Denes Martos
El Rey de las Estrellas
No sabría precisar con exactitud cuánto tiempo estuve en total allí en la isla. La impresión que tengo es la de un tiempo bastante largo; aunque sé que eso es muy relativo porque el tiempo que pasa afuera, en el mundo, tiene una medida muy distinta del que pasa dentro de uno mismo. De alguna forma, hay como dos relojes que nunca sincronizan. Cinco, diez o quince años en el reloj del mundo pueden parecer relativamente poco tiempo. En lo objetivo, apenas si alcanzan para construir un adolescente. Pero en lo interior, dado el caso, esos mismos escasos años cronológicos a veces hasta pueden alcanzar para formar una persona sabia. Yo lo sé. Conocí a una de esas personas. Y no sólo la conocí sino que la tuve y la sigo teniendo guardada en mi corazón. Tanto que, a veces, hasta me duele. Llegó a sabio a la edad en que otros recién empiezan a descubrir que hay cosas que vale la pena comprender y falleció a los años en que esos otros apenas si comienzan a mirar el mundo con ojos de adulto. Algunos quizás pensaron que vivió poco. Mi hada probablemente diría que, si llegó a sabio, entonces vivió exactamente el tiempo que tenía que vivir. Y creo que el hada tendría razón. La vida se mide con el reloj interno del que la vive; no con el reloj del otro que la mira pasar. Con todo, aún sabiendo por lo que el hada me dijo que no lo encontraría en esa isla, tengo que confesar que lo busqué igual. Hubiera dado cualquier cosa por encontrarme con él. De haberlo encontrado, entre muchas otras cosas le hubiera preguntado cómo hizo para llegar a ser sabio en tan poco tiempo. Y también le hubiera pedido que me ayude. Porque a mí eso de la sabiduría seguramente me va a costar una buena pila de años más que a él. Si es que recibo ese premio algún día en absoluto. Pero es como dijo mi hada: las personas no pueden perderse para siempre y esa persona que yo llevaba conmigo en el corazón y que hubiera querido encontrar allí en la isla, en realidad no estaba perdida. 31
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
Sólo estaba en otra parte. Quizás esperando un reencuentro para el que yo todavía no estoy preparado. Pero, así y todo, ¿qué quieren que les diga? Hubiera dado cualquier cosa por volverlo a ver . . . *.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.
Y un buen día, de repente, me di cuenta de que estaba de nuevo en el bote. Empapado hasta los huesos; con un frío que me hacía temblar todo el cuerpo y una tremenda sensación de vacío en la boca del estómago. Recuerdo que me pasé la mano por la boca y, cuando la miré, tenía los dedos ensangrentados. Recuerdo también en forma muy vaga y confusa que oí gritos; chapoteos; golpes; el ruido de un motor. ¿O fueron varios motores? La verdad es que no lo sé. Alguien gritó: – ¡Está vivo! Y no estoy seguro, pero juraría que también escuché la voz de mi viejo amigo Adrián haciendo algún comentario amable como: – Yerba mala nunca muere. . . O algo por el estilo. La cuestión es que me sacaron del bote, me llevaron al barco y después de un par de días el médico de a bordo consiguió convertirme de nuevo en un ser humano relativamente normal. Está bien. Notarán que dije “relativamente”. No crean que no me doy
cuenta.
32
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
Sea como fuere, lo que el médico no consiguió fue sacarme de la cabeza el recuerdo de la Isla de las Cosas Perdidas. Mientras estaba tirado en la cama, recuperándome, repasé una y otra vez mi historia. La tormenta, la isla, mis sensaciones, las charlas con mi hada ... ¿A quién le iba a poder contar todo eso? En aquél momento pensaba que a nadie. Durante mucho tiempo creí que nunca se lo contaría a nadie. Era demasiado fantástico. Demasiado increíble. Sabía de antemano que todos me dirían que lo soñé; que estuve delirando por la fiebre; que todo eso no puede ser verdad; que esas cosas no existen. Que lo mío es sólo un cuento. Y sin embargo . . . Es como dijo mi hada: si algo puede existir en un cuento, entonces existe. Porque los cuentos existen. Porque los cuentos son esa parte de la realidad que realmente vale la pena contar. La Historia sin historias es tan sólo una colección de datos; una lista de personajes, fechas, batallas y acontecimientos. La realidad sin cuentos no es más que una fría secuencia cronologías. La vida, la verdadera vida, está en lo que vale la pena contar. Y uno de los secretos de saber vivir la vida es hacerlo viviendo a pleno aquellas historias que después merecen ser relatadas. Aunque, a veces, no sean historias alegres ni divertidas. Por eso me puse hoy a contarles mi historia. Y también porque, aparte y más allá de lo que les acabo de contar, debo confesar que eso que no encontré en la Isla de las Cosas Perdidas lo terminé encontrando de todos modos. Aunque también es cierto que eso fue bastante después. Fue cuando me di cuenta de que en la isla no sólo no estaba esa persona que conocí y que llegó a ser sabia en tan poco tiempo, sino que tampoco hubiera podido encontrar allí la esperanza de volver a encontrarme algún día con ella. Y no la hubiera podido encontrar en la isla porque esa esperanza no estaba perdida. Tal como me lo explicó el hada, estaba dentro de mí al igual que el recuerdo de esa persona. Yo mismo estaba llevando conmigo las dos cosas de un lugar a otro. 33
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
Es que en la isla no hay esperanzas perdidas. Y no las hay por la misma razón por la que tampoco hay sueños perdidos: porque la Esperanza no se pierde. No la pierden ni siquiera los que desesperan. Porque incluso ellos pueden hacerla renacer alimentándola con un poco de Fe. Y si eso termina por no funcionar del todo, lo único que hay que hacer es agregarle a la Fe una gran dosis de Caridad. Con eso, la Esperanza se recupera. Créanme: es infalible. Porque la Fe, la Esperanza y la Caridad son tres hermanitas que siempre van juntas.
Julio 2007
34
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
EL CENTINELA
Era de noche y hacía frío. Mucho frío. El negro del cielo formaba un pesado contraste con los puntos de luz de millones de estrellas que lo perforaban. Una luna enorme lo miraba todo con fría indiferencia circular y su alumbrado fantasmagórico se reflejaba sobre el blanco mar de nieve que, excepto algunos negros islotes que podían interpretarse como avanzadas del bosque durmiendo sobre el horizonte, proponía un ambiente sepulcral; como anunciando alguna inminente tragedia. El centinela se sacó los gruesos guantes y se sopló las manos en un gesto tan instintivo como perfectamente inútil. Con treinta o cuarenta grados bajo cero, la temperatura de su propio aliento era como un fósforo prendido en medio de un glaciar. Miró a su alrededor y se sorprendió al darse cuenta de que, en lugar de cumplir con su teórica misión de vigilar y observar cualquier movimiento inusual, estaba simplemente mirando el paisaje. Una irregularidad disciplinaria que, de seguro, no figuraría jamás en el libro de guardia. A menos que al enemigo se le ocurriese atacar justo en ese momento, en cuyo caso sí figuraría. O quizás ni aún así. Quizás si el enemigo atacaba no quedaría nadie para anotar nada en el libro de guardia. Cerró los ojos y escuchó. Si la iluminación era sepulcral, el silencio directamente parecía de ultratumba. Pensó que eso era consecuencia de la nieve. La nieve amortigua los ruidos. En otoño no se puede caminar por un bosque sin hacer ruido. Las hojas caídas, las ramas secas, lo delatan a uno. Solamente en las viejas novelas de vaqueros 35
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
existieron silenciosos indios que, con livianos mocasines de cuero de alce, eran capaces de moverse por el bosque en perfecto silencio. En la vida real del centinela las cosas se presentaban muy distintas. Con pesados borceguíes y todo el equipo cargado, sólo en invierno hubiera sido posible desplazarse en silencio. Y aún así, alguna correa, algún herraje, algún arma, alguna bayoneta y hasta alguna aspirina en su caja habría hecho algún ruido. Y en medio de un silencio total, hasta el más pequeño tintineo hubiera sonado como un disparo. No. Decididamente no había enemigos en la cercanía. Además: ¿a qué imbécil se le hubiera ocurrido salir a atacar posiciones enemigas justo en una noche como ésa? Una noche así era como para quedarse en casa, al calor de un buen fuego. Quizás con una buena copa en la mano. Quizás hasta con una buena mujer. Quizás parafraseando a aquél caballero inglés que habría dicho que todo lo que un hombre necesita es un buen perro, una buena mujer y un buen vaso de whisky. Pues esa noche, el buen caballero inglés – pensó el centinela – decididamente no hubiera sido feliz. No había una sola mujer (y ni hablar de una buena mujer) en al menos cincuenta kilómetros a la redonda. La mezquina provisión de pésima grapa que uno de los hombres del pelotón había conseguido contrabandear y traer consigo ya se había terminado hacía dos semanas. Y en cuanto a un buen perro... El centinela observó el paisaje. No. No sólo no había perros. Ni siquiera había lobos aullándole a la luna, como lo habría requerido en forma obligada cualquier melodrama escrito como Dios manda. Dios. Sí. Uno hasta tenía ganas de preguntarse qué podía estar haciendo Dios en noches como ésa. O qué podía estar pensando cuando, como había sucedido meses atrás, sobre esa misma llanura y en esos mismos bosques entonces aún no cubiertos de nieve, las criaturas hechas a su imagen y semejanza se dedicaban frenéticamente a la ardua tarea de despedazarse los unos a los otros. Y todo ¿por qué? Pues, porque...
36
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
El centinela se atascó en su línea de pensamiento. Sí. ¿Por qué en realidad? Hacer kilómetros y más kilómetros a marchas compulsivas, cavar trincheras como un topo histérico; arrastrarse en medio de cuanta espina se le ocurrió inventar a la naturaleza; comer poco, de a ratos y mal; sentir la lengua reseca y la garganta ardiendo por la sed; tener todos los músculos del cuerpo casi petrificados de frío; soportar el miedo con temblores de estómago cuando el aire resulta invadido por balas y esquirlas que, silbando furiosas, lo vienen a buscar a uno. Y uno sobrevive solamente si tiene la suerte de que toda esa porquería no lo encuentre. O quedar herido y empezar con la gangrena para que un médico devenido en carnicero ampute lo que sobra para salvar lo poco que queda. Y salvarlo ¿para qué? ¿Para terminar lisiado y volver a casa, con lo poco que queda, siendo un perfecto inútil? ¿Recibir una medalla al heroísmo y pasar a ser el tullido del pueblo por el resto de tu condenada existencia? No. Los únicos héroes verdaderos son los héroes muertos. O los locos tan condenadamente desquiciados que hasta tienen la increíble suerte de no cruzarse nunca con un pedazo de metal volando por el aire. Los primeros entran en los libros de historia. Los segundos se convierten en los hombres populares que seducen a las mujeres populares. Los otros; los tullidos, los amputados, los que vuelven con fatiga de combate, los que se despiertan de noche gritando; esos no cuentan. Como máximo alguien los sacará a pasear en un desfile para mayor gloria de la Patria. Pero la verdad es que ya no servirán ni como elemento decorativo en la utilería de los homenajes patrióticos. ¿Y todo para qué? Para nada. Para que dentro de diez, veinte o cincuenta años alguien invente una guerra en algún otro lugar – o, dado el caso, hasta en el mismo lugar – y todo empiece de nuevo. Con otras armas más perfeccionadas en el difícil y dudoso arte de destrozar a un semejante, con otros pretextos (probablemente tan sólo más estúpidos), pero con la misma crueldad, con la misma saña, con la misma ciega, furibunda y descontrolada ambición de prevalecer sobre el otro por medio de la muerte del otro.
37
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
¿Y Dios? Es curioso. Pero Dios parece venirlo tolerando desde hace por lo menos dos millones y medio de años. El centinela de pronto recordó un libro de antropología que había leído en su juventud. En una de sus páginas aparecía el cráneo de un humanoide que, según la opinión de los que dicen que saben, habría vivido hacía unos 40.000 años atrás. El cráneo estaba destrozado y perforado, muy probablemente por una piedra. Sí. El fenómeno no era nada nuevo. Venía repitiéndose desde la noche de los tiempos y, casi con absoluta seguridad, seguiría repitiéndose hasta el día del Juicio Final. El centinela volvió a ponerse los guantes y se puso a caminar para hacer su ronda. Lo hizo en parte para combatir el frío con un poco de movimiento pero en parte, también, en forma mecánica. Porque, si todo era así, no podía dejar de tener la sensación de que no tenía sentido. Nada tenía sentido. El conflicto no tenía sentido. Un par de señores en alguna parte decide de pronto atacar a otro par de señores en otra parte. Y después de eso te sacan de tu casa, te meten en un uniforme, te enchufan un arma y una tonelada de municiones, te cargan en un transporte, te tiran en medio del campo te dicen: “Si aparece alguno
vestido de una manera diferente a la suya, mátelo. Porque si no lo mata, el otro lo va a matar a usted”.
Eso no tenía sentido. ¿Para qué matarlo? Bueno. En realidad, para que el otro no me mate. Pero ¿por qué habría él de querer matarme? El centinela no pudo reprimir la mueca de algo que podría haber sido una sonrisa. Es un poco obvio ¿no es cierto? Al otro le habrán dicho exactamente lo mismo... Somos solamente peones de un enorme juego de ajedrez jugado por los grandes poderosos. ¿Y si Dios está haciendo lo mismo con nosotros? ¿Y si somos solamente peones del universal juego de ajedrez jugado por Dios? Pero ¿por qué habría Dios de jugar al ajedrez usándonos como piezas del tablero cósmico? No. Quizás esa no sería la pregunta correcta. No se puede jugar al ajedrez contra
38
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
uno mismo. Los poderosos del mundo juegan los unos contra los otros. ¿Contra quién estará jugando Dios? ¿Podría estar jugando contra el demonio? No. Tampoco tiene mucho sentido. Un combate, cualquier combate, hasta uno incruento como el ajedrez, sólo es posible si la victoria es incierta. Si la victoria está determinada de antemano el combate es una reverenda estupidez. Si Dios es todopoderoso el demonio no podría ganar nunca. Y el diablo podrá ser muchas cosas pero no es estúpido. Pero... ¿y si Dios no quisiera ser siempre todopoderoso? ¿Y si Dios permite que elijamos para hacernos responsables de nuestras elecciones? ¿Y si el Bien y el Mal están ahí para obligarnos a elegir? ¿No hablan acaso los orientales del Yin y del Yang como tensiones contrapuestas cuyo punto de equilibrio constituye una de las máximas sabidurías? ¿No está acaso todo el cosmos compuesto por partículas con cargas opuestas que se rechazan entre sí? ¿No es por esto que giran los planetas alrededor del sol? ¿Y si todo no es más que una eterna guerra entre lo que está bien y lo que está mal? Porque, si fuese así, no debería resultar muy difícil decidir de qué lado uno quisiera pelear. Y hasta podría llegar a tener algo de sentido. Ser el peón de ajedrez de una partida jugada por dos idiotas que un día se levantaron con ganas de aniquilar al otro no es demasiado atrayente, por cierto. Además, en esa lucha uno ni siquiera puede elegir de qué lado está. Uno es ciudadano de un país; te encajan un uniforme y te despachan. En alguna parte hay que nacer. De modo que uno, ciudadano, es. Lo quiera o no. La patria no se elige. Se acepta. Pero en el otro caso no. Uno podrá ser un peón en el tablero. O quizás, si tiene méritos suficientes, incluso alguna pieza un poco más valiosa. Lo bueno, en todo caso, es que puede elegir de qué lado del tablero va a participar. Y eso depende de lo que uno quiera ser en la vida y de lo que uno quiera hacer en la vida.
39
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
Si uno quiere ser rico, poderoso, famoso, popular y aplaudido, el diablo podría ser una buena opción. Al fin y al cabo, al menos según la leyenda, esas son las cosas que siempre ofrece el diablo. Pero si uno quiere ser simplemente un tipo como la gente, una buena persona; si uno quiere hacer cosas que realmente valgan la pena, construir cosas que perduren, que sean buenas, útiles o simplemente hermosas, para dejárselas a los que vendrán después, cuando uno ya no esté más entre los vivos; si uno quiere ser uno de esos seres humanos que se mencionan con respeto y se recuerdan con cariño, o al menos con gratitud, entonces la opción es otra. Quizás no la de un Dios eternamente enojado, con barba en la cara y truenos en las manos, que castiga con fuegos eternos y vahos de azufre a los que se acuestan con la mujer del vecino. Pero sí podría ser la opción por un Dios comprometido en una titánica lucha contra todos aquellos empecinados en convertir su hermosa creación en un chiquero infernal. El centinela completó su ronda y regresó a su punto de partida. Volvió a sacarse los guantes y se sopló las manos en el mismo gesto tan instintivo como perfectamente inútil. Respiró hondo y el frío le hizo doler los pulmones. Pero esta vez el dolor no le molestó tanto como otras veces, ni el aparente sinsentido de la guardia le irritó tanto como en otras oportunidades. Si uno podía elegir la trinchera, la guerra podía llegar a tener sentido. Claro: no la guerra entre los cretinos poderosos de turno. Pero sí la otra. La que uno elige para convertirse en el pequeño aliado de un Dios que ha hecho muchas cosas buenas y hermosas. Como, por ejemplo, ese inmenso cielo formando un misterioso contraste con esas millones de estrellas enviando mensajes de luz 40
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
desde la inmensidad del espacio sideral. Como esa luna enorme que lo mira todo con su algo graciosa cara de torta y cuyo delicado resplandor ha iluminado discretamente el beso de tantos enamorados. O como ese blanco mar de nieve que hacía de impoluta alfombra tendida ante el silencioso bosque durmiendo sobre el horizonte y que, en la próxima primavera, dejaría de ser silencioso, dejaría de dormir, para convertirse en el ruidoso hogar de miles y miles de seres vivientes en una magnífica explosión de vida. Si. Uno podía imaginarse ser el pequeño aliado del Dios de los grandes lagos, las altas montañas, los alegres arroyos, las imponentes llanuras y, ¿por qué no?, los buenos perros, las buenas mujeres y el buen whisky.
.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.
El centinela se estaba volviendo a poner los guantes cuando vio aparecer desde las trincheras a su relevo. – ¿Alguna novedad? – preguntó el relevo, con visible cara de
semidormido y obviando todo el protocolo exigido por el reglamento. – Sin novedad. No hay movimiento. Todo tranquilo. ¿Dormido
todavía?
– Un poco. Lo que pasa es que venía durmiendo como un tronco. – La verdad: lo envidio. ¿Cómo lo consiguió? – ¿Quiere que le sea franco? ¿Totalmente franco? – Por supuesto – La pura verdad es que, cuando usted está de guardia, yo siempre
duermo como un tronco.
41
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
El centinela, halagado, no pudo menos que sonreír. Abiertamente esta vez. Palmeó al relevo en la espalda con esa camaradería que solamente puede producir la trinchera y, ya retirándose, comentó: – Eso es bueno. Porque ahora soy yo el que va a dormir como un
tronco.
Mientras se retiraba, el centinela le echó un último vistazo, esta vez realmente crítico a la gran alfombra blanca que los rodeaba. No. Esa noche el enemigo no atacaría. Y, si atacaba, pues tanto peor para él. El pelotón podía andar mal de provisiones y de comodidades pero estaba bastante bien equipado de hombres que sabían hacer lo suyo. ¿Y el enemigo? Y... probablemente el enemigo estaba en la misma situación. Pero, desgraciadamente, uno en esta vida muchas veces no elige a su enemigo. A veces es elegido por un enemigo. Y es arrastrado a un combate que no eligió. Y tiene que sufrir todas las calamidades del combate porque, como sabe todo veterano, más de la mitad de la guerra es hacer guardia y sufrir. Y además tiene que pelear aunque no quiera. Quizás hasta contra un enemigo al cual, al final, no podrá vencer. Pero, de todos modos, la victoria es incierta. Y cuando la victoria es incierta el combate siempre es posible. Y hay solamente dos caminos para quien resulta atacado, en una situación incierta, habiendo sido elegido por un enemigo al que no buscó: o combate, o se convierte en desertor. Otra opción no existe. Este universo es aparentemente tan binario que hasta la vida misma a veces lo sitúa a uno frente a opciones binarias y excluyentes. Y muchas veces estas opciones son extraordinariamente crueles y requieren decisiones terriblemente difíciles. Pero, en contrapartida, la vida no ofrece solamente la recompensa de una victoria posible. También ofrece la recompensa de la satisfacción íntima por una decisión bien tomada, llevada hasta el final, con honor, responsabilidad y sentido del deber. Y, en la victoria o en la derrota, esa satisfacción vale más que todas las medallas del mundo. Porque aún la más insigne y prestigiosa de las medallas del mundo sólo vale si el que las lleva despierta en sus 42
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
semejantes dos actitudes que únicamente los auténticos héroes pueden despertar: reconocimiento y respeto. El centinela se quitó el casco y, vestido como estaba, se tiró sobre su litera. Su último pensamiento, antes de quedar profundamente dormido, fue muy tranquilizador. Por un lado, sabía que allá afuera había un hombre responsable, vigilando la noche y cumpliendo con su deber. Y por el otro lado, era reconfortante saber que el Dios de los grandes lagos, las altas montañas, los alegres arroyos, las imponentes llanuras y, ¿por qué no?, los buenos perros, las buenas mujeres y el buen whisky, seguramente jamás aceptaría a un desertor entre sus aliados.
21 de Mayo 2003
43
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
EL SABIO Y LAS ANTORCHAS
El anciano se recostó contra el tronco del árbol y dejó que el verde del pasto de la pradera inundara su mirada produciéndole esa agradable sensación de sosiego que había estado buscando y que era una de las principales razones por las cuales en realidad había llegado hasta allí. Era una costumbre ya arraigada en él. Casi algo así como un ritual. Desde pequeño, cada vez que precisaba poner sus ideas en orden, cada vez que necesitaba meditar o resolver alguna difícil cuestión, iba a la pradera, se recostaba contra un árbol y dejaba que el paisaje construyera un marco para sus pensamientos. De hecho, nunca había terminado de entender a los otros que, como él, buscaban quizás las mismas respuestas pero desde el encierro en oscuros recintos, sombrías recámaras o lóbregos claustros dónde sólo, casi por equivocación, se extraviaba alguna que otra vez un despistado rayo de sol. ¿Cómo se podrá pensar desde las tinieblas? – se había preguntado, y más de una vez, el anciano. ¿Por qué algunas personas, para tratar de pensar al mundo, huyen del mundo? ¿Por qué recluirse si las cuestiones a solucionar y comprender están allá afuera; les pasan a las personas que vemos y tratamos todos los días siendo que la mayoría de las veces suceden a plena luz del sol? ¿Qué valor puede tener la oscuridad y el casi total silencio si lo que uno busca es una luz que ilumine el camino y un pensamiento hecho palabra que lo describa con la mayor perfección posible? Si uno hace preguntas allí en dónde sólo por error se extravía un rayo de luz, muy probablemente sólo por casualidad hallará alguna brillante respuesta. Concedido: de seguro, el bullicio urbano tampoco es el marco adecuado. La vida viene acompañada muchas veces de una cantidad casi inmensurable de superfluidades: ruidos superfluos, apuros superfluos, conflictos superfluos, vanidades superfluas, 44
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
preocupaciones tan superfluas que producen úlceras gástricas hoy tan sólo para demostrar mañana su casi absoluta trivialidad. A veces, es como si para acceder a la esencia de la vida hubiese que despojarla de varias capas de superficialidad insustancial. Como si la vida tratase de escapar de la comprensión humana vistiéndose con innumerables armaduras de inútil frivolidad; armaduras que luego hay que ir quitando, una por una, para llegar al núcleo esencial que, al fin y al cabo, es lo único que importa. El anciano entrecruzó los dedos de ambas manos poniendo las palmas sobre su cabeza, estiró las piernas y dejó que las rugosidades del tronco del árbol se hicieran sentir en su espalda. Respiró hondo. ¿Por qué será que muchas personas son tan adictas a los extremos? ¿Por qué será tan popular aqu ello del “todo o nada”? ¿Por qué correr a encerrarse en una celda oscura cuando lo único que se necesita es tomar un poco de distancia de la locura ciudadana? Más de mil años atrás Aristóteles se había hecho preguntas similares y había llegado a la conclusión de proponer un dorado término medio como alternativa equilibrada a los extremos intransigentes. La propuesta siempre había resultado atrayente. En principio, un buen término medio podía ser una opción válida ante dos locuras extremas. Pero ¿era siempre la mejor opción? ¿No era acaso el famoso término medio muchas veces nada más que un mero pasaporte a la mediocridad? El “todo en su medida y armoniosamente” de los antiguos sabios espartanos, ¿no era acaso un simple eufemismo por no decir “ jamás te comprometas; jamás arriesgues; navega constantemente por el mar de las medias tintas”?
En algún punto de nuestra existencia, es prácticamente inevitable que la vida nos coloque ante opciones excluyentes. La pura verdad – y el anciano lo sabía – es que no siempre hay términos medios posibles. No todas las magnitudes de la vida son divisibles por dos. No siempre es posible lograr esas soluciones intermedias que tanto adoran aquellos que, en lugar de solucionar los problemas, los estiran, especulando con que el tiempo hallará la forma de volver irrelevante mañana lo que hoy tanto nos preocupa. No hay realmente términos medios entre la honestidad y la deshonestidad; entre la 45
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
dignidad y la indignidad; entre la sinceridad y la falsedad; entre el honor y la ignominia. Alguien dijo alguna vez que el honor es como la virginidad: se tiene o no se tiene y se lo puede perder una sola vez. Y así como una mujer no puede estar tan sólo parcialmente embarazada, un hombre no puede ser tan sólo parcialmente íntegro. La integridad y el honor no admiten términos medios. Y cuando valores como éstos están en juego, las respuestas son siempre por sí o por no. ...............
Esa noche, el anciano sabía que se enfrentaría con un problema espinoso. El rey de la comarca, se encontraba muy enfermo y en sus horas de padecimiento, de pronto se había dado cuenta de la trivialidad de todo lo hecho hasta ese entonces. Mirando hacia atrás, había encontrado que nada de lo realizado terminaba de satisfacerlo. Había ganado batallas, había avanzado sobre otros reinos conquistando otras comarcas y había consolidado y ampliado su poderío. Había sido justo y equitativo con sus súbditos. Los había defendido en la adversidad; nunca exigiéndoles sacrificios innecesarios o tributos superfluos. Había velado por el bien de todos, sin favoritismos y sin exclusiones. Vivía con sobriedad, con un nivel digno de su posición pero sin ostentaciones superfluas ni despilfarros ridículos. Sin embargo, en lo profundo de su corazón el rey sentía un vacío. Había hecho todo lo que se esperaba de él, es decir: lo que los demás habían esperado de él. Pero le parecía poco. Había sido un buen rey. Pero no le parecía suficiente. Por eso había acudido al anciano sabio para que le diera consejo. ¿Qué tenía que hacer para llenar ese vacío que, de alguna forma, oprimía su corazón y lo despertaba, noche tras noche, para recordarle una misión no cumplida? El anciano conocía esa sensación. Los grandes conductores de hombres la llamaban la soledad del mando. Los grandes místicos la buscaban deliberadamente a fin de poner en orden sus ideas y su fe. Probablemente eso explicaba su huida del mundo. Al menos por un 46
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
tiempo. En realidad, todos los que habían hecho grandes cosas, o pasado por grandes penurias; todos los que – por alguna razón o por otra – habían sufrido mucho y se habían hecho muchas preguntas, conocían esa sensación. Ese vacío interno que tanto oprimía y que parecía tan difícil de llenar. ¿Qué le podía llegar a decir esa noche el anciano sabio al rey? Por de pronto le diría que todos tenemos una misión. La vida misma, al sernos dada, nos impone una misión, lo queramos o no. Es la misión de vivir esa vida al máximo pleno de las posibilidades que tengamos y de las que se nos brinden. Es vivirla hasta agotarla pero, al mismo tiempo, construyendo cosas por el camino para facilitarle el cumplimiento de esa misma misión a los demás. Pero esa misión no es elección nuestra. Nos es dada. La vida la ofrece a todos y a todos les da la posibilidad de cumplirla porque la vida nunca nos exige más de lo que podemos dar. Esa misión es lo que las personas íntegras sienten como su Deber y es esa misión la que les da el sentido del cumplimiento del Deber. Por eso las personas auténticamente íntegras no claman tanto por sus derechos sino por oportunidades concretas que les permitan cumplir acabadamente con su Deber. Por supuesto, también sucede que muchísimas personas caminan por la vida sin darse cuenta de que tienen esa misión. Con todo, algunos saben – o, por lo menos, están enterados de que la tienen. Pero incluso hay muchos que se pierden en el fárrago de lo cotidiano y terminan corriendo detrás de objetivos que no tienen absolutamente nada que ver con su verdadero Deber. Con lo que malgastan toda la vida en esas cosas superfluas que han inundado nuestra existencia, tan sólo para darse cuenta al final del camino que todos los honores, todas las dignidades, todas las felicitaciones y todos los reconocimientos cosechados por el camino fueron solamente aplausos al viento. Otros, sin embargo, son conscientes de la misión que la vida le otorga a cada uno de nosotros. Saben que, si tienen un don – y aunque ese don no sea más que el don del zapatero de hacer buenos zapatos, o el don del carpintero de construir buenas mesas, o el don 47
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
de sobrellevar con dignidad los problemas y las dificultades que nos presenta el destino – ese don debe ser ejercido, perfeccionado y puesto al servicio de los demás. Aunque más no sea como ejemplo para los otros. Aunque más no sea para demostrarle a todo el mundo que se puede. Aunque más no sea para darles a los demás un pequeño punto de apoyo que les permita aprender algo que no saben. Aunque más no sea para poner un pequeño ladrillo sobre el que otros se podrán apoyar para poner más ladrillos. Y no importa el tamaño de ese ladrillo. Ni su ubicación. No importa que sea pequeño o grande; ni que esté en un lugar importante o secundario. Lo que importa es que esté bien puesto y que sea sólido y confiable. Eso es cumplir con nuestro Deber. Con el Deber que la vida le confiere a cada persona. Las personas que ponen ese ladrillo pueden sentirse ya satisfechas, con esa satisfacción que da – precisamente – el Deber cumplido. Lo esencial es entender que la misión que la vida nos otorga no tiene por qué ser una cosa tremendamente grandiosa y extraordinaria. La vida no nos exige nunca más de lo que podemos dar. Las cosas grandiosas y extraordinarias las exige de aquellos a quienes les ha dado, también, dones grandiosos y extraordinarios: a los grandes artistas, a los grandes sabios, a los grandes constructores, a los grandes conductores y a los grandes creadores. Cada uno de nosotros tiene el Deber que puede cumplir. Por supuesto que eso no significa que sea fácil cumplirlo. Seguramente requerirá esfuerzo, dedicación, constancia y hasta es muy posible que implique grandes sufrimientos. Pero podemos cumplirlo. Si la vida es una creación de Dios y Dios nos ha tejido a todos como un Padre en el seno de nuestras madres, no es concebible que nos exija lo que no podemos hacer porque un padre nunca exige de sus 48
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
hijos una tarea para la cual previamente no les ha dado la capacidad de cumplirla. Pero después, algunas personas se dan otra misión. Una misión adicional. Una misión elegida voluntariamente. Una misión más allá y a veces hasta diferente de la que nos da la vida. Hay personas que se sienten capaces de hacer, de construir, de averiguar, de saber, de crear, de organizar, de conducir. Y se imponen a sí mismas una misión. Y los grandes héroes hasta llegan a inmolarse en el cumplimiento de esa misión. Se imponen un Deber más allá del Deber que impone la vida. Quieren ir más lejos. Quieren empujar fronteras. Quieren abrir caminos, descubrir oportunidades, posibilidades, alternativas. Los impulsa un fuego sagrado que los lleva hasta el extremo de intentar lo imposible. O, por lo menos, lo que los demás seres humanos creen que es imposible. Este fuego sagrado ha estado en muchas personas. En un Cristo que predicó la vida eterna y para dar testimonio de sus palabras abrió los brazos y se dejó clavar en una cruz. En los esposos Curie que abrieron el camino para que tengamos acceso a la más fantástica fuente de energía jamás descubierta. En un Werner von Braun que nos abrió las puertas del espacio sideral aún en medio de una catástrofe de muerte y destrucción. En un Pasteur que, contrariando casi todas las opiniones de sus contemporáneos, consiguió mostrarnos el origen de muchas de nuestras enfermedades y problemas. En miles y miles de grandes y no siempre conocidas personalidades de la Historia gracias a las cuales hoy tenemos la posibilidad de saber más, de hacer más y hasta de ser mejores. Son esas personas las que pueden llegar a sentir el vacío interno. Esa opresión que produce el sinsabor de saber que el Deber no está acabadamente cumplido. Que hay más para hacer. Que se podría haber hecho más. Que las cosas se podrían haber hecho mejor. Esa era la situación del rey. Había cumplido con el Deber que la vida le impusiera, pero no había conseguido cumplir con el que él mismo se había impuesto. En su interior ardía esa llama sagrada que lleva a algunas personas a hacer grandes cosas y como las grandes cosas nunca terminan de hacerse del todo, ahora esa llama sagrada le 49
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
estaba quemando el corazón. ¿Qué podía el anciano sabio hacer frente a esto? El sol se ponía lentamente en el horizonte despidiéndose del día con un fantástico abanico de sinfonías en rojo. El anciano miró el ocaso y su mente comenzó a estructurar el mensaje. Nunca tenemos todo el tiempo que quisiéramos tener. El día tiene solamente una duración limitada y nuestras fuerzas también son limitadas. Pero la vida no es una línea recta. No existen las líneas rectas en el universo. Hasta los matemáticos saben eso. Vivimos en círculos, en espirales, en ciclos, en reiteraciones constantes con incrementos a veces imperceptibles pero que hacen la diferencia. El sol que se pone hoy es el mismo sol que se levantará mañana pero el día que hoy termina no volverá nunca más y el día que comenzará mañana será otro día. Nuestro paso por el mundo está hecho de atardeceres y amaneceres y quizás el gran error que cometen algunos de aquellos que sienten en su interior el fuego sagrado es el de suponer que ese fuego les pertenece con la misma propiedad e intimidad con que les pertenece la misión que se han impuesto. Con lo que creen que el vacío que sienten en su interior es producido por ese fuego sagrado que no llegó a consumirse totalmente. Y no es así. Podrá haber – y de hecho siempre hay – un último atardecer para cada uno de nosotros. De hecho, dentro de miles de billones de trillones de años, en algún momento, es posible que el sol que hoy se pone sobre este planeta ya no desplegará su fantástica sinfonía de colores al desaparecer bajo el horizonte. Pero mientras haya vida en el Universo, no importa en qué rincón y en qué lugar, existirá y arderá ese fuego sagrado que produce aquellos pequeños incrementos que hacen del círculo de la rutina diaria una espiral en constante perfeccionamiento. El secreto está en saber que ese fuego sagrado no es nuestro. Como que tampoco es nuestro el tiempo. El fuego y el tiempo nos son dados. Así como la vida no es exclusivamente nuestra y sólo tenemos el privilegio de participar de ella en calidad de seres humanos; del mismo modo el tiempo y el fuego son del Universo entero y nos son 50
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
dados para que hagamos con ellos algo hermoso, algo útil, algo bueno, algo necesario – y, excepcionalmente, algo realmente importante. Por eso, tenemos que tener un poco de cuidado con las misiones que nos imponemos. La vida nunca nos exige más de lo que podemos dar. Pero quizás, con frecuencia, podemos cometer el error de exigir de nosotros mismos más de lo que estamos en condiciones de cumplir. .................
El anciano se levantó del lugar con los últimos rayos de luz. Había conseguido ordenar sus pensamientos y ya sabía lo que le diría al rey. Le diría que había cumplido con su Deber y que podía sentirse satisfecho simplemente por haber sido un buen rey. Que eso era todo lo que la vida esperaba de él y todo lo que cualquier ser humano podía exigirle. Había tenido una conducta digna. Digna en cuanto a su valor inmanente y por lo tanto digna de ser imitada por los demás. Había puesto algunos ladrillos para que otros siguiesen construyendo. Tenía, por lo tanto, todo el derecho del mundo a sentir la satisfacción del Deber cumplido y de estar en paz con su conciencia. Seguramente, había cometido también errores. Quizás no siempre había sido justo. Quizás no siempre había sido ecuánime. Quizás no siempre había conseguido hacer lo correcto. Pero el no cometer errores no es lo importante. Lo importante es no persistir en ellos. Lo importante es usarlos como herramientas de aprendizaje. Es cierto que los errores no se perdonan sino que se corrigen. Pero también es cierto que se perdonan cuando se corrigen o, al menos, cuando sinceramente se los ha intentado corregir. Y en cuanto a su angustia, le diría al rey que esa angustia – por más dolorosa que fuese – es el privilegio de los mejores y el signo distintivo de los Inmortales. Es el hueco que sienten en su pecho 51
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
quienes, más allá del Deber, se han impuesto una Misión. Porque, por desgracia, la enorme mayoría de las misiones que las personas realmente grandes se imponen requeriría un tiempo del cual lamentablemente no siempre disponemos y es por ello que la mayoría de las Grandes Misiones quedan, de algún modo, siempre inconclusas. Pero también le diría al rey que ésa es solamente una parte de la historia. Porque el hueco en el pecho es solamente el lugar en dónde arde la llama sagrada. Y el secreto es saber que esa llama no se apaga jamás. Esa llama seguirá ardiendo aún después de que el sol, dentro de millones de trillones de años, se haya apagado. Esa llama es una antorcha que pasa de mano en mano y arde en el corazón de los hombres que hacen la diferencia. De aquellos que son capaces de darle al círculo de la rutina ese pequeño incremento radial que lo convierte en la espiral de la evolución. De aquellos que, de alguna manera, directa o indirectamente, con cosas grandes o pequeñas, con importantes descubrimientos o simplemente con una conducta digna e íntegra, han ayudado a otros a saber más, a hacer más y hasta a ser un poco mejores. Le diría al rey que el lugar de su dolor es el lugar que ocupa esa antorcha. Como toda antorcha, ésta también tiene un fuego que quema y produce dolor. Pero el fuego no sólo quema sino también alumbra el camino. Y le diría al rey que cuidara esa antorcha. Porque está destinada a no ser jamás apagada. Porque en algún momento, en algún lugar, de alguna manera o forma, otra persona – ya fuese rey, mendigo o simple mortal – la levantaría y la seguiría llevando por otro trecho del camino. 52
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
El anciano inició el camino de regreso. Era de noche ya y en el cielo habían hecho su aparición miríadas de estrellas. Las miró mientras caminaba y, como último pensamiento, se le ocurrió pensar en la multiplicidad de las posibles dimensiones de nuestro saber. Porque esas estrellas podían concebirse como millones y millones de soles esparciendo su luz por los rincones del Universo; algunos de ellos muertos ya pero cuya luz todavía nos seguía llegando y otros, recién nacidos, cuya luz aún no nos ha llegado. Pero, por el otro lado, también esas estrellas podían imaginarse cómo millones de antorchas navegando en el tiempo, sostenidas por las manos de todos aquellos que se han impuesto una Misión en la vida, más allá del Deber que la vida les asignó al nacer. Caminando de regreso, el anciano sabio comprendió de pronto que él también había conseguido descubrir algo esa tarde: las antorchas pasan de mano en mano. Dónde alguien deja la suya, otro la levanta y la sigue llevando. Es una tradición que nunca se interrumpe. Porque así como Dios ha creado a los buscadores de luz, también sabe cuando poner el fuego sagrado en manos de un portador de antorchas. Y a veces los unos se convierten en los otros. A veces los buscadores de luz se convierten en portadores de antorchas y a veces los portadores de antorchas extravían la suya y se convierten en buscadores de luz. Pero, en última instancia, no es eso lo que cuenta. Lo que realmente importa es que el fuego sagrado de las antorchas nunca se apaga porque siempre encuentra un corazón noble que lo cobija y le sirve de hogar.
8 de Junio de 2003
53
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
EL SANTO Y SUS PERROS
En los Alpes suizos, en el Sur y cerca de la frontera con Italia, arriba y muy cerca de las nubes, a casi 2.500 metros de altura, existe un refugio. Está allí desde hace más de mil años. Ya estaba por la época en que Roma conquistaba al mundo con sus legiones. Porque detrás del paso guerrero de las águilas del Imperio, a pesar de los horrores del combate y la dureza de las costumbres de aquellos tiempos, también marchó la Ley, el Orden y la Pax Romana. Y ya en aquella época, los hombres que querían estar más cerca de los dioses que los demás levantaron en esas alturas tan cercanas al cielo un templo a Júpiter. Desde entonces el lugar ha sido un lugar bueno consagrado a un Dios bueno. Porque Júpiter, aún siendo el dios de un pueblo duro, guerrero y combativo, fue también el dios de los jueces justos y los hombres leales que ese mismo pueblo supo regalarle a la humanidad. De hecho, los romanos piadosos a Júpiter también lo llamaban Iuppiter, Iovis o Diespiter, nombres todos que – al igual que el Zeus de los antiguos griegos – se relacionan con la idea de lo luminoso, lo brillante, lo resplandeciente. Siempre se supo que Júpiter era un dios del
54
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
cielo. Justamente por eso, para construir templos en su honor se buscaban los lugares más elevados. La cima del Monte Albano, al sur de la ciudad de Roma, estaba consagrada a Jupiter Latiaris, la deidad de los Hombres del Lacio, aquella confederación de 30 ciudades entre las que Roma había comenzado su trayectoria como apenas una ciudad más entre todas las otras. En Roma misma, la cumbre del Monte Capitolino estaba consagrada a él, con su templo más antiguo y el símbolo del roble sagrado, o encina sagrada; también presente en la tradición del Zeus de los griegos. Por eso, también, uno de sus títulos más antiguos es “ Lucetius” , que significa “el portador de la Luz” y en el lenguaje de los romanos giros tales como “sub Iove” – o “debajo de Júpiter” – significaban algo así como “a cielo abierto”. Por lo tanto, no es de extrañar que este dios
bueno fuera también el custodio de muchas otras cosas buenas. En Roma se lo consideraba el guardián de la conciencia, de la fidelidad, del recto accionar y del sentido de las obligaciones. Fue el dios de la palabra empeñada, el dios en cuyo nombre se concertaban acuerdos, alianzas y tratados. Sus sacerdotes celebraban la más antigua y más sagrada forma de matrimonio: la confarreatio. La Eneida de Virgilio todavía nos sigue relatando a Júpiter como el buen dios protector que mantiene a los héroes en el sendero del cumplimiento del Deber para con Dios, la sociedad y la familia. Eso que los antiguos romanos llamaban “ pietas” y que los herederos de esa misma tradición hoy llaman Piedad. No en vano de la palabra “ Iovis” tenemos hoy la palabra “jovial”; y no en vano tampoco el antiguo Zeus griego devino con el tiempo en el Deus romano, de dónde hoy tenemos la palabra
más sagrada de todas: Dios. Así, tampoco resulta sorprendente que en las alturas de los Alpes, custodiando y protegiendo el camino obligado de los viajeros que cruzaban esas imponentes montañas por el paso que une lo que hoy es Italia y Suiza, los romanos piadosos llamasen Montis Jovis a una de las cumbres más altas de la región y construyesen allí un templo en honor a Júpiter.
55
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
Pero las cosas que construyen los seres humanos a veces tienen destinos extraños. Nada de lo que construimos con las manos es eterno, aún cuando durante muchos siglos – cuando todavía no se habían inventado las cosas descartables – muchos grandes constructores trataron de hacer obras con la mirada puesta en la Eternidad. Aún los constructores de lo perdurable, de haber vivido lo suficiente, habrían llegado a ver las ruinas que hoy desentierran los arqueólogos. Quizás porque lo que construimos con las manos, por más perfecto y duradero que pretendamos hacerlo, al final no es más que un recipiente. Algo que sirve para contener lo esencial; algo así como una corteza o caparazón dentro de la cual podemos encerrar y custodiar lo eterno. Al menos por un tiempo. Y pasado ese tiempo, la estructura exterior, la caparazón, se cae; y sólo queda lo esencial – si es que había dentro de ella algo realmente esencial que mereciera perdurar. Los romanos pasaron. El Imperio que construyeron se fue desmoronando. En las nevadas cumbres de los Alpes, con el correr de los siglos, el templo del dios bueno construido para proteger a los viajeros también se fue derrumbando. Al final, sólo quedaron sus ruinas desafiando las tormentas de nieve, los aludes y las avalanchas; tan frecuentes por ese paso entre las montañas y probablemente uno de los motivos prácticos principales que también impulsaron la construcción del refugio-templo. De algún modo, sin embargo, el lugar siguió siendo sagrado. Bajo los reyes sucesores de Carlomagno – ese gran soberano, coronado Emperador del Sacro Imperio Romano por el Papa León III en la noche de Navidad del año 800 y a quien los franceses recuerdan como Charlemagne y los alemanes como Karl del Grosse – unos monjes piadosos mantuvieron el lugar. El Montis Jovis de los romanos de alguna forma se afrancesó un poco, con lo que pasó a ser conocido entre los hombres como el monasterio de Mont-Joux.
56
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
Pero los años siguieron transcurriendo, no sin dejar su marca y su rastro en el viejo refugio. Hacia el Siglo XI el lugar necesitaba, otra vez, una restauración. Y fue entonces cuando un sacerdote conocido como Bernardo, arcediano de la ciudad italiana de Aosta, decidió darle nueva vida al viejo refugio para proteger a los viajeros, brindarles alimento, alojamiento, y calor, con todo el cariño y la dedicación de que son capaces los buenos cristianos, pero también con toda la vocación de servicio de los continuadores de la tradición de piedad heredada de los Muy Antiguos. Porque desde Bernardo de Aosta (o de Menthon, como se prefiera llamarlo), el refugio no solamente brindó amparo y albergue a peregrinos y viajeros. Siguiendo la voluntad y la consigna de Bernardo, los monjes agustinos también oficiaron de guías y de activos participantes en operaciones de rescate. La zona de ese paso por los Alpes se halla cubierta de nieve y hielo durante nueve meses al año. Las tormentas son furiosas y frecuentes. Las avalanchas de nieve, un fenómeno casi habitual. Al principio, un monje descendía acompañando a los viajeros todos los días hasta Bourg Saint Peter y volvía hacia el atardecer con otro contingente mientras uno de sus compañeros hacía lo mismo en el lado italiano. Cuando los viajeros se perdían en la tormenta, con peligro de morir congelados, los monjes iban en su rescate. Hay muchas historias al respecto. Historias que demuestran algo que varios pensadores y filósofos se han resistido tercamente a admitir: a los seres humanos no siempre nos guía el provecho propio. No 57
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
siempre actuamos según nuestra mejor conveniencia. No todo lo que hacemos es el producto de un cálculo de costos y beneficios. Muchas veces, muchas personas, son capaces de abrir las manos para dar. Sin pedir nada a cambio. El egoísmo y la codicia existen y pueden ser poderosas motivaciones para muchas cosas. Pero también existen la bondad, el cariño, la vocación de servicio, las ganas de hacer las cosas bien y de hacerlas por los demás. Para ayudar, para poner el hombro, para colaborar, para sostener, para proteger. Para cumplir con el mandato de la Piedad. Bernardo de Aosta se reunió con su Padre Celestial, de quien tan cerca había estado en las altas cumbres de los Alpes, en el mes de junio de 1081. Un siglo más tarde, el culto a su memoria se había extendido por Suiza, Italia y Francia. En 1681 fue santificado y desde entonces es el santo patrono de los habitantes de los Alpes, los escaladores y los esquiadores. Hoy, el refugio subsiste y lleva su nombre: es el Gran San Bernardo y puede ser visitado – y de hecho lo es – por miles de turistas. Pero la historia no termina aquí. Por un lado, la congregación creada por San Bernardo se ha diseminado por las montañas del mundo entero, estableciendo misiones en Asia Central, en el Tibet, en Birmania y hasta en China. Por el otro lado, al menos desde fines del Siglo XVII, los monjes comenzaron a usar perros. Desde 1750 en adelante los fueron adiestrando especialmente para operaciones de rescate. Conocidos al principio como “mastines alpinos”, desde 1862 se los 58
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
llama “sanbernardos” o “sanbernardinos” y existe un sinnúmero de
leyendas y de pinturas que los retratan. Son unos animales estupendos. Enormes. Fuertes. Resistentes. Confiables. De carácter cariñoso y amable, pero de corazón sólido y firme como una roca. De pelo blanco y grandes manchas marrones. Hay muchos cuadros que los retratan con el tradicional barrilito colgando del cuello en dónde llevan un poco de aguardiente para calentar el espíritu de los expuestos a morir de frío. Hace unos 300 años atrás, el escritor inglés Oliver Goldsmith ya los describía como “... excepcionalmente inteligentes, de noble estirpe y sorprendentes... provistos de una inteligencia fuera de lo común. Con un olfato fantásticamente agudo, son capaces de descubrir a un hombre cubierto por 3 y hasta 6 metros de nieve. Muchas veces han salvado la vida de pobres peregrinos”.
Y es cierto: registros de casi doscientos años de antigüedad nos cuentan que los monjes de San Bernardo y sus perros han rescatado a más de dos mil personas. ¿A cambio de qué? Mezquina pregunta. A cambio de nada. El hospicio de San Bernardo en los Alpes suizos existe hasta el día de hoy; pero no es un hotel de cinco estrellas. Es apenas un severo y sobrio edificio levantado como un monumento a la bondad de la que es capaz el ser humano aún en medio de un mundo que muchas veces parecería haberse vuelto completamente loco de codicia, egoísmo y ambiciones.
A pesar de que hoy los peregrinos y caminantes han sido reemplazados por turistas que recorren el milenario sendero del paso – ahora asfaltado – en rugientes y brillantes automóviles, la misión de los discípulos del Dios bueno no ha cambiado. Sigue siendo la 59
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
misma de siempre: servir. Hacer el bien. Ayudar. Dar una mano. Poner el hombro. Salvar vidas. Y todo eso a cambio de nada materialmente relevante. Todo eso sólo a cambio de una simple palabra de agradecimiento. A cambio de una sonrisa, un abrazo y un emocionado “gracias”. A cambio de ese extraño calor que sentimos
en el pecho cuando sabemos que hemos hecho algo noble. Algo bueno. Algo que valía la pena hacer.
15 de Junio de 2003. – En el día de San Bernardo
60
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
EL MAGO DE LAS LUCES (Un cuento de Navidad)
Hace muchos, muchos años atrás, en los tiempos en que todavía no había ni luz eléctrica – ni por supuesto televisores, ni computadoras, ni teléfonos – en un pueblito muy pequeño casi perdido en las montañas vivió un anciano llamado Gianpietro. Simplemente Gianpietro. Nadie supo nunca su apellido; aunque también es cierto que jamás nadie se preocupó mucho por averiguarlo. En aquellos tiempos los apellidos todavía no tenían la importancia que hoy tienen. La gente recibía el nombre de su oficio y podía llamarse “Juan, el Herrero”
(con lo que hoy lo llamaríamos quizás Juan Herrera); o podía recibir, como referencia, el nombre de su padre y llamarse “Pedro, el hijo de Gonzalo” (y hoy lo llamaríamos quizás Pedro Gonzalez); o podía ser
llamado también según el lugar del que provenía como, por ejemplo, “Edmundo, el de la ribera” – por haber nacido o por vivir cerca de la ribera del río – y hoy quizás terminaríamos llamándolo Edmundo Rivero... Tampoco los habitantes del pueblito hubieran podido decir a ciencia cierta de dónde había venido. Los muy viejos y casi tan viejos como Gianpietro, sólo sabían que, cosa de unos cincuenta o quizás sesenta años atrás, un buen día apareció por el pueblo – viniendo vaya uno a saber de dónde – un muchachito de unos quince o diecisiete años buscando trabajo; aunque más que un trabajo, lo que buscaba – según dijo – era un oficio para aprender. A la mayoría de la gente del pueblo el jovencito la cayó bien de entrada. Era relativamente bien parecido, modesto – uno casi diría: un poco tímido – sencillo en su manera de ser y de comportarse; tranquilo, respetuoso y siempre de buen humor, pero de un buen humor sin exageraciones. Siempre dispuesto a sonreír, siempre con 61
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
un comentario amable, pero nunca confianzudo, chabacano o vulgar. Después de unos días, la que le dio trabajo fue una viuda cuyo marido había sido el proveedor de las velas que la gente del pueblo usaba para iluminarse. No era que el pueblo consumiera una cantidad tan exorbitante de velas; pero la buena señora no tenía hijos, ya tenía sus años, además de sus achaques, su reumatismo y demás molestias, y el trabajo en el taller de velas se le hacía cada vez más difícil. Conocía muy bien el oficio por haber estado durante muchos años ayudándole a su marido; pero se le hacía muy cansador y pensó que un joven activo, agradable, con ganas de trabajar, le vendría muy bien. Gianpietro aprendió rápido. A los pocos meses, las velas que salían de sus manos ya no se diferenciaban en nada de aquellas que, en vida, había fabricado el esposo de su patrona. Todo el mundo en el pueblito las usaba; todos estaban muy conformes y, cosa rara, algunos estaban dispuestos a afirmar que las velas de Giampietro hasta eran un poco mejores que las de antes. No faltó quien dijera que le parecía que duraban un poco más. Según otros, incluso iluminaban un poco mejor. Claro que nadie podía comprobarlo porque, como es obvio, las velas antiguas ya se habían consumido y no se podía hacer una comparación real. La gente comparaba las velas de Gianpietro, no con las velas de antes, sino con lo que recordaba de esas velas de antes. Y cuando comparamos las cosas del presente, no con las cosas del pasado sino con lo que recordamos del pasado, la mayoría de las veces nos equivocamos porque a nuestra memoria le gusta ser un poco caprichosa. A veces embellece las cosas. A veces las afea. A 62
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
veces las reproduce sólo a medias. En la mayoría de los casos recordamos sólo lo que queremos recordar. Aunque, pensándolo bien, eso es bueno. Porque hay cosas que no vale la pena retener y de las cosas que sí valen la pena lo importante es retener lo esencial. Lo accesorio, por regla general, no cuenta. La cuestión es que Gianpietro se quedó en el pueblo y se ganó un lugar en el respeto y en la simpatía de la gente porque no sólo era una buena persona sino porque, además, trabajaba bien, producía cosas útiles y era agradable estar con él. Así pasaron unos años. Con el correr del tiempo la viuda falleció, Gianpietro heredó el taller, siguió trabajando y siguió haciendo sus velas. A veces, después de la labor del día y ya caída la noche, cerraba el taller, se iba al cuarto del altillo que le servía de habitación y abría la ventana. En esos momentos podía ver casi todas las casas del pueblo, con sus ventanas iluminadas, y eso lo hacía sentirse contento. Hasta quizás un poco orgulloso. Sabía que detrás de cada uno de esos rectángulos iluminados había vidas que sus velas estaban iluminando. En esa casa de allí probablemente la mujer estaba usando la luz para terminar de servir la cena. Más allá, en aquella otra, los hijos del zapatero estaban haciendo los deberes de la escuela y la vela les servía para iluminar los cuadernos. En aquella de más allá, esa bajita al lado de la iglesia, el cura Atanasio estaba leyendo su breviario. Y en ésa, al final del pueblo, Doña Mercedes seguramente estará refunfuñándole a Don Simeón, el dueño de la taberna; en parte porque Doña Mercedes siempre fue incurablemente rezongona y en parte también porque Don Simeón no sólo le sirve a los parroquianos lo que éstos piden sino que también le gusta compartir con ellos lo que pidieron. En esas noches, cada ventana tenía su historia para Gianpietro. Y en cada una de esas ventanas había una luz que, de algún modo, era de él. O por lo menos él la sentía así. Y eso lo hacía feliz. Después, algunos años más tarde, Gianpietro conoció a Ana, la hija del maestro. Bueno, decir que la conoció es decir muy poco. La pura
63
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
verdad es que se enamoró perdidamente de ella. Y tuvo suerte, porque fue correspondido. Se casaron un viernes, en la iglesia del pueblo, por supuesto, y durante mucho tiempo la gente recordó aquella ceremonia: nunca la iglesia había estado tan iluminada durante un casamiento. Cuando la novia entró, quedó casi encandilada y tuvo que detenerse durante algunos segundos para acostumbrar la vista: a lo largo de las paredes, toda la iglesia, toda, desde el altar hasta la entrada, estaba literalmente sembrada de velas de los más distintos colores y tamaños, y todas brillaban con una luz tan hermosa que a más de uno le pareció que había salido el sol. El casamiento fue memorable pero después, la vida siguió en el pueblo con la normalidad de siempre y la rutina de siempre. Por lo menos en apariencia. Lo extraño comenzó a suceder cuando, cosa de un año después, Gianpietro y Ana tuvieron a su primera hija. Mejor dicho, ocurrió en ocasión del bautismo de la pequeña. El día anterior al bautismo Gianpietro hizo una vela para alumbrar la ceremonia. Fue algo que se le ocurrió de repente. No lo tenía pensado de antemano. No fue algo previsto, ni establecido por la costumbre, ni hecho a pedido de alguien. Simplemente, durante el trabajo, recordó de pronto que al día siguiente bautizarían a su hijita y, casi como bajo la influencia de una repentina inspiración, se puso a fabricar una vela. Una vela especial. Hecha con muchísimo cariño y pensando en la nueva vida que acababa de venir al mundo. Y resultó una vela realmente especial. Muy especial. Durante la ceremonia, sostenida por Ana, alumbró el bautismo con una luz que parecía una caricia. Luego, una vez terminado el acto, Gianpietro la tomó y la apagó con un soplido. Y ya en ese momento se dio cuenta de que algo raro pasaba pero prefirió callar. Por un lado, no estaba del todo seguro y, por el otro, no hubiera sabido explicarlo en ese momento. Decidió esperar.
64
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
A la noche, cuando ya todos estaban en la cama, subió a su cuarto del altillo y volvió a encender la vela y se quedó mirándola. Había algo extraño, algo muy extraño en esa vela. Al principio no acertó a determinarlo exactamente. Era una especie de sensación; como cuando sabemos que algo no es como debería ser pero no sabríamos decir por qué. Durante un largo rato Gianpietro sólo podía sentir que algo raro estaba pasando. Pero después, de pronto, lo descubrió: ¡ la vela no se estaba consumiendo ! Ardía. Daba una luz muy hermosa y muy agradable. Pero no se consumía. No se derretía como una vela normal. Había, sí, un pequeño charquito de cera derretida alrededor de la llama y apenas un hilito corriendo por el costado. Pero nada más. A pesar de que estuvo largo rato encendida, la vela siguió siempre igual. La apagó. En realidad, estaba un poco asustado. No podía comprender lo que estaba pasando. Prendió dos o tres velas de las que había fabricado el día anterior y todas se comportaron normalmente. Pero la del bautismo no. Esa encendía, levantaba un poco de temperatura y allí se quedaba ardiendo sin consumirse. Decidió no comentarlo con nadie. Pensó que quizás era una especie de pequeño milagro válido sólo para el día del bautismo de su hijita. Quizás la niña sería también una persona muy especial algún día y el fenómeno no era más que una misteriosa señal de ese Alguien en cuya fe había sido bautizada. Quizás el padre Atanasio tendría una respuesta a eso, pero ¿cómo preguntárselo? Además, ¿mantendría la vela sus propiedades? No había respuesta a esas preguntas por el momento, de modo que Gianpietro guardó la vela con mucho cuidado, guardó también el secreto pero en su corazón y se fue a dormir. Al día siguiente no pudo hacer ninguna prueba. A la noche vinieron visitas trayendo regalos para la recién bautizada y, por otra parte, tampoco quería llamar la atención encerrándose todas las noches en el cuarto del altillo. Pero, en cuanto pudo hacerlo sin llamar la atención, volvió a encender la vela. Y otra vez permaneció sin consumirse. Repitió la experiencia muchas veces en los días 65
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
sucesivos. En una de esas ocasiones la dejó encendida durante toda la noche, tan sólo para poder comprobar a la mañana del día siguiente que nada había cambiado. Al final se tuvo que convencer: la vela no se consumía. Y era un misterio. Cuando la mujer del talabartero tuvo un hijo, el día anterior al bautismo Gianpietro hizo otra vela. La llevó a la iglesia, iluminó con ella la ceremonia y después se la llevó a su casa. Casi no se sorprendió cuando, al encenderla en su altillo, pudo comprobar que ésa tampoco se alteraba. Tomó la de su hija e hizo la prueba de encender las dos. Ardían igual; o casi igual. Pero ninguna de las dos se derretía como una vela normal. Con el correr del tiempo, la práctica se le hizo una especie de costumbre: cada vez que nacía un niño en el pueblo, Gianpietro hacía esa vela especial. Y todas resultaban con la misma característica misteriosa aunque, después de largas horas de observación, aprendió a notar algunas diferencias. Se dio cuenta de que algunas brillaban más que otras. Había algunas que, al encenderlas, inundaban el ambiente con una luz casi increíble mientras que otras ardían modestamente, con un brillo cálido y agradable pero que mayormente no llamaba la atención. Así transcurrieron muchos años. Gianpietro nunca se atrevió a comentar su secreto con nadie. En parte, él mismo no lo comprendía. En parte, el fenómeno lo asustaba un poco. En parte temía que la gente del pueblo creyese que había algo de hechicería en lo que le estaba sucediendo. Quizás algunos hasta lo acusarían de brujería y, si bien él sabía que no era ni siquiera parecido a un brujo, no estaba demasiado seguro de poder demostrarlo y convencer a los desconfiados. Evidentemente había algo de magia en esas velas pero ¿por qué la magia había de ser algo necesariamente feo y malo? La magia que había en lo que él hacía no era ni tenebrosa, ni oscura, ni malévola. Todo lo contrario. Era la magia de una luz que lo alumbraba todo, que permitía verlo todo, destacando los colores, perfilando las formas, construyendo algunas sombras y penumbras que sólo realzaban los objetos para que pudiesen ser mejor apreciados. Si había magia en esas luces, era una magia que permitía 66
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
ver mejor; quizás hasta dejaba ver cosas que, con otra luz, quedaban casi ocultas. Y ésa no era, no podía ser, una magia mala porque Aquél que creó el Universo no lo hizo para ocultarlo. Cuando Dios creó al mundo no lo hizo para esconderlo. Si hubiera querido hacer eso no hubiera creado la luz; no hubiera separado la luz de las tinieblas casi como el primer acto en absoluto de la Creación. Según las más antiguas tradiciones, primero Dios creó los cielos y la tierra; pero lo que hizo inmediatamente después fue crear la luz. Y no hubiera hecho eso si no hubiera querido que viéramos lo que había creado. Por eso ver bien, ver claramente, ver mejor, no puede ser malo. Aunque, a veces uno vea cosas que no le gustan. Aunque a veces a uno le duela ver ciertas cosas. O vea cosas que hacen daño. O termine viendo cosas que no puede llegar a comprender. Y quizás lo más importante de todo es que, más allá de lo que uno puede llegar a ver, está el significado de las cosas. Lo que ven nuestros ojos no siempre es lo más importante. Lo importante es lo que “vemos” a partir de lo que nuestros ojos han visto, o a partir de
lo que creemos haber visto con nuestros propios ojos. Porque a veces las cosas no son lo que parecen y significan otras que sólo se revelan bajo una luz muy especial. A veces creemos que vemos y sólo estamos mirando. Como que a veces sólo oímos pero no estamos escuchando . Los grandes maestros sabios son justamente aquellas personas que nos saben guiar para hacernos ver lo que sólo miramos y hacernos escuchar lo que solamente estábamos oyendo. Y a veces ese gran maestro sabio es tan sólo un niño porque la sabiduría no siempre es patrimonio exclusivo de los adultos y de los ancianos. Deberíamos saber que la sabiduría es un don. Una gracia concedida. Por eso, otras veces, ese maestro puede ser un buen artesano porque Dios no reserva la gracia de la sabiduría a tan sólo ciertas profesiones. Y ese artesano, bien puede ser alguien tan sencillo como un fabricante de velas.
67
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
Después de muchos años de guardar su secreto, un buen día, tras haberlo meditado largamente, Gianpietro tomó una decisión. Guardó todas las velas que había fabricado en un cofre y las llevó a la iglesia del pueblo. No le dijo nada al padre Atanasio; simplemente sacó las velas del cofre, una a una, y las encendió ante el altar. Estaban solos y el buen sacerdote miraba extrañado. – Obsérvelas, padre. Después de algunos minutos el párroco seguía sin entender. Lo miró a Gianpietro desconcertado, con cara de signo de pregunta. – Siga mirando, padre. Son las que hice para los bautismos. Mire bien. Y se quedaron los dos un rato muy largo en silencio hasta que, por fin, los ojos del sacerdote se fueron abriendo en una expresión de sorpresa que se hizo cada vez mayor a medida en que pasaban los minutos. – ¿Qué truco es este, Gianpietro? ¿Cómo lo lograste? – No es ningún truco, padre. Y la verdad es que no tengo la menor idea de cómo lo logré. Lo que siguió después fue una larga, muy larga, conversación. Pero terminó siendo prácticamente circular. Con el sacerdote queriendo saber cómo el artesano lo había hecho; y con el artesano tratando de explicar que lo que estaba a la vista había sucedido sin que él hiciese nada en especial. – ¿Y aquí están todas las velas que fabricaste? – preguntó en un momento dado el párroco. La cara de Gianpietro se ensombreció.
68
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
– No, padre. No están todas. – ¿Y dónde están las que faltan?
El artesano volvió a abrir el cofre y sacó un pequeño puñado de velas: – Aquí. – ¿Y por qué no las encendiste? Visiblemente incómodo, Gianpietro murmuró: – Porque éstas no prenden, padre. Estas ya no prenden... El sacerdote contó rápidamente las velas. Cuando terminó, su rostro estaba pálido. – ¿Son las que hiciste para... ? Gianpietro sólo asintió tristemente con la cabeza. Al cabo de un largo silencio agregó: – Y no sé si es una ilusión mía, pero ... – ¿... pero ...? – ... pero estoy seguro de que eran las que más brillaban. El padre Atanasio se quedó un rato con los ojos clavados en el crucifijo del altar y con las manos entrelazadas como si rezara. De pronto, sus ojos brillaron. – ¡Claro! – exclamó, como quien descubre la solución a un problema. – ¿Usted lo entiende, padre? – Gianpietro; no sé si lo entiendo. Ni siquiera estoy muy seguro de que esto sea para entender. Pero creo saber – dijo, señalando a las que habían quedado en el cofre – por qué ésas eran las que más brillaban. – ¿Por qué, padre?
69
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
– Porque Dios es justo, Gianpietro; por eso. Porque a veces da, y a
veces quita, y casi siempre nos cuesta entender, y mucho más aceptar, por qué nos quita algo que nos dio. Curiosamente, nunca hacemos preguntas cuando nos da y siempre las hacemos cuando nos quita. Y, sin embargo, cuando por esos motivos que sólo Él sabe nos saca algo, siempre nos compensa con alguna otra cosa. Esas velas duraron menos que las demás; pero, en compensación, brillaron más que las otras. ¿Te das cuenta? – ¿Y por qué ahora no encienden? – Porque cumplieron con la misión que tenían. Fueron creadas para dar una luz especial. Iluminaron lo que tenían que iluminar; hicieron posible que veamos lo que Dios quiso que viéramos. Cumplieron con su función. Puede ser que me equivoque, pero yo creo que ahora están brillando en otro lugar. Y después de un breve silencio, el sacerdote agregó: – De cualquier manera que sea Gianpietro, a nosotros nos toca averiguar qué era aquello que Dios quiso que viéramos. ...................
A partir de aquél día, las velas de Gianpietro permanecieron en la iglesia. Cada vez que nacía un niño en el pueblo, se agregaba otra. Y a veces alguna, que había brillado mucho, se negaba a prender y el padre Atanasio la retiraba con infinito cariño para guardarla en el cofre junto a las otras. Los que hoy pasan por el pueblito ya no pueden ver las velas del mago de las luces, que es el apodo con el que la leyenda registró el nombre de Gianpietro. La iglesia todavía sigue en pié y cualquiera puede visitarla. Pero las velas ya no están. Cuentan algunos que se apagaron todas de golpe el día en que llegaron los primeros cables de energía eléctrica. Según otros, 70
Denes Martos
El Rey de las Estrellas
cuando Gianpietro se volvió tan anciano que ya no pudo fabricar más velas, las de la iglesia comenzaron a derretirse y al final se apagaron. Pero los habitantes más antiguos del pueblo dirán que ésas son solamente habladurías. Según ellos, la verdadera leyenda del mago de las luces es otra. Dicen que ocurrió un día de Navidad. Frente a la iglesia, la gente del pueblo había levantado y adornado un gran árbol al pié del cual colocaron un pesebre. Y en ese pesebre, las buenas personas pusieron muchos regalos para los chicos pobres. Y cuando llegó el momento de iluminar el árbol de navidad, a alguien se le ocurrió la idea de traer las velas de la iglesia. Cuentan que fue un espectáculo impresionante. El enorme árbol brillando con un resplandor increíble fue algo que se grabó en la memoria de todos los que lo vieron. Pero lo más extraordinario sucedió después. A la hora de repartir los regalos, hubo un pequeño que tuvo que ser llevado en silla de ruedas por sus padres hasta dónde estaba el pesebre. Estaba enfermo. Muy enfermo. Tanto, que los médicos ya se hallaban al borde mismo de su ciencia en un desesperado intento por salvarle la vida. Dicen que, cuando estuvo al lado del pesebre, el niño, muy despacio, después de mirar todos los regalos como dudando cual elegir, se decidió al final por un telescopio azul.
71