ENCONTRAR MARIDO
Editamos esta colec ción con el convencitniento de que realiza mos, con ello, una obra útil y noblemente inspi rada. No todas las personas han llegado en su vida, por gravitación de cir cunstancias a veces du ras que impone la lucha diaria, a adquirir la sol tura literiaria que les permita exponer, con fi delidad, su estado de ánimo y sus propósitos.
COMO SEDUCIR A LOS HOMBRES Y
ENCONTRAR MARIDO
Para que nuestro tra bajo sea más completo hemos creído convenien te publicar, en cada caso las respuestas conve nientes a cada tipo de carta que damos como modelo de corrección y buen gusto. Sabido es que un fac tor importante para des empeñarse en la vida, adquirir amigos, conse(Pantinúa en solapa 2)
15 d« Mor. 1149
Buenot Atar»»
1959
ANTES Y AHORA
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Im preso en la A rgentina
Parecería un intento inútil querer expresar, en un pequeño manual, la infinita gama de recursos que siempre fue obra del ingenio inagotable de la mujer. Debemos aclarar, pues, que no nos dirigimos a las que han nacido para triunfar, ni a las que por su experiencia, como sucede con las viudas o divorciadas, no les acasiona ni el más mínimo esfuerzo encontrar marido. En efecto, nuestras lectoras habrán podido observar que siempre se casan las mismas. Desde luego que ello no puede ser, pura y exclusivamente, obra de la casualidad. Es forzoso que existan otras razones, que procuraremos exponer aquí con la hu milde pretensión de ser útiles a ese gran número de mujeres a quienes la fortuna parece no querer sonreír jamás. Para que no se suponga que nuestra labor es imposible, va mos a colocarnos bajo la protección que nos presta, con su sin•gular autoridad, un genio de las letras. Decía Balzac: “Todas las viejas ideas que el matrimonio des pierta, se encuentran circulando en la literatura desde que el mundo es mundo, y no hay una opinión inútil o un proyecto ab surdo que no haya encontrado un autor, un impresor, un librero y un lector”.
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mados galanes maduros de la cinematografía, tales como Gary Grant, Fred Astaire, Charles Boyer, Vittorio de Sica y muchos otros. En síntesis, si queremos concretar en cifras nuestro pensa miento, aun cuando nuestro trabajo está desprovisto de preten siones científicas, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que, a lo sumo, en el momento actual la proporción se reduce a cuatro mujeres por cada hombre. Ni una más.
PROPORCION ENTRE MUJERES Y HOMBRES
La verdad es que hay más mujeres que hombres. Algunas estadísticas —resultado de la ingenua tarea de colocar la vida en cifras— nos, dicen que existen siete mujeres por cada hom bre. Otras sostienen que la proporción es de seis a uno y, final mente hay quien señala que, excluidas las niñas menores, que no se casan, quedarían apenas cinco mujeres mayores por cada hombre. Un factor importante que debe ser tenido en cuenta para apreciar el valor de esas cifras, está representado por el lapso de vida en que se considera que la mujer debe casarse. En tér minos generales, las mujeres requeridas en matrimonio una vez transpuesto el umbral de los cuarenta años, son excepciones. En cambio, vemos a los colegiales lanzarse al himeneo en cuanto dejaron en los cambalaches sus libros de estudio. Asimismo, es fácil advertir que hasta los más tímidos se deciden. Es que la vida moderna no está hecha para hombres solos. Jóvenes o vie jos, constituyen un contingente con el cual es preciso contar, si queremos arribar a conclusiones certeras. Los decrépitos tampoco deben ser desechados. Si bien se encuentran algo ajados y son un poco simples, en el fondo están hechos de la bella materia humana. En ellos permanecen, aunque en estado latente, todas las virtudes viriles que solamente esperan la presencia de quien sepa vigorizarlas. La prueba la tendrá la lectora si piensa en cuantos casos se dan en la actualidad en que existe una gran desigualdad en las edades. Ya quedaron superados aquellos tiempos en que una mu chacha se desposaba a los dieciocho años con un hombre de treinta, bajo pena de permanecer... incomprendida. Más fácil mente aun se pondrá de manifiesto la verdad de nuestro aserto, si se medita en el enorme éxito que siguen obteniendo los 11a 4
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HOMBRES EN SUBASTA
Los hombres adoptan la pose de que les corresponde este ventajoso papel. La verdad, preciso es admitirlo, es que las mu jeres alientan verdaderamente el deseo de procurarse un com pañero. A su debido tiempo, examinaremos la cuestión de si la mu jer puede o no despreocuparse de la conquista de los hombres. Pero lo que desde ahora se patentiza, es que nadie cree sincera mente que ello ocurra. Es conocida de sobra, en esta época en que las cuestiones eco nómicas se encuentran sobre el tapete, que los manuales de Eco nomía Política nos hablan de una “ley de la oferta y la demanda”. Conforme a ella es necesario vencer la competencia y para lo grarlo, hace falta tener dones, armas y espíritu de lucha. Desgraciadamente en la competencia comercial, como en la de cualquier orden, a menudo es imprescindible someterse al re gateo brutal, que nos oprime y no nos deja tiempo para pulir los métodos. Por eso, quien no quiera sentirse burlado en los he chos, deberá comenzar por combatir la tendencia a convertirse en un soñador, o soñadora en este caso, de la moral. Lo primero contar con Ud. misma. Ante todo, Ud. debe estar absolutamente convencida que aquel a quien trata de apresar en las dulces redes del amor, tal vez le agradezca su osadía y se lo reconozca humildemente más adelante. Su felicidad depende, pues de su propia intre pidez. Esto mismo ya se lo enseñaban a las jóvenes de antes; re cuerdo cuantas declaraciones y recomendaciones familiares se 6
hacían a las muchachas sobre el arte de expresar sus sentimien tos en el momento oportuno. Buenas o malas, aceptemos también las realidades del mo mento actual. Un hombre que quiera casarse, no carece de ad vertencias ni de consejos, aun cuando más no sea los extraídos de las lecturas, si es que ha sido debidamente educado. Por otra parte, difícilmente el hombre emprenda la aventura matrimo nial totalmente desprovisto de experiencia amorosa. Por último, él tiene sus “varias” (cuatro, decimos nosotros) lo cual no puede hacerle infeliz, a pesar de la limitación del número. Nuestras aspirantes al matrimonio, en cambio, mucho peor prorrateadas, necesitan una mayor dosis de habilidad. Los hechos nos muestran que una mujer puede perder toda ilusión de lograr el novio soñado por debilidad, inexperiencia o torpeza; una mujer sinceramente enamorada está expuesta a con templar cómo el predilecto de su corazón, le es arrebatado en puja por otra mujer. Y no es que subestimemos la personalidad de los hombres. No se trata de fáciles sentimentalismos que nos hagan añorar la tradición según la cual el hombre sabía adivinar la más digna, la más buena, la más apta para labrar su eterna dicha, aunque estuviera escondida detrás de la cortina del recato. Sí; es posible que existan algunos hombres que desprecian los oropeles, para inclinarse ante las tímidas violetas, apenas vi sibles, dulces y suavemente perfumadas, solamente engalanadas con el puro rocío de su modestia. Claro está que siendo hombre el autor, le haría poca gracia cargar excesivamente las tintas so bre sus congéneres. La verdad es que no pretendemos convertirnos en defensores o atacantes de una parte de la humanidad. Lejos de ello, solamen te queremos llegar, con oportunidad, a reanimar el ardor com bativo de alguna desventurada o desvalida, si es posible en el momento preciso en que, fatigada por la presa fugitiva, se vuel va hacia su austerizado corazón, volcándose a las amistades fe meninas para destruir la imagen de esa quimera que, como la línea azul de horizonte parece estar próxima y se aleja cuanto más avanza a su encuentro. Si lo logramos, consideraremos am pliamente cumplida nuestra modesta misión y recompensados por el esfuerzo que ella nos demanda. Tenga valor. Confíe en Ud. misma; sepa dirigir el ardor de su corazón convirtiéndolo en energía para la lucha; sea astuta usando a sabiendas su poder de seducción y, aunque todas sean llamadas, Ud. y solamente Ud. sera la Elegida.
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LO QUE VA DE UN SIGLO A OTRO
Entre las mujeres, son pocas las que permanecen rezagadas en relación a la marcha del tiempo. A medida que la moda avan za, nos sorprenden y confunden sin cesar por la renovación de sus atuendos, la variedad de sus astucias, la amplitud de sus re cursos, la sagacidad de sus medios, que se manifiestan con es pontaneidad. Sólo por excepción las más moderadas conservan aún ve tustos sentimientos envueltos en vestidos anticuados. Nos preguntamos si será verdad que nuestras abuelas eran personas mesuradas, cubiertas de tela del cuello al talón, con la cabeza aprisionada en una capelina, la mano enguantada has ta el codo, levantando ligeramente la cola del vestido para cru zar los charcos, con un gesto lleno de pudor y modestia, mien tras el demonio interior les quemaba con su fuego invisible. Jamás, se dice, miraban al hombre y cuando, encontrándose a solas, los pensamientos impuros se volvían atrevidos, el rubor te ñía sus rostros que mantenían diestramente ocultos. En el corazón, un tímido sentimiento se cubría de temblor bajo encantadores discursos, como una casta mariposa de frá giles alas casi indefensa contra la menor brisa, al precio de mu chas lágrimas y suspiros desgarradores. Pero ahora la mujer ha variado su actitud frente al hombre porque además es, sin duda, muy distinta en su misma perso nalidad. Así como no envuelve en los velos del misterio sus en cantos naturales, tampoco cubre con el manto del falso pudor al sentimiento amoroso. Las zalamerías del siglo pasado han cedido ante la gigantesca vorágine de acontecimientos que revolucionó a la sociedad a través de las dos grandes guerras mundiales. Imaginemos los prolegómenos del amor en el año 1900. El rítmico sonar de pasos deliciosamente reconocidos, la ondulante 8
murmuración del ropaje al andar, la milagrosa presencia pro ducida luego de varias semanas de angustiada espera, un albo traje plateado por la luna en el marco de un jardín o una te rraza, después de un largo trayecto a caballo nada más que para satisfacer a los ojos, desde lejos, con esta sola imagen. Tras me ses de expectante suplicio encontrar, no sin atrevimiento, insu ficiente esta leve porción de dicha; olvidarse de todo, en el fre nesí del amor, hasta el punto de apretar la mano de la mujer amada. Tratar de imprimir en ella las mismas deliciosas volup tuosidades de que uno se siente invadido. “Estas son sensaciones para las cuales el corazón no basta”, escribe uno de esos amantes sometidos a perpetuidad en el encadenamiento de su fervor en tusiasta. Es así, en verdad, como se amaron nuestros antepasados. Ne cesitaron tantos trabajos, cuidados y días para la eclosión de una de esas pasiones que ligaban luego una vida a otra vida, una espera a una plegaria, una angustia a un dolor, para siempre, in disolublemente. Y si a veces cambiaban de amor, lo que ocurría con menor frecuencia que entre nosotros, los ritmos, las etapas, el ceremonial, debían reanudarse con la misma paciencia. Pero digamos ya que esos tiempos son históricos y pertene cen a un pasado que, por bueno y hermoso que puede parecernos, ha transcurrido y se va alejando en el tiempo hasta perderse y deformarse en las brumas del recuerdo. Sólo persiste, a veces, a través de un relato que la tradición oral hace llegar hasta nosotros; es posible aun exhumar alguna caricaturesca visión en las casas provincianas retiradas, donde los vivientes persisten en mantener incólume la gracia ingenua y picaresca al mismo tiempo, del pasado siglo. Pero en general, la vida de este siglo tiene otras exigencias y quien no se adapte a ella, perderá la posibilidad de vivir en la realidad y sólo le quedará el consuelo de refugiarse en su mun do de fantasías. Así, la mujer logrará únicamente casarse en la imaginación y su esposo será nada más que un fantasma, que se disipará al primer embate de los hechos.
VESTIMENTA CORTA Y LIGERA
Sin embargo, los hombres no temblamos, ni nos batimos a duelo por ello. Y no es que nos hayamos vuelto ciegos ni tontos. No. Lo que ocurre, simplemente, es que vemos tantas hermosas piernas cada día, que su visión ya deja de ser un misterio ten tador y menos todavía una voluptuosidad. El resultado es que los hombres ya estamos un poco cansa dos, hartos nuestros ojos de belleza, y por eso nos volvemos más exigentes. También gracias a la moda hemos aprendido a sus traemos al impulso de las pasiones, haciéndonos capaces de un examen puramente cerebral. Ahora somos más racionales puesto que, gracias a las modas, pudimos doblegar a nuestra emotividad. Y esto, amable lectora, es uno de los graves inconvenientes con que hoy en día tropieza la mujer en su lucha por el amor.
'Usted, amiga lectora, se preguntará a menudo acerca del se creto del éxito de esas bellas tan admiradas que enloquecieron a los hombres con sus orgullosas indiscreciones y enriquecieron la leyenda hasta nuestros días, suministrando incluso un vasto material de argumentos para el cinematógrafo. Sin embargo, no se debe sutilizar demasiado sobre la desenvoltura con que ellas mostraban sus pantorrillas, la garganta y una porción de los brazos. Las mujeres honestas de hoy, aun las más humildes y recatadas, nos están ofreciendo continuamente una colección de los ejemplos más atrevidos de las grandes cortesanas de antaño. Hace un siglo, lo más que podía decirse de una mujer común es que “tenía el pie como es debido; ese pie que anda poco, se fatiga pronto y recrea la vista cuando sobresale del ruedo del vestido”. Eso era todo: un pie que sobresalía del ruedo del vestido. Una mujer, en esa época, que mostrara los senos, no era una mujer honesta; si dejaba adivinar en un relámpago la pantorrilla en loquecía a los hombres, se hacía famosa en Buenos Aires entero y provocaba duelos y muertes, pero era una perdida, entregada a Satán y condenada al eterno tormento del infierno por los pre dicadores tonantes en su cátedra; y era, por último, aquella para la cual todas las puertas estaban cerradas en la sociedad “de cente”. Trasladémonos ahora a la época actual. En una calle cual quiera de cualquier ciudad del mundo, se ofrecen, a todas las miradas, grandes porciones de cuellos, brazos, nucas, escotes y dorsos. El cuerpo femenino se expone por zonas según los dic tados de la moda y se nos arroja a cada instante como una car nada, lo mismo que la pulpa a los perros. Y no hablemos de las piernas femeninas, descubiertas hasta las rodillas, desnudas o enfundadas en sutiles medias de seda o nylon que no hacen sino patentizar aun más su desnudez. 10
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TRANSFORMACION DE LOS USOS GALANTES
Habituados los hombres a ver, casi sin trabas, la belleza fe menina, fácil es comprender que ninguna mujer es susceptible de poner fin, así, sin más, a nuestra búsqueda indecisa. Para ello es menester, quizás que tenga un físico joven, de hermosas lí neas, pleno de frescura y que su poder espiritual sea suficiente como para infundirnos el deseo de convertirla en nuestra compa ñera legítima. Hoy el novio sabe mucho más que antaño acerca de su ama da, tanto en lo que se refiere a lo físico cuanto a lo espiritual. La danza, convertida en un rito social que se practica en to dos los ámbitos, nos permite, sin audacias excesivas, probar la firmeza del abdomen y la espalda, con toda decencia. Los roces entre el hombre y la mujer en el baile no son in compatibles con el respeto recíproco. El rítmico ondular de las parejas en un tango o en un bo lero, sin necesidad de recurrir a presiones abusivas, revela el equi librio muscular del cuerpo, la acción y suspensión de las masas musculares y, más todavía, la agitación interior del alma en sus diversos matices de lascivia, ardor, ternura o altivez. La transformación de los usos galantes constituye la revo lución más considerable operada en nuestras costumbres en el úl timo siglo. La verdad es que se han simplificado en grado sumo las tareas de aproximación a la mujer. Dejemos de lado la cuestión de si corresponde deplorar la pérdida de sentimientos caballeres cos, la declinación de la cortesía y de los modales; solamente conviene apuntar que tal vez no se trate más que de una adapta ción de las citadas virtudes a las circunstancias actuales. De cualquier manera, lo importante aquí es que ahora al 12
hombre le basta ver una mujer, para saber de inmediato de ella, infinitamente más de lo que se podía conocer en el siglo pasado. Por otra parte, hasta el hombre más cortés puede invitar a la mujer moderna a bailar, diez minutos después de haberla cono cido y es evidente que el tango actual no se parece en nada al minué. Parafraseando lo dicho líneas más arriba, podemos agregar que la transformación de los modales femeninos del último siglo constituye la gran revolución de las costumbres. Si releemos al tierno Ovidio, nos parecerá que el arte de la belleza no ha experimentado mayores cambios desde las matro nas romanas a la fecha. El blanco, el rojo y el azul ya eran co nocidos entonces, así como todos los complejos preparados exi gidos actualmente para el más experto maquillaje. Pero hace unos años la mujer trabajaba su figura en la discreta soledad de su tocador, mientras hoy, en todas partes, en el bar o en el tranvía, el lápiz sale de la cartera y la roja barrita acaricia los bien dibujados labios, impregnándolos de un tinte húmedo que invita a la caricia. En resumen, la actitud de la mujer en nuestro tiempo fren te al hombre, es la de un ataque directo. Miremos a una mujer sentada en un bar, o en la platea de un teatro, y en un instante leeremos en su actitud el siguiente men saje: “Puedes adivinar que bajo mi vestido no uso ropa blanca alguna, salvo unas ligeras y breves piecitas de nylon. Mis pier nas cruzadas bien en lo alto, te invitan a dirigir la mirada a lo largo de mis bellas líneas, permitiéndote adivinar lo que no puedes ver. Habla. ¿Qué esperas? Dime que me amas y pre gúntame, nomás, si te correspondo. No temas andar demasiado de prisa porque yo ya me he impuesto a ti, antes de que pensa ras en elegirme”. Aunque mudo, este lenguaje es bastante elocuente. Claro está que no-es el más hábil. Y, sin embargo, las mujeres que actúan así son las más reservadas, aquellas que no sienten la perversa inclinación a incitar al hombre. Las otras, las zalameras coquetas, son las realmente bravas. Más vale que no hablemos de ellas ahora. De todas en conjunto, quién sabe cuántas pondrán cara de enfado y se declamarán víctimas inocentes de la procacidad mas culina si, antes de la boda, el pretendiente le expusiera, con toda claridad, su deseo de efectuar un ensayo completo.
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do. A cambio de la larga serie de plegados, polleras, miriña ques, encajes, rellenos, corsés y ligas, la extrema civilización nos restituye la ventaja inicial de las épocas bárbaras. A nadie se le puede ocurrir ahora que la mujer que desea el abrazo, la amistad o el cariño de un hombre y viceversa, re vela por ello una naturaleza monstruosa. Mejor que así sea, si aquella o aquel que así se pone de manifiesto, olvidando las ca ducas normas de la hipocresía, no es estúpidamente señalado en nuestro mundo, ni infamado, ni puesto en la picota. Ya no enrojecemos de vergüenza al mostrar nuestras debi lidades y descubrirnos más simplemente humanos. FRACASO DE LA HIPOCRESIA
En las actuales circunstancias es inútil clamar contra la “inmoralidad” creciente. Las costumbres constituyen fenómenos sociales que varían, a veces fundamentalmente, no sólo en el plano del .tiempo sino también en el del espacio. Pretender que ellas se adapten a los cánones preestablecidos por una moral teó rica, carece tanto de lógica como ordenar al tiempo que no llue va porque uno se ha olvidado el paraguas. Hay moralistas de gabinete que se erigen en censores de las costumbres ajenas. Que vaya, cualquiera de ellos, a decirle que es una impúdica, a una joven que se está preparando para concurrir a un inocente club de barrio y se viste sus livianas ro pas y transparentes medias color natural. Puede ser que, tomada de improviso, la muchacha quede sorprendida y no atine a con testar, pero es casi seguro que si está presente la madre, saque al teórico con cajas destempladas. Todos nosotros hemos comprobado alguna vez las extraordi narias paradojas que se dan en nuestras costumbres. Así, por ejemplo, hemos visto a una mujer maquillada de pies a cabeza, haciendo gala de su frialdad e indiferencia ante los hombres y a otra, semidesnuda en su atuendo de baile, preocupándose única mente por sus hijos o por su madre. Fernández Moreno dio vida, en uno de sus poemas, a la mujer de las uñas pintadas que bebía un vaso de leche. Estamos, pues, asistiendo a un verdadero fracaso de la hi pocresía. Ya el maestro Anatole France nos mostraba cómo, en los comienzos de la sociedad pingüina, inculta todavía antes de que el diablo le hubiera insinuado el uso de “los primeros velos”, cuando un pingüino deseaba a una hembra, sabía con precisión lo que quería y sus codicias estaban limitadas por el conocimiento del objeto codiciado. Ello es lo que a nosotros nos está ocurrien 14
Ya tuvimos oportunidad de decir que en todas partes se danza, tanto en la ciudad más ensoberbecida en medio de su mul ticolor panorama de luces, cuanto en las familias perdidas en medio de la lejana campaña. Se baila mal en Buenos Aires y, en general, horriblemente en todas partes. Esa es toda la diferencia. Pero el ceremonial, o mejor dicho la ausencia total de ceremonial complicado, es igual. Vaya, amiga lectora, a preguntar en cualquier tienda de pueblo, cuántas medias de algodón se venden todavía. Las costumbres del pueblo, del auténtico y humilde pue blo de las ciudades del campo, no varían. El vulgo trabajador ja más se ha molestado por el código de etiqueta, lo cual desde luego no lo excluye del mínimo de respeto debido a los semejantes. Y allá en el campo, muy cerca de la tierra, donde el ser humano vive consustanciado con la naturaleza, las muchachas es perarán siempre el séptimo mes de embarazo para pensar seria mente en casarse. A cambio de ello, difícilmente encontrará una que piense en el aborto como solución para ocultar cuidadosa mente el desliz cometido. Hablando metafóricamente, en cada cartera de mujer aguar da escondido el anillo de compromiso. No hay excepciones a esta regla. Lo único necesario es tener una audacia afinada. El marido existe, la está esperando a Ud., lectora amiga, pero hay que conquistarlo. ¡Al ataque, pues! Pero no olvide que las cosas han cambia do; ya no-se trata, como antes, de gritar simplemente “adelante”. El saber actuar y la bella maniobra se imponen. Como Ud. lo puede apreciar, el terreno ha sido revuelto de abajo a arriba. Piense siempre en lo que hace. Sabemos que hay y habrá en toda época soñadoras incorre gibles, indolentes, de imaginación indomable. Pero lo que im porta es que mantenga firme la mirada, sobre todo penetrante, que le permita transponer el cerco que la rodea. 15
Cultive prolijamente su propio jardín y estará en condicio nes de hacer nacer las más bellas ilores. Los hombres no irán de rondón a desempaquetar una flor demasiado replegada en sí misma. Y nosotros no podemos con ducirla por entre las intrigas y ardides del amor, si Ud. no está bien dotada de entereza. Fortifiqúese de verdad. Quítele al mundo su máscara de apariencias y mírelo en el rostro desnudo. Pero por sobre todas las cosas, tenga confianza en Ud. misma. Todas las mujeres pueden tener éxito. Creo advertir upa ob jeción que brotará de labios de las tímidas y de aquellas que no saben mirarse en el espejo. Pues bien. Para el matrimonio no hay vicios redhibitorios. Hay que decirlo crudamente: la más fea, la más desprovista de cualidades aparentes, la tristemente famosa por su fealdad, puede casarse. Es claro que para ello, es indispensable que la fea no incurra en incomprensión del arte de saber valorarse a sí misma. Todos los hombres saben perfectamente que cualquier mu jer es apta para esposa, salvo las diferencias de inteligencia y de gusto que caracteriza a unas y otras. De lo contrario, ningún hombre resistiría el menor ataque de una mujer. Las que tienen mal gusto, quedan de por sí eliminadas. A ellas les corresponde enmendarse. Pero hay muchas que nunca han reaccionado contra el dejarse estar, producto de una infan cia descuidada y contra la ceguera de un ambiente indiferente. Las porteñas de los barrios más apartados, apegadas todavía a la moral burguesa, concluyen por recibir la gracia cuando co mienzan a pasear por la calle Florida o Santa Fe hasta que, ho rrorizadas de sí mismas, advierten que deben comprar, cortar y copiar sus vestidos según sus propias inclinaciones. A las de más, aunque parezca ridículo en nuestro siglo, hay que ponerlas en el camino de la coquetería, del gusto refinado, mostrándoles cual es su verdadera personalidad y qué es lo que mejor se adapta a ella. La mujer tiene el deber social de corregir una piel brillan te, una dentadura desagradable, una cabellera desaliñada, un aire de fregona. La publicidad de los diarios, revistas, radiotelefonía, tele visión y otros medios modernos, se hace comprender bien y tiene toda la razón de hacerlo. Lo menos que se le puede pedir a una mujer es que des cubra el estilo, la apostura, el registro de humor conveniente, 16
que dará encanto a su ser corporal, aunque su valor absoluto esté compuesto de materia tosca. La fealdad en sí misma, la fealdad irremediable, no existe. No hay una mujer totalmente fea. Por naturaleza, las hay menos bellas que otras. A ellas les corresponde nivelarse con las más hermosas, disimulando sus defectos y enalteciendo sus cua lidades buenas. Muchos ojos no ven los defectos ni las deformidades. Ade más las telas, y los modelos aplicados con arte, son cómplices consecuentes. Las rengas son muy codiciadas. Un pórtasenos adecuado realza un busto deficiente. Una piel enrojecida puede ocultarse. Los únicos defectos que alejan a los hombres son una voz de sargento y los ornamentos pilosos-.muy acentuados (las mu chachas en la flor de la edad no tienen por qué temerlos). To do lo demás, y aun esto, puede corregirse. En compensación, no hay una mujer que carezca de alguna ventaja distintiva, por escasa que sea. Existe, y con eso es su ficiente.
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cido hace mucho tiempo ya, que no hay marmita que no en cuentre su tapa. El mismo Martin Fierro sentencia que “hasta el pelo más delgado hace su sombra en el suelo”. Recurrimos a estas metáforas sin otro propósito que el de aclarar nuestros conceptos con ejemplos oportunos, sin preocu parnos excesivamente por la belleza de las formas literarias. Creemos que Ud., amiga lectora, nos habrá comprendido perfectamente. PALABRAS DE ESPERANZA PARA LAS FEAS
Si a pesar de todo lo dicho Ud., amiga, no puede salvarse de su fama de fea, no cometa al menos el error de creer qué ello constituye un obstáculo infranqueable. Todos los días se casan mujeres consideradas feas y no son, frecuentemente, las menos amadas por sus maridos. Recordamos que cierta vez un hombre se dio cuenta que su mujer era bizca, el día que ella le expresó su deseo de hacerse operar para corregir ese defecto. Mucho más que por las fealdades, los pretendientes son ale jados por ciertas actitudes extravagantes, como la risa que bro ta sin motivo, o un excesivo aturdimiento. El matrimonio se consigue más por las ventajas de una edu cación esmerada, que por la apariencia corporal, tal como se la recibe de la naturaleza. Adornarse, mejorar de aspecto y de conducta, son una parte importante de la educación. Por tanto, aun cuando le hayan repetido hasta el cansancio (hay refranes criminales de esta clase en las familias) a Ud. que es fea, que carece de gracia, que no vale un centavo, dígase cons tantemente que los hombres mejor plantados se casan con mu jeres tales, que las rivales despechadas se preguntan, aun des pués de muchos años, por qué habrán sido aquellas las elegidas. Lo que cada una debe hacer, es cazar en su terreno natural. Muchos fracasos se originan en la elección equivocada del medio en que se ha de actuar, con la pretensión de querer ar ponear ballenas cuando sólo se está preparada para enganchar peces pequeños. Es necesario tener ánimo. La sabiduría popular ha estable 18
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SIGNIFICADO DE “UN MARIDO”
Sobre este tema las mujeres suelen opinar según su punto de vista personal, concorde con las modalidades de su carácter. Así, una ingenua (aunque parezca mentira las hay toda vía) dirá que “un marido e s ... el Hombre”. Las demás afirma rán que “un marido” es el marido, o sea un ser neutro, indis tinto, pero lleno de un significado simbólico. En sus sueños, el marido carece de existencia propia; sólo existe subsidiariamente, como dirían los maniáticos de las for mas conceptuales. Lo que existe, lo que afiebra tanto las vigi lias de las muchachas, es el MATRIMONIO. La ingenua, de alma dulce, modelada en el sometimiento a los preconceptos, pone todo su ser al servicio de la obediencia social. Del hombre, ser conformado de otra manera, que apenas si puede ella precisar, espera revelaciones maravillosas. Em bargada por una deliciosa turbación, ve a ese querido ogro men cionado en sus confidencias de colegiala y entrevé por allí, para la vida, la liberación y el amor. En las restantes mujeres se advierten más variantes. La candorosa no se representa antes de tiempo al que va a ser su marido; su ideal no tiene un aspecto concreto. Para ella, lo im portante es llegar a ser mujer casada, no importa como, no in teresa por obra de quien. La prosaica quiere simplemente ca sarse. La poética sueña vagamente con lo que denomina su “al ma gemela”. La sentimental piensa fundamentalmente en la ce remonia religiosa; se imagina a sí misma con el largo traje blan co, el ramo de azahares en la mano temblorosa de emoción y su entrada triunfal al templo mientras vibran en los tubos del órgano los mágicos compases de la Marcha Nupcial. La positivista concibe el matrimonio como una situación me jor, que habrá de conferirle determinadas prerrogativas minu20
ciosamente codificadas. Quiere casarse por el título de señora, así como el joven elegante y ocioso pretende recibirse de abo gado para que lo traten de doctor. Alguna piensa que fuera del matrimonio no existe salud ni dicha. El marido es el signo visible de la emancipación, la señal inequívoca de que ha alcanzado el pleno ejercicio de sus dere chos civiles y sociales. El marido será, pues, el medio más fácil y seguro de alcanzar la tranquilidad absoluta para el resto de sus días. Todo, en la vida dé esta mujer, está previsto por anticipado. A los seis años se juega a la mancha y a las esquinitas; a los ocho años se toma la primera comunión; a los quince se baila por primera vez en una reunión social; a los veinte se puede casar; a los veinticinco se debe casar. Son plazos de vencimien to fijo. Cualquier demora, por pequeña que sea, le producirá una profunda desazón como si se tratara de una máquina que no funciona con la perfección requerida. Pero están, también, las que exigen más. Ellas le espetan al rostro del primero que se acerca, todo lo que esperan del candidato. El debe ser el salvador, el encargado de cumplir, una vez por todas, los servicios indispensables sin los cuales una mu jer decente no puede vivir. Su obligación es suministrarle todo: dinero, hijos, amor y un departamento. Se-lo dirá, poco más o menos, con estas palabras: “Queda bien entendido que hoy, sin ser muy gastadora, una mujer puede mantener un hogar con un ingreso inferior a los diez mil pesos mensuales y eso, redu ciéndose a lo más estrictamente indispensable. Menos, es impo sible”. Se ponen de pie, elevan el mentón y juzgan el efecto. La altiva quiere deslumbrar a los demás con sus pretensio nes fastuosas; la belicosa, la ambiciosa, desea verse elevada en una discutida puja, para después ver a las rivales vencidas y humillarlas con falsas confidencias, mientras, como en las novelas de Prevost, finge una alegría que no puede reprimir: “es muy gentil conmigo, tú lo sabes”. A todo esto, olvida que se trata de un hombre. Los galanteadores que se procuran fáciles conquistas dudan con razón de ser amados por sí mismos. Ya vemos que los ma ridos no tienen mayor fundamento para creer que las mujeres se casan con ellos por lo que valen como personas. Entre sus ton tas vanidades, esta peligrosa ilusión es la que debiera ser más combatida. Imaginamos que Ud., lectora, nos estará planteando algunas objeciones. Ud. nos hablará de los matrimonios celebrados por amor, a veces venciendo incluso la tenaz resistencia de los pa dres. Comencemos por decir que son muy pocos y que dentro de 21
esos pocos, son todavía menos los que inspiran un auténtico respeto. En cambio, medite sinceramente si existen en verdad mu chas jóvenes sinceras, que no premeditan su matrimonio y que sólo llegan al mismo por que se lo impone el amor que despier ta en ellas un individuo superior, de irresistible personalidad. Nos otros quisiéramos que no fueran muchas, pero en realidad son inmensa mayoría las que piensan únicamente en casarse y en ésto depositan su más preciado ideal. Claro, parece natural. Es su derecho como mujer. Pero así el juego resulta de inmediato falseado. Queda, pues, en claro, qué es lo que se entiende por “un’ marido” en la realidad de la vida cotidiana. A mayor abundamiento, agreguemos aún la influencia que ejerce la antigua ceremonia del rapto, en la que, según los ritos, el hombre hacía transponer a la doncella los umbrales de la casa paterna, llevándola en sus fuertes brazos, mientras ella se es tremecía de miedo, en parte cierto y en parte fingido. Más allá del umbral comenzaba una vida nueva. Por el raptor, la don cella tenía su nueva morada con el embriagador poder de or denar y organizar. Adquiría así una maravillosa importancia. De pronto, es erigida en autoridad soberana e indiscutible, la que hasta ayer era una pasiva, obediente hija. No es extraño, pues, que el matrimonio sea conceptualizado como el trampolín hacia la libertad, la fortuna, la distinción, la alegría de vivir. El le da a la joven la libertad junto a la res petabilidad, la suprema garantía, la licencia para hablar de to do, la posibilidad de calmar sus ansias de nuevas experiencias, todas las curiosidades, con la protección que otorga el impeca ble título de “señora”, tan superior al de “señorita” que resulta ba penosamente restrictivo. En medio de esta embriaguez, dentro del marco de los fla mantes decorados, el marido es un ser oscuro que tiene a su cargo ciertas funciones: la nutritiva, la sostenedora, la acari ciante, la adoratriz. El marido ejerce así el reducido rol de pro veedor y financista de la mujer. Sintetizando, resulta claro que, en las aspiraciones femeni nas, “un marido” es el deseo de convertirse en “señora”. Lo grave sería que ese deseo fuera demasiado ardiente e im pulsara a la mujer a encarnarlo en el primer hombre que se pre sente, porque en ese caso, luego volvería a golpearla la dolorosa realidad, puesto que del sueño hay que pasar al hombre. Ese es el problema que se le presenta a las cazadoras atur 22
didas que, en el apuro por cobrar una pieza, no importa .su ca lidad, gastan la pólvora en chimangos. Es necesario, pues, tomar la iniciativa pero mirando cuida dosamente hacia donde se apunta. Hay que ser la primera en elegir pero también es importante, para que la elección sea ver dadera, que se actúe libremente y sin ciegos apresuramientos.
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INSTINTO MATERNO Y MATRIMONIO
Trataremos aquí de una categoría distinta de mujer que as pira a casarse. Nos referimos a la madre innata, la que, antes del matrimonio, sueña con los niños —un rubio angelito o una preciosa muñequita—, a los que ha de vestir, criar y pasear. Para ella también el marido no es más que el medio obliga do para lograrlo, porque es el único admitido por nuestra so ciedad. El hombre, en su fatuidad, piensa en la mujer como en una enamorada. La culpa es nuestra, si con frecuencia nos equivoca mos. Bien puede la mujer, impulsada por su instinto, ser la ma dre, permanecer madre y vivir toda su vida como madre. El marido se ve reducido a estado humillante y doloroso; pero no se puede ocultar que tales mujeres existen y no como excepciones. Es aleccionadora, en ese sentido, la historia que vamos a re latar: Un abogado recibió la visita de un hombre sumido en la más desgarradora desesperación. Su mujer se había casado para te ner un hijo; él no lo ignoraba pero imprudentemente prefirió olvidarlo, pues ni soñaba con un infortunio tan rápido y total. Cuando la esposa adquirió el convencimiento de que había ob tenido su objetivo, preparó tranquilamente sus valijas y, como quien sale de paseo, se fue a la casa de la madre, pretextando que allí iba a ser mejor atendida durante los trabajos del alum bramiento. Nunca más volvió junto a su esposo. El marido se enteró, así, que iba a ser papá y, por supuesto, tuvo que admitir, ai tiempo, que había de por medio un verda dero abandono del domicilio conyugal. 24
El juicio de divorcio, con su prolongada secuela de emocio nes, no lo distrajo de su abatimiento y poco a poco, su vida se fué apagando irremediablemente. Extraiga Ud. la moraleja de este relato, que es real y autén tico, y evite un error tan frecuente. Es chocante para el novio que se pasea con su adorada y más aún para el hombre al lado de su esposa, sentir cómo todos sus pensamientos de amor se ven cortados de pronto a la vista de un bebé en los brazos de su ama de cría o niñera, por ex presiones como ésta: “ ¡Oh, qué lindo! ¡Mira!” Seguidas del fa tal: “yo adoro los niños”, que termina en un profundo suspiro. Y si su pretendiente la hace sentar en un banco para una dulce plática, tal vez premeditando provocar en Ud. una ternura más honda, cuídese de seguirle el juego a los niños si una pelo ta llega a sus pies o si una rechoncha manecita cava con una palita un diminuto abismo junto a su talón. Los espíritus estrechos pensarán qué quien esto escribe no ama a los niños. Declaramos que no somos neo-malthusianos, pero es nuestro deber advertir a todo aspirante al matrimonio que tenga cuidado con los ladrones de felicidad. Nosotros no po demos alterar la realidad, por eso nos limitamos aquí a descri birla intentando con ella advertirle a Ud. para que no caiga en trampas. Los índices de natalidad no van a sufrir por nuestra culpa. Cuando Ud. se case, su esposo no se va a oponer a sus ansieda des maternales, pero no las exhiba antes de tiempo y procure después no ser egoísta. . Recuerde, asimismo, que todo hombre puede ser marido si encuentra quién sepa amarlo, pero es funesto tener a todos los hombres por candidatos posibles. La mujer debe, previamente, establecer el grado de permea bilidad del presunto futuro contrayente. Pasiblemente no exista, en verdad, el soltero inconmovible, pero es indispensable que los hay más o menos coriáceos. Precisamente esos grados de resis tencia son los que indican la diversidad de tácticas a utilizar y a ellas nos vamos a referir en breves capítulos. Cuando un hombre ha pasado ya su primera juventud pon drá todas sus manías y sus hábitos remilgados al más elevado precio, siendo imposible, así, la acomodación recíproca. El joven es más susceptible de adaptarse al adiestramiento de su mujer o a las exigencias de la novia, pero con la edad pretenderá que sea ella quien se pliegue a las suyas, sin discusión y con la exac titud más minuciosa. De ello se infiere que es primordial por lo menos, aparentar que se respetan esos caprichos, sin atacarlos nunca frontalmente. 25
Volviendo a nuestras comparaciones, el hombre suele ser como la galleta marinera, rebelde al diente más incisivo, a la más poderosa mandíbula, pero fácilmente convertido a la blandura más accesible si se le deja un tiempo prudencial en remojo. To do es cuestión de paciencia. No tome Ud. nunca una galleta demasiado dura que resista tanto la acción del agua, hasta conducirla al desánimo. Esté, pues, prevenida. Evítese cuidados y fingimientos per didos, que terminarán por hacer desvanecer los sueños de su co razón. MUJERES QUE NO QUIEREN CASARSE Volvamos a la Economía Política, con su ley de la oferta y la demanda. Ella nos enseña que la escasez no basta para fijar el valor de una mercadería, sino que es necesario, además, que haya demanda de la misma. La materia más rara, elaborada pa cientemente, enriquecida por hallazgos de los artesanos más há biles, no vale nada si por azar es ignorada por los consumidores. Por eso puede haber veinte o cien mujeres para un hombre. Si el conjunto de representantes del bello sexo decide desestimar a este hombre y no se preocupa en conquistarlo, será una mer cadería despreciada. Así, el hombre no tendrá más remedio que retirarse a un claustro y abandonar en su puerta el mundano bu llicio. De tal manera este artículo precioso y disputado, esos varo nes cotizados altamente, esos hombres orgullosos, algunos de los cuales, sean artistas, funcionarios, comerciantes, industriales, ga naderos, responsables, ojeadores, cansados, zamarreados, agota dos, no son tan solicitados como se cree o, por lo menos, busca dos abiertamente por todas las mujeres. En una reunión, sea cual fuere su naturaleza y el nivel social, lance Ud. el tema del ma trimonio; de inmediato se elevarán voces de mujer, unas fuer tes, otras serenas, otras amargas, y a veces vehementes. Todas manifestarán su desprecio por el hombre, afirmando que el tiem po de la esclavitud de la mujer ha concluido, que la independen cia y la tranquilidad para una tierna criatura son bienes princi pales e inalienables. Dirán que es un grave error tomar al hom bre como al principal objetivo de la vida de una mujer. No pue de ser más que un accesorio, que ni siquiera^ es indispensable. De paso, observamos que las declaraciones más categóricas pro vienen de la boca más pintada, encuadrada en una carita per fectamente maquillada y ornamentada convenientemente por las joyas. Procuraremos dejar de lado a estas simuladoras, que ^ t e n tan vanamente ocultar su juego. No importa que digan, con su 26
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expresión más cándida, que no piensan en casarse, pues viven muy felices, así, solterítas, pues lo seguro és, o bien que no se animan a emprender la aventura matrimonial, o que ya han sido engañadas y traten, como la zorra de la fábula, de convencerse a sí mismas que las uvas no valen la pena, que están verdes... Por fortuna esa simulación nunca es lo bastante lograda co mo para ocasionar molestias. Hay otras que sí son inquietantes. Son las que con espíritu fríamente crítico pesan, valoran y ex ponen: “Para vivir hace falta tanto por mes. Gano tanto. Tengo la estancia de papá para pasar las vacaciones. Viajo sola cuando quiero y a mí los viajes me encantan. Tengo amigos en abun dancia. Tanto en la ciudad cuanto en la estancia, paseo cqn ellos cuando se me antoja, sin rendir cuenta a nadie, sin vigilancias quisquillosas. ¿Para qué voy a casarme? ¡Soy tan feliz soltera.'”. Si no termina diciendo en voz alta que uno está loco, porque pen só que ella desea el matrimonio, es por un resto de tolerancia, extraño por otra parte si se tiene en cuenta nuestra manera “anticuada” de comprender la existencia. Naturalmente, frente a su-aritmética y su lógica el marido no es necesario. Ese desdén las hace más bellas todavía. Se las ve vivir en una feliz florescencia. Y uno no puede dejar de ha cer volar su imaginación que las ve como apasionadas volunta riosas ... Si Ud. conquista su confianza hasta el extremo de hacer que ellas le hablen de su corazón, las recriminaciones y diatri bas dirigidas al hombre toman un aspecto más recio. Hablarán de egoísmo, indiferencia, ligereza, hipocresía del individuo mas culino. Pareciera como si los hombres hubieran sido los deposita rios de toda la fealdad del mundo. Claro que si bien .se mira, ellas no están haciendo otra cosa que pintar su propio retrato, pues ese egoísmo, indiferencia, etc., se lo atribuyen a otros para ocultar los propios. Por eso sus discursos, sus frases, suenan a hueco. Uno siente, por momentos, la necesidad de arrojarles brutal mente a la cara esta pregunta: ¿Y el instinto sexual, como lo arregla Ud.? Pero estas mujeres, tan hábiles para presentarnos un inventario y balance falso como el de las grandes sociedades financieras, pondrán, un gesto demasiado arrogante si uno se atreve a investigar cómo se desenvuelven con la ansiedad amo rosa. ¿Es que son castas a perpetuidad? No, no sonría Ud. amiga lectora. Espere que pongamos la cuestión en su justo término. Lo que estas buenas damas no quieren es el esposo, pero no pueden renunciar a ser mujeres. Que dejen de aparentar que Bolamente se preocupan por el presupuesto mensual, como si el marido no fuera más que un artículo de confort. 28
Habría que preguntarles cuál es la razón que las hace pre ferir los amantes a los maridos, como si el mal llamado “amor libre” no fuera otra forma de esclavitud. Una joven norteamericana, de rostro pueril y grave espíri tu, respondió una vez, con todo énfasis, que “en los Estados Uni dos no se reconocen voluntariamente las necesidades sexuales”. Añadiendo: “También entre nosotros se entiende que todas las mujeres quieren casarse y a menudo eso es verdad”. En muchos ambientes no suelen ser tan mal vistas como se cree, las mujeres fuertes, las alegres solteronas. De todos modos cabe preguntarse en qué medida pueden ser sinceras las que dicen no querer un marido. Esta es una cuestión que uno se plantea todos los días. Si una mujer dice: “yo no me casaré jamás”, Ud. traduzca siempre: “me muero de ganas de casarme” y cuanto mayor sea ese deseo, más énfasis se pondrá en la afirmación contraria. Pero seamos justos. Las hay sinceras también. Veamos su lista: Primero estarían las ingenuas, las que no advirten muy bien el llamado de su sangre y le tienen tal pavor al hombre que les parece una inconveniencia inconcebible que se tengan que acostar acompañadas. Esta categoría, digámoslo sin temor a que se nos acuse de profetas de la inmoralidad, tiende a desaparecer. Luego, habría que ubicar a las etéreas, las casi inmateria les, las que con todo su ser se dedican a la otra vida, después de haber pasado por el duro noviciado. Son necias o sublimes. Re conozcamos que el matrimonio no constituye su problema; siem pre, claro está, que su actual espiritualidad no sea el resultado de una primera decepción amorosa. En tercer lugar, ubiquemos las orgullosas, con sus varieda des de morbosas y delirantes. Son las que encuentran indignos de ellas a todos los hombres, las ególatras que labran su propia desgracia. Su caso pertenece al dominio de la psicopátología, de modo que no nos interesan dentro de nuestro planteo. En cuarto término estarían las frías, las que pueden sin es fuerzo prescindir del hombre. No importa que su estado sea el resultado de una tendencia innata o de una educación' deficiente; el caso es que su físico está muerto para el amor. Hay mujeres de esta clase, aunque nos cueste admitirlo. En quinta posición, ubiquemos a las que renuncian delibera damente a la serenidad del matrimonio, porque han recibido por otros medios de vida lo que anhelaban. Ubiqúese en esta catego ría a las mujeres que una vocación antigua libra a la vida ga lante; no es preciso que desciendan los últimos peldaños pero só lo las palabras que las designan adquieren nobleza. 29
Restaría tan sólo por agregar a las viudas muy quemadas de su primer matrimonio. Este orden está integrado por mujeres sinceras en su indiferencia y es el numéricamente más importan te. Corresponde señalar, sin embargo, que es muy difícil que es ta clase se mantenga constante. Casi todas las mujeres que ^integran los tipos analizados co mienzan por enamorarse. Las que no se casaron son en su gran parte rectas y simples. La verdad es que hubieran preferido ca sarse y si aún defienden su cuerpo es por pura fórmula. De la revisión practicada, surge crudamente esta verdad: La Inmensa mayoría de las mujeres aspira al matrimonio. Hay unas más apresuradas que otras y las hay también más o menos difíciles. Un escritor contemporáneo muy difundido, ha dicho con ma licia que existe en toda mujer el secreto deseo de ser azotada. Sin duda por el recuerdo oscuro de las tundas formidables sopor tadas por sus antepasadas de la Edad de Piedra. Por eso aconse ja no pegarle nunca a una mujer, pues se corre el riesgo de des pertar en ella ese atávico deseo, con el inconveniente de tener luego que afrontar la pesada tarea de propinarle una paliza dia ria. Nuestras modernas “libertas”, las chicas desenfadadas del “rock and roll”, quizás no estén libres de rehusar el matrimonio. A su pesar, la fuerza de la tradición gobierna tal vez por los más intrincados hilos su esfera subconsciente y su deseo profundo, sus gestos, sus miradas y sus imprudencias. Admitamos que el gusto del marido sucede al del matrimo nio. A menudo el ardor matrimonial es mantenido en suspenso hasta el encuentro con el hombre decisivo. En nuestra sociedad, la mujer, tiene a su favor un factor im portante de seguridad. El matrimonio ya no es una carrera oblitoria. La mujer ha logrado conquistas que le permiten bastarse a sí misma, sin que su vida se oscurezca ni sea por ello en modo alguno mal vista. Pero tal circunstancia no nos autoriza a afir mar que su elección está bien hecha y que aciertan si prefieren allanar sin ayuda todas sus dificultades. Siempre será más humano para la mujer unirse al hombre que le agrade y que sea capaz de tomar a su cargo la parte más pesada en la lucha por la vida. Antes casi todas las muchachas se casaban por obediencia o por la obligación de encauzar normalmente su destino. Antes, muchas mujeres buscaban marido como nosotros bus camos una profesión o una actividad cualquiera. Alguna vez hemos oído repetir esta frase de un espantoso cinismo, que se pronunció en otros países: “las muchachas, des 30
pués de la guerra, no serán difíciles... Aquellos que tengan la suerte de volver con todos sus miembros podrán hacer am plia eleccíóp”. Hubo funcionarios de sanidad de un importante país del norte que expresaron su temor de que, en la post-guerra, el problema venéreo no estuviera radicado en las profesionales del amor, sino en las que denominaron “muchachas promiscuas”. No faltaron las que se intimidaron ante estas profecías y se de jaron tomar por un triste señor contrahecho, que jamás había visto un campo de batalla. Pero los jóvenes que creyeron a pie juntillas lo que se decía y pensaron rendirse con pretencioso aire a la mejor postora, fueron casi siempre castigados con un absoluto desdén. Un estudioso americano, autor de una interesante encuesta, señala esta singular aventura: “Ellos se creían ingenuamente los amos de la situación. Bien pronto fueron humillados. Se encon traron frente a adversarios armados que no querían claudicar. Los estudiantes de derecho, influenciados por el código Napoleón, creían en la inferioridad de la mujer a la que veían como un mamífero de lujo, con el destino natural de vestirse y divertir se”. Y el hombre ha debido volver a las antiguas modalidades. Cuando quería hacer una conquista, ha debido, como siempre, “hacer la corte”. Aunque siempre haya timoratas que le temen al celibato, o demasiado impregnadas de prejuicios, las demás, que constitu yen la gran masa, saben perfectamente que una mujer puede vi vir sola, honorablemente y dichosa. Por malo que sea el celibato no es ya un desierto pavoroso, pues las costumbres actuales otorgan poderosos paliativos que permiten tolerarlo con cierta facilidad. Nuestras candidatas no son como aquellos generales romanos que debían vencer o mo rir, ya que pagaban con la vida la derrota. Ellas hoy pueden examinar el candidato, elegirlo sin apre mios y sin coerciones paternas, revisar sus méritos y comparar los con sus preferencias. Convenga conmigo, lectora, que este cambio bien vale la pe na. Esta sí que es una verdadera y legítima conquista de la mu jer. Ya vemos que sin necesidad de que las feministas lancen in flamadas arengas, el estado social sigue su curso y se transforma continuamente, dando lugar a que por fin la mujer pueda abrir ampliamente el acceso a sus pulmones, tanto tiempo comprimi dos, al aire fresco de su libre arbitrio. El matrimonio contribu ye, es cierto, a hacer más cómoda la vida. Las feministas, en tan to, continúan agitando contra la esclavitud de la mujer y exigen nuevos progresos. ¡Palabras! Las mujeres han ganado con los cambios operados y la que no lo crea así, será porque quiere dinero, ociosidad, licencia, poder, todo a la vez. Los hombres son 31
los esclavos ahora. Y si no lo son del todo todavía, no transcurri rá mucho tiempo sin que lo sean definitivamente. En tanto las feministas siguen su prédica, como si quisieran asustarnos con la próxima fundación de una república libre fe menina. Que lo hagan. Al igual que las antiguas amazonas, que temían caer bajo el dominio del amor, deberán dictarse leyes, fundadas en el desprecio al amor y al ejercicio corporal. Según la leyen da las amazonas, a quienes el instinto de reproducción les ha cía deponer sagrados principios de estado, iban a las fronteras a contraer pasajeros himeneos abandonando allí los productos mas culinos tan pronto como nacían. Claro que ahora no se toleraría ese desprecio por los hijos varones, de manera tal que una re pública así concebida no tardaría en desaparecer. Salvo, desde luego, que la ciencia descubra un día la manera de determinar el sexo del hijo a voluntad, dependiendo del simple deseo -de la madre. No se crea que esto es fantástico. En el mundo de las abejas, la madre, que es la reina, pone indistintamente huevos de obreras (sexo femenino) y de zánganos (sexo masculino) gracias a un dispositivo del abdomen que le permite regular la fecunda ción del óvulo. Si esto se lograra en la mujer, sólo se conserva rían en el planeta algunas colecciones de sementales-de hombres, cuidadosamente mantenidos. Probablemente decaigan a planos inferiores al del chimpancé o el orangután, perdiendo sus cuali dades de inteligencia y belleza. Por ahora estamos muy lejos todavía de semejante panora ma. Lo correcto es que las mujeres usen sus posibilidades en si lencio, sin alborotar más de la cuenta. De esa manera ganarán en dignidad y hasta es posible que logren eliminar esa estúpida rivalidad de sexos que a menudo las convierte en nuestras ene migas. El matrimonio no escapa, desde luego, a las transformacio nes sociales de nuestro siglo. Relataremos una pequeña anécdo ta, seguida de un consejo, por si aún existieran necios y lerdos de entendederas que sigan pensando que las mujeres no ambicio nan el matrimonio. La anécdota consiste en el siguiente diálogo^ que el autor mantuvo con una hermosa morochita de quince años: —¿Sientes deseos de casarte? —¡Oh! Todavía no. —¿No lo desearás nunca? —Sí, cuando tenga veinte años. (Reflexiona). Antes, tal vez; pero por lo menos hay que tener diecisiete años... o dieciséis... bueno, diecisiete. 32
—¿Y cómo harás para conseguir novio? ¿Bailarás, te harás vestidos a la moda, serás amable con los muchachos? —(Por lo bajo, con fingido candor): Naturalmente. —A mí me pareció que no te gustaba el baile ni las modas. Creía que te atraía más la vida casera. —Sí, pero entonces ya no será lo mismo. —¿Entonces crees importante casarte? Fíjate: tus tíos solte ros dicen que viven muy felices así. —Sí, es necesario casarse. —Explícame para qué sirve. Me pareció que había ido demasiado lejos. La madre se sintió incómoda, temiendo que la niña respondiera una enormidad. Pe ro, con toda naturalidad, surgió la respuesta acaramelada en vuelta en una sonrisa que revelaba sorprendente astucia: —¿Para qué sirve? Y ... para no quedarse soltera. Este es el consejo: Concurra Ud. a una velada danzante cual quiera. Y observe si alguna de esas jo vencí tas abiertas a todas las promesas de la vida, le parece que desborda libre alegría, desenvolviéndose sin ninguna inhibición o reserva mental. No verá más que caritas estiradas, jovialidades rebuscadas, peque ñas maniobras, sabios rodeos, intrigas de pasillo y descansos de escalera. Es fácil adivinar cuál es el problema que las pone rí gidas. Sufren. Se desesperan. No hay, a nuestro juicio, un espec táculo más lastimoso y edificante al mismo tiempo. Para una mirada supei’ficial sólo existen las luces y la ale gría de vivir. Pero más allá está la realidad, con su bagaje de corazones cerrados, secretos rencores, lágrimas, despechos, deses peranzas. Habrá alguna niña que se embriagará de esperanzas tóxicas, interpretando con optimismo leves síntomas, una palabra, una copa que se le ofrece, una presión particularmente más acentua da en el transcurso del bamboleo de esas torpes parejas de baile, que no reúnen siquiera las dudosas ventajas del placer efímero.
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LA CONQUISTA DEL MARIDO
La versión del Don Juan que nos suministra la leyenda, nos lo muestra como un héroe hermoso, sanguinario, apasionado y lleno de fatuidad y orgullo. Después de haber alfombrado su ca mino con corazones destrozados de mujeres descocadas, este ene migo de maridos fue atrapado, se dice, por un arrepentimiento tardío y terrible que, allá por la Edad Media, dió tanto relieve a rudos aventureros de codicias y excesos amorosos. Al fin, Don Juan aparece honorablemente enmendado, aterrado por la insa lubridad de su alma, manchada de Violaciones y crímenes. En tonces el héroe se convierte en el más sumiso de todos los mon jes y termina su vida en olor de santidad. Más tarde los escritores erigen sobre esta leyenda una es pecie elegante de símbolo filosófico. Don Juan, según ellos, en contraría hoy en cada aventura su propio castigo. Aparentemente representa la pasión conquistadora, la seduc ción, la locura novelesca que solo se da una vez en la vida de cada mujer. La verdad es otra. Don Juan no es más que el hom bre amado por las mujeres, elegido por ellas, asediado por las ninfas de corazón fácil. Es, en resumen, el hombre reducido a la más vil esclavitud, lanzado públicamente a la prostitución por las mujeres que lo han elegido para satisfacer un capricho ge neralizado. En otros términos, Don Juan no es el cazador, sino la caza. No queremos, con esto, tomar partido en el debate eterno que se suscita en torno a quien, el hombre o la mujer, es cul pable del deseo inicial que pervierte. Cierto es que, en general, las mujeres seducidas confiesan que fueron obligadas por el seductor pero no es menos cierto que para el matrimonio, corresponde a la mujer el papel de se ductora. 34
Es muy probable que las mujeres superiormente dotadas elijan siempre su presa de amor y que las más lisonjeras sean precisamente aquellas en que el varón ha tenido la mejor par te, aunque por lo mismo, sean éstas las conquistas más mortifi cantes. Se dice que es un tremendo castigo para el hombre dema siado tentado, ser clavado en esta cruz de permanente voluptuo sidad. Pero es suficiente que algunos, hartos de ese calvario en cantador, hayan pedido gracia, hayan tratado de escapar a su agobiante predestinación, para que de inmediato advirtamos que todos, o casi todos, no son voluntariosos en la vida matrimonial. De manera que Don Juan, sublime tonto, creía conquistar a sus víctimas y no hacía otra cosa que sufrir dolorosamente sus designios. El destino de ese necio debe servir para instruirle a Ud., lec tora amiga, inclinándola a seguir siempre fielmente la siguiente regla de conducta: Es necesario que el hombre abrigue la ilusión de ser él quien toma la iniciativa y de inmediato convertirse en la conductora única e indiscutible. El mismo ejemplo revela también que para un capricho Don Juan es caza fácil, pero para el matrimonio el primer hombre vulgar que llegue es una presa muy difícil.
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ENSEÑANZA DE LA ARAÑA
Es acertado recordar aquí la parábola de la araña que, en el centro de su tela, permanece al acecho de sus víctimas pero sin aparentar que está de caza. La verdad es que en ninguna época hubo una joven que haya esperado pasivamente las declaracio nes, sin poner algo de su parte, como esa ingenuas de las no velas por entregas que se mantienen retraídas hasta el momen to en que brota de sus labios el “si” tembloroso en presencia del jefe del registro civil advirtiéndonos que, a pesar de todo, no son ciegas ni mudas y que, además, eran capaces de emocionarse sen timentalmente. Sin embargo, la verdad es que supieron actuar con toda de cisión y oportunidad. De la misma manera la araña, aunque apa renta estar distraída, tan pronto se enredó la presa en sus telas se apresura a darle el golpe definitivo. Esa es la política que debe seguir Ud., lectora amiga. Siga el ejemplo de la araña. Porque si Ud. se decide a adoptar la ac titud de Diana Cazadora, coii fuerte voluntad, elástico paso y flechas de aguzadas puntas, su caza estará sobreaviso y extrema rá las precauciones para escapar a sus dardos. Tenga presente que hoy, cuando los jóvenes ven suspendida sobre sus cabezas la espada de Damocles del matrimonio, se ha cen los desentendidos y se encogen, ariscos como potros indó mitos. Es que están demasiado ocupados en arriar las velas de sus naves, para evitar que el viento' traidor las haga zozobrar. Y si bien se mira, el hombre joven nó tiene ninguna razón que lo impulse al matrimonio. Las ventajas de la soltería son bien visibles y, además, parecen interminables. El hombre tiene que haber alcanzado ya cierto estado de madurez para inclinar se a contraer enlace. Balzac creía advertir los indicios que le se 36
ñalaban hasta qué extremo esta institución se encuentra fuera del orden de la naturaleza. En tanto no se siente bien maduro, el hombre huye del yu go. Y aún después de maduro, con los signos distintivos de la edad que son una cabeza plateada, la cara de colores subidos y cierta tendencia a la convexidad del vientre, halla sin esfuerzo, sobre todo si cuenta con los pesos necesarios, bastantes frutos ácidos que se aproximarán a su ideal y que siempre se prestarán gentilmente a reavivar su carnq blanda. Quizá más adelante el temor a una vejez solitaria le induz ca a caer en una de esas uniones de las cuales puede decirse, cuando menos, que son un epílogo más que un prólogo. Hay va rios ejemplos de matrimonios tardíos e incluso algunos son cé lebres, de modo que no insistiremos más. Pero no olvidemos a los que se mantienen rebeldes hasta el fin, que demuestran un constante gusto y una mayor comodidad en transitar los sende ros extraconyugales. Por esos motivos la lógica masculina parece conducir a esta paradojal conclusión: no cabe admitir la necesidad y el deseo de contraer matrimonio más que en los viejos. El joven y el adolescente no se preocupan por casarse. Tal deseo estarla, por otra parte, fuera de lo natural y parecería jus tificado el escalofrío que les recorre la espalda cuando se habla del matrimonio. Uno de ellos nos decía una Vez: “El estado de hombre casa do es abominable y yo me pregunto si aún un aínor extremado puede excusarlo”. Este mismo hombre se había casado siendo muy joven todavía, apasionadamente enamorado y contra el de seo de su familia, dos años antes. No es necesario que Ud. haga su cosecha entre los débiles, los tímidos y todos aquellos a quienes la sociedad hipócrita, a pe sar de la evolución del mundo, les indica el matrimonio como el cumplimiento de un sagrado deber. La sociedad trata de orientar a los individuos según sus fi nes. Es indiscutible que todos los tipos de sociedad ya realiza dos en la historia, se afirman sobre la base del núcleo familiar. A pesar de ello, los hombres que sé consideran provistos de una personalidad cultivada se escapan, o tratan de escaparse. Por tanto, hay que seducirlos y conquistarlos. La perdiz, el zorro, la nutria, la liebre, existen. Pero no se ofrecen espontáneamente al cazador. A éste le corresponde bus carlos y acercárseles lo suficiente. La búsqueda del marido es la más útil de las tareas, pero, ante todo, es indispensable CREAR LA PRESA. 37
Hay una doctrina del pesimismo absoluto que ha sido admi rablemente condensada en axiomas por una joven israelita, in flamado del desdén místico extraído de la religión que profesa: 19. — Ningún hombre joven tiene, por hipótesis, deseos de casarse; 29. — Solamente será accesible a la ofensiva matrimonial, cuando presente alguna de estas características: a) Debilidad de carácter; b) Bondad, (¿Es acaso una tara la bondad?; c) Ni tierno ni bueno, pero educado en un sentido profundo del deber social; d) Ni tierno ni bueno, ni honesto, pero obligado coac tivamente por su compañera, al exponerlo al temor de una fuerte censura pública si desaparece aban donándola.
Puede ser, por ello, que la opinión vulgar ridiculice con de masiada ligereza a la muchacha que hace todo lo que está a su alcance para casarse. El pesimismo absoluto legitimaría todas las maniobras, hasta cierto tipo de extorsión sentimental, haciendo aparecer como muy difícil el fin, con lo cual se justificarían los medios. Además, falta aún ver cuales son los recursos con que cuen tan las mujeres, no digamos débiles, pero sí insuficientemente armadas para la lucha.
Correlativamente a lo que antecede, podría tratar de esta blecerse los rasgos distintivos del carácter masculino, por donde sea factible insinuar la voluntad femenina, como una espada agu zada por entre las grietas de una armadura de protección: a) Haga hincapié en la debilidad del carácter, pues todos los hombres, ante la tenacidad femenina, son débiles; b) Los buenos sentimientos de la presa serán exaltados por la atracción, debidamente empleada, de sus encantos físi cos. Por fortuna Ud. tiene algo más que la lógica y la as tucia al servicio de su plan; c) El golpe de fuerza también puede triunfar. De lo que antecede, surge este corolario poco alentador; Si el joven es de carácter fuerte, si no es accesible a los en cantos físicos de la cazadora y si carece de principios firmes, no hay nada que hacerle. Es como querer pulir platino con vinagre, o un brillante con raspador. Vemos, pues, que el pesimismo absoluto nos lleva a enfren tarnos con una dura conclusión: sólo es posible obtener ejempla res inferiores o bien queda la alternativa de no casarse con na die. Es una disyuntiva en apariencia cerrada sin ningún punto de escape. Algo de verdad hay en el dilema. El nos explica tantos ma trimonios fracasados y tantas sinceras aspiraciones de liberación que alienta la mujer moderna, por lo menos de liberación en lo que hace al matrimonio como solución obligatoria de la vida. 38
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EL FACTOR SORPRESA
Según un elemental principio de la estrategia militar el éxi to de una operación ofensiva depende, en gran medida, del fac tor sorpresa. Si su acción de penetración es lenta y continua, de manera que pueda ir ganando terreno paulatinamente sin que el atacado lo advierta, Ud. tiene todas las posibilidades a su favor para obligarlo a rendirse en el momento de dar el golpe final. Imite esa táctica y sobre todo llévela al terreno del amor persiguiendo este gran objetivo: Hacerse indispensable. Envuelva dulcemente en una atmósfera de cariño y atencio nes a su elegido; avance sobre sus lados débiles, que todo hom bre los tiene. Cuídelo, prodigúele sus preocupaciones hasta que tiemble de terror ante la soledad. Haga nacer de súbito esta idea, en el momento preciso; sea más íúpida, más experta, más desen vuelta que él. Conviértase en la dulzura de su vida, acoja cáli damente todas sus confidencias, atienda prontamente sus llama das telefónicas, acepte complacida y sin discutir, sus invitacio nes. Interésese en sus temas de conversación, adáptese a sus di versiones favoritas. Tan sólo de vez en cuando, pretexte alguna ligera jaqueca pa ra hacerle advertir su ausencia, pero que su excusa sea siempre convincente e indiscutible, sin crearle inútiles tormentos espiri tuales. Que él crea verdaderamente que no pudo acompañarlo porque Ud. tiene visitas en su casa y no puede rechazarlas, o por que el médico le prescribió reposo absoluto, etc. Así tienen que ser sus excusas. Gruesas y totalmente des provistas de malicia. Las mujeres que saben únicamente recurrir a argumentos vagos o que fundan sus negativas en sobreentendidos o reticencias, terminan por cansar. No lo haga nunca. Después de un tiempo conveniente de absoluta complacencia, diga negligentemente que su tia de Mar del Plata la llam a...
Manifieste su fastidio: “el mar no es propicio en estos días; la playa estará desierta pero no queda más remedio, tendré que ir”. Sobre todo, es necesario que Ud. se vaya de verdad para no caer en el riesgo de ser vista en la calle pues entonces Ud. quedaría mal, con una desagradable reputación de misteriosa y falsa. Después de esta acción, se impone una nueva maniobra. Si Ud. hubiera sido reemplazada fácilmente, lo sentiría mu cho. Sin embargo, cada mujer debe saber graduar la distancia y duración de su viaje y conocer qué posibilidades tendrá el can didato entre las gentes cuyo trato frecuenta. Por otra parte, si Ud. supo actuar con anterioridad, es casi seguro que habrá logrado su dedicación a Ud. de una manera total, haciendo un prudente vacío a su alrededor. Si es así, no tiene Ud. nada que temer. Pero Ud. vuelve un día. Mas no piense en retornar a los mismos métodos utilizados antes del viaje. Ud. tiene que haberse renovado, ser ahora otra mujer; eso es lo que importa. Ello no significa que Ud. adquiera una personalidad totalmente distinta. No; eso, aunque se lo proponga, no lo logrará jamás. De lo que se trata es de mostrar otras inclinaciones, procurará vibrar de otra manera, ser accesible a otras ondas, perder el método con veniente a una madrina o ama de compañía. Ahora Ud. tiene que exhibir gracias desconocidas, caprichos nuevos. En tanto, él no comprenderá nada. Verá que todo ha cam biado y que, no obstante, las personas son las mismas, el vínculo afectivo continúa. La ausencia no habrá sido tan duradera; su regreso sencillo, sin ostentaciones, pero que todo lo cambia. Entonces será cuando él descubre, no sin sorpresa, que la necesita y que, en realidad, nada se opone a que Ud. lleve su mismo apellido. Durante su ausencia, habrá visto que solo no sabe donde ir; que confunde los espectáculos de los teatros y los cines e ignora qué días y en qué locales funcionan las exposiciones. Se enojará con los demás. Los mozos y los vendedores le pare cerán desatentos. Mirará con hostilidad a los demás hombres, los que tienen la fortuna de estar acompañados por una mujer que los solucione esos pequeños problemas. Así terminará por hacer su balance, hasta que con nítida lucidez aflorará a su mente el pensamiento que no le queda sino pedirle a Ud. que acepte ser su esposa. Muchos se reirán de esta pequeña intriga que le estamos describiendo. Dirán que el amor no necesita de estos recursos, pues basta que un hombre viva un par de días cerca de la mujer, para sentir muy pronto que la necesita, que no es posible existir sin ella. 41
La realidad es muy otra, sin embargo. El amor no nace por generación espontánea. No olvide, por lo demás, que muchas esposas han llegado a convertirse en amas de llave, simplemente porque encendían el cigarrillo de su amo, le procuraban abrigo los días fríos y le tenían siempre la ropa bien dispuesta. Procure no convertirse en su sirvienta. Por encima de la acción, hay una cortesía de alto vuelo, en la que se despliega tacto sutil, inteligencia flexible, buen humor y gran arte femenino. El amor se cultiva así; con la atenta dedicación y con el delicado cuidado con que el jardinero de alta escuela hace desa rrollar la flor. Si Ud. actúa con discreción, el hombre que elija creerá siem pre que es él quien ha efectuado la elección. El pensará que le ha costado un esfuerzo inaudito conquistarla; tendrá la ilu sión de haber vencido sus recatadas resistencias y se sentirá feliz de haber triunfado en una prueba tan laboriosa. Solamente frente a ciertos caracteres indecisos, muy cubier tos para el avance, se puede actuar de otra manera, frontal y directa con probabilidades de triunfo. En ese caso será Ud. la' que deba decidir por los dos. Cuando ya ha preparado todo entre bastidores, Ud. lanzará su ataque. Simplemente y con valentía, mirándolo a la cara, con los ojos fijos en los suyos, le anunciará de pronto su decisión: “Nosotros nos vamos a casar”. Se lo dirá así, con tranquila soberbia, como si dijera: “Jugaremos a los dados”. Este método es aplicable en especial modo a los hombres que acostumbran a ver, en ciertas mujeres, una amiga o una com pañera de baile o de juegos, sin pensar a menudo en el amor. Ud. será, pues, quien se encargue de despertarlo de su letargo. Se lo recomendamos especialmente para los amigos de la infancia. Aclaremos, amiga lectora, que no hemos hecho sino desa rrollar los temas generales de maniobra, dejando sobreentendido que ella debe ser aplicada con todas las atenuaciones y agra vaciones que exija la infinita variedad de situaciones particula res. No es únicamente necesario realizar el estudio psicológico del hombre; es también indispensable apreciar la situación en su conjunto, teniendo en cuenta todos los factores que influyen en ella, modificándola sin cesar. El hombre se adapta, por lo general a alguna de las tres categorías que más adelante expondremos, según la clasificación que nos han suministrado mujeres de cierta experiencia y fina sensibilidad. 42
Se nos ha dicho, por una de ellas, que la pesca del marido es semejante a todas las otras pescas deportivas descriptas en los manuales. Lo mismo que para el dorado o el pejerrey, es necesario preparar la carnada y las líneas adecuadas a cada tipo de pesca. Los más fáciles de pescar y los más comunes, son los jóvenes tímidos, los solterones debilitados y los viudos inconsolables. Para los tímidos, la carnada debe ser preparada con mucho cuidado, pues son los que requieren mayor aplicación. Si, son muy jóvenes, la poesía será de gran afecto. Los paseos senti mentales son siempre también muy eficaces. La avenida cos tanera, al anochecer, y con la luna llena, no falla casi nunca. Para remate, vendrá el ataque brusco con lágrimas, confesiones, toda una escenografía grandiosa y bien montada. Dícese que en esta última fase el cine suministra un material precioso. Para los solterones debilitados son muy convincentes los conocimientos culinarios que se suministran en los libros de cocina, el intercambio de ideas sobre economía general y el tratamiento de las molestias reumáticas. Son convenientes las reuniones familiares y liberalmente gastronómicas, Siempre es preciso alejar a los niños molestos. Para los viudos inconsolables bastará solamente dejarse guiar por los defectos de la primera esposa. La última indicación se encuentra estrechamente vinculada con otro asunto muy delicado. La categoría de los viudos puede ser aplicada a todos los que han convivido con alguna mujer, más o menos conyugal mente. El problema que se plantea aquí, es el de no resucitar en los caprichos, por una fatal coincidencia, la primera experiencia del futuro marido. Aquí la rival más peligrosa seráf esa mujer de antes, des conocida, impresisa, que inclusive puede no ser más que una ima gen de la mujer, construida sobre la experiencia de varias. Ud. carecerá de medios a su alcance para intuir cómo será esa imagen o esa mujer real y sin embargo bastará una sola pa labra suya, un gesto apenas esbozado, una entonación al hablar, para comprometer el éxito de su partida. El marido presto a doblegarse ante su ataque se retirará de pronto, asustado, mientras Ud. quedará sin comprender lo su cedido, aterrada por esa reacción. Para precaverse de semejante contingencia, deberá desarrollar todo su ingenio. Procure interrogar, con absoluta discreción, a los amigos más íntimos de su futuro esposo. Si son seguros, confíeles 43
directamente su preocupación, pidiéndoles su ayuda. No ceda a una curiosidad inútil y morbosa; pregunte lo necesario para saber actuar rectamente. Cuando no pueda provocar las confidencias directas procure que juzguen en su presencia a las demás mujeres. Tiéndales trampas inocentes que los obliguen a emitir una opinión. Ud. podrá adivinar repulsiones más escondidas a través de las respuestas, por pulidas que éstas sean. OPERACION EMBOSCADA
Muchas mujeres honestas a las que hemos interrogado acerca de si consideran legítima la emboscada, nos han contestado que no sólo es legitima sino indispensable. En la ofensiva matrimonial, dicen, el fin justifica ampliamente los medios. Y todos los medios son buenos. Aun la mujer joven se resuelve a hacer uso de todos los derechos que a ella cree corresponderle. Muy bien; admitamos la legitimidad de la emboscada pero eso sí, agreguemos, a condición de acertar. Demasiado conocemos la suerte que la opinión pública reserva a las desdichadas que han tenido una equivocación y fracasan. Pero esa condenación destinada a desalentar a las torpes, no debe preocupar a las demás. En la conquista matrimonial, más que en los otros aspectos de las vida, la inteligencia audaz encuentra su amplia y generosa recompensa. Casi nunca hay motivos para temer manejar el alma mas culina. Hay una gran.variedad de formas para hacer deseable el matrimonio a quien se encuentre sometido al influjo de una per sonalidad seductora, aun cuando ese hombre defendiera los pre juicios teóricos y se rehusara siempre categóricamente. No se trata de discutir sus ideas. Nada hay tan inútil como querer convencer a un hombre que sus principios son erróneos. Déjelo con su orgullo si le gusta. Unicamente una mujer muy candorosamente joven caería en el descorazonamiento inicial, a causa de las jactanciosas afirmaciones del hombre. No hay nada más inútil que poner el matrimonio como tema de conversación contradictoria y asumir su defensa, sosteniendo asaltos de retórica y afrontando razones. 44
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Mucho más sabia y prudente es aquella que aviva y halaga prontamente el enorme pueril amor propio de los hombres. ' Observe Ud. que voluntariamente buscamos excusas para una mujer que anhela el matrimonio de conveniencia y simula el amor. Este fraude no recibe, a menudo, más que una censura be nigna y es justo que así sea. La razón es que cuando una mujer logra hacer creer a un hombre que lo ama, está, desde entonces, segura de imponerle su voluntad. El principio que acabamos de exponer parecerá falso si se piensa en las frases que claman ciertos hombres inflamados de innata estupidez, tales como: “Nada es tan fatigante como ser am ado...” “Ella me irrita con su amor”. “Que fastidio, ella me adora”. Es necesario distinguir. Ningún hombre rechaza el amor que lo lisonjea. Más bien digamos que todo amor sincero halaga la vanidad masculina. Lo que ocurre es que ningún hombre se sen tirá honrado por el amor animal de una sirvienta, antes prome tida, en trance de casarse. La vanidad masculina tiene también sus graves fisuras. Cual quier hombre será capaz de realizar las concesiones más sorpren dentes, con tal que puedan disimularse, para retener un amor, aunque sea vil. Si esto no la convence, observe Ud. misma el efecto inverso. Cuando un hombre corteja, o frecuenta simplemente a una mujer que considera situada en un plano inferior en lo que hace al ca rácter, lujo y rango, en seguida se lamenta de no haberle podido inspirar amor. Ser amado es el más poderoso deseo masculino. Es fácil distinguir el amor de otros sentimientos tales como la estima, la deferencia, la admiración y el respeto pero, no obs tante ello, para una mujer hábil es casi lo mismo hacerse apreciar que hacerse amar. El escollo realmente grave que debe ser cuidadosamente evi tado, sería el de empequeñecerse amando primero. Por vanidad, el hombre prejuzga siempre que el amor sólo puede circular de arriba hacia abajo. De tal manera, pues, si Ud. se siente embriagada por la pre sencia de un hombre que descuelle por su grado militar, su inte ligencia o su popularidad si es político, no lo deje traslucir dema siado. Si Ud. no se cree digna de desatar los cordones de sus za patos, su brillante ídolo lo creerá también y entonces su amor no sabrá más que nutrirse interiormente y permanecer ultrajado cxteriormente. Deje pues, la humildad a un lado, pues eso es siempre el peor de los errores. Ud. dejará entender dulcemente que señores mucho 40
más poderosos la han encontrado muy de su gusto. Haga notar en todo momento, que tiene convenientemente desarrollado el sen timiento de su propio valor. Ame, arda por dentro, pero mantenga intacto el valor de sus propias cualidades. Por cierto que este juego requiere tacto. Es fácil, si se des cuida, caer en el exceso. Trate de no hacer como aquella preciosa que se encaramaba tan alto que todos terminaron por dejarla abandonada en la cumbre de su autosuficiencia. El arte consiste en amar y al mismo tiempo saber hacer la publicidad de su amor. Que no sea tomado por un amor de fan tasía. No sea ni demasiado jactanciosa ni excesivamente humilde. La reina Isolda lo abandonó todo por Tristám Pasó meses limpiándole las heridas más repugnantes, lo siguió a la selva, vivió de raíces y tembló de frío bajo los ramajes enmohecidos por las lluvias del cielo. Pero era Isolda, la reina. Persuadir que se ama, no es decirlo, aunque se la incite a ello. Las grandes prof&ididades del alma no deben ser alcanzadas con el primer sondaje. Deje seguir la corriente. Finalmente, en su amor y en su sed de victoria, cuídese mu cho de barajar todas las cartas. Si todo hombre desenvuelve rápidamente un sentimiento por la mujer que se ocupa de él, no olvide nunca que el amor es una cosa y el matrimonio otra. Y Ud. va hacia el matrimonio. No se deje engañar en el camino por el entusiasmo de las pasiones compartidas. Amando y llevando en Ud. misma el amor, despertara un amor recíproco, ilusorio o real, pero eso poco importa. Este amor no es sin embargo el fin perseguido y su esfuerzo no ha termi nado. Falta moldearlo, ponerlo en obra, conducirlo a un destino determinado. La cosecha del desprecio es el primer escollo. El amor es el segundo. El puerto está más lejos. El amor propio de los hombres es una trampa que se vuelve contra ellos mismos y hace más fácil vencerlos; así, se pegan igual que las moscas en un papel engomado. Ocurre como con la fueza invisible de la corriente eléctrica: es necesario saberla manipular. En el DECORO debe Ud. buscar su poderoso sostén. Decoro material para los encuentros. Decoro sentimental ante todo. 47
Haciendo la corte, será arma permitida aprovechar las emo ciones que nacen en un día grave de otoño, o un llamado a la primavera. Emociones dulces durante la preparación. Emoción violenta para traer la decisión. No deje que el azar sea tan sólo el que trabaje sobre la sen sibilidad del candidato. El azar es capaz de provocar un enredo que Ud. será impotente para desentrañar. La mujer poderosa es aquella que trabaja de acuerdo con la naturaleza, la famosa naturaleza cómplice de los románticos. Utilice la luz. En su departamento hay lámparas y espejos. En lo exterior, la excursión que para el candidato sólo tiene valor en el momento del crepúsculo. Sería un error efectuarla matinal mente. Para otros, la oportunidad es al mediodía. Use el color. En el arreglo personal, más que en el papel de carta. Emplee el calor y el frío. El que es chabacano y lento en Buenos Aires, se decide en Mar del Plata. Emplee el sonido, la música. Beethoven, enamorado de su discípula, se dominaba cuando iba al clavicordio para instruirla. Su arte hacía retroceder a sus instintos. Pero si era ella la que eje cutaba, sentíase bañado de una indefinible dulzura. Procediendo así tendrá la comodidad de estudiar el terreno en que actúa, pudiendo preparar inteligentes golpes teatrales. Sa brá, qué es lo que lo enternece y qué es lo que lo pone fuera de sí. Conocerá las causas, las formas y los efectos que el choque emotivo le produce y entonces podrá utilizar los medios más apro piados. No piense que es mi propósito aconsejarle que le dispare brus camente un tiro de revólver cerca de su oído y besarlo enseguida locamente, diciéndole “te amo”. Si tal cosa hiciera, lo vería huir para nunca más volver. Hay choques sin brutalidad. En cierta no vela dos de sus personajes, figuras prominentes de la sociedad, abocados a una serie de alianzas por conveniencia, sufren de pron to una extraordinaria emoción ante el descubrimiento de un vago y lejano parentesco. Se amaban y desde este descubrimiento, la continuación de su amor se vió gravemente afectada. Dosifique cuidadosamente las atmósferas, mucho más todavía que el farmacéutico en la preparación de las fórmulas magis trales. Ponga en el desempeño de su cometido, toda su riqueza de espíritu, su ternura y la sutileza de sus intuiciones. Actúe sabiamente, como virtuosa; hágalo con todos sus recur sos del cerebro y del corazón. Juegue y gane. 48
EXTORSION Y MATRIMONIO
La extorsión como medio de lograr el matrimonio es un dato de la historia, inclusive de la contemporánea. Se podría hacer un interesante estudio sobre su mecanismo y la renovación de sus procedimientos a través de la historia. Pero en el fondo los resortes que se utilizan son siempre los mismos, aunque pintados de distinta manera. Como hemos visto, el principio consiste esencialmente en ex plotar las virtudes morales del joven. La educación de las jóvenes de antaño era un arma de doble filo. Criadas en la ignorancia del hombre y en el temor del amor, celosamente retraídas del mundo y a menudo de su familia, la menor ofensa ai pudor de esas vírgenes, el menor asalto, una mi rada, un suspiro, era un crimen lleno de infamia. Entonces el que lo cometía era justo que lo pagara de la única manera posible, es decir, con su persona. Algunos creen que estos recursos no dan resultado en la ac tualidad debido a que los jóvenes han perdido su sentido de la responsabilidad moral pero la verdad es que las muchachas tienen la culpa de ello, al haber abandonado los beneficios de su santa ignorancia. Entregadas a los riesgos del mundo, deben ahora cui darse ellas mismas y por lo mismo, deben ahora cargar con las consecuencias de su excesiva complacencia. Comprometer era ayer un verbo activo, con sujeto y complemento: “Pablo ha compro metido a Susana”. Habrá notado Ud., amiga lectora, que ahora decimos espontáneamente: “ella se compromete andando con él”. Es por esto, sin duda, que el golpe del sofá casi no resulta. Conoce Ud. sin duda el procedimiento. Aprovechando la “buena fe” de los padres de la muchacha, algún cabeza de chorlito se deja sorprender tontamente al lado 49
de la falda levantada. Ella se había sentado en el sofá como por azar, un poco lánguida, los ojos vagos, los labios entreabiertos. Y el diálogo ya más o menos lejos de palabra en palabra. Luego vienen las caricias hasta el momento menos glorioso en que los tortolitos son sorprendidos por el honesto padre de familia, quien, como es lógico, debe estar por encima de toda sospecha de trai ción. El habrá entrado por casualidad. Emocionado y transfigurado por lo que acaba de ver, hará una perfecta dramatización de la confianza burlada. Ahora sí se concluye un acuerdo conveniente, es posible que todo el mundo quede contento. El golpe de sofá no fué nada, pero una nada dulcemente per suasiva. Bajo los ojos astutos del padre, delante de la avergonzada muchacha, la cara cubierta de lágrimas, más bella en su rubor, suplicante, el milonguero más endurecido se habría encontrado singularmente trabado, sobre el sofá. Esta manera de ser inspec cionado, que todavía huele a colegio y a celador, le hace sentirse en la postura ridicula de un novicio. Un verdadero flagrante de lito delante de un-compañero celoso hubiera valido mil veces más. El golpe de sofá quizá, se practique todavía en algún remoto pueblo de provincia, donde el ruido de las pisadas resuena como un fragor y donde las rojas claridades brillen por la noche en los agujeros de las fachadas como para simbolizar la vigilancia de las almas espionas. Nosotros no hemos considerado nunca al sofá como un mue ble honesto. Al fin de cuentas, este mueble resulta como el lazo de seda para ahorcarse que suelen enviar algunos emperadores asiáticos. Cuéntase que no hace mucho un ministro honrado con ese presente, lo devolvió sumamente agradecido por la deferencia. Nadie se resigna ahora, por amor a la etiqueta, a poner el cuello en el lazo conyugal. Todos los accesorios de comedia irán al lugar en que se guar dan los trastos inservibles. Las escenografías laboriosas ya en desuso, como los biombos, los rincones propicios bien preparados, no sirven ahora en que las parejas de jóvenes salen solas. Los MEDIOS MORALES son más seguros para actuar sobre el carácter de un joven tierno. Casi no se usa morir, de amor. Pero sin embargo, pruebe. Entre sus relaciones encontrará este manejo, a veces suficientemente sólido, que fué antaño obra de una gran pasión, abonada por una juiciosa publicidad maternal. Piense que sin duda es todavía impresionante recibir de im proviso una visita que se realiza con declaraciones como esta: “Señor, mi hija se muere de amor por Ud. Véala. Desde hace tres 50
meses, su mal semblante es el comentario de todo el pueblo. Aunque ignorada, es la más admirable de las enamoradas. Yo soy la más desgraciada de las madres. ¡Sálvenos, señor! Nues tras vidas penden de su corazón... etc.” En semejante trance, son admitidos los efectos más patéticos. Es un hermoso tema para la oratoria; desgraciadamente no se estila dárselo, para que lo desarrollen, a los retóricos. Confiese que es necesario te ner el corazón muy duro para no atender a semejante súplica. Y eso sin contar otras categorías de argumentos que, aunque accesorios, no dejan de poseer fuerte elocuencia. Las sentimen tales agonizantes no son a menudo modelos de perfección física, pero exhiben a la luz solar las dotes de su corazón. Antes, en tiempos lejanos, era más poético todo esto. Había quien se consumía de languidez. Ahora las madres pueden mostrar una impresionante lista de medicamentos prescriptos por el mé dico y exhibir los boletines del pesaje mensual de sus señoritas hijas. Aunque parezca ridículo, cuando un hombre es acusado de haber ocasionado un pérdida de cinco kilos de peso, se inclina fácilmente a ser piadoso. Y de un hombre tocado por la piedad, se hace lo que se quiere. Por eso la llamada enfermedad de amor, no parece haber perdido del todo su eficacia. Al contrario, se renueva continuamente adquiriendo las to nalidades en uso. Hasta los más malignos no perciben la manio bra y se dicen, piadosamente, que es evidente que la pobrecita desmejora y que le hace falta un buen marido. Y mientras el tonto no se cree amenazado, se encuentra sin sentirlo, en el ca mino del sacrificio. Los siglos caballerescos no transcurrieron en vano. Muchos corazones conservan todavía vivo el sentido del deber del hom bre virtuoso. Pasados los momentos propicios a las imprudencias y a la expansión de los impulsos primarios, las mentes escrupulosas ex perimentan el remordimiento y la necesidad de ofrecer la debida reparación. Por otra parte, es innegable que existe la fascinación que algunos hombres pueden ejercer sobre los demás. El padre de la niña que tenga la energía necesaria como para intervenir, con sus cincuenta o más años, su experiencia, su calma firme y quizás dotado de una potente voz de bajo, presupone una ventaja aplas tante sobre el adolescente de espaldas estrechas, indeciso e in hábil. Hay otra manera, más alambicada, aparentemente revestida de cordialidad que comienza por una amable invitación del padre para conversar a solas. No habrá, desde luego, reproches directos. 51
Todo lo contrario. El adolescente se verá tratado como un hombre hecho y derecho pero a través del palabrerío se irán deslizando serias advertencias y comprometedores elogios a la seriedad, ho nestidad y buenas intenciones del atribulado candidato. Ud., lectora amiga, supondrá tal vez que después de ese chu basco el joven huirá precipitadamente de la casa para nunca más volver. Sin embargo palabras así se dicen todavía. La muchacha se encargará que el candidato regrese. A veces no es el padre el que asume ese rol. Hay también hermanos mayores capaces de desempeñarlo con -toda eficacia, especialmente si son robustos deportistas. Nos causan lástima las chicas que no tienen hermano y cuyo padre es un burgués o un indiferente y maniático. Hemos venido aludiendo a la extorsión. Este es el momento de recordar que entre las bajezas que cometen ciertas mujeres y sus padres, propias para ser ventiladas ante los tribunales y la mejor, la más digna ayuda prestada a la hija en la búsqueda del camino al matrimonio, hay un infinito número de grados y ma tices. Finalmente, es preciso decir algunas palabras para las adultas que no tienen quien las proteja. Piensen en los cambios experi mentados en las costumbres femeninas. Digamos claramente que esos cambios no siempre se justifi can, sobre todo cuando las polleras cortas permiten ver piernas mal torneadas o velludas. En ese caso, es difícil persuadirse de que la inoda está hecha para realzar los encantos de la mujer. Por otra parte, antes, en la época de las faldas que se arras traban por el suelo, la simple caída del pañuelo era suficiente para dejar abierta de par en par la puerta al romance. Ahora la mujer debe agotar sus reservas y debe, a veces, pasar de la ligera insinuación a la más atrevida oferta. Por lo mismo, la mujer ya no puede, como antaño ofenderse por un atrevimiento del hombre, ni pueden pedir reparaciones por la intensidad de una mirada o por un continuo seguimiento. Conteste Ud. misma, amiga lectora, si no hay una gran parte de responsabilidad en la mujer, por las faltas de los hombres. Es evidente que el precio de la libertad conquistada es bas tante elevado.
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LOS QUE SE ENTREGAN VOLUNTARIAMENTE
La doctrina del' pesimismo absoluto no es unánimemente aceptada. No faltan quienes sostienen que la presa no es el hombre'. La caza, dicen, es un deporte masculino. El hombre es un Nemrod; la mujer, en cambio, nunca comienza el juego y si ella se esfuerza en ser agradable a la vista, la verdad es que lo hace primordialmente para agradarse a sí misma. Advertimos desde ahora que la metafísica de la seducción constituye un terreno peligroso, donde lo más factible es arribar a conclusiones equivocadas. El hombré no es un ser uniforme. Así, si bien encontraremos tal vez algunos refractarios al matri monio, también los hay sumisos. Recordemos que el matrimonio es una institución antigua, mantenida en vigencia por una larga tradición, llegando a representar un hábito tan arraigado que se convirtió en una fuerza impulsiva. L o prudente es admitir, por lo tanto, que hay una atracción recíproca de la mujer y el-hombre, que los impulsa por igual a casarse. Hay, pues, hombres que desean el matrimonio. Son los que se entregan voluntariamente. En realidad TODOS LOS HOM BRES desean casarse, sólo que este deseo es temporal. Mas tarde o más temprano, en mayor o menor intensidad y duración, el deseo de tener una compañera única, permanente, definitiva y exclusiva, les ha atormentado. Esto no implica, desde luego que le baste a la mujer per manecer al acecho en forma pasiva. Es necesario y posible no mantenerse extraña al surgimiento de las buenas disposiciones del candidato. Unicamente en sus primeros balbuceos la nave gación se limitó a esperar los vientos favorables. Corriendo el riesgo de repetirnos demasiado, insistiremos una vez más en que la ventaja definitiva la posee quien decide, prí53
mero, antes que la otra parte tenga todavía la menor idea de lo que acontece. Tome Ud. la delantera. Ni siquiera cuando esté segura de contar con algunas ventajas se limite a esperar la “demanda” sin hacer nada. La tan decantada intuición femenina es a menudo de cortos alcances. Los hombres cuentan, por lo general, con un radar mu cho más poderoso. Además, aun cuando no aparezcan en escena rivales, ellas exis ten y tal vez se encuentren espiando entre bastidores, listas para entrar en acción en el momento más inesperado. La más vecina, será la que aprisionará al indeciso. Si Ud. se excede en la espectativa inoperante perderá la partida. Habrá cumplido así con la tradición más rancia pero será irremediablemente derrotada. Si a Ud. le parece arriesgado el juego, piense que a otras no les importará acelerar el ritmo de la conquista. Si Ud. demora demasiado en ir al encuentro de un hombre, es casi seguro que él no vendrá jamás a Ud. ' Repetimos: Una resolución rápida es la mitad de la victoria. Hay que condenar la política del abandono. La vieja norma de los fisiócratas, “dejar hacer, dejar pasar” debe "ser totalmente desechada en materia amorosa, como ya lo fué en el plano eco nómico. Dejamos de lado, aquí, esos amores recíprocos mantenidos tozudamente en silencio, que se agotan como la flor arrancada del árbol, sin llegar nunca a su destino de fruta. Podría afirmar que aquellas que aman y se dejan elegir pa sivamente no merecen semejante suerte. Hay muchos hombres que pueden jactarse de haber obtenido una mujer sin ser amados, porque así simplemente lo habían re-suelto desde tiempo atrás; pues bien, ahora son ellos los que se hacen fuertes y osan elegir. No será tarea inútil investigar la razón por la cual la idea del matrimonio encuentra entre los hombres, en determinados momentos, víctimas voluntarias. Iremos acotando una serie de verdades muy elocuentes al respecto: No se puede esperar ninguna coincidencia en el tiempo. Las chicas están obligadas a desear que sus maridos sean jóvenes. Los muchachos también lo desean, sólo que les ocurre tal cosa, a menudo mucho más tarde que a ellas. Aguijonear a un hombre joven es peligroso pero tampoco es posible centrar la búsqueda pura y exclusivamente entre los hom bres de edad avanzada. El joven, al esbozar en su mente el cuadro del matrimonio, no logra generalmente ubicar a la mujer. 64
La diferencia fundamental consiste en que la muchacha más imaginativa e inclinada a lo poético, espera un príncipe encan tador. Sueña con un hombre hermoso, de voz musicalmente viril, elegante y distinguido en su porte, sabio y talentoso. En ese ínterin, el muchacho estará pensando en un ideal de medias zur cidas, camisas planchadas, en una casa siempre bien arreglada, comida variada, y un chaleco negligentemente abotonado sobre su vientre satisfecho y tranquilo. Salvo, claro está, que ciertos estímulos despierten en él un afán de lucha o de altas ambicio nes en que el matrimonio con una mujer rica, poderosa, juegue un importante papel. Balzac, en tono jocoso, atribuye al hombre veintitrés razones para casarse, una para cada letra del alfabeto francés, cuya pri mera es Ambition y la última Zele, dejando la X para lo desco nocido y omitido también representar a la K. La psiquiatría qui zás pudiera llenar esta laguna, mostrándonos que algunos se casan por Kleptomanía, pues hay seres que odian tanto el derecho de propiedad de los demás, que roban la novia al amigo, la misma muchacha en la cual nunca se hubieran fijado si un día no hubie ra llegado a ser novia de otro. Los más fáciles de ser apresados son aquellos animados por el sentido del deber, los buenos candidatos que se someten sin discusiones a la tradición. Para ellos sería un contrasentido apar tarse del matrimonio; hay un tiempo predeterminado para la vida de un hombre, seguida del tiempo igualmente fijo del himeneo. La sabiduría social es la que indica las edades y condiciones más precisas. Son los fieles carneros, que se conducen como si un hip notizador les hubiera infundido una orden a plazo fijo. Hay otros más conscientes y sistemáticos a la vez. Ellos in cluyen al matrimonio en su programa, como parte integrante de su fórmula de existencia. La esposa es un elemento indispensable para mantener el equilibrio de sus elaborados proyectos. Ella les evitará mil preocupaciones. Para ellos la aventura galante debe ser desechada; las queridas no hacen sino robar nuestro tiempo. Una mujer legítima es mucho más conveniente. Por lo pronto, el matrimonio les aliviará la existencia en los aspectos materiales. El matrimonio les librará de lo vulgar. Y algo más aún, que les interesa particularmente: les >elevará en el plano social y eco nómico. Como ejemplo, podemos citar aquellos que codician la rique za por sobre todas las cosas. No son casos aislados. Al contrario, constituyen una verdadera legión, aun excluyendo a los individuos groseramente avarientos que formarían una categoría aparte de seres inferiores. Por último, los cansados de la vida, que son los peores. No creen que el matrimonio les solucione ningún problema. Se casan 55
para huir de la miseria, de la existencia precaria, de la vida som bría que les da una feroz soledad. Si este panorama le parece demasiado desolador, no se deje desanimar por ello, lectora amiga. En la mayor parte de los hombres vale más lo que .hay por dentro que lo que se ve en su periferia. La ostentación de ciertos principios cínicos debe ser tomada con indiferencia; entre los mu chachos es a menudo un simple adorno con que torpemente creen vestir a la juventud de sus corazones. Su desdén por la mujer es nada más que teórico y les sirve para compensar su timidez, su indigencia sentimental. Todo ese edificio de pueril suficiencia, se desmoronará al primer contacto con una sincera ternura. Son pocos, por fortuna, los jóvenes realmente malos, de co razón duro y egoísmo intransigente. Pero tampoco se debe ser demasiado severo al juzgarlos por que otorguen demasiada importancia a las groseras ventajas que encontrarán en el estado de hombres casados. La mujer de carnes fofas no reviste ningún misterio; ella no necesita, como la muchacha, tejer sus sueños. Cuando aparezca realmente su otra mitad, ella sabrá ornamentar debidamente su aspecto para enternecer las exigencias masculinas. En este problema conviene tener presente que a cada una le va según sus obras. Con el hombre es raro que la que siembra no recoja sus frutos. Por eso, las que se quejan tardíamente es por que no han sabido poner nada de su parte para el hogar. Así, quien quería una casa bien manejada se encuentra con que su mujer no es más que una buena casera. Otro, que buscaba una dote, comprueba que su mujer no «sabe darse otro valor que el que ofrece el dinero. Hay muchas uniones de conveniencia que, con sólo mencio narlas, hielan la razón y también hay muchos hombres que darian todos sus tesoros de la tierra con tal de lograr una verdadera compañera. A la mujer le corresponde, pues, acudir en socorro del ne cesitado, con toda generosidad. El círculo de los cálculos egoístas se romperá si Ud. se esfuerza en abrirlo con sus dos manos, como esos domadores que apartan las mandíbulas de las fieras para colocar en medio su cabeza.
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EL HALLAZGO
Su fuerza radica en la fe. Si Ud. es capaz de’distinguir rápida, claramente las ocasio nes de triunfo, si ha logrado un dominio suficiente de los medios, si es capaz del salto pleno de conocimiento y energía, aun el ad versario más duro caerá vencido, privado de toda defensa eficaz. Es necesario que la fortaleza contra la cual dirija sus ataques sea real y no simplemente un espejismo. Muchas chicas y mujeres, se lamentan de no conocer mu chachos. Oyéndolas, se podría creer que el hombre es un mito, o una especie en trance de desaparecer de la superficie del planeta, reemplazada para la imaginación corriente por burdas falsifica ciones, como la nutria y el arminio suelen ser reemplazados en las peleterías por el conejo. Si Ud. les dice que conoce algún hombre apto para el matri monio, se expone a que la traten de farsante, como a esos pai sanos que cuentan que han visto aparecerse la “viuda” o la luz mala. Ellaá' sostienen que en las calles no se ven más que afemi nados, o a lo sumo maniquíes bien vestidos y con el cabello acar tonado por los fijadores. Se nota, con claridad, que pretenden reemplazar a la extinguida especié de los hombres. Para ellas, todo lo que se encuentra es deleznable; gigolós, jugadores excép ticos, banqueros equilibristas de la existencia, invertidos sexua les. No hay en ellos, dicen, una fibra auténticamente humana; la raza buena murió, los brotes más sanos han desaparecido. En tanto ellas opinan así, hay muchos que se conforman con casarse con mujeres de cualquier origen o raza, sean japonesas, mulatas, nativas de todas las latitudes. De tal manera, se pone en evidencia que en realidad se están 57
sancionando a sí mismas por su falta de astucia para el hallazgo de maridos en los lugares más fáciles de encontrarlos. En el arte del cazador tirar es lo de menos. Lo importante es captar las hue llas, el viento, la hierba, las malezas, la lluvia, descubrir los es condrijos. Cuídese de imitar a esos adolescentes que sueñan largos me ses con su primer partida de caza. Se ejercitan en el tiro, hacen blancos y estudian las fallas de su puntería. Pero en la primera batida, quedan desconcertados por las liebres que les corren por entre las piernas o por las perdices que levantan vuelo impre vistamente a su lado. Aplastan las entradas de las madrigueras con los pies, sin haberlas visto. El hombre no ha sido destruido. A pesar de las guerras, a pesar de todas las vicisitudes por las cuales atraviesa el género humano, las mujeres de todos los países tienen a su disposición abundantes y calificada caza. El hombre, el que a Ud. le hace falta, existe todavía. Encuéntrelo; haga su hallazgo y deje de llorar su pérdida.
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SE NECESITA ACTIVIDAD
Muchas veces le habrán dicho que hay muchachas que no sa len de sus hogares y sin embargo consiguen casarse. Le habrán contado que el príncipe encantador vendrá un día a presentarse solo, bajo el aspecto de un vendedor ambulante, un corredor de jabones, o un cobrador de la luz. Sí, es posible que ello suceda. Por las dudas, trate siempre de ser Ud. la que abra la puerta cuando tocan el timbre. Pero mucho más útil es salir de casa. El encierro no puede ser erigido eficazmente en método. No nos pregunte a donde irá cuando salga. No nos hable tam poco de esas chicas que van a todos los bailes y a todas las playas de moda sin lograr por eso un mayor éxito. Nosotros no le decimos que vaya a fiestas. Pero sí le acon sejamos que trabaje, en una oficina o taller, o sino vaya a la Universidad. De cada diez veces, ocho el hombre que se casa es el com pañero de taller o de estudios, o aquel que nunca la hubiera encontrado si Ud. no trabajara o estudiara, originando de esa ma nera, sin forzar las circunstancias, la posibilidad de trabar rela ciones. Lo único que puede asombramos de verdad en la época actual, es el temor, que se manifiesta en algunas familias, de que las señoritas de la casa se vean en la necesidad de trabajar. Ese mi^do es el signo de un espíritu sumamente estático y que no ha “evolucionado en la medida necesaria. Cuando, para peor, se trata de señoritas que deben casarse ineludiblemente, ese temor se convierte en un absurdo contrasentido. En efecto, es el trabajo en común lo que favorece y permite el mejor idilio. 59
Hay hombres rígidos que proclaman con cierta altivez su des dén por las muchachas con las cuales se codean todos los días en su oficina del ministerio o de la empresa privada. Pero por cada uno de ellos, hay nueve que encuentran natural unirse en matrimonio con una excelente compañera, una colaboradora apre ciada diariamente, y muchas veces, hasta el décimo citado más arriba concluirá por casarse en segundas nupcias sino con una de su misma oficina, con alguna de la oficina de al lado o de otra rama de la administración; es decir, con una trabajadora, a la que considerará distinta por no tratarla todos los días, ni tan de cerca como a las demás. Conviene, de cualquier manera, eliminar ese prejuicio vergonzoso y tenaz contra el trabajo de la mujer. Digamos la verdad sin recatos: para muchas madres de familia el trabajo de las hijas es sinónimo de vicio o de licencia. Tal vez en el fondo, esto no sea más que la expresión de un subconsciente horror al hombre, considerado como un monstruo desleal. Si la madre que así piensa es capaz de mantener a sus hijas completamente separadas del trato frecuente con los hombres, ya sea en los deportes, baños, paseos o juegos, se le puede reconocer cierta lógica en su manera de pensar. La verdad es, sin embargo, que esa virgen recluida no exis te en nuestros días. Ese resentimiento hacia el trabajo femenino resulta, en el fondo, un cálculo completamente equivocado. Nadie puede discu tir que, en principio, resulta mucho más caro mantener a las jóvenes recluidas en el hogar, por que entonces será necesario organizar reuniones mixtas en la propia casa. Eso le costará a la familia preparar golosinas y bebidas para agasajar a sus invi tados. Y aun así, el intento materno de ‘m antener a su hija entre cuatro paredes, fracasará lamentablemente pues no faltarán las entrevistas fuera del recinto familiar, concertadas furtivamente al amparo de las reuniones íntimas. Terminarán 1por tener que aceptar que las hijas concurran a jugar al tennis, a alguna ex cursión de fin de semana y así sucesivamente, sin saber con se guridad hasta que extremo se podrá llegar en ese orden de cosas. Ya vemos, pues, que no hay razones valederas para rehusar el beneficio que reportan los naturales lugares d i reunión que proporciona el trabajo. No se tema la ausencia de selección, ni el contacto demasiado permanente, ni una familiaridad demasiado grosera. La promiscuidad no es más que una frase que sirve para expresar el disgusto burgués por la vida moderna. No hay que imputarle al trabajo lo que no es más que el resultado de las fallas provenientes de la naturaleza de las per sonas o de la educación deficiente. Si la hija de familia tiene la sangre demasiado caliente, será inútil pretender guardar su castidad bajo llaves. 60
Ahora si una madre está posesionada del orgullo estúpido de las clases sociales, mejor es que confiese la verdad y diga, lisa y llanamente, que considera que trabajar es denigrante. No se puede admitir ya que ninguna mujer oculte con ver güenza su necesidad de trabaja?. Esos son restos de una falsa vergüenza que lejos de elevarla en la consideración general, la rebaja. Ahora las insignias del trabajo tienden a constituirse, para la mujer, en un nuevo motivo de coquetería. Conocemos el caso de dos hermanas, que dejaban transcurrir sus vidas al lado de un padre viudo, jefe de oficina, casi permanentemente enfermo y de constante mal humor, adversario huraño del trabajo femenino. Las dos, eran de hermoso y atractivo físico y poseían un espíritu lleno de gracia. La mayor, más apegada a las tradiciones fami liares, se dedicó por entero a los cuidados de la casa; vivía tejien do tricotas "y medias de laña para el padre y fué engordando paulatinamente, encaminándose resignadamente hacia el celibato sin salvación posible. La más joven, al llegar a los treinta años, desesperada de encontrar candidato para el matrimonio, afrontó la riña de su padre y consiguió cursar estudios de puericultura, llegando a ser una eficiente inspectora de la infancia en una re partición oficial. Hoy está casada y aplica sus conocimientos a los hijos propios. Su padre, ya reconciliado con ella, recibe el afecto más vivo y los cuidados más abnegados. EL TRABAJO CONSTITUYE EL MEDIO MAS EFECTIVO DE ENCONTRAR UN BUEN MARIDO. Parece que siempre, en todos los tiempos, el trabajo de la mujer ha inspirado la con fianza del hombre. Las matronas romanas solían ser laboriosas. En los tiempos antiguos la mujer ociosa en su casa era mal con siderada. Pronto llegará la época en que también lo será la mujer ociosa en la sociedad. Algunos dirán que estamos propugnando la tesis de que la mujer debe ser extraída de su hogar, como si el marido no pu diera encontrar en su compañera una auxiliar valiosa. La verdad es que muchos de los trabajos domésticos son ver daderas actividades profesionales. La arrendataria ayuda en los campos, prepara la comida para el personal de las cosechas o de la esquila. La mujer de mundo no vacila en arreglar los vestidos de la amiga. La comerciante reúne sumas de dinero que cons tituyen el respaldo financiero de la actividad del esposo. La mujer culta coopera con su marido profesor o profesional, ordenando sus papeles o hasta pasando a máquina sus borradores de clases o escritos judiciales. Todas ellas, para poder hacerlo, han necesitado aprendler siendo jóvenes. Para ello han tenido que concurrir a colegios o academias, y posiblemente practicar en oficinas. Es muy frecuen te observar el matrimonio entre profseionales. 61
En conclusión, surge de lo que antecede que el trabajo fe menino no excluye el matrimonio ni la maternidad, sino que al contrario los favorece en alto grado. Elegir un oficio o un empleo y ejercerlo con sentido de la responsabilidad, abordando la existencia con valor y disciplina, no aleja a la mujer de su gran misión en la vida, o sea la de com pañera del hombre y madre de sus hijos, sino que la prepara para ello excelentemente. Las mujeres trabajan cada día en mayor cantidad y en mayor diversidad de tareas remuneradas. Veamos hasta qué punto incide ello para que se consagren al matrimonio o para que se alejen de él. Hay quienes sostienen que el trabajo de la mujer hace correr grave peligro a la institución de la familia. Se habla de hábitos de independencia, de autoridad, de con ciencia de la dignidad femenina. Estas palabras aparecen diaria mente en los periódicos, las escuchamos continuamente en confe rencias y actos políticos, nos atraen desde afiches con letras grandes y coloreadas. Nadie -duda que pueden nacer discrepancias conyugales, ori ginadas por una presunción de la mujer que trabaja, por una sobreestimación de sí misma. Pero no es este un argumento, valedero en contra del trabajo de la mujer. Es una falsedad re presentarlo como una plaga que ataca a esta venerable viña hu mana que es el matrimonio. Antes, el casamiento era un cuchillo colocado sobre la gar ganta de la mujer. Hoy el trabajo le proporciona un margen de bienestar. Puede, de tal manera, examinar libremente y no so portar con pasividad al hombre grato para la familia. No es el trabajo, por otra parte, el que aleja a la mujer del hombre, sino como ya lo hemos visto,la pose intelectual y ciertos hábitos de lujo incompatibles con la capacidad financiera de la mayor parte de sus posibles candidatos. Podría afirmarse, casi sin peligro de caer en error, que casi todas las mujeres que buscan trabajo lo hacen para casarse. Las muchachas que estudian suelen ser más aplicadas que los muchachos; en los exámenes revelan generalmente tanto o más contracción al estudio que sus rivales los hombres, lo cual no les impide salir con ellos en las horas libres. Bastará observar con detenimiento la conducta de las estu diantes, las ’empleadas, la obreras, las aprendizas, para llegar a la indudable convicción de que para ellas el trabajo no es más que una forma de previsión o, en otras palabras, un medio. Para muchas de ellas el matrimonio no significará un gran cambio pues lo que en realidad aguardan no es la institución, sino el marido. 62
Tal vez por eso es que la mayor parte de los patrones prefieren tomar mujeres de edad, si es posible viudas con hijos, las que necesitan un sueldo y lo aceptan sin regatear. Si Ud., señorita, cursa el bachillerato, es casi seguro que no lo hace por amor al estudio; si va a la universidad, aunque sea de una familia en la que abunden los profesionales, tampoco lo hace lla mada por una irresistible vocación. Seguramente Ud sueña con un muchacho capaz de destacarse en una actividad profesional o con un emprendedor hombre de negocios. Parafraseando un dicho popular, “dime tu vocación y te diré con quién sueñas casarte”. No incurriremos en la exageración de afirmar que el trabajo purifica las fuentes del matrimonio; nos basta con saber que con tribuye a mantenerlas abundantes y creemos que este no es un flaco servicio. No hace falta que demostremos aquí la frecuencia con que los abogados se casan con abogadas, los médicos con médicas, los enfermeros con enfermeras, los cajeros con las oficinistas, los jefes de oficina con las dactilógrafas, los patrones con sus secretarias. Estos no son únicamente finales felices de películas norteameri canas sino escenas frecuentes de la vida cotidiana, El problema se plantea en torno a los oficios más adecuados para cada mujer y también a los más eficaces para la finalidad que hemos señalado. No nos proponemos, desde luego exponer los conceptos que se encuentran en los manuales de orientación pro fesional. Solamente le decimos a cada una que sea capaz de observar y de dejarse atraer dulcemente por la clase de hombres que le agrade, bajo la apariencia de una actividad electiva, bajo la exte rioridad de un oficio que crea preferir a los demás. Recuerde que los matrimonios no se contraen necesariamente con hombres de la misma profesión. La gente joven se agrupa, a menudo, con prescindencia de la actividad de cada uno. Que las madres no teman ese trato frecuente con idividuos de otro sexo. Hoy ese trato origina una camaradería que excluye toda malicia. Un conjunto de jóvenes es, en la actualidad, menos temible que uno solo de los muchachos de antaño. En e f conjunto se olvidan, muy a menudo, las frivolidades galantes. En las oficinas y universidades vemos nacer una nueva deferencia en el trato hacia la mujer. Si hemos de traducir en cifras nuestras conclusiones, comen zaremos por señalar que el rendimiento matrimonial de las pro fesiones femeninas es sensiblemente igual, sin que puedan ha cerse mayores distinciones vinculadas al género de trabajo y a las modalidades del contacto entre personas de distinto' sexo, derivadas de aquél. Las encuestas realizadas nos permiten afirmar que el rendi63
miento medio en todas ellas es de un sesenta por ciento. Como se ve, esta es de por sí una cifra bastante significativa. Agre garemos que má3 de la mitad de las mujeres que trabajan, que de otro modo hubieran encontrado dificultades tal vez insupera bles, han logrado superarlas por ese medio. Aparentemente obtendrían un mayor éxito las muchachas que estudian medicina. Parecería como si el poder que proviene de la invitación a la vida, al amor, al afecto en todas sus formas, sur giera en mayor grado por contraste de las salas de los hospitales o de las morgues. Todos nosotros hemos experimentado el inde finible atractivo que reviste la mujer envuelta en sus guardapol vos de enfermeras o de doctora. Hemos oído comentar que hasta la forma de colocarse el gorro del uniforme desencadena en los hospitales rivalidades pasionales.
LAS NIMIEDADES DEL MUNDO
Si a una planta se le brinda ázoe, carbono, hidrógeno y oxí geno, producirá savia, brotes, hojas, flores y frutos. Si de la misma manera se da a una reunión mundana sus elementos de hombres y mujeres, es muy posible que produzca muchos matrimonios. La sociedad requiere su alimentación, como los fenómenos de la naturaleza. Pero en la actualidad es preciso tener presente que las reu niones puramente mundanas no constituyen el terreno más fértil para que broten las uniones matrimoniales. Si se realizara una investigación, sería fácil comprobar que los amores duraderos y los hogares modernos rara vez han tenido su origen en un salón de fiestas. Si Ud. le formula a una pareja la clásica pregunta: “¿dónde se conocieron?” es probable que ca^i siempre le respondan que fué en un baile, o en una fiesta de gala, o en una reunión familiar en casa de unos amigos. Pero no incurra por ello en el error de creer que lo más importante es concurrir a los bailes, las fiestas y las reuniones familiares, como si no hubiera nada mejor. Dejemos por ahora de lado las reuniones que se programan ex presamente para esa finalidad; es evidente que las fiestas res tantes no constituyen casi una levadura matrimonial. Es bastante difícil encontrar las causas. En principio, la apariencias revelarían que tanto el hombre como la mujer estiman que es elegante mostrarse como personas liberales. Es una especie de coquetería sutil que frena los pri meros avances, haciendo que parezcan inseguros los pasos ya dados en el nuevo camino. Por otra parte, es necesario que ello acontezca; la regla de juego es conocida y las etapas a cubrir son muy previsibles. Todos sentimos una natural repugnancia a vaciar nuestra preferencia original en un molde hecho por las tradicio64
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nes. Cada uno de nosotros quiere siempre hacer algo nuevo. Así, mientras el joven piensa que no le conviene demostrar que se entusiasma por la primera campesina en traje de baile que se le presente, la chica estará calculando, a su vez, el daño que le pro duciría poner en evidencia su apuro por lograr la atención de un mariposeador. Este molesto problema de carácter psicológico admite, además, profundas razones. Antaño lo mundanal era admitido como el preludio lógico del matrimonio. Una chica solía hacer su entrada triunfal en el mundo a los quince años, edad en la que era presentada en so ciedad. A los veinte se casaba; una cosa era la consecuencia casi inevitable de la otra. En la actualidad, como consecuencia de la emancipación de las mujeres, lo meramente placentero, como una fiesta mundana, ya no es un medio apto. Además, los hombres dispuestos al ma trimonio rara vez son los que frecuentan los reuniones mundanas; al placer se lo busca por sí mismo y no como un medio. Se ad quiere el hábito de no ocuparse sino de la ligera embriaguez de las fiestas, salvo, claro está, que el tedio producto a la larga del buen vivir, o las etiquetas de un ceremonial amanerado como en las fiestas de gala, enfríen el ánimo. El joven temeroso de pasar desapercibido, atormentado de esperar que los poderosos (que pueden ser tanto el jefe de la oficina como el político influyente que obsequia empleos) cir culen entre los grupos y adviertan su presencia; la muchacha que refleja en su rostro una expresión desagradable por que está preocupada pensando si no se habrá despeinado, o se le habrá corrido el “rouge” de los labios, o si el vestido no le hará algún pliegue defectuoso, ambos, el joven y la muchacha, carecen de la disposición de ánimo necesaria para descubrirse mutuamente y dirigirse tiernos cumplimientos. No obstante sabemos muy bien que las más novicias adquie ren pronto el entrenamiento necesario; aún así, estamos lejos de admitir que sea una ventaja dominar la rutina de las reuniones mundanas de cualquier especie. Es muy raro que una chica se case con su compañero de baile. Las jóvenes de hoy son lo bastante juiciosas como para no confundir las habilidades coreográficas con las virtudes conyu gales. Y la verdad es que un hombre a quien la providencia ha otorgado una elegancia congénita y el hábito una estricta justeza en los desplazamientos de la danza, no busca su destino en otros caminos. Puede ser que algunas veces resulten buenos ma ridos esos caballeros tan flexibles, que enlazan hábilmente el talle de las mujeres más delicadas, pero la cazadora dotada de pru dencia y sentido práctico tiene mucha razón si no se fía de ellos. 66
No nos referimos solamente a los profesionales del amor; en todos los ambientes, sin excepciones, la danza moderna ha reve lado a muchos jóvenes su verdadera vocación. Es inútil decir que ella nada tiene que ver con el matrimonio. A la inversa, muchas ocasiones se presentan en que una joven seductora, casada con un hombre contraído a sus ocupacio nes (estudios, actividad profesional, comercio, industria), conti núa saliendo con sus camaradas, cuyo grupo está integrado por caballeros decididos: A Ud., lectora amiga, posiblemente se le ocurra que en ese caso habrá una falsa apariencia de equilibrio y que esas familias se destruyen rápidamente, si es que no han estado destruidas desde un principio. No incurra en ese error. Sus sombríos vaticinios están desmentidos por la claridad de las miradas de la mujer y conste que ella no toma ese aire resplan deciente del hombre que la tiene momentáneamente y por exi gencias de la danza, entre sus brazos, sino de otro hombre, que permanece invisible. Si a Üd. no le agrada el baile, absténgase de reforzar con su opinión el tonto axioma de la moral burguesa actual, según el cual el baile es un lugar de perdición. En todos los tiempos, las madres de familia solamente hablan de lo que consideran peor. El baile no tiene lugar entre dos personas a solas. Las chicas, a quienes no acompañan personas mayores, van a los bailes en grupos. Ellas nunca olvidan llevar consigo su correcta tiesura y su quietud engañosa como una hermosa helada. Piense en las humildes muchachas de las fábricas y Ud. se explicará la razón por la cual bendicen tanto los bailes populares. Piense en esa obrerita que se pasa el día en el taller, sin tiempo siquiera para ir a almorzar con los suyos y en ese mu chacho dependiente de tienda que debe viajar colgado en los estribos de los tranvías cuatro veces por día. ¿Dónde podrían en contrarse, si no es en el salón de baile? No deploremos que los sectores humildes de nuestro pueblo se inclinan a los esparcimiento frívolos; al contrario, que sea ello un motivo para que se realce en nuestra estima esa misma frivolidad. Vendedoras, costureras, empleadas de tienda, obreras de fá brica, muchachas que de día se alojan en el corazón suntuoso de la ciudad, tal vez en Florida y Santa Fe, emigrantes por la tarde hacia atestados núcleos suburbanos, se cuenta por miles^ las que en el baile encontraron el primer grado de una elevación social que creían demasiado audacia soñar, a pesar de ser perfectamente dignas de ello. No sonría Ud. No piense en el vicio. El pueblo, el modesto trabajador, no admite chistes con la virtud de sus hijas. Puede ser que esas muchachas no ignoren el mecanismo del amor y que 67
ninguna palabrota las haga sonrojar. Pero sus padres y hermanos son guardianes estrictos. Sus tareas y sus salidas domingueras son controladas de cerca. Su explicación de un atraso del sub terráneo o del tranvía no es fácilmente aceptada si por la tarde llegan a la casa con diez minutos de atraso. Además, a diferencia de las privilegiadas de otras clases sociales, son de espíritu simple. Ellas quieren y esperan apasiona damente el matrimonio. Volviendo a nuestro tema después de esta pequeña y 'nece saria disgresión, nos queda todavía por examinar una categoría de acontecimientos solemnes que reviste una gran eficacia. Nos referimos ahora a los casamientos como ceremonia en la que se actúa de espectador. El contagio del ejemplo no es una fórmula inútil. Ante ese espectáculo constituye un poderoso símbolo, hasta los solterones más empedernidos se ablandan. Aproveche Ud. de esa pasta tierna de hoy, antes de que re cupere su primitiva dureza. Las novias tienen el deber de desarro llar una política fructífera e ingeniosa, consistente en adecuar su lista de invitados de un modo que pueda ser provechoso para los mismos. Si Ud. quiere casarse, no pierda el casamiento de sus amigas, aunque le quede muy lejos. No vacile en hacer un viaje, si es necesario. Y si tiene bastante intimidad con la novia, procure tener abundante información acerca de los jóvenes que concu rrirán a la ceremonia.
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LA CAZA SIN RESTRICCIONES
Cuanto menos reglamentadas sean las costumbres, más pro ductiva será la caza. La vida es así, con todas sus riquezas y sus ocurrencias im previstas. No hay restricciones para la caza en las playas, donde las olas suavemente rumorosas revelan a la vez las formas afortuna das y los caracteres dulces. Los pueblos ribereños donde las fami lias se reúnen para alquilar una casa para las vacaciones, consti tuyen magníficos lugares de concentración de muchachas y mu chachos ávidos de esparcimiento. Las excursiones facilitan la aproximación, con sus pequeños tropiezos, donde es necesario dar se la mano para escalar las rocas y ■tantas otras oportunidades más que es imposible enunciar exhaustivamente. Los deportes mismos, aun cuando están algo contaminados por el ceremonial mundano, conservan cierto margen de libertad. Hay una novedad en esta materia. Está representada por los equipos femeninos que ahora practican hasta los deportes más rudos. No faltan escritores que sostienen que las mujeres que intervienen en ellos lo hacen para atraer a los hombres. Pon gamos por ejemplo el hockey, el básketbol y el fútbol. Para nosotros, el espectáculo es deplorable. Los hombres, ubicados detrás de alambrados o vallas, mirando los pechos agi tados por la respiración, las rodillas embarradas, los muslos cu biertos de hematomas, hasta los bruscos rozamientos que produce la rivalidad deportiva, no pueden sentirse atraídos por las prota gonistas. No creemos que nadie pueda suponer con fundamento que esa sea una manera práctica de suscitar la presencia de un marido en la multitud. 69
Advertimos que no discutimos las ventajas de la cultura física en la mujer. Por el contrario, la aplaudimos, pero siempre que no se la erija en espectáculo para los hombres. Las mujeres de la antigüedad griega practicaban juegos de portivos, pero evitaban cuidadosamente que los hombres las con templaran mientras lo hacían. Estamos de acuerdo, en cambio, que si Ud. es campeona y se une a un hombre de su ambiente, es lo mismo que si fuera em pleada de un ministerio y se casara con su jefe. En lo que se refiere a las diversiones, a los clubes mixtos, a los juegos colectivos, no los repudiamos. Al contrario. Y las señoras madres deben temerles menos que a los sofáes mal alum brados de un saloncito. El deporte tiene su moral, más elevada y sincera que la corriente en otros tipos de reunión, y también más rigurosamente respetada, pues nace espontáneamente de la disciplina física. Para nuestra juventud de las ciudades representa también el pleno aire, un verdadero templo donde se rinde culto a los valores vitales. Hay señoritas muy bien dotadas de una fresca fantasía, que les permite extraer partido favorable de las circunstancias más imprevistas, producidas, claro está, lejos de la vigilancia de las señoras madres. Admitimos que es ventajoso aceptar la conversación del ve cino en el tren, en la sala de espera, en la parada de los óm nibus. No hace falta cubrirse de una capa de hielo, sólo porque no haya habido la formalidad previa de una presentación. En la calle, no ponga Ud. nunca un rostro parecido al de los santos tallados en madera del arte primitivo, para espantar al que ha osado mirarla, seguirle y aun abordarla. Vivimos muy de prisa y el hecho de que los hombres se adapten a ese ritmo no significa que abriguen necesariamente intenciones negras. Ud. debe ser capaz de reconocer las palabras murmuradas con un auténtico fervor. Conocemos muchos casos de matrimonios que se han originado en un casual encuentro callejero y que partieron de una frase pronunciada espontáneamente, entre el. estrépito de las bocinas. No se muestre demasiado huraña, por el hecho de no tener a su lado en ese momento a un cancerbero. Algunas veces el ajuar de novia y el anillo de alianza serán los justos premios de su benignidad. Esas primeras indulgencias no son peligrosas, ni bastan para dar carta blanca al galante que la acecha. Siempre le será posible frenar a tiempo cualquier desmán si se tratara de un desfacha
tado. El verdadero momento crítico se producirá cuando Ud. se lo presente a sus padres. Allí los impostores emprenderán defini tivamente la retirada y en cuanto a los otros, los de noble inten ción, Ud. sabrá recurrir a su ingenio para explicar satisfactoria mente las circunstancias que le permitieron entablar relaciones. Lo mejor, para este caso, es partir de una base de verdad, ador nándola, claro, un poquito. Predisponga favorablemente a sus padres, atribuyendo al pretendiente una conducta generosa. Puede ser, en su relato, el joven que se arrojó del tranvía en marcha para alcanzarle el paraguas que Ud. había olvidado. El que asumió su defensa cuando un bruto pretendió atropellarla en plena vía pública. Esté segura que su familia le estará sumamente agrade cida y le recibirá con afecto y dulzura. Y si en este tipo de aventuras se produjeran algunos malen tendidos, será sin duda porque Ud. tuvo un placer culpable en prolongarlos. Las normas tradicionales de prudencia, aconsejan a las ovejas huir resueltamente del lobo, sin dejarle aproximarse. Pero a Ud., amiga, le gustaría ser comida un poco. Aproxímese, entonces, y acepte la conversación. Ud. es muy dueña de regularla a su ma nera.
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VALOR DEL APRENDIZAJE
La hemos conducido, lectora, hasta el momento álgido de su empresa. Fortifiqúese en su corazón, liberado ya con éxito de los trabajos previos de aproximación; ahora le falta solamente elegir el mejor METODO para el asalto final. Él hecho de conocer muchos jóvenes no significa una garan tía contra las falsas maniobras. El saber llega muy a la larga y después de una vasta práctica. Conviene instruirse todo lo posible antes de la batalla, eco nomizando así tanteos siempre dolorosos. Se puede pensar que el matrimonio se prepara como un ne gocio, con la condición de que se haya demostrado antes que Ud. posee un temperamento adecuado de mujer de empresa y la suficiente habilidad. Ud. se preguntará si no bastará el divino instinto de la mujer. Ud. se dirá que le den la oportunidad frente a un hombre, que ya sabrá encargarse del resto. Nadie le discute su ingenio; sabemos que en él, gracias a su naturaleza elástica, parece caber tanto el cielo como el infierno. Pero sepa que las mujerés no se hacen del primer golpe. Las que desean casarse son siempre novicias. Viven en la primavera de su vida y de su experiencia. Avanzan a tientas y se intimidan. Admitamos que su torpeza es exquisita, pero no por ello dejará de ser igualmente desastrosa. La delicada tarea de captar la voluntad del hombre es todavía desmesurada para sus fuer zas muy nuevas. Procure siempre que la confianza en sus medios no deje notar que Ud. se aplica en el logro de sus propósitos. Los jóve nes se lamentan a menudo de la falta de simplicidad de las se
ñoritas. Tienen razón, pero no deben olvidar que esa misma afec tación rara vez es el verdadero reflejo de la auténtica persona lidad de la mujer. Las pobres jovencitas son traicionadas simple mente por el esfuerzo de comportarse bien. Tampoco debe dejarse de lado el pánico que las domina. Si, ese pánico existe aunque hoy nos parezca increíble. Si ocho sobre diez señoritas no actúan con naturalidad en presencia del hombre, es por su causa. Y no hablamos solamente de las provincianita3 criadas a la moda antigua. Nos referimos también y muy espe cialmente a las modernas, a las chicas de las grandes ciudades. El pudor no es un sentimiento natural, sino el fruto de cier tas civilizaciones. Es innegable que toda mujer experimenta, en presencia del varón, cierta ansiedad instintiva. Quizá en otros tiempos ella fuera la expresión de la espera turbadora de la po sesión. De cualquier manera, la apostura varonil, ese aplastante cuidado de agradar e incitar, abruman a la mujer, mientras que en las demás especies esas funciones teatrales incumben siempre al macho. Pero la vaga emoción indefinible, la falta de comodidad desde que la sociedad otorgó un predominio al hombre, subsiste aún. Ella impulsa a la mujer a cometer torpezas mayúsculas. De tal manera, se nos aparecen provocantes cuando se las desearía reservadas, tímidas cuando se las anhela coquetas, coquetas cuanjustamente se espera que la vergüenza femenina siga su curso. Son raras, muy raras, las que parecen seguir siempre las indica ciones de una brújula infalible. El niño que concurre por primera vez al jardín zoológico, no se atreve a ofrecerle una galletita al elefante para que la tome con la punta de la trompa; recién lo hará cuando haya conseguido familiarizarse con la bestia. Pues bien; ver a los hombres no es suficiente para destruir ese recelo. Para el trato con el hombre, se requiere una familiari dad muy prolongada, que permita adquirir una bella indiferen cia atemperada por el justo sentido de los intereses. Es necesario haber recibido una educación mejor, sólida, liberal, verdadera mente humana. Las que tienen hermanos mayores se encuentran forzosamente en ventaja con respecto a las demás. En muchos casos ellas saben lo que piensan los hombres; adquieren una ma yor seguridad en el trato con ellos; su imaginación no necesita andar a tientas para tratar de interpretar sus intenciones y abor darán la vida con la conciencia exacta de lo que pueden pedir. Escuchando a los hombres, es como se aprende el oficio de ser mujer. Cumplimos con nuestro deber de lealtad hacia Ud., amiga lectora, al ponerla sobre aviso contra el derrumbe de muchas ilusiones. Piense que sólo hay fuerza en la verdad, no en las humaredas desprendidas de un corazón incierto, como el volátil aroma de una sutil esencia. 73
Es útil, pero no indispensable, tener una linda mamá, Pero eso sí, deberá ser cortés y graciosa, vestida sin ridículo, como una mujer y no como una viuda, sin afectación de moder nismo exagerado, del cual nos burlaríamos. Que sea ligera de espíritu, capaz de presentarnos la mesa tendida de acuerdo a los medios de que dispone, que sea sencillamente humana; que se nos presente con la gracia y distinción de un bello fruto maduro. Esto que le relataremos a continuación, ocurrió una vez: en una casa honorable la deliciosa señora de un alto funcionario re cibía en sus reuniones a numerosos jóvenes. Uno de ellos, algo extraviado por las numerosas libaciones, logró un aparte con la dueña de casa, circunstancia que aprovechó para hacerla objeto de una inflamada declaración de amor, en el curso de la cual le hizo saber que era a ella, y no a la hija, a quién amaba. Su pa sión desbordó y se volcó a los hechos, pretendiendo incluso cu brir de besos a su atrayente huésped. La pobre señora, que no es taba totalmente exenta de culpa por lo que estaba ocurriendo, se vió en figurillas para ocultar esta escena a los demás invitados y hacer volver al joven a los carriles de la decencia. Pero la se ñora era indulgente y espiritual, y el joven, en su estado normal, no carecía de tacto e inteligencia. Las relaciones volvieron a su cauce de siempre, aún cuando ambos no podían contener, cada vez que se veían, cierta sonrisa mal disimulada que en la dama no carecía de malicia. Dos años después de este incidente el joven debió casarse con una de las dos hijas de la dueña de casa. Esto nos demuestra que hay todo un arte que consiste en dominar al viento y hacerlo derivar de un punto cardinal a otro. Si su madre, señorita, es capaz de despertar sentimientos amo
rosos en los jóvenes, en muchps casos podrá conseguir la trans ferencia de los mismos hacia tfd. Ya es un lugar común el de que el marido clásico execra a su suegra. Pero la verdad es que muchos matrimonios se han realizado gracias a la presencia de una suegra encantadora y es piritual. Trate, pues, que su madre sea lo que debe ser. No le per mita renunciar a su papel de mamá caritativa. Hay muchas se ñoras que después de su viudez, de las fatigas y los reveses, se encontrarían dispuestas a esa renuncia. Hay que saber darle fuerzas, para devolverle la salud física y espiritual. Al cumplir lo, Ud. estará haciendo, al mismo tiempo, lo necesario para su propia conveniencia. A una madre así Ud. le puede dejar la iniciativa para que le busque un buen partido; escuche sus consejos. Ensaye leal mente las oportunidades con respecto a los hombres que ella le envía. Tiene todo el derecho a que Ud. la reverencie y le esté agradecida. Solamente cuando su mamá llegue a mostrarse incurable mente fastidiosa, recogida en sí misma y autoritaria, será me nester, por las buenas o las malas, volar con alas propias. Pero no le cargue las tintas delante de sus admiradores, pues siempre es una mala acción afectar en público desdén por los padres. Al contrario, trátela con deferencia. Haga entender a los demás que su madre es una mujer cabal y que ha sabido ganarse el derecho de que no se la discuta. En cuanto a la madre insoportablemente molesta, de carác ter agrio, aguafiestas de nacimiento, sea fuerte con ella, acépte la como se acepta un mal inevitable, trate por todos los medios de evitar las ocasiones para que ella muestre en público su ca rácter, procure cubrir, con la expansión de su personalidad, todos los malos efectos que las actitudes de ella sean susceptibles de producir en los jóvenes que la rodean. De cualquier manera, tenga presente que la mejor táctica para anularla, es la de trabajar lejos de su alcance. Pero por suerte, son muy pocas las chicas que se ven suje tas a semejante calamidad. Ello no obstante, consideramos elemental, cuando se aproxi ma el casamiento, tomar ciertas precauciones con respecto a la madre, aunque pertenezca a la mejor categoría. No se trata de discutir aquí la abnegación que reconocemos en las madres. Es más: hasta su egoísmo puede ser útil. Si ella deseara casarla nada más que para sacarse de encima el cui dado que la ata a Ud., puede recibir al candidato improvisado y aprovechar, simultáneamente, todas sus tentativas estableciendo
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EL PAPEL DE LAS SUEGRAS
contacto con lo» jóvenes, entre los cuales podrá encontrarse el que a Ud. le interesa. Cierta mezquina lengua de mujer ha dicho, también, que las suegras trabajan para sí mismas, que cazan al hombre, en pri mer término, para casar a sus hijas demasiado acusadores y po der, así, abandonar veinte años de lastre, hacerse cortar el ca bello a la moda y saciarse con todos los placeres.
LA BUENA PUBLICIDAD
Es un principio fundamental del comercio que no basta la buena calidad de un producto.para imponerlo en plaza, sino que es necesario, además, revestirlo de una excelente presentación. ' De la misma manera el principio fundamental de la seduc ción femenina consiste en saber hacerse un perfecto y adecuado arreglo personal. La mujer tiene el deber social de no ser negligente en este aspecto de la vida. Ella es la éncargada de cumplir la importan te misión de embellecer y endulzar la vida, tan afeada por la áspera civilización actual y la fiebre de los negocios. La coquetería es, por lo tanto, una virtud sumamente ele vada. . Pero no confundamos: La coquetería no significa lujo, ni una extrema variedad de maquillajes y vestidos, ni la elegancia ama nerada ni la excentricidad. Una mujer pobre puede ser también coqueta. La coquetería consiste, en realidad, en aplicarse constante mente en sí mismas, en cultivar los gustos de una manera sin ce sar creciente. Una coquetería sana siempre puede servir y jamás será inútil. El saber vestirse y tener buena presencia, no se logra sino después de prolongados estudios y búsquedas. Existe una con ciencia pública del buen gusto, formada a través de siglos de la historia de la moda y las costumbres, con la cual Ud. no estará en concordancia si no adquiere la suficiente cultura. Aún el snobismo es interesante, en cuanto incentiva las fa cultades de invención e imaginación. Pero en materia de coquetería no existen normas generales. 78
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Cada mujer es un caso especial, que debe ser considerado por separado. Toda cuestión que se plantee en términos genéricos acerca de si son mejores los vestidos escotados o las polleras cortas es vana y serán igualmente vanos los argumentos en favor o en contra. Un sombreado de los párpados oportunamente aplicado, un color rojo que acentúe debidamente los encantos de sus labios, un toque de polvo en las mejillas, podrá dar a su rostro un re lieve insospechado y hasta la necesaria armonía con sus vestidos. Pero hay que saber cuándo y cómo hacerlo. No se trata de arriesgarse a la ligera y de cualquier modo. Un error en esta materia es siempre grave. Cuando Ud. haya aprendido a ser coqueta, deberá comen zar a preocuparse para no crear un tipo estático de belleza. Ca da vez que sienta tentación de hacerlo conténgase. Procure re novarse, aguzando su ingenio. Piense en la belleza estereotipada que nos ofrecen las actri ces del cine norteamericano, con sus líneas estilizadas, sus son risas casi siempre iguales y sus vestidos lujosos pero a menudo carentes de auténtica originalidad. Allí tiene Ud. la explicación del porqué del triunfo de las actrices italianas, por no citar sino un ejemplo, que nos han sa bido brindar un tipo totalmente distinto de belleza, con sus exu berancias, su estilo a menudo sencillo de vestir. Claro está que, si ellas no se renuevan oportunamente, a su vez no tardarán en ser suplantadas por mujeres de otras latitudes. Trate de obtener una mayor riqueza de recursos. Sea más brillante. Sepa buscar y crear novedades sin caer, empero, en torpes extravagancias. Recuerde que los hombres no quieren casarse con una mues tra, salvo los casos de algunos exitistas que buscan, por interme dio de la mujer, la notoriedad para colocar su propia mercancía. La buena publicidad exige que Ud. sepa modelar su alma, así como otras modelan sus vestidos y sombreros. No caiga en la tentación de poner en descubierto su propó sito de hacerse notar por los demás. Que ellos la noten sin ad vertir que Ud. se esfuerza por no pasar desapercibida. Por lo menos, evite en las conversaciones la enumeración grosera de sus gustos y preferencias o la descripción de sus cos tumbres. En este terreno la publicidad directa siempre da malos re sultados. Así, no diga que adora a los niños, que sabe jugar muy bien 78
al ajedrez o al tennis, o que no teme a las largas caminatas. Pero arrégleselas para atender muy bien a sus hermanitos menores para jugar y ganar cuantas veces le sea posible, para caminar y bailar sin demostrar fatiga. Deje que los demás comenten sus virtudes y su belleza, que hablen de sus gentilezas, de su bondad y su talento. Pero no de muestre que se complace en escuchar esas palabras. Por sobre todas las cosas, evite que su mamá adquiera la costumbre de hacerle el artículo en su presencia.
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LIMITACIONES DE LA COQUETERIA
Balzac sostenía que la mujer que cocina en su casa no es honesta. Hoy, sin embargo, semejante definición no sería acep tada por nadie. Los hombres que se endurecen en la lucha por la vida, bus can, ante todo, el confort doméstico; una decorativa y adorable muñeca es muy difícil que los atraiga a la aventura conyugal. Aunque su compañera sea de corazón apto para el cariño, ellos buscan algo más sólido y positivo. Aún aquellos otros que llegan al matrimonio con esa lasi tud propia del que ha desgastado sus energías en amores fáciles, lo hacen resignadamente y con la esperanza de poder vivir una vida tranquila, en un hogar bien atendido por la compañera. Las virtudes caseras adquieren, por lo tanto, gran primacía y la otorgan también a la mujer que las cultiva. Ciertas encues tas demuestran que muchas señoritas ahuyentan a los candida tos por su repulsión hacia los trabajos de la casa. Pero no exa geramos tampoco las consecuencias. No por ello vamos a pen sar que los hombres son totalmente insensibles a la gracia feme nina, ni a los encantos que le presta a la mujer un cuidadoso arreglo personal. Estamos muy lejos de desdecirnos de nuestras afirmaciones anteriores en ese sentido. No procede, pues, admitir que el dominio de la técnica del hogar deba originar un desmedro para las otras virtudes físicas y espirituales de la mujer. Cierto es que los padres suelen aconsejar a sus hijos, tra tando de poner en relieve las virtudes domésticas, como las que deben ser fundamentalmente apreciadas en la posible novia. Pero la verdad es que los padres no son los hijos. Unicamen te las familias anticuadas temen a las intelectuales. 80
Hay que saber colocarse en el justo término medio. Es in dispensable que Ud., amiga, impulse al hombre que le interesa hacia su talento para cocinar y decorar la casa, a través de su elegancia y atractivos naturales. Su coquetería le permitirá conquistar al novio; la continua ción exige que retenga al esposo mediante la educación domés tica. Pero recuerde que durante el noviazgo Ud. no va a ser exa minada acerca de sus conocimientos de economía doméstica o puericultura, salvo casos excepcionales de novios demasiados pru dentes. Es más probable que Ud. tenga que lamentarse de que las virtudes hogareñas, de largo y costoso aprendizaje y de ingrata práctica, no sean estimadas en todo su valor por los partidos en vista. Además, hay muchos hombres que no saben distinguir aque llas a quienes la labor casera las hace ser serviles, de las que las transfiguran haciéndolas sus servidoras. Esos hombres menoprecian a los seres subalternos, y muchas aptitudes para la labor diaria les coloca en una situación de mala predisposición hacia la joven a la cual aspiran. No hay que juzgarlos demasiado severamente por ello. Du rante muchos siglos los maridos vieron en sus esposas nada más que como la más servil de sus domésticas. Por ello, los que reac cionan contra esta degradante costumbre se hacen acreedores a una mayor consideración. Las verdaderas limitaciones de la coquetería no se relacio nan, pues, con la preponderancia que revisten en la vida de toda mujer. Deje a los rezongones, viejos precoces enfermos de gas tralgia, con su cansancio eterno. El verdadero peligro está en el precio que representan hoy en día todos los medios a los cuales debe recurrir la mujer para acentuar sus encantos. El uso abusivo de esos medios es suscep tible de originar, en el hombre, la idea de que Ud. es una per sona con poco sentido común y ociosa. De nada valdrá que Ud. se proclame sencilla en sus gustos si no lo demuestra. El escepticismo masculino es muy sólido con referencia a este punto, pues los hombres ya no se dejan con vencer por lo que desean y se les dice, sino por lo que realmen te ven. La tradición que aconseja a las mujeres jóvenes conservar una apariencia más modesta que la de las señoras, limitando el uso de joyas y los accesorios suntuarios, es muy buena. No con viene que Ud. la desobedezca.
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LOS INTERMEDIARIOS
Es muy posible que a Ud. le cueste admitir la posibilidad, siquiera, de que un matrimonio feliz será el resultado de la in teligente acción de un intermediario, vale decir, de una persona que conociendo su inclinación al casamiento y la de un joven en el mismo estado de ánimo, se ha esforzado por ponerlos en con tacto y hacer que sus relaciones adquieran el rumbo y el ritmo necesario para ello. Pero bastará que Ud. se disponga a bucear en los tiempos, para que la historia le muestre que desde siempre hubo esta cla se de personas en el mundo. Es la necesidad la que crea la industria. No se puede negar la necesidad de estimular, para que emprendan el camino del matrimonio, a seres de los dos sexos. Hay individuos tímidos, sobre todo sugestionables, a quienes se les puede inducir a vivir y actuar, por medio de la persuasión. A veces unas pocas pala bras, firmemente pronunciadas, les decide, poniendo en su cora zón la certeza en la cual descansarán hasta la muerte. Se les su giere cuál es la mujer que necesitan y se les invita a ser feli ces. Ellos van y obran. Y lo más importante, es que de hecho se vuelven felices. Además de estos caracteres débiles, están los metódicos, que desconfían de los pasos dados al azar y prefieren en todos sus actos la técnica más segura, y los clarividentes, que sostienen que únicamente un árbitro imparcial puede juzgar con acierto las probabilidades de duración de una alianza en la cual serán partícipes. Para todos ellos los intermediarios son sujetos bienhechores, de la más indiscutible utilidad. Es que el elemento que tiene una eficacia decisiva para los matrimonios, lo constituye la garantía aportada por una terce ra persona desinteresada. Nos animamos a decir que el porcentaje de buen rendimiento 82
en los matrimonios concertados con la ayuda de un tercero es elevado. Inclusive hay quienes sostienen que son los que mar chan mejor. Y esto no se puede poner en duda, si las cosas han sido bien hechas Aquí es donde interviene la personalidad de la intermedia ria o casamentera. Todos nosotros somos culpables de una o varias presentacio nes hechas al acaso, pero dedicarse a preparar matrimonios es distinto. Es una vocación para la cual se requieren dotes perso nales, que no todos poseen. Sabido es que hay médicos que siem pre matan a sus enfermos y abogados que ganan las causas des esperadas. También hay hombres de negocios que parecen dota dos de cierto mangnetismo, pues levantan todo lo que quieren, ha ciendo ilusorias las resistencias. Así, de esa manera, es como las intermediarias auténticas deben conseguir sus matrimonios. La mujer que logra decubrir en sí misma el don de hacer que unan sus vidas los humanos, es como una fuente de bienes tar social. La casamentera, por lo común afable y alegre, sabe domi nar al mundo. Fina, increíblemente perspicaz, adivina a simple vista los deseos secretos, los rencores ocultos, los miedos incon fesables. Acierta a descubrir el recóndito malestar que recubren ciertos celibatos sostenidos con la serenidad más límpida. En un conjunto de personas, separa inmediatamente a los de buen ta lento y sus diagnósticos son infalibles. Sus medios son prodigio sas mezclas de dulzura y sabios golpes de efecto. . La falsa casamentera, que también hace servicios, es una mujer de mundo que se ocupa, por la vanidad, de hacer fructi ficar un mérito que ella considera superior. La verdadera casa mentera es, generalmente, una buena mujer, sin pretensiones, filántropa consciente o no, siempre vivaz, ligeramente maliciosa e inquieta. Trabaja fundamentalmente por la verdadera dicha de todos y por su íntima satisfacción. Nunca habla mal de nadie, pero desde que se la encuentra, se comprende que uno había confun dido todos los hilos de la vida. Sólo ella podrá, a partir de ese momento, desenredar la madeja. Alguna vez hemos intentado arrancar a una de esas hadas su^ secreto. Se trataba de una vlejita deliciosa. Las arrugas co rrían por su rostro como los hilos de agua de la vertiente sobre las rocas calcinadas por el sol. Se enorgullecía de su rica ca rrera. Hablaba de su record: treinta y seis casamientos logrados por su intermedio, sin un sólo divorcio, o sea setenta y dos per sonas que le debían la dicha. Si se piensa en la variedad de los recursos que debió desplegar, en la paciencia, el genio, que tales 83
cifras suponen, su éxito nos parecerá fabuloso. La vida de esta anciana es un prodigio. Ella nos insistía sobre el trabajo perso nal que debe realizar la casamentera. En una ocasión, nos dijo, ocho días antes de la ceremonia se produjo la ruptura. Con sus riesgos inherentes, y segura de su intuición, demostró la existen cia de una calumnia, con lo cual el matrimonio pudo llevarse a cabo. Nos hizo saber que, a su juicio, las condiciones para el éxi to se reducen a lo siguiente: No trabajar ni como una agencia (indiferencia y atracción de la ganancia) ni como mujer de mun do (espíritu de lucro, esperanzas de un buen regalo). El mejor medio de hacer la propia felicidad —terminó diciendo— es so ñar perpetuamente en establecer la de los demás. Es indiscutible que las intermediarias o casamenteras ne cesitan mucha dosis de valentía para soportar sus responsabi lidades. Lo general es que la gente actúe a la inversa exagera damente preocupada en guardar, en esta clase de asuntos, una estricta neutralidad, señalando, no sin mal gusto, que sólo faci litaría una presentación y nada más. Las casamenteras tradicio nales hacen realmente los matrimonios poniendo su empeño en la obra hasta el fin. El mejor remedio para la despoblación de un país, consiste en elevar este talento bienhechor a la categoría de virtud social, reconocida con jerarquía universitaria y me dalla especial al mérito. Por otra parte, no puede haber mejor ocupación para la mu jer casada, una vez cumplido su ciclo de esposa y madre, que dedicarse, en la edad madura, a destruir el celibato de los de más. Para la joven que desea casarse, es razonable que trate de ubicarse en la zona de influencia de una casamentera muy bien elegida Examine a las amigas de su madre, a esas buenas señoras divertidas de las cuales Ud. oye hablar en su casa. Con un po quito de habilidad muy pronto las descubrirá. Poco importa que la señora no haya ejercido todavía; bastará que reúna las condi ciones dominantes de la casamentera. Póngala Ud. en camino, haciéndole sutiles cumplimientos, envolviéndola con buenas ra zones y con afecto. Una mujer piensa siempre que la mejor prueba de gratitud y amistad que puede proporcionar a otra, es conseguirle marido. Entre las mujeres ordinarias este altruismo no se da sino rara vez. Por eso, deberá cuidarse de proclamar entre todas sus ami gas, de toda edad, su deseo de terminar con su soltería, como ha cen algunas aturdidas. Sería una pésima política; las que no tie nen tiempo para ocuparse de los problemas ajenos reirían y no aportarían ninguna solución.
No conviene que la casamentera actúe sin conocimiento de las partes interesadas. Siempre hay que estar prevenida, para dificultar la llegada a una decisión contraria. Las individuali dades más íntegras, las personalidades más robustas, se dejan impresionar por una descripción optimista previa. Cuando al fin se hace la presentación, los ojos se encontrarán provistos de los cristales necesarios. De inmediato, puesto que la percepción efec tiva reside por encima de la imaginación que trabaja por adelan tado, no hay que temer señalar las imperfecciones y los capri chos, fuertemente, cuanto más grandes sean. Una mujer puesta en guardia, pero a quién se le ha murmurado de ún partido, de sea dos o más veces casarse, que una mujer que nada sabe. Una impresión directa e inesperada, sólo conseguiría enfriar los ánimos. Había una vez un joven de no muy agradable presencia, pero bastante inteligente, que vivía afligido por el tono de su voz aflautada. Ya sabemos hasta qué punto esta singularidad vocal, parece, con, razón, inquietante. Una casamentera hábil decidió colocarlo; eligió para él una postulante que no era nada fea ni tonta. La previno directamente haciéndo incluso entrever la fra gilidad de toda esperanza de que hubiera decendencia. Cuando el joven hablaba, los presentes se veían obligados a hacer ingentes esfuerzos para contener la risa. Pero ella no per dió ni un minuto. El se le declaró musicalmente y ella aceptó su propuesta en la primera entrevista. El final de la historia no puede ser más feliz y aleccionador. Sus hijos fueron enviados al conservatorio y por las noches, reu nida toda la familia, solfean a más y mejor mientras sus padres les escuchan llenos de beatitud. Para no dejar incompleta esta exposición, diremos también que existen los intermediarios o casamenteros. 'Con preferencia, los encontraremos entre los sacerdotes de todas las religiones. Es muy posible que esos matrimonios con certados en el estrecho vínculo de sus fieles, salgan a las mil ma ravillas. Más de un novelista se ha referido a esas familias en las que se trasluce la presencia de un confesional entre esposo y esposa. Por otra parte, la devoción es una oportunidad tan buena como cualquier otra para que dos personas se encuentren y se conozcan. El médico moderno, cuya autoridad aumenta en las fami lias, especialmente ahora que las enfermedades atribuidas a cau sas psíquicas o glandulares están tan de moda,- tiende a ser un activo casamentero. Recurra sin temor a él, de la misma manera en que lo ha ría con el confesor. 85
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LA TEORIA FATALISTA
En otros tiempos, los reyes se casaban, a veces, con las hu mildes pastoras. Pero los reyes disminuyen y las pastoras han cambiado el cayado por la máquina de escribir. Por eso nos parece demasiado peligroso, en nuestra época, que una joven permanezca esperando el príncipe encantado, cui dando ovejitas. Los efectos de esta política de la inercia, resul tado a menudo de la confianza ciega, son visiblemente desastro sos. Sin embargo, solemos encontrarnos con personas que toda vía nos dicen que “la mejor manera de encontrar marido es no buscarlo nunca". Esta afirmación tan categórica presenta la in mensa ventaja de que no nos resuelve el problema, porque lisa y llanamente lo suprime. Las románticas, que creen que los mi lagros no obedecen las órdenes de los humanos, y no pueden aceptar sino la gran oferta del amor, esperan con resignada tran quilidad al joven elegido por la providencia. Sueñan con verlo a sus pies, de rodillas, suplicante, herido de muerte por un ma ravilloso flechazo. Nosotros admitimos que la negligencia misma puede cons tituir un nuevo encanto en la mujer y aun armarla más que los sabios preparativos de la que siempre está alerta. La verdad es que todas las mujeres son supersticiosas, de votas profundas de ese maestro de difuso rostro que se llama azar. Para ellas es una necesidad creer en la suerte. Hay que respetarles esa creencia. Por eso, las que llegan a adquirir este estado de paciencia casi filosófica, deben ser dejadas en paz. Lo único que debemos pedirles que por lo menos distingan claramente la extensión del riesgo que corren. Si se abandonan al azar remitiéndose únicamente a su des <6
tino, ocho de cada diez, si se casan será verdaderamente por obra del azar. Sin ninguna orientación, sin esfuerzos de su par te, aparecerán en el gran partido de la vida, para jugar como su plentes. Porque cuando un joven no desposa a la mujer que quie re, o que cree amar, se casa generalmente con la primera que encuentra. Hechas las precedentes salvedades, aclaremos que no es nues tro propósito el de debilitar la pequeña llama de esperanza que brilla en el fondo de las almas femeninas. Aceptamos como le gítima la espera casi mística del hombre excepcional, descubier to repentinamente. Además, son bastante frecuentes los ejemplos de los golpes generosos de la suerte, como para que sirvan para alentar a las jóvenes de todas las generaciones. Conocemos muchos casos de señores muy correctos y de vi da apacible, que encuentran su compañera ideal entre la tropa tornasolada de las bellas maniquíes en las casas de alta costu ra. Y como prueba del singular privilegio que las buenas hadas acuerdan a algunas, nos vamos a permitir relatarle, amiga, un cuento verídico con su correspondiente moraleja.
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LA SEÑORITA RODRIGUEZ
La señorita Rodríguez era una de las tantas chicas emplea das de la administración civil de la Nación. Aunque muy digna de inspirar el más puro amor, educada desde la infancia en la más completa castidad y recato, tenía la sabiduría de las mu chachas modernas. Desempeñaba con singular diligencia un pues to en el ministerio de Relaciones Exteriores y Culto y pasaban por sus manos muchos de los importantes secretos de Estado. Desde el punto de vista de su físico, adolecía de dos peque ños defectos: su escasa estatura y su cabellera rebelde. El prime ro estaba compensado por la perfecta proporción de su cuerpo; en cuanto al segundo le faltaban para vencerlo, los recursos del arte del peinado. Téngase presente que la señorita Rodríguez era muy seria y no malgastaba su tiempo y su dinero en ondu laciones y tinturas. Por lo demás, su piel era aterciopelada y de rosados tonos y sus piernas, las mejor torneadas que podrían en contrarse en todas las oficinas públicas. Como es lógico, soñaba con un porvenir mejor, que le permitiera abandonar, algún día, los pesados secretos de la diplomacia por los más sutiles de su tocador. Ella no carecía de la capacidad de gustar la vida y tenía su poderosa ambición de mujer. Cierto día, en el mismo instante en que ella abandonaba sus sueños para sepultarse en la montaña de expedientes, un hom bre joven, de elegante aspecto y sólida formación cultural, ex plicaba a unos amigos el objeto de su viaje a la Argentina. Ve nía de muy lejos. Los negocios le habían llevado a los países más remotos del oriente. Vivía importando y exportando merca derías. Era todo un personaje. Sin embargo, le hacía falta urgentemente una compañera. Ya estaba completamente Harto de su soledad. Pero no dispo nía de mucho tiempo para la búsqueda, ya que a los veinte días 88
debía ausentarse nuevamente y afirmaba que no lo haría solo esta vez. Seguro de sí mismo, demostraba esa bella confianza en los medios propios, que otorga la juventud. Inclusive había encargado dos pasajes a la agencia de navegación, pidiendo se le reservara una cabina adecuada para el viaje nupcial. Por otra parte, contaba con sus amigos de Buenos Aires, muy devotos de su familia. Sabía que la novia que buscaba, la encontraría en su ambiente. Su ideal estaba representado por una mujer que reuniera estas cuatro condiciones: bonita, inteligente, aficionada a la música y de estatura alta. Ante estos deseos tan concretamente expresados, los amigos del interesado no se turbaron en lo más mínimo, sino que sobre la marcha le propusieron cuatro candidatas; el joven insistió en ver una de ellas el mismo día. La señorita Rodríguez había sido incluida en esa nómina, pero su pequeña talla la relegaba al número tres. Mas tuvo la suerte de ser la más accesible a un llamado telefónico, en razón de su trabajo, que permitía localizarla al momento en su ofici na. El joven tenía un gran sentido del método, de modo que a él le hubiera gustado mucho más comenzar por la primera de la lista. Si admitió ver primero a la señorita Rodríguez, fué tan sólo para ganar tiempo. Nuestra heroína se portó muy bien; hizo maravillas en el piano, interpretándo un nocturno de Chopin. Había sido atraída al lugar de reunión sin que se le advirtiera de lo que se trata ba. Pero una vez en el lugar, su fina intuición femenina le per mitió darse cuenta que había moros en la costa. Digamos, en honor de la verdad, que los amigos habían tra tado de favorecerla por todos los medios. La dueña de casa, con el pretexto del viento que había en la calle, le llevó enseguida a su habitación para peinarla convenientemente. En el salón, la ubicaron sobre una tarima, mientras las otras damas se agrupa ban en otros lugares más abajo, con lo cual pudo disimularse bastante su falta de talla. Pero ella, desconfiando de sí misma, como todas las almas simples, volvió al día siguiente a su ofici na muy triste. Comenzó a darse cuenta que su cabeza era un adefesio. Comprendió, por primera vez, que ser rebelde a la on dulación es una tara insoportable. Y se echó a llorar. Tenía húmedos los ojos todavía cuando la llamaron. Su je fe le explicó que le otorgaba autorización para retirarse, pues alguien la requería con toda urgencia. Vagamente temió una des gracia en su familia. Pero afuera, había un automóvil último rriodelo, un verda dero “bote”
laciones Exteriores dejó el Ministerio para nunca más volver. Su novio sonrió cuando ella le habló de su empleo. Es fácil imaginar lo que fué, a partir de ese momento, la vi da de la señorita Rodríguez. No sé si Ud., amiga lectora, ha com prendido muy bien la naturaleza del golpe teatral. El joven, al enunciar las cuatro condiciones que debía reunir la mujer que aspirara a ser su compañera, se había creído poco exigente. Sus amigos le demostraron que necesariamente debía dejar pasar por alto algún defecto. La presencia de la señorita Rodríguez le con virtió en filósofo. Se dijo que ninguna mujer es perfecta, que ya es una gran cosa encontrar alguna que tenga un coeficiente del setenta y cinco por ciento. Desde ese momento olvidó a las dos candidatas que encabezaban la lista y le pareció superfluo conocerlas. Como no tenía tiempo para ahondar en la faz espi ritual de la señorita Rodríguez, le pidió a sus amigos que se hi cieran garantes de la honorabilidad de su familia y de la inte gridad de su moral, lo que ellos hicieron muy complacidos. Hu bo que apurarse bastante con los trámites de la documentación y los equipajes, pero la señora Rodríguez, madre, casi se desma yó de alegría en la ceremonia. No reconoció a su hija. En quince días nuestra heroína se había puesto zapatos de tacos altos. Había conquistado la cabellera más armoniosa del mundo, artísticamente peinada. Su iniciativa tuvo que limitarse a estos aspectos, pues el novio, temiendo que se apareciera con un ajuar de colegiala, prefirió ser él quién la proveyera de ro pa interior y vestidos. Todo fué carreras y ensayos. La mamá temblaba temiendo que todo fuera un sueño o un espejismo. Durante dos días los amigos comunes no salían de la casa, espe rando su visita, pensando en la preocupación de la buena señora que debía entregar su hija a un ilustre desconocido, que parecía provenir incluso de otro planeta. Cada uno preparaba los argu mentos más tranquilizadores. Pero esperaron en vano, pues la mamá nunca vino, sin preocuparse en absoluto de saber si en esta familia había caído el abuelo o se morían todos tísicos desde la quinta generación. Deslumbradas por la suerte de la señorita Rodríguez, todas las madres de familia la excusaron. Para terminar, le diré, amiga, que nuestra afortunada pro tagonista vive todavía; tiene dos lindos hijos y cada tanto envía a sus familiares y amigos largas cartas procedentes desde leja nos puntos del orbe, todas ellas portadoras de radiantes mensa jes de felicidad. MORALEJA: No descuide al viajero. Los hermanos de sus amigos, los amigos de sus amigos, ma ravillosos solteros que vienen desde lejos a buscar compañera en veinte días. Muestre interés por ellos. Vigile su llegada. 90
I N D I C E
Antes y ahora ......................................................... Proporción entre mujeres y hombres ...................................... Hombres en Subasta .............................................................. .. Lo que va de un Siglo a otro ..................... ......................... . Vestimenta corta y ligera ..................................................... Transformación de los usos galantes ....................................... Fracaso de la hipocresía............................................ ................ Palabras de esperanza para las f e a s ......................................... Significado de “Un marido” ...................................................... Instinto materno y matrimonio .................................................. Mujeres que no quieren casarse .............................................. La conquista del marido ............................................................. Enseñanza de la araña ............................................................... El factor sorpresa.......................................................................... Operación emboscada .................................................................. Extorsión y Matrimonio ............................................................... Los que se entregan voluntariamente ........................................ El hallazgo.................................................................................... Se nesecita actividad .................................................................. Las nimiedades del mundo ......................................................... La caza sin restricciones ........................................................... Valor del aprendizaje ............................................................... El papel de las Suegras ............................................................. La buena publicidad ................................................... Limitaciones de la coquetería ..................... -.......................... Los intermediarios ........................................................................ La Historia fa ta lista .................................................................... La Señorita Rodríguez ..............................................................
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SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EN LOS T a l l e r e s G r á f ic o s LUMEN NOSEDA Y CÍA. CALLE TUCUMÁN 2926 t . E. 62 - 6646/6647 REPÚBLICA ARGENTINA EN EL MES DE JULIO DE MIL NOVECIENTOS CINCUENTA Y NUEVE
(V ien e d e solapa 1)
guir puestos más o me nos bien retribuidos co mo asimismo triunfar en el amor, se debe en la mayoría de los casos a una carta bien escrita. Por ello hemos lanza do estas hojas al viento esperando que, al caer en buenas manos sean aprovechadas en forma útil y provechosa por aquellos que al leerlas las tienen como modelo para su correspondencia futura. Aletea en ellas ese espíritu impalpable romántico que por des gracia se va perdiendo pero que en el fondo to dos llevamos dentro co mo asimismo la mejor forma para poder ser atendidos en nuestrsa peticiones amorosas sin caer en una pesadez ri dicula y fuera de lugar y la cual siempre hemos censurado.
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