“ EL BO NETE M A ULINO ” Ma nue l Roja s
“ Uso e xclus xc lusivo ivo Vita Vita ne t, Bibliote c a Virtua Virtua l 2004” 2004”
EL BO BON NETE M A UL ULIINO
Durante una correría que hice por las orillas del Río Claro hasta su unión con el Maule, atravesando a caballo arte de la provincia de Talca, marchando a través de bosques de avellanos y de boldos, por caminos solitarios, en cuyas márgenes hay minas de oro abandonadas, llegamos una tarde, y casi anochecido, mi amigo amigo Seg undo y yo, a un nego c io, mitad mitad almac én y mitad mitad tienda tienda , c on un muc ho d e c antina, antina, si situad o en la unión de dos caminos. La casa, o mejor dicho el rancho, pues tal era, tenía todo el aire y el aspecto que anticipadamente nos imaginamos al hablar de los negocios de campo: murallas de barro, un techo estilo mediagua, un alero inclinado más de lo normal, una va ra en q ue a ma rra r la s c a b a lg a d ura ura s y va rios p erros erros.. Desmo Desmo nta mo s, y de sp ués d e e nc a rg a r los a nima nima les a un chiquillo medio desnudo y casi vestido —pues su único abrigo y vestimenta era un pantalón anchísimo, sin duda de procedencia paternal, y un suspensor en singular que le atravesaba como una banda el
EL BO BON NETE M A UL ULIINO
Durante una correría que hice por las orillas del Río Claro hasta su unión con el Maule, atravesando a caballo arte de la provincia de Talca, marchando a través de bosques de avellanos y de boldos, por caminos solitarios, en cuyas márgenes hay minas de oro abandonadas, llegamos una tarde, y casi anochecido, mi amigo amigo Seg undo y yo, a un nego c io, mitad mitad almac én y mitad mitad tienda tienda , c on un muc ho d e c antina, antina, si situad o en la unión de dos caminos. La casa, o mejor dicho el rancho, pues tal era, tenía todo el aire y el aspecto que anticipadamente nos imaginamos al hablar de los negocios de campo: murallas de barro, un techo estilo mediagua, un alero inclinado más de lo normal, una va ra en q ue a ma rra r la s c a b a lg a d ura ura s y va rios p erros erros.. Desmo Desmo nta mo s, y de sp ués d e e nc a rg a r los a nima nima les a un chiquillo medio desnudo y casi vestido —pues su único abrigo y vestimenta era un pantalón anchísimo, sin duda de procedencia paternal, y un suspensor en singular que le atravesaba como una banda el
tostado pecho— y que merodeaba por allí tirando piedras a una tagua que nadaba en las aguas del río, pe netram netram os en el despa despa c ho a qué l. Nos rec ib ió e l pa trón, trón, homb re ya c a noso, noso, co n muc has muestras de regocijo y satisfacción. La llegada de dos forasteros, bien montados y vestidos, es demasiada novedad y emoción para un solo despachero en a q uel ue lla zo na solita olita ria . Mientras mi compañero renegaba de los viajes a caballo, de las duras monturas y de las polainas, andando por el desigual piso de tierra y enredándose en las espuelas, yo, ya instalado en una amplia silla de pa ja , ec had o a trás trás a lo b urr urrero, ero, lanz lanzaa ba una o jea d a de curioso por aquel interesante interior. Ignoraba si aquel neg oc io se se lla lla ma ría : "E "El a rc a d e Noé d el c om ercio", ercio", pe ro seguramente se merecía tal nombre, pues en sus estantes había las más diversas y extraordinarias mercaderías. No quiero enumerarlas porque resultaría fatigoso. Sólo diré, como un detalle de aquel amontonamiento inverosímil, que al lado de un queso que tendría unos treinta centímetros de altura y un d iá me tro tro fa b ulos uloso, o, se se e nc ontrab a un pa r d e e stri trib os d e madera, dibujados con todo el primor que un rudimentario sentido del dibujo y del adorno había permitido al oscuro obrero que los hiciera. Después, tantas y tantas cosas que parecían asustadas de encontrarse vecinas.... Pero lo que más llamó mi atención... —¿En q ué les p ued ue d o se rvir, vir, se se ño re s ? —interr —inte rroo g ó e l dueño de a quell quella p equeña b ab el. el. —Vamos a ver, Segundo; si ya ha terminado de
desahogar su mal humor nos pondremos de acuerdo sob re e l me nú. —Espérese, compañero; estoy peleando con estas dichosas espuelas... Dígame, patrón, ¿ cómo diablos se d esa esa broc ha e sta c orr orrea ? —Parece que el señor no es muy de a caballo — ob servó e l viejo—. viejo—. Permí Permíta tame me , yo lo a yud a ré. —P —Preferir eferiría a nd a r c ien ve c es a p ie a ntes q ue a c a b a llo; si no fuera porque ya nos falta poco, lo dejaría irse mo ntad o y yo me irí iría tranque a ndo d e a trá trá s. —Lleg —Lleg a ría un m e s d e sp ués ué s... ... —No —No lo lo c rea , a migo migo ; en la c a rrera larg larg a el burro burro g a na . —As —Asíí será ; bu eno, en o, p a tró tró n, nos va a tra tra er... er... Encargamos una lista de circunstancia, en la cual el queso, la cebolla y el charqui hicieron casi todo el gasto. Salió el viejo y yo continué mi inspección, mientras mi amigo paseaba de un lado a otro con su paso de gimnasta aborrecedor de todo medio de locomoción. Pero a q uel ob jeto ... ... Me levanté pa ra c ontemp larl arlo d e c erc erc a, movimi movimiento ento que aprovechó mi amigo para instalarse en la silla. Era Un bonete maulino, de color amarillo claro, salpicado de manchas rojas, desiguales, dobladas las alas hacia arriba y con un fiador negro amarrado a ellas. En la oscuridad parecía alargarse su parte superior, de forma cónica, en donde una cinta negra formaba un lazo doble de rosa. El objeto no tenía nada de extraordinario, pero me pasaba con él lo que con ta nta s otras c osa osa s q ue p a sa n ina ina d vertid vertid a s p a ra el ojo ojo
que no hace más que mirar: despertaba mi imaginación. Allí en la sombra, que ya había entrado a oleadas por la puerta que daba al camino, y debajo d el bone te, me p a rec ía ve r el rostro d el d ueño p rob a b le de aquella prenda: un rostro puro de mestizo, moreno, d e d ientes b la nq uísimo s y bigote ne g ro, rostro típ ic o q ue se da en las repúblicas sudamericanas, desde México hasta Chile y desde Cuba hasta la Argentina y Brasil, rostro d e d om ad or d e p otros o d e c am pa ñista, de c holo o de huaso, de llanero, de gaucho o de charro mexic a no y q ue siemp re te rmina c on un p añuelo en e l c uello y una ma nta d e vivos c olores sob re los homb ros. En ese ni stante entró el viejo con una lámpara y el rostro se d esva nec ió en m í. —¿Qué e stá mira nd o, p a trón ? ¿Ese b onete ma ulino ? —Sí, lo encuentro interesante... Pero, dígame, ¿esta p rend a sólo se usa en la s p rovinc ia s d el Ma ule? —No, señor; se usaba mucho antes, en todas las provincias del sur, desde Colchagua o más al norte, hasta quién sabe dónde; pero hoy no, y si alguien lo lleva todavía es en las montañas o en los pueblos que están lejos del ferrocarril. Cuando yo era joven ya era mal mirado el usar esa prenda y al que tal hacía las mujeres lo lla ma b a n: "hua so b onetud o". —¿ Por qué no me lo vend e ? —Si no e s p a ra ve nd er, señor. —¿No? . —No; esa prenda tiene su historia y a causa de ella mi d esp ac ho se lla ma el "Desp a c ho d el bo nete".
—¡ Hom b re, q ué c urioso! ¿Por qué no no s c uenta esa historia mientras nosotros c om em os? -—terc ió m i a migo Segundo. —Co n muc ho g usto, p a trón... Voy a ver si la p a trona ha prepa rad o lo ped ido. Volvió al momento, y en una mesa que pretendía mantenerse firme en el desigual pavimiento, pero que sólo lo conseguía a medias, nos sirvió el yantar criollo, sob re el c ual nos arrojamo s d ec id id a me nte. —Vamo s a ver esa historia , amigo . —No es una historia, patrón, sino un hecho cierto que sucedió en este camino y casi en esta misma casa. El bonete que ha llamado su atención perteneció a un minero, a quien llamaban "Bonete" a causa de esa prenda. Un día, por un motivo o por otro, ese minero se echó al hombro a un compañero, es decir, lo mató, y huyendo de la justicia que lo perseguía anduvo merod ea ndo po r los montes que rod ea n a Talca . Como el pueblo es chico, o era chico en ese entonces, la gente se enteró pronto de que en los alrededores de él se ocultaba un hombre a quien la policía deseaba encontrar; sabían, además, la falta que había c ome tido, y como a quien ha hec ho un crimen la gente le supone aptitudes y condiciones para cometer otros, no hubo después homicidio, salteo, robo o avería que no fuera c argad o a la c uenta de l Bonete. Claro es que el hombre, después de todo esto, sabiendo que c ua lq uier de lito q ue te c om etiera en Ta lc a le sería inculpado a él, no tendría muchas ganas de caer en manos de la policía; y si al principio de su desgracia
pensó alguna vez en entregarse, esa intención la desechó después, al considerar que no tendría medios para probar su inocencia en los delitos que no había c om etido . Y resolvió m a ntene rse e n lib ertad , tra b a ja nd o a escondidas, viviendo de la caridad de algunos b ueno s a migos y, c ua ndo esto fa ltáb a le, rob a nd o. Pero una vez, en el camino de Pencahue, la policía le echó el ojo y lo siguió; le dispararon algunos tiros para intimidarlo o para matarle el caballo, y él hizo lo mismo con sus perseguidores, sin el ánimo de herirlos. Pero el po bre homb re te nía tan bue n p ulso, que aun c orriend o y disparando por encima del hombro, tuvo la mala suerte de sa c a r lib rec ito d el ca b a llo a l sa rg ento q ue iba mandando la patrulla, y pudo arrancar... Pero desde ento nc es ... . —Por favo r, Seg und o, no se c om a tod o e l p a n... —... desde entonces no hubo descanso para el pobre Bonete y su vida ya no fue vida, sino un constante sobresalto que al fin terminó trágicamente. Una tarde, perseguido de cerca por la policía, llegó a este de spa c ho, muerto d e ha mb re y d e sed . Mi pa dre le d io de comer y de beber; lo conocía y lo apreciaba mucho; juraba que el Bonete era incapaz de hacer nada malo, fuera de aquella fatalidad inicial, tal vez debida al alcohol ... Mientras comía sintió a lo lejos el galope de los caballos de sus perseguidores y salió c orriend o hac ia e l c a mino. —Qué d a te, Bone te, yo te e sc ond eré —le g ritó m i p a d re.
—No, p a trón, no q uiero q ue p or mi c ulp a le p a se a lg o a usted. Estoy cansado de esto, pero no quiero entreg a rme ; antes p refe riría morir. Sa ltó sob re su c a b a llo y, ag a c ha d o sob re el p esc uezo d el anima l, huyó c a mino a b a jo. Su bo nete , q ue no alcanzó a ponerse, quedó sobre la mesa en que había estado comiendo. Un momento después pasó la patrulla, en medio del ruido de sus sables, haciendo temblar el suelo. Lo habían visto salir y se fueron sobre su rastro como una bandada de aguiluchos hambrientos. Al poco rato se sintieron detonaciones de armas de fuego y al cabo de una hora volvieron los milicos trayendo dos cuerpos atravesados sobre el lomo de un caballo, el del Bonete y el de un policía, los dos mue rtos... Ese e s tod o e l c uen to , pa trón. Ya había oscurecido completamente. Quedamos un rato silenciosos, y después mi compañero y yo nos levantamos para continuar nuestro viaje. Le pedí nuevamente al viejo que me vendiera el bonete y se negó d e nuevo, alegando que esa p renda era co mo un rótulo de su negocio y otros argumentos más. Apelé a diversas metáforas con el ánimo de aturdirlo, y después de mucho logré convencerlo, concluyendo él por cederme el bonete en una suma de dinero que seguramente creyó exagerada, pero que yo juzgué modesta. Nos d esp ed imo s y mo nta mo s, siguiend o a l pa so d e los c a b a llos, p ues mi a migo Seg undo no g a lop a a unque le paguen. Había salido la luna y cerca del camino el Claro se d eslizab a silenc ioso. —¿Y q ué va a hac er c on ese b onete , c om pa ñero?
—Lo compré para usarlo cuando me dedique a salteador. —¡ Qué sa ltea d or má s interesa nte ha ría ! ¿Por q ué no se lo p one ? —No; no va ya a ser co sa q ue e l a lma d el fina d o Bone te se p resente a p ed irme q ue le d evue lva su p rend a ... Y en ese insta nte se me vinieron a la me mo ria los versos d e la to nad a p op ula r, q ue c anté c on la ho rrible voz que poseo, afirmado en los estribos y en medio de la noche q ue a sc end ía c on e l c roa r d e los sap os ta lq uinos: ¡Hácele, Pancho Panul; hócele, José Vicente, con ese bonete azul y ese pantalón celeste!
* ** Días después regresé a Santiago y la noche de mi lleg a d a , revo lviend o y arreg la nd o mi eq uip a je, enc ontré el bo nete , que ya tenía c a si olvid a d o. ¿Dónd e p one rlo? Di una vuelta por mi habitación buscando un lugar apropiado para colocarlo, pero no encontré ninguno. Guardarlo era tonto; resolví colgarlo en la pared, encima de una repisa estilo renacimiento español, y como un clavo no le daría carácter, busqué entre mis recuerdos de vagabundo la vieja daga con que el Ca c horro m ató a l Sa rgento C ha p a rro e n el túnel gra nd e
d el Tra nsa nd ino; afirmé el bo nete en la p a red y lo c la vé en e lla c on e sa a rma . Allí q ued ó. Y esta narración, que todavía no es tal, quedaría terminada aquí, con el consiguiente descontento de todos, si al día siguiente mi madre, al servirme el d esa yuno, no m e hubiera p reg untad o, sorprendid a: —¿Y ese b one te , hijo ? . —Lo c om p ré e n un via je d e Ta lc a a Co nstituc ión, mamá.... ' Lo m iró d ura nte un la rgo ra to, diciénd om e luego : —Pero, mira, si es igualito al bonete que usaba Don Leiva. Mi madre tiene en su cabeza tantas historias como canas y cualquier cosa antigua despierta en ella viejas reminiscencias del. pasado; parece haber heredado el sentido de la lejanía y el recuerdo en el tiempo y en el espacio que poseían los conquistadores españoles y que su hijo ha recibido intacto. Así, pues, sospeché que me quería contar alguna historia, y haciéndome el indiferente, actitud qué a ella la anima, aunque en el fondo regocijado por la perspectiva de una narración, le p reg unté. —¿ Quién e ra Don Leiva, ma má ? . —¡ Ah! —me c o nte stó—. Don Leiva era un hom b re m uy célebre... * ** Le llamaban Don Leiva, simplemente, y era un hombre alto, musculoso, de rostro moreno y brillante, labios gruesos y rosa d os de p ersona a leg re.
Los recuerdos de mí madre no alcanzan hasta la primera juventud de este personaje. Siendo joven, su pa d re lo envío a Santiag o, com o em plead o d e un convento, o como postulante, no recuerda bien. Pero Don Leiva tenía la sangre caliente y gorda como el primer caldo que da la uva y no podía durar mucho tiemp o e n un am biente c onventual. A poc o d e e star allí se escapó una noche con un corista de la iglesia y busc and o d ónd e a leg ra rse fueron a da r a una c asa de diversión, donde estuvieron encerrados durante siete días. En el convento el escándalo fue grande. Co nc luid os los p esos q ue tenía n env ia ron a una p ersona allí con el recado de que necesitaban ropa y dinero y q ue, en c a so d e neg a tiva , ellos c onta ría n c ierta s c osilla s q ue sa b ía n y ha b ía n visto en el c onv ento. No se sa b e la contestación que tuvo tan despechugado mensaje, pero el caso fue que a los pocos días se apareció Don Leiva e n Ta lc a , igua l q ue se ha b ía id o, aleg re y mentiroso; el convento acentuó en él el tono jovial. Su pa d re no lo a d mitió e n la c asa, y Don Leiva, pa ra po de r atender a sus gastos, se vio obligado a aprender un oficio. Siguiendo sus inclinaciones,. se hizo zapatero. Trab ajaba muy poc o, pues nunc a faltab a un am igo que en tra nc e d e d iversión o c on m otivo d e c eleb rar alguna fiesta íntima se a c ord a ra d e é l y d ijera : —Vaya n a b usc a r a Don Leiva. Iba una comisión de bulliciosos borrachos y entre risas y gritos sa c a ba a Don Leiva d e su b anc a; él ap arentab a resistirse, pero al fin cedía con más ardimiento que el que se p od ía espe rar de un co nvida do rea c io.
—Esto s niños no me d ejan vivir —de c ía . Don Leiva era muy b usc ad o y estima do po r la ge nte de hábitos un tanto o demasiado irregulares, pues su b uen humo r era inag ota ble; la s me ntira s brotab a n d e é l sin esfue rzo a lgun o y la s frases grac iosas y los c ha sc arros forma ba n su c onversa c ión hab itual. No p ud o jam á s tra b a ja r en una tiend a , pues su falta de cumplimiento en el trabajo era famosa. Decíanle, p or ejem p lo, un día ma rtes en la ta rd e: —Oiga, pues, Don Leiva, no vaya a faltar mañana; ya ve q ue e sta mo s ta n a tra sa d os. —¡ Cóm o se le oc urre, Don Q uec o! Ma ñana temp ranito estoy a q uí. Se aparecía el día sábado a cobrar los dos días que tenía tra b a ja d os. —Pero, Don Leiva, por diosito, ¿no le, dije que no me falta ra el día miérc oles? —Mire, p a trón, le juro q ue tenía , tod a s la s inte nc iones d e venir, pero va a ver lo q ue m e p a só: venía atravesand o el puente, cuando me encontré con mi compadre Antuco. —¿Pa ra d ónd e va s, Leiva? —me p reg untó . —Voy a trabajar, compadre; tenemos un trabajo atrasad o en la tiend a . Entonc es em p ezó a d ec irme q ue no fuera , que e n su c a sa e stab a n c eleb rand o un c ump lea ños, q ue tenía un cordero, tres damajuanas de vino, en fin; a otro menos tentado que yo lo habría convencido en seguida; pero yo me le puse firme y empezamos-a discutir. En eso estábamos cuando aparecieron Marcos, Miguel
y Juan c on una d am ajuana de vino y un emb udo. Iba n para la casa de mi compadre... En cuanto Antuco los vio, les g ritó: —¡ Niños, ayúdenme a c onvenc er a Leiva p a ra que no vaya a trab ajar! Pero los otros no quisieron discutir conmigo, sino que me agarraron entre todos, me tiraron al suelo, me abrieron la boca a la fuerza, me metieron en ella el emb udo y emp ezaron a ec harme c on la da ma juana... Y yo, pue s, seño r, co mo la vid a es ta n a ma b le, a p esa r de todas las pellejerías que pasa el pobre, tragaba y tra ga ba p ara no a hog arme; hasta q ue que d é listo... Poseía Don Leiva esa gracia picante, mezcla de ma lic ia y rústic a ironía , que florec e a vec es en los lab ios de la g ente del pueblo. —Cué nta nos alg una me ntira , pue s Leiva -—le d ec ía n. —¡Qué, compañeros, ya estoy dejado de tonteras! Cuanto más que todavía no se me pasa el susto que tuve la o tra noc he e n c a sa d e la M a ría d e los Sa ntos... —¿Qué te p a só? C uenta , p ues. —Que yo' no sa b ía q ue e ra b ruja ... —¿Es b ruja ? —¡ No te estoy d ic iend o... ! Yo a nda ba temp lad o d e e lla ; cierto es que ella es casada y que Ño Espina es amigo mío, pero me miraba tanto y me hacía tantas musarañas con los ojos y con todo el cuerpo que al fin me animó y empezamos a platicar en serio. Hasta que el otro d ía me d ijo:
—Mi marido fue a Panguilemo; anda a verme esta noche... Fui yo, y a l poc o rato d e e sta r a llí me d ijo: —¿Quieres q ue vo lemos, Leiva? —Volemos —le dije, creyendo que se trataba de una broma. Pero, ¡qué broma, compañerito! Me llevó para la c oc ina , de e ntre las olla s sa c ó una c a jita llena d e una po ma da negra, se untó un d ed o e n ella y me d ijo: —Cierra los ojos. Y me pasó el dedo untado por la cara, naciéndome una c ruz. Al p rinc ip io no sentí na d a , aunq ue m e p a rec ió que me hab ía a chica do. —¿Puedo abrir los ojos? —Ábrelos, no m ás. Los a b rí y vi q ue e lla hab ía c rec id o c om o un m etro. ¿Qué diablos es esto?, dije yo. ¿Es ella la que se ha agrandado o soy yo el que me estoy achicando? Me miré las piernas y no las encontré por ningún lado; miré un poco más y, ¡por la madre, amigo!, casi me caí mu erto d el susto . —¿Qué te ha b ía p a sa d o? —¡ La b ruja me hab ía vuelto p a vo! —¡ Ja, ja , ja ! —berrea ba el coro d e b orra c hínes. —No se rían todavía... Ella también se volvió pavo, salió al patio y yo detrás de ella con las piernas que se me do blaba n. Me d ijo: —Ahora, si quieres volar, grita junto conmigo: ¡Sin Dios y sin Sa nta Ma ría ! —Bueno —le d ije.
Abrió las alas, gritó: ¡Sin Dios y sin Santa María!, y se las echó volando. Yo no me animé a gritar lo mismo, porque, como soy tan creyente en Nuestro Señor, me pareció una herejía decir eso: Grité: ¡Con Dios y con Sa nta Ma ría !' Ab rí la s a la s, me leva nté un p oc o d el suelo y c aí de c a be za enc ima d e una artesa; grité o tra vez y me di otro costalazo. Y allí me pasé toda la noche, a cabezazos con las murallas, hasta que amaneció. Yo creo. que ella se olvidó de mí porque no apareció por ningún lado. Esto no habría sido nada; lo malo fue que lleg ó e l ma rid o y fue p a ra d entro y me vio. —¿Y este p a vito , hija ? Ella se a sustó un p oc o, p ero a l fin le c on testó: —Lo c om p ré a yer. —Parece que está un poco triste; habrá que matarlo a ntes q ue se e nferme ... Yo que oí esto, salí caminando con mis pasos muy lentos, c omo de be c a minar un pa vo, y me me tí de ba jo d e una me sa grand e, listo p a ra a rra nc a r. —No, hay que de jarlo q ue eng orde un po c o. —Vam os a ec ha rlo a l ga llinero, entonc es. El q ue m e m ete a l ga llinero, c ierra la p uerta y se va , y la s g a llina s q ue se m e vienen e nc ima y c a si me ma ta n a picotones. Me dejaron arrinconado y todo dolorido, con el moco tan largo, sin ánimo de moverme ... Allí pasé todo el día y cuando ya fue bien de noche empecé a desplumarme a picotazos. Las plumas del cogote y las d e la s alas no m e d olieron m uc ho, ¡ p ero c uand o lleg ué a los c a ñone s de la rab ad illa ... ! Al fin me las arranqué todas y me dije: ¡Qué diablos!,
voy a decir las palabritas aquéllas. Grité: ¡Sin Dios y sin Sa nta Ma ría ! Al mo me nto me volví hom b re, p ero en e se insta nte venía Ño Esp ina entrand o a l g a lline ro, me vio, y c reyendo que era un la drón ag arró un pa lo y end erezó como un longino para donde yo estaba. Arranqué a perderme ... ¡ Me hubiera visto, compadre, corriendo desnudo por la calle y con aquel animal a la siga volviénd om e loc o a g a rrota zos...! De historias como éstas. Don Leiva, según su propia exp resión, tenía un sa c o lleno. * ** Así vivió d ura nte mu c ho s a ño s, ga sta nd o su juventud y derrochando-su picaresca alegría. Pero llegaron para Don Leiva los d ía s d e la m a d urez y con ellos la s horas d e reflexión, durante las cuales vio enfriarse un poco su anhelo de diversión, y sintió el deseo de regularizar su existencia. Poco a poco fue retrayéndose y, con gran extrañeza de todos sus compinches, se enamoró, sentimiento nuevo en Don Leiva, que siempre había dejado que se ena moraran d e él, y que ac usab a un franc o c am bio en su vida. Se casó. Y al día siguiente de su boda, que fue c elebrad a c a si en silenc io, se leva ntó tem p ra no, b a rrió su tallercito, arregló sus útiles de trabajo, se puso un delantal limpio, se sentó en el pisito delante de su banca, enlazóse la pierna con su tirapié hecho de una lonja de cuero crudo de novillo, puso la plancha sobre 1a rodilla, levantó su martillo, y la casa y la calle en
que vivía se llenaron de martillazos claros, alegres, rítmicos, que indicaban una voluntad y una decisión... Don Leiva trab a jab a. ¡ Ad iós juerga s en la no c he, en el a lb a y en e l a ta rd ec er, c uec a s a p reta d a s y p ic a ntes, tona d a s a leg res o tristes, ja rros d e vino c hisp ea nte, sueños p rofund os d e d ulzura y d esp erta res sed ientos! Ha sta su p uerta lleg a b a n los ec os de las parrandas, y sus amigos de antaño, los días lunes, se p a ra b a n a mira rlo. —¡ Chis! Tra b a ja nd o d ía lune s... Usted ya no resp eta ni al sa nto . Don Leivá... ¡ Bienha g a el rotito! Y se iban, afirmándose en las paredes, con los ojos c hiq uititos d e la b orra c hera. Dura nte muc hos a ños, los transeúnte s vieron a Don Leiva inclinado sobre su labor, trabajando incesantemente, y él vio, sentado en su piso, como los días amanecían y atardecían sin variación alguna. Los niños se hicieron hombres y los hombres envejecieron. Sus hijos, única distracción de su vida y de su hogar humilde, aprendieron a andar agarrados a los bordes de su banca, hablándole en su media lengua infantil e intenta nd o c om erse las ta c huelas. La mujer de Don Leiva, Angela, era una mujer apacible y dulce, de ojos húmedos, silenciosa, que lloraba apenas él alzaba un poco la voz y que nunca ocupó en la casa más lugar que el que ella creía corresponderle, dedicada por entero a criar sus hijitos y a c uida r de aq uel homb rona zo q ue tenía p or ma rid o. Así transcurrió mucho tiempo, hasta que un día Don Leiva descubrió que se estaba haciendo viejo. Se
sentía cansado y como vacío. Aunque poseía siempre esa grac ia q ue le ha b ía hec ho q uerid o e n la s b ullic iosa s rondas de la juventud, en ella se notaba ahora cierta acritud, algo como un zumo amargo que el tiempo ha b ía id o filtra nd o en su esp íritu d e a nta ño. Los d ía s, que a ntes eran p a ra él c om o fruta s jug osa s, se tornaron grises y secos, sin alternativas, rodando c om o nuec es vac ía s en la b olsa d el tiem p o. Admirablemente dotado de toda clase de cualidades, si el deseo de trabajar y surgir se hubiera revelado en él durante la juventud, habría sido otro hombre del que era entonces. Era simpático, tenía una vive za me nta l p oc o c om ún en individ uos d e su c la se, la c ual le p ermitía c om p rend er y juzga r ráp ida me nte tod o lo que veía o se le contaba; sus modos de expresión al hablar y accionar atraían agradablemente; era afectuoso, se hacía querer y tenía, después de todo, una gran fuerza y agilidad que, junto con su gracia criolla, se había hecho famosa entre los más guapos pe ndenc ieros de la c iuda d. Pero, hijo de una tierra asoleada, donde la cigarra canta a morir en las tardes de la trilla, donde las viñas c rec en c a rga d a s d e rac imo s y el esp ino p erfuma c on su olor penetrante las horas doradas de la siesta, el principio de laxitud que había en él, una como especie de lentitud e n el alma y en el cuerpo, de de jad ez y de c a nsa nc io, herenc ia d e raza ta l vez, se a c entuó en sus tiempos mozos, atenuando su principio de acción y ha c iénd ole olvid a r el futuro d e su vid a . Y ahora, bordeando los cuarenta años, revisaba su
pasado y procuraba adivinar su porvenir, presintiendo que su vida terminaría tal como se deslizaba en el presente: trabajando sin descanso y siempre pobre, viendo crecer sus hijos en medio de la pobreza de su hogar, envejeciendo él junto a su compañera, sin ning una p ersp ec tiva d e p rosp erid a d y biene sta r. ¡Ah, si hubiera podido empezar de .nuevo... ! A la reflexión de antes sucedía ahora la angustia y le acometían instantes de desesperación durante los cuales permanecía inmóvil, inclinado sobre su labor, sin pensar, sintiendo que algo descendía incesantemente en él. Susp ira b a , a vec es ha sta q uería llorar. Ha sta q ue una ta rd e no p udo má s. Se levantó bruscamente, tiró su delantal, se vistió y salió hacia la c a lle. Su m ujer, que ya se ha b ía p erc a ta d o d e su m a lesta r, se sob resa ltó: —¿A d ónd e va s, Fra nc isc o? —le p reg untó . Conte stóle él c on un enc og imiento de homb ros. —Con tal que no le dé otra vez por el trago y la diversión —pensó Angela. Y lo miró desaparecer a lo lejos, tan alto, macizo, con su andar firme de macho, por quien ella sentía más que nada un gran afecto ma terna l y junto a q uien se sent ía ta n seg ura . * ** Don Leiva había conocido años atrás a dos hermanos, Seg und o y Ma rc os Seg ovia , c a ma ra d a s suyos un tiem p o en las horas de diversión, cuyos modos de vida
eran un tanto misteriosos; desaparecían a veces de la c iud a d p or un la rg o tiemp o y to rna b a n desp ués, sin que nadie supiera el motivo de esas ausencias. No ejercían ningún comercio visible ni se dedicaban a un trabajo especial. Sin embargo, tenían buenos caballos, vestían b ien, po seía n un ra nc ho e n el ba rrio d el Arena l y nunc a les hacía falta dinero, siendo muy generosos y voltarios con los amigos. Don Leiva habíales dicho un día, en tono de broma : —Díganme, pues, niños, dónde tienen la mina, para ir a p irq uinia r un p oc o... —¡ Qué m ina, c om pa ñero! ¡ Oja lá ...! Y no añadieron ninguna otra palabra que diera un p oc o d e luz a Don Leiva. Segundo, el menor de los dos hermanos, era un hombretón cuadrado, no parecía ni más ancho ni más alto, moreno, duro, fornido. Marcos tenía el mismo tipo, pero era más gordo, con un vientre que la faja roja apenas podía contener. A casa de ellos se dirigió Don Leiva a q uella ta rd e. No te nía la m eno r noc ión d e lo que iba a hacer y decir en presencia de los Segovia y su idea de visitarlos obedecía a un impulso inconsciente, a un osc uro p resentimiento d e q ue e llos p od ría n orienta rlo o a yuda rlo a leva ntarse d e una m a nera m ás rá pida que la q ue le o frec ía su tra b a jo d e za p a tero. Los Segovia lo recibieron con extrañeza, pues era la p rime ra vez q ue Don Leiva iba a c a sa d e e llos c on e sa cara tan seria y esos ojos tan poco alegres. Además, no ha b ía p or med io ningún mo tivo, ya q ue no existía el de l trago, que pudiera justificar su visita. Por otra parte,
hacía mucho tiempo que no se veían ni trataban y sus relac ione s ha b ía nse enfria d o b a sta nte. Pero Do n Leiva no esta b a p a ra fijarse e n esos d eta lles, y poco a poco, tropezando con las palabras primero y más sereno después, expuso a los Segovia sus angustias de hombre pobre, su miseria constante a pesar de su trab ajo c ontinuo, tod a la tra ge dia íntima d e su vida de hombre cercano a la vejez, concluyendo por pedirles q ue lo a yuda ra n, no c on d inero, sino q ue p or .me d io d e consejos, indicándole un derrotero, un desecho, un c am ino má s c orto p ara c onseg uir un po c o d e b ienestar económico. El era bastante hombrecito y no se asustaría si la labor era ruda o peligrosa, o si había que pasar privaciones. Les decía esto porque Don Leiva siempre creyó que los hermanos tenían una mina situad a c erca d el Maule o en e l interior de la c ordillera, 5a que tra b a ja ría n a esc ond id a s. Pero M a rcos Seg ovia sac ólo d el enga ño. Pausa da me nte, mientra s Seg undo tam bo rea ba c on la s manos sobre una mesa, él, recortando con los dedos la hoja de su cigarro, que siempre se prendía más de un la d o q ue d e o tro, le d ijo: —Mire, Don Leiva, usted es b a sta nte g ra nd ec ito y yo no tengo miedo de decirle la verdad ... Además, en este mund o c a d a uno m a ta su toro y se lo c om e solo. Usted cree que nosotros somos mineros o contrabandistas, y está equivocado. No se asuste si le digo que somos ladrones y nada más; unas veces cuatrereamos y otras salteamos, y así vamos tirando la rastra. Si usted cree que esto le puede convenir, no tenemos
inconveniente en trabajar con usted. Piénselo bien, porque esto es delicado, o busque otros medios. Nosotros no te nem os má s q ue e l q ue le d igo . Don Leiva no hab ía c onta do c on esto y la revelac ión lo d esc onc ertó un p oc o. Prom etió vo lver y Se fue . Se fue y volvió, se fue y volvió muchas veces antes de decidirse. Iba donde los hermanos y allí permanecía la rga s hora s, hab la ndo d e c osa s ind iferente s, c onta nd o sus graciosas historias, ya casi olvidadas. Segundo y Marcos se reían a gritos, mientras que él, al final de sus cuentos, se quedaba taciturno y pensativo; ellos no tenían angustia alguna, pues sus vidas eran claras y definidas. En cambio, qué distinta la de él... Procuraba animarse, pensando que quizá no sería tanto el riesgo o el pe c a d o, en q ue ta l vez b a sta ría c on una sola ve z... En fin, no sabía qué resolver, hasta que la enfermedad de uno de sus hijos vino a decidirlo. Fue donde los Segovia a comunicarles su resolución y ellos lo citaron para la noc he siguiente. Y d ura nte tod o ese d ía y el que siguió a ese, vivió en un estado de fiebre, como desorientado, sintiéndose culpable antes de cometer ningún delito, perseguido por una inquietud que aumentaba a medida que se ac erca ba la hora. En la ta rd e fue a c a sa d e su c om p a d re Hila rio y e ntre titubeos y sonrisas que querían ser joviales, pero que en realidad eran muy tristes, le comunicó su resolución. El compadre Hilario se quedó de una pieza, como quien ve visiones, asombrado por aquella salida
inaudita. Intentó disuadirlo, pero Don Leiva le cortó el d isc urso, d ic iénd ole: —No me diga nada, compadre, porque ya estoy c uad rad o c on la suerte y ella me ha de ac omp aña r o me romperá la cabeza, pero no echaré pie atrás. Lo únic o q ue le pido es que , si me p asa a lgo , cuid e d e m is huachitos hasta que crezcan un poco más. Yo le traeré a usted el dinero que junte en mis correrías y así le será má s fác il a tend erlos, en c a so d e d esg ra c ia mía . * ** Al principio las cosas marcharon espléndidamente; el tra b a jo era fác il y resulta b a ' c a si entrete nid o. Don Leiva continuaba atendiendo su trabajo, aunque no con , la constancia de antes; trabajaba de preferencia a la hora en q ue la c a lle d ond e estab a su c asa era má s transitada y procuraba no pasar inadvertido, conversando Con los transeúntes, diciéndoles gracias, invitá nd oles a entrar en su ta ller y c onvid á nd oles c on ta l o cual golosina. Parecía haber vuelto a sus buenos tiempos. Llegada la noche, cerraba su taller y desaparecía. Ib a d ond e los Seg ovia, se p onía una ma nta, un b one te inclinado sobre los ojos, y ya con Segundo, ya con Marcos, montaban a caballo y se dirigían a distintos sitios. Hacían largas marchas, pero invariablemente estab an de vuelta a l am anec er, trayend o e l prod ucto de sus correrías, casi siempre animales, especialidad de los herma nos Seg ovia , q ue ve nd ía n a p ersona s d e c ierta p osic ión e n la c iuda d , quiene s no ignorab a n el orige n
de lo que compraban. Así transcurrían los días, plácidamente, sin más sobresaltos que los naturales en esta c la se de op era c ione s. Hasta que un día entre los días apareció ante Don Leiva el primer peligro de esa carrera que había elegido c omo la última que le qued ab a. Hab ían rob ad o c uatro caballos finos y regresaban tranquilos, creyéndose libres de sorpresas, cuando, en medio del galope de los animales, Marcos Segovia, que tenía el oído acostumbrado del cuatrero, sintió algo que le hizo refrenar violentamente su cabalgadura, obligando a detenerse a Don Leiva, que venía más atrás trayendo d e tiro los c a b a llos rob a d os. Esc uc ha ron y sintieron un g a lop e q ue se d etuvo insta ntes d esp ués. —Nos viene n siguiend o —dijo Ma rc os. —¿Siguiend o? No e sté p aya sea nd o... —dijo Don Leiva , un poco asombrado. ¡Le parecía tan raro que alguien se d iera e l trab a jo de seg uirlos! —Sí, pues, señor, si ése que viene detrás no nos viniera siguiendo no se 'habría detenido casi al mismo tiempo q ue no sotros. El argum ento era c onc luyente. —Siga mo s otro trec ho. Galoparon furiosamente unos cien metros y se de tuvieron casi en seco, haciendo manotear en el aire a los c ab a llos. Se esc uc hó d e nue vo e l ga lop e, que inmed iata mente se d ejó d e o ír. No hab ía dud a , alguien venía a la sig a . —¿ Qué ha c em os ? —Ma rc hem os a l p a so.
Siguieron al tranco de los animales, deteniéndose continuamente y escuchando. El hombre que venía d etrás se d etenía tam b ién. De e ste m od o, c am inand o y parándose, empezó a amanecer. Cuando ya hubo b astante c la rid a d , hic ieron a lto a l final de una rec ta d el camino, que en esa parte ascendía, y miraron hacia atrás. A una distancia de ciento cincuenta pasos, un hombre a caballo, detenido en medio del camino, los miraba fijamente, procurando adivinar sus movimientos y sus intenc ione s. —Pa rec e q ue e s el rond ín d el fundo . —¿Y qué ha c em os? —¿Qué va mo s a ha c er? Seg uir. —¿Y p or qué no le deja mo s los c a b a llos y nos va mos solos ? —¡ Ave Ma ría ! ¿Qué está d ic iend o, Don Leiva? ¡ Dejar los c ab allos! ¿Tiene mied o, c om pa ñero? —No, miedo no, pero... —y Don Leiva se detuvo avergonzado, no sabiendo qué responder a una pregunta tan d irec ta. —Sigamos, amigo; de algún modo nos libraremos del hombrecito ése... Si le dejáramos los caballos nos seguiría lo mismo. ¡Pero si será tonto! Los caballos no son d e é l, sa be q ue le pue d e p asa r a lgo ma lo c on nosotros, y nos sigue no más... Espérese, compañero, lo vamos a a susta r un p oc o e n c ua nto se d esc uid e... Continuaron adelante y el hombre detrás, sin perderles pisada, hasta que Marcos se impacientó. Cua ndo lleg aron a un estero q ue c ortab a el ca mino, se esc ond ió d etrás d é unos espinos, le d ijo a Don Leiva q ue
siguiera a d elante c on los a nima les, prepa ró su trab uc o y cuando sintió que el hombre venía cerca, salió al c am ino y leva ntand o su a rma le g ritó: —Oiga, hermanito: hasta aquí lo hemos aguantado, pero ya es bastante. ¡Si usted atraviesa el estero, su c a b a llo va a tene r q ue vo lverse solo! El p ob re ho mb re, atu rd id o c on a q uella sorpresa , no le contestó una palabra. Marcos volvió su caballo y marchó tranquilamente, aunque mirando de reojo. Caminado un trecho se volvió y vio que el hombre avanzaba, encontrándose ya en mitad del estero. Ap untóle y disp a ró. Don Leiva sintió el disparo y se detuvo, alzóse sobre los estribos y vio que el caballo del perseguidor volvía grupas, asustado por la detonación, y huía. El hombre ha b ía c a íd o a l a g ua. Sintió que el co ra zón se le enc og ía ... Ya ha b ía un muerto d etrá s d e é l... Al instante se le reunió Marcos, quien por todo c om enta rio d ijo: —Nunc a ha ha b id o un intruso q ue la ha ya sac a do bien. Ya esta b a n c erc a d e Ta lc a y se sep a ra ron, llevá nd ose Ma rc os los c a b allos. Durante varios días Don Leiva no se movió de su ta ller; se sentía a b a tid o y c reía q ue d e rep ente lleg a ría la justicia a buscarlo; veía ante sus ojos el caballo que huía, el hombre debatiéndose en el agua verdosa del estero, el rostro casi beatífico de Marcos después del asesinato; en fin, estuvo una semana asustado e inquieto , sin at reve rse a sa lir d e su c a sa .
Al fin de varios días, Marcos Segovia lo mandó llamar. Fue Don Leiva y su sorpresa fue grande al encontrar el ra nc ho d e los herma nos Seg ovia lleno d e g ente desconocida, de todos los aspectos y cataduras, hasta una m ujer c on un niño p eq ueño e n los b ra zos, Ma rc os lo llevó a un lad o y le d ijo: —Estos niños no son de aquí y sólo han venido a convidarnos para un trabajo que nos puede llenar de p la ta ha sta los b onete s. No e s un a sunto p eligroso, p ero hay que ir decidido a todo. Si quiere ir, lo llevamos. Pued e ser la última vez q ue n os me ta mo s en e sto. Don Leiva a c ep tó y lo c itaron pa ra la noc he. * ** Salió d el pue b lo la c a ra va na , d ivid id a en p a rejas, c on la c onsigna d e reunirse e n un p unto d etermina do , Iba n tod os armad os, espe c ia lme nte d e armas de rueg o, pues, según expresión de Segundo, se "tostaría el mo roc ho", es d ec ir, tend ría n q ue ha c er uso d e e llas. A Don Leiva tocóle como compañero de viaje Segundo Segovia. Delante de ellos iban ya dos parejas, cerrando la marcha Marcos, tan risueño y tranquilo como siempre, acompañado de un jovencito a quien llam ab an Me dia de Seda , apod o de rivad o de q uién sab e q ué a ventura o d eta lle p ersona l. Era la noc he d e luna, p ero una s nub es q ue e l viento llevaba y traía oscurecían a veces la claridad del paisaje, sumiéndolo en una penumbra favorable. A
a mb os la d os d el c a mino se a lza b a n á la mo s, sem ejantes c entinela s q ue g ua rd a ra n la tranq uilid a d d e la ruta. Dura nte el trayec to. Seg undo c ontó a Don Leiva numerosas aventuras, casos de robos, salteos, peleas, huidas y prisiones que había tenido con su hermano y otras en que ellos no habían actuado, pero que conocían, y entre las cuales había desde un simple desvalijamiento callejero hasta el homicidio con desollamiento del rostro. En un tiempo hubo, entre la gente de vida trágica de esa región, la costumbre de desollar la cara del asesinado para evitar su reconocimiento, costumbre ésta que les valió el apodo de "maulinos pela caras", apodo terrible que los b a nd id os ostenta b a n c on orgullo y que infundía resp eto ha sta a los hom b res d e m á s c oraje. Creía Seg und o q ue Don Leiva sé a d mira ría de ta les historias y se sobrepondría a su aparente abatimiento, pero perdía el tiempo, porque, en primer lugar, Don Leiva no era cobarde, y después, porque tales hazañas, en vez de entusiasmarlo, repugnábanle. Si aquella ma rc ha en la noc he, a través d e c erros y ca minos po c o tra nsita d os, no hub iera te nid o el fin q ue tenía , otra fuera su a c titud , pue s en m uc hos c a sos ha b ía d em ostra d o su a rrojo y seg uro esta b a d e q ue, lleg ad o e l ca so, ninguno de sus compañeros de aventuras resistiríale un apretón bien dado. Lo angustioso para él era el robo con violencia, la rapiña brutal, el homicidio frío y casi siem p re inútil. Si se hub iera trata d o d e una veng a nza , de una sorpresa a enemigos bien armados o de una aventura de cualquier otra índole, él iría adelante,
alegre, animoso, riendo con sus dientes blancos, y su rostro, red ond o y b rilla nte. Pero o tra era la to na d a y no tenía más remedio que seguirla, procurando sacar el mayor provecho de la brutalidad que cometerían, sin mezclarse él en lo posible en los actos de fuerza que se desarrollarían. Sería su última aventura, casi lo había jurado, y a ella iba esperanzado en las palabras de Ma rc os: llena rem os d e p la ta ha sta los b onetes. El camino se desvió de pronto y alejándose del río p a rec ió q uerer internarse en la mo ntaña, pa sand o p or frente a casas silenciosas, cuya blancura resplandecía bajo la luz lunar; casas de los dueños de las viñas que se extendía n a los la d os d el c a mino. Conversando a ratos y a ratos silenciosos marchaban, cuando vieron unos bultos que se movían en la som b ra . Se d etuvieron y un hom b re m onta d o a va nzó ha c ia ellos d ic iénd oles: —¿Eres tú, Seg und o? —Sí, Don Jec ho , no sotros somos... —Bien, ya hemo s lleg ad o; esp eremos a Ma rc os. Este lleg ó p ron to. —¿Qué hub o, niños, ha y mo ros en la c osta ? —No; ya estamos cerca, compadre; la casa está un po c o má s ad elante. —Usted ma nd a , Don Jec ho; diga lo q ue ha rem os. —Bien ... Oye, Media de Seda... Anda a echar una a gua ita d a ha sta la c a sa . Mira b ien. Fue y volvió pronto el joven, diciendo que todo esta b a tranq uilo. —Vamos.
Don Jecho dejó dos hombres vigilando el camino, separados de modo que la casa quedara en medio y c on la orde n de que c uand o la p artida entrara en ella se vinieran a hacer guardia en el frente y en el fondo. Siguieron los seis restantes hasta llegar a la casa principal del fundo. Sus ventanas y puertas estaban abiertas, algunas iluminadas, y la luz que salía de ellas esparcía una gran paz y tranquilidad en medio de la sombra que la rodeaba y que en ese momento era intensa , p ues una gran nube neg ra se ha bía d etenid o a nte la luna. —Esa venta na d el med io e s la d el co me d or y ahí está la ge nte aho ra. La p rime ra d esc arga ha y que ha c erla ahí y seguir disparando hasta que todo quede en silencio. Al q ue se p ong a tieso, ha y que d a rle el ba jo. Ha y poc os homb res, c omp añero, y muc ho oro ¡ Oro e n pe tac as! ¡ Oro en p eta c a s! A má s d e a lguno le b rilla ron los ojos en la sombra... Dejaron los caballos al cuidado de uno y los c inc o resta ntes a va nza ron silenc iosa me nte . Lleg a ron a unos veinte pasos de distancia de la casa y se tendieron en el suelo, separados unos de otros por una d ista nc ia d e tres me tros. —Atención —dijo Don Jecho, cuya voz era ahora un poco trémula—; Marcos, mientras nosotros nos oc upa mo s d e los hom b res, oc úpa te tú d e la s mujeres. —Yo me oc up a ré d e los g a tos —musitó Don Leiva , a quien la proximidad del peligro había calmado b a sta nte y q ue c a si sentía d eseo s d e b rom ea r. Esperaron un instante, durante el cual Marcos
desahogó la risa que le había causado la frase de Don Leiva; hasta q ue d e p ronto resonó fuertem ente la voz de Don Jec ho, mand ando : —¡Ahora! Al primer disparo, los vidrios de la ventana grande volaron hecho añicos. Hubo después un breve silencio, roto por el ruido de las armas al cargarse, y en seguida se sintió un inmenso clamoreo formado por gritos de mujeres y voc es d e ho mb res d om ina nd o e l tumulto. Volvieron a disparar. Varias sombras que huían se reflejaron en los vidrios de las ventanas y algunas luces se apagaron. Desde las puertas dispararon los moradores hacia afuera, sin dirección. Los de la banda hicieron fuego sobre los defensores, silenciándolos. —Vamos... Se lanza ron ha c ia la .c a sa y entra ron e n ella c om o un tropel de caballos, entre un chivateo espantoso, derribando los muebles y hundiendo las puertas a puntapiés, disparando sus armas sin cesar y profiriendo tremendas amenazas, cubriendo Don Leiva la retaguardia. Recorrieron la casa, furiosos, gritando como una indiada alzada, pero no encontraron a p ersona a lguna ; seg ura me nte ha b ía n huid o a refug ia rse en la viña q ue se e xtend ía a los p ies d e la c a sa . Don Jecho se asomó a una ventana y silbó ag uda mente: era una señal pa ra los que gua rda ba n el c a mino, q uienes se p usieron a rond a r la c a sa , ca d a uno en sentid o c ontrario a l otro, enc ontránd ose e n c ad a
vuelta. Don Jecho había organizado el golpe con toda ma tema tic id ad , no olvid a ndo e l me nor d eta lle. —¡A buscar, niños, a buscar! Usted, amigo, quédese aquí y encárguese de recibir lo que traigamos. Vaya hac iend o oc ho mo ntones en la m esa. Don Leiva, a quien fue dado este delicado cargo, ba rrió d e un ma notón lo q ue hab ía enc ima de la mesa y se preparó a ejercer sus altas funciones. Y fueron amontonándose ante sus ojos atónitos diversos objetos de valor, joyas, armas, mohedas de oro y plata, oro en polvo y en pepitas, todo lo que la rapacidad de los b a nd id os juzga b a d igno d e ser lleva d o. Marcos Segovia, que se encontraba descerrajando un mueble con su daga, sintió de repente que un homb re, que ha bía estad o o c ulto d etrás de una p uerta, se le d ejab a c ae r enc ima c on la fuerza d e una trom ba . Rod a ron a mb os p or el suc io, y a unq ue M a rc os tenía una fuerza de bruto, se encontró con que el otro no era ningún invá lid o. Luc ha ron un ra to en silenc io, ja d ea nd o, sin gritar para no perder fuerzas, hasta que en un mo me nto d e a livio p id ió a uxilio: —¡Don Leiva, venga, que este baboso me- la está ganando! Acudió el llamado y cogiendo por la chaquetilla al d esc ono c id o lo leva ntó e n e l aire, estrellánd olo d esp ués contra la pared, donde quedó inmóvil, acezando, a sustad o d e la fuerza y la figura d e a q uel giga ntón. —¡ Miren q ué niñazo! Ma rc os hab ía e nc ontrad o su da ga , pe rdida en la lucha , y se fue encima del hombre; pero Don Leiva lo
sujetó por un hombro, haciéndole dar una vuelta en redondo con la violencia del tirón. Marcos, asombrado, lo miró: - —¡ Chis...! ¿Qué le p a sa , Don Leiva! —No le ha ga nad a a ese hom bre. —¡ Déjeme , c omp a ñero! Acometió de nuevo, pero Don Leiva se le puso por d elante y Ma rc os se e strello e n él co mo c ontra un á rb ol. —Déjese de leseras, Marcos. Si vuelve a las mismas lo voy a tira r p or la venta na. Ma rc os se d io c uenta d e q ue Don Leiva ha b lab a e n serio y, gua rd and o su a rma , le d ijo: —Está b ien; d esp ués a rreg larem os esto . —Cua nd o q uiera. Ma rc os... Cogió al desconocido y dándole un empujón lo a rrojó a l interior de la p ieza , a ma rrá nd olo e n seg uid a . En ese momento se oyeron voces de regocijo "y alegría, y Don Jecho y otro hombre aparecieron en el comedor trayendo una petaca de cuero, como de sesenta c entíme tros d e a lto p or otro ta nto d e a nc ho. —¡ A quí está la b ola c on a ro, c om p a ñeritos... ! Sa lta ron la ta p a , y ante la vista ma ra villa d a d e to d os apareció un deslumbramiento de monedas de oro, de d istintos ta ma ño s y c uño s. —¡Hermanitos! Se p usieron t od os a grita r y a sa lta r, ab ra zá nd ose. —Vamos, p ron to . Cogiendo a puñados aquel inaudito tesoro. Don Leíva hizo ocho montones sobre la mesa, siete iguales y
uno má s alto q ue los d em á s, d elante d el cua l se c oloc ó, c on la espe ranza de que le toc ara a él. Pero Don Jecho eligió ese para sí y distribuyó los demás rápidamente. A Don Leiva tocóle el más pequeño. —Nad ie sa b e p a ra q uién tra b a ja —dijo p a ra sí. Pero era bastante, y mientras lo envolvía en su pa ñuelo c a lc ulab a q ue era m ás de lo q ue espe rab a. Abandonaron la casa, montaron, tomando el camino de vuelta, marchando al tranco, fumando y riendo, hablando y comentando las incidencias de la aventura, contentos, sintiendo todos, entre la camisa y la piel, el bulto que formaba el paquetito de monedas de oro. De repente se detuvieron todos a un tiempo, escuchando. En medio del silencio de la noche, turbado por el rezongo suave del río, oyeron el galope d e c ab a lga d uras a lo lejos. —Mét a me nos p or a q uí. Se internaron en un bosquecillo, desmontaron, apagaron sus cigarros, colocándose detrás de los caballos, todos con las manos apretando nerviosamente la culata de los poderosos trabucos. Esperaron. Poco a poco fue oyéndose más cerca el rumor de los que venían galopando furiosamente en la noche, hasta que se acercaron y pasaron, sintiéndose claramente el ruido de los sables al golpear en los costados de los caballos. Serían entre todos como unos seis jinete s y p a rec ía n te ner prisa . —Es la patrulla —dijo Don Jecho— y si no nos buscan a nosotros, no busca a nadie. Aquí nos vamos a separar; cada uno se va con el que vino. Váyanse por
donde quieran, menos por el camino. Adiós, caballeros; nos verem os en Ta lc a . Partieron para distintas direcciones. Don Leiva se reunió con Segundo y bajaron al camino; los demás, uno s a tra vesa ron el río y otros se me t ieron c erro a d entro. Caminaron Don Leiva y Segundo un largo rato, con el oído alerta, hasta que volvieron a sentir el rumor de la p a trulla q ue volvía b usc a nd o el ra stro d e los a sa lta ntes. —Atravesemos el río; no nos conviene arrancar a d elan te, ni hac erles frente. Desviém onos. Ba ja ron la b a rra nc a d el río y lleg a ron ha sta su o rilla ; el río era allí hondísimo y no había vado alguno, pero tenían que atravesarlo de cualquier modo si no querían c a er en ma nos d e la p olic ía . Seg undo espo leó su c a ba llo, ent ra nd o resuelta me nte al agua. Le siguió Don Leiva. La correntada era fuerte y amenazaba arrastrar a caballos y jinetes, quienes a lenta b a n en voz b a ja a los a nima les. —Cuídele las orejas al manco, Don Leiva, si le entra ag ua va a tener que atravesa r el río na da ndo. Lucharon un rato con las aguas del Claro hasta que llegaron al otro lado, escondiéndose inmediatamente detrás de unas rocas. Ya era tiempo, pues la patrulla ap areció en seg uida en el ca mino. —¡ Gua rd a c on los relinc hos! Aseguraron el hocico de los caballos que chorreaban agua y resoplaban. La patrulla desfiló al trote la rg o, mira nd o infruc tuosa me nte e n la o sc urid a d . —Ya p a sa ron los c ha rra sc a s.
Se q ued a ron a hí c onve rsa nd o, riend o a g ra nd es c a rc a ja d a s, de ja nd o p a sa r el tiem p o. Por fin Seg undo a travesó e l río p a ra ir a explora r el c a mino y d ejó solo a Don Leiva, q ue p úsose a ta ntea r y a c a ric ia r la b olsita d e monedas y joyas. ¿Cuánto llevaría en ella? Hubiera querido estar ya en su casa, a puertas cerradas, con todas las monedas desparramadas sobre la mesa, contándolas y apilándolas como tejos relucientes. ¡Cuántas monedas había en aquella petaca y qué flaca había quedado, después de que estaba tan guatona! ¡Ah, él no sería como los demás, que seguramente gastarían su dinero en divertirse! Pondría un negocio cualquiera y trabajaría con firmeza hasta levantarse como él quería, asegurando el porvenir de sus hijos. Allí estaba, entregado a sus dulces meditaciones, cuando algo zumbó en el aire, rebotando en el p eña sc o. Sa ltó a l c la ro, arma d o d e su tra b uc o, grita nd o c on u na voz terrib le: —¡ Quién vive! Pero sólo vio a Seg und o Seg ovia q ue lo m ira b a riénd ose y le d ec ía: —¡No se asuste, hermano! Lo hice para ver si era hombrecito... * ** Tres días después, mientras la policía hacía activas investigaciones, apresando a todos los pobres diablos que podía y que tenían caras de sospechosos, estalló en Talca una furiosa revuelta e nc ab eza d a po r una
persona a quien llamaban El Chilote Vargas y dirigida especialmente contra un juez de esa ciudad, cuyos fallos y procederes de justicia, un tanto duros, habíanle c onq uista d o la ene mista d d e m uc hos ind ivid uos. Don Leiva, avisado a tiempo, formó en las primeras filas de los revoltosos y junto con sus compañeros de la pasada aventura y otros facinerosos más, se dedicó a saquear todas las casas y los negocios que pudo, a c a rrea nd o e n c a rreta s el prod uc to d e sus ra p iña s. En me d io d e e sta s a c tivid a d es, rec ib ió un b a la zo q ue lo dejó tendido en la calle. Lleváronlo al hospital, desde do nde huyó, temiendo el ca stigo a q ue se hab ía hec ho acreedor por sus procederes de violencia y robo; llegó arrastrándose hasta la casa de su compadre Hilario, donde había ocultado todo lo adquirido en sus c orrería s, y de sd e a llí d esa pa rec ió c om o tra ga d o p or la tierra. Se le buscó por todas partes, sin resultado. Don Leiva se hizo hum o. Pasaron muchos años, tal vez seis o siete, y ya casi había sido dado' por muerto, cuando una tarde, un antiguo am igo de él que estab a de pa so e n Santiag o, al pasar por delante de la puerta de una casa de la calle del Cequión, vio, inclinado sobre un banco de zapatero, a un hombre que le recordó vagamente a Don Leiva . —Pa rec e q ue fuera Leiva ése... Pero, ¡ q ué va a ser ... ! Se quiso detener y volver a mirarlo, pero desechó esa idea y siguió. Sin embargo, la curiosidad y una vaga esperanza de que el hombre visto fuera Don Leiva, lo hicieron retroceder. Llegó hasta la puerta y se
detuvo a mirar al zapatero. El presunto aparecido lo miró tam bién y ento nc es se rec onoc ieron m utuame nte. —Pero, ¿eres tú, Leiva ? —Yo mismo, pue s, Ma rtín... Y se a b ra za ron. —¡ Pero, homb re, en Ta lc a tod os te he mo s c reíd o muerto...! ¿Por qué no has vuelto allá? Tus hijos están g ra nd a zos y tu m ujer vive to d a vía . —¡Qué, pues, hermano! Yo hubiera querido escribirle a mi mujer para que supiera que estaba vivo, pero tú sab es c ómo es: le ha bría c ontad o a tod o e l mundo que yo vivía y dónde estaba y me habrían venido a buscar p a ra me terme p reso. Así es q ue he p referid o q ued a rme c allad o, espe rand o q ue pa se el tiemp o p ara que da rme lib re d e to d o c a stig o... —¿Y la p lata q ue te trajiste ? Don Leiva sonrió. —Herma no, al hom b re te nta d o d e la risa en Sa ntia g o la p la ta se le hac e sa l y ag ua . Aquí me me tí a ge neroso y en d os me ses me q ued é sin c ob re. Cha rla ron a sí un la rg o rato , co ntá nd ole Don Leiva a su a mig o Ma rtín to d os sus mila g ros y a venturas c orrid a s en sus años de ausencia, separándose después y p id iénd ole Don Leiva a Ma rtín q ue no c onta ra en Ta lc a que lo había visto; pero al amigo, una vez llegado a Talca , le faltó bo c a pa ra c ont a r el enc uentro que ha b ía tenido c on aq uel c onde nad o d e Leiva. Enteróse la mujer de éste, y en la primera diligencia q ue sa lió d e Ta lc a se trasla d ó a Sa ntia go , do nd e Don Leiva la vio llegar como a un fantasma. Verlo la
mujer y ponerse a llorar fue todo uno, siendo inútiles los esfuerzos que Don Leiva hizo para consolarla y atajar aquella lluvia de sollozos y quejas. Llorando estaba Angela, cuand o p enetró a l c uarto una m ujerota alta y mo rena que , enca rá ndo se c on Don Leiva, le d ijo: —¿Quién e s y qué ha c e e n mi c a sa esta yeg ua ta l po r c ual? Era la q uerid a d e Don Leiva, una ropa vejera a q uien llamaban La Zamba y que tenía fama de no quedarse nunca con los golpes que recibía de sus amantes, d evo lviénd olos siem p re c on c rec es. Don Leiva, haciendo frente valerosamente al tem p oral que se le ve nía enc ima , le d ijo: —Esta mujer no e s una ta l p or c ua l: es mi mujer legítima. La Zamba se quedó pasmada, pero reaccionó al insta nte, d ic iend o: —¡ Y nunc a me ha b ía s d ic ho, anima l, que e ra s c a sa d o ... ! No llore, señora , ésta es su c a sa y en e lla puede usted estar hasta que se lleve a este sinvergüenza. Y d a nd o un g ra n c olazo c on su anc ho ve stid o, se fue. Poc os d ía s d espués, lueg o d e ha berse a seg ura do de q ue su lib ertad no c orría p elig ro, lleg ó Don Leiva a Ta lca con su mujer y se encontró con que ella tenía un negocio de almacén y cantina, el cual había sido insta la d o c on los d ineros q ue Do n Leiva rec og iera e n sus piraterías y que quedaran en poder de su compadre Hilario.