El Gran Océano
Rafael Bernal
Primera edición (Banco de México), 1992 Primera edición (FCE), 2012 Primera edición electrónica, 2012 D. R. © 2012, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008
Comentarios:
[email protected] Tel. (55) 5227-4672 Fax (55) 5227-4649 Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor. ISBN 978-607-16-1200-7 Hecho en México - Made in Mexico
ÍNDICE
Prólogo a la edición del FCE, por Alfonso de Maria y Campos Castelló Presentación [a la edición del Banco de México], por Miguel Mancera Preliminar Prólogo Introducción Capítulo I Los primeros hombres en el Pacífico. Los negritos. Los australoides. Los malayos. Los polinesios. Japón. China y los anamitas. El comercio chino. Los melanesios y micronesios. Las costas americanas. Capítulo II Los primeros contactos de Oriente con Occidente. Las grandes rutas. Alejandro. Roma. Bizancio. El islam. Su expansión al Oriente. Los malayos musulmanes. El sultanato de Sulú. Los mongoles. Los grandes viajeros de Europa. Marco Polo. Capítulo III Portugal en el siglo XV. Don Enrique el Navegante. La revolución en la geografía. La vuelta de África. El comercio con la India. Malaca. Las Molucas. Macao. Japón. La decadencia. San Francisco Javier. Capítulo IV El hombre español en 1500. Su formación y su realidad. Colón.
Vespucio y De la Cosa. El fracaso en las Antillas. Balboa y el Mar del Sur. La búsqueda del estrecho. Solís. Las juntas de Badajoz. Magallanes. La primera circunnavegación. Loayza y Elcano. El patache Santiago. Saavedra Cerón. El problema del tornaviaje. Capítulo V Culturas aisladas versus transculturadas. La conquista cortesiana. La “igualación” de los naturales. La conquista como revolución social. Suerte del indígena del mundo hispánico. El Tratado de Zaragoza. Conquista del Perú. Continuación de las exploraciones españolas en el Pacífico. Situación del Asia oriental hasta fines del siglo XVI. Capítulo VI Expedición de descubrimiento de las “Islas del Poniente”. Urdaneta y López de Legazpi. Instrucciones para abrirse en alta mar. La ruta de regreso a Nueva España. Viaje del patache San Lucas. Revueltas de Plun y de los Carrión. Viaje del San Jerónimo a Cebú; motines. Reacción portuguesa. El documento de Culhuacán. Continuada espera de refuerzos e instrucciones. Establecimiento de la capital en Manila. Muerte del gobernador Legazpi. Desarrollo del comercio con China. Capítulo VII El continente austral. Papel del Perú en las exploraciones al sur del ecuador. Álvaro Mendaña de Neira. Nuevas rutas de navegación por el Pacífico. Pedro Fernández de Quiroz. Nueva Jerusalén y la Orden del Espíritu Santo. La de Quiroz, última gran aventura hispánica en el océano Pacífico. Misioneros en Filipinas. El galeón. Vida de los chinos en Manila. Relaciones con el Japón. Capítulo VIII La situación europea. Inglaterra y el paso al Pacífico. Francis Drake. Reacción española. Poblamiento del estrecho. Thomas Cavendish. Richard Hawkins y el fin de las empresas piratas inglesas en el Pacífico. Derrota de la Armada Invencible. La expansión holandesa.
Capítulo IX La lucha por los mercados mundiales. Pérdida del poder portugués. El comercio asiático: el té. La situación de China. El Imperio hispánico. Los piratas a partir del siglo XVII. William Dampier. La vida del marino inglés Woodes Rogers. Capítulo X Las guerras europeas. Planes ingleses para tomar Manila y Cartagena de Indias. Dominio inglés de los mares y el comercio internacional. Decadencia del Imperio español. Expulsión de los jesuitas. La expansión rusa. Búsqueda inglesa del continente austral. Capítulo XI El despertar científico. La Condamine. Fermento cultural e ideológico en las colonias americanas. Vuelta al mundo de Bougainville. Posibilidad de las grandes navegaciones. James Cook. Impacto de los viajes de Cook en Inglaterra. Nuevas expediciones. Muerte de Cook. La moda del Pacífico invade Europa. Las exploraciones francesas. La Pérouse. Sidney y los prisioneros ingleses. El motín del Bounty. George Vancouver. Capítulo XII Expansión marítima de Occidente. Factores de cambio en el estatus del Pacífico. Modificación de la importancia comercial de las colonias asiáticas en Europa. China y el Asia sudoriental. Japón. Expansión norteamericana en el Pacífico. Independencia de México. Sidney, en la Nueva Holanda. Tasmania. Nueva Zelanda. Entrada tardía de Francia a la carrera expansionista en Asia. Capítulo XIII El naciente sentido del colonialismo. La misión del hombre blanco. El comercio de pieles. Los loberos. Los balleneros. Tasmania. Los traders y los beach combers. Los plantadores. La economía de la copra. La caña de azúcar. El guano. El comercio de hombres.
Capítulo XIV Decadencia del espíritu misional hispánico. La Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe. Los sucesores del padre Mateo Ricci. Las misiones en Vietnam. El rito mandarín y el rito malabar. Los primeros cristianos en Corea. Las misiones de la Iglesia ortodoxa rusa. Nacimiento del sentido misional protestante. Las sociedades para las misiones. William Carey. Los misioneros del Duff. Los reinos polinesios y los misioneros. Los misioneros católicos en Oceanía. Capítulo XV El comercio en Cantón. La primera guerra del opio. La rebelión Tai Ping. La segunda guerra del opio. Los tratados y puertos. La guerra con el Japón. La emperatriz y la rebelión de los bóxers. La caída de la dinastía Manchú. La República. El Kuomintang. Capítulo XVI El Japón en 1850. Los primeros intentos de comercio de los occidentales. El comodoro Perry y sus “barcos negros”. Tratados con otras naciones. Caída de los shogunes Tokugawa. La era Meiji. La guerra contra China. La guerra contra Rusia. El Japón moderno hasta 1930. Capítulo XVII El colonialismo comercial del siglo XIX. Intentos de España por recobrar sus colonias americanas. Expansión chilena al estrecho de Magallanes. La guerra del Pacífico. La guerra hispanoamericana. La ocupación de Filipinas por los Estados Unidos. La anexión de Hawai. La independencia de Panamá y la apertura del canal. Conclusiones Bibliografía
A la memoria de los marinos mexicanos y filipinos que, con su anónimo heroísmo, hicieron posible la gesta del Galeón de Manila.
No puedes hablarle del océano a una rana de charco; su esfera es limitada. No puedes hablarle del hielo a un insecto del verano; su capacidad está restringida por el tiempo. No puedes hablarle del Tao a un pedagogo; su magnitud está confinada por la enseñanza. Pero ahora que has salido de tu estrecha esfera y has visto el Gran Océano, conoces ya tu propia insignificancia y puedo hablarte de los grandes principios. CHUAN-TZU
PRÓLOGO A LA EDICIÓN DEL FCE
Rafael Bernal y García Pimentel nació en la Ciudad de México el 28 de junio de 1915. En ese año la famosa generación de los Siete Sabios iniciaba su ascenso en la vida nacional. Fueron sus padres don Rafael Bernal Bernal y doña Rafaela García Pimentel y Elguero. Por el lado materno, sus antepasados —tanto los García Pimentel como los Elguero— habían sido todos ricos propietarios y muy destacados hombres de letras del siglo XIX mexicano. Poco después de la muerte de su abuelo materno, Luis García Pimentel, en 1930, al término de la guerra cristera en México, el quinceañero Rafael Bernal salió a Montreal, Canadá, para estudiar su bachillerato en filosofía y letras en el Loyola College de los jesuitas. Fue ahí donde perfeccionó los idiomas inglés y francés que habrían de sustentar su carrera diplomática. Después regresó a México para concluir sus estudios preparatorios en el Colegio Francés de San Borja y en el Instituto de Ciencias y Letras, ambos de la ciudad capital. En 1933, con sólo 18 años de edad, Rafael Bernal decidió probar fortuna en Chiapas con el famoso “oro verde”: el cultivo del plátano. Si bien el resultado fue un rotundo fracaso en lo económico, que él con su ingeniosa ironía recordaría después: “¡qué oro verde ni qué nada, puro loro verde fue lo que encontré!”, en lo intelectual y en lo humano mucho fue lo que aprovechó con este autoexilio en la selva chiapaneca. Al rico patrimonio de imágenes bucólicas de Tenango y La Gavia, propiedades de sus tíos, vino a sumar la exuberancia y la crueldad de la costa, la sierra y la selva chiapanecas. Éstas le dieron un material riquísimo que supo explotar durante muchos años en cuentos, novelas y obras de teatro. Su estancia en el sureste mexicano se prolongó tres años, hasta 1936. Arrancado de los “horrores de la selva”, que, como él decía, todo lo destruye, Rafael Bernal regresó a la Ciudad de México y coqueteó con la idea
de estudiar alguna carrera universitaria, como derecho o filosofía y letras, y siguió algunos cursos pero decidió entonces ir a probar fortuna a Europa. Más tarde, en su edad madura como diplomático, lamentó no contar con una carrera universitaria, “con los papeles al menos”, que le permitieran convertirse en académico, profesor e investigador. Hacia fines de la década de los años treinta colaboró como guionista en dos películas de la naciente industria del cine mexicano. Con lo ahorrado, partió a Europa a estudiar, escribir y abrirse nuevos horizontes. Llegó pues a París, donde estudió cinematografía, lo que le serviría para elaborar luego sus guiones dramáticos y de radio y televisión. También trabajó en el periodismo y enviaba regularmente crónicas y artículos para periódicos de México como Excélsior y Novedades. Todo esto habría de dejar una viva impresión en el joven veinteañero. También conoció Nueva York y más tarde la costa oeste, Hollywood, la meca del cine, donde también probó fortuna como guionista y se acercó a actores como Dolores del Río y Jorge Negrete. En 1941 publicó su primera obra literaria formal bajo el título de Federico Reyes el cristero, en la serie Prosas Breves de la editorial Canek, que fundó con José Muñoz Cota. Se trata de un elaborado pero eficaz poema narrativo, una especie de corrido, lleno de imaginería popular y religiosa que canta el drama de los cristeros y en el que el protagonista es un hombre “rápido en el combate y lento en el consejo”. Dos años más tarde, en 1943, ya de regreso a México, Bernal pasa de la denuncia cristera al grito anticapitalista. El tema no puede ser más cosmopolita, la ciudad de Nueva York; pero el tono es crítico y desgarrado, lo que, a pesar de sus orígenes sociales, lo aleja de la generación literaria que lo antecede, la de los llamados Contemporáneos. Así, bajo el exótico sello de ediciones Quetzal —probablemente de su propia creación también—, Improperio a Nueva York y otros poemas retrata esa nueva jungla, la del asfalto; la urbe capitalista denigradora del hombre, racista y destructiva. En 1946 Rafael Bernal publica en Editorial Jus, que lo acompañaría casi siempre a partir de entonces, seis cuentos breves de la selva bajo el título sugerente y eficaz de Trópico. La portada del libro fue bellamente ilustrada con un lagarto o caimán, del pincel del célebre muralista y pintor Fernando Leal. El tema es Chiapas. Remata el ciclo narrativo inspirado en la selva del sureste mexicano una novela magistral, pionera en la literatura de ciencia ficción en México, junto con las de Francisco Tario, Su nombre era muerte.
Paralelamente a sus novelas sobre la selva, el hombre y Dios, de los años cuarenta, Bernal cultivó con éxito el género policiaco, al cual regresaría casi al final de su vida para conquistar el mundo literario mexicano con El complot mongol (1969), tres años antes de su muerte. Poco antes de llegar a los 35 años de edad, hacia el final de la década de los cuarenta, Rafael Bernal se entregó de manera casi total al activismo político y a la causa del sinarquismo que defendía el partido Fuerza Popular. El dato es relevante porque, como se sabe, el sinarquismo se formó con el campesinado del centro y el norte del país, y sus líderes fueron todos ellos profesionistas de clase media, sin descontar a intelectuales que, sin ser miembros del movimiento, simpatizaron con él, como José Vasconcelos o el fundador del Partido Acción Nacional, Manuel Gómez Morin. No fue, por tanto, un movimiento que reclutara adeptos de las clases altas. Rafael Bernal fue una de las excepciones y para cuando llegó el sexto jefe nacional, Luis Martínez Narezo, Bernal ocupó la cartera de secretario de Finanzas. Convertido ya en un escritor y orador destacado, a Bernal se le recuerda también por los hechos registrados en pleno alemanismo, cuando el gobierno llevó a cabo la agresiva campaña contra la aftosa mediante la aplicación del “rifle sanitario”. Tal es precisamente el tema de la novela realista de Bernal: El fin de la esperanza. Se trata de un auténtico compendio de los ultrajes de la Revolución, la guerra contra los cristeros, el agrarismo cardenista y la corrupción del campo en la época alemanista, acentuada por la campaña contra la aftosa y el uso del “rifle sanitario”. Todo esto promovido, según el autor, por el dinero y la actitud afrentosa de Washington. Hoy inconseguible, esta novela magistral no corrió mejor suerte en su momento. Publicada en 1948, el mismo año en que Bernal cayó varias veces en la cárcel por su activismo político. Enganchado en la diplomacia por el propio secretario de Relaciones Exteriores, Bernal coincidió nuevamente en el trabajo de esos años con su querido hermano Joaquín, varias veces director de protocolo y embajador en Etiopía, Senegal, Suiza, cónsul en Nueva York y embajador en República Dominicana, país donde murió en la última década del siglo XX. La trayectoria diplomática de Rafael habría de ser más corta y menos impresionante que la de Joaquín, pero intensa y creativa en lo intelectual y literario. Su ficha de filiación en el expediente del Servicio Exterior lo describe como casado, de 1.89 de estatura, tez morena, pelo negro, frente grande, cejas espesas y juntas, ojos castaños, nariz convexa y boca mediana.
Como referencias se menciona a Agustín Velázquez Chávez y a su amigo de la época de la Editorial Canek, el también diplomático José Muñoz Cota. El 29 de junio se ordena el retorno de Bernal a México por haber llegado ya el nuevo embajador mexicano ante el gobierno de Honduras, Reyes Ruiz, al que llamaban de cariño el señor Bonjour Tristesse. En Tegucigalpa, empero, su trabajo fue paciente y sensible. Su éxito no pudo ser mayor dada su inteligencia, educación y chispa personales. También le fue de utilidad haber conocido en México, como estudiante universitario, al entonces secretario del Trabajo del gabinete hondureño. Incluso antes de volver a México ya designado el nuevo embajador, Rafael Bernal siguió en el centro de la intelectualidad, la cultura y la diversión hondureñas, lo que le permitió obtener la amistad generosa del presidente Villeda Morales. Apenas dos meses después de su regreso a México, el 8 de septiembre de 1961, recibió su traslado para el otro lado del mundo, como los mejores navegantes de que siempre hablaba, a Filipinas. Por cierto que desde 1950, bajo el sello de Jus, había publicado, con una dedicatoria a Emilio Salgari, Gente de mar, un librito de biografías literarias, muy al estilo de Lytton Stratchey, que mostraba una de sus nuevas pasiones, junto con la hacienda rural y la selva: el mar. De aliento más literario que histórico y de estilo fluido y grato, la obra recrea en primer término la vida de Caracciolo, que como diría el poeta catalán José Agustín Goytisolo, era un “pirata honrado” que prohibió la bebida y la blasfemia en sus barcos, como el Victoire, y que con sus amigos Misson y Tew fundaron en el sudeste asiático la población independiente de Libertatia. La segunda incursión corresponde a Edward Teach, Barbanegra y el mayor Stede Bonnet, quienes dominaban la costa atlántica del sur de los Estados Unidos y el Caribe en su célebre barco Revenge; la tercera es la de Anne Bonny y Mary Read, bellas muchachas caribeñas “de tez morena, con los ojos grandes y azules, el pelo rojo de cobre y un genio endiablado”; la cuarta biografía es sobre el extravagante Jurgen Jurgensen, rey de Islandia, que combatió primero a los intervencionistas daneses y regresó después a los mares del Sur como el pirata que siempre fue. Finalmente, y como una extraordinaria premonición del destino del autor en Filipinas, 10 años antes de su entrada al Servicio Exterior, cierra el volumen la biografía de Gerónimo de Gálvez, piloto del rey, que desde Nueva España se dirigió a Filipinas para vengar la muerte de su prometida. Desde finales de 1961 se encuentra Rafael Bernal en Manila, a la vía del Gran Océano; la embajada está encabezada por un hombre de carrera con
experiencia, Muñoz Zapata, y durante los cuatro años que permanece ahí, es ascendido a primer secretario. Era presidente de Filipinas el muy ilustrado Diosdado Macapagal, y el hecho de que Bernal fuera un hombre de cultura y de letras le permitió una especie de diplomacia extraordinaria de notables resultados. En efecto, aprovechando la visita del presidente Adolfo López Mateos, el “presidente viajero”, y el aniversario de los 400 años del descubrimiento de las islas por los novohispanos que partieron de México, se creó una “corriente intelectual transpacífica” de gran utilidad. De inmediato Bernal estableció contactos académicos con la Universidad Dominica de Santo Tomás, hija de la Real y Pontificia Universidad de México, y con los círculos de tradición hispánica. Invitó a Filipinas a intelectuales mexicanos como Jaime Torres Bodet, Miguel León-Portilla, Ignacio Chávez, Luis Villoro y Lothar Knauth, entre otros, y las publicaciones sobre la Nao de China, o de Acapulco, o el también llamado Galeón de Manila, no se hicieron esperar. Durante su breve visita, el propio presidente López Mateos donó a la Biblioteca Rizal una selección de ediciones finas reunidas por el historiador Arturo Arnaíz y Freg. Más aproximaciones a su gran “biografía” del océano Pacífico. Posteriormente, Bernal escribió su largo ensayo México en Filipinas. Estudio de una transculturación, publicado por el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, con prólogo de Miguel León-Portilla, en 1965, poco antes de que Bernal dejara Filipinas. Obra sin parangón, en ella sobresale el influjo mexicano sobre la Filipinas del siglo XVI, especialmente a través de la lingüística y lo popular. Celebra no sólo a los grandes navegantes, militares y religiosos novohispanos, sino a los llamados guachinangos, mestizos mexicanos de las clases bajas —marineros y soldados, entre otros— que llevaron y trajeron a través del Pacífico sus costumbres: comida, vestido, etc. Bajo el signo del Año de la Amistad México y Filipinas 1564-1964, en sólo cuatro años Rafael Bernal dejó una huella indeleble en la historia de ambos países. Sus servicios fueron tan provechosos que, poco antes de la visita del presidente López Mateos a los países asiáticos, fue trasladado a Japón, entre el 25 de junio y el 1º de septiembre de 1962, para apoyar el relevo del embajador saliente, Jorge Castro Valle, por el que sería designado con motivo de la visita presidencial. Sus servicios discretos y exactos oficios fueron entonces reconocidos por su profundo conocimiento de la cultura y la historia de los pueblos de AsiaPacífico y su relación con México.
Fue en Filipinas donde Bernal escribió y publicó, esta vez en inglés, la lengua franca entre el español en desuso y el tagalo local, su prólogo para Historia de Filipinas durante el siglo XVI, y una sección de la historia de Los chinos en Filipinas. Empezó en esos años también la investigación que sustenta la presente obra: El Gran Océano, publicada muchos años después de su muerte, en 1992, por el Banco de México. Auténtica biografía del mar Pacífico, protagonista semejante, toda proporción guardada, al que Braudel perfiló en El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. El 27 de diciembre de 1965, con 50 años cumplidos, Rafael Bernal es informado por la Secretaría de Relaciones Exteriores que tendrá la función de encargado de negocios ad interim en la embajada de México en Perú, país también ribereño desde América del océano Pacífico. La penetración social de Bernal y su diplomacia extraordinaria por vía de la cultura fue inmediata. Como lo había hecho antes en Manila, ahora se incorporó como profesor en la Universidad Católica de Lima. El diplomático Bernal era una realidad. Por entonces debió someterse a exámenes médicos que empezaron a nublar no sólo sus pulmones, sino la perspectiva entera de su vida. Se volcó entonces en su tiempo libre a proseguir su obra magna El Gran Océano y terminó la novela negra, más que policiaca, que lo consagraría ante la crítica y, sobre todo, entre los lectores, El complot mongol. El 23 de mayo de 1969 Rafael Bernal recibió su traslado a Berna, Suiza. Consideraciones de tipo personal y de salud ayudaron a dicho traslado por intermediación de don Alfonso de Rosenzweig, entonces director general del Servicio Exterior. Instalado ya en la capital de Suiza fue condecorado por el gobierno de Perú, y con apoyo del embajador Federico Mariscal buscó los contactos con el medio académico local, que en todas sus anteriores adscripciones le había resultado útil y placentero. En la Universidad de Friburgo encontró tanto la masa crítica de los temas que más le interesaban entonces —la expansión de Occidente en Asia y América durante el siglo XVI—, como al grupo de autoridades y especialistas que podrían ayudarlo en sus estudios. Tras reconocer sus méritos de inteligencia, cultura y buena pluma, la Universidad de Friburgo le abrió las puertas, y así, poco antes de su muerte, pudo doctorarse con todos los honores —summa cum laude— con una tesis escrita en español: Mestizaje y criollismo en la literatura de la Nueva España del siglo XVI. Con ese mismo título su familia logró, 20 años después, que el Banco de México nuevamente sufragara su edición, hoy agotada. Días antes
de fallecer, lo que sucedió el 17 de septiembre de 1972 en Berna, ya contaba con el ascenso a consejero del Servicio Exterior Mexicano, habiéndose cancelado, por enfermedad, su traslado a Colonia, Alemania. En El Gran Océano, Rafael Bernal volcó sus años de diplomacia e investigación cultural sobre México, Perú, Filipinas, Japón y China. La obra de Bernal es una suerte de biografía cultural de la parte más extensa del planeta: el océano Pacífico con sus principales civilizaciones costeras e insulares. Se trata de conocer los intercambios que tenían lugar a través de esos dos grandes continentes: América y Asia, separados por un inmenso mar, incorporando también a los diferentes grupos antropológicos insulares. Así, curiosamente, a la manera de otro gran autodidacta contemporáneo, Miguel Covarrubias, quien estudió Bali y la Melanesia, además del Istmo de Tehuantepec, Rafael Bernal desde Perú y Suiza escribió sobre los procesos de transculturación entre Filipinas y México, China y Perú, por poner una muestra. Sólo que para llegar a esos intercambios culturales Rafael Bernal se remontó desde el origen de los primeros grupos de población en la costa asiática, los llamados “negritos”, malayos, chinos y japoneses, hasta la presencia de los exploradores portugueses, españoles e italianos al servicio de los reinos de Portugal y de España. Como Enrique el Navegante, Magallanes, Balboa, Cristóbal Colón, Américo Vespucio y Juan Sebastián Elcano, y más tarde su seguidor, Urdaneta, que encontraría el viaje de Tornavuelta, Filipinas a México. En los primeros capítulos, a manera de gran síntesis se relatan tanto la exploración de África como el camino a las Indias —India y China— que resultó en el descubrimiento de América. Todo ello con gran erudición y precisión, pero en un relato ágil y accesible. Desde la gran revolución portuguesa en las embarcaciones de velas — goletas, galeones y pataches— hasta el conocimiento de los mapas, rutas, vientos y estrellas que los llevó a controlar la ruta alrededor del cabo de Buena Esperanza, hasta el comercio con Oriente con los musulmanes a los que arrebataron la importante ciudad de Goa, de donde saldrían telas, diamantes, perlas y otras piedras preciosas, pero sobre todo el valioso marfil tallado. A la par de estas conquistas y del establecimiento de rutas, surgen los primeros esfuerzos por propagar el cristianismo. Primero con la humildad de Francisco Javier, y después con los conocimientos de la filosofía de Confucio que tenía el jesuita Ricci o el padre Roberto Nobili en la India con la filosofía
brahmánica. Posteriormente, El Gran Océano entra en el relato de Portugal, extenuado económicamente por España, que aprovecha los nuevos conocimientos de la navegación portuguesa así como sus propios marinos e italianos. En un inicio fue la corte española, la reina Isabel, como antes sus homólogos portugueses en África, la que abrió el camino con Colón. Más tarde la conquista de América con Cortés y Pizarro se dio como un negocio privado, que cuando mostró ganancias fue controlado nuevamente desde la corona española. La Iglesia de la Contrarreforma de Erasmo y Vives fue la que se ocupó en América de la “conquista espiritual” con franciscanos humildes y de posición, entre quienes destaca sobre todos Vasco de Quiroga, “Tata Vasco”, como se le conoció con cariño en Valladolid, México. En materia de navegación serían Magallanes y Elcano los primeros en dar la vuelta al mundo; fue entonces que las Filipinas aparecen por primera vez para los españoles pero llegando desde la India. Fue mucho más tarde y desde México, con criollos y mestizos lidereados por Urdaneta, que se logró la ruta de ida y vuelta entre Filipinas y Nueva España que daría lugar al fascinante comercio monopólico de la Nao de China o del Galeón de Manila que transformaría el gusto de todas las clases sociales del reino de México, desde la china poblana, originaria de India, hasta biombos, joyas, objetos de marfil y lacas que se asentaron y se reinventarían hasta el día de hoy en ciudades no lejos de las costas del Pacífico: Uruapan en Michoacán, Olinalá en Guerrero y Chiapa de Corzo en Chiapas. Este vínculo transcultural dejó su impronta lingüística y culinaria en Filipinas gracias a los llamados guachinangos (mestizos mexicanos), que fueron como tropa novohispana a la colonización de Filipinas. En efecto, a finales del siglo XVI el nuevo soberano español Felipe II, en su afán cristianizador, ordenó a fray Andrés de Urdaneta ir a las “islas del Poniente hacia las Malucas”; esto es, a las Filipinas. El Gran Océano trata entonces de la conquista de las Filipinas, la fundación de Manila bajo Legazpi y la apertura del viaje de Tornavuelta a la Nueva España en medio de grandes vicisitudes. Asimismo, el establecimiento de los agustinos mexicanos en Filipinas para propagar la fe en ese lugar. El establecimiento español en Filipinas tomó varios años y muchas vidas, entre las que estuvieron las de muchos nacidos en México. En el siglo XVII, los descubrimientos al sur del Perú por el Pacífico, en Ecuador, y la lucha por el paso por el norte de América donde el pirata Drake genera la reacción
española. Poco más tarde terminarían las empresas piratas inglesas en la región, mientras los holandeses se lanzan al control del Pacífico Sur desafiando los intereses portugueses. La derrota de la Armada Invencible le significará a España un costo enorme frente a Inglaterra y las potencias europeas. Se inicia ahí, según relata en su obra Rafael Bernal, la disputa por los mercados globales mientras China se cierra, salvo por los contactos vía Filipinas con españoles y holandeses. Es el XVIII el siglo de las nuevas grandes expediciones científicas; en este caso, Cook por Inglaterra y La Pérouse del lado francés reavivaron el interés por el Pacífico, por sus plantas, animales, sus pueblos y sus formas de vida. Así, Bernal llega a la independencia de los Estados Unidos, que se convertirá en un nuevo jugador en el Pacífico. La independencia, más tarde, ya en el siglo XIX, de México y las colonias españolas, la tardía entrada de Francia a la carrera asiática; así como Rusia en América desde Alaska hasta topar con las colonias mexicanas en Alta California y Oregon. El Gran Océano inicia su cierre con el relato sobre los enclaves extranjeros en China y sobre todo con la famosa guerra del opio, que impulsaría la caída de la propia dinastía Manchú y el surgimiento en pleno siglo XX de la República del Kuomintang. Paralelamente surgirá el nuevo Japón moderno con la caída de los shogunes y la guerra con China. Cierra su fantástica obra Rafael Bernal con el fin de las colonias españolas en el Pacífico. Las Filipinas y Cuba son cedidas a los Estados Unidos en la guerra hispanoamericana; la anexión de Hawai y la apertura del esperado canal de Panamá. Este canal permitirá por primer vez la navegación del Atlántico al Pacífico sin pasar por el largo y temido Cono Sur y el aumento del comercio mundial, al acortar la ruta. Finalmente cabe mencionar que la primera edición de esta obra por el Banco de México se hizo con motivo del quinto centenario del Encuentro de Dos Mundos, como llamaría Miguel León-Portilla a esta importante pero cruenta gesta de conquista cultural y espiritual que produjo el mestizaje mexicano y nuestro México con una identidad propia. Así, entre marinos, piratas, balleneros, soldados, conquistadores y conquistados, nuevas plantas y animales y un notable avance científico, en lo geográfico y en lo natural, se lleva a cabo el acontecer de una historia de intercambios de tres continentes teniendo como protagonista al Pacífico, el Gran Océano por excelencia.
ALFONSO DE MARIA Y CAMPOS CASTELLÓ
PRESENTACIÓN
La conmemoración, en el presente año de 1992, del Quinto Centenario de la gesta emprendida por Cristóbal Colón aparece en el mundo de habla española como ocasión igualmente propicia para rescatar del olvido una hazaña de proporciones semejantes: la exploración y conquista del océano Pacífico, epopeya en la que cabe a nuestro país un lugar eminente. Por uno de esos extraños enlaces que el azar teje cotidianamente, en 1992 se cumple también el vigésimo aniversario del fallecimiento del distinguido ensayista, poeta y diplomático Rafael Bernal y García Pimentel, ocurrido en Berna, Suiza, el 17 de septiembre de 1972. Rafael Bernal podría ser con justicia llamado el historiador por excelencia del que él mismo llamaba, con constancia ininterrumpida, el Gran Océano, objeto permanente de su cuidadosa e incisiva mirada de humanista. Al sobrevenirle la muerte, Rafael Bernal había logrado dar cima a su ambicioso proyecto de escribir “la historia” de su admirado Gran Océano, resumiendo bellamente, en un libro lleno de eruditos e interesantes capítulos, el devenir de este mar que nació a la conciencia de Occidente en el siglo XVI como un mar hispánico. Revisado por su autor a lo largo de cuando menos cinco años, el libro se hallaba listo para su edición, faltando adicionarle únicamente el prólogo, las conclusiones y la bibliografía, partes que el doctor Bernal había ya desarrollado en diversos grados, cuando ocurrió su lamentado deceso. Apenas unos meses antes, en julio de 1972, había recibido, cum laude, de la Universidad de Friburgo, Suiza, el grado de doctor en letras, con una tesis relativa al Mestizaje en el idioma español en el siglo XVI. La obra de Rafael Bernal publicada antes de esta primera edición del libro que presentamos, tan rica y diversa, y tan fiel reflejo de su propia vida, basta para asegurarle un lugar destacado en la vida intelectual de la patria que tanto amó. Sin embargo, se encontraría trunca al faltar en ella, como hasta ahora,
aquella muestra de su pensamiento que, hemos dicho, mejor permite apreciar el objeto de su profundo e insistente interés: el Gran Océano. Así, conjuntando el propósito de conmemorar el quinto centenario del Encuentro de Dos Culturas, con el de redondear la fecunda producción literaria, poética y particularmente histórica de Rafael Bernal y García Pimentel, en el vigésimo aniversario de su muerte, el Banco de México publica El Gran Océano. El lector habrá de tener presente, en todo momento, que ésta es una obra cuya redacción se concluyó alrededor de 1965 y que continuó siendo revisada por su autor a principios de la década de los años setenta. En la presente edición se ha procurado incorporar todos aquellos elementos que debieron formar parte de ella, pero cuya elaboración no se vio sujeta a la minuciosa revisión que el autor acostumbraba en sus escritos. Es de lamentar, en particular, la ausencia de la rica bibliografía que la lectura del texto promete. [*]
El Banco de México desea hacer patente la valiosa colaboración recibida de la señora Idalia Villarreal de Bernal y del señor ingeniero Rafael Bernal y González Arce, esposa e hijo del autor, quienes se esforzaron por rescatar y poner en nuestras manos todo el material relacionado con la presente publicación, así como el material gráfico y biográfico relacionado con el doctor Rafael Bernal y García Pimentel. MIGUEL MANCERA Director general del Banco de México [1992]
[*] En el ánimo de resarcir esta ausencia, la presente edición incorpora la bibliografía citada
por el autor a lo largo del texto, así como una selección de obras clásicas e imprescindibles para el lector interesado en el tema [N. del E.].
PRELIMINAR
Se dice que el hombre ha logrado vencer las distancias y, por lo tanto, ha reducido en tiempo la superficie del globo a tal extremo, que ahora todos los pueblos del mundo son vecinos entre sí. Y ser vecino significa compartir gozos y problemas. Por lo tanto, ya no existe un solo problema en el mundo que no se convierta al instante en un problema universal. El hambre en la India, el resentimiento sordo de China hacia sus expoliadores, la injusticia social en muchas naciones sudamericanas, la racial en los Estados Unidos o en la Unión Sudafricana, son problemas que afectan al hombre del siglo XX, cualquiera que sea el lugar donde viva; y no lo afectan tan sólo moralmente o en un sentido afectivo y romántico, sino en su propia economía y su propia seguridad. Y lo afectan también en los programas que, como parte de un grupo humano, pueda tener para el futuro. Y es que hemos llegado a vivir una historia verdaderamente universal, fruto no tan sólo de esa reducción en las distancias, sino de un largo proceso histórico que culmina con el asombroso fenómeno de la expansión de los pueblos que hemos dado en llamar “Occidente” y otros que, aun cuando muchos historiadores les niegan el título de occidentales, han formado parte de esa expansión y de la creación de la universalidad de la historia. El hombre actual no está preparado a vivir con ese fenómeno y aún busca las defensas que cree indispensables, en las diferenciaciones y divisiones que han servido para darle identidad propia entre los otros hombres. Pero la universalidad tiende a destruir esas divisiones y diferenciaciones de grupos. El Occidente, por llamarles así a los pueblos de la expansión, en su avance no tan sólo destruyó o modificó las culturas con las cuales tuvo contacto, sino que implantó una serie de modalidades y de sistemas que son ya idénticos en todo el mundo. Los principales son los de la ciencia y la tecnología, que obedecen a leyes universales…
PRÓLOGO
No sé, en verdad, cuándo empecé a interesarme por el océano Pacífico y su historia. Tal vez fue la lectura de la colección de los viajes clásicos que publicara, en la década del veinte, Espasa-Calpe, sobre todo los luminosos diarios del capitán Cook. Para esas fechas yo nunca había visto el Pacífico, tan lejano entonces de la Ciudad de México y probablemente no tenía conciencia de la importancia que los hombres de mi patria tuvieron en ese mar durante más de dos siglos. Claro está que el Gran Océano ya estaba mezclado a las familiares leyendas: sabíamos de san Felipe de Jesús, y el 5 de febrero íbamos al viejo Teatro Hidalgo a ver la representación de su vida, con la tormenta en las costas de Japón y las cruces en Nagasaki. Objetos familiares eran el papel de China, ocultador de yemitas de huevo, adorno de embarazadas piñatas durante las posadas y de calles y balcones; el mango de Manila, el mantón que también era de ese lugar mítico llamado Manila, deslumbrante de sedas y de flores coloridas, y los tibores y la china poblana. Todo eso nos hablaba del Oriente y de ese Gran Océano, tan cercano en sus dones antiguos, y tan lejano en su moderna presencia, que todo el conocimiento de ello quedaba envuelto en el misterio. Más tarde, al despertar una más profunda conciencia histórica, empecé a buscar con ahínco mayores datos y documentos. La lectura de los cronistas españoles me fue abriendo horizontes y el compañero de Magallanes, Antonio de Pigafetta, fue el primero en llevarme a esas islas, ahora tan amadas, de las Filipinas. Aparecieron libros sobre Magallanes, como el de Stephan Zweig, encontré los trabajos de don José Toribio Medina sobre el Pacífico y cayó en mis manos la primera edición del extraordinario libro de Schultz The Manila Galleon. Tal vez entonces, hará de esto unos 30 años, resolví dedicar todo el tiempo posible a hacer un estudio sistemático de la historia de ese mar extraordinario. Al principio me concreté a leer todas las crónicas y relatos de
navegaciones en el Pacífico, desde Magallanes y los primeros españoles y portugueses, hasta los exploradores de la Antártida, pasando por los piratas, los balleneros y los aventureros. Allí entré en contacto con personajes tan extraordinarios como el pirata Lunahon, o William Dampier, o Pedro Sarmiento de Gamboa. En esos afanes empecé a darme cuenta de lo poco que se había escrito en español sobre el tema. Aparte de las crónicas y diarios de navegación, difíciles de encontrar por lo general, no había prácticamente libros modernos, con la excepción de una biografía, bastante plagada de errores, que publicara el R. P. Mariano Cuevas sobre fray Andrés de Urdaneta. Resultaba extraordinario que, habiendo sido el Pacífico tan importante en la historia de México, se tuviera tan poco en cuenta y se hubiera estudiado tan poco en nuestro medio. Parecía como si México, al haber perdido en su independencia toda ambición de expansión al oriente, hubiera perdido al mismo tiempo todo interés en la historia que lo ligara a ese mar. Esto me movió, aún con más empeño, a seguir adelante en el estudio que me había propuesto. Después de leer muchos volúmenes de viajes, de exploraciones y aventuras, me di cuenta de que por ese camino lograría a lo más hacer una síntesis de las grandes colecciones de relatos de viajes, como la de Hackluyt o la de Fernández Navarrete, pero que el lector de esa síntesis no llegaría a entender la verdadera historia del hombre en esa zona. Por un lado, la historia es el estudio del suceder del hombre y en el mar no hay hombres. El mar en sí es antihistórico, porque es inmutable en su esencia y en su forma. La tierra también lo es, pero sirve como lugar de habitación para el hombre y teatro del suceder humano; así, cuando decimos: la historia de España, no pensamos en el estudio de los cambios geológicos o climáticos que han afectado a esa porción del mundo, sino al estudio del suceder en el tiempo de los hombres y mujeres que han habitado esa parte del mundo. Claro está que también podemos estudiar los cambios que ha sufrido la geología, la hidrografía, el clima, la flora o la fauna, pero éstos se estudian en las ciencias naturales y tan sólo entran a la historia cuando afectan el devenir del hombre. Pero en el mar, repito, no habitan hombres y así la historia del Pacífico no puede ser el estudio del suceder de los grupos humanos que habitan esa área del globo. Cierto es que hay miles y miles de islas regadas en la magnitud del Gran Océano, muchas de ellas habitadas desde tiempos antiguos, pero si tratáramos de conocer la historia de cada uno de esos grupos, nos
encontraríamos ante un mosaico de pequeñas culturas, ante un enorme catálogo de curiosidades etnográficas dispersas. Sabríamos que en algunas islas se acostumbraban los sacrificios humanos, que en otras el canibalismo era habitual; conoceríamos muchos diferentes pensamientos acerca del sexo, de la virginidad y de la familia; tendríamos frente a nosotros una enorme variedad de sistemas de alimentación, de agricultura, de caza y de pesca. En pocas palabras, tendríamos a lo más un enorme acopio de datos para la etnografía o tal vez la antropología social, pero no para la historia, porque su estudio es, como lo ha resumido Toynbee en forma tan admirable, el estudio de un campo histórico inteligible. Entre los grupos que habitan el Pacífico, ese campo histórico se reduce a un atolón, cuando más a un pequeño archipiélago. Estudiar un campo histórico es, necesariamente, estudiar procesos de transculturación, y en el medio isleño del Pacífico la mayor parte de esas transculturaciones son tan vagas, tan remotas y la memoria histórica tan breve, que no dan lugar a la formación de un verdadero conjunto estudiable, como sucede por ejemplo con Mesoamérica o con la Insulindia. Es cierto que se han hecho muy notables estudios tratando de perseguir, en la bruma del tiempo y entre las nubes de la mitología de las genealogías, esa transculturación indispensable al nacimiento de una cultura, pero a pesar de los brillantes trabajos realizados por hombres como Peter Buck, Shapiro o Suggs, no logramos ver ese campo histórico inteligible y, por lo tanto, el cúmulo de brevísimas historias de los pueblos del Pacífico no nos proporcionaría una imagen histórica verdadera y su estudio se relacionaría mucho más con la etnología que con mi propósito. Pero ya hemos visto que el estudio de un campo histórico inteligible empieza necesariamente por el estudio de uno o varios procesos de transculturación y allí es donde aparece la importancia del mar en el proceso del hombre. El mar puede ser barrera final o camino fácil. En sus dos aspectos modifica la cultura de los pueblos ribereños o isleños. En el primero, los limita, los aísla; en el segundo, les abre los horizontes inmensos de la expansión y de la transculturación. Así, el pueblo para el cual el mar representa una barrera, será el que recibe las culturas exógenas y modifica más profundamente la suya; y el grupo humano que considera el mar como un camino, será el que lleva su cultura, el que la impone a otros pueblos, el que transcultura. Típico caso de este segundo grupo lo fue el de los pueblos mediterráneos, emanados de la síntesis greco-hebraica, en sus tres grandes ramas. Con
criterio bastante parroquial y considerable ceguera se le ha dado el nombre de Occidente a uno de esos tres grupos tan sólo: la rama cristiana con antecedentes en el Imperio romano. Los otros dos, el cristianismo ortodoxo griego y el islam, no suelen considerarse como parte de Occidente. No es éste el lugar para estudiar las razones de esta omisión que provoca tan increíbles confusiones y que llega hasta la graciosísima distinción de una doctora norteamericana según la cual el hombre en el mundo se divide entre occidental y no occidental. Pero es, sin duda, en el tiempo histórico que conocemos, ese grupo de pueblos nacidos de la síntesis greco-hebraica el que ha buscado la expansión marítima o terrestre, más allá de sus necesidades demográficas, hasta cubrir con su presencia toda la superficie del globo. Así, los demás grupos humanos se han convertido en receptores de esas tendencias culturales y han sido influidos por ellos con mayor o menor profundidad, o bien, han desaparecido de la faz de la tierra, ante el empuje de los expansionistas. Con este criterio, ya se perfilaba claramente cuál sería el alcance de escribir la historia del océano Pacífico. Sería el estudio de esa incontenible transculturación que ha venido sucediendo desde el siglo XIV, en diversas zonas del océano y para lo cual éste ha servido como camino. Sería, en pocas palabras, un ensayo de estudio acerca de la llamada expansión de Occidente en el Pacífico. De todos los fenómenos históricos conocidos, esta expansión es la que mayores efectos ha provocado y ahora podemos afirmar que en el mundo actual no hay un solo hombre o mujer cuya vida o cuyo devenir histórico no haya sido modificado en mayor o menor grado por esa expansión. Pero no tan sólo se ha modificado la vida de los pueblos que recibieron esa expansión, sino la de los mismos expansionistas. Se dice que la Revolución industrial de fines del siglo XVIII y principios del XIX movió a Inglaterra hacia una expansión colonialista. Pero, por otro lado, esa revolución fue posible porque la expansión inglesa ya estaba en marcha desde el siglo XVI. Así, Inglaterra, en su expansión colonial, modificó fundamentalmente la vida de los pueblos con los cuales entró en contacto, pero, debido al mismo fenómeno, la sociedad inglesa sufrió cambios hasta en su misma estructura, que han afectado su devenir histórico. Una de las consecuencias de esa expansión es la de la universalidad de la historia que vivimos ahora y que, salvo una catástrofe difícil de imaginar, será ya un factor permanente en la cultura del hombre. Al desaparecer los
grandes imperios coloniales y crearse decenas de naciones y de nacionalismos y regionalismos, sigue presente el factor determinante de lo universal en el pensamiento del hombre. Por una parte, la tecnología y el uso creciente que hace el hombre de ella nos conduce a ciertas normas universales. Un motor de explosión funciona por los mismos principios de la física en Pekín que en Washington. Por otra parte, ciertas ideas políticas, como la de democracia, entendida de diferentes modos, pero democracia siempre, ha tomado carta de ciudadanía en todas las culturas. Hasta los militares latinoamericanos, cuando dan uno de sus típicos golpes de Estado, lo hacen para “salvar a la democracia”. Con ese mismo fin se establecen férreas dictaduras en algunos estados socialistas. Esta universalidad requiere una interrelación entre todos los pueblos. El aislamiento ya no es concebible, ni como doctrina política, ni como sistema de defensa o protección. Por lo tanto, esta universalidad obliga al hombre a ir despojándose de una enorme cantidad de conceptos propios de su tribu, de su clan o de su cultura, que no se pueden sostener ante la necesaria interrelación con los otros pueblos. Pero ese racional despojo de elementos culturales que fueron de gran importancia no se lleva a cabo al instante y por el solo deseo de los directivos del grupo social. Por lo general, primero se llega al conocimiento subconsciente de que esos elementos culturales, que antes fueron piedras angulares de la estructura social, se han convertido en inoperantes y, por lo tanto, en un estorbo. Pero el saberlo sólo conscientemente no lleva de necesidad al descartamiento. Para ello, para activarlo por lo menos, se necesita del choque con otro pensamiento, esto es, de un proceso de transculturación. Tomemos como ejemplo el caso tan claro de fray Bartolomé de las Casas y de Ginés de Sepúlveda ante el hecho histórico de la expansión hispánica a las Indias. Los dos están de acuerdo en que esa expansión es un hecho necesario, pero en completo desacuerdo en cuanto a los métodos para llevarla a cabo. Fray Bartolomé fundamenta su tesis en la idea, piedra angular de la Edad Media, del Ecumene Cristiano. Sepúlveda sabe o intuye que la idea de ese ecumene, que fuera tan importante, se ha convertido en un estorbo para la marcha hacia adelante del espíritu del Renacimiento, cuyo fundamento será la idea del nacionalismo. Las Casas, en sus empresas americanas, busca extender en beneficio de los naturales y de toda la cristiandad la idea de ese ecumene. Sepúlveda, en sus tesis, no se atreve a decir que la idea misma del ecumene ha pasado al desván de la historia, pero le contrapone la idea del nacionalismo. Así, Las Casas se
convierte en el conservador, en el medieval, y Sepúlveda en el hombre de su tiempo. La corona misma apoya a Las Casas. Pero los hombres que van a la empresa, el pueblo de guerreros y misioneros echa por la borda sin decirlo, a la manera de Sepúlveda, las dos tesis. No lo dice porque probablemente no sabe que obra por esas motivaciones distintas y que son distintas porque se ha transculturado al transculturar a los naturales. Sabe que no serán parte del Ecumene Cristiano, porque ese ecumene ya no existe y que tampoco, por razones obvias, serán castellanos. Pero él mismo, ya sea Cortés o Motolinía, o don Vasco de Quiroga, ya no son tampoco castellanos puros ni parte del Ecumene Medieval. Por un lado son hombres del imperio y, por el otro, se han “aindiado”. Así, de un modo subconsciente, buscan su apoyo en las tesis humanistas de Erasmo, de Moro o de Cisneros, y el hombre indígena, así como el europeo, cobran a sus ojos una nueva dimensión: la de ser hombres. Hasta esas fechas, el hombre era cristiano o era musulmán; en otras palabras, era bueno o era malo. De pronto esa tesis fundamental en España no sirve ya, porque hay otros hombres que no entran o caben en ninguna de estas dos categorías. Posiblemente, si nos dejamos ir un poco por el camino del vaticinio histórico, si la tesis subconsciente de esos hombres se hubiera podido cimentar y no se hubiera ahogado en un mar de contradicciones, otra habría sido la historia del mundo. Además, debemos tomar en cuenta que el hombre, y la sociedad formada por el hombre, al contrario que la formada por otros seres, es capaz de promover ella misma sus cambios y que, en verdad, vive siempre en un estado de cambio. La rapidez con la cual se provocan esos cambios, da la velocidad histórica. Hay épocas en las cuales esta velocidad es notablemente acelerada y otras en las cuales la marcha parece detenerse. Siempre que en una cultura se provoca esa aceleración, podemos encontrar que ello se debe a que esa cultura ha entrado en relación con otra o, en otras palabras, que ha habido una transculturación.
INTRODUCCIÓN
Y los que sabían las cosas más importantes, que eran los sacerdotes de los ídolos, y los hijos de Nezahualpitzintli, rey que fue de esta ciudad y su provincia, ya son muertos. Y además de esto, faltan sus pinturas en que tenían sus historias, porque al tiempo que el marqués del Valle don Hernando Cortés, con los demás conquistadores, entraron la primera vez en ella, que habrá sesenta y cuatro años, poco más o menos, se las quemaron en las casas reales de Nezahualpitzintli, en un gran aposento que era archivo general de sus papeles, en que estaban pintadas todas sus cosas antiguas, que hoy día lloran sus descendientes con mucho sentimiento, por haber quedado como a oscuras, sin noticia ni memoria de los hechos de sus pasados. Y los que habían quedado en poder de algunos principales, unos de una cosa y otros de otra, los quemaron de temor a don fray Juan de Zumárraga, primer arzobispo de México, porque no los atribuyese a cosas de idolatría, porque en aquella sazón estaba acusado por idólatra, después de ser bautizado, don Carlos Ometochtzin, hijo de Nezahualpitzintli. Conque del todo se acabaron y consumieron y así han hecho mucha falta para hacer copiosa esta relación. Y tanto más se ha trabajado de buscar y escudriñar lo que se ha dicho. De manera que si en ello pareciere faltar algo y quedar en otras corto, se atribuya a lo dicho y no a la falta de diligencia. Relación de JUAN DE POMAR, Texcoco, 1582
La historia se refiere al hombre y a la obra del hombre, ya que en el fondo no es más que el estudio del acaecer humano en el tiempo. Los animales y las cosas no tienen más historia que en cuanto se relacionan con el hombre. Por lo tanto, hablar de la historia de un mar parece ser un absurdo, porque en el
mar no habitan los hombres. Cuando mucho es un camino, una manera de llegar de una sociedad a otra sociedad, de una tierra a otra tierra. Así el mar se convierte en el campo por el cual van y vienen las mercaderías, las ideas, las culturas, las pasiones y los odios que conforman la historia del hombre y, al ser eso el mar, se convierte en principalísimo agente del proceso de la transculturación, proceso que si bien ha estado vigente desde los orígenes del hombre en la Tierra, en los últimos tiempos, con la aparición cada vez más clara de una universalización de la historia, se convierte en fundamental. En nuestros tiempos, lo que Arnold Toynbee llamara “el campo histórico inteligible”, ya no se concreta a un grupo de naciones o de seres humanos que han influido sobre otros grupos, condicionando su manera de ser. Ahora ese campo histórico es todo el mundo y, por lo tanto, se vuelve ya más necesario cada día estudiar, no la historia de un grupo humano o de varios, sino la de los caminos por los cuales se ha podido llevar a cabo esa transculturación, que es base para el cambio. Y este cambio, esta posibilidad constante de cambio, que es típica del hombre y del hombre tan sólo, es probablemente necesaria para la marcha de la sociedad hacia lo que consideramos el progreso, esto es, la búsqueda de un estado de cosas donde haya el menor mal para el menor número de hombres o, dicho en forma positiva, la mayor dicha para el mayor número. He expresado que el cambio es típico en el hombre. Tal vez el humanoide empieza a ser hombre cuando se da cuenta de que es capaz de realizar cambios en sus estructuras sociales y en sus relaciones con los otros seres y la fuerza neg-entrópica, que diría Einstein, vence a la entrópica que empuja al hombre hacia el conservatismo y la fuga de esa curiosidad que lo arroja hacia el descubrimiento, el avance o el desastre. Y en el instante en que empieza el hombre a realizar cambios, aparece la historia, porque ya hay acaeceres distintos, que es necesario ordenar para entenderlos y que, con el tiempo, será necesario conservar en la memoria, para poder medir con este conocimiento la trascendencia y la profundidad del cambio. Por eso vemos que los pueblos más primitivos, los entrópicos por excelencia, donde nada cambia a través de los siglos, carecen casi de memoria histórica. No hay nada que recordar, porque un día es igual al otro y, cuando inesperadamente sucede algo que se sale de lo diario, se convierte de inmediato en mito, ya que es demasiado extraordinario para una mentalidad entrópica y, por lo tanto, no puede ser humano. Así, esas sociedades que viven ajenas al cambio necesario al hombre, se van quedando en su primitiva pereza, mientras otras avanzan
siempre hacia nuevos cambios y nuevas metas, y la rapidez con la cual se realizan esos cambios y la proporción en la cual participa la sociedad en ellos, nos da la intensidad de la historia. Es indudable que en los últimos 500 años de la historia, primero del hombre europeo y luego de todo el mundo, el tiempo de la historia se ha acelerado y esta aceleración se debe fundamentalmente al proceso histórico que hemos dado en llamar el de la expansión de Occidente y que el historiador hindú K. M. Panikkar llamará “la era de Vasco de Gama”. Esta aceleración de la historia, basada en un largo proceso de transculturación nunca visto anteriormente en tal magnitud, nos ha traído al punto actual de la universalidad de la historia, y los hechos sucedieron y llegaron a su cumbre en el océano Pacífico, tanto en el lado asiático como en el americano. En verdad, en este libro se estudiará la historia de ese proceso. Decimos que es importante señalar como determinante de los últimos 500 años de la historia la era llamada de Vasco de Gama, pero que, con mayor propiedad, debió nombrarse de don Enrique el Navegante, ya que él fue su originador y a su increíble genio se debe que el hombre europeo haya podido extenderse al resto del mundo y modificar en forma irreversible el devenir histórico del hombre sobre la tierra. El fenómeno que conocemos como “expansión de Occidente” se origina en él, aunque ya el proceso estaba en marcha desde muchos siglos antes, como una lenta expansión terrestre que intentaran Alejandro de Macedonia y los romanos y, posteriormente, los árabes islámicos. Pero don Enrique de Portugal, al convertir esta expansión en netamente marina, le dio tal magnitud que la llevó a cubrir todo el globo. Por lo tanto, preferimos usar el término de Panikkar a ése de “expansión de Occidente”, el cual tendríamos que empezar por definir lo hasta ahora indefinible: el concepto de Occidente. Tradicionalmente se ha definido como el grupo de pueblos que ha vivido ciertos procesos históricos que van desde la síntesis greco-hebraica del cristianismo hasta la Revolución industrial del siglo XIX, pero esa definición peca de parroquial y de no explicar bien a cuáles pueblos se refiere ni de abarcar todos los que son o excluir a los que no son. Además, en los diferentes tiempos históricos de cada pueblo aparecen no en forma coetánea los fenómenos que, en teoría, señalan a los pueblos occidentales. Cuando aparece el necesario fenómeno, según los definidores, del sentido legal romano, Inglaterra no toma parte en ello y, por lo tanto, no forma parte del Occidente, pero cuando se presenta el último fenómeno, el de la Revolución industrial, al parecer ya Roma y, sobre todo Grecia, han dejado
de formar parte de Occidente. Por lo tanto, la definición puede ser válida, si es que lo es, para el año 1900 por ejemplo, pero no para años anteriores, esto es, no es válida para el estudio de la historia. Tan vaga es la definición de Occidente que la doctora Michele Dean tiene que definir a los pueblos en occidentales y no occidentales y, en verdad, considera como occidentales sólo a los pueblos cristianos con gran desarrollo industrial. Si los definidores quieren decirnos que para pertenecer a Occidente es necesario que un pueblo haya vivido todos esos procesos históricos, no nos adelanta en nada en el estudio de la historia del hombre, ya que entre ellos no se encuentra el más importante: haber sido actuante en el fenómeno fundamental del mundo, el de expansión y creación de la universalidad de la historia. Por lo tanto, nos parece que si se ha de hacer una división entre grupos de pueblos y reducirlos a tan sólo dos, se podría decir “pueblos que se lanzan a la expansión” y “pueblos que reciben la expansión”. Entre los primeros se encuentran obviamente los árabes islámicos y Rusia y, naturalmente, Portugal y España, además de aquellos que fueron condicionados por los primeros para lanzarse a la expansión, como lo fuera por un tiempo México. La expansión de los Estados Unidos es una expansión secundaria inglesa, como la de México hacia Alaska y las Filipinas fuera una expansión hispánica secundaria. Si analizamos a los pueblos expansionistas, nos encontramos con una constante: todos emanan de la gran síntesis greco-hebraica, ya sea en las ramas del cristianismo, la griega y la romana, o en el islam. Por lo tanto, todos ellos tienen como base fundamental de su cultura el sentido de un Dios único, celoso, que no admite junto a sí a otros dioses y que es necesario llevar al conocimiento del resto del mundo. Aunque en Israel la religión era racial, ya Isaías (XLIX-6) decía: “Él ha dicho: poco es que tú me sirvas para restaurar las tribus de Jacob y convertir los despreciados restos de Israel; he aquí que yo te he destinado para ser la luz de las naciones a fin de que tú seas la salud enviada por mí hasta los últimos términos de la Tierra”. Así, el Dios de Israel, el de los cristianos y el de los musulmanes, estaba destinado a ser un dios de expansión y conquista, que había de llegar hasta los últimos términos de la Tierra. Ahora bien, se ha afirmado que los pueblos expansionistas tenían otra calidad constante: la de poseer la tecnología necesaria para llevar a cabo la expansión. Esto es indudable, pero no es exclusiva de esos pueblos. Los chinos, en los siglos XII y XIII tenían una tecnología suficiente para poder enviar sus flotas hasta las costas africanas; tenían además un potencial económico suficiente, así como el humano, para buscar una expansión
marítima o terrestre y no lo hicieron. En cambio, Portugal, en tiempos de Enrique el Navegante, sintió la necesidad de la expansión y, para lograrla, tuvo que empezar por crear la tecnología adecuada, que no poseía, y, como veremos adelante, tampoco contaba con la fuerza económica ni con el potencial humano para llevar a cabo esa empresa. Pero se lanzó a ella, en gran parte, por ese sentido del Dios único que había heredado de Israel. Habíamos dicho anteriormente que la importancia del mar en la historia radica en que es el camino, el medio ideal para conectar culturas dispersas y poder realizar así los cambios tan necesarios al hombre. Y hemos dicho también que el hombre es el único ser en la creación capaz de cambiar sus estructuras sociales y el medio ambiente en el cual se desenvuelve y que, por lo tanto, es capaz del progreso o, por lo menos, del movimiento histórico. Cierto es que hay muchos animales que han logrado organizar sociedades en las cuales viven y que esas sociedades se conforman por leyes rígidas y, en muchos casos, por especializaciones que han creado características físicas adecuadas a la especialización que se les ha asignado. Pero todos los zoólogos están de acuerdo en que, aunque hay individuos en cada especie que pretenden violar esas leyes, no se conocen casos en que las leyes en sí sean alteradas por la conveniencia de los individuos o los grupos. El hombre, desde hace probablemente muchos milenios, ha vivido en sociedad y ha alterado sin cesar las leyes que rigen esa sociedad y las sigue alterando. Ése es el cambio básico. Pero es curioso observar cómo el hombre, consciente o inconscientemente, teme esos cambios, lo cual provoca una tensión constante entre los “progresistas” y los “conservadores”, siendo éstos, por lo general, la mayoría. De allí la clásica admiración en todas las culturas a la “diligente república de las abejas”, a la organización de las hormigas y las termitas. Dan la impresión de ser sociedades que han encontrado ya su forma perfecta. Cuando nuestros escritores piensan en utopías a la manera de Tomás Moro, por ejemplo, inmediatamente caen en ese tipo de sociedades estabilizadas, donde el cambio se vuelve imposible. Pero, en verdad, lo que es imposible para el hombre, por lo menos para el hombre en el actual estado de desarrollo, es vivir en una sociedad así, porque aún siente ese afán fundamental, en su esencia misma, del cambio y esa extraña curiosidad por la experimentación y la investigación, ese horror a lo misterioso y desconocido que lo lleva a levantar o tratar de levantar los velos de todo misterio y a encontrar la explicación humana de las cosas. Así, desde sus orígenes a la fecha, el hombre ha vivido en un constante estado de cambio, a veces lento y,
en otras, de gran rapidez, como en los últimos 500 años. Pero el cambio tiene que ir relacionado con el concepto de tiempo. El hombre es, probablemente, el único ser de la creación que entiende lo que es el tiempo, en cuanto se relaciona con el concepto de cambio, ya que puede cambiar en la geografía o permanecer en la misma, pero no puede evitar cambiar en el tiempo. El mismo concepto del tiempo nos nace de esa necesidad de cambio. Ya hemos visto que, para entender el cambio, necesitamos de una idea de historicidad que nos permita comparar. Por ese sentido del cambio, para poder fijar en el tiempo las etapas, hemos necesitado de un calendario, de una medida, universal hasta donde sea posible. Pero en las leyes del tiempo no hay cambio posible; en las leyes físicas de la tierra, que nos permiten la agricultura, tampoco lo hay. Si el hombre se conformara con la agricultura, esto es, con la sobrevivencia y la reproducción de la especie, como lo hacen los animales, el calendario pudiera ser breve, de tan sólo un ciclo agrícola. Bastaría con poder predecir el tiempo necesario de la siembra, para que todo lo demás sucediera infaliblemente, pero el hombre no es sólo eso. Necesita más del tiempo y de la medida del tiempo y, porque lo sabe inmutable en sus leyes, lo utiliza para comparar y medir su propia mutabilidad, como vara de medir. Y la medida es la historia. El historiador, por razones obvias, tiende a dedicarse al estudio de ciertos tiempos, al estudio de sociedades estáticas. Cuando el tiempo es lento, esto resulta posible, ya que las modificaciones son tan graduales que se puede hablar de una manera de ser, de una sociedad en tal parte, en tal tiempo. Pero ahora, cuando una manera de ser de una sociedad es tan breve que casi no da tiempo a su estudio, nos damos cuenta de que la historia es el estudio no de una sociedad en sí, sino del cambio, del constante modificarse, transculturarse, de las normas de conducta del hombre y del grupo. Para esto existe una dificultad: no conocemos las leyes que rigen el cambio, si es que existen leyes. Un fenómeno físico sigue siempre los lineamientos de una ley y, por lo tanto, cada vez que se presentan los factores que lo hacen posible sucederá ese fenómeno. También, mediante la experiencia o el estudio de la ley, podemos saber qué es lo que sucede si modificamos algunos de esos factores. Por ejemplo, si lanzamos un cohete al espacio, sabemos exactamente qué fuerza se requiere para que se coloque en la órbita que deseamos, pero también sabemos qué es lo que sucede si esa fuerza varía. En el fenómeno histórico no podemos hacer otro tanto, ya que es único y no se repite. Nunca podremos saber, por ejemplo, qué es lo que hubiera sucedido si
el rey de Portugal acepta la propuesta de Colón y los portugueses descubren América. Así, a través de su historia, resulta indudable que el hombre se lanza hacia el cambio sin saber exactamente el sitio al cual ese cambio lo conduce: si al triunfo o al desastre. Por lo tanto, cuando el hombre, por ser hombre, inicia un cambio, no puede saber hacia dónde lo conduce. Cuando hablamos de revolución, siempre encontramos el pensamiento, que se podría llamar entrópico, que clama acerca de la falta de metas concretas. Se va a la revolución, esto es, al cambio, sin saber la meta y esto parece ser otra de las constantes del cambio. Adelante veremos las graves dudas que un hombre de la sobriedad de pensamiento de Cook tenía acerca del cambio que se estaba efectuando en las sociedades polinesias en el contacto con los europeos. Y tal vez otra de las constantes del cambio sea que, por lo general, una vez alcanzada la meta, el hombre no se da cuenta de ello, no sabe si ha triunfado o ha fracasado, en gran parte porque, cuando llega a ella, ha iniciado ya un nuevo proceso de cambio. Es decir, la mentalidad que lo llevó al cambio se modifica en el proceso del cambio y, por lo tanto, cuando logra la meta pensada, ya no la ve con los mismos ojos que antes de iniciar el primer proceso. En otras palabras y poniendo un ejemplo, el hombre de lo que llamamos Occidente se lanzó a la expansión por unos motivos tanto económicos como sociales y espirituales. Cuando logró alcanzarlos, éstos ya no eran sus motivos y las resultantes de su afán de cambio fueron otras, que no sospechaba. Una de las insospechadas consecuencias del cambio provocado por los pueblos expansionistas ha sido la que ahora vivimos y no entendemos aún en su magnitud: la universalidad de la historia. Al hablar de cambio, tenemos que hablar de la manera del cambio. Por una parte, existe en todo hombre un estado de cambio perpetuo, constante y gradual que, por ser así, es imperceptible para el actor mismo del cambio. No se le puede poner una fecha exacta, ni un principio ni un fin. Emana de la esencia misma de la sociedad y la va modificando sin cesar. Por lo tanto, no hay una sociedad estática. Hemos dicho, con otros muchos, que la sociedad colonial hispánica era estática, porque en 300 años de vida no observamos un cambio brusco, un día o un año o un acontecimiento en el cual se provoca un cambio. Esto es cierto, pero, al contrario, si la observamos en su conjunto vemos que hubo una serie de cambios constante, en otro nivel, donde se modificó varias veces el pensamiento en cuanto a las relaciones de razas, de creencias y del sentido de pertenecer a un grupo más o menos limitado o a un
ecumene. Así se pudieron crear las diferentes personalidades nacionales en los distintos virreinatos, audiencias o gobernaciones, lo cual nos comprueba palpablemente que se estaban llevando a cabo cambios, de acuerdo con los diferentes medios ambientes, en las estructuras sociales de las varias regiones que componían el imperio y el resultado de esos cambios graduales, imperceptibles para los mismos hombres que los vivían, se hizo palpable en el momento de la independencia, cuando en vez de un todo hispánico surgieron varias naciones diferentes. Pero hay otro cambio operante en la historia, y por lo general violento, que es el que se provoca por la transculturación, esto es el encuentro de dos culturas, de dos maneras de ser. Es el cambio, sobre todo si deja una huella sangrienta, que primero se percibe en el estudio de la historia y el que más ha modificado la manera de ser del hombre. Entrar en contacto de una sociedad con otra puede ser pacífico y encontramos algunos ejemplos de ello, sobre todo en el estudio de las relaciones comerciales de los pueblos. Un cambio de este tipo suele ser fructífero para las dos culturas que libremente pueden escoger aquello que les conviene, tanto en las ciencias como en las humanidades y adaptarlo a su manera de ser y a sus necesidades. Por desgracia, esto sucede rara vez. La mayor parte de las transculturaciones son violentas, esto es, una cultura le impone a la otra, hasta donde es posible, su manera de ser, de pensar, de modificar su devenir, su “progreso” y sus humanidades. Es la conquista. Si la sociedad que recibe la expansión es débil, por lo general desaparece; si tiene ya cierta cohesión interna, puede formarse un mestizaje, con todas sus ventajas y desventajas; si es fuerte, habrá siempre un estado de guerra entre ambas. Así, la resultante de una conquista no depende sólo de la voluntad del conquistador, sino también de la manera de ser del conquistado. En la expansión hispánica tenemos muchos ejemplos de ello: con diferentes resultados se aplicaron los mismos sistemas al Perú y la cultura incaica, a México y sus culturas mesoamericanas o a los llanos de Venezuela y la pampa argentina. Otro de los frutos de la era de Enrique el Navegante ha sido el de acelerar notablemente el cambio en la historia de los últimos 500 años. La doctora Margaret Mead nos habla dramáticamente del hijo de un caníbal de la Nueva Guinea que estudia medicina en la universidad. Nos recuerda a los jóvenes indígenas de México, nacidos a principios del siglo XVI en la “paganía”, que a los 30 años de edad hablaban latín, griego y hebreo, y traducían las Escrituras directamente de sus textos originales a las lenguas indígenas. Y también nos
obliga a pensar en los hombres europeos que en 1500 entreveían como en un sueño comerciar en la Guinea africana o en las costas turcas y que, 20 años más tarde, planeaban el envío de barcos y mercaderías a las Molucas y a China. El siglo XVI fue también de gran aceleración histórica, de cambios tan radicales como el nuestro, pero con una diferencia capital: ahora el cambio reviste el carácter de universal y obedece a factores universales y las mismas causas se pueden encontrar para los cambios que se están realizando, en forma tan rápida, en Manu, en Japón, en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, en China o en los Estados Unidos. Y este aspecto de la universalidad, naturalmente, modifica todo el problema. Por una parte, el cambio que pretende llevar a todos los hombres hacia el siglo XXI encuentra a algunos en el siglo XX después de Cristo y a otros en el siglo XX antes de Cristo. Ni siquiera en lo que llamamos Occidente hay una igualdad en el tiempo histórico del “despegue” hacia el siglo XXI. Ya lo hacía notar el profesor Manfred A. Max Neef en una brillante conferencia dada en Montreal, Canadá, cuando afirmaba que la ciencia, desde Max Planck, ha despedido al siglo XIX para inaugurar el XX, mientras que las ciencias humanas y las humanidades siguen, sin rumbo, dentro de las teorías del XIX. Éste es el problema que nos ha dejado, al irse liquidando, la “era de don Enrique el Navegante”. Creo que resulta de importancia para el hombre actual, que está dando el paso entre esa era y la atómica, conclusión de aquélla, conocer los caminos recorridos por el hombre y los cambios sufridos para llegar a ser lo que es ahora. En este libro he hecho el intento de estudiar ese proceso histórico, como sucedió en el área del mundo que llamamos el océano Pacífico. Pero, ¿qué es ese océano que tanto ha atraído la atención del mundo, ese mar antes intuido por los sabios que visto por los navegantes y conquistadores? Se extiende, ocupando una superficie de 165 000 kilómetros cuadrados, desde el Polo Ártico al Antártico y de las costas asiáticas a las americanas. Su superficie, sin contar los mares a los cuales da vida, es mayor que la de todas las tierras juntas. Estos mares son, en las costas asiáticas, el de Behring, el de Ojotsk, el de China, el del Japón y los pequeños que se forman en la Insulindia, como los de Filipinas, de Sulu, de Arafura, de Sonda, etc., y el de Coral entre las costas australianas y la barrera coralina que las separa del Gran Océano. En toda esa superficie se encuentran, en su mayoría cerca del ecuador, miles de islas pequeñas y tan esparcidas que son muchos los navegantes que han cruzado todo el océano sin verlas. Como excepción,
en las costas asiáticas hay algunas islas grandes, como la Nueva Guinea, las de Japón, las Filipinas y la Nueva Zelanda. Las costas, a un lado y el otro, son completamente distintas. En Asia se rompen en miles de islas, senos, mares pequeños, estrechos, golfos que se extienden desde las Sajalín al norte del Japón hasta la Nueva Zelanda y Tasmania. El número de islas es casi infinito. Tan sólo el archipiélago de las Filipinas cuenta con más de 7 000. En cambio, en las costas americanas, con la excepción de los extremos norte, las Aleutianas, y sur, en las costas de Chile, desde el golfo de Reloncaví hasta el cabo de Hornos, no se encuentra más accidente geográfico de importancia que la larga península de la Baja California, que separa al Pacífico del mar Bermejo o de Cortés. Las islas son pocas, como las Revillagigedo, las Cocos o las Galápagos. Paralelas a las costas americanas se yerguen grandes cadenas de montañas, casi ininterrumpidas de norte a sur, desde las Rocallosas, la Sierra Madre hasta los Andes, que dejan sólo una angosta faja de llanura entre la sierra y el mar. En Asia, en cambio, hay grandes llanuras costeras, con montañas de poca elevación, lo cual propicia la formación de grandes ríos, como el Amur, el Amarillo, el Yang Tse Kiang, el de Perlas y el Mekong y vastas planicies aluvionales, propicias a la agricultura. Son varias las corrientes marinas que cruzan el océano y las principales, que han sido de importancia para la navegación, se pueden reducir a las siguientes: la de Kurosibo, que va desde la isla de Formosa o Taiwán hasta la Columbia Británica; la norecuatorial, que corre paralela al ecuador, a unos 10° al norte, desde California hasta Formosa; la de Humboldt, que fluye de sur a norte, de la Antártida, lamiendo las costas sudamericanas, hasta cerca del ecuador, en cabo Blanco; la sudecuatorial, paralela a la norecuatorial, a 10° al sur del ecuador, desde las islas Galápagos hasta la Nueva Caledonia y, finalmente, la llamada ecuatorial, que va desde la Nueva Guinea hasta Panamá. Las principales corrientes de los vientos siguen a las marinas, tanto la norecuatorial como la surecuatorial y son inversas a los 40° de latitud norte y latitud sur. Ya hemos dicho que dentro de esta enorme cuenca se encuentran miles de islas de todo tipo; desde las de origen volcánico, con montañas elevadas, como las Hawai, las de la Sociedad o las Marquesas, hasta los atolones bajos, que no sobresalen del mar más de cinco o seis metros, como las Bikini. Todas ellas son de origen volcánico y reciente. Algunas se forman con volcanes que emergieron del mar y que, en algunos casos, como en Hawai, están aún
activos. En otras, los volcanes no llegaron a emerger y los industriosos corales fueron construyendo sobre el borde de los cráteres, hasta formar las típicas lagunas de los atolones donde, con el tiempo, el mar fue reuniendo arena y ripio de coral, hasta formar islas. En verdad, los volcanes parecen ser el leitmotiv del Pacífico, donde han creado y han destruido sin cesar. Las dos terceras partes de los volcanes activos en la superficie del globo se encuentran en esa zona y provocan desastres grandiosos, como el de 1960 que destruyera las ciudades chilenas de Valdivia y Concepción y provocara una ola gigantesca que, 24 horas más tarde, causara graves daños en las costas japonesas. La cadena volcánica parece rodear todo el Pacífico, desde la Antártida, donde está activa, pasando por todas las costas americanas, hasta Alaska, y de allí, doblando al sur, por Japón, las Filipinas y la Nueva Zelanda. Los geógrafos y los antropólogos han dividido las islas del Pacífico en tres grandes grupos, de acuerdo con las razas que los poblaban a la llegada de los europeos. Uno de ellos, la Polinesia, se forma por un enorme triángulo cuyos vértices son las Hawai, Pascua y la Nueva Zelanda. Aparte de estas islas, contiene los archipiélagos de Tonga, Sociedad, Samoa, Cook, Tubuai, Fenice, Tokelau, Maniki, Tuamotú, Espóradas y Marquesas. La Melanesia se integra con la Nueva Guinea y los archipiélagos de la Nueva Caledonia, las Nuevas Hébridas, Bismarck, Salomón, Luisiadas y Fiji. La Micronesia abarca las Palau, las Carolinas, las Marianas, las Gilbert, las Ellice y las Marshall. Éste es el campo geográfico de nuestra historia, campo de mar y cielo, cielo y mar durante semanas y semanas de navegación; inhóspitos mar y cielo, enemigos del hombre terrestre, hambre y sed ardorosa, dolor en los ojos enrojecidos por la búsqueda en el horizonte y la señal de alguna tierra amiga, entre el largo pasar de las olas, como grandes lomas viajeras. Éste es el mar soñado, presentido y buscado por los hombres de Europa durante siglos; es el mar de las extrañas aventuras, de los viajes maravillosos, de las leyendas increíbles y de las verdades que parecen más increíbles que las leyendas. Es el mar donde parece lógico inventar el barco fantasma de los holandeses o el “caleuche” de los marinos chilotas. Es un mar cuya inmensidad lastima el pensamiento del hombre terrestre. Desde hace unos 40 años empecé la apasionada lectura de todo lo que se pudiera referir al Pacífico y poco a poco me fui formando la idea de escribir la historia que relata la navegación y los descubrimientos, desde Vasco Núñez de Balboa y Magallanes, hasta Charles Darwin. Si hubiera escrito este
libro hace 15 o 20 años, eso hubiera sido. Pero entre más leía diarios y crónicas de viajes, más me daba cuenta de la inutilidad de ese trabajo. La mayor parte de los viajeros han narrado sus experiencias mejor y con más frescura y conocimiento directo de lo que pueda hacer un historiador. Desde Antonio de Pigafetta, que relatara el primer viaje de circunnavegación y consignara los primeros datos para la antropología del Gran Océano, pasando por los cronistas españoles, Drake, Dampier, Bougainville, Cook, Banks, La Pérouse, hay cientos de relatos de viajes extraordinarios que, por lo general, son amenos y están muy bien escritos. Por lo tanto, se podría optar por cualquiera de estos dos caminos: o preparar una nueva edición conteniendo los principales viajes, todos ellos ya de sobra publicados y conocidos o hacer un resumen. El primer camino no me interesaba mayormente y el segundo ya ha sido intentado, siempre con éxito escaso, por varios historiadores y han fracasado porque la relación de una serie de episodios de viajes, por más extraordinarios que sean, puede resultar amena y curiosa, pero no nos adelanta en el conocimiento de la historia. Quedaba por lo tanto el camino que he intentado tomar: estudiar el pensamiento, siempre cambiante, de los hombres que llevaron a cabo esas empresas y de cómo, según las diferentes maneras de pensar de los pueblos expansionistas, se modificaron las formas de contacto con los pueblos receptores de la expansión. Adoptado este camino, fue necesario cambiar la metodología del estudio. Para poder llevar a cabo una investigación de esta magnitud, era completamente imposible pensar siquiera en adentrarse en una de primera mano en los archivos de Portugal, España, Hispanoamérica y Filipinas, Inglaterra, Holanda, Francia, Rusia, el Vaticano, China, el Japón y la Insulindia. Una vida no alcanzaba para ello. Asimismo, resultaba imposible dedicarse al estudio de primera mano de todas las culturas afectadas, desde la de China hasta la de los Estados Unidos. Tan sólo un estudio cabal de la cultura china de primera mano requeriría dedicarle todos los años que el hombre tiene disponibles. Por lo tanto, resultaba necesario basarse en el trabajo de síntesis hecho ya por hombres de probidad reconocida en sus diversos campos. Bien sé que a los historiadores les parece una falta de seriedad este dejar a un lado las fuentes primordiales. Quieren tener en sus manos el documento original y sólo así se atreven a utilizarlo, y si encuentran la más mínima discrepancia, aunque en nada afecte el sentido entre el original y una copia ya publicada, llenan la página con la erudición de sus notas. Esto está bien cuando se va a hablar de un hecho aislado, breve, pero en una
historia de la magnitud de ésta, tales minucias son intrascendentes y el lector afecto a ellas puede remitirse, según la bibliografía que acompaño, a los paleógrafos y editores de los documentos que he utilizado, ya que en este libro no habrá notas. Será una historia, como lo es su autor, sin el aparato de erudición tan grato a estos tiempos, que pretende sólo presentar en conjunto una época humana. Creo que la dificultad que se presenta en las fuentes históricas no radica en los copistas o en los paleógrafos, sino en el pensamiento de los hombres mismos que redactaron esos documentos o esas narraciones. Cuando Bernal Díaz del Castillo y Hernán Cortés nos dan sus narraciones de la conquista de México, las variantes que encontramos entre los dos relatos, realizados por actores en el hecho, no se deben a la mala lectura de los paleógrafos o a la mala fe de los copistas y su tradicional descuido, sino a que son las opiniones de dos hombres distintos, en diferentes niveles y con diversas intenciones al narrar y que, por lo tanto, han visto el hecho histórico con diferentes ojos. Esto nos lleva a concluir que, irremediablemente, el conocimiento que tenemos de la historia está sujeto a la interpretación de aquellos que nos la han narrado. Entre más remoto es el hecho y, por lo tanto, entre menos intérpretes se han conservado, es necesario creer más y más en lo dicho por los que tenemos. Así, nuestra información histórica sobre un hecho aislado puede estar viciada de origen, cuando pretendemos analizar un hecho aislado, mínimo en el tiempo y en el espacio. Por otra parte, nunca podremos saber si los hombres que nos narraron los hechos incluyeron en su texto todos los factores trascendentes, no sólo porque pretendieran ocultar algunos, sino, más bien, porque no se pudieron dar cuenta exacta de cuáles lo eran y cuáles no. Tan sólo después de corrido el tiempo y de verse la resultante de un hecho, podremos saber qué fue lo verdaderamente trascendente en él, cosa que resulta imposible cuando lo estamos viviendo. Lo mismo sucede con el estudio de las culturas. Por lo general, el viajero que llega a un pueblo con la idea de estudiar su cultura, no se da cuenta de que su sola presencia en ese sitio está provocando una serie de cambios, muchas veces irreversibles. El investigador tiende a pensar que la cultura es estática, que ha sido como la ve desde hace siglos y que lo seguirá siendo. Así, los sabios de Occidente han recolectado esos enormes catálogos de costumbres y maneras de ser de diferentes culturas, desde la parte sexual hasta la lingüística que, si bien tienen su utilidad para el estudio del hombre, no tienen vigencia alguna ni nos adelantan en el aspecto histórico. Quien
vaya al Japón moderno y lo quiera entender con los ojos de Lafcadio Hearn, se llevará la misma sorpresa que se llevó él, pues soñaba con el Japón descrito en las memorias de Perry, que había estado allí 40 años antes, y cuando Perry y sus compañeros dan su imagen del Japón, no se paran a reflexionar que, justamente por su estancia allí, se están originando cambios tan drásticos que van a convertir, en 30 años, a un estado del siglo XIII europeo en un estado del siglo XX. Estos pensamientos me han llevado a la conclusión de que las deficiencias humanas en la información histórica, que son irremediables, se pueden subsanar en parte cuando se contempla un panorama lo bastante ancho. Entonces, las consecuencias de los hechos sucedidos nos obligan a ver qué fue lo trascendente en ellos y en su tiempo. No niego que el sistema tenga sus inconvenientes, y uno de ellos, y no el menor, estriba en que tenemos la misma falibilidad de juicio que la que sufrían aquellos que nos narraron el hecho en primer lugar. Pero si estudiamos los hechos en forma que tienda a la universalidad y no al parroquialismo de una sola cultura, la posibilidad de error se verá reducida. Por esta razón es lógico que el lector se encuentre con que en este libro faltan muchas de las cosas que él quisiera encontrar, ya sea para recordarlas o para conocerlas más a fondo. También le parecerá que a otros temas se les ha dado una importancia excesiva o menos de la que, según su criterio, tiene. Cada quien quisiera ver a su nación favorecida en espacio, en relatos de heroísmos y trascendencias. Yo mismo hubiera querido explayarme más en la parte que México jugó en esta historia, profundizar más en la epopeya del Galeón de Manila y en el descubrimiento de las costas americanas. Pero había cosas que, a mi juicio, eran de mayor trascendencia y hubo que sacrificar las que estaban más cerca del afecto. Así también, en aras de una relación total, se han dejado a un lado muchas partes anecdóticas, amenas e interesantes en sí, para favorecer otras que, si no tan entretenidas, tuvieron según mi creer, mayor peso en el devenir humano en el área del Pacífico. En el estudio bibliográfico se verán las fuentes que he utilizado, prácticamente todas ellas publicadas o, por lo menos, mimeografiadas. Otras fuentes no tienen cabida en la disciplina de una bibliografía, pero me han enseñado tanto como los libros. Éstas han sido las de los contactos directos con los lugares y las gentes de esos sitios. Cuatro años en el Oriente, una larga convivencia con el maravilloso pueblo malayo de las Filipinas, la vida de Hong Kong y de Macao, la increíble complejidad de Tokio y de Osaka; los
escasos saldos de vida polinesia en Hawai o micronesia en Guam; el conocimiento de las costas americanas del Pacífico, desde San Francisco, California, hasta el estrecho de Magallanes, me abrieron enormes perspectivas de pensamiento y de comprensión. Una de las dificultades de este libro radicaba en la grafía de los nombres geográficos y de personas, tanto de la América indígena como del Asia. Para los primeros se utilizó la grafía que ya es tradicional, indudablemente hispanizada pero que hemos empleado durante 400 años y ya tiene autoridad entre nosotros. Lo mismo he hecho con los nombres filipinos, mucho menos hispanizados que los nuestros. Para el resto de los nombres geográficos, aunque muchas veces en desacuerdo, he tomado la grafía del Atlas de Aguilar, por ser el catálogo más completo de nombres geográficos en castellano. Si esa grafía, tomada generalmente del inglés o del francés, representa efectivamente los sonidos en las lenguas orientales, sobre todo en chino, no es lugar aquí para discutirse. Y aunque aplaudo la tesis de Salvador de Madariaga de escribir los nombres en castellano con la misma sencillez como lo hacían los cronistas del siglo XVI, no he seguido el consejo, para no turbar al lector con grafías que le serían exóticas, como por ejemplo, Toquio o Caolún. En los mismos documentos de los navegantes españoles, ingleses o franceses, hasta el siglo XIX, encontramos una gran variedad de grafías, como en el caso de Tahití, escrito también Otaheetee, Tayti, Otaiti, etc.; he preferido utilizar la más conocida. Para los nombres de personas de Oriente he usado la grafía más común, aunque el castellano no refleje la pronunciación verdadera. Por ejemplo, se encontrará escrito indistintamente Kan y Jan pero no Khan. El paso Kiber y no Jiber o, mejor aún, Jaiber, cosa que no haría más que confundir al lector. Como este libro está escrito fundamentalmente para los pueblos hispanoparlantes, que tan poco tienen escrito acerca de esta historia, doy por conocida de sobra la parte anecdótica de la América, desde la conquista hasta la Independencia y tan sólo relato, cuando lo considero necesario, para que se entienda el punto que trato. Comprendo y lo comprenderá el lector, que la empresa es demasiado para un hombre solo, aislado de los grandes centros de cultura y con escasa disciplina. Si me he lanzado a escribir este libro ha sido porque he visto que hay 11 naciones latinoamericanas que tienen costas en el Pacífico; que durante 250 años fue éste un lago hispánico y que, a pesar de todo ello, casi no hay libros en español que se refieran a esta historia. Pasada la época de las
crónicas y, sobre todo, después de la emancipación, la América hispánica parece haberse desentendido del Pacífico, el mar que fuera por todos conceptos tan suyo. El chileno don José Toribio Medina se ocupó de ello en su historia del descubrimiento del Pacífico, y en sus trabajos acerca de la imprenta en Filipinas. En México, el padre Mariano Cuevas, S. J., redacta una historia, con bastantes errores, acerca de la vida maravillosa de fray Andrés de Urdaneta. Y eso es prácticamente todo. De allí que considerara necesario este libro, porque es el libro de nuestra historia. Claro está que se pueden escribir otros muchos y fuera bueno que se escribieran, que corrigieran mis fallas y mis errores, que ampliaran los datos que consigno. Fuera conveniente hacer, como han hecho los ingleses, una edición anotada cuidadosamente de todas las crónicas de nuestra maravillosa epopeya pacífica. Ojalá y algún día, cuando tengamos una mayor conciencia de la importancia de nuestra historia, lo hagamos.
CAPÍTULO I
Navegaron al oriente, a Mangareva; al sur, a las islas de los Pericos; al poniente hasta Samoa, y al norte al ardiente Vahiki. Leyenda de Tahití
Los primeros hombres en el Pacífico. Los negritos. Los australoides. Los malayos. Los polinesios. Japón. China y los anamitas. El comercio chino. Los melanesios y micronesios. Las costas americanas. MUCHOS milenios atrás apareció el hombre en las márgenes del océano Pacífico. Antes de los descubrimientos de restos humanoides realizados en África se suponía que los restos humanos más antiguos eran los del “Hombre de Pekín” y los del “Hombre de Java”, llamado Pithecantropus robustus, que dejó sus huellas en la actual Indonesia, las Filipinas y Australia. Fue, por lo tanto, hasta que sepamos más, el primer hombre del océano Pacífico. Más tarde, cuando los grandes glaciares hicieron que bajara el nivel del mar y muchas de las islas de Indonesia y Filipinas quedaron ligadas al continente asiático y entre sí o separadas tan sólo por angostos estrechos, irrumpieron en el área que podemos llamar Insulindia los pigmeos llamados por los primeros españoles “negritos”, que aún subsisten en las islas Andamanes del océano Índico, en partes de la península malaya y en las islas Filipinas. Los estudios realizados en las tribus que aún subsisten nos demuestran que se trata de cazadores y recolectores extraordinariamente primitivos, sin ninguna organización, sin gobierno ni leyes. Los pocos artefactos que fabrican y utilizan los han tomado de razas que han entrado en contacto con ellos, como son la cerbatana, el arco y la flecha y el veneno para las puntas de sus dardos. En las islas Andamanes han desarrollado el arte de construir pequeñas canoas de troncos ahuecados y conocen la alfarería, pero
no así en las Filipinas o en la Malasia. Su religión y sus mitos se han visto también influidos por sus vecinos, sobre todo los malayos, y cambian en cada grupo o tribu. Son originariamente nómadas y tan sólo en los últimos tiempos, debido a la falta de territorios, se han empezado a dedicar a la agricultura primitiva, pero aún subsisten primordialmente de la recolección de raíces y de la caza. En otros tiempos ocuparon zonas de mucho mayor extensión que las que tienen, ya que las sucesivas migraciones, con culturas más desarrolladas, los han ido arrojando a las montañas del centro de las islas grandes o a las islas casi desérticas, como en el caso de las Andamanes. Los de la península malaya y las Filipinas viven lejos del mar, en sitios de difícil acceso. Su estatura media es de 1.50 metros en los hombres y menos en las mujeres, y no presentan deformaciones que nos puedan hacer pensar en una degeneración patológica. Sus facciones son de tipo negroide, con el cabello lanudo, la nariz muy ancha en la parte inferior, la cabeza redonda y el color oscuro, casi negro. Algún tiempo más tarde apareció en la zona de la Insulindia una raza, probablemente de origen dravidio, emparentada a los vedas de Ceilán. Poseedores de una cultura más desarrollada, recolectores y cazadores más hábiles, desplazaron a los pigmeos de los sitios que se interesaron en ocupar. Sus rasgos físicos nos indican un posible origen caucásico y quedan marcadas huellas de ellos en las tribus llamadas “Sakai” de la península malaya y en los “australoides” de Nueva Guinea y de Australia. Más claros de color que los pigmeos o que los negroides que los siguieron, como veremos adelante, tienen el cabello lacio y ondulado y una altura media superior a los pigmeos, aunque inferior a la de los actuales malayos. Su organización social es más elaborada que la de los negritos; habitan en grandes casas comunales y son agricultores más cuidadosos, aunque aún en nuestros tiempos se ven obligados a acabalar su dieta con la recolección de frutos silvestres y con la caza. Las tribus que permanecieron en la península malaya han conservado más elementos culturales, aunque muy influenciados por sus vecinos de culturas superiores, que los han transculturado sistemáticamente. En cambio los australoides del continente australiano, completamente aislados de todo contacto con el exterior hasta fines del siglo XVIII, han perdido gran parte de sus elementos culturales y han degenerado hasta el extremo de que ahora se les ha considerado el grupo humano más primitivo sobre la tierra. Tras esta migración apareció el grupo de los negroides con probable origen en Madagascar y que dejaron sus huellas en Ceilán y el sur de la India.
Cruzaron por las islas, se mezclaron en muchos sitios con los australoides y se localizaron en la Nueva Guinea y en la zona del Pacífico que llamamos la Melanesia. Una rama de ellos, por razones desconocidas, bajó hasta Tasmania, donde vivió hasta que fue exterminada por los europeos en el siglo XIX. El avance de estos negritos hasta las islas de la Melanesia y Fiji nos hace pensar que eran ya navegantes competentes y que fueron los primeros en surcar las aguas del Gran Océano y establecerse en sus islas. Se les encuentra en las Bismarck, las Nuevas Hébridas, las Salomón y las Fiji. Su aspecto físico se asemeja al de los malgaches, con rasgos negroides muy marcados, cabello lanudo y alta estatura. Mientras estas migraciones se iban sucediendo a través de los siglos, aparecían en el norte de China las primeras culturas del arroz y del mijo, notablemente la que conocemos con el nombre de “cultura Huang Ho”. Estos pueblos mongoloides desarrollaron el cultivo del arroz, el trabajo del bronce y la cerámica, así como la cría del cerdo, de la gallina y del perro. Como toda cultura que logra asegurar con amplitud su subsistencia, sufrió un notable incremento en su población y, como consecuencia, las necesarias expansiones sobre los territorios vecinos. Los habitantes de éstos, ya en parte transculturados por China, se vieron obligados a emigrar a tierras ocupadas por tribus más primitivas. En su peregrinar, estas tribus mongoloides se mezclaron con los dravidios y, en parte, con los pigmeos y los negroides y formaron la raza que conocemos con el nombre de malaya. Aportaron el cultivo del arroz, que es determinante para los pueblos del Asia, como el cultivo del maíz para los pueblos americanos o el trigo para los del Creciente Fértil. Los más modernos estudios de antropología parecen indicar que estos pueblos bajaron por los grandes ríos asiáticos, el Mekong y el Irrawady y se les llama “protomalayos”. Sus restos se encuentran aún en las montañas de Assam y de Birmania y en algunas tribus de Luzón, como los igorotes y los ifugaos. Otras migraciones con mayores características mongoloides siguieron a las de los protomalayos, que el doctor Van Heine-Goldern ha llamado “cultura de Dong Son” y otros han bautizado con el nombre de deuteromalayos. Sus rastros arqueológicos se han encontrado en Dong Son, cerca del actual Hanoi. Es muy posible que todas estas migraciones que llegan a las costas del mar de China y del golfo de Bengala no sean más que un solo y largo fenómeno histórico y que sus culturas, en sus orígenes, hayan
sido esencialmente similares. Sus dialectos, como ya observaba Schmidt, están relacionados íntimamente entre sí, tienen un origen común y su uso se extiende en la actualidad desde la isla de Madagascar hasta Rapa Nui o isla de Pascua, en las costas chilenas. Es el complejo idiomático que Dempelwolf ha llamado malgache-malayo-polinesio. A él pertenecen los idiomas polinesios, los filipinos y los de Indonesia en las costas e islas del Pacífico. Este emigrar constante de razas semejantes, pero en diferentes grados de cultura, hace que el Asia sudoriental sea, en los tiempos actuales, un verdadero paraíso para el antropólogo. Allí viven pueblos con muy antiguas culturas, en diferentes grados de desarrollo, desde la total edad de piedra, hasta los modernos conceptos políticos, democráticos o socialistas, y junto a esas ancianas culturas, aún vivas, por las cuales, como sucede siempre en los pueblos primitivos, parecen no haber pasado los milenios, hay enormes huellas arqueológicas de otras culturas desaparecidas. Cuando la raza que conocemos por malaya entra en los albores de la historia, ya está establecida en la Insulindia, conoce el cultivo del arroz mediante el uso de sistemas de irrigación, trabaja el bronce y el hierro, ha domado el búfalo de agua o carabao y se ha convertido en un pueblo de notables navegantes. Para su vida interior, ha creado una mitología dual, con un marcado culto a los muertos, de influencia china. Como característica notable tiene la de realizar entierros de muertos, tanto primarios como secundarios, en grandes ollas de barro. Sobre esta cultura malaya, que más que una cultura, es un grupo de subculturas, pesan durante siglos dos grandes influencias: la de China y la de la India. Por razones geográficas, la cultura hindú presiona con mayor fuerza en la actual Indonesia occidental y la cultura de China en la zona que le queda directamente al sur, la antigua Indochina francesa, las islas Filipinas y Borneo. Así, podemos afirmar que a esta zona colindante con el Pacífico llegan sólo leves rastros de la cultura hindú, filtrados por los malayos de Indonesia. Pero sería un error pensar que las influencias de China o de la India fueron tan poderosas que lograron modificar sustancialmente las culturas malayas. Más bien se podría decir que los malayos, en su constante peregrinar, fueron tomando los rasgos culturales hindúes o chinos que les convinieron. Las culturas malayas crearon dos grandes ramas, la de los orang utan, esto es, hombres de la montaña, y la de los orang laut, hombres del mar. Los primeros se dedicaron a la agricultura, dejaron de viajar y de emigrar y
conservaron, por lo tanto, con mucha mayor pureza, sus costumbres y sus características raciales y sufrieron menos las influencias exteriores. Los orang laut, en cambio, siguieron emigrando y se convirtieron en tan hábiles navegantes que lograron dominar la inmensidad del Pacífico y llegar, con toda probabilidad, a las costas americanas. Los orang laut veían con gran desprecio a los hombres de la montaña al extremo que para designar a los antropoides de Sumatra emplearon el término orangután, de donde proviene nuestro orangután. De acuerdo con la dirección de sus viajes, tomaban diferentes aspectos culturales, ya fuera de Amán, de China, de Birmania o de la India y ese constante desplazarse hace aún más confusa la prehistoria de esta zona. A través de más de un milenio siguieron adelante las olas invasoras, en rutas intrazables, conquistando a veces, comerciando otras y dedicándose por lo general, con bastante entusiasmo, a la piratería. Posteriormente, como veremos, una gran parte de ellos se convertirá al islam, pero no perderá por ello sus principales características. Por lo que se refiere a las islas Filipinas, básicas en este estudio por constituir la entrada al océano Pacífico, sería difícil asegurar cuándo aparecieron las primeras oleadas de malayos, que siguieron llegando sin interrupción hasta aún después de la conquista española. Según la cronología del doctor Otley Beyer en The Prehistoric Philippines, la edad de bronce se inicia unos 800 a.C. y sostiene la tesis de que la edad de hierro aparece más o menos unos 700 años después. El doctor Robert Fax en The Philippines in Prehistoric Times no está de acuerdo totalmente con el padre de la antropología filipina y cree que las edades de bronce y hierro son prácticamente simultáneas y las llama edad calcolítica, que sitúa en sus principios alrededor del año 500 a.C. Según él, por esas fechas aparecen en el archipiélago algunos objetos de cobre, de bronce y de hierro, además de la costumbre de los entierros en jarras de barro. Al parecer, eso significa la llegada de las culturas superiores de los malayos. Otras migraciones posteriores aportarán elementos definitivamente hindúes, como el arte de la escritura con trazos en forma de astillas de bambú, inscritos en ollas de barro y en hojas de árboles. Aportarán también ciertos elementos alimenticios, el fuelle tubular para la fundición de metales, hecho de bambú, y las barcas con balancín. Una prueba de cómo fueron llegando a las Filipinas, y probablemente a las Célebes y las Molucas, grupos migratorios con diferentes grados de
cultura, nos lo proporciona la diferencia que se observa en las actuales culturas de los diferentes grupos. Esta diferencia, presente en los pueblos convertidos al islam o al cristianismo, se hace mucho más notable en los aún paganos, con muy escasos elementos transculturados. Y no sólo sus culturas son diferentes, sino su aspecto físico: hay negroides, negritos, pigmeos, australoides con rasgos caucásicos y otros con francas características mongoloides. En su vida social encontramos también notables diferencias. El doctor Fay Cooper Cole en su libro The People of Malaysia presenta un cuadro comparativo de las razas y de las costumbres que se observan en ellas. Las razas filipinas que estudia son los igorotes, los ifugaos, los tinguianos, los ilocanos y los bagabas. En estos grupos humanos no ha habido cambio apreciable por lo menos desde el siglo XVI y se puede afirmar que sus costumbres siguen siendo las mismas, en cuanto se refiere a construcción de casas, sistemas e instrumental agrícola, sistemas de guerra y de caza, mutilaciones físicas, manufacturas, organización social, religión, ciclo de vida y creencia en vida ultraterrena. Encontramos algunos rasgos comunes básicos en todos los grupos. Por ejemplo: todos edifican sus casas sobre pilotes y todos cultivan el arroz mediante el regadío. En cambio, sólo los bagabas y los tinguianos usan arcos y flechas y sólo los bagabas y los ilocanos usan la cerbatana con proyectiles de barro. Durante sus guerras, los cinco son cazadores de cabezas, pero sólo los tinguianos y los bagabas ofrecen sacrificios humanos. Todos se tatúan el cuerpo, pero tan sólo los igorotes se mutilan los dientes. Solamente los bagabas y los igorotes han aprendido a fundir el bronce. Los igorotes y los ifugaos conservan el culto a los antepasados, mientras que los ilocanos, tinguianos y bagabas veneran los espíritus de ciertos árboles o bosquecillos, y así sucesivamente. Estas diferenciaciones en las costumbres no provienen, al parecer, de diferentes grados de transculturación de tribus vecinas, sino de una serie de migraciones marítimas, a través de muchos siglos. Por una parte, con el paso del tiempo, la cultura de los grupos de sitio de origen más cercano a las fuentes hindúes y chinas se transforma con nuevas aportaciones, mientras que la de los grupos alejados que ya han iniciado el camino de la migración, tiende a quedarse estática por la lejanía de las fuentes o a tomar otros aspectos por transculturación de pueblos anteriormente establecidos en esos territorios. Para los malayos que llegan aportando el bronce y el hierro, los que han llegado 200 años antes, sin esos adelantos, aunque son de su raza, ya no son de su cultura; son bárbaros a los que hay que destruir o lanzar a las
montañas del interior, para que dejen libres las planicies de la costa. Además, cuando, como en este caso, las migraciones son marítimas no se forma el necesario puente cultural que se crea en toda migración terrestre. Cuando los pueblos emigran por tierra, por lo general lo hacen lentamente, estableciéndose por un tiempo o por algunas generaciones en un sitio, dejando una huella que los sigue atando durante mucho tiempo a su lugar de origen. Se puede decir que van dejando tras de sí unas culturas más o menos establecidas, que sirven como estaciones en sus viajes. Pero cuando la migración se hace por mar, nada de esto sucede. El inmigrante llega exactamente con las mismas ideas y con la misma cultura con las que salió de su lugar de origen; llega de golpe, en su desembarco rápido se impone y conquista, si es posible, por la fuerza. En verdad deja de ser el inmigrante para convertirse en el conquistador. Ése fue el proceso de la larguísima ola de migraciones de los orang laut, desde la Malasia y la Indonesia hasta la isla de Pascua y las Marquesas. El gran número de islas de la Insulindia y lo montañoso del territorio en las islas grandes propició, desde un principio, la formación de pequeños grupos, más lógica si pensamos en la forma de su llegada, por etapas, en naves pequeñas en las cuales se podrían acomodar pocas familias. Así, el mundo malayo de las márgenes del Pacífico se constituye con muy pequeños grupos sociales que hasta la llegada del Occidente no habían logrado nunca una cohesión interna ni erigirse en grandes imperios, como sucedió en Indonesia, en la isla de Sumatra con los grandes imperios Srivijayan y Madjapahit. Los españoles observaron desde el principio este fenómeno de la dispersión de la autoridad y los grupos y en la Relación de la conquista de Luzón leemos: “No debe entenderse en la Nueva España o en España que los señores de esta tierra son señores absolutos o que tienen gran autoridad o poder. Más bien lo contrario es cierto. Con frecuencia sucede que en un pueblo, por más pequeño que sea, hay cinco o seis y hasta diez señores, cada uno de los cuales tienen veinte o treinta esclavos”. El primer arzobispo de Manila, fray Domingo de Salazar, observa: “Aquí todos son pueblos pequeños y cada uno es su propia cabeza”. El jesuita Juan José Delgado dice: “Cada familia vivía para sí, bajo su jefe y tomaron el nombre de barangay de los barcos que los trajeron a estas islas”. Don Antonio de Morga en sus Sucesos de las islas Filipinas, hace la misma observación. En verdad no será sino hasta la llegada del islam y, posteriormente, de los ibéricos, cuando se empezarán a formar naciones, aglomerando en forma más
o menos accidental grandes grupos de tribus. Y este mismo fenómeno de la dispersión y falta de una autoridad centralizada, se va a observar en los seguidores de las grandes migraciones malayas, los polinesios. Las islas Filipinas y las Molucas fueron, en verdad, la frontera oriental de los malayos. Pero algunos pequeños grupos siguieron adelante, en busca de nuevas tierras y de nuevos mares. Eran los orang laut, los señores del mar, para quienes su hábitat natural era el océano. Y así esos grupos, a través de los años, cruzaron la Melanesia, y cerca del siglo I de la era cristiana se adentraron más hacia el oriente en el Gran Océano. Ellos venían, según sus cantares y genealogía, de Hawaiki. Pero más que un lugar geográfico era una nostalgia. Los muchachos y las muchachas, en las noches del Pacífico, tibias y claras, sentados en las playas bajo los cocoteros, cantaban y cantan aún en los sitios donde la irrupción de Occidente no ha destruido los últimos vestigios de las culturas polinesias: “Venimos de Hawaiki el grande, de Hawaiki el largo, de Hawaiki el lejano”. El sitio geográfico de ese Hawaiki presentó un problema que no se ha resuelto, el problema del origen exacto de los polinesios. Los primeros marinos y exploradores de Occidente se admiraron al encontrar hombres en islas tan remotas y tan lejanas a cualquier tierra firme y se formularon por primera vez la pregunta de su origen. Se hicieron, como con los hombres de América, todas las hipótesis imaginables. Claro está que no faltó la de las tribus perdidas de Israel, tan socorrida para los primeros investigadores de los orígenes americanos. También se ventiló la teoría del origen egipcio y se dio como prueba irrefutable que en Polinesia al sol se le dice ra, y era Amon Ra el dios solar de los egipcios. Pero como los maorís de la Nueva Zelanda recordaban una tierra llamada Uru, se pensó al instante en Ur de los caldeos, del cual saliera Abraham a fundar el Pueblo Escogido. Pero las genealogías de Rarotonga hablaban de Atia te varin ganui o sea, Atia la lodosa, porque vari significa lodo y como en la India padi significa arroz, que se siembra en el lodo, se dedujo que los polinesios venían directamente de la India y que, aunque habían perdido el conocimiento del arroz y su cultivo, conservaban la memoria del lodo. Tan peregrinas ideas tienen sus aspectos modernos en el origen americano de los polinesios, sostenido por Thor Heyerdahl, marino nórdico quien, con su balsa Kon Tiki ha navegado desde las costas peruanas hasta las islas polinesias, queriendo demostrar así que los americanos hicieron otro tanto en tiempos remotos. En verdad, lo único que ha demostrado es que
dicha navegación es posible y que es un marino extraordinario, pero nada más que eso. Los habitantes que ocupaban las costas americanas no eran grandes marinos y los polinesios sí lo eran; por otra parte, los polinesios no usaban balsas en sus navegaciones, sino las grandes canoas dobles y, además, el idioma polinesio está emparentado, como ya hemos visto, con los idiomas del sur de Asia y nada tiene que ver con los que se hablan en las costas del Pacífico americano. Por lo tanto, conviene descartar la teoría de Heyerdahl, junto con las otras y buscar en la arqueología una base seria para situar ese Hawaiki y el origen de los polinesios. Los estudios emprendidos tanto en Asia como en las islas de la Polinesia bajo el patrocinio del Bishop Museum de Hawai han logrado reunir un material enorme, tanto en lo referente a los idiomas, como a la arqueología y a las leyendas de las islas. No se ha olvidado la antropología, especialmente en los trabajos del doctor Shapiro, ni la botánica y la zoología, en lo que se refiere a la distribución de plantas y animales en las zonas de la Polinesia y la Melanesia, muchas de ellas llevadas por el hombre, ya sea en forma intencional, para su uso, o accidentalmente, como en el caso de las ratas y las lagartijas. Los polinesios conservan aún en la memoria, con la ayuda de ciertos sistemas mnemotécnicos, lo que se ha dado en llamar “las grandes genealogías”, que no son más que listas de nombres de los antepasados de los jefes, que se cantan en las grandes fiestas, para recordar las glorias pasadas. Es posible que estas mismas fueran de nombres que no fueran, a su vez, más que sistemas rítmicos, que se quedaban fácilmente en la memoria y que permitían recordar antiguos hechos que se tenían por gloriosos. Algunas de ellas, como las de Rarotonga, se remontan 90 generaciones, hasta llegar a un ser mitológico y semidivino, como sucede siempre con las genealogías de los poderosos, llamado Tuterangimarama, el cual, calculando que cada generación duró 25 años, debe haber vivido alrededor de 400 años antes de Cristo. Estas genealogías fueron traducidas a idiomas europeos en el siglo pasado por los primeros misioneros, tanto católicos como protestantes. Al principio se les dio gran importancia para el estudio de la difusión del hombre en el Pacífico, ya que en ellas se encuentran menciones de viajes migratorios. Debido a ello, la arqueología, la antropología física y los estudios lingüísticos fueron dejados a un lado. Se supuso que, dada la claridad aparente de la genealogía, bastaba con ellas para el estudio y conocimiento de la historia polinesia, pero más tarde se fue observando que esos relatos inducían a
graves errores, ya que las listas de antepasados habían sido infladas, como lo pudo demostrar el doctor neozelandés de ascendencia maorí, Peter H. Buck. Entre los nombres de los caudillos se introdujeron toda suerte de datos extraños, cuyo único objeto era ampliar las listas. Así, al hablar de un jefe se mencionaba el nombre de su canoa, de los remos, de las velas y hasta de los cuencos de coco que se usaban para achicar el agua. Por otra parte, resultaba muy aventurado fijar un número preciso de años para cada generación. Fue entonces cuando el Bishop Museum inició los trabajos antropológicos de arqueología y lingüística que le han dado tanta fama. El resultado de esos estudios confirma muchas veces lo dicho por las genealogías y nos permite ahora seguir las migraciones polinesias desde las costas asiáticas hasta las islas más remotas y, posiblemente, las costas americanas, con bastante exactitud y con una cronología precisa. De todo esto se desprende que unos 500 años antes de Cristo, después de haber cruzado, como ya hemos visto, las Filipinas y las Molucas, se establecieron en las primeras islas propiamente polinesias, al sur del ecuador. Las largas travesías y el medio que encontraron en las islas fue marcando los rasgos característicos de sus culturas. Es curioso observar cómo, en los atolones arenosos, pierden el arroz y la idea de su cultivo, lo mismo que la cerámica que se conserva sólo hasta las islas Fiji, pero no más adelante. Pero a cambio del arroz, lograron cultivar algunas plantas nuevas y utilizar otras asiáticas, basando su agricultura donde la tierra y el clima lo hacían posible, en el taro, el cocotero, el árbol del pan y el camote. En algunas zonas pudieron cultivar la palma asiática llamada sagú. No conocieron las fibras para hilar, aunque sí fabricaban esteras finas y telas con cortezas de árbol, cosidas con fibras de coco. Cuando les tocaba en suerte habitar en alguna de las islas altas, con la suficiente agua para el regadío, vivían principalmente de la agricultura y de la cría del cerdo y la gallina, y la pesca se volvía complementaria. Pero cuando se encontraban en los atolones o en islas de poca agua, su principal recurso era la pesca, tanto en las grandes lagunas de los atolones y en los bancos de coral, como la de profundidad. En los atolones sólo cultivaban cocoteros y taro en zanjones artificiales. En la Nueva Zelanda, donde se enfrentan a un clima extremoso y a grandes bosques de pinos, aprenden a vivir de la caza y modifican la forma tradicional de sus embarcaciones, para aprovechar el tamaño y rectitud de las grandes coníferas. Como se ve, se trata de un pueblo con grandes posibilidades de adaptación al medio, pero su verdadero hábitat era siempre el mar. Lo mejor
de su arte y de su ingenio se empleaba en la fabricación de las embarcaciones, tanto las pequeñas para la pesca, provistas con el típico balancín o las grandes canoas de dos quillas, propias para la guerra y las largas navegaciones, que medían hasta 30 metros de largo y podían llevar 200 personas, como las que vio el capitán James Cook en Tahití. Navegaban a vela y a remo y fabricaban sus velas con esteras y fibras de coco, en forma de velas latinas, mediante las cuales podían ceñirse al viento y seguir cualquier rumbo. Para la pesca usaban redes y anzuelos y para la guerra y la caza utilizaban lanzas y rompecráneos, algunos profusamente adornados. Desde los primeros contactos con Occidente, sus costumbres asombraron a los marinos europeos. Los españoles dejaron pocas descripciones de ellos, ya que tuvieron escasos contactos y fueron Bougainville, Cook y Joseph Banks, en el siglo XVIII, quienes los dieron a conocer al mundo, en su doble aspecto de los amables salvajes idílicos, tipo rousseauniano o el de los temibles guerreros caníbales. Pero lo que quedó en la mente de los marinos occidentales fue la belleza y la absoluta libertad sexual de las mujeres que mostraban, sin pudor alguno, sus cuerpos ejercitados en la natación. A primera vista, la vida era un idilio donde el día se pasaba jugando en las pozas de agua fresca, bailando, cantando, haciendo el amor, sin preocupaciones ni temores. Todo eso parecía, a los ojos de los marinos que llevaban tantos meses en la estrechez e incomodidad de los navíos, cosas del paraíso. Así, desde el principio, muchos tripulantes, tanto de las empresas científicas como posteriormente de los barcos de guerra, de los balleneros y traficantes, trataron de desertar de los navíos y quedarse para siempre en ese paraíso. Pero pronto esa imagen se fue haciendo turbia. El mismo almirante Cook presenció un sacrificio humano. Se vio que en ese paraíso se vivía siempre en peligro y que había guerras constantes y crueles entre los habitantes de los diferentes valles o las distintas islas. Es verdad, la historia de los pueblos polinesios ha sido cruel. Siempre sujetos a los peligros del mar y a la sobrepoblación de las islas que obligaban a las grandes migraciones, es una historia azarosa y llena de contrastes. Veamos ante todo el aspecto marítimo, que es el fundamental en estas culturas. Ya hemos dicho que se trata de marinos asombrosos que lograron navegaciones increíbles, dados los elementos con que contaban. Cierto es que varios marinos modernos, con elementos semejantes, han logrado repetir esas hazañas, como el francés Bishop, Heyerdahl, de quien ya se ha hablado, y el
famoso viaje del catamarán Kaimiloa, que fue de Honolulú a París. Pero estos marinos han realizado esas hazañas notables conociendo ya perfectamente los mares que han de cruzar, las distancias y las tierras que hay en el otro extremo, mientras que los polinesios se lanzaban casi siempre al azar. Para las grandes navegaciones utilizaban las canoas dobles, con dos quillas y una plataforma atada encima, con una casa o cabina de palma y un mástil bajo. Cada canoa tenía un nombre y estaba dedicada a un dios, lo mismo que cada uno de los dos grandes remos del timón, las palas para bogar y hasta los cuencos de coco para achicar el agua. En cada una de esas grandes canoas podían acomodarse hasta 80 personas, con víveres y agua suficientes para un largo viaje, pero como en las migraciones con ánimo de establecerse en otra isla era necesario llevar, no sólo los alimentos para el viaje, sino las plantas de taro, camote, árbol del pan y cocos para sembrarse, así como cerdos, perros y gallinas para la cría, se veían obligados muchas veces a reducir el número de los viajeros en cada canoa. Con estos elementos a mano, para ser cultivados en la nueva tierra, cualquier isla se prestaba para establecer en ella la vida polinesia. Lo más importante para este tipo de viajes era contar con las embarcaciones adecuadas. Para construirlas se empezaba por buscar los árboles apropiados, los que se consagraban primero a los dioses y luego se derribaban y tallaban, para formar con ellos las dos grandes quillas. Los carpinteros de ribera hacían penitencia y ayunaban durante varios días, para propiciar a los espíritus, y dedicaban sus hachas y escoplos de piedra al mar, mojándolos en agua marina. Cuando ya las dos quillas estaban ahuecadas, las arrastraban hasta la orilla del mar, en el lugar escogido para su lanzamiento, donde se había construido previamente un gran cobertizo de palma. Con tablones se levantaban las bordas, cogiéndolas a las quillas con fibras vegetales y calafateando las junturas con resinas y estopas de fibra de coco. Los talladores de maderas labraban las enormes proas ornamentales, los mástiles y los remos. Terminado todo esto y preparadas ya las velas y los cordajes, se procedía a la botadura, con grandes ceremonias entre las cuales se solía incluir el sacrificio de un hombre, cuyo cadáver se ataba a la gran proa. En sus largos viajes, los polinesios se orientaban mediante el conocimiento que tenían de las estrellas. Sabemos por ejemplo que lograban navegar desde Rarotonga hasta Hawai, una distancia de 3 200 kilómetros de mar abierto, buscando las Pléyades, bajo las cuales estaban las islas Hawai.
Es lógico pensar que con tan pocos elementos de orientación, la navegación no podía ser muy precisa, pero conocían a fondo los secretos del mar y las señales por las cuales podían deducir que había tierra cercana. El piloto vigilaba cuidadosamente la ruta de los pájaros marinos y espiaba el movimiento de las olas para percibir el eco de las playas lejanas, cosa sorprendente para los marinos occidentales y que sin embargo lograron comprobar muchas veces. En el cielo se buscaban las formaciones de nubes que pudieran significar la presencia de montañas y reflejar las aguas verdes de las lagunas de los atolones. Naturalmente que muchas de las islas descubiertas por los polinesios fueron encontradas por casualidad y que muchas de las expediciones se perdieron para siempre en las inmensidades del Pacífico. También podemos pensar en que algunas de ellas llegaron a las costas americanas y llevaron el camote y el cocotero, si es que lo había antes de la llegada de los españoles, y ciertos rasgos de las culturas polinesias que se pueden detectar en algunas culturas peruanas. En los largos viajes se embarcaba comida en forma de una masa hecha con taro cocido llamado “poi” y harina del árbol del pan, así como animales vivos. El agua se llevaba en carrizos bien tapados con rodajas de madera. La dieta se acabalaba con pesca o con algunas aves marinas que lograban abatir. Para los viajes migratorios se escogía a hombres jóvenes y fuertes, conocedores del mar y buenos remeros. Las mujeres que tomaban parte en la expedición debían haber probado ser capaces de tener hijos, ya que una mujer estéril se consideraba como una carga muerta. Por lo general, se embarcaba también a algún anciano, que fungía como sacerdote de los dioses y consejero del jefe de la empresa y tenía por principal encargo cuidar de los ídolos que se llevaban en la pequeña cabina de palma. Con él se ligaban las viejas tradiciones a la nueva tierra que se iba a colonizar. Para iniciar los viajes, aprovechaban las épocas de los grandes vientos alisios que conocían bien y, sobre todo, las tempestades que, en pocos días, los llevaban lejos. Conocían y temían sobre todo las calmas ecuatoriales, porque al encontrarlas tenían que cruzar una zona de cerca de 20° de latitud a base de agotadores remos. Por lo tanto, para cruzar el ecuador esperaban el tiempo de los tifones y navegaban con ellos, casi sobre las crestas de las olas. Sería imposible dar a conocer, en tan breve espacio, todo lo que actualmente se sabe acerca de las apasionantes culturas polinesias. Cada una de las miles de islas, cada atolón habitado, cada valle y cada pueblo tiene su historia y sus variaciones en cultura y lengua. Considerar la cultura polinesia
como algo monolítico, algo igual en el enorme triángulo que ocupa, que va desde las Hawai a Pascua y Nueva Zelanda, es un error tan grave como el que se cometió en América cuando se consideró que todas las culturas indígenas eran iguales entre sí. Claro está que existió una unidad cultural lo bastante fuerte para que podamos hablar de una cultura polinesia, pero la evolución de cada rama de esa cultura y la maravillosa capacidad de adaptación al medio de los polinesios, desde los albores de la era cristiana hasta el siglo XIX, cuando fueron prácticamente destruidas por el impacto de la expansión occidental, ha creado diferencias notables que ameritan estudios independientes para cada una de ellas. La unidad se observa sobre todo en la lingüística, pero ya desde fines del siglo XVIII, cuando el almirante Cook visitó varias islas y estudió sus idiomas, se pudieron captar grandes diferencias en la pronunciación y en la gramática. La palabra tabú, ahora de uso universal, se pronuncia así en las islas de la Sociedad, pero en Hawai decían kapú. La palabra ube, que significa camote, recibe en diferentes islas nombres como ute, uhe, ue. Los estudios de Dempelwolf han logrado finalmente, como ya hemos visto, ligar todos estos idiomas en el mismo complejo idiomático de los malayos y los malgaches. Ante la imposibilidad de revisar la historia de cada una de las islas que forman la Polinesia, tomaremos los rasgos generales de las del archipiélago de las Marquesas, ya que fueron unas de las primeras descubiertas por los europeos y constituyeron un importante centro cultural. El archipiélago está situado al sur del ecuador y, con la excepción de la isla de Pascua, es el más cercano a la costa americana. Está formado por dos grupos de islas: las del noroeste con Nuku Hiva, Ua Pou y Ua Huku, más algunos islotes despoblados; y el grupo del sureste que se forma con Hiva Oa, Tahuata y Mohotome y, unos 65 kilómetros al sur, Fatu Hiva. Son islas de origen volcánico, con elevaciones de más de 1 300 metros sobre el nivel del mar y carecen de las lagunas coralinas que se ven en tantas islas polinesias. Así, en las bases de sus acantilados el océano bate con fuerza, dejando pocas playas y puertos útiles. En las vertientes que ven al sur hay fuertes lluvias y, por lo tanto, los cerros están cubiertos de vegetación y de los altos cerros cortados a pico caen innumerables cascadas a los valles bajos, formando pozas y ríos de increíble belleza. El paisaje es atractivo y extraño, dejando esa huella de asombro, casi de miedo, que se observa en muchas de las islas polinesias. Las nubes y el arco iris coronan constantemente las montañas altas, casi cortadas a pico, y el golpear constante de las largas olas del Pacífico contra los
farallones de la costa, lo angosto de las cañadas llenas de vegetación de un verde violento, dan al paisaje el aspecto de una estampa imaginaria de Doré, más que de una realidad. Por el contrario, en las vertientes que ven hacia el norte, donde las lluvias son escasas, los cerros están casi desnudos y los valles son áridos y rocosos. Como no hay lagunas coralinas y el mar es muy profundo en las cercanías de la costa, amén de la abundancia increíble de tiburones, estas islas se prestan a la pesca fácil desde las playas, así que los marquesinos dominaron la de altura y vivieron de pescar las grandes especies marinas como el bonito, el atún y el pez sierra. Esta misma falta de la fácil pesca de laguna hizo que los polinesios de las Marquesas se volvieran hábiles agricultores y cultivaran los valles ricos de las costas sur como verdaderos jardines, que fueron la base de su economía. Los principales productos han sido el árbol del pan, el taro, el camote y el cocotero. En cuanto a animales domésticos, lograron llevar hasta allí el cerdo, el perro y la gallina. El conocimiento que tenemos de la historia de las islas Marquesas se debe, principalmente, a los trabajos realizados por los doctores Shapiro y Suggs, en los años 1956 y 1957, por instrucciones del Museo de Historia Natural de Estados Unidos. Anteriormente se habían llevado a cabo algunos estudios antropológicos, pero faltaban las pruebas arqueológicas de las excavaciones sistemáticas, que ahora nos abren ante los ojos una prehistoria deslumbrante. El doctor Suggs divide la historia de estas islas desde su ocupación por los polinesios hasta la llegada definitiva de los europeos y el establecimiento de autoridades francesas, en cuatro grandes periodos. El primero es propiamente el de la ocupación de la isla y se extiende desde el año 150 a.C. hasta el año 100 de nuestra era. Las excavaciones efectuadas en el valle de Ha’atuatua, en la isla de Nuku Hiva, demuestran que los primeros pobladores de las Marquesas llegaron de la Polinesia occidental, probablemente de las islas de la Sociedad. La expedición o serie de expediciones se componía de un gran grupo de embarcaciones de doble quilla y pudieron ocupar en forma casi simultánea varios puntos de la costa, en la zona fértil, como se ha comprobado por el hallazgo de restos de casas y templos, con objetos y conchas que no son nativos de la isla y que fueron indudablemente traídos por los primeros colonizadores. Entre estos objetos se ha encontrado cerámica rojiza de Melanesia, discos y anzuelos hechos con conchas de moluscos que no existen en las Marquesas y las formas de esos
anzuelos no se volvieron a repetir, ya que eran propios para la pesca de laguna e inútiles en la de profundidad que, como ya hemos visto, era la única posible en las Marquesas. Eso nos comprueba también que dichos anzuelos no fueron tallados en el archipiélago, sino en otro donde había lagunas, como en el de la Sociedad. Los colonos construyeron al principio casas pequeñas, de forma oval, con pisos de arena sobre los cuales tendían esteras tejidas con hojas de cocoteros. Hicieron sus pueblos en los valles bajos, cerca de los riachuelos que les proporcionaban agua potable y del mar, que era aún su principal medio de vida. En huertos cercanos a los pueblos cultivaron las plantas que trajeron consigo y que prosperaron en la isla. Las tumbas que se han encontrado prueban que se trataba de una sociedad que sentía un profundo respeto hacia los muertos y que no había entre ellos grandes diferencias o distingos sociales. Es probable que el duro y largo viaje en las canoas, el haber escogido en las islas de partida a los hombres que parecieron al jefe ser idóneos para la empresa, los grandes trabajos y peligros pasados en compañía y el probable compartir de las pocas mujeres que llegaron, fueron factores de importancia en la formación de esa sociedad igualitaria. Conservaban la religión polinesia y eran caníbales, probablemente en un sentido ritual. El segundo periodo, que dura más o menos hasta el año 1100 de la era, es el del asentamiento de la cultura. En este milenio la manera de vida de los polinesios de las Marquesas toma ya su forma definitiva. La economía se vuelve cada vez más agrícola y se usa menos de la pesca y, como sucede siempre, la vida agrícola cambia las formas sociales; la gente se aleja del mar y penetra en la tierra, hasta los pocos valles fértiles del interior, casi siempre de muy difícil acceso, tanto desde la costa como de los otros cercanos. Con esto se van creando pequeñas comunidades aisladas y se originan los clanes bélicos, con las formas de gobierno autoritarias que son típicas de esos casos, pero con la misma dispersión de la autoridad que hemos visto entre los malayos. También, como sucede siempre, cada grupo se va llenando de un sentido clánico, se enorgullece de sus tradiciones guerreras y, naturalmente, honra tan sólo a los jefes o caudillos fuertes. Así se forma una casta dominante, de guerreros más que de administradores, con un grupo sacerdotal que adquiere gran influencia en las decisiones de los caudillos y coopera con ellos para mantener las tradiciones bélicas y el espíritu de sacrificio entre los miembros del clan. Como consecuencia lógica, se inician los grandes trabajos comunales en construcciones de considerable importancia, que serán la tónica
del periodo siguiente. El gran crecimiento de la población obliga a los grupos más débiles a ir ocupando las vertientes del norte, semidesérticas y los atolones estériles, o a emigrar en busca de nuevas islas, y por esos tiempos, seguramente por esas causas, se inicia la colonización de la isla de Pascua, a la cual sus habitantes, herederos del orgullo marquesino, llamaron “el Ombligo del Mundo”. Los de las Marquesas le habían nombrado a su tierra te-pito-te-henua “la Tierra de los Hombres”. En la isla de Pascua los emigrantes de las Marquesas crearon la cultura más extraña y más discutida del Pacífico. Otras migraciones que se pueden seguir fácilmente por las huellas dejadas fueron hacia las islas de Mangareva. Las casas de este periodo eran mucho más amplias que las del primero, levantadas sobre grandes plataformas de piedras talladas. Se empezaron a construir también los templos llamados “ahu”, con el altar típico de esa edad, hecho de piedra tallada y recubierto de arena fina. Los feligreses aún quedaban a la intemperie, en el gran patio exterior, pero éste ya estaba cercado de piedras o con troncos, así es que el templo se había convertido en un edificio especializado. El tercer periodo es el de las guerras intestinas, debidas en gran parte al exceso de población, eterna amenaza de esta cultura. Se siguieron enviando expediciones migratorias y se construyeron, probablemente con trabajos forzados, las grandes fortalezas que se ven en las cumbres de algunos cerros, y con ellas creció enormemente la autoridad y el poder de los caudillos. Durante este periodo se restablece, si es que se había interrumpido, el comercio con las islas de la Sociedad y aparecen piedras o manos de moler el taro, de hechura tahitiana. También es probable que este comercio haya producido el incremento en las tallas en piedra que se observa en este periodo, en el cual se inician las formas que van a florecer en el cuarto periodo que pudiéramos llamar el “clásico” de esta cultura. Éste se inicia en el siglo XIV y dura hasta la llegada de los europeos y la ocupación de las islas en el siglo XIX, pues aunque Álvaro de Mendaña las descubrió en los albores del siglo XVII y las bautizó con el nombre que llevan, no tuvieron un contacto permanente con los occidentales sino hasta el XIX, primero con los norteamericanos que establecieron allí una pequeña base naval de corta vida y luego con los franceses, que las ocuparon definitivamente. Cambia la arquitectura del ahu y aparece la gran plaza para las reuniones del pueblo. Los patios de los templos se cubren con enormes techos y frente a ellos se traza una gran plaza, llamada tohua, especie de
ágora que tanto asombrara a Cook. Las casas y los palacios crecen enormemente y se tallan grandes monolitos, ya que, ante la autoridad total de los caudillos, el pueblo se ve obligado a destinar todo el tiempo que le queda libre de sus labores agrícolas a la construcción de estos grandes monumentos. Las estatuas antropomorfas, los famosos tiki, se vuelven monumentales. Otros, pequeños y tallados en hueso, muestran la increíble habilidad que habían alcanzado los artesanos, y se encuentran ahora en los principales museos del mundo. En este periodo apareció también el complicado arte del tatuaje, llevado al extremo de recubrir todo el cuerpo con los más intrincados dibujos. Tanto el tiki en su postura ritual como el tatuaje son típicos de todas las culturas de la Polinesia, pero en las Marquesas alcanzan una perfección extraordinaria. En este periodo se afirma también la estructura social y los ciudadanos de la “Tierra de los Hombres” se convierten, ante todo, en guerreros orgullosos de sus rompecráneos de maderas duras, finamente tallados, de sus cascos de plumas rojas, de sus escudos y conchas, sus lanzas y sus dardos. No son ya los pacíficos navegantes, ni suelen recibir con cantos y danzas a los extraños que llegan a sus playas, como pudieron observar Mendaña y Cook. Cuando los barcos balleneros y la Marina norteamericana empiezan a frecuentar esas islas como puerto de recalada, les llevan el dudoso don de las armas de fuego, con lo cual las guerras intestinas se hacen mucho más crueles y la economía se desquicia, ya que los caudillos, para conseguir armas, pólvora y balas, venden a los barcos los mantenimientos necesarios para el pueblo. La situación se agrava con la introducción de algunas enfermedades occidentales, como las venéreas, el catarro común y la tuberculosis, amén del aguardiente. En 1848 Francia, después de una serie de combates y bombardeos navales, ocupa las islas para “salvar a sus habitantes de sí mismos” y la población polinesia casi desaparece, como por desgracia veremos que ha sucedido en muchas de las otras islas. Cuando Cook llegó a las Marquesas calculó su población en unas 80 000 personas. En la actualidad, en todo el archipiélago hay apenas unos 10 000 habitantes, de los cuales sólo la mitad son polinesios. Semejante a la historia de las islas Marquesas es la de los otros archipiélagos de la Polinesia. Las diferencias son notables, pequeñas, y la mayor parte se originan por diferencias en el medio ambiente. En la isla de Pascua, donde los cultivos tropicales son imposibles, cambia por completo la organización social, cobra mucho mayor importancia la magia o religión y se le da una desproporcionada importancia a la talla de la piedra volcánica, tan
abundante en la isla. Lo mismo, aunque en menor proporción, sucede en Tonga, mientras que en las islas Fiji se logra conservar el arte de la alfarería. Nueva Zelanda, con un clima extremoso, presenta problemas distintos a la cultura polinesia. Fue más o menos en el siglo X de esta era cuando polinesios de Tahití ocuparon esas islas, bajo el mando de un jefe llamado Kupe. Sabemos que entre los siglos X y XIV hubo por lo menos tres grandes expediciones. Ante la imposibilidad de cultivar las plantas tropicales que llevaban, tuvieron que convertirse en cazadores del moa, especie de avestruz hoy extinta, que abundaba en los bosques. También, como ya hemos visto, modificaron la estructura de sus embarcaciones, para aprovechar los nuevos tipos de maderas blandas. Se organizaron en grupos pequeños que vivían de la caza y de la pesca primordialmente. Éstos fueron los maorís que encontraron allí los ingleses. La religión de los polinesios en todas las islas era primitiva y cruel. Basada en el miedo, obligaba a la adoración de los dioses del mar y del fuego, elementos básicos en las islas volcánicas, muchas de ellas con conos aún activos, como las Hawai. El sacrificio humano era frecuente y en las grandes solemnidades se colgaba a los sacrificados de una cuerda que les pasaba por la cabeza, como pescados colgados de las agallas, y con ellos se rodeaba el templo. Existía también el canibalismo, por lo menos en muchas islas. La esclavitud se hizo cada vez más opresiva, conforme los grupos fueron fijando sus normas y fue creciendo el poder hereditario de los caudillos. Éstos, inmóviles casi siempre, se preciaban de no tocar el suelo nunca, ya que si era tierra de ellos los manchaba, y si era ajena, le pasaban su maná o fuerza espiritual y la hacían suya por el solo hecho de tocarla. Con eso, iban siempre en hombros de sus seguidores, muchas veces dentro de una canoa y eran enormemente gordos. Los tabúes que tanto han gustado a los modernos psicólogos hacían la vida diaria casi imposible y la llenaban de terrores. No era seguramente la sociedad ideal que imaginara Diderot cuando leyó los relatos de los primeros navegantes, pero tampoco era una sociedad depravada e incorregible, como nos la han pintado los primeros misioneros. En 150 años de presencia del Occidente, la cultura polinesia ha desaparecido casi en su totalidad, dejando en el mundo una huella, una nostalgia de sus formas ágiles, de la increíble belleza de sus paisajes, de sus mujeres y sus danzas. Es la cultura que quisieran rastrear hombres como Melville, Stevenson y Gauguin. Y aún en las islas pequeñas, donde el europeo o el norteamericano no han encontrado atractivos de riqueza o de
turismo, subsiste en parte esa vida despreocupada, donde los muchachos y las muchachas cantan en las noches del Gran Océano sus viejas genealogías, las lucidas canoas de doble quilla y los grandes viajes de aquellos tiempos cuando todo ese mar era el campo polinesio. Porque los otros ribereños del Gran Océano no se adentraron nunca por sus aguas. Tal vez, después de los malayo-polinesios, hayan sido los japoneses, como pueblo insular, los mejores navegantes. Hará 8 000 o 10 000 años aparecieron los primeros hombres en las islas que ahora forman el imperio del Japón. Probablemente venían de las cercanas costas de la Manchuria o de Corea, pero en la antropología nipona se encuentran indudables huellas de una raza anterior, tal vez caucásica y con rasgos semejantes a los polinesios y a los taiwanos de Formosa. Es posible que alguna rama de los dravidios que, como hemos visto, aparecieron por las orillas del Pacífico en tiempos remotos, haya remontado desde las Filipinas hasta Taiwán (Formosa) y de allí a las islas Ryukyu y al Japón. Restos de esta raza caucásica son los actuales sinus que viven aún en la isla de Hokaido, al norte del archipiélago. Pero es indudable que fue el contacto estrecho con China y con Corea el que dio al Japón sus características actuales. De China llegaron los primeros rudimentos de civilización, el cultivo del arroz, los kangis para la escritura, las ideas filosóficas, como el primitivo shintoísmo y el culto a los muertos y, más tarde, la influencia bienhechora del budismo chino. Hasta el siglo VI de la era cristiana, la organización social del Japón era tribal, aunque ya la gran familia Fujiwara había cobrado ascendiente sobre los otros clanes y había establecido las bases políticas de lo que fuera, más tarde, el imperio del Japón. Su primera capital estuvo en la ciudad de Nara y, posteriormente, en la de Kioto. La religión era el shintoísmo, el shinto, esto es, el “camino de los dioses”, basada en el culto a los antepasados deificados, no por el bien que hubieran hecho en sus vidas, sino por la cualidad de transmutación que tiene la muerte, que da al espíritu del hombre poderes especiales que lo hacen semejante a un dios. Así, el shintoísmo no tuvo propiamente una doctrina moral en la cual el bien realizado en vida recibe un premio en la muerte y el mal un castigo. La muerte era niveladora y hacía dioses a todos los hombres y, por lo tanto, era conveniente que los vivos, descendientes de los muertos deificados, los tuvieran gratos con actos de respeto, ofrendas y ceremonias para que desde las sombras siguieran protegiendo a la sociedad familiar. Esta idea de un culto netamente familiar
se fue convirtiendo, con el crecimiento de la idea imperial, en nacional y, sobre todo, en nacionalista, ya que a ese culto, por razones obvias, no se puede invitar a aquellos que no sean japoneses. Pronto el culto que se rendía a los muertos familiares ya no se rendía tan sólo a los muertos de la gran familia Fujiwara, y más tarde, se rindió a la idea imperial misma. Esta modalidad es de capital importancia para entender el proceso histórico del Japón. A pesar de la introducción del budismo, proveniente de China y que plantó raíces profundas en el Japón y modificó todos los sistemas de vida, sobre todo el de la educación, el shintoísmo ha seguido viviendo hasta la fecha y encarnando esa idea nacionalista e imperial en la cual el Estado y la Iglesia son todo uno. Esta manera de creer ha hecho que la familia Fujiwara, con toda suerte de altas y bajas, se sostenga a la cabeza del imperio hasta nuestros días, a veces como gobernantes efectivos, a veces como simples personajes decorativos, encerrados en sus grandes palacios, mientras los shogunes detentaban el mando. La organización social, emanada de los clanes, era netamente feudal. El daimio o señor tenía sus tierras, sus ejércitos de samuráis y sus siervos que labraban los campos. Era el amo y señor de todo, dueño de vidas y haciendas y sólo debía obediencia al clan Fujiwara, obediencia que practicaba cuando le convenía hacerlo o no tenía la fuerza bastante para rebelarse e imponerse. Este sistema tenía las consecuencias que tuvo en todos los pueblos que lo han utilizado: una sucesión inacabable de guerras intestinas entre los daimios, ansiosos de adquirir nuevos territorios a costa de sus vecinos, o mayor poder entre sus iguales o ante la casa imperial. Y en todas estas guerras, como siempre sucede, se fue creando una casta guerrera de gran poder, la del hombre de armas, el samurái, sujeto a un riguroso código de honor y esclavo de un orgullo sin medida. Aún en el siglo XIX, un samurái podía matar a un labriego o a un burgués sin dar explicaciones, con decir tan sólo que le había faltado al respeto. Muchos años tardó la casa imperial o los shogunes a su servicio en dominar todas las islas que forman actualmente el imperio. A veces extendieron sus ambiciones a las costas del continente, en Corea, Manchuria y la misma China, así como hacia Formosa o las Ryukyu; pero esas inacabables guerras de los daimios entre sí o para tomar al emperador bajo su protección nulificaron para siempre estas conquistas al otro lado del mar y cuando Ieyasu resolvió cerrar Japón al mundo, a principios del siglo XVII, se redujo a las islas que actualmente ocupa. Pero así como los intentos de
expansión marítima siempre fracasaron, fallaron también los intentos de otras potencias por ocupar el Japón mediante el uso de la fuerza y no ha sido sino hasta el año de 1945 cuando un ejército enemigo ha podido sentar sus plantas en el suelo nipón como vencedor. Como todo pueblo insular, el japonés ha llegado a ser un buen marino. Sus empresas antiguas sobre las costas de China y de Corea demuestran que podía manejar una flota considerable, y a fines del siglo XVI sabemos que traficaban con las Filipinas y enviaron una expedición militar a Cagayán, en Luzón, tratando de apoderarse de parte de estas islas. Asimismo, un poco más tarde, pudieron hacer la navegación en sus propias embarcaciones, hasta el puerto mexicano de Acapulco. En expediciones de comercio, llegaban hasta la India desde tiempos bastante remotos, y hasta la llegada en cantidad considerable de la plata americana al Asia, fueron los principales productores y exportadores de este metal a China. Los coreanos, en cambio, no parecen haber sido navegantes de importancia y se concretaban a viajes al Japón o a lo largo de la costa, en empresas de comercio y de pesca. Igualmente, los chinos tardaron muchos siglos en entregarse a los riesgos de la navegación. Poseedores de un territorio compacto, lo fueron ocupando paulatinamente, desde los orígenes de su cultura en las márgenes del río Wei, avanzando hacia el sur según los impulsaban las presiones demográficas. Ocuparon primero el enorme valle del Yang Tse Kiang y se extendieron hasta Cantón, en el río Sin Kiang. Posteriormente pretendieron, durante un milenio, la ocupación de Vietnam, y es el único sitio en el cual intentaron una acción de conquista y un intento de sinificación permanente, que duró más de 1 000 años. Muchos historiadores han encontrado un marcado parecido en las relaciones existentes entre el mundo del Asia sudoriental y China con las del mundo mediterráneo de los primeros cuatro siglos de la era cristiana y Roma. Como en toda comparación histórica, hay en ésta algunos puntos de semejanza y otros muchos de diferencia, pero establecer la premisa de que la cultura china era para el Asia sudoriental lo que la cultura romana para la cuenca mediterránea, nos llevaría a una enorme serie de errores de interpretación. Una de las principales diferencias entre las dos culturas está en el hecho de que la romana fue, desde sus principios, una cultura de expansión territorial, de conquista. Uno de sus principales objetivos era el de “romanizar” el mundo conocido y extender el imperio de Roma, en lo cultural, en lo administrativo y en lo económico, hasta las más remotas
fronteras y crear el “mundo romano”. Por su parte, la cultura china se extendió sólo en la medida en que iba necesitando de mayores territorios para su crecimiento demográfico. Así, hasta unos 200 años a.C., la expansión china no había sobrepasado las fronteras de la actual República Popular China. K. S. Latourette dice con gran razón: “Con algunas marcadas excepciones, no ha sido sino hasta una época reciente cuando ellos [los chinos] han empezado a buscar en el exterior una salida para su exceso de población. No fue sino hasta los siglos XVII y XVIII cuando un gran número de chinos se trasladó a Formosa y no fue sino hasta el siglo XX cuando empezaron a inundar Manchuria”. Otra de las características de la cultura china es su unidad casi monolítica. Las condiciones geográficas y climáticas de su territorio, formado por enormes valles cultivables y separado del resto del mundo asiático por grandes cadenas de montañas y desiertos, permite una unidad cultural y política, y los mismos chinos han hecho, a través de su historia, todo lo posible por conservar y fomentar esa unidad y por separarse del resto de la humanidad. El mismo nombre de la nación antes de la República, y aun bajo ésta, indica este centralismo: Imperio del Medio o del Centro y ahora Chung Hua Min Kuo que significa la “República Florida Popular del Medio o del Centro”. Como se ve, este nombre no es más que una localización del país en su mapa ideal. Por muchos siglos, los chinos han tenido la idea de que para todo hombre civilizado no puede haber más sistema aceptable de vida y de administración de la cosa pública que el de ellos. Así, no se preocuparon en buscar un nombre para su país, ya que era el único digno de llamarse país y lo rodeaban tan sólo los bárbaros. El nombre con el cual lo conocemos (China) es extranjero; sus habitantes le han dado otros nombres en el curso de la historia. Algunos le llamaron T’ieng Hsia (Bajo el Cielo) y en otros tiempos se llamaron a sí mismos Han Jen o T’ang Jen, de acuerdo con la dinastía reinante, ya que la sílaba Jen significa hombre. Es muy probable que el nombre China venga de Ch’in Jen, esto es, hombre de la dinastía Ch’in, que se inició el año 221 a.C. Como se ve, todos estos nombres no indican una nación, sino un lugar ideal en la geografía o un tiempo en la historia, pero tienen siempre el sentido de la unidad. Y este sentido se fortalece aún más con la escritura mediante caracteres. Aunque las palabras se pronuncien de diferente manera en las variadas provincias chinas, al extremo de que en lenguaje hablado un cantonés no logre entenderse con un pekinés o con un vecino de Amoy, al escribir se entienden todos.
El fenómeno tan notable en el siglo XIX de la emigración de chinos hacia todos los rincones del mundo es bastante reciente. Pero aun ahora, aunque se ha escrito tanto acerca del asunto, la emigración china es muy baja, comparada a la de otras naciones. A pesar de todos los desastres que han recaído sobre esa gran nación en los últimos 150 años, a pesar de una densidad demográfica muy superior a los recursos naturales en un país de economía fundamentalmente agrícola, en 1960 vivía fuera de China sólo 8% de la población total, lo cual es un índice extremadamente bajo, si se compara con naciones como Italia o Portugal. Pero el avance terrestre de los chinos es muy antiguo. Partiendo del río Wei donde, con toda probabilidad, se desarrolló la primera cultura estable, los chinos fueron avanzando hasta llegar al golfo hacia el sur de Tonkín. Hacia el norte, en el desierto de Gobi y Manchuria y hacia el poniente, la penetración fue mínima en los primeros tiempos. El pensamiento chino, madurado en los siglos anteriores, se consolida en el siglo VI a.C. con los escritos y doctrinas de Kung Fu Tse y de Lao Tse. Coinciden estos grandes maestros en el tiempo, con el auge del pensamiento humanista en la India y el nacimiento del budismo, con la gran filosofía hebraica en tiempos de Isaías, con los principios de la escuela filosófica de los griegos y con Zoroastro en Persia. Si hay una relación directa, mediante contactos, en este auge simultáneo del pensamiento del hombre en tan diversos sitios de Asia, es cosa abierta a toda suerte de conjeturas. Lo que importa señalar es que, mientras las otras escuelas de pensamiento se dividen, se transforman o se transculturan, el pensamiento chino, al igual que el idioma escrito, sigue siendo el mismo a pesar de la gran influencia que, en siglos posteriores, tuvo el budismo. Y este pensamiento chino se interesa en forma predominante por la convivencia humana y, por razones naturales, por la administración de la cosa pública, de la cual depende esa convivencia armónica. Así la estructura administrativa o sistema burocrático se conserva inalterable a través de los siglos, de las invasiones y de los recurrentes cambios de dinastías. Cuando los mongoles de Gengis Jan ocupan el imperio y Kubilai Jan su nieto funda la dinastía Yuan en 1279, se convierte en hombre chino y sus sistemas de gobierno, su maquinaria administrativa, sigue siendo la misma que bajo las dinastías anteriores. Así sucede más tarde, en 1644, cuando cae la dinastía Ming y los manchúes, extranjeros como los mongoles, fundan la dinastía Ch’in. Teniendo en cuenta estas características de la cultura china saltan a la
vista las grandes diferencias que existen entre ésta y la romana o, posteriormente, la islámica y la cristiana. Y observando ese sentido chino de encerrarse en sí mismo, no debe extrañarnos la muy escasa huella que deja en las culturas de sus vecinos más cercanos, con la excepción del Japón. Esta huella casi no se observa en el Asia sudoriental, por ejemplo, y cuando está presente, es de origen casi contemporáneo. Por lo tanto, no hay un verdadero proceso de transculturación. Fay Cooper observa en la península malaya: “Los primeros contactos [con los chinos] eran principalmente de comercio, y aunque cooperaron a dar su forma a la historia de Malasia, rara vez fueron lo bastante intensos para introducir métodos chinos, como por ejemplo el torno del alfarero; muy pocas palabras entraron en el lenguaje y la influencia de sus ideas políticas y religiosas fue nula”. En Filipinas, donde han vivido durante 400 años en grandes números, casi no han dejado huella en los idiomas nativos, ni en las costumbres. La misma situación se detecta en las grandes migraciones masivas, como al Perú, en el siglo XIX. Su primera y única conquista, como ya hemos visto, fue sobre el actual Vietnam, que los chinos llamaron Nan Yueh. Este reino anamita se extendía desde las cercanías de Cantón hasta el centro de la Indochina. El año 111 a.C., según el profesor Olav E. T. Jansen, fue conquistado por los ejércitos de la casa Ch’in y dividido, a la manera tradicional china, en nueve distritos administrativos. Bajo el emperador Hgi Kuang, que reinó del año 1 al 25 de la era, se trató de sinificar a los vietnamitas y el intento acabó con una serie de revueltas populares, como la encabezada por la famosa heroína Trung Trac, el año 40. Lo que parece indudable, como afirma Henri Maspero, es que los anamitas, antes de la invasión china, eran cazadores y recolectores y sus grandes y ricos deltas estaban cubiertos por pantanos, donde moraban tigres, rinocerontes y elefantes, y fue alrededor de los centros administrativos chinos donde empezaron a establecerse en pueblos permanentes y a sembrar el arroz. Tal vez por eso los anales chinos conocen esta tierra con el nombre de “el Reino de los Desnudos”. El comercio de China con las naciones malayas no se inicia sino hasta el siglo III, a lo más temprano, y no eran chinos, ni barcos chinos, los que llevaban esos productos a Java, Sumatra, Borneo y las Filipinas. Latourette afirma con razón que los mercaderes chinos eran muy tímidos navegantes y dejaban, por lo general, en manos de forasteros la iniciativa del comercio exterior. Pero este comercio, con un incipiente avance marítimo que se puede observar a lo largo de las costas anamitas, parece haberse suspendido en los
siglos IV, V y VI, desde el final de la dinastía Han hasta el advenimiento de la Sui en 589. Ésta es una de las épocas trágicas de la historia china, que se repiten periódicamente, colmada de revueltas, divisiones e invasiones de bárbaros, donde parece que, al igual que el Imperio romano, va a naufragar el Imperio chino. Pero cuando se logra establecer con firmeza la dinastía Sui y, un poco más tarde, en 618, la T’ang, se vuelve a pacificar y consolidar el reino y se inicia nuevamente el avance hacia el sur. El año 617 llega a Siam una misión comercial china por la ruta marítima y ya en 756 hay relaciones comerciales con la isla de Java y un intercambio frecuente de emisarios y de regalos que los emperadores chinos interpretan como tributos de sus vasallos “bárbaros”. Por ese tiempo, en Occidente se abren las grandes rutas de comercio y se establecen las grandes ciudades mercantiles de los hindúes y los malayos, con su mezcla extraordinaria de naciones, lenguas, religiones y razas, unidas todas ellas sólo por el afán del comercio. En los principios, es muy poco lo que se oye hablar y se sabe de los chinos en esas rutas comerciales y son siempre los árabes, los hindúes, los persas y los malayos quienes van a los puertos del sur de China, particularmente a Cantón, a llevar y traer las mercancías. Llegan también, aunque en número muy limitado, griegos, romanos y más tarde, bizantinos. Pero este abstenerse de viajar de los chinos por el mundo bárbaro que los rodea no evita que sientan una honda curiosidad por conocerlo. En 1214 Chao Ju Kua, miembro de la casa imperial de los Sung, escribe su famoso libro de geografía. El autor era cobrador de impuestos de importación en la provincia de Amoy y estaba, por lo tanto, en tratos constantes con marinos y mercaderes. Con esos informes, describe el mundo conocido, desde España hasta las islas de la Malasia. Los libros de geografía parecen interesar más y más al mundo chino, sobre todo durante el establecimiento de la dinastía Jánida, cuando se inicia una era, fallida por cierto, de conquistas marítimas. Kubilai Jan envía la primera empresa contra la isla de Java, en la cual se embarcan 5 000 soldados. Aunque triunfa en algunas batallas, el clima y las enfermedades tropicales diezman a los chinos y tienen que abandonar la empresa. Pero la guerra contra el imperio Srivijaya no termina allí y los chinos logran tomar la ciudad de Palembang y, conforme a los anales de Wang Ta Yuan, en 1349 había una considerable colonia china de mercaderes en el antiguo Singapur. Con la dinastía Ming, por el año de 1405, se inicia la era de las grandes flotas chinas, llamadas de “los eunucos”, por haber sido mandadas casi
siempre por eunucos imperiales o, como las llamaría dos siglos más tarde el doctor don Antonio de Morga, “el gran capado”. El más famoso de ellos fue Cheng Ha, deificado más tarde como premio a sus grandes hechos bajo el nombre de Sam Po Kung. Sus principales capitanes eran otros eunucos, como Hung Pao y Yung Chen y el gran eunuco menor Chang Ta. Entre ellos realizaron siete grandes viajes al mar de China y, a través de los estrechos, hasta la India, Arabia y las costas africanas que se extendieron desde el año de 1405 hasta el de 1431. Estas empresas no eran de conquista y la idea fundamental, aparte del comercio, era la de hacer resaltar la grandeza del imperio de los Ming y de patrullar los mares para evitar que se formaran coaliciones de señores, teóricamente feudatarios de Pekín, en contra del imperio. De paso se reprimía la piratería, sobre todo la de los grandes piratas chinos del sur, que comandaban verdaderas flotas de guerra, como veremos más tarde en los casos de Li Ma Hong y de Coxinga. Es indudable que esta flota de los eunucos logró implantar en todos los mares del Asia sudoriental y el golfo de Bengala la famosa pax sinica que encontraron aún los portugueses a principios del siglo XVI. La principal ruta de comercio chino por mar iba de Amoy a los estrechos de Malaca, siguiendo el perfil de la costa, y regresaba, impulsado por el monzón, tomando una ruta por el sur, llegando hasta Borr Palawan en las Filipinas y Formosa. Otra ruta, como lo vemos por las instrucciones que se daban a los capitanes, salía de Cantón, tocaba Luzón en el golfo de Lingayen y seguía hacia el sur. Esta ruta es la que seguirá funcionando durante todo el tiempo que dura la dominación hispánica en Filipinas. El comercio con Filipinas, que tendrá tan gran importancia en la historia del Pacífico, se había iniciado en verdad por el año de 1225, cuando ya se hacían viajes de comercio regulares, especialmente a la isla de Mindoro. Posteriormente es probable que se haya establecido una pequeña colonia china en el río Kinalatangan, que extendía su influencia comercial hasta el sultanato de Sulu y sabemos que uno de los sultanes de Brunei se casó con la hija de un gobernador chino de esta colonia. En las excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en una infinidad de sitios en Sarawak, Borneo y, sobre todo, las Filipinas, se han encontrado increíbles cantidades de cerámica china, de la época Sung en adelante. De allí nace la costumbre muy extendida en la isla de rendir culto a ciertas grandes jarras, costumbre que aún se observa en varios lugares. Para estos viajes cortos, los mercaderes chinos no se reunían en grandes
flotas. Por lo general iba un junco solo, una embarcación pesada que podía tener hasta 200 toneladas de cupo de carga, regida con velas de estera y con muy alto bordo. Llevaba bastantes hombres armados para evitar así el encuentro con los piratas malayos quienes, con sus rápidos praos, muy bajos sobre el agua, no podían atacar esas verdaderas fortalezas flotantes que eran los juncos. Aunque muy lentos, eran muy seguros y capaces de llevar considerable cantidad de carga y de pasajeros. Los artículos principales que traían de China para este comercio eran telas de seda, cerámica, artículos de hierro y vinos de arroz. A cambio de ello llevaban fibras vegetales, resinas, hierro en bruto, cuernos de rinoceronte, marfil y esclavos. Con los pueblos primitivos y bárbaros el comercio se llevaba a cabo en una forma muy especial, llamada “comercio silencioso”. Nadie podía confiar en nadie, y así se trataba de evitar todo contacto, para lo cual, en una playa convenida a veces desde tiempos inmemoriales, los naturales del lugar al ver aparecer un junco, colocaban la mercancía que deseaban trocar y se escondían en la selva. Entonces desembarcaban los mercaderes chinos, valuaban esa mercancía, la recogían y dejaban mercaderías con el valor que les parecía justo. Si el trato había sido beneficioso para ambas partes, el monzón siguiente, cuando el mercader volvía a esta playa, se encontraba un nuevo lote de mercancías y así se seguía operando a través de los años. En el libro de viajes de Chao Ju Jua, el capítulo X está dedicado al comercio con Filipinas. Los chinos le llamaban a la isla de Luzón Ma Yi que, según el doctor Blumentritt, es una degeneración del nombre malayo Bayo Bahy que se le da a la gran laguna cercana a Manila. Vale la pena transcribir algunas partes de este libro, que pinta el comercio chino en las márgenes del Pacífico y es probablemente el documento más antiguo que trata este tema: Son pocos los mercaderes que visitan estas partes. Cuando los mercaderes llegan a este puerto sueltan sus anclas en el lugar [que llaman] Los Mandarines. Éste les sirve como mercado o sitio donde los productos de sus países se pueden intercambiar. Cuando el barco ha entrado al puerto, se les ofrecen regalos consistentes en sombrillas blancas y paraguas, que les sirven en el uso diario. Los traficantes tienen que respetar estas cortesías para contar así con la buena voluntad de los bárbaros. Para poder comerciar, se reúne a los mercaderes salvajes y se les coloca toda la mercancía en canastas y aunque muchos de los que llegan son desconocidos, nunca se pierde nada ni se roban nada. Los mercaderes salvajes transportan esta mercancía a otras islas y así se pasan ocho o nueve meses, hasta que han obtenido bienes por un valor equivalente al de aquellos que han recibido. Esto obliga a los mercaderes del barco a demorar su regreso y así sucede que los barcos que hacen el comercio con Ma Yi son los que más tardan en
regresar al país […] Los productos de ese país son cera amarilla, algodón, perlas, conchas, nueces de betel y tejidos de yute. Los mercaderes extranjeros llevan allí porcelana, oro comercial, vasos de hierro para perfumes, objetos de vidrio, plomo, perlas de colores y agujas de hierro.
Prosigue el autor chino a hablar de otras razas o grupos más primitivos, probablemente “negritos” con los cuales el comercio es más complicado. Los bárbaros tienen que llevar a bordo mercancías por dos o tres veces el valor de los bienes que esperan adquirir, antes que los comerciantes chinos se atrevan a desembarcar. Este exceso de mercancía sirve como garantía del buen comportamiento de los bárbaros y, terminados satisfactoriamente los tratos, éstos pueden recoger los sobrantes. Según el libro Ming Shi, en 1404 el emperador Yung Lo envió a Luzón a un oficial de importancia para que gobernara la isla, pero no se explica qué es lo que iba a gobernar, si una colonia china establecida allí o por establecerse, o a los naturales a quienes esperaban sujetar. El doctor Beyer no cree en la posibilidad de que hubiera colonias chinas importantes en Filipinas antes de la llegada de los españoles y hace notar que a la muerte del eunuco Cheng Ho y al terminar el reinado de Yung Lo, de la dinastía Ming, finalizaron los intentos chinos de expansión marítima. Desgraciadamente, para el conocimiento de esta época no contamos más que con los anales chinos, y los mandarines que los escribían, teniendo tanto que contar acerca de la grandeza de los Ming, no se ocupaban en relatar la vida de la gente de clase baja y escasa importancia, de las zonas marítimas del imperio. Además, para los mandarines, como veremos adelante en los primeros contactos con los españoles, los emigrantes eran gente ingrata y desnaturalizada, de la cual no valía la pena tratar. Es muy posible que las pequeñas colonias chinas no hayan sido estables y tan sólo quedaban en algún sitio mientras esperaban el pago de su mercancía. A veces, cerca de alguna ciudad musulmana fuerte, donde los comerciantes podían contar con garantías, como en Malaca, en Manila y en Jolo, se formaban pequeñas colonias chinas y, más tarde, bajo la protección de los españoles en Manila, se formará una de grandes proporciones. Aunque el documento chino que hemos citado no menciona el tráfico de esclavos, consta que éste se llevaba a cabo y era, posiblemente, el de mayor importancia. Pigafetta, compañero de Magallanes, hace notar que se encontraron a un mercader de “Ciano”, tal vez Siam, que andaba por las islas
Filipinas traficando en busca de “oro y esclavos”, y Juan de Salcedo, a fines del siglo XVI, se encuentra en el golfo de Lingayen un junco chino que llevaba un considerable cargamento de esclavos, a quienes el hispanomexicano libera. Pero si los mercaderes chinos se dedicaban a comerciar con esclavos, es seguro que no se dedicaban a la guerra para conseguirlos, como hacían tantos otros pueblos. También hay constancia, en documentos españoles, de que los chinos navegaban aguas del Pacífico, al oriente de las Filipinas. Arellano, en el patache San Lucas, encontró un barco chino frente a lo que es ahora Legazpi, en las costas orientales de Luzón, y es seguro que viajaban hasta Guam, en las islas Carolinas y Marianas. Otra raza navegante del Pacífico fue la de los melanesios, establecidos en los grupos de islas al sur del ecuador, entre Australia y la Polinesia. Probablemente fueron los primeros navegantes, aunque no se extendieron como los polinesios que ya hemos visto. Unos 2 000 años antes de Cristo, una raza mezclada de negroides y australoides ocupó las costas de la Nueva Guinea, arrojando a los anteriores habitantes, los papúas, hacia las montañas del interior. De la Nueva Guinea siguieron avanzando por las cadenas de islas que forman las Salomón, las Nuevas Hébridas, las Bismarck, las de Nueva Caledonia y las Fiji. Es una raza de piel oscura, de cabello generalmente lanudo y de aspecto negroide. Los mejores estudios que se han hecho acerca de ellos se deben a la doctora Margaret Mead, quien convivió con varios grupos durante años. Pero antes de que ella estudiara a estos pueblos, muy poco se sabía acerca de ellos y, al entrar inconscientemente en la gran guerra pasada, por primera vez se enfrentaron con los llamados avances de nuestra cultura y conocieron de ella el poder que tiene para destruir. Los melanesios nos presentan un muy buen ejemplo de cómo el medio físico afecta la cultura de los pueblos. Siendo de la misma raza, teniendo los mismos orígenes, las diferentes culturas melanesias no aparecen a primera vista relacionadas entre sí. Algunos grupos son cazadores de cabezas y viven en las montañas de la Nueva Guinea, dedicados a la caza y al cultivo del camote, sin sospechar siquiera la existencia del mar. Otros, como los de Manu, que estudiara tan cuidadosamente la doctora Mead, son básicamente gente de mar, que vive de la pesca y del comercio costero, enemigos de la guerra, pero de gran astucia en sus tratos. La pobreza de estas islas en recursos fácilmente explotables y exportables, el aspecto poco acogedor de los naturales, su manera de ser
huraña y desconfiada, hicieron que se salvaran de la invasión del hombre blanco durante casi todo el siglo XIX y que se hayan conservado en su estado primitivo hasta la fecha. Su primer contacto con los europeos fue cuando llegó a sus costas Mendaña de Neira y bautizó esas islas con el nombre de islas del Rey Salomón. Posteriormente vivieron durante siglos completamente olvidados por el hombre blanco, hasta que el almirante Cook, siguiendo las rutas españolas, volvió a esas tierras. Luego llegaron los misioneros y los plantadores, pero siempre en escaso número. Muchos de los grupos melanesios eran caníbales y se convirtieron en el prototipo de las inacabables historias, cuentos y caricaturas acerca del misionero comido por los indígenas de una isla. Como navegantes, no alcanzaron la grandeza de sus primos polinesios ni de los micronesios, cuyos archipiélagos quedaban al norte, en las que se llaman ahora islas Marianas y Carolinas. Los micronesios se caracterizan por la adaptación de la vida al atolón, lo que crea una extraña cultura. Los grupos humanos tienen que ser muy reducidos, ya que el agua siempre escasea y solamente la pesca y el coco proporcionan alimentación. La vida se organiza en forma comunal para las tareas de la pesca en las lagunas coralíferas y se establece una sociedad de tipo patriarcal. Cuando la población crece en una proporción peligrosa, la emigración se hace indispensable y un grupo parte en busca de otras islas en las cuales poder vivir. Claro está que muchos de esos grupos se han perdido para siempre en el mar y que con ese sistema de vida resulta imposible establecer tradiciones sólidas y continuidad histórica. Hemos visto hasta ahora los grupos humanos, tanto asiáticos como de origen asiático, que fueron los primeros navegantes del Pacífico, pero también en las costas americanas de ese océano se establecieron desde hace varios milenios grupos humanos que conocemos por los conchales dejados por ellos y que se encuentran desde las costas de Chile hasta las de Alaska. Las costas americanas tienen una longitud mayor que las asiáticas, pero son costas sin interrupciones ni grandes accidentes geográficos o grupos de islas, con la excepción del extremo sur. Tal vez por esta conformación de las costas, con grandes extensiones de tierra atrás de ellas, el hombre americano del Pacífico no fue navegante ni se adentró por el mar frente al cual había nacido. Las grandes culturas mesoamericanas y sudamericanas no nacieron propiamente en las costas del mar, con la excepción de las que se encuentran en las costas desérticas del Perú, como la mochica, la vicús y la nazca. Las
otras brotaron en los altiplanos mexicano, guatemalteco y andino, lejos del mar. En verdad, en toda la América sólo los caribes, en el golfo de México y en el mar que con justicia lleva su nombre, pueden considerarse como culturas marítimas, y ello se debe, indudablemente, al gran número de islas que allí se encuentran y que propician esta manera de ser en los pueblos. Del lado del Pacífico tan sólo al sur, en las inhóspitas aguas al norte del estrecho de Magallanes al sur de Chile, se creó una pequeña cultura del mar, con las tribus alacalufes y onas, ya casi desaparecidas, que vivían exclusivamente de la pesca y la caza de focas y lobos marinos. Pero estas mismas tribus, dada la pobreza de sus embarcaciones y lo duro de su clima, no se adentraron nunca por el océano y se concretaron a la pesca costera, en los canales y los grandes senos, como el de Última Esperanza. No es materia de este libro entrar en un examen de las culturas americanas de las costas del Pacífico. Basta haber afirmado que no fueron marítimas y son muy escasas las tradiciones de viajes por mar. Una hay en el Perú donde el inca Yupanqui tomó unas balsas y se adentró un año por el mar. También sabemos, por cronistas españoles, que se hacía un tráfico costero, tal vez hasta cerca de Panamá, en grandes balsas impulsadas por velas, pero si comparamos estos medios de navegar con los de los malayos y los polinesios, nos daremos cuenta de que el Pacífico, hasta la llegada de los españoles, era un océano asiático.
CAPÍTULO II
Aristeo, hijo de Caistrobio, natural de Proconeso, declara en su poema en hexámetros que, por la inspiración de Apolo, viajó hasta los isedones; que más allá de los isedones existen los arismapi, gente de un solo ojo; más allá de ellos los grifos que guardan el oro, y, más allá, los hiperbóreos que llegan hasta el mar. HERÓDOTO
Los primeros contactos de Oriente con Occidente. Las grandes rutas. Alejandro. Roma. Bizancio. El islam. Su expansión al Oriente. Los malayos musulmanes. El sultanato de Sulú. Los mongoles. Los grandes viajeros de Europa. Marco Polo. ARISTEO DE PROCONESO, cuando emprendió su viaje al país de los isedones y escribió su Arismapea en bien cortados hexámetros, no sabemos si también con la inspiración de Apolo, no tenía idea de que iba a entrar a la historia como el primer hombre de la cultura mediterránea que haya mencionado a China y al océano Pacífico, ya que es muy posible que los hiperbóreos, más allá de los grifos que guardan el oro, fueran los chinos y que el mar hasta el cual llegaban, el océano Pacífico. Claro está que el poeta Aristeo nunca llegó hasta China y se contentó con conocer personalmente a los isedones que moraban por aquellos tiempos, siete siglos antes de Cristo, al pie de los montes Altai. Fueron éstos quienes le relataron, mezclando el mito con la verdad, algo acerca de los extraños arismapi que tenían un solo ojo, los grifos y los hiperbóreos con el mar oriental que los limita. Aristeo da también una imagen clara de la vida de esos pueblos nómadas del centro de Asia, que tan importante papel han desarrollado en la historia del Viejo Mundo, cuando nos dice que todos ellos,
con la excepción de los hiperbóreos, al parecer gente de paz, presionan a sus vecinos. Así los isedones fueron arrojados de sus comarcas por los arismapi, quienes a su vez empujaron hacia el mar Negro a los escitas, los cuales obraron en forma semejante con los cimerios. Este presionar de una tribu a la otra, este vagar por las estepas y montañas del Asia Central, se repite en la historia hasta los tiempos modernos y, en muchos aspectos, marca la pauta y el tiempo de las relaciones entre Europa y el Extremo Oriente. Lo que presenció Aristeo seguía ocurriendo 2 000 años más tarde, con Gengis Jan y su horda, y tal vez siga sucediendo en la actualidad. Por otra parte, si dejamos a un lado la peculiaridad de tener un solo ojo, la descripción que hace de los arismapi coincide bastante con la de los mongoles. Heródoto aclara también que, con excepción de los hiperbóreos, los otros pueblos eran bien conocidos de los griegos, a través de los escitas que comerciaban o trataban con los mercaderes de la Hélade y, a la vez, con las tribus del interior de Asia. Durante el siglo VI a.C., China vivía las postrimerías de la sabia dinastía de los Chou, y aunque ésta había decaído notablemente, su nombre tenía tal prestigio que se conservaba una unidad, por lo menos teórica, en el imperio, con un sistema de tipo feudal en el cual los grandes señores competían por el poder. Ya para entonces la cultura china era relativamente antigua y había producido a hombres como Kung Fu Tse, conocido en el Occidente con el nombre latinizado de Confucio. Grecia se despertaba también a la vida filosófica y del pensamiento y, sobre todo, al momento histórico en el cual los pueblos buscan, para cimentar su economía y su poder, relaciones con otros pueblos. Así, desde esa remota antigüedad había ya relaciones, más o menos tenues, entre China al Oriente y el Mediterráneo al Occidente. Esto no quiere decir que existieran comerciantes que viajaban de El Cairo a Pekín, llevando sus mercaderías, sino que éstas iban de mano en mano, de tribu en tribu, a veces en caravanas, a veces en barcos costeros, por el océano Índico. Una de las rutas de este comercio se pierde en la más oscura antigüedad. Es la de las caravanas que ligaba Pekín con las ciudades del mar Negro o del Mediterráneo, pasando por las estepas al norte de los Himalayas. La ruta marítima que parece ser de origen más reciente pasaba por la India y cruzaba el océano Índico, para penetrar al Asia, ya fuera por el golfo Pérsico o por el mar Rojo, hasta las ciudades mediterráneas como Sidón y Tiro. Para llevar la mercancía de China a la India se utilizaban varias rutas, de acuerdo con las situaciones políticas de los territorios que era necesario cruzar. Una de ellas,
partiendo del sur de China, de Cantón, cruzaba por tierra hasta la parte alta del río Irrawady, bajaba por él y llegaba hasta las bocas del Ganges. De allí, algunos cruzaban la India por el cabo Comorín y remontando la costa de Malabar hasta el golfo Pérsico. Otra ruta cruzaba los Himalayas por los altos pasos del Kiber, para bajar después al Indo, y una tercera, que se fue estableciendo a medida que se ampliaba la tecnología marítima, zarpaba directamente de Cantón a los estrechos de Malaca, de allí a la costa Coromandel de la India y por el cabo Comorín al océano Índico y el mar Rojo. Estas rutas del sur permanecerán inalterables hasta que los portugueses, en los albores del siglo XVI, descubran la ruta del cabo de Buena Esperanza y se restituirán con la apertura del canal de Suez. La ruta terrestre al norte se sigue utilizando hasta nuestros días para el Ferrocarril Transiberiano. La antigüedad de estas rutas de comercio se puede comprobar mediante la arqueología, especialmente en las excavaciones llevadas a cabo en las márgenes del río Indo, en el Pakistán occidental, donde se han encontrado tanto objetos que provinieron de China, como otros del Mediterráneo. Esto quiere decir que ocho siglos antes de Cristo ya existía ese comercio y se traficaba por esas grandes rutas. El año 329 a.C., Alejandro de Macedonia, en su gran marcha de conquista, atravesó la Bactriana y Sogdiana y llegó hasta el río Iaxartes, donde creyó encontrarse en las fronteras de la parte habitada del mundo. Por eso fundó allí la ciudad más oriental, que denominó Alejandría la más Remota. Al retirarse, para seguir su viaje hacia la India, dejó varias guarniciones que, con el tiempo, formarán las colonias helénicas de Bactriana y Sogdiana. Durante esos años, China se debatía en una de sus cíclicas revueltas y es muy posible que el comercio se hubiera suspendido por la ruta de las caravanas y se hubiera perdido hasta la memoria de él y de los pueblos cultos al otro lado de las montañas. Por eso Alejandro, en lugar de seguir su marcha en busca de ellos, cree junto con su maestro Aristóteles, que Asia se compone sólo del Imperio persa y de la India y tuerce su ruta hacia el sur. Las colonias griegas de Bactriana y Sogdiana sobrevivieron a su fundador unos 200 años y abrieron nuevamente el tráfico y el contacto con China. En ellas estuvo, el año de 138 a.C., Chang Chien, enviado por el emperador Wu Ti, de la nueva y pujante dinastía Han. Con grandes trabajos logró cruzar la Mongolia, donde pasó 10 años como prisionero de los nómadas y, al llegar a Bactriana, se encontró en las fronteras del mundo griego, del ecumene y de la cultura mediterránea. En los mercados de Bactriana observó ciertos productos
que le parecieron de manufactura china, como sedas y bambú tallado y, al informarse que venían del sur, piensa en la posibilidad de simplificar el viaje y activar el comercio con esa parte del mundo que estaba descubriendo para China, trayendo la mercancía por mar y a través de la India. El año 126 regresa a China e intenta abrir esa nueva ruta, pero se da cuenta de que es más difícil y peligrosa que la del norte, ya que, como hemos visto, por esas fechas los chinos no eran marinos. De regreso a Pekín, vuelve a tomar el camino del norte y uno de sus compañeros logra llegar hasta el golfo Pérsico. Chang Chien llevó del Occidente a China las uvas y la alfalfa. Bajo la autoridad de la dinastía Han, China logró salir de la larga época de revoluciones que marcó el final de la dinastía Chou, para lanzarse nuevamente por los caminos de la expansión territorial. Al oeste fue ocupada la provincia de Sin Kiang, colindante con el moderno Pakistán, y se empezaron a delinear las fronteras de la China actual. Al sur el avance llegó hasta la actual Tonkín, en el golfo de su nombre, que es ahora parte de Vietnam. La influencia china se hizo sentir en Corea, Japón y Manchuria. Se cuenta que el emperador Shi Huang Ti, de la dinastía Chin, oyó hablar de que en las islas del oriente existía una droga que producía la inmortalidad, pero que los señores de esas tierras tan sólo la daban a cambio de donceles y doncellas. Inmediatamente envió a un grupo de jóvenes en busca de la droga y estos expedicionarios, aunque no lograron el secreto de la inmortalidad, fueron los primeros en llevar los rudimentos de la cultura china a Japón. Así vemos cómo desde la más remota antigüedad se van formando las dos cabezas culturales del mundo, la una en las márgenes del Pacífico y la otra en el Mediterráneo y cómo, a través de los siglos, hacen intentos por encontrarse y no es sólo el Occidente quien trata de penetrar el misterio del Oriente, sino China quien pretende descubrir las tierras que le quedan al Occidente. Lo enorme de las distancias, lo precario de los viajes a través de estepas, montañas y tribus bárbaras, hace que estos contactos sean largos y penosos y, poco a poco, se vayan llenando de mitos y leyendas. Pero la evidencia arqueológica nos comprueba que existieron y que llevaron de un extremo al otro de Asia mercancías y, por lo tanto, tal vez, ideas y experiencias nuevas en el devenir del hombre. Poco antes de la era cristiana el mundo occidental logró la unidad que China había forjado 10 siglos antes. Bajo los auspicios de Roma y mediante la fuerza de sus legiones, el mundo mediterráneo se unifica y nace a la vida el Imperio romano de Augusto, que implanta en toda la zona la pax romana.
Así, con un gobierno sólido en el Occidente, con ejércitos disciplinados que saben poner en paz a cualquier vecino, y otro en el Oriente, bajo el mando de los Han, el contacto va a hacerse más frecuente y más fácil. El Imperio chino se extendía ya hasta la meseta del Pamir y el de Roma hasta el Éufrates y controlaba además a algunos de los estados fronterizos que servían como mamparas en las siempre inquietas marcas asiáticas. Hacia el sur los romanos habían ocupado ya Egipto y llegado hasta el mar Rojo, la entrada del océano Índico. Además, el imperio había creado un grupo social inmensamente rico, amante de los lujos y con la suficiente plata y el bastante oro para pagárselos. La mayor parte de esos artículos de lujo provenían del Oriente, como las sedas, los marfiles, los diamantes y rubíes, además de incontables plantas medicinales o mágicas, junto con bálsamos y perfumes de todo tipo. Así, ante esa demanda, se establece un tráfico intenso, siguiendo las dos rutas tradicionales: por la del norte llegan las sedas directamente de China a las ciudades mercantiles del Mediterráneo, como Gaza y Damasco. Por la ruta del sur llegan las especias, los marfiles y las mercancías de la India. Este comercio se hacía generalmente mediante varios intermediarios. En la ruta del norte había ciudades mercantiles en las cuales se organizaban las caravanas, que tomaban la carga para avanzarla en una nueva etapa. En las rutas marítimas del sur, los árabes y los hindúes hacían prácticamente todo el comercio hasta el Mediterráneo, donde los mercaderes griegos y romanos compraban los artículos para llevarlos a los grandes centros del imperio, sobre todo a Roma. Pero también algunos viajeros mediterráneos se adentraban por esas rutas. Sabemos que un tal Alejandro llegó hasta Zabea, probablemente la actual Saigón, y dejó escrita una narración de sus andanzas. Maes Titinius escribió también un relato del viaje que hizo por la ruta de las caravanas, por encargo de un comerciante de Tiro, llamado Mariano. Es probable, por lo tanto, que ese Alejandro haya sido el primer hombre mediterráneo que vio el océano Pacífico. Los datos proporcionados por estos viajeros fueron incorporados por Ptolomeo en su geografía y sirvieron de base y referencia para todos los exploradores de los siguientes siglos. También se hizo famoso en Roma el libro intitulado Periplo del mar Eritreo, en el cual por primera vez se le da al Imperio del Medio el nombre de Thin, cuando dice: “Más allá de ese país [la península de Malaca] el mar termina en un lugar llamado Thin; y es en el interior de ese país, en algún lugar al norte, donde hay una gran ciudad llamada Thinae, de la cual se traen la seda cruda,
los hilos de seda y los tejidos, por tierra a Bactriana”. Plinio relata una embajada que el rey de Taprobana (Ceilán) enviara a Roma en tiempos del emperador Claudio y le llama Seres a China, tal vez porque de allí provenía la seda, seris en latín. Los taprobanos le hablaron de los chinos y le contaron que eran hombres fuertes, de gran estatura, de cabellos rojos, ojos azules y voces roncas. No sabemos si los enviados del monarca ceilanés estaban engañando a los romanos para desorientarlos en las rutas del comercio, o si se referían a ciertas tribus del Himalaya que tienen efectivamente el aspecto dicho y que muchas veces servían como intermediarios en el comercio entre China y la India. Estrabón dice que durante el reinado de Augusto más de 120 naves romanas salieron en un solo año rumbo al Oriente, partiendo de puertos egipcios en el mar Rojo y que algunas de ellas llegaron hasta las bocas del Ganges. En un libro chino, el Hou Han Shou se relata que en el año 166 de la era cristiana el “rey” de Ta Tsin, llamado Antún (Marco Aurelio, de la Casa de los Antoninos) envió una embajada que partió de Amán, llevando como regalos para el emperador objetos de marfil, cuernos de rinoceronte y conchas de tortuga. Probablemente Marco Aurelio nunca se enteró de que había enviado a sus embajadores a la corte del Celeste Imperio e indudablemente se trataba de comerciantes griegos o romanos, los cuales, muchas veces, para garantizar sus vidas y sus haciendas, se hacían pasar como embajadores. Los mismos regalos que llevaban, todos ellos de origen asiático, nos hacen ver que no provenían de Roma. En otro libro chino, el Laing Shu, se dice que, por esas fechas, muchos romanos visitaban Siam, Anam y Tonkín, pero que eran pocos los chinos que viajaban hacia el Occidente. Uno de estos chinos fue Kang Ying, quien el año 97 d.C. recibió órdenes del emperador para dirigirse a Ta Tsin, como llamaban a Roma, pero sólo logró llegar hasta Babilonia, y de allí a las costas del golfo Pérsico donde, con el asombro lógico en un hombre de tierra, observó que ese mar era salado. Unos conocidos suyos le dijeron que ese extraño mar salado era tan grande que, con vientos favorables, podía cruzarse en tres meses, y sin ellos podría tardar hasta dos años y agregaron: “que hay algo en el mar que hace que el hombre suspire por su casa y que muchos han perdido la vida en él”. El prudente Kang Ying regresó a China por la vía terrestre. El principal artículo de comercio entre China y Roma era la seda, que había enloquecido a las coquetas mujeres romanas y a los orgullosos senadores. Ésta llegaba a Sidón, Tiro o Gaza, tramada en gruesos tejidos, y
allí los hábiles artesanos fenicios sacaban algunos de los hilos de la trama, para hacer la tela casi transparente y ligera, que recibía entonces el nombre de gasa. Con ella, las mujeres de Roma, con gran horror de los moralistas como Séneca, podían lucir sus encantos. Al parecer las telas gruesas, como los damascos, no gustaban en la Roma de los césares, pero en cambio los tejidos ligeros, casi transparentes, ya eran tradicionales en el mundo mediterráneo donde, desde tiempo inmemorial, se tejía en la isla de Cos la famosa bombacina, con la fibra del capullo de un gusano semejante al de la seda. La ligereza de la gasa preparada por los fenicios con las telas chinas era tal, que Plinio tuvo que exclamar: “ut denudet feminas vestis”. La importación de las sedas chinas, de mejor calidad y más baratas, a pesar de lo largo del viaje, acabó con la industria textil de Cos, como lo hará, siglos más tarde, con la naciente industria textil de la Nueva España. A cambio de la seda, las especias y demás artículos de lujo que le llegaban de Oriente, Roma remitía plata y oro, al extremo que Plinio protesta de ese comercio, que está arruinando a Roma a razón de 55 millones de sestercios al año (unos dos millones de dólares actuales) y un poema tamil de Ceilán habla de las naves que llegan de Roma a la costa de Malabar, cargadas de oro y plata y se van llenas de canela, pimienta, clavo, nuez moscada y marfil. La mayor parte de esa moneda romana se quedaba en la India, donde aún se encuentra en considerable cantidad, y los hindúes llevaban a la China artículos manufacturados por ellos y especias de las islas Molucas, a cambio de su mercancía. Uno de los pocos artículos elaborados en Roma que llegaban al Oriente era el vidrio, sobre todo en forma de cuentas y, cosa curiosa, consta que de Gaza regresaban a China las telas, ya destramadas y teñidas de púrpura. El emperador Vespasiano, al ver cómo la plata romana se fugaba hacia el Oriente, dictó leyes para que el comercio se hiciera utilizando para el intercambio productos elaborados y no metales preciosos. Esta disposición, probablemente obligó a los romanos a convertirse en comerciantes de artículos orientales en el Oriente, como hemos visto en el caso de los “embajadores” de Antún. Es curioso observar que tanto los portugueses como los holandeses y los ingleses, siglos más tarde, van a seguir este mismo derrotero en su comercio con la China y la India. Pero las medidas económicas de Vespasiano al parecer fueron tardías o sus órdenes no se cumplieron, porque se puede calcular que en los tiempos de Cómodo ya
habían salido de Roma, en plata y en oro, más de 300 millones de dólares, cosa que contribuyó indudablemente al derrumbe económico del imperio. Es interesante hacer notar cómo desde sus orígenes el comercio entre Oriente y Occidente toma ya sus características, que han de durar hasta principios del siglo XIX. Europa y, más tarde, América, exportan metales preciosos e importan, a cambio de ellos, artículos de lujo. Cada vez que los traficantes occidentales en artículos orientales se dan cuenta de lo ruinoso del tráfico que están haciendo, se dedican al comercio en Oriente de artículos orientales. Portugal comerció con caballos de Arabia y especias en China y la India. Inglaterra, más tarde, introduce el opio a China, a falta de un producto con el cual pagar las mercancías que desea. Solamente España y la Nueva España insistirán siempre en realizar ese comercio a base de plata acuñada y lograrán, como sucediera ya en tiempos de Roma, que el peso mexicano, al igual que el sestercio, se convierta en la moneda base del Oriente. La decadencia del Imperio romano se empieza a agravar a principios del siglo III y afecta profundamente el tráfico con el Oriente. Aunque Roma conserva aún durante algún tiempo intacta su extensión territorial, pierde la fuerza necesaria para hacerse respetar por sus vecinos y baja tanto el valor adquisitivo de su moneda, que los emperadores se ven obligados a devaluarla varias veces, poniendo cada vez menos plata en la aleación y haciéndola inaceptable en los mercados orientales. Con Diocleciano primero y, más tarde, durante el gobierno de Constantino, se detiene en algo la decadencia económica romana, pero ya el mal es irremediable y tanto al oriente como al sur de Roma van surgiendo potencias comerciales que van a interrumpir los contactos directos. Al este, en las márgenes del Tigris, vuelve a surgir, como una verdadera potencia, el Imperio persa que acaba por controlar totalmente el tráfico por la ruta de las caravanas. Al sur, en las costas del mar Rojo, se crea el reino de Axum, que logra tener un control total sobre el mar Rojo y, por lo tanto, el tráfico marítimo con la India y la Especiería. Los señores de Persia y de Axum, seguros en sus posiciones geográficas, acabaron por dividirse entre sí todo el comercio, reservándose los primeros el de la seda y los segundos el de las especias, con lo cual el puerto de Abdulis, en el mar Rojo, se convirtió en el principal centro de contratación de esas mercaderías. Con eso Roma y todo el mundo mediterráneo quedaron sujetos a los precios que esos dos países quisieron fijar por las mercaderías que pasaban por sus manos, y esta situación, con diferentes señores que controlen en las ciudades intermedias, va a durar mil años, hasta que los portugueses abran la ruta
directa por el sur de África. En la ruta marítima, la del sur, había otras varias ciudades que medraban con el tráfico, encareciendo en cada caso la mercancía. Las especias, por ejemplo, partían de las Molucas, donde su precio debe haber sido ínfimo, y llegaban a alguna de las ciudades que sucesivamente fueron dominando los estrechos de Malaca. Allí cambiaban de manos y subían de valor, para pasar a alguna de las ciudades mercantiles de la India, en la costa de Malabar, donde volvían a cambiar de manos y aumentar su valor. De esa ciudad, que pudo haber sido Cochín, Goa o Calicut, pasaban por el mar Rojo y también cambiaban de manos, aumentando aún más su valor. De Abdulis llegaban a las ciudades mediterráneas como Alejandría, Gaza o Damasco, desde las cuales se distribuían al resto del mundo romano. Así, el comercio de Oriente daba vida a una infinita cantidad de ciudades y gente, tanto mercaderes como marinos, pero empobrecía en forma sistemática al imperio. Con la fundación de Constantinopla, la situación se agrava. La nueva gloria imperial, muy influida por el fasto de Oriente, requiere una enorme cantidad de sedas, piedras preciosas y perfumes para sostener su boato e impresionar a los reyes bárbaros que se aglomeran en las fronteras. Para ello Bizancio consume una cantidad enorme de artículos del Oriente y depende cada día más, en su economía, de los comerciantes y del Imperio persa, su enemigo tradicional. Surge entonces el caso que se ha de repetir con el islam, de que por un lado se combate al enemigo, pero por el otro se le enriquece con el comercio de artículos orientales. Los mercaderes persas, seguros de su comercio y al fin y al cabo buenos mercaderes, saben aprovechar las angustiosas necesidades de la casa imperial y aumentan sus precios sin ton ni son, provocando escaseces artificiales de seda y especias. Pero si los traficantes persas y etíopes eran astutos, no se quedaban atrás los bizantinos, que trataban por todos los medios de romper el monopolio y forzar a los comerciantes de Axum para que empezaran a importar sedas por la ruta marítima, para hacer competencia a los persas. Pero los mercaderes se reunieron en contra del imperio y siguieron en su acuerdo de dividirse fraternalmente el tráfico. Entonces los bizantinos, resueltos a tener seda y a no pagar los precios tan altos, lograron establecer en sus territorios el cultivo de la morera y del gusano de seda, en el año 542. Se cuenta que unos clérigos trajeron de contrabando, dentro del puño hueco de sus bastones, las larvas de los gusanos de seda. Con el cultivo local, el comercio de esta mercancía fue decreciendo en Europa y se establecieron sericultores en varias partes del
Mediterráneo, desde Grecia hasta España. Subsiste el tráfico de unas especias que no se pueden cultivar en el clima europeo, pero va decreciendo poco a poco, porque la Europa convulsionada por las inmigraciones de los bárbaros, no tiene dinero y, muy pronto, apetito por esos lujos exóticos. Los nuevos señores del imperio de Occidente, más o menos cristianizados y romanizados, no saben de sedas, ni del sabor de las especias; comen la carne asada en grandes truscos y se visten con pieles, cáñamo, lino y hierro; sus palacios son fortalezas de piedra, frías, oscuras, hechas no para gozar de la vida, sino para defenderla de la acometida constante de los vecinos y de los invasores. En ellos no tienen cabida los tapices y los cortinajes. En verdad, en ese mundo del principio de la Edad Media, el lujo del Oriente ya no tiene sentido. Pero no necesitar lujos y la escasez de dineros no detiene el afán de los occidentales de adentrarse por los caminos del Asia, aunque en la Edad Media ya no buscan mercaderías, sino almas que redimir. Son los cristianos los que se riegan por los antiguos caminos de las caravanas, estableciendo comunidades, especialmente después del triunfo de la religión cristiana sobre el paganismo, en el gobierno de Constantino. La mayor parte de ellos son de la secta nestoriana, condenada por el Concilio de Éfeso, pero tremendamente activa en su labor de proselitismo en Asia. Sus huellas se encuentran en Persia, en el Turkestán, en Siber y la Mongolia y llegan a penetrar hasta la misma China, donde forman comunidades que han sobrevivido en el tiempo. Para el hombre europeo ha llegado la gran hora del cristianismo, y el pensamiento y la cultura se encaminan a estudiar y tratar de aquilatar esas asombrosas relaciones que existen entre el hombre y su Dios y que el Evangelio y san Pablo han dado a conocer. Y ese nuevo pensamiento está abierto, al contrario de las antiguas religiones, a todos los hombres, cualquiera que sea su raza y su religión, sean o no ciudadanos romanos, sean libres o esclavos. Por primera vez, Occidente tiene una religión ecuménica, con un mensaje de sinigual trascendencia y siente la necesidad de extenderla a todo el mundo, necesidad que va a ser uno de los principales motores de la gran expansión del siglo XVI. Pero, por otro lado, el hombre medieval, al integrar su pensamiento en función de la Divinidad y de la persona humana y divina de Cristo, trata de reducir todo conocimiento a esa gran verdad y encontrar una síntesis entre lo natural y lo sobrenatural, lo humano y lo divino. El mismo estudio de la geografía, que había llegado a ser una ciencia exacta en tiempos de los griegos y romanos, sobre todo con Ptolomeo y
Eratóstenes, se inunda de ese nuevo espíritu místico que ha de perdurar hasta los días de Enrique el Navegante, cuando vuelve a convertirse en una ciencia. El extraordinario geógrafo Cosmas Indicopleustes, en su famosa Topografía cristiana universal crea una nueva concepción del mundo, conforme a la cual la Tierra está contenida en el Arca de la Alianza, cuya tapa es el firmamento. La Tierra es plana y tiene la forma de un paralelepípedo en cuyo centro se alza la montaña de Jerusalén, porque no se podía concebir que Cristo hubiera muerto en un lugar que no fuera el centro exacto de la tierra. Según Cosmas, para ir a China había que seguir el siguiente derrotero: “El viajero que vaya a Tzinista tiene que virar hacia arriba, después de Taprobana y tierras allende, tanto como el golfo Pérsico se extiende hacia Persia. Y más allá de Tzinista no hay navegación ni tierras habitadas”. Con tan vagas indicaciones, algunos viajeros occidentales siguen buscando los caminos del Asia y en la crónica de Guillermo de Malbesburie leemos que en el año 883 el rey Alfredo de los anglos “envió también regalos, más allá de los mares a Roma y santo Tomás en la India. Su mensajero en este asunto fue Sigelmus, obispo de Shirburne, quien con gran prosperidad viajó a través de la India y regresó con muchos y extraños contactos y costosas especias, tales como ese país produce abundantemente”. Eso es todo cuanto sabemos acerca de ese viaje, pero es seguro que el obispo Sigelmus buscaba esos mitológicos cristianos que convirtiera en el siglo I el apóstol santo Tomás y que seguirán figurando en la esperanza de los cristianos del Mediterráneo hasta el gran desencanto del siglo XVI. Mientras Roma vivía el proceso de su decadencia y muerte como imperio, China pasaba por conmociones semejantes desde el año 220, cuando acaba entre grandes convulsiones la dinastía Han, hasta el 608 cuando la dinastía Hang logra afirmarse en el poder; todo es guerras, desastres, invasiones de bárbaros mongoles y manchúes, lo cual, indudablemente, hace que se resienta la producción de sedas y su comercio. Al finalizar este periodo de guerras intestinas, China, al contrario de lo que sucediera en Europa, se vuelve a unificar y no se convierte, como el Imperio romano, en una serie de naciones distintas, sino que conserva su unidad. En el siglo VII d.C. cambia por completo el panorama de Europa y del mundo euroasiático con la aparición de una nueva fuerza, la de las naciones arábigas, reunidas en torno de una idea religiosa, el islam. No quiere decir esto que los árabes salieran al mundo por primera vez con el movimiento expansionista del islam. Desde tiempos muy antiguos los encontramos ya
dispersados por todo el mundo, tanto el asiático como el mediterráneo, entregados por lo general al comercio. En las rutas del Oriente dominaban el tráfico marítimo desde muchos siglos antes de la aparición del profeta Mahoma y, como hemos señalado ya, comerciaban hasta China y la Especiería. Pero reunidos bajo los estandartes del profeta, con un ideal común que los alentara, se lanzaron, no ya a una expansión privada y comercial, sino de conquista. En el Medio Oriente, en muy pocos años lograron la conquista del Imperio persa y dominaron todo su territorio. En unos cuantos combates destruyeron los ejércitos del Imperio bizantino y se adueñaron de la cuenca mediterránea desde Damasco hasta Marruecos. De allí saltaron a España, que ocuparon casi totalmente, lo mismo que Portugal, y pasando los Pirineos se extendieron por el sur de Francia hasta que fueron detenidos y replegados por primera vez, por Pipino el Breve. En menos de un siglo habían podido conquistar la mitad del mundo romano y el mundo de los sasánidas y habían presentado a la cristiandad la más grave amenaza que hubiera visto. Durante 700 años el mundo cristiano de Europa luchará por reponerse de ese golpe, y toda su historia, hasta el siglo XVII, girará alrededor de esa lucha a muerte contra los musulmanes y de los diferentes reinos e imperios creados por ellos. Y aun después de tantos siglos de lucha y de esfuerzo, que origina como veremos adelante la expansión occidental hacia todo el mundo, la cristiandad no ha logrado recobrar la cuenca mediterránea en su totalidad. Para la historia europea, como lo hace ver Ortega y Gasset, la expansión arrolladora del islam en su primer siglo significa un cambio más profundo que la misma caída del Imperio romano. En cuanto a la geografía de la historia, la tradicional línea del mundo occidental, griego, romano y cristiano que se había tendido, como centro, a lo largo del Mediterráneo, con África al sur y Europa al norte, se modifica y se convierte en la línea carolingia, que corta Europa en dos mitades, de norte a sur, separando lo que, con el tiempo, han de ser Francia y Alemania. Así, desde el siglo VIII, la historia europea o cristiana, ya no gira alrededor y a lo largo de la línea mediterránea, perdida para siempre, sino de la línea carolingia. Otro de los notables efectos de esta expansión será la creación de las características básicas del pueblo español que ha de surgir, en el siglo XV, con modalidades y con una historia distintas a las del resto de Europa. Antes de esa increíble expansión islámica, comparable sólo en su magnitud y rapidez a la española del siglo XVI, los pueblos de la península arábiga estaban divididos en dos grandes grupos. Uno era el de los pastores
nómadas del desierto que aunaban a la pacífica labor de criar camellos y caballos la bélica de hacer incursiones sobre los vecinos agricultores o la de asaltar caravanas de mercaderes. La otra parte de la población vivía en los centros comerciales de La Meca y de Medina y se dedicaban al tráfico, tanto de los escasos productos de la misma Arabia, como de los del Oriente. Entre ellos vivían comunidades de judíos y de cristianos, aunque la mayoría conservaba aún su antigua religión idolátrica. Es indudable que la prédica de una nueva religión y una nueva moral hecha por Mahoma como el profeta del Dios Único, en el siglo VII, dio cohesión y propósito común a esas fuerzas dispersas y unió al beduino y al mercader, al traficante de caravanas y al marino del mar Rojo en un solo espíritu, para el logro de un fin común: el de extender los beneficios del islam a todos los rincones de la Tierra. El pensamiento teológico y filosófico del profeta, como se ve en el Corán, estaba basado y enraizado profundamente en la religión hebraica y podemos afirmar que el Dios del islam era el mismo que el de Israel y, por lo tanto, que el de los cristianos. Muy pronto, en su avance por el Medio Oriente, los musulmanes entraron en contacto con la filosofía griega, a través del cristianismo y de las comunidades cristianas, tanto ortodoxas como nestorianas y tomaron mucho de esa cultura, que fundieron con la suya y con la de Israel. Sobre todo supieron aprovechar los grandes adelantos en matemáticas, cosmografía y geografía de los griegos de principios de la era cristiana. La Hégira, Hijra en árabe, o sea la salida del profeta de La Meca hacia Medina para formar la primera ciudad-estado, tuvo lugar el año 622, y 10 años más tarde, a la muerte de Mahoma, ya las dos ciudades eran comunidades islámicas dominadas por el Corán y la ley musulmanes. Siguiendo la tradición árabe, que habría de incorporarse definitivamente a la tradición musulmana, los sayids o personas principales escogieron al sucesor de Mahoma. Fue designado Abu Bakr. Pero una vez electo, ya no era un jeque como tantos anteriores, jefe de una tribu, sino que era la cabeza de un estado territorial. Para gobernar adoptó el título de “califa” o “delegado” (del profeta) y se convirtió también en jefe religioso e inició la expansión violenta del islam. Esta primera expansión, como ya hemos visto, se llevó a cabo en el Medio Oriente y el norte de África, hasta España. Hacia el Oriente no hubo tal expansión violenta, sino hasta pasados cinco siglos, cuando se funda, en el norte de la India, el gran Imperio gujerat. Lo extraño del caso es que antes de
la expansión del islam los mercaderes árabes se habían extendido mucho más hacia el Oriente que hacia Europa o África. Por los anales chinos ya citados de Chau Ju Kua, sabemos que por el año 300 de la era cristiana ya había una colonia de mercaderes árabes en la ciudad de Cantón. Estos comerciantes tenían enclaves y factorías en varios puntos del mar de China, en la actual Indonesia y en las costas de la India. Eran originarios del sur de la península arábiga, del Hadrami en las costas del océano Índico, la parte más pobre y desértica de toda la región. Desde tiempos muy antiguos se habían dedicado a la navegación y habían descubierto el régimen de los vientos del monzón, que les permitía cruzar de Arabia a la India con relativa seguridad y facilidad. Y por esta ruta, que habrían de usar también los griegos y romanos, chinos y malayos, lograron acaparar casi todo el comercio de las especias, de las perlas y del marfil y abrir la ruta marítima que llevaba hasta el mar de China y, probablemente, hasta las islas Molucas. Al consolidarse el poderío islámico, este comercio adquirió un auge mayor que en tiempos de Roma y muchos de los mercaderes árabes dispersos en el Oriente se convirtieron al islam, lo cual los ligó más aún con su patria de origen. Fue tan rápida esta conversión al islam, que para el año 628 ya los mercaderes árabes de Cantón eran musulmanes. Las crónicas chinas relatan que el emperador Tai Tsong, de la dinastía T’ang, tuvo en ese año un sueño, en el que vio a un hombre con un gran turbante en la cabeza que se postraba frente a él. Deseoso de conocer el sentido de ese sueño, envió a tres mensajeros para que le buscaran a ese hombre del turbante e investigaran cuál podía ser su raza y su nación. Sólo uno de los tres mensajeros pudo regresar a la corte, trayendo al hombre del turbante, el cual le habló al emperador del Corán y de la fuerza de ese movimiento que se había gestado en el otro extremo del Asia. Si descartamos de tan bella leyenda la parte del sueño imperial, nos encontramos con que para esas fechas, cuando apenas se iniciaba en el Medio Oriente la gran explosión islámica, ya había en China o cerca de sus fronteras árabes que habían oído hablar de esa región. La paz islámica en el Medio Oriente y el norte de África creó ciudades prósperas y cultas que ambicionaban y sabían usar, al contrario de los europeos de esa época, las mercaderías de lujo del Oriente, lo cual abrió grandes mercados a estos artículos. Además, por el mismo orden islámico establecido en todos los territorios conquistados, el transporte se hizo más fácil y seguro, ya que los caminos, por primera vez en muchos siglos, se vieron libres de asaltantes. Más tarde, cuando las ciudades italianas, sobre
todo Venecia y Génova, empezaron a comerciar con los musulmanes, a pesar de las reiteradas prohibiciones pontificias, los árabes radicados en China, la Insulindia y la India se convirtieron en los monopolizadores de ese tráfico, sobre todo el de las especias y no sólo aseguraron los mercados mediterráneos en los cuales poder colocar sus productos, sino también lograron mercancías europeas para ofrecerlas en Oriente, lo cual les dio mayor prestigio y riqueza. Tal vez porque ya estaban establecidos como comerciantes y eran hombres prominentes en sus comunidades, los árabes del Oriente, al convertirse al islam, no intentaron una conquista violenta, ni trataron de llevar a cabo un intenso proselitismo religioso. El comercio siguió sus cauces más o menos pacíficos hasta el año 758, cuando las colonias persas y árabes de Cantón saquearon e incendiaron la ciudad. No podemos explicarnos bien a bien las causas de esta actitud violenta y contraria a las normas del comercio pacífico. Estos hechos sucedieron bajo la dinastía T’ang y los musulmanes en China, por ese tiempo, ya no eran sólo comerciantes, sino que unos años antes habían servido como mercenarios en los ejércitos chinos, para sofocar la rebelión de Au Lu Shan. Tal vez el conocimiento de su fuerza que adquirieron con esa experiencia, más las muchas trabas y humillaciones que las autoridades imperiales imponían a los extranjeros, provocaron el incidente, único en las relaciones comerciales del islam con China. La reacción inmediata de los emperadores fue la orden de cerrar todos los puertos del imperio a los extranjeros, sobre todo a los musulmanes, y los árabes, durante muchos años, tuvieron que permanecer en la periferia de China y comerciar con Indonesia, las Filipinas y Borneo. Esto hizo que algunas casas de comercio y colonias árabes se establecieran en esos sitios y controlaran las rutas de comercio secundarias. El régimen de los monzones, que marcaba la navegación en todo el sur de Asia, obligaba a los navegantes y mercaderes a esperar el cambio del viento, de acuerdo con la temporada, en algún puerto, a veces hasta durante medio año. Por otra parte se veían obligados a aguardar durante varios meses en ciertas factorías que se reuniera la mercancía necesaria para llenar sus naves, la cual solía provenir de diferentes regiones. Esto obligó a los mercaderes a formar establecimientos permanentes en todas las rutas, tanto la principal que iba de Cantón a Arabia, como las secundarias, que partiendo de ésta se adentraban entre las islas de la Insulindia o remontaban los grandes ríos de la península de Siam. Con el tiempo, estos establecimientos se convirtieron en verdaderas ciudades, colonias musulmanas con sus fortalezas, sus flotas y sus
ejércitos. Los que se establecían en ellas se casaban con las mujeres del país y las convertían al islam, lo mismo que a los parientes cercanos, pero el proselitismo religioso no pasaba de eso. En todas las ciudades mercantiles de Oriente se encontraban estas colonias, más o menos numerosas, de árabes musulmanes, junto a colonias de otras razas y otras religiones, ya que en toda la ruta que pudiéramos llamar de las especias había una extraordinaria libertad de conciencia, de comercio y de navegación. Los enemigos no eran los hombres de otra raza o de diferentes creencias, sino los bandidos de tierra y los piratas. Claro que en aquellos tiempos resultaba difícil marcar la línea divisoria exacta entre el honrado mercader y el pirata y muchos hubo que comerciaban cuando pudieron hacerlo y se volvieron piratas cuando vieron que había mayores ganancias en ese negocio. Pero las ciudades, ya fueran de la India, de los imperios indonesios, de los kemeres, de los champas en el reino de Siam, de China o del Japón, eran abrigo seguro para todos los marinos que llegaran a comerciar en ellas. Entre esas ciudades se destacaron, por la importancia estratégica de su posición geográfica, las que, una a una, fueron dominando los estrechos de Malaca, puerta occidental del mar de China. Han sido varias las ciudades que han tenido ese dominio, desde Perak, Pasai, Malaca y Aché hasta el moderno Singapur. En 1258 los musulmanes del Asia central sufrieron un impacto semejante al que la cristiandad había sufrido 500 años antes. Aparecieron de las llanuras del norte de Asia los mongoles y en campañas de asombrosa rapidez lograron tomar Bagdad y destruir el califato. Las consecuencias se hicieron sentir en todo el mundo islámico, aunque no con la magnitud que le han querido dar ciertos historiadores. Desde hacía tiempo, el califato era la sombra del poder y su caída se veía como irremediable, de una manera o de la otra. Pero la caída tan violenta tuvo consecuencias inesperadas. La principal fue la dispersión del poder civil y el fin de la unidad del mando en lo político y lo religioso. Por otro lado, esta dispersión violenta provocó la diáspora de sabios y de hombres de guerra musulmanes hacia todos los extremos de su mundo, especialmente hacia la India. Un tiempo más tarde se forma allí, en la zona del norte, el gran Imperio gujerat, totalmente musulmán y los sabios y los santos islámicos acentuarán el proselitismo religioso, tanto en la India como en toda la ruta de la Especiería. En 1290 Marco Polo estuvo en Perak, que era entonces la ciudad más importante de los estrechos y observó que los habitantes de Sumatra eran
idólatras en su mayoría, pero que muchos de los que vivían en los puertos, cerca de las colonias de mercaderes árabes, se habían convertido ya al islam. Sabemos que 10 años más tarde el rey de Pasai, en Perak, se convirtió al islam y tomó el nombre árabe de Malik el Salek. Con la ayuda de los comerciantes musulmanes, que preferían tratar con caudillos de su misma fe, convirtió a la ciudad en la más importante de los estrechos, primacía que le duró un siglo hasta que el gobernante de Malaca se convirtió a su vez a la ley del profeta y le arrebató el primer sitio. Ibn Batuta, el gran viajero musulmán, estuvo dos veces en Samudia, en Sumatra, cerca del año 1345, y recuerda en su libro, con gran satisfacción, que el rey Malik Az-Zahir era musulmán y que con sus correligionarios sostenía guerra en contra de los idólatras. Si se trataba de guerras religiosas, el caso no es típico de la expansión islámica al Oriente. Más bien, parece tratarse de una de esas inacabables guerras malayas, en este caso contra el poderío del Imperio madahapahit. De acuerdo con Richard Winsted, en 1416 los viajeros chinos al Asia sudoriental informaban que en Aru, Sumadra, Pidir y Lambri, en la isla de Sumatra, todos los habitantes eran mahometanos ya. La grandeza de Malaca, que será durante 100 años la metrópoli del islam en Asia sudoriental, se inicia alrededor del año 1409, cuando su gobernante se convirtió. La historia de esta ciudad ilustra, tal vez mejor que ninguna otra, los sistemas de expansión de los mahometanos entre los malayos y los complejos negocios de la política en aquellos tiempos. El año de 1400 Malaca era un miserable puerto de pescadores malayos y formaba parte del territorio del reino de Siam. Un príncipe malayo, Paramesvara, se establece allí, junto con un pequeño grupo de seguidores y algunos praos. De inmediato inicia su política de provocar fricciones entre sus dos fuertes vecinos, el reino de Siam al cual debe vasallaje y el imperio de Mataran en Sumatra. Pronto se hace de fama por su arrojo y su largueza en el reparto del botín y se le unen grandes grupos de piratas y de pescadores, con los cuales organiza una flota poderosa, para cobrar tributo y dar protección a todos los navegantes que cruzan por el estrecho. Aún patrullaban los mares las grandes flotas de los eunucos chinos, de quienes ya hemos hablado, y tanto el reino de Siam como el de Mataran habían rendido vasallaje teórico al emperador de China. Paramesvara conoce a fondo la turbia política fronteriza del estrecho y sabe que a la nueva y pujante dinastía Ming no le cuadran los grandes reinos que se puedan formar en sus fronteras o en sus zonas de influencia. Así, hace alianza con el gran eunuco Cheg Ho y
con su ayuda logra derrotar al rey de Siam y hacerse amo y señor de los estrechos. Mientras logra esto, ha conseguido la neutralidad del imperio de Mataran, pero no bien ha acabado la guerra con los siameses, se vuelve en contra de los de Sumatra, y siempre con la ayuda de Cheg Ha, los destruye y queda dueño de ambas márgenes del estrecho. Para afianzar su posición, hace el largo viaje hasta Pekín y el emperador Ming le concede el sombrero y el traje ceremoniales, que serán el símbolo de su nueva autoridad como vasallo y representante del Celeste Imperio en el sur. Muy pronto Malaca se convierte en lugar obligatorio de recalada para todas las embarcaciones que pasan de la India al sur de China a las islas de las Especias, y se establecen allí varios grupos de comerciantes musulmanes de Arabia. Paramesvara se da cuenta de que ha llegado el momento oportuno de cambiar su alianza y dejar a un lado a la lejana China, cuyas flotas de guerra empiezan a desaparecer de esos mares y hacer alianza con los musulmanes, que son la nueva potencia. Para ello se convierte al islam con toda su casa y toma el nombre de Megat Izkandar Sha. El hecho de adoptar para su título el término Sha nos indica, según el doctor César A. Majul, que en la conversión de Paramesvara hubo una indudable influencia de los sabios persas de la gran rama sufí del islam, que se esparcieron por todo el mundo mahometano, especialmente el sur de Asia, a la caída del califato de los Abásidas de Bagdad en poder de los mongoles. Durante los siglos XIII y XIV se encuentran en esa zona, con mucha frecuencia. las huellas de esos hombres santos de la división Suri. En la crónica malaya Sejarah Melayu se dice que los grandes maestros del islam que dieron vida a la cultura de Malaca eran de “arriba del viento”, esto es, hombres que habían llegado con los vientos del monzón de Arabia o de Persia, y el uso constante de los nombres de Izkandar (Alejandro) y de Sha, nada usuales en Arabia, nos indican que eran de Persia. Con la conversión de Paramesvara, su dinastía se afirmó en Malaca y la ciudad se convirtió en el bastión más fuerte y el emporio de mayor riqueza del islam en el Oriente, hasta su destrucción por Albuquerque en 1511. Hay que hacer notar que la parte del norte de la India, el Imperio gujerat sobre todo, se vio profundamente influida por los grandes pensadores y filósofos persas, mientras que las colonias de las ciudades comerciales del sur de la India y de Ceilán seguían el pensamiento de los maestros árabes, pero tanto los unos como los otros parecen haber iniciado, a principios del siglo XVI, una etapa de proselitismo sin precedentes en esa zona. Para fines del siglo XV esta expansión, pacífica por lo general, había llegado ya hasta las
islas Molucas y el sur de las Filipinas, en las márgenes del Pacífico y probablemente se empezaba a extender hasta la Micronesia. En ese tiempo un hombre santo árabe convirtió al sultán de Tidore en las Molucas, al igual que a toda su corte y muy pronto el pueblo siguió a sus dirigentes en la nueva fe. En 1474, otro sabio misionero árabe, el jeque Abdala, hizo proselitismo en el sultanato de Kedah, en la península malaya, y fue otro árabe quien consolidó el islam al sur de Filipinas, el jeque Aulia Tarim-ul Makdum, quien construyó la primera mezquita en Bwansa, en el archipiélago de Sulú. Aunque el islam no tiene un clero organizado a la manera de las iglesias judías y cristianas, muchos hombres sabios musulmanes han dedicado su vida, a la manera de los misioneros cristianos, a la propagación pacífica de la fe del profeta. Estos hombres, cuyo número se incrementa notablemente en los siglos XIV y XV, eran por lo general de santa vida y de gran cultura en el Corán y en su ley. Vemos cómo muchos de los sultanatos rajás y datus de los malayos los llaman a sus señoríos para que funjan como jueces y consejeros y, además, se encarguen de instruir en la fe musulmana al pueblo. Y muchas veces, tantas que casi parece un sistema establecido, el aula u hombre santo se casa con una de las hijas del sultán y hereda el poder, creando en muchos casos una dinastía. Caso típico de ello es Sulú, el sultanato musulmán más antiguo y más importante en las márgenes del Pacífico, al sur de Mindanao, dentro de la actual República de Filipinas. Los primeros musulmanes que llegaron allí eran malayos islamizados que aparecen, según se desprende de la Genealogía de Sulú, en una de las típicas oleadas de expansión malaya que ya hemos visto. Conviene citar esta primera parte de la Genealogía, tanto por la forma tan clara con la que explica este fenómeno histórico de las invasiones por oleadas como por ser típica en su estilo narrativo de otros muchos textos de esa épica: Este capítulo trata de los habitantes originales de la isla de Sulú. Los primeros habitantes de la isla de Sulú fueron las gentes de Maymbung, cuyos gobernantes eran los dos hermanos datu Sipad y datu Nargwansa. Después de ellos vino la gente de Tahimaha, que formaron otro grupo. Después de ellos llegaron los Bajaro de Juhur Uohore en Malasia. Fueron traídos hasta aquí por una tempestad y divididos en dos grupos. Algunos de los Bajaws fueron llevados por la tempestad a Brunei y otros a Mindanao. Después de la llegada de los Bajaws, la gente de Sulú formó cuatro grupos. Un tiempo después de que sucediera eso llegó Karimil Makdum [el jeque Aulio Karimel Makdum]. Cruzó el mar en un vaso o bote de hierro y se le llamó Sarip. Se estableció
en Bwansa, en el lugar donde vivían los nobles Tahimaha. Allí gente de todas las direcciones se estableció alrededor y construyó un templo. Diez años más tarde el rajá Baginda vino de Manakalaw en Zamboanga [Mindanao]. De allí pasó a Basilan y después a Sulú. Cuando llegó a Sulú, los jefes de Bwansa trataron de hundir sus praos y ahogarlo en el mar. Allí se defendió y luchó en contra de ellos. Durante la lucha preguntó la razón por la cual querían sumir sus praos y ahogarlo. Les dijo que no había cometido ningún crimen en contra de ellos y que no había llegado allí arrojado por alguna tempestad, sino que tan sólo estaba viajando y que había venido a Sulú para vivir entre ellos, porque era mahometano. Cuando supieron que era mahometano lo respetaron y lo recibieron con hospitalidad. Los jefes que vivían entonces en Sulú eran: datu Layla Uján, datu Sana, datu Amu, datu Sultán, datu Dasa y datu Ung. Otra clase de jefes llamados mantiri eran tuan Jalal, tuan Akmat, tuan Saylama, tuan Hakim, tuan Buda, tuan Da’im y tuan Bujang. Los jefes de los tahimahas eran oranghaya Simtu y oranghaya Ingsa. Todos estos jefes estaban vivos cuando el rajá Baginda llegó a Sulú. También llegaron a Sulú, desde Bwauyan [en Sumatra] Sangilaya Bakti y Sangilaya Mausala. La mujer de éste se llamaba Baliya’an Nyaga. Cinco años después de la llegada del rajá Baginda a Sulú, el rajá de Java envió un mensajero a Sulú, portador de un regalo de elefantes salvajes. El nombre del mensajero era Jaya. Murió en Ansang y sólo los elefantes llegaron a Sulú. Después de ese tiempo, llegó el sayid Abu Bakr de Palembang [Sumatra] a Brunei y de allí a Sulú. Cuando llegó cerca encontró algunas gentes y les preguntó “¿Dónde está su ciudad y dónde está su mezquita?” Ellos dijeron: “En Bwansa”. Entonces fue a Bwansa y vivió con el rajá Baginda y estableció la religión en Sulú. Aceptaron la nueva religión y declararon su fe en ella.
CAPÍTULO III
El gran servicio que hemos de hacer a Nuestro Señor echando a los moros de este país y apagando el fuego de la secta de Mahoma, para que no pueda encenderse ya nunca. Y también tengo por cierto que si quitamos a los moros este tráfico de Malaca, Cairo y La Meca, quedarán arruinados y Venecia no recibirá ya más especias, si no va a comprarlas a Portugal. Palabras de don ALFONSO DE ALBUQUERQUE, antes de la toma de Malaca en 1511
Portugal en el siglo XV. Don Enrique el Navegante. La revolución en la geografía. La vuelta de África. El comercio con la India. Malaca. Las Molucas. Macao. Japón. La decadencia. San Francisco Javier. EL HOMBRE europeo del siglo XV tenía tras de sí una larga tradición de expansiones territoriales o ampliaciones del ecumene. Alejandro de Macedonia había llevado los confines del mundo conocido hasta las faldas del Himalaya y el río Indo. Los romanos lo habían extendido por el sur hasta los desiertos atrás de Egipto y habían incorporado la cultura romana a la península ibérica y las Galias. Pero a la destrucción del Imperio romano y durante la Edad Media, ese ecumene se había vuelto a reducir notablemente, sobre todo debido a la presión del Imperio musulmán, que para el año 800 ya le había arrebatado a los europeos toda la cuenca sur del Mediterráneo y toda posibilidad de expansión hacia el Oriente. La geografía, como lo hemos visto ya, imposibilitada para extender sus conocimientos en un plano horizontal, crecía verticalmente, buscando respuestas divinas a los problemas planteados por la forma de la Tierra. Y esa geografía teocéntrica de Cosmas Indicopleustes se reducía a un pequeño plano mediterráneo, en el cual más de la mitad pertenecía al enemigo de la cristiandad y que, al poniente, estaba
limitado por el misterio impasable del océano Atlántico. Y ante la aparente imposibilidad de adentrarse por ese mar tenebroso, la cristiandad se desangraba tratando de romper la muralla del islam por el oriente. Algunos visionarios, desde fines del siglo XIII, concibieron la posibilidad de modificar esa táctica de las cruzadas y enfrentar el misterio por las costas africanas y llegar así hasta la retaguardia del islam y el sitio de donde provenían todas las riquezas tan codiciadas por los europeos. Uno de éstos fue el genovés Ugolino de Vivaldo que, en 1291, cruzó en su galera de remos el estrecho de Gibraltar e inició la exploración de la costa africana, llegando casi hasta el cabo Bajador. Pero la nave no era adecuada para los grandes viajes y los expedicionarios hubieron de regresar desalentados. Por el norte, los vikingos navegaban hasta Islandia, Groenlandia y las costas americanas, pero entre ellos y el mundo mediterráneo había un abismo cultural y de distancia, así que sus proezas eran totalmente desconocidas en las ciudades mercantiles de Italia y de Portugal. Los viajes que hemos visto en el capítulo anterior, como el de Marco Polo, no hacían más que seguir rutas ya conocidas por otros pueblos y por la antigüedad clásica y servían tan sólo para comprobar, una vez más, la barrera que el islam significaba para una verdadera expansión europea. Debido a todos estos factores, el hombre europeo de principios del siglo XV no veía más posibilidad de extenderse a otras partes del mundo, que la de seguir, en el Mediterráneo y en las costas del norte africano, la cruenta lucha en contra del islam. Y en el siglo XV la situación de Europa se había vuelto intolerable. Aunque los musulmanes habían sido arrojados de Portugal y casi totalmente de España, donde ya tan sólo controlaban pequeños territorios al sur, en el Oriente se habían vuelto mucho más poderosos, hasta el extremo de que, a mediados del siglo, lograron tomar la ciudad de Bizancio, que durante cerca de 1 000 años había sido bastión de la cristiandad ante las fuerzas de Asia. La caída de Constantinopla sacudió a la cristiandad casi tanto como la de Jerusalén seis siglos antes, pero ya no existía la unidad necesaria alrededor de Roma y del papado que permitiera iniciar una acción conjunta como la de las cruzadas. La ilusión que se tuvo años antes de que los mongoles podían ser aliados de los cristianos en contra del islam se desvaneció pronto, cuando éstos se convirtieron a la fe del profeta y fortalecieron las fuerzas tradicionalmente enemigas, con nuevos elementos del Asia Central. Pero Europa, con una población creciente, con mayor riqueza y mayor cultura debido a las universidades y al descubrimiento del tipo móvil para la
imprenta, necesitaba cada día más de las mercancías y artículos de lujo del Oriente. Se ha dicho que la gula europea por las especias provocó la expansión de Occidente hacia el mundo. Claro está que como toda síntesis excesiva no es la verdad histórica, sí es indudable que el creciente deseo de poseer esos bienes, sobre todo aquellos que hacían agradable la insípida comida medieval, fueron en parte causa de ese afán de comerciar con Asia. Las ciudades mercantiles de Italia, sobre todo la república de Venecia, dejaron pronto a un lado los escrúpulos de conciencia que pudieran haber tenido de comerciar con el enemigo tradicional de la cristiandad y se enriquecieron con el tráfico del Oriente, a través de las ciudades mercantiles del Asia Menor y del mar Negro. Pero si ese comercio enriquecía a Venecia, enriquecía también al islam y se daba el caso curioso de que, por un lado, la cristiandad luchaba incansablemente en contra de los mahometanos y, por el otro, sin su comercio, los enriquecía y les proporcionaba los medios suficientes para proseguir la guerra. Asimismo, el oro en Europa se volvía escaso y su precio, en proporción a la plata, subía desmesuradamente. La mayor parte del oro que llegaba era traído por musulmanes desde el África negra, a través del Sahara, en grandes caravanas y vendido a la cristiandad en las ciudades costeras del Mediterráneo. Parece indudable que la aportación de los hombres arrojados de Bizancio y el creciente lujo que venía del Oriente influyeron en mucho en el Renacimiento de Italia que, con el tiempo, había de marcar los caminos de los renacimientos de los otros pueblos de Europa. Así, ya estaba en la conciencia del mundo occidental la necesidad de abrir caminos para el trato con Oriente, con esos maravillosos reyes y emperadores que describiera Marco Polo o que inventara la fértil imaginación popular y, en el siglo XV, Portugal era el único Estado capaz de iniciar esa hazaña. Había sido el primer país de la península ibérica en verse totalmente libre de los moros desde el año 1249 y en organizar su gobierno monárquico, con sus respectivas cortes. Por otro lado, por encontrarse aislado de Europa por Castilla, no se vio envuelto en las constantes guerras que azotaron Francia, Inglaterra y los ducados y principados, así como al imperio y al papado. Encerrado así, era lógico que tendiera su vista hacia el mar y, desde el siglo XI, ya se habían establecido rutas de comercio marítimo entre Portugal y las ciudades del canal de La Mancha y el mar del Norte y las flotas pesqueras se remontaban hasta Islandia. Tal era el interés de los reyes de Portugal por la expansión marítima de su pueblo, que en 1317 don Denis contrató los
servicios de un marino genovés, Emmanuel Pessagno, para que se trasladara a Lisboa y adiestrara maestros de batel y pilotos. Pessagno, cuyo nombre se convirtió en Pessanha, realizó una muy buena labor, y en su tiempo se hicieron las primeras expediciones de descubrimiento y se encontraron las Azores y las Canarias. El rey premió sus servicios ennobleciéndolo y dándole la villa de Odemara. La sucesión al trono de Portugal trajo la guerra con Castilla y en 1385 los portugueses, bajo el mando de don Juan de Aviz, lograron derrotar a los castellanos en Aljubarrota y don Juan tomó el nombre de Juan I de Portugal. Estaba casado con Felipa de Lancaster, inglesa, y tuvo de ella varios hijos, entre los cuales se encuentran don Duarte el mayor, que habría de heredar el trono, y don Enrique, que se haría inmortal en la historia con el nombre de don Enrique el Navegante. Seguro ya en su trono, don Juan I resolvió llevar la guerra en contra de los musulmanes al África y atacar la ciudad de Ceuta. El mando de la empresa le fue confiado a don Enrique, quien, con todo éxito, logró tomar la ciudad enemiga y asentar un gobierno portugués. En esas fechas los lusitanos seguían el mismo camino que toda la cristiandad al llevar la guerra al Mediterráneo, donde radicaba la fuerza principal de los musulmanes, pero al parecer don Enrique tuvo allí el principio de su idea y, al regresar a Portugal, empezó a ponerla en práctica. Para premiar sus esfuerzos, su padre le concedió la maestranza de la orden del Cristo, heredera de los cuantiosos bienes de los caballeros templarios, y con esa riqueza don Enrique inició sus trabajos. La idea era sencilla en extremo. Si los musulmanes se enriquecían con el comercio del oro africano y de las especias y usaban de esas riquezas para hacerle la guerra a la cristiandad, ésta, en lugar de atacarlos de frente, en el Mediterráneo, debería buscar su retaguardia, rodeando el África para llegar hasta el mítico océano Índico. Así se lograría arruinar económicamente al islam y atacarlo donde, con toda seguridad, era más débil. Como se ve, la idea era simple, pero para su ejecución se presentaban grandes dificultades. Aunque en forma vaga, por muy antiguas leyendas, que más bien parecían cuentos inventados, se sabía que la navegación alrededor de África era factible; los mapas de Ptolomeo mostraban al océano Índico como un mar cerrado por el sur, ya que en ellos África se extendía, más o menos a la altura de Madagascar, hacia el oriente, de manera que convertía al Índico en una especie de Mediterráneo, sin acceso al sur. Por otra parte, ningún europeo
había cruzado el ecuador y los viejos mitos aseguraban que, pasado éste, el calor iba en aumento al extremo que el mar hervía y las naves se incendiaban. Otros muchos mitos, fantásticos, pero creídos ciegamente por la marinería de la época, hacían parecer la empresa como descabellada. Por los mares del sur vivía el gran pájaro hoc, de tal tamaño que podía tomar toda una nave en sus garras, elevarla sobre el mar y estrellarla contra las rocas. Y estaban también aquellas islas prodigiosas, imantadas en tal forma que sacaban la clavazón de los navíos y los deshacían. Y seguramente el mar tenebroso terminaba en un gran abismo, del cual no podría salir ningún hombre con vida. Es posible que muchos de estos mitos, como tanta otra cosa referente a la navegación, hubieran provenido de los países árabes y nos recuerdan indudablemente los relatos de Las mil y una noches. Pero no eran tan sólo la deficiente cartografía y el mito los que se oponían a la empresa. La tecnología marítima de los europeos de principios del siglo XV era lamentable. Las navegaciones conocidas —y recordemos que las de los vikingos no lo eran— se reducían a las de los griegos y los fenicios. Era un arte propio para el Mediterráneo, mar pequeño, tachonado de islas, con costas siempre cercanas, donde se usaba más del remo que de la vela. Allí los fenicios, los griegos y los romanos desarrollaron la galera de remos, útil para navegaciones breves, pero inadecuada para largos viajes en los cuales no se pudiera tocar tierra y reabastecerse de alimentos y de agua. Debido al gran número de remeros que era preciso mantener, el consumo de bastimentos era enorme y muy escasa la capacidad de carga. Por lo tanto, se trataba de una nave de gran movilidad pero de muy escaso alcance y, además, poco propicia para enfrentarse a la mar gruesa del océano. Para darnos idea del alcance de una galera a remos, sabemos que las de los grandes piratas berberiscos, como Alí el Tiñoso, no tenían un radio de acción superior a seis días. El otro tipo de barcos conocido era el llamado “barco redondo” que se usaba en el Atlántico y el mar del Norte. Era éste un armatoste con una proporción de dos a uno entre la manga y la eslora, un solo mástil con vela cuadrada que desarrollaba, en el mejor de los casos, una velocidad máxima de dos nudos y se volvía prácticamente ingobernable en un mar agitado. Era imprescindible, si se iban a realizar navegaciones largas, crear el barco adecuado para ello, y el genio portugués, tomando de todo el acervo tecnológico de la época, desarrolló la carabela, cuyo diseño había de ser fundamental en toda construcción naval en los tres siglos siguientes. La proporción entre la eslora y la manga se modifica de dos a uno a tres y aun
cuatro a uno, y en lugar de un mástil se pusieron tres: el de mesana, el mayor y el de trinquete y, sobre todo, se inventó el bauprés, el mástil que saliendo en forma casi horizontal al barco, en la proa, sostiene los estayes y, además, permite el uso de los foques delanteros. En estos mástiles era posible tender una enorme superficie de velas, ya fueran triangulares o latinas, ya fueran cuadradas, según los vientos dominantes que se esperara encontrar en la travesía. La línea del puente se modificó totalmente, para crear el castillo de popa, con las cámaras y el puente de mando y una proa baja que rompiera fácilmente en el mar. El timón, que había consistido en una gran pala en la popa, se transformó en la rueda, con lo cual la proa y la popa se fueron distinguiendo cada vez más. Claro está que no existió lo que pudiéramos llamar un modelo único de carabela. Las había de muchas formas, de muchos tamaños y de diferente cantidad de mástiles, pero todas obedecían, en su construcción, a las reglas básicas trazadas por los carpinteros de ribera y maestros de navíos de don Enrique el Navegante. De ese modelo básico se desarrolló al poco tiempo el galeón, que no era más que una carabela grande, y el patache, barca pequeña para exploraciones costeras y avisos rápidos, que tenía por lo general tan sólo media cubierta y dos palos. De la misma carabela, al desaparecer el castillo de popa, nacerían la fragata y la corbeta del siglo XVIII. Estas naves requerían de poca marinería para su gobierno, con lo cual su radio de acción era infinitamente mayor que el de la galera y eran capaces de llevar mucho mayor cantidad de carga, tanto en volumen como en peso. Para su defensa y para usarse como barcos de guerra, se modificó también todo el sistema del uso de artillería naval que en las galeras solía colocarse en la proa, ya que los remos impedían el uso de artillería en las bordas y se seguía utilizando sobre todo el espolón de proa para atacar. La carabela, sin remos que estorbaran su acción, permitió que se colocaran los cañones en las bandas, en mucho mayor cantidad. Esto, a su vez, obligó a cambiar la táctica de los combates navales para que fueran ya no de abordaje o de choque, sino a distancia, con el uso de cañones y el buen aprovechamiento del viento. Esta nueva técnica de combate naval, nacida del uso de la carabela, dará sus frutos más tarde en el océano Índico y en el mar de China. Pero para la labor de exploración no era suficiente contar con un buen barco, sino que era necesario encontrar un medio para saber en qué lugar exacto del globo se encontraba el navegante, cuando no tenía a la vista tierra alguna. En este campo los árabes habían progresado notablemente con sus
trabajos matemáticos de álgebra y de cosmografía y don Enrique no desdeñó sus conocimientos. En Sagres formó una verdadera academia de geografía y cartografía y en la biblioteca reunió cuanto libro se refería a esas ciencias o a viajes. Además, invitaba a todo viajero del que oía hablar para que pasara a Sagres a relatar lo que había visto y a que sus conocimientos fueran evaluados a la luz de los antiguos. Para que la cartografía avanzara hizo que se le copiaran todos los mapas y portolanos que se pudieron encontrar en Europa e hizo venir a los mejores cartógrafos, como el judío mallorquino Cresques, y a su pedido el famoso Toscanelli diseñó su planisferio. Para sus capitanes, realizó mejoras en los instrumentos aportados por los árabes, el astrolabio y la brújula, y desarrolló la ballestina y la corredera, la primera para poder tomar la altura de los astros y la segunda para medir las distancias navegadas y la velocidad de los navíos. Para poder medir las latitudes con exactitud, se redactaron tablas astronómicas exactas con la declinación diaria del sol. El problema de la medida de las longitudes siguió en pie y los marinos portugueses las calculaban por el cómputo del tiempo que habían navegado, cálculo necesariamente inexacto. Para sus primeras navegaciones siguiendo de norte a sur la costa africana, la longitud no tenía mayor trascendencia y la latitud era lo único de verdadera importancia, pero para las navegaciones de oriente a poniente o viceversa, era indispensable la medida de longitudes que no resolvió, sino hasta fines del siglo XV Américo Vespucio, al medir la longitud del cabo de la Vela, en las costas de la actual Colombia, usando una conjunción astronómica y las tablas de Toledo como meridiano base. Pero en verdad no será sino hasta el siglo XVIII, con la construcción de cronómetros marinos, cuando se puedan calcular las longitudes con cierta exactitud. Con todo este acervo de conocimientos reunidos en Sagres, se fue despejando y aclarando la imagen del mundo físico y se abandonó el pensamiento medieval en geografía y las tesis de gente como Cosmas Indicopleustes, para volver a la exactitud de los griegos como Ptolomeo y Eratóstenes y la teoría de la esfericidad de la Tierra, junto con un concepto bastante exacto de la medida del ecuador. Pero mientras se realizaban todas estas mejoras, estudios e inventos, ya los marinos portugueses se lanzaban a la exploración. La primera empresa propiciada por don Enrique salió en 1418 para tratar de descubrir nuevamente las islas Madeira y en 1431 otra reencontró las Azores. Tres años más tarde zarpó ya la primera expedición para explorar la costa de África, bajo el
mando de Gil Eanes, el cual logró doblar el cabo Bajador, y poco después se llegó hasta el río Senegal. En 1441 leemos de flotas enteras que comerciaban con el Senegal y río de Oro en esclavos, marfil y oro. En 1445 Dinis Dias llega hasta el África negra, al sur de los territorios ocupados por los musulmanes y el año siguiente consta que ya había más de 50 carabelas ocupadas en el comercio con África. Los capitanes de esas empresas eran casi todos portugueses, pero no se desechaban los servicios de extranjeros, como el famoso danés Valarte o el veneciano Cadamosto. Fue éste, junto con don Diego Gomes, quien descubrió las islas de Cabo Verde. Cuando llegó a Portugal la noticia del descubrimiento de los grandes ríos Senegal y Gambia, don Enrique ordenó a Cadamosto que penetrara hasta donde fuera posible por el primero de ellos, y a Diego Gomes por el Gambia. La idea era saber si esos ríos se conectaban con el Nilo y encontrar las fuentes del oro, que los árabes transportaban por el Sahara hasta las ciudades del Mediterráneo. Así Cadamosto y Gomes fueron los primeros europeos que se internaron en el corazón del África negra. El 13 de noviembre de 1460, a los 66 años de edad, murió don Enrique y se le dio sepultura, junto a sus padres y sus cinco hermanos, en el monasterio de Batalla. Con su muerte y los disturbios internos, debidos en gran parte a la errática conducta de don Alfonso V, el ritmo de las empresas se hizo más lento y la corona pareció perder interés por la gran empresa. Para hacerse de fondos, se rentó la Guinea a Fernando Gomes, pero en el contrato de arrendamiento se le impuso la obligación de que siguiera las exploraciones por lo menos hasta 500 leguas al sur. En estos años Portugal tiene una doble frontera, la una interna en la lucha de la corona por aplacar a la turbulenta nobleza y las constantes intromisiones de Castilla y la otra en las grandes rutas trazadas por don Enrique el Navegante. Así, a pesar de la ineptitud de don Alfonso V, para 1472 ya se había explorado todo el golfo de Guinea y se habían encontrado las islas de Fernando Po y el comercio se activaba más y más, tanto en oro, que ya fluía en cantidades considerables, como en esclavos, marfil y una especie de pimienta llamada “malagueta”. En 1481 subió al trono don Juan II, uno de los reyes más grandes que haya tenido Portugal y las exploraciones tomaron nuevo impulso y se inició la serie de fundaciones de ciudades y fortalezas en las costas africanas con la erección de San Jorge de Mina, la actual Elmina. Al año siguiente Diego Cão logró llegar hasta el río Congo que llamó Zaide y cruzar el ecuador hasta las costas de Angola. Para esas fechas, todos los capitanes que salían a explorar
la costa hacia el sur tenían la orden de erigir un padrão —esto es, una columna de piedra con un cartel alusivo— en el sitio más austral al que hubieran llegado, para que así el siguiente navegante supiera exactamente dónde se iniciaba el territorio desconocido y no perdiera tiempo explorando lo ya sabido. En el norte de Angola, Diego Cão plantó su padrão, que aún se conserva, con la inscripción siguiente: “Año de la creación del mundo 6681, año del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo 1482, el muy alto, muy excelente y poderoso rey don Juan II de Portugal, envió a descubrir esta tierra y colocar estos padrães a Diego Cão, caballero de su casa”. Al año siguiente, el mismo Cão llegó hasta lo que es ahora el África sudoccidental, donde colocó un padrão en el cabo de la Cruz, a los 23° de latitud sur. Con los resultados de estas empresas, los cosmógrafos portugueses se convencieron de que ya se encontraban cerca de la punta de África y que muy pronto podrían navegar en el Índico, pero eran muy escasos los datos exactos que había acerca de ese mar, de sus vientos y sus costas. Así don Juan resolvió enviar a dos portugueses, que hablaban el árabe a la perfección, a que espiaran la tierra y se informaran de todo lo concerniente a ese océano. Fueron éstos Pedro de Corvilha y Alonso Paiva. Cruzaron a Italia y de allí por mar hasta El Cairo, donde se separaron. Corvilha se embarcó en el mar Rojo, cruzó el océano Índico hasta la costa Malabar de la India y luego se remontó por ella hacia el norte, hasta Ormuz, en la boca del golfo Pérsico y la isla de Socotra, en la entrada del mar Rojo. Tomó luego camino hacia el sur, por la costa africana hasta Sofala, de donde se regresó a El Cairo. Allí se enteró de que su compañero Paiva había muerto sin poder explorar la Abisinia, así que resolvió llevar a cabo él mismo esa empresa. Para estar seguro de que sus informes llegaran a la corte de Portugal, escribió un largo memorial que puso en manos de un judío, Abraham, el cual se comprometió, como lo hizo, a llevarlo a Lisboa. Hecho esto, tomó el camino de Etiopía, en busca del famoso y legendario Preste Juan de las Indias que, para esas fechas la imaginación occidental situaba ya en África. Grande ha de haber sido su sorpresa cuando se encontró, efectivamente, con que el rey de ese país, el negus, era cristiano aunque en más de 700 años no había tenido contacto con Roma. Corvilha se quedó en la corte del negus, donde se casó con una dama etíope y allí lo encontró, muchos años más tarde, el primer embajador de Portugal ante la corte de Etiopía. Antes de que llegara a Lisboa el informe de Corvilha, había zarpado una nueva armada con tres carabelas, bajo el mando de Bartolomé Dias, con la
orden de explorar al sur del cabo de la Cruz, hasta el cual había llegado Diego Cão. Dias reconoció la costa hasta una bahía que llamó Angra das Voltas, la actual Luderitz Bay a los 33° sur y colocó allí su padrão. Al salir de la bahía, lo sorprendió una tempestad que lo llevó al garete durante 13 días, alejándolo de la costa. Cuando amainó el tiempo, viró en busca de la costa africana, hacia el oriente, donde se imaginaba encontrarla. Al no dar con ella, viró hacia el norte y, con gran entusiasmo y asombro, descubrió la costa, no a su mano derecha, sino a la izquierda. Comprendió que había logrado doblar la punta de África y que navegaba ya en el océano Índico. En el río Grande del Pescado pudo desembarcar y colocar el primer padrão portugués en la costa oriental de África. Ansioso de llevar la buena nueva a la corte, no exploró más adelante y se regresó, teniendo a la vista el cabo al extremo sur de África. Según João de Barros en sus Décadas de Asia, Dias le llamó “cabo de las Tormentas”, pero a su llegada a Portugal el rey le cambió el nombre por el de “cabo de Buena Esperanza”, pues el descubrirlo era una de las mejores noticias que se habían recibido en Portugal y abría nuevas esperanzas a la exploración. Era el año de 1488, 70 años después de la primera empresa que despachara don Enrique el Navegante. La noticia que trajera Bartolomé Dias conmovió a Portugal, y de inmediato se empezó a organizar una gran flota que siguiera esa ruta y llegara hasta la India. Los datos proporcionados por Corvilha daban a conocer las posibilidades del tránsito por el Índico y, en verdad, no quedaba por explorar más que el tramo de la costa oriental de África, entre el río Grande del Pescado y Sofala, pero dado que Dias había observado en el río Grande del Pescado que los naturales tenían artículos del mundo árabe, la fácil comunicación entre los dos puntos parecía asegurada y para pasar de Sofala a la India se tenían ya los informes que Corvilha había proporcionado acerca del régimen del monzón. Pero mientras se preparaba la flota, en 1493 llegó a Lisboa la sorprendente noticia de que un oscuro marino llamado Cristóphoro Colombo, al servicio de la reina de Castilla, había cruzado sin mayores dificultades, con tres carabelas pequeñas, el océano Atlántico y afirmaba haber encontrado al otro lado las legendarias tierras de Marco Polo, Catay y Cipango. Colón no era exactamente desconocido en Portugal. Unos 10 años antes se había presentado ante don Juan proponiéndole la empresa que ahora asombraba al mundo, pero el rey lusitano rechazó el ofrecimiento. Mucho se ha escrito y mucho más se ha inventado acerca de la aparente ceguera y falta de criterio
de los portugueses al no aceptar el plan colombino que, probablemente, fue gestado en la misma Lisboa. La verdad es muy otra. En la actitud portuguesa ante la propuesta de Colón no había ni ceguera, ni falta de criterio y, mucho menos, esa tan decantada historia de que los portugueses no creyeran en la esfericidad de la Tierra. No tan sólo creían en ella, sino que la habían comprobado al cruzar el ecuador y ver que el clima, hacia el sur, como hacia el norte, se volvía templado al alejarse de la línea equinoccial. Además, como ya hemos dicho, los cosmógrafos portugueses, desde los tiempos de don Enrique, conocían las medidas del ecuador de Ptolomeo y de Eratóstenes, lo cual implicaba conocer la esfericidad de la Tierra así como la enorme distancia que había entre Europa y Asia por la ruta colombina del poniente. Es muy probable que esa ruta se hubiera discutido ya varias veces, pero para los fines que perseguían los lusitanos, llegar a la retaguardia del islam, indudablemente la ruta por el sur de África era, y lo sigue siendo, más corta y más útil. Si los portugueses hubieran aceptado la propuesta de Colón, hubieran tenido que abandonar toda la empresa africana, a la cual habían destinado ya 70 años de esfuerzos y de estudios, para lanzarse a una aventura que, probablemente, no los llevaría a la India y la China, puntos a los cuales querían llegar. Por otra parte, si examinamos el pensamiento geográfico de Colón, imaginando que la Tierra tenía la forma de una pera y buscando por todos los mares el Paraíso Terrenal, y lo comparamos al concepto geográfico de los portugueses, veremos de inmediato que el de Colón suena anticuado y medieval. La misma insistencia del Gran Almirante de que había llegado a Catay y Cipango, en contra de la opinión autorizada de los cosmógrafos, no tan sólo portugueses, sino españoles e italianos, nos comprueba que tenía una idea errada de la longitud del ecuador. El viaje de Colón, al poner a España en el mapa de los grandes descubrimientos, alteró completamente la situación en Europa donde, hasta esa fecha, tan sólo Portugal se había ocupado de esas empresas. Durante todo el periodo de los descubrimientos africanos, los reyes de Portugal habían recibido de manos de los papas una serie de bulas dándoles lo que pudiéramos llamar el monopolio de la exploración. En una de ellas, dada por Nicolás V, se lee: “…hemos concedido al rey Alfonso el derecho total y absoluto para invadir, conquistar y sujetar todas las naciones que se encuentran bajo el gobierno de enemigos de Cristo, sarracenos o paganos, por estas nuestras Letras Apostólicas deseamos que el mismo rey Alfonso, el príncipe y todos sus sucesores ocupen y posean en exclusivo derecho las dichas islas, puertos, mares indeterminados…” Además, como la
ocupación por España de las islas Canarias había provocado ya ciertos roces con los portugueses, en el Tratado de Alcazovas, ratificado en 1481, que ponía fin a la guerra entre Castilla y Portugal, se reconocía la posesión española en las islas Canarias, pero la reina de Castilla se comprometía a no explorar y ocupar territorios al sur de cabo Bajador. La llegada de Colón a Lisboa, con la noticia de su descubrimiento, daba la impresión a los portugueses de que la reina Isabel y el almirante habían violado tanto las bulas pontificias como el tratado de 1481. Desde Lisboa misma donde arribó a su regreso de América, Colón notificó a Isabel de la protesta de don Juan II, y los Reyes Católicos ordenaron a su embajador en Roma que solicitara del papa Alejandro VI, español de origen y gran amigo de los reyes, una bula que protegiera sus derechos en las tierras descubiertas. Alejandro VI, sin hacer aprecio de la opinión portuguesa, dio la famosa bula Inter Coetera, la cual partía el mundo en dos grandes medias esferas, mediante una línea imaginaria que pasaba a 100 leguas de las islas Azores y las de cabo Verde, de polo a polo. Las Azores y cabo Verde no están en el mismo meridiano, así que dicha línea era una imposibilidad geográfica y, además, según el pensamiento portugués, era perjudicial a ese pueblo, ya que los privaba de extender sus exploraciones y pasaba demasiado cerca a las costas africanas. La bula, en verdad, no menciona para nada a Portugal y tan sólo da a Castilla amplios derechos de exploración y ocupación en las tierras no dominadas por príncipes cristianos que pudieran quedar al poniente de dicha línea. Ese mismo año Alejandro Borgia dio una nueva bula, Dudum Siquidem, en la cual se trataba de evitar toda nueva exploración portuguesa y de que Portugal se conformara con las ciudades y fortalezas que había fundado en África, como San Jorge da Mina y Argim. El rey de Portugal no protestó ante Roma, sabiendo que perdería su tiempo frente a un pontífice tan parcial hacia Castilla, así que trató directamente con los Reyes Católicos y se llegó a un acuerdo que fue firmado en Tordesillas, el 7 de junio de 1494. Por este tratado, la línea se corría 370 leguas al poniente de las islas de cabo Verde y las dos naciones se comprometían a respetar sus zonas de ocupación o de influencia: Portugal al oriente y España al poniente de dicha línea. Este tratado trajo aparejadas varias consecuencias, entonces imprevisibles; una de ellas fue que el Brasil quedara del lado portugués de la línea de demarcación. La otra, que apareció algunos años más tarde, con el viaje de Magallanes, fue la imposibilidad que hubo durante mucho tiempo para fijar la misma línea en las antípodas, debido
a la dificultad de fijar longitudes y, por lo tanto, de saber con exactitud la extensión de un grado del ecuador, lo cual provocará una serie de discusiones y reuniones de cosmógrafos y finalmente un nuevo tratado. Mientras se discutían todos estos puntos, en Portugal se seguía preparando una nueva armada para que doblara África y llegara a la India. El mando se le había confiado a Esteban de Gama, quien murió antes de zarpar y el nuevo rey don Manuel, que sería llamado más tarde el Afortunado, dio el mando a su hijo, Vasco de Gama. Don Juan II, o Príncipe Perfeito como le llamaron sus contemporáneos, había muerto en 1495, sin hijos, con lo cual, por presión de doña Leonor su mujer, el trono recayó en don Manuel, su cuñado y duque de Beja. Así terminaba la Casa de Aviz, pero no el entusiasmo de Portugal por las exploraciones y conquistas de rutas de comercio. En 1497 salió la armada, que consistía en cuatro barcos y 170 hombres. La nao capitana era la San Gabriel y en ella debía viajar hasta San Jorge da Mina Bartolomé Dias, quien, con un discípulo suyo, el piloto Pedro de Alenquer, había trazado una nueva ruta. Dias sostenía que ya no era necesario seguir la costa africana, lo cual hacía el viaje largo y difícil. Con los conocimientos adquiridos, se podía trazar un gran arco desde San Jorge da Mina, al norte del ecuador y aun desde las islas de cabo Verde, hasta el cabo de Buena Esperanza, aprovechando vientos y corrientes y eliminando la lentitud y el peligro de toda navegación costera. La teoría de Bartolomé Dias quedó plenamente comprobada y así los portugueses se anotaron un nuevo triunfo en el arte de navegar y trazar rutas, siguiendo la curvatura de la Tierra, cosa que nadie había realizado o imaginado siquiera hasta esa fecha. Con una rapidez increíble para aquellos tiempos, la armada que había salido en mayo del Tajo llegó el 22 de noviembre a la bahía de Santa Elena, cerca del cabo de Buena Esperanza y para el 28 de noviembre navegaba ya en el océano Índico. Allí, en mares desconocidos, Vasco de Gama se guió por los informes de Corvilha y puso proa hacia el norte, siguiendo la costa hasta Mozambique, en donde encontraron barcos árabes y un señorío musulmán. Al principio se les recibió bien, pero cuando el régulo local se enteró de que eran cristianos, cambió de actitud y los portugueses, que no deseaban a esa altura de la empresa un combate, tuvieron que salir del puerto. A pocos días llegaron a Mombasa, donde también tuvieron dificultades con los jeques musulmanes y estuvieron a punto de caer en una bien urdida trampa. El siguiente punto que tocaron fue Malindi, donde el sultán los recibió amistosamente, a pesar de ser musulmán también; hizo una visita a bordo y les proporcionó un piloto que
los llevara a la India. Era éste un hindú de Gujerat, Malemo Cana, con el cual pudieron cruzar el Índico sin incidentes y anclar frente a la ciudad de Calicut el 27 de mayo de 1498. Calicut era uno de los estados independientes del sur de la India, gobernado por un rey que se llamaba a sí mismo “zamorín”. El resto del sur de la península estaba ocupado por el fuerte Imperio vijayanagar, de cultura y religión hindúes y en lucha constante en contra de los musulmanes del norte, que habían logrado fundar varios señoríos, como el de Bijapur y, sobre todo, el de Gujerat. El zamorín de Calicut era hindú pero, al parecer, no tomaba parte en la larga guerra entre el Imperio vijayanagar y los mahometanos, ya que sabemos que en su ciudad había una fuerte colonia de mercaderes musulmanes. Calicut, por su posición, dominaba la zona del tráfico de la canela, tanto del sur de la India como de Ceilán y, además, comerciaba en gran escala con las ciudades de Malaca, de donde llegaban las otras especias, como la pimienta, la nuez moscada y el clavo. Para poder sostener este comercio, que daba vida a la ciudad y riquezas considerables al zamorín, se había establecido en forma ya tradicional una absoluta libertad de comercio para todas las razas, todas las religiones y todas las culturas. Para su defensa, el zamorín tenía fortificaciones artilladas y una flota pequeña, no artillada, para la supresión de la piratería. La colonia musulmana tenía también su flota de guerra y contaba con el apoyo del sultán de Egipto y de los turcos, aunque éstos no tenían fuerzas en el Índico y toda su flota, también artillada, estaba en el Mediterráneo. A la llegada de los portugueses, el zamorín aceptó de inmediato comerciar con ellos, como lo hacía con tantos otros pueblos, pero los mercaderes musulmanes vieron con malos ojos la llegada de cristianos a interferir en un comercio que consideraban como suyo en exclusiva y durante varias semanas hubo una serie de negociaciones, intrigas, conjuras y denuncias ante el zamorín. Vasco de Gama no era tan sólo un hábil marino, sino un buen diplomático y tratante, así que logró llenar sus barcos de especias y zarpar de regreso hacia Portugal, no sin verse obligado, para poder salir de Calicut, a hacer un alarde de fuerza con su artillería y zarpar antes de que llegara el monzón, lo cual hizo que cruzar el Índico fuera una verdadera odisea, en la que murieron cerca de 80 hombres. Desde este primer viaje de los portugueses al Oriente se empezó a plantear el conflicto entre las dos maneras tradicionales del comercio y de la guerra. El pensamiento lusitano estaba condicionado a una de las finalidades
principales de la grandiosa empresa, la de atacar y destruir la retaguardia del islam. Era la prolongación de esa guerra a muerte que se había desarrollado en el Mediterráneo durante ocho siglos. De Gama, poco antes de llegar a Calicut, tomó un barco de musulmanes y lo quemó con todos los tripulantes dentro. Veremos que esa misma actitud se repite en muchos casos en los primeros 15 años de la expansión portuguesa en Asia. Claro está que los hindúes, sobre todo el Imperio vijayanagar, eran tan enemigos de los musulmanes como los cristianos, pero en las ciudades mercantiles tenía más importancia el comercio pacífico que la guerra por cuestiones religiosas. Así, para el zamorín y los señores hindúes de Cochín y Quilón, los portugueses eran tan sólo unos mercaderes más, útiles en cuanto toda competencia haría subir precios y porque aportaban productos que los árabes no traían. En cambio para los portugueses, el rey don Manuel era “Señor de todos los mares, islas y tierras firmes del Oriente”, según se desprendía de las bulas dadas por Nicolás V y Calixto III. João de Barros resume el pensamiento portugués de la época sobre la libertad del comercio en el mar, en esta forma: “Es cierto que existe un derecho común de todos para navegar los mares de Europa y que reconocemos los derechos que otros tienen en contra de nosotros; pero este derecho no se extiende más allá de Europa y, por lo tanto, los portugueses, como señores del mar, están en su derecho al confiscar todos los bienes de todos los que navegan en esos mares sin permiso”. Con este principio de mare clausum se cerraba el comercio para los musulmanes, pero también para las otras naciones europeas. Para poder imponer este pensamiento y ante la presencia de fuerzas musulmanas en el Índico, el rey Manuel ordenó que la segunda expedición, cuyo mando se dio a Pedro Álvares Cabral, fuera una verdadera expedición militar. Se componía de 33 barcos, con unos 1 500 hombres. La nueva armada tuvo mala suerte en el viaje y tan sólo unos cuantos barcos pudieron llegar a Calicut y Álvares Cabral de inmediato solicitó del zamorín que se le dieran seguridades para poder comerciar, abrir una factoría en tierra y desembarcar a cinco padres franciscanos que predicaran libremente el Evangelio. El zamorín aceptó estas condiciones y un grupo de portugueses desembarcó y construyó la primera factoría europea en el Oriente. Desgraciadamente el jefe de la factoría, un tal Correa, era hombre irascible a tal extremo que pronto provocó un motín popular, en el cual murió con 50 de sus compañeros. Álvares Cabral de inmediato levó anclas y bombardeó la ciudad desde sus naves. El zamorín ordenó a su flota que saliera a presentar combate, pero Cabral, sin esperarla,
regresó a Lisboa. Se siguen una serie de expediciones de comercio y guerra, con una rapidez que nos causa admiración. Parece imposible que Portugal, con su escasa capacidad en hombres y recursos, pudiera armar todas esas flotas que, en los primeros años, pasaron a la India. Sabemos que para hacerse de recursos, se recurría, por parte de la corona, a solicitar empréstitos, garantizados por las mismas mercancías de Oriente, a las grandes casas bancarias de Holanda, como los Welser. Para 1503 ya los portugueses se habían visto obligados a abrir una factoría con bodegas en Amsterdam, para garantizar los dineros invertidos en las armadas por los banqueros alemanes y holandeses y así se iniciaba el proceso ruinoso para los lusitanos, mediante el cual ellos, esto es, la corona, sostenía el gasto ocasionado por las armadas, las fortalezas que se fueron creando en la ruta y las ciudades en Asia, pero el provecho iba a dar, casi íntegramente, a Amberes. Los artículos que se llevaban al Asia para el comercio eran, en su mayor parte, manufacturas holandesas o inglesas y alemanas y poco a poco Amsterdam se fue convirtiendo en el verdadero centro de distribución de especias y artículos de Oriente para toda Europa. En 1505 el rey de Portugal decidió nombrar un primer virrey de la India y el nombramiento recayó sobre don Francisco de Almeida, de la más rancia nobleza lusitana. Almeida no llevaba la intención de conquistar territorios, sino de afianzar las rutas que llegaban hasta la India, para lo cual tomó Mozambique y Sofala, donde construyó fortalezas y estableció pacíficamente una base en Malindo. El zamorín y los comerciantes musulmanes de Calicut vieron estas actividades portuguesas con temor y resolvieron hacer alianza con el sultán de Egipto. Las dos flotas se reunieron en la isla de Diu sin que Almeida se diera cuenta, ocupado como estaba en establecerse en Cochín. Allí el aventurero de Bolonia, Ludovico Valterna, quien, haciéndose pasar por musulmán, recorría la India, le dio noticias del peligro en que se hallaba. De inmediato le ordenó a su hijo don Lorenzo que fuera a destruir la flota del zamorín, antes de que pudiera reunirse con la egipcia, lo cual realizó brillantemente. De allí zarpó hacia Gujerat, en busca de la flota de los mercaderes que, se decía, estaba cerca de Diu. El combate se dio en Chaul, durante el cual cayó herido de muerte don Lorenzo y su barco quedó en poder de los musulmanes. Don Francisco se aprestaba a salir a vengar la derrota y la muerte de su hijo, cuando recibió la noticia de la llegada de don Alfonso de Albuquerque, quien venía a ocupar su puesto como segundo virrey de la
India. Don Francisco se negó a entregar el mando, hasta que hubiera podido lavar la afrenta hecha a la marina portuguesa. En 1509 logró encontrar a la flota aliada de Egipto y Gujerat frente a Diu, donde logró destruirla completamente. Con esta batalla empezó a declinar definitivamente el poderío musulmán en el Índico, por lo cual tiene, en la larga lucha entre el islam y la cristiandad, una importancia semejante a la de Lepanto, en las costas mediterráneas. Por ella, los egipcios y los turcos perdieron para siempre el monopolio del comercio de Oriente, sobre todo el de las especias, y los sultanatos que se extendían desde la India hasta el Pacífico quedaron desvinculados de su centro mediterráneo. En varias ocasiones el poderío turco trató de recapturar el océano Índico, pero sus esfuerzos ya fueron inútiles y todo el sur de Asia fue cayendo en manos de los europeos, no tanto las tierras y ciudades en sí, como el comercio, que era vital para esos pueblos. Antes de salir para Portugal, adonde no llegaría, pues la muerte lo sorprendió en la costa de África, don Francisco de Almeida ordenó a su segundo, Diego Lopes de Sequeira, que fuera hacia Malaca a explorar las rutas que llevaban de la India a la Especiería. Sequeira se dejó sorprender por los musulmanes en Malaca y estuvo a punto de morir con gran parte de sus hombres, así que se regresó a Cochín con la nueva infausta de otra derrota. Entre la gente que iba con Sequeira a Malaca se encontraba Fernando de Magallanes. Albuquerque resolvió ampliar las medidas políticas de su predecesor y evitar que una nueva flota musulmana pudiera irrumpir al Índico, ya fuera por el mar Rojo o por el golfo Pérsico. Para ello conquistó y fortaleció la isla de Socotra, donde San Francisco Javier encontraría a una olvidada comunidad cristiana, y Ormuz. Así, las dos entradas al Índico por el norte quedaban definitivamente selladas. Hecho esto, resolvió buscar una nueva capital para su virreinato, ya que Cochín, situada en una pequeña isla cerca de la costa, no tenía las calidades necesarias. Su primera intención fue la de ocupar Calicut para establecer allí su capital y liquidar, de una vez por todas, la amenaza que representaba el zamorín. Con el gran mariscal don Fernando Coutinho y las flotas llamadas De la India y De Portugal atacó la plaza, logrando desembarcar sin mayores dificultades. Pero al asaltar la fortaleza, las tropas del zamorín se defendieron con toda bravura, matando en el combate a Coutinho y a 70 hijosdalgo que lo acompañaban e hiriendo gravemente al mismo Albuquerque en el cuello y en un brazo. Con esta derrota impensada, los portugueses comprendieron la imposibilidad de llevar a cabo una
conquista terrestre total y buscaron la manera de establecerse en algún punto de la costa de la India, donde no tuvieran que combatir. La ocasión se las dio Tulaji, jefe hindú de Goa, al cederles esta plaza, de acuerdo con los emperadores vijayanagar. En la larga lucha entre éstos y el islam, sobre todo el Imperio gujerat, los hindúes vieron en los portugueses, si no un aliado para sus guerras, sí una posibilidad de abrir rutas de comercio, por las cuales pudieran recibir tanto armas, como los necesarios caballos de Arabia. Albuquerque inició este tráfico de inmediato, trayendo a la India caballos de Ormuz y el emperador vijayanagar, Krishna Deva Raya hizo a los portugueses nuevas concesiones en Baktal y estableció con ellos relaciones de amistad, que duraron hasta la ocupación de la India por los ingleses, 230 años más tarde. Asegurado el océano Índico y establecida la capital en Goa, Albuquerque volvió su atención a la ruta que llevaba a China y las Molucas, y en ella como principal ciudad, señora de los estrechos que ligaban el mar de China del sur con el Índico, estaba Malaca. En 1511 Albuquerque zarpó hacia allá con una considerable flota. Después de varios asaltos se pudo tomar la ciudad y todos los musulmanes fueron sacrificados, aunque las personas y bienes de chinos y siameses fueron respetados cuidadosamente. El prófugo sultán de Malaca, Mahumud, pidió ayuda al emperador de China, del cual era vasallo, y éste, Wu Tsung, se concretó a publicar un decreto en el cual demostraba su desagrado por la intromisión de los occidentales y ordenaba al rey de Siam que era, en teoría, también su vasallo, que los desalojara de Malaca y los castigara severamente. El rey de Siam parece haber visto con buenos ojos la destrucción de Malaca, así que no hizo caso alguno de la orden de su emperador y estableció relaciones amistosas con los lusitanos, intercambiándose regalos y embajadas. El botín logrado por Albuquerque en Malaca fue enorme. Aparte de una gran cantidad de especias, había barriles de diamantes, rubíes y perlas, fardos de sedas chinas, porcelanas y un elefante blanco que fue enviado a Portugal y de allí como regalo al papa en Roma. El papa se regocijó grandemente con el elefante blanco, hasta que a los pocos días se dio cuenta de que era un regalo bastante caro de mantener y de que no sabía cómo disponer de él, con lo cual se acuñó el dicho de “un elefante blanco” para designar algo de gran valor, pero que de nada sirve. Los marinos malayos de Malaca le informaron a Albuquerque de la ruta a las Molucas y envió allá una flota al mando de Antonio de Abreu. Uno de sus
capitanes, Francisco Serrano, llegó hasta Ternate, en las Molucas, y fue el primer europeo que en un barco europeo navegara las aguas del Pacífico, un año antes de que las viera Balboa en el Darién. Así, en 13 años, los portugueses habían logrado dominar las rutas de comercio que se extendían desde Lisboa hasta el Pacífico en Amboyna. Pero aquí parece terminar ese rapidísimo empuje de Portugal y el avance toma un ritmo mucho más lento. Es lógico pensar que era necesario ir consolidando las posiciones y que se encontraran varias reacciones contrarias, sobre todo en las fuerzas islámicas que aún eran poderosas en la India. Cuando Albuquerque regresó a Goa, tuvo que librar varias batallas hasta poder asegurar su capital. También en Malaca hubo combate en contra del depuesto sultán, quien logró la ayuda de Constantinopla. Pero quedaba por darse uno de los pasos capitales, el del gran imperio de la China. En Malaca había una considerable colonia china de mercaderes, por los cuales los portugueses se enteraron de la grandeza y la riqueza del imperio. En 1519 un tal Rafael Pesterello fue en un junco y al año siguiente otro portugués, Mascarenhas, llegó hasta Cantón y a Chaung Chow y comerció allí con los chinos. Las noticias de estos dos viajeros hicieron que el virrey enviara un embajador con cartas del rey de Portugal dirigidas al emperador Ming. El escogido fue Tomé Pirés quien, bajo la protección de una pequeña fuerza al mando de Fernando D’Andrade, llegó hasta Cantón y pidió un salvoconducto para dirigirse a Pekín y entrevistarse con el emperador Kang Te, permiso que le fue debidamente concedido, después de las acostumbradas demoras. La corte de Pekín estaba bastante bien enterada de las actividades de los portugueses, tanto en la India, como en Malaca y estos informes, generalmente transmitidos por mercaderes islámicos y por el depuesto sultán de Malaca, no eran favorables para los lusitanos, así que desde el principio hubo un cierto ambiente de desconfianza. La dinastía Ming, establecida en 1368, se había impuesto por su espíritu nacionalista, al derrocar a los mongoles y por su afán de resucitar todos los valores de la cultura tradicional china. Pero, a pesar de ello, como lo demostraría más adelante con otros pueblos europeos, no era adversa al comercio con el resto del mundo, aunque sí celosa de su prestigio y sus derechos. Mientras Pirés avanzaba lentamente hacia Pekín, Simón D’Andrade, hermano de Fernando, se aburrió y resolvió volver a la vieja tesis del dominio de los mares para los portugueses y, dado que los comerciantes de Cantón no querían traficar por las buenas, resolvió obligarlos por la fuerza. Con una carabela salió al río de
Perlas y se dedicó a la piratería y a saltear los pueblos ribereños. Cuando la nueva llegó a la corte imperial, se ordenó la expulsión de todos los portugueses, incluyendo al embajador Pirés, quien fue reducido a prisión, y el embajador le ordenó a su “vasallo” don Manuel de Portugal que restituyera Malaca a su legítimo señor, el sultán Mahmud. A pesar de la cólera imperial, los cantoneses habían probado ya las ventajas que les reportaba el comercio con los europeos y lo siguieron practicando, especialmente en Chuang Chow y en Ningpo. Las noticias de China llamaron poderosamente la atención a los europeos de esos tiempos, sobre todo a los italianos. Andrés Corsalis, en 1515, había dado, en una carta dirigida a Lorenzo de Médicis, las primeras noticias de los chinos, desde tiempos de Marco Polo: “Son gente de gran habilidad, y de calidad semejante a la nuestra, pero de aspecto más feo y de muy pequeños ojos”. Más adelante agrega que los portugueses “pudieron vender su mercancía con gran provecho y dicen que puede haber tantas ganancias en llevar especias a China, como a Portugal”. Y aquí surge una nueva fase de la expansión portuguesa al Asia. Cada día el tráfico con Europa era más costoso y la compra en Holanda de artículos europeos de comercio más ruinosa para los lusitanos. Así, buscan éstos convertirse en comerciantes asiáticos. Ya hemos visto cómo Albuquerque inicia un comercio de caballos de Ormuz en la India. Asimismo, se inicia un comercio de especias entre Malaca y las Molucas y los puertos del sur de China, donde se truecan por sedas y porcelanas, muchas de las cuales no llegarán a Europa, sino que quedarán en la India y en las mismas Molucas. Además de las especias, llevan a China bálsamos tropicales, marfil, cuernos de rinocerontes, nidos de golondrinas y otros muchos productos que sólo tienen consumo en la extraordinaria cocina del Celeste Imperio. Para llevar a cabo esta labor tenían varias ventajas: sus barcos eran capaces de transportar más carga y su artillería los hacía inmunes a los piratas que infestaban las aguas del Asia del sur y las costas chinas, con lo cual los mismos comerciantes cantoneses usaban los barcos de Portugal como cargueros de sus mercancías. Un barco portugués, a mediados del siglo XVI, ayudó a un almirante chino a perseguir a los piratas que asolaban la bahía de Hong Kong, y como premio se autorizó a los lusitanos a establecer un puesto de comercio estable en la península de Amakau, donde fundaron la Ciudad del Nombre de Dios, conocida como Macao. De allí extendieron sus rutas de comercio hasta los puertos del Japón, especialmente Nagasaki, adonde llevaban productos
chinos, en su gran mayoría, a cambio de plata japonesa. Pero ya en estos “altos barcos de Amacón”, como les llamara el marino inglés Adams, la carga por lo general pertenecía a chinos y a daimios japoneses o a la Compañía de Jesús. La corona de Portugal se había convertido en la mayor transportadora de mercancías de su tiempo, pero los provechos eran exiguos para Portugal y, poco a poco, se fue iniciando la decadencia lusitana en Asia. Por otra parte, como veremos adelante, en 1521, con la llegada de los españoles por la ruta del estrecho de Magallanes al Asia, los portugueses se enfrentan con un nuevo problema y tienen que reforzar sus posiciones. Entonces ya no se busca la destrucción del islam, sino la alianza con los sultanes musulmanes de las Molucas y otros sitios, para poder proseguir el tráfico. Serrano, en las Molucas, hace un tratado con el sultán de Ternate para establecer una factoría en esa isla y otra en Halmahera, en las orillas del Pacífico, y una tercera en Amboyna, sobre el mar de Banda. Así, las rutas portuguesas en Asia llegaron a extenderse, por un lado, hasta el Japón, y por el otro, hasta Amboyna, al sur del ecuador. Para toda la parte oriental de Asia, la ciudad de Malaca era la central, pero ésta a su vez dependía, administrativamente, del virrey de la India en Goa. La ruta de Malaca a China iba por la costa anamita hasta Macao y de allí partía hacia el norte, por el canal de la isla de Taiwán, llamada Formosa por los portugueses, hasta Nagasaki. La ruta más frecuente hacia las Molucas pasaba por los mares de Java y de Flores, al sur de Borneo, para llegar así al mar de Banda y al de las Molucas. Posiblemente el comercio de especias con Cantón abrió una nueva ruta desde estas islas a la costa china, cruzando por el mar de las Célebes y el de Sulú, al mar de China. Pero en esta inmensa extensión de rutas, las posesiones territoriales portuguesas eran ínfimas. Tan sólo el pequeño enclave de Goa, la fortaleza de Cochín, las de Diu y Socotra con Ormuz en el océano Índico; Colombo en la isla de Ceilán; Malaca en los estrechos, con un muy breve territorio, las fortalezas de las Molucas y la ciudad de Macao. El Imperio portugués, más que un imperio de conquista y ocupación de territorios, era en Asia, en el siglo XVI, un imperio netamente comercial, de grandes rutas con factorías colocadas en lugares estratégicos. El imperio territorial portugués se formará posteriormente en el Brasil, tierra descubierta por Cabral y que, gracias al Tratado de Tordesillas, quedaba incluida dentro de la demarcación lusitana y, mucho más tarde, a las costas africanas en Guinea, Angola y Mozambique. Pero un imperio de rutas comerciales estaba necesariamente sujeto a
muchos inconvenientes, debidos en gran parte a las enormes distancias, como la falta de una autoridad central efectiva y, muy pronto, tal vez desde la ocupación de las Molucas, de un verdadero espíritu nacionalista y de conquista. Ya hemos visto cómo en 1511 Albuquerque aún alimenta la idea de destruir el poderío islámico en Asia, como principio de su destrucción en el Mediterráneo. Poco después, en Ternate, Francisco Serrano no intentará la guerra contra los mahometanos, sino que hará alianzas con ellos, se quedará a vivir en el paraíso de las Molucas como consejero de guerra del sultán y mercader, y se formará un considerable harén. Serrano es el primer beach comber del Pacífico, el hombre que se deja llevar por la facilidad de la vida, el gozo de los placeres que se encuentran tan a mano en esos climas paradisiacos e irá olvidando la gran misión que lanzó a su patria hacia esos mundos. El comercio crea una enorme riqueza, no ya del rey o del Estado, sino de comerciantes particulares, hombres no preparados a ese lujo del Oriente, y Goa se convierte, según el mismo Luíz de Camoens, en una nueva Babilonia. Otros muchos portugueses, menos afortunados en el legítimo comercio, se dedican a merodear los mares como piratas o a comerciar por la fuerza con los señores de la Insulindia y algunos se vuelven en contra del mismo Portugal, como los que se aliaron con los musulmanes para destruir Goa en 1514 y que fueron bárbaramente castigados por Albuquerque. Y como sucede siempre en esos casos, junto a la extrema riqueza de algunos comerciantes y oficiales reales que reciben abiertamente toda suerte de cohechos, hay entre los mismos portugueses casos de la más extrema miseria. Uno de ellos es el del gran Camoens. Otros los encontramos en esos hombres a los cuales dedicó con tal amor el esfuerzo de su caridad san Francisco Javier. En los hospitales de Goa, las Molucas, Malaca, Macao, morían a diario portugueses en la más extrema miseria física y moral. En estas condiciones sociales, la labor de acercamiento a los pueblos indígenas, así como la misional, resultaba prácticamente imposible. Es notable observar que los portugueses permanecieron en las Molucas hasta entrado el siglo XVII, más de 100 años, y que cuando se retiraron ante el empuje de los holandeses, sólo había 600 familias cristianas. Las bulas pontificias obligaban a Portugal, igual que a España, a tratar por todos los medios la conversión de los naturales a la fe de Cristo. Durante el primer periodo portugués en Asia, la labor misional necesariamente fue mínima. La principal idea religiosa era aún la de la guerra de reconquista, o sea, destruir el poderío del islam y hacer con eso un señalado servicio a la
cristiandad. Una vez establecidas las principales ciudades, la labor religiosa parece dedicarse casi en exclusiva a los portugueses mismos y el rey don Manuel ordena la construcción de iglesias en las factorías y enclaves y se nombran obispos en Goa, Cochín y Malaca. Mediante el Padroado, esto es, el Real Patronato establecido por la bula de 1514, se dejaba en manos de la corona de Portugal toda actividad religiosa en los nuevos territorios. Así, el obispado de Goa se estableció en 1534 y se destruyeron los templos hindúes que quedaban aún en la ciudad y sus bienes se repartieron entre franciscanos y dominicos que ya habían establecido conventos, hospitales y escuelas. Bajo don Juan III cambió la idea misional. En Europa se iniciaba la lucha de la Contrarreforma y toda la península ibérica se había colocado resueltamente del lado de Roma. Don Juan pide al papa hombres que vayan al Oriente a predicar la fe de Cristo y esto lo oyen los miembros de una nueva orden, la Compañía de Jesús, que Ignacio de Loyola y otros compañeros trataban de establecer y lograr para ella la aprobación pontificia. Al llamado espiritual de los papas, envía a dos hombres, a Francisco Javier y Simón Rodríguez, quien queda en Lisboa. Francisco Javier marcha solo en 1541 y su increíble caridad se va incendiando conforme se acerca al Oriente y ve el dolor humano en la costa africana, en Socotra y finalmente en Goa. Cuando llega allá no toma un palanquín para dirigirse al Palacio Episcopal, sino que a pie se va al hospital de leprosos, donde se dedica a curar a los enfermos, a ayudar a bien morir a los moribundos y a enseñar la fe de Cristo. Su espíritu misional lo lleva a las pesquerías de perlas del sur de Goa, donde los pescadores viven en condiciones infrahumanas. De allí zarpa a Malaca, donde trata de convertir nuevamente a los portugueses a una vida cristiana y entra en contacto con chinos, japoneses y malayos, y viaja a las Molucas. En todas partes se aloja en los hospitales, donde sirve a los enfermos, sean quienes fueren. Regresa a Malaca, pasa de nuevo a Goa, donde funda el Colegio de San Pablo para la preparación de misioneros, y sale nuevamente hacia el Japón y China. Logra establecerse en Nagasaki e iniciar la pasmosa conversión de los japoneses; en esa ciudad llega a haber más de 300 000 cristianos. Pero esto no le basta. Su sueño, como lo será el de miles de misioneros en el tiempo, es la conversión del Gran Reino de la China. Sale hacia allá y muere, en una isla desolada en la costa de Kwantung, mientras esperaba un barco que lo llevara a China, en 1552. La obra de san Francisco Javier en Asia parece dispersa y estéril. Quitando el Colegio de San Pablo, nada quedó de sus fundaciones, y Japón, a
principios del siglo XVII, destruyó todo lo que quedaba de cristianismo en esas islas. Como misionero, en un sentido moderno, da la impresión de ser inestable y hasta inconstante. No se detiene a estudiar la realidad de los pueblos no cristianos; apenas conoce los idiomas en que ha de predicar; permanece poco tiempo en cada sitio y parece saltar a cada nueva oportunidad hacia un nuevo horizonte, sin haber afianzado lo anteriormente emprendido. Todo eso puede ser cierto. Pero también es cierto que ningún hombre, en la historia del cristianismo en Oriente, ha dejado una huella tal de su paso. El ardor de su caridad, su increíble entrega a todo lo que era el bien, la ayuda, el consuelo, forjaron una leyenda que los siglos, las nuevas doctrinas, las guerras, no han podido destruir. El mundo oriental vio en él al modelo perfecto del hombre cristiano y creyó en él, porque para él no había distingos de razas, de colores, de lenguas. Tanto en la India como en el Asia sudoriental y, posteriormente, en China, abrió el camino para que los jesuitas pudieran establecer sus grandes centros misionales. Si éstos no dieron los frutos que se esperaba de ellos, no se debe ciertamente a que Francisco Javier no supo organizar, sino más bien a que, con la organización, se perdió esa llama incontrolable de la caridad. De san Francisco Javier en adelante, fueron los jesuitas quienes se encargaron con más ahínco de la labor misional en el Asia portuguesa y en China. Aunque fuera del ámbito de este libro, hay que recordar a hombres como el padre Ricci, que logra penetrar a China hasta Pekín y colocarse en la corte imperial, gracias a sus extraordinarios conocimientos de la filosofía confuciana y de la matemática occidental. O el padre Roberto de Nobili, que hace otro tanto en la India, con la filosofía brahamánica. Gracias a la labor de ambos, se establecen los tan discutidos ritos mandarín y malabar que ofenden la ortodoxia de los padres dominicos, pero que abren enormes puertas en el Oriente. La expansión portuguesa al Asia llenó al mundo de asombro. A pesar de haber sido opacada rápidamente por la labor española, que hemos de ver adelante y que fue mucho más estable, la huella de la admiración de la primacía lusitana, pudiéramos decir, se observa en todos los documentos de la época, hasta mediados del siglo XVI. Muchos de los marinos que han de llevar a cabo la expansión de Castilla serán portugueses, empezando por Fernando de Magallanes, hasta el piloto Juan Fernández o Pedro Fernández de Quiroz, que han de dejar sus nombres y su fama en la historia del Pacífico del sur. Asombra de pronto cómo, dado lo escaso de la población de Portugal
en esos siglos y la gran demanda de hombres para sus empresas de expansión, aún quedaban tantos y tantos que sirvieran a Castilla o que, en la confusa geografía de Asia, se dedicaran a la piratería o se pusieran al servicio de los señores locales. Probablemente, entre otras causas, destacan dos para explicar este fenómeno. Por una parte, desde tiempos del infante don Enrique, Portugal había preparado una gran cantidad de hombres para el trabajo del mar, pilotos, maestres de batel, etc., al extremo de que el mar se había convertido en la primera de las profesiones, como lo era la de las armas en España o en Francia. Al terminarse la labor de expansión, cuando ya más que navegantes se requieren administradores y soldados, todos estos hombres se quedan sin empleo que les sea grato. Por ejemplo, para Magallanes no se encuentra, en Portugal, una ocupación digna de su categoría. Lógico es que estos hombres, en una Europa donde aún el nacionalismo surgía apenas, busquen empleo al servicio de otros reyes que pueden darles las oportunidades que no encuentran ya en Portugal. Hay que tener en cuenta que, entonces, eran muchos los europeos que servían banderas que no eran las suyas. Es curioso observar la gran cantidad de italianos que trabajaban en otras naciones, sabiendo que la expansión de los países occidentales era contraria a los intereses de Italia y las ciudades mercantiles del Mediterráneo. Ya hemos visto, por ejemplo, al genovés Pessanha creando la primera flota portuguesa o a Cadamosto, el veneciano, al servicio de don Enrique. A fines de ese siglo encontraremos a la familia Caboto sirviendo a Inglaterra, en la primera expedición inglesa a las costas americanas, bajo Enrique VII, y a España, en la exploración del río de la Plata. En todos los relatos de la conquista de América encontramos constantemente a italianos en toda suerte de trabajos. Con Magallanes viajará, entre otros, Antonio Pigafetta. España tendrá como cosmógrafo a Américo Vespucio y es muy probable que Cristóbal Colón fuera también italiano. Las ciudades mercantiles de Italia, a fines del siglo XV, pasaban la misma situación que Portugal un poco más tarde. Habían forjado su economía en el comercio marítimo y, para ello, habían preparado a toda suerte de hombres, desde cartógrafos hasta marinos comunes. Con la decadencia del comercio, debido en gran parte a la apertura de nuevas rutas en el Atlántico, estos hombres quedan sin oficio en su patria y emigran en busca de señores que les den ocupación estable y honrosa. Como Portugal, la nación que encabeza la marcha en el mar, tiene también sus hombres y ya no necesita de los extraños, los marinos de Italia tienen que buscar acomodo en las cortes de Castilla, Aragón e Inglaterra, donde dejan
una huella permanente. Cierto es que, hasta donde sé, no hay una monografía completa de esta influencia italiana en el primer siglo de la expansión occidental, que va desde los marinos y cosmógrafos, hasta los tres pintores italianos que establecieron la famosa escuela del Cuzco en el Perú, y creo que valdría la pena de hacerse. Otra de las razones para la emigración del talento portugués fue el centralismo de la obra de expansión lusitana, donde todo era labor de la corona, por lo menos en lo que al Asia se refiere. No hubo en la historia portuguesa de esos años la idea de la iniciativa privada, que daba empleo a tantos hombres y adelantaba, sin costo para la corona, los descubrimientos y poblaciones. Esto aparecerá, por influencia de Castilla, más tarde en el Brasil. Los hombres que se lanzaban “por su cuenta” en las fronteras de Asia, ya no trabajaban para Portugal, como lo harán los que dirijan la iniciativa privada hispánica en América, sino que, por lo general, terminaban en vulgares piratas o, como ya hemos dicho, tomando servicio con los señores locales y dedicándose, por cuenta de éstos, a la piratería. Pero la rápida decadencia portuguesa, más que una decadencia en los hombres en sí, lo fue en los sistemas y, sobre todo, en la economía. Ya hemos visto cómo, para poder proseguir su tráfico en el Oriente, Portugal debía comprar productos manufacturados en Holanda y en Inglaterra o traficar con artículos de Asia, con lo cual las enormes riquezas acumuladas no llegaban ya a Lisboa. Asimismo, el dinero para financiar las empresas se conseguía en las casas bancarias de Holanda. Esto obedecía en gran parte a la expulsión de los judíos portugueses, decretada por don Manuel el Afortunado, al subir al trono en 1496, desarticulando así, en forma irremediable, toda la economía de su reino. Podemos afirmar que para 1520, cuando Castilla empieza a cosechar los frutos de sus conquistas, con la toma de la ciudad de Tenochtitlán, Portugal se encuentra ya al borde de la quiebra, la inflación es caótica y el campesino y el artesano pueden escasamente subsistir, lo cual, como es lógico, provoca mayores migraciones de talento, no a las factorías de Asia y de África, que ya no pagan lo esperado, sino a reinos donde hay mejores posibilidades de medro.
CAPÍTULO IV
Vivan los muy altos e muy poderosos reyes, don Fernando e doña Juana, reyes de Castilla, de León, de Aragón, etc., en cuyo nombre e por la Corona real de Castilla, tomo e aprehendo la posesión real e corporal e actualmente de estos mares e tierras e costas e islas australes con todos sus anexos, e reinos e provincias que les pertenecen e pertenecer pueden en cualquier manera e por cualquier razón e título que sea e ser pueda e del tiempo pasado e presente e por venir sin contradicción alguna. VASCO NÚÑEZ DE BALBOA, 29 de septiembre de 1513 en Panamá
El hombre español en 1500. Su formación y su realidad. Colón. Vespucio y De la Cosa. El fracaso en las Antillas. Balboa y el Mar del Sur. La búsqueda del estrecho. Solís. Las juntas de Badajoz. Magallanes. La primera circunnavegación. Loayza y Elcano. El patache Santiago. Saavedra Cerón. El problema del tornaviaje. AUNQUE fue Portugal el que abrió, como ya hemos visto, las rutas de la navegación del mundo al hombre europeo e hizo posible esa expansión que hubo de llenar la historia hasta nuestros días, durante 250 años fue España el centro de esa historia y fueron sus hombres los que descubrieron la mayor parte de las tierras entonces desconocidas, así como las rutas navegables. Muy pronto, a principios del siglo XVI, sobrepasó a Portugal en la magnitud de sus empresas de exploración y de conquista; y los esfuerzos de otras naciones que pretendieron imitarla, como Holanda, Inglaterra y Francia, no fueron durante todo ese tiempo más que pequeños ensayos de exploración marítima y tímidas aventuras comerciales, comparadas con la amplitud de las empresas hispánicas.
Conviene, por lo tanto, detenerse un poco y estudiar lo que era el hombre español al iniciarse el siglo XVI, durante el cual España se enfrenta al mismo tiempo a dos situaciones históricas totalmente nuevas para ella. Por un lado se abre ante sus ojos la posibilidad de un imperio colonial de una magnitud tal que sobrepasaba todos los sueños de los más audaces conquistadores de la Antigüedad; se trata de un imperio que abarca la mitad del mundo, de acuerdo con la bula Inter Caetera y que, en 1580, con la anexión de Portugal, cubrirá todo el mundo, con la excepción de la Europa no ibérica. Por otro lado, también por primera vez en su historia, España se ve envuelta en los asuntos europeos y toma entre sus manos la dirección de la cristiandad. Así, en Europa, su campo de acción, que jamás había sobrepasado los Pirineos, se extiende de golpe hasta el Danubio y la frontera turca, y hacia el norte hasta Flandes y el canal de La Mancha. El hombre español, sobre todo el castellano, que es quien va a soportar casi totalmente el peso de esa fenomenal empresa colonizadora, ha vivido durante casi 800 años al margen de los asuntos europeos. Su único contacto constante en el exterior ha sido con el papado, pero nunca tan estrecho como lo fuera el de Francia, el del imperio o el de las ciudades italianas. Así, el hombre español no interviene en los dos grandes movimientos históricos que son el fundamento de la Edad Media europea: las cruzadas y la guerra entre el papado y el imperio. Pero a falta de las grandes cruzadas en Tierra Santa, España sostiene durante siete siglos lo que pudiéramos llamar su “cruzada propia” en contra, no tanto del islam en sí, sino de la ocupación islámica de su territorio. Durante esos 800 años, toda su política cultural y económica se centra en la esperanza de liberar toda la tierra de la península. Para el hombre de Castilla, cualquier otra consideración, cualquier otra empresa es secundaria. La guerra contra el islam se convierte en una verdadera obsesión que aparece en el fondo de toda actitud castellana, desde el rey don Rodrigo hasta la caída de Granada. Y, como es natural, esa obsesión de siete siglos forja el carácter español y, por inercia, seguirá fija en su pensamiento aun después de la derrota de Boabdil. Las huellas de esa lucha quedarán marcadas con fuego en su alma, al extremo de que cuando vive la nueva epopeya de la conquista de un imperio, sigue con su pensamiento nostálgico repasando todos los episodios de la terminada gesta de la reconquista. Así, los misioneros de la Nueva España, cuando tratan de enseñar a los indios conversos danzas que les hagan olvidar las que tuvieron en su “paganía”, les muestran la de “Moros y cristianos”, que revive los episodios de la guerra de
reconquista, desde Carlomagno y Roldán hasta la toma de Granada. Y los grandes escritores del Siglo de Oro, que vivían ya la realidad del imperio, no parecen interesarse mayormente en ello, ni encontrar inspiración en los hechos prodigiosos de los conquistadores, en el fabuloso develar de nuevas culturas, sino que siguen con su constante temática extraída de la guerra de reconquista. No surge entre el pueblo el romancero de la conquista, aunque sabemos que se escribieron romances, como uno que cita Bernal Díaz del Castillo: “Mira Cortés de Tacuba…”, pero no permean en el alma española, que prefiere seguir cantando los romances fronterizos de antaño. Los portugueses, más alejados de la guerra de reconquista que los españoles, no padecen esa obsesión nostálgica. Su poeta más grande, uno de los más extraordinarios del mundo, Camoens, canta casi en exclusiva en Os Lusíadas, la epopeya de Asia, pero en España, tan sólo Ercilla, en La Araucana conmemora un pequeño episodio de la gran empresa. Para las gestas de Cortés, de Pizarro, de Jiménez de Quesada y de tantos otros, no hay grandes poetas, a pesar de los esfuerzos del buen clérigo Castellanos. Parece como si el español que ha luchado y ha esperado su liberación durante más de siete siglos, cuando ésta llega no puede ni creerla ni olvidar los trabajos sufridos y, como este momento coincide con el descubrimiento de América y la gesta de la conquista, lleva a cabo estas últimas, pero sigue con el pensamiento puesto en el tema que ha sido la base de su estructura. Cuando cae Granada, llega casi al mismo tiempo la noticia del descubrimiento de Colón, pero los poetas, tanto cultos como populares, no tienen ojos y lenguas más que para la toma de Granada y llenan la península con esa noticia jubilosa: “Se sueña de Granada / que es tomada”. Serán extranjeros, como Américo Vespucio, quienes lleven al resto del mundo las noticias de América. Una nación como la española, en guerra durante más de siete siglos, tuvo que forjarse un carácter especial, distinto al del resto de Europa, ocupada en pequeñas guerras sin continuidad histórica, guerras en las cuales podía existir siempre la esperanza de una paz concertada. En España, sin la posibilidad de esa paz hasta no vencer totalmente, la estructura social tuvo que basarse en dos clases de hombres imprescindibles: el hombre de armas y el clérigo, para cuyo sostén vivía la nación. El primero era el necesario defensor de la “marca”, de la frontera siempre cambiante entre los territorios dominados por los musulmanes y por los cristianos. De allí el título de marqués, tan grato a la nueva nobleza batalladora de Castilla; de allí los cargos que han de reaparecer en las Indias, como el de “adelantado”, o sea el que ha avanzando
y ha logrado establecerse en territorio conquistado a los moros, y el de capitán general, el caudillo que tiene el mando sobre los otros hombres de armas. Era este tipo de hombre, el guerrero, quien organizaba generalmente por su cuenta las “entradas” en tierra enemiga, en las cuales se ganaban villas, castillos, ganado, cautivos y riquezas y, además, se liberaba a los cristianos que habían sido hechos prisioneros en alguna entrada de moros. Este constante batallar en la frontera llegó a ser no una manera de vida, sino la manera de vida de todo hombre de valor. Jorge Manrique, al hablar de su padre el maestre de Santiago, don Rodrigo Manrique, define perfectamente este sistema de vida: Non dejó grandes tesoros, ni alcanzó muchas riquezas ni vajillas, mas hizo guerra a los moros ganando sus fortalezas y sus villas; y en las lides que venció muchos moros y caballos se prendieron y en este oficio ganó las rentas y los vasallos que le dieron.
Pero la guerra contra el moro no era sólo una guerra utilitaria, en la que se ganan honra, territorios y riquezas. Era algo más, era una verdadera cruzada, una guerra santa, y el hombre de armas español tenía una fe ciega en que al tomar parte en esa guerra agradaba a su Dios y ganaba el cielo. El mismo Manrique define este pensamiento: El vivir que es perdurable non se gana con estados mundanales, ni con vida deleitable donde moran los pecados infernales; mas los buenos religiosos
gánanlo con oraciones y con lloros, los caballeros famosos con trabajos y aflicciones contra moros.
Y así aparece el segundo elemento de la estructura social hispánica y ocupa su lugar: junto a los “caballeros famosos” están los “buenos religiosos”. Así como el guerrero conquistaba mediante la fuerza la tierra de los moros, el clérigo se encargaba de la labor subsecuente de pacificación y organización política y administrativa. El tercer elemento o columna de esta estructura, por lo general el más débil, era el rey quien, en teoría, era el director nato de las empresas bélicas y de la labor pacificadora y administradora de los clérigos pero que, casi siempre, en lugar de ir a la cabeza, de dirigir las empresas, iba a la zaga, ya que muchas de las entradas y conquistas que se hacían, desde los tiempos del Cid Campeador por lo menos, eran empresas particulares, de la iniciativa privada diríamos hoy, en las cuales tan sólo intervenía el rey, en forma tardía, para asegurarse parte de los frutos obtenidos. En estas condiciones es fácil ver por qué la obediencia, el respeto y la lealtad a la corona no eran características fundamentales en los hombres de armas. El pueblo había puesto en boca del Cid estos versos: Por besar mano de reyes no me tengo por honrado; porque la besó mi padre téngome por afrentado.
Y, años más tarde, el labrador de El gran teatro del mundo, de Calderón de la Barca, exclamará: “Con buen año y sin rey, la pasaremos mejor”. La alta nobleza de Castilla no tenía empacho en levantar su bandera, por cualquier pretexto, contra su rey y señor natural e incluso hacer alianzas momentáneas con moros, aragoneses o portugueses contra la corona. Por su parte, el rey, desconfiando siempre de la lealtad de sus nobles y sus guerreros, se apoyaba cada día más en los clérigos y los hombres de letras quienes por lo general eran también clérigos, y este grupo fue adquiriendo el verdadero poder político y usándolo, casi siempre, con gran acierto. Un
ejemplo, el más notable de este tipo de hombre de Iglesia, lo encontramos en el cardenal Cisneros, y lo hemos de ver más tarde, en las Indias, en hombres como Vasco de Quiroga, Pedro de la Gasca o fray Juan de Zumárraga. Esta división tan marcada no dará lugar a la formación de una burguesía, como se estaba forjando en el resto de Europa y que será la modeladora del continente hasta nuestros días. Tener un débil sentido de lealtad hacia la corona no quiere decir que el hombre de armas fuera desleal en principio. Su lealtad se polarizaba, sobre todo, hacia su comunidad y hacia el concepto que él mismo, en su larga lucha, se había forjado del cristianismo y de la cristiandad en general. Pudiéramos decir que era una lealtad a lo castellano y a lo que él consideraba como bueno y santo. El hombre de Iglesia, por el contrario, preocupado más que por la fama y la riqueza personales por el poder político y la estructuración del Estado naciente, dirigía su lealtad hacia la corona y el papado, como poderes centrales y unitarios de la estructura castellana y de la cristiandad. Debajo de la nobleza, del hombre de armas y del clérigo, estaba el pueblo labrador y artesano, soldado a veces, cuando la ocasión lo requería. Con su trabajo constante mantenía todo ese enorme esfuerzo bélico y supo extraer frutos políticos de la situación, colocándose unas veces con los caudillos y nobles en contra del rey, y otras, del lado del rey en contra de los señores feudales. De esta forma va adquiriendo sus fueros y libertades, que guarda celosamente frente a los ataques del rey o de la nobleza. Así, funda sus villas en las tierras conquistadas, conoce los derechos y deberes que las leyes le imponen y sabe exigir los primeros y cumplir con los segundos. Se hace representar en las cortes del reino por sus procuradores, quienes, a principios del siglo XVI, se convierten en un freno y en moderadores de la corona, al limitar sus fondos. Durante el siglo XV esta sociedad hispánica se encuentra aún en un estado de formación, ya que todo se ha supeditado a la guerra de reconquista. Lo que ahora es España se divide en tres reinos cristianos, el de Castilla, el de Aragón y el de Navarra, y uno musulmán, el de Granada, y vive con dos propósitos fundamentales: uno es la conquista de Granada y el final de la ocupación musulmana; el otro es la unificación de los reinos cristianos. Este último se cumple fundamentalmente en 1469, con el matrimonio de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, ya que en el contrato matrimonial se convino que el heredero de ambos fuera rey de Castilla y de Aragón y se acuñó la
célebre frase, primer eslogan publicitario en política, de “Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando”, para dar a entender que, aun en vida de los dos monarcas de coronas separadas, ambos tenían ya la misma importancia en los dos reinos. Esta unión rinde sus primeros frutos con el fin de las rebeliones de la nobleza y con la toma de Granada en 1492 pero, en un principio, la nueva fortaleza adquirida por la corona no atenta ni debilita los fueros de la nobleza y del pueblo. Esta sociedad, aislada del resto de Europa más por su obsesión de la reconquista que por los Pirineos, vivía por necesidad encerrada en sí misma. Su única salida al mundo había sido, en lo que a Castilla se refiere, la conquista y la colonización de las islas Canarias llevada a cabo por el francés Juan de Bethencourt en 1402, cuando reinaba en Castilla Enrique III el Doliente. Los aragoneses y catalanes habían participado en la vida mediterránea y uno de ellos, el caballero Clavijo, había viajado hasta Karakorum, en busca del Gran Kan, llevando una embajada del rey de Aragón. En una sociedad así, sobre todo la castellana, los nexos familiares y de clan revisten una importancia capital y muchas de las grandes familias sin títulos, como los Velázquez de León, los Garcilaso de la Vega, los Manrique y los Guzmán adquieren una fuerza social, económica y política superior en muchos casos a la de la nobleza titulada e incluso a la de la corona. El Cid era parte de esa pequeña nobleza, pequeña en sus títulos pero enorme en sus hechos, y a esa misma pertenecerán muchos de los hombres que forjaron el imperio ultramarino, como Cortés, Jiménez de Quesada, Hurtado de Mendoza, los Velasco, etc., así como los primeros grandes virreyes que consolidaron las conquistas y establecieron la vida política del imperio. Su gran fuerza emanaba sobre todo de su cohesión interna, fundada en vínculos de familia, muy extendidos por lo general, pero sólidos y basados en un gran sentido de lealtad y de orgullo por el apellido, a tal grado que preferían su nombre simple a cualquier título de nobleza con el cual el rey quisiera premiarlos o cohecharlos. Los grandes títulos de la nobleza hispánica no están presentes en la conquista; no suenan allí los nombres de Medinaceli, Medinasidonia, Osuna, Cabra, Carreón, Feria o Alba porque para esas fechas ya la gran nobleza se había sometido a la corona y, como hemos dicho, la conquista fue una empresa privada, una empresa de ese hombre español cuya acción y pensamiento van mucho más lejos que los de la corona. Es interesante comparar esta clase social con la burguesía de los siglos XVIII y XIX en Europa, según la define Carlos Marx, y que tenía por principal
cualidad ir siempre adelante del gobierno y no depender de él. En Portugal, como ya hemos visto, desde el principio de la expansión, la Casa Real dirige las empresas y las impulsa, todas ellas son organizadas y financiadas por el rey, tanto las de descubrimiento como las de conquista y de comercio. En cambio, en Castilla son contadas las empresas pagadas por la corona en su totalidad y hasta en la primera de Colón vemos que son los marinos del puerto de Palos los que tienen que poner el dinero y el equipo faltantes. En muchas de ellas, como la de Hernán Cortés, la corona se entera de una conquista cuando ésta se ha realizado. Y, al ser la conquista una empresa privada, sus caudillos serán no los validos y favoritos de los reyes y de la gran nobleza sino aquellos que están sobre el terreno y demuestran tener mayores dotes para el mando y la organización. Pueden éstos pertenecer a las grandes familias o ser hijos bastardos e iletrados, como el caso de Francisco Pizarro, bajo cuyas banderas militaban hombres que llevaban el apellido de Garcilaso de la Vega, quienes en España probablemente ni siquiera hubieran saludado al cuidador de cerdos. Éstos fueron los hombres españoles que llevaron a cabo la gran empresa de crear el imperio, una vez que Isabel la Católica le abrió las puertas a la expansión, con el apoyo que prestara a la empresa colombina. Y desde entonces la gran reina se da cuenta de que la conquista de las “islas y tierras allende el Mar Océano” va a convertirse, para el español, en una prolongación de las guerras de reconquista y fija, con extraordinario genio previsor, las diferencias fundamentales. La guerra de reconquista se ha hecho para eso, para recuperar el territorio perdido siete siglos antes y ha sido una guerra constante contra un enemigo de diferente cultura, religión y lengua, con el cual no puede haber un tratado permanente de convivencia. Ha sido, por lo tanto, una guerra a muerte que no va a terminar hasta que el último musulmán salga de España. Pero en el Nuevo Mundo no se presenta esa situación y la reina da un paso definitivo al declarar que todos los habitantes de esas tierras desconocidas, que ni siquiera tienen nombre o pueden ubicarse en los mapas, son sus vasallos con los mismos derechos que tienen sus súbditos de Castilla. Por lo tanto, no se trata de una guerra a muerte contra los “indios” del Nuevo Mundo, sino de una acción de convencimiento, de acercamiento y de conquista espiritual. Que en la práctica haya resultado así o no es accidental, pero sí podemos decir que las advertencias de la reina, sostenidas siempre por la corona, modificaron todo el aspecto de la conquista del imperio y le dieron esas características únicas.
Pero mientras el castellano se encuentra ocupado en crear un imperio allende los mares, su estructura social se modifica fundamentalmente en España. El 1520, un año antes de que Cortés tome la ciudad de Tenochtitlán, y cuando ya Magallanes navega hacia el oriente, los ejércitos del emperador Carlos V derrotan en Villalar a los comuneros. En esta derrota, en muchos aspectos trágica para el pueblo, se modifica no sólo el curso de la historia, sino la mentalidad misma del hombre español. Se abre allí la puerta al absolutismo que va a culminar con Felipe II y con el necesario y desastroso centralismo de la administración imperial. Porque en Villalar no luchan tan sólo las ciudades y la nobleza por sus antiguos fueros, sino que aparece, importada por Carlos V y sus consejeros flamencos, alemanes y franceses, una idea de Estado que es nueva en España: la de la completa e indiscutible autoridad del rey que gobierna por la gracia de Dios. Es extraño que el hombre español haya aceptado esta teoría del Estado, pero hay que tomar en cuenta varios factores. Por una parte, el español entraba en contacto, a través del imperio, con la vida y la cultura de Europa, donde empezaba a cimentarse el movimiento absolutista de los reyes. Por la otra, el español se encontraba, indudablemente, en un estado caótico de pensamiento. Demasiadas cosas sucedían con excesiva rapidez, para que pudiera asimilarlas en su integridad y adaptarlas a sus estructuras tradicionales. Terminaba para siempre, en Granada, la obsesión de la reconquista; se descubría todo un mundo que era necesario asimilar a la vida cristiana y política de España y, a la vez, España se convertía en la cabeza de Europa y el rey Carlos se coronaba Emperador del Sacro Imperio Romano. Y todo esto sucedía en menos de tres décadas. Un hombre que a los 20 años hubiera luchado en Granada como si fuera la última frontera, a los 50 podía estar guerreando en México, en las Molucas o en la marca del Danubio. Era lógico también que el brillo del imperio deslumbrara al español acostumbrado a la estrechez castellana y que se entregara, por lo tanto, en cuerpo y alma a la creación de esa grandeza nunca soñada antes, olvidando sus fueros y conquistas personales. Hernán Cortés, un español típico del momento imperial, siente hasta lo más profundo esa idea y está dispuesto a sacrificarlo todo por ella, ya sea organizando y financiando ejércitos para más conquistas en el Mar del Sur o siguiendo al emperador en el desastre de Argel. Y para el hombre medio, para el comerciante de las ciudades, el asombro debe haber sido igual. En 1490 apenas si se atrevía a concurrir a la feria de Medina del Campo y en 1525 es muy posible que tuviera intereses desde las Molucas hasta Amberes y de la
Coruña a Panamá. También las ideas filosóficas básicas del español, como el concepto geográfico, sufrían cambios fundamentales. Muchos factores contribuían a ello, desde el agotamiento de las fuerzas pontificias e imperiales que llevaban a una paz inestable lograda tan sólo por ese agotamiento, hasta la invención del tipo móvil para la imprenta y la consecuente difusión de libros y de ideas a la cual cooperaron de manera importante las universidades. El Renacimiento italiano se extendía al mundo europeo con la libertad de sus formas y la amplitud de sus humanidades, y el español que viaja por toda Italia como soldado imperial lo absorbe, pero no será este Renacimiento el que lo afecte: tiene demasiado de pagano y de sensual para que pueda mover el alma de un pueblo que ha dedicado siete siglos de su historia a una guerra religiosa. No quiere decir esto que el español fuera ajeno al Renacimiento; lo admiraba, trataba de imitarlo en muchos aspectos, pero tomaba de él lo formal y rara vez lo fundamental. Garcilaso y Boscán adaptaron al castellano la métrica italiana; otros pretendieron introducir la novela y allí, con mayor claridad, se observa cómo el Renacimiento de Italia se modifica en España: una historia italiana, como Romeo y Julieta, se convierte en La Celestina. Cervantes, que tanto había vivido en Italia y tanto la admiraba, al escribir sus novelas, “por do la lengua castellana puede mostrar con propiedad un desatino”, toma la forma de Bocaccio, pero el fondo del romancero y de la picaresca tradicional. En cambio, el pensamiento humanista del norte de Europa, encabezado por Erasmo de Rotterdam y santo Tomás Moro y llevado a España primero por Vives y Valdés, penetra profundamente en el espíritu. La obra de Bataillon Erasmo y España nos hace ver la extraordinaria importancia que el pensamiento humanista tuvo en las universidades, en los conventos y en la vida política. En las letras afecta, aparte de Vives y Valdés, a fray Luis de León, santa Teresa y san Juan de la Cruz, por citar sólo a algunos. En los conventos provoca la reforma de las órdenes y tal vez, con mayor fuerza que la Inquisición, aleja de España la penetración de la Reforma protestante. Era lógico que este pensamiento humanista, cargado de la trascendencia del hombre y su posibilidad de obrar, embonara mejor con el espíritu español, individualista y místico, que con el germánico, forjado en la disciplina imperial. Y ese humanismo pasa a las Indias, ya que entre los primeros hombres de la conquista es notabilísima su influencia. Se destaca con mayor fuerza entre los letrados, como don Vasco de Quiroga, que llevaba en su
escasa biblioteca las obras de Erasmo y de Moro; pero también se encuentra en el clero, sobre todo en el regular y hasta en los hombres de armas. Es indudable que el pensamiento político de Cortés está influido por el humanismo. Y será ese mismo pensamiento el que provoque las grandes disputas filosóficas y jurídicas que iniciara Las Casas y que prosiguieran Motolinía, Sepúlveda y Palacios Rubio, hasta llegar al claro pensamiento de fray Francisco de Vitoria y del jesuita Suárez. Para mediados del siglo XVI, la Reforma protestante y la Contrarreforma ya han considerado sospechoso al humanismo, que ambas combaten. Y con el Concilio de Trento se implanta una nueva norma en la vida religiosa de tan graves consecuencias para el hombre español, sobre todo en el Nuevo Mundo, como lo fuera en un sentido social y político la derrota de Villalar. Las conclusiones de Trento, que pudieron servir en Europa para contener la expansión del protestantismo, rompen en América el espíritu mismo de la gran obra que se estaba forjando en los conventos y en las sedes de gobierno. Se acaba el arranque misional, lleno de entusiasmos, que tan grandes frutos había dado en los primeros años de la conquista espiritual y que había hecho surgir a hombres como Motolinía, fray Juan de San Miguel, fray Pedro de Gante, fray Jacobo Daciano o san Francisco Solano. Es muy posible que fuera verdadera, hasta cierto punto, la acusación que se les hacía en el sentido de que los indios bautizados en tales cantidades por ellos, no estuvieran muy fuertes en teología; pero tampoco lo estaban la mayoría de los españoles de aquel tiempo. Si entre los indios subsistían abusiones, supersticiones y brujerías, aun después de bautizados, también las había entre los españoles y no sólo entre los soldados más burdos, sino entre personas principales y hasta priores de conventos. Los primeros misioneros, al bautizar a los indios, no pensaban en crear teólogos sino, con la ayuda de Dios, colmar hasta donde fuera posible el abismo que había entre las dos razas, entre las dos concepciones del universo y del hombre, para poner un cimiento de lo que habría de ser andando el tiempo —y eso lo veían muy claro— un solo pueblo y una sola raza. Trento, al reglamentar la vida religiosa hasta en sus más ínfimos detalles, al querer salvar sobre todo la ortodoxia, rompe con el espíritu. El clero regular se ve obligado a encerrarse en sus conventos, donde puede gozar de sus riquezas, y el indio será ya, para siempre, un semirracional y un semicristiano. Se prohíbe en forma terminante el estudio de las “antigüedades” de los indios y se les rompe su historia. Llega el momento en
que importa más ser de perfecta ortodoxia que de perfecta caridad y esa perfecta ortodoxia se convierte en el fin, no tan sólo de la religión, sino de la vida misma del español. Así, el mundo hispánico se llena de miedo ante todo lo que pueda ser extraño y, por lo tanto, sospechoso, ya sea que provenga del mundo indígena que convive con él, o del mundo exterior. Y el español, encerrado en sí mismo, dominado por el temor sacro de un rey casi divino y de la ortodoxia, ya sin caridad, entra en la larga noche de su decadencia. Ya hemos visto que el español ha sido, durante siete siglos, un pueblo de frontera, no sólo entre dos naciones, sino entre dos culturas, dos religiones antagónicas y dos maneras de concebir la vida. En esa situación, ha aprendido muchas cosas que el resto de Europa ignora y una de ellas es que la “marca”, la frontera, no es sólo una línea divisoria que separa, sino un sitio de reunión y de intercambio. En la frontera el mestizaje es inevitable y si bien al principio ambos lados tratan de rehuirlo, acaban por aceptarlo y, finalmente, por considerarlo como necesario. Y esto no se refiere sólo a un mestizaje físico que en el fondo reviste poca importancia, sino a un mestizaje cultural. Así, mientras en Europa, aislada de la gran influencia islámica, se van gestando los nacionalismos y los prejuicios raciales, en España se capta la necesidad de tratar de comprender y aceptar a los otros pueblos y de tomar de ellos lo que de bueno tengan, en cultura, en palabras, en sistemas de gobierno y en maneras de vida. Esta aceptación tradicional del mestizaje le da a las conquistas hispánicas ese sello especial que no tienen las de los otros pueblos europeos, ni siquiera el portugués, y que provoca y encauza el mestizaje. Así, el conquistador, ante todo, busca la convivencia con el indígena. Cortés dice en su quinta carta de relación: “Como a mí me convenga buscar toda la buena orden que sea posible para que estas tierras se pueblen, y los españoles pobladores y los naturales de ellas se conserven y perpetúen, y nuestra santa fe en todo se arraigue…” Éste es el pensamiento fundamental, que ha de imponerse sobre los abusos cometidos en los principios, tanto por maldad como por ignorancia, y este pensamiento, que ya vemos surge desde Isabel la Católica, se origina indudablemente en esa aceptación del mestizaje que ha logrado el español en su guerra fronteriza de siete siglos. Y debido a este pensamiento se puede elevar tal clamor por la “destrucción de las Indias”, cosa que en otros pueblos europeos hubiera pasado inadvertida. Pero el rompimiento de la estructura española, que situamos en Villalar y en Trento, acaba por destruir también en él el sentido del verdadero mestizaje, para crear en el imperio una aristocracia criolla, rica, altiva y, como se ha dicho con
justicia, sin pasado, sin presente y sin futuro. En ese momento, el hombre español deja de ser una parte integral de América y de sus conquistas, para convertirse en el “peninsular”, esto es, en el europeo, en el extranjero. El viaje de Cristóbal Colón, bajo el patrocinio de la corona de Castilla, tenía el mismo objetivo fundamental que las empresas organizadas por Enrique el Navegante, esto es, llegar por vía marítima hasta las islas productoras de las especias y a las fabulosas Catay y Cipango y atacar al islam por la retaguardia. Colón, a su regreso, estaba convencido de que había descubierto esa nueva ruta y que las Antillas eran Cipango o, por lo menos, estaban cerca de él. Pero los geógrafos españoles e italianos Juan de la Cosa y Américo Vespucio advirtieron pronto que Colón no había llegado a las costas de Asia, sino a un impensado continente al cual, después de realizar cuatro viajes de exploración, Vespucio llamó Mundus Novus y que otros nombraron Tierra de la Santa Cruz. También pudo Vespucio, por medios astronómicos, medir la longitud de un sitio de la costa de esa tierra, el cabo de la Vela, y así fijar la costa americana en el planisferio. Entonces los geógrafos se dieron cuenta de que era necesario que hubiera otro mar entre ese Mundus Novus descubierto por Colón y las costas asiáticas, o sea el mar que había visto Marco Polo en China. En el globo de Benhaim, de 1492, que resume el conocimiento geográfico hasta antes del descubrimiento de América, aparece sólo una isla entre Europa y Cipango, pero conociendo más o menos la medida del ecuador, era imposible que la tierra de Colón fuera Cipango, y al fijarla Vespucio en el mapa, cambia el concepto de la cartografía. El primero en trazar un mapa completo es Juan de la Cosa. Lo sigue Johann Ruysch, con su mapa de 1508, en el cual América aparece como una gran isla, con algunas otras más pequeñas al norte, como La Española y Dominica. En los mapas de 1511, América sigue siendo una isla, pero ya va cobrando su forma y en el Ptolomeo de 1513 la costa americana limita completamente el océano Atlántico, dividiéndole del mar que baña las costas asiáticas, al cual acababan de llegar los portugueses. Este conocimiento de las costas americanas en el Atlántico se debe a una serie de viajes, algunos autorizados por la corona, otros sin llenar ese requisito y a pesar de las protestas del Gran Almirante que alegaba tener el monopolio de los viajes. Entre ellos hay que tomar en cuenta los de Juan de la Cosa, Ojeda, Vespucio, Solís, Rodrigo de Bastidas y Guerra, junto con los Pinzones. Todos ellos, al ir delineando la costa de América, posiblemente desde el río de la Plata hasta el golfo de México, ya que es
probable que Vespucio estuviera en el golfo de México, se van dando cuenta de que si han de pasar al Oriente y a la Especiería y Catay, tienen que encontrar ese mar intuido y no visto. Los primeros establecimientos españoles en Tierra Firme fueron fracasando el uno tras del otro, y las villas que se fundaban, casi todas ellas en las costas de Castilla del Oro y de Urabá, en los actuales Colombia y Panamá, se despoblaban constantemente. Alonso de Ojeda trató de establecerse cerca del lago de Maracaibo y fracasó. Más tarde, asociado al cosmógrafo Juan de la Cosa, quien murió de un flechazo envenenado, se estableció en la actual Cartagena de Indias, de donde pasó a Urabá. Allí, mal herido y enfermo, resolvió pasar a La Española en busca de refuerzos y dejó como su lugarteniente a un soldado llamado Francisco Pizarro. La empresa de Diego de Nicuesa en Veragua había fracasado también, después de las ya típicas escenas de hambre, enfermedades, desencantos y guerras de indios. Los sobrevivientes resolvieron unirse a la gente que dejara Ojeda, aprovechando un navío que había traído Diego de Colmenares y allí los encontró Martín Fernández de Enciso, quien, junto con los socorros, llevaba a un soldado llamado Vasco Núñez de Balboa, colono fracasado y prófugo de sus acreedores, quien ya había recorrido esas costas en la armada de Rodrigo de Bastidas. Pronto Balboa demostró que era el único soldado capaz de llevar a cabo la empresa y salvar a la gente que estaba desesperada. Con maña convenció a los hombres, tanto a los del bachiller Enciso como a los de Nicuesa, que les quitaran el mando por no ser aptos, y se lo dieran a él. El hecho de que todos los hombres hayan aceptado demuestra una vez más ese sentido del conquistador español, acostumbrado en los momentos de peligro a elegir al caudillo que más le convenga o que mayores garantías le dé de llevarlo al triunfo. Nicuesa y algunos hombres leales fueron embarcados en un mal batel y nunca se volvió a saber de ellos, mientras Enciso pasaba a Santo Domingo. Ya como jefe absoluto, Balboa se dedicó a dar vida a la agonizante colonia, a tratar alianzas con los caciques indios de las cercanías y a asegurar los mantenimientos, sin olvidar las dos labores fundamentales de todo conquistador que quisiera agradar a la corona de Castilla: reunir todo el oro posible y cuanto informe geográfico pudiera ser útil. Como capitán electo por los soldados, sin autorización de la corona y esperando, día a día, la reacción de Nicuesa y del bachiller Enciso en su contra, sabía que sólo un gran éxito económico o un descubrimiento de gran importancia podrían salvarlo.
Entre los informes que recaba de los indios, hechos ya sus amigos, hay uno que se repite constantemente y que afirman todos los caciques: a poca distancia de la villa de Santa María la Antigua, donde están poblados, hay otro mar que no es el Caribe o Mar del Norte. Balboa piensa que bien puede tratarse de ese mar intuido por los geógrafos y que su descubrimiento, por sí solo, le garantizará el reconocimiento de la corona. El 15 de septiembre de 1513, con 190 españoles y 600 indios amigos, zarpa la expedición por mar, siguiendo la costa con rumbo a Acla, y de allí, guiados por el cacique Careta, se adentran en la tierra por unas serranías bajas, pero cubiertas de vegetación, que hacen la marcha en extremo difícil. Por fin, el día 25, desde la cumbre de un cerro, vieron frente a ellos el Mar del Sur, llamado así para diferenciarlo del Caribe o del Atlántico que, en Panamá, queda al norte. El día 29 llegaron al golfo de San Miguel y pudieron tocar las aguas del Pacífico. Balboa entró al mar, la espada en alto, golpeó las olas con ella y tomó posesión de todo ese mar, islas y tierras allende el mar en nombre de doña Juana y don Fernando, reyes de Castilla y de Aragón. Luego levantó un acta, tanto del descubrimiento como de la toma de posesión, que firmaron 67 compañeros suyos, entre los cuales se encontraba Francisco Pizarro quien, por primera vez, se veía frente a ese mar que habría de ser, 20 años más tarde, campo de sus hazañas y origen de su gloria y fortuna. Cuando la noticia del descubrimiento llegó a España, ya las quejas del bachiller Enciso habían rendido su fruto y estaba lista para zarpar de Sevilla “la lucida expedición” al mando de Pedrarias Dávila. La noticia del descubrimiento hecho por Balboa hizo que más gente aún se uniera a la nueva empresa y así, cuando salió, llevaba 1 500 hombres a bordo, “la más lucida gente que de España ha salido”, como diría Pascual de Andagoya en su memorial. Como a Pedrarias en sus capitulaciones se le había concedido ya el título de gobernador, a Vasco Núñez de Balboa se le dio el de adelantado del Mar del Sur y gobernador de las provincias de Panamá y Coiba. Balboa, en carta dirigida al rey el 20 de enero de 1513, pedía: “lo principal es menester que vengan mil hombres de los de la isla Española, porque los que agora vinieren de Castilla no valdrían mucho fasta que se ficieren a la tierra, porque al presente ellos se perderían y los que acá estamos con ellos”. La gente que traía Pedrarias era nueva en los trabajos de las Indias y el resultado fue exactamente el previsto por Balboa. Andagoya informa al rey: “Comienza a caer la gente mala en tanta manera, que unos no podían
curar a otros y ansí en un mes murieron setecientos hombres de hambre y de enfermedad de modorra”. La dualidad del mando entre Pedrarias, nuevo en la tierra, y Balboa dificultaba la administración conveniente de los pocos elementos que había, y Balboa, al darse cuenta del desastre que se avecinaba, envió a las islas a Francisco de Garavito para que le trajera bastimentos para su gente. Cuando regresó la nave, Pedrarias lo supo y la mandó apresar, junto con Balboa, a quien tuvo en su casa, encerrado en una jaula en el patio. Intervinieron algunas personas para hacer las paces entre los dos caudillos y Pedrarias, temeroso de que la gente se levantara en favor de Balboa y de las repercusiones que el asunto pudiera tener en la corte, hizo un pacto con él, mediante el cual Balboa pasaría a la banda del Pacífico, donde se ocuparía en la exploración de la costa. Además, para cimentar la alianza, Balboa se casaría con una hija de Pedrarias, que había quedado en España. Con esto Balboa salió libre y se marchó al río de Balsas a vigilar la construcción de unos navíos, con los cuales pensaba explorar rumbo al sur donde, según el dicho de algunos caciques, había tanto oro que nadie hacía aprecio de él. Se ha dicho siempre que esa nación llena de oro era el Imperio incaico, pero a la luz de la evidencia histórica parece seguro que los caciques panameños se referían a los chibchas y miuscas de Colombia, grandes trabajadores de oro y entre quienes habría de nacer el mito de El Dorado. Libre ya de la presencia de Balboa, Pedrarias envió a varios de sus capitanes a explorar la tierra, tanto hacia el norte como hacia el sur. Esto dio origen a quejas de Balboa ante el rey, en las cuales acusaba a esos capitanes de toda suerte de atropellos en contra de los indios a quienes él había pacificado, pero Fernando, que nunca tuvo mucha confianza en el aventurero Balboa, se puso ahora resueltamente del lado de Pedrarias y mandó órdenes de que se aprehendiera a Balboa y una carta en la cual lo reprendía con rigor con la orden de que dicha carta no se le entregara hasta que se “le tenga a recabdo”. Para colmo de males, los dos barcos construidos por Balboa no sirvieron, porque los carpinteros de ribera ignoraban la calidad de las maderas y escogieron unas que no resistían el agua de mar, con lo cual no pudo, en el plazo fijado de un año y medio, iniciar las exploraciones a las cuales se había comprometido. Por otra parte, algunos de los capitanes enviados por Pedrarias a descubrir, sufrieron algunas derrotas a manos de los indios, de las cuales el gobernador culpó también a Balboa. Asegurado Pedrarias por la carta del rey, no dudó más y mandó a algunos soldados, con Francisco Pizarro a la cabeza, a que aprehendieran a Balboa y lo llevaran a Acla. Allí
Pedrarias no quiso intervenir en el juicio, ya que se trataba de su yerno y nombró como juez a un licenciado Espinosa. Después de un juicio muy breve, Vasco Núñez de Balboa, descubridor del Mar del Sur, gobernador y adelantado de Panamá y Coiba, fue condenado a muerte y degollado en la plaza de Acla, el mes de enero de 1517. Con Balboa terminaba una etapa en la conquista de América por los españoles. No fue sólo el descubridor del Mar del Sur, sino el primero que logró una franca cooperación con los caciques indios y, gracias a ella, establecerse en la tierra, lección que unos cuantos años más tarde habría de seguir y ampliar Hernán Cortés en la conquista de la Nueva España. Se pudiera afirmar que Balboa fue el primer conquistador español y el primero entre los que modificaron los sistemas de conquista, como se había llevado a cabo en las islas del Caribe y en Tierra Firme, para sentar las bases de los sistemas que habrían, un poco más tarde, de hacer posible la ocupación y pacificación de todo el continente. A la muerte de Balboa, Pedrarias trasladó su capital a Panamá, en las costas del Pacífico, siendo ésta la primera ciudad hispánica sobre dicho mar. La ciudad, al fundarse, tenía 400 vecinos, entre los cuales se distribuyeron solares. De allí se enviaron exploraciones por mar y tierra. El licenciado Espinosa reconoció la costa hacia el norte hasta Nicaragua. Ese mismo año llegó a Panamá Gil González de Ávila, quien había hecho capitulaciones con la corona para explorar esa misma costa, y con Francisco Hernández de Córdoba llevaron las exploraciones hasta el golfo de Fonseca, bautizado así en honor a don Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos y presidente del Consejo de Indias. Pero a pesar del oro que había llegado del Darién, para Fernando de Aragón (regente de Castilla en la minoría de don Carlos y la locura de doña Juana) ese Nuevo Mundo era, más que otra cosa, un estorbo para lo que él consideraba lo más importante: el comercio con las especias. Mientras a Castilla la conquista de las islas del Caribe le costaban dinero, hombres, barcos y esfuerzos, con muy escaso rendimiento, Portugal se enriquecía a ojos vistas con el comercio del Oriente, y Lisboa se había convertido, en esos primeros años del tráfico, en la ciudad más rica del mundo europeo, sobrepasando con mucho a Venecia. Llevado por este ejemplo, don Fernando resuelve mover cielo y tierra con tal de poder llegar hasta esas islas prodigiosas y en 1508 ordenó una reunión de pilotos, los mejores de su reino, en Burgos. Estuvieron presentes Juan de la Cosa, Américo Vespucio, Juan
Díaz de Solís y Pinzón, a quienes se pidió que vieran la manera por la cual se pudiera pasar al mar de Catay, ya fuera por el norte o por el sur de esa molesta tierra de la Santa Cruz. Los miembros de la junta revisaron todas las navegaciones que se habían hecho en las costas y después de largas discusiones no encontraron mejor arbitrio que recomendar la colonización de la América Central, en Castilla del Oro, hacia donde y hacia su muerte salió Juan de la Cosa. La verdad era que Castilla no había tenido a un genio como don Enrique el Navegante que la preparara, con 80 años de anticipación, para la empresa colonial y le adiestrara un elemento humano suficiente, tanto para las empresas en sí como para su preparación adecuada en España. Ahora los castellanos tenían que aprender sobre la marcha, sacar fruto de los cientos de errores cometidos, de los miles de desastres, y aprovechar lo que pudieran de esas experiencias. Pero ese sistema tomaba tiempo y dinero y don Fernando no era amigo de gastar el uno o perder el otro. Así, las colonias se instalaban llenas de entusiasmos, por lo general, como hemos visto en el caso de Pedrarias, con hombres que no estaban preparados para ello, en lugares mal escogidos o elegidos al azar, ya que no se hacían las necesarias exploraciones previas. Pronto le llegaba a los colonos el desencanto, y los sueños del oro y las riquezas sin cuento se trocaban por la mísera realidad del hambre, de las flechas “enhierbadas” y las enfermedades, de los malos ranchos en medio de inacabables pantanos; de las escisiones internas y la falta de cumplimiento de las promesas hechas por los caudillos. Los socorros tardaban en llegar o no llegaban nunca; los bastimentos eran de ínfima calidad y se echaban a perder, por lo que, más tarde, el capitán Arellano llamara “constelación de la tierra”. Y a todo esto se sumaban los trabajos de las entradas y el constante temor de las emboscadas de los indios. Así fracasaron todas las empresas de la tierra firme anteriores a la de Balboa y así siguieron fracasando otras muchas, tanto en las costas sudamericanas, como en el Pánuco y en la Florida. Y por otra parte, los padres jerónimos de Santo Domingo, así como los dominicos, dirigidos por el padre Las Casas, empezaban a alzar el grito por las matanzas insensatas de indios y cargaban la Real Conciencia, haciendo notar al monarca que en la bula Inter Caetera se le imponía la obligación principalísima de cristianizar a los naturales de esas tierras, pero que al paso que iban las cosas, pronto no quedarían indios que cristianizar: los unos porque morían en las guerras y en los trabajos que les imponían los colonos, los otros porque no soportaban las enfermedades introducidas por los
europeos y, tal vez los más, porque huían de la cercanía de las villas de los blancos y se remontaban en sus sierras y “arabucos” para protegerse. Para don Fernando, el contraste con los éxitos de Portugal era insoportable, pero no veía toda la realidad. Las empresas de Portugal y las de Castilla eran completamente distintas. En las primeras, como ya hemos visto, era la corona la que organizaba todo, pagaba todos los gastos, enviaba los socorros necesarios y las tropas suficientes, con sueldo fijo, para que protegieran sus intereses. Y todo eso estaba arruinando a Portugal. Don Fernando, en cambio, no era amigo de soltar los cordones de la bolsa y gustaba de las empresas privadas, de las capitulaciones, mediante las cuales hombres ricos o con posibilidades organizaban por su cuenta las expediciones y conquistas, garantizando el real tercio de lo que se consiguiera. En las instrucciones dadas a Juan Díaz de Solís el 24 de noviembre de 1514, se le ordena: “Habeis de mirar que en esto ha de haber secreto, e que ninguno sepa que yo mando dar dineros para ello, ni tengo parte en el viaje hasta la tornada, porque la gente que con vos fuere no se altere en decir que quieren sueldo ni parte, antes habeis de decir e publicar que vos, e vuestros hermanos, e gente, a vuestra costa is a aquellas partes bajo de donde está Pedro Arias, e que yo vos hago merced de la licencia para ello, e de las dichas lombardas e armas para dicho viaje”. Con este sistema, la corona no se empobrecía, pero las empresas, indudablemente, se desorganizaban y, en muchos casos, el empresario se quedaba sin fondos para seguir adelante y mandar socorros, con lo cual las villas morían de hambre y de abandono. Y pronto, las principales empresas dejaron de organizarse en España y se formaron en las mismas Indias, sin participación y conocimiento del rey. Así se hicieron las conquistas de México, Guatemala, Perú y Cundinamarca. Tan desesperado se hallaba don Fernando por la falta de utilidades en las empresas americanas, que el año de 1512 encargó secretamente a Juan Díaz de Solís que organizara una expedición a las Molucas o a Malaca, siguiendo la ruta portuguesa del cabo de Buena Esperanza. Según el ministro portugués en España, Juan Méndez de Vasconcelos, en carta dirigida a su rey desde Logroño, el 30 de agosto de 1512, Solís opinaba que Malaca estaba tan al oriente de la India, que quedaba ya dentro de la demarcación de Castilla y que así lo había afirmado públicamente. Si esto es cierto, bien pudo don Fernando pensar en organizar una empresa para tomar posesión de lo suyo. Pero al pretender tomar la ruta por el sur de África, violaba lo pactado con Portugal y por eso ordenó la expedición con gran secreto. Pero éste no fue
tanto que don Manuel el Afortunado no se enterara y protestara de inmediato, lo cual bastó para que don Fernando desistiera de la empresa, ya que el violar abiertamente lo estipulado en el Tratado de Tordesillas lo hubiera indispuesto con el papado y llevado a una guerra con Portugal. Y en esos días llegó a Castilla la noticia del descubrimiento del Mar del Sur en Panamá, con lo cual se empezó a meditar en la posibilidad de hacer naves en esas aguas para llegar por allí a las Molucas, para lo cual, como ya hemos visto, se capituló con Gil González de Ávila y con Niño; pero los malos resultados obtenidos por Balboa con sus naves y por González de Ávila hicieron pensar de nuevo en la conveniencia de encontrar un estrecho que ligara ambos mares y llevara directamente de España al Oriente. Con esa mira, en 1516 salió Juan Díaz de Solís a recorrer las costas americanas, al sur de las tierras descubiertas por Cabral, con el objeto de ver si podía llegar a “la espalda de Castilla del Oro”. Las tres carabelas que formaban la expedición llegaron hasta el río de la Plata que bautizaron con el nombre de mar Dulce y se internaron por él para explorarlo, en la esperanza de que fuera el estrecho. Desde una isla pequeña, unos indios charrúas les hicieron señales, que ellos interpretaron como amistosas, y Díaz de Solís resolvió desembarcar en uno de los bateles y hablar con ellos. No bien había tocado tierra con otros ocho hombres, cuando los indios cayeron sobre ellos y los mataron, menos a uno. Luego, ante la mirada asombrada de sus compañeros, que veían todo desde los barcos, procedieron a comerse los cadáveres. Sólo quedó con vida el grumete Martín García, quien años más tarde sería rescatado por la armada de Sebastián Caboto. Muerto Díaz de Solís, la flota tomó el camino de regreso, pero una de las carabelas naufragó en las costas de Brasil y uno de los pocos sobrevivientes, Alejo García, se quedó a vivir entre los indios, se convirtió en su caudillo de guerra y atravesó por tierra gran parte del continente, hasta la actual Bolivia, donde murió a manos de los guaraníes. El fracaso de la armada de Juan Díaz de Solís fue un golpe duro para las aspiraciones españolas en las Molucas. Por la experiencia de la empresa intentada por la ruta de África, se sabía que Portugal habría de oponerse con todas sus fuerzas y, por más que se exploraban las costas americanas, ya fuera por el Atlántico o por “la espalda de Castilla del Oro”, no se encontraba huella alguna de un paso al Mar del Sur. Cierto era que los portugueses habían violado ya en parte las cláusulas del Tratado de Tordesillas al enviar en los años 1500 y 1501 a los hermanos Corterreal para que exploraran las
costas de América del Norte en la “tierra de los bacallaos” o sea arriba de los 50°; pero España, muerto Fernando el Católico, bajo la regencia del cardenal Cisneros, en espera de la llegada del joven monarca Carlos I, no estaba en condiciones de buscar dificultades con Portugal. Así, se pensó en organizar una nueva empresa hacia el sur, dirigida por el piloto Esteban Gómez. En esto se estaba, cuando el 20 de octubre de 1517 llegó a Sevilla el marino y soldado portugués Fernando de Magallanes, quien ya para entonces había castellanizado su nombre de Magalhaes, y trabó amistad con un paisano suyo que había pasado a Castilla desde hacía algunos años y había progresado notablemente, hasta llegar a ser comendador de la Orden de Santiago y oficial de la administración de Sevilla. Era éste Diego de Barbosa, quien en su juventud había estado en la India y, tal vez, en Malaca y, por lo tanto, tenía amplios puntos de contacto con Magallanes. Es muy posible que Magallanes y Barbosa se hubieran conocido en Asia, ya que el primero pasó a la India en la flota de don Francisco de Almeida, en 1505, cuando tenía unos 25 años de edad. En Asia tomó parte en la batalla naval de Cananore y luego en el desastre de Lope de Sequeira cuando el primer viaje a Malaca, así como en la toma de la ciudad por Albuquerque. En estas andanzas había trabado estrecha amistad con Francisco Serrano, quien le seguirá escribiendo desde las Molucas, invitándolo a que vaya allá y se haga rico. De Malaca, Magallanes regresó a Lisboa, con un esclavo malayo bautizado con el nombre de Enrique y de allí pasó a Marruecos, donde durante el sitio de Azamor recibió una herida en una pierna, de la cual quedó cojo para toda su vida. Con todos estos servicios prestados creyó que podría obtener una buena recompensa de su rey, pero éste, que empezaba a sentir la pobreza en la cual se iba hundiendo su reino, no estaba dispuesto a repartir recompensas a todos los hidalgos que regresaran después de haber servido un tiempo en Asia y así Magallanes, por todo premio, recibió un aumento de medio cruzado al mes en su “moradía”. Magallanes se sintió ofendido por esta actitud y resolvió abandonar el servicio de su rey para pasarse a Castilla, donde tenía cosas importantes que ofrecer. Por las cartas de Serrano, podía afirmar que las islas Molucas quedaban tan al oriente de la India que ya estaban dentro de la demarcación de Castilla, como ya lo había afirmado Solís. Por otra parte, decía haber visto en los archivos portugueses un mapa en el cual se veía claramente un estrecho al sur de América, que ligaba los dos mares. La primera de estas premisas resultaba completamente falsa, ya que si la línea de demarcación se había de trazar a 370 leguas al poniente de las islas de Cabo
Verde, caería cerca del meridiano 45 W de Greenwich y por lo tanto, esa misma línea en las antípodas, estaría en el meridiano 125 E, con lo cual tanto las Molucas como las Filipinas y una gran parte de la Nueva Guinea quedaban incluidas dentro de la demarcación de Portugal. Por lo que se refiere a la localización del estrecho, es difícil saber exactamente qué es lo que Magallanes había visto en los archivos portugueses, ya que siempre guardó celosamente su secreto, como veremos adelante. Tal vez se trataba del mar Dulce o mar de Solís visitado antes por Vespucio y Solís, lo cual parece confirmarse por el hecho de que, durante su viaje, perdió un tiempo precioso en explorar el estuario del Plata. Por otra parte, es posible que en algunos de los mapas de Martín Benhaim hubiera visto trazos del estrecho mítico de Amián, que desembocaba al mar de Java y que era, probablemente, una mala localización del estrecho de Sonda. Pudo Magallanes considerar que la masa de tierra que limita este estrecho por el oriente, fuera una representación defectuosa de América. Hay que recordar que aún había dudas acerca de la medida del ecuador, así que si Magallanes consideraba que las Molucas quedaban dentro de la demarcación de Castilla, las colocaba mucho más al oriente, o sea más cerca de las costas americanas. También es posible que en los archivos portugueses hubiera visto las relaciones de marinos como Cristóbal Jaques o González Coello, quienes a principios de siglo habían reconocido la costa, al sur del Brasil, hasta latitudes bastante bajas y que, posiblemente, hubieran mencionado algunas abras que se pudieran tomar por el estrecho soñado. En Lisboa, Magallanes había hecho amistad con el astrónomo y astrólogo Ruy Faleiro, quien estaba también resentido con el rey don Manuel que lo consideraba enajenado de sus facultades mentales, por lo cual le había negado el puesto de astrónomo real. Juntos pensaron ir a Castilla y pacientemente estudiaron el plan que habrían de presentar a los españoles y juraron guardar el secreto para siempre. Magallanes fue solo a Sevilla a iniciar los arreglos con la Casa de Contratación y se alojó en casa de su paisano Diego de Barbosa y trabó tal amistad con él, que casó con su hija. Barbosa presentó a su yerno a los oficiales de la Casa de Contratación, que había sido fundada por Fonseca, para aprender todo lo que se refería al tráfico de las Indias. Ante los oficiales de esa casa, Magallanes dio a conocer sus tesis, pero no quiso revelar sus fuentes de información, que eran su secreto y el de Faleiro, por lo cual la casa desechó la propuesta, pero uno de los oficiales, Juan de Aranda, se interesó en el asunto y, al parecer, ante él
Magallanes estuvo más explícito, con lo cual provocó una de las muchas cóleras de Ruy Faleiro cuando éste llegó a Sevilla y se enteró de esas charlas y creyó que su socio había revelado el secreto. En 1518 Magallanes, Faleiro y Aranda lograron interesar a algunos de los miembros del Consejo de Su Majestad y consiguieron una entrevista con el joven monarca. Lograron también el apoyo económico de Guillermo de Haro, mercader de Amberes y Lisboa, disgustado también con don Manuel de Portugal y miembro típico de esa naciente clase de mercaderes internacionales. El apoyo de Haro, que era conocido de los consejeros flamencos del rey don Carlos como un comerciante de extraordinaria habilidad y gran conocedor del tráfico con Asia, fue definitivo para que el rey aceptara las propuestas de los dos portugueses. Así, el 22 de marzo de 1518, en Valladolid se firmaron las indispensables capitulaciones por don Carlos y el secretario Francisco de los Cobos por un lado y por Magallanes y Ruy Faleiro por el otro. Mediante esas capitulaciones, Magallanes y Faleiro recibían el nombramiento conjunto de capitanes generales de la armada que habría de disponerse, además de adelantados y gobernadores de las tierras que descubrieren y ocuparen. Algunos particulares, como Haro, pondrían parte de los fondos necesarios a la empresa y llevarían también parte de las utilidades. El mismo día en que se firmaron las capitulaciones, el rey dio las órdenes necesarias a los oficiales de la Casa de Contratación de Sevilla para que organizaran la armada a la brevedad posible. Pero los burócratas de la casa empezaron a poner toda suerte de obstáculos, alegando siempre que con esa actitud defendían la hacienda real e informando al monarca de las sospechas que tenían acerca de la lealtad de los capitanes generales portugueses hacia Castilla. Por su lado, los agentes portugueses en Sevilla hacían correr toda clase de rumores contra Magallanes y Faleiro y hasta tramaron la muerte del primero. Don Álvaro de Acosta, embajador de Portugal ante don Carlos, llegó hasta el extremo de entrevistarse con el monarca para hacerle ver que su proyectado matrimonio con doña Leonor, hermana de don Manuel el Afortunado, podría verse comprometido si Castilla insistía en la empresa magallánica. A pesar de todas estas presiones externas e internas, el rey don Carlos sostuvo a Magallanes y Faleiro y escribió con dureza a los oficiales de la Casa de Contratación para exigirles que sin excusa ni pretexto cumplieran sus órdenes a la mayor brevedad. El 30 de marzo de 1519, el rey nombró a varios otros capitanes que habrían de ir en la armada en diferentes cargos: Luis de Mendoza como
tesorero; Juan de Cartagena, veedor y capitán de una de las naves; Gaspar de Quesada como capitán de otra de las naves, y Antonio de Coca como contador. Apenas se supo del nombramiento de estos capitanes españoles, llegó a Sevilla el agente del rey de Portugal en esa ciudad, Sebastián Álvarez; se hizo amigo de ellos y les fue insinuando lo poco conveniente que resultaba, para un caballero español, servir bajo las órdenes de portugueses que ya habían traicionado a su señor natural. Asimismo, les hizo notar que Magallanes, ya traidor una vez, podía fácilmente repetir la hazaña y traicionar al rey de Castilla. Por otra parte, con el ánimo de que la nueva llegara a oídos de Magallanes, Álvarez hizo correr la voz de que Juan de Cartagena y Esteban Gómez, quien iba a ser el capitán general de la empresa anterior y que había sido nombrado piloto de ésta, tenían órdenes secretas del rey para que, encontrado el estrecho, depusieran del mando a Magallanes y lo mataran si era necesario. Álvarez informó de todo esto al rey de Portugal y le incitó para que, con promesas y engaños, lograra que Magallanes pasara a Portugal, donde se pudiera disponer fácilmente de él. Haber usado el nombre de Esteban Gómez era lógico, ya que con seguridad estaba resentido con Magallanes, pues éste le había quitado el mando de la empresa y al ir en ella ya sólo con el cargo de piloto se podría suponer que llevaba un encargo especial del rey. Tantas fueron las intrigas y tantos los rumores, que el rey don Carlos empezó a tomar precauciones. Por lo pronto trató, sin mayor éxito, de limitar el número de los portugueses que fueron en la armada, decretando que tan sólo deberían embarcarse cinco, aparte de Magallanes y Faleiro. Por otra parte, mandó redactar unas instrucciones detalladísimas, dirigidas tanto a Magallanes como a Faleiro, acerca de todo lo que debían de hacer y no hacer durante el viaje. Para complicar más las cosas, pocos días antes de que zarpara la armada de Sevilla, Ruy Faleiro desistió de ir en ella, alegando que se había trazado su propio horóscopo y que había visto que moriría en la empresa. Magallanes veía con buenos ojos que Faleiro se quedara en España, teóricamente preparando una nueva armada, ya que sin duda se había dado cuenta de que tenía un carácter muy difícil y estaba mal de la cabeza, pero nada le complació que el rey nombrara a Juan de Cartagena en lugar de Faleiro como capitán general y conjuncta persona. Como esto sucedía unos cuantos días antes de que saliera la armada de Sevilla, las facultades de los dos capitanes generales no quedaron bien establecidas y es de suponerse que, desde el principio, Cartagena creyó tener las mismas de Magallanes, pero éste
lo consideraba como su segundo, quien debía obedecerlo sin réplica. El 10 de agosto de 1519 zarparon de Sevilla las cinco naves que componían la armada. Eran éstas: la Trinidad de 110 toneles, bajo el mando directo de Magallanes; la San Antonio bajo el mando de Juan de Cartagena, con 120 toneles; la Concepción de 90 toneles, llevando a Gaspar de Quesada como capitán; la Victoria de 85 toneles, con Luis de Mendoza, y la Santiago de 75 toneles, al mando de Juan Serrano. Iban en ellas 257 personas, con víveres para dos años y gran cantidad de buhonerías y artículos de rescate, así como de telas, vestidos y regalos para los reyes y señores que encontraran. Y también en el ánimo de los capitanes, pilotos y soldados, tanto castellanos como portugueses, iba plantada la semilla de la desconfianza. El 20 de septiembre zarparon de San Lúcar de Barrameda y el 26 llegaron a Tenerife y pararon en el puerto de Monterroso. Allí, los capitanes españoles, encabezados por Cartagena, le pidieron a Magallanes que les trazara la ruta que habían de seguir y les señalara los puntos de recalada en los cuales reunirse en caso de que alguna de las naves se separara de la armada. Magallanes no quería acceder a ello y les respondió que les bastaba con seguir a la Trinidad y que, para la navegación en la noche, pondría siempre un fanal a popa. Insistieron los españoles y, por fin, estuvo de acuerdo en darles el esquema de la ruta que pensaba seguir hasta las costas americanas. Zarparon de Monterroso y el 3 de octubre Magallanes, saliéndose de la ruta trazada, enfiló hacia el sur cerca de la costa africana, en lugar de al sudoeste. Era obligatorio que cada tarde los barcos se acercaran a la Trinidad y saludaran al capitán general con la frase: “Dios vos salve, señor capitán general e maestre e buena compañía”. Al acercarse al saludo, Juan de Cartagena quiso interrogar a Magallanes acerca del cambio de la ruta, pero éste se concretó a decir que lo siguieran, con lo cual al día siguiente Juan de Cartagena, que era persona conjuncta con el capitán general, no salió de su cámara a la hora del saludo y mandó a un paje que lo diera, omitiendo lo de “general”. Magallanes se ofendió, pero guardó su ofensa. A los pocos días, con motivo de juzgar a dos marinos encontrados en acto de sodomía, Magallanes convocó a todos los capitanes y pilotos para que se reunieran en la Trinidad. Una vez que los marinos culpables fueron debidamente condenados a muerte, según era costumbre en las flotas de aquel tiempo, los capitanes aprovecharon para pedir explicaciones a Magallanes acerca del cambio de ruta, y Juan de Cartagena, como igual en el mando, llevó la voz cantante y, al parecer, dijo palabras agrias y puso en duda la lealtad del
capitán general, ya que le parecía que llevarlos tan cerca de las costas africanas era indicio de que pensaba entregarlos a los portugueses. Ante estas palabras, Magallanes se puso de pie de un salto, tomó a Cartagena del jubón y le ordenó que se diera preso por amotinador y apellidando a sus hombres para que vinieran en su ayuda. Los otros capitanes españoles, sorprendidos por una acción tan impensada, no acertaron a intervenir y Cartagena fue depuesto del mando y quedó preso bajo la custodia de Luis de Mendoza, en la Victoria. El mando de la San Antonio se le dio a Antonio de Coca. Poco después, mientras hacían aguada en las costas de Brasil, Magallanes destituyó a Coca y le dio el mando de la San Antonio a su pariente Álvaro de la Mezquita. No fue sino hasta el 9 de enero, cuando ya estaba muy avanzado el verano austral, que llegaron al río de la Plata, donde Magallanes ordenó que se detuvieran y envió a la Santiago a explorar, “por ver si había pasaje”. En estas exploraciones perdió 20 días, anclado en lo que es ahora Montevideo y fue hasta el 2 de febrero cuando siguió camino al sur, ciñéndose mucho a la costa y buscando en todas las abras y bahías la posibilidad de que fueran la boca del estrecho. Así investigaron, mientras se acercaba más y más el invierno austral con sus tempestades, la bahía Blanca, San Matías, Patos y la bahía de Trabajos, con los barcos en constante peligro, debido a los famosos “pamperos” que, aún ahora, hacen peligrosa la navegación en esas aguas. En la bahía de los Patos, la Victoria estuvo a punto de perderse en unas rocas hacia las cuales la arrastraban el viento y la marejada. Por fin el 21 de marzo, según el diario de navegación del piloto Francisco Albo, llegaron a la bahía de San Julián, donde Magallanes resolvió pasar el invierno. Conforme se iba explorando en forma tan minuciosa la costa americana, los capitanes españoles se alarmaban más y más y hacían toda suerte de instancias ante Magallanes para que les explicara sus planes de navegación y les dijera con exactitud dónde pensaba encontrar el estrecho, pero el portugués se negaba a dar explicación alguna y a todos les contestaba que ése era su secreto y que a nadie había de confiarlo. Inútil resultó hacerle ver que ya no había peligro alguno en que lo revelara, ya que se hallaban tan lejos de Europa que nadie podría utilizarlo, si no eran los que iban en la misma aventura que él. Tal vez Magallanes recordaba las insinuaciones de Sebastián Álvarez, el agente de Portugal en Sevilla, y temía que Cartagena y Esteban Gómez, al conocer su secreto, habían de deponerlo del mando y, tal vez, matarlo por órdenes del emperador. Pero también es posible que él mismo no estuviera muy seguro del sitio donde pensaba encontrar el estrecho y esto
parece confirmarse con la minuciosa exploración que iba haciendo de la costa y con lo asentado por Antonio Pigafetta, que le era tan parcial y amigo, que habría de seguir hasta los 75° en demanda del estrecho. Por su parte, los castellanos recordaban también las insinuaciones de Álvarez y renacía en ellos la desconfianza al extranjero que ya había roto una vez con su señor natural y que, por lo tanto, era posible que ahora pensara en traicionarlos. Juan de Cartagena, aunque depuesto del mando de la San Antonio, se sabía aún nombrado capitán general y conjuncta persona con Magallanes y tenía la conciencia de que su misión era la de velar por las vidas de los españoles que iban en la armada y por los barcos y demás bienes de Su Majestad. Además, como españoles y hombres de mar, especialmente Esteban Gómez, estaban resentidos de que el extranjero no tomara para nada en cuenta su parecer y ni siquiera los consultara en los casos graves que se presentaban, sino que los trataba como servidores sin importancia. Ellos estaban acostumbrados a tomar sus determinaciones en reunión de capitanes, donde todos se sentían libres para dar su parecer. Durante la larga espera en la inhóspita bahía de San Julián, mientras arreciaban los vientos y el frío, la situación se fue deteriorando y los capitanes españoles se reunieron para, de una vez por todas, liquidar la situación y poner a salvo sus vidas, las de sus paisanos y la hacienda real que consideraban en peligro de perderse. El Domingo de Pascua de Resurrección, Magallanes los invitó a asistir a una solemne misa que se iba a celebrar en la playa y luego a un banquete a bordo de la Trinidad, pero los capitanes españoles no aceptaron y, mientras se celebraban la misa y el banquete, resolvieron apoderarse, esa misma noche, de la San Antonio y de la persona de su capitán, Álvaro de la Mezquita, a quien consideraban su enemigo, y así, dueños de tres barcos, cercar a la Trinidad e intimarle la rendición, para luego deponer a Magallanes y navegar a la Especiería por el cabo de Buena Esperanza. A la medianoche pusieron en marcha su plan y lograron apresar a De la Mezquita y colocar sus tres naves en la boca de la bahía de manera que la Trinidad no pudiera escapar. Durante toda esta acción el capitán Juan Serrano y el patache Santiago parecen haber sido neutrales. Al amanecer, Gaspar de Quesada, que se había erigido como jefe de los amotinados, dirigió una carta conciliatoria a Magallanes, diciéndole lo que habían hecho y las razones por las cuales lo habían hecho, y ofreciéndole que si aceptaba sus consejos y se comportaba más abiertamente con ellos de allí en adelante podría seguir como capitán general de la armada. Magallanes, en silencio,
leyó la carta y un poco más tarde envió a Gonzalo Gómez de Espinoza con cinco hombres, a la Victoria, con pretexto de llevar una respuesta, pero con instrucciones de apresar a Quesada y al capitán Luis de Mendoza. Además envió otro batel con 15 hombres, para que, en el momento oportuno, fueran en socorro de Gómez de Espinoza. Se logró el plan y Luis de Mendoza quedó muerto en la Victoria, de una estocada que le dieron al aprehenderlo. Duarte Barbosa había venido con los 15 hombres del segundo batel y, con su ayuda, se pudo sujetar a los demás miembros de la tripulación y mover la nao para colocarla junto a la Trinidad, con la artillería apuntada hacia la San Antonio y la Concepción. Serrano, viendo el giro que tomaban las cosas, se puso del lado de Magallanes. Todo el día estuvieron los barcos así, como si se tratara de dos flotas enemigas, mientras la San Antonio y la Concepción se preparaban para zarpar. Al caer la noche intentaron hacerlo, pero Magallanes les cerró el paso con la Trinidad y, en medio de un tremendo vendaval, la San Antonio embistió a la Trinidad. Los hombres leales a Magallanes saltaron a bordo y apresaron a Gaspar de Quesada y a Juan de Cartagena. Al verse sola, al amanecer, la Concepción se rindió. Magallanes ordenó que se juzgara a los amotinados, pero temiendo quedarse sin gente bastante para maniobrar las naves, sólo enjuició a Gaspar de Quesada, a Juan de Cartagena y al clérigo Sánchez de la Reina, disimulando la actitud que habían tomado otros, como los pilotos Esteban Gómez y Juan Sebastián Elcano. Álvaro de la Mezquita fue nombrado juez y, con bastante brevedad, condenó a Gaspar de Quesada a ser degollado y a Juan de Cartagena y al clérigo a ser abandonados en esas playas a la partida de la armada. Durante su estancia en San Julián, los españoles entraron en contacto con un pequeño grupo de aborígenes de descomunal tamaño, a los cuales pusieron por nombre “patagones”, de donde la provincia toda vino a llamarse la Patagonia. Antonio de Pigafetta los describe minuciosamente y cuenta que los europeos les llegaban apenas a la cintura y que eran de una fuerza descomunal. Tratando de llevar algunos a España, lograron con mañas apresar a dos de ellos, pero murieron en la larga travesía del Pacífico, no sin haber sido antes bautizados y haberle enseñado a Pigafetta muchas palabras de su vocabulario. Mucho se ha dicho que estos naturales y su descomunal tamaño eran imaginación de los españoles y de Pigafetta, pero Francis Drake, cuando 60 años más tarde recala en el mismo sitio, los encuentra de nuevo y los describe en la misma forma; en los parcos relatos de la empresa de Loayza se habla de ellos también. Por lo tanto, aunque no quede ahora rastro
alguno de ellos en esa zona, su existencia parece haber sido cierta. Para ganar tiempo, una vez terminado el motín y nombrados como capitanes, en lugar de los españoles, Álvaro de la Mezquita y Duarte Barbosa que eran portugueses e incondicionales del capitán general, Magallanes envió a la Santiago para que explorara hacia el sur, pues siendo un barco más pequeño podía ceñirse mejor a la costa. Así, Serrano salió de San Julián y llegó hasta Santa Cruz, cuya bahía y río reconoció detenidamente, pero al tratar de salir de ese puerto lo sorprendió un temporal tan fuerte que lo estrelló contra la costa, donde se perdió el navío. Los tripulantes, con la excepción de un esclavo negro de Serrano, pudieron salvarse, pero la carga se perdió toda. Los náufragos, con muchos trabajos lograron llegar por tierra hasta la bahía de San Julián, donde informaron a Magallanes tanto del desastre como del descubrimiento de otra bahía buena para invernar. Como San Julián estaba lleno de malos recuerdos, Magallanes optó por pasar a la bahía recién descubierta y la armada zarpó hacia allá el día 24 de agosto, dejando en tierra a Juan de Cartagena y al clérigo Sánchez de la Reina, de quienes nunca se volvió a saber nada. Como aún no terminaba el invierno austral, Magallanes permaneció hasta el 18 de octubre en la bahía de la Santa Cruz, consumiendo los víveres necesarios, ya que al parecer la Patagonia no les proporcionaba ningún bastimento y la pesca, en medio de tales tempestades, rendía muy poco. El día 21 llegaron hasta el cabo de las Vírgenes, que nombraron así por ser su fiesta, a los 52° de latitud sur y, atrás de él, vieron una bahía grande a la cual resolvieron penetrar. Magallanes ordenó a la San Antonio y a la Concepción que exploraran el fondo de la bahía y pronto se perdieron de vista, tras de una punta de tierra. En esos momentos sobrevino una nueva tempestad que obligó a la Trinidad y a la Victoria a salir mar afuera, para no verse en peligro de que las olas y el viento las estrellaran en la costa. La tempestad duró día y medio y, al cabo, pudieron volver a entrar en la bahía, temerosos de que los otros dos barcos, sin campo para maniobrar, se hubieran estrellado en la costa. Pasados los cinco días que Magallanes había ordenado usaran en explorar, con gran júbilo de todos aparecieron las dos naves, empavesadas y disparando salvas. Cuando llegaron cerca de la Trinidad, De la Mezquita y Serrano informaron a Magallanes que la tempestad los arrojó hacia el fondo de la bahía, donde creyeron perderse en contra de unas rocas, pero que vieron una segunda abra frente a ellos y pudieron pasar a una segunda bahía amplia y que, al fondo de ella, vieron un nuevo canal, que no quisieron detenerse a
explorar por acudir a la cita que se les había dado. Magallanes envió nuevamente a la San Antonio, con De la Mezquita como capitán y Esteban Gómez como piloto; cuando regresaron informaron que sin duda se trataba del estrecho tan buscado. Magallanes convocó entonces a los capitanes y al piloto para que pasaran a bordo de la Trinidad a discutir lo que convenía hacer y ver con qué recursos contaban para seguir el viaje. Esteban Gómez sostuvo, con cierta razón, que el mejor camino era regresar a España con la nueva de su descubrimiento, ya que seguir adelante con tan pocos bastimentos y con los barcos tan maltrechos por las tempestades pasadas, era exponerse a perder todo, tanto las vidas como la noticia que importaba al emperador. Otros capitanes opinaron, entusiasmados por el hallazgo, que había que seguir adelante, ya que las Molucas no podían estar muy lejos de la boca del estrecho descubierto y que habían llamado de Todos los Santos, por ser el día el 1º de noviembre. Otros pensaban que tal vez fuera bueno despachar a España uno de los barcos y seguir con los otros, para que de esa manera quedara asegurado que la noticia iba a llegar a España. Magallanes escuchó las opiniones de todos y ordenó que fueran adelante y ese mismo día pasaron a la segunda bahía y embocaron el tercer canal que, un poco más adelante, se dividía en dos, una rama que iba hacia el sudeste y otra hacia el sudoeste. Se ordena que la Trinidad y la Victoria exploren el canal del sudoeste y las otras dos el del sudeste. A poco andar, Magallanes encuentra un muy buen puerto, que llama río de Sardinas y resuelve enviar desde allí uno de los bateles a que explore más adelante, mientras él trata de pescar y avituallarse. Encuentran allí mucha pesca y para los enfermos una hierba semejante al apio, que es antiescorbútica. Tres días más tarde regresa el batel con la nueva de que atrás de un cabo cercano, al que han nombrado Deseado, está la Mar del Sur. Mientras, la San Antonio y la Concepción navegaron por el canal que ahora se llama fiordo del Almirantazgo, donde se separaron. La San Antonio regresó al lugar de la cita y, al no ver las naos de Magallanes, el piloto Esteban Gómez se amotina con la tripulación y, después de herir en una pierna a Álvaro de la Mezquita, logra apoderarse del barco y sale del estrecho rumbo al Atlántico y España. La Concepción encuentra a las naves de Magallanes y se reincorpora, pero no puede dar noticias de la San Antonio. Varios días esperó Magallanes para que se le reuniera y envió a buscarla, sin resultados, con lo cual resolvió zarpar del río de las Sardinas y el 27 de noviembre, a los 52° de latitud sur, salieron al Pacífico o sea, por el canal al norte de la isla Desolación, sin adentrarse, para su fortuna, en todos los
canales y senos que llevan hasta el golfo de Penas, en medio de un dédalo de islas y escollos, glaciares y ventisqueros. El piloto Francisco Albo en su diario de navegación no deja lugar a duda en este punto: “Y a mano izquierda vimos un cabo con una isla, y le pusimos nombre cabo Fermoso y cabo Deseado y está en altura del mismo cabo de las Vírgenes, que es el primero del embocamiento”. Anteriormente había escrito: “Esta punta se llama cabo de las Vírgenes; y la punta de arena está a 52° de latitud”. El estrecho que había descubierto, que tan mala fama tendría posteriormente, hasta ahora, pues basta ver los nombres que los marinos siguientes le han puesto, a los hombres de Magallanes les pareció maravilloso. Ya vemos que Albo, parco en sus conceptos, dice que le llaman a una punta cabo Fermoso y comenta: “y en este estrecho hay muchos ancones y las sierras son muy altas y nevadas y con mucho arboledo”. Y Pigafetta exclama entusiasmado: “Creo que no hay un estrecho mejor y más hermoso estrecho que ése”. Contrasta esto, como ya hemos dicho, con los nombres actuales: puerto del Hambre, golfo de Penas, seno de Última Esperanza, bahía Inútil, isla Desolación, etc. Durante toda la travesía a través del estrecho no vieron a los naturales, pero en la banda del sur observaron gran cantidad de hogueras, con lo cual le pusieron por nombre a esa tierra isla del Fuego. Al desembocar a la Mar del Sur no encontraron ya tempestad alguna, por lo cual, según Pigafetta, la bautizaron con el nombre de océano Pacífico. Pero a cambio de las tempestades, durante los 110 días que duró la travesía, encontraron hambre, sed, soledad inaguantable entre el largo ir y venir de las grandes olas y una nueva enfermedad, el escorbuto. El hambre llegó a tal extremo que se pagaba hasta un escudo por una rata y se comieron los forros de cuero de los mástiles, después de remojarlos en agua de mar durante algunos días. Hay ciertas dudas acerca de la ruta que siguió la escuadra desde la salida del estrecho de Magallanes hasta la isla de Guam en las Marianas. Una de las rutas que se han trazado, lleva a Magallanes primero hacia el noreste hasta dar con las costas chilenas, y después al norte hasta los 30° de latitud sur. Allí tuerce hacia el noroeste y descubre una isla que llama de San Pablo, a los 16°15’ de latitud sur, en la cual no encuentra sitio para desembarcar y que bien puede ser la que actualmente se llama Puka-poka. Unos cuantos días más tarde encuentran otra isla desierta que llaman de Tiburones, por la cantidad de escualos que observan en sus cercanías y que puede ser uno de los atolones de las Carolinas del Sur, que quedan a 11°15’ al sur del ecuador.
Siguiendo rumbo al noroeste, según el diario de bitácora del piloto Albo, cruzaron la línea equinoccial y, según Pigafetta, esto lo hicieron a los 122° de longitud oeste de la línea de demarcación “que está a 30° del meridiano y el meridiano a 3° al este de las islas de Cabo Verde”, lo cual quiere decir que cruzaron el ecuador, más o menos, a los 165 W del meridiano de Greenwich. De allí continuaron, siguiendo siempre el diario de Albo, hasta los 13° de latitud norte y el 1º de marzo torcieron para tomar rumbo directamente al oeste, hasta que el día 6 de ese mismo mes estuvieron a la vista de Guam. Pero algunos de los investigadores modernos, asombrados de que en tan larga navegación, cruzando toda la Polinesia, hayan visto tan sólo dos islas pequeñas, han trazado otra ruta, según la cual, como lo explicara George Emra Nunn en 1934, la armada siguió rumbo hacia el norte directamente y, pasada la isla de Clipperton, torció hacia el oeste y hacia Guam. Hay algunas dificultades graves que no nos permiten aceptar esta tesis. Una es el diario de navegación de Albo, el único documento fehaciente que tenemos de los detalles marítimos de la navegación, que marca, desde el 15 de diciembre hasta el 28 de febrero, una derrota casi constante hacia el noroeste y luego, sólo durante ocho días, hacia el oeste. Para aceptar la teoría de la navegación por el hemisferio norte, tenemos que creer que en tan sólo ocho días lograron cruzar desde Clipperton a Guam, lo cual es completamente imposible. Por otra parte, la única longitud que tenemos es la dada por Pigafetta y, aunque como ya se ha dicho, las medidas de longitudes rara vez eran exactas, no es de creerse que sufrieran un error de 40°. Finalmente, Magallanes sabía que las Molucas y Malaca, donde había estado, quedaban muy poco al norte del ecuador, así que la ruta lógica es la que aparece en el diario de navegación de Albo, ruta que ha de seguir unos cuantos años más tarde la armada de Loayza, la cual tampoco encontró islas en las cuales avituallarse. Por lo tanto, a pesar de la falta de islas en la ruta, la ruta primeramente señalada, como la define tan claramente don Juan Oyarzábal, de la marina española, en su obra Descubrimientos oceánicos, es la más probable. El 7 de marzo la armada llegó a Guam y trató de rescatar bastimentos con los naturales, pero éstos se mostraron tan amigos de lo ajeno que acabaron por robarse el batel de la Trinidad. Magallanes ordenó que desembarcaran algunos soldados e hicieran un escarmiento, en el cual murieron siete micronesios y se quemaron las casas de un pueblo, a la vez que se recogía el batel. Después de esto, se pudieron embarcar vituallas y llenar las pipas de agua, con lo cual la armada siguió su camino. Se había hecho el primer
contacto entre europeos y micronesios y se había marcado la pauta sangrienta que habría de seguirse hasta el siglo XX. Magallanes llamó a éstas, islas de los Ladrones. Al parecer, el respeto a la propiedad privada no era el fuerte de los isleños de todo el Pacífico y esta situación la hemos de encontrar con tanta frecuencia que, de aceptar los cánones occidentales sobre el punto, bien se pudiera llamar el “océano de los ladrones”. El 16 de marzo llegaron a otras islas grandes que Magallanes creyó que eran ya las Molucas, pero con gran desencanto se enteró de que eran Samar en las Filipinas. Allí permanecieron, avituallándose, hasta el día 25 y se internaron por el archipiélago, que llamaron de San Lázaro, hasta llegar a Cebú el 7 de abril, donde el datu local, llamado por Pigafetta Humabón y por otros Zulia, los recibió en paz, deseoso de entablar tratos comerciales y creyendo que se trataba de portugueses de Malaca. Enrique, el esclavo malayo de Magallanes, pudo entender bien la lengua local y servir como intérprete en los tratos con los cebuanos y por él pudo saber Magallanes que se encontraba relativamente cerca de las Molucas y de Malaca y que la parte principal de su proyecto estaba cumplida. En verdad, al llegar a este punto, donde el Occidente, en su expansión, volvía a encontrarse, quedaba plenamente comprobada la posibilidad de la circunnavegación del globo y el mismo Magallanes, así como su esclavo, prácticamente la habían hecho, ya que antes estuvieron en Malaca. Cuando consideramos que no habían pasado ni siquiera 30 años del viaje de Colón y del de Vasco de Gama, asombra la increíble velocidad que, tanto los portugueses como los castellanos, le dieron a sus empresas de descubrimiento, una vez abierto el rumbo. El datu de Cebú, como ya hemos dicho, recibió en paz a Magallanes, y al saber por un mercader musulmán que no eran portugueses, sino vasallos de un monarca mucho más poderoso, hizo un tratado de alianza con los españoles y se dio por vasallo del emperador Carlos V. Para solemnizar el acto, el 14 de abril se celebró una misa en la playa de Cebú, a la cual asistió el régulo local, con toda su familia y los principales de su corte, que sumaban, según Pigafetta, 500 hombres. Magallanes y los españoles se pusieron sus mejores armas y galas y desde los barcos se hicieron salvas de artillería. Antes de la misa se procedió a bautizar a Humabón con todos sus cortesanos, y se le impuso el nombre de don Carlos, en homenaje al emperador. Por la tarde se presentaron las mujeres de la corte muy bellas según el mismo Pigafetta y la reina recibió el nombre de doña Juana, en homenaje a la madre del emperador. Como regalo se le dio una talla en
madera del Santo Niño de Praga que volverá a figurar en esta historia. Don Carlos de Cebú, como todos los régulos malayos que aún no se habían convertido al islam ni adoptado la organización política de los sultanatos, vivía en guerra constante con sus vecinos y dominaba un muy escaso territorio. En la presencia de los españoles, en las palabras de aliento que le había dicho Magallanes y en el acuerdo firmado, vio la oportunidad de incrementar su reino y destrozar a sus enemigos. Así, en combinación con otro datu de la isla de Mactán, frontera a Cebú y separada de ella sólo por un estrecho angosto, convenció a Magallanes de la necesidad de hacer guerra a otro régulo de la misma Mactán, llamado Cilapulapu. Los guerreros de Cebú y los del régulo de Mactán, a quien Pigafetta llama Zula, se reunieron en Cebú, y Magallanes vio en ello una muy buena oportunidad para afirmar su poderío y demostrar a los malayos el valor de los castellanos y la eficacia de sus armas. Para ello invitó a los dos datus a que estuvieran presentes en el ataque a Mactán, pero que no tomaran parte en la acción, ya que con los españoles bastaba para la victoria. El 27 de abril salieron de Cebú a la medianoche en varios barcos malayos y los bateles de las naos, en los cuales Magallanes llevaba 60 españoles, seguidos por una infinidad de malayos, con don Carlos y Zula. La playa de Mactán es baja y rocosa, y aunque el mar no bate en ella con fuerza, el desembarco es difícil, porque hay que dejar lejos los bateles y caminar con el agua hasta la cintura sobre las piedras cortantes del fondo. Los expedicionarios llegaron frente al pueblo de Cilapulapu tres horas antes del alba, pero resolvieron esperar el amanecer, aunque ya el enemigo se había dado cuenta de su presencia y reunía a sus guerreros. Al despuntar el alba, Magallanes dio la orden de desembarcar, cuando estaban a más de dos tiros de ballesta de la orilla. Lo siguieron sólo 49 españoles, ya que los otros quedaron cuidando los barcos. En la playa había, según Pigafetta, 1 500 hombres armados de lanzas con puntas endurecidas al fuego y algunas con puntas de hierro, así como con rejos de hierro. La artillería que llevaban en los bateles no pudo usarse por la distancia, así que los españoles se vieron atacados de golpe por tres grupos distintos, cuando estaban aún en el agua, casi sin poder caminar debido a las piedras del fondo. Como pudieron llegaron a la playa y Magallanes ordenó a un grupo que fuera a quemar las casas de los de Mactán, pensando ponerles espanto con ello, pero esto los enardeció más y atacaron con tal brío que los castellanos tuvieron que retroceder hacia el mar, bajo una lluvia de flechas, lanzas y piedras. Magallanes quedó en la retaguardia, tratando de poner orden en la retirada y
que ésta no se convirtiera en una desbandada donde murieran todos. Un hombre lo hirió en un brazo. Clavó su lanza en otro, pero no la pudo retirar y quiso echar mano de la espada, cosa que le impidió la herida del brazo. Un guerrero le clavó su lanza en una pierna y cayó por tierra, donde fue rematado a cuchilladas, junto con ocho de sus compañeros. Los demás lograron llegar, heridos todos, a los bateles y tuvieron que retirarse sin recoger el cadáver de su caudillo. “Así murió nuestro guía, nuestra luz y nuestro sostén”, exclama Pigafetta. Los españoles que se habían quedado esperando en Cebú recibieron la noticia con el espanto consecuente e inmediatamente embarcaron todo lo que tenían en tierra y se reunieron para elegir nuevos jefes. La elección recayó en Duarte Barbosa y Juan Serrano. El recién convertido don Carlos regresó también a Cebú, sin dar muestras de desprecio hacia los vencidos castellanos. Según Pigafetta, Enrique el malayo, el esclavo de Magallanes, que había resultado herido en el combate, se enemistó con Duarte Barbosa pues, muerto su amo, se sentía libre y Barbosa le aseguraba que no habría de darle su libertad, sino llevarlo nuevamente a España, porque pertenecía ahora a la viuda de su antiguo amo. Resentido con esto, al parecer complotó con don Carlos de Cebú para adueñarse de los barcos y bienes de los españoles. El datu, convencido de que sus nuevos aliados no eran invencibles como se había asegurado, y codicioso de sus bienes, resolvió tenderles una celada. Para ello, el 1º de mayo, invitó a los dos capitanes y a otros 20 hombres a un banquete, durante el cual les entregaría las joyas de oro que había mandado preparar para el emperador. Pigafetta, que no pudo ir al banquete por encontrarse hinchado de una herida recibida en Mactán, cuenta que a eso del mediodía escucharon un gran clamor en el pueblo y por los gritos y carreras comprendieron que sus compañeros habían sido atacados. En eso llegó corriendo por la playa Juan López Caraballo, gran amigo de Juan Serrano y, tomando un batel, llegó a los barcos con la noticia de que los cebuanos habían caído por sorpresa sobre los españoles y los habían matado a todos. Inmediatamente dio la orden de que se levaran anclas y se izaran las velas, temeroso de que atacaran a las mismas naos surtas en el fondeadero. Estaban realizando la maniobra, bajo las órdenes de López Caraballo, cuando vieron aparecer en la playa a un grupo de guerreros que llevaban, cubierto de sangre y atado de manos, a Juan Serrano. Inútilmente éste les rogó a sus compañeros y a su amigo Caraballo que hicieran algo por rescatarlo, pero era tal el temor que habían cobrado los españoles que izaron sus velas y salieron de la bahía,
dejando allí a Serrano entre sus enemigos. Saliendo del puerto, pusieron proa hacia la isla de Bohol, después de elegir como capitán a Juan López Caraballo, que había sido piloto y a quien Pigafetta acusa de cobardía por haber abandonado en esa forma a su amigo Serrano. En disculpa de Caraballo hay que hacer notar que bien pudo tomar esa terrible determinación, pues se dio cuenta que tratar de liberar a Serrano era poner en peligro a toda la armada y que, de todos modos, no lograría liberar a su amigo sin que antes los cebuanos lo mataran. Frente a la isla de Bohol, como ya no tenían hombres bastantes para gobernar las tres naves, resolvieron vaciar la Concepción y quemarla. Hecho esto, la Trinidad y la Victoria empezaron un lento vagar por entre las islas del mar de Sulú. Fueron de las costas de Mindanao hasta Palawan, cruzaron luego a Borneo y regresaron a Zamboanga, en las costas de Mindanao, dedicándose a actos de franca piratería contra los barcos de los sultanatos musulmanes. Pero este vagar sin rumbo, que Caraballo prolonga hasta el mes de octubre, sin acertar a encontrar el paso hacia el mar de las Célebes y las Molucas, cansa a los españoles, que le quitan el mando y nombran como capitán general a Gonzalo Gómez de Espinoza y como capitán del Victoria a Juan Sebastián Elcano, quedando Caraballo en su antiguo cargo de piloto. Este cambio se hizo mientras estaban anclados en Zamboanga, de donde Gómez de Espinoza resolvió zarpar a la mayor brevedad hacia las Molucas, en busca del amigo de Magallanes, Francisco Serrano, quien seguramente habría de ayudarlos. Con la ayuda de pilotos malayos que conocían bien ese dédalo de islas, el 8 de noviembre pudo anclar frente a Tidore, donde fueron recibidos amistosamente por el sultán Almanzor, quien, a su vez, se declaró vasallo del emperador don Carlos. Allí también supieron que Francisco Serrano había muerto, envenenado, según se contaba, y recogieron a su viuda. También por un portugués compañero de Serrano supieron cómo habían llegado órdenes desde Goa hasta Malaca para que las flotas lusitanas estuvieran dispuestas a interceptarlos, ya fuera en el cabo de Buena Esperanza o en Malaca, lo cual parece comprobar que el rey don Manuel no creía en la existencia del estrecho y estaba seguro de que los castellanos tratarían de llegar al Oriente por la ruta de Portugal. Apenas llegados a Tidore, con la ayuda de Almanzor, empezaron la compra de especias y, para el mes de diciembre, ya había en las bodegas de la Trinidad 1 000 quintales de clavo y 533 en la Victoria. El 17 de diciembre Gómez de Espinoza dio la orden de partida, pero la Trinidad se vio obligada
a volver inmediatamente al puerto, debido a que le habían abierto algunas vías de agua y las bombas no bastaban para tenerla a flote. Fue necesario descargar toda la mercancía y volcar el barco en la playa para repararlo. Almanzor prestó toda la ayuda posible para la maniobra, así como las maderas necesarias y sus mejores carpinteros de ribera, pero desde un principio se vio que la empresa iba para largo. Los capitanes resolvieron entonces, en vista de que el monzón ya estaba adelantado y perderlo significaba tener que esperar hasta el año siguiente, con peligro de topar con los portugueses, que la Victoria, a las órdenes de Juan Sebastián Elcano, zarpara de inmediato por la ruta de los portugueses al sur de África y que la Trinidad, una vez reparada, saldría de nuevo por el Pacífico, en busca de las costas de Panamá, donde se sabía que estaba asentado Pedrarias Dávila. Antes de zarpar, la Trinidad tuvo que descargar parte del clavo que llevaba, ya que su peso era excesivo y el 21 de diciembre salió de Tidore rumbo al oriente, para pasar al océano Índico por el sur de la isla de Java. El 6 de septiembre de 1522, cuando faltaban sólo 14 días para que se cumplieran tres años de la salida de San Lúcar de Barrameda, la Victoria, con sólo 18 hombres a bordo, regresó a su puerto de origen, habiendo realizado la primera circunnavegación del globo. La noticia de una hazaña semejante causó sensación en toda Europa y el consiguiente desagrado en la corte de Portugal, donde, de inmediato, se procedió a protestar ante el emperador por las violaciones al Tratado de Tordesillas, no únicamente en cuanto se refería a viajar a las Molucas, que los portugueses consideraban como suyas, sino por haber utilizado, para el regreso, la ruta del sur de África. Las protestas lusitanas no empañaron la alegría de los españoles que veían en la navegación de Magallanes y Elcano no sólo una hazaña única al circunnavegar el globo, sino la trascendencia del descubrimiento de un estrecho que ligaba el Atlántico con el Pacífico y la navegación a través de todo este océano. También, por primera vez en la historia, se había navegado la ruta de las Molucas al cabo de Buena Esperanza, al sur del ecuador, llegando en ocasiones hasta los 37° y se había descubierto el curioso fenómeno de que, durante la navegación, los expedicionarios aparentemente habían ganado un día ya que, al llegar a las islas de Cabo Verde, según los diarios del piloto Juan Albo y de Antonio Pigafetta, la fecha era miércoles 9 de julio y, según los isleños, era jueves 10. Juan Sebastián Elcano fue recibido por el emperador y, como premio, se le asignó un escudo de armas con el lema Tu primus circumdedisti me escrito alrededor de un globo
terráqueo, más una pensión que debería pagar la Casa de la Contratación de la Especiería que se acababa de fundar en la Coruña, para el tráfico con Oriente. Mientras tanto en Tidore, Gonzalo Gómez de Espinoza logró reparar su nave y zarpó con rumbo a Panamá, informado por el mercader portugués Llorosa de apellido, de que don Diego López de Sequeira preparaba una armada en Goa para ir a aprehender a los castellanos. Espinoza sabía que en Panamá se estaban apercibiendo barcos para la empresa de las Molucas, según las capitulaciones de Gil González de Ávila, así que esperaba poder regresar a las Molucas y abrir, por ese lado, un tráfico constante con la Especiería. Tan seguro estaba de ello, y al ver la buena voluntad que hacia los españoles tenía el sultán Almanzor, que resolvió hacer una pequeña fortaleza cerca de Tidore y dejar en ella a algunos hombres bajo las órdenes del factor Juan de Ocampo. Hecho esto, el 6 de abril zarpó hacia el Pacífico y, en busca de vientos propicios, navegó hacia el norte, donde descubrió algunas de las islas Carolinas y Marianas, pero no las corrientes que lo llevaran hacia las costas americanas. En busca de ellas siguió rumbo al norte, hasta llegar a los 43°, en medio de una tremenda tempestad. Había perdido tanto tiempo en remontarse hacia el norte, que ya empezaban a escasear los víveres y la mayor parte de la tripulación iba enferma de escorbuto, por lo cual resolvió regresar a Tidore. Cuando llegó a Zamafo, al sur de las Molucas, se enteró de que por fin había aparecido la anunciada flota portuguesa, había tomado la fortaleza de Tidore y apresado a los españoles que la defendían. Era el capitán de los portugueses Antonio de Brito, un hombre experimentado en los asuntos de Asia que había recibido en Goa la orden de echar fuera o aprehender a los españoles y fundar una fortaleza en Ternate, para controlar así en forma definitiva las islas Molucas, con las cuales sólo habían tenido, hasta ese momento, relaciones comerciales y a su agente Francisco Serrano, que se encargaba de reunir las especias para el tráfico. Así, una de las primeras consecuencias del viaje de Magallanes fue obligar a Portugal a extender aún más sus rutas y sus fortificaciones, con el gasto consiguiente. Gómez de Espinoza, que no tenía más que 23 hombres, la mayor parte de ellos enfermos, y una nao que se desbarataba ya, no tuvo más remedio que rendirse a Antonio de Brito, quien puso a trabajar a los prisioneros españoles en la construcción de la fortaleza de Ternate y, finalmente, los envió a Goa por la vía de Malaca, desde donde fueron embarcados hacia Lisboa. La experiencia de la Trinidad al intentar el viaje de regreso de Asia a América fue la primera noticia que se tuvo de que esa derrota ofrecía serias
dificultades para los barcos de vela, ya que los vientos eran constantes del oriente al poniente y así se empezó a crear la leyenda de que el llamado “tornaviaje” era completamente imposible, lo cual estuvo a punto de dar por tierra con los intentos expansionistas españoles en Asia. Con la llegada de Elcano, el emperador vio la posibilidad de una conquista en el Oriente, que pusiera en sus manos las fabulosas riquezas de la Especiería, que tanto poder habían dado a Portugal y así, el 13 de noviembre de 1522, firmó unas capitulaciones con fray García Jofre de Loayza, comendador de la Orden de San Juan de Rodas, para que fuera con una armada a las Molucas, poblara allí y estableciera el tráfico de las especias, para lo cual se le dieron los títulos de capitán general de la armada y de gobernador de las islas Molucas, pero la flota no se hizo a la mar sino hasta el mes de julio de 1525. El rey de Portugal, enterado de los planes del emperador, había protestado nuevamente y la integración de la flota se detuvo hasta ver si se podía llegar a un acuerdo con los lusitanos. Para ello se firmó un protocolo en el cual ambos monarcas convenían en que “hay duda y debate así sobre a quién pertenece la propiedad del Maluco, como sobre la posesión de él, y somos acordados que se vea por justicia por astrólogos, pilotos y marinos y letrados que él [el rey de Portugal] ha de nombrar y declarar por su parte, y nos por la nuestra, cuyo es el dicho Maluco, y en cuya demarcación cae, y así sobre la posesión de él, de que se ha de hacer asiento, según el modo de que está entre nos concordado”. Las reuniones se iniciaron en la frontera, cerca de Badajoz, el 1º de marzo de 1524 y a ellas concurrieron los mejores pilotos y marinos de Portugal y España, además de algunos teólogos y juristas. Entre los representantes y ponentes de la causa española encontramos a Diego Colón, el hijo del almirante; a Juan Vespucio, sobrino de Américo; a Juan Sebastián Elcano, y a Simón de Alcazaba. De las largas y reñidas discusiones pronto surgieron dos aspectos fundamentales de la cuestión, que pudiéramos llamar el geográfico y el histórico. Para resolver el primero era necesario ponerse de acuerdo en la magnitud exacta de cada grado de longitud, para lo cual se requería saber la extensión del ecuador. Sólo así se podría fijar la línea de demarcación en el Atlántico y, después, en las antípodas. Otra rama de esta discusión geográfica se centró en tratar de ponerse de acuerdo sobre cuál de las islas de Cabo Verde serviría como base para contar las 370 leguas al poniente. En este punto no se pudo llegar a ningún acuerdo, a pesar de las muy interesantes e ingeniosas sugerencias de algunos de los presentes, como las expuestas por Diego Colón para medir
astronómicamente las longitudes, mediante los eclipses de luna y las estrellas móviles. El punto histórico se refería al descubrimiento y posesión de las Molucas, en cuanto estos hechos pudieran dar algún derecho de posesión. Los portugueses alegaban el hecho indudable de que ellos habían descubierto las islas y llegado a ellas antes que ningún otro europeo y que, además, y eso era lo más importante, Portugal tenía en ese momento establecida allí una fortaleza y como gobernador de ella a Antonio de Brito. Los españoles, por su parte, alegaban que cuando ellos llegaron a las Molucas no había autoridad portuguesa alguna en ellas, ya que Francisco Serrano había obrado únicamente como mercader y como vasallo del sultán de Ternate y no a nombre del rey de Portugal. Por lo tanto eran ellos, los españoles, quienes antes que nadie habían edificado una fortaleza en las Molucas, fortaleza que había sido malamente destruida, sin derecho ni razón, por los portugueses. Además, el sultán de Tidore, rey y señor natural de esa isla, se había declarado, de su libre voluntad, como vasallo del emperador, con lo cual la isla de Tidore era, por la libre elección de su soberano, española. Como es lógico, en este punto tampoco pudieron ponerse de acuerdo los delegados, y uno de los españoles expresó que, de no ser a estocadas, nunca se podría dirimir la cuestión. Con esto, se suspendieron las reuniones y cada uno de los monarcas se reservó sus derechos para proseguir su acción en Oriente. Ante el fracaso de las juntas, Carlos V resolvió activar los preparativos de la armada de Loayza, para que tomara posesión, de una vez por todas, de las codiciadas islas. A ello los animaban varios factores: la certidumbre de la existencia del estrecho y la posibilidad de una navegación directa de España a las Molucas; el buen acogimiento que los españoles habían recibido del sultán de Tidore quien, aun después del desastre de la Trinidad, habíase mostrado leal a sus compromisos y las cartas que enviara desde México Hernán Cortés, avisando de la toma de Tenochtitlán y agregando: “Todos los que tienen alguna ciencia en la navegación de las Indias, han tenido por muy cierto que, descubriendo por estas partes la Mar del Sur, se habían de hallar muchas islas ricas de oro y perlas y piedras preciosas y especiería, y se había de descubrir y hallar otros muchos secretos y cosas admirables”. Un poco después el mismo Cortés escribió que ya estaba descubierta “por esas partes” la Mar del Sur y que estaba estableciendo astilleros en sus costas para labrar naves con las cuales intentar una posible expedición a las Molucas, a las cuales se ofrecía a ir en persona. Así, el emperador veía la posibilidad de
enviar algunas armadas desde la misma España y reforzarlas con las que saldrían de la Nueva España y para ello, además de la empresa de Loayza, se preparaba otra que habría de dirigir Sebastián Caboto. El 24 de agosto de 1525 zarpó por fin la armada, bajo las órdenes de Loayza, llevando como piloto a Juan Sebastián Elcano. La flota consistía en siete barcos: la capitana Santa María de la Victoria de 250 toneles; la Sancti Spiritu, bajo el mando directo de Elcano; la Anunciada; la San Gabriel; la Santa María del Parral; la San Lesmes, y el patache Santiago. Elcano había aconsejado que la armada saliera antes de la mitad del año, pero los atrasos e inconvenientes de costumbre la detuvieron, así que no se pudo llegar al estrecho en la primavera austral, como lo hubiera querido Elcano, sino a fines de enero, cuando ya estaba muy avanzado el verano. En el trayecto habían tenido los acostumbrados percances de todas esas navegaciones y en la larga monotonía de la vida en el mar se habían agriado los caracteres y brotado toda suerte de discordias y rivalidades, al extremo de que Loayza se había visto en la necesidad de poner preso, a bordo de la Victoria, a Rodrigo de Acuña, capitán de la San Gabriel, y colocar en su sitio a Martín de Valencia. En una fuerte tempestad en la boca del río de la Plata, la flota se dispersó y cuando volvió a reunirse en el cabo de las Once Mil Vírgenes, Loayza se enteró de que la Sancti Spiritu había naufragado y que se habían perdido nueve hombres y toda la carga. Elcano pasó a la Victoria y aconsejó a Loayza que intentara cuanto antes el paso del estrecho, aunque ya se iniciaba el otoño austral, con sus acostumbradas tormentas de nieve e increíbles vendavales. Anclados en la segunda bahía, donde Esteban Gómez abandonara a Magallanes, sobrevino una nueva tempestad, de tal fuerza que la Victoria, aunque tenía echadas cinco anclas, garreó hasta la costa y tocó fondo. Loayza ordenó que se aligerara la nave, echando por la borda el cargamento, los cañones y la obra muerta, pero la nave seguía tocando y al chocar con las rocas se le abrían vías de agua por todo el casco. En el único batel que quedaba, se desembarcó a toda la gente que no fuera necesaria para la maniobra, pues estaban todos seguros de que la nave se perdía sin remedio. Amainó en algo la tempestad y con ello se pudo poner de nuevo a flote la Victoria, aunque se vio que era imprescindible hacerle grandes reparaciones y reponer toda la obra muerta, por lo que resolvieron volver a la bahía de Santa Cruz. En medio de todas esas tormentas, la carabela San Lesmes se había separado nuevamente de la armada, y al reunirse en Santa Cruz, da una extraña nueva a la cual, por el momento, no se le concede importancia.
Andrés de Urdaneta, en su relación, dice que la nave fue arrojada por la tempestad “hacia el sur hasta cincuenta e cinco grados e dijeron después cuando tornaron, que les parecía que era allí acabamiento de tierra”. En otras palabras, la San Lesmes, sin entenderlo ni quererlo, había descubierto el cabo de Hornos. La Anunciada y la San Gabriel no se reunieron con la armada en Santa Cruz, la una porque desapareció para siempre y la otra porque inició un aventurado viaje de regreso a España. Dos meses estuvieron en Santa Cruz ocupados en reparar las naves, pero ante la creciente falta de víveres, a pesar de lo avanzado de la estación, resolvieron intentar de nuevo el paso del estrecho, lo cual lograron hacer con relativa facilidad, aunque en medio de furiosas nevadas, y el 26 de mayo desembocaron en el océano Pacífico, el cual, como para contradecir la fama de su nombre, los recibió con una furibunda tempestad, durante la cual la Victoria se separó definitivamente de la armada y emprendió la larga navegación hacia el poniente. Se puso la proa hacia el noroeste y las anotaciones van cayendo frías y terribles en el diario de bitácora del piloto Martín de Iriarte: “Martes a 31 de dicho mes [julio] tomé altura en 4°8’ ”; el diario no lo dice ni comenta, pero ese día moría el capitán general de la armada, fray García Jofre de Loayza, comendador de la Orden de San Juan de Rodas. Unos días más adelante el piloto anota: “Domingo 5 de dicho mes [agosto]. No tomé el altura. Hicimos camino hacia el noroeste”. Pero al hacer camino dejaron sepultado en las olas el cadáver del segundo capitán general de la armada, el piloto Juan Sebastián Elcano, primer circunnavegador del globo. Siguen cayendo los días en el diario de bitácora, inhumano y frío. Hay hambre y sed. Las encías se inflaman por el escorbuto. Los hombres casi no aciertan a atender ya a la maniobra. Y siguen, a la proa, mar y cielo, cielo y mar. El 9 de agosto el tercer capitán general, el contador Toribio Alonso de Salazar, ordena que se ponga la ruta directamente al poniente, sobre las Ladrones, que es la tierra más cercana de la que tienen noticia. Ya no irá en busca de Cipango y Catay, como se había pensado en un principio. Ahora sólo pretende salvar la última nave de la flota. El 4 de septiembre llegan por fin a Guam, donde rescatan a un tal Gonzalo de Vigo quien, junto con otros dos compañeros ya muertos, había desertado de la Trinidad cuando, en 1523, trataba de regresar de las Molucas a Panamá. Sigue la navegación y sigue muriendo la gente. El tercer capitán general, Toribio Alonso de Salazar, baja también a las profundidades del Gran Océano y toma su puesto Martín Íñiguez de Carquisano. Por fin, el 12 de
octubre, después de 14 meses de navegación, llegan a las costas de Mindanao, donde no encuentran buena acogida por parte de los naturales. Demasiado débiles para pelear, parten hacia la isla de Talaut, donde el datu los recibe bien y pueden descansar y aprovisionarse y, en un prao malayo, enviarle un mensaje al sultán de Tidore, para avisarle de su llegada. El sultán Almanzor ya ha muerto, pero su hijo sostiene la palabra del padre y ve en los españoles unos aliados providenciales, ya que sigue en eterna guerra contra el sultán de Ternate, protegido de los portugueses. Enríquez, el gobernador del rey de Portugal en Ternate, se entera también de la llegada de unos nuevos castellanos y envía una armada de coracoras, barco híbrido malayo-europeo, adoptado por los portugueses para sus navegaciones en esa zona, a que intercepte a los españoles y los lleve prisioneros a la fortaleza. Íñiguez de Carquisano topa con la flota de coracoras mientras navegaba de Gilolo a Tidore y el capitán lusitano le entrega la carta de don García Enríquez, en la cual se le ordenaba que fuera a Ternate a rendirse inmediatamente. Íñiguez repara que la carta portuguesa no lleva firma y el capitán le explica que, con la prisa de despachar la flota, no hubo lugar a que se firmase. Íñiguez le da una carta de respuesta, en la cual tampoco firma, explicando: “Yo no dejo de firmar por descuido ni por prisa, sino porque don García vuestro capitán debe mirar cómo escribe a un capitán del emperador”. Y diciendo esto, ordenó que se izaran las velas y zarpó entre las impotentes coracoras, que muy poco podían contra una nave de alto bordo y con artillería. Como se nota por la respuesta del castellano, a pesar de hallarse en tan lamentable estado, en las antípodas del mundo y muriéndose de hambre, los españoles no olvidaban que eran parte de esa gloria imperial de Carlos V. En llegando a Tidore, construyó una fortaleza y tuvo que varar la nave que ya difícilmente se sostenía a flote. Muy pronto, los portugueses llegaron a sitiarlo, con un considerable número de aliados de Ternate y empezó de nuevo esa inacabable guerra de las Molucas, en la cual participaban, cada día con mayor entusiasmo, los señores locales. Hay que recordar que los malayos eran, ante todo, hombres de mar y guerra que habían vivido y vivirían hasta principios del siglo XX en constantes luchas entre sí y contra los europeos. De las otras naves de la armada de Loayza, la San Lesmes desapareció en la tempestad de la boca del estrecho y no se volvió a saber de ella. En el siglo XVIII, el capitán peruano Bonaechea, explorando las Marquesas por órdenes del virrey Amat, descubrió en una de ellas una inexplicable cruz de madera, que bien pudo haber sido erigida por los náufragos de la San Lesmes. La
Santa María del Parral siguió navegando en busca de las islas de los Ladrones y tras de las acostumbradas hambres, muertes y trabajos, dio por fin con las costas de Mindanao donde, en un combate contra los naturales, murió su capitán, Diego Manrique. Eligieron como capitán a don Diego, su hermano, y zarparon en busca de Tidore, pero la marinería, hambrienta y desesperada, se amotinó, pasó a cuchillo a Diego y a sus amigos y favorecedores, y, sin piloto ni guía, dieron al través de unos bajos de la isla de Saguín. Sólo tres de los amotinados lograron salvarse, como veremos más adelante. El capitán del patache Santiago era Santiago de Guevara e iba con él como sacerdote castrense Juan de Aréyzaga, quien más tarde hizo un relato pormenorizado de sus aventuras al cronista González de Oviedo. Al separarse el patache de la armada, se dieron cuenta de que no tenían víveres suficientes para esa travesía hasta Ladrones y tampoco tenían ánimos para intentar nuevamente el paso por el estrecho. Así, resolvieron zarpar hacia el norte, en busca de Panamá o de la Nueva España. El patache tenía un cupo de 50 toneles, o sea un peso bruto de 60 toneladas y, después de su larga travesía desde España y las tempestades sufridas, estaba bastante averiado y no llevaba ya batel en el cual poder desembarcar y, en esas condiciones, tenían que navegar desde los 53° sur hasta los 13 norte. Cuando ya sin víveres ni agua dieron con tierra al oriente, se acercaron a ella, pero era una playa abierta, con gran reventazón de olas, a la cual no podían acercarse. Siguiéndola un trecho, en busca de algún puerto, vieron con gran júbilo una gran cruz de madera en un pequeño cerro y comprendieron que se encontraban en tierra de cristianos. Como el tiempo estaba tranquilo, se pusieron al pairo, pero no hallaban cómo acercarse a la playa en la cual vieron que se agrupaban indios que les hacían señas. Al padre Aréyzaga se le ocurrió hacer una caja con los tablones de cubierta, a manera de un ataúd y se ofreció a ir en ella a tierra, llevando algunas bujerías de rescate para los indios. Hízose así y echaron al buen padre en su ataúd y las olas lo fueron acercando a la playa, hasta que una de ellas volcó la extraña embarcación y allí se hubiera ahogado, a no salir al mar algunos de los indios que pudieron salvarlo. Por ellos se enteró de que cerca quedaba una villa y puerto de españoles, en el cual podían atracar con seguridad el patache. Al poco tiempo, Guevara y Aréyzaga llegaron a Tehuantepec y de allí pasaron a México, donde le relataron a Cortés las peripecias de su viaje y fortalecieron en su ánimo el deseo de intervenir en la empresa de las Molucas. El viaje del
patache Santiago fue el primero que se hizo siguiendo la costa occidental de América, y en él se comprobó que dicha tierra no se extendía, como algunos lo creían, hasta las cercanías de Asia. A poco de zarpar la armada de Loayza, Carlos V envió otra al mando de Sebastián Caboto, pero este marino llegó sólo al río de la Plata y en lugar de seguir al sur optó por explorar río arriba, hasta el sitio donde ahora se encuentra la Asunción de Paraguay. Caboto tomó esta extraña determinación porque, en las costas de Brasil, se encontró a una docena de españoles, sobrevivientes de la armada de Juan Díaz de Solís y de la San Gabriel de Loayza, los cuales le contaron que, río arriba del mar de Solís, había una tierra fabulosamente rica, noticia que tenían por las andanzas de Alejo García, quien había convivido con varias tribus indias y llegado con ellas hasta la actual Bolivia y, probablemente, había entrado en contacto con el imperio de los incas o tenido noticias ciertas de él. Haber hallado el estrecho al extremo sur del continente americano no impidió que tanto los españoles como los ingleses y franceses lo buscaran por el norte de América y Europa, por el Mar del Norte. A poco de la salida de la expedición de Loayza, el piloto Esteban Gómez, quien desertara en el San Antonio de la armada de Magallanes, consiguió que le dieran naves para ir en busca de un paso por el norte, en “la tierra de los bacallaos” y aunque no encontró ningún paso, fue el marino español que navegó por la costa americana del Atlántico en latitudes más septentrionales. Estas expediciones se abrieron con los viajes de Juan y de Sebastián Caboto, en 1497 y 1508, respectivamente, por órdenes del rey de Inglaterra. El portugués Cortereal hizo dos viajes, en 1500 y en 1501, y el francés Jacques Cartier, en 1534, cuando descubrió el río San Lorenzo. Otros grupos, al ver que por el norte de América no había posibilidad de llegar a China, intentaron el viaje al Oriente por el norte de Europa y aunque no pudieron encontrar una vía marítima, los ingleses Chancellor y Jenkinson, en 1553 y 1557, lograron llegar por mar al puerto de Arcángel, en el norte de Rusia y, de allí, por tierra y por vías fluviales, a Moscú. Jenkinson siguió adelante, pasó el mar Caspio y llegó a Bocara y logró establecer un importante comercio de pieles, para el cual se creó en Londres la Real Sociedad de Moscovia. Así, en la primera mitad del siglo XVI, quedaron explorados todos los rumbos donde pudiera haber un estrecho navegable que llevara del Atlántico al Pacífico, pero durante todo ese siglo las únicas rutas viables para el comercio mundial fueron las descubiertas por España y Portugal, ya sea por el estrecho de Magallanes o
por el cabo de Buena Esperanza. Cortés, en la Nueva España, estaba enterado de los intentos de la corona por llegar a las Molucas y, como todo español de esa época, tenía la creencia que ésa era la empresa máxima de Occidente. Apenas tomada la Ciudad de México, oyó hablar a los embajadores del rey de Michoacán de la existencia cercana del Mar del Sur. Inmediatamente envió a dos parejas de soldados para que exploraran las rutas hacia ese mar, reconocieran sus costas y, de paso, vieran si había minas de oro. En su tercera carta de relación, Cortés le informa al emperador del resultado de esas exploraciones y del descubrimiento de las costas del Pacífico, relativamente cercanas a la Ciudad de México, ya sea en Tehuantepec o en Michoacán. Pronto logra establecer astilleros en dos sitios de esas costas. También Cortés siente esa necesidad de encontrar el estrecho y una de las razones que lo mueven a hacer el viaje por tierra hasta Honduras y los límites de la gobernación de Pedrarias Dávila, en persecución de Cristóbal de Olid, es el comprobar si en esa pequeña zona, aún no explorada, hay o no un estrecho. De regreso a México, después del desastroso viaje a las Hibueras, comprobado de una vez por todas que en esa zona no había paso de un mar al otro, ordena que se active la construcción de los navíos en la Mar del Sur, cuando recibe “un mensajero de la Mar del Sur con una carta en que me hacían saber que en aquella costa, cerca de un pueblo que se dice Tecoantepeque, había llegado un navío, que, según pareció por otra que se me trajo del capitán de dicho navío, la cual envío a Vuestra Majestad, es la armada que Vuestra Majestad Sacra mandó ir a las islas de Maluco con el capitán Loayza”. Y, más adelante, en la misma carta agrega: porque ya que no se descubra el estrecho, yo pienso dar por aquí camino para Especiería, que en cada un año Vuestra Majestad sepa lo que en aquella tierra se hiciere y si Vuestra Majestad fuese servido de me mandar conceder las mercedes que en cierta capitulación envié a suplicar que se me hiciera cerca de este descubrimiento, yo me ofrezco a descubrir por aquí toda la Especiería y otras islas, si hubiere arca de Maluco y Malaca y la China y aun dar tal orden, que Vuestra Majestad no haya la Especiería por vía de rescate como la ha el rey de Portugal, sino que la tenga por cosa propia y los naturales de aquellas islas le reconozcan y sirvan como a su rey y señor, y señor natural.
El 20 de junio de 1526, antes de que Cortés enviara su quinta carta de relación, citada anteriormente, ya el emperador le había enviado una real
cédula en la cual le ordena que en vista de que he visto que por vuestras cartas, relaciones que habéis enviado, hacéis memoria de las cuatro carabelas o bergantines que teníades hechos y echados al agua en las costas del mar del Sur: y como decís que las teníades hechas para el propósito del descubrimiento de la Especiería, por la gran confianza que Yo tengo de vuestra voluntad para en las cosas de nuestro servicio y acrecentamiento de nuestra corona real, he acordado de encomendaros a vos este negocio. Por ende yo os encargo y mando, que luego que ésta recibáis, con la diligencia e gran cuidado que en el caso se requiere, e vos soléis poner en las otras cosas que son a vuestro cargo, deis orden como dos de las dichas carabelas, o una de ellas con el bergantín o como mejor os pareciere que puede haber mejor recaudo, enviando en ellas una persona cuerda, y de quien tengáis confianza que lo hará bien, y bastecidas e marinadas de la gente y todo lo demás necesario, vayan en demanda de las dichas islas de Maluco, hasta hallar nuestras gentes que en ellas están.
Con estas instrucciones, tan semejantes a sus deseos de intervenir en los asuntos del otro lado del Pacífico, Cortés alistó la armada, que pudo zarpar el día último de octubre, bajo el mando de Álvaro Saavedra Cerón, llevando 110 españoles en tres naves: la Florida, la Santiago y la Espíritu Santo. En las instrucciones que Cortés le dio a Saavedra Cerón se le marca como principal objetivo localizar las armadas de Loayza y Caboto, lo mismo que la Trinidad de Magallanes, así como averiguar si aún vive Juan Serrano, que quedara en Cebú cuando el desastre de Mactán. También le encargaban ver si los portugueses habían edificado fortalezas y de hacer una él mismo donde más conviniere y lograr pactos de alianza con los señores locales. Se le dieron cartas para Loayza, Caboto, el rey de Cebú y una en general para cualquier otro rey que topare. Curiosa es la carta al rey de Cebú, encabezada: “A vos, el honrado e buen rey de la isla de Cebú que es en las partes del Maluco” y en la cual dice, hablando de la empresa de Magallanes y su fracaso, que el emperador: “puesto que de todo recibió pena, lo que más sintió, fue haber su capitán ecedido de sus reales mandamientos e instrucciones que llevaba, mayormente en haber movido guerra o discordia con vos e vuestras gentes”; y luego añade “y no le hizo Dios poco bien [a Magallanes] en morir como allí murió, porque si vivo volviera, no fuera tan liviano el pago de sus desconciertos”. Lo cual, aunque era indudablemente muy diplomático y bastante típico de Cortés, era una interpretación de los hechos bastante alejada de la verdad y poco justa para Magallanes. Con todos estos documentos e instrucciones, salió la armada de
Zihuatanejo y el 15 de diciembre perdiéronse de vista la Santiago y la Espíritu Santo y nunca se volvió a saber de ellas. Eran capitanes de estos navíos Luis de Cárdenas y Pedro de Fuentes, según la relación de Vicente de Nápoles, aunque Francisco Granado, escribano de la armada, en su diario de navegación no menciona el hecho. Lo que es indudable es que la Florida llegó sola a las Filipinas. El 29 de diciembre llegaron, con la nave bastante maltrecha, a las islas de Ladrones, que bautizaron con el más piadoso nombre de Marianas. El 25 de enero murió el piloto y lo suplió un tal Viurco, que “no sabía nada del altura, mas de ser un buen hombre de la mar y tantear bien”. Parece que la opinión de Granado sobre Viurco era cierta, porque sin más contratiempos llegaron a las costas de Mindanao y de allí a Tidore. En una isla recogieron a un tal Sebastián de Porto, portugués, uno de los desertores de la Santa María del Parral, y un poco adelante, a dos gallegos llamados Romay y Sánchez, quienes contaron historias terribles de sus sufrimientos y naufragios, aunque posteriormente se supo, por contradicciones en que incurrieron, que los dos gallegos habían sido parte en el motín donde mataron a Diego Manrique y que Porto había desertado antes. Los dos gallegos fueron debidamente ahorcados. La situación de los españoles en Tidore, bajo el mando de Hernando de la Torre, pues Íñiguez de Carquisano ya había muerto, era precaria. Atacados constantemente por los portugueses, no se atrevían a hacer salidas y a comerciar, si no era con el hijo de Almanzor. Antes de llegar, Saavedra topó con unas barcas nativas que los lusitanos llamaban coracoras, en las cuales iban algunos castellanos, quienes pusieron al tanto a Saavedra de lo que sucedía “y el capitán maravillábase mucho de las guerras que había entre ellos, habiendo tan grandes amistades entre el emperador y el rey de Portugal”, como dice Vicente de Nápoles. El escaso refuerzo de Saavedra, sobre todo cuando se dieron cuenta de que las dos naves desaparecidas ya no llegarían nunca, no bastaba para enfrentarse a los portugueses y sus aliados malayos, con lo cual De la Torre y Saavedra resolvieron que el segundo tratara de regresar a la Nueva España en busca de más refuerzos. Al zarpar de Tidore, intentó seguir una ruta al sur del ecuador, descubriendo la Nueva Guinea y las islas que hoy se llaman del Almirantazgo, sin encontrar vientos que los llevaran hacia la Nueva España. Torcieron entonces hacia el norte hasta los 14°, de donde se vieron obligados a retroceder a Guam y de allí a Tidore, donde llegaron en noviembre de 1528, sin bastimentos. Saavedra insistía en regresar a la Nueva España y reparó su nave y la
avitualló con lo que se pudo haber, pero Hernando de la Torre reiteraba en que debían tomar la ruta de Elcano, por el cabo de Buena Esperanza, pero Saavedra insistía a su vez en regresar a la Nueva España y a su jefe directo que era Hernán Cortés. Así, el 3 de mayo siguiente vuelven a zarpar, empeñados en explorar las rutas por el sur, con el mismo resultado negativo. Ante esto, Saavedra resuelve seguir el consejo de Torres y emprender el camino a España por el cabo de Buena Esperanza, pero a fines de agosto, en las islas del Almirantazgo, encuentra vientos favorables y se anima a volver a intentar la ruta hacia la Nueva España por el norte del ecuador. En su viaje de Zihuatanejo a Guam había comprobado que a unos 10° de latitud norte los vientos eran constantes de oriente a poniente, tan constantes en verdad que esa ruta se seguirá usando durante 300 años. De allí deduce que en las latitudes más septentrionales los vientos dominantes deben ser los contrarios, esto es, del oeste al este. Así, enfila hacia el norte, pero al llegar a los 26°, destruido por los trabajos y el escorbuto, muere. La tripulación elige para sucederle en el mando a Pedro Lazo, quien porfía, siguiendo los planes de Saavedra, en buscar buenos vientos por el norte, pero a los ocho días muere a su vez y el maestre y el piloto, con la nave casi destrozada y comida por la broma, resuelven regresar a Tidore, adonde llegan el 19 de noviembre. Allí sigue la lucha contra los portugueses y, finalmente, una alianza con ellos para salvar la fortaleza lusitana de Ternate, amenazada por un sultán islámico. Finalmente, en 1534, gracias al Tratado de Zaragoza, que veremos adelante, los pocos sobrevivientes españoles de las armadas de Loayza y Saavedra son llevados a España por los mismos portugueses y llegan a Lisboa en 1536. Entre los así repatriados iba un joven marino y soldado, pariente de Juan Sebastián Elcano, que se había distinguido en los servicios prestados y que se llamaba Andrés de Urdaneta.
CAPÍTULO V
Maestro mío Simón, digáis al rey Nuestro Señor y a la reyna que por descargo de sus conciencias, deberán dar aviso al emperador o a los reyes de Castilla que no manden más armadas por la vía de la Nueva España a descubrir islas Platáreas, porque tantos cuantos fueren, todos se han de perder. SAN FRANCISCO JAVIER, Carta fechada en Goa, el 8 de abril de 1552, al padre Simón Rodríguez, S. J., en Lisboa
Culturas aisladas versus transculturadas. La conquista cortesiana. La “igualación” de los naturales. La conquista como revolución social. Suerte del indígena del mundo hispánico. El Tratado de Zaragoza. Conquista del Perú. Continuación de las exploraciones españolas en el Pacífico. Situación del Asia oriental hasta fines del siglo XVI. EL 13 DE AGOSTO DE 1521, fiesta de los santos Hipólito y Casiano, en el año tres casa, día uno serpiente del calendario de los nahoas, en medio de una llovizna sucia, del hedor de los muertos, del llanto desesperanzado de las mujeres, del humo de los incendios, de las montañas de piedras ya sin orden, del grito moribundo de los teponaxtles y los caracoles de guerra, del pisar fuerte de los caballos españoles y del sonar metálico de las armas, la gran ciudad de México-Tenochtitlán cayó en manos del venturoso capitán don Hernán Cortés. Todo un mundo de piedras y plumas, de cantos, flores, chalchihuites quedaba muerto entre las ruinas de las grandes pirámides y los crueles dioses vencidos gemían en aquella noche cuando “llovió y relampagueó”, en aquella noche cuando se engendraba todo un mundo nuevo de hierro, de cuentas de vidrio y de temibles caballos y de tepuzques que vomitaban fuego. Para los descendientes de Tenoch y de Acamapixtli todo
había muerto en el instante cuando Cuauhtémoc subió las gradas del templo derruido para rendirse ante los teules españoles. El relato indígena de la conquista lo dice con su extraordinaria simplicidad: “Ése fue el modo como feneció el mexicano, el tlatelolca. Dejó abandonada su ciudad. Allí en Amaxac fue donde estuvimos todos. Y ya no teníamos escudos, ya no teníamos macanas y nada teníamos que comer, ya nada comíamos. Y toda la noche llovió sobre nosotros”. Nacidos de culturas aisladas de las del viejo mundo y de las africanas, los nahoas así como todos los grupos indígenas de América no concebían más cultura que la suya y ahora, cuando se cumplían frente a sus ojos los viejos mitos, esa cultura, ese imperio de los mexicas, que había parecido eterno, estaba allí roto de un solo golpe, como cosa de compasión y de lástima. Ya nada quedaba para ellos, para los señores del canto y de las guerras floridas, más que tenderse en la tierra y morir. Si observamos el impacto que sobre los naturales pudo tener la toma de Malaca o la de Tenochtitlán, notaremos enormes diferencias, que han de redundar con el tiempo en radicales distingos culturales en las dos márgenes del Gran Océano. Las culturas malayas no eran culturas aisladas como las de Mesoamérica, y desde los albores de su historia estuvieron en constante contacto con China, la India, Persia y la gran cuenca mediterránea. Habían recibido las influencias de todos esos pueblos y el intenso comercio llevaba y traía las religiones, las ideas filosóficas, las técnicas que influían en la manera de vida de todo ese gran conjunto humano que se extendía desde las márgenes del Atlántico hasta el Japón. En cambio, los pueblos de América habían desarrollado sus propias culturas sin transculturaciones notables del exterior y desconociendo totalmente, si no es tal vez a través de remotos y ya mal comprendidos mitos, la existencia de otros continentes y otros pueblos al otro lado del mar. Para los malayos, la caída de Malaca en manos de los portugueses fue, sin duda, un gran desastre en el sentido cultural y económico, así como un descalabro guerrero y político, pero no significó el final inmediato e irremediable de su cultura, como la caída de Tenochtitlán lo significó para los pueblos mesoamericanos. La toma de Malaca fue para el Asia sudoriental lo que la toma de Constantinopla para el Occidente, pero para los indios americanos la llegada de los españoles fue un corte total e irremediable con su pasado. De ese 13 de agosto en adelante, ya no se podrá hablar de culturas vivas americanas, sino de culturas europeas o de culturas mestizas que se irán formando a través de los años.
No es posible hacer aquí el estudio completo de la conquista española en América, de los diferentes sistemas que se emplearon y de sus resultados; basta con señalar que en la mayor parte de la América conquistada por España se empleó el sistema de la conquista total, en el cual, teniendo a la vista la lamentable experiencia de las Antillas, se trató de hacer que los pueblos indígenas, cuando tenían desde antes una cultura suficiente para ello, formaran parte de la nueva nación que se estaba creando. Por lo tanto, la conquista española, con la excepción de algunos puntos fronterizos, no se puede considerar como una larga ocupación militar o administrativa, sino como la integración de dos pueblos y de dos culturas en un mestizaje. Es lógico pensar que en la conquista de América se hicieron toda clase de experimentos, se cometieron toda suerte de errores, desde la terrible destrucción de los pueblos del Caribe, hasta la excesiva protección al indio en las reducciones dominicas y jesuíticas. En Venezuela, los “Belzares” experimentaron con el sistema de factorías y entradas en busca de oro, sin tratar de conquistar la tierra y reunir a las poblaciones indígenas. En otras partes, como en el Paraguay, en el noroeste de la Nueva España o en el Orinoco, la conquista será netamente misional. Pero en todos los sistemas hispánicos surge la idea central que, podemos decir, emana de Hernán Cortés, la de integrar una república indoespañola, y esa misma idea será llevada por Legazpi a las Filipinas y se hará, en toda el Asia, el único experimento de una conquista de ese tipo. Los otros pueblos europeos, tanto portugueses como holandeses e ingleses, se iniciarán siguiendo los sistemas empleados ya por los árabes y crearán factorías y puestos de comercio, sin intervenir en la vida y política de los naturales, mientras que éstos no perjudiquen, con sus actitudes, ese comercio. No será sino hasta unos 200 años más tarde cuando intenten una conquista total pero, al repudiar el mestizaje, tanto físico como cultural, convertirán esa conquista en una larga ocupación militar y administrativa o, como en Australia, en un trasplante de la vieja cultura europea, sin intervención alguna de los indígenas y, por lo general, con su completa desaparición. La conquista total, que bien podemos llamar de tipo cortesiano, requiere que los conquistados sean dueños ya de una cultura relativamente elevada. Las tribus nómadas, de bajas culturas, no se prestan a ese tipo de conquista, Como sucediera a los mismos españoles en Argentina, en Chile y en Venezuela. En esos casos, el conquistado, que no tiene arraigo en un lugar determinado, empieza luchando en una serie de pequeñas escaramuzas, para
acabar por retirarse a otros territorios, aún no ambicionados por el conquistador. Pero cuando la cultura del conquistado tiene igual fuerza que la del conquistador, como sucedió en la India por ejemplo, el mestizaje también se vuelve imposible. Las dos culturas son completas y no necesitan la una de la otra. Entonces se presenta el caso de que la conquista se convierte en una ocupación militar inestable siempre, que aportará sin duda algunos bienes culturales al país dominado, pero nunca una integración completa. La conquista de la zona central de México por Hernán Cortés fue probablemente el mejor ejemplo de una integración completa, y por ello, rápidamente rindió sus frutos y pudo conservarse la paz interna de la Nueva España durante 300 años. El emperador don Carlos captó también las posibilidades de esa nueva modalidad en la conquista y vio que se había encontrado, por fin, un camino viable hacia la creación de un verdadero imperio ultramarino. Cuando llegó a España en 1518, a los 18 años de edad y empezó a ocuparse de los asuntos de Indias, todo era un desastre, en lo económico, en lo político y, sobre todo, en lo moral. Y ahora, de pronto, surgía un reino que parecía ser estable, un reino al cual su conquistador bautizaba con el nombre de la Nueva España, porque sería exactamente eso, una nueva España en la cual, junto con la cultura cristiana y occidental, se conservarían los rasgos más importantes y las estructuras fundamentales de las culturas indígenas. No en balde uno de los primeros franciscanos que pasaron a México era el hermano lego fray Pedro de Gante, de quien se dice que era pariente del emperador. Y este fray Pedro fue quien inició esa educación mestiza del mundo indígena, en la cual se buscaba darle al indio la dignidad humana del cristianismo, sin restarle a su dignidad de indígena de la tierra. Así, transmite en náhuatl la buena nueva del Evangelio, como lo harán más tarde muchos otros en todos los idiomas americanos, desde el elegante purépecha hasta el primitivo otomí. Y así como el indígena es invitado, desde el principio, a compartir los bienes espirituales básicos del español, será también llamado a compartir sus bienes materiales y su economía se revolucionará con los sistemas agrícolas importados y las nuevas artesanías. La infinidad de tamemes, empleados tradicionalmente como bestias de carga por los señores mexicanos y por los primeros conquistadores, serán de pronto dueños del burro, del caballo, de la mula y de la carreta de bueyes. Parte de esa enorme fuerza de trabajo, liberada del servicio de la carga, se podrá dedicar a las minas y a la agricultura, esto es, a la creación de nuevas riquezas. Por otra parte, en los primeros años de la
conquista, el español no se interesa mayormente por la posesión de la tierra y por su propiedad, ya que no ha salido de Castilla y vivido los trabajos de la conquista para colocarse de nuevo tras del arado, sino para convertirse en un señor de vasallos, en un encomendero, en un dueño de minas. Naturalmente, el conquistador espera el premio que le corresponde por los trabajos y peligros en que se ha visto. No ha venido con un sueldo o soldada, sino a participación, pudiéramos decir, pero la cantidad de oro que le corresponde en el reparto en la Nueva España, bastante exigua por cierto, no le basta ni la considera justa. Tampoco le parece premio suficiente que se le asigne un solar en la villa o ciudad que se funda. De acuerdo con la tradición de la guerra de reconquista, quiere una encomienda, que se le asignen vasallos a los cuales pueda imponer y cobrar tributo, así como trabajos personales. Por lo general, la corona se opone a las encomiendas y a la prestación de trabajos personales o repartimientos, pero accede en muchos casos por no encontrar un sistema mejor para premiar a sus servidores y para pacificar y administrar los nuevos territorios. Por este sistema, el encomendero tendrá, durante una o, a veces, dos generaciones, el derecho a cobrar el tributo de los vasallos y adquiere la obligación de protegerlos en contra de cualquier enemigo y de cristianizarlos y civilizarlos, pero no se le concede propiedad alguna sobre la tierra, que sigue siendo de sus vasallos tributarios. El mismo Hernán Cortés, cuando crea en su encomienda de 30 000 vasallos el primer ingenio azucarero en el actual estado de Morelos, no puede, mediante su apoderado, vender las tierras que proveen de caña a su ingenio porque son propiedad de los indígenas. Así, porque el español de los primeros años de la conquista es, fundamentalmente, un conquistador y no un colono, los terrenos propios para la agricultura permanecen en poder de las comunidades indígenas siguiendo el sistema nahoa del “calpulli”, que más tarde se llamará, a la española, “ejido”. Pero si la comunidad indígena no sufre una revolución en cuanto a la posesión de la tierra, sí la sufre en sus íntimas estructuras culturales, sociales y económicas. La vida cristiana que se impone con gran rapidez en la Nueva España modifica esencialmente el ambiente cultural de los pueblos indios; la conquista, por otra parte, tiende a igualar a todos los “indios” y, desde el momento de la caída de la ciudad de Tenochtitlán, ya se empiezan a confundir todos: “Por esta causa están afligidos los principales y de eso hablan unos con otros: ¡Hemos perecido por segunda vez!” En todos los cantos indígenas de la conquista, así como en las leyendas, se refleja esta
angustia de la nobleza nahoa después de la derrota. Nobleza guerrera por excelencia, no conoce más gloria y más triunfo que la derrota de sus enemigos y la celebración con los grandes sacrificios humanos; pero ahora, vencida, no halla camino hacia el futuro ni ocupación alguna que le parezca digna. Algunos seguirán, como el Tapiezuelo que tanto menciona Bernal Díaz del Castillo, las armas de los conquistadores y se ocuparán, al igual que los españoles, en expander el imperio, pero otros no pueden resistir el terrible choque de verse vencidos y humillados y no piensan ya más que en la muerte propia y la de su especie. Su angustioso grito se refleja en los cantares de los mexicas escritos en el momento de su agonía como pueblo: Llorad, amigos míos, tened entendido que con estos hechos hemos perdido la nación mexicana. ¡El agua se ha acedado, se acedó la comida! Esto es lo que ha hecho el Dador de la Vida en Tlatelolco…
Y otra imagen, evocada en un cantar que nos llega en la brillante traducción del padre don Ángel María Garibay K., no puede ser más emotiva: En los caminos yacen dardos rotos, los cabellos están esparcidos. Destechadas están las casas, enrojecidos tienen sus muros. Gusanos pululan por calles y plazas, y en las paredes están salpicados los sesos. Rojas están las aguas, están como teñidas y cuando las bebimos es como si bebiéramos agua de salitre. Golpeábamos en tanto los muros de adobe y era nuestra herencia una red de agujeros. Con los escudos fue su resguardo, pero ni con escudos puede ser sostenida su soledad.
Y también, en sus cantares, recuerdan la patética escena de la prisión de
Cuauhtémoc después de su heroica resistencia, y de su sobrina y mujer, que luego sería bautizada con el nombre de doña Isabel: ¿Quién eres tú que te sientas junto al Capitán General? ¡Ah, es doña Isabel, mi sobrinita! ¡Ah, es verdad, prisioneros son los reyes!
Y los sacerdotes de los ídolos, los conservadores de la cultura y tradición del pueblo, se quejan así ante los padres franciscanos: Pero, si como vosotros dijisteis, ya nuestros dioses han muerto, dejadnos pues ya morir, dejadnos ya perecer, puesto que ya nuestros dioses han muerto.
Leyendo estos cantares y relatos, parece como si todo hubiera acabado para los indios de la Nueva España, pero toda esta imagen no es propiamente la del pueblo, la del “macehual”, sino la de los señores y de los sacerdotes, esto es, de las clases dominantes. Pero para los tlaxcaltecas, los totonacas, los michoacanos, para todos los innumerables enemigos del Imperio mexica, muchos de los cuales han combatido junto a Cortés, ese 13 de agosto es un día de triunfo, al igual que para los castellanos. Claro está que, al poco tiempo, las clases aristocráticas de esos pueblos han de sufrir las consecuencias, pues por más que la corona haya querido respetar y hacer respetar su estatus, irremediablemente se fueron viendo convertidas en una clase social secundaria y menospreciada por el español. Con ello, poco a poco, se fue fundiendo con el indio del pueblo, salvo muy escasas excepciones. Pero el pueblo en sí, el tameme y el macehual, será elevado de categoría por el cristianismo que, teóricamente al menos, lo iguala a cualquier otro hombre, así como por la tecnología que le proporciona el español, y no será sino más tarde cuando se empiece a emplear, como término peyorativo, el de “indio”. Pero cuando eso sucede, ya ese “indio” había ascendido en su escala cultural y se había convertido en un notable campesino o en un muy buen artesano. Por lo tanto, para la mayoría indígena, la conquista se vuelve una verdadera revolución, que altera las estructuras tradicionales del pueblo y
tiende a igualar en un mismo grupo a todos los naturales. Pero también para el español que viene a América la experiencia de la conquista se convierte en una verdadera revolución que rompe las estructuras que empezaban a estratificarse en la península. Ya hemos visto cómo la antigua nobleza prácticamente no toma parte en la conquista y cómo en las Indias surgen los caudillos, no de entre los miembros de las más ilustres familias, sino entre los hombres más capaces, cualquiera que sea su origen. Y una vez terminada la conquista, el español tiende a nivelarse a medida que se conforma la clase directiva de los nuevos reinos. Se siente hijodalgo y utiliza el “don”, que en España nunca se hubiera atrevido a colocar frente a su nombre. Mientras, surgen y cobran fuerza una segunda y una tercera generaciones, en las cuales sobresalen el criollo y el mestizo; el español es quien dirige y gobierna, bajo la lejana supervisión de la corona, esa sociedad en formación. El destripaterrones castellano se convierte en encomendero y compite con sus iguales y superiores en eso de enviar memoriales al emperador para hacer valer sus servicios y pedir mercedes. Un bastardo analfabeto, cuidador de puercos en Extremadura, puede ser marqués en las Indias. La estructura social hispánica se ha roto y empiezan a surgir lo que pudiéramos llamar las estructuras primarias de América. Con la aparición, cada vez en número creciente, del criollo y del mestizo, esas estructuras cobrarán su forma definitiva, lo cual sucede en la Nueva España con notable rapidez. Para mediados del siglo XVI ya se ha estratificado en tal forma la sociedad novohispana que se ha creado un concepto de pertenencia al virreinato más que a España o a la totalidad del imperio y, así, el término genérico de “mexicano”, que se usó al principio exclusivamente para designar a los habitantes de la ciudad de Tenochtitlán, se hace extensivo a todos los nacidos en el virreinato, tanto criollos como mestizos o indios. Ya en 1566 lo encontramos empleado con ese sentido en documentos impresos, como la célebre carta de Valencia, en la cual se anuncia la conquista de Filipinas. Con esta imagen de la conquista, vista como una revolución, no se pretende justificar el hecho mismo de la conquista violenta, ni tampoco repudiarlo. Los hechos históricos no se deben medir por su bondad o por su crueldad, lo cual resulta de muy escasa trascendencia, sino por su eficacia histórica y, para comprender la historia de los siguientes 250 años en el océano Pacífico, es imprescindible tener presente, en la conquista cortesiana, la notable eficacia del hecho, que pudo configurar un nuevo grupo social con
extraordinaria rapidez y capacitarlo para intervenir en la conquista de la ruta océanica más larga y peligrosa del mundo, así como en los asuntos de Asia. En la Nueva España, por primera vez, pudo un conquistador crear una nación distinta sin destruir totalmente a la población indígena, como había sucedido anteriormente en el Caribe. El reconocimiento de esta verdad modifica totalmente el criterio y el sistema que se ha de seguir de esa fecha en adelante en las grandes conquistas. Ante todo se había llegado a la conclusión de que la verdadera riqueza de un país conquistado no consiste tanto en sus productos naturales exportables, como el oro y la plata, sino en una población numerosa, de cultura lo bastante estable para poder organizar a un mestizaje que sirviera como fuerza de trabajo. Y para que esta riqueza produjera, era necesaria la conservación del indígena y, junto con él, de muchos de sus elementos culturales. Eso lo entienden enseguida los primeros misioneros, como fray Toribio de Benavente, Motolinía, y buscan la forma de quitarle al indígena todo aquello de su anterior cultura que vaya en contra del derecho natural, como los sacrificios humanos y la sodomía, o en contra de los mandamientos fundamentales de la Iglesia, como la idolatría y la poligamia, pero conservando su sentido de autoridad, su estructura social, sus fiestas sanas en las cuales los bailes paganos se convierten, como hemos visto, en “danzas de moros y cristianos” y, sobre todo, en preservar su idioma y verter a él las verdades de la nueva religión. Por otra parte, el español que pasa a las Indias empieza a tener al poco tiempo características diferentes a las del peninsular. El desastre de Villalar y el creciente poderío en todos los órdenes de la corona, no le afecta notablemente y sigue viviendo su estado anárquico o de reprobación tácita a toda autoridad. Los conquistadores, de Hernán Cortés para abajo, piden constantemente al emperador que no envíe abogados a las Indias porque todo lo enredan. Y este mismo pensamiento anárquico en contra de la autoridad constituida lo encontramos en la parte religiosa. Cortés pide al rey los concejos de las villas desta Nueva España y yo enviamos a suplicar a Vuestra Majestad mandase proveer de obispos y otros prelados para la administración de los oficios y culto divino, y entonces pareció nos que así convenía; y agora, mirándolo bien, háme parecido que Vuestra Sacra Majestad los debe mandar proveer de otra manera, para que los naturales de estas partes más aína se conviertan, y puedan ser instruidos en las cosas de nuestra santa fe católica.
Pide que se manden tan sólo religiosos de santa vida y añade: “Porque habiendo obispos y otros prelados, no dejarán de seguir la costumbre que por nuestros pecados hoy tienen, en disponer de los bienes de la Iglesia, que es gastarlos en pompas y otros vicios; en dejar mayorazgos a sus hijos e parientes”. Sin letrados y sin obispos, con la tradicional libertad del hombre hispánico, la empresa de Indias puede marchar mejor. Para suerte de la Nueva España, entre los obispos y letrados que pasaron a estas tierras en los primeros años, estaban fray Juan de Zumárraga, primer obispo y arzobispo de México, y Vasco de Quiroga, oidor primero y más tarde obispo de Michoacán. Además, el español una vez en América había aceptado, por gusto o por necesidad, muchos de los elementos de la cultura indígena, se había “aindiado” en diferentes aspectos. Ya hemos visto cómo Vasco Núñez de Balboa pedía hombres que hubieran pasado ya un tiempo en las Antillas, en esa “universidad de la conquista” como con acierto las llamara Carlos Pereyra. Los pedía porque, por experiencia, sabía que esos hombres ya no eran iguales a los peninsulares. Por una parte, habían aprendido a vivir a la manera india, a comer maíz, cazabe de yuca, gallinas de la tierra, etc.; por otra, habían desarrollado una manera especial de hacer la guerra con muchas de las armas de los indígenas, como el famoso escaupil, especie de camisón de grueso acolchado para evitar piedras y flechas, que acompañaría a los conquistadores hasta Chile y hasta las Filipinas; ya saben que la carga de caballería a la manera española no surte efectos entre los indios a pie y con valor tal que son capaces de dejarse clavar una lanza con tal de arrebatársela al enemigo y derribarlo del caballo. Así, han desarrollado el sistema de atacar “con las lanzas por los ojos”, a medio galope. Finalmente, han conocido, en el sentido bíblico, a las mujeres indias y han tenido hijos con ellas y, en la mayor parte de los casos, los han reconocido y son muchos los que se han casado con las madres. Por lo tanto, empieza a nacer el amor entre las dos razas. Juan Velázquez de León perderá la vida en la Noche Triste por salvar a su manceba de Tlaxcala. Alvarado sostendrá lujosamente a la hija de Xicoténcatl en Guatemala aunque esté ya casado con doña Beatriz de la Cueva. Cortés cuidará siempre de la Malinche y de su hijo a quien ha puesto el nombre de su propio padre, Martín. Y ese español aindiado, en contacto con la mujer indígena, cuando es hombre de inteligencia despierta, empieza a comprender la vida indígena, a saber de su política y a aprovecharla para sus propios fines. Para él, el indio no es una masa amorfa como la definiría
mucho más tarde un escritor español: “Quien ha visto a un indio, los ha visto a todos”. En las Indias ha aprendido que cada indio es una persona humana, distinta a las demás. Conviene insistir acerca de la necesidad que tenemos de forjarnos una imagen verdadera acerca de lo que fue ese hecho histórico que llamamos la conquista española de América. Durante muchos años, para interpretarla se ha partido de una de estas dos concepciones: la que representa al conquistador como un cruzado, un “caballero de la Virgen” cuyo único interés en la vida es el bien y la cristianización de los indios de América que viven en su miserable idolatría y en la más negra de las barbaries, o la que emana de la “leyenda negra” y que enseña que todos los españoles eran unos monstruos de crueldad, ansiosos tan sólo de oro y de sangre, que cayeron sobre las nobles y puras culturas indígenas para pisotearlas, envilecerlas y destruirlas. Juzgar así la historia es reducirla a un cuento de niños, donde tan sólo hay personajes buenos, infinitamente buenos, o personajes malos de una maldad descomunal. Equivale a considerar la historia, no como el estudio de la acción del hombre en su tiempo y su hábitat, sino como una eterna lucha entre ángeles y demonios. Ya hemos visto lo que era el español que se lanzó a la conquista de las Indias; un hombre con los vicios y cualidades que se heredan de los casi ocho siglos de lucha a muerte. Si a nuestro sentido refinado, al cual repugna la crueldad individual, pero que tolera cosas como Dachau, Nagasaki, Vietnam, le subleva la crueldad española, debe entender que ésa era la manera de ser de su tiempo en toda la Europa cristiana y que esa crueldad la demostraba el español no sólo contra del indio sino en contra del mismo español. Pero, asimismo, cuando contempla la destrucción que ha causado, se duele de ella, como lo dice Bernal Díaz al hablar de ese 13 de agosto: digo que en tres días con sus noches en todas tres calzadas, llenas de hombres y mujeres y criaturas, no dejaron de salir, y tan flacos y amarillos y sucios y hediondos, que era lástima de verlos; y como la hubieron desembarazado, envió Cortés a ver la ciudad, y veíamos las casas llenas de muertos, y aun algunos pobres mexicanos entre ellos que no podían salir, y lo que purgaban de sus cuerpos era una suciedad, como echan los puercos muy flacos que no comen sino hierba; y hallose toda la ciudad como arada y sacadas las raíces de las hierbas buenas, que habían comido cocidas, hasta las cortezas de algunos árboles; de manera que agua dulce no les hallamos ninguna, sino salada.
Como se ve, no hay mucha diferencia en el pathos que el español pone al
describir la escena de su victoria, al que pone el indio al describir su derrota. Al conquistador lo movían tres deseos tradicionales, nacidos de ese amor a la vida, a las tres vidas de las cuales habla Jorge Manrique: No se os faga tan amarga la batalla temerosa que esperáis, pues otra vida más larga de la fama gloriosa acá dejáis. Aunque esta vida de honor tampoco no es eternal ni verdadera, mas con todo, es mejor que la otra temporal, perecedera.
Y luego la otra vida, “el vivir que es perdurable” allá en el cielo del cristianismo, en la unión con su Dios. Así, llega a América movido por el deseo de riquezas con las cuales gozar de esta vida terrenal, con un deseo de realizar hechos heroicos que le den la vida “de la fama gloriosa” y el íntimo deseo de hacer algo para propagar esa fe de Cristo, de ese Dios cristiano que, después de la larga lucha contra el islam, que adora a ese mismo Dios, lo ha convertido en un ser un tanto tremebundo, vengativo, celoso, al cual toda la influencia del humanismo no ha logrado cambiar sus características tradicionales. Por lo tanto, la actitud del español frente a los indios se verá motivada por estos tres deseos vitales llevados en mayor o menor grado, según la calidad espiritual del hombre. Porque, ante todo, el conquistador es un hombre. Bernal Díaz del Castillo, temeroso de que su lector los considere héroes y no hombres, insiste “e como éramos hombres, temíamos a la muerte”. Como hombre, la intensidad de cualquiera de estas tres motivaciones puede llevarlo a ser un Nuño de Guzmán, un Francisco Carbajal, el Demonio de los Andes o un Lope de Aguirre, “el Tirano”; o bien puede ser un Cortés, un Sandoval, un Jiménez de Quesada, hombres con tan tremenda ambición que su visión de esa “vida del honor” no tiene límites; o pueden convertirse en un fray Bartolomé de las Casas, en un Motolinía, en un Vasco de Quiroga o en un Francisco Solano que buscan en el humanista
ejercicio de la caridad sin límites el “vivir que es perdurable”. Si analizamos a fondo a los conquistadores cuyos hechos conocemos, nos va a sorprender el que, más que su crueldad y su sed de oro, se destacan en ellos las cualidades que emanan de ese amor a la fama que ya Cervantes pone como motivación principal en las acciones del “cortesísimo Cortés”. Y también conviene observar que los más oscuros matices de la leyenda negra provienen de los relatos y las discusiones de los mismos españoles en ejercicio del derecho de la autocrítica. La palabra ardiente y no siempre justa, como no lo podía ser, de un hombre incendiado como fray Bartolomé de las Casas, llena en tal forma el concepto histórico que se nos presenta como reacción única, haciendo olvidar las voces de muchos otros hombres de letras y de la Iglesia y hasta de los mismos hombres de armas. Balboa, Cortés, Bernal Díaz protestan siempre ante las crueldades que consideran innecesarias. Bernal Díaz critica en su ídolo Cortés el que haya ahorcado a Cuauhtémoc en el viaje a las Hibueras y dice “lo mató sin justicia”. Balboa se queja ante el rey de que los hombres de Pedrarias cometen abusos en contra de los indios ya pacificados. Los ejemplos son innumerables. Por su parte, la propia corona, en seguimiento de las normas trazadas por la reina Isabel, expide durante todo el tiempo que dura el proceso colonial leyes y cédulas para promover el buen trato a los indígenas y para proteger sus derechos. La insistencia de estas leyes y cédulas es una clara muestra de que muchas de ellas no se cumplen, porque aunque el español en las Indias conserva siempre su sentido de lealtad a la corona, no es muy amigo de obedecer leyes e inventa pronto la salvadora fórmula de “obedézcase, mas no se cumpla”. Conforme crecen el centralismo de la administración pública y la extensión geográfica del imperio, se vuelve más y más difícil hacer cumplir las leyes, muchas veces por haber sido dictadas a tan gran distancia y con muy escaso conocimiento de la realidad, lo que las hacía prácticamente imposibles de cumplir. Pero de ese enorme fondo jurídico que son las leyes de Indias, quedan algunas indudables realidades: el indio no se convertirá en esclavo en el sentido que lo es el negro; se respetarán, hasta la llegada del siglo XIX, las tierras de las comunidades; el indio, en sus quejas, será oído por la corona y en muchas ocasiones se le hará caso y justicia. Toda comparación histórica suele, además de absurda, ser peligrosa para el verdadero entendimiento de la historia, pero si comparamos en general la suerte del indígena del mundo hispánico con la de los indígenas de otras partes donde llegaron colonos de otros pueblos, veremos que en la marcha
arrasadora de la expansión occidental al indio hispano-americano le tocó la mejor parte. Y esto se debe en buena medida al hecho de que una de las características hispánicas del siglo XVI fue la de conquistar, en lugar de colonizar y, aunque parezca extraño, para el indígena la colonización es mucho más cruel y destructiva que la conquista. El conquistador, como hemos visto en el caso del español, acaba siendo conquistado. El hecho mismo de que se presenta en una tierra nueva y ante una cultura nueva sin familia, lo hace vulnerable. Cuando necesita una mujer, tiene que tomar a una de las mujeres indígenas y tiene hijos con ella y, a la larga, es dominado hasta cierto punto por esa mujer y por esos hijos. El colono, en cambio, llega con su familia, a la cual tiene que alimentar y proteger y, por lo tanto, el indígena es el enemigo y el rival y mientras exista la familia estará en peligro constante. Como colono, por lo general no tiene marcadas ambiciones de riquezas inmediatas, ni de gloria, y tan sólo desea vivir en paz con su conciencia, cualquiera que ésta sea. Si para lograr estos fines es necesario eliminar toda la vida indígena, la elimina y la conciencia no parece molestarle. Pero el español no tiene alma de colono. Su pasado histórico de siete siglos está en contra de ello. Pasa a América y se establece con mayor predilección en los sitios donde hay una comunidad indígena de cultura superior de la cual pueda valerse como fuerza de trabajo y de expansión y, en cierto modo, a la cual pueda incorporarse porque, por tradición secular y por venir solo, no le teme al mestizaje. En el siglo XVI los españoles hicieron algunos intentos de colonización que en su gran mayoría fracasaron ruidosamente, no porque el español fuera incapaz de organizarse como colono y rehuyera el trabajo, sino porque no pasaba a las Indias para seguir siendo el destripaterrones castellano, y su ambición era otra. El resultado de esto fue, deseado o inconsciente, el de conservar la vida indígena en los sitios como México, Guatemala, Colombia o Perú, donde había ya culturas establecidas, y promover, en mayor o menor grado, un mestizaje cultural. Y al hacer eso, forjaron con extraordinaria rapidez naciones con características propias que subsisten hasta la fecha, que se distinguen entre sí, porque emanan en su mayor parte de las diferentes calidades de las culturas indígenas que se fundieron con la hispánica. Carlos V, como ya hemos visto, entendió esta nueva modalidad de conquista que abría al mundo español caminos ilimitados en esas mismas Indias que antes se habían considerado tan sólo como un estorbo geográfico y esto compensó las noticias de los constantes descalabros sufridos allende el
Mar del Sur. Tras las extraordinarias nuevas de Cortés en México, llega Pizarro a pedir la conquista del “Río Birú” con muestras de las maravillas que había en esa tierra. Así, en el ánimo del emperador y sus consejeros se va debilitando el deseo de esas difíciles conquistas en Asia, que van resultando no sólo muy costosas, sino llenas de complicaciones internacionales en la misma Europa. El balance que se hace es ruinoso: de 12 barcos que han zarpado de España y tres de la Nueva España, dos se han regresado sin llevar a cabo la empresa y sólo uno, el Victoria de Elcano, ha podido regresar con una carga útil, pero aprovechando la ruta portuguesa e infringiendo los derechos de Portugal. Además, el “tornaviaje”, ese regreso de Asia a las Indias, parece ser imposible. El rey de Portugal, después del fracaso de la Junta de Badajoz, ha seguido protestando ante el emperador por lo que considera violaciones a sus derechos exclusivos en las Molucas. A principios de 1529 los dos monarcas acuerdan hacer una nueva junta, pero en ella no se van a discutir puntos técnicos ni antecedentes geográficos e históricos, sino que se va a tratar de llegar a un verdadero acuerdo. Así, el emperador conviene en ceder “para siempre jamás al dicho Señor Rey de Portugal, para él y todos sus sub cesares de la Corona de sus reinos, todo el derecho, acción, dominio, propiedad y posesión o casi posesión y todo el derecho de navegar e contratar e comerciar por cualquier modo que sea, que el dicho Emperador e Rey de Castilla dice que tiene e podrá tener por cualquier vía e manera que sea en el dicho Maluco, Islas, Lugares, tierras e mares”. Además, se acuerda fijar la línea de demarcación en el Pacífico 17° ecuatoriales más al oriente, en las islas llamadas de las Velas y Santo Tomé, más o menos en el meridiano 155 este. Como compensación, el rey de Portugal le pagará al emperador la cantidad de 300 000 ducados. Con ese tratado, firmado en Zaragoza, España renunciaba prácticamente a seguir adelante sus exploraciones y conquistas en Asia y se reducía a su Imperio americano y a las tierras que se pudieran descubrir en el Pacífico, como el misterioso continente austral, pero en las Indias los 186 conquistadores no estaban dispuestos a detenerse en el Pacífico. La leyenda Plus ultra del escudo imperial los llamaba a más aventuras. Ya hemos visto cómo Cortés había empezado a crear una sociedad de hombres de mar en las costas del Pacífico, de donde envió la armada de Álvaro de Saavedra. En 1532, cuando regresa de España, envía a Diego Hurtado de Mendoza con dos navíos para que explore hacia el norte en busca de nuevas islas y tierras de acuerdo con lo que había capitulado con el Consejo de Indias.
Cuando los dos barcos cruzaban frente a las costas de Jalisco, la tripulación se amotinó y uno de los barcos fue a encallar en unos bajos cerca de la costa, mientras que el otro, con Hurtado de Mendoza a bordo, desapareció para siempre. Para buscarlos, Cortés envió a Diego Becerra de Mendoza con dos navíos que tenía armados en Tehuantepec, pero apenas habían zarpado los dos barcos se separaron y el capitaneado por Hernando de Grijalva se metió mar adentro y descubrió una isla a la que llamó Santo Tomás. Becerra, con el piloto Ortuño Jiménez, siguió su derrota hacia el norte como se le había ordenado. Becerra era un hombre altanero, incompetente e ignorante de las cosas del mar, mientras que Jiménez era uno de los mejores marinos que había en aquel tiempo en la Nueva España. La mayor parte de los marineros eran vizcaínos y, por lo tanto, paisanos suyos y completamente de acuerdo en fomentar sus ambiciones y seguir sus dictados. Jiménez pudo convencerlos fácilmente, si es que no los había convencido ya desde antes de zarpar, de que se hicieran con la nao y así, una noche, dieron sobre Becerra y sus parciales y los mataron a estocadas. Prosiguieron la ruta hacia el norte con Ortuño Jiménez como capitán y llegaron a una tierra que creyeron era isla y que llamaron Santa Cruz, donde el capitán dijo que con seguridad había en ella gran cantidad de perlas. Para cerciorarse, desembarcó con algunos compañeros y no hicieron más que saltar a tierra cuando cayeron sobre ellos unos indígenas y los mataron. Los marineros que habían quedado a bordo, al ver este nuevo desastre, no quisieron seguir adelante y se regresaron a la Nueva España, donde informaron lo que había sucedido exagerando con toda seguridad la noticia de las perlas para congraciarse con Cortés y que disimulara lo del motín. Con esta nueva, Cortés quiso probar personalmente su fortuna en una nueva empresa en la Tierra de Santa Cruz y se hizo a la vela, desde el puerto de Acapulco, con tres navíos que le habían fabricado en Tehuantepec. Iba con él un lucido grupo de caballeros, pues cuando se supo que el mismo capitán general y marqués del Valle de Oaxaca encabezaría la empresa, todos quisieron tomar parte en ella, seguros de que resultaría como la de México. Sin dificultades llegaron a Santa Cruz, la actual Baja California y no encontraron ni indígenas ni perlas y mucho menos mantenimientos y agua potable. A pesar de lo poco atractivo del sitio en el cual habían desembarcado, Cortés estaba resuelto a que la empresa fuera un éxito, así que despachó a dos de los navíos para que le llevaran refuerzos y víveres, con la mala suerte de que los dos encallaron en las costas de Jalisco y la nueva
colonia empezó a padecer las ya típicas hambres y desesperanzas. Con el barco que le quedaba, salió Cortés en busca de los otros dos, logró encontrarlos, ponerlos a flote, repararlos y llegar con ellos cargados de víveres a Santa Cruz donde, según Bernal Díaz, “comieron tanta carne los soldados que lo aguardaban que, como estaban debilitados de no comer cosa con substancia de muchos días atrás, les dio cámaras y tanta dolencia que murieron la mitad de los que quedaban”. Doña Juana de Zúñiga, la segunda mujer de Cortés, al enterarse en México de que los navíos habían encallado en la costa, pidió ayuda al virrey Antonio de Mendoza y pudo enviarle a su marido auxilios y la súplica que se regresara en otros dos barcos que ya estaban acabados en los astilleros de Tehuantepec. Al mando de estos dos navíos iba Francisco de Ulloa, quien encontró a Cortés en Santa Cruz y lo pudo convencer de que volviera a sus casas de México y Cuernavaca, a su joven mujer y al gozo de su gloria y sus riquezas. Al año siguiente, por órdenes de Cortés, Ulloa volvió a salir hacia el norte a explorar las costas de California hasta la isla de Cedros y el cabo del Engaño en los 30° de latitud norte y regresó, sin mayores tropiezos, al puerto de la Navidad o de Juan Gallego, donde a los pocos días de tomar tierra uno de sus soldados lo asesinó a puñaladas. Todas estas empresas, aunque adelantaron algo el conocimiento geográfico de la costa, habían terminado en un fracaso económico. Sin embargo, Cortés seguía intentando pasar adelante, hasta el famoso estrecho que tantos habían buscado por el Atlántico, que llamaban de Amián y que estaba “en la tierra de los bacallaos”. La misma ambición tenía el virrey Antonio de Mendoza, de modo que al salir Cortés para España en 1540 despachó a Hernández de Alarcón, pero éste en lugar de navegar por la costa externa de California se adentró por el golfo o mar de Cortés, hasta la desembocadura del río Colorado. En 1542, el virrey mandó una nueva empresa que aclarara ese misterio del golfo de California, indistintamente considerado como golfo o como estrecho. El mando recayó sobre Juan Rodríguez Cabrilla, portugués de origen. Llevó consigo dos naos, la San Salvador y la Victoria, y como piloto a Bartolomé Ferrelo. Enfilando hacia el norte no entraron por el golfo de California sino que siguieron la ruta de Ulloa hasta la isla de Cedros y, a los 34° de latitud norte, descubrieron la isla de San Miguel que Cabrilla llamó “de la Posesión” y donde murió el 3 de enero de 1543. Ferrelo siguió explorando hacia el norte, hasta el cabo Blanco y el cabo Mendocino, llamado así por el virrey Antonio de Mendoza, a los 43° de latitud norte. El mes de abril de ese año, después de las acostumbradas
hambres y miserias, trabajos y escorbuto, lograron regresar al puerto de la Navidad. Habían adelantado la exploración hacia el norte unos 12 grados. En Panamá el gobernador Pedrarias Dávila soñaba también con tomar parte en la empresa del Maluco, pero la pobreza de su gobernación y su avaricia le hacían pedir ayuda al rey, como lo hace en su carta de abril de 1525: “Entendiendo estoy en hacer navíos y lo que es necesario para traer aquí a esta ciudad de Panamá la especiería donde me certifican pilotos que la traerán. Suplico a Vuestra Majestad, porque los gastos de acá son muy grandes y para esto es menester ayuda de Vuestra Majestad me mande favorecer y ayudar para ello”. El emperador no parece haber atendido la solicitud de Pedrarias en vista de que ya Cortés, por su cuenta, se ocupaba de ello, pero en Panamá la ambición de la gente no estaba en las Molucas sino en esa tierra llena de oro que habían mencionado algunos indios desde tiempos de Balboa y que quedaba hacia el sur. En 1522 Pascual de Andagoya, que había llegado a Castilla del Oro con Pedrarias, inició los descubrimientos por la costa de Colombia por instrucciones del gobernador, pero el carácter desconfiado de éste y su avaricia hacían imposibles todos los esfuerzos. Cortés a los 10 años de tomada Tenochtitlán ya había podido mandar una armada al oriente y descubrir la costa hasta California, pero Pedrarias aposentado desde 1517 en Panamá, en la costa del Mar del Sur, en cinco años tan sólo había podido descubrir, con la ayuda de Gil González de Ávila, la costa hasta el golfo de Fonseca hacia el norte y un pequeño tramo hacia el sur. Francisco Pizarro, vecino acomodado de Panamá que había estado con Balboa en el descubrimiento del Mar del Sur, no olvidaba lo que afirmaban los indios acerca de la existencia de oro en el sur, noticias que parecían confirmarse con la exploración de Pascual de Andagoya. Con el afán de ir, hizo compañía con otro soldado acomodado de Panamá, Diego de Almagro, y con un maestrescuela de la isla de Taboga, Hernando de Luque, para hacer una entrada en el país del sur. Era 1525 y ya habían llegado a Panamá las noticias de las hazañas de Cortés y de su buena fortuna, cosa que los animaba aún más a tentar fortuna. Como era necesario pedir la autorización del gobernador para poder zarpar, tuvieron que interesarlo en el negocio, lo cual permitió a Pedrarias presumir ante el emperador de que él había mandado la expedición: “Al levante por la Mar del Sur, tengo enviada otra armada, como le he escrito a Vuestra Majestad, a descubrir con el capitán Pizarro, mi teniente”, y agrega, en honor de la verdad, que Pizarro, Almagro y Luque han
ayudado con sus haciendas. Pizarro, en un solo barco, salió de Panamá en 1525, mientras Almagro preparaba otro barco para ir tras de él y socorrerlo. Los dos barcos no se encontraron sino a su regreso a Panamá, y los resultados económicos de la entrada fueron tan magros, por no decir nulos, que Pedrarias se negó a autorizar una nueva empresa que pensaban emprender los socios y, sobre todo, a facilitar dineros para ella. Luque salió al rescate y puso a disposición de sus socios 20 000 pesos de oro, con lo cual partieron nuevamente Pizarro y Almagro hacia el sur, en 1526. Llegaron hasta Atacama, donde encontraron una ciudad bien poblada y muestras de una cultura estable e importante y, además, oyeron las primeras noticias ciertas del gran imperio de los incas y de sus riquezas. Es curioso observar que el oro al cual se referían los caciques de Panamá era seguramente no el de los incas, sino el de los chibchas de Colombia, pero los españoles, en su ansia de llegar al sur, pasaron adelante de estos pueblos, que serían descubiertos más tarde por tierra, desde Venezuela, Cartagena y Quito, y dieron con el Imperio incaico. Como no contaban con elementos suficientes para emprender una verdadera entrada por tierra resolvieron regresar, pero Pizarro, para obligar a los de Panamá a que le mandasen refuerzos, optó por quedarse con algunos hombres en la isla del Gallo, mientras Almagro iba por refuerzos. Las noticias de la nueva tierra que dan Almagro de palabra y Pizarro por carta son fantásticas, pero los hombres que quedaron en la isla del Gallo pudieron también enviar su opinión, contraria a la de los caudillos. En Panamá hay nuevo gobernador, Pedro de los Ríos, quien oye lo que tienen que decir los marinos y resuelve que no se siga adelante con la empresa; a duras penas consiente en que salga una nao, al mando de Pedro Tafur, para que recoja a la gente. Cuando llega a la isla del Gallo, Pizarro se niega a embarcarse e invita a sus hombres a que se queden con él para seguir adelante en la empresa. Trece pasan la raya que traza, los 13 de la fama, y los otros regresan a Panamá. Ante esta insistencia de Pizarro y los ruegos de Almagro y Luque, Pedro de los Ríos autoriza la salida de otro barco con la condición de que ha de regresar en seis meses a lo sumo y, de no encontrar la seguridad de tierras ricas en oro, no se volverá a hablar de la empresa. En ese barco Pizarro logra llegar hasta el golfo de Guayaquil y la ciudad de Tumbes, ya dentro del Imperio inca, donde encuentra muestras palpables de su riqueza, de su cultura y de la grandeza del inca Huayna Capac, que hacía poco había conquistado Quito y lo había anexado a su imperio. Las muestras de telas, llamas vivas y oro que Pizarro llevó a Panamá no
convencieron a Pedro de los Ríos, quien se negó a autorizar una nueva armada. Ante esa actitud del gobernador, los socios resolvieron que Pizarro pasara a España a entrevistarse con el emperador, mostrarle lo que había traído de Tumbes y capitular con él la conquista del “Río Birú”. Las capitulaciones se firmaron en Toledo, por la emperatriz doña Isabel en ausencia del emperador, y en ellas se le concedía a Pizarro el título de gobernador y capitán general por vida de las tierras que conquistase, mientras que Almagro debía contentarse con el título de alcalde de Tumbes y una vaga promesa de una gobernación al sur de la de Pizarro. Luque sería obispo de Tumbes cuando se erigiera esa diócesis. De regreso de Panamá, Pizarro llevó consigo a sus hermanos Hernando y Gonzalo. Almagro no quedó conforme con lo que para él se había capitulado, ya que sostenía, con razón, que era en la sociedad igual a Pizarro, así que estuvo a punto de separarse de la empresa. Luque logró arreglar las cosas y en enero de 1531 zarpó Pizarro con 180 soldados y 70 hombres de mar con rumbo al sur, mientras Almagro quedaba, como la vez anterior, preparando otra expedición. Ciñéndose a la costa y efectuando varios desembarcos en el trayecto, en uno de los cuales se les unieron Hernando de Soto y Belalcázar, llegaron a Tumbes, que tomaron después de un combate con los indios. Pizarro fundó allí cerca la ciudad de San Miguel, la actual Piura, aunque no en el mismo sitio que ésta ocupa en la actualidad. Allí Pizarro se enteró de la guerra que se había librado ente los dos hijos de Huayna Capac, Atahualpa y Huáscar, por la herencia paterna y cómo el primero había vencido al segundo, pero aún no ocupaba Cuzco, la capital imperial, y estaba en Cajamarca con su ejército. Pizarro resolvió aprovechar la ocasión y marchó de inmediato en busca de Atahualpa, al que encontró en Cajamarca, y con un audaz golpe de mano se apoderó de él, le exigió un fabuloso rescate y lo asesinó. Desde Cajamarca envió a algunos de sus capitanes para explorar la tierra. Él se fue a Cuzco y Hernando Pizarro a Pachacamac en la costa. Allí recibió también el refuerzo de Almagro, con lo que marchó sobre Cuzco, adonde llegó el 15 de noviembre de 1533. Desde Cajamarca Pizarro había enviado a España el quinto del oro que correspondía al emperador y que sumaba una cantidad fabulosa para la época y opacaba todo lo que en la Nueva España se había logrado. Naturalmente, la noticia de tales riquezas corrió como reguero de pólvora por todos los ámbitos del Imperio español y llegó a oídos de Pedro de Alvarado, adelantado de Guatemala y antiguo conquistador de México con Cortés,
quien estaba alistando una armada para salir hacia las Molucas, de acuerdo con unas capitulaciones que había firmado en España. Dicha armada, según la carta que escribió él mismo al emperador, se componía de ocho naves, entre las cuales se destacaba la San Cristóbal de 300 toneles, la nave más grande que se había fabricado hasta entonces en las costas del Pacífico. Pensaba llevar 500 hombres y había gastado ya más de 50 000 castellanos de oro. Decía además: Se me ofreció que vinieron dos portugueses a esta provincia para pilotos, hombres de mucha experiencia y habilidad en la navegación, los cuales a fama de la armada fue su venida, de los cuales informándome muchas y diversas veces de la Especiería y de toda la tierra e islas, dello han dado muy gran relación, por saber la tierra a cabsa que a más de 30 años que han navegado por ella i saben la lengua de algunas gentes que en ella hay. Dicen de tierras de V. M. en que se entrometen portugueses, de la facilidad i brevedad de la navegación a tierras muy ricas e de la seguridad de conquistarlas.
Uno de estos pilotos era Juan Fernández, quien más tarde habría de prestar notables servicios en las costas de Perú y Chile, además de descubrir la isla que lleva su nombre. Al principio de esa misma carta Alvarado decía que pensaba hacer la armada para ir al Perú, ya que consideraba que Pizarro solo no podría conquistarlo todo, pero que finalmente se había resuelto por el viaje al Asia debido a los consejos de sus pilotos portugueses. Pero antes de que zarpara la armada llegó la noticia de la increíble cantidad de oro que había en el Perú y el 18 de enero de 1534 le vuelve a escribir al emperador desde el puerto de la Posesión, en Nicaragua, para informarle que está ya listo a zarpar con 12 naos, 450 españoles, 140 hombres de la mar, 260 caballos “y otros 200 negros esclavos de los españoles”. Ya no hará el viaje hacia el Oriente, sino que buscará un sitio al sur de la gobernación de Pizarro para hacer allí una conquista. Pero, según él, obligado por las corrientes y los temporales, con el solo intento de “fazer aguada e tornar al viaje” se llegó a las costas de Caraques, en la actual república del Ecuador, donde los pilotos se negaron a seguir adelante con toda la armada por ser las corrientes contrarias, y con los trabajos del mar se estaban muriendo todos los caballos, que tuvo que echar al mar más de 60. En Caraques, Alvarado se enteró de que, además de la capital incaica de Cuzco, había otra en Quito, a la cual no habían llegado los españoles, y resolvió ganársela a Pizarro. Se dirigió hacia ella atravesando los Andes, donde perdió gran parte de su ejército en las nieves y los ventisqueros. Cuando llegó al altiplano encontró huellas de
caballos. Sebastián de Belalcázar, partiendo de la villa de San Miguel, le había ganado la partida, y a los pocos días apareció Diego de Almagro con otro ejército. Cuando parecía inminente una batalla entre los mismos españoles, se llegó a un acuerdo mediante el cual Alvarado entregaba su ejército, sus barcos y sus esclavos negros a cambio de 100 000 pesos en plata, que le daría Pizarro. Los dos caudillos se entrevistaron en la costa, en Pachacamac, y Alvarado, con un barco que le dejaron para ello, salió de nuevo hacia Guatemala mientras que el piloto portugués Juan Fernández quedaba al frente de la flota, en Pisco, explorando la costa. Los procuradores que Pizarro y Almagro habían mandado a España con el oro de Atahualpa regresaron trayéndole el título de marqués a Pizarro y para Almagro el de gobernador de un territorio al sur del de Pizarro, pero la propiedad de la ciudad de Cuzco quedaba dudosa, ya que la medida de la gobernación de Pizarro era en la costa, sin aclararse si se había de tomar en línea recta o midiendo por los contornos de la costa. Pizarro, anteriormente, había resuelto no fundar la capital de su gobernación en Cuzco, temeroso de estar lejos del mar, así que encontró un sitio cerca del famoso templo de Pachacamac y del valle de Lurín, en las márgenes del río Rimac, donde en enero de 1535 fundó la ciudad de Lima de los Reyes, a tres leguas del mar y un buen puerto que llamó El Callao. Al obrar así, consciente o inconscientemente, Pizarro rompió con la idea cortesiana de integración y Cuzco siguió siendo la capital indígena tradicional y Lima de los Reyes se convirtió en la capital hispánica, abandonada pronto por los indios y repoblada con esclavos negros. Así, desde ese momento, el Perú quedó partido en dos grupos o naciones diferentes: el indígena en la sierra, casi sin contacto con el español, cristianizado pero no hispanizado, y el español en la costa, con gran número de esclavos negros. Radicado Francisco Pizarro en Lima, surge la discusión acerca de la posesión de Cuzco y vuelve a estar en peligro la paz. Finalmente, Francisco Pizarro logra convencer de nuevo a Almagro y éste parte de Cuzco con gran cantidad de gente para la conquista de Chile. Dado que toda la costa era desértica, Almagro resolvió avanzar por la sierra y logró llegar hasta el desierto de Atacama, donde recibió la noticia del levantamiento del inca Manco II y de cómo tenía sitiada la ciudad de Cuzco y había matado a gran cantidad de españoles que estaban desperdigados por el reino. Con esto resolvió regresar a Cuzco. La situación, frente a la revuelta de Manco II, se volvió tan grave que
Pizarro escribió a Panamá, Guatemala y México pidiendo ayuda. Alvarado, resentido con Pizarro por el trato del ejército vendido que, insistía, había sido injusto, y porque, como le dice al Consejo de Indias el 20 de noviembre de 1535, la plata que le entregaron en pago “fue en plancha de plata que hicieron de joyas y vajillas del Perú, y al tiempo que las fundían para hacer las planchas, revolvieron con ella tanto cobre en pedazos, que donde pensé que traía plata, era la más parte cobre, por manera que yo perdí por este engaño casi la mitad de lo que pensé que traía”, no envió socorros, aunque Pizarro le hacía ofertas tentadoras. Cortés, en cambio, al recibir las noticias del Perú, envió una carabela al mando de Hernando de Grijalva y de Fernando Alvarado. Según el cronista Herrera, cuando llegaron a Paita se enteraron de que Almagro había vencido a los indios y que éstos habían levantado el sitio de Cuzco y que la costa estaba apaciguada, con lo cual resolvieron intentar por su cuenta una expedición al Oriente. No se sabe exactamente qué ruta tomaron, pero fue probablemente cerca del ecuador, un poco al sur. Durante la larga navegación murieron Grijalva y gran cantidad de sus hombres y los pocos sobrevivientes que lograron llegar a las Molucas no tuvieron más remedio que entregarse a los portugueses. Cimentada ya la conquista del Perú y reducida la rebelión indígena a las inaccesibles serranías de Vilcabamba y muerto Almagro, Pizarro confió la conquista de Chile a Pedro de Valdivia, quien por tierra y mar logró llegar hasta la ría de la actual ciudad de Valdivia, que fundó, lo mismo que Valparaíso y La Serena y Concepción, con lo cual el conocimiento de la costa se extendió hasta los 40° de latitud sur. En España, firmado el Tratado de Zaragoza, se suspendieron las empresas a las Molucas, pero dadas las noticias del Perú se pensó en la posibilidad de encontrar una ruta mejor para esos fabulosos reinos del oro por el estrecho de Magallanes, para lo cual, en 1534, salió Simón de Alcazaba, el cosmógrafo que había estado en las juntas de Badajoz, con dos naos con la finalidad de establecer una gobernación para sí en el extremo sur de Chile. La definición geográfica no es muy clara, ya que dice que dicha gobernación se extenderá desde Chincha, que queda al norte de Pisco, en el Perú, hasta el estrecho. Alcazaba llegó al cabo de las Once Mil Vírgenes y logró penetrar al primer ancón o bahía del estrecho, pero una serie de vendavales le impidió seguir adelante y resolvió salir y esperar buen tiempo. Trataron de invernar en las costas de la Patagonia y allí los hombres se amotinaron y mataron a Alcazaba. Algunos leales pudieron recobrar el mando y regresaron a España
con las dos naos. Otra empresa más salió de España en demanda del estrecho, en 1539, al mando de Francisco Camargo, hermano del obispo de Placencia, quien financiaba la expedición. La flota constaba de cuatro naves, aunque el cronista Herrera dice que eran sólo tres. La intención era la misma que la de Alcazaba: llegar a las costas de Chile. Dos de las naves se perdieron en el estrecho y no se volvió a saber de ellas, aunque una leyenda dice que muchos de los hombres se pudieron salvar y fundar una ciudad en la Patagonia, que conforme a la misma leyenda se llamó ciudad de Los Césares. Los otros dos barcos, separados el uno del otro, lograron invernar dentro del estrecho y regresar a España. En 1557 el gobernador de Chile, García Hurtado de Mendoza, intentó a su vez encontrar una ruta directa a España, tal vez con la intención de ir desligando su gobernación de la del Perú. Para ello envió dos naves que había mandado construir en Concepción, bajo el mando de Juan Fernández de Ladrillero y del piloto Hernán Gallego. Las dos naves se separaron, pero ambas hicieron una extraordinaria labor de descubrimiento y planificación, hasta encontrar Ladrillero la boca del estrecho hacia el Pacífico, harto difícil encuentro dada la infinita cantidad de islas, canales, arrecifes y glaciares que hay en la costa, al sur de la isla de Chiloé. En este viaje se descubrió el dédalo de islas de esa costa y Ladrillero pudo llegar, por el estrecho, en sentido contrario a los anteriores, hasta el cabo de las Vírgenes. Las dos naves regresaron a Valparaíso, pero la ruta no llegó a utilizarse, aunque el viaje sirvió para ampliar los conocimientos que se tenían sobre el estrecho. Con estas navegaciones, cuando apenas habían pasado 50 años del primer viaje de Cristóbal Colón y del de Vasco de Gama, ya era conocida la costa americana del Pacífico desde el estrecho de Magallanes al sur hasta el cabo Mendocino, a los 43° de latitud norte, y se habían estudiado rutas que pudieran utilizar las corrientes y los vientos. Juan Fernández había trazado el arco para navegar de Panamá al Callao y de allí a Valparaíso, sin necesidad de ceñirse a la costa y luchar contra la corriente de Humboldt. Además, se había fundado en esas costas un gran número de villas y puertos y algunas ciudades de gran importancia, como Panamá y Lima. Había gran número de astilleros, tanto en las costas mexicanas como en las centroamericanas, en Guayaquil y en Chile. Asimismo, se habían trazado las dos rutas fundamentales del Pacífico, la del sur, del estrecho a Guam, y la del norte del ecuador, a los 12°, desde las costas mexicanas hasta Guam. Pero los antiguos conquistadores, siempre ansiosos de nuevas empresas,
no estaban satisfechos con lo que habían logrado; Pedro de Alvarado, en Guatemala, con la plata que le había dado Pizarro y los recursos de la ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala y los propios, resolvió organizar una nueva empresa para llegar a la Especiería, a pesar de las protestas de sus gobernados que alegaban que los estaba arruinando y despoblando la tierra. La primera intención de Alvarado, según oferta hecha al emperador en carta de 12 de mayo de 1536, era pasar a España y organizar allá su armada, con 700 arcabuceros y ballesteros y ponerlos en la costa de la Especiería, pasado el estrecho; y los sostendré allí hasta que de esta tierra (Guatemala) vayan 2 000 de a caballo, pues como digo, para entonces habrá abundancia de caballos; y ansí mesmo bastimentos de carne e bizcochos de la tierra, y pez y alquitrán e xarcias y algunos navíos de los que en esta costa habrá; y con toda esa gente se podrá conquistar y sostener todo lo que hay en la Mar del Sur.
Esta gestión de tan grandes vuelos no tuvo éxito, así que resolvió armar su empresa en la misma Guatemala a pesar de que opinaba: “los flacos navíos que en esta costa se pueden hacer y los bastimentos, que no son tan durables como los de Castilla”. La armada estuvo lista en 1540 y zarpó en ella hacia el puerto de la Navidad en la Nueva España, donde esperaba reunir mayor número de pertrechos y de hombres. Al llegar allí, recibió una orden del virrey Antonio de Mendoza que, como ya hemos visto, también deseaba tomar parte en empresas de ese tipo, para que pasara a entrevistarse con él al pueblo de Tiripitío, en el reino de Michoacán. Allí se reunieron el virrey y el adelantado y convinieron en llevar a cabo la empresa juntos y encaminarla a algún sitio en el cual no se violaran los derechos del rey de Portugal, de acuerdo con lo pactado en Zaragoza. Esto, lógicamente, descartaba la posibilidad de las Molucas, y tal vez se pensaba en la Nueva Guinea, que había visto Saavedra, o en descubrir nuevas tierras, pero a pesar de ello la armada se sigue mencionando como “del Maluco”. Para la dirección, se convino en nombrar a dos capitanes generales, el uno por parte del virrey que sería el marino Ruy López de Villalobos y el otro por parte de Alvarado, su hermano Juan. Entre los pilotos que debían ir se contaba con Andrés de Urdaneta, quien había ido en la armada de Loayza y había permanecido allá varios años, como ya hemos visto. Urdaneta había sido repatriado por los portugueses y, según carta de Luis de Sarmiento, embajador de España en Portugal, a la emperatriz, fechada el 15 de julio de 1536:
En una nao de la India han venido dos Castellanos que fueron con Loayza. Uno de ellos Vizcaíno, llamado Andrés de Urdaneta ha estado conmigo; yo le apretaba que al punto fuese a dar cuenta a V. M. Traía unas Cartas, i un libro de las cosas del Maluco, de un Fernando de la Torre que era Capitán de los Castellanos, i se lo tomaron en Lisboa, a do quiere volver a ver a su Compañero Piloto que havía dejado malo. Irá luego.
Efectivamente fue y allí, en España, entró en tratos con Alvarado y pasó con él a América, para tomar parte en las empresas del Maluco. Llegados a este acuerdo el virrey y el adelantado, éste regresó al puerto de la Navidad, pero en el camino supo que Cristóbal de Oñate estaba en Guadalajara en dificultades por los indios que se habían rebelado y no se les podía desalojar de un peñón desde el cual hacían grandes daños. Inmediatamente que lo supo fue en socorro de su amigo con la gente que llevaba y trató de tomar el peñón por asalto, pero sufrió una grave derrota a manos de los indios. Al huir rumbo a Guadalajara, su caballo se desbarrancó y lo “tomó debajo”, quedando tan mal herido que murió en Guadalajara a los pocos días. Con su muerte, la gente se dispersó y el proyecto quedó sin realizarse. En 1542 el virrey Mendoza pudo por fin llevar a cabo parte de su proyecto y enviar a Villalobos al Asia con tres de las mejores naves de la armada de Alvarado. La orden era dirigirse a las islas de San Lázaro o a la Nueva Guinea, sin tocar las tierras que tuviera ya ocupadas el rey de Portugal. En la instrucción no parece tomarse muy en cuenta la nueva línea de demarcación trazada en Zaragoza a los 155° de longitud este, ya que indudablemente las islas de San Lázaro, como lo alegaría posteriormente Urdaneta, quedaban dentro de esa línea. La flota salió del puerto de la Navidad, llamado en aquel entonces de Juan Gallego, el 1º de septiembre de 1542, y llegó sin tropiezos a la isla de Leyte a principios del año siguiente. Allí Villalobos tomó formal posesión de esa tierra a nombre del emperador don Carlos y, en honor del príncipe Felipe, la nombró Filipinas. Más tarde, al tomar posesión de la isla de Mindanao, en homenaje al emperador la llamó Cesárea Caroli. Los filipinos lo recibieron en son de guerra, influidos tal vez por los portugueses, y empezó el ya típico e inacabable vagar de isla en isla buscando un sitio adecuado para poblar una villa. Durante esos viajes, los castellanos se dieron cuenta del intenso tráfico que había entre las islas Filipinas y China y de que los naturales, acostumbrados a ese comercio,
tenían ánimo abierto a cualquier tráfico, pero no a rendir vasallajes que no entendían, y mucho menos a entregar sus territorios a extranjeros. En toda Asia imperaba la libertad del comercio marítimo, pero del respeto a las soberanías de los estados o ciudades que existían y cooperaban en ese comercio. Sin embargo, Villalobos, influido por la tradición española en las Indias, soñaba con realizar una conquista del tipo de la de la Nueva España, y al ver la actitud de los naturales, tan contraria a ella, y la gran cantidad de gente que había en las islas, comprendió que iba a necesitar refuerzos considerables. Así, en busca de ellos, puso proa hacia la Nueva España, saliendo al Pacífico por el estrecho de San Bernardino el 4 de agosto de 1543, pero aunque seis veces intentó la navegación, los vientos le fueron siempre adversos y perdió dos de sus barcos. Con el que le quedaba, el 20 de julio de 1544 llegó a la Nueva Guinea, que bautizó con ese nombre por el color oscuro y aspecto negroide de sus habitantes y, por fin, muy enfermo, sin bastimentos, con el barco comido de broma y casi deshecho, se dirigió a Amboyna, en las Molucas, a entregarse a los portugueses. Allí, al poco tiempo, moría en brazos de san Francisco Javier, quien lo atendió en su última enfermedad y el que, además, llevó al buen camino a uno de los clérigos que iban en la armada, Cosme de Torres, que según él mismo: “Vine por fin a la tierra que llaman de la Nueva España… Y después de cuatro años pasados en los placeres del siglo, diré aún más, después de haber agotado la copa, mi espíritu inquietó […], no se por qué presentimiento, de alguna cosa más sólida… En nuestro camino llegamos a Amboyna y allí fue donde encontré al padre Javier”, y el padre Javier lo llevó a la Compañía de Jesús y se le confiará la misión en Japón, hasta su muerte en 1570. Con el viaje desastroso de Villalobos y sus vanos intentos de regresar a la Nueva España se cierra el primer ciclo de exploraciones y viajes rumbo a “descubrir Islas Platáreas”, como diría el mismo san Francisco Javier. Mientras España exploraba y conquistaba las Indias Occidentales, en la primera mitad del siglo XVI, y además buscaba caminos hacia el mundo asiático de la leyenda de Marco Polo, los portugueses lograron establecerse con mayor solidez en las Molucas, fundando la gran fortaleza y factoría de Ternate, aunque sin intentar una gran conquista territorial. Por otra parte, abrían sus rutas hacia China y fundaban, en una península cercana a Cantón, la ciudad de Nombre de Dios de Macao para poder comerciar desde allí con el Imperio del Medio, y luego extender su tráfico a la isla de Taiwán que, con justicia, llamaron Formosa, la cual en esas fechas no era parte del Imperio
chino. Se extendieron también hasta el Japón, propiciando allí el establecimiento de las misiones católicas de los padres jesuitas y el comercio mediante una flota anual. También, en empresas pequeñas, probablemente de particulares, comerciaban entre las islas Filipinas y Borneo, lo mismo que en Timor, Java y Sumatra y las Célebes. Pero ya Portugal empezaba a sentir la enorme sangría de hombres y dineros que le había costado la expansión hacia el Oriente y había suspendido, desde el primer cuarto del siglo XVI, toda nueva empresa en Asia, para empezar a volver los ojos a sus territorios de Brasil. En el continente asiático, los anamitas habían logrado independizarse del Imperio chino después de una lucha de más de 1 000 años y a mediados del siglo XV se había establecido en el trono la dinastía Le. Pronto empezó la decadencia de los reyes, que se dedicaron a sus placeres, dejando la administración y la defensa en manos de sus validos. Dos familias prominentes iniciaron una larga lucha por el poder que, para 1570, había rematado en una nueva división del reino. El norte, con su capital en Hanoi, quedó bajo el dominio de los Mac y el sur bajo la poderosa casta de los Trink. Para poderse sostener, el grupo del norte solicitó nuevamente la ayuda de los Ming de China, y aunque los chinos no ocuparon esta vez el territorio, volvieron a influir en forma determinante en los destinos de Vietnam. En China la dinastía Ming, que había llegado al trono derrocando en 1368 a los mongoles descendientes de Gengis Jan, iniciaba ya su larga decadencia, siguiendo ese ciclo que parece irremediable en todas las dinastías chinas. Los Ming, cuyo nombre significa “brillante” o “glorioso”, cuando llegaron al poder desataron una ola de nacionalismo para contrarrestar en la cultura china la larga dominación mongólica; volvieron a establecer las antiguas formas de administración pública y a resucitar las viejas formas del arte tradicional, sobre todo en cerámica y tejidos, pero por lo general no experimentaron con formas y sistemas nuevos, como lo habían hecho los Tang y los Sung. Con ello lograron incrementar la riqueza del imperio y darle un auge nunca visto antes a ciertas industrias y al comercio con el exterior. Su nacionalismo no les hizo dejar a un lado los procedimientos comerciales y de navegación aportados por los cánidas, antes bien los incrementaron, y en el siglo XVI los pesados juncos chinos viajaban hasta Ceilán y África, por un lado y por toda el Asia sudoriental, y se internaban en el Pacífico, probablemente hasta las Marianas y Carolinas. Pero esta nueva grandeza, este renacimiento, fue propiciado activamente por los tres primeros emperadores, sobre todo por
Hung Wu y Yung Lo, pero sus descendientes se mostraron más débiles y ya para 1500 el imperio se sostenía, más que por la fuerza de sus caudillos y su gobierno, por la inercia y la maravillosa organización burocrática de los mandarines. Pero, como hemos visto, las fronteras se fueron reduciendo; se perdió el reino de Anam, los mongoles reconquistaron la Mongolia exterior e infligieron serias derrotas a las tropas imperiales, llegando hasta el extremo de capturar a uno de los emperadores; los piratas nipones paralizaron totalmente el tráfico comercial entre Japón y China, lo cual permitió a los portugueses, con sus naves de alto bordo y bien artilladas, adueñarse de él, ya que ellos no temían a los piratas. Estos mismos piratas llegaron a saquear ciudades de importancia, como Ning Po y Yang Chow, y para fines del siglo los japoneses intentaron una invasión en forma. Así, la China Ming que va a enfrentarse a la agresión de Occidente es en el siglo XVI un gran edificio con cimientos que empiezan a desmoronarse. La autoridad imperial se ha relajado en tal forma que rara vez es obedecida, y aunque se dicta toda suerte de leyes para evitar contactos con los “bárbaros”, como llaman ellos a cualquier extranjero, y para que los chinos no salgan del imperio, dichas leyes no se cumplen y las ciudades marítimas se enriquecen con el comercio exterior y aceptan la presencia de los portugueses en Macao y en algunos otros puntos de la costa. El Japón se había constituido como un imperio centralista, por lo menos desde la famosa Reforma Taika, alrededor del año 645 de la era cristiana, bajo el príncipe Naka-nooe, pero el poder de los emperadores se había debilitado a tal grado que ya para el siglo XV, éstos estaban prácticamente encerrados en sus palacios de Kioto, mientras que los shogunes, de poderosas familias, gobernaban en su lugar. Era la época que se ha dado en llamar feudal en el Japón, donde los daimios o señores de provincias se sentían de tal manera independientes que estaban en constante guerra entre ellos mismos y muchas veces en contra del shogún y, por lo tanto, del emperador. No fue sino hasta mediados del siglo XVI cuando uno de esos daimios, Nobunaga, de la pequeña nobleza, logró imponerse y tomar el control efectivo del Estado. Lo habrían de seguir Toyotomi Hideyoshi y Tokugawa Ieyasu, quienes consolidarían definitivamente el poderío nipón y lograrían cerrar el imperio a toda influencia extranjera durante más de 200 años. Pero antes del triunfo de Oda Nobunaga ya los jesuitas estaban establecidos en el sur y habían logrado convertir a un considerable número de japoneses, entre los cuales había algunos daimios. Por otra parte, el comercio con los portugueses de Macao
aportaba también gérmenes de ideas extrañas junto con productos de China y, aunque muy pocos, de Occidente. Así, ya para mediados del siglo XVI se iniciaban en Japón los cambios que habrían de dar su estructura definitiva al imperio, hasta la época del emperador Meiji, en la segunda mitad del siglo XIX. En verdad, hasta fines del siglo XVI, el Occidente, representado por Portugal y España, no había tocado más que la periferia del Asia oriental. Tan sólo los malayos, tanto musulmanes como animistas, habían resentido la fuerza del impacto con la toma de Malaca, pero su cultura, sobre todo la sostenida por el pensamiento mahometano, seguía viva y en proceso de expansión. La caída de Malaca en manos de Albuquerque había provocado una diáspora semejante, aunque en pequeño, a la que se provocó en todo el mundo islámico con la caída de Bagdad en manos de los mongoles. Los grandes sabios, los políticos, los guerreros de Malaca habían emigrado a las islas de la Insulindia hasta Borneo, donde se habían establecido varios sultanatos, y poco a poco avanzaban hacia el norte, a la isla de Luzón, donde a principios del siglo XVI se habían establecido ya comunidades musulmanas en lo que sería más tarde la gran ciudad de Manila. En Europa, durante la primera mitad del siglo XVI, el cambio de la sociedad había sido notable, sobre todo en España. La inmensa cantidad de metales preciosos llegados de América había provocado una inflación nunca vista que, con los medios y conocimientos de economía de la época, no había forma de controlar. Así, los campesinos, la pequeña nobleza, los hidalgos de pueblo, empezaban a vivir esas hambres que tan bien supieron pintar los escritores de la picaresca y Cervantes. La misma corona se veía en constantes aprietos de dinero para sostener la corte, las guerras inacabables de Europa, sobre todo contra Inglaterra y los rebeldes flamencos, así como la administración civil y religiosa de todo el imperio. Con la abdicación de Carlos V, que dividió el imperio de España, las cosas hubieran podido mejorar para esta última, pero dejarla ligada a Flandes y a Italia le provocó una eterna sangría en la que se consumían sin remedio todas las riquezas de las Indias. Por otra parte, en los españoles había desaparecido ya ese espíritu individualista de hacer de la conquista una empresa privada y empezaba a surgir la idea, originada por el centralismo de la corona, de que debía ser el Estado el promotor de toda empresa de expansión y de descubrimiento. Podemos decir que con Jiménez de Quesada se había cerrado el ciclo de los grandes conquistadores para dar paso al de los administradores y funcionarios
reales.
CAPÍTULO VI
Ello es cosa grande y de mucha importancia y los de México están muy ufanos con su descubrimiento, que tienen entendido que ellos serán el corazón del mundo.
Expedición de descubrimiento de las “Islas del Poniente”. Urdaneta y López de Legazpi. Instrucciones para abrirse en alta mar. La ruta de regreso a Nueva España. Viaje del patache San Lucas. Revueltas de Plun y de los Carrión. Viaje del San Jerónimo a Cebú; motines. Reacción portuguesa. El documento de Culhuacán. Continuada espera de refuerzos e instrucciones. Establecimiento de la capital en Manila. Muerte del gobernador Legazpi. Desarrollo del comercio con China. EL FRACASO de Villalobos en el Oriente al parecer había marcado el punto final de las empresas hispánicas allende el Pacífico, pero Felipe II, al tomar la corona de España de manos de su padre el emperador, estaba resuelto a llevar el cristianismo a todos los rincones del mundo. Así, escribió a un agustino de México, fray Andrés de Urdaneta: Yo he sido informado que vos, siendo seglar, fuisteis en la armada de Loayza y pasasteis el estrecho de Magallanes y a la Especiería, donde estuvisteis ocho años a nuestro servicio. Y porque ahora nos habemos encargado a don Luis de Velasco, nuestro visorrey de esa Nueva España, que envía dos navíos al descubrimiento de las islas del Poniente, hacia los Malucos […] Yo vos ruego y encargo que vayáis en los dichos navíos y hagáis lo que por dicho visorrey os fuere ordenado.
Esta carta está fechada en Valladolid, el 24 de septiembre de 1559, y en esa misma fecha el rey había escrito a don Luis de Velasco: “Os mando que para hacer el dicho descubrimiento, enviéis dos naos del porte y manera y
con la gente que allá pareciere, los cuales enviéis al descubrimiento de las islas del Poniente, hacia los Malucos, que procuren traer alguna especiería, para hacer ensayo de ella y se vuelvan a esa Nueva España para que se entienda si es cierta la vuelta”. Naturalmente que también se ordenaba que por ningún motivo se llegara a tierra tomada ya por portugueses, ni se infringieran en lo más mínimo los derechos del rey de Portugal. En sus órdenes, Felipe II no indica cuáles son las islas del Poniente y si se trata de las Filipinas, la Nueva Guinea o el Japón. Urdaneta, al contestar al rey aceptando el cargo, hace notar que, según su criterio, las islas Filipinas quedan dentro de “lo del empeño”, esto es, los territorios cedidos a Portugal por el Tratado de Zaragoza. Esto obliga a fray Andrés a trazar tres rutas diferentes. La primera hacia las Filipinas, la segunda hacia la Nueva Guinea y la tercera hacia el Japón, y en mayo de 1560 se dirige al rey diciendo: Podría haber algún inconveniente o escrúpulo en hacer la navegación que Vuestra Majestad manda hacer… pues es manifiesto y está claro que la isla Filipina no solamente está dentro de los términos del empeño, sino que la punta que sale de la parte del levante está en el meridiano de las islas del Maluco y el asiento o concierto de lo capitulado es… que ninguna de las armadas de V. M. ni de sus vasallos pueden entrar, ni poblar ni contratar.
Como se ve, Urdaneta estaba seguro de que las islas Filipinas quedaban dentro de la demarcación de la corona portuguesa. Pero había otros pilotos cosmógrafos españoles que no estaban de acuerdo con el agustino o, tal vez, que no consideraban importante ya seguir respetando los tratados, en vista del decaimiento de la fuerza portuguesa y del engrandecimiento de la casa real española. Entre éstos se encontraba el piloto Juan Pablo Carreón, que también había estado en el Oriente y cuya opinión pesaba mucho. Y esto nos lleva a tratar de imaginar qué fue lo que hizo que Felipe II, 15 años después del fracaso de Villalobos, se animara a ordenar una nueva empresa, pagada directamente por la corona. Indudablemente esta actitud del rey responde al sentido del lema de Carlos V, su padre, el famoso Plus ultra. El Imperio español tenía que seguir creciendo y, se sabía, no se había llegado aún a sus fronteras de lo posible. Por eso vemos que en todas las regiones americanas los virreyes ordenan empresas a los sitios no descubiertos o conquistados. En el Perú se hacen expediciones al estrecho de Magallanes, por el lado del Pacífico, como la de Juan Ladrillero. Se ordenan otras al interior americano, a
la gran cuenca amazónica, como la de don Pedro de Urzúa al Marañón, que tan trágicos resultados habría de tener. En la Nueva España se intenta, incansablemente, la penetración hacia los desiertos del norte, lo que es ahora el sur de los Estados Unidos. Era lógico pensar que la empresa, que fuera un tiempo la de mayor importancia, de las Molucas y la “Especiería” volviera a renacer. Por otra parte, en el ánimo de Felipe II pesaba un escrúpulo religioso: el rey de Portugal, falto ya de fuerzas y dineros, no extendía la fe de Cristo como era su obligación por el Oriente y nada se hacía para la conversión al cristianismo del gran reino de la China. Si Portugal no podía ya con esa carga, España debería tomarla sobre sus hombros y cumplir así con la misión que los pueblos ibéricos se habían fijado: la de llevar el Evangelio a todos los rincones del globo. Más tarde el mismo rey dirá que nada le importa gastar todos los recursos del imperio con tal de que pueda haber en China una ermita dedicada a la Virgen. Dado que el rey no indicaba claramente cuáles eran las islas del Poniente, en la Nueva España, mientras se organizaba la empresa, las discusiones geográficas, cosmográficas, políticas y morales no tenían fin. Urdaneta sostenía que era inmoral ir a las Filipinas y su parecer era el del virrey don Luis de Velasco, pero Juan Pablo Carreón y algunos de los miembros de la Audiencia sostenían que la empresa debería dirigirse exactamente a las Filipinas, ya que, decía Carreón, quien había estado allá, en las islas llamadas de la Nueva Guinea no había más que negros desnudos, igual que en las costas africanas, que no representaban interés económico alguno. Afirmaba, además, que en la Nueva Guinea no había especias, ni posibilidad de contratación, dado el estado primitivo de sus habitantes. Mientras las discusiones iban y venían, el virrey preparaba la armada en el puerto de la Navidad. El mando se le confió, como capitán general, a un vecino de la Ciudad de México, secretario del Santo Oficio de la Inquisición y regidor, don Miguel López de Legazpi y Gorrochátegui, originario de las provincias vascongadas y paisano, por lo tanto, de Urdaneta. Se prepararon dos naos gruesas, un galeoncete, una fragata y un patache, y se alistaron 380 hombres, entre soldados y marinos. Irían además cinco padres agustinos y, como superior de ellos, Andrés de Urdaneta. Como maestre de campo, al mando de los 190 soldados, se nombró a Mateo del Saz y como su segundo a Martín de Goiti. El tesorero real era Guido de Lavezares. Con la armada iría el nieto de Legazpi, nacido en México, Felipe de Salcedo. Como uno de los principales objetivos de la empresa era descubrir la posibilidad del tornaviaje,
que Urdaneta había asegurado, iban varios pilotos, entre los cuales se habrían de destacar el francés Plan y el mulato Lope Martín de Ayamonte. Después de los atrasos de costumbre y sin conocer aún definitivamente el destino final, la armada zarpó el 21 de noviembre de 1564 del puerto de la Navidad. Cinco meses antes había muerto el virrey don Luis de Velasco y el gobierno de la Nueva España había quedado en manos de la Audiencia formada por los oidores Ceinos, Villalobos y Orozco y el visitador real Gerónimo de Valderrama, amigo del piloto Juan Pablo Carreón. Esta Audiencia, para cortar con los pleitos inagotables acerca del destino final de la empresa, entregó a Legazpi un sobre sellado en el cual se contenían las instrucciones y que debería abrirse, en presencia del escribano Riquel, cuando estuvieran a 100 leguas de la costa. Cuando esto se hizo, Urdaneta comprendió que se le había jugado una mala pasada, ya que la Audiencia ordenaba que, sin lugar a duda, la flota se dirigiera a las islas Filipinas. Urdaneta y los agustinos que lo acompañaban no podían renunciar ya a ser parte de esa empresa, así que no tuvieron más remedio que seguir adelante y contentarse, por lo que a fray Andrés se refería, con el intento que iba a hacer de demostrar que sus teorías eran correctas y que el tornaviaje era posible. Esas teorías de Urdaneta estaban basadas en su creencia de que, como en el Atlántico, debería haber en el Pacífico corrientes de aire inversas al norte y sur de las cercanas al ecuador. Así, si cerca del ecuador el viento era constante del este al oeste, en el norte, cerca de los 45°, el viento debería ser constante del oeste al este. Esta teoría de buscar vientos propicios al tornaviaje en el norte, como lo hemos visto, ya la había tratado de comprobar Saavedra Cerón. Es muy posible que Urdaneta haya conocido a la gente que estuvo en esa aventura con el desafortunado Saavedra y haya oído hablar de sus experiencias, ya que permaneció hasta 1536 en el Oriente y llegó allá con Loayza, antes de la llegada de Saavedra. Esta teoría, al contrario que las magallánicas, resultó ser completamente científica y exacta. La lectura de las órdenes selladas se llevó a cabo el sábado 23 de noviembre y dice una relación del mismo Urdaneta: Día de Santa Catalina, el General Legazpi, por ante Hernando Riquel Escribano de Gobernación, exhibió una instrucción que traía, sellada y cerrada de la Audiencia Real de la Nueva España, la cual le fue mandado no abriese hasta que se hallase cien leguas la mar adentro y visto que por la dicha instrucción se le mandaba que, siendo los tiempos favorables, hiciese su viaje derechamente a las islas Filipinas… mandó llamar
e juntar en la nao capitana a los religiosos, capitanes y oficiales de S. M. y alférez, sargento y alguacil mayor, a todos los pilotos de la armada y estando todos juntos díjoles lo que por la dicha instrucción se les mandaba y que, conforme a ella, su derecha derrota había de ser las islas Filipinas.
En verdad, Legazpi conocía ya el contenido de las minuciosas instrucciones que ese 25 de noviembre leía ante sus hombres y los padres agustinos pero había jurado guardar el secreto, con todos los formulismos de la época, como lo dice la relación misma: “ex prometió e juró por Dios nuestro Señor y por la señal de la cruz en que corporalmente puso su mano derecha y por las Palabras de los Santos cuatro Evangelios…” Pero es indudable que tanto Urdaneta como los superiores agustinos que lo enviaron no lo sabían, ya que en las letras patentes extendidas para fray Andrés y sus compañeros en el convento de Culhuacán, de la Nueva España, se dice: “La cual expedición ha de dirigirse por el mar que cae al poniente de este Reino, hacia el continente y ciertas islas en el espacio que se extiende desde el ecuador hasta los polos Ártico y Antártico y dentro de la zona tórrida”. Vale la pena comparar esta definición del fin de la empresa, tan vaga, con la que se contiene en las instrucciones dadas a Legazpi “… Haréis vuestra navegación en demanda y descubrimiento de las islas de los dichos Malucos porque no se contravenga el asiento que Su Majestad tiene tomado con el Serenísimo Rey de Portugal, sino en otras islas que están comarcanas a ellas, así como son las Filipinas, y otras que están fuera del dicho asiento, y dentro de la demarcación de S. M. que dizque tienen también especia…” Las instrucciones dadas a Urdaneta en el convento de Culhuacán son anteriores a la muerte de don Luis de Velasco, pero las dadas a Legazpi por la Audiencia y Valderrama, el visitador, son posteriores, ya que están fechadas el 1º de septiembre de 1564. En esas últimas se ve con toda claridad que ha triunfado en el ánimo de la Audiencia Real la opinión de Carreón de que las islas Filipinas no quedan comprendidas en “lo del empeño”, o sea, no están comprendidas en los términos del Tratado de Zaragoza. El virrey creía lo contrario. Leídas las instrucciones y dada la ruta “hueste cuarta del sudueste” según don Alfonso de Arellano, capitán del patache San Lucas, la flota siguió rumbo, a los 14° norte, declinando poco a poco hacia los 10°. En la noche del 1º de diciembre, el patache se separó de la armada y no volvió a encontrarse con ella, aunque no se perdió en el mar, como era tan frecuente en aquellos
tiempos. El 9 de enero la flota encontró unas islas bajas o atolones cubiertos de cocoteros y habitadas. Legazpi le ordenó a su nieto y a fray Andrés que desembarcaran y tomaran posesión de ellas en nombre del rey. La isla era una de las del grupo Marshall en la Micronesia y Urdaneta describe así a los habitantes: “El indio era muy bien dispuesto y las mujeres de buen gesto, andaban vestidas de palma, de unos petates que ellos hacen muy delgados y primos; habían muchas gallinas de Castilla y muchos pescados y cocos; tenían canoas muy pulidas y anzuelos de hueso y redes; llevan el cabello suelto y luengo. No tenían armas defensivas ni ofensivas ni ningún género de vaso de barro. Púsole a esta isla por nombre isla de los Barbudos”. Siguiendo su navegación el 24 de diciembre llegaron a las Marianas y en Guam bajaron a tierra y tomaron posesión de la isla en nombre del rey Felipe II. Allí Urdaneta propuso a Legazpi emprender el tornaviaje, pues así ahorraría tiempo y bastimentos, ya que la navegación entre Filipinas y Guam era perfectamente conocida y no tenía caso repetirla. Legazpi se negó a ello e insistió que, antes de desmembrar la armada, debía llegar a Filipinas, acatando las órdenes que se le habían dado. Es creíble que Urdaneta no quisiera llegar hasta las Filipinas porque no estaba de acuerdo, en su conciencia, con esa conquista que infringía sin duda los derechos del rey de Portugal. El 3 de febrero salió la flota de Guam y el 20 llegó a Samar, donde Legazpi tomó nuevamente posesión del archipiélago a nombre del rey don Felipe. En marzo llegaron a Leyte, donde fueron bien recibidos por el rajá Malitic, y de allí pasaron a Bohol, donde los naturales, al ver las naves castellanas, huyeron y, por más señales que les hicieron, se negaron a salir a la playa. Extrañado por esta actitud, Legazpi interrogó a un piloto musulmán, de Borneo, que estaba con su prao en el puerto, el cual le dijo que dos años antes habían llegado a las islas ocho barcos con portugueses que habían hecho toda clase de depredaciones que llenaron de temor a los naturales. Por fin, después de enviar a varios mensajeros, apareció el rajá del lugar llamado Sikatuna, quien se entrevistó a bordo de una de las naves con Legazpi y allí firmaron un pacto de amistad, sellado, según la costumbre local, al beber los dos caudillos una copa en la cual había sangre de ambos. En las instrucciones que la Audiencia de México había dado a Legazpi, se le recomendaba y ordenaba que no desembarcara nunca a entrevistarse con señores locales, pues se consideraba esto como ponerse en grave peligro. Además, se le decía que si era necesario mandar a uno de sus segundos a tierra a entrevistarse con naturales, que la entrevista se llevara a cabo en la
playa, cerca de los barcos y con por lo menos dos bateles con gente armada, donde se pudieran acoger en caso de una traición. Estas recomendaciones, indudablemente, tenían su origen en la historia de la muerte de Magallanes y de sus compañeros en Cebú, que hemos visto en el capítulo anterior. Saliendo de Bohol se dirigieron a Dapitán y allí se les unió el hijo del rajá, llamado Manooc, quien ya bautizado recibió el nombre de Pedro Manuel. Por fin, el 27 de abril, llegaron a Cebú, donde el rajá Tupas, recordando el trato que la gente de Magallanes había recibido a manos de su antecesor, resolvió combatirlos. Hubo un breve encuentro y la victoria fue para los españoles, y aunque el rajá huyó con la gente principal hacia el interior, Legazpi y su gente se establecieron en la isla. En las instrucciones dadas a Legazpi por la Audiencia, los poderes que se le confieren son un poco vagos. Se le ordena que pueble, pero también se le advierte: “Si no halláredes oportunidad para poder poblar entre esa gente así por no dar ellos consentimiento para ello, o por paresceros que se aventura mucha, por ser poca la gente que lleváis, o por otro algún caso, y os paresciere que desde allí debéis dar la vuelta con el armada entera para esta Nueva España, habiendo primero sentado amistad y contratación para adelante con los señores y naturales de la tal tierra…” Y en otro sitio se le dice: “… que en aquellas partes hay príncipes y grandes señores, y gente de mucha qualidad, con las cuales Su Majestad desea tener toda buena amistad, y hermandad para que entre los súbditos y vasallos de los unos y de los otros pueda haber comunicación y contratación, y ofrecerles habeis esta amistad en su Real nombre…”, con lo cual se infiere que el principal objeto del viaje es establecer el comercio y “se queden de los religiosos que lleváis los que a vos y a ellos paresciere porque será de mucho efecto para adelante, así para la conversión de los naturales, como para conservar la amistad y paz que con ellos dejáredes asentada”. Pero en todo ello no se ve un claro poder para conquistar la tierra y adueñarse de ella, como se encuentra en otras capitulaciones, como las que en Toledo en 1529 se concedieron a Francisco Pizarro y a Diego de Almagro, donde claramente se autoriza el descubrimiento, conquista y pacificación de unas tierras. En cambio, en las instrucciones dadas a Legazpi, tan detalladas en muchos casos y que consideran toda suerte de posibilidades, hasta una posible arribada al Japón, no se menciona nunca la palabra conquista. Lo más que se llega a decir al respecto es: “… y si os pareciere que la tierra es tan rica y de calidad que debéis poblareis en la parte y lugar que más viéredes que convenga, y donde
mejor amistad os tuvieren, la cual asentareis y guardareis inviolablemente”. Así, se puede deducir que las órdenes eran fundamentalmente las de ir a Filipinas, descubrir la ruta del regreso, poblar, si era posible, y se podía hacer en paz una villa española, organizar el comercio de las especias y otras mercaderías y, sobre todo, asentar la base para la labor misional. Seguramente la Audiencia Real de la Nueva España había llegado a estas conclusiones debido a los informes dados por gente como Urdaneta o el piloto Carreón, que habían estado ya en el Oriente, y por las historias, ya conocidas por todos, de las empresas de Magallanes y de Loayza. Asimismo, la idea de poblar una villa en los sitios donde se encontrare naturales amigos y sólo en ésos, se asemeja a los sistemas usados por los portugueses en sus factorías y no a los utilizados por los españoles en América. Por otra parte, como hemos visto, Legazpi llevaba 190 soldados al mando de Mateo del Saz. Para un viaje que fuere tan sólo de exploración y contratación, esto es, comercio, eran demasiados y no constituían más que bocas inútiles; en cambio, para conquistar aquellas tierras, de las cuales ya se sabía que había muchos y poderosos señores, como lo dice la misma instrucción, eran insuficientes. Por lo tanto, llegamos a la conclusión de que la empresa era de carácter mixto: descubrimiento de una posible ruta de regreso, la marcada por Urdaneta, y exploración de las posibilidades de establecerse pacíficamente, tanto para el tráfico futuro de especias, como para la labor misional. El 1º de junio de 1565, para dar cima a la parte más importante de la empresa, o sea el descubrimiento de la posible ruta de regreso a la Nueva España, salió fray Andrés de Urdaneta, acompañado por Felipe Salcedo, en un barco. Llevaban una carta firmada por Legazpi y muchos de los pobladores, dirigida al virrey de la Nueva España, pidiendo refuerzos tanto en hombres como en pertrechos. En las bodegas se colocó un cargamento de especias y algunas cosas de China como “una arroba de conchas riquísimas, de oro y blancas, joyas de oro, cera y otras cosas”. Iba como piloto Rodrigo de Espinoza, quien en la primera página del libro de navegación escribió, como se acostumbraba, “En Nombre de Jesús y de su bendita Madre” y con eso el San Pedro zarpó en busca del estrecho de San Bernardino y, una vez en aguas del Pacífico, puso proa directamente al norte, buscando los 40°. El 26 de septiembre, después de cuatro meses de navegación, vieron por fin las costas americanas, a la altura del actual estado de California. Pusieron proa al sudeste siguiendo la costa, y llegaron a Acapulco a los seis meses de haber zarpado de Cebú, con hambre, escorbuto
y muertos a bordo. Pero se había comprobado la teoría de fray Andrés de Urdaneta y el tornaviaje era posible, con lo cual se abría para España todo el mundo del Oriente y se hacía viable la ocupación de las islas Filipinas. Ya en Acapulco, con gran sorpresa, fray Andrés se enteró de que poco antes había llegado el patache San Lucas, al mando de Arellano y el piloto Lope Martín de Ayamonte. Por lo tanto, era el patache el primer barco que lograba hacer el tornaviaje y tanto el capitán como el piloto y la marinería habían pasado a México en peregrinación al santuario de la virgen de Guadalupe, en las afueras de la ciudad, y habían sido festejados y honrados. Salcedo y Urdaneta les pusieron de inmediato pleito, acusándolos de deserción y desobediencia a las órdenes dadas por el capitán general de la armada y, además, afirmando que con toda probabilidad nunca habían llevado a cabo tal viaje y habían mentido. Lo relatado por Arellano y suscrito por su piloto y los demás miembros de la tripulación era lo siguiente: El 1º de diciembre de 1564, el patache se había separado de la armada en una mar gruesa que si bien no ponía en peligro a las naves de alto bordo, amenazaba a cada paso con anegar el patache. Afirmaban haber señalado con luces sin obtener respuesta y que al amanecer se vieron completamente solos en el mar. El piloto creyó que el resto de la armada iba adelante, con lo cual resolvieron seguir la ruta que, unos días antes, cuando se leyó la orden de la Audiencia, les habían trazado. En el patache iba un total de 20 hombres y tanto Arellano como el piloto Lope Martín de Ayamonte, mulato, seguramente habían residido muchos años en la Nueva España, ya que su idioma está plagado de nahuatlismos. Cuando se vieron solos, su situación no era muy halagüeña y el mismo relato de su viaje la describe: “Mal apercibidos, tanto que ni un ‘escaupil’ ni una rodela, ni una munición para los arcabuces de los soldados me dieron que todo lo guardaron para dármelo en el mar”. El 15 de enero llegaron a unas islas donde los naturales los recibieron en son de guerra y “ya no había en el navío que de comer fuese, porque lo que nos dieron en el puerto de la Navidad para bastimentos estaba todo podrido y dañado, no por falta de beneficio, sino que debió ser constelación de la tierra; además de esto, estábamos tan desprovistos de todo lo necesario, ansí de jarcias, como de bastimentos y armas, que por momentos temíamos morir”. A pesar del hambre, falta de pólvora con la cual poder defenderse y atacar a los naturales, siguieron adelante sin tocar las dichas islas y el 29 de enero, a eso del mediodía, descubrieron tierra, que resultó ser la costa de la isla de
Mindanao. Allí desembarcaron, trataron pacíficamente con el datu del lugar y no recibieron noticia alguna de la armada, pero pudieron proveerse de los víveres que tanto necesitaban y sacar el navío a tierra para adobarlo como mejor pudieron. En este punto la relación se vuelve un poco confusa. Al parecer, algunos de los miembros de la tripulación se quisieron amotinar, pero entre Arellano y Lope Martín los pudieron someter y no se llegó a combatir y se pudo terminar el arreglo de la nao. Los naturales daban ya muestras de inquietarse y, como los del patache tenían tan pocas armas, Arellano resolvió zarpar a la mayor brevedad, sin esperar noticias de la armada. De Mindanao pasaron a algunas otras islas y probablemente estuvieron a menos de 100 kilómetros de la armada, sin recibir noticias de ella. Como ya habían pasado cuatro meses desde que se separaron, Arellano y el piloto calcularon que la flota de Legazpi se había perdido o había regresado a México, así que resolvieron poner proa hacia allá, siguiendo la ruta que había trazado Urdaneta. Para gobernarse, llevaban una carta de marear en la cual, como lo dice el mismo Arellano, “en los 43° no había en la carta más mar”. Llegaron hasta esos 43° y encontraron vientos que los llevaban al este. Impulsados por ellos, el 16 de julio vieron las costas americanas, a la altura de California, en los 27° y tres cuartos, con lo cual doblaron hacia el sur y siguieron la costa hasta el puerto de la Navidad, de donde habían zarpado un poco más de ocho meses antes. Lo peor de su viaje había sido frente a la costa americana, donde toparon con una serie de tormentas que los puso en graves aprietos y por lo cual decidieron, si se salvaban, hacer una peregrinación al santuario de Guadalupe, en México. Mucho se ha discutido acerca de la veracidad del relato de este viaje de Arellano en un patache abierto, como el San Lucas, pero parece indudable que sí lo hicieron. No sólo los detalles parecen ser auténticos, así como la descripción de los naturales, sino que hay varias informaciones que no pudieron obtener de otros navegantes anteriores. Una de ellas es el haber avistado, a los 30° norte, un extraño peñol que emergía del mar, sin playas ni lagunas a su alrededor y que describen en esta forma: “Descubrimos un peñol de tamaño de una casa pequeña y tan alto que dudo haber en el mundo torre más alta”. Mucho tiempo se dudó de la existencia de este peñol que ningún otro marino lograba ver, hasta que en 1788 el capitán inglés John Meares en la fragata Felice lo vio y lo situó a los 29.50° de latitud norte y 157.4 de longitud este. Lo describe como una roca que se alza del mar directamente a
una altura de 350 pies y dice que, de lejos, sus vigías lo confundieron con un galeón español con todas las velas desplegadas. Con esto parece confirmarse la verdad del relato de Arellano y se puede decir que, efectivamente, logró realizar tan extraordinario viaje, casi único por tratarse de un patache abierto, con 20 hombres de tripulación y por rutas inexploradas. Urdaneta y Salcedo trataban de desmentir lo dicho por Arellano alegando que no había habido tal mar gruesa el día que ellos decían, pero la Audiencia de México no castigó a los del patache y el piloto Lope Martín, como veremos adelante, volvió a zarpar con rumbo a las Filipinas, aunque nunca llegó a ellas. Urdaneta salió casi de inmediato a España para informar a la corona y sostener su parecer de que las islas Filipinas quedaban comprendidas dentro de los límites de lo pactado en el Tratado de Zaragoza, y por lo tanto pertenecían al rey de Portugal. Tal vez estuvo imprudente presentar sus tesis, porque no recibió premio alguno de la corona. Todo el mundo suponía que se le concedería una mitra, pero cuando regresó a la Nueva España era tan sólo fray Andrés y se quedó en su convento de México, donde lo encontró la muerte. Mientras esto sucedía, Felipe Salcedo activaba los preparativos para una nueva empresa en ayuda de su abuelo y en alistar el galeón San Jerónimo, que debería zarpar cuanto antes de Acapulco. Al zarpar el San Pedro rumbo a la Nueva España, Legazpi y la gente que quedaba con él, más o menos 200 hombres, se aposentaron en el fuerte que estaban construyendo junto a la pequeña bahía en la cual estaban ancladas las tres naves restantes. El 25 de mayo de 1565 Legazpi había tomado posesión formal del sitio según el acta levantada por el escribano Hernando Riquel y había realizado todos los actos que se acostumbraban en esas ocasiones. En la misma acta consta que: … con parecer del maestre de campo y de otras personas que se hallaron presentes, señaló y trazó el fuerte que se ha de hacer en la dicha punta, en triángulo, con tres caballeros que ha de tener que miren y defiendan a la mar y a la tierra y luego el dicho señor gobernador tomó una azada con la mano y comenzó a cavar el lugar y puso por señal un madero alto y en el segundo caballero empezó a cavar el maestre de campo y se puso otro madero y en tercer caballero comenzaron a cavar los capitanes Martín de Goiti y Juan de la Isla en que ansí mismo se puso otro madero.
Para evitar la posibilidad de incendios, se hizo una casa de tierra y piedra en la cual guardar la pólvora, y se señaló sitio para las iglesias y el convento
de los padres agustinos. Unos cuantos días antes, cuando el combate que hizo a los españoles dueños del terreno, un soldado Juan de Camuz, rebuscando entre los escombros de una de las chozas indígenas incendiadas, encontró un cofre de madera atado con cuerdas. Al abrirlo, creyendo que podía contener joyas, se encontró “una imagen del Niño Jesús en una cajita de madera de pino y con un gorrón fleco belludo, de lana colorada, de los que se hacen los Flandes, y su camisa de volante y los dos dedos de la mano derecha alzados como alguien que bendice, y en la otra izquierda su bola redonda sin cruz y su collarito de estaño dorado al cuello”, según reza la información jurídica que mandó hacer el mismo Legazpi acerca del hallazgo. Los españoles no vieron en el caso un milagro, sino que estuvieron conformes en que se trataba, indudablemente, de una imagen dejada por Magallanes o alguno de su grupo, cuando el desastre de Mactán y la matanza de Cebú. Más tarde, los cebuanos a quienes se interrogó sobre el caso afirmaron haber tenido la imagen en su poder desde mucho tiempo atrás, pero ignorar de dónde provenía, lo cual ha suscitado, en tiempos recienes, algunas polémicas acerca del origen de la imagen llamada ahora “El Santo Niño de Cebú” y cuya devoción se ha extendido a todas las islas Filipinas. Hay historiadores que afirman que es una huella de misiones franciscanas en el siglo XIV, llegadas allí en tiempos de Montecorvino. El mismo Urdaneta afirma que seguramente se trata de una imagen traída de Magallanes. Confirmando lo anterior Antonio Pigafetta, en la relación de su viaje con Magallanes y Elcano, dice: “… yo le mostré [a la reina de Cebú] una imagen de Nuestro Señor, una esculturita representación del Niño Jesús y una cruz… La reina me pidió el Niño para remplazar a sus ídolos y se lo di”. Con esto parece quedar perfectamente claro el origen de la imagen, que Legazpi y Urdaneta colocaron con gran ceremonia en el sitio donde se estaba haciendo la iglesia y que se conserva aún en el convento de San Agustín de Cebú. Debido a esta imagen, Legazpi llamó a la nueva villa que fundaba “Del Santísimo Nombre de Jesús de Cebú”. Seis días después de la dedicación de la capilla, zarpó el San Pedro y aún los naturales de la isla y el rajá Tupas no se acercaban a los españoles para concertar las paces y rendir vasallaje al rey don Felipe. Los españoles seguían encerrados en el fuerte y el gobernador vivía, siguiendo las instrucciones de la Audiencia, a bordo. Había órdenes de que nadie saliera a la playa o al pueblo incendiado, pero los soldados no veían al enemigo y uno de ellos resolvió pasear por la orilla del mar y, a poco de haber salido del fuerte, fue
muerto en una emboscada. Legazpi vio que era necesario tomar nuevamente medidas de represión, así que envió a su maestre de campo, Mateo del Saz, con algunos hombres, a que buscaran a los culpables y los castigaran. Del Saz recorrió parte de la costa y regresó con algunos cautivos, entre los cuales estaban dos mujeres de alto rango y dos niñas. El gobernador ordenó que se les alojara en una choza especial y se les tratara con todas las cortesías. Al mismo tiempo despachó a otra de las mujeres cautivas, llevando un lienzo blanco de Castilla como identificación, para que hablara con Tupas y le informara de la suerte de las dos cautivas. Al día siguiente apareció un mahometano residente en Cebú, llamado Sidamit, con el mismo lienzo como señal de que se había recibido el mensaje y preguntó cuánto oro querían los españoles como rescate de las dos damas cebuanas y de las niñas. Legazpi le respondió que no querían rescate, sino hablar con el rajá Tupas para concertar las paces, y entonces el musulmán le confesó que una de las mujeres era esposa del hermano de Tupas, Simaquio, y que las dos niñas eran sus hijas. Agregó que Simaquio tenía grandes deseos de venir a ver a su mujer, a lo cual Legazpi dio de inmediato su consentimiento. Fuese el musulmán y el gobernador dio a las mujeres unas camisas y sayas de Castilla para que se adornaran y así las encontró Simaquio al siguiente día, cuando vino a visitarlas. Con ese motivo empezaron las pláticas y finalmente apareció Tupas con sus principales nobles, convencidos todos, por los buenos tratos que Legazpi había dado a las cautivas, de que el intento de los españoles no era vengarse de los agravios hechos a Magallanes. Se concertó la paz y Tupas rindió vasallaje al rey de España, con lo cual se volvió a poblar la ciudad y se inició el comercio entre cebuanos y españoles. Al poco tiempo, una sobrina de Tupas resolvió convertirse al cristianismo y fue bautizada con el nombre de Isabel y casada con un soldado de origen griego llamado Andrés. Para ello se hicieron grandes fiestas y Legazpi fue el padrino de la boda. Años más tarde, le hizo merced de dos caballerías de tierra cerca de la ciudad de Cebú. Por esos días apareció en Cebú un comerciante musulmán malayo de nombre Mahomet, quien venía de Manila, al parecer enviado por el rajá Solimán a iniciar tratos de comercio. El mundo musulmán de la zona veía en los españoles unos comerciantes más, como los portugueses, y pensaba poder seguir adelante con su antiguo tráfico. Por Mahomet, los españoles se enteraron de la existencia de Manila y del comercio con China. También, con tristeza, se dieron cuenta de que para el comercio de artículos chinos, sus buhonerías de rescate como espejos, tejidos corrientes y cuchillos servían de
poco. Mahomet no aceptaba, a cambio de su mercancía, más que plata de buena ley y perlas. Es interesante observar que Legazpi ya tenía para esas fechas una buena cantidad de perlas, probablemente adquiridas mediante trueque con los cebuanos y los vizayos y que pudo utilizarlas ahora para comprar la mercancía de Mahomet, entre la cual había muchos artículos chinos. Se hizo el cálculo que, en ese comercio, las perlas valían su peso en plata, pero la plata tenía un valor mucho más alto que en la Nueva España, donde se calculaban 17 tantos de plata por uno de oro. En las Filipinas se calculaban cuatro tantos de plata por uno de oro. Este factor de diferencia de valores va a ser decisivo en el comercio entre China y la Nueva España a través de Manila. Aunque la paz con los súbditos de Tupas se respetaba, los vecinos de Mactán, la isla que quedaba frente al puerto y donde había muerto Magallanes, así como los del pueblo de Gavi, hostilizaban constantemente a los españoles, lo mismo que a los cebuanos que habían hecho alianza. Legazpi resolvió mostrar el poderío de España y acabar con ese constante estorbo, para lo cual despachó a dos grupos de soldados hacia esos pueblos, a las órdenes de Del Saz y Juan de la Isla. Pero los enemigos habían sido advertidos del ataque, al parecer por los mismos cebuanos amigos de los españoles, así que los pueblos estaban vacíos y los conquistadores se conformaron con incendiarlos y regresar a Cebú con mediano triunfo. Los de Mactán y Gavi se trasladaron a Samar, desde donde siguieron hostilizando a los españoles. Con la larga espera de refuerzos, la incertidumbre y el ocio, la moral del ejército se relajaba cada día más. Por una parte, los soldados se daban cuenta de que los nuevos vasallos del rey don Felipe, empezando por Tupas, no eran todo lo leales que fuera de desearse. A ojos vistas sostenían tratos con los enemigos de Mactán y Gavi, con lo cual reinaba la desconfianza. Los víveres escaseaban y la isla de Cebú no producía lo bastante para sostener a sus habitantes y a los recién llegados. La presencia de Mahomet encarecía aún más los víveres, ya que hizo saber a los cebuanos que las buhonerías de los españoles no tenían casi valor y que debían pedir plata y perlas a cambio de mantenimientos. Los soldados sabían también que el gobernador no tenía poderes bastantes para conquistar y poblar, y aunque los había solicitado al rey en carta que enviara con Felipe Salcedo y fray Andrés de Urdaneta, no había ninguna seguridad de que se los concedieran y, sobre todo, había graves sospechas de que el San Pedro no pudiera llegar a las costas
americanas. Para colmo de males, el oro de que tanto se había hablado era escaso, a pesar de lo afirmado por Legazpi en su carta: “… y podrán dar el tributo y reconocimiento que fuese justo en oro pues lo hay en todas ellas [las islas]” y las especias no se producían allí, sino que venían del sur, de las tierras ya ocupadas por los portugueses y que tenían la orden de no tocar. Con todos estos factores adversos empezó a crecer al descontento entre la gente, sobre todo entre los marinos y los que no eran españoles. Entre los más exaltados estaban el piloto francés Pierre Plun y los venecianos Jaime Fortuns y José María. Al parecer, desde la salida de México habían tramado, junto con el piloto Lope Martín de Ayamonte, alzarse con alguno de los barcos, ir en busca de especias por su cuenta y marcharse a Europa a gozar de su riqueza. La separación del patache San Lucas con Lope Martín a bordo detuvo sus planes; pero ahora en el ocio de la espera en Cebú se reunieron de nuevo y metieron dentro de su acuerdo al soldado Pablo Hernández, al recién casado Andrés el Griego y a algunos otros. El plan era cargar armas en el San Pablo, adueñarse de él, hundir el patache San Juan y zarpar rumbo a las Molucas. La noche antes de llevar a cabo su intento, que hubiera significado la muerte para todos los que quedaran en Cebú, el veneciano Juan María tuvo miedo y delató el complot al maestre de campo Mateo del Saz. Legazpi, al saber el caso, obró con rapidez y mandó prender a todos los cabecillas y los condenó a ser ahorcados. A la mañana siguiente, en el centro de la plaza, se empezó por ejecutar al francés Plun y a un griego llamado Jorge. Cuando le iba a tocar el turno a Andrés, intervino el padre Herrera, haciéndole ver al gobernador los pocos hombres que tenía y que lo más prudente sería disimular y perdonar a los otros, pues para escarmiento con lo hecho bastaba. Legazpi convino en ello y perdonó a los otros, pero Pablo Hernández había logrado huir y estuvo prófugo durante varios días, buscando asilo primero con los padres agustinos y después con unos cebuanos que lo entregaron a los españoles. Fue degollado y su cabeza se clavó en una lanza, en la plaza, para escarmiento de otros. Poco después, a pesar del escarmiento, Juan Núñez de Carrión y Miguel Carrión, con el francés Guillermo de la Fossa y un tal Chávez, resolvieron ejecutar el mismo plan que había trazado Plun, pero no tomar los barcos españoles, sino el prao del comerciante Mahomet. De la Fossa delató a los conspiradores y los Carrión y Chávez fueron ejecutados. La constante necesidad de encontrar alimentos obligaba al gobernador a
enviar expediciones a otras islas. Los capitanes de estas empresas eran, por lo general, Mateo del Saz, Martín de Goiti y Juan de la Isla. En una de esas incursiones, Goiti fue hasta el estrecho de San Juanico, que separa las islas de Samar y Leite, donde oyó decir que desde hacía muchos años había un cautivo español en uno de los pueblos de Samar. Fue allá al momento y, aunque encontró el pueblo abandonado, pudo hablar con tres vecinos, los cuales le confirmaron la historia. El español, llamado Juanes, era esclavo de un datu, Sibuco, el cual lo trataba como a un hijo y le había dado en matrimonio a una de sus hijas. Con estas nuevas, Goiti regresó a Cebú a informar a Legazpi. En las instrucciones de la Audiencia de México se decía: “procurareis de saber si hay algunos de los dichos españoles vivos en algunas de las tales islas y trabajareis, aunque sea rescatándolos, de los liberar y traer a vuestra armada a ellos y a sus hijos, si los tuvieren”. Siguiendo estas instrucciones, a las cuales la corona daba gran importancia, salió Mateo del Saz con regular número de hombres y bastante oro para el rescate. Con él, para dar fe y cuidar del oro, iba el tesorero real Guido de Labezares. No bien habían partido de Cebú, cuando llegó Pedro de Herrera, que venía de Samar con un cargamento de resinas para adobar los navíos y con la nueva de que unos pescadores trashumantes le habían dicho que había tres españoles más, prisioneros en la isla. De inmediato, Legazpi envió a Juan de la Isla a que alcanzara a Del Saz y le diera la nueva, con la orden de buscar también a esos tres españoles. De la Isla no encontró a Del Saz, pero a los pocos días de navegar dio con el galeón San Jerónimo que venía de la Nueva España con refuerzos y una trágica historia. Así que, dejando a un lado su primera empresa, llevó el galeón hasta la ciudad de Cebú. Mientras tanto, Mateo del Saz llegó al pueblo de Sibuco y, al no encontrarlo, le envió mensajeros con presentes. Sibuco había hecho lo imposible por conservar a Juanes en su casa, llegando hasta el extremo de atarlo de pies y manos para que no se fuera en busca de los españoles. Pero ahora, ante la fuerza que mostraba Mateo del Saz y los ricos presentes que le ofrecían, resolvió enviarlo. Al llegar a la playa donde esperaban los españoles, cayó de rodillas gritando: “Yo creo en Dios”. Del Saz se adelantó para abrazarlo y Juanes le dijo: “Oh, bendito y alabado sea mi dios todopoderoso”. Pero grande fue la sorpresa del maestre de campo cuando se dio cuenta de que el cautivo redimido, aparte de esas palabras, no hablaba ni entendía el español. A través de un intérprete malayo se supo que, además, no era español, sino un indio mexicano que había pasado de México en la
armada de Villalobos como criado de un tal Juan Crespo. Llegó a Samar con otros 16 españoles y allí perdieron el batel en que viajaban y quedaron prisioneros de los naturales. Todos los otros ya habían muerto, en batallas locales, sirviendo a sus dueños como soldados y el último, un cierto Juan Flores, desapareció con otros 30 guerreros de Samar en una expedición en contra de otra isla, cinco años antes. Juanes tenía en su matrimonio con la hija de Sibuco dos hijas que había nombrado Catalinica y Juanica. No consta que haya hecho esfuerzo alguno por recoger a su mujer y a sus hijas cuando regresó con Del Saz a Cebú. Un poco después murió, al parecer envenenado por una mujer cebuana con la cual tenía relaciones. Por su relato se supo que los otros tres españoles eran parte del mismo grupo y que ya habían muerto. El galeón San Jerónimo llegó a Cebú el 15 de octubre de 1566, 16 y medio meses después de la salida del San Pedro. Traía la noticia fundamental para Legazpi de que el tornaviaje era posible y que, por lo tanto, podía seguir adelante con su empresa. Las demás noticias no eran muy alentadoras y el refuerzo de 136 hombres era escaso, las armas pocas y el navío tan viejo y en tan mal estado, que fue preciso desmantelarlo al poco tiempo. Cuando Felipe Salcedo y Urdaneta llegaron a México con las noticias de que la armada de Legazpi había llegado felizmente a Filipinas, de que se había establecido en Cebú, de la riqueza de las islas y la posibilidad del tornaviaje, el júbilo fue inmenso. Las noticias de la riqueza de las islas crecían conforme se iban repitiendo. En la famosa carta que le envían de Sevilla a Miguel Salvador de Valencia y que un año más tarde sería impresa en Barcelona, se habla de Cebú “muy abundante en todos los mantenimientos” y se dice: Hay muchas otras islas por allí, muy grandes y son del mismo modo que ésta. Entre las otras hay una tierra tan rica en oro, que no lo estima nada; y hay tanta cantidad de canela que la queman en lugar de leña. Es tan lucida gente que la igualan a España. Hay allí un rey que tiene a la continua mil hombres de guardia… Tienen en tan poco el oro que dio este rey por un pretal de cascabeles, tres barquillas de oro en polvo: porque allí todo cuanto oro hay es en polvo. Cargaron estas tres naves cuando tornaron tal cantidad de oro en aquella isla, que montó el quinto que dan al rey 1 millón 200 mil ducados… Hay tantas islas que dicen que son 70 mil 800.
Tanto entusiasmo despertó el descubrimiento de la ruta de regreso y el pensamiento que ante los españoles y novohispanos se abría la posibilidad de toda el Asia y del gran reino de China, que se procedió a enviar de inmediato
el San Jerónimo, un galeón viejo y en mal estado. Las realidades, muchas veces trágicas, de América no habían matado la fe en el mito. En 1560, poco antes que la expedición de Legazpi, había salido del Perú la trágica empresa de don Pedreo de Urzúa en busca de la ciudad de Oro de los Omaguas y el reino de las Amazonas. Poco después saldrán empresas marítimas peruanas en busca de las islas del Rey Salomón y del continente Austral. A fines de este siglo, un hombre de la cultura y experiencia de Sarmiento de Gamboa asegurará que en las desoladas y gélidas pampas del estrecho de Magallanes se producen en abundancia el clavo y la canela. Así, las noticias llevadas a la Nueva España y a España acerca de las Filipinas entraban fácilmente en esa corriente del pensamiento fantástico de la época y provocaban por todos lados el deseo de ir en demanda de esas tierras y de conquistarlas. Por ello en México, aún antes de saber qué resolvía la corona de España, se dieron prisa en enderezar como se pudo el San Jerónimo y enviar en él los hombres que se tuvieron a mano. El mando se le confió a Pero Sánchez Pericón, quien llevaba como segundo a su hijo. Pero el caso extraordinario es que el piloto era nada menos que Lope Martín de Ayamonte, al que se había acusado de deserción en el patache San Lucas y que había estado preso en México, no sabemos si a causa de ese pleito o por otras razones. Lope Martín había resuelto no llegar ante Legazpi, ya que estaba seguro de que lo mandaría ahorcar, con lo cual resulta incomprensible que haya aceptado el nombramiento de piloto, si no es que, desde el principio, llevaba la intención de alzarse con la nao y no llegar con ella a las Filipinas. Pero Sánchez Pericón no era hombre para una empresa semejante y su hijo, impulsivo, cruel e irresponsable, más que una ayuda era un estorbo y ya su padre había confiado a otros que el muchacho habría de causarle la muerte con sus barbaridades. A los pocos días de navegación, Lope Martín le ofreció a Sánchez Pericón que tomaran el navío y fueran a la Nueva Guinea, en una empresa independiente, ofreciéndole que lo convertiría en el hombre más rico del mundo. Sánchez Pericón no le hizo caso pero, cosa increíble, tampoco tomó providencias para precaverse de un golpe de mano. Además, su manera arrogante de tratar a la gente, las impertinencias de su hijo y las injusticias cometidas por ambos facilitaron la labor subversiva de Lope Martín. Así, muchos de los soldados y casi todos los marinos, hasta el escribano Zaldívar, estaban en un acuerdo para deshacerse del capitán y la noche del 3 de junio, Jueves de Ascensión, penetraron en la cámara donde dormían padre e hijo, el
maestre de campo Pedro Núñez de Solórzano, el capitán Ortiz de Mosquera y Lope Martín y mataron a estocadas a los dos Pericón. Los miembros de la tripulación que no habían sabido de la conspiración aceptaron lo hecho, ya que los muertos no se habían granjeado simpatías entre ellos y eligieron como su capitán a Ortiz de Mosquera. Al tomar éste el mando, aseguró a todos que los llevaría directamente a Cebú, ante el gobernador y capitán general, al cual explicaría los motivos que habían tenido para deshacerse de los Pericón. Esta determinación del inocente Ortiz de Mosquera no cuadraba con los intereses de la facción de Lope Martín y, por lo tanto, con el escribano Zaldívar y otros formaron una nueva conjura y la noche del 21 de junio, mientras dos de los soldados entretenían a Mosquera con su charla y sus jarras de vino, los otros conspiradores recogieron las armas a todos los que eran de la parcialidad del capitán. Hecho esto, Lope Martín fue a cenar con Martín de Mosquera y a hacerlo tomar más vino y como jugando y en broma le pusieron unos grillos pesados en los pies y lo sacaron así al puente. Mosquera creía que era una muy buena broma y se reía de todo, hasta que el piloto le dijo que se confesara porque iba a morir sin remedio. Fray Juan de Viveros, que iba a bordo, trató de intervenir, pero Lope Martín le dio la espalda, y en ese momento, sin aguardar a que se confesara, ahorcaron al capitán y echaron su cadáver al mar con todo y grillos. Lope Martín tomó el mando total del San Jerónimo. Sabía por su viaje anterior que estaban cerca de unas islas bajas que tenían palmeras, así que empezó a buscarlas. El 29 de junio el vigía dio la voz de tierra y apareció a proa un atolón bajo, sin palmeras ni huellas de agua, consistente en unas 17 isletas alrededor de una laguna de formación coralina. Estaban en el archipiélago que llamamos de las Marshall. Lope Martín, que aún llevaba bastante agua a bordo, no se quiso detener a buscarla y siguió adelante. A la tarde siguiente encontraron otras islas que estaban pobladas, en las cuales, a cambio de unos clavos y otras chucherías, consiguieron cinco pipas de agua, cocos y camotes. Era indudablemente la isla de Namu, que dos años más tarde volviera a encontrar Álvaro de Mendaña y en la cual vio clavos de hierro. De allí, Lope Martín resolvió enfilar la proa hacia Guam, con lo cual viró hacia el noroeste para buscar la latitud de 13°. A unas 100 leguas de Namu dieron de golpe con una barrera coralina en la cual estuvieron a punto de naufragar, pero quiso la suerte que apareció frente a ellos un canal estrecho por el que pudieron pasar a la laguna interior de Ujelang, la isla más al
occidente de las Marshall. Allí anclaron frente a una playa llena de cocoteros donde encontraron cuatro chozas abandonadas. Los jefes hicieron un consejo de guerra para ver qué convenía resolver acerca de aquellos quienes, como el capitán Garnica, no eran partidarios de irse a la aventura. Algunos opinaban que lo mejor era abandonarlos en la isla, porque siempre existiría el peligro de que conspiraran a su vez para recobrar el barco. Lope Martín fue de ese parecer y para no provocar sospechas ordenó que todos los soldados desembarcaran con sus enseres ya que era necesario aligerar el barco para limpiarle el fondo. Hecho esto y habiendo tomado la precaución de dejar todas las armas a bordo, se empezó a aderezar la nave. Un día aparecieron tres canoas de micronesios y Lope Martín quiso apresarlas, para lo cual ordenó a los soldados que estaban en la isla que se escondieran entre los cocoteros y que cuando desembarcaran los de las canoas cayeran sobre ellos y los prendieran, mientras él, con algunos marineros, tomaba el batel para cortarles la retirada por el lado del mar. Se hizo todo como lo ordenó el piloto, pero los micronesios fueron demasiado rápidos y lograron escapar. Esto enfureció a Lope Martín, que había concebido la peregrina idea de apresar a aquellos salvajes para obligarlos a que trabajaran para ellos en la pesca y en bajar cocos y las mujeres en el servicio. Parece que al verse al mando de un barco, Lope Martín empezó a soñar ya no sólo con pequeñas empresas piratas, sino en grandes conquistas y se imaginaba ya un segundo Hernán Cortés. A pesar de las precauciones de Lope Martín, se formó una nueva conspiración en su contra y un día en que desembarcó, un grupo, formado por el sargento Angle, De Lara y Garnica y el artillero Enríquez, se apoderó del barco, con lo cual se invirtieron los papeles. Angle era marino y sabía navegar, pero sin los instrumentos, las cartas de marear y las principales velas que estaban en tierra, dudaba de poder llegar a su destino. Además, antes de zarpar, deseaba embarcar a aquellos que no eran de la parcialidad de Lope Martín y estaban en la isla, como el padre Juan de Viveros. Empezaron así una serie de conversaciones, del batel a la playa, de amenazas y acuerdos, hasta que se convino que Lope Martín dejaría embarcar a los que quisieran hacerlo, incluyendo a fray Juan, y entregaría los instrumentos náuticos y las velas. A cambio de ello se le dejaría una suficiente cantidad de comida y algunas armas. Lope Martín sólo retuvo por la fuerza a seis pobres muchachos que iban a bordo para el servicio y como pajes, entre los cuales había un mestizo de México, llamado Francisco, que era paje de Felipe del
Campo. Cuando el San Jerónimo zarpó de Ujelang el 21 de julio, quedaron allí 27 personas. Como capitán de la nao se nombró a Bartolomé de Lara y como piloto a Rodrigo de Angle. El cargo de capitán del San Jerónimo tenía, al parecer, una cierta jettatura. Ya la habían tenido, en tan sólo un viaje, Pero Sánchez Pericón, Mosquera y Lope Martín. Bartolomé de Lara tampoco pudo llevar la nave hasta Cebú. Entre Garnica, Angle y Morales, que no se fiaban de Lara, que sabían que había sido de la parcialidad de Lope Martín, hicieron una conspiración, prendieron al capitán junto con el escribano Zaldívar y los condenaron a muerte. De Lara fue ahorcado y echado al mar, pero fray Juan de Viveros intervino nuevamente y salvó la vida del escribano. Angle, el único capaz de navegar, tomó el mando. Pero la extraña historia de este viaje no acabó allí. Angle no pudo dar con la isla de Guam y tocó, en cambio, en Rota, donde se repusieron de víveres y agua y donde los soldados, ya sin ningún sentido de disciplina, hicieron una insensata matanza entre los naturales que habían salido en sus canoas a comerciar con ellos y, posteriormente, también sin razón, incendiaron un pueblo. Angle, temeroso de que sus hombres siguieran adelante con esos excesos, ordenó la partida y puso proa rumbo al poniente. Con tanta tardanza, ya había pasado la buena temporada de los vientos y estaban en el tiempo de los grandes tifones que azotan esos mares. Dieron con uno que desarboló la nave y la arrojó de nuevo hacia Guam, hasta llevarlos a la vista de la isla. Quisieron tomar tierra, pero el viento los arrojó de nuevo hacia el poniente, casi hasta las costas de Luzón. Cinco veces fueron y vinieron, hasta que se acabaron los víveres y el agua, y casi muertos de hambre, sed y trabajos lograron por fin embocar por el estrecho de San Bernardino y entrar al mar interior de las Filipinas, donde, como ya hemos visto, encontraron a Juan de la Isla y el refugio de Cebú. Legazpi, entusiasmado con la certidumbre del tornaviaje y el pequeño refuerzo que le llegaba, disimuló los pasados errores de la tripulación del San Jerónimo y les extendió un perdón general, con la excepción del escribano Zaldívar, que fue ahorcado en la plaza en vista de que todos lo acusaban de haber sido uno de los principales instigadores del motín en contra de Ortiz de Mosquera. Nada se supo de los hombres que quedaron en Ujelang con el piloto Lope Martín. En la relación que tenemos acerca del motín del San Jerónimo se habla de que en una de las isletas de la laguna encontraron una canoa micronesia, casi terminada, capaz de llevar 30 hombres. Si los amotinados
lograron llegar hasta esa isla y apoderarse de la canoa, tal vez intentaron abandonar la laguna y poner proa rumbo a Guam, un trayecto de 1 100 millas de mar abierto. Si así lo hicieron, es probable que hayan muerto en el mar o a manos de los justamente indignados naturales de la isla de Rota. Si no pudieron recobrar la canoa, es probable que hayan permanecido en Ujelang, viviendo de la pesca y del coco, hasta que fueron muriendo uno a uno o a manos de los micronesios que solían frecuentar la laguna. Lo interesante de este caso es que en las revueltas empresas españolas no eran frecuentes este tipo de motines. Muchos hubo, tanto en las empresas marítimas como en las terrestres, para deponer a capitanes que se consideraban incompetentes para el mando o demasiado exigentes y crueles, pero no se atentaba contra la autoridad del rey y siempre se trataba de seguir adelante, con un nuevo jefe, en la empresa que se había empezado. Ésa es la actitud de Ortiz de Mosquera cuando toma el mando después de eliminar a Sánchez Pericón, pero no es la de Lope Martín. Hay un indudable paralelismo entre el motín del San Jerónimo y la rebelión de Lope Aguirre en el río Amazonas. Cuando en esa expedición los amotinados asesinan al capitán general don Pedro de Urzúa, pretenden seguir adelante en busca de la ciudad de los Omaguas, pero Lope de Aguirre se impone a ellos, los hace romper su vasallaje con el rey de España, proclamar un rey, al cual asesina al poco tiempo y, por fin, adoptar el título de “Caudillo de los Marañones” e intentar la conquista del Perú para sí y sus hombres. Del mismo modo, Lope Martín en Ujelang rompe con el rey y se niega a seguir adelante con la empresa que se ha iniciado, ni a justificarse ante las autoridades españolas. En verdad, como Lope de Aguirre, ha dejado de ser un español. Este tipo de motines se va a repetir muchas veces en las inmensidades del Pacífico y algunos de ellos se harán famosos en todo el mundo, como el del H. M. S. Bounty en el siglo XVIII, pero no sucederán más en barcos españoles. Aunque el San Jerónimo no ha logrado tanta fama como el Bounty, no se puede negar que el viejo galeón, construido en las costas de Nueva España, merece un lugar en la relación de barcos que se han hecho famosos y que el extraordinario y desafortunado piloto Lope Martín de Ayamonte, principal factor del increíble viaje del patache San Lucas y del motín del San Jerónimo, merece también un sitio entre los grandes marinos del mundo. Desde el día en que Magallanes, después de cruzar el Pacífico, llegó por el Oriente a las Molucas, los portugueses estaban pendientes de cualquier nueva intromisión por parte de los españoles. La empresa de Villalobos en
1541 les había comprobado que el Tratado de Zaragoza estaba sujeto a muy diversas interpretaciones, ya que nunca se había llegado a un acuerdo en el punto fundamental, o sea la extensión de cada grado de longitud en el ecuador. Ya hemos visto cómo fray Andrés de Urdaneta consideraba que, debido a ese tratado, las Filipinas quedaban comprendidas dentro de la demarcación portuguesa, pero que de acuerdo con el Tratado de Tordesillas de 1494 esas islas y las mismas Molucas correspondían a España. La misma opinión tenían Rada y Herrera, que no era otra que la de los cosmógrafos españoles que habían discutido el punto en las reuniones de Badajoz y de Barcelona. Los portugueses, por su lado, sostenían también las mismas tesis de sus geógrafos en esas reuniones. Pero para Urdaneta el Tratado de Zaragoza, que él llamaba “lo del empeño”, daba a Portugal derecho sobre una extensión del mundo que se contaba desde el sitio por el cual pasaba la línea de demarcación hasta las Molucas, incluyendo por lo tanto las Filipinas. Los otros españoles sostenían que el Tratado de Zaragoza afectaba tan sólo a las Molucas y que, por lo tanto, las Filipinas eran de España. Los portugueses insistían, con razón por cierto, que la línea de Tordesillas pasaba al oriente de las Molucas y, por lo tanto, que estaban en su derecho de arrojar a los españoles de las Filipinas. No hay huellas de que hubieran intentado la ocupación de las Filipinas, pero sí traficaban en el mar interior y habían hecho correrías en algunas islas. Incluso circulaba la leyenda de que poco antes de la llegada de Legazpi habían hecho toda suerte de atrocidades en Samar y en Leite, diciéndose españoles, para poner así a los naturales sobre aviso en contra de los castellanos. Es probable que sí hubieran hecho ciertas depredaciones, no como soldados de Portugal, sino como aventureros independientes, ya que sabemos que había muchos que si no lograban utilidades en el comercio, no tenían empacho en dedicarse abiertamente a la piratería. Ya hemos visto cómo los portugueses, desde el desastre de Albuquerque en Calicut, no intentaron colonizar partes de Asia, sino que se conformaron con la fundación de ciudades enclaves como Goa, Malaca y Macao y en erigir fortalezas como en las Molucas. Estas fortalezas tenían como objetivo sólo la protección de sus mercaderes y sus mercancías y la defensa contra una nueva llegada de españoles que, si bien respetarían sus fuertes en la “Especiería”, se podían instalar cerca, como ya lo habían intentado los de la expedición de Loayza y arruinarían el comercio portugués, ya que ellos podían pagar la mercancía con plata contante y sonante de la Nueva España.
Los españoles llevaban, como una de sus principales ambiciones, la de intervenir en el tráfico de las especias, y eso indudablemente lo sabían los portugueses, que mantenían una verdadera red de espionaje en todos los puertos del Imperio español, empresa fácil dada la enorme cantidad de marinos portugueses que trabajaban para las armadas españolas. La noticia del arribo de Legazpi a Cebú llegó pronto a oídos de los portugueses, transmitida por unos comerciantes de Borneo que habían estado en contacto con Legazpi en Bohol. Cuando llegó una flota lusitana, que el virrey de la India mandaba para reprimir una revuelta en las Molucas, el capitán general de ella, don Gonzalo de Pereira, se enteró del asunto y resolvió investigar. Seguramente Pereira creía que esta nueva empresa tendría el triste fin de todas las anteriores y que la acción se reduciría a mostrar su fuerza, recoger a los sobrevivientes y remitirlos a Goa, para que de allí los despacharan a Lisboa. Para los portugueses del Extremo Oriente esto se había convertido ya en una rutina. En noviembre de 1566 Legazpi envió a Mateo del Saz en el San Juan, con 100 hombres, a Cavit, en las costas de Mindanao, para adquirir canela que pensaba enviar a la Nueva España. Cerca de las costas de Mindanao, Del Saz topó con una galera pequeña portuguesa al mando de Antonio de Sequeira, quien le envió una nota diciéndole que ya sabían de la presencia de Legazpi en la zona y que, para desalojarlo, venían cuatro galeones de la flota de Pereira, con lo cual sugería que lo único que podían hacer los españoles era rendirse sin combatir y que serían bien tratados. Mateo del Saz contestó orgullosamente que estaban allí por órdenes de Felipe II, cuyos territorios eran, y que ya se habían establecido y fundado una ciudad en Cebú y que no pensaban, ni por un instante, abandonar su empresa. Al leer la respuesta, Sequeira hizo preparativos para combatir, pero el viento separó a las dos naves. Del Saz resolvió regresar en ese momento a Cebú para informar a Legazpi y en el trayecto, en medio de un mar embravecido y un fuerte viento, pudieron ver los cuatro galeones portugueses, con lo cual quedaba confirmada la amenaza de Sequeira. Apenas lo supo Legazpi ordenó que se preparara todo para resistir, tanto en el fuerte como en los barcos. El rajá Tupas, con sus guerreros, se puso resueltamente del lado de los españoles. Unos días más tarde aparecieron frente al puerto de Cebú dos galeras portuguesas y Legazpi habló con el capitán de ellas y se intercambiaron toda clase de cortesías. Las galeras se fueron y no aparecieron los galeones, con lo
cual los españoles creyeron que habían zarpado ya rumbo a las Molucas. Pero Pereira, que efectivamente había zarpado a las Molucas a intervenir en la rebelión de un datu local, no estaba dispuesto a dejar las cosas así y al año siguiente hizo un nuevo intento, pero los vientos contrarios le impidieron llegar a Cebú. Por su parte Legazpi, en el intercambio de cartas con el capitán de las galeras, insistía en la paz que había entre los dos reinos. Para suavizar la situación, ordenó a todos sus capitanes que cuando salieran a explorar o buscar comida, si topaban con portugueses los trataran con cortesía y, si estaban en dificultades, hicieran todo lo posible por ayudarlos. Con esto, se creyó que había pasado ya todo peligro por ese lado y los españoles volvieron a su larga espera de refuerzos y noticias de la Nueva España. En el convento agustino de Culhuacán, en el norte de la Nueva España, el 9 de febrero de 1564 el vicario general de la orden, fray Pedro de Herrera, dio a los religiosos que habían de tomar parte en la empresa de Legazpi las letras patentes necesarias. Estos religiosos eran fray Andrés de Urdaneta, electo como prior, fray Diego de Herrera, fray Andrés de Aguirre, fray Lorenzo de San Esteban y fray Martín de Rada. Los acompañaba un hermano lego, fray Diego de Torres. En esas letras patentes se les encargaba: “Os enviamos para que tengáis cuidado de la Armada Española, así de los marineros como de los soldados […] Pero también y principalmente os enviamos para que hagáis resplandecer la luz brillante de la fe entre los numerosos gentiles que habitan aquellas regiones del mundo”. Y más adelante, después de explicar las razones que los movieron a aceptar ese encargo del rey, decían: “Además exhortamos a vuestras caridades, con todo apremio en el Señor que anunciéis el Santo Evangelio de Cristo a todas las gentes”. Para poder llevar a cabo su misión, se les concedía todas las facultades necesarias, las mismas que los pontífices romanos habían otorgado a la Orden para su labor misional en América. Se les autorizaba también para fundar casas y conventos. Al nombrar como prior a fray Andrés de Urdaneta, como sabían que tenía instrucciones de regresar a la mayor brevedad para marcar la ruta del tornaviaje, se les daba el poder de elegir sucesor: “Esta autoridad no queremos que fenezca con el dicho padre [Urdaneta] según el uso de nuestras constituciones, sino que si algún otro eligiereis, pasen al nuevo electo plenísimamente estas facultades, y ansí en lo sucesivo, por tiempo indefinido”. Por lo tanto, los padres agustinos iban no sólo como capellanes de la flota, sino como misioneros y con todas las facultades para establecer en aquellas nuevas tierras la vida completa de la Iglesia.
Este maravilloso documento de Culhuacán, en dos folios escasos, es una síntesis perfecta del ideal misionero y contiene toda la experiencia lograda en 40 años de triunfos misionales en la Nueva España. Ya no eran tanteos, como los del principio, donde se trataba de destruir, mediante la conquista armada y la espiritual, toda la estructura social de los nuevos vasallos. Ahora se ordenaba: “Enseñadles también a obedecer a sus príncipes y señores legítimos”, o sea, que se pretende conservar la estructura social y política de los naturales. También se recalca que la labor misional se debe llevar a cabo mediante el ejemplo de una vida cristiana: Os exhortamos, encareciéndolo ante Dios Nuestro Señor, que en todas partes esparzáis buen olor de santidad… principalmente deseamos que resplandezca en vosotros esa señal clara y singular de los cristianos, la que Nuestro Salvador Jesucristo… recomendó a sus discípulos diciéndoles: en esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros. Recomendándoles con ello ese hermoso fruto de caridad que san Pablo llama vínculo de perfección. El cual habéis de tener no solamente entre vosotros como conviene a los que en Cristo están concordes asociados y unidos en el mismo espíritu, sino también ha de dimanar de vosotros como de fuentes purísimas ese afecto de paz y de amor hacia los demás.
El documento de Culhuacán, que contrasta en su brevedad con lo prolijo de las instrucciones dadas por la Audiencia a Legazpi, está inspirado en el mismo principio de tratar de sujetar y cristianizar en paz, utilizando más bien los medios políticos que la fuerza de las armas y la caridad más que el temor. De los seis agustinos nombrados en las letras patentes de Culhuacán, fray Lorenzo de San Esteban murió en el puerto de la Navidad antes de embarcarse y como el hermano en obediencia, fray Diego de Torres, no pudo hacer el viaje fue sustituido por el padre Pedro de Gamboa. Así, al salir Urdaneta de Cebú en busca de la ruta del tornaviaje, quedaron tan sólo cuatro agustinos que eligieron como su prior a fray Diego de Herrera, quien construyó la iglesia y primer convento de Cebú y administró los primeros bautismos, entre otros a la sobrina de Tupas. Pronto algunos otros señores de la casa de Tupas, incluyendo a uno que era musulmán, pidieron también el bautismo y el mismo Tupas lo recibió el 21 de marzo de 1568, casi a los dos años de la llegada de los españoles. En verdad, en este tiempo que pudiéramos llamar de espera, no se llevó a cabo una amplia labor misional, con conversiones multitudinarias, como se había hecho en la Nueva España. Al parecer tanto la conquista de las islas como la labor misional quedaron
pendientes, hasta cierto punto, en espera de instrucciones más completas de la corona. El mismo fray Martín de Rada, en una carta fechada en julio de 1569 y dirigida al virrey don Martín Enríquez, lo dice: Eso he querido escribir, confiando en el Señor que por medio de Vuestra Excelencia esta tierra ha de recibir la fe y ha de haber entrada en China, que por la gran incertidumbre y por no saber si Su Majestad no ha de mandar esto, no nos hemos atrevido a bautizar, que creo que si a ello nos pusiéramos hubiera más de 20 mil cristianos; en sabiendo la voluntad del Rey con gran facilidad tomarán nuestra fe.
Un año más tarde, en carta dirigida a Felipe II, fray Diego de Herrera dice que, hasta esa fecha, no se habían bautizado más de 100 personas. Como se ve por estos testimonios y los resultados mismos de la empresa, la estancia en Cebú y posteriormente en Panay es de espera tanto de refuerzos como de instrucciones y poderes. Este tiempo se aprovecha para explorar varias islas y estrechos y en afirmar la fundación de la ciudad de Cebú; pero sobre todo, la tarea principal parece ser la de buscar alimentos, siempre escasos. Los agustinos aprovechan el tiempo, aparte de sus labores de capellanes castrenses, en aprender los idiomas nativos siguiendo el ejemplo de lo que habían hecho en México. El padre Rada había sido, en la Nueva España, gran conocedor de la lengua otomí y el padre Herrera de la mexicana. Pero no inician la labor misional así como Legazpi no inicia la conquista. En 1570 el gobernador le escribía al rey: “Quería estar cierto de la voluntad de Su Majestad, si e de cobrar el maluco y lo que más le pertenece de aquella parte; porque para esto es más cómodo Cebú que otro, por la bondad del puerto; pero si Su Majestad pretende que sus ministros se extiendan a la parte del norte y costa de China, tengo por más acertado hacer asiento en la isla de Luzón, de donde agora vino el maestre de campo…” Esta duda de Legazpi nos indica que, para esas fechas, ya se consideraba como uno de los principales objetivos de la empresa española en Asia, la labor misional y lo que es más importante, no sólo en lo que se refiere a la conversión de los filipinos, sino a la penetración del imperio de China que era la gran ilusión de todos los misioneros de aquella época. Pero mientras esperan en Cebú, los padres agustinos tienen necesidades y requieren medios para subsistir, ya que en esos primeros cinco años no han podido establecer la vida económica de la orden en el archipiélago. Tampoco se había establecido una economía individual entre los soldados, marinos y
funcionarios reales, y se hacía vida comunal, como en campaña. El tesorero Guido de Labezares manejaba la real hacienda, reunía el oro que se lograba rescatar o el que se encontraba en las antiguas tumbas malayas y se encargaba también de comprar las especias y otras mercaderías que se pensaba enviar a la Nueva España, así como los bastimentos necesarios para la gente y los efectos para las naves. El padre Herrera, cuando la mayor parte de la colonia se traslada a Panay en busca de provisiones, pide a Legazpi que asigne una cantidad fija para la manutención de los padres, lo cual quiere rehuir el gobernador pero accede al fin y, el primer año, a cada fraile se le dan 75 pesos de oro y 100 fanegas de arroz. Posteriormente se aumenta la paga en oro a 100 pesos. Pero un ejército que espera largo tiempo se empieza siempre a desmoralizar. Legazpi y sus capitanes lo sabían, y para impedir nuevas conspiraciones enviaban constantemente expediciones a las islas cercanas, tanto a descubrir nuevas tierras y posibles puertos, como a comerciar y reunir alimentos. Los hombres tenían prohibido comerciar por su cuenta, pero para evitar mayores daños, Legazpi y los principales capitanes disimulaban muchas cosas. Según la opinión de algunos de los padres agustinos, como Herrera, Rada y Alva, se consentía demasiado a la tropa y ésta se desmandaba en contra de los naturales. El padre Herrera, en su carta al rey del 15 de enero de 1570, fechada en México, dice: “Yo vine a esta Nueva España a dar noticia de las grandes necesidades que allá se pasaban y de los grandes agravios que a los naturales se hacían a causa de las necesidades que los soldados pasaban”. En carta posterior al virrey menciona en forma detallada algunos de esos agravios, acusando de ello a capitanes como Juan de la Isla y al mismo Legazpi, de quien dice que se encuentra ya caduco. Pero a pesar de este consentir abusos para calmar a la gente, siguieron ocurriendo los motines, fomentados sobre todo por los marinos no españoles. En 1567 Mateo del Saz salió con 80 hombres a bordo del San Juan rumbo a Mindanao en busca de canela para enviar a la Nueva España. La gente se dio cuenta de que los naturales se interesaban mucho por la ropa de los españoles y, a pesar de las prohibiciones, uno de los marinos, Martín Hernández, empezó a comerciar por su cuenta. Él y otros lograron rescatar 20 quintales de canela hasta que Del Saz lo supo y la decomisó a favor de las Cajas Reales. Era sin duda importante para los oficiales reales impedir el comercio individual, ya que de permitirse la competencia se establecería entre los españoles mismos y subirían notablemente los precios de los artículos
vendidos por los naturales y bajarían, en los mercados europeos y americanos, los de las especias, con lo cual se arruinaría el tráfico. Pero para los soldados y marinos la tentación era grande, como había sido en América la de rescatar y ocultar oro. Martín Hernández, que era portugués, se confabuló con otros compañeros y resolvieron llevar a la práctica ese sueño tan largamente acariciado por muchos, el de dar un golpe de mano, apoderarse de la nave e irse a comerciar por su cuenta. En un navío tan pequeño y con tanta gente resultaba imposible guardar un secreto y la noticia llegó pronto a oídos del capitán y sus segundos, Morones y Ramírez. Del Saz, que estaba muy enfermo de disentería, ordenó que inmediatamente se procediera a desarmar a los sospechosos y se ahorcara a Martín Hernández. La operación se llevó a cabo con toda eficacia y Hernández fue ahorcado ese mismo día. Dos días más tarde moría Mateo del Saz, maestre de campo de la armada y brazo derecho del gobernador. Cuando el San Juan llegó a Cebú, después de hacer unos funerales con la solemnidad posible a Mateo del Saz, se ahorcó a otros tres amotinados. Debido a las dudas que tenían todos acerca del destino que se le iba a dar a la empresa, Legazpi resolvió enviar el San Juan con cartas en las cuales pedía refuerzos e instrucciones. Se estaba aderezando la nave para la travesía cuando aparecieron frente al puerto dos coracaras. En cada uno de ellos venía un capitán portugués con seis soldados y tripulación de las Molucas. Legazpi recibió cordialmente a los capitanes portugueses, quienes le entregaron una carta de don Gonzalo de Pereira, fechada en “el Mar de Maluco” el 25 de mayo de 1567. En dicha carta, Pereira se extrañaba del tiempo que llevaban ya los españoles en Cebú, en vista de que, como tenía entendido, sólo iban de paso y no pensaban poblar esas tierras que pertenecían al rey de Portugal. Pero si los españoles se encontraban en dificultades, les ofrecía su ayuda y, en forma discreta, les recordaba sus fracasos anteriores: “… aunque más holgaría si se quiere vuestra merced recoger por nuestro camino, como lo hicieron los de las armadas pasadas, que vinieran a estas partes por el estrecho de Magallanes y por la Nueva España, por no poder descubrir la vuelta por esotra vía, gastando mucho tiempo, vidas y navíos; y aunque ahora quieren descubrirla, siempre han de volver a nuestra costa”. Indudablemente Pereira no sabía que ya se había descubierto la ruta del tornaviaje, lo cual hacía posible la permanencia de los españoles en las Filipinas y cambiaba totalmente el aspecto de la cuestión. Legazpi contestó la carta con grandes muestras de cortesía, diciéndole que habían llegado allí y se
habían visto obligados a invernar en espera de un barco que se les había perdido. Daba además la información de que ya era posible el tornaviaje y que, con un navío que había salido para la Nueva España, había pedido instrucciones al rey, con lo cual tendría que esperar en Cebú a que le llegaran para saber qué partido debía tomar. Opinaba que no creía que se le ordenara permanecer en las Filipinas “porque no es de tanta calidad ni codicia la tierra, que a nadie convide a ello”. La noticia de la posibilidad del tornaviaje causó sensación en el mundo portugués, tanto en la India como en Lisboa y en Macao. Don Juan de Borja, embajador de Felipe II ante la corte lusitana, escribió al rey: “En la India y en Portugal ponen mucho cuidado en la ida de estos castellanos desde la Nueva España a aquellas islas, así por ser aquella carrera y descubierta ya sabida, como también por estar aquéllas en el mayor paraje que pueda haber para la contratación de las drogas y especiería”. Y más tarde, en 1570, dice: “No puedo dejar, en todas las que escribiere, de suplicar a Vuestra Majestad, que se acuerde de los de las islas Filipinas; pues los de la India de Portugal han de poner todo su cuidado en echarlos de donde estén”. Al parecer don Gonzalo de Pereira tenía exactamente esa idea, así que al recibir la carta de Legazpi resolvió zarpar de Borneo con una flota considerable para acabar de una vez por todas con la amenaza de los españoles en el Oriente. Pero mientras hacía sus preparativos le llegó a Legazpi el segundo refuerzo de la Nueva España, consistente en dos barcos con 300 hombres a bordo, al mando de Felipe de Salcedo y de su hermano menor Juan. Sus nietos le llevaron al gobernador el título de adelantado que le había concedido el rey, que lo facultaba para hacer conquistas y poblar, aunque quedaba en duda el sitio en el cual debería poblarse para no infringir los derechos del rey de Portugal. Pero por el solo hecho de estar en Filipinas, según los portugueses, ya se infringían esos derechos y, por lo tanto, Pereira al llegar frente a Cebú insistió en el retiro total de los españoles, agregando que si no tenían barcos suficientes, él podía trasladarlos a Goa, de donde serían enviados a Lisboa con todas las cortesías del caso. Legazpi, por su parte, insistía en que sólo aguardaba instrucciones de Felipe II y que, antes de recibir esas órdenes, no se podía mover de Cebú. Poco a poco fue subiendo el tono de las notas y el 14 de octubre Pereira envió un ultimátum definitivo y colocó sus barcos de manera que cerraran las dos entradas del puerto de Cebú. Legazpi reforzó el fuerte con la artillería de los barcos y construyó un fortín en la aguada para impedir que los lusitanos pudieran abastecerse. El 20
de octubre tuvo lugar el primer encuentro violento, un duelo de artillería, y los portugueses se dieron a la tarea de interrumpir todo el tráfico, sobre todo el de bastimentos, lo que puso a los españoles en la situación que describe el padre Herrera: “… por ser algo largo el cerco y la ración tan corta vinieron a tanta necesidad los pobres soldados, que se daban a cazar ratones de los cuales en aquella tierra hay gran abundancia y son muy mayores que los de España”. Pero el hambre afectaba también a los sitiadores, al extremo de que el 1º de enero de 1569 Pereira dio la orden de levantar el sitio y regresó con su flota a las Molucas. El sitio de Cebú demostró a los españoles que el lugar no era el indicado para una base de operaciones, ya que una pequeña flota podía cerrar las dos entradas marítimas al fuerte y, además, los mantenimientos que producía la isla y que parecían ser tantos al principio, no eran suficientes para el gran número de españoles que había ya en la nueva colonia. Con esto, Legazpi ordenó a sus capitanes que buscaran otro sitio y Diego de Artieda, que había llegado de México con Juan de Salcedo, encontró al norte de Cebú la isla de Panay, que prometía ser más rica en mantenimientos y tenía un buen puerto, con un río fácilmente defendible. Legazpi pasó allá, con una buena parte de la gente, dejando una guardia en el fuerte de Cebú. Hasta esas fechas, los españoles habían explorado tan sólo las islas del sur del archipiélago en busca principalmente de especias, pero como esas islas estaban pobladas por musulmanes no se establecieron en ellas. Ahora volvían los ojos al norte, lo cual significaba acercarse a las costas de China y sus promesas, tanto en comercio como en el campo misional, pero alejarse irremediablemente del tráfico de las especias. Hasta esa fecha no habían tocado la gran isla de Luzón, aunque tenían noticias de un establecimiento musulmán en Manila, sobre el río Passig. El sitio de Panay desagradó a muchos, pues les parecía “… bien peligroso y desabrigado lugar para navíos, y a los pilotos y maestres que los navíos estaban allí con mucho peligro”, según afirmaba el padre Herrera, el cual añade: La gente que de nuevo venía se afligió harto de ver tan triste y ruin sitio como está en que están poblados porque […] es una ciénaga muy mala con las casas a la orilla de un río que aun el agua no es buena por encienagada y en creciendo son menester canoas para ir de una casa a otra; sino muy caluroso y enfermo y que casi de día y de noche no deja de llover y está agora tan falto de comida con ser tanta antes que viniesen los españoles tan abundantes que se pasa trabajo.
Como se ve, la agricultura de esas islas no era capaz de sostener el incremento de población provocado por la llegada de los españoles y a éstos no les gustaba dividirse en varios sitios y estar siempre en peligro de ataques de los naturales. Al parecer Legazpi no consideraba a Panay como el sitio definitivo en el cual fundar su capital, y lo había adoptado provisionalmente mientras subsistiera el peligro de un ataque portugués y porque había allí más arrozales que en Cebú. El que no pensara establecerse allí definitivamente lo demuestra el hecho de que no nombró oficialmente autoridades, ni repartió solares entre los futuros vecinos. Mientras esto sucedía se empezaba a regularizar el tráfico de barcos con la Nueva España, y en una extraordinaria epopeya marítima vemos a Felipe de Salcedo y a Juan de la Isla ir y venir en los famosos pataches San Lucas y San Juan, cruzando las 16 000 millas de mar abierto. En Guam se perdió la primera nao de este incipiente comercio, el San Pablo, que no pudo remontarse lo bastante para encontrar los vientos adecuados y acabó por encallar allí. No se perdió nadie de la tripulación y se construyó un batel en el cual pudieron regresar a Cebú. En uno de esos viajes de ida y vuelta se fue fray Diego de Herrera con la idea de activar la venida de religiosos y hacer saber ciertas cosas que no le parecían bien en Filipinas. Se le ordenó que regresara a su misión lo más pronto posible. Juan de la Isla, en otro viaje, trajo por fin las cédulas reales mediante las cuales se le confirmaba a Legazpi el título de gobernador vitalicio y de capitán general y se le asignaba un salario anual de 2 000 ducados, a pagarse de las rentas de Cebú, que por cierto eran inexistentes. Para esas fechas, ya Legazpi se había dado cuenta de dos aspectos fundamentales de su empresa. El primero era que si quería tener parte importante en el tráfico de las especias debería ir al sur, hacia las Molucas, lo cual provocaría una guerra contra los portugueses y sus aliados malayos. Con eso no sólo se contravenían las órdenes del rey Felipe II, sino que se ponía en peligro la existencia misma de la colonia. Pero la cuestión era encontrar un medio para organizar la economía de esa colonia, sin el tráfico de especias y dado que el oro, que pareció ser tanto en un principio, era relativamente escaso. El segundo aspecto era el del comercio con China, del cual tenían día con día mayores muestras, un comercio ya tradicional que no había necesidad más que de encauzar. Este segundo aspecto gustaba más a los misioneros que tenían la mira puesta en la conversión de China como fundamento y justificante de toda esa empresa. Para eso era necesario ir más al norte y
Legazpi ordenó la exploración de esa parte del archipiélago. Las cartas y relatos dan la impresión de que llegó a esa determinación, fundamental para el futuro de las Filipinas y la vida hispánica en Asia, alrededor de 1569. A ello influyó seguramente la actitud resuelta del portugués Pereira, pero también la presencia de grupos musulmanes bien organizados en el sur del archipiélago que hacían difícil la labor misional y ese afán constante de acercarse a China, buscando en ella la posibilidad de una cosecha espiritual sin precedentes. Para esas fechas, los españoles tenían, como la tendrán todavía durante varias décadas, la idea de llevar a cabo, en Asia, una conquista total del tipo de la que habían logrado en América, pero parece ser que la meta era, por lo menos en los sueños de los audaces, la conquista de China. Aquí se presenta, ante un caudillo español de la conquista, una duda que es nueva, sin precedentes en la labor de la conquista. Todo está dispuesto para lanzarse, pero la meta no se ha definido. En otras palabras, se duda del objetivo. Las órdenes de la corona no son precisas, lo mismo que las de la Audiencia de México y de los virreyes. Y ahora se trata de una empresa ordenada directamente por el rey y a su costa y no de iniciativa privada, como la mayor parte de las empresas americanas. Por lo tanto, el objetivo final no dependía de las posibilidades que se encontraran en el lugar de los hechos, sino de la voluntad de la corona que, lógicamente, estaba mal informada y se encontraba demasiado lejos para poder medir la importancia y procedencia de sus órdenes. Los conquistadores en América obraban con absoluta independencia; conquistaban donde y cuando les parecía oportuno y, más tarde, justificaban ante la corona sus hechos; pero la empresa de Legazpi había que realizarla, como dice la Carta de Valencia, en “la Armada que Su Majestad mandó hacer” y, por lo tanto, bajo las órdenes de Su Majestad. De allí esa constante duda de Legazpi y de los padres agustinos acerca de las medidas a tomar, tratando de adivinar la voluntad real. Por una parte saben que no deben infringir los derechos del rey de Portugal en las Molucas; por otra se les ha enviado, por lo que se refiere a la parte económica, a buscar el comercio de las especias y en su primera carta al virrey don Luis de Velasco, Felipe II ha dicho claramente: “… y proveáis que procuren traer alguna especia para hacer el ensaye de ella”. Y ahora resulta que la única manera de conseguir esas especias es infringiendo los derechos lusitanos. Pero también se ha hecho hincapié en la labor misional, y en la zona de las especias hay musulmanes que no son fáciles de llevar a la fe de Cristo y siguen siendo, en
cierto aspecto, los enemigos tradicionales de la cristiandad. Los españoles están conscientes de que los portugueses han fracasado en esa empresa fundamental de la cristianización y que no poseen esas tierras en señorío, como lo expresara Cortés. En otras palabras, que Portugal ha abierto rutas de comercio, ha instalado factorías, pero no ha conquistado. España está acostumbrada a conquistar y a implantar, en los territorios adquiridos, la vida cristiana hispánica. Pero esta vida no se podrá implantar en las zonas musulmanas, en las zonas de los moros, como los españoles llamaban ya, en trasplante directo del norte de África, a los malayos musulmanes; en cambio, esa vida se puede crear entre los malayos animistas del norte del archipiélago y de las Vizayas, como ya se ha probado en las conversiones logradas en Cebú y, sobre todo, como se espera hacer entre los muchos millones que viven en China y que han demostrado no ser adversos al cristianismo. En 1569 Legazpi, los padres agustinos y los principales capitanes, como Juan de Salcedo, Martín de Goiti y Juan de la Isla, resuelven que importa más para el Real Servicio y para el servicio de Dios (lo que más tarde se llamaría el servicio de Ambas Majestades) el establecimiento de la vida cristiana en Asia y dirigen sus miradas hacia el norte. Mahomet, el comerciante de Manila, había traído a toda su familia a Panay y se había convertido al cristianismo. Las noticias que daba de Manila y de Luzón en general animaron a los españoles a explorar esas posibilidades y Juan de Salcedo salió hacia Mindoro. Después de un breve combate allí contra una fortaleza musulmana, pasó a Lubang y encontró la muestra de que se estaba acercando a pueblos con culturas más desarrolladas que la de los vizayos. Tanto los praos grandes de guerra como las fortalezas estaban defendidos con artillería ligera de origen chino, consistente en pequeños cañones de bronce llamados lantakas. Salcedo asaltó y tomó un fuerte que encontró en Lubang, recogió una buena cantidad de oro, que repartió entre sus hombres, y regresó a Panay con las buenas nuevas. Contó cómo había visto tierras bien sembradas y datus que gobernaban con mayor autoridad que en las Vizayas y Cebú. También relató cómo los musulmanes del sur empezaban a ocupar esas tierras y a establecer factorías y fortalezas en ellas, sobre todo en las bocas de los ríos y otros puntos estratégicos. Con estas nuevas, el 8 de mayo de 1570 Legazpi envió a Martín de Goiti y Juan de Salcedo con 90 hombres y muchos aliados filipinos a explorar más a fondo esas nuevas tierras. Iban en un patache construido en Panay, el San Miguel, el primero de una larga serie de barcos famosos que se habrían de
fabricar en las Filipinas, y los acompañaba una verdadera escuadra de barcos nativos. Cuando Goiti llegó a Mindoro se encontró con que la vanguardia había apresado a dos juncos chinos cargados de sedas y porcelanas, causando bastantes daños entre los tripulantes. Inmediatamente liberó a los prisioneros y les devolvió uno de sus juncos para que pudieran regresar a China. El otro, con cuatro marinos chinos que manejaran el aparejo, tan extraño para los europeos, fue enviado a Panay. Goiti y Salcedo siguieron en su viaje y lograron hacer las paces con el señor de una fortaleza grande situada en la costa de Mindoro, de donde cruzaron a Luzón. Mahomet les hizo saber que por un río, cuya boca tenían a la vista, se podía penetrar hasta un lago grande llamado Taal, centro de una zona muy poblada y rica en mantenimientos. Salcedo dirigió a un grupo hacia allá, y en un lugar angosto del río fueron atacados con flechas por los naturales, de donde Salcedo resultó herido en una pierna. A pesar de ello siguieron adelante y tomaron un fuerte en el cual hallaron a unos prisioneros chinos que sufrían uno de los típicos tormentos de los malayos: el ser expuestos, desnudos, al sol hasta que murieran. Varios ya habían muerto, pero por dos sobrevivientes los españoles averiguaron que eran comerciantes que habían tenido dificultades con los de la fortaleza cuando sus juncos encallaron en el río, y que con los disparos de sus culebrinas mataron al datu del fuerte, por lo cual, al ser apresados, los condenaron a ese tormento. Los dos prisioneros, con las caras y cuerpos desollados por el sol, fueron embarcados más tarde en un junco para que regresaran a su patria. Salcedo salió de la laguna de Taal, dejando pacificada la fortaleza y, junto con Goiti, siguió la costa hasta penetrar en la bahía de Manila y cruzarla hasta la desembocadura del río Passig, donde vieron la fortaleza del rajá Solimán, en el sitio que ocupa ahora el fuerte de Santiago de la ciudad de Manila. Los españoles se dieron cuenta, como lo habían hecho los musulmanes de Borneo medio siglo antes, que era ese un sitio ideal para fundar una ciudad. El puerto, dentro de la enorme bahía, era inmejorable y fácilmente defendible. El río, que era navegable, comunicaba la bahía con la laguna de Bay, cruzando tierras de asombrosa fertilidad que bien podían mantener a una gran población. Al norte se extendían las praderas cultivables de la Pampanga hasta la lejana sierra, cruzadas por infinita cantidad de ríos y de esteros navegables que facilitaban el transporte de los productos. Además la población, formada en su gran mayoría por agricultores, era densa y no se había convertido aún al islam. Por fin habían llegado al sitio ideal para
establecer la capital de la Gobernación y la vida cristiana y, sobre todo, para estar en contacto con China, ya que tenían pruebas de que muchos juncos de esa nación visitaban la bahía. Pero ese sitio ideal estaba ocupado por los musulmanes que habían establecido allí dos fortalezas, en Manila y en Tondo, desde las cuales traficaban tanto con los naturales como con los chinos y los de los sultanatos de Brunei y Jalo. La fortaleza de Manila, la más grande, estaba cercada por una muralla de gruesos troncos de árbol y tierra y defendida por un considerable número de cañones que asomaban sus bocas por las troneras. Su jefe, el rajá Solimán, hombre rico y poderoso, estaba emparentado con los rajás de Brunei. La fortaleza de Tondo estaba al otro lado del río y, aunque menor, representaba también un obstáculo para la ocupación. Los barcos españoles anclaron frente a la fortaleza de Manila, al otro lado del río. Arriba estaban anclados cuatro juncos chinos con mercaderes de Cantón, los cuales enviaron un presente de sedas, gallinas y arroz a los españoles. Con un hermano de Mahomet se envió la primera embajada a la fortaleza, que fue bien recibida por Solimán y a la que siguieron varias visitas. Solimán recelaba de los españoles, temeroso de que trataran de imponerle tributo, pero Goiti insistía en que sólo trataban de comprar bastimentos y hacer un tratado de paz. Así pasaron varios días, hasta que los aliados cebuanos supieron que Solimán los estaba entreteniendo en espera de un día de lluvia en el cual los españoles no pudieran usar armas de fuego para atacarlos. Con esto, Goiti y Salcedo estaban más sobre aviso y un día, cuando aparecieron en la boca del río algunos praos, Goiti envió varios hombres a que investigaran. Solimán creyó llegada su oportunidad y empezó a disparar sus cañones contra el San Miguel, dándole con una pelota en la cubierta. Los españoles contestaron el fuego y desembarcaron a un contingente de tropa bajo el mando personal de Goiti. Éste pronto se dio cuenta de que el fuerte estaba mal construido y que las troneras eran tan anchas que bien podían sus hombres entrar por ellas. Así lo hicieron y tomaron el fuerte e incendiaron la ciudad. Solimán huyó con su gente hacia el interior y Goiti, sin esperar a rendir la fortaleza de Tondo, regresó a Panay a darle la nueva a Legazpi. En mayo de 1571 Legazpi fue en persona a Manila, tomó nuevamente la fortaleza, así como la de Tondo, y fundó allí su capital con todas las solemnidades acostumbradas. El 3 de junio, frente al escribano Hernando Riquel, nombró a los alcaldes y demás autoridades necesarias y se distribuyeron los solares, dejando marcados sitios para las iglesias, conventos
y casas de gobierno. Posteriormente se hizo la paz con los rajás Solimán y Lacandola y se les concedieron, a ellos y a sus descendientes, ciertos privilegios y exenciones. Desde Manila se inició la conquista del resto de Luzón. El 20 de agosto de 1572 murió el adelantado, gobernador y capitán general de las islas Filipinas, don Miguel López de Legazpi y Gorrochátegui, y fue sepultado en el piso de la iglesia de San Agustín, en la misma ciudad de Manila. Al abrirse el pliego de sucesión, se vio que en caso de su muerte debería sucederle el maestre de campo Mateo del Saz, pero en vista de que ya había fallecido, como hemos visto, se escogió al segundo nombrado en el mismo pliego, Guido de Lavezares, quien de inmediato tomó posesión de su cargo y prosiguió con la política de pacificación y reparto de encomiendas que había iniciado Legazpi. Los otros cargos de la ciudad quedaron en manos de los que antes los tenían. Al morir Legazpi, dejaba en Filipinas a uno de sus nietos, originario de la Ciudad de México, el capitán Juan de Salcedo, hijo de doña Teresa de Legazpi. El adelantado tenía, a su muerte, cerca de 70 años y había pasado a la Nueva España, desde su Guipúzcoa natal, en 1528, y se había avecindado en la Ciudad de México donde, aunque no tuvo nunca repartimientos de indios con los que sustentarse, tuvo varios oficios, como el de escribano mayor del Ayuntamiento y secretario del Santo Oficio de la Inquisición. En estas funciones firmó el acta de relajamiento al brazo secular del único indio mexicano que fuera ejecutado por la Inquisición en México, don Carlos de Texcoco. También aparece su nombre entre los fundadores de la Real y Pontificia Universidad de México y entre los patronos constantes del convento de San Agustín. Al parecer, en la Nueva España no había desempeñado nunca cargos militares, ni se había hallado en ninguna conquista o entrada, pero en un memorial escrito un año antes de su salida a las Filipinas afirma haber sido capitán en España. Su nombramiento como capitán general de la armada, siendo ya un hombre de más de 60 años y sin experiencia en conquistas o guerras de indios, como les llamaban los españoles, parece un poco extraño, pero hay que tomar en cuenta que era un hombre respetado, amigo y probablemente deudo de fray Andrés de Urdaneta, y el gran piloto y fraile pudo influir para que se le nombrara. Estaba casado en México y tenía cuatro hijos varones y cinco hijas, para las cuales pidió desde las Filipinas una renta o una encomienda en la Nueva España que, con el tiempo, les fue concedida. En México dejó fama de hombre piadoso, serio en sus asuntos, culto y de obrar siempre con justicia y
rectitud. Antes de la muerte de Legazpi se habían establecido los fundamentos de la vida española en Manila y se había construido un fuerte provisional y unas galeras de madera y techo de palma de nipa que servían como iglesia y casa de gobierno. Las fortificaciones estaban artilladas con piezas que se habían traído de la Nueva España y otras que se habían arrebatado a los señores musulmanes de Manila y Tondo. Había en Filipinas, para esas fechas, unos 450 españoles, repartidos entre Manila, Cebú y Panay y sujetos todos al reglamento militar. Esto es, todos ellos tenían que tomar las armas, ya fuera para entradas de descubrimiento y conquista o para la defensa de sus ciudades. Las poblaciones indígenas pacificadas o, por lo menos, conocidas y en espera de ser ocupadas se habían distribuido ya en encomiendas, como veremos adelante. Al tomar Manila, varios de los pueblos comarcanos vinieron en paz a rendir vasallaje, y otros, que no quisieron hacerlo, fueron sometidos por la fuerza en expediciones bajo el mando, por lo general, de Martín de Goiti, Juan de Salcedo o Juan de la Isla. Las comunidades rebeldes eran, por lo general, musulmanas, como la de Macabebe en la Pampanga, que Goiti tuvo que sujetar y donde murió el famoso rajá Solimán de Manila, quien a pesar de haber firmado las paces con Legazpi se había unido a los musulmanes y pampangos y se había convertido en su caudillo. Otro de los pueblos con fortaleza que Goiti tuvo que tomar por la fuerza fue Navotas, sobre el río Passig y desde donde los musulmanes trataban de impedir el acceso a la laguna de Bay. Así se extendió la dominación española por Luzón, con muy escasos combates y ninguno de verdadera importancia, y se sometieron Laguna, Pampanga, Pangasinan, Ilocos, donde Juan de Salcedo fundó una nueva ciudad con el nombre de Villa Fernandina y que es actualmente Vigan. Es interesante observar la facilidad que tuvieron los españoles para estas conquistas en medio de poblaciones grandes, muchas de ellas con armas de fuego. Puede decirse que fueron varias las causas que facilitaron la conquista de Luzón, una vez tomadas y destruidas las fortalezas de los mercaderes musulmanes que hacía relativamente pocos años se habían establecido allí. Una de ellas fue, sin duda, la división de la autoridad entre los malayos que ya hemos visto anteriormente y que les impedía cualquier acción conjunta, aun en momentos de peligro. Otra causa, posiblemente más poderosa, era el dislocamiento que en las sociedades malayas de Luzón había provocado la penetración musulmana proveniente de Borneo. Los mismos españoles
pudieron observar, como se lee en la relación de Juan Pacheco y Maldonado o en la Anónima conquista de Luzón, que mientras en las Vizayas y Cebú no había prácticamente armas de fuego y fortalezas, en Mindoro y Luzón, donde había factorías musulmanas, éstas estaban protegidas por fuertes dotados de artillería. El hecho de que los rajás como Solimán y Lacandola tuvieran estas fortalezas, que eran inexpugnables para los indígenas armados sólo con arcos, flechas y lanzas, nos hace ver que estaban allí en son de conquistadores y que se habían establecido en esos puntos por la fuerza. Por lo tanto, a la llegada de los españoles la conquista ya estaba hecha, en el sentido de que se había roto el espíritu de resistencia de los naturales, los cuales ya estaban acostumbrados a la presencia de extranjeros más poderosos que ellos y que los dominaban. Así, la derrota de Solimán en Manila y la toma de las otras fortalezas cerca de la bahía de Manila y en la laguna de Bay no serán para los tagalogs y los pampangos actos de conquista que los afecten especialmente, sino más bien un cambio en el poder dominante. Hay que tener en cuenta que en esa zona los naturales aún no se habían convertido al islam, como en el sur, así que ni siquiera se presentó el problema religioso. Pero si entre los naturales filipinos no encontramos una gran resistencia a la conquista, en cambio entre los españoles apareció de inmediato el problema de conciencia que surge en todo el proceso de la expansión hispánica: Los hombres de Iglesia, los padres agustinos, dirigidos por fray Martín de Rada y fray Diego Herrera, opinan que la conquista ha sido un acto “tiránico” que se ha sujetado a los naturales por la fuerza y con lujo de crueldad. En su famoso Parecer acerca de los tributos, el padre Rada dice textualmente: … está claro ser injusta cualquier conquista que se haya hecho en estas islas por la fuerza de las armas, aunque haya habido causas para hacerla, cuanto más que en ninguna de ellas o casi ninguna ha habido causa alguna, porque como V. S. sabe, a todas partes se ha ido con mano armada y les ha requerido que sean amigos y den luego tributo y a las veces han rompido la guerra por no darles tanto cuanto les piden; y si no les quieren dar tributo sino defenderse luego, les han acometido e fecho guerra a sangre y fuego.
Aparte de negar la legitimidad de la conquista y de los métodos empleados en ella, el padre Rada expone la tesis de que no se puede en justicia cobrar tributo si no se da un servicio a cambio de ello:
¿Qué título ha habido para todos estos sujetarlos y ponerles tributo y ya que hubiera, con qué conciencia se les pide tributo adelantado, antes de que conozcan ni se les haya fecho beneficio alguno? Con qué título se les ha dado tres repelones de cantidad de oro a los ilocos, sin tener otra comunicación y trato con ellos más que ir allá y pedirles el oro y volverse? … En todo esto, no está claro que es injustísimamente llevado?
Ya anteriormente, desde 1570, cuando aún no se fundaba Manila, fray Diego de Herrera había expuesto argumentos semejantes en carta que le dirigiera al virrey de la Nueva España y en 1575, en carta dirigida también al virrey, el mismo padre Rada decía: “Porque no hacen más que llegar a un pueblo y decirle que si quiere paz y amistad con ellos, que den tributo y si no luego les hacen guerra; y esto sin darles noticias de Dios y de Su Majestad; de suerte que tan robado es el tributo que llevan, como lo que abiertamente roban”. Con la excepción del padre Francisco de Ortega, también agustino, que defiende abiertamente la actitud de Legazpi, mas no así la de Lavezares, en una carta que en 1573 dirige a don Martín Enríquez, virrey de la Nueva España, todos los sacerdotes agustinos que estaban entonces en las Filipinas se expresan duramente de Legazpi, Lavezares, Juan de Salcedo, Juan de la Isla, Martín de Goiti y de los otros capitanes, criticando tanto la brutalidad de sus métodos como su codicia. A Legazpi y Lavezares los tildan de incapaces de controlar a sus hombres debido a su edad avanzada. De Legazpi había dicho el padre Herrera: “… el Gobernador caduca ya de viejo, porque de él decían, antes que acá viniese, era muy buen cristiano y limosnero y acá se le va el alma tras de un poco de oro y por haberlo comete veinte bajezas indignas de su cargo, que tiene tan viva la codicia como si agora viniese al mundo”. De Lavezares escribe el padre Ortega: “… en nueve años que gobernó el buen viejo [Legazpi] que esté en gloria, no hubo tantas inquietudes y disensiones sino ha habido y hay de nueve meses a esta parte que Guido de Lavezares gobierna; por lo cual y porque es ya de más de 70 años de edad y creo desea quietud, es necesario el remedio”. Si estudiamos cuidadosamente los textos de los alegatos de los dos bandos y tratamos de encontrar la verdad, que es la tan discutida verdad de la conquista española, tropezamos con el problema, tanto histórico como filosófico, acerca de la verdad del hecho en sí y la verdad de la percepción que tenemos del hecho. Nosotros percibimos un hecho histórico sólo a través de lo que otros nos han relatado acerca de ello, así que en verdad no percibimos el hecho, sino lo que otros percibieron del hecho. Podemos
afirmar que la percepción no es nunca igual al hecho, así que lo que conocemos de la historia está, necesariamente, distorsionado por los defectos de percepción de quienes nos han relatado el hecho. Cuando el relator es testigo del hecho, la situación no mejora, antes bien, por lo general, se vuelve más confusa, ya que, como quien toma parte en el hecho, no lo podía ver con una verdad pura y objetiva, sino de acuerdo con sus propias características, sus pasiones y sus conveniencias. Además, las motivaciones de los diferentes testigos son diversas y afectan en forma distinta su juicio acerca de lo sucedido. Para los hombres de armas, la motivación principal en los 100 primeros años de la expansión estaba en el lema imperial, el Plus ultra de Carlos V; para los sacerdotes estaba en el mandato evangélico de ir y predicar a todas las naciones. Para los primeros el triunfo material, el abrir el camino para la cristianización y para la hispanización de los naturales, justificaba cualquier exceso de la conquista; para los segundos sólo la absoluta entrega de la caridad era válida para sujetar a los naturales. Lo notable de los españoles de ese tiempo es que se dieron cuenta, durante la acción misma, de la doble percepción del hecho histórico que estaban viviendo y no tuvieron temor a expresar sus miras divergentes. Esto nos da la medida de lo que era el español de la conquista, quien, a través de su historia, había logrado un notable sincretismo entre el poder de la fuerza bruta y el poder de la caridad. Así, el hombre de armas nunca pone en duda la necesidad que hay de la caridad y de buenos misioneros que extiendan sus bienes entre los naturales, y los hombres de la Iglesia, tal vez con la excepción del padre Las Casas, nunca ponen en duda la necesidad de la fuerza de la espada que les abra el camino para implantar la fe. Pero a la vez que la mayor parte de los clérigos comprendían la necesidad de los hombres de armas y de algunos de los métodos de conquista utilizados, no aceptaban los abusos que lógicamente cometían esos mismos hombres de armas. Pretendían que fueran guerreros con calidad de santos, como lo fueron, en el ánimo de los fundadores, las antiguas órdenes militares de las cruzadas o las españolas de Santiago y Calatrava. Este pensamiento de aunar al guerrero con el fraile aparece en Las Casas y su fracasada empresa en Cumaná y en la empresa de Pedro Fernández de Quiroz a las islas Salomón. Asimismo, los hombres de armas, conscientes de ese sincretismo, tomaban muchas veces actitudes de misioneros y exigían que los frailes llevaran una vida de absoluta entrega a su ministerio. Todos los conquistadores, aun los más crueles, piden insistentemente que se envíen a las tierras conquistadas
por ellos “frailes de santa vida” para que adoctrinen a los naturales. Por lo tanto, para tratar de entender la verdad de ese hecho histórico que llamamos la conquista española, hay que tener en cuenta al leer los documentos de esa época las diferencias en la percepción de acuerdo con el autor y, a la vez, ese sincretismo propio del español, donde se funden el misionero y el hombre de armas o, por lo menos, se ven obligados a marchar juntos, a un mismo acto, con una misma fe, pero con finalidades distintas. Debido a esto nos encontramos con dos pareceres, dados al mismo tiempo, acerca del tributo en Filipinas. Junto al de fray Martín de Rada que hemos visto y el del gobernador Lavezares. Para éste, hombre de armas y de letras por cierto, la conquista se justifica porque los anteriores regímenes de los naturales eran tiránicos e impuestos por medio de la fuerza y han sido los españoles quienes han traído la paz: … y ansí es grande la utilidad y provecho que [a] los naturales les vienen de estar los españoles en estas partes, la seguridad que tienen unos de otros y porque libremente acuden a sus tratos y granjerías sin ser impedidos de nadie y robados, lo cual no solían hacer antes que los españoles viniesen a estas partes, porque es cosa averiguada, pública y notoria, [que] en sus mismas casas los prendían y robaban y no eran señores de salir a pasear al mar que no los cautivasen, y agora no tan solamente están seguros en sus casas, pero van a diversas partes seguros y sin que se les haga mal alguno.
Por lo que se refiere al tributo, Lavezares considera que es justo y aun alega que es bajo el que se ha fijado y afirma: “… esto es cosa llana de entender que para la sustentación de los que en esta tierra viven, es muy necesario que los naturales ayuden con los tributos, como lo hacen en las demás partes de las Indias, y ellos no se tienen por amigos ni tienen seguridad ninguna sin haber pagado primero el tributo”. Así, para Lavezares la conquista, pacificación, reparto de encomiendas y tributos forman una cadena lógica y ya tradicional que redunda en una serie de beneficios para los naturales al implantar en su medio una vida política y ordenada. Por todas estas razones considera, sin criticar las personas de los frailes —como por cierto lo hacen ellos con las personas de los conquistadores—, que … aunque el parecer del padre provincial y de los demás religiosos sea fecho con celo santo y bueno, es muy dañoso al aumento de la población desta tierra y a la perpetuación de los españoles en ella y a los mismos naturales es pernicioso, porque sino pagan tributo a los españoles, han de quitarles sus bastimentos y cosas que tienen
para sustentarse, como se hacía antes que la tierra estuviese repartida y antes que pagasen tributo.
Así, vemos que en los primeros años el español ha vivido, durante la conquista, de la tierra, provocando con ello la carencia de artículos de consumo necesarios a los naturales y las hambres consecuentes. Pero una vez terminada la pacificación se establece la vida política y la encomienda, cuya finalidad principal era la de facilitar la adaptación de los naturales a su nueva forma de vida cristiana y a la vez permitir la sobrevivencia del conquistador y, por lo tanto, asegurar la permanencia de los misioneros. A los conquistadores les interesaba el sostenimiento de la encomienda por razones económicas; a la corona por razones políticas, y a los misioneros siempre y cuando fuera en favor de la cristianización y no en contra, como cuando se cometían abusos graves. De allí el constante estira y afloja en las discusiones y en la legislación acerca de las encomiendas. Pero, haya sido como haya sido, con los abusos que se conocen o se sospechan la encomienda dio sus frutos en cuanto permitió la estabilización de los nuevos reinos y de la vida política española en ellos. De otra manera, lo probable hubiera sido la liquidación total de las poblaciones indígenas. Así, por lo menos en cuanto a hecho histórico, la encomienda resultó un hecho eficaz. En Filipinas, la última conquista de importancia de los españoles, ya había permeado más profundamente el espíritu de la conquista pacífica que en los tiempos de Cortés o de Pizarro. Legazpi era, más que un caudillo militar, un hombre de letras y, además, ya anciano. Por otra parte, no era una empresa personal de él, como la mayor parte de las anteriores, sino que era de la corona. Legazpi llega a Filipinas con un grupo considerable de padres agustinos, perfectamente organizados y con larga experiencia en misiones y con gran ascendiente sobre los guerreros debido a su influencia en la corte virreinal y ante el rey mismo. Así, no se cometen crímenes inútiles, como las muertes de Cuauhtémoc en México o de Atahualpa en el Perú, ni hubo entre los agustinos sacerdotes que pidieran a gritos la muerte del vencido, como el padre Velarde en Cajamarca. Cuando ya los españoles se sintieron seguros en Manila y dominaron todo el centro de Luzón, y sobre todo cuando tuvieron la certeza de que la voluntad de Felipe II era que se poblaran las islas, Legazpi distribuyó las primeras encomiendas y fijó el tributo que los naturales debían pagar a los encomenderos en tres “maes” de oro al año por cabeza, lo cual equivalía a
seis reales de plata. Dicho tributo se podía pagar en oro o en especie: “… dos fanegas de arroz sucio y una manta de colores de dos varas de largo y una de ancho”. Otros pagaban con los productos de su región, bálsamos, cera, gallinas, puercos, etc. El monto del tributo era, más o menos, 50% que el que se había fijado a los indios de la Nueva España, por lo cual Lavezares lo consideraba muy bajo. Las encomiendas eran de diferentes proporciones e iban desde 3 000 o 4 000 tributantes, hasta 200 y aun menos. Como no había una regla fija para su reparto y se daban como un favor del gobernador, hubo grandes disputas sobre ello y el gobernador don Francisco de Sande, en un informe al rey, acusa tanto a Legazpi como a Lavezares de haber repartido las encomiendas sólo para favorecer a sus amigos y parciales y a los “gentileshombres de sus casas” y de no haber asignado los bastantes indios a la corona para el sostenimiento de la Real Hacienda. Hubo algunos encomenderos que recibieron indios en zonas que se conocían, pero que no se habían pacificado, con lo cual resultaba imposible sobrar el tributo. Por lo tanto, había grandes diferencias en las rentas que recibían los españoles y mientras unos vivían con cierta opulencia otros pasaban hambres y miserias y tenían que ser socorridos por las Cajas Reales. La encomienda afectó en poco a la vida indígena en Filipinas, pero no así el “repartimiento”, sistema mediante el cual los naturales estaban obligados a prestar su trabajo personal, tanto al encomendero como a la corona, mediante una pequeña paga. El sistema trajo una serie de revueltas que habrían de durar, en Filipinas y en el Perú, hasta fines del siglo XVIII. Mediante el repartimiento se pudieron construir las fortificaciones de Manila, los conventos y las iglesias tanto de la capital como de las provincias y, sobre todo, se fabricaron los grandes galeones en los astilleros de Cavite y de Arévalo. Este último aspecto, permanente durante toda la vida colonial hasta los albores del siglo XIX, fue el que mayores daños causó a la población indígena, más que nada por el inhumano trabajo de corte y acarreo de maderas hasta los astilleros. Esto interfería mucho más con la vida indígena que el tributo, ya que desorganizaba los pueblos y comunidades y muchos de los hombres jóvenes que salían a cumplir con el repartimiento no regresaban a sus lugares de origen, desarticulando así la vida filipina del campo. En los primeros años de la presencia hispánica en Filipinas, siguiendo también en eso la costumbre establecida en América, los caudillos españoles utilizaban grandes ejércitos indígenas en sus correrías a otras islas o a la tierra firme de Asia y los filipinos concurrían gustosos a estas empresas, por más que se
mostraran renuentes al trabajo en el repartimiento. La razón de esto la encontramos en la misma vida malaya, donde la guerra es la ocupación del hombre y la que le da prestigio. Así, los datus y sus hombres seguían gustosos a caudillos españoles que se habían mostrado hábiles en las guerras. Los misioneros, que tanto protestaran por el tributo y las encomiendas, no alzaron su voz en contra del repartimiento ni en contra del uso de guerreros filipinos en las empresas de expansión. Establecida ya en forma más o menos permanente la nueva colonia, pronto se vio que a pesar de los tributos y las encomiendas la riqueza tan soñada y que había movido a los conquistadores a abandonar España o la Nueva España no existía. El oro era escaso y las buenas minas estaban en lugares lejanos y de difícil acceso, entre poblaciones bárbaras que resultaba casi imposible sujetar. Así, no se contaba con la suficiente mano de obra y sí con muchos peligros entre los famosos cazadores de cabezas, por lo cual la minería fue quedando en manos de algunos indígenas que se aventuraban a buscar arenas doradas en los ríos para el pago del tributo. De las codiciadas especias, sólo se producía la canela y de calidad inferior a la de Ceilán. Otros productos exportables, como las telas de algodón de llacas o la cera, no alcanzaban grandes precios en la Nueva España ni se producían en tal cantidad que se pudiera cimentar con ellos una economía. Por lo tanto, si la colonia había de establecerse en forma permanente, como era la intención real, era necesario encontrar nuevos arbitrios para que los españoles pudieran vivir en ella y los misioneros seguir adelante en su labor, sin que el costo total de ello recayera sobre las Cajas Reales de la Nueva España. Ya para esas fechas se había iniciado la costumbre, que habría de durar hasta la independencia de México, de que la tesorería mexicana cooperara con una cuantiosa suma anual, llamada el “situado”. Desde el viaje de Magallanes, Pigafetta se había dado cuenta de que existía un comercio intenso entre China y las Filipinas y en los cronistas subsiguientes son muchas las menciones que hay sobre ello, pero al parecer fue el piloto Juan Pablo Carreón el primero que se dio cuenta de la importancia que podría tener este comercio y afirmaba que las islas no se podrían sustentar sin que se estableciera ese comercio. En este punto, la Iglesia y la administración civil se encontraban totalmente de acuerdo: los misioneros porque veían en el comercio una posibilidad de penetrar en China y los soldados y administradores no sólo por el fruto que esperaban del tráfico, sino porque aún soñaban con la conquista de toda el Asia, o por lo
menos de China. Según el padre Zúñiga, en 1571 Juan Pablo Carreón encontró un junco de comercio chino que naufragaba en las costas de Luzón y pudo salvar a los tripulantes a los que dejó en completa libertad y buscó la forma para que pudieran regresar a Cantón. Al año siguiente los comerciantes que iban en dicho junco regresaron a Manila, llenos de gratitud por el favor que se les había hecho y ansiosos de probar, con alguna mercancía, las posibilidades del comercio con esos nuevos “bárbaros” que llegaban, y así se inició el comercio. Probablemente sea un hecho cierto que Carreón haya salvado a los náufragos chinos y que el comercio en Manila se haya iniciado entonces, pero hemos visto que en el San Pedro, el primer galeón en regresar con Urdaneta en 1565, ya iban varios artículos chinos. Así, lo que se inició conforme al relato de Zúñiga fue el tráfico en Manila. En el galeón de 1573 iban a Acapulco 712 piezas de seda y 22 000 de porcelana fina. Dada la enorme importancia que para la historia del océano Pacífico, sobre todo de Filipinas, de México y China, tuvo este comercio, merece que se le dedique capítulo aparte. Baste decir aquí que, gracias a él, se pudieron sustentar los españoles en Filipinas durante 250 años. En esos principios en Asia muchos de los españoles, que soñaban aún con ser émulos de Cortés o de Pizarro y no se conformaban con ser mercaderes, meditaban en la posible conquista del imperio de la China. El gobernador Sande instaba a Felipe II para que autorizara esa conquista y opinaba: “el aparato que es menester para esta jornada son de 4 mil a 6 mil hombres, armados de pica y arcabuz con los navíos, artillería y municiones necesarios”. Y más adelante agrega: “La guerra con esta nación de China es justísima”. Hay que hacer notar que Sande tenía una animadversión especial por los chinos y además conocía, no sólo en forma superficial, sino que completamente errado, lo que eran la cultura y la realidad chinas. Este desconocimiento hacía pensar constantemente a los españoles de aquella época en la posibilidad de la conquista, cosa comprensible si tomamos en cuenta que a la ignorancia de las cosas chinas se aunaba el conocimiento de los hechos de los castellanos en las Indias. Así, en 1573 Diego de Arteaga le propone a Felipe II entrar en China con 80 hombres y recorrer toda la costa hacia el norte hasta encontrar las costas septentrionales de la Nueva España. Diego García de Palacios, de la Audiencia de Guatemala, pensaba organizar a los españoles que no tenían oficio ni beneficio en la Nueva España en un ejército de 4 000 hombres y, con otros que le proporcionara su amigo el
gobernador Sande en Filipinas, conquistar el imperio. Años más tarde, el factor Juan Bautista Román opinaba que, con el favor de Dios, bastaba con 7 000 españoles para conquistar China. En muchos de esos proyectos de expansión hacia el Celeste Imperio se pensaba en utilizar auxiliares japoneses, quienes, según los españoles, eran enemigos irreconciliables de los chinos. Pero lo que Sande y otros españoles sólo soñaban con hacer en China, un chino intentó realizarlo en las Filipinas. Se trataba de un poderoso corsario de la costa del sur de China, más que corsario, pirata, ya que no llevaba patente alguna de corso y era enemigo de su propio rey. Era éste Li Ma Hong, conocido entre los españoles y filipinos como Limahon, quien tenía a sus órdenes una gran flota de juncos y mandaba sobre 4 000 o 5 000 hombres de guerra. Según el informe que Sande enviaría más tarde a la corte española, Limahon capturó a uno de los juncos chinos que regresaba de Manila a Cantón, “los cuales llevaban algún oro y muchos reales de plata mexicanos”. Interrogados sobre ello por el pirata, los pobres mercaderes contaron “que lo llevaban de Luzón, de la Contratación de los Castillas”. Además, el piloto, probablemente para salvar su vida, informó que los españoles de Luzón andaban dispersos por muchas partes y sin ningún cuidado por su seguridad. Limahon entonces resolvió atacar a esos “castillas” que tenían tanta plata y hacerse dueño y rey de Luzón, en vista de que ya esos mismos castillas habían destruido las fortalezas musulmanas que antes protegieran la isla. Un amanecer, en la costa de Zambales, topó con una pequeña galera española que Juan de Salcedo había enviado desde Ilocos a Manila por bastimentos, y la atacó. Los 22 españoles que iban a bordo trataron de defenderse con un cañón que llevaban y que tenía el extraño nombre de Vigilantib, pero se incendió el barco y los castellanos tuvieron que saltar al agua, donde fueron muertos por los chinos o se ahogaron. Limahon pudo apagar el fuego de la galera y hacerse dueño del cañón que habría de desempeñar más tarde, en contra de los españoles, un papel importante. Siguió navegando en demanda de Manila y un amanecer, sin ser sentido de nadie, ancló frente a Cavite. Aunque los de Manila no se dieron cuenta de la llegada de esta flota, uno de los soldados de Salcedo vio desde la costa de Zambales el incendio de la galera española y la gran flota de juncos de guerra, con lo cual dio noticia inmediata a su jefe de esa extraña novedad. Salcedo, sin saber bien a bien qué pudiera ser aquello, pero con la conciencia de que Manila estaba desguarnecida y sin los suficientes hombres para su defensa, emprendió la
marcha tratando de seguir desde tierra a la flota del pirata. Al amanecer el 30 de noviembre Limahon ordenó el desembarco de unos 400 hombres en la playa de Manila y el ataque de la ciudad. Algunos naturales y un japonés vieron la llegada de los barcos y corrieron a la casa del maestre de campo Martín de Goiti, que quedaba fuera de las fortificaciones, para decirle que llegaban los piratas moros de Borneo. Goiti, que estaba enfermo en cama, les dijo que seguramente estaban equivocados, pues no era ese tiempo de incursiones de piratas moros del sur y que lo dejaran dormir en paz. En eso estaban cuando llegaron los chinos a la casa y la atacaron. Goiti, su mujer y los que con él estaban se defendieron cuanto pudieron, pero los chinos pusieron fuego a la casa y, finalmente, mataron al maestre de campo y a varios de sus compañeros. La mujer, malherida, pudo huir y esconderse en unos hierbazales. La conmoción puso sobre aviso a los de la ciudad y el gobernador Lavezares ordenó a todos que se aprestaran a la defensa. Había en la ciudad unos 70 españoles que, con pocas esperanzas de salvarse al ver la gran flota del corsario, se dispusieron a morir luchando. En el combate los arcabuces españoles lograron matar a unos 70 u 80 chinos y los piratas tuvieron que embarcarse de nuevo. Murieron 14 españoles y los restantes se dedicaron, en cuerpo y alma, a reparar las defensas de la ciudad y montar la artillería que, en su mayor parte, se encontraba tirada en la playa. Terminada la batalla, un comerciante chino avecindado en Manila se acercó a Lavezares para informarle sobre quién era Limahon y cómo no era un enviado del emperador de China, sino un pirata, enemigo del mismo emperador, quien había puesto precio a su cabeza por los muchos daños que había hecho en la costa china. Aconsejó además que se quitara la palma de nipa de los techos de las casas para que no se incendiara tan fácilmente la ciudad, pues los chinos eran hábiles en arrojar bombas de fuego, cosa que se hizo al instante. Esa misma noche, con la llegada de Juan de Salcedo con un refuerzo de 50 hombres, mejoró el ánimo de los defensores y se trabajó sin descanso en las fortificaciones usando para ello cajas, barricas, tablazones y lo que hubo a mano. Dos días más tarde el mismo Limahon dirigió el ataque con cerca de 1 000 hombres, pero fue nuevamente rechazado y en el combate murieron tres españoles y, según Sande, quien llegó a Manila poco después del suceso, más de 200 chinos. Pero la victoria de los castellanos no fue tan completa que pudieran evitar el reembarque de los piratas y su salida de la bahía. La ciudad de Manila, que era de madera y palma, quedó casi totalmente quemada y tanto la iglesia de San Agustín como la parroquia
fueron destruidas con todo cuanto tenían dentro. La noticia del ataque a Manila se extendió como un reguero de pólvora por todo Luzón y las islas cercanas y muchos de los naturales aprovecharon la coyuntura para volverse en contra de los españoles, que estaban dispersos en diferentes sitios creyendo que el núcleo principal de ellos había sido completamente destruido en Manila. Muchos de los conventos y centros misionales fueron quemados y varios españoles muertos y otros, como el padre Albuquerque, pasaron graves peligros y se pudieron dar cuenta de que hombres convertidos ya al cristianismo, como el tal don Pedro de Mindoro, se revolvían en contra de ellos, cosa que el padre Albuquerque encuentra natural: “… voló luego la fama por toda la isla y otras partes de manera que fue causa para que no sólo los comarcanos más los muy apartados pueblos se rebelasen e hiciesen y demostrasen lo que tenían en el corazón, de lo cual no me maravillo porque tales son las obras que los españoles les hacen…” La rebelión de los naturales duró sólo hasta que se supo que los españoles habían vencido a los piratas y los habían arrojado de la bahía de Manila, y cuando Salcedo fue a desalojar a Limahon, que se había hecho fuerte en Pangasinán, llevaba 1 500 aliados indígenas. Las noticias de Manila hicieron que todos los españoles que andaban dispersos en diferentes empresas, sobre todo la pacificación de Camarines, se concentraran en Manila y con ellos y los indios aliados marchó Salcedo en contra del pirata. En los primeros encuentros en el río de Bolinao pudieron los españoles quemar la flota de juncos, pero no lograron capturar el fuerte que estaba en una isla y desde el cual se les causó muchos daños con el famoso cañón Vigilantib. El sitio se prolongó durante cuatro meses y el 3 de agosto de 1575 Limahon logró, después de haber construido algunos barcos dentro del fuerte, romper el sitio, salir al mar y desaparecer. Sande critica vivamente a Salcedo por no haber podido tomar preso al corsario. Mientras los españoles estaban sitiando la fortaleza de Limahon, llegó a Manila un enviado del emperador de China para hacer saber a Lavezares que el emperador era enemigo del corsario y para asegurarse que éste no regresaría nunca a China. El enviado viajó a Pangasinán y trató de conseguir que el pirata se rindiera, pero ante la negativa de éste regresó a Manila. Allí convino en llevar a China a una delegación española compuesta por los padres Rada y Gerónimo Martín, el alguacil mayor de Cebú y algunos otros vecinos. Los padres iban con el afán de explorar las posibilidades de una conquista espiritual y los otros con el de ampliar el comercio. Llevaban
regalos apropiados para los virreyes de Fu Kien y Ching Chaw y lograron hacer el viaje sin ningún tropiezo y regresar el 28 de octubre de 1575 con maravillados relatos del buen trato que se les había dado y la grandeza de las poblaciones que habían visto. Con ellos venía una nueva embajada china, que pedía a los españoles la destrucción total de la fuerza de Limahon, sin saber que éste ya había escapado. Esta embajada no la pudieron presentar ante Guido de Lavezares, que estaba sujeto ya a su juicio de residencia en vista de que había llegado el nuevo gobernador y capitán general, el doctor don Francisco de Sande, oidor de la Real Audiencia de México. El nombramiento del doctor Sande se debía, probablemente, a informes que había dado en el Consejo de Su Majestad fray Diego de Herrera en el sentido de que ya Lavezares estaba muy viejo e incapacitado para el mando. Por lo tanto fue el nuevo gobernador quien recibió a los embajadores chinos y, dados los buenos informes que le proporcionó el padre Rada, los despachó con buenos regalos. Al poco tiempo, en abril del año siguiente, llegó un nuevo emisario de China para informar a Sande que el emperador había designado una isla, cerca de Cantón, para que se llevara a cabo allí el comercio con las Filipinas y que los españoles podían ir allá y traficar en las mismas condiciones que los portugueses en Macao. Sande, como se puede observar en el largo informe que escribió al rey, era hombre de carácter duro e inflexible, que encontraba defectos en todo. Por alguna razón que no está clara, parece que había cobrado una especial antipatía a los chinos, de los cuales se expresa en los términos más despectivos: “Es gente ruin y desvergonzada y muy pedigüeña”, dice. Y en otra parte de su informe opina, demostrando el absoluto desconocimiento que tenía de lo que era China: “Es gente cobarde, tanto que ninguna anda allá a caballo, con haber muchos caballos, porque no osan subir a caballo y ninguno trae armas”. Y más adelante: “Son todos grandes haraganes que, por no sembrar, si no los fuerzan a ello, no cogen, y venden los hijos con necesidad para comer por poca cosa”. Al parecer los emisarios primeros le habían informado al virrey de Cantón que ya el pirata había sido hecho prisionero y ahora le rogaban a Sande que informara en el mismo sentido. Sande no accedió a ser parte en ese engaño y despachó a los emisarios con cajas destempladas y sin regalos. Muchos de los vecinos de la ciudad, que veían ya los buenos frutos del comercio con China, al igual que los padres agustinos que se veían ya predicando en Cantón, le rogaron a Sande, que reconsiderara su determinación, pero él se negó. Los padres Rada y Albuquerque habían acordado con los chinos embarcarse con ellos para
regresar a Cantón y así lo hicieron, pero los chinos, enojados por la actitud de Sande, los desembarcaron en las costas de Bolinao por la fuerza y dejaron a los dos sacerdotes atados a un árbol después de matar a un criado filipino que iba con ellos y al intérprete chino. La idea era que los naturales de esas costas mataran a los dos frailes, pero éstos se salvaron milagrosamente debido a que el sargento mayor, Juan de Morones, pasaba por ese sitio y los rescató y envió a Manila. Con este incidente, el gobernador Sande decretó romper toda relación con los chinos. El 11 de marzo de 1576 murió, mientras visitaba su encomienda en Ilocos, el capitán Juan de Salcedo, nieto de Legazpi, a la edad de 27 años. Había pedido licencia para regresar a México a cuidar de sus hermanos que quedaron huérfanos, pero una fiebre lo mató antes de que pudiera embarcarse. Su cadáver fue llevado a Manila y enterrado en San Agustín, junto al de su abuelo y al de Martín de Goiti. Al leerse su testamento, se vio que dejaba sus encomiendas a beneficio de los mismos naturales encomendados. A pesar de algunas opiniones en contra suya, emitidas por Sande y algunos otros, el consenso general era que fue en vida no sólo un muy buen capitán en acciones de guerra y de conquista y pacificación, sino un hombre caritativo y humanitario, bien querido por los naturales, quienes lo seguían gustosos en sus empresas. Esto parece confirmarse en su testamento, pues aunque era soltero sabía que sus hermanos en México no estaban en buena situación económica y aun así prefirió beneficiar a sus encomendados. El gobernador Sande, disgustado profundamente con los chinos, trató de extender su gobernación hacia el sur, con la esperanza de poder volver a controlar el tráfico de las especias. La oportunidad se la brindó la llegada a Manila, en 1577, de Sirela, depuesto sultán de Borneo, a quien su hermano había despojado del trono. Venía a pedir ayuda a los españoles para recobrarlo y a cambio ofrecía convertirse en vasallo del rey de España. Sande vio en esto una oportunidad única para extender sus conquistas sin escrúpulos morales ni protestas de los agustinos, ya que lo hacía a petición del legítimo señor de Borneo, quien de su libre voluntad aceptaba el vasallaje. Para llevar a cabo su proyecto reunió un ejército de 400 españoles y 1 500 naturales, junto con 300 guerreros musulmanes de los parciales de Sirela. Pudo, sin dificultades, llevar su ejército a Borneo y reponer en el trono a Sirela y hasta pensó en construir allí una fortaleza, pero el clima y las enfermedades empezaron a diezmar a la gente y optó por regresar a Manila. La empresa, por lo tanto, no dio los frutos apetecidos, ya que dos años más tarde Sirela fue
nuevamente arrojado del trono y el gobernador Ronquillo tuvo que enviar una nueva expedición a defenderlo. Al regresar de Borneo, Sande le ordenó al capitán Esteban Rodríguez de Figueroa que reconociera las costas de Jolo y Mindanao. En el primero de esos sitios, el sultán Ilog Pangilán presentó combate y fue derrotado y, al firmar las paces, aceptó el vasallaje al rey de España. Por su parte, el capitán Gabriel de Rivera logró derrotar al sultán Buhayen y establecer una fortaleza en Mindanao, con lo cual la gobernación de Filipinas empezó a cobrar su forma definitiva desde el norte del Borneo hasta el norte de Luzón, aunque el dominio español era efectivo sólo en partes de Luzón, Mindoro, Cebú y las Vizayas. Por ese tiempo, debido a las constantes noticias que llegaban, tanto a México como a España, de las cosas de Filipinas, la corona pareció tomar nuevo interés en esa empresa, tanto por consolidar su dominio en las islas en sí, como por estar cerca de las puertas de China que las convertían en una estupenda base de operaciones para la conquista, ya sea militar o espiritual, del Imperio del Medio. Por todas estas circunstancias, Felipe II resolvió elevar a Manila a sede episcopal y propuso como el primer obispo a fray Domingo de Salazar, dominico de muy larga experiencia misional en la Nueva España. A la vez, para incrementar la población española en las islas, se aceptó la propuesta del alguacil mayor de la Audiencia de México, don Gonzalo Ronquillo de Peñaloza, el cual, a cambio del título de gobernador y capitán general vitalicio, se comprometía a traer a su costa 600 españoles, tanto soldados como labradores con sus familias. Ronquillo salió directamente de España con la gente convenida y, aunque tuvo una pérdida considerable en una tempestad al salir de España, logró rehacer su expedición y tomó el rumbo de Panamá, donde se les había preparado dos galeones para su traslado a Filipinas. Asimismo, en 1577 llegaron a Manila los primeros 15 franciscanos para auxiliar a los agustinos en la labor misional. Todo esto nos hace pensar que la corona, después de la larga espera en Cebú, deseaba ya el rápido progreso de la nueva colonia en todos sentidos, tanto en el espiritual, con la creación de una sede episcopal y la mayor concurrencia de misioneros, como en el político, con el aporte de más soldados y colonos. Cierto es que en la corte había habido grandes dudas acerca de la conveniencia de sostenerse en Filipinas, pero para esas fechas ya se habían disipado totalmente y se pensaba en un establecimiento de gran importancia desde el cual se abriera, para la fe y para España, toda el Asia oriental. Es posible que
la muerte del rey don Sebastián de Portugal, sin herederos directos, hiciera ver la posibilidad de que Felipe II heredara también esa corona. Sabemos que aún en vida del sucesor de don Sebastián, el cardenal don Enrique, los agentes de España forjaban un partido portugués en pro de la candidatura de Felipe en contra de la del bastardo prior de Crato. Con este pensamiento de anexar Portugal a la corona de Castilla, la posesión de las Filipinas cobraba una nueva importancia, pues estaba prácticamente dentro del Imperio portugués en Asia.
CAPÍTULO VII
Los mercaderes y hombres de negocios es la mayor parte de los residentes en las islas, por la ocasión de las muchas mercaderías que a ellas acuden (fuera de los frutos de la tierra) de China, Japón, Maluco y Malaca, Siam y Camboya y Borneo y otras partes en que hacen sus empleos y cada año los cargan en los navíos que salen para la Nueva España. Sucesos de las islas Filipinas ANTONIO DE MORGA
El continente austral. Papel del Perú en las exploraciones al sur del ecuador. Álvaro Mendaña de Neira. Nuevas rutas de navegación por el Pacífico. Pedro Fernández de Quiroz. Nueva Jerusalén y la Orden del Espíritu Santo. La de Quiroz, última gran aventura hispánica en el océano Pacífico. Misioneros en Filipinas. El galeón. Vida de los chinos en Manila. Relaciones con el Japón. LOS ESPAÑOLES, para 1670, conocían ya tres grandes rutas a través del océano Pacífico: la trazada por Magallanes y seguida luego por Loayza, desde el estrecho a los 52° de latitud sur, rumbo al noroeste, hasta cruzar el ecuador y luego, a los 10° de latitud norte hasta las Filipinas; la ruta seguida por Saavedra Cerón, llamada por lo tranquila y segura la Ruta de las Damas, que partía de las costas de la Nueva España y, por el paralelo 12 norte, con buenos vientos constantes de popa, llevaba hasta Guam y de allí al estrecho de San Bernardino y las Filipinas, y la del tornaviaje, descubierta por Urdaneta, remontando desde las costas de Luzón hacia el norte, hasta los 43° y luego torciendo al sureste, para llegar a las costas americanas entre los 30 y los 35 grados de latitud norte. Estas tres rutas, si bien eran las fundamentales para el tráfico entre México y el Oriente, dejaban hacia el sur un enorme
triángulo sin descubrirse, que se extendía del estrecho de Magallanes a Guam y la Nueva Guinea. Y en este enorme vacío la imaginación de los geógrafos colocaba el quinto continente, llamado “Austral”, donde seguramente habría toda suerte de riquezas y de secretos admirables, amén de naturales que convertir a la fe de Cristo. Este continente, según los cartógrafos, estaba separado de América por el estrecho de Magallanes, así que la Tierra del Fuego no era una isla sino parte de esa inmensidad de tierra que, según Sarmiento de Gamboa, era necesaria para equilibrar las masas de agua y tierra sobre la superficie del globo. Y seguramente en ese continente se encontrarían todos los lugares mitológicos que ya se esperaba hallar en América o en Asia. Allí sin duda estarían las islas maravillosas en las cuales el rey Salomón había logrado el oro para el templo de Jerusalén y la Antípoda, donde los habitantes tenían la cabeza colocada bajo los hombros. Así como la empresa de la especiería, desde un principio le correspondió a la Nueva España, la del sur del ecuador cayó en suerte a los peruanos, quienes en verdad tenían mayores elementos marítimos que los mexicanos para llevar a cabo ese tipo de empresas. La vida del Virreinato del Perú, el cordón umbilical que lo ligaba con España, a través de Panamá, era el mar, lo mismo que por mar era la única ruta viable que lo unía a la Gobernación de Chile. La Nueva España no necesitaba más flota que la que iba de Veracruz a España, pero Perú necesitaba de dos flotas, la del Atlántico que llegaba hasta Panamá y la que iba de Panamá al Callao y seguía hasta Valparaíso y Concepción. Tal vez la conciencia de esta ruta marítima, que dependería exclusivamente del Perú y no, como la del Atlántico, de España, movió hasta cierto punto a Francisco Pizarro a fundar su capital en la costa, para asegurarse así de la línea de comunicación tan necesaria. Así, Lima, con el Callao, se convirtió en una ciudad mercantil y marítima. Para el hombre de la Nueva España, en las grandes ciudades que iba fundando, con la excepción de la siempre malsana y temida Veracruz, el mar era algo remoto, que no afectaba fundamentalmente su vida. En México, Puebla, Valladolid, Guadalajara o Monterrey el mar estaba lejos y las ciudades, así como las gobernaciones, audiencias y las capitanías, se comunicaban, incluyendo la de Guatemala, por rutas terrestres y la flota de la plata, que llegaba a Veracruz, se armaba en España, con tripulantes españoles en su gran mayoría. En el golfo de México no había astilleros grandes, como fue necesario hacer en las costas del Pacífico desde el principio de su descubrimiento. Pero la población de la Nueva España se concentró en el altiplano y raramente bajaba a las
ardientes costas del Pacífico, donde no se fundaron ciudades de importancia. La población marítima que se forjó en esas costas no tenía más razón de ser, al principio, que la exploración y, posteriormente, el tráfico con las Filipinas, pero era una población ajena al resto de la naciente república y los pilotos, como veremos adelante, generalmente eran extranjeros y la marinería reclutada a la fuerza o formada por chinos y malayos. Pero el Perú tenía una verdadera necesidad del mar y, por lo tanto, es lógico que apenas asentado el gobierno apacible del marqués de Cañete se hubiera interesado por explorar esos mares que le quedaban enfrente y en los cuales pudieran hallarse tierras que eclipsaran por sus riquezas todas las ya conocidas. Por un lado se buscaban insistentemente en las selvas amazónicas, donde se habían situado una serie de lugares míticos, como la Ciudad de los Omaguas, el País de la Canela y el Reino de las Amazonas, los cuales, desde el viaje de Gonzalo Pizarro y Orellana, ya habían costado muchas vidas y mucha hacienda. En busca del mito marítimo, el 19 de noviembre de 1567 salió del Callao el joven Álvaro Mendaña de Neira, sobrino del presidente de la Real Audiencia, Lope García de Castro, al frente de dos naves y llevando como segundo en el mando, piloto y, probablemente, inspirador de mucha parte de la aventura, a Pedro Sarmiento de Gamboa, de quien más adelante se hablará con amplitud. Iban en busca del continente austral y de las islas del Rey Salomón. Sarmiento había trazado la ruta por los 16° de latitud sur, directamente hacia el poniente, así que del Callao zarparon rumbo al suroeste y, al llegar a la latitud deseada, hacia el oeste, durante 800 leguas, sin ver tierra alguna. Sarmiento entonces resolvió navegar en zigzag, primero al noroeste y luego al sudoeste para, en esa forma, recorrer mayor superficie de mar. Es curioso observar esta determinación de Sarmiento. Sus conocimientos geográficos sobre esa zona eran seguramente los mismos que sirvieron a Abraham Ortelius para su famoso mapa de 1570, publicado en Amberes en el Theatrum Orbis Terrarum, en el cual se ve que el continente austral se extiende desde la Tierra del Fuego, que forma parte de él, hasta la costa norte de Nueva Guinea, un poco al sur del ecuador. Si Mendaña y Sarmiento buscaban ese continente, no tenían más que navegar hacia el sur para dar con él, de acuerdo con Ortelius, quien, en esto, copiaba a Mercator. Pero navegando, como lo hicieron, en zigzag al norte y al sur, perdían el tiempo, precioso en esas empresas, ya que al norte no esperaban encontrar nada. A los 24 días dieron con una isla pequeña y baja, un atolón típico, a la que pusieron por nombre isla de Jesús y que probablemente es una del grupo
de las Ellice. De ser así, lo que parece comprobarse por su siguiente escala en Santa Isabel, se habían remontado mucho al norte, más o menos hasta los 7° latitud sur. La isla estaba poblada y salieron unas canoas hacia el barco. Mendaña hubiera querido esperarlas, pero sobrevino una mar fuerte, que se convirtió en tormenta, y no habiendo abrigo en la costa se alejaron de ella rumbo al suroeste. Después de estar a punto de estrellarse en unos bajos coralinos que llamaron, por ser el 2 de febrero, de la Candelaria y de los cuales se salvaron, según el piloto Hernán Gallego, por milagro, vieron el día 9 una tierra alta y grande que les pareció tenía que ser el continente austral. Al acercarse a ella se vieron entre unos arrecifes, donde reventaba con fuerza el mar y sin fondo para poder anclar, mientras que el viento y la marea los llevaban sin remedio a su destrucción. De pronto surgió frente a ellos una estrella y el piloto resolvió seguirla y dio con un paso entre los arrecifes y un buen puerto. Hernán Gallego, el piloto, piadosamente dice que se encomendó a la virgen Santísima y que gracias a ella se pudieron salvar, pues Ella les puso enfrente ese lucero para que los guiara. Los naturales le llamaban a su tierra Samba pero Mendaña la bautizó con el nombre de Santa Isabel, que aún conserva. Los españoles desembarcaron y entraron en tratos con los naturales, pero el canibalismo de éstos pronto llevó las cosas a extremos. Uno de los jefes, que ellos llamaban tauriquis, para halagar a Mendaña, le llevó como regalo un muslo de hombre asado. El joven capitán se negó naturalmente a comerlo y ordenó que se enterrara allí mismo, frente al tauriqui, quien se sintió gravemente ofendido y empezó a tratar con desprecio a los españoles. Mientras tanto, el maestre de campo, Pedro de Ortega, había hecho una incursión de ocho días y llegó con la nueva de que indudablemente no se trataba del continente austral, sino de una isla relativamente pequeña. Mendaña resolvió construir un bergantín que le permitiera explorar las costas sin poner sus navíos en riesgo de encallar y envió en él al mismo maestre de campo y al piloto Hernán Gallego. En un mes de exploraciones se dieron cuenta de que estaban en medio de un archipiélago y reconocieron y bautizaron las islas de Ramos, Galera, Buena Vista, Florida, San Dimas, San Germán, Guadalupe, Sesarga, Guadalcanal y San Jorge. Muchas de ellas conservan sus nombres y se hicieron famosas en todo el mundo durante la guerra del Pacífico. Dado que las tierras halladas no eran el continente austral, las bautizaron con el nombre del segundo de los mitos, el del oro del templo de Jerusalén, y les pusieron islas del Rey Salomón.
Pronto los españoles se dieron cuenta de que no había oro en las islas que habían descubierto y los naturales empezaron a mostrar su impaciencia por la partida. La ofensa al tauriqui había provocado el primer alejamiento y ahora los indígenas se daban cuenta de que los nuevos huéspedes consumían enormes cantidades de víveres y que los espejos y demás bujerías no servían de gran cosa. Mendaña, viendo esto y no queriendo guerra con los melanesios, resolvió zarpar de allí, lo que hicieron el 8 de mayo hacia Guadalcanal, donde el maestre de campo había dicho que abundaban los mantenimientos. Tal vez abundaban, pero los naturales no estaban dispuestos a compartirlos y recibieron a los españoles en son de guerra, hubo algunos encuentros, y los de Guadalcanal conocieron el poder de los arcabuces, “el buen cortar de las espadas” y el acostumbrado incendio de sus caseríos. De allí pasaron a San Cristóbal, donde tuvieron nuevos encuentros y la situación empezó a hacerse angustiosa, ya que a pesar de las fáciles victorias sobre los indígenas no había forma de conseguir víveres. Ante esta perspectiva, Mendaña resolvió dar vuelta al Perú, para que se conociera su descubrimiento y conseguir refuerzos con los cuales seguir adelante en sus empresas en busca del continente austral. Hubo una larga discusión acerca de la ruta que se debería seguir para el regreso, ya que muchos querían poner la proa directamente al oriente, cosa que los pilotos decían que era imposible, debido a los vientos reinantes y que era necesario remontarse hacia el norte, hasta la ruta que había trazado fray Andrés de Urdaneta. Privó esta última opinión y tomaron rumbo al norte, donde dieron con algunas de las islas Marshall, una de las cuales ya había visitado Lope Martín en el malhadado galeón San Jerónimo, y por fin, con las acostumbradas hambres, enfermedades, tempestades y desastres, pudieron llegar al puerto de Santiago, en las costas de Colima, de la Nueva España. Era el 23 de enero de 1569. En cuanto al fruto de esta empresa, la mejor definición fue la dada por el licenciado Juan de Orozco en su informe a Felipe II: “… en estas descubiertas no hubo muestras de especiería, ni de oro ni de plata, ni de otra mercadería ni aprovechamiento y la gente era toda desnuda”. Pero si la expedición, comercialmente hablando, resultó un fracaso, geográficamente se exploró un área enorme del Pacífico, se descubrió la Melanesia y dos nuevas rutas posibles de navegación. Álvaro de Mendaña era hombre terco, de ideas fijas, y consideraba que aunque en ese viaje no se habían hallado muestras de oro, eso no probaba que las islas Salomón no fueran ricas y que no hubiera otras, más adelante, de mucho mayor riqueza,
así como el continente Austral, ya bautizado en los sueños de todos como Tierra Austral del Espíritu Santo. Buscando la posibilidad de realizar un viaje más, pasó de Perú a la corte de Madrid. Posteriormente, en el Perú, conoció al piloto portugués Pedro Fernández de Quiroz, que tenía las mismas ambiciones y sueños, y con su ayuda consiguió que se le dieran cuatro barcos, para lanzarse a una nueva empresa a las islas del Rey Salomón. Conforme a las capitulaciones que había logrado firmar en España para sus descubrimientos, usaba el título de gobernador y adelantado de las islas del Mar del Sur. En España, asimismo, se había casado con doña Isabel de Barreta y la había llevado al Perú, junto con sus cuñados Diego, Luis y Lorenzo Barreta. Era entonces virrey del Perú el marqués de Cañete, el cual ofreció todo su apoyo a la empresa, siempre y cuando se embarcaran en ella los muchos españoles que andaban por el reino sin oficio ni beneficio, alborotando y provocando dificultades con los indios y con las autoridades. Claro está que gente de esa calaña, de donde habían salido los compañeros de Lope de Aguirre para la empresa de la Ciudad de los Omaguas, no era el elemento ideal para una expedición tan dificultosa como la que intentaban Mendaña y Quiroz, pero el virrey insistía en ello y tuvieron que aceptar a todos los hombres que quisieron embarcarse. Como maestre de campo iba el irascible Pedro Marino Manrique, el cual tomó ojeriza desde el principio al piloto Quiroz, y por cuestiones de preeminencias, tan importantes para los hombres sin méritos en aquellos años, pelearon bruscamente desde antes de zarpar del Callao. Intervino Mendaña, pero tan débilmente y con tanta falta de autoridad, que la situación enojosa quedó pendiente y todos se dieron cuenta de que el adelantado no tenía las cualidades necesarias para una empresa de esa magnitud. La armada se hizo por fin a la vela y el 21 de julio, después de una navegación sin incidentes, dieron con unas islas altas y cubiertas de vegetación, en una de las cuales resolvieron desembarcar. Al hacerlo, tuvieron un encuentro fuerte con los naturales y el maestre de campo hizo una buena matanza entre ellos. En honor de la esposa del virrey, Mendaña las llamó islas Marquesas, nombre que aún conservan. Era éste el primer contacto de los españoles con los polinesios y con la cultura polinesia. Allí conocieron por primera vez el árbol del pan y se asombraron ante la fertilidad de la tierra volcánica de la isla. Esta fertilidad y lo bello del lugar movieron a Mendaña a querer poblar allí y utilizarla como base para sus siguientes exploraciones, pero el maestre de campo y un capitán, llamado
nada menos que Lope de Vega, se opusieron a la idea, alegando que la conquista sería difícil, dado lo belicoso de los habitantes y que nada de valor parecía haber en las islas. Habían explorado superficialmente tres de ellas que llamaron San Pedro, Dominica y Santa Isabel, y Mendaña y Quiroz hubieran querido conocer más a fondo el archipiélago, pero la opinión del maestre de campo se impuso a la debilidad del adelantado y, embarcando la gente, siguieron adelante, en demanda de las islas del Rey Salomón. La navegación se fue alargando, sin ver nuevas tierras; los soldados empezaron a dar muestras de inquietud y, movidos por el maestre de campo, empezaron a murmurar en contra del piloto portugués, diciendo que había errado la ruta y que los llevaba a su perdición. La situación se volvía grave, cuando vieron a lo lejos una gran columna de humo, y al acercarse a ella se dieron cuenta de que era un volcán en erupción en una isla. Esa misma noche, en forma misteriosa, desapareció una de las naves, la Santa Isabel, y nunca se volvió a saber de ella. Con precauciones se acercaron a la isla del volcán, vieron que era grande y creyeron que era una de las del Rey Salomón, pero cuando desembarcaron y entraron en contacto con los naturales se dieron cuenta de que no lo era y que habían descubierto unas tierras nuevas, a las que llamaron Santa Cruz. Como habían encontrado un buen puerto, resguardado de los vientos, con buen aguaje y esperanzas de mantenimientos, Mendaña resolvió que desembarcaran los soldados con el maestre de campo y empezaran a construir un fuerte y una villa. Mendaña, su mujer y sus cuñados quedaron a bordo de las naos con el piloto Quiroz. Mendaña estaba ya muy enfermo y casi no salía de su cámara y eran sus cuñados los que daban las órdenes. Los soldados en tierra se mostraban cada día más descontentos, porque no había entradas, ni oro, ni especias y tan sólo el trabajo de la fortaleza y las casas y sembrar camotes. Ellos no habían salido del Perú para convertirse en labradores muertos de hambre y la actitud del maestre de campo no era la adecuada para calmar a la gente. Con esto, todo se presentaba para un motín y Mendaña, enfermo y débil como siempre, aunque se daba cuenta de la situación, por lo que le contaban su mujer y sus cuñados, no podía hacer nada y pronto ya no había prácticamente comunicación entre las naos y los soldados en tierra. Los Barreta, que veían venirse el motín, en el cual llevarían la peor parte, porque se sabían odiados por el maestre de campo, convencieron a Mendaña de que era necesario dar un buen golpe de mano, matar a Marino Manrique y volver a hacerse dueños de la situación. Mendaña convino en ello y los hermanos Barreta desembarcaron con algunos
de sus parciales y apuñalaron al maestre de campo y a algunos de sus validos, se hicieron dueños del campo y mandaron degollar a los soldados que se habían mostrado más rebeldes. Los otros, llenos de terror, se sometieron y no sólo por el miedo que les había causado el escarmiento, sino porque unos días antes habían asesinado al cacique local, así que los melanesios, en lugar de llevarles comida para el trueque por bujerías, los flechaban desde la espesura. En medio de estos desastres murió el adelantado y fue nombrado como su sucesor su cuñado Lorenzo Barreta, quien también murió una semana más tarde. Entonces doña Isabel tomó para sí el título de adelantada de las islas del Mar del Sur, resuelta a seguir adelante con la empresa, pero el mismo Quiroz y los otros hombres ya habían tenido bastante de locuras y errores y ansiaban regresar al Perú o a cualquier tierra de cristianos. Además, los melanesios estaban cada día más levantiscos, no llevaban mantenimientos y se presentaban, fuera del alcance de cañones y arcabuces, en actitud amenazadora. Quiroz convenció a doña Isabel de que lo conveniente era ir en busca de la nao Santa Isabel, que tal vez los estuviera esperando en las islas Salomón, para reforzarse con su gente y bastimentos y luego buscar un sitio mejor en el cual poblar. Doña Isabel aceptó el plan y el 11 de febrero de 1596 abandonaron bahía Graciosa, como habían nombrado al puerto y villa, y pusieron proa directamente hacia Manila, sin preocuparse de la búsqueda del Santa Isabel. En el trayecto a Manila perdieron dos de las naves, una de ellas en las costas de Mindanao, de la cual se pudieron salvar algunos hombres. Doña Isabel, la adelantada de las islas del Mar del Sur, y Quiroz siguieron su viaje a la Nueva España, donde llegaron con toda felicidad, y de allí pasaron a España. El piloto Pedro Fernández de Quiroz no se dejaba amilanar por los fracasos sufridos por él mismo y por Mendaña. Era, más que todo, un místico que soñaba con implantar la fe de Cristo en todo un nuevo continente y fundar una orden de caballería. La misma idea de las islas del Rey Salomón le había metido en la cabeza la idea de fundar, en el continente Austral, una nueva Jerusalén, una especie de Utopía humanista en la cual se pudiera vivir en todo su esplendor la vida cristiana. Para ello fue a Roma y logró que el papa le diera poderes para crear esa orden que habría de llamarse, por el nombre que le habían puesto a la tierra no descubierta, Orden del Espíritu Santo. Su insistencia, tanto en la corte española como en el Perú, tuvo éxito, y el 21 de diciembre de 1605 pudo zarpar, en dos galeones, un patache y con unos 300 hombres, del Callao en demanda del continente Austral. Llevaba
como piloto y segundo de a bordo a Luis Váez de Torres, cosmógrafo y marino experto. Antes de zarpar, Quiroz entregó a cada uno de los capitanes, maestres de campo y personas principales un instructivo detallado de cómo debían comportarse en el viaje, que va desde trazos de la ruta que pensaba seguir, hasta sistemas de navegación, maneras de descubrir la cercanía de tierras en la inmensidad del océano, hasta el trato que debía darse a los naturales de las tierras que toparen. Sobre todo, probablemente debido a la memoria que le quedaba del viaje hecho con Mendaña, trata de la disciplina que hay que observar durante el viaje y del respeto que se debe a los que están en autoridad. Todas estas instrucciones parecen haber caído en oídos sordos, ya que a poco de zarpar estalló un motín a bordo que con trabajos pudo aplacar. Durante la travesía descubrieron las islas Tuamotú, las de la Sociedad, las Samoa y, por fin, un archipiélago grande que llamaron, por el nombre que aún conserva, del Espíritu Santo. Allí, al desembarcar, con todas las ceremonias de costumbre, fundó Quiroz la villa de la Nueva Jerusalén y estableció formalmente la Orden del Espíritu Santo, de la cual él era gran maestre y los principales que iban en la armada, caballeros. Todo parecía marchar bien, con la excepción de que por ninguna parte se encontraban oro ni especias, cuando el 20 de julio de 1606 Quiroz resolvió salir del puerto de la Nueva Jerusalén a explorar otras tierras. Por razones que aún no logramos entender, al salir del puerto Quiroz decidió emprender el viaje de regreso a la Nueva España, sin dar aviso de ello a sus compañeros. Más tarde, cuando se trató de aclarar la razón de tan extraño comportamiento, Quiroz dijo que al salir del puerto le sobrevino una tempestad tal que estaba seguro de que las otras dos naves habían perecido y que para que la noticia de su descubrimiento no se perdiera resolvió regresar a la Nueva España. Luis Váez de Torres, que había quedado en la Nueva Jerusalén, afirmaba que no había habido tal tempestad y que el capitán general tranquilamente había desertado, para regresar a México. Resulta ahora prácticamente imposible conocer la verdad del asunto y, sobre todo, explicarse la actitud de Quiroz. Si lo de la tempestad fuera cierto, al amainar ésta lo que menos podía hacer como capitán responsable de una armada era regresar a la Nueva Jerusalén y ver qué había sucedido con su gente, cosa que no hizo. Tal vez la explicación esté en el carácter extraño de Quiroz, lleno de arranques místicos y, como ya hemos visto en la empresa de Mendaña, también de deseos de fuga cuando la situación se volvía difícil.
Váez de Torres, al ver que no regresaba Quiroz, embarcó a la gente y resolvió tomar el camino a las Molucas. Pero era, al fin y al cabo, un extraordinario marino y geógrafo, así que resolvió aprovechar la oportunidad para ver si esa tierra de la Nueva Guinea era efectivamente parte del continente Austral. Por lo tanto, en lugar de enderezar la ruta hacia el norte, va hacia el poniente y descubre el arrecife que rodea el mar de Coral y las islas llamadas ahora las Luisiadas, y finalmente, por el sur de la Nueva Guinea, entre ésta y Australia, que posiblemente viera en la desolada región del cabo York, logra pasar al mar de las Célebes y a Tidore. Así, en esta expedición por lo menos se ha comprobado la insularidad de la Nueva Guinea, y aunque Váez de Torres no se dio cuenta de que al sur del estrecho por él descubierto quedaba un enorme continente, fue tal vez el primer europeo que lo viera. El estrecho que separa Nueva Guinea del cabo York y une el mar de Coral y el golfo de Carpentaria lleva ahora el nombre de ese extraordinario navegante, pero durante muchos años después de su descubrimiento no lo llevó. El relato de Váez de Torres había quedado sepultado en los archivos de Manila y no fue sino hasta la toma de la ciudad por los ingleses, a fines del siglo XVIII, cuando éstos se dieron cuenta de que esa verdad geográfica que tanto habían buscado era ya conocida y le dieron al estrecho, con una noble hidalguía, el nombre de su verdadero descubridor. La empresa de Quiroz fue la última gran aventura hispánica en el océano Pacífico, y con ella en verdad ya el Gran Océano no tenía para el hombre europeo secretos de importancia. Quedaban por descubrirse algunas islas y el secreto del continente Austral, lo mismo que el de la tierra que ya por esas fechas los holandeses habían visto al extremo del océano Índico y que llamaran Nueva Holanda, aunque nunca la exploraron; pero las rutas principales, las características fundamentales de ese enorme mar, habían sido exploradas desde los 42° de latitud norte hasta los 53 de latitud sur por los marinos de México y del Perú. Habían pasado escasos 80 años desde que Magallanes descubriera el estrecho y 90 desde el día en que Núñez de Balboa viera el Mar del Sur en Panamá. Entre estos viajes de descubrimiento es menester incluir los del piloto Sebastián Vizcaíno, con base en la Nueva España. En su primer viaje hacia el norte funda la ciudad de La Paz en la Baja California, que tiene que abandonar por falta de recursos y de refuerzos. Posteriormente recorre y planifica la costa de la Alta California hasta los 43° y luego salió a recorrer el Pacífico norte en busca de dos islas perdidas, las famosas Rica en Oro y Rica
en Plata, cuya legendaria existencia había surgido probablemente de la relación de un marino Juan Gaetano, de la armada de Villalobos, que probablemente avistó las islas Hawai. Vizcaíno surcó el Pacífico, al norte de los 35°, sin encontrar las islas, pero aprovechó su tiempo para planificar las costas japonesas, que tantos riesgos y tantas esperanzas ofrecían a los marinos de aquellos años. Al terminar el siglo XVI, las naciones en las costas del Pacífico ya habían tomado la configuración política que habrían de tener durante los siguientes 200 años. Desde el punto de vista occidental, se había convertido en un mar netamente español, ya que eran españoles quienes controlaban la totalidad de la costa americana, desde el cabo Mendocino hasta el estrecho de Magallanes y los pequeños puntos en Asia, así como la Insulindia, donde estaba presente el europeo. La división política de las costas americanas había ya tomado su forma básica y en el norte se había formado el Virreinato de la Nueva España, que se extendía hasta la actual República de Costa Rica, incluyendo la Capitanía General de Guatemala, con su respectiva Audiencia. En el sur, Panamá dependiente del Virreinato del Perú, las audiencias de Santa Fe de Bogotá y Quito, el Virreinato del Perú, centro administrativo de toda esa inmensidad y la Gobernación de Chile extendiéndose hasta el estrecho de Magallanes. Pero a pesar de la extensión de esos reinos las únicas dos ciudades españolas importantes que se habían establecido en aquellas costas eran Lima de los Reyes, la capital del Virreinato del Perú, Santiago de Chile y Valparaíso en la Gobernación de Chile, y Panamá. En la Nueva España no había ciudades de importancia y Acapulco nunca sería más que un puerto, defendido por una fortaleza, que cobraba vida exclusivamente a la llegada anual del galeón de Filipinas. Las costas al norte de la Audiencia de la Nueva Galicia, el actual estado de Jalisco en México, así como al sur de la población de Valdivia, hasta el estrecho, eran conocidas pero no habían sido ocupadas todavía. Y aun en el conocimiento que existía de ellas había grandes dudas. La península de California, que Ulloa había descrito como tal, posteriormente fue considerada como isla y apareció así en la cartografía europea durante muchos años. Y a pesar de las expediciones hechas por tierra hacia el norte, como las de Vázquez de Coronado, las de los Oñate, etc., seguían apareciendo las fantásticas Cíbola y Quivira, hijas de la imaginación de fray Marcos de Niza. En las costas asiáticas, España y Portugal, unidos aún, poseían las islas Filipinas, por lo menos la parte de Luzón y las Vizayas, junto con pequeños
enclaves y factorías en las Molucas, la ciudad de Macao y una factoría en la costa japonesa. Como ciudades importantes tenían Manila y Macao. Así, el Pacífico era verdaderamente un mar español, en lo que a Occidente se refiere, pero en cuanto a los barcos y navegantes había surgido un mundo nuevo, el mexicano y el peruano, que era en verdad el dueño y navegante de esos mares. Desde la empresa de Loayza, ya ningún barco español va a surcar las aguas del Gran Océano y la empresa de Filipinas, como ya lo hemos visto, será una empresa mexicana. Los hombres que la llevaron a cabo, sobre todo los de la segunda generación filipina, como Juan de Salcedo, fray Pedro de Agurto, primer obispo de Cebú, eran nacidos en México y se clasificaban a sí mismos, aun en documentos oficiales, como mexicanos. Y era indudablemente la plata de México, tanto para el “situado” con el que se sufragaban los gastos de la nueva colonia en Filipinas como para el comercio, la que hacía posible la vida hispánica en el Oriente. Una vez establecida la ciudad de Manila y pacificada la mayor parte de la isla de Luzón, junto con las Vizayas, algunos españoles siguieron soñando con conquistas de reinos maravillosos y con una segunda América. Así, aparte de las empresas a Borneo a reponer al sultán, que ya hemos visto, se hicieron entradas y exploraciones en el reino de Siam, en el río Mekong, y hasta en Birmania, y se establecieron pequeños puestos de corta vida en lo que es ahora Hong Kong, que se llamó El Pinar, y en Formosa. Hacia el sur, donde imperaba la religión de Mahoma, se hicieron varias empresas, tratando de conquistar la isla de Mindanao y el sultanato de Jalo, en las cuales se distinguió Esteban Rodríguez de Figueroa, pero los resultados siempre fueron menos que mediocres y Mindanao, Palawán, grandes partes de Samar y Leite quedaron fuera del dominio efectivo de los españoles de Manila. El gobernador Gonzalo de Ronquillo intentó también explorar nuevas rutas a través del Pacífico que abrieran el comercio con Sudamérica, y para ello envió a su pariente Juan Ronquillo del Castillo para que intentara cruzar el océano al sur del ecuador. La empresa fracasó, como habían fracasado antes en la nao Trinidad los capitanes Saavedra y Villalobos, ya que los vientos constantes eran del este. Ronquillo había llegado a Filipinas directamente de España, por la ruta de Panamá, y al parecer tuvo la idea de establecer el comercio con Filipinas por el istmo y no por Acapulco y a través de toda la Nueva España, pero al no poder Juan Ronquillo encontrar una ruta practicable por el sur, se descartó este proyecto. También el mismo gobernador, para abrir más el comercio, despachó una nave directamente al
Perú, para vender allá mercancía de Asia, pero se le hizo saber la inconveniencia de ello y no se repitió el caso. Desde 1580, con la unión de las coronas de España y Portugal, gran parte de la atención de los españoles en Manila se reconcentró en la defensa de las Molucas, primero en contra de los sultanes locales que trataban de echar fuera a los portugueses y posteriormente en contra de los recién llegados holandeses, quienes en varias ocasiones llegaron a atacar la misma ciudad de Manila. Esto influyó para que se redujeran las empresas de expansión, pero otra razón fue la distancia enorme que había entre Manila y España y el hecho indudable de que ya había terminado la época de los conquistadores. Ya hemos visto cómo la misma empresa de la conquista de Filipinas no había tenido esas características de empresa privada y entusiasmo que tuvieron las de América, sino que fue propiciada por la corona directamente. A esto hay que añadir la dificultad, cada vez más palpable para los españoles, de llevar a cabo una conquista total en Asia. La fuerza de las culturas emanadas de China y la India, la presencia del islam que las ligaba a toda la cultura musulmana, la gran cantidad de habitantes y la cercanía de europeos de otros pueblos hacían que el sueño de una conquista de ese tipo fuera completamente imposible. Poco a poco el español en Asia, que llega con ímpetus de conquistador, comprende que la única forma como puede sustentarse en las islas es mediante el comercio, y que para ello tiene en Manila un centro ideal. Así empieza por perder sus ideales de conquista exterior y hasta en las islas mismas, se reconcentra en algunas ciudades y finalmente, con la excepción de los misioneros, en Manila, que se convierte en una próspera factoría. Con este sistema, las encomiendas van desapareciendo, el filipino no se hispaniza, aunque sí se cristianiza profundamente, y el español se encierra en la capital, rodeado de artesanos y servidores chinos, con muy pocos contactos con la masa malaya. Fuera de la ciudad, sólo los frailes de las órdenes que intervienen en la labor misional hacen sentir la presencia de Occidente entre los malayos, pero no provocan esa revolución en la producción agrícola que se llevó a cabo en América. Los sistemas y los productos de la agricultura prácticamente no se modifican. No se llevan bueyes, asnos o mulas y los caballos son escasos, ya que sigue imperando, hasta la fecha, el carabao. Se trata de introducir el maíz de México, con poco éxito, ya que a los malayos no les gusta el sabor y nadie les enseña a prepararlo en forma de tortillas. Se llevan también el tabaco, el cacao y la caña de azúcar y algunos frutos secundarios, pero que no cambian,
sino hasta el siglo XIX, la economía de los filipinos, que sigue siendo básicamente la del arroz y la pesca. Los misioneros, siguiendo la experiencia adquirida en México, donde habían trabajado largamente antes, con la excepción de los jesuitas, trataron de respetar las estructuras sociales básicas de los pueblos encomendados a su cuidado y a la vez de cristianizarlo. La misma debilidad de las religiones anteriores, sin aparatos de culto y sin templos y grandes ceremonias rituales, facilitó este proceso. Asimismo, de acuerdo con la experiencia adquirida en México, no se intentó hacer que los naturales aprendieran el español, sino que los frailes, como ya hemos visto en el caso de los primeros agustinos, se dieron el trabajo de aprender las lenguas indígenas y de traducir a ellas los textos cristianos. Y además trataron, y lo tratarán aún mucho más tarde, cuando ya es contrario a los intereses de los naturales, de que éstos no aprendieran el castellano, para librarlos así, en lo más posible, de todo contacto con el español. También, conforme a la experiencia mexicana, las órdenes se repartieron entre sí el territorio. Primero lo tuvieron totalmente los padres agustinos, que habían estado solos en la conquista; posteriormente llegaron los franciscanos y los dominicos, quienes recibieron también sus “provincias” en las cuales erigir sus conventos y dedicarse a la labor misional. Los jesuitas llegaron al finalizar el siglo XVI y se ocuparon principalmente de las fronteras con los moros en el sur y de colegios para hijos de españoles en Manila, como el famoso de San José. Finalmente llegaron los padres recoletos que recibieron también su parte del territorio. El primer obispo de Manila fue don Domingo de Salazar, dominico, quien trajo de México la imprenta para hacer doctrinas en las lenguas indígenas, aunque anteriormente, mediante tipos de madera chinos, se había hecho una doctrina en esa lengua. En 1611 se constituyó la primera universidad, la Real y Pontificia de Santo Tomás de Manila, bajo el gobierno de los dominicos, a pesar de las protestas de los jesuitas que, insistían, su Colegio de San José merecía tener la preeminencia. La imposición más onerosa para los filipinos fue la del repartimiento, o sea el trabajo forzado, que ya hemos visto. Éste se dedicó fundamentalmente a la construcción de la ciudad de Manila y a los astilleros, donde, debido a las inmejorables maderas orientales y al muy buen trabajo de los carpinteros de ribera nativos, se construían no sólo los galeones para el tráfico, sino los de guerra, para la defensa en contra de los piratas moros y de los enemigos europeos, japoneses y chinos que amenazaban constantemente la vida de la
colonia. Así, además de las flotas, hubo que hacer fortificaciones en regla en Manila y amurallar la ciudad y además en todas las costas, verdaderas iglesias-castillos para la defensa en contra de las incursiones de los piratas, como lo es actualmente la de Bolinao, en Pangasinán. Estas fortificaciones requerían de tropas, tanto llevadas de México, a las cuales les llamaban “guachinangos”, término mexicano que denota a un pez del golfo de México, como nativas, especialmente de la Pampanga. El costo de todo esto tenía que sostenerlo, al fin y al cabo, la corona, y para ello se establece el “situado”, una cantidad de pesos de plata de a ocho que el Virreinato de México envía anualmente para el pago de oficiales, funcionarios y demás. Éste era de 250 000 pesos anuales al principio y varía poco durante el periodo que se sostiene, hasta principios del siglo XIX. Los tributos de los filipinos y los impuestos cobrados al comercio nunca alcanzan para los gastos y la corona sostuvo la gobernación más que por otra cosa por principios religiosos. Se cuenta que Felipe II dijo en una ocasión, cuando se le hizo ver el tremendo gasto que significaba el sostenimiento de las Filipinas, que mientras hubiera una ermita dedicada a la Virgen en Asia, poco le importaba el gasto. Por otra parte, ya era tal el número de cristianos que había en las islas, que no era posible abandonarlos en manos de los musulmanes o, posiblemente, de los holandeses protestantes. Los misioneros, por su parte, trataban de sostenerse como fuera posible en las islas, tanto por cristianizar a los malayos como por la eterna obsesión de “hacer la entrada en China”, como dijera el padre Rada. Sobre todo los dominicos y los jesuitas trabajaban por pasar a China. Los jesuitas ya lo habían logrado y uno de ellos, el padre Mateo Ricci, radicaba en Pekín. Los dominicos se preparaban cuidando a la gran colonia china de Manila y aprendiendo con ellos el idioma. Ya hemos visto cómo todo este edificio colonial tuvo que sostenerse con el comercio, caso único en el Imperio español. Este comercio que fue la vida de Filipinas durante 250 años se estableció en una forma más o menos casual, como una herencia del que ya tenían los chinos con la fortaleza musulmana de Manila. El agustino Zúñiga dice que en 1572, al año de fundada la ciudad, llegaron a la bahía los primeros juncos chinos con mercaderías de Cantón. En 1573, como ya hemos visto, el galeón llevó a Acapulco 712 piezas de seda y 20 000 de porcelana fina dorada, y desde ese punto fue creciendo el tráfico y la costumbre de que todo español avecindado en las Filipinas podía disponer de algún cupo en el galeón del rey para enviar sus mercancías a la Nueva España. Ya en 1574 llegaron a Manila seis juncos grandes y hay que tener en
cuenta que estos juncos llevaban hasta 400 toneladas de carga. En 1575 llegaron 15, porque los comerciantes de Cantón habían visto que los españoles tenían plata y la daban a bajo precio. Para 1588 llegaron 48 juncos y el comercio ya estaba establecido sobre bases firmes. Al crecer tanto el tráfico, las autoridades españolas, mexicanas y chinas quisieron ponerle ciertos límites y reglamentarlo, pero el éxito siempre fue muy escaso. Para España era importante controlar la salida de la plata mexicana hacia el Oriente, plata que se restaba a la que debía llegar a la corte, y además muy pronto se vio que las sedas chinas hacían la competencia a las españolas y las ciudades de Córdoba y Sevilla empezaron a protestar. Leyes y reglamentos van y vienen; se nombran y cesan oficiales que vigilen su cumplimiento, pero nunca se logra acabar con el contrabando. El Galeón de Manila, la línea de navegación que más larga vida ha tenido en el mundo, no era una empresa privada y ni siquiera una compañía estatal, como se acostumbraba en aquel tiempo en Inglaterra, Francia y Holanda. Era simple y sencillamente propiedad de la corona, la cual la sostenía con pérdidas considerables, para que no muriera la nueva colonia. La única ventaja económica que lograba el fisco era el cobro de los impuestos, sobre todo el del almojarifazgo, que se cobraba tanto en Manila como en Acapulco. Pero como ya hemos visto, estas cantidades no alcanzaban para sostener las Filipinas y el tráfico del galeón, más los gastos de la labor misional que, debido al Real Patronato, corrían también por cuenta de la corona. Así, aparte de sostener a los misioneros, la guarnición de Manila y algunos otros puntos, los oficiales reales, del gobernador para abajo, era necesario pagar los gastos del galeón. Sabemos que su acondicionamiento cada año en Filipinas costaba cerca de 100 000 pesos y en Acapulco otro tanto. Además había que construir constantemente nuevos galeones, tanto para el tráfico como para la defensa de las islas. Para sufragar estos gastos se estableció el “situado” de 250 000 pesos que ya hemos visto, que pagaba la tesorería del Virreinato de México. Pero no era sólo ésta la plata que salía hacia el Oriente: iba también la necesaria para adquirir la mercancía china que, a poco de iniciado el tráfico, se limitó a 300 000 pesos. Pero esta medida no se aplicaba nunca y el contrabando sumaba probablemente más que la cantidad permitida. Hubo años en los cuales el galeón de regreso llevó mercancía por valor de dos millones de pesos, precio de Acapulco que equivalía, en Manila, más o menos a un millón. Así, la sangría de plata que Filipinas hacía sobre la tesorería de la Nueva España era considerable, y en los 250 años que duró la
línea se puede calcular que salieron hacia el Asia, para no regresar más que en mínima cantidad, unos 300 millones de pesos. Y a cambio de esta plata, que dejaba de pasar a España, se recibían en México artículos de lujo y telas de algodón, que hacían la competencia a las locales y que llegaron a arruinar la industria de los tejidos y de la sedería en México. Aunque los galeones eran propiedad de la corona y ésta operaba la línea, eran los particulares, los comerciantes españoles avencindados en Manila, las órdenes religiosas y los funcionarios reales quienes medraban con el tráfico. La utilidad del comercio radicaba no tanto en lo barato de la mercancía china, sino en la diferencia en el valor de la plata, que tenía muy bajo poder adquisitivo en la Nueva España y en la misma Europa y muy alto en China. Se puede calcular que en los mejores años del tráfico, a principios del siglo XVII por ejemplo, el valor de la mercancía se duplicaba entre Manila y Acapulco, aunque no siempre era así, pues, como ha demostrado Pierre Chaunu, el tráfico en el Pacífico seguía las mismas fluctuaciones económicas que el tráfico en el Atlántico. Teóricamente toda la mercancía del galeón debía pasar a España, pues estaba prohibido el comercio entre una colonia y otra, pero en la práctica la mayor parte de la mercancía quedaba en la Nueva España y una parte considerable de ella pasaba de contrabando al Perú, de donde llegaban cada año uno o dos barcos a Acapulco a esperar la feria. Así, el impacto económico y social de China y Filipinas se hace mucho más notable en México que en el resto del imperio. Muchas de las costumbres mexicanas, muchos de los actuales productos, celebraciones, objetos de lujo, tienen su origen en el galeón, como las peleas de gallos con navaja, importada de Filipinas, así como los extraordinarios mangos de Manila que conservan ese nombre en México. El papel de China o papel de seda para hacer picaduras y adornos conserva también, en su nombre mexicano, la huella de su origen. Los fuegos artificiales, llamados castillos en México, fueron importados de China y se sabe que el virrey Enríquez solicitó se le enviaran dos expertos pirotécnicos para que los indios aprendieran a hacerlos. En las fiestas que se celebraron en la Ciudad de México desde principios del siglo XVII encontramos constantemente la mención de terciopelos y sedas de China como parte del vestuario de las comparsas y de los caballeros que habrían de correr cañas. Los alfareros de la ciudad de Puebla, enseñados a fabricar la “talavera” con sus hábiles manos antiguas, se dejaron llevar por la influencia de los dibujos Ming, también en azul y blanco, y empezaron a hacer tibores con pagodas y dragones; asimismo, los talladores peruanos de
piedras de Huamanga empezaron a hacer leones imperiales de Pekín. Así, las costumbres criollas americanas, sobre todo en México, se vieron modificadas por el comercio de Oriente en forma importante y gran parte de ese lujo mexicano que tanto asombrara al barón de Humboldt a principios del siglo XIX era una herencia del comercio de la Nao de China. Cuando se inició el comercio y empezaron a llegar los juncos a Manila, cada mercader compraba lo que le parecía que pudiera darle una utilidad en Acapulco y trataba directamente con los chinos, pero éstos eran mucho más hábiles en sus tratos que los españoles y aprovechaban la competencia para subir desmesuradamente sus precios. Para evitar esto, se estableció un sistema que recibió el nombre portugués de pancada, mediante el cual los oficiales reales adquirían toda la mercancía de los juncos chinos y posteriormente la distribuían entre los comerciantes españoles. A la vez, como era necesario limitar la carga que iba en el galeón anual, se estableció el sistema de las “boletas” que daban autorización al portador de ellas para embarcar un “fardo” en el galeón. Antes de hacer las boletas se calculaba el cupo del galeón y se dividía por fardos, esto es, espacios de dos y medio pies de largo, dos de ancho y 10 pulgadas de grueso, y cada boleta amparaba un fardo. Hecho esto, se reunía la Junta de Repartimiento, integrada por el gobernador, un representante de la Iglesia y otro de la ciudad y el comercio para distribuir las boletas entre los que tuvieran derecho a ellas. Teóricamente, como hemos visto, todo español avecindado en las Filipinas tenía derecho por lo menos a una de ellas, así como las órdenes y las llamadas obras pías que con el tiempo se convirtieron en la financiera y banco de todo el sistema. Los dictámenes de la Junta de Repartimiento solían ser recibidos con toda suerte de protestas y se acababa siempre en un gran escándalo que al parecer era necesario en una sociedad que no tenía más ocupación que la de ver que le correspondiera la mercancía exacta de la pancada y que se recibieran las boletas. En 1635 el escándalo fue tan grave que el gobernador Hurtado de Corcuera ordenó que se disolviera la Junta y él solo se dedicó a repartir boletas como quiso, por lo cual lo acusaron de haber favorecido únicamente a sus amigos y, naturalmente, a su propia persona y haberse reservado una gran cantidad de boletas, lo cual parece confirmarse con lo dicho por fray Domingo Fernández de Navarrete acerca del incendio en Acapulco de mercancía muy valiosa del gobernador Corcuera. Conforme a las ordenanzas, cada galeón no debía llevar más de 4 000
fardos, pero por lo general llevaban por lo menos el doble, y como en el caso del San José que se perdió en la mar, 12 000. Como en las mismas ordenanzas se prohibía embarcar mercancía por valor de más de 250 000 pesos (que más tarde se aumentaron a 300 000), el valor de cada fardo puede calcularse en 125 pesos en Manila y más o menos el doble en Acapulco, pero se sabe que muchos comerciantes calculaban el valor de cada fardo en Manila hasta en 5 000 pesos, con lo cual cada boleta tenía un valor considerable, pues autorizaba a su dueño a enviar mercancía en un fardo que pudiera valer hasta 5 000 pesos y reportar otro tanto de utilidad. Así, muchos españoles pobres de Manila que no tenían ni dinero ni interés en comerciar vendían sus boletas a los comerciantes ricos y con el producto de esa venta vivían ociosos todo el año. A tal extremo llegó esta venta de boletas que el gobierno ordenó que tan sólo se distribuyeran entre las órdenes religiosas y los comerciantes de buena fe establecidos en Manila. Recibidas en la distribución o compradas las boletas, los comerciantes compraban las telas u otros objetos que querían enviar y procedían a empacarlos para el largo viaje. Para esto contaban con chinos expertos que lograban meter, en el espacio asignado, dos o tres veces el peso que se había calculado. Las telas iban prensadas en tal forma que los fardos parecían de hierro, y no sólo eso, sino que los lugares destinados a llevar los víveres, el agua y hasta los cañones se llenaban también de mercancía, de acuerdo con los oficiales reales, encargados de vigilar la carga del galeón, los cuales, para no darse cuenta de nada, llevaban una buena utilidad en el negocio. Así muchas veces, desde que salía de Manila, el galeón iba sobrecargado y en peligro de anegarse, en ocasiones hasta remolcando balsas con más fardos de telas corrientes, y en cambio con víveres, agua y leña escasos, todo lo cual hacía el viaje, ya tan difícil de por sí, mucho más peligroso. Por una cédula real se había ordenado, de acuerdo con los pilotos, que el galeón debía salir de Manila a más tardar en el mes de junio, para aprovechar los buenos vientos del noreste que lo llevaran hasta fuera del estrecho de San Bernardino y a la vez no encontrar tifones en las costas del Japón, pero debido a toda suerte de tardanzas generalmente salía con retraso, así que tardaba mucho en poder llegar a la isla de Capul, en el Pacífico ya abierto, y encontraba tifones. Una vez que todo estaba dispuesto y el galeón cargado en Cavite, se le llevaba a Manila y el gobernador daba la orden de salida. En la ciudad se hacía una gran procesión con la virgen llamada del Consejo y Buen Viaje, y más comúnmente La Naval, y el arzobispo bendecía la nave.
Entonces se embarcaban los pasajeros y una copia de la estatua de la Virgen, que se colocaba en la cámara de popa, y se levaban anclas. El viaje de Manila a Acapulco era algo que sobrepasa la imaginación moderna. Por lo general, como hemos visto, el galeón iba sobrecargado y los pocos pasajeros que conseguían una litera se encontraban con que sólo podían disponer de un mínimo espacio de tres varas de largo y una y media de ancho en el cual dormir y guardar su equipaje y lo que llevaran de comida. Los otros pasajeros dormían donde podían, ya fuera en el puente, si el tiempo era favorable, o entre las cubiertas, cuando había tempestades o frío. El rey sólo proporcionaba agua, bizcocho y leña en cantidades bastante moderadas y los pasajeros que tenían fondos llevaban consigo algunas cosas de comer, especialmente chocolate, que empacaban en grandes tibores chinos de porcelana. Otros se contrataban con algunos de los oficiales o pilotos para que les proporcionaran comida durante la travesía. Al poco tiempo de estar en el mar, el bizcocho era más gusano que bizcocho, al grado que se decía que los viernes no se podía saber si al comer el bizcocho se guardaba el precepto de la vigilia. La carne de cerdo salada que llevaban los pasajeros y algunos de los oficiales se convertía también en una masa de gusanos casi incomible y el agua se volvía verdosa. Además, en el fondo de la cala, entre el balastre que llevaba el barco, generalmente de piedras y arena, se juntaba el agua que no lograban succionar las bombas y despedía un olor nauseabundo a cada movimiento del barco. El galeón, después de la escala que hacía en el estrecho de San Bernardino para cargar agua fresca, frutas y animales vivos, no volvía a tocar tierra hasta llegar a Acapulco. Un tiempo se establecieron misiones en las costas de California para servir como sitio de recalada, pero no pudieron prosperar y no fue sino hasta fines del siglo XVIII, poco antes del final de la línea, cuando se fundaron Monterrey, San Diego y otras misiones californianas. Así, sin tocar tierra pasaban de cinco a 10 meses metidos en esa estrechez donde, para usar la frase de Cervantes, “toda incomodidad tiene su asiento”. Pronto aparecían las enfermedades, sobre todo el escorbuto que diezmaba a las tripulaciones. A veces en las últimas etapas del viaje se arrojaban al mar hasta 40 cadáveres en un solo día. En el galeón de 1606 murieron 80 hombres durante la travesía y 114 en el de 1643. El galeón San José, el primero de ese nombre, tardó más de un año en hacer el viaje, y como ya había sido avistado en San Blas y no llegaba a Acapulco, salió un aviso a buscarlo. Se lo encontró en las costas de Oaxaca, navegando
serenamente, con toda la tripulación muerta de hambre y de sed entre los fardos de sedas y de porcelanas. La mayor parte de los galeones se construía en Filipinas, sobre todo en Cavite, y el modelo prácticamente no se alteró durante los 250 años que se sostuvo el tráfico. Eran anchos y pesados, con enormes castillos de popa que hacían difícil la maniobra, sobre todo con vientos de travesía o en tempestades, de las cuales, por el atraso en la salida, se solían encontrar varias, y hubo galeón que pasó 18 tormentas en un solo viaje, tanto en las costas del Japón como en las de California. Varias veces se trató, a instancia de los marinos y de los pilotos, de modificar la estructura, sobre todo la del castillo de popa, pero nunca se pudo llevar a cabo, lo mismo que la modificación de la ruta, una vez que se descubrió que se podía navegar más al sur de los 43°. Las cédulas reales siguieron insistiendo en que se usara la ruta tradicional, pasara lo que pasara. El primer puerto destinado al tráfico en el Pacífico había sido el de Navidad, en las costas de Jalisco, pero muy pronto, por indicaciones del mismo fray Andrés de Urdaneta, se trasladó la base a Acapulco, debido a su cercanía con la Ciudad de México y por su inmejorable bahía. Acapulco no era en aquel tiempo el maravilloso lugar de descanso que es ahora. Todos los que pasaban por él lo consideraban como un verdadero infierno. Lafond de Lurcy lo describe diciendo: “todo el aspecto es sombrío y salvaje e inspira una profunda melancolía… El clima es tremendo, un cielo de bronce, un calor agobiante y ningún movimiento en el aire. Nada hay que compense este cuadro desolador”. El italiano Gemelli Carreri dice: Creo que más bien se puede llamar un miserable puerto de pescadores, que no el principal mercado de los Mares del Sur, el puerto del viaje a China, tan miserables y pobres son sus casas, hechas todas de madera, lodo y paja… La mala condición del aire y la tierra montañosa, son causa de que Acapulco deba ser abastecido desde otras partes y, por lo tanto, es muy costoso vivir allí… El lugar, además de caro, es sucio y lleno de inconvenientes.
Mejor opinión no tienen el barón de Humboldt ni el gobernador de Filipinas, don Simón de Anda, quien le llama “infierno abreviado” y “sepulcro de mexicanos y filipinos”. Cuando el galeón llegaba a Acapulco, se hacía la “feria”, en la cual se ponía en venta la mercancía. Llegaban a comprarla mercaderes de toda la
Nueva España, aunque estaba prohibido por varias cédulas del Perú, los cuales, si había visitadores reales que no pudieran ser cohechados convenientemente, anclaban en puerto Marqués. Gran parte de la tripulación filipina desertaba y se esparcía por los pueblos vecinos y el galeón quedaba desmantelado en la bahía, sin cuidado alguno, hasta que antes del siguiente viaje se le empezaba a alijar y componer. A la hora de zarpar nuevamente era menester reclutar una tripulación nueva, y cuando no se lograba por el convencimiento, se embarcaban presos. Naturalmente que esta tripulación mexicana, al llegar a Cavite, desertaba a su vez y así se iba haciendo un intercambio humano que ha dejado sus huellas tanto en Luzón como en las costas del actual Guerrero, en México. El viaje de Acapulco a Filipinas era mucho más fácil y seguro, tanto que dio en llamársele La Ruta de las Damas. Los vientos alisios empujaban la nave en forma constante durante los dos meses en promedio que tardaba la travesía de Acapulco a Guam. Allí se proveían de agua fresca, víveres y frutas y llegaban, en 20 o 30 días más, a la isla de Capul, donde tenían nuevamente la oportunidad de abastecerse. Cuando los vientos eran contrarios, muchos de los pasajeros desembarcaban en la provincia de Camarines, al sur de Luzón, y seguían su camino a Manila por tierra, aposentándose en los conventos franciscanos de la zona. En la historia de la ruta se perdieron o no lograron llegar a su destino 30 naos. Cuatro de ellas cayeron en manos de piratas ingleses y las otras se perdieron en el mar, se incendiaron o tuvieron que regresar, después de buscar inútilmente la ruta hacia el norte, desmanteladas y semidestruidas. Uno de los galeones se quemó en alta mar y perecieron todos sus tripulantes. Otro, el Santa Margarita, salió de Manila en 1600 y durante ocho meses trató de remontarse hacia el norte en busca de los vientos contralisios, sin lograrlo. Por fin, acabada toda la comida, muertos los pilotos, vino a encallar en una de las islas del archipiélago de las Marianas, y dos años más tarde el Jesús María logró rescatar a los 16 supervivientes. Se habían embarcado 260 personas. En 1766 llegó a Manila, por la ruta del cabo de Buena Esperanza, el navío de alto bordo El Buen Consejo, directamente desde Cádiz. Era la primera nave española que llegaba a las islas desde la expedición de Loayza y era como un anuncio de que la línea del galeón de China estaba a punto de desaparecer. Carlos III había abierto algunos de los puertos del imperio a los barcos de todo el mundo y se había fundado la Compañía de Filipinas que
inició su tráfico por el cabo de Hornos y navegando directamente del Callao a Manila. Muchos de los comerciantes de Manila siguieron solicitando que se prolongara la vida de la línea de Acapulco, pero estaba ya condenada. En 1815 el último galeón, el Asia, llegó a Acapulco, para no volver a zarpar más. Ya las guerras de independencia revolvían toda América, y Filipinas se encontraba al margen de esa lucha. Ya hemos visto que los chinos comerciaban desde tiempos inmemoriales con los filipinos, pero no acostumbraban emigrar en gran escala ni establecerse en las islas. Los cronistas españoles no mencionan la existencia de tales colonias y en la carta que el visitador de “Chincheo” manda a don Pedro de Acuña, gobernador de Filipinas, y que transcribe el doctor Morga, se dice: “Lla tierra de Luzón es tierra miserable, de poca importancia, y que antiguamente sólo era morada de diablos y culebras; y que por haber venido de algunos años a esta parte a ella tanta cantidad de Sangleyes, a tratar con los Castillas, se ha ennoblecido tanto”. Pero con el establecimiento de los españoles en Manila al parecer una gran cantidad de chinos se quedó a poblar cerca de ellos y al amparo de su fortaleza, y a pesar de un constante malentendido con los españoles y varias masacres han permanecido allí hasta la fecha. En 1586 ya había unos 10 000 chinos en la ciudad de Manila y en 1596 el doctor Morga consideró indispensable expulsar a la mitad de los que había e hizo que salieran 12 000, calculándose que quedaron más de 12 000. Para 1621 había 15 000 y Garu y Monfalcón asegura que en 1536 había más de 30 000. Si comparamos estas cifras con las de los españoles y novohispanos que rara vez pasaban de 1 000, se verá la enorme desproporción entre los unos y los otros y el constante temor de los españoles de que los chinos se sublevaran y acabaran con ellos. Sobre todo recordaban constantemente la invasión del pirata Limahon y el asesinato del gobernador Dasmariñas a manos de los remeros chinos de su galera. La corona hizo varias cédulas reales para ordenar la vida de los chinos en Manila. Se trataba de un caso especial, ya que era la única colonia extranjera residente en todo el imperio de diferente raza, distinta lengua y diferente religión. En varias de esas cédulas se ordenaba que no se permitiera la estancia en la ciudad y sus alrededores de más de 6 000 chinos, pero vemos que no era obedecida, como de costumbre, y que siempre había por lo menos 20 000. Además se les puso un impuesto especial a los no convertidos al cristianismo, que eran la mayoría, de ocho pesos anuales por cabeza. Pero cuando se hablaba de expulsarlos a todos los mismos españoles residentes
ponían el grito en el cielo y afirmaban que la ciudad no podría sostenerse sin ellos, ya que eran los servidores, cocheros, remeros, artesanos, panaderos, mercaderes en pequeño y proveedores de verduras. Pero a veces el temor era demasiado y se organizaban verdaderas cacerías de chinos, alegando que se habían sublevado. Una de ellas, en 1603, le costó la vida a unos 20 000, aunque Argensola afirma que pasaron con mucho de los 23 000 que dijo el gobernador Acuña. Pero cuando se acabó la matanza, a la cual cooperaron con entusiasmo los pampangos y unos 3 000 japoneses que radicaban también en Filipinas, los españoles se vieron en un dilema. Si los chinos no reanudaban el comercio, la ciudad se moriría por falta de negocios y de subsistencias. Entonces recordaron que la harina de trigo, el ganado de consumo, los patos gordos, las ropas y telas, todo provenía de Cantón. Por otra parte, el virrey de Cantón, el Gran Capado, como le llama Morga, bien podía mandar efectivamente una flota en contra de los españoles y ponerlos en aprietos. Se mandaron embajadores al Gran Capado y éste consintió en que se reanudara el tráfico y envió una de las cartas más extraordinarias que se han visto en las relaciones internacionales de los pueblos. Según la traducción de ella que publica el doctor Morga en su Sucesos de las islas Filipinas, el Gran Capado asienta que acepta las excusas de los españoles (los bárbaros) de Manila y que por tres razones no convenía vengarse, ni hacer guerra a Luzón. La primera porque los Castillas, de mucho tiempo a esta parte, son amigos de los Chinos; y la segunda razón porque la victoria no se sabía, si la llevarían los Castillas o los Chinos; y la tercera y última razón, porque la gente que los Castillas había muerto, era gente ruin, y desagradecida a China, su patria, padres y parientes, pues tantos años había que no volvían a China; la cual gente, dice el rey, que no estimaba en mucho, por las razones arriba dichas; y sólo mandó al virrey, al Capado, y a mí, escribir esta carta con este embajador, para que sepan los de Luzón que el rey de China tiene gran pecho, gran sufrimiento y mucha misericordia; pues no ha mandado hacerles guerra a los de Luzón.
Con este tan extraordinario documento que, por desgracia, no conocemos en su texto chino, se reanudó el comercio y los chinos volvieron a poblar el Parián y los barrios que les habían sido asignados al otro lado del río Passig. Aun así hubo otras matanzas, como las de 1639, 1662 y 1686. En 1762, cuando los ingleses ocuparon Manila, los chinos tomaron su partido, y al irse los invasores fueron muertos muchos de ellos. Para asegurarse de los chinos, los españoles les prohibían vivir dentro de
la ciudad amurallada o “intramuros”, como aún se llama esa zona de Manila. Así, habían hecho sus pueblos en Tondo y Binondo y en el Parián, donde tenían su mercado, pero durante el día entraban y salían por la ciudad y, como ya hemos dicho, eran los artesanos y servidores de los españoles. Esto hizo que el español se alejara aún más del malayo, ya que el chino se convirtió en una clase intermedia e impermeable que impedía todo contacto. Por lo tanto, cooperaron a esa cristianización y no hispanización de los tagalos, pampangos y vizayos, que tenían muy escasos contactos con los españoles. Se hicieron muchos esfuerzos, sobre todo por los padres dominicos, para la conversión de los chinos en Manila, pero su resultado fue bastante pobre, si se compara con lo logrado en la Nueva España o entre los tagalos y pampangos. Habían pasado ya casi 200 años cuando la invasión inglesa y los chinos cristianos, en su mayor parte, renunciaron a su fe para volverse contra los Castillas y, como dice don Simón de Anda, volvieron a adorar sus “cabezas de cerdo, sus reptiles y sus confucios”, lo cual comprueba lo poco que entendían los españoles de la cultura china. Fray Diego de Aduarte, en su Historia de la Provincia del Santo Rosario, dice que aunque los religiosos que llegaron a esas partes del mundo querían convertir a todas las gentes, lo que más buscaban era la conversión del gran reino de China, y para ello intentaban la cristianización de aquellos que tenían a mano en Manila como un peldaño o prólogo para la obra que nunca ha llegado a realizarse. Las relaciones de los españoles en Filipinas con el Japón tuvieron otro cauce. El primer contacto importarte fue en el norte de Luzón, donde desembarcó una considerable fuerza japonesa al mando de un tayfusa o zaysufer, que había llegado en 27 barcos. Se apoderaron de Cagayan y del río y fundaron una fortaleza y a la vez hicieron tratados con varios de los señores locales. Juan Pablo Carreón salió a combatirlos con 138 españoles y muchos pampangos, tagalos y vizayos aliados, y después de combates bastante serios logró derrotarlos y obligarlos a abandonar la isla. Los combates fueron tan reñidos que los españoles cobraron un gran respeto a los guerreros japoneses y siempre tuvieron el temor de una nueva invasión en mayor escala. Ya en 1591 el gobernador Dasmariñas informaba al rey de España que la conservación de la colonia dependía en gran parte de las buenas relaciones que se pudieran tener con los japoneses. Un año más tarde llegaba a Manila una carta del shogún Hideyoshi en la cual proponía suscribir un tratado de comercio y amistad, con la condición de que se le pagara un tributo anual.
Dasmariñas, que temía a los japoneses, contestó con diplomacia, por medio de fray Juan de los Cobos, afirmando que aceptaba gustoso el tratado de comercio y amistad, pero que en cuanto al tributo tenía que pedir instrucciones al rey don Felipe, “el monarca más poderoso del mundo”. Hideyoshi recibió al embajador y contestó por el mismo conducto una carta amistosa y Dasmariñas envió una nueva embajada, esta vez por intermedio del franciscano fray Pedro Bautista, pero la respuesta fue tan altanera que los españoles, muerto Dasmariñas ya, no quisieron seguir adelante sin pedir instrucciones a México. En esta embajada y tratos estaban, sin llegar a un acuerdo, cuando en 1596 el galeón San Felipe, que llevaba muy rico cargamento para Acapulco, fue sorprendido por una tempestad y buscó refugio en la bahía de Hirado. Unos marinos japoneses salieron en su ayuda, pero lo hicieron encallar en un gran banco de arena y, con pretexto de poderlo poner a flote, lo descargaron totalmente. A pesar de las protestas del capitán Matías de Landecho, los tripulantes fueron encerrados en una estacada y la mercancía desapareció como por encanto. Probablemente con el ánimo de poner espanto a los japoneses, el piloto mayor del galeón le enseñó al gobernador de Shikoka un gran mapa en el cual estaban marcadas todas las posesiones del rey de España y las de Portugal y le dijo cómo su rey era uno solo y cómo para ganar tantos imperios y tierras había empezado por introducir en ellos a los misioneros que hacían a la gente cristiana. Para esas fechas, hay que hacerlo notar, había ya probablemente más de 200 000 cristianos en Japón que habían provocado graves sospechas en el ánimo de los shogunes. La charla imprudente del piloto reavivó esas sospechas al extremo de que los hechos llegaron a oídos de Hideyoshi. Inmediatamente se ordenó que se confiscara el barco, lo mismo que el cargamento, y que todos los sacerdotes que se encontraran entre los españoles o entre los japoneses, en cualquier lugar del territorio, fueran crucificados. Según el doctor Morga, la sentencia decía así: Por cuanto estos hombres vinieron de los Luzones, de la isla de Manila, con el título de embajadores, y se dejaron quedar en la ciudad de Miaco, predicando la ley de los cristianos, que yo prohibí los años pasados rigurosamente, mando que sean ajusticiados, juntamente con los japoneses que se hicieron de su ley. Y así estos 24 quedarán crucificados en la ciudad de Nagasaki; y porque yo torno a prohibir de nuevo, de aquí adelante la dicha ley, entiendan todos esto y mando se ponga en ejecución. Y si alguno fuere osado a quebrantar este mandato, sea castigado con toda su familia. Fecho a primero de Echo en la luna dos.
Así murieron los famosos 26 mártires de Nagasaki, entre los cuales se encontraban fray Pedro Bautista y un franciscano lego, Felipe de las Casas, natural de Puebla de los Ángeles en la Nueva España, conocido desde entonces como san Felipe de Jesús. La orden de crucificar a todos los otros sacerdotes que se encontraban en el Japón no se llegó a cumplir debido a la muerte de Hideyoshi en 1598. Al saberse en Manila la noticia de lo que había sucedido con el San Felipe y del martirio de los franciscanos, más la pérdida de todo el cargamento, que Morga estima en más de un millón de pesos, hubo una gran indignación. Muchos pedían abiertamente que se organizara una armada contra Japón para vengarse del agravio y acabar de una vez por todas con la arrogancia de esos hombres; pero las autoridades sabían que no contaban con la fuerza suficiente para una empresa de esa envergadura, sobre todo en esos años, cuando los holandeses empezaban a merodear por esa zona y dos empresas inglesas habían logrado, como veremos adelante, cruzar el Pacífico. Así, no era posible dejar desguarnecidas las islas y ya se conocía, desde los combates en Cagayan, la fuerza de los japoneses como guerreros. Por otra parte, el desastre del San Felipe hacía ver palpablemente la necesidad que había de contar, para la seguridad del galeón, con una base en el Japón donde pudiera refugiarse en caso de tempestades y avituallarse. Movido por esos pareceres, el nuevo gobernador Luis Navarrete Fajardo envió una embajada para que tratara la restitución de los bienes robados y la firma del famoso tratado de comercio y amistad. Junto con los embajadores, envió muy buenos regalos al nuevo shogún, Iyeyazu, entre los cuales iba un elefante que el rey de Siam había mandado como regalo al gobernador Dasmariñas. Iyeyazu recibió bien la embajada y los regalos pero se negó a devolver la mercancía, alegando que por antiguas leyes del Japón todo barco que arribara a sus costas era propiedad ipso facto del emperador, con toda la carga que llevara, pero que, por aprecio a los españoles, iba a ordenar que desde ese día en adelante se hiciera una excepción con los barcos que iban de Manila a la Nueva España y se les recibiera y avituallara en los puertos nipones. Con esto tuvieron que conformarse los españoles, y en 1609 se vio el valor de la palabra del shogún Iyeyazu cuando los dos galeones que iban para Acapulco, el Santa Ana y el San Francisco, tuvieron que recalar, gravemente averiados por una tempestad, en las costas japonesas. Iba a bordo el gobernador saliente de Filipinas Rodrigo de Viveros y todos los náufragos fueron bien recibidos, se respetó su hacienda y el shogún ordenó al pintoresco
marino inglés, avecindado en Japón, Williams Adams, que construyera un barco a la manera europea en el cual el gobernador y su séquito pudieran proseguir su viaje hasta Acapulco. El barco fue hecho con bastante rapidez y Viveros se embarcó en él y pudo llegar sin más contratiempos a Acapulco, acompañado de una misión comercial japonesa, la primera en llegar a tierras mexicanas. Iyeyazu parecía tener interés en abrir nuevas rutas de comercio para el Japón y ya en 1602 había enviado mensajeros a Manila con una propuesta de establecer un tráfico constante del Japón a Acapulco. Los comerciantes de Manila y las mismas autoridades vieron con malos ojos el asunto, pues sabían que si el comercio se desviaba de su ciudad, ésta no tendría medios para sustentarse. Lo mismo habían opinado de la pequeña factoría que se había establecido en El Pinal, en la costa china. Dada la respuesta evasiva de Manila, Iyeyazu enviaba ahora una misión directamente al virrey, encareciendo al ex gobernador Viveros que hablara a favor de ellos. Pero el virrey tuvo que pedir instrucciones a Madrid, y en 1611 envió a Sebastián Vizcaíno, en el mismo barco construido en Japón, que reintegrara a la misión a su tierra, sin que llevara una respuesta concreta, y que además planificara las costas japonesas para el servicio del galeón y de paso buscara las fabulosas islas Rica en Oro y Rica en Plata que nunca se encontraron. Uno de los daimios cristianos, Masamune, resolvió enviar una nueva misión a la Nueva España a cargo del padre Sotelo, con destino a Roma, a entrevistar al Santo Padre y de paso ver si podía conseguirse el comercio directo. La misión constaba de 68 miembros y varios de ellos con el padre Sotelo pudieron llegar hasta Roma y entrevistarse allá con el Santo Padre. Los que quedaron en México fueron atendidos por Antonio de Morga, que ya había regresado de las Filipinas. Al salir de nuevo para el Japón en sus propios juncos se les advirtió que no intentaran ya más viajes a la Nueva España y que si querían comerciar lo hicieran con Manila. En 1616 el daimio Masamune insistió en su intento, ya que no entendían por qué los españoles podían llegar al Japón y comerciar y evangelizar y ellos no podían ir a Acapulco. En México se les volvió a advertir que no deberían regresar y sólo se les permitió recoger a los peregrinos que habían ido a Roma con el padre Sotelo y regresarlos a Japón. Esta negativa de parte de los españoles para abrir sus puertos al comercio seguramente influyó en el ánimo de los japoneses para cortar toda relación con Occidente, pero también influyeron otras causas. Por un lado, las
discusiones a veces violentas entre dominicos, jesuitas y franciscanos en el Japón, ya que todos alegaban mejores derechos que los otros para hacerse dueños de todas las misiones y, por otro, la llegada de los holandeses que no pretendían convertir a nadie sino sólo dedicarse al comercio y veían en los españoles y portugueses a unos competidores peligrosos. Por lo tanto, se dedicaron a influir en el ánimo de los shogunes y los daimios acerca del peligro que representaba para ellos la cristianización de sus súbditos. En 1616 murió Iyeyazu y subió al poder Hidetada, quien ya desde varios años antes había demostrado su antagonismo hacia los cristianos y el 1º de octubre dictó un nuevo decreto de prohibición a los sacerdotes para predicar el cristianismo y a los japoneses para oír sus prédicas, bajo pena de muerte, no sólo para quien se hiciera cristiano, sino para toda su familia. Muchos sacerdotes europeos fueron expulsados, pero otros lograron esconderse y seguir predicando y, según informa el padre Sebastián Vieyre, superior de los jesuitas, a pesar de las persecuciones, aún lograron convertir a 1 600 japoneses más. Por todo el Japón se empezó entonces a sacrificar a los cristianos, tanto europeos como japoneses, entre los cuales murió Luis Sotelo, el franciscano que había llevado la misión japonesa a Roma. Para 1637, prácticamente había desaparecido el cristianismo en Japón, en una verdadera orgía de sangre y de martirios. En el sur hubo una rebelión de cristianos, que fue sofocada en la ciudadela de Hara a sangre y fuego y todos los defensores, con sus mujeres e hijos, pasados a cuchillo. Era shogún el Tokugawa Iemitsu, que al parecer intentaba enviar una flota para la conquista de Filipinas, empresa que se vio interrumpida por la rebelión de cristianos en el sur. Deseoso de terminar de una vez por todas las dificultades que le provocaban los cristianos y los contactos con el Occidente, en 1640 ordenó el cierre de todos los puertos japoneses a cualquier nave que no fuera nipona y prohibió a sus vasallos, bajo pena de muerte, que viajaran al exterior. Un barco que había llegado ese año de Macao fue apresado y 68 miembros de su tripulación fueron ejecutados en Nagasaki. Solamente se permitió a los holandeses, tal vez por los servicios prestados al denunciar a sacerdotes, que conservaran una pequeña base en la isla de Deshima, en la cual podían comerciar y, sobre todo, pagar un fuerte tributo a los shogunes. Con esas medidas, los japoneses que se habían avecindado en Manila se retiraron, y el Japón dejó de figurar en la historia del Pacífico a mediados del siglo XIX.
CAPÍTULO VIII
Our Generall at this place and time, thinking himself both in respect of his private injuries received from the Spaniards, as also of their contempts and indignities offered to our countrey and Prince in general, sufficiently satisfied, and revenged: and supposing that her Majestie at his return would rest contented with this service, purposed to continue no longer upon the Spanish Coasts, but begun to consider and to consult of the best way to his Countrey. The famous voyage of Sir Francis Drake into the South Sea, and therehence about the whole Globe of the earth, begun in the year of our Lord 1577. RICHARD HACKLUYT
La situación europea. Inglaterra y el paso al Pacífico. Francis Drake. Reacción española. Poblamiento del estrecho. Thomas Cavendish. Richard Hawkins y el fin de las empresas piratas inglesas en el Pacífico. Derrota de la Armada Invencible. La expansión holandesa. EN EL último cuarto del siglo XVI, la situación europea se modificaba radicalmente. España, después de la batalla de Lepanto en 1571, donde obtuvo la más señalada victoria marítima sobre los turcos y la reunión de la corona de Portugal en 1580, había llegado al zenit de su poderío. Aunque Carlos V había dividido, al abdicar, el imperio de España, Felipe II en 1580 era rey de toda la península ibérica, partes de Italia, Flandes, toda la América, las costas africanas, las ciudades portuguesas de la India, Malasia y la costa de China, además de las Filipinas. En el tratado que había suscrito con las cortes portuguesas al tomar la corona de ese reino se había hecho constar que las dos naciones se seguirían gobernando en forma completamente independiente, de acuerdo con sus propias leyes, con funcionarios
portugueses en las zonas que eran de Portugal, y que los dos grandes imperios coloniales seguirían separados, dirigiéndose el uno desde Lisboa y el otro desde la nueva capital de España, Madrid. Pero en la práctica, Felipe II, junto con la corona de Portugal, había heredado los enormes problemas de la desintegración ya irremediable de su imperio y las fuerzas españolas tuvieron que acudir en defensa de muchas de sus ciudades, atacadas por fuerzas nativas o europeas. En las Molucas, los españoles de Filipinas tuvieron que salir en defensa de los portugueses y más tarde, en Brasil, las flotas de España tuvieron que socorrer a los portugueses atacados por los holandeses. En Europa, además, la Reforma protestante había dejado una amplia huella política y las ciudades holandesas, después de su larga rebelión, se organizaban nuevamente con la ayuda de Inglaterra y se volvían más y más audaces en sus ataques por mar. Piratas y corsarios ingleses, franceses y holandeses habían aparecido en el Atlántico y hostilizaban tan gravemente el comercio español, que pronto hubo que implantar el sistema de las flotas o convoyes, para que la plata y las mercancías de América pudieran llegar a España. En Inglaterra la reina Isabel, con extraordinaria habilidad, se colocaba a la cabeza de las naciones protestantes en su guerra constante, declarada a veces, solapada otras, en contra de Felipe II y la Iglesia católica. Inglaterra, ocupada tradicionalmente en sus guerras en Francia y sus guerras intestinas, se había quedado muy atrás en el desarrollo de su marina, pero durante el siglo XVI alcanzaba ya a España y a Portugal. Hasta los tiempos del rey Enrique VII la flota inglesa nunca había sido permanente. Cuando el rey necesitaba de navíos para transportar tropas a Francia o para alguna acción bélica, los pedía a sus súbditos, especialmente a los puertos llamados “Cynque Ports” del canal de La Mancha, los cuales los facilitaban a cambio de ciertos privilegios que se les concedían para su comercio y para la pesca del bacalao. Los barcos de estos mercaderes eran los “barcos redondos” de altos castillos de proa y popa, que tanto españoles como portugueses habían dejado de usar hacía tiempo. Enrique VII, que logró pacificar el reino, fue el primero que se hizo de una marina propia y comprendió la importancia que ésta tenía para una nación insular. Como buen administrador que era, en tiempos de paz dedicaba sus naves al comercio y hasta las rentaba a particulares para que traficaran con ellas. En aquel tiempo prácticamente no había diferencia entre un barco de comercio y un barco de guerra y aun los ingleses no acostumbraban poner cañones en las bordas, temiendo que al
agujerearlas con escotillas se debilitaría la estructura de la nao. Los cañones pequeños que llevaban los colocaban en los castillos de proa y popa donde, en un combate a distancia, resultaban completamente inútiles. Enrique VIII, que siempre tuvo una enorme curiosidad por todo lo que fuera artillería, fue el primero que colocó cañones gruesos en los barcos y, como debido a su peso éstos no se podían colocar en los castillos, construyó un segundo puente, sobre el de la carga, para colocar allí los cañones en banda. A pesar de las flotas reales, Inglaterra siguió confiando durante mucho tiempo en los barcos de mercaderes y corsarios particulares, tanto para la defensa del reino como para empresas lejanas y actos de agresión en contra de sus enemigos. En Londres y otras ciudades inglesas se formaron desde fines del siglo XV asociaciones de mercaderes dedicadas al comercio con países lejanos y a la exploración de rutas, como la de Mercaderes Aventureros de Londres, que abrió el tráfico con Moscú y Persia por el Mar del Norte. Estas sociedades son el antecedente de las grandes “Compañías” que van a forjar el Imperio inglés en los siglos XVII y XVIII. Esas compañías, en las cuales la persona del rey o la reina era a veces socio, se lanzaron a empresas sobre las costas americanas desde tiempos de Enrique VII. Posteriormente buscaron, por el norte de América, el paso al Asia, el famoso estrecho de Anián, y finalmente se dedicaron al comercio, prohibido por España, entre Inglaterra, las costas africanas y las Antillas, a las cuales llevaban sobre todo esclavos negros. Uno de estos comerciantes era John Hawkins, quien hizo tres viajes a las costas africanas y americanas en 1562, 1564 y 1568. En el último de ellos tuvo que arribar al puerto de Veracruz, en la Nueva España, donde fue sorprendido por la flota española. Sólo dos de sus barcos pudieron salvarse, el uno bajo su mando y el otro al mando del joven marino Francis Drake. Este descalabro provocó en Drake un odio sin límites hacia los españoles, movido por el cual dedicó toda su vida a atacarlos. En 1572 emprendió un viaje por su cuenta a Nombre de Dios, en Panamá, con la idea de tomar esa ciudad cuando estuviera en ella la plata del Perú. Logró tomar la ciudad, pero no estaba aún la plata en ella, con lo cual se retiró a una bahía escondida en la selva y aguardó a que llegaran nuevas conductas. Ayudado por los negros cimarrones, esclavos negros de los españoles que se habían escapado a la espesura, donde habían formado verdaderas comunidades, logró llegar hasta el camino que unía Panamá y Nombre de Dios y asaltar allí una de las conductas de plata. Se cuenta que en este viaje, desde la copa de un árbol,
pudo ver por vez primera el océano Pacífico y juró navegar por él algún día. Pero Drake no fue el primer inglés que realizara esa hazaña. Uno de sus compañeros, John Oxenham, se le adelantó, zarpó de Inglaterra llevando a bordo unas barcazas desarmadas, que trasladó con sus amigos cimarrones hasta el Pacífico; en Panamá las armó y se lanzó a piratear, hasta caer pronto en manos de los españoles, que lo remitieron a Lima donde, con el tiempo, fue ahorcado. Cuando Drake regresó a Inglaterra de su aventura en Nombre de Dios, la corte española había elevado graves protestas ante Isabel, ya que los dos reinos estaban en paz y por lo tanto se pedía el castigo del pirata. Isabel se contentó con indicarle a Drake que se mantuviera más o menos oculto en algún lugar de Inglaterra, esperando el momento oportuno para iniciar otra empresa que, se esperaba, fuera tan productiva como la anterior. Durante esta espera forzosa, Drake maduró el plan de su gran viaje, del cual hizo partícipe a lord Walsingham y a la reina misma. El plan consistía en llegar, por el estrecho de Magallanes, al océano Pacífico, y atacar allí a los españoles que seguramente estarían desapercibidos, ya que no esperaban la llegada de enemigos a esas aguas. Por esos tiempos el Pacífico era efectivamente, como lo definiera el padre Medina, “un mar español” al cual se pretendía aplicar la teoría del Mare clausum, así como Roma había considerado el Mediterráneo el Mare nostrum. La tesis española se basaba en que todas las costas del Pacífico donde había cristianos estaban bajo las coronas de Felipe II, lo cual era indudable, y además en la bula Inter Caetera, aunque para ese tiempo ya los derechos basados en las bulas pontificias se consideraban por los mismos españoles como dudosos y, en el mejor de los casos, débiles. Los países europeos en vías de expansión no aceptaban esos principios y los que eran protestantes, como Inglaterra y Holanda, lógicamente no iban a respetar los acuerdos del papado. En Holanda, a principios del siglo XVII, Gracia lanzó la tesis de derecho internacional acerca del Mare liberum, aunque es curioso observar que los mismos Estados Holandeses, que se basaban en la tesis del Mare liberum para invadir aguas que los españoles consideraban suyas, trataron más tarde de aplicar la tesis contraria del Mare clausum para defender sus rutas de comercio por el Índico del sur. Así, la mayor parte de los viajes de los ingleses tenían por objeto encontrar el paso al Pacífico, como los de Martin Frobisher al norte del Canadá, entre 1576 y 1578. Pero estas empresas habían fallado en su totalidad y los ingleses, que mandaran su primera expedición desde 1497 con
Sebastián Caboto, durante el reinado de Enrique VII, no habían logrado fruto alguno de todas ellas, si no era el que los piratas y corsarios, disfrazados de comerciantes o abiertamente, habían logrado arrebatar a los españoles. Es lógico, por lo tanto, que Drake meditara en un viaje de ese tipo, un crucero por los mares del sur para, como se decía en aquellos tiempos, “chamuscarle la barba al rey de España” y hacerse de riquezas. El que España e Inglaterra estuvieran por esos años en paz, e Isabel hizo siempre todo lo posible para conservar esa difícil paz, no tenía importancia. Todos los ingleses sabían que tarde o temprano deberían enfrentarse al gran poder de España y cualquier acción que tendiera a debilitar ese poder era grata tanto al pueblo como a la reina. Así, lord Walsingham y la reina aprobaron secretamente los planes de Drake y le dieron el apoyo financiero necesario para poder armar cinco barcos y reunir una tripulación suficiente. El ejemplo de la reina, murmurado tan sólo, hizo que muchos otros mercaderes de Londres, Plymouth y Bristol confiaran algo de sus dineros en esa empresa, a pesar de que se guardó el secreto de su destino hasta el último momento para que no llegara a oídos del embajador de España que tenía espías por todos lados. Oficialmente se dijo que la armada iba a comerciar a las costas del Mediterráneo, a Turquía. En agosto de 1577 zarpó Drake de Plymouth con sus cinco barcos y lentamente se dirigió hacia el Atlántico del sur, sin desdeñar hacer algunas presas, tanto españolas como portuguesas, en el camino. En una de esas presas, cerca de las islas del cabo Verde, se hizo del piloto portugués Nuño da Silva, a quien obligó a acompañarlos hasta las costas de la Nueva España, donde le dio su libertad. Con tanta tardanza, no fue sino hasta junio del año siguiente cuando llegó a las costas de la Patagonia, en pleno invierno austral, y resolvió aguardar el buen tiempo en la bahía de San Julián. Lo primero que vio al entrar y anclar en ella fue el cadalso que Magallanes había levantado 58 años antes para ajusticiar a Gaspar de Quesada. El patíbulo pareció ser un mal agüero. Uno de los capitanes de Drake, su segundo, llamado Thomas Doughty, desde hacía tiempo venía tratando de amotinar a las tripulaciones y decía tener poderes mágicos para destruir a sus enemigos. La tripulación de Drake estaba formada por caballeros y mercaderes independientes y por marinos llevados muchos de ellos a la fuerza. Entre los dos grupos había siempre una gran desconfianza y los caballeros se negaban con frecuencia a cumplir las órdenes. Sobre ellos había actuado la persuasión de Doughty, y Drake se dio cuenta del peligro. Prendió a su segundo, formó un tribunal y lo condenó a ser degollado. Fletcher, el pastor que acompañaba a la expedición,
dio la comunión al condenado y Drake estuvo junto a él durante la ceremonia. Doughty comulgó piadosamente, luego habló a todos pidiéndoles que siguieran fielmente a su capitán y que sirvieran en todo a la reina, y finalmente fue degollado. Todos los caballeros y mercaderes quedaron sobrecogidos con esta justicia tan rápida y eficaz, y Drake aprovechó la oportunidad para quitarles a todos sus cargos y convertirlos en oficiales de la reina y obligarlos a jurarle lealtad como general que era de la reina. Luego les hizo ver a todos, después de ordenar que participaran en la comunión, que caballeros o marinos, todos tenían que trabajar al igual y compartir al igual los sufrimientos, las hambres, los peligros y la gloria. Al parecer el resultado fue el esperado, pues no volvió a haber ni la sombra de un motín en tan largo viaje. Llegada la primavera austral, zarparon rumbo al estrecho, que lograron cruzar con relativa facilidad llevando ya tan sólo tres barcos, pues los dos pequeños, construidos especialmente para llevar carga, fueron desmantelados. Los tres barcos eran el Pelican, el Elizabeth y el Marygold. Al salir del estrecho, en el cabo Deseado, los sorprendió una furibunda tempestad que dispersó a la armada. Drake, en el Pelican, fue llevado muy al sur, donde descubrió una isla, perdida ahora y que parece haber sido sumergida por el mar y formar unos bajos grandes a los 57° de latitud sur. Cuando regresó a las bocas del estrecho no encontró ya a ninguno de sus compañeros. El Marygold desapareció para siempre y el Elizabeth, empujado por el viento, tuvo que penetrar nuevamente en el estrecho y fue arrojado hasta el Atlántico en bastante mal estado. Sus tripulantes, creyendo que Drake se había perdido en la tempestad, resolvieron regresar a Inglaterra. Al verse solo, Drake puso proa al norte, hacia las costas de Chile, y le cambió su nombre al barco, bautizándolo con el de Golden Hind, esto es, “cierva de oro”. Remontando la costa de Sudamérica, trató de entrar en contacto con unos indígenas de Chile, que lo recibieron en son de guerra, por lo que siguió adelante, hasta Valparaíso, donde sorprendió a varios barcos españoles atracados en el puerto. Uno de ellos, grande, estaba prácticamente sin tripulación y uno de los españoles, creyendo que el barco que llegaba era también español, los recibió con música de tambores e invitándoles a compartir una bota de vino chileno. Pronto se dio cuenta de su error y fue encerrado en la cala con sus compañeros, menos uno que pudo saltar por la borda, nadar a tierra y dar la alarma en la ciudad. Ésta constaba de nueve casas y rápidamente quedó desamparada. Drake desembarcó, saqueó la
ciudad, donde encontró buena cantidad de vino chileno y unos vasos sagrados en la iglesia, que le regaló a Fletcher, el pastor. Remolcando el barco aquel, salieron de la bahía y lo saquearon a su vez, encontrando en él unos 37 000 ducados de oro de Valdivia y otra buena cantidad de vino, consignado a Perú. De allí pasaron a Tarapaza, donde desembarcaron en busca de agua y encontraron a un muchacho indio con ocho llamas en las cuales llevaba 800 libras de plata, que le fueron quitadas. En Arica saquearon tres barcos pequeños y otro más, cargado de telas, en alta mar. El 13 de febrero llegaron a Lima y entraron en la bahía del Callao donde había una docena de barcos atados todos a una sola boya y sin velas ni tripulación. Los ingleses saquearon los barcos y cuando pensaban desembarcar vieron que un gran contingente de españoles se acercaba a caballo y con armas, ya que se había dado la alarma en la misma Lima y el virrey había ordenado que todos los vecinos salieran a defender la ciudad y El Callao. Drake soltó los barcos para que se fueran mar adentro, y enterado de que el galeón de la plata, el Concepción, había salido pocos días antes con un gran tesoro, zarpó tras de él. En el camino tomaron otro barco cargado de jarcia y cordaje, y a 150 leguas de Panamá lograron alcanzar, frente al cabo San Francisco, al Concepción. Con tres disparos de artillería le cortaron el palo de mesana y lo pudieron abordar. El Concepción iba prácticamente desarmado, tanta era la seguridad de que gozaban los españoles en el Pacífico. Dentro encontraron un enorme tesoro en plata que, según el piloto portugués, consistía en 1 300 barras de plata y 14 cofres grandes llenos de reales de a ocho y de polvo de oro. Parece ser que el Concepción, en el habla vulgar de los marinos, se llamaba el Cacafuego, pero era tanta la plata que sacaron de él que un grumete español le dijo a Drake que desde ese día más bien debería llamarse el Cacaplata. Drake había oído hablar del Galeón de Manila y resolvió remontarse hasta la costa de la Nueva España, saltear el galeón si podía encontrarlo y seguir hacia el norte, en busca de la boca del estrecho de Anián, para pasar por él rumbo al Atlántico e Inglaterra. Poco después de saquear el Concepción toparon con un barco que venía de Acapulco, propiedad de un tal Zárate, lleno de mercancías chinas, que también saquearon. Ya en las costas de la Nueva España, desembarcaron en Huatulco y lo saquearon, para seguir hasta la Baja California, donde esperaron al Galeón de Manila. El Golden Hind iba lleno hasta los topes de plata y mercancías, así que en verdad ya no tenían mucho interés en nuevas empresas, sino más bien en llegar con su
tesoro y sus noticias a Inglaterra; así, Drake siguió con rumbo norte, hasta pasar la entrada de la bahía de San Francisco, que parece no haber visto, y llegar a una pequeña bahía un poco más al norte, donde encontró un sitio adecuado para reparar su barco. Tomó posesión de esas tierras y las llamó Nueva Albión. Con el Golden Hind ya en buen estado resolvió regresar a Inglaterra siguiendo la ruta de Magallanes y de Elcano, esto es, circunnavegando el globo. El estrecho de Anián no aparecía en ninguna parte y regresar por el de Magallanes, cuando ya los españoles de toda la costa estaban sobre aviso, era temerario. Por lo tanto, la única ruta que le quedaba abierta era por Asia y África. De Nueva Albión zarparon rumbo al sur hasta tomar la ruta española a los 12° de latitud norte y el 14 de noviembre llegaron a las Molucas, donde hicieron un tratado de alianza con el rey de Ternate, que tenía guerra contra el de Tidore y los portugueses y españoles. Allí cargaron clavo y nuez moscada y por la vía del cabo de Buena Esperanza regresaron a Inglaterra, a la cual llegaron el 3 de noviembre de 1580, casi a los tres años de haber zarpado. Entre los paralelismos históricos, pocos hay tan interesantes y llenos de coincidencias como los que existen entre los dos primeros viajes de circunnavegación del globo, el de Magallanes y el de Drake. En ambos casos salieron de Europa cinco barcos y sólo logró realizar el viaje uno de ellos, pero el valor de su cargamento compensó el de todos los barcos perdidos. En ambos casos hubo un conato de motín, exactamente en la bahía de San Julián, en las costas de la Patagonia, que terminó con la ejecución del cabecilla en la playa. El San Antonio de Magallanes y el Elizabeth de Drake abandonaron la empresa en el estrecho y regresaron a Europa, y en los dos grandes viajes se empleó un tiempo de casi tres años. Si el viaje de Drake a Nombre de Dios había provocado una ola de entusiasmo entre los ingleses y las más severas protestas del embajador de España, este viaje llevó las cosas a extremos increíbles. A pesar de las protestas del embajador de Felipe II y de su solicitud de que Drake fuera encarcelado como pirata, la reina Isabel recibió alegremente su parte del botín, y en solemne acto a bordo del Golden Hind, anclado en el Támesis, la reina lo armó caballero. Y no sólo eso. Para gran indignación del embajador, la reina recibía en forma privada a Drake, el cual siempre tenía la precaución de llevarle regalos, y la noche de año nuevo la reina usó una corona de oro y esmeraldas que Drake le había dado. Mientras en España “el Draque” se convertía en símbolo de toda abominación y maldad, y talentos como el de
Lope de Vega escribían poemas hablando de todos los horrores cometidos por ese ser demoniaco, en Inglaterra, por el brillo de su hazaña, por las riquezas traídas, por la magnanimidad con la cual las compartía y sobre todo por el favor que le mostraba la reina, sir Francis se convirtió en el héroe del momento y en ejemplo e inspiración de la juventud y nacía para Inglaterra la época que, con justa razón, algunos historiadores han llamado La Edad de Drake. El viaje de circunnavegación, haciendo toda clase de daños a la corona española y además realizando una extraordinaria hazaña marítima, probaba a los ingleses —y a los holandeses que ya empezaban a interesarse por empresas lejanas— que una fuerza naval, pequeña y bien dirigida, podía causar enormes daños a un enemigo por más poderoso que fuese y además obligarlo al enorme gasto de tratar de proteger su imperio con fortalezas, naves de guerra y guarniciones. Por lo tanto, en la guerra, una flota no sirve sólo, como habían creído los ingleses hasta entonces, para transportar ejércitos, sino como una verdadera arma independiente que puede, si se sabe usar de ella, defender a una nación insular mucho mejor que los ejércitos que se reúnan en las costas. La lección de Drake van a aprovecharla los ingleses en 1588, cuando Felipe II resuelve por fin lanzarse a la invasión de Inglaterra y envía la Armada Invencible en contra de ella. Debido a la experiencia de este viaje de Drake, cuando empiezan a llegar a Londres las noticias de la armada que se reúne, se envían naves a hostigarla, a tomar puertos e incendiar barcos. Y este sistema presentaba otra gran ventaja para una reina siempre escasa de fondos, las empresas marítimas no costaban gran cosa y por lo general se podía recuperar la inversión y en muchos casos obtener espléndidas utilidades. El Golden Hind pagó por cada libra invertida en la empresa 47 libras. Ante esta realidad, Inglaterra se convence de que lo fundamental, si quiere tener poder, riquezas y comercio, es tener el dominio de los mares, más que de las tierras. Los imperios coloniales vendrán más tarde, como lógica conclusión y como medio de disponer de sobrantes de población y colocar minorías heréticas. En el siglo XVI Inglaterra intenta sólo una colonización, en Virginia, propiciada por sir Walter Raleigh, que fracasa, y Drake recoge a los colonos para llevarlos de nuevo a Inglaterra, pero en cambio sus barcos cruzan todos los mares e inician la apertura de rutas de comercio. Para esto no se emplean fondos y hombres de la corona, sino que se crean las grandes compañías, como la de los Mercaderes Aventureros que ya hemos visto, y más tarde la de las Indias Orientales y la de las Indias
Occidentales. Estas compañías, al igual que las holandesas, cuentan siempre con la protección del Estado, que les concede un monopolio y ciertas facilidades, pero sus fondos provienen del público en general y se suscriben por acciones. Y atrás de esas compañías está siempre la creciente Armada inglesa dispuesta a protegerlas, a conservar abiertas las rutas de comercio y a reprimir la piratería, cuando ésta va en contra de los intereses de la Gran Bretaña. Otro de los frutos del viaje de Drake y del pensamiento isabelino es la política internacional inglesa de ese siglo y el siguiente. En el siglo anterior Inglaterra ha sido arrojada de Francia y la reina María pierde la última posesión en el continente, la ciudad de Calais. La Gran Bretaña ya no va a intentar dominios en Europa. Se contentará con afirmarse en la isla, con la anexión de Escocia en la unión de las coronas y con sus siempre dudosas conquistas en Irlanda, pero todo su poderío se va a destinar a empresas lejanas, en América y en Asia al principio. Francia, que tuvo también la oportunidad de asumir una política semejante, nunca pudo desentenderse de las luchas internas de Europa y se fue quedando atrás en su expansión colonial, y España, que por su situación geográfica pudo hacer lo mismo que Inglaterra, por razones religiosas se vio siempre envuelta, durante ese siglo crucial, en los asuntos de Flandes y de Italia y en la guerra en el Mediterráneo. Al regreso de Drake, el embajador de España, don Bernardino de Mendoza, escribe constantemente a Felipe II, ocupado como estaba por los asuntos de Portugal, para hacerle ver toda la magnitud de la hazaña de Drake y del peligro en que se veía España de que los ingleses, piratas o soldados, se adueñaran del estrecho de Magallanes. Así, le avisa al rey que Drake ha hecho escuela aun entre los más altos círculos de la sociedad inglesa: “Conolls, hijo del tesorero de esta casa de la reina, que es el que armó los navíos para ir a robar en la carrera de las Indias agora dos años, va con seis a invernar a la costa de Brasil y en el puerto de San Julián, que es en la boca del estrecho de Magallanes y que de allí pasa con la instrucción que lleva de Drake”. Y dice también que Leicester y la reina están haciendo preparativos para que Drake vaya con 10 navíos a las Molucas. Tan importante se considera en la corte española este negocio, que el duque de Alba, consultado en Lisboa acerca de los planos de los fuertes que se han de hacer en el estrecho, como veremos adelante, contesta al rey: “En lo de los fuertes de Magallanes, hace Vuestra Majestad una cosa tan necesaria que ninguna hay
ahora en el mundo, que yo sepa, que lo sea tanto para el servicio de Vuestra Majestad”. Los avisos del embajador don Bernardino de Mendoza eran justos, ya que la actividad marítima inglesa cobra nuevos bríos cada año. En mayo de 1582 sale el capitán Fenton, que había hecho exploraciones en el Ártico con Forbisher, en busca del estrecho de Anián, con una escuadra de cuatro naves y con la intención de llegar a las Molucas por la ruta portuguesa y aprovechar en Ternate el tratado hecho por Drake con el sultán. Pero en el Atlántico su tripulación se rebela y lo obliga a tomar la ruta del estrecho de Magallanes para seguir los pasos de Drake y caer sobre los españoles en el Pacífico. Divergencias de criterio entre Fenton y su segundo, el joven Richard Hawkins, de la poderosa familia de mercaderes y piratas, puso fin a la empresa en las costas de Brasil, pero uno de los barcos, bajo el mando de un sobrino y discípulo de Drake, desertó y quiso llevar a cabo la hazaña por su cuenta, pero fue capturado por los españoles en el río de la Plata. Ese mismo año, los Hawkins hicieron un viaje corsario provechoso a las islas de cabo Verde, Puerto Rico y Margarita, y Drake, en 1585, volvió a zarpar y cayó sobre Santo Domingo, Cartagena, San Agustín de la Florida y recogió a los colonos de Virginia. Esto era lo que llamaban “chamuscarle las barbas al rey de España”. Dos años más tarde, cuando ya se conocen en Inglaterra los preparativos que se hacen para la invasión, Drake acomete una hazaña más grave para el prestigio hispánico: entra en la bahía de Cádiz y bajo las mismas fortificaciones de la ciudad quema la flota española que se encontraba allí reunida, y a su regreso captura el promontorio de Sagres, donde estuviera el castillo de don Enrique el Navegante. Como se ve por estas empresas y otras muchas, Inglaterra ya estaba plenamente convencida de que la guerra y el triunfo serían en el mar. Si en España cundía la alarma por los hechos de los ingleses, en el Perú sucedía otro tanto. El estrecho, que hasta 1557 había parecido ser una bendición para España, lleno de posibilidades de nuevas rutas, poco a poco, cuando empresa tras empresa fracasaban como ya hemos visto, se fue olvidando su existencia, y se llegó incluso a pensar que algún cataclismo lo había cerrado. Alonso de Ercilla, en La Araucana, dice: Por falta de pilotos o encubierta causa importante quizá y no sabida, esta secreta senda descubierta
quedó para nosotros escondida…
Pero, de un golpe, el paso de Drake al Pacífico demostraba no sólo que el paso estaba abierto, sino que era aún perfectamente practicable y además que su secreto ya era conocido por los ingleses. El virrey del Perú, don Francisco de Toledo, vio de inmediato el grave peligro en el que se encontraban esos reinos y todo el Imperio español en el Mar del Sur. Su primer intento fue el de destruir a Drake, para que la noticia no llegara nunca a Inglaterra, y para ello reunió en El Callao los barcos que pudo conseguir. En dos de ellos mandó a su propio hijo don Luis de Toledo, al maestre de campo y almirante Diego de Frías Trejo y a Pedro Sarmiento de Gamboa en calidad de piloto. La empresa resultó en vano. Los barcos mal apercibidos por la prisa nunca pudieron alcanzar a Drake por más que, como lo expresa tan gráficamente Sarmiento: “Arasen la mar en todas direcciones”. Como con tanta frecuencia sucedía en las armadas españolas, debido a esa división del mando entre varios, los jefes discutieron incesantemente acerca del plan que había de seguirse. Conocemos estas discusiones por Sarmiento y al parecer su plan era el más lógico, ya que consistía en zarpar directamente a las costas de Nicaragua o de la Nueva España y aguardar allí al corsario. Pero los otros preferían ir costeando, preguntando en todas partes noticias de los ingleses y perdiendo con ello un tiempo precioso. Al regreso de Sarmiento a Lima el virrey Toledo resolvió enviar una armada hacia el estrecho de Magallanes, por ver si Drake intentaba regresar por allí, y de no encontrarlo para que zarpara a España y convenciera a la corte de la necesidad de proteger el paso y de poblar esas tierras. El mando de esta empresa se le confió a Pedro Sarmiento de Gamboa. Era éste, indudablemente, uno de los hombres más pintorescos e interesantes que pasaron a las Indias. Como marino, era un muy buen cosmógrafo y cartógrafo, que conocía toda la costa del Pacífico, de la Nueva España a Chile, y que había tomado parte en el primer viaje de Mendaña de Neira. Pero también había conocido las cárceles de la Inquisición en México y en Lima, porque era dado a hacer horóscopos, filtros mágicos y anillos cabalísticos. Era también notable escritor y regular poeta, y el virrey Toledo lo había utilizado en la preparación de su alegato acerca del dominio tiránico de los incas y en algunas pacificaciones en la sierra del Perú, donde se había probado como un buen caudillo que se hacía respetar y obedecer por su gente.
El 10 de octubre de 1579 zarpó de El Callao con dos naves y llevando como a su segundo a Juan de Villalobos y como pilotos a Antón Pablos y a Hernando Lanero, cuyo barco había sido saqueado por Drake en Valparaíso. Pronto surgieron diferencias entre Villalobos y Sarmiento, pero éste insistió en recorrer la costa y los canales chilenos al sur de Chile, para cartografiarlos y ver si había otras bocas hacia el estrecho. Al parecer no conocía el diario de navegación de Ladrillero, que había llevado a cabo las mismas exploraciones 30 años antes, tal vez porque éste había regresado a Valparaíso para morir a los pocos días: “con un marinero y un negro de servicio los cuales venían tan desfigurados que no había hombre que los conociese” y, así, es posible que su derrotero quedara en Santiago de Chile y no llegara a Lima. En medio de una tormenta Villalobos desertó, pero aun así Sarmiento siguió explorando y dio fácilmente con el estrecho que recorrió con toda lentitud dibujando la costa en sus mapas, así como las siluetas de las montañas y tomando en varias partes posesión de esas tierras en nombre del rey de España y plantando grandes cruces de madera. Sarmiento pensaba ya en regresar al estrecho, poblarlo y fortificarlo, para lo cual iba señalando los lugares que le parecían adecuados y, en contraste con su acuciosa investigación náutica, inventando toda suerte de calidades en la tierra que veían. Según él, esas tierras eran templadas, cubiertas de bosques con maderas útiles, y en ellas se daban plantas como la canela y el algodón. Lo de la canela extraña indudablemente, ya que era sabido que ese árbol crecía tan sólo en climas sumamente cálidos y posiblemente Sarmiento se confundió debido a que el árbol sagrado de los araucanos de Chile se llamaba “canelo”. El caso es que vio las tierras inhóspitas del estrecho como un verdadero paraíso, donde había hasta papagayos y huellas de tigres y leones, que podía convertirse en amplias dehesas para ganado y producir todos los granos de Castilla. El 15 de agosto de 1580 llegó a España, siendo el primer hombre que hiciera el viaje directo, por mar, de Lima a Sevilla. Allí se encontró con que su empresa de convencer a la corona del peligro en que se encontraba el Virreinato del Perú ya estaba hecha. Como hemos visto, en España había tanta alarma como en las Indias. Al saber su llegada, el rey, que esperaba en Badajoz los resultados de la campaña del duque de Alba en Portugal, lo mandó llamar con toda premura y, con extraordinaria rapidez para esos tiempos, se convino de inmediato en la necesidad de fortificar y poblar el estrecho y se encomendó a Antonelli, uno de los arquitectos castrenses más
notables de su época, el diseño de los fuertes que habrían de construirse y se discutió su traza con el duque de Alba, el mejor general que tenía entonces España. Las órdenes de Felipe II eran terminantes en cuanto a que se diera la mayor prisa a la organización de la empresa, y en cuanto a su magnitud irían hombres bastantes para poblar la zona, con sus familias, animales, aperos y semillas. Irían soldados para los fuertes y hasta se pensaba en una gran cadena que cerrara una de las angosturas del estrecho. Además, se fortalecería la población de Chile como una segunda defensa, y dentro del estrecho se fundarían dos ciudades por lo menos. Los informes que daba Sarmiento de Gamboa acerca de la bondad del clima, de su templanza y de su sorprendente variedad de productos animaban a una colonización importante. En cierto aspecto, para los españoles era ésta una experiencia nueva, no de conquista como las anteriores, o de colonización después de la conquista, sino de una colonización lisa y llana. Sarmiento había llevado consigo tres indios pacíficos del estrecho, probablemente onas o tehuelches, que en España se mostraban, con lo cual se suponía que sus paisanos ayudarían en la empresa si se les trataba bien y que se establecerían cerca de los colonos. Hasta se pensaba en posibles encomiendas. Pero la inusitada magnitud de la empresa, las nuevas características y la poco acostumbrada prisa que se daban todos en montarla no lograron evitar una ya tradicional falla de la organización española: la dualidad del mando. Se olvidaron los desastres que en empresas anteriores esta dualidad había provocado, y aunque a Sarmiento de Gamboa se le nombró gobernador del estrecho y se le hicieron otros honores y mercedes, el importantísimo título de capitán general de la armada recayó en un marino de la carrera de Indias, de indudable experiencia como tal, pero que, como se vio más tarde, no tenía ningún interés en esta nueva empresa. Era Diego Flores de Valdez, quien además iba como “conjuncta persona” con Sarmiento, título este que nos trae a la memoria la tragedia del San Julián y el triste fin de la otra “conjuncta persona”, Juan de Cartagena. La Casa de Contratación de Sevilla recibía la orden de activar los preparativos, de reunir a la gente necesaria y alistar las naos. Así, para el 27 de septiembre de 1582 ya estaban dispuestas en San Lúcar de Barrameda 23 naves y 3 000 personas, entre marinos, soldados, colonos con sus familias y vecinos para las poblaciones del sur de Chile. El tiempo se presentaba poco bonancible y tanto Sarmiento como Flores de Valdez no querían zarpar, pero era tanta la prisa que daba el rey, que ordenó al duque de Medinasidonia que fuera personalmente a San Lúcar y ordenara la partida. A pesar de las
protestas del capitán general y del gobernador, zarpó la flota y fue dispersada al momento por una furiosa tempestad en la cual se perdieron varios barcos y murieron muchas personas. Los barcos que lograron resistirla regresaron a San Lúcar, de donde Sarmiento notificó al rey la desgracia que había sucedido. La respuesta real no se hizo esperar. La Casa de Contratación debía poner todos los medios necesarios para que la flota zarpara de nuevo a la mayor brevedad, y el duque de Medinasidonia debía estar sobre Sarmiento y Flores de Valdez para asegurarse de que no perdieran tiempo. Sarmiento hacía ver, con justa razón, que ya había pasado la época para poder llegar al estrecho en el verano y que convenía más aguardar en España el año siguiente, pero los oficiales y el mismo rey no quisieron ni oír hablar de ello. Las cartas del embajador de España en Inglaterra apremiaban más y más cada día respecto a la necesidad de proteger el estrecho y así, el 9 de diciembre, con sólo 16 naves y la promesa de otras posteriormente, zarpó la armada, llevando, aparte de los marinos y soldados, a 153 pobladores con sus familias, entre las cuales había 30 mujeres y 21 niños, 10 frailes y los tres indios patagónicos. El 25 de marzo, con vientos contrarios y calmas, llegaron a Rio de Janeiro y resolvieron aguardar allí el verano austral. Unidas ya las dos coronas, los españoles podían estar en Brasil como en tierra propia y rehacerse allí del desgaste del viaje y proveerse de lo que necesitaran, aunque al parecer los oficiales portugueses no se mostraron algo renuentes en eso de dar bastimentos y lo que requirieran los navíos. Por otra parte, Sarmiento y Flores de Valdez no dejaban de pelear y discutir, mientras la gente hacinada en los navíos, bajo el sol tropical al que no estaba acostumbrada, enfermaba y moría. Por fin, el 2 de noviembre, con víveres ya escasos, zarparon de Rio de Janeiro y a poco de navegar sobrevino una tempestad en la cual se perdió una nao, La Riola, con 350 personas a bordo. Los colonos de Chile y su capitán insistieron en quedarse en el río de la Plata para pasar a Chile por tierra, cansados ya tanto del viaje por mar como de las constantes disputas entre Sarmiento y Flores de Valdez. El 17 de febrero los barcos restantes llegaron frente a la boca del estrecho y penetraron unas tres leguas dentro de la primera bahía, en un día tranquilo y tibio. Sarmiento había pensado en fundar allí una de las ciudades y ordenó que se anclara para al día siguiente desembarcar a la gente y los pertrechos. Sarmiento ansiaba ese instante para poder despachar a Flores de Valdez y quedarse solo en su gobernación, pero
el 18 amaneció brumoso y desde la mañana empezó a soplar el viento con tal fuerza que tuvieron que levantar anclas y salir del estrecho, donde la tempestad los detuvo tres días. Cuando amainó un poco el viento, se encontraban al norte del cabo de las Vírgenes y Flores de Valdez, en lugar de dar la orden de poner proa al sur y buscar nuevamente la embocadura, dio la orden de poner proa a España, alegando que ya habían intentado todo lo posible y que tratar de hacer más era poner en peligro la armada y a toda la gente. Sarmiento acercó su nao a la del capitán general para hacerle ver que esas tormentas eran cosa frecuente en esas latitudes y que lo conveniente era refugiarse en río Gallegos y esperar el buen tiempo, pero Flores de Valdez, “dando una castañeta”, se entró en su cámara y enfiló hacia el norte. Sarmiento habló aun con el piloto Diego de la Ribera diciéndole que abandonar la empresa era una traición al rey y que informaría de ello a Su Majestad, a lo cual el piloto contestó, según el mismo Sarmiento: “No se me da nada que lo sepa la reina” y viró hacia el norte. El resto de la flota no tuvo más remedio que seguir a la capitana y en el mes de mayo llegaron de nuevo a Rio de Janeiro donde, para gran gusto de Sarmiento, encontraron cuatro naos con los refuerzos prometidos. Flores de Valdez, para esas alturas, estaba convencido de que toda la expedición era un error y de que Sarmiento no era capaz de dirigirla, con lo cual propuso que él se regresaría a España y le dejaría a Sarmiento cinco barcos, los marinos y soldados necesarios y los colonos, un total de 529 personas. Sarmiento tuvo que aceptar la oferta ya que, en esa coyuntura, regresar a España hubiera sido olvidar para siempre los sueños de su gobernación. Así, el 2 de diciembre zarpó nuevamente hacia el estrecho con sus cinco naos comidas de broma para llegar al cabo de las Vírgenes el 31 de enero y encontrar la ya tradicional tempestad. Sarmiento resolvió entonces desembarcar a la gente al norte del cabo y llevarla por tierra hasta el sitio que había marcado en la primera bahía. Así lo hizo y desembarcaron todos, colonos, mujeres, niños, frailes y soldados y fundaron, con todas las ceremonias de rigor, la ciudad de Nombre de Jesús. Hecho esto, resolvió avanzar por tierra, estrecho adentro, hasta el sitio que había llamado Las Fuentes para fundar la segunda ciudad, mientras que el barco que le quedaba aún útil iría con los bastimentos, los cañones y los ganados. La marcha fue tremenda entre los pantanos a la orilla del mar, sin encontrar comida más que mariscos que tenían que sacar de las aguas heladas, y algunos lobos marinos, en cuya caza no se mostraron muy diestros. Por fin llegaron al sitio y
habiendo encontrado allí al navío fundaron la ciudad de Rey Felipe, un poco al poniente de donde ahora se encuentra la ciudad chilena de Punta Arenas. El sitio estaba rodeado de bosques, pero no de aquellos que elogiara tanto Sarmiento, a la manera europea, sino de árboles pequeños, retorcidos por el viento en las más increíbles formas, de madera dura. El piso del bosque no era un gran prado, sino un pantano impasable en verano y helado en invierno. Una vez fundada la ciudad, Sarmiento resolvió regresar a la de Nombre de Jesús en el barco, para traer más refuerzos y enviar otro barco a Brasil en busca de mantenimientos, pero al llegar frente a la ciudad sobrevino un vendaval y lo arrojó al Atlántico, con las velas completamente desgarradas y el casco haciendo agua. La tempestad no amainaba, con lo cual resolvió dirigirse a Brasil en busca de los esperados refuerzos. En Rio de Janeiro convenció a los oficiales portugueses para que lo ayudaran, le escribió al rey y zarpó de nuevo hacia el sur, pero las tempestades parecían querer proteger al estrecho de la presencia de los hombres blancos y naufragó dos veces. De regreso a Rio de Janeiro, comprendió que sólo en España podría encontrar la ayuda necesaria, ya que los oficiales portugueses le negaban barcos y bastimentos y, sobre todo, hombres. Pero la suerte lo había abandonado. Entre Brasil y España, en una barca portuguesa, cayó en poder de unos piratas ingleses que le robaron cuanto tenía y, al saber por el piloto de la nave que era un gobernador español, lo llevaron preso a Londres pensando lograr un muy buen rescate por él. En Inglaterra estuvo bastante tiempo como prisionero, aunque bien tratado, y pudo entrevistarse con la reina. El pirata que lo había apresado era hombre del famoso Guatarales, como los españoles le llamaban a sir Walter Raleigh, y éste se interesó por su prisionero y finalmente le dio la libertad. Sarmiento tomó de inmediato el camino de España pensando en la gente que había dejado en su gobernación y la necesidad que tendría seguramente de refuerzos y bastimentos, pero en Burdeos cayó en poder de unos hugonotes franceses que a su vez le exigían rescate. La situación en España se volvía caótica después de la derrota de la Armada Invencible y nadie parecía ocuparse de la libertad del gobernador del estrecho, así que no fue sino hasta 1590 cuando pudo llegar a España. Ya para entonces su gobernación había terminado en tragedia y nunca regresó a ella. Mientras tanto, los colonos de las ciudades de Nombre de Jesús y de Rey Felipe esperaban ansiosamente la ayuda ofrecida por el gobernador. El primer invierno había sido mucho más riguroso de lo que esperaban y los víveres no
eran suficientes. Las semillas y ganados de Castilla no se daban en esas tierras áridas y barridas por los vientos y pronto se vieron reducidos a vivir casi exclusivamente, por lo menos durante el verano, de mariscos. Los de la ciudad de Nombre de Jesús resolvieron, antes del segundo invierno, que no podrían resistir allí y recordando lo que había dicho Sarmiento acerca de lo ameno del sitio de la ciudad de Rey Felipe emigraron por la costa para reunirse con sus compañeros. La marcha fue terrible. Casi desnudos, sin comida, teniendo que detenerse a buscar mariscos en las playas y rocas entre aguas siempre heladas, muchos fueron muriendo en el camino. Y cuando llegaron a la ciudad de Rey Felipe se encontraron con que la situación allí era semejante, cuando no peor a la que habían dejado. Pasó otro invierno; murieron muchos. Algunos quisieron insubordinarse y fue necesario construir una horca en la plaza y ahorcar a varios. Los indios empezaron a merodear, no los indios amables que había pintado Sarmiento, sino indios nómadas que lograron robarse a algunas de las mujeres. Antes del tercer invierno, al ver que no llegaban refuerzos, que definitivamente era imposible cosechar trigo o cualquier otra planta en esas tierras, y que los ganados habían desaparecido, un grupo grande resolvió regresar a la ciudad de Nombre de Jesús y murió en la nieve durante el trayecto. En la primavera quedaban 16 hombres y mujeres en la ciudad de Rey Felipe. Resolvieron abandonarla y caminar junto al estrecho en busca de sus compañeros, cuya suerte ignoraban, y con los ojos clavados en el mar por donde habrían de llegar seguramente los refuerzos prometidos. Recordaban seguramente que la corona siempre, como en el caso de Magallanes, de Loayza y de Villalobos, había hecho lo imposible por recoger a los españoles que habían quedado abandonados en cualquier rincón del mundo. No podía ahora fallar, sobre todo porque esta empresa era una de las más grandes y más importantes que habían salido de España y, se les había dicho mil veces, la fortificación del estrecho era asunto vital para el imperio. Pero pasaban los días y no llegaban los barcos salvadores. Sosteniéndose unos a otros, cubiertos por harapos y pieles, los arcabuces en las manos pero inútiles por falta de pólvora, caminaban por la playa buscando mariscos. Quisieron cazar unos lobos marinos, pero estaban tan débiles que tres hombres murieron en el intento. Por fin, un día tres hombres vieron a lo lejos unas velas. Eran tres navíos que avanzaban por las aguas serenas del estrecho. Hicieron señas como pudieron y pronto los navíos se pusieron al pairo y una lancha se desprendió de uno de ellos. Los tres españoles se metieron en el agua y de la lancha les informaron que no era el socorro que
esperaban, sino una flotilla inglesa al mando del capitán Thomas Cavendish. Los españoles retrocedieron asustados y los ingleses les gritaron que si querían salir de ese infierno saltaran a la lancha. Uno de ellos, Tomé Hernández, subió a la lancha, los otros dos no pudieron alcanzarla y se quedaron en tierra. Años más tarde otro más fue rescatado, también por un pirata inglés, un tal Marrick. Cavendish ancló en la ciudad de Rey Felipe. Encontró unas cuantas chozas casi derruidas por el viento, un fuerte a medio construir, cañones inservibles abandonados en la playa y una horca en la mitad de la plaza, de la cual pendían tres cadáveres momificados. Con muy justa razón le cambió el nombre por el de Puerto del Hambre. Thomas Cavendish había salido de Inglaterra un año antes tras las huellas y la fama de Drake, pensando en repetir su hazaña. Logró cruzar el estrecho sin dificultades, pero al llegar a las costas de Chile se encontró con que los españoles ya estaban sobre aviso y con defensas preparadas. Sin hacer presas de importancia, se remontó hasta las costas de la Nueva España, y frente al cabo San Lucas esperó el paso del Galeón de Manila. El 4 de noviembre de 1587 el vigía dio la voz de que se acercaba el galeón esperado y con los dos barcos que le quedaban, el Content y el Desire, salieron los ingleses a perseguirlo. Era el Santa Ana, al mando de Tomás de Alzola, de 600 toneladas, que llevaba como piloto a Sebastián Vizcaíno. Cavendish atacó con su artillería y se sorprendió al ver que el galeón no contestaba el fuego ni hacía intentos de sacar sus cañones. Se acercó a él y le disparó una andanada casi a boca de jarro. Desde el castillo de popa del Santa Ana cayeron sobre el Desire piedras, flechas, jabalinas, palos, pero ni un disparo. Por fin los corsarios ingleses entraron al abordaje y con poco trabajo se adueñaron de la nave y se dieron cuenta de que no llevaba cañones ni arcabuces. A pesar de esas condiciones de lucha, el Santa Ana se defendió durante seis horas. Cavendish le exigió al capitán el registro de la mercancía y se dio cuenta de que había capturado el barco más rico que jamás cayera en manos de un pirata. Había 122 000 pesos de oro de Filipinas y gran cantidad de sedas, damascos, bálsamos, especias. El gobernador Vera de las Filipinas declaró que el precio de la mercancía, en Acapulco, hubiera sido de más de dos millones de pesos de a ocho, sin contar algunas cantidades de oro que no habían sido declaradas. Los ingleses pasaron lo mejor de la mercancía a sus barcos, que toda no podían llevarla, y desembarcaron a 179 españoles en la costa después de ahorcar, por razones no bien explicadas, a fray Juan de
Almendáriz. Hecho esto, soltaron el galeón y le prendieron fuego y se alejaron rumbo al norte. En la playa, Vizcaíno organizó a algunos hombres, pudo llegar hasta el galeón, apagar el fuego, recoger al resto y llegar a Acapulco con el triste saldo de la mercancía y la aún más triste historia, que significaba la ruina para muchos vecinos de Manila. Del cabo del Espíritu Santo, guiado por un piloto español que tomó del Santa Ana, Cavendish se dirigió directamente a Guam. En el trayecto, el Content desapareció para siempre y, con el Desire sólo, llegó a las Filipinas donde trató de incendiar un galeón que se estaba construyendo en Arévalo, al sur de Panay. No tuvo éxito en esta empresa y, dado que llevaba su barco cargado de tesoros, resolvió seguir lo más pronto posible hacia Inglaterra. Antes de dejar las Filipinas ahorcó al piloto Alonso de Valladolid porque había intentado comunicarse con unos españoles y darles la noticia de la llegada del pirata. En septiembre de 1588, a los pocos días de la derrota de la Armada Invencible, Cavendish regresaba a Inglaterra cargado de riquezas. En 1591 Cavendish intentó un nuevo viaje al Pacífico pensando tal vez cumplir la amenaza que le había hecho por carta al gobernador Vera de Filipinas de saquear Manila, pero no pudo cruzar el estrecho y tuvo que regresar a Inglaterra sin haber logrado botín alguno. Dos años más tarde Richard Hawkins, hijo de sir John, hizo un nuevo intento de piratería en el Pacífico, pero en esta ocasión no sólo con la idea de saltear barcos y puertos, sino de fundar un imperio colonial inglés en las islas del Japón, las Filipinas o las Molucas. Logró cruzar el estrecho con facilidad, pero su tripulación lo obligó a tomar el rumbo de la costa de Chile con la intención de saquear algunos pueblos y así cayeron sobre Valparaíso, que lograron tomar con muy poco provecho económico. Esto alertó a los españoles que ya tenían naves de guerra listas y seis de ellas le dieron alcance frente a Atacames, en las costas de la actual república del Ecuador. Hawkins fue hecho prisionero y llevado a Lima, pero con el tiempo se le puso en libertad y regresó a Inglaterra, donde murió ya muy anciano. Con Hawkins acabaron las grandes empresas piratas inglesas al Pacífico, hasta que se reanudan en el siglo XVIII, pero la expansión comercial inglesa siguió su camino y en Londres la Compañía de las Indias Orientales recibió su Royal Charter para dedicarse a empresas de comercio en las Indias Orientales, y se organizaron viajes siguiendo la ruta portuguesa, hasta las Molucas. En Amboyna, los ingleses llegaron a fundar una factoría, así como en las costas de la India. También se hizo sentir la necesidad de una
expansión territorial, promovida desde antes, como ya hemos visto, por sir Walter Raleigh y se inició la emigración a las costas americanas del Atlántico que habrían de convertirse en las Trece Colonias y posteriormente en los Estados Unidos de América. Que en aquellos años ya se veía esta expansión como una necesidad de espacio vital, lo vemos en la obra The Maid of Honour del dramaturgo isabelino Phillip Massinger, cuando dice: And we by force must fetch in what is wanting Or precious to uso Add to this, we are A populous nation, and increase so fast, That if we by our providence are not sent Abroad in colonies… We must starve Or eat up one another[*]
Ese término, “por nuestra propia providencia”, bien podía referirse a las grandes compañías, como la de Virginia o la de la bahía de Massachusetts, que intentaban formar colonias en las cuales acomodar a la población sobrante de Inglaterra y a los disidentes en materia religiosa. Pero otras muchas sólo se ocupaban del comercio, de abrir rutas, establecer factorías y, posteriormente, por necesidades lógicas, fortalezas. Entre éstas cabe señalar la de los Mercaderes Aventureros de Londres, la de Moscovia, la del Levante y la mayor de todas, la de las Indias Orientales o East India Company. Esta última es, de hecho, el origen de todo el Imperio británico en Asia, tanto en la India como en las islas y en Malasia. Eran, por lo tanto, dos intentos completamente diferentes: el uno de expansión territorial, pequeño y limitado a las costas de América del Norte, y el otro, comercial, que terminará siendo también territorial, extendido a todo el resto del mundo. Pero en el siglo XVII la empresa más importante era la comercial, y las grandes compañías lograron tales riquezas que, en varias ocasiones, pudieron refaccionar a la corona. Este sistema de expansión, aparte de fomentar las industrias inglesas, sobre todo la de hilados y tejidos y la del acero, creó esa clase marinera que habría de ser el espinazo del imperio del siglo XIX. A la muerte de Isabel I y la coronación de Jacobo de Escocia, Inglaterra y Gales tenían más o menos cuatro millones de habitantes y Escocia se acercaba a los dos millones. La ciudad de Londres había crecido notablemente en población, llegando tal vez a los 70 000 habitantes, y en
riqueza, aunque seguía siendo una ciudad llena de miseria, de malos olores y de barrios paupérrimos donde las plagas hacían su agosto con frecuencia. A pesar de ello, había gran cantidad de mercaderes ricos, y cuando la corte y el Parlamento se reunían el lujo era extraordinario. Era, además, el principal puerto del país, seguida por Bristol. Las principales estructuras sociales inglesas estaban ya perfectamente delineadas, pero la alta nobleza, los squires o caballeros y los mercaderes ricos empezaban a fundirse. El poseer tierras era el símbolo de un caballero y los comerciantes de Londres y otras ciudades importantes se afanaban por adquirirlas, para que sus hijos fueran aceptados entre el gentry o baja nobleza. La clase artesana iba cobrando importancia, pero su situación era aún miserable, aunque no tanto como la del campesino que no acababa de salir de su estado medieval de servidumbre. En la alta política, las ideologías partidaristas se mezclaban siempre con ideologías religiosas y desde tiempos de Isabel I se había iniciado una lucha sorda entre la Iglesia de Inglaterra y las sectas más estrechas, sobre todo el puritanismo. Como el rey era la cabeza visible de la Iglesia de Inglaterra, el Parlamento estaba dirigido generalmente por la pequeña nobleza puritana y por los mercaderes. Mientras vivió Isabel, su enorme prestigio y su unión con el pueblo, basada sobre todo en la lucha contra el catolicismo y España, que unificaba a todos los ingleses, estas divergencias no se hicieron notables. Pero con Jacobo I el Parlamento empezó a inquietarse, a negarle fondos al rey y a tratar de restarle facultades políticas. Esta situación llegó a su cumbre bajo Carlos I y provocó la rebelión del Parlamento, la ejecución del rey y el periodo de la dictadura de Cromwell, el lord Protector, símbolo y entraña del puritanismo. Esta larga lucha entre el Parlamento y la corona frenó por un tiempo la expansión comercial inglesa y le dio tiempo a los holandeses para que ocuparan su lugar. Pero en cambio activó la expansión territorial, ya que por razones de religión muchos grupos emigraron a las colonias de América. La unión de España y Portugal y la derrota de la Armada Invencible tuvo enormes repercusiones y consecuencias en Europa. Ya hemos visto cómo en Inglaterra fue el principio de las grandes empresas piratas y mercantiles y del dominio de los mares por los ingleses. Los holandeses, en larga rebeldía contra España, fundamentalmente por razones religiosas, y que habían logrado ya liberar las grandes ciudades del norte, vieron que con la unión de España y Portugal se les cerraba el comercio ya tradicional de las especias en Lisboa. Estas ciudades mercantiles se habían convertido, desde principios del siglo XVI con la expansión portuguesa, en el centro distribuidor para Europa
de todos los productos del Oriente, sustituyendo en esto a Venecia y Génova. Pero, al tomar Felipe II, enemigo de esas ciudades rebeldes, la dirección de los asuntos de Portugal, este comercio peligraba. Con la derrota de la Armada Invencible vieron los mercaderes de Holanda la posibilidad de lanzarse de lleno a los mares y sustituir a los portugueses como intermediarios de ese comercio con Oriente. Con toda seguridad, desde hacía muchos años estaban bien enterados de la situación de los lusitanos en Asia y de la decadencia de su imperio. Sabemos que muchos holandeses habían viajado hasta la India y Macao en los barcos portugueses y hasta los ingleses realizaban esos viajes, como consta por la carta que en 1579 un tal Thomas Stevens le escribe a su padre desde Goa. Por lo tanto, conocían las rutas y los lugares en los cuales había mercados importantes de productos orientales. Sabían también que los portugueses iban perdiendo poco a poco su poderío en Asia y que en varias partes, como en las Molucas mismas, en Java y Sumatra, se habían formado reinos nativos, tanto musulmanes como hindúes, que disputaban los mercados a los portugueses y frente a la misma ciudad de Malaca, señora de los estrechos y llave del mar de China, se habían establecido competidores musulmanes en el sultanato de Atje, en Sumatra y Johore. Los mahometanos intentaron varias veces la reconquista de Malaca, ayudados por los turcos, así como en las Molucas se perdió Ternate y los portugueses se vieron obligados a buscar otras fuentes de abastecimiento en las Célebes y Borneo. Estos estados musulmanes volvieron a abrir la ruta de comercio por el golfo Pérsico, y Portugal ya no tenía el poder suficiente para detenerlos. Era, en pocas palabras, un enorme imperio que se desbarataba por todos lados y la ayuda que pudieran prestarle los españoles, con escasos barcos después del desastre de la armada, era escasa. En las Molucas pudieron contener la liquidación total y sostener por un tiempo la factoría de Tidore, pero se perdió Amboyna. En la India, en Malaca y en las costas africanas no podían hacer nada y hasta el Brasil se encontraba prácticamente desguarnecido. Con este conocimiento, los astutos mercaderes de Holanda comprendieron que había llegado el momento de intervenir en el Oriente, ya que España y Portugal no podían impedir sus viajes por falta de navíos. En 1592 un grupo de estos mercaderes resolvió formar una compañía para el tráfico con la India y en 1599 salió la primera flota holandesa, de cuatro naos, bajo las órdenes de Cornelius de Houtman, quien había vivido algunos años en Lisboa y estaba informado de todas las rutas. Houtman logró llegar hasta
la actual Indonesia y traficar entre las islas comprando especias. Aunque en el viaje murieron 150 hombres de una dotación de 259, la empresa le reportó a los armadores una utilidad de 80 000 florines. Ante tan buen resultado, resolvieron ampliar la compañía, que fue reconocida por los Estados Generales el 20 de marzo de 1602 como Compañía Unida de las Indias Orientales. En el acta de reconocimiento se le asignaba un monopolio total de ese comercio con el Oriente y el derecho de celebrar, a nombre de las ciudades holandesas, tratados con los reyes y señores de las tierras a las cuales llegaran, de fundar ciudades, factorías y fortalezas, de concertar alianzas, conquistar territorios y armar flotas de comercio y de guerra. Dos años más tarde ya los capitanes de la compañía habían firmado su primer tratado, nada menos que con el zamorín de Calicut, enemigo tradicional de los portugueses desde tiempos de Albuquerque. El objeto del tratado era intentar, por todos los medios, la expulsión de todos los portugueses de la India, pero como esto resultaba difícil, mientras subsistieran ciudades como Goa y Malaca, los primeros esfuerzos de la compañía y del almirante Van der Hagen se encaminaron a desplazar a los portugueses de Indonesia. En 1603 pudieron tomar Amboyna y en 1605 se establecieron en Jakarta, que habría de ser su capital en Asia hasta mediados del siglo XX. La lucha prosiguió, no sólo contra Portugal, sino contra los españoles en Manila. En febrero de 1606 el gobernador de Filipinas, Bravo de Acuña, resolvió desalojar a los holandeses de las Molucas y reunió la fuerza más grande que se había visto en las islas, consistente en 1 423 españoles y un considerable número de aliados filipinos. Con este ejército logró una victoria decisiva en Ternate, aprehendió al sultán, y varios otros, como los de Tidore, Batachina y Lalabua, rindieron vasallaje a España. Pero los holandeses siguieron merodeando por las islas desde su base de Jakarta, resueltos a apoderarse del comercio de las especias. En 1609 el almirante Francisco de Wittert se presentó ante Iloilo con una escuadra, pero no pudo tomar la ciudad. Con eso pasó a la bahía de Manila y bloqueó la ciudad durante cinco meses. Por fin el gobernador De Silva pudo preparar su escuadra para salir a dar combate. Consistía ésta en cinco barcos construidos en Cavite con las maderas duras filipinas. El combate naval tuvo lugar en la entrada de la bahía, frente a Mariveles, y los holandeses fueron derrotados, De Wittert muerto en el combate y más de 50 piezas de artillería cayeron en manos de los vencedores. Los holandeses se dieron cuenta allí de que los proyectiles de sus cañones nada podían contra las maderas filipinas ya que ni siquiera lograban
astillarlas o mellarlas. Para aprovechar estas dos victorias, el gobernador De Silva resolvió a su vez atacar a los holandeses en Sumatra y las Molucas, para lo cual armó una flota aún mayor, de 10 barcos, cuatro galeras y un patache, con más de 2 000 españoles. También hizo un acuerdo con el virrey de la India en Goa para que mandara otra escuadra para sostenerlo. Los portugueses de Goa no cumplieron con su compromiso y la empresa no logró sus frutos. Mientras esto sucedía, los holandeses vieron la oportunidad de atacar las Filipinas y lanzaron una segunda ofensiva al mando del almirante Spillberg, como veremos adelante. Al principio de su expansión, los holandeses no estaban interesados en explorar nuevas tierras y hallar rutas de comercio. Para acortar el viaje entre el cabo de Buena Esperanza y Jakarta intentaron una ruta por el sur del océano Índico y dieron con las costas de Australia, que llamaron Nueva Holanda, pero nunca se ocuparon en explorarlas. Cuando más adelante Tasman trató de descubrir por el sur y encontró las tierras de Van Diemen, hoy Tasmania, fue reprendido por los directores de la compañía que le hicieron saber que no estaban interesados en gastar sus florines en conocer mundo, sino en fomentar el comercio. Asimismo, cuando Ryckloff van Goens propuso al directorio de esa compañía la conquista de la isla de Ceilán, que le parecía fácil después de haber arrojado de allí a los portugueses, se le contestó: “Eso sería la obra de un monarca poderoso y ambicioso y no la de mercaderes que sólo buscan utilidades”. Pero para proteger esas utilidades era indispensable establecer un estricto monopolio sobre el comercio y la producción de las especias, tanto para que el precio en Europa no bajara demasiado con la competencia como para que no subiera en las Indias. Para ello, los holandeses implantaron la política de limitar, por la fuerza o el convencimiento, el cultivo de las especias en las islas y arrasaron las plantaciones de clavo, pimienta, nuez moscada y canela que no les interesaban. En algunos casos pagaban subsidios a los señores locales para que no cultivaran la especiería y en otros se oponían por la fuerza. Así, en la isla de Java permitieron sólo el cultivo del arroz y otros productos alimenticios que sirvieran para el mantenimiento de sus hombres en las factorías, pero que no pudieran competir en el tráfico. Pero así como había que reducir la producción, era también necesario eliminar la competencia, tanto de los portugueses como de los ingleses que empezaban a penetrar en la zona. En cuanto a los portugueses, a pesar de la ayuda de los españoles de Filipinas, los holandeses lograron echarlos de las Molucas y posteriormente
de la misma Malaca. Una colonia inglesa que se había establecido en Amboyna fue liquidada sin piedad y sus habitantes pasados a cuchillo en 1623. Con estos sistemas, con su extraordinaria organización y economía y su constancia, los holandeses lograron lo que no habían podido hacer los lusitanos y establecieron el total monopolio sobre las especias y su comercio. Hemos visto cómo la principal expansión de Holanda fue por el sur de África, siguiendo las rutas portuguesas, pero desde muy temprano se empezaron a ocupar también del océano Pacífico y del estrecho de Magallanes. En 1598 un tabernero y marino retirado, Oliver van Noort, con otros socios, formó una empresa para imitar a Drake y a Cavendish. Salió de Holanda con cuatro barcos, logró cruzar el estrecho, donde tuvo un encuentro violento con los fueguinos, entre los cuales hizo una verdadera carnicería, y ya en el Pacífico logró tomar un barco pequeño, el Buen Jesús, pero estaba prácticamente vacío y sólo logró apoderarse de una pequeña bolsa con polvo de oro. Por la ruta de las Marianas navegó hasta las Filipinas y entró en la bahía de Manila, donde trabó combate con los españoles y perdió dos de sus barcos. Con el único que le quedaba regresó a Holanda, pobre pero con la gloria de haber sido el cuarto navegante que lograra darle la vuelta al mundo. El monopolio del comercio con las islas y sus rutas otorgado a la Compañía Unida de las Indias Orientales no satisfacía a todos los holandeses, sobre todo a aquellos que no tenían parte en la empresa y que, como Crocio, pregonaban la libertad de los mares. Uno de éstos era Isaac le Maire, que había sido directivo de la compañía y se había salido de ella. Estudiando el caso con algunos marinos y compañeros, tuvo una brillante idea. El monopolio de la Compañía Unida se refería, más que nada, a las rutas de comercio establecidas por el sur de África. Si pudieran abrir una nueva ruta por el estrecho de Magallanes no infringirían la ley y podrían comerciar libremente. Asociado con los hermanos Guillermo y Juan Schouten, armó dos barcos, en los cuales salieron dos de sus hijos. Al parecer Schouten tenía la teoría de que al sur de la Tierra del Fuego no se extendía un continente, sino que había mar abierto entre el Atlántico y el Pacífico. Tal vez conocía la relación de Andrés de Urdaneta y había interpretado bien su frase cuando al hablar de la carabela San Lesmes dijo que había llegado hasta los 55° de latitud sur y a un punto donde se acababa la tierra. Existe también la posibilidad de que el Elizabeth de Drake, al regresar a Inglaterra, no haya pasado por el estrecho, sino al sur de él, pero si esto hubiera sido así, los ingleses que siguieron a Drake en su periplo no hubieran intentado cruzar el
estrecho, sino seguido la nueva ruta, cosa que no hicieron. Sea como fuere, Schouten el mayor, que iba al mando de la armada, resolvió navegar hasta los 55° de latitud sur y descubrió allí la isla de los Estados, el estrecho de Le Maire, que la separa de la Tierra del Fuego y, más adelante, el cabo de Hornos, que llamó Cape Horn, que era el nombre del único barco que le quedaba. Ya en el Pacífico puso proa a las Molucas, donde pudo comprar un buen cargamento de especias, pero al llegar a la factoría que la Compañía Unida tenía en Bantam fue hecho prisionero, acusado de violar la concesión de la empresa y su monopolio. Los cuatro dirigentes fueron remitidos presos a Holanda y se les decomisó tanto el barco como la mercancía. Con el descubrimiento del cabo de Hornos y el mar abierto al sur, el estrecho perdió toda su importancia estratégica y quedó prácticamente abandonado y sin visitantes, hasta que llegaron los expedicionarios científicos y los cazadores de focas y lobos marinos. Para fortalecer la situación de los holandeses en Oriente y su posición frente a España, la compañía resolvió enviar una escuadra de guerra al Pacífico y en 1615 zarpó el almirante Spillbergen con seis barcos de línea perfectamente artillados. Era ésta la primera flota que irrumpía en el Pacífico, pero los españoles estaban al tanto de sus movimientos, y cuando se presentó frente a El Callao con objeto de tomar la ciudad de Lima de los Reyes, capital del virreinato del Perú, le salió al encuentro una flota española al mando del almirante Rodrigo de Mendoza. El combate naval duró tres días y la victoria quedó indecisa, pero Spillbergen tuvo que retirarse hacia el norte. Hizo un intento por tomar Acapulco, sin lograrlo, ya que los españoles habían fortificado el puerto, no sólo con el fuerte de San Diego, sino con baterías situadas en la boca de la bahía. Después de hacer aguada en las costas de Colima, zarpó rumbo a Filipinas y trató, en vano como ya hemos visto, de tomar Manila para llegar finalmente a Jakarta y de allí regresar a Holanda. El único descubrimiento logrado en su viaje fue el de las islas Revillagigedo, en las costas mexicanas, pero la marina holandesa adquirió un gran prestigio con este viaje. Para afirmar este prestigio y acabar con el poderío marítimo español en el Pacífico, el príncipe Mauricio de Nassau resolvió hacer un último y enorme esfuerzo y equipó una escuadra de 16 barcos con 1 500 hombres, al mando del almirante Jacques le Hermite. La escuadra entró al Pacífico por el cabo de Hornos en 1623 y se remontó hasta El Callao. En esta ocasión los españoles, que sabían que la flota de la plata ya estaba a salvo en Panamá, no
presentaron combates navales, pero fortificaron todos los puntos de la costa. Así, los holandeses se dedicaron a navegar hacia el norte y hacia el sur, siguiendo la costa y buscando un sitio en el cual desembarcar, sin encontrarlo. En todo ese tiempo apenas si pudieron hacer unas cuantas presas sin importancia, y por fin se presentaron frente a El Callao y le avisaron al virrey que querían rescate a cambio de los prisioneros que tenían. El virrey contestó con altanería que no trataba con salteadores y Schappenham, que había tomado el mando a la muerte de Le Hermite, ordenó que ahorcaran a los 21 españoles en las entenas, a la vista de la gente que se había agolpado en la playa. Hecho esto cruzó el Pacífico hacia Jakarta. El último marino holandés en tentar la aventura del Pacífico fue el almirante Roggeveen y el único fruto de su viaje de circunnavegación fue el descubrimiento de la isla de Rapa Nui o Pascua y de sus extraños monumentos. Con esto los holandeses dejaron de buscar nuevas rutas en el Pacífico y se dedicaron a la consolidación de sus factorías y comercio en Asia, para lo cual ocuparon, como ya hemos visto, Malaca y otras varias islas, se establecieron en Formosa y abrieron la ruta comercial al Japón. Pero su factoría en Formosa no duró mucho tiempo. Los asuntos internos de China iban desembocando en la caída de la dinastía Ming, debilitada por una mala administración interna y por presiones externas, sobre todo de los manchúes. Esta nación se había consolidado bajo Nurhachu en un pueblo guerrero y en vías de expansión, situado al norte de China. Nurhachu reunió a las tribus dispersas, fundó su capital en la ciudad de Mukden y extendió sus fronteras más allá del río Amur, hasta las costas del Pacífico, y finalmente lograron el vasallaje de los reyes de Corea. Con el nombre de Ching, que les dieron sus aliados mongoles, empezaron a considerarse como los legítimos emperadores de China. Mientras tanto, un general chino, llevado al extremo de la rebelión por los desatinos de la casa imperial, sublevó al ejército y ocupó Pekín. El último emperador de los Ming se ahorcó en su palacio y Li, el general rebelde, ocupó el trono. Inmediatamente otro general, Wu Sankuei, pidió ayuda a los manchúes para derrocar a Li, consiguió un ejército y en 1645 derrotó al nuevo emperador y ocupó Pekín a su vez. Poco a poco los manchúes fueron ocupando todas las ciudades importantes de China, aunque en muchas partes siguió la guerra en defensa de los derechos de los Ming. Uno de ellos, famoso marino y corsario, llamado Kue Sing o Cheng Chengkung y conocido por su nombre europeizado de Coxinga, se hizo de una flota considerable y logró tomar la isla de Formosa y echar de ella a los
holandeses. Coxinga, en guerra contra el poderío manchú, se sintió tan poderoso que decidió pedir tributo a los españoles en Filipinas, y para ello envió a un misionero que trabajaba en Taiwán, el dominico Victoria Ricci, informando al gobernador Manrique de Lara que o pagaba el tributo que se le señalaría, o Luzón sería ocupado por las fuerzas chinas. Esto motivó grandes preparativos para la defensa de Filipinas y una masacre de chinos en Manila. En enero de 1603 murió Coxinga y el hábil fray Victoria Ricci viajó nuevamente a Formosa para tratar de hacer la paz con el hijo del corsario, lo cual consiguió, además de un tratado de comercio. No fue sino hasta fines del siglo cuando Formosa pasó a formar parte del Imperio chino a la muerte del hijo de Coxinga que, si bien había logrado sostenerse, no había podido forjar una nación distinta a la china. Los Ming habían logrado contener la penetración extranjera en China, limitándola al comercio en el sur, ya fuera con Macao o con Filipinas y en ocasiones con barcos ingleses y holandeses. En cuanto a la penetración religiosa, ésta se había reducido prácticamente a la presencia de jesuitas en la corte de Pekín y de los dominicos y franciscanos españoles en Fukien, pero estos avances eran desalentadores para los mismos misioneros. Con los manchúes, los jesuitas en Pekín adquirieron mayores privilegios y hasta fueron nombrados, como en el caso del padre Schall, oficiales reales, encargados de la elaboración del calendario nuevo. También, bajo los manchúes se abrieron con más amplitud los puertos del sur al comercio y empezaron a llegar a Cantón, con relativa regularidad, barcos de diferentes nacionalidades. La agricultura china había sufrido también una revolución, que con el tiempo llegó a tener importancia. De la Nueva España se habían introducido, por la vía de Filipinas, el tabaco, el maíz y el camote, así como el maní o cacahuate. En la economía, el peso mexicano de plata se convirtió en la unidad monetaria más importante del imperio. Pero de todas estas influencias extranjeras en China, en esa época tal vez la única que tuvo una cierta trascendencia fue la agrícola, que permitió un notable aumento en la población al facilitar nuevos productos alimenticios, más fáciles de cultivar y más ricos en vitaminas y proteínas que el arroz.
[*] Y nosotros, por fuerza, debemos traer lo que necesitamos/O es precioso para nosotros.
Agregad a esto que somos/Una nación populosa y que nos reproducimos tan
rápidamente/Que si por nuestra propia providencia no salimos/Afuera colonias…/Nos moriremos de hambre/O nos comeremos los unos a los otros.
en
CAPÍTULO IX
I came into these seas this second time more to indulge my curiosity than to get wealth, though I must confess at that time I did think the Trade was Lawful. Voyages and Discoveries WILLIAM DAMPIER
La lucha por los mercados mundiales. Pérdida del poder portugués. El comercio asiático: el té. La situación de China. El Imperio hispánico. Los piratas a partir del siglo XVII. William Dampier. La vida del marino inglés Woodes Rogers. A PRINCIPIOS del siglo XVIII la historia había tomado ya el irreversible camino de la universalidad y los asuntos pequeños y grandes de Europa afectaban a toda la redondez de la Tierra y era justamente en Europa donde se empezaba a elaborar todo un nuevo concepto de la vida y de la sociedad humanas que habría de rematar en el colonialismo del siglo siguiente. Desde la guerra de sucesión de España a principios de siglo, hasta el final de las guerras napoleónicas, en 1815, la historia de Europa se resuelve alrededor de la guerra entre Francia e Inglaterra, pero ya no se trata sólo de un conflicto europeo que en muchos momentos se vuelve secundario, sino de una lucha sin cuartel por el dominio de los mares y la conquista de los mercados mundiales que habría de concluir en el logro de imperios territoriales. Así, el siglo XVIII es fundamentalmente un siglo de marinos y de mercaderes. En Inglaterra, estos mercaderes, desde la City, van consiguiendo poco a poco el poder a través del Parlamento y debido a los adelantos de la tecnología se inicia la llamada Revolución industrial: los mercaderes se convierten en industriales y por eso mismo también en traficantes al exterior en una escala cada vez mayor. Los negociantes de la City ven el problema con toda
claridad: la sobrevivencia de Inglaterra depende de tener siempre abiertas las rutas que la abastecen de materias primas y que le permiten distribuir sus productos en todo el mundo. Por su parte, Francia, en el reinado de Luis XIV, trata de tomar parte en ese comercio y logra establecerse en algunas de las islas del Caribe para obtener azúcar y tabaco, así como en Canadá, para asegurarse las maderas necesarias a la construcción naval, así como el pescado. Logra también llegar a la India y establecerse en Ceilán y Pondichéry y otros puntos de la costa, desde los cuales conspiran con los señores hindúes en contra de los ingleses, que a su vez hacen otro tanto. Es esta competencia la que obliga, primero a Clive, luego a Hastings, a adueñarse de la India y crear el imperio, terminando así con las esperanzas de los franceses sobre la península. Mientras tanto, los holandeses se atrincheraban en Jakarta y sus posesiones en la Insulindia, mientras conservaban su pequeño tráfico con el Japón. Pero en todo ese siglo, decisivo en la historia de la humanidad, la gran extensión del Pacífico siguió dividida entre las dos grandes potencias de sus márgenes, la de China y la hispánica. Inglaterra y Francia se concretaron a invasiones piratas y de guerra, y posteriormente científicas y de descubrimiento que en cierto aspecto prepararon el clima para la total invasión del siglo XIX. Los portugueses, por su parte, habían perdido todo su poder y casi todo su comercio, aunque todavía se sostenían en la ciudad de Macao. Pero ya su autoridad era tan escasa frente a los mandarines de Cantón que cuando a fines del siglo XVII las compañías inglesas y holandesas hicieron una tregua en su eterna lucha por el comercio y se aliaron para intensificar el comercio con China, pensaron en recurrir a la ayuda de los portugueses, nuevamente separados de España desde 1640. Por más que las autoridades lusitanas de Macao intentaron obligar al virrey de Cantón para que ampliara las bases del comercio y para que se redujera el tráfico con Manila, no lo lograron y sus nuevos socios se retiraron a buscar la forma de iniciar el tráfico por su cuenta. Los tres primeros emperadores de la casa Ching de los manchúes, quienes con sus largos reinados ocuparon el trono durante todo el siglo XVIII, sacaron al imperio de la postración en que había caído bajo los últimos Ming y reconquistaron todo el territorio, tanto al norte como al sur. Con una sabia administración de la cosa pública lograron para el pueblo una riqueza nunca vista; la enorme burocracia volvió a funcionar adecuadamente y el comercio se revitalizó. Pero China ya no estaba tan interesada, como en siglos
anteriores, en el comercio con Occidente, y el valor de la plata, en comparación con el oro, fue bajando poco a poco, hasta el punto de que el tráfico con el Galeón de Manila se volvió casi incosteable y Manila empezó a recibir la mayor parte de su mercancía ya no de Cantón, sino de Anam y la India. Con eso, era natural que las autoridades chinas tuvieran poco interés en abrir el comercio de otros puertos a Occidente. No fue sino hasta 1685 cuando permitieron que entraran al puerto de Cantón barcos extranjeros. Y los ingleses, en un acuerdo especial con el comisionado imperial de comercio, pudieron establecer una factoría. Pero este comercio sólo se podía llevar a cabo en Cantón y con un grupo especial de mercaderes chinos que habían logrado el monopolio, llamado el Co Hong y por los ingleses el Hoppo. Las autoridades imperiales no intervenían prácticamente en nada. El virrey de Cantón dijo en una ocasión a los ingleses: “El Celeste Imperio nombra a los oficiales civiles para el gobierno del pueblo y a los militares para llenar de espanto a los malhechores. Los asuntos tan poco importantes del comercio, deben ser resueltos por los mismos mercaderes. Los funcionarios nada tienen que ver en el asunto”. Esta actitud oficial de la corte imperial trajo como resultado que el Co Hong se fuera fortaleciendo en forma independiente, hasta llegar a tener un estatus oficial y se convirtiera en la pieza más importante del comercio exterior. Al crecer éste, el Co Hong llegó a tener un poder inmenso en China y condicionó de cierta manera los sistemas de tráfico que habrían de privar en esa zona en el siglo XIX y que habrían de llevar al desastre chino. Pero ya el comercio no era tan sólo de sedas y porcelanas y otros artículos suntuarios. Inglaterra y Holanda primero y luego toda Europa adquirieron un nuevo vicio, el del té, y China se convirtió en la principal proveedora durante mucho tiempo. El té provenía de Fukien y pasaba a Cantón casi exclusivamente para el tráfico con Occidente. Este comercio se volvió tan importante que llegó a ser a mediados del siglo uno de los principales renglones de la poderosa Compañía de las Indias Orientales de Inglaterra e hizo que ésta, ya dueña de la India, se empezara a interesar en China. A pesar de la importancia del comercio, nunca se pudo lograr que los Ching, en el siglo XVIII, abrieran otro puerto y no fue sino hasta fines de ese siglo, en 1787, cuando el primer embajador de Inglaterra logró llegar a Pekín. Era éste el coronel lord Cathcart, quien viajó acompañado de una gran comitiva y con todos los honores, pero sin saberlo él delante iba un funcionario imperial con un gran cartel en chino que decía: “Embajador del país Inglaterra que lleva
tributo”. Cathcart fue bien recibido por el emperador, aunque se negó a hacer el acto de vasallaje llamado el kow tow; sin embargo, no logró ningún acuerdo importante y los frutos de su misión fueron nulos. No fue sino hasta 1816 cuando llegó un nuevo embajador, lord Amherst, el cual ni siquiera pudo entrevistarse con el emperador ya que se negó a hacer de kow tow, y sin ese requisito el emperador se negó a hablar con él. Aunque el comercio tenía un cierto carácter extraoficial, como ya hemos visto, creció en forma desmedida en Cantón y pronto, en la orilla del río, se edificaron factorías inglesas, holandesas, francesas, rusas y austriacas que consistían en enormes bodegas, llamadas barracoons, y pequeños fuertes. También por el norte, Occidente presionaba sobre China. Los rusos habían avanzado por Siberia conquistando a las tribus tártaras, musulmanas y mongolas de Asia central y colonizando esos inmensos territorios de forma semejante a la que los Estados Unidos habrían de emplear más tarde en América. Cuando llegaron a las fronteras chinas, establecieron de nuevo el comercio terrestre por las antiguas rutas de las caravanas, mientras que, remontándose más al norte, buscaban el océano Pacífico. Así llegaron hasta Kamchatka y organizaron un muy importante comercio de pieles que poco a poco los llevó hasta Alaska y las costas americanas, como veremos más adelante. Para cimentar su comercio con China, Rusia celebró dos tratados, en 1762 y 1767, que constituyeron el prólogo a otros muchos que habrían de terminar con la expoliación de grandes territorios imperiales. Pero lo interesante es observar cómo en todo ese siglo la influencia de Occidente en China fue casi nula. Cierto es que algunos misioneros jesuitas radicaban en Hong Kong, pero más que catequizar tenían a su cargo el observatorio astronómico del emperador. La honda cultura de los chinos y las disputas acerca del famoso “rito mandarín” que llegaban hasta Roma hicieron nula su labor. En el sur, en Macao y Cantón, los misioneros lograron convertir a gente del pueblo, pero no a personajes importantes, y los chinos conversos que regresaban de Filipinas volvían al budismo casi inmediatamente. Pero así como la influencia de Occidente tardó en hacerse sentir en China, lo contrario sucedió muy pronto. Los misioneros jesuitas, desde Ricci, habían traducido gran cantidad de textos chinos al latín y a los idiomas romances y hablaban de los sabios chinos como de los fundadores de la utopía original. Las porcelanas, los cuadros, las tallas captaron la atención europea y para la mitad del siglo todo lo chino se puso de moda. Eran las famosas chinoiseries que tanto afectaron al arte francés, como, a través de
Manila y Acapulco, habían afectado al arte de México y del Perú y hasta cierto punto al de España. De esta admiración por las mercancías chinas Europa empezó a elaborar porcelanas de primera categoría, se labraron telas, sobre todo en Francia, a semejanza de los brocados chinos y se hicieron muebles y estilos de muebles copiando los que llegaban de Cantón. En filosofía, al principio de la Ilustración, cuando el deísmo se ponía de moda, se consideró que Confucio, Mencio y Lao Tse eran verdaderos maestros. Para los liberales que se alineaban en las filas de la Ilustración y el naciente enciclopedismo, China era la verdadera Utopía rediviva, en la cual se practicaban los grandes principios que ellos soñaban y no sabían cómo aplicar a la vida diaria. Esta emoción europea por China tuvo corta vida. La admiración provenía de informes de gente culta, misioneros jesuitas en su mayoría, que llegaban a oídos de gente culta europea. Los mercaderes, que estaban en tratos diarios con el Co Hong, tenían otro punto de vista diametralmente opuesto. Para ellos, como para los españoles de esa época en Filipinas, los chinos eran gente perezosa, inútil, tramposa en sus tratos, a la que era necesario tratar con rigor para que aprendiera a respetar al hombre blanco y no se atreviera a seguir cerrando sus puertos al comercio. El gran auge económico de Inglaterra en esos años, debido sobre todo al comercio, convierte al mercader británico de un suplicante, como lo fueran los holandeses en Japón, en un verdadero colonialista, que no permite que nada se interponga entre él y sus ambiciones. Así, en el siglo XIX, las nuevas de China hacen que el habitante del Celeste Imperio, en lugar de estar viviendo una maravillosa utopía, digna de emulación, sea un ser de increíble bajeza moral, totalmente despreciable. Claro está que el chino, en el primer siglo de los Ching, no era ni una cosa ni la otra. Ni había alcanzado la maravillosa utopía que soñaran, no los filósofos de Occidente, sino los grandes pensadores chinos, como Confucio, Mencio y Lao Tse; pero mucho menos era un pueblo degradado y colmado de vicios y maldades. Era tan sólo un pueblo distinto al europeo, con diferentes principios filosóficos, distinta lógica, pero tan válida o más que la aristotélica, ya que lo había llevado a la grandeza durante muchos siglos. El otro imperio era el hispánico, extendido en todas las costas americanas y en Filipinas. Aunque en su forma externa parecía tan sólido como siempre, en Europa su cabeza se había debilitado hasta tal extremo que ya difícilmente podía controlar sus posesiones. La expansión se había detenido no sólo en el mar, sino en la misma América, y otras grandes zonas, como la Patagonia y el
estrecho de Magallanes y la Amazonia, habían sido abandonadas por todos, salvo por algunos heroicos misioneros. Al norte de la Nueva España también se había detenido la expansión y sólo los jesuitas intentaban aún la empresa de las Californias. En la segunda mitad del siglo, durante el reinado de Carlos III, se intentó un nuevo auge, y una vez expulsados los jesuitas los franciscanos se extendieron hasta la bahía de San Francisco, que fue descubierta entonces, y se hicieron algunos intentos de avances hacia Alaska, pero la posición inglesa en Nutka detuvo a los novohispanos y los rusos se pudieron posesionar del norte y los ingleses cimentar el dominio del Canadá con costas en los dos océanos. En el Virreinato del Perú, durante el mandato del virrey Amat, se intentó la cristianización de la Polinesia, que veremos adelante, y se abrieron nuevas misiones franciscanas en Chiloé, al sur de Valdivia, que tuvieron corta vida. En las Filipinas, para facilitar el viaje del galeón se conquistó la isla de Guam y se intentó tomar posesión de las Marianas y las Carolinas. Los jesuitas establecieron allí misiones y varios padres fueron muertos por los “chamarras” de las Marianas, entre ellos el famoso Sanvítores. En verdad las posesiones españolas en la Micronesia se redujeron a la fortaleza de Guam, dependiente de la gobernación de Filipinas. También se intentó varias veces la conquista definitiva de los musulmanes del sur y se logró establecer algunas fortalezas en la Zamboanga, en la isla de Mindanao, pero no se pudo acabar con el ataque constante de los piratas de Jalo, Lanao y Borneo que asolaban casi cada año las costas de las Vizayas y de Luzón. Lo curioso es que todo ese enorme Imperio español se mantenía con un mínimo de hombres y armamentos. Había ciertas guarniciones en las fortalezas clave, como Cartagena de Indias, La Habana, Portobelo, Panamá, Campeche, Veracruz, Acapulco, Manila y el Callao, pero en el resto del imperio la defensa estaba en manos de los vecinos, los cuales en muchos casos ni siquiera tenían armas de fuego o se contentaban con escopetas de caza. En los puertos del Caribe y del Atlántico las fortalezas se habían hecho necesarias debido a los ataques de piratas y bucaneros y, cuando éstos pasaron al Pacífico, también surgieron los fuertes. Las murallas y los fuertes de Manila se erigieron, como ya hemos visto, junto con la ciudad, como defensa primero en contra de los naturales musulmanes, de los chinos y japoneses, y posteriormente como defensa contra los holandeses. La piratería que, se ha dicho, es uno de los más viejos oficios del mundo, intervino en el tráfico de Indias desde sus orígenes. El tesoro que Hernán
Cortés enviaba a Carlos V fue robado por el pirata francés Juan Florín y la fama de esa riqueza hizo que muchos hombres de mar se convirtieran en corsarios o se dedicaran a la abierta piratería. La presencia de piratas moriscos en el Mediterráneo era, pudiéramos decirlo, endémica, lo mismo que la de piratas chinos y malayos en Asia, pero los berberiscos del Mediterráneo no salieron en masa a atacar los barcos de la carrera de Indias y fueron ingleses, franceses y holandeses los que se dedicaron principalmente a ese negocio. El asunto llegó al extremo de que un francés, Pedro el Grande de Dieppe, con una canoa de remos, lograra tomar por sorpresa un rico galeón que navegaba despreocupado en el Caribe y llevarlo a Francia. Los españoles y los portugueses, para proteger sus naves, iniciaron el viaje en convoyes, protegidos por barcos de guerra o por mercantes fuertemente artillados, lo que dio origen a las famosas flotas. Los piratas abandonaron entonces sus bases de operaciones en las costas europeas y se trasladaron a las islas y costas del Caribe, fundando verdaderas colonias, muchas de las cuales pasaron a poder de Francia, Holanda e Inglaterra, como posesiones de las respectivas coronas. Tal es el caso de Jamaica y de Haití. Los españoles, al ver que los piratas ya no asaltaban sólo barcos en alta mar, sino los puertos y ciudades de las costas, fortificaron los más importantes y establecieron cierta vigilancia con galeras de remo, como las famosas de don Sancho de Arce, con base en Maracaibo. En el siglo XVII aparecieron los grandes nombres de esta piratería, ya sin disculpa de corso y sin la proyección que tuvieron Drake, Cavendish y sir Walter Raleigh. Surgieron entonces hombres sin más ley que su voluntad y su ambición, como Henry Morgan, el Olonés, el Caballero de Grammont, Lorenzo de Graff y cientos más, cuyas hazañas fueron tan bien descritas por el cirujano holandés Oexmelin o Exquemelin y por el inglés Basil Ringrose. Estos piratas lograron organizar verdaderos ejércitos y en sus manos cayeron ciudades como Veracruz, Campeche, Portobelo, Nombre de Dios, Maracaibo, Panamá, algunas de ellas dos y tres veces. Se llamaban a sí mismos filibusteros, palabra que proviene probablemente de freebooters, o bien, bucaneros, porque cuando no estaban ocupados en alguna empresa contra los españoles, se dedicaban a preparar carne ahumada, llamada en francés boucan en las selvas de Santo Domingo y de Haití, donde abundaba el ganado cimarrón que se había escapado de las dehesas españolas. Uno de sus principales puntos de reunión fue la isla de la Tortuga, en las costas de la de Santo Domingo, donde llegaron a tener importantes fortificaciones y a reunir
grandes tesoros. Formaron una sociedad que se llamó “Los Hermanos de la Costa”, y aunque eran de diferentes nacionalidades y solían agruparse por patrias, no desdeñaban seguir a un caudillo de cualquier nacionalidad que tuviera éxito y fuera audaz. El primero de estos piratas en pasar a las costas del Pacífico fue Oxenham, como ya hemos visto, que había sido compañero de Drake en el asalto a la conducta de plata cerca de Nombre de Dios. Su fin desastroso pareció enfriar el entusiasmo por este tipo de empresas a través del istmo de Panamá. Y así, durante casi 100 años, las costas americanas del Pacífico se vieron libres de piratas de importancia, hasta 1680 cuando Morgan, al frente de una banda de 2 000 bucaneros, desembarcó en el fuerte de Chagres y lo tomó. De allí partió con 1 200 hombres hacia la ciudad de Panamá, siguiendo el río Chagres, y después de una marcha de ocho días y varios combates logró tomarla. Un mes estuvo la ciudad en poder de los bucaneros. Morgan mandó incendiarla para obligar a los españoles a entregarle el oro que tuvieran y entre las ruinas acamparon los piratas con sus prisioneros y prisioneras. Naturalmente se cometieron toda clase de excesos, empezando por el mismo Morgan. En la edición inglesa de Exquemelin leemos acerca de él: “Muchas de las mujeres rogaron de rodillas al capitán Morgan, con infinitos suspiros y lágrimas, que les permitiera regresar a Panamá… Pero su respuesta fue que había llegado hasta allí no a oír lamentaciones y gritos, sino más bien a buscar dinero”. Y un poco adelante añade: “Al otro día, cuando empezó la marcha, se renovaron los gritos y llantos lamentables, tanto que hubieran movido a piedad al más duro corazón que los oyera. Pero el capitán Morgan era hombre poco dado a la compasión y no se conmovió en lo más mínimo”. Al regresar a Chagres, Morgan repartió una ínfima cantidad del botín entre sus compañeros y se fue con el resto, con lo cual pudo llegar a Inglaterra y convertirse en un caballero y en gobernador de Jamaica. Había terminado el tiempo en el cual, dentro del oficio de pirata y de corsario, había un cierto sentido de caballerosidad, como encontramos en Drake y en Cavendish. La piratería era ejercida ahora por hombres como el Olonés, capaces de comerse crudo el corazón de un prisionero para atemorizar al resto. El indudable sentido patriótico y religioso que moviera a Drake había pasado a la historia y ahora, más que odio en contra del poderío de España, privaba el deseo de robar el oro español o, para el caso, de cualquiera que lo tuviera. Así, los bucaneros y Los Hermanos de la Costa en muy poco tiempo degeneraron hasta el extremo de convertirse en los típicos piratas de los cuentos, con su
bandera negra y calavera blanca y hombres como Teach, alias Barbanegra, Bartholomew Roberts, el Capitán Kidd, etc., que le habían declarado la guerra a todas las naciones del orbe y que, en cuanto a tratar a sus prisioneros, sostenían la tesis de que los muertos no cuentan cuentos. La literatura, sobre todo la inglesa y, por extraña complicidad, la española, ha creado la leyenda del pirata generoso, caballero en todas las ocasiones, valiente e invencible. Esta leyenda es totalmente falsa. Los piratas y bucaneros del Caribe eran hombres sin sentido alguno de piedad, de lealtad, ni aun entre ellos mismos, de una increíble crueldad, que habían perdido todo sentido de patria, de religión o de agresión en contra del poder español, como lo tuviera Drake. Como bandadas de perros hambrientos se lanzaban al saqueo y, logrado éste, luchaban entre sí por el reparto del botín y se robaban los unos a los otros en la forma más descarada. El que algunos reyes de Inglaterra y Francia los hayan utilizado para sus empresas bélicas no habla en favor de esos reyes. Pronto degeneraron aún más y la misma Inglaterra, que tanto los había utilizado, tuvo que prohibir bajo pena de muerte la piratería y fue la principal liquidadora de sus “heroicos” y pintorescos socios de antaño. Cuando Morgan aún estaba en Panamá buscando el oro que los despavoridos vecinos habían logrado ocultar, uno de sus capitanes resolvió tomar un barco español y lanzarse al Pacífico “por su cuenta”, como se decía a irse de pirata. Morgan no estuvo de acuerdo con la idea, ya que no quería repartir el botín hasta tenerlo seguro en las costas del Caribe y necesitaba de todos sus hombres para trasladarlo allá. Así que, para evitar que su socio se saliera con su intento, mandó desarbolar el barco. Pero aunque esta empresa no se pudo llevar a cabo en esa ocasión, muchos de los compañeros de Morgan quedaron con la idea y en 1679 se reunieron en Boca del Toro, en las costas de Panamá, nueve capitanes piratas y un total de 477 hombres. Acababan de saquear por segunda vez Portobelo, donde el botín había sido escaso y buscaban alguna empresa que les diera el oro que tanto ansiaban, así que resolvieron regresar a Panamá, saquearlo de nuevo y tomar barcos para navegar por el Mar del Sur y caer sobre las flotas de la plata que suponían desarmadas. Algunos de los capitanes, como Sawkins y Sharp, estaban en tratos con un cacique indio, levantado en contra de los españoles, a quien llamaban “Rey de Darién” o capitán Andrés, al cual ofrecieron ponerlo en posesión del “reino” a cambio de que los ayudara a cruzar el istmo y les proporcionara canoas para navegar por el río Chagres y caer sobre la bahía de Panamá. En abril de 1680 iniciaron la marcha, pero no con el sigilo suficiente
para que los españoles no se enteraran de ello y se apercibieran a la defensa del apenas reconstruido Panamá. Los piratas habían nombrado como su capitán a Sawkins, con quien iba el futuro narrador de esta empresa, Basil Ringrose. Entraron a la bahía de Panamá, después de tomar la pequeña ciudad de Santa María, ubicada en las márgenes del río de su nombre, en varias canoas y con la acostumbrada falta de disciplina, así que llegaron a la isla de Pericos sólo 87 hombres. Ringrose con algunos compañeros y un grupo de indios bajo las órdenes de un hermano del rey de Darién, el capitán Andrés, cayó en manos de un grupo de españoles. Como éstos no hablaban sino castellano y los piratas sólo francés e inglés, acabaron entendiéndose en latín y los españoles, agradecidos de que Ringrose había librado a algunos de ellos de manos de los indios, le dieron su libertad. Por lo menos así lo cuenta el autor. Llegados a la isla de Pericos, vieron que estaba anclada allí una pequeña escuadra española formada por tres barcos de poco calado, que llamaban la “armadilla”, y cerca de ella algunos barcos grandes, entre los que se destacaba el Santísima Trinidad de más de 400 toneladas de calado. Los piratas, en siete canoas, atacaron a la escuadrilla española. El combate fue breve pero terriblemente sangriento. El mismo Ringrose cuenta que los españoles lucharon con todo valor hasta morir casi todos, pero que no pudieron defenderse del fuego bien dirigido de los mosquetes de los bucaneros. Así lograron tomar los tres barcos y posteriormente el Santísima Trinidad, cuya tripulación lo había desamparado al ver el resultado del primer combate, y algunos otros navíos de menos porte. Pocos días más tarde se les unió el capitán Sharp con su gente, pero Coxom, con 90 hombres, disgustado porque se le dijo que había obrado con cobardía en el ataque a la armadilla, optó por regresar a la costa del Caribe. Sawkins y Sharp, con sus recién capturados barcos, se fueron a la isla de Taboga, para esperar allí un barco grande cargado de plata que venía del Perú. Durante su estancia en Taboga, muchos mercaderes españoles llegaban hasta su campamento a traficar y se cambiaban toda suerte de mensajes y cortesías entre el gobernador español, el obispo y los bucaneros. El obispo había caído en poder de ellos en Santa María, cuando la tomaron cinco años antes y donde lo habían dejado libre y tratado con respeto, con lo cual ahora le mandó un anillo de oro y diamantes a Sharp. El gobernador les mandó preguntar qué era lo que buscaban en esas playas, a lo cual Sawkins contestó que habían venido a ayudar a su amigo el rey de Darién, que era el legítimo señor de Panamá y
de toda esa tierra. Y que en vista de que habían venido desde tan lejos y con tantos trabajos, deberían darles alguna satisfacción; así que si el gobernador quería mandarles 500 pesos de a ocho reales a cada hombre y 1 000 a cada capitán y, además, prometer que no molestaría más a los indios, sino que les permitiría usar de su poder y libertad, como convenía a los verdaderos señores naturales de esa tierra, que ellos desistirían de más hostilidades y se retirarían en paz. El gobernador naturalmente no aceptó tan extremas condiciones y les mandó preguntar que con comisión de quién cometía esos atracos. Sawkins contestó que aún no llegaba toda la gente que esperaba, pero que en cuanto tuviera completa su compañía le mostraría la comisión que llevaba en la punta de un arcabuz y que entonces podría leerla claramente al fulgor del estallido de la pólvora. En estas amenas charlas pasaron varios días, pero el barco del Perú no llegaba y los bucaneros, peligrosos siempre cuando no estaban ocupados día y noche, empezaron a pedir que se les llevara hacia el sur, en busca de mejores presas. Sawkins quería esperar, pero como el mando de un capitán de piratas era siempre un tanto cuanto aleatorio y estaba sujeto a la voluntad de sus compinches, tuvo que transigir con ellos y llevarlos a tomar Puebla Nueva. La ciudad estaba bien protegida y en el asalto murió Sawkins. Los piratas eligieron entonces como capitán a Bartholomew Sharp, pero un grupo resolvió separarse y regresar, con lo cual le quedaron sólo unos 120 hombres. De Panamá pasaron a la isla de Cayboa y luego a Gorgona, hecha célebre por Francisco Pizarro, pero sin encontrar las presas soñadas. Con eso, depusieron a Sharp y pusieron al capitán Watling en su sitio. Su primera intención fue tomar Guayaquil, pero finalmente optaron por asaltar Arica que, según les contó un prisionero español, era un puerto muy rico en oro. Watling era hombre de tal crueldad que escandalizaba a sus mismos compañeros y Sharp predijo que pagarían en Arica todos esos males inútiles que habían causado, así como el tormento dado a varios prisioneros. Sharp tuvo lengua de profeta y Watling cayó muerto en el asalto a Arica en la cual, por cierto, encontraron muy escasas riquezas. Otro grupo de bucaneros, entre los cuales se encontraba William Dampier, resolvió regresar por la vía de Panamá, mientras que Sharp, con los que le quedaban, emprendió el camino por el estrecho de Magallanes. Ambos pudieron finalmente llegar a Inglaterra. En Londres, Basil Ringrose publicó el relato de sus aventuras como segunda parte al libro de Alejandro Olivier Exquemelin. Aunque bucanero, parece haber sido un hombre de bastante cultura, que escribía un buen inglés,
sabía la bastante cartografía para trazar mapas exactos de muchas de las bahías que vio, así como perfiles de los cerros y morros de la costa que pudieran servir de señales a otros marinos, y además hablaba latín. Su libro tuvo un enorme éxito y sirvió, con otros que veremos adelante, como los de Dampier y Rogers, para despertar el interés de Inglaterra por el Mar del Sur y sus supuestas riquezas. Pero sirvió también para despertar en otros piratas y bucaneros el deseo de emular las hazañas de Sharp y sus socios y de enriquecerse a costa del comercio español. Pronto estos viajes piratas o de corso tomaron un derrotero fijo. En las costas de América del Sur, entre los puertos chilenos, el Callao, Guayaquil y Panamá, existía un considerable comercio marítimo y la ilusión constante de los piratas era poder tomar uno de los galeones que llevara la plata del rey, como lo había hecho Drake. En las costas de la Nueva España había sólo una presa deseable, el Galeón de Manila, pero tan rica que tentó a casi todos los piratas. Otro de los compañeros de Sharp, William Dampier, que habría de distinguirse en las letras y las ciencias geográficas, llegó a la colonia de Virginia después de la empresa pasada, y vivió allí un año con grandes estrecheces y dificultades. En sus libros casi no habla de la expedición con los bucaneros, tal vez por parecerle que no había estado a la altura de sus pretensiones como marino serio y corsario. Pero a pesar de ello, al cabo de un año de estar en Virginia, se embarcó nuevamente en el Revenge con la intención, apenas perdieran de vista la tierra, de volverse pirata y pasar al Mar del Sur. El capitán Cowley ha dejado un relato pormenorizado del viaje. El 14 de febrero de 1684 doblaron el cabo de Hornos, en medio de una furiosa tempestad, como es habitual en esas latitudes. Cowley cuenta que, por ser el día de San Valentín, iban a bordo escribiendo valentines a las mujeres de los diferentes puertos que conocían y en los que hablaban en general de amoríos, cuando sobrevino de golpe la tempestad; “con lo que llegamos a la conclusión que discutir de mujeres en el mar traía mala suerte y había provocado la tormenta”. Doblado el cabo de Hornos, remontaron la costa chilena y la peruana, con escaso éxito económico, y llegaron a hacer aguada a las islas Galápagos, que Cowley bautizó nuevamente con el nombre de “Islas del Rey Carlos II”. Por esos mares encontraron a otro barco pirata, el Nicholas, al mando del capitán Davis, y juntos intentaron tomar el Galeón de Manila, sin lograrlo. Los dos capitanes se separaron y Cowley tomó el camino de Guam. Según él, el gobernador español los recibió con toda clase de atenciones y autorizó a los piratas para que mataran a cuantos naturales
quisieran, y como muestra de amistad y gratitud Cowley le regaló un anillo de oro con un buen diamante, que había quitado a un español en aguas peruanas. De allí zarparon a Cantón y estuvieron tentados de saquear unos juncos “tártaros” que llegaban cargados de sedas, pero los compañeros de Cowley dijeron que ellos andaban en busca de oro y plata y no eran mercaderes para cargarse con fardos de telas, con lo cual dejaron pasar a los juncos. En Timor se enteró de que el rey Carlos II había muerto y que el trono estaba en poder de Jacobo II, con lo cual sacó su mapa y le cambió el nombre nuevamente a las Galápagos por el de islas del Rey Jacobo II. De Batavia regresó a Inglaterra, donde publicó su libro. Davis y Dampier habían quedado a bordo del Revenge en las costas americanas y zarparon hacia el sur en busca de algunos de los galeones de la plata, pero cuando encontraron uno cerca de Panamá fueron derrotados y apenas si pudieron escapar con vida. Davis resolvió regresar por el cabo de Hornos en un barco que habían tomado a los españoles, pero Dampier con otros compañeros resolvieron cruzar el Pacífico y descubrieron la costa norte de Australia, en la cual los piratas no encontraron nada que les interesara. Dampier, en cambio, pudo hacer estudios muy interesantes de ciencias naturales y de geografía, además de una serie de dibujos extraordinarios de animales y plantas y unos buenos mapas. Como era sólo un marino entre todos, no tenía mayores comodidades para llevar a cabo sus estudios y llevaba sus papeles en bambúes sellados con cera para que no les entrara el agua de mar. Cuando pudo regresar a Inglaterra, después de muchas penalidades y sin un centavo, publicó su famoso libro A New Voyage Around the World, hablando del descubrimiento de la Nueva Holanda al norte y del estrecho que más tarde se llamaría estrecho de Torres en homenaje a Váez de Torres, su descubridor. Con eso, el continente australiano empezó a cobrar su verdadera forma. El libro de Dampier tuvo tal éxito que el Almirantazgo lo nombró capitán y lo envió en el Roebuck, ya no como corsario, sino como explorador a las tierras de la Nueva Holanda que había descubierto. Zarpó en 1699, hizo el viaje doblando el cabo de Buena Esperanza y logró cartografiar la costa norte de Australia hasta el golfo de Carpentaria, así como una parte de la costa sur de Nueva Guinea. Llevaba provisiones para un año y una tripulación de 50 hombres, pero el Roebuck era un barco viejo y al regreso tuvo que buscar la isla de Ascensión para reparar el casco. Apenas soltó anclas, el barco se hundió. A su regreso a Inglaterra, después de varias peripecias, escribió un
nuevo libro de viajes y un tratado científico acerca del curso de los vientos en los distintos hemisferios, que aumentó en mucho su renombre, pero en nada su fortuna. El príncipe Jorge de Dinamarca resolvió entonces tentar fortuna con algunas empresas corsarias y compró el barco San Jorge que entregó a Dampier en sociedad. Junto con el Cinque Ports zarparon hacia el Mar del Sur. Con los acostumbrados trabajos doblaron el cabo de Hornos y pasaron a reabastecerse y descansar en la isla Juan Fernández, como ya era costumbre entre los corsarios y piratas. La isla llamada Más a Tierra de este grupo estaba poblada por una gran cantidad de cabras, tenía buena madera y mucha agua fresca, con lo que resultaba ser un sitio ideal para descansar de los increíbles sufrimientos de doblar el cabo de Hornos. Cuando los dos barcos llegaron, el segundo de a bordo del Cinque Ports, un marino escocés llamado Alejandro Selkirk, se disgustó con su capitán y pidió que lo dejaran en la isla, a lo cual accedió su superior. No era el primer hombre que se quedaba allí, pues en una de las arribadas de Sharp un indio “mosquito” del Caribe se quedó en tierra y vivió solo durante cuatro años. Dampier, aunque gran marino y notable escritor y naturalista, no era un verdadero caudillo ni podía controlar a su gente, así que la expedición resultó un fracaso. El Cinque Ports cayó en poder de los españoles y su tripulación fue llevada prisionera a Lima, y Dampier logró regresar a Inglaterra por la ruta ya conocida de Asia, sin pena ni gloria, ni dineros, pero en Londres se le recibió con grandes homenajes, aunque pocas monedas, y se le permitió visitar a la reina, besar su real mano y relatarle en persona las vicisitudes de sus viajes. Más que ningunos otros, fueron los libros de Dampier los que llevaron el Mar del Sur a la atención del gran público inglés. Cuando estalló la guerra de sucesión de España, la corona inglesa autorizó a varios corsarios a caer sobre el comercio español y francés en cualquier parte del mundo donde lo encontraran y a hacer todo el daño posible. Un grupo de mercaderes de Bristol formó una sociedad para llevar a cabo una empresa hacia el Mar del Sur, con el eterno señuelo de tomar la flota de la plata del Perú o el Galeón de Manila. Para ello armaron dos buenos barcos, el Duke y el Dutchess, y le confiaron el mando al capitán Woodes Rogers, miembro de una de las más viejas familias de mercaderes y marinos de Bristol y yerno del almirante sir William Whetstone, comandante de las fuerzas navales inglesas en las Indias Occidentales. Rogers puso su bandera en el Duke y se le dio el mando del Dutchess a Stephen Courtney, quien ya había sido capitán de corsarios y a bordo del Resolution había hecho
graves daños a los barcos franceses en los primeros años de la guerra. Pero los mercaderes de Bristol, que se habían abocado con entusiasmo a financiar la empresa, más que por razones patrióticas, porque la corona había decretado que, contra la antigua costumbre de tomar una buena parte de las presas, en esta ocasión dejaba que todo el fruto del saqueo fuera para los armadores, querían estar seguros de que ese botín llegara a sus manos al final del viaje. Para ello establecieron un consejo, superior al mismo capitán Rogers, presidido por el segundo de a bordo en el Duke, quien por cierto no era marino, sino un muy conocido médico de Bristol llamado Dover. Otro de los financiadores se embarcó también y se constituyó, durante todo el viaje, en una constante molestia. Era el mercader Carleton Vanbrugh. Otro de los financiadores, aunque en pequeña escala, era un capitán corsario que ya había perdido dos barcos a manos de los franceses, Edward Cooke, quien habría de escribir también un relato del viaje. Como piloto y consejero iba William Dampier. El 2 de agosto de 1708 zarparon los dos barcos de Bristol hacia el Mar del Sur. La vida del marino inglés, por esos años, era dura en extremo. Para decir verdad, casi no existía la profesión de marino y las tripulaciones se reclutaban por la fuerza o mañosamente, en las tabernas y muelles de los puertos. El mismo Rogers dice que, entre todos los hombres que iban en sus barcos, no había ni siquiera 20 que fueran marinos de profesión y el resto eran herreros, sastres, campesinos, músicos ambulantes, mercachifles y hasta un tal John Finch, que había sido comerciante de aceite al por mayor en Londres. La paga era miserable y la participación en el botín muy poca, si es que se lograba regresar con vida. Un tratado de medicina náutica de la época nos informa que la gran cantidad de enfermedades que acababan con los marineros se debía a que eran casi todos hombres de tierra que se mareaban “y no pueden evitar el vómito, ni tienen control de sus piernas para ir a cubierta y hacerlo sobre la borda del barco, sino que se vacían por todos lados, ya sea entre las cubiertas o en la cala, para gran molestia del resto de la tripulación”. La comida no estaba hecha para combatir o evitar el mareo, ya que consistía en bizcochos secos que al poco tiempo tenían más gorgojos que bizcocho y carne salada con su buena dosis de gusanos. Los marinos tenían por costumbre, si encontraban algún bizcocho que no tuviera gorgojo, tirarlo al mar, ya que si ni el gorgojo había querido comerlo, obviamente no era comestible para el hombre. Algunos días se aumentaba la ración con queso podrido, mantequilla rancia o aceite de oliva y una especie de pan de pasas,
que se preparaba a bordo con harina, pasas y miel negra. El único consuelo era la ración de aguardiente, bastante considerable, ya que consta que por las noches la mitad de la tripulación estaba generalmente borracha. Los marinos dormían en el entrepuente, en hamacas colgadas en el espacio que dejaban libre los cañones. Había una hamaca para cada dos hombres, ya que desde tiempos de la reina Isabel, se había calculado que la mitad de la tripulación estaba de guardia y por lo tanto sólo se necesitaba una hamaca para cada dos hombres. En el oscuro entrepuente, cerrado cuando el tiempo era malo, el hedor se volvía intolerable, tanto el que emanaba de los marineros, quienes durante meses ni se bañaban ni se cambiaban de ropa, como el que subía de la cala, donde el agua y los desperdicios se pudrían entre las piedras que servían de lastre. Un cirujano de ese tiempo dice que el entrepuente daba la impresión de que el barco estaba cargado de ratas muertas. Además del hedor, la humedad era constante. Entre los tablones se colaba el agua, además de la que escurría de cubierta, y no había manera de secar el interior. Los marineros bajaban casi siempre de su guardia con la ropa empapada y así se tiraban en las hamacas que acababan de vaciar los del turno anterior. Y junto con la humedad proliferaban las pulgas, los piojos y las chinches, tanto entre las maderas como en las ropas. Si a todo eso se añade el constante movimiento, casi intolerable en las tempestades, la escasez de agua fresca que, cuando la había, era generalmente verdosa y estaba a medio pudrir, se comprenderá por qué nadie quería ser marinero, y cuando caía en ello hacía lo imposible por desertar a la primera oportunidad que se le presentara. Y cuando no podía desertar, siempre quedaba la esperanza de amotinarse y de largarse por esos mares a la aventura de la piratería que, aunque solía ser de corta duración y terminar generalmente en la horca, daba algunos meses de libertad y holganza. Así, para controlar a las tripulaciones, se había establecido una disciplina de increíble rigidez, según la cual la menor falta era castigada con la condena al cepo, azotes o la muerte, amén de otros castigos como el amarrar a la víctima de una cuerda larga y hacerla pasar debajo de la quilla del barco, castigo que pocos resistían pues, de no morir ahogados, morían de las heridas recibidas al golpearse contra las conchas de los moluscos adheridos al casco. Con razón el doctor Samuel Johnson, pontífice literario del Londres de esos años, dijo: “No man will be a sailor who has contrivance enough to get himself into jail; for beeing in a ship is beeing in jail, with the chance of beeing drowned”. Con tripulaciones así, los capitanes y oficiales se volvían
con frecuencia inhumanos y repartían castigos sin ton ni son, como se cuenta, parece que sin mucha justicia, del célebre capitán Bligh del Bounty, famoso a fines del siglo XVIII. Pero Roberts sabía que no había dureza ni castigo que fuera capaz de reprimir a una tripulación que buscara amotinarse en un viaje de varios años y poseía, junto con el raro don de decidir todo en un instante sin mostrar nunca temor o duda, cierta piedad. Es probable que cualquier otro capitán inglés de esos años no hubiera podido realizar un viaje como el que narraremos a continuación, con sólo unos muy pequeños intentos de subversión, fácilmente reprimidos, y sin condenar a nadie a muerte. Al salir de Inglaterra se dirigieron a las islas de Cabo Verde, posesión portuguesa donde podían tocar tierra, y allí se reavituallaron y cargaron una gran cantidad de aguardiente. Hicieron algunas presas pequeñas de barcos franceses y españoles y cruzaron el Atlántico hasta el Brasil, donde se detuvieron nuevamente en los puertos amigos de los portugueses. Eran los puertos del Brasil, hasta llegar a Batavia al otro lado del mundo, los únicos que podían tocar en paz, lo que supone que de Brasil en adelante todo puerto era para ellos enemigo. Rogers había hecho lo posible por guardar el secreto de su viaje, pero sabía que tales secretos eran imposibles y que en todos los puertos de Europa había espías a sueldo de España y de Francia que avisaban de la salida de empresas de ese tipo. Efectivamente, ya la corona española había notificado a sus virreyes y gobernadores de las Indias la salida del Duke y del Dutchess, para que estuvieran prevenidos y las ciudades marítimas alertas. En enero doblaron el cabo de Hornos sin mayores contratiempos y llegaron a la isla Juan Fernández a reponer salud y fuerzas. Al desembarcar, siguiendo las indicaciones de Dampier, vieron a un ser extraño, vestido de pieles, que les hacía señas desde la playa. Era Alejandro Selkirk, y Dampier lo reconoció inmediatamente. Había pasado más de cuatro años en la isla en completa soledad, pues tan sólo habían llegado unos barcos españoles, de los cuales pudo ocultarse en los bosques. Para vivir había logrado domesticar un rebaño de cabras y un centenar de gatos que lo protegían de las ratas que en los primeros tiempos estuvieron a punto de devorarlo. En esos cuatro años se había dedicado a una profunda lectura de la Biblia y según sus propias palabras había encontrado una paz espiritual nunca imaginada. Dampier pudo convencerlo de que se embarcara con ellos, y cuando zarparon de Juan Fernández iba como segundo a bordo del Dutchess. Cuando en Inglaterra se conoció su historia, relatada tanto por Rogers como por Cooke y él mismo, se
convirtió en un personaje legendario que sirvió de modelo para el Robinson Crusoe de Daniel Defoe. Poco después, cuando apresaron un barco español que nombraron Marquiss, fue nombrado capitán de la presa. De Juan Fernández pasaron a Guayaquil, que lograron tomar fácilmente dado el escaso armamento que había en la ciudad, pero la ineptitud de algunos miembros del consejo, como Carleton Vanbrugh, dio tiempo a que los españoles pusieran a salvo sus principales tesoros, así que los beneficios no fueron grandes. Lograron cobrar un rescate de 30 000 pesos por no quemar la ciudad, pero el doctor Dover, como principal accionista de la empresa, no estaba conforme con los resultados económicos e instaba a Rogers para que, sin pérdida de tiempo, fuera en busca del Galeón de Manila. Se convino en ello, pero antes de la larga travesía hasta los 16° de latitud norte era necesario proveerse de agua y que descansara la tripulación, ya que entre ella había aparecido el terrible escorbuto. Por consejo de Dampier, que hablaba de una isla cubierta de verdura y con buena agua, fueron hacia las Galápagos, pero por más que buscaron entre el archipiélago, llevados siempre por corrientes extrañas, no encontraron más islas que unas secas y pedregosas habitadas por iguanas y tortugas, sin agua ni leña. La angustia de Rogers se refleja en su diario. Día a día morían hombres de escorbuto y de sed. Las corrientes los llevaban entre las islas y no encontraban ni siquiera un puerto en el cual anclar. Y Dampier aseguraba haber encontrado en una de las islas excelent sweet water y el capitán Davis había carenado allí sus naves y no le había faltado el agua ni la madera. Pero ahora esa isla maravillosa no aparecía. Una lancha enviada a explorar no regresó. Y Dampier aún insistía. Él había estado allí, también habían estado otros, como Davis y Cowley. Posiblemente alguna explosión volcánica acabó con la isla, porque ningún otro marino volvió a encontrarla. Ni Melville que tanto habla de estas Islas Encantadas, donde en lugar de voces se oyen silbidos de reptiles; ni Darwin que tanto meditara sobre ellas. Y el diario de Rogers sigue anotando los fallecidos: Samuel Hopkins, “very good tempered sober man”; George Underhill, “of a courteous temper and brave”; Jacob Scronder, “a Dutchman and a very good sailor”; James Daniel, carpintero; “Law” Carney, leguleyo de a bordo, y “this day Thos. Hughes, a very good sailor died. About the same time another young man called John English, died aboard the ‘Havre de Grace’ and we have still on board many sick”. El Havre de Grace era una presa que habían anexado a su flota. Y la lancha al mando de Simon Hatley no aparecía. Por fin Rogers tuvo que dar la orden de abandonar esas islas
maldecidas donde sólo habían conseguido un poco de carne de tortuga y poner proa hacia la isla de Gorgona. Poco antes de llegar a ella avistaron una vela y le dieron caza. A pesar del escorbuto, de la sed, de las diarias muertes, eran ante todo corsarios. Tomaron el barco, el Santo Tomás de Villanueva, con una carga de poco valor y con varios pasajeros a bordo, entre ellos una señora rica, con su hija recién casada y muy hermosa y el joven marido. Rogers dio la orden de que se respetara a las señoras y les cedió la cámara de popa. El 7 de junio llegaron a la isla de Gorgona y anclaron en una buena bahía, con abundante madera y agua fresca. Repuestos los enfermos y adobados los navíos, el 7 de agosto abandonaron la Gorgona poniendo proa hacia el norte. Antes de partir, utilizando como intermediarios a varios de los prisioneros españoles, pusieron a rescate a los mismos prisioneros y los barcos que no querían llevar consigo. Rogers no dice la cantidad de dinero que produjeron estas transacciones, cantidad que seguramente quedó debidamente anotada en los libros de los armadores que llevaba celosamente el doctor y capitán Dover. Los prisioneros habían sido tratados con toda suerte de consideraciones y a los sacerdotes se les permitió celebrar misa a bordo para consuelo de los católicos. Camino al norte, Rogers obligó a su tripulación a adiestrarse en el uso de los cañones y hacer ejercicios constantes. Por lo que Dampier le había contado de su experiencia con el galeón de Acapulco, sabía que ya no era como en tiempos de Cavendish, cuando iba completamente desarmado. Ahora era necesario enfrentarse, en barcos relativamente pequeños como los suyos, a un galeón de altísimo bordo, con un gran castillo de popa, bien artillado y construido de una madera tan recia que las balas no parecían hacer mella en ella. Por Dampier y por todo lo estudiado acerca del asunto del galeón, sabía que debería llegar a las costas americanas en noviembre o diciembre. Así, se dirigió a las islas Marías en las costas de la Nueva España, donde hizo aguada y cargó una buena cantidad de tortugas, y de allí se dirigió al cabo San Lucas, en el extremo sur de la península de Baja California, donde llegaron el 2 de noviembre. Rogers ordenó que los barcos se formaran en una línea perpendicular a la costa para estar seguros de que el galeón esperado no pasaría sin que lo vieran. Pasaron los días y las semanas y el mar seguía vacío. Una vez hubo una falsa alarma: el Marquiss confundió el velamen del Dutchess con el del galeón. Poco a poco se empezaron a perder las esperanzas de atajar la gran nao y los víveres escaseaban ya en forma
peligrosa. Rogers sabía que no podría detenerse mucho más tiempo allí. El 19 de diciembre Rogers convocó al consejo. Se vio que les quedaba comida para un máximo de 70 días y con eso tenían que cruzar el Pacífico, ya que en los puertos de la Nueva España les sería imposible avituallarse. El consejo resolvió abandonar la empresa, buscar un lugar de la costa, ya visto por Rogers, para hacer aguada y reunir leña y poner la proa hacia Guam. Si tenían suerte, la comida les alcanzaría justamente para llegar allí. Rogers señaló a los barcos que lo siguieran hacia la cala que había visto, donde podían hacer aguada y tomar leña. La empresa había fracasado. El Duke iba a un extremo de la línea, el más lejano a tierra, y de pronto el vigía, desde la cofa, dio la señal. Había una vela a la vista. Poco a poco se fue acercando y el Duke tomó posiciones para cerrarle el paso, haciendo señal a los otros barcos para que lo siguieran, pero la calma que sobrevino les impidió concentrarse. El punto blanco que se había visto en el horizonte se agrandó y apareció claramente el alto velamen de un galeón, el cual, sin modificar su rumbo, marchaba lenta y directamente hacia el Duke. Cuando estuvieron a tiro de cañón, Rogers dio la orden de hacer fuego, escalonando los disparos de manera de no dejar tiempo a los españoles, entre descarga y descarga, para armar sus cañones. Después de un combate breve, en el cual sólo el Duke tomó parte y Rogers resultó con una herida de bala en la cara, que le tiró varias muelas, el galeón se rindió. Eran el Nuestra Señora de la Encarnación y el Desengaño, bajo el mando del antiguo factor de la Compañía Francesa en Cantón, Jean Presberty, quien se portó, según dijeron todos, con gran cobardía y se rindió sin necesidad alguna. Llevaba a bordo 193 hombres, 20 cañones y algunos pedreros. La nave estaba prácticamente intacta y las bajas habían sido mínimas. Por algunos de los prisioneros, Woodes Rogers se enteró de que ese año habían salido de Manila dos galeones y que el otro probablemente se había adelantado. Era el Begonia, uno de los barcos más grandes de la línea. Antes de ver la carga del Encarnación, Rogers citó nuevamente al consejo y se convino en aguardar también al Begonia, por más que los prisioneros decían que con seguridad ya había pasado, pues era mejor velero que el Encarnación. Pero Rogers sabía que no había pasado en los dos últimos meses y dudaba que le hubiera podido sacar tal ventaja a su compañero. El 24 de diciembre vieron aparecer el Begonia, una enorme mole, “como una montaña en el mar”, de 900 toneladas, con 60 cañones y 450 hombres a bordo, bajo el mando de Fernando de Angula. Rogers estaba
enfermo de la herida que recibió en la primera acción y el Dutchess, con el doctor Dover a bordo, y el Marquiss se lanzaron al ataque. El combate fue muy largo y duró hasta el día 28. El Begonia pasó entre los piratas, disparando sus grandes cañones, sin recibir prácticamente daño alguno de ellos. El Dutchess se vio en peligro de perder la arboladura y el Marquiss de hundirse, con varios boquetes de bala en los costados. Cuando Rogers llegó a socorrerlos en el Duke, se dio cuenta de que la acción estaba perdida y que no podría tomar al abordaje un barco tan alto, con tan buena artillería y tan bien defendido por su capitán, así que optó por dejarlo ir. El Begonia siguió su rumbo hacia el sur, con todas las velas desplegadas, el pabellón real de España en su mástil, como si nada hubiera sucedido. Luego se supo que su capitán había dado la orden al artillero mayor que volara la santabárbara si los ingleses lograban abordarlo. Los corsarios se refugiaron en la cala donde habían guardado el Encarnación y allí repararon sus naves y resolvieron, después de muchas discusiones, llevarse el Encarnación a Inglaterra, con toda su carga, cambiado su nombre por el de Batchelor Frigate. En Guam fueron muy bien recibidos por el gobernador español —el cual, por cierto, posteriormente fue encarcelado por esa recepción— y siguieron su viaje por la vía de Batavia, donde se unieron a la flota de las Indias Holandesas Orientales y, con ella para mayor seguridad, el 23 de julio de 1710 anclaron en el puerto holandés de Texel, cerca de Amsterdam, en espera de un convoy inglés con el cual poder cruzar a Inglaterra en seguridad, ya que la guerra contra Francia y España continuaba y los corsarios franceses, como el célebre Jean Bart, se habían adueñado del canal de La Mancha. Por cartas que Rogers y Dover habían enviado con diferentes barcos, desde las islas de Cabo Verde y desde Irlanda y las Shetlands, los armadores estaban enterados de que la flotilla iría, junto con la escuadra holandesa, hasta Texel, y al saber que había llegado con bien se dirigieron de inmediato hacia allá. La expedición había sido un gran éxito, tanto en lo militar como en lo marino y en lo económico, pero los armadores, encabezados por el doctor Dover, querían todo para sí y se negaban a dar a las tripulaciones la parte que les correspondía. El pleito fue largo y amargo para los marinos que llegaban después de casi tres años de viaje, de miles de peligros y privaciones, para encontrarse con que no tenían casi nada de dinero. Un abogado de Londres, al conocer la situación, hizo que los marineros y el mismo Rogers firmaran un
acuerdo con él, prometiéndoles cobrar sus ganancias y sueldos, lo cual no hizo más que complicar el asunto. Cuatro años más tarde los marineros aún pedían a la Cámara de los Comunes su intervención y nunca llegaron a cobrar lo que les correspondía. Los tribunales y la Cámara de los Lores rechazaron las protestas de los marinos y finalmente, cuando ya muchos se habían dispersado y embarcado para poder subsistir, se llegó al acuerdo de que la utilidad de la expedición era algo superior a 140 000 libras esterlinas, de las cuales dos terceras partes correspondían a los armadores y el resto a los tripulantes, de acuerdo con sus categorías. A William Dampier le correspondió una cantidad suficiente para permitirle vivir hasta su muerte con cierta holgura y éste fue el único de sus muchos viajes del cual logró una utilidad. El capitán Edward Cooke fue el primero en publicar un relato del viaje, en 1712, en un libro intitulado A Voyage to the South Seas and Round the World que tuvo un éxito inmediato. Pocos meses más tarde salió el de Woodes Rogers, A Cruising Voyage Round the World, que sobrepasó con mucho el éxito del de Cooke y fue aplaudido por los literatos de la época, como Addison y Defoe. Pronto surgieron libros de viajes imaginarios, basados en éstos de Rogers y Cooke y en los de Dampier, junto con el folleto en el cual Selkirk contaba sus experiencias. Entre ellos se destacaron e inmortalizaron Robinson Crusoe de Defoe y Los Viajes de Gulliver de Swift y la famosísima Ballad of the Ancient Mariner de Coleridge. Pero el efecto no se hizo sentir sólo en los medios literarios, que abrieron las vistas del Pacífico a la intelectualidad europea y llegaron hasta Francia y Rousseau y Voltaire, sino entre los medios náuticos, porque Rogers había mostrado la posibilidad de llevar a cabo largos viajes, con escasa pérdida de vidas y sin pérdida de barcos, que hicieran graves daños al enemigo y fortalecieran la economía de guerra inglesa. Así, las grandes ciudades españolas, como Lima, Manila, Panamá, y las rutas de comercio estaban en constante peligro en caso de guerra y lo que habían podido hacer unos corsarios bien podría hacerlo la marina real de Inglaterra en caso necesario y con fuerzas muy superiores. Además de todo esto, los mercaderes de Londres se dieron cuenta de que el comercio quedaba abierto efectivamente a todos los barcos del mundo y que bien podían, sin molestar a sus aliados o a los holandeses neutrales, abrir nuevas zonas de comercio en el Pacífico. Así se formó la famosa “South Sea Company”, una de las primeras grandes estafas financieras en el mundo del
naciente capitalismo, que por cierto acabó con los ahorros y ganancias del doctor Dover y muchos de sus socios. El objetivo de esta compañía era abrir el comercio con los puertos españoles del Pacífico, ya que, según los expedicionarios, todos los mercaderes españoles se mostraban ansiosos de comerciar con los ingleses y España tendría que abrir sus puertos al comercio del mundo. Además se pensaba desarrollar nuevas áreas al comercio en el Pacífico, éstas no muy claramente especificadas. Tanta propaganda se hizo a la Compañía, que antes de empezar a ejercer el comercio las acciones que valían 100 en enero constaban cerca de 900 en junio. En julio, los directivos, que habían forzado el alza, lanzaron al mercado cinco millones de acciones y se descubrió la estafa. Miles de personas, de la aristocracia, de las profesiones, comerciantes y agricultores, quedaron completamente arruinadas. El ejemplo de Rogers hizo que salieran dos capitanes en busca de fortuna y del Galeón de Manila. Fueron éstos Clipperton y Shelvocke, en los barcos Success y Speedwell. Ambos fracasaron miserablemente, perdieron sus barcos y Shelvocke tuvo que dedicarse abiertamente a la piratería, por lo cual fue juzgado en Londres a su regreso. Lo único importante de estos viajes fue el descubrimiento por Clipperton de la isla que lleva su nombre y una mención curiosa que hace Shelvocke en el libro que escribió para defenderse, donde dice que encontró buena cantidad de oro en las costas de la Alta California. Nadie hizo caso de su descubrimiento; tendrían que pasar 100 años para que se confirmara.
CAPÍTULO X
When in the latter end of the summer of the year 1739, it was forseen that a war with Spain was inevitable, it was the opinion of several considerable persons then trusted with the administration of affairs, that the most prudent step the Nation could take, on the breaking out of war, was attacking that Crown in her distant settlements; for by these means (as at the time there was the greatest probability of success) it was supossed that we should cut off the principal resources of the enemy, and reduce them to the necessity of sincerely desiring a peace, as they would hereby be deprived of the returns of that treasure by which alone they would be enabled to carry on a war. A Voyage Around the World, in the Years MDCCXL, I, II, III, IV by George Anson, Esq… RICHARD WALTER M. A.
Las guerras europeas. Planes ingleses para tomar Manila y Cartagena de Indias. Dominio inglés de los mares y el comercio internacional. Decadencia del Imperio español. Expulsión de los jesuitas. La expansión rusa. Búsqueda inglesa del continente austral. EL SIGLO XVIII se caracteriza, en Europa, por la sucesión de guerras que en el fondo tenían un doble sentido. Para Inglaterra y para Francia el objeto era forjarse imperios comerciales en todo el mundo, y para España el de mantener su imperio territorial; para las otras naciones europeas, sobre todo la emergente Prusia y el Imperio austriaco, las guerras significaban un constante arreglo del equilibrio del poder en Europa. Así, el primer objetivo se ganaba o perdía fuera del continente europeo, sobre todo en América. Pitt, el primer ministro inglés, decía en el Parlamento: “Sir, Spains knows the
consequences of a war in America. Whoever gains, it must prove fatal to her”. Aunque el Tercer Tratado de Viena había resuelto la cuestión polaca en forma provisional, el Pacto de Familia entre España y Francia, suscrito en 1733, alarmaba a Inglaterra, que veía cerrarse a sus naves los puertos del Imperio español, a favor de los mercaderes franceses. El primer ministro inglés en aquellos años, Walpole, trataba de llegar a acuerdos progresivos con España, y al parecer la corte de Madrid no se mostraba completamente cerrada a este tipo de negociaciones. Ya en el Tratado de Utretch se había concedido a Inglaterra el monopolio en la trata de esclavos negros y la licencia para que un barco inglés fuera una vez al año a Veracruz a comerciar. Por fin Walpole logró la llamada Convención del Prado que no satisfizo a los comerciantes de Londres y a la oposición en el Parlamento. Pitt, cabeza de la oposición a Walpole, lanzó la famosa frase, dada a la publicidad en todos los medios de la época: “When Trade is at stake it is your last Retrechment; you must defend it or perish”. Walpole fue derrotado en las elecciones, y al entregar el poder a Newcasttle vio la cercana guerra y dijo: “It is your war and I wish you joy it”. Durante 20 años Walpole había tratado, por todos los medios, de sostener la paz y conservar a su país fuera de los conflictos europeos, pretendiendo con ello nivelar la economía inglesa, pero sin darse cuenta cerraba el camino a la expansión comercial que ya había cobrado tal impulso que era imposible de detener. Quisiera o no la corona inglesa, los puestos de comercio y de piratería en América y en Asia se convertían en colonias, y muy pronto Inglaterra, a través de la Compañía de Indias Orientales, tendría que intervenir en los destinos de la India y acabar por adueñarse de toda la península. Asimismo, las islas conquistadas por los bucaneros y piratas en el Caribe, desde Bahamas y Bermudas hasta Jamaica, se iban convirtiendo en colonias estables, enriquecidas por el cultivo de la caña de azúcar. Mientras, la industria crecía en Inglaterra y requería de mercados para sus productos y de materias primas para seguir viviendo. Todo esto llevaba necesariamente a la expansión. Al caer Walpole termina con él una época, y con Chatham, su sucesor, nace la verdadera época imperialista que se consolida bajo Pitt. Para citar un ejemplo de la manera de pensar de Pitt y la forma en que en ese tiempo se ligaba el espíritu netamente mercantilista con el de imperio, basta ver el memorándum que elabora Bedford, de acuerdo con Pitt, proponiendo la ocupación del Canadá francés y en el cual se fijan estos cinco puntos: 1) la conquista de ese territorio daría a Inglaterra todo el comercio de las pieles y del pescado; 2) los franceses ya no
tendrían maderas baratas para sus plantaciones de caña en las Antillas, con lo cual subiría en Europa el precio del azúcar francés, con gran beneficio para los azucareros ingleses; 3) Francia perdería un mercado para sus productos elaborados; 4) Francia ya no podría construir barcos en América ni conseguir maderas y mástiles, y 5) la expulsión de los franceses daría mayores seguridades a las colonias inglesas en América del Norte. Con esta manera de pensar y el gran contento del rey y de los mercaderes e industriales de Inglaterra, pronto la nación se vio envuelta en las guerras de Europa, apoyando a varios de los príncipes alemanes en contra de Austria y de Francia y de su aliada España. Pero mientras Francia destinaba la mayor parte de su esfuerzo, siguiendo la política de Luis XIV, a la guerra en Europa, Inglaterra veía hacia el resto del mundo y consideraba con Burke que cualquier guerra en contra de España sería una guerra de saqueo y por lo tanto beneficiosa para el Tesoro. Así, desde un principio los ingleses pensaron en una guerra naval llevada a cabo muy lejos de las costas europeas y donde se pudieran lograr presas como las que había logrado Rogers, además de hacer toda clase de daños al enemigo. Pero ya no se pensaba tan sólo en el corso que Francia con su marina de guerra bastante reducida por diferentes razones había adoptado casi como única estrategia en el mar, sino en operaciones de nivel nacional, llevadas a cabo por His Majesty’s Ships y bajo las órdenes de oficiales de la marina. Desgraciadamente para Inglaterra, los 20 años de paz de Walpole, y sobre todo de ahorros, no había hecho que progresaran ni la flota ni el ejército y la inmoralidad y venalidad de la administración pública, empezando por el Parlamento, era tal que hacía prácticamente imposible una rápida reconstrucción de las fuerzas armadas y de la moral de sus contingentes. Es curioso observar que en 1740 Federico II de Prusia tomaba las riendas del Estado para fortalecer la labor de su padre, el estatismo total y absoluto, mantenido por un ejército permanente y por un pueblo dedicado al sostenimiento de esa fuerza armada, disciplinada a increíbles extremos. Y para la debida marcha de ese Estado militarizado en tal forma, Federico creó una burocracia estatista que es la base del moderno concepto de un gobierno. El gabinete inglés, al trazar sus planes para la guerra, consideró dos puntos: los príncipes protestantes alemanes, con ciertas ayudas económicas, podían llevar la conflagración a toda Europa, pero la fuerza de Francia y de España estaba en los tesoros que llegaban de América y era necesario tratar de cortar esa fuente de aprovisionamiento. Para ello se meditaron varios
planes. Uno consistía en la toma de Manila que se consideraba, con justa razón, la primera defensa de las costas americanas en el Pacífico. Otro intentaba la toma de Portobelo y Cartagena de Indias, lugares obligados de recalada de las flotas de la plata y cuya pérdida, para España, significaría quedar desconectada del Perú y de Chile. Otro plan más contemplaba la creación de una flota lo bastante fuerte que pudiera doblar el cabo de Hornos y posesionarse de algunas ciudades españolas en las costas americanas y más tarde de Panamá, donde haría contacto con la empresa que se destinaba a Cartagena de Indias, dividiendo así, en forma efectiva y definitiva, el Imperio español en dos partes. La empresa en contra de Manila no se llevó a cabo entonces, pero se prepararon dos grandes flotas, con soldados a bordo, la una bajo el almirante Vernon, para Portobelo y Cartagena, y la otra, bajo el almirante George Anson, para el Pacífico. La flota de Anson consistía en seis barcos de línea, fuertemente armados, dos transportes y una tripulación de 1 500 hombres, de los cuales 500 eran soldados para la ocupación de las plazas que se considerara oportuno ocupar. Llevaba 256 cañones y víveres suficientes para un año. Se trataba de que esta flota pudiera zarpar de inmediato, pero Anson se encontró con que no había nada preparado y durante 10 meses estuvo viajando entre los astilleros, Londres y Saint Helens, haciendo lo posible por activar los aprestos necesarios. En todos lados encontró la más absoluta falta de cooperación de parte de la administración: no había marinos suficientes, los soldados que se le dieron eran, casi todos ellos, veteranos inválidos de los hospitales, algunos de más de 70 años de edad. Anson reclamaba la tardanza porque bien sabía, por experiencias pasadas de muchos marinos, que debería tratar de doblar el cabo de Hornos en el verano austral y que, con una fuerza tan considerable, era en extremo peligroso invernar en las costas americanas. Por otro lado, se sabía ya que los españoles estaban enterados del proyecto y que habían despachado una escuadra, al mando del almirante Pizarro, para proteger el paso del cabo y las costas argentinas. Para colmo de males, cuando ya todo estaba más o menos listo, aunque faltaban aún 300 marinos, el Almirantazgo ordenó que se embarcaran, para proveer a la flota de víveres y bastimentos en otros puertos, unos agentes especiales, mercaderes particulares, a los cuales se les permitía llevar hasta 15 000 libras esterlinas en mercancía, para traficar con ella. Mientras se discutía lo de los agentes, 240 veteranos desertaron y se perdieron entre la población. Para suplirlos, se mandaron 210 reclutas, sin disciplina o conocimientos militares de ninguna especie pero por lo menos
jóvenes, aunque ninguno de ellos sabía disparar un mosquete. No fue sino hasta el 18 de septiembre de 1740 cuando la flota pudo zarpar hacia la isla de Madeira, territorio portugués en el cual podían hacer recalada. La corte de Madrid estaba enterada, como ya hemos dicho, de los preparativos que se hacían para la armada de Anson y resolvió enviar al almirante don José Pizarro con cinco barcos de línea y un patache, con el intento de detener a los ingleses en las costas americanas del Atlántico o, de no ser posible, pasar al Pacífico y fortalecer los puertos del sur. Pizarro llegó al río de la Plata en enero de 1741 y, ansioso de doblar el cabo de Hornos en el verano, no esperó a Anson, aunque por un recado que le enviara el gobernador portugués de la isla de Santa Catarina ya sabía que se acercaban a esas costas. Tal vez y con justa razón consideró, dentro de las órdenes que había recibido, que haría más provecho en el Pacífico, donde con seguridad podría destruir a los ingleses en forma total, que en el Atlántico, donde en un combate naval ambas fuerzas tenían la misma oportunidad para retirarse a puertos amigos o neutrales. A pesar del verano austral, en cuanto la flota española se acercó al cabo, encontró las más horribles tempestades. Además, las provisiones habían sido mal calculadas o los funcionarios encargados del aprovisionamiento se las habían robado, el caso es que pronto Pizarro se vio sin víveres, al extremo de que los marinos empezaron a comerse las ratas que había en los barcos y los cueros con que se forraban los mástiles. Dos de los barcos desaparecieron entre las olas, frente a la isla de los Estados, y los otros tres regresaron a Montevideo, con las tripulaciones diezmadas en tal forma que el Asia, donde iba el almirante, llevaba tan sólo la mitad de su contingente y el Esperanza, que saliera de España con 450 hombres, llevaba ya sólo 50. Pizarro resolvió regresar a España, pero del río de la Plata envió por tierra mensajeros a Chile y al Perú, avisando la inminente llegada de los ingleses. Anson llegó al cabo de Hornos en marzo y no tuvo mejor suerte que Pizarro. En una serie de tempestades vio su escuadra dispersada sin remedio, y cuando llegó a la isla Juan Fernández, a la recalada que ya era casi obligatoria, le quedaban sólo tres barcos de línea, un transporte en muy mal estado y 331 hombres. Un desastre semejante hubiera desanimado a cualquier otro marino, pero Anson era de la talla de Drake y de Rogers y maestro de los hombres como Nelson, que habrían un poco más tarde de cimentar definitivamente el señorío de Inglaterra sobre todos los mares. Una vez repuesta su gente y compuestos sus barcos, zarpó rumbo a Panamá, pero en el
camino tomó algunos barcos y saqueó la ciudad de Paita en las costas peruanas. Al llegar a Panamá pensaba enviar un mensaje por tierra a Vernon, en Cartagena, para que le facilitara tropas con las cuales llevar adelante el proyecto de ocupar el istmo, pero por unos prisioneros españoles se enteró de que Vernon, aunque había logrado tomar Portobelo, había sido derrotado en Cartagena de Indias y se había retirado a Inglaterra. Ante tales noticias Anson comprendió que no le quedaba más camino que el de tratar de interceptar el Galeón de Manila frente a Acapulco, pero cuando llegó allá unos pescadores le dijeron que el virrey de la Nueva España estaba enterado de su presencia en esas aguas y había ordenado que no zarpara el galeón de ese año. Con esa nueva, resolvió cruzar el Pacífico hasta las Marianas y después aguardar la llegada de los galeones del año siguiente en las costas de Filipinas. En Macao la presencia del Centurión causó sensación, ya que era el primer barco de guerra que llegaba a las costas de China, acostumbrada a ver sólo mercantes armados. Los oficiales chinos del Hoppo cooperaron con Anson en el reavituallamiento de la nave y en la compostura de muchas de sus partes, pero le daban prisa al almirante para que zarpara lo más pronto posible y no le permitieron llegar hasta Cantón. Anson afirmaba que su interés era tan sólo avituallarse, para salir de allí rumbo a Batavia, aunque los marinos portugueses le hacían ver que en marzo y abril el viaje a Batavia era prácticamente imposible. Por fin, en febrero, con poco más de 200 hombres a bordo, pero con el Centurión en perfectas condiciones y la tripulación bien adiestrada, zarpó de Macao y se dirigió a las costas filipinas, en el cabo Espíritu Santo, cerca del estrecho de San Bernardino. Anson sabía que la fecha de llegada del galeón debía ser en junio, así que hizo lo posible por colocarse en su posición desde fines de mayo, lo bastante lejos de tierra, para no ser visto, pero esto no lo logró y fue descubierto; el gobernador de Manila recibió aviso de su llegada. Los comerciantes de Manila, que tenían carga en el galeón, trataron de mandar una escuadra para atacar el inglés, pero los vientos contrarios le impidieron salir hacia el estrecho. Mientras tanto, Anson seguía esperando en alta mar. Según el calendario reformado español, era el 2 de julio y según el inglés no reformado el 20 de junio cuando avistaron por fin al Nuestra Señora de Covadonga, bajo el mando del capitán portugués Jerónimo de Montero, uno de los pilotos más expertos de la línea. Al parecer, Montero creyó que el Centurión era el otro galeón que había zarpado de Acapulco antes que él y así no torció su rumbo ni se preparó para el combate, desembarazando su cubierta de estorbos.
Cuando se dio cuenta de que se trataba de un enemigo y que le había ganado el paso hacia tierra, ya era tarde. Aun así ordenó que se arrojara sobre la borda el ganado y las maderas que iban sobre cubierta, se alistaran los cañones y subiera gente con armas de mano a los mástiles. Anson, al darse cuenta de las medidas adoptadas por el galeón, ordenó que se disparara sobre él, para entorpecer en lo que fuera posible la maniobra de despeje de cubiertas e instruyó a los hombres que tenía en las cofas que no dejaran estar sobre el puente a ningún oficial español. Así, casi al iniciarse el combate, Montero cayó mal herido. Por otra parte, Anson imaginó una nueva táctica de lucha que puso en graves aprietos a los españoles. Era costumbre, en los combates, cargar todos los cañones de una banda y dispararlos a un tiempo. Los españoles tenían la orden de, cuando comprendieran que se preparaba una andanada, tirarse sobre cubierta hasta que pasara ésta y luego, mientras el enemigo enfriaba y cargaba sus cañones, disparar ellos. Anson ordenó que se dispararan los cañones uno por uno, o sea en forma casi continua, lo cual causó graves daños entre los artilleros del galeón. Para colmo de males, las mamparas que se habían podido colocar en la borda del Covadonga para la defensa se empezaron a incendiar y fue necesario echarlas por la borda. Después de dos horas de combate, cuando habían caído 57 españoles muertos y había más de 60 heridos, un oficial ordenó que se arriara el pabellón de España y el Covadonga se rindió. En el Centurión había dos muertos y tres heridos. En el Covadonga los ingleses encontraron 1 313 843 pesos de plata y 35 682 onzas de plata pura, además de cochinilla y alguna otra mercancía de menor importancia. Con esto, la plata a bordo del Centurión llegó a valer 400 000 libras esterlinas y Anson calculó que los daños causados a los españoles durante su viaje llegaban a más de un millón de libras esterlinas, amén de lo perdido en la desastrada flota de José Pizarro. Llevando su presa y los prisioneros españoles, Anson regresó a las costas chinas a esperar el monzón en el río de Cantón. El gobernador chino de Boca del Tigre no quería dejarle el paso franco, pues insistía en que nunca había llegado un barco con tal armamento, pero Anson forzó la entrada sin que los dos fuertes chinos en la orilla del río se atrevieran a disparar sobre él. Ya en el río, envió un mensaje al virrey de Cantón, rogándole que lo recibiera, pues deseaba visitarlo. El virrey contestó que, siendo el mes de julio y de grandes calores, sería muy molesto organizar una recepción adecuada y que era mejor dejar el asunto para el mes de septiembre. Anson comprendió que el virrey obraba en esa
forma para tener tiempo de notificar a la corte imperial de Pekín acerca de lo que estaba sucediendo y recibir instrucciones. De todos modos dio autorización a los mercaderes del Hoppo para que proporcionaran víveres al Centurión mientras estuviera en el río y éstos le ofrecieron a Anson preparar la suficiente cantidad de bizcocho y carne salada para el regreso a Inglaterra. Por fin, llegado el buen tiempo y habiendo vendido el Covadonga a un mercader de Macao en 8 000 pesos, Anson zarpó para Inglaterra, adonde llegó sin mayores dificultades. El resultado de las empresas marítimas inglesas durante esta guerra no había sido el esperado. La derrota de Vernon ante los muros de Cartagena y el desastre de Anson en el cabo de Hornos se vieron compensados sólo con la toma de Portobelo y la gloria del viaje de circunnavegación de Anson, heroic Anson, como se le llegó a llamar. Pero si los resultados prácticos no fueron muchos, la experiencia adquirida fue enorme. Anson, a su regreso, no dejó de señalar a los que tenían la culpa de su desastre, sobre todo a la burocracia en la marina y la idea de que una empresa naval debía estar ligada a la economía y convertirse en sistema de comercio. Pero el gobierno de Newcastle, nombrado primer ministro en 1754, seis años después de la paz que puso fin a la guerra de la sucesión de Austria o, como se llamó en su tiempo, de la “Pragmática Sanción”, no consideró necesario volver a poner la flota en estado de alerta permanente. El asunto parece increíble pues, aunque efectivamente en Europa reinaba la paz, en las posesiones de ultramar la lucha era constante, tanto en América, en las fronteras entre las colonias inglesas y el Canadá, como en la India. En ésta los franceses, bajo Dupleix, lograron la alianza de varios señores hindúes y uno de ellos, Surajah Dowlah, logró tomar Calcuta y encerrar a los prisioneros británicos en cárcel tan estrecha, que al amanecer muchos de ellos habían muerto de sofocación. La leyenda del black hole of Calcutta fue, desde entonces, una especie de grito de guerra inglés para la conquista de la India. La península quedó por fin en poder de Inglaterra, no tanto por el esfuerzo del gabinete del duque de Newcastle, sino por la increíble personalidad de un funcionario de la Compañía Inglesa de la India, Robert Clive, que logró, en 1754, derrotar a Dupleix. Pero en el mar, donde la acción sería definitiva, la flota inglesa no estaba lista para intervenir en forma que asegurara la derrota de los franceses y la ruina de su gran base naval en la isla de Mauricio. Las derrotas inglesas se sucedían sin descanso y los corsarios franceses ponían en grave peligro el comercio marítimo inglés del cual dependía ya la
vida de la nación. Newcastle, temeroso de que los ejércitos franceses intentaran una invasión de Inglaterra, en lugar de tomar las tradicionales enseñanzas navales e ir y atacar al enemigo en sus puertos, conservó lo principal de la flota en aguas del canal y envió al Mediterráneo una mal equipada flota bajo el mando del almirante John Byng. Frente a Minorca tropezó con la flota francesa, y aunque no se perdió ningún barco de ningún bando, los ingleses se retiraron y la fortaleza inglesa en Fort Mahon, Minorca, tuvo que rendirse. En Inglaterra el escándalo fue mayúsculo y se recordó una acción semejante frente a Tolón. El pobre almirante Byng fue juzgado, condenado a muerte y fusilado a bordo de su barco. Pero aun eso no pudo salvar a Newcastle, quien tuvo que entregar el mando de la nación a William Pitt el mayor. Pitt creía ciegamente en el poder naval y en que Inglaterra se salvaría sólo mediante una buena marina de guerra. Los hechos le dieron la razón. El almirante Anson fue colocado al frente del Almirantazgo y con su increíble actividad en muy poco tiempo pudo limpiar la flota de todas sus lacras y crear esa arma de increíble eficiencia que habría de dar a la Gran Bretaña el dominio de los mares y del comercio mundial. El primer paso fue en el Canadá y gracias a la marina Wolfe pudo derrotar a los franceses y hacerse dueño de Quebec. En la India se obró en la misma forma y los franceses tuvieron que refugiarse en Pondichéry y dejar el resto de la península a la Compañía de las Indias Orientales. Para 1761, ya el poder de Francia en los mares era casi nulo y los ingleses habían tomado sus colonias en las Antillas. Fue el año que los historiadores llamaron “wonderful year”, el año maravilloso. Para 1761, Pitt se dio cuenta de que España, por un sentido de caballerosidad mal entendido, estaba a punto de entrar en la guerra al lado de Francia, ya prácticamente derrotada no sólo en el mar, sino en Europa por los ejércitos de Federico de Prusia. Pitt movió su diplomacia de manera de hacer inevitable la guerra en contra de España. En 1762, con una rapidez que dejaba sin aliento a sus contrarios, la marina inglesa tomó La Habana y Manila. El 11 de septiembre de ese año los habitantes de Manila vieron entre las brumas del amanecer que había en la bahía varios barcos extraños que, en un principio, tomaron por juncos chinos. Era gobernador interino el arzobispo Manuel Rojo, originario de la Nueva España, y era presidente de la Audiencia Simón de Anda y Salazar, notable jurista y, como probaría más adelante, buen guerrero. Apenas hubo luz bastante, los manileños vieron, desde las murallas del Fuerte Santiago, que de uno de los barcos se
desprendía una lancha. El arzobispo-gobernador, enterado de la novedad, envió a preguntar qué barcos eran ésos y qué buscaban en un puerto de Su Majestad Católica. La respuesta que le llevaron lo dejó confundido. Se trataba de una flota de 13 barcos de guerra ingleses, al mando del almirante Cornish, que transportaba un ejército de 1 500 soldados ingleses y 2 200 soldados cipayos de la India bajo el mando del general Draper, con el objetivo de tomar, para Inglaterra, las islas Filipinas. El general Draper pedía la inmediata rendición de Manila y la entrega de toda la plata real que hubiera en la ciudad, sin olvidar la que seguramente ya había llegado en el galeón de Acapulco. Naturalmente que los españoles se negaron a semejante pretensión y empezaron a reunir un ejército con el cual defender la ciudad, formado por voluntarios de la Pampanga y de laguna de Bay, más todos los españoles radicados en las islas. El galeón de ese año aún no había llegado y se envió por tierra un mensaje al estrecho de San Bernardino para que el galeón se detuviera allí, desembarcara la plata y la escondiera. El día 22 los ingleses bombardearon el convento de San Antonio Abad en Malate, extramuros de la ciudad, y desembarcaron allí. Los españoles se dieron cuenta de que no podrían resistir a los enemigos en Manila, pero el viejo gobernador-arzobispo se negaba a evacuar la plaza. Se convino en que Simón de Anda se retirara al interior de la isla, recobrara el tesoro del galeón de Acapulco, que según noticias acababa de llegar a San Bernardino con dos millones de pesos de plata, y con ese dinero organizara la resistencia. Hecho esto, el arzobispo entregó la plaza, firmando un tratado con Draper, en el cual se convenía que la ciudad no sería saqueada, pero los soldados ingleses y los cipayos se dedicaron durante dos días a robar e incendiar cuanto quisieron. El galeón Santísima Trinidad había zarpado muy tarde ese año rumbo a Acapulco y tropezó con tales tempestades en las costas japonesas que, con el casco averiado y los mástiles rotos, tuvo que regresar a las Filipinas. El almirante Cornish se enteró de ello por unos chinos que se habían colocado del lado de los invasores y envió a las fragatas Argos y Panther a buscarlo. El capitán del galeón no sabía de la ocupación de Manila por los ingleses, así que cuando vio dos barcos en el estrecho que parecían aguardarlo creyó que se trataba de naos españolas que iban en su ayuda. Cuando se dio cuenta de su error era demasiado tarde para echar su barco a la costa, ya que los ingleses lo tenían encerrado, y por la debilidad de su gente y la falta de preparación para un combate no pudo resistir. El galeón fue llevado a Manila y su cargamento se valuó en más de dos millones de pesos. Cuando los
ingleses se retiraron de Manila se lo llevaron a Londres, donde fue exhibido en el Támesis, llamando la atención a todo mundo por su extraordinario tamaño. Era probablemente el barco más grande de esos tiempos. Aunque los ingleses no ocuparon Manila sino hasta marzo de 1764, cuando llegó la noticia de que se había firmado la paz en París y deberían devolver las Filipinas, nunca pudieron dominar las islas. La mayor parte de los filipinos, por razones religiosas primordialmente, se conservó leal a los españoles y sólo un gran grupo de la colonia china y grupos del norte de Luzón se volvieron en contra de ellos. Entre los segundos cabe destacar la rebelión de Diego Silang, el cual se oponía tanto a los españoles como a los ingleses. Muerto a traición, siguió dirigiendo la guerra en contra de las fuerzas de De Anda su mujer Gabriela. Cuando el 30 de marzo el general Draper abandonó Manila con sus fuerzas, nada hizo en defensa de los chinos que le habían prestado su ayuda y Simón de Anda ordenó la expulsión de todos ellos, orden que, debido a la necesidad que los vecinos de Manila tenían de sus servicios, nunca fue cumplida. En el Tratado de Paz firmado en París, Inglaterra le devolvía a Francia sus posesiones en las Antillas, así como Nueva Orleáns y la cuenca del Mississippi, pero se quedaba con el Canadá y la India. La paz, firmada a instancias del rey Jorge III, que odiaba a Pitt, y de Newcastle, no satisfizo a los ingleses que esperaban mucho mayores frutos de sus victorias en mar y tierra. Pero a pesar de ello Inglaterra ya estaba firmemente dirigida en el camino al imperio, lo quisiera o no la corona. La India, después de la acción decisiva de Clive, terminaría por ser parte del imperio y el Canadá se extendería hasta el Pacífico aun antes de terminar el siglo XVIII. En África, los ingleses ocuparon la isla de Santa Helena y la Ciudad del Cabo para asegurar su ruta hacia la India. Tan sólo la rebelión de las colonias americanas y su independencia rompe con este paso rápido de la expansión inglesa, pero ese mismo descalabro lleva aparejada su enseñanza. La causa principal de la separación de las colonias ha sido la prohibición para el comercio entre las colonias y otros estados. Inglaterra ha criticado a España y ha hecho guerra en contra de ella por eso mismo. Y ahora, al tener que reconocer la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica, se encuentra con que ha creado un poderoso rival para su comercio. Muy pronto después de la independencia los barcos americanos de Boston, Cape Cod y Philadelphia, invaden las rutas del comercio hasta China. Inglaterra se da cuenta de que para mantener su primacía comercial no basta con dictar leyes que es difícil
hacer que se cumplan, sino que hay que estar siempre un paso adelante en lo que el almirante Mahan, americano por cierto, dijera de los resultados de la guerra de Siete Años: “The one nation that gained in this war was that which used the sea in peace to earn its wealth, and ruled it in war by the extent of its navy”. Pero así como Inglaterra durante todo el siglo XVIII se hacía cada vez más poderosa en su comercio mundial y en su fuerza naval, el Imperio español decaía a pesar de las buenas intenciones y proyectos de reforma de la Casa de los Borbones, sobre todo de Carlos III y su idea, tan en boga en Europa entonces, del despotismo ilustrado. Ya hemos mencionado cómo los sistemas bélicos de Federico de Prusia modificaron la concepción misma del Estado, hasta crear una organización más poderosa que cualquier grupo ciudadano y convertir al hombre, a todo hombre, en un servidor del Estado. Los ejércitos consideraron que un ideal común era una cosa secundaria y que lo importante era una disciplina férrea que convirtiera al soldado en una máquina de matar. Para abastecer esos ejércitos, necesariamente pagados y equipados totalmente por el Estado, era necesario organizar el frente de la retaguardia, esto es, una enorme burocracia que vigilara la hacienda del Estado, cobrara los tributos máximos y organizara la nación como sustento, no del hombre ciudadano, sino de la fuerza armada. Claro está que esto entrañaba un necesario despotismo para el cual el hombre europeo, con excepción probablemente del inglés, se preparaba desde el Renacimiento. Pero en el siglo XVIII ese despotismo estaba sujeto también a la idea del “Estado” y se volvía ya no personal, como lo pudo ser hasta Luis XIV, sino “ilustrado”, como lo fuera en los casos de María Teresa de Austria y de Carlos III de España. Felipe II había sido el Estado. Con más justicia que Luis XIV de Francia pudo decir: “El Estado soy yo”, y para manejar ese Estado, sobre el cual sólo se encontraba él, creó el organismo burocrático necesario. Pero ahora con Federico de Prusia, María Teresa y Carlos III el Estado era ya superior al soberano. Las teorías políticas eran factibles en Europa, y en su constante juego con el equilibrio habrían de desembocar en la Revolución francesa y la era napoleónica que no es, en verdad, más que una continuación de las guerras del siglo XVIII. Pero para el enorme Imperio español, íntimamente ligado a la corona por una serie de leyes negativas, prohibitivas, como son la mayor parte de las cédulas reales que forman el cuerpo de las Leyes de Indias, y a la vez muy apartado de esa misma corona por la distancia geográfica y los crecientes intereses divergentes, las teorías del despotismo
ilustrado tenían que ser fatales. El imperio, como lo concibiera Felipe II, era una cruzada constante para lograr que el nombre de Cristo fuera conocido en todo el mundo. Para ello, debía ser cerrado a toda influencia perniciosa, sobre todo a las teorías de la Reforma protestante, y era imprescindible evitar todo contacto externo. En tiempos de Carlos V, emperador y rey de Castilla, hubo contactos con alemanes y con ciudadanos de otras partes del Imperio europeo, pero separada España de Austria terminaron esos contactos y el imperio, con muy pequeñas excepciones, fue tan sólo campo para los españoles y, cuando la unión de las coronas de España y Portugal, para algunos portugueses, tanto comerciantes como marinos. En las Indias, en verdad, los franceses eran conocidos sólo como piratas y corsarios, enemigos irreconciliables de España y de Dios. Los ingleses eran también piratas y luteranos y por lo tanto, según el pensamiento de los criollos, capaces de cualquier atrocidad. Y, para decir la verdad, las muestras que los españoles de las colonias recibían de los franceses y de los ingleses no daban pie para pensar en otra forma. Pero con la llegada de los Borbones al trono de España y el Pacto de Familia cambió el aspecto. Los barcos franceses lograron ciertos privilegios de comercio en los puertos españoles, antes cerrados a todo extranjero, y en las largas guerras por la supremacía del mar entre Inglaterra y Francia, España jugó el papel de segunda en relación con Francia. La marina de guerra española sufrió los peores embates al tratar de sostener la guerra en el Atlántico, el Pacífico y el Mediterráneo y a la vez proteger su comercio y mantener flotas mercantes que llegaron a ser casi inexistentes. Así, otras naciones se convirtieron poco a poco en las transportadoras de los productos de España y de las Indias, sobre todo los franceses y los holandeses. La decadencia de la marina mercante de España se refleja mejor que en ninguna parte en este párrafo de Cesáreo Fernández Duro, en su trabajo sobre Mateo de Laya: Reinando Felipe II, había en los puertos de la Península más de mil quinientas naos de alto bordo, de propiedad particular; su hijo no llegó a contar la tercia parte; su nieto no halló muchas veces una docena de embarcaciones medianas. Tan rápida decadencia se explica, con toda claridad, por las disposiciones dictadas en pro del Estado con sacrificio de los intereses de los súbditos… Los comerciantes, con la experiencia de los riesgos y dilaciones de sus efectos, aprendieron que les era mejor hacer los embarques y recibir los pedidos en bandera extranjera, exenta de contingencias…
En los puertos de América y de las Filipinas empezaron a aparecer barcos con banderas extranjeras, sobre todo francesas y portuguesas, y hasta el galeón de Filipinas, aunque siguió siendo empresa de la corona, tuvo que utilizar los servicios de pilotos y hasta de capitanes extranjeros. Pero probablemente el golpe más duro que sufrió la organización del Imperio español fue el de la expulsión de los jesuitas en 1767. La Compañía de Jesús se había establecido en las posesiones españolas a fines del siglo XVI, cuando ya las otras tres grandes órdenes de la conquista espiritual de América estaban completamente establecidas y habían perdido en gran parte el primer empuje misional. Los jesuitas llegaron con ímpetus noveles y, dado que desde sus principios se dedicaron a forjar hombres de élite para sus trabajos, pudieron implantar en América y Filipinas sistemas de fondo y de organización distintos a los que habían utilizado sus predecesores. A su llegada, las misiones en los pueblos de indios completamente pacificados estaban ya ocupadas por cualquiera de las otras órdenes o habían pasado a manos del clero secular, con lo cual los padres de la Compañía establecieron las suyas en las zonas fronterizas o periféricas del imperio, entre los pueblos más o menos bárbaros o, como en el caso de las Filipinas, que no se habían sometido totalmente al poder español. En la Nueva España se localizaron al norte, en las fronteras de las naciones bárbaras, en Sonora y California, sobre las costas del Pacífico. En las Filipinas se instalaron en el sur, en la marca de los musulmanes o entre grupos donde la influencia islámica era preponderante. En Sudamérica encontraron campo para sus actividades en las grandes selvas y llanos del Orinoco, en las selvas amazónicas, sobre todo en el río Ucayali; en el extremo sur, en Chiloé y los canales al sur de Chile. Pero su principal centro de actividades fue entre los indios guaraníes en las márgenes del Paraguay y sus afluentes. Sería aventurado afirmar que, en un principio, los padres de la Compañía escogieron estas misiones periféricas conscientemente, con el objetivo de estar alejados de los centros administrativos del imperio y del control directo de las autoridades tanto civiles como religiosas, pero la realidad fue ésa y el alejamiento de sus misiones les dio una característica especial: la de convertirlas en centros prácticamente autónomos o, como se les acusó más tarde, en pequeños estados independientes. En vista de que estaban enclavados en tierra de indios bárbaros, no sometidos por una conquista previa, estas misiones tenían que ser parte convento y escuela y parte fortaleza, y para su protección requerían de un ejército, capitaneado por los padres y formado por los
naturales cristianos. Y estos ejércitos, sobre todo en el Paraguay, se utilizaban tanto para defenderse de los indios enemigos como de los portugueses de São Paulo, los famosos “bandeirantes”, y más tarde del mismo ejército de línea portugués. A la hora de la caída de la Compañía se les acusó de usar estos ejércitos no sólo para defenderse de los ataques de los indios bárbaros, sino en francas guerras de agresión en contra de las “naciones” no sometidas: las llamadas “guerras de almas”, cuyo objetivo era raptar a los niños de los indígenas para llevarlos a las misiones y hacerlos cristianos. No es éste el lugar para estudiar las ventajas o desventajas que este tipo de misiones representaba para el indígena, tanto el sujeto a ellas como el vecino que recibía necesariamente su influencia, pero para el mundo occidental las misiones sirvieron como los primeros laboratorios para el estudio de las ciencias naturales, sobre todo, y de la geografía. Estas investigaciones, llevadas a cabo en tan diferentes medios y con tanta acuciosidad por muchos de los padres, fueron de gran utilidad para la explosión de la curiosidad científica del siglo XVIII que habría de traer cambios radicales a los pueblos del Imperio español. Aparte de la labor misional, los jesuitas tenían otras dos actividades fundamentales entre la sociedad española de las colonias: la docencia en los centros urbanos y la organización de grandes empresas agrícolas y comerciales. Para su labor docente, aparte de los seminarios donde se preparaban los futuros miembros de la sociedad, sostenían en casi todas las ciudades de importancia del mundo hispánico grandes colegios en los cuales se educaban las futuras élites de la vida virreinal. Estos colegios se distinguían de aquellos sostenidos por las otras órdenes por su adelanto en los sistemas de educación, sobre todo en lo que se refiere a las ciencias. En la sociedad del imperio, cerrada a todo extranjero, los jesuitas habían logrado la concesión para llevar sacerdotes extranjeros a las Indias y así encontramos italianos, polacos, húngaros, franceses e irlandeses, quienes con sus variados pensamientos dieron un aspecto de gran liberalidad a los estudios y a las investigaciones. Pero no era sólo el estudio de las ciencias naturales y físicas, tan descuidado por las otras órdenes, lo que distinguía a los colegios de los jesuitas, sino que sus enseñanzas en materia política y religiosa —que era todo uno por esos años— los apartaban de los que se consideraban como totalmente ortodoxos y realistas. El populismo predicado por el padre Suárez y luego por el padre Mariana contradecía las tesis oficiales del regalismo y el principio político, tan grato a los Borbones, de que el rey era, a la vez, un
vicario de Cristo sobre la tierra. Aunque los libros de Suárez y Mariana estaban prohibidos en todo el imperio y la Inquisición española los había condenado públicamente, consta que existían ejemplares de ellos en casi todas las bibliotecas de los colegios jesuitas. Como los alumnos que ingresaban a estos colegios eran los hijos de la élite local o se distinguían por una especial inteligencia, todos los hombres prominentes del imperio habían sido discípulos de ellos, y entre los que egresaban de otros colegios había un celo, muchas veces destructor, en contra de los jesuitas. Y naturalmente estos egresados de los colegios defendían a la Compañía y cooperaban con su crecimiento económico. En la organización y administración de empresas lucrativas también dieron muestras de una capacidad superior a la que era normal en esos tiempos. Aplicando sus conocimientos científicos y su orden administrativo, desarrollaron la agricultura y el comercio de varios productos nuevos, como la yerba mate, llamada mucho tiempo “hierba de los jesuitas”, la quinina y otras plantas medicinales y desarrollaron enormemente otros cultivos ya conocidos, como la caña de azúcar. Su sistema fundamental consistía, por lo general y cuando era posible, en comprar haciendas o predios rústicos de todo tipo que no estuvieran aún totalmente desarrollados y trabajarlos y mejorarlos rápidamente con nuevas técnicas y mayores inversiones de capital. Con este sistema, con las constantes donaciones que recibían y la reinversión de casi la totalidad de las utilidades, pronto se hicieron de una enorme riqueza. Cuando llegaron a las Indias no tenían nada, pero muy pronto gente rica empezó a ayudarlos, como el caso de Alonso de Villaseca en México, quien les dio más de un cuarto de millón de pesos. Esos dineros donados se multiplicaron en tal forma, con los sistemas ya indicados, que para 1647 el obispo de Puebla, Palafox y Mendoza, su irreconciliable enemigo, decía que poseían más de 300 000 borregos y 180 000 cabezas de ganado vacuno, amén de seis ingenios de azúcar con un valor superior a medio millón de pesos cada uno. En el virreinato del Perú, al ser expulsados, eran dueños de 18 ingenios de azúcar, 15 haciendas productoras de uva con la que hacían vino y aguardiente que llamaban “pisco”, por el nombre del puerto en el cual embarcaban la mayor cantidad, cerca de Ica. Poseían también 14 estancias de ganado y 40 de productos varios, entre las cuales se contaba una plantación de coca en Huanta. Para el cultivo de esas haciendas, aparte de aparceros y trabajadores indígenas, tenían más de 5 000 esclavos negros. En Filipinas, después de la expulsión, sus bienes fueron valuados en 1 320 865 pesos.
Es indudable que la magnitud de esos bienes, ampliados por la fecunda imaginación popular, fue una de las razones de Carlos III para dictar las órdenes de expulsión y de adjudicación de todas esas riquezas a la corona, pero también deben haber movido al “real ánimo” a tomar una medida tan drástica la creciente influencia de la masonería, ya para esas fechas profundamente infiltrada en la burocracia que estaba formada en su mayor parte por egresados de colegios que no eran de la Compañía. Estos grupos, que unos años antes habían logrado de la corona de Portugal una medida idéntica, hicieron notar al rey y a la opinión pública, por todos los medios de difusión que existían en la época, el peligro que para el imperio representaba la Compañía de Jesús, tanto por sus teorías filosóficas populistas, como por su poderío económico y, en muchos sitios, militar, que los convertía en un verdadero Estado dentro del Estado. Es curioso notar que en todas las denuncias contra los jesuitas se habla de su enorme riqueza, de su poderío, de su lealtad al papa y no al rey, de su autonomía y, muy rara vez, de sus sistemas misionales inhumanos que saldrían a relucir más tarde en denuncias, sobre todo de los franciscanos que trataron de suplantarlos y seguir su obra en algunos campos misionales. Alrededor de todas estas denuncias nació la leyenda de que pretendían crear un reino independiente en el Paraguay, donde por cierto poseían un fuerte ejército de guaraníes y fábricas de armas y municiones, lo cual daba aspecto de verosimilitud a la fantasía popular. La orden de expulsión, dada con gran secreto, para que se pudiera cumplir en forma simultánea en todo el imperio y sin que los jesuitas se enteraran, se llevó a cabo con una inusitada precisión. En una fecha precisa, en cada provincia del imperio, los padres fueron apresados en sus colegios, sus casas, sus haciendas o sus misiones, y poco más tarde embarcados hacia Europa, donde la mayor parte se radicó en Italia, Alemania y Polonia. Todos los bienes fueron puestos a remate, sin dar el fruto que la corona esperaba de ellos, y aunque se trató de sostener las misiones y los grandes colegios con hombres de otras órdenes o con militares, no se encontró un número suficiente de gente preparada a ello, así que la mayor parte de las misiones se abandonaron y los colegios que pudieron subsistir bajaron a un ínfimo nivel académico. En la ciudad de Campeche, por ejemplo, durante 30 años no hubo colegios; en Quito, de ocho colegios que funcionaban, quedó uno. En las provincias del río de la Plata el obispo de Córdoba, Abad Illana escribía: “En vista de su falta (de los jesuitas) no sé que hacer con los niños y jóvenes”. El estudio de las ciencias naturales quedó prácticamente paralizado, así como el
de la geografía. Las haciendas y empresas agrícolas y comerciales fueron vendidas al mejor postor y la producción que en ellas se lograba descendió notablemente. Pero el daño más grave se sintió en las misiones que, como ya hemos dicho, estaban situadas todas en las fronteras del imperio. Comunidades enteras desaparecieron, materialmente tragadas por la selva, como en el Orinoco, el Ucayali o el Amazonas. Otras, como las de Filipinas o el norte de la Nueva España, regresaron a su antiguo estado. Es interesante notar cómo quedó tan poco fruto de toda aquella monumental obra misional que en muchos casos desapareció por completo en unos cuantos años. Pero no sólo los naturales sufrieron con este cambio, si es que sufrieron y no regresaron gustosos a su antigua y perdida libertad, sino que las fronteras del imperio se fueron reduciendo, cuando era más necesario ampliarlas para proteger los principales centros de las incursiones de otros europeos. El despotismo ilustrado de Carlos III estaba consciente del nuevo peligro y propiciaba la expansión de los territorios, así como nuevos sistemas defensivos contra las incursiones extranjeras. De allí ese movimiento expansionista de mediados del siglo XVIII que muchos historiadores han tomado como una segunda conquista de América. Cierto es que al llevarlo a cabo se tuvo presente y tal vez por última vez en la historia del mundo un espíritu de proselitismo religioso, pero el aspecto mundano era muy distinto al que había privado en el siglo XVI. No se trataba ya de descubrir nuevas tierras, ya que la expansión se hizo hacia tierras más o menos conocidas. Tampoco era un movimiento popular, bajo el mando de caudillos independientes, sino que toda la empresa estaba organizada y sufragada por el gobierno, utilizando para ello los nacientes ejércitos de Hispanoamérica, y su finalidad no era la de buscar riquezas o gloria, sino la de fortalecer las fronteras, no contra los naturales, sino contra los europeos, tanto ingleses como franceses y rusos. Así, la expansión fue, por el lado del Pacífico, fundamentalmente hacia las costas del norte, en la Alta California, hacia las islas de la Polinesia y hacia el estrecho de Magallanes, sin pretenderse poblar o fortalecer de nuevo las fronteras internas de Sudamérica en el Orinoco o el Amazonas y el sistema del Plata. Una de las nuevas amenazas provenía de la expansión rusa. En un principio, cuando se lanzaron sobre la Siberia, los rusos no fueron un pueblo marítimo, y tomaron para su expansión hacia el oriente la ruta terrestre. El primero de estos desplazamientos hacia el oriente tuvo lugar en el reinado de
Iván IV, en 1577, cuando el atamán Ermak Timofeievich atravesó los Montes Urales y penetró en Siberia con 1 600 cosacos, huyendo de la tiranía del zar. Desde ese momento las penetraciones de Rusia en Siberia fueron constantes y a creciente ritmo, pero en total en forma tan rápida que en 1644 ya Dejnev exploraba las costas asiáticas del Pacífico en lo que ahora es el estrecho de Behring y el mar del mismo nombre, al norte de la península de Kamchatka, donde al iniciarse el reinado de Pedro el Grande ya se habían establecido. Pedro había luchado en Europa por expandir sus dominios hacia el poniente y quiso también alargar sus fronteras hacia el oriente y explorar la costa asiática del Pacífico del norte y ver si Asia y América estaban unidas. Para ello comisionó al marino danés Vitus Behring, quien ya había servido en la marina rusa durante la guerra contra Suecia, para que fuera a Kamchatka, construyera allí una nave y explorara las costas de Asia y América, recorriendo las segundas hacia el sur, hasta dar con la primera población de europeos. Behring salió de Rusia en 1725 y fundó un gran astillero en un punto que bautizó con el nombre de Petropavslovsk, al sur de Kamchatka. Pedro ya había muerto cuando la nave estuvo dispuesta a zarpar, pero su sucesora Catalina puso el mismo entusiasmo en esa expansión y Behring zarpó en 1728. Remontó la costa asiática hasta los 19° 07’ de latitud norte, penetrando en el estrecho que ahora lleva su nombre, pero debido a las constantes nieblas y nevadas no pudo seguir adelante ni llegar a una conclusión segura de si se trataba de un paso que conectara el océano Ártico con el Pacífico o tan sólo una profunda bahía. De regreso en Petropavslovsk, viajó a Moscú para informar a la emperatriz de sus descubrimientos. Ésta ordenó que se hiciera una exploración más amplia, con la ayuda de varios sabios en diferentes disciplinas. Probablemente fue ésta la primera empresa en el Pacífico de carácter predominantemente científico. Behring llegó de regreso a Kamchatka en 1741 y se encontró en los astilleros de Petropavslovsk dos navíos ya terminados, el San Pedro y el San Pablo. Tomó el mando del primero y confió el otro al capitán Chivikov. Las dos naves se separaron al salir del puerto. Behring puso proa directamente al oriente y llegó a las costas americanas en la base del monte San Elías, y de allí siguió al norte por las costas de Alaska hasta que lo alcanzó el invierno. Las nieblas y las fuertes nevadas lo obligaron a desembarcar en una isla pequeña, cercana a Alaska, y pronto el escorbuto hizo presa de todos. El mismo Behring murió allí, en la isla que ahora lleva su nombre, y los pocos sobrevivientes, al acabar el invierno, pudieron llegar a Kamchatka en una
barca que construyeron con los restos de la nave. Chirikov tuvo más suerte. Cruzó hasta la costa americana y de regreso pudo descubrir las islas Aleutianas, regresando a Petropavslovsk en octubre. Con estas navegaciones se exploró el mar de Behring, se conoció la costa de Alaska y el monte San Elías y los rusos pudieron ampliar el campo de su comercio de pieles hasta América y bajar por sus costas rumbo a California y los límites del Imperio español. Mientras los rusos exploraban la zona norte del Gran Océano, entusiasmados por el éxito de Anson y Rogers, los ingleses resolvieron explorar más a fondo la zona sur y volver a la búsqueda del continente austral, ya no con fines de guerra, saqueo y logro de riquezas, sino con miras a ampliar los conocimientos geográficos. El siglo XVIII había aportado al hombre europeo una curiosidad enorme acerca del mundo físico que lo rodeaba, tanto en lo que se refiere a la astronomía, la física o la química, como a las ciencias naturales y la geografía. En esta última disciplina quedaban varios misterios por dilucidar, como la existencia del continente austral, la configuración exacta del estrecho de Magallanes y las posibilidades de que la Nueva Holanda, lo que es ahora Australia, fuera efectivamente un gran continente y no un grupo de islas. Para aclarar parte de estos misterios se comisionó al comodoro John Byron para que organizara una expedición a los estrechos y al Mar del Sur. Byron era uno de los hombres que más conocían la geografía del estrecho y que podía dar testimonio fehaciente de los peligros que entrañaba su navegación. Como guardiamarina en la expedición de Anson, a bordo del Wager, bajo las órdenes del capitán Cheap, había naufragado en las islas Guayaneco. La mayor parte de la tripulación se amotinó en contra del capitán cuando supo que éste pensaba construir nuevas naves y seguir adelante, en busca de Anson, hasta la isla de Juan Fernández, y 80 hombres, en tres lanchas abiertas, partieron hacia el Brasil, cruzando de nuevo el estrecho de Magallanes, sin bastimentos, armas o equipo. Cosa increíble, lograron llegar después de ocho meses de inacabables sufrimientos. Los 12 hombres que resolvieron seguir al capitán, entre ellos Byron, se unieron a grupos indígenas y convivieron durante 13 meses con ellos, en su marcha hacia el norte. Tan sólo cuatro lograron llegar a Chiloé, donde se entregaron a los españoles. John Byron era uno de ellos. Veinte años más tarde, en 1764, zarpaba como capitán del Dolphin del puerto de Plymouth, seguido por el transporte Tamar, ambos de la marina real de Inglaterra. Después de tocar en las islas Malvinas
y fundar allí Port Egmont, cerca de donde los franceses, bajo las órdenes de Bougainville, fundaban Port Saint Louis, cruzó el estrecho de Magallanes, observando la costa sur, donde fijó la isla que llamó Decepción. Ya en el Pacífico, siguió prácticamente la ruta de Magallanes hasta las Marianas, de donde regresó a Inglaterra. El viaje había tomado poco menos de dos años. Unos cuantos meses después del regreso de Byron, se ordenó al capitán Samuel Wallis que tomara el mismo Dolphin y zarpara de nuevo rumbo al Pacífico, vía el estrecho de Magallanes, en compañía del capitán Philip Carteret, en el Swallow. Los dos barcos se separaron al cruzar el estrecho y Wallis tomó una ruta más austral que la de Magallanes, descubriendo algunas islas pequeñas, y finalmente Tahití, que nombró Sagitaria y donde entró en tratos con la reina Oberea, régula de la zona en la cual anclaron los ingleses. De allí siguió a Batavia y a Inglaterra por el cabo de Buena Esperanza. Carteret tomó la ruta más al norte, descubrió la isla Pitcairn, que se haría famosa más tarde en los anales del Pacífico, sin poder desembarcar en ella; exploró el estrecho que separa Nueva Irlanda de Nueva Bretaña y recaló en las Molucas, donde fue muy mal recibido por los holandeses. Pasó a Batavia donde, con grandes trabajos, pudo detenerse lo suficiente para rehacer su tripulación, diezmada por el escorbuto, debido a la misma oposición holandesa, y finalmente tomó la ruta de África hacia Inglaterra. En el Atlántico se cruzó con una nave que le dio razón de Wallis, a quien Carteret daba por perdido. Era la Boudeuse de Bougainville. Estos dos viajes no adelantaron en mucho los conocimientos geográficos de la época, pero fueron el necesario prólogo para los que, un poco más tarde, habrían de levantar casi todos los misterios que aún envolvían al Pacífico, los del capitán James Cook. Aunque las tripulaciones de los tres capitanes mencionados sufrieron gravemente por el escorbuto, se hicieron estudios acerca de diferentes medios para remediar este mal. Por otra parte, se hizo palpable el adelanto logrado en la construcción naval con el hecho de que el Dolphin hubiera podido hacer, casi sin reparaciones en Inglaterra, dos viajes seguidos de circunnavegación y de que no se hubiera perdido ninguna de las naves. También se ensayaron cronómetros marinos y otros medios para observar latitudes y longitudes y nuevos sistemas de cartografía. Tantas intromisiones de extranjeros en el Pacífico que los españoles insistían en considerar como mare clausum, sobre todo en el momento cuando las fronteras se veían desguarnecidas por la expulsión de los jesuitas, movieron a la corte y a las autoridades virreinales a fortalecer la periferia del
imperio. En México José de Gálvez, visitador general de la Nueva España, vio el peligro que para el virreinato representaba la falta de fuerza en las fronteras del norte y el abandono de todos esos territorios, desde las costas del golfo de México, al sur de Nueva Orleáns, hasta el Pacífico, en los límites de la expansión rusa. Por una parte, las 13 colonias inglesas se expandían constantemente hacia el poniente; por otra, los cazadores franceses hacían incursiones a todo lo largo del Mississippi y del Misouri, hasta la cercanía de Santa Fe, en Nuevo México, el puerto fronterizo más septentrional de la Nueva España. En California los rusos avanzaban hacia el sur, estableciendo fuertes donde traficar con pieles. La situación en la costa del Pacífico se volvía más grave por el desamparo de las misiones jesuitas en Sonora y California. Para la ocupación y fortalecimiento de estos territorios y los más septentrionales y casi desconocidos de la Alta California, Gálvez organizó dos empresas, la una marítima y la otra terrestre. Para la marítima ordenó que zarparan los barcos San Carlos, San Antonio y San José rumbo a la bahía de San Diego, donde debían reunirse con las expediciones terrestres que saldrían al mando del caballero catalán Gaspar de Portolá. La labor misional se encomendaba a los padres franciscanos de Propaganda Fide, dirigidos por fray Junípero Serra. Portolá y fray Junípero, por tierra, llegaron a San Diego después de 54 días de camino y considerable pérdida de gente y no encontraron los navíos que habían corrido con mala fortuna. El San José, con gran parte de los víveres, se perdió en alta mar y no se supo nunca de él. Los otros dos tardaron mucho en llegar, debido a los vientos contrarios, con los víveres mermados. Portolá resolvió enviar el San Antonio, con los pocos hombres de mar que aún le quedaban, de regreso a la Nueva España y seguir él por tierra, con la gente más sana que tuviera, rumbo a la bahía de Monterrey, que había localizado Sebastián Vizcaíno 150 años antes, y fundar allí otra ciudad. Durante 27 días caminaron siguiendo la costa hasta llegar a la latitud correspondiente sin encontrar la bahía, pero sí Punta Reyes, que según los mapas quedaba al norte de Monterrey. Desorientado por ello, Portolá resolvió explorar los alrededores y a principios de noviembre descubrió la bahía que llamó de San Francisco, creyendo que se trataba de la que Sebastián Rodríguez Cermeño había encontrado y donde había perdido el galeón San Agustín, al regresar de Manila a principios del siglo XVII. Pero es obvio que la bahía descubierta por Cermeño no es la que actualmente llamamos San Francisco, sino la que conocemos como bahía de Drake, un
poco al norte de la Puerta de Oro. Asimismo, se pueden aducir pruebas bastante contundentes para afirmar que Francis Drake no penetró en la bahía de San Francisco, sino que carenó su navío en la bahía de Drake. Por lo tanto, es muy probable que Portolá y sus hombres hayan sido los descubridores de la bahía de San Francisco de la cual exclamó el padre Crespi, compañero de Portolá, que “podía albergar no sólo a toda la armada del rey, sino a todas las naves de Europa”. Reconocido un puerto tan extraordinario, Portolá se regresó a San Diego y en 1775 el San Carlos era el primer barco que penetraba en la bahía por el Golden Gate y un año más tarde el coronel don Juan Bautista de Anza fundaba la Ciudad de la Hierba Buena que, andando el tiempo, sería San Francisco. Por esos mismos años las provincias inglesas al otro lado del continente se rebelaban contra la tiranía de Jorge III y declaraban su independencia. En 80 años más, esas colonias que apenas se extendían hasta el río Ohio habrían de cruzar el Mississippi, las Rocallosas y llegar y adueñarse de esa bahía. Aparte de la fundación de Hierba Buena en la bahía de San Francisco y de las ciudades de San Diego y Monterrey, con algunos otros pueblos secundarios, como Los Ángeles, se llevó a cabo, bajo la inspiración de fray Junípero Serra, una considerable labor misional y se creó una verdadera cadena de misiones que se extendían desde Sonora hasta San Francisco, aunque siempre se vieron sujetas a las incursiones de los indios nómadas y cazadores. El ganado europeo se reprodujo notablemente y las pieles fueron el principal artículo de exportación de las nuevas provincias, llamadas, por contraste con la antigua California, la Alta California, que se consideró como el límite norte de la Nueva España. A fines de siglo, se convino con los ingleses la ocupación británica de lo que es ahora la British Columbia y del río Vancouver y tácitamente se aceptó la ocupación rusa de Alaska. Como en la Nueva España, los españoles en el Perú resolvieron extender sus fronteras en el Pacífico para proteger desde puntos lejanos los centros vitales del imperio. Con ese mismo pensamiento, don Simón de Anda, defensor de Filipinas en contra de los ingleses, sostenía que la posesión española de esas islas era la primera defensa de América. El virrey del Perú, Manuel Amat y Junyent, en su Memoria de gobierno, explicaba claramente el punto: “Ha habido piratas y corsarios que han causado gravísimas hostilidades a las ciudades y villas como también ha pasado a estos mares el poder británico con el fin de mayores insultos. Hasta aquí ha sido la distancia
nuestro baluarte, pero hoy día se han vencido las dificultades, y ya discurren de otro modo y con acertados medios las naciones extranjeras”. Para contrarrestar esos “acertados medios” se construyó la gran fortaleza del Real Felipe en el puerto del Callao y se establecieron guarniciones en algunas islas cercanas a la costa, como la de Juan Fernández, lugar clásico de recalada de piratas y corsarios. Pero ante los rumores de que en otras islas de la Polinesia, sobre todo Pascua, se habían establecido ya grupos extranjeros, se resolvió explorar de nuevo esos mares, cosa que no se hacía desde tiempos de Fernández de Quirós, hacía más de 150 años, y poblar algunas de ellas. También volvió a surgir el espíritu religioso de las empresas y se resolvió que, con las empresas pobladoras, fueran misioneros quienes convirtieran a los naturales y los ataran así a la monarquía hispánica. En 1770 se ordenó una primera empresa exploradora en las fragatas San Lorenzo y Santa Rosalía y, con los informes proporcionados por ésta, en 1772 se envió al capitán Domingo Boenechea con dos franciscanos para que explorara la isla de San Carlos o tierra de Davis y la isla del Rey Jorge o de San Jorge, que son respectivamente Rapa Nui o Pascua y Tahití. En las instrucciones que el virrey Amat dio a Boenechea, se le encargaba que viera si había establecimientos extranjeros en las islas y, de haberlos, procurara con prudencia que desocuparan esos sitios, haciéndoles ver que eran intrusos, ya que todas esas islas pertenecían al rey de España y, también, que buscara un sitio apropiado para la erección de un fuerte y el establecimiento de una colonia. Para el transporte se le dio uno de los mejores barcos que ha habido en las costas del Pacífico, la fragata Águila, llamada también Santa María Magdalena, con la cual zarparon en septiembre. El 8 de noviembre, a los 43 días de navegación, llegaron a Tahití y entraron en contacto con los naturales, sin dificultades ni necesidad de emplear la fuerza. Inmediatamente se dieron cuenta de que algún barco europeo los había precedido, pues los tahitianos tenían clavos y anzuelos de hierro y hasta navajas de fabricación europea. Los polinesios les explicaron que poco tiempo antes había estado allí otro barco, pero que ya se había marchado, sin dejar gente en las islas. Después de explorar Tahití durante un mes, regresaron para llegar a Pascua, cosa que no pudieron lograr debido a las fuertes tempestades, y así, con bien escasos frutos, regresaron al Callao, trayendo a cuatro muchachos polinesios para que aprendieran la lengua española y sirvieran más tarde como intérpretes. Los informes de Boenechea y los franciscanos no entusiasmaron a las autoridades virreinales y se consideró que sería demasiado gravoso para la
real hacienda y de poco provecho llevar a cabo una colonización de la isla, pero que sí era conveniente enviar misioneros que convirtieran a los naturales, ya que se mostraban pacíficos y dispuestos a recibir la nueva evangélica. El 20 de septiembre de 1774 salió del Callao la nueva expedición, consistente en la fragata El Águila y el transporte Júpiter, bajo el mando del mismo capitán Boenechea. Llevaba a dos misioneros franciscanos, los padres fray Jerónimo Clota y fray Narciso González, y a los dos sobrevivientes tahitianos, bautizados ya con los nombres de Manuel Amat y Tomás Pauto. En el transporte se embarcó el material suficiente para construir una casa grande de madera, con su capilla, escuela y hospital, que habría de erigirse en el sitio más conveniente. Llegados a Tahití, convinieron con uno de los principales de la isla que les diera sitio en el cual levantar la casa y desembarcaron los materiales, así como carpinteros y trabajadores, mientras los barcos, con el capitán Boenechea, recorrían las islas cercanas. Pronto empezaron las dificultades con los tahitianos, originadas en su mayor parte por el diferente sentido de propiedad privada que había entre las dos culturas. El 1º de enero de 1775 se inauguró la casa y Boenechea levantó el estandarte real de España y tomó posesión formal de las islas y recibió el vasallaje de los señores locales, los cuales prometieron cuidar de los dos franciscanos que quedarían entre ellos y ver que no les faltaran mantenimientos. Pero no hizo más que zarpar Boenechea a realizar más exploraciones, cuando los naturales empezaron a insolentarse, aconsejados y dirigidos al parecer por los dos muchachos intérpretes, y las cosas hubieran llegado a más de no regresar a los 15 días los dos barcos con el capitán agonizando a bordo, quien murió el 26 de enero, quedando con el mando un teniente Gayangos. Los padres franciscanos le rogaron que les dejara un destacamento de soldados para su protección, pero Gayangos repuso que no tenía órdenes para hacer tal cosa y convino, a lo más, en dejar a un grumete para el servicio y un soldado viejo. El 28 zarpó hacia el Callao, con una carta suplicatoria de los dos frailes al virrey, en la cual opinaban que la misión que se les había encomendado era casi imposible de cumplirse, ya que los tahitianos eran “naturalmente inclinados al hurto y a todo género de vicios”, y terminaban afirmando con poco entusiasmo: “No podemos tener esperanzas de sacar fruto atendiendo a la orfandad y el peligro próximos en que quedamos de perder las vidas”. A principios de noviembre los pobres frailes de Santa Cruz de Ojatutira, como llamaban a la misión, vieron por fin aparecer un barco en el horizonte.
Habían pasado 11 meses de terror y de constante sobresalto, sin lograr convertir a nadie. El barco era la misma fragata El Águila que traía víveres para los padres. Éstos se negaron a recibirlos diciendo: “Estamos en ánimo resuelto de regresarnos a Lima y por consiguiente de no recibir los víveres y demás utensilios que vienen a bordo de la fragata”. Ante tal actitud de los padres el capitán de El Águila, Cayetano de Lángara, resolvió recoger a los misioneros y regresarse con ellos a Lima, con lo cual terminó el primer intento misional de Occidente en la Polinesia. Los padres Clota y González fueron severamente juzgados en Lima, donde “se tuvo muy a mal su retirada y que no hubiesen bautizado ni a un gentil”. El mismo virrey Amat informó a Madrid que los franciscanos habían pecado de “gran displicencia” y mostrado grave falta de celo apostólico. Hay que recordar que, mientras los padres Clota y González padecían toda suerte de vejaciones y temores en Tahití, hasta el extremo de tener que presenciar sacrificios humanos, el virrey Amat y Junyent estaba en Lima gozando de los favores de la célebre cómica La Perricholi. Los españoles y los peruanos no intentaron otra empresa en el Pacífico, aunque al año siguiente el padre guardián del convento de Santa Rosa de Ocopa, cerca de Huancayo en el Perú y centro de todas las misiones franciscanas, ofreció mandar más misioneros a Tahití. La corte insistió también en que hiciera otra empresa, sobre todo cuando se supo que el capitán Cook había borrado la inscripción puesta por Boenechea en la Cruz de Ojatutira, señalando la toma de posesión a nombre de Carlos III para colocar otra en inglés, donde afirmaba que la isla pertenecía a Inglaterra. No se hizo nada y en 1784 el franciscano Pedro González de Agüeros, en su Colección general de las expediciones practicadas por los religiosos misioneros de Ocopa, incluyó el mapa del archipiélago, levantado por el padre Amich en el primer viaje con el título de “Plan geográfico de las islas de Otahetí, situadas en el mar Pacífico o del Sur en longitud meridional, supuesto el meridiano de Tenerife”, que es el primer mapa del archipiélago de la Sociedad que se publicara en el mundo occidental. Al sur de Chile, en la isla de Chiloé y los archipiélagos que se ciñen a la costa hasta Tierra del Fuego, se repitió el mismo fenómeno. Al ser expulsados los jesuitas que habían establecido misiones allí, los padres franciscanos de Santa Rosa de Ocopa quisieron hacerse cargo de las misiones australes y el gobierno envió expediciones que verificaran el paso de los exploradores extranjeros, vieran que no se asentaran allí y exploraran más a fondo la complicada geografía de la zona. Pedro Mancilla y Cosme Ugarte
exploraron los canales en 1768 y ese mismo año se envió la goleta Nuestra Señora de Monserrate para que explorara más a fondo, bajo las órdenes del capitán José de Sotomayor y del piloto Francisco Machado. La expedición rindió datos geográficos notables. En 1785 Antonio de Córdoba, en la fragata Santa María de la Cabeza, hizo una nueva exploración del estrecho y en 1793 el famoso marino italiano al servicio de España, Alejandro Malaspina, hizo un nuevo recorrido, planificando hasta el estrecho de Lemaire y la región del cabo de Hornos. Pero a pesar de todas estas expediciones no se intentó establecer una colonia permanente de españoles en el extremo sur del continente americano y no fue sino hasta mediados del siglo XIX cuando fuerzas chilenas se establecieron, primero en Fuerte Bulnes y más tarde en lo que es ahora la ciudad de Punta Arenas. La expulsión de los jesuitas afectó también a la Micronesia, donde había misioneros de la Compañía. Al retirarse éstos, varias islas fueron prácticamente abandonadas, quedando tan sólo un puesto en Guam, para el tráfico del Galeón de Manila, y una soberanía rara vez efectiva sobre Rota y algunas otras islas.
CAPÍTULO XI
No entiendo a ese hombre. El estudio de las matemáticas, que supone una vida sedentaria, ha llenado el tiempo de sus años jóvenes, y he aquí que pasa súbitamente de una condición meditativa y retirada a un oficio activo, penoso, errante y disipado como es el del viajero. Suplemento al viaje de Bougainville o Diálogo entre A y B DENIS DIDEROT
El despertar científico. La Condamine. Fermento cultural e ideológico en las colonias americanas. Vuelta al mundo de Bougainville. Posibilidad de las grandes navegaciones. James Cook. Impacto de los viajes de Cook en Inglaterra. Nuevas expediciones. Muerte de Cook. La moda del Pacífico invade Europa. Las exploraciones francesas. La Pérouse. Sidney y los prisioneros ingleses. El motín del Bounty. George Vancouver. HACÍA ya más de 200 años que la geografía del mundo se había abierto ante los portugueses y los españoles, pero a pesar de ciertos esfuerzos notables, como los de Juan de la Cosa y de Américo Vespucio para hacer de la geografía una ciencia exacta que facilitara las grandes empresas de exploración en el siglo XVI, el estudio de la geografía se había quedado prácticamente adormecido, lo mismo que el de las otras ciencias del mundo exterior al hombre. En verdad, fuera de los estudios de los jesuitas, sobre todo en América, poco se había hecho y esos estudios estaban inéditos en su mayor parte. Ya hemos visto cómo el siglo XVII veía a los corsarios y a los piratas convertidos en navegantes y exploradores de todos los mares, pero por lo general no eran geógrafos ni hombres de ciencia, con la posible excepción del notable William Dampier, quien sentía una verdadera curiosidad científica por conocer todas las cosas del mundo físico. Pero el pensamiento
del hombre occidental, una vez aguijoneado hacia el estudio de la ciencia, no podía ya regresar ni detenerse. A las grandes teorías astronómicas de Galileo y de Copérnico siguieron las de Isaac Newton y las de Leibniz en matemáticas. Estos conocimientos se reflejaron en el campo de la tecnología, en adelantos notables en la construcción de aparatos de precisión como cronómetros, astrolabios y brújulas. También se despertó el interés por el estudio de las ciencias naturales y por llevar a cabo el inventario y la clasificación sistemáticos de todos los objetos del mundo visible. Para llegar a todo eso se requería una investigación científica más profunda y menos especulativa que la llevada a cabo en los gabinetes de los filósofos, sobre conocimientos que habían adquirido en libros antiguos, como los de Plinio. Al aceptar esta imagen del despertar científico, no podemos considerarla como absoluta. Ya desde mucho antes los españoles se habían interesado por el conocimiento científico en las Indias y no sólo por el del hombre y sus relaciones con la divinidad, como tantas veces se ha dicho. Tenemos, por ejemplo en la Nueva España, los trabajos en botánica del doctor Francisco Hernández, enviado por Felipe II. En Venezuela, el maravilloso libro descriptivo de la naturaleza del padre Joseph de Gumilla, El Orinoco ilustrado, y otros muchos más. Pero estos conocimientos eran escasamente publicados y el mundo en general no sabía de ellos. Para la botánica y la zoología faltaba una clasificación universal que permitiera conocer las especies y sus familias en cualquier parte donde se encontraran y en cualquier idioma, clasificación que nace con los trabajos de Linneo. En el siglo XVIII, con los adelantos tecnológicos logrados en el anterior y con el descubrimiento de nuevos mercados y de nuevos productos de los países extraños, el hombre europeo, sobre todo en Inglaterra y en Francia, empezó a hacerse preguntas acerca de la naturaleza de las cosas que lo rodeaban y a dudar de ese mundo bíblico en el cual sus padres habían creído ciegamente. Esa inquietud por un verdadero conocimiento científico se advierte en la creación de la Real Sociedad de Londres en 1665 y, un año más tarde, de la Academia de Ciencias de París. Pero para llevar a cabo ese necesario inventario del mundo se requería un tipo nuevo de hombre de ciencia. Debía desaparecer el “filósofo-matemático” y surgir el investigador científico. Diderot llama la atención a que Bougainville, hombre de estudio, cuando se vuelve explorador “no explica nada; sólo atestigua el hecho”. Y así, durante un siglo, grandes talentos que van desde La Condamine hasta Charles Darwin se dedican a recorrer el
mundo y a atestiguar los hechos que van encontrando y, a la vez, a formar el inventario de todos los seres vivos, de todos los minerales y todos los fenómenos que descubren. Al realizar esa labor desencadenan migraciones, provocan cambios culturales, no sólo en Europa sino en todo el mundo, de una magnitud tal que aún ahora difícilmente podemos captar. Claro que no es éste el sitio para hacer un estudio del pensamiento científico de la época, pero sí es necesario señalar la importancia que para la historia que sigue tuvo ese cientificismo. El asunto empezó con Newton y su teoría acerca del achatamiento de los polos terrestres. La Academia de Ciencias de París había discutido apasionadamente acerca de la verdadera longitud del ecuador y ahora, cuando se enfrentaban las teorías del achatamiento de los polos, presentada como corolario lógico de los estudios de Newton y la tesis de Cassini, quien sostenía que la Tierra tenía la forma de un huso y estaba alargada en los polos y se estrechaba en el ecuador, se hacía indispensable conocer la verdadera forma del planeta. Claro está que la discusión acerca de la longitud del ecuador no era nueva pues, como ya hemos visto, se había discutido ampliamente entre cosmógrafos portugueses y españoles desde principios del siglo XVI, tanto en Zaragoza como en Badajoz. Pero aquellos hombres no habían podido llegar a conclusión alguna y ahora resultaba indispensable hacerlo. La única comprobación científica era la llevada a cabo con el péndulo por Jean Richer, en la Guayana, el sitio que encontrara más cercano al ecuador; pero ésta, como favorecía las tesis de Newton, no fue aceptada por Cassini y sus partidarios, quienes lo calificaron de traidor y de hipócrita. Como se ve, la discusión científica en aquellos años era violenta y para resolver la cuestión no se vio más posibilidad que la de medir dos arcos terrestres mediante la triangulación, el uno en el ecuador mismo y el otro en las zonas septentrionales. En 1734 el secretario de la docta institución informaba a sus miembros que los reyes Luis XV de Francia y Felipe V de España habían convenido en que dos expediciones salieran de París, la una a Laponia y la otra a las Indias españolas, a la Audiencia de Quito. Para dirigir esta segunda se propuso al sabio Charles-Marie de La Condamine y se escogió especialmente la Audiencia de Quito por ser ésta la única zona del ecuador accesible en aquellos días a los europeos. La expedición ecuatorial, además de cumplir su misión astronómica, debería llevar a cabo otros estudios. Para ello la acompañaban, aparte de un astrónomo, un botánico ducho en los sistemas que empezaba a implantar
Linneo para la clasificación de las plantas, conforme a su Sistema naturae, un relojero y un doctor en medicina, aparte del capitán Verguin, de la marina real francesa, que era un notable cartógrafo. En Cartagena de Indias deberían reunírseles dos oficiales de la marina española, don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa, para cooperar en los trabajos pero, según las órdenes secretas recibidas del Consejo de Indias, para vigilar que los extranjeros no vieran demasiadas cosas en las Indias. La expedición, sin mayores tropiezos, llegó a las costas del Ecuador actual y empezó a llevar a cabo sus experimentos. Allí se reunió con La Condamine uno de los hombres más interesantes del siglo XVIII hispanoamericano, el quiteño Pedro Vicente Maldonado y Sotomayor, matemático y cartógrafo, egresado del colegio que los jesuitas tenían en Quito, que al igual hablaba el quechua, el español o el francés. Ya había trazado por su cuenta una nueva ruta de Quito a la costa por el río de Esmeraldas y había levantado los planos de varias zonas de la Audiencia. Su ayuda fue en extremo valiosa para La Condamine y habría de acompañarlo por todo su viaje a lo largo del Amazonas y hasta París. Maldonado y Sotomayor es un claro ejemplo de la educación científica que impartían los colegios de la compañía en América. El viaje, para La Condamine, duró 10 años y gracias a sus trabajos, aparte de comprobarse la teoría de Newton, se pudo tener una medida exacta del ecuador terrestre. Ésos habían sido los principales objetivos pero, instaurando una moda que habría de seguirse en otras muchas expediciones de este tipo, se hicieron estudios de ciencias naturales y geografía, junto con mapas del curso del Amazonas hasta su desembocadura. Gracias a él se conoció en Europa una infinidad de plantas como el caucho y animales como el manatí. La publicación de sus viajes asombró a Europa y sirvió para ahondar más el deseo de conocer bien el mundo visible. Pero el episodio que llevó al colmo el entusiasmo y el asombro de los europeos fue el relato de las fantásticas aventuras de la desafortunada señora Godin, una quiteña que habiendo casado con Jean Godin, miembro de la expedición, resolvió viajar de Quito a Cayena con algunos de sus parientes y criados para reunirse con su esposo, siguiendo la ruta del Amazonas. La expedición naufragó en el río Pastaza, los parientes y los criados murieron en la selva y la señora Godin, enloquecida la mayor parte del tiempo, siguió el viaje, yendo de tribu en tribu, acompañada sólo por un viejo esclavo negro, hasta llegar a una misión de los jesuitas en Andoas. Después de 20 años de separación, Isabel de Godin logró reunirse
con su marido y viajar con él a Francia, donde fue recibida como una heroína. La Condamine murió en Francia, sordo, paralítico y cargado de honores y títulos, en 1774, a los 75 años de edad. La influencia de La Condamine fue decisiva, no sólo para otros muchos exploradores que habrían de seguirlo, como el barón Alejandro de Humboldt, sino para todo el pensamiento occidental, empezando por Voltaire. Para el Imperio español, la presencia de los sabios franceses entre esa sociedad colonial y estéril de las grandes capitales, como México, Lima y Quito, fue como un fermento para la cultura y las ideas. Fruto también de esta expedición fue el estudio acerca de las condiciones que privaban en las Indias, realizado por Jorge Juan y por Ulloa, que se publicaría más tarde en Londres con el título de Noticias secretas de América y que encabeza una larga serie de estudios, hechos por los mismos españoles, acerca de la lamentable administración imperial y de la preponderancia del clero en todos los asuntos públicos y privados y de los graves abusos de muchos de los sacerdotes. Ese mismo pensamiento se encontrará algunos años más tarde al otro lado del Pacífico, en los informes de don Simón de Anda acerca de las condiciones en las Filipinas. Será también uno de los motores de los trabajos de expansión y defensa del imperio que hemos visto en el capítulo anterior. Podemos afirmar que con La Condamine el movimiento de la Ilustración penetró en el mundo hispánico y que aunado más tarde a las tesis americanistas de los jesuitas expulsados, como Vizcardó, Clavijero o Landívar, forjaron el pensamiento que llevó a la independencia de la América española. El mismo espíritu científico provocó después los viajes que ya hemos visto, de Byron, Wallis y Carteret, pero tanto el uno como el otro eran marinos, capaces de explorar rutas, pero ni eran hombres de ciencia, ni los llevaban consigo en sus viajes, así que no se pueden considerar legítimamente dentro de la categoría que estudiaremos a continuación. Hay que anotar que por ese tiempo Francia se había convertido en el centro de la especulación geográfica, sobre todo con la fundación del Dépot de Cartes et Plans el año de 1720, lugar en el cual, a la manera de lo que ya había hecho siglos antes don Enrique el Navegante, se reunían todas las cartas de marear y planos de los que se pudieran hacer copia. Pero para poder llevar a cabo nuevas empresas científicas de exploración era necesario esperar los intervalos entre las constantes guerras que asolaron ese siglo. Un poco más tarde se dará tal importancia a estas empresas científicas, cuyos resultados se
hacían inmediatamente del dominio público, que los reyes de España y Francia ordenarán se dé ayuda, aun en caso de guerra, a navegantes ingleses como James Cook. Pero también, para seguir adelante con la obra iniciada por La Condamine, se necesitaba de hombres de ciencia que estuvieran dispuestos a abandonar sus gabinetes para lanzarse a la aventura del mar. Estos hombres no eran muchos y la Academia de Ciencias encontró a uno de ellos en la persona de Luis Antonio de Bougainville, matemático protegido por la marquesa de Pompadour y quien, en su juventud, había publicado un Traité de calcul integral que había llamado la atención. Según Diderot, su contemporáneo “tenía el gusto de las diversiones y la sociedad; amaba a las mujeres, los espectáculos y las comidas delicadas”. Como se ve, no se trataba ya del conquistador que va en busca de gloria y de riquezas para su rey o para sí mismo, ni del misionero que pretende implantar en los pueblos infieles su fe y su manera de vida. Bougainville, como tantos otros que lo siguieron, está motivado tan sólo por su inacabable curiosidad acerca del mundo que lo rodea y, obviamente, no pretende ser un héroe ni un asceta ni un moralista. Había sido, como marino y militar, ayudante de campo del marqués de Montcalm y su hombre de confianza. Cuando éste lo envió a París a pedir urgentes refuerzos en su guerra contra los ingleses en el Canadá, el ministro de Luis XV le contestó, negando la posibilidad de ayudar: “Cuando la casa se está quemando, no piensa uno en las caballerizas”. A lo cual repuso Bougainville: “Por lo menos, señor, no se dirá que habláis como un caballo”. En 1764 Francia había fundado una villa en las islas Malvinas o Falkland, y España, que sostenía su soberanía sobre esas inhóspitas regiones, había protestado por ello. Como las dos naciones eran aliadas y estaban unidas bajo el llamado Pacto de Familia, en 1776 se comisionó a Bougainville para ir a las dichas islas y, en compañía de las fragatas españolas Esmeralda y Liebre, hacer entrega oficial del establecimiento francés al representante de la corona española. Bougainville debía partir de Francia en la fragata Boudeuse; en las Malvinas debía reunírsele la Étoile y, después de terminar los trámites de la entrega, ambas naves debían partir al estrecho de Magallanes y regresar a Francia dando la vuelta al mundo. Bougainville logró hacer eso en dos años y cuatro meses de navegación y, al llegar a Francia, pudo anotar en su diario: “Entraba el 16 en la tarde, no habiendo perdido más que siete hombres”. El apunte final de Bougainville en la relación de su viaje reviste una importancia descomunal. Ya hemos visto la lucha de los marinos, desde que se iniciaron las grandes navegaciones, sin puertos cercanos los unos a los
otros para las recaladas, sobre todo desde Magallanes, no tanto contra los elementos sino contra el escorbuto. En el siglo XVI el gran marino y pirata inglés sir John Hawkins afirmaba que “en los 20 años que llevo frecuentando el mar, podría citar 10 mil marineros que han perecido a causa del escorbuto”. Ahora bien, para poder dominar efectivamente los mares era indispensable encontrar una forma de combatir ese mal. Ya los españoles que tanto lo habían sufrido en la nao de Filipinas sabían que los cítricos y las verduras frescas servían para aliviar los síntomas, pero tanto los unos como los otros no podían conservarse más que unos cuantos días a bordo de las naves. Los españoles habían intentado establecer misiones en las costas de California donde se cultivaran cítricos para alivio de las tripulaciones del galeón. Pero Bougainville primero y luego Cook encontraron alimentos y bebidas que podían conservarse a bordo y servían para combatir la enfermedad y, así, hicieron posibles las largas navegaciones que habrían de venir después de ellos. La Boudeuse había salido de Nantes en noviembre de 1766 y después de tocar puerto en Buenos Aires y Montevideo fue a terminar su misión en las Malvinas, donde pudieron darse cuenta tanto franceses como españoles de un establecimiento inglés en las mismas islas. La Étoile no se presentó a la cita, con lo cual Bougainville, después de esperarla dos meses, resolvió regresar en busca de ella a Rio de Janeiro, el punto de reunión dado como segundo, ya que la necesitaba en su largo viaje. La Étoile estaba efectivamente en Rio de Janeiro y juntas zarparon de nuevo para Montevideo. Allí fue necesario hacerle reparaciones largas a la Étoile y Bougainville aprovechó los tres meses de espera en el río de la Plata para observar el proceso de la expulsión de los jesuitas y hacer algunas investigaciones acerca de la verdad sobre lo que se contaba de las misiones en Paraguay. Por fin, el 14 de noviembre pudieron salir en demanda del cabo de las Vírgenes. Durante más de un mes estuvieron los franceses haciendo estudios y mapas del estrecho, recolectando todas las plantas imaginables y estudiando a los animales. También lograron entrar en contacto con los indígenas al norte del estrecho, o sea en la Patagonia. Si éstos eran o no los patagones que habían visto Magallanes y Drake es difícil afirmarlo, pues por esas fechas ya habían domado el caballo y, como es natural, su manera de vida se había modificado radicalmente. A Bougainville le parecieron, por lo general, altos y fuertes, de hasta seis pies de estatura, pero no gigantes como a Pigafetta o a Drake. En enero penetraron en las aguas del Pacífico y, después de tocar en
algunos atolones bajos, siguiendo una ruta semejante a la magallánica, a principios de abril toparon con el archipiélago de la Sociedad y desembarcaron en la isla de Tahití, a la que bautizaron con el nombre de Nueva Citérea, el tercer nombre que los occidentales ponían a la isla. Al archipiélago Bougainville lo bautizó con el nombre de Barbón. Después de permanecer allí durante un mes, con escasos incidentes que veremos más adelante, pusieron proa rumbo al noroeste y tocaron las Nuevas Hébridas, que bautizaron con el nombre de las Nuevas Cícladas. De allí se dirigieron a Batavia a reparar naves y fuerzas, y de esa ciudad holandesa a Francia por la ruta de la isla de la Reunión, donde desembarcó el naturalista Commerson con su criado Baré, y del cabo de Buena Esperanza. Commerson y Baré fueron los protagonistas de una extraña aventura. Cuando la expedición llegó a Tahití, los naturales comenzaron a decir que Jean Baré era mujer y empezaron a molestarlo en tal forma, deseosos de conocer su verdadero sexo, que ya no pudo acompañar a su amo a tierra a herborizar con él. Ya los marineros habían observado que ese muchacho lampiño y tan recatado que no se desnudaba nunca frente a los otros tenía algo de raro y ahora, dándose cuenta de lo que decían los tahitianos, empezaron a perseguirlo. Tal fue el ruido del asunto que llegó a los oídos de Bougainville, quien se vio obligado a intervenir y aclaró que, efectivamente, se trataba de una mujer. Commerson confesó que había contratado a Baré en Nantes, poco antes de la partida y tomándolo por hombre, ya que como tal estaba vestido, pero que en el estrecho de Magallanes se enteró de que era mujer y que su verdadero nombre era Juana, muchacha huérfana, pobre y fantasiosa. Bougainville nada hizo acerca del asunto ya que en verdad no había nada que hacer, más que vigilar que los marinos no abusaran de ella. En la isla de la Reunión, Juana desembarcó con Commerson y lo acompañó hasta su muerte en Madagascar. Ya sola regresó a Francia, siendo así la primera circunnavegadora del globo. En 1771 apareció publicado el relato de Bougainville Voyage au tour du monde y Francia se llenó de entusiasmo, sobre todo ante la descripción de la Nueva Citérea y de las costumbres y la gallardía de los neociterenses. Uno de ellos, Auturu, se había embarcado con Bougainville a invitación de éste y llegó con él a París, donde vivió más de un año y fue la admiración de la intelectualidad de la época hasta que fue enviado a la isla de la Reunión, o de France, como se le llamaba en esa época, para que de allí saliera en la trágica expedición de Marión-Dufresne a Tahití. Marión-Dufresne tocó en la Nueva
Zelanda y allí fue atacado y muerto con varios de sus compañeros por los maoríes. Mientras Auturu estuvo en París bajo la protección de Bougainville, damas, nobles y sabios competían para invitarlo a hablar con él y averiguar todo lo posible acerca de esas islas paradisiacas, donde imperaba la libertad sexual y no se conocía la necesidad de trabajar. Diderot escribió su famoso Diálogo entre A y B y su comentario al viaje de Bougainville, para hacer resaltar esa cultura que se había descubierto y ensalzar, mediante el diálogo entre un sacerdote católico y un tahitiano, ese sistema de vida que le parecía muy superior al europeo. En la Francia de Luis XV, donde la moral era ya tan sólo una fórmula hueca, la vida polinesia, como la había presentado Bougainville, era una verdadera revelación que colmaba los sueños largamente acariciados de muchos hombres y mujeres; así, la Nueva Citérea se convirtió en la Utopía, no sólo de los sabios y de los filósofos seguidores de Voltaire y los enciclopedistas, sino de la sociedad aristocrática y la alta burguesía. Como había sucedido en Inglaterra cuando los viajes de Rogers y Anson y la publicación de los libros de Dampier, ahora en Francia el Pacífico se ponía de moda; las damas se hacían peinados que representaban la proa de una fragata y en los salones se hablaba casi exclusivamente de esas tierras increíbles, con mucho más entusiasmo que conocimiento. Pero si entre los filósofos y la gente de sociedad el viaje de Bougainville causó tal impacto, entre la gente de mar el efecto fue el de un verdadero descubrimiento. La precisión matemática del viaje en cuanto a navegación se refería, la casi nula mortalidad entre los tripulantes, la exactitud en planos y medidas geográficas abrían ante los ojos de todos los marinos unas posibilidades de viaje antes no soñadas. Bougainville había demostrado en su viaje que un buen capitán puede navegar hacia cualquier parte del mundo y sostenerse fuera de su puerto por tiempo casi indefinido. En esa misma década y en viajes muy semejantes Byron, Wallis y Carteret vieron a sus tripulaciones diezmadas por el escorbuto, comprobando lo que ya todos los marinos sabían, que en un viaje largo lo normal es que pereciera 50% de la tripulación si es que se lograba llegar al final del viaje. Pero ahora, de golpe, cambiaba ese estado de cosas que cerraba los mares lejanos a los europeos y se abrían insospechados horizontes no sólo ante las naves oficiales sino ante los balleneros, los mercaderes, los traficantes en pieles y otros marinos de ocupaciones pintorescas y no muy honorables que hemos de encontrar adelante. En la década siguiente, los balleneros van a irrumpir en el Pacífico y el primer barco norteamericano de comercio rodeará el cabo de Hornos para
abrir el tráfico con el Oriente, en la ruta de Salem a Cantón que haría famosos a los clipers de unas décadas más tarde. Pero aunque Bougainville había abierto los ojos del mundo a la posibilidad de las grandes navegaciones, sus exploraciones en el Pacífico fueron superficiales y siguiendo rutas ya conocidas. Fue en verdad el capitán inglés James Cook quien abrió ante el mundo el mapa del Pacífico en las primeras exploraciones sistemáticas que se hicieran en él. Razón había tenido Woodes Rogers al escribir: Muchas veces me he admirado de que no se hayan hecho descubrimientos considerables en la latitud austral, desde América hasta las Indias Orientales: nunca he sabido que el Mar del Sur haya sido recorrido por más de tres o cuatro navegantes, que cambiaron en muy poco sus rutas y, por consecuencia, no pudieron descubrir mucho. Doy esta indicación a nuestra South Sea Company o a otros para que vayan a descubrir por esos mundos.
Efectivamente, hasta que Cook inició sus exploraciones las rutas del Pacífico habían sido las mismas que las utilizadas por Urdaneta en el norte y por Mendaña en el sur del ecuador, más la ruta magallánica, del estrecho hasta las islas Marianas. Aparte, se conocían las rutas costeras, con perfección desde la Baja California hasta Valdivia por el lado americano y, por el asiático, de las Molucas y Manila hasta la costa china. El resto del Pacífico y la posibilidad de un continente austral seguían sumidas en el misterio. La Real Sociedad de Londres quería conocer más a fondo esa zona y averiguar de una vez por todas las posibilidades de ese continente austral, así como de reconocer las costas orientales de la Nueva Holanda y situar correctamente en sus mapas las islas y las tierras descubiertas por españoles, holandeses, ingleses y franceses, cuyas longitudes, y muchas veces sus latitudes, estaban mal medidas. Para ello se pensó en hacer un viaje a Tahití, llevando a varios astrónomos que midieran allí el paso de Venus que habría de tener lugar el 3 de junio de 1769, medida de gran importancia para la cartografía. Ésta fue la única razón que se dio públicamente para el viaje, pero en las instrucciones de la Sociedad a Cook, el capitán escogido, se amplió bastante el objetivo, pues se le ordenaba navegar hasta los 40° sur, reconocer la Nueva Zelanda, descubierta 150 años atrás por Tasman, la costa de la Nueva Holanda y una gran zona del océano. Estas órdenes se dieron
secretamente para no alarmar a la siempre recelosa corte española. La empresa de medir el paso de Venus tenía un carácter internacional, ya que varias naciones harían otro tanto en diferentes sitios del mundo, así que no provocaría temores en Madrid. Para llevar a cabo el viaje, el almirantazgo escogió un barco carbonero de 368 toneladas con tres mástiles. Experiencias anteriores hicieron ver que un barco de este tipo, de ancha manga, poco calado y gran resistencia, podía ser ideal para estas navegaciones, pues aunque no desarrollara grandes velocidades, rara vez más de seis nudos, podía llevar considerable cantidad de bastimentos y carga, ceñirse bien a cualquier viento, resistir tempestades y acercarse a costas desconocidas. Por otra parte, en un viaje tan largo la velocidad era de importancia secundaria, comparada con la seguridad y la resistencia. El barco se adaptó cuidadosamente para el viaje. Todo el casco se revistió de plomo, para evitar la broma que restaba velocidad y el teredo navalis que agujereaba y carcomía la madera en los mares tropicales. Se le dotó de mástiles, jarcia y velas nuevas y se ampliaron las cámaras de pasajeros para acomodar a los sabios que se pensaba enviar, junto con sus equipos. Como tripulación llevaba una dotación suficiente de marineros, aunque no excesiva, y 12 guardiamarinos con 12 cañones. Los marineros habían sido embarcados por los métodos acostumbrados y la mayor parte no iba voluntariamente. Es de observarse que para esas fechas la marina real de Inglaterra no tenía aún lo que pudiéramos llamar marinos de carrera o profesionales, si exceptuamos a los oficiales. Cada vez que se necesitaba armar una escuadra o un barco era necesario reunir marineros de donde se pudiera, recurriendo muchas veces a sistemas que ahora serían francamente delictuosos, como atrapar gente en la calle, darle con un palo en la cabeza y llevarla a bordo. Para los estudios durante el viaje se embarcaron varios hombres de ciencia, escogidos por la Real Sociedad y dirigidos por el joven Joseph Banks, quien luego habría de ser el notable sir Joseph, presidente de la Sociedad y uno de los científicos más notables de su tiempo. Iban con él, el naturalista sueco, discípulo y amigo de Linneo, el doctor Daniel Carl Solander; el secretario y relator de la Sociedad, especializado en estudios de ciencias naturales, Herman Sporing; el dibujante dedicado a hacer copias exactas de plantas y animales, Sydney Parkinson, y el paisajista Alexander Buchan. Los acompañaban cuatro criados, dos de ellos negros. Como
astrónomo principal iba Charles Green, quien sería asistido en sus trabajos por el mismo Cook y los oficiales Zachary Hicks y John Gore. Este último ya había llevado a cabo un viaje de circunnavegación bajo las órdenes de Wallis en el Dolphin. Al tomar el mando del Endeavour, James Cook no era oficial de carrera en la marina real, pero llevaba ya varios años trabajando para ella. Hijo de labradores pobres del condado de York, empezó a navegar a los 18 años en un barco carbonero que hacía el servicio en la costa oriental de Inglaterra, donde aprendió el oficio de marino. A los 27 años, cuando ya mandaba un barco carbonero, resolvió ingresar en la marina real para aprender más a fondo el arte de navegar, pero tuvo que hacerlo como simple marino. Así, sirvió en Canadá y Terranova tanto en acciones de guerra como en trabajos de planificación de costas y fue ascendiendo poco a poco, pero sin recibir su “comisión”, o sea, sin formar parte de la base de oficiales de la marina real. Por aquel tiempo el almirantazgo ya no estaba formado por hombres venales e incompetentes que casi dieron al traste con la expedición de Anson, como ya hemos visto. El gobierno había comprobado en las guerras anteriores que la marina real era la salvaguarda principal de su patria y había colocado al frente del almirantazgo a hombres honrados y competentes como el mismo Anson. Éstos, entre otras cosas, vigilaban estrechamente el trabajo de todos los hombres que se pudieran destacar en algo y conocían, por lo tanto, los servicios que James Cook había prestado a la marina. Así, cuando se trató de escoger a un capitán para el Endeavour, se pasaron por alto muchos oficiales comisionados y la elección recayó sobre ese hombre serio, callado, que había demostrado sus conocimientos, su valor y su don de mando. Para que pudiera tener el cargo de capitán del Endeavour se le dio el nombramiento de teniente. Joseph Banks era exactamente lo opuesto en origen a Cook. Tenía apenas 25 años y era hombre rico y se rumoraba que había puesto 10 mil libras esterlinas en la empresa. Educado en Oxford y naturalista apasionado, era a la vez un hombre de mundo, amante de las buenas comidas y de la compañía femenina. Cook, en cambio, era casado y ya tenía seis hijos, ninguno de los cuales lograría sobrevivirle, y aunque no era un puritano de espíritu y aceptaba las verdades humanas donde las encontrara, como veremos más tarde, estaba muy lejos de ese mundo elegante, ingenioso, desenvuelto y afrancesado al que pertenecía Banks. Es notable el hecho, al ver estas diferencias, de que en un viaje de casi tres años, confinados a la estrechez de
un navío, no hubieran surgido diferencias o disgustos entre estos dos hombres tan diferentes. Tal vez esto pudo suceder porque los dos se respetaban mutuamente. En los largos relatos de ambos podemos observar cómo, poco a poco, se fueron acomodando y entendiendo, y aunque cada uno trabajaba en sus funciones específicas, se interesaba por las del otro y cooperaba en ellas. Así vemos a Banks comentando asuntos de navegación y a Cook profundamente interesado en la recolección de plantas y su clasificación. Pero debido al genio del mismo Cook, en todo el viaje y en los siguientes nadie se olvidó nunca de que el capitán era James Cook y sólo James Cook. El Endeavour salió de Plymouth el 26 de agosto de 1768, unos cuantos meses después de la llegada de Wallis, quien pudo dar a Cook datos exactos sobre Tahití. En verdad, debido a los datos de Wallis, el almirantazgo escogió Tahití para hacer las medidas astronómicas. Claro está que los expedicionarios del Endeavour no conocían las experiencias de Bougainville, quien iba llegando a Francia en esos días, pero Cook tenía ideas particulares acerca de cómo preservar la salud de su gente en alta mar; aparte de llevar concentrados de cítricos y malta en grandes cantidades, llevaba col agria para experimentar sus teorías sanitarias. Pero lo más importante de su sistema, tal vez, era el de la higiene a bordo. Cada semana pasaba revista a toda su tripulación para ver que tuviera ropa limpia y estuviera aseada, y por todo el barco se pasaba una especie de hoguera portátil, con lo cual se secaban las eternas humedades de los entrepuentes. Además, cuidaba mucho de que siempre hubiera a bordo agua suficiente, no sólo para beber sino para la limpieza. Incidentalmente hay que observar que Cook, aunque seguía los sistemas disciplinarios de la marina real en su época, que consistían, como ya hemos visto, en azotes dados con un látigo de nueve cuerdas, llamado cat of nine tails, no abusaba de ellos y rara vez los empleaba, de manera que su gente lo seguía y lo servía en varios viajes, tanto los marinos como los oficiales. El 16 de enero de 1769 el Endeavour anclaba frente a la costa de Tierra del Fuego y los naturalistas desembarcaron para herborizar en una montaña cercana, mientras la tripulación hacía aguada. Allí sucedió uno de los pocos accidentes fatales del viaje cuando los naturalistas fueron sorprendidos por una tormenta de nieve, que no se esperaba en pleno verano austral, y dos de los criados de Banks murieron de frío. El 26 de enero entraron al Pacífico, después de explorar el estrecho de Le Maire y doblar el cabo de Hornos, y el 11 de junio echaron anclas en Tahití, donde supieron por los naturales que
Bougainville había estado allí el año anterior. Para poder hacer las observaciones astronómicas debidamente, Cook resolvió establecer un fuerte en tierra; para ello consiguió que un jefe local le autorizara un sitio, en una punta de tierra que cerraba la bahía y que se llamó, por Venus la estrella y no por la diosa del amor, aunque bien pudo ser por ambas, Point Venus. En los tres meses que pasaron los ingleses en la isla, el tiempo más largo que hubieran permanecido europeos allí, lograron hacer un estudio bastante completo, tanto de las costumbres de los habitantes como de las ciencias naturales y de la geografía. Para Cook, los polinesios eran “valientes, francos y cándidos, sin crueldad ni espíritu vengativo”. En esos tres meses hubo pocos incidentes, provocados la mayor parte de ellos por la arraigada costumbre de los naturales de robarse cuanto objeto les llamara la atención. Pero tanto Cook como Banks, que no era inmune a los encantos de las tahitianas, no vieron en la isla esa Nueva Citérea que pintara Bougainville con tan apasionado verbo. Cierto es que no eran hombres para escandalizarse frente a la libertad sexual, como habría de suceder a otros navegantes más tarde, así como a los padres franciscanos españoles y a los misioneros ingleses. Cook, que se había convertido ya, por el contacto con Banks, en un verdadero investigador antropológico, se concreta a comentar lo que observa, referente a las costumbres sexuales: “En la conversación de esta gente el tema principal lo constituye aquello que provoca el placer más intenso y todo se nombra entre ellos, tanto por las mujeres como por los hombres, sin rodeo alguno y sin manifestar el más leve pudor”. Y más adelante informa: “Hay un número considerable de personas de alta categoría en Tahití, perteneciente a ambos sexos, que se han constituido en una forma de sociedad en la que todas las mujeres son comunes a todos los hombres, asegurando de esta suerte toda la variedad que hace desear la inclinación y que es tan frecuente, que rara vez cohabitan el mismo hombre y la misma mujer más de dos o tres días”. Banks hace observaciones semejantes, que no se alejan mucho de las hechas por Bougainville, mientras que los oficiales y los marinos comprueban entusiasmados la verdad de esa libertad, aunque muchos lo pagan duramente, ya que se ven infectados por enfermedades venéreas de suma virulencia. Mucho se discutió en aquellos tiempos el origen de dicho mal en la Polinesia, pero se puede asegurar que fue llevado allá por los primeros navegantes, con toda seguridad por los marinos de Wallis y Bougainville, y que prendió, como toda nueva infección, con extraordinaria fuerza en las mujeres tahitianas. Una costumbre de la isla molestaba a los europeos, ansiosos de
entregarse a los placeres amatorios, y era la de hacerlo en público, muchas veces frente a la satisfecha familia de la muchacha o, por lo menos, en casas que carecían de muros y estaban abiertas a las miradas de todos los curiosos. En algunos incidentes con los naturales Cook quiso demostrarles que la justicia inglesa no castigaba tan sólo a los infractores polinesios, sino a los mismos ingleses. Un día, el jefe tahitiano Tubourai se quejó ante Cook y Banks de que el carnicero de a bordo había amenazado de muerte a su mujer, porque ésta le había negado un hacha de piedra que aquél codiciaba. Cook ordenó que se llevara al infractor a bordo y se le azotara frente a los ofendidos polinesios, pero al primer golpe del látigo, Tubourai y su mujer, con los ojos llenos de lágrimas, le rogaron a Cook que suspendiera el castigo, “solicitud que el capitán se negó a acatar”, según dice Banks. La reina Oberea, que fuera tan amiga de Wallis y de Bougainville, había aparecido nuevamente en Matavai y Cook la juzgó como “muy masculina”, pero Banks dice que tendría cerca de 40 años, alta y gruesa, y “debe haber sido hermosa cuando joven, pero quedaban pocas huellas de ello”. Pero si la reina estaba ya pasada, Banks se regocijaba con su cohorte de muchachas jóvenes. Éste fue el primer europeo que observara y describiera el típico deporte de esa cultura marítima, el de cabalgar las olas, o surfing como se le llama ahora: Cuando la ola rompía cerca de ellos —dice— se zambullían y pasaban por debajo con gran facilidad, surgiendo al lado opuesto. Pero su principal diversión era la de ser llevados por una canoa vieja. Empujando ésta delante de ellos, nadaban hasta la rompiente más lejana donde uno o dos se subían en ella y, oponiendo la popa chata a la rompiente, se dejaban llevar con increíble rapidez, a veces hasta la playa misma.
Banks observa asimismo muchas otras costumbres, como la limpieza corporal, el tatuaje y lo aseado y sabroso de las comidas. Todo eso parecía una vida de paraíso, menos el tormento de las moscas que eran tantas, que en muchas ocasiones Parkinson, el dibujante de ciencias naturales, no podía copiar una hoja o una flor, porque las moscas la ocultaban a su vista. Otra molestia era la de los constantes pequeños incidentes, provocados, como ya hemos dicho, por los robos. Otras varias cosas había en esa sociedad, como veremos más adelante, que no eran tan amables como las relatadas por Banks y que estaban bastante lejos de la imagen que había trazado Rousseau en 1749, en su Discurso de las artes y las ciencias, del hombre primitivo, ajeno
a toda sofistificación social. La imagen que de la vida polinesia presentaban Bougainville y Banks y, en parte, Cook, ponía ante los filósofos y los moralistas del siglo XVIII un grave problema de conciencia. Si la vida polinesia era tan paradisiaca como se afirmaba, ¿qué derecho tenían los occidentales para irrumpir en ella y modificarla a nombre de una civilización cuyos bienes ellos mismos ponían en duda? Ya Diderot, en el famoso Suplemento al viaje de Bougainville, se indignaba sólo al pensar en esa posibilidad y se dirigía a los tahitianos, en forma simplemente retórica, ya que ningún tahitiano habría de leerlo, para advertirles que los cristianos “vendrán un día, con un crucifijo en una mano y un puñal en la otra para cortaros el pescuezo o forzaros a aceptar sus costumbres y opiniones; algún día os gobernarán y seréis casi tan infelices como lo son ellos”. Pero de esto se hablará más adelante, al regreso del Endeavour a Inglaterra. Terminadas las observaciones astronómicas y los estudios de ciencias naturales, cuando Cook quiso zarpar, vio que dos de sus marinos habían desertado y estaban escondidos entre los naturales. Cook, con buenas palabras y amenazas, exigió a Turoutu y a otros jefes que pusieran a los desertores en sus manos. Cuando los tuvo en su poder y los interrogó, le informaron que se habían enamorado de dos muchachas tahitianas y deseaban ardientemente quedarse a vivir en la isla. Cook ordenó que cada uno recibiera una docena de azotes y estuviera encadenado hasta la salida del barco. Uno de ellos, un tal Gibson, acompañó a Cook en sus dos viajes siguientes y estuvo otras tres veces en Tahití, pero nunca intentó desertar nuevamente y llegó a hablar muy bien el idioma tahitiano. La partida tuvo lugar, entre muchos gritos, lamentaciones y llanto de tahitianos y tahitianas, el 13 de julio. Un polinesio, Tupia de nombre, resolvió acompañar a Cook hasta Inglaterra. Después de explorar otras islas y de bautizar el archipiélago con el nombre de islas de la Sociedad, en honor a la Real Sociedad de Londres, Cook, siguiendo las órdenes recibidas, puso proa al sur y llegó hasta los 40° australes, sin encontrar nuevas tierras. De allí puso proa al poniente, en demanda de la tierra descubierta por Tasman, la Nueva Zelanda. Cook rodeó las dos islas, la del Norte y la del Sur, y descubrió el estrecho que las separa, que bautizó con el nombre de estrecho de la Reina Carlota. Con esto comprobó que la Nueva Zelanda no era parte de un gran continente, sino dos islas habitadas por pueblos emparentados a los tahitianos, pero más primitivos en sus costumbres. Enfiló después hacia las costas de la Nueva
Holanda o Australia y llegó a ellas a la altura de la actual gran ciudad de Sidney. En un punto que bautizaron como Botany Bay, por la gran cantidad de variedades nuevas de plantas que encontraron allí, desembarcaron y reconocieron el puerto. Desde ese punto siguieron la costa hacia el norte, en busca del estrecho de Torres. En este desembarco, como en otro forzado que veremos adelante, pudieron observar a los naturales de Australia totalmente distintos en usos, lengua y aspecto físico a los polinesios y a los maoríes. Su cultura era la más primitiva que habían encontrado, más aún que la de los fueguinos, y su número parecía ser escaso. De Botany Bay tomaron, como ya hemos visto, rumbo al norte y pronto dieron con la enorme escollera que sigue la costa australiana oriental en casi toda su longitud y forma el mar de Coral. La navegación se hizo difícil en extremo, ya que había que estar alertas día y noche, listos para virar, si fuera posible, o para tratar de soltar las anclas, si hallaban fondo para ellas. El 10 de junio, inesperadamente, chocaron contra un arrecife, sin viento que les permitiera virar y sin fondo para las anclas. Para aligerar la nave, echaron por la borda los cañones, el lastre y todo lo que no era indispensable, pero aún así seguían pegados a la roca y podían escuchar el ruido que ésta hacía al ir comiendo la madera de la quilla y del casco. Afortunadamente para ellos, el tiempo se conservó sereno y tres días estuvieron en esa angustiosa situación, durante los cuales Cook demostró una vez más sus grandes dotes de marino y de jefe, al impedir que cundiera el pánico y se abandonara el barco. Por fin, el 13 al mediodía varió el viento y con la corriente de la marea el Endeavour quedó a flote, pero con un agujero considerable en un costado. Como se pudo se taponeó el boquete y con las bombas funcionando día y noche se puso proa a la tierra cercana. Con grandes trabajos y peligros debido a otras escolleras pudieron llegar a una ría, que recibió el nombre del Endeavour, y encontrar un sitio apropiado para descargar el barco en su totalidad y recostarlo en la playa. Allí se vio que se habían salvado en forma casi milagrosa, pues en el agujero abierto por la roca se había quedado incrustado un enorme pedazo de coral que servía, hasta cierto punto, como tapón que impedía la entrada tumultuosa del agua que las bombas no hubieran podido achicar a tiempo. Hasta el 4 de agosto estuvieron en el golfo Endeavour reparando la nave y zarparon de nuevo, siempre entre las escolleras, tan pródigas en peligros como en tortugas que variaban la dieta marina. Así llegaron al cabo York, reconocieron el estrecho de Torres y las islas que lo hacen también sitio en extremo peligroso para la navegación y siguieron rumbo a Batavia. Por el
cabo de Buena Esperanza regresaron a Inglaterra, a donde llegaron el 12 de julio de 1771. Fue enorme el impacto que provocó en Inglaterra el relato de las aventuras de los tripulantes del Endeavour. Para los filósofos de la Ilustración el noble salvaje resultaba ser una realidad y no una entelequia. Inmediatamente se comisionó al doctor John Hawkesworth, figura literaria de Londres y amigo personal del doctor Samuel Johnson y de su biógrafo Boswell, para que reuniera toda la documentación, tanto de los hombres de ciencia como de los marinos, y preparara el relato oficial del viaje. Al parecer, los hombres de letras de Inglaterra no creían a Cook capaz de hacer un buen relato de su viaje y prefirieron pagarle a Hawkesworth la extraordinaria suma de 6 000 libras esterlinas para que hiciera el trabajo. La obra fue publicada en tres lujosos volúmenes, con gran cantidad de mapas y grabados debidos a Parkinson, ya que el pobre pintor Alexander Buchan había muerto en Tahití víctima de la epilepsia. Hawkesworth era un partidario resuelto del “noble salvaje” y en su trabajo se notan las influencias de Bougainville, cuyo viaje ya había sido dado a la publicidad, y de Banks, mucho más que las de Cook. El libro tuvo un éxito formidable, y aunque era muy caro fue necesario hacer varias ediciones. No faltaron críticas adversas, sobre todo en lo relativo al poco apego a la verdad y en las discrepancias con los diarios de Cook que fueron publicados ese mismo año. Pero fuera como fuera el “noble salvaje” estaba ya firmemente arraigado en la mitología científica europea y las opiniones de Cook, un poco vagas por cierto, no sirvieron para disipar esa imagen que tanto ilusionaba a los de la Ilustración. Pero no fue sólo ése el fruto del viaje. Por primera vez se tuvo a la mano un estudio bastante completo de la flora y la fauna de diferentes partes del mundo y las colecciones que presentaron Banks y Solander fueron la admiración de todos los hombres de ciencia. Se describieron árboles, como el del pan, que presentaban magníficas perspectivas de cultivo en las colonias tropicales de América. Se conocieron animales tan extraños como el canguro y árboles como el eucalipto. En cuanto a la geografía, se aclararon los misterios de la Nueva Zelanda y del estrecho de Torres, se planificaron las principales islas de la Sociedad y las costas australianas y se dio a conocer en Inglaterra la posibilidad de aprovechar esas tierras abandonadas y fértiles alrededor de Botany Bay. Basado en estos informes, el gobierno de Su Majestad procedió al poco tiempo a establecer allí las primeras colonias penales que serían el origen de Australia. También el viaje comprobó que los
métodos de alimentación y limpieza seguidos por Cook habían sido de gran utilidad para prevenir el escorbuto y otras enfermedades de los marinos. Estos sistemas fueron mejorados en los dos viajes siguientes. Tan satisfecho quedó el almirantazgo del resultado del viaje, que resolvió seguir adelante con las exploraciones y los estudios de las ciencias naturales en el área del Pacífico. Así, comisionó nuevamente a Cook para que a bordo del Resolution y seguido por el Adventure explorara toda la zona austral del Pacífico en forma sistemática, llegando lo más hacia el sur que le fuera posible. En este viaje debía haberse embarcado también Banks, con el doctor Solander y el famoso pintor Zoffany, y dos músicos, además de una gran cantidad de equipo. Para albergar a toda esta gente se construyó sobre cubierta una gran cámara; pero como Cook se diera cuenta de que ponía en peligro al barco, por incrementar demasiado el peso en la parte alta, la mandó desmantelar. Con esto Banks se puso furioso y resolvió retirarse de la empresa, junto con Solander, Zoffany y los dos músicos e ir, en cambio, a explorar la flora y la fauna de Islandia. Para remplazar a Zoffany, Cook contrató a William Hodges, a quien se deben unas maravillosas estampas de la vida polinesia que logran captar el misterio de las islas. Como naturalistas, fueron los Foster, padre e hijo, y, como oficiales, se vio que todos los jóvenes más ambiciosos de la marina real querían seguir a Cook. Entre los que hicieron el viaje vale la pena mencionar a Vancouver, que sería con el tiempo otro notable explorador y navegante. En este viaje Cook circunnavegó el globo por el extremo sur, llegando en dos ocasiones hasta los grandes bancos de hielo que rodean la Antártida, tanto en la parte austral del océano Índico como del Pacífico. En los inviernos se remontaba hasta Nueva Zelanda y Tahití, para buscar víveres y para que descansaran las tripulaciones. En Tahití los ingleses pudieron observar muchos cambios. En su ausencia había estallado una guerra entre Tahití el Grande y Tahití el Pequeño, en la cual había muerto mucha gente. Había llegado también la fragata española Águila como ya hemos visto y había dejado como herencia el catarro común, que causó innumerables víctimas. Oberea estaba arruinada y enferma y había escasez de todo. Cook, en su diario, observa con su acostumbrada veracidad: “Prostituimos su moral, introdujimos entre ellos necesidades y tal vez enfermedades que nunca habían conocido y que sirven sólo para turbar esa feliz tranquilidad de la que ellos y sus antepasados habían gozado”. La imagen del noble salvaje empezaba a esfumarse y el verdadero salvaje a desaparecer. Ya el astrónomo
William Wales acusa a Bougainville de tener una imaginación calenturienta y las mujeres no le parecen tan hermosas como le habían dicho. Para el naturalista Foster, espíritu puritano y apocado, todo es motivo de escándalo, lo mismo que para su hijo, quien critica en los más duros términos la promiscuidad entre las tahitianas y los marineros. Más tarde, en su tercer viaje, cuando Cook mismo comprueba la existencia de sacrificios humanos, por haber sido invitado a presenciar uno de ellos, la imagen del noble salvaje se derrumba estrepitosamente y se crea la del innoble salvaje que servirá con el tiempo para justificar el colonialismo del mundo occidental. En este segundo viaje Cook visitó también las islas Tonga, que Tasman había descubierto y encontró tan buena acogida entre los habitantes que las bautizó con el nombre de archipiélago de los Amigos. Pero el descubrimiento importante de este segundo viaje fue el de los bancos de hielo de la zona austral que presuponían la existencia de un continente austral cubierto por el hielo. Cook dice: “No niego que exista un continente o una vasta extensión de tierra cerca del polo; por el contrario, en mi opinión, hay uno y es probable que en nuestro viaje hayamos reconocido una parte del mismo”. De regreso a Londres el entusiasmo fue inmenso. El almirantazgo lo ascendió a capitán de navío y la Real Sociedad de Londres lo recibió en su seno como miembro y le impuso una medalla. Para Cook, el mérito mayor del viaje fue que “hemos encontrado la manera de mantener en buen estado de salud tripulaciones numerosas, durante un tiempo largo, bajo climas muy variados y en medio de privaciones y fatigas continuas”. Efectivamente, sólo cuatro hombres murieron en los tres años que duró la expedición, tres de ellos por accidentes y uno por enfermedad. En cambio, el capitán Furneaux, en el Adventure, no impuso la misma dieta a los marinos ni tomó las medidas de higiene adoptadas por Cook y llegó a Tahití con tal cantidad de hombres enfermos de escorbuto, que fue necesario convertir en hospital el fuerte que se había construido en el viaje anterior en Point Venus. El 11 de julio de 1776, al año de haber llegado, Cook partía de nuevo de Plymouth a bordo del Resolution acompañado por el Discovery que mandaba Charles Clerke, quien había sido su compañero desde el primer viaje. Entre los oficiales se encontraban John Gore, Vancouver y William Bligh, de quien hemos de hablar más adelante. Para este viaje las órdenes del almirantazgo eran las de explorar la parte norte del Pacífico y dilucidar en forma definitiva la existencia o no del estrecho de Amian o paso del Norte que en teoría unía la bahía de Hudson o el mar de Baffin con el Pacífico. Luego debería
explorar las costas de Asia, recalar en Kamchatka y seguir hasta el Japón. No se trataba ahora de llevar a cabo un viaje de circunnavegación que, como ya hemos visto, se había hecho muchas veces, sino de exploración, para lo cual debería entrar al Pacífico por el sur de Australia y regresar por el mar de China y el estrecho de Sonda. Uno de los objetivos del viaje era regresar a Omai, el tahitiano que había seguido a Cook en su segundo viaje, a su patria. Omai había pasado un año en Londres, festejado por la mejor sociedad. Lo llevaron a presentar con el rey Jorge III, con el duque de Gloucester y con lord Sandwich, quien lo invitó a pasar unos días en su casa de campo. Todo el mundo le regalaba cosas, hasta una máquina para producir electricidad, con dos esferas de madera de saúco y hasta el rey le asignó una pensión. Tanto agasajo, tanta riqueza impensada y mal comprendida, fueron un poco demasiado para el joven Omai. Cuando Cook lo desembarcó en Tahití con todas sus riquezas, incluyendo la máquina que producía electricidad, ganado y semillas, el resultado no fue el esperado. Omai definitivamente no se convirtió en el elemento civilizador que se esperaba. No siendo miembro de la aristocracia insular, los jefes vieron con malos ojos el que regresara con riquezas que ellos no habían poseído nunca. Para congraciarse con sus paisanos, Omai empezó a regalar sus cosas y otras le fueron robadas, al extremo de que Cook tuvo que quitarle todo y guardarlo a bordo, en espera de ver qué se podría hacer con todo ello. Por fin se resolvió llevar a Omai a la cercana isla de Huahine, donde los arioi o señores no lo consideraran su inferior. Allí lo desembarcaron con sus riquezas, pero duraron poco tiempo y no lograron el efecto civilizador que se esperaba de ellas. Esta tercera estancia de Cook en Tahití, la última, tal vez es la más interesante. Con los vocabularios que formara desde el primer viaje y con la práctica entendía y hablaba bastante correctamente el tahitiano, con lo cual pudo penetrar mucho más en la vida y el mundo polinesios. De esa forma pudo hacer verdadera amistad con algunos de los ariois, especialmente con Tu, uno de los reyezuelos. Tanta confianza le tuvo éste que en una ocasión lo invitó a presenciar un sacrificio humano. La escena ha sido representada por el artista de la expedición, John Weber; en el grabado vemos a Cook, de uniforme, contemplando la escena entre los ariois que lo habían invitado y que fungían como sacerdotes. Frente a él unos hombres encienden la hoguera y preparan los manjares para el banquete que ha de seguir. Al fondo hay un estrado donde reposan varias calaveras y los cadáveres de algunos cerdos. Al frente, a la izquierda, los músicos tocan sus tambores. Cook tiene el sombrero
en la mano, pues Tu le ha dicho que hay que descubrirse para poder asistir a un espectáculo semejante. Es interesante el hecho de que un hombre como Cook haya aceptado la invitación para asistir y, en cierto modo, autorizar con su presencia un acto así. En su diario de este viaje relata tan sólo el hecho y da toda suerte de detalles acerca de la ceremonia, pero no hace comentario alguno. No hay en él el horror que sentían los conquistadores españoles ante los sacrificios humanos en México o la repugnancia de Mendaña de Neira cuando le presentaron un muslo guisado. Tal vez en este tercer viaje, cuando presentía su muerte cercana, Cook se haya afirmado más y más en la idea de que el contacto con la cultura occidental no le iba a hacer ningún bien a los polinesios. Pero aunque este pensamiento surge constantemente en el diario trunco del tercer viaje, no hay los descompasados llantos y demagogias de un Diderot. Siempre hay en él un hondo sentido de la realidad, nunca exento de cariño, de comprensión. En ese diario encontramos esta anotación, escrita al abandonar Tahití, cuando sabía que nunca había de regresar allí: No puedo evitar el expresar como mi verdadera opinión que hubiera sido mucho mejor para esta pobre gente si nunca hubiera conocido nuestra superioridad en cuanto a acondicionamiento y artes que hacen la vida cómoda si una vez conocidas éstas se les vuelve a dejar y abandonar en su capacidad original de mejoría. En verdad, no pueden ser nuevamente restaurados a esa feliz mediocridad en la que vivían hasta que los descubrimos si cesare el contacto entre nosotros. Me parece que se ha vuelto en cierta forma necesario para los europeos el visitarlos cada tres o cuatro años para proveerlos de todos los bienes que hemos introducido entre ellos y por los cuales les hemos dado una predilección.
Como se ve, Cook se da perfectamente cuenta de las limitaciones de la cultura polinesia y del peligro en que estaba de ser destruida por el contacto con los europeos. No había en él el romanticismo de considerarlos como los “nobles salvajes”, pero tampoco el desdén y el asco que hubo hacia ellos más tarde y que ya sentían hombres como el naturalista Foster. Estando en Matavai, Cook oyó hablar de la visita del capitán Boeneachea en la fragata Águila y la trágica estadía de los dos padres franciscanos en la isla. Con cierta sorna comenta Cook la prohibición que se hizo a los marinos españoles de tener relaciones sexuales con las tahitianas. En su manera de pensar dicha prohibición iba en contra de todas las leyes naturales y ofendía profundamente a los polinesios. Con alarma se enteró de que Boeneachea había tomado posesión de las islas a nombre del rey de España y había
erigido una cruz con una inscripción alusiva. Inmediatamente fue al sitio donde encontró la casa abandonada de los franciscanos y la gran cruz con la inscripción: Christus Vincit. Carolus III Imperat. 1776. Cook la mandó borrar y colocar en su sitio la siguiente: Georgius Tertius Rex. Annis 1767, que fue el año que Wallis descubrió la isla. Agregó luego las fechas de sus estancias en la isla: 1769, 1773, 1774 y 1777. Con eso Cook quería sustentar, para Inglaterra, la posesión de la isla, en caso de que fuera necesario ejercerla, y al señalar la fecha del viaje de Wallis hacía ver que eran los ingleses los descubridores, cosa que sabía falsa, pues conocía los relatos de los viajes de Quiroz, que había estado allí. Ya hemos visto en el capítulo anterior cómo la corte de Madrid se enteró de este cambio de inscripciones y ordenó al virrey del Perú que enviara una nueva expedición a poner las inscripciones en orden, cosa que nunca se llevó a cabo. Los franceses, aunque Bougainville había estado allí y le había puesto a las islas uno de sus muchos nombres, nada opinaron acerca del asunto, aunque al fin y al cabo se quedó con la soberanía sobre el archipiélago. Los polinesios al parecer no se dieron cuenta de estos cambios de dominio y de que, con la inscripción nueva de Cook, dejaban de ser vasallos de don Carlos III, pero en cambio sí empezaron a sufrir cambios sociales, como lo expresa el mismo Cook: “Una hacha de piedra en estos tiempos se encuentra ya rara vez, como una de hierro era difícil de encontrarse hace ocho años y ya no se ven formones de hueso o de piedra”. Había nacido para los tahitianos la necesidad del comercio exterior. Asimismo, empezaba a presentarse otro fenómeno. Los naturales, como la ya muerta reina Oberea y Tu, que habían estado en contacto más estrecho con los europeos, habían adquirido mayor cantidad de esos bienes tan codiciados, ya fuera artículos de hierro, tejidos o plumas rojas de papagayo, y cobraron, dentro de la sociedad de las islas, una importancia mayor que la que les correspondía dentro de las estructuras normales que empezaron por lo tanto a resquebrajarse. Poco tiempo después, cuando algunos de los jefes lograron adquirir armas de fuego, la superioridad de quien las poseía resultó ser total y ese desequilibrio en la fuerza trajo cambios radicales en la sociedad. Al zarpar de Tahití se presentaron los inconvenientes de costumbre con los desertores, pero los naturales acabaron por entregarlos y se puso proa al norte. En esa navegación se descubrieron las islas Hawai que probablemente habían sido vistas antes por el marino español Juan Gaetano, a mediados del siglo XVI. Cook llamó al archipiélago islas Sandwich, en honor del primer lord del almirantazgo. Pocos días se detuvo allí, en completa armonía con los
naturales, y, en marzo de 1778, llegó a la costa americana, cerca de los 40° de latitud norte. Al tomar las longitudes exactas se dio cuenta de que la costa se extendía más al poniente que lo calculado por los cartógrafos españoles, con lo cual el famoso estrecho que uniera el Atlántico con el Pacífico por el norte se volvía más problemático. Siguió la costa en dirección noroeste y el 9 de agosto llegó al estrecho de Behring. Cercano ya el invierno y las tripulaciones fatigadas por la larga navegación, resolvió regresar a las islas Sandwich para invernar allí. Llegaron el 26 de noviembre y el jefe local, Teriubu, les hizo un muy buen recibimiento. Asombrados ante los europeos y sus naves, resolvieron honrar especialmente a Cook y casi deificarlo, en una ceremonia a la cual se prestó con su acostumbrada complacencia. Fue cubierto con un inmenso manto rojo de plumas, signo de realeza entre los polinesios. Pasaron los días y los hawaianos empezaron a cansarse de sus huéspedes y a pensar que era mucho lo que comían y poco lo que pagaban. Los mantenimientos locales bastaban apenas para la población y el incremento de los ingleses amenazaba la economía local. Teriubu le hizo saber a Cook el pensar de su pueblo, y éste, comprendiendo las razones, resolvió zarpar a la brevedad posible. Por desgracia para todos, una tempestad lo obligó a regresar a la bahía de Kealakekua y las dificultades empezaron casi de inmediato. Unos hawaianos lograron robarse una de las balleneras inglesas y Cook quiso seguir el camino usado ya tantas veces en sus tratos con los polinesios; así que desembarcó con hombres armados y aprehendió al jefe Teriubu, para tenerlo como rehén hasta que le devolvieran el barco robado. Los hawaianos al principio parecieron no oponerse, pero al ver que los ingleses se llevaban a su caudillo, empezaron a lanzarles piedras. Cook volvió a saltar a tierra seguido por varios de sus hombres. Los hawaianos atacaron en tropel y Cook disparó sobre ellos uno de los cañones de su escopeta, que estaba cargada con munición ligera. Los hawaianos, al ver que el disparo no hacía efecto, atacaron de nuevo y lograron derribar al capitán inglés y lo remataron a palos y pedradas en la playa, junto con algunos de sus hombres. A bordo de los barcos, Clerke tomó de inmediato el mando y resolvió hacer un escarmiento entre los naturales y obligarlos a devolver por lo menos los cadáveres, así que desembarcó con suficiente fuerza y ordenó que se disparara sobre la multitud y que se incendiaran varias casas cercanas a la marina. Los hawaianos, llenos de asombro ante tal matanza provocada por las armas de los blancos, que habían creído inefectivas, pidieron la paz y entregaron los cadáveres.
En medio de un profundo silencio, mientras ondeaba el pabellón inglés a media asta en los mástiles del Resolution y del Discovery, el cadáver del capitán James Cook fue echado al agua, en el centro de la bahía de Kealakekua, de aguas azules y profundas, mientras los hawaianos, en tierra, colocaban a sus muertos en los lugares sagrados y llenaban el aire con sus lamentos. Da tristeza un fin así para un hombre como James Cook, que siempre había intentado los contactos pacíficos con los naturales de la tierra que encontraba. Era el 14 de febrero de 1779. La expedición no se interrumpió debido a la muerte de su comandante. Clerke siguió al pie de la letra las instrucciones dadas por el almirantazgo y zarpó hacia el norte, reconoció el mar de Behring, el estrecho del mismo nombre y el océano Ártico, con la costa norte de Alaska. Allí murió en agosto debido a la tuberculosis y John Gore asumió el mando de la expedición y siguió adelante con las exploraciones. Bajó por la costa asiática hasta Petropavlovsk en Kamchatka; recorrió las costas del Japón y de Corea, y llegó por fin a Macao, a que su gente se repusiera de sus fatigas y a hacerse de bastimentos. De allí se dirigió a Inglaterra por el mar de China, el estrecho de Sonda, el océano Índico y el cabo de Buena Esperanza, tal como había indicado el almirantazgo que se hiciera. Llegó a Inglaterra el 1º de octubre de 1780, cuando ya había estallado la guerra de independencia de los Estados Unidos, y Francia y España se aprestaban a intervenir en ella. A este respecto, conviene hacer notar que tanto Francia como España habían ordenado a sus marinos y a sus gobernadores lejanos que, aun en caso de guerra contra Inglaterra, se diera toda asistencia a Cook; tal era el prestigio que el gran marino había logrado en toda Europa. Cuando se supo en Inglaterra sobre la trágica muerte de Cook en Hawai, se creó un clima de emoción en el cual tanto escritores como pintores compitieron en hacer la alabanza del héroe. Zoffany pintó el cuadro de la muerte de Cook, ya clásico, en el cual los hawaianos parecen dioses griegos. Era la imagen que Europa no podía abandonar acerca de las islas del Pacífico, la imagen de la Nueva Citérea y de Joseph Banks. El mismo William Hodges, que sintió más que ningún otro artista de su tiempo ese misterio del mundo polinesio, representa a las muchachas de Tahití como si fueran italianas o españolas a las cuales, por accidente, el pintor hubiera sorprendido semidesnudas. Aunque se habían hecho muchos grabados representando el lado negativo de la cultura polinesia, como el de Cook presenciando un sacrificio humano y otros de jefes totalmente tatuados, el artista europeo se
negaba a abandonar la imagen del paraíso. La moda del Pacífico invade a Europa. En Inglaterra se presenta en teatro, a todo lujo de escenarios y vestuario, el drama Omai o un viaje alrededor del mundo. Allí resulta que Omai era el heredero del trono de Tahití, pero un brujo le dice que no podrá reinar si no viaja a tierras lejanas y conquista el corazón de la rubia Londinia. Claro está que este romance de caballerías termina con el triunfo de Omai y del amor. En Francia se hace un drama musical, La muerte del capitán Cook, según el cual la tragedia se origina porque Cook interviene para salvar a una pareja de enamorados en O’Why-e, probablemente una extraña grafía de Hawai. Esta obra se tradujo al inglés y también se presentó en Londres. La verdadera historia de los viajes, narrada por quienes participaron en ellos, también tuvo un éxito enorme. El almirantazgo trató de impedir que se publicaran diarios de personas no autorizadas, pero no siempre lo pudo lograr, ya que vemos publicado, antes que el diario de Cook, el relato de John Marra, uno de los marineros que había tratado de desertar en Tahití. Los dos tomos del naturalista George Foster precedieron también al diario de Cook. Cuando éste apareció fue necesario hacer varias ediciones y el rey Luis XVI de Francia ordenó que se tradujera al francés, para que pudiera leerlo el delfín, y se emocionó tanto con la gloria del navegante inglés que ordenó que se preparara una nueva expedición francesa. El mando de esta expedición se le confió a Jean-François de Galaup, conde de La Pérouse. La expedición pudo organizarse al firmarse la Paz de Versalles, que puso fin a la guerra de independencia de los Estados Unidos, en la cual habían tomado parte Francia y España. El objetivo era llenar las lagunas que aún quedaban en el conocimiento del Pacífico, aunque el mismo La Pérouse comenta: “Cook ha hecho tanto que no me ha dejado otro papel que el de admirador de sus obras”. La expedición fue preparada con gran cuidado ya que aparte del descubrimiento geográfico tenía por objeto igualar las hazañas de los ingleses en el mar y preparar para Francia, que salía de la guerra con una enorme marina ociosa, el camino hacia el Pacífico y la pesca de la ballena. Las instrucciones detalladas fueron preparadas por la corte, por la Academia de Ciencias y por la Real Sociedad de Medicina, tratando de no dejar detalle alguno, al extremo que cuando se le entregaron a La Pérouse, el 7 de febrero de 1778, formaban un tomo de más de 400 páginas. El rey pedía: “Su Majestad consideraría como uno de los éxitos más brillantes de la expedición que ésta pudiera terminarse sin que costara la vida a un solo
hombre”. Los deseos del rey no fueron cumplidos. La expedición debería recorrer nuevamente el Pacífico austral, proseguir la exploración de las islas tropicales, así como de la costa de Asia, las islas de Yeso en Japón y la costa americana en el norte, buscando cuidadosamente los sitios donde se pudieran establecer factorías para el comercio de pieles y donde abundaran las ballenas, las focas o las nutrias. También debería investigar las condiciones del comercio de pieles en China. La expedición zarparía en dos fragatas nuevas, especialmente construidas para el viaje, la Astrolabe y la Boussole, con su complemento, muy amplio por cierto, de naturalistas, geólogos, astrónomos, geógrafos y pintores. Era indudablemente la expedición mejor equipada, desde el punto de vista científico, que hubiera salido de Europa. La Pérouse dobló el cabo de Hornos y llegó a la isla de Pascua, donde hizo un reconocimiento bastante amplio, sobre todo de los extraños monumentos de piedra. De allí, sin tocar en Tahití como había sido su primera intención, se dirigió a Hawai y a la costa de Norteamérica, donde reconoció el monte San Elías, descubierto por Behring. Allí sufrió la primera tragedia. Al explorar una barra con las balleneras, dos de ellas naufragaron y perecieron 21 hombres. La Pérouse mandó erigir un monumento en la isla que llamó de Cenotafio, con una inscripción alusiva a esta tragedia. De allí zarpó hacia el sur, hasta Monterrey, en el virreinato de la Nueva España, y de ese punto cruzó el Pacífico, tocó en las Marianas y llegó a Cantón a investigar el mercado de pieles. De allí tomó de nuevo el rumbo norte hasta Kamchatka, explorando el mar de Japón, Formosa y Corea. Desde Petropavslovsk envió al oficial Lesseps, por tierra, vía Siberia y Rusia, con un relato pormenorizado de sus trabajos. Lesseps salió en septiembre de 1787 y en octubre del año siguiente llegó a Versalles. La Pérouse siguió su viaje hacia el sur, para reconocer las costas de Australia; al llegar al actual Sidney tuvo la sorpresa de encontrarse una flota inglesa que llevaba a 700 penados, con sus mujeres y sus hijos, para establecer una colonia penal. Pero antes de llegar a Australia una segunda tragedia ensombreció el ánimo de los franceses. En Samas, mientras trataban pacíficamente en la playa con los naturales, fueron atacados de golpe. Allí murieron el comandante de la Boussole, Fleuriot de Langle, y el naturalista Lamanon, junto con nueve marinos. En Sidney La Pérouse confió al comandante inglés un informe para Francia, en el cual decía:
Me dirijo a las islas de los Amigos y voy a cumplir todo lo que me ha sido ordenado en relación con la parte meridional de la Nueva Caledonia […] Haré una visita durante el mes de septiembre y una parte de octubre al golfo de Carpentaria y toda la costa occidental de Nueva Holanda, hasta la tierra de Van Diemen [Tasmania], pero de modo que me sea posible remontar hacia el norte lo bastante temprano para llegar a la isla de Francia a comienzos de diciembre.
Salió de Sidney con sus dos naves y 200 hombres a bordo y no se volvió a saber de él. Luego volveremos a hablar de los muchos hombres que salieron a buscarlo en la inmensidad del Pacífico, para detenernos a ver quiénes eran esos ingleses que encontró La Pérouse en Sidney. Con la independencia de los Estados Unidos, reconocida por Inglaterra en el Tratado de Versalles, muchos americanos que se habían conservado leales a Jorge III se vieron en la necesidad de emigrar. Más de 50 000 fueron a Canadá y a la Nueva Escocia, pero una gran parte pasó a Londres, donde se hizo aún más grave el problema de la congestión humana y de la miseria. Por otra parte, la justicia inglesa acostumbraba enviar a los prisioneros como deportados a América y de pronto ya no tuvo sitio al cual remitirlos. Las cárceles inglesas se abarrotaron de criminales; en el Támesis se anclaron gran cantidad de barcos viejos, convertidos en pontones, para albergar más prisioneros, pero aun así la situación era imposible. Se decía que había más de 100 000 personas en Inglaterra que habían sido sentenciadas a la deportación y no había dónde enviarlas. Se hicieron algunos experimentos en las costas de África, pero el clima resultó demasiado insalubre. En esta situación, sir Joseph Banks sugirió al comité de la Cámara de los Comunes que tenía a su cargo el estudio de la situación de las prisiones, que se hiciera un penal en la Nueva Holanda, precisamente en Botany Bay, que había visitado y estudiado con Cook en su primer viaje. Otro compañero de Cook, el corso Jaime María Matra, sugirió a su vez que se colonizara Botany Bay y la Nueva Holanda con los desalojados colonos de Norteamérica y logró interesar en el proyecto a lord Sidney. Finalmente, el rey anunció en su discurso al Parlamento, en 1787, que ya estaba en pie un plan para transportar a algunos prisioneros a la Nueva Holanda. Una de las ventajas que veía lord Sidney, el ministro encargado de resolver el problema de los prisioneros, era que debido a la gran distancia que había entre esas tierras e Inglaterra resultaba completamente seguro que no regresarían a su patria y se dispondría de ellos para siempre. Tanto Sidney como Pitt, que entonces era el primer ministro, no tuvieron la menor noción
de que iban a crear una nación nueva y enorme al sur del ecuador. A la zona de la costa oriental, donde se conocían Botany Bay y Endeavour Bay, se le puso por nombre Nueva Gales del Sur. Muchos marinos creían que entre la Nueva Gales del Sur y la Nueva Holanda había un brazo de mar que las separaba, así que las fronteras de la nueva colonia se marcaron desde la tierra de Van Diemen hasta el cabo York y debía extenderse al oeste hasta los 135° de longitud. El 13 de mayo de 1787 zarpó la que ha dado en llamarse Primera Flota, al mando del capitán de marina Arthur Phillip, primer gobernador de la Nueva Gales del Sur. Lo acompañaban dos barcos de guerra, seis transportes y tres barcos con bastimentos y materiales para construir la nueva colonia penal. Iban a bordo más de 1 000 personas, de las cuales 717 eran prisioneros y prisioneras en número de 200. El 18 de enero de 1788 llegaron a Botany Bay y, al inspeccionarla, Phillip se convenció de que era un sitio inadecuado para la fundación que trataba de hacer, dado lo abierto de la bahía y la pobreza del suelo. Así que buscó más al norte y encontró la bahía de Jackson que Cook había señalado en su mapa, pero no había investigado. Allí encontró Phillip una rada profunda con un río de agua dulce y resolvió fundar allí. A la bahía le puso el nombre del organizador de la expedición, lord Sidney, que posteriormente ostentaría la más grande ciudad de Australia. Mientras sucedían estos hechos que en esos tiempos se consideraban sin mayor importancia, muchos marinos se lanzaron, como ya hemos dicho, a la búsqueda de La Pérouse. En 1789 el italiano al servicio de España, Alejandro Malaspina, recibió la orden de cooperar con los franceses en la búsqueda. Con dos fragatas, la Descubierta y la Atrevida, recorrió y planificó cuidadosamente toda la costa norte del Pacífico en su lado americano y llevó a cabo estudios importantes en el glacial del monte Elías que lleva su nombre. Luego, desde Acapulco, cruzó el océano hasta Filipinas, rectificando científicamente la ruta del galeón, y de allí, a Nueva Zelanda, en un intento de seguir la ruta que había trazado el navegante francés. En 1795 regresó a Cádiz sin hallar huella alguna de La Pérouse, pero con nuevos conocimientos acerca del Pacífico. Los franceses, aún en plena revolución, enviaron dos barcos de línea para que buscaran a La Pérouse. Fueron éstos la Recherche y la Esperança al mando de Bruni d’Entrecasteaux y Huon de Kermadec como segundo. En marzo de 1792 llegaban a Tasmania y reconocían sus costas, para luego entrar al mar de Tasmania e iniciar la búsqueda, casi isla por isla. En ninguna
de ellas encontraron noticias acerca de la Astrolabe y la Boussole. El germen de las luchas sociales de Francia había sido llevado por los barcos y pronto se formaron dos partidos entre los tripulantes: el de los aristócratas, dirigidos por d’Entrecasteaux, y el de los jacobinos, exaltados por un canónigo revolucionario, especie de Fouché marino. Para calmar a su gente y rehacerse de los daños del escorbuto que había aparecido a bordo el capitán fue a las Molucas y, después de descansar allí un tiempo y recibir ayuda de los holandeses, zarpó de nuevo hacia Tasmania, siguiendo toda la costa de Australia, sin encontrar lo que buscaba. Llegó de nuevo a la boca del río Derwent, en Tasmania, el mismo día en que era guillotinado en París Luis XVI, el 21 de enero de 1793. De allí cruzó a las islas Tonga, donde oyó hablar de que dos barcos habían cruzado por el archipiélago y que bien podían ser los que buscaba. Allí murió el capitán Kermadec y d’Entrecasteaux insistió en la búsqueda y puso proa hacia la isla de Santa Cruz de Mendaña, que La Pérouse había mencionado en su itinerario. Casi al llegar a ella, murió también. El mando recayó sobre Auribeau, quien resolvió pasar a Surabaya, en las Indias Holandesas, para restablecer a su gente. Allí se enteraron de los sucesos de Francia y Auribeau se negó a reconocer al gobierno regicida, con lo cual los holandeses incautaron los dos navíos y despacharon a los tripulantes a Holanda. En el camino el barco fue sorprendido por un crucero inglés y los franceses fueron llevados a Londres. Por esas mismas fechas un marino francés, Étienne Marchand, en un mercante francés contratado por una compañía marsellesa, dio la vuelta al mundo sin incidentes de ninguna especie. Su objetivo era explorar las posibilidades del comercio de pieles con China, a beneficio de sus patrones. Estuvo en Hawai y Macao, y terminó su recorrido en poco más de 600 días. El trágico final de La Pérouse quedó aún en el misterio, hasta que en 1827 un aventurero inglés, Peter Dillon, comerciante en sándalo y nácar en las islas del mar del Sur, encontró huellas palpables del naufragio de los dos barcos en el atolón de Vanikorom, cerca de la isla de Santa Cruz. Dillon recogió algunos objetos de la Astrolabe, así como la empuñadura de una espada que, afirmaba, era de La Pérouse, y que donó a la Academia de Ciencias de París. Al año siguiente, el navegante francés Dumont d’Urville constató la verdad del descubrimiento. Los papeles de La Pérouse se editaron en París en dos lujosos volúmenes y tuvieron considerable éxito. Ya hemos visto cómo Inglaterra empezó a aprovecharse de los datos recogidos por sus navegantes en el Pacífico al fundar la colonia penal en
Australia. Las calidades que el doctor Solander y Joseph Banks encontraran en el árbol del pan hicieron que el gobierno pensara en la posibilidad de llevar esta planta a las Antillas inglesas y lograr así un alimento sano y económico para los esclavos negros de las plantaciones de azúcar. Para ello se comisionó a uno de los compañeros de Cook, el capitán William Bligh, para que fuera con algunos naturalistas a Tahití, recogiera plantas ya nacidas del árbol del pan y las llevara, por la vía del cabo de Hornos, hasta Jamaica. Se le dio el barco Bounty, transporte armado, y como segundo de a bordo al oficial Fletcher Christian. La historia del Bounty y el motín en que terminó el viaje, con sus extraordinarias consecuencias, han incendiado la imaginación más de los novelistas que de los historiadores. En la versión conocida de todos Bligh era un tirano insoportable, de refinada crueldad, y Christian y sus hombres eran unos corderos. La verdad no es exactamente ésa. Cierto es que Bligh no parece haber sido un jefe que se granjeara el afecto de sus hombres, como lo había sido Cook, su maestro, pero no era ni más duro ni más cruel que cualquier capitán de la marina inglesa de esos tiempos. Los marineros del Bounty tuvieron que permanecer en Tahití durante cinco meses, el tiempo más largo que hubiera estado allí un europeo. En esos meses, muchos hombres se unieron a mujeres tahitianas y empezaron a saborear a fondo la vida fácil de las islas. Bligh, mientras tanto, había reanudado su amistad con los jefes locales y aceleraba la siembra de las semillas que, ya en macetas pequeñas, se iban colocando en la gran cámara de popa. Cuando fue necesario partir, los hombres no pudieron soportar la idea de separarse de sus mujeres y de esa isla semejante al paraíso, si se compara con la dureza de la vida a bordo. Bligh no entendía esos sentimentalismos y creía firmemente en la disciplina implantada con el látigo, como se le había enseñado en la marina. Christian y un grupo de oficiales y marinos se amotinaron a los pocos días de haber zarpado, apresaron a Bligh y se hicieron dueños del barco. Bligh, con algunos hombres que quisieron seguirlo, fue abandonado en alta mar, en una de las lanchas abiertas, con una brújula, algo de agua y escasos víveres. Christian y sus compañeros estaban seguros de que nunca llegarían a tierra civilizada. Una vez liberados de Bligh, los amotinados pusieron proa a Tahití, donde se quedaron algún tiempo, pero Christian sabía que la marina real inglesa tenía el brazo largo, lo mismo que la memoria y que tarde o temprano vendrían en busca de ellos. Así, con algunos tahitianos y unas mujeres, resolvió con un grupo buscar una isla desconocida en la cual refugiarse.
Encontraron la isla Pitcairn, tal vez la San Pedro y San Pablo que viera Magallanes en su primer viaje, y se establecieron allí. Otros marinos y oficiales quedaron en Tahití. Mientras tanto, Bligh y sus hombres llevaron a cabo la increíble hazaña de navegar desde el sitio del motín en la mitad del Pacífico hasta las Indias Holandesas en la lancha abierta, casi sin víveres y sin agua. De allí Bligh pasó a Inglaterra a acusar a los amotinados. Inmediatamente se envió al Pandora para arrestar a los amotinados que, con justa razón, se suponía estaban en Tahití. El Pandora llevó a cabo el viaje y entregó a los amotinados que se habían quedado en Tahití en manos del almirantazgo, para que fueran juzgados. Mientras tanto se comisionó a Bligh, en 1792, para que fuera de nuevo a recoger árbol del pan a Tahití. En esa ocasión, con dos barcos llevó a cabo felizmente su misión. Los hombres que con Fletcher Christian se refugiaron en la isla de Pitcairn se vieron pronto en dificultades. Por una parte, no había las suficientes mujeres para todos; por la otra, pronto se estableció una rivalidad entre los ingleses y los tahitianos que desembocó en una matanza en la cual sólo quedó con vida el carpintero Adams, con las mujeres y los niños. Muchos años más tarde la isla fue descubierta por un ballenero y la noticia de esa extraña sociedad de mujeres y jóvenes, con un solo hombre viejo, voló por Europa. Más tarde Bligh fue nombrado gobernador de la Nueva Gales del Sur y de nuevo tuvo que enfrentarse a un motín de sus tropas por haber querido implantar cierto orden administrativo en la nueva colonia y una mayor justicia en la repartición de alimentos. Los amotinados lo despacharon a Londres, donde volvió a ingresar en la marina. Antes se había cubierto de gloria, en la batalla de Copenhague, a las órdenes del almirante Horatio Nelson. Es interesante observar que en su último viaje a Tahití ya Bligh puede observar cómo la sociedad polinesia, al contacto con los europeos, tanto navegantes como científicos y balleneros, empieza a degenerar. Observa que se ha regado por la isla el vicio del alcohol y que los tahitianos empiezan a vestirse con las ropas viejas de los marinos, mientras que las mujeres, apenas llega un barco a sus playas, se dedican franca y abiertamente a la prostitución, como medio para conseguir esas cosas nuevas que aportan los europeos. El último gran viaje de exploración del Pacífico en el siglo XVIII lo llevó a cabo otro discípulo de Cook, George Vancouver, quien salió de Falmouth en abril de 1791. Cruzó el Pacífico desde Tasmania hasta lo que ahora es la
Columbia Británica en el Canadá, tocando Tahití y las islas Hawai. En la boca del río Vancouver y en la isla que también lleva su nombre se encontró con el marino español Bodega y Cuadra para dirimir una vieja cuestión de límites. De esta entrevista surgió la posesión inglesa de lo que ahora es la ciudad de Vancouver y se fijaron los límites para la expansión de la infiltración de los peleteros rusos en los que actualmente tiene el estado de Alaska al sur, en su frontera con el Canadá.
CAPÍTULO XII
Expansión marítima de Occidente. Factores de cambio en el estatus del Pacífico. Modificación de la importancia comercial de las colonias asiáticas en Europa. China y el Asia sudoriental. Japón. Expansión norteamericana en el Pacífico. Independencia de México. Sidney, en la Nueva Holanda. Tasmania. Nueva Zelanda. Entrada tardía de Francia a la carrera expansionista en Asia. CON LA EXCEPCIÓN de las conquistas hispánicas en América, en los primeros 300 años de la gran expansión de Occidente en el mundo, desde Silvio Eanes y Diego Cão hasta Cook y Vancouver, ésta había tenido un aspecto netamente marítimo. Se habían explorado y establecido rutas de comercio y fundado factorías costeras, siguiendo los tradicionales sistemas del islam y, posteriormente, de Portugal y de Holanda. El mismo Imperio español en América estaba constituido, en su mayor parte, con la excepción de la Nueva España, por la periferia del continente. Todo el centro de Sudamérica, ya fuera en la zona portuguesa o en la española, seguía siendo, si no completamente desconocido, por lo menos prácticamente despoblado, así como las enormes regiones del norte de la Nueva España. Esta conquista periférica de Sudamérica aún pesa en la historia de las naciones de ese continente. En África se repetía el mismo fenómeno, ya que aunque las costas eran perfectamente conocidas, el interior era totalmente ignorado, al extremo de que hasta más allá de la mitad del siglo XIX se desconocían las fuentes del Nilo y los lagos del centro de África. En Asia privaba la misma situación: por el sur se conocían todas las costas y había ciudades europeas fundadas en ellas, como Goa, Bombay, Calcuta, Madrás, Colombo, Malaca, Batavia, Macao o Manila, pero el interior era un misterio para el europeo. Sólo los rusos habían llevado a cabo un avance terrestre por Siberia, pero ellos mismos no conocían las mesetas del Himalaya ni el corazón del gran Imperio
chino. En Australia o Nueva Holanda la situación era aún más clara, ya que sólo se habían visitado algunos puntos de la costa, pero sin entrar al centro, ni siquiera en mínimas excursiones exploratorias. En cambio, al finalizar el siglo XVIII, ya los mares de la Tierra no guardaban secreto alguno para los marinos europeos y el océano Pacífico había sido navegado casi en su totalidad, cruzado en todos sentidos y sus principales características fijadas en los mapas. Se habían estudiado, junto con sus formas geográficas, las razas que lo habitaban, la flora, la fauna, el clima, los posibles productos. Seguramente al terminar el siglo XVIII se sabía más acerca del lejano Pacífico y sus islas que acerca de la cercana África negra o de Arabia. Mucho más conocida era la isla de Tahití, descubierta unos cuantos años antes, que la cuenca del río Níger, explorada por primera vez en el siglo XV. Podemos hallar una de las causas de este fenómeno histórico en el hecho de que, por haber descubierto América y firmado el Tratado de Tordesillas, España, que era el único país con ambiciones de conquista total, se vio obligada a volcarse sobre el Nuevo Mundo sin tocar tierras africanas. Siguiendo esta corriente, Portugal, que no había intentado penetraciones profundas en Asia y en África, intentó en el Brasil una acción semejante a la española, pero sin poder alejarse mucho de la costa atlántica debido a las dificultades del clima y la selva de la gran cuenca amazónica, que no se prestaba para la colonización. Holanda, como ya hemos visto, con su programa de expansión sujeto a la Compañía de las Indias Orientales, o la Kompanie, como se le llamaba generalmente, no buscaba extensiones territoriales, sino sólo factorías donde comerciar y fortalezas desde las cuales defender sus rutas de comercio. Por su parte, Inglaterra, en Asia, se veía limitada también en su expansión por el monopolio concedido a la East India Company. Debido a su hábil administración y a su constancia, esta compañía había logrado que el dominio inglés en la India se convirtiera en el Dominio Inglés de la India, como tan hábilmente lo expresa el historiador Spear. Según él, en 1818 la East India Company poseía como propias 553 000 millas cuadradas en la India y dominaba, a través de los señores nativos sujetos a ella, otras 590 000, quedando tan sólo unas 127 000 por conquistarse. En cuanto a habitantes, 87 millones de personas vivían en el área de la compañía y sólo 30 millones en el resto de la península. En 1848, cuando termina la concesión de monopolio de la compañía, y la corona inglesa nombra al primer gobernador general, lord Dalhousie, ya se ha
ocupado también el Sindh y se inicia la ocupación militar y administrativa de Afganistán. En América, Inglaterra le había arrebatado a Francia las provincias del Canadá, para perder, poco más tarde, las 13 colonias que se independizan con el nombre de Estados Unidos de América. Pero al suceder la independencia de las colonias, la penetración en el territorio de América ha sido mínima y escasamente se ha podido llegar a lo que entonces se llamaba el “lejano Oeste”, en las márgenes del río Ohio. Además, poseía algunas de las islas del Caribe, la Ciudad del Cabo en el extremo sur de África, como estación para sus barcos, así como la isla de Santa Helena y algunas fortalezas en las costas africanas. Posteriormente veremos su expansión hacia el Pacífico por el lado asiático, pero es conveniente señalar que ya en el siglo XVIII Vancouver había tomado posesión, a nombre de Inglaterra, de la isla que ahora lleva su nombre, para que los mercaderes ingleses pudieran irrumpir en el tráfico de pieles, monopolizado hasta entonces por los rusos. Rusia, como ya hemos visto, se había extendido en dirección al Gran Océano por todo el norte de Asia y desde principios del siglo XVIII había fundado en Kamchatka. Petropavslovsk y sus cazadores y mercaderes de pieles se habían extendido hasta Alaska y descendido por la costa hasta llegar a la actual bahía de San Francisco en California, donde habían sido detenidos tanto por el avance español hacia el norte como por las gestiones inglesas. Pero a pesar de la extensión extraordinaria de su ruta terrestre de comercio, desde Kamchatka hasta Moscú y de la bastante intensa colonización de Siberia, los rusos no parecen haber intentado siquiera una colonización en forma en tierras americanas, conformándose con puestos de comercio y algunas fortalezas donde proteger sus mercaderías así como sus naves. Al terminar el siglo XVIII, como hemos visto, los exploradores de Europa habían descubierto todo el Pacífico habitable, pero durante muchos años, casi 100, no se ocuparon en tomar posesión de las islas de la Polinesia y de la Micronesia, aunque no faltaron navegantes que tomaran formalmente posesión a nombre de sus monarcas, como el caso que hemos visto de Bonaechea y de Cook en Tahití, o el caso de Vancouver en la isla que lleva su nombre. Por una parte, a pesar de lo pintoresco de las islas, no había en ellas, al parecer, riquezas fácilmente transportables que tentaran la codicia de los gobiernos europeos. Ya hemos visto cómo Cook veía la necesidad de sostener un comercio, por lo menos cada dos o tres años, con la Polinesia, no en beneficio de los mercaderes europeos sino de los naturales, lo cual parece indicar que no veía provecho alguno en dicho tráfico. Por otra parte, la guerra
de independencia de los Estados Unidos, la Revolución francesa e inmediatamente después las guerras napoleónicas, concentraron la atención de Europa. Inglaterra, ya dueña de los mares, no podía distraer su flota del bloqueo europeo ni sus hombres en nuevas empresas colonizadoras. España, dueña de la mayor parte de las costas del Pacífico y que había intentado unos cuantos años antes una nueva expansión, se encontraba también sin flotas suficientes para nuevas empresas y, después de la invasión de Napoleón, sin posibilidades de nuevas conquistas. Francia había quedado virtualmente cercada en Europa, y Holanda, ocupada por las fuerzas francesas, se veía en la necesidad de permitir que los ingleses administraran algunas de sus colonias. Así, en esa época era imposible soñar en una acción de los Estados sobre el Pacífico. Por lo tanto, con muy pequeñas diferencias que veremos más tarde, debido a su posterior importancia en la historia, toda el área del Gran Océano parecía no haberse modificado grandemente, a pesar de las exploraciones del siglo anterior. Rusia seguía su avance hacia el sur por las costas americanas, fundando factorías de traficantes en pieles y llevando a cabo una cierta labor misional. El Imperio español parecía no haber sufrido en nada. Las costas hispánicas en el Pacífico se seguían extendiendo desde Alaska, por lo menos en nombre, hasta el cabo de Hornos. Los virreinatos vivían en aparente calma y al otro lado del océano la Gobernación de Filipinas después de la breve ocupación inglesa recobraba su ritmo de vida, bajo la sabia administración de Simón de Anda. Se habían ocupado las islas Marianas y algunas de las Carolinas, pero sólo había un establecimiento permanente en Guam, donde se reavituallaba el Galeón de Manila que seguía su ya dos veces centenario tráfico. Claro está que el comercio del galeón se había modificado hasta cierto punto y las principales mercancías ya no provenían de China sino de la India y se integraban especialmente con telas de algodón. Pero dentro de esta aparente calma del Imperio español surgían muchos factores que en muy poco tiempo habrían de modificar totalmente el estatus del Pacífico. Por una parte, aunque en las leyes se conservaba la idea del mare clausum hispaniorum, ya no era posible sostenerlo en la práctica. La misma Casa de los Borbones había abierto muchos de sus puertos a las naves francesas y, fuera o no legal, muchas otras comerciaban abiertamente con las ciudades españolas. La misma España había roto el monopolio del Galeón de Manila al ordenar el viaje de la fragata El Buen Consejo, directamente de
Cádiz a Manila, por la ruta del cabo de Buena Esperanza y ya los comerciantes de Manila veían nerviosamente el necesario fin de la línea del galeón de Acapulco. El puerto de Manila no sería oficialmente abierto al comercio mundial hasta el segundo cuarto del siglo XIX, pero ya desde antes de 1800 vemos al barco Astrea, a los 164 días de haber salido de Salem, en los Estados Unidos, anclar en Cavite e iniciar tratos de comercio. Por el diario del capitán Nathaniel Bowditch, quien estuvo en Manila en 1796, sabemos que había en la rada de Cavite naves de varias naciones, entre otras una sueca. También sabemos que antes del viaje del Astrea, considerado por varios historiadores como el primer barco norteamericano en Manila, ya habían hecho el viaje, por lo menos el Hope y el Abigail de Providence, así como el Theodosia de Boston. Igualmente, tenemos conocimiento de gran cantidad de naves extranjeras que tocaban regularmente los puertos sudamericanos, ya fuera para avituallarse o para comerciar. Por otra parte, desde la expedición de La Condamine al Ecuador, el pensamiento colonial de los criollos se había empezado a modificar. A la expulsión de los jesuitas siguió un intenso trabajo de éstos, desde su retiro en Italia, en Pistoya, para crear el espíritu que pudiéramos llamar nacionalista entre los criollos. Hombres como Landívar o Clavijero resucitaban las glorias del americano; otros, como Vizcardo, los incitaban francamente, como en su famosa carta, a la rebelión en contra de España. Además de esto, las teorías del Enciclopedismo y de la Revolución francesa, llevadas en muchos casos por los marinos extranjeros, hacían su efecto en el inquieto ánimo de los criollos ricos, separados por los peninsulares de toda actividad política, pero formando ya parte de los nuevos ejércitos americanos. La independencia de los Estados Unidos y la de Haití sirvieron para avivar más la hoguera de la rebeldía en hombres como Francisco de Miranda. En las Filipinas, después de la ocupación inglesa, la transformación se fue acentuando. La creación de la Real Compañía de Filipinas para el comercio directo de estas islas con España y las costas sudamericanas cambió el sistema monopolista del galeón. Había nacido para España la edad de las compañías y se había fundado una gran cantidad de ellas, desde la famosa Bilbaína creada en 1746. En 1781 se estableció formalmente, bajo los auspicios del gobernador don José Basca y Vargas, la Sociedad Económica de Filipinas, cuyo objetivo era modificar sustancialmente toda la economía de la colonia. Hasta esa fecha Manila había sido una factoría de comercio y el resto de la tierra había quedado en manos de los naturales o, en algunos
casos, de las órdenes religiosas; ahora se pretendía que los españoles se ocuparan activamente en desarrollar la agricultura, la minería y la industria y que no siguieran viviendo exclusivamente del comercio con México. Para ello también se dictaminó que 4% de las utilidades de la Real Compañía de Filipinas se destinara al desarrollo de la agricultura y la minería. Desgraciadamente los productos de Filipinas no encontraban fácil venta en España, donde debían competir con los más cercanos y económicos de América, así que la misma Real Compañía tuvo que dedicarse al transporte de mercancías de China y de la India. Como no tenía barcos suficientes para ello, en 1789 la corona dio un permiso por tres años para que barcos extranjeros pudieran desembarcar en Manila productos asiáticos, permiso que fue prolongado sin nueva legislación, al parecer hasta la apertura definitiva del puerto en 1837. Aparentemente, con esa autorización para barcos extranjeros que transportaran productos asiáticos se abrió la puerta a todos los barcos, y es difícil comprender cómo el cargamento de compases y sombreros norteamericanos del Astrea, en el que Nathaniel Bowditch era sobrecargo, podía considerarse proveniente de Asia. Cuando en 1810 se inicia la rebelión en los virreinatos de América surge un nuevo factor de cambio en toda el área del Pacífico debido a la presencia de ejércitos peninsulares. Hasta esa fecha los ejércitos en Filipinas se componían de soldados mexicanos, llamados por los filipinos con el nombre náhuatl de “guachinangos”, y algunos regimientos nativos, como los de Pampanga. Uno de los oficiales de Mindanao, capitán de las fortalezas de Zamboanga, era nada menos que Juan de San Martín, hermano de José, el libertador de Argentina y Chile, quien tuvo que retirarse de su cargo y regresar a España. La influencia de los movimientos libertarios en Hispanoamérica repercutió en Filipinas con el primer brote verdaderamente libertario del capitán Alfredo Novales, quien logró adueñarse por un día del fuerte Santiago y proclamarse, a la manera napoleónica, emperador de las islas Filipinas. Fue rápidamente derrotado por los españoles y sus aliados pampangos y fusilado en la plaza mayor de Manila. Así vemos cómo el Imperio español, aunque hasta 1810 parecía conservarse intacto, empezaba a resquebrajarse por todas partes y había desaparecido como una fuerza en el Pacífico en 1830. Portugal, perdidas las Molucas y su comercio con el Japón, conservaba sólo la ciudad de Macao, en la entrada del río de Cantón, pero como China había abierto esta ciudad al comercio con Occidente, su importancia había
decrecido enormemente y eran pocas las naves que tocaban en ella para comerciar. Holanda había sufrido gravemente en las guerras contra la República francesa y posteriormente en las napoleónicas, y su decadencia se reflejaba en las actividades de la Kompanie. Cuando la madre patria fue ocupada por los ejércitos revolucionarios de Francia, la Real Compañía de las Indias Orientales tuvo que permitir a Inglaterra que ocupara la mayor parte de sus factorías para defenderlas contra los ataques de los señores nativos, envalentonados por la decadencia de los invasores, así como de los posibles ataques de los barcos de la República francesa. Los señores malayos se hicieron más fuertes y volvió a imperar la piratería en los estrechos de Malaca y en el mar de China, y en una ocasión la misma ciudad de Malaca estuvo a punto de caer en manos de los malayos musulmanes. Mientras tanto se conservaba el comercio entre Batavia y el Japón, en el puerto de Deshima, en condiciones bastante humillantes para los holandeses. Cada año los factores de Deshima debían ir a Tokio a rendir una especie de vasallaje ante el shogún. Para que no pudieran entrar en contacto con el pueblo japonés se les llevaba por caminos apartados, se les aposentaba en mesones especiales y se les prohibía hablar con la gente. Una vez en Yedo entregaban al shogún sus regalos y tenían la obligación de divertirlo, así como a las damas de la corte, escondidas tras de mamparas, con actuaciones ridículas. En una ocasión el shogún obligó a dos de los factores a que se besaran, para ver qué era eso del beso, cosa que hizo reír mucho a las damas ocultas tras los biombos. A pesar de todos estos inconvenientes, el comercio con el Japón rendía tan buenos frutos que los holandeses seguían practicándolo y era el único contacto con el Imperio del Sol Naciente. Inglaterra, por su parte, ya firmemente establecida en la India, iniciaba un fuerte comercio con China, pero la East India Company tropezaba constantemente con la dificultad de que los mercaderes chinos aceptaban de mala gana los productos de Europa y de que la ruta para llegar de Madrás o Calcuta a Cantón estaba en poder de los señores malayos o de los holandeses. Para esas fechas los productos chinos más codiciados en Europa no eran sólo las tradicionales sedas y las porcelanas, sino el té, que había invadido los salones de Europa y se había convertido en una necesidad para los ingleses. Para pagar estos productos no bastaban los artículos elaborados de Inglaterra, que tenían poca demanda en el Imperio del Medio, y la compañía no estaba en posibilidad, como los españoles de Manila, de pagar con plata contante y
sonante. Así, la compañía encontró un nuevo artículo de comercio, que habría de traer graves repercusiones en el Oriente: el opio. Para proteger la ruta a China, la compañía pensó varias veces en establecerse en los estrechos de Malaca. Durante un tiempo, hasta el final de las guerras napoleónicas, los ingleses dominaron prácticamente Malaca y, desde 1771, ya el sultán de Kedah había pedido a un agente de la compañía, el capitán Francis Light, que ésta lo protegiera de sus enemigos y a cambio le cedería la isla de Penang. En esa fecha la compañía no se interesó por el asunto, calculando que la ocupación y el sostenimiento de la isla serían demasiado costosos, pero 15 años más tarde cambió de parecer y el mismo Light se establecía en la isla, que bautizó con el nombre de isla del Príncipe de Gales. En 1819 Raffles funda la ciudad de Singapur, para hacerle la competencia a Malaca y, por fin, en 1824, Holanda cede Malaca a Inglaterra que queda, desde ese momento, firmemente establecida en los estrechos y con una ruta asegurada para China. El mismo año de la fundación de Singapur se envía la misión fracasada de lord Amherst a Pekín, para tratar de abrir más puertos y buscar nuevas posibilidades de comercio. Para esas fechas se empezaba a modificar en Europa la importancia comercial de las colonias asiáticas. En sus orígenes habían sido fuentes de productos que no existían en Occidente, como las sedas, las porcelanas, etc., pero la incipiente Revolución industrial de Inglaterra, sobre todo, empezaba a modificar radicalmente ese criterio. Aunque los artículos de Asia seguían interesando en los mercados londinenses, sobre todo el té, las colonias empezaban a adquirir mayor importancia como mercados para los productos de la industria y como suministradoras de materias primas para sostenerla. La India, debido a su enorme población, se convertía automáticamente en un mercado extraordinario para las manufacturas inglesas, y China era, sin duda, el mercado potencial de mayor magnitud, si es que se lograba penetrar en el cerco puesto por sus emperadores. El cambio en las formas de comercio se observa claramente en la India y resulta ruinoso para esta nación. Según R. C. Dutt, Daca, en la Bengala oriental, exporta tres millones de rupias de hilados a Inglaterra en 1787, pero ya en 1817 sólo exporta algodón en pacas pero nada tejido. Las exportaciones de algodón de Calcuta, que eran en 1802 de 2 000 pacas, suben para 1818 a 127 000, pero los bultos de tejidos corrientes, que fueron en el primer año 14 800, han descendido en la segunda fecha a 1 666. Así, Inglaterra y la compañía ya no buscan sólo factorías donde reunir productos del país, sino zonas pobladas y ricas en las cuales puedan
introducir las manufacturas de Manchester, Liverpool y Londres, y rutas para llegar seguramente a esas zonas. Con esa idea, en 1821 intentan una penetración en Vietnam, donde fracasan, al igual que habían fracasado los franceses en 1817, y en 1824 y 1825 se anexan las provincias costeras de Birmania. Después de Waterloo, Francia vuelve a aparecer en la escena del Oriente. No ha olvidado las hazañas de sus grandes navegantes, como Bougainville y La Pérouse, y busca reconstruir su dañada gloria y, sobre todo, sus finanzas en quiebra. Siguiendo por lo general la ruta de sus misioneros, trata de establecerse en Vietnam. La península, que se llamará más tarde Indochina, estaba dividida en varios reinos autónomos, dominados como ya hemos visto en ocasiones por China, en otras por el Imperio de Siam. Su sistema económico era agrícola, pero por influencia de China y, parcialmente, de la India, tenían una industria artesanal bastante desarrollada. Las porcelanas de Jiangxi y los vasos azules de Hué encuentran mercados en China, donde son grandemente apreciados. Los ríos del sistema del Mekong permiten un fácil comercio interno con arroz y azúcar para China, así como de sal, maderas y resinas. Por lo tanto, se convertían en una presa apetecible para cualquiera de las naciones europeas en camino de expansión que veían en él no sólo su potencial riqueza como mercado y productor de materias primas, sino como una puerta para la penetración a China. Con la India ocupada por los ingleses y la Indonesia por los Países Bajos era lógico que Francia lanzara sus miradas hacia Vietnam y el Imperio de Siam. En verdad, al iniciarse el siglo XIX la influencia de Occidente en China y en Asia sudoriental había disminuido, en lugar de acrecentarse. Había acabado ya el libre comercio que existiera en el siglo XVII y parte del siglo XVIII con los puertos indochinos de Tonkín y Hanoi, y en las cortes de los príncipes, tanto en Pekín como en las capitales vietnamitas, había terminado el poderoso influjo de los jesuitas. Veamos, por lo tanto, la situación del Imperio chino en esta época para poder entender lo que vendrá más tarde. El trono, a la caída de los Ming, se había consolidado bajo la dinastía Ching, de los manchúes, cuando el gran emperador Chien Lung subió al trono en 1736. Su reino duró 60 años, hasta que de acuerdo con la costumbre china abdicó en su hijo, aunque conservó el mando efectivo hasta su muerte, en 1799. Bajo su reinado los límites del imperio se extendieron más que nunca en la historia china, ocupando varios territorios en el poniente y en el sur y anexando definitivamente Manchuria y grandes partes de Mongolia.
Ante la debilidad de los reyes de Laos, Vietnam y Birmania, volvió a intervenir en los asuntos del Asia sudoriental. En lo interno, la población de China sobrepasó la fantástica cifra, para aquellos tiempos, de los 300 millones de habitantes y las ciudades crecieron desmesuradamente, muchas de ellas sobrepasando el millón de habitantes. Para sostener a la población se abrieron grandes zonas a la agricultura y se construyeron varios miles de kilómetros de canales para comunicar los sistemas fluviales y facilitar el transporte de las mercancías y los mantenimientos. Así como creció la agricultura, en las ciudades se desarrolló la industria, sobre todo la de hilados y tejidos, y el comercio interno llegó a ser de una magnitud tal que China casi no necesitaba del comercio exterior para sostenerse, con lo cual comerciar con ese país se volvía cada vez más difícil para los occidentales. Cierto es que en su tiempo florecieron nuevamente las sociedades secretas, que consideraban a la casa Ching usurpadora por ser de origen manchú, pero sus actividades fueron reprimidas. En cuanto a las relaciones con las naciones extranjeras, Chien Lung siguió la política de sus antecesores que consistía fundamentalmente en ignorar su existencia. Ya hemos visto cómo los embajadores de Inglaterra, así como los de Holanda, fueron considerados como vasallos que iban a rendir tributo y que debían hacer frente al emperador el “kotow” o acto de vasallaje. Esta costumbre, que habría de resultar ruinosa para China a la larga, tenía su origen en la idea de que, en un sentido cultural y de civilización, no existía más que el Imperio del Medio y todos los otros hombres del mundo eran bárbaros. Esta manera de pensar, que parecía tan ridícula a los europeos, quienes a su vez pensaban exactamente igual, había logrado por lo menos conservar la unidad monolítica del imperio, pero tenía el gravísimo defecto de mantener al pueblo chino completamente ajeno a todo lo exterior y, por lo tanto, no podía prepararse a resistir las presiones que las naciones occidentales, Rusia por el norte, Inglaterra, Holanda y Francia por el sur, empezaban a ejercer sobre el imperio. En cuanto a los escasos misioneros jesuitas que estaban establecidos en Pekín desde los tiempos del padre Mateo Ricci, Chien Lung los trató de la misma manera como lo habían hecho sus antecesores, empleándolos en palacio para ciertas labores técnicas, como el cuidado de los relojes y la elaboración y corrección del calendario, pero sin permitir que se incrementara el número de sacerdotes ni que se pudiera llevar a cabo una verdadera labor misional o de catequesis. Cierto es que, como veremos más adelante, Roma
había nombrado desde 1660 un obispo en Nankín, pero su labor fue prácticamente nula. Para colmo de males del mundo misional chino, la expulsión de los jesuitas de los reinos de Portugal en 1759 y de los de España en 1767, dejó a los padres de Pekín, que dependían de la Casa de Macao, sin respaldo alguno y, al llegar la orden pontificia de disolución de la Compañía de Jesús, en 1773, el golpe a las misiones chinas fue definitivo. Los jesuitas pudieron permanecer aún un tiempo en Pekín como sacerdotes seculares, pero a los 10 años, sin contar con apoyo externo alguno, se vieron obligados a entregar sus misiones y sus casas a los padres lazaristas franceses, los cuales nunca pudieron lograr el prestigio que los jesuitas habían conseguido entre la intelectualidad china. De 1796 a 1820 reinó Chia Ching y la situación interna del imperio se fue deteriorando aceleradamente, como sucedió siempre en la historia de China después de los tres o cuatro primeros emperadores de cada dinastía. Volvieron a proliferar las sociedades secretas con mucha mayor fuerza que en ningún otro tiempo, sobre todo las de “El Loto Blanco” y “Los Eternos Principios”. Esta última optaba para todo por los medios violentos de lucha; en una ocasión, mediante un golpe de mano, estuvo a punto de lograr la captura del mismo emperador. Como respuesta a la violencia interna, Chia Ching cerró aún más su imperio a todos los extranjeros y los cristianos fueron perseguidos seriamente, pero todo ello fue en vano porque ya la corrupción oficial había llegado a los más altos funcionarios y se vendían públicamente los cargos más importantes, las patentes de comercio y todo lo que se quisiera y se pudiera comprar. Esta corrupción del medio oficial chino habría de perdurar hasta el siglo XX y ser causa determinante de la caída del imperio y su expoliación por parte de los occidentales. Por su parte, Japón seguía cerrado a todo contacto con el mundo exterior, excepción hecha de los holandeses en Deshima. Antes del shogunato de los Tokugawa, Japón había sido un pueblo marítimo cuyo comercio y cuyas empresas semipiratas se extendían, como ya hemos visto, hasta las costas de China y las Filipinas, por lo menos. A principios del siglo XVII, sus juncos eran capaces de navegar hasta Acapulco y regresar a Nagasaki, pero el encierro forzoso y la prohibición hecha a los mismos japoneses, bajo pena de muerte, de salir del imperio, acabaron casi con la navegación de altura. Cuando se estudia superficialmente este largo encierro, da la impresión de ser una etapa histórica sin cambios notables internos, pero la realidad es otra. E. H. Norman, en su obra Japan’s Emergence as a Modern State, explica que ya
existía, por lo menos desde principios del siglo XIX, una agitación agraria de muy antiguas raíces que provocará varias revueltas en diferentes zonas del imperio. También los mercaderes de las grandes ciudades, tal vez debido a sus escasos contactos con los holandeses, empezaban a cobrar un sentido capitalista moderno y a protestar por las prohibiciones al comercio. Por su parte, los intelectuales empezaban a despertar a la realidad del mundo exterior y a sentir una verdadera inquietud por los adelantos tecnológicos de Occidente, así como por las nuevas formas del humanismo chino. Todas estas inquietudes habrían de preparar al pueblo japonés para el momento en que, debido a la presión norteamericana, el Japón se abrirá al comercio con el resto del mundo. Eran los antecedentes necesarios de la gran era Meiji que crearía al Japón moderno, profundamente enraizado en sus esencias tradicionales. En 1784 anclaba en el puerto de Macao un barco llamado Empress of China con una bandera que no era conocida en el puerto. Era la nueva bandera de la flamante república de los Estados Unidos de América que acababa de lograr su independencia de Inglaterra. El Empress of China había salido de Bostan y no había cruzado el océano Pacífico, sino que, doblando el cabo de Buena Esperanza, había llegado a las costas chinas para competir en el comercio del té y las sedas. Cuatro años más tarde, dos barcos de Salem, el Lady Washington y el Columbia, penetraban al Pacífico por el cabo de Hornos e inauguraban para los Estados Unidos tanto esa ruta como el comercio de pieles entre las costas de América del Norte y China. Y pasados otros cuatro años, en 1792, el capitán Gray, en el Columbia, llegaba a la desembocadura del río que bautizó, por su barco, con el nombre de Columbia y tomaba posesión de él en nombre de los Estados Unidos. Ya hemos visto cómo muy poco después los barcos americanos de Bostan, Salem, Providence y otros puertos invadían el comercio con las Filipinas y las Molucas. Esta expansión norteamericana en el Pacífico es uno de los fenómenos históricos más interesantes. Al momento de la independencia, como ya hemos visto, las 13 colonias confederadas ahora en la república de los Estados Unidos de América llegaban apenas hasta el río Ohio. En sus fronteras se agrupaban al norte los ingleses, con las tribus indias aliadas, conocidas como las siete naciones, que cerraban el paso hacia el oeste. Al sur quedaban los españoles que habían recuperado Nueva Orleans y la Florida, y tenían como aliados a los indios creeks. Internamente, la joven Unión parecía todo menos una unión. Cada una de las provincias pretendía seguir su camino
y algunas sostenían que de acuerdo con su Constitución podían extenderse hasta el mar del otro lado del continente. El Congreso, que era el único lazo de unión entre las provincias, no tenía fuerza de ninguna especie y, sobre todo, carecía de fondos. Muchos de los nuevos ciudadanos pensaban seriamente en abandonar el “oeste” del Ohio, porque se encontraba al otro lado de los montes Apalaches y se consideraba inaccesible si no era navegando el Mississippi, cerrado por las fuerzas españolas. El mismo general Washington, temeroso del retroceso en el oeste, había pasado un año reconociendo las tierras del otro lado de los Apalaches y, con clara visión, se había convencido de que la nueva república necesitaba esas tierras. Por otra parte, los emigrantes europeos seguían llegando y empujando a los pioneros, día a día, más hacia el oeste. Se estaba creando lo que más tarde se habría de llamar el “destino manifiesto” y, poco a poco, la teoría de los expansionistas se iba imponiendo y eran ya muchos los hombres que consideraban que el futuro de los Estados Unidos estaba en llegar hasta el Pacífico. John Jacob Astor de Nueva York, para competir con la Hudson Bay Company de Inglaterra en el comercio de pieles, funda su compañía e inicia tratos en Alaska y las islas Aleutianas. En 1805 el gobierno, ya con cierta fuerza y bajo el mandato de un presidente y no sólo de un Congreso, organiza la primera exploración del verdadero oeste, y Lewis y Clark logran llegar hasta el Pacífico en lo que es ahora el estado de Oregon y reclamar esas tierras para la naciente república, cuya vida aún se encuentra en peligro. Así, no es de extrañar la actitud del capitán mercante Gray al tomar posesión del río Columbia. Los Estados Unidos ya estaban resueltos, aun antes de iniciarse el siglo XIX, a dominar el continente de un mar al otro. Durante la dominación inglesa, las leyes británicas impedían a la naciente burguesía de la Nueva Inglaterra dedicarse al comercio internacional, pero una vez lograda la independencia se lanzaron por todos los mares de la Tierra e invadieron el campo de los balleneros en el Atlántico, como veremos más adelante. Las guerras originadas por la Revolución francesa y, posteriormente, por Napoleón, dejaron hasta cierto punto el campo libre a los americanos para invadir tanto la caza de la ballena como el comercio de todos los mares del mundo. En Asia los comerciantes fueron bien recibidos porque no se veía detrás de sus intentos mercantiles un intento colonizador, con lo cual pronto tomaron una posición preferente en el comercio con China. Cuando en 1812 estalló una nueva guerra entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos, los mercaderes y los balleneros americanos fueron arrojados
del Atlántico por la poderosa marina inglesa y se tuvieron que refugiar en el Pacífico. En ese mismo año, el gobierno envió la primera fuerza naval norteamericana al Gran Océano. El trabajo fue encomendado al capitán David Porter, al mando de dos barcos, el Essex y el Essex Junior; recibió la orden de doblar el cabo de Hornos y crear una base para las operaciones norteamericanas en el Mar del Sur. Porter, después de tocar Valparaíso, estableció la primera base naval norteamericana en el Pacífico en las islas Marquesas, en el valle de Te’i’i. Su misión consistía en brindar protección a los marinos americanos en esa zona y en entorpecer por todos los medios el comercio británico. Para establecer su base en tierra, Porter concertó un tratado con uno de los reyezuelos de las Marquesas, un tal Keatanui, mediante el cual los marquesinos se comprometían a proporcionar alimentos a los marinos americanos a cambio de artículos varios y de protección contra sus enemigos. Los enemigos principales de Keatanui eran los habitantes del valle de Taipí, quienes se negaban a proporcionar alimentos a los americanos. Porter organizó una expedición contra ellos, en la cual, aunque no fue derrotado, tuvo que retirarse con sus guardias marinas sin haber logrado una victoria decisiva. Esto animó más a los de Taipí, quienes empezaron a atacar abiertamente el territorio de los de Te’i’i. Porter comprendió que tenía que reparar el prestigio de sus armas si no quería que hasta sus aliados se volvieran en contra de él, así que llevó a cabo una nueva incursión por tierra, en la cual logró incendiar varios pueblos enemigos y matar un considerable número de ellos. Fue ésta la primera acción bélica de los Estados Unidos en el área del Pacífico. A pesar de la victoria sobre los de Taipí, la situación de los americanos en las Marquesas era difícil, ya que pronto se pudo comprobar que los alimentos producidos por la isla no alcanzaban para mantener a los recién llegados y a los habitantes, por lo cual, pasado un año, Porter abandonó la base. Desde esa fecha hasta que en 1847, después de la guerra con México, se estableció la gran base naval de San Francisco, hubo siempre un escuadrón naval americano en el Pacífico, cuidando de los balleneros y los mercaderes americanos, sobre todo durante las largas guerras de independencia de Hispanoamérica. Dicho escuadrón tuvo bases cambiantes, ya fuera en Valparaíso, en el Callao o en Guayaquil o Panamá. Así, a 50 años de que la Unión Americana tuviera costas y hubiera poblado las márgenes del Pacífico, ya hacía sentir su fuerza en esos mares.
El proceso de avance terrestre, que habría de seguir al marítimo, mediante el cual el pueblo norteamericano se iba acercando a las costas del Pacífico, es de una asombrosa rapidez si se tienen en cuenta las enormes distancias que habrá que salvar y los ríos, praderas y montañas que era necesario cruzar, amén de las tribus indígenas, enemigas natas de los colonos, quienes con su sola presencia ponían en peligro su sobrevivencia como grupos cazadores. Era este avance una empresa netamente privada, en la cual por lo general no intervenían las autoridades y si lo hacían era más bien con el ánimo de frenar la marcha y poner cierto orden en el caos administrativo que iban creando los pioneros en su avance. Así vemos que hasta 1766 sólo habían llegado a New River, a unos 352 kilómetros del mar. Este mínimo avance había ocupado los primeros 158 años de la vida colonial. En los siguientes nueve años avanzaron otros 352 kilómetros hasta Harrodsburg, y en los siguientes 25 años, a pesar de haber logrado su independencia y sostenido una guerra contra Inglaterra y otra contra las tribus indias, lograron avanzar unos 560 kilómetros, hasta el Missouri. Allí encontraron territorios completamente desconocidos, la pradera poblada de búfalos, surcada por ríos que llevaban de norte a sur y que por lo tanto no les servían como caminos de penetración. No quedaban para el transporte más que los caballos o los grandes carromatos tirados por bueyes. Con ellos, 45 años más tarde, llegaban a Oregon, en las costas del Pacífico. Claro está que los pioneros que lograron un avance tan espectacular y de paso la liquidación casi total de la población indígena con la cual prácticamente no hubo mestizaje, no eran la flor y nata de la cultura europea de principios del siglo XIX. Eran hombres y mujeres de muy escasa cultura, violentos, antisociales, valientes, llegando a veces a lo temerario, malos agricultores y mediocres artesanos. Como ciudadanos no respetaban autoridad alguna y como soldados ignoraban la más elemental disciplina. En las colonizaciones de este tipo, que hemos de encontrar también en Australia y Nueva Zelanda, es siempre la iniciativa privada la que obliga a los gobiernos a proceder y ordenar cuando la ocupación ya es un hecho. En este aspecto recuerdan en cierto modo a los conquistadores españoles que procedían también, por lo general, por su cuenta y solían, en lugar de pedir licencia para conquistar, informar de conquistas ya hechas. Pero había una diferencia capital: los conquistadores iban solamente acompañados por sus armas y su ambición. Los pioneros llevaban consigo a sus familias y eran, por lo tanto, grupos cerrados y unidades sociales completas. Así, el nativo no podría ser nunca un amigo, no digamos ya, como en el caso del conquistador,
un asociado a la conquista. Era irremediablemente el enemigo al que era necesario destruir. Así, toda idea de mestizaje resultaba imposible, y el pionero americano que llega a Oregon y a las costas del Pacífico no ha sido ablandado, no ha sido aindiado, como el conquistador español. Por lo tanto, su marcha, como veremos más adelante, no se va a detener en el Pacífico, que ya domina hasta cierto punto por sus empresas mercantiles y de caza de ballenas, focas y lobos marinos. Como en todo movimiento histórico netamente popular, aquel que lo estaba llevando a cabo no había oído hablar nunca de su “destino manifiesto”. Él quería tierras en las cuales vivir con la libertad que ambicionaba, no exactamente la noble libertad que predicaran Franklin o Madison, sino la libertad sin autoridades; en pocas palabras, sin gobierno. Pero el gobierno lo perseguía, lo alcanzaba y lo obligaba a nuevas migraciones. Y el gobierno iba, tras del hecho, inventando hermosas teorías, como la del “destino manifiesto”, que justificaran hasta cierto punto el avance popular. El pionero iba dejando territorios establecidos, donde se iniciaba la vida política o territorios devastados. Le daba lo mismo. Frente a él había más tierra, mucha más tierra. Y tras él estaba la presión constante de los nuevos emigrantes que llegaban en cantidades crecientes de Europa, resultado de las guerras napoleónicas, de las hambrunas provocadas por la pérdida de las cosechas de papa y de las consecuencias antihumanas de la Revolución industrial. Y la nueva república había abierto sus puertas a todos ellos y los teorizantes habían creado la tesis de que no se trataba sólo de una nación, sino de una proposición hecha a todos los hombres del mundo que ansiaban libertad. Muchas otras naciones más tarde tratarían de imitar ese sistema de inmigración, pero ninguna tendría el éxito que tuvieron los Estados Unidos en el siglo XIX. Y mientras esto sucedía en la parte norte del continente americano, en la parte sur, en el riquísimo y próspero virreinato de la Nueva España, pasaba lo contrario. Lograda la independencia de España, no se logró la paz y el acuerdo entre los habitantes de la nueva república. Estallaron en inacabable serie las guerras civiles y el criollo trató, no de buscar la mejoría del indígena y de las comunidades que aún existían en gran número, sino de ocupar el sitio del “gachupín”, del peninsular expulsado, y explotar, para su provecho, el trabajo indígena. La pujante clase mestiza intentó lo mismo. Así como el criollo había vencido al español, el mestizo podía vencer al criollo y seguir sus pasos. Las primeras provincias en sufrir esta situación fueron las
periféricas. Consumada la independencia, se perdió todo contacto con las Filipinas. Aún en 1822 y 1823 algunos marinos pretendieron seguir con el comercio de Oriente, que había sido característica típica del México virreinal, pero esos intentos, realizados desde el puerto de San Blas en Nayarit, murieron pronto. Las provincias del norte, tanto la Alta California como Texas y Santa Fe, que habían resurgido algo en tiempos de los Gálvez, empezaron a decaer nuevamente al verse desligadas del centro mexicano de acción en el altiplano central. La venta de la Luisiana y la Florida hizo que se perdiera el contacto con el Mississippi. Las miradas de los pioneros americanos se volvieron hacia Texas y lograron que el gobierno de México autorizara una emigración norteamericana que, dada la distancia y las constantes revueltas, dicho gobierno no podía ni controlar ni absorber. El resultado fue, primero, la independencia de Texas de México y, más tarde, la guerra entre México y los Estados Unidos, cuya consecuencia fue que esta nación se anexara más de la mitad del territorio mexicano. Cuando las primeras fuerzas llegaron a San Francisco, California, ya la situación del minúsculo destacamento mexicano era insostenible. Por un lado, algunos estadunidenses, marinos desertores y mercaderes, se habían establecido en varios puntos de la costa. México no tenía más apoyo que el fuerte de San Joaquín, tan débil que si se disparaban los cañones, las murallas se resquebrajaban. Los rusos traficaban con pieles abiertamente en la bahía de San Francisco, contraviniendo los tratados anteriores, y los ingleses de la Hudson Bay Company, también contra todo tratado, habían establecido una factoría en Hierba Buena, el actual San Francisco. El presidente Andrew Jackson, perfectamente informado de la situación y de las grandes ventajas que proporcionaba la bahía, ofreció comprársela a México por 3.5 millones de dólares, pero las negociaciones nunca tuvieron éxito. Para conocer más de cerca California, Jackson, con el pretexto de hacer investigaciones geográficas, envió a un oficial del ejército, John Charles Frémont, el cual al llegar en 1846 bautizó la boca de la bahía con el muy adecuado nombre que aún conserva de “Golden Gate”. Frémont, como oficial del ejército de un país amigo, no podía llevar a cabo actos contra las autoridades mexicanas, pero parece haber estado resuelto desde el primer momento a adueñarse de California. Primero fomentó una especie de revolución, que en algo recordaba a la texana, entre los residentes norteamericanos, y dado que eran sus paisanos sintió la necesidad de protegerlos. En un combate breve en San Rafael derrotó al destacamento mexicano, avanzó hasta Sauzalito y allí tomó
unas barcas que lo condujeron al fuerte. Lo encontró desamparado y enarboló no la bandera norteamericana, sino una nueva, con un oso como símbolo y declaró la República de la Bandera del Oso. A los pocos días, declarada la guerra contra México, el comodoro Drake tomaba la capital, Monterrey, y el capitán Montgomery desembarcaba en San Francisco y declaraba desaparecida la República del Oso y su anexión a los Estados Unidos de América. Así lograron la posesión de la costa del Pacífico que hasta la actualidad detentan, con la excepción de Alaska, que unos 20 años más tarde comprarían a Rusia. El cambio sufrido por San Francisco fue radical. Richard Henry Dana, autor del famoso libro Two Years Before the Mast, estuvo, cuando joven, en la California mexicana, y 24 años más tarde en San Francisco, donde se quedó maravillado; lo que él había conocido y que no era más de un galerón en Hierba Buena se había convertido en “la ciudad de San Francisco, con sus almacenes, torres y campanarios; sus casas de gobierno, teatros y hospitales; sus muelles y su bahía con clippers de mil toneladas, en mayor número que en Londres y Liverpool”. Había sucedido otro de los fenómenos históricos más notables del mundo. Dos años después de la toma de San Francisco por los estadunidenses, un trabajador, James Marshall, al servicio de Sutter, llamado “El Rey de California”, al desviar un arroyo encontró una buena cantidad de oro en polvo. La noticia corrió como reguero de pólvora y miles de americanos, desde Chile hasta Nueva York, quisieron ir a ese nuevo El Dorado. Para que pudieran llegar más aprisa, la casa Astor construyó el ferrocarril de Panamá; para lo mismo se abrió la ruta de Nicaragua, por los lagos de Managua y Granada; otros llegaban en carromatos, cruzando las Grandes Praderas y las Rocallosas. Sutter quedó arruinado, pero se crearon las ciudades de San Francisco, Sacramento y las que rodean la gran bahía. Pronto el oro dejó de tener importancia, pero nacieron nuevos negocios y nuevo comercio y San Francisco se convirtió en la puerta del Oriente, tomando el lugar que durante dos siglos y medio había tenido Acapulco. Pronto fue necesario construir un ferrocarril que uniera el Atlántico con el Pacífico, así como una línea telegráfica. Mientras esto se podía llevar a cabo, era necesario tener noticias rápidas y se creó el “Ponny Express” que iba de San Joseph, en Missouri, a San Francisco en cinco días. A pesar de la guerra de Secesión, la Unión estaba en marcha y los emigrantes llegaban en mayor número que antes a ese El Dorado increíble. Y de San Francisco habría de nacer la segunda expansión norteamericana al Pacífico, de la cual hablaremos
más adelante. Ya hemos visto cómo la Compañía Inglesa de la India Oriental avanzó en su ruta hacia China para proteger su naciente comercio con el Imperio Celeste y fundó Penang, en la isla del Príncipe de Gales, y posteriormente Singapur. Al mismo tiempo, en forma un tanto cuanto accidental y con otras finalidades, Inglaterra iniciaba una expansión que habría de tener notables consecuencias históricas. La fundación de la ciudad de Sidney, en la Nueva Holanda, no obedecía a las tradicionales razones del siglo XVIII, que eran buscar mercados o materias primas para sostener la Revolución industrial. La razón era más sórdida. Con la independencia de las colonias americanas, Inglaterra se quedó sin lugar al cual mandar a los forzados, como hemos visto en el capítulo anterior. Los principios de esa colonia, cuya fundación presenciara La Pérouse, fueron un desastre. Las semillas que se llevaron para ser sembradas se perdieron en su mayor parte o no rindieron los frutos que se esperaban por haber sido plantadas fuera de tiempo. Los ganados y los borregos, sobre todo, se dispersaron por las inmensidades del interior y se morían de hambre en el invierno o de calor en el verano. Los trabajadores forzados, encadenados en parejas, según la costumbre de la época, y mal alimentados, rendían muy poco y se requería casi de tantos guardias como de trabajadores. Los barcos que debían traer víveres de Inglaterra llegaban de tarde en tarde y en 1782 el gobernador Arthur Phillip calculó que desde hacía dos años y medio todos los habitantes, colonos y deportados, habían vivido con raciones de hambre. En 1789 y 1791 llegaron dos nuevas flotas y la población de la naciente colonia subió a más de 4 000 personas, de las cuales la mayoría eran forzadas. Phillip, hombre honrado e inteligente, hizo todo lo posible por sostener su ciudad y lograr que, en el futuro, pudiera ser una colonia que se mantuviera a sí misma. Sabía que en Londres se criticaba la empresa afirmando que si a los presos se les alimentara en Londres, en las mejores tabernas, con faisán y venado, resultaría más económico. Para ello pidió que se le enviaran colonos libres y ofreció a los forzados que se comportaran bien, que les otorgaría su libertad condicional y una extensión de tierra suficiente en la cual pudieran mantenerse. Lleno de entusiasmo, en sus cartas a Inglaterra insistía en que la Nueva Gales del Sur podría convertirse en la más hermosa colonia del imperio. A pesar de todo el optimismo de Phillip, la colonia vivía miserablemente, sin poder avanzar tierra adentro. Los naturales no se acercaban a ella y cuando se hizo el intento de apresar a uno de ellos para que aprendiera el
inglés y sirviera como intérprete, éste murió de viruela. En ese mismo año otros muchos australoides murieron de ese mal y sus cadáveres, arrojados a la bahía por sus parientes, iban a encallar frente a Sidney. Algunos forzados habían logrado huir y vivían de robar los pocos efectos y alimentos de los naturales y de los blancos. El punto más lejano al que se había llegado era Parramatta o Rose Hill, donde gracias a las muy buenas tierras se habían podido sembrar unas 8 000 hectáreas de trigo y verduras. Más allá de eso seguía lo desconocido, el enorme interior australiano que quedaba atrás de las llamadas Montañas Azules. Enfermo, pero aún lleno de entusiasmo, Phillip regresó a Inglaterra en 1792, donde murió oscuramente. En un principio se pensó que la guardia marina protegería la nueva colonia y cuidaría de los presos, pero éstos no le tomaron gusto al trabajo y para sustituirlos se formó el Cuerpo de Nueva Gales del Sur, reclutado entre lo más bajo del ejército inglés. A la salida de Phillip quedó encargado del gobierno, en forma interina, el mayor Francis Grosse, jefe de ese cuerpo y digno exponente de la mentalidad de sus hombres. Durante su interinato y el que lo siguió, del capitán William Paterson, se estableció el más oprobioso régimen militar de favoritismo y de monopolios en beneficio de los oficiales del cuerpo y sus validos. Se abrieron rutas marítimas de comercio con China, la India y Tahití, pero no para traer los tan necesarios alimentos y artículos para los colonos, sino alcohol. Con esta mercancía para poder pagar servicios y favores, los forzados tuvieron que trabajar exclusivamente para los militares. Grosse suspendió los tribunales civiles y los pocos colonos libres sufrieron no sólo los rigores del hambre y la falta de las más elementales comodidades, sino la injusticia de los oficiales coaligados en contra de ellos. Uno de los deportados políticos, Maurice Margarot, cuando fue interrogado en Inglaterra en 1812 acerca de la situación creada por los militares, dijo: “Primero viene el monopolio y luego la extorsión; incluye todas las cosas necesarias para la vida que son llevadas a la colonia”. Cuando en 1795 llegó por fin el gobernador Hunter, los oficiales del Cuerpo de Nueva Gales del Sur ya habían adquirido tal poder que fue muy poco lo que pudo hacer para moralizar la colonia. La misma suerte corrió su sucesor King, y el capitán William Bligh, anteriormente capitán del barco armado Bounty del cual ya hemos hablado, fue depuesto por los oficiales y despachado a Inglaterra. A pesar de tanto mal gobierno, es en esta época cuando se inician las labores que constituirían la futura riqueza de la colonia. Uno de los colonos libres, MacArthur, establece la primera cría de borregos
merinos y logra un éxito inmediato. Pronto otros siguen su ejemplo y para principios del siglo XIX ya es la lana de borrego el principal producto de exportación de la Nueva Gales del Sur. Como el número de forzados era ya muy grande, y debido a que las rebeliones irlandesas de 1798 engrosaron mucho sus filas, fue necesario abrir una nueva colonia penal en las islas Norfolk e iniciar las exploraciones de la costa en busca de nuevos sitios en los que se pudiera poblar. En 1798 George Bass, en una lancha abierta, salió de Sidney para recorrer la costa sur de Australia y descubrió el estrecho que lleva su nombre, entre la costa y la isla de Tasmania, que era conocida con el nombre de Tierra de Van Diemen, apelativo que le había puesto el navegante holandés Tasman en el siglo XVII. Ese mismo año, Flinders, en otro navío pequeño, llegó por la misma costa sur hasta Encounter Bay, donde topó con el capitán francés Boudin, lo cual obligó a Inglaterra a acelerar la exploración de las costas ante el temor de que los franceses intentaran establecerse en ellas. Así, Flinders y Bass juntos, sin ser mandados por el gobierno y sólo por su afición a las exploraciones, circunnavegaron Tasmania en una lancha abierta y entraron por primera vez en contacto con los tasmanos. De regreso a Inglaterra, Flinders, por influencia de sir Joseph Banks, consiguió que se le facilitara un barco, con el cual regresó a Australia y exploró toda la costa, circunnavegando el continente. Fue Flinders, por cierto, quien lo bautizó con su nombre definitivo de Australia. Pronto se enviaron colonos y forzados a Tasmania y se fundaron el puerto de Darlymple, en el norte de la isla, y el de Hobart, en la margen del río Derwent, en el sur, ambos en 1804. Más adelante, al tratar de los balleneros, volveremos sobre la historia de Tasmania y el trágico fin de sus pobladores nativos. Por tierra, la expansión era mucho más lenta y se puede decir que ocupó todo el siglo XIX, pero se fueron fundando ciudades en la costa y en 1829 la corona inglesa declaró que todo el territorio de Australia era inglés, excluyendo así a los Países Bajos de los derechos que hubieran podido tener por anteriores descubrimientos de la costa occidental, o sea, la Nueva Holanda. En 1840 se resolvió terminar con el envío de deportados a la nueva colonia y seis años más tarde se nombró a Fitzroy como primer gobernador general. Con el descubrimiento de los primeros placeres de oro en Ballarat, casi a raíz del descubrimiento similar en California, la población de Australia se incrementó notablemente, pues la fama del oro atrajo aventureros de todo
el mundo. Lo mismo habría de suceder algunos años más tarde en Alaska con el descubrimiento del oro del Klondike. Mientras tanto, Nueva Zelanda, descubierta por Tasman y explorada por Cook, seguía sin ser ocupada y en poder de los guerreros maoríes que no se mostraban muy amigos de extraños. Cierto es que los balleneros solían llegar a sus playas en busca de agua y leña, y que algunos de los forzados de Australia habían logrado huir hasta sus playas donde en algunos casos habían podido sobrevivir entre los maoríes sin ser devorados. También algunos misioneros habían intentado establecerse allí, como veremos más adelante, pero en general no era tierra hospitalaria y, como dijera en cruel broma un capitán ballenero, los maoríes eran indudablemente quienes en forma más completa “asimilaban” la cultura europea. No fue sino hasta 1814 cuando pudo establecerse el primer misionero, Samuel Marseden, y el primer grupo de colonos llegó en 1826. En 1837 se fundó en Londres la New Zealand Association para enviar mayor número de colonos a las islas, y dos años más tarde la New Zealand Company con el mismo propósito, pero el gobierno inglés como tal se negaba a intervenir y a gastar dineros en esas empresas, ya que consideraba que con la posesión de Australia tenía más que de sobra en esas latitudes. Las luchas entre maoríes y colonos, la muerte de algunos de éstos, —ya que las muertes de los maoríes no se comentaban—, movieron a la opinión pública a pedir, en Inglaterra, protección para los ingleses radicados en Nueva Zelanda y en 1840 se envió al capitán Hobson para que tomara posesión de la isla a nombre de Su Majestad Británica. Con esta medida, además de buscar la protección de los colonos y los misioneros ingleses, se evitaba que Francia se adelantara a tomar posesión de ella. Hobson reunió en Waitangi a unos 500 caudillos maoríes y los obligó a aceptar la dominación inglesa y estableció la capital en la ciudad de Auckland. Por su parte, Francia había entrado tarde a la carrera expansionista en Asia. Ya hemos visto cómo la política de Luis XIV se dirigió siempre, más que a las empresas de conquista y colonización, al dominio de Europa mediante ejércitos terrestres. Pero esto no quita que Francia lograra desarrollar una muy notable marina y que su fuerza naval en varias ocasiones pudiera igualarse con la inglesa, como sucedió en la India durante el siglo XVIII. Ya hemos visto también someramente las hazañas de sus grandes exploradores y navegantes, como Bougainville y La Pérouse. Durante el siglo XVIII también había intensificado su tráfico con China y establecido bases de
importancia en las costas de la India, mientras sus misioneros empezaban a distribuirse por todo el mundo. Desde 1640 Alejandro de Rodas, natural de Aviñón, se había establecido en Hué, pero ante la actitud enemiga de su rey tuvo que abandonar su misión, aunque publicó en Europa una gramática de la lengua anamita. Posteriormente, algunos misioneros portugueses lograron establecerse al sur de Saigón, en las bocas del río Mekong, y tras ellos llegaron mercaderes ingleses y franceses, mientras los holandeses trataban de establecerse en Tonkín. Típico de la historia de Vietnam es que, para 1700, no quedaba ya huella de esos mercaderes ni de esas misiones. Las revueltas internas, la eterna lucha entre el norte y el sur, habían acabado con el comercio. Pero para Dupleix en la India, como lo hemos visto para la Real Compañía Inglesa de la India, la ruta para China era vital, así que en 1748 volvieron a la carga y lograron establecer agencias en Hué y en Saigón y para 1774 se hablaba ya en París de la necesaria conquista de la Indochina. Uno de los misioneros franceses en Vietnam era Pigneau, el cual se hizo amigo del joven príncipe Nguyen Anh y en 1777, cuando éste fue arrojado de su trono por la rebelión de Tay Son, lo ayudó a escapar, y cuando fue coronado emperador con el nombre de Gia Long, le encomendó a su hijo Canh para que lo llevara a Francia. Desgraciadamente para los misioneros franceses, a la muerte de Gia Long, el príncipe Canh ya había muerto y heredó el trono en 1820 su hermano Minh Mang, enemigo irreconciliable de los occidentales, quien decretó la persecución de los misioneros y de los cristianos y no quiso aceptar arreglos con Francia para el establecimiento de factorías de comercio. Varios de los misioneros franceses habían sido condenados a muerte y algunos llegaron a ser ejecutados. Pero en los cambios políticos de Vietnam, debidos a las constantes revueltas y, en gran parte, a la mano política de China, Minh Mang ablandó su posición y los misioneros franceses volvieron a establecerse, hasta que en 1841, al subir al trono Thieu Tri, decretó una nueva persecución. El joven rey no se dio cuenta de que la situación en Asia había cambiado radicalmente en relación con Occidente. Los ingleses, después de la primera guerra del opio, de la cual hablaremos más tarde, habían forzado a China a abrir cinco de sus puertos al comercio internacional y habían fundado Hong Kong. Nacía la diplomacia de los cañones y de los barcos de vapor. Los franceses, al saber que había varios misioneros presos en Hué, enviaron la corbeta Héroïne a que los rescatara. De la misma manera, en 1845 se consiguió la libertad del vicario apostólico de Cochinchina. Con esto empezó
el sistema de demandas de garantías para los nacionales de Europa, que habría de justificar la posterior expoliación del Pacífico. Se inicia así el ciclo de malentendidos asiáticos que hemos de ver más adelante culminar con la destrucción de China. El emperador Tu Duc era un confuciano ferviente dominado por su madre y que sentía un odio irreconciliable con todo lo que era occidental; así que decretó la persecución a todo lo que era occidental y cristiano, y cualquier anamita que se hubiera convertido a la fe de Cristo debería ser marcado con un hierro candente en la cara. Dos sacerdotes jesuitas fueron muertos en la persecución y Francia sintió la obligación de intervenir y mandó bombardear el puerto de Hué, en Turane. La respuesta vietnamita fue martirizar al obispo de Tonkín, monseñor Díaz, hasta que murió en la tortura. El resultado fue que en 1859 los franceses tomaron Saigón, el granero de Vietnam. Mientras esto sucedía en las costas asiáticas del Pacífico, los misioneros franceses, como veremos adelante, se dispersaban por las islas de la Polinesia y la Melanesia. Esto resultaría en la ocupación y anexión de varias islas, como las Marquesas, las de la Sociedad y Tuamotú, ocupadas por el almirante Petit Thouars en 1848, y la Nueva Caledonia en 1853.
CAPÍTULO XIII
…do quiera que están todo lo enconan y corrompen, hediondos como carne dañada y que no se aplican a nada sino a mandar; son zánganos que comen la miel que labran las pobres abejas, que son los indios. Historia de los indios de la Nueva España FRAY TORIBIO DE BENAVENTE, MOTOLINÍA
El naciente sentido del colonialismo. La misión del hombre blanco. El comercio de pieles. Los loberos. Los balleneros. Tasmania. Los traders y los beach combers. Los plantadores. La economía de la copra. La caña de azúcar. El guano. El comercio de hombres. COMO HEMOS visto en el capítulo anterior, durante la primera mitad del siglo XIX las potencias colonizadoras, tanto de Europa como los emergentes Estados Unidos de América, no se ocupan en adueñarse físicamente de las tierras recién descubiertas en el Pacífico por los grandes exploradores del siglo anterior y ni siquiera parecen tener la intención de hacerlo. Las guerras en Europa y en el Atlántico, el comercio en proporciones nunca vistas y la ocupación de algunos territorios propicios a ese comercio o para otros fines, que no son por lo general los de colonización, parecen colmar sus aspiraciones. Los Estados Unidos, que han nacido casi en la inopia y que, ya en la primera década del siglo XIX, logran expandirse hasta las Rocallosas con la adquisición de la Luisiana, tardarán aún 40 años en llegar a tener costas en el Pacífico. Los ingleses, en sus otras empresas colonizadoras, se han dado cuenta de que la ocupación de territorios de rendimientos a largo plazo suele ser costosa y puede provocar complicaciones europeas, así que se conforman con establecer algunas factorías en el noroeste americano para el comercio de las pieles, y en Australia, como ya hemos visto, fundan una colonia penal en
la bahía de Jackson, nombrada nuevamente Sidney, donde no pensaban ni remotamente forjar una gran nación sino tan sólo deshacerse de algunos prisioneros y elementos indeseables, como agitadores irlandeses, deudores y prostitutas. En Filipinas, la única colonia europea en las márgenes asiáticas del Pacífico, se empezaban a generar ciertos cambios, algunos de los cuales ya hemos señalado. Con las guerras de independencia de las naciones hispanoamericanas y su eventual separación de la península, sobre todo la separación de México, la gobernación directa de las islas pasó a Madrid y se suspendió definitivamente el tráfico a través del Pacífico, para iniciarse el comercio hispano-filipino por la ruta del cabo de Buena Esperanza. Por otra parte, como España ya no contaba con las grandes colonias en América para colocar su exceso de población, muchos emigrantes tomaron el camino de Filipinas e incrementaron una tardía labor de hispanización que, como ya hemos visto, no se había llevado a cabo tan profundamente como en la Nueva España. Asimismo, los ejércitos para la protección de las fortalezas de Manila, del norte de Luzón y, sobre todo, de la siempre inquieta marca musulmana al sur, fueron llevados directamente de la Vieja España y no de México. Los mismos tercios filipinos, como los de la Pampanga, fueron vistos con cierto recelo, dado el antecedente de América. Esta nueva inmigración, tanto la oficial como la particular, hizo sentir muy pronto sus efectos en la organización social de la colonia. Pero el cambio más notable se operó en la economía. Ésta se había basado casi en su totalidad en el comercio entre el Oriente, China y la India, y la Nueva España y su nervio vital era la plata de México y del Perú. Con la pérdida de América se acabó esa fuente de plata y, por lo tanto, el comercio que vivía de ella. Por un tiempo se intentó seguir adelante con el tráfico, ya fuera con naves particulares que zarpaban del puerto de San Blas, en Nayarit, o mediante los mercaderes norteamericanos que adquirían plata en México para facilitar sus operaciones en Asia, ya que la moneda novohispana era ampliamente conocida en toda el Asia oriental. Pero el tráfico directo con México duró poco tiempo, al parecer sólo hasta 1824, y fue siempre raquítico, así que los españoles y los criollos de Filipinas, lo mismo que los mercaderes chinos radicados allí desde hacía varias generaciones, tuvieron que buscar otra forma de sustento e iniciar la explotación agrícola y minera de las islas. Así se empezaron a explotar algunas minas de oro y se inició una agricultura de productos de exportación como tabaco, cacao, azúcar y copra,
destinados en su mayoría para los mercados españoles que habían perdido el ingreso de esas materias primas provenientes de América. A principios del siglo XIX vemos ya establecidas en Manila y, un poco más tarde, en Cebú y otras ciudades, agencias de las grandes casas mercantiles de Inglaterra, los Estados Unidos, Francia y los países escandinavos, en franca competencia con las compañías españolas. Pero por lo general en Filipinas los españoles dejaron el comercio exterior por un tiempo para dedicarse a la minería y la agricultura. Una de las razones fue la falta de barcos mercantes españoles, destruidos casi en su totalidad durante las guerras napoleónicas, lo cual obligaba a los filipinos a comerciar en naves de otras nacionalidades. Un ejemplo notable de la creación de empresas agrícolas lo tenemos en la forjada por el médico francés De la Gironiere, casado con una criolla filipina, en la península de Jala Jala, en la laguna de Bay. Este cambio en la economía pudo llevarse a cabo sin mayores trastornos debido al incremento en las importaciones de materias primas en Europa, en parte por la Revolución industrial que se estaba llevando a cabo en Inglaterra, Francia y Alemania, y en parte también por la baja de producción de las naciones hispanoamericanas después de las largas guerras de independencia. Por lo tanto, Filipinas, al igual que las islas de las Antillas que quedaban todavía en poder de España, llenaron ese vacío en los crecientes mercados europeos. Con la apertura del canal de Suez y la navegación a vapor, Filipinas se encontró mucho más cerca de España y de sus mercados, y así, en la segunda mitad del siglo XIX, vio un notable incremento en su economía agrícola, especialmente de tabaco, azúcar, cacao, copra y abacá. Esto hizo que se establecieran en las islas españoles en mucho mayor número, que se forjaran las nuevas fortunas de latifundistas, tanto españoles como chinos y naturales, ya que éstos habían conservado sus tierras dado que en los siglos anteriores los españoles no las codiciaban. Pero a pesar de este auge económico, que hace crecer notablemente la población filipina, las condiciones sociales de tiempos de la colonia novohispana en lugar de mejorar se agravan. Por una parte, la mayor riqueza en tierras está en manos de la Iglesia, que las trabaja mediante el sistema de arrendamientos o de aparcería. Con eso los miembros de las antiguas órdenes —agustinos, dominicos, franciscanos y recoletos— dominan la economía y la vida social y, por lo tanto, la política, ya que el gobernador general no se atreve jamás a tomar medidas contra ellos. Ante el peligro de perder su ascendiente sobre los naturales, hacen lo imposible para
que éstos no puedan aprender el idioma castellano y, así, comunicarse libremente con el resto de la población. Por lo tanto, cada grupo idiomático, de los muchos que hay en Filipinas, tiene que usar un intermediario que hable la lingua franca, que es el español, y éste por lo general es un clérigo. Los españoles laicos también cooperan a sujetar, de todas las maneras, la creciente pujanza de los naturales, sobre todo de los grupos tagalos, pampangos e ilocanos que son los más avanzados y los más ricos en tierras. Hay una increíble discriminación racial que vemos reflejada no sólo en las novelas magistrales de José Rizal, El filibusterismo y Noli me tangere, sino en informes oficiales, como el “secreto” que presentara a mediados del siglo el funcionario de la corona española don Sinibaldo de Más de la corte de Madrid. Esta discriminación de los naturales tenía varias causas, unas arraigadas en la propia historia española en Filipinas y otras nacidas en el siglo en todo Occidente. Por las primeras, el español en Filipinas se había acostumbrado, casi desde el momento de la conquista, a vivir al margen de la vida malaya y a utilizar al nativo sólo como trabajador del repartimiento. Recordemos que el chino, con una cultura más fácilmente adaptable a los sistemas occidentales, estaba colocado, como una capa impermeable, entre el malayo y el blanco y, así, no se había creado una clase artesanal y de servicio malaya como se creara en América, tanto con los indios en los principios de la conquista como con los mestizos más tarde. Por otra parte, el filipino no hablaba “castilla”, y el español, con la excepción de los misioneros, no se preocupaba en aprender los idiomas nativos, por lo que había un abismo entre ambos grupos, prácticamente el mismo que existiera cuando Legazpi fundara Manila dos siglos y medio antes. Pero el español y el criollo sabían que ese nativo tan apacible y dócil se había rebelado ya varias veces en motines violentos y en largas guerras, como lo fueran los motines de Bohol o la rebelión de Diego Silang y Gabriela su mujer. Por lo tanto, lo consideraba hasta cierto punto como un elemento peligroso en la sociedad sobre la cual él dominaba. El filipino, por su parte, cristianizado profundamente por los misioneros, veía que se le cerraban todos los caminos al progreso. Cierto es que había naturales ricos, de los de la “principalía”, que habían logrado conservar sus tierras y la estructura social de sus grupos casi intactas, pero estos mismos dirigentes tenían un límite, un tope en la sociedad y en el mundo de los negocios, así como en la Iglesia. También es cierto que había un pequeño clero nativo, pero era visto con desconfianza, tanto por su escasa preparación
como por ser nativo, así que rara vez ascendía en la jerarquía religiosa más allá de vicario de una mala aldea. A estas causas netamente hispano-filipinas se sumaban las nuevas teorías del colonialismo, que brotaban de Inglaterra y Francia sobre todo. Según ellas, el natural de cualquier lugar que no fuera Europa era un ser semirracional, al cual era necesario cuidar y administrar y, sobre todo, poner a trabajar para que lentamente se fuera haciendo a la manera de vida y costumbres de Occidente. La base de esa idea colonialista, que llegará a su cumbre con la poética teoría del White Man’s Burden y cuyo gran cantor será Rudyard Kipling, estriba en la indudable, para ellos, superioridad de la raza blanca sobre todas las otras del mundo y la de la cultura occidental sobre cualquier otra cultura. Rápidamente habían pasado de moda, como ya hemos visto, las teorías de los filósofos acerca de las utopías lejanas, como la de China o la del “noble salvaje” del Contrato social de Rousseau, y habían sido sustituidas por la de la innegable barbarie de todos los pueblos no occidentales. Así, el hombre blanco, noble y generoso, en lugar de buscar la exterminación de todos esos seres a medias, los protegía y trataba de llevarles las ventajas de la civilización occidental para que aprendieran a vivir una vida ordenada y de trabajo, siempre y cuando se sujetaran en todo y por todo a las órdenes que el hombre blanco, en su carácter mesiánico, les impartiera. Así, el filipino no sólo heredaba la tradicional opresión hispánica, cada vez más intensa por el creciente número de españoles que afluían a la colonia, sino que sufría también las nuevas teorías inglesas y francesas del colonialismo. Esta manera de pensar, más la creciente demanda de sus productos elaborados y de materias primas para su industria, ha de obligar al europeo del siglo XIX y principios del XX a lanzarse a la carrera imperialista cuyo final vivimos en estos días. En el área del Pacífico, España prácticamente desaparecerá como potencia expansionista y su acción durante el siglo XIX se va a reducir a ampliar su zona de influencia en las Filipinas, combatiendo a los sultanatos musulmanes del sur y ampliando su zona de influencia en la Micronesia. La acción expansionista la llevarán a cabo Inglaterra, Francia, los Estados Unidos y Rusia. Holanda, mucho más tarde, intentará afianzar sus posesiones en la Insulindia, y Alemania irrumpirá en el Pacífico como una nueva potencia colonizadora, mientras el Japón se extenderá mucho más hacia el sur de lo que había logrado nunca en su historia. Así, poco a poco, todos los países y las islas de la zona, incluyendo a China, Japón y Corea, se verán afectados por esa marcha de Occidente que modificará completamente
la historia. Y mientras esto sucede, las nuevas naciones hispanoamericanas, que fueron las propietarias de todo ese mar y las únicas que comerciaron en él durante dos siglos y medio, se retraerán a sus costas. Sólo Chile buscará una pequeña expansión hacia el Pacífico y acabará ocupando la isla de Pascua, de la Polinesia, y el estrecho de Magallanes. Pero todo esto sucederá en la segunda mitad del siglo XIX, ya que en la primera, como hemos visto, la acción oficial de los gobiernos expansionistas no se hace sentir en el Pacífico. Pero la falta de acción oficial no implica que el Occidente no estuviera allí, modificando profundamente la vida social de todos los pueblos, con la excepción del Japón y Corea, y abriendo el camino a la expansión política y al dominio comercial. Los representantes de Occidente que llevaron a cabo esta tarea fueron hombres de tipos muy diversos y de variadas ocupaciones, desde exploradores y descubridores marinos y de tierras hasta cazadores de ballenas y lobos de mar, traficantes, plantadores, negreros o blackbirders, piratas y misioneros. De todos esos tipos, de muy variadas nacionalidades, fueron indudablemente los misioneros, los traficantes y los negreros quienes dejaron huellas más profundas en las islas del Pacífico. Los primeros en llegar fueron los balleneros y los comerciantes en pieles. Ya hemos visto cómo Étienne Marchand hizo un viaje de circunnavegación partiendo de Marsella para informarse acerca de las posibilidades del tráfico de pieles entre las costas americanas y China, comercio que durante muchos años había estado en manos de los rusos. La Pérouse también se interesó por las posibilidades de ese comercio y por buscar campos propicios para la pesca de la ballena, al igual que Vancouver y los navegantes rusos de principios del siglo XIX. Gracias a sus informes, la Hudson Bay Company se extendió desde las praderas del centro de Norteamérica hasta las costas del Pacífico, donde estableció varias factorías. Para no quedarse atrás, la compañía de John Jacob Astor de Nueva York hizo otro tanto y fundó la ciudad de Astoria. Este comercio de pieles, así como la caza de la ballena en el Pacífico, fueron posibles gracias a los adelantos en el arte de la navegación popularizados sobre todo por Bougainville y Cook, mediante los cuales un barco podía mantenerse casi indefinidamente lejos de su puerto de origen mientras encontrara sitios donde hacer aguada y recoger leña. Así vemos que ya para fines del siglo XVIII eran normales los viajes de comercio o de caza de ballenas que duraban cuatro o cinco años. El comercio de pieles nació como un derivado del fundamental comercio con China. Los rusos, desde el siglo XVII, lo habían emprendido para
compensar el gasto que hacían en el Imperio del Medio en sedas y otras mercaderías. Europa había sostenido su comercio con China en gran parte gracias a la plata de la Nueva España y el Perú y los tejidos burdos de la India, pero cuando a los productos tradicionales de China se sumó el té, la balanza de pagos fue desfavorable a los occidentales, hasta el punto de que se vieron en dificultades para proseguir con ese comercio. Para resolver en parte el problema se inició el tráfico con pieles de nutria, de marta, de foca y de lobo de mar joven que eran apreciados en China, sobre todo en el norte, donde la crudeza del invierno las hacía necesarias. Sabemos que alrededor de 1830 una piel de lobo de mar joven llamada de “dos pelos” se cotizaba en Cantón hasta en cinco dólares. Así, los primeros mercaderes de pieles del Pacífico se dedicaban a trocar entre los indios de las costas del noroeste de América pieles finas por buhonerías, aguardiente y armas de escaso valor. En el norte este comercio se extendía desde Alaska hasta la bahía de San Francisco y muy pronto se inició también al sur del continente, en los canales de Chiloé, el estrecho de Magallanes y la Tierra del Fuego. Con las pieles así logradas, los mercaderes pasaban a Cantón, donde las cambiaban por mercancías chinas, sobre todo por té, que iban a vender a muy altos precios en los mercados europeos y en la costa atlántica de los Estados Unidos. Pero muy pronto los métodos de caza primitivos de los indígenas no podían proporcionar el suficiente número de pieles que demandaban todos los comerciantes. Algunos hicieron arreglos especiales con las tribus marítimas de la Columbia Británica y de Oregon para que cazaran para ellos, pero como ni siquiera eso era suficiente, otros se dedicaron en persona a la caza de la foca y del lobo de mar a lo largo de toda la costa del Pacífico americano, desde Alaska hasta la Antártida. Animales los había en increíble abundancia. Delano, capitán ballenero estadunidense, informa que sólo en las islas Juan Fernández se reunían cada año, en la época de celo, más de tres millones de focas de diferentes clases y que allí llegaban a cazar al mismo tiempo hasta 30 barcos americanos e ingleses. La caza era fácil; más que un deporte, era una verdadera carnicería. En la época de celo cada macho sube a alguna playa con sus hembras y se pasan allí el día tomando el sol y bajando al mar sólo en busca de alimento. Como en aquellos tiempos no conocían la presencia del hombre, no le temían y dejaban que los marinos desembarcaran entre ellos y los mataran tranquilamente a palos, dándoles con un garrote en la cabeza. Cuando ya se había matado así el número necesario o los animales sobrevivientes habían huido, se procedía a
despellejar los cadáveres. La carne y la grasa se desperdiciaba en su mayor parte, ya que sólo se aprovechaba en muy escasa cantidad para consumo en los barcos. Muy pronto el comercio y la caza se convirtieron en actividades distintas y se formaron centros de reunión donde acudían los mercaderes a adquirir las pieles de los cazadores, como el famoso puerto de Ancud, en la isla de Chiloé, al sur de Chile, en el cual, en sus mejores tiempos, llegaban a reunirse hasta 100 barcos en su marina; y en los restaurantes, hoteles y cantinas, amén de otros tipos de establecimientos, se servían las mejores bebidas a precios altísimos. Como dato pintoresco se cuenta de un capitán ballenero que no habiendo tenido suerte en la caza embarcó a 20 muchachas polinesias y estableció un “barco de lenocinio” en Ancud, donde el placer se pagaba con pieles de foca y barriles de esperma de ballena. Otro puerto de recalada de loberos y balleneros era Paita, en las costas del Perú, donde eran atendidos nada menos que por Manuelita Sáenz, la amante de Simón Bolívar. Los habitantes de Chiloé, los famosos chilotas, vieron un rico filón en la caza de la foca y el lobo de mar y se lanzaron en sus frágiles barcas por los tempestuosos canales del sur de Chile hasta el estrecho de Magallanes y el cabo de Hornos, en busca de presas. Allí entraron en contacto con tribus primitivas, como los alacalufes y los onas, que han desaparecido ya prácticamente al no resistir el choque con la cultura occidental interpretada por los chilotas. Otros centros de loberos, como se les llamó a los cazadores de focas en Sudamérica, se estableció en las islas Malvinas o Falkland y en el mismo estrecho de Magallanes, así como en el norte, en las Aleutianas, en la costa sur de Alaska y en Nutka. Conforme se intensificaba la caza de focas y animales similares, éstos se iban retirando de los lugares fácilmente accesibles para refugiarse en el Ártico y la Antártida. Hasta allá, por mares desconocidos, fueron los loberos en su busca. En 1819 el zar de Rusia envió una expedición de descubrimiento al Pacífico, bajo el mando de Tadeo Bellinghausen, el cual zarpó de Krondstadt rumbo a la Antártida y los campos de hielo avistados por Cook. Entre sus órdenes estaba la de buscar sitios adecuados para la caza de focas y de ballenas, así que penetró varias veces en el sur del círculo polar antártico. En una de esas ocasiones, a los 60° y 65° de latitud sur, éste vio una tierra con altas cordilleras que no aparecía en ningún mapa y creyó ser el primero en encontrar el tan buscado y discutido continente Austral. Al acercarse a tierra, para confirmar su gran descubrimiento que honraría a la marina rusa,
para su gran asombro en una de las calas vio un barco pequeño con la bandera de los Estados Unidos. Era el Hero Storington, bajo las órdenes del capitán lobero Nathaniel Brown Palmer, quien desde hacía dos años andaba cazando por esos mares y, sin darse cuenta de ello, había descubierto la primera tierra de la Antártida. Bellinghausen, con loable honradez, llamó a esas islas Palmer. Otras muchas islas, según se ha podido ver en los diarios de navegación, fueron descubiertas por loberos y balleneros, los cuales por lo general no pregonaban su descubrimiento, pues si el sitio era bueno para invernar o para la caza, no querían darlo a conocer y sufrir la competencia, y si no era bueno para alguno de esos dos fines, no les interesaba. Así, por ejemplo, en 1798 el capitán Edmund Fanning, en el Betsy de Boston, descubrió las islas Fanning a 3°51’30” al norte del ecuador y poco después descubrió la isla Washington. El capitán John Buyers, en el mercante inglés Margaret, en 1803 descubrió tres nuevas islas del archipiélago de las Tuamotú. En 1806 Juan Bautista Monteverde, en el mercante La Pala, yendo de Manila al Perú, descubrió la isla de Mukuoro, en las Carolinas, y en 1821 el ballenero americano Independence encontró las islas Ellice. John Allen encontró la isla Gardner y los balleneros ingleses Pearl y Hermes, la misma noche del 26 de abril de 1822, encallaron y naufragaron en la escollera que ahora lleva su nombre y que era desconocida. La caza de la ballena en el Atlántico, en el espacio comprendido entre las islas Azores y Terranova, se remonta a tiempos muy antiguos, pero para fines del siglo XVIII la excesiva demanda de esperma y de aceite en América y en Europa obligaba a los balleneros a buscar nuevos campos para sus actividades. Los relatos de los descubridores del Pacífico hablaban con frecuencia de haber visto grandes grupos de ballenas en esos mares y hacia 1766 ya se encuentran algunos balleneros en aguas de Nueva Zelanda. Eran éstos, por lo general, barcos ingleses, ya que los portugueses, que habían sido los principales cazadores en el Atlántico, llegaron mucho más tarde y en pequeñas cantidades a los campos de caza del Pacífico. Inmediatamente después de la independencia de los Estados Unidos, los armadores de Salem y Boston, de Cape Cad y Nantucket entraron a la competencia y, en vista de que los barcos ingleses y, sobre todo, sus marinos estaban ocupados en las guerras de Europa y posteriormente en el bloqueo europeo, los americanos pudieron, en la primera mitad del siglo XIX, dominar casi por completo el campo. Durante la guerra de 1812 entre Inglaterra y los Estados Unidos la
marina real inglesa, mucho más poderosa que la naciente de los Estados Unidos, barrió a los balleneros americanos del Atlántico, así que éstos se trasladaron en mucho mayor número al Pacífico, donde fueron prontamente seguidos por el primer escuadrón de guerra americano que ya hemos visto. Terminadas las guerras napoleónicas, los ingleses volvieron con mayores ímpetus a la pesca, seguidos de cerca por los franceses, algunos alemanes de las ciudades hanseáticas, los escandinavos y los nuevos ciudadanos de Australia y de Nueva Zelanda. Por su parte, los rusos armaron algunas flotas pesqueras tanto en el Báltico como en Kamchatka y así, en muy poco tiempo, el Pacífico se vio literalmente invadido por esos barcos, con marinos ambiciosos, sin mayores escrúpulos acerca del respeto a la vida y la propiedad ajenas, grandes navegantes. Las tripulaciones cayeron sobre la islas, especialmente aquellas como las de la Polinesia, donde había mujeres hermosas y climas agradables, para utilizarlas como lugares de descanso y avituallamiento, con los resultados que es de imaginarse para esas poblaciones. Muchos de los balleneros no sólo se dedicaban a ese oficio, sino que comerciaban, cazaban la foca y el lobo marino y también ejercían el oficio de negreros o blackbirders. Resulta prácticamente imposible seguir sus viajes y peripecias. Tal vez en algunas obras literarias se les pueda conocer mejor que en la lectura de sus diarios de navegación y en los otros documentos que sobre ellos existen en los archivos de los Estados Unidos, Inglaterra y Francia. Uno de ellos, Herman Melville, en la novela que escribiera años más tarde cuando ya había dejado a un lado las aventuras del mar, Moby Dick, nos da un retrato mucho más exacto de la vida de esos hombres que todos los documentos históricos existentes. Asimismo, Jack London retrata a los loberos del norte del Pacífico con gran exactitud. En libros de este tipo, ya no en la historia, se puede apreciar el espíritu que movía a esos hombres y, en cuanto a su historia o a la narración veraz de sus hechos, aun en sus mismos diarios de navegación resulta difícil seguirla, ya que sólo anotaban lo que les convenía y podía ser visto sin problemas por las autoridades navales. Los balleneros encontraron muchos campos para esa actividad en el Pacífico, tanto al sur como en la línea del ecuador o al norte, debido a la costumbre de las ballenas de emigrar cada año de polo a polo. Una de las zonas más frecuentadas desde los principios del siglo XIX fue la isla de Tasmania. Tal vez el primer ballenero en llegar a ella —en 1803— fue el barco Albion. Al año siguiente apareció el Alexander al mando del pintoresco
danés Jurgen Jurgensen, quien más tarde, en su increíble vida de aventurero, se convertiría por la fuerza en lord protector de Islandia, con derecho para declarar la guerra y la paz a todas las naciones del orbe, en espía internacional, actor de teatro, tahúr y, finalmente, deportado a la Nueva Gales del Sur y a la misma Tasmania, donde se convertiría en periodista. Por esos años, Hobart, a orillas del río Derwent, era un puerto cómodo y seguro para los balleneros, donde podían hacer aguada, reunir leña y víveres baratos, ya que el ganado y el trigo europeos se daba bien en la isla, así que abundaban los mantenimientos, y los balleneros de todos los países empezaron a frecuentar el sitio y a construir bodegas en las riberas del río para almacenar las barricas de aceite y de esperma. El río Derwent, además, tenía otra curiosa característica. Las ballenas solían remontarlo en cierta época del año, en tales cantidades que hacían peligrosa la navegación en barcos pequeños y el ruido del respirar de los cetáceos que arrojaban chorros de agua sucia y fétida por las fosas nasales no dejaba dormir a los vecinos de la ciudad. Así, también podían dedicarse a la caza de la ballena sin tener que emprender largas navegaciones. Este negocio, que duró más o menos hasta 1840, cuando las diezmadas ballenas negras dejaron de entrar al río, fue uno de los principales sustentos de la nueva colonia. En 1838, por ejemplo, el valor de los productos de las ballenas cazadas en el río alcanzó las 137 000 libras esterlinas, mientras que el producto total de la ganadería y de la agricultura fue de 172 000 libras. Los nuevos tasmanos, hijos de forzados o de emigrantes, liquidaron totalmente, para que no molestaran a sus ganados, en verdaderas cacerías humanas, a los naturales de la isla, que estaban emparentados, no con los australoides sino con los melanesios. Pero también se dedicaron, con el espíritu emprendedor de ese siglo, a la construcción de barcos y a la pesca de altura de las ballenas. En 1829 se construyó una buena embarcación, llamada Carolina, de tres palos, propiedad del emprendedor colono John Lord, quien la dedicó al negocio de la caza de ballenas, con muy buenos resultados económicos. Para 1850 la flota tasmana ballenera constaba ya de más de 40 veleros grandes, que llevaban más de 1 000 hombres de tripulación y capaces de almacenar en sus bodegas hasta 2 000 toneladas de aceite. En Tasmania, por esos años, el valor de una tonelada de aceite fluctuaba, según la oferta y la demanda, entre 80 y 120 libras. Después de la mitad del siglo empezó a declinar, ya que otros productos, sobre todo los derivados del petróleo, suplieron al esperma y al aceite de ballena en los usos industriales, sobre todo
en la fabricación de velas finas. Como ejemplo de lo que podía ser la vida de un ballenero, vale la pena relatar brevemente la curiosa odisea del capitán Pollard, del Essex, registrado en Nantucket, Massachusetts. El 13 de noviembre de 1820 navegaba por el Pacífico a unas 1 100 millas de las costas de Tasmania, a los 47° de latitud sur, entre un gran grupo de ballenas. Llevaba ya en sus bodegas 800 barricas de aceite y pensaba dirigirse por el cabo de Hornos a su puerto de origen. Al ver que las ballenas soplaban por todos lados, ordenó que todas las lanchas balleneras se echaran al agua y el barco, como era costumbre en esos casos, quedara al pairo, auxiliando a quien hubiera menester. El segundo oficial, desde la proa de su lancha, logró arponear una ballena mientras Pollard y el tercer oficial en sus respectivas lanchas hacían otro tanto. De pronto, la ballena arponeada por el segundo oficial se revolvió contra la lancha y le dio un tope con la cabeza. La barca empezó a hacer agua y a hundirse, con lo cual el oficial tuvo que cortar la cuerda del arpón dejando en libertad a su ballena y dirigirse, como pudiera, hacia el Essex, que ya se acercaba en su ayuda. Cuando estaban izando la rota ballenera a bordo, el enfurecido cetáceo que la había seguido surgió casi debajo del Essex y con un gran golpe de la cabeza lo levantó en el aire, ante la asombrada mirada de Pollard y sus hombres. Inmediatamente Pollard, creyendo que el barco había dado contra algún arrecife, aunque no se veían rastros de ninguno, ordenó que se cortaran las cuerdas de sus arpones y trataron de abordar el Essex, que se llenaba de agua a ojos vistas y empezaba a hundirse. La ballena lo había desfondado totalmente, arrancándole un gran pedazo de la quilla y abriendo una enorme vía de agua. Durante tres días el capitán Pollard y la tripulación lucharon por salvar el barco, que se conservaba a flote gracias a las barricas de aceite que llevaba en la cala y que le servían de flotadores. Pero como iba tan hundido en el agua, toda maniobra era imposible. Al cuarto día, temerosos de que una tempestad los sorprendiera en esa situación, abandonaron la nave, se embarcaron en las balleneras y pusieron proa al noroeste, esperando encontrar a algún compañero que los socorriera. Iban todos en dos balleneras, con los víveres que pudieron salvar del barco y poca agua dulce. La lancha del capitán Pollard navegó durante 90 días en alta mar hasta dar con las costas de Chile. No quedaban a bordo más que él y el grumete, quienes al parecer se habían comido a sus compañeros para sobrevivir. De la otra lancha sólo tres hombres lograron llegar a un atolón, donde fueron recogidos más tarde por el Surrey, al mando del capitán Raine. La aventura del capitán
Pollard y de su grumete dio origen a la leyenda de los botones blancos y uno negro, con los cuales se sorteaba al náufrago que sería muerto y comido por los demás. El capitán Pollard acabó sus días completamente loco en Nantucket. Loberos y balleneros no se dedicaban sólo a su oficio y en muchos casos los vemos convertidos en traders; esto es, en mercaderes de un tipo especial. La palabra trader no tiene en verdad una traducción exacta que dé el sentido con el que se usaba en los mares del sur en esos años. Eran comerciantes que trocaban mercancías, pieles, sándalo, aletas de tiburón, concha nácar, perlas, lo que fuera, con la idea general de venderlas en China y, allí, adquirir sedas, té y porcelanas. Si bien muchos balleneros se dedicaban también a ese trueque, hubo otros que eran solamente traders. Para el capitán Cook las islas no producían nada que tentara la codicia de los mercaderes de Europa y así el comercio con ellas debería ser una especie de servicio que prestarán los europeos a la Polinesia. Pero los paraísos del Mar del Sur provocaron de inmediato una forma de turismo, de balleneros y loberos, que entraron en contacto más profundamente que Cook y sus seguidores con los naturales. Este tráfico proporcionaba a los indígenas los suficientes productos europeos para cubrir las necesidades de los nuevos gustos, y debido a ello vemos la pronta infiltración de artículos polinesios que ya observaba el capitán Bligh. Pero pronto los europeos se dieron cuenta de que había otros productos en las islas que si bien no tenían valor en Europa, sí lo tenían en China, como eran la madera de sándalo, tan apreciada en Cantón, las aletas de tiburón, raras delicadezas de las mesas mandarinas, los nidos de golondrinas de mar y la concha nácar. Estos bienes, cosa curiosa, tampoco tenían valor en las islas, así que fue fácil convencer a los isleños de que los proporcionaran a los traficantes a cambio de baratijas, aguardiente y algunas armas de fuego. Con esto nació el comercio entre los estados europeos y americanos de la costa atlántica, la Polinesia y China, que representaba utilidades muy elevadas para los que lo ejercían y tendía a estabilizar la siempre desequilibrada balanza del comercio entre Occidente y el Imperio del Medio. Pero si para los traficantes las utilidades eran considerables, para la economía polinesia el resultado fue ruinoso. Los jefes locales, ansiosos del prestigio que lograban con los artículos europeos, dedicaban todo su esfuerzo y el de sus pueblos a conseguir las mercaderías necesarias para pagar esos lujos, desatendiendo las labores básicas de la agricultura y la pesca, con lo cual empezaron a sufrir hambrunas nunca sentidas antes. Por otra parte, en el
constante guerrear de las tribus polinesias la introducción de las armas de fuego resultó un desastre. Desaparecieron grupos enteros ante el empuje de caudillos armados de fusiles contra los cuales nada podían las débiles armas tradicionales. El aguardiente, desconocido en las islas, cooperó también a destruir las estructuras sociales y así, como lo había previsto Cook, se desarticuló totalmente la vida polinesia y se crearon necesidades que sólo el comercio con los occidentales podía satisfacer. Al principio los traders no se establecieron permanentemente en las islas. Llegaban, comerciaban y zarpaban, dejando una estela de mercancías inútiles, embriaguez y enfermedades. Una de éstas, el catarro común, hizo verdaderos estragos entre los polinesios y fue seguido por la viruela y las enfermedades venéreas. Cuando el capitán Bligh regresó por última vez a Tahití pudo observar ya los efectos de las constantes arribadas de barcos mercantes y balleneros, cuyas tripulaciones iban a descansar en la isla, pero anota que ha pasado ya el periodo virulento de la gonorrea y afirma que los polinesios han encontrado hierbas que pueden curarla. Más tarde, la emigración asiática traerá consigo la lepra. Poco a poco, conforme lo iban exigiendo las necesidades del comercio, algunos traders o marinos desertores se fueron estableciendo en las islas y muchos de ellos se convirtieron en consejeros de los caudillos y en verdaderos dictadores, mientras que otros se volvían beach-combers, esto es, hombres sin oficio ni beneficio que vivían de lo que podían en las playas o amancebados con alguna mujer polinesia que los mantenía. Por lo general ni los unos ni los otros eran buenos modelos del hombre occidental cristiano, pero sí los únicos modelos que había a mano hasta la llegada de los misioneros. Indudablemente había mercaderes honrados que traficaban con ventajas, pero de buena fe. Otros, ansiosos de cada vez mayores beneficios, y con el temor de que la presencia de competidores hiciera subir el precio de las mercancías, usaban medios salvajes para cerrar islas enteras al comercio. Algunos de ellos, cuando descubrían una isla que tenía una buena cantidad de madera de sándalo, desembarcaban con hombres armados y aprehendían al jefe local junto con su familia y los conservaban como rehenes hasta que los vasallos les llenaran el barco de la aromática madera. Se dieron casos en que, una vez completa la carga, mataran al jefe y a su familia junto con los naturales que podía haber a mano, incendiaran el pueblo y se marcharan. Esto lo hacían para que cuando llegara otro barco a traficar, los naturales huyeran
de la playa o trataran de defenderse. Así, no es de extrañar que en muchas de las islas se recibiera al hombre blanco con hostilidad. Hubo algunos de estos marinos mercaderes verdaderamente pintorescos, como el famoso capitán inglés Peter Dillon, quien encontrara los restos de La Pérouse en Vanikoro. En su barco de tres palos, el Saint Patrick, se dedicaba al comercio de madera de sándalo, concha nácar y perlas en las islas del Pacífico y las costas americanas y asiáticas. En una ocasión llegó a Valparaíso con dos polinesios muy bien parecidos a bordo e hizo saber a la sociedad local que se trataba nada menos que de los depuestos reyes de la isla de Tikopia, riquísima en metales preciosos y madera de sándalo. Según contaba, habían sido derrocados en una revuelta, pero él tenía la intención de organizar una empresa para restaurarlos en su trono; una vez logrado esto, los reyes le darían amplias concesiones para explotar las riquezas fabulosas de la isla. Sugería incluso que dicha isla podía ser anexada a la naciente república de Chile y hacía saber a todos que ya había hablado acerca de ello con el presidente Prieto. Una viuda joven y rica se interesó por la empresa y, según las malas lenguas, también por el joven marino inglés, así que, con gran parte de su fortuna, financió el negocio y convenció a otras personas adineradas para que compraran acciones. La joven viuda y una amiga resolvieron acompañar a Dillon en el viaje llevando una pequeña orquesta de cámara para distraer sus ocios y a varios criados. Apenas habían salido del puerto, vieron con asombro que los reyes de Tikopia se encaramaban en los mástiles, como cualquier otro marino, y que el capitán Dillon no era tan caballeroso como pensaban, sino un hombre tan rudo que ordenó se tiraran por la borda los instrumentos de los músicos. Las damas protestaron y el capitán mandó encerrarlas en una cabina pequeña y mal ventilada y, finalmente, las desembarcó sin sus dineros y sus joyas en una rada deshabitada en la isla de Chiloé, desde la cual tuvieron que caminar más de un día para llegar al puerto de Castro. Un año más tarde el capitán Dillon volvió a aparecer en Calcuta, donde informó a las autoridades inglesas que su empresa contra los usurpadores del trono de Tikopia había fracasado y se podían dar por perdidos los dineros que se le habían adelantado en Chile para ello. Un poco más tarde vendió su barco y se retiró a Irlanda a vivir de sus rentas y de su fama de gran explorador y descubridor de los restos de La Pérouse. Los cortes excesivos de sándalo y la pesca sin límite de ostras perlíferas acabaron con esas riquezas y, por lo tanto, con el comercio. Pero al final los polinesios ya habían aprendido a valorar esos productos y el rey de Hawai,
Kalmehameha I, fundador de esa casa, exigió que se le diera un barco completo, con todo su equipo como pago de un cargamento de sándalo, y lo logró. Otros muchos caudillos habían exigido como pago armas de fuego y municiones con las cuales pudieron dominar a sus vecinos y hacerse señores de sus islas y, más tarde, coronarse como reyes de ellas a la manera occidental. Así se fundaron las casas reinantes de Tahití, con Pomare, y de Hawai, con los Kalmehahmeha, Samoa y Tonga, que aún subsiste. Otros mercaderes preferían hacer amistad con alguno de los caudillos comprando su voluntad a base de regalos, de armas de fuego y de aguardiente y así obligarlo para que su pueblo trabajara en reunir la mercancía apetecida. Este tipo de traders conservaba celosamente el secreto del lugar en el cual comerciaba para que ningún rival llegara a hacerle competencia o informara a los naturales de cómo los estaban explotando. Con la creación de centros urbanos en el Pacífico, que se extendían desde San Francisco, California, donde la fiebre del oro de 1848 había hecho crecer en forma inmoderada la población pero no así la producción de mantenimientos, hasta las colonias penales de Australia, Norfolk y Tasmania, que tampoco se podían abastecer a sí mismas, se estableció una nueva modalidad de comercio en cerdos, camotes y otras materias alimenticias. Los mercaderes de San Francisco se abastecían primordialmente al norte del ecuador, sobre todo en las islas Hawai, mientras las colonias penales de Australia, en el sur del Pacífico, lo hacían en las islas Fiji, Samoa y el archipiélago de la Sociedad. Pronto Nueva Zelanda se convirtió en uno de los principales abastecedores de mantenimientos para Australia y Tasmania, así como para los balleneros, pero la excesiva explotación de estos productos, sin aportar a los naturales medios con los cuales pudieran mejorar su agricultura, produjo las inevitables hambrunas. Allí, incidentalmente se organizó un extraño comercio de curiosidades consistente en cabezas humanas secadas con humo que, según la calidad de los tatuajes que habían llevado en vida, adquirían más o menos valor. Se dice de un capitán mercante que, teniendo gran amistad con uno de los caudillos, podía escoger vivas las cabezas que le gustaban, y que se le entregaban debidamente secas al viaje siguiente. Este comercio de la primera mitad del siglo XIX estaba casi exclusivamente en manos de los ingleses y los norteamericanos. Los barcos de Salem, por ejemplo, controlaron durante un tiempo el comercio de las islas Fiji, así como el de las Hawai, mientras los ingleses y los australianos se dedicaban a traficar con Nueva Zelanda y Samoa. Tahití parece haber sido
compartida por todos, aun después de su anexión a Francia en 1848. Francia y algunas compañías alemanas trataron varias veces de tomar parte en el tráfico, pero no fue sino hasta la segunda mitad del siglo cuando la guerra de Secesión en los Estados Unidos alejó a los americanos de ese comercio, cuando pudieron tomar parte importante en él. Pero junto con el comercio de mercancías desde un principio se empezó a organizar otro, el de personas, y surgió ese tipo extraño al que se llamó blackbirder o negrero. Durante todo el siglo XIX la esclavitud de los negros y el comercio con esclavos había sido objeto de una inacabable cantidad de críticas y muchas naciones lo habían prohibido, empezando por Inglaterra y Francia. En 1815 Inglaterra empezó a considerar como un delito el transporte de esclavos negros y sus barcos de guerra recibieron la orden de perseguir a los negreros. En los Estados Unidos, los estados del norte eran contrarios a la esclavitud, que sostenían los del sur, pero ya se empezaba a imponer la idea moral de que la esclavitud era un mal que atentaba contra la dignidad humana. Era el tiempo de hombres como el pensador Thoreau o el enérgico John Brown. Libros como La cabaña del tío Tom hacían llorar a las damas por la suerte sufrida por los esclavos negros. En América Latina algunas repúblicas, como México o la Argentina, habían terminado con la esclavitud, y en las otras, donde las fuerzas de trabajo de los negros tenían una importancia capital, se sentía el indudable malestar de estar destruyendo la dignidad humana del esclavo negro, y en muchas, aunque se seguía tolerando la esclavitud, se impedía el comercio de esclavos. Con todo esto se fue creando en el mundo occidental, que se consideraba el único civilizado del siglo XIX, una repugnancia hacia la idea misma de la esclavitud de los negros y se formaron muchas sociedades para impedirla y sobre todo para acabar con ese lamentable comercio. Pero estas sociedades benéficas, que se hubieran puesto a protestar con todas sus fuerzas y hubieran apelado a todas las cancillerías si se hubieran enterado de que alguien aún estaba extrayendo negros de las costas africanas para venderlos en América o en Asia, no se dieron cuenta o no midieron el alcance de un tráfico igualmente cruel e inhumano, que dio en llamarse el de la emigración asiática, donde el esclavo se llamaba colono y en lugar de ser negro era chino o polinesio. En las islas de la Polinesia la esclavitud de ese tipo empezó desde temprano. El primer caso que conocemos sucedió en la isla de Pascua, en 1808, cuando llegó el barco lobero Nancy y apresó, después de un combate sangriento, a 12 hombres y a 10 mujeres y los encerró en su cala con la idea
de llevarlos a la isla de Juan Fernández y dejarlos allí para que cazaran focas y reunieran las pieles, que el Nancy iría a recoger periódicamente. A los tres días de navegación, el capitán resolvió sacar a los prisioneros al puente para adiestrarlos en las maniobras. Apenas se vieron libres de sus ataduras, los 12 hombres y las 10 mujeres saltaron por la borda y empezaron a nadar en dirección a su isla, ya perdida en el horizonte. El capitán ordenó que se echara al mar una ballenera para recogerlos, pero nunca pudieron alcanzarlos. Lógico resulta que ocho años más tarde, cuando el explorador ruso Kotzebue llegó a la isla, fuera recibido a pedradas por los pascuences. Muchos de los balleneros y loberos, cuando tenían necesidad de personal porque el suyo había disminuido por muertes o deserciones, echaban mano, sin consultar por lo general su parecer, de los primeros canacas que subían a bordo, los cuales raras veces eran restituidos a sus lugares de origen. Esto sucedía también en los canales chilenos del sur, donde se llevaba a los alacalufes o a los onas a cazar a lugares distantes, desmembrando los grupos sociales y familiares de esos pueblos. Así, pronto se vio en muchos barcos a polinesios trabajando como marinos, los cuales eran definitivamente segregados de sus grupos. En el caso de tribus menos resistentes, como los onas y los alacalufes, su desaparición fue casi total. Cuando los productos naturales de las islas, esto es, los que los mismos polinesios recolectaban para los mercaderes, no dieron ya lo suficiente para el tráfico, ya fuera por haberse agotado, como el sándalo o la ostra perlífera, o porque la demanda se había hecho superior a las posibilidades de una producción natural, como en el caso de la copra, los mercaderes se convirtieron en plantadores. El principal producto de esas plantaciones era y sigue siendo la copra, esto es, la parte carnosa del coco. Su cultivo requería poco trabajo y la recolección y la preparación de la copra para su embarque podía ser ejecutada por cualquier persona, ya que es en extremo sencilla y no requiere grandes instalaciones de maquinaria. Así, junto con las plantaciones nuevas, propiedades de extranjeros que adquirían tierras y hombres que las trabajaran, seguían adelante las pequeñas plantaciones nativas que vendían sus sobrantes a los traders locales. Al principio las plantaciones europeas eran generalmente pequeñas, propiedad de un hombre que habitaba en su plantación y empleaba y malpagaba a los vecinos nativos, ya fueran polinesios o melanesios. Pero muy pronto se empezaron a formar grandes compañías explotadoras de copra, con su sede en lejanas capitales europeas o norteamericanas, manejadas por administradores y disponiendo de una gran
cantidad de fondos. Una de éstas, cuya historia en el Pacífico bien valdría ser tema de un libro, fue Lever Brothers, que durante un tiempo se convirtió casi en sinónimo de copra en los mercados mundiales. Estas grandes empresas recolectaban la copra en diferentes islas, la convertían en aceite en sus fábricas o en jabón de tocador. Poco a poco, ya que compraban la producción total de una isla y por lo tanto importaban todos los productos necesarios del exterior, llegaron a dominar la economía en todos sus aspectos, no sólo la de los nativos sino la de los mismos plantadores europeos. Este sistema de grandes plantaciones requería una mano de obra constante, barata y segura; en sus principios fueron los blackbirders quienes la proporcionaron, apresando hombres y mujeres en las islas remotas para llevarlos a vender a las plantaciones. Pero el polinesio no era un buen trabajador asalariado. Distraído, enemigo del trabajo constante, rebelde y poco ambicioso de bienes materiales, rendía muy poco y no aceptaba órdenes, amén de que no se podía contar con su trabajo cuando se necesitaba. Así, con el tiempo, en lugar de buscar mano de obra en la Polinesia se buscó en zonas con exceso de población, como el mundo malayo, China y, finalmente, el Japón. Con esa nueva migración oriental, el polinesio quedó aún más marginado del progreso y de toda posibilidad de adelantar en ese nuevo mundo que no entendía, ya que no sólo el trabajador asiático lo sustituía en el trabajo, sino que el pequeño comercio de las islas quedaba irremediablemente en manos de un chino que en poco tiempo iba dominando la microeconomía local. Fue por cierto un chino quien estableció en Hawai, por 1802, el primer molino e ingenio primitivo para hacer azúcar destinada al consumo de los inmigrantes chinos de la colonia y de los barcos que tocaban ya en Honolulú, ciudad que empezaba a surgir como la capital del reino de Hawai. Para 1835 los norteamericanos radicados en la isla, descendientes de los misioneros o misioneros ellos mismos, se dieron cuenta de la importancia que el azúcar podía tener en su economía y de la posibilidad de exportarla a la costa oeste de América, que no la producía. Así nació la monumental industria del azúcar en Hawai que cambió totalmente no sólo el estilo de vida de las islas y de sus habitantes, sino que desembocó en su posterior anexión a los Estados Unidos en 1898. Cuando Cook llegó por primera vez al archipiélago, donde habría de morir, calculó la población en más de 300 000 personas. Según el censo de 1940 la población de las islas consistía en 14 000 hawaianos puros y unos 48 000 mestizos, 156 000 japoneses, 115 000 caucásicos —término usado para designar a los europeos y a los norteamericanos—, 115 000 filipinos y 28 000
chinos, además de unos 6 000 coreanos. Estos porcentajes que se encuentran en Hawai se pueden aplicar con ligeras variantes a todas las islas del Pacífico. Hay diferencias en la conformación racial de acuerdo con el origen de los plantadores y la nación que más tarde habría de “proteger” a la isla. Si éstos eran norteamericanos desde 1898 llevaron trabajadores filipinos; si eran franceses llevaron principalmente gente de la Indochina, y si eran ingleses, chinos e hindúes. El cultivo de la caña y la elaboración del azúcar requerían una mano de obra mucho mayor que la copra; así, produjeron mayor inmigración, voluntaria a veces, forzada por lo general, de asiáticos a las islas del Pacífico y a las costas de la América española, donde nacía una economía semejante. Junto con el azúcar surge la necesidad de la construcción de puertos, canales y ferrocarriles, todo lo cual motiva a la necesidad de más y más mano de obra barata y al incremento del tráfico de “culíes” chinos, llamados indistintamente “trabajadores contratados” o “colonos”, pero que en verdad no hacían más que suplir la mano de obra de los esclavos negros, liberados ya en todo el mundo. Por esos mismos años un nuevo producto de gran demanda vino a incrementar el problema de la mano de obra. Era éste el guano. Desde tiempos inmemoriales los indígenas de las costas del Perú y, posteriormente, los dominadores incaicos utilizaban en sus siembras como abono el guano, palabra quechua que significa estiércol de un ave que llamaban “guaney”. Frente a las costas del Perú, donde las aguas de la corriente de Humboldt, aguas frías, permiten la vida de una increíble cantidad de peces, vivían y viven aún millones de aves guaneras, las cuales a lo largo de los siglos han ido depositando en las resecas islas, donde nunca llueve, enormes cantidades de guano. En el siglo XIX los europeos, preocupados por la falta de productividad de sus tierras, sembradas durante siglos, descubrieron esa nueva riqueza y se creó, en la costa peruana principalmente, la economía del guano, y este estiércol de las aves marinas representó durante un tiempo una riqueza mayor que la tradicional plata del Potosí. La recolección del guano no representa ninguna dificultad técnica, pero sí humana. Las islas donde se encuentra carecen de agua y de todo lo que pudiera ser alimento para el hombre, si no es pescado; son totalmente desérticas, ya que nunca ha llovido en ellas, razón por la cual el guano se ha conservado sin ser arrastrado al mar, y no crece en ella la más leve brizna de hierba; el guano quema la piel de los hombres que lo recogen y provoca llagas que difícilmente se cierran. Para poder aprovechar esta riqueza peruana
se requería de una mano de obra barata y fácilmente remplazable. Las primeras empresas que empezaron a explotar el guano del Perú, alrededor de 1840, lo hicieron con presos comunes. Esta primera empresa, de un tal Francisco Quiroz, logró del gobierno peruano una concesión por la cual se comprometía a pagar 10 000 pesos al año. Las concesiones se ampliaron posteriormente, y aunque el gobierno cedió el trabajo de los desertores del ejército y se consiguió una escasa mano de obra chilena, no había nunca el suficiente número de trabajadores que pudiera satisfacer la demanda europea del guano. Se intentó utilizar el trabajo de los esclavos negros, pues aún subsistía la esclavitud en el Perú, pero el precio de cada esclavo era tan alto que no resultó costeable. Los indígenas peruanos libres se negaban a bajar de la sierra a trabajar en las mortíferas islas. Por ser la situación del trabajo en el Perú típica de esa época de gran desarrollo de empresas, tanto agrícolas como mineras y de construcción, vale la pena detenernos unos momentos a considerarla. El gobierno del Perú, como casi todos los gobiernos de las nuevas repúblicas latinoamericanas, se encontraba en un estado constante de quiebra debido al desorden administrativo y a las revoluciones que se sucedían sin interrupción, a lo cual se aunaba la necesidad de competir en los mercados internacionales y de hacerse de los medios suficientes para acometer empresas, como la construcción de ferrocarriles y de puertos, que permitieran dicha competencia. A mediados del siglo XIX surgieron para el Perú dos grandes posibilidades de hacerse de fondos: el guano y el azúcar. El doctor Emilio Romero, en su estudio La evolución económica del Perú, dice con justicia que [el guano] abarca a varios gobiernos y a la vida misma del Perú. Determinó la redención de los esclavos negros, pero fomentó su remplazo por asiáticos […] Sobre todo su influencia en el orden económico fue el desviar a las clases medias de la corriente de lucha y trabajo que seguían antes de 1840 a la vida burocrática y presupuestal, alimentada intensamente por las rentas del guano. El cultivo de la caña de azúcar, para la exportación en grande escala del producto, produjo los mismos efectos, así como el ingreso de capitales extranjeros para la construcción de puertos y ferrocarriles.
Pero todas estas actividades necesitaban de una mano de obra numerosa, segura y barata, y en esos mismos días la “civilización” del mundo occidental clamaba por la prohibición de la esclavitud de los negros. Esta fuerza de
brazos fue remplazada, sin reparar en que era el mismo sistema de esclavitud, por la mano de obra asiática y polinesia. En el Perú, en 1849, se dio la primera ley que permitía el ingreso de chinos, llamados “colonos”, y se dio el primer contrato para abastecer de mercancía humana a los mercados peruanos a don Domingo Elías. La idea de llevar chinos y canacas a trabajar, como hemos visto, no era nueva. En 1839 se habían hecho las primeras importaciones a los Estados Unidos, notablemente incrementadas cuando ese país tomó California y se inició la construcción del ferrocarril transoceánico. En 1845 España iniciaba un tráfico semejante, destinado a los campos de caña de Cuba, y otra migración se dirigió a Panamá para la construcción del primer ferrocarril del istmo y, posteriormente, para el primer proyecto de canal. Los chinos, como ya hemos visto, no eran tradicionalmente emigrantes, como lo fueron desde la Antigüedad los árabes, por ejemplo. La primera gran colonia china de que tengamos noticia fuera de las fronteras del imperio es la establecida en Manila a finales del siglo XVI. Posteriormente encontramos colonias chinas de mercaderes en pequeña escala, artesanos y trabajadores domésticos en Batavia al servicio de los holandeses, y más tarde, en la península de Malaca, sobre todo en Singapur, donde acudieron en grandes cantidades a trabajar en las minas de estaño. En el siglo XIX se inicia una migración de chinos con características distintas a las anteriores. Ya no son ciudadanos particulares que voluntariamente van a buscar una mejor vida fuera de las fronteras del imperio y a ocupar en sus nuevos sitios el lugar de la baja clase media, de la clase de artesanos y comerciantes en detalle. Ahora son grandes empresas occidentales que contratan en forma más o menos legal a grandes grupos de trabajadores manuales, de braceros, para que vayan a prestar sus servicios a lugares más o menos lejanos por un tiempo determinado. Así, ya no se trata de artesanos libres que formarán esa tan típica clase media de Manila o de Batavia, sino brazos, simples brazos. Entre los inmigrantes observamos a veces que hay artesanos, como sastres y panaderos, pero son muy pocos y no forman una clase en sus nuevas localidades. Van, más bien, confundidos en la gran masa de trabajadores no especializados. Es difícil precisar la cantidad de hombres que salieron del imperio entre 1839 y 1880, pero fue tal el número que acabó por provocar protestas del gobierno de China y graves dificultades laborales en muchos centros de trabajo. Veamos el caso del Perú que es clásico y que se ha estudiado a fondo. Entre 1849 y 1874, cuando se firmó el Tratado de Tientsin que puso fin a la
trata, llegaron al Perú oficialmente 89 638 culíes chinos. Durante el viaje de Macao a El Callao habían muerto a bordo de los barcos, debido a la mala alimentación y a enfermedades, 4 863, o sea, más de 5% de los que habían salido de Asia. En un principio se pensó en utilizar a la mayor parte de ellos en los trabajos del guano, pero cuando se conocieron en China las condiciones en las cuales trabajaban éstos, esos trabajos se prohibieron en los contratos, así que la mayor parte de los inmigrantes chinos se dedicaron a las haciendas de caña de azúcar y a la construcción del Ferrocarril Central. Para la contratación había agentes peruanos en Cantón, en Macao y en Hong Kong, hasta que esta última ciudad prohibió el tráfico. Los que reclutaban a los posibles candidatos les daban un pequeño anticipo en dinero o en opio y los encerraban en los famosos barracones, hasta que se reunía un número suficiente para fletar un barco entero. Allí se les hacía firmar un contrato mediante el cual se comprometían a trabajar con el patrón que se les asignara durante ocho años, con un sueldo de cuatro pesos mensuales y su alimentación. Posteriormente, muchos chinos afirmaron que habían sido llevados a la fuerza a los barracones y que nunca habían firmado tal contrato o que, si lo firmaron, lo hicieron sin entenderlo ya que estaba redactado en castellano. Reunido el suficiente número, se les embarcaba en la cala de un velero, sin comodidad alguna. Barcos había en los cuales el capitán, temeroso de un motín, cerraba la cala y sólo se les bajaba, mediante una cuerda, agua y comida una vez al día. Con la misma cuerda se sacaba a los que habían muerto. Por lo general el viaje se hacía directamente de Macao o Cantón a El Callao, en 80 o 90 días y, una vez en el puerto peruano, se sacaba a los culíes de la cala, se les daba un pantalón nuevo y una camisa, y se ponían a remate entre los agricultores interesados; esto es, el contrato de trabajo celebrado en China se traspasaba al mejor postor sin que el culí pudiera opinar en nada. Así, la mayoría de los chinos fueron llevados al Perú, no por las empresas que requerían sus servicios, sino por compañías que hacían este tráfico, entre las cuales se distinguieron las casas Canevaro y Cía. y Candamo y Cía., las cuales, para ese fin, operaban verdaderas líneas de veleros. La crueldad ejercida por los capitanes durante los viajes provocó varios motines en alta mar, algunos de los cuales fueron tratados en las cortes internacionales o del Almirantazgo inglés. También en el Perú se provocaron motines en los centros de trabajo, que fueron reprimidos por la fuerza pública. Los economistas Ernesto Fernández Montagne y Germán Granda
Alva, en su brillante tesis Apuntes socioeconómicos de la inmigración china en el Perú han publicado un minucioso estudio de la llegada de los culíes y en ella encontramos citado, del libro de Entradas y salidas de buques del puerto de El Callao, la siguiente mención, entre otras muchas similares: “La fragata nacional Luis Canevaro llegó a El Callao el 17 de mayo de 1872, transportando 547 culíes. Hacía 88 días que había zarpado de Macao con 739, habiendo muerto 192 de disentería, a consecuencia de que durante 30 días los chinos tuvieron que permanecer en el entrepuente, por mal tiempo, sin salir a cubierta”. Como los chinos se negaban a trabajar en las islas guaneras, donde un notable número de los allí relegados se había suicidado, algunos empresarios peruanos pensaron en la posibilidad de llevar canacas o polinesios por la fuerza. El golpe cayó sobre la sufrida isla de Pascua. El 12 de diciembre de 1862 se presentó en la rada de Hanga Roa una flotilla de barcos con bandera peruana y desembarcaron de ella los bastantes hombres armados para poder aprehender a cerca de 1 000 vecinos, entre los cuales se contaban el rey de la isla y su hijo. Una vez encerrados en la cala los prisioneros, la flotilla zarpó hacia las islas guaneras de Chincha, donde se les puso a trabajar. Al cabo de un año no quedaban más de 100 y cuando por fin las instancias de monseñor Jaussen, vicario apostólico de la Oceanía oriental, obligaron al gobierno a intervenir y se ordenó la repatriación de los sobrevivientes, no quedaban más que 15, los cuales por cierto llevaron a su isla el contagio de la viruela que diezmó aún más a la población. El agente consular del reino de Hawai en el Perú protestó por este atentado y aunque su nota fue rechazada por el Ministerio de Relaciones Exteriores se emitió una ley para prohibir la inmigración de polinesios, con esta curiosa exposición de motivos, que pinta el pensamiento del siglo XIX en la materia: Todos o gran porción de estos infelices […] sin conocimiento de nuestras costumbres cultas, con los resabios de una vida errante o cautiva, sin necesidades que los estimulen al aprecio de fuerzas corporales, y sin conciencia de su ser moral, han llegado a rendir su existencia en un suelo extraño, víctimas, o de la fatal nostalgia, o de otras dolencias que han tenido su origen en la misma ausencia de su tierra natal. Y para salvarlos no han valido ni el trato dulce que se les ha dispensado […] ya para ensanchar su corazón ya para modigerar sus hábitos nocivos.
Claro está que no toda la sociedad peruana pensaba de esta manera, y desde un principio hubo serias protestas por la forma inhumana como se
trataba a los chinos y a los canacas. Muchos comparaban esta inmigración forzosa con la esclavitud de los negros. Esto hizo que el Congreso emitiera varias leyes para humanizar el trato dado a los chinos, pero ante la codicia de las empresas importadoras y las protestas de los que necesitaban mano de obra, de poco valieron. Por fin, el príncipe Kun, en nombre del emperador de China y como encargado de las relaciones internacionales del imperio, resolvió impedir todo tráfico con el Perú, lo cual obligó a este país a enviar al Oriente su primera misión diplomática. Así se firmó el Tratado de Tientsin, mediante el cual se abría el Perú a la inmigración china, pero en condiciones de libertad, como cualesquiera otros inmigrantes. Justo es también hacer notar que tanto en Hawai como en California, Panamá o Cuba, los chinos no recibían mejor trato. Pero no sólo en las costas del Perú había islas guaneras. Había otras muchas en las inmensidades del Pacífico, todas ellas deshabitadas dado su carácter desértico. La importancia de este producto era tal que el gobierno de los Estados Unidos, en 1856, pasó una ley mediante la cual se autorizaba a cualquier capitán de barco americano, de guerra, mercante o ballenero para que tomara posesión, en su nombre, de cualquier isla guanera deshabitada que encontrara. Basados en esta ley, diferentes capitanes tomaron posesión de 48 islas que, una vez explotadas, quedaron abandonadas y en algunas de ellas actualmente la soberanía es dudosa. Para explotar estas islas, como Washington, Fanning y Christmas, se llevaron trabajadores de la Polinesia o la Melanesia y muy pocos de ellos regresaron a sus lugares de origen. Cuando empezó a declinar la importancia del guano, a finales del siglo XIX, se descubrió que muchas de las islas del Pacífico, como Naurú, eran extraordinariamente ricas en fosfatos, y con los mismos sistemas de trabajadores forzados se iniciaron las explotaciones. Con estos sistemas de explotación en el siglo XIX se acabó prácticamente la población polinesia del Pacífico, en un exterminio peor que el que fray Bartolomé de las Casas llamara cuatro siglos antes la Destrucción de las Indias. En muchos casos los habitantes de las islas fueron exterminados conscientemente, como en Tasmania, donde en 1847 los colonos encerraron a los nativos en una península y los mataron sistemáticamente. Tan sólo unos 40 lograron salvarse, los cuales fueron deportados a una pequeña isla de los estrechos de Bass, y para 1880 ya no quedaba ninguno. Los ovejeros de Australia, cuando ya les aburría la caza de canguros, se dedicaban a la de indígenas. Asimismo, en el estrecho de Magallanes y en la Tierra del Fuego
los onas y los alacalufes fueron exterminados. Otro aspecto de la llegada del hombre occidental a esas latitudes fue el de la prostitución de esas sociedades. Ya el capitán Bligh observaba en su último viaje a Tahití que las mujeres locales no se entregaban a los marineros por el placer que en ello encontraban, como en los primeros viajes, sino que se vendían a cambio de telas y buhonerías y, sobre todo, de aguardiente. En la isla de Pascua, por volver a esa isla de tan trágica historia, el ballenero Pindos arribó una tarde. Pronto se vio invadido por mujeres que pasaron una noche de orgía con los marineros y los oficiales. A la mañana siguiente el capitán ordenó que se las echara al agua y todos se rieron mucho al ver los trabajos que pasaban por salvar de las olas sus miserables posesiones. Para incrementar la diversión, el capitán sacó una carabina nueva que llevaba y la probó sobre la gente que estaba reunida en la playa. Todos felicitaron al capitán cuando logró hacer blanco en un hombre. En una ocasión los balleneros anclados frente a Honolulú bombardearon la ciudad para obligar a las autoridades a derogar la ley que prohibía la prostitución y cerraba las cantinas. Pero la acción de Occidente en el Pacífico no es inteligible si no analizamos la de los misioneros que, junto con los balleneros, loberos, traders, plantadores y blackbirders hicieron irrupción en esos mares durante el siglo XIX.
CAPÍTULO XIV
Grandísimo escándalo y no menos detrimento de nuestra santísima religión cristiana es que en aquella nueva planta, obispos y frailes y clérigos se enriquezcan magníficamente, permaneciendo sus súbditos recién convertidos en tan suma e increíble pobreza, que muchos por tiranía, hambre, sed y excesivo trabajo, cada día miserabilísimamente mueren. FRAY BARTOLOMÉ DE LAS CASAS, carta a S. S. Pío V
Decadencia del espíritu misional hispánico. La Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe. Los sucesores del padre Mateo Ricci. Las misiones en Vietnam. El rito mandarín y el rito malabar. Los primeros cristianos en Corea. Las misiones de la Iglesia ortodoxa rusa. Nacimiento del sentido misional protestante. Las sociedades para las misiones. William Carey. Los misioneros del Duff. Los reinos polinesios y los misioneros. Los misioneros católicos en Oceanía. LAS NOTICIAS de los desmanes de los balleneros y mercaderes en el Pacífico llegaban a Europa y provocaban dos reacciones típicas del siglo. Por un lado, el Almirantazgo inglés le ordenaba a sus capitanes que patrullaran las aguas del Pacífico y fungieran como policía internacional, prestando ayuda a sus connacionales, pero sin mezclarse en los asuntos internos de los salvajes. Por el otro, las sociedades de Londres, de Bastan, de Filadelfia se escandalizaban profundamente ante la falta de rectitud moral de esos salvajes, que se prostituían a tan bajo precio y que eran tan miserables que en lugar de recibir con los brazos abiertos a los civilizadores europeos, en muchos casos los hostilizaban, los mataban y hasta se los comían. Para remediar esta situación, se pensó en la necesidad de inculcar las verdades de la Biblia a esos bárbaros y se enviaron las primeras misiones protestantes al Pacífico.
Los misioneros católicos no eran novedad en las aguas del Gran Océano. Ya los hemos visto, cuando la expansión hispánica, cristianizando las costas americanas, desde Sonora hasta Chiloé, cruzando a Filipinas, soñando en la entrada a China, predicando en el Japón y estableciendo misiones en las Carolinas y las Marianas. Fue el siglo XVI el gran momento histórico de los misioneros españoles que, con un increíble valor y una abnegación extraordinaria, modificaron el proceso violento de las conquistas, fundaron enormes provincias pacíficas y modificaron la vida de millones y millones de indígenas. Durante el siglo XVII, como un efecto de la Reforma protestante y del Concilio de Trento, la labor misional hispánica quedó como en suspenso y ya no hubo los avances espectaculares del siglo anterior. Tal vez de esta generalización puedan salvarse las misiones de los jesuitas en la periferia del imperio, pero éstas, quizá por los mismos sistemas empleados y los sitios donde se situaban, no rindieron esos frutos permanentes y esplendorosos de las del siglo XVI. La conciencia de este estancamiento en el mundo misional llegó a la corte romana y, para activar la labor, Gregorio XV resolvió fundar la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe, cuya misión era la de llevar a todos los rincones del mundo, fueran éstos hispánicos o no, conquistados o en su estado primitivo, el conocimiento del Evangelio y de la religión católica. Para presidir esta congregación se designaron 13 cardenales y se nombró como su primer secretario a un hombre de raro talento, Francisco Ingoli, quien concibió el proyecto de separar la labor misional de los reales patronatos de España y de Portugal, para que así dependiera directamente de Roma y se viera libre del enorme peso burocrático de los dos imperios. Una labor misional así cobraba, según el parecer de sus creadores, un verdadero carácter universal y para llevarla a cabo se inició la tarea de crear varias sedes episcopales, fuera de los patronatos y sin intervención de España o de Portugal. La Sagrada Congregación, que pronto vino a llamarse simplemente Propaganda Fide, aconsejaba a sus misioneros: “No consideréis que es nuestro trabajo, ni hagáis presión sobre los pueblos para que cambien sus maneras, costumbres y usos, tan sólo cuando sean palpablemente contrarios a la religión y sana moral. ¿Qué sería más absurdo que el trasplantar Francia, España o Italia o cualquier otra nación europea a China?” Esta teoría de llevar a todos los pueblos del mundo la religión y no las maneras de vida de Occidente, indudablemente que no era original. Desde los principios de la
cristianización del mundo se había presentado el dilema entre simplemente cristianizar dejando en vigor las estructuras sociales de los pueblos o modificar éstas para hacerlas semejantes a las del pueblo misionero. En los principios de la cristianización de Europa, el cristianismo mismo se había romanizado o se había helenizado, de acuerdo con el sitio en el cual se presentara. Esta división siguió existiendo hasta el gran cisma de Occidente y las dos ramas de la Iglesia quedaron necesariamente ligadas a una idea nacional. Era la idea ecuménica en su gran amplitud la que diera vida al pensamiento de la Edad Media romana. Ésta era la idea del padre Las Casas, el gran mantenedor del ecumene. Para él, cristianizar no era hispanizar, sino romanizar; pero en ese tiempo tal idea, que oficialmente no se había descartado, se había convertido ya en un estorbo ante el pujante sentido del nacionalismo europeo. Así, para los teorizantes de la conquista, tanto material como espiritual de España, como el doctor Giner de Sepúlveda, lo principal era hacer a los indios a semejanza del hombre español, que era el bien sumo de su tiempo. Por lo tanto tenían que ser cristianizados y ser hispanizados, para que por ese medio se convirtieran en lo mejor que podía ser un hombre del siglo XVI. Pero los grandes misioneros, los grandes conquistadores y los pobladores, ya en la práctica no siguieron al pie de la letra ninguna de las dos teorías, ni romanizar al indio, ni hispanizarlo totalmente. Motolinía lo explica cuando afirma que hay que conservar en las culturas mexicanas todo lo que de bueno tienen y no es contrario a la doctrina o al derecho natural. Cortés también lo afirma al fundar una Nueva España que tuviera de lo hispánico pero también de lo indígena. Con este pensamiento misional se estableció la base de la Nueva España, pero las otras dos ideas seguían en vigor. La de Las Casas llevó al tutelaje a las misiones cerradas de los dominicos y de los jesuitas, donde el indígena vivía una vida cristiana, totalmente aislada de la vida hispánica. El triunfante nacionalismo llevó lentamente hacia la estructuración de esa sociedad en la cual todos eran vasallos de Su Majestad, pero en diferentes categorías, esto es, donde el indígena americano y el filipino se iniciaban por los caminos de una hispanización completa. Propaganda Fide propone, desde sus principios, alejar el esfuerzo misional de la conquista imperial y del nacionalismo. Claro está que tanto los funcionarios imperiales como los cleros de España y Portugal no vieron con buenos ojos esta nueva modalidad que Roma trataba de imponer. En los dominios de los ibéricos la obra misional seguiría estando en manos de sus connacionales y sólo a los jesuitas se les había permitido llevar un número
limitado de extranjeros a las Indias. El que la calidad moral e intelectual de los agentes reales y de los miembros de las órdenes hispánicas y portuguesas estuviera en franca decadencia no era argumento bastante para permitir que las puertas de los dos imperios se abrieran a misioneros de otras nacionalidades, a extranjeros siempre peligrosos. Así, Propaganda Fide tardó en establecerse en los dominios españoles y no fue sino hasta bien entrado el siglo XVIII cuando empezó a rendir sus frutos, con las misiones centradas alrededor de los conventos franciscanos de Propaganda Fide, como San Fernando de México, Santa Cruz de Querétaro y Santa Rosa de Ocopa en el Perú. En Francia, donde la labor misional es posterior a la hispánica y se inicia en el Canadá sin gran fuerza, la situación fue distinta. En 1663 se fundó la Societé des Missions Etrangéres, con un pensamiento completamente distinto al español y, como ha sucedido siempre en el campo misional, sin tomar en cuenta las experiencias pasadas. Así, cuando el centro del campo misional católico se instala en Francia y ya no en España, se produce un rompimiento total con los métodos anteriores y se vuelve a empezar con un desconocimiento completo de las experiencias habidas. Los franceses, por ejemplo, tuvieron como principal punto para llegar al triunfo el de la formación inmediata de un clero indígena. Los españoles, que ya habían experimentado con ello, llegaron a la conclusión de que el sistema no era operante, ya que estos nuevos cristianos, que debían enfrentarse no tan sólo a un nuevo sentido religioso sino a un cambio total en los fundamentos de su cultura, difícilmente podían convertirse en sacerdotes y ejercer para el bien el poder que el sacerdote adquiere sobre su grey. La influencia de este pensamiento, esparcida en el decadente mundo hispánico, llevó al arzobispo de Santa Justa y Rufina a ordenar sacerdotes, un poco a troche y moche, a una gran cantidad de cristianos filipinos, con resultados lamentables. Por otra parte, el misionero español ha llegado a la conclusión de que hay que asentar a los pueblos indígenas en comunidades estables para poder cristianizarlos y para que puedan gozar plenamente del fruto de su nueva cultura. Ya en sus principios han experimentado, tratando de seguir las peregrinaciones de sus fieles, sin reducirlos, y han considerado que el sistema no da resultados. Los franceses en el Canadá optan por seguir a los indios en sus migraciones; más que en misioneros se convierten en fabulosos exploradores, como el jesuita Jacques Marquette, descubridor del Mississippi. Los españoles también habían probado el sistema de crear diócesis donde
aún no había casi cristianos, con la esperanza de que la presencia de un obispo activara la labor misional. Ya el mismo Hernán Cortés, que un tiempo pensara así, se desdecía de su opinión para sostener la contraria, porque la experiencia le había hecho ver lo contraproducente de la medida. Propaganda Fide, sin tomar en cuenta esas experiencias, empieza por crear diócesis en toda el Asia. En 1637 se nombra un arzobispo en Myra, en el Japón, quien no puede tomar posesión de su sede porque el shogunato ha cerrado las puertas del imperio a todos los extranjeros, sobre todo a los cristianos. En 1659 se nombra el primer obispo de Tonkín, y al año siguiente otro en Nankín y otro más en Vietnam. Como era de esperarse, ninguna de esas diócesis pudo subsistir y en ello se desperdiciaron muchos esfuerzos y murieron muchos hombres. Para reforzar la teoría del clero indígena y para probar a Portugal que Roma podía nombrar obispos donde lo creyera conveniente, se erigió la sede de Chrysópolis, en la India, y se nombró como su primer obispo a un brahmán converso, Mateo de Castro. Aunque se trataba de un hombre de grandes méritos y de singular piedad, nada pudo hacer debido a la oposición sistemática del clero portugués en Goa. Otro experimento de este tipo se llevó a cabo en China, donde la labor misional llevada a cabo por Mateo Ricci y otros jesuitas hizo concebir a Roma esperanzas de una rápida cristianización. Para activarla se resolvió nombrar a un obispo de raza china y se escogió a Lo Wen-tsao, educado en Manila y ordenado allí como sacerdote bajo el nombre de fray Gregorio López. Era éste un sacerdote de gran virtud y honda cultura que se había dedicado a la conversión de los chinos del Parián de Manila. Roma lo nombró obispo in partibus de Basilinópolis y vicario apostólico del norte de China, pero dado que los obispos españoles se negaron a consagrarlo, por considerar que su nombramiento iba en contra de lo ordenado en el Real Patronato, tuvo que hacerlo el vicario apostólico Bernardino de la Chiesa. Lo Wen-tsao pasó a Pekín, donde residió hasta su muerte seis años más tarde, sin lograr mayores frutos. A su muerte, no se nombró sucesor, con lo cual Roma convenía en que había sido un error su nombramiento. El carácter eminentemente internacional de la Compañía de Jesús hizo que sus misiones tomaran caminos distintos a los de las otras órdenes, pasando muchas veces sobre sentimientos nacionalistas, sobre todo españoles y portugueses. Así, cuando entraron al campo misional de China lo hicieron de manera muy especial, trazada por el padre Mateo Ricci, de quien ya hemos
hablado. Ricci, como Nobili en la India, sostenía que el cristianismo podía perfectamente arraigarse en China sin necesidad de efectuar cambios radicales en la manera de vida y la estructura social del imperio. Él mismo era doctor en estudios confucianos y se preciaba de usar los ropajes que su grado le autorizaba. En verdad, si un pagano como Aristóteles se había podido incorporar al pensamiento del cristianismo, Ricci no veía razón para que con la filosofía de hombres como Confucio y Mencio no se hiciera otro tanto. Una labor semejante realizaba Nobili en la India con el pensamiento brahmán, dando lugar a la creación de los famosos ritos malabar y mandarín. A la muerte de Ricci, no se destruyó su obra y lo sucedió el jesuita alemán Johan Adam Schall von Bell, quien siguiendo las costumbres de su antecesor siguió fungiendo como relojero y astrónomo de la corte imperial. A la caída de los Ming en 1644 y la llegada de la dinastía Manchú, Bell logró convencer a los nuevos amos del imperio de su importancia como astrónomo y reformador del calendario, y pudo permanecer en Pekín y seguir convirtiendo una cantidad moderada de gente, que pareció mucha a Roma gracias al optimismo de las estadísticas de la época, que motivaron el nombramiento del obispo Lo, que ya hemos visto. La importancia que adquirió Bell en la corte de Pekín despertó envidias y fue encarcelado y condenado a muerte, pero no se llevó a cabo la ejecución y pudo morir en su cama en 1665. Su sucesor fue el holandés Ferdinand Verbiest, también astrónomo, quien logró ser valido del joven emperador Kang Hsi. Bajo la influencia del jesuita, en 1692 se dictó un decreto que decía: Los europeos son muy tranquilos. No provocan disturbios en las provincias, no hacen daño a nadie, no cometen crímenes y su doctrina no tiene nada en común con las falsas sectas que hay en el imperio […] Por lo tanto, decidimos que todos los templos dedicados al Señor de los Cielos (término que empleaban los jesuitas para nombrar a Dios), en cualquier lugar donde estuvieren, deben ser preservados y que se debe permitir a todos aquellos que quieran adorar a ese Dios que puedan entrar en esos templos, ofrecerle incienso y hacer todas las ceremonias que se practican por antiguas costumbres entre los cristianos.
El éxito de Ricci y sus seguidores estribaba, en una nación de tan profunda cultura como China, en su profundo respeto a la realidad social. Ricci había establecido, con anuencia de Roma, que la liturgia de la Iglesia se tradujera al chino por considerar que el lenguaje es parte fundamental de la cultura y que, en el caso especial de China, no se podía cambiar el lenguaje
tradicional por el latín sin alterar las estructuras culturales. Esto escandalizaba a muchos, sobre todo a los padres dominicos, dirigidos en esa campaña por fray Domingo Fernández de Navarrete y aconsejados por el obispo de Puebla, Palafox y Mendoza. Como se ve en los dos lados de la cuestión, había hombres de gran importancia por su ciencia y su virtud, pero Ricci y los jesuitas de China tenían la ventaja de vivir en Pekín y palpar la realidad. Por fin triunfaron los opositores del rito mandarín y se ordenó que los sacerdotes chinos dijeran la misa e impartieran los sacramentos en latín. Un jesuita comenta: “He asistido a la misa dicha por uno de ellos […] Sólo Dios sabe cuántos errores y faltas cometió, tan acalorado y molesto como estaba, recitando como perico lo que no lograba entender”. En 1656 Roma había dicho que era lícito honrar a Confucio y a los otros sabios de la Antigüedad china, en cuanto a sabios, en vista de que sus doctrinas no se contraponían con la moral y el derecho natural, pero ya en 1730 se le ordenó al vicario apostólico de China, el francés Charles Maigrot, que eliminara entre los chinos cristianos todo lo que pudiera parecer culto a los antepasados y que dejaran de emplearse los términos Tien y Shang ti para nombrar a Dios, y que, siguiendo la idea de los primeros misioneros americanos, se usara el término latino Deo. Los misioneros españoles en América habían usado ese sistema, ya que las voces indígenas empleadas para ese fin estaban demasiado ligadas con la idolatría y los antiguos dioses, pero en China ése no era el caso y los cristianos del Imperio del Medio se vieron ante el dilema de dejar de ser cristianos o de repudiar toda su milenaria cultura, con el respeto debido a los antepasados, fundamental en sus estructuras sociales. Otro francés, Charles Maillard de Tournon, fue nombrado patriarca de Antioquía y enviado a la India y a China a revisar lo que se había llevado a cabo al respecto. En la India tropezó con la franca hostilidad del clero portugués, pero cuando pasó a China, donde entre los misioneros no había un sentido de cohesión nacionalista, la cosa fue muy grave. En forma francamente indiscreta hizo saber que la lealtad de los jesuitas y del clero nativo se debía al papa y no al emperador de China. Éste, que tenía unas muy vagas nociones acerca de la personalidad del papa, consideró que no podía haber monarca más poderoso que él, ya que todos los hombres de la Tierra, chinos o bárbaros, por definición eran sus vasallos y le debían lealtad. Así, ordenó la expulsión de Tournon y obligó a los cristianos que quedaron en China a jurar que seguirían la doctrina cristiana, como la habían predicado Ricci y sus seguidores. Por fin, en 1742 Roma prohibió, en
la bula Ex quo singularis, definitivamente todo lo que pudiera parecerse al rito mandarín, y dos años más tarde, en otra bula, Omniun Sollicitudinum, terminó con el rito malabar en la India. Así, Benedicto XIV consideraba que cristianizar debía ser sinónimo de occidentalizar y que en una China cristiana Confucio debería ser sustituido por Aristóteles. La penetración cristiana en Vietnam también estuvo en manos de franceses. En 1623 se envió a Alejandro de Rodas, natural de Aviñon, a trabajar en las misiones, pero no habiendo podido llegar allá se quedó en Vietnam y se estableció allí. Dos años más tarde fue expulsado y pasó a Hanoi, donde logró algunas conversiones y, sobre todo, aprender a la perfección el idioma. En 1630 fue expulsado también de Hanoi y buscó refugio en Macao. En 1640 regresó a la ciudad de Hué, que era la capital central de Vietnam, y pudo permanecer allí durante cinco años, al cabo de los cuales el rey de Hué decretó su expulsión y ordenó que cualquier capitán portugués que lo llevara nuevamente a territorio vietnamita sería degollado. Para demostrar que no se trataba de vanas amenazas, hizo degollar a los dos ayudantes de Rodas. A su regreso a Europa, Alejandro de Rodas compuso una gramática de la lengua anamita y lanzó la idea, por cierto ya antigua en el mundo español, de utilizar catequistas nativos en lugar de ordenar sacerdotes. Se siguió su consejo, trabajando desde Macao, y se logró un extraordinario fruto; según las estadísticas, siempre muy dudosas, en 1658 ya había más de 300 000 cristianos en Vietnam, aunque para suministrarles los sacramentos había sólo dos sacerdotes, siempre perseguidos y escondidos. Como se ve, ante el estancamiento del espíritu misional de los españoles, fueron los jesuitas internacionales y los franceses quienes siguieron adelante con la obra, pero ésta ya no tenía la fuerza que se vio en la conquista espiritual de América y las Filipinas. La insistencia en llevar la fe de Cristo a China, donde había una cultura estable y de enorme contenido, hacía negativos los esfuerzos. Ya hemos visto cómo las labores misionales sólo prosperaron frente a pueblos de religiones pobres, como los americanos o los malayos, pero frente al islam, al brahmanismo o a una cultura de filosofía profunda, como la de China, fracasaban. Los misioneros volverán a tener éxito, si es que el éxito se mide por el número de conversos, en la Polinesia y la Micronesia, por la misma razón que lo tuvieron en América. Aunque superficialmente la prédica de Ricci y sus seguidores en China parezca estéril, ante lo escaso de la cosecha no lo fue tanto, como veremos en el devenir de China. Y hay aún otro ejemplo en extremo curioso que vale la
pena señalar aquí y que es el de Corea, el reino, con cierta razón llamado ermitaño, debido a su aislamiento casi total de las corrientes históricas externas. Alrededor de 1770 un grupo de estudiosos coreanos encontró los tratados escritos en chino por Mateo Ricci sobre doctrina cristiana y se dedicó a su estudio, en el principio con una idea completamente académica. El libro Verdaderos principios relativos a Dios les llamó poderosamente la atención, tanto que al iniciarse el año 1783 resolvieron enviar a uno de los estudiantes a Pekín en busca de los misioneros jesuitas. Este estudiante, llamado Seng Hun, hizo el viaje y entró en la comunidad cristiana de la capital, donde recibió el bautismo y el nombre de Pedro. Con sus nuevos conocimientos del cristianismo, regresó a Corea e inició a sus compañeros en la nueva religión. Dado que no había sacerdotes ordenados, ni contacto posible con el mundo exterior, los coreanos resolvieron elegir a Pedro como su sacerdote y, a la vez, a un obispo, obrando de acuerdo con los principios de la Iglesia primitiva. En 1794, cuando fue enviado a Corea un sacerdote chino de Pekín, ya había más de 4 000 cristianos. Esto parece indicarnos que, ante elevadas culturas, el cristianismo tiene mayores oportunidades de prosperar si se predica con la necesaria humildad, provocando el íntimo convencimiento y no la conveniencia, tan grata a muchos de los misioneros del siglo XIX. El número de cristianos llegó a ser tal que el rey de Corea ordenó que se proscribiera la religión, y un sacerdote chino que había llegado en los primeros años del siglo XIX, Jaime Ti Yu, fue martirizado, lo mismo que habría de suceder años más tarde a tres sacerdotes europeos. Con esto Corea volvió a quedar al margen de la labor misional hasta fines del siglo XIX. La Iglesia ortodoxa rusa también tuvo su expansión misional hacia el Pacífico. Durante las primeras colonizaciones de Siberia, en tiempos de Iván el Terrible, los popes viajaban con los colonos rusos y con ellos llegaron hasta Kamchatka, atendiendo exclusivamente a las necesidades de los fieles, sin ocuparse de la conversión de los pueblos no cristianos que iban dejando a su paso. Pedro el Grande, profundamente influenciado por el pensamiento europeo, fue el primero en preocuparse por la cristianización de los que, teóricamente al menos, eran sus vasallos y vivían aún como paganos. El 17 de junio de 1700, en un ucase, le ordenaba al metropolitano de Kiev “que busque a un hombre virtuoso y sabio, de vida buena y sin tacha: que este hombre se convierta en Metropolitano de Tobolsk y que, con la ayuda de Dios, traiga poco a poco a esa gente de Siberia y de China, que viven en la
ceguera de la idolatría y generalmente en la ignorancia, al conocimiento, al servicio y a la adoración del verdadero Dios vivo”. Con esta orden se empezaron a establecer misiones entre diversas tribus, como los ostiak, los vogales y los yakats, pero con la muerte del primer metropolitano de Tobolsk, Filoteo Leschinsky, las misiones decayeron y conforme llegaban más y más colonos a las zonas rusas de Asia los popes emplearon todo su tiempo en ocuparse de ellos y desatendieron la conversión de los naturales, como sucedería en los Estados Unidos durante la expansión hacia el oeste. Algunos de los metropolitanos sintieron el mismo deseo de los españoles y portugueses y pretendieron cristianizar China; al saber que dentro del imperio había un buen número de rusos, la mayor parte de los cuales eran prófugos de la justicia o desertores de los ejércitos, pero cristianos ortodoxos, resolvieron enviar a varios clérigos para que cuidaran de su bienestar espiritual e iniciaran la labor de conversión en el norte de China. Las autoridades les negaron el permiso para radicarse en Pekín, hasta que en 1727 se firmó el Tratado de Kiachta, mediante el cual los rusos reconocían la soberanía de China sobre la Mongolia y el emperador aceptaba que cuatro popes pudieran radicar en Pekín. Siguiendo a los colonos, los misioneros rusos llegaron hasta Kamchatka y en 1705 el archimandrita Martiniano hizo las primeras conversiones entre los naturales, con tal éxito que para 1748 se consideró que Kamchatka debería dejar de ser un campo misional, ya que había más de 11 000 cristianos y bien podía convertirse en una sede episcopal y entrar de lleno en la vida ordinaria de la Iglesia. En 1770 estas misiones se extendieron a las islas Aleutianas y a las costas de Alaska. El gran promotor de esta empresa fue el mismo Shelikov quien al poco tiempo lograría la creación de la compañía rusoamericana para la explotación y el comercio de las pieles. Claro está que este avance misional ruso, al igual que el español y el portugués, estaba unido a la expansión imperial y sufría, por lo tanto, las altas y bajas de ésta, pero los popes que en ello trabajaron durante más de 100 años mostraron un raro celo, una extrema caridad, y muchos de ellos murieron en la demanda, ya sea por las condiciones inhumanas del clima o martirizados por los naturales. Las iglesias protestantes, emanadas de la Reforma, durante los siglos XVI y XVII estuvieron ocupadas, primero en la lucha contra Roma y de los príncipes católicos y posteriormente en las inacabables discusiones entre las diferentes sectas, así como en la organización de sus iglesias, sus dogmas y sus liturgias. Durante este tiempo, siguiendo a los colonos de sus patrias, un
buen número de pastores se establecieron en las colonias inglesas y holandesas de Asia y de América, pero no parecen haberse dedicado sistemáticamente a predicar el Evangelio a los naturales con los que estaban en contacto, aunque sí a los esclavos negros de las plantaciones. Ya Roberto Belarmino, el polemista católico de fines del siglo XVI, acusaba a los protestantes: “Los herejes no se sabe que hayan convertido a paganos o judíos a la fe, sino que tan sólo han pervertido a cristianos […] Los luteranos se comparan con los apóstoles y los evangelistas, pero aunque tienen entre ellos a un gran número de judíos y en Polonia y en Hungría tienen a los turcos por vecinos, no han convertido siquiera a un puñado de ellos”. Belarmino, si hubiera vivido más años, hubiera reparado también que en sus establecimientos en Asia y en América no se habían ocupado para nada de la conversión de los naturales, empresa relativamente fácil, como lo habrían de demostrar los españoles en las Indias y en Filipinas. A pesar que desde antes de la mitad del siglo XVIII el pensamiento europeo sufrió una enorme modificación en su forma de apreciar al hombre, y muchos filósofos y clérigos protestantes participaron en ella, las iglesias protestantes como tales tardaron en reaccionar. Ya vimos los trabajos emprendidos en ese siglo por la Iglesia rusa y los de la Iglesia católica que inició una nueva expansión, a pesar de que la expulsión de los jesuitas diezmó las filas de los misioneros. De todos modos se llevaron a cabo las empresas franciscanas de Propaganda Fide en California, en Tahití y en Chiloé; los capuchinos se establecieron en la cuenca del Orinoco y los lazaristas franceses, con gran experiencia misional en Madagascar y Mozambique, intentaron ocupar el lugar dejado por los jesuitas en China. Pero en los países protestantes, sobre todo en Inglaterra, que tenía la posibilidad de ejercitar una labor misional en todo el mundo, se seguía la teoría calvinista de que la conversión de los gentiles se llevaría a cabo, sin la necesidad de una acción humana, como y cuando Dios lo quisiese. Con esta teoría, intentar una acción misional equivalía a retar o por lo menos a festinar la acción divina. Pero el pensamiento humanista, puesto en boga por los franceses y explotado en todos los aspectos por los jesuitas españoles expulsos en Italia, llegaba ya a los oídos y las conciencias de los eclesiásticos protestantes. Dinamarca, que tenía un pequeño enclave de comercio en la India, llevó a cabo una labor misional que logró bastantes conversos entre el pueblo bajo. Pero el verdadero principio de la acción misional protestante, que habría de inundar al mundo tanto pagano como musulmán, budista y
hasta el cristiano, se inició en 1792, cuando un pastor y zapatero de la denominación bautista, William Carey, publicó su An Enquiry Into the Obligation of Christians to Use Means for the Conversion of Gentiles, en la cual refutaba las tesis de Calvino al respecto e instaba a los protestantes a preocuparse por la salvación eterna de los paganos. Como el campo ya estaba bien abonado para este pensamiento, a finales de ese mismo año se fundaba la Baptist Missionary Society y, un año más tarde, Carey salía con su mujer y sus hijos a fundar la primera misión en la India, en territorios controlados por la East India Company. La misión de Carey no contaba con el apoyo económico u oficial de la corona inglesa, en vista de que emanaba de la secta bautista, considerada en muchos aspectos como enemiga de la High Church, cuya cabeza visible era el rey Jorge III. Tampoco la compañía veía con buenos ojos la empresa y le parecía que tratar de cristianizar a los hindúes o, en general, a los habitantes de su territorio, aparte de constituir una empresa cara y de poca utilidad, representaba peligros para la buena marcha de los negocios y podía producir alteraciones del orden. Este mismo pensamiento tenían los directivos de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales. Por otro lado, la Sociedad Bautista de las Misiones, que patrocinaba la idea, consideraba de muy mal gusto, en tan altas empresas del espíritu, hablar de dineros y remuneraciones terrenales, así que Carey, al llegar a la India e iniciar su prédica, debería buscar la manera de sustentarse y sustentar a su familia, en cualquier oficio, como lo habían hecho los apóstoles primitivos. Carey era un hombre de una extraordinaria fuerza espiritual, de una constancia y de valor a toda prueba, pero se enfrentaba a una misión llena de peligros y de valores desconocidos. Por primera vez se intentaba la misión familiar, con intervención de mujeres y de niños; para colmo, sin fondos para subsistir y sin apoyo oficial. Al llegar a la India, para ganarse la vida tuvo que tomar empleo en una plantación de añil en el interior, ya que era un buen agricultor y un entusiasta de las ciencias naturales. Pero al obrar así limitaba ya su campo de acción y el tiempo que podía prestarle a sus trabajos espirituales, así como la posibilidad de buscar los grupos indígenas que mejor se prestaran a la conversión. La señora Carey no resistió tan brusco cambio de cultura, de clima, de maneras de vida y de idioma, y al poco tiempo quedó totalmente loca. Los hijos, sin tener quien atendiera su educación y en tan difícil medio, resultaron unos verdaderos rufianes. Pero Carey siguió adelante con la primera empresa que se había impuesto, la traducción de la Biblia al
bengalí. Con infinitos trabajos, sin alguien que lo aconsejara o instruyera, preparó una versión del Nuevo Testamento, pero al leérsela a unos amigos de Bengala se dio cuenta de que la traducción era tan mala que nadie entendía una palabra. Sin desanimarse, en medio de la más absoluta soledad, volvió a empezar el trabajo. Por fin le llegaron dineros de Inglaterra y refuerzos, al ser enviado un nuevo grupo de misioneros. Como la compañía los veía con malos ojos, optaron por establecerse en el enclave danés de Serampore y allí Carey se unió a ellos y se dedicó totalmente a su labor misional, siguiendo las cinco normas básicas señaladas por él mismo y aprobadas por la Sociedad Bautista para las misiones. Eran éstas: hay que predicar el Evangelio por todos los medios posibles y en todos los sitios posibles; es necesario traducir la Biblia o por lo menos partes importantes de ella a todos los idiomas que se hablen en el mundo; es necesario establecer, en cada campo misional y lo más pronto posible, una Iglesia nativa organizada; para esto es imprescindible educar a la mayor brevedad a un clero nativo, y finalmente, es conveniente hacer un estudio profundo de las costumbres y el pensamiento de los pueblos entre los cuales se ha de trabajar. Estos cinco principios serán, desde entonces a la fecha, las bases de toda labor misional, no sólo de los misioneros de la denominación bautista, sino de la gran mayoría de las iglesias protestantes. A fines del siglo XVIII, en Inglaterra, Carey no era un caso aislado de espiritualidad, ya que había un enorme movimiento de despertar evangélico en todas las capas sociales y en todas las sectas. Desde 1738, John Wesley, el hijo de un culto pastor protestante de la Iglesia anglicana, había iniciado un movimiento de fervor espiritual que desembocaría, durante su vida misma, en la creación de la Iglesia wesleyana o metodista. Aunque Wesley conservó siempre su afiliación a la Iglesia anglicana, dado que no le era permitido predicar en sus templos, sus seguidores fundaron capillas de todo tipo, y para 1784 había ya más de 350 de ellas en Inglaterra. Fuera de la Iglesia establecida, Wesley logró llegar a todas las capas sociales, aun a las más bajas, a cuya emoción espiritual nadie había llegado antes que él, pero como buen anglicano que era, y por lo tanto buen conservador, sentía una repugnancia innata por todo lo que pudiera parecer liberalismo y lo que oliera a doctrina de la Revolución francesa, e insistía en que sus fieles siguieran asistiendo a las iglesias anglicanas y tomando parte en sus servicios. Además, temeroso de contagios revolucionarios, era enemigo de la educación popular y sostenía que con el conocimiento de la Biblia bastaba para salvarse y que
todo lo demás salía sobrando. Para afianzar más este punto, como los puritanos de antaño, insistía en una total frugalidad de vida. Las prédicas tan contradictorias y en muchos aspectos tan opuestas al medio en que se estaba viviendo, pero presentadas con tan gran atractivo popular, trajeron consecuencias que el mismo fundador pudo observar y anotar antes de su muerte, cuando escribió: “Los metodistas de todas partes se vuelven diligentes y parcos; en consecuencia incrementan sus riquezas. De allí, proporcionalmente crecen en orgullo, en cólera, en los otros deseos de la carne, los deseos de los ojos y el orgullo de la vida. Así, aunque queda la forma de la religión, el espíritu desaparece rápidamente”. Se había creado, mediante la acción espiritual de Wesley, una nueva clase media de tipo puritano, hábil para los negocios, frugal en su manera de vida, que habría de rendir grandes frutos en todos los órdenes durante el siglo XIX. Aparte del movimiento wesleyano, otros muchos surgieron en Inglaterra, encaminados a despertar el fervor evangélico; pronto la Iglesia bautista tuvo imitadores y empezaron a proliferar las sociedades de misiones. Así se formó la London Missionary Society que pretendía conservarse al margen de cualquier denominación y trabajar con cualquier Iglesia que se prestara a ello; la Church Missionary Society, emanada de la Iglesia anglicana, pero muy influida por los metodistas, y la British and Foreign Bible Society formada también por anglicanos y por miembros de otras denominaciones. La ola de fervor pronto saltó el Atlántico y en 1810 se estableció en los Estados Unidos la American Board of Commissioners for Foreign Missions, y cuatro años más tarde, la American Baptist Missionary Society y otras muchas secundarias, además de las que iban naciendo con las nuevas denominaciones que se creaban en los Estados Unidos al calor de la expansión económica y territorial, como fueron más tarde los mormones. El fervor pasó a Alemania, Holanda, Dinamarca y los países escandinavos, y en todos ellos se formaron sociedades dedicadas al fomento de las misiones en todos los rincones del mundo considerado “no civilizado”, incluyendo naturalmente a China y, lo que es más curioso, a los pueblos católicos de América del Sur y de México. Asimismo, muchas de estas sociedades intentaron crear campos misionales en la misma Europa, especialmente en los países católicos que se abrían a la tolerancia de cultos, pero sin descuidar a los países protestantes y a Rusia, ni olvidar a los países islámicos, donde tuvieron tan escaso éxito como los misioneros católicos. Las sociedades misioneras protestantes aportaron varias novedades e
innovaciones al espíritu misional cristiano que se había observado hasta la fecha, tanto por la Iglesia católica como por la ortodoxa rusa. Por un lado, como ya hemos visto, no eran parte de un esfuerzo oficial de los estados de los cuales eran ciudadanos, ni estaban sostenidas por sus gobiernos, sino que eran empresas particulares, un poco a la manera de las grandes compañías que entonces nacían a la vida comercial, cuando se liquidaban en todas partes los monopolios de las empresas estatales o protegidas como la East India Company. Así, no se establecían necesariamente en los territorios conquistados por sus gobiernos, sino donde a su juicio su labor fuera más efectiva y sus trabajos rindieran mejores frutos. Esto trajo como consecuencia su diseminación por todo el orbe, cosa que la Iglesia católica, por las razones que veremos más tarde, no pudo llevar a cabo hasta bien entrado el siglo XX. Pero la innovación más grande que aportaron los protestantes al campo misional fue la de la familia que los acompañaba, no sólo sus mujeres sino sus hijos y parientes, hombres y mujeres, amén de varios adláteres, artesanos y servidores de la Iglesia. En otras palabras, una misión protestante, salvo en los sitios donde había grave peligro, formaba una microsociedad occidental. Con esto, aunque no estaba dentro de los objetivos, se lograba siempre occidentalizar al pueblo entre el cual se predicaba, ya fuera directamente por la prédica o por la imitación. Al misionero de este tipo le sucedía lo mismo que al pionero en relación con el conquistador. Al llevar consigo su mundo, creaba una separación definitiva entre él y el converso. Las actitudes consideradas en contra de la moral de Occidente se volvían inadmisibles, ya que las mujeres no podían ver y soportar, por ejemplo, esa libertad sexual de la Polinesia sin escandalizarse. Esto afectaba también el pensamiento y la manera de ver las cosas del pastor y del nuevo creyente. Por otra parte, con la presencia de las familias, se creaba una necesaria discriminación racial y cultural, al hacerse impensable todo mestizaje. Las mujeres misioneras tenían buen cuidado de que el contacto entre sus hombres y las polinesias fuera el mínimo y de que, si alguno de los misioneros o sus ayudantes caía en el pecado de la carne, fuera eliminado de inmediato. Era el espíritu de protección, profundo en la mujer, de las cosas sacrosantas del hogar. En las misiones católicas, hasta la fecha, no se habían utilizado los servicios de las mujeres, monjas o del siglo, con la excepción de las madres ursulinas en el Canadá. El hecho de que durante el siglo XIX las misiones católicas se hayan visto auxiliadas por monjas, se debe tal vez a la influencia de los protestantes. Mucho se han reído ahora y se rieron en sus tiempos los escritores y
críticos de la imagen de esas mujeres, vestidas a la manera de Occidente, con sus largas faldas, sus sombreros, guantes y sombrillas, solas en una playa del Pacífico, entre cocoteros y rodeadas de indígenas desnudos. La imagen es indudablemente cómica pero la risa infundada, ya que en esas mujeres, como en las monjas católicas que las siguieron, había por lo general un valor y una dedicación a la misión encomendada, dignos de encomio. Si los sistemas que aplicaron fueron errados, más culpa fue de su siglo que de ellas. Quisiéramos afirmar que la gracia divina daba fuerza a las mujeres que acompañaban a los misioneros para soportar los increíbles trabajos que padecían, pero tenemos que considerar que las mujeres de los pioneros, no necesariamente ayudadas por la gracia divina, tenían la misma resistencia, el mismo valor y el mismo sentido de la caridad que las misioneras. Pero al contrario de la mujer pionera, que buscaba siempre la seguridad en la muerte y la destrucción de los enemigos, que eran los salvajes, la mujer misionera buscaba su conversión a lo que ella creía que era la verdadera fe y su adaptación a la cultura que, sin haberse probado, se consideraba como superior. Para ello se lanzaba sin un interés económico a las más increíbles aventuras, al horror de los interminables viajes en los veleros, al abandono en cualquier parte del mundo, lejos de todo contacto con su cultura, donde debía convertirse, tuviera para ello las cualidades necesarias o no las tuviera, en maestra, en civilizadora, en ejemplo de la moral cristiana. Si muchas veces estas mujeres de los misioneros protestantes que al fin y al cabo eran el alma de la misión, tenían una mentalidad estrecha, cerrada a todo lo que no fuera su forma de vida, considerada como la única noble y buena, no es de culparlas a ellas, porque sus gobiernos, sus superiores en las misiones, sus poetas y sus filósofos pensaban exactamente de la misma manera. Padecían —por lo general en menor grado que los hombres geniales del siglo XIX— ese increíble orgullo de raza y de cultura que dio origen al colonialismo. En 1796 la London Missionary Society oyó el clamor que se elevaba acerca de la condición de los polinesios en Tahití, de la prostitución de sus mujeres, de los desmanes de balleneros, loberos y mercaderes, y resolvió enviar su primera misión cristiana hacia allá, tanto para convertir a los polinesios al cristianismo como para detener los desmanes de los creyentes en la verdadera fe que los habían precedido. Para ello se contrató un barca, el Duff, el cual debería llevar a los misioneros, tanto clérigos como seglares, y a sus familias. La corona, que empezaba a comprender la importancia que pudieran tener los misioneros para el mundo colonial, daba a los tripulantes
del Duff, si no dineros, por lo menos su aprobación, que era más de lo que había logrado Carey. Al llegar a Tahití los misioneros intentaron, antes que nada, la conversión de los más altos jefes de la isla, con la esperanza de que se aplicara, una vez convertidos éstos, la antigua máxima latina de cujus regio, ejus religio. La misión tuvo éxito y, después de 10 años de trabajos, lograron convertir a uno de los jefes más importantes, quien vio en la nueva religión la posibilidad de convertirse con la ayuda de los ingleses en rey de toda la isla. Tan ligados quedaron los misioneros con el jefe Pomare, que así se llamaba el primer caudillo converso, que cuando éste fue derrotado en una revuelta y tuvo que huir a una isla cercana, los misioneros se fueron con él, y con él regresaron triunfantes. Los otros grupos de misioneros, tanto protestantes como católicos, siguieron ese sistema, olvidando tal vez que el cristianismo se había introducido al mundo mediterráneo por el camino opuesto. De Tahití se desprendió un grupo, que pasó al archipiélago de los Amigos o Tonga, donde se demostró rápidamente que el nombre dado a esas islas no era el adecuado, ya que tres de los misioneros fueron inmediatamente muertos y comidos por los naturales. Otro de ellos, que logró sobrevivir, se hizo de tal forma a la vida nativa que se convirtió en un verdadero beachcomber. Más tarde, un grupo de wesleyanos provenientes de Australia logró establecerse en Tonga y convertir a uno de los caudillos. Siguiendo los lineamientos trazados por Carey, los primeros misioneros protestantes se dieron prisa en adiestrar, mal que bien, a catequistas nativos para que fueran como maestros a otras islas. Así, de Tonga se enviaron catequistas a las islas Fiji, los cuales abrieron el camino a los pastores europeos metodistas, quienes desembarcaron en esas islas 12 años más tarde, en 1835. Los presbiterianos, con extraordinario valor y constancia, se encargaron de las peligrosas misiones entre las tribus melanesias de las Nuevas Hébridas. Los anglicanos establecieron la primera diócesis en la isla Norfolk, que había sido colonia penal inglesa, como ya hemos visto. Por error del redactor del decreto, la diócesis abarcaba desde el paralelo 34 norte hasta el 50 sur, siendo así, sin duda alguna, la diócesis más grande del mundo. Su primer obispo, George A. Selwyn, fundó la famosa misión de la Melanesia en las islas Salomón. En 1820 apareció el primer grupo misional norteamericano en el Pacífico, en las islas Hawai, donde, siguiendo el mismo sistema de sus colegas ingleses, lograron la conversión del rey Kalmehameha y de la casa real, y
controlaron totalmente el archipiélago. De allí se extendieron a las islas Marshall, Carolinas y Gilbert, e intentaron sin éxito establecerse en las Marquesas. Es de notarse que rara vez hubo rivalidad entre las diferentes iglesias protestantes en la Oceanía y casi siempre respetaron los territorios ocupados previamente por otras iglesias; las únicas luchas entre cristianos fueron contra los misioneros católicos, quienes llegaron tarde y trataron de ocupar islas ya catequizadas por los protestantes. En los principios de las misiones protestantes, como ya hemos visto en el caso de Carey, los misioneros no recibían estipendio alguno y tenían que mantenerse como pudieran, ya fuera mediante el comercio, la artesanía o la agricultura. Como debido a su vida austera sus gastos eran pequeños y los naturales les tenían más confianza que a los traders, algunos de ellos lograron acumular enormes fortunas. Además de esto, al convertir al cristianismo a los caudillos de las islas adquirían necesariamente un cierto grado de poder político que utilizaban en beneficio de su Iglesia y, en algunos casos, en provecho propio. Poco a poco ese poderío político fue creciendo en muchas de las islas y ya para mediados del siglo XIX tanto Inglaterra como los Estados Unidos contaban con él para sus tratos con los reyes y, posteriormente, para extender su protectorado y su dominación en las islas. Los misioneros católicos, justo es advertirlo, obraron en forma semejante para beneficiar los intereses de Francia. Sería muy aventurado afirmar que los misioneros, desde un principio, se habían prestado conscientemente a ser una quinta columna de Occidente en el mundo de la Oceanía, pero al establecerse en las islas, al organizar en ellas una vida con aspectos occidentales y necesidades de comercio externo, estaban irremediablemente abriendo el camino a la ocupación final de esos territorios, ocupación que por lo general no revistió características de violencia, ya que en un principio tomó el aspecto de protectorados, donde el poder europeo ayudaba al monarca polinesio en sus problemas administrativos y de relaciones exteriores, a cambio de ciertas concesiones dadas a plantadores y traficantes. Poco a poco ese protectorado se iría convirtiendo en un dominio total y, en muchos casos, como en Hawai, Tahití o las Marquesas, dejaron de existir las casas reinantes para ser suplantadas por gobernadores de las potencias ocupantes. Por otra parte, los misioneros contribuyeron notablemente a acabar en Europa con los rastros que quedaban de la leyenda del “noble salvaje”. Las historias, ciertas o más o menos fabricadas, que contaban acerca de la crueldad y la perversión de costumbres de los nativos, de su inmoralidad
sexual, de su escaso respeto por la propiedad ajena y, sobre todo, de su canibalismo y sus sacrificios humanos, sirvieron sin duda para que las damas de Londres y de Boston se estremecieran de piedad ante los peligros de los pobres misioneros y aflojaran los cordones de las bolsas, pero también para que la sociedad occidental cobrara una repugnancia extrema hacia todo pueblo que consideraba salvaje y, por lo tanto, inferior. Muchas de esas historias eran de por sí lo bastante trágicas como para mover a piedad. En 1839, por ejemplo, el misionero John Williams y un compañero intentaron desembarcar en una isla y fueron inmediatamente muertos a pedradas y a garrotazos por los naturales, y, más tarde, comidos. Otra historia trágica que conmovió a Europa fue la del misionero inglés Allen Gardiner, quien había sido comandante de la marina real. Al convertirse y sentir el llamado divino hacia el campo misional, quiso primero establecerse en África, pasó luego al Paraguay, donde encontró una invencible resistencia por parte del clero católico español. Resuelto a llevar a cabo una labor en beneficio de las almas de los salvajes, pasó con otros seis compañeros a la Tierra del Fuego. En el verano austral se establecieron en el estrecho, cerca de la entrada del golfo Inútil. Llegó el invierno, pero no así el barco que aguardaban con los necesarios socorros. Uno a uno, los misioneros fueron muriendo de hambre y de frío, recordando a los colonos que 250 años antes instalara allí cerca Pedro Sarmiento de Gamboa. Cuando, llegado el verano austral, un barco fue en su busca, no encontró más que los cadáveres y el diario de Gardiner, en el cual había escrito: “Aunque pobres y débiles como estamos, nuestro barco es un verdadero betel para nuestras almas, porque sabemos y sentimos que Dios está aquí. Dormido o despierto estoy, más allá de todo poder para expresarlo feliz”. Los primeros frutos del sacrificio de Gardiner se vieron 22 años más tarde, cuando los primeros fueguinos recibieron la fe cristiana, lo cual no los libró de ser exterminados al poco tiempo por los ovejeros que se habían establecido allí. Darwin, que había estado en los estrechos, se conmovió tanto con la historia de Gardiner y sus compañeros que escribió a la South American Missionary Society solicitando formar parte de ella y ser miembro activo de su comité. Ante la imposibilidad de estudiar la historia de todas las misiones protestantes en la Polinesia, tomemos una al azar, la primera de ellas. Ya hemos visto que en 1796 la London Missionary Society envió a un grupo de misioneros en el Duff a la isla de Tahití. La misión se componía de 39 personas, de las cuales sólo cuatro eran del estado eclesiástico y el resto se
formaba con hombres de diferentes oficios, como carniceros, carpinteros, tejedores, más seis mujeres casadas y tres niños. Como se podrá observar, era una migración completamente distinta a las que antes habían caído sobre las islas, ya que no se trataba de exploradores como Cook o sabios como Banks, ni de forzados como los que Inglaterra mandaba por esos tiempos a Australia y Tasmania. Eran todos ellos miembros típicos de la baja clase media inglesa, artesanos y pequeños mercaderes que empezaban a progresar en Londres gracias a la creciente Revolución industrial y que, según la acertada descripción de C. Hartley Grattan, “odiaban el desnudo, la danza, el sexo (excepto cuando se usaba en matrimonio monogámico), la embriaguez, cualquier cosa que se asemejara al dolce far niente, la pobreza inducida por uno mismo, la guerra (exceptuando cuando se hacía en nombre de Dios), el paganismo en todas sus formas y a la Iglesia católica romana”. Su moral era la de los wesleyanos, heredada del puritanismo, esa moral que fue la columna vertebral de la era victoriana. Su cultura era bastante rudimentaria e ignoraban absolutamente todas las experiencias que se hubieran realizado antes en los campos misionales de Occidente. El viaje del Duff fue de 14 000 millas marinas, sin tocar puerto alguno, tal vez el viaje ininterrumpido más largo que se recuerde; por fin, en marzo de 1797 desembarcaron en las arenas negras de la bahía de Matavai, con sus alteros de biblias y de folletos con la doctrina en lengua de Tahití, un órgano y su equipaje personal. La situación moral que encontraron en la isla era mucho peor de lo que habían imaginado. Tu, el amigo de Cook en su último viaje, y de Bligh, se había convertido por la fuerza en el caudillo principal de la isla, gracias a las armas que le dejaron los amotinados del Bounty y a la ayuda de algunos marinos desertores de los barcos balleneros, quienes se habían radicado en la isla. Ya como señor de toda la isla grande, Tu tomó el nombre de Pomare I, rey de Tahití, pero a pesar de su alto cargo las rebeliones eran constantes y no cesaba la guerra. El aguardiente corría con libertad y la moral cristiana era la impuesta por los desertores de los balleneros. Al llegar la misión evangelizadora no tuvo ningún inconveniente en que se establecieran en Matavai; según los misioneros, les cedió la propiedad de los terrenos para que fundaran allí su misión, pero a pesar de las muchas prédicas que se le hicieron no se convirtió y siguió gozando alegremente de su vida depravada hasta su muerte, en 1803. Lo sucedió en el trono su hijo, Pomare II, un hombre alto, fuerte, corpulento, típico miembro de la nobleza polinesia, quien se había entregado en cuerpo y alma a la
embriaguez y a la vida licenciosa. Herman Melville, quien llegó a conocerlo ya en su vejez, lo describe: “Aunque libertino y borracho, a quien se acusaba de crímenes contra natura, fue gran amigo de los misioneros y uno de sus primeros prosélitos”. Pomare había visto la importancia que, para sostenerse en el tambaleante trono de su padre, pudiera tener la nueva religión que, al adoptarla, sería “su” religión, la religión de Estado que indudablemente le daba un prestigio superior al de sus enemigos que seguían siendo paganos. Pero el hecho de convertirse al protestantismo no hizo que abandonara su antigua vida licenciosa, ni que tratara de vivir en paz con sus vecinos. Siguieron las revueltas; en una de ellas Pomare II tuvo que huir a la isla de Moorea, seguido por todos los miembros de la misión que habían ligado su suerte a la de él. Al poco tiempo, con armas europeas que logró reunir, pudo regresar y recobrar su trono. Inmediatamente procedió a destruir el marae o templo de los ídolos, para construir en su sitio una gran catedral, en el sitio que escogió para fundar la ciudad de Papeete, que habría de ser su capital. Con eso el triunfo de los misioneros ya fue completo y todos los habitantes de la isla quedaron bajo su dominio espiritual. Se creó el cargo de vigilante de la moral, que debería andar por las noches buscando a las parejas no casadas que se entregaran al amor en las playas o en los bosques y viendo que todos asistieran puntualmente a los servicios divinos; pero también vigilando que no hubiera danzas paganas, ni aguardiente, ni la antigua sensualidad de la vida. Cuando en 1820 el navegante ruso Tadeo Bellinghausen llegó a Tahití, se asombró de todos los cambios que se habían llevado a cabo en tan pocos años. Los naturales andaban todos vestidos, las mujeres con enormes batanes de telas floreadas, llamados mother hubbards, y los hombres con camisa y pantalones. Todos asistían a los servicios religiosos los domingos y guardaban las fiestas en la profunda melancolía de los puritanos; los que no lo hacían así eran castigados públicamente. La embriaguez había desaparecido y todos trabajaban en la industria de la copra, bajo la dirección del principal entre los misioneros, Henry Nott. Bellinghausen quiso visitar al rey Pomare y se dio cuenta de que ni él ni su mujer estaban muy convencidos de toda esa moralidad, ya que mientras Nott no los vigilaba, cosa que hacía estrechamente, el rey le pidió al marino ruso que le mandara por favor una botella de ron. Posteriormente la reina le pidió lo mismo, y cuando se le dijo que se la mandaría al rey, protestó porque Pomare, según ella, acostumbraba acabarse la botella y no dejarle ni una gota.
Cuando murió el rey Pomare II lo sucedió su hija Pomare Vahine III, educada por los misioneros. Ya la vida polinesia en Tahití había acabado y Herman Melville, para poder ver una danza antigua, tuvo que ir hasta el pueblecillo de Tamai, en Moorea, y aun allí se hacía en forma oculta. Claro está que Melville no era muy amigo de los misioneros ni de Nott en particular. Desertor de un barco ballenero, amotinado, prófugo de la justicia y amante de la sensualidad de la antigua vida polinesia, no podía estar de acuerdo con la manera de pensar, de baja clase media wesleyana, de los misioneros. Y con hombres como Melville y otros muchos tuvieron los misioneros sus más graves problemas, problemas que ya habían encontrado en su camino los misioneros hispánicos cuatro siglos antes. La prédica de la moral cristiana entre los naturales estaba muy bien; la asistencia a los oficios religiosos y cantar salmos divertían. Bellinghausen relata que al zarpar vio subir a su barco a un grupo de muchachas polinesias, vestidas con grandes batas blancas que, hieráticas, cantaron varios salmos bajo la dirección de una mujer inglesa. Es de imaginarse que a los marinos rusos, que conocían los cuentos de los balleneros y de los primeros exploradores, no les pareció nada bien el cambio. Pero a los polinesios tampoco les agradaba la totalidad del cambio, sobre todo lo que se refería a la nueva moral que había caído sobre ellos como una losa de sepultura. Y veían en los misioneros de traje oscuro una cara de Occidente y en los marinos y los balleneros borrachos, peleadores, enamorados, buenos gastadores, otra cara. Muchos de ellos prefirieron esa segunda cara, a pesar de todas las prédicas y sermones. Así, mientras en Matavai los miembros de la misión trabajaban de sol a sol y hacían que los naturales ganaran “honradamente” su existencia en las grandes explotaciones de copra y en algunas pequeñas que se trató de implantar, en Papeete la vida era otra cosa, según la describe el cirujano de un barco ballenero: “La abundancia y venta indiscriminada de aguardiente, así como la tolerancia de las leyes que permitían que la sensualidad en el puerto se llevara a extremos sin límites, provocaba escenas de escándalo e increíble lascivia que, noche a noche, se exhibían en Papeete y que hubieran escandalizado a los más bajos barrios de Londres”. Charles Darwin se dio cuenta también de que la nueva moralidad en la isla no era fruto más que de una opresión terrible y cuenta cómo, cuando sus guías le piden que les dé un poco de aguardiente, le ruegan que no se lo vaya a contar a los misioneros. En 1835 llegaron a Tahití los primeros misioneros católicos franceses, de la Congregación de Picpus, y fueron expulsados por la reina. Insistieron al
año siguiente y no se les permitió desembarcar debido a la presión de los misioneros protestantes. Esto hizo que Francia se sintiera ofendida en su orgullo nacional y el almirante Dupetit Thouars, que navegaba entonces con su escuadra por el Pacífico, se presentó frente a Papeete y amenazó con bombardear la ciudad si no se permitía el establecimiento de los sacerdotes católicos. A pesar de la presión del grupo de Nott, la reina Pomare Vahine III tuvo que pactar con los franceses, aceptar su protectorado y permitir que los padres de Picpus se establecieran en la isla, así como que Francia ejerciera una especie de protectorado sobre su reino. Este protectorado, como tantos otros en las islas, se convirtió en una anexión formal en 1843 y desapareció el reino de Tahití, para convertirse en parte de los territorios franceses de la Oceanía que habrían de abarcar también a las islas Marquesas y a las Tuamotú. Si la presencia de balleneros, mercaderes y blackbirders había dislocado la vida polinesia, la de los misioneros la acabó definitivamente. Por una parte creó el temor. En lugar de los antiguos tabúes, que los polinesios entendían desde su nacimiento, apareció el miedo a infringir leyes, sobre todo sexuales, que no entendían y que no estaban dentro de sus tradiciones. Era necesario vestirse, cubrir el cuerpo, inocente hasta entonces, con los mother hubbards y de paso era necesario comprarlos, con lo cual la economía dependió, más y más cada día, de la importación de artículos extranjeros. Cierto es que en Tahití los misioneros protestantes llevaron un telar para enseñar a las mujeres a fabricarse sus telas, pero éstas no se interesaron y la maquinaria quedó abandonada en un galeón. Por otra parte, perdieron el arte de hacer telas con corteza de árbol. Perdieron también el arte de fabricar sus grandes canoas de altas proas y empezaron a sentir la inutilidad de sus vidas y el ocio de sus manos. Así los encontró Melville y así los vio Gauguin, muchos años más tarde. En sus cuadros ya no hay la risa espontánea. Sus mujeres tahitianas tienen la cara seria, triste. Ni siquiera parecen conscientes de su atractivo. Y la población de Tahití, como en todas las otras islas de la Polinesia tocadas por el hombre blanco, empezó a decrecer. Cook calculaba que había unos 40 000 habitantes. Bellinghausen piensa que tan sólo quedaban 16 000 y no habían pasado ni siquiera 50 años. Las enfermedades, la embriaguez, las armas de fuego, la emigración forzada y esa inapetencia de la vida que se observa en los pueblos bárbaramente transculturados, habían mermado a la población que hasta la fecha no logra recuperarse. En muchos de los casos que se dieron en las islas de la Polinesia se puede
observar que los misioneros encuentran que su trabajo ha sido facilitado, desde antes de su llegada a esa isla, por un ambiente en pro del cristianismo que ya se ha formado. Eso tiene una explicación. Los jefes o caudillos eran quienes estaban en contacto más directo con los marinos de Occidente y quienes trataban por todos los medios de imitarlos. De los blancos pretendían copiar las costumbres, el vestuario, la comida, el uso de las armas, la embriaguez y la habitación. No es de extrañar, por lo tanto, que al cambiar a este extremo sus actitudes frente a la vida, pensaran que sus antiguos dioses, que los blancos consideraban como ídolos vanos, no eran todo lo efectivo que era de desearse. Por lo tanto, para esos caudillos que ya ambicionaban el mando supremo de sus islas y que pretendían hacerse reyes a la manera de los que había en Europa, la llegada de los misioneros significaba poder asemejarse a los poderosos hombres blancos aún más que con los usos externos que ya copiaban. Ya hemos visto cómo la primera misión en Tonga resultó un fracaso, cuando tres de los misioneros fueron muertos y comidos. Después llegaron los mercaderes y, más tarde, el metodista John Thomas, herrero de profesión. El campo había sido ya trabajado, y ya había surgido un jefe a la manera de los occidentales, quien deseaba hacerse rey del archipiélago, el caudillo Taufaahau, de la isla de Haabai. En 1830 pidió el bautismo y se lanzó a su campaña de conquista. Para 1839 había logrado dominar a las otras islas y se coronaba rey con el nombre de Jorge I, prohibía la idolatría y establecía la casa reinante que aún subsiste. Lo sucedió su hijo Jorge II y, a su muerte, su hija Carlota cuyo nombre pronunciado en lengua polinesia se convirtió en Salote, apelativo con el cual se le conoció hasta su muerte. En las islas Fiji, totalmente convertidas al cristianismo, cuando en 1854 se bautizó al principal caudillo, encontramos otro ejemplo y la casa real duró hasta que las islas se convirtieron en colonia británica a fines del siglo XIX. En Hawai la historia de la cristianización siguió el mismo camino. Los primeros 20 misioneros, entre los cuales había varios niños, llegaron de Boston, vía el cabo de Hornos, después de un viaje lleno de increíbles sufrimientos. Al desembarcar se encontraron con la agradable sorpresa de que el rey Kalmehameha I, influido por sus amigos occidentales, tanto americanos como ingleses y rusos, ya había resuelto terminar con la antigua religión y había prohibido la idolatría. Así, se pudieron dedicar a aprender el idioma, traducir la Biblia, poner escuelas primarias e intentar la conversión de algunos de los hombres de importancia. Para 1839 más de la quinta parte
de los hawaianos que quedaban en las islas se había bautizado, lo mismo que los miembros de la casa real. La última reina, Liliuokalani, autora por cierto de la famosa canción Aloha, cuando fue obligada a abandonar trono y patria, hace ver que todo el complot en contra de la monarquía provino del grupo encabezado por los hijos de los misioneros que habían llevado la fe cristiana a Hawai. No se ciega ante el hecho de que esta segunda generación, enriquecida por el trabajo, pero también muchas veces por sus matrimonios con mujeres de la casa reinante, se ha servido de su situación en provecho propio y de los Estados Unidos, y aunque se han dicho hawaianos y vasallos de los reyes su verdadera patria sigue siendo América. A pesar de estar convencida de ello, la reina afirma su fe cristiana y no reniega de ella. Al contrario del misionero católico, soltero siempre, el protestante iba acompañado de su familia. Sus hijos crecían en el campo misional, y con el apoyo lógico de sus padres, así como el de los nuevos creyentes, y además del que les proporcionaban los mercaderes de su patria de origen, lograban por lo general acumular fortunas y dominar la economía de las islas. El caso de Hawai es típico de este aserto. Allí vemos, por ejemplo, que Berenica Pauahi, heredera de las grandes tierras del príncipe Kanaina, se casa con C. R. Bishop y fundan un enorme imperio azucarero. Miria Likelike se casa con A. F. Cleghorn y fundan otra de las grandes fortunas y familias norteamericanas de Hawai. Es indudable que en la primera mitad del siglo XIX los misioneros protestantes habían avanzado mucho más que los de la Iglesia católica en el área de la Oceanía. Ya hemos visto cómo el impulso misional católico pasó de España a Francia, donde primero la Revolución francesa, con su carácter ateo y profundamente anticlerical, y posteriormente las largas guerras napoleónicas, habían acabado casi con el sentido misional. Pío VII, prisionero prácticamente de Napoleón, casi nada podía hacer en favor de Propaganda Fide, pero a su regreso a Roma en 1814, de inmediato restituyó la Compañía de Jesús que, aunque disuelta, había subsistido en Alemania, Austria y Polonia. A la vez, se crearon órdenes nuevas, especializadas en misiones, como los oblatos de la Inmaculada Concepción, fundada en 1816, y al año siguiente, los padres maristas. Más tarde habrían de tomar parte en las misiones órdenes como la de los salesianos de Don Bosco y los llamados padres blancos, especializados en trabajos en el norte de África. También en 1817 se crearon en la ciudad de Lyon el primer grupo laico de ayuda a las misiones y la primera orden femenina destinada exclusivamente a este fin.
Muy pronto surgieron varios conflictos entre el pontificado y las cortes de España y de Portugal, cuando en contra de lo previsto en los reales patronatos, el papa nombró a varios obispos en la India, sin consultar previamente con el rey de Portugal y enviando tan sólo una copia de la bula de erección de la nueva sede y otra copia idéntica a la reina Victoria de Inglaterra, como soberana de la mayor parte de la India. Para 1845 había ya más de 20 obispos en la India, pero todos ellos eran europeos. En las posesiones que tuviera España en América, independientes ya o en proceso de independizarse, la Santa Sede fue llegando a diferentes acuerdos con cada una de ellas, pero es de notar que los cleros nacionales de Hispanoamérica durante el siglo XIX se alejaron casi totalmente de las labores misionales y éstas, aun en la misma América, siguieron en manos de sacerdotes europeos. Los primeros pasos de los misioneros, ya bajo la égida de Francia y con el entusiasmo posterior a la Revolución y a la derrota de Waterloo, se dirigieron primordialmente hacia el continente asiático, sobre todo a Vietnam. Desde 1817 Francia, en su afán de llevar a cabo una expansión que la igualara con Inglaterra, trató de establecerse en Vietnam y crear allí factorías de comercio, ya que lo consideraba una de las mejores puertas para la penetración de China. Como ya hemos visto, algunos misioneros franceses se habían establecido allí en diferentes épocas y había un número regular de conversos. Los reyes Ming Mang y Tu Duc resolvieron perseguir al cristianismo y, sobre todo, a los misioneros extranjeros. Hubo varios martirios de sacerdotes, con lo cual Francia envió a su marina de guerra a que hiciera demostraciones de fuerza frente a Turane, en 1847, para obligar al rey a tratar con mayor respeto a los franceses. Once años más tarde se inició el franco proceso de ocupación de las costas y para 1862 ya los franceses ocupaban la Cochinchina oriental que fue formalmente anexada por Napoleón III cinco años más tarde. En 1882 la expansión llegó hasta Tonkín y el emperador, a pesar de la ayuda que China tratara de prestarle, se vio obligado a huir en 1905. Con eso ya Francia dominó todo lo que se dio en llamar la Cochinchina francesa, que abarcaba Vietnam del Norte, Vietnam del Sur, Laos y Camboya, y la labor misional se facilitó mucho, como sucede siempre después de una conquista armada y de la ocupación total de un territorio. Los misioneros logran convertir a un buen número de grupos budistas y crear con ellos la nueva clase media, necesaria para la administración de las colonias. También influyen poderosamente sobre el reino independiente de Siam o Tailandia. A Oceanía llegaron en el segundo cuarto del siglo y, en muchos casos,
trataron de establecerse en sitios ya ocupados por los protestantes, como hemos visto en el caso de Tahití. En Tonga fueron expulsados por el rey Jorge I y sus consejeros protestantes, pero lograron establecerse en las islas Wallis y Futuna, y en Nueva Caledonia, que pasó a ser protectorado francés siguiendo la tendencia que ya parecía ser un sistema. En la Nueva Guinea, ya a finales del siglo, recibieron el apoyo de los padres alemanes de la Sociedad del Divino Verbo y la mitad de la isla pasó a ser colonia de Alemania. En la zona oriental del Pacífico, los padres de Picpus se establecieron en Tahití, Samoa, las Fiji, así como en los atolones Gilbert y Ellice (donde ya los protestantes habían logrado muchas conversiones), en las Marquesas y en la isla de Pascua. Si bien durante el siglo XIX los misioneros católicos en el Pacífico parecen siempre estar profundamente ligados con los intereses temporales de Francia y ser, en muchos casos, avanzadas de las fuerzas de invasión galas, es indudable que hubo entre ellos, como entre los protestantes, hombres de extraordinario valor, de inquebrantable fe y de notable integridad. Hay muchos casos de martirio y otros muchos de increíble resistencia ante los ultrajes, las amenazas y los golpes de los nativos. Por desgracia también encontramos casos de misioneros católicos que se dedicaban con más ahínco al logro de bienes materiales, como el padre Laval, de la Congregación de Picpus, establecido en Mangareva, que logró formar con la copra y la pesca de perlas un verdadero imperio, utilizando el trabajo de los conversos. A tal extremo llegó la exasperación de los naturales que un día penetraron al templo y vaciaron botes de excrementos en el confesionario, ya que no podían mostrar su desagrado de otra forma, por miedo a la marina de guerra francesa. Un mercader francés cuenta que, habiendo querido traficar con perlas de Mangareva sin dar su parte al padre Laval, fue encarcelado bajo la acusación de haber comido carne en viernes. Pero como hubo hombres así, también existieron otros, como monseñor Tepano Jaussen, quien llegara a ser vicario apostólico de Tahití, incansable defensor de los polinesios y cuya actitud ya hemos visto en la expoliación de la isla de Pascua, cuando el viaje de los negreros peruanos. Para administrar los esfuerzos misionales en Oceanía, Roma creó la misión de Oceanía y la dividió en dos grandes vicarías apostólicas, la Oriental y la Occidental. La primera tenía su sede en Tahití y la segunda en la Nueva Caledonia. Ambas vicarías fueron confiadas especialmente a los padres de la sociedad de Picpus, llamada así por la calle cerca de París donde
tenían su casa central, y a los padres maristas. Una de las principales luchas de los misioneros en el Pacífico fue contra los otros hombres blancos, sobre todo los balleneros, los plantadores y los mercaderes. Según los misioneros, estos occidentales no daban a los nativos los ejemplos de buena conducta y sana vida que eran de desearse, cosa que parece obvia; pero según los plantadores y los mercaderes, los misioneros estaban destruyendo hasta su más honda esencia la vida polinesia, acabando con la alegría que se observaba antes en las islas y haciendo de los naturales, antes sinceros y abiertos, unos hipócritas redomados, cosa que parece también ser cierta. Lo que es indudable es que entre unos y otros acabaron con la vida polinesia que tanto habían admirado hombres como Cook y Banks, como Bougainville y el doctor Solander. La destrucción fue rápida, tanto en lo físico como en lo espiritual, y podemos afirmar que para 1900 ya la vida polinesia no era más que una memoria, y si se resucitaba era para entretener a visitantes de importancia. Gauguin no encuentra ya la risa de que tanto hablan los primeros navegantes; Darwin, como ya hemos visto, habla de la hipocresía y el miedo, lo mismo que Bellinghausen. Ese cambio lo han provocado indudablemente en gran parte los misioneros, con su castidad forzada, tan contraria a las anteriores costumbres y tan inútil con su afán de vestir miles y miles de cuerpos antes libres y de ordenar para el trabajo a una sociedad que nunca había necesitado de él. Fueron también ellos los que más hicieron porque una tras otra de las islas fueran cayendo bajo la dominación de las naciones colonialistas del siglo XIX. El hombre europeo del Siglo de las Luces, que tanto se escandalizaba ante la leyenda negra española, en menos de un siglo logró la total “destrucción de las islas del Pacífico”. En cualquiera de ellas que toquemos, encontramos la misma desaparición casi total de la raza. Pascua ya casi sin habitantes indígenas; las Marquesas, donde según Cook había unos 80 000 habitantes, cuentan ahora con menos de 4 000 polinesios. En Hawai, como ya hemos visto, el número de los legítimos hawaianos es casi inexistente. Los melanesios, que se habían defendido más, gracias a su bravura y a su mal aspecto, que no atraía a balleneros y blackbirders, tuvieron que soportar los horrores de la guerra entre los Estados Unidos, Inglaterra y Japón.
CAPÍTULO XV
No preferir a los más capaces, / de modo que el pueblo no les haga la guerra. / No estimar las cosas difíciles de poseer, / de modo que el pueblo no se vuelva ladrón. / No ver nada que se pueda codiciar, / de modo que el corazón no se turbe. / Por esto el sabio gobierna / de modo que vacía el corazón y llena el vientre, / debilita el querer y robustece los huesos. / Siempre hace así para que el pueblo / no tenga ciencia ni deseos, / para que quien sabe obrar, no ose adorar. TAO TE KING, LAO TSE
El comercio en Cantón. La primera guerra del opio. La rebelión Tai Ping. La segunda guerra del opio. Los tratados y los puertos. La guerra con el Japón. La emperatriz y la rebelión de los bóxers. La caída de la dinastía Manchú. La República. El Kuomintang. LA EXPANSIÓN del mundo mediterráneo hacia todos los rincones del globo no era más que un paso en la búsqueda de ese imperio misterioso, apenas entrevisto por el hombre de Occidente, de ese Reino Florido del Medio que apareciera, siempre difícil de captarse, en las más antiguas leyendas de Europa y en los míticos relatos de los viajeros. Había sido el Reino de Sin, fue el Thinae de los romanos y, más tarde, ya en forma mucho más concreta, el esplendoroso Catay de Marco Polo. Los portugueses desde principios del siglo XVI lo habían buscado afanosamente. Para ellos, la esencia de la expansión, aparte de su sentido antiislámico, era irrumpir en los caminos del comercio de la Especiería y de Catay y llegar hasta sus mismas fuentes. Ese mismo fue el sueño que movió a Colón a emprender su viaje y lo que convenció a la reina Isabel de Castilla para que lo apoyara. Tras de ese Catay, miles de hombres se lanzaron a buscar el estrecho, el paso que los llevara
directamente de las playas europeas a las de Marco Polo; en gran parte, la conquista y la ocupación de la América hispánica no fue más que una desviación de ese fin primordial. En las empresas misioneras se observa el mismo anhelo, como ya hemos visto, el que el padre Rada en Filipinas sintetizara en la frase: “La entrada a China”. Fue Marco Polo, con su libro El millón, quien inflamó la mente del europeo para esa búsqueda incansable, pero había otros muchos elementos que forzaban al hombre mediterráneo para tratar de llegar a China. Desde los tiempos de Roma ya se había establecido un comercio de importancia y de ese reino lejano llegaban mercancías tan codiciadas como las sedas y las porcelanas, los marfiles y los jades tallados que constituían prácticamente todo el lujo de Europa. Posteriormente los árabes, con su comercio, siguieron aportando esas maravillas y sus grandes geógrafos y viajeros dieron algunas noticias más exactas acerca de la manera de llegar hasta Catay y las cosas que allí se encontraban. Era esa una tierra poblada por muchos millones de hombres laboriosos, artesanos geniales, capaces de producir cualquier prodigio. Desde allí habían llegado al Mediterráneo la brújula, la pólvora, el papel, las primeras ideas para la invención de la imprenta, así como los fideos y las pastas que habrían de influir tan notablemente en la cocina italiana. Y se intuían también doctrinas filosóficas extrañas y grandiosas. Y de pronto el padre Ricci y sus compañeros jesuitas le abrieron a Occidente una ventana cierta. China no era tan sólo un mito, un sueño, sino una realidad en la cual no había ese desencanto de tantas otras tierras soñadas y encontradas, no tan importantes, ni tan ricas, ni tan grandiosas en su cultura como se las había imaginado. Era cierto que existían grandes ciudades profundamente civilizadas, que había escuelas de filosofía, de artes y de industrias superiores a las europeas; que existía una organización política que había podido resistir todos los embates de siglos y siglos de historia. Y así, China empezó a convertirse en un modelo lejano y mal entendido de la idea de lo que pudiera ser la sociedad occidental. Para principios del siglo XVIII, gracias a los escritos de los jesuitas, ya se conocían en Europa los principales escritos de Confucio, de Lao Tse y de Mencio, así como a varios de los poetas de la antigüedad clásica china. En los salones de París entró la moda de lo chino, desde el pensamiento distorsionado del confucionismo mal entendido, hasta el estilo para los muebles, las ropas y las telas. Esa influencia de las lacas chinas, de los tejidos extraños, del colorido de la porcelana y las telas, del adorno de los muebles, se hizo sentir en toda
Europa, pero sobre todo en Francia. Y los filósofos, con Leibniz a la cabeza, se entusiasmaron ante la obra de los antiguos sabios de China y encontraron en ella bases sólidas para algunos de sus nuevos pensamientos. Pero no eran sólo las damas de los salones, los filósofos y los poetas quienes suspiraban por las cosas chinas. También lo hacían los grandes hombres de negocios de España y Portugal, del Perú y de Goa, de la Nueva España, de Amsterdam, de Londres, de las ciudades hanseáticas, de París. Durante un tiempo, comercio y China vinieron a ser casi sinónimos. Los españoles habían establecido la única línea puramente comercial del imperio para llegar a China a través de la Nueva España y de Manila. Los portugueses, con ese mismo fin, se habían establecido en Macao, cerca de Cantón. A principios del siglo XVIII aparecieron los holandeses y encontraron la ruta a Cantón, suplantando a los portugueses en el tráfico de las especias, aunque más tarde, por la presión inglesa, desviaron sus principales rutas hacia el Japón donde desde 1640 habían adquirido el monopolio comercial. De todos modos, hasta que fueron echados de allí por Coxinga, a la caída de los Ming, mantuvieron sus fortalezas y factorías en Fonnosa. Los ingleses, desde los tiempos de Isabel I, habían tratado de abrir una ruta hacia China por el norte de Europa, ya fuera buscando un paso por mar o cruzando Rusia y Siberia. Otros habían buscado afanosamente el paso al norte de América. Más tarde, en el siglo XVII, llegarían los franceses buscando, como ya hemos visto, penetrar en China por Vietnam y Tonkín. Por su parte, los rusos en su avance por Siberia controlaban la ruta de la seda al norte de los Himalayas y llevaban a cabo toda suerte de intentos para penetrar en el Imperio Celeste a través de Mongolia. Pero de todas estas proposiciones de comercio a los chinos les interesaban las de los rusos, que ofrecían las tan codiciadas pieles, y las de los españoles, que llevaban plata contante y sonante, siempre escasa en Asia. Y aun así no era tanto el interés por el comercio con los “bárbaros” para que la corte china resolviera abrir el imperio a los extranjeros. Con la caída de los mongoles y el ascenso de los Ming, el aislamiento de China había ido en ascenso y si los extranjeros querían comerciar con el imperio debían hacerlo en la periferia, en los puertos que se les asignaran y donde su malsana influencia no afectara la vida política y social de China. Además, debían comerciar bajo las condiciones que fijaran los comerciantes y las autoridades chinas. Con ese pensamiento se permitió el establecimiento de los portugueses en territorios de la península de Macao y de los españoles en El Pinar, probablemente donde ahora se encuentra Hong Kong, lugar en el que
se estableció una factoría de corta vida. Más tarde, a instancias de los mercaderes del sur, el emperador permitió que los “bárbaros” pudieran entrar por el río hasta la ciudad de Cantón, pero nunca se pudo conseguir que pasaran de allí. Así, en 1840, cuando el hombre europeo ya había logrado recorrer todos los mares del mundo y conquistar grandes extensiones de tierra en todos los continentes, China seguía siendo un misterio, un lugar cerrado herméticamente al cual sólo se podía asomar el mundo exterior por la estrecha puerta de Cantón. Y las únicas noticias ciertas que llegaban del interior eran las proporcionadas por los padres jesuitas de Pekín. Al final del siglo XVIII se operó un notable cambio en el pensamiento de Europa respecto a China. Después de la expulsión y la disolución de la Compañía de Jesús, el contacto de los europeos cultos con China terminó bruscamente y Occidente se quedó sin nuevos conocimientos de lo que sucedía en el imperio. Al mismo tiempo, en Europa se modificaban las doctrinas filosóficas en relación con las utopías de partes ignoradas del globo y ya hemos visto lo que había sucedido con el “noble salvaje” de Rousseau. Eso mismo le sucedió a la utopía china. Los sabios europeos empezaron a poner en tela de duda la veracidad de la información que tenían acerca de China. Para 1790 los escritores ingleses afirmaban que la filosofía china no era más que una necedad, sin valor de ninguna especie. Por su parte, los mercaderes, que ahora eran el único contacto, llegaban con noticias de las humillaciones que los chinos imponían a los orgullosos occidentales, de la manera despectiva como los trataban y de la crueldad que ejercían, aun con sus mismos paisanos. Los españoles de Manila hablaban de los levantamientos de los chinos, de sus crueldades y de su inconstancia en la fe, en parte para disculpar las matanzas de chinos que habían hecho en diferentes ocasiones. Entre los españoles de Filipinas y los chinos residentes en la ciudad y sus alrededores existió siempre el mayor malentendido que tal vez se encuentre en la historia. Aunque convivieron durante 300 años en el diario trato del comercio, la artesanía y el servicio, ni los chinos llegaron a entender lo que era España, ni los españoles a tratar siquiera de explicarse quiénes eran esos hombres y qué era efectivamente el gran imperio del cual provenían. Una frase de Simón de Anda, hombre ilustrado sin duda, revela hasta qué punto llegaba este desconocimiento cuando dice que los chinos, a la llegada de los ingleses a Manila, volvieron a adorar a sus cabezas de cerdo, sus “confucios” y otros reptiles.
Pero si entre la sociedad de los salones y entre los intelectuales de Occidente la imagen del Imperio del Medio perdía su brillo, entre los comerciantes y, sobre todo, entre las grandes compañías monopolizadoras, China se volvía más y más interesante como una inacabable fuente de recursos y productos. En el siglo XVIII había surgido un nuevo artículo de comercio, la hoja de una planta que se producía en grandes cantidades en China, llamada cha y que los ingleses, malinterpretando el nombre, introdujeron en Europa como “té”. La moda de tomar la infusión de esta hierba invadió todas las clases sociales europeas, sobre todo en Inglaterra; para la segunda mitad del siglo la demanda se hizo enorme. La East India Company, adueñada ya de la India, buscaba nuevas mercancías que llevar a Europa y pronto dio con el comercio del té. Sus barcos empezaron a llegar a Cantón desde Calcuta, donde trataban de vender las telas de algodón de la India a cambio del preciado cha, pero los mercaderes chinos no se interesaban mayormente por esas telas burdas, ni por las manufacturas de Manchester, como relojes o cuchillos. Por su parte, los ingleses no tenían plata suficiente para sostener con ella el comercio, ni estaban dispuestos a gastar la que tuvieran en comprar artículos de lujo. Así, para poder compensar su balanza comercial, tuvieron que entrar en el comercio de dos de los artículos que tenían gran demanda en China y que podían adquirirse a bajo costo en Asia y el Pacífico: las pieles de las costas americanas y el opio que se producía en gran abundancia en la India. En China, la moda de fumar opio apareció en gran escala, al parecer a principios del siglo XVIII. Los usos de la adormidera y sus derivados eran múltiples, desde el de afrodisiaco hasta el de provocar una fuga de la realidad en un sueño artificial. Muy pronto, la amapola que se cultivaba en el imperio ya no era suficiente para satisfacer la demanda de los viciados; tanto había crecido su número. La casa imperial vio el peligro que este vicio representaba para la salud y la moral del imperio y desde 1729 se emitió la primera ley prohibiendo la importación de opio y el cultivo de la amapola. Durante todo el siglo se siguieron emitiendo leyes en el mismo sentido, ya que a pesar de las órdenes, la amapola se seguía cultivando en lugares apartados y el opio seguía llegando mediante los contrabandistas, que pululaban, así como los piratas de la costa sur. Lo único que realmente se logró con esas leyes fue elevar mucho el precio del opio y, por lo tanto, hacer más tentador y productivo su comercio, sobre todo para grandes empresas como la East India Company. Hay que hacer notar que en esos años el comercio del opio
también era libre en Europa. Casi exclusivamente para el comercio del opio y del té la East India Company estableció una gran factoría en Cantón en 1685 y fueron seguidos, a los pocos años, por los franceses, los escandinavos y las ciudades hanseáticas; finalmente, un siglo más tarde, por los norteamericanos. El incremento en el comercio exterior obligó al emperador de China a tomar medidas, y en 1757, mediante un decreto, ordenó que todo el tráfico con los extranjeros se llevara a cabo exclusivamente en el puerto de Cantón y que trataran sólo con el grupo de mercaderes chinos llamado “Co hong”, cuyo origen se remontaba a 1702 cuando el emperador había concedido a un solo mercader el monopolio del comercio exterior. Esta costumbre de encauzar todo el comercio mediante un solo tratante, ya era vieja en el mundo mercantil de Asia. Recordemos que tanto los españoles como los portugueses usaban para su comercio con China la pancada, sistema por el cual un solo funcionario occidental compraba y vendía las mercaderías de los chinos para luego repartirlas entre los interesados. Igualmente, entre los países europeos, las concesiones de monopolio a las grandes compañías eran del mismo tenor. En Cantón, al crecer el comercio, el afortunado mercader escogido para ello por el emperador tuvo que asociarse con otros hasta formar el grupo cerrado del Co hong. Para vigilar sus tratos y el cobro puntual de los impuestos de importación se nombró a un funcionario de aduanas a quien los ingleses llamaban el “hoppo” y cuya misión más importante era aplicar las siempre cambiantes tarifas de importación y los derechos que se deberían pagar por ellas. Conforme avanzaba el siglo XVIII, el comercio de Cantón iba quedando en manos de los ingleses o, mejor dicho, de la East India Company, aunque los otros países europeos sostenían sus factorías en Cantón. Así resultaba que el monopolio del Co hong se enfrentaba a otro monopolio, el de la East India Company, aunque en realidad esta última era la que tomaba todos los riesgos del comercio, ya que tenía que transportar su mercancía hasta Cantón y, allí, sujetarse a las caprichosas tarifas de los chinos que podían convertir un buen negocio en una gran pérdida. Cuando el hoppo dictaminaba algo no había apelación posible, y el virrey o mandarín gobernador se negaba sistemáticamente, usando los pretextos más graciosos, a recibir a los mercaderes o a sus representantes. Con este sistema no es de extrañar que los ingleses recurrieran más y más al contrabando y al cohecho de los funcionarios. Para remediar esta situación, la compañía presionó al gobierno
de Londres para que tratara de establecer relaciones diplomáticas con Pekín, para lo cual se enviaron las tres misiones que ya hemos visto, entre 1787 y 1816, que fracasaron, lo mismo que las intentadas por los rusos y los holandeses. Por lo tanto, a pesar de la importancia del comercio, no había en Cantón un cónsul o un representante oficial del gobierno inglés sino sólo los factores de la compañía y sus empleados. Pero el tráfico era tan lucrativo que a pesar de esas dificultades y cortapisas se sostenía; para facilitarlo, como ya hemos visto, la compañía se vio obligada a establecer puestos y fortificaciones en su ruta entre Calcuta y Cantón que a la larga la llevó a la ocupación de los señoríos de la península de Malasia y la fundación de Singapur. Cuando los primeros mercaderes norteamericanos aparecieron en Cantón, a raíz del viaje del Empress of China, tuvieron menos dificultades que los ingleses ya que eran más liberales en sus tratos y generalmente pagaban la mercancía con plata mexicana que lograban adquirir en los puertos de la Nueva España y en la frontera del norte a cambio de productos elaborados. Este comercio de los americanos, por cierto, prolongó el curso de la moneda de plata mexicana en el Oriente y, hasta la fecha, en Hong Kong a las monedas de plata se les llama “Mex dollar”. Muchos comerciantes americanos, sin los prejuicios que ya habían adquirido los ingleses y a los cuales muchas veces obligaban las instrucciones de la compañía, hicieron amistad con algunos de los comerciantes chinos del Co hong, entre los cuales parece destacarse uno llamado Wu Ping Chien, con frecuencia mencionado en correspondencia y diarios, a quien un capitán de Salem describe como hombre muy rico, justo en sus tratos, honorable y veraz. Ningún capitán inglés de la época habla en términos semejantes de un miembro del Co hong. En el primer cuarto del siglo XIX Cantón recibe barcos de muchos países, pero indudablemente es la Compañía de las Indias Orientales la que controla casi todo el comercio. Pero en 1833 se originó un cambio total en los sistemas, ya que el Parlamento inglés no reanudó el monopolio de la East India Company, con lo cual el tráfico de Cantón quedó abierto a todos los mercaderes ingleses y fue necesario, aparte del factor de la compañía, nombrar oficialmente a un cónsul británico en la ciudad, lo cual entrañaba, en la situación reinante con el Co hong y las autoridades imperiales, ciertos peligros. El factor de la compañía, sin representación oficial del gobierno británico, podía soportar las humillaciones y los desaires sin que sufriera con ello la dignidad ni se lastimara el creciente orgullo de los ingleses. Así, el que
el virrey no lo recibiera y el hecho de tener que dirigirse al hoppo, no como un funcionario a otro, sino en forma de humilde petición, como era la invariable costumbre china, no afectaba la dignidad nacional. Pero cuando se trataba de un funcionario de la corona, de un representante diplomático, era necesario exigir de las autoridades el respeto y consideración debidos a su rango y a la nación que representaba. El primer representante de Inglaterra en Cantón fue lord Napier, quien llegó a Macao en 1834 e inmediatamente envió una nota oficial al virrey pidiendo ser recibido en Cantón como correspondía a su cargo. Las instrucciones que lord Palmerston le había dado a Napier eran prácticamente imposibles de cumplir y denotaban lo poco que el Gabinete conocía la verdadera situación que privaba en China. Se le recomendaba que hiciera todo lo posible por no molestar a las autoridades chinas ni herir su susceptibilidad y, al mismo tiempo, que forzara por todos los medios el reconocimiento de su estatus diplomático aunque sin recurrir al tan conocido argumento de los barcos de guerra más que en caso extremo. La carta que envió al virrey desde Macao le fue devuelta, ya que el protocolo en Cantón señalaba que todo trato que quisiera hacer un fan kwei con las autoridades debería llevarse a cabo a través del comerciante del Co hong que le correspondía y nadie podía atreverse a enviar una carta directamente a cualquier autoridad; mucho menos, al virrey, representante personal del emperador. Por otra parte, cualquier comunicación debería ser en forma de petición y no de nota o carta, como correspondía a un vasallo que llevaba tributos. Mientras ingleses y chinos trataban de discutir puntos tan sutiles, lord Napier enfermó y murió, quedando al frente de la misión su segundo, sir John Francis Davis. Las discusiones duraron cinco años, con él y con su sucesor, sir George Best Robinson, sin que lograran ser recibidos por alguna de las autoridades. Las discusiones siempre se perdían en inacabables laberintos, pero lo fundamental era la idea completamente distinta que las dos potencias tenían acerca de lo que debían ser las relaciones diplomáticas. China no podía conceder que hubiera en el mundo otra nación soberana en igualdad con ella, y la Gran Bretaña, aunque predicaba la igualdad diplomática entre las naciones, se sentía superior a todas ellas y, sobre todo a esos heathen chinese. Mientras se discutían estos puntos de protocolo, en Cantón los roces entre los comerciantes extranjeros, las autoridades y los particulares eran constantes. Muchos marineros que llegaban a Cantón, después de un viaje de
varios meses en la estrechez e incomodidad de los navíos de aquellos tiempos, desembarcaban ansiosos de divertirse y de mujeres, y se entregaban a toda clase de excesos, terminando en la cárcel. Los extranjeros, sobre todo los factores de la East India Company, insistían en que esos malhechores europeos o norteamericanos deberían ser juzgados y castigados por sus capitanes, pero las autoridades imperiales, con bastante razón, sostenían que a ellas competía el juzgar las violaciones a las leyes de la ciudad, ya que habían sido cometidas en ella. Por su parte, los extranjeros alegaban que la justicia china era cruel en extremo y que un reo extranjero no tenía oportunidades para defenderse, ya que se le aplicaba tormento por cualquier cosa. En 1821, por ejemplo, un marinero italiano del barco Emily de Baltimore fue acusado por los chinos de haber asesinado a una mujer cantonesa. El capitán del barco y el representante americano se negaron a entregar al marinero alegando que era inocente. Entonces el hoppo recurrió al mejor procedimiento que tenía: suspender todo comercio hasta que se cumpliera con la ley. El capitán del Emily que veía perderse el provecho del viaje, así como el agente norteamericano que temía graves consecuencias para toda la organización de sus connacionales, acordaron entregar al reo, aunque casi tenían la certidumbre de que era inocente. El marinero italiano fue estrangulado discretamente en la cárcel y ese mismo día se pudo reanudar el comercio. A pesar de todos estos inconvenientes, no se habría provocado la crisis de 1839 si el gobierno imperial no hubiera resuelto poner coto a la excesiva importación de opio que ya se llevaba a cabo abiertamente como si se tratara de cualquier otra mercancía. Cuando los mercaderes extranjeros se enteraron de esas medidas, no se preocuparon mayormente porque estaban acostumbrados a que, mediante el cohecho, todo se podía arreglar en la aduana de Cantón. Tal vez a la postre la mercancía resultara un poco más cara para los consumidores chinos, pero eso no afectaba la economía de los importadores ingleses, y aun cuando hubiera que mermar un poco la ganancia, era ésta tal que daba para todo. Con lo que no habían contado los mercaderes extranjeros era con que el encargado por Pekín para reprimir este comercio era una rareza en la burocracia china, un funcionario dedicado a su tarea que no aceptaba cohechos y que ya tenía desde entonces muy claras ideas acerca del cambio que debería efectuarse en el imperio si habría de sobrevivir éste al ataque de los bárbaros de Occidente. Era este ser extraño en el mundo chino de entonces el comisionado imperial Lin Tse-hsu. Al llegar a Cantón exigió que se le entregara todo el opio que hubiera en las factorías y
los barracones. Como no se cumplió su exigencia y los mercaderes trataron de llegar a un entendimiento económico con él, ordenó que se les impidiera salir de sus factorías, con lo cual quedaron virtualmente presos. El capitán Elliot, entonces superintendente del comercio inglés y cabeza de sus connacionales, ya que aún no se resolvía la situación de los cónsules, decidió entregar el opio, seguro de que les sería devuelto cuando se llegara a un arreglo económico. Así se pusieron en manos de Lin más de 20 000 cofres de opio con un valor total de seis millones de dólares. Para gran escándalo y asombro de todos, Lin ordenó que el opio fuera mezclado con arena y arrojado al río. Asimismo, notificó a los comerciantes ingleses que todo el opio que llegara a Cantón en el futuro sería decomisado y que la flota imperial tenía orden de acabar con el contrabando usando la fuerza si era necesario. Todos los comerciantes ingleses convinieron en que no quedaba más camino, si se había de sostener el comercio con China con ganancias, que el de la guerra. Así, una mañana todos los ingleses abandonaron Cantón y se trasladaron a una isla situada en la boca del estuario llamada Hong Kong. Allí estaban surtos varios barcos de guerra ingleses que habían sido enviados desde la India y Singapur. La marina imperial china resolvió atacarlos, pero fue derrotada en un breve combate y toda la costa del sur quedó en manos de los extranjeros. Tras de esta acción, la marina inglesa inició una serie de ataques contra los puertos chinos de la costa entre Hong Kong y las bocas del Yan Tse Kian. En julio de 1842 tomaron la ciudad de Ching Kiang, el más importante centro en el camino, y los canales que unían Pekín con el sur de China. El emperador Tao Kuang, hombre débil y de política vacilante, se encontraba sin un ejército lo bastante cerca del lugar de los hechos para poder repeler la agresión y ordenó que se buscara un acuerdo con los ingleses. Después de breves debates, se firmaba el Tratado de Nanking, el 29 de agosto de 1842, y se daba el primer paso de importancia para la destrucción de la China imperial y de su cultura. Conforme a ese tratado, China autorizaba a los ingleses para que comerciaran no sólo en Cantón sino en cuatro puertos más: Amoy, Foochow, Ningpo y Shangai. Además se cedía en perpetuidad a Inglaterra la isla de Hong Kong para que se estableciera allí una base naval y de resguardo de las costas en contra de los miles de piratas que debido a las facilidades del contrabando y la debilidad de las autoridades se habían instalado en el estuario del Río de las Perlas y la costa sur, hasta Tonkín. En el tratado, además, se abolía el sistema de Co hong, con lo cual los
mercaderes ingleses podían tratar directamente con cualquier comerciante que les conviniera. Se obligaba al imperio a recibir a los funcionarios consulares y diplomáticos ingleses sin las humillaciones que anteriormente se les habían impuesto, y a que pudieran tratar en plan de igualdad a los funcionarios chinos. También China se comprometía a publicar y formular una tarifa de impuestos de importación y exportación que sería dada a conocer a los ingleses y aplicada rigurosamente en cada caso y no, como sucedía anteriormente, a capricho del hoppo. China pagaría a Inglaterra un total de 21 millones de dólares, de los cuales seis correspondían al valor del opio destruido, tres a las deudas que según los mercaderes ingleses tenían con ellos los comerciantes del desaparecido Co hong y los 12 restantes para cubrir los gastos de la guerra. No se hablaba para nada del opio, pero se daba por supuesto que se podría seguir comerciando libremente con él. Con el Tratado de Nanking se ponía la primera de una serie de limitaciones a la soberanía del Imperio chino. En lo económico, se le obligaba a formular tarifas de impuestos que al principio fueron tan bajas que se fijaron en 5% para toda la mercancía. Cuando el comercio exterior era relativamente pequeño comparado con el movimiento interior de mercancías, lo bajo de esta tarifa afectaba poco la economía imperial, pero cuando con el tiempo el comercio exterior y, sobre todo, la importación de productos elaborados y maquinaria fue enorme, la tarifa de 5% fue un grave tropiezo para la recuperación económica. Otro ataque a la soberanía de China fue la solución que se le dio a la vieja disputa acerca de la extraterritorialidad de los extranjeros que radicaran ya en Cantón o se establecieran en los nuevos puertos abiertos por el tratado. Se convino que éstos serían juzgados por tribunales ingleses, con leyes inglesas. Posteriormente, otros muchos países europeos y los Estados Unidos pidieron las mismas concesiones y se creó esa sociedad china de los treaty ports, o puertos del tratado, en la cual la colonia extranjera era un Estado dentro del Estado, ajena por completo a las leyes chinas. Conforme fueron creciendo las colonias extranjeras, sobre todo en Shangai, sita en las bocas del Yang Tse Kiang, que no era ciudad china de importancia pero que pronto se convirtió en el puerto del tratado de mayor envergadura, los diferentes tribunales de las naciones representadas crearon una increíble confusión jurídica. Los efectos publicitarios de esta primera guerra del opio, como se le vino a llamar, fueron desastrosos para China, tanto en el interior como en el exterior. La población china de las costas, que presenció los hechos, se dio
cuenta de que el poder imperial nada podía contra los “bárbaros” y se empezó a meditar en que el Mandato del Cielo había terminado y que ya era tiempo de derrocar a la casa Manchú reinante. La población del interior de China tardó más tiempo en darse cuenta de lo que sucedía debido a la vieja táctica imperial de nunca informar al pueblo, pero poco a poco la noticia de los nuevos puertos en manos de los extranjeros fue cundiendo y provocando los disturbios que estudiaremos más adelante. En el exterior, las otras naciones occidentales al principio estuvieron de parte de China. Los comerciantes americanos se mantuvieron al margen de la guerra, pero hicieron pingües negocios en Cantón transportando hasta Hong Kong la mercancía que necesitaban los ingleses. En los Estados Unidos se consideraba la actitud de Inglaterra como uno más de los muchos ultrajes que los británicos habían llevado a cabo en el mundo, ahora en contra de una nación pacífica y civilizada como China. Pero esta manera de pensar fue cambiando poco a poco, en gran parte gracias a los escritos e informes de los misioneros americanos que habían pasado a China en 1829 y se habían radicado en Cantón, como Elijah C. Bridgman y David Abeel. Según ellos, los chinos eran paganos, llenos de toda clase de vicios, y se interesaban mucho más en llenar de arroz sus escudillas que en la salvación de sus almas. Otro misionero, S. Wells Williams, escribía después de haber pasado en Cantón 17 años: “Es mucho más fácil amar las almas de los paganos en lo abstracto que en lo concreto, encerradas como están en tan sucios cuerpos, hablando en su inmundo lenguaje y exhibiendo en sus naturalezas viles toda la evidencia de su depravación”. Así, aunque los Estados Unidos habían juzgado como uno más entre los muchos ultrajes ingleses la guerra del opio y su resultante, el Tratado de Nanking, no se quisieron quedar atrás y empezaron a presionar al gobierno imperial para que le diera unas condiciones semejantes a las logradas por los ingleses. No se daba cuenta de que los gobernantes chinos, acostumbrados a tratar de igual forma a todos los “bárbaros”, fueran éstos los mongoles, los españoles y portugueses o los anglosajones, ya habían abierto los cinco puertos del tratado y aplicado las mismas tarifas a todos los que quisieran ir a comerciar con ellos. A pesar de lo anterior, el gobierno de Washington siguió presionando hasta obtener la firma de un tratado bipartita, llevado a cabo en Wang Hsia el 3 de julio de 1844, en términos semejantes a los del inglés, pero reconociendo mayores derechos de extraterritorialidad a sus conciudadanos. En octubre de ese año los franceses consiguieron un tratado
semejante, aumentando cláusulas acerca de la protección que el gobierno imperial debería dar a los misioneros franceses católicos y para que se les permitiera la construcción de escuelas, conventos e iglesias en los cinco puertos. Estos privilegios logrados por los franceses fueron ampliados más tarde para incluir a los misioneros protestantes. La corte de Pekín no tenía experiencia alguna en lo que se llamarían relaciones exteriores y su primera reacción fue tratar de entender y ordenar ese nuevo aspecto de la política para el cual no estaba preparada. Para ello se formó un nuevo ministerio, el “I Wu Chu”, o buró para los asuntos de los pueblos bárbaros, cuya finalidad era reunir todos los informes existentes acerca de esos hombres extraños y aconsejar al gobierno cuando se presentara una nueva crisis en las relaciones con ellos. En el fondo, a pesar del Tratado de Nanking y los subsiguientes, el gobierno imperial no aceptaba aún la idea de la igualdad entre todas las naciones del mundo y el increíble hecho de que todos los hombres, por definición, no fueran vasallos del Hijo del Cielo. En lo que se refería a la política interna, se siguió la tradicional ocultación de la verdad. Algunos hombres hubo en el gobierno, como el comisionado Lin, a quien ya hemos visto actuando en Cantón, que intentaron convencer a la corte de que era necesario modificar la política, tratar de entender a los occidentales y tomar de ellos lo que pudiera servir, sobre todo de su tecnología, para ser fuertes por mar y tierra. Desgraciadamente, el emperador era demasiado débil para pensar siquiera en llevar a cabo todos esos cambios, y sus consejeros, mandarines de la vieja escuela, estaban demasiado ocupados en defender sus situaciones políticas y sus bienes como para ocuparse de esas minucias de mercaderes. La tradicional intelectualidad china, apoyada en sus siglos de cultura y de grandeza de pensamiento frente a los pueblos con los que había entrado en contacto hasta ese momento era muy orgullosa para inclinarse a estudiar esas novedades que le parecían intrascendentes. Además, no era esa la primera invasión que sufría el imperio y los “bárbaros” siempre habían sido arrojados fuera o sinificados. Por lo tanto, según el sentir chino, era cuestión de esperar, de cumplir al mínimo con lo estipulado en los tratados y de encontrar la oportunidad para castigar a los bárbaros. Pero los bárbaros de todas las nacionalidades de Europa y de los Estados Unidos llegaban en número cada vez mayor a los puertos que se les habían abierto en el tratado, se instalaban, comerciaban y edificaban, sobre todo en Shangai, que pronto sobrepasó a Cantón como el principal centro de comercio con el extranjero. Por su parte, los misioneros,
tanto católicos como protestantes, se establecieron no sólo en los puertos donde estaban autorizados sino en otras ciudades y empezaron a hacer una labor de proselitismo entre el bajo pueblo, con los resultados que hemos de ver más adelante. La gran afluencia de extranjeros trajo entre éstos la inconformidad con las limitaciones que, según ellos, se les imponían en los tratados. Sabían que en el interior de China había millones de personas que fácilmente podrían convertirse en consumidores de los productos elaborados por la gran Revolución industrial y que era necesario llegar hasta ellos y crearles necesidades que los obligaran a vender sus productos. Los misioneros se erguían ante el freno que les impedía llevar las luces del Evangelio a esos millones que, según pensaban, aguardaban esa buena nueva llenos de entusiasmo. Los gobiernos occidentales, incluyendo el de Rusia, se lamentaban de que la actitud imperial de China impedía que ese pueblo participara de todos los bienes de la verdadera civilización y de la verdadera cultura. Así, por un lado, los chinos pretendían esperar sin hacer nada hasta que pasara la tormenta y se fueran los “bárbaros”, mientras que éstos pensaban sólo en seguir adelante con su invasión física y cultural. Así como los ingleses, franceses y norteamericanos presionaban a China por la costa sur, los rusos lo hacían en las larguísimas fronteras del norte, sobre todo en la zona de Manchuria y en las márgenes del río Amur. Para la Rusia imperial de los zares resultaba cada día de mayor trascendencia abrirse un camino seguro y permanente, esto es, que no se cerrara en el invierno, desde Moscú hasta el océano Pacífico, y durante el siglo XIX ésta fue una de las principales preocupaciones del gobierno. Comprendían las dificultades de la expansión rusa marítima, en África por ejemplo, ya que sus vías de comunicación siempre tendrían que estar sujetas a la buena voluntad de Inglaterra. Por lo tanto, si habían de extenderse fuera del continente euroasiático, su única posibilidad estaba en sus puertos del Pacífico, pero los que habían fundado en Kamchatka sólo podían utilizarse en los cortos meses del verano. El primer paso fue la construcción del ferrocarril transiberiano para asegurarse tanto el tránsito hacia el Pacífico como el comercio de las pieles y de China. Desde principios del siglo XVIII, en el Tratado de Kiachta, como ya hemos visto, el Imperio chino aceptó que pasaran algunos popes rusos y una caravana hasta de 200 mercaderes, cada tres años, a traficar en Pekín. Pero los chinos rara vez pasaban a territorio ruso, con lo cual sucedió, cosa importante para el desarrollo futuro de los hechos, que los rusos
lograron un conocimiento bastante exacto de la zona norte de China, mientras que los chinos seguían ignorando lo que quedaba al otro lado de sus fronteras y la fuerza de sus vecinos. Por otra parte, aunque los territorios entre el río Amur y el Pacífico eran parte de China, los habitantes manchúes tendían a emigrar hacia el sur y la corte de Pekín, mientras que los chinos tenían prohibido pasar a Manchuria, con lo cual esos territorios se iban quedando sin habitantes mientras que en la frontera rusa se iban acumulando pastores y cazadores, así como los cosacos de los ejércitos del zar y los mercaderes. En 1847 la rápida derrota sufrida por los chinos a manos de la marina inglesa hizo ver a los rusos que la fuerza del Imperio chino era ficticia y el zar le ordenó al conde Nicolás Muraviev, gobernador de la Siberia oriental, que investigara las posibilidades de expansión sobre ese territorio y las de establecer algún puerto en el Pacífico, al sur de Kamchatka, que pudiera ser utilizado durante todo el año. La situación para Rusia se volvía grave dada la presencia constante de barcos ingleses y norteamericanos en aguas del Pacífico del norte que, hasta entonces, habían sido propiedad casi exclusiva de los rusos. Así, Muraviev ordenó que un cuerpo del ejército recorriera el río Amur hasta su desembocadura en el Pacífico y explorara sus riberas de los dos lados. En 1850, atentando contra los intereses chinos, fundó en la desembocadura del río la fortaleza de Nicolaievsk y, en 1853, anexaba a Rusia las islas Sajalin del norte y fundaba otras tres fortalezas en las costas del Pacífico. Mientras tanto, la situación interna de China se volvía cada vez más difícil para la casa reinante. Desde principios del siglo, una serie de rebeliones, locales y pequeñas pero constantes, indicaban que el pueblo chino consideraba que el emperador había perdido el Mandato del Cielo y renacía el sentimiento de que la casa Manchú era extranjera y usurpadora. La venalidad de los funcionarios públicos, el abismo cada vez más ancho entre el pueblo, la aristocracia, los mandarines y la corte, el auge del bandidaje en tierra y de la piratería en las costas y los grandes ríos, y la total falta de justicia para los campesinos y los artesanos de las ciudades, movía al pueblo contra su gobierno. Y sobre todo ello, ya sin poder ocultar la realidad a los pobladores de la costa, que era la mayoría china, los extranjeros habían humillado y humillaban constantemente, tan sólo con su presencia y su actitud orgullosa, al imperio y le habían impuesto condiciones nunca antes aceptadas. Pero el emperador, el débil Hsien Feng, en lugar de encarar la realidad se escondía en sus grandes palacios de Pekín, ocupado sólo en sostener las viejas ficciones.
En el sur, un maestro de escuela, Hung Hsui-chuan, había leído cuidadosamente algunos folletos de propaganda protestante y durante una enfermedad grave que tuvo a continuación tuvo unas visiones que tan sólo pudo explicarse a la luz de la religión cristiana o, por lo menos, de lo que sabía de esa religión. Fue en busca de un pastor protestante bautista, el reverendo Issacher Roberts, y recibió de él alguna instrucción adicional, con lo cual empezó a predicar unas extrañas teorías místicas entre los campesinos de la provincia de Kwangsei. Tanto interés despertó su prédica que en 1851 se sintió lo bastante fuerte para organizar un movimiento armado contra el gobierno de los manchúes y fundó la “Asociación de los Adoradores de Dios”, en la cual se alistaron de inmediato más de 20 000 hombres. Con ellos formando un ejército disciplinado avanzó hacia el norte, hasta las márgenes del Yang Tse Kiang y, en 1853, ocupó la ciudad de Nanking. Allí resolvió cambiarse el nombre y llamarse Rey Celestial, y decretó que su reino se llamaría Tai Ping Tien Kuo, esto es, Reino Celestial de la Gran Paz. Pronto el nombre se redujo a Tai Ping, con el cual se conoce este movimiento social y religioso y la gran rebelión que provocó. La influencia que sobre el Tai Ping tuvo el cristianismo es indudable. En la nueva teocracia, Dios era el padre celestial, Cristo el divino hermano mayor y el mismo Hung el divino hermano menor. De Nanking los rebeldes marcharon hacia el norte, pero fueron detenidos en Tien Tsin, con lo cual se les cerró el paso a la capital. Un grupo de ellos, llamado el Triad, ocupó por un tiempo la ciudad de Shangai y puso en estado de alarma a los establecimientos extranjeros que habían proliferado allí. En vista de que las autoridades imperiales habían abandonado la ciudad y no había comisionado de aduanas, los ingleses aprovecharon la ocasión para declarar a Shangai puerto libre. En realidad, los representantes extranjeros que dirigían la política de sus nacionales en China nunca supieron qué hacer ni cómo considerar a los Tai Ping. Por un lado, los elementos cristianos de su doctrina atraían a los extranjeros y los hacían pensar que tal vez con Hsui en el trono se podía llegar a mejores arreglos y abrir totalmente el imperio a la penetración occidental. Por otro lado, los misioneros se escandalizaban profundamente de la mezcolanza que los Tai Ping habían hecho entre las doctrinas cristianas y las antiguas tradiciones. El mismo reverendo Issacher Roberts fue a Nanking para tratar de encauzar el pensamiento cristiano de Hung, pero cuando llegó no encontró ya al antiguo profesor de escuela, sino al divino hermano menor que se negó a escucharlo. Los grupos extranjeros, al
parecer, ayudaron con armas al movimiento Tai Ping, pero también a la casa imperial, sin llegar a tomar una actitud decisiva a favor del uno o del otro. En julio de 1856 la rebelión había llegado a su cumbre de poder, pero surgió la división entre los caudillos y muchos de ellos fueron asesinados. Los ejércitos imperiales en ese momento hubieran podido acabar fácilmente con ellos de no haber ocurrido la segunda guerra del opio. Ya hemos visto cómo el Tratado de Nanking y los siguientes no dejaron satisfechos ni a los extranjeros ni a los chinos, con lo cual la situación era siempre tirante, sobre todo en Cantón, donde se había creado un profundo sentido de xenofobia fomentado por el largo contacto con los “bárbaros” y por el comisionado Yeh, mandarín al estilo antiguo que se negaba a entrevistarse con los representantes extranjeros y pretendía que, aun después de los tratados, las cosas siguieran como habían sido antes. Por su lado, los mercaderes triunfantes en la guerra se sentían cada vez más como conquistadores y se comportaban con una altanería hacia las autoridades chinas que imposibilitaba cualquier acuerdo. El principal conflicto seguía siendo la extraterritorialidad de los extranjeros, los cuales deberían ser juzgados por tribunales de su propia nación, pero sólo Inglaterra se había preocupado por crear dichos organismos, así que la mayor parte de los mercaderes y marineros no tenían autoridad alguna que los sujetara a las leyes y hacían en todo y por todo lo que les venía en gana. El primer incidente grave lo suscitó un misionero católico, el padre Chapdelaine, quien estableció su misión en la provincia de Kiangsi, fuera de los límites de los puertos del Tratado de Nanking. Pasó allí tres años predicando y convirtiendo hasta que en 1856 las autoridades imperiales lo aprehendieron, lo juzgaron según las leyes de China y lo ejecutaron, junto con algunos de sus seguidores, por considerarlos agitadores rebeldes. Hay que tener presente que la rebelión de los Tai Ping, con grandes aspectos de cristianismo, florecía aún; por lo tanto, para la casa imperial toda prédica de cristianismo fuera de los lugares asignados para ello era un acto de agitación y de rebeldía. El padre Chapdelaine era francés y, al saberse la noticia en Francia, causó sensación. Napoleón III, ansioso de congraciarse con el elemento católico y de dar brillo a su nueva corona imperial, aprovechó el incidente y entró en tratos con Inglaterra para hacer una demostración en algún puerto chino. Es probable que la cosa no hubiera pasado de allí si Inglaterra no hubiese encontrado por esos mismos días un agravio que vengar. Fue éste el incidente del barco Arrow, un junco chino que navegaba
con bandera inglesa aunque con tripulación totalmente china. La marina imperial lo abordó en el estuario de Cantón y, al encontrar a bordo a un famoso pirata y contrabandista que era buscado por las autoridades, hizo prisioneros a todos los tripulantes y ordenó que fueran llevados a Cantón con todo y barco. Los ingleses nunca explicaron por qué el Arrow aparecía como nave inglesa, pero exigieron su devolución, la inmediata libertad de la tripulación y el pago de una indemnización. Cuando los cantoneses se negaron a ello, la flota inglesa zarpó de Hong Kong y bombardeó Cantón. Al no lograr que el comisionado Yeh rectificara su actitud, regresaron a su base a esperar nuevas órdenes de su gobierno. Yeh, por su parte, notificó a Pekín que había logrado una gran victoria sobre la marina inglesa. Inglaterra y Francia resolvieron entonces unirse en una expedición punitiva contra China, y Londres envió a lord Elgin al frente de un ejército; éste no llegó a Hong Kong sino hasta 1857 por haberse detenido en la India a sofocar el famoso motín de los cipayos. Con este refuerzo se reanudaron las hostilidades, los ingleses avanzaron sobre Cantón, tomaron la ciudad, hicieron prisionero a Yeh y lo mandaron a la India, donde murió al poco tiempo. Junto con la escuadra francesa, resolvieron zarpar hacia el norte y llegar hasta el mismo Pekín. Tomaron fácilmente las antiguas fortalezas de Takú, en la boca del río Pei Ho, con lo que quedó el camino abierto hacia la capital. Inmediatamente el emperador envió mensajeros que rogaran por la paz y se firmó un nuevo tratado, en Tientsin, mediante el cual los poderes allí representados, incluyendo los Estados Unidos y Rusia, que no habían tomado parte en la guerra, adquirían el derecho de nombrar representantes diplomáticos residentes en Pekín, quienes serían recibidos por el emperador en la forma acostumbrada en Occidente, sin tener que humillarse en el “Kow tow”; se abrían muchos nuevos puertos al comercio internacional, varios de ellos en la parte alta del Yang Tse Kiang; China se comprometía a respetar las religiones cristianas y a aceptar a los misioneros que las predicaran, y a devolver los edificios y demás bienes que desde los principios del siglo XVIII les hubieran sido confiscados a los cristianos y, lo peor, se legalizaba abiertamente el tráfico del opio y se fijaban las tarifas para su importación, cosa que no se había hecho en el Tratado de Nanking, en el que ni siquiera se hablaba del opio. El Tratado de Tientsin se firmó en 1858 y los funcionarios chinos lo desconocieron en su totalidad, mientras que el emperador se negaba a ratificarlo, como se había convenido. Aun la casa imperial jugaba a la
esperanza porque en la corte de Pekín habían sucedido cosas que alteraban la situación desde el punto de vista dinástico. Después de muchos años, el emperador Hsien Feng había logrado tener un hijo varón con una de sus concubinas, el cual, al nacer, fue declarado el heredero oficial. La concubina era una princesa manchú, Yehonala, de 21 años de edad, inteligente, voluntariosa, con pocos escrúpulos y enemiga acérrima de todo lo extranjero. Como madre del príncipe heredero cobró de inmediato una gran importancia política en la corte y empezó a organizar su partido, resueltamente del lado conservador y antiextranjero. Por influencias del grupo de Yehonala, los chinos, en lugar de ratificar el tratado que sus plenipotenciarios habían suscrito en Tientsin, se dedicaron a fortificar la boca del río Pei Ho. Cuando lord Elgin, que mandaba la expedición bipartita, se dio cuenta de esto, atacó los fuertes, pero fue rechazado y tuvo que esperar la llegada de refuerzos. Al año siguiente, con un ejército de 20 000 ingleses y franceses, pudo tomar los fuertes y avanzar sobre Pekín. Los emisarios del emperador se presentaron con propuestas para un nuevo tratado, pero los aliados ya no quisieron ceder y avanzaron resueltamente sobre la capital, la cual, abandonada por el emperador y su corte, que había huido a Jehol, se entregó sin resistencia. La única autoridad que había quedado en la ciudad fue el príncipe Kung, hermano del emperador, quien recibió a los invasores y trató de evitar el desastre de la ciudad. Los ingleses y franceses, para demostrar a China sus intenciones y su poderío, resolvieron saquear e incendiar el famoso Palacio de Verano, una de las grandes obras de arte chinas, cosa que hicieron a conciencia. No era éste el primer caso de destrucción insensata de las obras de arte chinas. En la toma de Nanking, 20 años antes, los soldados ingleses destruyeron con hachas y barretas la famosa pagoda de porcelana para llevarse pedazos de ella como recuerdo. Estos actos de vandalismo, en lugar de provocar el terror entre los chinos, como lord Elgin y sus aliados se imaginaban, sólo sirvió para fomentar entre el pueblo el odio hacia los extranjeros, que saldría a relucir en la rebelión conocida como de los “boxers”, unos cuantos años más tarde. El príncipe Kung, hombre mesurado e inteligente, firmó un nuevo tratado con los invasores, llamado Convención de Pekín, mediante el cual se ampliaban las prerrogativas de los extranjeros en China; se les aseguraba que sus embajadores serían recibidos con los honores que les correspondieran; se legalizaba el tráfico y se fijaban normas para el de los culíes o trabajadores migratorios chinos, que ya hemos visto, y se le entregaba a Inglaterra el
territorio de Kow Loon, frente a la isla de Hong Kong, en tierra firme. Además, se incluía a Tientsin como uno de los puertos abiertos al comercio y se le entregaban a Rusia, que no había intervenido en nada en el conflicto, los territorios del río Amur, donde al poco tiempo fundó el puerto de Vladivostock. El emperador murió en Jehol y la madre del príncipe heredero, junto con la primera esposa del emperador muerto, el príncipe Kung, y otros funcionarios de la corte, formaron el consejo de la Regencia. Se suponía que las riendas efectivas del gobierno pasarían a Kung y a los consejeros de su parcialidad, pero Yehonala resolvió tomarlas para sí y, sometiendo a Kung a su acuerdo, logró dominar la situación y convertirse en regente autócrata, bajo el nombre de Tzu Hsi, aunque una gran parte de la población desafecta, sobre todo los extranjeros, le pusieron el apodo de “La Vieja Buda”, aunque no era budista ni vieja. Al príncipe Kung se le encargó el manejo de las relaciones exteriores, para lo cual se formó un ministerio especial, el Tsung li Yamen, que ya no pretendía administrar los asuntos de los bárbaros sino recibir a los diplomáticos extranjeros como representantes de estados soberanos, que estaban al mismo nivel del imperio. La primera tarea de Tzu Hsi fue acabar con la rebelión de los Tai Ping, lo cual se facilitó por la división entre los directivos de la revuelta. Algunos de ellos sostenían que era necesario hacer amistad con los extranjeros y lograr su cooperación, pero ya se había formado un grupo conservador y nacionalista que consideraba a los invasores como los “demonios blancos”. Este segundo grupo Tai Ping logró imponer su criterio y se lanzaron al ataque de Shangai, que ya era prácticamente una ciudad europea, con lo cual los cónsules europeos resolvieron apoyar al imperio en vista de que el príncipe Kung, con gran habilidad, los colmaba de elogios, les brindaba facilidades y les hacía ver las posibilidades de abrir toda China al comercio internacional. Por otro lado, el Tai Ping se convertía en una abigarrada mezcla de teorías cristianas, budistas, confucianas y taoístas, con sus puntas y ribetes de comunismo, ya que ofrecía al pueblo repartir toda la riqueza de China, prédica que se veía en la imposibilidad de llevar a la práctica debido a la venalidad de sus directivos, quienes se dedicaban a enriquecerse y a vivir bien a expensas de los campesinos, y perdían por lo tanto su apoyo. Para ayudar a la causa imperial los extranjeros pusieron a su servicio a ciertos hombres que entendían de la milicia, como el norteamericano Frederick Townsend Ward, quien organizó un ejército llamado “Siempre Victorioso”, y el inglés que habría de adquirir
gran fama posteriormente en Jartum, Charles George Gordon. Estos dos militares, en cooperación con los ejércitos chinos, lograron tomar la ciudad de Nanking, y el rey celestial y divino hermano menor, degenerado ya por la riqueza y el poder, se suicidó en su palacio. Con esto terminó la rebelión Tai Ping, pero su costo fue enorme. Quedaron asoladas 12 provincias, las más ricas del imperio, y se calcula que murieron unos 20 millones de personas. Lo único que se había logrado con la bárbara revuelta y su bárbara represión había sido consolidar la posición de los extranjeros en el imperio, pues los ejércitos por ellos organizados fueron parte importante en el triunfo. Ya en la Convención de Pekín, el príncipe Kung hizo anotar que los poderes europeos y los Estados Unidos consideraban a los Tai Ping como rebeldes al imperio y las potencias aprobaron esta nota, ya que las indemnizaciones que deberían serles pagadas por los daños sufridos en la guerra provendrían de las arcas imperiales y su pago dependía de la consolidación de los manchúes en el trono. A pesar de la victoria sobre los Tai Ping, las rebeliones siguieron sucediéndose ante la impotencia de los ejércitos y de la policía imperial para reprimirlas. En 1860 se rebelaron los musulmanes radicados en Yunán y su revuelta duró hasta 1873. En 1866 las minorías musulmanas de Sinkiang siguieron el ejemplo y formaron un Estado independiente en la provincia de Ili, mientras las tribus dungaris hacían lo mismo en el Sinkiang oriental. Para proteger su comercio, los ejércitos rusos cruzaron la frontera y ocuparon Ili, mientras que el general chino Tso Tsung Tang se esforzaba por crear un ejército moderno medianamente disciplinado para sofocar con él las revueltas. Como no contaba con un apoyo decisivo de la corte de Pekín, donde era visto con recelo y se le negaban los más elementales materiales de guerra, tardó 10 años en poder sofocar las revueltas. Cuando por fin pudo enfrentarse con el Estado disidente de Ili, ya los rusos estaban tan atrincherados allí y tenían tantos intereses locales, que se negaron a retirar sus fuerzas, y no fue sino hasta 1881 cuando se firmó el Tratado de San Petersburgo, de acuerdo con el cual una parte de la provincia fue regresada a China y otra quedó en poder del zar. En 1858 China había reconocido oficialmente el cristianismo y aceptado que sus doctrinas fueran predicadas en el imperio, pero entre el pueblo el sentimiento anticristiano era cada vez más profundo. El ciudadano chino común no podía separar en su mente las dos actitudes de los occidentales: por un lado, destrozaban a la nación, saqueaban sus tesoros, violaban sus antiguas
leyes y pisoteaban su dignidad y, por el otro, predicaban la caridad del cristianismo. Sobre todo se hacía sospechosa la actitud y la sinceridad de los misioneros católicos franceses que si bien se entregaban en cuerpo y alma a su tarea, a cada instante invocaban la protección de su gobierno y pretendían sustraerse, ellos y sus conversos, al peso de las leyes chinas. Así, los 50 años que siguieron a la primera guerra del opio se vieron llenos de levantamientos populares en contra de los misioneros y de los conversos. Muchos sacerdotes, pastores, monjas y familias de los pastores fueron asesinados por la plebe, y sus iglesias, escuelas y orfanatos incendiados. Estos actos causaban indignación en Europa, donde día a día crecía la imagen de una China llena de odio y de crueldad, enemiga del cristianismo y del hombre blanco. Y la imagen hasta cierto punto era verdadera, porque al abrir el hombre blanco las puertas al comercio y al dominio económico del imperio había dejado una huella de odios interminables entre todas las clases sociales. El príncipe Kung, a nombre de la regente y de su sobrino, por un lado trataba de contener a sus connacionales y, por el otro, de contentar a los extranjeros. Mucho logró en este campo, y en 1869 Inglaterra declaró que dejaría de emplear la “política del cañonero” para hacer observar los tratados. Esto equivalía a darle a China, por lo menos en ese aspecto, un trato de igual. Pero la emperatriz, durante la minoría de su hijo y aun ya en su mayoría, ya que dominaba en todo y por todo, seguía una línea conservadora y enemiga, no sólo de todo lo que significara extranjero, sino del progreso, por más pequeño que éste fuese. Así, hubo una enorme oposición, tanto por parte de ella como por parte del pueblo, al establecimiento de ferrocarriles, y la vía tendida para el primero de ellos fue arrancada por la plebe y tuvo que ser retirada y llevada a Formosa. Otro constante motivo de fricción fue el emplear a extranjeros en asuntos administrativos chinos dada la notoria incapacidad de la clase mandarina, viciada ya hasta extremos inconcebibles por los mismos sistemas de la corte, donde todo se daba por favor y dádiva y donde, en la burocracia, gobernaban eunucos validos de la emperatriz. Los extranjeros empezaron a ocupar cargos administrativos en las oficinas que tenían relaciones con sus connacionales, sobre todo en las aduanas. Por fin, un inglés, sir Robert Hart, fue nombrado en 1863 inspector general de Aduanas y se mantuvo en su cargo hasta 1908. Justo es decir que logró un orden perfecto en la administración que se le había confiado y que los dineros de los impuestos empezaron a fluir, sin merma y directamente, hacia el tesoro nacional y no hacia la bolsa de algunos
funcionarios. Con la apertura total del imperio y la eventual construcción de ferrocarriles y de industrias que requerían avanzadas tecnologías, los extranjeros fueron ocupando cada día más puestos de mando, por más que ya muchos jóvenes chinos buscaban en las universidades de los Estados Unidos y de Europa los conocimientos que sabían necesarios en su patria, si ésta había de enfrentarse algún día con sus invasores. En este periodo, las relaciones diplomáticas se fueron haciendo normales, aunque el emperador muy rara vez recibía a los ministros extranjeros. Los diplomáticos de los países llamados del Tratado se reunieron bajo la inspiración del ministro de los Estados Unidos, Anson Burlingame, para asegurarse de que China se atuviera con exactitud a los pactos celebrados y, en caso de violarlos, iniciar una acción conjunta, no teniendo así que recurrir, como hasta entonces, a la fuerza de los cañoneros, sino a la presión conjunta de todas las potencias, ejercida por la vía diplomática. También se convino en llegar a un acuerdo en la espinosa cuestión de la extraterritorialidad, cada día más compleja por la cantidad de extranjeros que llegaban a los puertos del tratado, sobre todo a Shangai. Para ello se formaron tribunales en regla y se establecieron prisiones para delincuentes blancos. Se acordó que cuando el juicio fuera mixto, esto es, que se vieran envueltos en él chinos y extranjeros, un magistrado chino estuviera presente para asegurarse de que se respetaran los derechos de sus connacionales y se les juzgara de acuerdo con la ley china. En cuanto a su extensión territorial, el imperio había perdido relativamente poco y casi todo ello en la frontera norte, esto es, en los territorios del Amur y de la costa de Manchuria, donde se había de establecer Vladivostok y una pequeña fracción de Ili, ocupada por Rusia. En el sur le había entregado a Inglaterra, Hong Kong y Kow Loon, y Portugal se había declarado dueño absoluto de Macao, propiedad que China acabó por reconocer. Pero la influencia china en Asia había recibido un golpe de muerte. Birmania quedó bajo el dominio inglés y la Indochina bajo el francés, con lo cual en esas regiones se acabó prácticamente el comercio con el imperio. En el Pacífico, desde hacía mucho tiempo China tenía una especie de protectorado sobre el reino de Corea y sus reyes enviaban anualmente un tributo a Pekín. Los japoneses, desde tiempos muy remotos, habían intentado arrebatar a Corea de la influencia china, pero sin éxito. A todo esto, los coreanos vivían en su perfecto aislamiento como El Reino Ermitaño y, al firmarse los tratados de Nanking entre las potencias y China, tanto Inglaterra
como Francia y los Estados Unidos trataron de abrir, sin éxito, los puertos coreanos. Cuando los rusos quisieron hacerlo por la fuerza, el rey de Corea refirió el asunto a Pekín. En 1866 los coreanos asesinaron a un misionero francés y el gobierno de Francia, bajo Napoleón III, siempre cuidadoso de aparecer como protector de la religión, intentó forzar al de China para que interviniera y castigara a los coreanos. Ante la negativa de los chinos, obligó al comandante de las fuerzas francesas en el Extremo Oriente a intentar una pequeña campaña y enviar una expedición punitiva, que fue fácilmente liquidada por los coreanos. Poco después un barco mercante americano, el General Sherman, intentó comerciar con Corea y se abrió paso hasta un puerto en un río, pero fue destruido por los cañones coreanos. Cuando los Estados Unidos quisieron tomar represalias lo único que pudieron hacer fue bombardear unas baterías costeras y retirarse. Estos triunfos coreanos y la palpable imposibilidad que tenía el Imperio chino de defender a sus reinos vasallos hicieron que los coreanos perdieran el respeto al imperio y se consideraran ya como una nación independiente, hasta la ocupación japonesa que hemos de ver más adelante. La emperatriz o, por darle su verdadero título, la regente, seguía dominando en todo y por todo a la corte. Cuando su hijo Tung Chih llegó a la mayoría de edad se hicieron todas las ceremonias para que ocupara el trono, pero ella siguió gobernando con el hábil consejero Hung Lu y el príncipe Kung. El joven emperador era disoluto y enfermizo y murió al año siguiente de su ascensión al trono. La emperatriz hizo que el Consejo nombrara como heredero a otro niño, su sobrino Kuang Hsu, y siguió gobernando, tanto en la minoría de edad de su elegido, como cuando éste pudo llegar al trono. En 1908 murió el joven emperador y la regente quiso que se nombrara a otro niño para seguir gobernando, pero murió unas cuantas horas más tarde. Tzu Hsi era sin duda una mujer extraordinaria que logró, en contra del mundo y en contra de muchos de sus connacionales, sostener el trono de los Ching durante casi 50 años en medio de invasiones, rebeliones y derrotas. Los europeos la llamaban con el apodo que le pusieron los chinos del norte, La Vieja Buda, pero siempre era, aunque no ostentara el título, la emperatriz, la última emperatriz de una larguísima línea, porque a su muerte sobrevino la república y la tradición china se vio irreversiblemente rota, como veremos más adelante. A pesar de la oposición casi sistemática de la emperatriz y de su grupo
palaciego, la labor de occidentalización de China seguía adelante. Fue necesario crear el ministerio de asuntos extranjeros y, para tener funcionarios competentes, se envió a jóvenes chinos cultos al exterior. La misión Burlingame a los Estados Unidos fue la primera embajada, presidida por el hombre que había sido ministro plenipotenciario de este país en China. Burlingame firmó a nombre de China el tratado por el cual se abría la migración, tanto de chinos a los Estados Unidos como de estadunidenses al imperio. Posteriormente, ante la avalancha de chinos y la escasez de trabajo que hubo en los Estados Unidos en la última década del siglo, tuvo que restringirse la migración china y, posteriormente, suspenderse durante 10 años. El despertar del Japón, que veremos en el capítulo siguiente, tarde o temprano tenía que enfrentarlo con China. La causa fue Corea. Los dos imperios habían llegado a un acuerdo para no intervenir por la fuerza en El Reino Ermitaño; en caso de que una de las naciones fuera llamada por el gobierno coreano, debería participárselo a la otra para que siempre se tomaran acciones conjuntas. En 1894, con motivo de la revuelta de la sociedad secreta Tong Kaks, el rey de Corea pidió la ayuda china para salvar su trono. Los chinos no cumplieron su compromiso con el Japón y no le dieron aviso, sino que se concretaron a mandar un ejército pequeño. Los japoneses, al saberlo, hicieron otro tanto. La rebelión ya había sido dominada por los coreanos, pero los chinos y los japoneses no retiraban sus tropas. Por fin, los japoneses tomaron el palacio real y obligaron al rey a firmar un tratado mediante el cual renunciaba a la protección de China y se ponía bajo la protección del Japón. De allí a la guerra no había más que un paso y el Japón pudo experimentar, por primera vez, sus sistemas militares modernos y sus ejércitos bien adiestrados y derrotar rápidamente a las mal disciplinadas y peor abastecidas fuerzas chinas. En una campaña relámpago, los japoneses tomaron Puerto Arturo en Manchuria y Weihaiwei en Shantung. China pidió la paz y en el Tratado de Shimonoseki, firmado en 1895, se le impusieron nuevas mutilaciones y nuevas humillaciones. Tuvo que renunciar para siempre a cualquier acción sobre Corea, entregar al Japón la península de Formosa y las islas de los Pescadores, así como la península de Liaotung donde se encontraba Puerto Arturo. El tratado de comercio que se incluía le daba a los japoneses en China los mismos derechos de nación favorecida que tenían los europeos, así como la extraterritorialidad de sus ciudadanos. Así, también los países de Asia tomaban parte en la expoliación del imperio.
La guerra contra Japón demostró palpablemente la debilidad de China, y los europeos iniciaron nuevas presiones para adquirir mayores ventajas comerciales y territoriales. China se vio obligada a rectificar, en su perjuicio y en favor de Inglaterra y Francia, sus fronteras en Anam y en Birmania, además de ceder la explotación de las minas de carbón y hierro a los franceses y autorizar la construcción de ferrocarriles con concesiones ruinosas. En ese mismo año de 1895, Alemania, que se había conservado casi al margen de la situación china, resolvió intervenir a su vez y pidió a Pekín que se le autorizara la creación de una base carbonera en Kiaochow, al sur de Shantung. Pekín se negó a ello alegando con justicia que ya había suficientes puertos abiertos en los cuales los alemanes podían comerciar y abastecerse de carbón. Alemania no quitó el dedo del renglón y al año siguiente encontró su oportunidad cuando dos misioneros católicos alemanes fueron asesinados en Shantung. Inmediatamente unos barcos de guerra alemanes tomaron Kiaochow y, en un tratado firmado en 1898, Alemania obtuvo la concesión por 95 años para ocupar la ciudad y un territorio que se extendía 200 millas tierra adentro, además de la acostumbrada indemnización y pago de los gastos provocados por la guerra y el permiso para construir ferrocarriles en el interior. Pocos días más tarde, Rusia obtenía una concesión similar sobre Puerto Dairen y Puerto Arturo, además de la licencia para construir y operar el ferrocarril que uniera Puerto Arturo con Mukden y la línea del transiberiano. Por presiones hechas por las potencias, principalmente por Inglaterra, Francia y Rusia sobre el Japón, éste se había visto obligado a devolver a China la península de Liaotung, la cual ahora Rusia forzaba a China a poner en sus manos. Los efectos de éstas y otras presiones occidentales sobre el Japón traerían consecuencias funestas, que hemos de ver en el capítulo siguiente, pero lo indudable es que desde el triunfo de Japón sobre China, después de una guerra celosamente vigilada por los militares de las potencias, ya Europa veía con temor las actividades y el crecimiento del poderío japonés en el área del Pacífico. Los ingleses tampoco veían con entusiasmo los avances de los rusos, así que obligaron a China a que les cediera, por el mismo tiempo que los rusos ocuparan Puerto Arturo, la ciudad de Weihaiwei, para lo cual recabaron la aprobación japonesa; además, exigieron una ampliación de los territorios de Kowloon. Francia, para no quedarse atrás en la carrera, obtuvo la ciudad de Kwangchow, mediante un contrato de arrendamiento por 99 años. La construcción de los ferrocarriles chinos fue otra carrera entre las
naciones interesadas. El objetivo de establecer ferrocarriles que fueran propiedad de la nación constructora y operados por ella era, aparte del económico, prever la posible partición del imperio y poder reclamar para sí el territorio que cruzara o sirviera el ferrocarril. Así, como ya hemos visto, Rusia logró la concesión para el ferrocarril de Manchuria, el cual no sólo ponía en sus manos esa siempre codiciada ruta, sino que abriría una línea directa, protegida por fuerzas rusas, desde Moscú hasta los puertos del Pacífico, utilizables todo el año. Los alemanes consiguieron la concesión para las líneas ferrocarrileras de Shantung y los ingleses la famosa línea PekínMukden que les abría a su vez la parte sur de Manchuria y limitaba las aspiraciones de Rusia. Los americanos varias veces trataron de entrar en el negocio de los ferrocarriles chinos, pero los europeos siempre les ganaron la partida, como en el caso de la línea Pekín-Hankow, que ya tenían prácticamente contratada con el gobierno chino y que finalmente fue entregada a un consorcio belga, y la de Tientsin al Yang Tse Kiang, que al fin fue recompartida entre Alemania e Inglaterra. Los franceses se ocuparon casi exclusivamente de los ferrocarriles del sur, en la zona fronteriza con la Indochina y Cantón. Los italianos también entraron a la competencia, construyendo ferrocarriles y abriendo minas en el interior. Como se ve, todas las naciones ocupantes de China, incluyendo al Japón, estaban seguras de que tarde o temprano el imperio sería repartido entre todas. Lo notable es que esto no llegara a suceder. En parte, la integridad de lo que quedaba de China se sostuvo por la teoría del open door policy de los Estados Unidos, en la cual, si bien se reconocían ciertas zonas de influencia de las naciones ocupantes, se pedía a todas ellas que se comprometieran a permitir las mismas condiciones de comercio y trabajo para todos los países del mundo, de acuerdo con las leyes chinas y las tarifas chinas. Esta doctrina política, que fue aprobada por todas las naciones ocupantes, aunque en forma un tanto cuanto fría por Rusia, hizo que los extranjeros en China volvieran a tomar una perspectiva real de la situación y se dieran cuenta de que estaban en una nación extranjera y no en un terreno conquistado. Los Estados Unidos tenían un especial interés en ello, dado que aún no lograban reunir recursos suficientes para desarrollar su inmenso territorio y no estaban aún en condiciones de emprender grandes operaciones en China. Pero como a la vez obtenían con el imperio un comercio lucrativo y habían tomado ya las islas Filipinas y Guam y meditaban la anexión de Hawai, no querían que China quedara bajo la dominación de una sola potencia fuerte.
Pero la verdadera defensa de China estaba en su increíble resistencia y en la fuerza de su tradición y su cultura. En esta lucha y en esta defensa internas en contra del extranjero se sumaban tres fuerzas: la corte imperial, que aunque profundamente venal y podrida sostenía, en gran parte por inercia, las tradiciones antiguas en las relaciones con los “bárbaros”. El ministerio de asuntos extranjeros y hombres como el príncipe Kung, lograron crear una verdadera fuerza diplomática que en muchos casos fue el único escudo de China. El otro grupo estaba constituido por los intelectuales de la nueva jornada, de muy variadas ideologías, pero que ya no seguían ciegamente los lineamientos clásicos de educación. Uno de ellos, Kang Yu-wei, profundo conocedor de sus clásicos, elaboró toda una teoría política basada en las doctrinas de Confucio pero modernizadas y restándole muchas partes que según él habían sido intercaladas en los textos confucianos hacia principios de la era cristiana. Su doctrina se asemeja mucho al socialismo bolchevique, pero sugería que se llevara a la práctica, no por medios drásticos, sino en forma gradual mediante la educación de la juventud que debería estar en manos del Estado. Pero el más notable de esos intelectuales, cuya fama se extendió por todo el mundo, fue el doctor Sun Yat-sen, originario de un pueblo cercano a Cantón. Era natural que en la China del sur, cerca de Cantón, hubiera una mayor inquietud entre los jóvenes, ya que habían estado en contacto con los extranjeros durante varios siglos. Allí se observaba, por un lado, mayor odio a los “demonios blancos” porque eran más conocidos que en el centro del imperio y, por otro, un mayor deseo en la juventud por aprender las ciencias y, sobre todo, la técnica de esos hombres que con esa tecnología estaban acabando con China. Sun se graduó de médico en la Universidad de Hong Kong y regresó a Cantón donde muy pronto se vio mezclado en complots subversivos en contra de los manchúes. Un complot fue descubierto, algunos de sus compañeros fueron ejecutados, pero él pudo huir a Hong Kong, posteriormente al Japón y de allí a Europa, donde se dedicó en cuerpo y alma a la labor de agitación entre los chinos expatriados, cada vez más numerosos. Estos grupos chinos, radicados en casi todo el mundo, pero especialmente en Inglaterra, nos recuerdan a los otros expatriados de Rusia que conspiraban por todos los medios en contra del autocratismo de los zares. Por su parte, el pueblo se oponía cada día más y más al dominio extranjero, sobre todo en materia religiosa. Los católicos en especial habían logrado un notable número de conversiones, tal vez unas 500 000, y esto
llenaba de alarma al pueblo, entre el cual empezaron a circular los más fantásticos rumores acerca de las actividades de los sacerdotes y las monjas de las misiones. Así, en cada pueblo donde había un establecimiento nacía un foco de peligro. Bastaba cualquier incidente, por más frívolo que fuese, para que los campesinos se armaran con lo que podían, asaltaran la misión y mataran a todos los cristianos, clérigos y civiles que encontraban. Esto, naturalmente, provocaba protestas por parte de la nación cuyos misioneros habían sido sacrificados, y represalias, con lo cual el pueblo ligaba cada vez más la labor misional con la penetración extranjera, y el odio a los mercaderes y funcionarios se trasladaba a los misioneros, agravado por el contacto constante a nivel popular. El emperador, libre por un tiempo de la tutela de Tzu Hsi, se empezaba a inclinar hacia lo que pudiera llamarse en esos tiempos la izquierda y aceptaba varias de las reformas que se consideraban necesarias para poner a China en plan de igualdad con las naciones occidentales y el Japón. Pero al llevar a cabo sus planes se encontraba a cada paso con la oposición del valido de su tía, Jung Lu, y la situación se hizo tan aguda que el emperador Kuang Su ordenó que se le asesinara; pero Jung Lu supo del complot en su contra y lo denunció a la emperatriz. Ésta, al darse cuenta de que su sobrino se había salido completamente de su poder y se inclinaba hacia el progreso, dio otro de sus audaces golpes y encerró al emperador en el Palacio de Verano, y tomó nuevamente las riendas del gobierno, llevando a la corte hacia el conservadurismo extremo que le era tan grato. El golpe de Estado tuvo lugar en septiembre de 1898 y coincidió con la rebelión popular, sobre todo en las provincias del noreste, llamada de los “boxers”. El nombre provino de la organización secreta de estos rebeldes que, dicho sea de paso, contaban con todo el apoyo de la emperatriz. La organización se llamaba oficialmente de “los rectos y armoniosos puños” y los ejercicios físicos a los cuales se entregaban sus miembros se asemejaban al boxeo inglés, de donde los occidentales les llamaban “boxers”. Al contrario de la revuelta de los Tai Ping, que tenía muchos aspectos cristianos y no sentía un odio especial por los extranjeros, sino por los manchúes, los “boxers” se sentían apoyados por la casa imperial y su odio se desbordaba en contra de todo lo extranjero. En 1899 la situación se volvió grave. Las matanzas de misioneros, de chinos cristianos y de extranjeros, sobre todo en Hopei, llegaron a un extremo tal que los representantes de las potencias resolvieron crear una fuerza internacional en Tientsin y avanzar sobre Pekín para defender las legaciones
y a los misioneros. Las tropas salieron de Tientsin el 10 de junio y fueron atacadas y derrotadas por los “boxers”, los cuales se dirigieron a Pekín y exigieron que todos los diplomáticos abandonaran la ciudad en 24 horas so pena de ser ejecutados. Se llegó a decir que la emperatriz había firmado un decreto condenando a muerte a todos los extranjeros que hubiera en China y declarando la guerra a todos los países del mundo, pero esto parece que no fue más que uno de los muchos rumores que corrían por la capital. El 20 de junio el ministro alemán fue asesinado cuando se dirigía al Tsung li Yamen, el ministerio de asuntos extranjeros, y todos los forasteros residentes en Pekín quedaron en estado de sitio, refugiados en la catedral católica y en las legaciones. De Tientsin se mandó una nueva expedición militar para liberarlos compuesta por tropas inglesas, francesas, americanas, rusas, alemanas, japonesas e italianas. No fue sino hasta mediados de agosto cuando lograron llegar a Pekín y levantar el sitio al que estaban sujetos los extranjeros. Las matanzas de cristianos tuvieron lugar, casi todas, en el noreste del imperio, en Hopei, Shansi, Manchuria y Mongolia. Más de 200 misioneros y varios millares de chinos conversos fueron muertos, y el mismo enviado de la emperatriz a Shansi como gobernador, el terrible Yu Hsien, dio tormento en persona a uno de los obispos católicos. Los “boxers” usaban frases, lo que ahora se llaman eslóganes, que daban a conocer su ideología. Las principales eran: “Destruir a los extranjeros y salvar el país” o este otro: “Salvar a la dinastía Ching y destruir a los extranjeros”, en los que se trasluce la inspiración de la corte de Pekín. Los almirantes extranjeros, reunidos en Tientsin, aclararon que la guerra se libraba, de acuerdo con el gobierno legítimo de China, en contra de los “boxers”, y muchos de los virreyes y gobernadores de provincias chinas, como el de Cantón y el de Nanking, insistieron en que China, como nación, no estaba en guerra contra las potencias occidentales y el Japón. Pero a pesar de todas estas declaraciones los soldados de las potencias saquearon Pekín y ocuparon la ciudad. La dinastía sufrió nuevas humillaciones con todo esto y su prestigio bajó aún más, si eso era posible. Ya abiertamente se hablaba de su término y muchos chinos consideraban que había perdido definitivamente el Mandato del Cielo y que era necesario buscar una nueva dinastía. Pero China, en gran parte debido a las rivalidades entre los ocupantes, no se desmembró ni fue repartida como muchos suponían que iba a suceder. Claro está que tuvo que
pagar nuevas indemnizaciones que incrementaron la deuda pública y obligaron a toda clase de nuevas concesiones que desprestigiaron aún más a la casa Manchú. En 1908 moría el emperador de nombre y, unas cuantas horas más tarde, la emperatriz. Otro niño ascendió al trono, bajo el nombre de Hsuan Tung, pero el regente no tenía la fuerza política ni la voluntad de hierro de La Vieja Buda. Por otra parte, se habían venido llevando a cabo varias reformas administrativas y en 1909 se nombró la primera asamblea, seguida al año siguiente por una Asamblea Nacional. En octubre de 1911 se inició en Hangkow y Wuchang la revuelta que habría de derrocar a los emperadores Ching y crear la República de China. Aún por dos veces, en los revueltos años que siguieron, se intentó restaurar el imperio con una nueva dinastía, pero las dos intentonas fracasaron. El primer presidente electo por el Consejo Nacional fue el doctor Sun Yat sen, que había regresado a China al saber de la revuelta. El Consejo se había reunido en Nanking, mientras en Pekín el general Yuan, uno de los que más tarde habrían de intentar ser emperadores, convencía al regente de que ya era indispensable que el joven emperador abdicara. Así se hizo el 12 de febrero de 1912 y, a los pocos días, para que no estallara una guerra civil entre Pekín y Nanking, el doctor Sun renunció a la presidencia y el Consejo eligió en su lugar a Yuan, quien controlaba el único ejército organizado y contaba con el apoyo de los nuevos republicanos y de los partidarios del antiguo régimen. Así, su gobierno se iniciaba bajo buenos auspicios. El Consejo, al emitir sus leyes, creó el Parlamento con poderes superiores a los del presidente y se llenó de jóvenes de ideas radicales, organizados en un partido llamado Kuomitang, presidido por el doctor Sun. Pronto estalló nuevamente la violencia y Sun tuvo que huir y el Parlamento fue disuelto por el general Yuan. Poco tiempo después se autonombraba emperador y la provincia de Yunan se rebelaba en su contra. Yuan murió de tristeza en 1916, cuando y se restauró la república. Pero ya no había posibilidades de paz en China. Tradicionalmente, la caída de una casa reinante había representado algunos años, a veces hasta más de un siglo, de incertidumbre y guerra civil. Ahora sucedió lo mismo al desaparecer el principio de autoridad que, para bien o para mal, radicaba en el emperador. El doctor Sun regresó y creó la república en Cantón y logró nuevamente, con la ayuda del joven general Chiang Kai Shek, controlar gran parte del territorio chino, pero murió en Pekín en 1925. Con su muerte, en
vista de que casi era el único de prestigio nacional y generalmente respetado, se inició la era de las revoluciones en la cual cada caudillo, cada war lord, como los bautizaran los ingleses, dominaba una provincia o dos y guerreaba contra sus vecinos, hacía alianzas para destruir a un tercero y llevaban a China, entre todos ellos, al más increíble desastre y la quiebra económica y moral. Los campos dejaron de cultivarse y de producir debido a la guerra, y millones de hombres, mujeres y niños murieron de hambre o emigraron a otras provincias llevando a ellas sus miserias y sus tragedias para encontrar en los nuevos sitios las mismas hambres y los mismos horrores. Poco antes de su muerte, el doctor Sun, dado que según él los Estados Unidos, Inglaterra y Japón le negaban su ayuda, le pidió auxilio a Rusia, y ésta envió a Miguel Borodín, uno de los agitadores comunistas que más influencia ha tenido en los destinos de Asia, a organizar la nación. Así, el comunismo leninista que acababa de triunfar en Rusia entró en China y, aunque por un tiempo Chiang Kai Shek, a nombre del ala moderada del Kuomintang, logró reunificar a China y echar a los consejeros rusos, ya la semilla había prendido en medio del caos. La invasión japonesa de 1931 y la actitud incomprensiva de las naciones de Europa y los Estados Unidos fueron incrementando el caos. Así, China llegaba a la era contemporánea con un rencor fundamental a todo lo que fuese extranjero, sobre todo de Occidente, donde se incluye también a Rusia, junto con un afán de paz y de unificación más importante para ellos que la consideración de doctrinas, como el comunismo o el capitalismo, que de todos modos le son tan ajenas como lo fuera el cristianismo. Si Occidente se asombra de lo que es ahora China, debe considerar que él la hizo así por la continua agresión y expoliación de que la hizo víctima durante más de 100 años.
CAPÍTULO XVI
La divina tierra del Japón es el lugar donde nace el sol y donde se origina el espíritu. El descendiente del sol asciende al trono, generación tras generación, sin cambio alguno. En verdad es el soberano de la tierra y la disciplina del mundo. Su reinado debería ser universal y no debería de existir lugar alguno, por más distante que estuviese, que no fuera bendecido por su real gracia. Sin embargo, recientemente, los bárbaros de las desiertas tierras occidentales han avanzado por todo el mundo, invadiendo varios países y tratando, a pesar de su escasa habilidad, de sobrepasar al país superior. ¡Qué arrogancia! Shin ron (Nueva teoría) AIZAWA SEISHISAI, 1825
El Japón en 1850. Los primeros intentos de comercio de los occidentales. El comodoro Perry sus “barcos negros”. Tratados con otras naciones. Caída de los shogunes Tokugawa. La era Meiji. La guerra contra China. La guerra contra Rusia. El Japón moderno hasta 1930. YA HEMOS visto que la sociedad japonesa durante la era Tokugawa, cuando el Japón estuvo cerrado al resto del mundo, no fue estática como lo han creído muchos historiadores superficiales, sino que llevó a cabo grandes cambios. En verdad, el fundador del nuevo orden japonés en 1600, Tokugawa Iyeyasu, había concebido un orden estático, bajo el bakufu, que literalmente significa el “gobierno bajo la tienda de campaña”, lo que equivale al gobierno militar. Para ello había creado nuevamente un sistema feudal en el cual, bajo el centralismo del shogún, los daimios de las diferentes provincias y los varios clanes tenían bastante libertad y hasta sus propios ejércitos, formados por toda una escala de guerreros que iba desde el samurai hasta el goshi, esto es, el guerrero ocasional salido de la clase campesina. En esta casta de guerreros
había unos dos millones de hombres, bajo los cuales estaba la casta de los campesinos, cuya obligación era la de producir el arroz que mantuviera a los señores y a los guerreros. De mucho menos importancia en esa sociedad del shogunato, como la pensara Iyeyasu, eran los chonín, esto es, la clase formada por los comerciantes y los artesanos quienes, en una sociedad netamente agrícola, donde la moneda era prácticamente el arroz, tenían escasa importancia. Abajo de los chonín quedaba la casta de los senmin compuesta por actores, cantantes, prostitutas, mendigos, etc., que prácticamente no gozaban de derecho alguno y tan sólo tenían como inferiores a los eta, casta formada por los matanceros y curtidores de pieles a los cuales se les consideraba como muy cercanos a los animales y ni siquiera se les incluía en los censos oficiales. En los tiempos de Iyeyasu, la población del Japón probablemente alcanzaba la cifra de 30 millones. Era ya tanta que en el siglo anterior había buscado un principio de expansión a las islas Ryukyu, a Formosa y las Filipinas, como lo vemos por la aventura japonesa en Cagayán. El poder total quedaba centralizado en los shogunes y los daimios, a la manera feudal europea, y también a la misma manera, pronto los shogunes empezaron a desconfiar de los daimios y a exigir que radicaran cerca de ellos, en la capital que habían fundado en Edo, el actual Tokio, o por lo menos que enviaran a sus familias como rehenes. Los emperadores, en línea ininterrumpida, seguían radicando en su maravillosa ciudad de Kioto, donde simbolizaban no sólo al imperio sino a la divinidad, pero sin intervenir para nada en la administración de la cosa pública. A tal grado había llegado ya su abstención de la vida pública, que los europeos que llegaron al Japón a mediados del siglo XIX ignoraban su existencia y creían que el shogún era el verdadero rey del Japón. Esta sociedad, como se comprende, estaba organizada primordialmente para la guerra, pero con el triunfo de los Tokugawa sobre sus rivales terminaron las guerras intestinas que habían constituido la ocupación primordial de los siglos anteriores. Además, el temor de Iyeyasu a todo contacto con el extranjero lo obligó a cerrar herméticamente el imperio y a prohibir toda expansión fuera de las islas, con lo cual ya no hubo ocupación para los cientos de miles de samurais y para los grandes daimios, si no era la de oprimir a las castas inferiores y exigir no sólo tributos sino reverencia de parte de ellas. La forzada estancia de los daimios en Tokio, dentro de un ocio casi total, fue degenerando a la casta, lo mismo que a la de los samurais, a la
vez que la ciudad crecía desmesuradamente y empezaba a requerir todos los servicios de la vida urbana. Los daimios residentes tenían que vivir de acuerdo con su posición en la escala social, pero sus ingresos, esto es, los tributos que sus campesinos les pagaban en arroz, no daban lo suficiente para mantener todos esos lujos. Los chonín exigían el pago de las telas, las porcelanas y los cuadros en efectivo. En el teatro, que nacía como empresa chonín, también se exigía dinero y las cortesanas y las geishas costaban caras. Y todo eso debía tenerlo el daimio para no ver opacado su prestigio, amén de un séquito numeroso de samurais y empleados de todo tipo. Los mercaderes, sin necesidad de lucir con tal boato iban acumulando naturalmente grandes fortunas a expensas de los señores y se ocupaban ya, desde el siglo XVII, en la formación del gran arte plástico del Japón, del teatro y la música, así como de una amplia literatura. Por otra parte, esta clase chonín era la que tenía mayores contactos con los extranjeros, los holandeses de Deshima y los traficantes chinos que lograban establecerse en las ciudades niponas, con lo cual eran los mejor enterados de lo que pasaba en el mundo exterior. Sabían bien de las dificultades que estaba pasando China frente al embate de Occidente y de los intentos que los hombres blancos hacían por penetrar también en el Japón y muchos de ellos veían la necesidad urgente de modificar las leyes de los Tokugawa y liberalizar la vida para no quedar, como había sucedido a los chinos, sin armas frente a los extranjeros. Así, se había creado una corriente de pensamiento que llegaba hasta algunos daimios, contraria al prolongado aislacionismo impuesto dos siglos antes y el shogunato iba perdiendo su fuerza política, tanto en lo económico, frente a la nueva clase media de las ciudades, como frente a los grupos de daimios, sobre todo el de la costa occidental y los que aún rodeaban al emperador en Kioto y vivían a veces en extrema miseria. Así, el final del aislamiento del Japón y la eventual caída de los Tokugawa no se debe exclusivamente a la presión de los extranjeros, en especial de los norteamericanos, sino a condiciones internas que facilitaron el proceso e hicieron posible la asombrosa transición de un Estado feudal a un Estado moderno en tan corto plazo. El conocimiento que los occidentales tenían del Japón era tan vago como el que los japoneses tenían de Occidente, pero todos estaban de acuerdo en que ya era indispensable abrir las puertas del Imperio del Sol Naciente a la “verdadera” civilización y al comercio internacional. Tal era el desconocimiento que se tenía del país, que se le estimaba una superficie entre
9 000 y 266 000 millas cuadradas. Algunos decían que la población era de 15 millones, otros que de 50. Sólo los holandeses conocían bastante la realidad del Japón, pero eran muy reticentes para hablar de ella, pues no deseaban perder el control de ese mercado. Los rusos fueron los primeros en llevar a cabo algunos intentos de penetración, como ya hemos visto, y los siguieron los ingleses y los americanos. La idea de estos primeros contactos era fundamentalmente la de lograr puertos de recalada para los barcos balleneros, en casos de naufragio o peligro, y de poder establecer bases carboneras en las costas para facilitar la naciente navegación a vapor. Se sabía de muchos casos de náufragos balleneros o mercantes que habían llegado a las costas japonesas donde habían sido tratados con crueldad extrema: se les había obligado, de acuerdo con las antiguas leyes, a pisar una cruz y se les había encerrado en pocilgas inmundas, para que fueran el hazmerreír de la población. Algunos, que pudieron ser rescatados por los holandeses, contaron estos desastres y movieron la opinión mundial a lograr un remedio. Algunos otros barcos, como el mercante americano Morrison, en 1837, arribaron a las costas con el caritativo intento de repatriar a unos pescadores japoneses náufragos, pero tampoco fueron admitidos y se les dijo que el japonés que desembarcara, si es que había estado en contacto con extranjeros, sería degollado de inmediato. Todo esto iba creando la necesaria leyenda de la crueldad y barbarie de los japoneses, como se había creado anteriormente la de China. En 1849 el comodoro Glynn, de la marina norteamericana, logró entrar a Nagasaki y rescatar a 16 náufragos estadunidenses, pero no pudo entablar relaciones de ninguna especie con las autoridades. Por su parte, los mercaderes holandeses de Deshima aconsejaban a los shogunes que siguieran su política de aislamiento y les hacían ver los desastres que habían sucedido en China con la llegada de los hombres blancos. En los Estados Unidos y en Europa los capitanes balleneros, las casas mercantiles con intereses en Oriente y los industriales no dejaban de hacer peticiones a las autoridades y de presionar tanto al Parlamento como al Congreso de los Estados Unidos para que intentaran por todos los medios, pacíficos o violentos, abrir el Japón al comercio internacional y lograr, como se había logrado en China después de las guerras del opio, que varios puertos estuvieran al servicio de los occidentales. En 1852, la presión de estos grupos en los Estados Unidos había llegado a tal extremo que el presidente Fillmore, al nombrar al comodoro Mathew C.
Perry como comandante de la flota en las Indias Orientales, le ordenó que hiciera un esfuerzo decisivo y llevara, no a los puertos secundarios, sino a la misma bahía de Edo y hasta la capital de los shogunes, una escuadra de guerra americana. La escuadra que Perry logró reunir en Hong Kong incluía dos barcos de vapor, que nunca habían sido vistos en aguas japonesas. Los holandeses, que supieron de estos planes, se lo anunciaron al shogún, pero éste esperaba que los extranjeros llegaran a los puertos del sur y grande fue su sorpresa, como la de todos los vecinos de los pueblos ribereños a la bahía de Tokio, cuando vieron a la flota que anclaba frente a Uraga. La población se llenó de asombro. Unos 50 años más tarde, un pescador de Shimoda recordaba que le habían ido a decir que unos barcos se incendiaban frente a la costa, que subió corriendo a un cerro y vio el humo espeso de los dos vapores, y cuando éstos se acercaron, se pudo dar cuenta de que se trataba de algo nuevo y nunca visto en los pueblos marítimos del Japón, con lo cual inmediatamente fue a dar aviso a la prefectura de Niriyama. En Tokio el asombro fue extraordinario. Un historiador japonés, contemporáneo a los hechos, lo describe: “Nuevos mensajeros llegaban, uno tras del otro, al castillo de Edo [...] Al recibirlos, el shogún se inquietaba más y más, hasta que resolvió convocar a todos los oficiales del Consejo. Al principio, las noticias eran tan repentinas, tan formidables y de tanta importancia que nadie acertaba a decir palabra, pero al final se dieron órdenes a los grandes clanes para que vigilaran la costa”. Pero, sigue explicando, las artes bélicas estaban ya tan olvidadas, que muchos de los guerreros corrían de un lado para el otro, buscando sus armaduras y sus espadas y nadie sabía qué hacer. Los japoneses habían empezado desde un tiempo antes la construcción de unos fuertes en la entrada de la bahía, pero la obra había sido abandonada. Ahora confiaban en que las solas murallas bastaran para que estos molestos invasores se atemorizaran. Lo que no conocían era el poder de los anteojos de larga vista modernos, por medio de los cuales Perry, desde la cubierta de su barco, podía ver claramente que no había cañones en las fortalezas. Otra medida defensiva de los japoneses fue la de erigir a toda carrera mamparas enormes de tela negra, para ocultar tras ellas los movimientos de las tropas, pero ya los norteamericanos habían visto que las tropas eran escasas y armadas, en su mayor parte, con lanzas y espadas. Cuando los barcos de vapor soltaron el ancla frente a Yokohama, apareció una delegación japonesa solicitando entrevistarse con el jefe de los extranjeros. Perry llevaba a bordo a varios intérpretes, tanto del holandés que, se sabía, varios japoneses
hablaban, como del mismo japonés. Entre ellos había un marino náufrago que se suponía debían repatriar y al cual los americanos llamaban Sam Patch. Mediante esos intérpretes informó a los comisionados, que estaban llenos de temor, no por encontrarse a bordo de un barco para ellos tan extraño, sino por las consecuencias que este trato con extranjeros pudiera tener más tarde para ellos, que sólo llevaba para el emperador una carta del presidente de los Estados Unidos, quien deseaba entrar en las mejores relaciones con el Japón, comerciar y firmar un tratado de amistad y comercio. También mencionó que las autoridades americanas verían con muy buenos ojos si el Japón trataba, de ese día en adelante, con compasión a los náufragos americanos. Efectivamente, en su primera visita Perry sólo intentaba entregar una carta y retirarse, después de hacer saber a los japoneses que habría de regresar al cabo de un año por la respuesta y que estaba resuelto a recibir esa respuesta, sin excusa ni pretexto. Había decidido obrar en esta forma porque sabía que si entraba en discusiones con los japoneses, éstas serían interminables y no contaba ni con carbón ni con víveres suficientes para esperar mucho tiempo. Así, cuando convenció a los comisionados que recibieran la carta, zarpó de inmediato de Uraga, donde había anclado finalmente hacia Hong Kong y Macao. Los japoneses quedaron absortos. Nada semejante había sucedido desde hacía más de 200 años y no había precedentes para guiarse en un caso así. Los barcos de Perry llamaron mucho la atención; por orden del shogún, se observó detenidamente su armamento y su movilidad. En una de las hojas de un retablo popular o periódico hablado que los truchimanes acostumbraban llevar de pueblo en pueblo para enseñar a la gente lo que había sucedido de importante, se ve la pintura de uno de esos vapores, con el siguiente texto: “Retrato verdadero del barco de vapor Hohattan (Powhatan). Estos barcos se llaman en inglés stomu furekato (steam frigate). A bordo, el comandante de la flota, Hiri (Perry). Tripulación de 350. Unos 21 cañones medianos, seis cañones grandes”. Esto no quiere decir que los japoneses ignoraban totalmente los adelantos mecánicos de los occidentales. El doctor Morrow, quien acompañó a Perry en sus dos viajes, nos dice que en Shimoda, durante la segunda estancia de la flota, encontró a un japonés que había conocido en Yokohama, el cual le dijo que el pequeño ferrocarril que Perry había llevado como regalo para el shogún, había sido armado en Edo y funcionaba perfectamente. Esto llamó la atención a Morrow pues recordó que cuando exhibieron el tren en Yokohama un japonés estaba siempre presente y
observaba con suma atención el trabajo de los ingenieros. Ese japonés llevaba consigo algunos libros en holandés sobre mecánica y parecía estar al tanto del funcionamiento de las calderas de vapor. También le informaron a Morrow que no habían logrado hacer funcionar el otro regalo de Perry, un telégrafo magnético, pero ya habían conseguido con los holandeses algunos libros sobre la materia, con los cuales pensaban hacerlo funcionar en breve. Así, parece indudable que a la llegada de Perry, debido a los contactos con los holandeses de Deshima, ya había japoneses preparados, por lo menos en la teoría, acerca de la ciencia más adelantada de Occidente en esos años. Al poco tiempo de zarpar Petry de Uraga, moría el shogún, según se dijo debido a la fuerte impresión que le causó la llegada de la flota. Los ministros del Consejo, mediante los buenos oficios de los holandeses, enviaron un mensaje a Perry en Hong Kong informándole que, dado que el shogún había muerto, consideraban adecuado y de educación esperar un periodo de tres años antes de recibir una nueva visita de Perry y darle la respuesta que solicitaba. El comodoro no estaba dispuesto a esperar, sobre todo porque había tenido noticias de que tanto los franceses como los rusos se preparaban a seguir sus pasos hacia Yokohama. Así, reuniendo una escuadra mayor que la primera, con tres vapores, el 11 de febrero de 1854 se presentó de nuevo en la bahía de Edo y soltó anclas frente a Yokohama. El nuevo shogún tenía dificultades políticas internas y poca experiencia en el manejo de los negocios del Estado así que, en su perplejidad y sin saber qué hacer, tomó la medida sin precedentes de consultar con varios de los daimios y de enviar un mensajero al mismo emperador en Kioto, informándole de la novedad y pidiendo apoyo y consejo. La opinión pública japonesa se encontraba bastante dividida. Mientras que muchos de los daimios y los samurais creían que lo mejor era rechazar por la fuerza los avances de los extranjeros y declarar la guerra a los Estados Unidos, otro grupo de daimios, con los chonín, quería aceptar el tratado propuesto por los norteamericanos. Por su parte, el grupo que rodeaba al emperador, y este mismo, veían en la llegada de la flota una bienvenida dificultad para el régimen, ya odioso, de los Tokugawa, que redundaría en beneficio de la casa imperial. La opinión que finalmente se impuso fue la de los chonín y los daimios moderados, quienes sugirieron que se recibiera a Perry, se firmara un tratado abriendo algún puerto, no Edo, al comercio internacional y se preparara al Japón lo más rápidamente posible para enfrentarse a ese nuevo peligro. Así, dos semanas después, gastadas en
discusiones de forma, se firmó en la ciudad de Kanagawa el tratado que lleva el nombre de dicho puerto, entre Perry como representante de los Estados Unidos y los enviados, debidamente acreditados, del shogún. Las cláusulas del instrumento no parecen ser de mucha importancia. Se habla de que debe existir la paz entre las dos naciones y de que el Japón se compromete a ayudar y a tratar correctamente a los marinos náufragos que lleguen a sus costas. Asimismo, se abren dos puertos en los cuales los norteamericanos podrán comerciar con los nipones, que serán Shimoda, puesto inmediatamente a la disposición de Perry, y Hakodate, que se abriría una año más tarde. En ambos puertos los norteamericanos podrían mantener bodegas de mercancías y depósitos de carbón. En las dos semanas de pláticas que precedieron a la firma del tratado, varias veces los japoneses quisieron retirarse y suspender las negociaciones, pero bastó con que Perry hablara de subir por la bahía hasta frente al castillo de Edo, para que los comisionados volvieran a la mesa de discusiones. Perry no explica la razón por la cual los japoneses temían esta llegada hasta la capital, pero la razón la encontramos en los textos japoneses. El shogún sabía que la llegada de extranjeros a la capital sería considerada por todo el pueblo como una profanación a algo sagrado y que no podría conservar el poder si no lograba impedir un acto semejante. En los Estados Unidos, el Tratado de Kanagawa no satisfizo a nadie. El Congreso se quejó de lo muy poco que se había logrado y del alto costo de imprimir la memoria oficial del viaje. Los comerciantes, que soñaban con que todo el Japón se abriera frente a ellos de golpe, consideraron que los logros eran prácticamente nulos, ya que no podrían establecerse en las ciudades de mayor importancia, como lo habían logrado en China. El presidente Pierce, en su informe ante el Congreso, apenas si mencionó la expedición y el tratado. Pero la verdad, como lo habrían de comprobar hechos posteriores, era otra. Perry sabía que resultaba peligroso exigir demasiado a los japoneses, que no era un pueblo vencido y mucho menos conquistado, y que tenía un enorme orgullo nacional. Sabía también que, aunque la presencia de la escuadra había causado cierta consternación, los japoneses estaban al tanto del alcance de los armamentos de ese tiempo y que, en caso de una guerra, podrían conseguir barcos y cañones con los holandeses y con los rusos. A su juicio, lo importante se había logrado. Shimoda se abría al tráfico; un año después se abriría Hakodate y el Japón aceptaba que se establecieran en esos puertos, no tan sólo bodegas y depósitos de carbón, sino una misión consular
permanente. En este último punto parece haber habido cierta confusión al momento de traducir el tratado al japonés, ya que del texto inglés se desprende que cualquiera de las dos potencias puede, cuando lo estime oportuno, nombrar agentes diplomáticos en los puertos abiertos, pero en el japonés se entiende que, para hacerlo, es necesario recabar previamente el consentimiento de la otra. Dado que el shogún no tenía interés alguno en nombrar cónsules en los Estados Unidos, era el gobierno americano el que haría operante la cláusula, como lo hizo al poco tiempo, según veremos adelante. El resultado de la misión de Perry justificó sus esperanzas y el Japón logró entrar al concierto universal de las naciones con extraordinaria rapidez y casi sin violencias. Los representantes del shogún habían escogido bien cuando designaron la bahía de Shimoda como primer lugar de comercio. Situada en el extremo de la península de Izu, queda completamente fuera de la bahía de Edo y separada del camino vital del imperio, el de Tokio a Kioto —el famoso Tokaido—, por una zona volcánica y casi desértica. Así, aunque el puerto concedido quedaba dentro del Japón y no al extremo sur, como Nagasaki, que había sido propuesto en primer lugar y no había aceptado Perry, tampoco estaba cerca de las grandes comunidades ni a la vera de los caminos imperiales. La rada de Shimoda, además, era inobjetable desde el punto de vista de seguridad para las naves, pues está bien protegida por montañas altas y las aguas son profundas. El pueblo que había en ella era lo bastante grande para dar la impresión de que era una ciudad digna del comercio internacional que se esperaba se canalizara a través de ella. Perry, en su informe, se muestra satisfecho del sitio y afirma: “Shimoda muestra un avanzado estado de civilización, mucho más allá de nuestro tan decantado progreso, en la atención que pusieron sus constructores a la limpieza y salubridad del lugar [...] El número total de casas en Shimoda se estima en cerca de 1 000 y los habitantes, se calcula, son cerca de 7 000, de los cuales una quinta parte son comerciantes y artesanos”. En Shimoda por primera vez los norteamericanos, científicos, oficiales y marinos, entraron en contacto directo con los japoneses, ya que en Yokohama y Kanagawa no se les había dado permiso para desembarcar y sólo lo habían hecho los acompañantes de Perry para la firma del tratado y algunos técnicos para mostrar los regalos que ya hemos mencionado. Este primer contacto dejó a los dos pueblos llenos de asombro. Los americanos encontraron una visión del Asia que no habían visto. Lo que ya llamaba la atención a Perry era
la limpieza de la ciudad de Shimoda, tan contrario a los hacinamientos típicos de China y el Asia sudoriental; la limpieza personal de las gentes, lo elegante y aseado de sus comidas y casas era materia constante para maravillarse, así como las artesanías y las industrias y el gran adelanto logrado en la agricultura. También llamó la atención la incansable curiosidad japonesa por enterarse de todas las cosas, por conocer todo lo relativo a la tecnología americana, tan contraria a la falta de interés de la intelectualidad china. La impresión que los primeros visitantes causaron en el pueblo japonés se puede apreciar por el retablo del que ya hemos hablado, donde los artistas japoneses dibujaron todo aquello que les llamó la atención. Los dibujos llevan unos textos explicativos que son curiosos en extremo. El retablo, una de cuyas copias se conserva en el museo de San Francisco, California, y otra en Honolulú, tuvo probablemente una gran difusión en todo el imperio y llevó el asombro de los vecinos de Shimoda hasta los últimos rincones del país. Hay en él varios retratos de Perry de uniforme, así como de Adams, su segundo, prácticamente irreconocibles, ya que los rasgos no japoneses de sus caras, como barbas, ojos y narices, están muy exagerados. En muchos de los pasajes el dibujante y narrador se dedica a las actividades diarias de los americanos, de cómo lavaban la ropa, pescaban, preparaban carne de tortuga, fotografiaban, herborizaban. Las relaciones de los visitantes con las mujeres públicas del lugar recibieron especial atención. Hay un curioso cuadro en el cual se ve a un marinero rodeado de prostitutas y el texto explica: Los americanos sometieron una petición para que se les permitiera frecuentar a las prostitutas de Shimoda. Las autoridades estuvieron de acuerdo y se lo hicieron saber a los dueños de los burdeles, y éstos, encantados, lo informaron a las mujeres. Sin embargo todas las prostitutas se negaron y les rogaron a sus dueños diciendo, entre otras cosas: “Con seguridad ya tenemos la bastante mala fortuna cuando estamos entregadas a esta profesión innoble. Sin embargo, nunca hemos hecho ningún contrato diciendo que nos hemos de acostar con extranjeros”.
Cuando la noticia llegó a los marinos americanos, éstos se entristecieron, según dice el mismo relato, pero uno de ellos pidió que les permitieran tan sólo cenar con las mujeres. Cuando éstas lo servían, el marinero le dio a una de ellas una tela de colores muy hermosa y se fue. La muchacha pensó que si por servir unas copas de saque recibía tal premio, qué no ganaría entregándose al extranjero y así lo hizo. Desde ese momento, todos los marinos pudieron “confraternizar con las mujeres”. La confraternidad debe
haber marchado bien, pues aunque se dieron varios casos de embriaguez escandalosa por parte de los marinos americanos y de los funcionarios japoneses, que se entusiasmaron excesivamente con el champán y el ponche, no hubo un solo incidente grave en todo el tiempo que la flota estuvo en Shimoda. El éxito de Perry, aunque de pronto no fuera apreciado en los Estados Unidos, sí lo fue por otras potencias europeas y Gran Bretaña mandó a una delegación bajo el mando del almirante sir James Stirling, quien logró firmar un tratado en Nagasaki en octubre de 1854, semejante al de los americanos. Los holandeses lograron en 1855 un nuevo tratado donde se les permitía salir de su confinamiento en Deshima, pero no pudieron ya conservar su monopolio del comercio japonés y pronto dejaron de interesarse especialmente en ello. Los rusos, a su vez, en 1856 lograron también un tratado de comercio. Estos tratados, con excepción del holandés, fueron aprobados por el emperador en febrero de 1855. Al principio, los europeos no le dieron mayor importancia a este hecho, ya que ellos habían tratado siempre con el shogún o con sus representantes y lo suponían investido de todas las facultades para tratar asuntos internacionales. Esto era cierto, pero el hecho de que el emperador en persona haya intervenido nos demuestra hasta qué extremo se había debilitado ya la fuerza política de los Tokugawa, quienes ya necesitaban, para que sus actos fueran respetados por los daimios, de la sanción imperial. Pero a pesar de esta aprobación de Kioto, la mayor parte de los grandes señores, sobre todo los de la costa occidental, estaban resueltos a que no se llegara a abrir todo el imperio a los extranjeros y que los tratos con éstos se mantuvieran al mínimo permitido por los tratados. Fue otro norteamericano quien dio el siguiente paso para la apertura definitiva del Japón. Era éste Townsend Harris, un comerciante de Nueva York, nombrado primer cónsul americano en el Japón, quien ya había logrado de la corte de Siam un tratado de amistad y comercio entre ese reino y los Estados Unidos. Llegó a Shimoda a bordo de un barco de guerra el 21 de agosto de 1856, acompañado por un secretario que hablaba el holandés, un intérprete y varios criados chinos. En el diario que llevaba, el día 19 de agosto escribió acerca de sus intenciones: “Seré el primer agente reconocido de un país civilizado que resida en Japón. Esto forma una época en mi vida y puede ser el principio de un nuevo orden de cosas en Japón. Espero que me comporte en forma tal que pueda recibir una mención honrosa en las historias que se han de escribir acerca del Japón y de su destino futuro”. Townsend
Harris ya veía, aún antes de desembarcar en Shimoda, que la meta importante de su misión no consistía en organizar el comercio en los puertos abiertos por el tratado, sino en transformar toda la estructura social del Japón. Al principio, las autoridades de Tokio se negaron a permitir su estancia en Shimoda y, sobre todo, a recibirlo como a un enviado diplomático, pues interpretaban el tratado como conviniendo en que ninguna de las naciones firmantes podría enviar a un cónsul sin el previo consentimiento de la otra. Harris insistió con suavidad, pero con la firmeza que le era característica. Debería ser recibido como representante de los Estados Unidos, debería proporcionársele un alojamiento donde establecer su consulado y alojar a su séquito, debían rendírsele las cortesías de rigor en esos casos. Ante su insistencia, el gobernador de Shimoda recibió la orden de admitirlo y, después de varias pláticas, consiguió que se le permitiera alojarse en un antiguo templo budista, ya que debido a un terremoto reciente no había casas disponibles en la población. Allí se instaló, en medio de una nube agobiante de mosquitos y enormes manadas de cucarachas y ratas. El gobernador quiso ponerle una guardia, con el pretexto de protegerlos, a lo cual se negó Harris y logró que fuera retirada y que le permitieran a él y a su séquito vagar libremente por el lugar. El objetivo principal de su misión era arreglar un tratado comercial completo entre el Japón y los Estados Unidos, cosa que todos en ese tiempo consideraban como imposible, dada la reacción que contra todo lo extranjero se empezaba a formar entre los daimios y los samurais y, sobre todo, los guerreros del antiguo gobierno del bakufu, de tendencias profundamente nacionalistas, que habrían de dejar sus huellas hasta en el moderno Japón. Pero Harris era un hombre extraordinario. A pesar de la enorme cantidad de verdades a medias y mentiras completas que le decían los funcionarios del shogún, de sus absurdas disculpas y, a veces, de sus exigencias, persistía en su empeño sin amenazar nunca con la fuerza armada, sin alterarse, pero insistiendo en que se le diera su lugar en todas las ocasiones y se le tratara como a un diplomático normal. Por ejemplo, siempre se negó a quitarse los zapatos al entrar a los palacios de los funcionarios y a sentarse en el suelo, sobre los tatamis de paja de arroz. Cuando asistía a una reunión o a una conferencia, uno de sus criados chinos le llevaba una silla. Además, nunca mentía. Poco a poco los japoneses se dieron cuenta de ello y de que podían confiar en él, cuando afirmaba alguna cosa. Así como dice él mismo en su diario: “Los oficiales japoneses cada día se vuelven más amistosos y más abiertos en sus comunicaciones conmigo. Espero que esto
crezca y lleve, con el tiempo, a buenos resultados”. En junio de 1857 llegaron los primeros buenos resultados, cuando el Japón firmó una convención dando a los americanos las mismas ventajas que en los otros tratados se habían concedido a los ingleses, los holandeses y los rusos. Logrado este primer triunfo, Harris pidió autorización para pasar a Edo y entrevistarse personalmente con el shogún, para presentarle una carta del presidente de los Estados Unidos. Las discusiones se alargaron, pero al final logró su propósito y se le autorizó a pasar a radicar en Edo. La recepción que se le hizo allí fue notable y se le dio un enorme séquito que, según su mismo diario, ocupaba más de media milla de camino; finalmente, se le alojó en el mismo castillo del shogún y se asignaron ocho príncipes, encabezados por el de Tamba, para que lo atendieran. Aún pasaron varios días en los cuales se le hicieron toda suerte de proposiciones, como que se entrevistara con el primer ministro o con otro de los príncipes, a quien bien podía entregar la carta del presidente, pero Harris se mantuvo firme, indicando que la carta se la entregaría sólo al tycoon. Se le alegaba que no podía presentarse frente a éste con zapatos puestos y sin hacer las reverencias de costumbre, pero Harris insistió. Por fin, el 7 de diciembre, en una pomposa ceremonia pudo presentar sus credenciales al shogún, el cual, según Harris, contestó con estas breves palabras: “Agradado con la carta enviada con el embajador desde un país muy distante y también agradado con sus palabras. El intercambio continuará para siempre”. Ya en Edo, Harris siguió adelante con sus trabajos para lograr la firma de un tratado y, después de largas esperas, el 29 de julio de 1858, cuando ya se sabía en el Japón de la obligada firma por parte de China de los tratados de Tientsin y de la Convención de Pekín, el shogún aprobó el documento presentado por Harris. En él, como punto más importante, se acordaba que tanto en Edo como en Washington se establecieran embajadas de las dos naciones; que se abrieran nuevos puertos para el comercio internacional, donde pudieran radicar cónsules; que ambas potencias trabajarían de común acuerdo para suprimir el comercio del opio, y que los Estados Unidos recibirían el trato de nación más favorecida. Además, se incluían ciertas cláusulas que garantizaban la extraterritorialidad de los americanos en el Japón. Rusia, Inglaterra, Holanda y Francia aceptaron también las bases de ese tratado y lograron algunos semejantes en agosto de ese año. La primera embajada japonesa salió para Washington en 1860. La década que siguió a la firma del tratado fue de inquietud y agitación
política. Como ya hemos visto, desde hacía tiempo que el régimen feudal y militarista implantado por los Tokugawa estaba en decadencia, así como el poder político de la familia. Contra ellos estaban los poderosos daimios de la costa occidental y hasta uno de la misma familia, el príncipe de Mito. Contra ellos estaban muchos de los samurais, violentamente nacionalistas; muchos recordaban que el verdadero título del shogún, que fuera concedido por primera vez en el año de 1192 a Yoritomo, era el de Sei-i tai-shogún, que quiere decir gran general que sujeta a los bárbaros, y que ahora el shogún Tokugawa no sólo se veía imposibilitado para sujetarlos, sino que les abría las puertas del imperio. Por otra parte, la creciente clase media de los chonín, que ya controlaba la mayor parte de la riqueza mediante grandes casas mercantes, veía necesaria la desaparición del shogunato, para buscar un régimen más liberal que permitiera la participación del pueblo o, por lo menos, de la burguesía ilustrada en los asuntos del gobierno. Los miembros de la nobleza kuge, esto es, la cercana al emperador Kioto, al ver la debilidad del shogún, aunque profundamente nacionalistas y partidarios de la teoría divina del imperio, creían llegado el momento de que el emperador en persona volviera a tomar el gobierno en sus manos divinas e hiciera la guerra a los extranjeros y los arrojara del territorio sagrado del Japón. Para ello habían iniciado conversaciones con los daimios de la costa occidental y, al oler la noticia, una gran cantidad de samurais descontentos confluía hacia Kioto y las cortes de los daimios belicosos. Pero en estos preparativos, al contrario de lo que había hecho la intelectualidad china y la casa imperial, se pensaba en poner al Japón en pie de igualdad tecnológica con los bárbaros. Entre otras medidas se había pedido a los holandeses de Deshima que les vendieran barcos de vapor. Éstos no pudieron conseguirlos, dado que la guerra de Crimea había creado una gran escasez de naves, pero llevaron a Nagasaki un vapor, el Soembing, a bordo del cual iniciaron el entrenamiento de marinos japoneses. Un poco más tarde se lo obsequiaron al gobierno japonés y fue llevado a la bahía de Tokio, donde se siguió utilizando para el entrenamiento de cadetes, bajo el nombre de Kanko-maru. Además, se procedió a fortificar las costas, con la artillería más moderna que se pudo conseguir. Esta acción bélica por parte de la nobleza y el rumor de que el emperador la respaldaba, hizo que muchos samurais y ronin, esto es, samurais que no tenían señor al cual servir, se sintieran ansiosos de matar a algún extranjero, creyendo agradar así a la divina persona del emperador y poner en
dificultades a los Tokugawa. Éstos hacían lo imposible por tratar de conservar el orden y la paz con los extranjeros, pero no siempre lo lograban y en ocasiones la paz se vio gravemente alterada como cuando el secretario del mismo Townsend Harris, Heusken, fue asesinado en una calle por unos samurais. Los representantes de las otras naciones abandonaron la ciudad y se trasladaron a Yokohama, diciendo que sus vidas estaban en peligro, porque el gobierno no era capaz de imponer el orden, pero Harris se quedó en Edo, afirmando que estaba satisfecho de que el gobierno hacía todo lo posible por garantizar las vidas de los diplomáticos extranjeros. Harris había interpretado correctamente la situación y se daba cuenta que la desaparición de los Tokugawa, comprometidos por los tratados, significaría la guerra contra el Japón y una acción como la emprendida en China. Por lo tanto, a pesar de haber sido muerto su propio secretario, se quedó en Tokio para indicar que confiaba en la justicia del gobierno. En todo el periodo se nota que ya el emperador y sus hombres empiezan a tomar el poder político y hay en verdad dos gobiernos: el de Kioto y los daimios del tozama, como se llamaba a los de la costa occidental, y el del shogún en Tokio y la nobleza que le era adicta. En una situación así era difícil imponer el orden y proteger la vida de los extranjeros, sobre todo cuando éstos, como se pudo comprobar en muchos casos, provocaban incidentes con sus actitudes de insolencia, al considerar a los japoneses como inferiores, según la costumbre adquirida en China o la India. A pesar de esta situación, es notable que en toda esa década sólo 12 extranjeros fueran muertos por samurais, pero a pesar del corto número de los incidentes, éstos eran ampliamente comentados en todo el país y daban nuevos bríos al partido de la guerra. Por todos lados aparecían carteles pintados en las paredes que decían: “Reverencia al emperador. Expulsión a los bárbaros”. Otro golpe grave al prestigio de los Tokugawa fue el asesinato en 1860 del principal consejero del shogún, Ii Naosuke, quien fue muerto a estocadas en su palanquín cuando se dirigía a palacio. Con su muerte no sólo perdía el shogún al mejor de sus consejeros y un fuerte apoyo político, sino que quedaba demostrado que ni en el mismo Tokio estaban ya seguros los partidarios de los Tokugawa. El partido del emperador resolvió escoger como su dirigente al señor de Chohsu, de la costa occidental, y se le dieron las facilidades necesarias para que pudiera formar un ejército armado en forma moderna y con la gran novedad para el Japón de que no estaba integrado por samurais, sino por elementos de toda la población. Cuando el ejército estuviera listo, el
emperador Komei pensaba declarar la guerra a los extranjeros, arrojarlos del Japón y volver al antiguo aislamiento. En 1862 se consideró al ejército lo bastante fuerte como para cumplir con su misión y se le dio la orden al daimio de Chohsu para que se alistara a echar a los extranjeros que se negaran a salir del imperio por las buenas. Cuando se les notificó la orden imperial a los representantes diplomáticos en Tokio, éstos ocurrieron al shogún, llenos de temor, pero el gobierno les informó que no debían temer nada ya que el emperador sólo tenía el poder espiritual, y que todas las relaciones extranjeras así como la administración estaban en manos del shogún. Así, los miembros de las misiones extranjeras se quedaron en Kioto, pero los seguidores del señor de Chohsu prosiguieron con sus aprestos bélicos y en 1863 las baterías de tierra abrieron fuego sobre las naves extranjeras que pasaban por los estrechos de Shimonoseki. Por esos tiempos ya los Estados Unidos habían retirado a casi todas sus fuerzas navales y terrestres del Oriente, ocupados como estaban en la guerra de Secesión de los estados del sur, así que correspondió a la marina real inglesa tomar las represalias del caso. Ayudados por barcos holandeses y franceses, pronto sus cañones, de más largo alcance que los japoneses, acabaron con las baterías de tierra. El resultado de esta acción bélica tuvo curiosos resultados. Por un lado, tendió a fortalecer al shogún, pues era una muestra palpable de la razón que tuvo al afirmar que no era aún posible combatir contra las potencias occidentales. Pero por la otra, con ese espíritu práctico que es típico de los japoneses, en lugar de quedarse a llorar su derrota se dedicaron de inmediato a estudiar la tecnología y los sistemas de gobierno y administración de los europeos. Uno de ellos, Ita Hirobumi, fue a Inglaterra y a otros sitios y vio y aprendió muchas cosas y, a su regreso, pudo convencer a los daimios del tozama, cada día más poderosos, de que era infantil el tratar de luchar contra todas esas naciones extranjeras con los escasos medios que tenían y estuvieron de acuerdo en que el único plan viable era el de comerciar con los bárbaros, aprender sus sistemas y prepararse a luchar en su contra, cuando se tuvieran los conocimientos y los elementos necesarios. Lo que no podía esperar era la desaparición del shogunato y el regreso del emperador a ser la cabeza efectiva del Japón. La ocasión se presentó en 1866, cuando la muerte del joven shogún Iemochi. En su sitio quedó, con poco entusiasmo, su guardián, Tokugawa Keiki. El señor de Chohsu hizo alianza con otros señores de importancia,
enemigos de los Tokugawa y, por boca del señor de Tosa, le exigieron que le devolviera el poder al joven emperador que se conoce en la historia como Meiji. El shogún trató de oponerse y hubo una muy breve revuelta, en la cual su poderío fue completamente destrozado; en enero de 1867, por medio de una proclama imperial, se declaró terminado el régimen del bakufu y se restituyó el poder total al emperador. Tokugawa Keiki vivió aún muchos años en retiro y finalmente se le dio el nombramiento de príncipe, aunque nunca volvió a participar en el gobierno. Al principio, los extranjeros temieron que la restauración del emperador significara una persecución general para todos ellos, pues se imaginaban un regreso a las antiguas formas y al feudalismo, pero el emperador, junto con los nobles que habían tomado el mando con él, estaban convencidos de que su patria podría crecer y sobrevivir frente a las potencias occidentales, sólo si lograba modernizarse en su tecnología y en muchos aspectos de la administración y de la vida social, en el menor tiempo posible. Frente a ellos se alzaba el espectro de China, su antigua maestra, donde los intelectuales se habían negado a aprender de los extranjeros y se hallaba ahora sumergida en el caos por los “bárbaros”. Así, en uno de los primeros edictos, en abril de 1868 el emperador afirmaba la necesidad de aprender de los occidentales y de buscar su ayuda: “Se ha de buscar la sabiduría por todo el mundo y así se han de fortalecer los cimientos de la política imperial”, decía en parte. Con esto se abrieron los puertas del Japón a toda suerte de técnicos occidentales y se enviaron misiones de estudio a Inglaterra, los Estados Unidos, Alemania, Francia y Rusia. A fines de ese mismo año el emperador salió de Kioto, por primera vez en 200 años, para visitar Edo y, un poco más tarde, trasladó allí su residencia, estableciéndose en el antiguo castillo de los shogún Tokugawa, convertido en palacio imperial y bautizando a la ciudad con el nombre de Tokio. Esta rápida transición provocó ciertas reacciones, algunas de parte de los antiguos fanáticos del nacionalismo japonés, que pronto fueron liquidadas y otras de más largo alcance cuyas consecuencias siguen operando en la historia. Pero atrás de las acciones del emperador Meiji vemos a los daimios de las costas de Oriente apoyando su política, al extremo de que resolvieron, de propio acuerdo, dejar en manos del emperador sus feudos para que así pudiera haber una sola ley y un solo gobierno en todo el imperio. Algunos de los daimios menores trataron de oponerse sin éxito a esta medida y así terminó el feudalismo tradicional y todo el territorio quedó bajo la
administración directa del emperador y de su Consejo. Esto provocó un desempleo masivo entre los samurais de los daimios, que sumaban por ese tiempo más de 1 800 000 hombres, pues sin tener ya sus feudos los señores no tenían en qué ocupar sus servicios ni con qué sostenerlos. Algunos entraron a formar parte de los ejércitos imperiales que se estaban organizando, pero como al terminarse el régimen de castas se abrió la conscripción obligatoria para todos los hombres, no todos encontraron allí empleo. Otros ocuparon un puesto en la naciente burocracia, algunos por cierto con gran éxito, pero muchos quedaron vagando por los caminos y las ciudades, sin oficio ni beneficio, tratando de explotar su antiguo prestigio, e incapaces, por su larga tradición guerrera y de verse obedecidos y temidos por todos, de buscar algún oficio digno. Otro grave golpe para su orgullo fue la ley que les prohibía el uso de armas, ya que durante muchos siglos los samurais se habían distinguido por el uso de dos espadas largas. Algunos de ellos, los extremistas, intentaron algunas revueltas, pero la policía imperial los acabó sin piedad. El líder más importante de los samurais fue Saigo Takamori, quien pedía que se llevaran a cabo guerras en el exterior, ya fuera en Corea o en China, particularmente en Formosa, para dar así ocupación a todos esos guerreros. Mucho se pensó en seguir sus consejos en Corea, pero el gobierno consideró que antes de lanzarse a empresas en el exterior el Japón debería fortalecerse por dentro y hacerse de una tecnología adecuada para la guerra moderna. Saigo entonces no vio otro camino más que el de la rebelión y formó un considerable ejército de fanáticos samurais, que cayó tras de breve combate ante las fuerzas imperiales. Asombrados, los japoneses vieron cómo un ejército de conscriptos, de campesinos y artesanos, organizado en bases modernas, podía destruir a uno de samurais. Siguiendo la tradición del bushido, Saigo Takamori pidió a uno de sus compañeros que lo degollara en el campo de su derrota. Al principio de los cambios los campesinos también sufrieron en su economía, pues debían pagar la tributación al gobierno en efectivo y no en arroz, como en los tiempos de los daimios, lo cual provocó varias dificultades, pero pronto fueron superadas y la suerte del campesinado mejoró notablemente, debido que ya no tenían sobre sí el peso de la casta guerrera, la educación se volvió general y se acabó en poco tiempo con el analfabetismo y, con prodigiosa rapidez, se construyó una red ferroviaria que facilitaba la llegada de los productos a los mercados. Así, en dos
generaciones los campesinos y los artesanos dejaron de ser siervos para convertirse en hombres verdaderamente libres, que se sentían iguales a los otros hombres del imperio. La esclavitud desapareció, menos en las mujeres de los sitios de lenocinio, donde los mercaderes de esta clase de bienes seguían comprando muchachas como si fueran animales y las explotaban a su antojo. Este tipo de esclavitud tuvo que ser erradicado con base en leyes especiales que daban su libertad a cualquier mujer que la pidiera, y con tendencias educacionales mediante las cuales ese trato era visto, no con simpatía como antes, sino con repugnancia por toda la sociedad. Es curioso observar que en 1872 tuvo que arribar a Yokohama el barco peruano María Luz que llevaba culíes chinos de Macao al Callao. Dos de los culíes se pudieron escapar y denunciaron ante el cónsul de Inglaterra que eran llevados por la fuerza. El cónsul puso el asunto en manos de las autoridades japonesas, las cuales obligaron al capitán del María Luz a que les entregara a los culíes y embargaron la nave, por considerarla dedicada al tráfico de esclavos. El gobierno del Perú protestó y se hizo un juicio en Yokohama. El defensor del capitán del María Luz leyó entonces los contratos que se hacían para las mujeres públicas, diciendo que los contratos firmados por los chinos en Macao eran iguales y que si el Japón aceptaba en su territorio ese tipo de trabajo forzado, mal podía prohibirlo a otras naciones. Este hecho apenó profundamente a las autoridades japonesas y llevó al emperador Meiji a promulgar la primera ley libertaria para las mujeres en esas condiciones. Incidentalmente, los culíes fueron devueltos a China y el incidente obligó al Perú a enviar a la misión García y García al Japón y a China y a terminar con el tráfico. El asunto fue llevado a un arbitraje internacional, siendo designado por ambas partes el zar de Rusia, Alejandro, el cual dio la razón al gobierno del Japón. En gran parte, esta serie de cambios pacíficos se pudieron llevar a cabo por la situación que prevalecía entre las potencias europeas en esa época, así como en los Estados Unidos. Inglaterra estaba demasiado ocupada con la administración de la India y su expansión en el África y el comercio con China, para dedicar mucho tiempo a los asuntos japoneses, así que se había concretado a nombrar a su primer ministro plenipotenciario, sir Rotherford Alcok y a establecer su legación en Edo, en 1859. Los Estados Unidos, que tanto empeño habían tenido en mantener relaciones con el Japón, estaban divididos por la guerra de Secesión, y por mantener el bloqueo de los estados confederados del sur no disponían de flotas para seguir presionando en el
Oriente. Francia, que tanto había cooperado con Inglaterra en China y se había adueñado ya de Vietnam, vio su expansionismo detenido por el fracaso de la aventura en México y, más tarde, por su derrota a manos de Alemania. Rusia se presentaba como el único posible agresor, ya que había ocupado los territorios del río Amur y las islas Sajalín del norte y había fundado Vladivostok, cuyo nombre significa Señor del Oriente, pero la vacilante política imperial no era propicia para una acción constante. Alemania, ocupada en lograr su unidad interna, aún no se lanzaba a las aventuras coloniales, aunque ya tenía fuertes intereses comerciales en el Oriente y en la Oceanía. Así, por una década, el Japón pudo desenvolverse y ponerse al día con la era, sin serias intromisiones de los occidentales, y cuando éstos quisieron intervenir y detener el progreso, ya la nación había cambiado totalmente y era lo bastante fuerte para sostener su soberanía. Pero la verdadera razón por la cual los japoneses pudieron realizar esa hazaña única en los anales de la expansión occidental se debió particularmente a la notable fuerza de carácter e inteligencia del emperador Meiji y de sus consejeros y al tradicional respeto de todo el pueblo a la persona del emperador, como símbolo viviente de la divinidad. La persona del emperador era —y sigue siendo— el lazo de unión de todo el pueblo, de todas las clases sociales, y bastaba que el emperador expresara un deseo para que fuera cumplido de inmediato. Como ejemplo de esta unión espiritual se puede citar el caso de la visita que en 1890 hizo el zarevich Nicolás al Japón. Cuando se preparaba, el ministro de Rusia expresó ciertos temores por la seguridad del visitante, dado el sentido xenófobo que aún reinaba entre ciertos samurais, pero el emperador contestó: “Tomo personalmente la responsabilidad de la visita del zarevich. Su persona será tan sagrada como la mía. Con mi propio honor respondo por su seguridad”. La visita se llevó a cabo, pero cuando el zarevich y su hermano Jorge paseaban por la ciudad de Otsu, en rikishaws al estilo japonés, un policía de pronto sacó su espada y atacó al príncipe, hiriéndolo en la cabeza. El asesino fue inmediatamente apresado por dos de los hombres que tiraban de los rikishaws y por la policía que cuidaba de los visitantes. El emperador, al saber la noticia en Tokio, se dirigió a Kioto a visitar al príncipe y movilizó a los mejores médicos. Nicolás afirmó, desde el principio, que la herida no era muy grave y que el incidente no tenía importancia, pero Meiji afirmó públicamente que la vergüenza por el hecho recaía sobre él. Sin orden alguna, todo el pueblo declaró luto, no por la salud de Nicolás, sino por la vergüenza que había sufrido el emperador. Más
de 20 000 personas fueron a rendir tributo a Nicolás en su hotel en Kioto y se recibieron más de 600 000 telegramas y cartas. Los mercados, los teatros, los cafés y los restaurantes de todo el imperio se cerraron. Cuatro días más tarde, el zarevich se embarcaba en Kobe rumbo a Vladivostok y el emperador en persona lo fue a despedir abordo; una enorme multitud llenaba la marina, acompañando a Meiji en su disculpa a Rusia. Interesante es notar que Meiji ordenó que se ajusticiara al policía que había intentado el asesinato, pero dado que la ley que él mismo había dictado no consideraba la pena de muerte como castigo para homicidios frustrados, el reo sólo fue condenado a siete años de prisión, donde se suicidó. El siguiente paso del Japón hacia la era moderna fue la Constitución que el 11 de febrero de 1889 el emperador Meiji puso en manos del primer ministro para que fuera promulgada. Desde hacía muchos años, personas de ideas más avanzadas proponían que se creara ya un sistema de gobierno hasta cierto punto representativo, con un congreso donde hubiera un libre juego de partidos políticos, un poco a la manera de Inglaterra. El emperador y su Consejo habían considerado que en los primeros años de las innovaciones no convenía tal gobierno, ya que toda la atención del Japón debía estar puesta en adquirir rápidamente una tecnología adecuada a un Estado moderno y que la lucha política no haría más que entorpecer la marcha ascendente de la nación. La Constitución Meiji fijaba en su primer artículo que el Japón sería gobernado “por una línea de emperadores que no se ha interrumpido desde épocas eternas”. En la Constitución, el emperador ejercía el poder legislativo, con el consentimiento de una Dieta formada por dos cámaras, la de los Pares o la nobleza y la de los Representantes. En esas cámaras podrían actuar libremente los partidos, eligiendo a los miembros de la de Representantes. La Dieta podía no aprobar una ley que le enviara el emperador y ésta sería nula, pero la persona del emperador no era discutible, ya que se le consideraba sagrada e inviolable y tenía la facultad de disolver la Dieta cuando lo considerara conveniente. Los miembros del gabinete eran responsables ante el emperador solamente, pero la Dieta podía interpelarlos. Esta Constitución que a primera vista parece inspirada en la de Inglaterra estaba más íntimamente compenetrada con la que Bismarck le había dado a Alemania, después de la unificación. Por una parte, la autoridad del emperador, a pesar de preverse la creación de un cargo de primer ministro, era mucho más efectiva que la de los reyes de Inglaterra en el siglo XIX. Uno de los redactores de esta Constitución fue Ito Hirobumi, quien había pasado
cierto tiempo en Alemania y conversado en varias ocasiones con Bismarck. Él mismo confiesa en sus memorias que en ese tiempo el Japón no había logrado entender la necesidad de la existencia de partidos políticos de oposición y que se les consideraba como un estado de rebeldía contra la persona sagrada del emperador. Claro está que esta idea contraria al libre juego de los partidos habría de llevar al Japón a un gobierno por un grupo, que sería el de las fuerzas armadas que, poco a poco, sobre todo después de la muerte del gran Meiji, habría de llevar al Japón al totalitarismo y a la desastrosa aventura de la segunda Guerra Mundial. De todos modos, si comparamos el nacimiento de la Constitución japonesa, por más débil que nos parezca en cuanto al sentido liberal, con lo que sucedió en China a la caída del imperio de los manchúes o en Rusia en 1917, hay que convenir que el emperador Meiji y los hombres que lo rodeaban tenían una visión extraordinaria, ya que su ley fundamental quedó en vigor hasta la impuesta por los Estados Unidos en 1946 e influyó mucho en ésta. La inteligencia china había sido demasiado orgullosa para aprender del Occidente su tecnología y su espíritu administrativo del Estado, pero para el japonés ese orgullo no tenía sentido. Tenía conciencia de que toda su cultura, escritura, bases budistas culturales, literatura, tecnología, etc., habían sido importadas de China en tiempos pasados y adaptadas a las necesidades japonesas, así que no les repugnaba hacer otro tanto con los conocimientos y adelantos de los occidentales. Muchas veces los europeos se burlaron del increíble sentido de imitación de los japoneses, pero exasperante o risible logró cambiar radicalmente las estructuras económicas y de vida del imperio en menos de 30 años, sin romper con la tradición ni con las bases culturales. Aparte de la educación general que terminó con el analfabetismo y de la fundación de universidades, en ese periodo se establecieron los ferrocarriles, se construyeron puertos modernos, se instalaron el telégrafo y el cable, el sistema de correos y una moneda general para todo el país, así como un sistema bancario. Se fundaron periódicos de gran circulación, con lo cual el pueblo se empezó a enterar e interesar en los asuntos nacionales y extranjeros; de igual manera, las medidas tomadas por el emperador fueron ampliamente conocidas, fortaleciendo más aún la casi mística unión entre el pueblo y su mandatario. En la administración se unificaron los servicios de la policía y los sistemas de gobierno de las ciudades y las prefecturas. El gobierno creó las primeras industrias nacionales y, en cuanto empezaron a funcionar, las pasó a
la iniciativa privada, sobre todo a las grandes casas mercantiles e industriales, o zaibatsu, como la Mitsubishi, la Mitsui, la Sumitomo o la Yasuda. Así, se construyeron los grandes astilleros y fueron vendidos, casi por nada, a esas casas, las cuales se obligaban a seguir trabajando en la fabricación de armamentos de mar y tierra. El sistema, que habría de durar hasta la guerra de 1941, sirvió indudablemente para la creación de grandes capitales japoneses y de una formidable industria, pero dada su dependencia de los favores del gobierno pronto tendió a una corrupción de los funcionarios imperiales, casi sin precedentes. Las grandes casas, naturalmente, apoyaban al gobierno en todo, pero a la creación de la Dieta tuvieron que interesarse en política para defender sus intereses y ver que se aprobaran las leyes que les convenían, con lo cual tenían a sueldo a muchos de los representantes y a algunos miembros del gabinete. Esto dio origen a una sucesión de escándalos políticos y económicos que habría de convertirse en una plaga dentro de la vida política de la nación. Pero la parte de la administración que recibió mayor atención de parte del emperador Meiji y sus consejeros fue la creación de un poderoso ejército y una marina de guerra moderna. El lema del gobierno era “Un país rico y un ejército fuerte” y a la creación de esa maquinaria de guerra se dedicó prácticamente todo el presupuesto; las demás funciones del gobierno estaban supeditadas a las necesidades de las fuerzas armadas. En verdad, desde el ascenso de Meiji el Japón era una nación en estado de guerra. La misma educación tenía como principal objetivo crear soldados útiles y fanatizados. La primera prueba a la cual se sujetó esa maquinaria bélica fue la guerra contra China, sobre el protectorado de Corea, que ya hemos visto en el capítulo anterior. La victoria japonesa asombró a los europeos, pero Francia, Rusia y Alemania presionaron al gobierno para que devolviera a China la península de Liaotung, para que poco después ésta quedara en manos de Alemania, Rusia se adueñara de Puerto Arturo, Francia de Kwangchow y la Gran Bretaña de Weihaiwei, todo ello en los territorios que el Japón se había visto obligado a devolver. La opinión popular estuvo en contra de la cesión que hiciera el gobierno y estuvo a punto de presentarse la primera gran crisis política, hasta que el emperador en persona tuvo que explicarle a su pueblo y decirle: “Hay que soportar lo insoportable”. El pueblo, con ese respeto que ya hemos visto a la sagrada persona del emperador, aceptó y calló, pero el impacto había sido muy profundo en el alma japonesa que sintió que, a pesar de sus progresos, aún no se le consideraba como parte de las naciones
civilizadas y aumentó mucho su rencor contra los occidentales. Pero también el Japón había aprendido que la fuerza y el uso de las armas da resultados, porque de la guerra contra China logró la posesión de Formosa y los Pescadores, además del dominio ya total sobre Corea, que acabaría por ser integrada. Pero el Japón victorioso de China, el Japón moderno, tenía un malestar profundo, debido a los primeros tratados que se habían firmado con los Estados Unidos y las demás potencias occidentales, en los cuales se obligaba a respetar la extraterritorialidad de los extranjeros y la fijación de tarifas comerciales ajenas. Varias veces el gobierno Meiji intentó que las naciones occidentales dieran por terminados esos convenios y que el Japón entrara de lleno a la comunidad de las naciones civilizadas, pero los ministros de los países occidentales se negaban, alegando al principio que no había en el Japón leyes que dieran garantías suficientes, en caso de demanda criminal. Cuando se publicó el código penal, así como el civil, después de varios años de estudios, aún no se convencieron los ministros. La victoria sobre China le hizo ver a Europa el progreso alcanzado por el Japón, pero la presión ejercida sobre el emperador para que devolviera parte de su presa los afirmó en la idea de que aún podían seguir dominando al imperio. Cuando poco tiempo después fuerzas japonesas, junto con las de las otras naciones, fueron a levantar el sitio que los “boxers” le habían puesto a Pekín, asombraron a todos por su disciplina y por el hecho de que fueron las únicas que no se dedicaron al saqueo de la ciudad; pero aun así las potencias se negaban a conceder la mayoría de edad al Japón. El sentir sobre esta materia era tan poderoso que cuando el primer ministro Okuma quiso llegar a un acuerdo que no satisfacía las demandas japonesas y que fuera publicado por el Times de Londres y reproducido por la prensa nipona, le echaron una bomba y perdió una pierna. Por fin en 1894 se firmó en Londres un tratado entre el Japón y la Gran Bretaña, mediante el cual se concedía al primero una igualdad como nación. Las otras naciones occidentales tuvieron que seguir el ejemplo y para 1910 ya la soberanía total japonesa era un hecho. Con cierta justicia los militares veían como el principal peligro externo la expansión constante de los rusos en el área del Pacífico. Con la posesión de Puerto Arturo tenía el zar un puerto que no se congelaba en el invierno, al sur de la península de Corea, y Vladivostok al norte. Con la posesión del ferrocarril de Mukden a Puerto Arturo y de Mukden a la línea del transiberiano, protegido por tropas rusas, el zar había logrado rodear a Corea
y separarla totalmente de China, lo cual hacía pensar que se preparaban a ocuparla. El Japón la consideraba ya como su presa y los ejércitos nipones ocupaban varias ciudades, en son de protectorado. Ya el general Miura Goro, sin órdenes de Tokio, había organizado el asesinato de la reina, que consideraba contraria a los intereses del Japón, pero el joven rey se había refugiado en la embajada rusa en Seúl, todo lo cual hacía pensar que intentaban reponerlo en el trono y ejercer ellos el protectorado. Cuando la marina japonesa intentó artillar las costas del sur de la península, los rusos intentaron oponerse, alegando que esa fuerza ponía en peligro su navegación de Vladivostok a Puerto Arturo. Las potencias europeas veían este juego de influencias con interés. Para Alemania, el que Rusia buscara su expansión sobre el Asia nororiental representaba una ventaja, lo mismo que para el Imperio austrohúngaro, ya que así dejaba de inmiscuirse en los siempre peligrosos asuntos de los Balcanes. Inglaterra en cambio veía con buenos ojos las aspiraciones del Japón contra Rusia, ya que sentía también que sus intereses en el Pacífico del norte podían estar en peligro, así como su comercio en Oriente, si Rusia lograba un dominio completo en Manchuria y en China. Francia, por su parte, apoyaba las pretensiones rusas, ya que no ejercía gran influencia en el Japón y contaba con Rusia para equilibrar la fuerza germánica. Los Estados Unidos se mantenían neutrales, aunque la opinión pública estaba del lado del Japón. En esos momentos, por otra parte, los Estados Unidos estaban ocupados en la guerra contra España, en la ocupación de las islas Filipinas y, posteriormente, en la anexión de Hawai. El gobierno imperial del Japón, a través de sus misiones diplomáticas, estaba perfectamente al tanto de la situación y comprendía la necesidad de una alianza con alguna de las potencias. Un grupo sugería hacerla con Rusia, para la virtual partición de Manchuria y de Mongolia entre las dos naciones, pero otro grupo, más audaz, pensaba en la posibilidad de una alianza defensiva con Inglaterra. Esta última parecía difícil, ya que el gobierno de la reina Victoria sostenía la tesis del “espléndido aislamiento”, o sea, la de no inmiscuirse en asuntos de otras naciones, para poder seguir adelante con su expansión colonialista sin verse complicada en guerras europeas. Pero la experiencia bastante amarga de la guerra de los boers le hizo notar que el aislamiento tenía sus ventajas y sus desventajas y que, en caso de apuro, las desventajas eran mayores que las ventajas. En África del sur se había visto aislada por todas las otras naciones y sumida en una guerra cruel que volvía contra ella a la opinión pública mundial. Desde
1898 el secretario de Asuntos Extranjeros de la Gran Bretaña, lord Lansdowne, había hablado con el ministro plenipotenciario japonés en Londres acerca de la conveniencia de un acuerdo entre los dos países. Pero no fue sino hasta principios de 1902 cuando se firmó el tratado en forma, el primero que el Japón suscribía en plan de igualdad con una potencia occidental. Por ese tratado Inglaterra se comprometía a mantenerse neutral en el caso de una guerra entre Japón y Rusia y sólo intervendría si otra potencia tomaba parte en la guerra a favor de Rusia, clara advertencia a Francia. Además, Inglaterra, aunque hablaba de la independencia de Corea, reconocía que ese reino quedaba dentro de la zona de influencia del Japón. Este tratado fue renovado varias veces, hasta la segunda década del siglo XX. Para los japoneses, la firma de este tratado significaba que ya estaban en un plan de igualdad con las demás naciones y esto los llenaba de orgullo. La guerra con Rusia no se hizo esperar. El 6 de febrero de 1904, cuando se vio que las pláticas que se llevaban a cabo entre las dos naciones no conducían a nada, los ejércitos rusos cruzaron el río Yalu e invadieron Corea. El 8 de febrero, tropas japonesas llegaban al puerto de Chemulp y ocupaban la ciudad de Seúl, mientras que la flota nipona sumía con torpedos varios barcos rusos frente a Puerto Arturo. Los rusos rehuyeron el combate y se refugiaron bajo las baterías de la ciudad. Al día siguiente, el 10 de febrero, el Japón le declaró oficialmente la guerra a Rusia. El gobierno del zar protestó por esta declaración de guerra tardía que en años posteriores habría de convertirse en costumbre establecida de los militares japoneses. Los ejércitos de tierra japoneses estaban comandados por el general Nogi y la marina por el almirante Toga y ambos se hicieron pronto figuras de gran popularidad debido a sus fulminantes victorias. Nogi organizó su ejército en Seúl y logró rechazar a los rusos más allá del río Yalu y perseguirlos hasta Manchuria. Fueron éstas las primeras batallas de una guerra moderna, de larga duración, involucrando ejércitos enormes, con un saldo de muertes extraordinario. En la campaña de Manchuria los japoneses perdieron 40 000 hombres y en el sitio de Puerto Arturo más de 60 000, entre los cuales se contaban los dos hijos del general Nogi. El 31 de diciembre cayó Puerto Arturo en poder de los japoneses, quienes trataron con toda cortesía a los prisioneros y avanzaron por el ferrocarril hacia Mukden, que pudieron tomar después de otra batalla terriblemente encarnizada. Por mar, el almirante Toga logró encerrar las flotas rusas en Vladivostok y Puerto Arturo, con lo cual nunca pudieron éstas interrumpir el envío de
tropas y materiales del Japón al continente. El gobierno del zar, para salvar Puerto Arturo y liberar sus flotas, envió una escuadra de 42 barcos de vapor desde el Báltico hasta el Extremo Oriente. La escuadra, bajo el mando del almirante Rozhdestevensky, tenía frente a sí un largo camino y un grave problema de logística para aprovisionarse de carbón, ya que no contaba con ayuda alguna por parte de Inglaterra ni podía tocar puertos de esa nacionalidad. Así, no pudo cruzar por el canal de Suez, sino que fue necesario que rodeara toda el África, se aprovisionara de carbón en Madagascar y siguiera su viaje, sin tocar la India ni la Malasia, por las Indias Holandesas. Toga sabía que por la falta de combustible tenía que dirigirse por la ruta más corta hacia Vladivostok, esto es, pasando por los estrechos Tsushima, y allí resolvió esperar. El 27 de mayo de 1905 apareció la flota rusa en el horizonte y empezó el combate que duró dos días. Los japoneses perdieron dos torpederos y unos 600 hombres, entre muertos y heridos. Los rusos perdieron 40 barcos, logrando sólo salvar dos, que se refugiaron en Vladivostok. Fue ésta la primera batalla naval de guerra moderna, con la artillería de largo alcance, y el triunfo de Toga, con armamento japonés o comprado en Inglaterra, fue uno de los más decisivos que se recuerdan. A pesar de estas derrotas, Rusia aún no estaba vencida y sus recursos eran inmensos. Mientras controlara el ferrocarril transiberiano podía seguir llevando hombres y pertrechos al Oriente y proseguir la guerra terrestre. En cambio, el Japón, a pesar de sus victorias, se encontraba en una situación económica difícil y empezaba a sentir la falta de hombres debidamente entrenados para la guerra moderna. El alto mando japonés en Manchuria calculaba que necesitaría por lo menos 1 000 millones de yenes y 250 000 hombres más para poder proseguir la guerra. Por su parte, Rusia, aunque no herida de muerte en su potencial, sí lo estaba en su prestigio, y su situación interna era de extrema gravedad. La revolución de 1905 tuvo como causa principal una protesta por la guerra contra el Japón y los desastres sufridos. Así, el zar veía que en el frente interno se perdía la guerra con la misma velocidad que en el de batalla. El gobierno japonés entonces resolvió usar de los buenos oficios del presidente de los Estados Unidos, Teodoro Roosevelt, para que se concertara una paz con Rusia. El 5 de septiembre de 1905 se firmó el Tratado de Portsmouth, en los Estados Unidos, en el cual Rusia se comprometía a reconocer la supremacía de los intereses del Japón en Corea y a cederle el arrendamiento que tenía concertado con China sobre Puerto Arturo, así como el ferrocarril que lo ligaba con Mukden, y las islas australes
del archipiélago de Sajalín. Los términos del Tratado de Portsmouth indignaron a la opinión pública del Japón, que esperaba logros mayores, después de tantos sacrificios y tan aplastantes victorias. Se recordaba cómo, unos cuantos años antes, los poderes occidentales les habían arrebatado el premio de su victoria sobre China. El pueblo, por cierto, no estaba enterado de que el Japón, al firmar la paz, había llegado al final de sus recursos económicos y humanos. Hubo motines en Tokio y en varias otras ciudades, y el naciente Partido Socialista Japonés surgió a la vida pública, manifestándose contra la guerra y contra la paz concertada, pero el emperador sostuvo a su gabinete. Este sentido de frustración japonesa, después de sus triunfos en los campos de batalla, habría de condicionar el pensamiento nipón durante los próximos 40 años. Pero a pesar de la desilusión por el tratado de paz, éste tuvo consecuencias al permitir ya abiertamente la penetración nipona en Corea. Primero se intentó que el rey de Corea aceptara el protectorado en forma, pero como éste se rehusó, se le obligó a abdicar a favor de su hijo, el príncipe Yi, quien tuvo que aceptar todas las condiciones que se le pusieron. Pero aun esto no bastaba para llenar los deseos del grupo militarista en el gobierno de Japón, que pretendía la anexión total. A ello se oponían, dentro del Consejo del emperador, Ita y un poderoso grupo de nobles, que controlaban la Cámara de los Pares. Pero Ita fue asesinado en Manchuria por un coreano; con esto se selló la suerte del reino Ermitaño y en 1910 fue formalmente anexado al Japón y bautizado con el nombre de Chosen, Tierra de la Calma Matutina. La ocupación duró 35 años, pero el pueblo de Corea nunca se entregó moralmente y conservó su identidad, hasta que pudo ser liberado, aunque dividido, después de la segunda Guerra Mundial. En 1912 murió el emperador Meiji y lo sucedió su hijo Taisho. La muerte del gran emperador demostró que en medio de tanta innovación y avance hacia el mundo moderno, por lo menos en lo exterior, el Japón antiguo no había muerto. El ataúd fue llevado en un gran carro, tirado por cinco bueyes; junto al cadáver se sepultaron cuatro figuras de guerreros, hechas de barro, para recordar el antiguo rito donde, junto al cuerpo del señor, se sepultaban los de cuatro de sus servidores que se suicidaban para seguir sirviéndolo en el más allá. Pero la cosa no paró en el símbolo de las figuras de barro. El general Nogi, el vencedor de los rusos, el creador de la guerra moderna, al conocer la muerte de su amo y señor, se encerró con su mujer en un aposento de su casa y los dos se suicidaron en la forma tradicional de los samurais. El
ideal del bushido no había muerto en el Japón y pronto, bajo el régimen un tanto cuanto débil de Taisho, el imperio empezó a dividirse en dos grandes corrientes del pensamiento. Ya no estaba la figura monumental de Meiji para controlar el pensamiento del pueblo y de los nobles. Su hijo Taisho no estaba completamente en sus cabales y fue necesario, al poco tiempo, retirarlo y dejar a su hijo como regente. Una de las corrientes políticas era de profundo carácter nacionalista y militarista, amante de la guerra, ya que había visto en ella el camino para lograr la expansión deseada. El otro grupo, civilista y pacifista, propugnaba por tratar de conservar la paz con todas las naciones y desarrollar la industria y el comercio del Japón. Los dos principales partidos políticos reflejaban estas tendencias y luchaban en la Dieta por llegar al gabinete y al puesto de primer ministro que, desde la muerte de Meiji, había adquirido una gran importancia. Aunque durante esta época hubo un gobierno de gabinetes formados en los partidos, ya los militares habían logrado que se pusiera en la ley que sólo militares en servicio activo podían ser ministros del ejército o de la marina. Con este sistema empezaron su campaña de presión sobre los gabinetes y la vida política de éstos fue haciéndose cada vez más breve. Durante la primera Guerra Mundial, los japoneses, obligados por su tratado con Inglaterra, le declararon la guerra a Alemania y se posesionaron de las concesiones alemanas en China, así como de las islas alemanas al norte del ecuador, mientras Australia y Nueva Zelanda ocupaban las otras islas, incluyendo a la mitad de la Nueva Guinea. Estas acciones y victorias volvieron a dar fuerza al partido militarista que vio el momento oportuno para hacer nuevas demandas a China, ya que las naciones europeas estaban imposibilitadas para intervenir. China se hallaba sumida en medio de la constante guerra entre los señores provinciales o war lords, y el poder del presidente Yuan Shih-Kai era casi nominal en la mayor parte del territorio. El premier Okuma se dejó convencer de que se podría establecer un protectorado total sobre China y para ello hizo que su ministro en Pekín presentara un pliego conteniendo las famosas “21 demandas”, cuyo objetivo era asegurar, según decía Okuma, la posición del Japón en China mientras Europa estaba en guerra. Las demandas estaban divididas en cinco grupos, el primero relativo al traspaso de los derechos que los alemanes tenían sobre Shantung al Japón; el segundo se refería a la Manchuria del sur, Puerto Arturo, los ferrocarriles y la autorización para que los ciudadanos del Japón pudieran residir allí a su antojo; en otras palabras, ponía toda la Manchuria en
manos niponas y los ferrocarriles existentes o por crearse en un plazo de 90 años; en el tercer grupo se exigían ciertas concesiones mineras, sobre todo para las minas de hierro del Yang Tse Kiang; el cuarto grupo, que consistía en una sola cláusula, obligaba a China a no ceder territorios en sus costas a ninguna nación extranjera, incluyendo a los Estados Unidos; el quinto grupo y el más grave le exigía a China, bajo el nombre de “deseos japoneses”, que pusiera su soberanía en manos del Imperio del Sol Naciente, que la policía y la administración estuvieran en manos niponas y que la mayor parte de las compras de material que llevara a cabo el ejército chino se realizara en Japón. El premier Okuma y su gabinete no midieron la trascendencia y el efecto de las 21 demandas, ni la impresión que éstas habrían de provocar en China y en el resto del mundo. Claro está que las naciones occidentales habían ya hecho demandas semejantes a China y habían logrado en parte sus deseos, pero nunca se le había presentado un concepto tan completo de entrega como el que pretendía ahora el Japón. La reacción china fue violenta. Los japoneses habían presentado el pliego directamente al presidente Yuan, pidiéndole guardara el secreto, pero éste tuvo buen cuidado de que las potencias extranjeras y la prensa se enteraran de su contenido. Desgraciadamente la reacción china no llevó a todos los grupos a la unidad y fue necesario, en mayo de ese año, firmar una gran cantidad de tratados que concedían al Japón, aunque no la mayor parte, sí algunas de sus demandas, sobre todo las referentes a Shantung, Kwantung, Manchuria del sur y la Mongolia oriental. Los Estados Unidos, que tenían bases por sus tratados con China para objetar las demandas japonesas, se abstuvieron prácticamente de hacerlo, declarando que “los Estados Unidos francamente reconocen que la contigüidad territorial crea relaciones especiales entre el Japón y esos distritos”, según observó el secretario de Estado, Bryan. Tal vez en esa fecha los Estados Unidos pensaban que tenían un problema semejante al del Japón en su actitud hacia México, durante la Revolución de 1910. Pero de todos modos la opinión pública norteamericana, que había sido bastante pronipona antes, se volvió resueltamente contra el imperio. Las demás naciones, ocupadas en la primera guerra, sólo vieron que las concesiones dadas al Japón no afectaran las que ya tenían, y tanto Francia como Rusia vieron con buenos ojos, aunque sin expresarlo abiertamente, las famosas demandas. Con esto, la posición japonesa de Manchuria y Mongolia oriental se fortificó notablemente, lo cual habría de conducir a los lamentables acontecimientos de los años treinta. Para el Japón, la guerra había traído una enorme prosperidad, debido a la
falta de competencia de los mercados de Asia y a la venta segura de sus productos, sobre todo los bélicos, a las naciones beligerantes. Para 1918 ya el Japón tenía una industria enorme que producía todo lo que se necesitaba en la nación y podía exportar productos elaborados de todo tipo, desde barcos hasta medicinas. Con la anexión de las Carolinas, las Marianas y las Marshall y sus intereses en China había llegado a estar en plan de igualdad con las potencias europeas desangradas en la guerra. Estas naciones, sobre todo Inglaterra, que tenían un tratado defensivo con el Japón, Francia y el Canadá, hacían ver que en el fondo el esfuerzo de guerra de los japoneses contra Alemania había sido casi nulo y que en cambio se habían aprovechado de la situación para tomar posiciones en China que los habían convertido en los árbitros de esa nación. Por su parte, se hacía notar que el Japón usaba de su hegemonía sobre China no para buscar la pacificación de la república y el establecimiento de un gobierno viable, sino para dividir más y más cada día a los tuchunes o caudillos, apoyando a unos en contra de los otros y sosteniendo a sus incondicionales, sobre todo en Manchuria. Indudablemente, desde un principio el Japón había visto con malos ojos la formación del Kuomintang y la fuerza adquirida por el general Chiang Kai Shek. Otra intervención japonesa desafortunada, como la de las 21 demandas, fue la expedición militar a Siberia, con el pretexto de salvar de las fuerzas revolucionarias rusas a las tropas checoslovacas, esparcidas en la línea del ferrocarril transiberiano y a las cuales Lenin y Trotsky habían condenado a muerte. Junto con otros aliados, como Inglaterra y Francia, las fuerzas japonesas invadieron Siberia y las dos partes contendientes llegaron a aspectos de crueldad inusitados que habrían de repetirse en las otras guerras niponas. Cuando los aliados se retiraron de Siberia, los japoneses se quedaron y no abandonaron el territorio ruso hasta 1922, sin provecho y sin gloria. La Revolución rusa, con la ola de refugiados que caían muertos de hambre sobre las ciudades chinas, por otra parte, sirvió para acabar más aún con el prestigio de los occidentales ante los asiáticos. Las ciudades de Harbin, Mukden, Pekín y Shangai se vieron materialmente invadidas por los miles de hombres y mujeres que huían de las fuerzas bolcheviques y que, con el nombre genérico de rusos blancos, buscaban trabajo en lo que pudieran. Muchos de los hombres, sobre todo antiguos militares, se enrolaron en las fuerzas de los tuchunes o war lords, como mercenarios. Algunas de las mujeres, que presumían ser de la antigua nobleza rusa, se hicieron famosas en los barrios de tolerancia. Con todo esto, la ya decadente imagen del hombre blanco en
Oriente, con justa razón, se depreció más. Conforme crecía la experiencia japonesa en los usos del mundo occidental, por una parte, se afirmaba en un sector la idea parlamentaria y, por la otra, renacía con fuerza cada vez mayor el principio de la autoridad total, autocrática, del emperador. La primera facción estaba representada por Saionjo, llamado el príncipe de la paz, consejero del emperador Meiji y tutor del nieto, el emperador Hirohito. La otra, por grupos militares dirigidos por el viejo general Yamagata, quien también había sido consejero de Meiji. En los extremos del espectro político se formaron grupos, ocultos en su mayor parte por temor a la policía, pero actuantes, de comunistas leninistas y de los seguidores del escritor y polemista Kita Ikki, llamado por muchos el “padre del fascismo en el Japón”. Según él, así como los señores feudales habían devuelto sus feudos al emperador en el principio de la era Meiji, ahora los grandes capitalistas deberían restituir sus riquezas y los partidos políticos su poder. Esta teoría, anticapitalista y autoritaria, tuvo gran influencia entre la oficialidad joven del ejército. El pueblo oscilaba entre el centro y el totalitarismo, según se presentaba la situación económica. Cuando las crisis bancarias de los años veinte, al terminar los efectos saludables para la economía de la primera guerra, la opinión pública se inclinó hacia los grupos militares y éstos promovían la unión nacional y la xenofobia con el recuerdo de cómo la nación había sido despojada de su premio en las dos victorias alcanzadas sobre China y Rusia, por presión de las potencias occidentales. Así, cuando en 1921, en la Conferencia de Washington, se llegó al acuerdo entre el Japón, Inglaterra y los Estados Unidos de conservar una proporción de cinco a cinco a tres en sus marinas de guerra, la opinión pública japonesa estuvo en contra de lo que consideraba una discriminación. En esta conferencia se terminó el Tratado de Alianza con Inglaterra y el Japón se comprometió a no hacer más demandas sobre China y a salir de Shantung. También, allí mismo, en el Tratado de las Nueve Potencias, todas se comprometieron a respetar la integridad de China y a defenderla. Japón firmó dicho convenio, a pesar de las protestas populares que en Tokio lograron organizar los extremistas. Se imponía aún la voz del anciano príncipe de la paz y del premier Okuma. Era éste, aunque de ascendencia aristocrática, un mantenedor de las teorías liberales y progresistas que se oponían a la vieja hegemonía de los clanes, sobreviviente en los altos mandos del ejército y de la armada. Por ese mismo tiempo moría el general Yamagata, del clan chohsu, forjador en gran parte de la unidad del ejército,
después de Nagi y la guerra con Rusia. Con su muerte se inicia la era de lucha interna entre los oficiales de alta graduación que habría de marcar el camino del Japón hasta la pasada guerra. Ya hemos visto cómo las grandes empresas capitalistas se infiltraron en el sistema parlamentario y surgieron varios escándalos y acusaciones de corrupción debido a esa alianza. Naturalmente que el pueblo ligaba cada vez el poder del Parlamento con el de los grandes consorcios y esto tendía, sobre todo en momentos de crisis económica, a debilitar el poder del Parlamento y a hacer que la opinión se volviera favorable a los militares. La depresión mundial de 1931 puso en graves aprietos a los campesinos, así como a los pequeños industriales, quienes recibían gran parte de sus ingresos del cultivo y la elaboración de la seda. Al cerrarse en el resto del mundo casi por completo los mercados para los artículos de lujo, estos grandes grupos sufrieron daños enormes en su economía y en el norte, sobre todo, hubo amenazas de hambre, con la consiguiente inquietud política. Por otra parte, en el exterior la política de los militares parecía ser la acertada. Con la Conferencia de Washington la República China parecía por fin unificarse bajo el mando de Chiang Kai Shek, del Kuomintang, cuyos ejércitos avanzaban hacia el norte, buscando la ocupación de Pekín y de la Manchuria, lo cual representaba una indudable hegemonía japonesa en esa zona. El alto mando del ejército sostenía allí fuerzas armadas en cantidad suficiente para dominar la provincia y proteger los intereses japoneses; mediante eso dominaba a los caudillos locales, sobre todo a Chang Tso Lin, enemigo mortal del Kuomintang. Llegó a efectuarse un combate, desastroso para las armas chinas, en el cual intervinieron efectivos del ejército japonés. Con una situación semejante y la importancia que para el Japón representaban sus inversiones en Manchuria, se fue creando una conciencia política basada en que Manchuria era ya parte territorial necesaria al imperio y los oficiales cobraron importancia política, sobre todo porque contaban también con el apoyo de las muy importantes fuerzas estacionadas en Corea. Ahora se sabe, aunque en aquel tiempo se ocultó, que un grupo de oficiales del ejército pretendía adueñarse por la fuerza de la ciudad de Mukden; para ello organizaron el asesinato del tuchún Chang Tso Lin. Esto era en 1928, pero por falta de apoyo entre sus superiores, que aún temían la fuerza del gobierno civil, no pudieron llevar a cabo su plan; sin embargo, el escándalo del asesinato del tuchún, aunque nunca se dijo que había sido tramado por oficiales del ejército, provocó la caída del gabinete del premier Tanaka, y
Saionji, aún poderoso cerca del nuevo emperador Hirohito, logró convencerlo de que nombrara a otro civil, Hamaguchi. Formado el nuevo gobierno, se quiso encaminar a la nación a una política de paz, en medio de la crisis y la depresión de 1931. Gran parte del ejército provenía ya de la clase campesina, que era la que más sufría en la crisis y entre la que era más fácil inculpar a las grandes empresas, tan ligadas al gabinete, de todos los desastres. Así se provocó un clima propicio para los motines, como el llamado “incidente de marzo”, en 1931, cuando estuvo a punto de darse un verdadero golpe militar en Tokio para poner el gobierno definitivamente en manos del ejército. El golpe abortó porque el general Ugaki, ministro del ejército, hizo saber que no lo apoyaría, pero seis meses más tarde, en septiembre, se daba en Mukden, cuando el ejército, sin enterar de ello al gabinete ni recibir órdenes, ocupaba por la fuerza la ciudad de Mukden y entraba en estado de guerra con el Kuomintang y el general Chiang Kai Shek. La provincia de Manchuria, al noroeste de China y al sur de Siberia, tiene una superficie de casi un millón de kilómetros cuadrados. En 1900 la China imperial la tenía casi abandonada, como ya hemos visto, y sólo rusos y japoneses se interesaban por ella. Pero un poco más tarde millones de campesinos chinos empezaron a emigrar de las áreas superpobladas, especialmente Shantung, hacia el norte y a establecerse en las tierras fértiles. Los capitales rusos y japoneses, aparte de construir los ferrocarriles que siempre serían el punto difícil de toda cuestión con China, desarrollaron notablemente la agricultura, encontraron minas de hierro, cobre y oro, y explotaron los inmensos bosques, junto con la mano de obra barata china. Así, para 1930 Manchuria era probablemente la provincia china más rica, pero todos sus bienes estaban en manos de los rusos y los japoneses, aunque de los 28 millones de habitantes sólo un millón fueran japoneses o coreanos, considerados ya como súbditos del Imperio nipón. Por su posición geográfica, cerrando totalmente las fronteras coreanas con Asia, y por su riqueza, era una presa codiciada por el Japón, pero China, desde el imperio, y más tarde en la República, la consideraba como parte integral de su territorio y los chinos radicados allí, emigrantes recientes, sentían más lealtad hacia China que hacia los extranjeros o los coreanos, aunque trabajaran para éstos en su mayor parte. La Comisión Lytton, que llevara a cabo un estudio de la zona al iniciarse la ocupación japonesa, resume para la Liga de las Naciones la situación:
Desde hacía un cuarto de siglo, antes de septiembre de 1931, los lazos que ataban a Manchuria con el resto de China se hacían cada vez más fuertes, al mismo tiempo que aumentaban los intereses del Japón en Manchuria. Manchuria era, sin duda, parte de China, pero una parte en la cual el Japón había adquirido y reclamaba derechos tan excepcionales y que restringían en tal forma el ejercicio de los derechos de la soberanía china, que el conflicto entre las dos naciones era una resultante natural.
Ya hemos visto que el caudillo de Manchuria era el viejo mariscal Chang Tso Lin, el cual, aunque parecía simpatizar con los japoneses, o por lo menos estar de acuerdo con ellos en su repugnancia al comunismo y al Kuomintang chino, era un ferviente nacionalista. Al ser asesinado por oficiales japoneses —recordemos que eso no se probó en su tiempo— tomó el mando su hijo Chang Hsueh Liang, más nacionalista aún que su padre, quien suspiraba por librar a Manchuria de la opresión japonesa en el oriente y de la rusa en el norte, y además tenía la esperanza de llegar a dominar toda China. Con esta esperanza, no quería romper con el gobierno del Kuomintang en Nanking y logró ser reconocido como generalísimo de los ejércitos chinos del norte y a la vez no obedecer al gobierno de China. Era lógico que su actitud llenara de temores a los militares japoneses. Eso originó el primer golpe, el 18 de septiembre de 1931, cuando el ejército, en la noche, ocupó la ciudad de Mukden. Al día siguiente ocupaban Changchun, y el 21, Kirín. Todas estas acciones, como ya era típico en los japoneses, se llevaron a cabo sin previa declaración de guerra, declaración que nunca se hizo, de manera que toda la guerra que veremos adelante se llamó sólo “incidente”. China de inmediato apeló a la Liga de las Naciones en Ginebra y a los Estados Unidos que, aunque no formaban parte de la Liga, tenían firmados convenios con China y eran parte del de las nueve potencias para defender la integridad china. Japón, recordemos, también había firmado dicho convenio. El mariscal Chang Hsueh Liang tomó las armas contra los japoneses; fue rápidamente vencido y tuvo que refugiarse en el sur y, más tarde, en China. En Ginebra, las presiones de las potencias, aunque no definitivas, obligaban al Japón a aceptar que fuera enviada una comisión, la Comisión Lytton, de la cual formaba parte también un ciudadano norteamericano, aunque no como representante de su país, sino como empleado por la Liga misma. Cuando se supo en Tokio la noticia, hubo los acostumbrados motines y cayó el gabinete de Wakutsuki. Los militares insistían en que los políticos, de acuerdo con los occidentales, una vez más intentaban arrebatarle al Japón
los frutos de la victoria. Fue nombrado premier el último civil en ese cargo, hasta 1946, Inukai Tsuyoshi, y el emperador lanzó un mensaje a la nación en el cual se incluía esta frase: “La interferencia del ejército en la política doméstica y extranjera, así como su voluntariedad, es un estado de cosas que, por el bien de la nación, debemos ver con aprensión”. Con eso, Inukai procedió a firmar una paz provisional con el gobierno de China. Pero los ejércitos japoneses en Corea, sabiendo que contaban con la mayoría de la opinión en el Japón, ya no obedecían los dictados de su gobierno y siguieron adelante con las operaciones, ocupando la provincia de Jehol y llevando a cabo el primer bombardeo aéreo de la historia, sobre una ciudad abierta y civil, en Shangai, en enero de 1932. El 18 de febrero declararon oficialmente que Manchuria, bautizada con el nuevo nombre de Manchukuo, se convertía en un imperio independiente y que su monarca sería Henry Pu Yi, bajo el nombre de Kangté. El 15 de marzo de ese año, unos oficiales del ejército en Tokio invadían la casa del primer ministro Inukai y lo asesinaban. Con eso terminaron, hasta después de la guerra, los gabinetes de partido y el Japón quedó bajo la férrea disciplina de los militares, que habrían de conducirlo inexorablemente al desastre de 1945. La Liga de las Naciones acordó no reconocer al nuevo imperio y censurar al Japón, con lo cual éste, en enero de 1933, abandonó la asamblea. Poco a poco, algunos estados, aparte del Japón, reconocieron al imperio de Manchukuo, empezando por el Vaticano, la República de El Salvador y la República Dominicana. Más tarde, Italia y Alemania hicieron otro tanto y Rusia dio un reconocimiento de facto y acabó por vender sus ferrocarriles al gobierno manchú. Con los militares ya fuertemente asentados en el poder en Tokio, la no declarada guerra contra la China del Kuomintang tomó nueva velocidad. Se invadió la Mongolia oriental, se pasó la gran muralla y se invadieron las provincias de Hopei, Shantung y Shansi. El gobierno de Nanking aún hizo ciertos intentos de paz en 1935 y demostró sus intenciones de aceptar la supremacía japonesa y de trabajar con el Japón y Manchukuo para una Asia para los asiáticos, pero el pueblo chino, sobre todo en las grandes capitales, había declarado el boicot contra todos los productos japoneses y esto imposibilitaba las conversaciones de paz. Así siguió la guerra. En 1937 los japoneses ocuparon toda la zona de Shangai y en diciembre de ese mismo año capturaron Nanking, la capital de Chiang Kai Shek, quien tuvo que llevar su gobierno a Chuking, en el alto Yang Tse Kiang. En esta campaña, fuerzas aéreas japonesas bombardearon y
hundieron un barco de guerra americano, el Panay, y bombardearon otro inglés, el Ladybird, en las aguas del río. La situación internacional se volvió tensa, pero Tokio pidió disculpas y los Estados Unidos e Inglaterra no hicieron nada, ni en defensa de sus propios intereses, ni en la de China, a lo cual estaban comprometidos por el Pacto de las Nueve Potencias. Las constantes y justificadas quejas de China obligaron a estas potencias a citar a una reunión en Bruselas, pero al no atender Japón, la reunión se disolvió, sin llegar a acuerdo alguno. Mientras, las fuerzas niponas seguían ocupando el territorio chino. En el otoño de 1938 lograron tomar Cantón, con lo cual el gobierno chino perdió su último puerto y quedó comunicado con el mundo exterior sólo por el famoso camino de Burma, que iba de Chunking a la India o a Mandalay, capital de la antigua Birmania. Aunque las acciones tomadas por los Estados Unidos y las potencias europeas no habían sido efectivas, el Japón sabía que tarde o temprano tratarían de intervenir, así como Rusia. Con esta última ya habían sucedido incidentes graves en las fronteras coreanas. Así, al iniciarse el auge del nazismo en Alemania con Hitler, Japón firmó un pacto con los países del Eje, y los militares, sin desatender la guerra en China, iban reuniendo armas e implementos de guerra para ser usados contra Occidente, cuando se presentara el caso. Un nuevo viceministro de Guerra, Tojo, organizaba todo ello. En diciembre de 1941 se utilizó por fin ese armamento en el bombardeo de la base naval americana de Pearl Harbor, en la ocupación de Malasia, de las Filipinas y de parte de Birmania y Siam.
CAPÍTULO XVII
Tomé Panamá y después hablé de ello. THEODORE ROOSEVELT, presidente de los Estados Unidos de América, 1905
El colonialismo comercial del siglo XIX. Intentos de España por recobrar sus colonias americanas. Expansión chilena al estrecho de Magallanes. La guerra del Pacífico. La guerra hispanoamericana. La ocupación de Filipinas por los Estados Unidos. La anexión de Hawai. La independencia de Panamá y la apertura del canal. TERMINADAS las guerras napoleónicas en 1815, el Congreso de Viena elabora la Santa Alianza y organiza una política europea conservadora que pretende volver al pensamiento y a los tiempos políticos anteriores a la Revolución francesa. Como intento equivale a volver al despotismo ilustrado de María Teresa de Austria y de Carlos III de España, dentro de una paz europea asegurada por el Imperio británico, Prusia, Rusia, Francia y España. Pero Inglaterra, desde un principio, trata de conservarse al margen de los problemas que se crean en Europa con la Santa Alianza e inicia la política del “espléndido aislamiento” para darse así la oportunidad de llevar a cabo su gran Revolución industrial interna y su gran labor de colonización en todos los rincones del mundo. Le era necesario consolidar sus posesiones en la India, en Malasia y en el sur de África, además de organizar los territorios de Australia, Nueva Zelanda y Canadá de manera que se puedan bastar a sí mismos y cooperar a la grandeza del imperio. Para poder llevar a cabo esta segunda parte de su plan ha creado con el tiempo el instrumento perfecto que es su marina de guerra, ya definitiva y permanente y no sólo reactivada en momentos de guerra o de crisis. La profesión de marino no será ya accidental y despreciable o forzosa como la que describiera el doctor Johnson, sino
honrosa y permanente. Con ese instrumento que la convierte en la reina de los mares, logra llevar su expansión, ya sea territorial, ya comercial, a los cinco continentes y establecer un comercio por primera vez en la historia verdaderamente mundial. El primer paso ha sido imponer la libertad de los mares y del comercio en todos los puertos del mundo. Parte de ese proceso han sido la expoliación de China y la apertura forzada del Japón que hemos visto en el capítulo anterior. Pero la política expansionista de la corona inglesa no consistía en ocupar todos los territorios descubiertos o que se pudieran ocupar, sino en escoger sólo aquellos que consideraba útiles y rechazar el dominio sobre aquellos que pudieran parecer una empresa demasiado aventurada o demasiado costosa en relación con sus posibilidades de producción y de comercio. Sin embargo, ocupa otros sitios para convertirlos en bases navales y militares desde las cuales proteger las grandes rutas de navegación que son fundamentales al imperio. En este aspecto sigue un sistema semejante al portugués de tres siglos antes y para ello ocupa Ciudad del Cabo, en el sur de África; Gibraltar, en la entrada del Mediterráneo; Malta, en la ruta a Suez, y, a la compra de las acciones del Canal, y cuando su dominio pasa a Inglaterra, ocupa Port Said, Suez y Aden. En el Atlántico establece bases en Santa Helena y en las islas Malvinas o Falkland, arrebatadas a la Argentina, que servirán sobre todo como bases carboníferas y para proteger la ruta del cabo de Hornos. Con ese mismo objeto se han creado las ciudades mercantiles de Hong Kong y Singapur. Al empezar el siglo XIX la navegación a vela había progresado tanto que ya no requería estaciones cercanas entre sí para hacer escalas. Con el desarrollo de los grandes clippers, tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos, eran posibles los viajes directos de Londres o Liverpool a Sidney en Australia por la ruta del cabo de Buena Esperanza o de Boston a Cantón por el cabo de Hornos. Además, estos barcos estaban diseñados para poder maniobrarlos con poca tripulación, lo cual aumentaba su capacidad de carga o de pasajeros. La epopeya marítima de los clippers, ya prácticamente desaparecidos de los mares, aunque muy brillantes en la historia de la navegación, tuvo corta vida porque ya para mediados de siglo fueron sustituidos por los barcos de vapor que, aunque por lo general no alcanzaban la velocidad de un clipper con buena brisa, podían tomar la dirección que quisieran y arribar sin dificultades a cualquier puerto. Pero la navegación a vapor trajo, especialmente para Inglaterra, problemas nuevos. Los primitivos
barcos de caldera y, en muchos casos, de grandes ruedas de paletas fuera de borda, consumían grandes cantidades de combustible, con lo cual su radio de acción era relativamente corto. Y en las estaciones para aprovisionarse no bastaba, como con los veleros, poder contar con agua y leña, sino que se requería carbón en grandes cantidades. Entonces se empiezan a establecer en todos los mares del mundo las bases carboníferas y surgen las flotas de veleros colliers que transportan el carbón desde Inglaterra a esas bases. Con esta finalidad se establecen bases en varias islas del Pacífico, como Midway de los Estados Unidos, Fiji de Inglaterra, etc., en las cuales hay, por lo general, sólo un administrador inglés y algunos trabajadores locales. Fuera de estas posesiones, en el siglo XIX Inglaterra, como ya hemos visto, vuelca todos sus esfuerzos en la India y la ampliación hacia el norte y hacia Birmania, en Malasia y hacia África. Cuando ocupa otros territorios lo hará forzada por la opinión pública, por lo general de misioneros que quieren la seguridad del ejército inglés cerca de ellos o de plantadores y mercaderes. Un caso típico es el de Borneo del Norte o Sabah donde, a pesar de la insistencia del rajá, sólo logró que se formara la British North Borneo Company en 1881 y, al unirse con la colonia establecida como base carbonera en Labuán, no se convirtió en colonia inglesa sino hasta 1946, cuando logró su independencia y su anexión a la Federación de Malasia en 1963. Australia y Nueva Zelanda tienen que luchar en Londres para que se les permita extender su protectorado, y más tarde su dominio, a una parte de Samoa y a las islas Fiji. Así, aunque durante el siglo XIX Inglaterra domina con su comercio y su flota la vida política y económica del Pacífico, son escasas las posesiones directas que allí tiene y al promoverse la autonomía de Australia, que se inicia con varias leyes progresivas desde 1850 y se perfecciona en la Commonwealth en 1891, lo mismo que Nueva Zelanda y Canadá, primero aunando todas las provincias del norte de América y luego logrando su autonomía, Inglaterra tendrá en el Pacífico las ciudades de Hong Kong y Kow Loon, que pronto se convierten en verdaderos emporios comerciales, algunas pequeñas islas guaneras y de fosfatos y el condominio de las Nuevas Hébridas con Francia, establecido oficialmente hasta el año de 1911; las islas Salomón, divididas entre Inglaterra y Alemania; las Gilbert, Ellice y Pitcairn. Las otras islas que al parecer eran inglesas estaban administradas ya fuera por Nueva Zelanda o por Australia y formaron parte del imperio a petición de éstas o, en cierto aspecto, bajo su responsabilidad. Otro caso típico de expansión particular inglesa es el territorio de
Sarawack donde el rajá malayo, para conseguir la ayuda bélica contra una revuelta local y la ayuda financiera para desarrollar su territorio, le concedió al súbdito británico sir James Brooke el título de rajá de Sarawack, con carácter hereditario. Los tres rajás Brookes intentaron constantemente interesar a Inglaterra en la ocupación del territorio, sin lograrlo hasta 1946. Este sistemático rehuir complicaciones coloniales y abstenerse de compromisos europeos permite a los ingleses, durante el siglo XIX, dedicarse no sólo al comercio mundial y al desarrollo monumental de su industria, sino a la instalación de los elementos necesarios en el mundo moderno en casi todos los países del planeta. Así, los vemos trazando y construyendo ferrocarriles en América Latina, en China y en el Japón, en Asia y en África, así como en sus dominios, abriendo puertos propios para las necesidades de la navegación moderna, estableciendo sistemas de telégrafo y cable, colocando en las ciudades que pudieran pagarlo servicios municipales de agua potable, drenaje y tranvías, construyendo maquinarias para ingenios de azúcar, minas, factorías, etc. La utilidad de estas empresas era múltiple. Por un lado, se daba trabajo bien pagado a una gran parte de la fuerza laboral inglesa y el costo de esa mano de obra cara se cargaba a los países que recibían el trabajo, y por otra, se vendía una enorme cantidad de material para esas obras, material elaborado en Inglaterra y en Escocia. Además, los bancos ingleses financiaban las obras y emitían los bonos necesarios, avalados por el gobierno del país que las recibía. Pero no paraba allí la cosa. Con el control, sobre todo, de los medios de comunicación, era fácil para las empresas británicas establecerse en diferentes países productores de bienes de consumo, necesarios en Inglaterra, como la ganadería de Argentina y, posteriormente, el petróleo de México. Así, por ejemplo, los ferrocarriles, pagados por la nación que los recibía o por empresas particulares en uso de concesiones, servían para desarrollar zonas en las cuales estaban establecidas o se establecían empresas británicas, ya fueran agrícolas o mineras. Con este sistema, Inglaterra se aseguraba una fuente constante de materias primas para su industria a los precios más bajos posibles y, a la vez, mercados constantes para sus productos elaborados y su maquinaria. En este sentido, en el siglo XIX sólo Francia podía rivalizar con Inglaterra, pero había llegado tarde a la carrera colonial y la inseguridad política de sus gobiernos, durante todo el siglo, no le permitían establecer una competencia peligrosa. En ese tiempo, los Estados Unidos estaban demasiado ocupados en desarrollar la enormidad de su territorio y eran aún clientes de la industria
inglesa para muchos de los elementos necesarios para su propia industrialización. Por otra parte, Francia empleó casi todos sus recursos en una expansión territorial en África y en Vietnam o, como se le llamaba entonces, la Indochina francesa, y en tomar posesión de islas en el Pacífico, como ya hemos visto, de escaso rendimiento económico y que comprometían, en cambio, buena cantidad de los recursos económicos y humanos. Holanda, por su parte, al liquidar a la Compañía Holandesa de las Indias Orientales se dedicó a la conquista territorial de la Insulindia en lo que ahora es la república de Indonesia, así como de sus posesiones en las costas sudamericanas y del Caribe. La Santa Alianza trajo para España el fortalecimiento de la monarquía de los Borbones bajo Fernando VII, pero a pesar de ello no pudo evitar la pérdida de su imperio colonial en América, proceso que termina en la tercera década del siglo. Fernando VII no entendió los cambios que se habían operado en el mundo con el pensamiento de la Revolución francesa y el mundo moderno. Aún se intentaron algunas acciones de reconquista en América, con la fracasada de Barradas en México. Así, para 1850, en el Pacífico, que fuera un mar español, no le quedaban más que las islas Filipinas, donde ya soplaban vientos de fronda, las Carolinas y las Marianas. Las Filipinas habían sido administradas en parte desde el Virreinato de la Nueva España y, consumada la independencia de México, quedaban aún allá muchos hombres que eran de origen mexicano, sobre todo en el ejército que había sido necesario establecer en las islas para su defensa, tanto contra los musulmanes del sur, como contra Inglaterra y Holanda. Uno de ellos, el militar Alfredo Novales, inicia el primer movimiento de independencia en 1823 levantando las tropas del fuerte de Santiago, en Manila. Había tenido lugar en Filipinas una serie de motines por motivos generalmente de trabajo y de tributos, pero nunca había surgido uno con una idea clara de independencia. Novales la tiene y se autonombra, en un día que dura su revuelta, emperador de las Filipinas. Pero la verdadera revolución filipina en contra de la dominación española va a ser otra y tener otros motivos, como hemos de ver más adelante. Por otra parte, la cambiante política del gobierno español durante todo el siglo, saltando del liberalismo al conservadurismo, debilitará la imagen de España ante sus colonias, sus ex colonias y el resto del mundo. El gobierno de Isabel II, francamente conservador y con tendencias autocráticas emanadas de la Santa Alianza, tratará de suprimir todas las libertades, tanto de los antillanos como de los filipinos, y se negará
a que tengan una representación adecuada en las cortes de España y a que sean oídos en justicia. El pensamiento autocrático de Isabel II no se resignaba a la pérdida de sus colonias americanas y trató de imponer a las nuevas naciones toda clase de tratados imposibles y, a la vez, hacer reclamaciones de orden económico basadas en muy vagas razones jurídicas. En eso no hacía más que seguir los lineamientos de Francia y de Inglaterra que, con su política del cañonero, pretendían que las maneras de ser jurídicas de ellos fueran respetadas por pueblos que tenían diferentes normas, como lo hemos visto ya en los casos de China y del Japón. Para estos actos de agresión en contra de sus antiguas colonias, España contaba con dos factores a su favor: uno era el estado lamentable de las nuevas naciones hispanoamericanas, sumidas en constantes revoluciones internas y guerras caudillistas, y el otro era la guerra de Secesión en los Estados Unidos que hacía imposible la aplicación de la doctrina unilateral del presidente Monroe. Así, en connivencia con Francia, pretendió lanzar una empresa contra México, de la cual se retiraría más tarde para dejar sola a Francia en la trágica aventura del imperio de Maximiliano. Las relaciones de España con el Perú no se habían restablecido en debida forma, ya que España insistía en que el Perú pagara las deudas contraídas por los últimos gobiernos virreinales, antes de la batalla de Ayacucho, y a la vez, que la nueva república recibiera a los agentes diplomáticos españoles, no como cónsules o ministros, sino bajo el nombre de “comisionados” y los tratara como si fueran procónsules romanos. En 1863 resolvió enviar al Pacífico, con el pretexto de una misión científica, una escuadra de guerra compuesta por dos fragatas y una cañonera, la Covadonga, al mando del contralmirante Pinzón. Pasó al Pacífico por el cabo de Hornos y recorrió con sus barcos la costa americana, desde Chile hasta Acapulco, parando en el Callao y presionando al presidente del Perú, general Pezet, a que firmara un tratado especial con España y aceptara al famoso comisionado. Para reforzar su acción, España envió a reunírseles cuatro fragatas más con las cuales, en vista de la negativa de Pezet para aceptar al comisionado, ocupó las islas guaneras de Chincha el 4 de abril de 1864. Con esto, Pezet, que no contaba con armamentos suficientes ni estaba seguro de la lealtad de sus tropas, suscribió un tratado que fue rechazado por unanimidad por la opinión pública peruana y provocó la revuelta del coronel Ignacio Mariano Prado, quien acabó por ocupar la ciudad de Lima y tomar el poder. Inmediatamente declaró la guerra a España y firmó una alianza defensiva con Chile, que
también se sentía amenazada; con Bolivia que por esos tiempos tenía costas al Pacífico, y con Ecuador. En esas circunstancias, la armada española resolvió bloquear los puertos chilenos y bolivianos y bombardear, como advertencia de lo que habría de seguir si no se sujetaban los sudamericanos a sus exigencias, la indefensa ciudad de Valparaíso. Los chilenos, en represalia, con una vieja fragata de madera, la Esmeralda, lograron poner una celada a la moderna cañonera española Covadonga y capturarla frente al puertecillo de Papudo, ante lo cual el almirante Pareja, que había sustituido a Pinzón, se suicidó. El 7 de febrero se produjo un combate naval en Abtao entre las fuerzas chileno-peruanas y la escuadra española, que no fue decisivo, y en abril la escuadra española se presentó frente al Callao con la idea de bombardear el puerto y obligar al gobierno peruano de Prado a respetar el tratado suscrito por Pezet, que el Congreso y la dictadura pradista habían desconocido. El 2 de mayo de 1866 los españoles atacaron el puerto por mar, que estaba protegido por el antiguo fuerte español, el Real Felipe, y algunos fortines improvisados. El combate terminó con el retiro de los barcos españoles a la isla del Frontón, donde sepultaron a sus muertos. Dos años más tarde caía el gobierno de Isabel II y se establecía el gobierno provisional de Francisco Serrano, de corte liberal. Si Isabel II había mostrado esa actitud frente a las naciones ya independientes, es lógico pensar que la situación de las aún dependientes fuera de extrema opresión. A la caída del gobierno de Isabel II, se nombró como gobernador de Filipinas a un hombre liberal, Carlos María de la Torre, el cual, para gran escándalo de los peninsulares, salía a la calle en Manila sin la acostumbrada guardia y, lo que era peor, recibía a los tagalos y pampangos en las recepciones de palacio. Su gobierno duró de 1869 a 1871 y fue remplazado por Rafael de Izquierdo, conservador de hueso colorado, quien llegó a Manila declarando que habría de gobernar con la cruz en una mano y la espada en la otra. Estos cambios en la ideología del gobierno metropolitano trajeron como consecuencia que la juventud filipina, de ideas progresistas, no pudiendo expresarlas en su tierra natal, se viera obligada a pasarse a España y fundar allí un movimiento de propaganda ideológica, acogida por el periódico La Solidaridad, en el cual militaban hombres como López Jaena, Marcelo H. del Pilar, el pintor Luna y José Rizal, quienes lograron interesar a intelectuales europeos por su causa, como Fernando Blumentritt de Viena. La ideología de estos jóvenes filipinos no era separatista, sino que pretendían hacer de las Filipinas una provincia española, con los mismos derechos de representación en las cortes que las
otras provincias; para ellos, el principal daño y el más grave perjuicio que se hacía a los filipinos provenía no tanto del gobierno español, sino de la “frailocracia”, como la llamara M. H. del Pilar, que no sólo oprimía moralmente al natural y retardaba la educación popular por todos los medios, sino que había llegado a acaparar todas las riquezas, sobre todo las agrícolas. Por esa “frailocracia” se daba el curioso caso de que los filipinos, en España, tuvieran amplia libertad de palabra y de prensa, pero que en Filipinas no pudieran decir nada y, mucho menos, escribirlo y fueran encarcelados o deportados por el menor ataque al orden reinante, que era sin duda el orden frailuno. El caso de la “frailocracia” en Filipinas era desconocido en el Imperio español. En América, pasado el momento misional y consolidada la fabulosa labor que habían realizado las órdenes, sobre todo franciscanos, dominicos y agustinos, poco a poco las parroquias dejaron de ser administradas por frailes en calidad de párrocos, para pasar al clero secular y al ordinario, según lo dispuesto por el Concilio de Trento. Así, en casi todas las diócesis se establecieron seminarios para la formación de un clero criollo y a veces mestizo y hasta nativo. Naturalmente que hubo algunas luchas entre las órdenes y los ordinarios, pero para el siglo XVIII se puede afirmar que la labor parroquial y de cura de almas en América estaba en manos del clero secular, ya fuera criollo o procedente de España. En Filipinas no se dio ese caso, ya que el clero secular siempre fue escaso y las órdenes defendieron celosamente su derecho a seguir ejerciendo como párrocos, sin sujetarse a los ordinarios. El primer conflicto se había suscitado a fines del siglo XVI, con el arzobispo Camacho, quien, en obediencia a lo mandado por el Concilio de Trento, intentó crear un seminario y ejercitar el derecho de visitas en las parroquias administradas por las órdenes. Éstas se opusieron y amenazaron con abandonar todas las parroquias que estaban a su cargo, que eran el 90%, y retirarse a sus conventos. Alegaban que ellos habían hecho las iglesias a su costa, lo cual no era muy exacto ya que habían sido construidas por el Real Patronato y a costa del rey y de los pueblos, y, además, que ejercían como párrocos, no por obligación, sino por caridad, lo cual no los sujetaba al ordinario, sino a sus superiores. El asunto se arrastró entre Roma, Madrid y Manila durante todo el siglo XVIII, hasta el infausto experimento del obispo de Santa Justa y Rufina de formar rápidamente un clero nativo. Así, a mediados del siglo XIX, Filipinas estaba aún bajo el dominio espiritual de las órdenes y los pocos sacerdotes seculares que había, por lo general nativos o mestizos,
lograban apenas las vicarías en las parroquias más pobres. La campaña realizada por los filipinos en España daba también sus frutos en Filipinas a pesar de la censura en todos los medios de difusión. El clero secular agitaba el ambiente y peleaba contra las autoridades por cada parroquia que se concedía al clero regular, que era totalmente español, como en el caso de la rica parroquia de Antipolo, que fue dada a los recoletos para recompensarlos por las misiones que se les habían quitado en Mindanao por haberles sido restituidas a los jesuitas. Uno de los líderes de estos sacerdotes era el padre Pedro Peláez, muerto en el terremoto de Manila de 1863, pero que dejó una huella muy profunda en el pensamiento de aquellos que habían sido sus discípulos en el Colegio de San José, de la Universidad de Santo Tomás de Manila, como el padre Burgos. Era el mismo pensamiento que tenían los que trabajaban en España, el cual consistía, fundamentalmente, en la necesidad que veían ellos de hispanizar las Filipinas y, por lo tanto, asimilar al filipino a la vida política del siglo XIX. Por desgracia para todos, aunque muchos españoles de la metrópoli entendían los argumentos filipinos y aplaudían la actitud de hombres como López Jaena o José Rizal, no apoyaban con el suficiente entusiasmo sus demandas para obligar a las autoridades a tomar cartas en el asunto y llevar a la colonia las leyes liberales ya en uso en la madre patria, como eran por esos años la libertad de prensa y de palabra, la libertad de religión, hasta para unirse a la masonería, y el ejercicio de los derechos ciudadanos. Uno de los puntos álgidos del conflicto era la negativa, por parte de las órdenes, de enseñar el castellano al pueblo. Varias veces se había intentado legislar en ese sentido, pero los superiores de los franciscanos y sobre todo de los jesuitas alegaban que era peligroso, pues eso facilitaría que los naturales leyeran escritos subversivos y contrarios a las enseñanzas de la Iglesia. Sin el uso del idioma era imposible que el filipino se incorporara plenamente a la vida política española y de esto se daban perfecta cuenta todos los que habían logrado estudiar en la universidad o en los colegios pero, sobre todo, los expatriados en España. En 1872 estalló un motín en los arsenales de Cavite que fue sofocado rápidamente por las tropas españolas. No era propiamente un movimiento libertario, sino de protesta por las condiciones de trabajo y por ciertos privilegios detentados por los trabajadores que el nuevo gobernador Izquierdo ordenó se suprimieran. No era éste el primer motín por cuestiones semejantes, pero las autoridades españolas de Manila resolvieron hacer un escarmiento y escogieron a tres clérigos filipinos, los padres Burgos, Zamora
y Gómez, los juzgaron y los condenaron a sufrir muerte por garrote. Con eso, el pueblo filipino, en su movimiento de rebeldía, tuvo ya los necesarios mártires y las banderas, tanto para apelar a las emociones de la clase media, que se empezaba a formar al margen de la prosperidad económica, como para el pueblo. Esta situación fue aprovechada por la masonería para la fundación de las primeras logias filipinas y por José Rizal, a su regreso a las islas, para fundar la Liga Filipina, asociación civilista que propugnaba más o menos por los mismos puntos que los miembros de la “propaganda en España”. Pero el pueblo, sobre todo el de Manila y el de las provincias centrales, más profundamente transculturadas e hispanizadas, no estaba dispuesto a seguir esperando indefinidamente una solución pacífica al conflicto y cuando surgió un hombre de valor e inteligencia, aunque de escasa cultura, Andrés Bonifacio, se empezó a forjar un movimiento con tendencias francamente separatistas y de profundo arraigo popular, el Katipunan. Era éste un surgimiento nacionalista llevado hasta las más antiguas expresiones raciales. El pacto del Katipunan, firmado en Manila entre varios de sus líderes y Bonifacio, se hizo previa la toma de sangre, como en tiempos de Sikatuna, y el texto y las firmas fueron escritos con la sangre de los conspiradores. El Katipunan tenía tres objetivos claros: la separación total de las Filipinas de España; la educación general del pueblo para despojarlo del fanatismo y llevarlo a una vida moderna, y la defensa de los pobres y de los oprimidos. Los directivos del Katipunan habían confiado en que el doctor José Rizal, el más respetado de los luchadores filipinos, sería la cabeza de su organización, pero la noche del 7 de julio de 1892 Rizal fue deportado de Manila a Dapitan y el Katipunan brotó al margen del gran directivo. Cierto es que posteriormente, ya deportado en Dapitan, donde seguía ejerciendo la oftalmología, los líderes del Katipunan quisieron enrolar a Rizal, pero éste insistía en los medios pacíficos y no formó en sus filas. La lengua oficial del Katipunan era el tagalo y sus publicaciones, así como sus folletos, estaban escritos en esa lengua. Las tropas españolas se dieron a perseguir al Katipunan que se convirtió al instante en una sociedad secreta y verdaderamente peligrosa ya que cada día se enrolaban más y más miembros, sobre todo en Manila, Cavite, las provincias tagalas y la Pampanga, o sea, el centro de Luzón. Por una traición, los españoles supieron de la existencia de la sociedad y del domicilio de Bonifacio y trataron de aprehenderlo. El líder o “supremo”, como se le llamaba, comprendió que había llegado el momento de lanzar la revuelta
armada contra España y dio la orden de que se reunieran, a la mayor brevedad, todas las armas y efectivos posibles. Pronto la revuelta alcanzó gran auge, sobre todo en la zona de Cavite, bajo la dirección del joven Emilio Aguinaldo. Al crecer la revuelta y extenderse a varias provincias, España se vio obligada a enviar más y más tropas en defensa de sus intereses en las islas y cambiar al gobernador Blanco por Camilo de Polavieja, hombre de temple duro, al estilo militar, quien inmediatamente puso a todas las islas en estado de sitio y empezó a fusilar gente a diestra y siniestra, pero militar al fin y al cabo, sin sugerir siquiera a su gobierno algún remedio lógico para acabar con el caos de la revolución y, naturalmente, perdiendo casi todos los encuentros y las batallas a pesar de que las tropas libertarias filipinas estaban armadas con “bolos” —machetes cortos—, arcos y flechas, lanzas de bambú y unos 50 rifles de todo tipo. A todo esto, el hombre que pudo llevar a su pueblo hacia la paz, el doctor José Rizal, estaba en Dapitan desterrado y predicando, por todos los medios que podía, el absurdo que significaba, según su manera de pensar, lanzarse a la violencia cuando lo que Filipinas necesitaba era intensificar la educación del pueblo y lograr el estatus de provincia española. Claro está que no descartaba la idea final de independencia, pero en todos sus escritos de esa época y en el manifiesto final, poco antes de su muerte, insiste en lo inoportuno del momento porque considera que el pueblo no está preparado aún para la lucha y menos aún para asumir su destino. Vale la pena detenerse un momento en el pensamiento de José Rizal, ya que el movimiento filipino de asimilación o el de independencia es el primero en su género en las costas asiáticas del Pacífico, y aunque en ciertos aspectos se pueda considerar así, no es ni una simple prolongación de los movimientos libertarios de la América española, ni un reflejo del movimiento que se llevaba a cabo entonces en la isla de Cuba para lograr la independencia. Como ya hemos visto, en Filipinas gran parte del malestar se debía a la preponderancia de las órdenes religiosas, que no admitían a los nativos en sus filas, situación que no se presentaba en Cuba, donde había un alto porcentaje de esclavos negros y sin una raza autóctona, donde eran los criollos quienes propiciaban la emancipación. El proceso hispanoamericano de independencia en el continente también había sido un movimiento de criollos en contra de los peninsulares. Este factor no existía en Filipinas, donde la clase criolla era mínima, la clase mestiza por lo general era de mezcla china y no había esclavos negros.
Rizal se había educado en la Universidad de Santo Tomás de Manila, donde su hermano mayor ya se había visto en conflictos con las autoridades por su lucha por imponer las ideas de asimilación de la colonia, que consistían fundamentalmente en la enseñanza obligatoria del castellano. Sus padres eran campesinos acomodados, arrendatarios de tierras en las haciendas de los padres dominicos. Desde la universidad, Rizal se destacó como poeta y esta notoriedad, unida a la de su hermano, lo obligaron primero a cambiar su apellido Mercado por el de Rizal y, posteriormente, a emigrar a España en busca de un clima que le permitiera estudiar y hablar libremente. En España se reunió con los otros filipinos que habían organizado La Solidaridad y pedían para su patria la asimilación total en la condición ya dicha de provincia española. Posteriormente estudió oftalmología en Bélgica y en Austria, y trabó una íntima amistad con el sabio austriaco Fernando Blumentritt, gran lingüista y estudiante del mundo malayo. En Europa escribió y publicó sus dos novelas, El filibusterino y Nolli me tangere, que fueron muy leídas en España pero prohibidas en las Filipinas. También editó y enriqueció con notas Los sucesos de las islas Filipinas del doctor don Antonio de Morga, publicada por primera vez en México en 1609. De sus estudios y sus relaciones, sobre todo con Blumentritt, fue surgiendo su doctrina política. En Europa se daba cuenta del clima existente en el mundo occidental y del auge del colonialismo como doctrina irrebatible. Veía a naciones como Alemania, que llegaban tarde al reparto del botín y empezaban a interesarse no sólo por los casi desconocidos territorios del África negra, sino por las costas chinas y las islas del Pacífico. Veía el auge del Japón, buscando también territorios hacia los cuales expandirse, lo mismo que los Estados Unidos. Todo esto le hacía comprender claramente que no era el momento oportuno para que Filipinas adquiriera su independencia y quedara a merced de cualquiera de las grandes naciones colonialistas. Si se lograba un régimen de justicia bajo el dominio español, y tiempo para educar y preparar al pueblo y crear una economía propia, como lo había hecho el Japón mediante la agricultura y la industria, se podría llegar al momento de la libertad sin los horrores de todas las guerras y sin el peligro de ser inmediatamente ocupados por otra potencia. Para lograr esos fines, lo primero era acabar con la prepotencia generalizada, pero sobre todo en la educación de las órdenes religiosas; para ello, entró en acuerdos, junto con los otros filipinos expatriados, con las logias masónicas españolas. Con una de ellas, a su regreso a Manila, después de una estancia en Hong Kong donde
ejerció la medicina, creó la Liga Filipina, de claros lineamientos masónicos. Pero su estancia en Manila fue breve y las autoridades lo deportaron a Dapitan. Cuando sobrevino la revolución armada del Katipunan, Rizal fue llevado a Manila. Nuevamente, al condenar la violencia, sosteniendo sus tesis anteriores, y la ceguera de los gobernantes españoles, sobre todo de Polavieja, hizo que no se utilizara al único hombre que pudo salvar la situación. Los jefes de la revuelta armada, como Aguinaldo, Bonifacio o Luna, eran hombres que si bien tenían una cierta cultura, sobre todo Apolinario Mabini, no habían salido del ámbito de Luzón ni se podían dar cuenta que las corrientes de pensamiento en el mundo eran contrarias a la independencia de una nación asiática. Habían llegado a los límites de lo soportable y no entendían más camino que el de la violencia. Las autoridades españolas, por su parte, creían ciegamente que la violencia sólo se podía suprimir con la violencia, y se dedicaron a fusilar y a humillar a los caudillos filipinos. La guerra se fue convirtiendo, como lo había predicho Rizal, en una guerra sin cuartel. Al llegar Rizal prisionero a Manila pidió que se le permitiera pasar a Cuba como médico, pero el gobierno de Madrid ordenó que se le deportara a España. Se nota en todo el procedimiento que las autoridades españolas tenían graves dudas que se reflejaban en las inacabables órdenes y contraórdenes, que no eran más que una clara muestra de la debilidad del gobierno. Apenas embarcado Rizal en Manila, se dio la orden al capitán del barco de que lo tratara como a un pasajero privilegiado, pero al llegar a Barcelona fue encerrado en la fortaleza de Montjuich y, cuatro o cinco días más tarde, embarcado en un transporte de guerra, en calidad de prisionero, nuevamente con rumbo a Manila, acusado de haber fomentado la revuelta armada. Una vez llegado a Filipinas, se le encerró en el fuerte de Santiago y se le sujetó a un proceso militar. Rizal sostuvo su posición y hasta escribió un manifiesto en el que rogaba a sus paisanos que depusieran las armas y siguieran los lineamientos trazados por los miembros de La Solidaridad en España. Esta declaración, en la que Rizal dejaba entrever la posibilidad de una futura independencia, no satisfizo a sus jueces y fue condenado a muerte, a pesar de que nunca se le pudo probar la participación en la revuelta armada. Fue fusilado por la espalda, como un traidor, la madrugada del 30 de diciembre de 1896. Con eso el gobierno español cortó toda posibilidad de arreglo con el pueblo filipino y confió sólo en la fuerza de las armas.
Es indudable que con la larga paz en Europa y a pesar de las guerras carlistas, España se había fortalecido notablemente y pretendía ocupar un sitio entre las naciones expansionistas del siglo XIX. Así, el gobernador Polavieja logró conseguir fondos para mantener un ejército de unos 26 000 hombres, armados con todos los adelantos de la ciencia bélica de esos tiempos. Muchos filipinos estaban del lado de España, en gran parte por el ascendiente moral y espiritual que aún tenían las órdenes religiosas sobre ellos. En cambio el clero secular, formado casi en su totalidad por filipinos, estaba del lado del Katipunan que, a pesar de los intentos de la masonería, no fue un movimiento contrario a la Iglesia, sino a la “frailocracia”. Es cierto que las fuerzas de Aguinaldo saquearon conventos, pero siempre fueron conventos de alguna de las órdenes. En las filas del Katipunan había clérigos castrenses, y más tarde, al venir un rompimiento con Roma acerca del reconocimiento de los sacerdotes filipinos, resultará no una separación definitiva del cristianismo, sino el cisma del padre Gregorio Aglipay, quien conserva al principio todo el dogma y el ritual romanos. Así, podemos pensar que la rebelión, iniciada fundamentalmente contra el monasticismo y la frailocracia, contra una situación de carácter religioso que afectaba la política de la colonia, se convirtió en una revuelta contra España, gracias a la increíble torpeza del gobierno de Madrid y de los gobernadores enviados a Filipinas. En estas condiciones, la rebelión cundió rápidamente por todo Luzón, las Vizayas y otras islas, hasta el extremo de que, por más fuerzas y dineros que España volcara en el archipiélago, parecía imposible sofocarla. Polavieja comprendió que el destino de su patria y el suyo propio corrían peligro si no lograba terminar con esa situación que, ante un mundo colonialista, en el que la India elegía a la reina Victoria como emperatriz y Egipto y el Sudán aceptaban el protectorado de Inglaterra, resultaba francamente ridícula. Era inadmisible que en medio del triunfo del hombre blanco en todo el mundo un grupo de malayos filipinos se atreviera a alzar la cabeza y proclamar su libertad. La situación de España se volvía aún más complicada por el nuevo brote de rebeldía de los criollos de Cuba, lo cual no sólo dividía a las fuerzas españolas entre los dos extremos del mundo, sino que empezaba a despertar una opinión pública generalizada en los Estados Unidos a favor de los insurgentes cubanos, movida sobre todo por la prensa amarillista de Hearst y por el entonces ministro de la marina, Theodore Roosevelt, quien veía llegado el momento de que su nación emprendiera una nueva expansión
extracontinental en vista de que ya todo el territorio americano libre había sido ocupado. España resolvió tratar de llegar a un acuerdo con los rebeldes filipinos y en marzo de 1897 nombró a Fernando Primo de Rivera como gobernador y capitán general de Filipinas. En cuanto llegó se dio cuenta de la verdadera situación. Aunque en las batallas abiertas los rebeldes habían sido derrotados por las tropas españolas, la rebelión seguía cundiendo. Comprendió que necesitaba nuevos refuerzos de la madre patria y unos nueve millones de pesos en efectivo para sostener la guerra en los seis meses siguientes. El gobierno de Madrid le contestó que le era imposible atender esas demandas y que tratara por todos los medios de lograr la paz, ya que la situación con los Estados Unidos se volvía crítica y el cónsul español en Hong Kong informaba que la escuadra americana del Pacífico estaba lista para zarpar en cualquier momento. Mientras tanto, en el campo rebelde filipino había surgido la primera diferencia grave entre los directivos. Por un lado Andrés Bonifacio, el “supremo” del Katipunan, y por el otro el general Emilio Aguinaldo, quien a pesar de su juventud había logrado organizar la lucha armada y conseguido varias victorias sobre los españoles. Todos se daban cuenta de que ya era necesario organizar la parte política y administrativa de la revolución y un concierto entre el ejército y el Katipunan. Los dos bandos se reunieron en la villa de Tejeros y optaron por declarar establecida la república de Filipinas y elegir un presidente provisional y un gabinete. La elección recayó sobre Aguinaldo y el gabinete se formó en su gran mayoría con hombres de Aguinaldo, lo cual molestó a Bonifacio quien, con algunos partidarios, trató de formar otro gobierno y levantar un ejército para luchar por su lado en contra de los españoles. Después de varios intentos inútiles de reconciliación, Bonifacio y su hermano Procopio fueron hechos prisioneros, juzgados por un tribunal militar de la nueva república y condenados a muerte. Los dos fueron ultimados en el monte Tala el 10 de mayo de 1897. Mientras tanto, la presión de las fuerzas españolas obligó a Aguinaldo a retroceder hasta Biaknabato, donde se le consideró ya como el indiscutible jefe de la revolución y se empezó a dar forma jurídica a la república. Mientras tanto, Primo de Rivera comisionó a Pedro Alejandro Paterno para que transmitiera a los rebeldes sus ofertas de paz. Por fin el 14 de diciembre, después de arduas discusiones, se firmó el Pacto de Biaknabato mediante el cual el gobernador concedía una amnistía general a todos los rebeldes, se comprometía a transportar a los jefes a Hong Kong con todas las
garantías y a darles una indemnización de 1 200 000 pesos en varias partidas a cambio de la entrega de las armas que tuvieran. El pacto duraría tres años en los cuales las autoridades españolas se comprometían a realizar las reformas necesarias para dar a los filipinos igualdad con los peninsulares así como libertad de prensa, de palabra y de religión. También se intentaría quitar de la labor parroquial a los miembros de las órdenes religiosas y suplirlos con sacerdotes filipinos. Así, entre discursos, banquetes, vivas a España y a Filipinas, terminó la primera fase de la guerra de independencia, y Aguinaldo, con varios de sus colaboradores, pudo pasar pacíficamente a Hong Kong. En un principio los resultados fueron los esperados y pareció afirmarse la paz en el archipiélago. En enero de 1898 no hubo prácticamente incidentes y se recogió una buena cantidad de armamento. Justo es decir que los españoles se atuvieron escrupulosamente a lo convenido en el pacto y pagaron a Aguinaldo las cantidades estipuladas. Pero la paz era sólo ficticia y en mayo ya se había levantado nuevamente la bandera de la insurgencia en Cebú y en otras provincias. Por otro lado, la situación con los Estados Unidos llegaba a su crisis con el hundimiento, en la bahía de La Habana, del barco Maine. Aunque es seguro que el desastre, en el cual perdieron la vida 270 marinos, se debió a una explosión accidental dentro del barco, los periódicos americanos, movidos por intereses que buscaban ampliar sus especulaciones en Cuba y en Puerto Rico, lanzaron el grito de “Remember the Maine”, recordando el otro criminal eslogan de guerra de 1847, “Remember the Alamo”. En Hong Kong el almirante Dewey, al mando de la escuadra del Pacífico, recibió la orden de estar preparado para zarpar en cualquier momento, atacar las Filipinas y destruir la escuadra española, y el cónsul americano en Manila abandonó la ciudad dejando encargado de los negocios de su país al cónsul inglés. Mientras tanto, Aguinaldo y sus colaboradores, en Hong Kong primero y luego en Singapur, entraban en contacto con los cónsules americanos para ofrecerles su ayuda en la liberación de las islas, siempre que los Estados Unidos se comprometieran a respetar a la república de Filipinas y su soberanía. El 21 de abril se declaraba la guerra entre España y los Estados Unidos y se iniciaba el bloqueo de Cuba; Dewey zarpó de Hong Kong hacia Manila. El 30 del mismo mes, en la bahía de Manila, frente a Cavite, la flota española era totalmente destruida y Dewey bloqueaba la ciudad por mar, mientras repartía armas a los antiguos insurgentes. Es curioso observar que en un principio, cuando Aguinaldo aún no regresaba a Filipinas, muchos de sus generales se pusieron de parte de los
españoles para luchar contra los americanos, pero en el momento en que Aguinaldo desembarcó en Cavite, todos los filipinos insurgentes se reunieron nuevamente bajo su bandera. El 12 de junio, habiendo ya prácticamente cercado la ciudad de Manila por tierra, mientras Dewey lo hacía por mar, en la población de Kawit, Aguinaldo proclamaba establecida la república de Filipinas. Unos cuantos días más tarde recibió la primera sorpresa de parte de sus aliados con la llegada del general Merritt, nombrado por el presidente de los Estados Unidos como comandante supremo en las Filipinas y con la orden de establecer un gobierno provisional. Por su parte, Dewey había recibido órdenes de ocupar Manila por sí solo y no en conjunto con las fuerzas de Aguinaldo. Ya el gobierno de Washington había resuelto llegar a un tratado de paz con España y adquirir los derechos que ésta tuviera sobre las Filipinas y la isla de Guam, desconociendo lo pactado con los jefes de la insurgencia. El general Arthur MacArthur tomó entonces el mando de las fuerzas americanas en Filipinas y trató de convencer a Aguinaldo y a su gobierno de que deberían aceptar convertirse en una colonia americana. Las fuerzas filipinas estaban ocupadas en eliminar los focos españoles que aún quedaban en las islas, pero a pesar de ello se convocó a un congreso general que, no pudiendo ser en Manila, ocupada por los norteamericanos, se celebró en la ciudad de Malolos, donde el 29 de septiembre se ratificó una vez más la independencia filipina bajo la presidencia de Aguinaldo. A este congreso de Malolos asistió la flor y nata de la inteligencia filipina, profesionales, hombres de empresa, generales de la insurgencia y un sacerdote. Mientras tanto, en París, sin consultar con el gobierno de Aguinaldo, se llevaban a cabo las pláticas de paz entre los Estados Unidos y España, y el 28 de noviembre se llegaba al acuerdo de que los Estados Unidos pagarían 20 millones de dólares a España por la cesión del archipiélago y de la isla de Guam, y el 21 de ese mes el presidente MacKinley lanzaba una proclama notificando a los filipinos que, de acuerdo con los Tratados de París, “el control futuro, el uso y el gobierno de las islas Filipinas habían sido cedidos a los Estados Unidos”. Hay que pensar que, en gran parte, la guerra que los Estados Unidos habían llevado a cabo contra España era para lograr la independencia de sus colonias en las Antillas y de las Filipinas. Una vez ganada la guerra, el presidente MacKinley se olvidó de sus altos principios y obró como funcionario de su tiempo, considerando que los territorios “semicivilizados” eran objeto de compra y venta. Pero los filipinos no estaban de acuerdo y tenían una opinión muy clara acerca del asunto. Apenas
fue conocida la proclama de MacKinley, fue refutada por Aguinaldo y el 4 de febrero se iniciaron las hostilidades entre la república de Filipinas y los Estados Unidos. Los militares americanos habían calculado que necesitarían sólo unos 8 000 hombres para controlar el archipiélago. Antes de terminar la guerra, en abril de 1902, habían tenido que movilizar a más de 120 000 hombres y gastar 600 millones de dólares. Murieron en esta guerra, tan impopular en los mismos Estados Unidos como en el resto del mundo, 4 234 estadunidenses. El presidente Aguinaldo fue hecho prisionero en su último refugio, así como gran número de sus colaboradores, muchos de los cuales fueron deportados a Guam y a otros sitios. La resistencia filipina había sido heroica. Nunca se sabrá el número exacto de muertos, pero seguramente pasaron de 100 000. Por desgracia, se cumplía lo que Rizal había predicho. Cuando los americanos aún dudaban en quedarse como dueños de Filipinas, los alemanes ya tenían una escuadra de guerra frente a Manila dispuesta a intervenir si se presentaba la ocasión. Aguinaldo y sus hombres en verdad no luchaban sólo contra los Estados Unidos, sino contra todo un concepto colonialista del mundo occidental del siglo XIX, y la proyectada independencia en 1900 era un sueño antihistórico, pero cuyos resultados se palpan aún en las Filipinas. En realidad, la primera nación libre del Asia sudoriental se forjó en esa guerra perdida por la fuerza, pero ganada, 46 años más tarde, por la razón. Independientemente del heroísmo filipino, es necesario detenerse a considerar qué fue lo que movió a los Estados Unidos, en su guerra contra España, al liberar a Cuba y a Puerto Rico y quedarse con las Filipinas, tan lejanas en la geografía. Es indudable que, como lo habían demostrado Aguinaldo y sus hombres, Filipinas era en esos momentos un país capaz de gobernarse a sí mismo. A pesar de la diferencia inicial entre el ejército y el Katipunan, que dejara sus indudables huellas, la república de Malolos había reunido en su Congreso a los hombres más representativos y más capaces de las islas y, cosa rara en una revolución, contaban con el apoyo total del pueblo. Si no ha sido por el concepto de Kipling del white man’s burden, MacKinley pudo dejar en libertad a las Filipinas bajo la protección de los Estados Unidos, pero el pensamiento de la época era otro y los Estados Unidos no tenían la madurez suficiente para obrar fuera del concepto reinante en Europa. Para esta nación, en un concepto netamente inglés, América estaba ya madura para la liberación. Cuba y Puerto Rico podían regirse a sí mismos, no por razón de sus hombres, sino porque pertenecían al continente
que Inglaterra había considerado libre. En cambio, en Asia, la creación de una nación soberana era un peligro para el “hombre blanco” en general. Era impensable que en medio de toda esa gloria colonialista en Asia y en África pudiera surgir una nación independiente, indígena y no sólo, como en Australia o en Nueva Zelanda, un trasplante europeo a climas extraños. Los Estados Unidos no compartían, en cuanto a pueblo, este pensamiento europeo, ya que no tenían ideas expansionistas respecto de África, y aun cuando habían actuado en Asia no tenían ninguna posesión y no controlaban ninguno de los puertos chinos, como lo hacían las naciones europeas. Al quedarse por la fuerza con las Filipinas, se iniciaban en una nueva política internacional y se comprometían definitivamente en los asuntos del Extremo Oriente, con los resultados que aún se palpan. Justo es aclarar que los norteamericanos lograron organizar con bastante rapidez su gobierno en Filipinas, y que abrieron una enorme cantidad de escuelas primarias donde se enseñaba la lengua inglesa; esto es, se buscaba la asimilación del filipino a la vida política, que proclamaron la más absoluta libertad de prensa y de palabra, y crearon tribunales justos y efectivos para la administración de la justicia, siempre difícil debido a la inevitable mezcla de legislaciones españolas y anglosajonas. Para el año de 1901 ya funcionaba una Suprema Corte con un filipino a la cabeza y se instalaba un gobierno civil para sustituir al militar. En el espinoso asunto de las enormes haciendas de las órdenes religiosas el gobernador Taft se encontró con el problema de que más de 60 000 arrendatarios de tierras de las órdenes se negaban a pagar las rentas vencidas y estaban en peligro de ser arrojados de sus granjas. Usando la influencia del papa León XIII se logró que las órdenes, a cambio de una indemnización de siete millones de dólares, vendieran sus tierras al Estado, el cual, a su vez, las vendió con grandes facilidades a los antiguos arrendatarios. En 1907 se llevó a cabo la primera elección general para escoger a 80 miembros de la Cámara o Asamblea filipina y se inició el libre juego de partidos políticos, y la lucha por la independencia total de las islas se volvió civilista. Así, en 1935 se llegó al establecimiento pacífico del Commonwealth de las Filipinas que habría de desembocar, al terminar la guerra de 1941 contra el Japón, con la total independencia, en la cual los Estados Unidos sólo conservarían bases militares aéreas y navales. La guerra de Secesión había detenido la marcha en los Estados Unidos y al salir de ella se encontraron sin una flota mercante ya que la anterior había sido destruida en el conflicto por los corsarios de los estados sureños como el
famoso Alabama. Asimismo, dentro de su territorio tenía que resolver graves problemas, sobre todo el de la situación de las naciones indígenas, las cuales cada año perdían más y más territorios a favor de los colonos y llegaba el momento en que ya no había tierras bastantes para ellos. Otro esfuerzo monumental fue la necesaria construcción de las grandes vías de comunicación interoceánicas. Pero en la última década del siglo XIX esos problemas estaban casi totalmente resueltos y las energías de la joven nación aún no terminadas. Quedaba Alaska por poblarse, lo cual se facilitó con la llamada “fiebre del oro” de Klondike. En el Pacífico quedaban sólo algunas islas guaneras y atolones sin importancia, ya que los franceses, los australianos, los neozelandeses y los ingleses habían reclamado para sí la protección de las más importantes o las habían convertido ya en colonias. Y quedaban también las islas Sandwich, mejor conocidas por su verdadero nombre de Hawai. Su situación sobre la ruta comercial que unía el gran triángulo por el cual se llevaba a cabo casi todo el comercio en el Pacífico, formado por San Francisco, Yokohama y Sidney, las hacía codiciables para todas las naciones. Ya habían hecho intentos de adueñarse de ellas, o, por los menos, de extender su protectorado sobre la monarquía de los Kamehameha varias naciones, como los rusos, los ingleses y los franceses. Pero eran los norteamericanos quienes tenían mayor poderío dentro de las islas mismas. Ya hemos visto cómo, a fines del siglo XVIII y a principios del XIX, uno de los caudillos de Hawai, de la isla de Oahu, con la ayuda de algunos aventureros europeos, logró hacerse el señor de todo el archipiélago, y como en otros muchos casos, ya había renegado de la antigua religión. La última reina de Hawai, Liliuokalani, cuenta que fue su tía bisabuela, la reina Kapiolani, quien rompió el poderío de la diosa Pele al arrojar al cráter del volcán de ese nombre las moras sagradas que se daban en las faldas de la montaña. El caso es que cuando llegaron los primeros misioneros de Bostan, ya la casa real tenía por lo menos ciertos rudimentos de cristiandad y había roto con la antigua religión. La casa real de Hawai tuvo siete monarcas: los cinco primeros con el nombre de Kamehameha, el sexto Kalakaua y, finalmente, la reina Liliuokalani. En un principio, como es natural, el poder era autocrático y el monarca era dueño de vidas y haciendas, pero poco a poco se fue haciendo sentir la influencia de los misioneros y se buscaron formas más democráticas de gobierno. El principal cambio no estuvo en la casa reinante y en la aristocracia, formada por los descendientes de los antiguos jefes, sino en la población misma. Kamehameha I reinaba sobre un
pueblo netamente hawaiano, en el cual había unos cuantos extranjeros de Occidente y de China que si bien tenían cierta influencia económica eran de todos modos extranjeros y no intervenían en la política local. Para mediados del siglo, la situación ya había cambiado. Los hijos de los primeros misioneros se habían adueñado de los negocios más productivos, como ya hemos visto, y la mayoría de la población no era ya polinesia, sino china, japonesa y norteamericana. La administración de la cosa pública se complicaba con una economía compleja y los reyes tuvieron que recurrir a los buenos oficios de los americanos del llamado Mission Party para que los ayudaran en esas tareas, para las cuales ellos no tenían mayores dotes o conocimientos. Hay que recordar, como un ejemplo, que Kamehameha IV, a pesar de vestir lujosos uniformes militares europeos, con gran número de condecoraciones, en un banquete le dio un balazo a su secretario Neilson y lo dejó muerto. Así, poco a poco, los misioneros fueron dominando la economía y la administración. Dos de ellos, Cook y Castle, fueron enviados por la American Board of Commissioners for Foreign Missions, y cuando ya estuvieron seguros de conocer a fondo la vida de las islas, cortaron sus relaciones con la casa central misionera y se establecieron para negociar por su cuenta creando una de las compañías mercantiles más importantes de esas islas. Pero para asegurar más aún su influencia sobre la casa real y la política hawaiana, muchos de los misioneros y sus hijos se casaron con las princesas. La misma reina Liliuokalani era la esposa del norteamericano John Owen Dominis, quien luego fuera su Alteza Real el príncipe consorte y cuyo padre era un capitán mercante de Boston que desapareció con barco y tripulación en 1846. Por cierto que el pastor que ofició en la boda, el reverendo Damón, fue padre de uno de los banqueros más ricos en las islas, S. M. Damón, lo cual atestigua, una vez más, el enriquecimiento de los hijos de los misioneros. Cuando el rey Kalakaua subió al trono, ya toda la administración del reino, incluyendo la de la justicia, estaba en manos de los norteamericanos del Mission Party. El rey, débil de carácter, sintiéndose solo entre una población ya extranjera en su mayor parte, fue cediendo ante la presión de sus ministros y funcionarios para que buscara un acercamiento cada vez mayor con los Estados Unidos. Sus ministros lo obligaron, se dijo que hasta con amenazas de muerte, a proclamar una Constitución escrita por ellos, mediante la cual cedía todo su poder a la Asamblea y al gabinete. A su muerte y al ascender al trono la reina Liliuokalani, ya la figura del monarca
no era más que un adorno inútil o una memoria de cuando los polinesios eran dueños de las islas. Por fin, en 1893, la reina fue notificada por sus ministros que quedaba depuesta y que se había formado un gobierno provisional y declarado la república. El primer gobernante era el banquero Damón, hijo del pastor que oficiara la boda de la reina. Ésta no aceptó el hecho y con algunos ministros fieles, todos ellos norteamericanos, recurrió al presidente Harrison y al presidente electo Clover Cleveland. En su protesta, fechada en 1893, decía la reina: Cedo ante la fuerza superior de los Estados Unidos de América, cuyo ministro plenipotenciario, Su Excelencia John L. Stevens, ha hecho desembarcar tropas norteamericanas en Honolulú y declarado que sostendría al gobierno provisional. Ahora, para evitar un choque entre las fuerzas armadas, y tal vez pérdidas de vidas, yo, bajo protesta y obligada por la fuerza, cedo mi autoridad hasta el momento en el cual el gobierno de los Estados Unidos, enterado de la verdad de los hechos, deshaga lo actuado por su representante.
El gobierno de los Estados Unidos no deshizo lo hecho por Stevens y en 1895 la reina fue encarcelada y obligada a abdicar formalmente, también bajo protesta. Con esto se creó la república de Hawai cuyo presidente Sanford Ballard Dole procedió de inmediato a firmar con los Estados Unidos un tratado, cuyo artículo II declaraba: “La República de Hawai, por medio de este instrumento, cede absolutamente y sin reserva alguna a los Estados Unidos de América todos los derechos de soberanía de cualquier clase sobre las islas Hawai y sus dependencias; y queda convenido que todo el territorio perteneciente a la república de Hawai queda anexado a los Estados Unidos de América, bajo el nombre de Territorio de Hawai”. Así el reino de Hawai, en pocos años, se vino a convertir, no en un estado de la Unión como aspiraban los del Mission Party, sino en un territorio más, como Alaska. Cincuenta años más tarde habría de convertirse finalmente en el estado número 50. La primera posesión alemana en el Pacífico fue en las islas Marshall, atolones que teóricamente pertenecían a España, pero que nadie codiciaba y a los cuales sólo llegaban los balleneros con su cauda de enfermedades, embriaguez y desorden. Cuando éstos se fueron, alrededor de 1860, no quedaron más que los traders, especialmente una compañía alemana, la Jaluit Company, la cual logró establecerse en el negocio de la copra y al poco tiempo logró que Alemania extendiera su protectorado sobre las islas. Cuando España perdió las Filipinas y Guam, en el tratado de París, Alemania
se apresuró a ocupar algunas de las islas que los españoles reconocían como suyas y, finalmente, a adquirirlas de España. Hasta 1909 los principales productos en los cuales se obligaba a trabajar a los naturales fueron la copra y la concha nácar, pero en esa fecha el interés se trasladó a los fosfatos, abundantes sobre todo en Angaur. La administración alemana de las islas del Pacífico se distinguió sobre todo por la comprensión de las autoridades de la manera de vida de los naturales y su poca interferencia con las estructuras sociales tradicionales. Después de la primera Guerra Mundial, las Marshall, las Marianas y las Carolinas, con la excepción de Guam, quedaron bajo el mandato del Japón, que estableció su capital en Palau y llevó a las islas una considerable cantidad de emigrantes japoneses y coreanos, quienes modificaron sustancialmente la vida de los isleños. La navegación a vapor y la intensidad del comercio internacional durante el siglo XIX habían modificado las rutas del mar. Ya hemos visto cómo el tradicional triángulo del Callao, Acapulco, Manila, se convirtió en el de San Francisco, Yokohama, Sidney. Las costas latinoamericanas del Pacífico se vieron prácticamente abandonadas al quedar fuera de las grandes rutas. Pero a la vez, la navegación a vapor hizo posible y practicable el paso por el estrecho de Magallanes, con lo cual volvió a cobrar actualidad, ya que ahorraría a los barcos la vuelta por el cabo de Hornos y sus constantes tempestades. Chile, apenas terminadas las guerras de su independencia, inició el avance hacia el sur de su angosto territorio. Aunque Simón Bolívar reclamaba para el Perú la posesión de la isla de Chiloé, ya que había sido administrada directamente desde Lima tanto en lo civil como en lo religioso, el gobierno de Chile la ocupó desalojando a las fuerzas españolas que aún permanecían en ella y la incorporó a la nueva república. Los cazadores de focas y lobos de mar, muchos de ellos chilotas, cooperaron para un mejor conocimiento del dédalo de islas, estrechos, golfos y glaciares al sur de Chiloé, pero Chile, hasta 1843, no había intentado reclamar el estrecho y la Tierra de Fuego para sí. Ese año el presidente Bulnes envió la goleta Ancud a tomar posesión del estrecho a nombre de Chile y se fundó Fuerte Bulnes, cerca del famoso Puerto del Hambre, de Sarmiento de Gamboa. El principal objeto de esta primera colonia, aparte de tomar posesión de esas tierras, era establecer un penal. Bulnes quería sobre todo elevar la bandera chilena en esas regiones ante el temor de que Inglaterra resolviera ocuparlas, como ya lo había hecho con las islas Malvinas. Pronto se vio que el sitio escogido para la erección de Fuerte Bulnes era
incómodo debido a lo quebrado del terreno y a los tremendos vendavales que lo azotaban, así que se resolvió trasladar la villa un poco más hacia el oriente, a Punta Arenas. Dos graves motines de prisioneros pusieron en peligro la existencia misma de la colonia y obligaron al gobierno a dejar de enviar reclusos allá. Al mismo tiempo se establecieron algunas empresas dedicadas a la caza de la ballena y de la foca, con lo cual empezó a cobrar vida propia. En 1876 se llevaron los primeros borregos de las Malvinas, donde habían prosperado notablemente, y al poco tiempo la lana se convirtió en el principal producto de la zona. La población se incrementó con la noticia de la existencia de placeres de oro, que nunca dieron mayor rendimiento, y en la última década del siglo hubo una considerable inmigración de húngaros y austriacos que han convertido a la ciudad más austral del mundo en un puerto de considerable actividad y en un centro industrial. Durante el siglo XIX Chile se enfrentaba a una situación distinta a la de las nuevas naciones sudamericanas. No sólo pasaba por una inagotable serie de revoluciones y luchas internas en busca de una forma de gobierno adecuada, sino que veía su territorio reducido a una estrecha faja entre el mar y los Andes que si bien gozaba de algunos valles pródigos en trigo y en uvas, no eran lo bastante extensos para dar acomodo y ocupación provechosa a toda la población. Así, casi inmediatamente después de la independencia, se puede observar el fenómeno de grandes grupos chilenos emigrados, tanto a la zona argentina de Mendoza, como al Perú y a Bolivia, en busca de trabajo. Estas migraciones llevaron a los chilenos hasta California, en pos del oro, a Australia y a las islas del Pacífico, y debido a ellas se conservó —caso único en América Latina— una liga con Oceanía y la posesión de la isla de Pascua. Uno de los presidentes chilenos fue expatriado a Tahití y se contó que tuvo un encuentro romántico con la reina Pomare Vahine. Bulnes meditaba cooperar con la independencia de Filipinas, a mediados del siglo, con una armada chilena. Pero la ampliación del territorio resultaba más lógica en el propio continente. De allí la expansión que ya hemos visto hacia el sur. Por el norte los chilenos encontraban la agrura del desierto de Atacama y los salares inhóspitos, tierras muertas sin interés para el hombre. La Patagonia tampoco ofrecía grandes perspectivas y ya los argentinos avanzaban arrollando a los indios al sur del río Negro. Por un tiempo se exploraron las posibilidades de hallar depósitos de guano, pero se vio que eran pocos los que existían en el territorio chileno, comparados con los que había en las costas de Bolivia y del Perú.
En 1866 dos chilenos, Ossa y Puelma, descubrieron en los salares del desierto del norte el salitre, fácilmente exportable a Europa por la bahía, inhabitada entonces, de Antofagasta. Por desgracia, tanto Antofagasta como los salares donde se hallaba el salitre pertenecían a Bolivia. El interés por el salitre puso nuevamente sobre la mesa de discusión la cuestión de los límites con Bolivia. El Perú, que había suscrito un pacto secreto con Bolivia, sostuvo la posición de ésta y pronto se llegó a la declaración de guerra. La armada chilena logró el dominio completo del mar, a pesar del valor y la pericia del almirante peruano Grau, muerto en combate. Dueños ya del mar, los chilenos invadieron la costa boliviana y avanzaron sobre el Perú hasta ocupar la ciudad de Lima. En 1844 se firmó el Tratado de Ancón, mediante el cual Chile recibía todo el desierto de Atacama hasta la ciudad de Tacna, que posteriormente sería devuelta al Perú. Así, Bolivia quedaba sin litoral, pero se le reconocía el libre tránsito de personas y mercancías por los puertos de Arica y de Antofagasta. El paso por el estrecho de Magallanes no resolvía el problema del acceso al Pacífico, sobre todo para los Estados Unidos que tenían costas en ambos mares con una enorme extensión territorial entre la una y la otra, y para los europeos, ansiosos siempre de una ruta más corta al Oriente. La vuelta por el estrecho o por el cabo de Hornos era larga y peligrosa. Así, a principios del siglo XIX aún tenía vigencia en la historia del Pacífico el viejo problema de los españoles, esa barrera americana que dividía los dos océanos. Los Estados Unidos, al igual que España en siglos anteriores, se veían obligados a mantener dos flotas, la del Atlántico y la del Pacífico, casi sin comunicación entre sí. Cierto es que el ferrocarril interoceánico, con terminales en el Atlántico y en el Pacífico, facilitaba el tránsito, pero no lo bastante para satisfacer las necesidades del comercio del siglo XIX, cuando la mayor parte de la industria norteamericana se hallaba en las costas atlánticas y sus principales mercados y fuentes de aprovisionamiento de materias primas en el Pacífico. Desde que Vasco Núñez de Balboa descubriera el Pacífico en las costas americanas, los españoles se asombraron de la corta distancia que había entre los dos mares y, conforme exploraron el istmo centroamericano, se dieron cuenta de que era posible hacer el paso que la naturaleza no había colocado allí. Diego Caro de Mesa, en Costa Rica, “vido por vista de ojos, desde cima de la cordillera alta, los dos mares de Sur e Norte, cosa digna de notar”. En Nicaragua, los grandes lagos ofrecían otras posibilidades, con los ríos San
Juan y Desaguadero. Gómara opinaba: “Es tan dificultosa y larga la navegación a las Molucas de España por el estrecho de Magallanes que hablando sobre ella muchas veces con hombres pláticos de Indias y con otros historiales y curiosos, habemos oído un buen paso, aunque costoso, el que no solamente sería provechoso, empero honroso para quien lo emprendiese, si se hiciese”. Perdido en España el interés por la Especiería, se estableció la ciudad de Panamá y el camino nuevo que la unía con Las Cruces y Portobelo, en el Caribe o Mar del Norte, y por ese medio se encaminó durante mucho tiempo todo el tráfico con la costa del Pacífico sudamericano, pero no el de Asia, como ya hemos visto. Posteriormente, necesidades de guerra obligaron a los españoles a abrir un camino de río de la Plata a Lima, a través de los Andes y de la Audiencia de Charcas, la actual Bolivia, pero Panamá siguió siendo el centro más importante de todo el comercio con el Perú. Varias veces durante los tres siglos de dominación española se habló de la conveniencia de hacer un canal, pero no se hizo nada al respecto. En el siglo XIX, independiente ya la América española, se volvió a pensar en el canal transístmico y Morazán hizo planes para trazarlo por Nicaragua; para financiarlo, logró interesar a Henry Clay de los Estados Unidos y a capitalistas holandeses, pero sólo se hicieron algunas inspecciones del terreno. Luis Napoleón, antes de ser presidente de Francia, escribió un folleto acerca de las posibilidades del canal y la imperiosa necesidad de que fuera justamente Francia la que lo construyera. Luis Napoleón tenía una inclinación indudable por los canales y, bajo su reinado, Lesseps logró construir, con capital y técnicos franceses, el canal de Suez; al terminarlo con éxito, se dedicó a organizar la empresa panameña. Mientras, Inglaterra no se dormía sobre sus laureles y durante un tiempo ocupó Bluefields, en la costa nicaragüense, como base para un posible canal. Cuando California pasó a pertenecer a los Estados Unidos y se descubrió el oro en California, la increíble afluencia de gambusinos y aventureros hizo que los Estados Unidos abrieran dos rutas para pasajeros que quisieran ir rápidamente de un mar al otro, la una por Nicaragua y la otra por Panamá, donde la casa Vanderbilt construyó un ferrocarril. La guerra de Secesión hizo que los norteamericanos perdieran momentáneamente el interés en asuntos fuera de sus fronteras a pesar de que ya en 1850, en el Tratado Clayton-Bulwer, habían convenido con Inglaterra en que ninguna de las dos naciones, por sí sola, intentaría realizar el canal.
Mientras tanto en 1869, Francia terminaba el canal de Suez y podía volver los ojos a otras empresas. Lesseps quiso probar fortuna en Panamá y para ello constituyó la Société Civil e Internationale du Canal Interocéanique, para la cual se obtuvo una concesión del gobierno de Colombia con el objetivo de poder ejecutar las obras en territorio que entonces pertenecía a esa nación. Desde el principio los gobiernos de los Estados Unidos vieron con gran recelo la actividad francesa y tanto el presidente Ulises Grant como el presidente Hayes se refirieron a la necesidad imperiosa que tenían los Estados Unidos de que el canal que se construyera no estuviera bajo el dominio exclusivo de una potencia europea. Grant decía, parodiando la forma de gobierno de su patria: “Un canal americano, en territorio americano, para el pueblo americano” y es de creerse que el término “americano” se utilizaba en el sentido de ciudadano de los Estados Unidos. Se contaba que cuando la construcción del ferrocarril transístmico en 1850, cada durmiente de la vía había costado la vida de un hombre. En realidad, la fiebre amarilla y la malaria se habían llevado sólo unas 800 vidas, de entre 6 000 trabajadores, en gran parte chinos, que estuvieron ocupados en las obras del ferrocarril. Pero cuando se intentó empezar las obras del canal, la cosecha de la muerte fue extraordinaria. A pesar de los médicos y de los hospitales fundados por la compañía, dado que se ignoraba el sistema de transmisión de la fiebre amarilla, en los primeros años murieron más de 15 000 trabajadores que habían sido llevados allí de Europa y de Asia. Lesseps había resuelto hacer el canal al nivel del océano, como el de Suez, lo cual requería el corte de tajos enormes, casi impracticables con la maquinaria con que se contaba en aquella época. Para el año de 1900, la compañía había invertido más de 100 millones de dólares y no se había hecho ni la mitad de las obras. En Francia estalló el típico escándalo financiero: el hijo de Lesseps fue a la cárcel y varios diputados y ministros tuvieron que dimitir pues se comprobó que los directivos de la compañía habían cohechado a diestra y siniestra para seguir gozando del apoyo económico de Francia. Baihuat, ministro del Interior, confesó que había recibido 375 000 francos. La voz “Panamá” se convierte en sinónimo de estafa. Es el típico affaire francés, con su cauda de suicidios, muertes misteriosas, duelos con pistola, juicios escandalosos y campañas de odio, en esa ocasión contra los judíos, ya que los principales directivos de las finanzas de la compañía eran judíos alemanes. Alfred Dreyfus es, en parte, una de las víctimas inocentes del affaire y se pasa más de cuatro años en la isla del Diablo, en la Guayana francesa. Hasta
el gran Clemenceau se ve implicado y es acusado públicamente en la Asamblea, incidente que termina con el obligado duelo con pistola y el abrazo de reconciliación. Un joven ingeniero de la compañía, Bruneau-Varilla, quien había convencido a los directivos, ya tarde, de la necesidad de modificar los planes y construir el canal con esclusas, ante el fracaso se dedica a recorrer los países que se pudieran interesar por terminar la obra antes de que venciera el convenio firmado con el gobierno de Colombia. Hace intentos en Rusia y en Inglaterra y, finalmente, en los Estados Unidos, donde seguía sosteniéndose la tesis de que el lugar indicado para el corte era Nicaragua. Después de muchos esfuerzos, logra interesar al presidente Theodore Roosevelt, se firma un tratado con el ministro de Colombia y se arregla la compra de las acciones de la antigua compañía por 40 millones de dólares. Pero desgraciadamente para los planes del presidente Roosevelt y de Bruneau-Varilla, el Congreso de Colombia se niega a ratificar el tratado suscrito por el ministro, ya que lo considera indigno y en contra de la soberanía de la nación. Pero Roosevelt tiene otra arma. Sabe que existe un grupo de panameños que buscan desligar al istmo de la república de Colombia y los organiza para que declaren la independencia de la república de Panamá. La revolución es breve. Un barco colombiano trata de bombardear la ciudad de Panamá con los seis proyectiles que tiene en sus cañones, logra matar a un chino y a un burro, y se retira ante la presencia de barcos de guerra norteamericanos que impiden el desembarco de las tropas colombianas. El 6 de noviembre de 1903 se declara oficialmente la independencia de la república de Panamá y ese mismo día el gobierno de Washington la reconoce. Bruneau-Varilla es nombrado de inmediato ministro plenipotenciario de Panamá en Washington y el 18 de noviembre se firma un tratado mediante el cual la nueva república concede a los Estados Unidos el derecho de construir un canal transístmico. El día 2 de diciembre el gobierno de Panamá ratifica el tratado mediante el cual los Estados Unidos se comprometen a terminar el canal, a permitir su uso a todos los barcos del mundo y se reservan el derecho de protegerlo en caso de guerra. A cambio de ello pagarán una renta anual. Tendrán, además, la soberanía sobre un territorio de ocho kilómetros de ancho a cada lado del canal. El Senado y el pueblo norteamericanos recibieron estupefactos la noticia de lo que había hecho Roosevelt y el escándalo fue considerable, pero el Senado acabó por ratificar el tratado y ordenar el pago de 40 millones de
dólares a la antigua compañía. El canal de Panamá, construido mediante el sistema de esclusas que elevan los barcos, fue inaugurado en 1913 por el presidente Wilson. Con eso se modificaron nuevamente las rutas marítimas del Gran Océano y Panamá volvió a ser centro de navegación mundial, aunque el enorme tráfico que pasa por las esclusas de Gatún no ha logrado mejorar notablemente la vida de los habitantes de la república.
CONCLUSIONES
Ésa fue la historia. La era de Enrique el Navegante se clausuró con los holocaustos de Nagasaki e Hiroshima, como muestra de que el progreso había llegado a los últimos rincones del mundo. Esa extraña curiosidad que hizo hombre al humanoide lo condujo, de cambio en cambio, hasta un conocimiento científico suficiente para usar las fuerzas fundamentales del universo e inaugurar, así, la era atómica. Lo que hemos llamado Occidente se había impuesto en todo el mundo no sólo con su ciencia y su tecnología, sino con sus sistemas políticos y administrativos. Pero en ese mismo transculturar al mundo estuvo el talón de Aquiles de Occidente. Apenas firmada la paz que ponía fin a la segunda Guerra Mundial, cuando aún el polvo de Hiroshima no perdía su radiactividad, las fuerzas que Occidente había diseminado al azar por todo el mundo empezaron a actuar en su contra. Japón, aunque derrotado al final, había demostrado a los pueblos del mundo que el hombre blanco no era invencible. Allí quedaban como recuerdo la toma de Manila y la batalla de Batán, la caída de Singapur y de Batavia, la ocupación de Borneo, las ruinas de la Armada norteamericana en Pearl Harbor. Los ejércitos imperiales de Japón habían barrido con los de los Estados Unidos, Inglaterra, Holanda, Australia y Nueva Zelanda. Pero en cambio China, abandonada por todos aquellos que se habían comprometido a defenderla, lo había hecho sola durante 10 años. Esta lección no había caído en oídos sordos: todos los pueblos, encabezados por la India, exigieron su libertad. Y tenían las armas necesarias para lograrla. Occidente les había dado su tecnología y ésta opera por las mismas leyes en cualquier parte del mundo. Y también les había dado el sentido de nación y de nacionalismo, que prácticamente no había existido más que en China y en el Japón con características especiales. Una de las herencias de los pueblos de Occidente es la de formar naciones, tal vez por un sentido de imitación, en los pueblos
sojuzgados. Es interesante observar que las naciones americanas se forman no de acuerdo con la raza, la lengua y la cultura de las mayorías indígenas, sino tomando como límites las divisiones administrativas españolas. Así, en México se incluyen nahoas, mayas, zapotecas y otras muchas tribus sin más aglutinante que el haber formado parte del virreinato de la Nueva España. En Sudamérica, Ecuador y Bolivia se separaron del Perú, a pesar de haber sido parte del Imperio incaico, por pertenecer a dos audiencias casi autónomas del virreinato. Así, vemos que la obra fundamental de España fue la que menos se pensó llevar a cabo: la creación de varias nacionalidades y nacionalismos con personalidad propia, y todos los afanes, de Simón Bolívar a la fecha, por volver a unificar lo que fuera el Imperio español en América, han rendido muy escaso fruto. A Holanda le sucedió algo semejante: la actual República de Indonesia se forma no por afinidades raciales, religiosas o culturales, sino con los territorios que antaño ocuparon los Países Bajos. Así, el presidente Sukarno exige el Irián occidental (Nueva Guinea), poblado por tribus sin afinidad con los malayos, sólo porque había sido parte de las Indias Orientales Holandesas. En cambio, no hace moción alguna para la ocupación del Timor portugués que es parte integral del mundo malayo. Filipinas, como república, se integra con las islas que fueran parte de la colonia española y, posteriormente, norteamericana, aunque entre ellas haya algunas con mayoría musulmana, enemiga tradicional de la zona cristiana de Luzón y los Vizayos. Los ejemplos, sobre todo en África, podrían repetirse hasta la saciedad, pero bástenos recordar aquí a la India, unificada por primera vez en su historia debido a la poderosa mano administrativa de Inglaterra. La igualdad o, por mejor decir, la homogeneidad en la ciencia y en la tecnología que emana de ella, ha llevado a las naciones del mundo a la adopción de sistemas políticos y administrativos occidentales. Nadie discute ya la idea de la democracia, aunque son pocas las naciones en las cuales se aplica efectivamente la norma democrática consignada en sus constituciones. Los militares en América, en África y en Asia se convierten en dictadores, anunciando a todo el mundo que lo hacen para salvaguardar esa democracia que es la base jurídica de sus estados. En verdad sigue operando la más clara y vital de las lecciones que Occidente legara al mundo, la del necesario uso de la fuerza para imponer lo que Occidente considera que es el bien, aunque nunca se ha probado que lo sea. Resulta muy difícil imaginar cuál fue el bien que recibieron los casi desaparecidos pueblos de la Polinesia. ¿Qué ventaja ha tenido el Reino Ermitaño de Corea al abrirse a todo el mundo? ¿Qué ganó
China con el progreso que se le impuso por la fuerza en el siglo XIX? Inútil resulta hablar de los grupos humanos más débiles, como los australoides, los onas, los alacalufes, etc., que han desaparecido para siempre en la tormenta promovida por Occidente. Pero la idea fundamental de Occidente era la de llevar el bien que gozaban ellos a todos los pueblos del mundo. Para el español, el bien mayor era ser católico y español, y los reyes y algunos de sus funcionarios trataron sinceramente de lograr este fin en las Indias. Para el inglés del siglo XIX el mayor bien era el Progreso con P mayúscula. Y lo quiso llevar a todo el mundo y echó sobre los hombros del hombre blanco esa responsabilidad. Para el norteamericano era —y lo sigue siendo en muchos casos— que todo hombre y mujer del mundo pudieran gozar del privilegio de un american way of life. Tal vez este deseo emane de lo que ya se ha mencionado en el prólogo, ese sentido del dios único y celoso, considerado como el bien sumo. Pero sea cual sea su origen, es un afán típico en los pueblos expansionistas, los cuales no se han detenido a considerar que esos bienes sumos de ellos y para ellos bien pueden no serlo para otros pueblos y otras culturas. Tampoco han meditado en el hecho de que las formas que toman las culturas y las metas que buscan provienen de un devenir más o menos largo, esto es, de una serie de cambios que se consideraron necesarios y se llevaron a cabo y que, de no intervenir las naciones expansionistas, hubieran seguido sucediendo rumbo a las metas de esa cultura y no a las impuestas por la adoptada o forzada. Y ahora resulta que las mismas metas que el grupo expansionista quiso imponer al mundo se han modificado también, han sufrido el imprescindible cambio de todo lo que es humano. Así como la democracia como meta se ve rara vez cumplida en su totalidad, el comunismo como meta tampoco se cumple. Y una y otra metas, nacidas de la historia de los pueblos expansionistas, son las que se pretenden imponer a los pueblos que han recibido esa expansión. La segunda Guerra Mundial tuvo como finalidad imponer una meta u otra: el fascismo o nacionalsocialismo o la democracia liberal. La actual guerra fría se libra para que el mundo adopte la democracia liberal o el comunismo leninista. Pero esa guerra no se libra sobre los territorios de las naciones que dieron al mundo esas ideologías y que son sus campeonas, sino en pueblos como Corea o Vietnam que no han vivido los procesos históricos necesarios para llegar a tener como propias cualquiera de esas dos metas. Éste es el tremendo problema del tiempo histórico en el momento de la
universalización de la historia. Y este problema emana también del afán de pretender interpretar los fenómenos de la historia como si fueran fenómenos científicos. Pensamos que si el motor de explosión funciona por las mismas leyes en Saigón que en Washington, lo mismo debe suceder con la democracia. La expansión del llamado Occidente al resto del mundo ha provocado una enorme serie de cambios violentos. No es tarea de la historia el detenerse a juzgar si esos cambios son para bien o para mal. El hecho indudable es que han sucedido y que tenemos que vivir con ellos y con los que sucedan como consecuencia de ellos. Inútil es llorar por las culturas desaparecidas. Ya hemos visto cómo muchas de ellas desaparecieron, no por una maldad preconcebida, sino en forma accidental. La mayor parte, porque no pudieron resistir el choque con las culturas mediterráneas. En verdad, desde el primer contacto, como lo hizo notar Cook, estaban condenadas. En muchos casos no era necesario obligarlas al cambio. Su mismo afán de imitación las llevaría a ello. Y ahora todos esos cambios no llevan a la universalidad que, tal vez, sea el impulso negentrópico en el hombre, y en contraste, la entropía nos conduce a conservar formas y maneras de ser, metas y aspiraciones en desacuerdo con lo que ya somos. En el área del Pacífico se enfrentan los Estados Unidos, ya irremediablemente comprometidos en los destinos de Asia, con Rusia y con China. Es la lucha entre tres diferentes metas humanas que pueden llevar al mundo en cualquier momento a la violencia destructora. Pero en verdad los tres pueblos, por diferentes caminos, pretenden alcanzar metas iguales, aunque en diferentes tiempos históricos. Y mientras esto sucede, los otros pueblos de la Tierra se debaten y desgastan en vanos alardes de nacionalismos intrascendentes, olvidada la meta principal: que el objeto de la sociedad es el menor mal para el menor número de hombres o el mayor bien para la mayoría. En la existencia del hombre sobre la Tierra, 500 años son apenas un instante, pero nunca el hombre había vivido tantos cambios en tan poco tiempo, como los reseñados aquí. Por eso la era de Enrique el Navegante ha sido crucial para el mundo, y sus efectos están con nosotros en la era que podría llamarse atómica o universal. Es tan profundo el cambio operado en todas las sociedades en estos cinco siglos que ahora el hombre no se enfrenta con un problema, sino con una serie de problemas nunca vistos y para los cuales, por lo tanto, no tiene antecedentes. Por un lado, encontramos enormes grupos humanos afluentes,
ricos, que eran totalmente desconocidos hace 100 años. Bien señala Galbraith que en toda su historia conocida el hombre ha sido pobre frente a muy pequeñas minorías enriquecidas. Esto ha provocado un pensamiento constante, que tiene por lo menos unos 4 000 años de edad, en el cual la lucha estriba en buscar un equilibrio de la riqueza. Es el pensamiento social del cristianismo, por ejemplo. Pero al existir no ya una minoría rica, sino todas unas sociedades afluentes, el pensamiento debería haberse modificado. El cambio radical de la realidad histórica debió promover el cambio en el pensamiento, que es la vida y es el motor de las transformaciones. Tal vez el hecho de llegar a esa afluencia ha obligado a muchos a pensar que ya no es necesario el cambio, lo cual es imposible; primero, porque éste, como hemos visto, es fundamental en el hombre, y segundo, porque hay otros muchos grupos sociales que siguen hundidos en la tradicional miseria histórica y que, lógicamente, buscan una modificación en sus condiciones de vida. Donde la tecnología y los sistemas sociales y políticos tienden a una universalidad, es casi imposible que la riqueza sea patrimonio sólo de un grupo de naciones. Ahora bien, resulta interesante observar ese grupo de naciones afluentes (los Estados Unidos, Alemania, Escandinavia, Francia, Italia y el Japón). Por lo pronto vemos que todos ellos fueron actores en la expansión colonialista del siglo XIX, esto es, la expansión tardía de Occidente hacia el resto del mundo. Pero las dos naciones que iniciaron esa expansión en los siglos XV y XVI no han logrado, ni lograron nunca, vivir ese fenómeno de la afluencia general. Ya hemos visto cómo la expansión arruinó económicamente a los pueblos ibéricos, y aunque España y Portugal intentaron una nueva expansión en el XIX, ni su Revolución industrial ni su comercio internacional permitieron que fuera una afluencia colectiva. Por lo tanto, ha sido todo el mundo el que ha contribuido a crear esa riqueza de las sociedades afluentes, pero no todo el mundo la goza. Ninguno de los pueblos afectados, con la excepción de los japoneses que fueron indudables expansionistas tardíos, es rico y muchos de ellos se debaten en la más abyecta miseria. Pero dado que todos ellos han captado, por lo menos en lo elemental, la idea del cambio histórico, tratan de promoverlo en un ambiente universal. No es éste el lugar ni me considero con la capacidad suficiente para llevar a cabo el estudio sobre la razón por la cual los pueblos pasivos en la expansión no han llegado a la riqueza, pero el hecho histórico es ése. Hemos dicho que hubo una expansión primaria —siglos XV y XVI— y una
tardía —siglo XIX—. Es indudable que la segunda fue posible gracias a los resultados científicos y económicos de la primera; pero en su sentido humanista fueron completamente diferentes. Como ya hemos visto, la acción oficial de España era dual, esto es, fue una expansión territorial con ambiciones económicas y otra espiritual a la “caza de almas”. Esto trajo como consecuencia que en los lugares donde había culturas indígenas con mayor o menor grado de estabilidad se formó una nueva sociedad, estudiada ya en detalle en el caso filipino. Ahora bien, la mayor parte de las grandes culturas americanas estaban sobre las costas del Pacífico y, con ellas, España pudo forjar las nuevas naciones de América, desde México y Centroamérica hasta Colombia, Ecuador, Perú y Chile, en las cuales la conquista espiritual fue total, esto es, se convirtieron masivamente al catolicismo. Lo mismo sucedió en la parte norte de Filipinas. Pero la misión dual hispánica, contra el primer pensamiento de Las Casas, por ejemplo, obligó también a una hispanización. Era completamente imposible un tan largo contacto sin que se suscitara una serie de cambios fundamentales, a veces intencionales y a veces accidentales, que modificaron hasta el fondo las estructuras indígenas que habían sobrevivido al primer choque violento de la conquista. Los efectos de la conquista se hicieron sentir también rápidamente en España. Ante todo se inició una serie de cambios en la economía, fundamentalmente agrícola, que llevaron a la nación a una inflación sin precedentes y posteriormente a la quiebra. Este hecho ya se había observado con anterioridad en Portugal, pero en España se vieron incrementados los efectos por la situación europea que heredara del imperio y las guerras religiosas. Otros muchos cambios se fueron efectuando en España…[*]
[*] El autor dejó inconcluso aquí su manuscrito.
BIBLIOGRAFÍA
Aduarte, Diego de et al., Historia de la Provincia del Santo Rosario de la Orden de Predicadores en Filipinas, Japón y China, edición preparada por Manuel Ferrero, 2 vols., CSIC, Madrid, 1962-1963 (Biblioteca “Missionalia Hispánica”, 14). Aguado, Pedro de, Primera parte de la Recopilación historial resolutoria de Sancta Marta y Nuevo Reino de Granada de las Indias del mar océano, en la cual se trata del primer descubrimiento de Sancta Marta y Nuevo Reino, y lo en él subcedido hasta el año de sesenta y ocho. Con las guerras y fundaciones de todas las cibdades y villas de él, 3 vols., Espasa-Calpe, Madrid, 1930-1931. Alonso Álvarez, Luis, El costo del imperio asiático. La formación colonial de las islas Filipinas bajo dominio español, 1565-1800, Instituto Mora/Universidad de Coruña, México/La Coruña, 2009 (Serie Historia Económica). Alonso Baquer, Miguel, Generación de la conquista, MAPFRE, Madrid, 1992 (MAPFRE 1492, Armas y América, 3). Anda y Salazar, Simón de (comp.), Documentos para la historia de la invasión y guerra con los ingleses en Filipinas desde 1762 a 1764 (manuscrito inédito). Andagoya, Pascual de, Relación y documentos, edición de Adrián Blázquez Garbajosa, Historia 16, Madrid, 1986 (Crónicas de América, 27). Anónimo, Poema del mío Cid, 8ª ed., Vosgos, Barcelona, 1977 (Grandes Maestros, 10). –––, Relación de la conquista de la isla de Luzón. Escrita en Manila y fechada a 20 días de abril de 1572 años, Vda. de Minuesa de los Ríos, Madrid, 1898. Anson, George, A voyage around the World in the years MDCCXL, I, II, III, IV, edición e introducción de Glyndwr Williams, Oxford University Press,
Londres, 1974 (Oxford English Memoirs and Travels). Archer, Christon I., El ejército en el México borbónico, traducción de Carlos Valdés, FCE, México, 1983 (Sección de Obras de Historia). Arteche, José de, Legazpi, Historia de la conquista de Filipinas, Sociedad Guipuzcoana de Ediciones y Publicaciones, San Sebastián, 1972. Aznar Vallejo, Eduardo, Viajes y descubrimientos en la Edad Media, Síntesis, Madrid, 1994 (Colección Historia Universal, Medieval, 13). Barco, Miguel del, Historia natural y crónica de la Antigua California (Adiciones y correcciones a la noticia de Miguel Venegas), estudio preliminar, notas y apéndices de Miguel León-Portilla, UNAM-IIH, México, 1988 (Serie Historiadores y Cronistas de Indias, 3). Barros, João de, Décadas, selección, prefacio y notas de Antonio Baião, Sá da Costa, Lisboa, 1945-1946 (Colecção de Clássicos Sá da Costa). Bataillon, Marcel, Erasmo y España. Estudios sobre la historia espiritual del siglo XVI, traducción de Antonio Alatorre, 2ª ed., FCE, México, 1996 (Sección de Obras de Historia). Beltrán de Guzmán, Nuño, Memoria de los servicios que había hecho Nuño de Guzmán desde que fue nombrado gobernador de Pánuco en 1525, estudio preliminar y notas por Manuel Carrera Stampa, José Porrúa e Hijos, México, 1955 (Biblioteca José Porrúa Estrada de Historia Mexicana. Primera Serie: La Conquista, IV). Benavente, Toribio de, Motolinía, Memoriales, edición de Luis García Pimentel, preparación de Francisco del Paso y Troncoso, Vicente de Paula Andrade y José María de Ágreda y Sánchez, en casa del editor, México, 1903 (Colección de Documentos para la Historia de México, 19). Benítez, Fernando, El galeón del Pacífico. Acapulco-Manila, 1565-1815, prólogo de Javier Wilmer, Gobierno del Estado de Guerrero, Instituto Guerrerense de Cultura, Chilpancingo, 1992 (Biblioteca del Sur). –––, Los primeros mexicanos. La vida criolla en el siglo XVI, Era, México, 1962 (Biblioteca Era). Bernáldez, Emilio, Reseña histórica de la guerra al sur de Filipinas sostenida por las armas españolas contra los piratas de aquel archipiélago, desde la conquista hasta nuestros días, Memorial de Ingenieros, Madrid, 1857. Bethell, Leslie (ed.), Historia de América Latina, 16 vols., Crítica, Barcelona, 1990-2002 (Serie Mayor). Beyer, Henry Otley, Early history of Philippine relations with foreign
countries, especially China, National Printing, Manila, 1948. ––– (compilación, edición y notas), Moro ethnography. A comprehensive collection of original sources relating to the Mohammedan people of the Philippine Islands, 2 vols., s. p. i., Manila. Bianco, Lucien (comp.), Asia contemporánea, 16ª ed., Siglo XXI, México, 2006 (Historia Universal Siglo XXI, 33). Black, Jeremy, The age of total war, 1860-1945, Praeger Security International, Westport, 2006 (Studies in Military History and International Affairs). –––, Atlas ilustrado de la guerra: del Renacimiento a la Revolución, 14921792, traducción de Bernardo José García García, Akal, Madrid, 2003. –––, La Europa del siglo XVIII, traducción de Mercedes Rueda Savater, Akal, Madrid, 1997 (Akal Historia de Europa, 197). –––, Naval power. A history of warfare and the sea from 1500, Palgrave MacMillan, Nueva York, 2009. Blumentritt, Fernando, Las razas del archipiélago filipino, Establecimiento Tipográfico de Fortanet, Madrid, 1890. Boorstin, Daniel J. (comp.), Compendio histórico de los Estados Unidos. Un recorrido por sus documentos fundamentales, traducción de Carlos Ávila Flores, FCE, México, 1997 (Sección de Obras de Historia). Borja Gómez, Jorge Humberto, Los indios medievales de fray Pedro de Aguado. Construcción del idólatra y escritura de la historia en una crónica del siglo XVI, Instituto de Estudios Económicos y Sociales, Pontificia Universidad Javeriana/Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Historia, UIA, Bogotá/México, 2002 (Colonia/Espiral). Bosch García, Carlos, La expansión de Castilla. Rey de España y rey del mundo, nota preliminar de Humberto Muñoz, UNAM, Coordinación de Humanidades, México, 1996. Bougainville, Louis-Antoine de, Viaje a Tahití. Seguido de Suplemento al viaje de Bougainville o Diálogo entre A y B, por Denis Diderot, José J. de Olañeta Editor, Palma de Mallorca, 1999 (Terra Incognita, 6). Boxer, Charles R., The Portuguese seaborne empire, 1415-1825, A. A. Knopf, Londres, 1977 (History of Human Society, 1). ––– (ed.), South China in the sixteenth century, being the narratives of Galeote Pereira, Fr. Gaspar da Cruz, OP, Fr. Martín de Rada, OESA (1550-1575), The Hakluyt Society, Londres, 1953. Brinkley, Alan, Historia de Estados Unidos. Un país en formación,
traducción de Carlos Julio Briceño y Félix A. Esquivia, 3ª ed., McGrawHill Interamericana, México, 2003. Brockey, Liam Matthew (ed.), Portuguese colonial cities in the Early Modern World, Ashley Publishing, Farnham, 2008 (Serie Empires and the Making of the Modern World, 1650-2000). Buck, Peter H., An introduction to Polynesian anthropology, Bernice Pauahi Bishop Museum, Honolulú, 1945 (Bernice P. Bishop Museum Bulletin, 187). Burke, Edmund, Textos políticos, traducción e introducción de Vicente Herrero, México, FCE, 1942 (Sección de Ciencia Política; Los clásicos, 1). Cadell, Cecilia M., Historia de las misiones en el Japón y Paraguay, traducción de Casimiro Pedregal, S. Sánchez Rubio, Madrid, 1857 (Biblioteca Instructiva). Calderón de la Barca, Pedro, El gran teatro del mundo, edición, estudio introductorio y notas de Domingo Ynduráin, Alhambra, Madrid, 1981 (Colección Clásicos, 18). Cameron, Rondo y Larry Meal, Historia económica mundial. Desde el Paleolítico hasta el presente, traducción de Miguel Ángel Coll, 4ª ed., Alianza Editorial, Madrid, 2005. Camões, Luís de, La Lusiada (Os Lusíadas), traducido y anotado por Gonzalo San Martín Lastra, Ercilla, Santiago de Chile, 1940 (Amauta). Caranci, Carlo A., El imperio portugués, Historia 16, Madrid, 1985 (Cuadernos Historia 16, 215). Carey, William, An enquiry into the obligation of Christians to use means for the conversion of the heathens. In which the religious state of the different nations of the world, the success of former undertakings, and the practicability of further undertakings, are considered, Carey Kingsgate Press, Londres, 1961. Casas, Bartolomé de las, Historia de las Indias, edición de Agustín Millares Carlo, introducción de Lewis Hanke, 3 vols., FCE, México, 1951 (Biblioteca Americana, Serie Cronistas de Indias). Cervantes de Salazar, Francisco, México en 1554, introducción de Miguel León-Portilla, versión castellana de los diálogos de Joaquín García Icazbalceta, UNAM-IIH, México, 2001 (Serie Documental, 25). Chang Wei-hua, A commentary of the four chapters on Portugal, Spain, Holland and Italy in the History of Ming Dynasty, Ha fo Yan jing xue she, Peiping, 1934 (Monograph Series, 7).
Chaunu, Pierre, Conquista y explotación de los nuevos mundos (siglo XVI), traducción de María Ángeles Ibáñez, 2ª ed., Labor, Barcelona, 1984 (Nueva Clío: La Historia y sus Problemas). –––, La expansión europea (siglos XIII al XV), traducción de Ana María Mayench, Labor, Barcelona, 1972 (Nueva Clío: La Historia y sus Problemas, 26). –––, Las Filipinas y el Pacífico de los ibéricos, siglos XVI-XVII-XVIII. Estadísticas y Atlas, Instituto Mexicano de Comercio Exterior, México, 1976 (Serie Historia del Comercio Exterior de México). –––, Historia de América Latina, traducción de Federico Monjardín, Editorial Universitaria de Buenos Aires, Buenos Aires, 1964 (Biblioteca de América, Libros del Tiempo Nuevo, 20). –––, y Huguette Chaunu, Sevilla y América, siglos XVI y XVII, traducción de Rafael Sánchez Mantero, Publicaciones de la Universidad de Sevilla, Sevilla, 1983 (Anales de la Universidad Hispalense, Serie Filosofía y Letras, 65). Clavijero, Francisco Javier, Historia de la Antigua o Baja California, traducción de Nicolás García de San Vicente, estudio preliminar de Miguel León-Portilla, 4ª ed., Porrúa, México, 1990 (“Sepan cuantos…”, 143). Cole, Fay-Cooper, The peoples of Malaysia, D. Van Nostrand, Nueva York, 1945. Colón, Cristóbal, Los cuatro viajes del Almirante y su testamento, edición de Consuelo Varela, Alianza Editorial, Madrid, 2000 (El Libro de Bolsillo, Sección Humanidades, Historia, 4188). Cooke, Edward, A voyage to the South Sea and round the world in the years 1708 to 1711, 2 vols., Da Cappo Press, Nueva York, 1969 (Bibliotheca Australiana, 51-52). Cortés, Hernán, Cartas de relación, nota preliminar de Manuel Alcalá, 16ª ed., Porrúa, México, 1992 (“Sepan cuantos…”, 7). Cosmas Indicopleustes, The christian topography of Cosmas, an Egyptian monk, edición y traducción de John Watson McCrindle, The Hakluyt Society, Londres, 1897 (Work Issued by the Hakluyt Society, 98). Costa, Joaquín, El comercio español y la cuestión de África, Imprenta de la Revista de la Legislación, Madrid, 1882. Crone, G. R., Historia de los mapas, traducción de Luis Alaminos y Jorge Hernández Campos, 3ª ed., FCE, México, 1998 (Breviarios, 120).
Cuesta Gutiérrez, Luisa, La obra de D. Pedro de la Gasca en América; contribución al estudio de la política colonizadora de España en América durante el siglo XVI, Tipografía de “El Eco Franciscano”, Santiago de Chile, 1928. Cuevas, Mariano, Historia de la Iglesia en México, 5 vols., Patria, México, 1993. Dampier, William, A new voyage around the World, introducción de Albert Gray, nueva introducción de Percy G. Adams, Dover Publications, Nueva York, 1968. Dana, Richard Henry, Two years before the mast. And twenty-four years after, Collier, Nueva York, 1937 (Serie Harvard Classics, 23). Darwin, Charles, Diario de la Patagonia. Notas y reflexiones de un naturalista sensible, estudio preliminar, selección y supervisión de Pablo Chiarelli, Continente, Buenos Aires, 2006. Delgado, Juan José, Historia general, sacro-profana, política y natural de las Islas del Poniente llamadas Filipinas, J. Atayde, Manila, 1892 (Biblioteca Histórica Filipina, 1). Díaz del Castillo, Bernal, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (Manuscrito de “Guatemala”), edición crítica de José Antonio Barbón Rodríguez, UNAM/Colmex, México, 2005. Díaz de Villegas y Bustamante, José, La epopeya de Enrique el Navegante, 500 años después, Instituto de Estudios Africanos, Madrid, 1961. Diffie, David Wallis y George Davison Winius, Foundations of the Portuguese Empire, 1415-1580, 2ª ed., University of Minnesota Press, Minneapolis, 1977 (Europe and the World in the Age of Expansion, 1). Dujarday, H., Résumé des voyages, découvertes et conquêtes des Portugais en Afrique et en Asie, aux XVème et XVIème siècles, H. Fournier Jeune, París, 1839. Duverger, Christian, Cortés, prólogo de José Luis Martínez, Taurus, México, 2005 (Memorias y Biografías). Eratóstenes, Catasterismos, traducción de José Ramón del Canto Nieto, Ediciones Clásicas, Madrid, 1992 (Colección de Autores Griegos). Ercilla y Zúñiga, Alonso de, La Araucana, edición, introducción y notas de Marcos A. Morínigo e Isaías Lerner, 2 vols., Castalia, Madrid, 1979 (Clásicos Castalia, 91-92). Estrabón, Geografía, libros XI-XIV, traducción y notas de J. L. García Ramón y J. García Blanco, introducción general de J. García Blanco, revisión de
C. Serrano Aybar, Gredos, Madrid, 2003 (Biblioteca Clásica Gredos, 306). Exquemelin, Alexandre Olivier, Piratas de América, edición de Manuel Nogueira, Historia 16, Madrid, 1988 (Crónicas de América, 39). Faria e Sousa, Manuel de, Asia portuguesa, 3 vols., Henrique Valente de Oliveira Impressor, Lisboa, 1666-1675. Farmer, Edward L. et al. (comps.), Ming History. An introductory Guide to Research, Minnesota University Press, History Department, Minneapolis, 1994 (Ming Studies Research Series). Favier, Jean, Los grandes descubrimientos. De Alejandro a Magallanes, traducción de Tomás Segovia, FCE, México, 1995 (Sección de Obras de Historia). Fernández Duro, Cesáreo, Mateo de Laya. Discursos leídos ante la Real Academia de la Historia en la recepción pública del Ilmo. Sr. Dn. Cesáreo Fernández Duro, el día 13 de marzo de 1881, Imprenta Estereotipia y Galvanoplastia de Aribau y Ca., impresores de Cámara de S. M., Madrid, 1881. Fernández Montagne, Ernesto y Germán Granda Ávila, Apuntes socioeconómicos de la inmigración china en el Perú, 1848-1874, Universidad del Pacífico, Centro de Investigación, Lima, 1977 (Serie Tesis, 1). Fernández de Navarrete, Martín, Colección de diarios y relaciones para la historia de los viajes y descubrimientos, 6 vols., CSIC, Instituto Histórico de Marina, Madrid, 1943. Fernández de Oviedo, Gonzalo, Sumario de la natural historia de las Indias, edición, introducción y notas de José Miranda, ilustraciones de Elvira Gascón, FCE, México, 1996 (Biblioteca Americana). Fernández de Quirós, Pedro, Historia del descubrimiento de las regiones australes, edición de Justo Zaragoza, 2 vols., Imprenta de M. G. Hernández, Madrid, 1876-1880 (Biblioteca Hispano-Ultramarina, 1, 4). Ferro, Marc, La colonización. Una historia global, traducción de Eliane Cazenave-Tapie, Siglo XXI, México, 2000 (Historia). Fox, Robert B., The Philippines in Pre-historic Times. A Handbook for the First National Exhibition of Filipino Pre-history and culture, UNESCO National Committee of the Philippines, Manila, 1959. Galende, Pedro G., Apologia pro Filipinos. The quixotic life and chivalric adventures of Fray Martín de Rada, OSA, in defense of the early Filipinos,
Salesiana Publishers, Manila, 1980. Gaos, José, Historia de nuestra idea del mundo, FCE/Colmex, México, 1992. Gemelli Careri, Giovanni Francesco, Viaje a la Nueva España, estudio preliminar y notas de Francisca Perujo, UNAM, Coordinación de Humanidades, México, 2002 (Nueva Biblioteca Mexicana). Gerhard, Peter, La frontera norte de la Nueva España, 1519-1821, traducción de Patricia Escandón Bolaños, mapas de Bruce Campbell, UNAM-IIH, México, 1996 (Serie Espacio y Tiempo, 3). Gerhard, Peter, Geografía histórica de la Nueva España, traducción de Stella Mastrangelo, mapas de Reginald Pigot, 2ª ed., UNAM-IIH, México, 2000 (Serie Espacio y Tiempo, 1). Gibson, James R., Other skins, Boston ships, and China goods. The maritime fur trade of the Northwest Coast, 1785-1841, McGill-Queen’s University Press, Londres, 1992. Gómez Canedo, Lino (ed.), De México a la Alta California. Una gran epopeya misional, Jus, México, 1969 (México Heroico, 103). González de Agüeros, Pedro, Descripción historial de la Provincia y Archipiélago de Chiloé y obispado de la Concepción, Extramuros Edición, Sevilla, 2007 (América/Extramuros, Crónica de Indias). González Hurtado, Deogracias, La pérdida de Filipinas narrada por un soldado extremeño, 1896-1899. Memorias del sargento Deogracias González Hurtado, introducción histórica y análisis crítico de Julián Chaves Palacios, Editora Regional de Extremadura, Badajoz, 1998. Grattan, C. Hartley, The Southwest Pacific to 1900: a modern history. Australia, New Zealand, the islands, Antarctica, University of Michigan Press, Ann Arbor, 1969 (University of Michigan History of the New World). Greenleaf, Richard, La Inquisición en Nueva España. Siglo XVI, traducción de Carlos Valdés, FCE, México, 1995 (Sección de Obras de Historia). Gumilla, Joseph de, El Orinoco ilustrado y defendido, Academia Nacional de la Historia, Caracas, 1963 (Fuentes para la Historia Colonial de Venezuela, Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, 68). Gutiérrez, Lucio, Domingo de Salazar, OP, first bishop of the Philippines, 1512-1594. A study of his life and work, Universidad de Santo Tomás, Manila, 2001. Hakluyt, Richard, The principal navigations, voyages, traffiques, and discoveries of the English nation, made by sea or our-land to the remote
and farthest distant quarters of the earth, at any time within the compasse of these 1600 years, 2 vols., Cambridge University Press, The Hakluyt Society, Peabody Essex Museum, Cambridge, 1969. Harris, Townsend, The complete journal of Townsend Harris, first American consul and minister to Japan, introducción y notas de Mario Emilio Consenza, prefacio de Douglas MacArthur, C. E. Tuttle, Rutland, 1968. Hawes, Dorothy Schurman, To the farthest gulf. The story of the American China trade, edición e introducción de John Quentin Feller, Ipswich Press, Ipswich, 1990. Hearn, Lafcadio, El Japón fantasmal, traducción de Marián Bango Amorín, Satori, Gijón, 2008. Heine-Geldern, Robert, Conceptions of state and kingship in Southeast Asia, Cornell University, Department of Far Eastern Studies, South Asia Program, Ithaca, 1956 (Data Paper, 16). Heyerdahl, Thor, La expedición de la “Kon-Tiki”, traducción de Armando Revaredo, Juventud, Barcelona, 1971 (Libros de Bolsillo Z, 3). Hidalgo Nuchera, Patricio, Los primeros de Filipinas. Crónicas de la conquista del archipiélago de San Lázaro, Polifemo, Madrid, 1995. Hilton, Sylvia L., La Alta California Española, MAPFRE, Madrid, 1992 (MAPFRE 1492, España y Estados Unidos, 7). Hobsbawm, Eric J., Industria e imperio. Una historia económica de Gran Bretaña desde 1750, traducción de Gonzalo Pontón, 3ª ed., Ariel, Barcelona, 1988 (Ariel Historia). –––, La era del capital, 1848-1875, traducción de A. García Fluixá y Carlo A. Caranci, Crítica, Buenos Aires, 2007 (Biblioteca E. J. Hobsbawm de Historia Contemporánea). –––, La era del imperio, 1875-1914, traducción de Juan Faci Lacasta, Crítica, Buenos Aires, 2007 (Biblioteca E. J. Hobsbawm de Historia Contemporánea). Howse, Derek y Norman J. W. Thrower, A buccaneer’s atlas: Basil Ringrose’s South Sea waggoner. A sea atlas and sailing directions of the Pacific coast of the Americas, 1682, prefacio de David B. Quinn, University of California Press, Berkeley, 1992. Humboldt, Alexander von, Ensayo político sobre el Reino de la Nueva España, estudio preliminar, revisión del texto, cotejo, notas y anexos de Juan A. Ortega y Medina, 7ª ed., Porrúa, México, 2004 (“Sepan cuantos…”, 39).
Ibn Batuta, A través del Islam, traducción, introducción y notas de Serafín Fanjul, Alianza Editorial, Madrid, 2005 (Alianza Literaria, Itinerarios). Johnson, Samuel, Pensamientos acerca de las últimas negociaciones relativas a las islas Malvinas y otros escritos, traducción, prólogo y notas de Pablo Massa y Federico Horacio Lafuente, revisión de Cristina Leone, Proyecto Editorial, Buenos Aires, 2003. Juan y Santacilia, Jorge y Antonio de Ulloa, Noticias secretas de América, edición de Luis J. Ramos Gómez, Historia 16, Madrid, 1991 (Crónicas de América, 63). Konstam, Angus, The history of pirates, Mercury Books, Londres, 2005. Lafond de Lurcy, Gabriel, Viaje a Chile, traducción de Federico Gana G., Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1970 (Testimonios, 3). Lanang, Tun Sri (comp.), Sˇejarah Mˇelayu, or Malay annals, introducción de R. Roolvink, traducción y notas de C. C. Brown, Oxford University Press, Londres, 1970 (Serie Oxford in Asia Historical Reprints). Landín Carrasco, Amancio, Vida y viajes de Pedro Sarmiento de Gamboa, Instituto Histórico de Marina, Madrid, 1945. Latourette, Kenneth Scott, The Chinese. Their history and culture, s. p. i., Nueva York, 1934. Lauridsen, Peter y Vitus Bering, The discoverer of Bering Strait, traducción de Julius E. Olson, introducción de Frederick Schwatka, Books for Library Press, Freeport, 1969. Lee, Kun Sam, The Christian confrontation with Shinto nationalism. A historical and critical study of the conflict of Christianity and Shinto in Japan in the period between the Meiji restoration and the end of World War II (1868-1945), Presbyterian and Reformed Publishing Co., Filadelfia, 1966 (International Library of Philosophy and Theology. Philosophical and Historical Studies). León-Portilla, Miguel, Cartografía y crónicas de la Antigua California, 2ª ed., UNAM-IIH, México, 2001. –––, Hernán Cortés y la Mar del Sur, Ediciones Cultura Hispánica/Instituto de Cooperación Iberoamericana, Madrid, 1985. –––, La California mexicana. Ensayos acerca de su historia, UNAM-IIH/UABC, México, 2000 (Serie Historia Novohispana, 58). ––– (introducción, selección y notas), Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la conquista, versión de textos nahuas de Ángel María Garibay K., UNAM, Coordinación de Humanidades, México, 1989
(Biblioteca del Estudiante Universitario, 81). Leonard, Irving A., Los libros del conquistador, traducción de Mario Monteforte Toledo, FCE, México, 1953 (Sección de Lengua y Estudios Literarios). Lida de Malkiel, María Rosa, La idea de la fama en la Edad Media castellana, FCE, México, 1952 (Sección de Lengua y Estudios Literarios). Lisón Tolosama, Carmelo, La fascinación de la diferencia. La adaptación de los jesuitas al Japón de los samuráis, 1549-1592, Akal, Madrid, 2005 (Akal Universitaria, 243). Longino, De lo sublime, traducción, prólogo y notas de Francisco de P. Samaranch, Aguilar, Buenos Aires, 1980. López, Jacinto, Historia de la guerra del guano y el salitre, o guerra del Pacífico entre Chile, Bolivia y el Perú. Causas y orígenes de la guerra. La guerra naval, prólogo de Virgilio Roel Pineda, Ediciones Documentos, Lima, 1979. López de Gómara, Francisco, Historia de la conquista de México, prólogo y cronología de Jorge Gurría Lacroix, Ayacucho, Caracas, 1979. –––, Historia general de las Indias, modernización del texto antiguo por Pilar Guibelalde, notas prologales de Emiliano M. Aguilera, Iberia, Barcelona, 1965 (Obras Maestras). Lozoya L., Xavier, Plantas y luces en México. La real expedición científica a Nueva España (1787-1803), Ediciones del Serbal, Barcelona, 1984. Lynch, John, Spain under the Habsburgs. I. Empire and absolutism, 15161598, Basil Blackwell, Oxford, 1964. –––, Spain under the Habsburgs. II. Spain and America 1598-1700, Basil Blackwell, Oxford, 1969. Maldonado, Juan, La revolución comunera. El movimiento de España, o sea historia de la revolución conocida con el nombre de las Comunidades de Castilla, notas de José Quevedo, edición de Valentina Fernández Vargas, Ediciones del Centro, Madrid, 1975 (Series del Centro, Ciencias Humanas, 34). Manrique, Jorge, Obra completa, estudio crítico de Miguel de Santiago, Ediciones 29, Barcelona, 1978 (Colección Río Nuevo, Serie Ucieza, 4). Marchena Fernández, Juan, Ejército y milicias en el mundo colonial americano, MAPFRE, Madrid, 1992 (MAPFRE 1492, Armas y América, 10). Marco Polo, El millón, traducción de María de Cardona y Suzanne Dobelmann, Espasa-Calpe, Madrid, 1934.
Marín Martínez, Tomás y José Manuel Ruiz Ascencio (edición, transcripción y descripción), Tratado de Tordesillas, estudio introductorio de Juan Pérez de Tudela, Testimonio, Madrid, 1985 (Tabula Americae, 3). Martínez, José Luis (ed.), Documentos cortesianos, 4 vols., FCE/UNAM, México, 1993 (Sección de Obras de Historia). –––, Hernán Cortés, FCE/UNAM, México, 1990 (Sección de Obras de Historia). –––, Pasajeros de Indias. Viajes trasatlánticos en el siglo XVI, 3ª ed., FCE, México, 2001 (Sección de Obras de Historia). Martínez Shaw, Carlos, El Pacífico español. De Magallanes a Malaspina, Ministerio de Asuntos Exteriores, Secretaría de Estado para la Cooperación Internacional y para Iberoamérica, Dirección General de Relaciones Culturales, Madrid, 1988. –––, El sistema comercial español en el Pacífico (1765-1820). Discurso leído el día 11 de noviembre de 2007 en la recepción pública del Excmo. Sr. D. Carlos Martínez Shaw y contestación por la Excma. Sra. Dª. Carmen Iglesias, Real Academia de la Historia, Madrid, 2007. ––– y Marina Alfonso Mora, Europa y los nuevos mundos. Siglos XV-XVIII, Síntesis, Madrid, 1999 (Historia Universal, Moderna, 3). Martínez de Zúñiga, Joaquín, Historia de las islas Philipinas, impreso por Fr. Pedro Argüelles de la Concepción, Sampaloc, 1803. Mártir de Anglería, Pedro, Décadas del Nuevo Mundo, traducción de Agustín Millares Carlo, estudio y apéndices de Edmundo O’Gorman, estudio bibliográfico de Joseph L. Sinclair, José Porrúa e Hijos, México, 1964 (Biblioteca José Porrúa Estrada de Historia Mexicana. Primera Serie: La Conquista, VI). Massinger, Phillip, The plays of Phillip Massinger, notas críticas y explicación de W. Gifford, vol. III, W. Bulmer and Co., Londres, 1813. Mathes, W. Michael (edición, estudio preliminar y notas), Californiana. Documentos para la historia de la demarcación comercial de California, 1583-1632, Ediciones José Porrúa Turanzas, Madrid, 1965 (Colección Chimalistac de Libros y Documentos acerca de la Nueva España, 22). Mathes, W. Michael, Sebastián Vizcaíno y la expansión española en el Océano Pacífico, 1580-1630, traducción de Ignacio del Río, UNAM-IIH, México, 1973 (Serie Historia Novohispana, 23). Max Neef, Manfred A., En torno a una sociología del desarrollo, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Departamento de
Sociología, Lima, 1965. McNab, Robert, The old whaling days. A history of Southern New Zealand from 1830 to 1840, Golden Press, Auckland, 1975 (New Zealand Classics). Mead, Margaret, Adolescencia y cultura en Samoa, prefacio de Franz Boas, traducción de Elena Dukelsky Yoffe, Paidós Ibérica, Barcelona, 1995 (Paidós Estudio, 47). Medina, José Toribio, El descubrimiento del Océano Pacífico. Vasco Núñez de Balboa, Hernando de Magallanes y sus compañeros, 3 vols., Imprenta Universitaria, Santiago de Chile, 1913-1920. –––, El piloto Juan Fernández, descubridor de las islas que llevan su nombre y Juan Jufré, armador de la expedición que hizo en busca de otras en el Mar del Sur. Estudio histórico, Imprenta Elzeveriana, Santiago de Chile, 1918. Mendoza Vargas, Héctor (coord.), México a través de los mapas, UNAM/IG/Plaza y Valdés, México, 2000 (Textos Monográficos, Historia y Geografía, 2). Merino Navarro, José P., La Armada española en el siglo XVIII, Fundación Universitaria Española, Madrid, 1981. Michitoshi, Takabatake et al., Política y pensamiento político en Japón, 1868-1925, El Colegio de México, México, 1992 (Documentos Básicos para Estudios sobre Japón, 3). –––, Política y pensamiento político en Japón, 1926-1982, El Colegio de México, México, 1987 (Documentos Básicos para Estudios sobre Japón, 1). Miralles, Juan, Hernán Cortés, inventor de México, Tusquets, Barcelona, 2001 (Tiempo de Memoria, 14). Molina Memije, Antonio M., Obras clásicas para la historia de Filipinas, Fundación Histórica Tavera/DIGIBIS/Fundación Santiago, Madrid, 1998 (Clásicos Tavera, Serie I, Iberoamérica en la Historia, 11). Montalbán, Francisco Javier, El patronato español y la conquista de Filipinas, El Siglo de las Misiones, Burgos, 1930. Montero Díaz, Santiago, Aportaciones geográficas del gobernador de Filipinas Guido Lavezares, Imprenta del P. de H. de Intendencia e Intervenciones Militares, Madrid, 1933 (Publicaciones de la Real Sociedad Geográfica, Serie B, 17). Moreno, Rafael, La filosofía de la Ilustración en México y otros escritos,
compilación de Norma Delia Durán Amavizca, prólogo de Mario Magallón Anaya, UNAM-FFyL, México, 2000 (Seminarios). Morga, Antonio de, Sucesos de las Islas Filipinas, edición crítica y estudio preliminar de Francisca Perujo, FCE, México, 2007 (Sección de Obras de Historia). Morrow, James, A scientist with Perry. The journal of Dr. James Morrow, edición de Alan B. Cole, University of North Carolina Press, Chappell Hill, 1947. Moule, A. C. y Kei-wong Chung, The Tai-ming Shih-lu, edición de J. J. L. Duyvendak, E. J. Brill, Leiden, 1940. Muriá, José María, Breve historia de Jalisco, FCE/El Colegio de México, Fideicomiso de Historia de las Américas, México, 1995 (Sección de Obras de Historia, Serie Breves Historias de los Estados de la República Mexicana). Museo Naval, La expedición Malaspina, presentación de Ricardo Cerezo Martínez, Ministerio de Defensa, Museo Naval, Madrid, 1987. Nebenzhal, Kenneth, Atlas de Colón y los grandes descubrimientos, Magisterio Español, Madrid, 2001. Norman, E. Herbert, Japan’s emergence as a modern State, International Secretariat, Institute of Pacific Relations, Nueva York, 1940 (IPR Inquiry Series). O’Brian, Patrick, Capitán de mar y guerra, traducción de Concha Folcrá y Aleida Lama, Alfaguara, Buenos Aires, 2006. O’Donnell, Hugo, España en el descubrimiento, conquista y defensa del Mar del Sur, MAPFRE, Madrid, 1992 (MAPFRE 1492, Mar y América, 6). O’Gorman, Edmundo, La invención de América. Investigación acerca de la estructura histórica del Nuevo Mundo y del sentido de su devenir, 4ª ed., FCE, México, 2006. O’Keefe, John et al., A short account of the new pantomime called Omai, or, A trip round the world. With the recitatives, airs, duetts, trios and chorusses and a description of the procession, T. Cadell, Londres, 1785. Obregón, Baltasar de, Historia de los descubrimientos antiguos y modernos de la Nueva España, edición y prólogo de Mariano Cuevas, SEP, Departamento Editorial, México, 1924. Ortega y Gasset, José, La rebelión de las masas. Con un prólogo para franceses, un epílogo para ingleses y un apéndice: dinámica del tiempo, 16ª ed., Espasa-Calpe, Madrid, 1964 (Austral, 1).
Ortega Noriega, Sergio, Breve historia de Sinaloa, FCE/El Colegio de México, Fideicomiso de Historia de las Américas, México, 2004 (Sección de Obras de Historia, Serie Breves Historias de los Estados de la República Mexicana). –––, Un ensayo de historia regional. El noroeste de México, 1530-1800, UNAM-IIH, México, 1993. Ortega Soto, Martha, Alta California. Una frontera olvidada del noroeste de México, 1769-1846, UAM/Plaza y Valdés, México, 2001. Ots Capdequí, José María, El Estado español en las Indias, FCE, México, 1986 (Sección de Obras de Historia). Oyarzábal, Juan, Descubrimientos oceánicos. Capítulos de historia de la Marina de Guerra, Séneca, México, 1940. Pacheco, Joaquín Francisco et al. (eds.), Colección de documentos inéditos, relativos al descubrimiento, conquista y organización de las antiguas posesiones españolas de América y Oceanía, sacados de los archivos del reino, y muy especialmente del de Indias, 42 vols., Ministerio de Ultramar, Madrid, 1864-1884. Pacheco Maldonado, Juan, Memorial de los servicios del gobernador Juan Pacheco Maldonado y del capitán Alonso Pacheco Maldonado, su padre, de su abuelo y suegro (manuscrito inédito). Palou, Francisco, Relación histórica de la vida y apostólicas tareas del venerable padre Fray Junípero Serra y de las misiones que fundó en la California Septentrional, y nuevos establecimientos de Monterrey, prefacio e introducción por Miguel León-Portilla, 2ª ed., Porrúa, México, 1990 (“Sepan cuantos…”, 143). Panikkar, K. M., Asia and Western dominance. A survey of the Vasco da Gama epoch of Asian history, 1498-1945, G. Allen & Unwin, Londres, 1959. Parry, John H., La época de los descubrimientos geográficos: 1450-1620, traducción de F. Morales Padrón, Guadarrama, Madrid, 1964 (Colección Historia de la Cultura). –––, Europa y la expansión del mundo, 1415-1715, traducción de María Teresa Fernández, 3ª ed., FCE, México, 2003 (Breviarios, 60). Pereyra, Carlos, La conquista de las rutas oceánicas, prólogo de Silvio Zavala, Porrúa, México, 1986 (“Sepan cuantos…”, 498). –––, Breve historia de América, M. Aguilar Editor, Madrid, 1930. Pérez Galdós, Benito, Episodios nacionales, introducción, biografía,
bibliografía, notas y censo de personajes por Federico Carlos Sáinz de Robles, Aguilar, Madrid, 1971 (Obras Eternas). Pérez de Oliva, Fernán, Historia de la invención de las Yndias, estudio introductorio, edición y notas de José Juan Arrom, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1965 (Publicaciones del Instituto Caro y Cuervo, 20). Pérez Priego, Miguel Ángel (edición y prólogo), Viajes medievales II, Fundación José Antonio de Castro, Madrid, 2006 (Biblioteca de Castro). Pigaffeta, Antonio, Primer viaje en torno del globo, prólogo de Martín Casariego, 5ª ed., Espasa-Calpe, Madrid, 1964 (Austral, 207). Ping, He, A history of Chinese and European civilizations, Sichuan University Press, Chengdu, 2007. Plan Carpine, Giovanni del, The story of the Mongols whom we call the Tartars. Historia Mongalorum quos nos Tartaros appellamus. Friar Giovanni di Plano Carpini’s account of his embassy to the court of the Mongol Khan, edición y traducción de Erik Hildinger, Branden Publishing Co., Boston, 1996. Portillo y Díez de Sollano, Álvaro del, Descubrimientos y exploraciones en la costa de California, Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla, Madrid, 1947 (Serie Segunda, Monografías, 7). Pratt, Julius William, Expansionists of 1898. The acquisition of Hawaii and the Spanish islands, Quadrangle Books, Chicago, 1964 (Albert Shaw Lectures on Diplomatic History, 1936). Pulgar, Hernando del, Crónica de los reyes católicos, edición y estudio por Juan de Mata Carriazo, 2 vols., Espasa-Calpe, Madrid, 1943 (Crónicas de España, 5-6). Quiroga, Vasco de, Información en derecho del licenciado Quiroga sobre algunas provisiones del Real Consejo de Indias, edición de Carlos Herrejón Peredo, SEP, México, 1985 (Cien de México). Rada, Martín de, Relación de las cosas de China, s. p. i., Londres, 1953. Rajan, Balachandra y Elizabeth Sauer, Imperialisms. Historical and literary investigations, 1500-1900, Palgrave MacMillan, Nueva York, 2004. Real Academia de la Historia, Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y organización de las antiguas posesiones españolas de ultramar, 25 vols., Establecimiento Tipográfico “Sucesores de Rivadeneyra”, Madrid, 1885-1932. Río, Ignacio del, A la diestra mano de las Indias. Descubrimiento y ocupación colonial de la Baja California, UNAM, IIH, México, 1990 (Serie
Historia Novohispana, 42). –––, Conquista y aculturación en la California jesuítica, 2ª ed., UNAM, IIH, México, 1998 (Serie Historia Novohispana, 32). ––– y María Eugenia Altable Fernández, Breve historia de Baja California Sur, FCE/El Colegio de México, Fideicomiso de Historia de las Américas, México, 2000 (Sección de Obras de Historia, Serie Breves Historias de los Estados de la República Mexicana). Rodríguez-Sala, María Luisa (coord.), La expansión del Septentrión novohispano (1614-1723). Algunos personajes y sus contribuciones, prólogo de David Piñera Ramírez, UNAM-IIS/Instituto Estatal de Documentación de Coahuila, México, 1997. ––– et al., Navegantes, exploradores y misioneros en el Septentrión novohispano, siglo XVI, Conaculta/UNAM-IIS, México, 1993. Rogers, Woodes, A cruising voyage round the World, introducción de Percy G. Adams, Dover Publications, Nueva York, 1970. Romero, Emilio, Historia económica del Perú, Universo, Buenos Aires, 1949. Roth, Dennis Morrow, The friar states of the Philippines, University of New México Press, Alburquerque, 1977. Rousseau, Jean-Jacques, Discurso sobre las ciencias y las artes, traducción de Susana Cano Méndez, Alba Editorial, Madrid, 1996 (Literatura Universal, 66). Rubio Tovar, Joaquín (edición y prólogo), Viajes medievales I, Fundación José Antonio de Castro, Madrid, 2005 (Biblioteca de Castro). Ruiz Islas, Alfredo, “Hernán Cortés y la Isla California”, en Iberoamericana. América Latina-España-Portugal. Ensayos sobre letras, historia y sociedad. Notas. Reseñas iberoamericanas, Iberoamericana Editorial/Vervuert, Madrid/Francfort del Meno, nueva época, núm. 27, septiembre de 2007. Sahlins, Marshall D., Islas de Historia. La muerte del capitán Cook. Metáfora, antropología e historia, traducción de Beatriz López, Gedisa, Barcelona, 1988. Salazar, Domingo de, Relación de las cosas de las Filipinas, Archivo del Bibliófilo Filipino, Manila, s. f. Salcedo y Mantilla de los Ríos, Juan, Proyectos de dominación y colonización de Mindanao y Jolo, Imprenta y Encuadernación de Manuel Llach, Gerona, 1891.
Sanz y Díaz, José, López de Legazpi. Alcalde mayor de México, conquistador de Filipinas, Jus, México, 1967 (México Heroico, 67). SarDesai, P. R., Southeast Asia. Past & Present, 4ª ed., Westview Press, Boulder, 1997. Sarmiento de Gamboa, Pedro, Historia de los incas, Miraguano/Polifemo, Madrid, 1988. Saya, Makito, The Sino-Japanese War and the birth of Japanese nationalism, traducción de David Noble, International House of Japan, Tokio, 2011 (LTCB International Library Selection, 28). Schoff, Wilfred H. (edición y traducción), The Periplus of the Erythrean Sea. Travel and trade in the Indian Ocean by a merchant of the first century, Oriental Books Reprint Corp., Nueva Delhi, 1974. Schurz, William L., The Manila galleon, E. P. Dutton, Nueva York, 1939. Sepúlveda, Juan Ginés, Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios, advertencia de Marcelino Menéndez Pelayo, estudio introductorio de Manuel García-Pelayo, FCE, México, 1987 (Sección de Obras de Historia). Shapiro, Harry L., The Pitcairn islanders, Simon & Schuster, Nueva York, 1962. Shelvocke, George, A privateer’s voyage round the world, edición e introducción de Vincent McInerney, Seaforth Publishing, Barnley, 2010 (Seafarers Voices, 2). Silva Dias, J. S. da, Influencia de los descubrimientos en la vida cultural del siglo XVI, traducción de Jorge Ruedas de la Serna, FCE, México, 1992 (Sección de Obras de Historia). Sima, Qian, Records of the grand historian of China, traducción de Burton Watson, 2 vols., Columbia University Press, Nueva York, 1961. Spear, Thomas George Percival, India, a modern history, University of Michigan Press, Ann Arbor, 1961. Suggs, Robert C., The archeology of Nuku Hiva, Marquesas Islands, French Polynesia, American Museum of Natural History, Nueva York, 1961 (Anthropological Papers of the American Museum of Natural History, 49). Tanzi, Héctor José, “El concepto geográfico del mundo antes de Colón”, en Revista de Historia de América, Instituto Panamericano de Geografía e Historia, México, núm. 114, julio-diciembre de 1992. Torre Villar, Ernesto de la (comp.), La expansión hispanoamericana en Asia.
Siglos XVI y XVII, Congreso Internacional de Ciencias Humanas en Asia y África del Norte. México, 3-8 de agosto de 1976, FCE, México, 1980. ––– (estudio preliminar, coordinación, bibliografía y notas), Instrucciones y memorias de los virreyes novohispanos, compilación e índices de Ramiro Navarro de Anda, 2 vols., Porrúa, México, 1991 (Biblioteca Porrúa, 101102). Toynbee, Arnold, Estudio de la historia, traducción de Luis Grasset, 3 vols., 6ª ed., Alianza Editorial, Madrid, 1981 (El Libro de Bolsillo, Humanidades, 247, 248, 249). Trueba, Alfonso, La conquista de Filipinas, Campeador, México, 1954. Uncilla y Arroita-Jáuregui, Fermín de, Urdaneta y la conquista de Filipinas. Estudio histórico, Imprenta de la Provincia, San Sebastián, 1907. Urdaneta, Ramón, Vida y pasión del capitán Juan Pacheco Maldonado, Urdaneta, Caracas, 1977. Ututalum-Hedjazi, Sururul-Ain y Abdul-Karim Hedjazi, The genealogy of the royal Sulu families, Professional Press, Chappell Hill, 2003. Velázquez, María del Carmen, Establecimiento y pérdida del Septentrión de la Nueva España, El Colegio de México, México, 1974 (Nueva Serie, 17). Venegas, Miguel, Noticia de la California y de su conquista espiritual y temporal hasta el tiempo presente, 3 vols., Porrúa, México, 1943. Vespucio, Américo, El Nuevo Mundo. Cartas relativas a sus viajes y descubrimientos, estudio preliminar de Roberto Levillier, Nova, Buenos Aires, 1951. Von der Meden, Fred R., South-East Asia, 1930-1970. The legacy of colonialism and nationalism, Norton, Nueva York, 1974 (Library of World Civilization). Weber, David J., La frontera española en América del Norte, traducción de Jorge Ferreiro, FCE, México, 2000 (Sección de Obras de Historia). Weckmann, Luis, Constantino el Grande y Cristóbal Colón. Historia de la supremacía papal sobre las islas (1091-1493), FCE, México, 1992 (Sección de Obras de Historia). –––, La herencia medieval del Brasil, FCE, México, 1993 (Sección de Obras de Historia). –––, La herencia medieval de México, 2ª ed., FCE/El Colegio de México, México, 1996 (Sección de Obras de Historia). William of Malmesbury, The historia novella, traducción del latín,
introducción y notas de K. R. Potter, T. Nelson, Londres, 1955. Williams, Glyndwr, The prize of all the oceans. The dramatic true story of Commodore Anson’s voyage round the world and how he seized the Spanish treasure galleon, Viking, Nueva York, 2000. Winstedt, Richard, Britain and Malaya, 1786-1941, Longmans, Green and Co., Londres, 1944 (Longman’s Pamphlets on the British Commonwealth. Second Series). Winstedt, Richard, Malaya and its history, Hutchinson, Londres, 1966 (Hutchinson University Library, Commonwealth History). –––, The Malays. A cultural history, 6ª ed., Routledge & Paul, Londres, 1961. Wolf, Eric W., Europa y la gente sin historia, traducción de Agustín Bárcenas, 2ª ed., FCE, México, 2006 (Sección de Obras de Historia). Ye, Fan, Through the jade gate to Rome. A study of the silk routes during the Later Han Dynasty 1st to 2nd centuries CE. An annotated translation of the chronicle on the “Western Regions” in the Hou Hanshu, edición y traducción de John E. Hill, Book Surge Publishing, Charleston, 2009. Zweig, Stefan, Magallanes, el hombre y su gesta, traducción de José Fernández, Juventud, Barcelona, 1950.