para dirigirse a otro. Partimos entonces de esta noción elemental y abstracta, la de sujeto de enunciación, para designar a ese fundamento dialógico que es el soporte de todo discurso: la apelación al tú, al sujeto destinatario, por parte del yo, el sujeto destinador. La constitución misma del yo, en tanto sujeto discursivo, no es posible sin pasar por la mediación de la imagen del otro, del tú, a quien el discurso busca afectar en algún sentido. El concepto de sujeto de enunciación reúne necesariamente los dos polos del acto de discurso, lugares ocupados por la primera y la segunda persona gramaticales. De ahí que se prefiera hablar, a veces, de instancia de enunciación para evitar la posible ambigüedad del término sujeto, que parece hacer referencia exclusiva al yo. Sobre este fundamento se levanta el edificio discursivo, el cual presupone ese primer acto inaugural, especie de escisión, de separación, en dos sentidos: del yo frente al tú y del yo frente al él, al objeto del discurso (dentro del cual cabe, es claro, el propio yo, como probable objeto de la enunciación). Este nivel implícitamente configurado y que acompaña de manera recurrente a lo enunciado, a lo dicho, puede también volverse objeto del decir e instalarse en el enunciado (el “yo digo que...”, hecho explícito en el discurso), produciendo una suerte de ilusión por la cual el enunciado podría capturar la enunciación. Es el caso de la enunciación enunciada, simulacro del acto enunciativo exhibido en el enunciado que no hace sino multiplicar los niveles en el texto, pues el yo del decir explícito será siempre otro (y dirá otra cosa distinta) diverso del yo que sostiene implícitamente, ahora, un acto discursivo enunciado. Pero no es éste el único modo mediante el cual el sujeto parece hacerse presente en su discurso: es necesario considerar formas intermedias, graduales, de manifestación del acto enunciativo en lo enunciado. Como si entre enunciado y enunciación hubiera un espesor, una suerte de capa intermedia, que podría ser ocupada por distintas “versiones” del sujeto de enunciación: nos referimos al lugar ocupado por los sujetos enunciativos, a los cuales ya hemos hecho alusión cuando consideramos las diversas dimensiones del discurso.[11] Es éste el momento de detenernos en este punto. Si efectuamos una segmentación del proceso enunciativo para poder considerar separadamente las dimensiones diversas en las cuales actúa el sujeto de enunciación, es posible concebir, para cada dimensión (pragmática, cognoscitiva y pasional) un tipo de sujeto diverso. De aquí que el sujeto de enunciación visto en el desempeño de su hacer pragmático se denominará narrador o descriptor (performador, propone Fontanille (1989) como término que engloba los diversos géneros posibles); el mismo sujeto de enunciación considerado en su hacer cognoscitivo, en el despliegue de los puntos de vista, recibirá el nombre de observador, mientras que el sujeto de enunciación analizado en su hacer pasional (o en otros términos, en su padecer) se lo podrá llamar sujeto pasional. Éstos son los llamados sujetos enunciativos a los que nos hemos referido y que ocuparían un lugar intermedio entre el nivel enunciativo implícito (el más profundo y abstracto, lugar del sujeto de enunciación) y el nivel del enunciado, el más superficial y concreto: los sujetos enunciativos tendrán entonces grados de manifestación diversa en el interior del discurso. Volveremos más adelante sobre las diferentes formas de presencia de los sujetos enunciativos en el discurso. Hemos sostenido que el movimiento descriptivo en el discurso obedece a un giro enunciativo por el cual el descriptor hace emerger a un primer plano la figura de un observador, o bien la de un sujeto pasional. Ahora bien, antes de considerar cada una de las dimensiones en que está implicado cada tipo de sujeto, es necesario hacer referencia al proceso que está en la base de la constitución de la significación y que adquiere relevancia precisamente en los momentos descriptivos: se trata del proceso de percepción.
3.1. La actividad perceptiva Si nos instalamos en el proceso de generación de la significación es posible afirmar, como lo hacía ya Greimas (1973) en l a Semántica estructural, que la percepción es la base sobre la cual se asienta la aprehensión de la significación. Este fundamento perceptivo de la constitución de los significados otorga a la reflexión semiótica una base fenomenológica para la explicación de los procesos significantes. Sin pretender abordar ahora las implicaciones teóricas de tal filiación, es claro que la concepción fenomenológica permite asignar a la actividad perceptiva un papel central en la conformación de la significación. En buena medida, la semiótica contemporánea de tradición greimasiana dedica hoy sus esfuerzos a dar cuenta de ese suelo sensible sobre el cual se forja el proceso de categorización.
La percepción, en tanto constituye una primera forma de mediación entre el sujeto y el mundo, puede ser concebida como una interacción entre una fuente de donde surge la orientación y una meta hacia la cual tal orientación apunta. En este sentido, puede afirmarse que todo acto perceptivo instaura una separación, un hiato entre la fuente y la meta, entre el sujeto y el objeto, hiato por el cual se instala la imperfección de toda captación perceptiva. El objeto queda así constituido como irreductiblemente incompleto –pues sus partes serán inabarcables en su totalidad en el acto perceptivo– mientras que el sujeto queda sometido a una búsqueda de la totalidad siempre inalcanzable. La así llamada por Greimas (1990) “imperfección” de la captación fenoménica moviliza al sujeto, en el cual engendra la tensión hacia el todo y fragmenta al objeto, el cual pierde su completud. Así concebida, la percepción implica una interacción conflictiva, dificultosa, que obliga al sujeto a desplegar estrategias de aprehensión del objeto, estrategias que pueden, a grandes rasgos, ser comprendidas en dos operaciones básicas: o bien el sujeto realiza su recorrido alrededor del objeto para acumular diversos puntos de vista, o bien elige un aspecto prototípico y organiza a su alrededor las partes del objeto. De cualquier manera, ambas estrategias intentan una recomposición de la totalidad a partir de las partes del objeto (Fontanille, 1994: 39 y ss.). El discurso da cuenta de este proceso bajo la forma de la descripción, de ahí que es posible afirmar que el dominio de lo descriptivo es el lugar donde la percepción tiene una presencia privilegiada.
3.2. Descripción y percepción La descripción representa, sobre el escenario del discurso, el despliegue de la actividad perceptiva del sujeto. Los momentos descriptivos de un texto se nos presentan como una puesta en escena del acto perceptivo, acto por el cual el mundo circundante y el universo interior, mediados por el propio cuerpo de quien percibe, se articulan y hacen que el mundo (y el sujeto) cobren existencia, advengan al universo del discurso. Este acto inaugural de la significación es llamado por Fontanille (2001: 84) toma de posición: “Enunciando, la instancia de discurso enuncia su propia posición; está dotada, entonces, de una presencia (entre otras cosas, de un presente), que servirá de hito al conjunto de las demás operaciones”. El acto de percibir implica, en primer lugar, hacer presente algo ante alguien. La noción de presencia (y su necesario correlato, la ausencia) se vuelve así central para comprender el funcionamiento del acto perceptivo: la toma de posición es realizada por un cuerpo percibiente que se constituye en centro de referencia sensible, el cual reacciona o es afectado por esa presencia/ausencia. La afectación del cuerpo por parte de una presencia implica que esta escena tiene lugar en un ámbito que puede ser definido como una profundidad (sea ésta espacial, temporal, afectiva o imaginaria). La profundidad es concebida como la distancia percibida entre el centro y los horizontes, distancia siempre variable, razón por la cual “la profundidad –sostiene Fontanille (idem: 88)– es aquí una categoría dinámica que el actante posicional sólo puede aprehender en el movimiento, sólo si alguna cosa se acerca o si alguna cosa se aleja. Por consiguiente la profundidad no es una posición sino un movimiento entre el centro y los horizontes”. La percepción más o menos fuerte, más o menos nítida, de una presencia, obedece al grado de intensidad (la fuerza) y de extensión (posición, distancia, cantidad) con que dicha presencia afecta el cuerpo percibiente. Las dos operaciones propias del acto perceptivo serán, entonces, la mira, mediante la cual el cuerpo siente una intensidad que atribuye a una presencia, y la captación, mediante la cual el cuerpo como centro de referencia efectúa las apreciaciones de posición, de distancia, de cantidad. La percepción de una presencia opera entonces mediante la articulación de grados diversos de intensidad con grados diversos de extensión. Veamos en un pasaje descriptivo de un relato cómo se manifiesta la actividad perceptiva: Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegué, así, a un alto portón herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la música era china. Por eso, yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si había una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo de la música prosiguió. Jorge Luis Borges, “El jardín de senderos que se bifurcan”, Obras completas, tomo I, p. 475. Este pasaje nos coloca, de entrada, y de manera explícita, en el proceso de percepción de un sujeto: el paulatino advenimiento de los objetos a la conciencia (al discurso) del sujeto nos permite apreciar el proceso de toma de posición ante una presencia. El fragmento se inicia mediante una suerte de despojo, de abandono de una carga semántica que inviste al sujeto de un rol
en un programa de carácter narrativo en el cual se encuentra involucrado: su “destino de perseguido”. Este abandono de su papel lo instala provisionalmente en otra dimensión temporal y espacial que el personaje resume diciendo: “Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo”. A partir de aquí, se despliega en el texto la escenificación de la toma de posición que hace de un cuerpo un centro de referencia sensible ante el cual algo adquiere una presencia. Para que esto sea posible, un primer acto ha tenido lugar: el despojo de sí ha dejado emerger el cuerpo como un envoltorio sensible, dispuesto a reaccionar ante un estímulo que comienza a ingresar en su campo de presencia. Dice el texto: “El vago y vivo campo, la luna [...] obraron en mí”: ¿qué obran estos elementos naturales en el sujeto? No otra cosa que una transformación: ya no se trata de un “perseguido”, él mismo se vuelve otro, un “percibidor”, un receptor capaz de ser alcanzado, primeramente, por la intimidad y la infinitud de la tarde. Se esbozan así dos extremos de una puesta en contacto: un percibidor, un cuerpo sensiblemente predispuesto y un entorno (vagamente escandido en campo, luna, tarde, declive, camino) que propicia el despliegue de la actividad perceptiva. Esta toma de posición es observable en el discurso gracias a la deictización, proceso éste íntimamente relacionado con una experiencia perceptiva y afectiva. Si atendemos, por ejemplo, a la deixis espacial en este pasaje, fácilmente podremos advertir que los verbos, tales como “bajaba”, “se aproximaba”, “se alejaba”, “se acercaba”, instauran un centro de percepción anclado en el propio cuerpo del personaje que se desplaza por el camino (no en el descriptor, que evoca, en otro tiempo y en otro espacio, esta escena). La toma de posición, hemos dicho, delimita un centro y también los horizontes: evidentemente, como el centro es móvil también los horizontes se desplazan. Primero, la escena comprende un espacio extendido hasta donde la visión del caminante se torna difusa: “entre las ya confusas praderas”. Es claro que la “confusión” atribuida a las praderas es aquella que proviene de la visión de las mismas, típica traslación por hipálage, mediante la cual una propiedad se transfiere de un objeto (o persona) a otro, en algún sentido, contiguo. Esta apertura del horizonte le otorga una gran profundidad al campo de presencia: la infinitud de la tarde se hace eco en la intimidad del personaje, zona que se presenta como prolongada mucho más allá de lo que se pudiera captar. Se trata entonces de una profundidad abierta, que puede, por lo tanto, dejar entrar otras presencias. Y es esto efectivamente lo que sucede: una presencia comienza a perfilarse, primero, con leve intensidad (una música aguda) y cierta extensión (como silábica) pero en grado suficiente para tocar un centro particularmente sensible a esos rasgos del objeto. Aquí, dos observaciones rápidas: lo dificultoso de la percepción, la imposibilidad de reconocer de entrada lo que se sabrá más adelante, el obstáculo que se interpone entre la fuente y la meta, entre el cuerpo y la música, es efecto de lo que Fontanille (idem) llama actantes de control, función ejercida aquí por el viento, las hojas y la distancia. El actante de control, en general, administra la relación entre la fuente y la meta de la percepción: en nuestro caso, funciona como obstáculo, papel bastante frecuente de este tipo de actante. Y una segunda observación, sobre la cual tampoco nos detendremos ahora: estas primeras y vagas sensaciones afectan, a través del cuerpo, el estado de ánimo del personaje (“Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres [...] no de un país: no de luciérnagas...”): la percepción de aquello que le llega del mundo exterior, el paisaje y la música, coloca al sujeto de inmediato en una relación empática con el entorno, lo cual lo mueve a proyectar tal empatía con esos elementos naturales al universo comprendido en toda su extensión. A esta homogeneización entre el mundo exterior y el mundo interior provocada en el acto perceptivo por el cuerpo propio, nos referiremos más adelante, en el último capítulo. La primera operación que tiene lugar aquí es la mira: una presencia dotada de cierta intensidad, por leve que ésta sea, afecta al centro de referencia (la música, aunque informe y no reconocida todavía, despierta alguna zona de la vida interior del sujeto); la segunda es la captación: el centro de referencia puede apreciar, evaluar, medir esa presencia (la música, primero incierta, se torna familiar: los verbos “descifré” y “comprendí” manifiestan un tránsito de lo vago y desconocido a lo preciso y conocido). Centro de referencia, horizontes, profundidad, grados de intensidad y de extensión, tales son los componentes básicos del campo de presencia, los elementos que entran en juego en el proceso perceptivo. Concebir la descripción como la puesta en escena discursiva del acto perceptivo es anclar el procedimiento descriptivo en la fase inicial del proceso de constitución de la significación. Lejos de pensar que la descripción se genera en la superficie del discurso y que obedece a la presencia de ciertos rasgos lingüísticos y retóricos, entendemos los momentos descriptivos como representaciones de la escena primitiva de la significación (para retomar la expresión freudiana, cara a Fontanille).
3.3. Percepción y dimensiones enunciativas Al afirmar que el proceso enunciativo posee un componente perceptivo de base queremos decir que percibir es parte del proceso de enunciación. Ahora bien, lo que hace la descripción es traer a la superficie del discurso, poner en el primer plano de la escena discursiva, ese componente perceptivo. Hemos señalado también la presencia de diversas dimensiones en el proceso de enunciación: el acto de enunciar es un acto complejo que conlleva distintos tipos de hacer, de ahí la necesidad teórica de deslindar entre el decir (verbalizar), el saber y el sentir (o padecer). Si bien la instancia enunciante se despliega en todas las dimensiones, el discurso enfatizará alguna de ellas y hará prevalecer una dimensión sobre otras.
No es nuestro propósito aquí explicar la composición y el modo de funcionamiento de cada una de las dimensiones del discurso y sus posibles relaciones, sino señalar esos dominios para ubicar la organización descriptiva de la materia verbal en el nivel de un giro enunciativo por medio del cual el sujeto de la enunciación, considerado en su hacer pragmático, en tanto encargado de verbalizar el discurso (en nuestro caso, el descriptor) se centra en el despliegue de un tipo de hacer, el cual, en términos generales, podemos designar como perceptivo, y de manera específica, según los casos, podremos atribuir a un sujeto observador, que detenta los puntos de vista, organiza y administra los saberes, o a un sujeto pasional, cuando se trata de la orientación y distribución de la carga afectiva. Evidentemente las dimensiones cognoscitiva y pasional ponen en juego otros aspectos del discurso, pero aquí sólo nos interesa uno de ellos: el componente perceptivo implicado tanto en la actividad cognoscitiva (más ligada a la experiencia racional, inteligible) como en la pasional o afectiva (más cercana a la experiencia sensible y al cuerpo propio). Este componente perceptivo no se despliega de la misma manera en una y en otra dimensión, de allí nuestro interés en tratarlos, en principio, separadamente, para después dar cuenta de su interrelación. Consideramos que el despliegue de la actividad perceptiva por la cual el mundo se transforma en mundo significante está en la base de toda experiencia del sujeto, tanto la inteligible como la sensible. Es decir, tanto el saber como el sentir se levantan sobre la base de ese contacto primigenio entre el sujeto y el mundo constitutivo de la aprehensión intelectiva y de la captación sensible. Podríamos no obstante deslindar, para comprenderlas mejor, dos manifestaciones de la percepción, una en la experiencia inteligible, racional, del sujeto observador, y otra en la experiencia sensible, corporal, del sujeto pasional. En la presentación de un conjunto de trabajos dedicados a los nuevos problemas de la enunciación, Coquet vuelve a referirse al sujeto enunciante del discurso y centra su atención sobre dos instancias diversas que pueden generar un universo de significación. Afirma Coquet (1996: 8): “La actividad de percepción en efecto pone en movimiento procesos de sensoriomotricidad totalmente diferentes de los que reclama la actividad cognoscitiva. Es claro que el análisis del discurso no debe descuidar ninguna de estas dos fuentes de información; debe tener en cuenta su heterogeneidad y no detenerse por el hecho de que la primera no es accesible más que por mediación de la segunda. Esta mediación, ineluctable al menos en el plano del lenguaje, explica sin duda que el investigador ha conferido un lugar privilegiado, casi exclusivo, al dominio de las representaciones ligadas al actante sujeto (dotado de juicio por definición) en detrimento del dominio de la percepción ligado a un actante que yo he propuesto llamar ‘no-sujeto’ (desprovisto de toda actividad judicativa) [De ahí que] en el establecimiento de un universo de significación [interviene] esto que yo llamaría un ac-tante primero integrado por dos instancias enunciantes, una, sujeto, el ser racional, la otra, no-sujeto, el ser corporal”. Asistimos aquí, nuevamente, al reconocimiento de un doble origen de la significación: una fuente racional, inteligible, basada en principios de argumentación y coherencia, para la cual Coquet reserva el concepto de sujeto (en tanto dotado de juicio), y otra fuente sensible, fundada en principios de percepción sensorial, que toma el cuerpo como centro de orientación, para la cual el autor escoge el concepto de no-sujeto (en tanto no sometido a las reglas del juicio racional; aunque cabría preguntarse hasta qué grado este no-sujeto está sometido, si no al orden del raciocinio, al orden que le impone la centralidad de su propio cuerpo). Si bien en la reflexión de Coquet la percepción se desplaza totalmente del lado de la experiencia sensible –como si la actividad del sujeto racional no proviniera también de la actividad perceptiva–, de todas maneras, la dicotomía planteada entre sujeto y no-sujeto[12] permite reconocer dos tipos de actividad, la inteligible y la sensible, que instauran un doble origen de la enunciación, uno fundado en el sujeto observador, responsable de la instalación de los puntos de vista en el discurso, y otro, en el sujeto pasional, regido por el cuerpo, la memoria sensorial y las pulsiones. En este mismo sentido, Darrault-Harris (1996), apoyándose en la dicotomía jakobsoniana de los tropos y en la distinción que Coquet realiza entre sujeto y no-sujeto, ha mostrado que la experiencia sensible, dependiente del cuerpo y de la memoria, determinada por la necesaria fragmentación de lo percibido, se expresa preferentemente mediante la metonimia; mientras que el sujeto inteligible, guiado por la actividad reflexiva y por la voluntad integradora, se inclina por las expresiones metafóricas. Estas preferencias retóricas constituirían un argumento más para anclar la significación en una doble fuente, sensible e inteligible. Una primera precisión es quizá necesaria para despejar la ambigüedad a que puede dar lugar el hablar alternativamente de percepción y experiencia sensible, como si ambas fueran equivalentes y correspondieran a la presencia de un no-sujeto. La percepción es una actividad que acompaña tanto la experiencia sensible como la inteligible. Así, es posible hallar en los textos descripciones de una percepción confusa del entorno proveniente de un estado de semi-conciencia del personaje que construye la significación con la memoria alojada en su propio cuerpo (en cuyo caso podría hablarse de la presencia de un nosujeto que tiene una experiencia puramente sensible del mundo), así como también descripciones de percepciones detalladas y fundadas en un saber sólidamente constituido, atribuibles a un sujeto observador plenamente racional y sistemático que despliega una actividad cognoscitiva. Queremos decir entonces que cuando aquí nos referimos a la actividad perceptiva queremos aludir a la percepción en su sentido más general y abstracto, como suelo común de toda práctica significante. El despliegue del saber y del sentir son entonces dos actividades que se desarrollan en el seno de dos dimensiones, una, cognoscitiva, y la otra, afectiva o pasional, ambas surgidas del mismo acto, la percepción. Cabe entonces señalar que la
percepción es una actividad cuyo desarrollo implica a su vez estrategias de diverso orden. Si bien no es éste el lugar para realizar un estudio minucioso sobre este complejo proceso (del cual Merleau-Ponty[13] ha ofrecido una reflexión de extraordinario valor para esta perspectiva de análisis de los textos descriptivos), quisiéramos al menos mencionar un deslinde importante en el proceso perceptivo que subyace en nuestra concepción del mismo. Nos referimos a la distinción entre sentir y percibir, tal como es presentada por Dorra (1999) para dar cuenta de dos modos básicos de la percepción: una, la que se relaciona con el cuerpo como un todo, el llamado cuerpo sintiente, el cual recibe la experiencia del mundo como continuo, y otra, la que se vincula con los sentidos y con su actividad discriminatoria, discretizante, alojada en el cuerpo percibiente. Pero para que tanto el sentir como el percibir tengan lugar es necesario pensar en una primera escisión fundante entre sujeto y mundo, tal es la operación de la enunciación: “es mediante la enunciación que el sujeto, desembragado, puede volverse sobre el mundo o volverse sobre sí mismo convirtiéndose, en este último caso, en sujeto apasionado [...] Una vez que aparece el sujeto es que aparece el cuerpo sintiente y, por eso mismo, también el cuerpo sentido. El cuerpo sintiente, como tal, realiza ciertas discriminaciones en la corriente incesante del sentir, distingue en primer lugar las sensaciones euforizantes de las disforizantes [...y más allá de ello] despliega toda la variedad de lo estésico” (idem, 1999: 257-258).[14] Quiere decir entonces que el cuerpo sintiente sólo es concebible, sólo adquiere existencia en el ámbito del discurso, en la medida en que es cuerpo sentido. Este desdoblamiento e interiorización del cuerpo, este movimiento de lo propioceptivo a lo interoceptivo, es el dominio propio del sentir, mientras que el movimiento inverso, de lo propioceptivo a lo exteroceptivo, caracteriza la actividad de los sentidos y delimita el dominio del percibir. Como vemos, según Dorra, no se podría hablar de un no-sujeto para referirse a la experiencia sensible, puesto que es precisamente la intervención inaugural de la enunciación (y por ende, el surgimiento del sujeto o de un proto-sujeto) lo que permite el desdoblamiento y la experiencia del cuerpo sentido. Este modo de razonar nos permite pensar en la continuidad que va del sentir al percibir o, en otros términos, de la experiencia sensible a la inteligible. La pertinencia de considerar la vinculación e interdependencia de lo sensible y lo inteligible ha sido señalada también por Landowski, quien, sin desconocer la necesidad teórica de diferenciar ambos niveles, llama la atención sobre la importancia crucial de pensar en su articulación, la cual, en última instancia, será la que permita reconocer el valor y el sentido de toda experiencia. En este orden de ideas, se pregunta el autor: “¿Cómo saber, por ejemplo, si el placer (llamado ‘estético’) que experimento ante cierto cuadro o al escuchar cierta canción es ‘puramente’ del orden del sentir, o si presupone –o hasta produce– determinada forma de conocimiento?” (1999: 11). Atendiendo a este tipo de interrogantes, el autor añade: “En consecuencia, una vez establecidas las debidas distinciones, convendría que la semiótica más ambiciosamente intentase ayudarnos a entender mejor cómo el orden de lo sensible y el de lo inteligible se entretejen y, probablemente, se sustentan mutuamente [...] Así, diríamos, lo mismo que lo sensible no sólo –por definición– ‘se siente’ sino que además tiene sentido, también el propio sentido, en sí mismo incorpora lo sensible” (ibidem) . Estas observaciones nos conducen a tomar en consideración, en un segundo momento, las posibles relaciones entre ambos dominios. Volviendo al tema que aquí nos ocupa, diremos que la descripción se nos presenta como una suerte de imagen del proceso perceptivo, en la medida en que el texto descriptivo representa, en el escenario del lenguaje, el despliegue de la experiencia cognoscitiva y sensible del sujeto. En las páginas que siguen, abordaremos entonces, primeramente, la dimensión cognoscitiva y, luego, la dimensión afectiva o pasional de la enunciación descriptiva, atendiendo particularmente a la puesta en escena de la percepción en los dos ámbitos.
Capítulo 4 La dimensión cognoscitiva: descripción y saber En la descripción, como ya lo señalara Hamon (1991), juega un papel fundamental la puesta en circulación de un saber. Ahora bien, el saber es un objeto muy especial cuya circulación en el interior del discurso obedece a estrategias diversas según los efectos de sentido que el texto busca producir. Esto quiere decir que la circulación del saber no es una mera operación de transmisión que un destinador, depositario del conocimiento, efectúa para un destinatario, receptáculo del saber que se le otorga. Se trata más bien de operaciones relacionadas con la manipulación de que es objeto el saber puesto en circulación. En la introducción a un trabajo consagrado precisamente a la puesta en discurso del saber, Fontanille (1987: 9) sostiene: “para la semiótica, el saber compartido entre los interlocutores de la comunicación sólo es interesante, esto es pertinente y observable, si está mal repartido, si está dividido, retenido, deformado, desviado, adulterado” (la traducción es nuestra). Si el saber es objeto de operaciones de manipulación, nos tendríamos que preguntar entonces cuáles son estas operaciones. Reconocemos, en principio, dos formas básicas de manipulación del saber: la adopción de una perspectiva o punto de vista y la modalización. Abordaremos a continuación el lugar de la perspectiva (en el marco de la cual haremos algunas referencias a la modalización) y su manifestación en segmentos descriptivos de diversos tipos de textos.
4.1. La perspectiva: ver y saber Si apelamos al uso habitual del término perspectiva (o punto de vista, hoy frecuentemente utilizado como sinónimo), advertiremos que remite a dos dominios de significación: por una parte, conduce a una forma plástica de representar los objetos sobre una superficie tal como, aproximadamente, se presentan a la vista, y, en este sentido, remite al universo de la pintura y sus posibilidades de dar cuenta del acto de ver; y por otra, en una acepción figurada que el uso ya ha convertido prácticamente en literal, la perspectiva se vincula con una restricción de cierto campo del saber que determina una pertinencia (perspectiva “antropológica”, “sociológica”) o una posición adoptada por el sujeto frente a los hechos (perspectiva “de clase”, “del poder”). La primera significación remite a un arte, una estrategia de representación cuya elaboración fue objeto de extensas reflexiones a lo largo de la historia de la pintura: sobre este punto Panofsky (1995) realiza un interesante estudio que comprende los diversos modos de concebir la perspectiva en el dominio de la pintura. De este estudio, resulta para nosotros importante retener algunas ideas referidas a este artificio representativo y que luego nos permitirán comprender mejor la traslación de la perspectiva del terreno de la pintura al discurso verbal. En primer lugar, destaca Panofsky un efecto singular de la representación en perspectiva: la observación de tal representación transforma al cuadro en ventana, de manera tal que produce la sensación de estar viendo, a través de esa ventana, un espacio que se prolonga más allá de los límites del cuadro. Basándose en este efecto que produce la intersección plana de la pirámide visual por medio de la superficie de la tela, el autor concibe la perspectiva como “la capacidad de representar varios objetos con la porción de espacio en que se encuentran, de modo tal que la representación del soporte material del cuadro sea sustituida por la imagen de un plano transparente a través del cual creemos estar viendo un espacio imaginario, no limitado por los márgenes del cuadro, sino sólo cortado por ellos, en el cual se encuentran todos los objetos en aparente sucesión” (idem: 58). Quisiera resaltar este efecto de sentido que produce la perspectiva: la instalación de un punto de vista (punto en el que se reúnen las líneas de profundidad y se determina por la perpendicular que va desde el ojo hasta el plano de proyección) abre un nuevo espacio (diverso del espacio del observador empírico del cuadro) cuya profundidad se prolonga imaginariamente más allá de los límites del marco y permite dar acceso a otra experiencia del espacio, abriendo así el dominio de la significación. Las diversas formas de resolver la representación en perspectiva muestran la distancia que hay entre la representación plástica del espacio y la experiencia psicofisiológica del mismo. Esta última se caracteriza por la movilidad permanente del punto de vista, mientras que la imagen representada posee un punto de vista estático. Las imágenes del mundo se proyectan en la retina del sujeto sobre una superficie cóncava; en cambio, la perspectiva presupone la intersección de la pirámide visual por medio de una superficie plana; la percepción vivida del espacio es finita, debido a la limitación de las facultades perceptivas, mientras que su representación plástica conduce a pensar que es infinita. La imagen en perspectiva y la imagen retínica son entonces bastante diferentes: la perspectiva pictórica se esforzó por captar el espacio vivido; sin embargo, las condiciones mismas de la representación pictórica impiden reproducir la experiencia visual. El discurso verbal, en cambio, se beneficiará de ser menos plástico y podrá acercarse mucho más a la experiencia del espacio tal como es vivida por el sujeto,
diríamos que lo que el discurso verbal pierde en presencia plástica de las figuras lo recupera a través de la ductilidad del lenguaje para adecuarse a los matices de la experiencia y de la vida imaginaria. Ciertamente, como veremos enseguida, también el discurso verbal impone sus condiciones, pero aquí el efecto de ventana recupera toda su potencialidad significativa (sirva de corroboración el hecho de que la ventana, precisamente, es uno de los tópicos descriptivos clásicos, del cual da cuenta Hamon (1991), de manera especial, como ilustración y colofón de su teoría de lo descriptivo). Esta proyección en profundidad a que da lugar la representación en perspectiva implica, como contrapartida, la restricción del ángulo focal: precisamente Genette (1972), que tanto enfatiza la importancia de deslindar en el análisis textual la voz de la mirada, define la intervención de esta última como una restricción del campo abarcado por la visión y también por el grado de saber de quien detenta la focalización. Es curioso que Genette, después de marcar el deslinde claro entre quien ve y quien narra en el relato, y de interesarse por considerar la perspectiva narrativa como un tema separado de los demás aspectos de la narración, no reconozca la necesidad de postular un tipo de sujeto diferente para cada actividad discursiva y atribuya así al narrador la operación de focalización, hecho que limita la posibilidad de comprender en toda su extensión la relevancia de atender en el análisis a la puesta en perspectiva de la significación, la cual puede proceder de distintas fuentes y apuntar a diversas metas. De Genette interesa retener la amalgama de ver y saber en la instalación del ángulo focal y las posibilidades de apertura y cierre del mismo. Con respecto a este último punto, Genette propone una clasificación en tres tipos de focalización, fundada en tipologías previas con las cuales comparte los criterios generales. Según el autor, las diversas tipologías aceptan dividir en tres clases la perspectiva: la primera corresponde a aquella en la cual el narrador sabe más que el personaje (este tipo de perspectiva ha sido llamada por Pouillon “visión por detrás” y Todorov la ha representado mediante la fórmula Narrador > Personaje) ; la segunda comprende los casos en los cuales el narrador sabe tanto como algún personaje (Pouillon ha designado a este tipo “visión con” y Todorov la ha caracterizado como Narrador = Personaje) ; y la tercera se refiere a la posibilidad de que el narrador sepa menos que el personaje (relato objetivo o behaviorista, que Pouillon llama “visión por delante” y Todorov representa como Narrador < Personaje) . Sobre el modelo de estos tres tipos básicos, Genette articula tres posibilidades de focalización: cero (que más convendría llamar ubicua, pues es difícil concebir un discurso sin focalización), interna y externa, respectivamente. El segundo tipo, la focalización interna, puede asumir diversas modalidades: ser fija –esto es, mantenerse en la perspectiva focal de un mismo personaje a lo largo de todo el texto–, o bien variable –es decir, alterar el ángulo de visión a medida que avanza la historia–, o bien múltiple –esto es, adoptar ángulos diversos para narrar el mismo suceso. Pero el aporte más significativo de Genette en este dominio hay que buscarlo más bien en lo que él denomina las alteraciones de la focalización. Una alteración es definida como una infracción aislada al código de focalización asumido en el relato, de manera tal que dos tipos de alteración son previsibles: o bien se da más información que aquella que autoriza el tipo de focalización elegido (es el caso entonces de la paralepsis, presente a veces en la focalización externa, cuando se ofrece al lector una información que excede la competencia de saber del narrador, por ejemplo, un sentimiento no expresado por el personaje), o bien se da menos información y se omite deliberadamente algo que no puede ser desconocido en función del ángulo focal adoptado (éste es el caso de la paralipsis, frecuente en la focalización interna cuando una información que posee el personaje focal es postergada y en principio omitida para mantener el suspenso de la narración). La necesaria adopción de una perspectiva en el discurso implica, entonces, no sólo que el ángulo focal puede variar (alojarse en un personaje o en otro, atribuirse a una instancia indeterminada o abstracta, o provenir de saberes cristalizados bajo diversas formas), sino que además, en el marco de un tipo de perspectiva adoptado, puede haber variaciones esporádicas que, sin afectar la imagen de conjunto que ofrece el texto, constituyen desvíos inverosímiles pero que satisfacen otros requerimientos de la circulación del saber en el texto (tales como proporcionar información necesaria para el lector, mantener el suspenso, etc.). Detengámonos un poco en este polo de la perspectiva al cual alude Genette en un estudio posterior (de 1983, en el cual revisa cada uno de los temas abordados en Figures III) . Allí se plantea la pregunta de modo más general: ¿quién percibe en el relato? No será Genette quien ofrezca una respuesta satisfactoria a esta pregunta, pero hacerla ya es señalar una dirección para la reflexión posterior. Desde el momento que la focalización parte de una fuente, tiene un origen, se ejerce desde cierta posición, implica un determinado hacer, lógico es preguntarse por el agente o el soporte de tales actos discursivos. En este sentido, Fontanille señalará, por un lado, el reconocimiento, en la teoría narratológica, de la autonomía de los actos de focalización del discurso y, por otro, la falta de la concepción de un sujeto a quien atribuir tales actos, por lo cual afirma: “no se puede admitir que el discurso se organice alrededor de una competencia sin sujeto y sin estatuto” (1989: 38); y más adelante agrega: “la única solución generalizable consiste en tratar el ‘centro de orientación’ como una instancia autónoma e intermediaria e instalar en el discurso un actante independiente del enunciador y de los sujetos del enunciado” (idem: 39). Tal actante a quien puede atribuirse la actividad cognoscitiva (el ver o, en general, el percibir, y el saber) será llamado observador. Antes de seguir avanzando en el análisis de la constitución de ese centro de orientación del discurso que es el observador, veamos cómo detectar su presencia a través de la lectura de un fragmento de un texto de carácter biográfico. Se trata de un
pasaje de una biografía del General Lázaro Cárdenas: Entre junio de 1933 –‘el destape’– y diciembre –la protesta en Querétaro como candidato del PNR– Cárdenas comparte largos días con Calles en El Sauzal, El Tambor y Tehuacán. Su actitud denota aquiescencia, pero hay minucias que inquietan al Jefe Máximo: Cárdenas no lo secunda en sus pasatiempos, ni en la bebida ni en la tertulia. ¿Lo secundaría a la larga en las ideas y los actos? ¿Se apegaría al Plan Sexenal que oficialmente se preparaba? E. Krauze, General misionero. Lázaro Cárdenas, México, FCE, 1987, p. 85. El biógrafo, quien asume aquí el papel de hilvanar los sucesos relevantes que forjan una figura histórica, ocupa necesariamente una posición ulterior frente al objeto de su discurso: su presente de enunciación, posterior al tiempo en que se sitúan los acontecimientos, no se confunde con el tiempo presente de las acciones evocadas. Para explicar la figura del ‘presente histórico’, frecuente en textos de este tipo, se ha dicho que, en tales casos, el historiador se traslada al momento de los hechos para proporcionar al lector una imagen más vívida de los mismos. Pero este modo de razonar nos conduce a plantear la siguiente pregunta: ¿quiere decir entonces que el enunciador, el sujeto de la voz, abandona su posición, su presente del acto de hablar? ¿Quién sostiene entonces la enunciación que, sin embargo, sigue su curso? Porque el efecto que produce el presente histórico precisamente saca provecho del juego entre dos presentes diversos: el del biógrafo, conocedor de los acontecimientos que sucedieron a los que evoca, y el de quien aún no posee esa perspectiva a distancia que le otorgue certeza sobre el significado de lo que se intuye. Pareciera más plausible explicar el procedimiento de otra manera: quien habla delega en otra instancia la focalización de los acontecimientos, de modo tal que el saber acumulado por el biógrafo no devele de antemano la dirección que tomarán los hechos y mantenga el suspenso que produce lo mostrado a medias, lo incierto, lo desconocido. Lo “vívido” de la imagen que así se logra reside en varios factores: el acercamiento de la óptica (la cercanía temporal y espacial del observador con respecto a lo observado), la limitación del saber que tal cercanía conlleva (restricción que genera suspenso, un no saber que desencadena la curiosidad por saber) y el efecto dramático que tiene el mostrar un suceso no como ya realizado sino como recorrido por la mirada en el curso de su desarrollo, en el proceso de su duración, al modo como podría hacerlo un testigo presencial coetáneo de los acontecimientos. Así, en este pasaje, hay varios observadores, tantos como perspectivas podemos reconocer. Una, dominante aquí, es la perspectiva que se aloja en el propio Calles: las “minucias” que lo “inquietan” sólo pueden ser así denominadas y tener ese efecto leve en quien desconoce lo que sucederá después. Pero en tales “minucias” leemos claramente dos cosas diferentes, la voz de uno y la visión del otro: la huella de la voz del biógrafo la percibimos en la expresión enfática (¿no es obvio que los pasatiempos, la bebida y la tertulia son “minucias” frente a la envergadura del acto de que se trata: la alianza entre Cárdenas y Calles?), mediante la cual no hace sino exhibir la ingenuidad, excesiva confianza o, más bien, escasa desconfianza, de quien observa y evalúa, desde una focalización externa, las actitudes de Cárdenas, cuyos móviles profundos ignora. La perspectiva externa de Cárdenas proviene de la mirada de Calles, pero el texto, que en este pasaje se ha decidido por acceder a la conciencia de Calles, avanza más en esta interiorización del ángulo focal, al punto de cerrar el párrafo con dos preguntas en estilo indirecto libre atribuidas al propio Calles. El estilo indirecto libre de las preguntas también reúne dos posiciones: la del biógrafo, quien no abandona la tercera persona, no cede su voz al personaje Calles y mantiene así el control del discurso, y la del personaje, pues de su conciencia procede la duda, la inquietud, la sospecha. El verbo en condicional es otra marca de la oblicuidad del discurso: en él percibimos la traslación de un probable verbo en futuro emitido por el personaje pero transmitido por el biógrafo y, al mismo tiempo, el rasgo de futuro implícito atribuible al personaje, para quien la actitud futura de Cárdenas frente a sus proyectos es aún desconocida (la pregunta es otro elemento que ayuda a situar este discurso oblicuo en la conciencia del personaje). La operación de denominación acusa también la presencia del observador: aquí hay puntos de vista variables en este sentido. Los dos personajes en escena, Cárdenas y Calles, aparecen primeramente mencionados con sus nombres desprovistos de toda investidura, lo cual permite instalarlos en pie de igualdad. Se trata de un observador objetivo y distante, que no marca diferencias ni jerarquías. Sin embargo, enseguida aparece el apelativo que en la época se le asignó a Calles: “Jefe Máximo”. Esta denominación es una clara cita del lugar que se le concedió a Calles en cierta historiografía de la Revolución, que recogió la ideología dominante en la época. La importancia crucial del significado de esta denominación se nos mostrará un poco más adelante en este mismo texto, cuando sepamos que, poco tiempo después, Cárdenas sugirió al director del periódico El Nacional que cuando se nombrara al general Calles procuraran quitarle el título de Jefe Máximo de la Revolución. Al nombrar aquí a Calles mediante ese apelativo el texto convoca otra mirada, otra perspectiva, que no es ni la del propio personaje ni la del biógrafo, sino la que ha quedado cristalizada en cierto discurso histórico. También la utilización del término “destape” para designar el proceso de nombramiento del candidato de un partido para una contienda electoral es una forma de citar otro discurso y, mediante él, exhibir una concepción acerca del modo de hacer política propio del partido que ambos personajes representan. Puede apreciarse aquí también otro procedimiento relacionado con la focalización: como todo texto biográfico, se
presupone que quien realiza la biografía es alguien distinto de quien resulta biografiado, de aquí que toda lucubración sobre la interioridad del personaje debe estar o fundada en documentos (entrevistas, declaraciones, comunicaciones) o bien presentada como presupuesta o probable. Sin embargo, aquí, sin que medie ningún verbum dicendi, se descorre el velo de la conciencia de Calles para mostrar la interioridad del personaje: un caso de paralepsis, por la cual se da a conocer más de lo que es verosímil que pueda saber quien asume la voz en el texto. Mediante estas observaciones hemos intentado señalar algunos rasgos que nos permiten reconocer la procedencia de la perspectiva, del ver y del saber, en el discurso. Así, en el ejemplo analizado, unas veces la perspectiva –esto es, el papel de observador– es asumida por un personaje; otras es delegada en un observador externo o en instancias abstractas, como son el discurso histórico de la época o el discurso político partidista. Esto quiere decir que la función de observador puede ser más o menos explícita y estar más o menos determinada: este aspecto será abordado en detalle en el apartado siguiente.
4.2. Presencia del observador en el discurso descriptivo Hemos sostenido que, en el discurso descriptivo, el descriptor (quien asume la verbalización) puede delegar en otra instancia, el observador, la instalación de los puntos de vista que se harán circular en el interior del discurso. El concepto de observador recubre ese lugar –o lugares– que se conforma como foco de orientación de la información. En su estudio sobre el observador, Fontanille (1989) define a esta instancia como un sujeto enunciativo cognoscitivo, esto es, un simulacro discursivo del enunciador –en su dimensión cognoscitiva– para producir el efecto ilusorio de su presencia en el enunciado. Las formas de manifestación del observador en el discurso son variadas y van desde la menos a la más explícita. Cada uno de estos posibles niveles de inscripción del observador en el discurso reciben en Fontanille diferentes denominaciones. Revisemos cada una de las posibles manifestaciones del observador en el discurso propuestas en el mencionado estudio. Se tomará como punto de partida una suerte de grado cero de la presencia del observador, para dar cuenta de aquellos casos en los cuales esta función es asumida por el enunciador (en nuestro caso, el descriptor) y no se advierte otro punto de vista más que el atribuible al propio enunciador. Digamos que aquí el enunciador no sólo verbaliza, pone en palabras, lo percibido, sino que también detenta el punto de vista desde el cual se presenta lo dicho. Tomemos como ilustración una nota periodística, a lo largo de la cual el observador se manifestará de diversas maneras; la nota trata acerca del comercio informal en el interior del metro de la ciudad de México y se inicia así: Con un flujo diario de 4.6 millones de personas, una red de 200.3 kilómetros de longitud, 11 líneas y 175 estaciones, el Sistema de Transporte Colectivo (Metro) está convertido en uno de los mercados más grandes y productivos de la Ciudad de México. R. Monge y F. Zamorán, “El Metro en manos de la mafia comercial”, Proceso, Nº 1271, 11 de marzo de 2001. En este pasaje, la competencia cognoscitiva manifiesta no difiere de la que se le puede adjudicar al enunciador: no se señala una fuente de la información diversa del saber que muestra poseer quien habla. Aunque podríamos presuponer que los datos están extraídos de documentos –por lo tanto, que provienen de otra fuente y que avalan el saber del enunciador–, el discurso los presenta como emanados directamente del propio enunciador (a quien también es atribuible la clara ironía con que finaliza la frase). Éste sería el caso de la presencia más implícita del observador, puesto que su función no se manifiesta de manera independiente y queda asumida por la misma instancia que desempeña el papel pragmático de descriptor, en este caso. La presencia del observador comienza a hacerse visible cuando advertimos que el enunciador atribuye a otro la fuente de la perspectiva desde la cual se presenta el discurso. Esta posibilidad de manifestación tiene diversos grados de determinación. El grado menos determinado corresponde al focalizador, filtro de lectura instalado en el discurso que da cuenta de las selecciones, ocultaciones, relativización del saber, procedimientos que no son atribuidos a ningún actor ni están claramente especificados espacial o temporalmente. Para ejemplificar este caso, continuemos más adelante con la revisión de la misma nota periodística que acabamos de citar: Según la radiografía oficial sobre el comercio informal dentro del SCT, las organizaciones utilizan los mismos métodos que los grupos de fuera. Se aprecia aquí una delegación del punto de vista desde el cual se presenta la información: queda instalado en el enunciado un ángulo focal (la “radiografía oficial”) al cual se atribuye la procedencia del saber que se pone en circulación. El enunciador delega en otro (digamos un conjunto indeterminado de registros e investigaciones policiales) la asunción de la perspectiva, del centro de orientación del discurso, que no sólo enmarca y delimita, sino que también avala lo que el
enunciador dice. El focalizador del discurso será entonces este observador indeterminado que opera como filtro de la información que se transmite. Si continuamos avanzando en la escala de los grados de presencia del observador, una segunda posibilidad se presenta: sumar ciertas determinaciones –por ejemplo, espaciales y/o temporales– al foco del discurso. En este caso, el observador será llamado espectador y corresponderá a la instalación de un ángulo visual que sólo posee marcas espaciales o temporales pero que no desempeña ninguna otra función en el discurso. En el mismo pasaje que acabamos de citar, podríamos agregar determinaciones y transformar al focalizador en espectador: Según la radiografía oficial [realizada en los últimos cinco años en las principales estaciones de transferencia del metro] sobre el comercio informal... Esta determinación del ángulo de observación tiene por función restringir el foco y delimitar el alcance de validez de lo que sigue, sin que la “radiografía oficial” desempeñe otro papel o tenga alguna incidencia en aquello que ha “radiografiado” (el comercio informal). El observador puede asumir rasgos aún más explícitos y poseer las características de un actor, aunque su actuación se limite exclusivamente a dar testimonio de lo que percibe: será éste el caso de un asistente que, al modo de un testigo, se instala en el discurso sólo para garantizar con su propia presencia la verosimilitud de lo que informa. Continuemos leyendo la nota periodística para ilustrar este tipo de observador: Entre las faltas administrativas y delitos que se han disparado, destaca el de abuso sexual a usuarias. En enero de 2000, la Gerencia de Vigilancia reportó 21 casos y en el mismo mes del año en curso el número creció a 39. Aparece aquí un actor colectivo (con nombre propio: “la Gerencia de Vigilancia”), cuya única función es ser señalado como fuente precisa de la información, que es garante de los datos suministrados por actuar como testigo presencial, asistente aunque no partícipe de los acontecimientos. Finalmente, la forma más determinada de presencia del observador es aquella en la cual aparece como una figura que realiza todas las acciones propias de un actor y, entre ellas, la de detentar la focalización: es el caso del asistenteparticipante, que no sólo asume el punto de vista sino que también está implicado en las otras dimensiones del discurso, pragmática o pasional. Los ‘vagoneros’ y ‘pasilleros’ tienen su propio código. No pueden vender en el mismo vagón al mismo tiempo, tienen prohibido hablar con los usuarios y están bien escalonados. La mercancía la compran por su cuenta o los líderes se encargan de proporcionárselas. Un ‘vagonero’ dedicado a la venta de libros obtiene ingresos superiores a los 700 pesos y los que ofertan productos de uso común, como pegamento, tijeras, desarmadores, pilas, sacan entre 200 y 400 pesos en unas cuantas horas. En este fragmento, desde el léxico utilizado (“vagoneros”, “pasilleros”) hasta la valoración que se proyecta sobre la actividad que se realiza provienen de los mismos participantes en el comercio informal: aquí ya no se habla de infracciones a la ley, de delitos o alteración del orden público, como en otros pasajes de la nota o en el título de la misma (“El Metro en manos de la mafia comercial”), sino de las ventajas y beneficios que acarrean a quienes lo practican, así como también de las normas a las que se deben someter. El saber que aquí se hace circular proviene de los mismos implicados en las acciones, por tal razón afirmamos que la actividad de observación es delegada también en ellos, que serán considerados, con respecto a la dimensión cognoscitiva, como asistentes-participantes. La consideración de estos distintos niveles de inscripción del observador en el discurso no pretende ser exhaustiva: da cuenta de algunos puntos posibles en una escala gradual que va desde la presencia más implícita a la más explícita; por lo tanto, podrán encontrarse entre los diversos niveles señalados por Fontanille, posiciones intermedias no contempladas expresamente por esta clasificación. Los cambios de posición realizados por el observador nos conducen a considerar el otro polo de la perspectiva: ¿sobre qué se proyecta la mirada del observador? A este aspecto dedicaremos el siguiente apartado.
4.3. Los diversos planos de la observación La reflexión semiótica, basándose en categorías provenientes de la psicología, considera que el objeto de la percepción puede estar situado o bien en el mundo exterior, y entonces dará lugar a una percepción exteroceptiva, o bien en el mundo interior, y la percepción será entonces interoceptiva, o bien en la frontera entre ambos, en el propio cuerpo, lo cual
determinará que la percepción sea propioceptiva. Estas distinciones un tanto superficiales no deben ocultar el permanente flujo entre espacios así delimitados: es evidente que la propioceptividad (categoría compleja, puesto que el cuerpo pertenece tanto al mundo exterior como al interior) es el lugar de tránsito que articula lo extero con lo interoceptivo. Ahora bien, si nos situamos en la dimensión cognoscitiva exclusivamente, en el terreno de la perspectiva desde la cual se articula el ver y el saber en el discurso, es posible reconocer varios planos sobre los cuales se proyecta el punto de vista. En este sentido, el trabajo de Uspensky (1973) A Poetics of Composition, ofrece una minuciosa reflexión acerca de los posibles planos en los que puede operar el punto de vista. El mismo autor señala que los planos reconocidos no son los únicos posibles de encontrar en el discurso, por lo tanto, su enumeración no pretende ser exhaustiva. El primer plano que aborda es el ideológico. Si bien no hay una clara definición del concepto de ideología, se comprende por tal la evaluación que el texto conlleva acerca del mundo descrito. La evaluación puede ser realizada desde un único punto de vista dominante (el caso menos interesante) o puede haber miras evaluativas múltiples. Si estas últimas no aparecen subordinadas a un punto de vista dominante, entonces se hablará de polifonía. Tomando como base las reflexiones de Bajtín acerca de este fenómeno, Uspensky considerará que la yuxtaposición de puntos de vista ideológicos en el discurso constituye la manifestación de la polifonía. Los diversos puntos de vista ideológicos pueden provenir de posiciones abstractas, del narrador o de los personajes (principal o secundario). Cabe señalar aquí tanto la convergencia como la divergencia con respecto al pensamiento de Fontanille acerca de este tópico. En efecto, tanto Uspensky como Fontanille reconocen que el discurso se orienta generalmente según puntos de vista diversos, los cuales pueden provenir incluso de una fuente distinta de cualquiera de las figuras tradicionalmente aceptadas en el análisis de textos; sin embargo, Uspensky asimila casi siempre la voz a la observación, lo cual limita el alcance de su reflexión sobre la perspectiva. Con todo, su estudio ha permitido avanzar –como intentamos mostrar– en el reconocimiento de las diversas operaciones de la perspectiva. El segundo plano considerado es el fraseológico. Uspensky propone razonar del siguiente modo: “Asumamos que un acontecimiento que va a ser descrito tiene lugar ante un número de testigos, entre los cuales puede estar el autor, los personajes (los participantes directos en el acontecimiento) y otros más, espectadores distantes. Cada uno de los observadores puede ofrecer su propia descripción de los hechos” (idem: 17). Las particularidades del discurso de cada observador acusarán la presencia de los diversos puntos de vista. El ejemplo ofrecido por el autor para ilustrar cómo un mismo enunciado puede ordenarse según puntos de vista diferentes es el siguiente: supongamos que se ha descrito a un personaje que está en una habitación y se desea describir la entrada de su esposa en la misma habitación. El texto podría presentarse de varias maneras: Entró Natasha, su esposa: en esta realización el discurso asume el punto de vista de un observador externo, distante, que debe hacer saber que Natasha es la esposa del primer personaje presentado. Entró Natasha: este enunciado asume el punto de vista del esposo, observador interno, cercano, para quien Natasha es conocida y no necesita precisar el vínculo que la une a ella. La secuencia de la percepción del esposo sería la siguiente: primero percibe que alguien entra, luego ese “alguien” resulta ser Natasha. Es un caso de monólogo narrado, o como diría Genette, de focalización interna. Natasha entró: la organización de este enunciado manifiesta el punto de vista de la propia Natasha. En la terminología de la Escuela de Praga, se diría que el nombre propio constituye el tema (lo dado) y la acción realizada, el rema (la información nueva). Lo nuevo para la propia Natasha es el reconocimiento de la acción que acaba de realizar. Entre los procedimientos discursivos que ponen de manifiesto la asunción de un determinado punto de vista está el acto de nombrar, la denominación. Así, se puede nombrar a otro desde el punto de vista del interlocutor, de un observador distante, del propio actor nombrado, etc. Otro procedimiento frecuente es la citación del discurso del otro, ya sea en sus formas canónicas o a través de las variantes hoy muy conocidas (el estilo indirecto libre, el monólogo narrado, la integración de los puntos de vista del hablante y del oyente en un mismo enunciado, etc.). El nivel fraseológico permitirá así reconocer posiciones diversas de observación: el punto de vista externo se caracterizará por acentuar la distancia entre el hablante y el observador (por ejemplo, el caso del observador que nota y registra la extrañeza del hablante, transcribe sus palabras en otra lengua o con sus particularidades fonéticas); y el punto de vista interno en el plano fraseológico será aquel en el cual el discurso se centra en el contenido y es indiferente a las particularidades expresivas del hablante. En tercer lugar, Uspensky hace referencia al plano espacial y temporal del punto de vista. Con respecto al plano espacial, dos posiciones son posibles: o bien hay concurrencia entre quien describe y quien ve (concurrencia que puede darse al mismo tiempo entre los otros planos, por ejemplo, cuando la concurrencia espacial es acompañada por la ideológica, fraseológica y psicológica), o bien no hay tal concurrencia y quien describe asume una posición en el espacio distinta de la de quien ve (se dan entonces descripciones de escenas panorámicas, o desde diversos puntos de vista que abarcan espacios distantes). Con respecto al plano temporal, el texto puede combinar posiciones temporales múltiples, y así los hechos del presente pueden estar evaluados desde el futuro, o bien el presente y el futuro, desde el pasado, o bien el pasado y el futuro, desde el presente. En el análisis de este plano el autor reconoce la importancia de atender a la dimensión aspectual del tiempo, puesto que es precisamente el aspecto el elemento que introduce un punto de vista al concebir la acción como un proceso en desarrollo.[15] El cuarto plano tomado en cuenta es el psicológico: la construcción del plano psicológico tiene que ver con la posibilidad de acceso a la conciencia descrita por parte de quien describe. De aquí que tres son las posiciones posibles: o bien hay un
acceso total (punto de vista omnisciente, interno), o bien está limitado a un personaje (en cuyo caso también será considerado interno), o bien hay un observador externo. Es fácil reconocer en esta tripartición la clásica tipología de los puntos de vista mencionada un poco más arriba (ver el apartado 4.1). Uspensky llama la atención sobre las marcas típicas de la presencia de un observador omnisciente, tales como los verba sentiendi (pensó, sintió...) y las de un observador externo, tales como la modalización de los verba sentiendi (pareció pensar, aparentemente sabía...). Es frecuente que el texto combine diversos puntos de vista en el plano psicológico. Del minucioso recorrido por cada uno de estos planos, este autor destaca que las formas de composición más interesantes (y también más frecuentes) son aquellas en las cuales se conjugan varios puntos de vista y que, además, la presencia simultánea de dos o más planos del punto de vista (pongamos por caso, el espacial y el psicológico) no implica que sean coincidentes, sino, por el contrario, en muchas ocasiones, cada perspectiva tiene su propia organización independiente (digamos, entonces, su propia fuente y su propia meta).
4.4. La perspectiva cognoscitiva: un ejercicio de análisis Tomando como base estas consideraciones detengámonos en un pequeño texto de Jorge Luis Borges para mostrar, a través del análisis de la perspectiva proyectada en los momentos descriptivos de esta narración, el valor heurístico de los conceptos estudiados. Se trata de “El cautivo”, texto incluido en El hacedor. Dada la brevedad del escrito, está reproducido íntegramente: En Junín o en Tapalqué refieren la historia. Un chico desapareció después de un malón; se dijo que lo habían robado los indios. Sus padres lo buscaron inútilmente; al cabo de los años, un soldado que venía de tierra adentro les habló de un indio de ojos celestes que bien podía ser su hijo. Dieron al fin con él (la crónica ha perdido las circunstancias y no quiero inventar lo que no sé) y creyeron reconocerlo. El hombre, trabajado por el desierto y por la vida bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua natal, pero se dejó conducir, indiferente y dócil, hasta la casa. Ahí se detuvo, tal vez porque los otros se detuvieron. Miró la puerta, como sin entenderla. De pronto bajó la cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en la cocina. Sin vacilar, hundió el brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de asta que había escondido allí, cuando chico. Los ojos le brillaron de alegría y los padres lloraron porque habían encontrado al hijo. Acaso a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no podía vivir entre paredes y un día fue a buscar su desierto. Yo querría saber qué sintió en aquel instante de vértigo en que el pasado y el presente se confundieron; yo querría saber si el hijo perdido renació y murió en aquel éxtasis o si alcanzó a reconocer, siquiera como una criatura o un perro, los padres y la casa. Desde el inicio, se instala en el texto una instancia de donde proviene la orientación, la perspectiva desde la cual se dará cuenta de los acontecimientos. Tal instancia aludida primero mediante la expresión “refieren la historia” y nombrada después como “la crónica” puede entenderse como la voz anónima de una tradición, de un saber popular que registra en la memoria colectiva ciertas historias de cierta manera. Se instala así, en el enunciado, una competencia cognoscitiva explícita diversa de la del enunciador implícito. Tal competencia es atribuida, como decíamos, a una voz anónima que no sólo focaliza la historia desde determinado ángulo sino que también toma a su cargo la narración de los hechos. Digamos que, aquí, el enunciador exhibe cómo se cuenta la historia, o bien, cómo la cuentan otros. Dos roles se funden entonces en una misma instancia: un rol cognoscitivo, el focalizador, y un rol verbal, el narrador, pues el enunciador no sólo delega aquí parte de su hacer cognitivo sino también su rol de verbalización de la historia (el enunciador que sostiene este enunciado no hace sino volver a narrar lo que otros narran). Hemos dicho que el tipo de observador instalado en el inicio del texto es un focalizador puesto que se pone de manifiesto la presencia de una competencia cognoscitiva abstracta, un filtro de lectura, no asimilable a ningún actor del relato y con vagas determinaciones espaciales (“en Junín o en Tapalqué”). Algo diferente sucede en un segundo momento de esta narración que se inicia con la frase “Yo querría saber”: para este observador la perspectiva desde la cual aparece contada la historia impide tener un conocimiento más abarcador de los hechos. Este observador no hace sino exhibir los límites de la competencia del focalizador, por él se pone en evidencia que “la crónica” da cuenta de los acontecimientos desde una perspectiva psicológica externa al “cautivo”. Si bien, en el plano espacial, la perspectiva se ajusta al desplazamiento del indio que se aproxima a la casa paterna y recorre luego el camino que lo conduce a la campana de la cocina, en el plano psicológico, la observación se mantiene siempre externa al personaje y su punto de mira se instala en la posición no del indio sino de quienes lo contemplan. De esta perspectiva externa y la consecuente limitación en la competencia del sujeto de la percepción dan cuenta las frecuentes modalizaciones de los enunciados que refieren estados de conciencia del indio: “Ahí se detuvo, tal vez porque los otros se detuvieron”, “Miró la puerta, como sin entenderla”, “Acaso a este recuerdo siguieron otros”. Podemos decir entonces que el focalizador emplaza
ángulos de visión diversos según los planos que describa: en el plano espacial, se instala en la mirada del indio y acompaña su avance, paulatino primero y precipitado después, hacia el interior de la casa, mientras que en el plano psicológico se instala en la mirada de los que lo observan, quienes interpretan sus acciones adjudicándoles los significados que ellos esperan de antemano encontrar. No hay concurrencia entre ambos planos del punto de vista: en el espacial, es interno al personaje que se desplaza y avanza hacia el interior de la casa; en el psicológico, es externo y no accede a los movimientos de su conciencia. Mediante la intervención del segundo observador –que observa al anterior– se transita en el texto de un focalizador a un asistente, puesto que este yo se instala en el interior del texto si bien no con un rol pragmático o pasional (pues no interviene en los hechos de la historia ni compromete sus propios afectos) sí con una competencia modal cognoscitiva, la de querer saber, esto es, querer tener acceso a la conciencia del personaje, acceso vedado por la competencia limitada del focalizador que se mantiene externo a los movimientos de la conciencia del hijo supuestamente reencontrado. Este yo también subsume dos roles: es asistente en cuanto al papel que desempeña en la dimensión cognoscitiva y es también quien asume el rol verbal de narrar el desenlace de la historia. En este texto la dimensión cognoscitiva se torna dominante, puesto que es la interrogante acerca de la zona de sombra que toda narración proyecta sobre los hechos, la imposibilidad de acceder al conocimiento y comprensión cabal de los mismos, aquello que constituye el núcleo significativo del texto. El análisis de la dimensión cognoscitiva de los textos nos ha permitido reconocer la diversidad de aspectos implicados en la actividad perceptiva que un sujeto inteligible despliega en los momentos descriptivos del discurso. Trataremos a continuación la otra dimensión en que interviene también la percepción pero como actividad correspondiente fundamentalmente a la experiencia sensible del sujeto.
Capítulo 5 La dimensión pasional: descripción y experiencia sensible Ya en la introducción anunciábamos que el discurso comprendía, además de aspectos de orden pragmático y cognoscitivo, un conjunto de elementos que, al modo como los rasgos suprasegmentales se encabalgan sobre porciones diversas del encadenamiento sintagmático, se presentan en el discurso conformando otra dimensión del análisis que puede ser vista – tomando en préstamo la terminología de Zilberberg– como la prosodia del discurso. Esta dimensión reúne aquellos elementos discursivos que dan cuenta de otra esfera de la experiencia del sujeto, la experiencia sensible, la cual se articula alrededor del propio cuerpo, centro de las percepciones que le llegan del exterior y de los afectos, sentimientos y emociones que se desencadenan en su interior. La manifestación textual de la experiencia sensible adopta preferentemente la forma descriptiva: se trata de la descripción del proceso perceptivo, proceso que está en la base de la articulación de la significación y que puede ser analizado él mismo como un acto enunciativo. Sostenemos que la enunciación (verbal y no verbal) se asienta sobre esta experiencia inaugural[16] que pone en comunicación al cuerpo con el mundo, exterior e interior, a través de los sentidos y de la sensibilidad global del cuerpo que registra los movimientos del ánimo. Se ha llamado pasional a esta dimensión del discurso atendiendo a dos circunstancias primordiales, a saber: la consideración del desarrollo de la propia teoría semiótica centrada inicial-mente en la acción del sujeto y la inscripción de estas reflexiones en una tradición filosófica que ya había recorrido este terreno. Con respecto a la primera circunstancia mencionada, es necesario recordar que la semiótica hoy llamada standard se ocupó en sus comienzos, de manera fundamental, del hacer del sujeto, y se fundó en una teoría de la acción; cumplida esta etapa y consolidada con ese bagaje teórico y metodológico, la semiótica se ha desplazado hacia otra esfera de fenómenos que dan cuenta ya no del hacer sino del padecer del sujeto, y en este sentido se trata ahora de observar cómo el discurso configura la dimensión de las pasiones del sujeto. En cuanto a la segunda de las circunstancias mencionadas, la filiación con la filosofía (la referencia a las pasiones que se encuentra desde Platón y Aristóteles a Descartes, Spinoza y Nietzsche, entre otros) está marcada por la semejanza temática global y por la diferencia de perspectiva que implica concebir a las pasiones como organizaciones discursivas específicas. Digamos que el hecho de que la noción de pasión tuviera un sitio asegurado en la reflexión filosófica precedente y que, además, se enlazara coherentemente con la tradición semiótica, fueron razones de peso para adoptar tal denominación; sin embargo, veremos que no recubre todo el campo de la vida interior del sujeto y es así que dentro de la dimensión pasional se incluyen no sólo las pasiones propiamente dichas sino también los afectos, emociones, sentimientos, pulsiones, deseos, es decir, aquella zona de la vida psíquica del sujeto no sometida a una lógica de la acción pragmática sino guiada por los principios de la pasión. En lo que sigue intentaremos mostrar cuál es el lugar de las pasiones en el discurso y observaremos también cómo la descripción es el vehículo privilegiado para la configuración y manifestación de la vida psíquica.
5.1. Sustento sensible de la enunciación Hemos dicho que la constitución de un mundo significante se asienta en una vivencia primordial –la experiencia sensible del propio cuerpo– que puede ser concebida como un acto enunciativo, en la medida en que asistimos (guardada toda distancia) a una escena en la que entran en juego ciertos componentes que evocan la enunciación propiamente dicha. Si nos situamos en el nivel de ese primer contacto del hombre con el mundo, exterior e interior, observaremos que, con antelación a la percepción acabada de las figuras del mundo por parte de un sujeto inteligible, toma su lugar y se instala como centro de referencia sensible el propio cuerpo. Este acto por el cual el cuerpo toma posición conduce a pensar con MerleauPonty que “hay, pues, otro sujeto debajo de mí, para el que existe un mundo antes de que yo esté ahí, y el cual señalaba ya en el mismo mi lugar” (1997: 269). Este “otro sujeto”, que sólo metafóricamente puede llevar tal nombre, es el cuerpo propio, esto es, el cuerpo no en un sentido físico o biológico, “no ya como objeto del mundo sino como medio de nuestra comunicación con él; [lo cual implica concebir] al mundo, no ya como suma de objetos determinados, sino como horizonte latente de nuestra experiencia” (idem: 110). Esta escena de comunicación entre el cuerpo y el mundo va exhibiendo sus participantes: el cuerpo, centro de referencia, y el horizonte, campo latente de la experiencia sensible. Entre el cuerpo y el horizonte media cierta distancia, lo cual provee de profundidad al campo de la experiencia. Para que algo sea entonces sentido, alcance al cuerpo, es necesario que se haga presente, esto es, que afecte con cierta intensidad el centro de referencia y que posea una cierta extensión que permita su
captación. Vemos aparecer así las condiciones necesarias para que se cumpla el acto de la percepción sensible, propiedades que Fontanille designa como constitutivas de un campo de presencia: “(1) el centro de referencia, (2) los horizontes del campo, (3) la profundidad del campo, que pone en relación el centro y los horizontes y (4) los grados de intensidad y de cantidad propios de esa profundidad” (2001: 87). La profundidad puede ser de diversos órdenes (espacial, temporal, cognoscitiva, emocional) y debe ser vista como en constante desplazamiento, pues se expande o se contrae en función del centro de referencia que es también un lugar móvil. Esta movilidad permanente pone en perspectiva la presencia (o la ausencia) “de suerte que el campo de presencia aparece como modulado, más que segmentado, por diversas combinaciones de ausencia y de presencia, esto es por correlaciones de gradientes de la presencia y de la ausencia” (Zilberberg y Fontanille, 1998). El espacio de la presencia/ausencia es concebido entonces como un espacio continuo, marcado por modulaciones o diferencias de grado,[17] y no como uno discontinuo, segmentado por oposiciones diferenciales. El campo de presencia se constituye entonces porque algo se acerca o se aleja del centro de referencia, de manera tal que afecta en algún grado (de intensidad y de extensión) al centro que toma posición y se orienta en relación con lo que entra o sale del campo. Esta orientación hacia una presencia es el movimiento equivalente a la adopción de un punto de vista en la dimensión cognoscitiva: la experiencia sensible también pone en juego la orientación del cuerpo que implica, entre otras cosas, una selección y jerarquización de los sentidos que intervienen en la captación. Para que una presencia advenga al campo de experiencia del cuerpo propio es necesario que un sistema de valores sea proyectado sobre esa presencia, esto es, que se establezca una relación entre una variación en intensidad y otra variación en extensión. El establecimiento de tal articulación es posible gracias a la capacidad de enlazar una cierta forma de la expresión con cierta forma de contenido: algo se percibe como distinto porque se percibe su diferencia con lo que lo rodea, adquiere entonces valor. La puesta en relación del plano de la expresión con el plano del contenido constituye un sistema de valores y hace inteligible la experiencia sensible. Podemos observar así las diversas equivalencias entre la enunciación propiamente dicha y el proceso perceptivo: el lugar del sujeto de la enunciación es ocupado, en esta dimensión, por el cuerpo propio en tanto “envoltura sensible” (en términos de Fontanille); el objeto de la enunciación verbal o no verbal, el enunciado, es aquí la presencia, con sus grados de intensidad y extensión, y el acto de enunciar, predicar, que define la enunciación, es aquí el acto de percepción. Siguiendo la reflexión de Fontanille (2001) diremos entonces que la significación se articula, toma forma, a partir de los siguientes presupuestos perceptivos: (1) la coexistencia de dos universos sensibles, el mundo exterior y el mundo interior; (2) la elección de un punto de vista (mira) ; (3) la delimitación de un dominio de pertinencia (captación) ; (4) la formación de un sistema de valores gracias a la reunión de los dos mundos que forman la semiosis (2001: 33). Un ejemplo nos permitirá reconocer en el ejercicio discursivo la puesta en escena de los componentes de la experiencia sensible a partir de la cual se genera la significación. Veamos el siguiente pasaje: En la hermosa mañana soleada el pánico empezaba a ganarme cuando vi que, del horizonte hacia el sudoeste, un puntito empezaba a crecer, moviéndose indistinto primero, transformándose en un hombre a caballo un poco más tarde, hasta que vi flamear el poncho a rayas rojas y verdes de Osuna, y unos minutos más tarde al propio Osuna que sofrenaba su caballo a tres metros del mío y me decía que, pensándolo mejor, había decidido volver a buscarme para que pudiésemos dar una vuelta más grande sin tener que pasar por los lugares que ya habíamos explorado a la ida. Juan José Saer, Las nubes, p. 186. Tal vez sea necesario recordar que el personaje, en tanto actor participante en los hechos, se encuentra solo en medio de la inmensidad de la pampa y de allí la referencia al “pánico” que irá atenuándose precisamente a medida que esa “nada” amenazante del desierto sea interrumpida por una presencia. Quien evoca, tiempo después, esta escena, el descriptor, encargado de poner en palabras su reencuentro de entonces con Osuna, se hace a un lado (puesto que no despliega el saber que ya posee sobre aquello que describe) para dejar en el centro a un “sujeto” que ha sido casi ganado por el pánico, sentimiento que lo sensibiliza, lo vuelve disponible, para percibir la menor alteración en su campo de presencia. Aquí, el campo de presencia tiene una gran profundidad dada por el alcance de la visión en un dominio abierto como es la extensión de la pampa: el centro de referencia es el propio cuerpo y, más específicamente, la capacidad de visión, aguzada por la circunstancia del miedo ante la soledad del entorno. Aquello que atraviesa el horizonte perceptivo y comienza a hacerse presente es designado primero como “un puntito” en movimiento: una cierta intensidad (mínima) unida a una cierta posición y
extensión afecta un centro sensible. Esta primera percepción borrosa, “indistinta”, basta para alterar el ánimo de quien percibe, puesto que hay una primera sombra de articulación entre ese punto en movimiento y la anulación de la soledad, el anticipo de una presencia. Dos universos son asociados: uno exterior (“un puntito”), otro interior (una probable presencia humana). A medida que la presencia se aproxima al centro, la frontera entre aquello que es considerado exterior e interior se desplaza: en un segundo momento, lo percibido como exterior será “un hombre a caballo”, esto es, una presencia humana, que en el primer momento formaba parte del plano interior. El hombre a caballo se asociará ahora a la probable figura del guía esperado, y enseguida comienza el proceso de identificación mediante la percepción de un rasgo (“el poncho a rayas rojas y verdes”) que funciona como rasgo prototípico del personaje, para finalizar con la mención del nombre propio, culminación del proceso perceptivo que completa y determina la figura percibida. Digamos de paso (aunque todavía no hemos abordado este punto) que la evolución del proceso perceptivo como articulación entre un universo exterior y otro interior cuya frontera se va desplazando tiene, como todo proceso enunciativo, un efecto, en este caso sobre la esfera afectiva: el personaje pasa del “pánico” inicial a la confianza y serenidad. En el texto, es clara también la elección de un punto de vista, la mira u orientación discursiva: algo es puesto en la mira, focalizado y destacado del fondo. De todas las posibles alteraciones del campo de presencia sólo ese “puntito” en movimiento se torna significante, y esto es así no sólo por poseer cierta intensidad y cierta extensión sino también porque sólo él coincide –aunque de manera borrosa e incierta– con la anticipación, la espera del sujeto (el punto de vista es siempre un arreglo entre la fuente de la percepción y la meta o el blanco, no es simplemente una cuestión “subjetiva”). La otra operación, la captación, se va desplegando en el texto de manera progresiva hasta proveer los contornos claros del dominio de pertinencia: la figura de Osuna. Las articulaciones señaladas entre lo que se va constituyendo como plano de la expresión y plano del contenido ponen en escena la proyección de un sistema de valores, esto es, la asignación de una forma tanto al soporte sensible de la expresión como al del contenido. El pasaje analizado pone el acento en la experiencia de percepciones que provienen del mundo exterior, de lo que se ha llamado la experiencia exteroceptiva. Ésta seguiría una trayectoria que va desde la exterioridad al cuerpo que percibe. Pero también el cuerpo es receptáculo de sensaciones que emergen de su propia interioridad y éstas constituyen su experiencia interoceptiva. Tanto una como otra tienen como anclaje, centro de manifestación y de referencia, al propio cuerpo, el cual ocupa ese lugar fronterizo que le permite homogeneizar, poner en equilibrio (o por el contrario, en las patologías, desequilibrar) lo éxtero y lo interoceptivo. Es entonces lo propioceptivo, la experiencia del propio cuerpo en tanto espacio sensible, el acto que le permite al sujeto, como sostiene Dorra, no sólo sentir sino sentirse: “al instalar el sujeto, la enunciación da lugar a la propioceptividad y, con ella, a la íntero y a la exteroceptividad, que no son sino dos direcciones que toma la experiencia de lo propioceptivo” (1999: 257). En el curso del análisis del fragmento citado mencionamos al pasar que el proceso de percepción de una figura del mundo exterior efectuado por el personaje, tiene un efecto sobre su esfera afectiva: la atenuación del miedo. Lo percibido, a través de una experiencia exteroceptiva, además de derivar en un acto de comprensión, de inteligibilidad, produce otro efecto, alcanza la zona afectiva del sujeto y le devuelve un estado de confianza que desplaza al pánico inminente. (No podemos dejar de generalizar y reconocer que todo aprendizaje, más allá de un proceso de comprensión, tiene un efecto en el plano afectivo –de satisfacción, de goce, de dolor, de indiferencia, etc.–, de manera tal que en todo proceso perceptivo siempre está comprometida la experiencia interoceptiva; de aquí que se hable de la homogeneización que el cuerpo procura entre lo éxtero y lo interoceptivo.) La experiencia interoceptiva, si bien puede ser analizada, en su organización básica, con apoyo en los mismos criterios utilizados para el análisis de lo exteroceptivo, requiere de la consideración de otros aspectos involucrados en la articulación discursiva de la afectividad. Dedicaremos entonces el apartado siguiente a tratar la configuración discursiva de la experiencia interoceptiva.
5.2. Los afectos y el discurso descriptivo Si observamos el modo como se ha abordado el universo de las pasiones, tanto en el campo de la filosofía como en la retórica o la crítica literaria, advertiremos que generalmente la reflexión se centra sobre el léxico de una lengua. Haciendo referencia a este hecho, afirma Fontanille: “A primera vista, los ‘estados del alma’ parecen presentarse exclusivamente bajo la forma de un léxico de la afectividad: los nombres de pasiones, amor, envidia, orgullo, avaricia, y también los términos de una nomenclatura más general, sentimiento, inclinación, afecto, emoción, turbación... Pero incluso si se agrega a estos nombres de la pasión sus derivados verbales, adjetivales y adverbiales, se encuentran rápido los límites de tal acercamiento” (1999: 65). Si se trata de analizar la puesta en discurso de la vida afectiva, es necesario atender a la manera como ésta se hace presente al sujeto, presencia captada por la mediación de la sensibilidad del cuerpo. Quiere decir entonces que la experiencia afectiva puede ser considerada como sometida a los mismos criterios que nos han servido para dar cuenta de la experiencia exteroceptiva, esto es, la configuración de un campo de presencia (la aparición y la desaparición), la toma de posición del
cuerpo propio, la profundidad, los grados de intensidad y de extensión (la mira y la captación), la proyección de un sistema de valores. Tomando como base estos criterios, en varios trabajos, Fontanille (1994, 1999, 2001) se ha dado a la tarea de dar cuenta de las diversas formas mediante las cuales el discurso produce efectos pasionales o afectivos. Podrían condensarse tales formas en las siguientes: la modalización, el aspecto y el ritmo, la perspectiva, las expresiones somáticas y las escenas típicas. Nos atendremos, en lo que sigue, a la exposición que, en los diversos textos a los que acabamos de hacer referencia, ha realizado Fontanille acerca de cada uno de estos temas. Con respecto a la modalización, cabe señalar su importancia en la configuración pasional del discurso. Como sabemos, para la lógica, las modalidades son predicados que modifican otros predicados: así, los verbos querer, poder, deber, puestos junto a otros verbos, alteran el significado de la frase. Digamos que no es lo mismo decir: Juan habla, que decir: Juan quiere hablar. En el primer caso asistimos a un acto realizado, mientras que, en el segundo, la acción queda suspendida y la significación se vuelca sobre el deseo de Juan. De aquí que un discurso modalizado centrará su atención, se orientará hacia la puesta en escena de una subjetividad y suspenderá, dejará en un segundo plano, la realización de la acción. Pero no sólo la presencia de los verbos mencionados acusa la modalización del discurso: a ellos pueden añadirse también los verbos saber y creer, y además formas perifrásticas (es posible que), adverbios (quizás), expresiones nominales (la capacidad de), etc. Las variadas formas de modalizar el discurso muestran que, más allá o más acá de la realización de acciones, el discurso puede orientarse hacia la esfera de las pasiones que atraviesan al sujeto al margen de que lleve o no a cabo tal o cual acción. Ahora bien, para que una pasión tome forma en el discurso no basta con la aparición de una modalidad. Para que un sujeto sea afectado por la tensión de fuerzas que implica una pasión, es necesario que, al menos, dos modalidades entren en juego. Así, el querer hacer unido al no poder hacer generará la inhibición, o bien el deber ser más el no querer ser dará lugar a la sumisión, etc. Como se ve, un conflicto de fuerzas contrapuestas atraviesa al sujeto apasionado, de aquí que la modalización haya sido tratada como una dinámica de fuerzas que enfrenta a un agonista y un antagonista. O bien puede ser vista como un actante de control que se comporta como un obstáculo para la realización de la acción. La combinación de modalidades puede ser presentada por el discurso de tal manera que solamente sea la indicación de la posibilidad de emergencia de una pasión, pero la sola presencia de modalidades no asegura que una pasión se desarrolle. Para ello, otras condiciones son requeridas. En primer lugar, es imprescindible que las modalidades afecten con cierta intensidad al sujeto, intensidad que dependerá del valor, de la evaluación que el sujeto realice con respecto al grado de presencia de la modalidad: el pasaje de un sujeto ahorrador (querer tener + deber tener + saber tener + poder tener) a uno avaro implica, entre otras cosas, un incremento en la intensidad modal. En el avaro hay un excedente dado que acumula mucho más allá de su necesidad, su apego a los bienes no conoce límite. Este excedente resulta de la intensidad con que se produce el efecto pasional: así, el obstinado es aquél que cuando menos puede más quiere. Estas variaciones en los grados de intensidad de las modalidades tienen otra consecuencia, como ya se habrá podido apreciar: las combinaciones de modalidades conflictivas de diversos grados de intensidad afectan, antes que el hacer del sujeto, su propio ser. De aquí que, en el fondo, el obstinado es no sólo el que quiere hacer y no puede hacer sino el que “quiere ser como aquel que puede hacer”, así como del avaro podría decirse que es el que “quiere ser como aquel que sabe y puede tener”. La presencia de estas fuerzas modales no puede sino remitir a otra racionalidad, que orienta al sujeto en otras direcciones. Esta otra racionalidad que irrumpe en el discurso es la de la dimensión pasional, que se constituye así en un dominio autónomo, independiente del recorrido narrativo del sujeto. Este otro recorrido se alimenta de la combinación de modalidades que condicionan el devenir de la historia pasional del sujeto, en otros términos, el devenir de la búsqueda de su identidad. ¿Pero cómo se hace perceptible, inteligible, ese conflicto subyacente, tanto para el sujeto que lo padece como para un observador externo? La modalización del discurso viene acompañada de un conjunto de rasgos de carácter aspectual y rítmico que vuelven manifiesta una pasión. A estos rasgos superpuestos a las modalidades se los ha llamado modulaciones pues son variaciones que se producen sobre lo continuo: aceleración o disminución del movimiento, repetición, incoatividad, duratividad o terminatividad, etc. Así, por ejemplo, para que la obstinación se manifieste es necesario que se repita insistentemente la voluntad de vencer obstáculos insuperables, o bien, para reconocer las variantes del miedo (aprensión, pavor, terror) es necesario observar sus variaciones aspectuales: la anterioridad caracteriza a la aprensión, la incoatividad al pavor y la duratividad al terror. Otra de las condiciones de emergencia de las pasiones en el discurso es la puesta en perspectiva: una relación de distancia entre un sujeto y un objeto, y de cercanía entre el mismo objeto y otro sujeto, no es causa de modificaciones afectivas. En cambio, si esa distancia es percibida por un sujeto implicado en esa escena, la distancia se volverá una pérdida o una apropiación, y entonces será fuente de afectación del estado de ánimo del sujeto, el cual podrá sufrir frustración, cólera, etc. La puesta en perspectiva, la orientación discursiva, es lo que permite transformar una acción en una pasión: el paso de la rivalidad a la emulación implica que el discurso instala como centro de referencia, fuente de la orientación, a uno de los sujetos, el cual, como habíamos dicho, toma posición y, al hacerlo, proyecta y distribuye los valores (en el caso mencionado,
el que emula a otro no sólo se nutre de ciertas modalidades y de un excedente aspectual y rítmico, sino que también visualiza al otro como un modelo a imitar). Además, las expresiones somáticas, en tanto manifestantes de transformaciones afectivas, constituyen verdaderos actos enunciativos pues toman el lugar del enunciador para comunicar estados de ánimo. Así como el personaje puede tomar la palabra y asumir la función de enunciador, así también el cuerpo puede ser la fuente del discurso. El llanto, una forma de mirar, el rubor, permiten expresar estados afectivos, así como también dan lugar a estrategias de producción e interpretación de la significación, tales como ocultar, disimular, dejar ver, de parte de quien se expresa, y adivinar, calcular, deducir, de parte de quien observa. El desenvolvimiento de una pasión en el discurso recurre frecuentemente a las escenas típicas que los textos de una cultura han fijado como tales: así, la escena de exclusión del celoso que éste observa desde un lugar oculto. De estas escenas el discurso toma a menudo algunos elementos sobre los cuales deposita la carga afectiva, de manera tal que basta la presencia de una parte para elaborar con ella una realización específica de la escena prototípica. Además, por ser el cuerpo el asiento de las pasiones, éstas se alimentan de las sensaciones provocadas por el mundo natural y así es frecuente que figuras como el agua, el bosque, el aire, el viento, sean depositarias de valores (fuente de placer o de dolor) que el sujeto apasionado trasvasa a su entorno. Todos estos aspectos que conforman la dimensión pasional dan lugar a la aparición, en el campo de presencia del sujeto, de un imaginario que se despliega ante él ofreciéndole múltiples escenarios para la realización de las posibles acciones. Este espacio imaginario del sujeto explota las posibilidades del discurso descriptivo para moldearse y lograr pasar de la esfera de lo sensible a lo inteligible.
5.3. Un ejemplo de descripción de la experiencia afectiva El texto seleccionado para observar cómo la descripción moldea y trasmite la experiencia afectiva es el comienzo de la novela de José Saramago Todos los nombres . En las primeras páginas de la obra, asistimos a la descripción de los movimientos afectivos padecidos por el personaje en el instante de realizar una acción sobre la cual recae el peso de la prohibición. Quizás sea necesario recordar las circunstancias que rodean al pasaje que citamos: el protagonista, don José, escribiente de la Conservaduría General del Registro Civil, tiene su vivienda adosada al edificio donde trabaja desde hace ya largo tiempo. El lugar de trabajo –que el texto describe en abundancia e ilustra con informaciones sobre la organización espacial de escritorios y anaqueles, la distribución jerárquica de las tareas, la organización de ficheros y archivos, etc.– está separado de su casa sólo por una puerta. De esa puerta –antaño en uso pero en el presente clausurada– ha quedado en su poder la antigua llave. He aquí la presencia de varios de los componentes que actuarán como modalizadores y comenzarán a constituir la identidad pasional del personaje. Demos inicio a la lectura de un pasaje del fragmento seleccionado: Ahora llega el momento de explicar que, incluso teniendo que dar aquel rodeo para entrar en la Conservaduría General y regresar a casa, a don José sólo le trajo satisfacción y alivio la clausura de la puerta [...] Con la prohibición de usar la puerta, quedaban aún más reducidas las posibilidades de una intromisión inesperada en su recato doméstico, por ejemplo, si dejara expuesto encima de la mesa, por casualidad, aquello que tanto trabajo le venía dando desde hacía largos años, a saber, su importante colección de noticias acerca de personas del país que, tanto por buenas como por malas razones, se habían hecho famosas [...] Ahora bien, siendo claramente esta manía de don José de las más inocentes, no se comprende por qué pone tantos cuidados para que nadie sospeche que colecciona recortes de periódicos y revistas con noticias e imágenes de gente célebre, sin otro motivo que esa misma celebridad, ya que le es indiferente que se trate de políticos o de generales, de actores o de arquitectos, de músicos o de jugadores de fútbol, de ciclistas o de escritores, de especuladores o de bailarinas, de asesinos o de banqueros, de estafadores o de reinas de belleza. No siempre tuvo este comportamiento secreto [...] La preocupación de defender tan celosamente su privacidad surgió [...] después de haber sido prevenido de que no podría volver a usar la puerta de comunicación. El paralelo se perfila desde el comienzo: el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio del personaje se han ido configurando de manera análoga a lo largo de los años. El afán de ordenar y catalogar, de controlar el desorden natural de las cosas, va más allá de toda necesidad práctica o cognoscitiva y se convierte en una forma de vida. El personaje queda así predispuesto para transformar un medio en un fin, inversión típica del hacer del coleccionista que se mueve de la selección a la colección y allí cancela su secuencia. Algo deja en suspenso el coleccionista y esa suspensión abre otro espacio por el cual se puede desplegar la dimensión pasional del sujeto: la colección reclama la completud y ella convoca entonces el deseo de absoluto del coleccionista. Las modalidades se van así combinando y tensando: querer tener todo + deber tener todo + no poder tener todo. Y a ellas se encabalga un excedente que intensificará el conflicto subyacente y por lo tanto la búsqueda de su identidad: querer ser aquel que puede tenerlo todo (unas líneas más adelante dirá el descriptor: “sin embargo, le pudo más la
satisfacción y el orgullo de haberlo conocido todo, fue ésta la palabra que dijo, Todo, de la vida del obispo”). Este deseo desmedido que comienza a alojarse en el ánimo del protagonista, esta fruición con que se entrega a una tarea gratuita, que no persigue fines prácticos, no tiene cabida en su propia racionalidad pragmática, hecho consignado por el propio descriptor: “siendo claramente esta manía de don José de las más inocentes, no se comprende por qué pone tantos cuidados para que nadie sospeche...”. La acción en sí, desde la perspectiva de un observador externo, es “inocente” y no habría razones para ocultarla. Pero la pasión, o bien la carga afectiva que el personaje deposita en esa tarea ociosa, eso sí carece de una explicación –en el marco, claro está, de una lógica de la acción pragmática–. La paulatina generación de esta pasión acumulativa se va abriendo espacio en la vida interior del personaje y ese espacio imaginario reclama un lugar propio, no compartido, privado. De aquí que, como ha dicho líneas más arriba el descriptor, “a don José sólo le trajo satisfacción y alivio la clausura de la puerta”: esa satisfacción que le provoca un hecho que, desde otro punto de vista, sólo le trae aparejada una incomodidad (ahora deberá dar un rodeo para llegar a su lugar de trabajo) confirma una búsqueda apenas conciente al inicio, la de mantener en privado una tarea en la cual está comprometido un deseo inaceptable para el propio escribiente del registro civil: el deseo (y el consecuente placer) de entregarse a la búsqueda de un absoluto para “llegar a ser aquel que puede tenerlo todo”. Como se recordará, la novela lleva por título Todos los nombres. La apertura de un espacio imaginario no sólo está aquí marcada por el celo con que progresivamente el personaje comienza a procurarse la privacidad, sino también por el despliegue anticipado, en su imaginación, del escenario probable de sus acciones futuras. Continuemos leyendo otro fragmento: Es posible que una conciencia súbitamente más inquieta de la presencia de la Conservaduría General del otro lado de la gruesa pared, aquellos enormes anaqueles cargados de vivos y de muertos, la pequeña y pálida lámpara suspendida del techo sobre la mesa del conservador, encendida todo el día y toda la noche, las tinieblas espesas que tapaban los pasillos entre los estantes, la oscuridad abisal que reinaba en el fondo de la nave, la soledad, el silencio, es posible que todo esto, en un instante, por los confusos caminos mentales ya mencionados, le hiciera percibir que algo fundamental estaba faltando en sus colecciones, esto es, el origen, la raíz, la procedencia o, dicho con otras palabras, la simple certificación de nacimiento de las personas famosas cuyas noticias de vida pública se dedicaba a compilar. La descripción que vuelve a hacerse del espacio de la Conservaduría cobra ahora nuevos matices: ya no es la simetría, el orden, la organización, lo que se destaca del lugar, sino otros rasgos en los que no podemos sino detectar la carga pasional del sujeto que, alimentado por su propio ímpetu, traslada al espacio evocado las características de profundidad y misterio que provienen más bien de su propio deseo. Los atributos predominantes en este pasaje enfatizan la magnitud excesiva de lo nombrado: la gruesa pared, los enormes anaqueles, las tinieblas espesas, la oscuridad abisal. Y el exceso en el volumen de lo nombrado se expande y se prolonga por la ínfima magnitud de la luz: la pequeña y pálida lámpara suspendida del techo. El espacio queda así también él modalizado, transformado en un escenario propicio para emprender en él una acción audaz, pues sus componentes (pared, anaqueles, tinieblas, oscuridad, soledad, silencio) cobran, a través de los atributos, el carácter de obstáculos a vencer. Este despliegue imaginario se deriva, en el texto, de “una conciencia súbitamente más inquieta de la presencia de la Conservaduría General”: los dos polos de la interacción perceptiva se hacen aquí explícitos, una disponibilidad del sujeto sensibilizado por su propia inquietud y una presencia del objeto, la Conservaduría, que es captado con una nueva mirada, ya no la del escribiente sino ahora la del insaciable coleccionista. La inquietud del ánimo no sólo lo provee de una imagen codiciada del contenido de los anaqueles sino que además le hace intensificar y acelerar la búsqueda, intensificación manifiesta en el intempestivo derroche de sinónimos vertidos para nombrar precisamente aquello que falta en su colección: “el origen, la raíz, la procedencia o, dicho con otras palabras, la simple certificación de nacimiento de las personas famosas”. Esta intensificación y aceleración del ritmo denominativo es indicativa de la inquietud que lo anima. Se habrá observado ya, a través de lo dicho, que la descripción de la vida afectiva del personaje en estos pasajes del comienzo de la novela se realiza mediante una orientación del discurso, esto es, una puesta en perspectiva que permite valorar, sopesar, en suma, predicar algo acerca de lo percibido. Así, el cambio que sufre la imagen de la Conservaduría (de la primera descripción, a la cual aludimos más arriba, a la segunda aquí citada) se debe a un cambio de perspectiva: la descripción de la imagen evocada por el protagonista, ya con ánimo inquieto, se tiñe de sus valores y asume las dimensiones de su propio deseo. La puesta en perspectiva recorre todo el discurso aunque no siempre es el mismo el centro de referencia: en la descripción que acabamos de citar es el cuerpo y el ánimo inquieto del personaje, pero en otros momentos un observador externo aflora para señalar el asombro, la incredulidad que despiertan los cuidados o la excitación del personaje: “no se comprende por qué pone tantos cuidados”, y más adelante, como veremos enseguida, “imagine ahora quien pueda el estado de nervios”. El paso a la acción del sujeto apasionado se acompaña siempre de una serie de manifestaciones somáticas recogidas por la descripción. Sigamos con la lectura:
Imagine ahora quien pueda el estado de nervios, la excitación con que don José abrió por primera vez la puerta prohibida, el escalofrío que le hizo detenerse a la entrada, como si hubiese puesto el pie en el umbral de una cámara donde se encontrase sepultado un dios cuyo poder, al contrario de lo que es tradicional, no le llegara de la resurrección, sino de haberla recusado. Sólo los dioses muertos son dioses siempre. Los bultos fantasmagóricos de los estantes cargados de papeles parecían romper el techo invisible y subir por el cielo negro, la débil claridad de encima de la mesa del conservador era como una remota y sofocada estrella [...] Tenía una linterna en el cajón donde guardaba la llave. Fue a por ella, y después, como si llevar consigo una luz le hubiese hecho nacer un coraje nuevo en el espíritu, avanzó casi resoluto por entre las mesas, hasta el mostrador, bajo el que estaba instalado el extenso fichero de los vivos [...] Después se sentó y, con la mano todavía trémula, comenzó a copiar en los impresos blancos los datos identificadores. El texto va in crescendo hasta llegar a esta descripción de la Conservaduría como un recinto sagrado que el personaje despaciosamente se atreve a profanar: el léxico de lo sagrado proporciona ahora otra imagen del lugar como residencia de un dios e incluso como esfera celeste con su remota estrella. El tono grandilocuente de la predicación no puede sino remitir al grado máximo de la excitación que anima al personaje a vencer el poder de la prohibición, atravesar la puerta y penetrar en aquel sitio vedado, asiento de la divinidad. Este paso a la acción, vivido por el personaje como una profanación, es descrito recurriendo a las expresiones somáticas de su estado afectivo: los nervios, la excitación, el escalofrío, la mano trémula, hacen evidente los movimientos de su ánimo. El cuerpo es aquí el emisor de estos signos de la pasión que la privacidad le concede no disimular. Habremos advertido también, desde el comienzo, la presencia de una escena típica como es el paso a través de una puerta prohibida. Es interesante observar que aquí, detrás de la puerta prohibida, no se encuentra nada desconocido, muy por el contrario, se trata del lugar que el personaje mejor conoce por haber transcurrido allí la mayor parte de su vida. Tampoco se trata de un lugar al que no se pudiera acceder: todos los días el protagonista entra por la puerta principal al edificio. Sin embargo, la constitución del deseo no hace caso de este saber que corresponde a la esfera cognoscitiva del sujeto. Aquello que se volverá objeto codiciado (todos los nombres) proyectará sobre su entorno, irradiará sobre el espacio que lo contiene una nueva luz (o quizás aquí sea más oportuno decir, una nueva sombra) que transformará el espacio cerrado y finito en uno abierto e infinito, contenedor del absoluto, depositario apropiado de un deseo que no puede sino ser absoluto. No sólo la Conservaduría se ha transformado en un espacio otro: si esto ha tenido lugar ha sido posible porque él mismo se ha vuelto otro, está en el proceso de llegar a ser el que puede tenerlo todo y entonces se abre ante sí un imaginario poblado de las gratificantes escenas del deseo alcanzado. Continúa el texto de la novela: Miró el armario donde guardaba las cajas con las colecciones de recortes y sonrió de íntimo deleite, pensando en el trabajo que tenía ahora a la espera, las surtidas nocturnas, la recogida ordenada de fichas y expedientes, la copia con su mejor letra [...] salió [de su casa] por la otra puerta, la de la calle, dio la vuelta al edificio y entró en la Conservaduría. Ninguno de los colegas se apercibió de quién había venido, respondieron como de costumbre al saludo, dijeron, Buenos días, don José, y no sabían con quién estaban hablando. José Saramago, Todos los nombres, pp. 25-31. Su transformación no se hace visible para los otros, tiene lugar en su vida afectiva: el descriptor delega en el propio cuerpo del sujeto pasional la orientación del discurso y se limita a prestar su voz para articular una experiencia sensible. Las marcas que manifiestan la emergencia y el desarrollo de una pasión, de un sentimiento o una emoción explotan, decíamos, los recursos de la descripción. Siendo esta manera de organizar la materia verbal aquella que provee las estrategias para hacer existir algo en el interior del discurso (desde la denominación hasta las variadas y complejas formas que puede asumir la expansión) se convierte en el soporte idóneo para darle forma y consistencia a la vida afectiva.
Conclusiones Retomando las líneas de la introducción a este trabajo, quisiéramos ahora completar nuestra reflexión inicial mediante una síntesis del recorrido efectuado a lo largo de las páginas precedentes. Hemos tomado como punto de partida una segmentación del discurso en dos niveles, enunciado y enunciación, con el fin de ordenar nuestras observaciones según se refirieran a la esfera de aquello que es objeto de la actividad descriptiva, nivel del enunciado –esto es, las formas de configuración del objeto descrito–, o bien aludieran a la interrelación entre el sujeto y el objeto de la descripción, nivel de la enunciación, en el cual quedan comprendidos desde el acto de percepción hasta la proyección de un saber y la afectación sensible de los sujetos implicados en la descripción. En el nivel del enunciado descriptivo, una primera aproximación nos permitió reconocer dos grandes unidades: la denominación y la expansión. Luego, dentro de ellas, pudimos ubicar distintos componentes (el todo y las partes, las propiedades calificativas y funcionales) y operaciones (unas de orden general, tales como el anclaje y la afectación, otras de carácter específico, la aspectualización, la puesta en relación –por asimilación o por puesta en situación– y la tematización). En el nivel de la enunciación descriptiva, hemos considerado que el acto de describir pone en escena la actividad perceptiva, la cual, por otra parte, constituye el sustento del proceso de significación. Hemos analizado, entonces, la percepción misma puesta en discurso a través de la descripción, como acto enunciativo que comporta una toma de posición asumida por el cuerpo propio, un “objeto” de la percepción que puede ser entendido como una presencia, con sus grados de intensidad y extensión, y una profundidad que señala la distancia entre el centro y el horizonte de la experiencia perceptiva. Considerada la percepción como suelo sensible sobre el cual se asienta la significación, tanto el despliegue de la experiencia inteligible del sujeto enunciante (el ver y el saber) como la manifestación de su experiencia sensible (la vida afectiva en general, pasiones, sentimientos, emociones) responden, cada una a su modo, al orden perceptual que las sustenta. En consecuencia, para abordar la enunciación descriptiva, hemos recurrido a su tripartición en las diferentes dimensiones que comporta. Así, fue posible deslindar una dimensión pragmática –que atiende al hacer del descriptor, lugar de la voz de la enunciación–, una dimensión cognoscitiva –que recubre los puntos de vista del observador– y una dimensión pasional – especie de prosodia del discurso, que da cuenta de las atracciones y repulsiones del sujeto pasional. El análisis de la dimensión cognoscitiva del discurso ha permitido aislar una esfera de fenómenos de sumo interés para comprender el funcionamiento del discurso descriptivo: la atribución de las estrategias de manipulación del saber a un sujeto particular, el observador (distinto del descriptor, ubicado en la dimensión pragmática y encargado de verbalizar actos de percepción atribuidos a otro, al observador), el reconocimiento de diversos centros de procedencia de la mirada, los distintos planos sobre los que ella se deposita, son todos modos de abordar la circulación del saber en el discurso de manera tal que es posible advertir cómo se articula la significación mediante la puesta en escena de la actividad cognoscitiva. Por otra parte, el análisis de la dimensión pasional nos ha conducido a advertir la presencia de otra lógica en la organización del discurso: el sujeto afectado por lo que percibe pero, sobre todo, por su propia disponibilidad proyecta su euforia o su disforia sobre aquello que es objeto de descripción. Tal disponibilidad se manifiesta en el discurso por la presencia de diversos rasgos: la descripción del conflicto de modalidades, el ritmo y la aspectualidad, la perspectiva, las expresiones somáticas, las escenas típicas. Así concebida, la descripción se nos presenta como un acto discursivo que difiere de aquel realizado por la narración – aunque la presencia de la descripción en el discurso está vinculada a otros géneros, entre ellos, de manera preponderante, al narrativo–. Para reconocer tal divergencia, hemos considerado que, a diferencia de la narración, caracterizada por organizar la materia verbal sobre el eje de la sucesividad, la descripción lo hace sometiéndose a otro principio, el de la simultaneidad. Así, hemos podido observar que el enunciado narrativo (la historia contada) se organiza necesariamente de modo sucesivo, pues debe atender a relaciones de cronología y causalidad, mientras que su enunciación (el acto discursivo de contar), por su propia naturaleza, no puede sino ser un presente incesantemente renovado. En cambio, la descripción, en el nivel del enunciado (el objeto de la descripción) se organiza según relaciones de simultaneidad, pues no existe orden previsto a seguir para dar cuenta de los elementos que integran un objeto de descripción; y en el nivel de la enunciación, convoca la figura de un observador (y/o de un sujeto pasional) que se ubica también en relación de simultaneidad con lo observado. Por tal razón, sostenemos que la presencia, en el marco de cualquier tipo de texto, del discurso descriptivo obedece a un giro enunciativo por obra del cual el enunciador hace entrar en escena a un observador o a un sujeto pasional, de cuyo recorrido perceptivo el propio enunciador (que podrá ser llamado, entonces, descriptor) da cuenta. De aquí que hayamos emparentado la descripción con la figura de la evidentia, por el papel central que en ésta desempeña la figura del testigo ocular, cuya actuación el orador debía evocar en su discurso. En suma, hemos reconocido que si bien la descripción no ha constituido un género particular de textos, se halla ligada al proceso de generación de la significación, pues tiene el papel central de poner en escena la actividad perceptiva desplegada por el sujeto, actividad sobre la cual se funda la articulación del sentido.
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Sobre la autora María Isabel Filinich es licenciada en Literatura y Castellano por el Instituto del Profesorado Juan XXIII, Argentina, 1971 (equivalencia Universidad Nacional Autónoma de México –UNAM–, 1987). Es doctora en Letras por la UNAM, 1995, y ha realizado la maestría en Semiótica y Teoría Literaria en la Universidad de Bucarest, Rumania, 1979. Es traductora de rumano, Consejo de Cultura y Educación de Rumania, Bucarest, 1978. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores (CONACYT) Nivel II, Argentina, y de la Academia Mexicana de Ciencias; profesora de la Universidad Nacional de Luján (Argentina) y de las universidades de Guerrero, Sinaloa y Nacional Autónoma (México). Es miembro fundador del Seminario de Estudios de la Significación, incorporado a la Red Internacional de Seminarios de Semiótica del CNRS, Francia. Actualmente se desempeña como profesor-investigador en el Programa de Semiótica y Estudios de la Significación de la Universidad Autónoma de Puebla, México.
Notas [1]En
mi libro Enunciación (1998: 29 y ss.), de esta misma colección, me he referido a las distintas orientaciones teóricas implicadas por las diferentes definiciones del término y a su relación con otros conceptos (texto y contexto). Aquí me limitaré a resumir la concepción que asumo, la cual se inscribe en una perspectiva semiótica. [2]Véase particularmente el capítulo “De la subjetividad en el lenguaje”, en Problemas de Lingüística General (1978). [3]Consideramos al narrador y al narratario como la representación, en el discurso narrativo, de los papeles de enunciador y enunciatario, esto es, el sujeto de la verbalización y destinación del relato –el narrador– y el sujeto de la escucha y destinatario de la narración –el narratario–. Ambas instancias componen el nivel de la enunciación narrativa, el yo que apela a un tú al cual le destina una historia. (Para un análisis detallado de estos componentes del discurso literario, véase mi libro La voz y la mirada. Teoría y análisis de la enunciación literaria, de 1997). [4]P. Hamon denomina así a las “posturas de destinador y destinatario” implicadas por el sistema descriptivo (ver P. Hamon, 1991: 45 y ss.). Entendemos que tales instancias ocupan una posición equivalente a la de la pareja narrador/narratario en la narración. [5]La naturaleza de la temporalidad que anima al narratario es descrita de manera muy esclarecedora por R. Dorra en su artículo “El tiempo en el texto” (1998). Cito un fragmento referido al aspecto que aquí me interesa destacar: “Así, pues, para el narratario hay un tiempo realizado pero ignorado, un tiempo cuya forma es la de la totalidad vacía. La voz del narrador, el decurso de la narración, irá sucesivamente colmando ese vacío. Así, el narratario no es transformado por la historia sino por el discurso; su temporalidad es lineal y siempre prospectiva. Esa linealidad permanece inalterable aunque el narrador no siga, en su narración, un orden lineal, aunque empiece, por ejemplo, narrando el desenlace; el narratario sigue su ruta: de la ignorancia al conocimiento, de la totalidad vacía a la totalidad colmada; por eso, mientras hable el narrador, su avance no puede ser sino lineal e ininterrumpido” (1998: 41). [6]Desde otro punto de vista, si atendemos a los orígenes de la descripción, ésta aparece vinculada a un ejercicio que comenzó a tener importancia con el surgimiento de la llamada neo-retórica, en el mundo grecorromano entre los siglos II y IV de nuestra era: se trata de la declamatio. Según lo explica R. Barthes (1993: 101) la declamatio “es una improvisación regulada sobre un tema”, la cual provoca la atomización del discurso que se vuelve un conjunto de pasajes brillantes con una finalidad ostentativa. Entre tales pasajes, el principal era la ekfrasis o descriptio, fragmentos transferibles de un discurso a otro que describían un paisaje o realizaban un retrato. De aquí surgirán luego los diversos tipos de descripción que P. Fontanier (1977: 381) clasifica en siete especies, según los objetos descritos: topografía (lugar), cronografía (tiempo), prosopografía (cualidades físicas de un personaje), etopeya (caracteres morales de un personaje), retrato (descripción moral y física), paralelo (dos descripciones confrontadas) y cuadro (pasiones, acciones, fenómenos físicos o morales). [7]En Les espaces subjectifs. Introduction à la sémiotique de l’observateur (1989: 16) Fontanille define a estos tres tipos de sujetos enunciativos como “los simulacros discursivos por los cuales la enunciación da la ilusión de su presencia en el discurso enunciado” y les otorga un lugar intermedio entre la enunciación propiamente dicha (lugar del sujeto de la enunciación, en sentido genérico) y el enunciado, considerándolos las instancias “que preparan las identificaciones del enunciatario” (la traducción es nuestra). [8]En un estudio dedicado a una reflexión semiótica sobre el saber, Fontanille (1987) define al sujeto y al objeto de saber como observador e informador respectivamente: el sujeto cognoscitivo es un observador en tanto se coloca en el lugar de un receptor (sabe que hay algo que saber) y el objeto de saber es un informador en tanto queda colocado en el lugar del emisor (sabe que hay algo que hacer saber), razón por la cual el objeto colabora o se resiste a la actividad cognoscitiva del observador. En nuestro ejemplo, el mundo muestra elocuentemente sus cualidades sonoras, colabora con la actividad perceptiva del observador, y este último capta los estímulos sensibles que lo proyectan hacia otra dimensión. [9]R. Martin (1971), en el trabajo que consagra precisamente al tiempo y al aspecto, recuerda la distinción –importante para ubicar el lugar del aspecto en la representación de la temporalidad– que ya reconocía G. Guillaume entre un tiempo explicado y un tiempo implicado: el primero da cuenta del hecho por el cual un proceso puede situarse en el discurso en relación con otro proceso o con algún punto de referencia en el eje del tiempo y ser dividido en momentos tales como pasado, presente o futuro (esta segmentación permite la construcción de cronologías); el segundo, en cambio, el tiempo implicado, es aquel que es inherente al verbo, al proceso en tanto tal y que atiende a la duración. Por lo tanto, el reconocimiento de un tiempo implicado, el tratamiento del proceso en su interioridad como una extensión con un principio tensivo, una duración y un desenlace distensivo, permite dar cuenta de las distinciones aspectuales: puntual/durativo (y dentro del aspecto durativo se distinguirá entre aspectos continuos –lineal/progresivo– y aspectos discontinuos – iterativo/frecuentativo/multiplicativo/distributivo); aspecto de lo realizado y de lo irrealizado; incoativo y terminativo. El aspecto así concebido, como tiempo implicado y observado en su devenir, como perspectiva desde la cual la acción es observada, da cuenta de la posibilidad de que la acción sea no sólo puesta en relación con otra en el eje del tiempo sino
descrita en su interioridad, para lo cual necesita ser desplegada ante el espíritu, esto es, espacializada. [10]En este sentido, Pimentel (1986) muestra, mediante el análisis de un segmento descriptivo de la novela Palinuro de México, de Fernando del Paso, de qué manera la subversión de los modelos topográficos canónicos no implica la desaparición del orden sino más bien la emergencia de un nuevo orden cuyo significado se aprecia precisamente gracias a la parodia de un modelo canónico subyacente. [11]Véase el § 1.3. del primer capítulo y la nota 7 de pie de página. [12]Es necesario señalar que Coquet, para sus fines de constitución de una teoría general del sujeto, complementa esta dicotomía reconocida en el actante primero con otra que funciona como proyección externa de la primera, el actante tercero, donde cabrían enunciadores portadores de figuras institucionalizadas como la razón, la ciencia, la divinidad, etc. Ver Coquet (1996). [13]Nos referimos a su conocido estudio Fenomenología de la percepción (1985). [14]El término “estésico”, derivado del griego aisthesis, hace emerger a un primer plano la significación etimológica de “facultad de sentir”, un tanto opacada por el término “estético” que, en el uso, y a pesar de provenir de la misma raíz, ha enfatizado el sentido de lo bello más que el de lo sensible, sin desconocer, claro está, que la belleza depende de una relación sensible entre sujeto y objeto. La noción de estesis, en este sentido, tiene una acepción más amplia que la de estética, puesto que comprende la experiencia sensible en su totalidad, incluyendo la experiencia estética. Es en este sentido que ha sido utilizada por Paul Valéry. [15]El tema de la aspectualidad es central en la descripción, y no sólo concebida como dimensión del tiempo, sino también, al modo de Greimas, como dimensión del espacio y del desempeño actorial. A este tema he dedicado un artículo: “Aspectualidad y descripción” (2000), en el cual se aborda el lugar de este procedimiento en el discurso descriptivo. [16]Decimos experiencia inaugural en un sentido que es necesario aclarar: se trata de un comienzo que sólo puede ser visto como recomienzo, al menos, por dos razones elementales: por una parte, no nos es posible alcanzar aquella experiencia que fuera la primera vez de algo que no se apoyara en una experiencia previa; y, por otra parte, la reedición permanente del contacto sensible del sujeto con su entorno está necesariamente tamizada por las experiencias que le anteceden, por las formas de la sensibilidad aprendidas: la percepción sensible tiene lugar no sólo porque una presencia afecta a un cuerpo sino porque también este último está dotado de una disponibilidad que lo orienta hacia aquello que lo afecta, esto es, se percibe aquello que de algún modo es anticipado por las formas plasmadas en la sensibilidad. [17]Este rasgo de la experiencia sensible (de la enunciación perceptiva, se podría decir) ha obligado a pensar no ya en los términos de una oposición sino a centrarse en los grados de presencia de uno y otro término de una relación. La tensión se vuelve entonces una noción central para dar cuenta de esta relación de fuerzas entre dos variables, de allí la denominación de semiótica tensiva aplicada a la semiótica que hoy se ocupa de analizar la puesta en discurso de la actividad perceptiva.