OBRAS libro IV/vol.l
WALTER
B e n j a m í n C h a r l es e s B a u d e l a i r e , «T a b l e a u x p a r i s i e n s » C a l l e d e d i r e c ci c i ó n ún i c a Alemanes I n f a n c i a en B e r l ín h a c i a e l m i l n o v ec e c i en en t o s
Imágenes que piensan Satiras, polémicas, glosas Reportajes
Imágenes que piensan ( Denkbilder) es el título bajo el que los editores alemanes de las presentes Obras completas completas de Walter Benjamín han reunido varios textos qvie tienen un carácter similar a los del libro titulado Calle de dirección única. única. El título procede de uno de esos textos. [Nota del editor español.]
IM ÁGENES QUE PIENSA N
W
a lte r
B e n j a m ín y
A sj a
Lacis
NÁP0LES[I] Eiace ahora uno? años, un sacerdote que había com etido actos con siderados inmorales era transportado encima de un carro por las calles de Náp oles. Iban paseándo lo entre insultos. Al do blar una esquina apareció un cortejo de boda. El sacerdote se pone de pie, hace el signo de la bendición y todos los que iban tras el carro caen de rodillas. En esta ciudad el catolicismo es capaz de restablecerse en cualquier situación. Si desapareciera de la faz de la Tie rra , el último lugar del que desaparecería tal vez no sería Roma, sino Nápoles. Este pueblo no puede recrear con más seguridad su rica barbarie, surgida del corazón de la ciudad, que haciéndolo en el seno de la Iglesia. El necesita al catolicismo, pues éste le proporciona una leyenda —la fecha marca da en el calend ario de un m árt ir—que legaliza todos sus excesos. Aq uí nació A lfon so de Lig or io, ese santo que flexi bi.íizó la praxis normada de la Iglesia católica para que pudiera ir siguiendo hábilmen te el oficio de picaros y putas y con trolarlo con la confesión —que él supo com pen diar e n tres volúm enes—con p en iten cias severas o suaves. La confesión, y no la policía, está a la altura de la autoadministración tanto del crimen como de la camorra. De esta manera, quien ha sufrido un daño y quiere recupera r lo que le pertenece jamás piensa en llamar a la policía, sino que acude directamente a un camorrista o bien lo hace a través de un mediador civil o un sacerdote. Y entonces acuerdan un rescate. Desde Nápo les a Castellam mare, po r los arrabales proleta rios , se extiende el cuartel genera l de la cauiorra. Pues esta criminalidad tan peculiar evita aquellos barrios en que quedaría a di sposición de la policía. Está discretamente rep artida p or la ciudad y su pe rife ria, y esto es lo que la vuelve peligrosa. E l viajero b u rgués que avanza kasta Roma yendo siempre de una obra de arte en otra como a lo largo de una empalizada no se sentiría a gusto en Nápoles.
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Publicad o el 19 e agosto de I 9'-45 en Frankfurter %itung. A d o rn o pen saba que la interv enció n dt ;\sja Lac is en la redacc ión de este texto sin duda fue m ínim a, pero no existe base d ocum ental para llegar a esta conclu sión . To do s los demás textos son sólo obra de Benjamín.
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N o h abía m anera más grotesca para dem ostrarlo que organizando allí un congreso internacional de filosofía. Uno que se deshizo en el hum o de la ciudad sin de jar huella, m ientras la proyectada celebración del séptimo cen tena rio de la univ ersid ad —a la que de bía servirle en calidad de aureola de hojalata—se desplegaba con el rotundo estruendo propio de una fiesta popular. Los invitados a los que les habían sustraído todo el dinero y la documentación en un abrir y cerra r de ojos se pre senta ron ap esadum brados a reclamar en la secretaría. Pero el viajero banal habitual no se orienta mejor. El Baedeker no lo tranquiliza: aquí no hay manera de encontrar las iglesias, las esculturas más interesantes están en un ala cerrada del museo y contra las obras de la pintura local previene la palabra « m an ierism o» . Lo único de que se puede disfrutar es de su famosa agua potable. La pobreza y la miseria se hacen tan contagiosas como se les suele presentar a los niños, y el absurdo miedo a ser engañado tan sólo es la triste racionalización de aquel sentimiento. Si realmente, como dijo Péladan*, el siglo X I X invirtió el orde n medieval y natural de las necesidades vitales de los po bres , si impu so la vivien da y el vestido a costa de la alimentación, aquí se ha renunciado a estas convenciones. Un mendigo que está tumbado en la calzada y apoyado en la acera, agita su sombrero con la mano como quien se despide en la estación. Aquí la mise ria te lleva hacia abajo, al igual que hace dos m il años conducía a las criptas: el camino a las catacumbas pasa hoy todavía por un «jardín de los suplicios»**, y sus guías aún son los desheredados. La entrada al hospital de San Gennaro dei Poveri es un complejo de edificios blancos que se va atravesando p o r dos patios. A ambos lados de la calle están los bancos de los incurables, y cuando sales te siguen con unas miradas que no delatan si se aferran a tus ropas para ser liberados o para expiar pecados innombrables. En el segundo patio, las salidas de las habitaciones están enrejadas; tras ellas ios lisiados exhiben sus m uño nes y su mayo r alegría es ver a los despreven idos transeúntes que se asustan al verlos .
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Tal vez se tráte del escritor y ocultista francés José ph in Péladan (18 58 19 18 ). [N. del T.] Alusió n al título de un libro de Octave M irbeau (l 8 4 8 i g i 7 ) [N . del T .]
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U n anciano va hac iendo de guía y acerca un fa ro l hacia un I nif mentó de algún fresco pintado en los primeros tiempos del ciislin nismo. Y ento nce s pr on u nc ia esa palab ra q ue viene siend o maj.;i< n durante siglos; pronuncia: «Pompeya». Todo lo que el fora.sleio desea, adm ira y paga es « Po m pe ya ». Y ese « Po m pe ya» hace irresisl i ble la im itación en ye so de los restos de un tem plo, el collar compuesto de masa de lava y hasta la pe rson a de l pio jos o guía. E l fetiche es espe cialmente milagroso, porque lo han visto muy pocos de los que viven de él. En todo caso, es más que com pren sible que se esté construyend o una flamante iglesia de pereg rinac ión pa ra la milagrosa Mad onna que ahí reina. Pues en este edificio, y no en el de los Vettii, vive Pompeya para los nap olitano s. A l fin y al cabo, ése es el luga r do nd e la picaresca y la m iser ia están en su casa. Los fantasiosos relatos de los viajeros han coloreado la ciudad, que es en realidad de co lor gris: ro jo g ris, o cre gris y blan co g ris. Y es i is por completo frente al mar y el cielo. Pero esto no es problema pan» el visitante. Pues quien no capte las formas tiene poco que ver en esle sitio. La ciudad es rocosa. Vista desde arriba, desde el castillo de San Martín, d ond e no llegan los gritos, la ciudad parece m uerta al ano checer, se confunde casi con la roca. Apenas si queda una franja de orilla, y por detrás de ella los edificios se agolpan. Las casas de veci nos, con seis o siete pisos, parecen rascacielos en comparación con las villas. Y en la p ro p ia ro ca, cuando llega a la orilla , han excavado cue vas. G om o en lo s cu adros de erem itas del XI V, a quí y allá hay una puerta encajada en la roca. Si la puerta está abierta se ven grandes sótanos, que son al tiempo dormitorio y almacén. Unos escalones conducen al mar, bajando hasta los bares de pescadores instalados en grutas naturales. Por la noche sube desde ellos la luz sin brillo y la música suave. La arquitectura es po rosa com o lo es esa piedra. Co nstru cción y acción se van fu nd ien do den tro de los patios, en las arcadas y las esca leras. Se preserva el espacio para que le sirva de escenario a unas cons telaciones imprevistas y nuevas." Se evita lo definitivo, lo acuñado. Ninguna situación parece estar pensada, tal como es, para siempre, ninguna figura imp one que haya de ser «a sí y no de otra m an era» . Así se alza aquí la arquitectu ra, la piez a más conclu yente qu e pose e la rítmica com un itaria. Civilizada, privada y orden ada sólo en los gran
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des hoteles y en los almacenes de los muelles; anárquica, enrevesada y pueblerina en las calles del centro, hacia donde han abierto finalmen te unas grandes avenidas hace apenas hoy cuarenta año s. Y sólo en éstas la casa es, en sentido nó rd ico , célula a pa rtir de la que n ace la arquitectura urbana . P or el contra rio, en el inte rior lo es el bloque de casas, que aparece ensamblado en sus esquinas por las imágenes murales de la Virg en como si lo ce rraran unas grapas de hie rro . Na die se orienta p o r los núm eros de las casas, pues los puntos de apoyo son las tiendas, las iglesias, las fuentes. No siempre son sencillos de encontrar. Pues la típica iglesia napolitana no resplandece en una plaza enorme, limpiamente visible con su nave mayor, su cúpula y su co ro . Se en cu en tra n o rm alm en te esco n did a, em po trad a; a me nudo hasta las altas cúpulas sólo se ven desde uno s po cos sitios, y ni siquiera entonces es sencillo encon trarlas; pu es resulta impo sible distinguir la masa de la iglesia de la masa compuesta por los edificios profanos que hay a su alrededor. El forastero ahí pasa de largo. Pues la puerta no llama su atención, ya que a menudo es sólo una cortina, mientras en cambio para los iniciados es un portal secreto. Sólo un simp le paso los traslada del revo ltijo de los sucios patios a la soledad pu rificad a de la alta y blanca nave de un a iglesia. Su existen cia privada es la barroca desembocadura de una vida pública de enorm e inte nsidad. Pues aquí lo privado no se muestra entre cuatro paredes, con la m ujer y los hijos, sino e n la devoción o en la desespe ración. Las calles secundarias dejan ir resbalando la mirada por sucias escaleras hacia unas tabernas en las que, escondidos tras esas grande cubas que pare, cen ser columnas de iglesia, tres o cuatro hombres beben separados, cada uno en su asiento. En aquellos rincones se hace muy difícil averiguar dónde aún se sigue construyendo y dónde ha comenzado la ruin a. Nada está cerrado y term in ado. Tal p orosid ad aquí se debe no só lo a la in dole ncia pro pia del trabajador meridional, sino ante todo y sobre todo a la intensa pasión de improvisar. Siem pre ha de haber espacio y ocasión para una nueva ocu rrenc ia. Los edificios así son em pleados en calidad de teatros populares. Tod os están divididos en un sinfín de escenarios animados
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calle napolitana, disfruta plenamente de su ocio aún sumida en mitad de la pobreza,contemplando los varios escenarios. L o que oc urre aquí en las escaleras es la más alta escuela de teatro. Unas que nunca están puestas completamente al descubierto, mas tampoco encerradas dentro de la caja enrarecida que es la propia de la casa nórdica, sino que salen en ciertos puntos de las casas de manera parcial, doblan la esquina y desaparecen para reaparecer poco después. La decoración de las calles se encuentra estrechamente relacionada con la decora ción teatral también respecto de los m ateriales. El papel es el protagonista. Espantamoscas rojos, azules y amarillos, altares de papeles de colores levantados contra las paredes, rosetas de papel envolviendo pedazos de carne cruda. Luego las diversas varietés con svs habilidades específicas. Uno está arrodillado en el asfalto, teniendo a su costado una cajita; y en esta calle, que es una de las más a ,imadas, con algunas tizas de colores pinta en la piedra un Cristo, y debajo la cabeza de la V irge n. En torn o a él se va form and o u n c orr o; entonces el artista se levanta, y, m ientras espera ju n to a su obra, quince minutos o incluso media hora, los que lo rodean van dejando caer unas monedas poco a poco sobre los miembros, la cabeza y el tronco que componen su figura. Hasta que el artista las recoge, todo el mundo se marcha y la imagen al fin desaparece en muy pocos instantes bajo las pisadas que la borran. Otra de las habilidades que decimos, y no de las más raras, es cjm er m acarrones con las m anos. A cambio de dinero lo hacen delante de los forasteros. Otras cosas tienen sus tarifas. Los vendedores pedirán un precio fijo por las colillas de los cigarrillos sacadas de las grietas con cuidado tras la hora de cierre del café. (Antes las buscaban con antorchas). Junto a los restos de los restaurantes, cráneos de gatos hervidos y moluscos, las colillas se venden en los puestos del bar rio del puev to. Y po r todas partes se oye música: no esa triste, propia de los patios, sino resplandeciente, en plena calle. E l amp lio organillo callejero, que viene a ser una especie de xilófon o de funció n ver tica l, está to ao adorn ado con textos de cancio nes de colo res, que aquí pueden comprarse. Uno le da vueltas al manubrio, y otro acerca el plato a los que se detienen distraídos. Así, de esta forma peculiar, todo lo alegre es también móvil: la música, y los helados y juguetes se difunden a lo largo de las calles.
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Esta músiquilla es el residuo que queda de los últimos días festi vos, así com o u n p relu d io de los p ró x im o s. D ado que, en efe cto , el día festivo impregna de manera irresistible cada uno de los días laborables. La porosidad es de este modo ley inagotable de esta vida que redescubrimos sin cesar. Digamos que una pizca de domingo se encuentra escondida dentro de cada día de la semana, y una de cada día laborable se encuentra escondida en el domingo. Y , sin em bargo, no hay un a ciu dad que se pueda m arch it ar más rápidamente de lo que lo hace Nápoles en esas pocas horas que le impone el descanso dominical. La ciudad está llena de motivos festi vos que han id o anid ando dentro de lo m enos llam ativo. B aja r ah í las persianas equivale al hecho de, en otras ciudades, izar la bandera. Niños como teñidos de colores pescan en arroyos color azu 1 oscuro y alzan la mirada hacia las torres de unas iglesias maquilladas de rojo. Por sobre las calles cruzan cuerdas en las que la ropa está tendida como banderas en fila. Una especie de soles delicados se inflaman en las cubas de cristal llenas de bebidas gran izadas. Y hay pab ellone s que lucen día y noche con los pálidos jugos aromáticos en los cuales la lengua aprende en qué consiste la porosidad. Mas cuando la política o bien el calendario lo deciden, todas estas cosas separadas y ocultas se reúnen en una fiesta ruidosa, que normalmente suele culminar con unos fuegos artificiales sobre el mar. Así, una única fra nja de fuego se extiende las noches de ju lio a septiembre po r la costa entre Nápo les y Saler no . Se ven de repente grandes bolas de fuego ora situadas sobre So rren to, ora sobre M ino ri o Praiano, pero las hay siemp re sobre N ápoles. El fuego tiene aquí traje y sustancia, y esto por más que se encuentre sometido a las artimañas y a las mo das. Cada p arro qu ia debe super ar a la fiesta que hacen los vecinos a través de tinos nuevos efectos de luz. Con ello se muestra lo que es el elemento más antigno, que es de origen chino, esa magia celeste de los cohetes que se despliegan en form a de dragó n, que resulta ser muy sup erior a la pom pa telúrica: es decir, a los soles pegados al suelo y al crucifijo rodeado por el brillo del fuego de Santelmo. En la playa, los pinos del Ja rd ín P úblico fo rman como un claustro, y, las noches de fiesta, cuando uno pasa a su través, una lluvia de fuego va anidando en todas y cada una de sus copas. Pero no es un sueño. Es la explosión quien obtiene el favor popular de la apoteosis. En Piedigrotta, la fiesta grande de los ñapo
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lítanos, este gusto inf an til po r el ru ido m uestra u n ro stro salvaje. Km la noch e del 8 de septiembre unas bandas de hasta cien personas rcco rren las calles; soplan en cucuruchos gigantescos, cuyas abertura» se revisten colocándoles máscaras grotescas. Quieras o no quieras, te rodean y de la boca de incontables tubos sale un sonido bronco que destroza tu oído . M ucho s neg ocios se basan justam ente en este espectáculo. Los niños que vocean los periódicos arrastran a lo largo de la boca los titulares de Roma y del Corriere diNapoli como si fueran barritáis de regaliz. Sus gritos son manufactura urbana. El lucro característico y más pro pio de Náp oles roza el jue go de azar, y además se aferra al día de fiesta. La conocida lista de los siete pecados capitales depositó en Génova la soberbia, la avaricia en Florencia ( I o n vie jo s ale m anes eran de otra o p in ió n y ll am ab an « flo r e n c ia r » a lo que se suele llamar el «amor griego»), la lujuria en Venecia, la cólera en B olo nia , en M ilán la gula, la envidia en la gran R om a y la pereza en Nápoles. La lotería, que en ningún otro lugar de Italia es más vo raz y arreb ata d ora, es el tipo ex ac to de la vid a econ óm ic a napoli tana. Por eso, todos los sábados a las cuatro la gente va a agolparse' ante la casa donde se extraen los números. Nápoles es una de las pocas ciudades con sorteo propio. Con lotería y monte de piedad, el Estado atenaza al proleta riad o: eso que le da con una ma no se lo va quitando con la otra. La embriaguez reflexiva y liberal de los juegos del azar, en que participa toda la familia, es sustitutiva de la alcohólica. A ella se as im ila la vida económ ic a. H ay u n hom bre al lado de una gran calesa desenganchada y puesta en una esquina. La gente se va agolpando en torno a él. El pescante está abierto; el vendedor saca algo de den tro y lo va elogiand o sin para r. An tes que puedas verlo, el objeto desaparece sustituido por un papel rosa o verde. El vendedor lo levanta con su mano, y lo vende al instante por unos pocos céntimos. C on los mismos gestos m isteriosos va sustituyendo un objeto tras otro. ¿Habrá quizá un premio en ese papel? ¿O bien hay pasteles con una moneda al interior de uno de cada diez? ¿Por qué la gente es tan ávida y el vendedor tan impenetrable como lo era el mago de Aladino? Lo que él va vendiendo sólo es pasta de dientes. La subasta es fundamental para esta peculiar economía. El vendedor a mbu lante que desde las ocho de la mañ ana ha ido com enzando a desempaquetar sus productos, como paraguas, chales y camisas, y a
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ír selo s m ostrando a ese p ú b lico sie m pre desco n fi ado , tal com o si él mismo antes que nadie tuviera que examinar la mercancía, y que luego de pronto se acalora y propone precios tan fantásticos que ofrece un gran pañuelo po r quinientas liras, p ero luego, una vez que lo despliega, vuelve a plegarlo con gestos de cansancio, rebajando su precio a cada nueva doblez que lo reduce, hasta que, finalmente, cuando ya es tan pequeño que lo deja encima de su brazo, lo acaba vendie ndo p o r cincuen ta , se m antiene fie l es tricta men te a las más vie ja s prácticas de las antiguas feria s anuale s. Se cuenta n unas his toria s muy bonitas de la afició n n apo litana al regateo. En una plaza repleta, a una m ujer m uy gruesa se le cae su aban ico. M ira a su alreded or de sam parada, pues sus formas le imp iden el agacharse para recog erlo. Entonces aparece un caballero que se declara dispuesto a prestarle él mismo ese servicio por cincuenta liras. Negocian, y la dama recupera su abanico finalmente po r diez. ¡Bello desorden en el almacén! Pues tanto el almacén y como la tienda todavía son aquí lo mismo: simplemente, bazares. Lo más habitual es un pasillo largo. En uno que está cubierto de cristal hay una hermosa tienda de juguetes (en la que también puede comprarse perfume, e incluso vasos de licor) comparable a las galerías de lo¿ cuentos. Gomo galería, en realidad, se nos abre la calle principal de Ná poles, la V ia Toled o. Es un a de las calles con más tráfico de las que hay en el mu nd o. A uno y otro lado de este estrecho pasillo aparece expuesto todo le que ha llegado a la ciudad portuaria, y todo fresco, crudo, tentador. Solamente en los cuentos se describe esa hilera que has de ir reco rriendo sin m irar ni a derecha ni a izquierda si no quieres caer en las mands del diablo. También aquí hay unos grandes almacenes, que en las demás ciudades suelen ser el imán que va atra yendo a los com pradores; mas no tienen encanto , y el surtido que hay en su espacio minúsculo es superior a ellos. Pero, con unas pocas existencias —com o balon es, jab ó n o choco late—, surge n de do nde estaban escondidos en los pequeños puestos de la venta ambulante. La vida privada es mestiza, parcelada y porosa. Lo que distingue a Nápoles del conjunto de todas las grandes ciudades es precisamente lo que tiene en co m ún co n cualquier poblado de hotentotes: toda actitud o actividad privada se encuentra inundada por corrientes de ur/i intensa vida comunitaria. El existir, que para los noreuropeos sin
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duda es el asunto más privado, aquí es un asunto colectivo, como en un poblado cíe botentotes. Por lo tanto la casa no es el refugio en que entran las personas, sino ese depósito sin límites del que las personas van brotando. Lo vivo no sale só lo p o r las pu erta s. Y no va sólo al vestí bulo , don de la gente trabaja sentada en sus sillas —pue s tien en la capa cidad de c o n vertir su cuerpo en una mesa—. Los en se res propio s de la casa cu elgan de los balcones muchas veces, como si fueran tiestos cargados con plantas. De las ventanas de los pisos superiores salen en unas cuerdas unas cestas para el cor reo , la fruta y la verdu ra. A l igual que la casa reapare ce en la ca lle , co n sus sillas, altar y ch imenea, también, pero de forma mucho más ruidosa a su vez la calle entra en la casa. Hasta la casa más pobre está llena de cirios, junto a santos de yeso, fotos en montón en las paredes y grandes camas de hierro, al igual que la calle está repleta de carros, de personas y de luces. La miseria ha llevado aquí a cabo una peculiar ampliación de los límites que es sin duda un reflejo de la brillante libertad de espíritu. Para do rm ir y comer no hay hora rios, y a menudo tampoco hay m lugar. Cuanto más pobre es un barrio, también más numerosos los figones. E n la calle hay fogo nes en los cuales cua lquiera p uede coger lo que precise. Los m ismos platos saben de m anera bastante diferen te con cada coc inero ; no se guisa al tuntú n, sino se hace siguiendo unas recetas muy bien acreditadas. La forma en que la carne y el pescado están expues' os en el escaparate de la trattoria más pequeña tiene un matiz que alcanza más allá de las exigencias del experto. Este pueblo de viejos m arineros ha creado en el mercado del pescado un re fugio que muestra yna grandeza holandesa. Estrellas de mar, pulpos y cangrejos de las ricas aguas de su golfo cubren todos los bancos y a menudo son devorados crudos sólo con un poco de limón. Hasta los banales animales terrestres ahí resultan fantásticos. En el piso cuarto o quinto de estas grandes casas de vecinos puede incluso haber vacas. Los animales no salen a la calle, y sus pezuñas son al fin tan largas que y* no pueden n i ponerse en pie . Pero, ¿cóm o do rm ir en estas casas? A h í dentro se meten todas las c?mas que caben, pero aunque éstas sean seis o siete, tan sólo suele ser na mitad dei núm ero de los que viven en ellas. P or eso resulta muy habitual que po r la noch e, a las doce , o inclus o a las dos, todavía haya
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niño s en la calle. A m ediodía du erm en, tras el m ostrado r o er la escalera. Este sueño, que también hom bres y mujeres recuperan a trechos en rincones en sombra, no es el protegido ce los nórdicos. También a este respecto se entremezclan el día y la noche, ruido y silencio, luz exterior y oscuridad intern a, el hogar y la calle. A sí suce de in clu so en los j uguetes. L lo ro sa, con lo s colo res pálidos del KindI de Múnich*, se ve a la Virgen en las paredes de las casas. El Niño, que ella extiende como un cetro, lo encontramos también igual de rígido, todo envuelto en pañales y sin brazos ni piernas, en calidad de muñeco de madera en las tiendas más pobres de Santa Lucía. Compuestos de estas piezas, los muñecos pueden ponerse donde quieran. El redentor bizantino, que también lleva un cetro en sus manitas y una varita mágica, sigue hoy manteniéndose. Detrás se ve una m adera tosca, só lo se pin ta el lado dela ntero. T raje azul, puntillas blancas, orlas rojas y mejillas rojas. Pero el demonio de la impudicia se ha infiltrado en algunos muñecos, que están expuestos en los escaparates bajo el papel de cartas, las pinzas de madera e incluso las ovejas de hojalata. En unos barrios tan superpoblados los niños saben todo en cuanto al sexc con enorme rapidez. Si es que acaso llegan a ser demasiados, si el padre mu ere o si la mad re está enferm a, no hay que rec ur rir a los parientes más o menos cercanos. Una vecina acogerá a su mesa a un niño por un tiempo, o incluso a veces durante mucho tiempo, y de este modo las familias se entremezclan en unas relaciones que equivalen a las de una adopción. Los cafés son los auténticos laboratoriQs de este gigantesco proceso de mezcla. La vida nunca puede ir a sentarse en ellos para luego estancarse. Los cafés de Nápoles son siempre unos sobrios espacios abiertos del mismo tipo del café político; el café burgués y literario propio de Vien a es lo co ntrario. Los cafés napolitanos también son contundentes. No es posible quedarse mucho rato en uno. Una taza de espresso bien caliente —esta ciud ad es tan ins up era ble en todo lo que hace a las bebidas calientes como en sorbetes, heladc s y mantecados—
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El Kindi es un niño que desde hace siglos simboliza a la ciudad de Múnich. [N. del T .]
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invita al cliente a salir enseguida. Las mesas brillan tanto como el cobre, suelen ser pequeñas y redondas, y los obesos se han de dar la media vuelta titubeantes en el propio umbral. Sólo algunas personas pueden estar sentadas, y eso por poco tiempo. Para hacer su pedido, con tres rápidas señas de la mano les basta. El lenguaje de gestos aquí llega aún más lejos que en cualquier otro sitio del conjunto de Italia. La conversación es por completo impenetrable para el forastero. Orejas, nariz, ojos, pecho y hombros son como estaciones em isoras que a su vez los dedos van po nien do en marcha. Este reparto se da del mismo modo en lo que respecta a su erotismo, con caprichosa especialización. Los diversos gestos auxiliares, como los co ntactos impac ientes, llam an la atención del forastero con una regularidad tan extremada que excluye el azar. Aquí seria vendid o y tra ic io n ad o , p ero el bo n d ad o so n apo litan o lo en vía unos kilómetro s más allá, lo envía hasta M o ri. Vedere Napoli ep oiM ori , le diee utilizando un viejo chiste. « V er N ápoles y después m o rir » , traduce el despistado forastero.
MOSCÚ[2] i Al estar en M oscú se aprende a v er a B e r lín m ucho más rápid am ente que no el pro pio M oscú. Para qu ien vuelve de Rusia, B erlín parece estar recién lavada. No hay suciedad, pero tampoco nieve. Se ven las calles tan tristemente limpias como se percibe en los dibujos de Grosz*. Y tam bién re sulta más patente la verd ad vital que hay en sus tipos. Sucede con la imagen tanto de la ciudad como de las personas lo mismo que con la imagen propia de los estados espirituales: la
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Public ado en la revista Die Kreatur en el 1 9 2 7 [Benjam in estuvo en Moscú entre el 6 de diciem bre de 19 2 6 y el I de febrero del año 19 2 7 ; fue una época de calma rela tiva: la lucha entre los dirigentes comunistas por suceder a Lenin (que había muerto en enero del 1924) impidió a éstos perseguir intensamente a los miembros de la oposición. Cuando Stalin eliminó a sus rivales, a fines de 1927» comenzó la fase más brutal de la dictadura soviética. N . del T .] George Grosz (1 8 9 3 - 1 9 5 9 ), dibujante expresionista. [N. delT.]
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nueva óptica que se obtiene de ellos es el fruto firme e indudable ac una estancia en Rusia. Con ello, aunque conozcas poco a Rusia, lo que vas aprendie ndo es a obse rv ar y a ju zgar a Eu rop a con el conocim ie nto bien consciente de aquello que está ocurr iend o en Rusia. Eslo es sin duda lo pr im ero que obtiene en Rusia el europeo perspicaz. P or eso, la estancia en Rusia es para los forasteros una piedra de toque muy precisa. Te obliga a elegir tu punto de vista. Por supuesto, en el fondo, la única garantía del conoc imiento correcto es tomar po stura antes de llegar. E n Rusia solamente puede ver el que ya se haya decidido. E n u n punto de inflexión histórico como ese que el hecho de la «R us ia soviética » tal vez no establece, p ero que sí indica, la cuestión no es qué realidad es mejor, qué voluntad está en el mejor camino, sino más bien: ¿qu é realidad se hace convergencia interio r con la verd ad?, ¿qué ve rdad se prepara interiormente para converger con lo real? Sólo aquel que dé aquí una respuesta clara es «objetivo». Pero no frente a sits contem porá neos (en realidad no se trata de eso ), sino antes bien frente a los acontecimientos (dado que esto es lo decisivo). Sólo aquel que en el seno de la decisión hace una paz dialéctica con el mundo puede captar lo concreto. Pero el que quiera decidirse a partir de «la base de los hechos» verá cómo los hechos le van dando la espalda. A l volv er de scubres so bre to do una co sa: que B e rlín es una ciudad desierta. Las perso nas y grupos que se mueven p or sus calles tienen la soledad a su alrededor. El lujo de Berlín te parece indecible. Empieza ya en el m is m o asfa lto, pues las aceras so n de an ch u ra p rin cip esca, convirtiendo al pobre en un señor que pasea por la entrada a su cantillo. Las calles de B er lín se encuentran p or tanto regiamente so litarias y desiertas. Pero no sólo en el barrio del Oeste*. En Moscú hay tan sólo tres o cuatro lugares en los cuales puedes avanzar sin aquella estrategia de empujar y serpentear que has aprendido en la primera semana (al tiempo que la técnica de moverse en el hielo ). Gu ando llegas al bulevar Staleshnikov, respiras aliviado: por fin puedes detenerte descuidado ante los escaparates y seguir tu cam ino sin p articipar en el lento serpenteo al que la estrecha acera ha acostumbrado a la mayorí i.
En el distinguido barrio del Oeste transcurrió ente ramente la infancia de B e n j a m i n ; v éa se e n e ste v o l u m e n e l l i b ro d e 1 9 3 2 1 9 3 8 t it u la d o Infancia en Berlín hacia el mil novecientos. [ N . d e l T . ]
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Pero ¡qué lleno (y no sólo de un número sobreabundante de personas) se encuentra Moscú, y qué vacío y muerto está Berlín! En Moscú las mercancías salen de las casas por doquier, se disponen colgadas en las vallas, se apoyan en las verjas y repo san so bre el pavim ento . Cada cincuenta pasos hay mu jeres vend iendo cigarrillos, m ujeres con fruta, mujeres con dulces. Tie ne n al lado un cesto para transportar la me rcancía, y a veces también un pequeño trineo. Un trapo de lana de colores protege ahí del frío a las manzanas o naranjas que venden, y arriba del todo hay dos ejemplares como muestra. Al lado aparecen figuras de azúcar, caramelos y nueces. Es como si, antes de salir de casa, una abuela buscara todo lo necesario pa ra con seguir sor pre nd er a sus nietos. Ah or a se ha detenido en plena calle a descansar un poc o. En las calles de B er lín no hay estos puestos c on trineo s y sacos, y básculas y cestos. Co m parad as co n las calles de M oscú, las de Be rlín son una pista de carreras vacía y limpia por la cual los corredores en su com petición de una semana avanzan sin sentido, inconso lables.
La ciudad parece ya entregarse en la estación de ferrocarril. Los quioscos, las lámpara s de arco y los bloqu es de casas de rep ente cristalizan en figuras que sabemos que nunca volverán. Pero esto se deshace en cuanto busco nombres. Tengo que retirarme para hacerlo... Al principio no se ve nada más que la nieve: la nieve sucia que ya ha ido fraguando y la limp ia que avanza lentam ente. Gu an do llegas, com ienza el estadio imVntil. En el grueso hielo de estas calles hay que volver a apr end er a and ar. La selva de casas es tan im pe ne tra ble que la^ m irad a sólo capta lo que brilla. U n luciente rótulo co n la inscripción « K é fi r » resplandece al inic io de la noch e. Y la pe rcibo com o si la Tverskaia, la vieja calle hac ia T ver que sigo ahora , en realidad fu era una ca rre te ra y alrededor no se viera nada más que la inme nsa llanur a. Antes de descubrir el verdadero paisaje de Mo scú, antes de ver su río verdad ero, y antes de encontrar sus verdaderas alturas, cada cruce se vuelve para mí la sospecha de un río, cada núm ero inscrito en un p ortal es una señal trigonom étrica y cada una de sus plazas gigantescas parece ser un lago. Cada paso en efecto se da aquí sobre un suelo co n no m bre. Y en cuanto ve un o de esos nom bres, la fantasía construye todo un b arrio en un momcr o en torn o a ese son ido. Lue go esto va a ir con tradiciendo
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soviets, ya no se pueden masticar en público). Los puestos de comida se am onto nan alrede dor de las bolsas de trabajo. En ellos se venden pasteles calientes y salchichas asadas en ro dajas. Pero todo sucede en el silencio, sin que se escuchen gritos ni pregones co mo esos que emiten los vendedo res del sur. A q uí los vended ores se dirigen a los diferentes transeúntes con discursos serios, reposados, susurrados incluso, que tienen algo de la humildad de los mendigos. Sólo una casta recorre ruidosa las calles: los traperos, siempre con su saco a las espaldas; su grito melancólico resuena a través de cada barrio una o varias veces po r semana. La venta am bulante es en parte ilegal y p o r eso procur a no llamar la atención. Unas mujeres que llevan en las manos, sobre un a capa de paja, algo de carne cruda, o un jam ón , o un pollo , están puestas de pie y ofrecen su mercancía a los que pasan. So n ven ded oras que carecen de permiso. Son demasiado pobres para pagar la tasa de un puesto de venta y no tien en el tiempo de hacer cola durante muchas horas para ob tener una co ncesión semanal. Si de pron to se acerca un m iliciano , ellas salen co rrien do a toda prisa. La venta calle je r a se cu lm in a en lo s grandes m ercados de la Sm o le n skaia y del A rb at. Pero ta m bié n de la Suja re vskaia . Este m ercado, que es el más famoso, se encuentra debajo de una iglesia que se alza con sus cúpulas azules por sobre los puestos. Pero antes se pasa por el barrio de los chatarreros, que depositan sin más sus mercancías encima de la nieve. A q u í hay m uchas vie ja s cerra d u ras, ju n to a cin ta s m étr ic as, h e r ra mientas, enseres de cocina, y mucho material electrotécnico. También se hacen aquí reparaciones; po r ejem plo, he visto soldar c on un soplete. Pero no hay asientos, y todo el mundo está puesto de pie, o hablando o vendiendo. En este mercado se reconoce la función arqu itectónica de la m ercancía: los trapos y las telas van form and o pilastras y columnas; los zapatos, walinki, que cuelgan de los cordones encima de las mesaj del mostrador, sirven de tejado a cada puesto; unas grandes garmoshkas (acordeones) form an m uros son oros, como si fueran muros de Memnón*. No sé si en los muy escasos puestos
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Alu sión a los colosos de M em nó n, dos esculturas de pied ra que flanqueab an la e n t ra d a a l ^ m p l o f u n e r a r io d e l fa r a ó n e g i p ci o A m e n o f i s I I I . A c o n s ec u e n c ia d e las grietas provocadas por un terremoto, la escultura ubicada al norte emitía sonidos misteriosos cuando iba avanzando la mañana, tan pronto como el Sol calentaba la piedra. [N . del T .]
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donde se ven imágenes de santos todavía se venden en secreto esos extraños iconos cuya venta ya prohibió el zarismo. En ellos puede verse a la M adre de D io s con sus tres m anos. Está se m id esñ uda. Desd e el ombligo asciende una m ano robusta y bien form ada. A derecha e izquierda se extienden las otras dos, que hacen el gesto de la bendición. Las tres manos sirven como símbolo pa ra la Santísima Tr inida d. Y he visto otr a im agen de la M adre de D io s que nos la m uestra con el vientr e abie rto, de ahí sa len nubes en lu gar de tr ip as, y en m edio de ellas baila el N m o Jesú s, que sujeta un violín con u na m ano. Go m o la ve nta de ic o n o s ta m b ié n fo rm a parte del co m erc io de im ágenes en papel, estos puestos de imágenes de santos se encuentran situados ju nto a los puestos de papele ría , rodeados p o r tanto p o r diversas im ágenes de Le nin , al que representan detenido entre dos gendarm es. La abigarrada vida callejera no desaparece por completo de noche. En la oscuridad de los portones te encuentras pieles en montones tan altos como casas. Los serenos se acurrucan dentro, sentados en sillas, y, de vez en cuando se levanta n, sie m pre muy le nta m ente . 4
Los niños son importantes en la imagen de las barriadas proletarias. A h í son más n u m eroso s que en cu a lq u ier o tro b a rr io , m ovié ndose por ellos con mucha más decisión y diligencia. Pero todos los barrios clf’ M oscú rebo san de n iño s, y en ellos ya hay un a jer ar q u ía c om unista. En lo máp alto están los komsomoles, porque son los mayores; tienen sus clubes en todas las ciudades, siendo el mejor vivero que tiene partido. Los niños más pequeños a los seis años se convierten en < pioneros». También ellos se reúnen en sus clubes y llevan puesta una corbata re:a como su orgulloso distintivo. Por último, los bebés se denom inan '
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Moscú existen hace años los llamados «locales para niños>>. Normalmente se encuentran dirigidos por una empleada que sólo suele tener un ayudante. Su tarea consiste en abordar a los niños que andan por su bar rio. Se reparte comida y se organizan jueg os. A l princ ipio vienen veinte o cuarenta niños; pero cuando u na directora hace bien su trabajo, a las dos semanas pu eden ser ya varios centenares. Lo s m étodos pedagógicos tradicionales nun ca sirven de m ucho al parecer con estas masas de niños. Para llegar a ellos, para conseguir ser oído por ellos, hay que hablarles directa y claramente, de la misma manera que se habla en la calle, igual que en la vida colectiva. En la organización de estas bandas de niños la política no es una tendencia, sino un objeto de estudio tan directo y tan obvio, un material tan claro y evidente como lo son comercios y muñecos para los niños burgueses. Si tenemos en cuenta que la directora está obligada a supervisar a los niños ocho horas al día, es decir, mantenerlos ocupados, y, por supuesto, darles de comer, llevando la contabilidad de lo que se gasta en leche, pan y otros materiales, si tenemos en cuenta que la directora es responsable para todo esto, nos resulta evidente que este tipo concreto de trabajo deja muy poco tiempo a la vida privada de aquel que lo ejerce. Pero en medio de todas las imágenes de una miseria infantil no superada, el que preste atenc ión verá una cosa: el orgu llo liberado de los proletarios concuerda como tal con la actitud liberada igualmen te de los niño s. A l visitar los museos de Mo scú, la m ejor sorpresa es contemplar cómo los niños y los trabajadores se van moviendo con no rm alidad po r todas estas salas, ya sea en g rupo s (a \eces girando en torno a un guía) o de manera individual. Pues aquí no se ve ese desánimo de los muy escasos proletarios que apenas se atreven a mostrarse a los demás visitantes de nuestros museos. Por cuanto en Rusia el pro letariado ha empezado realmen te a toma r posesión de la cultura burguesa, mientras que en Alemania los pocos proletarios que lo intentan parece que estuvieran preparándose a un robo. Por supuesto, en Moscú hay también algunas colecciones en las que los trabajadores y los niños parecen sentirse a gusto en seguida. Por ejemplo, el Museo Politécnico, con sus millares de experimentos y aparatos; docu m entos y maquetas sobre la historia del trabajo y de la indu stria. O tro ejem plo es el Museo del Jug ue te, que, bajo la excelente direcció n de Bartra m , ha ido reu nien do una instructiva y valiosa colección de juguetes rusos, resultándoles útil po r igual a los investí
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gadores y a los niños, que se pasean horas por sus salas (a mediodía hay un gran teatro gratuito de títeres, al que sólo resulta comparable en belleza el del Luxemburgo parisino). Otro ejemplo más es la famosa Galería Tretiakov, que nos permite comprender por vez primera lo que significa la pintura de género, y además por qué es tan adecuada en el caso co ncreto de los rusos. E l proleta rio halla aquí los diversos temas de la historia de su movim iento: «C on sp irad or s o rprendido por los gendarmes», «Regreso de un desterrado de Sibe ria » , « L a p ob re institutriz en el día en que empieza a trabajar en la casa de un rico comerciante». El que estas escenas estén representadas a la man era p ro pia de la pintu ra burgu esa sin duda que no es algo negativo, sino que las acerca más al público que ahora las contempla. Gom o Pro ust señala varias veces, la edu cació n artística no vien e directamente fomentada por la contemplación de «obras maestras». El niño o el proletario que se están educando considera que son obra» maestras cosas distintas que un coleccionista. Estos cuadros tienen para él significado sólido, aunque efímero, mientras el criterio más estricto sólo le es necesario frente a aquellas obras actuales que se refieren a él, o a su trabajo y a su clase, 5
La me ndic idad n o es agresiva, com o sucede en el sur, don de el insist ir del andrajoso delata un resto de vitalidad. Aquí, la mendicidad es como una gran cor po ració n de m oribu nd os. Las esquinas de las callr.s de muchos barrios se encuentran ocupadas por fardos llenos de andra jo s: camas del gig ante sco la zaret o ten d id o al aire li b re y llam ado «M os cú ». U no s largos discursos imp lorantes se dirigen a todos I o n que pasan. U no de los mendigos va emitiendo un largo quejido en voz muy baja e n c uanto ve acercarse a una pe rso na de la que espera a lgo; a.si aborda a los forasteros que no saben ruso. Otro mendigo adopta la actitud de aquel po bre para el cual San M artín está partien do su abrigo con la espada en los cuadros antiguos: se arrodilla con los dos bra/.os extendidos. Po co antes de las Navidades, dos much achos cub iertos con harapos se sentaban cada día en plena nieve ante la fachada del Musco de la Revolución, realizado lo cual lloriqueaban. (Nunca habrían podido hacerlo así ante las puertas del viejo Club Inglés, que era el rná,s distinguido de Moscú, al que antes perteneciera ese edificio). Habría
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que conocer tan bien Moscú como realmente lo conocen estos niños men digos. Ellos saben que en un cierto m om ento y que jun to a una cierta tienda hay un rincón al lado de la puerta en el que pueden calentarse durante diez minutos; ellos saben, en dónde, durante cierto día de la semana y a cierta hora del día pueden conseguir para comer unos mendrugos de pan, y dónde habrá después un sitio libre para po de r d orm ir entre anas cañerías apiladas. H an convertido su me nd icidad en una forma de arte con variaciones y esquemas incontables. Controlan en los rincones animados a los que van a la panadería, hablan con un diente y lo van siguiendo e im ploran do, hasta que les da un trozo de su b o llo . Otros están apostados en una estación gran de del tranvía, e ntran en un vagón, cantan una ca nción y jun tan unos kopeks. Y hay alg unos lu gar es , en realidad m uy pocos, donde la venta am bulante tiene el aspecto de la mendicidad. Unos cuantos mongoles se apoyan en la pared de Kitai Gorod. Apenas se separan cinco pasos los un os de los otros para vend er sus carteras de pie l; y, cada uno de ellos, tiene exclusiva y justam ente la misma m ercancía. T ien en que estar de acuerdo sin duda enlre ellos, pues no pued en hacerse competencia de forma tan inútil. Muy probablemente, en su país el invierno no sea men os du ro, y sus abrigos deshechos en harapos no son peores que los de los nativos. P ero, a pesar de ello, estos m ong oles son las únicas pe rsonas en Moscú a las que compadeces por el clima. Hay incluso algunos sacerdotes que piden limosna con destino a su iglesia. Pero es raro ver que alg uie n dé alg o. La m en dic id ad aquí ha p erd id o su bas e más sólida, es decir, esa mala conciencia social que abre los bolsillos más fácilmente que la compasión. Por lo demás, parece una expresión de la inmutable miseria de estos mendigos (o quizá sólo sea consecuencia de una organización inteligente) que de todas las instituciones de M oscú ellos sean los únicos fiables, y que conserven siempre su lugar mientras todo cambia en torno a ellos. 6
Ca da pen sam iento, cada día y cada vida se ve aquí com o pu esto sobre la mesa de un lab ora torio. Y cual si fuera u n metal del que hay que extraer por cualquier medio cierto material desconocido, hay que hacer con él experimentos hasta el más comp leto ago tamiento. Y n in gún organismo, ni ninguna posible organización, puede sustraerse a
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este proceso. Los empleados son reagrupados y trasladados en el inte rior de las empresas, las oficinas en los edificios, y los muebles, en fin, en las viviendas. Las nuevas ceremonias destinadas a imponer un nombre, del mismo modo que los matrimonios, se celebran se celebran dentro de los clubs como si fueran instituciones experimentales. Los reglamentos cambian de un día para o tro, per o tamb ién las paradas del tranvía; las tiendas se convierten en restaurantes y, semanas después, en oficinas. Esta asombrosa reordenación (que aquí llaman «remonta») afecta no a Moscú: a toda Rusia. Dicha pasión contiene tanto una ingenua voluntad de hacer el bien como una infinita curiosidad. Muy pocas cosas determinan actualmente con más fuerza a Rusia. El país está movilizado día y noche, y también el partido, antes que nadie. Lo que sin duda distingue al bolchevique, al comunista ruso, de sus camaradas de occidente es su disposición sin condiciones a una completa movilización. La base de su existencia es tan exigua que el bolchevique está siemp re perfectam ente dispuesto a la partida. Pues, de lo con trario , no estaría a la altura pro pia de esta vida. ¿E n qué otro lugar es hoy posible que un día un destacado militar sea nombrado director de un gran teatro? El actual director del Teatro de la Rev olución es de hecho un antiguo general. Es verdad que era un escritor antes de convertirse en general victorioso. Pero además, ¿en qué otro país se pod rían oír un as historias como la que contaba el otro día po r ejemplo el porLero de mi ho tel? Hasta el 192 4 trabajaba en el K re m lin. Pero un día le vino un imprevisto y fuerte ataque de ciática. El partido hizo quf. lo trataran sus mejores médicos, lo envió a Crimea a tomar allí baños de bar ro , lo sometió a radioterapia. Co m o nada tuvo éxito, le dijero n: «U sted necesita un puesto en el que pueda cuidarse, estar sentado en un lu gar caliente, n o ten er que moverse en ab solu to». Al día sigu iente era portero de un hote l. C uando se cu re , reto rnará al K rem lin. A l fin y al cabo, la salud de los camaradas es pro pied ad valiosísima del partido, que, en determinadas circunstancias, puede a dop tar cualquier medida que crea necesaria en relación con la conservación de una persona, incluso sin tener que consultarle. Así lo expone al menos Borís Pilniak en uno de sus magníficos relatos*. Un alto fun Borís Pilniak, Cuento de la Luna no apagada, del año 1 9 2 7 ; el protagonista de esta novela es el general Mijaíl V . Frunze (1 8 8 5 1 9 2 5 ). Nacido en 1894., fue deportado en 19 3 5 ; no se sabe cuándo mu rió este escritor. [N . del T .]
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cionario es operado contra su voluntad, y po r fin muere. (Pilniak men ciona un nom bre muy famoso entre los de los mu ertos de los últimos años). N ing ún saber ni capacidad se queda aquí sin ser aprovechado por la potente vida colectiva. El especialista es el modelo de una completa objetividad, siendo por ello el único ciudadano que representa aquí algo efectivo fuera del círculo de la acción política. Aveces, el respeto que éste insp ira roza claram ente el fetichismo . A sí, la Academ ia de la G uerr a contrató como p rofeso r a un gen eral que tenía una fama terrorífica po r su comp ortamiento en la G uerra Civil. Iba haciendo ahorcar sin más preámbulos a todos los prisioneros bolcheviques. Los europeos no p odem os c om pren der este punto de vista, que subo rdina el prestigio ideológ ico a las condicio nes objetivas. Pero este hecho tam bién es característico en el lado contrario. No sólo los militares del imperio zarista de repente se ponen, como es sabido, al servicio de los bolcheviqxies. Con el tiempo, también los intelectuales regresan como especialistas a los puestos que sabotearon en la Guerra Civil. La oposición como se entiende en O cciden te —inteligencia que se encue ntra al ma rgen y que languidece bajo el yugo—no existe, o mejor dicho: ya no existe. O firmó un alto el fueg o con los bo lchev iques —co n algnna s reservas—o ha sido sin más exterminada. H oy en Ru sia no hay otra op osición, en especial fuera del Partido, que la más leal. Pues esta nueva vida sin duda es una carga muy pesada para el que la observa desde fuera. Soportar esta vida ociosamente es del todo imposible, pues, en cada uno de sus detaíles, sólo se vuelve hermosa y comprensible a través del trabajo. Incorporar unas ideas propias a un campo de fuerzas presupuesto, poseer un mandato po r más que éste sea virtual, el contacto orga nizado y garantizado con los diferen tes c am arad as... esta vida se encu entra tan ligada a estas cosas que el que renuncia a ellas o el que no las puede conseguir se atrofia espiritualmente po r com pleto com o si estuviera algunos años encerrado solo en un a celda. 7
El bolchevismo ha eliminado por completo la vida privada. Los cargos, la política y la prensa son tan pod eros os que no queda n i tiempo para intereses que no confluyan con ellos. Por lo demás, tampoco queda espacio. Las viviendas que antes albergaban en sus cinco u ocho habitaciones a una sola familia ahora aco gen tranq uilamente a ocho.
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A l entrar a un a casa se está en tr ando a una pequeña ciu dad o a vece,s incluso a un hospital de campaña. Ya en el mismo vestíbulo puedes dar con camas. Entre las cuatro paredes tan sólo se pernocta, y por lo general el escaso inventario es todo cuanto queda de los trastos pequeñoburgueses, que resultan aún más deprimentes porque la casa tiene pocos muebles. Al mobiliario pequeñoburgués le pertenece el completo conjunto: algunos cuadros tienen que cubrir las paredes; unos almohadones, el sofá; unas fundas, los mismos almohadones; unas figuras cubren las repisas; cristales de colores las ventanas. (Todas estas viviendas p eque ñob urgue sas so n campos de batalla p ollos cuales ha ido pasan do, v ictoriosa, la fu ria m erca ntil del capital; nln ya no puede dar se nada h um an o). D e esto sólo han quedado algun as cosas. Todas las semanas, por ejemplo, cambian de sitio los muebles en un os cuartos ya casi vacíos: es el ún ico lujo que la gente se perm ite con ellos, siendo al tiempo un medio radical para expulsar de la casa hasta la última huella de «confort», junto con la melancolía tan intensa que se paga siemp re p or tene rlo. T odo s so por tan su existencia ahí den tro po rq ue su mod o de vida les ha alejado de ella. Su residen cia ahora es la oficina, es el club, es la calle. Del viejo ejército de íun cionarios móviles aquí sólo se encuentra lo q ue fuera su train. Las coi tinas y biombos, que sólo suelen llegar a media altura, multiplican por fuera el número de habitaciones disponibles. Pues cada ciuda daño sólo tiene derecho a trece metros cuadrados de superficie habi table. Por la vivienda paga de acuerdo con sus ingresos. El Estado —aquí todas las casas son de su pro pie da d—les co bra u n rub lo al mes a los parados a cuenta de la misma su perficie p o r la que, quienes tienen más din ero , pagan sesenta rublos y hasta más. Q uien pretenda dispo ner de más espacio del establecido de ese modo sin duda ha de pagar una cantidad considerable si no lo puede justificar laboralmenle. Adem ás , aparta rs e del cam in o m arcado conduce a u n apar ato buró crático enorme, así como a unos costes gigantescos. El afiliado a un sindicato que p resenta un certificado de enferm edad y sigue el prot e dimiento norm almen te previsto puede alojarse en un m odern o sana torio, acud ir en Crim ea a un balneario y someterse a costosos trata mientos con rayos sin pagar un céntimo por ello. Pero el que esté al margen del sistema puede pedir limosna y arruinarse si no es miern bro de esa nueva burguesía que sí puede pagar varios miles de rublo* para conseguir el tratamiento. Las cosas que no se pueden justificar ni
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interior del marco colectivo exigen un desproporcionado sacrificio. Por la misma razón no hay «vida h og areñ a», ni cafés tampoco. Libre comercio y libre inteligencia han sido totalmente eliminados. Esto ha quitado a los cafés su púb lico. Para despach ar los asuntos privados ya sólo quedan el club y la oficina. Pero ahí se actúa siempre a las órdenes de ese nuevo b)>t, lo que significa el nuevo entorno para el que sólo existe la función clel creador colectivo. Los nuevos rusos piensan que ese medio es hoy el único educador fiable. 8
Para los ciudadano s de M oscú cada día está siempre repleto. A todas horas se celebran reunion es en oficinas, fábricas y clubs; a men udo no disponen de un lugar, así que se celebran en el ángulo de una redacción bien ruidosa o en una mesa de cantina. Siemp e hay una especie de selección natural y como una lucha por la vida en cada una de estas reun iones. E n cierto m odo , es la sociedad la que las diseña y planifica, siendo también la que las convoca. Pero esto tiene que hacerse muchas veces hasta que una de tantas reunio n es sale p o r fin b ie n , es capaz de vivir, está adaptada, tien e re alm en te su lu gar. Q ue nada pase como está pensado , que nada ocu rra com o se esperaba, esta expresió n banal de lo real como lo conocemos en la vida se manifiesta aquí en cada caso de modo tan intenso e inquebrantable que el fatalismo ruso se vuelve claramente comprensible. Si en el conjunto de lo colectivo se impone gradual y lentamente lo que es el cálculo civilizatorio, por el momento esto sólo va a complicar aún algo la cuestión. (Una casa que sólo tiene ve las está más preparada que una casa que tie n e luz elé ctr ic a, pues la central eléctrica se viene estropeando sin parar). Pese a la actual «racionalización», el valor del tiempo no es conocido ni siquiera en la propia capital de Rusia. El Trud, el Instituto Sindical de Estudio de las Cien cias del Traba jo que dirige Gastiev, im pulsó u na campaña con carteles po r la mejora de la puntualidad. Desde entonces m uchos relo je ro s se haii es ta blecid o aquí, en 'M oscú, do n de se agolp an de fo rm a todavía medieval y gremial entre K usnetzky M ost y la Uliza G erzena, en el conjunto de unas pocas calles. Pero ¿quién los va a necesitar? El dicho « E l tiempo es or o » , cosa que de mod o sorpren dente se le atribuye a Lenin en algunos carteles, muestra un sentimiento por completo ajeno a los rusos. Los rusos pierden el tiempo en cuanto pueden
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(Se podría d ’cir que los minutos son como un aguardiente del que nunca se hartan, de manera que el tiempo los embriaga). Cuando en plena calle rued an alguna escena para una película, los que pasan olvidan dónde iban, observan el rodaje durante horas y llegan perturbados al trabajo. Parece pues que el ruso va a seguir siendo «a siátic o» en lo que hace al tiempo. Una vez tuve que pedir que me despertaran a las siete: «Por favor, mañana llámenme a las siete». Lo cual inspiró al Schwejzar, como llaman al portero del hotel este monólogo más que sha kespeareano: « S i pensamos en ello, d espertaremos; si no pensamos, uo nos despertamos. Por lo general pensamos en ello, y entonces sin duda despertamos. Pero aveces sin duda lo olvidamos, al no pensar en ello. Entonces, claro es, no despertamos. Porque no es nuestra obligación; pero si se nos ocurre, sí lo hacemos. ¿ A qué hora q uerrá que lo despierto? ¿A las siete? Vam os a apuntar. Y a ve que dejo esta nota aquí. Sino lavemos, no lo despertaremos. Pero, generalmente, despertamos». La unidad de medida temporal es la palabra ssitschass, que significa «en seguida». Eso lo puedes oír como respuesta diez, veinte o treinta veces, y pasan horas, días o semanas hasta que la promesa al fin se cumple. No es fácil oír un « n o » como respuesta. Y es que de la respuesta negativa ya se encarga el tiempo. De ahí que las catástrofes temporales y las colisiones en el tiempo estén a la o rde n del día, co mo la «remonta» de que hablamos. Gracias a ellas cada hora está repleta, cada día es agotado r, cada vida se vuelca en el instante . 9
Ir en tranvía po r M oscú es ante todo una e xperien cia táctica. E l que llega aprende aquí a adaptarse al ritmo peculiar de la ciudad y de su población, mayoritariamente campesina. Y también ve cómo se entremezclan el imp ulso técnico y la for m a de existencia primitiva: el expe rimen to hist órico un iversa l que es el p ro pio de la nueva Rusia lo reproduce a pequeña escala un viaje cualquiera en el tranvía. Las revi soras, envueltas en su abrigo, se sientan en su sitio en el tranvía como las mujeres samoyedas en el inte rio r de su trineo . La subida a un vagón que va repleto exige siempr e alguno s em pujo nes hech os de resistencias y de im pulsos qu e se desarrollan en silencio y con una gran co rd ia lidad. (Nunca he oído pronunciar ni una mala palabra en esta delicada circunstanci V Una vez dentro, empieza la aventura. Por las ventanas
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siempre congeladas nunca se ve dónde está el tranvía. Aunque, si lo averiguas, no te sirve de mucho. El camino hacia la salida queda obstruido p or el tapó n hum ano . Dad o que se sube po r ia parte trasera y se baja por la parte delantera, hay que abrirse paso a través de la masa. En general, el viaje se produce a empellones; y, en las estaciones importantes, el tranvía casi se vacía. Así también en el caso de Moscú el tráfico es sin duda en buena parte un m od erno fenóm eno de masas. Puedes toparte un a caravana de trineos que imp ide p asar po r un ? calle, dado que la carga que exigiría un camión va siendo parcialmen te transportada mediante cinco o seis grandes trineo s. Y aquí los trineos piensan siempre primero en el caballo, sólo después en el pasajero. Además, no cono cen n ingú n lujo . Un a bolsa de paja para el caballo y una manta para el pasajero: de verdad eso es todo. En el banquito sólo caben dos personas; y, como no hay respaldo (si no llamamos así a un borde bajo), hay que mantener el equilibrio en las muchas curvas repentina s. To do está hecho pen sando en ganar la mayor velocidad; los viajes la rg os no son recom endable s en cuanto hace frío , p o r más que las distancias son enormes dentro de este pueblo gigantesco. El trineo, el iswoschtschik, va avanzando muy pegado a la acera. El cliente no va como sentado en un tron o, no queda po r encim a de la gente, y con su manga roza a los peatones. Esto es una experiencia sin duda incomparable para el tacto. M ientras los euro peo s van viajando a gran velocidad mientras disfrutan de su señorío y superioridad sobre la gente, el moscovita viaja introducido en un trineo pequeño, mezclado con las personas y las cosas. Guando además lleva una caja, una cesta o un niño —el tr ineo es el m edio de tran sport e más barato par?, todas estas cosas—, el moscovita se ve en verdad embutido en el trajín de la calle. Aquí no hay ya mirada desde arriba, sino tan sólo un roce delicado, y percibido a gran ve locidad, con las piedras, persona s y caballos. De este modo, te sientes como ^.n niño que se va deslizando por su casa sobre una sillita. IO La Nav idad es una fiesta del bosqu e ru so. C o n sus abetos, sus velas y sus adornos se instala por semanas en las calles. I ues el Adviento de los cristianos ortodoxos se une a la Nochebuena de los rusos que celebran la fiesta según el calendario occidental, que es también ahora el nuevo calendario, el oficialmente establecido. Creo que en ningún
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otro lugar se ven u nos ado rnos tan bon itos colgados de los árboles de Navidad. H ay ba rq uito s y pája ros y pec es, y casit as y frutas que se ¡igol pan en tiendas y m ercad os ca llejeros , y elNM useo Ku star ny , dedicado al Ar te P op ula r m on ta en este tiemp o cada año un a especie de leí m navideña. En una cruce encontré a una mujer que vendía adornoi para el árbol. Aquellas bolas rojas y amarillas relucían al Sol; como un cesto encantado de manzanas dentro del cual rojo y amarillo se repar ten en frutas difere ntes . Lo s abetos van atravesando p o r la calle en 11 i neos. Los pequeños los adornan sólo con cintas de seda; en la» eaqui ñas hay unos bosquecillos con trenzas azules, o rosas o verdes. (Ion ello los jugu etes nav ideño s van dic iend o a los niñ os , aun que Nnn Nicolás no sea aquí el que los haya traído, que ellos proceden de hn profundidades de los bosques de Rusia. Es como si la madera verde ciera sólo en manos rusas. La madera verdece y enrojece y se cubre de oro, toma el colo r azul y, fin alm ente, se cong ela negra. Y es que ¡ule más, en ruso, « ro jo » y « b ello » son la misma palabra. Y sin duda la leña que va ardiendo dentro de la estufa es la más mágica de las Irain formaciones de todo el bosque ruso. La chimenea no parece arder mejor en nin gú n sitio com o aquí. El fuego pre nde en todas las made ras que antes el campesino talla y pinta. Y, cuando las cubre con bar niz, hay fuego congelado en sus colores. Rojo y amarillo en la baln laika, como negro y verde en la garmoschka, que es ese pequero acordeón de los niños, y además todos los matir~s en los treinta y »ei» huevos enc errad os un os d entro de otros. Pero tam bién la noche
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dra, y a la izquierda un arbo lito d esnud o, sin hojas. So bre el delantal de la mujer leemos lo siguiente: mosselprom ; es decir, la soviética «Madonna de los cigarrillos». 11 El verde es sin duda el mayor lujo del invierno en Moscú. Pero en la tienda de la Petrovka no relucen siquiera con la mitad de belleza que en la calle los ramos de claveles, de rosas y de lirios de papel. En el mercado son el único producto que tiene un puesto fijo, y aparecen ora entre los víveres, ora entre cacerolas y tejidos. Pero las flores brillan más que cualquier otra cosa, más que la carne cruda, más que las lanas de colores e incluso que las siempre relucientes bandejas. Por A ñ o Nuevo aún hay otr os ram os. E n la plaza de Strastn aia me en co ntré de pasada unas varitas que llevaban pegadas unas flor es ro jas, blancas, verdes y azules, cada rama de un color distinto. Al hablar de las flores de Moscú sin duda n o se puede n o lvidar las heroicas rosas navideñas. Tampoco las alargadas malvarrosas para las pantallas que el vendedor lleva p o r las calles. N i las cajitas de cristal llen as de flo res, en medio de las cuales aparece la cabeza de un santo. Tampoco lo qué la helada inspira aquí, los trapos campesinos, cuyos dibujos, que van cosidos en una lana azul, imitan la escarcha que cubre las ventanas. Ni, por último, esas candentes flores tostadas de azúcar en la superficie de las tartas. El pastelero de los cuentos.infantiles parece sobrevivir sólo en M oscú. Sólo aqu í hay dulces hechos solam ente co n hilos de azúcar, esos concs dulces en los que la lengua se resarce del amargo frío. Ahí la nieve y las flores se unen por completo en el almíbar; sumida en él, la flora de mazapán parece haber cumplido finalmente el auténtico sueño invernal de Moscú: florecer desde el blanco. 12
El poder y el dinero son en el capitalismo magnitudes conmensurables mu tuament^. Un ;; cantidad dada de dinero siempre p uede cambiarse por un cierto poder determinado, y el valor de venta de un poder igualmente se puede calcular. Así sucede siempre en general. Sólo se puede hablar de corrupción cuando este proceso se gestiona de una manera demasiado abreviada. Este proceso tiene en todo caso en la
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interrelación que se pro du ce entre la prensa , las autoridades y los trusts su concreto sistema de distribución, dentro de cuyos límites está legalizado. El Estado soviético lia interrumpido esta comunicación dada entre el dinero y el po de r. E l Estado reserva el po de r al Partido, m ien tras el dinero se lo cede al nepman*. Es impensable que alguien que desempeñe un cargo en el Partido, aunque sea muy alto, se quede con algo para asegurarse «su futuro» o pensando en «sus hijos». El Partido Comunista garantiza a sus miembros un mínimo de existencia; pero lo hace en la práctica, sin estar obligado a ello. Y , a cam bio, co ntrola las más remotas actividades económicas de sus afiliados, mientras que limita sus ingresos a un total de 2 5 ° rublos al mes. Esta barrera sólo se puede sobrepasar mediante actividades literarias al margen de la propia pr of es ión . La vida de la clase dom inante se somete a esta disciplina. Pero su p oder no sólo consiste en la capacidad de gobernar. La actual Rusia no es un Estado de clases, sino directamente un Estado de castas. Esto quiere decir que la posición social de un ciudadano ya no la establece el aspecto exterior, representativo, de su existencia (tal como lo son la ropa o la casa), sino su relación con el Partido. Esto es decisivo hasta para aquellos que no le pertenecen al Partido de modo inmediato. También estas personas tienen oportunidades de trabajo mientras que no rechacen púb licamente el régim en. Y también entre ellas existen diferencias muy precisas. Pero por más que sea exagerada (o que esté superada) la idea europea de que el Estado ruso oprime totalmente a quienes piensan de otra manera, fuera de Rusia en cambio casi no se conoce la aterradora exclusión social que aquí sufre el nepman. De otra manera no podría explicarse el silencio y la desconfianza que se pe rcibe n n o s olamen te frente al fora stero. Si pregun tas a alguno que no conozcas mucho qué opina de una obra de teatro cual cruier'a o de una película del m on tón , no rm alm ente te respon derá con esta fórmula: «P o r aquí se d ic e ...» , o: «P red om ina la convicción de qu f\..». Y dan diez vueltas en la lengua a dicha frase antes de pr on un ciarla delante de extraños. Pues, en cualquier momento, el Partido
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Nepman s ig n if ic a « h o m b r e d e la N u ev a Po l ít ic a E c o n ó m i c a ( N E P ) » . L a N E P e st u vo en vig o r en '.re 1 9 2 1 y 1 9 2 8 : a la vis ta de la ca ta st ró fi ca si tu aci ón ec on óm ic a, Lenin reintrodujo en la economía soviética algunos elementos procedentes de la actividad privada comercial. El tipo humano que surgió sería el nepman, visto como una especie de estiaperlista. [N . d e lT .l
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podría tomar postura en el Pravda, y nadie qu iere verse enteramente desautorizado. Pues, para la mayoría de la gente, ja que es la opinión autorizada es hoy, sin duda alguna, si no el único bien, la única garantía de otros bienes, con lo cual todo el mundo es tan prudente en el uso de su nom bre y de su voz que los ciudadanos de cond ición democrática no pueden siquiera comprenderlo. Dos hombres que se conocen de hace tiempo están conversando; el primero dice: «Ayer vino a verm e ese tal M ijáilovic h para bu sc ar se u n pues to en m i oficin a. Dice que te co n oc e» ; y el otro contesta: «E s un camarada muy capaz, tan puntual como trabajador». Después de eso, pasan a otro tema, rero, al separarse, pro po ne el prim ero: «¿P od rías ser tan amable de poner p or escrito en unas pocas palabras tu op inió n sobre ese M ijáilovich ?». El dominio de la clase recurre aquí a símbolos con que caracteriza a su enemigo. El jazz tal vez sea el más popular. No es nada raro que también a los rusos les guste escucharlo. Pero el bailarlo está prohibid o. A sí que lo guard an en una vitrina, cual si se tratara de un reptil v en en o so , y del m is m o m odo lo p resen tan com o atracció n en las revistas. El jazc sigue siendo símbolo del «burgués». Está entre esos elementos primitivos con cuya ayuda la propaganda ha creado en Rusia una imagen grotesca del tipo burg ués. A m enud o es tan sólo una imagen ridicula que hace pasar por alto la disciplina y superioridad del enemigo. Esta visión deformada del burgués tiene un componente nacionalista. La entera Rusia ha sido propiedad de los zares. (Quien recorre los inacabables tesoros acumulados en las colecciones del Kremlin se encuentra tentado de decir: sólo una de las propiedades). De la noche a la mañana el pueblo se ha convertido en su con ju n to en heredero de esa riqueza in calc ula ble . Y ahora va hacie ndo el inventario de toda su riqueza en personas y en tierxas. U n trabajo que impulsa en la consciencia de haber logrado cosas bien difíciles, habiendo construido un nuevo orden político pese a la hostilidad de medio continente. Todos los rusos se unen para admirar este logro nacional. Esta esencial transformación del poder hace que la vida tenga aquí tan potente co nte nido . La vida está tan cerrada so bre sí y es rica en tantos acontecimientos, y al tiempo es tan pobre y atesora tantas perspectivas como la vida de un buscador de oro en Klondyke. Hoy en Rusia se excava en busca del poder de la mañana a la noche. La combinatoria más completa de las existencias esenciales no es nada al compararla con las constelaciones incontables que ie presentan aquí
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a un individuo en el curso de un mes. Por cierto, la consecuencia puede ser un intenso estado de embriaguez, no siendo ya posible imaginarse la vida sin sesiones y comisiones, debates, resoluciones y votaciones (todo lo cual son guerras o al men os m aniobras p rocedentes de la voluntad de po de r). Da igual en todo caso, pues las próximas ge neraciones de ruso s ya estarán adaptadas a esta vida, cuya salud im po ne este presupuesto imprescindible: que no se abra una Bolsa negra del poder (como le sucedió a la propia Iglesia). Si la correlación europea de poder y dinero se llegara a infiltrar en Rusia, no estaría perdido solamente el país, ni siquiera el partido, sino directamente el comunismo. Aquí la gente no tiene todavía los conceptos europeos de consumo y las necesidades europeas de consumo. Esto tiene ante todo sus concretas causas económicas. Mas también es posible que se esté realizando una intención perspicaz del Partido: llegar a equiparar el nivel de consumo con el que tiene Euro pa occidental; ana prueba de fuego para el funcionariado bolchevique, en un momento elegido libremente e imp uesto con la más plena seguridad de ob tener la victoria. 13
En la pared del Club de los Soldados del Kr em lin hay un m apa de Europa . A su lado hay una manivela. Gu ando se gira dicha manivela se ve lo siguiente: una lamparilla diminuta va iluminando uno tras otro los lugares a través de los que Lenin fue pasando en el curso de su vid^. Desde Simbirsk, en donde nació, pasando por Kazán y Petersburgo, por Ginebra, París, Cracovia y Zúrich y al fin Moscú hasta acabar en Gorki, es decir, el lugar donde murió. No hay otras ciudades indicadas. El contorno completo de este mapa, realizado en relieve de madera, es anguloso, recto y esquemático. Ahí la vida de Lenin se parece al desarrollo de una expedición de conquistas coloniales po r Eur op a. E n cuanto a Rusia, empieza a ornar form a ante el hombre del pueblo. En la calle, en la nieve, muchos vendedores ambulantes te ofrece n mapas de la Federa ción de Repúblicas So cialistas y Soviéticas. Meyerhold ha empleado dicho mapa en D. E. (/Amí Europa!)*; Occidente es en él sólo un complejo sistema de pequeñas *
Vsiévolod C . Me yerhold del T .]
autor y director teatral, mu rió fusilado. [N.
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penínsulas rusas. El mapa está hoy a punto de convertirse en centro del nuevo culto de los iconos rusos, al igual que sucede con el retrato de Le nin . Sin duda el fuerte sentimiento n aciona l que el bolchevismo ha otorgado a la totalidad de los rusos, sin la menor distinción, le ha dado una nueva actualidad al mapa de Europa. Los rusos quieren medir y comparar, y tal vez también quieren disfrutar del intenso delirio de grandeza que se produce sólo con mirar hacia Rusia. Pues en efecto a los ciudadanos de los más diversos países de Europa hay que reco me ndarles seriamente que d irijan la vista a su país en el mapá que form a con los países vecinos, a Alem an ia jun to con Po lonia, o bien jun to con Francia, o incluso jun to a Dinamarca; y en general a todos los europeos hay que recom endarles que exam inen con atención su pequeño continente colocándolo al lado de un mapa de Rusia, dond e no será sino un nervioso y deshilachado terr itorio en un extremo del ren oto Oeste. 14
¿C óm o le va al literato en u n país donde su cliente es el proleta riado? Los teóricos del bolchevismo han subrayado que la situación del proletariado en Rusia tras esta victoriosa revolución es muy diferente de la situación de la burguesía en el 1789* Por entonces, mucho antes de conquistar el poder, la clase vencedora se había ido asegurando, durante décadas de confrontaciones, el dominio del aparato ideológico. La organización intelectual y la educación llevaban ya impreg nadas mucho tiempo con las ideas del tercer e stado; la batalla de em anc ipación espiritual se libró de este modo tiempo antes de la batalla de emancipación política. En la Rusia de hoy la situación es del todo diferente. Hay millones y millones de analfabetos para los cuales aquí aún hay que echar los cimientos de una formación general. Es la tarea nacional de Rusia. La form ación p rerrevolucionaria del país era ines pecífica, europea. E l com ponente europeo de la forma ción sup erior y o] corhponente nacional de la formación elemental buscan hoy en Rusia su equilibrio. Pero, éste sólo es un aspecto dentro de la cuestión educativa. Otro es que el triunfo de la revolución ha acelerado en muchos campos el ritmo que lleva la asimilación con Europa. Hay así literatos como Pilniak que quieren ver en el bolchevismo la culminación de la obra que iniciara tiempo atrás Pedro el Grande. Cabe pues
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suponer que, en :1 ámbito de la técnica, este proc eso acabará po r tener éxito más tarde >más tem pra no , pese a los avatares de los pr im ero s años. Pero n o así en los ámb itos intelectual y científico . Lo s valores europeos están siendo pop ularizados hoy en Rusia en la versión desfigurada y lamentable que le debem os al im perialism o. A sí, el Segundo Teatro Académico (institución subvencionada por el Estado) ofrece una rep resentación de la Orestíada en la que una Grecia polvorienta se pavonea tan rancia y falsamente como en el escenario de un teatro principesco de A lem an ia. Go m o lo pe trificado de su gesto no es en sí simplemente depravado, sino que además es una copia del teatro de coree en el Moscú prerrevolucionario, resulta ser más triste todavía que en Stuttgart o erj Anhalt. P or su parte, la Ac ade m ia de las Cie ncias ha elegido a un hombre como Walzel, figura típica del nuevo catedrático que hace aquí la postura esteticista, para incluirlo entre sus miembros*. Es así bien p roba ble que la única cultura occidental que R usia entienda tan clara y vivamente que le valga la pena confrontarse con ella sea la que existe en Estados Unido s. Y , po r el contrario, la «ap rox im ació n» cultural en cuanto tal (sin que se dé sobre el fundamento de una comunidad eco nóm ica y política concreta) es aquí solamente un interés de la variante pacifista del imperialismo, sólo apropiada para charlatanes, lo que representa para Rusia como un fenó m eno de restauración. El país está separado de Occidente, más que por fronteras y censura, por la intensidad de una existencia que no se puede comparar con la de Europa. O quizá dicho más exactamente: todo el contacto con el exterio r pasa por el m edio del Partido , y además se refiere sobre todo a cuestiones políticas. La vieja burguesía ha sido totalmente aniquilada; la nueva burguesía no está material ni esp iritualmen te en c on diciones de ma ntener relaciones con el exterior. Y sin duda los rusos conocen en consecuencia el exterior mucho menos de lo que el exterior (con la excepc ión tal vez de los países latinos) hoy c onoc e a Rus ia. Cuando una em inencia rusa pone junto s a Proust y a Bronnen** p or que son dos autores que eligen la materia de sus temas de entre la p ro blemática sexual, vemos con claridad que lo europeo aparece en Rusia
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Oskar Walzel (1^ 6 4 19 4 4 ) • pro feso r de historia de la literatura, es autor del libro titulado Gehalt und Gestalt im Kunstwerk des Dichters. [ N . d e l T . ]
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A r n o l t B r o n n e n ( l 8 9 5 ~ I 9 5 9 )> autor de obras teatrales que causaron un escándalo enorme en Aleman ia. [N . del T .]
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en una perspectiva m uy estrecha. Y cuando uno de los autores do m inantes de Rusia dice de pronto en una conversación o^e Shakespeare fue uno de los grandes escritores anteriores a la invención de la impren ta, esta inm ensa laguna cultural solamen te se puede com prender desde las peculiares condiciones que son las propias de esta literatura. Unas tesis y dogmas que en Europa son, hace al menos ya doscientos años, inaceptables para los literatos por ajenas al arte y la cultura, son fundamentales en la crítica y en los productos de la nueva Rusia. La tendencia y el tema son aún aquí considerados lo único importante. Las controversias formales aún tenían cierta relevancia durante la época de la Guerra Civil, pero ahora han enmudecido. La doctrina oficial es que lo decisivo para establecer la acritud revolucionaria o con trarrevoluc ionaria de una o bra es sin más la materia, no la forma. Estas doctrinas quitan irrevocablemente lo que es su propia base al literato, com o la econ om ía lo hizo antes desde el pun to de vista material. Rusia va en este punto por delante de maestro desarrollo occidental, pero quizá no tanto como suele creerse. Pues también en Europa, más tarde o más temprano, el escritor profesional desaparecerá con la clase media, triturada en la lucha entre capital y trabajo. Ese proceso ya se ha dado en Rusia: el intelectual es ante todo un funciona rio que trabaja en el departam ento de Cen sura , de Ju sticia o de Ha cienda, donde se libra de su decadencia y participa directamente en el trabajo, lo que en Rusia equivale estrictamente a participar en el poder. El intelectual es aquí miembro de la actual clase dominante. Entre sus diversas organizaciones la más desarrollada es la WAPP, la A so c ia ció n Pan rusa de lo s E scrit o res P ro leta rio s, que p ro p u g n a sin más la dictadura hasta en el ámbito de la creación espiritual. De este m od o la WA PP da buena cuenta de la realidad en el país: el paso de los med ios espirituales de pro du cció n a las mano s de la generalidad sólo se puede separar en apariencia del paso de los medios materiales. Porque por ahora el proletario sólo se puede hacer con ambos medios protegido p or la dictadura. 15
De vez en cuando ves vagones de tranvía que están decorados con dibujos de empresas, de reuniones de masas, de soldados de los regimientos del ejército rojo o de agitadores comunistas. Son regalos que
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los trabajadore s de una fábrica han. ido hac iend o ai soviet de Moscú. En estos vagones circulan los únicos carteles de contenido poli! ;co que hoy todavía sé ven en Moscú. Pero son, con macho, Io1' carteles más interesantes. Porque los carteles comerciales r o pueden ser más sosos en ningún otro sitio. El penoso nivel que tienen los anuncios ilustrados es la ún ica semejanza entre M oscú y París. Muchos muros de iglesias y conventos ofrece n p or do qu ier unas supe rficies magníl i cas para fijar carteles, pero hace tiempo que fueron despedidos los constructivistas, suprematistas y abstraccionistas que durante la époen del comunismo de guerra pusieron su capacidad de propaganda al servicio de la revolución. Lo que hoy se exige exclusivamente es una claridad banal y simple. La mayor parte de los carteles que aquí vemos repelerían al occidental. Por el contrario, las tiendas de Moscú son muy incitantes; tienen siempre algo de tabernas. Los rótulos de los establecimientos señalan en vertical hacia la calle, com o los antiguos emblemas que había en las posadas, las doradas bacías de los peluque ros y las chisteras ante las tiendas de sombreros. Pero también se ven ciertos motivos de modo aislado e individual, que resultan bonitos e inocentes: uno s zapatos caen de una cesta, y un p err o está huyendo con una sandalia en la boca; ante la puerta de una cocina turca, unoN señores con un fez en la cabeza acomodados ante sendas mesas. Se ve que, para u n gusto prim itivo, el elogio aún está ligado a la narrac ión, al ejemplo o a la anécdota. Por el contrario, el anuncio occidental convence sobre todo por el gasto que la empresa anunciada es capa/, de afrontar. Aquí, en casi todos los letreros se muestra directamente la mercancía. Por lo demás, el comercio no conoce el empleo de un lema contundente. La ciudad, que es tan imaginativa en todo tipo de abreviaturas, no posee aún la más sencilla: la que designa el nombre de la empresa. M uy a m enu do, el cielo vespertino de Moscú reluce entero con un azul terrible: y es que, sin darte cuenta, lo has mirado a través de las gafas en orm es y azules que sob resalen de las ópticas pu estas a la man era de señales. U na vida m ord iente y silenciosa que parece cargar contra sí misma asalta de repente a los transeúntes desde los negros arcos y los gran des m arcos de las puer tas co n letras negras y azules, amarillas y rojas, como un dardo, o como la imagen de unas botas o de la rop a fresca y recién plan chada , com o u n escalón viejo y desgastado o como un sólido tramo de escalera. Hay que ir recorriendo en tranvía las calles para ver el m od o en que esta lucha con ti-
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núa en los pisos, para entrar en su estadio decisivo y final en los tejados. Hasta ahí sólo aguantan los reclamos y lemas que parecen más fuertes y recientes. Y sólo desde la altura del avión se alcanza a tener ante los ojos la elite indu strial de la ciudad, la industria c inem atográfica y autom ovilística. P ero sin duda, po r lo gen eral, los tejados que vem os en M oscú son u n eria l sin vid a y no destacan n i p o r lo s rótu lo s lum inosos p rop ios de los tejados de Be rlín, n i por el bosqu e de altas chimenea s sobre los tejados de París, n i po r la soleada soledad de los tejados de las grandes ciudades sureñas. 16 Quien entra por primera vez dentro de un aula de un colegio ruso se detiene al punto sorprendido. Las paredes están llenas de imágenes, dibujos y maquetas de cartón. Son como los muros de los templo donde los niños ofrecen su trabajo diariamente a la colectividad. En ellas predomina el color rojo; en las paredes hay emblemas de los soviets, así como abundantes cabezas de Lenin. Algo así puede verse en m uchos clubs. Lo s distintos perió dicos m urales vienen a ser para los adultos esquemas de esa misma forma colectiva de expresarse. Surgieron a directa consecuencia de la grave penuria de la época de la G ue rra Civil, cuando en mu chos lugares ya no había ni papel ni tinta de imprimir. Hoy son totalmente imprescindibles en la omnipresente vid a pública en el in te rio r de las em presa s. Cada « r in c ó n de Len in » tiene su periódico mural, que cambiará de acuerdo a las diversas empresas y autores. Lo común es tan sólo la alegría ingenua: imágenes intensamente coloreadas y, en medio de ellas, textos en prosa verso. E l p erió dic o es crón ic a del cole ctivo. P ro p o rcio n a datos estadísticos, pero tam bién la crítica hum orística de algunos camaradas, todo ello mezclado con distintas propuestas de mejora del funcionamiento de la empresa, así como concretos llamamientos a campañas de ayuda. Letreros, paneles de avisos e imágenes instructivas cubren también las paredes de ese «r in có n de L e n in » . Incluso en el trabajo se encuentra cada uno rodeado por distintos carteles de colores que conjuran los péligrosde la máquina. Vemos representado un trabajador cuyo brazo va a dar entre los radios de una rueda dentada; vemos también otro que. borracho, provoca de repente una explosión al pro du cir un cortocircu ito; y un tercero que mete la rodilla en mitac
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de dos émbolos. En la sección de préstamo de la biblioteca del ejército hay un panel cuyo breve texto explica con muchos y bonitos dibu jo s de cuá ntas m anera s re sulta posib le estr opear u n li b ro . Y hay p o r toda Rusia centenares de miles de reproducciones de un cartel que explica y muestra las m edidas más habituales en E ur op a: así el me tro, el litro, el kilog ram o..., aparecen dispuestos en carteles, de modo obligatorio, ea la totalidad de las tabernas. Mas también las paredes de la biblioteca del club campesino de la plaza Trubnaia se cubren de material educativo gráficam ente expuesto. La crón ica del pueblo, el desarrollo agrícola, la técnica de producción, las instituciones culturales están gráficamente rep resentadas p or m edio de sus líneas de d esarrollo; también se exponen componentes de herramientas, junto a piezas de márpinas y retortas conteniendo los productos químicos. Me acerqué con curiosidad a una repisa desde la cual vi cómo sonre ían dos llamativas caricatu ras de negros; al llegar ju n to a ellas, co m prendí que eran máscaras de gas. Antes, el edificio de este club era el de uno de los mejores restaurantes de Moscú. Con lo que los antiguos reservados son hoy dormitorios para los campesinos y campesinas que han obtenido una kommandirovka para po der ir a la ciudad. Los llevan por museos y cuarteles, y tienen cursos y veladas para ellos. También, í, veces, un te atr o pedagó gic o d esarro llad o en fo rm a de « ju ic i o » . Unas trescien'r.s personas, de pie y sentadas, llenan hasta el último rincón de la sala pintada de rojo. Puesto en una hornacina está el busto de Le nin . E l ju icio se celebra sobre un escenario ante el que, a la derecha y a la izquierda, se ven cuadros de tipos proletarios (en general un campesino y un obrero) q^íe simbolizan la smitschka, la unión de ciudad y campo. Las pruebas ya han sido presentadas, y ahora un perito tiene la palabra. Ocupa con su asistente una mesita frente a la del letrado defensor, vueltas ambas al público por el más esirecho de sus lados; de frente, al fondo, la mesa del juez. Delante de eiía, con un traje negro, aparece sentada la acusada, una campesina que lleva bien sujeta entre sus ma nos una ram a gruesa. La acusación es curanderismo con resultado de muerte. Con una intervención equivocada causó la muerte de una p artur ienta. La argum entación va cmdo vueltas en torno a dicho caso de manera monótona y sencilla, jfrl perito pres en ta al fin su in fo rm e: la cu lpa de la m uerte de la mad re la tiene sola y exclusivamente esa inadecuada inte rven ción . E l abogado Jo fe nsor afirm ? en cam bio que no hubo mala volu nta d; en el ca mpo
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falta asistencia sanitaria e instr ucc ión h igiénica. Ú ltim a palabra de la acusada: <¿Nitschewó. Qu é le vamos a hacer, siem pre han muerto m ujeres al p a rir » . El fiscal solicita la pena de muerte. Y entonces po r fin el presidente se dirige hacia la asamblea: «¿Alguna pregunta?». Pero al estrado sólo sube un komsomol que exige que apliquen un castigo ejem plar. E l tribun al se retira a delibera r. T ras un a breve pausa se lee la sentencia, que todos escuchan poniéndo se de pie: Jo s años de prisión, teniendo en cuenta las atenuantes. No se establece prisión incomunicada. Por último, el presidente del tribunal menciona la apremiante necesidad de crear centros higiénicos y formativos en las zonas rurales. Este tipo de representaciones está cuidadosamente preparado, sin la menor improvisación. Para poder movilizar al público en aquellas cuestiones que interesan de modo más directo a la moral y al Partido bolchevique no puede haber un medio que sea más directo y eficaz. Así, una vez se aborda el alcoholismo, y otras el fraude, la prostitución o el gamberrismo. Las severas formas propias de este trabajo formativo son sin duda adecuadas a las condiciones de la vida soviética, como plasmación de una existencia que cien veces al día les obliga a toma r posición. 17
Las calles de Moscú presentan una peculiaridad: los pueblos rusos ju eg an al esc ondite en ellas. A l entrar p o r alg uno de los gra ndes p o rtones —a m enud o tien en un a verja de hie rro para c errarlos, pero yo siempre los he encontrado abiertos—, te encuentras situado en el arranque de una espaciosa población. Ahí se abre un pueblo o una finca donde el suelo es irregular, los niños van en trineo, en cualquier rincón hay de repente dispuesto un cobertizo para guardar madera y herrámientas, los árboles se alzan muy dispersos, unac escaleras de ma der a le dan a la fachad a po st er io r de las casas —que cuando se ven desde la calle parecen ser propias de una ciudad—el más típico aspecto de una casa rusa campesina. En estos patios suele haber iglesias, como en las amplias plazas de los pueblos. La calle crece así hasta las dimen siones del paisaje. Pues no hay n i una ciud ad occidental que en sus enor m es plazas carezca así de form a, com o su cede en las plazas pueblerinas, y siempre esté como remojada bajo los efectos del mal tiempo, de la lluvia o la nieve. Casi ninguna de estas amplias plazas
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sostiene un monumento. (Y, por el contrario, casi [odas las pla/as di Europa v iero n p rofan ada y destruida su estructura secreta r o n .ilji
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18 Las iglesias han enmudecido se diría que casi por completo*. La ciudad está casi liberada de ese repicar de las campanas que todos los domingos va extendiendo una tristeza tan sorda y tan profunda sobre nuestras grandes ciudades. Pero en todo Moscú tal vez no pueda enco ntrarse todavía un solo lug ar desde el cual no se vea al me nos una iglesia. Mejor dicho: en el cual no te vigile al menos una iglesia. En Moscú el súbdito del zar estaba totalmente rodeado por más de cuatrocientas capillas e iglesias, es decir, dos mil cúpulas que en cada esquina se mantienen escondidas, se ocultan las unas a las otras, se asoman por encima de los muros. To da una okrana** de la arquitectura rodeab a al súbdito del zar. Y todas estas iglesias m anten ían su incó gnito, dado que en n ing ún lug ar se alzaban altas torres al cielo. C o n el tiempo te acostumbras a reunir los largos muros y las muchas bajas cúpulas en com plejos de iglesias conventuales. Y entonces co m pren des por qué en muchos lugares la ciudad es tan compacta como una fortaleza; los conventos llevan todavía las huellas de su antigua función defensiva. Con lo que aquí, Bizancio y sus mil cúpulas no es el milagro que sueña el europeo. Además, casi todas las iglesias están construidas de acuerdo a cierto esquema tan insípido como empalagoso: pues esas cúpulas, azules, verdes y doradas, son un Oriente caramelizado. Tan pronto como entras a una de estas iglesias te encuentras primero en un amplio vestíbulo con unas pocas imágenes de santos. Todo está muy oscuro, y su pen um bra parece muy ap ropiada para conspiraciones. En estas salas es posible hablar de los asuntos más com prom etidos, inc luidos los pogro m s. A con tinuación está la única sala destinada a la dev oción. Y al fon do se ven un os escalones que co ndu cen a un estrado estrecho y bajo , es decir, al iconostasio, por el que te mueves a lo largo de diversas imágenes de santos. A intervalos pequeños hay varios altares, señalados por ardientes luces rojas. En cuanto a las superficies laterales, están ocupadas por las
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La pr im era ofensiva del Estado soviético contra la religión tuvo lugar entre igiC y
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19 2 2 , pero sus resultados fueron bastante menos contundentes de lo que sus men tores esperaban. Algo posteriormente, entre los años 19 2 9 y 19 3 0 , se desarrolló una segunda ofensiva. [N . del T .] L a okrana era la policía secreta de la Rusia zarista. [N . del T .]
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grandes imágenes de santos. Pero todas las partes de la pared en las que no hay una imagen están enteram ente recubiertas con lucientes láminas de oro. D el techo, p intado siempre con m al gusto, cuelga una gran lámpara de araña. Sin embargo, el espacio sólo está iluminado con cirios; es un salón de paredes consagradas delante de las cuales se produce el ceremonial. Las grandes imágenes son saludadas santiguándose, luego corresponde arrodillarse y tocar el suelo con la frente, y después, santiguándose de nuevo, el orante o penitente pasa a la image n siguiente. A nte las imágenes pequ eñas, puestas en grupo s o solas sobre grandes atriles no hay obligación de arrodillarse. Sólo hay que inclinar se sobre ellas y besar el cristal que las prote ge. Sob re esos atriles van expuestas, junto a valiosos iconos antiguos, series de chillonas oleografías. Otras muchas imágenes de santos montan guardia fuera, en la fachada; casi todas miran hacia abajo desde las cornisas superiores, bajo los tejadillos de hojalata para protegerlas del mal tiempo, como si fue ran pájaro s que se han escapado de su jau la. Sus cabezas, incliaadas como retortas, parecen estar llenas de tristeza. Bizancio no parece conocer una forma que sea propia de ventanas de iglesia. Una impresión mágica pero no acogedora: las ventanas, profanas e insignificantes, se abren a la calle desde las salas y torres de la iglesia como d^sde los cuartos de una casa. Tras ellas habita el sacerdote ortodoxo, como el bonzo dentro de su pagoda. Las partes bajas de la catedral de San Basilio podrían ser igual la planta baja de la magnífica casa de un boyardo. Pero al entrar en la Plaza Roja, vin ie ndo p o r la parte del oeste , sus cúpula s s^/Icvantan poco a poco hacia el cielo como un bando de soles encendidos. El edificio parece como si siempre se reservara un poco, y el observador sólo podría sorprenderlo mirándolo a la altura del avión, del que olvidaron protegerlo los constructores. El interior no sólo ha sido vaciado, sino que incluso ha sido destripado, como un animal que han abatido. (No podía ser de otra m anera, pues todavía en 19 2 0 ahí se rezaba con fe r vo r fa nático). A l retir ársele to do el in ven tario , quedó a la vista ir r e mediablemente el colorido entrelazo vegetal que se extiende como una pintura mural por todos los pasillos y las bóvedas; una pintura mucho más antigua, que, en los espacios interiores, aún mantenía vivo el recuerdo de las espirales de las cúpulas, se desfigura ahora en un triste divertimento roc oc ó. Lo s pasillos abovedados son estrechos, y de p ro n to se en sanchan has ta co n vertir se en altares o en capilla s
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redondas, a las que llega tan escasa luz desde las altas ventanas que apenas se distinguen los pocos objetos religiosos que quedan. Muchas otras iglesias están abandonadas y vacías. Pero el fuego que desde los altares ya muy pocas veces ilumina la nieve está al contrario muy bien conservado en las ciudades de barracas de madera. En sus estrechos pasillos cubiertos de nieve siempre reina el silencio. Sólo se oye la suave jer ga de los sastres jud ío s, que ahí tien en su puesto ju n to a los trastos de la ven ded ora de papel que, oculta y entron izada tras collares de plata, tiene en torno a su rostro láminas de oro junto a los enguantados papás Noel, como una oriental tiene su velo. 19
Hasta el día más duro de trabajo nos ofrece en Moscú dos coordenadas que presentan cada uno de sus instantes en calidad de espera y con sum ación : la vertical de las horas de co m er y la horizo ntal vespertina del teatro. Pero nunca se está muy lejos de ellas, porque Moscú está lleno de cientos de restaurantes y teatros. Abundantes puestos de golos inas patru llan las calles, muchas de las grandes tiendas de comestibles no cierran hasta las once de la noche, y en cualquier esquina se abren cervecerías y teterías. Las palabras chainaia y pivnaia [«tetería», «cervecería»] (y las dos por lo general) aparecen pintadas sobre un fon do en el que el >rerde soso del bord e s up erio r baja descendiendo gradualmente hasta alcanzar un amarillo sucio. La cerveza se toma normalmente con un cierto Lipo de comida: unos trocitos de pan blanco seco, pan negro horneado con una costra de sal y guisantes secos en agua salada. En ciertas tascas puedes comer así y además disfrutar de una primitiva inszenirovka. Así se denomina cierta clase de pieza teatral de tema lírico o ép ico. A m en ud o se trata de unas pocas canciones populares que van siendo maltratadas por un coro. De la orquesta forman parte algunas veces en calidad de instrumentos musicales, jun to a acordeones y violines, tam bién algunos ábacos. (De hecho están presentes en la totalidad de las tiendas y oficinas, pues ni siquiera el cálculo más sencillo es pensable sin ellos'). El calor que te asalta cuando entras en estos locales, al beber un té siempre caliente, o al probar la comida muy picante, es el placer secreto propio del invierno moscovita. Por eso no conoce la ciudad el que no la conozca con nevada. Cu alq uier regió n hay que visitarla siem pre en la estación
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de clima extr em o. Y es que la ciudad está adaptad;; sobre tod o a este clima, y se entiende desde esta adaptación. En Moscú, la vida tiene en el invierno una dimensión sobreañadida, pues en ella el espacio va cambiando de manera estricta y literal según se encuentre frió o caldeado. Ahí se vive en la calle como si se estuviera en una sala de espe jo s congelad a, donde refl exio nar y dete ners e es in creíb le m ente com plicado. Hay que pensárselo casi medio día para llevar una carta hasta el buzón; y, pese a hacer un frío tan severo, hace falta mucha voluntad para entrar en una tienda a comprar algo. Pero cuando te encuentras un loca l, da igual lo que te ofrezcan —ese vodka, que a quí mezclan con hierbas, o un pastel o una taza de té—: el calor hace ahí que hasta el tiemp o vuelva una bebida em briagad ora. El tiemp o fluye en el hom bre exhausto de la misma fo rm a q ue la m iel. 20
En el aniversario de la muerte de L en in much os se po nen brazaletes negros. Las banderas de toda la ciudad están a media asta por lo menos a lo largo de tres días, y muchas^de las banderitas enlutadas, una vez colgadas, se qued an ahí fuera p o r varias semanas. El luto ruso por su dirigente no es en absoluto comparable con la actitud que el pueblo, en otros lugares, adopta en esos días. La generación que intervino activamente en las guerras civiles ya va envejeciendo, si no todavía en lo que hace a los años, sí por cuanto respecta a la tensión. Como si al fin la estabilización hubiera introducido en su vida un sosiego, o incluso una apatía, que suele traer consigo la vejez. El «¡alto!» que el partido le dio un día al comunismo de guerra con la NEP provocó de repente un terrible rebote que dejó postrados a muchos comb atientes del m ovim iento, y hubo varios millares que le devolvieron al par tido sus antiguos carnets de militantes. Y se co n ocen casos de un tan evidente desconcierto que, en pocas semanas, sólidos puntales del Partido se convirtieron en defraudadores. Así el luto por Lenin es al tiempo, para el conjunto de los bolcheviques, un auténtico luto po r los años del com unism o h eroico. Los pocos que han pasado desde entonces son mu cho tiemp o en la consciencia rusa. Lenin aceleró con tanta fuerza el curso entero de los acontecimientos que su aparición se ha convertido muy aprisa en pasado, y su imagen se aleja de noso tros a gran velocidad . Sin em bargo , en la óptica de la
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historia (bien al contrario de lo que sucede dentro de la óptica espacial) ese alejarse significa un volverse más grande. Las órdenes son ahora diferentes q\ie en los tiempos de Lenin, pero las consignas todavía son las que él impartió. Pues hoy se explica a los comunistas que el trabajo revolucionario del momento no es ahora la lucha, como ya no es tampoco la guerra civil, sino bien al contrario la construcción de canales, la electrificación y la industrialización. La esencia revolucionaria de la auténtica técnica se presenta ahora claramente y, com o to do, ta m bié n esto su ce de (y con ra zón sin du da) en nom bre de Len in, que es un no m bre que crece sin cesar. Re sulta así significativo que el sobrio informe que redactó la delegación de los sindicatos ingleses, uno que, sin duda, es poco dado a pronósticos, mencione incluso la posibilidad de «que, si el recuerdo de Lenin ha encontrado su lugar en la historia, este gran d irigente y reform ado r revo lucionario se halla en trance de ser canonizado». El culto de su imagen en efecto ya es incalculable, y hay incluso una tienda que la vende en todos los tamaños, m ateriales y poses. Su busto está presen te en los «rincones de Lenin», su estatua de bronce o su relieve está en los clubs más grandes, su retrato de tamaño natural está en las oficinas, y otras fotos algo más pequeñas están colgadas en todas las cocinas, y en lavanderías y despensas. La imagen de Lenin está incluso colgada en el vestíbulo del vie jo Pala cio de A rm ad u ras del K re m lin , ig ual que los paganos convertidos imponían la cruz en un lugar que antes era profano. Y así, poco a poco , la imagen de Len in va adoptando unas fo rmas canónicas, de entre todas las cuales la celebérrima imagen del orador es la más frecuente. Pero hay otra imagen que todavía es más conmovedora y que nos resulta más cercana: Lenin sentado a la mesa al inclinarse sobre un número de Pravda. Entregado a un efímero periódico, se manifiesta con la tensión dialéctica que se corresponde con su ser: la mirada se lanza con segu ridad a lo lejan o, mientras el esfuerzo infatigable del corazón se centra en el instante.
EL CAMINO AL ÉXITO EN TRECE TESIS[3] 1. No hay un.éxito grande al que no corr espo nd an prestaciones reales. Mas sup on er p or ello que dichas prestaciones son su base sería un error. Las prestaciones son la consecuencia. Consecuencia del incremento deJ aprecio que se tiene a uno mismo junto al creciente placer de trabajar de aquel que se ve rec on ocid o. De ahí que una exigencia alta, una réplica hábil o una transacción afortunada sean las ver dad er as prest ac io nes que están a la base de lo s éx ito s grandes. 2. La satisfacción por la paga recibida paraliza el éxito, mientras la satisfacción por las prestaciones lo increm enta. Re m un eració n y pres tación están en una proporción de peso, puestas en los platillos de la bcJanza. P ero todo el peso del aprecio dedicado a uno mism o ha de ir al platillo de la prestación. De este modo, el platillo de la paga sin duda irá subien do a toda prisa. 3. A la larga sólo pueden tener éxito las personas cuyo com portamiento parece estar dirigido, o está dirigido realmente, por motivos transparentes y sencillos. La masa destruye cualq uier éxito en cuanto éste le parece opaco, sin un valor didáctico y ejemp lar. Obv iamente este éxito no es preciso que sea transparente e n u n sen tido intelectual, como cualquier teocracia lo dem uestra. A ho ra bien , el éxito tiene que hacerse represe ntac ión, ya sea ésta la de la jer ar qu ía, o bien sino la del militarismo, la de la plutocracia o cualquier otra. De ahí deriva el que el sacerdote deba tener el co nfes iona rio, el gene ral la cond ecora ción, o el financiero su palacio. Fracasará quien no pague su tributo al tesoro de imágenes de la masa. 4 Nad ie se hace una idea clara del ham bre intensa de univocidad que es el máximo afecto de todo público. Un centro, un dirigente, una consigna. Cuanto más unívoca, más grande es el radio de acción de una manifestación espiritual, y así más público va a acudir a ella. El que un autor empiece a despertar «interés», significa tan sólo que se empieza a buscar su fórm ula, su expresión más unívoca y prim itiva. Desde ese momento, cada nueva obra suya se convierte en aquel material en que el lector pone a prueba esa fórmula, la precisa y la verific a. Pues en el fo n d o , el público solam ente percib e en u n auto r
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Te xt o publi ca d o en el Frankfurierfyitung el 22 de septiembre del año 1928.
el mensaje que éste, en su lecho de muerte, tendría aún tiempo y fuerzas para transmitirle. A qu el que escribe ha de tener prese nte que rem itirse a la «p o s5 teridad» es muy moderno. Es cosa que procede de la época en que surgió el escritor pro fesion al, y que puede explicarse justamente por las carencias de su po sició n en el seno de la sociedad. L a refer encia a k fama postuma era un modo de presión en contra de ella. Por lo mismo, en el siglo XVII aún no habría pensado un solo autor en invocar a la posteridad frente al conjunto de sus contemporáneos. En genera l, todas las épocas anteriores c om parten la más plena convicción de que el presente guarda aquella llave que abre la puerta de la fama postuma. Esto hoy es más cierto todavía, pues cada generación que se sucede tiene menos tiempo y ganas para llevar seriamente a cabo la siempre imprescindible revisión, cuanto más desesperadas son las formas que adopta la legítima de fensa en contra de lo in fo i me y lo masivo que presenta la herencia re cibida. 6. La fama, o quizá mejor, el éxito, es hoy enteramente obligatoria y por lo m ismo ya no representa una añ adidura , como antes. E11 una era en la cual la más penosa de las estupideces se publica en cientos de miles de ejemplares, el éxito no es sino un estado de agregación de la escritura. Cuanto menor es el éxito de un autor o una obra, menor también su disponibilidad. 7. Condición de victoria: la alegría que causa el éxito exterior en tanto tal. Una alegría pura y desinteresada cuya mejor manifestación es que alguien disfrute de ese éxito aunque éste sea el éxito de otro, incluso aunque no sea merecido. Un sentido farisaico de justicia es un o de los obstáculos mayores para salir adelante. 8. Muchas cosas sin duda son innatas, pero entrenarse también es importante. Así, no triunfará quien se reserve con la intención de concentrarse en los objetos más grandes, y no sea capaz algunas veces de esforzarse al máxim o p or conseg uir objetos más pequeñ os. Pues sólo de este modo aprenderemos lo que es más importante incluso en la mayor negociación: la alegría del mero negociar, que llega a la alegría deportiva que causa un compañero, así como al saber perder de vista la meta buscada po r uno s instantes (el Seño r prem ia a los suyos mientras duermen)*, y al fin p or último , ante todo: la imp rescindible amabilidad. No *
C fr. Salmos
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la amabilidad blanda, plana y cóm oda, sino la que resalta sorpre nden te tanto como dialéctica, briosa, que actúa como un lazo que, de golpe doblega totalmente al compañero. ¿No se encuentra la entera sociedad por completo tejida con figuras en las que hemos de aprender a tener éxito? Gomo los carteristas en Galitzia utilizan grandes muñecos de paja cubiertos de un m on tón de campanillas para ins truir a sus discípulos, nosotros siempre tenemos camareros, encargados, porteros y empleados para ejercitarnos e n ir da ndo diversas órdenes con am abilidad. Así, el «ábrete sésam o» del éxito es la expresión que el lenguaje de la orden ha engendrado con el de la fortuna. 9. Let’s hear whatjou can do! [«¡Oigamos qué sabes hacer!»], dicen en Am érica a qu ien solicita un em pleo. P ero lo que qu ieren sobre todo no es oír lo que dice esa persona, sino observar cómo se comporta. E l solicitante llega aquí al mom ento secreto del examen. Q uien examina, p or lo gen eral, exige simp lemente convencerse de la ido n eidad de esa persona. Todos hemos tenido la experiencia de que, si te presentas con un hecho, con un punto de vista o una fórmula, pierdes capacidad de sugestión. Pues en efecto, nuestra convicción no puede imponerse a los demás como se impone a aquel que fue testigo de cómo surgió en nosotros. Por tanto, en un examen las mejores oportun idades no las tiene el candidato que está más preparad o, sino el candidato que im prov isa. Po r la misma ra zón lo decisivo su elen ser las preguntas secundarias, como los asuntos secundarios. El inquisidor que está ante nosotros nos exige ante todo y sobre todo que lo engañemos sobre su función. Si lo logramos lo agradecerá, y será condescendiente con nosotros. 10. La sagacidad y conocimiento de las personas, como otros talentos similares, son bastante meno s im portan tes en la vida real de lo que se suele supo ne r. Pero en q uien tiene éxito hay algún gen io. Y a éste no deberíamos buscarlo in abstracto, igual que no intentamos obser var el genio er ótico p rop io de u n D o n ju á n cu ando se en cuen tr a so lo. También el éxito nace de una cita: del saber encontrarse en el momento adecuado en el lugar adecuado, algo que no es una fruslería. Pues esto significa c om pre nd er el lengu aje m ediante el cual la felicidad se está citando co n no sotro s. ¿C ó m o pued e juzg ar la genialidad del exitoso alguien que no ha oído nunca este lenguaje? Porque no lo conoce en abso luto. Para esa per son a, todo es nada más casualidad. Y así no se le ocurre ni pensar que lo que ella llama de ese modo en la
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gramática de la felicidad es sin duda lo mismo que en la nuestra es el verbo irregula r: huella in dele ble de una fu erz a orig in aria . I I . En él fondo, la estructura de todo éxito es sin más la estructura de los jueg os de azar. Co nseg uir alejarse del pr op io nom bre ha sido siempre la forma más rigurosa de eliminar de uno mismo los obstáculos y sentim ientos de inferio rida d. Y el jueg o viene a ser una carrera de obstáculos en el estadio donde compite el propio yo. El ju g a d o r es an ó n im o; no tiene u n n om bre p ro p io , com o no nece sita un nombre ajeno. Dado que lo que a él lo representa es la ficha situada en un lugar concreto del tapete, ése que es tan inténsamente verde com o el árbol de oro de la vida*, aunque ta m bié n es gris co mo el asfalto. Así, en esta ciudad, la de la Sue rte, la red viaria de la Felicidad, ¡qué em briaguez verse doble, om nipr esen te, y espiar a la vez en diez esquinas el rastro de Fortuna que se acerca! 12 U no puede d ecir sin gran prob lema todos los embustes que desee, pero no debe verse como un embustero. El estafador es el modelo de la indiferencia creativa. Su venerable nombre es un anónimo Sol en torno al cual gira la corona de planetas de los nombres que él mismo se procura. Linajes, títulos y otras dignidades: pequeños mundos que han ido saliendo del ardiente núcleo de ese Sol para darle co n ello u na luz delicada y un calor suave a los m und os civiles. Son el servicio que presta a la sociedad, llevando impresa esa bonafides que nun ca falta al estafador, p ero casi siem pre al pobre diablo. 13. Que el secreto del éxito sin duda no reside en el espíritu lo delata la lengua mediante la expresión «presencia de espíritu»**. Lo decisivo no es pues el qué y el cómo, sino p o r cierto el dónde del espíritu. E l esp íritu logra de este mo do estar presente en el instante y el espacio penetrando en el tono de voz, como en la sonrisa y el silencio, y en la mirad a, y en el gesto. L a presen cia de es píritu la crea el cuerpo solamen te. Y como en los grandes hom bres de éxito el cuerpo se asegura con firmeza todas las reservas del espíritu, sólo muy rara vez ju eg a éste fu era sus ju egos de slumbra ntes. P o r eso m ism o, el éxito con
*
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A lusión a una frase de Mefistófeles en: Goethe, Fausto I, escena titulada «Gabinete de estudio»; «Querido amigo, gris es la teoría, pero verde el árbol de ero de la v id a » .[N . del T .] En español diríamos « presen cia de án im o» , lo que equivale en alemán a una Geistesgegemuart, la «presencia de espíritu». [N. del T.]
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el que los genios de las finanzas van haciendo carrera es del mismo tipo exactamente que la presencia de espíritu con que el abbé Galiani se sabía mover por los salones. Pero sin duda, como decía Lenin, hoy no hay que dominar a las personas, sino sólo a las cosas. De ahí esa apatía que confirma a menudo en los grandes magnates de la economía la más alta y más grande prese ncia de e spíritu .
WEIMARW I En las ciudades pequeñas de Alem ania no es posible siquiera im aginarse las habitacion es sin alféizares. P ero mu y pocas veces los he visto tan anchos como los de la Plaza del Mercado de Weimar, en El Elefante, en donde convierten la habitación en un palco desde el cual he podido contemplar un ballet que ni siquiera los escenarios de los castillos de Neuschwanstein y Herren chiem see po dían ofrecerle a Lu is II, dado que era un ballet de madrugada. Hacia las seis y media, de repente empezaron a afinar: los gruesos contrabajos de las vigas, los vio liness om brilla s, las flauta sflores y los ti m bale sfr uto s. E l es cen ario aún está casi vacío; hay vendedo ras, p ero aún no com pradores , de manera que me volví a dor m ir. Hacia las nueve, cuando me desperté, había ya vina orgía: los mercados son orgías mañaneras; Jean Paul* habría dicho que el hambre da su inicio al día, lo m ismo que el am or le pone fin. Las monedas daban un ritmo sincopado, y lentamente se iban abriendo paso unas chicas con redes que, cruzando en todas direcciones, invitaban a disfrutar sus redon deces. Pero tan 'pron to como me vestí y bajé al mismo plano para entrar yo también al escenario, se esfuma ron el brillo y la frescura. Y com pren dí que los obsequios de la mañana, tal como sucede con la salida del Sol, se deben recibir desde lo alto. Lo que dio un dulce brillo a los adoquines ¿no había sido una aurora mercantil? Ahora había quedado sepultada
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Texto pu blicado en la revista Neue Schweizer Rundschau, en octubre de 1928. Jean Paul es el seudónimo del escritor Joh an n Paul Friedrich Richter (176 31 82 5), cuyo estilo se caracteriza por un humor que viene a ser heredero de Sterne y Fieldiiig. [N. del T.]
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debajo del papel y la basura. En vez de danza y música, sólo había allí trueque y negocio. Y es que no hay nada como la mañana para esfumarse de modo irreparable. II , E n el A rch ivo de G oeth e y Sc hiller, la escalera, las salas, las vitrinas y las bibliotecas son igualmente blancas. El ojo no encuentra ni un espacio donde descansar. Los manuscritos están ahí acostados igual que enfermos en los hospitales. Pero, cuanto más tiempo te expones a esta luz tan áspera, más crees finalmen te reco no cer, en el fon do de estas dispo siciones, una razón inc onsciente de sí misma . Si el estar enfermo mucho tiempo hace que los gestos se nos vuelvan más amplios y tranquilos y los vuelve un espejo de todas las distintas emociones que expresa un cuerpo sano en cada una de sus decisiones y en las mil maneras de arrancar y ordenar, lo que es decir: si el estar enfermo hace que una person a retroceda a la m ímica, tiene entonces sentido que estas hojas se encue ntren co mo enferm os e n sus anaqueles. No nos gusta pensar que todo lo que hoy se nos presenta tan consciente como vig orosa m ente co m o « o b ras» de Goeth e en fo rm a de libro antes haya existido en esa frágil fo rm a qu e es la única y pro pia de toda escritura, y que precisamente lo que de ella saliera fuera lo severo y depurativo que rod ea a convalecientes y mo ribu nd os pa ra las pocas person as que están cerca de ellos. Pero, ¿es que estas hojas no sufrieron a su vez una crisis? ¿No sentían como un escalofrío y ninguna sabía si aquello que se apro xim aba era la destrucción o la postuma fam a? ¿ Y no son estas hojas la propia soledad del com po ner? ¿ Y el lugar mismo en que la poesía realiza su examen de con cien cia? ¿N o hay quizás entre sus hojas algunas cuyo texto indescriptible sólo asciende como mirada o como hálito desde los trazos mudos y quebrados? III Es cosa bien sabida que el despacho de Goethe era muy primitivo. El espacio es muy bajo , y no tiene ni alfom bra ni do bles ventanas. Los muebles no nos llaman la atención. Sin duda Goethe podría haber tenido un despacho distinto, pues en aquella época ya había sillones grandes de cuero y almohadones. Esta habitación no se adelanta en
DOS SUEÑOS
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absoluto a su época. Una voluntad ha puesto límites a la figura, así como a las form as; y nin gu no debía avergonzarse de la luz de vela con que de noche el anciano, simplemente envuelto en su batín, y poniendo los brazos extendidos sobre un cojín descolorido, se sentaba a la mesa y estudiaba. Hoy, el silencio propio de esas horas ya sólo se consigue por la noche. Si en verdad pudiéramos oírlo, comprenderíamos la form a de una vida tan determinada y con cienzuda y la fortuna ya irrecuperable de cosechar el maduro bien de esas últimas décadas, en las que también el que era rico sintió en sus propias carnes la dureza que es pr op ia de la vida. A qu í, el anciano fue celebrand o con preocup ación, con culpa y con p enu ria sus dilatadas y pr od igio sas noches, antes que el infernal amanecer del confort burgués penetrara por fin por la ventana. Actualmente seguimos esperando una filología que nos muestre este entorno inmediato, la Antigüedad verdadera del poeta. Porque este despacho era la celia del pequeño edificio que Goethe destinó sólo a dos cosas: a saber, al sueño y al trabajo. Es impensable lo que significó la vecindad del minúsculo dormitorio y de este despacho que tam bié n parece u n d o rm ito rio . A sí m ie ntr as que Goethe trabajaba, solamente el umbral lo separaba, tal como si fuera un escalón, de su trono en la cama. Y , cuando d orm ía, a su lado lo estaba esperando su obra para librarlo cada noche de los muertos. El que tenga la suerte de po de r recogerse en este espacio perc ibirá en el orde n de las sencillas cuatro habitaciones en que Goe the do rm ía, y leía, y dictaba y escribía, las fuerzas que conseguían que todo un mundo le respondiera cuando Goethe hacía que sonara su interior. Pero en cambio nosotros tenemos que hacer que suene todo un mundo para escuchar tan sólo una interna y débil consonancia.
[5] En el sueño (hace tres o cuatro días que lo tuve, y aún no me abandona) me encontraba en completa oscuridad enfrentado a una carretera. La carretera tenía a ambos lados unos árboles altos, y estaba 5
Publicado en el libro de Ignaz Jezow er, Das Buch der Tráume, Berlín, 1928, pp. 268 2 7 2 . Se trata de una colec ción de sueño s de varios au tores, entre ellos diez del p ro pio Benjamin. Los ocho que no figuran en este lugar fueron incluidos en otros textos por su autor.
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I M A h I N I
Illll l’ll N'.AN
11 mi 11 mlii t u i I Indi >de reí lio ]>«>■' un a muy alia v alla. M ie n tr as yo me
............. iilm ni |»i mi 11 >i<» o I r , niii.N .sin des tac ar con c lar id ad , ca si oc ul to e n m ed io del liilliijr liin velo/, com o el ray o, m e ad en tré (so lo) a lo larg o de la i ni irirni |>aia alcanzar una visión más amplia; pero el Sol desapareen»; ni se hundió ni quedó oculto por las nubes; era cual si lo hubie i nn horrado de pronto, como si, de repente, se lo hubieran llevado. I'.n un m om ento ya era plena no che; y empezó a caer con gran violen «in una lluvia que ablandó completamente la carretera debajo de mis I>íes. I'.c hc a co rr er s in pen sar a dón de . D e pr on to el cielo se estremeció dr parte a parte tiñéndose de blanco en un lugar, pero no se dcl>ió a la luz del Sol ni tampoco a un relámpago (era una aurora l*oreal, y yo ya lo sabía); solamente un paso por delante de mí estaba <■1 mar, al que la carre tera c on du cía. A nim ad o p o r el efecto de una luz finalmente adquirida y la advertencia a tiempo del peligro, recorrí la carretera triunfalmente en sentido inverso, sumido como antes en la oscuridad y la torm enta. So ñé que había una g ran revuelta escolar. Ste rn h eim [6] tenía ahí su papel y nos la contó más adelante. E n su texto figu raba literalmente r.sla frase: «G ua nd o se tamizó po r vez prim era el pensam iento joven, arriba se encontraron novias alimentadas y unos brownings^-.
PARÍS, LA CIUDAD EN EL ESPEJO Declaraciones de amor de p oetas y artistas a la «cap ital del mund o»[7j
1 )<• todas las ciudades, no hay nin gu na que esté rela cio na da m ás íntimamente con el libro de lo que está París. Si Giraudoux tiene razón ( uando nos dice que el sentimiento máximo de libertad hum ana con ,'iiNlr rn .seguir a píe el curso de un río, la ociosidad más consumada,
I '• I" 11 iiim m ili I m riior expresionista Cari Sternheim (1878 194.2). 1'nl'lii i• 11 ■ 111 ln 1. 11 ;i Vdí;u(' el 30 dé en er o d e 19 2 9 . E l texto se pub licó sin n om I " 1 'I ....... '" i v ■ " ■111 :i l u m i a que no correspondía exactamente a sus interciones;
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P A R l S , L A C I U D A D E N E l . Ü S I ' I 10
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la libertad más dichosa nos conduce aquí de libro «mi libro, Nobir Ion calvos muelles que bo rd ea n el Sena se ha ido po sand o, .siglo n ,s iglo, ln hiedra de las hojas eruditas: París es una gran sala de biblioUm nlm vesada en te ra m ente p o r el Sen a. En la ciud?d no hay un solo monumento que no haya inspirado una obra maestra a los poetas. NotreDame: y pensamos de inmediato en la gran novela de V íctor H ug o. La torre E iffel nos recuerda la pieza titulada Los novios de ¡a torre Eiffel de Je an Cocteau; con La oración en la torre Eiffel de G iraud ou x nos situamos de p ron to en las alturas de vértigo de la lite ratu ra re cie nte . La Ó pera nos ofr ece la cé lebre novela policíaca compuesta por Leroux titulada El fantasma de la ópera, y así nos encontramos ?1 mismo tiempo situados en el sótano del edificio como eu el sótano de la literatura. El Arco de Triunfo cubre el mundo con [8] La tumba del soldado desconocido de Ray nal . Esta ciudad se ha insc rito de manera firme indeleble en el corazón de la escritura porque en ella actúa algún espíritu que es afín a los libros. ¿No preparó París con antelación, como un experimentado novelista, los motivos más fuertes y atractivos de su pr op ia estru ctur a? A h í están las grandes avenidas que se construyeron para asegurar a las tropas el acceso a París desde la Porte .Maillot, la Porte de Vin cen ne s y la Po rte de Ver sailles; así un día, de la noche a la mañana, París ya era la ciudad de Europa con los mejores accesos ciudadanos. Ahí está también la torre Eiffel, un monumento puro de la técnica alzado con espíritu deportivo, y que, de la noche a la mañana, tiene una estación de radio de alcance europeo. Luego está la incontable sucesión de sus espacios vacíos: ¿no son como unas páginas solemnes, grabados en los volúmenes abultados que componen la historia universal? Con sus cifras rojas aún reluce el ano 1789 en la Place de Gréve. Rodeado por los ángulos de los tejados de la Place des Vosges, donde murió, está Enrique II. Con trazos muy borrosos hay una escritura indescifrable en la Place Maubert, ésa que en otros tiemp os fue la puerta de un París teneb roso. Y , con la inte r
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C fr. Víctor Hu go, N o tr e- D a m e de Pa rís , 1 8 3 I ; J e a n G o c te a u , Les mariés de la tour Eiffel, 1 9 2 3 ; J e a n G i r a u d o u x , La priére sur la tour Eiffel, 19 2 3, que también constituye el capítulo sexto de la novela titulada Ju li et te au pa ys des hom mes , 1924; Gastón Leroux, L e J a n tome de l’Opéra, 191O; Paul Raynal, Le tombeau sous l’Arc de Triomphe, 1 9 2 4
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¡iccioii 7. Se equivoca quien crea que sólo ha de encontrar en su inte
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f ’ 11 ii 1 1■ri I ilfiivc.
I,r\ uncienncs maisons de París,
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PARÍS, LA CIUDAD EN EL ESPEJO
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rio r bib liog raf ía cien tífica o archivística, topográfic;i o historien I i\n intensas declar acion es de su am or a la «ca pita l del mu ndo no ,« i un la par te m ás pe qu eñ a de esta masa de lib ro s. Y que ];i m ayor pai l<
10 11 12
N g u y e n T r o n g H i é p , París capitale de ¡a France. Recueil de vers, Hanoi, l 8 |)7 Marthe Bibesco, Catherine-París, 1 9 2 7 M ario von Bucovich, París, prólogo de Paul Morand, Berlín, '
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son el elemento espiritual de osla ciudad, y su escudo de armas, en el que figuran los emblemas de todas las escuelas literarias. Los espejos al punto nos devuelven la tolalidad de los reflejos, pe ro sim étricam ente desplazados, y exactamente esto es lo que hace la técnica de réplicas de las comedias del viejo Marivaux: los espejos proyectan lo que se mueve fuera, es decir, en la calle, en el intérieur de los cafés, al igual que I lugo y que Vign y iban c ap tura nd o los milieux para ir situando sus reíalos sobre un «trasfo nd o h istór ico» . Los espejos que cuelgan turbios y olvidados en los bares son el símbolo propio del na! uralisnio de Zola; y el modo peculiar de reflejarse de unos en otros, desplegando una serie inacabable, hace jueg o evidente con el recuerdo infinito del recuerdo que recuerda el recuerdo en que la vida de Proust se trans form ó precisamen te gracias a su propia pluma. La reciente colección de fotografías titulada París acaba jus tamente con la imagen del Sena, que es el gran espejo que siempre vela sobre la m etró poli. Cada día la ciudad arro ja al río las imág enes de sus sólidos ed ificios y sus sueños de nubes. Y el río acepta las ofrendas y después las rompe en mil pedazos, como signo evidente de favor.
MARSELLA[I3] La r u é. .. seul champ d ’expérience valable*
André Bretón Marsella: dentadura amarilla de una foca a la que se le escapa entre los
dientes el agua salada. Si esta garganta atrapa esos vulgares cuerpos negruzcos y pardos con los que las navieras con sus hojas de ruta la alimentan, sale un hedor a aceite, a orina y a tinta procedentes del sarro que se adhiere a los imponentes maxilares: los quioscos de prensa, los urinarios y los puestos de las ostras. Los que habitan el puerto son todo un cultivo de bacilos; los estibadores y las putas son productos de la descomposición, por más que sean algo similares a los .•¡«■res humanos. Pero su paladar es color rosa, que es aquí el color de
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Iin Iii |•i ■Iil icacl o
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la vergüenza y de lo miserable. Los jorobados se visten de este modo, y también las m endig as. Y ta m bién a las pálid as m ujere s de la Rué de la Bouterie una única prenda de vestir les otorgn su únic o color: sus camisas ros adas. Les bricks, así es como se denomina al barrio de las putas por las
lanchas que amarradas a cien pasos en el muelle de su puerto viejo. Un inmenso tesoro de escalones, de arcos y puentes, de miradores y de sótanos que parece esperando a ser usado de la manera correcta. Pero ya está siendo bien usado. Por cuanto este depósito de callejas raídas es ahora el barrio de las putas. Dentro de él, unas líneas invisibles dividen y reparten el terreno entre los autorizados de manera precisa y angulosa, com o en las colon ias africanas . Las putas siemp re están estratégicamente situadas, esperando sólo una señal para rodear a los indecisos y ju g ar con el renitente com o con u na pe lota que se lanzan de una acera a otra. E n este jue go perd erás, com o po co, el sombrero si es que no pierdes otras cosas. ¿Se habrá internado alguien tanto en estas casas inmundas e insondables como para ver, al interior del gineceo, la habitación en que capturados los emblemas propios de la virilida d —cano tiers, bo m bine s y som brero s de fieltro, borsalinos, sombreros de cazador, gorras de hockey— se encuentran colocados en repisas o quizás apilados en ra strillo s? A través de los bares, al final la mirada llega al mar. La ca lleja se extiende p or una serie de casas impecables que le ocultan el puerto, al modo de una mano pud orosa. Y en esta mano pu doro sa y empapada brilla de pronto el viejo ayuntamiento, un anillo en el dedo endurecido propio de la mujer de un pescador. Aquí estaban hace doscientos años las casas que habitaban los patricios. Sus ninfas de pechos altos, como sus cabezas de medusa totalmente envueltas en serpientes sobre los marcos deteriorados de las puertas, se han con vertido al fin ya claramente en signos grem iales. A no ser que les cuelguen encim a un escudo, como hizo la comadrona Bianchamori, que en el suyo se ve cómo se apoya sobre una columna enfrentándose a todas las alcahuetas del barrio mientras que señala con indolencia a un robusto niño que aparece a punto de salir del interior de una cáscara de huevo. Ruidos. Arriba, en las calles desiertas del barrio del puerto, se sien-
tan, apretados o separados como mariposas en las calurosas hileras de
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arriates. Cada paso interrumpe una canción, o bien a una pelea, el seco chasquido de la ropa empapada, un crepitar de tablas, los chillidos que emiten los bebés, el chirriar de metálicos barreños. Hay que haberse perdido por aquí para cazar estos ruidos con la red, cuando surgen flotando en el silencio. Pues en estos rincones abandonados todos los sonidos y las cosas todavía tienen su propio silencio, tal como a mediodía se produce de pronto en las alturas un silencio de gallos, un silencio de hachas, un silencio de grillos. Pero la caza siempre es peligrosa y el cazador acaba derrumbándose cuando lo perfora por detrás el silbo de la piedra de afilar, cual si fuera una avispa gigantesca. N otr e-D am e-d e-la-G ard e. La colina desde la que se encuentra
mirando hacia abajo es el manto de estrellas de la Madre de Dios, a cuyos pliegues se amoldan las casas que forman la Cité Chabas. Por la noche, las farolas forman en su interior de terciopelo constelaciones que aún no tienen nombre. El manto cierra en una cremallera: la cabina de abajo, jun to a las guías de acero del fer ro ca rr il, es la joya en cuyos cristales de colores se refleja el mundo. Un fortín abandonado es su sagrado escabel, y su cuello se encuentra rodeado por un amplio óvalo de coronas votivas de cristal y de cera que tienen el mismo aspecto que las siluetas en relieve de sus antecesores. Cadenitas de barcos de vapor y veleros conforman los pendientes, y de los labios umbrosos de la cripta sale un rico aderezo de bolas de color de rubí y oro del que los peregrinos se cuelgan enjambrados como moscas. Catedral En la plaza con menos gente y más sol está la catedral.
A q u í to do está m uerto , p o r más qu e al sur, a sus pie s, se en cuen tra el puerto, el de La Jóliette , y al norte hay un barrio pro letario. Como punto de transbordo de mercancías impenetrables e inasibles se ve el triste edificio situado entre m uelle y alm acén. Cu arenta a ños ha costado construirlo. Pero cuando lo acabaron, en el 1893, lugar y tiempo se con juraro n triunfalme nte en contra de arquitecto y prop ietario, y los ;ibimd;>ntes recursos del clero darían lugar a una estación gigantes» ¡1 de ferrocarril que nunca se ha podido abrir al tráfico. En la misma (; 1<'11; 1
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tados y leen sus misales que, con sus correspondencias y concordancias, tanto se parecen a los libros de horarios de los distintos trenes internacionales. De las paredes cuelgan, como pastorales evangélicas, unos pocos extractos de las normas del ferrocárril; ahí pueden consultarse las tarifas de las indulgenc ias o btenidas p o r h aber viajado en el tren de lujo de Satán; y, a modo de confesionarios, hay unos cuar titos en los que el viajero se puede purificar discretamente. Así es la ferroviaria estación religiosa de Marsella. De aquí salen, a la hora de la misa, los cochescama a la eternidad. Esa luz de los puestos de verduras que aparece en los cuadros de
Monticelli* procede directamente de las calles que forman el interior de su ciudad, de los monótonos barrios residenciales de quienes saben de la tristeza de Marsella. Pues la infancia es siempre quien encuentra las fuentes de donde mana la aflicción, y para conocer la tristeza de ciudades tan relucientes y famosas hace falta haber sido niño en ellas. En efecto, al viajero, las casas grises del Boulevard Longchamp, las ventanas enrejadas del Gours Puget y los árboles que conform an la gran Allée de Meilhan n unca p odr ían revelarle nada, a no ser que el azar no lo conduzca a la cámara mortuoria de la ciudad, al Passage de Lorette, ese pequeño patio donde, en la presencia som nolienta de unos cuantos hombres y mujeres, el entero universo se reduce a una sola tarde de dom ingo. Un a sociedad inm ob iliaria ha grabado su nombre en el portal. ¿No se corresponde exactamente este espacio interior a ese barco blanco y enigmático varado en el puerto, bautizado «Nautique», y que nunca sale a navegar, sino que cada día viene o frec ie n d o a lo s fo rastero s en unas mesas bla ncas unos plato s demasiado asépticos, demasiado lavados y brillantes? Puestos de mejillonesjy de ostras. Un líquido eterno e insondable que se
derrama sucio sobre las vigas sucias, en el intento de purificarlas, sobre la cordillera de mejillones rosados que, a partir de la repisa más alta, entre piernas y vientres de acristalados Budas, pasa por entre cúpulas de lim ón , entra en el pantano de los berr os y en el bosque
*
Ad olph e M onticelli (18 24 18 86 ), pinto r francés. |N. del ¡ . I
I M A ' i I
NI S UIII l’ II NSAN
i ntt Iii ni< ni< |im e»pe e»pe<< 1.1 1.1 del de l a n im a l to daví da víaa pa p a lp ita it a n te . Oursins de l’Estaque, /‘tu MiiitvMMo, rlottisxcs, maúles mariniéres: todo esto es continuamente l u111 I/u d <>, ng rupn do, co nt ad o, casc ado , de sec ha do , ser vid o y , fin al nirn ir, drguNl drguNlad ado. o. Y el estúpido estúpido interm ediario del com ercio interior, «ri «ri dec ir, <1 papel, nada tiene ahí que hace r en tre el elemen to desenfrenado, m el oleaje de de labios labios espumosos que m oja los los escalones escalones por ro m p id o . P ero allá allá enfren te, en el otro m uelle, se extiende extiende la la cord illera de «recuerdos», el másallá mineral de las conchas de los mejillones. Fuerzas sísmicas han ido apilando este macizo de vidrio en pasta, cal de conchas y un esmalte en el cual los tinteros, las anclas y los barcos de vapor, las columnas de mercurio y las sirenas se mezclan y c o n f u n d e n . L a p r e s i ó n de m ás de m il a tm ó s fe r a s b a jo la cu a l se agolpa, se empina y se escalona este mundo de imágenes es la misma fuerza que en las duras manos marineras se pone a prueba tras un largo viaje contra pechos y muslos de mujeres; y la lujuria que en las cajas de mejillones arranca al mundo de piedra un corazón de terciopelo azul o rojo para mecharlo con agujas y con broches es esa misma fuerza que en el cía de paga estremece de pronto estas callejas. Muros. Es de admirar la disciplina a que la gente se encuentra
sometida dentro de esta ciudad. Los mejores, que viven en el centro, llevan una librea y están puestos a sueldo de la que es la clase dominante. Se cubren con modelos muy chillones y han vendido más de c ien veces su alma alma al anís más recien te, a las «D am es de F ra n ce », al «Chocolat Menier» o a Dolores del Río. En los barrios más pobres, la gente está muy movilizada, y sitúa sus amplias letras rojas cual pre cursoras de unas graardias rojas ante los astilleros y arsenales. lü hombre arrumado q ue a la noch e vende algunos de sus sus libro libro s en la
esquina que la Rué de la République forma con el Vieux Port despierta en los transeúntes los peores instintos. Sin duda les apetece aprovecharse de esa m iseria aún fresca y el el con oc er esa esa desdicha anónima mas de lo que la imagen dé la catástrofe nos viene presentando. Pues, Pues, ¿cóm o la habrá ido ido a una p erson a para coloca r en el asfal asfalto to los los escasos libros que le quedan y tener la esperanza de que a alguien que pase pase po r ahí le íitren de de pr on to ganas de le e r? ¿O quizás es todo di le re ule y es! es! a aquí de gu ard ia u n po b re dia blo que no s p ide en •di ........ que a 11 m íos de los escomb ros su tes or o? Lo pasamos de de
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largo, a toda prisa. Pero desde ahora, en cada esquina, volvemos nue va m ente en te a s o r p r e n d e r n o s , p u e s el v e n d e d o r m e r id io n a l se: ha pu esto es to de tal tal modo el harap iento abrigo de m endigo que el desti destino no nos mira con mil ojos. ¡Qué lejos estamos de la triste dignidad que muestran nuestros pobres, víctimas de la guerra de la competencia, que se cucl gan sus cuerdas y sus latas como si fueran cintas y medallas! Suburbios. Cuanto más nos alejamos del interior, más política se
vuelve vuelv e a q u í la at m ó sfe sf e ra . L le g a n los lo s diq di q ue s y p u e r to s in te r io r e s , alm al m a cenes y barrios arruinados y refugios dispersos de la estricta miseria: es la periferia ciudadana. Los suburbios son el estado de excepción que se contrapone a la ciudad, el terreno en el que se disputa sin detene deteners rsee n i po r u n m om ento la gran batalla batalla entre ciudad y campo. Esta batalla no es más enconada seguramente en ningún otro lugar que entre Marsella y el paisaje provenzal. Es la lucha reunida cuerpo a cuerpo entre el poste telegráfico y los ágaves, de la alambrada contra las palmeras, del vapor de pasillos apestosos con la humedad que brota de los plátanos dentro de las plazas calurosas, de las escalinatas empinad empinadas as con tra las las colinas colinas pod erosas. La larga R ué de Lyo n viene a ser como el polvorín que Marsella ha excavado en pleno campo para hacerlo estallar en SaintLazare, en Arene y Septémes y en Saint An A n to in e, c u b r ir lo c o n casc ca scos os de g r a n a d a de las len le n g u as de los lo s d is t in ’alimentaiion Moderne, Rue de tos pueblos así como de todas las empresas. L ’alimentaiion Jamaíque, Comptnirde Comp tnirde la Limite, Savon A bat-Jo ba t-Jo ur, Minoterie de la Campagne, Campagne, Bar Ba r du Gaz, BarFacultatif: y, cubriéndolo todo, el polvo espeso aquí formado
por la sal marina con la cal y la mica, cuyo amargo sabor se pega dentro de la boca de quien se ha puesto a prueba en la ciudad por más tiempo tiempo que el br illo del Sol y del m ar en los ojos de sus sus adm iradores.
SAN GIMIGNAN0[I*] A la memo m emoria ria de Hugo H ugo von Hofmannsthal* Encontrar palabras para lo que tienes ante los ojos puede ser muy difícil. Si al fin llegan, golpean con pequeños martillos lo real, hasta que han expulsado de ahí la imagen como al irla borrando de una placa de cobre. « P o r la tarde se reúne n las las m ujeres, en torno a aquella fuente que queda ante la puerta de la ciudad, a coger agua con sus grandes cántaros»: sólo cuando encontré estas palabras, la imagen desapareció de lo vivido demasiado brillante y ciegamente, con sus recios bultos bultos y sus sus sombras p ro fun da s.¿Q ué sabía sabía yo antes de aque aquell llos os sauces relucientes que a la tarde hacen guardia con sus chispas ante la muralla de la villa? Antes las trece torres habían debido acomodarse en poco espacio, pero ahora cada una ocupaba su lugar con discreción, y entre ellas todo era más amplio. Si vienes de lejos, la ciudad entra de pronto en el paisaje de manera tan imperceptible como si hubiera entrado a través de una puerta. San Gimignano no tiene el aspecto de que uno tenga que acercarse a ella. Pero tan pronto como lo consigues sabes que has caído en su regazo, y el sordo zumbido de los grillos y las voces chillonas de los niños te van a impedir reconocerte. En el curso de siglos sus murallas se han ido estrechando; y apenas queda una sola casa que no muestre las huellas de grandes arcos redondos por encima de la estrecha puerta. Las aberturas sobre las que ahora caen ondeantes unas telas sucias para protegernos de los insectos eran puertas de bronce. Hay restos de los viejos ornamentos de piedra adheridos aún a las paredes, que así presentan un aspecto heráldico. Si has entrado por Porta San Giovanni, tienes la impresión de que estás estás en u n p atio, y no en un a calle. Pues las plaz plazas as son patios, patios, con lo que sientes que estás a salvo en todas. Eso que sucede con frecuencia dentro de la ciudad meridional aquí se experimenta especialmente: que quien la habita habita tiene tiene que esforzarse para com pren der con
l/\. *
Trxtn publicado el 23 de agost agostoo del 192 9 en Frankfurter fyitung fyitung . Kl e.sn ilor simbolista austríaco Hugo von Hofmannsthal vivió entre 1874 y 1 9 2 9 ; Ben jam ja m in lo ad m ira ir a b a e n o rm e m e n te , y m an tu vo u n a b u e n a re la c ió n co n él. él . [N . de l T .l
SAN GIMIGNANO
claridad lo que necesita para vivir, pues la línea de estos arcos y pina culos, y la sombra y el vuelo que trazan las palomas y cornejas liaren que olvide sus necesidades. Le resulta difícil escaparse de esta presen cia tan exagerada, para tener en cuenta la mañana durante el trans curso de la tarde y el día siguiente por la noche. Don de te puedes m antener de pié tamb ién puedes sentarte. Y no sólo los niños, sino también todas las mujeres tienen su lugar en el umbral, manteniendo el cuerpo muy cerca del suelo, de sus costumbres y tal vez de sus dioses. La silla ante la pue rta de la casa ya co ns tituye un signo de innovación en la ciudad. Porque sólo los hombres aprovechan las escasas oportunidades para irse a sentar en los cafés. Nunca tuve así en mi ventana la salida del Sol y de la Luna. Cuand o p or la noch e o po r la tarde me tumb o e n la cama, sólo existe el cielo. Por costumbre, empiezo a despertarme poco antes de que salga el So l. Y ento nce s espe ro a que se alce poco a po co detrás de la montaña. Al fin se da el primer fugaz instante en que el Sol no es más grande que un a piedra , que una a rdiente y brillante piedrecita que se posa encima de la cumbre. Pero aún nadie ha atribuido al Sol lo que Goethe dijo de la Lu na : «G lán zt dein Rand he rau f ais Stern »*. El Sol no es una estrella, es una piedra. En otros tiempos la gente quizá debió de poseer el arte de guardarse esta piedra tal como si fuera un talismán que les trajera las horas más felices. Me asomo a mirar por la muralla. El campo aquí no se pavonea con caseríos y edificaciones. Se ven cosas ahí, pero a la sombra. Los patios que la nece sidad ha co ns truid o s on más d isting uido s —pe ro esto no sólo en su diseño, sino en la arcilla de que están hechos sus ladrillos y hasta en el cristal de sus ventanas—que cualquier gran casa seño rial situada al fondo de su parque. Pues la muralla en la que me apoyo comparte el secreto del olivo, cuya copa se abre sobre el cielo como una guirnalda dura y frágil, con sus innumerables hendiduras.
« B ril la tu bord e com o el de una es trella ». Este verso de Goe the |)<rlrnc< <• ni 11 ....... titulado Dem aujgehenden Vollmonde. [N. del T.]
I'AHAKAHI WOI I SKI III I N SU SEXAGÉSIMO ANIVERSARIO (Jn re cu er d o' '!>l
I In | mte mu im luye muchas cosas. Así, no hay que creer que su secreto c o i i n i .nI ii uiiiciiincnlc en escribirlo. Wolfskehl ha escrito muchos hasta nlioni, peco no hay que creer que su secreto consista únicamente en hubnlos cscrito. Vamos a hablar aquí de otro secreto. l’cro para eso tengo que pedirle que me permita remontarme hasta un recuerdo. Fue dentro de aquel cuarto interior de mi amigo 1 1esse r que, sin ser un chaflán en absoluto, sin duda era la más abuhardillada de las habitaciones de poeta. Ahí se sentaba Wolfskehl una noch e, sobre la silla, ante la ancha cama, que c on el verde descolorido y polv orie nto qu e se ve ía en su coberto r tal vez nos ex plicaba los efectos sens orialesm orales del color m ejor que los famo sos diagramas de la casa de Goethe. Yo llegué muy tarde aquella noche, y no recuerdo de qué estaban hablando. Pero, ¿no es en el fondo toda verdadera conversación una serie de éxtasis en la que te detienes de repente, igual que en un su eño, sin tener n i la m en or idea de cóm o has alcanzado ese lugar? Un instante así fue cuando Wofskehl tomó El siglo de Goethe, que estaba puesto en una estantería, y comenzó a leerlo en alta voz. Por más qu e sólo fu era en h on o r del gran conocedor y am ante de los libros que es Karl Wolfskehl, me gustaría poder decir aquí todavía algo más sobre ese libro, una conocida antología que la editora Blatter jiir üie Kunst publicó por vez primera en el año IQOí?. En aquella época los libros todavía poseían un traje, que en este caso, como era de esperar, era obra de Lechter**. U no s zarc illos azules rodea ban el texto (l)icn lleno y bien. cerrado, por debajo del nombre), y en la portada aparecía la marca propia de la editorial, una urna que se veía levantada encima de anos dedos empinados de la que iban saliendo los enroscados rizos y las orlas cargadas con sus lemas que fueron típicas
1', *
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Publicado el 17 Je septiemb re del año 192 9 en el Frankfurter/jitung. K a rl Wolfskehl, mi jxirla perteneciente al círculo de Stefan George, vivió entre el 1869 y el 1948 ■ 11 .ila de lian/. Hessel (18 8 0 19 4 1), escritor que tradujo a Proust con Benjamín. W .i.v cii e.spai 'jl su li b ro de Paseos por Berlín, trad. Miguel Salmerón, Madrid: l eí ini.s, !•)<)’/. | N. d el T .] M clclm.r I .edil i‘r (1 8 6 5 19 37 ), d ibujante y pin to r que colaboró mu chas veces con Ni. Ihii ( y r . ! N. del T .]
PARA KARL WOLFSKEHL EN SU SEXAGÉSIMO ANIVERSARIO
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de los prerrafaelistas. Pero describir de nada sirve. Hessel poseía esta edición, p ero su m ano, muy suelta po r el desdén y la generosidad, no titubeó ante el valioso ejemplar de aquel libro. Una edición más modesta ocupa su lugar desde hace tiempo. Wolfskehl leyó en voz alta: Schláfrig hangen die sonnenmüden blatter, Alies schweigt im wa lde, n u r eine bi ene Sumint dort an der blüte mit mattem eifertl6^.
A sí leyó los cuaren ta y tres vers os tr ocaic os. C u an d o, gr ac ias a él, creo que los oí por vez primera, se vinieron a unir en mi interior a aquellos dos o tres poemas que habitaban ahí desde hace años, o incluso décadas, para acoger a un ú ltim o y ya algo tard ío fo raster o. Llegué a mi casa y busqué la antología. Y así conseguí en trar no sólo en el poema que había leído Wolfskehl, sino en el libro entero. Fue una de las pocao ocasiones en las que he podido comprender que en realidad la poesía solamente se forma y se propaga al recibirla así, de viva voz. Sólo l a puedo comparar con esa tarde en que la voz de Hof mannstahl se fue a posar de modo inesperado en uno de los poemas de Die Fibel, y la frescura de los tempranos poemas de George llegó así W ta m í, p o r p rim era y ta m bié n últim a vez, com o des de muy lejos*. Ahí una voz ver dadera m ente herm ética me hab ía guiado hasta rem o n tar el río de palabras de Le nau , para alcanzar la altura intrans itable en la que, hacia el año 1 9 O O , la poesía alemana en su con junto se renovó a la sombra de unas cuantas cabezas destacadas, a saber, las de Hólder lin, Jean Paul, y Bachofen, y Nietzsche. La voz tenía aquella fuerza hermética en su grado más alto porque, al ir siguiendo sus caminos, tenías la esperanza de alcanzar su propio secreto. Hace ya muchos años, alguien que logró esto justamente le dio al poeta un nombre correspondiente a un dios: el de Hermopán. ¿No había un Pan rezagado en la voz que había susurrado de pronto ese poema de Lenau
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«La s hojas, agotadas p or el So l, cuelgan somn olientas , / todo calla en el bosque, y tan sólo una abeja / se esfuerza débilmente en una flo r» . A sí comienza el séptimo de los Waldlieder de Ni rolas Lenau (18 0 2 18 50 ), que figura en Deutsche Dichtung, ed. de Stefan George y KarI Wolfskehl, vol. 3, DasJahrhundertGoethes, Berlín, 1910, pp. 142143 Die Fibel es un? colección de poemas de Stefan George publicada en el año 1901. [N. del T.]
SOMBRAS BREVES I
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además es algo que sucede en casi todas las relaciones amorosas). El matrimonio oculta el nombre de pila utilizando nombres cariñosos, y ello de tal m odo que el no m bre de pila no vu elve a la luz duran te años, o durante décadas incluso. Lo exactamente contrário al matrimonio, utilizando este sentido lato, es el amor platónico en el que es su auténtico sentido, su único sentido relevante; pues el amor platónico tan sólo es definible en el destino del no m bre, no el del cuerp o: es amor que no expía su pasión en el nombre, sino que ama a la amada en ese nom bre, la posee en el nom bre y la mima en el nom bre. El que el amor respete el nombre y el apellido de la amada es verdadera expresión de esa tensión, de esa apropiación en la distancia que solemos llamar «amor platónico». Este amor ve surgir del nombre de la amada su existencia (e incluso la obra del amante) como salen los rayos del interior de un núcleo incandescente. La Divina Comedia no es po r tanto sino el aura en torno al nom bre de « B ea triz » ; la exposición más poder osa de que todas las fuerzas y figuras del cosmos su rgen siempre del no m bre que ha salido intacto del amo r. Una vezno es ninguna vez
Las pruebas más sorprendentes de este dicho se encuentran en lo erótico. Mientras vas cortejando a una mujer con la duda constante de si te va a hacer caso, el cumplimiento sólo puede producirle en el contexto mismo de esas dudas: como redención y decisión. Pero en cuanto esto ha sucedido, puede presentarse en su lugar, y en un solo instante, un nuevo anhelo, insoportable tras el mero cumplimiento. El primer cumplimiento, en el recuerdo, consiste sólc: en su decisión, en su mera fu n ció n fren te a la duda; así, se vuelve abstracto. Y así «una vez» puede ser «ninguna» si es que la queremos comparar con el absoluto cumplimiento. Y, a la inversa, éste puede perder enteramente su valor desde el punto de vista de lo erótico precisa mente como cumplimiento absoluto. Es lo que sucede por ejemplo cuando una aventura meramente banal nos parece brutal en el recuerdo, y así anulamos esta primera vez porque vamos buscando lns líneas de fuga que surgirían de esa expectativa, para así ver cómo l.i mujer se alza de repente ante no sotr os sien do ya el punto de su intrr sección. En D o n ju á n , niño mimado del am or, el secrelo es el como en sus aventuras e jecuta sie m pre al mism o tiem po , y adem ás con |>i ¡m
3 í 6
IMÁGENES QUE PIENSAN
sobre el horror del mediodía? Que Karl Wolfskehl conoce el destino exacto de unos dioses que hace tiempo que huyeron del viejo seno de la mitología nos lo han mostrado claramente en este mismo periódico algunos de sus últimos trabajos —Lebensluft, o Die neue Stoa—. En todo caso, Hermes es, en sentido mítico y estricto, el dios que mejor se amolda a los demás, que se une con ellos para dar lugar a una figura nueva, efímera y siempre fluctuante. Mas la fuerza de Wolfskehl es a su vez efím era y fluctu ante , a pesa r de su ím petu , aunque tan só lo fuera por el desasosiego que lo tiene en continuo y perpetuo movimiento, y p o r lo s m il estím ulo s p ro ced en tes del pasado germ án ic o y del pasado judío que preparan un sitio en él a todo lo heredado y a las más diversas experiencias. Una cantidad enorme de abreviaturas grandiosas van surgiendo de aquí. En general, la gente solamente las conoce p or las muestras sorprendentes de su hu m or, que dan forma a lo que es su pensamiento como caracterizan su escritura, de la cual ha dicho una grafóloga que se necesita de «una clave para que al fin pueda ser leída». Porque la escritura coincide estrictamente con el escritor en que es un escondrijo incomparable de centenas de imágenes. Un escondrijo y un refugio histórico; pues en él habitan imágenes, conocimientos y palabras que sin él no sabemos ni el si ni el cómo pod rían afirmarse en nuestros días. Lo inolvidable de esa hora sobre la cual he intentado hablar sería tal vez esto: ver al poema elevarse desde sí al igual que un pájaro se eleva desde el árb ol de leyend a en el que an ida con va rios m iles de sus semejantes.
SOMBRAS BREVES [l7] Amor platónico
La esencia y el tipo de un amor se expresan con toda claridad en el destino que dispensa al no m bre. E l ma trim on io, que quita a la mujer el que fue su apellido original para ahora poner en su lugar el apellido propio del marido, también modifica su nombre de pila (y esto
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(Juc un palco en una gala no puede ser tan caro como el billete de rni rada hacia la libre naturaleza de Dios; que ésta sin duda, de la que ruthemos que gusta de ofrecerse a los vagabundos y mendigos, a los andrajosos y haraganes, muestra su rostro más conso lador, sereno y pur o, al rico , cuand o entra p o r las grandes ventanas en las salas que se mantienen frías y sombrías: ésta es la verdad inexorable que la villa italiana siem pre enseña al que entra en ella p or p rim era vez para lanzar una m irada al lago y a las monta ñas en la lejan ía; ante cuya mirada palidece todo lo que ha ido viendo fuera, com o una fotogra fía palidece ante cua lquier o bra de L eo na rd o. Y es que el paisaje está colgado para él en el marco que traza la ventana, y sólo para él lo habrá firmado Dios mismo, con su mano insup erable. Demasiado cerca
Me encuentro en un sueño, en la orilla izquierda del río Sena, ante NotreDame. Yo estaba ahí, pero en realidad no había nada que se pareciera a NotreDame. Un macizo edificio de ladrillo sobresalía un poco por encima de un alto revestimiento de madera. Pero yo me encontraba subyugado ante No tre D am e. Pues me subyugaba la nostalgia. La intensa nostalgia de París, donde me encontraba en ese sueño. Pero, entonces, ¿a qué podía deberse aquella nostalgia? ¿De dónde procedía pues su objeto, desfigurado e irreconocible? Lo que pasaba era que en el sueño m e había acercado demasiado al ob jeto. La sing ular no stalgia aquí que m e asaltó, en el corazón de aquel objeto que me provocaba mi nostalgia, no era la que entra desde lejos a través de la imagen. Era sin duda la feliz n o s t a l g i a que ya ha atravesado p o r entero el um bra l de la im agen y de la posesión, y ya sólo conoce la fuerza del nombre a partir de la cual vive lo amado, y cambia; rejuvenece y envejece, y, carente de imagen por completo, es refugio le todas las imágenes.
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SOMBRAS BREVES I
Ocultar losplanes
Pocas supersticiones están tan difun didas com o la que acon seja que no hablemos de nuestras mejores intenc ione s y proyectos. Este tipo de comportamiento no sólo atraviesa todas las capas de la sociedad, sino que la totalidad de los motivos humanos, desde el más banal al más complejo, parece que lo incluyen. Guando algo resulta tan cercano toma un aspecto tan plan o y tan sensato que alg uien dirá que no hay razón alguna para mirarlo como superstición: ¿no es en efecto comprensible que un a perso na a la que algo le ha salido mal quiera guard ar el fracaso para sí y, p ara asegu rarse esta salida, oculte su pro yec to? Pero esto es tan sólo la corteza exterior de sus razones; es como el barniz de lo banal que recubre las capas más profundas. Debajo está la segunda capa: el con ocim iento vago e imprec iso de una me rm a del pode r de acción po r la descarga m otora que sin duda ejecutamo s habland o, a cambio de ese mero sucedáneo de satisfacción motora que sin duda obtenemos hablando. Muy escasas veces se ha tomado tan en serio como se merece este carácter destructivo del lenguaje, que la experiencia más simple nos presenta. Si tenemos en cuenta que casi todos los planes decisivos siempre están vinculados o incluso ligados con un nombre, com prendem os que el placer de m encio narlo nos sale muy caro. Pero sin dnda, y todavía por debajo de esta segunda capa queda una tercera: la idea de subirse sobre la ignorancia de los otros, y en especial de los amigos, al igual que se suben los escalones de un trono. Pero esto no es todo: hay una capa última y más amarga, en cuyas profundidades Leopardi se adentra diciendo: «el hecho de confesar el sufrimiento no provoca compasión, sino placer; no despierta tristeza, sino alegría, pero esto no sólo en los enemigos, sino en todas las personas que se enteran, dado que confirma que el afectado tiene menos valor y qu e yo te ngo m ás»*. P ero, ¿cuánta s personas seguiría n aún siendo capaces de creerse a sí mismas si su inteligencia les susurrara esta aguda idea de Leopardi? ¿Cuántas personas no la escupirían, asqueadas por la amargura penetrante de ese conocimiento? Entonces surge la superstición, la condensación farmacéutica de varios ingredientes muv amargos qve nadie po dría c onsu m ir po r separado. Pues al ho m
*
Cfr. Giacomo Leo pard i,
/(¡baldone dipensieri, 2 4 8 5 2 4
8 6 . [ N . de l T . ]
HVO
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lm‘ le es más fácil obedecer mediante las costumbres y refranes a lo que e s o s c u r o y en igmático qu e escu ch ar en el lenguaje del sentido co mún lodo un serm ón sobre la dureza y el sufr im iento de la vida. Dónde uno comprende suspuntos fuertes
Sin duda, directamente en sus derrotas. Guando no hemos alcanzado el éxito a causa de nuestra gran debilidad, nos despreciamos y avergonzamos de ella. Pero en cambio, cuando somos fuertes, optamos por despreciar nuestra derrota y avergonzarnos de nuestra desgracia. ¿¡M edian te la victoria y la fortuna com prenderem os nuestros puntos fuertes!? ¿Quién no sabe que nada nos podrá mostrar mejor que ellas nuestras debilidades más profundas? ¿Quién no se ha preguntado tras haber logrado una victoria en un combate o bien en el amor, como en un escalofrío de placer que se deriva de la debilidad, cómo le ha podido suceder eso a alguien tan débil como él? La situación es del todo diferente cuando se da una serie de derrotas, con la cual vamos aprendiendo la totalidad de los trucos para pon erse en píe, bañán donos a fondo en la vergüenza como si fuera la sangre del dragón. Ya se trate de la fama o del alcohol, o a causa del dinero o del amor: en relación con su punto fuerte, la gente no conoce ni el honor, ni el miedo al ridículo ni la compostura. U n m ercader, con su regateo, sin uuda no po drá llegar a ser más molesto para sus clientes que lo fue Gasanova para la C ha rp illon . Y es que esa gente habita siem pre dentro de su punto fuerte. Porque el precio que tienen que pagar por poseer ese punto fuerte es ese habitar particular y terrible. V ivir den tro de un tanque. Si vivim os ahí den tro , sin duda so mos estú pid os e in tr ata ble s, vamos cayendo en cada una de las zanjas, tropezamos en todos los obstáculos, vam os revolv ie ndo la basu ra y ult raja n do la tie rra. G uando estamos em badurna dos hasta el cuello, entonces sí que somos invencibles. De la fe en las cosas que alguien nos predice
Estudiar el estado en el que se encuentra una persona que apela al em pleo fie las fuerzas ocultas es de los cam inos más seguros y cortos para conocer y criticar dichas fuerzas. Porque todo milagro presenta dos lados: uno de ellos para quien lo hace, y el otro en cambio para el que lo recibe, l’ero no pocas veces el segundo lado es más concluyente que el
SOMBRAS BREVES I
'P l
primero, en tanto que incluye su propio secreto. Guando alguien decide consultar a un grafólogo o a un qu irom án dco , o si ha pedido que elaboren su horóscopo, nos preguntamos qué le está pasan»lo. Podríamo s pensa r en prim er térm ino que lo que va a hacer esa persona es sólo c om par ar y examin ar, que co n m ayor o m en or escepl ici.smo estudiará una afirmación tras otra. Pero en verdad nunca hay nada «Ir eso. Es más bien al revés. Pues, ante todo, esa persona siente ardirntr curiosidad por el resultado, como esperando obtener información sobre una perso na que es muy imp ortante pa ra ella, pero desconocida por completo. El combustible que alimenta dicho fuego viene a ser ahí la vanidad. Y al poco tiempo ya es una hoguera , pues la persona ha dado con su no m bre. Ex po ne r el nom bre es en sí misma un a de las más Incites influencias que se pueden ejercer sobre el portador (los americanoN lo han llevado a la práctica al ap ostr ofa r a los S m ith y a los B row n de.sde los anuncios lum inoso s), y en la predic ción va a conectarse con el con tenido de lo dicho. Y entonces sucede lo siguiente: la imagen in terior de nuestro ser que llevamos dentro de nosotros es improvisación pura y directa, y lo es a cada momento. Si es que puede decirse de este modo, depende de las máscaras que se le presen tan. Y el mu nd o es el arsenal «Ir esas máscaras. Sólo aquel que se encuentra tan atrofiado como desolado lo busca errónea m ente en su inter ior, para así disfrazarse. Po rque nos otros mismo s solemos ser bien pob res a este respecto. Y po r eso iion hace tan felices que alguien se presente con una caja de máscaras exol i cas que muestran los más raros ejemplares, la máscara del asesino, la del gran magnate financiero, o, entre otras, la del navegante que da la vurlla al mundo. Mirar a través de ellas nos fascina. Vemos las constelación»^, los instantes en los que hemos sido realmente o lo tino o lo olr«», o incluso quizá todo a la vez. Este jue go de máscaras lo deseamo s co mo In más ardiente borrachera, y de esto sigilen hoy viviendo los echndorc* de cartas, com o los quiro m ántico s y los astrólogos, que nos ayudan a rrlro ceder a una de esas pausas del destino en las que más tarde dcscuhrime que contenían el germen de un curso completamente diferente «Irl <|iir de hecho nos ha caído en suerte[l8]. El que así el destino se pueda «Irir l8
Com párese esta frase con esta otra del libro de Joh an ne s V. Jens en , h'wliu /»• Ni iv el lm . Be rlín , 1 9 19 : « Y , sin em bargo, hub o cierto instante a lo largo del nuil 1 i i n i m •• 11, una de esas pausas del destino a las que más adelante se Irs nota <|wr .. ....................I ge rm en de un p os ibl e c urs o de la vida plen a y totalm ent e di ierrnle - ele- aejnrl i|u> i>..« ha caído en suerte».
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ner del mismo modo que un corazón lo percibimos a través de un sobresalto feliz y pro fun do en las imágenes aparentem ente tan pobres y falsas de nosotros mismos que el charlatán de pronto nos presenta. Nos apresuramo s a darle la razón en cuanto sentimos ascender p or nosotros las sombras de unas vidas ya nunca vividas. Sombras breves
Cu and o se va acercando el m ediodía, las sombras ya son sólo los b or des negros y agudos al pie de las cosas, que ya se hallan dispuestos a retirarse en silencio a su guarida, a irse a su secreto. Entonces ha llegado, en su abunda acia densa y conc entrada, la hora de Zaratustra, del pensado r que se halla en el «jard ín del ve ran o» , en el «mediod ía de la vida». Pues el conocimiento perfila las cosas empleando la mayo r severidad; como el Sol en la cumbre de su órbita.
C0MER[I9] Higosfrescos
No conoce bien un alimento el que siempre haya sido mesurado con él. De este modo se aprende, si acaso, a disfrutarlo, pero no a desearlo con avidez, no a desviarse del camino llano del apetito para entr ar rectamente en la selva virge n de la voracidad . E n la voracidad se reún en dos cosas: la intensa desm esura del deseo y la unifor m idad de su objeto. La voracidad se refiere a una sola cosa, hasta no dejar de ella ni las raspas. Sin duda, de este m odo ahon dam os más en el objeto que cuando sólo disfrutamos de él. Esto te sucede cuando muerdes la mortadela como si fuera pan, cuando excavas dentro de un melón com o si se tratara de una alm ohad a, cuando lames los restos del caviar en un papel crujiente, cuando un trozo de queso hace que olvides todo lo demás que se puede com er sobre la Tier ra. ¿Cómo me sucedió por vez primera? Antes de tomar una decisión bastante difícil. Debía enviar una carta o bien rom per la. La llevé
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Publicado en mayo de J9 30 en el
i'rankfurter &iturg.
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sobre mí un par de días, pero, desde hacía algunas horas, ya no la recordaba. Había ido a Secondigliano con ese tren ruidoso que atra viesa u n pais aje co m o c o rro íd o p o r el So l. E l pueblo re sultaba m uy solemne sumido en su quietud habitual. L a única huella que quedaba del domingo eran los palos en los que se habían agitado unas ruedas luminosas y se habían encendido unos cohetes. Los palos ahora estaban ya desnud os A lgun os ten ían un escudo a m edia altura con la figura de un santo napolitano o la de un animal. Vi algunas mujeres que, sentadas dentro de los graneros entreabiertos, tamizaban los granos del maíz. Aturdido, me arrastré por el camino hasta que de pronto, y en la sombra, vi un carro con higos. Fue por ociosidad que me acerqué; y fue sin duda por disipación por lo que compré un cuarto de kilo. La mujer lo pesó con generosidad bien evidente. Pero cuando los frutos n egros, azulones, verdes claros, jun to a otros viole tas y marrones, estaban en el platillo de la balanza, advertimos de pronto que no tenía papel para envolverlos. Las mujeres de Secondigliano traen siempre sus propios recipientes, y la del puesto no estaba preparada para atender a un trotamundos. Pero me daba vergüenza abandonar esos frutos allí, así que me marché cargado de higos en los bolsillos del pantalón y la chaqueta, acarreando higos con las manos e incluso con higos en la boca. Gomo no los podía dejar de comer, intenté opon erm e a aquella masa de frutos rech onch os que de pro nto me habían asaltado. Pero no era comer, sino bañarse, pues un aroma espeso y resinoso imp regn aba m is cosas, se adhería a mis man os peg a jo so, viciaba el aire p o r el qu e me movía lle vando m i carg a. Y en to n ces llegó el puerto de mo ntañ a del gusto do nd e, ya superad os el asco y la náusea —com o últim as curvas del cam ino —, se nos abre u n p aisaje palatal antes po r co m pleto ine spera do: una m area insípida y verdosa de voracidad que no conoce sino la oscilación deshilachada de la carne del fruto ahí entreabierto, la transformación completa del dis fruíe en una costumbre, de la costumbre en vicio. A sí empecé a odiar aquellos higos, tenía que libera rm e a toda prisa y despachar pron to esa hinchazón; me los comía para aniquilarlos. El mordisco había reencontrado su voluntad sin duda más antigua. Guando al fin saqué de mi bolsillo el último higo, con él venía pegada aquella carta. Su destino estaba decidido, también ella iba a caer víctima de la gran purificación; la cogí y la rom pí en m il pedazos.
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Café créme
Kn verdad no conoce el café matutino quien hace que se lo traigan a su habitación de París puesto sobre una bandeja de plata, con un plato adornado con bolitas hechas de mermelada y mantequilla. Ei café hay que tomarlo en el bistró, entre cuyos espejos hasta el propio petit déjeuner es un espejo cóncavo donde aparece ia imagen más pequeña de esta ciudad. Sin duda que en ninguna otra comida los ritmos pueden ser más diferentes, desde la maniobra mecánica del empleado que, arrimado al mostrador de zinc, se toma de un trago su café con leche hasta la fruición con que un viajero va vaciando su taza lentamente en una pausa entre dos tranvías. Tal vez tu mismo te sientas a su lado compartiendo la misma mesa y banco, y sin embargo estás lejos y solo. Sacrificas tu sobrieda d hab itual para de cidirte a tomar algo. ¡Cuántas cosas te tomas con este café! La mañana entera, es decir, la mañana de ese día y, a veces, también la mañana perdida de la vida. Si de niño te hubieras sentado a esta mesa, ¡qué cantidad de barcos habrían pasado por el helado mar del tablero de mármol! Así habrías sabido qué aspecto tiene el mar de Mármara. Mirando a un iceberg o hacia un velero, habrías tomado un trago p or tu padre, otro p or tu tío y otro todavía po r tu herm ano , hasta que la crema desbordara del grueso y dulce bord e de tu taza, ese dilatado p ro m on tor io en el que tus labios descansaban. Tu asco se debilita poco a poco, y ya todo sucede de manera rápida e higiénica: sólo bebes, sin mojar el pan. Medio dormido, buscas una magdalena; en la panera, la rompes y nota s ta n siq u ie ra cuánto te entris tece no p o d e r com partir la con nadie. Bacalaoj vino defalerno
El ayuno es una iniciación en muchos misterios, no en último térm ino el com er. Y si el ham bre es sin duda el me jor cocinero, el ayuno es el rey de los mejores. Yo lo conocí una tarde en Roma, tras ir vagando de una fuen te a otra y ascend er de escalera en escalera. Mientras volvía a casa, hacia las cuatro, a través del Trastévere, donde las culles son anchas y las casas pobres, miserables. Había muchas can tiníis, mas yo pensaba en una sala umbrosa, en un suelo continuo rcciibw rio de mármol, en un mantel tan blanco como la nieve, con ciilnrrlos de plata: en el comedor de un gran hotel en el cual, a esas
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horas, quizá habría sido el único cliente. El cauce de! río estaba seco, unas nubes de polvo pasaban sobre la isla tib er ina y, en la otra orilla, me acogió la vacía y desierta V ia A ren u la. N o conté las tantas osterie ante las que había ido pasando. Cuanto más hambre tenía, menos atractivas se me hacían hasta parecerm e im posib le en trar. De u na me ahuyentaban los clientes, cuyas voces se oían desde fuera; de otra, la suciedad de la cortina que se balanceaba ante Is puerta; pasé de largo, casi furtivamente ante los restantes restaurantes, pues estaba seguro de que si los m iraba aún a um enta ría m i aversión . A esto se añadió algo bastante diferente del hambre: la tensión creciente de mis nervios; ningún lugar me parecía lo bastante oculto ni ningún alimento lo bastante lim pio . Y no es que estuviera teniendo visiones de manjares sabrosos o exquisitos, de caviar, langostas o perdices; de ve rd ad que, con tal que fuera li m p io , sin duda qu e me habría c o n formado con lo más corriente y más sencillo. Tenía la impresión más asentada de que era la ocasión irrepetible de enviar mis sentidos, que estaban atados com o p erro s, a husm ear en los pliegues y desfiladeros de cualquier alimento, del melón y del vino, de diez tipos de pan o de las nueces, para ahí descubrir un nuevo aroma. Eran ya las cinco cuando me encontré en la amplia Piazza Montanara, con su empedrado irregular. Una de las callejas que aquí desembocaban me indicó el camino. Pues ya tenía claro que lo más sensato era acudir a mi habitación y comprar en la calle mi comida. Entonces me hirió la luz de una ventana, la primera iluminada de esa tarde. Era la vitrina de una osteria en la cual habían encendido la luz antes que en viviendas y negocios. En la ventana sólo se veía un cliente, que, en ese momento, se levantaba ya para marcharse. De repente, pensé que yo debía ocupar su lugar. Entré y me senté en un rincón; ahora ya me daba igual en cuál, mientras que muy poco tiempo antes yo era el más exigente e ind eciso . U n chico me p regu ntó cuánto quería —dr qué vino se trataba parecía ind ud ab le—. Ento nc es em pecé a sentirm e solo, de modo que saqué la negra varita mágica que tantas veces h¡il>ín tejido a mi alrededor todo un crespón de letras con un nombre* en su centro que mezclaba al olor que despedía el falerno el olor que r hc nombre iba enviando a mi soledad. Me perdí en el crespón, como rti el nom bre, en el arom a y en el vino hasta que un m urm ullo hi/,o q u r levantara la m irada. A ho ra la osteria estaba llena: trabajadores dr Ion alrededo res qu e se reu n ían aq uí co n sus m ujer es, mu chos i m i uno
i m A o i n i í . q u e p i e n s a n
Ii • • ............ m i ?. 1111• > , |),n a term ina r el día festivo c cn un a cen a fuera .
.1. I,t . ,1^.1 Vi *|tic .'«liilian co m ie n d o : ba ca lao de se ca do, qu e era el iinh mjiliiin i|iir ¡illi había. Vi también ante mí un plato lleno, y un . i., nli • 11 lo de repugnancia recorrió mi espalda. Los observé con más 11 i< m í m e n l o . l',i ;i >i los ve cin os de a qu el b a rr io , tod os clara m ent e • til 1111«I<»:, y c.ilicc lam en te re la cio n ad o s en tr e s í; y co m o era un I .......... [Mquciiobu .gués, no había nadie de las clases superiores, por •ii111iitnI•) l;iui])oco íorasteros. Yo tenía sin duda que resultar chocante |mm mi ¡isix'cto y m i ropa, per o aún así, extrañ am ente n i un a sola mu ¡uLi me rozaba. ¿Nadie reparó en mí o ellos pensaban que aquel !i|io rada vez más perdido dentro de la dulzura de aquel vino sin duda «nIjiIhi ;iquí en su lugar? Al pensar en esto me sentí muy feliz y orgulloso. Nada me distinguía de la masa. Guardé la pluma, y entonces sentí como u n crujido en el bolsillo. E ra Impero, un periódico fascista que lvabía comprado de camino. Pedí otro cuarto de litro de vino de lalerno, abrí el periódico y me escondí en su sucio manto, que venía loriado con los acontecimientos del día al igual que el manto de la V ir gen cubierto con las estrellas de la noche; y ento nces, lenta mente , lui moliendo en mi boca trozo tras trozo de aquel bacalao seco, hasta que mi hambre se sació. Borscht
Primero pone una máscara de vapor sobre tus rasgos. Pero ya mucho iinl.es que tu lengua humedezca la cuchara, tus ojos ya lloran, y tu imriy. ya chorrea sopa. Ya mucho antes de que tus intestinos le presten hi aleación que siempre impone y que tu sangre se convierta en una oh» que. baña tu cuerpo con su espum a o loro sa, tus ojos ya ha n bebido l.i roja ex uberancia de este plato. Y aho ra son ciegos para cuanto no sea aquella sopa o su reflejo en los ojos de aquella mujer con la que romes. Y piensas que la crema es lo que da al borscht su brillo espeso. Punir ser. Pero yo me la he tomado en Moscú en invierno, y sé que ilrniro hay nieve, y unos copos rojizos fundidos, y unas nubes que son < ...... *el maná, que un día también cayó del cielo. Ese chorro caliente mi nlil.mil.indo la bola de carne para que vaya entrando en tu interior ......... . i lucra campo ro tu ra do , del cual ya es más fác il arr an car la Inri luí •• irislr/.a v junto con la raíz que la alim en ta. Mas n o toques el vn ilL i, y no co rles Lis e m pan adillas. Porque en to nces al fin com pren.
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derás el secreto escondido en esta sopa, que sin duda es el único alimento que te va saciando suavem ente, que te va llenan do poco a poc o, mientras que con otros alimentos tu cuerpo se estremece de repente, hasta que emite un «basta» brutal e inamistoso, radical. Pranzo caprese*
Ante s fu e la fu la n a más fa m osa del pu eblo de G ap ri, y aho ra era la madre sexagenaria del pequeño Gennaro, al que pegaba tras emborracharse. Vivía en una casa color ocre en mitad de un viñedo que crecía en la ladera escarpada. Fu i a busca r a una amiga qu e vivía allí, en alquiler. Desde arriba, de Capri, nos llegaba el sonido de las doce. No había nadie; el jar d ín se encon traba totalm ente vacío. Vo lví a subir po r los esralones po r los que antes había descendido . Y, en ton ces, oí detrás de mí a la anciana. Estaba en pie en el umbral de la cocina, vestida con un a falda y una blusa, unas p rendas ya desc olo ridas en las que era inútil buscar manchas, dado que estaban sucias de manera uniforme. «Voi cercate la signora; épartita collapiccola» [ « B u s c a usted a la señora; se ha ido, junto con la pequeña»]. Volvería en seguida. P ero esto fue só lo el prin cip io desde el cual su aguda voz chillona se derramó en un río cargado de palabras seductoras mientras su altiva cabeza se movía con ritmos que hace décadas sin duda que debieron de tener un significado estimulante. Sólo un galantuomo [gentilhombre] consumado habría podido escaparse de ella, y yo ni tan siquiera era capaz de hablar en italiano. Lo que entendí fue que me invitaba a comer con ella. Vi al pobre hombre que tenía por marido dentro de la cocina, comiendo con la cuchara de una fuente. Se dirigió entonces hacia ella y volvió a presentarse fren te a mí, puesta en me en el umbral, llevando un plato que me ofreció sin dejar de hablarme. Pero n mí me había abandonado lo que todavía me quedaba de mi com prensión del italiano. Y com prendí que era demasiado tarde para irme, ^ n m edio de un vapo r de ajo y alubias, cocinado con grasa de car ner o, con tomate, cebolla y mucho aceite, se alzó ante mí, imperiosa, aquella mano, de la que tomé obedeciendo la cuchara de
En italiano el p r a w p es la comida de mediodía, es decir, el almuerzo; en ctinnlo a caprese, es gentilicio de Ca pri. [N. del T .]
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rslüiio «pie of recía. ¿Pensáis que al tragar esto el asco habría tenido que ahogarme y que el estómago tendría que expulsar apresurada nicnlc ose puré? Entonces, ¡qué escasamente conocéis la magia que emana el alimento; qué poco la conocía yo hasta el instante del que ahora estoy hablando aquí! Probar este alimento no fue nada, era tan sólo el tránsito decisivo y minúsculo entre esos dos instantes: primero, olerlo; y luego, encontrarse atrapado y apaleado por él, todo, de la cabeza hasta los pies, verse esclavizado por ese alimento, atrapado en él como en las manos de aquella vieja puta, ser exprimido y frota do con su ju go —no sé si era el del alim ento o el pro pio quizá de la mujer—. Yo había cumplido con el deber de la cortesía, mas tambié n el deseo de la bru ja; y subí la ladera, en riqu ecido , con el mismo saber que alcanzó Ulises al ver de pronto a sus compañeros transformados en cerdos para siempre. Tortilla de moras
Esta vieja historia se la cuento a quienes quieran también ponerse a prueba comiendo higos, o con el falerno, con un borscht o aceptando una comida campesina de Capri. Erase una vez un viejo rey que consideraba como propios todo el poder y los tesoros de la Tierra, pero no era feliz, sino que cada año iba estando más triste. Así que un día llamó a su co cin ero , y entonces le dijo : «M e has servido fielmente mu chos años y has traído a mi mesa siemp re los m ejores alimentos, por lo que te tengo mucho aprecio. Pero ahora te pido una última prueba de tu arte. Ahora tienes que hacerme una tortilla de moras como la que tomé hace cincuenta años, cuando todavía era muy jo v en . E n aq uella ép oca m i padre estaba en guerra contr a su malvado vecin o de l Este. Fue derrota do y nos vimos obligados a h uir . M i padre y yo corrim os día y noche, hasta llegar a un bosque muy oscu ro . Fuimos re cor riénd olo sin rum bo y, cuando casi el ham bre y el cansancio estaban ya a punto de matarnos, encontramos por fin una cabaña. A h í vivía una an ciana qu e nos in vitó am ab lem ente a desca nsar m ientras ella cocinaba; siguió así entretenida con su horno, hasta que, al poco tiempo, nos sirvió una tortilla de moras. Al llevarme a la boca el primer trozo al punto me sentí reconfortado; mi corazón quedó lleno de esperanza. Yo era muy peq ueño p o r entonc es, y así, durante murlio Iieinpo, no pensé en los benéficos efectos de aquel manjar tan
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exquisito. Más adelante ord ené que lo buscaran re corrien do todos mis dominios, pero ya nunca se encontró a la anciana, ni a nadie que supiera hacer aquella tortilla de moras. Si cumples este último deseo, de inmed iato haré de ti mi yerno y el here dero de mi tron o. Mas, si no me contentas, morirás». Entonces contestó el cocinero: «Señor, ya puedes llam ar a tu verdugo. Pu es co nozco el secr eto de la to rtilla de moras y conozco todos sus ingredientes, desde el más vulgar berro hasta el noble tomillo. Conozco bien el verso que hay que ir recitando batiendo bien los huevos con el man go de boj h acia la derecha para que así el esfuerzo no sea vano. Y, sin embargo, he de morir, señor, pues mi tortilla no podrá gustarte. Pues en verdad 110 puedo condimentarla con cuanto en aquella peligrosa ocasión hizo que disfrutaras tanto de ella: el riesgo que se corre en la batalla y la extrema atención del perseg uido, el calor del fuego en la cocina y la intensa dulzura del descanso, la presencia palpable de lo extraño y la oscuridad en el futu ro» . Esto es lo que dijo el coc inero . E l rey no lijo nada; luego, sin que pasara mucho tiempo, despidió finalmente al cocinero cargado por com pleto de regalos.
NOVELAS POLICÍACAS EN LOS VIAJES Pocas personas leen en el tren algún libro de aquellos que tienen en casa; pues prefieren comprar lo que se ofrece en el último momento. Con razón desconfían de los libros preparados de antemano. Pero, además, tal vez les apetezca comprar en el puesto de colores vivos de la estación sobre el asfalto de la acera. Todo el mundo conoce el nuevo culto al que invita ese puesto. Todo el mundo ha hojeado alguna ve/, uno de esos volúmenes oscilantes, quizá menos por las ganas de lec*r que por el oscuro sentimiento de hacer algo que agrade a los dioses del ferro car ril. Sabe que las monedas de esa ofrend a van a encom cn darle a los cuidados del dios de la caldera, que arde toda la nochr, como de las náyades del humo que se van moviendo sobre el tren, y del demonio de las sacudidas, que es también el setfor de las» canciones de cuna. Los conoce sin duda por los sueños, como también
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Publicado en jun io de 19 30 en el
Frankfurter /jitung .
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conoce toda la larga serie de las pruebas y peligros milicos que se enc om iendan al espíritu de la época como viaje en tre n », como la inabarcable fuga de umbrales espacio temporales por los que se mueve dicha serie, empezando por el famoso «demasiado tarde» de qu ien se queda en tier ra —que es el mo delo de todo retras o—hasta la soledad de su vagón, o el miedo a perd er algún enlace con algún otro tren, o el ho rr o r a la estación desconocida p or la que viene entrando. A sí, sin dars e cuenta , se en cu en tra en redado en lo s aza res de una gigantomaquia, como mudo testigo de la lucha entre los dioses del fer ro ca rr il y los dioses que habitan la estación. Similia similibus*. Se salva ahogando un miedo a través de otro miedo. Entre las hojas que acaba de cortar de alguna novela policíaca busca la angustia ociosa, y en cierto sentido virginal, que pueden ayudarle a superar la congoja arcaica de su viaje. Por este camino, puede llegar a la frivolidad y acabar eligiendo en calidad de compañeros de via je a Sven Elvest¿;d con su am ig o A sb jo rn K ra g , o a F ran k H eller ju n to al señ o r Collin s**. Pero esta elegante so cie dad n o gusta a todo el mu ndo . Y tal vez prefiramos, en hon or a la puntualidad, un compañero algo más exacto, como por ejemplo Leo Perutz***, con sus relatos de ritmo sincopado cuyas estaciones se reco rre n con el reloj sujeto ya en la mano , desplazándose a gran velocidad, com o villorrios al lado de la vía; o sino un compañero que comprenda mejor la incertidumbre del futuro hacia el que avanzamos arrastados, y los enigmas aún por resolver que han quedado atrás: viajaremos entonces con Gastón Leroux, y con El fantasma de la ópera o con El perfume de la dama de negro, o nos sentiremos transportados como un pasajero de aquel «tren fantasma» que el año pasado recorrió tantos escenarios alemanes""1'**. O p ens em os sin o e n S he rlo ck H olm es y su am igo Watson, en
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«L o s imilar se cura con lo sim ilar» , un o de los principios fundamentales de la homeopatía. [N. del T.] ** Sven Elvestad (l 8 8 4 ~I 9 3 4 )> escritor no rue go , u no de cuyos seudó nimo s era A sb jo rn K ra g ; Fru nk H ell er es seu dón im o de G u n n a r S e rn e r ( 18 8 6 19 4 7 ), un escritor sueco mucHas de cuyas novelas están repetidamente protagonizadas por el detec tive Fili p C o iin . [NT." de l T .] * * * Leo Perutz (l 8 8 2 I 9 5 7 )> escritor austríaco de novelas fantásticas. C fr. De noche, bajo el puente de piedra , trad. Cristina García Ohlrich, Barcelona: E l Aleph , 199 8; El maes tro del Juic io Final, tr.id. Jo rd i Ibáñez, Barcelona: Destino, 2 0 0 4 . [N. del T.] ■i*** Gastón Leroux, Lcfantóme de l’opéra, i g i O ; Leparfum de la dame en noir, 1907. Ese «tren Similia similibus curantur:
NOVELAS POLICIACAS EN LOS VIAJES
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cómo detectarían lo in quieta nte que hay en un viejo vagón de segunda cías?, ambos viajeros absortos y en silencio, uno Iras el biombo de un periódico, el otro tras la cortina proce dente de unas nubes de hum o. Pero puede que todas estas figuras tan fantasmagóricas se disuelvan en medio de la nada, ante el retrato de la autora que figu ra en los in olv idables libros policíacos de A . K . Green*. A ésta nos es preciso im aginarla como esa anciana señora que está siempre tocada con su cofia y conoce bien tanto las complejas relaciones de parentesco de sus hero ínas com o esos arm ario s gig ante scos en lo s q ue, según u n dic ho inglés, cada familia guarda u n esqueleto. Sus historias cortas son tan largas como el túnel que cruza el San Gotardo, y sus grandes novelas tituladas En la casa vecina y Tras puertas cerradas florecen a la luz turbia del vagón co mo violetas noctu rnas. Esto es lo que leer le depara al viajero. Mas ¿qué le aporta al lector el viaje? Y , ¿e n qu é otra oca sión el lector se encu entra tan absorto en el interior de la lectura hasta poder sentir su propia vida entremezclada a la del pro tago nista? ¿N o es su cue rpo ya la lanzadera que recorre al ritmo de las ruedas el papel de forma inagotable, entreabriendo el libro del destino del que es el protagonista? En diligencia no leía nadie, y en el coche tampoco nadie lee. La lectura de viaje nos aparece tan ligada al tren com o la estancia en las estaciones. G om o es más que sabido, much as de ellas se parec en a las catedrales. Y gracias a los pequeños altares móviles, de colores tan vivos, que un monaguillo de la curiosidad, la distracción y la sensación va empujando a gritos junto al tren sentimos directamente en nuestra espalda el escalofrío de la tensión y los ritmos constantes de las ruedas, mientras el paisaje que vemos ir pasando a nuestro lado por algunas horas nos va acogiendo tal como si fuera un chal tremo lante.
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fantasma» tal vez sea alusión a la obra de teatro titulada The Ghost Train, original de A rn o ld Rid le y, qu e fu e est re nada en L o n d res en el 1 9 2 3 . [N . del T .] Anna Katharine Green (18 46 19 35 ), escritora estadounidense, autora de las novelas tituladas Behind ClosedDoors, 1 8 8 8 , y The Ajfa ir Next Door, l 8 g 7 [ N . d el T . ]
MAR DEL N0RTE[2I] «El tiempo en el que vive hasta quien no tiene una morada», es un palacio para aquel viajero que no deja ning un a tras de sí. A lo largo de unas tres semanas, sus salas llenas del ruido de las olas se alinearon en dire cción al no rte. Gaviotas y ciudades, flore s, mueb les y estatuas apare cie ro n de pro nt o en sus paredes, m ientras que a través de sus ventanas entraba la luz siempre, día y noche. Ciudad. Si este mar viene a ser la Campagna Romana, Bergen está entonces en los mo ntes Sabino s. Y así es, en efecto; dado que el mar reposa siempre liso en el pro fun do fiord o, y las montañas tienen las formas que son propias de las montañas romanas. Pero la ciudad sin duda es nórdica. Po r do qu ier hay madera y se escuchan crujidos. Y las cosas están como desnudas: la madera es madera, el latón es latón, el ladrillo es ladrillo. La limpieza las devuelve hacia sí mismas, y las vuelve id én ticas consigo hasta la mism a m édula . Y con ello se vuelven orgullosas; no quieren nada afuera. De igual manera que los habitantes de recónditos pueblos de montaña pueden encontrarse emparentados hasta la m uerte y la e nfer m ed ad, tam bién las casas aquí se han enre dado y encabalgado unas sobre o tras. Y don de todavía se podría ver un poco de cie lo , dos alarga da s astas de bandera , pu estas a ambos lados de la calle, están a punto de hundirse. «Deténgase si advierte que las nubes se acercan». De lo contrario, el cielo está como atrapado en tabernáculos, en góticas casetas de madera, pintadas de rojo, en las que siemp re hay un tirado r para d ar aviso a los bom beros . Pero no está previsto disfrutar del ocio al aire libre; cuando una casa tiene delante un jardín, el espacio es tan denso que nadie puede caer en la tentación de estar un rato en él. Tal vez se deba a esto el que las chicas de aquí sepan quedarse en pie en el umbral y apoyarse en la puerta muchísimo mejor que las del sur. La casa aún tiene límites estrictos. U na m ujer que quería sentarse po r un rato ante la puerta no colocó su silla en vertical, sino en paralelo a la fachada, justamente ante el umbral; porque ella es hija de una estirpe que hace apenas hoy doscientos años aún dormía en armarios. Armarios ora con puertas gira t o r i í i s , ora con unas puertas co rrederas, con cuatro plazas en un solo
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arcón. arcón. S in dud a no era bueno para el am or, al menos para el el amor correspondido. Pero sí para el desgraciado, como se ve en el caso de ciert ciertoo am ante no corr espo ndid o en cuya cuya cama vi el lado lado in terio r de la puerta que estaba decorado con un gran retrato de una mujer. Una mujer lo separaba así así del mu nd o: en verdad nadie puede decir más ni siquiera de su mejor noche. Flores. Mientras los árboles se van volviendo tímidos y no se dejan ver ve r sin si n u n a ce rc a , e n las la s flo fl o r e s p o d e m o s o b se rv a r u n a du reza re za i m p r e vista. vista . Sus Su s co lo re s n o s o n tan ta n in te n so s co m o e n u n clim cl im a ya y a más má s m o d e rado, sino que son más pálidos. Pero destacan más decididamente de cuanto cuanto hay a su alred ed or . Las flores m ás pequeñas —com —com o los pen samientos y resedas—son aquí más silvestres; y las flores más grandes —sobre to do es el caso de las rosas—s on m uch o más significativas. Las mujeres las las tran spo rtan con pre cau ción p o r el grar: grar: desierto que va de un puerto a otro. Cuando las flores se apiñan en macetas frente a las ve ntan nt an as de las la s p e q u e ñ a s casas cas as de m a d e r a , ya n o s o n u n s alu al u d o de la naturaleza, sino murallas contra el exterior. Cuando el Sol se abre paso, toda comodidad tiene su fin. En noruego no puede decirse que el So l sea sea bu en o. Hac e un uso despó tico de los breves breves instantes instantes en que las nubes lo dejan mandar. Por diez meses al año todo aquí está oscuro. Pero, cuando el Sol llega, se impone a las cosas, las arrebata a la larga larga noche y convoca de de pronto en los los jardin es azul, rojo , am arillo—los distintos colores, la guardia deslumbrante de las flores, sobre las cuales jamás cae la sombra ni de un árbol tan sólo. Muebles Muebles.. Para log rar saber alguna cosa sobre los antiguos antiguos habitantes habitantes a partir del aspecto de sus barcos por lo menos habría que saber remar. Se ven en Oslo dos barcos vikingos; pero aquel que no reme hará mejor en observar las sillas que se conservan en el Museo de Etnología, no muy lejos lejos de uno de esos esos barcos. Te permiten sentarte, sentarte, y algu al gu n o s c o m p r e n d e r á n gr ac ias ia s a ellas ell as en q u é cons co nsis iste te h a c e r lo . E s un erro r e no rm e el pen sar que las sil sillas las con respaldo y con brazos se se c.r c.rrr aran para obtener comodidad. Estas sillas son como una cerca cu torno al sitio que ocu pa el que.se sienta. Y entre estas estas viejas sill sillas as dr madera había una cuyo asiento amplísimo estaba rodeado de um» ve v e rja rj a , c o m o si a h í e l tr a s e r o f u e r a u n a g r a n m asa as a r e b o s a n te a la q u r hay que mantener a raya. Quien se sentaba ahí lo hacía por mucliun Esos asientos de las antiguas sillas están más cerca del suelo <|u< Inw nuestros. A esta esta me no r distancia le le dan m ucha imp ortan cia, mirnl i un
I m A ü I NI S QUE PIENSAN
111 m ni mifinid mifinid iifin|>< iifin|><> el asien as ien to todavía toda vía rep rese re sent ntaa a la m ad re tie rra . A lotliiD lotliiD .n nn nn ti111 un n<- les les ñola que determ inaban, en muy buen a medida la la m. i it mi. rI conocimiento y el prestigio de quienes se sentaban sobre «lina. I J ii ejem plo tic tic rsto es una silla silla mu y peq ueñ a y baja cuyo asient asientoo
mli nirtN r,i mi la ii i‘l t*.s;i y cuyo cu yo re sp ald al d o es u n a ar te sa , d o n d e todo i 111111 •111 o Ini Inici ciaa de lan te. Es co m o si el d es tin o im p uls ar a al esp acio en mi» iiln ,i la persona que se sentaba aquí. Otro buen ejemplo es el iillmi (pie escondo un arcón bajo el asiento. No es un mueble bonito, ,‘ m u i s o l a m e n t e ll llam am ativo; tal vez vez pertene ciera a algún po bre; quien quien nlii se sentaba ya sabía lo que entendió Pascal mucho después: «Nadie i n i i r r e t a n pobre para no dejar algo tras de sí». Vemos un trono y, 11 as el cm vo v o asiento, que carece de brazos, sube la cóncava bóveda del del r e s p a l d o igual que el ábside de una catedral románica desde cuya ¡ t i l m a n o s mira el Entronizado en majestad. Pues en este país, que acopio muy tarde, más que nin gú n o tro , las «a rte s plástica s» —es a—, el espíritu co nstru ctivo , arq uitectód e c i r , l a escultura y la pin tur a—, —el arm ar io, las mesas y la cam cama, a, n i c o , de term ina todo el m ob iliar io —el linsla llegar ai más bajo tabure te—. te—. To do s los m ueb les son inaccesibles; inaccesibles; p o r * p i e en ellos ellos habitan todaví todavía, a, en su con dición degeniusloci, los los prop i e t a r i o s de hace varios siglos. /,u<, Las calles de Svolvaer se encuentran desiertas. Y, tras las ven tuna tunas, s, lian lian bajado las las persianas de papel. ¿D ue rm e a hí la gen te? Ya es es nlfMi después de medianoche; pero de una vivienda salen voces, y de oí i a ruidos de una cena. Cada sonido que llega hasta la calle trans loinía así osla noche en un día que no figura en el calendario. Has p< neira do al alm acén del tiem po y ves ves pilas de días sin u sar q ue hace hace milenios la la T ierr a fue co locando aquí, sobre este este hielo . Pues el hom Imc consume escasamente en veinticuatro horas cada uno de sus días, pri o esl esl a tierr tierr a el s^ s^iyo iyo en m ed io a ñ o. Y p o r eso las cosas aparecen miin tus. Ni el tiempo ni las manos han rozado siquiera los arbustos • n <1 <1 j.n j.n din sin vien to, n i tam po co los barc ba rcos os e n el agua sin olas . Dos . i i pn,a ulos coincidí n sobre ellos, y se van repartiendo su propiedad . lo limen limen con !a de las nu be s; hasta que te en vían a tu casa casa con I,i,i m a 11 o/i o/i vai la: la :,. '•'ii '•'ii in/i). I s de n o ch e; m i co ra zó n pes a co m o el plo m o y se .......... n i ....... i|'ii,,i iail i, yo estoy en cubierta, y en ella observo durante ...... ........ ho ho 1 1• nipo el p-, p-, j.ii j.ii (p (pu> se tra en las gavio gav iotas tas . S ie m p re hay una C " ■<11 ......... I iiias! ias! d i ias alio, alio, com partiendo los movim ientos pendu.
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lares que ese mástil describe sobre el cielo. Pero nunca es, por mucho tiempo, tiempo, la misma gaviota. Llega otra, y tan só lo con dos aletazos aletazos ya ha expulsado, o tal vez convencido, a la anterior. Hasta que el mástil de pronto está vacío. Pero las gaviotas no han dejado de seguir al barco. Siguen describiendo incesantes sus círculos, pero es otra cosa lo que introduc introducee un ord en en ellos. Hace ya mucho que se ha puesto el Sol, al Este reina ya la oscuridad. El barco viaja hacia el sur, y en el oeste aún queda algo de luz. Mas lo que entonces sucedió a los pájaros (¿o quizás a mí?) fue consecuencia del sitio dominante y solitario, puesto just ju stoo en m e d io de la c u b ie r t a de p o p a , q u e y o h a b ía e le g id o p o r melancolía. Vi ¿e repente dos bandadas de gaviotas, puestas una al Este y la otra al oeste, una a la izquierda y otra a la derecha, pero tan diferentes que no era posible el llamar «gaviotas» a las dos. Los pájaros de la izquierda conservaban sobre el fondo del cielo fenecido alguna cosa de su claridad, aparecían y desaparecían a cada giro, se entendían o se evitaban, y parecían no dejar nunca de tejer ante mí con sus alas una serie ininterrumpida e infinita de signos, una malla efíme efímera ra y mudab le, mas sin duda legible. legible. N o debía sino sino m irar al otro lado para reencontrar los otros pájaros. Pero entre ellos nada me esperaba, ahí nada me hablaba. Guando iba siguiendo a los del Este, que volando hacia un último destello daban aún algunos negros giros y, en u n ú ltim lt im o v u e lco lc o , se d iso is o lvía lv ían n e n la lo n ta n a n za y de re p e n te r e a parecían, yo no podía describir su curso. Me encontraba en verdad tan fascinado que me veía volviendo desde lejos, negro después de tant anto sufrimiento , como un trop el de ala alass silenciosas. silenciosas. A mi izquierda todo se encontraba aún por descifrar, y mi destino pendía de cada señal que las aves emitían; a la derecha todo estaba descifrado, y había une sola señal silenciosa. Este juego duró por mucho tiempo en su contrapunto inagotable, hasta aquel momento en que yo mismo ya era sólo el umbral sobre el que esos mensajeros innombrables cambiaban sin cesar del negro al blanco por encima del aire. Estatuas. U na sala sala con paredes verde m oho . Las cuatro cuatro está están n cubiertas con estatuas. Entre ellas hay vigas adornadas que aún dejan ver en su superficie ligeras huellas de palabras de oro como «Jasón», «Bruselas» las» y «M alvin a» . A m an o izquierda, izquierda, al entrar, hay un hombrecillo hombrecillo de madera, que parece una especie de bachiller con levita y un tricornio en h cabeza. El brazo izquierdo lo muestra levantado, como en actitud de rcplicar algo, pero se interrumpe bajo el codo; y la mano derexha y
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izquierdo también le Kan desaparecido. Un clavo atraviesa al hombrecillo, que mira fijamente hacia lo alto. Unas cajas compactas, sencillas y triviales, van alineadas sobre las paredes. En algunas se lee Livbaelter*, pero nada en la mayoría. Es posible medir el espacio con ellas. Unas dos o tres cajas más allá se eleva muy derecha una mujer con un vestido blanco muy lujoso que deja medio fuera el opulento seno. E l cuello es muy grueso y de madera. Los labios aparecen agrietados, y hay dos agujeros bajo el cinturón. Uno por el pubis y más abajo el otro, sobre ese holgado y abultado vestido bajo el que no se imaginan unas p iernas. Tod as las figuras tienen form as vagas, en general muy poco articuladas. No parecen llevarse muy bien con el suelo, su apoyo sin duda está en la espalda. Puesto en medio de todos estos bustos y estas estatuas descoloridas y agrietadas vemos a un hombre colorido e ín tegro; su m anto , de am arillo muy in te nso, tiene un fo rro verde, su ve stido in tensa mente rojo tiene u n ribete azul, su espada es ve rd e y gris y su cuerno am arillo ; en la cabeza lleva un go rro frig io , manteniendo la m ano sobre los ojos en actitud de atisbar: se trata de Heim dalT*. Y de nuevo una figura de m ujer, más majestuosa todavía de lo que lo era la anterior. Una peluca hace que sus rizos se derramen sobre un cor piñ o azul. E n lug ar de los brazos, n os presenta volutas. Pensemos en el hombre que logró reunir estas estatuas, que las reunió en torno a sí, que las buscó atravesando países y mares sabiendo que ellas sólo podrían encontrar la paz con él, y que él sólo podría encontrarla con ellas. Porque él no era un aficionado a las artes plásticas, sino que era un viajero que buscaba felicidad en la lejanía, cuando aún podía encontrarla en su país, y que más adelante creó un hogar con todas estas estatuas torturada s po r la lejan ía y po r el viaje. ¿Q uié n es son estas niób ides del m ar tan desamparadas y ofendida s, que nos m uestran el rostro co rro ído p or la acción de las lágrimas saladas, con las miradas dirigidas hacia arriba desde quebradas cavidades de madera, y con los brazos —las que a ún los tien en—rep legado s, cruzados s obre el pecho en un gesto final de imploración? ¿O quizá serán ménades? Porque han hecho frente decididas a unas crestas más blancas que las crestas de
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Hulleros salvavidas» .[N . del T .] I I ■111 <1.111 e.s un dio s de la m ito log ía escan din ava q ue pro teg e el pu en te que está uniendo el mundo de los homb res con el m undo prop io los dioses. [N. del T.]
VOY A DESEMBALAR MI BIBLIOTECA
Tracia y han sido todas ellas golpeadas por garras más salvajes que 1;in bestias de A rtem is. To das ellas han sido m ascarones, los mascarones de proa reunidos en el Museo de la Navegación de Oslo. Justo en el ren tro de la sala hay un timón puesto en un estrado. ¿Es que tampoco aquí encuentran paz estos grandes viajeros? ¿Tienen que volver al ole aje, eterno como el fuego del infierno?
VOY A DESEMBALAR MI BIBLIOTECA Un discurso sobre el coleccionismo
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Voy a desem bala r m i b ib lioteca. Sí, aún no está en las est ante ría s; el suave y manso abu rrim iento que proced e del ord en a ún no las rocíen. No puedo caminar delante de ellas para pasarles revista, en la presen cia de oyentes amigos. De verdad, no teman que lo haga. Tengo que pedirles que se trasladen conmigo hasta el desorden de las cajas abier tas, al aire lleno de polvo de madera, al suelo ya cubierto enteramente de papeles rotos, a las pilas de libros que ahora vuelven a salir a la luz. tras dos años de total oscuridad, para compartir en cierta forma el estado de ánimo no elegiaco, sino tenso y nervioso, que todo esto provoca en quien es un auténtico coleccionista. Pues en efecto es un coleccionista el que les está ahora hab lando a ustedes, y enteramen te sobre sí. ¿N o sería en verdad presuntuo so el re cu rrir aquí a una apa rente objetividad para ir enumerando las secciones que componen una biblioteca o la historia de su formación, o incluso explicarle,s nu utilidad para el escritor? En todo caso, yo busco con mis palabras al|.;c> más palpable; mi intención es darles una idea de la relación de un coleccionista con sus posesiones y sobre el arte de coleccionar, peni no sobre una c olecc ión. Y es del todo arb itrar io que haga esto siguiendo el hilo de \ina reflexión sobre los muchos modos y ninnrnta de ad qu irir los libros. Pues esta idea, como cualqu ier otra, solamrnln es un dique contra la riada de recuerdos que va inundando al mler cionista cuando piensa en su cplección. Toda pasión confina nm I caos; y la pa sión de cole ccio na r, con el caos don de yacen los ir n n 'i dos. Pero quiero decir aún algo más: el azar y el c.estino, que rolen run
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Publicado en julio del año 19 31 d entro de la revista
Die liUrarisrhi’ Wrll .
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a mi mirada lo pasado, laminen e s t á n a la vista de manera sensible en el desorden propio de estos libro». Pues, ¿qué es ese tener sino un desorden en el cual la costumbre se encuentra sin duda tan a gusto que «parece cual ní l'urni un orden? Ya habrán oído hablar de esas personas que e nferm aron .seria y gravemente p o r la desgracia de pe rder sus libros, r o m o
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más im po rtan te de un e jem pla r es el en cu en tro que ni* dn nm el, m decir, con su colección. No estoy diciendo nada e x a g e r a d o : p u ra r l verdadero coleccio nista , el acto de a dq u ir ir un libro an tiguo e q u i v a l e a hacerlo re nace r. Y ahí está lo in fantil que en el coleccionista se mezcla íntimamente con lo anciano. Los niños siempre disponen de la renovación de la existencia como de una práctica centuplicada, nunca entregada a la parálisis. Y de ahí el que para los niñ os el coleccio nismo es solamente un proceso de renovación; otros son, por ejemplo, el pintar los objetos, recortar o calcar, incluyendo ahí toda la escala de los modos infantiles de apropiarse de algo, desde el agarrar hasta el nom brar. Y en efecto, renovar el mu ndo antiguo constituye el impulso más profundo en el deseo del coleccionista de adquirir cosas nuevas, por cuya razón el coleccionista de libros antiguos está más cerca de la fuente del coleccionismo que quien se interesa por reimpresiones bibliófilas. Pero aho ra diré unas palabras sobre cómo los libros cruzan el umbral de una colección, cómo llegan a convertirse en propiedad de un coleccionista y cuál es la historia de su adquisición. De todas las maneras de adquirir libros, la más encomiable sin duda consiste en el escribirlos uno mismo. Quizá ustedes pensarán con alegría en la gran bibliotec a que, en la novela de Je a n Paul, la buena Wuz, una pobre maestra de escuela escribiendo reúne poco a poco todas aquellas obras cuyos títulos le parecían de interés en los catálogos de las editoriales (no podía comprarlas)*. Los escritores son de hecho unas personas que escriben libros no porque sean pobres, sino por no conform arse con los libros que po drían com prar y no les gustan. Señoras y señores, ustedes pensarán posiblemente que esto es una definición extravagante de aquello que es un escritor; pero todo aquello que se dice desde el punto de vista de un coleccionista verdadero debe resultar extravagante. De las formas habituales de adquirir, la más afín al coleccionista sería el préstamo sin devolución. El que toma prestados libros grandes, ése es un auténtico coleccionista de libros, pero no simplemente por el fervor con que guarda su oculto tesoro, saltándose con ello ciegamente las advertencias propias de la
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Jean Paul (seudónimo de Jo ha nn Paul Friedrich Richter), icinsMaría Wuz in Auenthal. EineArt Idylle, 1 7 9 3 [N . del T .]
Leben des vergniigicn Schuhneister-
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vida ju ríd ic a cotid ia na, sin o , sobre to d o , p o r no le er sus libros. De acuerdo a mi exper iencia, el que alguien m e pase de mo do claramente fortuito un libro prestado es bastante más habitual que el que lo haya leído. Quizás ustedes se preguntarán si el no leer libros es peculiar de los coleccionistas. Gomo si eso fuera novedad. No, los expertos pueden confirmarles que eso es lo más antiguo, y citaré simplemente la respuesta que Anatole France solía dar a los estúpido:: que admiraban su biblioteca y después acababan preguntándole: «Señor France, ¿ha leído usted todos sus lib ro s? » . « N o , ni siquiera la décima parte. ¿Acaso come usted todos los días en su vajilla de S év re s?» . Por lo demás, yo m ismo soy sin duda una prue ba en contrario de que esto está bien justificad o. Du rante muchos años (más o menos el primer tercio de su existencia), mi biblioteca estuvo formada por dos o tres filas que apenas crecían cada año unos pocos centímetros. Fue la época marcial de mi biblioteca, en la que no podía entrar en ella aún ni un solo libro al que no le pidiera el santo y seña, es decir, ningún libro que no hubiera leído. Tal vez pueda deberse a la inflación el que yo te nga algo que, p o r sus d im en sio n es, se puede en ten d er como biblioteca, pues cambió la importancia de las cosas y los libros se vol vie ro n muy valioso s, o p o r lo m enos difíc iles de conseguir . O así nos parecía en Suiza. Desde allí hice en el último minuto mis primeros pedidos importantes de libros, adquiriendo cosas tan insustituibles como El jinete azul o La leyenda de Tanaquil de Bachofen[23], que por aquel entonces todavía se podían con segu ir en la edito rial. D irán ustedes que, tras dar tantos rodeos, deberíamos acudir directamente a la calle mayor para adquirir los libros, a la compra. Esa es por cierto una calle ancha, pero no es muy cómoda. Pues la compra que hace el coleccionista de libros tiene muy escaso parecido con la compra que hace un estudiante en la librería para conseguir un manual, o un hombre de mundo para regalar algo a su dama, o también un viajante para que el tiempo de su viaje en tren le resulte más corto. Así, mis compras más interesantes las he ido haciendo durante mis viajes, es decir, como transeúnte. P oseer y tene r están subo rdinad os a la táctica, y los coleccionistas son sin duda gente que posee instinto táctico;
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W. Kiiiulinsky y Franz M arc (eds.)> Der blaue Reiter, M ú n i c h , 1 9 1 2 ; J o h a n n Ja ko b Kím'IioIcii, Ihc Sagr mui ’lannquil, H e i d e l b e r g , 1 8 7 0 .
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de acuerdo a su experiencia, cuando están conquistando una c íu
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Alb ert Ludwig G rim m , Fabel-Bibliothekfur Kinder, oderdie auserlesensren Fabcln nllrr 11111/111*1(1*1 Z fi t, 3 vols., Fráncfort y Grimm a, 1 8 2 7 Este escritor, que vivió entre los ann.*i i‘/MI i y 1 8 7 2 , no er a pari en te de lo s h erm anos G rim m . 25 Jo ha n n Peter Lyser (18 0 4 18 70 ) fue escritor y músico, dibujante y |>inl
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po r cuya concord ancia y profu ndidad el co m prad or ha de saber si el libro es o no para él. Una subasta exige del coleccionista aptitudes completamente diferentes. Al lector de catálogos tan sólo le habla el libro, y el propietario anterior si se lo indican. Por el contrario, aquel que se quiera implicar en las subastas tiene que dirigir por igual su atención tanto a’ libro como a sus competidores, y ha de tener la cabeza fría p ara no encarnizarse en la lucha co n ellos —tal como suele suceder todos los días—y tener que pagar un precio alto al haber pujad o p or o rgullo más que po r interés en ese libro . A cambio, uno de los más bellos recuerdos del coleccionista es el instante en que acudió en socorro de algún libro en el que antes nunca había pensado y que nunca había deseado, pero que, al encontrarlo abandonado en un mercad o pú blico, lo co m pró pa ra darle la libertad, al igual que en los cuentos de Las mi!j una noches hacía el pr ínc ipe con una b ella esclava. Pues para aquel que colecciona libros, la verdadera libertad de todos ellos está en un sitio de su estantería. En recuerdo de mi experiencia más emocionante y sugestiva en una subasta, La pean de chagrín de Balzac aún ho y sobresale en m i biblioteca de largas filas ¿e volúmenes franceses. Fue en 1915» cuando se pr od ujo la subasta le la colecció n R üm an n, en la casa de subastas de Emil Hirsch, uno de los mejores conocedores de libros y de los más distinguidos comerciantes. Dicha edición se publicó en París, en la Place de la Bourse, en el 1838. Guando tomo el ejemplar entre mis man os, no sólo veo el núm ero de la colección de Rüm ann , sino hasta la etiqueta del librero donde, hace más de noventa años lo debió adq uirir el prim er co m prador po r un pre cio que era nada menos que ochenta veces inícrior al actual: Papeterie I. Flanneau era su nombre. Buenos tiempos aquéllos en los que incluso las papelerías vendían estas joya s —po rqu e los grabado s de este libro fue ro n diseñad os por quien era entonces el mejor dibujante francés, y ejecutados por los m ejo res grab ado res—. Pero lo q ue yo qu ería c on tarles es el cómo adquirí este libro. Yo había examinado la colección en el local de neg ocio de Em il Hirsch, y, tras haber estudiado uno s cuarenta o cincuenta volúm enes, sin duda deseaba ardientem ente quedarm e con éste. Llegó por fin el día de la subasta, pero quiso la casualidad que antes de que se fuera a subastar aquel ejemplar de La peau de chagrín saliera igualmente a la subasta la serie completa de sus ilustraciones separadamente publicada como edición especial en papel de China.
VOY A DESEMBALAR MI BIBLIOTECA
Los pujad ores estábamos sentados en una larga mesa, y enfrente de mi estaba el hombre al que se dirigieron las miradas en el lote siguiente: el barón Simoiin, que era un muy célebre coleccionista de Múnich. Simolin quería comprar esa serie, pero encontró competidores y se produjo una lucha cuyo resultado fue el precio más alto de toda la subasta: más de tres mil marcos. Nadie parecía haber esperado una cantidad tan elevada; la agitación recorrió a los presentes. Emil Hirsch pasó entonces sin más al siguiente lote, bien por ahorrarse tiempo o por otra razón, sin que los presentes le prestaran atención especial. Dijo el precio, y entonces yo lo superé un poco, muy ner vioso sabie ndo que ja m ás p o d ría co m p etir co n aquellos grandes coleccionistas. Pero el director de la subasta no obligó a los presentes a prestarle atención; preguntó si alguien daba más, dio tres golpes de mazo (que a mí me parecieron separados unos de otros por una eternidad) y adjudicó al punto el lote. Para mí, que era un estudiante, la cantidad sin du d i era muy alta. L o que sucedió a la mañan a siguiente en la casa de empeños no pertenece ya a nuestra historia, de manera que prefiero hablar de un acontecimiento que considero como el negativo de una subasta. Sucedió en Berlín, un año antes. Iba a salir a subasta una serie de libros muy distintos por calidad y temática, de entre los cuales sólo parecían ser interesantes algunas obras raras de ocultismo y filosofía de la naturaleza. Pujé por varios de ellos, pero en seguida me di cuenta de que en las filas delanteras había un señor que parecía esperar a cada vez mi licitación para mejorarla seriamente. Tras repetirse la experiencia varias veces, perdí toda esperanza de conseguir el libro que ese día más me interesaba. Se trataba de los Fragmentospostumos de unjoven físico que Jo h an n Wilhelm Ritter publicó en dos volúmenes en Heidelberg en l 8 l O . Es obra que nunca se ha vuelto a im p rim ir, p ero su p ró lo g o —en el que el e d it o r cuenta su propia vida bajo la forma de la necrología de un amigo anónimo supuestamente muerto, que no es otro que él—siempre ha sido sin duda para mí la prosa per son al más im por tante de todas las surgidas en la época del Romanticismo en Alemania. Pero en el instante en que este lote salía a subasta me asaltó una ilum ina ció n: si entraba a pujar por ese libro, sin duda alguna se lo llevaba el otro, ante lo cual decidí no decir nada y me ob ligué a m anten er silencio. Lo que había esperado se pr od ujo : nadie m anifestó interés alguno, nadie pujó y el libro fue devuelto. Dejé pues que pasaran unos días. Una semana
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después, cuando volví, me encontré el libro en la librería, y así, la falta de interés por él, como había quedado en evidencia, me permitió comprarlo más barato. ¡Qué de cosas agolpa la memoria desde el mismo momento en el que acudes a la montaña de cajas para extraer los libros poco a poco! Nada podría aclarar mejor la fascinación de este proceso de desembalaje paulatino que lo difícil que se hace de parar. Había empezado a mediodía, y a la medianoche aún me faltaban las últimas cajas. Al fina l cayeron en m is manos dos gruesos volúm enes en rústica ya muy descoloridos, pero que no deberían estar dentro de una caja de libros: dos álbumes de cromos que mi madre pegó de niña y que yo here dé. So n las semillas de una c olección p oste rior de libros infantiles que hoy sigue creciendo sin parar, aunq ue ya no crezca en m ijar din. Y es que toda biblioteca viva alberga varios pro ductos procedentes de terrenos limítrofes. No hace falta que sean álbumes de cromos ni tampoco formados por recuerdos, ni autógrafos ni encuadernaciones misceláneas o de textos de tono edificante: también pueden consistir en octavillas, o bien folletos, facsímiles manuscritos o meras copias mecanografiadas de libros po r com pleto inenco ntrables, como por su parte las revistas pueden formar los bordes exteriores de los que consta una biblioteca. Mas, volviendo a esos álbumes, la herencia es la me jor m anera de con form ar un a co lección . Pues la actitud del coleccionista en lo que hace a sus propiedades piocede del sentim iento de deber del prop ietario po r su prop iedad . Por lo tanto se trata del sentido su prem o que posee la auténtica actitud del heredero; porque el aspecto más noble y elevado que corresponde a una colección siempre será el poderse transmitir. Tal desarrollo del coleccionismo y de su mundo de representaciones fortalecerá en muchos de ustedes la determinada convicción de que dicha pasión no resulta apropiada a nuestra época, fortaleciendo con ello más si cabe su desconfianza h acia el coleccionista. Y aunq ue no preten do quebrantar esas convicción y desconfianza, tengo que anotar aquí una cosa: la colección pierde su sentido en cuanto que p ierde su sujeto. Y aunque las colecciones que son públicas sean también más beneficiosas desde el punto de vista de su uso social, así como más útiles, si empleamos un punto de vista científico, que las particulares y privadas, a los objetos sólo se les hace justicia cuando están en el seno de estas últimas. Por lo demás, bien sé que ya está anocheciendo sobre el tipo humano
VOY A DESEMBALAR MI BIBLIOTECA
del coleccionista, al que en este momento, y un poco exoffu-io, ¡unIiI h <> ante ustedes. Mas, como dice Hegel: con la oscuridad alza su v ue l o * I búho de Mine rva a volar*. Y solamen te al desaparecer se com prend e al coleccionista. Pero ya pasó la medianoche cuando yo me encuentro anle L última caja semivacía. Tengo otros pensamientos que los «pie lie comentado. Mas no son pensamientos, sino que son irnágeneN y recuerdo.s. Recuerdos de ciudades en las que he encontrado tañían cosas: Riga, Nápoles, Múnich, Danzigy Moscú, y Florencia, y ParÍN, y Basilea; recuerdos de las salas deslumbrantes de Rosenthal rn Múnich**, del Stockturm de Danzig, donde vivió Hans Rhaue, o
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C fr. He gel, pró logo a las Grundlinien derPhilosophie des Rechts, que son del uño iMvto. I N del T .] ** Rosenthal es una célebre fábrica de porcelana. [N. del T .J *** Alusión a Cari Spitzweg (18 0 8 18 8 5 ), pin tor y dibujante que inosl ro ron ln ........ m ultitud de pe rson ajes extravagantes, inc luid os ent re ellos los rc>lr< <íomniii» .I. libros. [N . del T .]
I I. CARÁCTER DESTRUCTiV0[27] A qu e vo lvicin la m ir ada a su vid a p o d ría sucederle fácilmente nli 1411/Mi lii conclusi* >n de q ue casi todos los vín cu los p ro fu n do s que ha >nili 11111 ni rila pai licron de personas sobre cuyo «carácter destruc ......... i :ii.il»;m todo. de acu erd o. U n día de sc ub riría d icho h echo , y tal vi / |>
I'.l carácter destructivo tiene solamente una consigna: a saber, hacer sitio; sólo una actividad: el despejar. Su necesidad de espacio y aire fresco es más fuerte que el odio. l'.l carácter destructivo es jo ve n y alegre. Pues de stru ir rejuvenece, porque quita de en medio del camino las viejas huellas de nuestra propia edad; y alegra por cuanto representa la reducción total e incluso la erradicación de su pro pio estado destructo r. A fij a r esta imagen apolínea como correspondiente al destructor conduce el conocimiento de que el mundo se simplifica mucho cuando se examina si es que es digno de ser destruido. Este es el gran lazo que envuelve todo lo existente. Y esta perspectiva pro po rcio na al carácter destructivo u n espectáculo de la más com pleta y pr ofu nd a arm onía. El carácter destructivo siempre está trabajando. La naturaleza marca el i'itmo, por lo menos indirectamente: dado que él, sin duda, necesita siempre adelantarse. De lo contrario, es la naturaleza quien se encargará de destruir. l'.l carácter destructivo no persigue una imagen. Tiene necesidades muy escasas, la menor de las cuales sería la siguiente: saber qué 01 u pa rá el espacio de lo destruido . P rim ero , p or lo menos u n insta nte, será u n lu ga r vac ío, el luga r do nd e la cosa estaba, en el que la vid ima vivía. A lg uien lo vendrá a utilizar aún sin ocuparlo . l'.l carácter destructivo hace su trabajo, pero evita el trabajo crea i ivo. Mientras el crea dor busca estar solo, el destru ctor d ebe rodearse un i ;i¡mli niente de personas, de los testigos de su actuación.
I'mI.Ii. .1.1.. . n ni.. , mine del 1931 en el Frankfurter Zpitung.
EL CA UÁCTLR OLÍ. IKUC 11VI»
El carácter destructivo es una señal. Y como una srn.il i i métrica se encuentra siempre expuesta por todos lados al vicnl<», <1 carácter d est ruc tivo está igu alm en te exp ue sto p o r todas par í «a a Inri habladurías; protegerlo carece de sentido. El carácter destructivo nunca está interesado en que lo entiendan. Lo? esfuerzos en esta dirección le parecen ser superficiales. El malentendido no le impone. Al contrario, siempre lo provoca, tal como lo hacían los o rácu los —estatales destructivas in stitu cio ne s—. El fe n ó meno pequeñoburgués por excelencia, que es el chismorreo, solamente se da porq ue la gente no desea ser m alentend ida. A l co ntrario , el carácter destructivo se deja m alenten der g ustosam ente; él nun ca fomenta el chism orreo . El carácter destructivo es el enemigo declarado del típico hombreestuche. Este busca su comodidad, cuyo súmmum sin duda es la casa. El interior de la casa es la huella forrada de terciopelo que él ha impreso en el mundo. El carácter destructivo borra incluso las huellas de la propia destrucción. El carácter destructivo forma parte del amplio frente del tradicionalismo. U no s transm iten las cosas haciéndolas intangibles y con ser vándolas, m ie ntr as que otr os tr an sm iten las situacio nes hacié ndola s manejables y liquidán dolas. A éstos se les llam a «d estr uc tivos ». El carácter destructivo tiene la consciencia peculiar del ser humano histórico, cuyo afecto en verdad fundamental es una indomable desconfianza respecto de l curso de las cosas y la siemp re dispuesta pro n titud con que en todo momento toma nota de que todo puede salir mal. Por lo mismo, el carácter destructivo es la fiabilidad en cuanto tal. El carácter destructivo no percibe nada du rade ro. Y precisamente per esta razón va encontrando caminos por doquier. Allí donde otros chocan con enorm es murallas o montañas, él descubre un cam ino. Y como ve un camino por doquier, tiene que ir despejando por doquier el camino. Esto no siempre con la fuerza bruta, algunas veces con una fuerza noble. Gomo ve caminos por doquier, siempre se encuentra en una encrucijada. No puede saber un sólo instante qué le podrá traer el que le sigue. El convierte en ruinas lo existente, pero no lo hace a causa de las prop ias ruin as, sino sólo a causa del camino que se extiende por ellas. El carácter destructivo n o vive del sentim iento de que vale la pena viv;r, sino del sentir qu e el su ic id io no le vale la pena.
LA LIEBRE DE PASCUA PUESTA AL DESCUBIERTO O
PEQUEÑA TEORÍA DEL ESC0NDRIJ0[28] Esconder significa dejar huellas. Pero unas que sean invisibles. Es el arte de la mano fácil. Rastelli* escondía cosas en el aire. Cuanto más aéreo un escondrijo, también más ingenioso. Cuanto más a la vista está, mejor. Po r lo tanto, jam ás hay que esconde r nada en los cajones, ni en arm arios, ni bajo las camas o en el pian o. Ju e g o lim p io en ple na m añan a de Pa sc ua : esconderlo to do, pero que se pueda descubrir sin tener que m over nin gú n ob jeto. Mas no esconderlo descuidadamente: un pliegue en el tapete o un bulto en la cortina pueden delatar ese lugar en el que hay que buscar. ¿No conocen ustedes el relato de Poe titulado La carta robada? En tonc es se acord arán de la pregunta: « ¿ N o se ha dado usted cuenta de que todos los que esconden una carta sino la meten en un hueco practicado p o r ejem plo en la pata de una silla, sí la esco nden al menos en algún ag ujero bien ocu lto?» **. Pues el señ or D up in —el detective de Poe—lo sabe de sobra. Y po r eso mismo encu entra la carta donde su astuto rival la ha esc on dido : den tro de un ta rjetero puesto en la repisa de la chim ene a, a la vista de todos. Nunca hay que buscar en el salón. Pues los huevos de Pascua siempre hay que esconderlos en el cuarto de estar, y cuanto menos ordenado esté, mejor. En el siglo X V III se escribían tratados eruditos s o b r e las cosas más raras: sobre los niños abandonados y las casas encantadas, sobre los tipos de suicidio y los ventrílocuos. Puedo muy fácilmente imaginarme uno sobre cómo esconder los huevos de Pascua que compitiera en erud ición con todos esos.
2.8
Pub licado en ab ril del 19 32 en la revista Der Uhu. En Alemania existe la costumbre do que el domingo de Pascua los niños reciban el regalo de unos huevos coloreados, liuevos que se supone que una liebre antes ha escon dido en el jard ín.
+
Knriio Rastelli (1 8 9 6 1 9 3 1) , famoso malabarista. [N. d el T .]
+*
(JIY. lúlgar Alian Poe, P:íg [J3 7 I N. dpi T.]
Cuentos, trad.
Ju lio Cortáza r, M adrid: Alianza,
1 9 7 o V° L
L
LA LI EBRE DE PASCUA PUESTA AL DESCUBIERTO
Mi tratado estaría organizado en tres distintas parles o capíl 11 1
El Makart es un estilo decorativo que tuvo gran difu sión en Alemnnin n lumli n . 1. I siglo XIX, bajo la influe ncia d om inan te del pinto r H ans Makart (1H40 iKM.|) 11 I del T.]
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EXCAVAR Y REC ORD AR ^ I ii l e n g u a n o s indi, a de manera inequívoca que la memoria no es un inri) r u í n e n l o para cono cer el pasado, sino sólo su m edio. La memoria e*i e l m e d i o de lo vivido, al igual que la tierra viene a ser el medio en que que que ve/,
l a s v i e j a s ciudades están sepultadas. Y qu ien qu iera acercarse a lo e s s u pasado sepultado tiene que comportarse como un hombre e x c a v a . Y , sobre todo , no ha de tener rep aro en volver una y otra al mismo asunto, en irlo revolviendo y esparciendo tal como se
r e v u e l v e y se esparce la tie rra . L o s « c o n te n id o s » no son sin o esas e a p a s que sólo después de una investigación cuidadosa entregan todo a q u e l l o por lo que vale la pena excavar: imágenes que, separadas de su
an terio r contexto, son joya s en los sob rios ap osentos de nuestro conocimiento posterior, como quebrados torsos en la galería del coleccionista. Sin duda vale muchísimo la pena ir siguiendo un plan al excavar. Pero igualmente es imprescindible dar la palada a tientas. Iiaeia el oscuro reino de la Tierra, de modo que se pierde lo mejor a q u e l que sólo hace el inven tario f iel de los hallazgos y no pued e indicar e n el suelo actual los lugares en donde se guarda lo antiguo. Por e l l o l o s recuerdos más veraces no tienen por que ser informativos, sino (pie nos tienen que indicar el lugar en el cual los adquirió el investigador. Por tanto, stricto sensu, de manera épica y rapsódica, el r e c u e r d o real debe suministrar al mismo tiempo una imagen de ese q u e recuerda, como un buen informe arqueológico no indica tan , i o l o a q u e l l a s capas de las que proceden los objetos hallados, sino, ■iol)ie l o d o , aquellas capas que antes fue preciso atravesar.
'»
lU •1111111111 i mi nc.i ¡ml/licó este texto .
SUEÑO13”1
Volví muy tarde a casa. Pero no er a m i casa, sin o una lujosa ele ¡ilqní ler, donde alojaba en sueños a la familia S. De pronto, de una calle lateral, salió a teda prisa una mujer que, al pasar a mi lado en el portal, susurró a gran velocidad: «¡Voy al té! ¡Voy al té!». Pero yo no caí en la tentación de seguirla, sino que entré en casa de los S., donde se produjo al poco tiempo un incidente muy desagradable en el curso del cual el hijo de la familia de pronto me agarró de la nariz. Protestando muy airadam ente, salí dando un po rtazo. AI llegar a la calle, reapareció aquella mujer diciendo nuevamente las mismas palabras, pero esta vez sí que le seguí. Para mi gran decepción, la mujer no me permitió que le dirigiera la palabra, sino que avanzó rápidamente por una calleja un poco escarpada hasta que, al llegar a una verja de hierro, fue a chocar con un grupo de prostitutas que sin duda estaban en su barrio. No muy lejos vi un guardia, y me desperté sobresaltado, entre lentos apuros. Y entonces vine a recordar que la excitante blusa de seda de la chica re lucía en verd e y en violeta: los c olo res de las cajas de Froram s Act*. A este sueño le po dem o s dar u n le m a. Y sin duda u n o que se encuentra en el Manuel des Boudoirs ou essais sur les demoiselles d ’Athénes, del año 1789: « Forcer lesfilies de profession de teñir leurs portes ouvertes; la sentinelle se proménerait dans les corridors»**.
SERIE 1BICENCA[3I] Ibiza, abril y mayo de 19 32 Cortesía
Es Vien sabido q ue las exigen cias de la ética —sin ce rid ad , hu m ildad , amor al pró jim o, com pasión y tantas otras—siem pre p asan a segundo plano en la lucha de intereses propia de la vida cotidiana. Por eso es 30 31. *
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Benjamín nunca pub licó este texto, que al pare cer redactó en abril de 1 9 3 ^ Publicado en jun io de 19 32 en el Frankfurter Qitung . Fromms Act era una marca de preservativos. [N. del T.] «O bligar a las chicas de pro fesió n a tene r sus puertas siempre abiertas; la cen tinela vigilaría en el corredor».[N. del T.]
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sorprendente que apenas sí se haya reflexionado sobre la mediación cpie, desde hace milenios, los hombres han buscado y sin duela encontrado en tal conflicto. Pero el verdadero mediador, la resultante entre los componentes enfrentados de la moralidad y la lucha por la vida, es la cortesía. Porque la cortesía nunca es ninguna de ambas: ni es exigencia ética ni es arma en la lucha, y sin embargo también es ambas cosas. Dicho en otras palabras: la cortesía es siempre nada y todo, según el lado desde el que la miremos. Es nada en tanto que apariencia bella, o sea, en tanto forma que nos engaña obsequiosamente sobre la crue ldad de la disputa que sostiene frente al contrincante. Y como además la cortesía no es ning ún p recepto m oral riguroso (sino tan sólo la representación de aquel precepto moral derogado), su valor para la lucha por la vida (representación de su irresolución) también es ficticio. Sin embargo, esa misma cortesía lo vie ne a ser to do al liberarse de la con ven ció n, lib eran do también de ella al proce so. Si la sala de nego ciación se encu entra envuelta entre las rejas de la convención, la verdadera cortesía entra en vigor derribando esos límites, es decir, ampliando ilimitadamente la disputa y, al tiempo, integrando, como ayudantes, mediadores y reconciliadores, a la totalidad de esas fuerzas e instancias a las que hasta entonces había excluido. Pero qu ien se deje d om inar p o r la imagen abstracta de la situación en que se encuentra junto con su rival solamente podrá acometer el intento violento de arrancar al final la victoria en esta lucha, con lo cual tiene todas las oportunidades de ser el descortés. Por el contrario, un sentido bien despierto para lo extremo, cómico, pri va do o sorpren dente de la situació n es la A lt a Escuela de la Cortesía. Y este sentido sie m pre p ro p o rc io n a a aquel que lo eje rc ita la dirección de la negoc iación , com o tam bién la de los intereses; y finalmente es él el que baraja todos los elementos en disputa ante los ojos asombrad os de su rival, com o si fuer an los n aipes en u n solitario. Pues la paciencia* es el núcleo de donde viene a surgir la cortesía, y quizá sea la única virtud que la cortesía acoge intacta, sin tener que cambiarla en absoluto. Por cuanto respecta a las demás, de las que la desdichada
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Benjam ín habla aquí específicamente de «p acie ncia » porqu e con la palabra francesa pat ieric e se suele den om inar en a lemán al jue go de ir resolviendo solitarios. [N. del T. I
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convención asegura que sólo pueden salir adelante a través de un «co nflict o de de b er es », la cortesía —que se constituye en la musa de la mediación—les concedió hace mucho tiempo eso que en verdad les corresponde: la siguiente ocasión del derrotado. No desaconsejar
Si te piden consejo, harás bien en averiguar antes la o pin ión de quien te lo haya pe did o, para luego darle la razón. A nad ie le gusta pensar que otro es más listo, por lo que pocos de los que piden un consejo tienen la inte nc ión de hacerle caso a lo qu e se les diga. Es q ue, en realidad, ya han decidido, y ahora quieren ver la misma cosa desde un punto de vista diferente, como un «consejo» recibido de otra persona. Es esta imagen tan sólo lo que piden, y además por cierto con razón. Pues es muy peligroso el llevar a la práctica lo que uno ha decidido solo, sin pasarlo antes por el filtro razonador y contradictorio de algunas otras op inion es. Por eso, el simple hecho de pedir un consejo ya es de gran ay uda; y si el que lo hace tie ne la in ten c ió n de realizar algo equivocado, apoyarlo con cierto escepticismo es mejor que no contradecirlo con una convicción que no convence. Un espacio para lo valioso
En los pequeños pu eblos del sur de España, la mirada penetra atravesando unas puertas eternamente abiertas, ante las que cuelgan, recogidas, unas cortinas de perlas, en unos intérieurs en cuya sombra resplandece ese blanco que cubre las paredes por completo. Estas son encaladas muchas veces al año. B ien alineadas ante la del fon do su elen verse tres o cuatro sillas, todas ellas dispuestas simétricamente. Situándose en to rn o a su eje cen tral jue ga el fiel invisible de una balanza donde la bienvenida y el rechazo se encuentran dispuestas en platillos igualmente pesados. Tal como se presentan esas sillas, siempre tan modestas en su form a, pe ro co n su visible trenzado de belle/.n llamativa, permiten comprender algunas cosas. Ningún coleccioni.st» podría exponer en las paredes del vestíbulo unas amplias alfombras de Isfahán, ni tampoco unos cuadros de Van Dyck, con mayor convic ción que los campesinos exponen estas sillas en el zaguán vacío de nii casa. Mas no son sólo sillas. Guando cuelgan el sombrero en su re.s
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paldo, de pronto le han cambiado su (unción. Y así, en el nuevo grupo, el sombrero de paja no parece sor menos valioso que esa humilde silla. Así también se reúnen la red de pescar y el caldero de cobre , y el remo y el ánfor a de barr o i y, cien veces al día, están p e rfectamente preparados para cambiar de lugar y unirse de otro modo si hace falta. Pues, más o menos, todos son valiosos, y el secreto que encierra su valor es el de esa misma sobriedad: es decir, la escasez del espacio vital en el que muestran no sólo ese lugar que ahora ocupan, sino ya el mismo e.pació, los diversos lugares a los cuales van siendo llamados. En una (asa en la que no hay ninguna cama, lo que es más valioso es esa alfom bra con que quie n la hab ita se tapa de noche; y en un coche en que n< hay un a lmo had ón lo en verdad valioso es el cojín que colocamos en su duro suelo. En cambio, en nuestras casas bien surtidas no hay espacio para lo valioso, por qu e n o hay un lugar donde nos pued a p restar t us servicios. Primer sueño
A ndaba c o n ju la p o r ahí; íbam os realizan do ju nta m ente algo a m edio camino entre una escalada y un paseo, y ahora estábamos cerca de la cumbre. Extrañamente, yo pensaba que esa cumbre era un largo palo que ascendía hacia el cielo, sobresaliendo por encima de la pared de roca. Pero cuando llegamos allí arriba, vi que no se trataba de una cumbre, sino de una meseta atravesada por una ancha carretera, ceñida de altas casas a ambo s lados. Ya no íbamos a pie, sino en coche, ju nta m ente sentados en el asien to trasero , se gún cr eo ahora recordar; y es posib le que el co che cam bia ra alg una vez de d irecció n m ie ntr as fuimo s en él. M e inc liné hacia Ju la para besarla, p ero ella entonces no me ofreció su boca, sino solamente su mejilla. Mientras la besaba me di cuenta de que era una me jilla de m arfil, lo n gitu d in alm en te atra vesada p o r unos su rc os negros que me im p resio n aro n p o r lo bellos. La rosa de los vientos del triunfo
l' .'ila muy dilundido el prejuicio de que la voluntad es clave del éxito. I'i i o si el éxito tuviera qüe ver sólo con la existencia individual, sería la expresión de cómo esta interviene de hecho en el orden del inundo. Y, por supuesto, expresión llena de reservas. Pero ¿son
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inapropiadas las reservas frente al orden del mundo y ;i l;i rxi.slrncia individual? De ahí que el éxito, que se suele despreciar en lanío qur ciego juego del azar, sea sin duda la más honda expresión de las con ■ tingencias de este mundo. El éxito es el capricho de la historia. Y, por lo tanto, tiene poco que ver con la voluntad , que va tras él co rrien do . Su verdadera naturaleza no la exponen las razones que en cambio lo provocan, sino las figuras de los hombres que él mismo determ ina. Es en sus favoritos donde el éxito se da a conocer, de modo que sus hijos pre feridos son sus hijos tam bién más desgraciados. P or lo demás, al capricho de la historia le corresp ond e la idiosincra sia de la existencia individual, exponer lo cual ha sido siempre la prerrogativa de lo cómico, cuya justicia no es obra del cielo, sino de innu m erab les desaciertos y errores que al final, a consecuen cia de un ú ltim o e rr or que es muchas ve^es un error pequeño, producen el exacto resultado. Pero ¿ dón de se va a localizar la idiosincrasia del su jeto? Directamen te en la convicción. Una persona sobria que no tiene una clara idiosincrasia vive sin c on viccio nes; el vivir y el pe nsa r se las han tritu rad o ya hace tiempo para volverlas en sabiduría, al igual que las piedras de molino van triturando el trigo para con vertirlo en blanca harina. Y sin embargo, la figura cómica no es jamás una figura sabia. Es un picaro, un tonto, quizá un loco, incluso un pobre diablo: y este mundo le sienta como un guante. Ni el éxito es para ella buena suerte ni tampoco el fracaso será mala. La figura cómica no pregunta jamás por el destino, ni por el mito y la fatalidad. Su clave es una figura matemática que se construye en torno de los ejes propios del éxito y de la convicción. La rosa de los vientos del triu nfo : f• Exito al abandona r una convicción. Caso n orm al del éxito: Jlesta
kov* o el estafador. Pues el que estafa se deja ir guiando por la situación igual que un mé dium . Mundus vult decipi**. Y elige hasta sus no m bres po r com placer al mun do. Exito al acoger una convicción. Caso genial del éxito. Schweyk*** o el hombre de suerte. Este hombre de suerte es un buen chico que * :* ■>**
Personaje de la obra de teatro de Go gol titulada El inspector, trad. I. Tchernowa, Barcelona: Sopeña, 19 81. [N. del T.] «E l mundo ambiciona que lo eng añ en ».[N . del T .] Protagonista de la novela de Jaro slav Hasek Las aventuras del valeroso soldado Sclnvejk, trad. A lf o n sin a Ja n é s , B arc elo n a: D est in o, 2 0 0 0 . [N . del T .]
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pretende agradar a todo el m und o. Ju an con Suerte* siempre habla con todos aquellos que deseen conversar. Ausencia de éxito al acoger una convicción . Caso n orm al de la ausencia de éxito: B ou vard y Pécuchet**, o el con form ista. E l confo rm ista es el mártir sacrificado a cada convicción, desde Lao Tse hasta Rudolf Steiner***. Pero sólo dedica a cada una «un cuartito de hora». Ausencia de éxito al abandonar una convicción. Caso ¡jemal de la ausencia de éxito: C ha plin o Peter Schlemihl****. A Sc h lem ih l no le escandaliza nada, sólo tropieza con sus propios pies. Es el único ángel de la paz que resulta adecuado para el mundo. La p resente rosa de los vientos indica los aires bueno s y los malos que van juga nd o con la existencia hum ana. N o queda n.ás que precisar su centro, el punto de intersección entre los ejes, el lugar de completa indiferencia frente a éxito y fracaso. Ahí es <íonde vive Don Quijote, el hombre de una sola convicción, cuya historia enseña que en el m un do , sea éste el m ejo r o sea el pe or de los mu ndo s pensables —simple y llanam ente n o es pen sable—, la plen a co nv icció n de que es ver dad lo que figura en los libros de caballerías hace feliz a un loco apaleado, por cuanto ésa es su sola convicción.
Que el alumno se sepa por la mañana de memoria el contenido del libro que está bajo su almohada, que el Señor premia a los suyos m ientra s duermen***** y que la pausa siem pre es creativa: dar espacio de juego a todo esto viene a ser el alfa y el omega de toda maestría, así como su signo distintivo. Ante tal recompensa han puesto los dioses el sudor. Dado que el trabajo que promete un moderado éxito es un
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Alu si ón al cuento de los herm anos Gri m m titu lad o Hans im Glück. |N. del T .] Protagonistas de la novela hom ónim a de Guslave Flaub ert, Boum trdj/ Pécuchet, trad. Germán Palacios, Madrid: Cátedra, 1999 [ N . d el T . ] *** Rud olf Steiner (1 86 11 9 25 ) fundador de la antroposofía. [N. del T .] **** Charles Chaplin (18891977). actor famoso por el personaje de Charlot. En cuanto a Schlemihl, es el protagonista de la novela de Adalbert von Chamisso La maravi llosa historia de Peter Schlemihl , trad. Ulricke Michael y Hernán Valdés, Madrid: Siruela, I 994 [N. del T.] ***** Cfr. Salmos 127 2. [N. del T.] +*
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ju e g o de n iñ o s e n c o m p a r a c ió n c o n el tr a b a jo q u e no s trae tr ae la f e l i c i dad. dad. Así, el dedo m eñiqu e firm em ente extendido de Raste Rastell lli* i* ll llamaba amaba hacia sí a la pelota, que acudía a él igual que un pájaro. El ejercicio practicado durante décadas que precedió a este logro no tiene como tal «en su poder» la pelota ni el cuerpo, sino que ha conseguido lo siguiente: que ambos se entiendan como a sus espaldas. Agotar al maestro a través del esfuerzo hasta el límite de la extenuación, de manera tal que finalmente el cuerpo y cada uno de sus miembros actuén ya de acuerdo con su propia razón: esto es lo que llamamos «ejercicio». El éxito consiste en consecuencia en que la voluntad abdique abdique com o tal, en el inte rio r del cue rpo , de una vez vez para siempre, y q ue lo ha g a a d em ás e n fa v o r de lo s ó r g a n o s , p o r e je m p lo la m a n o . Sucede así que, tras estar buscando alguna cosa durante mucho tiempo, acabas acabas olvidándo la, pe ro otro día buscas oirá cosa y cae cae en tus tus manos la primera. La mano se ha ocupado de la cosa y se han puesto de acuerdo de inmediato. Nunca Nunc a olvides olvides lo que es más más importan importante te
Una person a de las las que que conozco no fue nu nca jamás más ordenada que en aquel período de su vida en el que fue también más infeliz. No olvidaba nada. Registraba con el mayor detalle sus asuntos corrientes, y s in du d a lle g a b a m u y p u n tu a l a las cita ci tas, s, s in o lv ida id a rs e n u n c a de u n a de ellas. El camino de su vida parecía asfaltado, y no había tan sólo una grieta grieta po r la que el tiempo pud iera desviarse. desviarse. Las cosa cosass fuer on así así por mucho tiempo, pero se produjeron circunstancias que provocaron u n cambio im portante en la vida vida que llevaba llevaba esa esa persona. Empezó por deshacerse del reloj. Se ejercitó en llegar tarde; y, si es que el otro ya se h ab ía m a r c h a d o , se sen se n taba ta ba a su vez p a r a e s p e r a r. C u a n d o n e c e sitaba alguna cosa no solía encontrarla; y si ponía orden en un sitio, tanto más crecía su desorden en otro lugar. Cuando se sentaba a su escritorio, se diría que ahí vivía alguien. Pero era él quien vivía entre ruinas. Cuando necesitaba alguna cosa, ae la construía por sí mlsmn, como hacen los niñ os cuando jue ga n . Y al igual igual que los ni nifloi» encuentran todo el rato en los bolsillos, o sino en la arena o los cajo
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En rico Rastelli Rastelli (18 9 6 19 31 ), famoso malabarista. malabarista. [N. del del T.]
I M A i II N i
(JllL lJILN !iAN
.'i e s c o n d i d o a l l í d e n t r o y d e l a s q u e s e h a b í a n o l v i ni ,', i o 'l i ;. <|uc Im I x . i .' J h i Ii i . I<> mi:sino mi:sino le .sucedía .sucedía a esta esta p er so n a, y ya no só lo e n su pen sa i
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n o e n s u p r o p i a v i d a . S u s a m i g o s i b a n a v i s i t a r l o s ie ie m p r e
i umulo m enos pon
ib a e n e l lo lo s , p e r o c u a n d o m á s l o s n e c e s i ta ta b a , y sus
recu reculo lo*; *;,, <|u <|ue no eran m uy valiosos, llegaban e n el m om en to m ás op or I m i o , r o m o s i tu t u v i e ra r a e n t r e su s u s m a n o s l o s c a m i n o s d e l c i e lo l o . E n e sa sa m iN iN im im i é p o c a l e g u s ta ta b a m u c h o r e c o r d a r l a le le y e n d a d e l p a s t o r a l q ue ue
u n d o m i n g o l e p e r m i te t e n e n t r a r al a l i n t e r i o r d e u n a m o n t a ñ a ll l l en e n o de l e. e. ' i o ro r o s, s,
d ánd ole
al m i s m o
tiem po
e s ta ta
misteriosa
ind icación:
N u n c a o lv l v id i d e s lo lo q u e es e s m á s i m p o r t a n t e » . L a s c o sa s a s l e ib i b a n b ie ie n p o r e se se t i e m p o . A s í q u e d e s p a c h a b a p o c a s c o s as a s , y n u n c a c r e ía ía n ad ad a del i n i I¡vilmente de sp ach ad o.
Aten A ten ción ci ónjj costu costumb mbre re I ,;i p r i m e r a d e t o d a s la la s p r o p i e d a d e s , s e g ú n n o s d i c e G o e t h e , es es e n l o d o c as as o la la a t e n c i ó n . Y , s in i n e m b a r g o , l a a t e n c i ó n c o m p a r t e e sa sa p r i m i c ia i a c o n l a c o s t u m b r e , q u e d e s de d e e l p r i m e r d í a le le d i s p u t a el e l t e rr rr e n o . I ,a ,a a t e n c i ó n t ie i e n e s i e m p r e q u e d e s e m b o c a r e n l a c o s tu tu m b r e s i n o t p ii i i er e r e d e s t r u i r al a l s e r h u m a n o , c o m o l a c o s t u m b r e s i e m p r e t ie ie n e qu qu e la a t e n c i ó n , s i n o q u i e r e p a r a li l i z a rl rl o p o r c o m v e r s e p e r t u r b a d a p o r la p l e l o . A t e n d e r y d e sp s p u é s a c o s t u m b r a r s e , r e c h a z a r y a c e p t a r , s o n la c im i m a y el el v a n o d e la la o l a e n e l m a r d e l a l m a . M a r q u e t i e n e p o r c ie ie rt rt o m is
b o n a n z a s . E s in i n d u d a b l e q u e q u i e n se se c o n c e n t r a e n t o r n o a u n
p e n s a m i e n t o a t o r m e n t a d o , e n u n d o l o r y su su s g o l p e s , p u e d e ve v e rs rs e p r e s o f á c i lm l m e n t e in in c l u s o d e l r u i d o m á s s u a ve v e , d e u n m u r m u l l o o d el el
v i u d o d e u n i n s ec e c t o q u e u n o í d o a t e n t o y m á s a g u d o p u e d e q u e no no h u b i e r a p e r c i b i d o . S e g ú n s e d ic ic e , e l a l m a e s m u c h o m á s f á c il i l de de d i s s irner justamente cuando está más concentrada. Pero ¿esta escucha no e;t m e n o s e l f i n a l q u e e l e x tr tr e m o d e s p l i e g u e d e l a a t e n c i ó n , a q u e l i n s im ul ule e n < pi p ie la la a t e n c i ó n e x p u l s a d e s u s e n o a l a c o s t u m b r e ? E l z u m í, s i n d a r s e c u e n t a , d e r e p e n t e el b i d o o m u r m u l l o e s e l u m b r a l , y a s í, iiln i,i lo l o l ia ia c r u z a d o . G o m o s i n o q u i s i e r a r e g r e s a r a l m u n d o d e c o s -
t u m b r e ; y e n t o n c e s v iv e e n u n m u n d o n u e v o d o n d e es e l d o l o r el qu e lo ¡u oj>e. I ,a a t e n c i ó n y el el d o l o r s o n c o m p l e m e n t o s . M a s ta t a m b i é n la i í >í >íii u m b r e i ie rr rr e a s u ve ve z u n c o m p l e m e n t o , y s u u m b r a l l o c r u z a m o s i n el m o m e n t o
en que nos dorm im os.
P u e s l o q u e n o s s uc u c ed ed e
(■■iimido e n ,s u e ñ o s o u n a a t e n c i ó n d e l t o d o n u e v a q u e s e d e sg sg a ja ja d e lo
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habitual. Experiencias de la vida cotidiana, discursos banales, el poso que se nos queda en la mirada, el insistente pulso de la sangre: todas estas cosas a las que antes nunca les habíamos prestado atención son —mod ificadas ificadas y aguzadas—el aguzadas—el ma terial p ro pio de los sueñ os. Pero es que en los sueños no hay asombro, como no hay olvido en el dolor; pues ambos llevan en sí a su contrario, de igual manera que, con la bonanza, cima y vano de la ola se confunden. Cuesta abajo
Hemos Hemos escuch escuchado ado hasta hasta la saciedad saciedad la palabra « co n m o ció n » . D igamos algo en su honor. No nos alejaremos ni un instante de lo sensorial, y además nos vamos a aferrar sobre todo a una cosa: la conmoción lleva al desmoronamiento. ¿Quieren decir quienes nos hablan de ella ella ante cualqu ier estreno teatral o ante ante un a no vedad ed itorial que algo en ellos se ha desmoronado? La frase hecha que valía antes debe seguir sin duda valiendo después. ¿Cómo iban a permitirse aquella pausa a la que sigue el desmoronamiento? En verdad que nadie la ha sertido con mayor claridad que Marcel Proust cuando murió su abuela, que fue para él un acontecimiento estremecedor, mas no real, hasta que al fin se echó a llorar por la noche, tras haberse quitado los zapa zapattos. os. Y , ¿p o r qu é? A co nsecuencia de agachars agacharse. e. E l cuerpo an ima el dolor profundo, y así también puede despertar el más hondo y profundo pensamiento. Ambas cosas exigen soledad. Quien asciende sol solo a una m ontaña y finalm finalm ente ll llega ega arriba agotado, para bajar después con u n o s pasos que hacen estremecer todo su cuerpo, siente cómo el tiempo se relaja, su estructura interior se desmorona, y atra viesa el asfa as fa lto lt o d e l in s ta n t e c o m o s i f u e r a e n s u e ñ o s . A lg u n a s vece ve cess trat trataa de quedarse de pie, pero no lo consigu e. Y , ¿q uié n sabe si lo que lo est estre remece mece son pensam ientos o el áspero c am ino ? Y ahora su su cuerpo es un calidoscopio que le va mostrando a cada paso las figuras cambi cambiant antes es de que se com po ne la verda d.
HACHÍS EN MARSELLA^ Nota previa: Uno de los primeros signos de que el hachís empieza a surtir efecto
«es una desagradable sensación de premonición y congoja; se acerca algo extraño, ineluctable ... Aparecen imágenes y series de imágenes, al lado de recuerdos muy remotos; aparecen escenas y situaciones enteras que se vuelven presentes; primero nos provocan interés, ciertas veces placer, y también, finalmente, cuando ya no resulta posible evitarlas, dolor y cansancio. La persona es sorprendida y dominada por cuanto le sucede, también por lo que dice y lo qu e hace . S u risa y la to ta lidad de sus m an if esta cio n es le lleg an co mo acontecimientos exteriores. También tiene experiencias semejantes a la inspiración o la iluminación ... El espacio puede irse ampliando, puede empinarse el suelo, aparecen sensaciones atmosféricas: vapor, opacidad, grtvedad del aire; los colores se hacen más claros y brillantes; los objetos, más bellos, o más amenazantes y pesados ... Todo esto no sucede en desarrollo continuo, sino que lo más típico es la continua alternancia oscilando entre el sueño y la vigilia, un vaivén incesante, agotador, entre unos mundos de consciencia que son completamente diferentes; de manera que, en medio de una frase, puede producirse de repente este sumergirse o este emerger ... De esto nos informa el embriagado de una forma que suele desviarse bastante de la norma. Establecer algunas conexiones suele resultar cosa difícil con el esfumarse repentino del recuerdo de lo precedente; el pensamiento no toma forma de palabra, la situación puede volverse tan alegre que durante muchos minutos el consumidor de hachís no sabe hacer otra cosa que reír ... El recuerdo de la embriaguez es además sorprendentemente preciso». «Es extraño sin duda que la intoxicación por hachís no haya sido estudiada experimentalmente todavía. La mejor descripción de la embriaguez por hachís es hasta ahora la de Baudelaire (en sus Paradis artificiéis)^. Joé l y Fránkel, «D er HaschischRausch», en: Klinische Wochertschrift, 1 9 3 6 , V , 3 7 .
M a r s e l la , 2 9 d e j u l i o . A l a s s i et e d e l a t a r d e , t r as d u d a r l o m u c h o , h e t o m a d o h a c h í s . H a b í a p a s a d o t o d o e l d í a en A i x . A l e s ta r s e g u r o de
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Texto pub licado en diciembre de 19 32 en el Frankfurter Qitun g. Se trata de una reelaboración de un texto titulado 2 9 de septiembre, sábado, Marsella, que se puede encontrar en el volumen VT de esta edición de las Obras de Walter Benjamin. En este texto tamlmn se basa en parte el titulado MysIowiU, Braunschweig, Marsella. Historia de una embria guen/><>r el hachís, incluido en el volumen IV/2.
H ACHÍS EN M A R SEL LA
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que nadie me va a molestar en esta ciudad de centenares de miles de habitantes y en la que nadie me conoce, me tumbo en la cama. Y ahora sin embargo me molesta un bebé que llora. Pienso que han pasado tres cuartos de hora, pero apenas han sido unos veinte minutos ... Estoy tum bado en la cama; leo y fum o. Frente a mí veo siempre el ventre de Marsella, y la calle que he visto tantas veces es como el corte de una hoja de cuchillo. Finalmente, he salido del hotel. Tenía la impresión de que el efecto sin duda no se había producido, o que era tan débil que podía renunciar a la cautela de quedarme en mi habitación. La primera estación, el café de la esquina de Ganebiére con el Cours Belsunce. Visto desde el puerto, se trata del café de la dere cha, qu e no es m i café habitual. ¿ Y b ien ? Co m o algo de benevo lencia, la expectativa de ver a las personas que me abordan con amabilidad. Pierdo rápidamente el anterior sen timiento de estar solo. M i bastón empieza a pr od uc ir una cierta alegría. Pero luego me vuelvo delicado: temo que una sombra que caiga sobre el papel pueda hacerle daño. Desaparecen las náuseas. Leo carteles en los urinarios. No me sorprendería el que uno cualquiera me abordara. Pero na die lo hace, y me da igual. Hay dem asiado ruido para mí. A ho ra se im p on en las prete nsio nes te m pora le s y espa ciales qu e el consumidor de hachís plantea. Gomo se sabe, esas pretensiones se hacen absolutamente regias. Para aq uel que ha tomado hachís, Versa lles no es demasiado grande, la eternidad no dura demasiado. Al fondo de estas inmensas d imen siones de la experienc ia inte rior , de la duración absoluta y del espacio infinito, un humor apacible opta por mantenerse en las contingencias del espacio y el tiempo. Percibo este humor infinitamente cuando, en el restaurante Basso, me dicen, que acaban de cerrar la cocina, mientras yo me he sentado para comer aquí eternamente. Pero después tengo el sentimiento de que todo se encuentra iluminado, concurrido, animado. Tengo que anotar cómo encontré mi asiento. Mi objetivo aquí era gozar de la vista por encimn del vieuxport que hay desde los pisos superiores. A l pasar por debajo, noté que había una mesa libre en los balcones del segundo piso. Pero, al ir s u bie n do , sólo lleg o al p rim e ro . La m ay or parte de las ttic.njin ju nto a las ve ntanas estaban ocupadas . A sí que me acerq ué a una mrnn grande que acababa de quedarse libre. Pero luego, en cuanto me senté, la desproporción del ocupar una mesa tan grande me pareció
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vergonzosa, y atrave sé to da la sala pa ra lo m ar asie nto en un a más peq ueñ a que acababa de ver. Pero dejé la com ida para más adelante. Prim ero visité el pequeñ o bar del puerto. También aquí estuve a punto de darme media vuelta, confundido, dado que también de este local parecía salir como un concierto, dado por un grupo de instrumentos de viento. Pero comprendí que se trataba del aullar de bocinas de los coches. Yendo de camino al puerto viejo, ya se daba esa maravillosa ligereza y determina ció n del paso que con ver lía el inarticu lado suelo de pied ra de la enorme plaza en el suelo de una carretera por la que yo avanzaba decidido, en mitad de la noche. Pues en este momento todavía evitaba la Canebiérc, ya q.ie no estaba seguro por completo respecto a mis funciones regulad iras. En aquel pequeño bar del puerto el hachís emp ezó a ejerce r y su hechizo canó nico , y con una agudeza prim itiva que hasta entonces no había cono cido. Me convirtió en un fiso no mista, o po r lo me ; ¡os en un observ ador de las fisono m ías ahí pres en tes, y así viví algo único en la totalidad de mi experiencia: me aferré a los rostros que tenia a mi alrededor, y que en parte eran feos o muy rudos. Rostros que normalmente yo evitaba, y ello por dos razones: ni deseaba atraerme sus miradas ni habría podido soportarlos en su. radical brutalidad. Este bar del puerto era sin duda ya un puesto avanzado. (Creo que era el último hasta el que yo podía acceder sin peligro, y en mi embriaguez lo fui estudiando con la misma atención y segurid ad con la que una p erso n a m uy cansada llen a u n va so con agua hasta los bordes, sin derramar ni una sola gota, algo que casi nunca se consigue con los sentidos frescos). El bar estaba lejos de Rué de la Bo ute rie, pero ahí no se sentaba n i un b urg ués; si acaso se veían, ju n to al prole ta riado del puerto , unas cu an tas fa m ilia s p eq ueño bur guesas de la vecindad. Comprendí de repente que para un pintor (¿n o le sucedió a ¡íembran dt y a otros m uch os?) la fealdad pued e ser reserva verdadera de belleza, la cámara en que guarda su tesoro, desgarrada montaña donde asoma todo el oro interno de lo bello, ése que resplandece en las arrugas, como en las miradas y en los gestos. Rec uerdo en especial de aquel mo mento el rostro intensamente animal y vulgar de un hombre sedo en el cual, de repente, me estremeció la «arruga donde anida la renuncia». Ese día fueron sobre todo rostros de hom bres ios que me at rajer on . As í comen zó el jue go que en cada rostro me presentaba un con ocido ; muchas veces su no m bre me
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era con ocido, y otras muchas no. Desapareció la ilusión, como d esaparecen en d. sueño, no con vergüenza y boch or no , sino ya en paz y con amistad, como q uien ha cum plido su deber. E n estas circunstancias no se podía hablar de soledad. ¿Era yo mi propia compañía? No, sin duda alguna, claro que tampoco sé si esto hubiera podido hacerme feliz. Pero sí sé que me convertí en el alcahuete más experto, en el más delicado y descarado, y abordab a las cosas co n la seg uridad turb ia de quien conoce b ien los deseos que abriga su cliente. Aú n pasó m edia eternidad hasta que reapareció el camarero, pero yo no podía seguir esperándole. En tré en el bar y pagué en la barra. N o pod ía saber si en este bar se solía dejar una propina. De lo contrario habría dejado algo. Ayer, con el hachís, yo era tacaño; así, por miedo a ir llamando la atención al hacer alguna extravagancia, acabé llamando la atención. Esto me sucedió también en Basso. Primero pedí una docena de ostras. El camarero quería que pidiera al mismo tiempo el segundo plato. Enton ces p edí algo habitual, y el camarero volvió co n la noticia de que no les quedaba. Di algunas vueltas por la carta; comprobé que me iba apeteciendo un plato tras otro, pero entonces volvía a encapricharme con el plato de arriba, etc., etc., hasta que al fin regresé al primero. Esto no era por glotonería, sino por cortesía con los platos; no quería ofen de r al rechazarlos. E n pocas palabras, acabé agarrá ndome a un pátédeL yo n. Pasta de león, pensé riendo en cuanto lo tuve ante mí en un plato; luego pensé despectivamente: carne de liebre, de pollo o lo que sea. En verdad tenía tanta hambre que me habría podido comer un león. Por lo demás, estaba decidido a marcharme a otro sitio en cuanto acabara de cenar en Basso (ya eran las diez y media), para :en ar po r segunda vez. Pero anter al ir cam inando hasta Basso, r ec or rí todo el m uelle y leí uno tras otro los nom bres de los barcos atracados. M e invadió una alegría incomprensible, y pasé sonriendo ante todos aquellos nombres propios franceses. El amor que prometían a estos barcos a través de sus nombres me parecía hermoso y conmovedor. Sólo me molestó «Aero II » , que me recordaba los combates aéreos, de la misma forma que en el bar tuve que ignorar algunos gestos sin duda demasiado deformados. Después, arriba, en Basso, cada vez que yo miraba hacia abajo, volvían a em pez ar los viejo s juego s. La plaza del puerto era m i paleta, donde la fantasía iba mezclando los datos del lugar, haciendo pruebas
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Moscú en invierno es una ciudad tranquila. I* ** t í /¿ da d I n m e m a de sus calles tie ne lugar sin h ac er r u id o . Halo *in dtn . . r% y r a o ai n ia nieve, pe ro t amb ié n al atr aso en mat er ia * d» !rAh«*». í a* ruido »** boci nas de los coches d o m i n a n hoy la orque*t a r nid.ida fi a. iVrO en Moscú hay muy poco s coches*. Sól o se usa vi r n lo . e n t i e r r o » y la* bodas, y en ur ge nt es funciones de g o bi e r no . Por *up<«-*lo, de n u c h e encienden unas luces más potentes que la* prrmit,da* en ninguna otra gian ciudad. Y los faros avanzan de manera tai* «lar;* y d^aluin br ame que aquel que ha si do atrapado p o r r i lo , no *r a mo verse e su s,tío. Ante la puer ta del Kr eml in , .¡luiul.,» r ., , r , l„ , ,1« un » luz
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sin pedir explicaciones, como un pintor que sueña mientras qu? va haciendo sus esbozos. Dudé en tomar el vino. Era media botella de cas 5i5. Un trozo de hielo nadaba en la copa. Per o el vino pro nto se entendió de manera excelente con mi droga. Había elegido mi sitio p^ra gozar de la ventana abierta, a cuyo través podía mirar hacia la oscura plaza. Y cada vez que lo hacía com prob aba que la plaza entera iba cambiando con cada uno que entraba, como formando para ella una figura que n o tenía que ver con la m anera en la que la m ira esa person a, sino co n esa clase de mirad a que los grand es retratistas del siglo XVII extraen de una galería de columnas o de una ventana, según sea el carácter de quien hayan situado ante ella. Ya más tarde anoté al mirar hacia abajo: « D e siglo en siglo, las cosas se vuelven más extra ñas ». Pero ahora he de hacer aquí una ob servación más general: la soledad qu e im plica esta embriaguez tiene sus aspectos negativos. Para 110 hablar más que de lo físico, en el bar del pue rto se pro du jo u n instante en que una fuerte presión sobre el diafragma se intentó aliviar con u n zum bido. Tam bién es indudab le que lo en verdad bello y con vin cen te no se te desp ie rta . P ero , p o r o tra p arte, la sole dad actúa como un filtro. Así, lo que escribes al día siguiente es más que una lista de imp resion es; todo a lo largo de la noc he, la embriaguez se distingue con bellos bordes prismáticos respecto de la vida cotidiana; form a como una especie de figura y es más m em orable. Quizá puedo decir que se contrae y adopta la forma de una flor. Para irse acercando a los enigmas de la felicidad por embriaguez sería necesario reflexionar sobre el hilo de Ariadna. ¡Qué inmenso placer causa ir desenrrollando'una maraña! Placer que tiene mucha relació n tanto con el placer de la embriaguez com o con el de la creación. Así, cuando avanzamos, descubrimos los recodos de la caverna en la que nos vamos adentrando, pero además sólo disfrutamos de esta felicidad de descubrir partiendo de la base de esa otra felicidad más rítm ica que consiste en el ir devanand o u n o villo. Y esta firme certeza del ovillo que vamos ricamente devanando, ¿no es la felicidad que se deriva de todo tipo de productividad (o por lo menos de la formada en prosa)? Con el hachís somos seres que gozamos de una prosa en su máxima potencia. Más difícil de abordar que lo anterior es cierto sentimiento de felicidad que tenía después, en una plaza lateral de la Ganebiére, en don de la Rué du Paradis va a desem bocar en u n jar d ín . Po r suerte,
MOS CÚ
te* >ohtario$. Mm lo i band o* d r cuerv os se han pos ado en 1h nteve. Aquí I05 ojos cxtíui mí»i ocupa*lo* que lo que reclama a lo» oídos. I />* colores destacan sohrr rl blanco, y el jirón más pequeño de color bri lia aJ aire libre. Sobre la jik-v* hay libros ilustrados; u n os chinos ven den artísticos abanico* de pMprl, y aún más a menudo unas grandes cometas de papel c o m o prre* exót ico*. Y es que todos los dí as se cele bran fiestas infanti les». U n o s h o m b r e s t i e n e n u n o s c es to s l l e no s de juguetes de m a d e r a , r o m o coche» y palas; d ich o s coches so n roj os y amarillos, y las palas en c a m b i o amarillas o rojas. Todos estos objetos tallados y labrados son máft sencillos y sólidos de los que se ven en Alemania; su origen campesino se hace aquí claramente visible. Una mañana, al bordv de la calle, hay unas casitas nunca vistas, con bri llantes ven tan as y u na valla pue«ta alr ed ed or : se trata de ju gu et es de madera del departamento de Vladimir. Es decir: han llegado nuevas mercancías. Los artículos de pri me ra necesidad, q ue acos tum bra n ser siempre más bien serios y sobrios, se vuelven más audaces destinados a la venta callejera. Un ve nd ed or de cestas llenas de to do tipo de p r o ductos. de los que venden en Capri en cualquier lado, unos cestos de asas con dibujos cuadrado* romo adorno, lleva en la punta de su vara u n a s f i g u r i l l a s c a m p e s i n a s d e p a p e l b r i l l a n t e c o n pa j a r i t o s d e p a p e l brillante e n su i n t e r i o r . Pero a veces e n c u e n t r a s u n p ap agayo b l a n c o de v e r d a d. E n 1« M i a s s m t / k a i a , d o n d e h a y u n a m u j e r c o n d i v e r s o s artículos de lencería, el ave esta en una bandeja o en sus hombros. El pin to res co t r a s f o n d o q u e c o r r e s p o n d e a estos a n i m a l e s hay que busc a r l o y a e n o t r o l u g a r , a s a b e r , e n e l p u e s t o d e l fo t ó g r a f o . B a j o l o s calvos árboles de los espaciosos bulevares hay biombos con palmeras, escaleras de mármol y mares del sur. Y otra cosa recuerda lo sureño: la variedad de la venta callejera. C re m a para zapatos j u n t o a artícu los de p a p e l e r í a , t o al l a s di* m a n o s , t r i n e o s d e j u g u e t e , los pequeños c o lu m p i o s p a r a n i ñ o s , p i ez as d e l e n c e r í a f e m e n i n a , p e r c h a s y h a s ta pájaros disecados... t o d o se agolp a e n la calle, c o m o si aquí la temperatura no fuera de 25 g r a d o s b a j o c e r o , s i n o e l p l e n o v e r a n o n a p o l i tano. Se m e h iz o m u c h o t i e m p o m i s t e r i o s o u n h o m b r e q u e ante si t e n í a u n g r a n t a b l e r o t o d o l l e n o d e l e t r a s . S u p u s e q u e sería un a d i vino. Pero al lm conseguí observarlo en su tráfico. Vi cómo v e n d í a de repente dos letras y se las fijaba al co m p r a d o r e n ambos chanclos
HACHÍS EN MARSELLA
encuentro en m i pe riód ico la frase: « C o n la cuchara siempre hay <|iir tomar una misma porción de realidad». Unas semanas antes, mióle esta otra frase de Jo ha nn es V . Je n se n , que dice algo en apariencia si mi lar: «R icha rd era un joven que poseía el sentido de ir percibiendo todo lo hom og éneo del m u n d o » !33). Esta frase me había gustado mucho. Pero ahora me perm ite confron tar el sentido políticorac io nal que tenía en principio para mí con el sentido nágicoindividual de mi experiencia de ayer. Mientras la frase de J e n s e n para mí signil'iea que las cosas están absolutamente tecnificadas, completamente raeio nalizadas, y que hoy lo p artic ula r solam ente existe en los m atices, el nuevo conocimiento ahora adquirido era totalmente diferente. Yo sólo percibía los matices, pero eran iguales. Me concentré en el adoquinado que tenía ante mí, que gracias a una especie de pomada con que yo iba pasando a través de él podía también ser perfectamente rl adoquinado de París. A me nudo se cita aquel «d ar piedras en lugar dr pan»*. Pero aquí estas piedras eran el pan de mi fantasía, que dr pron to tenía ganas de pro ba r com o de todo s los lagares y países. Y, sin embargo, pensaba con orgu llo en que estaba en Marsella borra cho dr hachís, y en qué pocos quizá compartirían mi embriaguez de esa noche. Y en que no era capaz ya de tem er la desdicha futura, la soledad futura, p orq ue en todo caso me quedaba el hachís. Ah or a de repente lo importante era la música de un local nocturno que estaba allí al lado y a la que yo había ido sigu iendo. G . pasó ante mí en un coche de punto. Era visto y no visto, al igual que antes U. había salido de pronto de la sombra que arrojab an los barcos en la form a de un viejo vagabundo. Pero no había sólo conocidos. En este estadio de ensimismamiento pasaron a mi lado dos figuras —ladr on es o gra nu jas, qué sé yo— qur eran «D ante y Petrarca» . «T od os los seres humanos son he rm an os*. Com enzó así una cadena de pensam ientos que ya no sé como sigue. Pero sé que su último eslabón era ya mucho menos banal que el pri mero, y tal vez co ndu cía a las imágenes de a lgunos animales. «Bernabé», estaba escrito en un tranvía que se detuvo un momento ante el lugar en que estaba sentado. Pero la triste historio
33 *
J o h a n n e s V . J e n s e n , Exotische Kov eUen , Berlín, 1919, págs. 4.142. C fr. Mateo 7, 9. [N. del T.]
i m A o i n i s u u c
p ie n s a n
.1. Mi i uiiIii * no me ]., recio un mal destino para un tranvía que avanza Luí tu ln | m - i ilcriu on it >>. De vez e n cu an do sa lía de a llí u n chin o v is ii. m1.1 luiiiiiilonr.s de >;eda azul y chaqueta de seda color rosa brillante. I ,i . m el pol ler o . Algu nas chicas se de jab an ver, p er o yo carecía de .1. i. .i 1 ,1.1 muy divertido ver cóm o se acercaba un ho m bre jov en con ..... i i Imi ,i que llevaba un traje blanco y de pronto pensar: «Ella se le • n ni i io de la camisa, y él la recog e. Va ya ». A ca ricié la idea repentina ili i 'i!,ii me aquí sentado , en el cen tro d el vic io, y la palabr a « a q u í» ni i ,'ie refería a la ciudad, sino al pequeño rincón en donde estaba y en ¡■I que no pasaban muchas cosas. Pero todo sucedía de manera que me • i>npiro la aparición, como rozándome con su varita mágica, sumergiéndom e en ella enteramente com o d entro de un s ueño . Y es que las per,so ñas y las cosas se sue len co m po rta r e n esas hor as com o esos monigotes de saúco que, en sus cajas de tapa de cristal, están envuelto,•! en papel de estaño, y que, cuando se frota sobre el vidrio, se elec ii r/.an y, a cada movimiento, adoptan relaciones muy extrañas los unos con los otros. I a música del loca l, cuyo vo lum en iba su bien do y bajan do sin rr.:;ir, me sonaba de modo parecido a las escobillas de la música de /ii.;,;. I le olvidado ya p ó r qué razó n me pe rm itía m arc ar su r itm o con el pie. listo va en contra de mi educación, y sólo sucedió tras una míen,sa discusión interior. Hubo momentos en que la intensidad de l;i:¡ impresiones acústicas recibidas ocultaba todas las demás. Y, sobre l o d o en el pequeño bar, todo desaparecía de repente bajo el fuerte m ido de las voces, p ero no de la calle. Y lo más pec uliar de aquel mlenso ruido de voces era que parecía constituir un dialecto. De repente, así los marselleses no me estaban hablando en un francés lo ha.stante bueno. Se habían quedado reducidos al nivel del dialecto. El lenomeno de extrañamiento que hay aquí y que Kraus formuló con esia hermosa frase: «Cuanto más cerca miras una palabra, de más lejo.s te m ir a » ^ parecía extenderse así a lo óptico. E n todo caso, en medio de mis notas me encuentro con esta muestra de sorpresa: |< ¡ómo enfrentan las cosas la m ira da !». ¡| +
K iirl K ra us , Pro (lomo el mundo, Leipzig, 1919, pág. 164. l'i :il)l<'incntc B en jam ín esté aqu í pe nsa nd o más en el pe rso na je de hnlLi (|ur 110 en el apóstol. [N. del T.]
El castillo
de
AL SOL
El ruido em pezó a disminuir cuando atravesé la Canebicrc y giré con. objeto de tomar un helado en un pequeño café del Gours Bel sunce. Era un café que no quedaba lejos de aquel primer café en que entré por la noche, en el cual de repente la amo rosa felicidad que me causó la contemplación de unas franjas que iban ondeando sobre el viento me vino a co nvencer de qu e el hachís iba em pez an do a surtir su efecto. Guando ahora recuerdo aquel estado, me parece de pronto que el hachís sabe anim ar a la na turaleza pa ra que —co n m eno s e go ísmo—nos en treg ue gustosa ese derroche de la pro pia existenc ia que el amor bien conoce. Si cuando se está enamorado vemos que la existencia pasa entre los dedos de la naturaleza como mo neda s de o ro que no puede agarrar y retener y que deja que escapen para adquirir lo que acaba de nacer, ahora nos a rro ja a la existencia de m odo gratuito, a manos llenas, sin tener que esperar a cambio nada.
AL SOL[35] En la isla hay hasta diecisiete tipos de higos, según dicen. Se debería conocer sus nom bres, se dice el hom bre que cam ina al sol. Y no sólo habría que haber visto todas esas hierbas y animales que le dan a la isla su rostro, con su olor y su sonido, las estratificaciones de la montaña y los tipos de suelo , desde el am arillo p o lv o rie n to has ta el m arró n violeta, pasa ndo p o r an ch as capas de cin abrio , sin o que, so bre lo do, sería preciso conocer sus nombres. Porque ¿no es sin duda todo trozo de tierra ley para un encuentro irrepetible de animales y plantas? ¿N o es todo top ón im o u na clave tras la que flora y fa una se reúnen por p rime ra y tam bién última vez? El campesino sabe descifrarla, conoce los nombres. Pero el no es capaz de decir nada acerca de su sede. ¿Los nombres lo vuelven tan p.arco en palabras? Entonces, ¿la copiosidad de la palabra sólo le corresponde a quien tiene el conocimiento sin los nombres, y la del silencio al que no tiene nada más que los nomb res? Sin duda que quien piensa tales cosas mientras que camina no puede ser de aquí; si estando en su país sr ponía a pensar al aire libre,
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T ex to p u bli ca do e n d ic ie m b re d r I
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Iwlnisclte /(filung.
ya er a de noche. Y de p ro n to recuerda con ex trañeza el que pueb lo s enteros (los judíos, los indios o los moros) hayan construido sus sistemas dogmáticos bajo un Sol que a él casi parece prohibirle pensar. Ese Sol que está ardiendo a sus espaldas. Junto a él la resina y el tomillo impregnan todo el aire en el que él cree que se va a ahogar. Un abejorro choca con su oreja. Apenas p ercibió su cercanía, y el torbe llino del silencio ya se lo ha llevado. Revelación del mensaje del veran o, el m ensa je de ta ntísim os veranos, y sin habers e dado cu en ta de ello: po r prim era vez ahora su oído estaba enteramente a bieito a él, pero de nuevo se interrumpió el contacto. El sendero, ya casi imperceptible se ensancha de pronto; las huellas llevan a una carbonera. Tras el vapor se encoge la montaña, a la que se dirigen las miradas de ese hombre que asciende. En su mejilla percibe ahora algo frío. Piensa que es una mosca y la golpea. Pero era tan sólo la primera gota de sudor. La sed entonces no tarda en llegar. No viene del paladar, sino del estómago. Desde ahí se difunde po r el cuerpo y le enseña a ir bebiend o y absorviendo hasta el m en or hálito p or todos los po ros . H ace ya tiempo de que la camisa se haya escurrido de sus hombros; y cuando vuelve a ponérsela para protegerse bien del Sol, se siente como envuelto en humedad. Sobre una pendiente, los almendro s arro jan su amplia sombra a los pies del tronco. Las almend ras son la riqueza del país, es el fruto que m ejo r les pagan a los campesinos. Ademá s en esta época es también el único fruto madu ro, y al camin ar es agradable ir tocand o las ramas. A la mano le es difícil separarse de las cáscaras después de deshuesadas; las conserva un rato, y después las lanza a una corriente y les da algo de impulso. El fruto está m aduro, pero no p or c om pleto; su jug o está más fresco que después, cuando su piel es marrón y ya no se desprende fácilmente. Pero ahora tiene todavía el color del marfil, como el queso de cabra y el corsé. Las almendras saben a m arfil. Q uien ahora las tiene entre los dientes, de pro nto oye el m urm ullo de un a fuente en el denso follaje de la higuera. Los higos, que aún son verdes y duros, están aún metidos y encajados, casi apenas visibles, en los pequeño s ho m bro s de las hojas. Ha llegado el instante en que sólo los árboles parecen estar vivos. En los pinos cantan las cigarras; su ruido resuena a través de los campos polvorientos, que una vez cosechados tienen la expresión torpe y varia de qu ien lo ha dado todo. Su última pr opied ad, la de la somb ra, se encoge aho ra a los pies de los montones de heno. Este es el tiempo de la recolección.
AL SOL
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Los bosques giran en torno de las cumbres, como si el rastrillo del veran o los am onto nara abí de p ron to . En tre el ra str ojo hay sauces aislados; y su follaje re luce, negro y blanco , igual que la plata. N o bay árbol más adornado y más esquivo, rico en soplos que apenas se perciben. Pero uno de ellos, sin embargo, llama la atención del caminante. Así, recuerda el día en que sintió con un árbol. Po r entonces tan sólo eran precisos la mujer que él amaba ella estaba tumbada sobre el césped, sin preocuparse de él—junto con su tristeza o su cansancio. Apo yó la espalda contra un tro nco , y el árbol le enseñó lo que sentía. A cada vez que el árbol com enzaba a oscilar, él aprend ía a ir cogiendo aire, y después a expulsarlo, cuando el tronco cobraba su firmeza. Se trataba del bien cuidado tronco de un árb ol de jar d ín , y era en verdad inimaginable la vida de aquel que p uaiera aprender algo de ese árbol que, frondoso y abierto, se alzaba triplemente sobre el suelo para crear un mu ndo inexplorado en dirección a tres puntos del cielo. Pero ningún camino los recorre. Ahora, mientras él sigue indeciso un camino que puede traicionarlo en cualquier instante, que ora parece convertirse en un sendero, ora ir a acabar ante una espesa barrera de espinas, de nuevo vuelve a ser dueñe de sí mismo cuando las piedras se escalonan en terrazas y las hondas huellas de los carros indican que ahí cerca hay una g ranja. Porque ningún ruido indica que haya cerca ningún pueblo. En su entorno parece irse extendiendo el silencio que cae del mediodía. Pero aho ra los campos se separan y aclaran para abrir el terreno a una segunda o tercera senda; y mientras los muros y las eras ya hacc tiempo que se han ido esco ndie ndo tras cúpulas de tierr a o de folla j<\ en medio de los campos solitarios se presenta el cruce de camino* para crear un centro. No de carreteras ni veredas o caminos de ca/.n; su lugar se abre en este espacio donde, en medio del campo, se cru/.im simplemente los caminos a través de los cuales, hace siglos, los labra dores, hombres y mujeres, como sus hijos y como sus rebaños, van n trabajar de un campo a otro, de un prado a otro, de una a oda cu,su, y muy pocas veces de ma nera que u na n och e no due rm an en su nisit. I I suelo ahí suena hueco, y el sonido que responde a cada paso nli rnl » n quien se encuentra de camino. Pues, con este sonido, la . s o l r d n d vti poniendo el país a sus pies. Cuando llega a un lugar que le rN |>n>|*| ció, él sabe que es ella qu ien se lo ha in dica do ; es la soleda d ln <|in |( indica que utilice esta piedra como asiento, o aquella Imml ..... .
i m A ií i n l : s q u e p i e n s a n
niiiin iinlii <1....... (po ne rse tlcl cansa ncio. Pero él se ha cansado n ii ii n ¡ .ira que pueda detenerse, y mientras pierde el p o d e r , ' u ) 1 i c n u . s p i <■.s, que lo transportan demasiado rápido, se ha d u d o y<> e n la pendiente que alo lejos acompaña a su camino, empieza ;i di.sparar.se por su cuenta. ¿Quizá desplaza las rocas y las cumbres? ¿ ( ) apenas las roza, com o con un há lito? Y , ¿n o deja piedra sobre piedra o lo respeta todo como estaba? Tien en los hasic'im una sentencia referida al mund o venidero que dice simplemente lo siguiente: todo allí está dispuesto como aquí. Tal como es hoy nuestra habitación, así será en el mundo venidero; donde nuestro hijo duerme ahora, dormirá en el mundo venidero. La ropa que en este mundo nos vestimos la vestiremos en el mundo venid ero. Todo será justo co m o aquí, aunque será u n poco difer en te . A sí lo fija nuestr a fa nta sía , que co rre u n velo sobre lo le ja n o . Todo puede seguir tal como estaba, pero ese velo ondea sobre el fondo y, mientras tanto, todo se desplaza, imperceptiblemente, bajo él. Se pr od uce n cam bios incesantes, y nada se mantien e o se disuelve. De ese tejido casi imperceptible de pronto se desprenden unos nombres; unos que, sin palabras, van penetrando en el caminante; mientras que se forman en sus labios, él los reconoce, uno por uno. Aparecen los nombres; ¿de qué le sirve ahora este paisaje? Cruzan por una lejanía anó nim a, p asan sin dejar hu ella. Los nom bres de las islas que se alzaban antes desde el mar como grupos de mármol, de las peñas mellando el horizonte, de las estrellas sorprendiéndolo en el barco cuando iban ocupando su lugar en cuanto empezaba a oscurecer. Han enmudecido las cigarras, la sed desaparece por completo, ha terminado el día. Pero desde abajo se oye algo. ¿Será un perro que ladra, unas piedras que caen o un lejano grito? Mientras lo oyes, .liento, el racimo de las campanadas se reúne despacio en tu interior, un .sonido tras otro. Madura y crece dentro de tu sangre. Unos lirios 11<«reren en el rincón de los cactus. Pasa un coche a lo lejos entre oli vo,i y alm endros, pero sin hacer nin gú n ru id o, y cuando las ruedas ya mc ifHiiiiilen por de trás del folla je de los á rbo les, un as gra nde s mu je i. fi ;i<>1»i e li u i na na.s, con el r ostr o vu elto haci a el que m ir a, ap are cen 11 • 11 ii 11111« ......... .. .se, sobr e la tier ra inm óv il. 1
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EL SOÑADOR EN SUS AUTORRETRATOS1'1'1 El nieto
Habíamos decidido visitar a la abuela. Fuimos en coche de punto. Ya era tarde. Por los cristales de la portezuela se veía la luz de algunas casas en el viejo b arrio del Oeste. Y me dije : « E s la luz de aquella é^ocG». Pero, poco después, una fachada blanca inacabada en medio de un grupo de casas antiguas me recordó el presente. El coche de punto atravesó la Potsdamstrafte por el cruce con la Steglitzstrafte. Al seguir su camino al otro lado, me pregunté cómo eran las cosas de antes, de cuando mi abuela aún vivía. ¿No había todavía campanillas en el tiro del coche de caballos? Agucé mis oídos para averiguar si aún existían y las escuché. Al mismo tiempo, el coche pareció como si ya no rodara, sino que resbalara por la nieve. Había nieve en la calle. Las casas iban unidas por arriba, con sus tejados de formas muy extrañas, y entre ellas tan só lo se veía un trocito de cie lo . Adem ás se v eían un as nubes parcialmen te cubiertas po r los tejados y con u na fo rm a circular. Pensé en señalar hacia esas nubes y me sorprendió al advertir que las llamaban «Luna». En casa de la abuela resultó que habíamos tra ído todo lo neces ario para ate ndernos. E n una gran bandeja lle va ban a lo largo del pa sillo café y pasteles. Pero co m pre nd í que la llevaban hacia el dormitorio de la abuela, y me defraudó el comprobar que ella no estuviera levantada. Fui a su dormitorio, pues hacía ya mucho que no la veía. Cuando entré, en la cama había una chica vestida de azul, pero su vestido no era nuevo. No estaba tapada, y parecía sentirse muy a gusto en aquella amplia cama. Salí y vi en el pasillo seis o incluso más camas de niñ o , colocadas una jun to a otra. E n cada una de ellas se sentaba un bebé vestido como adulto. No me quedó más remedio que suponer que eran de la familia. Esto me extrañó y me desperté. El vidente
La parte alta de una gran ciudad. Un circo romano. Ya es de noche. Se celebra un a ráp ida c arre ra de ca rros ; y —según me dice un a co ns 36
Re.njamin reunió b ajo este título en 19 32 diversos sueños, algunos de los cuales ya había publicado anteriormente. Intentó editar esta colección, pero al final no lo r insigu ió.
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IMÁGENES QUE PIENSAN
ciencia oscura—se trata de Cristo. La meta está en el centro de la imagen del sueño. Desde la plaza del circo, la colina desciende en pendiente escarpada hacia la ciudad. A sus pies pasa ah ora u n tranvía dentro de cuyo último vagón veo vestida con el traje rojo y chamuscado de los condenados a una que conozco. El tranvía se march;, y ante mí de repente aparece su novio. Los satánicos rasgos de su rostro, indescriptiblemen te herm oso, están acompañados de una sonrisa tímid a. E l levanta las mano s, en las que sostiene u na varita, y diciendo de pronto las palabras «Ya sé yo que tú eres el profeta Daniel» me la rom pe con tra m i cabeza. Y en ese instante me co nvierto en ciego. Bajamos juntos cruzando la ciudad; al poco tiempo llegamos a una calle e n cuyo lado derech o hay unas casas, a la izqu ierda u n gran descampado y al fond o u na pu erta. No s d irigim os entonces hacia ella. U n fantasma aparece de rep ente en la ventana de la planta baja de una casa que tenemos aho ra a la derecha. Y nos va acompañ ando por el interior de cada casa. Atraviesa todas las paredes y siempre se sitúa a la misma altura que nosotros. Veo todo esto, aunque soy ciego. Tengo la impresión de que mi amigo sufre bajo las miradas del fantasma. Así que intercambiamos nuestros sitios: yo avanzo por el lado de las casas, y así lo protejo . A l alcan za r a la puerta , desper té . El amante
A ndaba con m i novia p o r ahí; íb am os realizand o ju n tam en te algo a medio camino entre una escalada y un paseo, y ahora estábamos cerca de la cumbre. Extrañamente, yo pensaba que esa cumbre era un largo palo que ascendía hacia el cielo, sobre saliend o p o r encima de la pared de roca. Pero cuando llegamos allí arriba, vi que no se trataba de una cumbre, sino de una meseta atravesada por una ancha carretera, ceñida de altas casas a ambos lados. Ya no íbamos a pie, sino en coche, ju ntam ente sentados en el asien to trasero , se gún creo ah ora recordar; y es po sib le que el coche cam bia ra alg una ve * de d ir ecció n mientras fuimos en él. Me incliné hacia mi amada para besarla, pero ella entonces no me ofreció su boca, sino solamente su mejilla. Mientras la besaba me di cuenta de que era una mejilla de marfil, longuitudi nalmonle atravesada por u nos surcos n egros que me impresionaron por lo bellos.
EL SOÑADOR EN SUS AUTORRETRATOS
El sabio
Me veo en los grandes almacenes Wertheim, ante una cajila que con tiene figuras de madera, por ejemplo una oveja del estilo de los ani males que iban en el Arca de Noé. Pero esta oveja era más lisa y no estaba pintad a. M e atrajo este jug ue te. G ua nd o me lo en seño la dependienta, vi que estaba construido a la manera de las placas mági cas que vienen en algunos de los juegos de magia: unas planchas pequeñas rodeadas por cintas de colores que se alinean unas junto a otras y que son ahora azules, ahora rojas, según vayas jugando con lns cintas. Al darme cuenta de esto me gustó más aún el juego de madera. Pregunto a la dependienta por el precio y me sorprende que cueste más de siete marcos. De manera que tengo que renunciar a com prarlo, aunque me resulta difícil. Guando me aparto, mi última mirada ve de pronto algo inesperado. La construcción ha cambiado. A hora la p la n cha lisa es u n p la n o in c lin a d o , y a su fin a l hay una puerta. Un espejo la llena. En este espejo veo lo que sucede sobre rl plano inclinado , que en realidad es una calle: dos niños corr en p or el lado izquierdo. Ahí no hay nadie más. Todo esto por debajo del cris tal. Casas y niños están coloreados. Así que ya no puedo resistirme; pago el pre cio y me llevo mi jug ue te. Lu eg o, a la tarde, se lo qu iero enseñar a mis amigos. Pero en Berlín hay disturbios. La multitud amenaza con asaltar el café en el que nos hemos reunido; entonce* recorremos mentalmente los demás cafés, pero no hay ninguno q u e parezca segu ro. De m od o que nos vamos al desier to. A h í es de noche i montamos las tiendas; mu y cerca de ellas hay unos leones . N o he olvi dado mi joya; se la que quiero enseñar a mis amigos, pase lo que pa.ie. Pero la ocasión no se presenta. África nos fascina demasiado; así <|ur me despierto un poco antes de poder contar el secreto que acabo de entender: los tres tiem pos en que el jug ue te se despliega. Prime ra plancha: esa calle de colores donde corren dos niños. Segunda plan cha: una maraña de finos y ajustados engranajes, émbolos y cilindro*, rodillos y transm isione s, todo hech o de m ade ra y en una sola «uprrf'l cié, sin que haya n i gente ni ru ido s. Y p o r últim o la tercera plnnehni el nuevo orden en la Rusia de los soviets.
IMÁGENES QUE PIENSAN
El discreto
( lomo en el sueño sabía que en muy poco tiempo me marcharía de Italia, me fui de C ap ri basta Positano. C reía que parte de ese territo rio está sólo a.1 alcance del que arriba a una zona abandonada, a la derecha del em barcadero . El lugar de mi sueño no tenía nada que ver con el lugar real. Subí campo a través po r un a pen diente larga y escarpada, y llegué a una carretera abandonada que atravesaba un bosque de abetos tétrico y podrido. Crucé la carretera y miré hacia atrás. Vi un corzo, una liebre o algo parecido que corría a lo largo de esta carretera, de izquierda a derecha. Yo iba en línea recta; sabía que Positano estaba lejos de esta soledad, hacia la izquierda, debajo del bosque. Di todavía unos pasos más y pude ver al fin la parte vieja y abandonada de ese pueblo: una plaza grande y cubierta de hierba a cuya izquierda había una iglesia muy alta, hecha en estilo antiguo, y a cuya derecha se veía, por el lado más corto, una especie de capilla o baptisterio como un nicho gigante. Tal vez algunos árboles estaban acotando aquel lugar. Había en todo caso una verja de hierro que rodeaba la plaza, sobre la cual ambos edificios se mantenían a una gran distancia. M e acerqué a la verja y vi un leó n dando saltos mo rtales sobre el cen tro, pero no se elevaba dem asiado del suelo. Y con ho rro r vi poco después un toro eno rm e de cuernos gigantescos. En cuanto vi a ambos an imales, saliero n p or u n a gujero de la verja en el que no había reparad o. Pero ap areciero n al instante algunos sacerdotes, y ju n to a ellos vi a otras pers on as que se pu sier on en f ila y a sus órdenes para hacer frente a aquellos animales, cuyo peligro parecía con jurado . Y después no rec uerdo nada más, salvo que un o de aquellos sacerdotes se situó ante mí y me preguntó si era discreto; le contesté que sí con voz sonora cuya serenidad me sorprendió aún estando sumido en aquel sueño.
El cronista
El emperador va a ser ju/.gado. Pero hay sólo un estrado y una silla, y ante ella van interrog and o a los testigos. E l testigo era ah ora jus tamente una mujer con su hija que iba explicando que el emperador la había arruinado con su guerra. Para corroborarlo mostró dos objetos, que eran todo lo que le quedaba. El primer objeto era una escoba
SOMBRAS BREVES II
con im rabo muy largo; con ella limpiaba su casa la mujer. El segundo era un a calavera. « E l em pera dor me ha hecho tan pobr e —dijo ella de pronto—que no tengo otro recipiente en el que pueda darle de beber a mi hija».
SOMBRAS BREVES [37] Signos secretos. Hay una frase de Schuler* que se nos ha ido transmi-
tiendo oralmente. Ahí se dice que todo conocimiento ha de contener en su interior alguna pizca de contrasentido, al igual que en la Antigüedad los dibujos de los tapices o los frisos se desviaban un poco en algún sitio respecto de su curso regular. Dicho en otras palabras: lo decisivo no es el avanzar desde un conocimiento a otro, sino el saltar sobre cada uno. Ese salto es la marca de lo auténtico, lo que distingue al conocimiento de cualquier mercancía hecha en serie, siguiendo algún patró n p reexistente. Una frase de Casanova. «Ella sabía», dijo Casanova respecto a una
alcahueta, «que no tendría la fuerza de marcharme sin antes darle algo ». U na frase extraña. ¿Q u é fuerza hacía falta para negar su paga a la alcahueta? O mejor dicho: ¿en qué debilidad puede confiar ella en todo caso? Exclusivam ente en la vergüen za. La alcahueta es venal, mas la vergüenza de su cliente no. Averg onza do, el cliente busca un esco ndrijo, y al final encuentra el más oculto, a saber, el dinero. La insolencia arroja sobre la mesa la prim era m oned a, y la vergüenza añade cien para ocultarla. El árbolj el lenguaje. Subí un terraplén y me tumbé bajo un árbol. E l
árbol era un álamo o quizás un aliso. P ero, ¿p o r qué no me acuerdo de su especie? Porque, mientras miraba hacia el follaje siguiendo su complejo movimiento, de repente el lenguaje, en mi interior, se vio tan conmovido, tan arrebatado po r el árbol, que consum ó en mi presencia,
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Texto publicado en febrero de 1933 en el Kólnische /jitu ng. A lfre d Sch u le r ( 1 8 6 5 1 9 2 3 ) . escri to r ale m án p ert enecie n te al cír cu lo de St ef an George. [N. dei T .]
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una vez más, su siempre antigua unión. Las ramas y la copa se mecían ahí, meditabundas, o se torcían negando; el follaje se defendía de repente de una violenta ráfaga de aire, temblaba ante e 31a o bien iba a su encuentro; el tronco en cambio se mostraba bien confiado sobre su base sólida; las hojas se hacían sombra, unas a otras. Un suave viento apo rtó música a esta bod a y llevó por el mundo, tal como en un lenguaje metafórico, a unos niños que ahora no tardaron demasiado en nacer. El juego. A l igual que cualq uier otra p asión , el jue go se nos da a
conocer cuando la chispa salta en el ámbito corpoi al de uno a otro centro, moviliza ora un órgano, ora otro, y en él reúne y po ne límites a la entera existencia. Ahí está el plazo concedido a la derecha antes que caiga la bolita en la casilla. Pasa la mano al modo de un avión que fuera sobrevolando las columnas, difundiendo en sus surcos las distintas semillas de las fichas . D ich o plazo lo an un cia aq uel instante —el único que queda reservado al oído—en que la bola entra en el torbellino y el jug ad or escucha cómo la fortun a va afinando su oscuro contrabajo. E n el jue go , que habla a todos los sentidos, inclu ido al atávico de la clarividencia, también le llega luego su turno a los ojos. Todas las cifras les van haciendo señas. Pero como los ojos han olvidado el lengu aje de las señas, qu ienes c on fían e n ellos se acaban al fina l extra via n do . A cam bio , ellos lo s que p ro fesa n la devo ció n más profu nda p o r el ju eg o. Siem pre un rato más se queda ante ellos la apuesta que resulta fracasada. Pues el reglamento los retiene, como le pasa a un hombre enamorado con el desafecto de su amada. El ve la mano de ella ahí, a su alcance, y no hace nada para sujetarla. El jue go tiene apasionados seguidores que lo aman p o r sí m ismo, sin duda no por lo que les da. Si les quita todo, cargarán la culpa sobre sí y dirán: «He ju g a d o m a l» . Este am o r ya co n tie n e la re m u n era c ió n p ro p ia de su esfuerzo, de modo que las pérdidas también son entrañables porque les permiten demostrar su capacidad de sacrificio. Perfecto caballero del azar fue el príncipe de Ligne, que en los años posteriores a la caída de Napoleón solía frecuentar los clubs parisinos, haciéndose famoso por la actitud con que aceptaba las pérdidas más graves: su mano derecha, que había depositado sobre la mesa sus grandes apaes tas, pendía laxamente, mientras la mano izquierda estaba inmóvil y se mantenía horizontal al interior del chaleco, sobre el lado derecho de su torso. Mucho tiempo después, dijo su ayuda de cámara que tenía
SOMBRAS BREVES II
tres cicatrices en el pecho, la impronta exacta de las uñas de lies dedos que estaban siempre ahí, apretados e inmóviles. Lasimágenesj la lejanía. ¿L a potente afición po r las imágenes no
.sí
alimentará posiblemente de una turbia oposición frente al saber? Yo contemplo el paisaje: el mar está muy liso en la bahía; unos bosques ascienden, como una inmóvil masa silenciosa hacia la cumbre del monte; arriba están las ruinas de un castillo, que llevan así varios siglos; el cielo resplandece despejado de nubes, con un azul eterno. Así es co m o lo quie re el soñador. Q ue este m ar sube y baja en m illo nes de olas, que los grandes bosques se estremecen, a cada nuevo ins tante desde las raíces hasta la última hoja, que las piedras de la ruina del castillo continúan cayendo sin cesar, que er> el cielo unos gases están luchando invisiblemente antes de llegar a formar nubes: el soñador olvida todo esto para entregarse a las imágenes. En ellas tiene sosiego, eternidad. Cada ala de pájaro que lo roza, cada ráfaga de viento que lo es trem ec e, cada cerc anía que lo alcanza lo de sm iente sin duda. Pero tam bién con cada lejanía de nuevo vuelve a cons truir su sueño, que encuntra apoyo en cada pared de nubes y se enciende en cada ventana ilumin ada. Y su sueño parece ser perfecto cuan do logra quitarle a cada movimiento su aguijón, convertir la ráfaga de viento en un leve murmullo y las estampidas de los pájaros en las formas de una migración. Reprimir la naturaleza de este modo en un marco de pálidas imágenes es sin duda el deseo del que sueña. Hechizarlas, llamándolas de nuevo, ése es el talento del poeta. Vivir sin dejar huellas. Guando penetras en la habitación burguesa de
los años ochenta, la impresión más fuerte, pese a todo ese confort que tal vez aún irradie, es un « aq uí no se te ha perdid o n ad a» . Y es que aquí no se te ha perdido nada porqu e aq uí no hay ningún rincón en el que el habitante del lugar no dejara sus huellas: en los estantes, con las figuritas ; en los sillones blan dos y acolchados, con las mantitas con sus iniciales; en las ventanas, mediante las cortinas; en la chimenen, con su pantalla. Una hermosa frase escrita por Brecht viene
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Esta frase es el estribillo del pr im er po em a que aparece en el
Lesebuch fiir Sliiillrhrm ilitiri
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nicnlt' como el mal corredor, que no se halla instruido en el secreto de los movimientos, flojos o briosos, de sus miembros. Pero precisamente p or lo m ismo, nunca pu ede d ecir sobria y justamen te lo aue piensa. El talento que es pr op io del bu en e scritor consiste en ofrecer a través de su estilo al pensamiento ese mismo espectáculo que un cuerpo que esté bien entrenad o sin duda nos ofrece. Nu nca dice más de lo p ensado . Y p or eso m ismo su escritura no es un ben eficio para él mismo, sino solamente para aquello que él quiere decir. Un sueño
Lo s O ... me m ostraba n su casa en la Ind ia holand esa. L a habitación en que me encontraba estaba enteramente recubierta con madera oscura y causaba impresión de bienestar. Pero esto eva poco, me dijeron entonces mis anfitriones: lo realmente admirable era la vista desde el piso de arriba. Pensé en la vista al mar, que estaba cerca, y comencé a subir por la escalera. Una vez arriba, me situé ante la ventana y miré hacia abajo. Ante mis ojos estaba la habitación cálida, enm aderada y agradable que acababa yo de aba ndo nar. N a rra c ió n j curac ión
El niño está ahora enfermo. Su madre lo acuesta dentro de la cama y se sienta a su lado . Y empieza a contarle diversas historias. ¿Có m o hay que entender esto? Lo vislumbré cuando N. me habló de la extraña fuerza curativa que poseen las manos de su esposa. Me dijo de estas manos: «Sus movimientos eran expresivos. Pero no se podría describir su expresión... Era cual si contaran una historia». La curación por la narración la conocemos gracias a los «conjuros de Merse burg»*, que no sólo repiten la fórmula de Odín, sino que cuentan los hechos sobre cuya base él mism o la em pleó p o r vez prim era. Y también es sabido que la narración que el enfermo le hace al médico al principio de su tratamiento puede convertirse en el inicio del proceso de su curación . Surge así la cuestión de si la na rrac ión no formará el *
l o s Me rsc bur ger /¡jiu ber sprü che son dos fórmulas mágicas alemanas, ambas del siglo X, publicadas por Jaco b Grim m en el 18 4 2 : una de ellas tiene por objeto liberar a un preso; y la otra, en cambio, curar a un caballo. [N. del T.]
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Llima co rrec to y la co n di ció n m ás favor ab le para la curar ion. Si m< sería curable en realidad toda enfermedad si pudiéramos avanzar lo suficiente —basta alcanzar la des em bo cad ura —po r c’ río dr la nan a ción. Si tenemos en cuenta que el dolor es un dique, que sr opone al torrente de la narración, vemos claramente que ese dique siempre nc desmorona cua ndo el río tiene la po tenc ia su ficiente para arras! raí al feliz mar del olvido todo lo que se encuentra en el camino. Las caririas le marcan un cauce a ese río. Un sueño
Estoy en Berlín; voy sentado en un coche en compañía de dos chiras altamente equívocas. De repente, el cielo se oscurece. «Sodoina*', dice ahora una señora de edad avanzada que lleva puesto un pequrrto gorro y que de pronto también está en el coche. Así llegamos a un» estación de fer ro ca rr il do nd e las vías salen hacia fuera. Se estaba celebrando ahí un juicio en que las dos partes se encontraban sentadas en el suelo, directamente en los adoquines, entre dos esquinas enfrentadas. La enorme Luna, muy descolorida, que apareció muy baja sobre el cielo, m e pareció que simbolizaba la justic ia. Lueg o me en contré formando parte de una reducida expedición que bajaba a lo largo dr una rampa, com o esa que tienen n orm alm ente las estaciones de m ercancías —pues a ún seguía en el recinto fe rr o v iar io —. No s detuvimos frente a un riachuelo que iba discurriendo entre dos cintas hechas con láminas cóncavas de porcelana, las cuales a su vez iban flotando rn lugar de formar la tierra firme, cediendo bajo los pies como las boyas. No estoy seguro de que la segunda estuviera realmente hecha de por celana. Me parece que era de cristal. En todo caso, estaban recubiertas de flores, que salían a modo de cebollas de unos recipientes de cristal, pero multicolores y con for m a de esfera, ch ocando suavemente sobre el agua, de nuevo, como boyas. Entré por un instante en el parterre de flores de la fila que hab la al otro lado , y al m ismo tiem po car vichaba lo que nos explicaba un funcionario de escaso nivel que nos ib» guiando. Finalmente nos dijo que en ese reguero se iban a lirar Ion suicidas, los pobres que no tienen otra cosa que una pequeña llor que colocan pr en did a en tre sus dientes. La luz caía ahora dife ríam e ni r encima de las flores. Se podría pensar que el río era una rsprrir dr A queronte , p e ro en el sueño no había nada de esio . Ento nrei mr
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que apoyar el pie para volver a las primeras era blanca y estriada. Mientras que seguíamos liiiMuiulo, s a i n a o s de las profundidades de la estación. Señalé el raro dibujo roufori.vado p or los azulejos que teníamo s aún bajo los pies, ijiic m podían fácilmen te utilizar para r od ar a llí un a película. Pero los «lemas iu> dcsc. ban que se hablara tan públicamente de aquellos pro y e c t o s . De repente se nos acercó por el camino hacia abajo un chico harapiento. Lo dejaron pasar tranquilamente, y yo busqué febrilmente en mis bolsillos para ver si encontraba una moneda, una de cinco marcos; pero no la encontré. Cuando finalmente nos cruzamos con él —po rq ue no se detuvo —, le di un a m on ed a más peq ue ña y a continuac ión me desperté. ili|< i o n i l o m h I r m a 1 1111111 . I.11 p o r c e l a n a
La «Nueva Comunidad»*
He leído Fiesta d e la paz, y también Hombres solitarios**. Veo que la gente se portaba muy groseramente en Friedrichshagen. Pero, tan puerilmente parecen haberse portado las personas en el seno de la «Nueva Comunidad» de Bruno Wille y Bolsche, que dio mucho que hablar durante la juventud de Gerhart Hauptmann. El lector actual se pregunta quizá si pertenece a un nuevo linaje de espartanos, pues sin duda posee mayor y más estricta disciplina. Johannes Vockerath, el patrono, es una bestia que Hauptmann nos presenta con gran simpatía. La indiscreción y la mala educación parecen ser el mismo presupuesto de este heroísmo dramático. Pero en realidad tal presupuesto no es otra cosa que mera enfermedad. Aquí, como en Ibsen, sus numerosas variedades son pseudónimos de la enfermedad que fue propia del cambio de siglo, es decir, el llamado mal dusiécle. Entre esos bohemios chapuceros, como lo son Braun y el pastor Scholz, el a n h e l o de libertad era muy fuerte. Por otra parte se diría que ocup a r s e intensamente del arte y la cu estión social es lo que los ha hecho
,1,
I " Nu rni ( !i umniidnd fue una com un a an arc o co m un ista que existió en Ber lín
....... i■I**■-’ y 1’ )<*-1-• Surgió
a partir del C írculo de Poetas de Friedrichshagen, que ii el iH«)0 por Ger hart Haup tman n (1 8 6 2- 19 4 6 ), Br uno Wille ( 1 í • > i') "fll 1 VVill ulm llnlsr.he ( 1 8 6 1 - 1 9 3 9 ) , entre otros autores. [N. del T. ] /1 ir./. ni/rWv I ni...M i<- M n iv li n i. dos obras de teatro de Gerhart Hauptmann. [N. delT.] I " 1 11ni•l,i<111
+*
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en ferm ar de ese mo do . D ich o en otras palabr as: la enfe rm eda d <\s aquí un emblema social, com o en la A ntigüed ad fue la locura. Los enfermos poseen un cono cimien to pec uliar del estado social. En ellos la desmesura se transforma en un certero olfato de la cargada atmósfera en la cual viven inmersos sus contemporáneos. Algo que puede llamarse nerviosismo cubre la zona de tal transformación. Los nervios son como hilos inspirados, al igual que esas fibras que hacia 1900 se extendían po r el mo biliario y po r las fachadas de las casas, com o r eju venecim ie nto s in satisfe chos y bahías nost álg ic as. E l art nouveau veía la moderna figura del bohem io como encarnada en una Dafne, que, por efecto de la persecución, se ha visto transformada de repente en un haz complejo de fibras nerviosas puestas por completo al descubierto, que se estremecen tensas sobre el aire en el que se mueve el tiempoahora. Rosquilla, pluma, pausa, lamento, fruslería
Estas cinco palabras inconexas son el punto de partida para un juego que era muy apreciado durante el Biedermeier*. Había que conectarlas entre sí, mas sin cambiar su orden. Y, cuanto más corta era la frase, cuantos menos momentos mediadores contenía en su seno, más interés el de la solución. En el caso concreto de los niños, este juego conduce a algunos bellísimos hallazgos. Porque para ellos las palabras todavía son unas cavernas entre las que conocen extrañas vías de comunicación. Pero demos la vuelta a dicho jue go : mirem os pues una frase dada com o si estuviera construida de acuerd o con la regla de este ju ego. A sí, de go lp e, tiene que a d q u irir u n asp ecto extr año y excitante. Esto mismo sucede en parte en todo acto de lectura. No sólo el pueblo lee así nove las —p o r causa de los no m bre s o de las fór m ulas que el texto les presenta—, sino que también el hombre culto está al acecho de ciertos giros y palabras, y el sentido ahí sólo es el fondo donde se alza ia sombra que ellos mismo s arro jan , com o las figuras en *
D entro de la historia cultural de Alem ania se denom ina despectivamente «B ied er m eier» al períod o com prend ido entre los años 1815 y 184 8, que en la historia política corresponde al periodo de la Restauración. Frente a los excesos que son prop ios de la época romántica y revoluciona ria anterior, la época Bied erm eier cl;i boro en su conjunto un arte, una literatura y un estilo de vida moderados, y t;m idílicos como onvencionales. [N. del T .]
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relieve. I'.slo se ve claramente en esos textos que se dicen «sagrados». MI e n m e n i a rio puesto a su servicio va extrayendo palacras de ese texto (al co mo si hub iera n sido puestas de acue rdo con las reglas de ese juego y para se r descubierta s. Y realm ente las frase s qu e lo s niñ os van fo rmando en el juego a partir de las palabras elegidas tienen más parentesco con las palabras propias de los textos sagrados que con la lengua coloquial de los adultos. He aquí un buen ejemplo que muestra cómo conecta las palabras arriba mencionadas un niño que tenía doce años: «El tiempo se agita como una rosquilla todo a lo largo de la naturaleza. La pluma pinta el paisaje y se produce una pausa que la lluvia rellena. Y se oye un lamento, po rque no hay ninguna fruslería».
UNA VEZ NO ES NINGUNA VEZ[4l] A l escrib ir te detienes una y otra vez en un bello pasaje que te ha quedado algo m ejo r que los otros y tras el cual no sabes cóm o debes seguir. A lg o ah í no va bie n. G om o si hubie ra u n éxito malvado o estéril, y que fuera preciso conocerlo para comprender en qué consiste el éxito correcto. En el fondo se trata de dos lemas totalmente contrapuestos: de «u na vez po r todas » y que « un a vez no es nad a» . Naturalmente, hay casos en que conviene el «una vez por todas»: en el juego, en el examen, en el duelo. Pero no en el trabajo, que reivindica el «una voz no es nada», que «una vez no es ninguna vez». Por cierto que no es cosa de cualquiera el llegar al fondo de las prácticas y las actividades en que este saber echa raíces. Trotski lo hizo en aquellas frases con que recuerda el trabajo de su padre en el cam po: «M e qu edo mirándolo sin quitarle ojo. Va moviendo los brazos sin realizar el menor esfuerzo, cual si no trabajase, como si se dispusiera a trabajar tan sólo suavemente, y a cada vez da un pasito corto, como tentando el suelo, buscand o el sitio en d ond e pisa r. Se ve que siega con g ran facilidad y sin la menor ostentación, y aunque no posea la seguridad de movimientos del segad or, el corte lo hace siem pre igualado y ce ñido ; el campo va quedan do bien raspado y la mies va form and o un m on tón que se alza perfilado a su izquierda»*. Así se comporta el hombre experimentado 41 *
Tcxlo publicado en febrero de 1934 de ntro de la revista Der ójfíntliche Dienst. I .con I Vol.sky, M i vid a, Algo r ta: Zero , 1 9 7 2 , P^g 89. [N. delT.]
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que ha aprendido a empezar de nuevo cada día, de nuevo a cada golpe de guadaña. El experimentado no se para en aquello que ha hecho, que se va disipando entre sus manos y no le deja huella. Sólo estas manos saben hacer fren te, juga nd o, a lo qu e se hace más difícil, p o rque son cuidadosas con lo fácil. «N eja m aisp rofit er de Velan acquis», nos dice Gide*, uno de los actuales escritores en los que son más raros, más escasos, los «pasajes hermosos».
LA BELLEZA DEL ESTREMECIMIENTO14^ Es 14 de julio, y desde el SacréGoeur las luces de bengala cubren todo M ontm artre. Ard e el hor izonte tras el Sena. Los cohetes ascienden y se apagan sobre la amplia plan icie. Y decenas de miles de per so nas se agolpan reunidas en la brusca pendiente para contemplar el espectáculo. Un intenso murmullo sacude sin cesar la multitud, ’ al i. igual que los pliegues cuando el viento juega con tu abrigo. Si escuchas estando más atento, oirás otra cosa que la expectativa del cohete. ¿Quizás esta enorme multitud apática no estará esperando una desgracia que sea, al fin, lo bastante grande como para sacar de su tensión de repente una chispa? ¿No estará esperando algún incendio, o quizás el fin del mundo, quizás alguna cosa que transforme el sedoso murmullo de mil voces en un solo grito, al igual que una ráfaga de viento nos des cu br e el fo rro de l abrig o? Pues el ag udo grito de pavor, el que produ ce el pá nic o, viene a ser el reverso de las fiestas de masas. El ligero escalofrío que re cor re innu m erables hom bros lo desea. Pues para la existencia profunda e inconsciente de la masa, las fiestas y los fuegos son un jue go que le ayuda sin duda a prepara rse p ara el instante exacto en que se volverá mayor de edad, a la hora en que el pánico y la fiesta, cual dos herm ano s que se rec on oc en tras estar separados mucho tiempo, se abrazarán al fin, en el momento revolucionario. C on razón se celebra pues en Fran cia el 14 de ju lio de este modo.
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Texto pub licado en ab ril de 1 9 3 4 dentro de la revista Der ójfentliche Diensl. «N o aprovecharse nunca del impu lso adqu irido» (André Gide, Jou rn al dc sf
UNA VEZ AÚN[43] Me encontraba en un sueño en el colegio rural de Haubinda, en donde crecí*. El edificio quedaba a mis espaldas, y yo iba por el bosque, que estaba desierto por completo, eñ dirección a Streufdorf. Pero ya no era. ese lugar en el que el bosque acaba en la planicie, donde aparece el paisaje con el pueblo y la cumbre de Strauíhaim, sino que al subir a una colina por una suave pendiente, al otro lado caía de repente de manera casi vertical; así, desde la altura, a través de un óvalo formado por las amplias copas de los árboles, vi de pronto el paisaje, como en un viejo marco para presentar fotografías, de madera de ébano. No se parecía en absoluto al paisaje real. Junto a un dilatado río azul estaba Scbleusingen, que suele estar muy lejos, así que no sabia ya si eso seguía siendo Scbleusingen o si no sería Glei cherwiesen. Todo aparecía ante mi vista como bañado en colores, pero dominaba un color negro muy húmedo y pesado, como si la imagen fuera el campo que hubieran estado roturando con dolor en el sueño, donde habían sembrado las semillas conteniendo mi vida posterior.
PEQUEÑAS J0YAS[44] Escribir bien
El q ue es buen esc ritor nu nca dice más de lo que pien sa. Y esto es muy importante. Pues el decir no es sólo.darle su expresión al pensam iento , s ino oto rgarle su realización . Y así, cam inar n o es ya tan sólo rxp resió n del deseo de alcanzar una meta, sino su prop ia realización. De qué tipo co ncreto sea la realizació n de que se trata, si le hará jus I icia estrictamente a la meta fijada o se perderá en la exuberancia del depende ya del entrenamiento de aquel que se encuentra de i . i i m í i u ) . Y cuanto más dis cip lin ada sea y más ev ite la realizació n de
II I| ’
!'• 11 |*i ni 111 n ip .a pu blic ó este texto. !'■ 11 |ii ni 111 mm ea pub licó este texto. I ni iin lrj'M rui:il<.s>> (Landeserziehungsheime) eran cierto tipo de interna dos que creó • I ............... I " '' I i nales del siglo XIX y p rin cip io s de l siglo XX con la intención de i I ' i' : ■M.'itrma edu cativo alem án . [N . de l T .] ........ .
P L U U L N A ' j JOYA!.
movimientos que sean tambaleantes y s u p e r f i n o , s , imíi s .se s.il i.nIhin IimI.i actitud corporal consigo misma, como más adecuado s c i í i lamluni .mi uso. Porque al mal escritor se le ocurren siempre muchas r o s a s , y sr entrega a ellas justamente como el mal corredor, que no se halla ¡un truido en el secreto de los movimientos, flojos o briosos, d e s i i n miembros. Pero precisamente por lo mismo, nunca puede decir sobria y justam ente lo que piensa . El talento que es prop io del buen escritor consiste en ofrecer a través de su estilo al pensamiento ese mismo espectáculo que un cuerpo que esté bien entrenado sin duda nos ofrece. N unc a dice más de lo pensado . Y p or eso mismo su escritura no es un beneficio para él mismo, sino solamente para aquello que él quiere decir. Leer novelas
No todos loy libros se leen igual. Po r ejem plo , las novelas sólo existen para ser devoradas. Leerlas es por tanto un placer de ingestión. Pero esto nada tiene que ver con la empatia. El lector no se pone en el lugar del héroe, sino que ingiere lo que le sucede. La analogía más clara con esto es la presentación apetitosa con la cual un plato nutritivo llega hasta la mesa. Ciertamente, existe un alimento crudo de la experiencia —al igua l que existe un alim en to cru do del estóm ago—: la experiencia hecha en carne propia. Pero el arte que produce la novela, al igual que el de la cocina, comienza más allá de lo que es la materia prim a. ¡Y cuántas de las sustancias nutritivas son ind igestas en estado crudo! ¡Cuá ntas diferentes ex periencias so n acon sejables en los libros, pero no para hacerlas! Leerlas siempre viene bien a alguien que se hundiría por completo al tener que sufrirlas in natura. Si existe la musa de la no vela —la déc im a m usa—, su em blem a ser á u n had a cocinera, que eleva al mundo del estado crudo para sacarle el gusto al producir en él lo co m estible. Y tam bién po r eso pued e leerse el periódico fácilmente m ientras que se come, per o no leer una novela. Son tareas del todo incompatibles. El arte de narrar
Cada mañana que llega nos informa de las novedades que suceden en el mundo. Pero somos pobres sin embargo en historias que tengan
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interés. ¿A qué se debe esto? A que ya no llegan a nosotros acontecimientos que no estén entremezclados con explicaciones. Dicho en otras palabras: casi nada de cuanto nos sucede beneficia a la narración ; casi todo es inform ativo. La m itad del arte de la narración consiste en liberar alguna historia de explicaciones al reproducirla. Los antiguos eran maestros en hacerlo, ante todo Herodoto. En el capítulo catorce del libro tercero de sus Historias en con tram os la historia de Psammético. Guando este rey de Egipto resultó derrotado y capturado por Cambises, que era el rey de Persia, éste hizo el intento de humillarlo. Gambises ordenó pues que Psammético se situara en la calle a través de la cual iba a pas ar el des file de la victo ria s obr e él. Y además se encargó de que el prisionero viera pasar a su propia hija cuando, como sirvienta, iba a llevar un cántaro a la fuente. Mientras que los egipcios sollozaban teniendo que contemplar este espectáculo, Psammético siguió mudo e inmóvil, con los ojos clavados en el suelo. Y cuando vio a su hijo conducido hacia la ejecución, permaneció del mismo modo inmóvil. Pero cuando, entre los prisioneros, reconoció a un o de sus sirvientes, que era un hom bre viejo y miserable, se golpeó la cabeza con los puños y manifestó una gran tristeza. La historia nos permite com prend er en qué consiste una verdadera narración. La información tiene un interés exclusivamente en el instante en que del todo es nueva. Ella vive tan sólo en ese instante, se entrega a él por completo y se explica sin pérdida de tiempo. Por el contrario, la narración nunca se entrega. Centra sus fuerzas en el interior, y mucho tiempo después aún sigue siendo capaz de desplegarse. Así volvió M on ta ig n e a la n arració n del re y de Egip to y se preguntó por qué el rey no se lam enta hasta que po r fin ve a su sirviente. Y Mo ntaigne se respon de: «E stan do de antem ano lleno e inunda do de tristeza, la menor sobrecarga rompió los límites de su padecer»"'. De ese modo se puede entender esta historia. Pero aún deja espacio para explicaciones diferentes. Cualquiera puede acceder a conocerlas planteando la pregunta de Montaigne en el círculo que forman sus amigos. Por ejemplo, dijo uno de los míos: «Al rey no le conmueve el destino de los de su familia, por cuanto se trata de su propio des
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Miclicl di M on taign e, Ensayos, trad. M a D . Picazo y A . M on tajo, M adrid: Cátedra, vo l. I, |i;íjr. 4 4 (l ib ro p rim e ro , cap ít ulo II) . [N . del T .]