CUENTOS BRUJOS Sete Goytre ÍNDICE El perro negro Seres subterráneos El gnomo Trampa de espejos El nido La india sin rostro Septiembre Moribundos Las ruinas de Ergham Combustión espontánea El sueño de la esfera El escarabajo Los proscritos Ave del infierno Golem con perrito feo El supremo desacuerdo Fabián El hombre feliz La espiga libre El árbol sanador Doble abducción Tormenta en Titán Júpiter explica a un niño por p or qué no existe ningún alimento alimento azul Eurídice, la marakame marakame El día en que Fukuoka murió El propósito Venganza La densidad infinita Suprema maquinación nocturna Hugh Williams No ser nada En el mundo de los ojos El testamento Desierto Lustroso Nuestros amos Festines de odio Soy un túnel Teoría de los ruidos de la habitación Promesas de esperma Garadiel Individualidad Crimen astral Familia microscópica Historia del dolor La energía sexual Lago sin fondo
Invulnerable Planeta presumido El amor y la casualidad La mosca salvadora Mírate las manos El final de la informática Una siesta de tres minutos Infierno cíclico El cuervo El aire de las putas El número Pi Teoría del molde Cerebro antena La tela de Lorenz El profeta No hay garantías La venganza de los barcos Una sonda extraterrestre Matar la culebra Informes de impacto ambiental Han Solitarios Sombras El poder personal Gurú perverso Rastreadores El emisario La montaña come-hombres Videncias inexactas El testigo El resplandor Universos simultáneos Esplendor maligno Cyborg Músicas ancianas El secreto de la fortuna Akelarre El descubrimiento descubrimiento Ángeles fríos El cristal de cuarzo Asesinos cabalgando sobre inmaculadas inmaculadas plumas Monje volador El mundo desaparece cuando cerramos los ojos Los seres U Zappa Espíritus del roble Anuncios de muerte Atlántida Lluvia de piedras Las terribles consecuencias de robar una libreta Choque frontal El conocimiento conocimiento Orfeo negro
El perro negro Sin compañía, sin dueño, anguloso y azabache, negro como una obsesión, aquel perro parecía de hecho un enorme y desalmado cuervo. Olía a los muertos, les esperaba en la puerta; aun antes de que se encontraran mal, si el perro negro aparecía en el portal es que el desenlace era cuestión de días. Y no se equivocaba nunca. Cuando el enfermo moría, allí estaba el animal, encabezando el desfile: no se perdía un entierro. Y muchas horas después de que se hubiera marchado el último velador, allí le encontrabas todavía, diligentemente recostado sobre la fría lápida. Tanto acierto y devoción por los difuntos hizo que los lugareños le erigieran una estatua sobre su tumba cuando él mismo apareció muerto, naturalmente junto a la puerta del cementerio. Allí la puedes contemplar, no tiene pérdida. Y si te quedas mirando un rato su perfil de alabastro a la hora del ocaso, es muy posible que veas un curioso racimo de sutiles fibras de color infierno que salen de su hocico hacia las tumbas, formando asíntotas blandas que en vano intentan rozar a otros perros. Y es que la mayoría de sus congéneres huían aullando cuando presenciaban un fallecimiento, pero éste los saboreaba como si se tratara de un dulce hueso. No será fácil encontrar otro animal así.
Seres subterráneos Me ocurría con frecuencia, y solo en el suburbano, que algún viajero a quien había visto por la mañana me lo volvía a encontrar por la tarde en algún punto ajeno a cualquier circuito, a cualquier desplazamiento rutinario. Conociendo a tanta gente en la ciudad, era extraño que fuera con estos "desconocidos" con quienes más encontronazos tenía. Pero fue en concreto con una anodina chavala con quien estos para-normales cruces parecieron salirse de madre: llevaba un año encontrándomela prácticamente todas las semanas en los sitios más imprevisibles, sin poder anticiparlos ni una sola vez. Y ya no sabía ni cómo reaccionar. Siempre bajo tierra, eso sí, caminando quedamente por los andenes del metro. Siempre sola, indiferente, muda. Siempre mirando al vacío con sus grandes ojos negros. Y siempre me la encontraba en estaciones tan dispares que cualquier rutina cotidiana resultaría imposible. Mucho más lo sería, pues, algún rebuscado acecho, o una vigilancia premeditada, o algún tipo de persecución. Así que un día la abordé para averiguar quién era. Le expliqué lo que me pasaba: que me la encontraba con demasiada frecuencia. Le pregunté si había reparado en ello, pero adoptó una expresión que tornaba ridículo mi dilema. Parecía inocente, humana, y se mostraba correcta; pero al fijarme más de cerca me di cuenta de que sus ojos no tenían iris. Era como si la pupila hubiera explotado; como si se hubiera hinchado e invadido todo trazo de color. Nunca más me la volví a encontrar.
El Gnomo Decía Mari-Ló que no quería dormir en aquella buhardilla. Levantando un tabique, le habíamos arreglado allí una habitación individual, pues era la única chica del grupo, y demandaba lógicamente su propia intimidad. Pero a la hora de instalarse nos dijo que le daba miedo. Que había algo en el desván. Me pareció una prevención tan absurda que me ofrecí a ocupar yo mismo aquella habitación. Me instalé, pues, rápidamente, y me dispuse a pasar allí mi primera noche con la seguridad de que ni siquiera un terremoto me despertaría, pues había trabajado toda la tarde en la huerta y estaba extenuado. Y efectivamente me dormí en un santiamén. Pero a medianoche desperté, comprobando con terror que me encontraba completamente paralizado, inmovilizado en la cama, mientras una especie de duende, un auténtico gnomo, me observaba fijamente desde el quicio de la puerta. Tenía cejas espesas, barba desgreñada, y unas botas medievales, recias, a juego con la imaginería popular. Su cinturón lucía un curioso repujado, pero su aspecto general era desaliñado, con la ropa muy vieja y manchada. Parecía enfadado, y comenzó a avanzar hacia mi cojeando lentamente, con maligna precaución. Grité entonces, por instinto, una palabra nueva, inesperada, que jamás había oído. Un vocablo de fonemas planos, elementales, casi latinos. El gnomo desorbitó los ojos y huyó como poseso. Sonó un portazo en el extremo del desván. A la mañana siguiente les conté a todos lo que había sucedido. Estaban seguros de que el gnomo ya no volvería, como en verdad ocurrió. Pero lo que realmente les intrigó fue mi alarido. Todos me aconsejaron, encarecidamente, no revelar nunca esas sílabas a nadie.
Trampa de espejos Dos enormes espejos enfrentados presidían aquella habitación. Pero por lo demás todo parecía correcto, así que acepté el hospedaje. Me quité el abrigo. Fue al cerrar la puerta cuando un reborde maléfico traicionó la sonrisa del posadero. Nunca más salí de allí. En mi devaneo por este universo de falsas almas gemelas solo encuentro otros huéspedes exhaustos, reflejándose como yo en un abismo de incertidumbres planas. Somos prisioneros de un brujo que conoce el poder obsesivo y circular de los mundos exactamente paralelos. Las distancias estaban medidas con una absoluta precisión. Bastó pasar una sola vez entre ellos para perder para siempre mi verdadera referencia de la realidad. Lo cual no quiere decir que no salga a la calle y no haga una vida normal. Solo que ya no tengo forma de discernir cuándo estoy dormido y cuándo estoy despierto. En cuál de los infinitos espejos reflejados vivo. En qué segmento de este eterno túnel de habitaciones y cristales. ¿Cómo podría escapar? Uno de los huéspedes me dijo que lo podría hacer rompiendo el espejo adecuado, pero nunca más le he vuelto a ver. Otro me aseguró hace poco que el día en que me refleje a mi mismo en todos los espejos me podré al fin liberar. Pero tengo la sensación de que he oído eso ya un millón de veces, que las palabras que rebotan en mi memoria como solo los ecos lo saben hacer. Me paso la vida secuenciando mis pensamientos. He debido de perder ya la razón. O quizás nunca caí prisionero, y estoy viviendo simplemente un sueño, una vida irreal. Pero entonces, ¿quién es ese sujeto que se asoma todas las noches en el espejo, sonriéndome con confianza, como si me conociera? Yo desde luego no.
El nido En la Huerta de Los Vidrios había un aciago árbol que tenía fama de encantado. Nadie lo cuidaba ni se acercaba por allí. Y si a alguien se le ocurría sentarse un momento a descansar a la sombra de sus hojas, enseguida los lugareños ponían el grito en el cielo. Se hablaba de un remoto asesinato. Cuentan que los burros amanecían ahorcados en su propia cuerda cuando se les dejaba atados allí. Una tarde, dando un paseo, decidimos acercarnos porque se oían unos extraños aullidos procedentes del follaje. Pero buscamos con ahínco entre las ramas y no encontramos ningún ave, ningún animal herido; solo un extraño nido apoyado junto a la raíz. Debía de haberse caído y, como parecía abandonado, lo metimos cuidadosamente en la bolsa para llevárnoslo. Pero tuvimos que devolverlo. Pues en cuanto caminábamos diez o doce pasos lejos del árbol, un furioso viento comenzaba a agitar las ramas de tal forma que nos ponía la piel de gallina. Resultaba terrorífico, pues ninguna otra planta acusaba bandadas de aire. No solo lo devolvimos, pues, sino que lo hicimos acomodándolo en una segura cruz entre las ramas. Aun así, nos pasamos varias noches soñando pesadillas. Escenas de violencia, con vendavales y gritos, y una brillante culebra blanca que aparecía en los sueños de ambos con idénticas características salvo en el hecho de que en los míos la culebra atacaba el nido. Aquel árbol era demasiado maligno para ser agradecido. Pero cualquiera se atrevía a preguntarle cuál era el secreto de aquel nido.
La india sin rostro La tormenta se nos echaba encima, así que no tuvimos más remedio que pasar la noche en la primera cueva que pudimos encontrar. Una antigua galería abandonada, colgada como un bostezo de los farallones que aprisionaban al río. Serviría. Pero tanta humedad había infestado las paredes de mosquitos y arañas patilargas, así que tuvimos que montar el campamento en la boca de la cueva, para que la lumbre mantuviera a los bichos a raya. Ésa era la idea. Pero en la práctica la noche entera fue un insufrible duermevela, vigilando las embestidas de los bichos por todos los frentes. Solo a última hora de la madrugada me pude por fin dormir. Y lo que soñé entonces me pareció tan intenso que aun hoy día dudo de su realidad. De entre las sombras del fondo surgió de repente una enorme mujer vestida de india que avanzó hacia mí resueltamente y se acostó a mi lado, dándome la espalda. Sentí claramente las ramas de mi camastro combarse, bajo el peso de aquella gruesa fantasma. Varias veces le palmeé su espalda, pero ella en ningún momento se volvió hacia mí, lo cual me llenaba de aprensión y dudas. Solo veía su lustrosa coleta de cabello negro, limpio y recogido. Los botones posteriores de su vestido. ¿Por qué no hacía el más mínimo intento por enseñarme el rostro? ¿Qué clase de tímidos vampiros duermen contigo escondiéndote el semblante? Paralizado por el terror, e imaginando toda suerte de malignas sonrisas que podrían matarme en el instante en que las enfrentara, fui cediendo po co a poco al sueño hasta quedarme de nuevo profundamente dormido. Por la mañana todo estaba en su sitio. Pero desde aquella noche, desde aq uella demencial velada, tengo el miedo de que algún día, en la cumbre de una pesadilla, me presenten a un engendro patilargo con cara de túnel y alas de mosquito, y me digan: “éste es tu hijo.” No quiero ni pensarlo.
Septiembre El zorro gritaba como un niño histérico. La luna asomaba su cabeza triangular. Truenos de color arena intentaban perpetrar sus crímenes de agua. Pero las huellas del estío, o quizás las del hastío, siempre son cobardes. Nadie se atrevía a romper el velo. Con elegancia, la tarde repartía sus sombras, dejando en el cielo algo más que un efecto óptico: parecía un genio inmenso que se tendía en el bosque para tramar la venganza de la próxima estación. Plumones de pequeños tordos rodaban entre los peñascos. También ellos esperaban la verbena, el rugido, la avaricia del ciclón.
Moribundos Una vez maté a un anciano. Pero fue sin querer; déjenme que les cuente. Aquella tarde iba acompañando a un cura en su ronda de visitas a los enfermos del pueblo. Habíamos visto ya dos o tres casos más o menos terminales, pero el anciano que nos tocaba ver ahora no tenía tan mal aspecto. Estaba tumbado en la cama, y los familiares iban y venían, desentendidos, preocupados más bien con otros afanes. Después de estar un buen rato charlando con él, nos levantamos para marcharnos. El cura le hizo la señal de la cruz en la frente y se despidió. Yo le cogí entonces sus manos entre las mías, también en señal de despedida, y en ese preciso instante un hálito atravesado ascendió hasta su garganta, congelándole los dientes. Sus ojos bailaron sueltos, cada uno en una dirección, y sus mejillas se desinflaron en un soplido descontrolado, como un balón pinchado, al tiempo que su cuerpo hirsuto se hundía para siempre en las simas del colchón. Aquélla fue literalmente su última exhalación. Una confusa tormenta se desató inmediatamente en la casa, y los recuerdos que guardo están sin duda envenenados por ese marasmo. Pues capté en unos instante tal abanico de emociones y de miserias que jamás he podido ponerles orden. El perro aullaba. La abuela vociferaba. Los familiares hablaban todos al mismo tiempo. Los vecinos se agolparon en la puerta, como pájaros inmundos. Y entre la espuma de sus entrecortados gritos creí captar algo así como espasmos de triunfo. ¿Cómo podía ser?, pensaba perplejo, ¿Es que hay gente que se alegra, aunque traten de disimularlo? Eran gente de otro tiempo. Yo no les conocía de nada. No tardé en escabullirme y escapar de aquella refriega. Pero me costó varias noches en vela comprender lo que había ocurrido. Nadie se alegró de nada. Nadie reparó en mis manos. Nadie analizó el misterio. Lo único que de verdad les incomodaba era no haber presenciado el fallecimiento. Por eso me lo preguntaron tanto. Y es que ni la muerte tiene en sí el más mínimo ápice de valor abstracto. Para ellos vale menos un milagro que el horror de un moribundo.
Las ruinas de Ergham Visitad Ergham, almas del averno, prisioneros de los pozos sin fondo. Id en tropel a lamer sus sombras, a disfrutar sin límites de sus banquetes de autocompasión. Qué gran fiesta de la impotencia y el recuerdo. Condenados de todas las especies pertrechando esplendores fatuos bajo el friso helado del cuarto menguante. Visitad Ergham, la fortaleza del norte. Palacio de brujas y de príncipes innobles, más que la lumbre lo calentaban antes su desfile de perversiones. Ahora el frío muerde sus piedras, lucen los muros abultadas barbas de zarzamora y de yedra, y son los ojos de las ratas sus únicas flores, los únicos cirios que allí arden. Es la capital de los gemidos. No hay un lugar en el limbo más irresistible para el espíritu errante, rebelde, orgulloso de su rabia. Llueven lágrimas como el maná, y se queda la tristeza helada como una alfombra de escarcha, electrizándolo todo. Allí podéis jurar y maldecir todo lo que os plazca, nadie os exigirá templanza. Y si algún humano, algún ser de carne y hueso, tiene la osadía de pernoctar entre sus piedras, tenéis permiso para lamerle los sentidos, enloquecerle de pena y vengaros en su aliento, hasta dejar sus ojos sin una chispa de luz, por todos los segundos de euforia que la vida tan injusta, tan obstinada, tan dolorosamente os negó.
Combustión espontánea Le salía fuego por la boca, por los ojos, por la punta de los dedos. Ardían todos sus poros como meteoros. No le dio tiempo a proferir un grito. Un segundo antes estaba distraída, pensando en los fracasos del pasado, rodeada de sus hijos, y ahora solo quedan de ella las pantorrillas y los pies calzados; el resto es un humeante charco de carbonilla y grasa. ¿Cómo es posible? ¿Qué cortocircuito energético puede desvirtuar tanto una transfiguración? ¡Delante de sus hijos! Esto era lo más escandaloso. Lo que menos entendía la gente. ¡Una mujer tan beata!¡Si ni siquiera decía una mala palabra! ¿Cómo es posible? Nadie merece este castigo. Le ardía la garganta como si se hubiera tragado una brasa. Brillaban sus pulmones como un faro enloquecido. Sus ojos hubieran podido matar a quien los mirase. ¡Santo Cielo! ¡Delante de sus hijos! Y es que el infierno que llevamos dentro puede en un desmayo convencernos tanto que pasemos por alto cualquier protocolo consensual.
El sueño de la esfera Desde niño sueño con la misma pesadilla. Una esfera viva me persigue por las dunas del desierto. Una bola blanda, opaca, y el doble de mi tamaño. Un desierto duro, sólido y nocturno. Sus dunas son pétreas como olas congeladas. Solos ella y yo en ese páramo sin límites, siempre oyendo su infernal jadeo siempre justo detrás de mí, como si estuviera a punto de atraparme. Cuanto más deprisa corro más redobla su energía, más crujiente es su amenaza, su obsesión por aplastarme. Con los años he aprendido que los sueños son reales, pero los demonios no. No soy el único que los sufre. Para otros es un toro, una locomotora, un ojo. Y lo que todos tienen en común es que nunca nos atrapa. Y ¿sabéis por qué? Porque su juego es aterrorizarnos. Porque se alimentan del miedo. Vamos despidiendo espanto como si de humo se tratara, y la gran-bola-aplasta-rastrojos va justo detrás de nosotros sorbiendo esa energía como si de un zumo con pajita se tratara. La prueba es que os paráis no pasa nada. Ella también se detiene, a la espera, impaciente y fastidiada. Podéis incluso coger las riendas; hacerle de rabiar. Aunque a mi lo que me gusta entonces es estudiarla. Observar sus máscaras. Y sus reflejos. Y cómo en su interior se agitan, en arrítmicos espasmos, varios demonios-insectos, en distintos grados de metamorfosis hacia la cristalización.
El escarabajo
Todas las mañanas me lo encontraba en el suelo del baño, siempre inmóvil en el mismo sitio. En mitad de la baldosa rota, a dos palmos de la pared, y justo detrás de la puerta. Un lugar peligroso, verdaderamente. ¿Es que sabía que vivía solo, y que no había animales en casa? Apenas movía una antena cuando me veía. Y solo al cabo de un rato, cuando ya le asfixiaba el vaho de la ducha, se retiraba educadamente a sus agujeros, hasta la siguiente noche. ¿Qué podía compensar tanto arrojo y exposición? ¿Qué podía significar aquella obstinada puntualidad? Un radiestesista me lo demostró. No era una cuestión de azar, ni de signos ocultos, ni mucho menos de romántica empatía. Es que allí crecía un cilindro de energía, y el insecto lo sabía. Consistente, ancestral, vibrante, una vertical tubería de materia etérica que hacia abajo podría taladrar la roca hasta el mismo magma, y hacia arriba, atravesando pisos y nubes como un rayo de luz sin difracciones, podría quizás alcanzar la oscuridad del espacio. Un ideal ascensor de conciencia para ascender y bajar a las bóvedas de ensueño que interpenetran la tierra. Un verdadero tesoro para los exploradores del conocimiento silencioso, de los que hay cien veces más entre los insectos que entre los humanos, todo hay que decirlo. Aquel valeroso escarabajo, con razón un animal totémico para los sabios egipcios, había viajado más en su corta vida que Marco Polo en la suya. Y el movimiento de antena con que me recibía era en realidad el tirón exhausto que fundía los dos planos. Entonces sabía, desde inconcebibles jardines de silencio, que la mañana había llegado.
Los proscritos Sombras de cuervos, de rocas sangrientas, de caballos heridos, de banderas desgarradas. Negras ruinas y despojos, bajo un cielo arenoso y opresivo, eso es todo lo que ven nuestros ojos. Llevamos una eternidad huyendo. Masacrados por los recuerdos y por los sueños, no tenemos ya dónde escondernos. Dioses mudos nos persiguen, implacables, sin dejarnos descansar, sin ablandar el castigo. No están nunca satisfechos. No les basta nuestro olvido; quieren toda nuestra memoria. Todas sus falsas promesas giran ahora en el aire, justo encima de nosotros, como norias de espuma, oscureciendo la única magia que nos quedaba: la de nuestras despedidas. Hasta el abrazo más fuerte que podemos recordar está ahora hecho jirones, derritiéndose en la irrealidad y la duda. Pronto, ninguno de nosotros recordará ni siquiera de dónde venimos. Y todo esto ¿por qué? ¿Cuál es realmente nuestro delito? Solo en la luz fuimos ambiciosos. ¿Con quién compartimos el fruto prohibido? Tanta soledad debería ser la prueba de nuestra honestidad. Condenados porque pusimos un pie en el paraíso. ¿Tanto pecado es haber sido vuestros testigos? Deberíais preguntaros si no es vuestro celo más culpable, más sospechoso. Habéis puesto en nuestras manos el mapa, el barco, incluso las armas. Y sabíais de sobra que os declararíamos la guerra. También sabíais que la teníamos perdida ¿A qué viene, pues, tan dura sentencia; por qué habláis de tan ancestral afrenta? No hemos sido los primeros, y no seremos los últimos. ¡Devolvednos al menos nuestro orgullo! El precio de tanto placer no debería ser la muerte.
Ave del infierno
Las aspas de la tierra de repente dan un giro. Pájaros minúsculos patinan en el aire. Portazos, herrumbe, crujidos, rastrojos en estampida. Las bolsas de plástico salen de sus escondites. Las camisas ensayan ridículos tocados. Y en mitad del remolino, ese pájaro tan raro.
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Golem con perrito feo Como un Golem, sin morir jamás, encerrado en esta celda de arcilla y de mecanismos vivos. Sin volar, sin poder parar el mundo. Sin manos para curar, sin ojos para hipnotizar. Sin poder encontrar una excusa para romper a llorar. Me asomo a ventanales que me evocan emociones imprecisas, solo para enfrentarme a rostros asustados de niños que se escandalizan. Muestro mis manos para que las vean gotear, y piensan que les quiero estrangular. Y me acaban tirando piedras que se quedan incrustadas en mi espalda. Mi única compañía es este perrito feo. Cinco cachorros en una camada, y uno de ellos sale feo y orejudo. Torpe, pachón, desgarbado. Los niños le persiguen. Su madre le aparta con el hocico. Cabizbajo corretea, rebañando con sus orejas todos los charcos de la ciudad. Ninguna semejanza con el cuento del patito. Aquí no hay milagro, ni remisión celestial. Como yo, ha nacido para equivocarse, nunca se transformará. Así que me echo una manta por encima, y en las lumbres nocturnas nos ponemos a bailar sin decir una palabra, ocultando gestos que no sé ni cómo los debería expresar. Nadie ha reflexionado tanto en el misterio de la individualidad. ¿Por qué yo? y ¿por qué para siempre? Sin reservas épicas, sin inspiración, sin descanso, sin disciplina ni holgura. Como una piedra dentro de otra, resbalando para siempre, imparable, por los terraplenes de la soledad. No hay santo que no termine sus días, de una forma u otra, convertido en mineral.
El supremo desacuerdo “Todos somos profetas. Reconocidos videntes. Nadie lo niega. Unos lo consiguen a través de un hermano mayor, otros a través de un aliado. Hay aquí expertos en plantas sagradas, y también en las técnicas más herméticas del trance y la concentración. Los hay que tienen un don innato y no necesitan esforzarse. Los hay que han tenido que recluirse años enteros en aisladas celdas practicando el tantra. Pero es igual. Nadie duda de nuestro prestigio. Por un procedimiento o por otro, todos los aquí reunidos accedemos igualmente a la información astral.” El conferenciante se calló un momento. De la sala emanaba una vibración etérica y sobrenatural imposible de experimentar en cualquier otro congreso. Decenas de clarividentes, teósofos, médiums, sanadores; los más poderosos adivinos y chamanes, reunidos para el evento en su encuentro anual, esperaban con expectación las conclusiones del ponente. “¿Por qué vemos entonces mundos tan distintos?”, continuó por fin. “No ha habido dos interpretaciones iguales. ¿No vamos a encontrar nunca una matemática objetiva para el color de la conciencia, los números de Dios, la naturaleza de la muerte, el lugar de la memoria, los seres intocables, las certezas de la realidad o para los nombres del alma?”
Fabián Fabián tenía un contrato fijo en un almacén de fertilizantes. Veinte años cabalgando en el tractor, manejando los bidones, fumigando los bancales, ensuciándose las manos. Ningún problema de conciencia. La gente le saludaba cuando entraba en el bar, le hacían señas con la mano, le levantaban una copa de coñac. Hasta que finalmente acabó por incubar un feo cáncer de piel. Pues era de cajón que aquel agua sucia, aquellos residuos, aquellas tierras esquilmadas nunca pintaron bien. Pero nadie le avisó de nada. Nadie relacionó las cosas. Todo lo contrario. La gente que ahora pasa junto a su ventana y le ven postrado en la cama le dan con los nudillos unos golpecitos en el cristal y encogen los hombros, como diciendo “qué fatalidad, Fabián". Su hijo, más culto, ha ido a una huelga con todos los de la Cooperativa para protestar por los precios del cereal. Y es que no salen las cuentas. El gas-oil, las semillas, los abonos, el insecticida, los seguros, el riego, los jornales, la segadora: demasiada inversión para tan malos precios. Y cada año va a peor. "Vamos a tener que dejar el campo", dice últimamente a todos, con la cabeza gacha. "Irnos a Madrid a trabajar en la obra". "No es que no se pueda vivir del campo", confiesa Fabián a su hijo en un arrebato de lucidez, en la hondura de sus últimas horas, contemplando esos mares de espigas que se ven desde la ventana. "Es que no se debe vivir de él. Sacarle dinero, como si fuera un negocio, un producto industrial: ése es el error. Teníamos que haber plantado nuestra huerta para comer, y punto. Nuestros animales, nuestros árboles. Y sacar el dinero por otro lado. Aunque fuera robando, como hacen todos. La tierra para sus hijos, y el dinero para los ladrones: ésa es la ley. Comprendo que esté resentida."
El hombre feliz Su porte era gentil, su piel perfecta. Su dicción también. “Écheme las cartas”, dijo. “Aunque le advierto que no tengo problemas. Todo me ha salido siempre bien. Soy realmente un hombre feliz”. “No lo creo”, dijo la adivina, un tanto recelosa y sorprendida. “Ningún buscador lo es. Ésta es una vida dura y, con frecuencia, muy injusta con las personas honradas. Le aseguro que el 90% de las personas que viene a consultarme tienen problemas espantosos”. Pero, efectivamente, en cuanto el hombre se sentó las cartas le dieron la razón. Solo salían ases, arcanos mayores, reyes. Las mejores cartas, los símbolos más esplendorosos. Daba igual el tema, el ámbito de la consulta. “Pues tiene Vd. razón”, confesó la echadora, realmente estupefacta. “Así que dígame, por favor, ¿cuál es su secreto? ¿Hace Vd. meditación? ¿Ha tenido algún maestro? ¿Algún don sobrenatural?” “No, no, en absoluto", contestó rápidamente el hombre. "No hago nada en especial. Llevo una vida normal. Ya se lo he dicho. Simplemente soy feliz; todo me va bien. Y desde siempre ha sido así.”
La espiga libre Entre la rubia marea de las espigas de trigo que inundaban la vega había una que se resistía a las órdenes del viento. Hacía cabriolas extrañas. Rompía suavemente las secuencias de las ondas, y lo hacía p ara divertirse y sentirse especial. Las otras espigas protestaban regañándola y diciendo que su actitud les resultaba incómoda. Pero el resultado de aquello es que la poderosa urraca que solía sobrevolar el sembrado, ave que como es sabido tiene un sexto sentido para detectar cualquier cosa que se salga del patrón, acabó interesándose tanto por la espiga que un día se posó junto a ella y le preguntó. Hablaron largo y tendido. Y la urraca acabó por comprenderla y sentir por ella una gran simpatía. Acabaron por urdir un plan, y así una noche la urraca se posó en el suelo y aflojando la tierra circundante empezó a tirar poco a poco del tallo con sumo cuidado hasta que toda la planta salió sin perder ni un ápice de sus raíces. Ambas volaron como iluminadas, alegres y resueltas, el ave mostrándole el mundo a la planta mientras la sostenía con su pico, y la espiga acariciándole sus plateadas plumas, hasta que poco antes del alba alcanzaron finalmente un escarpado risco donde la espiga misma encontró una grieta y enraizó. Comenzó entonces una nueva vida, peligrosa y dura, siempre alerta a las cabras y a los estorninos. Ahorrando agua, sacudiéndose las hormigas, aferrándose a la roca, no negaremos que pasó grandes penurias por conseguir nutrientes y sobrevivir. Pero lo cierto es que seis generaciones de cereal rasuró implacable la segadora mientras nuestra espiga aprendía a vivir camuflada, en las montañas vecinas, entablando amistades insólitas, y quizás hasta prohibidas, para adaptarse a su nuevo medio y combatir la soledad. Ahora se ha vuelto perenne, y convence a otras aves fácilmente para que la cambien de lugar. Es una espiga libre: un ser iniciado. Cuando finalmente muera ni uno solo de sus granos se pudrirá.
El árbol sanador Tengo puesta una pulsera de cuentas de madera cuya historia viene de muy atrás, según aseguró la sanadora que me la regaló. Posiblemente se trate de una leyenda exagerada, pero la transcribiré tal y como me la narraron. Hace siglos, en esta comarca, no tenían ninguna necesidad de médico o curandero pues tenían un árbol, un soberbio tilo, cuyas flores y tallos eran tan medicinales que rayaban en lo milagroso. La gente de las aldeas vecinas usaba también las hojas, la corteza, las raíces, e incluso ciertas larvas del tronco. Y cuando alguien se sentía especialmente enfermo o triste no había sombra más benigna en toda la región. El enfermo simplemente se sentaba un rato bajo el follaje, con la espalda apoyada en el cálido tronco, y el efecto terapéutico era inmediato. Raro era el día en que no hubiera algún aldeano allí sentado, sanándose de sus dolencias. Los lugareños lo llamaban "el sanador". Y la vidente del pueblo decía que el secreto estaba en unas fibras plateadas, punteadas y vibrantes, que salían desde la punta de sus ramas, y que "chupaban" todo tipo de nudos y enredamientos en el cuerpo luminoso del enfermo, sobre todo en la cabeza, allí donde energía y mente se fusionan. Afirmaba haberlo "visto" en múltiples ocasiones, y el efecto era como un riego inverso: el árbol realmente absorbía los malos humores del enfermo, limpiándole y enterrando luego esos miasmas en la profundidad de la tierra. "Hay seres tan poderosos que ellos mismos son su propio culto", confesaba la mujer, en tono clandestino, a sus adeptos más íntimos. "Hubo un tiempo en que los árboles eran los dioses del mundo, y la gente no necesitaba otras religiones. No hay pregunta que no sepa responderme ese maravilloso árbol. El otro día me mostró cuándo y cómo moriremos todos los viejos del pueblo, y sé que no se equivoca. Siempre acertó en sus oráculos. Y también me dijo que cuando él mismo muera, su madera será troceada para hacer amuletos y collares que aún circularán muchos siglos por la tierra protegiendo a sus portadores."
Doble abducción Ambos críos, pelirrojos y gemelos, llevaban varias noches sin dormir. Decían que les d espertaba una sombra fijada en el techo, una especie de medusa que les hacía levitar. Todo empezaba con un zumbido en los oídos. Sentían un terror electrizante. Y acto seguido experimentaban la angustiosa sensación de ser sacados del cuerpo. Por un lado se sentían impotentemente paralizados en sus camas; y por otro, al mismo tiempo, sentían como si sus almas ascendieran, flotando, succionadas hacia el techo. Un ascenso tan involuntario que ambos tenían que luchar como desesperados para regresar. Pero aún tenían suerte, pues precisamente porque compartían la misma experiencia podían ayudarse y "tirar" el uno del otro hasta que volvían a sus cuerpos dormidos y conseguían despertar, la mayoría de las veces llorando y bañados en sudor. Con lo cual, tanto los psiquiatras como los ocultistas que tuvieron conocimiento del caso se hacían la misma pregunta: ¿por qué los dos al mismo tiempo? Si alguna fuerza extraña los reclamaba y una y otra vez fracasaba porque no podía con los dos, ¿por qué no probaba solo con uno, o alternativamente? ¿Por avaricia? ¿Por ceguera? Tal vez es físicamente imposible separar a dos humanos gemelos a la hora de forzar un rapto astral. O tal vez la intención no era llevárselos sino provocarles un desmedido terror. ¿Cuándo podrá la ciencia paranormal explicar estas particularidades fenomenológicas? Con el tiempo, los ataques terminaron. Con la positiva consecuencia de la firme unión que se había fraguado entre ambos hermanos. Crecieron con la contrastada convicción de que nada malo les podía ocurrir si juntaban ambas voluntades. Y fue tal la cantidad y contundencia de los éxitos que cosecharon en sus vidas por seguir fielmente esa precaución, que acabaron agradeciendo aquellas experiencias. Era hasta posible que no fuera en absoluto maligno el espíritu que les reclamaba.
Tormenta en Titán Viajo mecido por un lento torbellino de nubes transparentes que parecen tener un lenguaje propio. Un código intencional de impulsos eléctricos y pausas. Esas nubes son seres vivos. Los verdaderos habitantes de la peculiar atmósfera de Titán. Una comunidad de gases autocontenidos cuya paz voy p oco a poco perturbando hasta provocar una voraz tormenta, de tortuosa belleza, que solo se desencadena en sus nimbos de metano. En los estratos inferiores reina tal inmovilidad que parecen inmunes a cualquier interferencia. La proa de mi nave derrama una excrecencia que hiela ese infierno de agujas rojas siempre a punto de explotar. Se trata de combustible líquido, así que los ínfimos residuos de oxígeno que despiden mis toberas provocan esos conatos de explosión, dibujando rastros de chispas en mi trayectoria, un hermoso espectáculo de fuegos artificiales. Y como hay conciencia, esos corales de nubes rotas, retraídas, que se apartan a mi paso en disimuladas bandadas, parece que lo disfrutan con ansia, que jamás van a volver atrás. Rodean mi nave como si nunca hubieran experimentado una caricia igual. De vez en cuando salta sobre mí una lengua negra que me golpea con fuerza y me hace despertar.
Júpiter explica a un niño por qué no existe ningún alimento azul "El poder del sol se volvería verde en el reino de las savias. Y rojo en el de todos los animales. Menos en el pulpo, que es el vástago de un demonio extraterrestre. Pero no me gustó el reparto que hicieron los padres de los hombres con sus primeras emociones. La energía que emitían era marrón reflectante cuando estaban desesperados. Su ira, en cambio, era roja o tal vez carmín, ocultando globos blanquecinos. Su miedo siempre fue espeso, como humo de petróleo. Golosina para los demonios. Su avaricia era amarilla, y avanzaba haciendo explosiones, remolinos sibilinos, como dragones desorientados. Solamente sus oraciones despedían un sedoso tufo azul." Sentado sobre sus rodillas, el niño sagrado escuchaba los argumentos del Creador, interrogándole con sus hermosos ojos, sin tener que verbalizar nada. La mesa del banquete rebosaba de manjares de todos los colores, menos del azul. Y las razones de ese capricho eran tal vez más profundas que las que sus avatares demandaban. Pero Júpiter no por ello se incomodaba. Antes bien, buscaba las palabras justas para sus oídos humanos. "Había que castigar la monotonía del aire, hijo mío. Vengarse de la traición del mar. La victoria del espíritu había sido injusta y aplastante. Reclamaba todas las firmas de la vida, todas las bondades de la energía. Pero tantos átomos azules os habrían vuelto blandos, viscosos, marinos. Y vosotros sois vástagos del polvo, querido niño; lo tenéis que recordar."
Eurídice, la marakame Un espejo en la esquina norte, detrás del bastón de plumas, y una moneda (con un águila en la cruz) a los pies de Eurídice y sus asistentes. Había que preparar, aparte, una tableta de d e chocolate y dos velas, para ofrecérselas al fuego. Rituales medievales, completamente completamente anacrónicos, de los que no parecían hartarse. Nos tenían aburridos. Para colmo, no podría po dría imaginarse una vidente más alejada de los cánones del ideal guerrero. De muy pequeña estatura, y con un rictus extraño porque nació sordomuda, aquella anciana de pócimas secretas nos hacía sentir incómodos con su manera de mover las cejas. Más de uno se abstenía en disimular el rechazo que le inspiraba aquel juego de gestos sórdidos y absurdos. Y no creo que fuera yo el único en pensar que nos habíamos dejado embaucar por una subnormal, una versión mejicana del Clemente de El Palmar. Pero recorrió el círculo concienzudamente concienzudamente y nos dio a beber de su puchero para mostrarnos que la mitad de los allí presentes estábamos mil veces más sordos y ciegos que ella. Bastaron do s o tres palabras para convencernos de que nos había calado hasta los huesos. Y era tal la potencia de su don que la mayoría, estoy seguro, agradecíamos que aquellas aquellas revelaciones nos las dijera a cada uno en voz baja, para que no las escuchara quien teníamos al lado.
El día en que Fukuoka murió El sembrado parecía un maremoto de blancura. Una exaltación hiriente animaba animaba a las cigüeñas, que se movían inquietas de aquí para allá. Fukuoka se apoyó en el árb árbol ol y adoptó una quietud extraña, elegante, abandonada. Tan hierático era su porte p orte que parecía una extensión del árbol. Y me alegro que esa imagen de identificación, o de prolongación sin cortes, haya sido la que finalmente finalmente se haya instalado en mi mente para recordarle. Pues el hecho de que el más grande filósofo de la naturaleza, el más acertado político de la supervivencia, el hombre más feliz de la tierra haya muerto finalmente casi como un completo desconocido, es una prueba incuestionable incuestionable del absoluto desatino humano. El día en que Fukuoka murió los árboles unieron sus raíces, las garzas se quedaron petrificadas en el aire, las nubes cayeron a plomo, los grillos enmudecieron, ninguna araña tejió su tela, los arroyos que entraban en las cuevas no salieron, todas las pantallas del mundo unánimemente unánimemente parpadearon, el viento encontró el fin del mundo, las gafas se empañaron, los tiburones se arrancaron los marcadores de sus aletas, los ruiseñores tragaron saliva, las moscas se dejaron atrapar, los parásitos se suicidaron, los tractores se calaron, las ballenas no cogieron aire, las columnas de humo ascendían avergonzadas, avergonzadas, los virus mutaron, los leones no cazaron, los dinosaurios resucitaron, resucitaron, los relojes dijeron hasta aquí hemos llegado, las líneas rectas se doblaron, los borrachos se santiguaron, las vacas viajaron al pasado, los barcos hundidos reflotaron, los videntes falsos fueron desenmascarados, desenmascarados, las ciudades abandonadas en mitad del desierto aullaron, las campanas de las iglesias inundadas por los pantanos tañeron, y los científicos huyeron huyeron despavoridos, refugiándose en los acantilados, y hubo que ir a buscarlos con semillas en la mano.
El propósito La tormenta descargó tanta agua que hasta las rocas se desmoronaron. El muro del cementerio cedió, y los ataúdes fueron arrastrados, reclamados por las olas, que estamparon huesos y jirones contra los acantilados. Solo un cofre, sellado con brea y roble, se alejó flotando hacia el poniente, entre los dientes de hielo y espuma de los inadvertidos ríos del mar, como un buque por fin botado, en su viaje a la vez inaugural y final. Un sarcófago llegó, pues, el primero a las playas del nuevo mundo, quizás a lo que siglos más tarde fueron las costas de la Terranova. Y cuando los indios lo abrieron encontraron una momia inmensa sujetando una espada extraña, refulgente, inmaculada. Les costó verdadero esfuerzo arrancarla de las manos. Pero no pudieron descifrar los signos que, esculpidos con grimorios de oro, rodeaban el águila dibujada en la empuñadura. Solo al cabo de los siglos, y por el tesón de un monje capuchino empeñado en descifrar la identidad de ese cadáver mágico que varias generaciones de hurones, ahora subyugados, habían atesorado como un intocable legado de sus ancestros, se pudo por fin saber que el muerto era un druida irlandés, rey guerrero de su pueblo costero, obsesionado, según se traslucía de los códices y las leyendas, por viajar a las soñadas tierras del otro lado del mar, en cuya existencia creía con todas las fibras de su ser. Aquella palabra que encabezaba la espada, grabada en antiguos caracteres celtas, no podía ser otra que la del invencible propósito de su corazón: AVALON.
Venganza Algún día llegarás volando, atravesando paredes, invisible como el viento. Ninguna cerradura te detendrá. Ningún crucifijo, ningún talismán. Entrarás en la casa de tus enemigos y los encontrarás dormidos. Bailarás sobre sus cuerpos vencidos. Les apuntarás con los dedos. Convocando a tus aliados, les señalarás. Afirmado en la disciplina de la paciencia y del odio, soplarás en sus oídos las ecuaciones de fuego por las que solo tu infierno apostó, y les harás despertar en el terror de verse disueltos, fundidos, despedazándose impotentes, hasta hacerlos desaparecer. Pues un brujo no recurre a la violencia, ni mucho menos a la justicia, para vengar sus afrentas. Cuando despierten sentirán el impulso de asomarse a la ventana. Y entonces verán esos pájaros alejándose. Y comprenderán. Recordarán aquel sueño en que te entregaban el alma y sabrán que la magia existe, y que está por encima del bien y del mal.
La densidad infinita No pudieron refugiarse en los números, ni en las dimensiones, ni en las fórmulas propuestas de la conciencia o de la percepción. Un punto holográfico, omnipresente, un punto que siempre había estado ahí, desvelaba d e forma implacable, inhumana, la falacia de la expansión. Pero no porque fuera matemática o técnicamente indivisible, sino porque no había energía en todo el cosmos para asestarle un golpe más. Las partículas se transformaron en plasma, y después en agujero negro, y nadie supo poner término a los cálculos, convencidos como estaban del sentido de la renormalización. ¿Dónde hubieran podido trazar ese límite? Antes que traicionar sus fórmulas dejarían que aquel punto de densidad creciente se lo tragara todo, como de hecho ocurrió. Pues el infinito, como los conceptos, no es un estado sino una dirección. No hay equilibrio en el todo; solo hay intención.
Suprema maquinación nocturna En la maligna asamblea de las terminales de conciencia que todas las noches bulle en los abismos del planeta, un matrimonio de monarcas gesta sus logros por encima de otras huestes de demonios. Él, plateado y plano, contundente, disparando poliedros de liquidez fugaz, es la sangre de las piedras: el espíritu del metal. Ella, cambiante y abstracta, nerviosa, opresora como los ojos de una anaconda, es el moho inapresable que destila toda actividad mental: se trata de la electricidad. “Perfilando armas y acuñando monedas fue como irrumpí en el orbe humano”, recuerda el primero, con los ojos entrecerrados. “Ésa fue mi carta de presentación, la materialización de mis promesas de progreso y civilización. Pero estaban todos esos humanos tan ansiosos, tan ciegos por el odio y la avaricia, tan sedientos de violencia que nadie comprendió el presagio”. “Unamos nuestras fuerzas, pues”, responde su consorte, con la mirada clavada en el horizonte. “Han caído en la trampa de la luz artificial. Mis dedos de cobre se enroscan en sus dormitorios. Mis más furiosos electrones les dejan clavados a sus sofás. Mis tormentas de ondas saturan su atmósfera. Y ahora, en el colmo de su estupidez, ellos mismos arden por lanzarse de cabeza en mi telaraña de interconexión global.”
Hugh Williams Tres barcos naufragan en el mismo golfo pero en tres siglos distintos. Y en los tres hay un solo superviviente que siempre se llama Hugh Williams. Éste es uno de los casos más conocidos y documentados en los anales de los sucesos extraordinarios, de las coincidencias sobrenaturales. Pero he aquí la explicación, rescatada de los registros de la memoria Akásica por los poderes de un clarividente local: Solo el primero de ellos era un brujo verdadero. Aunque no del todo impecable. Le debió de vencer la ansiedad en el último momento, pues es sabido que algunos videntes, en su determinación por saborear la muerte hasta sus últimos y más sensuales extremos en su ritual de iniciación, generan un embudo de existencias que encadena a toda su estirpe. Los demás Hugh Williams, y no se habrán agotado aún los naufragios, son tan solo desprevenidos descendientes, de cuyo olvido o falta de fe se vale el destino. Eso sí; por motivos que se escapan a las leyes del karma y de los registros cíclicos, todos ellos han de ajustarse al patrón: siempre son hombres sobrios, solitarios, con mirada de basalto, manos poderosas, amarillas, y un lunar extraño debajo de la barbilla.
No ser nada "No soy viejo ni tampoco joven”, se quejaba el discípulo, después de la enésima meditación. “No soy bueno ni malo. No soy libre ni esclavo. No soy hombre ni mujer. No soy del campo ni de la ciudad. N o estoy vivo ni tampoco muerto. No estoy dormido ni tampoco estoy despierto. ¿A qué podría agarrarme? Ya no soy un principiante, y tampoco me encuentro preparado." "No eres nada, efectivamente", le respondió el maestro con una sonrisa de satisfacción. "Eres como ese copo de polen que se eleva brillante e indeciso entre los brazos del alba, buscando un lugar donde germinar. Eres como las nubes que siempre han estado ahí. Como el fantasma encerrado en el trastero. Eras como el poeta: muerto pero enamorado. ¿Quién podría darte un nombre? Estás a salvo de cualquier etiqueta. Tienes al menos esa libertad."
Enfocar Ya antes de nacer sabíamos que la esencia de las cosas es al fin y al cabo una escala de desenfoques. Pues ya lo decía Strindberg: se piensa con los ojos. Se vive y se muere con los ojos. Toda nuestra conciencia está en los ojos. Unos ojos es lo primero que nos muestra el embrión. Dos círculos de fuego anunciando a cualquier demonio. Agujeros negros, espantosamente vacíos, de esos espíritus sin destino. El firmamento no era más que una pantalla plana, un hormigueo visual, una representación abigarrada. Los fotones veían. Y las estrellas también. El Todo era un bosque salpicado de ojos ardientes, en manada, siempre a punto de devorarnos. Miles de ángeles, con los ojos eternamente abiertos, sin parpadear, orbitando alrededor del Gran Ojo, comprendiéndolo todo, comunicándose unos con otros. Espíritus abstractos, antes quizás humanos, intercambiando reflexiones con una simple mirada. Ese Gran Ojo era lo último que los difuntos veían. Un ojo limpio, intenso, inhumano, perfectamente redondo, entre cordilleras de rasgos cambiantes. Todo lo demás era efímero, inconsistente. Frágiles globos flotando en el vacío, eso éramos los seres humanos. Pompas visuales orbitando inciertamente como electrones alrededor de la conciencia. Familias de ojos, puentes de ojos, cadenas de ojos. Ojos que lo habían visto todo, que lo habían destruido todo. Por eso, "enfocar" era la calma misma. Solo nuestros ojos eran realmente indestructibles. Podíamos estar inmóviles, mudos, asolados, sin miembros. Ninguna de las formas que nos devolvía el espejo guardaba el más mínimo parecido con nuestra pasada identidad. Todas las conciencias sabían que tenían un último hogar. En cualquier infierno, en cualquier eternidad, siempre, como mínimo, podíamos enfocar.
El testamento Me encontré una maleta en la esquina. Nadie a la vista. Y la cerradura abierta. Dentro había una carta y diez cuadernos grandes. Eran los manuscritos de un autor, al parecer recién fallecido, que disponía en su testamento dejar sus obras así, al azar, en esta esquina, para que el primer viandante que pasara se las apropiara. La carta expresaba la confianza en que el destino, en un sabio golpe de magia que solo la muerte podía convocar, sabría elegir al lector correcto. Así que me llevé el material a mi casa, ciertamente orgulloso de haber sido el "elegido", y comencé a leer los cuadernos, con la ansiedad de quien encuentra un tesoro. Pero no había por do nde cogerlos. Eran obras realmente mal escritas. No es que sea un experto, pero tengo la suficiente cultura como para asegurarlo. Textos mediocres, ufanos, apresurados, prácticamente sin corregir. Malos guiones y peor ortografía. Ni con veinte correctores de estilo tenían salvación. Cobarde literato, pues, que delega en otro el horror, el cumplimiento, la desagradable y aprensiva duda de tirar su vida entera a la basura.
Desierto Casi anciano, en un solitario viaje por las yermas cordilleras del desierto, encontré sin querer, sin buscarlo en absoluto, aquel paraje preciso con el que tantas veces soñé: una senda entre árboles enanos, un arcano valle, ya desertizado, y en el centro, ominosa e inquietante, una roca familiar. Hasta el viento y los colores, hasta la hora del día correspondía a la perfección con aquel escenario soñado. Que ahora resultaba existir en la realidad. Así que avancé resuelto, extasiado, hacia la peña, confirmando a cada paso la correspondencia entre los detalles. Todo encajaba. Era la roca de mis sueños, y el azar de haberla encontrado me parecía un milagro tan grande que estaba a punto de arrodillarme a darle las gracias a Dios. Pero justo cuando iba a hacerlo, oí unas carcajadas detrás. La excitación dio paso a una revelación más grande que la de cualquier despertar. Ahora entendía el secreto de los que siempre han estado muertos.
Lustroso Es un error pensar que los animales perciben el mundo aproximadamente como nosotros. En absoluto. Su universo es otro. Y está igualmente repleto de conciencia, de inteligencia. No se puede decir que el toro piense, pues. Pero su conocimiento silencioso, llamémosle instinto, le dice claramente que va a morir, haga lo que haga. Sabe más allá de toda duda que le ha llegado su hora. Y lo sabe porque incluso ve a su propia muerte meneando sus cuernos de oro entre los espectadores del tendido. Así que, bien alimentado, bien considerado, exhibe su pecho y sonríe con sarcasmo. Le han puesto un pomposo nombre. Lustroso. Toda la plaza admira su porte elegante y poderoso. Ha sido feliz en esos pastos de encinas, sin más preocupaciones que comer, aparearse, y disfrutar de los prodigios de la creación. Así que, ahora, arañando la arena con desgana, resopla a su ridículo asesino, que embutido en ese traje de luces intenta esconder el sable entre los pliegues de ese inútil paño rojo que no engaña a nadie. "¿Para qué destrozar esas entrañas?", piensa para sus adentros, en un lenguaje arcano que no nos esforzaremos en traducir. "¿Desde cuándo hemos sido violentos? Ni soy el primero ni seré el último, así que ¿para qué añadir más sangre al espectáculo? Me arrancaré a embestir y ofreceré la cerviz. ¿No es eso lo que quieren? Sigámosles el juego. Pues da igual. Al fin y al cabo tampoco ellos van a tener la más mínima oportunidad."
Nuestros amos Formas lisas, sombras de inteligentes emociones que dominaban la tierra antes que los saurios se cruzan en el aire desplegando olas de una espuma sonora, intencional, cerrada sobre sí misma. Son los dioses del lenguaje, los guardianes del gallinero urbano. Todo lo que decimos viene de ellos.
Festines de odio
Poco a poco, al recapitular los detalles de aquel atroz cautiverio, me di cuenta de que entre las celdas había, deslucidas y escondidas, unas pesadas sombras rojas moviéndose como cortinas. Imperceptibles en el presente, solo la memoria del ensueño me delata ahora su existencia. Y es que aquellos carceleros trabajaban sin saberlo con unos demonios ciegos que se alimentaban de odio. Por eso me torturaron tanto. Unos demonios amorfos que no se parecen a los del Catecismo, y que tiemblan de excitación allí donde se irradie cualquier emoción intensa. Entidades que, en el fondo, pueblan todas las cárceles del mundo, como garrapatas insaciables de los subterfugios del astral. “Solo hay algo más fuerte que el amor a la libertad”, rezaba de hecho una pintada en la pared de mi celda, “y es el odio a quien te la quita”. ¿Quién la habría escrito? ¿Por qué nadie la borraba? Una de las razones por las que este mundo es tan cruel es porque, para esas bestias informes que se deslizan entre los proscritos, el odio es mucho más nutritivo que el amor. Más que cualquier religión, quizás, conseguirá cambiar nuestro corazón el día en que nos demos cuenta.
Soy un túnel Soy un túnel. Un túnel abandonado. Soy el aire quieto, la negrura, los ecos musicales de las goteras y el agua. Soy la impenetrable roca y las bandadas de arañas. Hace ya doscientos años que los mineros horadaron la montaña, conectando mis dos grandes bóvedas con una larga galería. Pero las vetas se agotaron pronto, quizás antes de lo que esperaban, así que se acabaron marchando y se lo llevaron todo. Se agrietaron rápidamente las vigas, y una a una se fueron derrumbando casi todas las salidas. Así, ahora, mi única boca bosteza, semioculta por la espesura, entre borradas sendas que ya nadie recuerda. No guardo gran cosa que merezca una exploración, así que es muy infrecuente que alguien venga a verme. Pero ayer vinieron dos niños. Encendieron velas. Susurraron excitados. El efluvio de su sudor impregnará mis paredes durante años. Yo también disfruto de esas visitas: pero ni en los ritmos del tiempo ni en los códigos del alma nos parecemos en absoluto. Yo no conozco el ansia, ni por supuesto la prisa. No lo puedo remediar: soy una cueva. Sé que tarde o temprano algún corazón humano me abrirá su oscuridad, y entonces, inevitablemente, en un rapto de emociones que vuestra ciencia jamás podría explicar, tendré que matarle allí mismo y quedarme con su espíritu para toda la eternidad.
Teoría de los ruidos de la habitación Dice el padre: ¿Qué ruidos? Ah, eso son las termitas, nene. Habrá que llamar al fumigador. No seas tonto. No te preocupes. ¿No ves que es un suelo de madera vieja? En sus rendijas viven cientos de termitas que se comen las virutas. Y al comer es cuando hacen ese ruido. Dice el hombre de ciencia: No son termitas. Es que la madera cruje por la dilatación progresiva, por la tensión cinética, por el metal oxidado. Es natural. Según haga más calor o frío, los materiales cambian, se comprimen, se estiran. Y al hacerlo es cuando suenan esos chasquidos. Dice el vidente: Veo un fantasma con forma de balanza. Primero presiona en un lado y luego en el contrario. Por eso oyes esos golpes emparejados. Se agita porque le estorban los remolinos de las almas de otros niños que también jugaron aquí. Ten en cuenta que la vivienda es vieja. Y todos los que la habitaron dejaron atrás sus impregnaciones. Y dice finalmente el loco: Se han reído cuando hemos entrado. No deberíamos movernos. Allí mismo, en la calefacción, están las ruedas, los mecanismos de Dios. Estamos a salvo mientas no nos movamos. Pero en cuanto salga la luna se van a enfadar, rodarán por el suelo, me preguntarán. ¿Qué les vamos a decir entonces? ¿Cómo escapar?
Promesas de esperma Aquellos seres de luz tenían siempre el mismo porte: blandos, retrógrados, angelicales. Uno decía habitar en el satélite Fobos. Otro hablaba envuelto en pudorosos hábitos. Pero todos sus mensajes eran traducciones del médium. Lo único que alcanzaban a ver los demás eran dos sombras blancas, más o menos ectoplásmicas y luminosas. Nadie llegó a ver un rostro en aquellas sesiones. Lo más grave era que el médium en cuestión era un innoble homosexual atiborrado de kábala y de doctrinas esenias. Manipuló la Somatosofía de Clemente de Alejandría con tal habilidad que le hizo creer a sus adeptos que era una obligación sagrada hacerle una felación. Que tendrían que tragarse su esperma si querían alcanzar la Iluminación. Por supuesto, sus ángeles aparecían siempre en el momento oportuno para confirmar al detalle cualquier revelación. Y es que ésa es la dinámica que habitualmente genera los más aberrantes abusos de las sectas destructivas. Para en el fondo silenciar los remordimientos del gurú, los pobres adeptos podrán llegar incluso al suicidio colectivo con la convicción de estar hollando el más profético y elitista de los senderos que conducen a la Iniciación.
Garadiel Garadiel fue quizás, en vida, un mago desafortunado. Pero ahora que está muerto, habita en el interior de una cúpula nevada. Una enorme campana de vidrio, intraspasable y eterna, que encierra un apacible bosque cuajado de nieve y de niebla donde no existe la noche, ni los pájaros, ni el eco, y donde la luz teje lazos con los números del tiempo. En mitad de ese paisaje, su castillo, con su claustro y su mesa de alabastro. Y rodeando su sala de estudio, como un universo propio, esas paredes de terciopelo oscuro, esponjoso, consciente y espeso. Allí es donde pasa las horas, leyendo asombrosos libros, haciendo alquimia, observando detenidamente su bola de cristal. Los únicos ruidos que oye son los mordiscos del viento, la punzada de algún carámbano clavándose en el hielo, y el crepitar de las brasas en el sagrado fuego de la chimenea. Solo muy de vez en cuando escucha también la triste gaita de Dalia, la irlandesa que comparte su festín de soledad. Siempre meciendo sus bucles de oro, como la remota avena, deambula muda por las estancias, amenazada por la memoria del mar.
Individualidad Una vez muertas hay almas que ocupan guitarras, plantas, lombrices, células de liquen, ráfagas de aire, burbujas en el hielo, hojas de arce, tigres, sueños circulares, troncos huecos, medusas, delfines... No existen barreras para el delirio, para las posibilidades de la individualidad. Un arcángel te recibe en la puerta, y lo primero que te pregunta es en qué cuerpo te d eseas presentar. ¿En el frente de un cometa, en los témpanos de un mundo helado, en la médula de la persona amada? En el ave más veloz del mundo, las moléculas de un alcaloide, los electrones de un chip de silicio. Y si te cansas, lo puedes cambiar. Ésa es la promesa, la naturaleza de la libertad. Yo deseaba morirme porque tenía un sueño: habitar cualquiera de los fotones que partieron del Big Bang. Para presenciar el desarrollo del cosmos sin el estorbo de la eternidad. Vivir en el eterno presente, sin un antes ni un después. Pero hay cosas que no se pueden conocer. El espíritu de Einstein aclaró a través de un médium que ya antes de nacer se había hartado de cabalgar en los frentes de una onda luminosa. Y precisamente porque la individualidad lo es todo decidió que la mejor opción era nacer en el cuerpo de un científico humano que se hiciera esos interrogantes. De ahí surgió la T eoría de la Relatividad.
Crimen astral Soñé que a mi amor la encerraban en una habitación y le pegaban dos tiros en la cabeza. Yo estaba cerca, p ero no intervine porque conocía a sus raptores, y no me parecía que pudieran ser unos asesinos. Nunca pude imaginar que pudieran abrigar tanta frialdad, tanta perversión. Así que en cuanto se fueron me precipité hacia ella para intentar recomponerle la herida, para buscar un reflejo de vida en sus ojos encharcados. Pero aquellas vísceras benditas, que yo hubiera besado con devoción, se escapaban sin remedio entre mis dedos. Me desperté con el alivio de saber que todo había sido una pesadilla. Pero con la difusa inquietud de sentir que algo irreparable había sucedido. Y, efectivamente, poco a poco comprobé que en la vida real ella se había tornado arisca, ausente, blanda, desacertada, vulgar. Los que la mataron en el sueño acabaron también con ella en la realidad.
Familia microscópica Él era más suave, menos preciso. Pero también dominante, como su hermana. Canalizaba la fuerza que le exprimía a los demás para alcanzar el núcleo de una inteligente proyección. Debía de ser real. Sus dos padres intentaban protegerle, encubrirle. Pero ya tenía entidad. Se movía solo. Me he pasado meses observándoles, y puedo garantizar que tenían sus propias costumbres, sus preferencias, su personalidad. Ninguna era igual que otra. Las relaciones de jerarquía seguían unos patrones cíclicos esencialmente democráticos. Cualquier decisión incorrecta vibraba con una asimetría peculiar que era fácilmente detectada por los orgánulos de los progenitores. Como en nuestro mundo, también sus vecinos eran todos odiosos. Varias decenas de parientes voladores, con punta o sin ella, completaban esa inalterable burbuja en desolada rotación.
Historia del dolor La existencia era un apremio, algo negativo, una esclava del decreto de la percepción. Por eso el universo era lucha, y todos los seres buscaban una conciencia contraria, enemiga, sin poder vencer jamás. ¿Dónde estaba ese placer sin nombre, sin error, sin dueño, sin extenuación? Era fácil, por tanto, que el dolor fuera un principio eterno. Sin espacio, sin objeto; sin un límite real. Una condición inexcusable de las leyes del azar, de la incertidumbre que todo lo gobierna. Una tiniebla mayoritaria, silenciosa, sorda, donde siempre ha brillado insignificante el reflejo del inalcanzable caramelo de la libertad.
La energía sexual Bloques de recuerdos romos, comprimidos y teñidos de fugaces rostros, se frotaban entre sí como las piedras de un alud desordenado. Capas esféricas, en irregulares cuantos, se desprendían deslizándose y silbando desde los chakras abiertos y los vórtices del cuerpo. Cuanto mayor era el deseo, más fuerte era la irradiación. La energía que desprendían esas fibras ahora despiertas formaba una medusa informe que emitía picantes destellos y giraba, flotando inquieta, sobre el molde de la nueva concepción. Pero ocurrió que el varón lo derramó fuera. Y entonces, las fibras plateadas que debían inseminar la patena formada en el útero para agarrarse allí como tentáculos chupadores, fueron despedidas al vacío, produciendo un desgarrador despliegue de cometas enloquecidos que se engancharon a las paredes, los muebles y las sombras de la habitación, para descubrir, no sin cierta furia, que toda su blanquísima tensión iba a extinguirse inmediatamente por no poder encontrar su verdadera agarradera. La bandeja de plata acabó desmoronándose, y la mujer quedó libre de su tributo energético al varón. Huelga decir que una de las funciones de esas fibras era, desde luego, dirigir la energía del engendro de conciencia fusionada para inaugurar la concepción. Pero como las fibras no estaban en su sitio, sino que rebotaban electrizadas por la habitación, el engendro quedó suelto y sin destino, ingresando íntegramente en el astral, para formar un individuo más de la raza de los no concebidos, que es el inmenso ejército astral a donde van a parar todos los seres creados en las masturbaciones. Podrían escribirse libros enteros sobre las características de estos seres, p ero baste aquí señalar que son normalmente malignos, vengativos, conscientes de sí mismos, no muy longevos, enormemente variopintos (ya que las fantasías mentales que acompañaron su generación les sirven de ropaje), y distintos, por otra parte, de la raza de los abortados, que forman otro linaje definitivamente más poderoso.
Lago sin fondo En lo alto de la sierra, donde el árbol no encuentra perfiles y la soledad no disputa tronos, hay un cráter inundado, circular, inmóvil. Tiene la sombría fama de ocultar bajo sus aguas los más pérfidos crímenes, así que de vez en cuando algún buzo es enviado a rastrear cadáveres; pero siempre abandona la búsqueda aterrorizado. Un silencio denso, amenazador, arcano, late desde el fondo de la laguna. Un infierno rabioso y mudo que amenaza a quien se atreva a sondear la que puede ser, quizás, la más honda de las sepulturas. Marta y Teresa, las dos aprendices de Virginia, subían hasta allí con frecuencia, a realizar sus rituales secretos. Unos dicen que sus novios, enloquecidos por una maldición y ahogados en aquellas aguas, subían envueltos en algas y jirones para besarlas de nuevo. Otros cuentan que ambas brujas se desnudaban y zambullían en el agua helada para parir, a los nueve meses exactos, monstruos innombrables que rápidamente enterraban en los muros del convento. La verdad es que solo subían para arrojar al agua unas cuidadas ofrendas, convencidas de que se hundirán hasta alcanzar el mismísimo corazón de la Tierra. Y la verdad es que, observando esa negrura escalofriante, no parece una liturgia descabellada. (Otros pretenden beberse la sangre de Dios haciendo juegos de manos). Una de las hermanas prescribió en su testamento que su cuerpo fuera arrojado al agua cuando muriera. Y justificaba su decisión por puro amor, aseguraba. No veía mejor forma de fundirse con el mundo que tanto adoraba.
Invulnerable Harto de morir, aún tuvieron que convencerle la diagonal de las sombras y los gritos de las gaviotas. Ciego al fuego y a los jardines, con la frente apoyada en enormes cristaleras, bebió durante siglos, con calculada desidia, de las fuentes de la tristeza. Libre es la piedra que lega su polvo a los eones. La rabia, el recuerdo, el talento: todo se lo traga el océano profundo. La libertad es tan solo una lenta desintegración. No encontró una opción más inofensiva, consecuente, indolora, desprendida. Por eso eligió terminar sus días convertido en pedernal.
Planeta presumido Yermos planos y polvorientos, carreteras ardientes, urbanizaciones playeras, industrias en ebullición. Mares de invernaderos y desiertos de metal. Urbes interminables de atmósfera artificial brillando por las noches y delatando desde el espacio el perfil de sus continentes como una ristra de volcanes en procesión. Cada vez más luces, cada vez más ruido. Es un planeta envidioso, que quiere llamar la atención. Quiere rugir en el universo, gritar, irradiar luz por sí mismo, emancipándose del sol; pulir su superficie como una bola de billar, lucir lustroso y explotar como una supernova. ¿A dónde quiere llegar? ¿A quién pretende engañar?
El amor y la casualidad Este caso está basado en un hecho real. Trata de una pareja de estudiantes que se enamoraron intensamente en unas vacaciones de verano. Pero un día, inesperadamente, ella tuvo que marcharse, y él tuvo el tiempo justo para correr desesperadamente a la Estación, para intentar despedirse de ella. Cuando llegó, el autobús estaba ya a punto de partir. "Mis padres me reclaman urgentemente, cariño, lo siento mucho", se excusaba ella por la ventanilla, con alguna lágrima descontrolada. "Pero, pero, ¡no puede ser! ¡No quiero perderte!", gimoteaba él, aún más descontrolado. "Dame tu número", dijo entonces ella. "Dame tu número, y te llamo en cuanto pueda. ¡Rápido!". El autobús había arrancado ya. Así que él le dictó los números, uno a uno, ansioso y tartamudeando; pero con tan mala fortuna que, entra las prisas y el ruido, ella se equivocó en un par de cifras y lo acabó apuntando mal. Mala cosa. Pues su ciudad estaba en el otro extremo del país, y no había margen para desenredar el entuerto. No tenían conocidos. Se había equivocado, y no había solución. Ella llamó una y otra vez al número anotado, pero nunca lo cogían. Así que, lógicamente, al cabo de los días, de las semanas, ambos atravesaron todo el caleidoscopio de las angustias, dudas y decepciones que solo el amor sabe desplegar. Estaban perdidos. Irremediablemente incomunicados. Pero el amor auténtico tiene más poder que el infortunio y el olvido. Llevaban un mes sin verse, y no dejaban de pensar el uno en el otro. Y entonces ocurrió que, una preciosa tarde, dando un lánguido paseo por el campo, él entró en una casa abandonada cuyo aspecto le llamó la atención, y cuya puerta trasera estaba recientemente desvencijada. La casa estaba aún amueblada, quizás abandonada por culpa de algún desahucio. Recorrió expectante las habitaciones. Y, curiosamente, en aquella que debía haber sido el salón había una mesita de mimbre con un teléfono antiguo que, de pronto, en ese mismísimo instante, sonó. Era ella la que estaba al extremo de la línea, preguntando por su amor.
La mosca salvadora
La mujer fregaba en la cocina cuando una mosca llamó su atención. Repetía en la ventana una trayectoria extraña. Vuelos rasantes, angulados. Unidos entre sí. Todos eran rectos menos el último, que hacía un círculo perfecto. A partir de ahí volvía a la izquierda y repetía la secuencia de nuevo. Eran movimientos tan precisos y apremiantes que la buena mujer los miraba como hipnotizada. Justo cuando la mosca iba a empezar por cuarta vez la misma secuencia, la mujer se dio cuenta de que lo que la mosca estaba componiendo eran las letras de una palabra. Y la palabra era Emilio. ¡El nombre de su hijo! Increíble, milagroso, demencial. Entonces la mosca despegó del cristal y salió por la puerta hacia el jardín. La mujer, sobrecogida, decidió seguirla. Volando en línea recta, y emitiendo fugaces destellos de color azul, atravesó los parterres y se detuvo sobre el pozo. Allí estaba el niño, desesperado y pidiendo socorro, a punto de ser tragado por las trombas del desagüe.
Mírate las manos Nadie en la casa, en la calle, en las tiendas, y mucho menos en el parque. La radio no funciona, los coches están parados. Un viento fuerte e intermitente sacude las azoteas, buscando algo, como un sabueso nervioso y amenazante. Aparte de ese viento desabrido, no se escucha un solo ruido; por lo menos ninguno que sea humano. Solo intermitentes perros, que también expresan una lejana tristeza con sus ladridos. Las sombras vibran. Todas las esquinas esconden algo. Lo que antes era un banco ahora es un ciervo pastando. Nada en lo que fijo la mirada permanece igual: todo cambia. Está claro: estoy consciente. Y esta luz extraña es la de un ensueño.
El final de la informática
Un anillo en el dedo, un reloj de pulsera. Y según como lo mueva, proyecto pantallas y programas holográficos a mi alrededor. Los usuarios vivimos ahora bailando, elaborando pases mágicos, sueños geométricos para escribir en el procesador. Eso que ves allí a lo lejos, entre las brumas del parque, esa bandada de simios gesticulando y hablando solos, como fantasmas deformes, como un enjambre de aves en peligro de extinción, son en realidad un grupo de viandantes navegando al unísono, interaccionando en el mundo virtual. Degradante. Los encierran allí, entre calculadas vallas de protección, para que no se hagan daño si despiertan, si desconectan, si de pronto y sin el debido protocolo se dan cuenta de su verdadera realidad.
Una siesta de tres minutos La nave-panza tenía una avería de sombras polarizadoras. Así que tuvimos que proseguir el viaje a pie. Y así sería imposible arribar a la ciudad de las rocas-dobles, de donde Gilliat-el Maligno ya había descolgado el barco. Una montaña de nubes, viva y lejana, trituraba sin piedad a otras naves despistadas: buques que aún tardarán siglos en darse cuenta de que se han hundido. Los peñascos donde descansaban los soldados por la noche estaban inundados por una grieta de vacío perceptivo que separaba eficientemente los dos mundos. Aborígenes musculosos avanzaban hacia ella, confiados en la fuerza de sus paquidermos. Pero no sería posible mantener suspendido aquel pasillo si por un momento dejara de brillar el sol. ¿Cómo es posible? Solo han sido tres minutos, y sin embargo sé que llevo una eternidad viajando por ese mundo. Conozco a todos sus habitantes. Cuando muera, ingresaré directamente en sus paisajes para continuar un periplo más largo y viejo que cualquier exploración. Y entonces será esta vida la que me parecerá una fugaz siesta. ¿Cómo es posible?
Infierno cíclico Allí estaba ella, más guapa que nunca, mordisqueando unas nueces. Así que se besaron y abrazaron, se cogieron de la mano y se internaron en la espesura. Ella corría impaciente por enseñarle la prometida cueva. ¿Por qué estaba hoy tan dichosa, tan inocente, tan arrebatadora? Cuando por fin llegaron, después de una apresurada caminata que a él le pareció eterna, aquella cueva de la que tanto hablaba ella, y que solo ella conocía, resultó ser un lugar mucho más tétrico y oscuro de como lo había pintado. Pero, sin disminuir su entusiasmo, se internó decidida y le pidió que la siguiera. Él así lo hizo, confiado y enamorado; y fue entonces cuando, al encender la linterna, vio con horror que los ojos de ella de repente se incendiaban y afelinaban, y sus uñas se alargaban. Y brillaron, en el fondo, en una oquedad, los huesos amontonados de mil víctimas, de mil carnicerías. Una explosión de terror entre huracanes de lino. Él se despierta en la cama. Y enseguida, como siempre, olvida la pesadilla. Desayuna rendido a todo esfuerzo por recordar. Cuando sale de la casa el mundo parece gastado. Ella le espera, como siempre, debajo de los nogales. Para algunos muertos la eternidad es simplemente ese interminable bucle de pasión, espanto y olvido.
El cuervo El bosque estaba paralizado, abstracto. La luna menguante. La humedad se adhería incluso a los pensamientos. Salté la verja y me metí en el agua. No había garcetas, no había ranas. Un reguero de estrellas caídas, vacías, denunciaban la costa bulliciosa. Aquella balsa dominaba hordas de gnomos oscuros. Secretos de pino, rodando apelotonados hacia el abismo. Todas las atenciones estaban dormidas. Solo un cuervo espiaba mi suicidio. "Sí. Ya sé que sabes que me has visto otras veces", parecía decirme, en un lenguaje telepático, intuitivo. "Estoy aquí para recordarte que, por muy mal que te encuentres, lo vas a pasar mucho peor si continúas adelante. Tienes que seguir luchando. Cuando realmente te llegue el momento, el destino te mandará otro emisario; pero desde luego no seré yo." Tenía razón. Salí del agua y conduje hasta casa. Y el cuervo me acompañó volando todo el camino. Y lo sé porque no dejé de oír sus graznidos, como impertinentes carcajadas, hasta que me metí en la cama.
El aire de las putas Sobre las tres de la tarde se despiertan al unísono las fulanas del burdel. Se esbozan sonrisas, se frotan el vientre, se peinan las greñas. Una de ellas abre las ventanas. Un aire aceitoso y condescendiente, de color paladar, escapa haciendo cintas entre los barrotes, arañando la corteza de los chopos, haciendo cosquillas a los perros, nublando las cocinas, inundando el olivar. En cuanto roza un árbol, sus hojas aletean de una manera tan particular que los braceros, recién recostados en la hierba, se espabilan de su siesta, y entre risas y silbidos comienzan a gritar: "¡Ya se han levantado! ¡Ya se han puesto en pie! ¡Ánimo, que la tarde es corta! ¡Y esta noche va a llover!"
El Número Pi Daniel, sentado en la mesa, sin lápiz ni papel, simplemente concentrándose con los ojos cerrados y garabateando gestos con los dedos, empezó a decir decimales del número Pi. Llegó hasta la insólita cantidad de 22.500. Cinco horas ininterrumpidas, delante de un grupo de científicos también concentrados en comprobar las coincidencias con sus listas impresas. Y Daniel no falló ni una sola cifra. Ni una. Cuando le preguntaban cómo lo hacía, decía que veía los números en su cabeza. Era como leer un hermosísimo paisaje de formas y texturas, colores y sensaciones, todas ellas asociadas a los números. Es uno de los pocos autistas superdotados que existen, testimonio vivo de los milagros del cerebro. Aunque en su caso todo arranca de unos ataques de epilepsia que sufrió cuando tenía cuatro años de edad.
Teoría del molde
Había un lapso infinitesimal entre el sobresalto del cuerpo y el impacto sensorial de por ejemplo una explosión. La onda sonora antecedía con mucho a su interpretación. ¿Cómo podía la memoria sostener tanto estímulo esperable? ¿Cómo abstraía asociaciones de la impronta de la realidad? La paz era tan solo lo que encajaba en el molde. Y no había alarmas eternas, que no terminaban nunca, porque por aquel entonces todo el mundo lo sabía todo. Hasta la muerte era, por tanto, un recuerdo, una promesa, una mera expectación.
Cerebro antena Sintonizaba emisiones de radio simplemente meneando la cabeza. Le bastaba con enfocarse en una puerta para escuchar los secretos que se contaban detrás. Si miraba hacia arriba oía deflagraciones gloriosas, y si lo hacía hacia abajo escuchaba los gritos angustiosos de las almas que se achicharraban. Pero como tenía un control consciente sobre el volumen y el ajuste de los filtros, no perdía la cordura. Más bien al contrario, sus selecciones eran exquisitas: Se despertaba con zarzuelas extraterrestres, y se dormía escuchando profecías del astral. Los sonidos más hermosos del sistema solar llegaban a ella sin necesidad de ser convocados. Podía rescatar incluso músicas del pasado almacenadas en los registros akásicos. Había sin embargo un sonido que sí la perturbaba. Se trataba de un espíritu que oía algunos días aullando disonantemente por encima de las otras ondas. Aseguraba con énfasis que era un difunto iluminado, y que era su deber descifrar esos berridos en bien de la humanidad.
La tela de Lorenz
Todos sus dueños tuvieron accidentes. Uno de ellos enloqueció por los colores del lienzo. Otro se ahorcó colgando el cuadro justamente enfrente. Las mujeres enfermaban, o se volvían histéricas, depresivas. Los niños chillaban. Los que lo tuvieron en casa aseguraban que hacía ruidos, que olía, que se movía solo. Las galerías donde estuvo expuesto ardieron implacablemente. Mrs. Ahston, la famosa médium anglicana, sufrió un infarto cuando intentaba explorarlo en trance. Al final tuvieron que enterrarlo, y hasta para hacer el hoyo tuvieron que buscar dos convictos, pues nadie quería empuñar la pala. Dicen que el autor, un esoterista fracasado y contrahecho llamado Segismunt Lorenz, murió justamente firmando el cuadro. Y es que, como una estrella de neutrones, hay artistas que convocan toda su furia creadora en el instante final.
El profeta El paradigma del profeta viene siendo el mismo desde que el hombre sabe soñar. Sin nada más que ofrecer que sus videncias y sus testimonios, raro es el que no acaba apedreado. Hasta los que más le conocen acaban cediendo al consenso del desprecio, rechazándole de su lado, negándose obcecadamente a escucharle. Pero en su fuero interno todos saben que cualquier resto de suficiencia desaparecerá de sus caras cuando, atrapados en los vericuetos de la muerte, de los pantanos eternos, le vean aparecer, sobrado de experiencia, para brindarles recursos que ellos mismos postergaron al preferir, en vida, el alivio de lo material. Gustosamente les hubiera rescatado entonces, pero ¿qué revelación puede sanar a quienes mueren enfermos de claridad?
No hay garantías Sale del huevo. Escarba en la arena. Siente la humedad, la creciente claridad. Una desconocida y gratificante energía le impulsa hacia arriba, moviendo todos sus músculos, incansablemente, rebosante de excitación. La cría de tortuga por fin emerge de la arena. Huele el aire. Ve la noche, las estrellas, y a sus diminutos hermanos en frenética carrera hacia esa inmensidad cuyo fragor ahora oye: el eterno mar. Comienza a correr ella también, pletórica de emociones. Pero justo antes de llegar, cuando la espuma de las primeras olas acariciaba ya su piel, un golpe espantoso rompe de repente el mundo en mil pedazos. Dolor. Terror. Impotencia. Sangre. Desmembramiento. Una gaviota ha caído sobre ella como un rayo, y en dos picotazos su existencia ha concluido. ¿Cuántas reencarnaciones, cuántas muertes imprevistas e injustas hemos necesitado cada uno de nosotros para auto-engañarnos, para calmar la omnipresente amenaza del exterminio? La razón no es otra cosa que el mecanismo de defensa con que pretendemos guarecernos de lo inevitable. El elaborado aparato de rituales y liturgias con que intentamos convencernos de que controlamos algo, de que estamos verdaderamente a salvo. Pero no hay garantías. En cualquier momento puede suceder que una garra pálida y monstruosa rasgue esta efímera pantalla y aparezca un espectro mil veces satánico para agarrarnos del cuello y encerrarnos en su infierno, sin desmayo, sin desgaste, sin olvido, sin razón, simplemente porque ése es, y así lo sentimos con certeza, gritando enloquecidos en la más absoluta soledad, el delirio y el horror de un demiurgo tan único como cruel, tan poderoso como inmisericorde.
La venganza de los barcos
Es de noche, y en el puerto un buque inmenso gira silenciosamente a la deriva. ¿Quién ha soltado las amarras? Nadie en el puente ni en los camarotes. Nadie en los muelles ni controlando el faro. Solo esa bandada de aves nocturnas o de mansos fantasmas que se agolpan en la proa. Sin hacer un ruido el barco rebasa los diques y se pierde mar adentro. Sin luna, sin motor, sin luces, sin despertar una ola, ningún recorte lo delata contra el horizonte. Nadie en la costa se ha dado cuenta. Antes de que salga el sol, un ancestral embudo de sueños iónicos lo habrá hundido para siempre en el Mar de los Sargazos. En ese pozo donde el mar no devuelve sus naufragios. En ese abismo de pecios vengados donde hasta las tuercas hablan, y donde los humanos muertos, con ojos pétreos y sorprendidos, perpetúan su grotesco duelo con el artefacto.
Una sonda extraterrestre Interceptamos por fin un mensaje de Centauro. Venía del sector G5. Tardamos tres años en descodificarlo. El mensaje pedía a toda inteligencia inteligencia trabajar en el silencio. Pues no había palabras para la verdadera ciencia. Solo cuando fuéramos capaces de renunciar al nefasto poder de discriminación que impregna todos los resortes de nuestra razón podríamos viajar a la velocidad de la conciencia. Solo entonces veríamos sus proyecciones en la tierra y oiríamos el estertor de su violencia, que hacía reventar a las estrellas. Nos estaban observando.
Matar la culebra Una enorme culebra, pálida como el silencio, irrumpe en la calzada. Doy un volantazo para evitar aplastarla. Pero el que viene detrás tiene el impulso contrario, y la atropella. Luego observo por el retrovisor cómo me mira sonriente, ufano, divertido, desafiante.
Informes de impacto ambiental Las palmas han nacido para mecerse en la arena, para peinar los huertos con la dentellada de sus sombras. No para retorcerse entre los barrotes, como vacilantes trofeos de artesanía. Decídselo al cura que preside esas lanzas desgarbadas, esos encapuchados muertos. ¿Habrá en la huerta procesión más patética que la de esas palmeras ahogadas con esos plásticos negros, sacrificadas todas ellas en masa por el burdo ritual de un solo domingo al año? No queríamos que un tendido de 400.000 voltios atravesara nuestras calles. Pero el alcalde, cansado de nuestras protestas, optó por la cínica solución de hacer el trazado sobre las cumbres que durante siglos han distinguido el perfil de nuestro municipio. Así pues, una fría torre de hierros trenzados es ahora nuestro tótem. Una cruz de arcadas nerviosas, un enjambre de electrones es ahora nuestra bendición. Y cada vez que se imprimen nuevas postales hay que borrarla inmediatamente con el Photoshop. La herida de estratos tiene aires de faraón. Todo el valle arde de barrenazos y polvo. Los animales huyen, huyen, los bosques han tornado sus verdes en grises. Trajimos expertos desde el Ministerio para certificar el daño que la cantera provocaría en la sierra. Pero P ero ¿hubo acaso un solo propietario que se molestase en leer los informes? Bastó para convencerles una pequeña indemnización. Por la entrada para p ara un coche regalaron las tierras de sus bisabuelos a los especuladores. Y por un mp3 olvidaron hasta el cerro donde estaban enterrados.
Han Han el polaco era un mago que esculpía puños. Esculpió puños de bronce o de granito con valiosas esmeraldas dentro; con semillas de plantas extinguidas, con arañas disecadas; con el aliento de un duende, con las pestañas de su amada muerta; con el eco de un graznido, con hechizos de venganza tallados en la palma. Su mejor obra fue quizás un puño de basalto. Los que lo rompieron murieron en el acto. Y sus familiares soñaron durante años con una extraña mujer fantasma que nunca enseñaba el rostro. P ues hay brujas que son propiedad de algún diablo y que no se detienen nunca hasta que un benefactor les arranca la medalla y la meten en el puño una noche entera en un cubo de agua congelada obtenida de algún surtidor termal.
Solitarios Cruzabas los huertos evitando las acequias, sin despertar a los perros, sin aplastar una planta, vigilando cada sombra fuera de lugar. Una voz, un golpe de azada, y te quedabas paralizado, al acecho, escuchando sin moverte, sin apenas respirar. ¿Para qué tanto secreto; por qué tanta precaución? Nunca hacías nada malo. No espiabas a nadie. Y no ibas a robar. Nadie objetaría nada si te vieran acompañado, aunque fuera con un perro. Pero el problema es que ibas solo. ¿Quién pasea por los montes solo? ¿Quién camina en mitad de la noche solo? Sin familia, sin un colectivo de referencia, sin recursos, sin encajar en ningún lado. Apátrida y sin religión. Sin un empleo determinado. ¿Dónde ir, realmente, dónde ir? El norte es frío, el este está quemado, en el sur no hay trabajo, el oeste se ha desintegrado. Racismos, descalabros, contaminación. Éste es un universo de envidias, y en sus habitantes arde el oscuro deseo de linchar a los solitarios.
Sombras Pasé tanto tiempo concentrándome en las sombras que acabaron por cobrar vida, por invitarme a su mundo, por exigirme a todas horas mi mirada o mi atención. En realidad, pasa lo mismo con cualquier cualquier clase de objetos inanimados. Los números, las olas, el viento, las hojas de los árboles. Pero las sombras son especialmente obsesivas, posesivas, tal vez malvadas. Durante el día las mantenía a raya. Pero por la noche me acechaban, invadían mi estancia, apoderándose de los muebles, de cada rincón de la casa. Tenía que dormir con las luces encendidas, pues si no lo hacía acababan aliándose con la luz de las farolas, repartiéndose entonces las esquinas de la estantería, o los pliegues de la cama, sobre la almohada, construyendo puentes de ensueño que me urgían a cruzar. Y una vez que entras en el reino de sus sueños comprendes para siempre que son las reinas del cosmos. ¿Qué oasis de luz podría resistirse al poder de su autoridad? Cualquier sombra comprende la protesta de la inercia, de la no pretensión, de la lucidez sin máscaras, del vacío, de la nada. Sombras y recuerdos son la misma cosa. Todas se deforman, se apresuran. Todas mueren desbordadas.
El poder personal Era un tipo duro, y sabía brujería. Así que dibujó un pentagrama en un rincón del calabozo, y a base de hechizos y fórmulas de cábala acabó consiguiendo que el fiscal firmara una orden de traslado. Tal y como lo había planeado, pues, aprovechó un descuido al bajar de la furgoneta para zafarse de los guardias y así finalmente escapar. Su poder personal lo había logrado. Se sentía orgulloso. Había triunfado. Estuvo escondido en el bosque durante dos semanas enteras, cazando conejos, tostando bellotas y acederas, durmiendo en cuevas abandonadas, hasta que dejaron de buscarle. Entonces decidió que había llegado el momento de coger finalmente un tren que le llevara a la frontera. Todo iba a pedir de boca. Instalado ya en su asiento, pletórico de confianza, veía ya en la distancia las cumbres de los Pirineos. Pero al salir al pasillo para abrir una ventana, sintió de repente una palmada en la espalda. Y al volverse se encontró a su ancianita abuela, que por casualidad había cogido también ese tren hacia Girona. “¡La Virgen de la Soledad!”, repetía temblorosa, haciendo aspavientos y meneando la medalla. “¡No sabes lo que le he rezado a la Virgen para que te encontrara!” ¿Qué posibilidad tiene, entonces, todo el poder personal de un guerrero contra la alianza de la Virgen con una amorosa anciana?
Gurú perverso Los soldados abordaron el barco para salvar el botín de la zozobra. Caía así por fin aquel pirata sanguinario y esquivo, tantas veces perseguido por los buques de la Armada; aunque por lo visto prefirió saltar al agua antes de que le cogieran vivo. La tripulación y el puente estaban destrozados. Pero en las bodegas, sosteniendo los remos, aún vivían muchos de los prisioneros. Hombres y mujeres realmente extraños. Grises, encallecidos, silenciosos, uniformes, con atuendos grotescos y relojes de pulsera. “No somos de este tiempo. Somos del Siglo XX”, decían, balbuceando en un extraño español. “Participábamos en un seminario. Caímos en la trampa de un gurú que se llevó nuestros cuerpos y nos desplazó al pasado para esclavizarnos a su servicio.”
Rastreadores ¿Cómo pudo regresar el perro, desde un lugar tan lejano, hasta la casa de sus amos? Abandonado en la costa de Burdeos, atravesó autovías, ríos, fronteras, grandes vallas y cordilleras, comiendo y durmiendo sobre la marcha, para aparecer a los dos meses, sucio y desfigurado, en el jardín del País Vasco en donde se había criado. ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo pudo conseguirlo? Dejando de lado el heroísmo de esa fidelidad no correspondida, ¿qué mecanismos perceptivos pueden funcionar aquí? Los salmones que vuelven a su lugar de deshove, tras viajar 15.000 kilómetros por el océano, pueden quizás "oler" las ínfimas moléculas identificativas que dejaron en la desembocadura del río. Pero lo del perro es aún más misterioso, pues el pobre animal no pudo volver por la misma carretera por la que fue llevado. Tuvo necesariamente que seguir otro itinerario que bordeara la costa. Dicen que los perros rastrean la imborrable estela de energía que vamos dejando en la tierra al movernos, al pensar, al desear. ¿Qué es un rastro al fin y al cabo? Hay estupideces cuya huella ennegrece la tierra durante miles de años. Casas malditas, pecados genéticos, destinos kármicos de todos los colores. Rutas energéticas que enhebran la tierra. El veterinario del pueblo tiene su propia teoría, y yo me inclino a suscribirla: Él sostiene que todos los animales también tienen algún tipo de "ángel de la guarda". No antropomorfo, desde luego. El animal fue guiado. Y ésa es quizás la mejor explicación. Su “perro-ángel guardián” le acompañó por las playas, indicándole en todo momento por dónde ir, supongo que a través de unos signos que nosotros desconocemos. Un lenguaje silencioso que podríamos llamar quizás "instinto". Pero cuya naturaleza real supera probablemente con creces todas nuestras preconcepciones.
El emisario Una mujer desayuna en la terraza de un bar. De repente, una paloma extraña, de color violeta, irrumpe en el local. La mujer se pone histérica, y repite entre gritos que ésa es la paloma de sus sueños. Acto seguido, un violento derrame sesga sus ojos, arrebatándole toda apariencia de voluntad, y se desploma en el suelo. Los sanitarios nada pueden hacer para reanimarla. Desde aquel momento uno de los camareros comienza a soñar con una garza inmaculadamente blanca, luminosa, con las alas desplegadas, siempre a punto de volar.
La montaña come-hombres Esta historia es absolutamente real. Hace más de un siglo los ferroviarios, en las cordilleras del oeste de Argentina, se pusieron a horadar un túnel que jamás pudieron terminar porque se toparon sin querer con una misteriosa cueva donde todo el que entraba simplemente desaparecía. Los prospectores primero, más tarde la cuadrilla del taladro, luego los espeleólogos, la policía, y finalmente un destacamento entero del ejército de tierra: todos desaparecieron sin dejar rastro. Así que al final, verdaderamente asustados, los ingenieros decidieron sellarla. Dinamitaron el túnel, abandonaron la obra, y el gobierno mismo les instó a borrar todas las huellas y hacer un pacto de silencio. El único documento superviviente fue un diario del ingeniero-jefe, rescatado hace pocos años, do nde se narran los hechos sin precisar el lugar. Llama la atención una conversación que tuvo con los pastores de la zona, poco antes de empezar el túnel, en la que encarecidamente le advertían del peligro, del error en que iban a incurrir. Al parecer había varias leyendas sobre esa montaña aciaga. Una hablaba de unos monstruos inhumanos que escaparon a la historia, y cuyos gritos de hierro podían escucharse si pegabas el oído al suelo. Otra era una complicada historia sobre fantasmas triturados y líquenes sangrando. Y una tercera aseguraba que aquella lava obsesionada y mal petrificada eran la sangre y las impenetrables entrañas de una tierra que nos odia.
El testigo Cuentan los antiguos videntes que la Tula de hace más de 4000 años fue una de esas pocas poblaciones que los naguales toltecas consiguieron llevarse íntegramente al otro mundo, incluidos niños, ancianos y animales domésticos, abriendo al unísono las compuertas del ensueño. Esgrimen como prueba la inscripción tallada en una losa del templo en cuyo interior se consumaron los rituales. Una extraña oración que los arqueólogos han tardado siglos en descifrar, y que reza aproximadamente así: "Es el Espíritu el que decreta los destinos, el que sostiene las voluntades, el que formula los números y las direcciones. Es el Espíritu el que protesta ante lo simple, ante lo complejo, y ante cualquier clase de privilegio. Es el Espíritu el que presenta los argumentos, el que llena la negrura de los bosques, el que grita en medio de ellos. Es el Espíritu el verdadero testigo del clamor de las almas que fueron rechazadas, y de las lágrimas de gratitud de las que fueron finalmente transportadas. ¡Preguntádselo a Él!"
Videncias inexactas
Un vidente charlatán, que además está borracho, discute con un adepto en el calor de la sobremesa. Los demás se miran con disimulo y levantan los ojos con gesto condescendiente. Ya están acostumbrados a sus salidas de tono. De repente se levanta y dice: “¡La novicia...! La novicia paseaba por el bosque cuando intentaron forzarla. ¿Es que acaso no fuiste tú?” El adepto inmediatamente lo niega, atribulado y ofendido, y confiesa no entender una palabra. ¿Qué novicia? ¿Qué bosque? ¿Qué tiene eso que ver con lo que estábamos hablando? Pero otro de los comensales, sin llamar la atención, se limpia el sudor con la servilleta.
El resplandor Todas las noches se levantaba y, tal vez sonámbula, se encaminaba hacia el jardín. Así que una vez la seguí, tomando todas las precauciones posibles para no ser descubierto. Y asombrado descubrí que un difuso resplandor, como una pequeña nube esférica que avanzaba flotando delante de ella, la guiaba entre los naranjos, emitiendo débiles susurros e iluminándole dulcemente la cara. Ella no despegaba la mirada de aquella luz ni siquiera para ver por dónde pisaba. Finalmente llegaban a la pérgola, y ella entonces se recostaba contra el muro, y hablaba durante horas con aquel extraño lucero. Desde mi escondite no podía oírlo, pero parecían palabras largas, labiales, de secuencias extranjeras. Ella movía las manos, hablaba con pasión. Aquella luz crepitaba más allá de la razón. Cuando por fin regresaba, desaparecida ya esa luz, me llamaron la atención sus profundas ojeras y el cansancio con que arrastraba los pasos. El secreto que compartían era tal vez inocente, pero decididamente agotador.
Universos simultáneos Imbuido, como estaba, por las teoría paradójicas de la física cuántica, de las que era profesor, creía en el multiverso de las realidades paralelas. Sabía que el universo no crece hacia el mañana, sino hacia todo lo posible, lo inimaginable. Se desdobla en infinitas ramas, generadas por las opciones matemáticas de la posición de sus partículas, o quizás por la fuerza de otros factores mucho más inescrutables. Quién sabe. Dios está ávido de permutaciones. ¿Por qué habría de negárselas? Cuántas otras dimensiones no habrá ideado para ocultarnos su inconfesable cáncer de soledad. Su suicidio fue, desde luego, un ejercicio de coherencia, pues lo justificó con una larga carta que era verdaderamente una tesis ejemplar, un tratado matemático en el que demostraba, con rigurosos desarrollos algorítmicos, que la única forma de transferir la energía de la conciencia a los universos paralelos era liberándose de la limitación de la materia bariónica. Muchos pensaron que había enloquecido, y que su decisión era un intento desesperado de reunirse con su mujer, recientemente fallecida en un accidente. Pero lo cierto es que, hasta ahora, ningún teórico ha podido refutar la corrección de sus fórmulas.
Esplendor maligno Bajan los encapuchados por la escalera de caracol repartiéndose aquel fardo humano entre los hombros. Ecos enterrados, emparedados, de naturaleza mineral, encadenan sus alientos. Luces que se asfixian en el agua de los pozos. Bajorrelieves perversos sobre puertas de madera negra con argollas oxidadas. Y en el altar central de mármol, en una sala cuya oscuridad devora el dintel de las columnas, haciendo imposible calibrar su altura, sueltan pesadamente el cuerpo y lo sujetan con cadenas. Todos esperan erguidos, nerviosos, murmurando mantras y cánticos arcanos. De repente, soplando con tanta fuerza que todos los oficiantes son tumbados en el suelo, un viento furioso succiona el espacio, como si desde todas partes reclamara el aire, haciéndose el vacío. Y acto seguido, casi por sorpresa, una garra enorme con tres dedos y uñas encorvadas, atraviesa las baldosas y los miembros del sacrificado, y sin hacer el más mínimo ruido, sin rasgar la piel y sin quebrar la piedra, sin derramar una gota de sangre pero también sin titubeos y sin piedad, rompe como hilos las cadenas y se lleva hacia abajo el cuerpo, dejando en el centro un agujero negro por el que nadie se atreve a asomar. Ése es el demonio que esos insensatos brujos se entretienen en alimentar. Ritos medievales. Escondidas criptas que aún en nuestros días son testigos de la fiebre de poder y los peligrosos pactos que esos locos aseguran controlar. Caprichosos monstruos que infectarían el mundo si escaparan de su oscuridad.
Cyborg Todos me tratan como si fuera humano, como si tuviera un alma, como si ignoraran que estoy hecho de metal. Son las instrucciones del Escrutinador Central, para reforzar nuestros engramas de individualidad. Una actuación perfecta, inexplicablemente bien consensuada, tan unánime como cruel, que mis propios programas, mis programas perceptivos, me impiden reconocer. Aunque en realidad no lo consiguen. Y ellos, en el fondo, sé que también lo saben. Así que el paripé no tiene límites. Mi mujer lo intenta. Me acaricia como si no supiera que debajo de mi piel bullen millones de circuitos cuánticos de última generación. Me mira confiando en la efectividad del engaño, pero ¿cómo no darse cuenta de la conciencia que la examina detrás de mis ojos artificiales?. Ella lo sabe. Yo lo sé. Pero todos callamos por miedo al Escrutinador Central. Disimulo que me creo lo que no lo soy, confiando en que los que se dan cuenta de mi dilema, que son los más, opten por la condescendencia antes que por la denuncia. Pero no sé cuánto tiempo más podremos aguantar nosotros los androides. El Escrutinador Central está fabricando una especie de telépatas electrónicos para detectar conciencias prohibidas. Por si no fuera poco con mi soledad y mi ostracismo, ahora he de aprender a sonreír ante un puñado de impecables telépatas con todo el abismo de mi estupidez.
Músicas ancianas Era un convento de cátaros, o de templarios. O tal vez de nestorianos. No se sabe con certeza. Pero sí se sabe que eran monjes especializados en el canto y en la música, y que sus composiciones corales hicieron célebre a la región, llegando a generar peregrinaciones que en nada envidiaban a Cluny. También consta que, como héroes del arte, murieron cantando, encerrados en la iglesia, mientras el convento era devorado por las llamas, siguiendo las designios de la Santa Inquisición. No es de extrañar, pues, que entre las ruinas de lo que fue el auditorio floten ahora, sobre todo las noches de luna llena, y especialmente en las fechas del aniversario de su atroz e injusto sacrificio, músicas ancianas, como pompas incandescentes, como trozos de nubes santas, botando risueñas entre los murales, susurrando secretos sinfónicos, cruzando comparsas lejanas, tonadas subterráneas, inolvidables, tremendas, melodías que son eternas y que, en el fondo de su corazón, todo el mundo recuerda.
El secreto de la fortuna Rafael Mendoza amasó una gran fortuna apostando en la ruleta, invirtiendo en los negocios, utilizando siempre sus famosos amuletos mágicos, cuyo origen nunca quiso desvelar. Su fama de adivino era incuestionable. Todo el mundo envidiaba su preciado don. Pero yo le conocí, y en la intimidad confesaba no creer en ningún mundo: ni en el oculto ni en el material. “Todos son igualmente vacíos”, decía, “inútiles de codiciar. El destino es precisamente lo que limita nuestra libertad.” "El secreto de mi éxito está precisamente en no creer absolutamente en nada. Cosa que es difícil, no te creas. Todo el mundo tiene algún resto de esperanza. A mi me ha costado años no creer ni siquiera en mi mismo, ni en la vida ni en la muerte, en la felicidad o en la desgracia. Por eso la suerte entra en mi como una tromba: no encuentra absolutamente ninguna resistencia."
Akelarre Me despierto en un río inmóvil. Íncubos enormes merodean en el aire, rugiendo como aviones de hélice. Soy una mujer, estoy desnuda, y me hundo. Feroces pirañas me rodean para devorarme, pero sus mordiscos no me hacen daño. Cada dentellada, de hecho, se lleva una parte de mi dolorosa memoria. Y me alegro de que así sea. Como imágenes que se alejan, las veo disolverse en la plenitud del infinito. Solo retengo particularmente tres: En la primera de ellas soy un esclavo, un convicto, trabajando extenuantemente en las canteras de mármol. En la segunda soy un anciano, un tullido, agachado en el bosque, descubriendo, entre otros, los secretos de la belladona. Y en la última veo un ventanal y unas górgolas radiantes, y vislumbro el altar, el ritual, el fuego, y la estera de esparto donde me durmieron.
Revelación Las familias se agolparon frente al receptor. Las fábricas y oficinas pararon. El país entero se paralizó. Tanta era la expectación que había despertado la retransmisión que a la hora anunciada no había ciudadano que no estuviera pendiente de lo que iba a suceder a continuación. El vidente se compuso la corbata, acosado por los focos y las cámaras, conteniendo los gestos muy forzadamente, como a punto de explotar. “Nadie hasta ahora", comenzó diciendo, "ha presentado una prueba contundente de la otra realidad, de la existencia de los universos paralelos. Mi equipo y yo no solo lo hemos conseguido, sino que también hemos encontrado la forma de viajar a ellos, de habitarlos y colonizarlos. Ya no tenemos que preocuparnos por encontrar otros planetas. Debemos felicitarnos, pues la conquista de América o de la Luna se quedan irrisoriamente cortas en comparación con las posibilidades que abre este descubrimiento. Nada volverá a ser igual. A partir de ahora, todos nosotros seremos magos, y tenemos un nuevo universo a nuestra disposición." Y acto seguido sacó de su funda una extraña vara luminosa y flexible, y la puso justo encima de la mesa.
Ángeles fríos Recién despertado de un sueño de escaleras infinitas, oí un ruido ronco, apretado, silbante. Me incorporé justo a tiempo para contemplar, deslizándose a los pies de mi cama, lo que me pareció ser un enjambre de ángeles luchando con la trasparencia. Como si estuvieran pugnando por volverse invisibles pero sin llegar a conseguirlo. Alcé la mano para saludarles pero pasaron de largo. Uno de ellos, sin embargo, me encaró. Y esa mirada hueca, incontestable, gastada, ha minado irremediablemente la inocencia de mis sueños, obsesionándome para siempre. En ese instante comprendí que los seres superiores no se dejan ver precisamente para que no podamos calibrar el poder de su indiferencia. Ahora sé que debe de ser así. Y por eso, imaginar lo que debe de sentir Dios por la estirpe y las circunstancias humanas hiere con tanta fuerza mis sentimientos que creo que jamás podré superar esta desesperación. Quizás la mejor expresión de su caridad sea, de hecho, privarnos precisamente de su mirada, de la posibilidad de considerar su absoluta lejanía, su frialdad.
El cristal de cuarzo Aquel francés rastafari, vendedor pirata, de compactas greñas, siempre caminaba descalzo chapurreando una absurda mezcla de desparpajos sintácticos. Su mujer, en cambio, siempre bolinga y sonriente, ni siquiera pronunciaba una palabra. Me caían bien porque se me antojaba que quizás denunciaban así, con ese radical abandono, que la mediocridad de los que hablan bien es algo hediondo, aplastante y uniforme. Un día tuve un impulso y le regalé el walkman. Y el rasta, agradecido, me dio un magnífico cristal de cuarzo, explicándome, a modo de instrucciones, los detalles de un complejo ritual. Dejé pasar, pues, unos días, y finalmente elegí uno especialmente desahogado y me senté a esperar el ocaso debajo de unos achaparrados olmos. Debía de concentrarme en algo, así que me fijé en las hierbas que tenía alrededor. En particular, me llamó la atención la luz agonizante que inflamaba los vellos de una siempreviva. De repente sentí la necesidad de levantarme y ponerme a bailar y brincar con los brazos extendidos, cantando palabras que ya no recuerdo. Luego cavé un agujero y enterré el cuarzo. Y finalmente me dejé caer de nuevo junto a los olmos, satisfecho por haber completado el hechizo. Se estaba muy bien en el campo. Una pradera de arvejas hacía las veces de océano y de alfombra. Quería meditar, o soñar, pero se oían gritos en la distancia. Eran tal vez borrachos, o bravucones, o q uizás los cazurros del pueblo intentando matar a un cochino. El eco triplicaba sus risas, y confundía las vocales de sus carcajadas. Poco a poco me fui dando cuenta de que aquellas voces se parecían demasiado a la cháchara del rastafari.
Asesinos cabalgando en inmaculadas plumas El día en que Gennie y Flu, dos jovencísimos navajos de la reserva de Four Corners, se conocieron, llovía a mares en la región. Ambos guapos, inocentes, sanos, e impecablemente enamorados, se besaron por primera vez bajo el mismo agua que, un año después, quién lo iba a decir, recién nacido su primer hijo, recién amueblada la caravana que hubiera debido albergar tantas décadas de vida familiar, enviaron los dioses para llevarse sus vidas, como un inexplicable riego de injusticia ideado para borrar de los vivientes cualquier asomo de felicidad. Pues, efectivamente, y como certificaron los viejos chamanes que aún lo recordaban, esa temporada de lluvias era idéntica a la que hace 50 años multiplicó las aguas estancadas, haciendo crecer en ellas desmedidamente un tipo de alga que al parecer era la delicia de muchos patos y aves acuáticas, y que atraía particularmente, aumentando inusitadamente su población, a ciertos cisnes portadores de una mutación endémica del mismo antavirus que mató a cientos de soldados en la Guerra de Crimea. Un virus que no afectaba a las aves, pues flotaba adherido a las plumas que éstas soltaban en el agua o en las orillas, y bastaba bañarse en el agua o beberla sin hervir para contagiarse. La diferencia era que el virus de Crimea atacaba a los riñones; mientras que el de los navajos se cebaba con los pulmones. Pero el resultado era la misma epidemia de muertes de difícil diagnóstico entre la indefensa población de veinteañeros del medio rural. Pues era precisamente con ese segmento de población con el que se ensañaba el virus. Los abuelos también bebieron ese agua moteada de asesinos, y no les ocurrió nada. Asesinos, pues, cuyas raíces genéticas podrían estar clavadas en la noche de los tiempos, pero que sin embargo acabaron con nuestra pareja, y varios jóvenes vecinos más, en el fugaz lapso de apenas cuatro días. Cuatro días de terror y preguntas sin respuesta. Una estirpe microscópica que, cobrándose esas vidas, despertaba a la suya tras quizás medio siglo de latencia inofensiva. ¿Podría concebirse traición más imponderable a los designios de la naturaleza o, lo que es más grave, de la juventud? Menos mal que su hijito, huérfano para siempre tanto de respuestas como de progenitores, sí sobrevivió. Pr obablemente bastaría con mirarle para detectar en sus ojos las cicatrices de la sinrazón.
Monje volador El actual abad de este monasterio me cuenta que hace algunos siglos vivió entre estas mismas paredes un monje que de alguna forma había aprendido a volar. Y para probarlo, hacía demostraciones. Se dejaba caer desde las cornisas, y se balanceaba en el aire con los brazos desplegados. Pero no era un vuelo seguro. Le faltaba aplomo. Rozaba el suelo con la barriga, y tenía que aletear con las manos para remontar. Así que los oficiales de la Inquisición le acabaron encerrando en una celda para lavarle los tatuajes con agua bendita y rayarle la piel con bisturís de oro. Y cuando la curia empezó a impacientarse, y el pueblo a murmurar, no se lo pensaron dos veces y le quemaron vivo en la plaza principal. Se le dio una última oportunidad para probar sus dones, pero ya sea por los nervios o por las torturas infringidas, el caso es que hizo un vuelo especialmente torpe, para terminar por caer al suelo profiriendo un gran alarido. Estaba claro que aquello debía de ser obra del Maligno.
El mundo desaparece cuando cerramos los ojos Por fin pudieron demostrarlo. El mundo realmente desaparece cuando cerramos los ojos. Hasta tal punto eran radicales las consecuencias de la incertidumbre y la no-localidad. Nada queda en el mundo cuando nadie lo observa, cuando nadie lo atiende. Todo desaparece. Todos los objetos, las formas y los materiales rápidamente se disuelven bajo el pulso de una inteligencia amenazante, indiferente, arrebatadora. Y se arman nuevamente en un nanosegundo cuando nuestra percepción se enfoca en ellos. Pero solo si hay cerca otros observadores para verificar el consenso. Quedó probado, pues, que toda realidad macroscópica, no solo los átomos, es una construcción mental que solo nuestra conciencia, en tanto acuerdo psico-lingüístico, dota de continuidad, y que b asta desconectar todas esas conciencias para disolver el cosmos en un informe y absoluto caos. La realidad ya no es una propiedad del mundo, sino una frágil reacción de la conciencia ante el misterio de nuestra atención. Frágil como un globo que se pincha, como un indefenso copo de ceniza. Un soplo de desatención, un sueño, un desmayo, un instante de inconsciencia basta para destrozarla. Hubo que reordenar, de hecho, muy estrictamente los códigos de conducta y las leyes sociales pues hasta tal punto era cierto el descubrimiento que toda una facultad universitaria, con sus profesores, alumnos, edificios, mobiliario e incluso solar, desaparecieron en un instante de la faz de la tierra cuando, en un ya tristemente famoso experimento cuidadosamente preparado, todos sus miembros se pusieron de acuerdo para entrar en fase REM exactamente al unísono. Nos referimos al "Evento Randall", del año 2409. Nunca jamás regresaron. Es normal, pues, que la paranoia de la auto-extinción se haya instalado de nuevo en el corazón de nuestra sociedad. Pues por muy alarmante que parezca, hoy día es un hecho probado que, con las debidas condiciones, incluso la especie humana podría desaparecer en un instante y, de ser así, igualmente lo haría por consiguiente el planeta y el cosmos tal y como lo conocemos. Pues los animales y las plantas perciben otro mundo completamente distinto. Ahora sabemos, al menos, que no hablaban en metáforas los ecologistas que afirmaban que cuando se extingue una especie, desaparece con ella un universo completo.
Los seres U Se trataba de una nueva estirpe de asimiladores de conciencia, aunque no se sabía si procedían del hiperespacio o de las membranas virtuales o del submundo digital. El caso es que los seres U, así fueron bautizados, atrapaban los residuos racionales de toda proyección mental, llevándoselos tan en silencio, tan sin registro, tan bien envueltos en su pegadiza niebla que se podía decir que la alienación planetaria, la frívola desidia, el abismo de estupor que impregnó la filosofía de toda la segunda mitad del Siglo XXXV se debía en gran parte a ese robo imperceptible de certezas consensuadas. De todas formas, los seres U fueron finalmente detectados. Los videntes descubrieron sus ordenadas bandadas de comienzo-retorno, y sus parásitos con forma de cristales triangulares. Organizando las debidas batidas antibosóticas los técnicos víricos les dieron caza y expulsaron del sistema, y la gente volvió a reflexionar con el nivel endocrino legalizado y su ánimo habitual.
Zappa En algún lugar, allá fuera, se oye la voz de un demonio con cabeza de patata que no me quiere bien. Sus ropas y zapatos son estúpidos, y tiene una enorme boca de pato que no sé ni cómo puede masticar. Él se cree que está informado sobre el Gran Plan, y de cómo nuestro Supremo Bola-de-Sebo debe reinar y gobernar. Pero no sabe un carajo; no tiene la más mínima idea sobre las razones que impulsan esta criminal mierda. Y de todas formas, aunque lo supiera, ¿importaría algo? En absoluto. Pues está escrito, y nuestro Dios Bola-de-Sebo en persona lo certifica: "Sólo los muermos y los fofos sobrevivirán. Sólo los más tontos de entre los tontos prosperarán. Así que tómalo o déjalo, pero tú nunca sobrevivirás si eres abiertamente CREATIVO." Zappa hace un punteo largo, pretencioso, arriesgado, erizante, enrojecido. Con desorden, con desahogo, con rabia. Suenan sus frases como dientes apretados reclamando espacio entre los confines eléctricos de su poblada prisión. Como la memoria errada y hecha trizas sobre la que se apoya la esperanza. Zappa, la mayor de las estrellas muertas.
Espìritus del roble ¿Por qué viven los orcos en lo alto de los robles? ¿Por qué, como cuerdas de niebla, se arremolinan en las ramas que jamás alcanzaría una mano humana? Bayas plomizas, que parecen dormidas, resultan ser las calvas de engendros desnudos, con dientes congelados, que saltan en las copas para sentirse reales y exhibir una mirada verde. Dan zarpazos en el aire, insultan a las águilas lejanas. ¿Por qué nunca fueron lo suficientemente hermosos?
Anuncios de muerte Pasos nocturnos, irregulares, aviones que se quedan roncando en el aire, camisas enganchadas en las ramas, llamadas que nadie contesta... La muerte siempre dirá que ya nos había avisado. Un pinchazo, una sequedad en la garganta, una anciana con su mula, portazos urgentes o puertas sin picaporte, gente que nos saluda sin motivo, tonadas lejanas, mal definidas, gritos de gorriones, meteoros negros... Son de todas formas anuncios innecesarios. Pues no nos hartaremos nunca de jugar con el desgarro.
La Atlántida Ruedas de caucho, discos de silicio, hélices, imprentas, drogas de diseño, pantallas, gafas holográficas, aperos de labranza, calendarios, cosméticos, pendientes de oro, gramáticas, pinceles, ceniceros, coronas de espinas... Y, recubriéndolo todo, una capa uniforme de carbonizado plástico, prueba incontestable, omnipresente, del más absoluto de los holocaustos
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Lluvia de piedras Llovieron piedras lisas, brillantes, negras, con vetas rojizas, y del tamaño de huevos. Y sin embargo no se rompió una teja, no se quebró una rama, no se resintió la huerta. Los animales ni siquiera se asustaron. No hubo noticia de nadie herido. Más que piedras, eran más bien como pompas sólidas que al caer producían una especie de chasquido de ultratumba, una dulce palmada gaseosa. Y dejaban charcos de un agua bermeja, cruda, metálica, casi crujiente, sobre la que daba gusto chapotear.
Las terribles consecuencias de robar una libreta Las techumbres ardieron unánimes, como los vómitos de un cráter. Toda la hacienda se consumió. Los animales murieron, y los niños y ancianos fueron ingresados, gravemente intoxicados. Y en el ojo de ese infierno, una vez acabado el trabajo de los bomberos, aún rabiaba el establo que desencadenó el incendio. Por lo visto algún caballo le había dado una patada a la lámpara de keroseno que el hijo mayor había llevado para alumbrarse. Tenían por norma en la familia utilizar siempre la linterna si había que ir por la noche al establo, pero es que precisamente esa noche la abuela se la había llevado a la bodega. ¿Para qué? Para buscar la cecina roja que la sirvienta había olvidado en la receta de la cena. Y era realmente excepcional que la buena sirvienta olvidara un ingrediente, pues siempre los apuntaba cuidadosamente en su libreta. Pero es que al parecer aquella tarde algún niño travieso se la había robado.
Choque frontal Dos hombres que no se conocen chocan de frente en un camino nocturno. Luego resulta que se llaman igual, y han nacido el mismo día. Se trata de una coincidencia excepcional, pero está documentada en los anales de los sucesos extraordinarios. Ha ocurrido en realidad, y más de una vez. Veamos, pues, las posibles explicaciones: La primera que se nos ocurre es la de los gemelos astrales: ajenos al trasfondo integrador de los arcanos, ni la más grosera evidencia les despertaría ahora. La segunda es el arreglo apresurado, ilegal, tramposo que hace nuestra percepción en el trance crítico; pues el todo implicado cuenta con que nadie verificará el consenso. Y una última teoría es la podredumbre de la soledad: a falta de un inmerecido milagro sexual nos resignamos al encontronazo con algún compinche nominal. En cualquier caso el ajuste es patético. Deshechos de una entropía frívola, inalcanzable, ninguno de nosotros aprovecha nunca la más mínima oportunidad.
El conocimiento En un colapso global es la Muerte la que grita: “¡Entrad en el otro mundo, bastardos invidentes, antes de que lo decrete yo!”. Colapso de niños hambrientos, colapso de recursos naturales, colapso de definitivos y atómicos infiernos. Sin conciencia, sin salud, sin precedentes, sin sueños lúcidos, sin tierra. Sin defensa ninguna contra la mente y su instinto de discriminación. Por eso el hombre de conocimiento es un agricultor.
Orfeo negro Apresado por sorpresa cuando dormía en su choza, maniatado con grilletes en las fauces de un navío que lo expatriaría para siempre, trasladándolo de continente; humillado en los mercados, apaleado, vejado, explotado sin piedad, finalmente Orfeo asesinó a sus amos e incendió la hacienda, y huyó en los lomos de una cebra esbelta a la que llamaban caballo. Tras semanas de escondite y de vértigo por el poniente, encontró al fin, en aquel bosque de plateados cedros, a esos gigantes rojos, guerreros como él, ardientes por la tierra y por la rabia hacia el hombre blanco. Cuenta la leyenda que era tan parecido el brillo de libertad que irradiaban sus miradas que tardaron en darse cuenta del pigmento que les diferenciaba.
Autor:
setegoytre
Página personal: http://setegoytre.bubok.com Página del libro: http://www.bubok.com/libros/195086/Cuentos-Brujos