La segunda Carta a los Tesalonicenses es un escrito polémico ante una situación que podemos considerar como degeneración de la de 1 Tes: un entusiasmo escatológico que estaba creando demasiada confusión y una alteración de la organización comunitaria (Malherbe 2000, 456). Algunos defendían, todavía después de la destrucción del templo de Jerusalén por los romanos el año 70 d.C., que la parusía estaba cerca, una idea que aparece, de hecho, en 1 Tes 4,13-18. Sin embargo, lo que en el año 51 d.C. era una idea reconfortante y aceptada, muchos años más tarde resultaba errónea y peligrosa, porque podía desmotivar a algunos, haciéndoles pensar que no era necesario seguir desarrollando el anuncio del evangelio (2 Tes 2,1-12); eso es lo que parece que ocurre entre los destinatarios de esta carta. Por otra parte, los problemas de organización interna que aparecían en 1 Tes (falta de liderazgo reconocido, abusos sexuales entre algunos, sincretismo...) habían desencadenado una especie de carrera por puestos de poder entre ellos con la esperanza de poder vivir de ese servicio, sin tener que trabajar como artesanos (2 Tes 3,10-12). Los autores de esta carta (hablo en plural para subrayar la indeterminación de la autoría) conocían otras cartas anteriores de Pablo y las mencionan continuamente (2 Tes 2,2.15; 3,17), pero de un modo polémico, probablemente para corregir interpretaciones consideradas erróneas. Al mismo tiempo imitan deliberadamente el estilo, vocabulario y expresiones de 1 Tes, quizá para mostrar su conexión temática y señalar el origen de los problemas planteados. Sin embargo, existen diferencias difícilmente reconciliables con el contenido de 1 Tes, especialmente el retraso del final de la historia, ausente en las cartas originales de Pablo. Parece, pues, que estos autores escriben con la intención de corregir o mitigar una tendencia «ultrapaulinista» que recuperó a destiempo una idea de Pablo y la aplicó a la vida cotidiana creando desazón y confusión en muchos creyentes años después de la muerte de Pablo. 2 Tes es un buen ejemplo de cómo, ya en la segunda generación, algunos seguidores de Jesús se dieron cuenta de que la lectura literal y descontextualizada de algunos textos resultaba un grave error y una falsificación del sentido de los mismos. La Carta a los Colosenses y la Carta a los Efesios son dos cartas estrechamente unidas, probablemente compuestas como un díptico que desarrolla dos ideas teológicas que requerían una actualización años después de la muerte de Pablo: la cristología y la eclesiología. Son cartas enraizadas en ideas propias de Pablo, pero ampliadas más allá de lo que Pablo había dicho para adaptarlas a los nuevos tiempos. Pablo tenía su propia cosmovisión teológica, pero nunca la sistematizó, entre otras cosas porque la inminencia de la parusía lo hizo innecesario. Cuando la mayoría de los seguidores de Jesús, incluidos los discípulos de Pablo, empezaron a convencerse de ese retraso, hubo que adaptar muchas cosas a los nuevos tiempos, también aquella cosmovisión. Por otra parte, el crecimiento de las asambleas paulinas suponía un desafío y exigía una nueva organización. Así, estos autores favorecieron el patriarcado para organizar las asambleas,
mediante el recurso a los llamados «códigos domésticos», un género literario que consistía en ofrecer orientación específica a los miembros de la casa según el lugar que ocupaban en ella de acuerdo a una estructura sencilla formada por pares desiguales (varón y mujer, padres e hijos, amos y esclavos), en el que uno era el dominante y otro el subordinado (Aguirre 2009, 115-162). Filón de Alejandría o Flavio Josefo, ambos judíos casi contemporáneos de Pablo, utilizaron este género literario para mitigar las tensiones que se creaban entre las comunidades judías de la diáspora y el contexto gentil, provocadas por sus diferentes estilos de vida. Los discípulos de Pablo utilizaron también esta estrategia y, con ello, se distanciaron claramente de Pablo, que había sido muy reticente respecto al uso de la casa patriarcal como modelo para la ekklêsia. Así, los autores de Col se encontraron ante una situación que les obligó a desarrollar la cristología paulina. Lo hicieron de un modo polémico ante ciertas amenazas de carácter ideológico (lo que llaman «vana filosofía» en Col 2,8.16). Estos desafíos tienen un perfil sincretista (dualista y ascético) contra el que los autores son muy duros (Col 2,20-23). Parece que algunos de los destinatarios se estaban dejando persuadir por la popularidad de ciertas prácticas ascéticas, mortificaciones asociadas a visiones, fiestas y cultos «a los ángeles» o a «elementos del mundo», que ofrecían cierto consuelo ante las contingencias de la vida y una conciencia elitista. Es probable que quienes así hacían imitaran la inculturación de Pablo, el esfuerzo de asumir ciertos modelos del entorno para dar forma a la ekklêsia. Sin embargo, lo que en tiempo de Pablo resultó válido ahora estaba creando confusión y malestar. Los autores de esta carta respondieron, precisamente, desarrollando la cristología, con la esperanza de anular tales amenazas. Así, se propusieron ampliar las ideas teológicas de Pablo ofreciendo una nueva cosmovisión en la que Cristo apareciera como el primogénito de toda la creación, el que está sentado en el supremo trono y al que todo se le somete: «tronos, dominaciones, principados, potestades; todo fue creado por él y para él...; es el primero en todo...; Dios hizo residir en él toda la plenitud para reconciliar con él todas las cosas...» (Col 1,15-20). Esta cristología elevada ofrecía una forma de entender, por una parte, toda la creación dominada y sometida a Cristo y, por otra, a cada persona como ya entronizada con él (Col 2,12). Por tanto, cualquier práctica o culto que tuviera en cuenta otros «elementos del mundo» resultaba inferior y vano; el elitismo quedaba anulado. No es una carta que no hubiera podido escribir Pablo; de hecho, en lo que se refiere al desarrollo teológico podría haberlo hecho. Sin embargo, ese desarrollo, junto con el vocabulario y el estilo, diferente y más pesado, culto y cuidado que el de las cartas originales de Pablo, apuntan en la dirección de la pseudoepigrafía (o deuterografía). A esta estrategia se suma el uso del código doméstico que se centra en pedir a los esclavos creyentes que no generen problemas en las asambleas y sean ejemplo de obediencia y sumisión (Col 3,22-25); además pide a los amos que los traten con justicia y equidad (Col
4,1). Comparado con el tratamiento que los esclavos y su situación tienen en las cartas originales de Pablo («no os hagáis esclavos de los hombres», 1 Cor 7,21-23; «ya no hay esclavo ni libre», Gal 3,28; «[Onésimo el esclavo] alejado de ti un tiempo para que lo recuperaras para siempre, no como esclavo sino... como un hermano querido», Flm 1,1516), ese código doméstico resulta sutilmente evolucionado. Parece que la libertad y autonomía que gozaron los esclavos en la ekklêsia durante la primera generación provocó una imagen social negativa en la segunda mitad del siglo I ; la dura exhortación que Ignacio de Antioquía dirige a los esclavos unos años más tarde para que sean sumisos y no busquen la libertad revela el mismo problema (Ignacio, Policarpo 4,2-3). Los autores de Col querían suavizar la relación con el entorno limitando aquella libertad y autonomía que los esclavos habían tenido en las asambleas de Pablo. Los autores de la Carta a los Efesios, quizá los mismos que la carta anterior, vieron también la necesidad de expandir la eclesiología de Pablo. En este caso las referencias a la situación de los destinatarios o a una amenaza concreta se han difuminado y es difícil determinarla. Ef incorpora varias cosas de Col: la elevada cristología (Ef 1,20-23), la entronización del creyente con Cristo (Ef 2,6), el uso de los códigos domésticos (Ef 5,216,9), etc. A esos datos compartidos con la carta anterior se añade una reflexión sobre el estatus de la ekklêsia en la nueva situación después del año 70 d.C., consecuencia directa de la cristología: Desplegó [Dios] su fuerza en Cristo resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo principado, potestad, virtud, dominación y de todo cuanto tiene nombre no solo en este mundo sino también en el venidero. Sometió todo bajo sus pies y le constituyó cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todo (Ef 1,20-23).
La ekklêsia, que en las cartas de Pablo tenía fundamentalmente una concreción local o supra-local, es decir, asambleas con personas y problemas concretos, ahora tiene una marcada dimensión y misión transcendente en la que las referencias concretas a la situación de los destinatarios se han difuminado; el concepto de ekklêsia se ha abstraído. Una metáfora ilustra esta evolución mejor que una explicación: la metáfora del cuerpo. En 1 Cor 12,12-27, para explicar qué era la ekklêsia, Pablo utilizó la imagen de un cuerpo humano completo, con todos sus miembros que son imagen de cada creyente, en el que las partes más débiles o «viles» se tratan con mayor honor; ese cuerpo casi invertido era la mejor imagen del cuerpo de Cristo, de la ekklêsia: «vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros cada uno a su modo» (1 Cor 12,27). Pablo, como vimos en el capítulo anterior, utilizó esta imagen para afirmar que la presencia de Cristo en la historia se realiza en la totalidad de los creyentes, una asamblea donde los más débiles son los que mejor reflejan la presencia de Cristo. En Ef, sin embargo, sus autores establecen una sutil diferencia entre la cabeza del cuerpo, que es Cristo, y el resto del cuerpo, que es el conjunto de los creyentes; ambas partes, cabeza y cuerpo, forman la ekklêsia (Ef 1,22-23). La presencia de Cristo se descubre fundamentalmente en la cabeza, no en los miembros
más débiles o viles del cuerpo, que aquí no son objeto de atención. Esta nueva metáfora es muy útil cuando se trata de establecer mecanismos de control y autoridad; todos los miembros deben estar unidos a la cabeza para poder alimentarse y recibir de ella los movimientos y el crecimiento, la identidad: «Para que no seamos niños... crezcamos en todo hasta aquel que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por la colaboración de todos los ligamentos, según la actividad propia de cada miembro, para el crecimiento y edificación en el amor» (Ef 4,15-16; también Col 2,18-19). El principio de autoridad que vimos en las cartas originales de Pablo en el capítulo quinto, la autoestigmatización, aquí se ha diluido, siendo sustituido por otro modo de gobierno más convencional. En las cartas originales, para visibilizar a Dios había que rebajarse y cuidar y elevar a los miembros más débiles; en las cartas deuteropaulinas, hay que estar sumisos a la cabeza y recibir de ella la cohesión. Otra imagen de esta sutil separación de la cabeza y el cuerpo aparece en el código doméstico de la Carta a los Efesios, que trata con especial detención la relación entre varón y mujer, que se utiliza, precisamente, como metáfora de la relación de Cristo y la ekklêsia (Ef 5,21-6,9). Aquí se produce un cuidado trasvase de significados: el modelo patriarcal (culturalmente hegemónico) de relación entre marido y esposa se utiliza como prototipo para ilustrar la relación entre Cristo y la ekklêsia; y viceversa, la comprensión de esta relación jerárquica sirve de prototipo para la relación entre el marido y la mujer creyentes (Ef 5,21-33). La esposa se considera como el cuerpo del marido, que este debe cuidar, alimentar y amar, como Cristo a la ekklêsia (Ef 5,29-30); la reciprocidad entre marido y mujer, tan original y novedosa en Pablo (1 Cor 7,1-5), aquí ha desaparecido; sin embargo, se pone énfasis en evitar los abusos («nadie aborrece su propia carne, sino que la alimenta y cuida con cariño...» Ef 5,29). Esta estrategia tan cuidada sirve a dos propósitos. Por una parte, como hemos dicho, mitiga las tensiones que existían entre el contexto cultural y las asambleas de creyentes, porque las mujeres tenían una libertad, autonomía y liderazgo inusual para la mayoría de los grupos durante la segunda mitad del siglo I (coincidiendo con la llegada de la dinastía Flavia en el Imperio); integrando el modelo hegemónico que afirmaba la subordinación de las mujeres a los maridos se evitaba la acusación de corromper la moral y las tradiciones a la que se enfrentaba la ekklêsia por el comportamiento libre de las mujeres creyentes (Macdonald 2004). Por otra parte, esa estrategia construye una imagen de la ekklêsia que responde mejor a los retos de la segunda mitad del siglo I (crecimiento, visibilidad pública, desviaciones doctrinales, organización...) con un modelo jerárquico ordenado donde la autoridad y el control se pone en manos de varones con prestigio social que puedan controlar mejor los desafíos internos de desviación, un modelo que resulte menos impredecible que los de la primera generación.
1.3. Las cartas pastorales Las cartas pastorales forman un cuerpo homogéneo en temática, forma y estilo (2 Tim tiene forma de testamento y difiere algo en estilo a las otras dos); se les llama «pastorales» porque se dirigen a pastores de comunidades. Algunos estudiosos creen que sus autores solo utilizaron el nombre de Pablo por respeto pero que no se esforzaron en imitar su estilo porque los destinatarios sabían perfectamente que no eran cartas de Pablo; a este fenómeno se le ha llamado alografía (allonymity) o escribir en nombre de otro sin pretender ser ese, para distinguirlo de la deuterografía (deuteronymity) o escribir como discípulo de otro, como extensión de otro, que correspondería a las cartas deuteropaulinas (Marshall 1999, 83-92). Las tres cartas pastorales están dirigidas a personas concretas, Timoteo y Tito, dos de los más cercanos colaboradores de Pablo mientras vivía y que son presentados ahora como delegados legitimados por Pablo, a los que se les concede, mediante estas cartas, completa autoridad sobre las asambleas. La situación y la estrategia que reflejan estas cartas no son las mismas que las de las cartas originales de Pablo o de las cartas deuteropaulinas; han evolucionado. Los autores se muestran especialmente preocupados por el desorden, las amenazas externas e internas, las desviaciones doctrinales y morales, el ejercicio de la autoridad, la imagen exterior de la ekklêsia, etc. Destaca especialmente la amenaza de los que «se oponen a la doctrina sana» (1 Tim 1,10; 2 Tim 4,3). Su perfil, curiosamente, no está tan definido por el contenido de su doctrina (aunque se dice de ellos que «prohíben el matrimonio y el uso de alimentos», 1 Tim 4,3) cuanto por su comportamiento, calificado de inmoral y relacionado con la alteración del orden, especialmente el de la casa patriarcal: «a estos pertenecen los que se introducen en las casas y conquistan a mujerzuelas cargadas de pecados y agitadas por toda clase de pasiones, que siempre están aprendiendo y no son capaces de llegar al pleno conocimiento de la verdad...» (2 Tim 3,6-7; leer: 3,1–4,5). Para hacer frente a estos peligros desarrollan una estrategia de protección o fortalecimiento de las estructuras formales e institucionales. El modelo patriarcal de la casa, que en tiempo de Pablo estuvo limitado y restringido por los principios de igualdad en Cristo (Gal 3,28) y en las cartas deuteropaulinas se incorpora con matices y límites, en este momento, comienzos del siglo II , se adopta sin cautelas. Así, la autoridad se pone en manos de varones, amos de casa, personas con prestigio y bienes materiales suficientes para cumplir las tareas de hospitalidad. Paralelamente, se limita la presencia pública de las mujeres, a quienes se presenta como la puerta débil por la que entran doctrinas ajenas y aberrantes. La ekklêsia se organiza como una casa patriarcal con cargos definidos (obispos, diáconos/as, ancianos/as, viudas...) y se le llama por primera vez «casa de Dios» (1 Tim 3,15; cf. 3,5). El lenguaje y temas teológicos de estas tres cartas también difieren bastante de los de las cartas originales de Pablo. Destaca la importancia del concepto de «depósito» en vez del
de «tradición» que era más flexible; el depósito requiere ser conservado, protegido, no desarrollado o interpretado (2 Tim 1,12-13). Sobresale también la evolución a formas institucionalizadas de transmisión de autoridad, como la imposición de manos (2 Tim 1,6). Entre las ideas teológicas de estas cartas destacan por una parte, el cambio de centro teológico: la muerte y resurrección de Jesús cede protagonismo a su «epifanía», idea que resultaba más popular entre los destinatarios del mensaje de Jesús de inicios del siglo II (1 Tim 3,16); por otra parte, sobresale la idea de que los destinatarios de la Torá no eran todos los judíos sino solo los injustos (1 Tim 1,9). Además de todo ello, llama la atención la ausencia de las típicas características del estilo oral de las cartas originales de Pablo. Estas cartas reflejan un avanzado proceso de institucionalización, en comparación con las cartas originales de Pablo y las deuteropaulinas, al igual que una progresiva tensión con el entorno. Por una parte, estas asambleas, que son cada vez más visibles y se saben observadas, que crecen en número y ya no esperan el final de la historia de modo inminente, deben elaborar una identidad que les dé seguridad y estabilidad, deben fijar unas fronteras culturales que les definan y les separen suficientemente del mundo para no diluirse. Por otra parte, sin embargo, se saben en un mundo al que pertenecen, que quieren conquistar (simbólicamente), en el que quieren ser relevantes y en el que desean atraer, ser atractivos, lograr adeptos. Es la tensión entre la cohesión y el proselitismo. Adoptaron modelos hegemónicos del entorno, como el modelo patriarcal, quizá con la idea de mantener la cercanía, la apertura que los hiciera asequibles. Sin embargo, esa estrategia tuvo ciertos costes, como el mencionado silenciamiento de los miembros subordinados según el modelo patriarcal (mujeres, jóvenes, esclavos, extranjeros...): utilizar el modelo de la relación jerárquica entre varón y mujer para ilustrar la relación entre Cristo y la Iglesia legitimaba la subordinación de las mujeres a los varones también en la ekklêsia. El modelo jerárquico imperante (Cristo es cabeza del varón, el varón es cabeza de la mujer) compartido tanto por Pablo como por sus discípulos les llevó a estos a sacar consecuencias eclesiales totalmente diferentes a las de Pablo: mientras él subrayó que el varón no es dueño de su cuerpo, sino la mujer (y viceversa: 1 Cor 7,4) para afirmar la igualdad radical de todas las personas en la ekklêsia a raíz de la novedad de Jesús, sus discípulos redujeron la mujer a una posesión del varón, a cuerpo del varón (Ef 5,28-30), si bien con límites (Ef 5,33). Esta situación se degradó en la tercera generación, cuando otros discípulos de comienzos del siglo II privaron a las mujeres (y demás miembros subordinados) de presencia pública: las invisibilizaron y acallaron en la ekklêsia sometiéndolas a la autoridad y la enseñanza de sus maridos (1 Tim 2,9-15). Quizá el lector o lectora se hace una pregunta: ¿Cómo es posible, entonces, que convivan en la misma tradición, en el mismo canon, tradiciones tan diversas, opuestas incluso, respecto a este tema? ¿Cómo puede haber textos atribuidos a Pablo que den libertad, autonomía y autoridad a las mujeres en la ekklêsia mientras hay otros textos también atribuidos a Pablo que restringen todo ello y las relegan al silencio y la invisibilidad? Esto
se puede explicar con un ejemplo.
1.4. Las glosas, un ejemplo 1 Cor 14,34-35 puede ilustrar la respuesta a esas preguntas. Colocado en su contexto literario, el texto dice así: 3 3 Los espíritus de los profetas están sometidos a los profetas, pues Dios no es un Dios de confusión sino de paz. Como
es práctica habitual en todas las iglesias, 34 las mujeres deben estar calladas en las asambleas. No les está permitido tomar la palabra; deben permanecer sumisas, como dice también la Ley . 35 Si quieren aprender algo, que pregunten a sus propios maridos en casa, pues es indecoroso que la mujer hable en la asamblea. 36 ¿Acaso ha salido de vosotros la palabra de Dios? ¿O solamente a vosotros ha llegado? 37 Si alguien se cree profeta o inspirado por el Espíritu, reconozca en lo que os escribo un mandato del Señor (1 Cor 14,33-37).
El fenómeno de la pseudoepigrafía no se limita a la composición de nuevas cartas sino que se percibe también en el extendido ejercicio de introducir pequeñas o grandes secciones de texto, glosas, con el fin de aclarar, matizar o corregir lo que el texto original decía. Este es un fenómeno ampliamente aceptado como tal; son muy discutidos, sin embargo, qué fragmentos deben ser considerados glosas y cuáles no. En los casos en los que conservamos alguna copia antigua sin el texto discutido se puede defender con más facilidad su carácter advenedizo, pero esto ocurre muy pocas veces. En las demás, la valoración se hace en función de criterios internos: ruptura de la secuencia epistolar, vocabulario extraño o con diferente significado, diversa intención, situación posterior... En todos los casos se trata de valoraciones difíciles. El caso de 1 Cor 14,34-35 no es una excepción. Sin embargo, estos dos versículos son considerados generalmente una glosa por varias razones (Payne 2009). La primera es que rompe la secuencia epistolar que se percibe con claridad leyendo 14,31-33 y saltando a 14,36-38: habla del orden en la asamblea cuando se está profetizando (como en 11,4-5). La segunda razón es que no es coherente con otros textos indiscutiblemente paulinos, como 1 Cor 11,4-5 y 14,31, donde se dice explícitamente que «todos podéis profetizar para que todos aprendan», no solo los varones. Y la tercera razón es que no todos los manuscritos antiguos que contienen copias de 1 Cor 14,33-37 tienen esos versículos. Uno de ellos, quizá el más significativo, es el Codex Fuldensis (llamado así porque se ha conservado en la ciudad de Fulda, Alemania). Este códice del siglo VI perteneció al obispo de Capua (en Italia) y conserva la versión latina de la Biblia llamada «Vulgata». El obispo Víctor tenía una impresionante biblioteca porque le gustaba leer y comparar manuscritos de la Biblia, haciendo anotaciones sobre sus lecturas. El 2 de mayo del año 546, cuando leyó el pasaje que estamos comentado (1 Cor 14,33-36), señaló un error: la presencia de dos versículos (14,34-35) que no estaban en otras copias que él manejaba. Como consideró que el error era del copista le pidió que lo corrigiera; pero no era costumbre borrar o tachar el texto sagrado, de modo que aquel puso una señal al final de 14,33 para
que el lector ignorara lo que seguía y saltara de ahí al nuevo texto que copió al margen, en el que había eliminado los versículos 34-35. En la imagen se aprecia la página en cuestión.
Codex Fuldensis (la flecha, los círculos y los recuadros son añadidos).
Otro ejemplo lo encontramos en el llamado Minúsculo 088, pergamino del siglo V que contiene el texto en griego, con letras minúsculas, de varias partes de las cartas de Pablo. En este caso, se puede leer una versión del texto que nos ocupa con esta secuencia: 1 Cor 14,31-33.36-37; los versículos 34-35 no están ahí.
Minúsculo 088 (los círculos y los recuadros son añadidos).
Es lo mismo que ocurre en otro manuscrito, el Codex Boernerianus, del siglo IX, que
contiene el texto de las cartas de Pablo en griego y latín interlinear, es decir, una línea en griego y otra línea a continuación con la versión latina. Cuando llegamos a 1 Cor 14,31-33 el texto salta directamente a 14,36-37, omitiendo los versículos 34-35. En ambos casos, el copista, al llegar al versículo 33, hace una llamada, un signo al margen, que señala lecturas variantes en las copias que tenía delante. En ambos casos, ha copiado los versículos 34-35 al terminar el capítulo 14, después de 14,40, como si fuera un apéndice, una glosa.
Codex Boernerianus (los recuadros son añadidos).
Lo que puede leerse en los últimos dos ejemplos es lo siguiente: «Pero los espíritus de los profetas están sometidos a los profetas, 33 pues Dios no es un Dios de confusión, sino de paz. Como digo [o enseño] en todas la iglesias de los santos, 3 6 ¿acaso ha salido de vosotros la palabra de Dios? O ¿solamente a vosotros ha llegado? 3 7 Si alguien se cree profeta o inspirado por el Espíritu, reconozca en lo que os escribo un mandato del Señor». Esta es, probablemente, la versión original de este texto de Pablo. ¿Cómo y por qué fue modificado con la inserción de esta glosa (14,34-35)? Durante la primera generación, la presencia y liderazgo de mujeres en las asambleas de Pablo fue cotidiana: podían orar y profetizar como los varones (1 Cor 11,4-5). Conforme las comunidades crecieron y la parusía no llegaba, esta característica creó problemas de imagen externa, tensiones y hostilidad con el entorno; para mitigar estas tensiones se organizaron las asambleas según el modelo de la casa patriarcal, reduciendo la presencia pública, la palabra y el liderazgo de las mujeres (Ef 5,21-33). Más tarde, probablemente porque la situación no había mejorado suficientemente, se adoptó el modelo patriarcal con más radicalidad, prohibiendo explícitamente a las mujeres la participación pública,
obligándolas a permanecer en silencio y preguntar en casa a sus maridos, los únicos que podían intervenir en las asambleas (1 Tim 2,9-15). Sin embargo, esta medida encontró muchas resistencias. Así, por ejemplo, en 2 Tim 3,1-9 se alerta sobre los que dan protagonismo a mujeres que quieren aprender y tener una mayor autonomía y libertad en la asamblea, descubriéndonos que la propuesta restrictiva de 1 Tim no era seguida por algunos. Estos y estas podían apelar a las cartas originales de Pablo para reclamar su palabra en la asamblea, especialmente aquella frase de Pablo: «podéis profetizar todos por turno para que todos aprendan...» (1 Cor 14,31). De modo que los autores de la tercera generación que habían compuesto las cartas pastorales, en concreto 1 Tim 2,9-15, tomaron dos frases de este fragmento y compusieron dos versículos que insertaron justo entre 1 Cor 14,33 y 14,36. El lugar es estratégico, porque donde antes se decía «si alguien se cree profeta o inspirado por el Espíritu, reconozca en lo que os escribo un mandato del Señor» aplicado al desorden cuando todos querían profetizar sin respetarse el turno (14,31-33), una vez que se insertan los versículos 34-35, esa frase de aviso queda referida al silencio de las mujeres: Si alguien se cree profeta... debe considerar el silencio de las mujeres como un mandato del Señor. La transformación del texto de Pablo ya se ha completado. Este ejemplo muestra la realidad de unos textos vivos que todavía no se habían fijado ni tenían una consideración canónica inamovible: había que adaptarlos a las nuevas circunstancias, había que hacerlos relevantes a los nuevos tiempos. Como la línea que se impuso en la escuela paulina fue, en este tema, la del modelo patriarcal para la organización de las asambleas, sus discípulos decidieron adaptar a Pablo para hacerlo más patriarcal de lo que él mismo y sus asambleas habían sido. Sin embargo, la contemplación de esta historia no legitima la consagración del mismo modelo patriarcal, sino la necesidad de adaptarse a los tiempos; hablaré de ello en el penúltimo capítulo, sobre la relevancia actual.
2. La recopilación de las cartas originales de Pablo Además de la pregunta por cuáles son las cartas originales de Pablo y cuáles fueron escritas posteriormente por sus discípulos en su nombre, se ha planteado también la cuestión de la integridad de las cartas originales. Esta integridad se explica en una pregunta: las siete cartas que consideramos originales de Pablo, ¿fueron escritas tal como las conservamos o sufrieron algún proceso de recopilación que agrupó cartas originalmente independientes en unidades literarias más amplias? El origen de este interrogante está, en primer lugar, en los numerosos indicios de recopilación que se encuentran en estas cartas y, en segundo lugar, en la conocida costumbre de conservar textos breves de un mismo autor en unidades literarias más amplias (casos conocidos son la correspondencia de Policarpo de Esmirna, la Carta a Diogneto, las Apologías de Justino o la misma tradición sinóptica, por no mencionar los numerosos casos de material
veterotestamentario). Los indicios de recopilación son, generalmente, la ruptura de la secuencia epistolar, las contradicciones o inconsistencias entre fragmentos de la misma carta, los datos biográficos o cronológicos que resultan descolocados o desordenados, repeticiones de ideas similares (a veces con sentidos diferentes), etc. Se han encontrado indicios de recopilación en 1 Cor, 2 Cor, Rom y Flp, que sugieren la idea de que cada una de estas cuatro cartas son, en realidad, la unión de dos o más que Pablo escribió de modo independiente y que tras su muerte se unieron (Pervo 2012, 71-83; Vidal 1996, 14-22).
2.1. Primera Carta a los Corintios La primera Carta a los Corintios ofrece varios de estos indicios que apuntan, como vamos a ver, a dos posibles cartas independientes (Betz y Mitchell 1992). El primero lo encontramos en 1 Cor 5,9, donde Pablo menciona algunos comportamientos inaceptables y alude a una carta anterior que ha sido malinterpretada por los corintios: «Al escribiros en mi carta que no os relacionarais con gente inmoral, no me refería a los inmorales de este mundo en general, o a los avaros, ladrones o idólatras... ¡No!, os escribí que no os relacionarais con quien, llamándose hermano, es inmoral, avaro, idólatra, difamador, borracho o ladrón...». Curiosamente, en 1 Cor 6,9-11 encontramos una descripción de conductas inadecuadas similar: «¡No os engañéis! Ni impuros, ni idólatras, ... ni ladrones, ni avaros, ni borrachos... entrarán en el reino de Dios». La similitud de ambos fragmentos suscitó pronto la hipótesis: ¿y si Pablo se refiere a 6,9-10 cuando menciona otra «carta» en 5,9? El segundo indicio afecta, precisamente, al fragmento 1 Cor 6,1-11, que trata sobre los uicios entre creyentes. De este texto se dice que rompe la secuencia epistolar de 1 Cor 5,113 a 6,12-20. Y, efectivamente, si se lee lo anterior y posterior, ignorando 6,1-11, se percibe la unidad temática (relaciones sexuales inadecuadas) que queda interrumpida con el tema de los juicios entre creyentes. La conexión parece establecida por la repetición del término «juicio» (lo que se suele llamar «palabra grapa», un mismo término que conecta dos secciones diferentes) en 5,12-13 y 6,2-3. Sin embargo, una lectura atenta desvela que, aun siendo el mismo término, su significado y uso es diferente. En 5,12-13 Pablo echa en cara a los destinatarios que se sienten mejores que los de fuera y los juzgan, mientras pasan por alto algunos comportamientos inaceptables de sus hermanos; por eso les recuerda que deben limitarse al discernimiento moral de los de dentro, porque de los de fuera se encarga Dios. En 6,2-3, sin embargo, Pablo les dice que ellos (los «justos») están llamados a juzgar a los de fuera, incluso «a los ángeles». Así que, mientras que en el primer caso les pide que dejen de juzgar a los de fuera porque a esos los juzga Dios, en el segundo caso les dice que son ellos quienes ejercerán de jueces, no Dios. El contraste surge precisamente cuando se ponen juntos ambos textos; si se separan y se colocan en situaciones diferentes, desaparece la contradicción. Por tanto, parece que 1 Cor 6,1-11 no
estaba originalmente donde está; y dadas las repeticiones mencionadas de 5,9-10 y 6,9-10, es probable que 6,1-11 sea parte de la carta anterior referida en 5,9. El tercer indicio se puede ver en 1 Cor 10,1-22. El texto ofrece una respuesta negativa y tajante a la posibilidad de participar en las comidas en que se comparte carne sacrificada a los ídolos: «no podéis participar de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios; ¿o es que queremos provocar los celos del Señor?» (1 Cor 10,21-22). Sin embargo, el contexto literario en el que está este fragmento (1 Cor 8,1–11,1) ofrece una respuesta afirmativa mucho más matizada a la misma pregunta, como hemos visto en el capítulo cinco. Así, en 8,4-6, Pablo reconoce que el monoteísmo desacraliza cualquier carne ofrecida a lo que no se considera dios y, por tanto, no tiene valor religioso; si alguien quiere participar en tales comidas lo puede hacer sin problemas de conciencia, incluso aunque sea en el templo de una divinidad pagana (8,10). Lo mismo ocurre en 10,27: Pablo acepta que un creyente participe de cualquier comida en casa de un no creyente. Nos encontramos, pues, desde 8,1 hasta 11,1 con una sección coherente temáticamente, pero en la que Pablo ofrece respuestas diferentes. La hipótesis más lógica para resolver este problema es considerar 10,1-22 parte de una carta anterior en la que Pablo respondía negativamente y sin matices a la posibilidad de participar para evitar problemas; sin embargo, las resistencias a esa respuesta por parte de algunos y la necesidad de ofrecer razones coherentes con su propia cosmovisión le obligaron a matizar y corregir su postura, permitiendo esas comidas cuando no causaran problema a otros (8,7-13). Por tanto, 1 Cor 10,1-22 pertenece a una carta anterior y 8,1–9,27 y 10,23–11,1 a una posterior; 10,1-22 pudo ser contemporánea del fragmento que hemos visto más arriba (6,1-11), como veremos. El cuarto indicio afecta a otro texto que parece romper la secuencia epistolar: 1 Cor 11,234. A partir de 1 Cor 7,1, Pablo comienza a dar respuesta a una carta que le traen los de Cloe (citados en 1,11): «En cuanto a lo que me habéis escrito... (peri de hôn egrapsate...)». Esta fórmula se repite básicamente en otros cinco lugares: 7,25; 8,1; 12,1; 16,1 y 16,12, donde responde a las preguntas que le habían escrito los corintios. Sin embargo, este fragmento (11,2-34) cambia de tema, abordando desórdenes de la celebración de la cena del Señor sin responder a ninguna pregunta. Por otra parte, al acabar (11,34), deja el tema inconcluso para abordarlo con detenimiento en una próxima visita que Pablo tenía planeada; sin embargo, se trata con detalle en 12,1–14,40, que sí se inicia con la fórmula anterior (peri de...). Por lo tanto, parece que Pablo trató el tema del correcto modo de celebrar la cena del Señor de un modo breve en 11,2-34 porque pensaba aclarar todo en persona en un viaje próximo. Como ese viaje se retrasó, le escribieron los corintios pidiéndole aclaraciones sobre el orden de las asambleas, a lo que respondió en 12,1–14,40. Por tanto, es probable que 11,2-34 pertenezca a una carta anterior y 12,1–14,40 a una posterior. El quinto indicio se percibe en 1 Cor 15,1-58, dedicado al tema de la resurrección de los
muertos. Este fragmento no es respuesta a ninguna de las preguntas planteadas ni viene introducido con la fórmula peri de; parece que Pablo ha sido informado solo de forma oral (15,12). Este fragmento, además, tiene continuidad temática y formal en 16,13-18, que pertenecería a la misma carta. Se trataría, pues, de un fragmento que formaría parte, con los anteriores mencionados, de la carta citada por Pablo en 5,9. Por fin, el sexto indicio ayuda a comprender los anteriores y se refiere a la mención de dos grupos independientes de informadores: en 16,17-18, Pablo cita a Estéfanas, Fortunato y Acaico, que lo han visitado y de quienes dice que «han tranquilizado mi espíritu y el vuestro»; en 1,11, sin embargo, Pablo menciona a otros, «los de Cloe», que le informan de algunas divisiones y problemas de comportamientos sexuales inadecuados y le traen una carta con algunas preguntas por parte de la comunidad (a la que responde a partir de 7,1). Bien puede tratarse de referencias a dos momentos diferentes; primero Estéfanas y sus acompañantes le llevaron de palabra información sobre la comunidad y Pablo respondió con una primera carta (llamada generalmente Cor A, que comprendía 1 Cor 6,1-11; 10,122; 11,2-34; 15,1-58; 16,13-18); después llegaron los de Cloe con más información y una misiva con seis preguntas; a todo ello responde en una segunda carta (llamada Cor B, que contenía el resto de 1 Cor, es decir: 1 Cor 1,1–5,13; 6,12–9,27; 10,23–11,1; 12,1–14,40; 16,112.19-24). El recopilador que puso juntas ambas cartas para formar la actual 1 Cor dividió las cartas originales en fragmentos según los asuntos que trataban y los unió todos de nuevo agrupándolos temáticamente; eso hace que el resultado tenga cohesión temática pero tensiones internas.
2.2. Segunda Carta a los Corintios El caso de la segunda Carta a los Corintios es, si cabe, más complicado, porque la amalgama de cartas originalmente independientes agrupadas en 2 Cor es difícil de aclarar. Existe un consenso muy extendido que reconoce que Pablo no compuso esta carta tal como la conservamos, sino que se agrupó a partir de cuatro (aunque el número de estas varía de un estudioso a otro), enviadas en momentos diferentes (Betz 1992). La razón más importante es la confusión cronológica de las informaciones que Pablo da en 2 Cor sobre sus viajes o proyectos de viaje y del envío o proyecto de envío de colaboradores; esas referencias son imposibles de ordenar si se toma como una carta unitaria; además, son también indicios las rupturas en la secuencia epistolar o el diferente tono y tenor de los distintos fragmentos; vamos a ver algunos. El primer indicio, como en 1 Cor, es una doble referencia a una carta anterior que se escribió «con lágrimas en los ojos y el corazón angustiado» (2 Cor 2,3-4; 7,8); sin embargo, una carta así no coincide ni con Cor A ni con Cor B, que componen 1 Cor. Como en la referencia de 1 Cor 5,9, podemos suponer que se trata de una carta contenida en la actual composición que forma 2 Cor.
El fragmento que con más claridad rompe la secuencia epistolar de esta carta es 2 Cor 2,14–7,4: si nos saltamos estos versículos y leemos seguido 2,12-13 y 7,5-7 percibimos la unidad y la continuidad temática. Por su parte, el fragmento mencionado tiene su propia unidad y coherencia en su forma y contenido; parece una apología de Pablo ante unos opositores que no le consideran capaz para la misión que él mismo se propone; estos capítulos se han identificado como Cor C y está insertada ahí por medio de la «palabra grapa» «tribulación» que se repite en 7,4 y 7,5; el fragmento que se inicia con una referencia al «triunfo» de Cristo (2,14) parece explicar las tribulaciones de los viajes de Pablo como parte de su paradójico triunfo. El siguiente indicio es una repetición llamativa. En 9,1-15 Pablo reitera el mismo tema y las mismas ideas que en los versículos anteriores (8,1-24), creando una innecesaria sensación déjà vu. El capítulo 8 es una carta de recomendación de Tito (y otro hermano) que Pablo escribe a los corintios para estimular su generosidad y que le entreguen el dinero de la colecta que se enviará a Jerusalén. El capítulo 9 es la misma carta de recomendación, con mínimas variantes, que Pablo envía para animar la colecta de las demás comunidades de Acaya (9,2) y que expide a través de los mismos emisarios anteriores (Tito y el «hermano»). No tiene mucho sentido que Pablo hubiera escrito ambos fragmentos en la misma carta; lo que parece más probable es que alguien los unió más tarde en una única carta. Por último, nos encontramos con un salto abrupto en el tema y, sobre todo, en el tono en 10,1–13,13, donde la ironía, el sarcasmo, el insulto y la amenaza dan idea de la intensidad con la que Pablo escribe este fragmento; está escrito con mucha pasión, con dolor de corazón y emoción, como si escribiera «con lágrimas en los ojos y el corazón angustiado» (2 Cor 2,3-4). Veamos un ejemplo: «Lo que hago continuaré haciéndolo para quitar todo pretexto a los que lo buscan con el fin de ser iguales a nosotros en lo que se glorían. Porque esos tales son unos falsos apóstoles, unos trabajadores engañosos, que se disfrazan de apóstoles de Cristo...» (2 Cor 11,12-13). Estos tres capítulos formarían una carta independiente, la mencionada en 2,3-4 y 7,8, escrita con posterioridad a Cor C, en un momento en el que la tensión con los corintios había llegado a su momento más crítico por la intervención de los que Pablo llama, irónicamente, «superapóstoles». Estos indicios, reducidos aquí casi a datos telegráficos, apuntan a la existencia de cuatro cartas, como hemos dicho, originalmente independientes y agrupadas posteriormente en la actual 2 Cor: Cor C (2 Cor 2,14-7,4) es una carta de carácter apologético en la que Pablo se defiende ante unos recién llegados a Corinto que ponen en duda su misión; Cor D (2 Cor 10,1–13,13) es una carta muy dura, escrita con lágrimas y dolor de corazón, en la que Pablo se enfrenta dialécticamente con unos a los que llama «superapóstoles» porque le descalifican a él y a su misión; Cor E (2 Cor 1,1–2,13; 7,5–8,24) es una carta de reconciliación, escrita una vez que la tensión con los corintios se ha resuelto gracias a la
intervención de Tito; es mucho más amable y afectiva, y en ella retoma el tono y la cercanía de las primeras cartas; Cor F (2 Cor 9,1-15) es una credencial para recoger la colecta de las demás asambleas de Acaya, casi copia de la que había enviado en Cor E a los de la ciudad de Corinto una vez que ya se habían reconciliado. La recopilación se realizó tomando la base de Cor E, la carta de reconciliación, a la que se añadieron las demás, colocándolas donde mejor encajaban por su contenido y tema, para dar al conjunto un sentido coherente.
2.3. Carta a los Filipenses La unidad literaria de Flp afecta, fundamentalmente, al fragmento Flp 4,10-20, que se considera una breve misiva de agradecimiento por la ayuda recibida; Flp 3,1–4,1 plantea dudas de autenticidad paulina, es decir, muchos se preguntan si se trata de una glosa o no, pero pocos sostienen que se trate de un fragmento original e independiente de Pablo colocado posteriormente ahí (Koester 1988, 645-647). La razón más importante para considerar la independencia de 4,10-20 es la diferente situación a la que hace referencia: en este fragmento Epafrodito acaba de entregarle a Pablo una ayuda económica mientras está en la cárcel en Éfeso; este breve texto parece escrito para agradecer inmediatamente la ayuda recibida y ser enviado con el mismo Epafrodito de vuelta a Filipos. Sin embargo, en 2,25-30 descubrimos una situación posterior: Pablo escribe a los filipenses para anunciarles la vuelta de Epafrodito, quien se había demorado más de lo esperado porque tuvo que reponerse de una grave enfermedad. De la situación descrita en 4,10-20 a la descrita en el resto de la carta y reflejada en 2,2539 han transcurrido algunos meses. Esto ha sugerido la idea de dos cartas: Flp A (Flp 4,10-20) sería una carta de agradecimiento que Pablo envió a Filipos (o pretendió enviar) al recibir la ayuda económica que le mandaban al inicio de su estancia en la cárcel; Flp B (1,1–4,9; 4,21-23) fue escrita tras la convalecencia de Epafrodito que ya podía volver; aprovechando esa circunstancia, Pablo intenta solventar unos problemas de división interna, enfrentamientos y falta de identidad que amenazan la asamblea de Filipos. El recopilador puso al final de Flp B la carta de agradecimiento (Flp A) para resaltar la generosidad de los filipenses y subrayar la estrecha relación que esa asamblea mantuvo con Pablo durante su vida.
2.4. Carta a los Romanos Aunque se han planteado más posibles fragmentos independientes (el capítulo 15, por ejemplo), el texto más discutido de esta cartas es, sin duda, el capítulo 16 (Fitzmyer 1993, 57; Donfried y Manson 1977). Los indicios de recopilación son fundamentalmente dos:
por una parte, el final de la carta que aparece en Rom 15,33, con la fórmula con la que suele terminar Pablo sus misivas, que sugiere que la carta acababa originalmente ahí; por otra parte, el contenido de ese capítulo, en el que destacan varios detalles extraños que apuntan a otros destinatarios diferentes a los romanos. En primer lugar, está la atrevida petición a una comunidad con la que Pablo no había tenido relación personal, para que acojan a una persona (la diaconisa Febe: 16,1-2). Esta petición resulta extraña, además, por la forma; Pablo da por supuesto no solo que la van a recibir sino que le van a ayudar en todo lo que necesite. Llama la atención esta libertad y confianza cuando él mismo escribe con mucha cautela y respeto al pedirles que lo acojan de camino a España (15,24); parecería que Pablo se dirige en esos versículos a una asamblea conocida, una con la que tiene suficiente confianza como para tal petición. En segundo lugar, Pablo menciona nominalmente a varias personas cuyas localizaciones están más cerca de Éfeso que de Roma. Así, por ejemplo, Pablo saluda a Prisca y Áquila, de quienes dice que expusieron sus cabezas para salvarlo (16,4) y a quienes agradece su trabajo, tanto en su nombre como en el de las «asambleas de la gentilidad», en referencia a todas las que él ha fundado. Además, saluda a la «asamblea que se reúne en su casa», como saludando a un grupo al que conoce personalmente. La última noticia (antes de esta carta) que teníamos de esta pareja y de la asamblea que se reúne en su casa está en 1 Cor 16,19, que los sitúa en Éfeso. Allí también los sitúa Lucas cuando los menciona en Hch 18,18.26. En Rom 16,5, Pablo menciona a Epéneto, de quien dice que es «primicia del Asia para Cristo», para recordar que fue uno de los primeros que creyeron en Cristo en Asia, es decir Éfeso, la capital. En 16,7 dice de Andrónico y Junia, además de que son ilustres entre los apóstoles, que fueron compañeros de prisión; esta prisión fue la que tuvo que soportar en Éfeso. El resto de la larguísima lista de saludos, la lista más larga de todas las cartas de Pablo, está llena de referencias íntimas, con nombres y episodios compartidos, algunos colaboradores estrechos en la creación de asambleas, con un gran conocimiento de las circunstancias personales; todo ello ha planteado muchas dudas sobre los destinatarios originales: ¿cómo es posible que Pablo conociera en una ciudad que no había visitado nunca a tantas personas por sus nombres, algunos colaboradores, y tantos datos personales? ¿Por qué esas referencias personales y los datos circunstanciales apuntan a la asamblea de Éfeso? ¿No será que Rom 16 era en realidad una breve misiva para Éfeso en la que pedía que acogieran a Febe y en la que aprovechaba para enviar saludos a la comunidad en la que más tiempo había pasado, antes de emprender el viaje más delicado de su misión independiente? Esto sugiere que la actual Carta a los Romanos está formada por dos cartas originalmente independientes: Rom A (Rom 16,1-23) es una carta breve dirigida a las asambleas de Éfeso en la que Pablo recomienda a Febe y envía saludos con el fin de sentirse arropado ante el viaje a Jerusalén con la colecta, en el que se jugaba su comunión con las
asambleas de Judea; Rom B (Rom 1,1–15,33), por su parte, es una carta de preparación de su viaje a Roma, en la que quiere presentarse y exponer su misión para ser acogido cordialmente antes de emprender su viaje hacia Occidente. El recopilador pudo colocar Rom A al final de Rom B para presentar a Pablo en estrecha relación con las influyentes comunidades de Roma, siendo así que se estaban convirtiendo en asambleas con un peso creciente.
3. El nacimiento del corpus paulino Las cartas originales de Pablo y las atribuidas a él o pseudoepígrafas han formado un corpus de textos que han tenido mucho influjo en la construcción de Occidente y en la tradición cristiana. La formación de este conjunto de cartas que, como hemos dicho, está en la base de la formación del canon cristiano, resulta un proceso complejo y difícil de concretar, porque tenemos pocos datos. Un primer paso importante fue el que hemos descrito en el punto anterior, realizado al poco tiempo de la muerte de Pablo: el proceso de recopilación y agrupación de cartas originalmente independientes, enviadas a los mismos destinatarios en una ciudad. Así, cuando el proceso de creación del corpus paulino comienza, ya se habían reunido las cartas originales de Pablo en siete cartas. Esta concentración local tras la muerte de Pablo inició la tendencia a agrupar más cartas, aunque estuviesen dirigidas a otra ciudad. La noticia más antigua de un intercambio epistolar entre destinatarios de diferentes ciudades aparece en Col 4,16: «Una vez que hayáis leído esta carta entre vosotros procurad que sea también leída en la Iglesia de Laodicea. Y vosotros leed la de Laodicea». Igualmente, en 2 Tes 2,2.15; 3,17, los autores dicen conocer otras cartas de Pablo, entre las que obviamente estaría 1 Tes. En ambos casos se trata de cartas deuteropaulinas, escritas durante la segunda generación por discípulos de Pablo. Este dato apunta a una primera conclusión: parece que tras la muerte de Pablo, cuando se corría peligro de perder su memoria, se planteó el intercambio de cartas entre asambleas y la recopilación de las mismas. Fuera del corpus paulino, la referencia más clara a una colección de cartas de Pablo es 2 Pe 3,15-16: «La paciencia de nuestro Señor juzgadla como salvación, como os lo escribió también Pablo, nuestro querido hermano, según la sabiduría que le fue otorgada. Lo escribe también en todas las cartas en las que habla de esto. Aunque hay en ellas cosas difíciles de entender, que los ignorantes y los débiles interpretan torcidamente –como también las demás Escrituras– para su propia perdición». Este texto, probablemente compuesto a comienzos del siglo II , es un hito en la historia de las cartas de Pablo puesto que indica que se las empieza a considerar como «Escritura». Esta alusión coincide cronológicamente, tal como hemos dicho, con el transcendental cambio que se ha producido entre los seguidores de Jesús después de la conquista de Jerusalén y la
destrucción del templo el año 70 d.C., y apunta a la segunda conclusión: el afán por recopilar, agrupar y conservar las cartas de Pablo coincide con el enfriamiento de la espera de la parusía y con el desplazamiento del centro de atención hacia la permanencia y el entendimiento con el Imperio. En 2 Tim 4,13, los autores de esa carta, en nombre de Pablo, piden que les traigan «los libros [ biblia] y, sobre todo, los pergaminos [ membranas]», probablemente en referencia a un códice. Este dato se ha interpretado como prueba de la preferencia de los creyentes en Cristo del siglo II por el códice como mejor forma material de agrupar los textos considerados sagrados. En cualquier caso, esta alusión coincide temporalmente con el inicio de los primeros restos materiales conservados de los seguidores de Jesús (papiros, pergaminos, códices), que datan desde el siglo II en adelante: el Papiro 46 (Chester Beatty II), el Papiro 30 (Oxirrinco 1598), el Papiro 92 (Medinet Madi 69.39a y 69.229a), el Canon de Muratori, etc. Además, hacia finales del siglo I , encontramos alusiones más o menos directas a colecciones de cartas de Pablo en Ignacio de Antioquía, Policarpo de Esmirna y Clemente de Roma, que dan signos de conocer una indeterminada colección de cartas de Pablo. Hacia el año 140 d.C., Marción realiza su propia colección en la que agrupa diez de las cartas atribuidas a Pablo. A partir de esa fecha los testimonios se multiplican, siendo quizá los más significativos los de Clemente de Alejandría y Tertuliano de Cartago hacia finales del siglo II , que son testigos de una colección de cartas en la que aparecen todas las atribuidas a Pablo en el actual canon cristiano menos Hebreos. Estos datos son una prueba clara de la agrupación de estas cartas desde comienzos del siglo II , quizá finales del siglo I (Hurtado 2010, 47-49) y apuntan hacia una tercera conclusión: las cartas de Pablo, conforme se fueron agrupando, adquirieron un significado, una autoridad y una influencia cada vez mayor. El contexto más plausible para esta tarea «escolar» (la recopilación, agrupación, adaptación y ampliación de las cartas de Pablo) es la ciudad de Éfeso. No solo es la ciudad en la que más tiempo pasó durante su etapa de misionero independiente, sino que allí escribió buena parte de sus cartas originales. Además, Lucas dice que acostumbraba a reunirse allí, en la escuela de Tirano (Hch 19,9); la presencia de sus colaboradores en esta ciudad, junto con seguidores de Jesús de otros círculos, se hace patente en Éfeso muy pronto. No es seguro que allí conservaran copias originales de las cartas, puesto que Pablo no esperaba que permanecieran en el tiempo; pero sí resulta plausible que en cada asamblea local agruparan la correspondencia que tenían de Pablo, una vez que se había muerto y la parusía se retrasaba, como hemos dicho. Estas primeras agrupaciones, a partir de cartas originalmente independientes, se pusieron en circulación para que llegaran a otras asambleas de otras ciudades. En Éfeso podemos suponer que se realizó una (¿primera?) colección de todas las cartas originales. Esa colección (que algunos han
llamado ecuménica) sería la base para la posterior ampliación mediante la añadidura de nuevas cartas (pseudoepigráficas) y de glosas. Todo este proceso y las primeras valoraciones plantean cuestiones interesantes: ¿qué valor tenían las cartas de Pablo en su origen y cómo evolucionaron? ¿Qué autoridad tenía su autor en vida y cómo cambió tras su muerte? ¿En qué contexto se comenzaron a recopilar, agrupar, transformar y ampliar las cartas de Pablo? ¿Qué consecuencias tuvo para su interpretación la incorporación en una colección en la que se podían leer todas? ¿Cómo modificó la interpretación de las originales la creación, difusión y yuxtaposición de las cartas posteriores pseudoepigráficas? ¿Cómo afectó a la fe en Jesús este proceso de recopilación creciente de cartas originales, pseudoepigráficas, glosas...? Hay ciertos indicios que apuntan la posibilidad de que Pablo contara con que sus cartas iban a ser leídas en el contexto de la Cena del Señor (cf. 1 Cor 11,17-34) y que sus fórmulas inicial y conclusiva estaban pensadas para ello («La gracia y la paz esté con vosotros», «La gracia de nuestro Señor, Jesús Mesías, esté con vosotros»...). Por otra parte, aunque su autoridad fue muy discutida, como vimos en capítulos anteriores, no cabe duda de que muchos de los miembros de las asambleas que él creó lo tenían por apóstol con autoridad. Su muerte significó para ellos, como para los colaboradores más estrechos, una pérdida irremplazable; lo que quedaba de él, además de sus asambleas, era su memoria en forma de cartas a las comunidades. Resulta plausible pensar que todo ello contribuyó a un afán por conservar esas cartas como si fueran su testamento, su herencia a la ekklêsia, su forma de mantener viva su memoria. Si esto es así, las celebraciones en las que se seguían leyendo contribuyeron enormemente al aumento de su estima, autoridad e influencia, favoreciendo, primero, las distintas recopilaciones y agrupaciones de sus cartas y, después, la ampliación de las mismas con otras escritas en su nombre. Una última conclusión de esta situación es que la interpretación de sus cartas se generalizó, se abstrajo, es decir, adquirieron un carácter universal porque se perdió la peculiar conexión entre la situación original de los destinatarios y la estrategia de Pablo para afrontarla; ahora «Pablo» escribía en ellas a todos los creyentes de cualquier tiempo y lugar. Pablo el apóstol y misionero se transformó en un corpus que tuvo un peso incomparable, dándole a su figura y memoria una importancia mayor de la que había tenido, en el conjunto del naciente cristianismo, su propia misión.
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Pablo y la memoria de Jesús CAPÍTULO 7
Nunca se conocieron personalmente, pero su relación ha sido causa de encendidos debates en la historia; Jesús de Nazaret y Pablo de Tarso han protagonizado curiosos encuentros virtuales, tanto en la memoria de los primeros seguidores de Jesús como en la del cristianismo una vez que se desarrolla como religión. La memoria que del primero conservó el segundo y la fidelidad o infidelidad del segundo respecto del proyecto del primero han espoleado los debates teológicos e históricos durante muchos siglos. ¿Qué conocimiento tuvo Pablo de Jesús y de la tradición de sus dichos y hechos? ¿Quién conservó y desarrolló esta tradición? ¿Qué actitud tomó Pablo hacia ella? ¿Qué lugar ocupa Pablo en la historia iniciada por los seguidores de Jesús? ¿Qué imagen tuvo Pablo de Jesús y cómo influyó en la de los demás seguidores? ¿Cómo ha influido Pablo en la(s) cristología(s) del nacimiento del cristianismo y después?, etc. La complejidad de este tema viene dada, no únicamente por la escasez y ambigüedad de los datos sobre Jesús y Pablo, sino también por el carácter de ambas personas históricas. Me voy a centrar, por razones de brevedad y claridad, en tres de estas preguntas con la idea de exponer los problemas y consecuencias que están en juego y ofrecer algunas pistas para entenderlas mejor. En primer lugar, voy a indicar la importancia de ubicar a Jesús y a Pablo en su tiempo y lugar, destacando tanto lo que los une en ese sentido como lo que los diferencia; en segundo lugar, presentaré el problema del conocimiento que Pablo tuvo de Jesús y su tradición, así como sus consecuencias; y en tercer lugar, a modo de conclusión, sintetizaré algunos rasgos de la aportación paulina al surgimiento y desarrollo de la memoria de Jesús en el naciente cristianismo. La Crítica de la Redacción (se conoce por el término alemán Redaktiongeschichte) generalizó a mediados del siglo XX la idea de que cada evangelista había utilizado y
modelado la tradición de Jesús para formar una imagen definida y personal de él, de modo que se distinguiera de otras. De acuerdo a esta idea, antes de la redacción de los Evangelios Sinópticos a partir del año 70 d.C., la tradición de Jesús no tenía el grado de coherencia que adquiriría después y era objeto de diferentes, e incluso contradictorias, interpretaciones. Esta tradición presinóptica presentaba ese rostro ambiguo y contradictorio, porque Jesús no había puesto interés en darle coherencia (Conzelmann 1974). Estudios interdisciplinares posteriores han confirmado la idea de que la tradición de Jesús dependía fundamentalmente de su carisma y este es, por definición, arbitrario (Sanders 1998). La arbitrariedad, es decir, el recurso a las paradojas y contradicciones unto con los inesperados cambios de dirección en el mensaje y la vida de un carismático, contribuyen a aumentar su carisma porque mantienen por más tiempo la autoridad en sí mismos (al ser impredecibles evitan que otros usurpen su autoridad) y retrasan el proceso de institucionalización. Por lo tanto, la coherencia, desde determinado punto de vista, ya no resulta tan útil para juzgar la historicidad de los dichos de Jesús y de Pablo. Otros muchos autores han estudiado, igualmente, la coherencia y la lógica de Pablo en sus cartas (cf. Mayordomo-Marín 2005) llegando a resultados muy plurales, aunque la mayoría reconocen, de partida, problemas similares a los planteados por Sanders: que Pablo no muestra especial preocupación por parecer coherente o consistente. Esta es una de las dificultades para acercarnos y conocer las figuras históricas de Jesús y Pablo: su carisma. Por tanto, vamos a presentar el escenario histórico de la primera generación de seguidores de Jesús (del 30 al 70 d.C.) teniendo en cuenta que su tradición carecía de la coherencia que adquirirá con las redacciones de los relatos evangélicos (y otros) y favorecía el surgimiento de tradiciones divergentes, conflictos entre grupos y posiciones diversas.
1. Pablo y Jesús en su(s) tiempo(s) La cartas originales de Pablo, escritas en la década de los años 50, son la fuente histórica más antigua para conocer las tradiciones prepaulinas y el cristianismo primitivo de la primera generación (30-70 d.C.), pero no es la única. Entre Jesús y Pablo encontramos un complejo entramado de círculos de seguidores parcialmente solapados o interconectados, bien por dependencia bien por oposición, cuya tradición cristalizó en la segunda generación (70-110 d.C.) en una miríada de textos apostólicos, de los que conservamos la mayor parte. Esa complicada red de círculos de seguidores incluye, en primer lugar, a los grupos de seguidores de Jesús en Galilea (el movimiento sapiencial o creyentes galileos); en segundo lugar, a los círculos de Judea y Jerusalén (creyentes «hebreos»); en tercer lugar a los grupos de creyentes en Cristo de la diáspora (los creyentes «helenistas»); en cuarto lugar están los círculos joánicos, que tuvieron una trayectoria particular; incluye, además, todas las corrientes internas diferentes dentro de cada una de estas cuatro grandes tradiciones (Aguirre 2010). No sería, pues, justo ni riguroso olvidar la aportación
de otros muchos creyentes anónimos durante la primera generación. De todos estos círculos, la conexión histórica más importante entre Jesús y Pablo es la tradición de los que hemos llamado «helenistas», aquella que primero extendió la memoria y culto de Jesús más allá de las fronteras geográficas de Israel. De ella Pablo heredará una particular comprensión del acontecimiento de la muerte de Jesús, que desarrollará por su cuenta y será la base de la tradición llamada «pagano-cristiana». Este eslabón, que contiene influencias de otras tradiciones, determina el lugar y la originalidad de Pablo con respecto a los demás creyentes en Jesús y, especialmente, especialmente, con respecto a Jesús Jesús mismo. m ismo.
1.1. Analogías entre Jesús y Pablo Pablo comparte con Jesús una serie de perspectivas, enfoques y visiones del mundo que se distancian de las perspectivas, enfoques y visiones que desarrollarán los creyentes en Cristo a partir del año 70 d.C. Dicho de otro modo, más allá de las diferencias evidentes que después vamos a recoger, las analogías entre Jesús de Nazaret y Pablo de Tarso sobresalen al contemplar a estos dos personajes históricos en el proceso de construcción del naciente cristianismo, desde la muerte mu erte de Jesús hasta Ireneo, aproximadamente aproximadamente entre el 30 y el 190 d.C. Estos puntos compartidos son, fundamentalmente, tres: la perspectiva escatológica, la concepción política de la religión y el horizonte de la renovación de Israel, a los que habría que sumar el mencionado hecho de que ambas personas históricas tuvieran, cada uno a su modo, una personalidad carismática irrepetible (Barbaglio 2009). En primer lugar, ambos compartieron una perspectiva más escatológica que apocalíptica. Estos términos se solapan muchas veces y se utilizan a menudo como sinónimos, pero no lo son. La perspectiva apocalíptica era muy popular en tiempo de Jesús y Pablo, y viene determinada por un esquema dualista de la historia que oponía el mundo presente al futuro: el presente estaba corrompido y era necesaria (y segura) una intervención de Dios que hiciera justicia. Tanto Jesús como Pablo estaban bajo el influjo de esta cosmovisión hegemónica y popular. Sin embargo, no es lo que domina su visión del mundo; ambos, a diferencia de esas visiones radicalmente apocalípticas, comprendían el tiempo presente como un tiempo de posibilidades, de esperanza, de novedad; creían que el presente era un momento decisivo que abría posibilidades nuevas para todas las personas, independientemente de su condición. Jesús, por una parte, proclamó con sus dichos y hechos que el reino de Dios ya había comenzado (cf. Mc 1,15; Lc 11,20) y que se instauraría completamente en la futura intervención de Dios. Pablo, por otra parte, creyó que esa intervención decisiva de Dios había ocurrido ocurrido ya en el acontecimiento de la muerte y resurrección resurre cción de Jesús, Jesús , y que se completaría con la llegada inminente inmi nente del Señor para uzgar. Este pequeño desfase provocará una perspectiva diferente que subrayaré más adelante, pero no oculta el hecho de que ambos compartieron la convicción de una intervención definitiva por parte de Dios en el presente, en el transcurso de sus vidas.
Esta confianza generó en ambos un estilo de vida y una estrategia de misión que compartía la intensidad, la urgencia y la entrega al momento histórico que vivían como si fuera el definitivo. Más tarde, los seguidores de Jesús de la segunda y, especialmente, la tercera generación, suavizarán suavizarán esa urgencia u rgencia al tiempo que establecerán instituciones para organizar la agitación y encauzar la intensidad inicial en modos históricos que pudieran durar en el tiempo. En segundo lugar, Jesús y Pablo comparten una misma comprensión de la religión que podríamos llamar «religión política», en el sentido aristotélico de religión del ámbito público, de la polis. Ninguno de los dos pretendieron ofrecer orientaciones únicamente para para los aspectos personales de la relación del creyente con Dios, ni se limitaron al ámbito de la casa como horizonte de su misión, sino que más bien comprendieron y anunciaron, cada uno a su modo y con estrategias diferentes, que Dios quiere un mundo nuevo, un nuevo modo de relacionarse todas las personas entre sí, un nuevo modo de relacionarse con Dios, de acuerdo al rostro de Dios que ambos predicaban. En otras palabras, el objetivo de ambos no era únicamente transformar la casa como ámbito privilegiado de relación con Dios, sino transformar toda la ciudad, los espacios y relaciones públicos para que todo ello se adecuara al Dios del Reino; por ello se enfrentaron con muchas de las estructuras e instituciones básicas de la cultura mediterránea oriental del siglo I . Posteriormente, los discípulos de Pablo de la segunda generación que escribieron las cartas deuteropaulinas (Col y Ef) y los de la tercera generación que escribieron las cartas pastorales (1 Tim, 2 Tim y Tit), adoptaron la casa patriarcal como estrategia básica de inserción en la sociedad, sociedad, lo que supuso s upuso un cambio decisivo en la práctica práctica de Jesús y Pablo y significó signif icó la asunción asunció n de la casa como estructura estru ctura básica de la ekklêsia y el desplazamiento desplazamiento hacia h acia una «religión doméstica». En tercer lugar, tanto Jesús como Pablo tenían en su horizonte la renovación de Israel, si bien de modos diferentes. diferen tes. Mientras Mien tras que Jesús inició un movimient movim ientoo de restauración intrajudío cuyo confín era probablemente las fronteras de Israel (cf. Mt 10,5-6), Pablo pretendió la transformación del judaísmo por medio de la incorporación de paganos al pueblo elegido (cf. Rom 9–11). Sin embargo, a ambos les une la ausencia de interés por fundar una religión (entendida esta como un sistema organizado de valores, ritos y normas separado de los que existen en su entorno). Ambos, por tanto, comparten sus profundas raíces judías y su voluntad de darle pleno sentido al pueblo de Dios, sentando las bases para ese proceso de reconstrucción; con el tiempo, tras la segunda y tercera generaciones, esta construcción se definirá frente al judaísmo y demás cultos como una nueva religión.
1.2. Diferencias entre Jesús y Pablo Sin embargo, subrayadas las analogías entre Jesús y Pablo, es necesario señalar algunos
de los puntos en los que se distancian el uno del otro, en gran medida por su diferente origen. Así, en primer lugar, mientras que Jesús fue un judío galileo, rural, su mundo transcurría en las pequeñas aldeas (sin acercarse a las grandes ciudades como Séforis o Tiberíades) y utilizaba imágenes y lenguaje propios del ámbito rural de Galilea, Pablo fue un judío de la diáspora, urbano, que visitó únicamente las ciudades más importantes del Imperio y se movía entre ellas a través de las grandes vías de comunicación, utilizando el lenguaje y las imágenes propias de este nuevo contexto urbano. Esta dislocación supuso, entre otras consecuencias, un desenraizamiento palestino del evangelio y un enraizamiento grecorromano, que se concretó no solo en la traducción al griego de las tradiciones arameas sobre Jesús, sino en la utilización de modelos culturales grecorromanos para una exposición relevante del evangelio. Ejemplos de estos modelos, como hemos visto en el capítulo cuarto, son las asociaciones voluntarias o la ekklêsia de la ciudad, además del uso de la retórica, imágenes urbanas, etc. (cf. 1 Cor 9,24-27). Una ulterior consecuencia de este desenraizamiento es lo que algunos han llamado la «desnacionalización de la restauración judía», es decir, ampliar el proyecto de Jesús más allá de las fronteras nacionales o étnicas de Israel (Fredriksen 2000, 174-175). Así, mientras que las audiencias de Jesús eran exclusivamente palestinas (judías de Galilea y Judea) y no sentían apenas la influencia de la religión oficial del Imperio, las audiencias de Pablo eran predominantemente paganas (no judías y judías de la diáspora), acostumbradas a la pluralidad y competitividad de cultos, y al omnipresente culto imperial con su teología del poder y el sometimiento. Igualmente, mientras que Jesús no utilizó el discurso teológico para convencer a sus audiencias sino que buscó suscitar la imaginación con parábolas, mover la voluntad con breves historias, generar adhesión al reino de Dios, Pablo, por su parte, puso más énfasis en activar la inteligencia y la comprensión de su audiencia, en pensar la realidad desde nuevas claves de interpretación y así mostrarlo, most rarlo, con convicción y argumentación argumen tación teológica; teoló gica; Jesús Jes ús prefirió la parábola parábola y la metáfora al discurso, la retórica o la exhortación, mientras que Pablo prefirió esto último a lo primero. Estas diferencias hacen que, más allá de las coincidencias iniciales, Jesús y Pablo aparezcan en la primera mitad del siglo primero como personajes más distanciados de lo que realmente estuvieron. En segundo lugar, y como consecuencia de lo precedente, otra diferencia distancia a Pablo de Jesús y sus discípulos judeos (judíos de Judea), contemporáneos de Pablo, que continuaron el estilo de vida de Jesús. Así, mientras mientras estos últimos asumieron asum ieron como forma social de ser en el mundo la «secta» (hairesis) , Pablo asumió el modelo de «culto» (White 2007, 170). El modelo de secta viene definido por los sociólogos como un «movimiento de regeneración separatista —o cismático— que surge dentro de un sistema establecido y religiosamente definido con el que comparte una visión simbólica del mundo». Este es el que asumieron Jesús y sus seguidores en Palestina. Estos seguidores judeos son judíos
creyentes en Jesús con un horizonte nacional. Esta doble realidad, su identidad judea y su fe en Jesús, generó grandes tensiones con su entorno cultural, que las resolvieron intensificando las diferencias y relativizando las semejanzas, de modo que terminaron por ser expulsados de la sinagoga. Algunas tradiciones como la recogida en el evangelio de Mateo o la carta de Santiago reflejan la pervivencia de este modelo en la segunda generación. Por su parte, un «culto» viene descrito como un «movimiento integrador, a menudo sincretista, que se importa eficazmente —por traslado o mutación— a otro sistema cultural religiosamente definido, con el que trata de sintetizar su novedosa visión simbólica del mundo». Pablo, como los judeos, era judío creyente en Jesús, pero, a diferencia de ellos, tenía un horizonte grecorromano, una voluntad internacional, que creará otras tensiones marcadas por la diferencia con ese contexto cultural. De acuerdo a este modelo, Pablo y sus asambleas, para resolver esas tensiones, intensificaron las semejanzas y relativizaron las diferencias, de modo que terminaron insertándose en el mundo grecorromano, aunque sin diluirse totalmente, manteniendo una originalidad. Estos dos modos de estar en el mundo a partir de la fe en Jesús, generaron, adicionalmente, muchas tensiones internas entre los diferentes círculos del naciente cristianismo y nos muestran las diferencias prácticas más claras entre la tradición judea y la tradición paulina.
2. El conocimiento que Pablo tuvo de Jesús Vamos a fijarnos ahora en la segunda de las preguntas que nos hemos propuesto responder: ¿Qué conocimiento tuvo Pablo de Jesús y de sus dichos y hechos? En 2 Cor 5,16 Pablo afirma con rotundidad: «En adelante, ya no conocemos a nadie según la carne. Y si conocimos a Cristo según la carne, ya no lo conocemos así». Pablo parece defenderse ante los corintios de la acusación de no haber conocido a Jesús personalmente y, por lo tanto, de no tener suficiente autoridad para interpretar su tradición y presentarse en su nombre. Sin duda, para la pretensión apostólica de Pablo, que algunos le negaban (cf. 1 Cor 9,2), esto era una enorme dificultad. Su relación con la tradición de Jesús era de segunda mano: no había vivido con él ni había sido testigo directo de su vida, muerte y resurrección (cf. Hch 9,1-19). Por si fuera poco, algunos de los que sí habían vivido con Jesús y habían sido testigos de su muerte y resurrección se le opusieron y se enfrentaron con él (cf. Gal 2,11-14). Pablo tuvo que defenderse de todas estas acusaciones que tenían una base real. La defensa que Pablo hace de su distancia con el Jesús de la historia es sorprendente, en línea de la que ya hemos descrito como autoestigmatización: niega explícitamente la necesidad e incluso la utilidad del conocimiento de «Cristo según la carne». A Pablo le bastaba con su experiencia (ver el capítulo segundo) y con el significado teológico de la
muerte y resurrección de Jesús; a ello se va a remitir constantemente. Parece que poco de la vida de Jesús le servía a Pablo en esta tarea teológica. ¿Fue, entonces, desinterés o desconocimiento? ¿Despreció Pablo, a propósito, la historia de Jesús (sus dichos y hechos), o es que no la conocía y tuvo que elaborar una cristología que justificara su ignorancia? Esta cuestión ha sido planteada desde hace mucho tiempo de un modo crítico (Wedderburn 2004). Siempre ha llamado la atención que, tras solo veinte años de la muerte de Jesús, Pablo mencione tan pocos datos de su vida y que apenas cite sus dichos o hechos. Parece conocer, no obstante, algunas noticias generales: su descendencia davídica (Rom 1,3), el nacimiento «de mujer» y «bajo la ley» (Gal 4,4), su clemencia y bondad para no complacerse en sí mismo (2 Cor 10,1; Rom 15,3), la vinculación con Jesús del grupo de los Doce y Pedro (1 Cor 9,5; 15,5; Gal 2,7-8), la existencia de hermanos de Jesús, especialmente de Santiago (Gal 1,19), la celebración de la última cena con sus discípulos (1 Cor 11,23-26), su muerte y sepultura (1 Cor 15,4). Apenas cita cuatro veces algún dicho de Jesús: sobre el divorcio (1 Cor 7,10-11, cf. Mc 10,9-11), sobre el vivir del trabajo apostólico (1 Cor 9,14, cf. 10,7), las palabras de despedida en la última cena (1 Cor 11,24-25, cf. Lc 22,19-20) o el modo de dirigirse a Yahvé como «Abba» (Gal 4,6; Rom 8,15, cf. Mc 14,36). En otros lugares (por ejemplo 1 Tes 4,15) Pablo alude a «palabras del Señor» pero sin paralelo claro. A veces también menciona ideas comunes con la enseñanza ética de Jesús (especialmente de la tradición marcana) que recoge en algunas exhortaciones de sus cartas (cf. 1 Tes 5,13 y Mc 9,50; 1 Tes 5,15 y Mt 5,38-48; Rom 12,14.17 y Lc 6,27-28; Rom 13,7 y Mc 12,17; Rom 13,9 y Mc 12,28-31; Rom 12,13 y Mc 9,42; Rom 14,14 y Mc 7,15). Sin embargo, el centro de la predicación del de Tarso no es la ética ni la correcta interpretación de la ley, como hace el Nazareno, sino el anuncio del sentido de la muerte y resurrección de Jesús y el lugar de la ley en el plan de Dios (si bien también resaltará sus consecuencias éticas). Cabría añadir a este breve informe la escasez de referencias al núcleo del anuncio de Jesús, el reino de Dios y, especialmente, el desplazamiento de sentido: mientras en Jesús el reino de Dios tiene una doble dimensión presente y futura, en Pablo solo es futura. Por otra parte, al margen de la tradición de la cena del Señor (1 Cor 11,23-26), las dos citas de dichos de Jesús son recogidas por Pablo para corregirlas o introducir variaciones. El dicho sobre el divorcio es modificado por Pablo con una excepción que matiza y adapta a nuevas circunstancias el sentido original del dicho de Jesús: para él es posible el divorcio en el caso de que no se pueda mantener la paz (1 Cor 7,15-16; cf. Mc 10,9-11). Igualmente, Pablo modifica el dicho sobre vivir del propio trabajo (1 Cor 9,14; 10,7; cf. Mt 10,10), que era interpretado como derecho a que la comunidad hospede y mantenga al discípulo itinerante. Para Pablo, la libertad de vivir de su trabajo artesano y no ser mantenido por la
comunidad es más importante. Estos ejemplos muestran, por una parte, que Pablo conocía algunos datos de la tradición de Jesús y, por otra, que los interpreta con gran libertad, modificándolos y adaptándolos a las nuevas circunstancias («que también yo creo tener el Espíritu del Señor», dice en 1 Cor 7,40; cf. 7,25). En conclusión: aunque los estudiosos difieren mucho a la hora de valorar estos datos, parece que Pablo tuvo un cierto conocimiento de la enseñanza de Jesús pero que no influyó mucho en su misión. ¿Cómo es posible explicar este hecho? Vamos a ver algunas respuestas y los problemas que plantean. En primer lugar, es necesario recordar que no conocemos todo el contenido de la enseñanza de Pablo, sino solo aquella comprendida en sus cartas. Como expuso hace un tiempo Mauro Pesce, las cartas forman parte de la estrategia de mantenimiento de las asambleas (resolver conflictos y enfrentar nuevas situaciones), no de creación (poner las bases para constituir la ekklêsia) que es previa (Pesce 1994, 17-34). No sabemos lo que decía Pablo sobre Jesús cuando anunciaba por primera vez el evangelio al llegar a una ciudad. Es, lógicamente, muy posible que hablara de él y contara noticias de su vida, de sus hechos y dichos, pero resulta ciertamente extraño que en sus cartas apenas recuerde alguna de esas noticias. Más bien, lo que Pablo subraya es lo irrelevante que son esos datos: «Así que, en adelante, ya no conocemos a nadie según la carne. Y si conocimos a Cristo según la carne, ya no le conocemos así» (2 Cor 5,16). En segundo lugar, el contexto helenístico en el que Pablo anunció el Evangelio necesitaba categorías adecuadas para comprenderlo. Si Pablo, como hemos dicho antes, presentó la fe en Jesús como un culto, era probablemente necesario utilizar un lenguaje cultual («Señor», «Hijo de Dios») para referirse a quien era objeto de culto (Dunn 2011). Esto podría explicar la falta de interés por la historia de Jesús, poco relevante para el culto y, lo que es más importante para Pablo, equívoco para los destinatarios del Evangelio, que podían confundir a Cristo con un hombre de prodigios o un sabio (theios aner). Parece que Pablo quería presentar la divinidad de Cristo, no su humanidad; sin embargo, ¿cómo explicar entonces la centralidad de la cruz, de las dificultades y sufrimientos de Jesús, en el mensaje de Pablo? En tercer lugar, no podemos olvidar la invitación a mirar hacia el futuro inmediato que tiene el anuncio del Evangelio y la misión de los discípulos de Jesús durante la primera generación; el centro de la predicación son las consecuencias inmediatas de los acontecimientos escatológicos iniciados con su muerte y resurrección. Por tanto, parece lógico que Pablo no vuelva su mirada sobre la historia pasada de Jesús porque lo urgente era proyectar las consecuencias de aquello en el inmediato futuro y preparar a los creyentes (judíos y paganos) para ello. La preocupación por el pasado será una característica de la segunda generación, por el retraso de la parusía, cuando comiencen a morir los testigos de la vida de Jesús y las comunidades se enfrenten a problemas
provenientes del olvido de la historia de Jesús. Sin embargo, otras tradiciones como las de Galilea o Judea sí conservaron su memoria y mantenían, a la vez, una fuerte esperanza escatológica durante la primera generación; ¿por qué Pablo no? En cuarto lugar, la afirmación de 2 Cor 5,16 («si conocimos a Cristo según la carne, ya no le conocemos así») está en un contexto muy polémico contra otros creyentes en Jesús que habían llegado a Corinto y estaban sembrando la desconfianza sobre la autoridad y legitimidad de Pablo. Esta situación se repitió en varias de sus comunidades, como hemos mencionado en el capítulo cinco. Pablo vincula a esos adversarios con Jerusalén o Judea (cf. Gal 2,4-5), los llama irónicamente «superapóstoles» (2 Cor 12,11-12), dice que vienen con cartas de recomendación (cf. 2 Cor 3,1) y que son representantes de otras tradiciones de creyentes en Cristo vinculadas a la ley y las tradiciones judías (como la circuncisión o las leyes de pureza; cf. Gal 2,12; 6,12-13; Flp 3,2-3), etc. Parece que algunos rivales de Pablo recordaban dichos y hechos de Jesús para subrayar la validez de la ley y las normas de pureza (cf. Sant 2,14-26; Mt 5,17) o la misión (¿exclusiva?) a los judíos (cf. Mt 10,5-6). Por tanto, si los dichos y hechos de Jesús eran utilizados por adversarios de Pablo para defender posturas divergentes, y hasta opuestas, a las suyas, no es difícil concluir que le resultaba muy problemático apoyarse en esa tradición de Jesús para defender su proyecto del Israel de Dios, especialmente cuando él no conocía de primera mano aquellos dichos. Esta idea se confirma al comprobar la total ausencia de referencias a la vida de Jesús en los debates que Lucas recoge en Hechos sobre la incorporación de paganos a la comunidad de creyentes sin exigirles la circuncisión; nadie cita dichos o hechos de Jesús para defender la apertura a los paganos. Parece que esta postura, defendida inicialmente por los helenistas y después por Pablo, no tuvo apoyo en los dichos y hechos de Jesús. Por tanto, podemos aceptar la tesis de que Pablo adquirió un cierto conocimiento de la vida de Jesús durante los años de Damasco y Antioquía (40-49 d.C.) aunque, dado que la interpretación predominante en aquel momento contradecía la suya propia (basada en su experiencia y conocimiento de Jesús crucificado) le resultaba poco útil y tuvo un escaso impacto en su misión, de modo que se permitió cambiarla, como en el caso de la tradición sobre el divorcio (1 Cor 7,15-16) y el derecho a ser mantenido (1 Cor 9,14). Así podemos entender mejor el texto citado al inicio (2 Cor 5,16): Pablo afirma que el conocimiento del acontecimiento escatológico de la muerte de Jesús supera el de los demás acontecimientos de su vida y se erige en su criterio hermenéutico (Boyarin 1994, 39). Esto es lo que le permite desarrollar la cristología y la eclesiología más allá de la cristología implícita: para Pablo, Dios había hablado en la cruz de Jesús más que en los dichos y hechos de su vida. De acuerdo a todo ello, la continuidad y discontinuidad entre Pablo y Jesús se puede formular en términos de experiencia religiosa: mientras que la que Jesús tuvo de Dios Padre fue directa e inmediata, la de Pablo fue indirecta y mediada por el Crucificado.
Ambos, sin embargo, coincidían en dos aspectos radicales: en primer lugar, en la imagen de un Dios de amabilidad y severidad, cuya misericordia resultaba para muchos ofensiva e inclasificable (cf. Mt 20,1-16; 22,1-10 y Rom 9,6-13; 11,22); y, en segundo lugar, en la consecuencia de esta experiencia: la predilección por los excluidos sociales y religiosos. Pablo adaptó muchos aspectos del mensaje de Jesús (explícita o implícitamente); fue consciente de su propio carisma, de la posesión del Espíritu, que le llevó a desarrollar el Evangelio de Jesús más allá de lo que este probablemente pensó. Sin embargo, se identificó con él y supo colocarlo en el centro de su misión, recreando con libertad su evangelio; supo captar la autoestigmatización de su vida y, especialmente, de su muerte en cruz; tomó esa vida de autoentrega como modelo de la propia y presentó ambas como paradigma de transformación religiosa.
3. Importancia de Jesús en la historia de Pablo De todo lo anterior no se puede concluir que Pablo despreciara la historia de Jesús por irrelevante o intranscendente. El hecho de que Pablo apenas la cite porque era utilizada en su contra por sus oponentes, no indica su menosprecio. Su foco de atención reposa en el acontecimiento histórico de la muerte del Crucificado, que era quizá lo que menos subrayaban los otros apóstoles. De hecho, parece que Pablo no tiene más ojos que para mirar a Jesús en la cruz, porque ahí descubre la acción redentora de Dios en la historia. Pablo miraba al Crucificado, de acuerdo a su propia tradición, como un maldito de Dios (cf. Dt 21,22-23). A partir de la interpretación que los helenistas hacían de la muerte de Jesús con el modelo del Siervo de Yahvé (cf. Is 53,3-4), Pablo contempló la cruz, no como el signo de la condena de Dios a aquel crucificado, sino como el modo de decir Jesús cómo es Dios; Jesús aceptó el terrible final en cruz sin reservarse la vida para sí, porque eso es lo que descubrió y aprendió de Dios; Dios había sido así con él. Jesús, en definitiva, revela quién es Dios imitándolo totalmente en la cruz (cf. 1 Cor 2,1; Rom 1,16). Esto, lógicamente, le sirvió a Pablo para relativizar el uso que sus opositores hacían de la tradición de dichos y hechos de Jesús contra su misión. Por otra parte, Pablo también contribuyó al desarrollo del culto a Cristo, tal como aparece en los testimonios que aporta sobre las invocaciones que las asambleas de creyentes le hacían bajo la acción del Espíritu (cf. 1 Cor 12,3; 16,22; Rom 10,13). Sin embargo, es importante notar que, además de una total ausencia de cultos sacrificiales a Jesús y liturgias de adoración como Dios, sus oraciones las dirige al Padre (bien como acción de gracias, bien como súplica o alabanza). Incluso los llamados himnos cristológicos no son himnos a Cristo, sino sobre Cristo (cf. Flp 2,26-11); del mismo modo, las oraciones no son «a Cristo», sino «por medio de Cristo» (cf. 1 Tes 5,23-25); son los discípulos de Pablo, como hemos visto en el capítulo anterior, quienes desarrollan su cristología. Estas matizaciones impiden sacar consecuencias precipitadas, como a veces se ha hecho, a la
hora de afirmar que Pablo declaró que Jesús es Dios (Hurtado 2008). Pablo utilizó categorías hebreas y helenísticas para desarrollar la imagen de Jesús: la imagen de Señor ( Kyrios, más relevante en el ámbito helenista) y de Cristo ( Mesiah, más utilizado en el ámbito judeo-palestino) se unieron a la de Hijo de Dios. Pablo es heredero e impulsor de estas imágenes que ofrecen un conjunto peculiar. La contribución de Pablo a la imagen de Jesús no reside, sin embargo, en la combinación de estos títulos, sino en el significado que, a su juicio, les dio el propio Jesús por medio de su vida y de su muerte. Jesús fue el hombre cuya muerte refleja mejor que ningún otro evento histórico, quién y cómo es Dios: crucificado; la resurrección de Jesús fue la confirmación por parte de Dios de esta total identificación con él como Hijo y su exaltación a la categoría de Señor. Esta aportación paulina parte de la necesidad de dar nombre a las experiencias personales que él había tenido, centradas casi en exclusiva en el acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo, que oscurecieron la vida histórica de Jesús. Para ello Pablo se esforzó para que los modos de hablar de Cristo y la imagen que mostraba de él estuviesen más arraigados en la experiencia presente de vivir «en Cristo» que en el pasado de Jesús de Nazaret. Pablo es, pues, uno de esos seguidores de Jesús que dijeron más cosas de él que las que él había dicho de sí mismo. En conclusión, podemos decir que la imagen que Pablo tiene y ofrece de Jesús, sus rasgos y características, está condicionada por tres hechos significativos. Primero, tal como hemos visto, la tradición de dichos de Jesús fue utilizada por otros discípulos de Jesús, aquellos que le negaban a Pablo el título de apóstol, para afirmar la permanente vigencia de la ley mosaica y de las prerrogativas étnicas de Israel, que Pablo cuestionaba. Segundo, en su experiencia personal, especialmente en el acontecimiento de su vocación, los dichos y hechos de Jesús jugaron un papel menor, mientras que el acontecimiento decisivo fue la interpretación de su muerte en cruz y la posterior reivindicación por parte de Dios. Tercero, esta reivindicación (la resurrección) significó, desde el punto de vista de la cosmovisión de Pablo, la entronización de Jesús como Señor del mundo, su reconocimiento como hijo de Dios y prototipo de una nueva creación y una nueva humanidad (Rom 1,3-4) que se verificaba en la congregación de todos los llamados en condición de igualdad (judíos y paganos, esclavos y libres, varones y mujeres: Gal 3,28). Es decir, lo que el Jesús de la historia esperaba para el futuro, Pablo lo considera ya presente por acción del Resucitado. Este último punto explica, ulteriormente, la desafección de Pablo por la tradición de Jesús, puesto que no respondía totalmente al proyecto de Dios que solo podía ponerse en práctica tras la entronización de Cristo como Señor de la historia.
Referencias A G UIRRE, Rafael, (ed.), Así empezó el cristianismo, Verbo Divino, Estella 2010.
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La reconstrucción de Pablo en el naciente cristianismo CAPÍTULO 8
El relato que Lucas hace de Pablo en el libro de los Hechos de los Apóstoles ha sido, sin duda, el que más ha colaborado en la imagen que del «apóstol de los gentiles» ha quedado en el imaginario cristiano y cultural. En esta imagen destacan varios rasgos: su encarnizada y extensa persecución a los cristianos; su caída del caballo camino de Damasco (aunque no haya ninguna cabalgadura en el texto, las representaciones renacentistas han determinado la imagen de aquel relato, basado en el modelo literario helenista que aparece en 2 Mac 3); su decidida misión universal para anunciar el Evangelio de Cristo, primero a los judíos y después a los paganos por el rechazo de aquellos; la valentía y sabiduría con la que presenta el evangelio a todos, especialmente a las autoridades locales e imperiales con las que se encuentra; su incansable misión por todo el Mediterráneo para extender el evangelio; sus sufrimientos y penalidades que en vez de frenarle lo espolean; su anuncio llevado hasta Roma; el testimonio, en fin, de una vida al servicio del evangelio que, gracias a su empeño y al constante apoyo del Espíritu, abrió las puertas del mundo a la buena noticia de Cristo (Marguerat 2008).
1. Los silencios de Lucas sobre Pablo Pablo es el personaje al que, de lejos, más páginas dedica Lucas en su segunda obra (Hechos de los Apóstoles), que va magistral y progresivamente concentrando la narración en él. Comienza con una presencia casual en la muerte de Esteban, guardando la ropa de los que lo lapidan (Hch 7,58-8,3); seguidamente introduce su vocación presentándola con tintes legendarios y fantásticos (9,1-31); casi de inmediato lo presenta en plena actividad misionera en Antioquía en compañía de Bernabé (13-14); esta actividad como misionero
subalterno dura poco porque enseguida pasa a la primera línea de acción tras la asamblea de Jerusalén (15); y desde aquí despliega toda su actividad independiente, como líder destacado e indiscutible, de modo que aparece solo y enfrentado a las autoridades judías y romanas (22-28) hasta convertirse en el héroe de la historia. Esta presentación progresiva está amparada por la presencia de otros personajes que van introduciendo a Pablo en el relato y que protagonizarán algunos de los conflictos más importantes de la historia. Así, Pablo aparece en escena de la mano de Bernabé, pero también de Esteban, de Felipe, de Pedro o de Santiago, aunque él es protagonista de la mayor parte del relato. Con todos ellos Pablo tendrá una estrecha y cordial sintonía que arroja un manto de paz y entendimiento aunque, sin embargo, resulta artificial. Como vamos a ver, Lucas mitiga, maquilla o silencia una buena parte de los conflictos que tuvieron los primeros seguidores de Jesús aunque, en realidad, fueron los que permitieron abrir el evangelio más allá de las fronteras de Judea. Entre estos, cabe mencionar cuatro, en gran medida encadenados. El primero lo protagonizaron los llamados «hebreos» y «helenistas» de Jerusalén (Hch 6,1-7) y tuvo razones más profundas que la inocente falta de atención a las viudas que menciona Lucas. El autor de Hechos introduce a continuación de este conflicto el discurso de Esteban, que le traerá la muerte por lapidación y que iniciará la expulsión de los helenistas fuera de Jerusalén, hostilidad que no afectó a los de lengua hebrea de Jerusalén. Estos, probablemente, vieron los acontecimientos con preocupación; pero no ponían en duda la función del templo y de la ley como consecuencia de su fe en Jesús, como aquellos, y esto creó una distancia entre ambos grupos. Así pues, fue la tensión provocada entre los creyentes en Jesús de origen helenista y los demás helenistas no creyentes en Jesús, y no la atención a las viudas, lo que realmente dividió la misión de los seguidores de Jesús en dos ámbitos tan diversos, como hemos visto en el capítulo cuarto. Los creyentes en Cristo de origen helenista huyeron de Judea y se volcaron en la misión a los paganos y los creyentes en Jesús de origen hebreo se quedaron en Judea y desarrollaron la misión a los judíos. Pablo aparece a lo lejos en la escena lucana. El segundo fue consecuencia del primero, el ocurrido entre la misión de los helenistas de Antioquía, que aceptaban paganos sin circuncidarlos, y la percepción que de aquella misión tenían los creyentes en Jesús que se quedaron en Jerusalén (Hch 15,1-7), y que provocó una asamblea para resolver el conflicto (Hch 15,6-29 y Gal 2,1-10). Aunque Lucas la describe como una balsa de aceite en la que casi todos piensan igual, la realidad debió de ser más complicada porque no se resolvieron los problemas, como vimos en el capítulo cuarto. El tercero, de nuevo consecuencia de los anteriores, ocurrió también en Antioquía, entre Pablo y Pedro, influido este por Santiago (cf. Gal 2,11-14), quien quería imponer a los paganos ciertas prácticas judías que Pablo no aceptó; de este conflicto nada dice Lucas en
Hechos. El cuarto y último que menciono aquí tampoco lo recoge Lucas, al menos explícitamente; como consecuencia del conflicto anterior, Pablo se había marchado de Antioquía y había creado comunidades de mayoría gentil; al cabo de unos años de misión independiente, se presentó por fin en Jerusalén para que Santiago aceptara el dinero que les llevaba y, de paso, la obra que había hecho con los no judíos. Lucas omite llamativamente toda referencia a este conflicto aun cuando era muy consciente de él, porque lo menciona en Hch 24,17; hemos hablado también de ello en el capítulo cuarto. En estos cuatro conflictos Pablo tuvo un gran protagonismo; pero lo que Lucas dice de él no coincide con las demás fuentes que tenemos. Todo ello plantea una serie de problemas que se pueden resumir en una constatación: el relato de Lucas, contando con datos históricos (unos explícitos y otros implícitos), no es una crónica de la vida y misión de Pablo; el evangelista ha construido un relato y unos personajes al servicio de sus intenciones e intereses teológicos.
2. Las coincidencias y discrepancias sobre Pablo en sus cartas y en Hechos Vamos a ahondar en la presentación que Lucas hace de Pablo en Hechos fijándonos en las coincidencias y discrepancias que podemos detectar entre las diferentes fuentes, fundamentalmente las cartas originales de Pablo y Hechos, pero teniendo en cuenta también las cartas deuteropaulinas, las pastorales y los Hechos Apócrifos de Pablo y Tecla (cf. Piñero Sáenz y Cerro Calderón 2004; Piñero Sáenz y Cerro Calderón 2005). Ello nos llevará a una conclusión inevitable: la presentación de Pablo en Hechos y en sus cartas reflejan dos proyectos teológicos diferentes. Entre los puntos de conexión, podemos descubrir varias coincidencias biográficas. Así, por ejemplo, tanto en sus cartas como en Hechos, Pablo aparece en escena tras un indeterminado periodo de hostilidad con el grupo de los helenistas fuera de Jerusalén (Gal 1,13; Hch 9,21); en ambas fuentes se le caracteriza como celoso y fanático defensor de las tradiciones de sus antepasados, que incluyen el cumplimiento de la ley (Gal 1,14; Flp 3,6; Hch 22,3); también en ambas, las palabras de Jesús en su última cena son muy similares entre sí y diferentes a los demás testimonios sinópticos (1 Cor 11,23-26; Lc 22,14ss). Curiosamente, también en ambas Pablo aparece como sanador (2 Cor 12,12; Hch 13,9-11; 14,8-10; 16,16-18; 19,11-12; 20,7-12; 28,7-8), una característica que se desarrollará mucho en la literatura apócrifa. En cuanto a referencias históricas, ambas fuentes coinciden, por ejemplo, en la mención de la huida de Damasco por la muralla al poco tiempo de su vocación (2 Cor 11,33; Hch 9,25). Se ha dicho que los «pasajes nosotros» de Hechos en los que el autor habla en primera persona del plural para referirse a Pablo y al
autor, reflejan una fuente de Lucas muy cercana a Pablo, pero esto es dudoso. Sin embargo, en cuanto al pensamiento, proyecto y detalles de su misión, son las discrepancias las que adquieren un protagonismo ineludible. Voy a presentar en una tabla las divergencias sobre la figura de Pablo, su pensamiento, horizonte y lugar entre los seguidores de Jesús, tal como aparecen en sus cartas y en el relato de Lucas (Pervo 2012, 247). Pablo en sus propias cartas
Pablo en Hechos
Pablo se atribuye el título de Apóstol y el ser testigo directo de la resurrección (1 Cor 9,1; 15,3-9; Gal 1,1...).
Lucas le niega el título de Apóstol y haber «visto» al Resucitado (cf. Hch 9).
Pablo es el misionero de los gentiles, mientras que Pedro es el de los judíos (Gal 2,9-10).
Pedro asume posturas paulinas para aparecer como el primer misionero a los gentiles (Hch 10; 15).
Pablo se rebela contra la circuncisión de los creyentes en Cristo de origen pagano (Gal 5,1-12).
Pablo circuncida a Timoteo que es pagano (16,3).
Pablo es pobre orador (1 Cor 2,4; 2 Cor 10,10).
Lucas lo presenta como los oradores antiguos, con brillantes discursos (Hch 13; 14; 17; 20; 22; 26).
Pablo predica el evangelio en casas y crea asambleas que mantiene con cartas.
Pablo da discursos públicos en los que hace exégesis de los textos sagrados y de la historia sagrada; no es fundador de asambleas ni escribe cartas.
Pablo tiene conflictos con sus asambleas y sus adversarios teológicos son otros creyentes en Cristo, incluso líderes (1 Cor 8; 10; 15...).
Pablo no tiene conflictos con sus comunidades ni con otros líderes. y los adversarios son judíos no creyentes en Jesús.
Pablo no está subordinado a Jerusalén y mantiene una relación tensa con los de allí.
Pablo aparece vinculado y subordinado a Jerusalén.
Pablo dice que nada le impusieron para los paganos en la asamblea (Gal 2,5-10), más allá de la colecta.
La asamblea de Jerusalén acaba con cuatro imposiciones a los gentiles (15,20.29).
La justificación que ofrece Jesús es una ustificación «sin las obras de la ley» (Rom 3,20); la ley no tiene función en la usticia de Dios (Rom 7,7-25).
Pablo cumple la ley y respeta las tradiciones de sus antepasados (18,18; 21,23-26; 28,17).
Centralidad de la cruz en el kerigma paulino (1 Cor 1,17-18.22-25; 2,1-2; Gal 3,1...).
Centralidad de la resurrección en el kerigma lucano (2,22-36; 3,15-21; 13,26-39; 23,6-9; 26,6-8).
La muerte de Jesús tiene sentido redentor (Rom 3,24-26; 1 Cor 15,3...) en cuanto que es ella, más que cualquier otro acontecimiento, el que revela la acción de Dios.
Lucas no atribuye una dimensión redentora a la muerte de Jesús; toda su vida, no solo su muerte, tiene dimensión redentora (2,22; 3,26; 10,36-39; 13,23-26). La muerte está marcada por la fórmula de contraste: a la acción de muerte del hombre se corresponde la acción salvadora de Dios (5,30).
En Pablo la escatología es inminente (1 Tes 4,17; 1 Cor 15,51-52...).
La escatología no es inminente (1,6-11...).
El debate sobre la función de la ley (y el sentido de la historia sagrada) es la
El debate sobre la ley ya se ha superado. Lucas quiere presentar a Pablo (a los seguidores de Jesús) como el heredero de la tradición judía, de las
primera consecuencia teológica acontecimiento de la cruz.
del
Pablo defiende la salvación de Israel y espera su incorporación al Israel del Espíritu (Rom 9,1-5); Pablo aparece totalmente inserto en el judaísmo plural de su tiempo.
promesas hechas a los padres. Pablo en Hch ya no espera la incorporación de Israel y ha renunciado a él (Hch 28,23-28); Pablo (los seguidores de Jesús) se ha distanciado de la corriente hegemónica judía del tiempo de Lucas.
Esta tabla arroja un resultado abrumador: el Pablo de las cartas originales y el del libro de los Hechos parecen dos personas con historias y proyectos irreconciliables. Más allá de la pregunta, no oportuna ahora, sobre la posibilidad de conciliación de dos visiones tan diferentes dentro del canon, cabe interrogarse por Lucas y por las razones para proponer una imagen de Pablo tan diferente. ¿Por qué hace una presentación tan aparentemente tergiversada de Pablo? ¿No conocía Lucas las cartas de Pablo? ¿No conocían los destinatarios de Hechos esas cartas como para no captar la divergencia? ¿Cómo se explica esta evolución del Pablo de sus cartas originales al Pablo de Hechos? ¿Cómo llegamos del Pablo histórico y del proyecto de Pablo tal como aparece en sus cartas, al Pablo de Hechos y al proyecto de Lucas, reflejado en su obra? Voy a presentar los rasgos más relevantes de la reconstrucción que Lucas hace de Pablo unos cuarenta años después de su muerte y, después, voy a explicar las razones de esta reconstrucción.
3. La reconstrucción de Pablo La tabla anterior nos ofrece algunos de los rasgos distintivos de la imagen de Pablo en Hechos. Esas y otras características forman parte de una estrategia narrativa y teológica de Lucas en la que la reconstrucción de la figura de Pablo resulta ser una pieza clave. Sin embargo, Lucas no fue el único que transformó la memoria de Pablo a finales del siglo I y durante el siglo II . Las cartas pseudoepigráficas o los Hechos Apócrifos de Pablo y Tecla (escritos estos durante el siglo II y III ) hicieron también lo propio. Voy a mencionar cinco características de esa estrategia de reconstrucción de Pablo. En primer lugar, como hemos visto, «Pablo» en Hechos tiene una formación helenista retórica que impresiona y convence con sus discursos (Hch 14,8-18; 17,22-33); tiene también una educación judía farisea elitista (Hch 22,3-5; 23,6; 26,10); posee la ciudadanía romana heredada, no adquirida (Hch 22,25-28); ostenta unas cualidades taumatúrgicas impresionantes que hacen que hasta su ropa tenga poder curativo (Hch 13,6,12; 19,1-7.1112), etc. Todo ello busca el atractivo narrativo, la espectacularidad; Lucas quiere presentar al protagonista de su relato con unas cualidades elevadas y elitistas, por eso lo caracteriza según lo que se espera del héroe de una historia impresionante. Lucas busca con su relato de los orígenes de la fe en Jesús la acogida entre gente culta; para ello reviste al portador de la fe en Jesús hasta Roma de aquellas cualidades que lo hacen un modelo honorable. En segundo lugar, Lucas utiliza al personaje «Pablo» como hilo conductor de su relato; el
héroe de esta historia aparece de modo tímido, pero va ganando protagonismo y la historia se va concentrando progresivamente en él. Se inicia, como hemos dicho, con una presencia ocasional en la muerte de Esteban (Hch 7,58–8,3); antes de atraer el foco de la trama, Pablo aparece como un personaje cruel, ambicioso, implacable contra los creyentes en Jesús de origen helenista (Hch 8,3; 9,1-2); asoma por primera vez como protagonista en la escena de la vocación aunque necesita de la asistencia de otros creyentes como Ananías para que el cambio se complete (Hch 9,1-31); logra todavía más protagonismo, pero no el papel principal, durante su actividad en Antioquía como compañía y segundo de Bernabé (Hch 13–14); por fin, pasa a la primera línea de acción a partir del capítulo 15, tras la asamblea de Jerusalén, y es el protagonista principal hasta el viaje a Jerusalén (Hch 21); antes de terminar, en los capítulos finales, aparece solo y enfrentado a las autoridades judías y romanas (Hch 22–28), de modo que se convierte en el héroe de la historia; para concluir, Lucas no narra su muerte, como queriendo dejar su presencia para siempre en Roma. Así, Lucas transforma a Pablo de cruel judío en los inicios de la fe en Jesús a héroe al estilo romano, fruto de la acción del Espíritu y ejemplo de lo que Dios es capaz de hacer con cualquiera, por abyecto que sea. Esta progresiva presentación, muy cuidada, genera una tensión narrativa que favorece que el lector se identifique con el destino del protagonista: de perseguidor de los creyentes en Cristo, se convierte en el mayor impulsor. Lucas, en tercer lugar, pone mucho interés en separar el tiempo de los Doce (Hch 1–6) del tiempo de Pablo (Hch 13–28) mediante el recurso a figuras intermedias: Esteban (Hch 6– 7), que provoca una crisis en Jerusalén y la expulsión de los helenistas; Felipe (Hch 8), que anuncia el evangelio más allá de Judea; Bernabé (Hch 9), que introduce a Pablo en la misión de Antioquía; y Pedro, que se convierte en el primer misionero a los gentiles y quien recibe la legitimación para su desarrollo en casa de Cornelio (Hch 10). Pablo aparece, en realidad, como heredero de la misión de Pedro y, así, como heredero y continuador de la única misión que hunde sus raíces en Israel y se prolonga hasta la naciente iglesia del tiempo de Lucas. Así, cuando Pablo se presenta en Roma y acoge a udíos y paganos, lo hace como el nexo de unión entre Israel y el naciente cristianismo (a pesar del rechazo de Israel con el que acaba el relato en Hch 28). Esta idea es una de las más importantes para Lucas: Pablo concentra en su persona el proyecto eclesial de inicios del siglo II , que es la herencia de Israel. Las cartas deuteropaulinas desarrollan la misma idea de un Pablo inclusivo, aunque no entre Israel y la ekklêsia (que era el proyecto que encontramos en las cartas originales de Pablo: Gal 3,28; Rom 3,22-23; 10,12-13), sino entre judíos y paganos, más allá de Israel. Dicho de otro modo, mientras Pablo quiso integrar a los paganos dentro de Israel, pero fracasó, sus discípulos hermanaron en la ekklêsia a judíos y paganos creyentes en Cristo, haciendo de ella el verdadero objeto de la misión de Jesús (Ef 1,23). En Ef 2,15-16 sus autores explican cómo la cruz supuso la reconciliación de judíos y paganos «en su
cuerpo», que es la ekklêsia, no Israel cuyas «leyes y mandamientos» han quedado «anulados». En esta segunda generación, el «Pablo» de las cartas deuteropaulinas anuncia el «misterio» escondido que es la creación de la ekklêsia. Pablo ya no es solo el anunciador, el misionero, el constructor; se convierte en parte integrante del anuncio del evangelio y del misterio (Col 1,24-26). En cuarto lugar, en Hechos, Lucas realiza una superposición de la figura de Pablo y la de Cristo (Pervo 2012, 249-253): ambos comienzan su historia con un bautismo y la recepción del Espíritu (Hch 9,17-18 y Lc 3,20-21); ambos están acompañados por el cumplimiento de las profecías del AT (Hch 9,15-16 y Lc 1,30-33); ambos cuentan con precursores (Esteban, Bernabé y Pedro, y Juan el bautista); ambos inician su misión con un discurso inaugural en una sinagoga y generan altercados (Hch 13,14-50 y Lc 4,16-30); ambos son presentados como maestros itinerantes y en camino; ambos son reconocidos como instrumentos «escogidos» por Dios (Hch 9,15 y Lc 9,35); ambos desarrollan su misión como designio de Dios hacia una ciudad que representa el centro de su visión (Roma y Jerusalén); ambos padecen una pasión con los mismos ingredientes: predicción (Hch 20,23-25; 21,4.11-13 y Lc 9,22.34; 18,31), discurso final (Hch 20,17-35 y Lc 22,14-38), discusión con los saduceos sobre la resurrección (Hch 23,6-10 y Lc 20,27-39), bofetada por parte de los servidores del sumo sacerdote (Hch 23,1-2 y Lc 22,63-64), juicio ante el Sanedrín (Hch 22,30–23,10 y Lc 22,66-71), juicio ante el gobernador romano (Hch 24,1-22 y Lc 23,1-5), juicio ante el rey herodiano (Hch 26 y Lc 23,6-12), de nuevo juicio ante el gobernador romano (Hch 25,6-12 y Lc 23,13-25), ambos son declarados inocentes por las autoridades romanas (Hch 23,29; 25,25; 26,31 y Lc 23,14.15.47), ambos son objeto de los deseos de muerte de la muchedumbre (Hch 22,22 y Lc 23,18). Resulta un trabajo de simetría asombroso que tiene un claro objetivo: Lucas presenta la historia de Pablo como una especie de evangelio, un modelo de vida que sirva para transmitir la buena noticia de Jesús, como si quisiera presentar en Pablo la figura de Cristo resucitado (Mattill 1975, 145). Lucas inicia un camino que llevará a la veneración de Pablo en el siglo II : Pablo deja de ser el discípulo o el apóstol para ser el santo, el mediador y el protector; se presenta identificado con Cristo: de predicador pasa a predicado (fuente de la revelación); no es meramente portador del mensaje de salvación sino que es también figura redentora en la medida que forma parte de ese anuncio redentor. En las cartas pastorales sucede algo parecido: Pablo aparece como único autor y solo él recibe el título de apóstol; se convierte en primero y prototipo de creyente y fundador de l a ekklêsia (1 Tim 1,15; 2 Tim 1,13; el contraste con 1 Cor 15,8-9 es claro); él está en el origen de la tradición, del depósito, que «Timoteo» debe proteger (2 Tim 1,14). Con las orientaciones para la organización de la comunidad que «Pablo» le da, Timoteo establece la casa patriarcal grecorromana como el modelo de referencia de la ekklêsia.
Así también, en los Hechos Apócrifos de Pablo y Tecla, Pablo se presenta resucitado, como Cristo, ante el emperador para ser testigo del evangelio en Roma ( HchApPbl 14,6). Igualmente, Tecla, coprotagonista con Pablo en este relato, ve a Pablo como Cristo que se le aparece ( HchApPbl 3,21). Este desarrollo aprovecha las ambigüedades de las propias cartas de Pablo para ampliar algunos aspectos de acuerdo al devenir de los seguidores de Jesús en el siglo II y III . En quinto lugar, el sufrimiento de Pablo se convierte en figura del sufrimiento de los seguidores, de la iglesia naciente, como Cristo era modelo de Pablo (1 Tes 1,6; 1 Cor 11,1). En Hch 9,16.23, Pablo está, desde el momento de su vocación, determinado a sufrir en nombre de Cristo y a afrontar la amenaza de muerte; todo el relato de su vocación (Hch 9,1-30) tiene como objeto mostrar el cambio desde perseguidor a testigo perseguido. Los paralelos que Lucas establece entre la pasión de Cristo y los sufrimientos de Pablo subrayan esta lectura. Así legitima Lucas el lugar que desea que Pablo tenga en la memoria de los creyentes de su tiempo: el sufrimiento por la Iglesia es una garantía de que su proyecto está validado por Dios. Con ello, también presenta el destino de todo creyente: la hostilidad y el conflicto con las autoridades va a ser constante entre los seguidores de Jesús en el siglo II ; sin embargo, a pesar de ello, la iglesia naciente se abrirá paso porque Dios está con ella, como lo estaba en la misión de Pablo. Las cartas deuteropaulinas desarrollan también esta idea para explicar el sufrimiento de Pablo como colaboración a la misión de la iglesia universal: es participación de los sufrimientos de Cristo (Col 1,24; Ef 3,1); en ellas se mantiene todavía el fundamento cristológico del apóstol. Las cartas pastorales, sin embargo, reflejan que el sufrimiento de Pablo, su pasión, es en beneficio de la Iglesia (2 Tim 2,8-13); la referencia a Cristo se difumina. En los Hechos Apócrifos de Pablo y Tecla el anuncio del martirio de Pablo lo hace Cristo mismo que afirma: «Yo voy a ser crucificado una segunda vez» ( HchApPbl 13,2). En conclusión, podemos decir que el «Pablo» del siglo II se ha alejado del Pablo de sus cartas originales, ha dejado de ser el Pablo de Tarso que vivió en los años cincuenta para ser un personaje, el protagonista de unos relatos narrados a partir de comienzos del siglo II , un pilar clave del proceso de construcción de la identidad del naciente cristianismo. Este personaje ha ganado en autoridad, su estatus dentro de la pluralidad de creyentes ya no está discutido; es un personaje autorizado, legitimado por el servicio a la naciente iglesia y por el sufrimiento que soportó para hacer de la ekklêsia lo que es a comienzos del siglo II . ¿Cuáles son las razones que mueven a Lucas y a los discípulos de Pablo a presentarlo de este modo? ¿Qué ocurre entre la composición de las cartas de Pablo (los años cincuenta) y la finalización del libro de los Hechos (cincuenta años más tarde) que explique esta reconstrucción?
4. Pablo como modelo de la Iglesia a inicios del siglo ii Como he apuntado antes, hay un consenso actual entre los exégetas para datar el libro de los Hechos entre finales del siglo I y comienzos del siglo II . Lucas realiza su tarea prácticamente a la vez que los discípulos de Pablo recopilan sus cartas originales, componen unas nuevas en su nombre y comienzan a hacer circular un corpus creciente de textos paulinos. Entre la fecha de composición de las cartas originales de Pablo y del libro de los Hechos debemos situar una serie de acontecimientos que marcan estos cuarenta o cincuenta años de lapso. En primer lugar, tal como hemos visto en el capítulo sexto, es probable que en algunas ciudades comenzaran pronto a recopilar las cartas originales de Pablo, como testimonia 2 Cor 10,10 en el caso de Corinto; tras su muerte, este intercambio continuó y se multiplicó, como aparece en Col 4,16. En segundo lugar, tras la muerte de Pablo, sus cartas adquirieron un valor cada vez mayor, haciendo de él un personaje cada vez más conocido fuera de las comunidades que fundó. Varios autores (como Clemente de Roma, Ignacio de Antioquía, Policarpo de Esmirna o Marción) conocían la existencia de colecciones de cartas de Pablo que circularon más allá de las sus asambleas, haciendo de él un apóstol muy autorizado. En tercer lugar, aprovechando este fenómeno de popularización de la figura de Pablo, sus discípulos comenzaron a escribir cartas en su nombre para extender lo que Pablo no había dicho, aquello que se podía derivar de su tradición aunque apenas estuviera en sus cartas originales. Así, en los años 80 se compusieron las cartas llamadas deuteropaulinas (Col; Ef; 2 Tes) y, a comienzos del siglo II (contemporáneas quizá del libro de los Hechos), las llamadas cartas pastorales (1 Tim, 2 Tim y Tit). Estos dos grupos de cartas pseudógrafas desarrollan el pensamiento de Pablo en aspectos fundamentales que él apenas había iniciado, como la eclesiología o la ética. En cualquier caso, reflejan la imagen que el naciente cristianismo se fue haciendo de Pablo y el uso de su tradición para estabilizar y dar identidad al creciente conjunto de creyentes del siglo II . En cuarto lugar, el libro de los Hechos desarrolla, sobre todo, un aspecto de Pablo: su actuación, su misión, su identidad como misionero activo en el anuncio del evangelio hasta Roma; se cuentan los hechos más significativos del «misionero de las naciones». Por último, los Hechos Apócrifos de Pablo y Tecla desarrollan todavía más este aspecto, convirtiéndose en una hagiografía muy popular desde finales del siglo II y durante todo el siglo III . Este brevísimo repaso por las diferentes trasformaciones de la memoria de Pablo revela que su recuerdo se transmitió a través de diferentes canales, no solo mediante sus cartas originales, sino también en las reconstrucciones que hicieron sus diversos discípulos, Lucas o los autores de los Hechos Apócrifos (por no mencionar las interpretaciones que de él hicieron los Padres, Marción, etc.). Esto fue posible, entre otras razones, porque el canon de las cartas de Pablo estaba lejos de completarse y la tradición oral era mucho más
viva y estaba más autorizada y extendida que los textos. Lucas, por tanto, cuando compuso el libro de los Hechos, no necesitó acceder a las cartas de Pablo para saber de él; tuvo también acceso a la memoria oral de Pablo, al recuerdo actualizado que sus asambleas fueron componiendo para renovar su recuerdo y hacerlo relevante en cada nueva etapa. Esta memoria le sirvió a Lucas para reconstruir la vida del apóstol, su pensamiento y doctrina paralelamente al crecimiento del corpus paulino. Esto quiere decir que la memoria de Pablo evolucionó no solo en una dirección, sino en muchas, permitiendo el desarrollo de diversas facetas de su figura. Un aspecto era el de Pablo escritor y teólogo, que se desarrolló fundamentalmente en las cartas deuteropaulinas (sobre todo Col y Ef); otro era el de misionero y animador de comunidades, que se desarrolló sobre todo en las cartas pastorales (1 y 2 Tim y Tit); otro, el de taumaturgo y predicador, que se desarrolló fundamentalmente en los Hechos Apócrifos; y otro era el más canónico (no en sentido normativo sino formativo) que recogía su carácter modélico, su autoridad, su esfuerzo y su sufrimiento que legitimó al movimiento de los creyentes en Cristo, un grupo cada vez más distante de las corrientes hegemónicas judías; este es el aspecto que más subraya Lucas en Hechos y es el que ha quedado en el imaginario cristiano. La memoria de Pablo, por tanto, sirvió como punto de apoyo para el desarrollo plural del cristianismo en un tiempo nuevo: se reconstruyó su vida, sus cartas y su doctrina con el objetivo de hacer de Pablo una referencia segura en la construcción de la identidad del creyente en Cristo del siglo II (White 2014). Lucas y los demás autores de esta transformación buscaron con su reconstrucción de Pablo superar la crisis de identidad de los creyentes de comienzos del siglo II . La memoria de Pablo, mejor que la de ningún otro, legitimaba lo que querían ser, porque él comenzó anunciando el evangelio a los judíos pero lo rechazaron mayoritariamente; sin embargo, no se truncó ahí la promesa de Dios porque Pablo lo predicó a continuación a los paganos asegurando así la continuidad de las promesas de Dios. El paralelismo entre Pedro y Pablo en el relato lucano tiene también esta función: mostrar que la misión que se hizo a los udíos y a los gentiles es la misma. En esta línea, Clemente Romano, en el año 96, hará de esta pareja «los dos apóstoles» de Cristo (Barbaglio 1992, 257-267). Esta múltiple reconstrucción, pues, recupera a Pablo como símbolo de unidad: él aglutina en sí mismo las dos grandes tendencias que todavía existían en el siglo II : la tradición más judaizante que no se había desprendido (ni quería) de las costumbres y prácticas judías, y la tradición más helenística, formada fundamentalmente por paganos que no habrían practicado nunca la Torá. Así, Pablo aparece como un personaje capaz de crear comunión, la referencia a la que todos podían acudir, más incluso que Pedro, que no representaba como Pablo el universalismo al que aspiraban Lucas y la mayoría de los creyentes en Cristo del siglo II . En esta historia destacan dos aspectos de Pablo que evolucionaron muy notablemente: su
estatus en el naciente cristianismo (que se elevó hasta hacerse incuestionable) y su sufrimiento como instrumento de legitimación y autorización o empoderamiento. Esto ejemplifica el alcance de esta gran transformación: si en los años cincuenta Pablo no era más que un personaje marginal que representaba a una corriente minoritaria, en el naciente cristianismo de comienzos del siglo II ya ha pasado al centro, ha sido rehabilitado de su marginalidad para representar las corrientes hegemónicas. Este desplazamiento al centro se dio por dos razones: primero, porque sus comunidades dejaron de ser minoritarias por su gran crecimiento y, segundo, porque gracias al trabajo de los sucesores de Pablo (que escribieron las cartas pseudoepígrafas) y de autores como Lucas, su figura se desprendió de algunos rasgos radicales y fue presentado de modo que todos podían aceptarlo como modelo. Esta tarea de desradicalización, de actualización de Pablo, se centró en varios puntos de los que solo recojo tres. En primer lugar, se compensó la teología de la cruz (que hacía descansar en la muerte de Jesús el poder redentor del proyecto de salvación de Dios) con la más equilibrada de la historia de salvación (la redención de Dios se realiza en toda la vida de Jesús: encarnación, vida, mensaje, hechos, muerte, resurrección, ascensión y donación de su Espíritu). En segundo lugar, se suavizó (e incluso se eliminó) la resistencia de Pablo a adoptar el modelo patriarcal para la organización de las asambleas de creyentes (que fueron asimilándose cada vez más a los modelos hegemónicos grecorromanos y, así, lograron «domesticar» a Pablo). En tercer lugar, se desprendió a Pablo de su radical resistencia al cumplimiento de la ley mosaica para lograr la «justicia» de Dios y se le presentó mucho más flexible con ella (incluso circuncidando a uno de sus compañeros de misión). Las afirmaciones de Pablo sobre el relativo valor de la ley resultaban ahora peligrosas porque podían incitar comportamientos antinóminos (rebeldes) que hubieran resultado fatales en las nuevas circunstancias, de modo que su concepto de «justicia» (que era la actuación gratuita de Dios para considerar a todos ustos) vino a significar, de modo predominante, «hacer lo correcto», «comportarse según las leyes»; Pablo se convirtió en guía y maestro de ética para el siglo II . No pocos autores, como he dicho en el capítulo sexto, defienden de un modo u otro que el corpus paulino fue el núcleo, el embrión que aglutinó en torno a sí a un conjunto creciente de textos considerados escritura sagrada para los creyentes en Cristo; ese núcleo terminaría, al cabo de varios siglos, formando el canon cristiano de 27 textos (además de la Biblia Hebrea). Sin embargo, esto solo fue posible gracias a ese trabajo de desradicalización, de desmarginalización y de centralización que hicieron tanto los discípulos de Pablo mediante las cartas pseudoepígrafas como Lucas mediante el relato de Hechos; ambos recuperaron a Pablo para la iglesia naciente y lo convirtieron en el embrión del cristianismo que estaba naciendo (Dunn 2011, 147). Lo que Lucas hizo con Pablo no fue una excepción; en realidad, podemos decir que
también lo hizo con el evangelio de Marcos. Este, como Pablo, representaba una corriente de creyentes en Jesús polémica y distanciada de ciertas tradiciones e instituciones judías que, en tiempo de Lucas, ya habían sido superadas. A comienzos del siglo II , Lucas percibe un potencial riesgo para la identidad de la naciente iglesia en aquellas tradiciones que polemizan demasiado con la herencia judía y defienden renunciar a su herencia. Pablo y Marcos son, quizá, los que mejor representaban esa postura crítica respecto a tradiciones udías. Por eso, Lucas actualizó a ambos reescribiendo el evangelio de Marcos en el evangelio de Lucas y las cartas de Pablo en el libro de los Hechos de los Apóstoles.
Conclusión Podemos concluir diciendo que Lucas (como los demás autores que transformaron su memoria) recuperó a Pablo para la Gran Iglesia en la tercera generación, pero transformándolo: hizo de él el cumplidor de la ley, el que representaba como nadie la raíz udía de los creyentes en Cristo, que había sabido adaptarla a las nuevas circunstancias creando unas comunidades mixtas, complejas, abiertas, respetuosas y dialogantes con el Imperio romano. Lucas no muestra un especial interés biográfico o histórico o doctrinal por Pablo; para él no es una autoridad doctrinal; no tiene interés por su pensamiento ni por sus cartas; el autor de Hechos no es propiamente paulinista. Lucas está interesado en ustificar la llegada del Evangelio de Jerusalén a Roma; en mostrar la relación entre Israel y la Iglesia a través de una figura autorizada de los orígenes del cristianismo; en justificar la nueva realidad de sus destinatarios, una comunidad marcadamente pagana con raíces udías; en legitimar esta apertura mediante la autoridad y misión de Pedro y Pablo. Lucas está interesado en mostrar la continuidad histórico-salvífica de Israel hasta la Iglesia, a pesar de la discontinuidad con el judaísmo centrado en la Torá (y el judaísmo mesiánico de los creyentes en Cristo de Jerusalén). La ruptura con la sinagoga (quizá la situación en la que se encuentra su comunidad) no significa para él ruptura con la tradición judía ni con las promesas de Dios en el AT. Este cambio tiene su explicación, además, en las transformaciones de la primera generación (Pablo) a la segunda y tercera (Lucas y pseudoepígrafas). En primer lugar, la escatología inminente ya había sido abandonada y era necesario un nuevo enfoque que ustificara el ser discípulo de Jesús sin renunciar a un proyecto histórico. En segundo lugar, la relación con el Imperio ahora se veía con otra perspectiva diferente que dejaba de lado la visión apocalíptica que había dominado la primera generación; Lucas adopta una visión mucho más posibilista, de diálogo y negociación con las autoridades, con los modelos sociales (como el patriarcado). En tercer lugar, los grupos de seguidores están comenzando a organizarse y a gestionar la autoridad según estos modelos y no según los más equívocos de Pablo. En cuarto lugar, el pensamiento teológico también se está desarrollando en otras líneas inexistentes hasta entonces, como la teología de la historia
de Lucas. Estas nuevas circunstancias exigieron de Lucas y de otros un nuevo modo de presentar los orígenes y a sus protagonistas, a Pablo especialmente. Hasta cierto punto, los oponentes de Pablo que le negaban el título de apóstol y defendían una postura más moderada que él respecto a la vigencia de los preceptos rituales (Gal y 2 Cor) habían triunfado a finales del siglo I . El Pablo de los años cincuenta se había quedado anquilosado, parado en un tiempo escatológico que ya no lo era, con unas opciones radicales que ya no atraían a muchos, con unas ideas carismáticas y ambiguas que no daban estabilidad, con una teología rudimentaria que requería elaboración... Lucas se vio en la obligación de recuperar a Pablo para salvarlo del olvido y del ostracismo, aunque no se limitó a esto, sino que lo transformó: lo convirtió en el héroe, el modelo, el santo que daba identidad a los creyentes de comienzos del siglo II y que ofrecía soluciones para los problemas de una iglesia con vocación universal, abierta al mundo y heredera de Israel, aunque para ello tuviera que cambiar al mismo Pablo, como hizo con el Jesús de Marcos.
Referencias B ARBAGLIO, Giuseppe, Pablo de Tarso y los orígenes cristianos, Sígueme, Salamanca 21992. DUNN, James D. G., Jesus, Paul, and the Gospels, W. B. Eerdmans Pub. Co., Grand Rapids, MI, 2011. M ARGUERAT, Daniel, «Paul apres Paul: une histoire de reception», New Testament Studies 54 (2008) 317-337. M ATTILL, A. J., «The Jesus-Paul parallels and the purpose of Luke-Acts: H. H. Evans reconsidered», Novum Testamentum 17 (1975) 15-46. PERVO, Richard I., Pablo después de Pablo: Cómo vieron los primeros cristianos al apóstol de los gentiles, Sígueme, Salamanca 2012. PIÑERO S ÁENZ, Antonio y Gonzalo del CERRO CALDERÓN, Hechos apócrifos de los apóstoles. , Hechos de Andrés, Juan y Pedro, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 2004. PIÑERO S ÁENZ, Antonio y Gonzalo del CERRO CALDERÓN, Hechos apócrifos de los apóstoles. I, Hechos de Pablo y Tomás , Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 2005. W HITE, Benjamin L., Remembering Paul: ancient and modern contests over the image o the Apostle, Oxford University Press, Oxford-Nueva York 2014.
CUARTA PARTE
Para profundizar
Relevancia actual de Pablo y su tradición CAPÍTULO 9
Llegados al final del camino vamos a volver la mirada sobre el recorrido que hemos seguido, las decisiones que hemos ido tomando, los resultados que nos ha dado, los lugares a que nos ha llevado, etc. Es momento de hacer balance y valorar tanto los resultados, la visión de conjunto que este libro ofrece, como su utilidad. Un modo de evaluar nuestro recorrido es recordar los primeros resultados que extraíamos de nuestra breve mirada a la historia de la investigación de Pablo en el capítulo primero; ahí concluíamos que la lectura de sus textos debe hacerse teniendo en cuenta una serie de criterios que eviten los problemas que han dañado la mirada a Pablo en los siglos precedentes y permitan recuperar su originalidad y su relevancia. Sintetizados, eran estos seis: (1) superar la oposición judaísmo-cristianismo; (2) situar a Pablo en su lugar; (3) aceptar su ambigüedad e incoherencia; (4) jerarquizar sus afirmaciones, ideas y opciones; (5) enmarcar los datos en una visión teológica correcta; (6) utilizar otros acercamientos (históricos, sociales...) además del teológico. Los seis criterios han ido apareciendo explícita o implícitamente a lo largo de estas páginas; tarea del lector o lectora es evaluar su utilidad y su correcta aplicación aquí. De esas primeras conclusiones surgían también unos presupuestos y opciones metodológicas que nos han guiado y que también podemos evaluar ahora, preguntándonos si se han razonado suficientemente en la visión de conjunto y si, por tanto, estaban justificados o hubiéramos necesitado otros. Eran estos cinco: (1) el corpus paulino es un conjunto de cartas escritas a lo largo de tres generaciones; (2) es necesario contextualizar correctamente, tanto a Pablo como sus cartas, en el complejo entramado de situaciones históricas del judaísmo del siglo I ; (3) las ideas y afirmaciones teológicas de sus cartas son fruto de un diálogo con las circunstancias históricas, una «teología en
situación»; (4) las ciencias sociales e históricas ayudan al lector actual a evitar anacronismos y etnocentrismos cuando se interpretan los textos de Pablo; (5) es necesario tener en cuenta el peso de la tradición y de las imágenes hegemónicas de Pablo para evitar proyectar en los textos lo que «ya sabemos». También al lector o lectora le corresponde valorar ahora su adecuación y justificación en la visión de conjunto. La pregunta más importante en este momento, no obstante, no es qué tal he cumplido lo que me había propuesto o si el lector o lectora aprueba las opciones previas y la visión de conjunto. Desde el punto de vista histórico-crítico, que es el que hemos adoptado principalmente, una evaluación de ese tipo sería correcta y útil; al historiador no le toca uzgar ni actualizar textos o vidas pasadas; le basta con ser riguroso con los datos, sincero con sus presupuestos y claro con sus exposiciones. Pero he dicho en el capítulo primero que todo investigador que mira al pasado, incluida la figura de Pablo, puede preguntarse legítimamente desde dónde se sitúa, por qué se hace unas preguntas y no otras, qué le indigna y qué le atrae de su objeto de estudio...; ello resulta útil para ser consciente de los prejuicios inconscientes. Por otra parte, como todo estudioso de las ciencias humanas sabe, la investigación en estos campos (sea la historia, la filosofía, la teología, la exégesis, la sociología...) no ofrece resultados exactos, de modo que el estudio casi siempre transcurre por territorios que dejan un margen al explorador para orientarse y decidir qué camino tomar. Por tanto, todo investigador puede (¿debe?) evaluar también los efectos de su investigación, las consecuencias, conscientes o inconscientes, que se derivan de la elección de unos presupuestos, de la selección de los datos, de la presentación de los resultados, de la visión de conjunto que ofrece; puede preguntarse por la utilidad de su trabajo, por las posibilidades que ofrece su estudio a los sinceros anhelos de un mundo usto, pacificado, solidario y fraterno... No hacerlo no es ser más objetivo o tomar distancia del objeto de estudio; es ser inconsciente, ignorante o, peor todavía, manipulador. Yo creo que esta es una tarea urgente de la exégesis y de la teología (tanto como de la historia), de la que probablemente no salgan bien paradas, porque hay mucha apologética encubierta, muchas agendas teológicas que quieren legitimar una imagen de Dios, o un modelo eclesial, o una visión del mundo, o unos intereses particulares; así, la pretendida objetividad no es sino la proyección de los propios deseos, ilusiones o miedos (de lo que quizá tampoco está exento este libro). También es fácil encontrar ataques camuflados de objetividad, deseos de desmontar argumentos contrarios a toda costa, agendas anticlericales que descalifican cualquier investigación hecha por creyentes... Yo creo que una respuesta negativa a la pregunta por la utilidad de un estudio sobre Pablo como el que he presentado aquí socavaría profundamente todo este libro, el de elaboración por mi parte y el de lectura por la tuya, lector o lectora. La valoración final está en tus manos.
Por mi parte, quiero ofrecer algunas pistas que ayuden a hacerse un juicio sobre la utilidad y la relevancia actual de todo lo dicho. Para este objetivo he escogido tres de esas aportaciones paulinas: (1) el proyecto de Pablo en el marco del judaísmo de su tiempo (proyecto histórico y teológico); (2) la relación de Pablo y su proyecto con el Imperio y con el mundo (resistencia y sumisión; ciudadanía y universalismo; mestizaje); (3) la estrategia de autoestigmatización y la imagen de Dios (y sus consecuencias para el modo de entender la redención). Puede que no sean ni siquiera las más relevantes de Pablo y sus discípulos, pero son buenas ventanas que permiten descubrir algunas de sus aportaciones (ideas, opciones, circunstancias, estrategias, conflictos, etc.) y preguntar por su sentido original y los desarrollos que tuvieron, analizar hasta qué punto su uso hoy resulta coherente con aquel, sugerir posibilidades inéditas, etc.
1. El proyecto de Pablo en el marco del judaísmo de su tiempo y del naciente cristianismo Pablo fue judío antes y después de su vocación; nació y murió judío. La revelación del Crucificado (otro judío) no socavó su identidad judía sino que la ahondó, la radicalizó (en el sentido de volver a las raíces); ser creyente en Jesús significó para él recuperar las raíces judías, profundizar en el sentido de la alianza, relacionarse con Yahvé cara a cara... El cristianismo, como religión surgida a partir de finales del siglo II , no fue el resultado del proyecto histórico de Pablo, sino más bien de su fracaso. Él pretendía que todo Israel aceptara el verdadero rostro de Yahvé, que se descubría en el acontecimiento histórico de un crucificado por el Imperio romano con la connivencia de las autoridades erosolimitanas y que, como consecuencia, reinterpretara y recolocara algunas tradiciones e instituciones judías. Pablo fue un reformador del judaísmo con un proyecto intrajudío (en este sentido, igual que Jesús). Pero fracasó. Pablo no logró que Israel creyera que aquel crucificado era el Mesías de Yahvé; su proyecto de la ekklêsia como ejemplo de lo que debía ser todo Israel, como anticipación del futuro del pueblo elegido, se frustró; la mayor parte de los judíos de su tiempo siguió creyendo que aquel crucificado no era el Mesías y considerando la ley como una marca de la elección que separaba a los circuncidados de los gentiles, algo exigible a todo aquel que aspirara a entrar en la alianza, a mirar cara a cara al Dios verdadero sin caer fulminado por su mirada. La guerra judía de finales de los años sesenta del siglo I , la conquista de Jerusalén y la destrucción del templo, ocurridos tras la muerte de Pablo, trazaron otra hoja de ruta para el judaísmo, que se vio sin tierra y sin templo. La tradición farisea, muy apoyada en la importancia de la ley para restaurar la alianza, fue la mejor situada para hacer frente a esta profunda crisis de identidad, y la propuesta paulina de renovar el judaísmo a partir de la fe en Jesús quedó relegada a la marginalidad. Habría quedado orillada y reducida a una minoría si los discípulos de Pablo y Lucas no
hubieran recuperado y transformado su proyecto para ofrecerlo como aglutinante de un creciente grupo de creyentes en Cristo que tenían también una profunda crisis de identidad (como grupo no eran judíos, no eran paganos, eran ambas cosas y ninguna...). Esta recuperación del proyecto de la ekklêsia y su transformación para presentarla como heredera de las promesas de Israel y con vocación universal, sacó a Pablo y a su proyecto intrajudío del ostracismo y le dio una nueva vida, pero desprendiéndolo de su carácter inmanente al judaísmo y a la historia caduca para darle un horizonte nuevo, más allá de Israel y de la historia de los hombres. La ekklêsia, que en el proyecto de Pablo era un medio (caduco) para el fin inminente de la llegada del reino de Dios (perenne), se instaló en la historia con una dimensión trascendente que hizo de ella un fin en sí misma, asumiendo aquel carácter perenne del reino de Dios que quedó relegado como motivo teológico. En cierto modo, se podría decir que, aunque Pablo fracasó históricamente, no lo hizo teológicamente, en el sentido de que su proyecto teológico de visibilizar al Dios del Crucificado tuvo continuidad en este proyecto, si bien profundamente transformado para adaptarse a las nuevas circunstancias históricas. Así pues, desde el punto de vista histórico, el cristianismo no es el resultado de la misión de Jesús ni de Pablo, sino de un proceso complejo y prolongado durante cuatro generaciones, donde los discípulos de segunda y tercera generación supieron darle a aquella primera misión una dimensión nueva superando sus limitaciones históricas y coyunturales. Esto no equivale a decir que el cristianismo no puede apelar a su enraizamiento en la misión de Jesús y de Pablo; de hecho, creo que lo puede y debe hacer legítimamente, siempre y cuando sea suficientemente coherente con la dimensión teológica de aquella misión de Jesús y de Pablo (la presentación del rostro de Dios que mostró el Crucificado). Esta conexión creo que se da demasiadas veces por supuesta y lleva a graves errores, tergiversaciones y traiciones. Cabría, entonces, preguntarle al cristianismo de hoy (a los cristianos de hoy) si puede apelar, para su legitimación y continuidad, a la fidelidad a las ideas teológicas fundacionales. En este mismo sentido, cabría también preguntarse por las consecuencias de aquella transformación de la primera a la segunda y tercera generación, por los cambios que supuso en las intuiciones originales de Pablo; pienso, por ejemplo, en su idea de la relativización de la ley. Es decir, para darle estabilidad y continuidad, los creyentes en Cristo después de Pablo fueron dotándose de creencias y prácticas (que afloran con nitidez en la segunda y tercera generación, como hemos visto) que permitían a los seguidores de Jesús entenderse a sí mismos y entender sus propias experiencias de acuerdo a ese marco de interpretación. Sin embargo, gracias a los mismos mecanismos por los que el judaísmo había convertido la ley en signo de identidad y no de relación con Dios, la iglesia naciente hizo descansar en esas prácticas y creencias propias la frontera de pertenencia y los signos de identidad del creyente (Rivas Rebaque 2010). Ya no se podía ser creyente en Jesús sin afirmar el conjunto de creencias que formaban parte del
depósito; no se podía ser creyente sin realizar los rituales y demás prácticas (y del modo como se realizaban). Este conjunto de creencias y prácticas que sirvieron para dar identidad al cristianismo y constituirlo como religión frente a otras religiones (al udaísmo, por ejemplo) se transformó, para muchos, en algo similar a lo que Pablo había criticado profundamente: la exaltación de la ley (la norma, el dogma, el sacramento...) al rango de criterio de discernimiento de los que Dios quiere y acoge. No aceptar estas prácticas y creencias del cristianismo que surgía, equivalía a una condena a la perdición eterna. Esta descripción imperdonablemente abreviada y caricaturizada puede, no obstante, servir como ejercicio de reflexión. Pablo tuvo que creer en el Crucificado a pesar de las interpretaciones predominantes en su propia tradición que lo consideraban un maldito. Este dato parece una característica fundamental de la fe en Jesús: en los orígenes, el descubrimiento y aceptación del rostro de Dios revelado en el Crucificado suponía una profunda transformación del contexto cultural y religioso en el que esa experiencia se daba. Y no parece un dato coyuntural; es decir, no se debe únicamente a las circunstancias históricas o a las características religiosas (supuestas limitaciones) del judaísmo; parece más bien un dato genuino de la experiencia religiosa del Dios de Jesús: una constante. Eso equivale a decir que hoy, la experiencia de confianza en el Dios de Jesús debería invitar a todo creyente a revisar, discernir y transformar las instituciones y tradiciones a las que pertenece y en las que tiene lugar esa experiencia; debería, entre otras cosas, llevarle a preguntarse por el acomodo de las estructuras a los fines, por la adecuación del lenguaje, las formas, las relaciones personales y la organización interna a la imagen del Dios de Jesús. Ejercer esta actitud crítica no debería ser visto por quienes tienen responsabilidad en las iglesias como una crítica (valga la redundancia) o infidelidad; debería fomentarse para que la institución se desprenda de estructuras caducas, de lenguajes sexistas o racistas, de relaciones de dominación y sometimiento, de búsqueda o mantenimiento de prebendas sociales... y de la legitimación teológica de todo ello. No hacerlo sería, en realidad, el peor servicio al futuro del cristianismo. Quien prefiere la lucha por la supervivencia y la defensa institucional ante supuestas agresiones laicistas, o la afirmación inmovilista de modelos y estructuras del pasado, en vez de la depuración, la renovación y la adaptación a los tiempos para visibilizar al Dios de Jesús, debería ser visto como enemigo del futuro del cristianismo (González Ruiz 2000). Hagamos unas preguntas retóricas. ¿Qué ocurriría si Pablo naciera hoy en el seno de, digamos, la Iglesia católica, y dijera que había tenido una revelación de Dios que le impulsaba, en contra de la opinión de su obispo y de todos los demás obispos, a llamar a personas gais, divorciados, mujeres que han abortado, etc., e invitarlas a formar unas asambleas, sin pedirles que antes pasaran por el confesionario, con el fin de mostrar a toda la Iglesia católica lo que debía llegar a ser? O ¿qué ocurriría si en el seno de la misma Iglesia, Pablo insultara a quienes se creen con autoridad porque tienen nombramientos o
están bien conectados con Roma, diciéndoles que son unos «enviados de Satanás» porque actúan imponiendo su autoridad obligando a bautizar o confesar a quienes él ha acogido sin pedirles ninguna condición legal o moral previa? No son situaciones comparables, efectivamente, ni pretendo que lo sean; son preguntas para ayudar a pensar el impacto que tuvo la misión de Pablo en su tiempo y las dificultades y posibilidades que tienen sus intuiciones para ser relevantes hoy. En este sentido, Pablo podría, quizá, ayudar a los cristianos de hoy a revisar los fundamentos de su propia fe y de su pertenencia. No se trata de duplicar o mimetizar su experiencia y sus opciones, sino de valorar las posibilidades inéditas que ofrece para dar respuesta hoy a las exigencias de la fe en el Dios de Jesús. Pablo Podría ayudarle a un cristiano de hoy a preguntarse, por ejemplo, cuánto hay en su pertenencia a la Iglesia de adhesión a unas creencias y prácticas y cuánto de experiencia marginal, contracultural, desprovista de cobijo institucional, de novedad. En tiempos como estos, de gran oferta religiosa, se da el caso de que la pertenencia a la mayoría de las religiones institucionalizadas (entre ellas la Iglesia católica) está basada en vinculaciones fuertes a creencias y prácticas que ofrecen seguridad a los creyentes, entre otras cosas; sin embargo, no siempre esta forma de vincularse se enraíza en experiencias personales que transforman la identidad del creyente. Por otra parte, las experiencias religiosas que más subrayan la relación personal con Dios y ponen menos énfasis en las estructuras, creencias y prácticas, suelen atraer a otro tipo de creyentes que no buscan tanto la seguridad cuanto la experiencia que impacta (Whitehouse 2004). Pablo favoreció un modo de vinculación basado en la experiencia gratuita, inmerecida, inesperada de un rostro de Dios que acogía y amaba sin tener en cuenta en absoluto la condición de la persona; Pablo puso la fe en el Dios de Jesús, la aceptación de su acogida y amor gratuitos, por encima de la ley como rasgo de identidad del creyente en Cristo. Hoy es frecuente ver que quienes se dicen herederos del proyecto de Pablo, parecen poner las leyes eclesiásticas por encima de la paradójica fe en el Dios del Crucificado y ponen más énfasis en condiciones y exigencias de carácter moral o religioso que en la experiencia personal, gratuita, de encuentro con el Dios de Jesús.
2. La relación de Pablo y su proyecto con el Imperio y el mundo Otra de las marcadas características de la misión de Pablo fue su peculiar modo de enfrentarse a los retos de existir en el Imperio con la vocación de conquistarlo (al menos teológicamente). Sin embargo, como vimos en el capítulo primero, los estudiosos desde la perspectiva poscolonial han puesto en evidencia que no existe una clara línea divisoria entre la cultura del dominador y la del dominado, sino que esa relación está marcada tanto por la atracción como por la repulsión, tanto por la resistencia como por la complicidad, y que el colonizado tiende a internalizar y replicar la cultura del colonizador, aunque sea de un modo irónico o ridículo. Esto quiere decir que es difícil, desde el punto
de vista de los valores culturales, identificar la relación entre el Imperio y Pablo como la del colonizador y el colonizado, porque toda cultura es mezcla de tradiciones y no existen las culturas o los pueblos puros. En este caso, pues, el Imperio y Pablo fueron simultáneamente colonizadores y colonizados. Esto permite entender mejor el hecho de que ambos se influyeran mutuamente aceptando ideas o modelos, haciendo que la ekklêsia se pareciera cada vez más a una institución imperial y que el Imperio asumiera algunos valores de la fe en Jesús, todo ello al mismo tiempo que se repelían y atraían. Resulta muy difícil determinar, cuando contemplamos el resultado final de un proceso histórico largo y complejo, qué proviene de uno y qué proviene del otro porque, probablemente, muchas características no tienen un origen identificable sino que son el resultado de muchas mezclas cuyos ingredientes han perdido su referencia primera. Sin embargo, en nuestro recorrido hemos podido reconocer algunas características que tenían un origen más claro y determinado. Una de ellas es la decidida asunción del modelo patriarcal tras la muerte de Pablo para organizar la ekklêsia. En su momento, yo no me atrevería a justificar lo contrario, probablemente sirvió para dar estabilidad, solidez y futuro al anuncio de la buena noticia de Dios; las asambleas organizadas carismáticamente por Pablo tenían pocas posibilidades de sobrevivir más allá de su muerte si no encontraban fórmulas de institucionalización adecuadas; Gerd Theissen explicó este desarrollo como «patriarcalismo de amor», el intercambio de beneficios mutuos en este proceso (Theissen 1985, 39-40). Sin embargo, cabría hacer una evaluación de lo que este modelo ha supuesto para la historia del cristianismo. Por ejemplo, un creyente de hoy se puede preguntar cuánto ha ayudado el modelo patriarcal a los seguidores de Jesús a desarrollar su misión del anuncio del evangelio y cuánto a reforzar o perpetuar determinadas instituciones históricas; podría interrogarse, igualmente, sobre el balance de lo que ha posibilitado y lo que ha silenciado; cabría, incluso, la posibilidad de preguntarse si sigue siendo hoy un buen modelo para organizar las iglesias o resulta una carga que impide precisamente lo que quiso propiciar: la relevancia actual de la fe en el mundo. Una mirada como la que hemos hecho legitimaría un cuestionamiento profundo de aquellas estructuras («préstamos» culturales, diría alguno) que, si bien fueron útiles en su momento, hoy están impidiendo el encuentro del mundo con la buena noticia que anuncian los discípulos de Jesús. Además del modelo patriarcal, podríamos encerrar en esta categoría los modos de gobierno medievales, las estructuras no democráticas, los lenguajes anquilosados, las liturgias opacas, la vinculación con las élites de poder político o económico, etc. Por otra parte, como fruto de ese intercambio de valores, Pablo contribuyó decisivamente en la construcción de algunos conceptos fundamentales del pensamiento de Occidente. No resulta fácil entender cómo las ideas de alguien que creía que el mundo estaba
tocando a su fin han podido contribuir a pensarlo, precisamente, en el tiempo, en la contingencia de una historia que se prolonga como unos dolores de parto inacabables. Además de su visión escatológica, Pablo compartía algunas características de la concepción apocalíptica, como el dualismo de poderes que actúa en la historia y el diagnóstico oscuro sobre el presente que, no obstante, era de profunda esperanza en el futuro inmediato. Así, su peculiar modo de ver la realidad, aunque muy condicionado por esas circunstancias, ha dejado en herencia una serie de conceptos y perspectivas que han ayudado a pensadores posteriores a imaginar el mundo diferente. Una de ellas es la pregunta por las posibilidades de nuestro mundo, si otro mundo es posible o solo cabe pensar en el agotamiento del presente. El siglo XX fue, sin duda, un periodo especialmente desolador para la humanidad: millones de muertos por razones étnicas, religiosas o políticas, millones de desplazados por las mismas razones, siempre con intereses económicos de fondo (unos pocos se han enriquecido con estas matanzas), violencia, hambre, desigualdad, marginación... El balance para las esperanzas humanas de construir otro mundo en el que no existan estas situaciones es demoledor. El comienzo del siglo XXI no ha sido mejor; este momento añade todavía un grado mayor de desesperanza, porque parece que se agotan las reservas de humanidad en el mundo. Pablo no ha vivido obviamente estas situaciones, pero conoció otras no menos deshumanizadoras, para las que tenía una mirada peculiar que ha dejado huella en pensadores posteriores. Su convicción escatológica estaba dominada por la certeza de una usticia que sobrepasaba la capacidad de la injusticia humana y que le permitía afirmar que, por muy grande que fuera la transgresión, el daño o la destrucción, mayor sería la reconciliación y la reparación. Esta lectura, que podría muy bien ser despachada como ilusa, fue, precisamente, un enorme acicate en su lucha por la justicia y por la construcción de una realidad que se presentara como alternativa a la injusticia dominante. Creer que estaba naciendo una nueva humanidad, aun con dolores de parto, fue la posibilidad real de crear un ensayo de mundo nuevo, unos grupos humanos que fueran reflejo del futuro, que visibilizaran las posibilidades aun inéditas de ser persona según Dios, la ekklêsia. Porque lo creyó, lo hizo posible; su fe en ello lo hizo posible; si no hubiera creído en ello, probablemente, el mundo habría conocido mayores cotas de inhumanidad. Aunque siga pareciendo todavía hoy iluso, creer que otro mundo es posible, gestarlo en la imaginación, alimentarlo con el deseo y la voluntad, dedicar todas las energías a ello, es el único modo de que nazca cuando le llegue el tiempo. Tampoco es difícil encontrar hoy a quienes tienen una mirada radicalmente opuesta a los anteriores, los adoradores del progreso, aquellos que ven en los conflictos y crisis las mejores posibilidades de crecimiento, de enriquecimiento, de explotación, sea de este planeta o de los que nos rodean, quienes descubren en las necesidades de los demás la oportunidad para una progresión de sus resultados financieros... Pablo tenía esa otra mirada apocalíptica que hacía caer en la cuenta de la apariencia de las cosas, de que lo que
se ve no siempre es la verdad profunda, que hay una dinámica interna en la historia que tornará los resultados de unos y otros,... Pablo creía que los poderes, principados y potestades de este mundo serían derrotados, que «el mundo pasa». De nuevo, creer que quienes triunfan ahora a costa de la injusticia o de la opresión no serán los verdaderos triunfadores en la hora definitiva es lo que le permitió emprender una tarea a todas luces imposible, descomunal para la persona, la de enfrentarse al mal imperante. Creerlo es lo que le hizo posible empezar a realizarlo. También puede Pablo ayudar hoy a imaginar posibilidades inéditas aun a pesar de que resulten, a todas luces, irrealizables. En este sentido, una de las herencias de Pablo es el pensar la vida «desposeídamente», «como si no fuera propia», pensar el mundo como si no fuera a existir más. Esta idea, que la voy a desarrollar un poco más en el siguiente punto (bajo el título de «La estrategia de la autoestigmatización y la imagen de Dios»), refleja una de las miradas más sugerentes que ha influido en autores como Soren Kierkegaard, Walter Benjamin o Giorgio Agamben, y plantea el modelo de mesianismo que Pablo defiende en términos de desposesión, de confusión de la propia identidad con la del mundo, de autoentrega sacrificial por su transformación, de ejercicio del poder sin poseerlo, de respeto de la caducidad y apariencia del mundo hacia su propia vocación, no un nuevo mundo fruto de la destrucción del actual, sino la transformación del presente en su mejor versión posible (Mate 2006). También entre las aportaciones de Pablo está su idea de construcción de un mundo sin fronteras, lo que algunos han llamado universalismo, aunque es un concepto que se presta a malentendidos, sobre todo cuando refleja la idea de que es una visión del mundo la que se generaliza por encima de otras, anulando las diferencias. Esta idea, en la base de muchos debates actuales sobre inmigración, globalización, derechos humanos, ciudadanía..., es una tarea pendiente de nuestro mundo. La idea de Pablo de un mundo sin fronteras (Gal 3,28) no consistía en la creación de una identidad que sumara todas las identidades individuales o colectivas borrando totalmente las diferencias de todas ellas, de modo que ser creyente en Cristo consistiera en ser, a la vez, judío y pagano, hombre y mujer, esclavo y libre. Tampoco consistía (al menos no solo) en descubrir una cualidad común que podía estar en la base de todas las identidades (persona, humanidad) y elevarla a la categoría de rasgo determinante de la identidad de la nueva humanidad. Consistía, más bien, en la discriminación o marginación de aquellas identidades o rasgos de identidad que separan en vez de unir, que disgregan en vez de crear. Su universalismo era el resultado de un acontecimiento histórico cuya irrupción había transformado el modo de verse las personas y en el que todos los miembros del cuerpo debían ser conscientes de su nueva función en el tiempo presente: ser parte de un todo, de una humanidad nueva, ciudadanos del mundo de Dios (oikoumenê). Pablo no anula las diferencias entre paganos y judíos (o entre varones y mujeres o entre esclavos y libres): hace que todos descubran en su ser pagano o judío o mujer o varón o esclavo o libre su
insustituible lugar en la nueva humanidad; si falta una mano el cuerpo está lisiado, si falta el ojo el cuerpo no ve... Pablo no diluye esas identidades sino que las hace indispensables; obliga a cada uno a mirar al otro como indispensable, precisamente, por su diferencia. La construcción hoy de un universalismo así podría traer una serie de beneficios, porque permitiría limar y mitigar elitismos, etnocentrismos, nacionalismos... cuando suponen prerrogativas o privilegios de unos sobre otros; a la vez, permitiría entender la necesidad que cada pueblo y cultura, cada persona, tiene de los demás para la formación de una oikoumenê que permitiría reducir muchos conflictos actuales. Obviamente se trata de una utopía que ni Pablo mismo pudo cumplir. Pero esa vocación todavía llama a la puerta de muchos, de algunos de los que siguen creyendo en el Dios de Jesús y de otros que escuchan esa llamada en otra ágora igualmente válida.
3. La estrategia de la autoestigmatización y la imagen de Dios Esta intuición es una de aquellas características propias del carisma de Pablo en la que podemos ver una coincidencia sorprendente con el de Jesús. Es, por eso, también, muy difícil de comprender y formular en términos de relevancia actual. Únicamente voy a recoger algunas ideas sugeridas en los capítulos anteriores y proponer alguna reflexión. Cuando a Pablo le desautorizaron como apóstol por su supuesta incapacidad, incultura, falta de legitimación... no se defendió negando nada de ello, sino afirmándolo paradójicamente y dándole un sentido positivo. Hemos visto que de este modo Pablo lograba, en primer lugar, vaciar de contenido negativo aquellas etiquetas que pretendían marginarlo e invisibilizarlo, descubriendo otras posibilidades inéditas en ellas, su capacidad para revelar la fuerza que tiene en sí mismo el mensaje del Crucificado. En segundo lugar, convirtió esos rasgos estigmatizantes, precisamente por su imitación del sentido teológico de la cruz, en signos de identidad que aspiraban a definir a los miembros de la nueva oikoumenê. Y en tercer lugar, la aceptación de la marginación y negación que suponían las etiquetas negativas que le colocaron la presentó como signo de la renuncia de Dios a ejercer el poder y la imposición, la ira, la venganza o el castigo (aunque parezca merecido); asumiendo esas etiquetas negativas Pablo se convertía en signo y consecuencia de la imagen de Dios descubierta en el Crucificado, en oferta para ver el mundo y a los demás con los ojos de ese Dios, en constructor de ese proyecto de Dios. Esta idea de Pablo no fue únicamente estratégica o retórica; formaba parte nuclear de su anuncio, de su evangelio. No se podía comprender verdaderamente la identidad de ese Dios hablando de él como otros hacían, con sabiduría, con retórica, con palabras o signos poderosos que cautivaban por sí mismos; eso confundía el mensaje porque podía dar una imagen de un Dios que se imponía. Ese modo de vivir asumiendo positivamente (con sentido) valores y comportamientos considerados negativos, era ya un anuncio no verbal de Dios y del mundo futuro. Valía más renunciar a la propia idea (aunque esta fuera
mejor, más ortodoxa) si eso ayudaba a un hermano a no descolgarse del proyecto común; era preferible la incorporación de gente marginal, inútil o despreciable, que la de cultos, eficaces y poderosos si ello lograba sacudir conciencias y transmitir la imagen de Dios y del mundo que él quiere; valía más dar autoridad a los considerados idiotas o inútiles que a los doctores y peritos si así se fortalecía la identidad común construida sobre el valor del otro por encima de sus capacidades; era preferible renunciar a los modos convencionales de poder e imposición, incluso a la defensa de los propios derechos legítimos, si de este modo se lograba la reconciliación, el saberse descubierto por dentro sin ser rechazado, el saberse mirado a la cara sin ser despreciado ni aniquilado. La propuesta de Pablo, que conecta tan radicalmente con la de Jesús, resulta hoy una utopía irrenunciable. Si la humanidad pierde este horizonte, quizá la aportación más genuina del cristianismo a la humanidad, la fe en Jesús pierde su sentido y la humanidad, su horizonte de salvación. Por último, quiero señalar una consecuencia de lo dicho: la transformación de la idea de redención. Se ha metido en nuestra cultura una particular idea de redención que sostiene la necesidad del sacrificio voluntario de una vida inocente para salvar otra. Recientes obras literarias o cinematográficas de enorme éxito de público y con gran influencia en el modo de concebir valores cívicos actuales, tienen en común, precisamente, esta idea: La guerra de las galaxias, Matrix , Harry Potter, El Señor de los anillos , etc. Todas ellas proponen un modo de entender el mundo que tiene como idea base el combate de las fuerzas del bien y del mal, ofrecen un relato de carácter intemporal que busca repensar el mundo en el que vivimos (quizá ofreciendo visiones alternativas), y presentan una imagen del héroe profundamente marcada por su debilidad inicial y vulnerabilidad, por su carácter mesiánico, carismático, defensor del principio del bien, y por su sacrificio final, la redención que se obtiene mediante su vida entregada para lograr un nuevo mundo libre de todas las amenazas que lo habían hostigado hasta casi destruirlo (la idea de resurrección tampoco está ausente). Son relatos mesiánicos modernos que revelan no solo la influencia de motivos bíblicos (aunque no exclusivamente) sino también la necesidad de estas figuras en nuestra cultura posmoderna. Sin embargo, el modelo de redención que Pablo subrayó al mirar al Crucificado no es ese. En esas imágenes es fundamental la idea de la muerte sacrificial del héroe en una batalla final con las fuerzas del mal que resultan vencidas con su muerte. Esta visión es más apocalíptica que la misma de Pablo, que integraba una profunda visión escatológica positiva. La muerte de Jesús no fue consecuencia de las fuerzas del Mal (entendido como principio supremo responsable de todo mal); a Jesús le mataron las autoridades romanas en connivencia con las jerosolimitanas. Tampoco murió víctima de Dios, como si este necesitara de su vida para aplacar la ira o resarcirse del daño hecho por otros. Jesús murió en la cruz porque no renunció a vivir como había vivido, ni al final; murió del mismo modo que había vivido: reflejando con sus palabras y sus gestos, con su vida, cómo es Dios Padre. Su muerte es redentora porque refleja un Dios que no toma en cuenta los
pecados (que los creyentes consideraban alejamiento de Dios) sino que los ignora, como ignora el rechazo y el desprecio, para mantener incólume su libertad para amar sin ninguna condición ni condicionamiento. Esta forma de entender la redención de la muerte de Jesús pone el énfasis más en la nueva imagen amorosa de Dios que en el modo sacrificial o sufriente de la muerte de Jesús; más en la cosmovisión positiva de un mundo gobernado únicamente por el amor benévolo de Dios, que en la negativa de un mundo en continua batalla de principios antagónicos; más en las ventajas éticas y sociales que se derivan de un modo de vida que siga ese modelo, que en los sufrimientos y penalidades que debe asumir todo seguidor de Jesús; más, en fin, en la vida que en la m uerte.
Referencias GONZÁLEZ R UIZ, José María, La cruz en Pablo: su eclipse histórico , Sal Terrae, Santander 2000. M ATE, Reyes, Nuevas tecnologías políticas: Pablo de Tarso en la construcción de Occidente, Anthropos, Rubí 2006. R IVAS R EBAQUE, Fernando, «El nacimiento de la Gran Iglesia», en R. A G UIRRE MONASTERIO (ed.), Así empezo el cristianismo, Verbo Divino, Estella 2010, pp. 426-480. THEISSEN, Gerd, Estudios de sociología del cristianismo primitivo, Sígueme, Salamanca 1985. W HITEHOUSE, Harvey, Modes of religiosity: a cognitive theory of religious transmission, Altamira Press, Nueva York 2004.
Bibliografía comentada CAPÍTULO 10
oy a presentar una breve selección de obras sobre Pablo y los temas que hemos abordado en este libro. Los contenidos y las perspectivas son inabarcables, y toda selección requiere de criterios que hacen del resultado una lista necesariamente incompleta, insuficiente e injusta; espero que, además, útil. Los criterios que he utilizado para hacer la lista manejable son seis: (1) elegir únicamente diez obras; (2) que todos los libros citados sean libros en castellano, bien originales bien traducciones; (3) que sean obras que, en conjunto, reflejen perspectivas diferentes para ayudar al lector a contrastar lo que aquí ha leído; (4) que hayan supuesto alguna aportación en su ámbito (o que sean representantes de alguna corriente que lo ha hecho); (5) que hayan dejado una huella reconocible en las páginas precedentes; (6) que sean obras con las que el lector que decida leerlas aprenda algo.
1. SENÉN V IDAL, Las cartas originales de Pablo (Trotta, Madrid 1996). Este es el único libro original en castellano que cito en esta lista y está por méritos propios. Su autor es, probablemente, el mejor exponente en castellano de los exégetas que trabaja de primera mano. Sus obras sobre Pablo merecerían más espacio en esta lista; por ejemplo El proyecto mesiánico de Pablo (Salamanca 2005), quizá su obra más sistemática sobre la cosmovisión paulina, o Pablo: de Tarso a Roma (Santander 2007), muy equilibrada entre el rigor y la divulgación. Sin embargo, considero que la que menciono arriba aporta una originalidad mayor al panorama de los estudios paulinos en castellano. Se trata de una edición bilingüe (griego y castellano) de las cartas indiscutiblemente paulinas, pero presentadas tal como Pablo las escribió originalmente, al modo como he descrito en el capítulo seis. Aporta una cronología convincente, unas breves pero bien argumentadas razones para la reorganización de las cartas, y unos breves comentarios a
pie de página de las mismas. El texto de las cartas se presenta tal como pudo escribirlas Pablo, enmarcadas en las circunstancias históricas en las que nacieron, de modo que el lector puede leerlas de un modo nuevo y hacerse una idea de su sentido original. Este libro tuvo una edición posterior con el título Las cartas auténticas de Pablo (Bilbao 2012), pero la peor distribución del texto y la escasa calidad de la edición no compensan las mejoras introducidas en el contenido de aquella primera de 1996.
2. John Dominic CROSSAN y Jonathan L. R EED, En busca de Pablo: el Imperio de Roma y el Reino de Dios frente a frente en una nueva visión de las alabras y el mundo del apóstol de Jesús (Verbo Divino, Estella 2006).
Este libro, cuyo original fue publicado en inglés en 2004, tiene la peculiaridad de estar escrito entre un exégeta (Crossan) y un arqueólogo (Reed); esta convergencia de diferentes metodologías y perspectivas, así como de preguntas diversas, hace del libro un buen ejemplo de las posibilidades de la interdisciplinariedad. Está muy bien escrito y se lee con facilidad y agilidad. A lo largo de siete capítulos (más prólogo y epílogo) y quinientas páginas, los autores van desgranando las posibilidades de colocar los textos de Pablo (las cartas originales) en el contexto cultural en el que nacieron, poniendo de relieve su carácter alternativo, su novedad y su valentía en muchos aspectos. Especialmente útil puede resultarle al lector el capítulo cinco («Dioses, diosas y evangelios») en el que a partir de los restos arqueológicos se presentan las dimensiones e ideología del concepto de poder y cómo se representaba en público, también en la comprensión de las relaciones sexuales; los textos de Pablo, leídos con este trasfondo, se iluminan con significados nuevos.
3. Pamela EISENBAUM, Pablo no fue cristiano: el mensaje original de un apóstol mal entendido (Verbo Divino, Estella 2014). La autora, de tradición judía, es profesora de Orígenes del Cristianismo en una universidad cristiana. Este libro es un representante (casi único en castellano) de la llamada «nueva perspectiva radical» (como hemos descrito en el capítulo primero). El libro tiene catorce capítulos y unas cuatrocientas páginas; está bien escrito y se lee con facilidad. Buena conocedora del tema que aborda y del trasfondo judío, entre sus méritos está el ayudar a corregir excesos en la historia de la interpretación de Pablo, como el que da título a su libro y, sobre todo, evitar las lecturas antisemitas que se han hecho con frecuencia de él. Sin embargo, como ocurre a menudo, las posturas «radicales» tienden a ignorar o malinterpretar algunos datos; en este libro, conforme avanza su lectura, el argumento va perdiendo fuerza hasta que, en los últimos capítulos, el lector crítico, que recuerda otros textos de Pablo no citados por la autora, asiste a una pérdida de credibilidad del argumento fundamental: que Pablo mantuvo la Torá para los judíos creyentes en Jesús y ofreció la fe en Cristo para los gentiles. No obstante, el libro merece
una lectura y se puede aprender mucho de él.
4. Richard I. PERVO, Pablo después de Pablo: cómo vieron los primeros cristianos al apóstol de los gentiles (Sígueme, Salamanca 2012). Con un título más elocuente que el que le han dado en esta traducción (The Making o Paul : Constructions of the Apostle in Early Christianity), el autor escribió en 2010 uno de los mejores libros sobre la «construcción» de la memoria de Pablo en los siglos siguientes a su muerte, como hemos visto en el capítulo octavo. A lo largo de seis capítulos y algo más de cuatrocientas páginas, Pervo va mostrando, razonada y convincentemente, las diferentes imágenes que los creyentes en Cristo fueron haciendo de Pablo, tal como han quedado reflejadas en la literatura cristiana de los cuatro primeros siglos. El autor presenta a Pablo (y sus cartas) como piedra de toque del nacimiento del cristianismo (y del canon), y va mostrando cómo se reconstruyó su memoria en el resto de escritos canónicos y en los apócrifos, así como en la literatura apostólica y patrística. Aunque algunas partes son más áridas de leer, la lectura del conjunto compensa.
5. Wayne A. MEEKS, Los primeros cristianos urbanos: el mundo social del apóstol Pablo (Sígueme, Salamanca 1988). Este libro, cuyo original inglés es de 1983, se ha convertido en un clásico; prueba de ello es que el autor ha publicado recientemente una segunda edición en la que no ha añadido más que un suplemento bibliográfico de seis páginas (2ª edición española de 2012). Fue uno de los primeros y mejores ejercicios de exégesis sociohistórica de las cartas de Pablo donde el autor utiliza los conocimientos del contexto social del Imperio romano urbano (estratos sociales, instituciones, relaciones y dependencias, valores culturales...) para presentar el mejor escenario en el que comprender la estrategia paulina de creación de la ekklêsia. En ese contexto social presenta de un modo original y convincente el proceso de formación de las asambleas paulinas en estrecha conexión con los modelos existentes y destacando la función de las prácticas y creencias propias en este proceso. Ha sido uno de los estudios más influyentes para mostrar la importancia de contextualizar correctamente los textos paulinos para evitar los anacronismos.
6. Giuseppe B ARBAGLIO, Pablo de Tarso y los orígenes cristianos (Sígueme, Salamanca 1989). Aunque este libro tiene ya treinta años (original italiano de 1985) representa muy bien la exégesis italiana sobre Pablo (de la que es también buen exponente Romano Penna) y puede considerarse, como el anterior libro comentado, un clásico. Elaborado al modo de la exégesis histórico-crítica, el autor es un gran conocedor de la literatura grecorromana y sabe interpretar a Pablo con agudeza y originalidad. Si bien la presentación de conjunto de
Pablo se sitúa más en la perspectiva tradicional (de la que hemos hablado en el primer capítulo), el resultado es de calidad. El autor va repasando todos los temas de la biografía, de la misión, de la creación de comunidades y, en una última parte de casi doscientas páginas, el desarrollo de la memoria de Pablo en las cartas atribuidas a él y en el resto de literatura cristiana. Fue uno de los mejores trabajos para pensar la importancia de Pablo en los orígenes del cristianismo y el fenómeno de las diferentes reconstrucciones que se hicieron de él tras su muerte.
7. Jurgen BECKER , Pablo. El apóstol de los paganos (Sígueme, Salamanca 1996). Originalmente publicado en alemán en 1989 y reeditado en 1992, es un buen representante de la que hemos llamado en el capítulo primero «lectura tradicional» de Pablo. Se trata de un libro de claro estilo alemán, muy prolijo en explicaciones y detalles, en el que el autor apenas cita a ningún otro autor; es una obra de síntesis y madurez. Enfocado como un ejercicio de exégesis histórico-crítica, el autor se centra en presentar el desarrollo del pensamiento de Pablo muy conectado con la creación de las asambleas, y va mostrando, paso a paso, el contenido de las cartas originales de acuerdo a la situación de su composición. Aunque hace un intento (no convincente desde mi punto de vista) de síntesis de teología paulina, el mayor mérito es exponer su pensamiento contextualizado en su biografía. Se trata de un trabajo serio, muy bien escrito y muy detallado, si bien no todas las casi seiscientas páginas compensan su lectura igualmente.
8. Margaret Y. M ACDONALD, Las comunidades paulinas (Sígueme, Salamanca 1994). Este libro recoge la tesis doctoral que esta autora defendió en 1986 en Oxford (y publicó en 1988). Su originalidad reside en presentar el corpus paulino, de un modo sistemático, como un conjunto de escritos pertenecientes a tres generaciones, tal como hoy se acepta generalmente. Para ello, la autora utiliza un modelo sociológico de institucionalización que explica el proceso por el que atraviesa un grupo que nace y se desarrolla a través de las generaciones subsiguientes, estudiando cuatro aspectos: su actitud frente al mundo, sus estructuras de liderazgo, sus formas rituales y sus creencias. Con este modelo, que Macdonald explica en el primer capítulo, la autora va mostrando en los tres capítulos restantes cómo, cada una de las generaciones de cartas atribuidas a Pablo (originales, deuteropaulinas y pastorales) evolucionan respecto a su actitud ante el mundo, las estructuras de liderazgo, las formas rituales y las creencias. Aunque la lectura, a veces, resulta árida y difícil, en conjunto es una de las obras más originales y novedosas de los estudios paulinos de finales del siglo XX; contribuyó enormemente al creciente consenso que considera las cartas de Pablo pertenecientes a tres generaciones de creyentes.
9. James D. G. DUNN , El cristianismo en sus comienzos II. Comenzando desde erusalén (2 vols.) (Verbo Divino, Estella 2012). Este libro es la segunda parte de un magno proyecto («El cristianismo en sus comienzos») que el autor comenzó en 2003 y del que la tercera parte está a punto de aparecer publicada; busca presentar la historia de los orígenes del cristianismo durante los dos primeros siglos y esta segunda parte que ahora comento (publicada en español en dos volúmenes) abarca el periodo del año 30 al 70 d.C. Está centrado en la figura de Pablo, su misión y el nacimiento de las primeras asambleas de creyentes en Cristo fuera de Palestina. Ahí está su mérito y su límite, porque, centrándose tanto en la misión paulina, deja poco margen para que el lector se haga idea de la gran pluralidad de proyectos y misiones de esta primera generación. Sin embargo, más allá de alguna limitación como esa, esta obra es un trabajo de madurez de uno de los mayores expertos en Pablo vivos en el que hace un análisis histórico detallado de la expansión de la misión paulina, siempre desde el punto de vista histórico-crítico. Dunn fue uno de los iniciadores de la «nueva perspectiva» que hemos mencionado en el capítulo primero y esta es su obra en castellano más significativa, aunque en inglés es casi incontable.
10. Richard A. HORSLEY y Neil Asher SILBERMAN, La revolución del reino: cómo esús y Pablo transformaron el Mundo Antiguo (Sal Terrae, Santander 2005). El último libro que presento es, también, fruto de la colaboración de otro exégeta (Horsley) con otro arqueólogo o historiador de la arqueología (Silberman). El primero es el protagonista en el desarrollo del argumento y el que más deja su huella en el enfoque. Horsley se ha caracterizado por hacer historia social del cristianismo primitivo y, últimamente, por incorporar la perspectiva poscolonial, de la que hemos hablado en el capítulo primero. En este libro todavía no se percibe con claridad la segunda, aunque el interés por mostrar los mecanismos de resistencia y supervivencia en un entorno hostil atraviesa todas sus páginas. El libro es una presentación del primer siglo del proceso de nacimiento del cristianismo desde esta perspectiva; prácticamente la segunda mitad del libro está dedicada a la misión de Pablo en el contexto del Imperio romano, y destaca precisamente la interrelación entre ambos y la supervivencia de la ekklêsia, mediante la continua adecuación entre la tendencia a la resistencia y a la sumisión. Aunque plantea algunas hipótesis que no termina de probar y el tratamiento teológico de los temas paulinos es con frecuencia superficial, el libro está bien escrito, se lee con facilidad y el conjunto resulta sugerente.