Miércoles, 29 de octubre de 2008
Contra los mariposones “Es pasmoso que las personas corrientes se fijen tan poco en las mariposas”, decía siempre Vladimir Nabokov. Para demostrárselo a un amigo, un día que iban subiendo juntos una colina en Suiza, le preguntó a un mochilero que bajaba si había visto mariposas a su paso. “Ninguna”, contestó el mochilero, para estupor del acompañante de Nabokov, que veía un enjambre de ellas revoloteando entre los arbustos a espaldas del mochilero. En lo que sí se fija siempre la gente, en cambio, es en las personas que hacen el ridículo: “Y cuanto más viejo es el cazador de mariposas, más ridículo parece con la red en la mano”, reconoce Nabokov con resignación en sus memorias, donde confiesa los muchos aullidos de sorna que recibía de los coches que pasaban a su lado por caminos vecinales, y los críos diminutos que lo señalaban con el dedo a sus desconcertadas madres al verlo salir de la espesura, y el granjero que lo atrapó merodeando su propiedad y le señaló furioso el cartel de Prohibido pescar; y hasta la enorme yegua negra que lo persiguió dos kilómetros a campo traviesa en Nuevo México hasta que Vera lo rescató (Vera Nabokov adoró toda su vida los caballos y llevaba lleva ba siempre en su bolso terrones de azúcar, por si se cruzaba con alguno en su camino, durante las bizarras excursiones que hacía con su marido en busca de mariposas a lo largo y a lo ancho de Estados Unidos). Hoy sabemos que Nabokov no fue un mero amateur, sino un entomólogo calificado y profesional. De hecho, su primer trabajo al llegar a Norteamérica no fue como escritor ni como profesor de literatura, sino como conservador del Museo de Lepidopterología de Harvard. Y no fue una ocupación fugaz, ni una changa para salir del paso: estuvo siete años en el museo (desde 1940 a 1947), con un salario anual de mil dólares (que parecerá modesto pero no era poco para un inmigrante en los años de guerra, y, además, entomólogos tan calificados como él aceptaban trabajar por una paga simbólica de un dólar al año, con tal de figurar en la nómina n ómina de Harvard). Durante esos siete años, Nabokov pasó ocho horas diarias mirando órganos genitales de mariposas por el microscopio. Eso afectó su vista de forma permanente y lo obligó no sólo a dejar el puesto, sino a evitar los microscopios el resto de su vida (“Si me acercara a uno, creo que me ahogaría de nuevo en su brillante pozo”), pero no impidió que declarara hasta el fin de sus días que aquellos siete años “fueron los más emocionantes y deliciosos de mi vida adulta” (yo no le creo: me permito imaginar que tuvo momentos tan deliciosos, y por qué no emocionantes, para no decir lúbricos, cuando enseñaba en Wellesley, el exclusivo colegio secundario para señoritas donde era el único elemento masculino en el cuerpo docente). Lo cierto es que, por esa declaración y otra similar (“Hasta Lolita, se me consideraba
un
entomólogo
profesional
y
un
escritor
aficionado”),
hay
nabokovianos que sostienen que su ídolo fue para las ciencias naturales la misma luminaria que supo ser en el rubro literario. Y dedican sesudos ensayos y hasta libros enteros (con títulos como Lepidoptera Nabokoviana o El período azul de VN) 1
al peregrino esfuerzo de demostrar que fue un taxónomo genial, el más grande después de Darwin. Hay incluso quienes sostienen que fue aún más lejos que Darwin porque, por ejemplo, fotografiaba los órganos genitales de las mariposas desde distintos ángulos (y no desde uno solo, como hacían los demás) o porque sostenía que “el mimetismo de ciertas mariposas supera el afán de supervivencia y es una forma de belleza desarrollada por el animal por puro gusto” (lo que se dice una mariposa auténticamente nabokoviana) o porque su prosa técnica “es la más perfecta que ha existido jamás en el rubro” (y lo mismo dicen sobre esos dibujos más bien escolares en los que Nabokov reproducía los motivos y colores de las alas de las diferentes especies de mariposas que cazaba). Mis preferidos son dos. El primero es Paul Zaleski, quien sostiene que, así como el sexólogo Alfred Kinsey estuvo veinte años estudiando una clase de avispa (y fue ese estudio el que lo derivó a su legendaria investigación sobre el comportamiento sexual humano), se puede decir que los años y desvelos que dedicó Nabokov en Harvard a las diferencias entre la Velludita Fimbria Clara y la Velludita Fimbria Minor moldearon su estilo literario en inglés. El segundo es el holandés Joann Karges, quien sostiene que la Pieris Brassicae que aparece en Ada representa el ánima, la psique, el alma. Aun cuando el propio Nabokov insistiera en forma vehemente, en todos los reportajes que dio en su vida, que usar a la mariposa como símbolo le parecía una perversión, una profanación: “Me importa un bledo el significado esotérico de la mariposa y soy alérgico a la alegoría. Todas las mariposas de mis libros son reales, incluso las inventadas, y las puse ahí para darle veracidad a la escena”. Sin embargo, como bien se sabe, nunca se puede tomar del todo en serio a Nabokov: esa es una de las razones que lo hacen tan genial (y que lo l o redimen de ser un insoportable terminal). Ejemplo: unas páginas después de decir que es alérgico a la alegoría, el tipo puede escribir muy suelto de cuerpo que uno de sus momentos de éxtasis preferidos es “el que hace correr un misterioso estremecimiento por la base de esas alas que nos crecen en el centro de la espalda cuando nos asaltan recuerdos involuntarios”. En cuanto a su polifuncionalidad o presunto enfrentamiento entre su yo entomólogo y su yo literario, me limito a citar una frase de Mira los arlequines (una de sus más espléndidas novelas y la más autobiográfica sin duda): “En el mundo de los deportes no ha existido nunca, creo, un campeón mundial de esquí y de tenis. Yo he sido el primero en cumplir una hazaña comparable, en dos terrenos que son tan diferentes como la nieve y el polvo de ladrillo”. La jactancia es característicamente nabokoviana, pero es justo aclarar que Nabokov no se está refiriendo aquí en absoluto a la entomología y la literatura. No. Está hablando de la dualidad, verdaderamente titánica, que más lo desveló en vida, y que le ganó la inmortalidad: la de lograr escribir libros igualmente i gualmente formidables en ruso y en inglés.
Miércoles, 6 de mayo de 2009
El eslabón perdido 2
al peregrino esfuerzo de demostrar que fue un taxónomo genial, el más grande después de Darwin. Hay incluso quienes sostienen que fue aún más lejos que Darwin porque, por ejemplo, fotografiaba los órganos genitales de las mariposas desde distintos ángulos (y no desde uno solo, como hacían los demás) o porque sostenía que “el mimetismo de ciertas mariposas supera el afán de supervivencia y es una forma de belleza desarrollada por el animal por puro gusto” (lo que se dice una mariposa auténticamente nabokoviana) o porque su prosa técnica “es la más perfecta que ha existido jamás en el rubro” (y lo mismo dicen sobre esos dibujos más bien escolares en los que Nabokov reproducía los motivos y colores de las alas de las diferentes especies de mariposas que cazaba). Mis preferidos son dos. El primero es Paul Zaleski, quien sostiene que, así como el sexólogo Alfred Kinsey estuvo veinte años estudiando una clase de avispa (y fue ese estudio el que lo derivó a su legendaria investigación sobre el comportamiento sexual humano), se puede decir que los años y desvelos que dedicó Nabokov en Harvard a las diferencias entre la Velludita Fimbria Clara y la Velludita Fimbria Minor moldearon su estilo literario en inglés. El segundo es el holandés Joann Karges, quien sostiene que la Pieris Brassicae que aparece en Ada representa el ánima, la psique, el alma. Aun cuando el propio Nabokov insistiera en forma vehemente, en todos los reportajes que dio en su vida, que usar a la mariposa como símbolo le parecía una perversión, una profanación: “Me importa un bledo el significado esotérico de la mariposa y soy alérgico a la alegoría. Todas las mariposas de mis libros son reales, incluso las inventadas, y las puse ahí para darle veracidad a la escena”. Sin embargo, como bien se sabe, nunca se puede tomar del todo en serio a Nabokov: esa es una de las razones que lo hacen tan genial (y que lo l o redimen de ser un insoportable terminal). Ejemplo: unas páginas después de decir que es alérgico a la alegoría, el tipo puede escribir muy suelto de cuerpo que uno de sus momentos de éxtasis preferidos es “el que hace correr un misterioso estremecimiento por la base de esas alas que nos crecen en el centro de la espalda cuando nos asaltan recuerdos involuntarios”. En cuanto a su polifuncionalidad o presunto enfrentamiento entre su yo entomólogo y su yo literario, me limito a citar una frase de Mira los arlequines (una de sus más espléndidas novelas y la más autobiográfica sin duda): “En el mundo de los deportes no ha existido nunca, creo, un campeón mundial de esquí y de tenis. Yo he sido el primero en cumplir una hazaña comparable, en dos terrenos que son tan diferentes como la nieve y el polvo de ladrillo”. La jactancia es característicamente nabokoviana, pero es justo aclarar que Nabokov no se está refiriendo aquí en absoluto a la entomología y la literatura. No. Está hablando de la dualidad, verdaderamente titánica, que más lo desveló en vida, y que le ganó la inmortalidad: la de lograr escribir libros igualmente i gualmente formidables en ruso y en inglés.
Miércoles, 6 de mayo de 2009
El eslabón perdido 2
Es leyenda que sólo once personas asistieron al entierro de Marx en el cementerio de Highgate en Londres. Es leyenda también lo que dijo Engels frente al féretro: “Así como Darwin descubrió la ley de la evolución en la naturaleza, Marx descubrió la ley de la evolución en la historia”. Aunque no se conocieron personalmente, Marx y Darwin obligaron a la posteridad a unirlos: vivieron a sólo unos kilómetros de distancia durante buena parte de sus vidas, tenían conocidos comunes, los dos escandalizaron a su época, entre los papeles de Marx se encontró una nota de Darwin acusando recibo del primer tomo de El Capital en su edición alemana y, de aquellos once asistentes al entierro de Marx, sólo uno no era ni comunista ni familiar del muerto: un joven discípulo de Darwin llamado Erwin Ray Lankester. Pero la relación entre el padre del evolucionismo y el padre del comunismo terminó de fraguar en 1937, cuando Isaiah Berlin tiró una bomba con su brevísimo pero muy citado primer libro Karl Marx, su vida y su entorno. Según Berlin, Marx quiso dedicarle El Capital a Darwin y éste le contestó por carta que valoraba el gesto pero “preferiría que el volumen no estuviese dedicado a mi persona”. La carta de Darwin continuaba diciendo: “Aun así le agradezco el honor de enviarme su libro. Aunque nuestros estudios han sido tan diferentes, pienso que ambos deseamos la ampliación del conocimiento y así contribuir a largo plazo a la felicidad de la humanidad”. Según Berlin, en otra parte de la carta podía entreverse el motivo que llevaba a Darwin a rechazar la dedicatoria: “La argumentación directa contra el teísmo en general y contra el cristianismo en particular rara vez cumple el efecto que se propone sobre el público. La mejor manera de promover la libertad de pensamiento es mediante la iluminación gradual de las mentes a través de los avances de la ciencia”. Berlin veía allí una alusión directa de Darwin a la archiconocida frase de Marx: “La religión es el opio de los pueblos”. Curiosamente, Darwin casi no sabía alemán, el ejemplar de El Capital hallado en su biblioteca sólo tenía cortadas las hojas hasta la página 105 (las restantes ochocientas, incluyendo el índice, no fueron siquiera hojeadas) y la famosa frase de Marx sobre la religión no está en El Capital sino en su Contribución a una crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel. Por si todo eso fuera poco, Marx sólo admiró por breve tiempo a Darwin: poco después de leer l eer El origen de las especies, descubrió des cubrió la obra de un tal Tremaux y le escribió entusiasmadísimo a Engels que ese tipo iba mucho más allá que Darwin (Engels, que sabía bastante más de ciencias naturales que Marx, lo convenció con esfuerzo de que el francés Tremaux era un chantapufi). Pero, como Isaiah Berlin fue una de esas luminarias que parecían saberlo todo, el equívoco sobre la dedicatoria rechazada se mantuvo durante más de medio siglo: hasta los biógrafos de Marx y de Darwin lo repitieron como loros. Incluso hubo quien interpretó el hecho de manera delirante: un tal Schlomo Avineri escribió un ensayo en Encounter, la revista inglesa financiada por la CIA, sosteniendo que el plan de dedicarle El Capital a Darwin era una elaborada broma de parte de Marx; y el cavernario Paul Johnson escribió que lo que Marx le propuso a Darwin era un pacto con el diablo, que éste educadamente rechazó “como el caballero que era”. Hasta el fin de su vida Berlin se asombró, con el histrionismo que lo caracterizaba, de que siguiera reeditándose y tomándose en serio su librito sobre 3
Marx, pero murió sin enterarse de la magnitud de la gaffe que había cometido. Lo que se sabe hoy es que Berlin, además de haber leído menos de El Capital que el propio Darwin (como él mismo confiesa en sus diálogos con Michael Ignatieff: “A Marx le hacemos el honor de atacarlo pero no de leerlo”), citó en su libro dos cartas distintas de Darwin como si fueran una sola. Lo hizo involuntariamente, por supuesto (era joven, era su primer libro). Pero tuvo la mala suerte de que una de esas dos cartas de Darwin no estaba dirigida a Marx. La historia es así: en 1895, a la muerte de Engels, Eleanor Marx recibió las cartas y manuscritos de su padre y continuó la tarea de ordenarlos con ayuda de su amante, Edward Aveling. Este tipo Aveling había escrito en 1880 un librito de divulgación sobre el evolucionismo (The Student’s Darwin) para la Biblioteca Atea Libertaria de Annie Bessant. Aveling quiso dedicarle el libro a Darwin y le escribió; Darwin se opuso, educada y firmemente. Esa carta (sin sobre, escuetamente encabezada “Dear Sir” y sin ninguna mención explícita al libro en cuestión) fue traspapelada por Aveling y quedó anónimamente en el Archivo Marx, hasta que Berlin “la descubrió” en 1937. Pero incluso desactivado el equívoco generado por la dedicatoria, quedaba todavía un eslabón perdido en la relación entre Marx y Darwin: ¿qué hacía en el entierro el biólogo evolucionista E. Ray Lankester, el único de los once asistentes que no era ni familiar de Marx ni comunista? La pregunta obsesionó tanto al gran Stephen Jay Gould que en su último libro (Acabo de llegar, entregado sólo semanas antes de morir en el 2002) ofrece la única biografía de Lankester llegada hasta nosotros. E. R. Lankester era, el año en que enterraron a Marx, el principal discípulo de Darwin y biólogo de mérito propio a pesar de su juventud. Llegaría a ser titular de la cátedra de Anatomía Comparada en Oxford, miembro de número de la Royal Society y director del British Museum, el puesto más poderoso y prestigioso de su tiempo. En 1880, año en que conoció a Marx, el joven Lankester venía de desenmascarar en público al falso médium espiritista Henry Slade. A continuación había viajado a París, dispuesto a hacer lo mismo con Charcot, creyendo que usaba los mismos trucos que Mesmer (en cambio, se hicieron amigos para siempre). Lankester era joven, era peleador, era un racionalista extremo, y Marx en sus últimos años prefería los jóvenes a sus viejos amigos (con quienes discutía amargamente por cualquier cosa). Ese es el Lankester que estuvo despidiendo a Marx aquella mañana helada de marzo de 1883. A Lankester nunca se le conocieron simpatías de izquierda, ni entonces ni después. Al contrario; con el tiempo se volvió cada vez más retrógrado. Opositor al voto femenino, crítico despiadado de la democracia (“No se puede ni guiar ni ayudar al populacho en su impotencia ciega”), solterón empedernido, confidente en sus últimos tiempos de la gran bailarina Anna Pavlova, epítome del homosexual reprimido victoriano, Lankester terminó sus días escribiendo pomposas columnas semanales de divulgación científica en el Times de Londres. Y nunca, nunca en su vida le dijo a nadie que había frecuentado a Karl Marx en sus últimos años y que era uno de los once que estuvieron en su entierro. No se lo mencionó ni siquiera a uno de sus ex alumnos preferidos, el legendario pionero de la genética J. B. S. Haldane, que fue toda su vida un fervoroso comunista.
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Cuando se cumplieron cincuenta años del entierro y el Instituto Marx-Engels de Moscú le escribió pidiéndole su testimonio (Lankester era el único de los once asistentes que quedaba con vida), respondió que no tenía ningún comentario personal que hacer sobre el asunto. Y se murió ahí nomás, en 1934. De manera que la única persona en el mundo que conocía a Marx y a Darwin se llevó a la tumba sus impresiones sobre ambos. Y esto es lo que el pobre Stephen Jay Gould, que según propia confesión se pasó media vida obsesionado por ese enigma, logró descubrir antes de irse él también al otro mundo. Por allá andará, seguramente, persiguiendo sin cuartel a Lankester para que le hable aunque sea un poco de Darwin y de Marx.
Viernes, 24 de julio de 2009
Una modesta proposición Difícil pensar en alguien más lejano a Roberto Arlt que el ilustre políglota George Steiner. Allí donde Arlt se sentía un ignorante y un resentido, Steiner ha adorado siempre su reflejo en el espejo (“Nací en París, me educaron en tres lenguas, estudié en Harvard y Oxford, di clases en Cambridge, Ginebra, Princeton, Yale, la Sorbona, Bolonia, Siena, Berlín, Praga y Copenhague”). Sin embargo, Steiner ha creído toda su vida en la misma ética del esfuerzo que Arlt resumió en la frase: “El futuro será nuestro por prepotencia de trabajo”. Steiner es un miembro conspicuo de la tribu de los que sienten que un día sin escribir es un día perdido. Así ha llegado a los ochenta años. Y ha de andar sintiendo el aliento de la parca muy cerca de su cuello, porque acaba de publicar un libro titulado Los libros que nunca he escrito, donde cuenta, en siete capítulos, lo que habrían sido los siete libros que quiso escribir y no le dio el tiempo, o el conocimiento, o el coraje, para hacerlo. No juzgo los otros seis, pero puedo dar fe de que uno de esos siete es evidentemente una asignatura pendiente para Steiner. Se trata de “la cuestión educativa”. Steiner es un mandarín del mundo del conocimiento: su inteligencia y erudición muchas veces han dejado sin habla a sus lectores. Otras veces han corrido a la par de su vanidad y exhibicionismo intelectual pero, por encima y por debajo de su divismo, Steiner es un profesor, un gran profesor, un tipo que s e ha pasado la vida en el frente educativo. La transmisión del conocimiento es un valor supremo para él. Razón por la cual es un poco imperdonable que en todos estos años haya hecho diagnósticos apocalípticos sobre el estado de la enseñanza, al estilo de otros mandarines de la cultura, pero nunca haya ofrecido el menor aporte constructivo al problema. Ahora, sin embargo, con ochenta años cumplidos y apelando a un astuto dispositivo de camuflaje (contar los libros que no escribirá), Steiner por fin se mete con la cuestión educativa y propone cuatro pautas básicas para una pedagogía alternativa a la actual que, a mí al menos, me parecen tan novedosas que algún defecto han de tener porque, en caso contrario, ya tendrían que estar aplicándola en alguna parte del mundo, al menos como globo de ensayo. 5
Para empezar, y pese a definirse como un humanista terminal, Steiner cree que es ilusorio seguir añorando, en el proceso educativo, lo que él llama la cultura letrada (en inglés, literacy). La pantalla electrónica se ha convertido en el nuevo espejo del hombre: el rito de pasaje de la ignorancia al saber, hoy, consiste en la alfabetización informática (lo que Steiner llama numeracy). Por alfabetizado, Steiner entiende al egresado de la escuela secundaria con capacidad para estar al tanto y poder responder a los desafíos y a las oportunidades del mundo actual. Casi no hay mecanismo del mundo actual en el que las operaciones matemáticas (que son el abecé de la informática) no desempeñen un papel importante. Sin embargo, para la inmensa mayoría, “la matemática es un repelente misterio o un vago recuerdo de clases escolares pésimamente dadas y gustosamente olvidadas”. La pérdida va más allá de lo pragmático: Steiner sostiene que es en el reino de los números donde es más fácil de ver la equivalencia entre verdad y belleza (Leibniz decía que el álgebra “es la música que Dios tararea para sí mismo”). Pero para ello es necesario que la matemática se enseñe “históricamente”: es decir, exponiendo la historia intelectual de la mente humana de una solución a otra, incluyendo los fracasos, las frustraciones, las rivalidades, incluso los desafíos que quedan sin develar. “Despertemos al estudiante a la inagotable diversión y provocación de lo no resuelto y habremos abierto de par en par el acceso a los mares del pensamiento”, dice Steiner, después de recordarnos la frase de Heidegger: “La ciencia es aburrida porque sólo ofrece respuestas”. A cualquiera que tenga relación con la música le resultará evidente la relación entre ésta y la matemática: la notación musical y los números son las únicas dos lenguas universales que tenemos. Dos personas que no hablan el mismo idioma pueden entenderse a través del pentagrama o las fórmulas matemáticas. La música, como bien sabemos, no se limita a ofrecer respuestas y por eso logra efectos que a la matemática le están vedados (terapéuticos, por ejemplo). Pero, a diferencia de la matemática, la música no se puede explicar. Salvo quizás a través de la danza, como creían los derviches. O a través de la arquitectura, nos dice Steiner. La arquitectura ha sido definida como música congelada y también como geometría en movimiento. Pero en un terreno concreto también permite enfrentarse a los dilemas cardinales de la vida contemporánea, desde lo económico a lo ecológico. Incluso nos permite dilucidar “qué ideales podemos albergar todavía en materia de justicia social y asistencia sanitaria”, dice Steiner. Y así llega al cuarto elemento del sistema de alfabetización que propone: una introducción a la biogenética. El descubrimiento del genoma promete mutaciones de la condición humana que reformularán la política, el derecho e incluso la ética. Redefinirán la memoria, la identidad, la responsabilidad personal y la expectativa de vida. “Toda conciencia adulta y responsable necesitará tener acceso, aunque sea a nivel introductorio, a los conceptos de la nueva alquimia. O quedará excluida de todos los debates importantes de nuestra sociedad”, dice Steiner. En suma, podría llegar a rescatarse la educación del naufragio en que se encuentra desarrollando un programa de estudios basado en esos cuatro puntos: la matemática, la música, la arquitectura y la ciencia de la vida, enseñadas en lo posible históricamente y desde la primera enseñanza, con la computadora tejiendo las contigüidades entre esos cuatro ámbitos, para que 6
interactúen con la mente, la imaginación y el sentido lúdico de cada alumno (ya que, según Steiner, su proposición garantiza sorprendentes posibilidades de diversión y deleite estético). Beckett decía que la vida consiste en fracasar, y fracasar de nuevo, y otra vez, tratando de fracasar mejor en cada caso. El sistema educativo actual ha demostrado de sobra ya su ineficacia. ¿No es hora de arriesgarnos a fracasar mejor? ¿Por qué no intentar de una vez que la educación intente hacer lo que siempre debió: abrir las puertas hacia adentro de cada alumno? Esa es la modesta proposición del profesor Steiner después de toda una vida dedicada a la transmisión del conocimiento.
Viernes, 18 de septiembre de 2009
Cuestión de ojo En 1958, John Huston le ofreció a Jean-Paul Sartre 25 mil dólares para que le escribiera un guión sobre Freud. Huston ya había dirigido en Broadway una obra de Sartre (A puerta cerrada) y mostrado interés en filmar otra (El diablo y Dios) y le importaba poco que Sartre tuviera poco respeto por el psicoanálisis. Lo suyo era un típico pálpito de director de cine: Sartre era el candidato ideal para escribir ese guión porque lo que Huston quería filmar era la historia de cómo Freud se había convertido en Freud (es decir, esos siete años de fracasos sistemáticos desde que empezó con la hipnosis hasta que se internó en la interpretación de los sueños propios y ajenos), y pocas personas, según Huston, encarnaban mejor la máxima sartreana “El infierno son los otros” que Freud tratando a sus primeros pacientes ante la mirada hostil de la parentela de esos pacientes, de sus colegas médicos y de toda la sociedad vienesa de su tiempo. La idea de Huston era bien norteamericana (Freud como detective de la psique, superando mil obstáculos hasta la triunfal develación del enigma). Sartre mordió el anzuelo por el motivo inverso: el desvelo excluyente de su Freud no era curar las neurosis, sino exponer a la luz del día los secretos y miserias de la burguesía vienesa. Sartre envió una sinopsis de 95 páginas que a Huston le fascinó (aunque las sinopsis de guión no superan nunca las quince páginas). Tres meses después llegó la primera versión del guión y Huston empezó a preocuparse: “La copia mecanografiada era más gruesa que mi muslo”. Así que invitó a Sartre a su castillo en Irlanda para trabajar juntos y de esa manera empezó la amarga comedia que deberían haber escrito y filmado en lugar de la vid a de Freud. No más llegar, Sartre le escribe a Simone de Beauvoir: “No puedo decir que me aburra, Castor, hay que vivirlo todo al menos una vez. No he salido desde que llegué. La ciudad más cercana está a medio día de viaje. Miro los kilómetros y kilómetros de nada que nos rodean y, si no fuera por el pasto, diría que tiraron la bomba atómica. En cuanto al castillo, cada habitación rebalsa de objetos incongruentes: Cristos mexicanos, lámparas japonesas, el Monet más feo que he 7
visto en mi vida... H dice que vive aquí por la naturaleza, pero lo hace para evadir impuestos”. Huston, por su parte, escribió en su autobiografía: “Al principio admiré su habilidad para tomar notas mientras hablaba, pero después entendí que era imposible interrumpirlo. No paraba ni siquiera para tomar aire. Más lo miraba y más me convencía de que era el hombre más feo que había visto en mi vida. A veces me agotaba tanto, que tenía que salir de la habitación, y el murmullo de su voz me seguía por los pasillos, y cuando volvía a entrar él ni se había dado cuenta de mi ausencia”. Todo el equipo reunido por Huston entendía y hablaba francés, pero después de cada jornada de trabajo salían del salón con los ojos vidriosos y la mente en blanco. En determinado momento, Huston trató de hipnotizar a Sartre (técnica que había aprendido en el psiquiátrico donde filmó en 1945 el documental Let there Be Light, sobre las secuelas de la guerra en los soldados que volvían del frente). Le fue imposible. Sartre, por su parte, trató de que el cineasta le confesara qué cosas creía tener en su inconsciente. Le fue imposible (“Ayer H confesó que en su inconsciente no hay nada, ni siquiera viejos deseos inconfesables. No logro entenderlo. No me habla. No me mira. Huye del pensamiento, dice que le entristece”). Un día, Sartre amaneció con un terrible dolor de muelas. Huston ofreció trasladarlo a la civilización (léase Nueva York: ni en Dublín ni en el Londres de posguerra había odontología decente, según Huston). Sartre dijo que le bastaba un dentista del pueblo. Como Huston no conocía ninguno, Sartre encontró uno por las suyas, se hizo sacar la muela en cuestión de minutos y volvió aliviado al castillo. Cosa que llevó a Huston a comentar a su equipo: “Un diente de más o de menos es una cuestión intrascendente en el universo de un existencialista”. Finalmente, Sartre volvió a París y prometió enviar una nueva versión del guión. La que había llevado al castillo de Huston tenía cerca de cuatrocientas páginas (está publicada, es una gloria, se llama Freud, a secas). La que envió dos meses después era más larga aún, Huston optó por encerrarse con Wolfgang Reinhardt y Charles Kaufman (sus dos colaboradores en el documental de 1945) y le mandó a Sartre el guión convenientemente reducido. Este contestó una carta más larga que todo el guión, exigiendo que retiraran su nombre de los créditos, aunque buena parte del guión siguiera utilizando material suyo, por ejemplo el personaje de Cecily, que Sartre había compuesto basándose en tres de las pacientes iniciales de Freud y que quería que interpretase Marilyn Monroe. La idea era brillante. Pero Anna Freud, que supervisaba el tratamiento psicológico de Marilyn, le prohibió aceptar (además, desacreditó la película cuando se estrenó, razón por la cual, cuando Marilyn murió pocos meses después, Huston declaró: “No la mató Hollywood: la mataron sus psiquiatras”). El papel de Cecily cayó en manos de la inglesa Susannah York y el de Freud fue para Montgomery Clift. Huston creyó que sería útil para la película que ambos actores tuvieran experiencia como pacientes de psicoanálisis. Fue al revés: tanto la York como Monty pretendieron reescribir sus escenas. Con la York no fue tan grave (Huston la prefería contrariada y se limitó a reducirle al máximo sus parlamentos). Con Monty el problema fue mayor: después del rodaje de The Misfits había tenido 8
un accidente automovilístico que lo había dejado con severas limitaciones corporales y faciales. En su guión, Sartre había hecho obsesivo hincapié en la mirada penetrante del creador del psicoanálisis, y Monty le aseguró a Huston que podía hacer a Freud casi enteramente con los ojos. Huston pidió a su director de fotografía que hiciera la mayor cantidad posible de primeros planos, cosa que permitió disimular no sólo la torpeza motriz de Clift, sino también los cartelitos con textos auxiliares que sembraban por todos lados, ya que los cócteles de tranquilizantes y alcohol que tomaba Monty para paliar sus dolores corporales le impedían aprenderse sus parlamentos. El rodaje fue un calvario. La mitad del equipo técnico culpaba a Huston por torturar a sus actores; la otra mitad decía que Monty boicoteaba la película por tener que actuar con la York en lugar de Marilyn. En lo único que coincidían todos era en el extraordinario efecto que tenían aquellos primeros planos de Clift, y allí depositaron todas sus esperanzas. “Era imposible no admirar el talento de Monty cuando se le encendían los ojos”, escribió Huston en su autobiografía. La película se estrenó por fin en 1962 y las críticas no fueron tan malas de entrada... hasta que la prensa amarilla de Los Angeles se hizo un festín anunciando que Montgomery Clift se operaba de cataratas: a eso se debía en realidad la mirada alucinada que le había dado a su Freud.
Viernes, 9 de octubre de 2009
Hijo de papá Una hermosa mañana de otoño de 1980, Vera Nabokov recibió una llamada telefónica en sus habitaciones del Montreux Palace Hotel, avisando que su hijo Dimitri no podría almorzar con ella debido a un “pequeño” accidente. En realidad, Dimitri había destrozado su Ferrari 308 GTB contra un parapeto en la autopista entre Lausanne y Montreux. Con el cuello fracturado y quemaduras de tercer grado en el 40 por ciento de su cuerpo, fue ingresado de urgencia al Hospital de Lausanne, adonde permaneció las siguientes cuarenta semanas, primero en terapia intensiva, después en el Pabellón de Quemaduras Graves (donde lo sometieron a seis injertos de piel) y por fin en el ala de Rehabilitación. Menos de tres años antes, en otro sector de ese mismo hospital, Vladimir Nabokov había expirado pacíficamente, tomado de la mano de su mujer y de su hijo. Cuando subieron al auto de Dimitri para irse del hospital, Vera rompió el mutismo con que había enfrentado los trámites y los pésames. Mirando ciegamente el cielo por la ventanilla, dijo: “Alquilemos una avioneta y matémonos”. No había derramado una sola lágrima hasta entonces y, en cuanto hubo pronunciado esas palabras, recuperó la compostura que había tenido durante toda su vida. Hoy sabemos que, en aquellos últimos instantes de vida, Nabokov le había ordenado a Vera destruir la novela que dejó inconclusa cuando se lo llevaron al 9
hospital. En una carta de mayo de 1977 hablaba “del manuscrito que no me gustaría dejar inconcluso a causa de esta enfermedad, y que en mis delirios nocturnos he recitado entero más de cincuenta veces para un auditorio compuesto por unos faisanes, y mis padres muertos, y dos cipreses, y unas devotas enfermeras, y un médico de la familia tan viejo que ya es casi invisible”. Agregaba que sus “accesos de tos y tropiezos verbales hacen de esta lectura un acontecimiento mucho menos triunfal que el que espero que tenga la versión definitiva entre los lectores inteligentes, cuando sea adecuadamente publicada”. No hubo versión definitiva, no hubo publicación adecuada, no hubo siquiera conclusión: pero sí título (The Original of Laura) y 138 fichas de cartón escritas a ambos lados, en lápiz, con letra abigarrada y asombrosamente prolija (el procedimiento habitual que usaba Nabokov para redactar todas sus novelas, antes de pasarlas a una dactilógrafa). En los catorce años que siguieron, Vera Nabokov no logró juntar coraje para cumplir el último deseo de su marido. Cuando estaba por morir, en 1991, le confesó a su hijo que las 138 fichas de The Original of Laura estaban guardadas en una caja de seguridad de un banco de Ginebra y le transfirió la llave y el difícil encargo. Dimitri, devenido heredero universal y albacea de la obra de su padre, comentó el asunto con Brian Boyd, el biógrafo de Nabokov. Este le confesó que Vera le había permitido una vez leer The Original of Laura (pero en su presencia y sin derecho a tomar notas). Dimitri le preguntó qué opinaba del texto. Boyd dijo que había tenido que leer a las apuradas e incómodo por la mirada vigilante de Vera y que le había parecido fulgurante, pero fragmentario y trunco. Dimitri no habló más del tema. Boyd mencionó el episodio en una nota al pie cuando apareció el segundo tomo de su biografía de Nabokov. Pasaron diez años sin que nadie reparara en el asunto hasta que, en 2005, un tal Ron Rosenbaum escribió en la revista Slate una nota titulada “Dimitri: por lo que más quieras, ¡no lo quemes!”, en la que anunciaba al mundo que el hijo de Nabokov estaba a punto de destruir el último libro de su padre y convocaba a los lectores a votar online si el libro debía destruirse o publicarse. El resultado fue abrumadoramente favorable a la publicación y Dimitri, que no da reportajes hace treinta años, tuvo que salirle al paso. Primero aseguró que nunca se le había cruzado por la cabeza destruir The Original of Laura, que en su opinión era “el destilado más puro de creatividad de mi padre” y pudo ser “su novela más brillante, más radical y original”. Pero la trama tocaba fibras extremadamente delicadas en el terreno autobiográfico y, cada vez que él se topaba con las “necedades criminales” que escribían ciertos lolitólogos (la última: que su padre había sido abusado en la infancia por su querido tío Ruka y de ahí le venía la pedofilia), pensaba que la memoria de su padre sólo descansaría en paz cuando se le garantizara que no quedaba más pasto para las fieras; es decir, cuando se destruyera todo lo que quedaba inédito, empezando por The Original of Laura. “¡Sacrilegio!”, aullaron los nabokovianos. Dimitri los ignoró nabokovianamente. Hasta el accidente de 1980, Dimitri era cantante de ópera. Sus padres le habían sugerido que estudiara Derecho. El dinero de Lolita permitió que fuera a Harvard y después, cuando decidió dedicarse a la lírica, a los conservatorios de Milán y Reggio Emilia, donde en 1961 fue elegido mejor bajo en una competencia en la que un tal Luciano Pavarotti ganó como mejor tenor. Compartieron escenario haciendo La 10
Bohème y nunca más volvieron a cruzarse. Pero, en los veinte años siguientes, la prensa italiana siguió de cerca la carrera de Dimitri como playboy y piloto de carreras amateur; hasta lo bautizó “Lolito”. En cuanto a la lírica, después de cantar el Réquiem de Verdi en Duluth (Minnesota), Dimitri “aceptó la invitación” de su padre para colaborar con él en la traducción al inglés de las novelas que Nabokov había escrito en ruso de joven. Cuando murió su padre, Dimitri siguió traduciendo por las suyas y amplió su área de influencia: con la caída de la URSS empezó a verter al ruso los libros que su padre había escrito en inglés y hasta se animó a traducir algunos al italiano (el sentimiento es correspondido: tanto en Rusia como en Italia lo adoran “como a un hijo adoptado” y le han pedido reiteradamente que deje Suiza y fije residencia con ellos). Una polineuritis lo confinó a una silla de ruedas en el año 2000. Desde allí lidia, con saña y sorna, con los lolitólogos y los periodistas que dan noticias sobre Nabokov. A ambos dejó de una pieza cuando anunció que The Original of Laura se publicará el próximo 17 de noviembre (el anticipo exclusivo del libro lo dará Playboy en su número del mes que viene). Eso no es todo: el libro reproducirá en forma facsimilar las 138 fichas de Nabokov, una por página. Debajo de cada ficha se podrá leer la transcripción en letra de molde del texto manuscrito, acompañado de los comentarios de Dimitri. Existe un libro muy pero muy parecido: es una novela también, tiene un autor muerto que deja un libro escrito a mano, en fichas, y hay, como en Laura, un responsable de comentar las fichas, de aclarar al lector lo que no se entiende, de mantener la pureza del texto, pero a ese comentarista le importa muchísimo más ocupar el centro de la escena que darle ese lugar al texto que comenta. El libro se llama Pálido fuego y, como recordarán los memoriosos, su autor es Vladimir Nabokov.
Viernes, 19 de febrero de 2010
El infierno desde adentro En junio de 1956, Nikita Kruschev y el mariscal Tito se reunieron en un vagón especial del tren que unía Moscú con Kiev. No había intérprete, no habían llegado aún al momento de poner por escrito lo que se conversaba, pero ambos líderes estaban flanqueados por sus hombres de confianza. La agenda era amplia: no eran pocas las diferencias ideológicas acumuladas durante los ocho años del cisma yugoslavo de Moscú. En determinado momento, Tito le alcanzó a Kruschev por encima de la mesa una lista de nombres. “Son los 113 miembros del partido yugoslavo que nunca volvieron de la URSS. Nos gustaría saber qué ha sido de ellos.” Kruschev entregó la lista a uno de sus hombres sin mirarla y dijo: “Tendrá una respuesta en dos días”. Exactamente cuarenta y ocho horas después, mientras ambos líderes fumaban sendos cigarros y brindaban por el buen resultado de las negociaciones, Kruschev sacó aquel papel de su bolsillo y murmuró detrás de una 11
nube de humo: “Cien de estos hombres están muertos”. El resto, agregó, podría volver a Yugoslavia en cuanto la maquinaria de la KGB los locali zara, a lo largo y lo ancho del territorio soviético. Kruschev se refería por supuesto a los gulags de Siberia, donde unos meses más tarde la KGB localizó entre los muertos vivos de Krasnoyarsk al austríaco nacionalizado yugoslavo Karlo Stajner, quien luego de cumplir veinte años de trabajo forzado había sido sentenciado a exilio interno de por vida en Siberia. Stajner aceptó la buena nueva de su liberación con la misma parsimonia de hierro con que llevaba resistiendo veinte años en el gulag. Pero creyó con ingenuidad que su liberación se debía a una carta que había escrito a su amigo Josip Broz once años antes, luego de asistir, junto al resto de los prisioneros del campo de Malakovo, a una función de cine (en realidad, de noticieros sobre el resultado de la guerra) durante la cual se mostraron breves imágenes de la liberación de Belgrado por la coalición de fuerzas partisanas y soviéticas encabezadas por el mariscal Tito, a quien Stajner conocía desde los tiempos en que ambos reclutaban voluntarios en París para ir a pelear a la Guerra Civil Española (de hecho, habían sido los republicanos españoles quienes bautizaron con ese nombre a Tito porque se trabucaban al pronunciar su verdadero nombre: Josip Broz). La biografía de Stajner es la de muchos centroeuropeos que formaron parte del Komintern, o Internacional Comunista, ese brioso caballo de Troya que marchó mansamente a su autodestrucción en el aciago período entre la Guerra Civil Española y el pacto Hitler-Stalin. Stajner era austríaco, hijo de padres proletarios, ingresó en la adolescencia en las juventudes comunistas, cambió su nombre natal cuando se hizo yugoslavo (de Carl Steiner pasó a llamarse Karlo Stajner) y, a causa de su temeridad para realizar misiones secretas y sus habilidades como organizador de imprentas clandestinas, sufrió encarcelamiento en Viena, Berlín, París y Zagreb (los revolucionarios consideraban el paso por la prisión como sus años “de universidad”, ya que esos períodos de cautiverio les servían para que los más veteranos les enseñaran lo que ellos no habían tenido tiempo de aprender allá afuera). En 1936 Stajner logró llegar a Moscú, se reportó a las oficinas del Komintern y recibió un inesperado nombramiento como jefe de la rama balcánica de la Imprenta Internacional Comunista, donde se destacó por su trabajo sin descanso hasta que, una noche, fue arrancado del catre que tenía en su oficina por agentes de la NKVD, juzgado sumariamente como contrarrevolucionario y enviado a los gulags. En el infierno de las islas heladas, Stajner se impuso a sí mismo una obligación: sobrevivir, resistir como fuese, “para dar algún día testimonio al mundo, en especial a mis camaradas de partido, de la terrible experiencia que me tocó vivir”. A su regreso a Yugoslavia se sentó a escribir y en menos de un año tuvo listo el manuscrito de Siete mil días en Siberia. A diferencia de Solzhenitzyn (que terminó su Archipiélago Gulag el mismo año en que nuestro personaje puso punto final a su manuscrito, en 1958), Stajner prohibió que su libro se publicara en Occidente antes de ver la luz en su país. Eso lo obligó a esperar otros catorce años, soportando sin perder la paciencia infinitas posposiciones y misteriosas pérdidas de su manuscrito en oficinas editoriales de Belgrado y de Zagreb. Había tenido la precaución de 12
enviarle una copia a su hermano en Lyon pero, a lo largo de esos años, rechazó ofertas de Francia, Italia, Alemania e Inglaterra, por gratitud personal hacia Tito, el hombre que le había salvado la vida, y por disciplina hacia el partido del cual era miembro desde 1919. Cuando Siete mil días en Siberia se publicó finalmente en Yugoslavia, en 1972, obtuvo, para sorpresa de muchos, el codiciado premio Kovacic al Libro del Año. Pero a Stajner lo tenían sin cuidado los honores literarios en la misma medida que las prebendas políticas: nunca pidió ni esperó nada del partido, nunca volvió a ver a Tito, ni intentó hacerlo, tal como en su libro había evitado toda deliberación ideológica. Sin embargo, cuando en la traducción norteamericana de Siete mil días en Siberia se eliminó aquella mención a “mis camaradas de partido” en el celebérrimo párrafo donde Stajner se imponía a sí mismo la obligación de sobrevivir al gulag para dar testimonio), fue como si le hubieran cercenado el centro neurálgico del libro y repudió la traducción. Nadie pudo entender esa lealtad indeclinable de Stajner a Tito y al partido. Es improbable que creyera que el uno y el otro habían logrado dar a Yugoslavia aquello que soñaban en los tiempos juveniles en que todos ellos integraban esa cofradía utópica llamada Komintern. Era otra cosa, que el gran Danilo Kis (quien aseguró repetidas veces que habría sido incapaz de escribir su obra maestra, Una tumba para Boris Davidovich, sin la lectura de Siete mil días en Siberia) adivinó, cuando dijo que hay sólo dos libros que deberían ser lectura obligatoria si se pretende que la especie humana no vuelva a tocar el fondo moral que tocó en el siglo veinte: esos dos libros son Si esto es un hombre de Primo Levi y Siete mil días en Siberia de Stajner. Y, según Kis, lo que hace únicos a esos libros es que tanto el uno como el otro se abstienen de toda monserga ideológica en sus páginas: simplemente internan al lector, en el gulag y en Auschwitz, para que experimenten el infierno desde adentro y así aprendan eso que sólo puede entenderse con el cuerpo, con cada partícula del cuerpo, además de la mente, para que nos sirva de algo.
Jueves, 17 de junio de 2010
El huevo de la serpiente Una mañana de 1918, un hombre se presentó en la puerta del soviet de Petrogrado y dijo: “Soy Malinovski, el provocador. Le ruego arrestarme”. Era el tremendo Año Uno de la Revolución Rusa: guerra civil, sabotajes, complots, atentados contra Lenin, ejecuciones y fusilamientos diarios. Y aquel desconocido que pedía ser arrestado encarnaba en sí mismo toda esa vorágine: Rodino Malinovski había sido el principal representante bolchevique en la Duma (Parlamento zarista), el hombre que transmitía en Rusia las palabras desde el exilio de Lenin, el militante de impecable trayectoria, iniciada cuando purgó cárcel de jovencito y coronada fuera de presidio, cuando fue enviado a la conferencia 13
bolchevique de Praga en 1912, accedió luego al Comité Central del partido y finalmente ocupó su banca en la Duma. El pequeño detalle es que Malinovski era a la vez agente de la Ojrana, la policía secreta zarista, que llegó a tener 40 mil agentes en su filas, entre infiltrados, espías, soplones y vigilantes. De hecho, fue la colaboración en las sombras de la Ojrana lo que permitió a Malinovski acceder a la Duma, quien para entonces ya había logrado entregar a Miliutin, a Noguin, a María Smidovich y hasta al propio Stalin a sus emple adores, y cuando creyó que estaba por ser descubierto se esfumó en la guerra (debidamente recompensado por la Ojrana). Capturado por los alemanes, recuperó su ardor revolucionario en el campo de prisioneros y, cuando fue liberado, retornó a Rusia, no para sumarse a la revolución sino para que la revolución lo juzgara, lo condenara y lo ejecutara. “He sufrido enormemente con mi existencia dual. No comprendí cabalmente la revolución, me dejé ganar por la ambición, merezco ser fusilado. Pero con la revolución en mi corazón”, dijo en el estrado. El tribunal le concedió su pedido: lo condenó a muerte. Pero esa noche, cuando era trasladado por los pasillos del Kremlin, Malinovski cayó muerto de un balazo en la nuca. No por condenarlo a muerte iban a darle el gusto de fusilarlo: lo mataron por la espalda, la muerte que merecían los agentes provocadores. El caso de Salomón Ryss es su contracara: Ryss organizó un grupo terrorista sumamente audaz por órdenes expresas de la Ojrana. Tan literal fue en el cumplimiento de sus órdenes que terminó realizando verdaderos atentados antizaristas, que adjudicaba a otros grupos cuando informaba de ellos a la Ojrana. Lo insólito del caso es que la Ojrana lo valoraba tanto que, cuando Ryss cayó en una redada, organizó su evasión de la cárcel, ordenando a dos gendarmes que colaboraran (quienes luego fueron llevados a consejo de guerra y condenados a trabajos forzados). Ryss fue finalmente capturado en el sur de Rusia, cuando ya sus propios compañeros terroristas desconfiaban de él. Fue juzgado y condenado a muerte por la Justicia del zar al mismo tiempo que, in absentia, era condenado a muerte por su grupo revolucionario. A diferencia de Malinovski, Ryss sí fue fusilado: tuvo una muerte revolucionaria. Víctor Serge descubrió estas historias cuando, en aquel frenético Año Uno de la Revolución, se sumergió en los archivos de la Ojrana con orden de “informar públicamente al pueblo soviético” sobre lo que hallara en las entrañas de la bestia. En 1921, Serge publicó en el Boletín Comunista un informe titulado “Lo que todo revolucionario debe saber sobre la represión”, hoy un clásico en los estudios de redes sociales. Contaba allí que los funcionarios de la Ojrana redactaban un informe pormenorizado de cada uno de sus casos, que se hacían imprimir en ediciones de únicamente dos ejemplares: uno era para el zar, el otro quedaba en “el gabinete negro”, una sala secreta de la Ojrana que contenía aquella biblioteca de ejemplares únicos. Tan únicos eran aquellos informes que, en manos revolucionarias, anunciaba Serge al público soviético en 1921, podrían servir para reconstruir la historia del movimiento anarquista en Rusia, “algo extraordinariamente difícil, a causa de la dispersión e insularidad de los grupos anarquistas y de las pérdidas inauditas que sufrió el movimiento hasta su desintegración”.
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Aún eran tiempos en que los que habían dado su vida por la revolución eran héroes y el propio Serge era todavía apreciado por el régimen a pesar de su pasado anarquista. Década y media después, acusado de disolvente y contrarrevolucionario, sufriría cárcel y exilio en Siberia, hasta que el clamor europeo por su liberación agotó a Stalin (Serge había nacido en Bélgica, de padres rusos exiliados, y había militado en Francia, Holanda y Alemania, donde sufrió cárcel, antes de llegar a Rusia). De todo esto, desde su niñez proletaria en Bruselas hasta sus solitarios años finales de exiliado en México, donde murió en 1947, habla Serge en sus Memorias de un revolucionario, hoy un clásico de la literatura de disidentes. En el informe publicado en 1921 en el Boletín Comunista, Serge se refería a la Ojrana del zar casi en los mismos términos en que veinte años después, en sus Memorias, hablaría de la Cheka, la policía secreta soviética creada por el incorruptible e implacable Félix Dzerzhinsky, que con el tiempo se convirtió en el GPU, luego en NKVD y finalmente en KGB. Cuenta Norman Mailer en El fantasma de Harlot que los primeros agentes de la CIA estudiaban a Dzerzhinsky en su curso de ingreso a la agencia. Algo sugestivamente similar cuenta Víctor Serge sobre la Ojrana en su informe de 1921: que sus funcionarios enseñaban y tomaban examen a sus agentes sobre teoría e historia revolucionaria, antes de soltarlos en las calles. Completemos la escena con lo que ocurría en las cárceles siberianas: como bien se sabe, los presos revolucionarios decían que las cárceles eran sus universidades; y lo decían porque en los pabellones carcelarios, en las horas muertas de encierro, los más veteranos transmitían a los novatos sus lecciones sobre marxismo y bolchevismo, historia y praxis de la revolución, casi con las mismas palabras que usaban los jefes de la Ojrana para desasnar a sus agentes, en los sótanos del edificio de Fontanka 16, Petrogrado. En el final de su informe de 1921, Serge adjudica a la creación de la Ojrana y su posterior crecimiento la caída final del zar. Veinticinco años después, en el final de sus memorias, afirma que una de las causas del fracaso de la revolución en Rusia fue la creación de la Cheka. La Cheka fue, como la Ojrana, “un Estado dentro del Estado, resguardado por el secreto de guerra”. La Cheka fue “un organismo enfermo desde su inicio” porque se construyó sobre las ruinas de la Ojrana. Recordémoslo siempre, es bien sencillo de recordar: la Cheka se basó en la Ojrana, y la CIA se basó en la Cheka, igual que la KGB. Y recordemos, también, a Víctor Serge, a quien ningún país europeo quiso dar pasaporte cuando Stalin lo expulsó de Rusia en 1937, y por eso murió apátrida, y por eso sigue apátrida hasta el día de hoy: porque nadie lo reclama como propio, a pesar de su singularidad, o por culpa de ella.
Viernes, 4 de febrero de 2011
No me hables de amor
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En 1922 vivían en Berlín más de 200 mil refugiados rusos. El mito dice que la mitad de los cocheros y porteros y fiolos de la ciudad eran de esa nacionalidad, así como la mitad de las institutrices y modistas y putas. Uno de esos 200 mil rusos, que no era ni cochero ni camarero ni fiolo, se enamoró de una de aquellas rusas, que no pensaba ser ni institutriz ni modista pero coqueteaba por entonces con la idea de convertirse en puta cara. Ella aceptó el cortejo de él pero en términos despiadados: le prohibió verla e incluso llamarla por teléfono; sólo le permitía escribirle una carta al día. Ni dos ni tres: sólo una. Y, además, esa carta diaria no podía hablar de amor. ¿Quién era esa mujer, para imponer semejantes términos? Una damita de la alta sociedad peterburguesa que a los quince años había enamorado a Maiacovski, el poeta de la revolución, para cedérselo después a su hermana Lili y casarse con un general francés que se la llevó a Tahití, donde ella se había aburrido tanto que desembocó en Berlín en busca de una nueva presa. ¿Qué clase de hombre era él, para aceptar semejantes términos? Primero y principal, era un ruso lejos de su patria. Un joven aspirante a escritor que había sido precozmente futurista y después participó de la Revolución como soldado motorizado en el Ejército Rojo y, entre medio, había inventado en Moscú, con una pandilla de mentes tan brillantes como la suya, una secta llamada Opoyaz (o Conjura para el Estudio de lo Poético), que hasta el día de hoy se estudia en las universidades del mundo con la plúmbea etiqueta de Formalismo Ruso. Pero, como ya he dicho, aquel joven era, por encima de todo, un ruso lejos de su patria. Uno de los tantos que había celebrado y contribuido a forjar aquel feroz mundo nuevo que los llevaría a todos al futuro y que sin embargo había terminado expulsándolo de Rusia. Difícil imaginar una víctima más idónea para el amor tóxico. El sólo quería volver a Rusia; ella sólo quería llegar a París. El se llamaba Viktor, Viktor Shklovski. Ella, Alia. Su apellido era Kagan, pero todos la conocemos como Elsa Triolet porque así decidió llamarse cuando logró por fin llegar a París, donde se convirtió en la musa y compañera del poeta comunista Louis Aragon, con quien conformaría un dúo casi tan célebre como el de Sartre y Beauvoir. Viktor también logró volver a Rusia. Con el corazón roto y el rabo entre las patas, volvió a la patria, donde sufrió veinte años de silencio literario. Con el paso del tiempo, sin embargo, la censura soviética (que no entendió nunca una sola palabra de las cosas extrañas que Shklovski escribía) terminó concediéndole permiso para reeditar un librito que había publicado en Berlín antes de regresar. El librito estaba compuesto de 33 cartas: las que él le había escrito a Alia y las pocas que ella se dignó a contestar durante aquel año berlinés. Shklovski era casi un anciano (no tanto en edad como en ánimo) cuando logró reeditarlo. En el prólogo decía: “Tengo setenta años. Mi alma yace ante mí, con los bordes desgastados. Una vez, este libro la dobló. La volví a enderezar. Me la doblaron nuevamente las muertes de los amigos, la guerra, los errores, los insultos. Y la vejez, que a pesar de todo llegó”. Eran tiempos de Kruschev: Shklovski pudo haber dicho “a pesar de Stalin”, que era lo que realmente quería decir, pero los largos años de censura le habían enseñado a encriptar sus mensajes. Y el libro llevaba un mensaje, un testimonio, encriptado entre sus páginas. Impedido de hablar de amor en aquellas cartas, Viktor trató de doblegar el corazón de Alia hablándole de Rusia, de la única Rusia que les quedaba: la que conformaban 16
los rusos perdidos como ellos en Berlín. Una locura: ella quería que la llevaran a París y él le hablaba del alma rusa en el destierro. El romance se fue a los caños. Pero, como bien decía Shklovski en aquel prólogo de 1964: “Ahora, este libro tiene un héroe porque ya no habla de mí”. Habla, por supuesto del alma rusa, que es lo que en verdad amó Shklovski más que a nada, a lo largo de toda su vida. Por eso insistió tanto para que le dejaran reeditar aquel librito. En una de esas cartas que no pueden hablar de amor, Shklovski le escribe a Alia: “En un cine, los alemanes hallan divertido que un hombre que cuelga de los pies trate de enderezar su corbata torcida. Todos los rusos nos pasamos la vida tratando de enderezar nuestras corbatas cabeza abajo”. En otra: “La literatura rusa procede una mala tradición. Está consagrada a la descripción de los fracasos amorosos”. En otra: “El Berlín ruso no viaja a ninguna parte, no tiene destino. No somos refugiados: somos fugitivos. Nos arrastramos entre los alemanes como un lago entre sus orillas”. En otra le cuenta que ha recibido el llamado de un amigo que le dijo “nosotros iremos al teatro”, a lo que él contestó: “¿Qué nosotros? ¿Quiénes?”. Y agrega a continuación: “En Rusia, nosotros es otra cosa, más fuerte”. Pero la más impresionante de todas las cartas es una que, más que dirigida a Alia, parece un pedido de repatriación dirigido al Soviet Supremo: “No soy capaz de vivir en Berlín. Es un error que yo viva en Berlín. En el extranjero necesité hundirme y encontré un amor que me lo permitiera. He inventado la mujer y el amor y el libro, que trata de la incomprensión, de la gente ajena, de la tierra ajena. Pero yo quiero volver a Rusia. Todo es muy sencillo, directo y elemental. Abajo el imperialismo, arriba la hermandad de los pueblos. Si debemos morir, que sea por eso. ¿Es concebible que por esta perla de sabiduría haya tenido que irme tan lejos?” Fue por intercesión de Maiacovski y Gorki que Shklovski pudo volver a la URSS, en 1923. Maiacovski después se suicidó y Gorki se murió poco después, dicen que de pena por el rumbo que había adoptado la Revolución (otros dicen que Stalin lo envenenó, que viene a ser más o menos lo mismo). También los formalistas rusos se fueron muriendo (algunos en Rusia, como Brik y Tinianov, otros en el extranjero, como Roman Jakobson), hasta que sólo Shklovski quedó vivo. Era el año 1984. Al final de aquel prólogo, dos décadas antes, Shklovski había incluido dos posdatas. La primera decía: “Hace décadas que Alia es una escritora francesa famosa por sus libros y los poemas a ella dedicados”. La segunda, inmediatamente a continuación, parecía una profecía (teniendo en cuenta que Shklovski tenía setenta años por entonces). Decía secamente: “Alia ya murió. Yo tengo ochenta años. Aún no he visto su tumba”. Ese mismo año de 1984, Viktor Shklovski murió en Moscú, a los noventa y un años. Nunca había vuelto a pisar el extranjero después de aquel regreso de Berlín. Nunca, desde entonces, volvió a hablar de amor.
Viernes, 18 de febrero de 2011
Sangre azul 17
De todos los escritores a los que idolatro, ninguno le arrima el bochín a Nabokov en altanería y desdén. Como bien se sabe, Nabokov consideraba la Revolución de Octubre una afrenta personal que le había arrebatado la vida que se merecía. No sólo desaparecía un mundo con el advenimiento de los soviets: también volaban por los aires las chances de Nabokov de ser el mayor escritor ruso de su tiempo y disfrutar a pleno todas las prebendas que eso implicaba. Nabokov quería (o creía) ser un nuevo Pushkin: un poeta absoluto, un sangre azul, tanto por cuna como por pluma. Como bien se sabe, su exilio fue barranca abajo hasta la aparición de Lolita: primero mataron a su padre en un acto político en Berlín, después se acabó la plata de la familia, después vino el cruce a América huyendo de los nazis (su esposa Vera era judía), después la noticia de que su hermano gay había sido exterminado en un lager alemán, a lo que siguieron los “humillantes” años dando clase en un colegio de nenas ricas, la subestimación de sus dotes como entomólogo, la silenciosa batalla con el mundo literario de habla inglesa para que le reconociera su valía, hasta que en 1955 llegaron Lolita y la consagración y el dinero que le permitió instalarse en forma permanente en el fastuoso Hotel Montreux de Suiza como un rey en el exilio. El mundo por fin lo reconocía como un indiscutido sangre azul, pero para él no era suficiente. Porque lo veían como un novelista (peor aún: como un novelista libertino). Y él quería, o creía, pertenecer a la más alta aristocracia en todos los rubros (recuérdese la altísima estima que tenía de su porte y su elegancia, además de su cuna y su pluma). Como si eso fuera poco, le había llegado la gloria literaria no por lo que escribía en ruso sino por algo escrito en inglés. El mundo no lo entendía: aunque lo celebrara, seguía sin entender lo que debía celebrarle de verdad (cabe aclarar que, en todo ese tiempo, Nabokov también luchó con el pequeño mundo de exiliados rusos para que reconocieran su valía como poeta, tarea en la que tuvo escaso éxito: de hecho, durante sus primeros años en América firmó sus poemas en ruso con seudónimo, porque si los firmaba con su nombre eran puntualmente escarnecidos por sus “envidiosos” camaradas de emigración). Así las cosas, en 1962 Nabokov publicó Pálido Fuego, que es un poema escondido en una novela camuflada como un larguísimo y delirante comentario a ese poema. Me explico: Pálido Fuego arranca con un prólogo donde un tal Kinbote pone a nuestra disposición el poema póstumo de un tal Shade, que acaba de ser asesinado. El poema de Shade tiene 999 versos y Kinbote nos lo ofrece primero en su totalidad y luego procede a comentar cada verso. En su delirante, interminable comentario, Kinbote confiesa que ese poema es, en realidad, la historia de su vida, que él es en realidad el rey en el exilio de un país del extremo norte europeo llamado Zembla, y que el asesino de Shade en realidad se proponía matarlo a él y había sido enviado por Las Sombras, la policía secreta del nuevo régimen de Zembla, los revolucionarios que lo destronaron y lo forzaron al exilio. No acabamos de digerir esta información cuando el comentario de Kinbote empieza a dejar inadvertidamente a la vista algo más: que en realidad él es un patético expatriado que se cree el rey de un país imaginario y que todos sus vecinos están al tanto de su delirio, desde las alumnas y profesores del colegio donde enseña (quienes no le tienen ni una pizca de
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compasión) hasta el mismísimo John Shade (que también enseña en ese colegio y es el único conmovido por el patético Kinbote). Se dijo en su momento que Pálido Fuego era un centauro mitad poema mitad prosa, que encarnaba por sí solo la Novela Moderna, esa categoría que parecía haberse extinguido sin pena ni gloria de la faz de la Tierra. Con el tiempo el veredicto se moderó, pero hasta ayer nomás los nabokovianos seguían discutiendo con ferocidad si Shade y su poema eran producto del delirio de Kinbote o si, a la inversa, Kinbote y su delirante comentario eran en realidad una invención de Shade. Así estuvieron las cosas cerca de cincuenta años, hasta que un vivillo llamado Moe Cohen publicó el mes pasado en su coqueta editorial independiente (The Gingko Press) el poema de Shade en forma de libro autónomo y sostuvo que ya era hora de evaluarlo por sí solo y darle a Nabokov el lugar de privilegio que merecía en el canon de... la poesía norteamericana. Asombrosamente (o no tanto: cualquier placebo sirve de viagra en tiempos de impotencia imaginativa), la crítica recibió con brazos abiertos la sugerencia. Y, ahora, el hombre que se pasó la vida intentando que lo consideraran un poeta ruso de sangre azul logrará post-mortem su tan ansiado ingreso al Parnaso de los líricos, sólo que con green card yanqui. En cuanto a Pálido Fuego, lo que hasta ahora hacía del libro un Gran Libro (esa estructura loca que rodeaba al poema) resulta que era en realidad lo accesorio, la joda, y lo que parecía la parte menos brillante del libro (ese chiste demasiado largo, ese pantano de 999 versos) resulta ser lo verdaderamente importante. Cuando el gran Joseph Brodsky fue deportado de la URSS y llegó con lo puesto a América, uno de los primeros encargos que le hicieron fue que tradujera al inglés unos poemas en ruso de Nabokov. Brodsky estuvo por no aceptar porque le parecían “de segunda línea”; terminó por hacerlo no tanto porque necesitara el dinero (como disidente en Rusia lo había pasado muchísimo peor) sino porque “un poema de segunda no pierde casi nada en la traducción, y a veces hasta gana un poco”. Según Brodsky, Nabokov no entendió nunca que la mejor poesía que hizo fue en prosa, que fue precisamente por ser un poeta fallido en su lengua natal que se convirtió en tan extraordinario prosista en su lengua de adopción. Había algo en Nabokov que despreciaba lo plebeyo de aquel triunfo, escribiendo novelitas en inglés, celebrado por un público que ignoraba sus reales méritos. Pero cuando escribía un poema de 999 versos no lo lanzaba solo a la palestra. Lo protegía con una novela alrededor: una novela en que un patético expatriado soñaba que era un poeta que cantaba la saga de un rey en el exilio, y al despertarse descubría que el exilio era un fastuoso hotel en Suiza, el mundo lo consideraba un poeta fallido y él podía desquitarse plebeyamente escribiendo otra de sus novelitas en inglés.
Viernes, 18 de marzo de 2011
Les daré una Torre 19
En abril de 1918, Lenin dio orden de destruir toda la estatuaria zarista y reemplazarla con monumentos al bolchevismo y la Revolución. Hay una foto de esa época en donde se lo ve inaugurando un par de estatuas gemelas de Marx y Engels de medio cuerpo. La leyenda dice que, en plena inauguración, Lunacharski comentó en voz baja que parecían una pareja tomando un baño de asiento. En ninguna revolución hay mucho espacio para el humor. La rusa tuvo en sus inicios la suerte de contar con Lunacharski como Comisario de las Artes. Y Lunacharski tuvo la milagrosa fortuna de que Lenin y Trotsky lo autorizaran a dar a los vanguardistas rusos de la época un lugar en la construcción del Hombre Nuevo. De todos esos vanguardistas, ninguno tan delirante y genial (lo que no es poco decir en una lista que va de Malevitch a Maiacovski y de Eisenstein a Grodchenko) como Tatlin, el hombre que soñó el monumento más alucinado que pueda concebirse y por supuesto no logró hacerlo realidad. Tatlin es famoso por esa torre que nunca construyó, el Monumento a la Tercera Internacional. Iba a medir cuatrocientos metros de altura, iba a girar sobre su eje en forma espiralada (en realidad, cada una de sus partes iba a girar a diferente velocidad: el cubo inferior daría un giro por año; el cilindro siguiente, un giro completo cada mes; la cúpula de cristal rotaría cada día sobre su eje y cada noche cubriría el cielo ruso de consignas revolucionarias), iba a ser una cachetada a Eiffel y su vacuo mercantilismo arquitectónico, iba a ir más allá del Coloso de Rodas y del Faro de Alejandría y ni hablemos de la Torre de Pisa. Iba a ser el pararrayos del mundo, o más bien su antípoda, cuando empezara a irradiar en todas direcciones los rayos del bolchevismo y la Revolución. Iba a ser, en palabras de Lunacharski, el primer monumento soviético sin barba. Pero no sólo no se construyó nunca, sino que tampoco se sabe con certeza si iba a ser una torre: después de caer en desgracia, Tatlin se pasó la segunda mitad de su vida entre gallinas, inventando una máquina de volar que bautizó Letatlin (no era un autohomenaje: “letat” quiere decir volar, en ruso), pero en sus ratos libres volvía de tanto en tanto a los planos de su Torre, que por supuesto se perdieron luego de su muerte más que anónima, en 1953. Uno de sus colaboradores, de los pocos que siguieron visitándolo veinte, treinta años después de fracasar clamorosamente en el utópico intento de construirla, aseguraba que, en sus últimos tiempos, Tatlin había recuperado a tal punto el amor por la navegación de sus años juveniles, cuando era cadete de marina (venía de una familia de holandeses constructores de barcos, migrados a Rusia), que había empezado a pensar que la Torre debía ser un objeto que se trasladara por la URSS sobre las aguas. ¿Acaso el bolchevismo no era capaz de cambiar hasta el curso de los ríos en su territorio? ¿Qué le impedía trasladar por aquellas aguas un objeto de cuatrocientos metros de alt ura? Tatlin tenía treinta años cuando fue puesto a cargo de la renovación estatuaria en el nuevo Estado soviético e inició su magno proyecto, inspirado en partes iguales por el modernismo de Occidente, el espíritu revolucionario y la milenaria alma eslava. Debió saber que nunca llegaría a construir su Torre, y no sólo por razones estructurales o económicas. La reacción oficial a la maqueta de cinco metros de altura que presentó en público en 1921 fue tibia: Trotsky celebró el rechazo a las formas tradicionales pero le inquietó un poco que la Torre pareciera el esqueleto de 20
una obra en perpetua construcción. Ehrenburg elogió el diseño pero lamentó la falta de figuras humanas. Shklovski dijo que sería el primer monumento hecho de hierro, vidrio y revolución. Pero lo que decidió a Stalin a descabezar de cuajo el proyecto fue oír que la Torre generaría asociaciones e interpretaciones de la misma manera en que lo hacía la poesía con las palabras, y que esas asociaciones e interpretaciones flotarían en el aire soviético como perpetuos copos de nieve. Una de las curiosidades del avant-garde revolucionario ruso fue su fascinación con Marte (por ser el planeta rojo). Puede decirse, en más de un sentido, que Tatlin inventó la arquitectura extraterrestre: a pesar de su enorme masa, la Torre debía ser más aérea que cualquier otro monumento. De hecho, inicialmente la idea era que fuese un dirigible en perpetua órbita por los cielos soviéticos, lo que la convierte en el artefacto más marciano de la Rusia bolchevique. Y así se la recibió cuando aquella maqueta de cinco metros de altura fue presentada en el pabellón soviético de la Exposición de París de 1925: ni siquiera Le Corbusier y Mies Van der Rohe la pudieron tomar del todo en serio. La maqueta quedó a cargo del PC francés, que se olvidó de pagar la tarifa del depósito y, cuando quisieron acordarse, nadie sabía adónde había ido a parar. La mística de la Torre de Tatlin para las generaciones siguientes, especialmente en Occidente, tiene mucho que ver con lo poco que se sabe de ella y de su inventor. En 1968, con los aires revolucionarios impregnando la atmósfera, el Museo de Arte Moderno de Estocolmo dedicó una muestra de homenaje a Tatlin: no tenían una sola pieza original del autor, ni siquiera las cacerolas y demás enseres domésticos que supo diseñar en sus inicios. Sólo había apuntes dispersos y testimonios orales y un par de fotos de Tatlin y su equipo sonriendo orgullosos junto con la maqueta terminada. La reconstrucción de aquella maqueta (que se convertiría en el logo de una famosa colección de libros de la Nueva Izquierda) viajó a Eindhoven al año siguiente y cuando volvió fue imposible de rearmar: alguien se había robado algunas piezas. Algunos dijeron que había sido mal armada de antemano, otros dijeron que era imposible de armar tal como la había imaginado Tatlin. Lo mismo sucedió en una megamuestra del Pompidou de 1984, titulada París-Moscú: se exhibió allí otra maqueta de la Torre pero nadie le prestó especial atención. Ya soplaban los vientos de la posmodernidad: se la consideró un mero ejemplo más de que los soviéticos eran los indiscutidos creadores del género ciencia-ficción. El círculo se cierra en 1999 cuando el historiador japonés de arquitectura Takehiko Nagakura, un especialista en monumentos nunca construidos, realizó un cortometraje espectral en que la Torre de Tatlin ocupa su lugar en el cielo peterburgués, mucho más alta y solitaria y perdida entre las nubes que sus dos solemnes vecinos, el Palacio de los Soviets y la Basílica de Firminy junto al río Neva. Las distintas partes de la Torre giran sobre sus ejes. Todo lo que ansió Tatlin de ella ha encarnado en esas imágenes. Lo único que Nagakura no se atrevió a hacer es a darle palabra a la Torre, de manera que la cúpula no proyecta consignas que floten como copos de nieve en el cielo de esa ciudad que, si tuviera la Torre, y esa Torre hablara, sería sin la menor duda el paisaje que más me gustaría contemplar cuando me llegue el momento de dejar este mundo.
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Viernes, 25 de marzo de 2011
El mar (autorretrato) En el fondo de Gesell, pasando los campings, antes de llegar a Mar de las Pampas, hay que subir un médano importante para llegar a la playa. En plena subida pasé a una familia evidentemente cordobesa, que arrastraba con esfuerzo heladeritas, sombrilla, sillas plegables y un par de niños que se quejaban de que la arena quemaba. Llegué hasta el agua, me di un buen chapuzón y cuando salía, pasé junto al padre y al hijo de esa familia, un nene que tendría cinco o seis años y que evidentemente era la primera vez que veía el mar. Le estaba diciendo al padre, con ese asombro que es un tesoro privativo de la infancia: “¡Mire, papá, cuánta agua mojada!”. Otro día, hará de esto unos cuantos años, cuando llevaba poco viviendo en Gesell, me crucé caminando por la playa con un surfer recién salido del agua. Era uno de esos días gloriosos de octubre, que te sacan de los huesos el frío del invierno con sólo apuntar la cara al sol, cerrar los ojos y dejarse invadir de luz. Pero yo era reciénvenido y había bajado a caminar por la playa con un camperón de cuero negro que había sido compañero de mil batallas en mis tiempos porteños. El surfer me miró pasar y me dijo, con sus rastas morochas aclaradas de parafina y una sonrisa de un millón de dientes: “Yo, en Buenos Aires, también era dark. Pero acá soy luminoso, loco”. Otra vez bajé a leer a la playa. Me faltaban menos de treinta páginas para terminar el libro cuando empezó a levantarse tanto viento que era para irse. Pero yo quería terminarlo como fuera y terminé guarecido contra los pilotes de la casilla del guardavidas, dando la espalda a la tormenta de arena, con el libro apoyado contra las rodillas y apretando fuerte las páginas con cada mano para que no flamearan. Así estaba, cuando el guardavidas se asomó desde arriba por la ventana de la casilla y me dijo “Eh, flaco, ¿qué leés?”. Una biografía de un escritor, le contesté. El tipo se quedó mirándome y después comentó: “La biografía de un escritor vendría a ser como la historia de una silla, ¿no?”. El mar tiene esas cosas. Los poemas más horribles y las frases más inspiradas. Todo depende de la entonación, de la sintonía que uno haga con él. Hay quien dice que el mar te lima. A mí me limpia, me destapa todas las cañerías, me impone perspectiva aunque me resista, me termina acomodando siempre, si me dejo atravesar, y es casi imposible no dejarse atravesar. Cuando viene el invierno, cuando el viento impide bajar a la orilla y hay que curtir el mar de más lejos, se pone más bravío, para acortar la distancia, para que lo sintamos igual que cuando lo curtimos descalzos y en cueros. Llevo ocho años bajando cada día que puedo a caminar por la orilla del mar, o al menos a verlo, cuando el viento impide bajar del médano. En los últimos tres, cada semana de las últimas ciento cincuenta, cada contratapa que hice, la entendí caminando por la playa, o sentado en el médano mirando el mar. Por 22
dónde empezar, adónde llegar, cuál es la verdadera historia que estoy contando, de qué habla en el fondo, qué tengo yo (o nosotros, ustedes y yo) que ver con ella, qué dice de nosotros. En mi vieja casa había una especie de repisa angostita, a la altura de la base de las ventanas, a todo lo largo del comedor. Sobre esa repisa fui dejando piedras que encontraba en mis caminatas por el mar. Piedras especialmente lisas, especialmente nobles, esas que cuando uno las ve en la arena no puede no agacharse a recoger. Esas que parecen haber sido hechas para estar en la palma de una mano, para que uno las palpe con los dedos y los cierre hasta entibiarlas y después a palparlas, a leerlas como un Braille otra vez. Esas cuya belleza es precisamente lo que la abrasión del mar hizo con ellas y lo que no les pudo arrebatar. Esas que parecen ofrecer compañía y pedirla a la vez, cuando se cruzan en nuestro camino. Que establecen con nosotros un contacto absoluto, responden a nuestra mano como si fueran un ser vivo y, sin embargo, al rato no sabemos qué hacer con ellas y las dejamos caer sin escrúpulos, al volver de la playa o incluso antes. Por tener esa repisa providencialmente a mano, en lugar de soltarlas empecé a traerme de a una esas piedras, de mis caminatas por la playa. Nunca más de una, y muchas veces ninguna (a veces el mar no da, y a veces es tan ensordecedor que uno no ve lo que le da). Así fueron quedando esas piedras, una al lado de la otra, a lo largo de las paredes del comedor. Era lindo mirarlas. Era más lindo cuando alguien agarraba una distraídamente y seguía conversando, en una de esas sobremesas que se estiran y se estiran con la escandalosa languidez con que se desperezan los gatos. Me gusta pensar así en mis contratapas, en esto que vengo haciendo hace tres años ya y ojalá dé para seguir un rato largo más. Que son como esas piedras encontradas en la playa, puestas una al lado de la otra a lo largo de una absurda, inútil, hermosa repisa, que rodea un comedor en el que unos cuantos conversan y fuman y beben y distraídamente manotean alguna de esas piedras y la entibian un rato entre sus dedos y después la dejan abandonada entre las copas y los ceniceros y las tazas con restos secos de café. Y cuando todos se van yo vuelvo a ponerla en la repisa, y apago las luces, y mañana o pasado con un poco de suerte volveré con una nueva de mis caminatas por el mar.
Viernes, 15 de julio de 2011
Historia de un amor Miren la pareja de la foto, proyéctenla al futuro y sobreimprímanle estas frases: “Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, sólo pesas cuarenta y cinco kilos, pero sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te escribo para comprender lo que he vivido, lo que hemos vivido juntos, porque te amo más que nunca”. Ahora imaginen que esas frases son el comienzo de una carta, de él a ella, una carta de cien páginas que él irá 23
escribiendo noche a noche, mientras ella duerme en el cuarto de arriba de una casita rodeada de árboles, en las afueras del pueblito de Vosnon, en la región francesa del Ausbe. Menos de un año después, la policía local hará ese trayecto, alertada por una nota pegada en la puerta de la casa: “Prévenir à la Gendarmerie”. La puerta está abierta. En la cama matrimonial del cuarto de arriba yacen en paz André Gorz y su esposa Dorine. A un costado, unas líneas escritas a mano, dirigidas a la alcaldesa del pueblo: “Querida amiga, siempre supimos que queríamos terminar nuestras vidas juntos. Perdona la ingrata tarea que te hemos dejado”. Poco antes, Gorz había terminado de escribir aquella larga carta a su esposa Dorine y se la había enviado a su editor de siempre, que la publicó con el título Carta a D. Historia de un amor. En la última página, dice Gorz: “Por las noches veo la silueta de un hombre que camina detrás de una carroza fúnebre en una carretera vacía, por un paisaje desierto. No quiero asistir a tu incineración, no quiero recibir un frasco con tus cenizas. Espío tu respiración, mi mano te acaricia. En el caso de tener una segunda vida, ojalá la pasemos juntos”. André Gorz era un judío austríaco “carente por completo de interés, no tiene un céntimo, escribe”: así se lo presentaron formulariamente a la inglesa Dorine, cuando ella llegó a Suiza en 1947 con un grupo de teatro vocacional. La esperaba otro hombre en Inglaterra para casarse con ella. Pero Dorine prefirió subirse a un tren con Gorz rumbo a París. Allí trabajó de modelo vivo, recogió papel usado para vender por kilo, fue lazarillo de una escritora británica que se estaba quedando ciega, mientras él escribía en una buhardilla. También aprendió sola alemán (él se negó a enseñarle; había jurado no volver a usar esa lengua cuando lo corrieron de Austria), para ayudarlo en el relevamiento de la prensa europea que él hacía para una agencia y que se convertiría con el tiempo en su sello de estilo: el cruce entre filosofía y periodismo de sus potentes ensayos breves. Antes, Gorz debió fracasar con una novela que pretendía ser un magno ensayo totalizador sobre la época, y hasta mereció un prólogo de Sartre (El traidor). La novela llevaba al paroxismo ese mirarse el ombligo sin pausa de los existencialistas franceses (“En tanto individuo particular, él no veía relevancia alguna en que alguien se le uniera como individuo particular. No hay relevancia filosófica alguna en la pregunta Por Qué Se Ama”). En el resto de sus libros, Gorz es el exacto opuesto de esa voz: nunca impostó, nunca se puso en primer plano, nunca se miró el ombligo al teorizar, nunca escribió otra novela tampoco; se lo considera el padre de la ecología política. Vaya a saberse qué significará eso dentro de unos años. Pero aun si la obra de Gorz termina siendo con el tiempo apenas una nota al pie de su época, será porque fue de los poquísimos intelectuales franceses de ese tiempo (el que va de la Guerra Fría y las guerras de liberación a las crisis del comunismo y la crisis de la política) que no cayó en ninguna de las trampas de la inteligencia. Esa fue su virtud, su manera de hacer filosofía y periodismo a la vez. En aquella carta que escribió a Dorine antes de morir, Gorz le dice: “Nuestra relación se convirtió en el filtro por el que pasaba mi relación con la realidad. Por momentos necesité más de tu juicio que del mío”. No fue el único en valorarla de esa manera. Sartre, Marcuse e Iván Illich se enamoraron en distintas épocas de esa mujer impenitentemente discreta. Pero ella prefería a Gorz. El también la prefirió a 24
ella: dos veces cambió literalmente de vida por influjo de Dorine. La primera fue a los cuarenta, cuando ella descubrió que había contraído una enfermedad incurable por culpa de una sustancia que le habían inyectado para hacerle radiografías: la medicina se lavó las manos del caso y ella comenzó una cadena de correspondencia con otros aquejados del mismo mal, que no sólo le dio décadas de sobrevida sino que llevó a Gorz a cambiar el eje de su discurso; en las reacciones de Dorine vio los rudimentos esenciales de aquello que llamaría ecología política (ese lugar donde se tocan el pensamiento de Sartre con el de Marcuse y el de Iván Illich y el de Foucault). La segunda vez fue a los sesenta, cuando decidió jubilarse antes de tiempo para dedicarse jornada completa a Dorine: a hacer la misma vida que ella primero, y después a hacer para ella las cosas que ella ya no podía hacer (“Labro tu huerto. Tú me señalas desde la ventana del cuarto de arriba en qué dirección seguir, dónde hace falta más trabajo”). El suicide-à-deux de Gorz y Dorine tiene dos antecedentes sobre los cuales han corrido ríos de tinta: cuando Stefan Zweig bebió y dio de beber a su joven segunda esposa un frasco de barbitúricos diluido en limonada en un hotel de Petrópolis, Brasil, adonde había llegado huyendo de la Segunda Guerra; y cuando Arthur Koestler hizo lo propio junto a su esposa de siempre (y a su perro de siempre, también), en su casa de Londres, huyendo del Parkinson que lo estaba devorando. En ambos casos hubo nota suicida, en ambos casos el rol de la mujer es tristemente pasivo, en ambos casos hay una atmósfera opresiva y amarga que la última escena de Gorz y Dorine logra evitar casi por completo. En aquella carta postrera, Gorz le hacía una tremenda confesión a su esposa: “Durante años consideré una debilidad el apego que me manifestabas. Como dice Kafka en sus diarios, mi amor por ti no se amaba. Yo no sabía amarme por amarte. Me diste todo para ayudarme a ser yo mismo y así te pagué”. Gorz había visto una vez a Dorine decirle con toda naturalidad a la Beauvoir: “Amar a un escritor implica amar lo que escribe”. El mismo le había dicho a Dorine, la noche en que logró conquistarla en Suiza, en 1947: “Seremos lo que haremos juntos”. Pero recién tomó cabal conciencia de lo que decían aquellas palabras cuando terminó de escribir aquella carta, subió por última vez aquellas escaleras y se acostó para siempre en aquella cama, junto a la mujer con la que había compartido, día tras día, sesenta años seguidos, desde aquella noche en Suiza. “Afuera es de noche. Estoy tan atento a tu presencia como en nuestros comienzos. Espío tu respiración, mi mano te acaricia. En el caso de tener una segunda vida, ojalá la pasemos juntos”.
Viernes, 22 de julio de 2011
El viento de la Historia El niño Eric Hobsbawm pasea con su niñera por las calles de Alejandría en el año 1918. Un pordiosero chino les pide una moneda. La niñera se la niega. El chino 25
ignora a la niñera, mira fijamente a la criatura y le dedica una exquisita maldición de su país milenario: “Ojalá te toquen vivir tiempos interesantes”. Ochenta y cinco años después, cuando es un venerable historiador y se sienta a escribir sus memorias, sabe que ya tiene el título: Tiempos interesantes. En esas memorias, hace una breve enumeración de las cosas que presenció a lo largo del siglo que le tocó vivir y uno no puede dejar de pensar en aquel monólogo que recitaba el replicante en el final de Blade Runner, con la mirada perdida en la lluvia ácida que caía del cielo y el afán de dejar al menos ese testimonio de los inéditos fenómenos que habían contemplado sus ojos: “He visto atardeceres de dos lunas en Júpiter...” A los 86 años, Hobsbawm dice: “He visto cómo se extinguían de la faz de la tierra todos los imperios coloniales europeos, incluido aquel que llegó a ser el más vasto y poderoso de ellos durante mis años de infancia. He visto grandes potencias mundiales relegadas a jugar en las ligas inferiores. He visto la irrupción y la caída de un estado alemán que esperaba durar mil años, y también el nacimiento y el final de un poder revolucionario que amenazaba extenderse al mundo entero. He visto un tiempo en que la palabra capitalismo contaba con tan pocos votos como la palabra comunismo en la actualidad. Dudo de que llegue a ver el fin del imperio americano, pero puedo asegurar que algunos lectores de este libro habrán de presenciarlo”. Como aquel replicante de Blade Runner, Eric Hobsbawm pertenece a una especie que debía ser eliminada (primero por mitteleuropeo, después por judío, después por marxista). Tuvo más suerte que el replicante de Blade Runner: sobrevivió largamente a la eliminación a sus compañeros de especie. Su inesperada longevidad terminó por darle status de venerable rara avis. El adjudica esa longevidad tan activa a que lo obligaron a arrancar tarde. Le cobraron peaje por sus “anomalías”: ser judío pobre en la República de Weimar y en la Alemania de Hitler, inmigrante indeseado en la Inglaterra en guerra con el Reich, marxista durante toda la Guerra Fría, antisoviético y antichino dentro del PC, antiespecialista en un mundo de especialistas, políglota en un mundo cada vez más anglófono, intelectual desvelado por los no intelectuales, anomalía dentro de anomalía dentro de anomalía. “Todo ello complicó mi vida como ser humano y paralizó mi carrera durante años, pero me ha representado una ventaja considerable como historiador”, dice él. Agnes Heller dice que la Historia habla de los hechos vistos desde afuera y las memorias hablan de los hechos vistos desde adentro. Dos hechos marcaron tempranamente la vida de Hobsbawm: aquella maldición china y el descubrimiento entre los papeles de su padre (que murió quebrado cuando él tenía trece años, en plena hiperinflación berlinesa) de un cuestionario íntimo en donde el progenitor se preguntaba qué era la felicidad, esa entelequia que había perseguido sin éxito durante toda su corta vida, y se contestaba: la suerte de no tener mala suerte. Tiempos interesantes y mala suerte. De esa ecuación sale Hobsbawm. O, mejor dicho, de los inesperados beneficios de ambas cosas. Por ser pelirrojo y de ojos azules, en Viena no le decían Jude sino Englander. En Inglaterra, en cambio, adonde lo enviaron cuando murió su madre (un año después que el padre), es simplemente “El Feo”. Pero si se hubiera quedado en Viena, habría terminado gaseado en los campos. El joven Hobsbawm refugia su fealdad afiliándose al PC británico (donde cantan: “Hasta que llegue la revolución, el amor 26
es un sentimiento antibolchevique”). Pero cuando estalla la guerra es el único de sus camaradas de estudios y de militancia al que no eligen para el servicio secreto: no por extranjero ni por marxista; es el único que no sabe hacer el crucigrama del Times. Eso lo alejará porvidencialmente del caso de los dobles espías Kim Philby y Guy Burgess, pero lo dejará sin trabajo durante años. Cuando condena en un plenario del PC la represión soviética en Hungría en 1956, cree que el partido va a expulsarlo, pero son tantas las bajas que no le hacen nada. Y a él le da vergüenza abandonar el barco cuando todos lo hacen, así que conserva el carnet. “Quitarme de encima el sambenito de pertenecer al PC habría mejorado mis perspectivas profesionales. Pero sencillamente no quise hacerlo. Yo quería alcanzar el reconocimiento como comunista confeso. No defiendo esta forma de orgullo, pero no puedo negar su fuerza.” Hobsbawm vio convertirse en pretérito casi todos los signos que definían y regían su presente, pero se descubrió providencialmente equipado para relatarlos porque, a diferencia de tantas otras víctimas de la Historia, él tuvo, como judío mitteleuropeo y como marxista anómalo, “tiempo de reflexionar acerca de la desintegración de un imperio y de una época, al ser una muerte largamente anunciada, en ambos casos”. Cuando todos los historiadores de su generación se retiraban o se morían, él siguió publicando libros, cada vez más sabios. En pleno auge del pensamiento neoconservador, cuando se aseguraba que habíamos llegado al fin de la Historia, Hobsbawm dijo que lo que había terminado era el siglo veinte nomás y logró que se hiciera canónica su manera marxista de ver el siglo (cuyo inicio fijó en 1917, con la Revolución de Octubre y su cierre, en la caída de la URSS en 1989). Después de la caída de las Torres Gemelas en 2001, dijo algo que repitió cuando mataron a Bin Laden hace meses: “El mundo necesita más que nunca a los historiadores, especialmente a los escépticos”. Si el pasado es otro país, era de rigor que un expatriado múltiple como él se convirtiera en su historiador por antonomasia. Hobsbawm usa el raro prisma de su experiencia personal para buscar la real dimensión de las cosas en el laberinto de la Historia. De ahí su anomalía, su heterodoxia, su excentricidad; de ahí su ecuanimidad por momentos exquisita y por momentos casi inverosímil. En sus memorias, en sus reportajes, en su Era de los extremos, Hobsbawm nos cuenta el siglo veinte como si el propio siglo hablara de sí mismo, en una de esas sobremesas de trasnoche en que de golpe llega la hora de la sinceridad más descarnada: el siglo habla y todos sentimos que habla de nosotros. La única manera de que nos entre de verdad la Historia es entender que no es letra muerta, sino experiencia viva: que eso que pasó nos pasó a todos. Ese es el Efecto Hobsbawm para mí: alguien que sopla suavemente en nuestro oído y nos hace entender de golpe qué es el famoso viento de la Historia, cómo se vive en tiempos interesantes.
Viernes, 30 de septiembre de 2011
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Mariposa negra Hace diez años conocí a una mujer que debía estar muerta según los cánones de la medicina. Tenía cuarenta, la misma edad que yo, cuando la conocí. A los veintiocho le habían descubierto por puro azar que la absurda cantidad y variedad de enfermedades que había sufrido desde su infancia eran en realidad una sola: una maldición llamada lupus, que en la jerga médica se conoce como “mariposa negra”, porque el menor aleteo que dé en cualquier rincón del cuerpo que la alberga puede generar una catástrofe en el resto de ese organismo. Hasta entonces, los médicos le habían tratado por separado todas las flaquezas de su sistema inmunológico, porque aparecían en momentos distintos, con períodos considerables de normalidad en el medio. Pero a los veintiocho, un chequeo de rutina desembocó en una batería interminable de análisis y el diagnóstico final (lupus sistémico) explicó retroactivamente cada uno de aquellos síntomas y comenzaron a tratarla en consecuencia, con muy pocas esperanzas. En los doce años siguientes había perdido un riñón, después parte del útero, más tarde se le secaron los conductos lagrimales (“Sí, no puedo llorar; hace ya tres años de eso, al final te acostumbrás”) y en cualquier momento podía sobrevenirle una septicemia, un aneurisma o un episodio cardíaco, me contó la noche en que la conocí. Según los parámetros médicos, era una incongruencia en movimiento. La reacción de su organismo al lupus era tan infrecuente que la tomaron como caso testigo y llevaba desde entonces más de diez años yendo una vez por mes a la Academia de Medicina para que los especialistas intentaran decular qué era lo que la mantenía entre nosotros. Bastaba tener delante a esa mujer para sentir que estaba viva de una manera que uno jamás había visto. Era como si estuviese enferma de vida. Y contagiara a quien tuviera enfrente. No hay mujer hermosa que no tenga conciencia de su belleza, pero hay algunas pocas, poquísimas, que eligen no ofrecer esa información al público: la conservan para una segunda instancia de intimidad. Son mágicas, desde el momento en que dejan de ser invisibles. Hasta que reparamos en ellas parecen hechas para no llamar la atención, para que las sorteemos inadvertidamente en nuestro camino. Y, de golpe, no podemos parar de mirarlas, no queremos otra cosa que tocarlas, sólo nos importa mantenernos a su lado el tiempo que nos sea posible. Había algo entre ella y la vida que era hipnótico. Como esos cantos rodados que el mar deposita en la playa, esas pequeñas piedras sometidas durante quién sabe cuánto tiempo a la abrasión marina, hasta que su forma, su textura, su color (es decir, la suma de su hermosura) es efecto de ese desgaste; así era ella. Esa sensación producía: todo lo hermoso en ella había sido tallado por la enfermedad, por su resistencia a esa enfermedad. Y uno sentía que iba a ser cada día iba más hermosa, hasta el último. A su lado, el desgaste de la vida no roía: pulía. A su lado no había lugar para el miedo. En su Diario, Gombrowicz escribe, después de leer un libro de Simone Weil: “Contemplo a esta mujer con estupor, y me pregunto de qué manera, por qué magia logró el ajuste interior que le permitió enfrentarse con lo que a mí me destroza. Y me 28
encuentro con ella en una casa vacía, por así decirlo, en un momento en que tan difícil me es huir de mí mismo”. Quiero decir que, cuando la conocí, yo era una piltrafa. Venía de zafar por mero azar de un coma pancreático. Técnicamente hablando era un sobreviviente, pero me sentía de manteca. La orden médica era que tenía que limitarme a vivir de manera literalmente opuesta a la que había vivido hasta entonces (es decir, aprender a parar antes de sentir el cansancio; no dejarme llevar nunca; y lo único que yo sabía hacer era dejarme llevar: por los pálpitos, por la adrenalina, por la prepotencia de la voluntad, por el equívoco candor de creerme inmune o al menos lejísimo de la muerte). Mi interpretación de esa maldita consigna médica era una catástrofe: para decirlo mal y pronto, tenía tanto miedo a morirme como a vivir. Eran casi una sola cosa, y eran mucho más que una sola cosa. Recién cuando uno puede separarlas empieza a volver, fui entendiendo con el tiempo, y no voy a abundar en el tema por razones supersticiosas muy profundas. No se habla de eso sin volver ahí. Lo cierto es que, hasta el momento en que ella me dirigió la palabra, yo no la había registrado siquiera. Podría alegar que en mi estado de entonces no estaba precisamente para andar mirando minas. Pero no sería cierto: incluso entubado en la sala de terapia intensiva del hospital había sentido esa reverberación tan familiar en cuanto se acercaba a mi cama una enfermera mínimamente atractiva. Pero con ella fue otra cosa. Hay algo peor que nos digan cobarde: que tengan razón. Y la noche en que la conocí ella se acercó porque me olió el miedo. Hay una hermandad de los enfermos, una hermandad de la desgracia, y desde que pasé por ese trance yo creo fervientemente en ella. A veces nos toca dar, a veces nos toca recibir, en esa hermandad. Y aquella noche yo tuve la suerte de que esa mujer me contara su historia. Nunca más nos volvimos a ver. Muy de tanto en tanto r ecibo un mail de ella y me llena de dicha poder decir que sigue viva, tantos años después: viva como sólo ella sabe estar viva. Pero no hemos vuelto a vernos, y dudo que lo hagamos. Ella vive en un mundo y yo en otro. Como me dijo aquella noche: “Con escribirlo te lo vas a sacar de adentro; lo tuyo se reduce a eso. Yo, mi niño, estoy en otra película, función continua”. Estuve años penando, pero escribí ese libro y ella fue el comodín que me dio la clave, y terminó siendo el personaje central y el sostén emocional de todo lo que pude decir. Por haberla conocido pude escribir ese libro y por escribir ese libro pude desembocar en el que soy. Cuando lo terminé, pensé llamarlo La mala sangre, porque de eso trataba: de mi familia, de mi enfermedad (bilis significa “mala sangre” en griego, el páncreas es el que se encarga de que la bilis no envenene nuestro organismo), de los secretos familiares que envenenan a las familias. Pero después entendí que en toda familia hay también un talismán que las salva, y ella es mi talismán y mi familia, y supe que el libro debía llevar su nombre, el que le puse para hacerla sangre de mi sangre, el que sigo usando para convocarla en momentos de zozobra: María Domecq, María Domecq, María Domecq.
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Viernes, 14 de octubre de 2011
El hombre que odiaba las novelas Aquellos que quieran saber con qué se mamaba Faulkner para escribir así, pueden encontrar la respuesta en un insólito evento que tiene lugar en Londres en 1854, cuando el cónsul americano en esa ciudad reunió en su casa a los exiliados revolucionarios europeos para que conocieran al futuro presidente Buchanan, de paso por Inglaterra. Era un gesto político: demostrar a las monarquías europeas de qué parte estaba el Nuevo Mundo. La lista de invitados era un resumen de las fracasadas revoluciones de 1848: Garibaldi y Mazzini por Italia, Victor Hugo y Ledru-Rollin por Francia, Kossuth por Hungría, Worcel por Polonia y el gran Alexander Herzen por Rusia. Durante la velada se brindó copiosamente por el advenimiento de “una federación de pueblos libres europeos” y un futuro de concordia entre ellos y la joven democracia americana. El cónsul hizo venir a su esposa para que acompañara en guitarra la entonación a coro de “La Marsellesa” y la bebida ofrecida era un ponche especialmente preparado para la ocasión, con bourbon de Kentucky (“nuestra bebida nacional”, como anunció el cónsul). Terminaron todos peleados menos de dos horas después. Se pregunta Herzen en sus fabulosas memorias si el fracaso de la velada pudo deberse a la bebida servida, que parecía “hecha de pimienta roja embebida en vitriolo” y que “embrutecía el paladar, roía la garganta y estallaba en llamas en el pecho de quienes la bebían”. Herzen se fue de Rusia para combatir el zarismo, la autocracia, la servidumbre. Quería la igualdad entre los hombres, la democracia, pero cuando vio la democracia en Occidente se asqueó enseguida de los burgueses (como buen aristócrata los veía poca cosa, mezquinos, miserables) y entendió que no le quedaba otra que hacerse revolucionario. Se pasó la vida predicándola, desde el diario La Campana, que imprimía de su bolsillo en Inglaterra y enviaba clandestinamente a Rusia. En la dedicatoria de sus ensayos reunidos, le dice a su hijo: “No construimos; destruimos. No proclamamos una nueva verdad; abolimos una vieja mentira. La única religión que te dejo es la religión revolucionaria de la transformación social. Es una religión sin paraíso, sin recompensas, sin siquiera conciencia de sí, porque una revolución no puede tener conciencia”. Entregó ese libro a su hijo solemnemente en la Navidad de 1855, en la coqueta mansión que habitaba en Twickenham, delante de su familia y una cincuentena de invitados, al pie de un gigantesco árbol de Navidad lleno de regalos para todos. Cuando Bakunin logró huir de su cautiverio en Siberia y llegar hasta Japón, le escribió desde allí a Herzen para que le pagara el pasaje en barco hasta Londres. Herzen se lo llevó a vivir en su casa. Hasta que el ama de llaves alemana le hizo un ultimátum: o Bakunin o yo. Herzen optó por el ama de llaves. Pero mantuvo su cariño por Bakunin: cuando Garibaldi le pregunta por carta si puede confiarse en el pronóstico de Bakunin acerca de la inminencia de la Revolución en Rusia (en 1862), Herzen contesta que “hay en mi viejo amigo una inveterada tendencia a confundir el segundo mes de embarazo con el noveno”. Bakunin, por su parte, le reprochaba
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festivamente a Herzen: “¿Sabes cuál es tu mayor debilidad? Que eres incapaz de dejarte cegar por un entusiasmo”. Herzen se creía el colmo de la sensatez mientras llevaba una vida que parecía una novela por entregas y en la que involucraba a todos sus amigos libertarios. La historia es así: al exiliarse de Rusia, el primer destino de Herzen fue París (hasta que la monarquía rusa solicitó a la monarquía francesa que lo expulsaran), allí conoció a un joven poeta alemán llamado Georg Herwegh, que había de-safiado a la monarquía alemana con su polémico “Poema de un hombre que está vivo”. Herwegh era el héroe del momento pero llegó a París sin una moneda. Herzen lo acogió como hijo, como diamante en bruto, como delfín. No sólo adoptó al poeta sino a la familia del poeta (Herwegh estaba casado y tenía hijos, que convivían con los de Herzen). Pero he aquí que el joven Herwegh era el epítome del poeta romántico y enamoró a la mujer de Herzen. Se desató entre ellos una pasión incombustible y más que incómoda. El poeta primero exigió que se les permitiera vivir su amor, luego pidió a Herzen que lo matara, luego lo retó a duelo. Negro de ira, Herzen convocó a un tribunal de honor libertario para que dirimiera el asunto: bombardeó de cartas a Mazzini, a Lasalle, a Michelet, para que dijeran qué correspondía hacer. En determinado momento, el libertario alemán Vogt se ofreció a matar él a Herwegh, para que Herzen no se ensuciara las manos (y también, probablemente, para que dejara en paz a las cabezas del movimiento). Herzen le contesta que la proposición es abominable y después, a solas, escribe enfurecido en su diario que lo que debería haber hecho Vogt, de ser un caballero, era “realizar el asunto sin preguntarme”. En medio de todo esto muere la mujer de Herzen y a él se le parte el corazón y se va a vivir a Londres con sus hijos, donde se encuentra con su adorado amigo de infancia Ogarev, a quien procede a hacerle lo mismo que le había hecho Herwegh a él: enamorarle a la mujer y demandar el derecho a vivir ese amor. Esta vez no hizo falta convocar tribunal de honor (los libertarios de Europa respiraron aliviados): Ogarev era tan manso que concedió el capricho a la apasionada pareja y se fue a vivir con una prostituta a la que quería reformar (convirtiéndola en asistente y enfermera de sus sesiones de láudano). Herzen se casó con la mujer de Ogarev. Ogarev siguió siendo su mano derecha en La Campana hasta el triste final del diario, y fue también el más fiel de sus interlocutores: a él dirigió Herzen sus últimos lamentos por el fracaso que creía que había sido su vida, en conmovedoras cartas, cuando se fue a morir a Suiza. En esos lamentos, Herzen menciona cuánto detesta las novelas y el nuevo furor que despiertan: “Las novelas no cambian la vida de nadie”, le escribe a Ogarev. Tres años antes había dado a imprenta sus fabulosas memorias (Mi pasado y pensamientos). Sabemos que Turgueniev le envió a Flaubert (aunque no logró que éste la leyera) una traducción al francés de ese libro, con el modernísimo argumento de que se leía como una novela. Dostoievski y Tolstoi, que nunca coincidieron en nada entre ellos y menos que menos con Turgueniev, leyeron de igual manera la versión rusa: se la devoraron como una novela, vieron en ella la combinación de ethos y pathos, relato y reflexión, brillantez y profundidad, que querían poner en sus propios libros. Quizá la vida de Herzen fue un fracaso (“la más brillante nulidad de su tiempo”, dice de él el holandés Ian Buruma) y las novelas no cambien la vida de 31
nadie, pero a mí me gusta pensar que las memorias que escribió aquel hombre que odiaba las novelas cambiaron silenciosamente la vida de los dos más grandes novelistas de todos los tiempos, porque leer ese libro les cambió la concepción que tenían de la novela, ¿y qué otra cosa es la vida para un novelista que la manera en que cuenta la vida?
Viernes, 6 de enero de 2012
Una rama de alerce Un jefazo de Moscú de paso por Kolymá se queja de que las actividades culturales del campo “cojean de ambos pies”. Kolymá es Siberia, el gulag, el infierno blanco, los olvidados de Dios. “Todo, salvo las piedras, nos estaba prohibido”, dice Varlam Shalamov. En Kolymá los pájaros no cantan. Las flores, fugaces y anémicas, no tienen olor. Ni los árboles huelen en ese corto verano de aire frío que en realidad es una primavera enceguecedora, sin una gota de lluvia. Pero para el jefazo lo que le andaba faltando a la moral de los presos era actividad cultural. Mandaron llamar al preso encargado de tales menesteres, que en su vida real había sido mayor del Ejército Rojo, el mayor Pugachov, y éste le contestó al jefazo que no se preocupara: “Estamos preparando una obra de la que hablará toda Kolymá”. La obra era una fuga. Pugachov y los suyos eran una nueva especie en Kolymá. Eran, como Shalamov, presos políticos, enemigos del pueblo. Pero no eran como los demás prisioneros políticos llegados desde los años ’30 a Siberia: no se derrumbaban moralmente preguntándose qué habían hecho, cómo pudo hacerles eso la Revolución. Eran hombres de acción, puro reflejo animal: venían de pelear como leones contra los nazis, de arriesgar el pellejo escapando de los lager para volver a sus filas y empuñar de nuevo las armas. Pero la guerra ya estaba ganada y Stalin los mandó a Siberia. Los mandó cuando acababa el otoño, creyendo que el invierno los quebraría, los igualaría a los demás presos políticos. Ellos se tomaron el invierno para estudiar el terreno, en condiciones infrahumanas, trazaron un plan enloquecido, esperaron el momento oportuno con la llegada de la primavera, y un día se fugaron. Los agarraron a todos. Los tuvieron que matar para agarrarlos, y al único que agarraron vivo, agonizante, lo revivieron y después lo cosieron a balazos. Se desquitaron con él porque cuando sólo les faltaba encontrar a Pugachov, y lo encontraron, éste se disparó en el paladar la última bala que le quedaba, mirándolos fieramente a los ojos. Dice Shalamov que cuando se enfrentaron los guardias y los presos fugados, ambos bandos exhibieron equivalente temeridad: los presos porque no iban a entregarse vivos, los guardias porque sabían que serían convertidos en presos en cuanto sus superiores se enteraran de la fuga. Dice Shalamov que su país es un país de esperanzas absurdas, hechas de rumores, sospechas, conjeturas e hipótesis, y que por eso cualquier acontecimiento crece hasta convertirse en leyenda antes de que el informe del jefe local logre llegar, llevado por el más veloz correo, 32
hasta las altas esferas. Eso es la literatura rusa, si se lo piensa un poco (en el final de Los hermanos Karamazov, Dostoievski escribe: “Lo que se dice aquí se oye en toda Rusia”). La fuga de Pugachov, el relato de la fuga de Pugachov, corrió como mercurio derramado por Kolymá, fue la actividad cultural por excelencia de aquel verano y el invierno siguiente. Shalamov estaba allí y vivió para contarlo. Lo contó en catorce páginas alucinantes, y en otros setenta cuentos más, que rara vez son más largos, y a veces necesitan apenas tres páginas para llegar hasta el fondo de la médula espinal de quien las lee. Shalamov había sido deportado a Siberia de jovencito, pasó veinticuatro años allá, pudo volver recién después de la muerte de Stalin: no tenía cincuenta y parecía de setenta (había quedado sordo, perdido la vista de un ojo, tenía Parkinson). Se pasó los ocho años siguientes escribiendo, uno tras otro, setenta cuentos como el de la fuga de Pugachov. Consideraba su vida acabada, sólo le importaba dejar en papel su experiencia en Kolymá y tallaba cada pieza de su mosaico como un miniaturista loco. Hasta que, en noviembre de 1962, la revista Novy Mir publicó un cuento llamado “Un día en la vida de Iván Denisovich” de un desconocido llamado Alexander Solzhenitsyn. Era la primera descripción del gulag que aparecía en letra impresa. Se decía que el propio Kruschev había dado el visto bueno para que se publicara. Shalamov la leyó en su cochambroso cuarto, le escribió a Solzhenitsyn (que era once años menor y que había pasado diez años menos que él en Siberia), le mostró sus cuentos, le preguntó qué hacer con ellos. Solzhenitsyn le dijo que no eran lo suficientemente “artísticos” (aunque a continuación le propuso que lo ayudara a escribir Archipiélago Gulag; Shalamov le contestó que lo que tenía para contar sólo podía escribirlo solo). Mientras tanto, Brezhnev eyectó a Kruschev, acabó con el deshielo, convirtió a Solzhenitsyn en una bandera de la disidencia (y lo echó de la URSS cuando él logró filtrar a Occidente y publicar allá su Archipiélago) y Shalamov siguió escribiendo como un muerto en vida sus cuentos. Cada vez escribía menos, hasta que en 1973 no escribió más. Pero algunos de esos cuentos empezaron a circular de mano en mano, en samizdat, alguien los cruzó al otro lado y un periódico de rusos blancos en Nueva York los publicó. Shalamov repudió la publicación desde Novy Mir. Fue la primera y última prosa suya que vio en letra impresa en su vida. Dijo que no era un disidente, que no era bandera de nadie. Nadie le creyó: o pensaron que era un cobarde o que lo habían obligado a firmar. La mayoría creía que lo habían obligado: en 1979 el Pen Club francés anunció que le daría a Shalamov el Premio de la Libertad. Las autoridades rusas lo internaron en un asilo para débiles mentales, donde murió, ido y solo, tres años después. El último de sus Relatos de Kolymá es la historia de una rama seca de alerce que llega por correo a Moscú. La destinataria la pone en una lata y llena la lata con agua de la canilla, “esa agua muerta de las cañerías moscovitas”. Pasan varios días y la mujer se despierta una noche por un vago olor a trementina, que no sabe de dónde viene. Es la rama de alerce, las ínfimas agujas de pinocha que asoman de sus nudos. El alerce es el único árbol que huele en Kolymá. De allí viene la rama. La destinataria de la rama es la viuda de un poeta que murió en Kolymá. Shalamov no la nombra, pero sabemos que es la extraordinaria Nadezhda Mandelstam, porque en otro cuento relata la muerte del gran Ossip (“sus compañeros de barraca ocultaron 33
su muerte dos días para quedarse con su ración de pan, de modo que el poeta murió dos días antes de su muerte, que lo sepan sus futuros biógrafos”). Dice Shalamov que, al principio, el olor del alerce parece el olor de la descomposición, el olor de los muertos. Pero si uno inspira hondamente y con atención, comprende lentamente que ése es el olor de la vida, de la resistencia, de la victoria. La literatura rusa está hecha en madera de alerce. Shalamov nos lo enseñó.
Viernes, 2 de marzo de 2012
El arte de disimular la agonía En 1929, Sergei Eisenstein anuncia a las autoridades del cine soviético que quiere filmar El Capital, de Marx, y que para eso necesita conocer mundo capitalista. Sólo Eisenstein era capaz de decir una cosa así y salirse con la suya. Lo que quería en realidad era hacer su primera película sonora, pero no sabía exactamente de qué, y necesitaba con desesperación un poco de aire, después de los agotadores cambios que lo forzaron a hacer en Octubre (cercenando todas las escenas en las que aparecía Trotsky) para que pudiera ser exhibida. Al llegar a Berlín comprueba que todos los colegas que admira se han ido o están en trance de irse a Hollywood (el cine sonoro iba diez años adelantado allá: era la nueva quimera del oro). En París pasa un día entero conversando fascinado con James Joyce: le dice que el efecto de simultaneidad mental que producía en el lector el famoso fluir de conciencia que Joyce había explotado al máximo en su Ulises era lo que él quería producirle al espectador en sus películas, y que el advenimiento del sonido se lo permitiría. Lo que son las cosas: a su regreso al hotel lo estaba esperando un ejecutivo de la Paramount llamado Lasky con un contrato para llevárselo a Hollywood. En la Paramount estaban maravillados de que hubiera hecho Potemkin gastando cincuenta veces menos que Fritz Lang en Metrópolis y Griffiths en El nacimiento de una nación y querían que les hiciera lo mismo, pero con estrellas famosas en los roles protagónicos. Le ofrecían mil dólares a la semana, que subirían a tres mil cuando estuviera filmando. Eisenstein dijo que aceptaba si podía llevar a su guionista Grisha Alexandrov y a su cameraman, Tisse. Déjenme agregar una escena acá antes de ir al previsible desastre en Hollywood: en Berlín, Eisenstein pasa una noche de amor con Ernst Toller y éste le regala una foto de Tina Modotti que el ruso se había quedado mirando fascinado. Es la famosa foto del sombrero mexicano con la hoz y el martillo arriba. Lo primero que Eisenstein le ofreció a la Paramount fue un delirio tomado de la novela de anticipación Nosotros, de su compatriota (caído en desgracia) Zamyatin: un mundo en que todas las paredes eran de cristal, todo estaba a la vista y a la vez todos estaban incomunicados. La Paramount no quiso saber nada. Después les ofreció contar la historia del loco Sutter, el colono alemán que perdió California cuando estalló la fiebre del oro y le saquearon las tierras. Le preguntaron con qué 34
actores; él contestó que con aficionados anónimos. La Paramount no quiso saber nada. Mientras tanto, los pasquines de Los Angeles hablaban del judío rojo que había venido a infectar de comunismo el cine y la Paramount dio elegantemente por terminado el contrato con Eisenstein ofreciéndole fletarlo en barco vía Japón. El barco se atrasa, los tres rusos quedan varados en el puerto de San Francisco, Grisha Alexandrov
dice:
vamos
a
conocer
México.
Eisenstein
alucina.
Vuelve
aceleradamente a California y, a través de Chaplin logra convencer a Upton Sinclair, el escritor socialista americano que se carteaba con Stalin, para que le diera 25 mil dólares con los cuales hacer en dos meses una película en México, antes de volver a Rusia. Firman un aparatoso contrato socialista que cede a Sinclair los derechos mundiales menos en la URSS (donde se exhibiría gratuitamente) y fija para Eisenstein un salario de un dólar al día: de los tres mil por semana de la Paramount a sesenta por hacer una película entera, la película de sus sueños, la que iba a ser el equivalente en el cine del Ulises de Joyce. En México se vivía en el pasado y el presente al mismo tiempo, los vivos bailaban con los muertos en los cementerios, Eisenstein podía hacer con eso lo que no podía hacer con Rusia. Filmó febrilmente setenta mil metros de película (unas cuarenta horas de duración), gastó los 25 mil dólares de Sinclair y siguió gastando a cuenta, el material iba a revelarse a Los Angeles así que no podía ver nada de lo que iba filmando, no había tiempo, había que componer también la música, que sería el contrapunto decisivo de aquellas imágenes. Eisenstein no daba abasto con su propia creatividad, cuando Sinclair cortó de cuajo el chorro: su mujer había quedado baldada por una enfermedad, él tuvo que empeñar hasta la camisa por los gastos de hospital y de la película, los soviéticos se negaban a pagar las excentricidades de su enfant terrible, Sinclair estaba literalmente al borde del colapso nervioso y se desquitó en forma. No sólo hizo que fletaran a Eisenstein de regreso a la URSS sino que se negó a mandar el material crudo a Moscú y recibir la película terminada. Eisenstein llegó con las manos vacías, se lo acusó de parásito, se le exigió que filmara algo y se dejara de teorizar. Y al mismo tiempo se le rechazaba cada idea que proponía. Mientras tanto, Sinclair entregó parte del material a un mediocre director (Sol Lesser, que hacía las películas de Tarzán) para que armara un western pésimo que le permitiera recuperar algo de dinero y dejó correr el rumor de que el resto, vendido al menudeo como material documental, se había quemado en un incendio. Enterado por carta, Eisenstein pregunta desde Moscú: “¿Lo del Día de Muertos también?”. Se refería a una extraordinario aquelarre popular que consideraba lo mejor que había filmado en su vida. Cuando le dicen que sí (cosa que no era cierta), escribe en su diario: “Tengo 35 años y el corazón roto. Debería morirme ahora”. Vivió quince años más porque, como dijo él mismo, era un maestro en el arte de disimular la agonía. Mientras el cine sonoro seguía su curso, regido básicamente por los cánones de Hollywood, él debió soportar que su némesis, el zar del cine soviético Shumyatski, le arrancara de las manos una película casi terminada (El prado de Be-zhin) porque no había en ella lucha de clases sino “mero éxtasis bíblico y formalismo banal”. Cuando Shumyatski cayó en desgracia y se le permitió a Eisenstein filmar y estrenar su Alejandro Nevski (con música de Prokofiev), ya era 35
1939 y él era un animal de otro tiempo, o un muerto en vida. Es cierto que, antes de morir, alcanzó a filmar dos de las tres partes de Iván el Terrible, cuya primera entrega encantó a Stalin y la segunda lo enfureció, pero yo creo que para entonces todo le daba más o menos igual. Hasta su último día de vida en el hospital, esperó que llegara milagrosamente a sus manos al menos una lata del material de ¡Que viva México!, que para entonces estaba en poder del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Nunca llegó a ver siquiera un fotograma de aquellos 70 mil metros de película. Yo sí. Hay una escena, en ese baile del Día de Muertos, en que todos los actores se van sacando las máscaras de calaveras con que estuvieron bailando y el último de ellos no tiene cara debajo: es una calavera oculta por una máscara de calavera. Quien lo descubre y lo señala es un nenito que está mordiendo una calavera de azúcar y sonríe a cámara como si el mundo estuviera empezando.
Viernes, 10 de agosto de 2012
Una historia roja Esta historia empieza con un cuadro todo pintado de rojo, que se titula La pintura se ha suicidado o, según versiones más moderadas, La última imagen ya ha sido pintada. Lo hizo Rodchenko. En realidad era un tríptico, las otras dos telas estaban igual de uniformemente pintadas, una amarilla y la otra azul, pero la roja, dice Bruce Chatwin (que logró verlas en Moscú, en 1973, después de mucho insistirle a la hija de Rodchenko, que las tenía sin bastidor, enrolladas y archivadas en un ropero de su infame departamento moscovita, el mismo donde había muerto su padre), ah, la roja era especial. Es cierto que nada le gustaba más a Chatwin que hacer como que encontraba perlas en el barro, y que en el Moscú de los años ’70 la única manera de ver una pieza de constructivismo ruso era pidiéndole a alguien que la tuviera escondida en el fondo de un ropero, razón por la cual después costó fortunas restaurarlas. Pero Rodchenko es inmortal por ese rojo, por haberle dado a ese rojo el mismo protagonismo del blanco y negro en la iconografía más potente de este siglo: la de la primera época de la revolución bolchevique. Rodchenko creía que los pintores eran un prejuicio del pasado cuando expuso su tríptico, que en realidad era un ajuste de cuentas dentro de la Guerra de los Ismos que hubo en ese período extraordinariamente fructífero del arte que fueron los años 1915-1925 en Moscú. Rodchenko, que era constructivista, se la tenía jurada a Malevich, que era suprematista. Malevich había expuesto una tela blanca con un cuadrado pintado de negro en el medio y se había autoproclamado padre de la abstracción. Rodchenko y su compadre Maiacovski, la nube en pantalones, no podían soportar que nadie fuera más vanguardista que ellos, así que urdieron aquel suicidio de la pintura, y así fue cómo el constructivismo borró del mapa al suprematismo y ganó la Guerra de los Ismos en la URSS y fue elegido para representar a la URSS en la Exposición de París de 1925. 36
La Exposición Universal de 1925 fue la gran oportunidad de los soviéticos para mostrarse al mundo después de la revolución, la guerra civil, la hambruna posterior y el bloqueo occidental. Había que mostrar que, en el Sueño Socialista, la utopía era realidad. Y allá fueron Rodchenko y el arquitecto Melnikov y el loco Tatlin en un tren con dos toneladas de madera barata de los Urales, porque la URSS no estaba para gastos: necesitaba máximo impacto con mínimo presupuesto, la especiali dad de Rodchenko. El Pabellón Soviético, hecho enteramente de vidrio por fuera y de esa madera de los Urales por dentro, incluido todo el mobiliario, y pintado en sólo tres colores (rojo, gris y blanco), causó sensación, o quizás habría que decir estupor, en aquella exposición que era un canto a la opulencia kitsch. Hicieron todo en tres meses, hasta los muebles, serruchando y pintando como energúmenos, al menos Rodchenko y el loco Tatlin, que creían de verdad que el arte debía ser colectivo. Ejemplo hermoso de eso es cuando, en su parada en Berlín, antes de París, se enteran de que el Káiser va a pasar con su comitiva delante de la estación, y el loco Tatlin saca su balalaika, se hace el ciego y se pone a tocar melodías delante de la carroza del monarca. El Káiser, que adora el folklore ucraniano, se emociona y le tira al músico ciego su reloj de oro. Tatlin lo vende para que Rodchenko pueda comprar la cámara Leica con la que revolucionará la fotografía y después se condenará a sí mismo. Pero no nos adelantemos. Además de decorar trenes, envolver monumentos zaristas con trapos rojos, cubrir frontispicios de palacios con carteles monumentales y hacer que saliera música por las sirenas de las fábricas, Rodchenko había hecho cosas asombrosas en collage. Esa misma maestría compositiva aplicó a sus fotos, en cuanto el loco Tatlin le dio la plata para comprar la Leica en París. Mientras sus compañeros de delegación peregrinaban del atelier de Picasso al de Léger, Rodchenko descubría por las suyas que el ojo de la cámara era la forma perfecta para mostrar las cosas desde un ángulo socialista, es decir desde un ángulo nuevo. Fascinado por la manuabilidad de la Leica, que permitía hacer tomas desde ángulos insospechados, explotó al máximo la toma cenital, desde arriba, o poniéndose a los pies del retratado. Sus fotos parecían esculturas, eran casi tridimensionales, se venían encima. Y, cuando les agregaba tipografía y las convertía en propaganda revolucionaria, convencía hasta a las piedras de que se venía el Hombre Nuevo, la realidad detrás de la utopía. Pero Marx ya alertaba sobre los desvaríos del pensamiento abstracto. Y a Lenin le empezó a pasar lo mismo con el arte abstracto cuando los avangardistas pintaron de colores brillantes (e indelebles) los árboles del Paseo Alexandrovski frente al Kremlin, y por supuesto los secaron. El constructivismo ruso fue a París sabiendo ya que era póstumo. Tenían los días contados antes de que muriera Lenin, Stalin no se ocupó de ellos antes porque estaba dedicado a Trotsky, pero los tenía inequívocamente en la mira. Maiacovski le ganó de mano. Su suicidio es la fecha oficial de defunción del constructivismo. Fue apenas volvió Rodchenko de la Expo de París. La foto que le hizo a su compañero de correrías es archiconocida: Maiacovski parado con las piernas muy abiertas y un tormento en la cara que mete miedo. Antes de volarse los sesos dejó estas líneas junto a su cadáver: “Lo difícil no es morir sino seguir viviendo”. Rodchenko no pensaba lo mismo. Es más: creía ilusamente que la frase de Stalin (“La URSS necesita que sus artistas sean 37
ingenieros de almas”) se basaba en una frase suya (“El Hombre Nuevo vendrá de la unión del arte con la ingeniería”). Logró clemencia, cuando fueron por él, a cambio de fotos. Sus imágenes fueron el equivalente soviético de lo que habían sido las imágenes de Leni Riefenstahl para el Reich: la verdadera estatuaria del régimen, su propaganda más contundente. Cuando uno piensa en las proezas hidráulicas, eléctricas, arquitectónicas y atléticas del stalinismo, son fotos de Rodchenko lo que está viendo en su cabeza. Nadie se miraba mucho a los ojos en la URSS en aquella época. Como escribió Ajmátova: “Fue la época en que sólo los muertos podían sonreír, felices de descansar al fin”. Así que Rodchenko pasó más o menos inadvertido en su ignominia, desde 1926 hasta que murió, treinta años después. Vaya a saberse si como autocastigo, en los años finales de su vida, cuando ya no lo dejaban ni sacar fotos, volvió a pintar. A pintar figurativo: pintaba payasos. El hombre que le puso la lápida a la pintura, el hombre que reformuló la fotografía y la propaganda política, el iconoclasta por excelencia de su tiempo, terminó sus días pintando payasos tristes que no se atrevía a mostrar a nadie, en el mismo departamento moscovita donde tenía enrollado en el fondo de un ropero el lienzo en rojo que dejaría a Chatwin sin respiración veinte años después.
Viernes, 24 de agosto de 2012
Un cuaderno negro Princeton no podía jubilar a Nina Berberova de su cátedra de ruso porque en su pasaporte decía “fecha de nacimiento desconocida” y ella no recordaba cuántos años tenía. Terminaron pidiendo la información a la embajada soviética en Washington, que la derivó a la KGB en Moscú, que informó desconocer de quién le hablaban. Al enterarse, Berberova envió a la embajada el último ejemplar que le quedaba de su autobiografía (cuyas primeras líneas, hoy famosas, dicen: “Así empiezan estas páginas, oliendo aún a tierra húmeda y a moho, como olemos todos los desenterrados”). Lo dedicó a la KGB y lo firmó “Ultima Sobreviviente del Barco de los Filósofos”. En 1922, las autoridades soviéticas habían fletado al exilio, en un carguero alemán, a más de cien intelectuales considerados inservibles para la Revolución. La lista la había armado el propio Lenin. Berberova iba en ese barco. Era menor de edad, se había casado con el poeta Jodasevich para poder partir con él. Creía que Rusia iba en ese barco, que no se podía aspirar a mejores maestros. Berberova quería escribir. Escribió. En París, mientras Jodasevich languidecía de melancolía por Rusia, ella escribió notas que firmaba con el nombre de él (para poder cobrarlas) en las únicas dos revistas de la emigración que pagaban, hasta que dejaron de pagar. Gorki se apiadó de ellos y se los llevó a vivir a su casa en Sorrento. Gorki se carteaba con los grandes escritores europeos de su tiempo y necesitaba ayuda. Un día llegó una carta 38
de Romain Rolland. Gorki pidió a Berberova que le tradujera: “Querido amigo y maestro –leyó ella–, he recibido en su carta el olor de las flores y el sol. Leerla fue como pasear por un jardín donde los rayos de luz del pensamiento transportan al cielo de la meditación...”. Gorki se irritó. “Pero, ¿qué dice este hombre? Yo sólo le pedí la dirección de Panait Istrati.” Rato más tarde le entregó a Berberova la respuesta para que la tradujera. Decía: “En los últimos años, el mundo camina hacia la luz y sólo quienes avanzan son dignos de recibir el nombre de hombres, en lugar destacado el camarada Panait Istrati, a quien usted, querido amigo y maestro, se refería en una de sus cartas y cuya dirección le ruego encarecidamente me envíe”. Cuando Gorki se dejó convencer por Stalin y retornó a Rusia, Jodasevich terminó apiadándose de Berberova. Al llegar a París le pidió que le dejara un borscht para tres días y que se fuera, que empezara a firmar con su propio nombre lo que escribía, que lo dejara morir en paz. Ella consiguió una buhardilla en Billancourt, el barrio en las afueras de París donde estaba la fábrica Renault, y allí empezó a escribir unas fabulosas estampas de la vida cotidiana del “París ruso”, que las revistas de la emigración no querían publicarle porque contaban historias como la de los veteranos del Ejército Blanco que trabajaban en la Renault (famosos por tres cosas: su salud de hierro, su insólita sumisión a la policía y su negativa a sumarse a cualquier huelga), la de la Asociación de Ex Francesas (un grupo de institutrices que volvieron arruinadas a París después de la Revolución, luego de invertir todos sus ahorros en rublos zaristas, y pasaban las tardes en torno de un samovar recordando los viejos tiempos) o la de Alexei Remizov, secretario de la revista Problemas (quien en lugar de asistir a las reuniones de redacción prefería quedarse en la habitación contigua, donde acomodaba en círculo los zuecos y galochas de los miembros del comité, se sentaba en el centro y oficiaba una reunión paralela hablando con los zapatos de sus compañeros). Luego de que un ruso blanco escapado de un manicomio matara a tiros a Paul Doumer, el presidente recién electo de Francia, la situación de los emigrados se volvió insostenible: ya no sólo se les negaba la ciudadanía sino también los permisos de trabajo. “¡Qué hartos estaban de nosotros!”, escribe Berberova en su autobiografía. “No sé qué nos hizo sobrevivir durante aquellos años. Eramos incapaces de leer libros nuevos o de releer libros viejos. Escribir nos producía una mezcla de miedo y repugnancia. Sólo teníamos un deseo: escondernos y callar.” Por esos días, Berberova conoció a un escritor emigrado de su misma generación, que firmaba sus libros “Sirin” para que no lo confundieran con su padre, el político asesinado en Berlín, Vladimir Dimitrievich Nabokov. La empatía fue absoluta, pasaron horas en un bar hablando de literatura hasta que Berberova dijo: “Pushkin se hubiera vuelto loco con Dostoievski. Dostoievski se hubiera desconcertado con Chejov. Y los tres nos despreciarían y se hubieran asqueado de nuestra degradación”. Nabokov se puso blanco, se levantó de su silla y, sin decir palabra, abandonó el bar. Berberova sobrevivió a la guerra escondida en una granja en el sur de Francia. Volvió a París después de la liberación (caminando, tardó tres días), fue directo a Billancourt, al huerto abandonado que había al fondo del edificio donde había vivido, y desenterró un cuaderno negro que había dejado allí antes de escapar, en 39
1940. El cuaderno tenía todas sus hojas en blanco. Lo había comprado para escribir su autobiografía. Mientras lo desenterraba, una fi gura fantasmal se asomó por una de las ventanas; era una conocida rusa de los viejos tiempos, que le dijo desde allá arriba: “No me digas que has vuelto de la muerte”. Ese cuaderno negro, con sus páginas aún en blanco, llegó con ella al puerto de Nueva York en 1950. Berberova viajó con una sola valija y setenta y cinco dólares en el bolsillo. Nadie la esperaba y no sabía una palabra de inglés. Tardó trece años en conseguir que Princeton le diera a regañadientes unas horas de cátedra a cambio de un departamentito en el campus. Recién entonces se sentó a llenar las páginas de su cuaderno negro. Un día la invitaron a una velada rusa en honor de la condesa Alexandra Tolstoi. Nabokov estaba allí. Ya había publicado Lolita. Era ri co, famoso, había engordado, lucía una imponente calvicie y simulaba miopía para no tener que reconocer a quienes trataban de hacer contacto visual con él. En cierto momento, Berberova creyó que la estaba mirando y lo saludó con una inclinación de cabeza. Nabokov ni la registró. Nadie la registró, ni siquiera cuando se fue. La condesa Tolstoi se acercó entonces al escritor y le preguntó si era ella o él también olía a tierra húmeda. “A moho, más bien”, contestó Nabokov, frunciendo la nariz. Princeton jubiló por fin a Berberova, pero no se atrevió a quitarle aquel departamentito en el campus. Ahí fue donde logró ubicarla el francés Hubert Nyssen, de la sofisticada editorial Actes Sud, que quería publicarle todos sus s us libros en París. Fue un éxito insospechado. Le dio un estrellato casi póstumo a Berberova: tenía 88 cuando ocurrió y murió cuatro años después. No conozco mejor retrato de la emigración rusa que su autobiografía (Las bastardillas son mías), que cierra con estas palabras de su amado Jodasevich: “En la época en que sucedieron estos versos yo creía que llegaría a ser alguien, pero no he llegado a ser nadie; apenas he llegado a ser”.
Viernes, 19 de octubre de 2012
Cuarenta días de 1936 Las dos personas que resumen como ninguna otra, para mí, la Guerra Civil española son el anarquista Buenaventura Durruti y Simone Weil, la mística judeofrancesa que quería ser católica. Sus vidas se cruzaron sólo cuarenta días y apenas tuvieron trato. Nada habría cambiado si se hubieran conocido más porque fueron, en vida, demasiado viscerales los dos. El único diálogo posible entre ambos tendría que haberse dado después de muertos, y levante la mano quien sepa qué nos ocurre después de morir. Llovía cuando los enterraron, a uno en Barcelona, a la otra en Londres. Pero si se empieza por sus muertes, por la desesperante manera en que murieron los dos, no hay manera de remontarla, así que probemos por otro lado. A Simone Weil le repugnaban las guerras. Pero en julio de 1936 descubrió que estaba participando moralmente en una, incluso contra su voluntad. Participar 40
moralmente significaba estar pendiente de cada cosa que sucedía en aquel conflicto, anhelar la victoria de un bando y desear con igual fervor la derrota del otro. En cuanto comprendió eso, la joven Simone Weil hizo lo mismo que un sinfín de jóvenes idealistas del mundo: abandonó todo y se s e subió a un tren, con el propósito de sumergirse de cabeza en la Guerra Civil española. El epicentro de la guerra en agosto de 1936 era Zaragoza. Durruti había llegado marchando con su Columna hasta las puertas de la ciudad y pedía desesperadamente armas y municiones a Barcelona: sabía que podía tomar perfectamente Zaragoza. Si lo hacía, nada lo frenaría hasta Bilbao y, con las dos urbes industriales de España bajo bandera, la guerra estaba ganada. Pero desde Barcelona no le mandaban ni las ametralladoras ni los cañones que pedía: los políticos republicanos temían al fascismo, pero temían más que Durruti fuera creando comunas anarquistas en cada lugar por donde pasaba en su caótico avance: lo primero que hacía la Columna Durruti al entrar en cada pueblo era abolir el dinero, destruir todas las actas de la alcaldía, del juzgado y de catastro, quemar las iglesias y abrir las cárceles. Durruti combatía al poder como si estuviera en el siglo diecinueve, porque el poder (“los dueños de todo y sus cómplices, los curas”, en palabras de Simone Weil) seguía matando de hambre al pueblo como en el siglo diecinueve. diecinueve. La central obrera que Durruti armó en Barcelona (la ciudad más industrial de España y, por eso mismo, la más proletaria también) llegó a tener más de un millón de afiliados, y casi no había comunistas en sus filas, eran todos de la hermandad anarquista: el sueño de Bakunin hecho realidad. H abían sido ellos quienes salvaron a Barcelona de caer en manos fascistas; el gobierno mismo debió agradecerles públicamente. El gobierno sabía que nadie en las filas republicanas tenía el efecto de Durruti sobre la moral colectiva. Por eso no le dieron las armas, por eso no se tomó Zaragoza, por eso lo tuvieron a Durruti esperando inútilmente hasta noviembre, cuando se le rogó que fuera a defender Madrid, y en Madrid salió mal todo lo que podía salir mal: en menos de una semana, Durruti estaba muerto y comenzaba el derrumbe republicano. Simone Weil estaba en París cuando lo supo. Se recuperaba de una fea quemadura en las piernas para poder volver a España, pero ya no era moralmente su guerra. Ya no le parecía un enfrentamiento entre los desposeídos y los todopoderosos, sino una confrontación más de potencias europeas: Rusia, Alemania, Italia, más Inglaterra y Francia en abyecto segundo plano. Durruti pensaba casi lo mismo en sus días finales: que las filas republicanas estaban infiltradas de comunistas de Moscú y que Moscú no quería ganar la guerra civil porque eso hubiera desatado una guerra mundial para la que la URSS no estaba preparada. Por eso se dijo dij o que la bala que mató mat ó a Durruti en las calles de Madrid fue disparada por un comunista. En el departamento de París de los padres de Simone Weil, donde organizó a los ponchazos la Cuarta Internacional a fines de 1933, Trotski había hecho callar fastidiado a la joven hija de los dueños de casa decretando que los anarquistas españoles eran contrarrevolucionarios. Tres años después, esos mismos anarquistas eran acusados de trotskistas y retirados de sus puestos en la lucha, por los comunistas de Moscú que habían copado el gobierno republicano, los mismos que ya estaban tramando el asesinato de T rotski.
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Lo que había desencantado a Simone Weil en su breve experiencia española fue descubrir que toda guerra sólo se hace “para conservar o aumentar los medios para hacerla” y que a eso se había reducido Europa. Antes de ir a España había interrumpido sus estudios de filosofía para probar en carne propia la naturaleza de la opresión obrera. Luego de un año “como esclava” en los talleres Renault en las afueras de París, dijo que no le quedaba sino convertirse a “la religión de los esclavos” y abrazó el cristianismo (aunque sin bautizarse: su confidente, el abate de Naurois, diría después que no estaba lista, por falta de humildad). Con ese espíritu fue a España, y volvió emocionalmente quebrada, y escribió a partir de entonces sus alucinantes libros (que se publicaron todos después de su muerte). Sus padres la arrastraron a Vichy, donde tuvieron que frenarla para que no fuese al comando de asuntos raciales a explicar por qué era un despropósito considerarla judía (hasta a ellos, que la habían educado atea, les estremecía ese rechazo de su hija a la sangre hebrea). Lograron por fin subirla en un barco que los llevó a Nueva York. Ella insistió en dormir en el suelo, ya que no podía viajar en cuarta clase. Meses después cruzó sola a Londres, donde pidió en vano a De Gaulle ser arrojada en paracaídas sobre la Francia ocupada. Víctima de tuberculosis, internada en un hospital, se negó a alimentarse para compartir el hambre que padecían sus compatriotas bajo la Ocupación. Se dejó morir por lo que hoy se conoce como anorexia mística. Fue enterrada en la sección católica del cementerio de Ashberry. Llovía a cántaros. El sacerdote que iba a oficiar la ceremonia tomó el tren equivocado desde Londres y nunca llegó. También llovía en el funeral de Durruti en Barcelona. Quinientas mil personas esperaron en las calles el arribo de su cadáver desde Madrid. La camisa que llevaba puesta al morir, con el agujero de bala en el pecho, fue exhibida junto a la bandera anarquista y el féretro, en el enorme salón donde lo velaron. Sólo se hablaba de una cosa, en voz baja: si la bala había sido fascista o comunista. Recién después de la muerte de Franco, cuarenta años después, los testigos presenciales y los íntimos de Durruti aceptaron contar la verdad que era imposible de confesar en 1936: a Durruti se le había disparado solo el naranjero que llevaba en la mano al bajar del auto; la bala que acabó con él no había sido ni fascista ni comunista. Si hay algo esperándonos del otro lado de la muerte, puede que algún día lleguemos a saber qué se dicen uno al otro Buenaventura Durruti y Simone Weil cuando contemplan desde lejos sus propias vidas y todo lo que pasó después.
Viernes, 2 de noviembre de 2012
Sentencia de muerte en 16 versos Todo empezó con aquella foto de Stalin mostrando su amor por la lectura, una sesión de rutina con el retratista Nappelbaum que pasó insólitamente todos los filtros y, cuando estuvo colgada en cada aula soviética, desató risas por lo bajo: el Gran 42
Educador necesitaba seguir con el dedo las líneas que leía. El poeta Ossip Mandelstam dio entonces su famoso paso en falso. Compuso un epigrama que recitó en una reunión de amigos, para espanto de Boris Pasternak, que le dijo: “Eso no es un poema. Es un acto suicida, una sentencia de muerte en dieciséis versos. Tú no me has recitado nada y ese poema no existe”. El poema en cuestión era el “Epigrama contra Stalin” (“Tus bigotes de cucaracha, tus dedos como gordos gusanos”) y, aunque el propio Mandelstam reconocería que eran versos facilones comparados con su excelso promedio habitual, no pudo resistir la tentación de recitarlos de nuevo en los días siguientes, hasta que alguien le fue con el cuento a Stalin y, en medio de la noche, se presentaron tres agentes del NKVD en su departamento. Se tomaron su tiempo para revisarle todos los papeles. Anna Ajmátova estaba ahí, junto a Mandelstam y su esposa Nadezda. Había ido de visita sin avisar y sus anfitriones no tenían nada que ofrecerle. Con unos pocos kopeks en el bolsillo, Mandelstam bajó a conseguir algo y sólo logró agenciarse un huevo duro, que seguía sobre la mesa cuando los agentes del NKVD dieron por terminada su búsqueda c erca del amanecer, sin haber hallado el epigrama (Mandelstam había tenido al menos la prevención de no ponerlo por escrito), y se llevaron el poeta a la Lubianka. Ajmátova puso en su mano aquel huevo duro cuando se despidió de él. Dice la leyenda que lo quebraron sin tortura física (“Usted mismo ha reconocido que es bueno para un poeta experimentar el miedo. Se lo haremos experimentar con plenitud”). Dice la leyenda que fue el propio Mandelstam quien les dio de puño y letra la única transcripción que lograron tener del poema. En el ínterin, Bujarin había intercedido ante Stalin (“Hay que ser cautelosos con los poetas; la historia está siempre de su lado”) y tiene lugar la famosa llamada telefónica nocturna de Stalin a Pasternak. El Padrecito de los Pueblos le pregunta a quemarropa a Pasternak si Mandelstam muestra o no maestría en el poema en cuestión. Ese no es el punto, dice Pasternak. Cuál es el punto entonces, pregunta Stalin. Estamos hablando de la vida y de la muerte, dice Pasternak. Stalin le contesta con sorna que él hubiera sabido defender mejor a un amigo y cuelga. Pero la sentencia fue “vegetariana”, para los tiempos que corrían: tres años de destierro, primero en Cherdyn y luego en Voronezh. La orden de Stalin había sido: “Aísleselo pero presérveselo”. Nadezda recibió permiso para acompañar a su marido y lo alojaron en un pequeño dispensario rural (un médico, una enfermera) donde el desterrado intentó suicidarse tirándose por la ventana de un segundo piso. Oía voces, creía que Ajmátova había sido arrestada por su testimonio, no lograba recordar qué había confesado, a cuántos había incriminado. Después pasó a creer que aquella caída del segundo piso le había devuelto la cordura (“Me quebré un brazo y recuperé la razón”). Mandelstam escribió entonces su “Oda a Stalin”. La leyenda se bifurca en este punto: hay quienes creen que lo hizo para congraciarse con el tirano y hay quienes dicen que Stalin se lo ordenó. Joseph Brodsky dice que da igual: lo que importa es el desequilibrio inquietante de esos versos, que los censores no supieron cómo tomar (“Si me despojan del derecho a respirar y a abrir las puertas / Si me tratan como un animal y me dan de comer en el suelo / Yo anudaré diez cabellos en mi voz y en la profunda noche / Susurrará Lenin en medio de la tormenta / Y en la tierra que huye 43
de la putrefacción / Stalin despertará la razón y la vida”). Esa es la función de la poesía, según Brodsky: moverle el piso a quien lee. Eso pasó con los censores, que terminaron pidiendo a la todopoderosa NKVD “una solución al caso Mandelstam”. La solución fue expeditiva: cinco años de condena en Siberia. No llegaron a ser ni seis meses. Cuenta Varlam Shalamov en los Relatos de Kolymá: “Sus compañeros de barraca ocultaron su muerte dos días para quedarse con su ración de pan, de modo que sepan los futuros biógrafos que el poeta murió dos días antes de su muerte”. En su libro Contra toda esperanza, Nadezda Mandelstam cuenta que a su marido le gustaba repetir en el destierro dos frases que ella detestaba por igual. Una decía: “No hay que quejarse; vivimos en el único país que respeta la poesía; matan por ella”. La otra era: “La muerte de un artista no es su fin sino su último acto creador”. Más de medio siglo después, cuando aquella hoja redactada en letra temblorosa por Mandelstam fue exhumada de los archivos de la KGB, se descubrió que la memoria colectiva había ido deformando para mejor el epigrama, año a año, a medida que pasaba de boca en boca, para preservarlo del olvido.
Viernes, 18 de enero de 2013
La cuestión sartreana El 18 de julio de 1936, el pintor español Fernando Gerassi estaba charlando con amigos en la vereda del café La Rotonde, de París, cuando pasó Malraux y les dijo que Franco se había alzado en España y que había empezado la guerra civil. Gerassi, que estaba cuidando a su hijo de cinco años mientras su mujer trataba de terminar su maestría en La Sorbonne, depositó al pequeño sobre la falda de uno de sus amigos, le pidió que le explicara a la madre lo que había sucedido y se fue a España a defender la República. Miles de españoles en el mundo hicieron lo mismo, ese día y los días siguientes. Pero el amigo en cuyos brazos depositó Gerassi a su hijo Juanito era Jean-Paul Sartre. Hasta entonces, Sartre creía que había encontrado a su igual en el mundo: Gerassi pintaba como Sartre escribía, en ninguna otra persona habían encontrado ambos un nivel similar de autoexigencia, en eso se bastaba su amistad. Y de pronto Gerassi se levantaba de su silla en La Rotonde y abandonaba la pintura. En su afán de entender las cosas escribiendo sobre ellas, Sartre convirtió a Gerassi en uno de los personajes de Los caminos de la libertad, su famosa novela sobre el compromiso. En una mítica escena, Gómez (Gerassi) se encuentra fugazmente en París con Mathieu (Sartre) cuando ya ha caído Madrid y le anuncia que esa misma noche volverá a cruzar la frontera para retomar su puesto de lucha. Mathieu le pregunta para qué, si la guerra ya está perdida. Gómez contesta su famosa frase: “No se combate el fascismo porque se le pueda ganar; se lo combate porque es fascista”. Gerassi era español de alma: había nacido en Estambul, hijo de judíos sefaradíes, su próspera familia lo había mandado a estudiar con Husserl en Alemania. Gerassi 44
pasó de esquiar con su compañero de estudios Heidegger a dejarlo todo por la pintura, robarle una novia al gran músico vienés Alban Berg (la ucraniana Stepha, que sería la madre de Juanito y el amor imposible de medio Quartier Latin) e irse juntos a morirse de hambre en París. Ella trabajaba para que él pintara y, cuando podía, se anotaba en un curso en La Sorbonne. Así conoció Sartre a Gerassi: Simone de Beauvoir quedó deslumbrada con Stepha en un curso (y siguió siendo íntima de ella después de la pelea entre los maridos). Gerassi sólo abandonó Barcelona en el último avión republicano que zarpó antes de que cayera la ciudad. Se tiró en paracaídas del otro lado de los Pirineos porque Francia metía en campos a los republicanos que cruzaban la frontera. El playboy Porfirio Rubirosa, que además de vendedor de armas ocasional era yerno del dictador dominicano Trujillo, le consiguió unas visas a cambio de favores prestados (Gerassi y Malraux le compraban a Porfirio las armas para los republicanos). Gerassi repartió las visas entre sus amigos judíos en París y se quedó con las últimas tres para su mujer, su hijo y él. Llegaron a Nueva York poco antes de Pearl Harbor. Dos semanas después, él estaba con las OSS: su misión (por su experiencia de campo en las brigadas republicanas) fue ir clandestino a España, armar una red y estar listo para volar ciertos puentes estratégicos si los tanques nazis decidían pasar por la España franquista para defender Africa del Norte. Gerassi se había peleado con los comunistas en España y después de la guerra se volvió un sospechoso permanente para los norteamericanos también; en la era macartista le hicieron la vida imposible. Sobrevivía con Stepha y Juanito en una escuela perdida en Vermont, que ella convirtió en un establecimiento educativo modelo, la Putney School of Arts. Después de ponerla en marcha, Gerassi la dejó en manos de Stepha y volvió a la pintura. Era una suma de desencantos. Nunca quiso exponer, ni volver a militar, ni tampoco enseñar. Echó a su hijo de la casa a los quince años: Juanito quería estudiar marxismo y hacer su tesis sobre Sartre. Poco antes había tenido lugar el único encuentro de Gerassi y Sartre después de la guerra, que empezó con una visita al MoMA a ver una muestra de Mondrian (“Sí, pero pintar así es no hacerse preguntas difíciles”, murmuró Gerassi) y terminó cuando ambos se acusaron a gritos de haber claudicado moralmente, como si frente a frente no pudieran no ser los personajes de Los caminos de la l ibertad. Juanito nunca hizo su tesis sobre Sartre pero en 1970, luego de recorrer el globo como activista internacional intentando en vano conciliar en él las tendencias del hombre de acción y del hombre de ideas (Tribunal Russell, Cuba, Vietnam, Revolución Cultural china, Bolivia con el Che), Sartre lo ungió inesperadamente como su biógrafo oficial y arreglaron encontrarse una vez a la semana a charlar delante de un grabador. Sartre está cansado: la tarea de ser la conciencia del mundo lo abruma un poco desde que los médicos le prohibieron las anfetaminas. Encontrarse con Juanito lo hace sentir en familia: Juanito conversa durante la semana con aquellos cercanos a Sartre en distintas épocas y, cada viernes, le cuenta lo que dicen (que es bastante, ya que a todos les pasa lo mismo que a Sartre con “el hijo de Stepha y Fernando”). Pero Juanito, como su padre, no tiene paz: desde el principio cree que ser biógrafo de Sartre es erigirse en fiscal de cada uno de sus actos, tal como había hecho con su padre biológico, noche tras noche, hasta el 45
portazo final (y el instante siguiente, en que oyó a Gerassi gritarle a Stepha detrás de la puerta: “¡Déjalo! ¡Si puede sobrevivir esta noche, significa que era hora de irse de casa!”). Juanito Gerassi durmió sobre esas cintas casi cuarenta años. Nunca escribió la biografía. Luego de la muerte de Sartre publicó sin pena ni gloria un voluminoso estudio sobre él (“La conciencia odiada de su tiempo” es el subtítulo). Veinte años más tarde, cuando le quedaban sólo tres años de vida, entregó las cintas a Yale a cambio de que publicaran una desgrabación y selección de ellas hechas por él. Es un libro patético y tristemente conmovedor a la vez, con su padre, con Sartre y con él mismo. Marechal decía (y yo no me canso de repetirlo como mantra) que de todo laberinto se sale por arriba. Juanito Gerassi tenía delante de sus narices la salida a su laberinto, pero no la vio porque no supo mirar por arriba de aquel duelo de machos cabríos y hacer foco en Stepha Awdykovicz, su madre, esa mujer que enseñó filosofía, música, botánica y astronomía a tres generaciones de jóvenes dotados sin recursos en Norteamérica. Los interesados encontrarán un capítulo entero dedicado a ella en las Memorias de una joven formal, de Beauvoir. Yo prefiero cerrar con un hermosísimo retrato que le hace el hijo sin darse cuenta, cuando Sartre le pregunta en una de las últimas conversaciones cómo anda de los achaques la hermosa Stepha: “Ya casi no ve, pero conoce tanto las plantas de su jardín que puede distinguir a tientas los yuyos y sacarlos. Le duelen tanto las manos que, cuando toca, le caen lágrimas, pero la música la consuela igual. Está demasiado sorda para oírla, pero dice que la siente a través de los dedos”.
Viernes, 22 de febrero de 2013
Debajo de una tela de Otto Dix En la Neue Nationalgalerie de Berlín hay un retrato de Joseph Roth, pintado por Rudolf Schlichter, sólo que yace invisible a nuestros ojos debajo de una tela de Otto Dix: dice la leyenda que Dix, que era vecino de Schlichter, necesitaba una tela urgente y golpeó la puerta de su vecino, y Schlichter le dijo que se llevara ésa porque Roth nunca le había pagado por el retrato ni había querido quedárselo. Hay poquísimas fotos de Roth, o quizá lo que pasa es que son todas tan contradictorias entre sí que quienes admiran la extraordinaria prosa que salió de su pluma entre 1920 y 1938 (“Yo no escribo cosas ingeniosas; sólo dibujo las facciones irregulares de esta época”) peregrinan hasta hoy a la Nationalgalerie y vagan de sala en sala tratando de adivinar sus facciones en las telas de Dix, tal como en los tiempos en que Roth estaba vivo y era el cronista mejor pago de su época iban al Romanisches Café de Berlín para verlo aunque fuese a la distancia. En esos casos, si uno se acomodaba cerca de los baños, tarde o temprano se acercaba un rubio flaco de ojos azules, que en elegantísimo alemán austríaco pedía: “Deme rápido 50 pfennigs”. Si se le preguntaba para qué, la respuesta era: “Para no orinarme en los pantalones. Le 46
debo tanto al tipo de los retretes que no puedo entrar. Y no todos los caballeros pueden acordarse de sus viejas deudas”. Ese era Joseph Roth. “Un hombre como yo necesita dos clases de amigos: porteros y banqueros”, solía decir. “Cuento entre mis amigos a los porteros de los mejores hoteles de Viena y Berlín, pero soy incapaz de tener amistad con un banquero; esas personas no van conmigo sencillamente”. Quizá por eso Roth nunca logró tener piso propio. Le parecían “algo definitivo, una cripta”. Encerrado en una habitación, no se sacaba nunca el abrigo y caminaba de un rincón a otro con las manos en los bolsillos y el sombrero puesto, como un viajero impaciente en una estación de tren. En las mesas multitudinarias de los bares donde se pasaba el día, en cambio, podía decir de golpe: “Ahora quiero trabajar. Pero los señores pueden seguir hablando con tranquilidad, no me molesta. Al contrario; cuanto más silencioso es un lugar, más ruidoso me parece”. Roth era demasiado nervioso para leer un libro hasta el final. Sostenía que sólo lograba conocer al mundo cuando escribía y que todas las buenas ideas le venían con alcohol (“Enséñenme un buen pasaje de mi obra y les diré a cuál bebida se lo debo”). Cuando el generoso Stefan Zweig ofreció pagarle una cura de desintoxicación, Roth dijo: “Lo hace para librarse de mí. Sabe que, sin alcohol, yo no podría escribir una línea”. Su historia es archiconocida: el pequeño judío pobre, borracho y mentiroso, oriundo de un shtetl de Galizia, que lloró más que todos los Habsburgos juntos el fin del Imperio Austro-Húngaro. Llegado a Viena después de la Primera Guerra, se hizo pasar por ex oficial de la guardia del emperador para conseguir un puesto de preceptor con los hijos de una condesa (en esos tiempos usaba monóculo), cuando mataron a Rosa Luxemburgo se hizo comunista, cuando viajó a Rusia volvió furiosamente desencantado, abrazó y describió como nadie la bohemia de Weimar y olió antes que ninguno lo que significaba para el mundo el ascenso político de ese teutón, austríaco por e rror, llamado Hitler. Desde el bar de un hotel rasposo de París, en 1933, luego de abandonar su país y romper su pasaporte, escribió a sus compatriotas: “¿A ustedes no les pasa que de repente no saben si están en un cabaret o en un crematorio? Lo dijo Heine mucho antes que yo: donde se queman libros se queman personas, más temprano o más tarde”. El problema de Roth era que su visión del futuro desembocaba en un desesperado anhelo de pasado: quería restaurar la monarquía de Hasburgo en Austria. Quería convencer a Francia y a Inglaterra de que sólo así se frenaría a Hitler, y a la vez intentaba, con el mismo escaso éxito, convencer de su destino imperial al orondo príncipe Otto, que la pasaba bomba en el exilio y sólo de vez en cuando acudía con desgano a las reuniones secretas de los legitimistas en París, una pandilla de ancianos vestidos con el desdén intencionado del aristócrata, que olían a Yardley y a coñac y a naftalina, y lloraban tiesos como estacas cuando Roth los llevaba con su verba a la cripta de los capuchinos donde yacían los restos de su amado emperador: “Duerme en un sepulcro sencillo, aun más sencillo y austero que la cama en que solía dormir en el palacio de Schonbrunn. Yo lo visito porque es mi infancia y mi juventud, y el futuro que quería. Kaiser de mi niñez, te he enterrado pero para mí nunca estarás muerto”.
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Además de escribir las más extraordinarias crónicas de su tiempo, Roth inventó, en su novela La marcha Radetzky, un personaje increíble, un cabo polaco que salva al emperador en la batalla de Borodino y el emperador lo hace noble (“Desde hoy serás Joseph von Trotta”). El cabo Von Trotta sólo atinó a voltear toscamente al emperador de su caballo cuando lo vio alzar unos binoculares cerca de las líneas enemigas (el reflejo lo haría presa instantánea de los francotiradores), pero en los libros de lectura se describe la hazaña como si el conde Von Trotta en su corcel hubiera entrado a los sablazos en un círculo de salvajes soldados enemigos que había rodeado al emperador. Von Trotta se pasa la vida intentando en vano que se corrija la historia como Roth se pasó la vida intentando en vano volver a su patria: a ese pasado donde se podía ser a la vez judío pobre, falso oficial imperial, comunista desencantado, disipado impenitente sin domicilio fijo, cronista sin par de su tiempo, católico monárquico, profeta del derrumbe. El día en que Hitler anexó Austria al Reich, en 1938, Roth dijo: “A los ojos de Europa sólo parece que un pequeño país ha sido sojuzgado por uno más grande. Europa apenas se da cuenta de que todo un mundo ha sido aplastado por un coloso tan vacuo como monstruoso”. Un año después estaba muerto. Había inventado un mundo cuando creía que sólo estaba describiéndolo; y se lo creyó a tal punto que terminó pensando que de ese mundo lo habían exiliado, no de la vida real. No era el único que se lo creía: en 1950, en Estados Unidos, luego de una larga noche conversando, Yehudi Menuhin dejó a un lado su violí n y se sentó a escribir un guión de cine sobre una novela de Roth (La epopeya del santo bebedor) y Albert Einstein ofreció todo el dinero que tenía en el banco para que pudiera filmarse. No alcanzó la plata, no lograron interesar a nadie, se secaron la garganta explicando en vano que en las páginas escritas por ese judío borracho y mentiroso se cifraba la identidad de todos los mitteleuropeos que quedaban en el planeta. Joseph Roth era lo único que les quedaba de ese mundo que habían perdido. Quizá por eso, porque tenía tanta gente adentro, no hay foto de Roth que consiga retratarlo por entero, y no queda más remedio que andar adivinándolo debajo de una tela de Otto Dix.
Viernes, 5 de abril de 2013
El enemigo interior Y cuando también en Rusia la Revolución devoró a sus hijos, quedaron sueltos los hijos de ellos: hijos de enemigos del pueblo, hijos de muertos en la guerra civil o en las hambrunas o en las purgas de Stalin o en el barro y la nieve de la Gran Guerra Patriótica, que es como llaman los rusos a la Segunda Guerra. En todas las ciudades de la URSS había manadas salvajes de ellos, los besprizornye, o niños perdidos. Todos habían aprendido a la fuerza el arte de sobrevivir, robar, engañar, enseñar los dientes, resistir los golpes y beber. Las madres les decían a sus hijos: “Si sigues en la calle te llevarán los besprizornye”. Entonces murió Stalin y, como dijo Anna 48
Ajmatova, dos Rusias se encontraron: la que denunció y la que fue denunciada, y ambas miraron para otro lado, avergonzadas hasta el asco, y mientras tanto todo adolescente soviético harto de la vida de mierda de su casa soñaba despierto con tomar la calle y el código de los besprizornye. Para ser besprizornye había que ser capaz de beberse un litro de vodka por hora, y quedar zapoi, una curda homicida que dura varios días y consiste en beber, subirse en trenes y olvidar todo lo que hagas durante esos días. Se bebe un vodka casero fabricado en palangana con azúcar y alcohol de farmacia, o “lágrima de konsomol”, que es gaseosa con desodorante para pies. Los besprizornye son el enemigo interior. Tarde o temprano caen, y los mandan a Siberia o al manicomio, según la edad o el crimen. En el campo los embrutecen con trabajos inútiles (cavar una zanja para que las piedras que sacan cubran la zanja que cavaron ayer); en el manicomio les ponen chalecos de fuerza y los manguerean con agua helada, para que al congelarse aprieten más. Cuando los sueltan, están quebrados: marcharán derechos, ya saben quién manda. Es el caso de Edichka Limonov. A los cinco años contrae otitis, la madre lo lleva tironeando al dispensario, paran frente a las vías del tren, pero el pequeño Edichka no piensa que es para mirar a ambos lados antes de cruzar: piensa que su madre está esperando que pase el tren para tirarlo a los rieles. En la escuela le machacan en la cabeza que, durante Stalingrado, Stalin no quiso trocar a su hijo Yakov, apresado por los nazis, por el mariscal de campo Von Paulus: “No se cambia un mariscal por un teniente”, fueron sus famosas palabras (Yakov terminó suicidándose contra los alambres electrificados del campo donde estaba). En cuanto puede, Edichka toma la calle. A los veinte años es un veterano besprizornye que viene de comerse un año en el manicomio: está acabado, a los ojos de los demás. Cuando lo miran, piensan: “Pobre Edichka”. El les contesta mentalmente: “Pobre de mí si me vuelvo como ustedes, imbéciles”. Pero no encuentra vía de expresión a esa ira hasta que dos amigos de juerga lo arrastran una noche a un sótano donde oye recitar por primera vez poesía y descubre la fórmula que puede sacarlo de perdedor: no es difícil, basta concentrar todo el odio en un punto y los imbéciles creen que tienen un poeta delante. Para entonces ya estamos en la segunda época de las tertulias clandestinas en cocinas y sótanos soviéticos. Al culto a los poetas se le ha sumado el culto al rocanrol, y Edichka es el perfecto punk avant-la-lettre: en cuestión de meses, sus poemas rabiosos se recitan de boca en boca, lo persiguen chicas que antes ni lo miraban, lo bautizan Limonov porque ha salido amarillo del manicomio e igual de amargo, y porque está a punto de explotar (granada, en ruso, se dice limonka). A él le parece mejor que su anónimo apellido de nacimiento y lo adopta, y agita y agita hasta lograr que las autoridades lo expulsen del país, y que, en lugar de Israel, su destino sea Estados Unidos. Déjenme dar un salto acá de los ’70 a los ’90 y contar cómo vuelve Limonov a la URSS de la Perestroika: es un escritor de culto, ha vivido una década en Nueva York y otra en París; en NY pasó de codearse con Baryshnikov y Warhol a vivir en la calle y hacerse romper el culo a diestra y siniestra hasta que consiguió que le publicaran en París un libro brutalmente confesional titulado Al poeta ruso le gustan los negrazos, y se fue a vivir allá y representó durante una década su papel de Charles Manson de las letras, a razón de 49
un libro por año y notas incendiarias en pasquines alternativos del trotskismo a la ultraderecha nihilista. Pero Occidente le parece blando; en cuanto tiene la oportunidad vuelve a Moscú, y allá descubre que en el desmadre del postcomunismo está el auditorio que siempre anheló: veinteañeros besprizornye que hayan probado todo, y lo odien todo, como él. Para entonces, la Rusia de Gorbachov se ha convertido en la Rusia de Yeltsin, el gran puticlub del hampa universal, los setenta años de atraso capitalista se los han zampado febrilmente y se les atragantan en el gañote, la mitad de los rusos que pedía el fin del comunismo pide que vuelvan los viejos tiempos, al menos algo de los viejos tiempos, y en respuesta a su pedido viene Putin. El venerable disidente Andrei Siniavsky murmura con desolación: “Lo más terrible es la sensación de que la verdad parezca estar hoy del lado de las personas a las que siempre he considerado mis enemigos”. Limonov funda el Partido Nacional-Bolchevique. Su bandera es como la bandera nazi, pero con la hoz y el martillo en lugar de la esvástica. Su saludo: puño en alto mezclado con el brazo alzado del sieg hiel. Para saludar se dicen: “Na smiert”, que significa “hasta la muerte”. Reivindican los tiempos en que la URSS era capaz de dar miedo, hacia afuera y hacia adentro. Kasparov, el ajedrecista devenido político, dice: “En Rusia abundan los generales sin ejércitos; Limonov tiene soldados”. Putin prefiere no tener un Mishima en Moscú y lo manda a la cárcel; a los tres años lo suelta, pero hace vigilar todos sus movimientos. El organy encargado de la misión cita a Limonov en una estación del metro de Moscú, para hacérselo saber, una vieja costumbre de los tiempos soviéticos. Al poeta Joseph Brodsky, a Andrei Sajarov, a Siniavsky y a muchos más les hicieron lo mismo. A diferencia de ellos, Limonov le ofrece sus servicios al FSB (ex KGB): “En lugar de perseguirnos deberían servirse de nosotros para hacer lo que ustedes no pueden hacer”, dice de-safiante. Limonov tiene hoy 69 años, dice que los únicos interlocutores que no lo asquean (ni se asquean con él) son los besprizornye de cada rincón de Rusia, él es uno de ellos: durmió en la calle, estuvo preso, no les tiene miedo a los golpes, sabe beber y enseñar los dientes. Su partido está prohibido, su revista (Limonka) también, ya no le interesa escribir, pero no puede parar, incluso acepta que otros reescriban su vida, la hagan novela (como Emmanuel Carrère, por ejemplo). Se niega a aceptar que Rusia sólo se entiende como novela rusa, que Rusia es la mayor novela rusa de todos los tiempos, se limita a recitar como un mantra a quien lo quiera oír que los rusos saben morir, pero no saben vivir; y él, en cambio, no sabe morir.
Viernes, 12 de julio de 2013
El alma rusa Miren esa vieja mujer que acepta sin chistar el turno noche en una fábrica soviética de provincias y va de máquina en máquina por ese taller desierto moviendo 50
los labios inaudiblemente. ¿Saben qué está haciendo? Está recitando para sí los poemas de su marido. Eso hace hora tras hora, noche tras noche. Tiene en su cabeza más de mil poemas, y una sola misión en la vida: preservarlos en su memoria. La única manera de mantenerse con vida que tiene la viuda de un enemigo del pueblo es hacerse invisible al largo brazo del aparato represor soviético, y eso viene haciendo Nadiezhda Mandelstam desde que Stalin mandó a su marido a morir en Siberia en 1938. No puede vivir en ninguna ciudad grande de la URSS, tiene que huir a la menor señal de que alguien pueda denunciarla, en cada nuevo destino acepta los trabajos que nadie más quiere y sobrevive malamente, recitando todo el tiempo para sí, uno tras otro, los poemas de su marido. Parte de esta historia ya la conté: el poeta Ossip Mandelstam compuso un epigrama vitriólico contra Stalin, sus amigos le pidieron horrorizados que no lo repitiese más (“Eso no es un poema; es una sentencia de muerte en 16 versos”), Stalin se enteró y lo hizo encarcelar en la Lubjanka y, cuando ya se temía lo peor, Mandelstam sólo fue desterrado al norte, una condena “vegetariana” (Stalin aceptó a regañadientes el ruego de Bujarin: “Hay que ser cautelosos con los poetas; la historia está siempre de su lado”). Mandelstam partió al destierro con Nadiezhda, pasaron cuatro años de penurias, el plan era que se quebrara solo, de a poco: le impedían trabajar o le daban encargos humillantes. A fines de 1937, con la soga al cuello, aceptó lo inaceptable: se sentó a escribir una segunda oda a Stalin. Quería apurar su condena y quería salvar a su mujer de la aniquilación. Intentó hacer un poema que dijese lo que era Stalin para él y que a la vez conformara a las autoridades. “Trató de afinarse como un instrumento, someterse con toda conciencia a la hipnosis general hasta dejarse embrujar por las palabras de la liturgia. Un salvaje experimento, por el que quizá yo no fui aniquilada”, escribió Nadiezhda treinta años después. Mandelstam logró entender como pocos la lógica del aparato represivo que se estaba construyendo: ya en 1922, poco antes de que se le prohibiera publicar, había sido invitado por Andreiev a colaborar en “la organización más grande y poderosa de la URSS, y todo se basará en la palabra, ¿quieres ser uno de los nuestros?”. Hablaba, por supuesto, de la Cheka, que luego sería el GPU, y luego la NKVD, y luego la KGB. “Hazte invisible. Si no te ven, si logras que se olviden de ti, acaso sobrevivas”, le dijo Ossip a Nadiezhda antes de que se lo llevaran a Siberia. Y eso hizo ella, durante los siguientes treinta años. Recapitulemos su vida: tenía veinte cuando se casó y veintidós cuando a su marido le prohibieron publicar; durante diecisiete años fue la amanuense de cada poema de él, porque Mandelstam tenía una manera muy particular de escribir, que se intensificó cuando empezaron a perseguirlo: nunca necesitó mesa, escribía caminando (si podía, al aire libre; en caso contrario, yendo y viniendo por la habitación), después le dictaba a Nadiezhda, después escondían esas copias clandestinas con personas de su máxima confianza, después le hacía recitar a ella cada poema que se iba acumulando, porque esas copias podían ser incautadas. Imaginen diecisiete años de poemas acumulándose y después otros treinta, cuando ya era viuda, repitiendo esos poemas uno por uno, día por día, para que no se deshicieran en su memoria, hasta que vino el deshielo de Kruschev y los poemas de Ossip estuvieron a salvo. 51
Y entonces, cuando tenía sesenta y siete años, y pesaba apenas cuarenta y cinco kilos, y tenía que subir cada mañana cinco pisos por escalera los baldes de agua que necesitara esa jornada, Nadiezhda Mandelstam se sentó a escribir sus memorias, su versión de los hechos, un relevamiento asombroso de lo que había ocurrido en Rusia en todos esos años (en qué resquicios se refugiaba la dignidad cuando todo incitaba a la indignidad) y, a la vez, un testimonio extraordinario de lo que es vivir al lado de un poeta, respirar el aire que respira, asistir al momento en que una vibración interna pone en movimiento sus labios y sus piernas y no cesa hasta que el poema encuentra sus palabras definitivas y se desprende de su creador. Mandelstam decía que las alucinaciones auditivas eran una especie de enfermedad profesional para el poeta. También decía: “Canto cuando la conciencia no me hace trampa”. Por eso sus poemas son todos tan breves, y tan musicales también, como si cada uno de ellos existiera de antes, como si se tratara nomás de captar cada una de sus líneas con suma atención, encontrar las palabras precisas que los formaban y luego eliminar hasta el último vestigio de hojarasca, para que el poema fuera imposible de olvidar. Cuando Nadiezhda pudo volver a Moscú y dejar de ser invisible, en los años en que escribía sin decirle a nadie las seiscientas páginas de sus memorias (que tituló Contra toda esperanza: contra toda esperanza de que sus compatriotas alcanzaran a ver alguna vez la enormidad de lo que habían padecido), se le empezaron a acercar tímidamente personas que habían guardado clandestinamente originales de Mandelstam que en su momento habían sido rechazados en revistas y editoriales. También se le acercaron sobrevivientes del gulag, que habían visto a su marido antes de que muriera en Siberia. Uno de ellos le contó que, en el calabozo de los condenados a muerte en Kolymá, estaban arañadas en la pared dos líneas de un poema suyo y que Mandelstam estuvo “contento y tranquilo unos días” cuando lo supo. Nadiezhda le pide al veterano de Kolymá que repita los versos. “¿Será posible que yo aún exista realmente / que esto que llega es la muerte verdadera?”, recita él. Nadiezhda entiende al instante la reacción de su marido: ella también ha sentido alivio al constatar que el poema no había padecido las deformaciones habituales que producía el boca en boca. Poco antes, en sus memorias, cuenta que iba en un colectivo lleno en Moscú que saltó al pasar por un pozo; ella se agarró del brazo de la persona que tenía al lado para no caerse y, al darse cuenta de que era otra viejita igual de esmirriada e inmaterial que ella, le pidió perdón con vergüenza, pero la otra viejita le contestó: “No es nada. Las mujeres como usted y como yo somos de hierro”. Dice Joseph Brodsky, que llegó a conocerla bien en esa época, que la última vez que la vio fue sentada fumando en un rincón de la ínfima cocina que habitaba en Moscú: “Era invierno y estaba haciéndose de noche a las tres de la tarde y lo único que se llegaba a ver era el leve resplandor de la brasa de su cigarrillo y de sus ojos. El resto, el diminuto cuerpo encogido bajo un chal, el óvalo pálido de su rostro y su cabello ceniciento estaban sumidos en la oscuridad. Recordaba a los restos de un gran incendio, unas ascuas que se encienden si las tocas”.
Viernes, 4 de octubre de 2013 52
La ciudad que perdía el tiempo En lo alto del parque Letná en Praga hay un metrónomo gigantesco, pintado de rojo y visible desde cualquier parte de la ciudad. La mitad del tiempo la aguja está inmóvil: el aparato gasta una fortuna en electricidad y el municipio no consigue sponsors que paguen la cuenta, pero a los praguenses les gusta igual, han tenido siempre fama de perder el tiempo en las tabernas, de hacer todo con retraso. Cuando Stalin cumplió setenta años, en 1949, todos los países socialistas homenajearon puntualmente al Padrecito de los Pueblos pero los checos se atrasaron con la estatua que querían erigir en su honor. Para congraciarse con Moscú no les quedó otro remedio que prometer el monumento más grande erigido nunca en honor a Stalin. Se alzaría en la colina del parque Letná y sería la primera visión de la ciudad que tuviera todo aquel que llegara a Praga. Llamaron a concurso pero se presentaron sólo cuatro proyectos, así que el ministro de Propaganda obligó a todos los escultores de la ciudad a presentarse voluntariamente. El más ilustre de ellos, el viejo Karel Pokorny, presentó un Stalin con los brazos abiertos como un cristo, para no ganar. Otokar Svec no podía darse ese lujo: necesitaba adecentar su currículum; un año antes le habían tirado abajo una estatua que había hecho de Roosevelt y tenía un pasado de vanguardista, necesitaba congraciarse con el nuevo orden. Otokar no quería ganar, le alcanzaba con quedar segundo para limpiar su legajo, pero tuvo la desgracia de que eligieran su proyecto. El Stalin que debía hacer tendría la altura de un edificio de diez pisos. En una mano llevaba un libro y la otra la apoyaba contra el pecho. A su lado marchaban, abriéndose en cuña, un obrero, una muchacha y un soldado. Los del lado izquierdo eran soviéticos, los del lado derecho eran checos. En el proyecto original sólo acompañaban a Stalin los dos soldados, pero el ministro dijo que parecía que se lo estaban llevando detenido e hizo agregar las otras figuras. También pidió que Stalin fuera más alto, aunque transgrediera las proporciones del conjunto. En realidad, sacó una navaja del bolsillo y cercenó las cabecitas de los comparsas en la maqueta en arcilla que le había presentado Svec. El escultor comprendió la metáfora: él mismo era comparsa en el proyecto; mucho más importantes eran los arquitectos. Había que hacer una gigantesca base subterránea de hormigón a la estatua para que la montaña no se derrumbara; había que reforzar el asfalto de los caminos desde las canteras de Liberec para que resistieran el paso de los enormes camiones rusos portatanques que irían trasladando los bloques de granito que conformarían la estatua; y había que apurarse para que el monumento estuviera listo de una vez. Pero eran checos: Stalin se murió y ellos no habían terminado todavía. Tardaron seis años en lugar de dos. La i-nauguraron con fastos el 1º de mayo de 1955. Kruschev ni se molestó en ir; Stalin ya empezaba a ser mala palabra. Meses después vendría su famoso discurso del XX Congreso condenando los errores del Padrecito de los Pueblos y prohibiendo el culto a la personalidad. En todas las ciudades del bloque socialista se apuraron a cambiar los nombres de plazas, calles, montañas y ciudades dedicadas a Stalin. Pero sacar la enorme estatua del parque Letná no era tan fácil: había sido construida para que durara para siempre. Y, 53
además, era obra de todo el pueblo checoslovaco. Eso dijo el ministro de Propaganda cuando la inauguró y eso hizo poner en la placa. Un par de horas después, en las tabernas de Praga, los parroquianos se felicitaban unos a otros por lo bajo, por la responsabilidad que les cabía en aquel retablo que simbolizaba a la perfección las colas para recibir carne, el día de la semana que había carne en los mercados de Praga. El nombre de Otokar Svec no se mencionó en todo el acto. Tampoco estaba en la inauguración. Se había suicidado unas semanas antes. La leyenda dice que una noche había ido en taxi hasta la obra, la circundó a pie, volvió al coche, le preguntó al taxista qué le parecía. El taxista señaló una de las figuras secundarias del lado de los soviéticos y dijo: “Me gusta que la campesina le toque la bragueta al soldado. Al que lo hizo seguro que lo fusilan”. Lo encontraron muerto, acostado en el piso con la llave del gas abierta y una nota de puño y letra contra el pecho: “Cedo los honorarios que me correspondan por el pago de mi tarea a los soldados que perdieron la vista en la guerra”. Al ministro de Propaganda Kopecky le tocó encargarse de la eliminación de la estatua, “de una manera digna y respetuosa”. Cuando recibió la orden, le dijo a su mujer: “Este asunto me va a seguir hasta después de muerto”. La montaña era débil para sostener el monumento, imagínense para demolerlo. Hacían falta ochocientos kilos de dinamita repartidos en dos mil cargas para ir acabando por partes con aquel coloso de granito, hierro y hormigón. No se lo podía volar por los aires alegremente; debía hacerse en tres detonaciones sucesivas y envolventes, para que los trozos no salieran despedidos a la ciudad. La explosión fue de día pero todos la recuerdan nocturna por el famoso cuento de Bohumil Hrabal. (“El Moldava era una serpiente de plata, la cabeza de Stalin se llenó de luz, y de pronto la noche tuvo todos los colores del arcoiris y caían pequeños pedazos de Stalin sobre los techos de las casas y el río, mientras la enorme cabeza rodaba colina abajo, cruzaba el puente y llegaba hasta la Plaza Mayor.”) En realidad, la cabeza de Stalin la habían desmontado antes, en trozos, los dos mejores picapedreros de las canteras de Liberec. Los bloques se ocultaron en distintos rincones de la ciudad. De alguna manera, la nariz de Stalin llegó al cementerio judío, un rincón perdido al fondo del cementerio municipal, y allí quedó, durante treinta años, custodiada por el jovencito que había recibido la orden de enterrarla. Cuando cayó el Muro, el jovencito ya era un viejo pero seguía siendo el único sepulturero del cementerio judío y tenía todavía la nariz de Stalin. Todos los taxistas de Praga lo sabían y ofrecían el paseo a los turistas occidentales que querían comprar souvenirs socialistas. El viejo sepulturero recibía a las visitas, les hacía la recorrida y rechazaba invariablemente las ofertas que le hacían por la narizota de granito. “Hay cosas que no tienen precio”, decía y procedía a relatar cómo se habían ido los soviéticos de Checoslovaquia en 1989. Especulando con la proverbial pachorra checa, los rusos argumentaron que necesitarían dieciocho meses para evacuar en tren. Los taxistas checos, todos los taxistas del país, se pusieron de acuerdo y propusieron llevarlos ellos: a los oficiales, a los soldados, a las esposas, a los hijos y a los bártulos. Los transportaron a todos en una semana al otro lado de la frontera. Lo hicieron gratis, a cambio de que fuese en siete días. Durante una semana, todo aquel que tenía un coche en Checoslovaquia fue taxista. Y cuando 54
volvía de la frontera se iba derecho a la taberna a perder el tiempo como Dios manda.
Viernes, 1 de noviembre de 2013
Levántate y anda, Samsa Hay un cuento de Kafka en que un escritor japonés es el máximo candidato a recibir el premio literario más importante del mundo pero, año tras año, es sistemáticamente relegado, a pesar de sus esfuerzos cada vez mayores por obtenerlo, que incluyen imitar a otros autores (por ejemplo, a un sueco autor de una exitosísima saga protagonizada por una chica que asesina villanos) e incluso copiar sus propias obras tempranas, cuando era feliz e indocumentado, y escribía sin pensar en otra satisfacción que llevar a buen puerto la historia que estaba contando. Los años se van sucediendo y el escritor japonés deforma cada vez más su estilo y su obra hasta que ya no tiene nada que ver con lo que era originalmente, momento en que obtiene por fin el tan ansiado premio, que no es otra cosa que un espejo. Mentira: Kafka jamás escribió ese cuento. Pero el japonés Haruki Murakami, después de perder una vez más el Nobel hace dos semanas, publicó en el New Yorker un cuento titulado “Samsa enamorado”. Como todo el universo sabe, el protagonista de La metamorfosis de Kafka se llama Gregor Samsa (en los primeros borradores, su autor era aun más autobiográfico: lo llamaba Karl Samsa). Todos conocemos de memoria su inmortal comienzo: esa mañana en que, al despertar de un sueño agitado, el pobre Samsa descubre que se ha convertido en un monstruoso insecto. Y ese momento terrible del final, cuando Samsa trata de acercarse a su madre y su hermana y es tal la repulsión que le provoca a su amada hermana, que ésta prefiere soltar a la madre con tal de mantener la distancia con el monstruoso insecto: ese momento en que Samsa comprende que su familia le está pidiendo que los libere de él, y vuelve mansamente a su cuarto a dejarse morir. En ese cuarto empieza el cuento de Murakami. En ese cuarto sin muebles y lleno de mugre, con la ventana tapiada y la puerta sorprendentemente abierta, despierta una mañana un insecto devenido humano. Así empieza el cuento de Murakami: “Al despertar descubrió que había experimentado una metamorfosis y se había convertido en Gregor Samsa”. A continuación, el protagonista se sorprende grandemente de sus manos y sus piernas humanas (“¡sólo dos de cada!”, comenta el narrador entre paréntesis), de su piel blanda, sin caparazón protector, sin armas de ataque o defensa, de ahí pasa a responder a sus necesidades más urgentes, y después de devorar a manos llenas el desayuno que encuentra servido en el comedor descubre que tiene frío y elige para cubrirse un camisón que encuentra en uno de los dormitorios (permítanme acá una frase de Kafka, el hombre que sentía que si no escribía era un insecto, para su familia y para el mundo: “La vista del lecho
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conyugal de mis padres, de las sábanas usadas y los camisones tirados encima, me impresiona hasta la náusea”). Entonces suena el timbre. En camisón, Samsa abre. ¿Pidieron un cerrajero?, dice una mujer jorobada y se abre paso y llega hasta la puerta del cuarto de Samsa y se arrodilla frente a la cerradura y mientras trabaja en ella le pregunta a Samsa dónde está el resto de la familia, ¿no vieron los tanques por las calles?, están deteniendo gente, mejor no salir, por eso vino ella en lugar de sus hermanos, porque a una jorobada no la van a detener si la ven por la calle, ¿ y por qué tamaña cerradura en un cuarto que no tiene nada adentro?, pregunta la jorobada, con Samsa de pie a su espalda, y entonces gira y descubre la tremenda erección que asoma debajo del camisón, y se mosquea (“¿Ves de atrás a una jorobada en cuclillas y crees que tienes derecho a cogértela?”), pero entiende que Samsa es medio “lento”, que no tiene mala intención, y le dice que volverá en unos días con el cerrojo arreglado, y se va. Samsa vuelve al comedor, se sienta en una silla, mira alrededor, se pregunta qué significarán las palabras “familia”, “tanques”, “deteniendo gente”, “cogértela”. Todo es un misterio para él, salvo el anhelo de volver a ver a esa jorobada “y a su lado descifrar los enigmas del mundo”. Así termina su cuento Murakami. Si hubiera sido mínimamente más explícito con los tanques (en Checoslovaquia entraron dos veces los tanques rusos: al final de la guerra y en 1968, para terminar con la primavera de Praga), el final de su cuento sería atronador: el judío Samsa sobrevive a los nazis encerrado en ese cuarto (recuérdese que las hermanas de Kafka murieron en Ravenbruck y Auschwitz) y se vuelve humano y sale de su encierro cuando termina la guerra. Pero Murakami prefiere concentrarse en la fabulita del insecto devenido humano (“¡Tengo manos! ¡Tengo hambre! ¡Tengo una erección! ¡Tengo novia!”). A diferencia de todos los lectores del mundo, Murakami no ve a Kafka en Samsa. Hoy sabemos que Kafka empezó a escribir La metamorfosis un domingo; tres días antes había sido el día más feliz de su vida: la mujer amada le había hablado de tú por primera vez, pero desde entonces ni una carta de ella. Kafka espera en cama ese domingo, no se ha levantado, oye a la familia desa-yunar y luego almorzar en el comedor, por la tarde le escribe a Felice que se siente insignificante: “A menudo dudo de que sea una persona. Si no escribiera yacería en el piso, digno de ser barrido”. Uno tiende a pensar que la familia no lo hubiera barrido sino respirado aliviada, si Kafka dejaba de escribir (y la mujer amada lo mismo), pero Kafka pasa las siguientes veintiséis noches escribiendo La metamorfosis. En el momento culminante del cuento, la amada hermana de Samsa dice de pronto: “Tenemos que librarnos de él”, y se corrige: “Tenemos que librarnos de eso”. Es una de esas catástrofes que Kafka sabe hacer ocurrir dentro de una sílaba, uno de esos milagros de estilo que son su marca de fábrica (tiempo después le diría a Gustav Janouch, en una de sus caminatas por Praga: “Era una historia sobre las verrugas de mi familia, yo la más grande”). Cuando se publicó La metamorfosis, pocos meses más tarde, el Prager Tagblatt se escandalizó tanto que publicó un textito titulado “La remetamorfosis de Gregor Samsa”, donde un insecto hacía el trayecto inverso, desde el basural hasta la cama en la que despertaba convertido en humano. El cuentito terminaba en el lugar justo donde Murakami empieza el suyo. El autor era un joven poeta tísico llamado Karl 56
Müller, que vivía miserablemente en una buhardilla y firmaba con el seudónimo Karl Brand. La reacción que produjo el relato del joven Brand estuvo en las antípodas de su propósito cándidamente humanista. Un mar de cartas llegó al Tagblatt: eran lectores que no tenían noticia del relato de Kafka y que consideraban deleznable que, en las páginas de su diario, un insecto se convirtiera en humano. Permítanme agregar que el Prager Tagblatt cerró sus puertas en 1939, cuando los nazis entraron en Checoslovaquia, y que casi todos sus cultos lectores judíos de lengua alemana estaban muertos la mañana de 1945 en que terminó la guerra, esa mañana en que un insecto descubrió al despertar, en un cuarto vacío de muebles y lleno de mugre, que una metamorfosis lo había convertido en Gregor Samsa.
Viernes, 6 de diciembre de 2013
El secreto del mundo El acápite de novela más extraordinario que leí en mi vida dice: “El roble es un árbol. La rosa es una flor. El ciervo es un animal. La golondrina es un pájaro. Rusia es nuestra patria. La muerte es inevitable”. Son palabras de un tal Piotr Smirnovsky y, si le creemos a Nabokov, vienen de un manual de gramática rusa que se usaba para educar a los niños en Berlín durante la primera gran oleada de la emigración, después de la revolución bolchevique. Había muchos rusos que tomaban estas palabras como un dogma de fe en aquellos tiempos. Bajaban a caminar por la calle en Berlín y esperaban encontrarse con el otoño en San Petersburgo. Si se subían a un tranvía y se les caía un guante por la ventanilla, tiraban el otro para que quien lo encontrara tuviera el par, aunque no les quedara en los bolsillos ni una moneda para tabaco, carbón o té. Todos eran escritores, todos creían tener algo que decir porque les dolía Rusia. Leían los periódicos de la emigración como si leyeran a Tolstoi y los escribían como si fueran Pushkin. No sólo no entendían la revolución que los había expulsado de su mundo idílico; tampoco les entraba en la cabeza que la edad de oro de la literatura rusa (ese medio siglo de Pushkin a Tolstoi) hubiera dejado su lugar a la edad de plata (Ajmátova, Maiacovski, Blok). Para ellos no había terminado todavía: continuaba en ellos. Habían tenido delante de sus narices a los acmeístas y a los futuristas y a los imaginistas, antes de abandonar la patria, pero seguían pensando que la literatura rusa la hacían ellos, en salones prestados en Berlín. Había un muchacho que iba a esos salones, uno de “esos jóvenes rusos en Berlín que vendían pobremente las sobras de su educación aristocrática dando lecciones particulares de inglés, boxeo y tenis”. El también llevaba a Rusia en el corazón. De hecho, se creía con más derecho que todos esos vejestorios de salón a sentir que Pushkin y Tolstoi corrían por su sangre, porque en su caso el parentesco no sólo era metafórico, sino sanguíneo: el joven Nabokov se creía el príncipe heredero de la literatura rusa, y un poco así lo trataban esos vejestorios (a fin de cuentas, su padre había muerto por la patria poco antes, poniéndole el pecho a las balas que pretendían 57
asesinar a Kerensky a la salida de un mitín político en Berlín). El joven Nabokov asistía a aquellas veladas con el cuello de la camisa abierto y zapatillas de tenis sin medias, el rostro y las manos y los tobillos siempre bronceados y una inalterable indiferencia en su expresión helénica, pero por dentro se sentía “como una casa a la que han privado de su piano de cola”. En sus prolongados ratos libres entre clase y clase, leía a Pushkin como si lo inhalara (“El lector de Pushkin siente que su capacidad pulmonar crece”). Lo hacía como entrenamiento, pero no para escribir poemas: sabía ya que sus poemas podían engañar a otros pero a él no; necesitaba encontrar otro envase para la voz que tenía adentro. Y, así como descubrió temprano frente a un tablero de ajedrez que no tenía pasta de gran maestro pero sí tenía un talento tan endiablado como elegante para inventar problemas que vendía después a la revista 8x8, supo en aquellos tiempos en Berlín (cuando una muchacha hermosa que se convertiría en la mujer de su vida le dijo: “Me gustan tus poemas pero las palabras parecen un talle más pequeño de lo que deberían ser”) que la única manera que tenía de ser poeta era disfrazándose de novelista. Años después, cuando ya había escrito todas sus fabulosas novelas en inglés, dijo que sólo se había limitado a aplicar la idea que se le ocurrió en ruso, en aquellos tiempos en Berlín: la de enmascarar la poesía en la prosa, la idea de que la gran narrativa es “poesía inadvertida”, opera sin hacerse evidente. Todos esos años de indolencia en Berlín, Nabokov estuvo en realidad entrenando el instrumento, escribió primero siete novelitas una tras otra para ir familiarizándose con el formato, y después puso sobre la mesa el libro que quería escribir desde un principio: la biografía de la mente de un escritor. Puso todo ahí: el Berlín opaco, la añoranza permanente de Rusia, las enfermas rivalidades literarias, las mujeres, las estrecheces económicas y también los delirios de grandeza de ese joven escritor, la manera en que va escribiendo su vida en la cabeza mientras tanto. Fue la última novela que escribió en ruso; después se pasó al inglés y, si se fijan un poco, repitió la táctica: un puñado de novelitas para ir tomándole el punto al idioma y entonces los grandes libros, Lolita, Pálido fuego, Habla memoria, Mira los arlequines. Nina Berberova, que tenía la misma edad que Nabokov, dijo que cuando leyó La dádiva en París en 1939 sintió “que toda mi generación había sido justificada, estábamos salvados, teníamos sentido”. Pero el resto de la emigración detestó el libro y se sintió ultrajada. Nadie quiso pagarle la publicación, Nabokov terminó encontrando un editor alemán de poca monta que dejó morir al libro, y después, cuando logró cruzar a salvo hasta Estados Unidos huyendo de los nazis, no confiaba en nadie para que la tradujera, y él mismo no se decidía a hacerlo porque le resultaba demasiado doloroso tener que enfrentar en inglés los dilemas estilísticos que tan bien había sabido resolver en ruso, de manera que La dádiva (que en su lengua original se llama Dar, un título que habría sido perfecto para su traducción al castellano) durmió el sueño de los justos durante años y años, y todavía hoy es un libro semiolvidado: las editoriales que publican con pingües ganancias a Nabokov lo tienen fuera de catálogo, es una hazaña conseguir un ejemplar, sea en castellano o en inglés, para no hablar del ruso. Había tanto que ofendía en La dádiva a los emigrados rusos en Berlín (y a los de Praga y a los de París, que participaban a la distancia), fue tal la catarata de cartas 58
quejándose a los diarios sobre distintos momentos del libro, que nadie se sintió escarnecido por una escena en que el joven protagonista compara la vida de los rusos en Berlín con un cuento de los muchos que le hizo su padre (muerto, como el de Nabokov, e idealizado como el de Nabokov): en los confines de Chang, durante un incendio, un viejo chino tira agua sin cansarse al reflejo de las llamas en las ventanas de su casa, convencido de que la está salvando. Otro de los personajes de La dádiva dice en cierto momento: “La vida como viaje es una ilusión estúpida. No hay viaje, no vamos a ninguna parte, estamos sentados en casa y el otro mundo nos rodea, siempre”. Los rusos de Berlín evitaban en lo posible el trato con los “aborígenes” (ajj, krautz), desconfiaban y evitaban a los nuevos rusos que llegaban (espías, todos espías) y seguían tirando agua contra el reflejo de un fuego en el vidrio. No había mundo más pequeño. Y sin embargo, en el centro mismo de La dádiva una voz dice estas fabulosas palabras: “No es fácil de entender pero si lo entiendes lo entenderás todo y saldrás de la prisión de la lógica: el todo es igual a la más pequeña parte del todo, la suma de las partes es igual a una de las partes de la suma. Ese es el secreto del mundo”.
Viernes, 13 de diciembre de 2013
El calor del pan En la última noche de 1926, Joseph Roth estaba en Moscú como periodista del Frankfurter Zeitung y pasó el Año Nuevo con un grupo de gente que fue llegando silenciosamente a su habitación de hotel, con botellas de vodka escondidas en los bolsillos. En Moscú, en 1926, ya había que cuidarse bien de lo que se decía delante de otros, pero el vodka fue soltando las lenguas y de pronto uno dijo: “En esta habitación vivió Kargan unos meses”. Todos soltaron los comentarios de rigor (es decir, todas variantes de la palabra traidor), pero después uno se animó a decir que lo había conocido en la prisión en Siberia, otro reconoció que lo había tratado en la clandestinidad del exilio, otro dijo que estuvo a sus órdenes en el Soviet de Petrogrado, y de a poco empezó a armarse ante los ojos de Roth una desordenada biografía coral sobre aquel revolucionario caído en desgracia, mientras la habitación de hotel se iba vaciando inadvertidamente (mejor no hablar de ciertas cosas, mejor ni siquiera oír ciertas cosas si uno quería evitar los problemas en Moscú en 1926). En los tiempos del zar, como se sabe, caía en prisión un revolucionario y al tiempo se escapaban dos. Los revolucionarios decían que las cárceles eran sus universidades porque, en las horas muertas de encierro, los veteranos transmitían a los novatos lecciones sobre teoría y praxis de la revolución. La praxis era el plan de fuga, porque la obligación de cada revolucionario que caía preso era convertir a uno y fugarse después con él. Por eso empezaron a mandarlos a Siberia. Déjenme describir Siberia tal como aquellos conjurados se la describieron a Roth en la larga noche de Año Nuevo del ’27: primero quedaba atrás el ferrocarril, después el barco, 59
después los carros y los caballos, después los árboles, seguían a pie hasta donde no había nada (ellos mismos tenían que construir sus barracas) y de pronto veían que el cielo se combaba sobre sus cabezas como una bóveda de plomo soldada a l a tierra en el horizonte. Estaban encerrados bajo el cielo. No había muros, no había rejas, no hacía falta (la ley decía que el sitio a cumplir condena debía estar “a diez verstas de una ciudad, a diez verstas de un río, a diez verstas de las vías del tren, a diez verstas de un camino”, pero esas diez verstas terminaban siendo quinientas). Aun así, los revolucionarios se seguían escapando, casi siempre de a pares. El objetivo era llegar a la frontera. Para no atraer la atención iban separados y se juntaban cada tanto en un punto acordado. Entre encuentro y encuentro, la tribulación por la llegada del otro era mayor, hasta que los peligros que, en la imaginación de cada uno, podía estar viviendo el otro superaban la preocupación por uno mismo. La frontera se cruzaba de noche y siempre pasaba lo mismo: se llegaba al otro lado con las primeras luces, cuando todavía no había amanecido, y todos los fugitivos hacían lo mismo: se daban vuelta un instante en la dirección que habían venido y se prometían no tener descanso hasta volver. Esa era la escuela de carácter del revolucionario. La leyenda dice que, aquella noche de Año Nuevo de 1927, no fue el nombre de Kargan sino el de Trotski y el que originó las confesiones. El equívoco lo generó el título que le dio Roth a la novela que escribió al respecto: El profeta mudo. Roth no la publicó en vida: un manuscrito incompleto, pasado a máquina y fechado en 1929, quedó en Berlín cuando Roth huyó de los nazis, y el resto estaba en un cuaderno, escrito a mano y fechado en 1930, que quedó entre sus cosas en el hotel de París donde murió de cirrosis antes de que llegaran los nazis. Recién se juntaron ambas piezas cuarenta años después, y para entonces la monumental biografía que Isaac Deutscher escribió sobre Trotsky era tan famosa (tres tomazos titulados El profeta desarmado, El profeta armado y El profeta desterrado) que se decretó, y hasta el día de hoy se acepta, que la novela de Roth era una biografía velada del autor de Mi vida y La revolución traicionada. Déjenme recordarles que esos dos libros, además de ser sin discusión los dos mejores de Trotsky, fueron escritos ambos ya en el exilio: Roth no llegó a leerlos. En cambio, había conocido revolucionarios rusos desde su juventud: a los primeros los conoció exiliados, en Berlín, en Praga, en París o en Zurich, fraguando en la clandestinidad su retorno a la patria. Después, cuando sus aventuras periodísticas lo llevaron de travesía por los confines del imperio austrohúngaro, los había visto cuando cruzaban la frontera, piel y huesos, famélicos y enfermos, pero con la misma escalofriante electricidad en la mirada extraviada. Y, después de la Revolución, los había vuelto a ver en Rusia. Habían retornado todos con Lenin en el tren blindado a Petrogrado, habían peleado en las filas del ejército rojo contra los blancos, habían tenido tal camaradería con la muerte y el peligro, con el sacrificio y el anonimato, que ya convivían con él como el empleado con su rutina; en los raros momentos de sinceramiento temían padecer “el componente pequeñoburgués del peligro”. Luego de evitar lo que más temían (que el zar pasara de emperador a administrador, a la manera del Kaiser alemán o el emperador austrohúngaro; que la autocracia cediera lugar a la burocracia), luego de lograr la Revolución, llegaron del 60