Pequeño tratado de inestética
ALAIN BADIOU
Pequeño tratado de Pequeño inestética
Prólogo: Fabián Javier Ludueña Romandini Traducción: G. Molina, L. Vogelfang, J. L. Caputo y M. G. Burello
Pequeño tratado de inestética
ALAIN BADIOU
Pequeño tratado de Pequeño inestética
Prólogo: Fabián Javier Ludueña Romandini Traducción: G. Molina, L. Vogelfang, J. L. Caputo y M. G. Burello
ALAIN BADIOU
Pequeño tratado de Pequeño inestética
Prólogo: Fabián Javier Ludueña Romandini Traducción: G. Molina, L. Vogelfang, J. L. Caputo y M. G. Burello
Badiou, Alain Pequeño manual de inestética inestética / Alain Badiou Badiou ; con prólogo de de Fabián J. Ludueña Romandini. Romandini. - 1a ed. - Buenos Aires : Prometeo Libros, 2009. 200 p. ; 20x15 20x15 cm. Traducido por: Guadalupe Molina y otros ISBN 978-987-574-362-5 1. Arte. 2. Estética. I. Ludueña Romandini, Romandini, Fabián J., prolog. prolog. II. Molina, Guadalupe , trad. III. otros, trad. IV. Título CDD 701.17
Índice
Prólogo: Eternidad, espectralidad, ontología: hacia una estética trans-objetual, por Fabián Fabián Javier Ludueña Romandini Romandini .............9 1. Arte y filosofía ................. ...................................... ......................................... ...................................45 ...............45 2. ¿Qué es un poema, y qué piensa de ello la filosofía? ........61 3. Un filósofo francés le responde a un poeta polaco .............75 4. Una tarea filosófica:ser contemporáneo de Pessoa............83
Colección arte&estética
5. Una dialéctica poética: Labid ben Rabi’a y Mallarmé .......93
Dirigida por Matías Bruera y Marcelo G. Burello
6. La danza como metáfora del pensamien pensamiento to .......................105 .......................105 7. Te Tesis sis sobre el teatro ................................... ....................................................... ...........................121 .......121
d’inesthétique. Título original: Petit manuel d’inesthétique.
8. Los falsos movimientos del cine .................... ........................................ ......................127 ..127
La presente publicación ha sido realizada gracias al apoyo del Ministerio de Asuntos Extranjeros de Francia.
9. Ser, existencia, pensamiento: prosa y concepto................139
Traducción: Lucía Vogelfang, Jorge L. Caputo, Marcelo G. Traducción: Burello y Guadalupe Molina
Apéndice .................... ........................................ ........................................ ........................................ ........................199 ....199
Supervisión y cuidado de la edición: Alejandro Cerletti © Editions du Seuil, Paris, 1998. © De esta edición, Prometeo Libros, 2009 Pringles 521 (C1183AEI), Buenos Aires, Argentina Tel.: (54-11) 4862-6794 / Fax: (54-11) 4864-3297 www.prometeoeditorial.com Hecho el depósito que marca la Ley 11.723 Prohibida su reproducción total o parcial Derechos reservados
10. Filosofía del fauno .................................................... ..............................................................177 ..........177
Índice
Badiou, Alain Pequeño manual de inestética inestética / Alain Badiou Badiou ; con prólogo de de Fabián J. Ludueña Romandini. Romandini. - 1a ed. - Buenos Aires : Prometeo Libros, 2009. 200 p. ; 20x15 20x15 cm. Traducido por: Guadalupe Molina y otros ISBN 978-987-574-362-5 1. Arte. 2. Estética. I. Ludueña Romandini, Romandini, Fabián J., prolog. prolog. II. Molina, Guadalupe , trad. III. otros, trad. IV. Título CDD 701.17
Prólogo: Eternidad, espectralidad, ontología: hacia una estética trans-objetual, por Fabián Fabián Javier Ludueña Romandini Romandini .............9 1. Arte y filosofía ................. ...................................... ......................................... ...................................45 ...............45 2. ¿Qué es un poema, y qué piensa de ello la filosofía? ........61 3. Un filósofo francés le responde a un poeta polaco .............75 4. Una tarea filosófica:ser contemporáneo de Pessoa............83
Colección arte&estética
5. Una dialéctica poética: Labid ben Rabi’a y Mallarmé .......93
Dirigida por Matías Bruera y Marcelo G. Burello
6. La danza como metáfora del pensamien pensamiento to .......................105 .......................105 7. Te Tesis sis sobre el teatro ................................... ....................................................... ...........................121 .......121
d’inesthétique. Título original: Petit manuel d’inesthétique.
8. Los falsos movimientos del cine .................... ........................................ ......................127 ..127
La presente publicación ha sido realizada gracias al apoyo del Ministerio de Asuntos Extranjeros de Francia.
9. Ser, existencia, pensamiento: prosa y concepto................139
Traducción: Lucía Vogelfang, Jorge L. Caputo, Marcelo G. Traducción: Burello y Guadalupe Molina
Apéndice .................... ........................................ ........................................ ........................................ ........................199 ....199
10. Filosofía del fauno .................................................... ..............................................................177 ..........177
Supervisión y cuidado de la edición: Alejandro Cerletti © Editions du Seuil, Paris, 1998. © De esta edición, Prometeo Libros, 2009 Pringles 521 (C1183AEI), Buenos Aires, Argentina Tel.: (54-11) 4862-6794 / Fax: (54-11) 4864-3297 www.prometeoeditorial.com Hecho el depósito que marca la Ley 11.723 Prohibida su reproducción total o parcial Derechos reservados
Prólogo Eternidad, espectralidad, ontología: hacia una estética trans-objetual Fabián Fab ián Javier Ludueña Romandini
L’arte L ’arte figurativa, figurativa, la letteratura, letteratura, la musica […] […] consistono consistono innanzitutto in attività di produzione di forme sensibili. Emanuele Coccia 1. Estética / Inestética
El libro que presentamos a la consideración del lector es uno de los más enérgicos manifiestos que Alain Badiou haya jamás escrito en contra del relativismo en todas sus formas. Este ensa yo de introducción no buscará, sin embargo, trazar traza r un cuadro sistemático que explicite, paso a paso, el desarrollo argumental del filósofo francés. Intentaremos, más bien, señalar solamente algunas de las proposiciones fundamentales de este gran platónico de la era post-metafísica a través de un diálogo –muchas veces crítico– crít ico– con dichos postulados post ulados convencidos, convencid os, como estamos, de que el comentario filosófico sólo puede practicarse de modo genuino tomando como punto de partida cierta proposición central de un autor para luego, desplazarla, reconfigurarla y finalmente reconducirla hacia nuevos horizontes y planteap lanteamientos posibles. De más está decir que dicho procedimiento sólo es posible por la virtud del texto comentado y por las potencialidades en él presentes. Dicho de otro modo, el comentador no puede sino tomar el hilo de oro escondido en una formulación para guiarse con él hacia nuevos territorios. 9
Prólogo Eternidad, espectralidad, ontología: hacia una estética trans-objetual Fabián Fab ián Javier Ludueña Romandini
L’arte L ’arte figurativa, figurativa, la letteratura, letteratura, la musica […] […] consistono consistono innanzitutto in attività di produzione di forme sensibili. Emanuele Coccia 1. Estética / Inestética
El libro que presentamos a la consideración del lector es uno de los más enérgicos manifiestos que Alain Badiou haya jamás escrito en contra del relativismo en todas sus formas. Este ensa yo de introducción no buscará, sin embargo, trazar traza r un cuadro sistemático que explicite, paso a paso, el desarrollo argumental del filósofo francés. Intentaremos, más bien, señalar solamente algunas de las proposiciones fundamentales de este gran platónico de la era post-metafísica a través de un diálogo –muchas veces crítico– crít ico– con dichos postulados post ulados convencidos, convencid os, como estamos, de que el comentario filosófico sólo puede practicarse de modo genuino tomando como punto de partida cierta proposición central de un autor para luego, desplazarla, reconfigurarla y finalmente reconducirla hacia nuevos horizontes y planteap lanteamientos posibles. De más está decir que dicho procedimiento sólo es posible por la virtud del texto comentado y por las potencialidades en él presentes. Dicho de otro modo, el comentador no puede sino tomar el hilo de oro escondido en una formulación para guiarse con él hacia nuevos territorios. 9
Fabián Javier Ludueña Romandini
En un primer momento, podría parecer sorprendente que un manifiesto en contra del relativismo –como reflejo filosófico del “materialismo democrático”– se halle bajo la rúbrica de un texto sobre estética. Esto es sólo una paradoja aparente dado que, para Badiou, la estética es uno de los dominios preferenciales (junto con la matemática, la política y el amor) donde encuentra su lugar más propio la “dialéctica materialista”, el “sustractivismo” que caracteriza su método filosófico. Este gesto de Badiou nos conduce a nuestra primera pregunta: ¿qué es la estética, esa disciplina filosófica en apariencia bastante nueva que se desarrolla como dominio autónomo desde hace casi dos siglos y medio? Evidentemente, no es éste el lugar para desarrollar una respuesta cabal a dicha pregunta. Sin embargo, habremos de elegir otra vía posible que consiste en interrogarnos sobre aquello que Badiou deja silenciado: ¿por qué adscribir a la estética en una región de la dialéctica materialista restándole, con ese mismo acto, su auto-proclamada autonomía (incluso cuando ésta es considerada, en muchos casos, como relativa)? Sin lugar a duda, con este gesto, Badiou nos hace comprender las consecuencias no necesariamente benéficas para la estética que ha significado su lenta constitución como campo autónomo de saber. Nada nos puede alejar más de la recta comprensión del fenómeno estético que su inclusión en la disciplina que estudia, exclusivamente, lo bello artístico. En este sentido, el gesto de Badiou resulta, cuando menos, esencial y decisivo. Sin embargo, ¿podemos realmente aceptar que la estética encuentra su verdadero locus primordial en la dialéctica materialista del sustractivismo matemático? En efecto, la denominación misma de “estética” ha constituido desde siempre para los filósofos una fuente de malestar y equívocos constantes. De un modo no del todo justo, suele achacársele este comienzo infructuoso a Alexander Baumgarten que habría acuñado un nombre impropio para una ciencia de lo bello. Sin embargo, como intentaremos mostrar inmediatamente, el equívoco no ha sido el de Baumgarten sino el de los filósofos sucesivos que no han sabido comprender la intuición fundamental que guiaba el proyecto filosófico del primero.
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Prólogo
Así, es posible posib le constatar const atar que para Baumgarten –como hoy ho y para Badiou– la estética no es más que una región de una ciencia superior o más abarcadora que en su caso estaba constituida por la gnoseología. De este modo, a diferencia de la gnoseología superior que se ocupa del saber intelectual, la estética o gnoseología inferior está llamada a tomar como su objeto más propio al saber sensible. Como escribe con suma claridad Baumgarten, la estética busca la “ perfectio cognitionis sensitivae qua talis” ( Aesthetica , 14). Es decir que antes de ser una ciencia de lo sensible en cuanto bello, la estética es la ciencia primordial de la sensación y de lo sensible, permaneciendo, de este modo, fiel a su designio etimológico: aísthesis, sensación. No puede sorprendernos entonces que cuando Immanuel Kant, en su Crítica de la razón pura , deba definir la ciencia de los principios de la sensibilidad a priori denomine a ésta como “estética trascendental”. Sin embargo, ya en la época en que Kant escribe su primera Crítica, este sentido original del término comenzaba a desdibujarse y es por ello que en una nota al pie, Kant recuerda que “los alemanes son los únicos que emplean hoy la palabra ‘estética’ para designar lo que otros denominan crítica del gusto” (A21 / B36). Es sabido cuánto admiraba Kant a Baumgarten a pesar de lo cual no puede evitar el gesto de hacer recaer sobre éste el equívoco de ese nombre por haber querido fundar una ciencia crítica de lo bello a partir de fuentes meramente empíricas que desconocían las condiciones trascendentales de posibilidad del juicio del gusto. Sin embargo, tal reproche (que sólo tiene sentido en los términos del idealismo trascendental) es del todo injusto si conser vamos en mientes la idea primigenia de Baumgarten, B aumgarten, esto es, que el gusto, como tal, es una región ontológica de lo sensible. Con todo, no es tanto Kant como Hegel quien produjo el divorcio irremediable entre la estética y la ciencia de lo sensible que derivó en la autonomización de la ciencia de lo bello en elucubraciones de espectadores museológicos. Al inicio de sus Lecciones sobre sobre la estética, Hegel define el objeto de la estética como el “reino de lo bello y más precisamente del arte bello”. Inmediatamente, Hegel manifiesta su incomodidad ante el hecho de que el arte bello b ello sea tratado por la estética, es decir, por una ciencia del sentir y propone que un nombre más adecuado para 11
Fabián Javier Ludueña Romandini
En un primer momento, podría parecer sorprendente que un manifiesto en contra del relativismo –como reflejo filosófico del “materialismo democrático”– se halle bajo la rúbrica de un texto sobre estética. Esto es sólo una paradoja aparente dado que, para Badiou, la estética es uno de los dominios preferenciales (junto con la matemática, la política y el amor) donde encuentra su lugar más propio la “dialéctica materialista”, el “sustractivismo” que caracteriza su método filosófico. Este gesto de Badiou nos conduce a nuestra primera pregunta: ¿qué es la estética, esa disciplina filosófica en apariencia bastante nueva que se desarrolla como dominio autónomo desde hace casi dos siglos y medio? Evidentemente, no es éste el lugar para desarrollar una respuesta cabal a dicha pregunta. Sin embargo, habremos de elegir otra vía posible que consiste en interrogarnos sobre aquello que Badiou deja silenciado: ¿por qué adscribir a la estética en una región de la dialéctica materialista restándole, con ese mismo acto, su auto-proclamada autonomía (incluso cuando ésta es considerada, en muchos casos, como relativa)? Sin lugar a duda, con este gesto, Badiou nos hace comprender las consecuencias no necesariamente benéficas para la estética que ha significado su lenta constitución como campo autónomo de saber. Nada nos puede alejar más de la recta comprensión del fenómeno estético que su inclusión en la disciplina que estudia, exclusivamente, lo bello artístico. En este sentido, el gesto de Badiou resulta, cuando menos, esencial y decisivo. Sin embargo, ¿podemos realmente aceptar que la estética encuentra su verdadero locus primordial en la dialéctica materialista del sustractivismo matemático? En efecto, la denominación misma de “estética” ha constituido desde siempre para los filósofos una fuente de malestar y equívocos constantes. De un modo no del todo justo, suele achacársele este comienzo infructuoso a Alexander Baumgarten que habría acuñado un nombre impropio para una ciencia de lo bello. Sin embargo, como intentaremos mostrar inmediatamente, el equívoco no ha sido el de Baumgarten sino el de los filósofos sucesivos que no han sabido comprender la intuición fundamental que guiaba el proyecto filosófico del primero.
Prólogo
Así, es posible posib le constatar const atar que para Baumgarten –como hoy ho y para Badiou– la estética no es más que una región de una ciencia superior o más abarcadora que en su caso estaba constituida por la gnoseología. De este modo, a diferencia de la gnoseología superior que se ocupa del saber intelectual, la estética o gnoseología inferior está llamada a tomar como su objeto más propio al saber sensible. Como escribe con suma claridad Baumgarten, la estética busca la “ perfectio cognitionis sensitivae qua talis” ( Aesthetica , 14). Es decir que antes de ser una ciencia de lo sensible en cuanto bello, la estética es la ciencia primordial de la sensación y de lo sensible, permaneciendo, de este modo, fiel a su designio etimológico: aísthesis, sensación. No puede sorprendernos entonces que cuando Immanuel Kant, en su Crítica de la razón pura , deba definir la ciencia de los principios de la sensibilidad a priori denomine a ésta como “estética trascendental”. Sin embargo, ya en la época en que Kant escribe su primera Crítica, este sentido original del término comenzaba a desdibujarse y es por ello que en una nota al pie, Kant recuerda que “los alemanes son los únicos que emplean hoy la palabra ‘estética’ para designar lo que otros denominan crítica del gusto” (A21 / B36). Es sabido cuánto admiraba Kant a Baumgarten a pesar de lo cual no puede evitar el gesto de hacer recaer sobre éste el equívoco de ese nombre por haber querido fundar una ciencia crítica de lo bello a partir de fuentes meramente empíricas que desconocían las condiciones trascendentales de posibilidad del juicio del gusto. Sin embargo, tal reproche (que sólo tiene sentido en los términos del idealismo trascendental) es del todo injusto si conser vamos en mientes la idea primigenia de Baumgarten, B aumgarten, esto es, que el gusto, como tal, es una región ontológica de lo sensible. Con todo, no es tanto Kant como Hegel quien produjo el divorcio irremediable entre la estética y la ciencia de lo sensible que derivó en la autonomización de la ciencia de lo bello en elucubraciones de espectadores museológicos. Al inicio de sus Lecciones sobre sobre la estética, Hegel define el objeto de la estética como el “reino de lo bello y más precisamente del arte bello”. Inmediatamente, Hegel manifiesta su incomodidad ante el hecho de que el arte bello b ello sea tratado por la estética, es decir, por una ciencia del sentir y propone que un nombre más adecuado para
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Fabián Javier Ludueña Romandini
la misma hubiese sido el de caliología aun si reconoce, acto seguido, que dicho reemplazo nominal es contrario al uso corriente y por lo tanto, propone conservar la denominación de “estética” siempre y cuando se corrija y limite adecuadamente su significación para apartarla, en buena medida, de lo sensible1. El radical gesto hegeliano de separar a la ciencia de lo bello de la ciencia de lo estrictamente sensible ha perdurado hasta hoy como acto inaugural y decisivo del cual ninguna estética anti-hegeliana ha podido desembarazarse del todo. Estamos ahora en condiciones de medir el profundo alcance del movimiento badiouano que, una vez más, vuelve a intentar reubicar a la estética en otro dominio diferente al cual Hegel la había confinado de un modo durable. Sin embargo, no creemos que la estética pueda ser ni como quería Hegel, simple ciencia del arte bello, ni tampoco, como propone Badiou, una región de la dialéctica materialista. El gesto de reubicación en el sistema de los saberes culmina en Badiou con la adopción del término mismo de in-estética. Sin embargo, creemos que en este neologismo se evidencia una especie de radicalización paradójica del gesto hegeliano que había alejado a la estética de su fuente primera, esto es, de la región ontológica de las imágenes sensibles. En efecto, deberíamos considerar a lo bello artístico primariamente como una manifestación de lo sensible mismo y sólo comprendiendo los rasgos comunes que lo bello artístico comparte con toda imagen sensorial en general se podrá, algún día, aclarar el misterio de la producción humana de imágenes.
Como es sabido, en Hegel, el aspecto sensible de la obra de arte queda consecuentemente desplazado y limitado por el pensamiento que en última instancia determina la esencia de aquél. En la Encyclopädie der philosophischen Wissenschaften im Grundrisse , el arte no entra en las consideraciones de la Filosofía de la Naturaleza sino sólo en el saber absoluto de la Filosofía del Espíritu. El arte es representación de lo Ideal: “esto es, de la figura concreta, nacida del espíritu subjetivo, en la cual la inmediatez natural solamente es signo de la idea, y para cuya expresión aquella inmediatez de tal manera ha sido transfigurada por el espíritu imaginativo, que la figura ya no muestra en ella nada más [que la idea]: es la figura de la belleza” Encyclopädie (edición Bonsiepen – Lucas) § 556. 1
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Prólogo
Es necesario hacer notar, sin embargo, que numerosos ensa yos y tratados consagrados al fenómeno de lo bello han comprendido este punto en algún momento u otro pero han dejado escapar dicha intuición fundamental sin poder desarrollarla. Así por ejemplo, Heinrich Wölfflin, usualmente considerado un “formalista” del todo alejado de los problemas derivados de la percepción, ha podido escribir: El hecho de ceñir una figura con línea uniforme y precisa conser va algo en sí todavía de captación física. La operación que ejecuta la vista se asemeja a la operación de la mano que se desliza palpando la superficie del cuerpo, y el modelado, que con la gradación de luz evoca lo real, alude también al sentido del tacto 2.
El historiador del arte ha redactado estas líneas en medio de una amplia disquisición –poco fructífera por lo demás– sobre la representación pictórica y la lineal. Sin embargo, podemos apreciar cómo aun dentro de un formalismo como el de Wölfflin, se reconoce de modo explícito que toda imagen implica no sólo una captación física que además involucra a la percepción visual sino que al mismo tiempo moviliza a todo el sistema perceptivo en su conjunto, por caso, al tacto. Así también Theodor W. Adorno podrá escribir en su Teoría estética que “igual que la experiencia artística, la experiencia estética de la naturaleza es una experiencia de imágenes”3. Originariamente concebida en el contexto de una crítica de la distinción hegeliana entre lo bello natural y lo bello artístico, la proposición de Adorno conserva una fuerza inusitada que debemos desarrollar sucesivamente, esto es, si la experiencia artística y la experiencia de la naturaleza pueden de algún modo aproximarse, esto es posible porque ambas comparten un sustrato común, es decir, provienen y existen según un modo que les es común a todas las imágenes sensitivas. Siempre los filólogos clásicos y los historiadores del arte han mostrado su perplejidad ante el hecho de que Plinio el Viejo WÖLFFLIN, Heinrich, Kunstgeschichtliche Grundbegriffe [trad. española, Conceptos fundamentales de la Historia del Arte , Madrid, 1997, p.59]. 2
ADORNO, T. W., Gesammelte Schriften in zwanzig Bänden. 7. Ästhetische Theorie, Fráncfort del Meno, 1970 [trad. castellana, Teoría estética. Obra completa, 7, Madrid, 2004, p. 93]. 3
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la misma hubiese sido el de caliología aun si reconoce, acto seguido, que dicho reemplazo nominal es contrario al uso corriente y por lo tanto, propone conservar la denominación de “estética” siempre y cuando se corrija y limite adecuadamente su significación para apartarla, en buena medida, de lo sensible1. El radical gesto hegeliano de separar a la ciencia de lo bello de la ciencia de lo estrictamente sensible ha perdurado hasta hoy como acto inaugural y decisivo del cual ninguna estética anti-hegeliana ha podido desembarazarse del todo. Estamos ahora en condiciones de medir el profundo alcance del movimiento badiouano que, una vez más, vuelve a intentar reubicar a la estética en otro dominio diferente al cual Hegel la había confinado de un modo durable. Sin embargo, no creemos que la estética pueda ser ni como quería Hegel, simple ciencia del arte bello, ni tampoco, como propone Badiou, una región de la dialéctica materialista. El gesto de reubicación en el sistema de los saberes culmina en Badiou con la adopción del término mismo de in-estética. Sin embargo, creemos que en este neologismo se evidencia una especie de radicalización paradójica del gesto hegeliano que había alejado a la estética de su fuente primera, esto es, de la región ontológica de las imágenes sensibles. En efecto, deberíamos considerar a lo bello artístico primariamente como una manifestación de lo sensible mismo y sólo comprendiendo los rasgos comunes que lo bello artístico comparte con toda imagen sensorial en general se podrá, algún día, aclarar el misterio de la producción humana de imágenes.
Como es sabido, en Hegel, el aspecto sensible de la obra de arte queda consecuentemente desplazado y limitado por el pensamiento que en última instancia determina la esencia de aquél. En la Encyclopädie der philosophischen Wissenschaften im Grundrisse , el arte no entra en las consideraciones de la Filosofía de la Naturaleza sino sólo en el saber absoluto de la Filosofía del Espíritu. El arte es representación de lo Ideal: “esto es, de la figura concreta, nacida del espíritu subjetivo, en la cual la inmediatez natural solamente es signo de la idea, y para cuya expresión aquella inmediatez de tal manera ha sido transfigurada por el espíritu imaginativo, que la figura ya no muestra en ella nada más [que la idea]: es la figura de la belleza” Encyclopädie (edición Bonsiepen – Lucas) § 556. 1
Prólogo
Es necesario hacer notar, sin embargo, que numerosos ensa yos y tratados consagrados al fenómeno de lo bello han comprendido este punto en algún momento u otro pero han dejado escapar dicha intuición fundamental sin poder desarrollarla. Así por ejemplo, Heinrich Wölfflin, usualmente considerado un “formalista” del todo alejado de los problemas derivados de la percepción, ha podido escribir: El hecho de ceñir una figura con línea uniforme y precisa conser va algo en sí todavía de captación física. La operación que ejecuta la vista se asemeja a la operación de la mano que se desliza palpando la superficie del cuerpo, y el modelado, que con la gradación de luz evoca lo real, alude también al sentido del tacto 2.
El historiador del arte ha redactado estas líneas en medio de una amplia disquisición –poco fructífera por lo demás– sobre la representación pictórica y la lineal. Sin embargo, podemos apreciar cómo aun dentro de un formalismo como el de Wölfflin, se reconoce de modo explícito que toda imagen implica no sólo una captación física que además involucra a la percepción visual sino que al mismo tiempo moviliza a todo el sistema perceptivo en su conjunto, por caso, al tacto. Así también Theodor W. Adorno podrá escribir en su Teoría estética que “igual que la experiencia artística, la experiencia estética de la naturaleza es una experiencia de imágenes”3. Originariamente concebida en el contexto de una crítica de la distinción hegeliana entre lo bello natural y lo bello artístico, la proposición de Adorno conserva una fuerza inusitada que debemos desarrollar sucesivamente, esto es, si la experiencia artística y la experiencia de la naturaleza pueden de algún modo aproximarse, esto es posible porque ambas comparten un sustrato común, es decir, provienen y existen según un modo que les es común a todas las imágenes sensitivas. Siempre los filólogos clásicos y los historiadores del arte han mostrado su perplejidad ante el hecho de que Plinio el Viejo WÖLFFLIN, Heinrich, Kunstgeschichtliche Grundbegriffe [trad. española, Conceptos fundamentales de la Historia del Arte , Madrid, 1997, p.59]. 2
3 ADORNO, T. W., Gesammelte Schriften in zwanzig Bänden. 7. Ästhetische Theorie, Fráncfort del Meno, 1970 [trad. castellana, Teoría estética. Obra completa, 7, Madrid, 2004, p. 93].
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Fabián Javier Ludueña Romandini
incluyese sus textos de historia del arte en su Historia Natural al punto que cierta crítica textual ha creído poder editar los textos sobre arte de Plinio de modo independiente del resto de su cor pus naturalista dando así la impresión de que se podía crear un canon textual independiente para la historia del arte. Sin embargo, como en todo proceso de canonización textual, la separación ejecutada sobre los textos de Plinio de su fondo naturalista, ha conllevado la pérdida de toda posible inteligibilidad filosófica del fenómeno estético. Ya en el prefacio mismo de su obra, Plinio reconoce que su trabajo trata sobre la physis, es decir, sobre la vida. Y aunque para los griegos, techné fuese el término que designaba a todo arte que supera a la naturaleza, la intuición contraria de Plinio conserva la idea de que en el sustrato del fenómeno, el arte como poiesis y la naturaleza (lo que Hegel llama lo bello natural) comparten un mismo punto de partida en la vida y ese punto está dado por el hecho de ser imágenes y, como tales, partícipes de la sensación. Sólo podrá comprenderse apropiadamente qué es una imagen artística si se logra restituirla a su región ontológica original como ciencia del devenir de lo sensible. En este punto, una imagen natural (como el reflejo de un árbol sobre un lago), una imagen pictórica o una imagen cinematográfica guardan un parentesco ontológico común cuyo olvido ha minado a la filosofía del arte desde sus inicios al punto que hoy puede hablarse de algo así como del “fin del arte” sin entender las aporías que dicha formulación presenta para una ciencia de lo sensible. 2. La(s) “ciencia(s) sin nombre”
En un momento fulgurante del segundo volumen de su obra capital, L’être et le évènement, Badiou pone en relación cuatro imágenes cuyo motivo central es la puesta en escena de caballos. En un gesto que ignora conscientemente todas las reglas del método iconológico tradicional, los dos pares de figuras están separadas por un intervalo cronológico de aproximadamente treinta mil años. El primer grupo de imágenes está constituido por pinturas rupestres de la cueva de Chauvet-Pont-d’Arc en Ardèche y el segundo, por dos cuadros de Pablo Picasso: 14
Prólogo
Deux chevaux traînant un cheval tué , de 1929 y Homme tenant deux chevaux, de 1939. Como bien señala Badiou, Picasso jamás hubiese podido inspirarse en el ejecutor de las imágenes de la cueva Chauvet, dado que no se conocían en su época estas imágenes rupestres. Sin embargo, para Badiou, en el atelier de Picasso confluye y se juega la historia misma del desarrollo de la comunidad humana desde Chauvet o, al menos, desde Altamira o Lascaux. El iconólogo moderno, una figura prominente del relativismo según Badiou, diría que la “objetividad del animal significa muy poca cosa frente a la completa modificación del contexto” y que “es imposible comparar la actividad mimética casi inexplicable de aquellos grupos de cazadores, a nuestros ojos totalmente desprotegidos, que hay que imaginarse como encarnizados en recubrir de intensas imágenes las paredes de su cueva, a la luz oscilante del fuego o de las antorchas, con el artista heredero de una inmensa historia explícita, célebre entre todos, que inventa formas, o retrabaja aquellas que existen para el placer del pensamiento-pintura, en un atelier donde todas las perfecciones de la química y de la t écnica sirven a su trabajo”4. Sin embargo, dice Badiou, la comparación no sólo es posible sino necesaria y legítima dado que en todas las imágenes se manifiesta un “motivo invariante”. Por supuesto, esta invariante no resta legitimidad a los análisis sincrónicos del iconólogo dado que Badiou admite la existencia de una multiplicidad de mundos articulados en sus registros históricos correspondientes. Sin embargo, dicho análisis resulta del todo insuficiente si no puede remontarse más allá de su particularismo histórico hacia “la invariante de las verdades que aparecen en los puntos distintos de esta multiplicidad”. Ahora bien, la invariante en cuestión aquí es el animal tipo, el paradigma inteligible del animal sensible, dicho en otros términos (platónicos), la Forma del caballo. Con todo, la operación badiouana consiste, esencialmente, en este punto, en leer con nuevos prismas la filosofía platónico-hegeliana: así, para el filósofo francés, el caballo de la cueva de Chauvet no es la degradación sensible de una idea supra-sensible ni BADIOU, Alain, Logiques des Mondes. L’être et l’événement, 2 , París, 2006, p. 26. 4
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Fabián Javier Ludueña Romandini
incluyese sus textos de historia del arte en su Historia Natural al punto que cierta crítica textual ha creído poder editar los textos sobre arte de Plinio de modo independiente del resto de su cor pus naturalista dando así la impresión de que se podía crear un canon textual independiente para la historia del arte. Sin embargo, como en todo proceso de canonización textual, la separación ejecutada sobre los textos de Plinio de su fondo naturalista, ha conllevado la pérdida de toda posible inteligibilidad filosófica del fenómeno estético. Ya en el prefacio mismo de su obra, Plinio reconoce que su trabajo trata sobre la physis, es decir, sobre la vida. Y aunque para los griegos, techné fuese el término que designaba a todo arte que supera a la naturaleza, la intuición contraria de Plinio conserva la idea de que en el sustrato del fenómeno, el arte como poiesis y la naturaleza (lo que Hegel llama lo bello natural) comparten un mismo punto de partida en la vida y ese punto está dado por el hecho de ser imágenes y, como tales, partícipes de la sensación. Sólo podrá comprenderse apropiadamente qué es una imagen artística si se logra restituirla a su región ontológica original como ciencia del devenir de lo sensible. En este punto, una imagen natural (como el reflejo de un árbol sobre un lago), una imagen pictórica o una imagen cinematográfica guardan un parentesco ontológico común cuyo olvido ha minado a la filosofía del arte desde sus inicios al punto que hoy puede hablarse de algo así como del “fin del arte” sin entender las aporías que dicha formulación presenta para una ciencia de lo sensible. 2. La(s) “ciencia(s) sin nombre”
En un momento fulgurante del segundo volumen de su obra capital, L’être et le évènement, Badiou pone en relación cuatro imágenes cuyo motivo central es la puesta en escena de caballos. En un gesto que ignora conscientemente todas las reglas del método iconológico tradicional, los dos pares de figuras están separadas por un intervalo cronológico de aproximadamente treinta mil años. El primer grupo de imágenes está constituido por pinturas rupestres de la cueva de Chauvet-Pont-d’Arc en Ardèche y el segundo, por dos cuadros de Pablo Picasso: 14
Fabián Javier Ludueña Romandini
tampoco el descenso de la Idea en lo sensible, sino la “creación sensible de la Idea”. La filosofía badiouana no excluye, sino que por el contrario intenta lograr, una articulación posible entre creación y eternidad, entre sensible e Idea. Desde esta perspectiva, ambos grupos de figuras participan de la Verdad y, como tales, el hombre de las cuevas de Chauvet y Picasso pintan el mismo animal5. Llegados a este punto, resulta singular que Badiou no haga ninguna mención de quien, en el dominio de las imágenes, ha sido el maestro de las largas duraciones: Aby Warburg. En efecto, Warburg ha hecho de este tipo de comparaciones entre imágenes milenarias el objeto mismo de sus desvelos. El Atlas Mmemosyne no es sino la forma extrema y más compleja que jamás se haya imaginado de este tipo de historia del devenir de lo humano a través de su dimensión imaginal. Con todo, siempre fue muy complejo para el propio Warburg comprender en qué consistía su propia tarea, cuál era el objeto mismo cuya obstinada persecución lo llevó a las puertas de la locura: iconología, Kulturwissenschaft, Mnemosyne fueron todos nombres que nunca satisficieron plenamente a Warburg al punto que Robert Klein ha podido escribir que Warburg “creó una disciplina, que al revés de tantas otras, existe pero no tiene nombre”6. BADIOU, Alain, ibidem, p. 28 : “los caballos del atelier Chauvet y los caballos de Picasso son también los mismos”. 6 KLEIN, Robert, La Forme et l’intelligible. Écrits sur la Renaissance et l’art moderne, París, Gallimard, 1970, p. 224. Sobre la Kulturwissenschaft , cf. WIND, Edgard, “Warburg’s Concept of Kulturwissenschaft and its Meaning for Aesthetics” in The Eloquence of Symbols. Studies in Humanist Art , Oxford, Clarendon Press, 1983 que retoma con añadidos una conferencia presentada en octubre de 1930: “Warbrugs Begriff der Kulturwissenschaft und seine Bedeutung für die Ästhetik” in Beilagehft zur Zeitschrift für Ästhetik aund allgemeine Kunstwissenschaft , XXV (1931), pp. 163-179. Es necesario señalar también el artículo penetrante de AGAMBEN, Giorgio, “Aby Warburg e la scienza senza nome”, Aut Aut, nº 199-200, (1984), pp. 5166. Es de observar que la intuición fundamental de Agamben no carecía de un importante antecedente, es decir, GINZBURG, Carlo, “Da A. Warburg a E.H. Gombrich. Note su un problema di metodo” in Studi medievali , serie III, VII (1966), pp. 1015-1065. Ginzburg ya presenta aquí la tesis fundamental según la cual los intereses de Warburg superaban la “estética” para adentrarse en una historia de la civilización que pusiese en relación “la ex5
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Prólogo
Deux chevaux traînant un cheval tué , de 1929 y Homme tenant deux chevaux, de 1939. Como bien señala Badiou, Picasso jamás hubiese podido inspirarse en el ejecutor de las imágenes de la cueva Chauvet, dado que no se conocían en su época estas imágenes rupestres. Sin embargo, para Badiou, en el atelier de Picasso confluye y se juega la historia misma del desarrollo de la comunidad humana desde Chauvet o, al menos, desde Altamira o Lascaux. El iconólogo moderno, una figura prominente del relativismo según Badiou, diría que la “objetividad del animal significa muy poca cosa frente a la completa modificación del contexto” y que “es imposible comparar la actividad mimética casi inexplicable de aquellos grupos de cazadores, a nuestros ojos totalmente desprotegidos, que hay que imaginarse como encarnizados en recubrir de intensas imágenes las paredes de su cueva, a la luz oscilante del fuego o de las antorchas, con el artista heredero de una inmensa historia explícita, célebre entre todos, que inventa formas, o retrabaja aquellas que existen para el placer del pensamiento-pintura, en un atelier donde todas las perfecciones de la química y de la t écnica sirven a su trabajo”4. Sin embargo, dice Badiou, la comparación no sólo es posible sino necesaria y legítima dado que en todas las imágenes se manifiesta un “motivo invariante”. Por supuesto, esta invariante no resta legitimidad a los análisis sincrónicos del iconólogo dado que Badiou admite la existencia de una multiplicidad de mundos articulados en sus registros históricos correspondientes. Sin embargo, dicho análisis resulta del todo insuficiente si no puede remontarse más allá de su particularismo histórico hacia “la invariante de las verdades que aparecen en los puntos distintos de esta multiplicidad”. Ahora bien, la invariante en cuestión aquí es el animal tipo, el paradigma inteligible del animal sensible, dicho en otros términos (platónicos), la Forma del caballo. Con todo, la operación badiouana consiste, esencialmente, en este punto, en leer con nuevos prismas la filosofía platónico-hegeliana: así, para el filósofo francés, el caballo de la cueva de Chauvet no es la degradación sensible de una idea supra-sensible ni BADIOU, Alain, Logiques des Mondes. L’être et l’événement, 2 , París, 2006, p. 26. 4
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Prólogo
La introducción preparada por Warburg para su Bilderatlas Mnemosyne es un texto que en sus densísimos propósitos encierra algunos de los elementos rectores de las ambiciones teóricas más vastas de su autor7. En efecto, allí se deja en evidencia que la memoria en la que piensa Warburg actúa, en principio, a partir de un conjunto de polaridades psíquicas (entre la contemplación y el abandono orgiástico) que se corresponden con un “patrimonio hereditario inalienable” ( unverlierbare Erbmasse ), esto es, con el desarrollo mismo de la especie humana. Se trata de una “ciencia” ( Wissenschaft ) que se ocupa de la estructura rítmica ( rhythmische Gefüge) a través de la cual los “monstruos de la Fantasía” (die Monstra der Phantasie) se adueñan del perceptor para transformarse en “maestros de vida” ( Lebensführern). En este sentido, todas las experiencias humanas inquietantes (unheimlichen Erlebens ), “luchar, caminar, correr, danzar, aferrar” ( Kämpfen, Gehen, Laufen, Tanzen, Greifen), forman parte del repertorio gestual de las Pathosformeln, “fórmulas de pathos” que cristalizan estas experiencias polares del habitus emocional. Estos “engramas de la experiencia emotiva” ( Engramme leidenschaftlicher Erfahrung) tienen una vida póstuma (überleben ) que atraviesa todo el desarrollo evolutivo del hombre y constitu yen la materia misma de toda historia auténtica de lo humano. No se trata, sin embargo, de ninguna teoría unilineal de la evolupresión figurativa y el lenguaje hablado”. Dos años antes, MOMIGLIANO, Arnaldo, “Gertrud Bing (1892-1964)” in Rivista storica italiana, LXXVI (1964), pp. 856-858, había ya explicitado las diferencias que separaban el lagado warburguiano del perfil que había tomado el Instit uto luego de la muerte de su fundador. Con todo, en su brillante artículo, Agamben tampoco puede evitar reducir el objeto de la búsqueda warburguiana a una “ciencia liberadora de lo humano” bajo el nombre de Mnemosyne. De hecho, estos artículos representan una amplia corriente de pensamiento que intentando rescatar a Warburg del reduccionismo iconológico al que lo habían confinado Saxl, Panofsky y Gombrich, han hecho de aquél el exponente eminente de una antropología histórica de lo humano, una perspectiva sin duda cierta pero también ampliamente insuficiente. 7 WARBURG, Aby, Der Bilderatlas MNEMOSYNE, Herausgegeben von Martin Warnke unter Mitarbeit von Claudia Brink , Akademie Verlag, Berlín, 2003, pp. 3-6. 17
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tampoco el descenso de la Idea en lo sensible, sino la “creación sensible de la Idea”. La filosofía badiouana no excluye, sino que por el contrario intenta lograr, una articulación posible entre creación y eternidad, entre sensible e Idea. Desde esta perspectiva, ambos grupos de figuras participan de la Verdad y, como tales, el hombre de las cuevas de Chauvet y Picasso pintan el mismo animal5. Llegados a este punto, resulta singular que Badiou no haga ninguna mención de quien, en el dominio de las imágenes, ha sido el maestro de las largas duraciones: Aby Warburg. En efecto, Warburg ha hecho de este tipo de comparaciones entre imágenes milenarias el objeto mismo de sus desvelos. El Atlas Mmemosyne no es sino la forma extrema y más compleja que jamás se haya imaginado de este tipo de historia del devenir de lo humano a través de su dimensión imaginal. Con todo, siempre fue muy complejo para el propio Warburg comprender en qué consistía su propia tarea, cuál era el objeto mismo cuya obstinada persecución lo llevó a las puertas de la locura: iconología, Kulturwissenschaft, Mnemosyne fueron todos nombres que nunca satisficieron plenamente a Warburg al punto que Robert Klein ha podido escribir que Warburg “creó una disciplina, que al revés de tantas otras, existe pero no tiene nombre”6. BADIOU, Alain, ibidem, p. 28 : “los caballos del atelier Chauvet y los caballos de Picasso son también los mismos”. 6 KLEIN, Robert, La Forme et l’intelligible. Écrits sur la Renaissance et l’art moderne, París, Gallimard, 1970, p. 224. Sobre la Kulturwissenschaft , cf. WIND, Edgard, “Warburg’s Concept of Kulturwissenschaft and its Meaning for Aesthetics” in The Eloquence of Symbols. Studies in Humanist Art , Oxford, Clarendon Press, 1983 que retoma con añadidos una conferencia presentada en octubre de 1930: “Warbrugs Begriff der Kulturwissenschaft und seine Bedeutung für die Ästhetik” in Beilagehft zur Zeitschrift für Ästhetik aund allgemeine Kunstwissenschaft , XXV (1931), pp. 163-179. Es necesario señalar también el artículo penetrante de AGAMBEN, Giorgio, “Aby Warburg e la scienza senza nome”, Aut Aut, nº 199-200, (1984), pp. 5166. Es de observar que la intuición fundamental de Agamben no carecía de un importante antecedente, es decir, GINZBURG, Carlo, “Da A. Warburg a E.H. Gombrich. Note su un problema di metodo” in Studi medievali , serie III, VII (1966), pp. 1015-1065. Ginzburg ya presenta aquí la tesis fundamental según la cual los intereses de Warburg superaban la “estética” para adentrarse en una historia de la civilización que pusiese en relación “la ex5
Prólogo
La introducción preparada por Warburg para su Bilderatlas Mnemosyne es un texto que en sus densísimos propósitos encierra algunos de los elementos rectores de las ambiciones teóricas más vastas de su autor7. En efecto, allí se deja en evidencia que la memoria en la que piensa Warburg actúa, en principio, a partir de un conjunto de polaridades psíquicas (entre la contemplación y el abandono orgiástico) que se corresponden con un “patrimonio hereditario inalienable” ( unverlierbare Erbmasse ), esto es, con el desarrollo mismo de la especie humana. Se trata de una “ciencia” ( Wissenschaft ) que se ocupa de la estructura rítmica ( rhythmische Gefüge) a través de la cual los “monstruos de la Fantasía” (die Monstra der Phantasie) se adueñan del perceptor para transformarse en “maestros de vida” ( Lebensführern). En este sentido, todas las experiencias humanas inquietantes (unheimlichen Erlebens ), “luchar, caminar, correr, danzar, aferrar” ( Kämpfen, Gehen, Laufen, Tanzen, Greifen), forman parte del repertorio gestual de las Pathosformeln, “fórmulas de pathos” que cristalizan estas experiencias polares del habitus emocional. Estos “engramas de la experiencia emotiva” ( Engramme leidenschaftlicher Erfahrung) tienen una vida póstuma (überleben ) que atraviesa todo el desarrollo evolutivo del hombre y constitu yen la materia misma de toda historia auténtica de lo humano. No se trata, sin embargo, de ninguna teoría unilineal de la evolupresión figurativa y el lenguaje hablado”. Dos años antes, MOMIGLIANO, Arnaldo, “Gertrud Bing (1892-1964)” in Rivista storica italiana, LXXVI (1964), pp. 856-858, había ya explicitado las diferencias que separaban el lagado warburguiano del perfil que había tomado el Instit uto luego de la muerte de su fundador. Con todo, en su brillante artículo, Agamben tampoco puede evitar reducir el objeto de la búsqueda warburguiana a una “ciencia liberadora de lo humano” bajo el nombre de Mnemosyne. De hecho, estos artículos representan una amplia corriente de pensamiento que intentando rescatar a Warburg del reduccionismo iconológico al que lo habían confinado Saxl, Panofsky y Gombrich, han hecho de aquél el exponente eminente de una antropología histórica de lo humano, una perspectiva sin duda cierta pero también ampliamente insuficiente. 7 WARBURG, Aby, Der Bilderatlas MNEMOSYNE, Herausgegeben von Martin Warnke unter Mitarbeit von Claudia Brink , Akademie Verlag, Berlín, 2003, pp. 3-6.
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ción ( Evolutionslehre) sino al contrario de borrar aquel zócalo tan obstinadamente establecido que separa a la historia humana de la “materia estratificada acronológicamente” (achronologisch geschichteten Materie). ¿Cómo puede entenderse entonces una experiencia semejante? ¿Y en qué sentido puede llamarse “histórica” a la ciencia que se ocupa de aquélla? El propio Warburg no clarificó estos puntos suficientemente y no pocos malentendidos se han desatado respecto de cómo entender su proyecto. La primera evidencia que no hay que perder de vista, es la estructura misma del Atlas de Warburg. Ciertamente, el intento de Warburg no carece de antecedentes como, por ejemplo, el Ethnologisches Bilderbuch . Die Welt in ihren Spiegelungen unter dem Wandel des Völkergedankens (1887) del etnólogo Adolf Bastian, una fuente esencial ya señalada en su momento por Ernst Gombrich 8. Con todo, los diagramas de Bastian se hallan muy alejados de los intentos warburguianos dado que no se trata de plasmar “concepciones del mundo” propias de los pueblos humanos más distantes entre sí en el tiempo y en el espacio. La materia con la que trabaja Warburg es enteramente diferente: se trata del mundo de las emociones funda mentales . Por ello, es también insuficiente la concepción que busca la especificidad del Atlas en tanto que éste contendría una suerte de historia del arte propia de la imagen-movimiento de la época cinematográfica. Si bien esto último es cierto, una constatación se impone: Warburg no realiza tanto la historia de las imágenes (fotogramas o signaturas) contenidas en el Atlas como de las emociones que éstas acumulan y desplazan. Esto explica, en primer término, la disparidad de los materiales atesorados9 que van desde bajorrelieves funerarios hasta fotografías de periódicos y revistas pasando por cuadros pictóricos de diversas épocas y diagramas trazados por el propio Warburg. Este punto cardinal ha sido ampliamente ignorado por los historiadores que tuvieron la tarea de continuar el legado de su maesGOMBRICH, Ernst, Aby Warburg. An Intelectual Biography with a memoir on the history of the library by F. Saxl , Oxford, 1986, 1970a, p. 265. 9 El primero en señalar dicha heterogeneidad que diferencia tan fundamentalmente el trabajo de Bastian del de Warburg, ha sido DIDI-HUBERMAN, Georges, L’image survivante. Histoire de l’art et temps des fantômes selon Aby Warburg, París, 2002, p. 477. 8
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Prólogo
tro dado que, en un gesto decisivo, desplazaron el interés warburguiano por una pathologia ultra-histórica de la cual las imágenes son solamente los signos exteriores de una “sismografía” de las emociones hacia una mera ciencia del contenido iconológico de las imágenes y sus migraciones. En efecto, si hay una intuición obsesiva que recorre toda la estructura misma del Atlas, ésta consiste en el hecho de que las emociones invaden al hombre, lo desgarran y lo enloquecen desde fuera de sí mismo. El lugar de las emociones como fuerzas cósmicas fundamentales es, en principio, un lugar in-humano (que se entremezcla con los “estratos materiales acronológicos”) al que el aparato perceptor del hombre tiene acceso gracias a su condición sensitiva, esto es, animal. Es por ello que, antes de ser antropológica, la ciencia de Warburg, es ciencia de lo viviente en cuanto ser sensitivo10. Pero, precisamente, aquello que distingue al hombre del resto de los vivientes es aquel proceso biológico-histórico conocido como hominización y que podría ser descripto como el acceso al control multi-polar de las emociones cósmicas por parte del viviente hombre. Desde este punto de vista, el interés warburguiano por la antropogénesis está dado en la medida en que son las emociones las que fabrican lo humano pero, justamente por ello, éstas no tienen estricta necesidad de lo humano para subsistir en el mundo. Una correcta comprensión de la ambición desmesurada del proyecto warburguiano (ambición que desembocaría en la locura y en la internación en la clínica de Binswanger) debe partir de la constatación de que, en efecto, son las piedras de los bajorrelieves antiguos las que contienen, trasmiten y vehiculizan las emociones que el artista del Renacimiento o el hombre moderno percibirán pasivamente provenientes de éstas. Más aun, las Pathosformeln implican que, de algún modo, las emociones habitan y son “sentidas” en primera instancia por sus objetos transmisores mismos y sólo posteriormente traspasadas simpáticamente al hombre. Si las emociones no fuesen un mundo primariamente a-subjetivo no podría haber algo así como una En ese sentido, se trata de superar una concepción meramente psicológico-cultural de las emociones. Una versión contemporánea sofisticada de esta última posición es la que ofrece NUSSBAUM, Martha, Upheaval Thought , Cambridge, 2001. 10
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ción ( Evolutionslehre) sino al contrario de borrar aquel zócalo tan obstinadamente establecido que separa a la historia humana de la “materia estratificada acronológicamente” (achronologisch geschichteten Materie). ¿Cómo puede entenderse entonces una experiencia semejante? ¿Y en qué sentido puede llamarse “histórica” a la ciencia que se ocupa de aquélla? El propio Warburg no clarificó estos puntos suficientemente y no pocos malentendidos se han desatado respecto de cómo entender su proyecto. La primera evidencia que no hay que perder de vista, es la estructura misma del Atlas de Warburg. Ciertamente, el intento de Warburg no carece de antecedentes como, por ejemplo, el Ethnologisches Bilderbuch . Die Welt in ihren Spiegelungen unter dem Wandel des Völkergedankens (1887) del etnólogo Adolf Bastian, una fuente esencial ya señalada en su momento por Ernst Gombrich 8. Con todo, los diagramas de Bastian se hallan muy alejados de los intentos warburguianos dado que no se trata de plasmar “concepciones del mundo” propias de los pueblos humanos más distantes entre sí en el tiempo y en el espacio. La materia con la que trabaja Warburg es enteramente diferente: se trata del mundo de las emociones funda mentales . Por ello, es también insuficiente la concepción que busca la especificidad del Atlas en tanto que éste contendría una suerte de historia del arte propia de la imagen-movimiento de la época cinematográfica. Si bien esto último es cierto, una constatación se impone: Warburg no realiza tanto la historia de las imágenes (fotogramas o signaturas) contenidas en el Atlas como de las emociones que éstas acumulan y desplazan. Esto explica, en primer término, la disparidad de los materiales atesorados9 que van desde bajorrelieves funerarios hasta fotografías de periódicos y revistas pasando por cuadros pictóricos de diversas épocas y diagramas trazados por el propio Warburg. Este punto cardinal ha sido ampliamente ignorado por los historiadores que tuvieron la tarea de continuar el legado de su maesGOMBRICH, Ernst, Aby Warburg. An Intelectual Biography with a memoir on the history of the library by F. Saxl , Oxford, 1986, 1970a, p. 265. 9 El primero en señalar dicha heterogeneidad que diferencia tan fundamentalmente el trabajo de Bastian del de Warburg, ha sido DIDI-HUBERMAN, Georges, L’image survivante. Histoire de l’art et temps des fantômes selon Aby Warburg, París, 2002, p. 477. 8
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tro dado que, en un gesto decisivo, desplazaron el interés warburguiano por una pathologia ultra-histórica de la cual las imágenes son solamente los signos exteriores de una “sismografía” de las emociones hacia una mera ciencia del contenido iconológico de las imágenes y sus migraciones. En efecto, si hay una intuición obsesiva que recorre toda la estructura misma del Atlas, ésta consiste en el hecho de que las emociones invaden al hombre, lo desgarran y lo enloquecen desde fuera de sí mismo. El lugar de las emociones como fuerzas cósmicas fundamentales es, en principio, un lugar in-humano (que se entremezcla con los “estratos materiales acronológicos”) al que el aparato perceptor del hombre tiene acceso gracias a su condición sensitiva, esto es, animal. Es por ello que, antes de ser antropológica, la ciencia de Warburg, es ciencia de lo viviente en cuanto ser sensitivo10. Pero, precisamente, aquello que distingue al hombre del resto de los vivientes es aquel proceso biológico-histórico conocido como hominización y que podría ser descripto como el acceso al control multi-polar de las emociones cósmicas por parte del viviente hombre. Desde este punto de vista, el interés warburguiano por la antropogénesis está dado en la medida en que son las emociones las que fabrican lo humano pero, justamente por ello, éstas no tienen estricta necesidad de lo humano para subsistir en el mundo. Una correcta comprensión de la ambición desmesurada del proyecto warburguiano (ambición que desembocaría en la locura y en la internación en la clínica de Binswanger) debe partir de la constatación de que, en efecto, son las piedras de los bajorrelieves antiguos las que contienen, trasmiten y vehiculizan las emociones que el artista del Renacimiento o el hombre moderno percibirán pasivamente provenientes de éstas. Más aun, las Pathosformeln implican que, de algún modo, las emociones habitan y son “sentidas” en primera instancia por sus objetos transmisores mismos y sólo posteriormente traspasadas simpáticamente al hombre. Si las emociones no fuesen un mundo primariamente a-subjetivo no podría haber algo así como una En ese sentido, se trata de superar una concepción meramente psicológico-cultural de las emociones. Una versión contemporánea sofisticada de esta última posición es la que ofrece NUSSBAUM, Martha, Upheaval Thought , Cambridge, 2001. 10
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transmisión histórica de las mismas y el recurso a alguna f orma de psicología colectiva de la memoria es del todo insuficiente dado que nunca se trata solamente de una memoria meramente humana: son las imágenes materiales (esculpidas, pintadas, fotografiadas, filmadas) y a fortiori los elementos cósmicos y naturales mismos quienes aseguran que dicho proceso de transmisión tenga lugar también por fuera de cualquier psiquis humana o supra-humana11. No es otra la lección que trasmitían los tratados de magia natural del Renacimiento que tanto habían desvelado las noches de Warburg, desde el De Vita Triplici de Ficino hasta el De Occulta Phil osophia de Agrippa von Nettensheim12. Sin embargo Warburg, aún imbuido por el vocabulario de la psicología de su tiempo como el Engramm o los abgeschnürte Dynamogramme de Richard Semon, no pudo lograr elaborar una conceptualización del todo apropiada para describir su descubrimiento. Esto no quiere decir que no exista un componente subjetivo e histórico en la emoción animal y humana: las emociones en cuanto “estados de ánimo” suponen una variación cultural de las fuerzas físicas, naturales y cósmicas que son “modalizadas” en la panoplia histórica de las pasiones. Ahora bien, la fuerza primaria de todas las emociones es el resultado de una afección pasiva del individuo perceptor humano cuyo origen es eminentemente físico-natural13.
Sin embargo, Warburg podría haber encontrado un apoyo epistemológico inesperado en algunos contemporáneos suyos cuyas teorías en muchos puntos proporcionan una valiosa ayuda para el estudio de las emociones y su valor antropogenético. Sin duda, en esta línea deberíamos evocar aquí los trabajos de Ernst Mach que defendió, como Aristóteles, la idea de una física como ciencia de lo sensible (y en consecuencia de las emociones). Si la pathologia del Atlas Mnemosyne implicaba una abolición de la tradicional distinción entre sujeto y objeto trasladada al campo de las polaridades emocionales, también Mach propugnaba la instauración de una Física que reconociese que “las supuestas unidades llamadas ‘cuerpos’ sólo son connotaciones auxiliares para el orientación del momento y para determinados fines prácticos (para asir las cosas y para precavernos del dolor, etc) […] La oposición entre ‘ yo’ y ‘mundo’, sensación o apariencia y cosa, desaparece y queda simplemente la relación de los elementos […] La misión de la ciencia es simplemente reconocer esto y orientarse en tales relaciones en vez de querer explicar su existencia desde luego”14. Al igual que Warburg, Mach –como ya en cierto sentido su maestro Avenarius15– se da perfectamente cuenta de que el mundo de los complejos sensibles (colores, olores, sonidos) son del todo independientes del sujeto perceptor y que por lo tanto, no existe verdaderamente una “psicología” de la percepción. En
Cf. en el caso de la fuerza amorosa, las palabras de FICINO, Marsilio, Commentarium in Convivium Platonis De Amore , (ed. Laurens) I, 3: “ Quis igitur dubitabit quin amor statim chaos sequatur precedatque mundum et deos omnes qui mundi partibus | distributi sunt ? ” 12 La utilización de la noción de “simpatía” no implica, de ningún modo, suponer como hacían Ficino o Agripa la existencia de “cualidades ocultas”. Cf. en este sentido, SPINOZA, Ethica Ordine Geometrico demonstrata , III, prop. XV, schol., 26-30: “ Scio equidem Auctores, qui primi haec nomi na Sympathiae, & Antipathiae introduxerunt, significare iisdem voluisse rerum occultas quasdam qualitates; sed nihilominùs credo nobis licere, per eadem notas, vel manifestas etiam qualitates intelligere ”. 13 En ese sentido, una de las más interesantes y complejas teorías de las pasiones, como lo es la del estoico Crisipo, que une razón y emoción bajo una misma unidad directriz sólo puede retenida si se admite una completa des-individuación de la razón. Sobre la fundamental teoría estoica, cf. entre la enorme bibliografía, IOPPOLO, L.M., “La dottrina delle
passioni in Crisippo” in Rivista Critica di Storia della Filosofia 27 (1972), pp. 251-268 y ABEL, K. “Das Propatheia-theorem: ein Beitrag zur stoischen Affektenlehere” in Hermes 111 (1983), pp. 78-97. 14 MACH, Ernst, Die Analyse der Empfindungen und das Verhältnis des Physischen zum Psychischen, Iena , 1886 [trad. española, Análisis de las sensaciones, Barcelona, 1987, p. 12]. Uno de los más lúcidos análisis de la obra de Mach es la tesis doctoral del escritor Robert MUSIL, Beitrag sur Beurteilung der Lehren Machs und Studien zur Technik und Psychotechnik, Viena, 1907. Asimismo, para la importancia de la obra de Mach en la elaboración de ese monumento literario del siglo XX que es Der Mann ohne Eigenschaften , véase FRANK, Manfred, «L’absence de qualités à la lumière de l’épistemologie, de l’esthétique et de la mythologie”, in Revue d’esthétique , n°9, 1985, pp. 105-119 y el bello libro de DAHN-GAIDA, Laurence, Musil. Savoir et fiction, Saint-Denis, 1994. 15 Cf. AVENARIUS, Richard, Kritik der reinen Erfahrung , 2 vols, Leipzig, 1888-1890.
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transmisión histórica de las mismas y el recurso a alguna f orma de psicología colectiva de la memoria es del todo insuficiente dado que nunca se trata solamente de una memoria meramente humana: son las imágenes materiales (esculpidas, pintadas, fotografiadas, filmadas) y a fortiori los elementos cósmicos y naturales mismos quienes aseguran que dicho proceso de transmisión tenga lugar también por fuera de cualquier psiquis humana o supra-humana11. No es otra la lección que trasmitían los tratados de magia natural del Renacimiento que tanto habían desvelado las noches de Warburg, desde el De Vita Triplici de Ficino hasta el De Occulta Phil osophia de Agrippa von Nettensheim12. Sin embargo Warburg, aún imbuido por el vocabulario de la psicología de su tiempo como el Engramm o los abgeschnürte Dynamogramme de Richard Semon, no pudo lograr elaborar una conceptualización del todo apropiada para describir su descubrimiento. Esto no quiere decir que no exista un componente subjetivo e histórico en la emoción animal y humana: las emociones en cuanto “estados de ánimo” suponen una variación cultural de las fuerzas físicas, naturales y cósmicas que son “modalizadas” en la panoplia histórica de las pasiones. Ahora bien, la fuerza primaria de todas las emociones es el resultado de una afección pasiva del individuo perceptor humano cuyo origen es eminentemente físico-natural13.
Sin embargo, Warburg podría haber encontrado un apoyo epistemológico inesperado en algunos contemporáneos suyos cuyas teorías en muchos puntos proporcionan una valiosa ayuda para el estudio de las emociones y su valor antropogenético. Sin duda, en esta línea deberíamos evocar aquí los trabajos de Ernst Mach que defendió, como Aristóteles, la idea de una física como ciencia de lo sensible (y en consecuencia de las emociones). Si la pathologia del Atlas Mnemosyne implicaba una abolición de la tradicional distinción entre sujeto y objeto trasladada al campo de las polaridades emocionales, también Mach propugnaba la instauración de una Física que reconociese que “las supuestas unidades llamadas ‘cuerpos’ sólo son connotaciones auxiliares para el orientación del momento y para determinados fines prácticos (para asir las cosas y para precavernos del dolor, etc) […] La oposición entre ‘ yo’ y ‘mundo’, sensación o apariencia y cosa, desaparece y queda simplemente la relación de los elementos […] La misión de la ciencia es simplemente reconocer esto y orientarse en tales relaciones en vez de querer explicar su existencia desde luego”14. Al igual que Warburg, Mach –como ya en cierto sentido su maestro Avenarius15– se da perfectamente cuenta de que el mundo de los complejos sensibles (colores, olores, sonidos) son del todo independientes del sujeto perceptor y que por lo tanto, no existe verdaderamente una “psicología” de la percepción. En
Cf. en el caso de la fuerza amorosa, las palabras de FICINO, Marsilio, Commentarium in Convivium Platonis De Amore , (ed. Laurens) I, 3: “ Quis igitur dubitabit quin amor statim chaos sequatur precedatque mundum et deos omnes qui mundi partibus | distributi sunt ? ” 12 La utilización de la noción de “simpatía” no implica, de ningún modo, suponer como hacían Ficino o Agripa la existencia de “cualidades ocultas”. Cf. en este sentido, SPINOZA, Ethica Ordine Geometrico demonstrata , III, prop. XV, schol., 26-30: “ Scio equidem Auctores, qui primi haec nomi na Sympathiae, & Antipathiae introduxerunt, significare iisdem voluisse rerum occultas quasdam qualitates; sed nihilominùs credo nobis licere, per eadem notas, vel manifestas etiam qualitates intelligere ”. 13 En ese sentido, una de las más interesantes y complejas teorías de las pasiones, como lo es la del estoico Crisipo, que une razón y emoción bajo una misma unidad directriz sólo puede retenida si se admite una completa des-individuación de la razón. Sobre la fundamental teoría estoica, cf. entre la enorme bibliografía, IOPPOLO, L.M., “La dottrina delle
passioni in Crisippo” in Rivista Critica di Storia della Filosofia 27 (1972), pp. 251-268 y ABEL, K. “Das Propatheia-theorem: ein Beitrag zur stoischen Affektenlehere” in Hermes 111 (1983), pp. 78-97. 14 MACH, Ernst, Die Analyse der Empfindungen und das Verhältnis des Physischen zum Psychischen, Iena , 1886 [trad. española, Análisis de las sensaciones, Barcelona, 1987, p. 12]. Uno de los más lúcidos análisis de la obra de Mach es la tesis doctoral del escritor Robert MUSIL, Beitrag sur Beurteilung der Lehren Machs und Studien zur Technik und Psychotechnik, Viena, 1907. Asimismo, para la importancia de la obra de Mach en la elaboración de ese monumento literario del siglo XX que es Der Mann ohne Eigenschaften , véase FRANK, Manfred, «L’absence de qualités à la lumière de l’épistemologie, de l’esthétique et de la mythologie”, in Revue d’esthétique , n°9, 1985, pp. 105-119 y el bello libro de DAHN-GAIDA, Laurence, Musil. Savoir et fiction, Saint-Denis, 1994. 15 Cf. AVENARIUS, Richard, Kritik der reinen Erfahrung , 2 vols, Leipzig, 1888-1890.
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todo caso, “la Psicología es ciencia auxiliar de la Física. Ambas se sirven mutuamente y forman al unirse una ciencia completa. La oposición sujeto y objeto (en el sentido habitual) no subsiste desde nuestro punto de vista. La cuestión de la mayor o menor reproducción de los hechos por la representación, es una cuestión de la ciencia natural como cualquier otra” 16. En efecto, la Física de Mach es una ciencia “inconciliable” con la de Kant17 y otro tanto puede decirse de la warburguiana18 dado que en ambos casos no existe algo así como una determinación subjetiva a priori que constituye el fenómeno sobre der Dinge an sich sino que, al contrario, el “yo” es sólo el resultado de un complejo sensitivo y emocional completamente independiente del sujeto que no es otra cosa que una unidad efímera de percepción y catalización de los estímulos sensibles externos a él19. Al mismo tiempo, que toda estética debe fundarse primeramente sobre una ciencia de lo sensible, es algo que también ha demostrado otro contemporáneo de Warburg, como Alexius Meinong, de quien bien podría también decirse que había fundado algo así como una “ciencia sin nombre” a la que llamaba generalmente “teoría del objeto” (Gegenstandstheorie). En efecto, para Meinong, toda sensación es parte de las “vivencias elementales emocionales” (emotionalen Elementarerlebnissen ) y sólo una posterior ordenación objetual permite la distinción entre
Prólogo
las sensaciones sensoriales, las estéticas, las lógicas y las timológicas o axiológicas20. En este sentido, una Física como la de Mach o una pathologia como la de Warburg se distinguen radicalmente de una aproximación fenomenológica al problema de la percepción de lo sensible dado que establecen una autonomía de lo percibido sobre el perceptor que es negada por los fenomenólogos 21. Husserl ha señalado su posición con claridad: “la fenomenología pura de las vivencias en general, se refiere exclusivamente a las vivencias aprehensibles y analizables en la intuición, con pura universalidad de esencia, y no a las vivencias apercibidas empíricamente, como hechos reales, como vivencias de hombres o animales vivientes en el mundo aparente y dado como hecho de experiencia”22. Sin embargo, no toda superación del subjetivismo idealista supone un acceso a una pathologia filosófica propiamente dicha. En efecto, la teología constituye quizá el modo más refinado de intento de superación del a priori subjetivo. Así el propio Maurice Merleau-Ponty puede presentar su propio análisis de la percepción como un ir más allá de las tesis intelectualistas dado que en ellas “el estado de conciencia pasa a ser conciencia de un estado, la pasividad, pro-posición de una pasividad, el mundo pasa a ser correlato de un pensamiento del mundo, y solamente existe para un constituyente. Y sin embargo, sigue siendo verdad decir que el intelectualismo se da a sí el mundo ya hecho” 23. La MEINONG, Alexius, Über Gegenstanstheorie. Selbsdarstellung , Hamburgo, 1988 (1904 a y 1921a respectivamente), [trad. española con un fundamental estudio preliminar de Emanuele COCCIA: Teoría del objeto y Presentación personal , Buenos Aires- Madrid, 2008, pp. 134-136]. 21 Emanuele COCCIA es el máximo exponente en la filosofía contemporánea de una ciencia de lo sensible que se aleja a la vez de la antropología como de la fenomenología a través de una complejísima “fenomenotecnia” del metaxú: cf. Fisica del sensibile, volumen de próxima aparición. Es imposible hacer aquí justicia de nuestra deuda con los pensamientos expuestos en ese libro. 22 HUSSERL, Edmund, Logische Untersuchungen, 2 vols, 1900-1901 [trad. española, Investigaciones lógicas , Madrid, 2006, 1929a, vol. I, p. 216]. 23 MERLEAU-PONTY, Maurice, Phénoménologie de la perception, París, 1945 [trad. española, Fenomenología de la percepción, Barcelona, 1993, pp. 223-224]. 20
MACH, Ernst, op. cit. p. 301. Ibid, p. 322. 18 De allí que los intentos de hacer una lectura neo-kantiana de Warburg, cuyo ejemplo más brillante ha sido Ersn t Cassirer, han ignorado por completo las propias bases epistemológicas de las cuales partía el propio Warburg y que implicaban una densa confrontación con la filosofía de Kant. 19 Por supuesto, la Física de Mach si bien no es de ningún modo una forma de idealismo fenoménico, mucho menos se trata de un materialismo dado que «la estabilidad incondicionada” de la materia no existe; la noción misma de “materia” no es sino una forma de imprimir una unidad a un mundo que carece de ella y que sólo está constituido por un complejo infinito de sensibles. Cf. MACH, Ernst, op. cit. p. 274s. 16 17
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todo caso, “la Psicología es ciencia auxiliar de la Física. Ambas se sirven mutuamente y forman al unirse una ciencia completa. La oposición sujeto y objeto (en el sentido habitual) no subsiste desde nuestro punto de vista. La cuestión de la mayor o menor reproducción de los hechos por la representación, es una cuestión de la ciencia natural como cualquier otra” 16. En efecto, la Física de Mach es una ciencia “inconciliable” con la de Kant17 y otro tanto puede decirse de la warburguiana18 dado que en ambos casos no existe algo así como una determinación subjetiva a priori que constituye el fenómeno sobre der Dinge an sich sino que, al contrario, el “yo” es sólo el resultado de un complejo sensitivo y emocional completamente independiente del sujeto que no es otra cosa que una unidad efímera de percepción y catalización de los estímulos sensibles externos a él19. Al mismo tiempo, que toda estética debe fundarse primeramente sobre una ciencia de lo sensible, es algo que también ha demostrado otro contemporáneo de Warburg, como Alexius Meinong, de quien bien podría también decirse que había fundado algo así como una “ciencia sin nombre” a la que llamaba generalmente “teoría del objeto” (Gegenstandstheorie). En efecto, para Meinong, toda sensación es parte de las “vivencias elementales emocionales” (emotionalen Elementarerlebnissen ) y sólo una posterior ordenación objetual permite la distinción entre
Prólogo
las sensaciones sensoriales, las estéticas, las lógicas y las timológicas o axiológicas20. En este sentido, una Física como la de Mach o una pathologia como la de Warburg se distinguen radicalmente de una aproximación fenomenológica al problema de la percepción de lo sensible dado que establecen una autonomía de lo percibido sobre el perceptor que es negada por los fenomenólogos 21. Husserl ha señalado su posición con claridad: “la fenomenología pura de las vivencias en general, se refiere exclusivamente a las vivencias aprehensibles y analizables en la intuición, con pura universalidad de esencia, y no a las vivencias apercibidas empíricamente, como hechos reales, como vivencias de hombres o animales vivientes en el mundo aparente y dado como hecho de experiencia”22. Sin embargo, no toda superación del subjetivismo idealista supone un acceso a una pathologia filosófica propiamente dicha. En efecto, la teología constituye quizá el modo más refinado de intento de superación del a priori subjetivo. Así el propio Maurice Merleau-Ponty puede presentar su propio análisis de la percepción como un ir más allá de las tesis intelectualistas dado que en ellas “el estado de conciencia pasa a ser conciencia de un estado, la pasividad, pro-posición de una pasividad, el mundo pasa a ser correlato de un pensamiento del mundo, y solamente existe para un constituyente. Y sin embargo, sigue siendo verdad decir que el intelectualismo se da a sí el mundo ya hecho” 23. La MEINONG, Alexius, Über Gegenstanstheorie. Selbsdarstellung , Hamburgo, 1988 (1904 a y 1921a respectivamente), [trad. española con un fundamental estudio preliminar de Emanuele COCCIA: Teoría del objeto y Presentación personal , Buenos Aires- Madrid, 2008, pp. 134-136]. 21 Emanuele COCCIA es el máximo exponente en la filosofía contemporánea de una ciencia de lo sensible que se aleja a la vez de la antropología como de la fenomenología a través de una complejísima “fenomenotecnia” del metaxú: cf. Fisica del sensibile, volumen de próxima aparición. Es imposible hacer aquí justicia de nuestra deuda con los pensamientos expuestos en ese libro. 22 HUSSERL, Edmund, Logische Untersuchungen, 2 vols, 1900-1901 [trad. española, Investigaciones lógicas , Madrid, 2006, 1929a, vol. I, p. 216]. 23 MERLEAU-PONTY, Maurice, Phénoménologie de la perception, París, 1945 [trad. española, Fenomenología de la percepción, Barcelona, 1993, pp. 223-224]. 20
MACH, Ernst, op. cit. p. 301. Ibid, p. 322. 18 De allí que los intentos de hacer una lectura neo-kantiana de Warburg, cuyo ejemplo más brillante ha sido Ersn t Cassirer, han ignorado por completo las propias bases epistemológicas de las cuales partía el propio Warburg y que implicaban una densa confrontación con la filosofía de Kant. 19 Por supuesto, la Física de Mach si bien no es de ningún modo una forma de idealismo fenoménico, mucho menos se trata de un materialismo dado que «la estabilidad incondicionada” de la materia no existe; la noción misma de “materia” no es sino una forma de imprimir una unidad a un mundo que carece de ella y que sólo está constituido por un complejo infinito de sensibles. Cf. MACH, Ernst, op. cit. p. 274s. 16 17
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fenomenología de Merleau-Ponty constituye acaso una teología llevada al máximo grado de tensión conceptual. Intentando superar la oposición entre intelectualismo y objetivismo, MerleauPonty hace de la coincidencia entre sensación y perceptor la solución de compromiso de las dos perspectivas aparentemente antagónicas. Pero dicha solución es propia de un milagro teológico que el propio Merleau-Ponty no tarda en confesar: “Como el sacramento no sólo simboliza bajo unas especies sensibles una operación de la Gracia, sino que es además la presencia real de Dios, la hace residir en un fragmento de espacio y la comunica a cuantos comen el pan consagrado si están interiormente preparados, asimismo lo sensible, no solamente tiene una significación motriz y vital, sino que no es más que cierta manera de ser-del-mundo que se nos propone desde un punto del espacio, que nuestro cuerpo recoge y asume si es capaz de hacerlo, y la sensación es, literalmente, una comunión”24. En los propios términos de Merleau-Ponty, la coincidencia entre el sensible y el perceptor sólo puede darse a través de un “valor sacramental”25 que es la única vía que permite hacer confluir al intelectualismo con el empirismo. La pathologia warburguiana, sin embargo, escapa por entero a estas configuraciones teológicas dado que no se trata de una confluencia de objetos y sujetos en una comunión sacramental sino de una superación de la distinción misma entre sujeto y objeto de la percepción dado que la ontología y la circulación misma de la emoción difumina los contornos de ambos. En ese sentido, un espectador del mármol del Laocoonte y sus hijos se enfrenta al problema de la las “vivencias fóbicas” de un modo muy particular dado que, en el acto de contemplación, no existe algo así como una “vivencia interna” de la fobia o una captación de la esencia eidética de la fobia primordial: al contrario, la fobia es vivida en y por el Laocoonte mismo y no por el sujeto perceptor que al contrario, como diría Warburg, establece un “ Denkraum”, un espacio de pensamiento que lo mantiene alejado de dicha vivencia (que, no obstante, había sido “plasmada” en la piedra por el escultor original). Sin embargo, y al mismo tiempo, cuando 24 25
Ibid, pp. 227-228. Ibid, p. 229.
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Prólogo
dicho espacio de pensamiento queda anulado por las sismografías civilizacionales la fobia elemental del objeto se transforma nuevamente en vivencia del perceptor. Como puede verse, en ambos casos, existe una forma de interpasividad que anula la distinción habitual entre sujeto y objeto de la percepción. Al mismo tiempo, toda vivencia es siempre y primero una fuerza primordial externa a todo sujeto que no necesita de un perceptor para manifestarse, y por esa misma razón, puede transmitirse y circular inter-civilizacionalmente y ser posteriormente declinada como “emoción” en cada complejo cultural específico26. Como podemos ver, la aproximación que Badiou realiza entre el caballo de la cueva de Chauvet y las imágenes de Picasso –separadas entre sí por un abismo de treinta mil años– podrían perfectamente añadirse como una tabla más al Atlas warburguiano salvo que en dicha adición se manifestarían dos aproximaciones inversas al fenómeno estético puesto que para Badiou lo que liga a las imágenes es la Idea invariable que ellas significan mientras que para un pensador como Warburg, esta Idea pasa a un segundo plano frente al valor primordial de las emociones antropogenéticas fundamentales que las imágenes transmiten. Un realismo de la Idea se opone aquí a una pathologia física de los devenires civilizacionales. En este punto, como hemos señalado, la historicidad es para Badiou un componente ciertamente existente pero accidental respecto de la invariabilidad de la Idea. Desde un punto de vista warburguiano, lo que Badiou llama Idea podría ser visto como un proceso de “aculturación” de las fuerzas in-humanas que determinan el proceso antropogenético. Para la física de las emociones que rastreamos Así, por ejemplo, para Thomas HOBBES, el miedo responde en los inicios de la civilización a la conversión de una fuerza natural externa al individuo – en este caso el frío – en una imagen de espanto. Inicialmente, a-subjetiva, una vez que las fuerzas externas entran a formar parte del sujeto, no duran demasiado tiempo como pasión individual dado que es también el miedo el que se constituye como pasión política esencial y, otra vez, supra-individual. Cf. De corpore, 387-388 y para un análisis de este texto y su tradición BODEI, Remo, Geometría delle passioni. Paura, speranza, felicità: filosofia e uso politico , Milán, 1991 [trad. española: Geometría de las pasiones. Miedo, esperanza, felicidad: filosofía y uso político , México, 1995, p. 85 y ss ]. 26
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fenomenología de Merleau-Ponty constituye acaso una teología llevada al máximo grado de tensión conceptual. Intentando superar la oposición entre intelectualismo y objetivismo, MerleauPonty hace de la coincidencia entre sensación y perceptor la solución de compromiso de las dos perspectivas aparentemente antagónicas. Pero dicha solución es propia de un milagro teológico que el propio Merleau-Ponty no tarda en confesar: “Como el sacramento no sólo simboliza bajo unas especies sensibles una operación de la Gracia, sino que es además la presencia real de Dios, la hace residir en un fragmento de espacio y la comunica a cuantos comen el pan consagrado si están interiormente preparados, asimismo lo sensible, no solamente tiene una significación motriz y vital, sino que no es más que cierta manera de ser-del-mundo que se nos propone desde un punto del espacio, que nuestro cuerpo recoge y asume si es capaz de hacerlo, y la sensación es, literalmente, una comunión”24. En los propios términos de Merleau-Ponty, la coincidencia entre el sensible y el perceptor sólo puede darse a través de un “valor sacramental”25 que es la única vía que permite hacer confluir al intelectualismo con el empirismo. La pathologia warburguiana, sin embargo, escapa por entero a estas configuraciones teológicas dado que no se trata de una confluencia de objetos y sujetos en una comunión sacramental sino de una superación de la distinción misma entre sujeto y objeto de la percepción dado que la ontología y la circulación misma de la emoción difumina los contornos de ambos. En ese sentido, un espectador del mármol del Laocoonte y sus hijos se enfrenta al problema de la las “vivencias fóbicas” de un modo muy particular dado que, en el acto de contemplación, no existe algo así como una “vivencia interna” de la fobia o una captación de la esencia eidética de la fobia primordial: al contrario, la fobia es vivida en y por el Laocoonte mismo y no por el sujeto perceptor que al contrario, como diría Warburg, establece un “ Denkraum”, un espacio de pensamiento que lo mantiene alejado de dicha vivencia (que, no obstante, había sido “plasmada” en la piedra por el escultor original). Sin embargo, y al mismo tiempo, cuando 24 25
Ibid, pp. 227-228. Ibid, p. 229.
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dicho espacio de pensamiento queda anulado por las sismografías civilizacionales la fobia elemental del objeto se transforma nuevamente en vivencia del perceptor. Como puede verse, en ambos casos, existe una forma de interpasividad que anula la distinción habitual entre sujeto y objeto de la percepción. Al mismo tiempo, toda vivencia es siempre y primero una fuerza primordial externa a todo sujeto que no necesita de un perceptor para manifestarse, y por esa misma razón, puede transmitirse y circular inter-civilizacionalmente y ser posteriormente declinada como “emoción” en cada complejo cultural específico26. Como podemos ver, la aproximación que Badiou realiza entre el caballo de la cueva de Chauvet y las imágenes de Picasso –separadas entre sí por un abismo de treinta mil años– podrían perfectamente añadirse como una tabla más al Atlas warburguiano salvo que en dicha adición se manifestarían dos aproximaciones inversas al fenómeno estético puesto que para Badiou lo que liga a las imágenes es la Idea invariable que ellas significan mientras que para un pensador como Warburg, esta Idea pasa a un segundo plano frente al valor primordial de las emociones antropogenéticas fundamentales que las imágenes transmiten. Un realismo de la Idea se opone aquí a una pathologia física de los devenires civilizacionales. En este punto, como hemos señalado, la historicidad es para Badiou un componente ciertamente existente pero accidental respecto de la invariabilidad de la Idea. Desde un punto de vista warburguiano, lo que Badiou llama Idea podría ser visto como un proceso de “aculturación” de las fuerzas in-humanas que determinan el proceso antropogenético. Para la física de las emociones que rastreamos Así, por ejemplo, para Thomas HOBBES, el miedo responde en los inicios de la civilización a la conversión de una fuerza natural externa al individuo – en este caso el frío – en una imagen de espanto. Inicialmente, a-subjetiva, una vez que las fuerzas externas entran a formar parte del sujeto, no duran demasiado tiempo como pasión individual dado que es también el miedo el que se constituye como pasión política esencial y, otra vez, supra-individual. Cf. De corpore, 387-388 y para un análisis de este texto y su tradición BODEI, Remo, Geometría delle passioni. Paura, speranza, felicità: filosofia e uso politico , Milán, 1991 [trad. española: Geometría de las pasiones. Miedo, esperanza, felicidad: filosofía y uso político , México, 1995, p. 85 y ss ]. 26
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aquí, sin embargo, la temporalidad se manifiesta como el tercer elemento mediador entre el sujeto y el objeto de la percepción. En efecto, sólo es posible la percepción de la emoción y de lo sensible como fundamento del fenómeno estético en un horizonte de temporalidad absoluta. 3. Tiempo
Toda la reflexión occidental sobre la temporalidad entendida en su sentido más propio, esto es, originariamente como una física emparentada a los fenómenos de la sensibilidad y, como tal, íntimamente relacionada con toda imagen, encuentra su locus classicus en un texto aristotélico que, por la densidad de sus formulaciones, no ha cesado de dejar perplejos a sus intérpretes: Por otra parte, podría plantearse la cuestión de si en caso de no existir el alma [ mè oúses psychês] habría o no tiempo [ chrónos]. Pues si es imposible que exista aquello que ha de llevar a cabo la numeración [toû arithmésontos], también será imposible que haya algo numerable [arithmetón ti], de modo que tampoco habrá número, pues número es o bien lo numerado o bien lo numerable. Y si ninguna otra cosa es por naturaleza capaz de numerar sino el alma y el intelecto del alma, es imposible que haya tiempo en caso de no haber alma pero esto no impide que el tiempo exista como sustrato [ hó pote ón]27 al igual que el movimiento puede existir sin alma. Pues lo anterior y posterior es en el movimiento, y tiempo son estas en cuanto numerables 28.
Desde la Antigüedad, este pasaje ha dado lugar a numerosos conflictos interpretativos. Con todo, lo primero que ha de descartarse es una lectura idealista del mismo, a pesar de haber conLa traducción de la difícil expresión “ hó pote ón” no es aquí literal y sigue la propuesta de Goldschmidt que a su vez se remonta a una tradición que, desde Simplicio, hace coincidir este sintagma con “ tò hypokeímenon”. 28 ARISTOTELES, Física, 223a, 21-29 (seguimos la traducción de Alejando Vigo, con algunas modificaciones sugeridas por la versión de Goldschmidt). Para los problemas que plantea este texto, son fundamentales WIELAND, W. Die aristotelische Physik , Göttingen, 1970, 2ª ed., y sobre todo, GOLDSCHMIDT, Victor, Temps physique et temps tragique chez Aristote, Paris, 1982. 27
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Prólogo
tado ésta con numerosos exponentes. Aristóteles no dice en absoluto que el tiempo se halle en el alma o en el sujeto perceptor, lo cual entraría en neta contradicción con su teoría acerca de los sensibles (y el tiempo es uno de los sensibles comunes), los cuales no necesitan de la existencia de un perceptor para existir en el mundo. No se trata, entonces, de una subjetivación del tiempo como condición de posibilidad de su existencia como vivencia interna29. Aristóteles sostiene, con toda claridad, que el tiempo como movimiento existe independientemente de cualquier sujeto perceptor y, en ese sentido, es un flujo que tiene lugar en el mundo a partir del movimiento. Existe un pasaje de los Tópicos que puede permitir arrojar luz sobre este problema. En efecto, en un determinado momento, Aristóteles considera el ejemplo del aire: Si al decir que lo propio del aire es el ser respirable, se ha dado lo propio en potencia, puesto que una cosa que es susceptible de ser respirada es respirable, se ha dado lo propio hasta de lo que no existe; porque aún faltando el animal que está hecho naturalmente para respirar el aire, puede haber todavía aire [ kaì gàr mè óntos zóou oîon anapneîn péphuke tòn aéra endéchetai aéra eînai]. Sin embargo, si no hay animal, el aire no puede ser respirado. Luego lo propio del aire no será el ser tal que pueda ser respirado, siempre que no haya animal que pueda respirado: luego respirable no será lo propio del aire [ouk àn oûn eín aéros ídion tò anapneustón]30.
Podemos entonces establecer una analogía entre el problema del aire y el enigma del tiempo. Así como lo más propio del aire no es el ser respirado, tampoco lo más propio del tiempo es el ser objeto de numeración. Sin embargo, se tratan de relaciones posibles que un sujeto puede tener respecto de un sensible extra-corporal: así como el sujeto respira el aire y tiene con ello una experiencia propia del mismo, también el perceptor puede numerar el tiempo y ulteriormente, construir una cronología con el mismo. Sin embargo, cualquier cronología del t odo arbitraria 29 Una opinión también defendida por DUHEM, Pierre, Le Système du Monde, t. I, París, 1913, p. 182. 30 ARISTOTELES, Tópicos, V, 9, 138b, 30-37.
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aquí, sin embargo, la temporalidad se manifiesta como el tercer elemento mediador entre el sujeto y el objeto de la percepción. En efecto, sólo es posible la percepción de la emoción y de lo sensible como fundamento del fenómeno estético en un horizonte de temporalidad absoluta. 3. Tiempo
Toda la reflexión occidental sobre la temporalidad entendida en su sentido más propio, esto es, originariamente como una física emparentada a los fenómenos de la sensibilidad y, como tal, íntimamente relacionada con toda imagen, encuentra su locus classicus en un texto aristotélico que, por la densidad de sus formulaciones, no ha cesado de dejar perplejos a sus intérpretes: Por otra parte, podría plantearse la cuestión de si en caso de no existir el alma [ mè oúses psychês] habría o no tiempo [ chrónos]. Pues si es imposible que exista aquello que ha de llevar a cabo la numeración [toû arithmésontos], también será imposible que haya algo numerable [arithmetón ti], de modo que tampoco habrá número, pues número es o bien lo numerado o bien lo numerable. Y si ninguna otra cosa es por naturaleza capaz de numerar sino el alma y el intelecto del alma, es imposible que haya tiempo en caso de no haber alma pero esto no impide que el tiempo exista como sustrato [ hó pote ón]27 al igual que el movimiento puede existir sin alma. Pues lo anterior y posterior es en el movimiento, y tiempo son estas en cuanto numerables 28.
Desde la Antigüedad, este pasaje ha dado lugar a numerosos conflictos interpretativos. Con todo, lo primero que ha de descartarse es una lectura idealista del mismo, a pesar de haber conLa traducción de la difícil expresión “ hó pote ón” no es aquí literal y sigue la propuesta de Goldschmidt que a su vez se remonta a una tradición que, desde Simplicio, hace coincidir este sintagma con “ tò hypokeímenon”. 28 ARISTOTELES, Física, 223a, 21-29 (seguimos la traducción de Alejando Vigo, con algunas modificaciones sugeridas por la versión de Goldschmidt). Para los problemas que plantea este texto, son fundamentales WIELAND, W. Die aristotelische Physik , Göttingen, 1970, 2ª ed., y sobre todo, GOLDSCHMIDT, Victor, Temps physique et temps tragique chez Aristote, Paris, 1982. 27
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tado ésta con numerosos exponentes. Aristóteles no dice en absoluto que el tiempo se halle en el alma o en el sujeto perceptor, lo cual entraría en neta contradicción con su teoría acerca de los sensibles (y el tiempo es uno de los sensibles comunes), los cuales no necesitan de la existencia de un perceptor para existir en el mundo. No se trata, entonces, de una subjetivación del tiempo como condición de posibilidad de su existencia como vivencia interna29. Aristóteles sostiene, con toda claridad, que el tiempo como movimiento existe independientemente de cualquier sujeto perceptor y, en ese sentido, es un flujo que tiene lugar en el mundo a partir del movimiento. Existe un pasaje de los Tópicos que puede permitir arrojar luz sobre este problema. En efecto, en un determinado momento, Aristóteles considera el ejemplo del aire: Si al decir que lo propio del aire es el ser respirable, se ha dado lo propio en potencia, puesto que una cosa que es susceptible de ser respirada es respirable, se ha dado lo propio hasta de lo que no existe; porque aún faltando el animal que está hecho naturalmente para respirar el aire, puede haber todavía aire [ kaì gàr mè óntos zóou oîon anapneîn péphuke tòn aéra endéchetai aéra eînai]. Sin embargo, si no hay animal, el aire no puede ser respirado. Luego lo propio del aire no será el ser tal que pueda ser respirado, siempre que no haya animal que pueda respirado: luego respirable no será lo propio del aire [ouk àn oûn eín aéros ídion tò anapneustón]30.
Podemos entonces establecer una analogía entre el problema del aire y el enigma del tiempo. Así como lo más propio del aire no es el ser respirado, tampoco lo más propio del tiempo es el ser objeto de numeración. Sin embargo, se tratan de relaciones posibles que un sujeto puede tener respecto de un sensible extra-corporal: así como el sujeto respira el aire y tiene con ello una experiencia propia del mismo, también el perceptor puede numerar el tiempo y ulteriormente, construir una cronología con el mismo. Sin embargo, cualquier cronología del t odo arbitraria 29 Una opinión también defendida por DUHEM, Pierre, Le Système du Monde, t. I, París, 1913, p. 182. 30 ARISTOTELES, Tópicos, V, 9, 138b, 30-37.
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construida por un sujeto no podrá nunca ser, evidentemente, la esencia del tiempo mismo. De este modo, la numeración es una forma de cortar el t iempo según la cronología para aprehenderlo desde un cierto punto de vista que permita la orientación del sujeto, pero, dicha cronología no implica en modo alguno haber alcanzado una comprensión del fenómeno temporal. Sin duda, la historiografía ha jugado su destino científico desde la Modernidad temprana sobre la base de este equívoco fundamental que ha posibilitado muchas veces la confusión más o menos inconsciente entre una potencia (el ser numerable) y la esencia misma de un acaecer. Así, el paradigma de la historia dividida en edades –constituidas a su vez por unidades de medida denominadas siglos– ha relegado a la historia a ser una mera escrutadora de la potencia numeradora ocultándole su destino primordial como ciencia del tiempo objetivo en relación con lo viviente (y tal vez, ni siquiera el viviente humano constituye el límite y correlato necesario de la historia la cual espera todavía su total reformulación como historia de los ecosistemas –animales y sub-animales– de la vida cuyas relaciones con una historia cósmica del Universo anterior a todo sustrato biológico no podrá ser relegada por mucho más tiempo si alguna vez habremos de aspirar a una verdadera ciencia del tiempo digna de ese nombre)31. Dando ahora un paso más allá de Aristóteles, podríamos decir que la característica suprema del tiempo es la impu reza , y esto sólo es posible porque se trata siempre de un sustrato no-humano sobre el que tiene lugar la manifestación de las imágenes. Las imágenes estéticas son imágenes-movimiento e imágenes-tiempo precisamente porque el tiempo como movimiento cósmico y a-subjetivo actúa como telón de fondo que permite que éstas adquieran dichas características. Sin movimiento y sin tiempo no habría, propiamente hablando, posibilidades de Sobre los orígenes histórico-culturales de la “numeración” del sustrato temporal, cf. USENER, Hermann, “Templum”, Jahrbücher für Philologie , 1878, pp. 59-62. Usener demostró que la palabra templum – que en griego tiene su equivalente en témenos – deriva de la raíz griega tem- que significa cortar y dividir. Según Usener, la noción misma del tiempo como tempus deriva de esta concepción espacial; así el tiempo ha podido ser concebido como un espacio dividido y ordenado, una delimitación particular del acontecer.
Prólogo
manifestación de la imagen y lo mismo vale para las imágenes de la fantasía que, siendo la esencia del pensamiento, se dan también en un espacio primariamente a-subjetivo. La cuestión fundamental, sin embargo, no es tanto si el tiempo debe medirse en función del espacio o a la inversa sino en comprender cómo el tiempo actúa como un mediador entre el viviente y la materia donde las imágenes sensibles pueden circular y tomar un cierta forma de vida ( Leben) como decía Warburg. Póngase por caso el ejemplo de uno de los más célebres estudios de Aby Warburg cuyas consecuencias radicales para la disciplina de la historia están aún lejos de haber sido extraídas: su conferencia de 1912 sobre las figuras astrológicas del Palacio Schiffanoia de Ferrara32. El propósito de Warburg no era, como pretenden ciertos historiadores a menudo, a los fines de “civilizar” el pensamiento del maestro, descubrir las “fuentes” de las figuras astrológicas del Palacio mostrando cómo en el diseño de una imagen determinada podría encontrarse la influencia directa del Introductorius de Albumasar, de la Sphaera Barbarica de Teucro o del Liber astrologie de Georgius Zothorus Zaparus Fendulus. Al contrario, la intención de Warburg era mostrar que en cada imagen astrológica de Ferrara tenía lugar un Nachleben, una supervivencia temporal que habitaba el presente. Varias series temporales entremezcladas independientemente incluso de toda voluntad humana específica, constituyen la esencia del presente. No existe un sólo instante que no contenga en sí mismo una pluralidad de tiempos pasados objetivamente presentes en él. Los intérpretes han debatido por décadas cómo debía interpretarse esta concepción warburguiana del Nachleben sin llegar a una conclusión completamente satisfactoria dado que, en la mayoría de los casos, se ha creído poder resolver este problema sin interrogarse, en el mismo gesto, sobre la naturaleza misma del tiempo. Sin embargo, ha sido un filósofo altamente
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WARBURG, Aby, “Italienische Kunst und internationale Astrologie im Palazzo Schifanoia zu Ferrara” (1912), dans Ausgewählte Schriften und Würdigungen , ed. D. Wuttke, Baden-Baden, 1980, p.173-198. Sobre estas figuras, cf. también, SAXL, Fritz, «La fede astrológica di Agostino Chigi: interpretazione dei dipinti di Baldassarre Peruzzi nella Sala di Galatea della Farnesina”, con un’appendice di Arthur Beer sul significato astronómico e la data dei dipinti, in La Farnesina, n°1, Roma, 1934. 32
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construida por un sujeto no podrá nunca ser, evidentemente, la esencia del tiempo mismo. De este modo, la numeración es una forma de cortar el t iempo según la cronología para aprehenderlo desde un cierto punto de vista que permita la orientación del sujeto, pero, dicha cronología no implica en modo alguno haber alcanzado una comprensión del fenómeno temporal. Sin duda, la historiografía ha jugado su destino científico desde la Modernidad temprana sobre la base de este equívoco fundamental que ha posibilitado muchas veces la confusión más o menos inconsciente entre una potencia (el ser numerable) y la esencia misma de un acaecer. Así, el paradigma de la historia dividida en edades –constituidas a su vez por unidades de medida denominadas siglos– ha relegado a la historia a ser una mera escrutadora de la potencia numeradora ocultándole su destino primordial como ciencia del tiempo objetivo en relación con lo viviente (y tal vez, ni siquiera el viviente humano constituye el límite y correlato necesario de la historia la cual espera todavía su total reformulación como historia de los ecosistemas –animales y sub-animales– de la vida cuyas relaciones con una historia cósmica del Universo anterior a todo sustrato biológico no podrá ser relegada por mucho más tiempo si alguna vez habremos de aspirar a una verdadera ciencia del tiempo digna de ese nombre)31. Dando ahora un paso más allá de Aristóteles, podríamos decir que la característica suprema del tiempo es la impu reza , y esto sólo es posible porque se trata siempre de un sustrato no-humano sobre el que tiene lugar la manifestación de las imágenes. Las imágenes estéticas son imágenes-movimiento e imágenes-tiempo precisamente porque el tiempo como movimiento cósmico y a-subjetivo actúa como telón de fondo que permite que éstas adquieran dichas características. Sin movimiento y sin tiempo no habría, propiamente hablando, posibilidades de Sobre los orígenes histórico-culturales de la “numeración” del sustrato temporal, cf. USENER, Hermann, “Templum”, Jahrbücher für Philologie , 1878, pp. 59-62. Usener demostró que la palabra templum – que en griego tiene su equivalente en témenos – deriva de la raíz griega tem- que significa cortar y dividir. Según Usener, la noción misma del tiempo como tempus deriva de esta concepción espacial; así el tiempo ha podido ser concebido como un espacio dividido y ordenado, una delimitación particular del acontecer.
Prólogo
manifestación de la imagen y lo mismo vale para las imágenes de la fantasía que, siendo la esencia del pensamiento, se dan también en un espacio primariamente a-subjetivo. La cuestión fundamental, sin embargo, no es tanto si el tiempo debe medirse en función del espacio o a la inversa sino en comprender cómo el tiempo actúa como un mediador entre el viviente y la materia donde las imágenes sensibles pueden circular y tomar un cierta forma de vida ( Leben) como decía Warburg. Póngase por caso el ejemplo de uno de los más célebres estudios de Aby Warburg cuyas consecuencias radicales para la disciplina de la historia están aún lejos de haber sido extraídas: su conferencia de 1912 sobre las figuras astrológicas del Palacio Schiffanoia de Ferrara32. El propósito de Warburg no era, como pretenden ciertos historiadores a menudo, a los fines de “civilizar” el pensamiento del maestro, descubrir las “fuentes” de las figuras astrológicas del Palacio mostrando cómo en el diseño de una imagen determinada podría encontrarse la influencia directa del Introductorius de Albumasar, de la Sphaera Barbarica de Teucro o del Liber astrologie de Georgius Zothorus Zaparus Fendulus. Al contrario, la intención de Warburg era mostrar que en cada imagen astrológica de Ferrara tenía lugar un Nachleben, una supervivencia temporal que habitaba el presente. Varias series temporales entremezcladas independientemente incluso de toda voluntad humana específica, constituyen la esencia del presente. No existe un sólo instante que no contenga en sí mismo una pluralidad de tiempos pasados objetivamente presentes en él. Los intérpretes han debatido por décadas cómo debía interpretarse esta concepción warburguiana del Nachleben sin llegar a una conclusión completamente satisfactoria dado que, en la mayoría de los casos, se ha creído poder resolver este problema sin interrogarse, en el mismo gesto, sobre la naturaleza misma del tiempo. Sin embargo, ha sido un filósofo altamente
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WARBURG, Aby, “Italienische Kunst und internationale Astrologie im Palazzo Schifanoia zu Ferrara” (1912), dans Ausgewählte Schriften und Würdigungen , ed. D. Wuttke, Baden-Baden, 1980, p.173-198. Sobre estas figuras, cf. también, SAXL, Fritz, «La fede astrológica di Agostino Chigi: interpretazione dei dipinti di Baldassarre Peruzzi nella Sala di Galatea della Farnesina”, con un’appendice di Arthur Beer sul significato astronómico e la data dei dipinti, in La Farnesina, n°1, Roma, 1934. 32
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controversial quien ha definido en una obra casi secreta la metafísica del tiempo que se corresponde con la concepción warburguiana de la historia. Sin conocer, no obstante, a Warburg, este filósofo ha podido escribir que en “la existencia del presente” hay siempre una “ persistencia de lo histórico y como una instancia hacia el futuro”33. El Nachleben es pues, la esencia propia de todo tiempo, y la supervivencia puede definirse como “un no-ser ya, que, sin embargo, es de algún modo todavía”34. En ese sentido, no existe algo así como la pureza del instante como unidad del tiempo dado que en sí mismo todo instante está habitado a la vez por el pasado y el futuro. El Nachleben es la categoría que define la existencia de tiempos pasados que están presentes pero no son actuales en el seno mismo de todo instante; es decir, es la categoría que define la espectralidad consustancial a todo intervalo temporal. El ser del pasado en el presente no existe actualmente en él sino que más bien tiene un tipo de ser que convendría llamar junto con Meinong subsistencia, otro término que tal vez traduce muy bien el sentido de las especulaciones warburguianas. Ahora bien, ¿qué consecuencias tiene para la metafísica la introducción del ser del Nachleben como categoría ontológica?
Prólogo
4. Verdad
Junto con el pasaje anteriormente citado de Aristóteles, existe otro, también perteneciente a la Física que ha dado lugar a toda una vertiente filosófica de la cual Badiou es hoy uno de sus más eminentes representantes. El texto en cuestión, sumamente bre ve y controversial, observa que: Es claro entonces que todo no-ser no está en el tiempo [ phaneròn oûn hóti oudè tò mè òn éstai pân en chróno ], por ejemplo, las cosas que no pueden ser de otro modo , así por ejemplo la conmensurabilidad de la diagonal en relación con el lado35.
En estas brevísimas líneas, Aristóteles parece aludir a los “seres eternos” tales como las verdades matemáticas o las substancias incorruptibles separadas 36. Desde esta perspectiva, existirían ciertos tipos de seres que escapan al tiempo y las verdades matemáticas serían testimonio de ello. En esta vertiente estrictamente realista y platonizante se inscribe el mayor y más ambicioso proyecto de Badiou: demostrar que existen Verdades Eternas. Explícitamente, Badiou escribe que es necesario, a los fines de ARISTOTELES, Física, 221b, 23. DÜRING, Ingemar, Aristoteles. Darstellung und Interpretation seines Denkes , Heidelberg, 1963, [trad. española, Aristóteles. Exposición e interpretación de su pensamiento , México, 1987, p. 503] interpreta este pasaje como un empréstito tomado del platonismo. Dicha perspectiva también se halla presente, con algunos matices, en GOLDSCHMIDT, Victor, op. cit. p. 86. 36 Para un ejemplo similar sobre los “seres eternos” que vuelve a traer a colación el ejemplo de la conmensurabilidad de la diagonal, cf. ARISTOTELES, De Caelo I, 11, 281 a 3-7. Cf. asimismo ya el comentario de THOMAS AQUINAS, In octo libros Physicorum Aristotelis, (edición Maggiolo), Marietti, 1954, lib. IV, I, 20 n.11: « Quinto ibi: quare quaecumque neque moventur etc., inducit quoddam corollarium ex praemissis. Si enim nihil mensuratur tempore nisi secundum quod movetur et quiescit, sequitur quod quaecumque non moventur neque quiescunt, ut substantiae separatae, non sunt in tempore: quia hoc est esse in tempore, mensurari a tem pore. Deinde cum dicit: manifestum igitur quoniam etc., ostendit quod non omnia non entia sunt in tempore. Et dicit manifestum esse ex praemissis, quod neque etiam omne non ens est in tempore, sicut ea quae non contingit aliter esse, ut diametrum esse commensurabilem lateri quadrati: hoc enim est impossibile, quia nunquam contingit esse verum ”. 35
MILLAN PUELLES, Antonio, Ontología de la existencia histórica , Madrid, 1951, p. 38. Este libro es una de las rarísimas obras que aborda el problema de la historia sobre sus bases ontológicas evitando su reducción fenomenológica a un “tiempo vivido” o subordinándolo a un sentido “originario del ser”. Nuestro camino en este ensayo es, justamente, el inverso del seguido por el primer Heidegger quien, agudamente, había percibido la importancia de la Física aristotélica en toda la reflexión occidental sobre el tiempo para, acto seguido, reducirla a una «representación vulgar” (vulgäre Zeitvorstelung ) del tiempo: cf. Sein und Zeit , § 72, nota 5, (edición Niemeyer, Tubinga, 1927, pp. 432-433). Al contrario de toda sobre-determinación del tiempo y de la historia por la finit ud del Dasein que opera como figura última de una subjetividad destinada a la muerte, nuestro objetivo es pensar un Tiempo libre de toda finitud. Sin embargo, a diferencia del por otra parte fundamental proyecto del “realismo especulativo” que guarda estrechísimas relaciones con la filosofía badiouana, no pretendemos que el tiempo sea únicamente descriptible bajo las categorías matemáticas de una materia sin pensamiento. 34 MILLAN PUELLES, Antonio, op. cit. p. 38. 33
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controversial quien ha definido en una obra casi secreta la metafísica del tiempo que se corresponde con la concepción warburguiana de la historia. Sin conocer, no obstante, a Warburg, este filósofo ha podido escribir que en “la existencia del presente” hay siempre una “ persistencia de lo histórico y como una instancia hacia el futuro”33. El Nachleben es pues, la esencia propia de todo tiempo, y la supervivencia puede definirse como “un no-ser ya, que, sin embargo, es de algún modo todavía”34. En ese sentido, no existe algo así como la pureza del instante como unidad del tiempo dado que en sí mismo todo instante está habitado a la vez por el pasado y el futuro. El Nachleben es la categoría que define la existencia de tiempos pasados que están presentes pero no son actuales en el seno mismo de todo instante; es decir, es la categoría que define la espectralidad consustancial a todo intervalo temporal. El ser del pasado en el presente no existe actualmente en él sino que más bien tiene un tipo de ser que convendría llamar junto con Meinong subsistencia, otro término que tal vez traduce muy bien el sentido de las especulaciones warburguianas. Ahora bien, ¿qué consecuencias tiene para la metafísica la introducción del ser del Nachleben como categoría ontológica?
Prólogo
4. Verdad
Junto con el pasaje anteriormente citado de Aristóteles, existe otro, también perteneciente a la Física que ha dado lugar a toda una vertiente filosófica de la cual Badiou es hoy uno de sus más eminentes representantes. El texto en cuestión, sumamente bre ve y controversial, observa que: Es claro entonces que todo no-ser no está en el tiempo [ phaneròn oûn hóti oudè tò mè òn éstai pân en chróno ], por ejemplo, las cosas que no pueden ser de otro modo , así por ejemplo la conmensurabilidad de la diagonal en relación con el lado35.
En estas brevísimas líneas, Aristóteles parece aludir a los “seres eternos” tales como las verdades matemáticas o las substancias incorruptibles separadas 36. Desde esta perspectiva, existirían ciertos tipos de seres que escapan al tiempo y las verdades matemáticas serían testimonio de ello. En esta vertiente estrictamente realista y platonizante se inscribe el mayor y más ambicioso proyecto de Badiou: demostrar que existen Verdades Eternas. Explícitamente, Badiou escribe que es necesario, a los fines de ARISTOTELES, Física, 221b, 23. DÜRING, Ingemar, Aristoteles. Darstellung und Interpretation seines Denkes , Heidelberg, 1963, [trad. española, Aristóteles. Exposición e interpretación de su pensamiento , México, 1987, p. 503] interpreta este pasaje como un empréstito tomado del platonismo. Dicha perspectiva también se halla presente, con algunos matices, en GOLDSCHMIDT, Victor, op. cit. p. 86. 36 Para un ejemplo similar sobre los “seres eternos” que vuelve a traer a colación el ejemplo de la conmensurabilidad de la diagonal, cf. ARISTOTELES, De Caelo I, 11, 281 a 3-7. Cf. asimismo ya el comentario de THOMAS AQUINAS, In octo libros Physicorum Aristotelis, (edición Maggiolo), Marietti, 1954, lib. IV, I, 20 n.11: « Quinto ibi: quare quaecumque neque moventur etc., inducit quoddam corollarium ex praemissis. Si enim nihil mensuratur tempore nisi secundum quod movetur et quiescit, sequitur quod quaecumque non moventur neque quiescunt, ut substantiae separatae, non sunt in tempore: quia hoc est esse in tempore, mensurari a tem pore. Deinde cum dicit: manifestum igitur quoniam etc., ostendit quod non omnia non entia sunt in tempore. Et dicit manifestum esse ex praemissis, quod neque etiam omne non ens est in tempore, sicut ea quae non contingit aliter esse, ut diametrum esse commensurabilem lateri quadrati: hoc enim est impossibile, quia nunquam contingit esse verum ”. 35
MILLAN PUELLES, Antonio, Ontología de la existencia histórica , Madrid, 1951, p. 38. Este libro es una de las rarísimas obras que aborda el problema de la historia sobre sus bases ontológicas evitando su reducción fenomenológica a un “tiempo vivido” o subordinándolo a un sentido “originario del ser”. Nuestro camino en este ensayo es, justamente, el inverso del seguido por el primer Heidegger quien, agudamente, había percibido la importancia de la Física aristotélica en toda la reflexión occidental sobre el tiempo para, acto seguido, reducirla a una «representación vulgar” (vulgäre Zeitvorstelung ) del tiempo: cf. Sein und Zeit , § 72, nota 5, (edición Niemeyer, Tubinga, 1927, pp. 432-433). Al contrario de toda sobre-determinación del tiempo y de la historia por la finit ud del Dasein que opera como figura última de una subjetividad destinada a la muerte, nuestro objetivo es pensar un Tiempo libre de toda finitud. Sin embargo, a diferencia del por otra parte fundamental proyecto del “realismo especulativo” que guarda estrechísimas relaciones con la filosofía badiouana, no pretendemos que el tiempo sea únicamente descriptible bajo las categorías matemáticas de una materia sin pensamiento. 34 MILLAN PUELLES, Antonio, op. cit. p. 38. 33
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combatir al materialismo democrático, realizar “un gesto platónico: relevar la sofística democrática por la localización de todo Sujeto en el proceso excepcional de una verdad”37. En este sentido, se trata de la ubicación de universales o tras-mundanos de los cuales las verdades matemáticas –y también los objetos de la estética– constituyen ejemplos privilegiados. Llegados a este punto es, sin duda, la noción misma de filosofía lo que se pone en juego. En un texto que puede con justicia ser considerado como su obra maestra, Alexandre Kojève ha mostrado cómo todo gesto teórico que sustrae el Concepto al Tiempo, constituye, esencialmente, una declinación teológica del pensar. Precisamente Platón, representa para Kojève, el ejemplo por antonomasia de dicho movimiento que abandona la filosofía para recaer sobre una dimensión religiosa. “Pienso que Platón no ha querido abandonar el discurso “teológico” sobre el Uno trascendente en relación al Ser-dado, aunque haya visto y mostrado que este Uno era rigurosamente inefable […] En tanto que Teólogo o ‘Filósofo religioso’, Platón cree deber hablar ‘a todo precio’ del Uno trascendente [en relación a todo lo que es y de lo cual se habla] y [entonces] inefable, incluso si el precio de este discurso teológico es la Contra-dicción [precio que habría debido rechazar pagar si hubiese sido solamente Filósofo]. Es este pre-juicio ‘teológico’ [‘justificable’ únicamente por un ‘motivo’ religioso] el que, según mi opinión, ha ‘obligado’ a Platón a desviarse del recto camino de su razonamiento y, en lugar de proseguirlo, volvió por medio de un ‘atajo’ contra-dictorio al punto de partida parmenídeo”38. Si bien el pensamiento badiouano se ocupa de los múltiples sin Uno y hasta puede leer a la ontología platónica como una antesala de una teoría de las multiplicidades inconsistentes39, es 37 BADIOU, Alain, op. cit. p. 18. El texto hace referencia a su Manifeste pour la philosophie de 1989. También, como escribe el autor en el texto aquí traducido, « [la filosofía] reorienta el tiempo hacia la eternidad, puesto que toda verdad, en tanto que infinidad genérica, es eterna”, cf. Infra, p. 28. 38 KOJÈVE, Alexandre, Le Concept, le Temps et le Discours. Introduction au Système du Savoir , París, 1990, pp. 218-219. 39 Cf. BADIOU, Alain, L’être et l’événement, París, 1988 [trad. española, El ser y el acontecimiento, Buenos Aires, 1999, pp. 43-49].
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Prólogo
legítimo preguntarse si en la búsqueda de las Verdades Eternas y en la emergencia del Acontecimiento (un concepto con no pocas connotaciones cristológicas), no se aloja aún aquel “atajo” teológico del que hablaba Kojève. Asimismo, bajo el signo lógico-ontológico de la verdad, Badiou reconduce a la estética al cauce de lo verdadero y de lo falso y de este modo, parecería imposible poder liberarla de los todos las determinaciones teológicas que han influido sobre esta disciplina a lo largo de su historia40. 5. Objeto
A diferencia de Platón, Badiou otorga un derecho de ciudadanía en la polis que “es el nombre de la humanidad en su agrupamiento”41 y en la filosofía a la forma estética del poema que había sido rechazada en el libro X de la República. La prohibición que Platón realizó para la ciudad antigua, es levantada por ese gran platónico del siglo XX que es Badiou en la medida en que éste reconoce que en su concepción del Uno, Platón ya había reflexionado sobre los límites de la dianoia dado que el Bien es definido como epékeina tês ousías , “más allá de la sustancia” y en consecuencia aprehendido a través de las metáforas poéticas que convienen a lo innombrable. De igual modo, los grandes teoremas de Cantor, Gödel y Cohen encuentran, según Badiou, algo así como el innombrable propio del pensamiento matemático-filosófico que consiste en la incapacidad de establecer como verídico el enunciado de su propia consistencia. “Lo innominable es aquello de lo cual una verdad no puede forzar la nominación” 42. Así, el poema sería una “transposición dialéctica del sensible en Idea” con el fin de “hacer existir intemporalmente la desaparición temporal del sensible” 43. Poema y matema son los dos perfiles complementarios de una filosofía que quiere “admitir la Aún si el propio autor sostiene que la obra de arte no es en sí misma una verdad sino “la instancia local, el punto diferencial de una verdad”, cf. infra, p. 24. 41 Cf. infra p. 32. 42 Cf. infra, p. 42. 43 Cf. infra, p. 39. 40
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combatir al materialismo democrático, realizar “un gesto platónico: relevar la sofística democrática por la localización de todo Sujeto en el proceso excepcional de una verdad”37. En este sentido, se trata de la ubicación de universales o tras-mundanos de los cuales las verdades matemáticas –y también los objetos de la estética– constituyen ejemplos privilegiados. Llegados a este punto es, sin duda, la noción misma de filosofía lo que se pone en juego. En un texto que puede con justicia ser considerado como su obra maestra, Alexandre Kojève ha mostrado cómo todo gesto teórico que sustrae el Concepto al Tiempo, constituye, esencialmente, una declinación teológica del pensar. Precisamente Platón, representa para Kojève, el ejemplo por antonomasia de dicho movimiento que abandona la filosofía para recaer sobre una dimensión religiosa. “Pienso que Platón no ha querido abandonar el discurso “teológico” sobre el Uno trascendente en relación al Ser-dado, aunque haya visto y mostrado que este Uno era rigurosamente inefable […] En tanto que Teólogo o ‘Filósofo religioso’, Platón cree deber hablar ‘a todo precio’ del Uno trascendente [en relación a todo lo que es y de lo cual se habla] y [entonces] inefable, incluso si el precio de este discurso teológico es la Contra-dicción [precio que habría debido rechazar pagar si hubiese sido solamente Filósofo]. Es este pre-juicio ‘teológico’ [‘justificable’ únicamente por un ‘motivo’ religioso] el que, según mi opinión, ha ‘obligado’ a Platón a desviarse del recto camino de su razonamiento y, en lugar de proseguirlo, volvió por medio de un ‘atajo’ contra-dictorio al punto de partida parmenídeo”38. Si bien el pensamiento badiouano se ocupa de los múltiples sin Uno y hasta puede leer a la ontología platónica como una antesala de una teoría de las multiplicidades inconsistentes39, es 37 BADIOU, Alain, op. cit. p. 18. El texto hace referencia a su Manifeste pour la philosophie de 1989. También, como escribe el autor en el texto aquí traducido, « [la filosofía] reorienta el tiempo hacia la eternidad, puesto que toda verdad, en tanto que infinidad genérica, es eterna”, cf. Infra, p. 28. 38 KOJÈVE, Alexandre, Le Concept, le Temps et le Discours. Introduction au Système du Savoir , París, 1990, pp. 218-219. 39 Cf. BADIOU, Alain, L’être et l’événement, París, 1988 [trad. española, El ser y el acontecimiento, Buenos Aires, 1999, pp. 43-49].
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coextensión de lo sensible y de la Idea, pero sin conceder nada la trascendencia del Uno”44 así como tampoco al empirismo. También la danza “transmite visiblemente la Idea del pensamiento como intensificación inmanente”45 a través de un cuerpo de superficies, sin interioridad. La danza “ viene precisamente a manifestar en ello que el pensamiento, el verdadero pensamiento, suspendido en la desaparición del acontecimiento, es la inducción de un sujeto impersonal”46. Desde esta perspectiva, la danza es como un “poema des-inscripto” y “metáfora del pensamiento precisamente en tanto que indica por medio del cuerpo que un pensamiento en la forma de su emergencia en el acontecimiento se halla sustraído a toda preexistencia del saber ”47. Del mismo modo, si todo teatro “piensa” 48, más aún el cine “trata a la Idea a la manera de una visitación, o de un pasaje […]. Las consideraciones formales, de corte, de plano, de movimiento global o local, de color, de actantes corporales, de sonido, etc, no deben ser citados sino en tanto que contribuyen al “aspecto” de la Idea y a la captura de su impureza nativa”49. Como hemos visto al comienzo de este ensayo, la estética como disciplina ha estado ligada desde sus inicios modernos a un paradigma eidético y, en ese punto, Badiou parece inscribirse netamente dentro de la herencia hegeliana. Es decir, la Idea es, primariamente para Badiou, el objeto de toda estética y, en consonancia con ello, también la multiplicidad de verdades eternas que advienen con ella. Los conceptos de “coextensividad” y “participación” parecen ser sólo medios de desplazar, una vez más, la atención hacia una esfera inteligible de lo bello estético en detrimento de la existencia primaria sensible de todo objeto estético. Si bien Badiou no quiere producir una fractura entre lo cuantitativo y lo cualitativo, la primacía ontológica de la Idea sustraída al tiempo deja un lugar sumamente menor o secundario a los sustratos sensibles de los fenómenos estéticos. Sin embargo,
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legítimo preguntarse si en la búsqueda de las Verdades Eternas y en la emergencia del Acontecimiento (un concepto con no pocas connotaciones cristológicas), no se aloja aún aquel “atajo” teológico del que hablaba Kojève. Asimismo, bajo el signo lógico-ontológico de la verdad, Badiou reconduce a la estética al cauce de lo verdadero y de lo falso y de este modo, parecería imposible poder liberarla de los todos las determinaciones teológicas que han influido sobre esta disciplina a lo largo de su historia40. 5. Objeto
A diferencia de Platón, Badiou otorga un derecho de ciudadanía en la polis que “es el nombre de la humanidad en su agrupamiento”41 y en la filosofía a la forma estética del poema que había sido rechazada en el libro X de la República. La prohibición que Platón realizó para la ciudad antigua, es levantada por ese gran platónico del siglo XX que es Badiou en la medida en que éste reconoce que en su concepción del Uno, Platón ya había reflexionado sobre los límites de la dianoia dado que el Bien es definido como epékeina tês ousías , “más allá de la sustancia” y en consecuencia aprehendido a través de las metáforas poéticas que convienen a lo innombrable. De igual modo, los grandes teoremas de Cantor, Gödel y Cohen encuentran, según Badiou, algo así como el innombrable propio del pensamiento matemático-filosófico que consiste en la incapacidad de establecer como verídico el enunciado de su propia consistencia. “Lo innominable es aquello de lo cual una verdad no puede forzar la nominación” 42. Así, el poema sería una “transposición dialéctica del sensible en Idea” con el fin de “hacer existir intemporalmente la desaparición temporal del sensible” 43. Poema y matema son los dos perfiles complementarios de una filosofía que quiere “admitir la Aún si el propio autor sostiene que la obra de arte no es en sí misma una verdad sino “la instancia local, el punto diferencial de una verdad”, cf. infra, p. 24. 41 Cf. infra p. 32. 42 Cf. infra, p. 42. 43 Cf. infra, p. 39. 40
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Prólogo
Cf. infra, p. 73. Cf. infra, p. 93. Cf. infra, p. 101. Cf. infra, p. 104. Cf. infra, p. 113. Cf. infra, p. 131.
Prólogo
son estos sensibles los que forman la sustancia primera de toda estética posible. Y aun si Badiou defiende una postura teórica que dibuja los contornos de un “sujeto impersonal” no es completamente seguro que su teoría estética esté construida verdaderamente fuera del círculo antropológico. Ciertamente, podemos seguir los designios del autor cuando señala, con toda acuidad, que en una película, conocemos algo más que un montaje de imágenes, o que un actor actúa un “papel” que parece sustraerse a las determinaciones sensibles. Sin embargo, estas constataciones no autorizan en absoluto un salto hacia la esfera de las Ideas. En efecto, podemos decir que un fenómeno estético tiene una doble articulación teóricamente pensable aunque empíricamente indistinguible entre un sensible, un objeto y un devenir temporal que lo hace pasible de manifestación. Pensemos, por ejemplo, en la imagen de un cuadro. Ciertamente, como lo muestra Warburg, toda imagen vehiculiza emociones primordiales y sensaciones a-subjetivas pero capaces de producir lo humano: desde ese punto de vista, son objetos sensibles que podríamos denominar –de un modo clasificatorio pero no jerárquico– inferiora , siguiendo la terminología de Alexius Meinong. Ahora bien, en el cúmulo de las emociones sensibles que se trasparentan sobre el medio temporal, existe, ciertamente, un objeto cognoscible. ¿Cómo puede conocerse la Ninfa warburguiana? ¿Cuál es su estatuto ontológico? En este punto, es importante notar algo que Badiou parece pasar por alto y es el hecho de que si bien muchos objetos de la estética tienen sólo estatuto sensible, otros, en cambio, sólo tienen una existencia que no es propiamente sensible ni propiamente eidética. Tomemos el caso de un actor, ¿qué existencia tiene el Coriolano interpretado sobre el escenario? Lo que el actor representa no es, de ningún modo, lo que suele llamarse una “ficción”. La prueba de ello es que el personaje se le impone al actor independientemente de toda conciencia intencional y por ello, toda actuación escénica es una forma de conocimiento: un proceso de ensayo no es otra cosa que una detallada gnoseología del personaje. Si un personaje fuese meramente una “invención” del actor –o incluso del autor– no existiría la posibilidad de evaluar objetivamente cuán cerca o lejos está de haber 35
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coextensión de lo sensible y de la Idea, pero sin conceder nada la trascendencia del Uno”44 así como tampoco al empirismo. También la danza “transmite visiblemente la Idea del pensamiento como intensificación inmanente”45 a través de un cuerpo de superficies, sin interioridad. La danza “ viene precisamente a manifestar en ello que el pensamiento, el verdadero pensamiento, suspendido en la desaparición del acontecimiento, es la inducción de un sujeto impersonal”46. Desde esta perspectiva, la danza es como un “poema des-inscripto” y “metáfora del pensamiento precisamente en tanto que indica por medio del cuerpo que un pensamiento en la forma de su emergencia en el acontecimiento se halla sustraído a toda preexistencia del saber ”47. Del mismo modo, si todo teatro “piensa” 48, más aún el cine “trata a la Idea a la manera de una visitación, o de un pasaje […]. Las consideraciones formales, de corte, de plano, de movimiento global o local, de color, de actantes corporales, de sonido, etc, no deben ser citados sino en tanto que contribuyen al “aspecto” de la Idea y a la captura de su impureza nativa”49. Como hemos visto al comienzo de este ensayo, la estética como disciplina ha estado ligada desde sus inicios modernos a un paradigma eidético y, en ese punto, Badiou parece inscribirse netamente dentro de la herencia hegeliana. Es decir, la Idea es, primariamente para Badiou, el objeto de toda estética y, en consonancia con ello, también la multiplicidad de verdades eternas que advienen con ella. Los conceptos de “coextensividad” y “participación” parecen ser sólo medios de desplazar, una vez más, la atención hacia una esfera inteligible de lo bello estético en detrimento de la existencia primaria sensible de todo objeto estético. Si bien Badiou no quiere producir una fractura entre lo cuantitativo y lo cualitativo, la primacía ontológica de la Idea sustraída al tiempo deja un lugar sumamente menor o secundario a los sustratos sensibles de los fenómenos estéticos. Sin embargo, 44 45 46 47 48 49
Cf. infra, p. 73. Cf. infra, p. 93. Cf. infra, p. 101. Cf. infra, p. 104. Cf. infra, p. 113. Cf. infra, p. 131.
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llegado a su objeto. Pero al mismo tiempo, el personaje tiene una forma de existencia independiente de lo real sin dejar, por ello, de ser un superius de lo sensible. Pensemos también en el poema mismo que antes incluso de construirse sobre el innombrable que sería su imposibilidad de acceder al devenir lenguaje del lenguaje, se acerca a una dimensión completamente ajena al mundo eidético pues, ¿puede llamarse propiamente Idea al Empédocles versificado por Hölderlin? En todos estos casos, estamos en presencia de lo que Meinong llamaba un “objeto” y como tales poseen todos ellos la característica de la “objetidad”50. Es decir, se imponen a un sujeto como existencias que se hallan más allá de cualquier conciencia intencional y, al mismo tiempo, no tienen una verdadera existencia, sino que subsisten ( sobreviven estaríamos tentados de decir con un vocabulario warburguiano). Sin embargo, como hace notar Meinong, sería más propio calificar su existencia como aussersein , “allende el ser”51. Es decir, se trata de objetos que están –desde un punto de vista a priori– más allá de cualquier determinación metafísica propia del ser o del no-ser y, en consecuencia, de la verdad o de la falsedad cuyos valores son sólo determinables, por así decirlo, a posteriori y de acuerdo con las variaciones de los diferentes mundos históricos que puedan atravesar, si bien, ningún juicio de valor puede trascender dichas esferas mundanas particulares para constituirse en eterno. Son existencias que Meinong ha calificado como “fantasmales”52 ( schattenhaft ). La naturaleza fantasmal ( shattenhafte Natur) de los objetos estéticos es su Es importante subrayar que la noción de “objeto” que proponemos aquí siguiendo a Alexius Meinong, es muy distinta de la badiouana. De hecho, la noción de objeto es un concepto fundamental de la “lógica atómica” de Badiou : “llamamos objeto del mundo a la pareja formada por un múltiple y una indexación transcendental de ese múltiple, con la condición de que todos los átomos de aparecer cuyo referente es el múltiple considerado sean átomos reales del múltiple referencial” [ Logiques des mondes , op. cit. pp. 233-234]. Sin ser sustancial ni ficcional, el objeto badiouano está finalmente ligado a un real que prescribe el efecto del aparecer. Aquí se trata, por el contrario, de pensar un objeto completamente independiente de lo real pero absolutamente existente. 51 Cf. MEINONG, Alexius, op. cit. pp. 54-58. 52 Ibid. pp. 130-132. 50
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Prólogo
son estos sensibles los que forman la sustancia primera de toda estética posible. Y aun si Badiou defiende una postura teórica que dibuja los contornos de un “sujeto impersonal” no es completamente seguro que su teoría estética esté construida verdaderamente fuera del círculo antropológico. Ciertamente, podemos seguir los designios del autor cuando señala, con toda acuidad, que en una película, conocemos algo más que un montaje de imágenes, o que un actor actúa un “papel” que parece sustraerse a las determinaciones sensibles. Sin embargo, estas constataciones no autorizan en absoluto un salto hacia la esfera de las Ideas. En efecto, podemos decir que un fenómeno estético tiene una doble articulación teóricamente pensable aunque empíricamente indistinguible entre un sensible, un objeto y un devenir temporal que lo hace pasible de manifestación. Pensemos, por ejemplo, en la imagen de un cuadro. Ciertamente, como lo muestra Warburg, toda imagen vehiculiza emociones primordiales y sensaciones a-subjetivas pero capaces de producir lo humano: desde ese punto de vista, son objetos sensibles que podríamos denominar –de un modo clasificatorio pero no jerárquico– inferiora , siguiendo la terminología de Alexius Meinong. Ahora bien, en el cúmulo de las emociones sensibles que se trasparentan sobre el medio temporal, existe, ciertamente, un objeto cognoscible. ¿Cómo puede conocerse la Ninfa warburguiana? ¿Cuál es su estatuto ontológico? En este punto, es importante notar algo que Badiou parece pasar por alto y es el hecho de que si bien muchos objetos de la estética tienen sólo estatuto sensible, otros, en cambio, sólo tienen una existencia que no es propiamente sensible ni propiamente eidética. Tomemos el caso de un actor, ¿qué existencia tiene el Coriolano interpretado sobre el escenario? Lo que el actor representa no es, de ningún modo, lo que suele llamarse una “ficción”. La prueba de ello es que el personaje se le impone al actor independientemente de toda conciencia intencional y por ello, toda actuación escénica es una forma de conocimiento: un proceso de ensayo no es otra cosa que una detallada gnoseología del personaje. Si un personaje fuese meramente una “invención” del actor –o incluso del autor– no existiría la posibilidad de evaluar objetivamente cuán cerca o lejos está de haber 35
Prólogo
segunda característica ontológica. En cierta medida, todo objeto estético podría ser clasificado, paradojalmente, como un “sensible espectral” dado que si bien son captados netamente por los sentidos, parte de su existencia se halla por fuera de la metafísica del ser, lo cual no impide en modo alguno su percepción. Como todo instante tiene una multiplicidad de pasados y futuros que lo habitan, todo objeto estético es un componente indistinguible de espectralidades y sensibles. Badiou tiene mucha razón en pensar que en los objetos estéticos no sólo existe un sensible empírico pero quizá la solución del problema no consista en proponer una sobredeterminación del sensible por un Inteligible eterno. Lo que aquí proponemos en diálogo con Badiou, es pensar la posibilidad de volver más complejo aún el estatuto ontológico de los sensibles de los mundos estéticos. En ese sentido, la noción de Idea resulta quizá inapropiada dado que está ligada a una metafísica del matema y a una cierta rasgadura del ser en dos dimensiones irreductibles. Proponemos entonces aquí considerar en lugar de una Idea eterna que “participa” de los sensibles mundanos, la noción de “trans-objetualidad” entendida como la concepción según la cual todo objeto estético está inmanente e indistinguiblemente conformado por una multiplicidad sensible y una multiplicidad espectral que se desarrollan, conjuntamente, a lo largo de una estela temporal indefinida. En ese sentido, la noción misma de materia deja de ser empíricamente unitaria y sólida para pasar a estar habitada por componentes fantasmales y la espectralidad adquiere también una forma de impureza sensible que la aleja de lo puramente inteligible. Pensemos en el ejemplo del cine. Si tomamos al azar un cuadro de cualquier película y nos detenemos sobre él, podemos inmediatamente apreciar esta combinación objetual propia del fenómeno estético. En efecto, el cuadro nunca agota lo que el espectador percibe, es más, en la mayoría de los casos, el sentido de un cuadro se construye enteramente a partir de lo que está fuera de él pero que, el espectador, sin tenerlo frente a sí en el propio cuadro, percibe sensiblemente como objetualidad que se encuentra fuera del mismo. Desde esta perspectiva, lo único que distingue ontológicamente al sensible imaginal del cuadro 37
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llegado a su objeto. Pero al mismo tiempo, el personaje tiene una forma de existencia independiente de lo real sin dejar, por ello, de ser un superius de lo sensible. Pensemos también en el poema mismo que antes incluso de construirse sobre el innombrable que sería su imposibilidad de acceder al devenir lenguaje del lenguaje, se acerca a una dimensión completamente ajena al mundo eidético pues, ¿puede llamarse propiamente Idea al Empédocles versificado por Hölderlin? En todos estos casos, estamos en presencia de lo que Meinong llamaba un “objeto” y como tales poseen todos ellos la característica de la “objetidad”50. Es decir, se imponen a un sujeto como existencias que se hallan más allá de cualquier conciencia intencional y, al mismo tiempo, no tienen una verdadera existencia, sino que subsisten ( sobreviven estaríamos tentados de decir con un vocabulario warburguiano). Sin embargo, como hace notar Meinong, sería más propio calificar su existencia como aussersein , “allende el ser”51. Es decir, se trata de objetos que están –desde un punto de vista a priori– más allá de cualquier determinación metafísica propia del ser o del no-ser y, en consecuencia, de la verdad o de la falsedad cuyos valores son sólo determinables, por así decirlo, a posteriori y de acuerdo con las variaciones de los diferentes mundos históricos que puedan atravesar, si bien, ningún juicio de valor puede trascender dichas esferas mundanas particulares para constituirse en eterno. Son existencias que Meinong ha calificado como “fantasmales”52 ( schattenhaft ). La naturaleza fantasmal ( shattenhafte Natur) de los objetos estéticos es su Es importante subrayar que la noción de “objeto” que proponemos aquí siguiendo a Alexius Meinong, es muy distinta de la badiouana. De hecho, la noción de objeto es un concepto fundamental de la “lógica atómica” de Badiou : “llamamos objeto del mundo a la pareja formada por un múltiple y una indexación transcendental de ese múltiple, con la condición de que todos los átomos de aparecer cuyo referente es el múltiple considerado sean átomos reales del múltiple referencial” [ Logiques des mondes , op. cit. pp. 233-234]. Sin ser sustancial ni ficcional, el objeto badiouano está finalmente ligado a un real que prescribe el efecto del aparecer. Aquí se trata, por el contrario, de pensar un objeto completamente independiente de lo real pero absolutamente existente. 51 Cf. MEINONG, Alexius, op. cit. pp. 54-58. 52 Ibid. pp. 130-132. 50
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segunda característica ontológica. En cierta medida, todo objeto estético podría ser clasificado, paradojalmente, como un “sensible espectral” dado que si bien son captados netamente por los sentidos, parte de su existencia se halla por fuera de la metafísica del ser, lo cual no impide en modo alguno su percepción. Como todo instante tiene una multiplicidad de pasados y futuros que lo habitan, todo objeto estético es un componente indistinguible de espectralidades y sensibles. Badiou tiene mucha razón en pensar que en los objetos estéticos no sólo existe un sensible empírico pero quizá la solución del problema no consista en proponer una sobredeterminación del sensible por un Inteligible eterno. Lo que aquí proponemos en diálogo con Badiou, es pensar la posibilidad de volver más complejo aún el estatuto ontológico de los sensibles de los mundos estéticos. En ese sentido, la noción de Idea resulta quizá inapropiada dado que está ligada a una metafísica del matema y a una cierta rasgadura del ser en dos dimensiones irreductibles. Proponemos entonces aquí considerar en lugar de una Idea eterna que “participa” de los sensibles mundanos, la noción de “trans-objetualidad” entendida como la concepción según la cual todo objeto estético está inmanente e indistinguiblemente conformado por una multiplicidad sensible y una multiplicidad espectral que se desarrollan, conjuntamente, a lo largo de una estela temporal indefinida. En ese sentido, la noción misma de materia deja de ser empíricamente unitaria y sólida para pasar a estar habitada por componentes fantasmales y la espectralidad adquiere también una forma de impureza sensible que la aleja de lo puramente inteligible. Pensemos en el ejemplo del cine. Si tomamos al azar un cuadro de cualquier película y nos detenemos sobre él, podemos inmediatamente apreciar esta combinación objetual propia del fenómeno estético. En efecto, el cuadro nunca agota lo que el espectador percibe, es más, en la mayoría de los casos, el sentido de un cuadro se construye enteramente a partir de lo que está fuera de él pero que, el espectador, sin tenerlo frente a sí en el propio cuadro, percibe sensiblemente como objetualidad que se encuentra fuera del mismo. Desde esta perspectiva, lo único que distingue ontológicamente al sensible imaginal del cuadro 37
Prólogo
del sensible espectral (pero no eidético) es la intensidad y la forma de su existir, su pertenencia a la esfera de ser o su indiferencia hacia la misma. La estética, en este punto, sería una verdadera espectrología sensible de objetos meinonguianos cuya cartografía está aún por ser construida. Debemos entonces comprender al objeto estético de un modo anti-parmenídeo pero no ciertamente como una mezcla de ser y de no-ser sino más bien de ser y espectro (entendido este último como indiferente al ser). Ahora bien, esto sólo quiere decir que la espectralidad propia de todo objeto estético es indiferente al ser apriorísticamente pero en cuanto partícipe de un mundo histórico concreto adquiere una forma de presencia a posteriori que condiciona por así decirlo toda significación de una obra de arte. Nuestra diferencia con Badiou consiste entonces en considerar que no hay eternidad para los espectros sino sólo temporalidad de manifestación y asimismo ningún espectro es una Forma de lo sensible sino un elemento inmanente integrante del mismo. De este modo, cada una de las Ninfas de las tablas del Atlas de Warburg es verdaderamente un ente trans-objetual puesto que cada una de las formas sensibles que la representan está permanentemente habitada por los espectros milenarios de sus fugas históricas. En el caso del teatro, la espectralidad del personaje existe conjuntamente con el sensible corporal del actor que lo representa al punto que uno puede tornarse indistinguible del otro. Esto no quiere decir que no haya espectralidades puras, por así decirlo, y el poema sería una buena muestra de esta posibilidad. En este sentido, algunas teorías estéticas contemporáneas han intentado despotenciar el legado meinonguiano del mismo modo que los iconólogos intentaron apaciguar la indomable fuerza de los textos warburguianos. Esto ha sido posible con la reducción de los objetos meinonguianos a simples “mundos de ficción” o “games of make-believe” que interactúan con la psicología individual de las pseudo-vivencias que serían las emociones estéticas de los sujetos53.
Todas estas estéticas contemporáneas aspiran a mucho menos de cuanto ambiciona la filosofía del matema defendida por Badiou o la trans-objetualidad aquí propuesta en diálogo con el filósofo francés. Sea como fuere, tanto si la pensamos con Badiou como “inestética de la eternidad” o bien como “espectrología temporal de la objetidad sensible”, la estética está llamada quizá a constituirse en el nuevo territorio privilegiado para t oda reflexión ontológica. El precioso legado badiouano a la reflexión estética consiste en afirmar, por un lado, que no existe algo así como un “territorio autónomo” de la ciencia de lo bello: toda estética debe ser reconducida a su ámbito ontológico más propio si se pretende verdaderamente reflexionar sobre aquello que pueda ser el arte. Por otro lado, y como corolario de lo anterior, la expulsión de los poetas de la ciudad ideal pregonada por Platón y la repatriación propuesta por Badiou en un gesto simétricamente opuesto, muestra que en la ontología estética del porvenir se juega el destino político de aquello que, quizá por costumbre, llamamos hombre.
El mayor representante de esta corriente ontológica y estética que reduce el meinonguianismo a un simple juego psicológico de mundos ficcionales es WALTON, Kendall, Mimesis as Make-Believe: On the Foundations of the Representational Arts , Massachussets, 1990. Cf. asimismo otro impor-
tante artículo de este autor que expresa una concepción tranquilizadora sobre los objetos puros aplicando una suerte de “navaja de Ockham” sobre los mundos estéticos de ficción: “Projectivism, Empathy and Musical Tension” in Philosophical Topics, vol. 26, nº 1- 2, 1999, pp. 407-440.
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del sensible espectral (pero no eidético) es la intensidad y la forma de su existir, su pertenencia a la esfera de ser o su indiferencia hacia la misma. La estética, en este punto, sería una verdadera espectrología sensible de objetos meinonguianos cuya cartografía está aún por ser construida. Debemos entonces comprender al objeto estético de un modo anti-parmenídeo pero no ciertamente como una mezcla de ser y de no-ser sino más bien de ser y espectro (entendido este último como indiferente al ser). Ahora bien, esto sólo quiere decir que la espectralidad propia de todo objeto estético es indiferente al ser apriorísticamente pero en cuanto partícipe de un mundo histórico concreto adquiere una forma de presencia a posteriori que condiciona por así decirlo toda significación de una obra de arte. Nuestra diferencia con Badiou consiste entonces en considerar que no hay eternidad para los espectros sino sólo temporalidad de manifestación y asimismo ningún espectro es una Forma de lo sensible sino un elemento inmanente integrante del mismo. De este modo, cada una de las Ninfas de las tablas del Atlas de Warburg es verdaderamente un ente trans-objetual puesto que cada una de las formas sensibles que la representan está permanentemente habitada por los espectros milenarios de sus fugas históricas. En el caso del teatro, la espectralidad del personaje existe conjuntamente con el sensible corporal del actor que lo representa al punto que uno puede tornarse indistinguible del otro. Esto no quiere decir que no haya espectralidades puras, por así decirlo, y el poema sería una buena muestra de esta posibilidad. En este sentido, algunas teorías estéticas contemporáneas han intentado despotenciar el legado meinonguiano del mismo modo que los iconólogos intentaron apaciguar la indomable fuerza de los textos warburguianos. Esto ha sido posible con la reducción de los objetos meinonguianos a simples “mundos de ficción” o “games of make-believe” que interactúan con la psicología individual de las pseudo-vivencias que serían las emociones estéticas de los sujetos53.
Todas estas estéticas contemporáneas aspiran a mucho menos de cuanto ambiciona la filosofía del matema defendida por Badiou o la trans-objetualidad aquí propuesta en diálogo con el filósofo francés. Sea como fuere, tanto si la pensamos con Badiou como “inestética de la eternidad” o bien como “espectrología temporal de la objetidad sensible”, la estética está llamada quizá a constituirse en el nuevo territorio privilegiado para t oda reflexión ontológica. El precioso legado badiouano a la reflexión estética consiste en afirmar, por un lado, que no existe algo así como un “territorio autónomo” de la ciencia de lo bello: toda estética debe ser reconducida a su ámbito ontológico más propio si se pretende verdaderamente reflexionar sobre aquello que pueda ser el arte. Por otro lado, y como corolario de lo anterior, la expulsión de los poetas de la ciudad ideal pregonada por Platón y la repatriación propuesta por Badiou en un gesto simétricamente opuesto, muestra que en la ontología estética del porvenir se juega el destino político de aquello que, quizá por costumbre, llamamos hombre.
El mayor representante de esta corriente ontológica y estética que reduce el meinonguianismo a un simple juego psicológico de mundos ficcionales es WALTON, Kendall, Mimesis as Make-Believe: On the Foundations of the Representational Arts , Massachussets, 1990. Cf. asimismo otro impor-
tante artículo de este autor que expresa una concepción tranquilizadora sobre los objetos puros aplicando una suerte de “navaja de Ockham” sobre los mundos estéticos de ficción: “Projectivism, Empathy and Musical Tension” in Philosophical Topics, vol. 26, nº 1- 2, 1999, pp. 407-440.
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Pequeño tratado de inestética
Pequeño tratado de inestética
Por “inestética” entiendo una relación de la filosofía con el arte que, al postular que el arte es de por sí productor de verdades, no pretende de ninguna manera convertirlo en un objeto para la f ilosofía. Contra la especulación estética, la inestética describe los efectos estrictamente intrafilosóficos que produce la existencia independiente de algunas obras de arte. A. B., abril de 1998
Por “inestética” entiendo una relación de la filosofía con el arte que, al postular que el arte es de por sí productor de verdades, no pretende de ninguna manera convertirlo en un objeto para la f ilosofía. Contra la especulación estética, la inestética describe los efectos estrictamente intrafilosóficos que produce la existencia independiente de algunas obras de arte. A. B., abril de 1998
1 Arte y filosofía
Nexo que desde siempre se ha visto afectado por un síntoma: el de una oscilación, de una vibración. En los orígenes, está la sentencia de ostracismo dictada por Platón contra el poema, el teatro, la música. De todo esto, debe decirse que el fundador de la filosofía, quien era evidentemente un refinado conocedor de todas las artes de su época, sólo acepta en la República a la música militar y al canto patriótico. En el otro extremo, se encuentra una devoción piadosa hacia el arte, un arrodillamiento contrito del concepto, pensado como nihilismo técnico, frente a la palabra poética que sola ofrece el mundo a lo Abierto latente de su propio desamparo. Pero ya entonces, después de todo, el sofista Protágoras señalaba el aprendizaje artístico como la clave de la educación. Existía una alianza entre Protágoras y Simónides el poeta, de la que el Sócrates de Platón intenta hacer fracasar el ardid y someter la intensidad pensable a sus propios fines. Una imagen me viene a la mente, una matriz análoga de sentido: la filosofía y el arte están emparentados históricamente como lo están, según Lacan, el Amo y la Histérica. Sabemos que la histérica va a decirle al amo: “la verdad habla a través de mi boca, estoy ahí, y tú que sabes, dime quién soy”. Y se adivina que, cualquiera sea la sabia sutileza de la respuesta del amo, la histérica le hará saber que no es aún eso, que su ahí se escapa rápidamente, que es necesario empezar todo nuevamente, y t rabajar mucho, para satisfacerla. Por lo cual ella impone su voluntad sobre el amo y se vuelve ama del amo. Así también, el arte está siempre ahí, dirigiendo al pensador la misma pregunta muda y centelleante sobre su identidad aun si, debido a su constante invención, a su metamorfosis, se afirma decepcionado de todo lo que la filosofía enuncia con respecto a él.
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1 Arte y filosofía
Nexo que desde siempre se ha visto afectado por un síntoma: el de una oscilación, de una vibración. En los orígenes, está la sentencia de ostracismo dictada por Platón contra el poema, el teatro, la música. De todo esto, debe decirse que el fundador de la filosofía, quien era evidentemente un refinado conocedor de todas las artes de su época, sólo acepta en la República a la música militar y al canto patriótico. En el otro extremo, se encuentra una devoción piadosa hacia el arte, un arrodillamiento contrito del concepto, pensado como nihilismo técnico, frente a la palabra poética que sola ofrece el mundo a lo Abierto latente de su propio desamparo. Pero ya entonces, después de todo, el sofista Protágoras señalaba el aprendizaje artístico como la clave de la educación. Existía una alianza entre Protágoras y Simónides el poeta, de la que el Sócrates de Platón intenta hacer fracasar el ardid y someter la intensidad pensable a sus propios fines. Una imagen me viene a la mente, una matriz análoga de sentido: la filosofía y el arte están emparentados históricamente como lo están, según Lacan, el Amo y la Histérica. Sabemos que la histérica va a decirle al amo: “la verdad habla a través de mi boca, estoy ahí, y tú que sabes, dime quién soy”. Y se adivina que, cualquiera sea la sabia sutileza de la respuesta del amo, la histérica le hará saber que no es aún eso, que su ahí se escapa rápidamente, que es necesario empezar todo nuevamente, y t rabajar mucho, para satisfacerla. Por lo cual ella impone su voluntad sobre el amo y se vuelve ama del amo. Así también, el arte está siempre ahí, dirigiendo al pensador la misma pregunta muda y centelleante sobre su identidad aun si, debido a su constante invención, a su metamorfosis, se afirma decepcionado de todo lo que la filosofía enuncia con respecto a él.
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Alain Badiou
El amo de la histérica casi no tiene otra opción, si se muestra reacio a la sumisión amorosa, la idolatría que debe demostrar con una producción de saber agotadora y siempre decepcionante, que golpearla. Así también, el amo filósofo queda dividido, en lo que respecta al arte, entre la idolatría y la censura. O bien le dirá a los jóvenes, sus discípulos, que lo esencial para toda educación viril de la razón es guardar distancia respecto de la Criatura, o bien terminará por conceder que ella sola, esa brillantez opaca de la que no podemos ser sino prisioneros, nos instruye sobre el ángulo por donde la verdad ordena que el saber sea producido. Y debido a que lo que nos convoca es el anudamiento entre el arte y la filosofía, parece que, formalmente, este anudamiento ha sido pensado siguiendo dos esquemas. Al primer esquema lo llamaré didáctico. En este esquema, la tesis consiste en que el arte es incapaz de verdad, o que toda verdad es exterior a él. Se reconocerá, por cierto, que el arte se propone (como la histérica) bajo las formas de la verdad efecti va, de la verdad inmediata o desnuda. Y que esa desnudez exhibe al arte como puro encanto de lo verdadero. Y que, más precisamente, el arte es la apariencia de una verdad infundada, no argumentada, de una verdad agotada en su ser-ahí. Sin embargo, y este es todo el sentido del proceso platónico, se rechazará esta pretensión, esta seducción. El núcleo de la polémica platónica sobre la mimesis se refiere al arte no tanto como imitación de las cosas sino como imitación del efecto de verdad. Y esta imitación obtiene su poder de su carácter inmediato . Entonces, Platón sostendrá que ser prisionero de una imagen inmediata de la verdad desvía del desvío. Si la verdad puede existir en tanto encanto, entonces perderemos la fuerza del trabajo dialéctico, de la lenta argumentación que prepara el ascenso al Principio. Por eso, se debe denunciar la pretendida verdad inmediata del arte como una verdad falsa, como la apariencia propia del efecto de verdad. Y esa es la definición del arte, y sólo de él: ser el encanto de una apariencia de verdad. Como resultado, el arte debe ser o bien condenado o bien tratado de manera puramente instrumental. El arte, supervisado cuidadosamente, puede ser aquello que otorgue la fuerza transitoria de la apariencia o del encanto a una verdad prescrita 46
Pequeño tratado de inestética
desde afuera. El arte aceptable debe colocarse bajo la vigilancia filosófica de las verdades. Se trata de una didáctica sensible cuyo propósito no estaría abandonado a la inmanencia. La norma del arte debe ser la educación. Y la norma de la educación es la filosofía. Primer nodo entre nuestros tres t érminos. Bajo esta perspectiva, lo esencial es el control del arte. Entonces, ese control es posible. ¿Por qué? Porque si la verdad de la que el arte es capaz le viene de afuera, si el arte es una didáctica sensible, resulta de esto –y éste es un punto fundamental– que la “buena” esencia del arte se libra no en la obra de arte, sino en sus efectos públicos. Rousseau escribirá: “los espectáculos son hechos para el pueblo y sólo podemos determinar sus cualidades absolutas por los efectos que tienen sobre él”. En el esquema didáctico, lo absoluto del arte se encuentra por ende bajo el control de los efectos públicos de la apariencia, estando éstos normados por una verdad extrínseca. A esta conminación educativa se opone totalmente lo que llamaré el esquema romántico. La tesis en este caso es que el arte sólo es capaz de verdad. Y que en ese sentido alcanza aquello que la filosofía sólo puede indicar. En el esquema romántico, el arte es el cuerpo real de lo verdadero. O incluso eso que LacoueLabarthe y Nancy han llamado el absoluto literario. Es evidente que ese cuerpo real es un cuerpo glorioso. La filosofía bien puede ser el Padre retirado e impenetrable. El arte es el Hijo que salva y releva. El genio es crucifixión y resurrección. En este sentido, es el arte mismo el que educa, ya que enseña la potencia de una infinitud detenida en la cohesión atormentada de una forma. El arte nos libera de la esterilidad subjetiva del concepto. El arte es lo absoluto hecho sujeto, es la encarnación. Sin embargo existe, al parecer, entre la prohibición didáctica y la glorificación romántica (un “entre” que no es esencialmente temporal), una época de relativa paz entre el arte y la filosofía. La cuestión del arte no atormenta a Descartes, o a Leibniz o a Spinoza. Estos grandes clásicos no parecen tener que elegir entre la rudeza de un control y el éxtasis de un alivio. ¿No es Aristóteles quien ha firmado ya una suerte de tratado de paz entre el arte y la filosofía? Sí, existe de manera evidente un tercer esquema, el esquema clásico, del cual diremos que, ya desde el comienzo, deshisteriza el arte. 47
Alain Badiou
El amo de la histérica casi no tiene otra opción, si se muestra reacio a la sumisión amorosa, la idolatría que debe demostrar con una producción de saber agotadora y siempre decepcionante, que golpearla. Así también, el amo filósofo queda dividido, en lo que respecta al arte, entre la idolatría y la censura. O bien le dirá a los jóvenes, sus discípulos, que lo esencial para toda educación viril de la razón es guardar distancia respecto de la Criatura, o bien terminará por conceder que ella sola, esa brillantez opaca de la que no podemos ser sino prisioneros, nos instruye sobre el ángulo por donde la verdad ordena que el saber sea producido. Y debido a que lo que nos convoca es el anudamiento entre el arte y la filosofía, parece que, formalmente, este anudamiento ha sido pensado siguiendo dos esquemas. Al primer esquema lo llamaré didáctico. En este esquema, la tesis consiste en que el arte es incapaz de verdad, o que toda verdad es exterior a él. Se reconocerá, por cierto, que el arte se propone (como la histérica) bajo las formas de la verdad efecti va, de la verdad inmediata o desnuda. Y que esa desnudez exhibe al arte como puro encanto de lo verdadero. Y que, más precisamente, el arte es la apariencia de una verdad infundada, no argumentada, de una verdad agotada en su ser-ahí. Sin embargo, y este es todo el sentido del proceso platónico, se rechazará esta pretensión, esta seducción. El núcleo de la polémica platónica sobre la mimesis se refiere al arte no tanto como imitación de las cosas sino como imitación del efecto de verdad. Y esta imitación obtiene su poder de su carácter inmediato . Entonces, Platón sostendrá que ser prisionero de una imagen inmediata de la verdad desvía del desvío. Si la verdad puede existir en tanto encanto, entonces perderemos la fuerza del trabajo dialéctico, de la lenta argumentación que prepara el ascenso al Principio. Por eso, se debe denunciar la pretendida verdad inmediata del arte como una verdad falsa, como la apariencia propia del efecto de verdad. Y esa es la definición del arte, y sólo de él: ser el encanto de una apariencia de verdad. Como resultado, el arte debe ser o bien condenado o bien tratado de manera puramente instrumental. El arte, supervisado cuidadosamente, puede ser aquello que otorgue la fuerza transitoria de la apariencia o del encanto a una verdad prescrita 46
Alain Badiou
El dispositivo clásico, tal como fue formulado por Aristóteles, consiste en dos tesis: a) El arte –como sostiene el esquema didáctico– es incapaz de verdad, su esencia es mimética, su orden es el de la apariencia. b) Esto no es grave (contrariamente a lo que piensa Platón). No es grave porque la destinación del arte no es en absoluto la verdad. Es cierto que el arte no es verdad pero también es cierto que no pretende serlo y, por este motivo, es inocente. Aristóteles prescribe el arte para algo distinto del conocimiento y de esta forma lo libera de la sospecha platónica. Esa otra cosa, que denomina a veces catarsis, involucra la declaración de las pasiones en una transferencia sobre lo aparente. El arte tiene una función terapéutica, y no cognitiva o reveladora. El arte no depende de lo teórico, sino de lo ético (en el sentido más amplio del término). De esto resulta que la norma del arte consiste en su utilidad en el tratamiento de las afecciones del alma. Las grandes reglas con respecto al arte se infieren a partir de estas dos tesis del esquema clásico. Ante todo, el criterio del arte es agradar. El “agradar” no es una regla de opinión, una regla de la mayoría. El arte debe agradar porque el “agradar” señala la efectividad de la catarsis, la conexión real de la terapéutica artística de las pasiones. Además, la verdad no es el nombre de aquello a lo que reen vía el “agradar”. El “agradar” se une sólo a aquello que, de una verdad, extrae la disposición de una identificación. La “semejanza” con lo verdadero es necesaria únicamente en la medida en que comprometa al espectador del arte en el “agradar”, es decir, en una identificación, la cual organiza una transferencia y, por ende, una declaración de las pasiones. Este fragmento de verdad es más bien a lo que una verdad obliga en lo imaginario . Los clásicos llaman a esa “imaginarización” de una verdad, aligerada de todo lo real, la “verosimilitud”. Finalmente, la paz entre el arte y la filosofía descansa por completo en la delimitación entre verdad y verosimilitud. Y es por este motivo que la máxima clásica por excelencia es: “lo verdadero a veces puede no ser verosímil”, la cual enuncia la delimitación y reserva al margen del arte los derechos de la filosofía. 48
Pequeño tratado de inestética
desde afuera. El arte aceptable debe colocarse bajo la vigilancia filosófica de las verdades. Se trata de una didáctica sensible cuyo propósito no estaría abandonado a la inmanencia. La norma del arte debe ser la educación. Y la norma de la educación es la filosofía. Primer nodo entre nuestros tres t érminos. Bajo esta perspectiva, lo esencial es el control del arte. Entonces, ese control es posible. ¿Por qué? Porque si la verdad de la que el arte es capaz le viene de afuera, si el arte es una didáctica sensible, resulta de esto –y éste es un punto fundamental– que la “buena” esencia del arte se libra no en la obra de arte, sino en sus efectos públicos. Rousseau escribirá: “los espectáculos son hechos para el pueblo y sólo podemos determinar sus cualidades absolutas por los efectos que tienen sobre él”. En el esquema didáctico, lo absoluto del arte se encuentra por ende bajo el control de los efectos públicos de la apariencia, estando éstos normados por una verdad extrínseca. A esta conminación educativa se opone totalmente lo que llamaré el esquema romántico. La tesis en este caso es que el arte sólo es capaz de verdad. Y que en ese sentido alcanza aquello que la filosofía sólo puede indicar. En el esquema romántico, el arte es el cuerpo real de lo verdadero. O incluso eso que LacoueLabarthe y Nancy han llamado el absoluto literario. Es evidente que ese cuerpo real es un cuerpo glorioso. La filosofía bien puede ser el Padre retirado e impenetrable. El arte es el Hijo que salva y releva. El genio es crucifixión y resurrección. En este sentido, es el arte mismo el que educa, ya que enseña la potencia de una infinitud detenida en la cohesión atormentada de una forma. El arte nos libera de la esterilidad subjetiva del concepto. El arte es lo absoluto hecho sujeto, es la encarnación. Sin embargo existe, al parecer, entre la prohibición didáctica y la glorificación romántica (un “entre” que no es esencialmente temporal), una época de relativa paz entre el arte y la filosofía. La cuestión del arte no atormenta a Descartes, o a Leibniz o a Spinoza. Estos grandes clásicos no parecen tener que elegir entre la rudeza de un control y el éxtasis de un alivio. ¿No es Aristóteles quien ha firmado ya una suerte de tratado de paz entre el arte y la filosofía? Sí, existe de manera evidente un tercer esquema, el esquema clásico, del cual diremos que, ya desde el comienzo, deshisteriza el arte. 47
Pequeño tratado de inestética
Filosofía que, tal como la vemos, se atribuye la posibilidad de no ser verosímil. Definición clásica de la filosofía: la verdad inverosímil. ¿Cuál es el precio a pagar por esta paz? Sin duda, el arte es inocente, pero porque es inocente de toda verdad. Es decir, está registrado en lo imaginario. En rigor, en el esquema clásico, el arte no es un pensamiento. Él es por completo en su acto o su operación pública. El “agradar” destina el arte a un servicio. Podríamos afirmar esto: dentro de la visión clásica, el arte es un servicio público. Además, es de esta forma cómo lo entiende el Estado, tanto en el vasallaje del arte y de los artistas hacia el absolutismo como en la artimaña moderna de los créditos. En relación al anudamiento que nos interesa, el Estado es (con excepción tal vez del Estado socialista, que es más bien didáctico), esencialmente clásico. Recapitulemos. Didacticismo, romanticismo, clasicismo, son los posibles esquemas del nudo entre arte y filosofía, siendo el tercer término de esta unión la educación de los sujetos y, particularmente, la de los jóvenes. En el didacticismo, la filosofía se enlaza con el arte siguiendo la modalidad de una vigilancia educativa de su destinación extrínseca a lo verdadero. En el romanticismo, el arte realiza en la f initud toda la educación subjetiva de la que es capaz la infinidad filosófica de la Idea. En el clasicismo, el arte capta el deseo y educa su transferencia por medio de la proposición de una apariencia de su objeto. En este caso, se convoca a la filosofía sólo en tanto estética: ella opina sobre las reglas del “agradar”. En mi opinión, aquello que caracteriza a nuestro siglo que termina es que no ha introducido, a escala masiva, un nuevo esquema. Aun cuando se afirma que éste es el siglo de los “finales”, de las rupturas, de las catástrofes, en lo que respecta al anudamiento que nos concierne, lo veo más bien como un siglo conservador y ecléctico. ¿Cuáles son, en el siglo XX, los órdenes masivos del pensamiento? ¿Las singularidades distinguibles masivamente? Yo sólo veo tres: el marxismo, el psicoanálisis y la hermenéutica alemana.
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Alain Badiou
El dispositivo clásico, tal como fue formulado por Aristóteles, consiste en dos tesis: a) El arte –como sostiene el esquema didáctico– es incapaz de verdad, su esencia es mimética, su orden es el de la apariencia. b) Esto no es grave (contrariamente a lo que piensa Platón). No es grave porque la destinación del arte no es en absoluto la verdad. Es cierto que el arte no es verdad pero también es cierto que no pretende serlo y, por este motivo, es inocente. Aristóteles prescribe el arte para algo distinto del conocimiento y de esta forma lo libera de la sospecha platónica. Esa otra cosa, que denomina a veces catarsis, involucra la declaración de las pasiones en una transferencia sobre lo aparente. El arte tiene una función terapéutica, y no cognitiva o reveladora. El arte no depende de lo teórico, sino de lo ético (en el sentido más amplio del término). De esto resulta que la norma del arte consiste en su utilidad en el tratamiento de las afecciones del alma. Las grandes reglas con respecto al arte se infieren a partir de estas dos tesis del esquema clásico. Ante todo, el criterio del arte es agradar. El “agradar” no es una regla de opinión, una regla de la mayoría. El arte debe agradar porque el “agradar” señala la efectividad de la catarsis, la conexión real de la terapéutica artística de las pasiones. Además, la verdad no es el nombre de aquello a lo que reen vía el “agradar”. El “agradar” se une sólo a aquello que, de una verdad, extrae la disposición de una identificación. La “semejanza” con lo verdadero es necesaria únicamente en la medida en que comprometa al espectador del arte en el “agradar”, es decir, en una identificación, la cual organiza una transferencia y, por ende, una declaración de las pasiones. Este fragmento de verdad es más bien a lo que una verdad obliga en lo imaginario . Los clásicos llaman a esa “imaginarización” de una verdad, aligerada de todo lo real, la “verosimilitud”. Finalmente, la paz entre el arte y la filosofía descansa por completo en la delimitación entre verdad y verosimilitud. Y es por este motivo que la máxima clásica por excelencia es: “lo verdadero a veces puede no ser verosímil”, la cual enuncia la delimitación y reserva al margen del arte los derechos de la filosofía. 48
Alain Badiou
Ahora bien: es claro que en materia de pensamiento sobre el arte, el marxismo es didáctico, el psicoanálisis es clásico y la hermenéutica heideggeriana, romántica. El hecho de que el marxismo sea didáctico no se comprueba ante todo por medio de la evidencia de los decretos y las persecuciones en los Estados socialistas. La prueba más contundente se encuentra en el pensamiento ágil y creador de Brecht. Para Brecht, hay una verdad general y extrínseca, una verdad de carácter científico. Esta verdad es el materialismo dialéctico, que Brecht jamás dejó de considerar como la base de la nueva racionalidad. Esta verdad, en su esencia, es filosófica, y el “filósofo” es el personaje-guía de los diálogos didácticos de Brecht; es él quien está a cargo de la vigilancia del arte por la suposición latente de la verdad dialéctica. Además, en esto Brecht es estalinista, si entendemos por estalinismo –como es debido– la fusión de la política y de la filosofía materialista dialéctica bajo la jurisdicción de ésta última. O afirmamos que Brecht practica un platonismo estalinizado. La meta suprema de Brecht consistía en crear una “sociedad de los amigos de la dialéctica” y el teatro era, para muchos, el medio de una sociedad de ese tipo. El distanciamiento es un protocolo de vigilancia filosófica “en acto” de los fines educativos del teatro. La apariencia debe ser puesta a distancia de sí misma para que sea mostrada, en esa separación, la objetividad extrínseca de lo verdadero. En el fondo, la grandeza de Brecht reside en haber buscado obstinadamente las reglas inmanentes de un arte platónico (didáctico) en lugar de contentarse, como lo hizo Platón, con clasificar las artes existentes en buenas y malas. Su teatro “ no aristotélico” (lo que significa: no clásico y, finalmente, platónico) es una invención artística de primera magnitud en el elemento reflexivo de una subordinación del arte. Brecht transformó en teatralmente activas las disposiciones antiteatrales de Platón. Lo hizo centrando el arte sobre las formas de subjetivación posibles de la verdad exterior. De allí viene, asimismo, la importancia de la dimensión épica. Ya que la épica es lo que exhibe, en el intervalo del juego, el coraje de la verdad. Para Brecht, el arte no produce ninguna verdad sino que es una elucidación, bajo suposición de lo verdadero, de las condiciones de su coraje. El arte es, bajo vigilancia, 50
Pequeño tratado de inestética
Filosofía que, tal como la vemos, se atribuye la posibilidad de no ser verosímil. Definición clásica de la filosofía: la verdad inverosímil. ¿Cuál es el precio a pagar por esta paz? Sin duda, el arte es inocente, pero porque es inocente de toda verdad. Es decir, está registrado en lo imaginario. En rigor, en el esquema clásico, el arte no es un pensamiento. Él es por completo en su acto o su operación pública. El “agradar” destina el arte a un servicio. Podríamos afirmar esto: dentro de la visión clásica, el arte es un servicio público. Además, es de esta forma cómo lo entiende el Estado, tanto en el vasallaje del arte y de los artistas hacia el absolutismo como en la artimaña moderna de los créditos. En relación al anudamiento que nos interesa, el Estado es (con excepción tal vez del Estado socialista, que es más bien didáctico), esencialmente clásico. Recapitulemos. Didacticismo, romanticismo, clasicismo, son los posibles esquemas del nudo entre arte y filosofía, siendo el tercer término de esta unión la educación de los sujetos y, particularmente, la de los jóvenes. En el didacticismo, la filosofía se enlaza con el arte siguiendo la modalidad de una vigilancia educativa de su destinación extrínseca a lo verdadero. En el romanticismo, el arte realiza en la f initud toda la educación subjetiva de la que es capaz la infinidad filosófica de la Idea. En el clasicismo, el arte capta el deseo y educa su transferencia por medio de la proposición de una apariencia de su objeto. En este caso, se convoca a la filosofía sólo en tanto estética: ella opina sobre las reglas del “agradar”. En mi opinión, aquello que caracteriza a nuestro siglo que termina es que no ha introducido, a escala masiva, un nuevo esquema. Aun cuando se afirma que éste es el siglo de los “finales”, de las rupturas, de las catástrofes, en lo que respecta al anudamiento que nos concierne, lo veo más bien como un siglo conservador y ecléctico. ¿Cuáles son, en el siglo XX, los órdenes masivos del pensamiento? ¿Las singularidades distinguibles masivamente? Yo sólo veo tres: el marxismo, el psicoanálisis y la hermenéutica alemana.
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una terapéutica de la cobardía. No de la cobardía en general, sino de la cobardía ante la verdad. Es por eso evidentemente que la figura de Galileo es central y también por eso esa pieza es la obra maestra atormentada de Brecht, aquella donde gira sobre sí misma la paradoja de una epopeya interior de la exterioridad de lo verdadero. El hecho de que la hermenéutica heideggeriana sea romántica es, en mi opinión, evidente. Ella expone en apariencia un entrelazamiento indiscernible entre el decir del poeta y el pensar del pensador. Sin embargo, el poeta queda con ventaja, ya que el pensador es sólo el anuncio de la vuelta atrás, le promesa de la llegada de los dioses en el colmo del desamparo, la elucidación retroactiva de la historialidad del ser. Mientras que el poeta efectúa, por lo que le concierne, en el cuerpo de la lengua, la guardia obliterada de lo Abierto. Se podría decir que, a la inversa del filósofo-artista de Nietzsche, Heidegger despliega la figura del poeta-pensador. Pero lo que nos importa, y lo que caracteriza el esquema romántico, es que es la misma verdad que circula. La retirada del ser llega al pensamiento en la conjunción del poema y su interpretación. La interpretación no hace otra cosa que librar el poema al temblor de la finitud, donde el pensamiento se ejercita para soportar la retirada del ser como iluminado. Pensador y poeta, en su apoyo recíproco, encarnan en la palabra la apertura de su clausura. En eso el poema permanece, propiamente, inigualable. El psicoanálisis es aristotélico, absolutamente clásico. Para convencerse, sólo es necesario releer tanto los ensayos de Freud sobre la pintura como los de Lacan sobre el teatro o la poesía. El arte es pensado allí como lo que hace que el objeto del deseo, que es imposible de simbolizar, advenga en sustracción en el punto cúlmine de una simbolización. La obra hace desaparecer, en su aparato formal, el titileo indecible del objeto perdido, por el que atrae irrefutablemente la mirada o el oído del que allí se aventura. La obra de arte acarrea una transferencia, porque exhibe, en una configuración singular y retorcida, el corte de lo simbólico por lo real, la extimidad del objeto a, causa del deseo, respecto del Otro, tesoro de lo simbólico. Por lo que su efecto último sigue siendo imaginario. 51
Alain Badiou
Ahora bien: es claro que en materia de pensamiento sobre el arte, el marxismo es didáctico, el psicoanálisis es clásico y la hermenéutica heideggeriana, romántica. El hecho de que el marxismo sea didáctico no se comprueba ante todo por medio de la evidencia de los decretos y las persecuciones en los Estados socialistas. La prueba más contundente se encuentra en el pensamiento ágil y creador de Brecht. Para Brecht, hay una verdad general y extrínseca, una verdad de carácter científico. Esta verdad es el materialismo dialéctico, que Brecht jamás dejó de considerar como la base de la nueva racionalidad. Esta verdad, en su esencia, es filosófica, y el “filósofo” es el personaje-guía de los diálogos didácticos de Brecht; es él quien está a cargo de la vigilancia del arte por la suposición latente de la verdad dialéctica. Además, en esto Brecht es estalinista, si entendemos por estalinismo –como es debido– la fusión de la política y de la filosofía materialista dialéctica bajo la jurisdicción de ésta última. O afirmamos que Brecht practica un platonismo estalinizado. La meta suprema de Brecht consistía en crear una “sociedad de los amigos de la dialéctica” y el teatro era, para muchos, el medio de una sociedad de ese tipo. El distanciamiento es un protocolo de vigilancia filosófica “en acto” de los fines educativos del teatro. La apariencia debe ser puesta a distancia de sí misma para que sea mostrada, en esa separación, la objetividad extrínseca de lo verdadero. En el fondo, la grandeza de Brecht reside en haber buscado obstinadamente las reglas inmanentes de un arte platónico (didáctico) en lugar de contentarse, como lo hizo Platón, con clasificar las artes existentes en buenas y malas. Su teatro “ no aristotélico” (lo que significa: no clásico y, finalmente, platónico) es una invención artística de primera magnitud en el elemento reflexivo de una subordinación del arte. Brecht transformó en teatralmente activas las disposiciones antiteatrales de Platón. Lo hizo centrando el arte sobre las formas de subjetivación posibles de la verdad exterior. De allí viene, asimismo, la importancia de la dimensión épica. Ya que la épica es lo que exhibe, en el intervalo del juego, el coraje de la verdad. Para Brecht, el arte no produce ninguna verdad sino que es una elucidación, bajo suposición de lo verdadero, de las condiciones de su coraje. El arte es, bajo vigilancia, 50
Alain Badiou
Diré, entonces: este siglo, que no ha modificado en lo esencial las doctrinas del anudamiento entre el arte y la filosofía, ha experimentado también la saturación de estas doctrinas. El didacticismo está saturado por el ejercicio histórico y estatal del arte al servicio del pueblo. El romanticismo está saturado por lo que tiene de mera promesa, siempre ligado a la suposición del regreso de los dioses, en el aparato heideggeriano. Y el clasicismo está saturado por la conciencia de sí que le otorga el despliegue completo de una teoría del deseo: por eso, si no cedemos a la ilusión de un “psicoanálisis aplicado”, la convicción ruinosa que lo lleva del psicoanálisis al arte nunca es más que un servicio prestado al psicoanálisis mismo. Un servicio gratuito del arte. El hecho de que los tres esquemas estén saturados tiende a producir hoy una suerte de desanudamiento de los términos, una desconexión desesperada entre el arte y la filosofía, y la caída pura y simple de lo que circulaba entre ellos: el tema educativo. Las vanguardias del siglo, desde el dadaísmo hasta el situacionismo, sólo han sido experiencias de escolta del arte contemporáneo y no la designación adecuada de las experiencias de ese arte. Han cumplido un rol de representación más que de anudamiento. Y es que las vanguardias sólo han sido la búsqueda desesperada e inestable de un esquema mediador, de un esquema didáctico-romántico. Ellas han sido didácticas por su deseo de terminar con el arte, por la denuncia de su carácter alienado y falso. También han sido románticas por la convicción de que el arte debía renacer como absolutidad, como conciencia integral de sus propias operaciones, como verdad inmediatamente legible de sí mismo. Consideradas como proposición de un esquema didáctico-romántico o como absolutidad de la destrucción creadora, las vanguardias han sido sobre todo anti-clásicas. Su límite fue que no pudieron sellar una alianza duradera ni con las formas contemporáneas del esquema didáctico, ni con las del esquema romántico. Empíricamente: el comunismo de Breton y de los surrealistas permaneció alegórico, al igual que el fascismo de Marinetti y los futuristas. Las vanguardias no consiguieron, como era su destino consciente, ser la dirección de un frente unido anti-clásico. La didáctica revolucionaria las condenó por lo que ellas tenían de romántico: el izquierdismo de la 52
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una terapéutica de la cobardía. No de la cobardía en general, sino de la cobardía ante la verdad. Es por eso evidentemente que la figura de Galileo es central y también por eso esa pieza es la obra maestra atormentada de Brecht, aquella donde gira sobre sí misma la paradoja de una epopeya interior de la exterioridad de lo verdadero. El hecho de que la hermenéutica heideggeriana sea romántica es, en mi opinión, evidente. Ella expone en apariencia un entrelazamiento indiscernible entre el decir del poeta y el pensar del pensador. Sin embargo, el poeta queda con ventaja, ya que el pensador es sólo el anuncio de la vuelta atrás, le promesa de la llegada de los dioses en el colmo del desamparo, la elucidación retroactiva de la historialidad del ser. Mientras que el poeta efectúa, por lo que le concierne, en el cuerpo de la lengua, la guardia obliterada de lo Abierto. Se podría decir que, a la inversa del filósofo-artista de Nietzsche, Heidegger despliega la figura del poeta-pensador. Pero lo que nos importa, y lo que caracteriza el esquema romántico, es que es la misma verdad que circula. La retirada del ser llega al pensamiento en la conjunción del poema y su interpretación. La interpretación no hace otra cosa que librar el poema al temblor de la finitud, donde el pensamiento se ejercita para soportar la retirada del ser como iluminado. Pensador y poeta, en su apoyo recíproco, encarnan en la palabra la apertura de su clausura. En eso el poema permanece, propiamente, inigualable. El psicoanálisis es aristotélico, absolutamente clásico. Para convencerse, sólo es necesario releer tanto los ensayos de Freud sobre la pintura como los de Lacan sobre el teatro o la poesía. El arte es pensado allí como lo que hace que el objeto del deseo, que es imposible de simbolizar, advenga en sustracción en el punto cúlmine de una simbolización. La obra hace desaparecer, en su aparato formal, el titileo indecible del objeto perdido, por el que atrae irrefutablemente la mirada o el oído del que allí se aventura. La obra de arte acarrea una transferencia, porque exhibe, en una configuración singular y retorcida, el corte de lo simbólico por lo real, la extimidad del objeto a, causa del deseo, respecto del Otro, tesoro de lo simbólico. Por lo que su efecto último sigue siendo imaginario. 51
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destrucción total y de la conciencia de sí formada ex nihilo, la incapacidad para la gran acción, la división en grupúsculos. El romanticismo hermenéutico las condenó por lo que ellas tenían de didáctico: la afinidad revolucionaria, el intelectualismo, el desprecio por el Estado. Y sobre todo, porque el didacticismo de las vanguardias se caracterizaba por un voluntarismo estético. Y sabemos que, para Heidegger, la voluntad es la última figura subjetiva del nihilismo contemporáneo. Hoy las vanguardias han desaparecido. Al final, la situación global es la siguiente: saturación de los tres esquemas heredados y clausura de todo efecto del único esquema intentado en este siglo, que era en realidad un esquema sintético, el didáctico-romanticismo. La tesis –en torno de la cual este pequeño libro es sólo una serie de variaciones– es la siguiente: ante una situación de saturación o de clausura, se debe intentar proponer un nuevo esquema, un cuarto modo de anudamiento entre la filosofía y el arte. El método de investigación será negativo al comienzo: ¿qué tienen en común los tres esquemas heredados de lo que sería necesario deshacerse hoy? Lo “común” en los tres esquemas involucra, creo, la relación del arte con la verdad. Las categorías de esa relación son la inmanencia y la singularidad. La “inmanencia” remite a la siguiente pregunta: ¿es la verdad realmente interior al efecto artístico de las obras? ¿O bien la obra de arte es sólo un instrumento de una verdad exterior? La “singularidad” remite a otra cuestión: ¿la verdad que testimonia el arte le es absolutamente propia? ¿O puede circular dentro de otros registros del pensamiento obrante? Ahora bien: ¿qué es posible constatar? Que, en el esquema romántico, la relación de la verdad con el arte es por cierto inmanente (el arte expone el descenso terminado de la Idea) pero no es singular (ya que se trata de la verdad y el pensamiento del pensador no concuerda con nada que difiera de lo que devela el decir del poeta). Constatamos que, en el didacticismo, la relación es ciertamente singular (solo el arte puede exponer una verdad bajo la forma de la apariencia) pero no es para nada inmanente, ya que en definitiva la posición de la verdad es extrínseca. Y finalmente constatamos que, en el clasicismo, se trata
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Diré, entonces: este siglo, que no ha modificado en lo esencial las doctrinas del anudamiento entre el arte y la filosofía, ha experimentado también la saturación de estas doctrinas. El didacticismo está saturado por el ejercicio histórico y estatal del arte al servicio del pueblo. El romanticismo está saturado por lo que tiene de mera promesa, siempre ligado a la suposición del regreso de los dioses, en el aparato heideggeriano. Y el clasicismo está saturado por la conciencia de sí que le otorga el despliegue completo de una teoría del deseo: por eso, si no cedemos a la ilusión de un “psicoanálisis aplicado”, la convicción ruinosa que lo lleva del psicoanálisis al arte nunca es más que un servicio prestado al psicoanálisis mismo. Un servicio gratuito del arte. El hecho de que los tres esquemas estén saturados tiende a producir hoy una suerte de desanudamiento de los términos, una desconexión desesperada entre el arte y la filosofía, y la caída pura y simple de lo que circulaba entre ellos: el tema educativo. Las vanguardias del siglo, desde el dadaísmo hasta el situacionismo, sólo han sido experiencias de escolta del arte contemporáneo y no la designación adecuada de las experiencias de ese arte. Han cumplido un rol de representación más que de anudamiento. Y es que las vanguardias sólo han sido la búsqueda desesperada e inestable de un esquema mediador, de un esquema didáctico-romántico. Ellas han sido didácticas por su deseo de terminar con el arte, por la denuncia de su carácter alienado y falso. También han sido románticas por la convicción de que el arte debía renacer como absolutidad, como conciencia integral de sus propias operaciones, como verdad inmediatamente legible de sí mismo. Consideradas como proposición de un esquema didáctico-romántico o como absolutidad de la destrucción creadora, las vanguardias han sido sobre todo anti-clásicas. Su límite fue que no pudieron sellar una alianza duradera ni con las formas contemporáneas del esquema didáctico, ni con las del esquema romántico. Empíricamente: el comunismo de Breton y de los surrealistas permaneció alegórico, al igual que el fascismo de Marinetti y los futuristas. Las vanguardias no consiguieron, como era su destino consciente, ser la dirección de un frente unido anti-clásico. La didáctica revolucionaria las condenó por lo que ellas tenían de romántico: el izquierdismo de la 52
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únicamente de lo que una verdad impone en el imaginario, bajo las especies de la verosimilitud. Dentro de los esquemas heredados, la relación de las obras artísticas con la verdad no consigue nunca ser a la vez singular e inmanente. Afirmaremos entonces esta simultaneidad. En otras palabras: el arte en sí-mismo es un procedimiento de verdad. O también: la identificación filosófica del arte depende de la categoría de verdad. El arte es un pensamiento cuyas obras son lo real (y no el efecto). Y este pensamiento, o las verdades que activa, son irreductibles a otras verdades, ya sean éstas científicas, políticas o amorosas. Lo que quiere decir también que el arte, como pensamiento singular, es irreductible a la filosofía. Inmanencia: el arte es rigurosamente coextensivo a las verdades que él prodiga. Singularidad: esas verdades no están dadas en ningún lugar fuera del arte. En esta perspectiva, ¿qué ocurre con el tercer término del nudo, la función educativa del arte? El arte es educador simplemente porque produce verdades, y “educación” siempre ha querido decir (salvo en montajes opresivos o pervertidos) sólo esto: disponer los saberes de una forma tal que alguna verdad pueda agujerearlos. El arte educa por su sola existencia. No hay más que encontrar esa existencia, o en otras palabras: pensar un pensamiento. Por lo tanto, la filosofía tiene una relación con el arte, como con todo procedimiento de verdad, que implica mostrarlo como tal. En efecto, la filosofía es la intermediaria de los encuentros con las verdades, es la madama de lo verdadero. Y de la misma forma en que la belleza debe estar presente en la mujer que se encuentra, pero no es en absoluto necesaria en la madama, las verdades son artísticas, científicas, amorosas o políticas, pero no filosóficas. El problema se centra entonces sobre la singularidad del procedimiento artístico, sobre aquello que permite su diferenciación irreductible, por ejemplo respecto de la ciencia o de la política. Es necesario destacar que, por debajo de su simplicidad manifiesta –yo diría casi de su ingenuidad–, la tesis según la cual 54
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destrucción total y de la conciencia de sí formada ex nihilo, la incapacidad para la gran acción, la división en grupúsculos. El romanticismo hermenéutico las condenó por lo que ellas tenían de didáctico: la afinidad revolucionaria, el intelectualismo, el desprecio por el Estado. Y sobre todo, porque el didacticismo de las vanguardias se caracterizaba por un voluntarismo estético. Y sabemos que, para Heidegger, la voluntad es la última figura subjetiva del nihilismo contemporáneo. Hoy las vanguardias han desaparecido. Al final, la situación global es la siguiente: saturación de los tres esquemas heredados y clausura de todo efecto del único esquema intentado en este siglo, que era en realidad un esquema sintético, el didáctico-romanticismo. La tesis –en torno de la cual este pequeño libro es sólo una serie de variaciones– es la siguiente: ante una situación de saturación o de clausura, se debe intentar proponer un nuevo esquema, un cuarto modo de anudamiento entre la filosofía y el arte. El método de investigación será negativo al comienzo: ¿qué tienen en común los tres esquemas heredados de lo que sería necesario deshacerse hoy? Lo “común” en los tres esquemas involucra, creo, la relación del arte con la verdad. Las categorías de esa relación son la inmanencia y la singularidad. La “inmanencia” remite a la siguiente pregunta: ¿es la verdad realmente interior al efecto artístico de las obras? ¿O bien la obra de arte es sólo un instrumento de una verdad exterior? La “singularidad” remite a otra cuestión: ¿la verdad que testimonia el arte le es absolutamente propia? ¿O puede circular dentro de otros registros del pensamiento obrante? Ahora bien: ¿qué es posible constatar? Que, en el esquema romántico, la relación de la verdad con el arte es por cierto inmanente (el arte expone el descenso terminado de la Idea) pero no es singular (ya que se trata de la verdad y el pensamiento del pensador no concuerda con nada que difiera de lo que devela el decir del poeta). Constatamos que, en el didacticismo, la relación es ciertamente singular (solo el arte puede exponer una verdad bajo la forma de la apariencia) pero no es para nada inmanente, ya que en definitiva la posición de la verdad es extrínseca. Y finalmente constatamos que, en el clasicismo, se trata
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el arte es un procedimiento de verdad sui generis, inmanente y singular, es en realidad una proposición filosófica absolutamente innovadora. La mayoría de las consecuencias de esa tesis todavía no han sido develadas y ella impone un considerable trabajo de reformulación. Se observa el síntoma cuando constatamos que Deleuze, por ejemplo, persiste en ubicar el arte del lado de lo sensible como tal (afecto y percepto), en continuidad paradójica con el motivo hegeliano del arte como “forma sensible de la Idea”. De esta manera, separa el arte de la filosofía (dedicada a la invención sólo de conceptos) según una modalidad que deja todavía totalmente oculto el verdadero destino del arte como pensamiento. Sucede que al no convocar en esta cuestión a la categoría de verdad, no se consigue establecer el plano de inmanencia donde opera la diferenciación entre arte, ciencia y filosofía. Creo que la dificultad principal reside en lo siguiente: cuando intentamos concebir el arte como producción inmanente de verdades, ¿cuál es la unidad pertinente de lo que llamamos “arte”? ¿La singularidad de una obra es la obra de arte? ¿Es el autor, el creador? ¿O es otra cosa? En realidad, la esencia de la pregunta afecta al problema de la relación entre infinito y finito. Una verdad es una multiplicidad infinita. No puedo establecer aquí este punto por medio de una demostración, como lo he hecho en otros lugares. Digamos que es esto lo que vieron bien los partidarios del esquema romántico, para borrar enseguida su descubrimiento en el diagrama estético de la finitud, del artista como Cristo de la Idea. O para ser más conceptual: la infinidad de una verdad es aquello por lo que ella se sustrae en su identidad pura y simple de los saberes establecidos. Ahora bien, una obra de arte es esencialmente finita. Es finita en un triple sentido. En primer lugar, se expone como objetividad finita en el espacio y/o en el tiempo. En segundo lugar, está siempre regida por un principio griego de acabamiento: se mueve colmando su propio límite, indica que despliega toda la perfección de la que es capaz. Por último, y sobre todo, ella enseña en sí misma la cuestión de su propio fin, es el procedimiento convincente de su finitud. Éste es el motivo por el cual en todos esos puntos es insustituible (otro rasgo que la distingue del infinito 55
Alain Badiou
únicamente de lo que una verdad impone en el imaginario, bajo las especies de la verosimilitud. Dentro de los esquemas heredados, la relación de las obras artísticas con la verdad no consigue nunca ser a la vez singular e inmanente. Afirmaremos entonces esta simultaneidad. En otras palabras: el arte en sí-mismo es un procedimiento de verdad. O también: la identificación filosófica del arte depende de la categoría de verdad. El arte es un pensamiento cuyas obras son lo real (y no el efecto). Y este pensamiento, o las verdades que activa, son irreductibles a otras verdades, ya sean éstas científicas, políticas o amorosas. Lo que quiere decir también que el arte, como pensamiento singular, es irreductible a la filosofía. Inmanencia: el arte es rigurosamente coextensivo a las verdades que él prodiga. Singularidad: esas verdades no están dadas en ningún lugar fuera del arte. En esta perspectiva, ¿qué ocurre con el tercer término del nudo, la función educativa del arte? El arte es educador simplemente porque produce verdades, y “educación” siempre ha querido decir (salvo en montajes opresivos o pervertidos) sólo esto: disponer los saberes de una forma tal que alguna verdad pueda agujerearlos. El arte educa por su sola existencia. No hay más que encontrar esa existencia, o en otras palabras: pensar un pensamiento. Por lo tanto, la filosofía tiene una relación con el arte, como con todo procedimiento de verdad, que implica mostrarlo como tal. En efecto, la filosofía es la intermediaria de los encuentros con las verdades, es la madama de lo verdadero. Y de la misma forma en que la belleza debe estar presente en la mujer que se encuentra, pero no es en absoluto necesaria en la madama, las verdades son artísticas, científicas, amorosas o políticas, pero no filosóficas. El problema se centra entonces sobre la singularidad del procedimiento artístico, sobre aquello que permite su diferenciación irreductible, por ejemplo respecto de la ciencia o de la política. Es necesario destacar que, por debajo de su simplicidad manifiesta –yo diría casi de su ingenuidad–, la tesis según la cual 54
Alain Badiou
genérico de lo verdadero): una vez “dejada” a su propio fin inmanente, es, tal como es, para siempre, y cualquier retoque o modificación es inesencial, o destructor. Propondría de buena gana que la obra de arte es, de hecho, la única cosa finita que existe. Que el arte es creación de finitud. O sea, de un múltiple intrínsecamente finito, que expone su organización en y por el recorte finito de su presentación, y pone en juego su limitación. Si sostenemos entonces que la obra es verdad, es necesario sostener al mismo tiempo que ella es descenso de lo infinito verdadero a la finitud. Pero esta figura del descenso de lo infinito a lo finito es precisamente el núcleo del esquema romántico, que piensa al arte como encarnación. Es sorprendente comprobar que este esquema subsiste todavía en la obra de Deleuze, para quien el arte mantiene con lo infinito caótico una relación más fiel que cualquier otra, precisamente porque lo configura en lo finito. No parece que el deseo de proponer un esquema de anudamiento filosofía/arte que no sea ni clásico, ni didáctico, ni romántico, sea compatible con el mantenimiento de la obra como unidad pertinente de examen del arte bajo el signo de las verdades de las que es capaz. Más aun cuando existe una dificultad adicional: toda verdad se origina a partir de un acontecimiento. Aquí también dejo esta aserción en el estado de axioma. Digamos que es en vano imaginar que podemos inventar lo que sea (y toda verdad es una invención) si nada ocurre, “si nada ha tenido lugar salvo el lugar”. Porque seríamos arrojados, de esa forma, a una concepción “genial” o idealista de la invención. El problema que debe ocuparnos es que resulta imposible decir de la obra que es a la vez una verdad y el acontecimiento que origina esa verdad. Se sostiene muy a menudo que la obra de arte debe ser pensada como singularidad acontecimiental, más que como estructura. Pero toda fusión entre acontecimiento y verdad conduce a una visión “crística” de la verdad, ya que entonces una verdad no es sino la autorrevelación acontecimiental de ella misma. Me parece que el camino a seguir se encuentra en un pequeño número de proposiciones.
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Pequeño tratado de inestética
el arte es un procedimiento de verdad sui generis, inmanente y singular, es en realidad una proposición filosófica absolutamente innovadora. La mayoría de las consecuencias de esa tesis todavía no han sido develadas y ella impone un considerable trabajo de reformulación. Se observa el síntoma cuando constatamos que Deleuze, por ejemplo, persiste en ubicar el arte del lado de lo sensible como tal (afecto y percepto), en continuidad paradójica con el motivo hegeliano del arte como “forma sensible de la Idea”. De esta manera, separa el arte de la filosofía (dedicada a la invención sólo de conceptos) según una modalidad que deja todavía totalmente oculto el verdadero destino del arte como pensamiento. Sucede que al no convocar en esta cuestión a la categoría de verdad, no se consigue establecer el plano de inmanencia donde opera la diferenciación entre arte, ciencia y filosofía. Creo que la dificultad principal reside en lo siguiente: cuando intentamos concebir el arte como producción inmanente de verdades, ¿cuál es la unidad pertinente de lo que llamamos “arte”? ¿La singularidad de una obra es la obra de arte? ¿Es el autor, el creador? ¿O es otra cosa? En realidad, la esencia de la pregunta afecta al problema de la relación entre infinito y finito. Una verdad es una multiplicidad infinita. No puedo establecer aquí este punto por medio de una demostración, como lo he hecho en otros lugares. Digamos que es esto lo que vieron bien los partidarios del esquema romántico, para borrar enseguida su descubrimiento en el diagrama estético de la finitud, del artista como Cristo de la Idea. O para ser más conceptual: la infinidad de una verdad es aquello por lo que ella se sustrae en su identidad pura y simple de los saberes establecidos. Ahora bien, una obra de arte es esencialmente finita. Es finita en un triple sentido. En primer lugar, se expone como objetividad finita en el espacio y/o en el tiempo. En segundo lugar, está siempre regida por un principio griego de acabamiento: se mueve colmando su propio límite, indica que despliega toda la perfección de la que es capaz. Por último, y sobre todo, ella enseña en sí misma la cuestión de su propio fin, es el procedimiento convincente de su finitud. Éste es el motivo por el cual en todos esos puntos es insustituible (otro rasgo que la distingue del infinito 55
Pequeño tratado de inestética
- Como regla general, una obra no es un acontecimiento. Es un hecho de arte, es de lo que el procedimiento artístico está tejido. - Una obra tampoco es una verdad. Una verdad es un procedimiento artístico iniciado por un acontecimiento. Este procedimiento está compuesto solamente de obras. Pero no se manifiesta –como infinidad– en ninguna. La obra es por ende la instancia local, el punto diferencial de una verdad. - A ese punto diferencial del procedimiento artístico lo llamaremos su sujeto. Una obra es sujeto del procedimiento artístico considerado o al cual esa obra pertenece. O más aun: una obra de arte es un punto-sujeto de una verdad artística. - Una verdad no tiene otra existencia más que las obras, ella es un múltiple (infinito) genérico de obras. Pero esas obras sólo tejen la existencia de una verdad artística según el azar de sus ocurrencias sucesivas. - También podemos afirmar: una obra es una indagación situada sobre la verdad que ella actualiza localmente, o de la cual es un fragmento finito. - De esta forma, la obra está sometida a un principio de novedad. Porque una indagación es retroactivamente válida como obra de arte real en tanto ella es una indagación que no había tenido lugar, un punto-sujeto inédito de la trama de una verdad. - Las obras componen una verdad en la dimensión pos-acontecimental que instituye la constricción de una configuración artística. Una verdad es finalmente una configuración artística, iniciada por un acontecimiento (un acontecimiento es en general un grupo de obras, un múltiple singular de obras) y desplegada por azar bajo la forma de obras que son sus puntos-sujetos. Por lo tanto, la unidad pertinente del pensamiento sobre el arte como verdad inmanente y singular es en definitiva, no la obra ni el autor, sino la configuración artística iniciada por una ruptura acontecimiental (que en general vuelve obsoleta una configuración anterior). Esta configuración, que es un múltiple genérico, no posee nombre propio ni contorno finito, ni siquiera una totalización posible bajo un solo predicado. No podemos agotarla sino solamente describirla imperfectamente. Ella es 57
Alain Badiou
genérico de lo verdadero): una vez “dejada” a su propio fin inmanente, es, tal como es, para siempre, y cualquier retoque o modificación es inesencial, o destructor. Propondría de buena gana que la obra de arte es, de hecho, la única cosa finita que existe. Que el arte es creación de finitud. O sea, de un múltiple intrínsecamente finito, que expone su organización en y por el recorte finito de su presentación, y pone en juego su limitación. Si sostenemos entonces que la obra es verdad, es necesario sostener al mismo tiempo que ella es descenso de lo infinito verdadero a la finitud. Pero esta figura del descenso de lo infinito a lo finito es precisamente el núcleo del esquema romántico, que piensa al arte como encarnación. Es sorprendente comprobar que este esquema subsiste todavía en la obra de Deleuze, para quien el arte mantiene con lo infinito caótico una relación más fiel que cualquier otra, precisamente porque lo configura en lo finito. No parece que el deseo de proponer un esquema de anudamiento filosofía/arte que no sea ni clásico, ni didáctico, ni romántico, sea compatible con el mantenimiento de la obra como unidad pertinente de examen del arte bajo el signo de las verdades de las que es capaz. Más aun cuando existe una dificultad adicional: toda verdad se origina a partir de un acontecimiento. Aquí también dejo esta aserción en el estado de axioma. Digamos que es en vano imaginar que podemos inventar lo que sea (y toda verdad es una invención) si nada ocurre, “si nada ha tenido lugar salvo el lugar”. Porque seríamos arrojados, de esa forma, a una concepción “genial” o idealista de la invención. El problema que debe ocuparnos es que resulta imposible decir de la obra que es a la vez una verdad y el acontecimiento que origina esa verdad. Se sostiene muy a menudo que la obra de arte debe ser pensada como singularidad acontecimiental, más que como estructura. Pero toda fusión entre acontecimiento y verdad conduce a una visión “crística” de la verdad, ya que entonces una verdad no es sino la autorrevelación acontecimiental de ella misma. Me parece que el camino a seguir se encuentra en un pequeño número de proposiciones.
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Alain Badiou
una verdad artística y todos saben que no hay verdad de la verdad. Se la nombra generalmente por medio de conceptos abstractos (figuración, tonalidad, tragedia…) ¿Qué hay que entender, más precisamente, por “configuración artística”? Una configuración no es un arte, ni un género, ni un período “objetivo” de la historia de un arte, ni siquiera un dispositivo “técnico”. Es una secuencia identificable, iniciada por un acontecimiento, compuesta por un complejo virtualmente infinito de obras, y sobre la que tiene sentido afirmar que produce, en la estricta inmanencia del arte en cuestión, una verdad de ese arte, una verdad-arte. La filosofía llevará huellas de la configuración, en lo que ella tendrá para mostrar en qué sentido esa configuración se deja captar por la categoría de verdad. Asimismo, de manera inversa, el montaje filosófico de la categoría de verdad será singularizado por las configuraciones artísticas del momento. De manera que es verdad que la mayoría de las veces una configuración es pensable en la unión del proceso efectivo del arte y de las filosofías que la captan. Citaremos como ejemplo a la tragedia griega, muchas veces tomada como configuración, desde Platón o Aristóteles hasta Nietzsche. El acontecimiento iniciador tiene el nombre “Esquilo”, pero este nombre, como todo nombre acontecimiental, es más bien el indicador de un vacío central en la situación anterior de la poesía cantada. Sabemos que con Eurípides la configuración se satura. En música, antes que el sistema tonal, dispositivo demasiado estructural, citaremos el estilo clásico, tal como habla de él Charles Rosen, secuencia identificable entre Haydn y Beethoven. Afirmaremos sin duda que, de Cervantes a Joyce, la novela es un nombre de configuración para la prosa. La saturación de una configuración (la novela narrativa en las cercanías de Joyce, el estilo clásico en las cercanías de Beethoven, etc.) no significa en absoluto que la configuración sea una multiplicidad acabada. Porque nada, desde el interior de ella misma, la limita o expone el comienzo de su fin. La rareza de nombres propios, la brevedad de la secuencia, son datos empíricas sin consecuencia. Además, más allá de los nombres propios retenidos como ilustraciones significativas de la configuración o puntos-sujetos “brillantes” de su trayectoria genérica, en realidad 58
Pequeño tratado de inestética
- Como regla general, una obra no es un acontecimiento. Es un hecho de arte, es de lo que el procedimiento artístico está tejido. - Una obra tampoco es una verdad. Una verdad es un procedimiento artístico iniciado por un acontecimiento. Este procedimiento está compuesto solamente de obras. Pero no se manifiesta –como infinidad– en ninguna. La obra es por ende la instancia local, el punto diferencial de una verdad. - A ese punto diferencial del procedimiento artístico lo llamaremos su sujeto. Una obra es sujeto del procedimiento artístico considerado o al cual esa obra pertenece. O más aun: una obra de arte es un punto-sujeto de una verdad artística. - Una verdad no tiene otra existencia más que las obras, ella es un múltiple (infinito) genérico de obras. Pero esas obras sólo tejen la existencia de una verdad artística según el azar de sus ocurrencias sucesivas. - También podemos afirmar: una obra es una indagación situada sobre la verdad que ella actualiza localmente, o de la cual es un fragmento finito. - De esta forma, la obra está sometida a un principio de novedad. Porque una indagación es retroactivamente válida como obra de arte real en tanto ella es una indagación que no había tenido lugar, un punto-sujeto inédito de la trama de una verdad. - Las obras componen una verdad en la dimensión pos-acontecimental que instituye la constricción de una configuración artística. Una verdad es finalmente una configuración artística, iniciada por un acontecimiento (un acontecimiento es en general un grupo de obras, un múltiple singular de obras) y desplegada por azar bajo la forma de obras que son sus puntos-sujetos. Por lo tanto, la unidad pertinente del pensamiento sobre el arte como verdad inmanente y singular es en definitiva, no la obra ni el autor, sino la configuración artística iniciada por una ruptura acontecimiental (que en general vuelve obsoleta una configuración anterior). Esta configuración, que es un múltiple genérico, no posee nombre propio ni contorno finito, ni siquiera una totalización posible bajo un solo predicado. No podemos agotarla sino solamente describirla imperfectamente. Ella es 57
Pequeño tratado de inestética
siempre existe una cantidad virtualmente infinita de puntos-sujetos menores, ignorados, redundantes, etc., que también forman parte de la verdad inmanente cuyo ser es la configuración. Desde luego, puede ocurrir que la configuración no deje lugar a obras claramente perceptibles o a indagaciones decisivas sobre ella misma. También puede ocurrir que un acontecimiento incalculable haga aparecer retrospectivamente a la configuración como obsoleta, a la luz de las tensiones de una nueva configuración. Pero, en todos estos casos, a diferencia de las obras que constituyen su materia, una verdad-configuración es intrínsecamente infinita. Lo que significa claramente que ella ignora todo máximo interno, toda acmé, toda peroración. Además, es posible que ella sea retomada durante las épocas de incertidumbre o rearticulada en la nominación de un nuevo acontecimiento. Del hecho de que las derivaciones pensables de una configuración se realizan a menudo en las orillas de la filosofía –porque la filosofía está bajo condición del arte en tanto que verdad singular y, por lo tanto, en tanto que dispuesta en configuraciones infinitas– no debemos concluir que le corresponde a la filosofía pensar el arte. En realidad, una configuración se piensa a ella misma en las obras que la componen. Porque no olvidemos que una obra es un indagación inventiva sobre la configuración, que piensa por ende el pensamiento que la configuración habrá sido (bajo la suposición de su terminación infinita). Más precisamente: la configuración se piensa en la prueba de una indagación que simultáneamente la constituye localmente, dibuja su por venir, y reflexiona retroactivamente la curvatura temporal. Desde este punto de vista, es necesario sostener que el arte, configuración “en verdad” de las obras, es en cada punto pensamiento del pensamiento que él es. Heredamos así un triple problema: ¿Cuáles son las configuraciones contemporáneas? ¿Qué ocurre con la filosofía bajo condición del arte? ¿Dónde queda el tema de la educación? Dejaremos de lado el primer punto. Todo el pensamiento contemporáneo sobre el arte está lleno de indagaciones, a menudo apasionantes, sobre las configuraciones artísticas que han marcado el siglo: serialismo, prosa novelesca, edad de los poetas, ruptura de la figuración, etc. 59
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una verdad artística y todos saben que no hay verdad de la verdad. Se la nombra generalmente por medio de conceptos abstractos (figuración, tonalidad, tragedia…) ¿Qué hay que entender, más precisamente, por “configuración artística”? Una configuración no es un arte, ni un género, ni un período “objetivo” de la historia de un arte, ni siquiera un dispositivo “técnico”. Es una secuencia identificable, iniciada por un acontecimiento, compuesta por un complejo virtualmente infinito de obras, y sobre la que tiene sentido afirmar que produce, en la estricta inmanencia del arte en cuestión, una verdad de ese arte, una verdad-arte. La filosofía llevará huellas de la configuración, en lo que ella tendrá para mostrar en qué sentido esa configuración se deja captar por la categoría de verdad. Asimismo, de manera inversa, el montaje filosófico de la categoría de verdad será singularizado por las configuraciones artísticas del momento. De manera que es verdad que la mayoría de las veces una configuración es pensable en la unión del proceso efectivo del arte y de las filosofías que la captan. Citaremos como ejemplo a la tragedia griega, muchas veces tomada como configuración, desde Platón o Aristóteles hasta Nietzsche. El acontecimiento iniciador tiene el nombre “Esquilo”, pero este nombre, como todo nombre acontecimiental, es más bien el indicador de un vacío central en la situación anterior de la poesía cantada. Sabemos que con Eurípides la configuración se satura. En música, antes que el sistema tonal, dispositivo demasiado estructural, citaremos el estilo clásico, tal como habla de él Charles Rosen, secuencia identificable entre Haydn y Beethoven. Afirmaremos sin duda que, de Cervantes a Joyce, la novela es un nombre de configuración para la prosa. La saturación de una configuración (la novela narrativa en las cercanías de Joyce, el estilo clásico en las cercanías de Beethoven, etc.) no significa en absoluto que la configuración sea una multiplicidad acabada. Porque nada, desde el interior de ella misma, la limita o expone el comienzo de su fin. La rareza de nombres propios, la brevedad de la secuencia, son datos empíricas sin consecuencia. Además, más allá de los nombres propios retenidos como ilustraciones significativas de la configuración o puntos-sujetos “brillantes” de su trayectoria genérica, en realidad
Pequeño tratado de inestética
siempre existe una cantidad virtualmente infinita de puntos-sujetos menores, ignorados, redundantes, etc., que también forman parte de la verdad inmanente cuyo ser es la configuración. Desde luego, puede ocurrir que la configuración no deje lugar a obras claramente perceptibles o a indagaciones decisivas sobre ella misma. También puede ocurrir que un acontecimiento incalculable haga aparecer retrospectivamente a la configuración como obsoleta, a la luz de las tensiones de una nueva configuración. Pero, en todos estos casos, a diferencia de las obras que constituyen su materia, una verdad-configuración es intrínsecamente infinita. Lo que significa claramente que ella ignora todo máximo interno, toda acmé, toda peroración. Además, es posible que ella sea retomada durante las épocas de incertidumbre o rearticulada en la nominación de un nuevo acontecimiento. Del hecho de que las derivaciones pensables de una configuración se realizan a menudo en las orillas de la filosofía –porque la filosofía está bajo condición del arte en tanto que verdad singular y, por lo tanto, en tanto que dispuesta en configuraciones infinitas– no debemos concluir que le corresponde a la filosofía pensar el arte. En realidad, una configuración se piensa a ella misma en las obras que la componen. Porque no olvidemos que una obra es un indagación inventiva sobre la configuración, que piensa por ende el pensamiento que la configuración habrá sido (bajo la suposición de su terminación infinita). Más precisamente: la configuración se piensa en la prueba de una indagación que simultáneamente la constituye localmente, dibuja su por venir, y reflexiona retroactivamente la curvatura temporal. Desde este punto de vista, es necesario sostener que el arte, configuración “en verdad” de las obras, es en cada punto pensamiento del pensamiento que él es. Heredamos así un triple problema: ¿Cuáles son las configuraciones contemporáneas? ¿Qué ocurre con la filosofía bajo condición del arte? ¿Dónde queda el tema de la educación? Dejaremos de lado el primer punto. Todo el pensamiento contemporáneo sobre el arte está lleno de indagaciones, a menudo apasionantes, sobre las configuraciones artísticas que han marcado el siglo: serialismo, prosa novelesca, edad de los poetas, ruptura de la figuración, etc.
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Con respecto al segundo punto, sólo puedo repetir mis propias convicciones: la filosofía, o más bien una filosofía, es siempre la elaboración de una categoría de verdad. No produce por sí misma ninguna verdad efectiva. Ella toma las verdades, las muestra, las expone, enuncia dónde se encuentran. Al hacer esto, vuelve el tiempo hacia la eternidad, ya que t oda verdad, en tanto infinidad genérica, es eterna. Por último, ella composibilita verdades dispares y, al hacerlo, enuncia lo que es ese tiempo, aquel en el que ella opera, en tanto que tiempo de verdades que proceden de allí. Con respecto al tercer punto, recordaremos que no existe educación sino por medio de verdades. Todo el insistente problema es que existan, ya que sin ellas la categoría filosófica de verdad es completamente vacía y el acto filosófico una racionalización académica. Este “existe” indica una corresponsabilidad del arte, que produce verdades, y la filosofía, que, bajo condición de que existan, tiene como obligación y como tarea muy difícil, mostrarlas. Mostrarlas significa: distinguirlas de la opinión. De manera que la cuestión actualmente es sólo esta: ¿hay otra cosa que la opinión, es decir –se perdonará (o no) la provocación–, hay otra cosa que nuestras “democracias”? Muchos responden, y yo con ellos, que sí. Sí, existen configuraciones artísticas, hay obras que son sus sujetos pensantes, existe la filosofía para distinguir conceptualmente todo eso de la opinión. Nuestra época vale más que la “democracia” de la que se jacta. Para alimentar esta convicción en el lector, comenzaremos por realizar algunas identificaciones filosóficas de las artes. Poema, teatro, cine y danza serán los pretextos.
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2 ¿Qué es un poema, y qué piensa de ello la filosofía?
La crítica radical de la poesía, en el Libro X de la República, ¿acaso muestra los límites singulares de la filosofía platónica de la Idea? ¿O por el contrario, es un gesto constitutivo de la filosofía en sí, de la filosofía “tal cual es”, que estaría manifestando originalmente su incompatibilidad con el poema? Para no aguar la discusión, es importante captar que el gesto platónico respecto del poema no es, a los ojos de Platón, de orden secundario o polémico. Es realmente crucial. Platón no duda en declarar: “La ciudad cuyo principio venimos de establecer es la mejor, sobre todo en virtud de las medidas tomadas con relación a la poesía”. Es preciso conservar absolutamente intacto lo tajante de ese extraordinario enunciado. Nos dice, sin vueltas, que lo que sirve de medida al principio político es claramente la exclusión del poema. O al menos de eso que Platón llama la “dimensión imitativa” de lo poético. El destino de la política se juega sobre la firmeza de la actitud con respecto al poema. Ahora bien, ¿qué es la política verdadera, la politeia bien fundamentada? Es la filosofía misma, en tanto asegura que el pensamiento se da en la existencia colectiva, en la agrupación múltiple de los hombres. Digamos que la politeia es lo colectivo llevado a su verdad inmanente. O más aun, lo colectivo conmensurable con el pensamiento. De modo que, si se sigue a Platón, hay que postular esto: la ciudad, que es el nombre de la humanidad en su agrupamiento, sólo es pensable poniendo su concepto a salvo del poema. Proteger la subjetividad colectiva del potente encanto del poema es necesario para que la ciudad se exponga al pensamiento. Es más: en tanto resulta “poetizada”, la subjetividad colectiva tam61
Alain Badiou
Con respecto al segundo punto, sólo puedo repetir mis propias convicciones: la filosofía, o más bien una filosofía, es siempre la elaboración de una categoría de verdad. No produce por sí misma ninguna verdad efectiva. Ella toma las verdades, las muestra, las expone, enuncia dónde se encuentran. Al hacer esto, vuelve el tiempo hacia la eternidad, ya que t oda verdad, en tanto infinidad genérica, es eterna. Por último, ella composibilita verdades dispares y, al hacerlo, enuncia lo que es ese tiempo, aquel en el que ella opera, en tanto que tiempo de verdades que proceden de allí. Con respecto al tercer punto, recordaremos que no existe educación sino por medio de verdades. Todo el insistente problema es que existan, ya que sin ellas la categoría filosófica de verdad es completamente vacía y el acto filosófico una racionalización académica. Este “existe” indica una corresponsabilidad del arte, que produce verdades, y la filosofía, que, bajo condición de que existan, tiene como obligación y como tarea muy difícil, mostrarlas. Mostrarlas significa: distinguirlas de la opinión. De manera que la cuestión actualmente es sólo esta: ¿hay otra cosa que la opinión, es decir –se perdonará (o no) la provocación–, hay otra cosa que nuestras “democracias”? Muchos responden, y yo con ellos, que sí. Sí, existen configuraciones artísticas, hay obras que son sus sujetos pensantes, existe la filosofía para distinguir conceptualmente todo eso de la opinión. Nuestra época vale más que la “democracia” de la que se jacta. Para alimentar esta convicción en el lector, comenzaremos por realizar algunas identificaciones filosóficas de las artes. Poema, teatro, cine y danza serán los pretextos.
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bién se sustrae al pensamiento, al que sigue siendo heterogénea. La interpretación usual –largamente autorizada por el texto de Platón– es que el poema, estando situado a una distancia doble de la Idea (imitación segunda de esa imitación primera que es lo sensible), impide todo acceso al principio supremo del que depende que la verdad del colectivo advenga en su propia transparencia. El protocolo de destierro de los poetas dependería de la naturaleza imitativa de la poesía. Prohibir el poema y criticar la mimesis serían una sola y misma cosa. Ahora bien, no me parece que esta interpretación esté a la altura de la violencia del texto platónico. Violencia de la que Platón no disimula que también está dirigida contra él mismo, contra la incoercible potencia del poema sobre su propia alma. La crítica razonable de la imitación no legitima por completo que sea preciso arrancar de sí los efectos de una potencia semejante. Postulemos que la mimesis no es el fondo del problema. Que para pensar la ciudad sea necesario interrumpir el decir poético requiere, remontándose más allá de la mimesis, un malentendido fundador. Entre el pensamiento, tal como lo piensa la filosofía, y el poema, es como si hubiera una discordia mucho más radical, mucho más antigua, que la que atañe a las imágenes y la imitación. Es a esa discordia antigua y profunda que alude Platón, según creo, cuando escribe: palaiá tis diaforà filosofía te kaì poietiké, “antigua es la discordia de la filosofía y de la poética”. Esa antigüedad de la discordia evidentemente remite al pensamiento, a la identificación del pensamiento. ¿A qué se opone la poesía en el pensamiento? No se opone directamente al intelecto, al noûs, a la intuición de las ideas. No se opone a la dialéctica, como forma suprema de lo inteligible. Platón es muy claro en esto: lo que la poesía prohíbe es el pensamiento discursivo, la dianoia. El poema, dice Platón, es la “ruina de la discursividad de quienes lo escuchan”. La dianoia es el pensamiento que va a través, el pensamiento que encadena y deduce. El poema es afirmación y deleite, no atraviesa nada, se queda en el umbral. El poema no es franqueamiento regulado, sino ofrenda, proposición sin ley. 62
2 ¿Qué es un poema, y qué piensa de ello la filosofía?
La crítica radical de la poesía, en el Libro X de la República, ¿acaso muestra los límites singulares de la filosofía platónica de la Idea? ¿O por el contrario, es un gesto constitutivo de la filosofía en sí, de la filosofía “tal cual es”, que estaría manifestando originalmente su incompatibilidad con el poema? Para no aguar la discusión, es importante captar que el gesto platónico respecto del poema no es, a los ojos de Platón, de orden secundario o polémico. Es realmente crucial. Platón no duda en declarar: “La ciudad cuyo principio venimos de establecer es la mejor, sobre todo en virtud de las medidas tomadas con relación a la poesía”. Es preciso conservar absolutamente intacto lo tajante de ese extraordinario enunciado. Nos dice, sin vueltas, que lo que sirve de medida al principio político es claramente la exclusión del poema. O al menos de eso que Platón llama la “dimensión imitativa” de lo poético. El destino de la política se juega sobre la firmeza de la actitud con respecto al poema. Ahora bien, ¿qué es la política verdadera, la politeia bien fundamentada? Es la filosofía misma, en tanto asegura que el pensamiento se da en la existencia colectiva, en la agrupación múltiple de los hombres. Digamos que la politeia es lo colectivo llevado a su verdad inmanente. O más aun, lo colectivo conmensurable con el pensamiento. De modo que, si se sigue a Platón, hay que postular esto: la ciudad, que es el nombre de la humanidad en su agrupamiento, sólo es pensable poniendo su concepto a salvo del poema. Proteger la subjetividad colectiva del potente encanto del poema es necesario para que la ciudad se exponga al pensamiento. Es más: en tanto resulta “poetizada”, la subjetividad colectiva tam61
Pequeño tratado de inestética
Platón dirá además que el verdadero recurso contra el poema es “la medida, el número y el peso”. Y que la parte antipoética del alma es “la tarea del logos calculador”, tòn logistikòn érgon. Dirá, también, que en el poema teatral lo que triunfa es el principio del placer y del dolor, en contra de la ley y el logos. La dianoia, el pensamiento que encadena y atraviesa, el pensamiento que es un logos sometido a una ley, posee un paradigma: la matemática. De aquí que se pueda sostener que aquello a lo que el poema se opone en el pensamiento es propiamente la jurisdicción sobre el pensamiento mismo de la ruptura matemática, de la potencia inteligible del matema. Al final, la oposición fundante es claramente esta: la filosofía sólo puede comenzar, y sólo puede hacerse cargo de lo real político, si sustituye la autoridad del poema por la del matema. El motivo profundo de dicha oposición entre matema y poema es doble. Por un lado, lo más evidente: el poema queda sometido a la imagen, a la inmediata singularidad de la experiencia. Mientras que el matema parte de la idea pura, y luego sólo confía en la deducción. De modo que el poema establece con la experiencia sensible un vínculo impuro, que expone la lengua a los límites de la sensación. Desde este punto de vista, siempre es dudoso que haya realmente un pensamiento propio del poema o que el poema piense. ¿Pero qué es para Platón un pensamiento dudoso, un pensamiento indiscernible del no pensamiento? Es una sofística. Podría decirse que, en realidad, el poema es el principal cómplice de la sofística. Es justamente lo que sugiere el diálogo Protágoras . Pues Protágoras se guarece tras la autoridad del poeta Simónides, quien declara que “para un hombre, la parte crucial de la educación es ser competente en materia de poesía”. Se podría plantear que lo que la poesía es para el sofista, la matemática lo es para la filosofía. La oposición de matema y poema sustentaría, en las disciplinas que condicionan a la filosofía, el incesante trabajo de la filosofía en pos de separarse de su doble discursivo, de aquello que se le asemeja y, por esa semejanza, corrompe su acto de pensar: la sofística. El poema sería, como el sofista, un no pensamiento que se presenta con la 63
Alain Badiou
bién se sustrae al pensamiento, al que sigue siendo heterogénea. La interpretación usual –largamente autorizada por el texto de Platón– es que el poema, estando situado a una distancia doble de la Idea (imitación segunda de esa imitación primera que es lo sensible), impide todo acceso al principio supremo del que depende que la verdad del colectivo advenga en su propia transparencia. El protocolo de destierro de los poetas dependería de la naturaleza imitativa de la poesía. Prohibir el poema y criticar la mimesis serían una sola y misma cosa. Ahora bien, no me parece que esta interpretación esté a la altura de la violencia del texto platónico. Violencia de la que Platón no disimula que también está dirigida contra él mismo, contra la incoercible potencia del poema sobre su propia alma. La crítica razonable de la imitación no legitima por completo que sea preciso arrancar de sí los efectos de una potencia semejante. Postulemos que la mimesis no es el fondo del problema. Que para pensar la ciudad sea necesario interrumpir el decir poético requiere, remontándose más allá de la mimesis, un malentendido fundador. Entre el pensamiento, tal como lo piensa la filosofía, y el poema, es como si hubiera una discordia mucho más radical, mucho más antigua, que la que atañe a las imágenes y la imitación. Es a esa discordia antigua y profunda que alude Platón, según creo, cuando escribe: palaiá tis diaforà filosofía te kaì poietiké, “antigua es la discordia de la filosofía y de la poética”. Esa antigüedad de la discordia evidentemente remite al pensamiento, a la identificación del pensamiento. ¿A qué se opone la poesía en el pensamiento? No se opone directamente al intelecto, al noûs, a la intuición de las ideas. No se opone a la dialéctica, como forma suprema de lo inteligible. Platón es muy claro en esto: lo que la poesía prohíbe es el pensamiento discursivo, la dianoia. El poema, dice Platón, es la “ruina de la discursividad de quienes lo escuchan”. La dianoia es el pensamiento que va a través, el pensamiento que encadena y deduce. El poema es afirmación y deleite, no atraviesa nada, se queda en el umbral. El poema no es franqueamiento regulado, sino ofrenda, proposición sin ley.
Pequeño tratado de inestética
Platón dirá además que el verdadero recurso contra el poema es “la medida, el número y el peso”. Y que la parte antipoética del alma es “la tarea del logos calculador”, tòn logistikòn érgon. Dirá, también, que en el poema teatral lo que triunfa es el principio del placer y del dolor, en contra de la ley y el logos. La dianoia, el pensamiento que encadena y atraviesa, el pensamiento que es un logos sometido a una ley, posee un paradigma: la matemática. De aquí que se pueda sostener que aquello a lo que el poema se opone en el pensamiento es propiamente la jurisdicción sobre el pensamiento mismo de la ruptura matemática, de la potencia inteligible del matema. Al final, la oposición fundante es claramente esta: la filosofía sólo puede comenzar, y sólo puede hacerse cargo de lo real político, si sustituye la autoridad del poema por la del matema. El motivo profundo de dicha oposición entre matema y poema es doble. Por un lado, lo más evidente: el poema queda sometido a la imagen, a la inmediata singularidad de la experiencia. Mientras que el matema parte de la idea pura, y luego sólo confía en la deducción. De modo que el poema establece con la experiencia sensible un vínculo impuro, que expone la lengua a los límites de la sensación. Desde este punto de vista, siempre es dudoso que haya realmente un pensamiento propio del poema o que el poema piense. ¿Pero qué es para Platón un pensamiento dudoso, un pensamiento indiscernible del no pensamiento? Es una sofística. Podría decirse que, en realidad, el poema es el principal cómplice de la sofística. Es justamente lo que sugiere el diálogo Protágoras . Pues Protágoras se guarece tras la autoridad del poeta Simónides, quien declara que “para un hombre, la parte crucial de la educación es ser competente en materia de poesía”. Se podría plantear que lo que la poesía es para el sofista, la matemática lo es para la filosofía. La oposición de matema y poema sustentaría, en las disciplinas que condicionan a la filosofía, el incesante trabajo de la filosofía en pos de separarse de su doble discursivo, de aquello que se le asemeja y, por esa semejanza, corrompe su acto de pensar: la sofística. El poema sería, como el sofista, un no pensamiento que se presenta con la
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potencia lingüística de un pensamiento posible. Interrumpir dicha potencia sería el oficio del matema. Pero por otro lado, y más profundamente, suponiendo incluso que haya un pensamiento propio del poema, o que el poema sea un pensamiento, dicho pensamiento es inseparable de lo sensible, es un pensamiento que no se puede discernir o separar como pensamiento. Digamos que el poema es un pensamiento impensable. De modo que la matemática es un pensamiento que se escribe inmediatamente como pensamiento, un pensamiento que sólo existe, precisamente, en tanto es pensable. También podría plantearse que para la filosofía, la poesía es un pensamiento que no es pensamiento, y ni siquiera pensable. Pero que, justamente, la filosofía sólo puede apostar a pensar el pensamiento, a identificar el pensamiento como pensamiento del pensamiento. Y que por lo tanto debe excluir de su campo todo pensamiento inmediato, apoyándose, para lograrlo, en las mediaciones discursivas del matema. “Que nadie entre aquí si no es geómetra”: Platón hace entrar a la matemática por la puerta grande, en tanto procedimiento explícito del pensamiento o pensamiento que no puede exponerse más que como pensamiento. De ahí en adelante, es preciso que la poesía salga por la escalera de servicio. Esa poesía aún omnipresente tanto en lo que declara Parménides como en las sentencias de Heráclito, pero que obtura la función filosófica, puesto que el pensamiento se atribuye el derecho de lo inexplícito, de lo que cobra fuerza en la lengua proviniendo de otro lugar que el pensamiento que se expone como tal. Sin embargo, esa oposición en la lengua entre la transparencia del matema y la oscuridad metafórica del poema nos plantea a los modernos ciertos temibles problemas. Ya el propio Platón no puede sostener hasta el fin aquella máxima, que promueve el matema y prohíbe el poema. No puede porque él mismo explora los límites de la dianoia, del pensamiento discursivo. Cuando se trata del principio supremo, de lo Uno, o del Bien, Platón debe aceptar que somos la epékeina tes ousías, el “más allá de la sustancia”, y, en consecuencia, algo que está fuera de todo aquello que se expone en el recorte de la Idea. Debe admitir que el darse al pensamiento de ese principio supremo, que es el darse al pensamiento del ser más allá de lo 64
Pequeño tratado de inestética
que es, no se deja atravesar por ninguna dianoia. Él mismo debe recurrir a las imágenes, como la del sol, a las metáforas, como la del “prestigio” y la de la “potencia”, y al mito, como el de Er el panfiliano, que vuelve del reino de los muertos. En suma: cuando lo que está en juego es la apertura del pensamiento al principio de lo pensable, cuando el pensamiento debe absorberse en la apropiación de lo que lo instituye como pensamiento, sucede que Platón en persona somete la lengua a la potencia del decir poético. Pero nosotros, modernos, resistimos en forma muy distinta a los griegos el intervalo lingüístico entre el poema y el matema. En principio porque hemos reconocido la real magnitud no sólo de todo lo que el poema le debe al Número, sino de su vocación propiamente inteligible. Mallarmé es ejemplar en este caso: la apuesta de la tirada de dados poético es tal que emerge, “surgido estelar”, lo que él llama “el único número que no puede ser otro”. El poema está en el régimen ideal de la necesidad, ordena el deseo sensible con el advenimiento aleatorio de la idea. El poema es un deber del pensamiento: Gloria del largo deseo, Ideas, todo en mí se exaltaba al ver la familia de las iridáceas emergiendo a ese nuevo deber.
Pero además, el poema moderno se identifica como pensamiento. No es tan sólo la efectividad de un pensamiento que se entrega en la carne de la lengua: es el conjunto de las operaciones por las cuales dicho pensamiento se piensa. Las grandes figuras poéticas, ya sea la Constelación, la Tumba o el Cisne para Mallarmé, o Cristo, el Obrero o el Esposo infernal para Rimbaud, no son metáforas ciegas. Organizan un dispositivo consistente, en el que el poema viene a maquinar la presentación sensible de un régimen del pensamiento: sustracción y aislamiento para Mallarmé, presencia e interrupción para Rimbaud. Simétricamente, los modernos sabemos que la matemática, que piensa directamente las configuraciones del ser-múltiple, está atravesada por un principio de errancia y de exceso cuya 65
Alain Badiou
potencia lingüística de un pensamiento posible. Interrumpir dicha potencia sería el oficio del matema. Pero por otro lado, y más profundamente, suponiendo incluso que haya un pensamiento propio del poema, o que el poema sea un pensamiento, dicho pensamiento es inseparable de lo sensible, es un pensamiento que no se puede discernir o separar como pensamiento. Digamos que el poema es un pensamiento impensable. De modo que la matemática es un pensamiento que se escribe inmediatamente como pensamiento, un pensamiento que sólo existe, precisamente, en tanto es pensable. También podría plantearse que para la filosofía, la poesía es un pensamiento que no es pensamiento, y ni siquiera pensable. Pero que, justamente, la filosofía sólo puede apostar a pensar el pensamiento, a identificar el pensamiento como pensamiento del pensamiento. Y que por lo tanto debe excluir de su campo todo pensamiento inmediato, apoyándose, para lograrlo, en las mediaciones discursivas del matema. “Que nadie entre aquí si no es geómetra”: Platón hace entrar a la matemática por la puerta grande, en tanto procedimiento explícito del pensamiento o pensamiento que no puede exponerse más que como pensamiento. De ahí en adelante, es preciso que la poesía salga por la escalera de servicio. Esa poesía aún omnipresente tanto en lo que declara Parménides como en las sentencias de Heráclito, pero que obtura la función filosófica, puesto que el pensamiento se atribuye el derecho de lo inexplícito, de lo que cobra fuerza en la lengua proviniendo de otro lugar que el pensamiento que se expone como tal. Sin embargo, esa oposición en la lengua entre la transparencia del matema y la oscuridad metafórica del poema nos plantea a los modernos ciertos temibles problemas. Ya el propio Platón no puede sostener hasta el fin aquella máxima, que promueve el matema y prohíbe el poema. No puede porque él mismo explora los límites de la dianoia, del pensamiento discursivo. Cuando se trata del principio supremo, de lo Uno, o del Bien, Platón debe aceptar que somos la epékeina tes ousías, el “más allá de la sustancia”, y, en consecuencia, algo que está fuera de todo aquello que se expone en el recorte de la Idea. Debe admitir que el darse al pensamiento de ese principio supremo, que es el darse al pensamiento del ser más allá de lo 64
que es, no se deja atravesar por ninguna dianoia. Él mismo debe recurrir a las imágenes, como la del sol, a las metáforas, como la del “prestigio” y la de la “potencia”, y al mito, como el de Er el panfiliano, que vuelve del reino de los muertos. En suma: cuando lo que está en juego es la apertura del pensamiento al principio de lo pensable, cuando el pensamiento debe absorberse en la apropiación de lo que lo instituye como pensamiento, sucede que Platón en persona somete la lengua a la potencia del decir poético. Pero nosotros, modernos, resistimos en forma muy distinta a los griegos el intervalo lingüístico entre el poema y el matema. En principio porque hemos reconocido la real magnitud no sólo de todo lo que el poema le debe al Número, sino de su vocación propiamente inteligible. Mallarmé es ejemplar en este caso: la apuesta de la tirada de dados poético es tal que emerge, “surgido estelar”, lo que él llama “el único número que no puede ser otro”. El poema está en el régimen ideal de la necesidad, ordena el deseo sensible con el advenimiento aleatorio de la idea. El poema es un deber del pensamiento: Gloria del largo deseo, Ideas, todo en mí se exaltaba al ver la familia de las iridáceas emergiendo a ese nuevo deber.
Pero además, el poema moderno se identifica como pensamiento. No es tan sólo la efectividad de un pensamiento que se entrega en la carne de la lengua: es el conjunto de las operaciones por las cuales dicho pensamiento se piensa. Las grandes figuras poéticas, ya sea la Constelación, la Tumba o el Cisne para Mallarmé, o Cristo, el Obrero o el Esposo infernal para Rimbaud, no son metáforas ciegas. Organizan un dispositivo consistente, en el que el poema viene a maquinar la presentación sensible de un régimen del pensamiento: sustracción y aislamiento para Mallarmé, presencia e interrupción para Rimbaud. Simétricamente, los modernos sabemos que la matemática, que piensa directamente las configuraciones del ser-múltiple, está atravesada por un principio de errancia y de exceso cuya 65
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medida no puede establecer. Los grandes teoremas de Cantor, de Gödel, de Cohen, marcan las aporías del matema durante ese siglo. La discordia entre la axiomática conjuntista y la descripción categorial establece la ontología matemática en la constricción de opciones de pensamiento, en la que ninguna prescripción puramente matemática puede regular la elección. Al mismo tiempo que el poema adviene al pensamiento poético del pensamiento que es, el matema se organiza en torno de un punto de fuga en el que su real está en el impasse de cualquier intento formalizante. Digamos que, en apariencia, la modernidad idealiza el poema y sofistica el matema. Por lo que invierte el juicio platónico más certeramente que lo que Nietzsche esperaría de la “trans valoración de todos los valores”. De ello resulta un desplazamiento crucial de la relación de la filosofía con el poema. Pues no es en tanto oposición de lo sensible y lo inteligible, o de lo bello y el bien, o de la imagen y la Idea, que dicha relación puede sostenerse de aquí en más. El poema moderno es menos la forma sensible de la Idea que, más bien, lo sensible que se presenta como una nostalgia subsistente, e impotente, de la idea poética. En La siesta de un fauno, de Mallarmé, el “personaje” que monologa se pregunta si existe en la naturaleza, en el paisaje sensible, un posible rastro de su sueño sensual. ¿Es que el agua no da testimonio de la frialdad de una de las mujeres deseadas? ¿Es que el viento no se acuerda de los suspiros voluptuosos de la otra? Si hay que descartar esta hipótesis, el agua y el viento no son nada en comparación con la potencia de suscitación mediante el arte de la idea del agua, de la idea del viento: la mañana fresca, si lucha, no murmura otra agua que la que vierte mi flauta en el bosquecillo rociado de acordes; y el único viento listo a exhalarse por los dos tubos, antes de que disperse el sonido en una árida lluvia, es, en el horizonte en el que no se agitan ondas, el visible y sereno aliento artificial de la inspiración, que reconquista el cielo. 66
Pequeño tratado de inestética
Pequeño tratado de inestética
Por la visibilidad del artificio, que es también el pensamiento del pensamiento poético, el poema sobrepasa en potencia a aquello de lo que lo sensible es capaz. El poema moderno es lo contrario de una mimesis. Por medio de la operación que realiza, exhibe una Idea cuyo objeto y la objetividad no son más que pálidas copias. La filosofía, así pues, no puede captar la pareja del poema y el matema en la oposición simple de imagen deleitable y la idea pura. ¿En dónde ha de darse entonces la disyunción de esos dos regímenes del pensamiento en la lengua? Diré que en el punto donde uno y otro pensamiento encuentran su innombrable. En diagonal con la proscripción platónica de los poetas, postulemos esta equivalencia: poema y matema están, si se los examina desde la filosofía, tanto uno como el otro inscriptos en la forma general de un procedimiento de verdad. La matemática hace verdad de lo múltiple puro como inconsistencia primordial del ser en tanto ser. La poesía hace verdad de lo múltiple como presencia que ha llegado a los límites de la lengua. Es decir, el canto de la lengua como aptitud para presentificar la noción pura del “hay”, en el borrado mismo de su objetividad empírica. Cuando Rimbaud enuncia poéticamente que la eternidad es “el mar que se fue / con el sol”, o cuando Mallarmé resume toda la transposición dialéctica de lo sensible en Idea mediante las tres palabras “noche, desesperanza y pedrería”, o “soledad, arrecife, estrella”, éstas fundan en el crisol de la nominación el referente que se adhiere a los vocablos para hacer que exista intemporalmente la desaparición temporal de lo sensible. Por lo que siempre es verdad que un poema es una “alquimia del verbo”. Pero esta alquimia, a diferencia de la otra, es un pensamiento: el pensamiento de lo que hay, en tanto que “ahí”, en adelante suspendido de las potencias de vaciamiento y de suscitación de la lengua. De lo múltiple impresentado e insensible, de lo que hace verdad la matemática, el emblema es el vacío, el conjunto vacío. De lo múltiple dado o surgido, retenido en los límites de su desaparición, de lo que hace verdad el poema, el emblema es la Tierra, esa Tierra afirmativa y universal de la que Mallarmé declara: 67
Alain Badiou
medida no puede establecer. Los grandes teoremas de Cantor, de Gödel, de Cohen, marcan las aporías del matema durante ese siglo. La discordia entre la axiomática conjuntista y la descripción categorial establece la ontología matemática en la constricción de opciones de pensamiento, en la que ninguna prescripción puramente matemática puede regular la elección. Al mismo tiempo que el poema adviene al pensamiento poético del pensamiento que es, el matema se organiza en torno de un punto de fuga en el que su real está en el impasse de cualquier intento formalizante. Digamos que, en apariencia, la modernidad idealiza el poema y sofistica el matema. Por lo que invierte el juicio platónico más certeramente que lo que Nietzsche esperaría de la “trans valoración de todos los valores”. De ello resulta un desplazamiento crucial de la relación de la filosofía con el poema. Pues no es en tanto oposición de lo sensible y lo inteligible, o de lo bello y el bien, o de la imagen y la Idea, que dicha relación puede sostenerse de aquí en más. El poema moderno es menos la forma sensible de la Idea que, más bien, lo sensible que se presenta como una nostalgia subsistente, e impotente, de la idea poética. En La siesta de un fauno, de Mallarmé, el “personaje” que monologa se pregunta si existe en la naturaleza, en el paisaje sensible, un posible rastro de su sueño sensual. ¿Es que el agua no da testimonio de la frialdad de una de las mujeres deseadas? ¿Es que el viento no se acuerda de los suspiros voluptuosos de la otra? Si hay que descartar esta hipótesis, el agua y el viento no son nada en comparación con la potencia de suscitación mediante el arte de la idea del agua, de la idea del viento: la mañana fresca, si lucha, no murmura otra agua que la que vierte mi flauta en el bosquecillo rociado de acordes; y el único viento listo a exhalarse por los dos tubos, antes de que disperse el sonido en una árida lluvia, es, en el horizonte en el que no se agitan ondas, el visible y sereno aliento artificial de la inspiración, que reconquista el cielo. 66
Por la visibilidad del artificio, que es también el pensamiento del pensamiento poético, el poema sobrepasa en potencia a aquello de lo que lo sensible es capaz. El poema moderno es lo contrario de una mimesis. Por medio de la operación que realiza, exhibe una Idea cuyo objeto y la objetividad no son más que pálidas copias. La filosofía, así pues, no puede captar la pareja del poema y el matema en la oposición simple de imagen deleitable y la idea pura. ¿En dónde ha de darse entonces la disyunción de esos dos regímenes del pensamiento en la lengua? Diré que en el punto donde uno y otro pensamiento encuentran su innombrable. En diagonal con la proscripción platónica de los poetas, postulemos esta equivalencia: poema y matema están, si se los examina desde la filosofía, tanto uno como el otro inscriptos en la forma general de un procedimiento de verdad. La matemática hace verdad de lo múltiple puro como inconsistencia primordial del ser en tanto ser. La poesía hace verdad de lo múltiple como presencia que ha llegado a los límites de la lengua. Es decir, el canto de la lengua como aptitud para presentificar la noción pura del “hay”, en el borrado mismo de su objetividad empírica. Cuando Rimbaud enuncia poéticamente que la eternidad es “el mar que se fue / con el sol”, o cuando Mallarmé resume toda la transposición dialéctica de lo sensible en Idea mediante las tres palabras “noche, desesperanza y pedrería”, o “soledad, arrecife, estrella”, éstas fundan en el crisol de la nominación el referente que se adhiere a los vocablos para hacer que exista intemporalmente la desaparición temporal de lo sensible. Por lo que siempre es verdad que un poema es una “alquimia del verbo”. Pero esta alquimia, a diferencia de la otra, es un pensamiento: el pensamiento de lo que hay, en tanto que “ahí”, en adelante suspendido de las potencias de vaciamiento y de suscitación de la lengua. De lo múltiple impresentado e insensible, de lo que hace verdad la matemática, el emblema es el vacío, el conjunto vacío. De lo múltiple dado o surgido, retenido en los límites de su desaparición, de lo que hace verdad el poema, el emblema es la Tierra, esa Tierra afirmativa y universal de la que Mallarmé declara: 67
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Sí, sé que lejos de esta noche, la Tierra arroja con un gran rayo el insólito misterio.
Toda verdad, ya sea la encadenada al cálculo o la extraída del canto de la lengua natural, es antes que nada una potencia. Tiene poder sobre su propio devenir infinito. Puede anticipar fragmentariamente el universo inacabable. Puede forzar la suposición de lo que será el universo si los efectos completos de una verdad en curso se expandieran sin límite. Es así que, a partir de un teorema nuevo y potente, se calculan las consecuencias, que reorientan el pensamiento y lo disponen a ejercicios del todo nuevos. Pero es así que, de una poética fundante, se extraen nuevos métodos de pensamiento poético, una nueva exploración de recursos de la lengua, y no sólo la deleitación de un fulgor de presencia. No es por nada que Rimbaud exclama: “¡Nosotros te afirmamos, método!”, o que se declara: “apremiado por hallar el lugar y la fórmula”. O que Mallarmé se propone instalar el poema como una ciencia: Pues instalo, mediante la ciencia, el himno de los corazones espirituales en la obra de mi paciencia atlas, herbarios y rituales.
Al mismo tiempo que es, como pensamiento de la presencia sobre un fondo de desaparición, una acción inmediata, el poema, como toda figura local de una verdad, es también un programa de pensamiento, una anticipación potente, un forzamiento de la lengua por advenimiento de “otra” lengua a la vez inmanente y creada. Pero al mismo tiempo que es una potencia, toda verdad es una impotencia. Pues eso sobre lo que posee jurisdicción no podría ser una totalidad. Que verdad y totalidad sean incompatibles es sin dudas la enseñanza decisiva –o posthegeliana– de la modernidad. Jacques Lacan lo expresa con su famoso aforismo: la verdad no puede decirse “toda”, sólo puede decirse a medias. Pero ya Mallarmé criticaba a los parnasianos, quienes, decía él, “toman 68
Pequeño tratado de inestética
Pequeño tratado de inestética
la cosa por entero y la muestran”. Al hacerlo, agregaba, “arruinan el misterio”. De lo que sea que una verdad es verdad, no se podría pretender que lo invista “enteramente”, o que sea su demostración integral. La potencia de revelación del poema se enrolla en torno de un enigma, de modo que el punteo de dicho enigma hace todo lo real de la impotencia de la potencia de lo verdadero. En ese sentido, el “misterio en las letras” es un auténtico imperativo. Cuando Mallarmé sostiene que “siempre debe haber misterio en la poesía”, está fundando una ética del misterio que es el respeto, por la potencia de una verdad, de su punto de impotencia. El misterio es propiamente que toda verdad poética deje en su centro aquello que no tiene el poder de hacer venir a la presencia. De manera más general, una verdad siempre reencuentra, en un punto de lo que inviste, el límite donde se demuestra que ella es esa verdad singular, y no la conciencia de sí del Todo. Que toda verdad, aunque proceda hacia lo infinito, sea asimismo siempre un procedimiento singular, se comprueba en lo real por un punto al menos de impotencia, o como dice Mallarmé, “una roca, un falso feudo prestamente evaporado en brumas que le impone un límite al infinito”. Una verdad se topa con la piedra de su propia singularidad, y es sólo ahí que se enuncia, como impotencia, que una verdad existe. Llamemos a ese tope lo innombrable . Lo innombrable es aquello de lo que una verdad no puede forzar la nominación. Aquello de lo que ésta no puede anticipar la puesta en verdad. Todo régimen de verdad se funda en real sobre su innombrable propio. Si ahora volvemos a la oposición platónica entre poema y matema, preguntémonos: ¿qué diferencia “en real”, y por ende respecto de su innombrable propio, las verdades matemáticas y las verdades poéticas? Lo que caracteriza la lengua matemática es la fidelidad deductiva. Entendemos por tal a la capacidad de encadenar enunciados de forma que dicho encadenamiento sea obligado, y que el conjunto de los enunciados obtenidos sostenga victoriosamente la prueba de la consistencia. El efecto de obligación 69
Alain Badiou
Sí, sé que lejos de esta noche, la Tierra arroja con un gran rayo el insólito misterio.
Toda verdad, ya sea la encadenada al cálculo o la extraída del canto de la lengua natural, es antes que nada una potencia. Tiene poder sobre su propio devenir infinito. Puede anticipar fragmentariamente el universo inacabable. Puede forzar la suposición de lo que será el universo si los efectos completos de una verdad en curso se expandieran sin límite. Es así que, a partir de un teorema nuevo y potente, se calculan las consecuencias, que reorientan el pensamiento y lo disponen a ejercicios del todo nuevos. Pero es así que, de una poética fundante, se extraen nuevos métodos de pensamiento poético, una nueva exploración de recursos de la lengua, y no sólo la deleitación de un fulgor de presencia. No es por nada que Rimbaud exclama: “¡Nosotros te afirmamos, método!”, o que se declara: “apremiado por hallar el lugar y la fórmula”. O que Mallarmé se propone instalar el poema como una ciencia: Pues instalo, mediante la ciencia, el himno de los corazones espirituales en la obra de mi paciencia atlas, herbarios y rituales.
Al mismo tiempo que es, como pensamiento de la presencia sobre un fondo de desaparición, una acción inmediata, el poema, como toda figura local de una verdad, es también un programa de pensamiento, una anticipación potente, un forzamiento de la lengua por advenimiento de “otra” lengua a la vez inmanente y creada. Pero al mismo tiempo que es una potencia, toda verdad es una impotencia. Pues eso sobre lo que posee jurisdicción no podría ser una totalidad. Que verdad y totalidad sean incompatibles es sin dudas la enseñanza decisiva –o posthegeliana– de la modernidad. Jacques Lacan lo expresa con su famoso aforismo: la verdad no puede decirse “toda”, sólo puede decirse a medias. Pero ya Mallarmé criticaba a los parnasianos, quienes, decía él, “toman
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la cosa por entero y la muestran”. Al hacerlo, agregaba, “arruinan el misterio”. De lo que sea que una verdad es verdad, no se podría pretender que lo invista “enteramente”, o que sea su demostración integral. La potencia de revelación del poema se enrolla en torno de un enigma, de modo que el punteo de dicho enigma hace todo lo real de la impotencia de la potencia de lo verdadero. En ese sentido, el “misterio en las letras” es un auténtico imperativo. Cuando Mallarmé sostiene que “siempre debe haber misterio en la poesía”, está fundando una ética del misterio que es el respeto, por la potencia de una verdad, de su punto de impotencia. El misterio es propiamente que toda verdad poética deje en su centro aquello que no tiene el poder de hacer venir a la presencia. De manera más general, una verdad siempre reencuentra, en un punto de lo que inviste, el límite donde se demuestra que ella es esa verdad singular, y no la conciencia de sí del Todo. Que toda verdad, aunque proceda hacia lo infinito, sea asimismo siempre un procedimiento singular, se comprueba en lo real por un punto al menos de impotencia, o como dice Mallarmé, “una roca, un falso feudo prestamente evaporado en brumas que le impone un límite al infinito”. Una verdad se topa con la piedra de su propia singularidad, y es sólo ahí que se enuncia, como impotencia, que una verdad existe. Llamemos a ese tope lo innombrable . Lo innombrable es aquello de lo que una verdad no puede forzar la nominación. Aquello de lo que ésta no puede anticipar la puesta en verdad. Todo régimen de verdad se funda en real sobre su innombrable propio. Si ahora volvemos a la oposición platónica entre poema y matema, preguntémonos: ¿qué diferencia “en real”, y por ende respecto de su innombrable propio, las verdades matemáticas y las verdades poéticas? Lo que caracteriza la lengua matemática es la fidelidad deductiva. Entendemos por tal a la capacidad de encadenar enunciados de forma que dicho encadenamiento sea obligado, y que el conjunto de los enunciados obtenidos sostenga victoriosamente la prueba de la consistencia. El efecto de obligación
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depende de la codificación lógica subyacente a la ontología matemática. El efecto de consistencia es central. ¿Qué es en efecto una teoría consistente? Es una teoría tal que existen enunciados que son imposibles en la teoría. Una teoría es consistente si al menos existe un enunciado “correcto” del lenguaje de esa teoría que no se puede inscribir en la teoría, o que la teoría no admite como verídico. Desde ese punto de vista, la consistencia certifica la teoría como pensamiento singular. Porque si no importara qué enunciado fuera admisible en la teoría, eso querría decir que no hay ninguna diferencia entre “enunciado gramaticalmente correcto” y “enunciado teóricamente verídico”. La teoría no sería entonces más que una gramática, y no pensaría nada. El principio de consistencia es lo que asigna la matemática a una situación de ser del pensamiento, lo que hace que no sea un mero conjunto de reglas. Pero desde Gödel sabemos que la consistencia es precisa mente el punto de innombrable de la matemática. Para una teoría matemática, no es posible establecer como verídico el enunciado de su propia consistencia. Si ahora volvemos a la poesía, vemos que lo que caracteriza su efecto es la mostración de las potencias de la lengua. Todo poema hace llegar a la lengua un poder: el poder de fijar eternamente la desaparición de lo que se presenta. O de producir la presencia misma como Idea por la retención poética de su desaparecer. Sin embargo, dicho poder de la lengua es justamente lo que el poema no puede nombrar. Lo efectiviza, vertiéndolo en el canto latente de la lengua, en lo infinito de su recurso, en la novedad de su combinación. Pero, precisamente porque el poema se dirige a lo infinito de la lengua para orientar su poder hacia la retención de una desaparición, no puede fijar ese infinito mismo. Digamos que la lengua, como potencia infinita ordenada a la presencia, es justamente lo innombrable de la poesía. Lo infinito lingüístico es la impotencia inmanente al efecto de potencia del poema. Ese punto de impotencia, o de innombrable, lo representa Mallarmé al menos de dos formas.
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Pequeño tratado de inestética
Para empezar, porque el efecto del poema supone una garantía que él no constituye, ni puede validar poéticamente. Esa garantía es la lengua tomada como orden o sintaxis: “¿Qué punto de apoyo, entiendo, entre estos contrastes, tiene la inteligibilidad? Se precisa una garantía: la sintaxis.” La sintaxis es, en el poema, el poder latente donde el contraste de la presencia y la desaparición (el ser como nada) puede presentarse ante lo inteligible. Pero la sintaxis no es poetizable, por lejos que lleve su distorsión. Opera sin presentarse. Luego, Mallarmé señala con claridad que no sabría cómo lograr el poema del poema, el metapoema. Es todo el sentido del famoso “ptyx”, ese nombre que no nombra nada, que es una “abolida chuchería de inanidad sonora”. No hay duda de que el ptyx sería el nombre de aquello de lo que poema es capaz: hacer surgir de la lengua una llegada a la presencia previamente imposible. Salvo que, justamente, ese nombre no es un nombre, ese nombre no nombra. De modo que el poeta (el Amo de la lengua) se lleva consigo ese falso nombre a la muerte: Pues el amo ha ido a extraer lágrimas a la Estigia con ese único objeto con el que la nada se honra.
El poema mismo, en tanto que efectúa localmente lo infinito de la lengua, sigue siendo innombrable para el poema. La potencia de la lengua, el poema, que no tiene otra función que manifestarla, es impotente para nombrarla verídicamente. Es también lo que Rimbaud quiere decir cuando clasifica su empresa poética como “locura”. Es cierto, el poema “anota lo inexpresable” o “fija vértigos”. Pero la locura es creer que además puede retomar y nombrar el recurso profundo y general de esas anotaciones, de esas fijaciones. Pensamiento activo que no puede nombrar su propia potencia, el poema queda infundado para siempre. Lo cual, a los ojos de Rimbaud, lo asemeja al sofisma: “Expliqué mis sofismas mágicos con la alucinación de las palabras”. Desde el principio de su obra, Rimbaud señalaba que en el poema hay, visto subjetivamente, una irresponsabilidad. El poema es como un poder que atraviesa la lengua involuntariamente: “peor para la madera que se encuentra hecha violín”, o “si el cobre se despierta hecho clarín, no es por su culpa”. 71
Alain Badiou
depende de la codificación lógica subyacente a la ontología matemática. El efecto de consistencia es central. ¿Qué es en efecto una teoría consistente? Es una teoría tal que existen enunciados que son imposibles en la teoría. Una teoría es consistente si al menos existe un enunciado “correcto” del lenguaje de esa teoría que no se puede inscribir en la teoría, o que la teoría no admite como verídico. Desde ese punto de vista, la consistencia certifica la teoría como pensamiento singular. Porque si no importara qué enunciado fuera admisible en la teoría, eso querría decir que no hay ninguna diferencia entre “enunciado gramaticalmente correcto” y “enunciado teóricamente verídico”. La teoría no sería entonces más que una gramática, y no pensaría nada. El principio de consistencia es lo que asigna la matemática a una situación de ser del pensamiento, lo que hace que no sea un mero conjunto de reglas. Pero desde Gödel sabemos que la consistencia es precisa mente el punto de innombrable de la matemática. Para una teoría matemática, no es posible establecer como verídico el enunciado de su propia consistencia. Si ahora volvemos a la poesía, vemos que lo que caracteriza su efecto es la mostración de las potencias de la lengua. Todo poema hace llegar a la lengua un poder: el poder de fijar eternamente la desaparición de lo que se presenta. O de producir la presencia misma como Idea por la retención poética de su desaparecer. Sin embargo, dicho poder de la lengua es justamente lo que el poema no puede nombrar. Lo efectiviza, vertiéndolo en el canto latente de la lengua, en lo infinito de su recurso, en la novedad de su combinación. Pero, precisamente porque el poema se dirige a lo infinito de la lengua para orientar su poder hacia la retención de una desaparición, no puede fijar ese infinito mismo. Digamos que la lengua, como potencia infinita ordenada a la presencia, es justamente lo innombrable de la poesía. Lo infinito lingüístico es la impotencia inmanente al efecto de potencia del poema. Ese punto de impotencia, o de innombrable, lo representa Mallarmé al menos de dos formas.
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Alain Badiou
En el fondo, para Rimbaud, el pensamiento poético tiene por innombrable a ese pensamiento mismo en su eclosión, en su arribo. Lo que también es el arribo de lo infinito de la lengua como canto, o sinfonía que hechiza la presencia: “asisto a la eclosión de mi pensamiento: la miro, la escucho; tiro con el arco: la sinfonía se moviliza en las profundidades, o entra a escena de un salto”. Digamos que lo innombrable propio del matema es la consistencia de la lengua, mientras que lo innombrable propio del poema es su potencia. Además, la filosofía se va a colocar bajo la doble condición del poema y del matema, tanto del lado de su potencia de veridicidad como del lado de su impotencia, de su innombrable. La filosofía es teoría general del ser y del acontecimiento, anudados por la verdad. Pues una verdad es el trabajo, junto al ser, de un acontecimiento desvanecido, del que sólo queda el nombre. La filosofía reconocerá que toda nominación de un acontecimiento, que convoca a la retención de lo que desaparece, todo acto de nombrar la presencia acontecimiental, es de esencia poética. Y reconocerá asimismo que toda fidelidad al acontecimiento, todo trabajo junto al ser guiado por una prescripción que nada funda, debe tener un rigor cuyo paradigma es matemático: someterse a la disciplina de una constricción continua. Pero retendrá, del hecho de que la consistencia es lo innombrable del matema, la imposibilidad de una fundación reflexiva integral, y que todo sistema conlleva un punto de inicio, una sustracción a los poderes de lo verdadero. Un punto que no puede forzar la potencia de una verdad, cualquiera sea. Y del hecho de que la potencia infinita de la lengua es lo innombrable del poema, retendrá que, por fuerte que pueda ser una interpretación, el sentido que adquiere nunca da cuenta de la capacidad de sentido. O más aun, que nunca una verdad puede liberar el sentido del sentido. Platón proscribió el poema porque sospechaba que el pensamiento poético no puede ser pensado por el pensamiento. Nosotros, por nuestra parte, acogemos el poema porque nos evi-
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Pequeño tratado de inestética
Para empezar, porque el efecto del poema supone una garantía que él no constituye, ni puede validar poéticamente. Esa garantía es la lengua tomada como orden o sintaxis: “¿Qué punto de apoyo, entiendo, entre estos contrastes, tiene la inteligibilidad? Se precisa una garantía: la sintaxis.” La sintaxis es, en el poema, el poder latente donde el contraste de la presencia y la desaparición (el ser como nada) puede presentarse ante lo inteligible. Pero la sintaxis no es poetizable, por lejos que lleve su distorsión. Opera sin presentarse. Luego, Mallarmé señala con claridad que no sabría cómo lograr el poema del poema, el metapoema. Es todo el sentido del famoso “ptyx”, ese nombre que no nombra nada, que es una “abolida chuchería de inanidad sonora”. No hay duda de que el ptyx sería el nombre de aquello de lo que poema es capaz: hacer surgir de la lengua una llegada a la presencia previamente imposible. Salvo que, justamente, ese nombre no es un nombre, ese nombre no nombra. De modo que el poeta (el Amo de la lengua) se lleva consigo ese falso nombre a la muerte: Pues el amo ha ido a extraer lágrimas a la Estigia con ese único objeto con el que la nada se honra.
El poema mismo, en tanto que efectúa localmente lo infinito de la lengua, sigue siendo innombrable para el poema. La potencia de la lengua, el poema, que no tiene otra función que manifestarla, es impotente para nombrarla verídicamente. Es también lo que Rimbaud quiere decir cuando clasifica su empresa poética como “locura”. Es cierto, el poema “anota lo inexpresable” o “fija vértigos”. Pero la locura es creer que además puede retomar y nombrar el recurso profundo y general de esas anotaciones, de esas fijaciones. Pensamiento activo que no puede nombrar su propia potencia, el poema queda infundado para siempre. Lo cual, a los ojos de Rimbaud, lo asemeja al sofisma: “Expliqué mis sofismas mágicos con la alucinación de las palabras”. Desde el principio de su obra, Rimbaud señalaba que en el poema hay, visto subjetivamente, una irresponsabilidad. El poema es como un poder que atraviesa la lengua involuntariamente: “peor para la madera que se encuentra hecha violín”, o “si el cobre se despierta hecho clarín, no es por su culpa”. 71
Pequeño tratado de inestética
ta suponer que se pueda reemplazar la singularidad de un pensamiento con el pensamiento de ese pensamiento. Entre la consistencia del matema y la potencia del poema, esos dos innombrables, la filosofía renuncia a establecer los nombres que obturan lo que se sustrae. En este sentido, la filosofía es, después del poema, después del matema, y bajo la condición pensante de ellos, el pensamiento siempre incompleto de lo múltiple de los pensamientos. Lo es, sin embargo, cuidándose de juzgar al poema y, en especial, de querer impartirle –ya sea mediante ejemplos tomados de tal o cual poeta– lecciones políticas. Lo que frecuentemente quiere decir (y es en este sentido que Platón entendía la lección filosófica dada al poema): exigir la disipación de su misterio, fijarle de antemano límites a la potencia de la lengua. Lo que vuelve a forzar lo innombrable, a “platonizar” contra el poema moderno. E incluso hace que grandes poetas platonicen en ese sentido. Daré un ejemplo.
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En el fondo, para Rimbaud, el pensamiento poético tiene por innombrable a ese pensamiento mismo en su eclosión, en su arribo. Lo que también es el arribo de lo infinito de la lengua como canto, o sinfonía que hechiza la presencia: “asisto a la eclosión de mi pensamiento: la miro, la escucho; tiro con el arco: la sinfonía se moviliza en las profundidades, o entra a escena de un salto”. Digamos que lo innombrable propio del matema es la consistencia de la lengua, mientras que lo innombrable propio del poema es su potencia. Además, la filosofía se va a colocar bajo la doble condición del poema y del matema, tanto del lado de su potencia de veridicidad como del lado de su impotencia, de su innombrable. La filosofía es teoría general del ser y del acontecimiento, anudados por la verdad. Pues una verdad es el trabajo, junto al ser, de un acontecimiento desvanecido, del que sólo queda el nombre. La filosofía reconocerá que toda nominación de un acontecimiento, que convoca a la retención de lo que desaparece, todo acto de nombrar la presencia acontecimiental, es de esencia poética. Y reconocerá asimismo que toda fidelidad al acontecimiento, todo trabajo junto al ser guiado por una prescripción que nada funda, debe tener un rigor cuyo paradigma es matemático: someterse a la disciplina de una constricción continua. Pero retendrá, del hecho de que la consistencia es lo innombrable del matema, la imposibilidad de una fundación reflexiva integral, y que todo sistema conlleva un punto de inicio, una sustracción a los poderes de lo verdadero. Un punto que no puede forzar la potencia de una verdad, cualquiera sea. Y del hecho de que la potencia infinita de la lengua es lo innombrable del poema, retendrá que, por fuerte que pueda ser una interpretación, el sentido que adquiere nunca da cuenta de la capacidad de sentido. O más aun, que nunca una verdad puede liberar el sentido del sentido. Platón proscribió el poema porque sospechaba que el pensamiento poético no puede ser pensado por el pensamiento. Nosotros, por nuestra parte, acogemos el poema porque nos evi-
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ta suponer que se pueda reemplazar la singularidad de un pensamiento con el pensamiento de ese pensamiento. Entre la consistencia del matema y la potencia del poema, esos dos innombrables, la filosofía renuncia a establecer los nombres que obturan lo que se sustrae. En este sentido, la filosofía es, después del poema, después del matema, y bajo la condición pensante de ellos, el pensamiento siempre incompleto de lo múltiple de los pensamientos. Lo es, sin embargo, cuidándose de juzgar al poema y, en especial, de querer impartirle –ya sea mediante ejemplos tomados de tal o cual poeta– lecciones políticas. Lo que frecuentemente quiere decir (y es en este sentido que Platón entendía la lección filosófica dada al poema): exigir la disipación de su misterio, fijarle de antemano límites a la potencia de la lengua. Lo que vuelve a forzar lo innombrable, a “platonizar” contra el poema moderno. E incluso hace que grandes poetas platonicen en ese sentido. Daré un ejemplo.
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3 Un filósofo francés le responde a un poeta polaco
Hace algunos años, cuando los Estados socialistas comenzaban a desmoronarse, vino del Este un poeta, un verdadero poeta. Reconocido por el premio que cada año, bajo la garantía de una neutralidad del Norte, señala con solemnidad al mundo quiénes son sus Grandes Escritores. Este poeta ha querido entregar para nosotros una lección fraternal. ¿Y quiénes somos “nosotros”? Las personas del Oeste y, más particularmente, los franceses, unidos por el lazo de la lengua a nuestros poetas más recientes. Czeslaw Milosz nos dijo que, después de Mallarmé, estábamos –y con nosotros todo el Oeste– encerrados en un hermetismo sin esperanza. Que habíamos agotado la fuente del poema. Que la abstracción del filósofo era como una glaciación del territorio poético. Y que el Este, armado con su gran sufrimiento, guardián de su habla viva, podía indicarnos el camino hacia una poesía cantada por todo un pueblo. Este gran polaco también nos dijo que la poesía del Oeste había sucumbido a un cierre y a una opacidad cuyo origen era un exceso subjetivo, un olvido del mundo y del objeto. Y que el poema debía mantener y ofrecer un conocimiento dedicado a la riqueza sin reservas de lo que se presenta. Habiendo sido invitado a expresar mi parecer, he hecho este breve tríptico que dedico a todos los puntos cardinales. a) Hermetismo
¿Mallarmé es un poeta hermético? Es en vano negar que existe una superficie enigmática del poema. Pero, ¿a qué nos invita este enigma sino participar voluntariamente de su operación? 74
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3 Un filósofo francés le responde a un poeta polaco
Hace algunos años, cuando los Estados socialistas comenzaban a desmoronarse, vino del Este un poeta, un verdadero poeta. Reconocido por el premio que cada año, bajo la garantía de una neutralidad del Norte, señala con solemnidad al mundo quiénes son sus Grandes Escritores. Este poeta ha querido entregar para nosotros una lección fraternal. ¿Y quiénes somos “nosotros”? Las personas del Oeste y, más particularmente, los franceses, unidos por el lazo de la lengua a nuestros poetas más recientes. Czeslaw Milosz nos dijo que, después de Mallarmé, estábamos –y con nosotros todo el Oeste– encerrados en un hermetismo sin esperanza. Que habíamos agotado la fuente del poema. Que la abstracción del filósofo era como una glaciación del territorio poético. Y que el Este, armado con su gran sufrimiento, guardián de su habla viva, podía indicarnos el camino hacia una poesía cantada por todo un pueblo. Este gran polaco también nos dijo que la poesía del Oeste había sucumbido a un cierre y a una opacidad cuyo origen era un exceso subjetivo, un olvido del mundo y del objeto. Y que el poema debía mantener y ofrecer un conocimiento dedicado a la riqueza sin reservas de lo que se presenta. Habiendo sido invitado a expresar mi parecer, he hecho este breve tríptico que dedico a todos los puntos cardinales. a) Hermetismo
¿Mallarmé es un poeta hermético? Es en vano negar que existe una superficie enigmática del poema. Pero, ¿a qué nos invita este enigma sino participar voluntariamente de su operación? 74
Alain Badiou
Esta idea es capital: el poema no es ni una descripción ni una expresión. Tampoco es una pintura emotiva de la extensión del mundo. El poema es una operación. El poema nos enseña que el mundo no se presenta como una colección de objetos. El mundo no es lo que objetiva el pensamiento. Es –para las operaciones del poema– aquello cuya presencia es más esencial que la objetividad. Para pensar la presencia, es necesario que el poema disponga una operación oblicua de captura. Esta sola oblicuidad destituye la fachada de objetos que compone el engaño de las apariencias y las opiniones. Que el procedimiento del poema sea oblicuo es lo que exige entrar en él más que ser atrapados por él. Cuando Mallarmé pide que se trabaje con palabras “alusi vas, nunca directas”, se trata de un imperativo de desobjetivación, para que advenga una presencia que llama la “noción pura”. Mallarmé escribe lo siguiente: “El momento de la Noción de un objeto es el momento de la reflexión de su presente puro en sí mismo o su pureza presente”. El poema se concentra en la disolución del objeto en su pureza presente, es la constitución del momento de esa disolución. Aquello bautizado como “hermetismo” no es otra cosa que lo momentáneo del poema, momentáneo que sólo es accesible por medio de una oblicuidad, oblicuidad que señala el enigma. El lector debe entrar en el enigma para alcanzar el punto momentáneo de la presencia. Si no, el poema no opera. En verdad, sólo es lícito hablar de hermetismo cuando existe una ciencia secreta, u oculta, que necesitamos para comprender las claves de una interpretación. El poema de Mallarmé no nos pide que lo interpretemos, y no existe ninguna clave. El poema pide que entremos en su operación y el enigma es ese pedido en sí mismo. La regla es simple: entrar en el poema, no para saber de qué habla, sino para pensar qué pasa en él. Como el poema es una operación, también es un acontecimiento. El poema tiene lugar. El enigma superficial es la indicación de ese tener lugar; nos ofrece un tener lugar dentro de la lengua.
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Pequeño tratado de inestética
Opondría con gusto la poesía, que es poetización de lo que pasa, al poema, que es él mismo el lugar donde eso pasa, que es un pasaje del pensamiento. A este pasaje del pensamiento, inmanente al poema, Mallarmé lo llama “transposición”. La transposición organiza una desaparición, la del poeta: “la obra pura implica la desaparición elocutiva del poeta”. Destaquemos, de paso, cuán inexacto es decir que un determinado poema es subjetivo. Mallarmé busca lo contrario, un radical anonimato del sujeto del poema. La transposición, en el seno de la lengua, no produce para nada un objeto sino una Idea. El poema es “un vuelo tácito de abstracciones”. “Vuelo” designa su movimiento sensible, “tácito” señala que todo charloteo subjetivo es eliminado, “abstracción” indica que surge al fin una noción pura, la idea de una presencia. De esta idea el emblema será la Constelación, o el Cisne, o la Rosa, o la Tumba. Finalmente, la transposición dispone, entre la desaparición elocutiva del poeta y la noción pura, la operación en sí misma, la transposición, el sentido, que obran de manera independiente en la investidura del enigma que lo solicita. O, como afirma Mallarmé: “El sentido sepultado se calla y dispone, a coro, las hojas”. “Hermetismo” es una palabra inadecuada para designar esto: que el sentido se alcanza en el moverse del poema, en su disposición y no a través de su supuesto referente; que ese moverse opera entre el eclipse del sujeto y la desaparición del objeto; que lo que produce es una Idea. “Hermetismo”, esgrimida como acusación, es la consigna de una incomprensión espiritual de nuestro tiempo. Esta consigna disimula una novedad mayor: que el poema es simultáneamente indiferente tanto al tema del sujeto como al del objeto. La verdadera relación del poema se establece entre el pensamiento, que no es un sujeto, y la presencia, que sobrepasa al objeto. En cuanto al enigma de la superficie del poema, debería más bien seducir nuestro deseo de entrar en las operaciones del poema. Si cedemos ante ese deseo, si el oscuro centelleo del verso nos disgusta, es que dejamos triunfar en nosotros un deseo otro y sospechoso, aquel, dice Mallarmé “de exhibir las cosas en un 77
Alain Badiou
Esta idea es capital: el poema no es ni una descripción ni una expresión. Tampoco es una pintura emotiva de la extensión del mundo. El poema es una operación. El poema nos enseña que el mundo no se presenta como una colección de objetos. El mundo no es lo que objetiva el pensamiento. Es –para las operaciones del poema– aquello cuya presencia es más esencial que la objetividad. Para pensar la presencia, es necesario que el poema disponga una operación oblicua de captura. Esta sola oblicuidad destituye la fachada de objetos que compone el engaño de las apariencias y las opiniones. Que el procedimiento del poema sea oblicuo es lo que exige entrar en él más que ser atrapados por él. Cuando Mallarmé pide que se trabaje con palabras “alusi vas, nunca directas”, se trata de un imperativo de desobjetivación, para que advenga una presencia que llama la “noción pura”. Mallarmé escribe lo siguiente: “El momento de la Noción de un objeto es el momento de la reflexión de su presente puro en sí mismo o su pureza presente”. El poema se concentra en la disolución del objeto en su pureza presente, es la constitución del momento de esa disolución. Aquello bautizado como “hermetismo” no es otra cosa que lo momentáneo del poema, momentáneo que sólo es accesible por medio de una oblicuidad, oblicuidad que señala el enigma. El lector debe entrar en el enigma para alcanzar el punto momentáneo de la presencia. Si no, el poema no opera. En verdad, sólo es lícito hablar de hermetismo cuando existe una ciencia secreta, u oculta, que necesitamos para comprender las claves de una interpretación. El poema de Mallarmé no nos pide que lo interpretemos, y no existe ninguna clave. El poema pide que entremos en su operación y el enigma es ese pedido en sí mismo. La regla es simple: entrar en el poema, no para saber de qué habla, sino para pensar qué pasa en él. Como el poema es una operación, también es un acontecimiento. El poema tiene lugar. El enigma superficial es la indicación de ese tener lugar; nos ofrece un tener lugar dentro de la lengua.
Pequeño tratado de inestética
Opondría con gusto la poesía, que es poetización de lo que pasa, al poema, que es él mismo el lugar donde eso pasa, que es un pasaje del pensamiento. A este pasaje del pensamiento, inmanente al poema, Mallarmé lo llama “transposición”. La transposición organiza una desaparición, la del poeta: “la obra pura implica la desaparición elocutiva del poeta”. Destaquemos, de paso, cuán inexacto es decir que un determinado poema es subjetivo. Mallarmé busca lo contrario, un radical anonimato del sujeto del poema. La transposición, en el seno de la lengua, no produce para nada un objeto sino una Idea. El poema es “un vuelo tácito de abstracciones”. “Vuelo” designa su movimiento sensible, “tácito” señala que todo charloteo subjetivo es eliminado, “abstracción” indica que surge al fin una noción pura, la idea de una presencia. De esta idea el emblema será la Constelación, o el Cisne, o la Rosa, o la Tumba. Finalmente, la transposición dispone, entre la desaparición elocutiva del poeta y la noción pura, la operación en sí misma, la transposición, el sentido, que obran de manera independiente en la investidura del enigma que lo solicita. O, como afirma Mallarmé: “El sentido sepultado se calla y dispone, a coro, las hojas”. “Hermetismo” es una palabra inadecuada para designar esto: que el sentido se alcanza en el moverse del poema, en su disposición y no a través de su supuesto referente; que ese moverse opera entre el eclipse del sujeto y la desaparición del objeto; que lo que produce es una Idea. “Hermetismo”, esgrimida como acusación, es la consigna de una incomprensión espiritual de nuestro tiempo. Esta consigna disimula una novedad mayor: que el poema es simultáneamente indiferente tanto al tema del sujeto como al del objeto. La verdadera relación del poema se establece entre el pensamiento, que no es un sujeto, y la presencia, que sobrepasa al objeto. En cuanto al enigma de la superficie del poema, debería más bien seducir nuestro deseo de entrar en las operaciones del poema. Si cedemos ante ese deseo, si el oscuro centelleo del verso nos disgusta, es que dejamos triunfar en nosotros un deseo otro y sospechoso, aquel, dice Mallarmé “de exhibir las cosas en un
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imperturbable primer plano, en baratijas activadas por la presión del instante”. b) ¿A quién se dirige el poema?
El poema está, ejemplarmente, destinado a todos. Ni más ni menos que la matemática está destinada a todos. Ni el poema ni el matema hacen diferencias entre las personas y es por esto, precisamente, que representan, en los dos extremos de la lengua, la universalidad más pura. Puede existir una poesía demagoga, que cree dirigirse a todos porque posee la forma sensible de las opiniones del momento. Y puede existir una matemática bastardeada porque está al servicio de las oportunidades del comercio y de la técnica. Pero son figuras estrechas, que definen a la gente –aquella a la que se dirigen– por su alineación de acuerdo a las circunstancias. Si se define a la gente, igualitariamente, por el pensamiento, y es ése el único sentido asignable de la más estricta igualdad, entonces las operaciones del poema y las deducciones de la matemática son el paradigma de aquello que se dirige a todos. A ese “todos” igualitario, Mallarmé lo llama la multitu y su famoso Libro inconcluso no tiene otro destinatario que ella. La Multitud es condición de la presencia del presente. Mallarmé indica rigurosamente que su época no tiene presente debido a la ausencia de una masa igualitaria: “No hay Presente, no, un presente no existe. Falta que se declare la Multitud”. Si hay hoy –lo veremos, todavía tenemos que verlo– una diferencia entre el Este y el Oeste en cuanto al recurso del poema, no debemos asignarla al sufrimiento sino a aquello que, de Leipzig a Pekín, la multitud, quizás, se declara. Esa declaración, o esas declaraciones, históricas, constituyen un presente y modifican, tal vez, las condiciones del poema. Su operación puede captar lo latente de la multitud, en la nominación de un acontecimiento. El poema es entonces posible como acción general. Si, como era el caso en el Oeste en esos tristes años ochenta y como era el caso en el tiempo de Mallarmé, la multitud no se declara, entonces el poema sólo es posible en la forma de lo que Mallarmé llama la acción restringida.
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Pequeño tratado de inestética
La acción restringida no altera en absoluto el hecho de que el destinatario del poema sea la multitud igualitaria. Pero tiene como punto de partida, en lugar del acontecimiento, su falta. De esta manera, es a partir de su ausencia, de su carencia –y no a partir de su suscitación declarada entre la multitud– que el poema se constituye como material para el surgimiento de una constelación. El poeta debe seleccionar de una situación pobre con qué armar la comedia sacrificial de una grandeza. Sus deserciones más íntimas, sus lugares más indiferentes, sus alegrías más reducidas, la acción restringida exige que él se haga cargo del teatro, para anticipar la Idea. O, como Mallarmé dice de una manera soberbia: “El escritor, a partir de sus males, de los dragones que ha mimado o de un júbilo, debe instituir, en el texto, el histrión espiritual” Si hoy hay, tal vez, una diferencia entre el Este y el Oeste no es por cierto hacia abajo, en relación con el destinatario del poema que es siempre y en todos lados la Multitud. Es hacia arriba, en relación con las condiciones del poema, autorizado, quizás, en el Este, a la acción general y limitado por ahora, en el Oeste, a la acción restringida. Esto es todo lo que estoy en condiciones de conceder a Milosz, suponiendo que sus predicciones políticas se confirmen, lo cual no es seguro. Esta distinción afecta menos a la Idea que a su material. No divide tanto las operaciones del poema como las dimensiones de la lengua, que sus operaciones ponen en juego. O, retomando una categoría de Michel Deguy, se trata de conocer eso sobre lo cual podemos, en el poema, afirmar que esto es como aquello. El campo de acción del “como”, de donde nace la noción pura, está restringido en el Oeste y es posiblemente general en el Este. Pues toda diferencia en el poema se establece menos como diferencia entre lenguas que como diferencia, en la lengua, entre los registros que las operaciones del poema son capaces de tratar en un momento determinado. c) Paul Celan
¿Es del Este ese Paul Antschel nacido en 1920 en Tchernovtsy? ¿Es del Oeste, ese Paul Celan casado con Gisèle de Lestrange, 79
Alain Badiou
imperturbable primer plano, en baratijas activadas por la presión del instante”. b) ¿A quién se dirige el poema?
El poema está, ejemplarmente, destinado a todos. Ni más ni menos que la matemática está destinada a todos. Ni el poema ni el matema hacen diferencias entre las personas y es por esto, precisamente, que representan, en los dos extremos de la lengua, la universalidad más pura. Puede existir una poesía demagoga, que cree dirigirse a todos porque posee la forma sensible de las opiniones del momento. Y puede existir una matemática bastardeada porque está al servicio de las oportunidades del comercio y de la técnica. Pero son figuras estrechas, que definen a la gente –aquella a la que se dirigen– por su alineación de acuerdo a las circunstancias. Si se define a la gente, igualitariamente, por el pensamiento, y es ése el único sentido asignable de la más estricta igualdad, entonces las operaciones del poema y las deducciones de la matemática son el paradigma de aquello que se dirige a todos. A ese “todos” igualitario, Mallarmé lo llama la multitu y su famoso Libro inconcluso no tiene otro destinatario que ella. La Multitud es condición de la presencia del presente. Mallarmé indica rigurosamente que su época no tiene presente debido a la ausencia de una masa igualitaria: “No hay Presente, no, un presente no existe. Falta que se declare la Multitud”. Si hay hoy –lo veremos, todavía tenemos que verlo– una diferencia entre el Este y el Oeste en cuanto al recurso del poema, no debemos asignarla al sufrimiento sino a aquello que, de Leipzig a Pekín, la multitud, quizás, se declara. Esa declaración, o esas declaraciones, históricas, constituyen un presente y modifican, tal vez, las condiciones del poema. Su operación puede captar lo latente de la multitud, en la nominación de un acontecimiento. El poema es entonces posible como acción general. Si, como era el caso en el Oeste en esos tristes años ochenta y como era el caso en el tiempo de Mallarmé, la multitud no se declara, entonces el poema sólo es posible en la forma de lo que Mallarmé llama la acción restringida.
Pequeño tratado de inestética
La acción restringida no altera en absoluto el hecho de que el destinatario del poema sea la multitud igualitaria. Pero tiene como punto de partida, en lugar del acontecimiento, su falta. De esta manera, es a partir de su ausencia, de su carencia –y no a partir de su suscitación declarada entre la multitud– que el poema se constituye como material para el surgimiento de una constelación. El poeta debe seleccionar de una situación pobre con qué armar la comedia sacrificial de una grandeza. Sus deserciones más íntimas, sus lugares más indiferentes, sus alegrías más reducidas, la acción restringida exige que él se haga cargo del teatro, para anticipar la Idea. O, como Mallarmé dice de una manera soberbia: “El escritor, a partir de sus males, de los dragones que ha mimado o de un júbilo, debe instituir, en el texto, el histrión espiritual” Si hoy hay, tal vez, una diferencia entre el Este y el Oeste no es por cierto hacia abajo, en relación con el destinatario del poema que es siempre y en todos lados la Multitud. Es hacia arriba, en relación con las condiciones del poema, autorizado, quizás, en el Este, a la acción general y limitado por ahora, en el Oeste, a la acción restringida. Esto es todo lo que estoy en condiciones de conceder a Milosz, suponiendo que sus predicciones políticas se confirmen, lo cual no es seguro. Esta distinción afecta menos a la Idea que a su material. No divide tanto las operaciones del poema como las dimensiones de la lengua, que sus operaciones ponen en juego. O, retomando una categoría de Michel Deguy, se trata de conocer eso sobre lo cual podemos, en el poema, afirmar que esto es como aquello. El campo de acción del “como”, de donde nace la noción pura, está restringido en el Oeste y es posiblemente general en el Este. Pues toda diferencia en el poema se establece menos como diferencia entre lenguas que como diferencia, en la lengua, entre los registros que las operaciones del poema son capaces de tratar en un momento determinado. c) Paul Celan
¿Es del Este ese Paul Antschel nacido en 1920 en Tchernovtsy? ¿Es del Oeste, ese Paul Celan casado con Gisèle de Lestrange,
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fallecido en París en 1970, donde vivía desde 1948? ¿Es de Europa Central este poeta de lengua alemana? ¿Es de otra parte, o de todas partes, este judío? ¿Qué nos dice este poeta, el último, creo, de toda una época del poema cuyo lejano profeta es Hölderlin, que comienza con Mallarmé y Rimbaud y que incluye sin duda a Trakl, Pessoa y Mandelstam? En un primer momento, Celan nos dice que un sentido de pensamiento para nuestra época no puede nacer de un espacio abierto, de una toma sobre el Todo. Nuestra época está desorientada y no tiene nombre general. Es necesario que el poema (encontramos nuevamente el tema de la acción restringida) se pliegue a un pasaje estrecho. Pero, para que el poema pase por la estrechez del tiempo, debe marcarla y fracturarla con algo frágil y aleatorio. Nuestra época supone, para que advenga una Idea, un sentido, una presencia, la conjunción en las operaciones del poema de la estrechez entrevista de un acto y de la fragilidad azarosa de una marca. Escuchemos a Celan, en la bella traducción de Martine Broda: Un sentido ocurre también por la senda más estrecha, que fractura la más mortal de nuestras marcas erguidas.
Celan nos dice además que aun si el camino es estrecho y azaroso, sabemos dos cosas: - En primer lugar, que a contrapelo de las declaraciones de la sofística moderna, existe un punto fijo. No todo es deslizamiento de los juegos del lenguaje, o variabilidad inmaterial de las ocurrencias. El ser y la verdad, aun arrancados de toda relación con el Todo, no han desaparecido. Se encuentran, enraizados precariamente, allí donde justamente el Todo propone su nada. - En segundo lugar, sabemos que no somos prisioneros de los lazos del mundo. Más esencialmente, la idea de lazo, o de relación, es falaz. Una verdad está des-ligada y es hacia ese 80
Pequeño tratado de inestética
desligamiento, hacia ese punto local donde un lazo se deshace, que el poema opera, en dirección de la presencia. Escuchemos a Celan decirnos eso que está fijo, lo que se mantiene y dura, el arrebato hacia la desvinculación: La caña, que aquí se afirma, mañana estará todavía, dondequiera que seas, a gusto de tu alma, llevado, en lo no-ligado .
Finalmente, Celan nos enseña, en la consecuencia del reino de lo desligado, que aquello sobre lo que una verdad se apoya no es la consistencia sino la inconsistencia. No se trata de formular los juicios correctos sino de producir el murmullo de lo indiscernible. Lo que es decisivo, en esta producción de un murmullo de lo indiscernible, es la inscripción, la escritura o, retomando una categoría valorada por Jean-Claude Milner, la letra. La letra sola no discierne sino que efectúa. Yo agregaría: existen varios tipos de letras. Están las pequeñas letras del matema pero está también el “misterio en las Letras” del poema, está lo que una política toma al pie de la letra, están las cartas de amor. La letra se dirige a todos. El saber discierne las cosas y obliga a las divisiones. La letra, que sostiene el murmullo de lo indiscernible, está dirigida sin división. Cualquier sujeto puede ser atravesado por la letra, cualquier sujeto es transliterable. Esa sería mi definición de la libertad en el pensamiento, libertad que es igualitaria: un pensamiento es libre cuando es transliterado por las pequeñas letras del matema, por las letras misteriosas del poema, por la toma de cosas al pie de la letra por parte de la política y por la carta de amor. Para ser libre bajo la mirada del misterio en las letras, que es el poema, basta que el lector se prepare para las operaciones del poema, que él se prepare literalmente. Se debe querer su propia transliteración. A este nudo entre la inconsistencia, lo indiscernible, la letra y la voluntad, Celan lo define así: En las inconsistencias apoyarse: 81
Alain Badiou
fallecido en París en 1970, donde vivía desde 1948? ¿Es de Europa Central este poeta de lengua alemana? ¿Es de otra parte, o de todas partes, este judío? ¿Qué nos dice este poeta, el último, creo, de toda una época del poema cuyo lejano profeta es Hölderlin, que comienza con Mallarmé y Rimbaud y que incluye sin duda a Trakl, Pessoa y Mandelstam? En un primer momento, Celan nos dice que un sentido de pensamiento para nuestra época no puede nacer de un espacio abierto, de una toma sobre el Todo. Nuestra época está desorientada y no tiene nombre general. Es necesario que el poema (encontramos nuevamente el tema de la acción restringida) se pliegue a un pasaje estrecho. Pero, para que el poema pase por la estrechez del tiempo, debe marcarla y fracturarla con algo frágil y aleatorio. Nuestra época supone, para que advenga una Idea, un sentido, una presencia, la conjunción en las operaciones del poema de la estrechez entrevista de un acto y de la fragilidad azarosa de una marca. Escuchemos a Celan, en la bella traducción de Martine Broda: Un sentido ocurre también por la senda más estrecha, que fractura la más mortal de nuestras marcas erguidas.
Celan nos dice además que aun si el camino es estrecho y azaroso, sabemos dos cosas: - En primer lugar, que a contrapelo de las declaraciones de la sofística moderna, existe un punto fijo. No todo es deslizamiento de los juegos del lenguaje, o variabilidad inmaterial de las ocurrencias. El ser y la verdad, aun arrancados de toda relación con el Todo, no han desaparecido. Se encuentran, enraizados precariamente, allí donde justamente el Todo propone su nada. - En segundo lugar, sabemos que no somos prisioneros de los lazos del mundo. Más esencialmente, la idea de lazo, o de relación, es falaz. Una verdad está des-ligada y es hacia ese
Pequeño tratado de inestética
desligamiento, hacia ese punto local donde un lazo se deshace, que el poema opera, en dirección de la presencia. Escuchemos a Celan decirnos eso que está fijo, lo que se mantiene y dura, el arrebato hacia la desvinculación: La caña, que aquí se afirma, mañana estará todavía, dondequiera que seas, a gusto de tu alma, llevado, en lo no-ligado .
Finalmente, Celan nos enseña, en la consecuencia del reino de lo desligado, que aquello sobre lo que una verdad se apoya no es la consistencia sino la inconsistencia. No se trata de formular los juicios correctos sino de producir el murmullo de lo indiscernible. Lo que es decisivo, en esta producción de un murmullo de lo indiscernible, es la inscripción, la escritura o, retomando una categoría valorada por Jean-Claude Milner, la letra. La letra sola no discierne sino que efectúa. Yo agregaría: existen varios tipos de letras. Están las pequeñas letras del matema pero está también el “misterio en las Letras” del poema, está lo que una política toma al pie de la letra, están las cartas de amor. La letra se dirige a todos. El saber discierne las cosas y obliga a las divisiones. La letra, que sostiene el murmullo de lo indiscernible, está dirigida sin división. Cualquier sujeto puede ser atravesado por la letra, cualquier sujeto es transliterable. Esa sería mi definición de la libertad en el pensamiento, libertad que es igualitaria: un pensamiento es libre cuando es transliterado por las pequeñas letras del matema, por las letras misteriosas del poema, por la toma de cosas al pie de la letra por parte de la política y por la carta de amor. Para ser libre bajo la mirada del misterio en las letras, que es el poema, basta que el lector se prepare para las operaciones del poema, que él se prepare literalmente. Se debe querer su propia transliteración. A este nudo entre la inconsistencia, lo indiscernible, la letra y la voluntad, Celan lo define así: En las inconsistencias apoyarse:
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Alain Badiou
golpeteo en el abismo, en los cuadernos de garabatos el mundo empieza a murmurar, sólo depende de ti.
El poeta formula aquí una directiva superior para el pensamiento: que la letra, dirigida universalmente, interrumpa toda consistencia, para que advenga el susurro de una verdad del mundo. Podríamos decirnos poéticamente unos a otros: “Sólo depende ti”. Tú, yo, convocados a las operaciones del poema, escuchamos el murmullo de lo indiscernible. Pero, ¿de dónde viene nuestro reconocimiento del poema? Nuestra oportunidad es que, Mallarmé lo señala, la última palabra no provenga del Este ni del Oeste: “Una época conoce, de oficio, la existencia del poeta”. No obstante, es necesario conceder esta oportunidad, a veces nos lleva tiempo animar nuestro pensamiento. Milosz, sin duda, trataba también este punto. Todas las lenguas han recobrado su potencia en admirables poemas y es absolutamente cierto que a nosotros, franceses seguros durante mucho tiempo de nuestro destino imperial, nos ha llevado a veces bastantes años, o siglos, descubrirlo. Para rendir homenaje a la universalidad del poema en la variedad de idiomas, diré ahora de qué manera he llegado a concebir la extraordinaria importancia de un poeta portugués, y, mucho más atrás en el tiempo, de un poeta árabe. Mostraré que nuestro pensamiento, nuestra filosofía también se componen de estos poetas.
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4 Una tarea filosófica: ser contemporáneo de Pessoa
Pessoa, muerto en 1935, no fue demasiado conocido en Francia sino cincuenta años más tarde. Me incluyo en este escandaloso atraso. Porque se trata de uno de los poetas decisivos del siglo y, sobre todo, si intentamos pensarlo como condición posible de la filosofía. La cuestión puede formularse en estos términos: ¿la filosofía de este siglo, incluida aquella de los diez últimos años, pudo, supo, ponerse bajo condición de la empresa poética de Pessoa? Heidegger ciertamente intentó colocar su especulación bajo la influencia pensante de Hölderlin, de Rilke o de Trakl. LacoueLabarthe se comprometió en una revisión de la tentativa heideggeriana, revisión en la que Hölderlin es quien está en juego y en la que Paul Celan es un operador crucial. Yo mismo deseé que la filosofía fuera contemporánea de las operaciones poéticas de Mallarmé. ¿Pero Pessoa? Digamos que José Gil se empeñó, no exactamente en inventar filosofemas que pudieran acoger y sostener la obra de Pessoa sino, al menos, en verificar una hipótesis: la compatibilidad entre esta obra –más particularmente aquella de Campos– y ciertas proposiciones filosóficas de Deleuze. Sólo en Judith Balso veo un compromiso por una evaluación de conjunto de la poesía de Pessoa respecto de la cuestión de la metafísica. Pero ella procede a esta evaluación del lado de la poesía y no en un movimiento directamente interno a la remodelación de las tesis de la f ilosofía. Hay que concluir pues que la filosofía no está, no está todavía, bajo la condición de Pessoa. No piensa todavía a la altura de Pessoa. Se preguntará, evidentemente: ¿por qué debería hacerlo? ¿Cuál es esa “altura” que le atribuimos al poeta portugués y que impone que se le acorde a la filosofía la tarea de medirse con 83
Alain Badiou
golpeteo en el abismo, en los cuadernos de garabatos el mundo empieza a murmurar, sólo depende de ti.
El poeta formula aquí una directiva superior para el pensamiento: que la letra, dirigida universalmente, interrumpa toda consistencia, para que advenga el susurro de una verdad del mundo. Podríamos decirnos poéticamente unos a otros: “Sólo depende ti”. Tú, yo, convocados a las operaciones del poema, escuchamos el murmullo de lo indiscernible. Pero, ¿de dónde viene nuestro reconocimiento del poema? Nuestra oportunidad es que, Mallarmé lo señala, la última palabra no provenga del Este ni del Oeste: “Una época conoce, de oficio, la existencia del poeta”. No obstante, es necesario conceder esta oportunidad, a veces nos lleva tiempo animar nuestro pensamiento. Milosz, sin duda, trataba también este punto. Todas las lenguas han recobrado su potencia en admirables poemas y es absolutamente cierto que a nosotros, franceses seguros durante mucho tiempo de nuestro destino imperial, nos ha llevado a veces bastantes años, o siglos, descubrirlo. Para rendir homenaje a la universalidad del poema en la variedad de idiomas, diré ahora de qué manera he llegado a concebir la extraordinaria importancia de un poeta portugués, y, mucho más atrás en el tiempo, de un poeta árabe. Mostraré que nuestro pensamiento, nuestra filosofía también se componen de estos poetas.
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Alain Badiou
respecto a ella? Responderemos a través de un reodeo que implica la categoría de modernidad. Sostendremos que la línea de pensamiento singular desplegada por Pessoa es tal que ninguna de las figuras establecidas de la modernidad filosófica es apta para sostener su tensión. Tomemos como definición provisoria de la modernidad filosófica la consigna de Nietzsche, asumida por Deleuze: inversión del platonismo. Digamos con Nietzsche que todo el esfuerzo del siglo es “curar la enfermedad Platón”. No cabe ninguna duda de que esta consigna organiza una convergencia de las tendencias heteróclitas de la filosofía contemporánea. El antiplatonismo es, en sentido estricto, el lugar común de nuestra época. Es, antes que nada, central en la línea de pensamiento de las filosofías de la vida, o de la potencia de lo virtual, del mismo Nietzsche a Deleuze, pasando por Bergson. Para estos pensadores, la idealidad trascendente del concepto se dirige contra la inmanencia de la vida; la eternidad de lo verdadero es una ficción mortífera, que separa cada ente de aquello de lo que es capaz según su propia diferenciación energética. Pero el antiplatonismo es igualmente activo en la tendencia opuesta, la de las filosofías gramaticales y lingüísticas, todo ese vasto disposi tivo analít ico marcado por los nombres de Wittgenstein, Carnap o Quine. Para esta corriente, la suposición platónica de la existencia efectiva de las idealidades, y de la necesidad de una intuición intelectual al comienzo de todo conocimiento, es un simple sinsentido. Porque el “hay” general sólo se compone de datos sensibles (dimensión empirista) y de su organización a través de ese verdadero operador trascendental sin sujeto que es la estructura del lenguaje (dimensión lógica). Sabemos, por otro lado, que Heidegger y toda la corriente hermenéutica que de él se reivindica ven en la operación platónica, que le impone al pensamiento del ser el recorte primero de la Idea, el comienzo del olvido del ser, la consigna de lo que hay de postrer nihilismo en la metafísica. Porque la Idea ya es recubrimiento de la eclosión del sentido del ser por la supremacía técnica del ente, tal como es dispuesto y reconocido por el entendimiento matemático.
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4 Una tarea filosófica: ser contemporáneo de Pessoa
Pessoa, muerto en 1935, no fue demasiado conocido en Francia sino cincuenta años más tarde. Me incluyo en este escandaloso atraso. Porque se trata de uno de los poetas decisivos del siglo y, sobre todo, si intentamos pensarlo como condición posible de la filosofía. La cuestión puede formularse en estos términos: ¿la filosofía de este siglo, incluida aquella de los diez últimos años, pudo, supo, ponerse bajo condición de la empresa poética de Pessoa? Heidegger ciertamente intentó colocar su especulación bajo la influencia pensante de Hölderlin, de Rilke o de Trakl. LacoueLabarthe se comprometió en una revisión de la tentativa heideggeriana, revisión en la que Hölderlin es quien está en juego y en la que Paul Celan es un operador crucial. Yo mismo deseé que la filosofía fuera contemporánea de las operaciones poéticas de Mallarmé. ¿Pero Pessoa? Digamos que José Gil se empeñó, no exactamente en inventar filosofemas que pudieran acoger y sostener la obra de Pessoa sino, al menos, en verificar una hipótesis: la compatibilidad entre esta obra –más particularmente aquella de Campos– y ciertas proposiciones filosóficas de Deleuze. Sólo en Judith Balso veo un compromiso por una evaluación de conjunto de la poesía de Pessoa respecto de la cuestión de la metafísica. Pero ella procede a esta evaluación del lado de la poesía y no en un movimiento directamente interno a la remodelación de las tesis de la f ilosofía. Hay que concluir pues que la filosofía no está, no está todavía, bajo la condición de Pessoa. No piensa todavía a la altura de Pessoa. Se preguntará, evidentemente: ¿por qué debería hacerlo? ¿Cuál es esa “altura” que le atribuimos al poeta portugués y que impone que se le acorde a la filosofía la tarea de medirse con 83
Pequeño tratado de inestética
Incluso los marxistas ortodoxos no tenían ninguna estima por Platón, a quien el diccionario de la Academia de Ciencias de la URSS trataba sardónicamente como ideólogo de los propietarios de esclavos. Platón estaba para ellos en el origen de la tendencia idealista en la filosofía y preferían ampliamente a Aristóteles, más sensible a la experiencia, más dado al análisis pragmático de las sociedades políticas. Pero los antimarxistas encarnizados de los años setenta y ochenta, los adeptos a la filosofía política democrática y ética, los “nuevos filósofos”, como Glucksmann, veían en Platón, que quiere someter la anarquía democrática al imperativo de la trascendencia del Bien a través de la mediación despótica del reyfilósofo, al tipo mismo del amo-pensador totalitario. Así se explica hasta qué punto, sea cual fuere la dirección en la que la modernidad filosófica busca sus referencias, encontramos el estigma obligado de la “inversión de Platón”. Nuestra inquietud con respecto a Pessoa se reformula entonces así: ¿qué hay de platonismo, en sus diferentes acepciones, en su obra poética? O, más precisamente: ¿la organización de la poesía como pensamiento en Pessoa es moderna en el sentido de la inversión del platonismo? Recordemos que una singularidad fundamental de la poesía de Pessoa es que postula las obras completas de cuatro poetas, y no de uno solo. Se trata del famoso dispositivo de la heteronimia. Bajo los nombres de Caeiro, Campos, Reis y Pessoa-enpersona, disponemos de cuatro conjuntos de poemas que, aunque de una misma mano, son muy diferentes en cuanto a los motivos dominantes y en cuanto al compromiso con el lenguaje, tal que conforman ellos solos una configuración artística completa. ¿Diremos entonces que la heteronimia poética es una inflexión singular del antiplatonismo y que, en este sentido, participa de nuestra modernidad? Nuestra respuesta será negativa. Si Pessoa representa, para la filosofía, un desafío particular, si su modernidad está todavía por delante de nosotros y, en ciertos aspectos, inexplorada, es porque su pensamiento-poema abre una vía que logra no ser ni platónica ni antiplatónica. Pessoa define poéticamente, sin que la filosofía lo haya hasta hoy tenido en cuenta, un lugar de pen85
Alain Badiou
respecto a ella? Responderemos a través de un reodeo que implica la categoría de modernidad. Sostendremos que la línea de pensamiento singular desplegada por Pessoa es tal que ninguna de las figuras establecidas de la modernidad filosófica es apta para sostener su tensión. Tomemos como definición provisoria de la modernidad filosófica la consigna de Nietzsche, asumida por Deleuze: inversión del platonismo. Digamos con Nietzsche que todo el esfuerzo del siglo es “curar la enfermedad Platón”. No cabe ninguna duda de que esta consigna organiza una convergencia de las tendencias heteróclitas de la filosofía contemporánea. El antiplatonismo es, en sentido estricto, el lugar común de nuestra época. Es, antes que nada, central en la línea de pensamiento de las filosofías de la vida, o de la potencia de lo virtual, del mismo Nietzsche a Deleuze, pasando por Bergson. Para estos pensadores, la idealidad trascendente del concepto se dirige contra la inmanencia de la vida; la eternidad de lo verdadero es una ficción mortífera, que separa cada ente de aquello de lo que es capaz según su propia diferenciación energética. Pero el antiplatonismo es igualmente activo en la tendencia opuesta, la de las filosofías gramaticales y lingüísticas, todo ese vasto disposi tivo analít ico marcado por los nombres de Wittgenstein, Carnap o Quine. Para esta corriente, la suposición platónica de la existencia efectiva de las idealidades, y de la necesidad de una intuición intelectual al comienzo de todo conocimiento, es un simple sinsentido. Porque el “hay” general sólo se compone de datos sensibles (dimensión empirista) y de su organización a través de ese verdadero operador trascendental sin sujeto que es la estructura del lenguaje (dimensión lógica). Sabemos, por otro lado, que Heidegger y toda la corriente hermenéutica que de él se reivindica ven en la operación platónica, que le impone al pensamiento del ser el recorte primero de la Idea, el comienzo del olvido del ser, la consigna de lo que hay de postrer nihilismo en la metafísica. Porque la Idea ya es recubrimiento de la eclosión del sentido del ser por la supremacía técnica del ente, tal como es dispuesto y reconocido por el entendimiento matemático.
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Alain Badiou
samiento propiamente sustraído a la consigna unánime de la inversión del platonismo. Sin embargo, un primer análisis parece mostrar que Pessoa es más bien transversal a todas las tendencias del antiplatonismo del siglo, que las ha atravesado todas o que las ha anticipado. Encontramos en el heterónimo de Campos, específicamente en las grandes odas, y es esto lo que autoriza la hipótesis de Gil, la apariencia de un vitalismo desenfrenado. La exasperación de la sensación parece ser el mayor procedimiento de la indagación poética, y la exposición del cuerpo frente a su desmembramiento multiforme evoca la identidad virtual del deseo y de la intuición. Una idea genial de Campos consiste también en mostrar que la oposición clásica del maquinismo y del impulso vital es absolutamente relativa. Campos es el poeta del maquinismo moderno y de las grandes metrópolis, o de la actividad comercial, bancaria, fabril, concebidos como dispositivos de creación, como analogías naturales. Piensa, mucho antes que Deleuze, que hay en el deseo una especie de univocidad maquinal, cuya energía el poema debe captar sin sublimarla ni idealizarla, sin tampoco dispersarla en una ambigüedad equívoca, sino alcanzando los flujos y las rupturas, incluso hasta una especie de furor del ser. Después de todo, ¿la elección del poema como vección lingüística del pensamiento ya no es intrínsecamente antiplatónica? Porque, en la forma en la que la utiliza, Pessoa instala el poema en los procedimientos de una lógica distendida, o invertida, que no parece ser compatible con la nitidez de la dialéctica idealista. Es así que, como lo demostró Jakobson en un hermoso artículo, el empleo sistemático del oxímoron desequilibra todas las atribuciones predicativas. ¿Cómo llegar a la Idea si casi cualquier término puede, dentro de la fuerte coherencia del poema, recibir casi cualquier predicado, y específicamente aquel que no tiene con el término al que se le atribuye sino el nexo de la contra-conveniencia? De la misma forma, Pessoa es el inventor de un uso casi laberíntico de la negación, que se distribuye a lo largo del verso de tal manera que nunca estamos seguros de poder fijar el término negado. Se puede decir que existe así, completamente opuesto al uso estrictamente dialéctico de la 86
Pequeño tratado de inestética
Incluso los marxistas ortodoxos no tenían ninguna estima por Platón, a quien el diccionario de la Academia de Ciencias de la URSS trataba sardónicamente como ideólogo de los propietarios de esclavos. Platón estaba para ellos en el origen de la tendencia idealista en la filosofía y preferían ampliamente a Aristóteles, más sensible a la experiencia, más dado al análisis pragmático de las sociedades políticas. Pero los antimarxistas encarnizados de los años setenta y ochenta, los adeptos a la filosofía política democrática y ética, los “nuevos filósofos”, como Glucksmann, veían en Platón, que quiere someter la anarquía democrática al imperativo de la trascendencia del Bien a través de la mediación despótica del reyfilósofo, al tipo mismo del amo-pensador totalitario. Así se explica hasta qué punto, sea cual fuere la dirección en la que la modernidad filosófica busca sus referencias, encontramos el estigma obligado de la “inversión de Platón”. Nuestra inquietud con respecto a Pessoa se reformula entonces así: ¿qué hay de platonismo, en sus diferentes acepciones, en su obra poética? O, más precisamente: ¿la organización de la poesía como pensamiento en Pessoa es moderna en el sentido de la inversión del platonismo? Recordemos que una singularidad fundamental de la poesía de Pessoa es que postula las obras completas de cuatro poetas, y no de uno solo. Se trata del famoso dispositivo de la heteronimia. Bajo los nombres de Caeiro, Campos, Reis y Pessoa-enpersona, disponemos de cuatro conjuntos de poemas que, aunque de una misma mano, son muy diferentes en cuanto a los motivos dominantes y en cuanto al compromiso con el lenguaje, tal que conforman ellos solos una configuración artística completa. ¿Diremos entonces que la heteronimia poética es una inflexión singular del antiplatonismo y que, en este sentido, participa de nuestra modernidad? Nuestra respuesta será negativa. Si Pessoa representa, para la filosofía, un desafío particular, si su modernidad está todavía por delante de nosotros y, en ciertos aspectos, inexplorada, es porque su pensamiento-poema abre una vía que logra no ser ni platónica ni antiplatónica. Pessoa define poéticamente, sin que la filosofía lo haya hasta hoy tenido en cuenta, un lugar de pen85
Pequeño tratado de inestética
negación en Mallarmé, una negación flotante destinada a impregnar el poema de un constante equívoco entre la afirmación y la negación, o más bien de una especie muy reconocible de reticencia afirmativa, que autoriza finalmente que las más brillantes manifestaciones de la potencia del ser sean corroídas por las retracciones más insistentes del sujeto. De este modo, Pessoa produce una subversión poética del principio de no contradicción. Pero de la misma forma, especialmente en los poemas de Pessoa-en-persona, recusa el principio del tercero excluido. El itinerario del poema es en efecto diagonal, aquello acerca de lo que trata no es ni una cortina de lluvia ni una catedral; ni la cosa desnuda ni su reflejo; ni el mirar directo en la luz ni la opacidad de un cristal. El poema está entonces allí para crear ese “ni ni” y sugerir que es incluso otra cosa, algo que toda oposición del tipo sí/no deja escapar. ¿Cómo sería platónico este poeta que inventa una lógica no clásica, una negación huidiza, una diagonal del ser, una inseparabilidad de los predicados? Podríamos por lo demás sostener que al mismo tiempo, o casi, que Wittgenstein (a quien ignora), Pessoa propone la forma más radical posible para la identificación entre pensamiento y juegos de lenguaje. Porque, ¿qué es la heteronimia? No olvidemos nunca que su materialidad no es del orden del proyecto o de la Idea. Está librada en la escritura, en la efectiva diversidad de los poemas. Como dice Judith Balso, la heteronimia existe en primer lugar, no en los poetas, sino en los poemas. Desde entonces, se trata en gran medida de hacer existir juegos poéticos separados, con sus propias reglas, y su coherencia interna irreductible. Y se puede sostener que esas reglas son, ellas mismas, códigos tomados prestados, de forma que habría una especie de composición posmoderna del juego heterónimo. ¿Caeiro no es acaso el resultado del trabajo equívoco entre verso y prosa, como ya lo había querido Baudelaire? ¿No dice acaso: “Escribo la prosa de mis versos”? Hay en las odas de Campos una especie de falso Withman, y en las de Reis, como en las columnatas del arquitecto Bofill, un asumido falso antiguo. ¿Esta combinación de juegos irreductibles y de mimesis en trompe l’œil no es el colmo del antiplatonismo?
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samiento propiamente sustraído a la consigna unánime de la inversión del platonismo. Sin embargo, un primer análisis parece mostrar que Pessoa es más bien transversal a todas las tendencias del antiplatonismo del siglo, que las ha atravesado todas o que las ha anticipado. Encontramos en el heterónimo de Campos, específicamente en las grandes odas, y es esto lo que autoriza la hipótesis de Gil, la apariencia de un vitalismo desenfrenado. La exasperación de la sensación parece ser el mayor procedimiento de la indagación poética, y la exposición del cuerpo frente a su desmembramiento multiforme evoca la identidad virtual del deseo y de la intuición. Una idea genial de Campos consiste también en mostrar que la oposición clásica del maquinismo y del impulso vital es absolutamente relativa. Campos es el poeta del maquinismo moderno y de las grandes metrópolis, o de la actividad comercial, bancaria, fabril, concebidos como dispositivos de creación, como analogías naturales. Piensa, mucho antes que Deleuze, que hay en el deseo una especie de univocidad maquinal, cuya energía el poema debe captar sin sublimarla ni idealizarla, sin tampoco dispersarla en una ambigüedad equívoca, sino alcanzando los flujos y las rupturas, incluso hasta una especie de furor del ser. Después de todo, ¿la elección del poema como vección lingüística del pensamiento ya no es intrínsecamente antiplatónica? Porque, en la forma en la que la utiliza, Pessoa instala el poema en los procedimientos de una lógica distendida, o invertida, que no parece ser compatible con la nitidez de la dialéctica idealista. Es así que, como lo demostró Jakobson en un hermoso artículo, el empleo sistemático del oxímoron desequilibra todas las atribuciones predicativas. ¿Cómo llegar a la Idea si casi cualquier término puede, dentro de la fuerte coherencia del poema, recibir casi cualquier predicado, y específicamente aquel que no tiene con el término al que se le atribuye sino el nexo de la contra-conveniencia? De la misma forma, Pessoa es el inventor de un uso casi laberíntico de la negación, que se distribuye a lo largo del verso de tal manera que nunca estamos seguros de poder fijar el término negado. Se puede decir que existe así, completamente opuesto al uso estrictamente dialéctico de la 86
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Además, Pessoa, como Heidegger, propone un paso hacia atrás presocrático. La afinidad entre Caeiro y Parménides no deja lugar a dudas. Porque lo que Caeiro fija como deber del poema es restituir una identidad del ser anterior a toda organización subjetiva del pensamiento. La consigna que encontramos en uno de sus poemas: “no necesitar el pasillo del pensamiento” equivale a un “dejar-ser” absolutamente comparable a la crítica heideggeriana del motivo cartesiano de la subjetividad. La función de la tautología (un árbol es un árbol y nada más que un árbol, etc.) es poetizar la inmediata llegada de la Cosa sin tener que pasar por los protocolos, siempre críticos o negativos, de su captura cognitiva. Es lo que Caeiro llama una metafísica del nopensamiento, en el fondo muy cercana de la tesis de Parménides según la cual el pensamiento no es otra cosa que el ser mismo. Se podría decir que Caeiro dirige toda su poesía contra la idea platónica como mediación del conocer. Y finalmente, si es cierto que Pessoa es cualquier cosa menos socialista o marxista, no es menos cierto que su poesía es una potencia crítica de la idealización. Esta crítica es explícita en Caeiro, que no cesa de burlarse de quienes ven en la luna en el cielo algo más que la luna en el cielo, los “poetas enfermos”. Pero debemos ser sensibles, en toda la obra de Pessoa, a un materialismo poético muy particular. Aunque sea un gran maestro de la imagen sorprendente, este poeta se reconoce en una primera lectura por una suerte de nitidez casi seca del decir poético. Es, por lo demás, la razón por la cual logra integrar en el mismo encanto poético una dosis excepcional de abstracción. Digamos que, constantemente preocupado por que el poema no diga exactamente lo que dice, Pessoa nos propone una poesía sin aura. No es jamás en su resonancia, en su vibración lateral, donde hay que buscar el devenir del pensamiento-poema, sino en la exactitud literal. El poema de Pessoa no busca seducir, o sugerir. Por tan compleja que sea su disposición, es en sí mismo, de manera cerrada y compacta, su propia verdad. Digamos que, contra Platón, Pessoa parece decirnos que la escritura no es una oscura reminiscencia, siempre imperfecta, de algún otro lugar ideal. Que, al contrario, es el pensamiento en sí mismo, tal cual. De manera que la sentencia materialista de Caeiro: “una cosa es lo que no es susceptible de interpretación”, se vuelve común 88
Pequeño tratado de inestética
negación en Mallarmé, una negación flotante destinada a impregnar el poema de un constante equívoco entre la afirmación y la negación, o más bien de una especie muy reconocible de reticencia afirmativa, que autoriza finalmente que las más brillantes manifestaciones de la potencia del ser sean corroídas por las retracciones más insistentes del sujeto. De este modo, Pessoa produce una subversión poética del principio de no contradicción. Pero de la misma forma, especialmente en los poemas de Pessoa-en-persona, recusa el principio del tercero excluido. El itinerario del poema es en efecto diagonal, aquello acerca de lo que trata no es ni una cortina de lluvia ni una catedral; ni la cosa desnuda ni su reflejo; ni el mirar directo en la luz ni la opacidad de un cristal. El poema está entonces allí para crear ese “ni ni” y sugerir que es incluso otra cosa, algo que toda oposición del tipo sí/no deja escapar. ¿Cómo sería platónico este poeta que inventa una lógica no clásica, una negación huidiza, una diagonal del ser, una inseparabilidad de los predicados? Podríamos por lo demás sostener que al mismo tiempo, o casi, que Wittgenstein (a quien ignora), Pessoa propone la forma más radical posible para la identificación entre pensamiento y juegos de lenguaje. Porque, ¿qué es la heteronimia? No olvidemos nunca que su materialidad no es del orden del proyecto o de la Idea. Está librada en la escritura, en la efectiva diversidad de los poemas. Como dice Judith Balso, la heteronimia existe en primer lugar, no en los poetas, sino en los poemas. Desde entonces, se trata en gran medida de hacer existir juegos poéticos separados, con sus propias reglas, y su coherencia interna irreductible. Y se puede sostener que esas reglas son, ellas mismas, códigos tomados prestados, de forma que habría una especie de composición posmoderna del juego heterónimo. ¿Caeiro no es acaso el resultado del trabajo equívoco entre verso y prosa, como ya lo había querido Baudelaire? ¿No dice acaso: “Escribo la prosa de mis versos”? Hay en las odas de Campos una especie de falso Withman, y en las de Reis, como en las columnatas del arquitecto Bofill, un asumido falso antiguo. ¿Esta combinación de juegos irreductibles y de mimesis en trompe l’œil no es el colmo del antiplatonismo?
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a todos los heterónimos: un poema es una red material de operaciones, un poema es aquello que jamás debe ser interpretado. ¿Pessoa es, entonces, el poeta completo del antiplatonismo? Esta no es, de ninguna manera, mi lectura. Porque los signos aparentes de un recorrido por el poeta de todas las posturas antiplatónicas del siglo no podrían disimular un cara a cara con Platón, ni que la voluntad fundadora de Pessoa es mucho más próxima al platonismo que a las desconstrucciones gramaticales de las que nuestra época hace gala. Demos algunas pruebas importantes de esta orientación. 1. Un signo casi infalible por el que se reconoce el espíritu platónico es el avance del paradigma matemático, tanto en lo que concierne al pensamiento del ser como en lo que surge de los arcanos de lo verdadero. Ahora bien, Pessoa se fija explícitamente como proyecto para sí ordenar el poema de acuerdo a la matemática del ser. O mejor aún, afirma la identidad fundamental de la verdad matemática y la belleza artística, ya que: “el binomio de Newton es tan bello como la Venus de Milo”. Y cuando agrega que el problema es que pocas personas tienen el saber acerca de esta identidad, compromete al poema en esa instrucción platónica esencial: conducir el pensamiento ignorante hacia la certeza inmanente de una reciprocidad ontológica entre lo verdadero y lo bello. De allí que, por lo demás, el proyecto de pensamiento del poema de Pessoa puede decirse de la siguiente manera: ¿qué es una metafísica moderna? Incluso si este proyecto toma la forma paradójica, que Judith Balso explora en sus recorridos infinitamente sutiles, de una “metafísica sin metafísica”. Pero después de todo, en su altercado con lo presocráticos, ¿Platón no quería, él también, edificar una metafísica sustraída de la meta-física, es decir de la primacía de la física, de la naturaleza? Sostengamos que la sintaxis de Pessoa es el instrumento de un proyecto semejante. Porque hay, en este poeta, como debajo de las imágenes y las metáforas, una constante maquinación sintáctica, cuya complejidad impide que persistan soberanas la empresa sensible y la emoción natural. En este punto, en todo caso, Pessoa se parece a Mallarmé: a menudo la frase debe ser reconstruida, leída por segunda vez, para que la Idea atraviese 89
Alain Badiou
Además, Pessoa, como Heidegger, propone un paso hacia atrás presocrático. La afinidad entre Caeiro y Parménides no deja lugar a dudas. Porque lo que Caeiro fija como deber del poema es restituir una identidad del ser anterior a toda organización subjetiva del pensamiento. La consigna que encontramos en uno de sus poemas: “no necesitar el pasillo del pensamiento” equivale a un “dejar-ser” absolutamente comparable a la crítica heideggeriana del motivo cartesiano de la subjetividad. La función de la tautología (un árbol es un árbol y nada más que un árbol, etc.) es poetizar la inmediata llegada de la Cosa sin tener que pasar por los protocolos, siempre críticos o negativos, de su captura cognitiva. Es lo que Caeiro llama una metafísica del nopensamiento, en el fondo muy cercana de la tesis de Parménides según la cual el pensamiento no es otra cosa que el ser mismo. Se podría decir que Caeiro dirige toda su poesía contra la idea platónica como mediación del conocer. Y finalmente, si es cierto que Pessoa es cualquier cosa menos socialista o marxista, no es menos cierto que su poesía es una potencia crítica de la idealización. Esta crítica es explícita en Caeiro, que no cesa de burlarse de quienes ven en la luna en el cielo algo más que la luna en el cielo, los “poetas enfermos”. Pero debemos ser sensibles, en toda la obra de Pessoa, a un materialismo poético muy particular. Aunque sea un gran maestro de la imagen sorprendente, este poeta se reconoce en una primera lectura por una suerte de nitidez casi seca del decir poético. Es, por lo demás, la razón por la cual logra integrar en el mismo encanto poético una dosis excepcional de abstracción. Digamos que, constantemente preocupado por que el poema no diga exactamente lo que dice, Pessoa nos propone una poesía sin aura. No es jamás en su resonancia, en su vibración lateral, donde hay que buscar el devenir del pensamiento-poema, sino en la exactitud literal. El poema de Pessoa no busca seducir, o sugerir. Por tan compleja que sea su disposición, es en sí mismo, de manera cerrada y compacta, su propia verdad. Digamos que, contra Platón, Pessoa parece decirnos que la escritura no es una oscura reminiscencia, siempre imperfecta, de algún otro lugar ideal. Que, al contrario, es el pensamiento en sí mismo, tal cual. De manera que la sentencia materialista de Caeiro: “una cosa es lo que no es susceptible de interpretación”, se vuelve común 88
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y trascienda la imagen aparente. Porque Pessoa quiere dotar a la lengua, por más variada, sorprendente y sugestiva que sea, de una exactitud subterránea que no dudaremos en declarar algebraica y que es, en este punto, comparable a la alianza, en los diálogos de Platón, de un encanto singular, una seducción literaria constante y una implacable dureza argumentativa. 2. Aun más platónico es lo que podríamos llamar el cimiento ontológico arquetípico del recurso a lo visible. Porque este recurso no nos permite ignorar jamás que en definitiva en el poema no es cuestión de singularidades sensibles, sino de su tipo, de su onto-tipo. Esta cuestión se despliega de forma grandiosa en el comienzo de Oda marítima, uno de los mayores poemas de Campos (y de todo el siglo), cuando el muelle real y presente manifiesta que es el Gran Muelle intrínseco. Pero está omnipresente en todos los heterónimos y también en el libro en prosa del “semi-heterónimo” Bernardo Soares, el luego muy conocido Libro del desasosiego: la lluvia, la máquina, el árbol, la sombra, la pasante están poetizados allí, a través de mecanismos muy variados, en la dirección constante de la Lluvia, la Máquina, el Árbol, la Sombra, la Pasante. Incluso la sonrisa del dueño de la tabaquería, al final de otro poema famoso de Campos, no tiene lugar sino en dirección de una Sonrisa eterna. Y la potencia del poema consiste en nunca separar esta dirección de la presencia, eventualmente minúscula, que está en el origen. La Idea no está separada de la cosa, no es trascendente. Pero no es tampoco, como para Aristóteles, una forma que prescribe y ordena una materia. Lo que el poema declara es que las cosas son idénticas a su Idea. Esta es la razón por la cual la nominación de lo visible se lleva a cabo como recorrido de una red de tipos de seres, recorridos cuya sintaxis es el hilo conductor. Exactamente como la dialéctica platónica nos conduce al punto en el que el pensamiento de la cosa y la intuición de la Idea son inseparables. 3. La heteronimia, concebida como dispositivo de pensamiento, y no como drama subjetivo, conforma una especie de lugar ideal, donde las correlaciones y las disyunciones entre figuras evocan las relaciones entre los “géneros supremos” en el Sofista de Platón. Si, como es posible hacerlo, identificamos a Caeiro con la figura de lo mismo, vemos inmediatamente que Campos es requerido como figura de lo otro. Si Campos, como alteridad 90
Pequeño tratado de inestética
a todos los heterónimos: un poema es una red material de operaciones, un poema es aquello que jamás debe ser interpretado. ¿Pessoa es, entonces, el poeta completo del antiplatonismo? Esta no es, de ninguna manera, mi lectura. Porque los signos aparentes de un recorrido por el poeta de todas las posturas antiplatónicas del siglo no podrían disimular un cara a cara con Platón, ni que la voluntad fundadora de Pessoa es mucho más próxima al platonismo que a las desconstrucciones gramaticales de las que nuestra época hace gala. Demos algunas pruebas importantes de esta orientación. 1. Un signo casi infalible por el que se reconoce el espíritu platónico es el avance del paradigma matemático, tanto en lo que concierne al pensamiento del ser como en lo que surge de los arcanos de lo verdadero. Ahora bien, Pessoa se fija explícitamente como proyecto para sí ordenar el poema de acuerdo a la matemática del ser. O mejor aún, afirma la identidad fundamental de la verdad matemática y la belleza artística, ya que: “el binomio de Newton es tan bello como la Venus de Milo”. Y cuando agrega que el problema es que pocas personas tienen el saber acerca de esta identidad, compromete al poema en esa instrucción platónica esencial: conducir el pensamiento ignorante hacia la certeza inmanente de una reciprocidad ontológica entre lo verdadero y lo bello. De allí que, por lo demás, el proyecto de pensamiento del poema de Pessoa puede decirse de la siguiente manera: ¿qué es una metafísica moderna? Incluso si este proyecto toma la forma paradójica, que Judith Balso explora en sus recorridos infinitamente sutiles, de una “metafísica sin metafísica”. Pero después de todo, en su altercado con lo presocráticos, ¿Platón no quería, él también, edificar una metafísica sustraída de la meta-física, es decir de la primacía de la física, de la naturaleza? Sostengamos que la sintaxis de Pessoa es el instrumento de un proyecto semejante. Porque hay, en este poeta, como debajo de las imágenes y las metáforas, una constante maquinación sintáctica, cuya complejidad impide que persistan soberanas la empresa sensible y la emoción natural. En este punto, en todo caso, Pessoa se parece a Mallarmé: a menudo la frase debe ser reconstruida, leída por segunda vez, para que la Idea atraviese 89
Pequeño tratado de inestética
de sí huidiza y dolorosa, expuesto al desmembramiento y a lo polimorfo, se identifica con lo informe, o con la “causa errante” del Timeo, vemos que reclama a Reis como autoridad severa de la forma. Si identificamos a Pessoa-en-persona como poeta de la equivocidad, del intervalo, de lo que no es ni ser ni no-ser, comprendemos por qué es el único que no es discípulo de Caeiro, quien exige del poema la univocidad más rigurosa. Y si Caeiro, presocrático moderno, asume el reino de lo finito, Campos hará huir al infinito la energía del poema. De este modo, la heteroni mia es una imagen posible del lugar inteligible, de esta composición del pensamiento en el juego alternado de sus propias categorías. 4. Incluso el proyecto político de Pessoa se parece al que Platón despliega en la República. Pessoa en efecto escribió, bajo el título de Mensaje , una antología dedicada al destino de Portugal. Pero no se trata, en estos poemas, ni de un programa ajustado a cuestiones circunstanciales de la vida portuguesa ni de un análisis de los principios generales de la filosofía política. Se trata de una reconstrucción ideal a partir de una sitematización de los emblemas. Así como Platón quiere establecer idealmente la organización y la legitimidad de una ciudad griega universalizable, determinada aunque inexistente, del mismo modo Pessoa quiere suscitar poéticamente la idea precisa de un Portugal simultáneamente singular (a través de la recuperación de los blasones de su historia) y universal (a través del anuncio de su capacidad ideal de ser el nombre de un “quinto Imperio”). Y así como Platón modera la solidez ideal de su reconstrucción por medio de la indicación de un punto de fuga (la corrupción de la ciudad justa es inevitable, porque el olvido del Número que la funda acarreará la supremacía demagógica de la gimnasia en relación a la enseñanza de las artes), de la misma manera, Pessoa, vinculando el devenir de su idea poética nacional a los avatares del regreso del rey oculto, envuelve toda su empresa –por otro, lado fuertemente arquitectural– en la bruma y el enigma. ¿Debemos reconocer, entonces, una suerte de platonismo de Pessoa? No más de lo que debemos subsumirlo bajo el antiplatonismo del siglo. La modernidad de Pessoa consiste en poner en duda la pertinencia de la oposición platonismo/antiplatonis91
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y trascienda la imagen aparente. Porque Pessoa quiere dotar a la lengua, por más variada, sorprendente y sugestiva que sea, de una exactitud subterránea que no dudaremos en declarar algebraica y que es, en este punto, comparable a la alianza, en los diálogos de Platón, de un encanto singular, una seducción literaria constante y una implacable dureza argumentativa. 2. Aun más platónico es lo que podríamos llamar el cimiento ontológico arquetípico del recurso a lo visible. Porque este recurso no nos permite ignorar jamás que en definitiva en el poema no es cuestión de singularidades sensibles, sino de su tipo, de su onto-tipo. Esta cuestión se despliega de forma grandiosa en el comienzo de Oda marítima, uno de los mayores poemas de Campos (y de todo el siglo), cuando el muelle real y presente manifiesta que es el Gran Muelle intrínseco. Pero está omnipresente en todos los heterónimos y también en el libro en prosa del “semi-heterónimo” Bernardo Soares, el luego muy conocido Libro del desasosiego: la lluvia, la máquina, el árbol, la sombra, la pasante están poetizados allí, a través de mecanismos muy variados, en la dirección constante de la Lluvia, la Máquina, el Árbol, la Sombra, la Pasante. Incluso la sonrisa del dueño de la tabaquería, al final de otro poema famoso de Campos, no tiene lugar sino en dirección de una Sonrisa eterna. Y la potencia del poema consiste en nunca separar esta dirección de la presencia, eventualmente minúscula, que está en el origen. La Idea no está separada de la cosa, no es trascendente. Pero no es tampoco, como para Aristóteles, una forma que prescribe y ordena una materia. Lo que el poema declara es que las cosas son idénticas a su Idea. Esta es la razón por la cual la nominación de lo visible se lleva a cabo como recorrido de una red de tipos de seres, recorridos cuya sintaxis es el hilo conductor. Exactamente como la dialéctica platónica nos conduce al punto en el que el pensamiento de la cosa y la intuición de la Idea son inseparables. 3. La heteronimia, concebida como dispositivo de pensamiento, y no como drama subjetivo, conforma una especie de lugar ideal, donde las correlaciones y las disyunciones entre figuras evocan las relaciones entre los “géneros supremos” en el Sofista de Platón. Si, como es posible hacerlo, identificamos a Caeiro con la figura de lo mismo, vemos inmediatamente que Campos es requerido como figura de lo otro. Si Campos, como alteridad
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de sí huidiza y dolorosa, expuesto al desmembramiento y a lo polimorfo, se identifica con lo informe, o con la “causa errante” del Timeo, vemos que reclama a Reis como autoridad severa de la forma. Si identificamos a Pessoa-en-persona como poeta de la equivocidad, del intervalo, de lo que no es ni ser ni no-ser, comprendemos por qué es el único que no es discípulo de Caeiro, quien exige del poema la univocidad más rigurosa. Y si Caeiro, presocrático moderno, asume el reino de lo finito, Campos hará huir al infinito la energía del poema. De este modo, la heteroni mia es una imagen posible del lugar inteligible, de esta composición del pensamiento en el juego alternado de sus propias categorías. 4. Incluso el proyecto político de Pessoa se parece al que Platón despliega en la República. Pessoa en efecto escribió, bajo el título de Mensaje , una antología dedicada al destino de Portugal. Pero no se trata, en estos poemas, ni de un programa ajustado a cuestiones circunstanciales de la vida portuguesa ni de un análisis de los principios generales de la filosofía política. Se trata de una reconstrucción ideal a partir de una sitematización de los emblemas. Así como Platón quiere establecer idealmente la organización y la legitimidad de una ciudad griega universalizable, determinada aunque inexistente, del mismo modo Pessoa quiere suscitar poéticamente la idea precisa de un Portugal simultáneamente singular (a través de la recuperación de los blasones de su historia) y universal (a través del anuncio de su capacidad ideal de ser el nombre de un “quinto Imperio”). Y así como Platón modera la solidez ideal de su reconstrucción por medio de la indicación de un punto de fuga (la corrupción de la ciudad justa es inevitable, porque el olvido del Número que la funda acarreará la supremacía demagógica de la gimnasia en relación a la enseñanza de las artes), de la misma manera, Pessoa, vinculando el devenir de su idea poética nacional a los avatares del regreso del rey oculto, envuelve toda su empresa –por otro, lado fuertemente arquitectural– en la bruma y el enigma. ¿Debemos reconocer, entonces, una suerte de platonismo de Pessoa? No más de lo que debemos subsumirlo bajo el antiplatonismo del siglo. La modernidad de Pessoa consiste en poner en duda la pertinencia de la oposición platonismo/antiplatonis-
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mo: la tarea del pensamiento-poema no es ni la sujeción al platonismo ni su inversión. Y es lo que nosotros, filósofos, no hemos aún comprendido del todo. De allí que no pensamos todavía a la altura de Pessoa. Lo que significaría admitir la coextensión de lo sensible y la Idea, pero no concederle nada a la trascendencia de lo Uno. Pensar que hay sólo singularidades múltiples, pero no extraer de allí nada que se parezca al empirismo. A este retraso sobre Pessoa podemos atribuirle la sensación muy extraña que sentimos al leerlo, y que es que él se basta a sí mismo. Cuando abrimos a Pessoa, tenemos rápidamente la con vicción de que estaremos por siempre cautivos, que es inútil leer otros libros, que todo está allí. Por supuesto que podemos, en principio, imaginar que la causa de esta convicción es la heteronimia. Antes bien que escribir una obra, Pessoa ha desplegado una literatura entera, una configuración literaria en la que se inscriben todas las oposiciones, todos los problemas del pensamiento del siglo. En este punto ha sobrepasado, por mucho, el proyecto mallarmeano del Libro. Porque ese proyecto tenía la debilidad de mantener la soberanía de lo Uno, del autor, incluso aunque el autor se ausentara del Libro hasta ser anónimo. El anonimato mallarmeano permanece prisionero de la trascendencia del autor. Los heterónimos (Caeiro, Campos, Reis, Pessoa-en-persona, Soares) se oponen a lo anónimo, en el hecho de no pretender ni lo Uno, ni el Todo, e instalan originalmente la contingencia de lo múltiple. De allí que conforman, mejor de lo que lo hace el Libro, un universo. Porque el universo real es múltiple, contingente e intotalizable a la vez. Pero, todavía más profundamente, nuestra captura mental de Pessoa resulta del hecho de que la filosofía no ha agotado en absoluto la modernidad. De manera que leemos este poeta y no podemos desprendernos de él, no obstante descubramos un imperativo al que no sabemos todavía cómo entregarnos: tomar la vía que dispone, entre Platón y el anti-Platón, en el intervalo que el poeta ha abierto para nosotros, una verdadera filosofía de lo múltiple, del vacío, del infinito. Una filosofía que rinde justicia afirmativamente a ese mundo que los dioses han abandonado para siempre.
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5 Una dialéctica poética: Labid ben Rabi’a y Mallarmé
No creo demasiado en la literatura comparada. Pero sí creo en la universalidad de los grandes poemas, aun cuando éstos se ofrecen bajo esa aproximación casi siempre desastrosa que es la traducción. Y la “comparación” puede ser una forma de verificación experimental de esa universalidad. Mi comparación se centra en un poema de lengua árabe y en otro de lengua francesa. Ella se me hizo presente luego de haber descubierto el poema árabe, tarde, demasiado tarde, debido a los motivos que ya he mencionado. Estos dos poemas me hablan de una proximidad en el pensamiento que está como vivificada, y al mismo tiempo ensordecida, por la inmensidad de una distancia. El poema en lengua francesa es la “Tirada de dados” (Coup des dés) de Mallarmé. En ese poema, recordémoslo, se observa, sobre una superficie marítima anónima, a un viejo Maestro que agita irrisoriamente su mano, que contiene los dados, y que duda tanto antes de lanzarlos que parece hundirse sin que el gesto haya sido decidido. Así, dice Mallarmé: Nada, de la memorable crisis donde se hizo el acontecimiento consumado en vista de todo resultado nulo humano, habrá tenido lugar (una elevación ordinaria vierte la ausencia) sino el lugar, inferior chapoteo cualquiera como para dispensar el acto vacío abruptamente que si no por su mentira habría fundado la perdición en esos parajes vagos en los que toda realidad se disuelve.
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mo: la tarea del pensamiento-poema no es ni la sujeción al platonismo ni su inversión. Y es lo que nosotros, filósofos, no hemos aún comprendido del todo. De allí que no pensamos todavía a la altura de Pessoa. Lo que significaría admitir la coextensión de lo sensible y la Idea, pero no concederle nada a la trascendencia de lo Uno. Pensar que hay sólo singularidades múltiples, pero no extraer de allí nada que se parezca al empirismo. A este retraso sobre Pessoa podemos atribuirle la sensación muy extraña que sentimos al leerlo, y que es que él se basta a sí mismo. Cuando abrimos a Pessoa, tenemos rápidamente la con vicción de que estaremos por siempre cautivos, que es inútil leer otros libros, que todo está allí. Por supuesto que podemos, en principio, imaginar que la causa de esta convicción es la heteronimia. Antes bien que escribir una obra, Pessoa ha desplegado una literatura entera, una configuración literaria en la que se inscriben todas las oposiciones, todos los problemas del pensamiento del siglo. En este punto ha sobrepasado, por mucho, el proyecto mallarmeano del Libro. Porque ese proyecto tenía la debilidad de mantener la soberanía de lo Uno, del autor, incluso aunque el autor se ausentara del Libro hasta ser anónimo. El anonimato mallarmeano permanece prisionero de la trascendencia del autor. Los heterónimos (Caeiro, Campos, Reis, Pessoa-en-persona, Soares) se oponen a lo anónimo, en el hecho de no pretender ni lo Uno, ni el Todo, e instalan originalmente la contingencia de lo múltiple. De allí que conforman, mejor de lo que lo hace el Libro, un universo. Porque el universo real es múltiple, contingente e intotalizable a la vez. Pero, todavía más profundamente, nuestra captura mental de Pessoa resulta del hecho de que la filosofía no ha agotado en absoluto la modernidad. De manera que leemos este poeta y no podemos desprendernos de él, no obstante descubramos un imperativo al que no sabemos todavía cómo entregarnos: tomar la vía que dispone, entre Platón y el anti-Platón, en el intervalo que el poeta ha abierto para nosotros, una verdadera filosofía de lo múltiple, del vacío, del infinito. Una filosofía que rinde justicia afirmativamente a ese mundo que los dioses han abandonado para siempre.
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No creo demasiado en la literatura comparada. Pero sí creo en la universalidad de los grandes poemas, aun cuando éstos se ofrecen bajo esa aproximación casi siempre desastrosa que es la traducción. Y la “comparación” puede ser una forma de verificación experimental de esa universalidad. Mi comparación se centra en un poema de lengua árabe y en otro de lengua francesa. Ella se me hizo presente luego de haber descubierto el poema árabe, tarde, demasiado tarde, debido a los motivos que ya he mencionado. Estos dos poemas me hablan de una proximidad en el pensamiento que está como vivificada, y al mismo tiempo ensordecida, por la inmensidad de una distancia. El poema en lengua francesa es la “Tirada de dados” (Coup des dés) de Mallarmé. En ese poema, recordémoslo, se observa, sobre una superficie marítima anónima, a un viejo Maestro que agita irrisoriamente su mano, que contiene los dados, y que duda tanto antes de lanzarlos que parece hundirse sin que el gesto haya sido decidido. Así, dice Mallarmé: Nada, de la memorable crisis donde se hizo el acontecimiento consumado en vista de todo resultado nulo humano, habrá tenido lugar (una elevación ordinaria vierte la ausencia) sino el lugar, inferior chapoteo cualquiera como para dispensar el acto vacío abruptamente que si no por su mentira habría fundado la perdición en esos parajes vagos en los que toda realidad se disuelve.
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Y sin embargo, en la última página, surge en el cielo una Constelación, que es como la cifra celeste de aquello que nunca hubiera sido decidido aquí abajo. El poema en lengua árabe es una de las grandes odas llamadas pre-islámicas, una mu’allqa atribuida a Labid ben Rabi’a, que recibo en la traducción de André Miquel. Este poema nace también en la constatación de un desmoronamiento radical. Proclama desde su primer verso: “Desaparecidos, campamentos de un día y de siempre”. El poema nace en el retorno del relator al campamento, donde sólo encuentra el retorno del desierto. Allí también, la desnudez del lugar parece haber devorado toda la existencia, real y simbólica, que se suponía debía poblarla. “¡Vestigios! ¡Todos han huido! ¡Vacía, abandonada, la tierra!” dice el poeta. Y también: “Lugares antes plenos, lugares desnudos, dejados a la mañana / Inútiles fosas, estopa abandonada”. Pero a través de una dialéctica muy sutil que no reconstruyo aquí, en la que los animales del desierto juegan un rol metafórico central, el poema va a encaminarse hacia el elogio del linaje, del clan y va a hacer surgir hacia el final, como aquello a lo que estaba destinado el vacío inicial, la figura del maestro de la elección y de la ley: Siempre se ve a los clanes reunidos remitirse a uno de nosotros, que decide e impone sus opiniones. Él les asegura sus derechos a los de la tribu, reparte, disminuye o aumenta, es el único amo de las elecciones. Bueno, incita a todos los demás a serlo, clemente, cosecha las más raras virtudes.
De la misma forma, en Mallarmé, existe la imposibilidad del maestro de hacer una elección; está el hecho que dice el poema: “El Maestro duda, cadáver por el brazo separado del secreto que detenta, antes que jugar como maníaco canoso la partida en nombre del oleaje”. Y es a partir de esa hesitación que resulta en primer lugar la amenaza de que nada ha tenido lugar más que el lugar, luego la cifra estelar. Para Labid ben Rabi’a, se parte del lugar desnudo, de la ausencia, de la desaparición desértica. Y allí usamos el recurso 94
5 Una dialéctica poética: Labid ben Rabi’a y Mallarmé
Pequeño tratado de inestética
de evocar al maestro cuya virtud es la elección justa, la decisión por todos aceptable. Estos poemas están separados por trece siglos; su contexto es, para uno, el salón burgués de la Francia imperial, para el otro, el nomadismo de las avanzadas civilizaciones del desierto de Arabia. Sus lenguas no son de la misma ascendencia, ni aún lejana. La distancia es casi sin concepto. ¡Y aun así! Admitamos un instante que, para Mallarmé, la Constelación que surge imprevisiblemente después del naufragio del maestro, sea un símbolo de lo que él llama la Idea, o la verdad; admitamos también que la existencia de un maestro justo, que sabe, dice el poeta, dar seguridad a los humanos, hacer proliferar y perdurar la parte de todos, “construir para nosotros una casa altiva”, sí, admitamos que un maestro así es también aquello de lo que un pueblo es capaz en materia de justicia y de verdad. Así, nosotros vemos que los dos poemas, en y por su distancia inconmensurable, nos hablan ambos de una cuestión única y singular. A saber: ¿cuáles son las relaciones entre el lugar, el maestro y la verdad? ¿Por qué es necesario que el lugar sea el lugar de una ausencia, o el lugar desnudo, que es sólo el tener lugar del lugar, para que pueda ser pronunciado el ajuste exacto de la justicia, o de la verdad, y del destino del maestro que la sostiene? El poema del nómada frente al campamento desaparecido y el del letrado occidental que construye la quimera de una eterna tirada de dados sobre el Océano colman su inmensa distancia en el punto de la cuestión que los persigue: el maestro de verdad debe atravesar la defección del lugar por el que, o a partir del que, hay verdad. Debe apostar el poema lo más cerca posible de una revancha absoluta de la indiferencia del universo. Puede otorgar una oportunidad poética a una verdad solamente allí donde, quizás, sólo hay desierto, allí donde no hay más que abismo. Allí donde nada tuvo ni tendrá lugar. Es como decir que el maestro debe arriesgar el poema exactamente allí donde la fuente del poema parece haber desaparecido. Esto es lo que la oda de Labid ben Rabi’a afirmó con una extraordinaria precisión. Allí se compara al campamento desaparecido con una “escritura erosionada en el secreto de la piedra”. Se establece
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Y sin embargo, en la última página, surge en el cielo una Constelación, que es como la cifra celeste de aquello que nunca hubiera sido decidido aquí abajo. El poema en lengua árabe es una de las grandes odas llamadas pre-islámicas, una mu’allqa atribuida a Labid ben Rabi’a, que recibo en la traducción de André Miquel. Este poema nace también en la constatación de un desmoronamiento radical. Proclama desde su primer verso: “Desaparecidos, campamentos de un día y de siempre”. El poema nace en el retorno del relator al campamento, donde sólo encuentra el retorno del desierto. Allí también, la desnudez del lugar parece haber devorado toda la existencia, real y simbólica, que se suponía debía poblarla. “¡Vestigios! ¡Todos han huido! ¡Vacía, abandonada, la tierra!” dice el poeta. Y también: “Lugares antes plenos, lugares desnudos, dejados a la mañana / Inútiles fosas, estopa abandonada”. Pero a través de una dialéctica muy sutil que no reconstruyo aquí, en la que los animales del desierto juegan un rol metafórico central, el poema va a encaminarse hacia el elogio del linaje, del clan y va a hacer surgir hacia el final, como aquello a lo que estaba destinado el vacío inicial, la figura del maestro de la elección y de la ley: Siempre se ve a los clanes reunidos remitirse a uno de nosotros, que decide e impone sus opiniones. Él les asegura sus derechos a los de la tribu, reparte, disminuye o aumenta, es el único amo de las elecciones. Bueno, incita a todos los demás a serlo, clemente, cosecha las más raras virtudes.
De la misma forma, en Mallarmé, existe la imposibilidad del maestro de hacer una elección; está el hecho que dice el poema: “El Maestro duda, cadáver por el brazo separado del secreto que detenta, antes que jugar como maníaco canoso la partida en nombre del oleaje”. Y es a partir de esa hesitación que resulta en primer lugar la amenaza de que nada ha tenido lugar más que el lugar, luego la cifra estelar. Para Labid ben Rabi’a, se parte del lugar desnudo, de la ausencia, de la desaparición desértica. Y allí usamos el recurso 94
de evocar al maestro cuya virtud es la elección justa, la decisión por todos aceptable. Estos poemas están separados por trece siglos; su contexto es, para uno, el salón burgués de la Francia imperial, para el otro, el nomadismo de las avanzadas civilizaciones del desierto de Arabia. Sus lenguas no son de la misma ascendencia, ni aún lejana. La distancia es casi sin concepto. ¡Y aun así! Admitamos un instante que, para Mallarmé, la Constelación que surge imprevisiblemente después del naufragio del maestro, sea un símbolo de lo que él llama la Idea, o la verdad; admitamos también que la existencia de un maestro justo, que sabe, dice el poeta, dar seguridad a los humanos, hacer proliferar y perdurar la parte de todos, “construir para nosotros una casa altiva”, sí, admitamos que un maestro así es también aquello de lo que un pueblo es capaz en materia de justicia y de verdad. Así, nosotros vemos que los dos poemas, en y por su distancia inconmensurable, nos hablan ambos de una cuestión única y singular. A saber: ¿cuáles son las relaciones entre el lugar, el maestro y la verdad? ¿Por qué es necesario que el lugar sea el lugar de una ausencia, o el lugar desnudo, que es sólo el tener lugar del lugar, para que pueda ser pronunciado el ajuste exacto de la justicia, o de la verdad, y del destino del maestro que la sostiene? El poema del nómada frente al campamento desaparecido y el del letrado occidental que construye la quimera de una eterna tirada de dados sobre el Océano colman su inmensa distancia en el punto de la cuestión que los persigue: el maestro de verdad debe atravesar la defección del lugar por el que, o a partir del que, hay verdad. Debe apostar el poema lo más cerca posible de una revancha absoluta de la indiferencia del universo. Puede otorgar una oportunidad poética a una verdad solamente allí donde, quizás, sólo hay desierto, allí donde no hay más que abismo. Allí donde nada tuvo ni tendrá lugar. Es como decir que el maestro debe arriesgar el poema exactamente allí donde la fuente del poema parece haber desaparecido. Esto es lo que la oda de Labid ben Rabi’a afirmó con una extraordinaria precisión. Allí se compara al campamento desaparecido con una “escritura erosionada en el secreto de la piedra”. Se establece
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allí una correspondencia directa entre las últimas huellas del campamento y un texto escrito sobre la arena: Del campamento queda un dibujo desnudado por las aguas Como un texto en el que la pluma ha reavivado las líneas.
El poeta declara incluso que el llamado poético en dirección de la ausencia no puede realmente encontrar su lenguaje: ¿Para qué llamar a Una eternidad sorda, al lenguaje indistinto?
En consecuencia, queda claro que la prueba del lugar desnudo y de la ausencia es al mismo tiempo la de un borramiento probable del texto o del poema. La lluvia y la arena van a disolver y deshacer todo. Sin embargo, en términos muy similares, Mallarmé evoca “esos parajes de lo vago en los que toda realidad se disuelve” y, tratándose del maestro, la casi certidumbre de un “naufragio directo del hombre, sin nave, en cualquier lugar vano”. Nuestra cuestión conjunta se precisa: si la defección del lugar es lo mismo que la defección del lenguaje, ¿cuál es la experiencia paradójica que une a esta defección el par poético del maestro y la verdad? De esta cuestión, la oda árabe y el poema francés nos otorgan dos versiones, o dos articulaciones. Para Labid ben Rabi’a, la experiencia desértica del campamento abolido y la lengua impotente conducen a la restitución del maestro, casi podríamos decir, a su suscitación. Ella conduce allí en dos tiempos. En primer lugar, un tiempo nostálgico, que se apoya en la figura de la Mujer, única fantasía que está a la medida a la vez de la ausencia y de las huellas que la arena y la lluvia borran como un texto. Tu nostalgia vuelve a ver a las mujeres que se marchan, Los palanquines, abrigos de algodón, las cortinas Que golpetean sobre ellos, las finas galoneaduras Sobre la cuna de madera que se envuelve de sombra.
Luego, en un segundo momento, una larga reconstitución de energía transita por la evocación de las bestias de carga del 96
Pequeño tratado de inestética
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nómada, camello o yegua, como las fieras a las que se parecen, lobos y leones. Es como si a partir de esa energía evocada se compusiera el blasón de la tribu. En el corazón de ese blasón vendrán el maestro y la justicia. El encaminamiento poético del pensamiento se hace del vacío a la nostalgia deseante, del deseo a la energía del movimiento, de la energía al blasón y del blasón al maestro. Este pensamiento ubica en el comienzo en lo Abierto al retiro de todas las cosas, pero abre el retiro por sí mismo, porque evocadas según su ausencia, las cosas poseen una energía poética sin precedente y porque el maestro viene a sellar esa energía liberada. La verdad es entonces lo que un deseo puede hacer valer cuando ha habitado e investido la angustia de la desaparición. Las palabras de Mallarmé articulan la cuestión de una manera diferente. El lugar vacío es visitado por los restos de un naufragio y el maestro se encuentra él mismo casi hundido. No es, como en la oda, un testigo inclinado hacia la ausencia, él está preso o atrapado por la desaparición. Como ya lo he dicho, duda si tirar los dados, hace que el gesto y el no gesto sean equivalentes. Y así surge la Verdad, como una tirada de dados ideal inscripta en el cielo nocturno. Sin duda, sería necesario decir: es la retirada de todas las cosas que está primero, incluyendo al maestro. Para que llegue lo Abierto, es necesario que la retirada sea tal que actuar o no actuar, tirar los dados o no tirarlos, sean disposiciones equivalentes. Lo cual es exactamente la anulación de toda maestría ya que, como bien dice la oda, un maestro es aquel que es el único dueño de la elección. Para Mallarmé, la función del maestro es de hacer equivaler la elección y la no elección. Por eso, él soporta hasta el fin la desnudez del lugar. Y la verdad sobreviene, totalmente anónima, por encima del lugar desertado. Para recapitular, podríamos pensar lo siguiente: 1. Sólo hay verdad posible bajo la condición de una travesía del lugar de la verdad como lugar nulo, ausentado, desértico. Toda verdad está expuesta al peligro de que no haya otra cosa que el lugar indiferente, la arena, la lluvia, el océano, el abismo. 2. El sujeto del decir poético es el sujeto de este desafío o de este peligro. 97
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allí una correspondencia directa entre las últimas huellas del campamento y un texto escrito sobre la arena: Del campamento queda un dibujo desnudado por las aguas Como un texto en el que la pluma ha reavivado las líneas.
El poeta declara incluso que el llamado poético en dirección de la ausencia no puede realmente encontrar su lenguaje: ¿Para qué llamar a Una eternidad sorda, al lenguaje indistinto?
En consecuencia, queda claro que la prueba del lugar desnudo y de la ausencia es al mismo tiempo la de un borramiento probable del texto o del poema. La lluvia y la arena van a disolver y deshacer todo. Sin embargo, en términos muy similares, Mallarmé evoca “esos parajes de lo vago en los que toda realidad se disuelve” y, tratándose del maestro, la casi certidumbre de un “naufragio directo del hombre, sin nave, en cualquier lugar vano”. Nuestra cuestión conjunta se precisa: si la defección del lugar es lo mismo que la defección del lenguaje, ¿cuál es la experiencia paradójica que une a esta defección el par poético del maestro y la verdad? De esta cuestión, la oda árabe y el poema francés nos otorgan dos versiones, o dos articulaciones. Para Labid ben Rabi’a, la experiencia desértica del campamento abolido y la lengua impotente conducen a la restitución del maestro, casi podríamos decir, a su suscitación. Ella conduce allí en dos tiempos. En primer lugar, un tiempo nostálgico, que se apoya en la figura de la Mujer, única fantasía que está a la medida a la vez de la ausencia y de las huellas que la arena y la lluvia borran como un texto. Tu nostalgia vuelve a ver a las mujeres que se marchan, Los palanquines, abrigos de algodón, las cortinas Que golpetean sobre ellos, las finas galoneaduras Sobre la cuna de madera que se envuelve de sombra.
Luego, en un segundo momento, una larga reconstitución de energía transita por la evocación de las bestias de carga del 96
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3. Él puede ser, o bien el testigo, siendo aquel que vuelve allí donde todo ha desaparecido, o bien un transitorio sobrevi viente de la abolición. 4. Si él es el testigo, forzará la lengua a animarse a partir del vacío, a partir de su propia impotencia, hasta suscitar la intensa figura del maestro en el que se habrá convertido. 5. Si él es el sobreviviente, se esforzará en lograr que la acción y la no acción sean indecidibles o incluso que en él el ser sea estrictamente idéntico al no ser. Entonces llegará, anónima, la Idea. 6. Por esto, hay aparentemente dos respuestas posibles a nuestra cuestión, que involucra la relación entre el lugar, el maestro y la verdad. - O bien la verdad resulta de que el lugar, desafío de vacío y de ausencia, suscite, nostálgica y luego activamente, la ficción de un maestro que es capaz de la verdad. - O bien la verdad resulta de que el maestro haya desaparecido en el anonimato del lugar vacío y se haya sacrificado para que la verdad sea. En el primer caso, el vacío del lugar, la experiencia de la angustia, crean una conjunción entre el maestro y la verdad. En el segundo caso, el vacío del lugar crea una disyunción entre el maestro y la verdad: aquél desaparece en el abismo y ésta, absolutamente impersonal, surge como por encima de esa desaparición. Podríamos afirmar que la fuerza del segundo camino, el de Mallarmé, es justamente separar la verdad de cualquier otra particularidad del maestro. Es, para hablar como en el psicoanálisis, una verdad sin transferencia. Sin embargo, ella conlleva una doble debilidad: - Una debilidad subjetiva, porque se trata de una doctrina del sacrificio. El maestro sigue siendo, en definitiva, cristiano, él debe desaparecer para que surja la verdad. Pero, ¿es lo que nos conviene, un maestro sacrificial? - Una debilidad ontológica, porque finalmente hay dos escenas, dos registros del ser. Está el lugar oceánico, abismal y neutro, en donde el gesto del maestro naufraga. Y existe, por encima, el cielo donde surge la Constelación y que está, dice Mallarmé, “en la altitud, quizás, tan lejos como un lugar se 98
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nómada, camello o yegua, como las fieras a las que se parecen, lobos y leones. Es como si a partir de esa energía evocada se compusiera el blasón de la tribu. En el corazón de ese blasón vendrán el maestro y la justicia. El encaminamiento poético del pensamiento se hace del vacío a la nostalgia deseante, del deseo a la energía del movimiento, de la energía al blasón y del blasón al maestro. Este pensamiento ubica en el comienzo en lo Abierto al retiro de todas las cosas, pero abre el retiro por sí mismo, porque evocadas según su ausencia, las cosas poseen una energía poética sin precedente y porque el maestro viene a sellar esa energía liberada. La verdad es entonces lo que un deseo puede hacer valer cuando ha habitado e investido la angustia de la desaparición. Las palabras de Mallarmé articulan la cuestión de una manera diferente. El lugar vacío es visitado por los restos de un naufragio y el maestro se encuentra él mismo casi hundido. No es, como en la oda, un testigo inclinado hacia la ausencia, él está preso o atrapado por la desaparición. Como ya lo he dicho, duda si tirar los dados, hace que el gesto y el no gesto sean equivalentes. Y así surge la Verdad, como una tirada de dados ideal inscripta en el cielo nocturno. Sin duda, sería necesario decir: es la retirada de todas las cosas que está primero, incluyendo al maestro. Para que llegue lo Abierto, es necesario que la retirada sea tal que actuar o no actuar, tirar los dados o no tirarlos, sean disposiciones equivalentes. Lo cual es exactamente la anulación de toda maestría ya que, como bien dice la oda, un maestro es aquel que es el único dueño de la elección. Para Mallarmé, la función del maestro es de hacer equivaler la elección y la no elección. Por eso, él soporta hasta el fin la desnudez del lugar. Y la verdad sobreviene, totalmente anónima, por encima del lugar desertado. Para recapitular, podríamos pensar lo siguiente: 1. Sólo hay verdad posible bajo la condición de una travesía del lugar de la verdad como lugar nulo, ausentado, desértico. Toda verdad está expuesta al peligro de que no haya otra cosa que el lugar indiferente, la arena, la lluvia, el océano, el abismo. 2. El sujeto del decir poético es el sujeto de este desafío o de este peligro. 97
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fusiona con el más allá”. En otras palabras: Mallarmé mantiene un dualismo ontológico y una suerte de trascendencia platónica de la verdad. En el poema de Labid ben Rabi’a, las fuerzas y las debilidades filosóficas se distribuyen de una manera muy diferente. La gran fuerza, es mantener estrictamente un principio de inmanencia. El recurso de suscitación del maestro hasta el corazón del blasón está constituida poéticamente a partir del vacío del lugar. Es como una manera de desplegar esa “escritura usada”, ese “texto donde la pluma ha reavivado las líneas”, a partir del cual el poeta realiza la experiencia cuando retorna al campamento abandonado. Nunca tendremos una segunda escena, otro registro del ser. Nunca tendremos una exterioridad trascendente. Hasta el maestro es, dice el poema, “uno de nosotros”, él no está más allá, él no es la Constelación de Mallarmé. Por otra parte, este maestro no es en absoluto sacrificial o paleocristiano. Por el contrario, está establecido en la justa medida de las cualidades terrestres. Es bondad y clemencia; aun mejor, él “regula los dones de la naturaleza”; se encuentra por eso comprendido en esta donación. El maestro que suscita la oda, dado que es un maestro inmanente, nombra el acuerdo medido entre la naturaleza y la ley. Sin embargo, la dificultad es que la verdad queda cautiva de la figura del maestro, no es separable de ella. La felicidad de la verdad es una sola y misma cosa que la obediencia al maestro. Como lo dice el poema: “¡Sé feliz de las bendiciones del maestro soberano!” Pero, ¿podemos ser felices de lo que nos es otorgado según una soberanía? En todo caso, la verdad queda aquí ligada a la transferencia sobre el maestro. Llegamos aquí al centro de nuestro problema. ¿Somos convocados a una elección radical entre dos orientaciones del pensamiento? Una, separando verdad y maestría, exigiría la trascendencia y el sacrificio. Podríamos allí querer la verdad sin amar al maestro, pero ese querer se inscribiría más allá de la Tierra, en un lugar ligado a la muerte. La otra, no exigiría de nosotros ni sacrificio ni trascendencia pero al precio de una ineludible conjunción entre verdad y maestría. Allí podríamos amar la verdad sin dejar la Tierra y sin ceder nada a la
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3. Él puede ser, o bien el testigo, siendo aquel que vuelve allí donde todo ha desaparecido, o bien un transitorio sobrevi viente de la abolición. 4. Si él es el testigo, forzará la lengua a animarse a partir del vacío, a partir de su propia impotencia, hasta suscitar la intensa figura del maestro en el que se habrá convertido. 5. Si él es el sobreviviente, se esforzará en lograr que la acción y la no acción sean indecidibles o incluso que en él el ser sea estrictamente idéntico al no ser. Entonces llegará, anónima, la Idea. 6. Por esto, hay aparentemente dos respuestas posibles a nuestra cuestión, que involucra la relación entre el lugar, el maestro y la verdad. - O bien la verdad resulta de que el lugar, desafío de vacío y de ausencia, suscite, nostálgica y luego activamente, la ficción de un maestro que es capaz de la verdad. - O bien la verdad resulta de que el maestro haya desaparecido en el anonimato del lugar vacío y se haya sacrificado para que la verdad sea. En el primer caso, el vacío del lugar, la experiencia de la angustia, crean una conjunción entre el maestro y la verdad. En el segundo caso, el vacío del lugar crea una disyunción entre el maestro y la verdad: aquél desaparece en el abismo y ésta, absolutamente impersonal, surge como por encima de esa desaparición. Podríamos afirmar que la fuerza del segundo camino, el de Mallarmé, es justamente separar la verdad de cualquier otra particularidad del maestro. Es, para hablar como en el psicoanálisis, una verdad sin transferencia. Sin embargo, ella conlleva una doble debilidad: - Una debilidad subjetiva, porque se trata de una doctrina del sacrificio. El maestro sigue siendo, en definitiva, cristiano, él debe desaparecer para que surja la verdad. Pero, ¿es lo que nos conviene, un maestro sacrificial? - Una debilidad ontológica, porque finalmente hay dos escenas, dos registros del ser. Está el lugar oceánico, abismal y neutro, en donde el gesto del maestro naufraga. Y existe, por encima, el cielo donde surge la Constelación y que está, dice Mallarmé, “en la altitud, quizás, tan lejos como un lugar se 98
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muerte. Pero sería necesario amar al maestro incondicionalmente. Es exactamente esta elección, y la imposibilidad de esta elección, lo que yo llamo la modernidad. Tenemos por un lado el universo de la ciencia, no en su singularidad pensante, sino en la potencia de su organización financiera y técnica. Este universo presenta una verdad anónima, completamente separada de toda figura personal del maestro. Sólo la verdad, organizada socialmente por el capitalismo moderno, exige el sacrificio de la Tierra. Esta verdad es, para la masa de conciencias, totalmente extranjera y externa. Todos conocen los efectos pero nadie domina la fuente. La ciencia, en su organización capitalista y técnica, es una potencia trascendente, a la que es necesario sacrificar el tiempo y el espacio. En efecto, la organización financiera y técnica de la ciencia está acompañada por la democracia moderna. Pero, ¿qué es la democracia moderna? Es solamente lo siguiente: nadie está obligado a querer a un maestro. No es obligatorio, por ejemplo, que yo quiera a Chirac o a Jospin. En verdad, nadie los quiere, todo el mundo se burla de ellos o los ridiculiza públicamente. Esto es la democracia. Pero, por otro lado, debo obedecer absolutamente a la organización capitalista y técnica de la ciencia. Las leyes del mercado y de la mercancía, las leyes de circulación de capitales son una potencia impersonal que no nos deja ninguna perspectiva, ninguna elección posible. Como el maestro de Mallarmé, debo sacrificar toda maestría de la elección para que la verdad científica, en su socialización técnica y capitalista, siga su curso trascendente. Por otro lado, en cualquier lado en que se rechace esta modernidad científica, hace falta que haya un maestro y que sea obligatorio quererlo. Esto constituyó el núcleo de la gran empresa marxista y comunista. Ella quiso quebrar la organización capitalista de la ciencia. Quiso que la verdad científica sea inmanente, dominada por todos, repartida entre el poder popular. Quiso que la verdad sea enteramente terrestre y que no exija el sacrificio de las elecciones. Quiso que los hombres elijan la ciencia y su organización productiva en vez de que los hombres sean elegidos y determinados por esa organización. El comunismo era la idea de un magisterio colectivo de las verdades. Pero lo que ocurrió 100
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fusiona con el más allá”. En otras palabras: Mallarmé mantiene un dualismo ontológico y una suerte de trascendencia platónica de la verdad. En el poema de Labid ben Rabi’a, las fuerzas y las debilidades filosóficas se distribuyen de una manera muy diferente. La gran fuerza, es mantener estrictamente un principio de inmanencia. El recurso de suscitación del maestro hasta el corazón del blasón está constituida poéticamente a partir del vacío del lugar. Es como una manera de desplegar esa “escritura usada”, ese “texto donde la pluma ha reavivado las líneas”, a partir del cual el poeta realiza la experiencia cuando retorna al campamento abandonado. Nunca tendremos una segunda escena, otro registro del ser. Nunca tendremos una exterioridad trascendente. Hasta el maestro es, dice el poema, “uno de nosotros”, él no está más allá, él no es la Constelación de Mallarmé. Por otra parte, este maestro no es en absoluto sacrificial o paleocristiano. Por el contrario, está establecido en la justa medida de las cualidades terrestres. Es bondad y clemencia; aun mejor, él “regula los dones de la naturaleza”; se encuentra por eso comprendido en esta donación. El maestro que suscita la oda, dado que es un maestro inmanente, nombra el acuerdo medido entre la naturaleza y la ley. Sin embargo, la dificultad es que la verdad queda cautiva de la figura del maestro, no es separable de ella. La felicidad de la verdad es una sola y misma cosa que la obediencia al maestro. Como lo dice el poema: “¡Sé feliz de las bendiciones del maestro soberano!” Pero, ¿podemos ser felices de lo que nos es otorgado según una soberanía? En todo caso, la verdad queda aquí ligada a la transferencia sobre el maestro. Llegamos aquí al centro de nuestro problema. ¿Somos convocados a una elección radical entre dos orientaciones del pensamiento? Una, separando verdad y maestría, exigiría la trascendencia y el sacrificio. Podríamos allí querer la verdad sin amar al maestro, pero ese querer se inscribiría más allá de la Tierra, en un lugar ligado a la muerte. La otra, no exigiría de nosotros ni sacrificio ni trascendencia pero al precio de una ineludible conjunción entre verdad y maestría. Allí podríamos amar la verdad sin dejar la Tierra y sin ceder nada a la
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en todas partes fue que surgió la figura de un maestro, porque la verdad no estaba más separada de la maestría. Y que, finalmente, amar y querer la verdad era amar y querer a ese maestro. Y si no se le quería, estaba el terror para recordar la obligación de ese amor. Nosotros estamos todavía allí. Estamos, si se me permite afirmarlo, entre Mallarmé y la mu’allaqa. De un lado, la democracia, que nos exime del amor al maestro pero nos somete a la trascendencia única de las leyes de la mercancía y elimina todo magisterio sobre el destino colectivo, toda realidad de elección política. Del otro lado, el deseo de un destino colectivo inmanente y anhelado, de una ruptura con el automatismo del capital. Pero después, el despotismo terrorista y la obligación del amor hacia el maestro. La modernidad, es no poder elegir razonablemente en lo que respecta a la relación entre maestría y verdad. ¿La verdad está separada del maestro? Es la democracia. Pero de ese modo la verdad es enteramente oscura, es la maquinación trascendente de la organización técnica y capitalista. ¿La verdad está unida al maestro? Pero de esta forma, ella es una especie de terror inmanente, una transferencia amorosa implacable, una fusión inmóvil del poder policíaco del Estado y del temblor subjetivo. En todos los casos, es la posibilidad de elección lo que desaparece, cuando el maestro es sacrificado por una potencia anónima o cuando él nos pide que nos sacrifiquemos por amor a él. Creo que hace falta proponer al pensamiento un paso atrás. Un paso hacia lo que Mallarmé y la oda preislámica tienen en común, es decir, el desierto, el océano, el lugar denudo, el vacío. Es necesario recomponer para nuestro tiempo un pensamiento de la verdad que sea articulado sobre el vacío sin pasar por la figura del maestro. Ni por el maestro sacrificado ni por el maestro suscitado. O mejor: fundar una doctrina de la elección y de la decisión que no exista en la forma inicial de una maestría sobre la elección y la decisión. Este punto es esencial. Sólo hay verdad auténtica bajo la condición de que podamos elegir la verdad, eso es seguro. Es por eso que la filosofía relaciona, desde siempre, verdad y libertad.
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muerte. Pero sería necesario amar al maestro incondicionalmente. Es exactamente esta elección, y la imposibilidad de esta elección, lo que yo llamo la modernidad. Tenemos por un lado el universo de la ciencia, no en su singularidad pensante, sino en la potencia de su organización financiera y técnica. Este universo presenta una verdad anónima, completamente separada de toda figura personal del maestro. Sólo la verdad, organizada socialmente por el capitalismo moderno, exige el sacrificio de la Tierra. Esta verdad es, para la masa de conciencias, totalmente extranjera y externa. Todos conocen los efectos pero nadie domina la fuente. La ciencia, en su organización capitalista y técnica, es una potencia trascendente, a la que es necesario sacrificar el tiempo y el espacio. En efecto, la organización financiera y técnica de la ciencia está acompañada por la democracia moderna. Pero, ¿qué es la democracia moderna? Es solamente lo siguiente: nadie está obligado a querer a un maestro. No es obligatorio, por ejemplo, que yo quiera a Chirac o a Jospin. En verdad, nadie los quiere, todo el mundo se burla de ellos o los ridiculiza públicamente. Esto es la democracia. Pero, por otro lado, debo obedecer absolutamente a la organización capitalista y técnica de la ciencia. Las leyes del mercado y de la mercancía, las leyes de circulación de capitales son una potencia impersonal que no nos deja ninguna perspectiva, ninguna elección posible. Como el maestro de Mallarmé, debo sacrificar toda maestría de la elección para que la verdad científica, en su socialización técnica y capitalista, siga su curso trascendente. Por otro lado, en cualquier lado en que se rechace esta modernidad científica, hace falta que haya un maestro y que sea obligatorio quererlo. Esto constituyó el núcleo de la gran empresa marxista y comunista. Ella quiso quebrar la organización capitalista de la ciencia. Quiso que la verdad científica sea inmanente, dominada por todos, repartida entre el poder popular. Quiso que la verdad sea enteramente terrestre y que no exija el sacrificio de las elecciones. Quiso que los hombres elijan la ciencia y su organización productiva en vez de que los hombres sean elegidos y determinados por esa organización. El comunismo era la idea de un magisterio colectivo de las verdades. Pero lo que ocurrió
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en todas partes fue que surgió la figura de un maestro, porque la verdad no estaba más separada de la maestría. Y que, finalmente, amar y querer la verdad era amar y querer a ese maestro. Y si no se le quería, estaba el terror para recordar la obligación de ese amor. Nosotros estamos todavía allí. Estamos, si se me permite afirmarlo, entre Mallarmé y la mu’allaqa. De un lado, la democracia, que nos exime del amor al maestro pero nos somete a la trascendencia única de las leyes de la mercancía y elimina todo magisterio sobre el destino colectivo, toda realidad de elección política. Del otro lado, el deseo de un destino colectivo inmanente y anhelado, de una ruptura con el automatismo del capital. Pero después, el despotismo terrorista y la obligación del amor hacia el maestro. La modernidad, es no poder elegir razonablemente en lo que respecta a la relación entre maestría y verdad. ¿La verdad está separada del maestro? Es la democracia. Pero de ese modo la verdad es enteramente oscura, es la maquinación trascendente de la organización técnica y capitalista. ¿La verdad está unida al maestro? Pero de esta forma, ella es una especie de terror inmanente, una transferencia amorosa implacable, una fusión inmóvil del poder policíaco del Estado y del temblor subjetivo. En todos los casos, es la posibilidad de elección lo que desaparece, cuando el maestro es sacrificado por una potencia anónima o cuando él nos pide que nos sacrifiquemos por amor a él. Creo que hace falta proponer al pensamiento un paso atrás. Un paso hacia lo que Mallarmé y la oda preislámica tienen en común, es decir, el desierto, el océano, el lugar denudo, el vacío. Es necesario recomponer para nuestro tiempo un pensamiento de la verdad que sea articulado sobre el vacío sin pasar por la figura del maestro. Ni por el maestro sacrificado ni por el maestro suscitado. O mejor: fundar una doctrina de la elección y de la decisión que no exista en la forma inicial de una maestría sobre la elección y la decisión. Este punto es esencial. Sólo hay verdad auténtica bajo la condición de que podamos elegir la verdad, eso es seguro. Es por eso que la filosofía relaciona, desde siempre, verdad y libertad.
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Heidegger mismo propuso afirmar que la esencia de la verdad no era otra cosa que la libertad. Es indiscutible. Pero ¿es que la elección de la verdad existe necesariamente en forma de un magisterio? Labid y Mallarmé responden que sí. Para sostener hasta el final el desafío del lugar vacío y de la desposesión, hace falta un maestro. El de la oda árabe opta por una verdad natural y distributiva. El de Mallarmé muestra que es necesario sacrificar la elección misma, practicar la equivalencia de la elección y de la no elección, y que surja así una verdad impersonal. Exactamente como ocurre hoy en la democracia: elegir a tal presidente es estrictamente equivalente a no elegirlo porque la política será la misma, siendo comandada por la trascendencia de la organización capitalista de la ciencia y los avatares del mercado. No obstante, en ambos casos, existe un maestro inicial, quien decide en cuanto a la naturaleza de la elección. La cuestión mayor del pensamiento contemporáneo es, a mi entender, la siguiente: encontrar un pensamiento de la elección y de la decisión que vaya del vacío a la verdad sin pasar por la figura del maestro, sin suscitar ni sacrificar esta figura. Debemos retener de la oda árabe la convicción de que la verdad permanece inmanente al lugar; que ella no es exterior, que no es una fuerza impersonal trascendente. Pero sin suscitar un maestro. Debemos retener del poema francés la convicción de que la verdad es anónima, que surge a partir del vacío, que está separada del maestro. Pero sin que sea necesario ausentar y sacrificar a ese maestro. Toda la cuestión puede ser reformulada de la siguiente manera: ¿Cómo pensar la verdad como simultáneamente anónima o impersonal, y sin embargo inmanente y terrestre? O ¿cómo pensar en que podamos elegir la verdad, en el desafío inicial del vacío y del lugar desnudo, sin tener que ser el maestro de esa elección ni confiar esa elección a un maestro? Es eso lo que mi filosofía, aceptando la condición del poema, intenta conseguir. Indiquemos algunos motivos, necesarios según mi perspectiva, para resolver el problema. a) No existe la verdad, sino que hay verdades; este plural es capital. Asumiremos la irreductible multiplicidad de las verdades. 102
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b) Cada verdad es un proceso y no un juicio o un estado de cosas. Este proceso es, de derecho, infinito o inalcanzable. c) Llamamos sujeto de una verdad a todo momento finito del proceso infinito de esa verdad. El sujeto no tiene así ningún dominio sobre la verdad y, al mismo tiempo, es inmanente a ella. d) Todo proceso de verdad comienza con un acontecimiento; un acontecimiento es imprevisible, incalculable. Es un suplemento de la situación. Toda verdad y, por ende, todo sujeto dependen de un surgimiento acontecimiental. Una verdad y un sujeto de verdad no provienen de lo que hay sino de aquello que ocurre, en sentido fuerte. e) El acontecimiento revela el vacío de la situación. Porque muestra que lo que hay estaba sin verdad. Es a partir de ese vacío que el sujeto se constituye como fragmento del proceso de una verdad. Es ese vacío el que lo separa de la situación o del lugar, el que lo inscribe en una trayectoria sin precedente. Por eso es verdad que el desafío del lugar, del lugar como vacío, funda al sujeto de una verdad, pero ese desafío no constituye ningún magisterio. A lo sumo podríamos afirmar, de manera absolutamente general, que un sujeto cualquiera es el militante de una verdad. f) La elección que liga el sujeto a la verdad es la elección de continuar siendo. Fidelidad al acontecimiento. Fidelidad al vacío. El sujeto es aquel que elige perseverar en esa distancia de sí mismo suscitada por la revelación del vacío. El vacío, que es el ser mismo del lugar. Nos vemos aquí reconducidos a nuestro punto de partida. Porque una verdad comienza siempre por nombrar el vacío, por hacer el poema del lugar abandonado. Aquello a lo que un sujeto es fiel es lo que nos dice Labid ben Rabi’a: Bajo un árbol aislado, muy alto, al borde De dunas que el viento desparrama en polvo, La tarde se hace nube en las estrellas ocultas
Y es también lo que nos dice Mallarmé: El abismo blanqueado, sereno, furioso, bajo una inclinación
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Heidegger mismo propuso afirmar que la esencia de la verdad no era otra cosa que la libertad. Es indiscutible. Pero ¿es que la elección de la verdad existe necesariamente en forma de un magisterio? Labid y Mallarmé responden que sí. Para sostener hasta el final el desafío del lugar vacío y de la desposesión, hace falta un maestro. El de la oda árabe opta por una verdad natural y distributiva. El de Mallarmé muestra que es necesario sacrificar la elección misma, practicar la equivalencia de la elección y de la no elección, y que surja así una verdad impersonal. Exactamente como ocurre hoy en la democracia: elegir a tal presidente es estrictamente equivalente a no elegirlo porque la política será la misma, siendo comandada por la trascendencia de la organización capitalista de la ciencia y los avatares del mercado. No obstante, en ambos casos, existe un maestro inicial, quien decide en cuanto a la naturaleza de la elección. La cuestión mayor del pensamiento contemporáneo es, a mi entender, la siguiente: encontrar un pensamiento de la elección y de la decisión que vaya del vacío a la verdad sin pasar por la figura del maestro, sin suscitar ni sacrificar esta figura. Debemos retener de la oda árabe la convicción de que la verdad permanece inmanente al lugar; que ella no es exterior, que no es una fuerza impersonal trascendente. Pero sin suscitar un maestro. Debemos retener del poema francés la convicción de que la verdad es anónima, que surge a partir del vacío, que está separada del maestro. Pero sin que sea necesario ausentar y sacrificar a ese maestro. Toda la cuestión puede ser reformulada de la siguiente manera: ¿Cómo pensar la verdad como simultáneamente anónima o impersonal, y sin embargo inmanente y terrestre? O ¿cómo pensar en que podamos elegir la verdad, en el desafío inicial del vacío y del lugar desnudo, sin tener que ser el maestro de esa elección ni confiar esa elección a un maestro? Es eso lo que mi filosofía, aceptando la condición del poema, intenta conseguir. Indiquemos algunos motivos, necesarios según mi perspectiva, para resolver el problema. a) No existe la verdad, sino que hay verdades; este plural es capital. Asumiremos la irreductible multiplicidad de las verdades.
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b) Cada verdad es un proceso y no un juicio o un estado de cosas. Este proceso es, de derecho, infinito o inalcanzable. c) Llamamos sujeto de una verdad a todo momento finito del proceso infinito de esa verdad. El sujeto no tiene así ningún dominio sobre la verdad y, al mismo tiempo, es inmanente a ella. d) Todo proceso de verdad comienza con un acontecimiento; un acontecimiento es imprevisible, incalculable. Es un suplemento de la situación. Toda verdad y, por ende, todo sujeto dependen de un surgimiento acontecimiental. Una verdad y un sujeto de verdad no provienen de lo que hay sino de aquello que ocurre, en sentido fuerte. e) El acontecimiento revela el vacío de la situación. Porque muestra que lo que hay estaba sin verdad. Es a partir de ese vacío que el sujeto se constituye como fragmento del proceso de una verdad. Es ese vacío el que lo separa de la situación o del lugar, el que lo inscribe en una trayectoria sin precedente. Por eso es verdad que el desafío del lugar, del lugar como vacío, funda al sujeto de una verdad, pero ese desafío no constituye ningún magisterio. A lo sumo podríamos afirmar, de manera absolutamente general, que un sujeto cualquiera es el militante de una verdad. f) La elección que liga el sujeto a la verdad es la elección de continuar siendo. Fidelidad al acontecimiento. Fidelidad al vacío. El sujeto es aquel que elige perseverar en esa distancia de sí mismo suscitada por la revelación del vacío. El vacío, que es el ser mismo del lugar. Nos vemos aquí reconducidos a nuestro punto de partida. Porque una verdad comienza siempre por nombrar el vacío, por hacer el poema del lugar abandonado. Aquello a lo que un sujeto es fiel es lo que nos dice Labid ben Rabi’a: Bajo un árbol aislado, muy alto, al borde De dunas que el viento desparrama en polvo, La tarde se hace nube en las estrellas ocultas
Y es también lo que nos dice Mallarmé: El abismo blanqueado, sereno, furioso, bajo una inclinación
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plana desesperadamente de ala, la suya vuelta a caer con anticipación por un dolor para enderezar el vuelo.
Una verdad comienza por un poema del vacío, continua por la elección de continuar y sólo finaliza en el agotamiento de su propia infinidad. Nadie es el maestro, pero cada uno puede inscribirse allí. Cada uno puede decir: no, no hay solamente lo que hay. Está también eso que ha ocurrido y de lo que yo llevo, aquí y ahora, la persistencia. ¿La persistencia? El poema, inscripto para siempre, estelar sobre la página, es su guardián ejemplar. Pero ¿no hay otras artes, que se consagran a la fugacidad del acontecimiento, a su desaparición alusiva, a lo que hay de no fijado en el devenir de lo verdadero? ¿Artes sustraídas al impasse del maestro? ¿Artes de la movilidad y del “una sola vez”? ¿Qué decir sobre la danza, sobre esos cuerpos móviles que nos transportan en el olvido de su peso? ¿Qué decir del cine, procesión deleuziana de la imagen-tiempo? ¿Qué decir del teatro, en cuanto que cada noche se interpreta una obra siempre diferente, aun si es la misma, y de la cual un día –actores desaparecidos, decorados quemados, director ausente– no quedará nada? Estos son, hay que decirlo, otros tipos de configuraciones artísticas, más familiares, más dúctiles, y que más aun, a diferencia del imperial poema, reúnen. ¿La filosofía está también cómoda con estas artes del pasaje público como con su vínculo, conflicto mortal o fidelidad, con el poema?
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6 La danza como metáfora del pensamiento
¿Por qué Nietzsche considera la danza como la metáfora obligada del pensamiento? Porque la danza se opone al gran enemigo de Zaratustra-Nietzsche, enemigo que designa como “el espíritu de pesadez”. La danza es sobre todo la imagen de un pensamiento sustraído a todo espíritu de pesadez. Es importante observar las otras imágenes de esta sustracción, ya que inscriben a la danza en una compacta red metafórica. Está, por ejemplo, el pájaro. Zaratustra declara: “Es porque odio el espíritu de pesadez que viene del pájaro”. Es una primera conexión metafórica entre la danza y el pájaro. Digamos que existe una germinación, un nacimiento danzante, de lo que se podría llamar el pájaro interior al cuerpo. Más generalmente, está la imagen del vuelo. Zaratustra dice: “Quien aprenda a volar, dará a la tierra un nuevo nombre. La llamará la ligera”. Y sería, en efecto, una definición de la danza muy bella y atinada decir que es un nombre nuevo dado a la tierra. Está también el niño. El niño, “inocencia y olvido, comienzo nuevo, juego, rueda que se mueve por sí misma, primer móvil, afirmación simple”. Se trata de la tercera metáfora, al comienzo de Zaratustra, después del camello, que es lo contrario de la danza, y del león, que es demasiado violento para poder nombrar como ligera a la tierra recomenzada. Habría agregar, entonces, que la danza, que es pájaro y vuelo, es también todo aquello que se refiere al niño. La danza es inocencia porque es un cuerpo anterior al cuerpo. Es olvido, porque es un cuerpo que olvida su carga, su peso. Es un comienzo nue vo porque el gesto danzante debe ser siempre como si inventara su propio comienzo. Es juego, obviamente, pues la danza libera al cuerpo de toda mímica social, de toda seriedad, de toda con veniencia. Una rueda que se mueve por sí misma: una muy bella 105
Alain Badiou
plana desesperadamente de ala, la suya vuelta a caer con anticipación por un dolor para enderezar el vuelo.
Una verdad comienza por un poema del vacío, continua por la elección de continuar y sólo finaliza en el agotamiento de su propia infinidad. Nadie es el maestro, pero cada uno puede inscribirse allí. Cada uno puede decir: no, no hay solamente lo que hay. Está también eso que ha ocurrido y de lo que yo llevo, aquí y ahora, la persistencia. ¿La persistencia? El poema, inscripto para siempre, estelar sobre la página, es su guardián ejemplar. Pero ¿no hay otras artes, que se consagran a la fugacidad del acontecimiento, a su desaparición alusiva, a lo que hay de no fijado en el devenir de lo verdadero? ¿Artes sustraídas al impasse del maestro? ¿Artes de la movilidad y del “una sola vez”? ¿Qué decir sobre la danza, sobre esos cuerpos móviles que nos transportan en el olvido de su peso? ¿Qué decir del cine, procesión deleuziana de la imagen-tiempo? ¿Qué decir del teatro, en cuanto que cada noche se interpreta una obra siempre diferente, aun si es la misma, y de la cual un día –actores desaparecidos, decorados quemados, director ausente– no quedará nada? Estos son, hay que decirlo, otros tipos de configuraciones artísticas, más familiares, más dúctiles, y que más aun, a diferencia del imperial poema, reúnen. ¿La filosofía está también cómoda con estas artes del pasaje público como con su vínculo, conflicto mortal o fidelidad, con el poema?
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definición posible de la danza. Porque ella es como un círculo en el espacio, pero un círculo que es, por sí mismo, su propio principio, un círculo que no es dibujado desde el exterior, un círculo que se dibuja. Primer móvil: cada gesto, cada trazado de la danza debe presentarse, no como una consecuencia, sino como aquello que constituye el origen mismo de la movilidad. Es afirmación simple, porque la danza ausenta radiantemente al cuerpo negativo, al cuerpo vergonzoso. Y luego Nietzsche hablará también de las fuentes, siempre dentro de la línea de imágenes que disuelven el espíritu de pesadez. “Mi alma es una fuente surgente” y, en verdad, el cuerpo danzante se encuentra en estado de brotar, fuera del suelo, fuera de sí mismo. Por último, está el aire, el elemento aéreo, que recapitula todo. La danza autoriza que podamos llamar “aérea” a la tierra misma. En la danza, se concibe a la tierra como dotada de una aireación constante, la danza supone el aliento, la respiración de la tierra. La cuestión central de la danza es la relación entre verticalidad y atracción, verticalidad y atracción que transitan en el cuerpo danzante y la autorizan a manifestar un paradójico posible: que el aire y la tierra intercambien sus posiciones, pasen el uno en el otro. Por todas estas razones, el pensamiento encuentra su metáfora en la danza, la cual recapitula la serie del pájaro, la fuente, el niño, el aire impalpable. Es cierto que esta serie puede parecer muy inocente, casi afectada, es como un cuento infantil en donde ya nada se plantea ni nada tiene peso. Pero hay que comprender que ella está atravesada por Nietzsche –por la danza– en su lazo con una potencia y con una rabia. La danza es a la vez uno de los términos de la serie y el cruce violento de la serie. Zaratustra dirá de sí mismo que tiene “los pies de un bailarín rabioso”. La danza representa la travesía en potencia de la inocencia. Manifiesta la virulencia secreta de lo que aparece como fuente, pájaro, infancia. En realidad, lo que fundamenta que la danza sea metáfora del pensamiento es la convicción de Nietzsche de que el pensamiento es una intensificación . Esta convicción se opone sobre todo a la tesis que ve en el pensamiento un principio cuyo modo de realización es exterior. Según Nietzsche, el pensamiento no se efectúa fuera de donde tiene lugar, el pensamiento 106
6 La danza como metáfora del pensamiento
¿Por qué Nietzsche considera la danza como la metáfora obligada del pensamiento? Porque la danza se opone al gran enemigo de Zaratustra-Nietzsche, enemigo que designa como “el espíritu de pesadez”. La danza es sobre todo la imagen de un pensamiento sustraído a todo espíritu de pesadez. Es importante observar las otras imágenes de esta sustracción, ya que inscriben a la danza en una compacta red metafórica. Está, por ejemplo, el pájaro. Zaratustra declara: “Es porque odio el espíritu de pesadez que viene del pájaro”. Es una primera conexión metafórica entre la danza y el pájaro. Digamos que existe una germinación, un nacimiento danzante, de lo que se podría llamar el pájaro interior al cuerpo. Más generalmente, está la imagen del vuelo. Zaratustra dice: “Quien aprenda a volar, dará a la tierra un nuevo nombre. La llamará la ligera”. Y sería, en efecto, una definición de la danza muy bella y atinada decir que es un nombre nuevo dado a la tierra. Está también el niño. El niño, “inocencia y olvido, comienzo nuevo, juego, rueda que se mueve por sí misma, primer móvil, afirmación simple”. Se trata de la tercera metáfora, al comienzo de Zaratustra, después del camello, que es lo contrario de la danza, y del león, que es demasiado violento para poder nombrar como ligera a la tierra recomenzada. Habría agregar, entonces, que la danza, que es pájaro y vuelo, es también todo aquello que se refiere al niño. La danza es inocencia porque es un cuerpo anterior al cuerpo. Es olvido, porque es un cuerpo que olvida su carga, su peso. Es un comienzo nue vo porque el gesto danzante debe ser siempre como si inventara su propio comienzo. Es juego, obviamente, pues la danza libera al cuerpo de toda mímica social, de toda seriedad, de toda con veniencia. Una rueda que se mueve por sí misma: una muy bella 105
Pequeño tratado de inestética
es efectivo “en el lugar”, es él quien se intensifica –si esto se puede afirmar de sí mismo–, o es incluso el movimiento de su propia intensidad. Pero entonces, la imagen de la danza es natural. Transmite visiblemente la Idea del pensamiento como intensificación inmanente. Mejor digamos: una cierta visión de la danza. En efecto, la metáfora sólo tiene valor si descartamos toda representación de la danza como obligación exterior impuesta a un cuerpo flexible, como gimnasia del cuerpo danzante regulada desde fuera. Nietzsche opone completamente lo que llama la danza a ese tipo de gimnasia. Después de todo, podríamos imaginar que la danza nos expone un cuerpo obediente y musculoso, un cuerpo a la vez capaz y sumiso. O sea, un régimen del cuerpo ejercitado en someterse a la coreografía. Pero, según Nietzsche, un cuerpo tal es lo contrario del cuerpo que danza, del cuerpo que intercambia interiormente el aire y la tierra. ¿Qué es, para Nietzsche, lo contrario de la danza? Es el alemán, el alemán malo, de quien da la siguiente definición: “obediencia y buenas piernas”. La esencia de esta mala Alemania es el desfile militar , que es el cuerpo alineado y martilleante, el cuerpo esclavizado y sonoro. El cuerpo de la cadencia golpeada. Mientras que la danza es el cuerpo aéreo y roto, el cuerpo vertical. No es en absoluto el cuerpo martilleante sino el cuerpo “en puntas”, el cuerpo que pica el suelo como si fuera una nube. Y, sobre todo, es el cuerpo silencioso, contra ese cuerpo que prescribe tras de sí los truenos de su propio y pesado golpear, el cuerpo del desfile militar. Finalmente, la danza indica para Nietzsche el pensamiento vertical, el pensamiento volcado hacia su propia altura. Lo cual, evidentemente, está ligado al tema de la afirmación, que para Nietzsche está tomado en la imagen del “gran Mediodía”, cuando el sol está en el cenit. La danza es el cuerpo dedicado a su cenit. Pero quizás aun más profundamente, lo que Nietzsche observa en la danza, a la vez como imagen del pensamiento y como real del cuerpo, es el tema de una movilidad fuertemente asida a sí misma, una movilidad que no se inscribe en una determinación exterior sino que se mueve sin despegarse de su propio centro. Una movilidad no impuesta, que se despliega como si fuera la expansión de su centro.
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definición posible de la danza. Porque ella es como un círculo en el espacio, pero un círculo que es, por sí mismo, su propio principio, un círculo que no es dibujado desde el exterior, un círculo que se dibuja. Primer móvil: cada gesto, cada trazado de la danza debe presentarse, no como una consecuencia, sino como aquello que constituye el origen mismo de la movilidad. Es afirmación simple, porque la danza ausenta radiantemente al cuerpo negativo, al cuerpo vergonzoso. Y luego Nietzsche hablará también de las fuentes, siempre dentro de la línea de imágenes que disuelven el espíritu de pesadez. “Mi alma es una fuente surgente” y, en verdad, el cuerpo danzante se encuentra en estado de brotar, fuera del suelo, fuera de sí mismo. Por último, está el aire, el elemento aéreo, que recapitula todo. La danza autoriza que podamos llamar “aérea” a la tierra misma. En la danza, se concibe a la tierra como dotada de una aireación constante, la danza supone el aliento, la respiración de la tierra. La cuestión central de la danza es la relación entre verticalidad y atracción, verticalidad y atracción que transitan en el cuerpo danzante y la autorizan a manifestar un paradójico posible: que el aire y la tierra intercambien sus posiciones, pasen el uno en el otro. Por todas estas razones, el pensamiento encuentra su metáfora en la danza, la cual recapitula la serie del pájaro, la fuente, el niño, el aire impalpable. Es cierto que esta serie puede parecer muy inocente, casi afectada, es como un cuento infantil en donde ya nada se plantea ni nada tiene peso. Pero hay que comprender que ella está atravesada por Nietzsche –por la danza– en su lazo con una potencia y con una rabia. La danza es a la vez uno de los términos de la serie y el cruce violento de la serie. Zaratustra dirá de sí mismo que tiene “los pies de un bailarín rabioso”. La danza representa la travesía en potencia de la inocencia. Manifiesta la virulencia secreta de lo que aparece como fuente, pájaro, infancia. En realidad, lo que fundamenta que la danza sea metáfora del pensamiento es la convicción de Nietzsche de que el pensamiento es una intensificación . Esta convicción se opone sobre todo a la tesis que ve en el pensamiento un principio cuyo modo de realización es exterior. Según Nietzsche, el pensamiento no se efectúa fuera de donde tiene lugar, el pensamiento 106
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Claro está, la danza se corresponde con la idea nietzscheana del pensamiento como devenir, como potencia activa. Pero ese devenir es tal que ahí se libera una interioridad afirmativa única. El movimiento no es un desplazamiento o una transformación, es un trazo que atraviesa y sostiene la unicidad eterna de una afirmación. De modo que la danza designa la capacidad de la impulsión corporal, no principalmente para ser proyectada en el espacio por fuera de sí, sino más bien para ser captada en una atracción afirmativa que la retiene. Eso es quizás lo más importante: la danza, más allá de la mostración de los movimientos o de la prontitud en sus diseños exteriores, prueba la fuerza de su retención. Por cierto, sólo será posible mostrar la fuerza de la retención con el movimiento en sí, pero lo que cuenta es la poderosa legibilidad de esa retención. En la danza así concebida, el movimiento tiene su esencia en lo que no ha tenido lugar, en lo que ha quedado sin efecto o retenido en el interior del movimiento mismo. Esta sería además otra manera de abordar negativamente la idea de la danza. Ya que al impulso que no fue retenido, la solicitud corporal en seguida obedecida y manifiesta, Nietzsche lo llama la vulgaridad. Sostiene que toda vulgaridad proviene de la incapacidad de resistir a una solicitud. O incluso que la vulgaridad sea estar obligados a reaccionar, “que se obedezca a cada impulso”. En consecuencia, la danza se definirá como movimiento del cuerpo sustraído a toda vulgaridad. La danza no es en absoluto el impulso corporal liberado, la energía salvaje del cuerpo. Por el contrario, es la mostración corporal de la desobediencia a un impulso. La danza muestra cómo el impulso puede ser vuelto inefectivo, de manera que no se trate de una obediencia sino de una retención. La danza es el pensamiento como refinamiento. Nos oponemos a cualquier doctrina de la danza como éxtasis primitivo o como repetición olvidadiza del cuerpo. La danza metaforiza el pensamiento ligero y sutil, precisamente porque muestra la retención inmanente al movimiento y se opone de esa forma a la vulgaridad espontánea del cuerpo. Podemos entonces pensar adecuadamente lo que se dice dentro del tema de la danza como ligereza. Sí, la danza se opone al espíritu de pesadez; sí, es quien le da a la tierra su nuevo 108
Pequeño tratado de inestética
es efectivo “en el lugar”, es él quien se intensifica –si esto se puede afirmar de sí mismo–, o es incluso el movimiento de su propia intensidad. Pero entonces, la imagen de la danza es natural. Transmite visiblemente la Idea del pensamiento como intensificación inmanente. Mejor digamos: una cierta visión de la danza. En efecto, la metáfora sólo tiene valor si descartamos toda representación de la danza como obligación exterior impuesta a un cuerpo flexible, como gimnasia del cuerpo danzante regulada desde fuera. Nietzsche opone completamente lo que llama la danza a ese tipo de gimnasia. Después de todo, podríamos imaginar que la danza nos expone un cuerpo obediente y musculoso, un cuerpo a la vez capaz y sumiso. O sea, un régimen del cuerpo ejercitado en someterse a la coreografía. Pero, según Nietzsche, un cuerpo tal es lo contrario del cuerpo que danza, del cuerpo que intercambia interiormente el aire y la tierra. ¿Qué es, para Nietzsche, lo contrario de la danza? Es el alemán, el alemán malo, de quien da la siguiente definición: “obediencia y buenas piernas”. La esencia de esta mala Alemania es el desfile militar , que es el cuerpo alineado y martilleante, el cuerpo esclavizado y sonoro. El cuerpo de la cadencia golpeada. Mientras que la danza es el cuerpo aéreo y roto, el cuerpo vertical. No es en absoluto el cuerpo martilleante sino el cuerpo “en puntas”, el cuerpo que pica el suelo como si fuera una nube. Y, sobre todo, es el cuerpo silencioso, contra ese cuerpo que prescribe tras de sí los truenos de su propio y pesado golpear, el cuerpo del desfile militar. Finalmente, la danza indica para Nietzsche el pensamiento vertical, el pensamiento volcado hacia su propia altura. Lo cual, evidentemente, está ligado al tema de la afirmación, que para Nietzsche está tomado en la imagen del “gran Mediodía”, cuando el sol está en el cenit. La danza es el cuerpo dedicado a su cenit. Pero quizás aun más profundamente, lo que Nietzsche observa en la danza, a la vez como imagen del pensamiento y como real del cuerpo, es el tema de una movilidad fuertemente asida a sí misma, una movilidad que no se inscribe en una determinación exterior sino que se mueve sin despegarse de su propio centro. Una movilidad no impuesta, que se despliega como si fuera la expansión de su centro.
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nombre, “la ligera”, pero en definitiva, ¿qué es la ligereza? Decir que es la ausencia de peso no conduce muy lejos. Se debe entender por ligereza la capacidad del cuerpo de manifestarse como cuerpo no constreñido, eso incluye no constreñido por sí mismo, es decir, en estado de desobediencia en relación con sus propios impulsos. Este impulso desobedecido se opone a Alemania (“obediente y de buenas piernas”), pero sobre todo exige un principio de lentitud. La ligereza tiene su esencia, y es de lo que la danza es la mejor imagen, en la capacidad de manifestar la lentitud secreta de aquello que es rápido. El movimiento de la danza es por cierto de una celeridad extrema, es aun virtuoso en la rapidez, pero sólo lo es habitado por su lentitud latente, que es el poder afirmativo de su retención. Nietzsche proclama que “lo que la voluntad debe aprender, es a ser lenta y desconfiada”. Es decir que la danza puede definirse como la expansión de la lentitud y de la desconfianza del cuerpo-pensamiento. En este sentido, el bailarín nos indica lo que la voluntad puede aprender. Evidentemente, resulta de esto que la esencia de la danza es el movimiento virtual, más que el movimiento real. O sea: el movimiento virtual como lentitud secreta del movimiento real. O, más precisamente: la danza, en su más extrema celeridad virtuosa, exhibe esta lentitud escondida donde lo que t iene lugar es indiscernible de su propia retención. En la culminación del arte, la danza mostraría la equivalencia extraña, no solamente entre la celeridad y la lentitud, sino entre el gesto y el no gesto. Indicaría que, aunque el movimiento haya tenido lugar, ese tener-lugar es indistinguible del no lugar virtual. La danza se compone de gestos que, asediados por su retención, quedan de algún modo indecisos. A los ojos de mi propio pensamiento, o doctrina, esta exégesis nietzscheana sugiere lo siguiente: la danza sería la metáfora de que todo pensamiento verdadero está suspendido de un acontecimiento. Porque un acontecimiento es precisamente aquello que queda no decidido entre el tener-lugar y el no-lugar, un surgir que es inseparable de su desaparecer. Se agrega a lo que hay pero apenas este suplemento es indicado, el “hay” retoma sus derechos y dispone de todo. Obviamente, la única manera de fijar un acontecimiento es dándole un nombre, inscribiéndolo 109
Alain Badiou
Claro está, la danza se corresponde con la idea nietzscheana del pensamiento como devenir, como potencia activa. Pero ese devenir es tal que ahí se libera una interioridad afirmativa única. El movimiento no es un desplazamiento o una transformación, es un trazo que atraviesa y sostiene la unicidad eterna de una afirmación. De modo que la danza designa la capacidad de la impulsión corporal, no principalmente para ser proyectada en el espacio por fuera de sí, sino más bien para ser captada en una atracción afirmativa que la retiene. Eso es quizás lo más importante: la danza, más allá de la mostración de los movimientos o de la prontitud en sus diseños exteriores, prueba la fuerza de su retención. Por cierto, sólo será posible mostrar la fuerza de la retención con el movimiento en sí, pero lo que cuenta es la poderosa legibilidad de esa retención. En la danza así concebida, el movimiento tiene su esencia en lo que no ha tenido lugar, en lo que ha quedado sin efecto o retenido en el interior del movimiento mismo. Esta sería además otra manera de abordar negativamente la idea de la danza. Ya que al impulso que no fue retenido, la solicitud corporal en seguida obedecida y manifiesta, Nietzsche lo llama la vulgaridad. Sostiene que toda vulgaridad proviene de la incapacidad de resistir a una solicitud. O incluso que la vulgaridad sea estar obligados a reaccionar, “que se obedezca a cada impulso”. En consecuencia, la danza se definirá como movimiento del cuerpo sustraído a toda vulgaridad. La danza no es en absoluto el impulso corporal liberado, la energía salvaje del cuerpo. Por el contrario, es la mostración corporal de la desobediencia a un impulso. La danza muestra cómo el impulso puede ser vuelto inefectivo, de manera que no se trate de una obediencia sino de una retención. La danza es el pensamiento como refinamiento. Nos oponemos a cualquier doctrina de la danza como éxtasis primitivo o como repetición olvidadiza del cuerpo. La danza metaforiza el pensamiento ligero y sutil, precisamente porque muestra la retención inmanente al movimiento y se opone de esa forma a la vulgaridad espontánea del cuerpo. Podemos entonces pensar adecuadamente lo que se dice dentro del tema de la danza como ligereza. Sí, la danza se opone al espíritu de pesadez; sí, es quien le da a la tierra su nuevo 108
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en el “hay” en tanto que nombre supernumerario. “Él mismo” nunca es más que su propia desaparición, pero una inscripción puede retenerlo como en el límite dorado de su pérdida. El nombre es lo que decide el haber-tenido-lugar. La danza indicaría así al pensamiento como acontecimiento, pero antes de que aquél tenga su nombre, al borde extremo de su verdadera desaparición, en el desvanecimiento de sí mismo, sin el abrigo del nombre. La danza imitaría al pensamiento todavía indecidido. Sería el pensamiento nativo, o no fijado. Sí, habría en la danza la metáfora de lo no fijado. De esto, se sigue que la danza tiene que interpretar el tiempo en el espacio. Porque un acontecimiento funda un tiempo singular a partir de su fijación nominal. Trazado, nombrado, inscripto, el acontecimiento delinea en situación, en el “hay”, un antes y un después. Un tiempo se pone a existir. Pero si la danza es metáfora del acontecimiento “antes” del nombre, ella no puede participar de ese tiempo que sólo el nombre, por medio de su corte, instituye. Está sustraída a la decisión temporal. Hay entonces, en la danza, algo de antes del tiempo, de pretemporal. Y este elemento pretemporal va a ser interpretado en el espacio. La danza suspende el tiempo en el espacio. En El alma y la danza, Valéry, dirigiéndose a la bailarina, le dice: “¡qué extraordinaria eres en la inminencia!” Podríamos afirmar, en efecto, que la danza es el cuerpo presa de la inminencia. Pero lo que es inminente es el tiempo de antes del tiempo que va a tener. La danza, como puesta en espacio de la inminencia, haría metáfora de lo que todo pensamiento funda y organiza. También se podría decir: la danza interpreta el acontecimiento antes de la nominación, y en consecuencia, en lugar del nombre, hay silencio. La danza manifiesta el silencio de antes del nombre, exactamente como ella es el espacio de antes del tiempo. La objeción que en seguida aparece es evidentemente el rol de la música. ¿Cómo podemos hablar de silencio, cuando toda danza parece estar tan fuertemente bajo la jurisdicción de la música? Existe por cierto una concepción de la danza que la describe como el cuerpo preso de la música y, más precisamente, preso del ritmo. Pero esta concepción es siempre “obediencia y buenas piernas”, nuestra Alemania pesada, aun si la obediencia reconoce a la música como su maestra. Afirmemos sin dudar 110
Pequeño tratado de inestética
nombre, “la ligera”, pero en definitiva, ¿qué es la ligereza? Decir que es la ausencia de peso no conduce muy lejos. Se debe entender por ligereza la capacidad del cuerpo de manifestarse como cuerpo no constreñido, eso incluye no constreñido por sí mismo, es decir, en estado de desobediencia en relación con sus propios impulsos. Este impulso desobedecido se opone a Alemania (“obediente y de buenas piernas”), pero sobre todo exige un principio de lentitud. La ligereza tiene su esencia, y es de lo que la danza es la mejor imagen, en la capacidad de manifestar la lentitud secreta de aquello que es rápido. El movimiento de la danza es por cierto de una celeridad extrema, es aun virtuoso en la rapidez, pero sólo lo es habitado por su lentitud latente, que es el poder afirmativo de su retención. Nietzsche proclama que “lo que la voluntad debe aprender, es a ser lenta y desconfiada”. Es decir que la danza puede definirse como la expansión de la lentitud y de la desconfianza del cuerpo-pensamiento. En este sentido, el bailarín nos indica lo que la voluntad puede aprender. Evidentemente, resulta de esto que la esencia de la danza es el movimiento virtual, más que el movimiento real. O sea: el movimiento virtual como lentitud secreta del movimiento real. O, más precisamente: la danza, en su más extrema celeridad virtuosa, exhibe esta lentitud escondida donde lo que t iene lugar es indiscernible de su propia retención. En la culminación del arte, la danza mostraría la equivalencia extraña, no solamente entre la celeridad y la lentitud, sino entre el gesto y el no gesto. Indicaría que, aunque el movimiento haya tenido lugar, ese tener-lugar es indistinguible del no lugar virtual. La danza se compone de gestos que, asediados por su retención, quedan de algún modo indecisos. A los ojos de mi propio pensamiento, o doctrina, esta exégesis nietzscheana sugiere lo siguiente: la danza sería la metáfora de que todo pensamiento verdadero está suspendido de un acontecimiento. Porque un acontecimiento es precisamente aquello que queda no decidido entre el tener-lugar y el no-lugar, un surgir que es inseparable de su desaparecer. Se agrega a lo que hay pero apenas este suplemento es indicado, el “hay” retoma sus derechos y dispone de todo. Obviamente, la única manera de fijar un acontecimiento es dándole un nombre, inscribiéndolo 109
Pequeño tratado de inestética
que toda danza que obedece a la música hace de la música una música militar, trátese de Chopin o de Boulez, al mismo tiempo que ella se metamorfosea en la mala Alemania. Lo que se debe sostener, cualquiera sea la paradoja, es lo siguiente: con respecto a la danza, la música no tiene otra función que marcar el silencio. Por eso es indispensable, porque el silencio debe ser marcado para manifestarse como silencio. ¿Silencio de qué? Silencio del nombre. Si es cierto que la danza representa la nominación del acontecimiento en el silencio del nombre, el lugar de ese silencio está indicado por la música. Es muy natural: sólo se podría indicar el silencio fundador de la danza con la más extrema concentración del sonido. Y la más extrema concentración de sonido, es la música. Hay que obser var que, a pesar de todas las apariencias –apariencias que quieren que las “buenas piernas” de la danza obedezcan a la prescripción de la música–, es en realidad la danza la que manda sobre la música, en tanto que la música marca el silencio fundador donde la danza presenta el pensamiento nativo, en la economía aleatoria y en desaparición del nombre. Tomada como metáfora de la dimensión acontecimiental de todo pensamiento, la danza es anterior a la música de la que se sostiene. De estas ideas preliminares se desprenden, entre otras consecuencias, lo que llamaré los principios de la danza. No de la danza pensada a partir de ella misma, de su técnica y de su historia, sino de la danza tal como la recibe y la acoge la filosofía. Estos principios aparecen muy claramente en los dos textos que Mallarmé dedicó a la danza, textos tan profundos como bre ves, textos, en mi opinión, definitivos. Distingo seis principios, todos relativos al vínculo entre la danza y el pensamiento y todos gobernados por una comparación no explicitada entre la danza y el teatro. A continuación, la lista de esos seis principios: 7. la obligación del espacio 8. el anonimato del cuerpo 9. la omnipresencia borrada de los sexos 10. la sustracción de sí mismo 11. la desnudez 12. la mirada absoluta 111
Alain Badiou
en el “hay” en tanto que nombre supernumerario. “Él mismo” nunca es más que su propia desaparición, pero una inscripción puede retenerlo como en el límite dorado de su pérdida. El nombre es lo que decide el haber-tenido-lugar. La danza indicaría así al pensamiento como acontecimiento, pero antes de que aquél tenga su nombre, al borde extremo de su verdadera desaparición, en el desvanecimiento de sí mismo, sin el abrigo del nombre. La danza imitaría al pensamiento todavía indecidido. Sería el pensamiento nativo, o no fijado. Sí, habría en la danza la metáfora de lo no fijado. De esto, se sigue que la danza tiene que interpretar el tiempo en el espacio. Porque un acontecimiento funda un tiempo singular a partir de su fijación nominal. Trazado, nombrado, inscripto, el acontecimiento delinea en situación, en el “hay”, un antes y un después. Un tiempo se pone a existir. Pero si la danza es metáfora del acontecimiento “antes” del nombre, ella no puede participar de ese tiempo que sólo el nombre, por medio de su corte, instituye. Está sustraída a la decisión temporal. Hay entonces, en la danza, algo de antes del tiempo, de pretemporal. Y este elemento pretemporal va a ser interpretado en el espacio. La danza suspende el tiempo en el espacio. En El alma y la danza, Valéry, dirigiéndose a la bailarina, le dice: “¡qué extraordinaria eres en la inminencia!” Podríamos afirmar, en efecto, que la danza es el cuerpo presa de la inminencia. Pero lo que es inminente es el tiempo de antes del tiempo que va a tener. La danza, como puesta en espacio de la inminencia, haría metáfora de lo que todo pensamiento funda y organiza. También se podría decir: la danza interpreta el acontecimiento antes de la nominación, y en consecuencia, en lugar del nombre, hay silencio. La danza manifiesta el silencio de antes del nombre, exactamente como ella es el espacio de antes del tiempo. La objeción que en seguida aparece es evidentemente el rol de la música. ¿Cómo podemos hablar de silencio, cuando toda danza parece estar tan fuertemente bajo la jurisdicción de la música? Existe por cierto una concepción de la danza que la describe como el cuerpo preso de la música y, más precisamente, preso del ritmo. Pero esta concepción es siempre “obediencia y buenas piernas”, nuestra Alemania pesada, aun si la obediencia reconoce a la música como su maestra. Afirmemos sin dudar 110
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Comentémoslos uno por uno. Si es verdad que la danza representa el tiempo en el espacio, que supone el espacio de la inminencia, entonces existe para la danza una obligación del espacio. Mallarmé lo indica de esta forma: “La danza sola me parece necesitar un espacio real”. Prestemos atención: la danza sola. La danza es la única de las artes constreñida al espacio. En particular, no es el caso del teatro. La danza es, como he afirmado, el acontecimiento antes de la nominación. El teatro no es, por el contrario, sino la consecuencia de una nominación representada. A partir del momento en el que hay un texto, una vez que el nombre ha sido dado, la exigencia es la del tiempo, no la del espacio. Cualquiera que lea detrás de una mesa puede hacer teatro. Ciertamente, se le puede agregar además una escena, un decorado, pero todo eso no es esencial según Mallarmé. El espacio no es una obligación intrínseca del teatro. La danza, en cambio, integra el espacio en su esencia. Es la única figura del pensamiento que lo hace. De manera que se podría afirmar que la danza simboliza la espacialización del pensamiento. ¿Qué debe entenderse por eso? Es necesario regresar una vez más sobre el origen acontecimiental de todo pensamiento. Un acontecimiento está siempre localizado en la situación, no la afecta nunca “completa”: hay lo que he llamado un sitio de acontecimiento. Antes de que la denominación funde el tiempo donde el acontecimiento “trabaja” la situación como su verdad, está el sitio. Y como la danza es mostración del antes-del-nombre, es necesario que se despliegue como recorrido de un sitio. De un sitio puro. Hay en la danza, en palabras de Mallarmé, “una virginidad del sitio”. Y agrega: “una virginidad del sitio no soñada”. ¿Qué quiere decir con “no soñada”? Que el sitio acontecimiental no tiene más que crear las imaginaciones de un decorado. El decorado es del teatro, no de la danza. La danza es el sitio tal cual, sin adorno figurativo. Ella exige el espacio, el espaciamiento, sólo eso. Hasta aquí lo relacionado con el primer principio. En cuanto al segundo –el anonimato del cuerpo–, volvemos a encontrar allí la ausencia de todo vocablo, el antes-del-nombre. El cuerpo danzante, tal como llega al sitio, tal como se espacializa en la inminencia, es un cuerpo-pensamiento, no es nunca alguien. Sobre ese cuerpo, Mallarmé afirma: “Ellos son siempre 112
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que toda danza que obedece a la música hace de la música una música militar, trátese de Chopin o de Boulez, al mismo tiempo que ella se metamorfosea en la mala Alemania. Lo que se debe sostener, cualquiera sea la paradoja, es lo siguiente: con respecto a la danza, la música no tiene otra función que marcar el silencio. Por eso es indispensable, porque el silencio debe ser marcado para manifestarse como silencio. ¿Silencio de qué? Silencio del nombre. Si es cierto que la danza representa la nominación del acontecimiento en el silencio del nombre, el lugar de ese silencio está indicado por la música. Es muy natural: sólo se podría indicar el silencio fundador de la danza con la más extrema concentración del sonido. Y la más extrema concentración de sonido, es la música. Hay que obser var que, a pesar de todas las apariencias –apariencias que quieren que las “buenas piernas” de la danza obedezcan a la prescripción de la música–, es en realidad la danza la que manda sobre la música, en tanto que la música marca el silencio fundador donde la danza presenta el pensamiento nativo, en la economía aleatoria y en desaparición del nombre. Tomada como metáfora de la dimensión acontecimiental de todo pensamiento, la danza es anterior a la música de la que se sostiene. De estas ideas preliminares se desprenden, entre otras consecuencias, lo que llamaré los principios de la danza. No de la danza pensada a partir de ella misma, de su técnica y de su historia, sino de la danza tal como la recibe y la acoge la filosofía. Estos principios aparecen muy claramente en los dos textos que Mallarmé dedicó a la danza, textos tan profundos como bre ves, textos, en mi opinión, definitivos. Distingo seis principios, todos relativos al vínculo entre la danza y el pensamiento y todos gobernados por una comparación no explicitada entre la danza y el teatro. A continuación, la lista de esos seis principios: 7. la obligación del espacio 8. el anonimato del cuerpo 9. la omnipresencia borrada de los sexos 10. la sustracción de sí mismo 11. la desnudez 12. la mirada absoluta 111
Pequeño tratado de inestética
sólo emblema, nunca alguien” Emblema se opone ante todo a imitación. El cuerpo danzante no imita a un personaje o a una singularidad. No figura nada. El cuerpo del teatro sí está siempre atrapado en una imitación, es tomado por el rol. El cuerpo danzante, no enrolado en ningún rol, es el emblema del surgimiento puro. Pero “emblema” se opone también a toda forma de expresión. El cuerpo danzante no expresa ninguna interioridad, es él, todo en superficie, intensidad visiblemente retenida, quien es la interioridad. Ni imitación ni expresión, el cuerpo danzante es un emblema de visita en la virginidad del sitio. Viene precisamente a manifestar allí que el pensamiento, el verdadero pensamiento, suspendido en la desaparición acontecimiental, es la inducción de un sujeto impersonal. La impersonalidad del sujeto de un pensamiento (o de una verdad) resulta de que un sujeto tal no preexista al acontecimiento que lo autoriza. No hay pues lugar para considerarlo como a “alguien”. Eso es lo que el cuerpo danzante va a significar, por lo que es inaugural, que es como un primer cuerpo. El cuerpo danzante es anónimo de lo que nace bajo nuestros ojos como cuerpo. Del mismo modo, el sujeto de una verdad no es jamás por anticipación, y cualquiera sea su avance, el “alguien” que es. Al tercer principio –la omnipresencia borrada de los sexos– podríamos extraerlo de declaraciones aparentemente contradictorias de Mallarmé. Se trata de esta contradicción que aparece en la oposición que yo instituyo entre “omnipresencia” y “borrada”. Digamos que la danza manifiesta universalmente que existen dos posiciones sexuales (cuyos nombres son “hombre” y “mujer”) y que al mismo tiempo abstrae, o tacha, esa dualidad. Por un lado, Mallarmé anuncia que “toda la danza es únicamente la misteriosa interpretación sagrada de la unión”. En el centro de la danza, se encuentra la conjunción de los sexos y aquello que debe llamarse su omnipresencia. La danza está compuesta enteramente por la conjunción y disyunción de posiciones sexuadas. Todos los movimientos retienen su intensidad en los recorridos cuya gravitación capital une, y luego separa, las posiciones “hombre” y “mujer”. Pero, por otro lado, Mallarmé señala también que “la bailarina no es una mujer”. ¿Cómo es posible que toda la danza sea la interpretación de la unión –de 113
Alain Badiou
Comentémoslos uno por uno. Si es verdad que la danza representa el tiempo en el espacio, que supone el espacio de la inminencia, entonces existe para la danza una obligación del espacio. Mallarmé lo indica de esta forma: “La danza sola me parece necesitar un espacio real”. Prestemos atención: la danza sola. La danza es la única de las artes constreñida al espacio. En particular, no es el caso del teatro. La danza es, como he afirmado, el acontecimiento antes de la nominación. El teatro no es, por el contrario, sino la consecuencia de una nominación representada. A partir del momento en el que hay un texto, una vez que el nombre ha sido dado, la exigencia es la del tiempo, no la del espacio. Cualquiera que lea detrás de una mesa puede hacer teatro. Ciertamente, se le puede agregar además una escena, un decorado, pero todo eso no es esencial según Mallarmé. El espacio no es una obligación intrínseca del teatro. La danza, en cambio, integra el espacio en su esencia. Es la única figura del pensamiento que lo hace. De manera que se podría afirmar que la danza simboliza la espacialización del pensamiento. ¿Qué debe entenderse por eso? Es necesario regresar una vez más sobre el origen acontecimiental de todo pensamiento. Un acontecimiento está siempre localizado en la situación, no la afecta nunca “completa”: hay lo que he llamado un sitio de acontecimiento. Antes de que la denominación funde el tiempo donde el acontecimiento “trabaja” la situación como su verdad, está el sitio. Y como la danza es mostración del antes-del-nombre, es necesario que se despliegue como recorrido de un sitio. De un sitio puro. Hay en la danza, en palabras de Mallarmé, “una virginidad del sitio”. Y agrega: “una virginidad del sitio no soñada”. ¿Qué quiere decir con “no soñada”? Que el sitio acontecimiental no tiene más que crear las imaginaciones de un decorado. El decorado es del teatro, no de la danza. La danza es el sitio tal cual, sin adorno figurativo. Ella exige el espacio, el espaciamiento, sólo eso. Hasta aquí lo relacionado con el primer principio. En cuanto al segundo –el anonimato del cuerpo–, volvemos a encontrar allí la ausencia de todo vocablo, el antes-del-nombre. El cuerpo danzante, tal como llega al sitio, tal como se espacializa en la inminencia, es un cuerpo-pensamiento, no es nunca alguien. Sobre ese cuerpo, Mallarmé afirma: “Ellos son siempre 112
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la conjunción de los sexos o, para decirlo directamente, del acto sexual– y que sin embargo la bailarina en sí no sea designada como “mujer” ni tampoco, por ende, pueda ser designado como “hombre” el bailarín? Ocurre que la danza sólo retiene de la sexuación, del deseo, del amor, una forma pura: la que organiza la triplicidad del encuentro, la unión y la separación. A estos tres términos, la danza los codifica técnicamente (los códigos varían constantemente pero están siempre activos). Una coreografía organiza su enlace espacial. Pero finalmente, el trío del encuentro, la unión y la separación accede a la pureza de una retención intensa que se separa de su destino. En realidad, la omnipresencia de la diferencia entre el bailarín y la bailarina, y a través de ella la omnipresencia “ideal” de la diferencia de los sexos, es manejada sólo como organon de la relación entre acercamiento y separación, de manera que la pareja bailarín/bailarina no es nominalmente superponible a la pareja hombre/mujer. Lo que se pone en juego en la alusión omnipresente a los sexos es a fin de cuentas la relación entre el ser y el desaparecer, entre el tener-lugar y la abolición, de los que encuentro, unión y separación proveen una codificación corporal reconocible. La energía disyuntiva de la que la sexuación es el código es puesta al servicio de una metáfora del acontecimiento como tal, o sea eso de donde todo el ser se sostiene en el desaparecer. Por eso la omnipresencia de la diferencia entre sexos se borra, o es abolida, no siendo el fin representativo de la danza sino una abstracción formal de energía cuyo trazo convoca, en el espacio, la fuerza creativa de la desaparición. Para el principio número cuatro –sustracción de sí– conviene apoyarse en un enunciado totalmente extraño de Mallarmé: “La bailarina no baila”. Acabamos de ver que ella no es una mujer pero además no es ni siquiera una “bailarina”, si entendemos por eso alguien que ejecuta una danza. Acerquemos este enunciado a otro: la danza, dice Mallarmé, es “el poema separado de toda herramienta de escribiente”. Este segundo enunciado es tan paradójico como el primero (“La bailarina no baila”). Esto se debe a que el poema es por definición un trazo, una inscripción, de manera singular, en la concepción mallarmeana. Y, en consecuencia, el poema “separado a toda herramienta de escribien114
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sólo emblema, nunca alguien” Emblema se opone ante todo a imitación. El cuerpo danzante no imita a un personaje o a una singularidad. No figura nada. El cuerpo del teatro sí está siempre atrapado en una imitación, es tomado por el rol. El cuerpo danzante, no enrolado en ningún rol, es el emblema del surgimiento puro. Pero “emblema” se opone también a toda forma de expresión. El cuerpo danzante no expresa ninguna interioridad, es él, todo en superficie, intensidad visiblemente retenida, quien es la interioridad. Ni imitación ni expresión, el cuerpo danzante es un emblema de visita en la virginidad del sitio. Viene precisamente a manifestar allí que el pensamiento, el verdadero pensamiento, suspendido en la desaparición acontecimiental, es la inducción de un sujeto impersonal. La impersonalidad del sujeto de un pensamiento (o de una verdad) resulta de que un sujeto tal no preexista al acontecimiento que lo autoriza. No hay pues lugar para considerarlo como a “alguien”. Eso es lo que el cuerpo danzante va a significar, por lo que es inaugural, que es como un primer cuerpo. El cuerpo danzante es anónimo de lo que nace bajo nuestros ojos como cuerpo. Del mismo modo, el sujeto de una verdad no es jamás por anticipación, y cualquiera sea su avance, el “alguien” que es. Al tercer principio –la omnipresencia borrada de los sexos– podríamos extraerlo de declaraciones aparentemente contradictorias de Mallarmé. Se trata de esta contradicción que aparece en la oposición que yo instituyo entre “omnipresencia” y “borrada”. Digamos que la danza manifiesta universalmente que existen dos posiciones sexuales (cuyos nombres son “hombre” y “mujer”) y que al mismo tiempo abstrae, o tacha, esa dualidad. Por un lado, Mallarmé anuncia que “toda la danza es únicamente la misteriosa interpretación sagrada de la unión”. En el centro de la danza, se encuentra la conjunción de los sexos y aquello que debe llamarse su omnipresencia. La danza está compuesta enteramente por la conjunción y disyunción de posiciones sexuadas. Todos los movimientos retienen su intensidad en los recorridos cuya gravitación capital une, y luego separa, las posiciones “hombre” y “mujer”. Pero, por otro lado, Mallarmé señala también que “la bailarina no es una mujer”. ¿Cómo es posible que toda la danza sea la interpretación de la unión –de 113
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te”, es propiamente el poema separado del poema, el poema sustraído a sí mismo, así como la bailarina que no baila es la danza sustraída a la danza. La danza es como un poema no inscripto o destrazado. Y la danza es también como una danza sin danza, una danza desdanzada. Lo que se anuncia aquí es la dimensión sustractiva del pensamiento. Todo pensamiento verdadero está sustraído al saber donde él se constituye. La danza es metáfora del pensamiento precisamente porque ella indica, por medio del cuerpo, que un pensamiento en la forma de su surgimiento acontecimiental está sustraído a toda preexistencia del saber. ¿Cómo indica la danza esa sustracción? Precisamente porque la “verdadera” bailarina no debe aparecer jamás cómo la que sabe la danza que baila. Su saber (que es técnica, inmensa, dolorosamente conquistada) está atravesado, como ningún otro, por el surgimiento puro de su gesto. “La bailarina no baila” quiere decir que lo que nosotros vemos no es en ningún momento la realización de un saber, aunque ese saber sea la materia o el apoyo. La bailarina es el olvido milagroso de todo su saber de bailarina, ella no ejecuta ninguna danza, es esa intensidad retenida que manifiesta la indecibilidad del gesto. En realidad, la bailarina destruye toda danza sabida porque dispone su cuerpo como si fuera inventado. De manera que el espectáculo de la danza es el cuerpo sustraído de todo saber de un cuerpo, el cuerpo como eclosión . Diremos necesariamente de un cuerpo de este tipo –es el quinto principio–, que está desnudo. Obviamente, importa poco que lo esté de manera empírica, sino que lo está esencialmente. Así como la danza visita el sitio puro, y por eso no tiene necesidad de un decorado (exista éste o no), el cuerpo danzante, que es cuerpo-pensamiento bajo la forma del acontecimiento, no tiene necesidad de un vestuario (haya o no haya un tutú). Esta desnudez es crucial. ¿Qué dice Mallarmé? Dice que la danza “te entrega la desnudez de tus conceptos”. Y agrega “y silenciosamente escribirá tu vida”. La “desnudez” se comprende de esta forma: la danza, como metáfora del pensamiento, nos la presenta sin relación con otra cosa que con ella misma, en el desnudo de su surgimiento. La danza, es el pensamiento sin relación, que no relaciona nada, que no pone nada en relación. Diremos tam115
Alain Badiou
la conjunción de los sexos o, para decirlo directamente, del acto sexual– y que sin embargo la bailarina en sí no sea designada como “mujer” ni tampoco, por ende, pueda ser designado como “hombre” el bailarín? Ocurre que la danza sólo retiene de la sexuación, del deseo, del amor, una forma pura: la que organiza la triplicidad del encuentro, la unión y la separación. A estos tres términos, la danza los codifica técnicamente (los códigos varían constantemente pero están siempre activos). Una coreografía organiza su enlace espacial. Pero finalmente, el trío del encuentro, la unión y la separación accede a la pureza de una retención intensa que se separa de su destino. En realidad, la omnipresencia de la diferencia entre el bailarín y la bailarina, y a través de ella la omnipresencia “ideal” de la diferencia de los sexos, es manejada sólo como organon de la relación entre acercamiento y separación, de manera que la pareja bailarín/bailarina no es nominalmente superponible a la pareja hombre/mujer. Lo que se pone en juego en la alusión omnipresente a los sexos es a fin de cuentas la relación entre el ser y el desaparecer, entre el tener-lugar y la abolición, de los que encuentro, unión y separación proveen una codificación corporal reconocible. La energía disyuntiva de la que la sexuación es el código es puesta al servicio de una metáfora del acontecimiento como tal, o sea eso de donde todo el ser se sostiene en el desaparecer. Por eso la omnipresencia de la diferencia entre sexos se borra, o es abolida, no siendo el fin representativo de la danza sino una abstracción formal de energía cuyo trazo convoca, en el espacio, la fuerza creativa de la desaparición. Para el principio número cuatro –sustracción de sí– conviene apoyarse en un enunciado totalmente extraño de Mallarmé: “La bailarina no baila”. Acabamos de ver que ella no es una mujer pero además no es ni siquiera una “bailarina”, si entendemos por eso alguien que ejecuta una danza. Acerquemos este enunciado a otro: la danza, dice Mallarmé, es “el poema separado de toda herramienta de escribiente”. Este segundo enunciado es tan paradójico como el primero (“La bailarina no baila”). Esto se debe a que el poema es por definición un trazo, una inscripción, de manera singular, en la concepción mallarmeana. Y, en consecuencia, el poema “separado a toda herramienta de escribien114
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bién que la danza es pura consumación del pensamiento, porque repudia todos sus posibles ornamentos. De allí que ella sea, tendencialmente, la mostración de la desnudez casta, la desnudez previa a todos los ornamentos, no la desnudez que resulta de despojarse de los ornamentos sino de la que se da antes de cualquier adorno, como el acontecimiento se da “antes” del nombre. El sexto y último principio no concierne más a la bailarina ni a la danza, sino al espectador. ¿Qué es un espectador de danza? Mallarmé responde a esta cuestión de manera particularmente exigente. Porque así como el bailarín, quien es emblema, no es nunca alguien, así también el espectador de danza debe ser rigurosamente impersonal. El espectador de danza no puede de ninguna manera ser la singularidad de aquel que mira. En efecto, si alguien mira la danza, es inevitablemente el voyeur. Este punto deriva de los principios de la danza, de su esencia (omnipresencia borrada de los sexos, desnudez, anonimato de los cuerpos, etc.). Esos principios sólo pueden volverse efectivos si el espectador renuncia a todo aquello que su mirada puede contener de singular o de deseante. Cualquier otro espectáculo (y el teatro primero) exige que el espectador invista la escena con su deseo propio. La danza, en ese aspecto, no es un espectáculo. No lo es porque no tolera la mirada deseante, la cual, desde que hay danza, no puede ser sino una mirada voyeur donde las sustracciones de la danza se suprimen a ellas mismas. Por este motivo, es necesario aquello que Mallarmé llama “una impersonal o fulgurante mirada absoluta”. Una dura condición, ¿no?, que impone sin embargo la desnudez esencial de los bailarines y de las bailarinas. “Impersonal”, acabamos de hablar sobre eso. Si la danza figura el pensamiento nativo, sólo puede hacerlo según una dirección universal. No se dirige hacia la singularidad de un deseo del cual, por lo demás, ella no ha ni siquiera constituido el tiempo. Ella expone la desnudez de los conceptos. De esta forma, la mirada del espectador debe dejar de buscar en los cuerpos de los bailarines los objetos de su deseo, los que remiten a la desnudez ornamental o fetichista. Llegar a la desnudez de los conceptos exige una mirada que, aligerada de toda búsqueda deseosa de los objetos cuyo soporte es el cuerpo “vulgar” (diría 116
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te”, es propiamente el poema separado del poema, el poema sustraído a sí mismo, así como la bailarina que no baila es la danza sustraída a la danza. La danza es como un poema no inscripto o destrazado. Y la danza es también como una danza sin danza, una danza desdanzada. Lo que se anuncia aquí es la dimensión sustractiva del pensamiento. Todo pensamiento verdadero está sustraído al saber donde él se constituye. La danza es metáfora del pensamiento precisamente porque ella indica, por medio del cuerpo, que un pensamiento en la forma de su surgimiento acontecimiental está sustraído a toda preexistencia del saber. ¿Cómo indica la danza esa sustracción? Precisamente porque la “verdadera” bailarina no debe aparecer jamás cómo la que sabe la danza que baila. Su saber (que es técnica, inmensa, dolorosamente conquistada) está atravesado, como ningún otro, por el surgimiento puro de su gesto. “La bailarina no baila” quiere decir que lo que nosotros vemos no es en ningún momento la realización de un saber, aunque ese saber sea la materia o el apoyo. La bailarina es el olvido milagroso de todo su saber de bailarina, ella no ejecuta ninguna danza, es esa intensidad retenida que manifiesta la indecibilidad del gesto. En realidad, la bailarina destruye toda danza sabida porque dispone su cuerpo como si fuera inventado. De manera que el espectáculo de la danza es el cuerpo sustraído de todo saber de un cuerpo, el cuerpo como eclosión . Diremos necesariamente de un cuerpo de este tipo –es el quinto principio–, que está desnudo. Obviamente, importa poco que lo esté de manera empírica, sino que lo está esencialmente. Así como la danza visita el sitio puro, y por eso no tiene necesidad de un decorado (exista éste o no), el cuerpo danzante, que es cuerpo-pensamiento bajo la forma del acontecimiento, no tiene necesidad de un vestuario (haya o no haya un tutú). Esta desnudez es crucial. ¿Qué dice Mallarmé? Dice que la danza “te entrega la desnudez de tus conceptos”. Y agrega “y silenciosamente escribirá tu vida”. La “desnudez” se comprende de esta forma: la danza, como metáfora del pensamiento, nos la presenta sin relación con otra cosa que con ella misma, en el desnudo de su surgimiento. La danza, es el pensamiento sin relación, que no relaciona nada, que no pone nada en relación. Diremos tam115
Pequeño tratado de inestética
Nietzsche), arriba al cuerpo-pensamiento inocente y primordial, al cuerpo inventado o surgido. Pero una mirada como ésa, no es la de nadie. “Fulgurante”: la mirada del espectador de danza debe aprehender la relación entre el ser y el desaparecer, no podría satisfacerse con un espectáculo. La danza, además, es siempre una falsa totalidad. No existe la duración fijada de un espectáculo, está la mostración permanente de la acontecimientalidad en su fuga, en la equivalencia no decidida de su ser y de su nada. A lo que conviene únicamente la chispa de la mirada y no su atención colmada. “Absoluta”: el pensamiento figurado en la danza debe ser tenido como una adquisición eterna. La danza, precisamente debido a que es un arte absolutamente efímero, ya que ella desaparece apenas ha tenido lugar, posee la carga de eternidad más fuerte. La eternidad no consiste en “quedarse igual” o en la duración. La eternidad es precisamente aquello que conserva la desaparición. Cuando una mirada “fulgurante” se apropia de un desvanecimiento, sólo puede conservarlo puro, por fuera de toda memoria empírica. No existe otra forma de conservar aquello que desaparece que conservarlo eternamente. Aquello que no desaparece, puede ser preservado exponiéndolo al desgaste de esa preservación. La danza en cambio, atrapada por el espectador verdadero, no puede desgastarse, precisamente porque ella no es otra cosa que el efímero absoluto de su encuentro. Es en este sentido que existe lo absoluto en la mirada sobre la danza. Ahora bien, si se examinan los seis principios de la danza, es posible establecer que el verdadero contrario de la danza es el teatro. Es verdad, está también el desfile militar, pero éste es el contrario negativo. El teatro es el contrario positivo de la danza. El teatro contraviene a los seis principios, lo hemos sugerido en otras ocasiones. Hemos indicado al pasar que no existe en el teatro obligación del sitio puro, ya que el texto realiza allí una nominación, y que el actor es todo salvo un cuerpo anónimo. Mostraremos sin esfuerzo que no existe tampoco en el teatro omnipresencia borrada de los sexos, sino, al contrario, juego de roles hiperbólico de la sexuación. El juego teatral, lejos de ser sustracción de sí, es exceso sobre sí mismo: si la bailarina no 117
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bién que la danza es pura consumación del pensamiento, porque repudia todos sus posibles ornamentos. De allí que ella sea, tendencialmente, la mostración de la desnudez casta, la desnudez previa a todos los ornamentos, no la desnudez que resulta de despojarse de los ornamentos sino de la que se da antes de cualquier adorno, como el acontecimiento se da “antes” del nombre. El sexto y último principio no concierne más a la bailarina ni a la danza, sino al espectador. ¿Qué es un espectador de danza? Mallarmé responde a esta cuestión de manera particularmente exigente. Porque así como el bailarín, quien es emblema, no es nunca alguien, así también el espectador de danza debe ser rigurosamente impersonal. El espectador de danza no puede de ninguna manera ser la singularidad de aquel que mira. En efecto, si alguien mira la danza, es inevitablemente el voyeur. Este punto deriva de los principios de la danza, de su esencia (omnipresencia borrada de los sexos, desnudez, anonimato de los cuerpos, etc.). Esos principios sólo pueden volverse efectivos si el espectador renuncia a todo aquello que su mirada puede contener de singular o de deseante. Cualquier otro espectáculo (y el teatro primero) exige que el espectador invista la escena con su deseo propio. La danza, en ese aspecto, no es un espectáculo. No lo es porque no tolera la mirada deseante, la cual, desde que hay danza, no puede ser sino una mirada voyeur donde las sustracciones de la danza se suprimen a ellas mismas. Por este motivo, es necesario aquello que Mallarmé llama “una impersonal o fulgurante mirada absoluta”. Una dura condición, ¿no?, que impone sin embargo la desnudez esencial de los bailarines y de las bailarinas. “Impersonal”, acabamos de hablar sobre eso. Si la danza figura el pensamiento nativo, sólo puede hacerlo según una dirección universal. No se dirige hacia la singularidad de un deseo del cual, por lo demás, ella no ha ni siquiera constituido el tiempo. Ella expone la desnudez de los conceptos. De esta forma, la mirada del espectador debe dejar de buscar en los cuerpos de los bailarines los objetos de su deseo, los que remiten a la desnudez ornamental o fetichista. Llegar a la desnudez de los conceptos exige una mirada que, aligerada de toda búsqueda deseosa de los objetos cuyo soporte es el cuerpo “vulgar” (diría 116
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baila, el actor está sujeto a actuar, de interpretar el acto, y los cinco actos. No hay tampoco jamás desnudez en el teatro sino un vestuario obligado, ya que la desnudez es ella misma un vestido, y de los más llamativos. En cuanto al espectador de teatro, no se requiere para nada de él la absoluta y fulgurante mirada impersonal, porque lo que conviene es la excitación de una inteligencia intrincada en la duración de un deseo. Existe una contrariedad esencial entre la danza y el teatro. Nietzsche la encara de la manera más simple posible: por una estética antiteatral. Sobre todo en el último Nietzsche, y en el marco de su ruptura total con Wagner, el imperativo verdadero del arte moderno es sustraerse (a beneficio de la metáfora de la danza, como nuevo nombre dado a la tierra) a la detestable influencia decadente de la teatralidad. Nietzsche denomina “histrionismo” a la sumisión de las artes al efecto teatral. Allí reencontramos aquello a lo que la danza se opone y que es la vulgaridad. Terminar con el histrionismo wagneriano es oponer la ligereza de la danza a la vulgaridad mentirosa del teatro. Bizet sirve para mencionar el ideal de una música “danzante”, contra la música teatralizada de Wagner, música envilecida porque en lugar de ser la marca del silencio de la danza es el realce de las pesadeces de la actuación. No comparto esta idea de que la teatralidad es el principio mismo de la corrupción de todas las artes. Esto se verá bien en lo que sigue de este libro. No es tampoco la idea de Mallarmé, quien afirma todo lo contrario cuando escribe que el teatro “es un arte superior”. Mallarmé ve claramente una contradicción entre los principios de la danza y los del teatro. Pero, lejos de concluir en la indignidad histriónica del teatro, subraya su supremacía artística, sin por eso privar a la danza de su pureza conceptual. ¿Cómo es eso posible? Para comprenderlo, debemos evaluar primero un enunciado provocador, pero necesario: la danza no es un arte. El error de Nietzsche es creer que existe una medida común entre la danza y el t eatro, medida que sería su intensidad artística. Nietzsche, a su manera, continúa ordenando la danza y el teatro dentro de una clasificación de las artes. Mallarmé, al contrario, cuando declara que el teatro es un arte superior, no busca afirmar con eso su superioridad por sobre la danza. Es 118
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Nietzsche), arriba al cuerpo-pensamiento inocente y primordial, al cuerpo inventado o surgido. Pero una mirada como ésa, no es la de nadie. “Fulgurante”: la mirada del espectador de danza debe aprehender la relación entre el ser y el desaparecer, no podría satisfacerse con un espectáculo. La danza, además, es siempre una falsa totalidad. No existe la duración fijada de un espectáculo, está la mostración permanente de la acontecimientalidad en su fuga, en la equivalencia no decidida de su ser y de su nada. A lo que conviene únicamente la chispa de la mirada y no su atención colmada. “Absoluta”: el pensamiento figurado en la danza debe ser tenido como una adquisición eterna. La danza, precisamente debido a que es un arte absolutamente efímero, ya que ella desaparece apenas ha tenido lugar, posee la carga de eternidad más fuerte. La eternidad no consiste en “quedarse igual” o en la duración. La eternidad es precisamente aquello que conserva la desaparición. Cuando una mirada “fulgurante” se apropia de un desvanecimiento, sólo puede conservarlo puro, por fuera de toda memoria empírica. No existe otra forma de conservar aquello que desaparece que conservarlo eternamente. Aquello que no desaparece, puede ser preservado exponiéndolo al desgaste de esa preservación. La danza en cambio, atrapada por el espectador verdadero, no puede desgastarse, precisamente porque ella no es otra cosa que el efímero absoluto de su encuentro. Es en este sentido que existe lo absoluto en la mirada sobre la danza. Ahora bien, si se examinan los seis principios de la danza, es posible establecer que el verdadero contrario de la danza es el teatro. Es verdad, está también el desfile militar, pero éste es el contrario negativo. El teatro es el contrario positivo de la danza. El teatro contraviene a los seis principios, lo hemos sugerido en otras ocasiones. Hemos indicado al pasar que no existe en el teatro obligación del sitio puro, ya que el texto realiza allí una nominación, y que el actor es todo salvo un cuerpo anónimo. Mostraremos sin esfuerzo que no existe tampoco en el teatro omnipresencia borrada de los sexos, sino, al contrario, juego de roles hiperbólico de la sexuación. El juego teatral, lejos de ser sustracción de sí, es exceso sobre sí mismo: si la bailarina no 117
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cierto que no afirma que la danza no es un arte, pero podemos afirmarlo por él, si penetramos el verdadero sentido de los seis principios de la danza. La danza no es un arte porque es el signo de la posibilidad de un arte, según está inscripta en el cuerpo. Expliquemos un poco esta máxima. Spinoza decía que intentamos saber qué es el pensamiento aunque no sepamos de qué es capaz un cuerpo. Yo diría que la danza es precisamente aquello que muestra que el cuerpo es capaz de arte, y la medida exacta en la cual, en un momento dado, él es capaz de ello. Pero decir que el cuerpo es capaz de arte no quiere decir hacer “un arte del cuerpo”. La danza hace señas hacia esta capacidad artística del cuerpo sin por eso definir un arte singular. Decir que el cuerpo, en tanto que cuerpo, es capaz de arte, es mostrarlo como cuerpo-pensamiento. No como pensamiento atrapado en un cuerpo, sino como cuerpo que es pensamiento. Ése es el oficio de la danza: el cuerpo-pensamiento mostrándose bajo el signo desvaneciente de una capacidad de arte. La sensibilidad ante la danza de cada quien proviene del hecho de que la danza responde, a su manera, a la pregunta de Spinoza. ¿De qué es capaz un cuerpo en tanto tal? Es capaz de arte, es decir, es mostrable como pensamiento nativo. ¿Cómo denominar la emoción que nos invade, por poco que seamos, nosotros, capaces de una fulgurante mirada impersonal y absoluta? Yo la denominaría un vértigo exacto. Es un vértigo porque lo infinito aparece allí como latente en la finitud del cuerpo visible. Si la capacidad del cuerpo, bajo la forma de la capacidad de arte, es mostrar el pensamiento nati vo, esta capacidad de arte es infinita y el cuerpo que danza es en sí mismo infinito. Infinito en el instante de su gracia aérea. De lo que se trata allí, y que es vertiginoso, no es de la capacidad limitada de un ejercicio del cuerpo sino de la capacidad infinita del arte, de todo arte, como está enraizado en el acontecimiento que le prescribe su suerte. Y sin embargo, ese vértigo es exacto. Porque, finalmente, es la precisión retenida lo que cuenta, lo que revela lo infinito, es la lentitud secreta y no la virtuosidad manifiesta. Es una precisión extrema, milimétrica, de la relación entre el gesto y el no gesto.
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baila, el actor está sujeto a actuar, de interpretar el acto, y los cinco actos. No hay tampoco jamás desnudez en el teatro sino un vestuario obligado, ya que la desnudez es ella misma un vestido, y de los más llamativos. En cuanto al espectador de teatro, no se requiere para nada de él la absoluta y fulgurante mirada impersonal, porque lo que conviene es la excitación de una inteligencia intrincada en la duración de un deseo. Existe una contrariedad esencial entre la danza y el teatro. Nietzsche la encara de la manera más simple posible: por una estética antiteatral. Sobre todo en el último Nietzsche, y en el marco de su ruptura total con Wagner, el imperativo verdadero del arte moderno es sustraerse (a beneficio de la metáfora de la danza, como nuevo nombre dado a la tierra) a la detestable influencia decadente de la teatralidad. Nietzsche denomina “histrionismo” a la sumisión de las artes al efecto teatral. Allí reencontramos aquello a lo que la danza se opone y que es la vulgaridad. Terminar con el histrionismo wagneriano es oponer la ligereza de la danza a la vulgaridad mentirosa del teatro. Bizet sirve para mencionar el ideal de una música “danzante”, contra la música teatralizada de Wagner, música envilecida porque en lugar de ser la marca del silencio de la danza es el realce de las pesadeces de la actuación. No comparto esta idea de que la teatralidad es el principio mismo de la corrupción de todas las artes. Esto se verá bien en lo que sigue de este libro. No es tampoco la idea de Mallarmé, quien afirma todo lo contrario cuando escribe que el teatro “es un arte superior”. Mallarmé ve claramente una contradicción entre los principios de la danza y los del teatro. Pero, lejos de concluir en la indignidad histriónica del teatro, subraya su supremacía artística, sin por eso privar a la danza de su pureza conceptual. ¿Cómo es eso posible? Para comprenderlo, debemos evaluar primero un enunciado provocador, pero necesario: la danza no es un arte. El error de Nietzsche es creer que existe una medida común entre la danza y el t eatro, medida que sería su intensidad artística. Nietzsche, a su manera, continúa ordenando la danza y el teatro dentro de una clasificación de las artes. Mallarmé, al contrario, cuando declara que el teatro es un arte superior, no busca afirmar con eso su superioridad por sobre la danza. Es
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cierto que no afirma que la danza no es un arte, pero podemos afirmarlo por él, si penetramos el verdadero sentido de los seis principios de la danza. La danza no es un arte porque es el signo de la posibilidad de un arte, según está inscripta en el cuerpo. Expliquemos un poco esta máxima. Spinoza decía que intentamos saber qué es el pensamiento aunque no sepamos de qué es capaz un cuerpo. Yo diría que la danza es precisamente aquello que muestra que el cuerpo es capaz de arte, y la medida exacta en la cual, en un momento dado, él es capaz de ello. Pero decir que el cuerpo es capaz de arte no quiere decir hacer “un arte del cuerpo”. La danza hace señas hacia esta capacidad artística del cuerpo sin por eso definir un arte singular. Decir que el cuerpo, en tanto que cuerpo, es capaz de arte, es mostrarlo como cuerpo-pensamiento. No como pensamiento atrapado en un cuerpo, sino como cuerpo que es pensamiento. Ése es el oficio de la danza: el cuerpo-pensamiento mostrándose bajo el signo desvaneciente de una capacidad de arte. La sensibilidad ante la danza de cada quien proviene del hecho de que la danza responde, a su manera, a la pregunta de Spinoza. ¿De qué es capaz un cuerpo en tanto tal? Es capaz de arte, es decir, es mostrable como pensamiento nativo. ¿Cómo denominar la emoción que nos invade, por poco que seamos, nosotros, capaces de una fulgurante mirada impersonal y absoluta? Yo la denominaría un vértigo exacto. Es un vértigo porque lo infinito aparece allí como latente en la finitud del cuerpo visible. Si la capacidad del cuerpo, bajo la forma de la capacidad de arte, es mostrar el pensamiento nati vo, esta capacidad de arte es infinita y el cuerpo que danza es en sí mismo infinito. Infinito en el instante de su gracia aérea. De lo que se trata allí, y que es vertiginoso, no es de la capacidad limitada de un ejercicio del cuerpo sino de la capacidad infinita del arte, de todo arte, como está enraizado en el acontecimiento que le prescribe su suerte. Y sin embargo, ese vértigo es exacto. Porque, finalmente, es la precisión retenida lo que cuenta, lo que revela lo infinito, es la lentitud secreta y no la virtuosidad manifiesta. Es una precisión extrema, milimétrica, de la relación entre el gesto y el no gesto.
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Y de esta forma existe el vértigo de lo infinito dado en la exactitud más constante. La historia de la danza me parece regida por la renovación perpetua de la relación entre vértigo y exactitud. ¿Qué va a quedar virtual, qué va a actualizarse y cómo la retención va justamente a liberar el infinito? Estos son los problemas históricos de la danza. Esas invenciones son invenciones del pensamiento. Pero como la danza no es un arte, sino solamente un signo de la capacidad del cuerpo para el arte, ellas siguen de muy cerca toda la historia de las verdades, incluso de las verdades instruidas por las artes propiamente dichas. ¿Por qué existe una historia de la danza, una historia de la exactitud del vértigo? Porque no existe la verdad. Si existiera la verdad, habría una danza extática definitiva, un encantamiento acontecimiental místico. Es de lo que sin duda está convencido el derviche danzante. Pero lo que sí hay son verdades discordantes, un múltiple aleatorio de acontecimientos de pensamiento. En la historia, la danza se apropia de esta multiplicidad. Lo cual supone una constante redistribución de la relación entre el vértigo y la exactitud. Hay que probar de nuevo y sin cesar que el cuerpo de hoy es capaz de mostrarse como cuerpo-pensamiento. Sin embargo, hoy, no hay otra cosa que las verdades nuevas. La danza va a bailar el tema acontecimiental nativo de esas verdades. Nuevo vértigo, nueva exactitud. De esta forma, hemos de volver a nuestro comienzo. Sí, la danza es cada vez un nuevo nombre que el cuerpo otorga a la tierra. Pero ningún nombre nuevo es el último. Es de manera incesante que la danza, presentación corporal del nombre de las verdades, renombra la tierra. En eso ella es, en efecto, lo opuesto del teatro, el cual no tiene nada que ver con la tierra, ni con su nombre, ni incluso con aquello de lo que un cuerpo es capaz. Porque el teatro es en sí un niño, por parte del Estado y la política, por parte de la circulación del deseo entre los sexos. Hijo bastardo de Polis y de Eros. Tal como vamos a enunciarlo, axiomáticamente.
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7 Tesis sobre el teatro
1. Establecer, como es conveniente para cualquier arte, que el teatro piensa. ¿Qué debemos entender aquí por “teatro”? En contraposición con la danza, que existe bajo la regla única de un cuerpo capaz de intercambiar el aire y la tierra (ni siquiera la música le es esencial), el teatro es una disposición. La disposición de componentes materiales e ideales extremadamente dispares, cuya única existencia es la representación. Estos componentes (un texto, un lugar, cuerpos, voces, vestuario, luces, un público...) son reunidos en un acontecimiento, la representación, cuya repetición noche tras noche no impide que acontezca cada vez, es decir, que continúe siendo singular. Sostenemos entonces que este acontecimiento –cuando es realmente teatro, arte del teatro– es un acontecimiento de pensamiento. Lo que quiere decir que la disposición de los componentes produce directamente ideas (mientras que la danza más bien produce la idea de que el cuerpo es portador de ideas). Estas ideas –y este es un punto esencial– son i deas-teatro. Lo que significa que ellas no pueden ser producidas en ningún otro lugar, por ningún otro medio. Y también que ninguno de los componentes tomados por separado es apto para producir las ideas-teatro, ni aun el texto. La idea adviene en y por la representación. Es irreductiblemente teatral y no preexiste a su llegada “sobre el escenario”. 2. Una idea teatro es, en primer lugar, una clarificación. Vitez acostumbraba decir que el teatro se ponía como fin esclarecernos sobre nuestra situación, orientarnos en la historia y en la vida. Escribía que el teatro debía transformar la inextricable vida en algo legible. El teatro es un arte de la simplicidad ideal obtenida por medio de una construcción típica . Esta simplicidad está implicada en la clarificación del entrelazamiento vital. El teatro es una experiencia, material y textual, de las simplificación. 121
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Y de esta forma existe el vértigo de lo infinito dado en la exactitud más constante. La historia de la danza me parece regida por la renovación perpetua de la relación entre vértigo y exactitud. ¿Qué va a quedar virtual, qué va a actualizarse y cómo la retención va justamente a liberar el infinito? Estos son los problemas históricos de la danza. Esas invenciones son invenciones del pensamiento. Pero como la danza no es un arte, sino solamente un signo de la capacidad del cuerpo para el arte, ellas siguen de muy cerca toda la historia de las verdades, incluso de las verdades instruidas por las artes propiamente dichas. ¿Por qué existe una historia de la danza, una historia de la exactitud del vértigo? Porque no existe la verdad. Si existiera la verdad, habría una danza extática definitiva, un encantamiento acontecimiental místico. Es de lo que sin duda está convencido el derviche danzante. Pero lo que sí hay son verdades discordantes, un múltiple aleatorio de acontecimientos de pensamiento. En la historia, la danza se apropia de esta multiplicidad. Lo cual supone una constante redistribución de la relación entre el vértigo y la exactitud. Hay que probar de nuevo y sin cesar que el cuerpo de hoy es capaz de mostrarse como cuerpo-pensamiento. Sin embargo, hoy, no hay otra cosa que las verdades nuevas. La danza va a bailar el tema acontecimiental nativo de esas verdades. Nuevo vértigo, nueva exactitud. De esta forma, hemos de volver a nuestro comienzo. Sí, la danza es cada vez un nuevo nombre que el cuerpo otorga a la tierra. Pero ningún nombre nuevo es el último. Es de manera incesante que la danza, presentación corporal del nombre de las verdades, renombra la tierra. En eso ella es, en efecto, lo opuesto del teatro, el cual no tiene nada que ver con la tierra, ni con su nombre, ni incluso con aquello de lo que un cuerpo es capaz. Porque el teatro es en sí un niño, por parte del Estado y la política, por parte de la circulación del deseo entre los sexos. Hijo bastardo de Polis y de Eros. Tal como vamos a enunciarlo, axiomáticamente.
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Separa aquello que está mezclado y confuso, y esa separación guía las verdades de las que es capaz. Sin embargo, no debemos creer que la obtención de la simplicidad es algo simple. En matemática, simplificar un problema o una demostración pone de relieve a menudo el arte intelectual más denso. Y de la misma manera, en el teatro, separar y simplificar la inextricable vida exige los medios artísticos más variados y más difíciles. La ideateatro, como clarificación pública de la historia o de la vida, sólo ocurre en la cumbre del arte. 3. La inextricable vida consiste esencialmente en dos cosas: el deseo que circula entre los sexos y las figuras, exaltadas o mortíferas, del poder político y social. Es a partir de esto que se ha producido, que siempre se produce, la tragedia y la comedia. La tragedia es el juego del Gran Poder y de los impasses del deseo. La comedia es el juego de los pequeños poderes, de los roles del poder y de la circulación fálica del deseo. Lo que piensa la tragedia es en definitiva la experiencia estatal del deseo. Lo que piensa la comedia es la experiencia familiar. Cualquier género que se pretenda intermediario, trata a la familia como si fuera un Estado (Strindberg, Ibsen, Pirandello...) o al Estado como si fuera una familia o una pareja (Claudel...). A fin de cuentas, el teatro piensa –dentro del espacio abierto entre la vida y la muerte– el nudo entre el deseo y la política. Lo piensa bajo la forma de acontecimiento, es decir, de intriga o de catástrofe. 4. La idea-teatro es, en el texto o en el poema, incompleta. Porque está retenida allí en una especie de eternidad. Pero, justamente, la idea-teatro, mientras no esté más que en su forma eterna, no es todavía ella misma. La idea-teatro sólo llega durante el tiempo (breve) de la representación. El arte del teatro es sin duda el único que debe completar una eternidad por lo que le falta de instantáneo. El teatro va de la eternidad hacia el tiempo, y no a la inversa. Por eso, es necesario comprender que la puesta en escena que gobierna –como puede, ya que son tan diversos– los componentes del teatro no es una interpretación, como se cree usualmente. El acto teatral es una complementación singular de la idea-teatro. Toda representación es una finalización posible de esa idea. El cuerpo, la voz, la iluminación, etc., hacen 122
7 Tesis sobre el teatro
1. Establecer, como es conveniente para cualquier arte, que el teatro piensa. ¿Qué debemos entender aquí por “teatro”? En contraposición con la danza, que existe bajo la regla única de un cuerpo capaz de intercambiar el aire y la tierra (ni siquiera la música le es esencial), el teatro es una disposición. La disposición de componentes materiales e ideales extremadamente dispares, cuya única existencia es la representación. Estos componentes (un texto, un lugar, cuerpos, voces, vestuario, luces, un público...) son reunidos en un acontecimiento, la representación, cuya repetición noche tras noche no impide que acontezca cada vez, es decir, que continúe siendo singular. Sostenemos entonces que este acontecimiento –cuando es realmente teatro, arte del teatro– es un acontecimiento de pensamiento. Lo que quiere decir que la disposición de los componentes produce directamente ideas (mientras que la danza más bien produce la idea de que el cuerpo es portador de ideas). Estas ideas –y este es un punto esencial– son i deas-teatro. Lo que significa que ellas no pueden ser producidas en ningún otro lugar, por ningún otro medio. Y también que ninguno de los componentes tomados por separado es apto para producir las ideas-teatro, ni aun el texto. La idea adviene en y por la representación. Es irreductiblemente teatral y no preexiste a su llegada “sobre el escenario”. 2. Una idea teatro es, en primer lugar, una clarificación. Vitez acostumbraba decir que el teatro se ponía como fin esclarecernos sobre nuestra situación, orientarnos en la historia y en la vida. Escribía que el teatro debía transformar la inextricable vida en algo legible. El teatro es un arte de la simplicidad ideal obtenida por medio de una construcción típica . Esta simplicidad está implicada en la clarificación del entrelazamiento vital. El teatro es una experiencia, material y textual, de las simplificación. 121
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culminar la idea (o, si el teatro falla, hacen que quede aun más incompleta de lo que está en el texto). Lo efímero del teatro no es directamente que una representación comience, termine y sólo deje al final huellas oscuras. Es, ante todo, una idea eterna incompleta en la experiencia instantánea de su culminación. 5. La experiencia temporal contiene una parte importante de azar. El teatro siempre es la complementación de la idea eterna por un azar parcialmente gobernado. Con frecuencia, la puesta en escena es una selección prevista de los azares. Tanto si esos azares completan efectivamente la idea como si la disimulan. El arte del teatro reside en una elección, muy instruida y ciega a la vez (observen cómo trabajan los grandes directores), entre las configuraciones escénicas azarosas que completan la idea (eterna) por el instante que le falta y otras configuraciones, a veces muy seductoras, que permanecen exteriores y agravan la incompletud de la idea. Por eso, es necesario dar la razón al axioma: una representación de teatro nunca abolirá el azar. 6. Dentro del azar, se debe tener en cuenta al público. Porque el público forma parte de aquello que completa la idea. ¿Quién no sabe que, de acuerdo a como sea el público, el acto teatral libera o no la idea-teatro, complementándola? Pero si el público forma parte del azar, debe ser lo más azaroso posible. Debemos rebelarnos contra cualquier concepción de público que vea en éste una comunidad, una sustancia pública, un conjunto consistente. El público representa a la humanidad en su inconsistencia misma, en su variedad infinita. Cuanto más unificado está (social, nacional, civilmente...), menos útil es para la complementación de la idea, menos sostiene, en el tiempo, su eternidad y su uni versalidad. Sólo vale un público genérico , un público al azar. 7. La crítica es la encargada de cuidar el carácter azaroso del público. Su trabajo es llevar la idea-teatro, tal como la recibe, bien o mal, hacia el ausente y el anónimo. Convoca a las personas para que vengan ellos mismos a completar la idea. O piensa que esa idea, llegada un cierto día en la experiencia azarosa que la completa, no merece ser honrada por el azar ampliado de un público. La crítica trabaja ella también en la llegada multifor123
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Separa aquello que está mezclado y confuso, y esa separación guía las verdades de las que es capaz. Sin embargo, no debemos creer que la obtención de la simplicidad es algo simple. En matemática, simplificar un problema o una demostración pone de relieve a menudo el arte intelectual más denso. Y de la misma manera, en el teatro, separar y simplificar la inextricable vida exige los medios artísticos más variados y más difíciles. La ideateatro, como clarificación pública de la historia o de la vida, sólo ocurre en la cumbre del arte. 3. La inextricable vida consiste esencialmente en dos cosas: el deseo que circula entre los sexos y las figuras, exaltadas o mortíferas, del poder político y social. Es a partir de esto que se ha producido, que siempre se produce, la tragedia y la comedia. La tragedia es el juego del Gran Poder y de los impasses del deseo. La comedia es el juego de los pequeños poderes, de los roles del poder y de la circulación fálica del deseo. Lo que piensa la tragedia es en definitiva la experiencia estatal del deseo. Lo que piensa la comedia es la experiencia familiar. Cualquier género que se pretenda intermediario, trata a la familia como si fuera un Estado (Strindberg, Ibsen, Pirandello...) o al Estado como si fuera una familia o una pareja (Claudel...). A fin de cuentas, el teatro piensa –dentro del espacio abierto entre la vida y la muerte– el nudo entre el deseo y la política. Lo piensa bajo la forma de acontecimiento, es decir, de intriga o de catástrofe. 4. La idea-teatro es, en el texto o en el poema, incompleta. Porque está retenida allí en una especie de eternidad. Pero, justamente, la idea-teatro, mientras no esté más que en su forma eterna, no es todavía ella misma. La idea-teatro sólo llega durante el tiempo (breve) de la representación. El arte del teatro es sin duda el único que debe completar una eternidad por lo que le falta de instantáneo. El teatro va de la eternidad hacia el tiempo, y no a la inversa. Por eso, es necesario comprender que la puesta en escena que gobierna –como puede, ya que son tan diversos– los componentes del teatro no es una interpretación, como se cree usualmente. El acto teatral es una complementación singular de la idea-teatro. Toda representación es una finalización posible de esa idea. El cuerpo, la voz, la iluminación, etc., hacen 122
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me de las ideas-teatro. Hace pasar (o no pasar) del “estreno” a esos otros estrenos que son los siguientes. Obviamente, si se dirige a un grupo demasiado restringido, demasiado comunitario, demasiado marcado socialmente (porque el periódico es de derecha, o de izquierda, o se dirige a un solo grupo “cultural”, etc.), trabaja a veces contra la genericidad del público. Por eso contamos con la multiplicidad, ella misma azarosa, de los periódicos y de los críticos. El crítico debe cuidarse, no de su parcialidad, que es necesaria, sino del seguimiento de las modas, de la copia, del parloteo serial, del espíritu de “correr al rescate de la victoria”, o del servicio de una audiencia demasiado comunitaria. Con respecto a esto, tenemos que reconocer que un buen crítico –al servicio del público como figura del azar– es un crítico caprichoso, imprevisible. Cualesquiera sean los sufrimientos que él provoque. No le pediremos a un crítico que sea justo, le pediremos que sea un representante instruido del azar público. Si, más allá del mercado, se equivoca poco sobre la llegada de las ideas-teatro, será un gran crítico. Pero no sirve para nada pedirle a una corporación, ni a ésta ni a ninguna, que escriba en sus estatutos la obligación de la g randeza. 8. No creo que el tema principal de nuestra época sea el horror, el sufrimiento, el destino o el desamparo. Estamos saturados de eso y, además, la fragmentación de estos temas en ideasteatro es incesante. Sólo vemos teatro coral y compasivo. Nuestra cuestión es el coraje afirmativo, la energía local. Posicionarse en un lugar y sostenerlo. Nuestra cuestión es menos la de las condiciones para una tragedia moderna, que las de las condiciones para una comedia moderna. Esto lo sabía Beckett, cuyo teatro, correctamente completo, es hilarante. Es más inquietante que no sepamos visitar Aristófanes o Plauto que satisfactorio verificar una vez más que podemos revivir a Esquilo. Nuestra época exige una invención, que relacione sobre el escenario la violencia del deseo con los roles del pequeño poder local. La que transmita en ideas-teatro todo lo que la ciencia popular es capaz. Queremos un teatro de la capacidad, no de la incapacidad. 9. El obstáculo en el camino hacia de una energía cómica contemporánea es el rechazo consensuado de la tipificación. A 124
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culminar la idea (o, si el teatro falla, hacen que quede aun más incompleta de lo que está en el texto). Lo efímero del teatro no es directamente que una representación comience, termine y sólo deje al final huellas oscuras. Es, ante todo, una idea eterna incompleta en la experiencia instantánea de su culminación. 5. La experiencia temporal contiene una parte importante de azar. El teatro siempre es la complementación de la idea eterna por un azar parcialmente gobernado. Con frecuencia, la puesta en escena es una selección prevista de los azares. Tanto si esos azares completan efectivamente la idea como si la disimulan. El arte del teatro reside en una elección, muy instruida y ciega a la vez (observen cómo trabajan los grandes directores), entre las configuraciones escénicas azarosas que completan la idea (eterna) por el instante que le falta y otras configuraciones, a veces muy seductoras, que permanecen exteriores y agravan la incompletud de la idea. Por eso, es necesario dar la razón al axioma: una representación de teatro nunca abolirá el azar. 6. Dentro del azar, se debe tener en cuenta al público. Porque el público forma parte de aquello que completa la idea. ¿Quién no sabe que, de acuerdo a como sea el público, el acto teatral libera o no la idea-teatro, complementándola? Pero si el público forma parte del azar, debe ser lo más azaroso posible. Debemos rebelarnos contra cualquier concepción de público que vea en éste una comunidad, una sustancia pública, un conjunto consistente. El público representa a la humanidad en su inconsistencia misma, en su variedad infinita. Cuanto más unificado está (social, nacional, civilmente...), menos útil es para la complementación de la idea, menos sostiene, en el tiempo, su eternidad y su uni versalidad. Sólo vale un público genérico , un público al azar. 7. La crítica es la encargada de cuidar el carácter azaroso del público. Su trabajo es llevar la idea-teatro, tal como la recibe, bien o mal, hacia el ausente y el anónimo. Convoca a las personas para que vengan ellos mismos a completar la idea. O piensa que esa idea, llegada un cierto día en la experiencia azarosa que la completa, no merece ser honrada por el azar ampliado de un público. La crítica trabaja ella también en la llegada multifor123
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la “democracia” consensual le horroriza cualquier tipificación de las categorías subjetivas que la componen. ¡Intenten hacer patalear sobre el escenario y ridiculizar a un Papa, a un gran médico mediático, a una eminencia de una institución humanitaria, o a una dirigente del sindicato de enfermeras! Tenemos muchísimos más tabúes que los griegos. Es necesario romperlos poco a poco. El teatro tiene como misión recomponer sobre el escenario situaciones vivas, articuladas a partir de algunos tipos esenciales. Y proponer para nuestra época algo equivalente a los esclavos y sirvientes de la comedia, gente excluida e invisible quien de repente, a raíz de la idea-teatro, es en el escenario la inteligencia y la fuerza, el deseo y la maestría. 10. La dificultad general del teatro, en todas las épocas, es su relación con el Estado. Porque siempre está ligado a él. ¿Cuál es la forma moderna de esa dependencia? Es difícil de regular. No debemos caer en una visión reivindicativa, que transformaría al teatro en una profesión asalariada como las otras, un sector quejoso de la opinión pública, un funcionariado cultural. Pero también es necesario evitar el propósito único del príncipe, quien instala en el teatro lobbies cortesanos, serviles al ritmo de las fluctuaciones de la política. Para lograrlo, se precisa una idea general que, a menudo, utiliza los equívocos y las divisiones del Estado (de esta forma, el comediante-cortesano, como Molière, puede poner a la platea contra el público noble, o snob, o devoto, con la complicidad del rey, quien tiene sus propios asuntos pendientes con su entorno feudal o clerical; de la misma manera, Vitez el comunista puede ser nombrado en el Chaillot por Michael Guy porque la envergadura ministerial del hombre de gusto satisface la “modernidad” de Giscard d’Estaing, etc.). Es cierto que se precisa, para mantener junto al Estado la necesidad de la llegada de ideas-teatro, una idea (la descentralización, el teatro popular, “elitista para todos”, y así siguen). Esta idea es por el momento muy imprecisa, y de ahí nuestra desconfianza. El teatro debe pensar su propia idea. Sólo puede guiarnos la convicción de que hoy más que nunca el teatro, porque piensa, no es una referencia de la cultura, sino del arte. El público no va al teatro para cultivarse. No es un repollo, o un benjamín. El teatro depende de la acción restringida y toda confrontación con el 125
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me de las ideas-teatro. Hace pasar (o no pasar) del “estreno” a esos otros estrenos que son los siguientes. Obviamente, si se dirige a un grupo demasiado restringido, demasiado comunitario, demasiado marcado socialmente (porque el periódico es de derecha, o de izquierda, o se dirige a un solo grupo “cultural”, etc.), trabaja a veces contra la genericidad del público. Por eso contamos con la multiplicidad, ella misma azarosa, de los periódicos y de los críticos. El crítico debe cuidarse, no de su parcialidad, que es necesaria, sino del seguimiento de las modas, de la copia, del parloteo serial, del espíritu de “correr al rescate de la victoria”, o del servicio de una audiencia demasiado comunitaria. Con respecto a esto, tenemos que reconocer que un buen crítico –al servicio del público como figura del azar– es un crítico caprichoso, imprevisible. Cualesquiera sean los sufrimientos que él provoque. No le pediremos a un crítico que sea justo, le pediremos que sea un representante instruido del azar público. Si, más allá del mercado, se equivoca poco sobre la llegada de las ideas-teatro, será un gran crítico. Pero no sirve para nada pedirle a una corporación, ni a ésta ni a ninguna, que escriba en sus estatutos la obligación de la g randeza. 8. No creo que el tema principal de nuestra época sea el horror, el sufrimiento, el destino o el desamparo. Estamos saturados de eso y, además, la fragmentación de estos temas en ideasteatro es incesante. Sólo vemos teatro coral y compasivo. Nuestra cuestión es el coraje afirmativo, la energía local. Posicionarse en un lugar y sostenerlo. Nuestra cuestión es menos la de las condiciones para una tragedia moderna, que las de las condiciones para una comedia moderna. Esto lo sabía Beckett, cuyo teatro, correctamente completo, es hilarante. Es más inquietante que no sepamos visitar Aristófanes o Plauto que satisfactorio verificar una vez más que podemos revivir a Esquilo. Nuestra época exige una invención, que relacione sobre el escenario la violencia del deseo con los roles del pequeño poder local. La que transmita en ideas-teatro todo lo que la ciencia popular es capaz. Queremos un teatro de la capacidad, no de la incapacidad. 9. El obstáculo en el camino hacia de una energía cómica contemporánea es el rechazo consensuado de la tipificación. A
Pequeño tratado de inestética
la “democracia” consensual le horroriza cualquier tipificación de las categorías subjetivas que la componen. ¡Intenten hacer patalear sobre el escenario y ridiculizar a un Papa, a un gran médico mediático, a una eminencia de una institución humanitaria, o a una dirigente del sindicato de enfermeras! Tenemos muchísimos más tabúes que los griegos. Es necesario romperlos poco a poco. El teatro tiene como misión recomponer sobre el escenario situaciones vivas, articuladas a partir de algunos tipos esenciales. Y proponer para nuestra época algo equivalente a los esclavos y sirvientes de la comedia, gente excluida e invisible quien de repente, a raíz de la idea-teatro, es en el escenario la inteligencia y la fuerza, el deseo y la maestría. 10. La dificultad general del teatro, en todas las épocas, es su relación con el Estado. Porque siempre está ligado a él. ¿Cuál es la forma moderna de esa dependencia? Es difícil de regular. No debemos caer en una visión reivindicativa, que transformaría al teatro en una profesión asalariada como las otras, un sector quejoso de la opinión pública, un funcionariado cultural. Pero también es necesario evitar el propósito único del príncipe, quien instala en el teatro lobbies cortesanos, serviles al ritmo de las fluctuaciones de la política. Para lograrlo, se precisa una idea general que, a menudo, utiliza los equívocos y las divisiones del Estado (de esta forma, el comediante-cortesano, como Molière, puede poner a la platea contra el público noble, o snob, o devoto, con la complicidad del rey, quien tiene sus propios asuntos pendientes con su entorno feudal o clerical; de la misma manera, Vitez el comunista puede ser nombrado en el Chaillot por Michael Guy porque la envergadura ministerial del hombre de gusto satisface la “modernidad” de Giscard d’Estaing, etc.). Es cierto que se precisa, para mantener junto al Estado la necesidad de la llegada de ideas-teatro, una idea (la descentralización, el teatro popular, “elitista para todos”, y así siguen). Esta idea es por el momento muy imprecisa, y de ahí nuestra desconfianza. El teatro debe pensar su propia idea. Sólo puede guiarnos la convicción de que hoy más que nunca el teatro, porque piensa, no es una referencia de la cultura, sino del arte. El público no va al teatro para cultivarse. No es un repollo, o un benjamín. El teatro depende de la acción restringida y toda confrontación con el
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rating le sería fatal. El público va al teatro para ser golpeado. Golpeado por las ideas-teatro. No sale de la función cultivado sino aturdido, fatigado (pensar cansa), pensativo. No ha encontrado, ni aun en la risa más grande, algo satisfactorio. Se ha encontrado con ideas que no sospechaba que existieran. 11. Quizás lo que distingue al teatro del cine, de quien es aparentemente el rival desafortunado (aun si comparten muchas cosas: intrigas, guiones, vestuarios, funciones..., pero, sobre todo, los actores, esos amados bribones), es que en el teatro se trata explícitamente, casi físicamente, del encuentro con una idea, mientras que en el cine se trata de su pasaje, casi de su fantasma, o al menos eso es lo que me dispongo a defender a continuación.
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8 Los falsos movimientos del cine
Un film opera a través de lo que retira de lo visible; la imagen está, antes que nada, recortada. El movimiento está ahí obstaculizado, suspendido, retomado, detenido. El recorte es más esencial que la presencia, no sólo por el efecto del montaje, sino antes ya y desde un principio, por el efecto del encuadre y la depuración cuidada de lo visible. Lo que importa verdaderamente al cine es que las flores que muestra, como en cierta secuencia de Visconti, sean flores mallarmeanas, que sean las ausentes de todo ramo. He visto esas flores, pero el modo particular por el cual están cautivas de un recorte hace que aparezca, indivisiblemente, su singularidad y su idealidad. Toda la diferencia con la pintura radica en que no es verlas lo que funda la Idea en el pensamiento, sino el hecho de haberlas visto. El cine es un arte del pasado perpetuo, en el sentido en que el pasado esta instituido en el paso. El cine es visitación: de lo que se habría visto o escuchado; la idea permanece en tanto pasa. Organizar el roce interno a lo visible del pasaje de la idea, tal es la operación del cine, cuya posibilidad es inventada por las operaciones propias de un artista. De este modo, el movimiento, en el cine, debe pensarse de tres maneras diferentes. Por un lado, pone en relación la idea con la eternidad paradójica de un pasaje, de una visitación. Hay una calle, en París, que se llama Pasaje de la Visitación, que bien podría llamarse la calle del Cine. Se trata del cine como movimiento global. Por otro lado, el movimiento, a través de operaciones complejas, sustrae la imagen a ella misma, lo que hace que sea impresentada, aunque inscripta. Porque es en el movimiento donde se encarnan los efectos de recorte. E incluso, y sobre todo, como sucede en Straub, donde la detención aparente del movimiento local permite ver el vaciamiento de lo visible. O, como sucede en Murnau, en el que el avance de un tranvía organiza la 127
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rating le sería fatal. El público va al teatro para ser golpeado. Golpeado por las ideas-teatro. No sale de la función cultivado sino aturdido, fatigado (pensar cansa), pensativo. No ha encontrado, ni aun en la risa más grande, algo satisfactorio. Se ha encontrado con ideas que no sospechaba que existieran. 11. Quizás lo que distingue al teatro del cine, de quien es aparentemente el rival desafortunado (aun si comparten muchas cosas: intrigas, guiones, vestuarios, funciones..., pero, sobre todo, los actores, esos amados bribones), es que en el teatro se trata explícitamente, casi físicamente, del encuentro con una idea, mientras que en el cine se trata de su pasaje, casi de su fantasma, o al menos eso es lo que me dispongo a defender a continuación.
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topografía segmentadora de un arrabal umbrío. Digamos que tenemos aquí los actos del movimiento local. Y, finalmente, el movimiento es circulación impura en el conjunto de las demás actividades artísticas; él instala la idea en la alusión contrastante, ella misma substractiva, a las artes separadas de su destinación. Es, en efecto, imposible pensar el cine por fuera de una especie de espacio general donde aprehender su conexión con las otras artes. Es el séptimo arte en un sentido absolutamente especial. No se agrega a las otras en el mismo plano que ellas, sino que las implica, es el más-uno de las otras seis. Opera sobre ellas, a partir de ellas, por un movimiento que las sustrae a sí mismas. Preguntémonos, por ejemplo, qué le debe Falso movimiento de Wim Wenders al Wilhem Meister de Goethe. Se trata en este caso de cine y de novela. Hay que admitir que el film no existiría o, mejor dicho, no habría existido, sin la novela. Pero, ¿cuál es el sentido de esta condición? O, más precisamente: ¿bajo qué condiciones propias del cine esta condición novelesca de un film es posible? La pregunta es tortuosa, difícil. Vemos, no cabe duda, que dos operadores han sido convocados: un relato, o sombra de relato, y personajes, o alusión a personajes. Algo en el film opera fílmicamente en eco, por ejemplo, del personaje Mignon. Sin embargo, la libertad de la prosa novelesca consiste en no dejar ver los cuerpos, cuya infinidad visible escapa a la más fina descripción. Aquí el cuerpo es dado por la actriz, pero “actriz” es una palabra del teatro, una palabra de la representación. Y es así cómo el film arranca de sí mismo lo novelesco por medio de una reducción teatral. Vemos claramente que la idea fílmica de Mignon se instala, precisamente, en este arrancamiento. Se sitúa entre teatro y novela, así como también en un “ni uno ni otro”, dentro del cual todo el arte de Wenders consiste en sostener el pasaje. Si ahora pregunto lo que Muerte en Venecia de Visconti le debe a Muerte en Venecia de Thomas Mann, me veo rápidamente desviado en dirección de la música. Porque la temporalidad del pasaje –pensemos en la secuencia de apertura– es dictada no tanto por el ritmo prosódico de Thomas Mann sino por el adagio de la Quinta Sinfonía de Mahler. Supongamos que la idea es 128
8 Los falsos movimientos del cine
Un film opera a través de lo que retira de lo visible; la imagen está, antes que nada, recortada. El movimiento está ahí obstaculizado, suspendido, retomado, detenido. El recorte es más esencial que la presencia, no sólo por el efecto del montaje, sino antes ya y desde un principio, por el efecto del encuadre y la depuración cuidada de lo visible. Lo que importa verdaderamente al cine es que las flores que muestra, como en cierta secuencia de Visconti, sean flores mallarmeanas, que sean las ausentes de todo ramo. He visto esas flores, pero el modo particular por el cual están cautivas de un recorte hace que aparezca, indivisiblemente, su singularidad y su idealidad. Toda la diferencia con la pintura radica en que no es verlas lo que funda la Idea en el pensamiento, sino el hecho de haberlas visto. El cine es un arte del pasado perpetuo, en el sentido en que el pasado esta instituido en el paso. El cine es visitación: de lo que se habría visto o escuchado; la idea permanece en tanto pasa. Organizar el roce interno a lo visible del pasaje de la idea, tal es la operación del cine, cuya posibilidad es inventada por las operaciones propias de un artista. De este modo, el movimiento, en el cine, debe pensarse de tres maneras diferentes. Por un lado, pone en relación la idea con la eternidad paradójica de un pasaje, de una visitación. Hay una calle, en París, que se llama Pasaje de la Visitación, que bien podría llamarse la calle del Cine. Se trata del cine como movimiento global. Por otro lado, el movimiento, a través de operaciones complejas, sustrae la imagen a ella misma, lo que hace que sea impresentada, aunque inscripta. Porque es en el movimiento donde se encarnan los efectos de recorte. E incluso, y sobre todo, como sucede en Straub, donde la detención aparente del movimiento local permite ver el vaciamiento de lo visible. O, como sucede en Murnau, en el que el avance de un tranvía organiza la 127
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aquí la relación entre la melancolía amorosa, el genio del lugar y la muerte. Visconti monta la visitación de esta idea en la brecha que una música abre en lo visible, en detrimento de la prosa, porque allí nada será dicho, nada será textual. El movimiento sustrae lo novelesco a la lengua, y lo retiene en una frontera móvil entre música y lugar. Pero, a su vez, música y lugar intercambian sus propios valores, de modo que la música es anulada por alusiones pictóricas, mientras que toda estabilidad pictórica se disuelve en la música. Estas transferencias y disoluciones son aquello que, al final, habrá construido todo lo real del pasaje de la idea. Podríamos llamar “poética del cine” al anudamiento de las tres acepciones de la palabra “movimiento”, cuyo efecto total es que la Idea visite lo sensible. Insisto en el hecho de que la Idea allí no se encarna. El cine desmiente la tesis clásica según la cual el arte es la forma sensible de la Idea. Porque la visitación de lo sensible por parte de la Idea no le da cuerpo alguno. La Idea no es separable, en el cine sólo existe en su pasaje. La Idea es ella misma visitación. Demos un ejemplo. ¿Qué sucede en Falso movimiento cuando el personaje lee por fin el poema que muchas veces ha anunciado que existía? Si nos referimos al movimiento global, diremos que esta lectura es como un recorte sobre la carrera anárquica, el errar de todo el grupo. El poema se instala como idea del poema por un efecto de margen, de interrupción. De esta manera pasa la idea de que todo poema es una interrupción de la lengua, concebida como simple herramienta de comunicación. El poema es una interrupción de la lengua sobre sí misma. Salvo que, por supuesto, la lengua es aquí, fílmicamente, una carrera, una persecución, una suerte de jadeo despavorido. Si nos referimos al movimiento local, diremos que la visibilidad del lector, su propia turbación, lo muestran preso de la anulación de sí en el texto, en el anonimato en que se convierte. Poema y poeta se suprimen recíprocamente. El residuo es una suerte de asombro de existir, asombro de existir que es quizás el verdadero tema de este film. Si, finalmente, consideramos el movimiento impuro de las artes, vemos que, en realidad, lo poético en el film es el desga129
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topografía segmentadora de un arrabal umbrío. Digamos que tenemos aquí los actos del movimiento local. Y, finalmente, el movimiento es circulación impura en el conjunto de las demás actividades artísticas; él instala la idea en la alusión contrastante, ella misma substractiva, a las artes separadas de su destinación. Es, en efecto, imposible pensar el cine por fuera de una especie de espacio general donde aprehender su conexión con las otras artes. Es el séptimo arte en un sentido absolutamente especial. No se agrega a las otras en el mismo plano que ellas, sino que las implica, es el más-uno de las otras seis. Opera sobre ellas, a partir de ellas, por un movimiento que las sustrae a sí mismas. Preguntémonos, por ejemplo, qué le debe Falso movimiento de Wim Wenders al Wilhem Meister de Goethe. Se trata en este caso de cine y de novela. Hay que admitir que el film no existiría o, mejor dicho, no habría existido, sin la novela. Pero, ¿cuál es el sentido de esta condición? O, más precisamente: ¿bajo qué condiciones propias del cine esta condición novelesca de un film es posible? La pregunta es tortuosa, difícil. Vemos, no cabe duda, que dos operadores han sido convocados: un relato, o sombra de relato, y personajes, o alusión a personajes. Algo en el film opera fílmicamente en eco, por ejemplo, del personaje Mignon. Sin embargo, la libertad de la prosa novelesca consiste en no dejar ver los cuerpos, cuya infinidad visible escapa a la más fina descripción. Aquí el cuerpo es dado por la actriz, pero “actriz” es una palabra del teatro, una palabra de la representación. Y es así cómo el film arranca de sí mismo lo novelesco por medio de una reducción teatral. Vemos claramente que la idea fílmica de Mignon se instala, precisamente, en este arrancamiento. Se sitúa entre teatro y novela, así como también en un “ni uno ni otro”, dentro del cual todo el arte de Wenders consiste en sostener el pasaje. Si ahora pregunto lo que Muerte en Venecia de Visconti le debe a Muerte en Venecia de Thomas Mann, me veo rápidamente desviado en dirección de la música. Porque la temporalidad del pasaje –pensemos en la secuencia de apertura– es dictada no tanto por el ritmo prosódico de Thomas Mann sino por el adagio de la Quinta Sinfonía de Mahler. Supongamos que la idea es 128
Alain Badiou
rramiento de sí de lo poético del poema. Porque lo que importa es justamente que un actor, él mismo una impurificación de lo novelesco, lea un poema, que no es un poema, para que se monte el pasaje de una idea totalmente diferente, es decir, que este personaje no podrá, no podrá jamás, a pesar de su deseo extra viado, arrimarse a los demás, constituir a partir de ellos una estabilidad de su ser. El asombro de existir, como sucede a menudo en el primer Wenders, el Wenders anterior a los ángeles, si se me permite decirlo así, es el elemento solipsista, el que, de muy lejos, enuncia que un alemán no puede con toda tranquilidad concordar y vincularse con otros alemanes, a falta de que hoy pueda pronunciarse, con absoluta claridad política, el ser alemán como tal. La poética del film es, entonces, el pasaje de una idea que no es simple, en el anudamiento de los tres movimientos. En el cine, como en Platón, las verdaderas ideas son mixturas, y toda tentativa de univocidad desarticula lo poético. En nuestro ejemplo, esta lectura del poema hace aparecer, o pasar, la idea de un vínculo de ideas: hay un vínculo, propiamente alemán, entre lo que es el poema, el asombro de existir y la incertidumbre nacional. Esta idea visita la secuencia. Y para que su complejidad, su mixtura, sean lo que nos ha convocado a pensar, es necesario el anudamiento de los tres movimientos: el movimiento global, por el cual la idea nunca es sino su pasaje, el movimiento local, por el que ella es también otra cosa además de lo que es, otra cosa que su imagen, y el movimiento impuro, por el que ella se instala en fronteras móviles entre suposiciones artísticas abandonadas. Y así como la poesía es interrupción sobre la lengua por efecto de un artificio codificado de su manejo, así también los movimientos que anuda la poética del cine son falsos movimientos. El movimiento global es falso, debido a que ninguna medida le conviene. La subestructura técnica regula un desfile discreto y uniforme, cuyo arte consiste en no tener nada en cuenta. Las unidades de recorte, como los planos o las secuencias, se componen finalmente, no en la medida de un tiempo, sino en un principio de vecindad, de llamamiento, de insistencia o de ruptura, donde el pensamiento verdadero es una topología antes que un movimiento. Como filtrado por este espacio de composición, presente desde el rodaje, se impone el movimiento falso por el cual 130
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aquí la relación entre la melancolía amorosa, el genio del lugar y la muerte. Visconti monta la visitación de esta idea en la brecha que una música abre en lo visible, en detrimento de la prosa, porque allí nada será dicho, nada será textual. El movimiento sustrae lo novelesco a la lengua, y lo retiene en una frontera móvil entre música y lugar. Pero, a su vez, música y lugar intercambian sus propios valores, de modo que la música es anulada por alusiones pictóricas, mientras que toda estabilidad pictórica se disuelve en la música. Estas transferencias y disoluciones son aquello que, al final, habrá construido todo lo real del pasaje de la idea. Podríamos llamar “poética del cine” al anudamiento de las tres acepciones de la palabra “movimiento”, cuyo efecto total es que la Idea visite lo sensible. Insisto en el hecho de que la Idea allí no se encarna. El cine desmiente la tesis clásica según la cual el arte es la forma sensible de la Idea. Porque la visitación de lo sensible por parte de la Idea no le da cuerpo alguno. La Idea no es separable, en el cine sólo existe en su pasaje. La Idea es ella misma visitación. Demos un ejemplo. ¿Qué sucede en Falso movimiento cuando el personaje lee por fin el poema que muchas veces ha anunciado que existía? Si nos referimos al movimiento global, diremos que esta lectura es como un recorte sobre la carrera anárquica, el errar de todo el grupo. El poema se instala como idea del poema por un efecto de margen, de interrupción. De esta manera pasa la idea de que todo poema es una interrupción de la lengua, concebida como simple herramienta de comunicación. El poema es una interrupción de la lengua sobre sí misma. Salvo que, por supuesto, la lengua es aquí, fílmicamente, una carrera, una persecución, una suerte de jadeo despavorido. Si nos referimos al movimiento local, diremos que la visibilidad del lector, su propia turbación, lo muestran preso de la anulación de sí en el texto, en el anonimato en que se convierte. Poema y poeta se suprimen recíprocamente. El residuo es una suerte de asombro de existir, asombro de existir que es quizás el verdadero tema de este film. Si, finalmente, consideramos el movimiento impuro de las artes, vemos que, en realidad, lo poético en el film es el desga129
Pequeño tratado de inestética
la idea no es dada sino como pasaje. Digamos que existe una idea porque hay un espacio de composición, y que hay pasaje porque ese espacio se libera, o se expone, como tiempo global. Así, en Falso movimiento, la secuencia de los trenes que se rozan y se alejan es una metonimia de todo el espacio de composición. Su movimiento es pura exposición de un sitio en el que la proximidad subjetiva y el alejamiento son indiscernibles, lo que es de hecho la Idea del amor en Wenders. El movimiento global no es sino el estiramiento pseudo-narrativo de ese sitio. El movimiento local es falso porque no es más que el efecto de una sustracción de la imagen, podría decirse, de ellos mismos. No hay en esto tampoco movimiento original, movimiento en sí. Lo que hay es una visibilidad obligada que, al no ser reproducción de nada –digamos al pasar que el cine es la menos mimética de las artes–, crea un efecto temporal de recorrido, para que eso visible se demuestre de algún modo “fuera de la imagen”, por el pensamiento. Pienso, por ejemplo, en la secuencia de Sed de mal, de Orson Welles, en que el policía gordo y oscuro visita a Marlene Dietrich. El tiempo local es inducido aquí solo porque es a Marlene Dietrich a quien Welles visita, y porque la idea no tiene ninguna coincidencia con la imagen, que debería ser la de un policía en lo de una prostituta envejecida. De modo que la lentitud casi ceremoniosa del encuentro es el resultado del hecho de que esta imagen aparente debe ser recorrida por el pensamiento hasta el punto en que, por una inversión de los valores ficticios, sea de Marlene Dietrich y Orson Welles de quienes se trate, y no de un policía y una prostituta. Por lo que la imagen es arrancada de sí misma para ser restituida a lo real del cine. Aquí, además, el movimiento local se orienta hacia el movimiento impuro, porque la idea, que es la de una generación de artistas que llega a su fin, se instala en la frontera del cine como film y del cine como configuración, o como arte, en la frontera del cine consigo mismo, o incluso del cine como efectividad y del cine como cosa del pasado. Y, finalmente, el movimiento impuro es el más falso de todos, pues en realidad no existe ningún medio de producir un movimiento de un arte a otro. Las artes son cerradas. Ninguna pintura se transformará jamás en música, ninguna danza en poema. Todas las tentativas directas en este sentido son vanas. Y no obs131
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rramiento de sí de lo poético del poema. Porque lo que importa es justamente que un actor, él mismo una impurificación de lo novelesco, lea un poema, que no es un poema, para que se monte el pasaje de una idea totalmente diferente, es decir, que este personaje no podrá, no podrá jamás, a pesar de su deseo extra viado, arrimarse a los demás, constituir a partir de ellos una estabilidad de su ser. El asombro de existir, como sucede a menudo en el primer Wenders, el Wenders anterior a los ángeles, si se me permite decirlo así, es el elemento solipsista, el que, de muy lejos, enuncia que un alemán no puede con toda tranquilidad concordar y vincularse con otros alemanes, a falta de que hoy pueda pronunciarse, con absoluta claridad política, el ser alemán como tal. La poética del film es, entonces, el pasaje de una idea que no es simple, en el anudamiento de los tres movimientos. En el cine, como en Platón, las verdaderas ideas son mixturas, y toda tentativa de univocidad desarticula lo poético. En nuestro ejemplo, esta lectura del poema hace aparecer, o pasar, la idea de un vínculo de ideas: hay un vínculo, propiamente alemán, entre lo que es el poema, el asombro de existir y la incertidumbre nacional. Esta idea visita la secuencia. Y para que su complejidad, su mixtura, sean lo que nos ha convocado a pensar, es necesario el anudamiento de los tres movimientos: el movimiento global, por el cual la idea nunca es sino su pasaje, el movimiento local, por el que ella es también otra cosa además de lo que es, otra cosa que su imagen, y el movimiento impuro, por el que ella se instala en fronteras móviles entre suposiciones artísticas abandonadas. Y así como la poesía es interrupción sobre la lengua por efecto de un artificio codificado de su manejo, así también los movimientos que anuda la poética del cine son falsos movimientos. El movimiento global es falso, debido a que ninguna medida le conviene. La subestructura técnica regula un desfile discreto y uniforme, cuyo arte consiste en no tener nada en cuenta. Las unidades de recorte, como los planos o las secuencias, se componen finalmente, no en la medida de un tiempo, sino en un principio de vecindad, de llamamiento, de insistencia o de ruptura, donde el pensamiento verdadero es una topología antes que un movimiento. Como filtrado por este espacio de composición, presente desde el rodaje, se impone el movimiento falso por el cual 130
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tante, el cine claramente es la organización de esos movimientos imposibles. Sin embargo, no es todavía más que una sustracción. La citación alusiva de las otras artes, constitutiva del cine, las arranca de sí mismas y lo que queda es justamente la frontera resquebrajada por la que habrá pasado la idea, tal como el cine, y sólo el cine, autoriza su visitación. Así el cine, como existe en los filmes, constituye el nudo de tres movimientos falsos. A través de esta triplicidad libera como puro pasaje la mixtura, la impureza ideal que se apoderan de nosotros. El cine es un arte impuro. Es el plus-un de las artes, parasitario e inconsistente. Pero su fuerza de arte contemporáneo es justamente hacer idea, en el tiempo que dura un pasaje, de la impureza de toda idea. ¿Pero esta impureza, como la de la Idea, no nos obliga, sólo para hablar de un film, a hacer extraños desvíos, esos “largos desvíos” cuya necesidad filosófica estableció Platón? Vemos bien que la crítica de cine está siempre suspendida entre el palabrerío de la empatía y la tecnicidad historiadora. A menos que sólo se trate de contar la historia (impureza novelesca fatal) o de alabar a los actores (impureza teatral); ¿podemos tan fácilmente hablar de un film? Hay una primera manera de hablar de un film que consiste en decir “me gustó” o “no me entusiasmó”. Estas declaraciones son indistintas, porque la regla del “gusto” deja oculta su norma. ¿Respecto de qué expectativa se enuncia el juicio? Una novela policial también puede gustar o no gustar, ser buena o mala. Estas distinciones no hacen de la novela policial en cuestión una obra maestra del arte literario. Antes bien, designan la cualidad, el color del breve lapso transcurrido en su compañía. Luego de lo cual adviene una indiferente pérdida de la memoria. Denominemos “juicio indistinto” a este primer momento de la palabra. Se refiere al indispensable intercambio de opiniones, que versa a menudo, desde la consideración del estado del tiempo, sobre cómo la vida promete o sustrae momentos agradables y precarios. Hay una segunda manera de hablar sobre un film, que consiste precisamente en protegerlo del juicio indistinto. Sería mostrar –lo que supone ya cierta argumentación– que dicho film no 132
Pequeño tratado de inestética
la idea no es dada sino como pasaje. Digamos que existe una idea porque hay un espacio de composición, y que hay pasaje porque ese espacio se libera, o se expone, como tiempo global. Así, en Falso movimiento, la secuencia de los trenes que se rozan y se alejan es una metonimia de todo el espacio de composición. Su movimiento es pura exposición de un sitio en el que la proximidad subjetiva y el alejamiento son indiscernibles, lo que es de hecho la Idea del amor en Wenders. El movimiento global no es sino el estiramiento pseudo-narrativo de ese sitio. El movimiento local es falso porque no es más que el efecto de una sustracción de la imagen, podría decirse, de ellos mismos. No hay en esto tampoco movimiento original, movimiento en sí. Lo que hay es una visibilidad obligada que, al no ser reproducción de nada –digamos al pasar que el cine es la menos mimética de las artes–, crea un efecto temporal de recorrido, para que eso visible se demuestre de algún modo “fuera de la imagen”, por el pensamiento. Pienso, por ejemplo, en la secuencia de Sed de mal, de Orson Welles, en que el policía gordo y oscuro visita a Marlene Dietrich. El tiempo local es inducido aquí solo porque es a Marlene Dietrich a quien Welles visita, y porque la idea no tiene ninguna coincidencia con la imagen, que debería ser la de un policía en lo de una prostituta envejecida. De modo que la lentitud casi ceremoniosa del encuentro es el resultado del hecho de que esta imagen aparente debe ser recorrida por el pensamiento hasta el punto en que, por una inversión de los valores ficticios, sea de Marlene Dietrich y Orson Welles de quienes se trate, y no de un policía y una prostituta. Por lo que la imagen es arrancada de sí misma para ser restituida a lo real del cine. Aquí, además, el movimiento local se orienta hacia el movimiento impuro, porque la idea, que es la de una generación de artistas que llega a su fin, se instala en la frontera del cine como film y del cine como configuración, o como arte, en la frontera del cine consigo mismo, o incluso del cine como efectividad y del cine como cosa del pasado. Y, finalmente, el movimiento impuro es el más falso de todos, pues en realidad no existe ningún medio de producir un movimiento de un arte a otro. Las artes son cerradas. Ninguna pintura se transformará jamás en música, ninguna danza en poema. Todas las tentativas directas en este sentido son vanas. Y no obs131
Pequeño tratado de inestética
es meramente situable en algún lugar entre el placer y el olvido. No se trata sólo de que esté bien, bien en su género, sino que a propósito de él, alguna Idea se deje prever o fijar. Uno de los signos superficiales de este cambio de registro es que el autor del film es mencionado, mencionado como autor; mientras que el juicio indistinto menciona prioritariamente a los actores, o los efectos, o una escena sorprendente, o la historia narrada. Este segundo tipo de juicio intenta designar una singularidad cuyo emblema es el autor. Esta singularidad es lo que resiste al juicio indistinto. Intenta separar lo se dice del film del movimiento general de la opinión. Tal separación es también la que distingue a un espectador –a aquel que percibió y dio nombre a la singularidad–, de la masa del público. Llamémoslo “juicio diacrítico”. Es el que toma en consideración a un film como estilo. El estilo es lo que se opone a lo indistinto. Al ligar el estilo con el autor, el juicio diacrítico propone rescatar algo del cine, algo que no se relegue al olvido de los placeres; que algunos nombres del cine, que algunas figuras, sean destacadas en el tiempo. El juicio diacrítico, en realidad, no es más que la negación frágil del juicio indistinto. La experiencia muestra que preserva menos a los filmes que a los nombres propios de los autores, menos al arte del cine que a algunos elementos dispersos de los estilos. Estaría bastante tentado de decir que el juicio diacrítico es a los autores lo que el juicio indistinto es a los actores: el índice de una rememoración provisoria. A fin de cuentas, el juicio diacrítico define una forma sofisticada, o diferencial, de la opinión. Designa, constituye el cine “de calidad”. Pero la historia del cine de calidad no delinea a la larga ninguna configuración artística. Delinea más bien la historia, siempre sorprendente, de la crítica de cine. Porque, en cada una de las épocas, es la crítica la que proporciona sus referencias al juicio diacrítico. La crítica da nombre a la calidad. Pero, al hacerlo, no deja de ser ella misma todavía demasiado indistinta. El arte es infinitamente más extraño que lo que la mejor crítica puede suponer. Ya lo sabemos al leer hoy las críticas literarias lejanas, supongamos de SainteBeuve. La visión que su sentido innegable de la calidad, su vigor diacrítico, proporciona de su siglo es artísticamente absurda. En realidad, un segundo olvido encierra los efectos del juicio diacrítico dentro de una duración por cierto distinta de aquel 133
Alain Badiou
tante, el cine claramente es la organización de esos movimientos imposibles. Sin embargo, no es todavía más que una sustracción. La citación alusiva de las otras artes, constitutiva del cine, las arranca de sí mismas y lo que queda es justamente la frontera resquebrajada por la que habrá pasado la idea, tal como el cine, y sólo el cine, autoriza su visitación. Así el cine, como existe en los filmes, constituye el nudo de tres movimientos falsos. A través de esta triplicidad libera como puro pasaje la mixtura, la impureza ideal que se apoderan de nosotros. El cine es un arte impuro. Es el plus-un de las artes, parasitario e inconsistente. Pero su fuerza de arte contemporáneo es justamente hacer idea, en el tiempo que dura un pasaje, de la impureza de toda idea. ¿Pero esta impureza, como la de la Idea, no nos obliga, sólo para hablar de un film, a hacer extraños desvíos, esos “largos desvíos” cuya necesidad filosófica estableció Platón? Vemos bien que la crítica de cine está siempre suspendida entre el palabrerío de la empatía y la tecnicidad historiadora. A menos que sólo se trate de contar la historia (impureza novelesca fatal) o de alabar a los actores (impureza teatral); ¿podemos tan fácilmente hablar de un film? Hay una primera manera de hablar de un film que consiste en decir “me gustó” o “no me entusiasmó”. Estas declaraciones son indistintas, porque la regla del “gusto” deja oculta su norma. ¿Respecto de qué expectativa se enuncia el juicio? Una novela policial también puede gustar o no gustar, ser buena o mala. Estas distinciones no hacen de la novela policial en cuestión una obra maestra del arte literario. Antes bien, designan la cualidad, el color del breve lapso transcurrido en su compañía. Luego de lo cual adviene una indiferente pérdida de la memoria. Denominemos “juicio indistinto” a este primer momento de la palabra. Se refiere al indispensable intercambio de opiniones, que versa a menudo, desde la consideración del estado del tiempo, sobre cómo la vida promete o sustrae momentos agradables y precarios. Hay una segunda manera de hablar sobre un film, que consiste precisamente en protegerlo del juicio indistinto. Sería mostrar –lo que supone ya cierta argumentación– que dicho film no 132
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olvido provocado por el juicio indistinto, pero que es en última instancia igualmente perentoria. Cementerio de autores, la calidad designa menos al arte de una época que a su ideología artística. Ideología en la que siempre el verdadero arte es una ruptura. Hay que imaginar por consiguiente una tercera manera de hablar acerca de un film, que no sea ni indistinta ni diacrítica. Esta tercera manera tiene, para mí, dos rasgos externos. En primer lugar, el juicio le es indiferente. Ya que se abandona toda posición defensiva. Que el film esté bien, que haya gustado, que no sea conmensurable respecto de los objetos del juicio indistinto, que haya que distinguirlo, todo esto se supone silenciosamente en el simple hecho de que se hable de él y ese no es en absoluto el objetivo que se quiere alcanzar. ¿No es acaso la regla que se aplica a las obras artísticas establecidas del pasado? ¿Parece algo significativo que la Orestíada de Esquilo o que La comedia humana de Balzac hayan “gustado mucho”? ¿Que no estén “francamente nada mal”? El juicio indistinto se vuelve ridículo. Tanto como el juicio diacrítico. Tampoco resulta imprescindible deslomarse por probar que el estilo de Mallarmé es superior al estilo de Sully Prudhomme, quien, entre paréntesis, pasaba en su tiempo por ser de la más excelente calidad. Hablaremos entonces del film en el compromiso incondicionado de una convicción del arte, no con el objetivo de establecerla sino para extraer sus consecuencias. Digamos que se pasa del juicio normativo, indistinto (“está bien”) o diacrítico (“es superior”) a una actitud axiomática, que interroga sobre cuáles son para el pensamiento los efectos de tal o cual film. Hablemos entonces de juicio axiomático. Y si es cierto que el cine trata a la Idea a modo de una visitación, o de un pasaje, y que lo hace en un elemento de impureza sin remedio, hablar axiomáticamente de un film consistirá en examinar las consecuencias del modo propio en el que una Idea es tratada por ese film. Las consideraciones formales, de corte, de plano, de movimiento global o local, de color, de actantes corporales, de sonido, etc., no deben ser citados sino en la medida en que contribuyen al “toque” de la Idea y a la captura de su impureza nativa.
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es meramente situable en algún lugar entre el placer y el olvido. No se trata sólo de que esté bien, bien en su género, sino que a propósito de él, alguna Idea se deje prever o fijar. Uno de los signos superficiales de este cambio de registro es que el autor del film es mencionado, mencionado como autor; mientras que el juicio indistinto menciona prioritariamente a los actores, o los efectos, o una escena sorprendente, o la historia narrada. Este segundo tipo de juicio intenta designar una singularidad cuyo emblema es el autor. Esta singularidad es lo que resiste al juicio indistinto. Intenta separar lo se dice del film del movimiento general de la opinión. Tal separación es también la que distingue a un espectador –a aquel que percibió y dio nombre a la singularidad–, de la masa del público. Llamémoslo “juicio diacrítico”. Es el que toma en consideración a un film como estilo. El estilo es lo que se opone a lo indistinto. Al ligar el estilo con el autor, el juicio diacrítico propone rescatar algo del cine, algo que no se relegue al olvido de los placeres; que algunos nombres del cine, que algunas figuras, sean destacadas en el tiempo. El juicio diacrítico, en realidad, no es más que la negación frágil del juicio indistinto. La experiencia muestra que preserva menos a los filmes que a los nombres propios de los autores, menos al arte del cine que a algunos elementos dispersos de los estilos. Estaría bastante tentado de decir que el juicio diacrítico es a los autores lo que el juicio indistinto es a los actores: el índice de una rememoración provisoria. A fin de cuentas, el juicio diacrítico define una forma sofisticada, o diferencial, de la opinión. Designa, constituye el cine “de calidad”. Pero la historia del cine de calidad no delinea a la larga ninguna configuración artística. Delinea más bien la historia, siempre sorprendente, de la crítica de cine. Porque, en cada una de las épocas, es la crítica la que proporciona sus referencias al juicio diacrítico. La crítica da nombre a la calidad. Pero, al hacerlo, no deja de ser ella misma todavía demasiado indistinta. El arte es infinitamente más extraño que lo que la mejor crítica puede suponer. Ya lo sabemos al leer hoy las críticas literarias lejanas, supongamos de SainteBeuve. La visión que su sentido innegable de la calidad, su vigor diacrítico, proporciona de su siglo es artísticamente absurda. En realidad, un segundo olvido encierra los efectos del juicio diacrítico dentro de una duración por cierto distinta de aquel 133
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Un ejemplo: la sucesión de planos que, en Nosferatu de Murnau, marcan el acercamiento al sitio del príncipe de los muertos. Sobreexposición de praderas, caballos espantados, cortes tormentosos, todo ello despliega la Idea de un tocar la inmanencia, de una visitación anticipada del día por parte de la noche, de un no man’s land entre la vida y la muerte. Pero, hay también una mezcla impura de esta visitación, algo demasiado visiblemente poético, un suspenso que desvía la visión hacia la espera y la inquietud, en lugar de ofrecérnosla a la vista en su contorno establecido. Nuestro pensamiento no es aquí contemplativo, es él mismo arrastrado, y antes que apropiarse de la Idea, viaja en compañía de ella. La consecuencia que extraemos es que, justamente, es posible el pensamiento de un pensamiento-poema que atraviesa la Idea, que es menos un recorte que una aprehensión por la pérdida. Hablar de un film será a menudo demostrar cómo nos convoca semejante Idea en la fuerza de su pérdida; a contrapelo de la pintura, por ejemplo, que es por excelencia el arte de la Idea minuciosa e integralmente dada. Este contraste me obliga a referirme a lo que considero la dificultad principal que existe para hablar axiomáticamente de un film. Consiste en hablar de él en cuanto film. Porque cuando el film organiza realmente la visitación de una Idea –y es lo que suponemos desde el momento en el que hablamos de ello–, siempre lo hace en una relación sustractiva, o defectiva, respecto de una o varias de las otras artes. Sostener el movimiento de la defección, y no la plenitud de su soporte, es lo más delicado. Sobre todo porque la vía formalista, que conduce a supuestas operaciones fílmicas “puras”, es un callejón sin salida. Digámoslo nuevamente: nada es puro en el cine, ya que se halla interior e íntegramente contaminado por su condición de plus-un de las artes. Valga como ejemplo, nuevamente, la larga travesía por los canales en el comienzo de Muerte en Venecia de Visconti. La idea que pasa –y que todo el resto del film sutura y disuelve a la vez– es la de un hombre que ha hecho lo que debía hacer en la vida, y que está entonces en suspenso, pendiente ya sea de un final, ya sea de otra vida. Ahora bien, esta idea se organiza gracias a la convergencia dispar de una cantidad de ingredientes: 135
Alain Badiou
olvido provocado por el juicio indistinto, pero que es en última instancia igualmente perentoria. Cementerio de autores, la calidad designa menos al arte de una época que a su ideología artística. Ideología en la que siempre el verdadero arte es una ruptura. Hay que imaginar por consiguiente una tercera manera de hablar acerca de un film, que no sea ni indistinta ni diacrítica. Esta tercera manera tiene, para mí, dos rasgos externos. En primer lugar, el juicio le es indiferente. Ya que se abandona toda posición defensiva. Que el film esté bien, que haya gustado, que no sea conmensurable respecto de los objetos del juicio indistinto, que haya que distinguirlo, todo esto se supone silenciosamente en el simple hecho de que se hable de él y ese no es en absoluto el objetivo que se quiere alcanzar. ¿No es acaso la regla que se aplica a las obras artísticas establecidas del pasado? ¿Parece algo significativo que la Orestíada de Esquilo o que La comedia humana de Balzac hayan “gustado mucho”? ¿Que no estén “francamente nada mal”? El juicio indistinto se vuelve ridículo. Tanto como el juicio diacrítico. Tampoco resulta imprescindible deslomarse por probar que el estilo de Mallarmé es superior al estilo de Sully Prudhomme, quien, entre paréntesis, pasaba en su tiempo por ser de la más excelente calidad. Hablaremos entonces del film en el compromiso incondicionado de una convicción del arte, no con el objetivo de establecerla sino para extraer sus consecuencias. Digamos que se pasa del juicio normativo, indistinto (“está bien”) o diacrítico (“es superior”) a una actitud axiomática, que interroga sobre cuáles son para el pensamiento los efectos de tal o cual film. Hablemos entonces de juicio axiomático. Y si es cierto que el cine trata a la Idea a modo de una visitación, o de un pasaje, y que lo hace en un elemento de impureza sin remedio, hablar axiomáticamente de un film consistirá en examinar las consecuencias del modo propio en el que una Idea es tratada por ese film. Las consideraciones formales, de corte, de plano, de movimiento global o local, de color, de actantes corporales, de sonido, etc., no deben ser citados sino en la medida en que contribuyen al “toque” de la Idea y a la captura de su impureza nativa.
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está el rostro del actor Dirk Bogarde, la cualidad particular de opacidad y de pregunta que ese rostro acarrea y que depende, lo queramos o no, del arte del actor; están los incontables ecos artísticos del estilo veneciano, todos de hecho ligados al tema de lo que está terminado, soldado, retirado de la historia, temas pictóricos ya presentes en Guardi o Canaletto, temas literarios de Rousseau a Proust; hay, para nosotros, en este tipo de viajero de los grandes palacios europeos, el eco de la incertidumbre sutil que traman, por ejemplo, los héroes de Henry James; está la música de Mahler, que es además la consumación distendida, exasperada, de una melancolía total, de la sinfonía tonal y de su maquinaria de timbres (que aquí son las cuerdas solas). Y podemos demostrar cómo estos ingredientes se amplifican y, a su vez, se corroen unos a otros, en una especie de descomposición por exceso, que justamente da la idea, como pasaje, y como impureza. Pero, ¿qué es aquí exactamente el film? Después de todo, el cine no es más toma y montaje. No hay nada más. Quiero decir: no hay otra cosa que sea “el film”. Hay que sostener, entonces, que considerado desde el punto de vista del juicio axiomático, el film es lo que expone el pasaje de la idea según la toma y el montaje. ¿Cómo llega la misma idea a su toma, es decir, a su sorpresa?54 ¿Y cómo es montada? Pero, sobretodo: ¿qué es lo que el hecho de ser capturada y montada en el plus-un heteróclito de las artes nos revela de singular y que no podíamos previamente saber, o pensar, sobre esta idea? En el ejemplo del film de Visconti, está claro que toma y montaje contribuyen a establecer una duración. Duración excesiva, homogénea a la perpetuación vacía de Venecia, como al estancamiento del adagio de Mahler, así como también a la interpretación de un actor inmóvil, inactivo, del que se requiere, interminablemente, sólo el rostro. Y, por consiguiente, lo que se captura aquí de la idea de un hombre pendiente de su ser, o de su deseo, es, de hecho, que un hombre tal está en sí mismo inmóvil. Los antiguos recursos están agotados, las nuevas posibilidades están ausentes. La duración fílmica, compuesta en la combinación de varias artes libradas a sus insuficiencias, es la Juego de palabras intraducible entre prise (toma) y sur-prise (sobre-toma) / surprise (sorpresa). (n.de t.). 54
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Pequeño tratado de inestética
Un ejemplo: la sucesión de planos que, en Nosferatu de Murnau, marcan el acercamiento al sitio del príncipe de los muertos. Sobreexposición de praderas, caballos espantados, cortes tormentosos, todo ello despliega la Idea de un tocar la inmanencia, de una visitación anticipada del día por parte de la noche, de un no man’s land entre la vida y la muerte. Pero, hay también una mezcla impura de esta visitación, algo demasiado visiblemente poético, un suspenso que desvía la visión hacia la espera y la inquietud, en lugar de ofrecérnosla a la vista en su contorno establecido. Nuestro pensamiento no es aquí contemplativo, es él mismo arrastrado, y antes que apropiarse de la Idea, viaja en compañía de ella. La consecuencia que extraemos es que, justamente, es posible el pensamiento de un pensamiento-poema que atraviesa la Idea, que es menos un recorte que una aprehensión por la pérdida. Hablar de un film será a menudo demostrar cómo nos convoca semejante Idea en la fuerza de su pérdida; a contrapelo de la pintura, por ejemplo, que es por excelencia el arte de la Idea minuciosa e integralmente dada. Este contraste me obliga a referirme a lo que considero la dificultad principal que existe para hablar axiomáticamente de un film. Consiste en hablar de él en cuanto film. Porque cuando el film organiza realmente la visitación de una Idea –y es lo que suponemos desde el momento en el que hablamos de ello–, siempre lo hace en una relación sustractiva, o defectiva, respecto de una o varias de las otras artes. Sostener el movimiento de la defección, y no la plenitud de su soporte, es lo más delicado. Sobre todo porque la vía formalista, que conduce a supuestas operaciones fílmicas “puras”, es un callejón sin salida. Digámoslo nuevamente: nada es puro en el cine, ya que se halla interior e íntegramente contaminado por su condición de plus-un de las artes. Valga como ejemplo, nuevamente, la larga travesía por los canales en el comienzo de Muerte en Venecia de Visconti. La idea que pasa –y que todo el resto del film sutura y disuelve a la vez– es la de un hombre que ha hecho lo que debía hacer en la vida, y que está entonces en suspenso, pendiente ya sea de un final, ya sea de otra vida. Ahora bien, esta idea se organiza gracias a la convergencia dispar de una cantidad de ingredientes: 135
Pequeño tratado de inestética
visitación de una inmovilidad subjetiva. He aquí lo que es un hombre librado a partir de ahora al capricho de un encuentro. Un hombre, como diría Samuel Beckett, “inmóvil en la oscuridad”, hasta que le llega la incalculable delicia de su verdugo, es decir, de su nuevo deseo, si él llega. Ahora bien, que sea la vertiente inmóvil de esta idea lo que es librado, es lo que constituye aquí el pasaje. Podríamos mostrar que las otras artes, o bien libran la idea como donación –en la cima de estas artes, la pintura–; o bien inventan un tiempo puro de la Idea, exploran las configuraciones del movimiento de lo pensable –en la cima de estas artes, la música–. El cine, por la posibilidad que le es propia, en toma y montaje, de amalgamar a las otras artes sin presentarlas, puede, y debe, organizar el pasaje de lo inmóvil. Pero también la inmovilidad del pasaje, como puede mostrarse fácilmente en la relación que ciertos planos de Straub mantienen con el texto literario, su escansión, su progresión. O también con lo que el comienzo de Playtime, de Tati, instituye de dialéctico entre el movimiento de una multitud y la vacuidad de lo que podríamos llamar su composición atómica. Por lo que Tati trata al espacio como condición para un pasaje inmóvil. Hablar axiomáticamente de un film siempre será decepcionante, porque estaremos siempre expuestos a no hacer de él sino un rival caótico de las artes primordiales. Aunque podemos seguir este hilo: mostrar cómo este film nos hace viajar con esta idea, de tal manera que descubramos lo que ninguna otra cosa podría hacernos descubrir: que, como ya lo pensaba Platón, lo impuro de la Idea es siempre el hecho de que una inmovilidad pasa o que un pasaje es inmóvil. Y que es por esta razón que olvidamos las ideas. Contra el olvido, Platón convoca el mito de una visión primera y de una reminiscencia. Hablar de un film es siempre hablar de una reminiscencia: ¿de qué sobrevenida, de qué reminiscencia, tal o cual idea es capaz, capaz para nosotros? Es sobre este punto que trata todo verdadero film, idea por idea. De los lazos de lo impuro, del movimiento y del reposo, del olvido y de la reminiscencia. No tanto acerca de lo que sabemos, como de lo que podemos saber. Hablar de un film es hablar menos de los recursos del pensamiento, que de sus posibilidades, una vez asegu137
Alain Badiou
está el rostro del actor Dirk Bogarde, la cualidad particular de opacidad y de pregunta que ese rostro acarrea y que depende, lo queramos o no, del arte del actor; están los incontables ecos artísticos del estilo veneciano, todos de hecho ligados al tema de lo que está terminado, soldado, retirado de la historia, temas pictóricos ya presentes en Guardi o Canaletto, temas literarios de Rousseau a Proust; hay, para nosotros, en este tipo de viajero de los grandes palacios europeos, el eco de la incertidumbre sutil que traman, por ejemplo, los héroes de Henry James; está la música de Mahler, que es además la consumación distendida, exasperada, de una melancolía total, de la sinfonía tonal y de su maquinaria de timbres (que aquí son las cuerdas solas). Y podemos demostrar cómo estos ingredientes se amplifican y, a su vez, se corroen unos a otros, en una especie de descomposición por exceso, que justamente da la idea, como pasaje, y como impureza. Pero, ¿qué es aquí exactamente el film? Después de todo, el cine no es más toma y montaje. No hay nada más. Quiero decir: no hay otra cosa que sea “el film”. Hay que sostener, entonces, que considerado desde el punto de vista del juicio axiomático, el film es lo que expone el pasaje de la idea según la toma y el montaje. ¿Cómo llega la misma idea a su toma, es decir, a su sorpresa?54 ¿Y cómo es montada? Pero, sobretodo: ¿qué es lo que el hecho de ser capturada y montada en el plus-un heteróclito de las artes nos revela de singular y que no podíamos previamente saber, o pensar, sobre esta idea? En el ejemplo del film de Visconti, está claro que toma y montaje contribuyen a establecer una duración. Duración excesiva, homogénea a la perpetuación vacía de Venecia, como al estancamiento del adagio de Mahler, así como también a la interpretación de un actor inmóvil, inactivo, del que se requiere, interminablemente, sólo el rostro. Y, por consiguiente, lo que se captura aquí de la idea de un hombre pendiente de su ser, o de su deseo, es, de hecho, que un hombre tal está en sí mismo inmóvil. Los antiguos recursos están agotados, las nuevas posibilidades están ausentes. La duración fílmica, compuesta en la combinación de varias artes libradas a sus insuficiencias, es la Juego de palabras intraducible entre prise (toma) y sur-prise (sobre-toma) / surprise (sorpresa). (n.de t.). 54
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visitación de una inmovilidad subjetiva. He aquí lo que es un hombre librado a partir de ahora al capricho de un encuentro. Un hombre, como diría Samuel Beckett, “inmóvil en la oscuridad”, hasta que le llega la incalculable delicia de su verdugo, es decir, de su nuevo deseo, si él llega. Ahora bien, que sea la vertiente inmóvil de esta idea lo que es librado, es lo que constituye aquí el pasaje. Podríamos mostrar que las otras artes, o bien libran la idea como donación –en la cima de estas artes, la pintura–; o bien inventan un tiempo puro de la Idea, exploran las configuraciones del movimiento de lo pensable –en la cima de estas artes, la música–. El cine, por la posibilidad que le es propia, en toma y montaje, de amalgamar a las otras artes sin presentarlas, puede, y debe, organizar el pasaje de lo inmóvil. Pero también la inmovilidad del pasaje, como puede mostrarse fácilmente en la relación que ciertos planos de Straub mantienen con el texto literario, su escansión, su progresión. O también con lo que el comienzo de Playtime, de Tati, instituye de dialéctico entre el movimiento de una multitud y la vacuidad de lo que podríamos llamar su composición atómica. Por lo que Tati trata al espacio como condición para un pasaje inmóvil. Hablar axiomáticamente de un film siempre será decepcionante, porque estaremos siempre expuestos a no hacer de él sino un rival caótico de las artes primordiales. Aunque podemos seguir este hilo: mostrar cómo este film nos hace viajar con esta idea, de tal manera que descubramos lo que ninguna otra cosa podría hacernos descubrir: que, como ya lo pensaba Platón, lo impuro de la Idea es siempre el hecho de que una inmovilidad pasa o que un pasaje es inmóvil. Y que es por esta razón que olvidamos las ideas. Contra el olvido, Platón convoca el mito de una visión primera y de una reminiscencia. Hablar de un film es siempre hablar de una reminiscencia: ¿de qué sobrevenida, de qué reminiscencia, tal o cual idea es capaz, capaz para nosotros? Es sobre este punto que trata todo verdadero film, idea por idea. De los lazos de lo impuro, del movimiento y del reposo, del olvido y de la reminiscencia. No tanto acerca de lo que sabemos, como de lo que podemos saber. Hablar de un film es hablar menos de los recursos del pensamiento, que de sus posibilidades, una vez asegu-
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radas, al modo de las otras artes, sus recursos. Indicar lo que podría haber allí, además de lo que hay. O incluso: cómo la impurificación de lo puro abre la vía a otras purezas. Por lo que el cine invierte el imperativo literario, que se expresa así: hacer de modo tal que la purificación de la lengua impura abra la vía a impurezas inéditas. Los riesgos son, por lo demás, contrarios. El cine, ese gran impurificador, siempre corre el riesgo de agradar demasiado, de ser una figura del rebajamiento. La verdadera literatura, que es rigurosa purificación, corre el riesgo de extraviarse en una proximidad con el concepto en donde el efecto artístico se agota y en donde la prosa (o el poema) se sutura a la filosofía. Samuel Beckett, a quien le gustaba mucho el cine y que ha, por lo demás, rodado-escrito un film, cuyo título altamente platónico es Film, el Film, en suma, le gustaba merodear las inmediaciones del peligro al que se expone toda alta literatura: ya no producir impurezas inéditas, sino estancarse en la pureza aparente del concepto. En suma, filosofar. Y entonces: señalar las verdades, más que producirlas. De este errar en las orillas, Worstward Ho continúa siendo el testigo más acabado.
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9 Ser, existencia, pensamiento: prosa y concepto
a) Lo entre-lenguas y la estenografía del ser
Samuel Beckett escribe Rumbo a peor [Worstward Ho] en 1982 y lo publica en 1983. Es, junto con Sobresaltos [Soubresauts], un texto testamentario. Beckett no lo tradujo al francés, de manera que Rumbo a peor expresa lo real del inglés como lengua materna de Samuel Beckett. Según tengo conocimiento, todos los textos escritos por Samuel Beckett en francés han sido traducidos al inglés por él mismo. En cambio, subsisten algunos textos escritos en inglés que no tradujo al francés y que son como los restos de algo más originario en la lengua inglesa para este artista excepcional del francés. Por lo demás, “se dice” que Samuel Beckett consideraba la traducción de este texto al francés como demasiado difícil. Rumbo a peor está anudado a la lengua inglesa de una manera tan singular que su transmigración lingüística es particularmente ardua. Como vamos a estudiar la versión francesa, no podremos tomarla en su poética literal. El texto francés con el cual tenemos que enfrentarnos, que es absolutamente notable, no es exactamente de Samuel Beckett. Pertenece en parte a Édith Fournier, la traductora. No podemos abordar inmediatamente la significación de este texto por el camino de su letra, pues se trata realmente de una traducción. En el caso de Beckett, el problema de la traducción es complejo, ya que él se instaló a sí mismo en el intervalo entre las dos lenguas. La cuestión de saber qué texto es la traducción de cuál es una cuestión casi indecidible. Sin embargo, Beckett siempre denominó el pasaje de una lengua a otra una “traducción”, aunque, al mirar de cerca, haya diferencias significativas entre las 139
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radas, al modo de las otras artes, sus recursos. Indicar lo que podría haber allí, además de lo que hay. O incluso: cómo la impurificación de lo puro abre la vía a otras purezas. Por lo que el cine invierte el imperativo literario, que se expresa así: hacer de modo tal que la purificación de la lengua impura abra la vía a impurezas inéditas. Los riesgos son, por lo demás, contrarios. El cine, ese gran impurificador, siempre corre el riesgo de agradar demasiado, de ser una figura del rebajamiento. La verdadera literatura, que es rigurosa purificación, corre el riesgo de extraviarse en una proximidad con el concepto en donde el efecto artístico se agota y en donde la prosa (o el poema) se sutura a la filosofía. Samuel Beckett, a quien le gustaba mucho el cine y que ha, por lo demás, rodado-escrito un film, cuyo título altamente platónico es Film, el Film, en suma, le gustaba merodear las inmediaciones del peligro al que se expone toda alta literatura: ya no producir impurezas inéditas, sino estancarse en la pureza aparente del concepto. En suma, filosofar. Y entonces: señalar las verdades, más que producirlas. De este errar en las orillas, Worstward Ho continúa siendo el testigo más acabado.
9 Ser, existencia, pensamiento: prosa y concepto
a) Lo entre-lenguas y la estenografía del ser
Samuel Beckett escribe Rumbo a peor [Worstward Ho] en 1982 y lo publica en 1983. Es, junto con Sobresaltos [Soubresauts], un texto testamentario. Beckett no lo tradujo al francés, de manera que Rumbo a peor expresa lo real del inglés como lengua materna de Samuel Beckett. Según tengo conocimiento, todos los textos escritos por Samuel Beckett en francés han sido traducidos al inglés por él mismo. En cambio, subsisten algunos textos escritos en inglés que no tradujo al francés y que son como los restos de algo más originario en la lengua inglesa para este artista excepcional del francés. Por lo demás, “se dice” que Samuel Beckett consideraba la traducción de este texto al francés como demasiado difícil. Rumbo a peor está anudado a la lengua inglesa de una manera tan singular que su transmigración lingüística es particularmente ardua. Como vamos a estudiar la versión francesa, no podremos tomarla en su poética literal. El texto francés con el cual tenemos que enfrentarnos, que es absolutamente notable, no es exactamente de Samuel Beckett. Pertenece en parte a Édith Fournier, la traductora. No podemos abordar inmediatamente la significación de este texto por el camino de su letra, pues se trata realmente de una traducción. En el caso de Beckett, el problema de la traducción es complejo, ya que él se instaló a sí mismo en el intervalo entre las dos lenguas. La cuestión de saber qué texto es la traducción de cuál es una cuestión casi indecidible. Sin embargo, Beckett siempre denominó el pasaje de una lengua a otra una “traducción”, aunque, al mirar de cerca, haya diferencias significativas entre las
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“variantes” francesas e inglesas, diferencias que tocan no solamente a la poética de la lengua, sino también a la tonalidad filosófica. Hay una suerte de pragmatismo humorístico en el texto inglés que no está exactamente presente en el texto francés, y hay una franqueza conceptual en el texto francés que está sua vizada y a veces, a mis ojos, un poquito destemplada en el texto inglés. Tratándose de Rumbo a peor, tenemos un texto absolutamente inglés, no variado en francés, y luego una traducción en el sentido usual. De allí la obligación de apoyarse sobre el sentido más que sobre la letra. Una segunda dificultad consiste en el hecho de que este texto es, de manera absolutamente consciente, un texto recapitulativo, es decir un texto que hace un balance del conjunto del sistema de pensamiento de Samuel Beckett. Para estudiarlo completamente, habría que mostrar que está tramado con una red estrecha de alusiones a textos anteriores, de recuperaciones de hipótesis teóricas de esos textos, que serán reexaminadas, eventualmente contradichas o modificadas, o afinadas, y que es como una suerte de filtro a través del cual pasa la multiplicidad de escritos beckettianos, reducida a su sistema hipotético fundamental. Siendo así, si se unen las dos dificultades, es absolutamente posible tomar Rumbo a peor como un corto tratado filosófico, como una estenografía de la cuestión del ser. Es un texto que no está gobernado por una suerte de poema latente, como los textos anteriores. No es un texto que se sustente en la singularidad y el poder comparativo de la lengua como lo es, por ejemplo, Mal visto mal dicho [ Mal vu mal dit]. Es un texto que guarda una cierta sequedad abstracta absolutamente deliberada, compensada, especialmente en inglés, por un cuidado rítmico extremo. Digamos que es un texto que tiende a liberar el ritmo del pensamiento más que su configuración, mientras que, para Mal visto mal dicho, sería lo contrario. Podemos entonces abordarlo de manera conceptual sin traicionarlo. Es adecuado tratar este texto como si fuera principalmente una red de pensamiento o una estenografía de la cuestión del ser, porque compone un índice del total de la obra. Lo que perderemos, que yo llamaba el ritmo, es la figura de escansión –los segmentos lingüísticos son en general extremadamente breves: algunas palabras–, por lo tanto, la figura esteno-
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Pequeño tratado de inestética
gráfica que le es propia y que, en inglés, está unida a una especie de golpe de la lengua absolutamente particular. b) El decir, el ser, el pensamiento
Cap au pire (admirable traducción para Worstward Ho) propone una trama extremadamente densa, organizada, como en todo el Beckett tardío, en parágrafos, y una primera lectura muestra, de manera evidente, que esta trama va a desplegar en cuestiones (diré en seguida lo que hay que entender por “cuestión”) cuatro temas conceptuales centrales. El primer tema es el imperativo del decir. Es un muy antiguo tema beckettiano, el más conocido, pero es también, en ciertos aspectos, el más desconocido. El imperativo del decir es la prescripción del “aún”, como incipit de lo escrito, determinando lo escrito como continuación. El comienzo en Beckett es siempre un “continuar”. Nada comienza que no esté en la prescripción del aún o del re-comenzar, en la suposición de un comienzo que él mismo no ha comenzado jamás. Se puede decir que el texto está encerrado por el imperativo del decir. Comienza con: Aún. Decir aún. Sea dicho aún. Tan mal que peor aún.
Y termina con: Sea dicho en modo alguno aún.
De modo que se puede también resumir Rumbo a peor por el pasaje de “Sea dicho aún” a “Sea dicho en modo alguno aún”. El texto hace aparecer la posibilidad del “en modo alguno aún” como alteración fundamental del “aún”. La negación (en modo alguno) certifica que ya no existe el aún. Pero en realidad como es “sea dicho”, el “en modo alguno aún” es una variante del aún, permanece constreñido por el imperativo del decir. El segundo tema, correlato inmediato y obligado del primero en toda la obra de Beckett, es el ser puro, el “hay” en tanto tal. El imperativo del decir está inmediatamente ligado a aquello en relación a lo cual hay algo que decir, a saber justamente el “hay”. Además del hecho de que hay el imperativo del decir, hay el “hay”.
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“variantes” francesas e inglesas, diferencias que tocan no solamente a la poética de la lengua, sino también a la tonalidad filosófica. Hay una suerte de pragmatismo humorístico en el texto inglés que no está exactamente presente en el texto francés, y hay una franqueza conceptual en el texto francés que está sua vizada y a veces, a mis ojos, un poquito destemplada en el texto inglés. Tratándose de Rumbo a peor, tenemos un texto absolutamente inglés, no variado en francés, y luego una traducción en el sentido usual. De allí la obligación de apoyarse sobre el sentido más que sobre la letra. Una segunda dificultad consiste en el hecho de que este texto es, de manera absolutamente consciente, un texto recapitulativo, es decir un texto que hace un balance del conjunto del sistema de pensamiento de Samuel Beckett. Para estudiarlo completamente, habría que mostrar que está tramado con una red estrecha de alusiones a textos anteriores, de recuperaciones de hipótesis teóricas de esos textos, que serán reexaminadas, eventualmente contradichas o modificadas, o afinadas, y que es como una suerte de filtro a través del cual pasa la multiplicidad de escritos beckettianos, reducida a su sistema hipotético fundamental. Siendo así, si se unen las dos dificultades, es absolutamente posible tomar Rumbo a peor como un corto tratado filosófico, como una estenografía de la cuestión del ser. Es un texto que no está gobernado por una suerte de poema latente, como los textos anteriores. No es un texto que se sustente en la singularidad y el poder comparativo de la lengua como lo es, por ejemplo, Mal visto mal dicho [ Mal vu mal dit]. Es un texto que guarda una cierta sequedad abstracta absolutamente deliberada, compensada, especialmente en inglés, por un cuidado rítmico extremo. Digamos que es un texto que tiende a liberar el ritmo del pensamiento más que su configuración, mientras que, para Mal visto mal dicho, sería lo contrario. Podemos entonces abordarlo de manera conceptual sin traicionarlo. Es adecuado tratar este texto como si fuera principalmente una red de pensamiento o una estenografía de la cuestión del ser, porque compone un índice del total de la obra. Lo que perderemos, que yo llamaba el ritmo, es la figura de escansión –los segmentos lingüísticos son en general extremadamente breves: algunas palabras–, por lo tanto, la figura esteno-
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gráfica que le es propia y que, en inglés, está unida a una especie de golpe de la lengua absolutamente particular. b) El decir, el ser, el pensamiento
Cap au pire (admirable traducción para Worstward Ho) propone una trama extremadamente densa, organizada, como en todo el Beckett tardío, en parágrafos, y una primera lectura muestra, de manera evidente, que esta trama va a desplegar en cuestiones (diré en seguida lo que hay que entender por “cuestión”) cuatro temas conceptuales centrales. El primer tema es el imperativo del decir. Es un muy antiguo tema beckettiano, el más conocido, pero es también, en ciertos aspectos, el más desconocido. El imperativo del decir es la prescripción del “aún”, como incipit de lo escrito, determinando lo escrito como continuación. El comienzo en Beckett es siempre un “continuar”. Nada comienza que no esté en la prescripción del aún o del re-comenzar, en la suposición de un comienzo que él mismo no ha comenzado jamás. Se puede decir que el texto está encerrado por el imperativo del decir. Comienza con: Aún. Decir aún. Sea dicho aún. Tan mal que peor aún.
Y termina con: Sea dicho en modo alguno aún.
De modo que se puede también resumir Rumbo a peor por el pasaje de “Sea dicho aún” a “Sea dicho en modo alguno aún”. El texto hace aparecer la posibilidad del “en modo alguno aún” como alteración fundamental del “aún”. La negación (en modo alguno) certifica que ya no existe el aún. Pero en realidad como es “sea dicho”, el “en modo alguno aún” es una variante del aún, permanece constreñido por el imperativo del decir. El segundo tema, correlato inmediato y obligado del primero en toda la obra de Beckett, es el ser puro, el “hay” en tanto tal. El imperativo del decir está inmediatamente ligado a aquello en relación a lo cual hay algo que decir, a saber justamente el “hay”. Además del hecho de que hay el imperativo del decir, hay el “hay”.
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El “hay”, o el ser puro, tiene dos nombres y no uno solo –es un gran problema–, que son, en la traducción francesa, el vacío y la penumbra. Notemos en seguida que en relación a estos dos nombres, vacío y penumbra, se discierne, al menos en apariencia, una subordinación: el vacío está subordinado a la penumbra en el ejercicio de la desaparición , que es el campo de pruebas esencial. La máxima es la siguiente: Desaparición del vacío no se puede. Excepto desaparición de la penumbra. Entonces desaparición de todo.
Por tanto, sometido a la prueba crucial del desaparecer, el vacío no tiene autonomía. Está bajo la dependencia de la desaparición de todo, que, como tal, es la desaparición de la penumbra. Si la “desaparición de todo”, es decir el “hay” pensado como nada, es nombrado por la penumbra, el vacío es necesariamente una nominación subordinada. Si se admite que el “hay” es lo que hay en la prueba de su nada, el hecho de que el desaparecer esté subordinado al desaparecer de la penumbra hace de “penumbra” el nombre supereminente del ser. El tercer tema es lo que se podría llamar “lo inscripto en el ser”. Se trata de lo que se propone desde la perspectiva del ser, o incluso de lo que es aparente en la penumbra. Lo inscripto es lo que la penumbra, como penumbra, dispone en el orden del aparecer. Por lo mismo que “penumbra” es el nombre supereminente del ser, lo inscripto es lo que aparece en la penumbra. Pero se puede también decir que se trata de lo que se da en un intervalo del vacío. Pues las cosas van a ser pronunciadas según los dos nombres posibles del “hay”. Hay eso que aparece en la penumbra, eso que la penumbra hace aparecer como sombra: la sombra en la penumbra. Y hay eso que hace aparecer el vacío en tanto que intervalo, en la distancia de eso que aparece, y por consiguiente, como corrupción del vacío, si el vacío está asignado a no ser más que diferencia, o separación. Es así que el uni verso, por ende el conjunto de lo que aparece, podrá ser llamado por Beckett: un vacío infestado de sombras. Esta manera que tiene el vacío de estar infestado por las sombras quiere decir que está reducido a la figura de un intervalo entre las sombras. Pero no olvidemos nunca que este intervalo entre las sombras final142
Pequeño tratado de inestética
mente no es más que penumbra, lo que remite a la penumbra como exposición archi-original del ser. Se puede decir también que lo inscripto en el ser –las sombras– es lo que se puede contar. La ciencia del número, del número de las sombras, es un tema fundamental de Beckett. Lo que no es el ser como tal, pero que está propuesto o inscripto en el ser, es lo que se puede contar, lo que está en la pluralidad, lo que es del orden del número. El número no es, evidentemente, un atributo del vacío o de la penumbra, vacío y penumbra no se pueden contar. Mientras que lo inscripto en el ser se puede contar. Se puede contar primordialmente: 1, 2, 3. Última variante: lo inscripto en el ser es lo que puede empeorar. “Empeorar” –término esencial de Rumbo a peor, el empeorar es una operación radical del texto– quiere decir, entre otras cosas, y primordialmente, ser peor dicho que lo ya dicho. Bajo esta multiplicidad de atributos –lo que es aparente en la penumbra, lo que es intervalo en cuanto al vacío, lo que se puede contar, lo que es susceptible de empeorar o de ser peor dicho que dicho– hay un nombre genérico, “las sombras”. Podemos decir que las sombras son lo que está expuesto en la penumbra. Es el plural expuesto del “hay” bajo el nombre de la penumbra. En Rumbo a peor, la presentación de las sombras va a ser mínima: la cuenta va a ir hasta tres, y veremos por qué no puede haber menos que eso. Categorialmente, cuando se cuenta lo que se puede contar, es necesario que se cuente al menos hasta tres. La primera sombra es la sombra erguida, que cuenta por uno. A decir verdad es el uno. La sombra erguida será también “el arrodillado” –no nos sorprendamos por estas metamorfosis– o será también “la espalda encorvada”. Son sus diferentes nombres. No son tanto estados sino nombres. De esta sombra que cuenta por uno, se enuncia, a partir de la página 45, que es una vieja mujer: Nada que pruebe que el de una mujer y sin embargo de una mujer.
Y Beckett agrega, lo que se aclarará más tarde: Han supurado la sustancia blanda que se ablanda las palabras de una mujer. 143
Alain Badiou
El “hay”, o el ser puro, tiene dos nombres y no uno solo –es un gran problema–, que son, en la traducción francesa, el vacío y la penumbra. Notemos en seguida que en relación a estos dos nombres, vacío y penumbra, se discierne, al menos en apariencia, una subordinación: el vacío está subordinado a la penumbra en el ejercicio de la desaparición , que es el campo de pruebas esencial. La máxima es la siguiente: Desaparición del vacío no se puede. Excepto desaparición de la penumbra. Entonces desaparición de todo.
Por tanto, sometido a la prueba crucial del desaparecer, el vacío no tiene autonomía. Está bajo la dependencia de la desaparición de todo, que, como tal, es la desaparición de la penumbra. Si la “desaparición de todo”, es decir el “hay” pensado como nada, es nombrado por la penumbra, el vacío es necesariamente una nominación subordinada. Si se admite que el “hay” es lo que hay en la prueba de su nada, el hecho de que el desaparecer esté subordinado al desaparecer de la penumbra hace de “penumbra” el nombre supereminente del ser. El tercer tema es lo que se podría llamar “lo inscripto en el ser”. Se trata de lo que se propone desde la perspectiva del ser, o incluso de lo que es aparente en la penumbra. Lo inscripto es lo que la penumbra, como penumbra, dispone en el orden del aparecer. Por lo mismo que “penumbra” es el nombre supereminente del ser, lo inscripto es lo que aparece en la penumbra. Pero se puede también decir que se trata de lo que se da en un intervalo del vacío. Pues las cosas van a ser pronunciadas según los dos nombres posibles del “hay”. Hay eso que aparece en la penumbra, eso que la penumbra hace aparecer como sombra: la sombra en la penumbra. Y hay eso que hace aparecer el vacío en tanto que intervalo, en la distancia de eso que aparece, y por consiguiente, como corrupción del vacío, si el vacío está asignado a no ser más que diferencia, o separación. Es así que el uni verso, por ende el conjunto de lo que aparece, podrá ser llamado por Beckett: un vacío infestado de sombras. Esta manera que tiene el vacío de estar infestado por las sombras quiere decir que está reducido a la figura de un intervalo entre las sombras. Pero no olvidemos nunca que este intervalo entre las sombras final142
Alain Badiou
Tales son los atributos fundamentales del uno: el uno, es la sombra arrodillada y es una mujer. Luego está el par, que cuenta por dos. El par es la única sombra que cuenta por dos. Beckett dirá: “Dos libres y dos que no hacen más que uno”, una sombra. Y se establece, a partir de la nominación del par, que las sombras constitutivas de este par son un hombre viejo y un niño. Notemos que el uno no es nombrado mujer sino mucho más tarde, mientras que el dos es nombrado “viejo hombre y niño” enseguida. Lo que será dicho más tarde, en cambio, es que nada ha probado tampoco que se tratase de un hombre y de un niño. En todos los casos, tratándose de la determinación hombre, mujer, niño, nada la prueba, y sin embargo es así. Simplemente, la modalidad del decir no es la misma para el uno-mujer, y para el dos-hombre-niño. Del uno no se dice que es una vieja mujer sino hasta mucho después, mientras que para el par se declara inmediatamente su composición (anciano-niño), y se encuentra retardado el anuncio crucial: nada prueba que, y sin embargo. Eso indica que la posición sexuada masculina es evidente y que la imposibilidad de dar una prueba de ello es difícil de comprender. Mientras que, sin ser evidente la posición sexuada femenina, la imposibilidad de probarla es igualmente evidente. En el par, se trata evidentemente del otro, de “lo uno-y-lootro”. Lo otro está aquí significado por su duplicidad interna, por el hecho de que es dos. Es el dos que es lo mismo. Es, digámoslo nuevamente: “Dos libres [sombras] y dos que no hacen más que una”. Pero, a contrario, es el uno que hace dos: el anciano y el niño. Hay que suponer que anciano y niño son el mismo hombre en tanto que sombra, es decir la vida humana en tanto que sombra en su extremidad de infancia y en su extremidad de vejez, vida dada en aquello que la escinde, en la unidad del par que ella es en tanto que alteridad de sí misma. Podemos decir finalmente que lo inscripto en el ser es la humanidad visible: mujer en tanto que uno e inclinación, hombre en tanto que doble en la unidad del número. Las edades pertinentes son los extremos, como siempre en Beckett: niño y anciano. El adulto es una categoría casi ignorada, una categoría insignificante. 144
Pequeño tratado de inestética
mente no es más que penumbra, lo que remite a la penumbra como exposición archi-original del ser. Se puede decir también que lo inscripto en el ser –las sombras– es lo que se puede contar. La ciencia del número, del número de las sombras, es un tema fundamental de Beckett. Lo que no es el ser como tal, pero que está propuesto o inscripto en el ser, es lo que se puede contar, lo que está en la pluralidad, lo que es del orden del número. El número no es, evidentemente, un atributo del vacío o de la penumbra, vacío y penumbra no se pueden contar. Mientras que lo inscripto en el ser se puede contar. Se puede contar primordialmente: 1, 2, 3. Última variante: lo inscripto en el ser es lo que puede empeorar. “Empeorar” –término esencial de Rumbo a peor, el empeorar es una operación radical del texto– quiere decir, entre otras cosas, y primordialmente, ser peor dicho que lo ya dicho. Bajo esta multiplicidad de atributos –lo que es aparente en la penumbra, lo que es intervalo en cuanto al vacío, lo que se puede contar, lo que es susceptible de empeorar o de ser peor dicho que dicho– hay un nombre genérico, “las sombras”. Podemos decir que las sombras son lo que está expuesto en la penumbra. Es el plural expuesto del “hay” bajo el nombre de la penumbra. En Rumbo a peor, la presentación de las sombras va a ser mínima: la cuenta va a ir hasta tres, y veremos por qué no puede haber menos que eso. Categorialmente, cuando se cuenta lo que se puede contar, es necesario que se cuente al menos hasta tres. La primera sombra es la sombra erguida, que cuenta por uno. A decir verdad es el uno. La sombra erguida será también “el arrodillado” –no nos sorprendamos por estas metamorfosis– o será también “la espalda encorvada”. Son sus diferentes nombres. No son tanto estados sino nombres. De esta sombra que cuenta por uno, se enuncia, a partir de la página 45, que es una vieja mujer: Nada que pruebe que el de una mujer y sin embargo de una mujer.
Y Beckett agrega, lo que se aclarará más tarde: Han supurado la sustancia blanda que se ablanda las palabras de una mujer. 143
Pequeño tratado de inestética
Finalmente, el cuarto tema es el pensamiento, como se podría esperar. El pensamiento es aquello por lo que, y en lo que, hay simultáneamente configuraciones de la humanidad visible e imperativo del decir. El pensamiento es reunión del primer y del tercer tema: hay imperativo del decir, hay lo inscripto en el ser, y eso es “por” y “en” el pensamiento. Indiquemos en seguida que la pregunta de Beckett es la siguiente: sabiendo que el pensamiento (cuarto tema) es punto focal o reunión del imperativo del decir (primer tema) y de la disposición de la humanidad visible, es decir las sombras (tercer tema), ¿qué puede pronunciar sobre el segundo tema, a saber, sobre la cuestión del ser? Tal es la organización más amplia del texto entero. La construcción filosófica de la cuestión se dirá así: ¿qué es lo que se puede pronunciar sobre el “hay” en tanto que “hay” desde la perspectiva del pensamiento, dónde se dan simultáneamente el imperativo del decir y la modificación de las sombras, que es circulación de la humanidad visible? En la figuración de Rumbo a peor, el pensamiento está representado por una cabeza. Se dirá también “ la cabeza” o “el cráneo”. Y es llamada de manera repetida “sede de todo, germen de todo”. Si es llamada así, es porque ella es aquello por lo que hay imperativo del decir y las sombras, y aquello en lo que hay cuestión del ser. ¿Cuál es la composición del pensamiento? Si se lo reduce a sus constituyentes absolutamente primordiales según el método de simplificación que es el método orgánico de Beckett, hay lo visible y hay imperativo del decir. Hay “mal visto mal dicho”. El pensamiento es eso: “mal visto mal dicho”. De lo que resulta que la presentación de la cabeza estará esencialmente reducida, por una parte, a sus ojos y, por otra, a sus sesos, de donde supuran las palabras: dos agujeros sobre los sesos, eso es el pensamiento. De allí, dos temas recurrentes: el de los ojos, y el de la supuración de las palabras, cuyo origen es la materia blanda de los sesos. Tal es la figura material del espíritu. Precisemos estos temas. Se dirá de los ojos que están “desorbitados cerrados”. El “movimiento” del abrir los ojos es fundamental en Rumbo a peor. 145
Alain Badiou
Tales son los atributos fundamentales del uno: el uno, es la sombra arrodillada y es una mujer. Luego está el par, que cuenta por dos. El par es la única sombra que cuenta por dos. Beckett dirá: “Dos libres y dos que no hacen más que uno”, una sombra. Y se establece, a partir de la nominación del par, que las sombras constitutivas de este par son un hombre viejo y un niño. Notemos que el uno no es nombrado mujer sino mucho más tarde, mientras que el dos es nombrado “viejo hombre y niño” enseguida. Lo que será dicho más tarde, en cambio, es que nada ha probado tampoco que se tratase de un hombre y de un niño. En todos los casos, tratándose de la determinación hombre, mujer, niño, nada la prueba, y sin embargo es así. Simplemente, la modalidad del decir no es la misma para el uno-mujer, y para el dos-hombre-niño. Del uno no se dice que es una vieja mujer sino hasta mucho después, mientras que para el par se declara inmediatamente su composición (anciano-niño), y se encuentra retardado el anuncio crucial: nada prueba que, y sin embargo. Eso indica que la posición sexuada masculina es evidente y que la imposibilidad de dar una prueba de ello es difícil de comprender. Mientras que, sin ser evidente la posición sexuada femenina, la imposibilidad de probarla es igualmente evidente. En el par, se trata evidentemente del otro, de “lo uno-y-lootro”. Lo otro está aquí significado por su duplicidad interna, por el hecho de que es dos. Es el dos que es lo mismo. Es, digámoslo nuevamente: “Dos libres [sombras] y dos que no hacen más que una”. Pero, a contrario, es el uno que hace dos: el anciano y el niño. Hay que suponer que anciano y niño son el mismo hombre en tanto que sombra, es decir la vida humana en tanto que sombra en su extremidad de infancia y en su extremidad de vejez, vida dada en aquello que la escinde, en la unidad del par que ella es en tanto que alteridad de sí misma. Podemos decir finalmente que lo inscripto en el ser es la humanidad visible: mujer en tanto que uno e inclinación, hombre en tanto que doble en la unidad del número. Las edades pertinentes son los extremos, como siempre en Beckett: niño y anciano. El adulto es una categoría casi ignorada, una categoría insignificante. 144
Finalmente, el cuarto tema es el pensamiento, como se podría esperar. El pensamiento es aquello por lo que, y en lo que, hay simultáneamente configuraciones de la humanidad visible e imperativo del decir. El pensamiento es reunión del primer y del tercer tema: hay imperativo del decir, hay lo inscripto en el ser, y eso es “por” y “en” el pensamiento. Indiquemos en seguida que la pregunta de Beckett es la siguiente: sabiendo que el pensamiento (cuarto tema) es punto focal o reunión del imperativo del decir (primer tema) y de la disposición de la humanidad visible, es decir las sombras (tercer tema), ¿qué puede pronunciar sobre el segundo tema, a saber, sobre la cuestión del ser? Tal es la organización más amplia del texto entero. La construcción filosófica de la cuestión se dirá así: ¿qué es lo que se puede pronunciar sobre el “hay” en tanto que “hay” desde la perspectiva del pensamiento, dónde se dan simultáneamente el imperativo del decir y la modificación de las sombras, que es circulación de la humanidad visible? En la figuración de Rumbo a peor, el pensamiento está representado por una cabeza. Se dirá también “ la cabeza” o “el cráneo”. Y es llamada de manera repetida “sede de todo, germen de todo”. Si es llamada así, es porque ella es aquello por lo que hay imperativo del decir y las sombras, y aquello en lo que hay cuestión del ser. ¿Cuál es la composición del pensamiento? Si se lo reduce a sus constituyentes absolutamente primordiales según el método de simplificación que es el método orgánico de Beckett, hay lo visible y hay imperativo del decir. Hay “mal visto mal dicho”. El pensamiento es eso: “mal visto mal dicho”. De lo que resulta que la presentación de la cabeza estará esencialmente reducida, por una parte, a sus ojos y, por otra, a sus sesos, de donde supuran las palabras: dos agujeros sobre los sesos, eso es el pensamiento. De allí, dos temas recurrentes: el de los ojos, y el de la supuración de las palabras, cuyo origen es la materia blanda de los sesos. Tal es la figura material del espíritu. Precisemos estos temas. Se dirá de los ojos que están “desorbitados cerrados”. El “movimiento” del abrir los ojos es fundamental en Rumbo a peor. 145
Alain Badiou
Designa el ver como tal. Este “desorbitados cerrados”, que es evidentemente una yuxtaposición chocante, designa exactamente el emblema de lo mal visto. El ver es siempre un mal ver, y, en consecuencia, el ojo del ver es “desorbitado cerrado”. En cuanto a las palabras, segundo atributo del pensamiento después del ver, se dirá que “tan mal como peor fuera de alguna sustancia blanda del espíritu, supuran”. Estas dos máximas, la existencia de los ojos “desorbitados cerrados”, y el hecho de que las palabras “tan mal como peor fuera de alguna sustancia blanda del espíritu […] supuran”, determinan el cuarto tema, o sea, el pensamiento en la modalidad de la existencia del cráneo. Es capital constatar que el cráneo es una sombra suplementaria. El cráneo hace tres, además del uno de inclinación femenina, y el otro, en forma de par, del anciano y del niño. El pensamiento viene siempre en tercer lugar. En la página 24 se encuentra una recapitulación esencial: En adelante uno para el arrodillado. Como en adelante dos para el par. El par como uno solo yéndose tan mal como mal. Como en adelante tres para la cabeza.
Cuando Beckett cuenta el par, indica que cae bajo el dos, pero que no es dos, es el dos. El par es el dos pero, sumado al uno, no hace tres. Sumando el par al uno, se tiene siempre dos, el dos del otro luego del uno. Sólo la cabeza hace tres. El tres es el pensamiento. c) El indispensable pensamiento-tres
Hay que señalar que el texto de Beckett funciona a menudo por tentativas radicales a las cuales Beckett renuncia desde el interior del texto mismo. Es así que la cabeza es adjuntada, es decir, viene en tercer lugar, luego de una tentativa materialista de abstenerse de ella, una tentativa en la que no habría más que lugar y cuerpo. En el inicio mismo, Beckett dice: un lugar, un cuerpo. “Ningún espíritu. Eso al menos.” Que se entiende como: “Siempre está eso ganado”. Se va a hacer como si se estuviera en un espacio de materialidad integral. Pero esta tentativa va a fracasar. Se está finalmente obligado a adjuntar la cabeza, lo que quiere 146
Pequeño tratado de inestética
Pequeño tratado de inestética
decir, en el vocabulario de Beckett, que hay siempre restos de espíritu, los cuales son justamente los ojos desorbitados cerrados, por una parte, y el aún de la supuración de las palabras a partir de la materia blanda, por la otra. Este resto de espíritu figurado por la cabeza va a ser un suplemento requerido al Uno y al Dos de las sombras. Beckett deduce el ineluctable Tres. Pero si la cabeza cuenta tres, es necesario que esté ella misma en la penumbra. Ella no está fuera de la penumbra. Uno de los ardides del texto es que la tentativa materialista pura –no hay más que el lugar y el cuerpo– deberá ser suplementada por la cabeza, de modo que habrá que contar tres y no dos. El materialismo, entonces, cambia de apuesta. Lo que exige es mantener la cabeza en la unicidad del lugar, no hacer de la cabeza otro lugar, no inscribir jamás un dualismo originario, aunque sea necesario llegar hasta tres, y aunque la gran tentación del tres (el pensamiento) es contar el dos en otra parte. Es la tensión metafísica crucial del texto. Estos datos son enumerados varias veces por Beckett en el texto mismo, texto jalonado por recapitulaciones. Por ejemplo, página 38: Lo que es las palabras que el secreto dicen. Qué el así dicho vacío. La as í dicha penumbra. Las a sí dichas sombras. El a sí dicho sede y germen de todo
Tenemos aquí el conjunto de la temática constitutiva. “Hay”: lo que hay, es “eso que las palabras que el secreto dicen”, bajo el imperativo del decir; cuestión del ser: “el así dicho vacío” y “la así dicha penumbra”; cuestión del “hay” en el “hay” o cuestión de la apariencia: “las así dichas sombras”. Finalmente, “el así dicho sede y germen de todo”, cuestión de la cabeza y del cráneo, cuestión del pensamiento. Todo eso constituye lo que Beckett considera como el dispositivo mínimo que fija un rumbo para el “aún” del decir. El dispositi vo mínimo, el dispositivo menor, es decir el peor (veremos que lo menor y lo peor son la misma cosa) para que haya cuestión. Para que haya sentido ínfimo o mínimo de una cuestión cualquiera
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Alain Badiou
Designa el ver como tal. Este “desorbitados cerrados”, que es evidentemente una yuxtaposición chocante, designa exactamente el emblema de lo mal visto. El ver es siempre un mal ver, y, en consecuencia, el ojo del ver es “desorbitado cerrado”. En cuanto a las palabras, segundo atributo del pensamiento después del ver, se dirá que “tan mal como peor fuera de alguna sustancia blanda del espíritu, supuran”. Estas dos máximas, la existencia de los ojos “desorbitados cerrados”, y el hecho de que las palabras “tan mal como peor fuera de alguna sustancia blanda del espíritu […] supuran”, determinan el cuarto tema, o sea, el pensamiento en la modalidad de la existencia del cráneo. Es capital constatar que el cráneo es una sombra suplementaria. El cráneo hace tres, además del uno de inclinación femenina, y el otro, en forma de par, del anciano y del niño. El pensamiento viene siempre en tercer lugar. En la página 24 se encuentra una recapitulación esencial: En adelante uno para el arrodillado. Como en adelante dos para el par. El par como uno solo yéndose tan mal como mal. Como en adelante tres para la cabeza.
Cuando Beckett cuenta el par, indica que cae bajo el dos, pero que no es dos, es el dos. El par es el dos pero, sumado al uno, no hace tres. Sumando el par al uno, se tiene siempre dos, el dos del otro luego del uno. Sólo la cabeza hace tres. El tres es el pensamiento. c) El indispensable pensamiento-tres
Hay que señalar que el texto de Beckett funciona a menudo por tentativas radicales a las cuales Beckett renuncia desde el interior del texto mismo. Es así que la cabeza es adjuntada, es decir, viene en tercer lugar, luego de una tentativa materialista de abstenerse de ella, una tentativa en la que no habría más que lugar y cuerpo. En el inicio mismo, Beckett dice: un lugar, un cuerpo. “Ningún espíritu. Eso al menos.” Que se entiende como: “Siempre está eso ganado”. Se va a hacer como si se estuviera en un espacio de materialidad integral. Pero esta tentativa va a fracasar. Se está finalmente obligado a adjuntar la cabeza, lo que quiere 146
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d) Cuestión, y condiciones de una cuestión
¿Qué es una cuestión? Una cuestión es lo que fija su rumbo al “aún” del decir. Llamaremos cuestión al hecho de que la navegación del “aún” tiene un rumbo. Y este rumbo será el rumbo a lo peor, la dirección de lo peor. Para que haya cuestión, es decir rumbo a peor, es necesario que haya un dispositivo mínimo, que esté precisamente constituido por los elementos que acabamos de enumerar. Desde este punto de vista, Rumbo a peor es en sí mismo un texto mínimo, es decir un texto que instituye los materiales elementales para toda cuestión posible según un método de reducción drástica. Un texto que trata de no introducir ningún elemento inútil o supernumerario con relación a la posibilidad de una cuestión. La primera condición de un dispositivo mínimo para que haya una cuestión es sin duda que haya un ser puro, el cual tiene por nombre singular el vacío. Pero es necesario que haya también una exposición del ser, es decir no sólo el ser en tanto ser, sino el ser expuesto según su propio ser, o la fenomenalidad del fenómeno, es decir la posibilidad de que algo aparezca en su ser. Y la posibilidad de que algo aparezca en su ser no es el vacío, que es el nombre del ser en tanto ser. El nombre del ser en tanto posibilidad del aparecer es: penumbra. La penumbra es el ser en la medida en que puede haber ahí una cuestión de su ser, es decir, en la medida en que está expuesto a la cuestión en tanto que recurso de ser del aparecer. He ahí por qué es necesario que haya dos nombres (vacío y penumbra) y no uno solo. Para que haya cuestión, el ser debe tener dos nombres. Heidegger ha visto esto, también, con el ser y el ente. La segunda condición para una cuestión, es que haya pensamiento. Un pensamiento-cráneo, llamémoslo así. Pensamientocráneo que es un ver mal y un decir mal, o un ojo desorbitado cerrado y una supuración nominal. Pero, punto esencial, el pensamiento-cráneo está él mismo expuesto. No está sustraído a la exposición del ser. No es definible simplemente como aquello por lo que hay ser, participa del ser mismo, está atrapado en la exposición. En el léxico de Beckett, se dirá que la cabeza, sede y término de todo, o el cráneo, están en la penumbra. O que el 148
Pequeño tratado de inestética
decir, en el vocabulario de Beckett, que hay siempre restos de espíritu, los cuales son justamente los ojos desorbitados cerrados, por una parte, y el aún de la supuración de las palabras a partir de la materia blanda, por la otra. Este resto de espíritu figurado por la cabeza va a ser un suplemento requerido al Uno y al Dos de las sombras. Beckett deduce el ineluctable Tres. Pero si la cabeza cuenta tres, es necesario que esté ella misma en la penumbra. Ella no está fuera de la penumbra. Uno de los ardides del texto es que la tentativa materialista pura –no hay más que el lugar y el cuerpo– deberá ser suplementada por la cabeza, de modo que habrá que contar tres y no dos. El materialismo, entonces, cambia de apuesta. Lo que exige es mantener la cabeza en la unicidad del lugar, no hacer de la cabeza otro lugar, no inscribir jamás un dualismo originario, aunque sea necesario llegar hasta tres, y aunque la gran tentación del tres (el pensamiento) es contar el dos en otra parte. Es la tensión metafísica crucial del texto. Estos datos son enumerados varias veces por Beckett en el texto mismo, texto jalonado por recapitulaciones. Por ejemplo, página 38: Lo que es las palabras que el secreto dicen. Qué el así dicho vacío. La as í dicha penumbra. Las a sí dichas sombras. El a sí dicho sede y germen de todo
Tenemos aquí el conjunto de la temática constitutiva. “Hay”: lo que hay, es “eso que las palabras que el secreto dicen”, bajo el imperativo del decir; cuestión del ser: “el así dicho vacío” y “la así dicha penumbra”; cuestión del “hay” en el “hay” o cuestión de la apariencia: “las así dichas sombras”. Finalmente, “el así dicho sede y germen de todo”, cuestión de la cabeza y del cráneo, cuestión del pensamiento. Todo eso constituye lo que Beckett considera como el dispositivo mínimo que fija un rumbo para el “aún” del decir. El dispositi vo mínimo, el dispositivo menor, es decir el peor (veremos que lo menor y lo peor son la misma cosa) para que haya cuestión. Para que haya sentido ínfimo o mínimo de una cuestión cualquiera
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pensamiento-cráneo es la tercera sombra. O más aun, que se puede contar en la incontable penumbra. Nos preguntamos entonces si no se está expuesto a una regresión al infinito. Si el pensamiento como tal co-pertenece al ser, ¿dónde está el pensamiento de esta co-pertenencia? ¿Desde dónde se dice que la cabeza está en la penumbra? Parece que se está al borde de la necesidad –si se puede arriesgar esta expresión– de una meta-cabeza. Hay que contar cuatro, y luego cinco, y luego hasta el infinito. El protocolo de cierre está dado por un cogito; hay que admitir que la cabeza es contada por la cabeza, o que la cabeza se ve como cabeza. O que es para el ojo desorbitado cerrado que hay un ojo desorbitado cerrado. Es el hilo cartesiano del pensamiento de Beckett, que no ha se ha desmentido jamás, que está presente en realidad desde el comienzo de su obra, pero que, en Rumbo a peor está apuntado como regla de detención que permite por sí solo que aquello para lo cual hay penumbra esté también en la penumbra. Y finalmente, siempre en el orden de las condiciones mínimas de una cuestión, además del “hay” y el pensamiento-cráneo, están las inscripciones de sombra en la penumbra. Las sombras están regladas por tres relaciones. En primer lugar, la del uno o del dos, o de lo mismo y de lo otro. Es el uno arrodillado y el par que marcha, t omados como categorías platónicas en tanto figuras de lo mismo y de lo otro. En segundo lugar, la de los extremos de edad, infancia y vejez, ext remos que hacen también que el par sea uno. Terceramente, la de los sexos, mujer y hombre. Éstas son las relaciones constitutivas de las sombras que pueblan la penumbra e infestan el vacío. Un paréntesis: hay un punto sumamente importante, aunque no sea más que alusivo en Rumbo a peor, y es que los sexos, lo hemos visto, no pueden probarse. Es, más específicamente, lo único que no puede probarse. El hecho de que esta sombra se revele vieja mujer o viejo hombre, es siempre sin prueba, aunque sea cierto. Y eso significa que, para Beckett, la diferenciación de los sexos es a la vez absolutamente cierta y absolutamente improbable. Por eso he podido nombrarla una disyunción pura.
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d) Cuestión, y condiciones de una cuestión
¿Qué es una cuestión? Una cuestión es lo que fija su rumbo al “aún” del decir. Llamaremos cuestión al hecho de que la navegación del “aún” tiene un rumbo. Y este rumbo será el rumbo a lo peor, la dirección de lo peor. Para que haya cuestión, es decir rumbo a peor, es necesario que haya un dispositivo mínimo, que esté precisamente constituido por los elementos que acabamos de enumerar. Desde este punto de vista, Rumbo a peor es en sí mismo un texto mínimo, es decir un texto que instituye los materiales elementales para toda cuestión posible según un método de reducción drástica. Un texto que trata de no introducir ningún elemento inútil o supernumerario con relación a la posibilidad de una cuestión. La primera condición de un dispositivo mínimo para que haya una cuestión es sin duda que haya un ser puro, el cual tiene por nombre singular el vacío. Pero es necesario que haya también una exposición del ser, es decir no sólo el ser en tanto ser, sino el ser expuesto según su propio ser, o la fenomenalidad del fenómeno, es decir la posibilidad de que algo aparezca en su ser. Y la posibilidad de que algo aparezca en su ser no es el vacío, que es el nombre del ser en tanto ser. El nombre del ser en tanto posibilidad del aparecer es: penumbra. La penumbra es el ser en la medida en que puede haber ahí una cuestión de su ser, es decir, en la medida en que está expuesto a la cuestión en tanto que recurso de ser del aparecer. He ahí por qué es necesario que haya dos nombres (vacío y penumbra) y no uno solo. Para que haya cuestión, el ser debe tener dos nombres. Heidegger ha visto esto, también, con el ser y el ente. La segunda condición para una cuestión, es que haya pensamiento. Un pensamiento-cráneo, llamémoslo así. Pensamientocráneo que es un ver mal y un decir mal, o un ojo desorbitado cerrado y una supuración nominal. Pero, punto esencial, el pensamiento-cráneo está él mismo expuesto. No está sustraído a la exposición del ser. No es definible simplemente como aquello por lo que hay ser, participa del ser mismo, está atrapado en la exposición. En el léxico de Beckett, se dirá que la cabeza, sede y término de todo, o el cráneo, están en la penumbra. O que el
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pensamiento-cráneo es la tercera sombra. O más aun, que se puede contar en la incontable penumbra. Nos preguntamos entonces si no se está expuesto a una regresión al infinito. Si el pensamiento como tal co-pertenece al ser, ¿dónde está el pensamiento de esta co-pertenencia? ¿Desde dónde se dice que la cabeza está en la penumbra? Parece que se está al borde de la necesidad –si se puede arriesgar esta expresión– de una meta-cabeza. Hay que contar cuatro, y luego cinco, y luego hasta el infinito. El protocolo de cierre está dado por un cogito; hay que admitir que la cabeza es contada por la cabeza, o que la cabeza se ve como cabeza. O que es para el ojo desorbitado cerrado que hay un ojo desorbitado cerrado. Es el hilo cartesiano del pensamiento de Beckett, que no ha se ha desmentido jamás, que está presente en realidad desde el comienzo de su obra, pero que, en Rumbo a peor está apuntado como regla de detención que permite por sí solo que aquello para lo cual hay penumbra esté también en la penumbra. Y finalmente, siempre en el orden de las condiciones mínimas de una cuestión, además del “hay” y el pensamiento-cráneo, están las inscripciones de sombra en la penumbra. Las sombras están regladas por tres relaciones. En primer lugar, la del uno o del dos, o de lo mismo y de lo otro. Es el uno arrodillado y el par que marcha, t omados como categorías platónicas en tanto figuras de lo mismo y de lo otro. En segundo lugar, la de los extremos de edad, infancia y vejez, ext remos que hacen también que el par sea uno. Terceramente, la de los sexos, mujer y hombre. Éstas son las relaciones constitutivas de las sombras que pueblan la penumbra e infestan el vacío. Un paréntesis: hay un punto sumamente importante, aunque no sea más que alusivo en Rumbo a peor, y es que los sexos, lo hemos visto, no pueden probarse. Es, más específicamente, lo único que no puede probarse. El hecho de que esta sombra se revele vieja mujer o viejo hombre, es siempre sin prueba, aunque sea cierto. Y eso significa que, para Beckett, la diferenciación de los sexos es a la vez absolutamente cierta y absolutamente improbable. Por eso he podido nombrarla una disyunción pura.
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¿Por qué una disyunción pura? Es cierto que hay mujer y hombre, en este caso vieja mujer y viejo hombre, pero esta certeza no se puede deducir o inferir de ningún trazo predicativo particular. Es por lo tanto prelingüística, en el sentido de que puede ser dicha, pero este decir no proviene de ningún otro decir. Es un decir primero. Se puede decir que hay mujer y hombre, pero no se puede en ningún momento inferirlo de otro decir, en particular no de un decir descriptivo o empírico. e) Ser y existencia
Bajo estas relaciones, del uno y el dos, de los extremos de la edad y de los sexos, las sombras atestiguan, no el ser, sino la existencia. ¿Qué es la existencia y qué la distingue del ser? La existencia es el atributo genérico de lo que tiene la capacidad de empeorar. Lo que puede empeorar existe. “Empeorar” es la modalidad activa de toda exposición al ver del ojo desorbitado cerrado y a la supuración de las palabras. Esta exposición es existencia. O, tal vez más fundamentalmente, existe lo que se puede encontrar. El ser existe cuando está en la manera del encuentro. Ni vacío ni penumbra designan nada que se pueda encontrar, ya que todo encuentro está bajo condición de que haya un inter valo posible del vacío, que recorte lo que es encontrado, y que exista la penumbra, que es la exposición de todo lo que se expone. Lo que se puede encontrar son las sombras. Poder encontrarse o empeorar, es una sola y misma cosa, y eso designa la existencia de las sombras. Vacío y penumbra, que son los nombres del ser, no existen. El dispositivo mínimo se dirá entonces también: el ser, el pensamiento y la existencia. Cuando se tiene las figuras del ser, del pensamiento y de la existencia, o las palabras para eso, o, diría Beckett, las palabras para decir mal eso, cuando se tiene este dispositivo experimental y mínimo del decir, se puede disponer de las cuestiones, se puede fijar el rumbo.
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Pequeño tratado de inestética
f) Axioma del decir
El texto se va entonces a organizar según algunas hipótesis en cuanto al rumbo, en cuanto a la dirección del pensamiento. Hipótesis en cuanto a lo que liga, desliga o afecta la tríada del ser-penumbra, de la sombra-existencia, del cráneo-pensamiento. Rumbo a peor tratará sobre la tríada ser/existencia/pensamiento, bajo las categorías del vacío, de lo mismo y de lo otro, del tres y del complejo ver/decir. Antes de formular las hipótesis, es necesario sostenerse de un cierto número de axiomas, que instituyen las primeras conexiones o desconexiones. El axioma casi único de Rumbo a peor, que por otra parte genera su título, es un antiguo axioma de Beckett –de ningún modo ha sido inventado aquí–, incluso uno de los más antiguos. Este axioma se enuncia: decir, es decir mal. Hay que comprender que “decir, es decir mal” es una identidad esencial. La esencia del decir es el decir mal. Decir mal no es un fracaso del decir, es exactamente lo contrario: todo decir es, en su existencia misma en cuanto decir, un decir mal. El “decir mal” se opone implícitamente al “decir bien”. ¿Qué es el “decir bien”? “Decir bien” es una hipótesis de adecuación: el decir es adecuado a lo dicho. Pero la tesis fundamental de Beckett es que el decir adecuado a lo dicho suprime el decir. El decir no es un decir libre, y muy especialmente, un decir artístico, sino en la medida en que no es coalescente a lo dicho, que no está bajo la autoridad de lo dicho. El decir está bajo el imperativo del decir, está bajo el imperativo del “aún”, no está constreñido por lo dicho. Si no hay adecuación, si el decir no está bajo la prescripción del “eso que es dicho”, sino solamente bajo la regla del decir, entonces el decir mal es la esencia libre del decir, o más aun, la afirmación de la autonomía prescriptiva del decir. Se dice para decir mal. Y el colmo del decir, que es el decir poético o artístico, es precisamente la regulación controlada del decir mal, lo que lleva a su colmo la autonomía prescriptiva del decir. Cuando se lee en Beckett: decir mal, fallar, etc., hay que entenderlo bien. Si se tratara de una doctrina empirista de la lengua, según la cual ésta se pega a las cosas más o menos 151
Alain Badiou
¿Por qué una disyunción pura? Es cierto que hay mujer y hombre, en este caso vieja mujer y viejo hombre, pero esta certeza no se puede deducir o inferir de ningún trazo predicativo particular. Es por lo tanto prelingüística, en el sentido de que puede ser dicha, pero este decir no proviene de ningún otro decir. Es un decir primero. Se puede decir que hay mujer y hombre, pero no se puede en ningún momento inferirlo de otro decir, en particular no de un decir descriptivo o empírico. e) Ser y existencia
Bajo estas relaciones, del uno y el dos, de los extremos de la edad y de los sexos, las sombras atestiguan, no el ser, sino la existencia. ¿Qué es la existencia y qué la distingue del ser? La existencia es el atributo genérico de lo que tiene la capacidad de empeorar. Lo que puede empeorar existe. “Empeorar” es la modalidad activa de toda exposición al ver del ojo desorbitado cerrado y a la supuración de las palabras. Esta exposición es existencia. O, tal vez más fundamentalmente, existe lo que se puede encontrar. El ser existe cuando está en la manera del encuentro. Ni vacío ni penumbra designan nada que se pueda encontrar, ya que todo encuentro está bajo condición de que haya un inter valo posible del vacío, que recorte lo que es encontrado, y que exista la penumbra, que es la exposición de todo lo que se expone. Lo que se puede encontrar son las sombras. Poder encontrarse o empeorar, es una sola y misma cosa, y eso designa la existencia de las sombras. Vacío y penumbra, que son los nombres del ser, no existen. El dispositivo mínimo se dirá entonces también: el ser, el pensamiento y la existencia. Cuando se tiene las figuras del ser, del pensamiento y de la existencia, o las palabras para eso, o, diría Beckett, las palabras para decir mal eso, cuando se tiene este dispositivo experimental y mínimo del decir, se puede disponer de las cuestiones, se puede fijar el rumbo.
Pequeño tratado de inestética
f) Axioma del decir
El texto se va entonces a organizar según algunas hipótesis en cuanto al rumbo, en cuanto a la dirección del pensamiento. Hipótesis en cuanto a lo que liga, desliga o afecta la tríada del ser-penumbra, de la sombra-existencia, del cráneo-pensamiento. Rumbo a peor tratará sobre la tríada ser/existencia/pensamiento, bajo las categorías del vacío, de lo mismo y de lo otro, del tres y del complejo ver/decir. Antes de formular las hipótesis, es necesario sostenerse de un cierto número de axiomas, que instituyen las primeras conexiones o desconexiones. El axioma casi único de Rumbo a peor, que por otra parte genera su título, es un antiguo axioma de Beckett –de ningún modo ha sido inventado aquí–, incluso uno de los más antiguos. Este axioma se enuncia: decir, es decir mal. Hay que comprender que “decir, es decir mal” es una identidad esencial. La esencia del decir es el decir mal. Decir mal no es un fracaso del decir, es exactamente lo contrario: todo decir es, en su existencia misma en cuanto decir, un decir mal. El “decir mal” se opone implícitamente al “decir bien”. ¿Qué es el “decir bien”? “Decir bien” es una hipótesis de adecuación: el decir es adecuado a lo dicho. Pero la tesis fundamental de Beckett es que el decir adecuado a lo dicho suprime el decir. El decir no es un decir libre, y muy especialmente, un decir artístico, sino en la medida en que no es coalescente a lo dicho, que no está bajo la autoridad de lo dicho. El decir está bajo el imperativo del decir, está bajo el imperativo del “aún”, no está constreñido por lo dicho. Si no hay adecuación, si el decir no está bajo la prescripción del “eso que es dicho”, sino solamente bajo la regla del decir, entonces el decir mal es la esencia libre del decir, o más aun, la afirmación de la autonomía prescriptiva del decir. Se dice para decir mal. Y el colmo del decir, que es el decir poético o artístico, es precisamente la regulación controlada del decir mal, lo que lleva a su colmo la autonomía prescriptiva del decir. Cuando se lee en Beckett: decir mal, fallar, etc., hay que entenderlo bien. Si se tratara de una doctrina empirista de la lengua, según la cual ésta se pega a las cosas más o menos
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Alain Badiou
Pequeño tratado de inestética
bien, no tendría ningún interés y, por otra parte, el texto sería en sí mismo imposible. Éste no funciona más que desde el momento que, en las expresiones “fallar” o “decir mal”, se entiende la autoafirmación de la prescripción del decir bajo su propia regla. Beckett lo indica claramente desde el inicio:
decir. Partir de la existencia de una buena vez por todas, volver al ser. Pero rectifica y recusa esta posibilidad. He aquí un texto donde es evocada la hipótesis de un acceso al partir y al vacío por exceso de fracaso, exceso de fracaso que se confundiría con el triunfo absoluto del decir:
Decir para que sea dicho. Mal dicho. Decir desde ahora para que sea mal dicho (p. 7).
Intentar aún. Fallar aún. Fallar mejor aún. O mejor más mal. Fallar más mal aún. Aún más mal aún. Hasta estar asqueado de veras. Vomitar de veras. Partir de veras. Allí donde ni lo uno ni lo otro de veras. De una buena vez por todas de veras.
g) La tentación
La consecuencia rigurosa de todo esto es que la norma del decir se pronuncia: fracaso. Claro está, el hecho de que la norma del decir sea el fracaso suscita subjetivamente una esperanza falaz, perfectamente identificada por Beckett: la esperanza de que haya un fracaso máximo, un fracaso absoluto, que tendría el mérito de hastiarnos, de una vez por todas, de la lengua y del decir. Es la tentación vergonzosa, la tentación de sustraerse al imperativo del decir. La tentación de que no exista más el “aún”, de que no se esté ya bajo la prescripción intolerable del decir mal. Como el decir bien es imposible, la única esperanza está en la traición: conseguir un fracaso tan probado que induzca a una renuncia total de la prescripción misma, un abandono del decir y de la lengua. Lo que significaría que se vuelva al vacío, que se sea vacío, vaciado, vaciado de toda prescripción. Finalmente, la tentación es de cesar de existir para ser. Se ha vuelto, por lo tanto al ser puro, y es eso lo que se podría llamar la tentación mística en el sentido de Wittgenstein en la última proposición del Tractatus. Llegar al punto en el que, como es imposible decir, no hay más que callar. Llegar al punto en el que la conciencia de que es imposible decirlo, esto es, la conciencia de que se ha fracasado absolutamente, nos instala en un imperativo que ya no es el imperativo del decir, sino el imperativo del callar. En el vocabulario de Beckett esto se dice: partir. ¿Partir de qué? Pues bien, partir de la humanidad. En realidad, Beckett piensa, como Rimbaud, que uno no parte. Reconoce absolutamente la tentación del partir de la humanidad, que es la de fracasar hasta el punto en que se está asqueado de la lengua y del 152
Ésta es la tentación: partir allí donde no hay más sombra, donde ya nada está expuesto al imperativo del decir. Pero en numerosos pasajes, más lejos, esta tentación va a ser recusada, revocada, prohibida. Por ejemplo, página 49, donde la idea de “más mal más…” es declarada inconcebible: Regreso desdecir mejor más mal más inconcebible. Si más oscuro menos luminoso entonces mejor más mal más oscuro. Desdicho entonces mejor más mal más inconcebible. No menos que menos mejor más mal tal vez más. ¿Mejor más mal qué? ¿El decir? ¿Lo dicho? Misma cosa. Misma nada. Mismo poco distar de nada.
El punto fundamental es que el “vomitar de veras, de una buena vez por todas de veras” no existe, porque toda “misma nada” es en realidad “mismo poco distar de nada”. La hipótesis de un partir radical, que nos sustraería a la humanidad del imperativo, la tentación esencial de una prescripción del silencio, no puede tener éxito por razones ontológicas. La “misma nada” es siempre en realidad un “mismo poco distar de nada”, o un “mismo casi nada”, pero nunca una “misma nada”como tal. Por lo tanto, jamás se está autorizado a sustraerse al imperativo del decir, en nombre de la aparición de la “nada” pura, o del fracaso absoluto. h) Las leyes del empeorar
A partir de allí, la ley fundamental que gobierna el texto es que lo peor de lo que la lengua es capaz, el empeorar, no se puede capturar por la nada. Se está siempre en el “mismo poco distar de nada”, pero nunca en ese punto que sería el del “partir de veras”, donde habría captura por la nada. Nada que no sería 153
Alain Badiou
Pequeño tratado de inestética
bien, no tendría ningún interés y, por otra parte, el texto sería en sí mismo imposible. Éste no funciona más que desde el momento que, en las expresiones “fallar” o “decir mal”, se entiende la autoafirmación de la prescripción del decir bajo su propia regla. Beckett lo indica claramente desde el inicio:
decir. Partir de la existencia de una buena vez por todas, volver al ser. Pero rectifica y recusa esta posibilidad. He aquí un texto donde es evocada la hipótesis de un acceso al partir y al vacío por exceso de fracaso, exceso de fracaso que se confundiría con el triunfo absoluto del decir:
Decir para que sea dicho. Mal dicho. Decir desde ahora para que sea mal dicho (p. 7).
Intentar aún. Fallar aún. Fallar mejor aún. O mejor más mal. Fallar más mal aún. Aún más mal aún. Hasta estar asqueado de veras. Vomitar de veras. Partir de veras. Allí donde ni lo uno ni lo otro de veras. De una buena vez por todas de veras.
g) La tentación
La consecuencia rigurosa de todo esto es que la norma del decir se pronuncia: fracaso. Claro está, el hecho de que la norma del decir sea el fracaso suscita subjetivamente una esperanza falaz, perfectamente identificada por Beckett: la esperanza de que haya un fracaso máximo, un fracaso absoluto, que tendría el mérito de hastiarnos, de una vez por todas, de la lengua y del decir. Es la tentación vergonzosa, la tentación de sustraerse al imperativo del decir. La tentación de que no exista más el “aún”, de que no se esté ya bajo la prescripción intolerable del decir mal. Como el decir bien es imposible, la única esperanza está en la traición: conseguir un fracaso tan probado que induzca a una renuncia total de la prescripción misma, un abandono del decir y de la lengua. Lo que significaría que se vuelva al vacío, que se sea vacío, vaciado, vaciado de toda prescripción. Finalmente, la tentación es de cesar de existir para ser. Se ha vuelto, por lo tanto al ser puro, y es eso lo que se podría llamar la tentación mística en el sentido de Wittgenstein en la última proposición del Tractatus. Llegar al punto en el que, como es imposible decir, no hay más que callar. Llegar al punto en el que la conciencia de que es imposible decirlo, esto es, la conciencia de que se ha fracasado absolutamente, nos instala en un imperativo que ya no es el imperativo del decir, sino el imperativo del callar. En el vocabulario de Beckett esto se dice: partir. ¿Partir de qué? Pues bien, partir de la humanidad. En realidad, Beckett piensa, como Rimbaud, que uno no parte. Reconoce absolutamente la tentación del partir de la humanidad, que es la de fracasar hasta el punto en que se está asqueado de la lengua y del
Ésta es la tentación: partir allí donde no hay más sombra, donde ya nada está expuesto al imperativo del decir. Pero en numerosos pasajes, más lejos, esta tentación va a ser recusada, revocada, prohibida. Por ejemplo, página 49, donde la idea de “más mal más…” es declarada inconcebible: Regreso desdecir mejor más mal más inconcebible. Si más oscuro menos luminoso entonces mejor más mal más oscuro. Desdicho entonces mejor más mal más inconcebible. No menos que menos mejor más mal tal vez más. ¿Mejor más mal qué? ¿El decir? ¿Lo dicho? Misma cosa. Misma nada. Mismo poco distar de nada.
El punto fundamental es que el “vomitar de veras, de una buena vez por todas de veras” no existe, porque toda “misma nada” es en realidad “mismo poco distar de nada”. La hipótesis de un partir radical, que nos sustraería a la humanidad del imperativo, la tentación esencial de una prescripción del silencio, no puede tener éxito por razones ontológicas. La “misma nada” es siempre en realidad un “mismo poco distar de nada”, o un “mismo casi nada”, pero nunca una “misma nada”como tal. Por lo tanto, jamás se está autorizado a sustraerse al imperativo del decir, en nombre de la aparición de la “nada” pura, o del fracaso absoluto. h) Las leyes del empeorar
A partir de allí, la ley fundamental que gobierna el texto es que lo peor de lo que la lengua es capaz, el empeorar, no se puede capturar por la nada. Se está siempre en el “mismo poco distar de nada”, pero nunca en ese punto que sería el del “partir de veras”, donde habría captura por la nada. Nada que no sería
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Alain Badiou
ni la penumbra ni el vacío, sino la abolición de la prescripción del decir. Por lo tanto hay que sostener esto: la lengua es exclusivamente la capacidad de lo menor. No es capacidad de la nada. Tiene, dirá Beckett, “palabras que reducen”. Se tiene palabras que reducen y estas palabras que reducen son aquellas gracias a las cuales se puede mantener el rumbo hacia lo peor, es decir el rumbo de una centralización del fracaso. Entre “las palabras alusivas jamás directas” de Mallarmé y “las palabras que reducen” de Beckett, hay una filiación evidente. Aproximarse a la cosa que debe decirse con la conciencia de que ella no puede ser dicha bajo la justificación de lo dicho, o de la cosa, conduce a una autonomización radical de la prescripción del decir. Este decir libre no puede jamás ser directo, o, según el vocabulario de Beckett, es lo que reduce, lo que empeora. Dicho de otro modo: la lengua puede esperar lo mínimo de lo mejor peor, pero no la abolición. He aquí el texto esencial, donde figura por lo demás la expresión “las palabras que reducen”: Peor menor. Más inconcebible. Peor a falta de un mejor menor. Lo mejor menor. No. Nada lo mejor. Lo mejor peor. No. No lo mejor peor. Nada no lo mejor peor. Menos mejor peor. No. Lo menos. Lo menos mejor peor. Lo menor jamás puede ser nada. Jamás hacia la nada podrá ser reconducida. Jamás por la nada anulada. Inanulable menor. Decir este mejor peor. Con palabras que reduzcan decir lo menor mejor peor. A falta del muy peor que peor. Lo inminimizable menor mejor peor (p. 41).
“Lo menor jamás puede ser nada” es la ley del empeorar. “Decir lo mejor peor”, es lo “inanulable menor”. “Lo inminimizable menor mejor peor” no se puede confundir jamás con la abolición pura y simple o con la nada. Lo que quiere decir que el “hay que callar” en el sentido de Wittgenstein es impracticable. Debemos mantener el rumbo hacia lo peor. Rumbo a peor: el título es un imperativo y no simplemente una descripción. El imperativo del decir está entonces en la figura de un constante recomenzar, es del orden del intento, del esfuerzo, de la labor. El libro mismo va a intentar empeorar todo lo que se ofrece a la supuración nominal. Una buena parte del texto está consagrada a lo que se podría llamar experiencias de “empeoramien154
Pequeño tratado de inestética
to”. Rumbo a peor es un protocolo del empeorar como figura de autoafirmación de la prescripción del decir. Empeorar, es nombrar soberanamente en el exceso del fracaso, lo que es lo mismo que suscitar con “palabras alusivas jamás directas”, y que implica la misma proximidad infranqueable con la nada que el poema de Mallarmé. El empeorar, que es el ejercicio de la lengua en su tensión artística, se hace por dos operaciones contradictorias. ¿Qué es, en efecto, empeorar? Es ejercer la soberanía del decir con relación a las sombras. Por lo tanto, es a la vez decirlas más y restringir lo que es dicho. Es por eso que las operaciones son contradictorias. Empeorar, es decir más sobre menos. Más palabras para reducir mejor. De ahí el aspecto paradójico del empeorar, que constituye verdaderamente la sustancia del texto. Para poder reducir “lo que es dicho” de tal manera que en relación a esta depuración el fracaso sea más manifiesto, habrá que introducir nuevas palabras. Estas palabras no son adiciones –no se agrega, no se hacen sumas–, pero hay que decir más para reducir, por lo tanto hay que decir más para sustraer. Tal es la operación constitutiva de la lengua. Empeorar es hacer caminar el decir más para reducir. i) Ejercicios de empeoramiento
El texto prodiga ejercicios de empeoramiento sobre todo el campo fenoménico de las sombras, sobre la configuración de la humanidad genérica, a saber: - empeorar el uno, es decir empeorar la mujer arrodillada; - empeorar el dos, es decir empeorar el par del anciano y del niño; - empeorar la cabeza, es decir empeorar los ojos, los sesos que supuran, empeorar el cráneo. Son las tres sombras que constituyen las determinaciones fenoménicas de la sombra. Empeorar el uno. Este ejercicio ocupa las páginas 26 y 27: Primero uno. Primero intentar fallar mejor uno. Algo allí que no falla bastante mal. No que tal cual no haya fallado. Fallado el rostro nulo. Falladas las manos nulas. Lo nulo–. Basta. La peste 155
Alain Badiou
ni la penumbra ni el vacío, sino la abolición de la prescripción del decir. Por lo tanto hay que sostener esto: la lengua es exclusivamente la capacidad de lo menor. No es capacidad de la nada. Tiene, dirá Beckett, “palabras que reducen”. Se tiene palabras que reducen y estas palabras que reducen son aquellas gracias a las cuales se puede mantener el rumbo hacia lo peor, es decir el rumbo de una centralización del fracaso. Entre “las palabras alusivas jamás directas” de Mallarmé y “las palabras que reducen” de Beckett, hay una filiación evidente. Aproximarse a la cosa que debe decirse con la conciencia de que ella no puede ser dicha bajo la justificación de lo dicho, o de la cosa, conduce a una autonomización radical de la prescripción del decir. Este decir libre no puede jamás ser directo, o, según el vocabulario de Beckett, es lo que reduce, lo que empeora. Dicho de otro modo: la lengua puede esperar lo mínimo de lo mejor peor, pero no la abolición. He aquí el texto esencial, donde figura por lo demás la expresión “las palabras que reducen”: Peor menor. Más inconcebible. Peor a falta de un mejor menor. Lo mejor menor. No. Nada lo mejor. Lo mejor peor. No. No lo mejor peor. Nada no lo mejor peor. Menos mejor peor. No. Lo menos. Lo menos mejor peor. Lo menor jamás puede ser nada. Jamás hacia la nada podrá ser reconducida. Jamás por la nada anulada. Inanulable menor. Decir este mejor peor. Con palabras que reduzcan decir lo menor mejor peor. A falta del muy peor que peor. Lo inminimizable menor mejor peor (p. 41).
“Lo menor jamás puede ser nada” es la ley del empeorar. “Decir lo mejor peor”, es lo “inanulable menor”. “Lo inminimizable menor mejor peor” no se puede confundir jamás con la abolición pura y simple o con la nada. Lo que quiere decir que el “hay que callar” en el sentido de Wittgenstein es impracticable. Debemos mantener el rumbo hacia lo peor. Rumbo a peor: el título es un imperativo y no simplemente una descripción. El imperativo del decir está entonces en la figura de un constante recomenzar, es del orden del intento, del esfuerzo, de la labor. El libro mismo va a intentar empeorar todo lo que se ofrece a la supuración nominal. Una buena parte del texto está consagrada a lo que se podría llamar experiencias de “empeoramien154
to”. Rumbo a peor es un protocolo del empeorar como figura de autoafirmación de la prescripción del decir. Empeorar, es nombrar soberanamente en el exceso del fracaso, lo que es lo mismo que suscitar con “palabras alusivas jamás directas”, y que implica la misma proximidad infranqueable con la nada que el poema de Mallarmé. El empeorar, que es el ejercicio de la lengua en su tensión artística, se hace por dos operaciones contradictorias. ¿Qué es, en efecto, empeorar? Es ejercer la soberanía del decir con relación a las sombras. Por lo tanto, es a la vez decirlas más y restringir lo que es dicho. Es por eso que las operaciones son contradictorias. Empeorar, es decir más sobre menos. Más palabras para reducir mejor. De ahí el aspecto paradójico del empeorar, que constituye verdaderamente la sustancia del texto. Para poder reducir “lo que es dicho” de tal manera que en relación a esta depuración el fracaso sea más manifiesto, habrá que introducir nuevas palabras. Estas palabras no son adiciones –no se agrega, no se hacen sumas–, pero hay que decir más para reducir, por lo tanto hay que decir más para sustraer. Tal es la operación constitutiva de la lengua. Empeorar es hacer caminar el decir más para reducir. i) Ejercicios de empeoramiento
El texto prodiga ejercicios de empeoramiento sobre todo el campo fenoménico de las sombras, sobre la configuración de la humanidad genérica, a saber: - empeorar el uno, es decir empeorar la mujer arrodillada; - empeorar el dos, es decir empeorar el par del anciano y del niño; - empeorar la cabeza, es decir empeorar los ojos, los sesos que supuran, empeorar el cráneo. Son las tres sombras que constituyen las determinaciones fenoménicas de la sombra. Empeorar el uno. Este ejercicio ocupa las páginas 26 y 27: Primero uno. Primero intentar fallar mejor uno. Algo allí que no falla bastante mal. No que tal cual no haya fallado. Fallado el rostro nulo. Falladas las manos nulas. Lo nulo–. Basta. La peste 155
Alain Badiou
para lo fallado. Mínimamente fallado. Lugar a lo más mal. Esperando peor aún. Primero más mal. Mínimamente más mal. Esperando peor aún. Agregar uno–. ¿Agregar? Jamás. El encor varse más abajo, que esté encorvado más abajo. A lo más bajo. Cabeza cubierta desaparecida. Largo por encima cortado más alto. Nada de la pelvis abajo. Nada excepto la espalda encorvada. Tronco visto de espalda sin alto y sin base. Negro oscuro. Sobre rodillas invisibles. En la penumbra vacía. Mejor más mal así. Esperando peor aún.
El despliegue nominal que delimita esta primera sombra en atributos sustractivos más numerosos es al mismo tiempo su disminución o su reducción. ¿Su reducción a qué? Pues bien, a lo que habría que llamar un trazo de uno, un trazo que daría la sombra sin ninguna otra cosa. Las palabras requeridas son “espalda encorvada”, una simple encorvadura. Nada más que una encorvadura, tal sería la idealidad del “peor aún”, sabiendo que, para hacer surgir la encorvadura, son necesarias más palabras, porque sólo las palabras operan la disminución. Así, una operación de superabundancia nominal –la superabundancia, en Beckett, es siempre relativa– apunta a una disminución esencial. La ley del empeorar es: cortar las piernas, la cabeza, el abrigo, cortar todo lo que se puede, pero cada corte está en realidad centrado sobre el advenimiento, a través de detalles sustractivos suplementarios, de un trazo puro. Hay que suplementar para depurar el trazo último del fracaso. Ahora, el ejercicio de empeoramiento del dos: Luego dos. De fallado a empeorar. Intentar empeorar. A partir de lo mínimamente fallado. Agregar–. ¿Agregar? Jamás. Los botines. Mejor más mal sin botines. Talones desnudos. Pronto los dos derechos. Pronto los dos izquierdos. Izquierda derecha izquierda derecha aún. Pies desnudos se van y nunca se alejan. Mejor más mal así. Un poquito mejor más mal que nada así (p. 28-29).
Los botines, nombres como “botines”, no hay muchos en esta prosa cuya textura es extraordinariamente abstracta. Cuando los hay, es porque verdaderamente la operación está en riesgo. Lo veremos enseguida por una palabra concreta esencial, el surgimiento del “cementerio”. Sin embargo, el botín, que de golpe
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Pequeño tratado de inestética
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aparece allí, no está sino para ser tachado, borrado: “Los botines. Mejor más mal sin botines.”. Una parte de las cosas –y es la naturaleza contradictoria de la operación– no está dada más que por su borradura, no adviene a la superficie del texto sino para ser sustraída. La lógica del empeorar, que es la lógica de la soberanía de la lengua, identifica adjunción y sustracción. Mallarmé –para quien el acto mismo del poema es hacer surgir un objeto (cisne, estrella, rosa…) cuya venida impone la anulación– no procede de otro modo. El “botín” de Beckett es el término-soporte de tal acto. Finalmente, empeorar la cabeza. El pasaje citado concierne a los ojos (vuelvo a recordar que el cráneo se compone de ojos sobre unos sesos): Los ojos. Tiempo de intentar empeorar. Tan mal que peor intentar empeorar. Más cerrados. Decir desorbitados abiertos. Todo blanco y pupila. Blanco oscuro. ¿Blanco? No. Todo pupila. Agujeros negro oscuro. Dilatación que no vacila. Sean dichos así. Con las palabras que empeoran. Desde ahora así. Mejor que nada en este punto mejorados para lo peor (p. 34-35).
La lógica de la escritura es, en este pasaje, absolutamente típica. Partiendo del sintagma “desorbitados cerrados”, del cual ya he dicho el sentido, se tiene una tentativa de apertura. Se pasará de “desorbitados cerrados” a “desorbitados abiertos”, que es un dato semánticamente homogéneo. “Abierto”, a su vez, va a dar blanco y blanco va a ser anulado, dando el negro. Tal es la cadena inmediata. De cerrado se pasa a abierto, de abierto se pasa a blanco, luego el blanco es borrado en beneficio del negro. El saldo de la operación, que es la operación del empeorar, es que en lugar de “desorbitados cerrados”, tendremos “agujeros negros”, y que en adelante, se trate de los ojos, ya no será bajo la palabra “ojos”, será con la simple mención de dos agujeros negros. Constatamos que lo abierto y el blanco no surgen, en la trama de la operación, más que para hacer pasar de los ojos a los agujeros negros, y que esta operación del empeorar apunta a liberarnos de la palabra “ojos”, demasiado descriptiva, demasiado empírica, demasiado singular, para reconducir, por empeoramiento diagonal y borramiento, a la simple acepción de 157
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para lo fallado. Mínimamente fallado. Lugar a lo más mal. Esperando peor aún. Primero más mal. Mínimamente más mal. Esperando peor aún. Agregar uno–. ¿Agregar? Jamás. El encor varse más abajo, que esté encorvado más abajo. A lo más bajo. Cabeza cubierta desaparecida. Largo por encima cortado más alto. Nada de la pelvis abajo. Nada excepto la espalda encorvada. Tronco visto de espalda sin alto y sin base. Negro oscuro. Sobre rodillas invisibles. En la penumbra vacía. Mejor más mal así. Esperando peor aún.
El despliegue nominal que delimita esta primera sombra en atributos sustractivos más numerosos es al mismo tiempo su disminución o su reducción. ¿Su reducción a qué? Pues bien, a lo que habría que llamar un trazo de uno, un trazo que daría la sombra sin ninguna otra cosa. Las palabras requeridas son “espalda encorvada”, una simple encorvadura. Nada más que una encorvadura, tal sería la idealidad del “peor aún”, sabiendo que, para hacer surgir la encorvadura, son necesarias más palabras, porque sólo las palabras operan la disminución. Así, una operación de superabundancia nominal –la superabundancia, en Beckett, es siempre relativa– apunta a una disminución esencial. La ley del empeorar es: cortar las piernas, la cabeza, el abrigo, cortar todo lo que se puede, pero cada corte está en realidad centrado sobre el advenimiento, a través de detalles sustractivos suplementarios, de un trazo puro. Hay que suplementar para depurar el trazo último del fracaso. Ahora, el ejercicio de empeoramiento del dos: Luego dos. De fallado a empeorar. Intentar empeorar. A partir de lo mínimamente fallado. Agregar–. ¿Agregar? Jamás. Los botines. Mejor más mal sin botines. Talones desnudos. Pronto los dos derechos. Pronto los dos izquierdos. Izquierda derecha izquierda derecha aún. Pies desnudos se van y nunca se alejan. Mejor más mal así. Un poquito mejor más mal que nada así (p. 28-29).
Los botines, nombres como “botines”, no hay muchos en esta prosa cuya textura es extraordinariamente abstracta. Cuando los hay, es porque verdaderamente la operación está en riesgo. Lo veremos enseguida por una palabra concreta esencial, el surgimiento del “cementerio”. Sin embargo, el botín, que de golpe
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Alain Badiou
los agujeros negros como focos ciegos de la visibilidad. El ojo como tal es abolido. Se tiene de ahora en más un puro ver conectado a un agujero, y este puro ver conectado a un agujero se construye con la abolición del ojo por la mediación, suplementaria y anulada, de lo abierto y lo blanco. j) Mantener el rumbo
Empeorar es una labor, una efectuación inventiva y penosa del imperativo del decir. Mantener el rumbo hacia lo peor, al ser un esfuerzo, exige coraje. ¿De dónde viene el coraje del esfuerzo? Es, según creo, una cuestión muy importante, porque, de manera general, es la cuestión de saber de dónde viene el coraje para mantener un procedimiento de verdad, cualquiera que éste sea. La pregunta es, finalmente: ¿de dónde viene el coraje de la verdad? Para Beckett, el coraje de la verdad no podría venir de la idea de que seremos recompensados por el silencio, o de que seremos recompensados por una coincidencia perfecta con el ser mismo. Lo hemos visto: no habrá anulación del decir, o advenimiento del vacío como tal. El aún es indeleble. Entonces, ¿de dónde viene el coraje? El coraje viene, para Beckett, de que las palabras tienen tendencia a sonar verdaderas. Una extrema tensión, que es quizás la vocación de Beckett escritor, resulta de que el coraje depende de una cualidad de las palabras que es contraria a su empleo en el empeorar. Hay como un aura de adecuación en las palabras en la que, paradójicamente, tomamos coraje para romper con la adecuación misma, es decir, para mantener el rumbo hacia lo peor. El coraje del esfuerzo se obtiene siempre en contra de su destino. Llamaremos a eso la torsión del decir: el coraje de la continuación del esfuerzo es obtenido de las palabras mismas, pero en las palabras tomadas en contra de su destinación verdadero, que es empeorar. El esfuerzo –en este caso, el esfuerzo artístico o poético– es un trabajo árido sobre la lengua para ordenarla en los ejercicios del empeorar. Pero este esfuerzo árido saca su energía de una disposición afortunada de la lengua: una suerte de fantasma de adecuación que la frecuenta, y al cual se vuelve como si allí estu158
Pequeño tratado de inestética
aparece allí, no está sino para ser tachado, borrado: “Los botines. Mejor más mal sin botines.”. Una parte de las cosas –y es la naturaleza contradictoria de la operación– no está dada más que por su borradura, no adviene a la superficie del texto sino para ser sustraída. La lógica del empeorar, que es la lógica de la soberanía de la lengua, identifica adjunción y sustracción. Mallarmé –para quien el acto mismo del poema es hacer surgir un objeto (cisne, estrella, rosa…) cuya venida impone la anulación– no procede de otro modo. El “botín” de Beckett es el término-soporte de tal acto. Finalmente, empeorar la cabeza. El pasaje citado concierne a los ojos (vuelvo a recordar que el cráneo se compone de ojos sobre unos sesos): Los ojos. Tiempo de intentar empeorar. Tan mal que peor intentar empeorar. Más cerrados. Decir desorbitados abiertos. Todo blanco y pupila. Blanco oscuro. ¿Blanco? No. Todo pupila. Agujeros negro oscuro. Dilatación que no vacila. Sean dichos así. Con las palabras que empeoran. Desde ahora así. Mejor que nada en este punto mejorados para lo peor (p. 34-35).
La lógica de la escritura es, en este pasaje, absolutamente típica. Partiendo del sintagma “desorbitados cerrados”, del cual ya he dicho el sentido, se tiene una tentativa de apertura. Se pasará de “desorbitados cerrados” a “desorbitados abiertos”, que es un dato semánticamente homogéneo. “Abierto”, a su vez, va a dar blanco y blanco va a ser anulado, dando el negro. Tal es la cadena inmediata. De cerrado se pasa a abierto, de abierto se pasa a blanco, luego el blanco es borrado en beneficio del negro. El saldo de la operación, que es la operación del empeorar, es que en lugar de “desorbitados cerrados”, tendremos “agujeros negros”, y que en adelante, se trate de los ojos, ya no será bajo la palabra “ojos”, será con la simple mención de dos agujeros negros. Constatamos que lo abierto y el blanco no surgen, en la trama de la operación, más que para hacer pasar de los ojos a los agujeros negros, y que esta operación del empeorar apunta a liberarnos de la palabra “ojos”, demasiado descriptiva, demasiado empírica, demasiado singular, para reconducir, por empeoramiento diagonal y borramiento, a la simple acepción de 157
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viera el lugar posible de donde extraer de la lengua, aunque en una vertiente completamente opuesta a su destinación, el coraje de su tratamiento. Esta tensión da lugar, en Rumbo a peor, a muy bellos pasajes. He aquí el primero: Las palabras también de quien sean. ¡Cuánto espacio dejado a lo más mal! ¡Cómo a veces casi suenan casi verdaderas! ¡Cómo la estupidez las abandona! Decir la noche es joven ay y tomar coraje. O mejor más mal decir una noche de vigilia aún ay por venir. Un resto de última vigilia por venir. Y tomar coraje (p. 26).
Es en la medida en que se puede decir algo que suena casi verdadero, que se puede decir aquello que del poema es “como” lo verdadero, y tomar allí coraje, que se mantiene el rumbo hacia lo peor. “Decir la noche es joven ay y tomar coraje.” ¡Es verdaderamente magnífico! Y he aquí una variación sobre este tema: ¿Qué palabras para qué entonces? Cómo casi suenan aún. Mientras que tan mal que peor fuera de alguna sustancia blanda del espíritu supuran. Fuera de eso en eso supuran. Como es falta poco no inepto. Hasta el último inminimizable menor como se protesta al reducir. Pues entonces en la última penumbra terminar por desproferir el menorísimo todo (p. 43).
Todo muestra hasta qué punto “se protesta al reducir”, hasta qué punto este esfuerzo es árido. Se protesta al reducir porque las palabras son “falta poco no ineptas”, porque la palabra suena verdadera, porque suena clara y porque es allí donde se toma coraje. Pero, ¿tomar coraje para qué? Pues bien, precisamente para decir mal, es decir para recusar la ilusión de que eso suena verdadero, ilusión que nos convoca al coraje. La torsión del decir es entonces, a la vez, lo que ilumina la aridez del esfuerzo (hay que sobrepasar, hacia lo peor, la claridad de las palabras) y el coraje con el cual tratamos esta aridez. Sin embargo, mantener el rumbo hacia lo peor es difícil por una segunda razón: el ser como tal lo resiste, el ser es rebelde a la lógica de lo peor. A medida que el empeorar se ejerce sobre las sombras, se llega al borde de la penumbra, al borde del vacío, y allí, continuar empeorando es cada vez más difícil. Como si la experiencia del ser fuera el comprobar no un detenimiento del empeorar, sino una dificultad, o un esfuerzo creciente, cada vez más agotador, de este empeorar. 159
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los agujeros negros como focos ciegos de la visibilidad. El ojo como tal es abolido. Se tiene de ahora en más un puro ver conectado a un agujero, y este puro ver conectado a un agujero se construye con la abolición del ojo por la mediación, suplementaria y anulada, de lo abierto y lo blanco. j) Mantener el rumbo
Empeorar es una labor, una efectuación inventiva y penosa del imperativo del decir. Mantener el rumbo hacia lo peor, al ser un esfuerzo, exige coraje. ¿De dónde viene el coraje del esfuerzo? Es, según creo, una cuestión muy importante, porque, de manera general, es la cuestión de saber de dónde viene el coraje para mantener un procedimiento de verdad, cualquiera que éste sea. La pregunta es, finalmente: ¿de dónde viene el coraje de la verdad? Para Beckett, el coraje de la verdad no podría venir de la idea de que seremos recompensados por el silencio, o de que seremos recompensados por una coincidencia perfecta con el ser mismo. Lo hemos visto: no habrá anulación del decir, o advenimiento del vacío como tal. El aún es indeleble. Entonces, ¿de dónde viene el coraje? El coraje viene, para Beckett, de que las palabras tienen tendencia a sonar verdaderas. Una extrema tensión, que es quizás la vocación de Beckett escritor, resulta de que el coraje depende de una cualidad de las palabras que es contraria a su empleo en el empeorar. Hay como un aura de adecuación en las palabras en la que, paradójicamente, tomamos coraje para romper con la adecuación misma, es decir, para mantener el rumbo hacia lo peor. El coraje del esfuerzo se obtiene siempre en contra de su destino. Llamaremos a eso la torsión del decir: el coraje de la continuación del esfuerzo es obtenido de las palabras mismas, pero en las palabras tomadas en contra de su destinación verdadero, que es empeorar. El esfuerzo –en este caso, el esfuerzo artístico o poético– es un trabajo árido sobre la lengua para ordenarla en los ejercicios del empeorar. Pero este esfuerzo árido saca su energía de una disposición afortunada de la lengua: una suerte de fantasma de adecuación que la frecuenta, y al cual se vuelve como si allí estu-
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viera el lugar posible de donde extraer de la lengua, aunque en una vertiente completamente opuesta a su destinación, el coraje de su tratamiento. Esta tensión da lugar, en Rumbo a peor, a muy bellos pasajes. He aquí el primero: Las palabras también de quien sean. ¡Cuánto espacio dejado a lo más mal! ¡Cómo a veces casi suenan casi verdaderas! ¡Cómo la estupidez las abandona! Decir la noche es joven ay y tomar coraje. O mejor más mal decir una noche de vigilia aún ay por venir. Un resto de última vigilia por venir. Y tomar coraje (p. 26).
Es en la medida en que se puede decir algo que suena casi verdadero, que se puede decir aquello que del poema es “como” lo verdadero, y tomar allí coraje, que se mantiene el rumbo hacia lo peor. “Decir la noche es joven ay y tomar coraje.” ¡Es verdaderamente magnífico! Y he aquí una variación sobre este tema: ¿Qué palabras para qué entonces? Cómo casi suenan aún. Mientras que tan mal que peor fuera de alguna sustancia blanda del espíritu supuran. Fuera de eso en eso supuran. Como es falta poco no inepto. Hasta el último inminimizable menor como se protesta al reducir. Pues entonces en la última penumbra terminar por desproferir el menorísimo todo (p. 43).
Todo muestra hasta qué punto “se protesta al reducir”, hasta qué punto este esfuerzo es árido. Se protesta al reducir porque las palabras son “falta poco no ineptas”, porque la palabra suena verdadera, porque suena clara y porque es allí donde se toma coraje. Pero, ¿tomar coraje para qué? Pues bien, precisamente para decir mal, es decir para recusar la ilusión de que eso suena verdadero, ilusión que nos convoca al coraje. La torsión del decir es entonces, a la vez, lo que ilumina la aridez del esfuerzo (hay que sobrepasar, hacia lo peor, la claridad de las palabras) y el coraje con el cual tratamos esta aridez. Sin embargo, mantener el rumbo hacia lo peor es difícil por una segunda razón: el ser como tal lo resiste, el ser es rebelde a la lógica de lo peor. A medida que el empeorar se ejerce sobre las sombras, se llega al borde de la penumbra, al borde del vacío, y allí, continuar empeorando es cada vez más difícil. Como si la experiencia del ser fuera el comprobar no un detenimiento del empeorar, sino una dificultad, o un esfuerzo creciente, cada vez más agotador, de este empeorar.
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Cuando se es conducido al borde del ser por un ejercicio árido y atento del empeorar de las apariencias, una suerte de invariancia desconcierta el decir y lo expone a una experiencia dolorosa, como si su imperativo reencontrase allí lo que le era más lejano o más indiferente. Eso va a decirse de dos maneras, según la penumbra o según el vacío. Y esta relación de la penumbra, el vacío y el imperativo del decir nos lleva al corazón de las cuestiones ontológicas. La penumbra, recordémoslo, es el nombre de lo que expone el ser. Resulta de eso que la penumbra no puede jamás ser la oscuridad total, oscuridad que desea, como su imposible propio, el imperativo del decir. El imperativo del decir, que desea lo menorísimo, está polarizado por esta idea de que la penumbra podría volverse lo oscuro, lo absolutamente negro. El texto plantea muchas hipótesis según las cuales este deseo podría ser satisfecho. Pero estas hipótesis son finalmente rechazadas, pues siempre hay una exposición mínima del ser. El ser del ser vacío es exponerse como penumbra, o aun más, el ser del ser es exponerse, y la exposición excluye lo absoluto de lo oscuro. Incluso si se puede disminuir la exposición, no se puede alcanzar lo oscuro como tal. Se dirá de la penumbra que es “un peor inempeorable”: Así rumbo a lo m enor aún. Mientras la penumbra p erdure aún. Penumbra desoscurecida. U oscurecida a más oscuro aún. A la oscurísima penumbra. Lo menorísimo en la oscurísima penumbra. La última penumbra. Lo menorísimo en la última penumbra. Peor inempeorable (p. 42-43).
El pensamiento puede moverse en lo menorísimo, en la última penumbra, pero no hay ningún acceso a lo oscuro como tal. Siempre hay algo que es todavía menor, y volvamos a decir que el axioma fundamental es: “menor jamás es nada”. El argumento es simple: ya que la penumbra, que es la exposición del ser, es condición del rumbo hacia lo peor, siendo lo que expone al decir, no puede ella misma estar integralmente ordenada allí. No podemos poner rumbo hacia la nada, solamente hacia lo peor. No hay rumbo hacia la nada precisamente porque la penumbra es condición del rumbo. Y por lo tanto se puede sostener lo cua-
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si-oscuro, lo casi oscuro, pero la penumbra en su ser permanece penumbra. Por último, resiste el empeorar. k) El inempeorable vacío
El vacío está dado en la experiencia. Está dado en el intervalo de las sombras de la penumbra. Es lo que separa. De hecho, es el fondo del ser, pero en tanto que expuesto es pura distancia. A propósito de las sombras o del par, Beckett dirá: “vastedad de vacío entre ellos”. Es la figura de donación del vacío. El empeorar trata de aproximarse al vacío como tal, a no tener al vacío en la sola dimensión del intervalo, sino el vacío como vacío, que sería el ser retirado de su exposición. Pero si el vacío está sustraído de su propia exposición, entonces no puede ser más correlativo del proceso del empeorar, pues el proceso del empeorar no trabaja más que las sombras y sus intervalos vacíos. De modo que el vacío “en sí” no se puede trabajar según las leyes del empeorar. Se pueden variar los intervalos, pero el vacío como vacío permanece radicalmente inempeorable. Ahora bien, si es radicalmente inempeorable, eso quiere decir que no puede ni siquiera ser mal dicho. Este punto es muy sutil. El vacío “en sí” no puede ser mal dicho. Es su definición. El vacío no puede sino ser dicho. En él, el decir y lo dicho coinciden, lo que prohíbe el decir mal. Esta coincidencia encuentra su razón en el hecho de que el vacío no es en sí mismo más que un nombre. Del vacío “en sí” no se tiene nada más que su nombre. Está expresamente formulado en el texto de Beckett de la siguiente manera: El vacío. ¿Cómo intentar decir? ¿Cómo intentar fallar? Ningún ensayo ninguna falla. Decir solamente – (p. 20).
Que el vacío sea sustraído al decir mal significa que no hay arte del vacío. El vacío está sustraído a lo que de la lengua hace proposición de arte: la lógica del empeorar. Cuando se dice “el vacío”, se dice todo lo que puede ser dicho y no hay proceso de metamorfosis de ese decir. Se dirá también que no hay metáfora. En subjetividad, el vacío, al no ser más que un nombre, no suscita más que el deseo de su desaparición. El vacío induce en el cráneo, no el proceso del empeorar que le es imposible, sino 161
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Cuando se es conducido al borde del ser por un ejercicio árido y atento del empeorar de las apariencias, una suerte de invariancia desconcierta el decir y lo expone a una experiencia dolorosa, como si su imperativo reencontrase allí lo que le era más lejano o más indiferente. Eso va a decirse de dos maneras, según la penumbra o según el vacío. Y esta relación de la penumbra, el vacío y el imperativo del decir nos lleva al corazón de las cuestiones ontológicas. La penumbra, recordémoslo, es el nombre de lo que expone el ser. Resulta de eso que la penumbra no puede jamás ser la oscuridad total, oscuridad que desea, como su imposible propio, el imperativo del decir. El imperativo del decir, que desea lo menorísimo, está polarizado por esta idea de que la penumbra podría volverse lo oscuro, lo absolutamente negro. El texto plantea muchas hipótesis según las cuales este deseo podría ser satisfecho. Pero estas hipótesis son finalmente rechazadas, pues siempre hay una exposición mínima del ser. El ser del ser vacío es exponerse como penumbra, o aun más, el ser del ser es exponerse, y la exposición excluye lo absoluto de lo oscuro. Incluso si se puede disminuir la exposición, no se puede alcanzar lo oscuro como tal. Se dirá de la penumbra que es “un peor inempeorable”: Así rumbo a lo m enor aún. Mientras la penumbra p erdure aún. Penumbra desoscurecida. U oscurecida a más oscuro aún. A la oscurísima penumbra. Lo menorísimo en la oscurísima penumbra. La última penumbra. Lo menorísimo en la última penumbra. Peor inempeorable (p. 42-43).
El pensamiento puede moverse en lo menorísimo, en la última penumbra, pero no hay ningún acceso a lo oscuro como tal. Siempre hay algo que es todavía menor, y volvamos a decir que el axioma fundamental es: “menor jamás es nada”. El argumento es simple: ya que la penumbra, que es la exposición del ser, es condición del rumbo hacia lo peor, siendo lo que expone al decir, no puede ella misma estar integralmente ordenada allí. No podemos poner rumbo hacia la nada, solamente hacia lo peor. No hay rumbo hacia la nada precisamente porque la penumbra es condición del rumbo. Y por lo tanto se puede sostener lo cua-
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si-oscuro, lo casi oscuro, pero la penumbra en su ser permanece penumbra. Por último, resiste el empeorar. k) El inempeorable vacío
El vacío está dado en la experiencia. Está dado en el intervalo de las sombras de la penumbra. Es lo que separa. De hecho, es el fondo del ser, pero en tanto que expuesto es pura distancia. A propósito de las sombras o del par, Beckett dirá: “vastedad de vacío entre ellos”. Es la figura de donación del vacío. El empeorar trata de aproximarse al vacío como tal, a no tener al vacío en la sola dimensión del intervalo, sino el vacío como vacío, que sería el ser retirado de su exposición. Pero si el vacío está sustraído de su propia exposición, entonces no puede ser más correlativo del proceso del empeorar, pues el proceso del empeorar no trabaja más que las sombras y sus intervalos vacíos. De modo que el vacío “en sí” no se puede trabajar según las leyes del empeorar. Se pueden variar los intervalos, pero el vacío como vacío permanece radicalmente inempeorable. Ahora bien, si es radicalmente inempeorable, eso quiere decir que no puede ni siquiera ser mal dicho. Este punto es muy sutil. El vacío “en sí” no puede ser mal dicho. Es su definición. El vacío no puede sino ser dicho. En él, el decir y lo dicho coinciden, lo que prohíbe el decir mal. Esta coincidencia encuentra su razón en el hecho de que el vacío no es en sí mismo más que un nombre. Del vacío “en sí” no se tiene nada más que su nombre. Está expresamente formulado en el texto de Beckett de la siguiente manera: El vacío. ¿Cómo intentar decir? ¿Cómo intentar fallar? Ningún ensayo ninguna falla. Decir solamente – (p. 20).
Que el vacío sea sustraído al decir mal significa que no hay arte del vacío. El vacío está sustraído a lo que de la lengua hace proposición de arte: la lógica del empeorar. Cuando se dice “el vacío”, se dice todo lo que puede ser dicho y no hay proceso de metamorfosis de ese decir. Se dirá también que no hay metáfora. En subjetividad, el vacío, al no ser más que un nombre, no suscita más que el deseo de su desaparición. El vacío induce en el cráneo, no el proceso del empeorar que le es imposible, sino
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la impaciencia absoluta de ese puro nombre o, incluso, el deseo de que el vacío sea expuesto como tal, o aniquilado, lo que sin embargo es imposible. En cuanto se apela al vacío fuera de los intervalos, al vacío “en sí”, se está en lo que es para Beckett la figura de un deseo ontológico sustraído al imperativo del decir: la fusión en la nada del vacío y la penumbra. Se dirá también que, de manera casi pulsional, el nombre del vacío encadena un deseo de desaparición, pero que este deseo de desaparición no tiene objeto, puesto que allí sólo hay un nombre. Y el vacío siempre va a oponer a todo proceso de desaparición el hecho, justamente, de que está sustraído al empeorar, lo que ocurre por el hecho de que, tratándose del vacío, el “maximum” y el “casi” son la misma cosa. Lo que, destaquémoslo, no es el caso de la penumbra, en la que los dos nombres del ser no funcionan de la misma manera. La penumbra puede ser oscurísima, menorísima oscurísima; el vacío, no. El vacío no puede más que ser dicho, asido como puro nombre, y sustraído a todo principio de variabilidad, por ende de metáfora o de metamorfosis, porque, en él, el “maximum” y el “casi” coinciden absolutamente. He aquí el gran pasaje sobre el vacío (páginas 55-56): 55-56): Todo excepto el vacío. No. El vacío también. Inempeorable vacío. Jamás menor. Jamás aumentado. Jamás desde que primero dicho jamás desdicho jamás más mal dicho jamás sin devorar el deseo de que haya desaparecido. Decir el niño desaparecido. […]
“Decir el niño desaparecido”: Beckett intenta abordar la cuestión con un rodeo. El vacío inempeorable no puede desaparecer desaparecer,, pero si, por ejemplo, se hace desaparecer una sombra, ya que uno tiene que lidiar con un vacío infestado de sombras, quizás se obtenga un vacío más grande. Este acrecentamiento libraría el vacío al proceso proceso de la lengua. lengua. Es la experiencia experiencia que se describe a continuación: Decir el niño desaparecido. Todo como. Fuera de vacío. Fuera de desorbitados. ¿El vacío entonces no es tanto más grande? Decir el viejo hombre desaparecido. La vieja mujer desaparecida. Todo como. ¿El vacío no es todavía más grande? No. Vacío al máximo cuando casi. Peor cuando casi. ¿Menor entonces? Todas Todas las som162
Pequeño tratado de inestética
bras como desaparecidas. Entonces, si no tan más que eso entonces, ¿tan menos? ¿Menos peor entonces? Basta. Maldito sea el vacío. Inaumentable inminimizable inempeorable sempiterno casi vacío.
La experiencia, como se ve, encalla. El vacío se mantiene radicalmente inempeorable, por ende indecible, en tanto que pura nominación. l) Aparecer y desaparecer. El movimiento
Lo argumental ligado al vacío convoca, junto con los movimientos supuestos de desaparición y de aparición, la totalidad de las ideas supremas platónicas. Tenemos Tenemos el ser, que es vacío y penumbra; penumbra; lo mismo, que que es el uno-mujer; uno-mujer; lo otro, que es el dosanciano/niño. La cuestión es saber qué ocurre con el movimiento y el reposo, últimas últimas categorías categorías en los cinco cinco géneros primordiales del Sofista. La cuestión del movimiento y del reposo se presenta bajo la forma de dos interrogaciones: ¿qué es lo que puede desaparecer? Y: ¿qué es lo que puede cambiar? Hay una tesis absolutamente esencial, que es que el desaparecer absoluto sería la desaparición de la penumbra. Si nos preguntamos: ¿qué es lo que puede desaparecer absolutamente? Se responderá: la penumbra. Por ejemplo, en la página 22: Aún volver para desdecir desaparición del vacío. [Ya dije que la desaparición del vacío está subordinada a la desaparición de la penumbra]. Desaparición del vacío no se puede. Salvo desaparición de la penumbra. Entonces desaparición de todo. No todo ya desaparecido. Hasta que la penumbra reaparecida. Entonces todo reaparecido. Todo nunca ha desaparecido. Desaparición del uno se puede. Desaparición de los dos se p uede. Desaparición del vacío no se puede. Salvo desaparición de la penumbra. Entonces desaparición de todo.
Siempre está la hipótesis posible de un desaparecer absoluto que se daría como desaparición de la exposición misma, por lo tanto desaparición de la penumbra. Pero lo que hay que destacar es que esta hipótesis está fuera del decir, que el imperativo del decir no tiene nada que ver con la posibilidad de la desaparición de la penumbra. Así, la desaparición de la penumbra es 163
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la impaciencia absoluta de ese puro nombre o, incluso, el deseo de que el vacío sea expuesto como tal, o aniquilado, lo que sin embargo es imposible. En cuanto se apela al vacío fuera de los intervalos, al vacío “en sí”, se está en lo que es para Beckett la figura de un deseo ontológico sustraído al imperativo del decir: la fusión en la nada del vacío y la penumbra. Se dirá también que, de manera casi pulsional, el nombre del vacío encadena un deseo de desaparición, pero que este deseo de desaparición no tiene objeto, puesto que allí sólo hay un nombre. Y el vacío siempre va a oponer a todo proceso de desaparición el hecho, justamente, de que está sustraído al empeorar, lo que ocurre por el hecho de que, tratándose del vacío, el “maximum” y el “casi” son la misma cosa. Lo que, destaquémoslo, no es el caso de la penumbra, en la que los dos nombres del ser no funcionan de la misma manera. La penumbra puede ser oscurísima, menorísima oscurísima; el vacío, no. El vacío no puede más que ser dicho, asido como puro nombre, y sustraído a todo principio de variabilidad, por ende de metáfora o de metamorfosis, porque, en él, el “maximum” y el “casi” coinciden absolutamente. He aquí el gran pasaje sobre el vacío (páginas 55-56): 55-56): Todo excepto el vacío. No. El vacío también. Inempeorable vacío. Jamás menor. Jamás aumentado. Jamás desde que primero dicho jamás desdicho jamás más mal dicho jamás sin devorar el deseo de que haya desaparecido. Decir el niño desaparecido. […]
“Decir el niño desaparecido”: Beckett intenta abordar la cuestión con un rodeo. El vacío inempeorable no puede desaparecer desaparecer,, pero si, por ejemplo, se hace desaparecer una sombra, ya que uno tiene que lidiar con un vacío infestado de sombras, quizás se obtenga un vacío más grande. Este acrecentamiento libraría el vacío al proceso proceso de la lengua. lengua. Es la experiencia experiencia que se describe a continuación: Decir el niño desaparecido. Todo como. Fuera de vacío. Fuera de desorbitados. ¿El vacío entonces no es tanto más grande? Decir el viejo hombre desaparecido. La vieja mujer desaparecida. Todo como. ¿El vacío no es todavía más grande? No. Vacío al máximo cuando casi. Peor cuando casi. ¿Menor entonces? Todas Todas las som-
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bras como desaparecidas. Entonces, si no tan más que eso entonces, ¿tan menos? ¿Menos peor entonces? Basta. Maldito sea el vacío. Inaumentable inminimizable inempeorable sempiterno casi vacío.
La experiencia, como se ve, encalla. El vacío se mantiene radicalmente inempeorable, por ende indecible, en tanto que pura nominación. l) Aparecer y desaparecer. El movimiento
Lo argumental ligado al vacío convoca, junto con los movimientos supuestos de desaparición y de aparición, la totalidad de las ideas supremas platónicas. Tenemos Tenemos el ser, que es vacío y penumbra; penumbra; lo mismo, que que es el uno-mujer; uno-mujer; lo otro, que es el dosanciano/niño. La cuestión es saber qué ocurre con el movimiento y el reposo, últimas últimas categorías categorías en los cinco cinco géneros primordiales del Sofista. La cuestión del movimiento y del reposo se presenta bajo la forma de dos interrogaciones: ¿qué es lo que puede desaparecer? Y: ¿qué es lo que puede cambiar? Hay una tesis absolutamente esencial, que es que el desaparecer absoluto sería la desaparición de la penumbra. Si nos preguntamos: ¿qué es lo que puede desaparecer absolutamente? Se responderá: la penumbra. Por ejemplo, en la página 22: Aún volver para desdecir desaparición del vacío. [Ya dije que la desaparición del vacío está subordinada a la desaparición de la penumbra]. Desaparición del vacío no se puede. Salvo desaparición de la penumbra. Entonces desaparición de todo. No todo ya desaparecido. Hasta que la penumbra reaparecida. Entonces todo reaparecido. Todo nunca ha desaparecido. Desaparición del uno se puede. Desaparición de los dos se p uede. Desaparición del vacío no se puede. Salvo desaparición de la penumbra. Entonces desaparición de todo.
Siempre está la hipótesis posible de un desaparecer absoluto que se daría como desaparición de la exposición misma, por lo tanto desaparición de la penumbra. Pero lo que hay que destacar es que esta hipótesis está fuera del decir, que el imperativo del decir no tiene nada que ver con la posibilidad de la desaparición de la penumbra. Así, la desaparición de la penumbra es
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una hipótesis abstracta, como su reaparición, que es formulable, pero no da lugar a ninguna experiencia, a ningún protocolo en la conminación del decir. Hay un horizonte de desaparición absoluta, pensable en el enunciado “desaparición de la penumbra”. Sin embargo, este enunciado permanece indiferente a todo el protocolo del texto. El problema se concentrará entonces sobre la desaparición y la aparición de las sombras. Es un problema de un orden totalmente otro, unido a la cuestión del pensamiento, mientras que la hipótesis de la desaparición de la penumbra está fuera del decir y fuera del pensamiento. Más en general, se trata del problema del movimiento de las sombras. La investigación de este punto es muy compleja y doy aquí sólo las conclusiones. Primeramente, el uno no tiene capacidad de movimiento. Ciertamente, la figura de la vieja mujer, que es el trazo de Uno, se dirá como “inclinada”, luego “arrodillada”, lo que parece expresar cambio. Pero con la precisión capital de que se trata sólo de prescripciones del decir, de reglas de lo peor, y nunca de un movimiento propio. No es verdad que el uno se arrodille o se incline. El texto enuncia siempre que se dirá arrodillado, inclinado, etc. Todo eso está bajo la prescripción de la lógica de la disminución en el empeorar, pero no indica ninguna capacidad propia del uno para un movimiento cualquiera. La primera tesis es, por lo tanto, parmenídea: lo que es contado uno, en tanto que es solamente contado uno, permanece indiferente al movimiento. Segundo enunciado: el pensamiento (la cabeza, el cráneo) está fuera del estado de desaparecer. Sobre este punto hay muchos textos. He aquí uno de ellos: La cabeza. No preguntar si desaparición se puede. Decir no. Sin preguntar no. De ella desaparición no se puede. Salvo desaparición de la penumbra. Entonces desaparición de todo. ¡Desaparece penumbra! Desaparece de veras. Todo de veras. De una buena vez por todas de veras (p. 26). 26).
Este “¡Desaparece penumbra!” permanece sin efecto. Como lo hemos visto, siempre se puede decir “¡Desaparece penumbra!”, la penumbra no se inquieta en lo absoluto. 164
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Lo que es importante para nosotros es que la cabeza está fuera del estado de desaparecer, salvo naturalmente desaparición de la penumbra, pero entonces desaparición de todo. Hay que remarcar que, de golpe, la cabeza tiene, sobre la cuestión del desaparecer, el mismo estatuto que el vacío. Lo que es exactamente la máxima de Parménides: “lo mismo es a la vez pensar y ser”. Parménides designa un apareamiento ontológico esencial del pensamiento y el ser. Y Rumbo a peor declara que, en cuanto a la cuestión del desaparecer, que es la prueba misma del ser, el cráneo y el vacío se encolumnan bajo la misma enseña. De modo que, finalmente –y es la tercera tesis– sólo lo otro, o el dos, sostiene el movimiento. Tesis Tes is clásica, tesis griega. No hay más movimiento que el del par, es decir del hombre viejo y del niño. Ellos se van, marchan. Es la idea de que el movimiento está consustancialmente consustancialmente ligado a lo otro en tanto que alteración. Pero lo que es significativo es que este movimiento es de alguna manera inmóvil. A propósito del hombre viejo y del niño –es un verdadero leitmotiv del texto–, se dirá constantemente: Mal que mal se van y jamás se alejan (p. 15).
Hay movimiento, pero hay una inmovilidad interna a este movimiento. Ellos se van y nunca se alejan. ¿Qué quiere decir eso? Quiere decir que ciertamente hay movimiento –ellos se van–, pero que sólo hay una única situación situación del ser, sólo hay una situación ontológica. Se dirá también: sólo hay un único lugar. Lo cual es declarado muy tempranamente en la máxima: Ningún lugar sino el único (p. 13).
No hay más que un lugar, o no hay más que un universo, no hay más que una figura del ser, no hay dos. Para que el par se aleje efectivamente, para que, al irse, se aleje, sería necesario otro lugar, sería necesario que pudiera pasar a otro lugar lugar.. Ahora bien, no hay otro lugar: “Ningún lugar sino el único”. O sea: no hay dualidad en el ser. El ser es Uno en cuanto a su localización. Se ve en esto por qué el movimiento debe ser siempre reconocido, pero al mismo tiempo aprehendido como relativo, ya que no
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una hipótesis abstracta, como su reaparición, que es formulable, pero no da lugar a ninguna experiencia, a ningún protocolo en la conminación del decir. Hay un horizonte de desaparición absoluta, pensable en el enunciado “desaparición de la penumbra”. Sin embargo, este enunciado permanece indiferente a todo el protocolo del texto. El problema se concentrará entonces sobre la desaparición y la aparición de las sombras. Es un problema de un orden totalmente otro, unido a la cuestión del pensamiento, mientras que la hipótesis de la desaparición de la penumbra está fuera del decir y fuera del pensamiento. Más en general, se trata del problema del movimiento de las sombras. La investigación de este punto es muy compleja y doy aquí sólo las conclusiones. Primeramente, el uno no tiene capacidad de movimiento. Ciertamente, la figura de la vieja mujer, que es el trazo de Uno, se dirá como “inclinada”, luego “arrodillada”, lo que parece expresar cambio. Pero con la precisión capital de que se trata sólo de prescripciones del decir, de reglas de lo peor, y nunca de un movimiento propio. No es verdad que el uno se arrodille o se incline. El texto enuncia siempre que se dirá arrodillado, inclinado, etc. Todo eso está bajo la prescripción de la lógica de la disminución en el empeorar, pero no indica ninguna capacidad propia del uno para un movimiento cualquiera. La primera tesis es, por lo tanto, parmenídea: lo que es contado uno, en tanto que es solamente contado uno, permanece indiferente al movimiento. Segundo enunciado: el pensamiento (la cabeza, el cráneo) está fuera del estado de desaparecer. Sobre este punto hay muchos textos. He aquí uno de ellos: La cabeza. No preguntar si desaparición se puede. Decir no. Sin preguntar no. De ella desaparición no se puede. Salvo desaparición de la penumbra. Entonces desaparición de todo. ¡Desaparece penumbra! Desaparece de veras. Todo de veras. De una buena vez por todas de veras (p. 26). 26).
Este “¡Desaparece penumbra!” permanece sin efecto. Como lo hemos visto, siempre se puede decir “¡Desaparece penumbra!”, la penumbra no se inquieta en lo absoluto. 164
Lo que es importante para nosotros es que la cabeza está fuera del estado de desaparecer, salvo naturalmente desaparición de la penumbra, pero entonces desaparición de todo. Hay que remarcar que, de golpe, la cabeza tiene, sobre la cuestión del desaparecer, el mismo estatuto que el vacío. Lo que es exactamente la máxima de Parménides: “lo mismo es a la vez pensar y ser”. Parménides designa un apareamiento ontológico esencial del pensamiento y el ser. Y Rumbo a peor declara que, en cuanto a la cuestión del desaparecer, que es la prueba misma del ser, el cráneo y el vacío se encolumnan bajo la misma enseña. De modo que, finalmente –y es la tercera tesis– sólo lo otro, o el dos, sostiene el movimiento. Tesis Tes is clásica, tesis griega. No hay más movimiento que el del par, es decir del hombre viejo y del niño. Ellos se van, marchan. Es la idea de que el movimiento está consustancialmente consustancialmente ligado a lo otro en tanto que alteración. Pero lo que es significativo es que este movimiento es de alguna manera inmóvil. A propósito del hombre viejo y del niño –es un verdadero leitmotiv del texto–, se dirá constantemente: Mal que mal se van y jamás se alejan (p. 15).
Hay movimiento, pero hay una inmovilidad interna a este movimiento. Ellos se van y nunca se alejan. ¿Qué quiere decir eso? Quiere decir que ciertamente hay movimiento –ellos se van–, pero que sólo hay una única situación situación del ser, sólo hay una situación ontológica. Se dirá también: sólo hay un único lugar. Lo cual es declarado muy tempranamente en la máxima: Ningún lugar sino el único (p. 13).
No hay más que un lugar, o no hay más que un universo, no hay más que una figura del ser, no hay dos. Para que el par se aleje efectivamente, para que, al irse, se aleje, sería necesario otro lugar, sería necesario que pudiera pasar a otro lugar lugar.. Ahora bien, no hay otro lugar: “Ningún lugar sino el único”. O sea: no hay dualidad en el ser. El ser es Uno en cuanto a su localización. Se ve en esto por qué el movimiento debe ser siempre reconocido, pero al mismo tiempo aprehendido como relativo, ya que no
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permite salir de la unicidad del lugar, y es eso lo que se confirma a propósito del par. m) El amor
Esta migración inmóvil, que es la del dos, está muy profundamente marcada por la concepción beckettiana del amor. En este caso, se trata del viejo y el niño, pero poco importa. Pues tenemos la máxima del dos, y, en ese prodigioso texto sobre el amor que se llama Bastante [ Assez Assez], Beckett nos presenta el dos del amor como una suerte de migración que es al mismo tiempo una migración sobre sí misma. Es la esencia del amor. La migración no hace pasar de un lugar al otro, es una deslocalización interna al lugar, y esta deslocalización inmanente tiene su paradigma en el dos del amor. Eso explica que los pasajes sobre el viejo hombre y el niño estén marcados de una sorda emoción, muy particular en Rumbo a peor: la migración inmóvil designa lo que se podría llamar la espacialidad del amor. He aquí uno de esos textos, donde se percibe una poderosa ternura abstracta, que es eco de Bastante: Mano en la mano van mal que mal con un mismo paso. En las manos libres –no. Vacías las manos libres. Los dos la espalda encorvada vistos de espalda van mal que mal con un mismo paso. Levantada la mano del niño para alcanzar la mano que aprieta. Apretar la vieja mano que aprieta. Apretar y ser apretada. Mal que mal se van y jamás se alejan. Lentamente sin pausa mal que mal se van y jamás se alejan. Vistos de espalda. Los dos encorvados. Unidos por las manos apretadas que aprietan. Mal que mal se van como uno solo. Una sola sombra. Otra sombra (p. 14-15). n) Aparecer y desaparecer desaparecer.. El cambio. El cráneo
Una hipótesis referida al cráneo sería que las sombras, entre una desaparición y una reaparición, fueran modificadas. Esta hipótesis es evocada y trabajada en la página 16, pero está expresamente presentada como una hipótesis del decir: Lentamente desaparecen. Luego el uno. Luego el par. Luego los dos. Lentamente reaparecen. Luego el uno. Luego el par. Luego 166
Pequeño tratado de inestética
Pequeño tratado de inestética
los dos. ¿Lentamente? No. Desaparición repentina. Luego el uno. Luego el par. Luego los dos. ¿Inalterados? ¿De repente reaparecidos inalterados? Sí. Decir sí. Cada vez inalterados. Tan mal que peor inalterados. Hasta que no. Hasta decir no. De repente reaparecidos cambiados. Tan mal que peor cambiados. Cada vez tan mal que peor cambiados.
Que pueda haber cambios reales, es decir cambios atrapados entre aparición y desaparición, no es una hipótesis susceptible de afectar el ser de la sombra, sino una hipótesis que la prescripción del decir puede eventualmente formular. Es un poco como hace un momento: “¡Desaparece penumbra!”, o cuando se dice “la arrodillada”, “la inclinada”, etc. Hay que distinguir lo que es un atributo de la sombra misma y la variación hipotética a la cual puede someterla la prescripción del decir. decir. Al fin de cuentas, cuentas, tratándose tratándose de sombras de tipo uno (la mujer) mujer) y de tipo dos (el anciano y el niño), sólo la migración inmóvil inmóvil del par atestigua un movimiento. De manera que somos finalmente reenviados a la cuestión de los cambios de la sombra de tipo tres, el cráneo, cráneo del que supuran las palabras, del que supura la prescripción del decir. Allí inter interviene viene evident evidentemente emente el punto de detenci detención ón del que hablábamos, que es la estructura del cogito. Toda modificación, desaparición, reaparición o alteración del cráneo es bloqueada por el hecho de que el cráneo debe ser representado como lo que se capta a sí mismo en la penumbra. No se puede pues suponer que todo ha desaparecido en el cráneo. La hipótesis de una duda radical que afectaría a las sombras con una desaparición integral, en la prescripción que haría el cráneo, no puede ser sostenida, por las mismas razones que autolimitan la duda radical cartesiana. He aquí el pasaje: En el cráneo todo desaparecido. ¿Todo? ¿Todo? Desaparición de todo no se puede. Hasta desaparición de la penumbra. Decir entonces solos desaparecidos los dos. En el cráneo uno y dos desaparecidos. Fuera del vacío. Fuera de los ojos. En el cráneo todo desaparecido salvo el cráneo. Los desorbitados. Solos en la penumbra vacía. Solos para ser vistos. Oscuramente vistos. En el cráneo cráneo el cráneo solo para ser visto. Los ojos desorbitados. Oscuramente vistos. Por los los ojos desorbitados (p. 32). 32).
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permite salir de la unicidad del lugar, y es eso lo que se confirma a propósito del par. m) El amor
Esta migración inmóvil, que es la del dos, está muy profundamente marcada por la concepción beckettiana del amor. En este caso, se trata del viejo y el niño, pero poco importa. Pues tenemos la máxima del dos, y, en ese prodigioso texto sobre el amor que se llama Bastante [ Assez Assez], Beckett nos presenta el dos del amor como una suerte de migración que es al mismo tiempo una migración sobre sí misma. Es la esencia del amor. La migración no hace pasar de un lugar al otro, es una deslocalización interna al lugar, y esta deslocalización inmanente tiene su paradigma en el dos del amor. Eso explica que los pasajes sobre el viejo hombre y el niño estén marcados de una sorda emoción, muy particular en Rumbo a peor: la migración inmóvil designa lo que se podría llamar la espacialidad del amor. He aquí uno de esos textos, donde se percibe una poderosa ternura abstracta, que es eco de Bastante: Mano en la mano van mal que mal con un mismo paso. En las manos libres –no. Vacías las manos libres. Los dos la espalda encorvada vistos de espalda van mal que mal con un mismo paso. Levantada la mano del niño para alcanzar la mano que aprieta. Apretar la vieja mano que aprieta. Apretar y ser apretada. Mal que mal se van y jamás se alejan. Lentamente sin pausa mal que mal se van y jamás se alejan. Vistos de espalda. Los dos encorvados. Unidos por las manos apretadas que aprietan. Mal que mal se van como uno solo. Una sola sombra. Otra sombra (p. 14-15). n) Aparecer y desaparecer desaparecer.. El cambio. El cráneo
Una hipótesis referida al cráneo sería que las sombras, entre una desaparición y una reaparición, fueran modificadas. Esta hipótesis es evocada y trabajada en la página 16, pero está expresamente presentada como una hipótesis del decir: Lentamente desaparecen. Luego el uno. Luego el par. Luego los dos. Lentamente reaparecen. Luego el uno. Luego el par. Luego 166
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La hipótesis de la desaparición de las sombras, remitida al hecho de que habrían desaparecido en el cráneo, por ende que no serían más del orden del ver o del mal ver, no implica la desaparición de todo, en particular no implica la desaparición de todas las sombras, porque el cráneo, que es él mismo una sombra, no puede desaparecer para sí mismo. La matriz cartesiana se enuncia necesariamente: “En el cráneo todo desaparecido excepto el cráneo”. Pienso, luego soy una sombra en la penumbra. El cráneo es sombra-sujeto y no puede desaparecer. o) Del sujeto como cráneo. Voluntad, dolor, goce
El sujeto como cráneo es reductible, fundamentalmente, al decir y al ver; el cráneo combina ojos desorbitados y unos sesos. Pero hay, como en Descartes, otras afecciones. En particular, está el querer, está el dolor y está el goce, todos ellos indicados en su lugar en el t exto. Cada una de estas afecciones será estudiada según el método del empeorar, es decir en su esencial, “inminimizable menor”. ¿Qué es el esencial inminimizable menor del querer? Es el querer cuando está dado en su forma última, que es querer el no-querer, o querer que no haya más querer, es decir quererse a sí mismo como no querer, o, dirá Beckett, el querer la desaparición del vano querer: Querría el así dicho espíritu que desde hace tanto tiempo ha perdido todo querer. El así mal dicho. Por ahora así mal dicho. A fuerza de prolongado querer todo querer perdido. Prolongado querer en vano. Y querría aún. Vagamente querría aún. Vagamente vanamente querría aún. Más va go aún. Más vago . Vagamente vanamente querría que el querer sea e l menor. Inminimizable mínimo de querer. Insosegable vano mínimo de querer aún. Querría que todo desapareciera. Que desapareciera la penumbra. Que desapareciera el vacío. Que desapareciera el querer. Que desapareciera el vano querer que el vano q uerer desapareciera (p. 47-48).
Habría muchos comentarios para hacer sobre la correlación entre este pasaje y las doctrinas canónicas de la voluntad. Se puede decir que el querer está calcado sobre el imperativo del 168
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los dos. ¿Lentamente? No. Desaparición repentina. Luego el uno. Luego el par. Luego los dos. ¿Inalterados? ¿De repente reaparecidos inalterados? Sí. Decir sí. Cada vez inalterados. Tan mal que peor inalterados. Hasta que no. Hasta decir no. De repente reaparecidos cambiados. Tan mal que peor cambiados. Cada vez tan mal que peor cambiados.
Que pueda haber cambios reales, es decir cambios atrapados entre aparición y desaparición, no es una hipótesis susceptible de afectar el ser de la sombra, sino una hipótesis que la prescripción del decir puede eventualmente formular. Es un poco como hace un momento: “¡Desaparece penumbra!”, o cuando se dice “la arrodillada”, “la inclinada”, etc. Hay que distinguir lo que es un atributo de la sombra misma y la variación hipotética a la cual puede someterla la prescripción del decir. decir. Al fin de cuentas, cuentas, tratándose tratándose de sombras de tipo uno (la mujer) mujer) y de tipo dos (el anciano y el niño), sólo la migración inmóvil inmóvil del par atestigua un movimiento. De manera que somos finalmente reenviados a la cuestión de los cambios de la sombra de tipo tres, el cráneo, cráneo del que supuran las palabras, del que supura la prescripción del decir. Allí inter interviene viene evident evidentemente emente el punto de detenci detención ón del que hablábamos, que es la estructura del cogito. Toda modificación, desaparición, reaparición o alteración del cráneo es bloqueada por el hecho de que el cráneo debe ser representado como lo que se capta a sí mismo en la penumbra. No se puede pues suponer que todo ha desaparecido en el cráneo. La hipótesis de una duda radical que afectaría a las sombras con una desaparición integral, en la prescripción que haría el cráneo, no puede ser sostenida, por las mismas razones que autolimitan la duda radical cartesiana. He aquí el pasaje: En el cráneo todo desaparecido. ¿Todo? ¿Todo? Desaparición de todo no se puede. Hasta desaparición de la penumbra. Decir entonces solos desaparecidos los dos. En el cráneo uno y dos desaparecidos. Fuera del vacío. Fuera de los ojos. En el cráneo todo desaparecido salvo el cráneo. Los desorbitados. Solos en la penumbra vacía. Solos para ser vistos. Oscuramente vistos. En el cráneo cráneo el cráneo solo para ser visto. Los ojos desorbitados. Oscuramente vistos. Por los los ojos desorbitados (p. 32). 32).
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decir, y que el “que todo desaparezca”, la voluntad de que desaparezca finalmente “el vano querer que el querer desaparezca”, es traza irreductible del querer, o que el querer, como el imperativo del decir, no puede más que continuar. El dolor es del cuerpo (mientras que el goce viene de las palabras). El dolor es aquello del cuerpo que provoca el movimiento, y esto es lo que lo vuelve el primer testimonio de los restos del espíritu. El dolor es la prueba corporal de que hay restos de espíritu, en tanto que incita a las sombras al movimiento: Está de pie. ¿Qué? Sí. Decirlo de pie. Forzado al fin a levantarse y m antenerse de p ie. De cir de los hues os. Ningún hue so p ero decir de los huesos. Decir un suelo. Ningún suelo pero decir un suelo. Para poder decir dolor. ¿Ningún espíritu y dolor? Decir sí para que los huesos puedan dolerle tanto más que ponerse de pie. Tan mal que peor levantarse y mantenerse de pie. O mejor más mal de restos. Decir restos de espíritu donde ninguno a los fines del dolor. Dolor de los huesos tal que más que ponerse de pie. Tan mal que peor levantarse. Tan mal que peor mantenerse. Restos de espíritu donde ninguno a los fines del dolor. Aquí los huesos. Otros ejemplos son necesarios. De dolor. De cómo aliviado. De cómo variado (p. 9-10).
El goce, finalmente, está del lado de las palabras. Regocijarse es regocijarse de que haya tan pocas palabras para decir lo que hay que decir. El goce es siempre goce de la pobreza de las palabras. El estigma del estado de goce o del regocijar, de lo que regocija, es que hay extremadamente pocas palabras para decirlo. Ahora bien, es totalmente verdadero, si se piensa en ello. El extremo goce es precisamente aquél que dispone de pocas o ninguna palabra para decirse. De ahí, que en la figura de la declaración de amor, no hay ninguna otra cosa que decir excepto “te amo”, lo que es extremadamente pobre, porque está en el elemento del goce. Pienso en la Electra de Richard Strauss, en la escena del reconocimiento de Orestes por parte de Electra, donde Electra canta un “¡Orestes!” muy violento y la música se paraliza. Se trata de un pasaje musical fortissimo, pero absolutamente informe y bastante extenso. Eso siempre me gustó mucho. Es como si el extremo goce indecible estuviera dado musicalmente por la autoparálisis de la música, como si su configuración interna 169
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La hipótesis de la desaparición de las sombras, remitida al hecho de que habrían desaparecido en el cráneo, por ende que no serían más del orden del ver o del mal ver, no implica la desaparición de todo, en particular no implica la desaparición de todas las sombras, porque el cráneo, que es él mismo una sombra, no puede desaparecer para sí mismo. La matriz cartesiana se enuncia necesariamente: “En el cráneo todo desaparecido excepto el cráneo”. Pienso, luego soy una sombra en la penumbra. El cráneo es sombra-sujeto y no puede desaparecer. o) Del sujeto como cráneo. Voluntad, dolor, goce
El sujeto como cráneo es reductible, fundamentalmente, al decir y al ver; el cráneo combina ojos desorbitados y unos sesos. Pero hay, como en Descartes, otras afecciones. En particular, está el querer, está el dolor y está el goce, todos ellos indicados en su lugar en el t exto. Cada una de estas afecciones será estudiada según el método del empeorar, es decir en su esencial, “inminimizable menor”. ¿Qué es el esencial inminimizable menor del querer? Es el querer cuando está dado en su forma última, que es querer el no-querer, o querer que no haya más querer, es decir quererse a sí mismo como no querer, o, dirá Beckett, el querer la desaparición del vano querer: Querría el así dicho espíritu que desde hace tanto tiempo ha perdido todo querer. El así mal dicho. Por ahora así mal dicho. A fuerza de prolongado querer todo querer perdido. Prolongado querer en vano. Y querría aún. Vagamente querría aún. Vagamente vanamente querría aún. Más va go aún. Más vago . Vagamente vanamente querría que el querer sea e l menor. Inminimizable mínimo de querer. Insosegable vano mínimo de querer aún. Querría que todo desapareciera. Que desapareciera la penumbra. Que desapareciera el vacío. Que desapareciera el querer. Que desapareciera el vano querer que el vano q uerer desapareciera (p. 47-48).
Habría muchos comentarios para hacer sobre la correlación entre este pasaje y las doctrinas canónicas de la voluntad. Se puede decir que el querer está calcado sobre el imperativo del 168
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decir, y que el “que todo desaparezca”, la voluntad de que desaparezca finalmente “el vano querer que el querer desaparezca”, es traza irreductible del querer, o que el querer, como el imperativo del decir, no puede más que continuar. El dolor es del cuerpo (mientras que el goce viene de las palabras). El dolor es aquello del cuerpo que provoca el movimiento, y esto es lo que lo vuelve el primer testimonio de los restos del espíritu. El dolor es la prueba corporal de que hay restos de espíritu, en tanto que incita a las sombras al movimiento: Está de pie. ¿Qué? Sí. Decirlo de pie. Forzado al fin a levantarse y m antenerse de p ie. De cir de los hues os. Ningún hue so p ero decir de los huesos. Decir un suelo. Ningún suelo pero decir un suelo. Para poder decir dolor. ¿Ningún espíritu y dolor? Decir sí para que los huesos puedan dolerle tanto más que ponerse de pie. Tan mal que peor levantarse y mantenerse de pie. O mejor más mal de restos. Decir restos de espíritu donde ninguno a los fines del dolor. Dolor de los huesos tal que más que ponerse de pie. Tan mal que peor levantarse. Tan mal que peor mantenerse. Restos de espíritu donde ninguno a los fines del dolor. Aquí los huesos. Otros ejemplos son necesarios. De dolor. De cómo aliviado. De cómo variado (p. 9-10).
El goce, finalmente, está del lado de las palabras. Regocijarse es regocijarse de que haya tan pocas palabras para decir lo que hay que decir. El goce es siempre goce de la pobreza de las palabras. El estigma del estado de goce o del regocijar, de lo que regocija, es que hay extremadamente pocas palabras para decirlo. Ahora bien, es totalmente verdadero, si se piensa en ello. El extremo goce es precisamente aquél que dispone de pocas o ninguna palabra para decirse. De ahí, que en la figura de la declaración de amor, no hay ninguna otra cosa que decir excepto “te amo”, lo que es extremadamente pobre, porque está en el elemento del goce. Pienso en la Electra de Richard Strauss, en la escena del reconocimiento de Orestes por parte de Electra, donde Electra canta un “¡Orestes!” muy violento y la música se paraliza. Se trata de un pasaje musical fortissimo, pero absolutamente informe y bastante extenso. Eso siempre me gustó mucho. Es como si el extremo goce indecible estuviera dado musicalmente por la autoparálisis de la música, como si su configuración interna 169
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melódica (que después va a darse tanto y más en los valses empalagosos) estuviera golpeada por la impotencia: tenemos allí un momento del “regocijarse” en tanto que disposición pobre de la nominación. Beckett lo dice de manera muy clara. Está evidentemente vinculado al hecho de que hay pobres restos de espíritu y palabras pobres para esos pobres restos de espíritu: Restos de espíritu entonces aún. Bastante todavía. Tan mal para quien tan mal donde tan mal que peor bastante aún. ¿No espíritu y palabras? Incluso tales palabras. Pues bastante aún. Justo bastante para regocijarse. ¡Regocijar! Justo bastante aún para regocijarse solamente ellos. ¡Solamente! (p. 37-38)
Eso para las facultades subjetivas diferentes al ver y al decir, y en primer lugar las tres principales (voluntad, dolor, goce). Lo que nos da, en suma, una doctrina clásica de las pasiones. p) ¿Cómo pensar un sujeto?
Dado lo anterior, si se quiere ir más lejos en el estudio del sujeto, hay que proceder sustractivamente. En el fondo, el método de Beckett es como la epoché de Husserl a la inversa. La epoché de Husserl consiste en sustraer la tesis del mundo, en sustraer el “hay” para volverse hacia el movimiento o el flujo puro de la interioridad que se orienta hacia este “hay”. Husserl está en la filiación de la duda cartesiana. Se retira el carácter tético del universo de las operaciones intencionales de la conciencia, para intentar aprehender la estructura consciente que gobierna estas operaciones, independientemente de toda tesis del mundo. El método de Beckett es exactamente opuesto: se trata de sustraer al sujeto, de suspenderlo, para ver entonces lo que le ocurre al ser. Se formulará, por ejemplo, la hipótesis de un ver sin palabras. Se formulará también la hipótesis de palabras sin ver. Se formulará la hipótesis de una desaparición de las palabras. Y entonces se constatará que en ese momento hay un mejor visto. He aquí uno de los protocolos de esta experiencia:
Pequeño tratado de inestética
Desoscurecido. Desoscurecido todo lo que las palabras oscurecen. Todo así visto no dicho. Sin supuración entonces. Sin traza sobre la sustancia blanda cuando de ella supura aún. En ella supura todavía. Supuración solamente para visto tal que visto con supuración. Oscurecido. Sin supuración para visto desoscurecido. Para cuando en modo alguno. Sin supuración para cuando supuración desaparecida (p. 53).
Habría que explicar el texto en detalle. Se trata del protocolo del ver tal como es desoscurecido cuando se hace la hipótesis de la desaparición de las palabras, del fin real del imperativo del decir, una pura hipótesis abstracta como la epoché de Husserl, y una hipótesis insostenible, que no puede ser practicada. Bajo esta hipótesis, algo del ser se esclarece. Y se puede hacer la experiencia inversa: sustraer el ver y preguntarse cuál es el destino de un decir mal desconectado del ver, del mal visto. No desarrollo estas experiencias, pero, finalmente, si recapitulamos la cuestión del desaparecer, se obtienen tres proposiciones. En primer lugar, el vacío es inempeorable desde el momento en que es atrapado en la exposición de la penumbra. Lo que quiere decir que no hay experiencia del ser, del cual sólo hay un nombre. Un nombre orienta un decir, pero una experiencia es un decir mal y no un decir. En segundo lugar, el cráneo o sujeto no puede ser sustraído al ver y al decir realmente, solamente puede serlo en experiencias formales, en particular porque siempre está no desaparecido para sí mismo. Finalmente, las sombras, o sea, lo mismo y lo otro, son empeorables (desde el punto de vista del cráneo), por lo tanto son objetos de experiencia, de exposición artística. Esto es lo que está expuesto, dicho y tramado junto con muchas otras cosas. Hay toda una doctrina del tiempo, del espacio, de las variaciones… podríamos seguir infinitamente. Al menos hasta la página 60. Pues, a partir de allí, ocurre otra cosa cuya complejidad es tal que serían necesarios largos desarrollos para llegar hasta el fondo. Voy a puntear lo esencial.
Hiato para cuando las palabras desaparecidas. Cuando en modo alguno. Entonces todo visto como entonces solamente. 170
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melódica (que después va a darse tanto y más en los valses empalagosos) estuviera golpeada por la impotencia: tenemos allí un momento del “regocijarse” en tanto que disposición pobre de la nominación. Beckett lo dice de manera muy clara. Está evidentemente vinculado al hecho de que hay pobres restos de espíritu y palabras pobres para esos pobres restos de espíritu: Restos de espíritu entonces aún. Bastante todavía. Tan mal para quien tan mal donde tan mal que peor bastante aún. ¿No espíritu y palabras? Incluso tales palabras. Pues bastante aún. Justo bastante para regocijarse. ¡Regocijar! Justo bastante aún para regocijarse solamente ellos. ¡Solamente! (p. 37-38)
Eso para las facultades subjetivas diferentes al ver y al decir, y en primer lugar las tres principales (voluntad, dolor, goce). Lo que nos da, en suma, una doctrina clásica de las pasiones. p) ¿Cómo pensar un sujeto?
Dado lo anterior, si se quiere ir más lejos en el estudio del sujeto, hay que proceder sustractivamente. En el fondo, el método de Beckett es como la epoché de Husserl a la inversa. La epoché de Husserl consiste en sustraer la tesis del mundo, en sustraer el “hay” para volverse hacia el movimiento o el flujo puro de la interioridad que se orienta hacia este “hay”. Husserl está en la filiación de la duda cartesiana. Se retira el carácter tético del universo de las operaciones intencionales de la conciencia, para intentar aprehender la estructura consciente que gobierna estas operaciones, independientemente de toda tesis del mundo. El método de Beckett es exactamente opuesto: se trata de sustraer al sujeto, de suspenderlo, para ver entonces lo que le ocurre al ser. Se formulará, por ejemplo, la hipótesis de un ver sin palabras. Se formulará también la hipótesis de palabras sin ver. Se formulará la hipótesis de una desaparición de las palabras. Y entonces se constatará que en ese momento hay un mejor visto. He aquí uno de los protocolos de esta experiencia:
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Desoscurecido. Desoscurecido todo lo que las palabras oscurecen. Todo así visto no dicho. Sin supuración entonces. Sin traza sobre la sustancia blanda cuando de ella supura aún. En ella supura todavía. Supuración solamente para visto tal que visto con supuración. Oscurecido. Sin supuración para visto desoscurecido. Para cuando en modo alguno. Sin supuración para cuando supuración desaparecida (p. 53).
Habría que explicar el texto en detalle. Se trata del protocolo del ver tal como es desoscurecido cuando se hace la hipótesis de la desaparición de las palabras, del fin real del imperativo del decir, una pura hipótesis abstracta como la epoché de Husserl, y una hipótesis insostenible, que no puede ser practicada. Bajo esta hipótesis, algo del ser se esclarece. Y se puede hacer la experiencia inversa: sustraer el ver y preguntarse cuál es el destino de un decir mal desconectado del ver, del mal visto. No desarrollo estas experiencias, pero, finalmente, si recapitulamos la cuestión del desaparecer, se obtienen tres proposiciones. En primer lugar, el vacío es inempeorable desde el momento en que es atrapado en la exposición de la penumbra. Lo que quiere decir que no hay experiencia del ser, del cual sólo hay un nombre. Un nombre orienta un decir, pero una experiencia es un decir mal y no un decir. En segundo lugar, el cráneo o sujeto no puede ser sustraído al ver y al decir realmente, solamente puede serlo en experiencias formales, en particular porque siempre está no desaparecido para sí mismo. Finalmente, las sombras, o sea, lo mismo y lo otro, son empeorables (desde el punto de vista del cráneo), por lo tanto son objetos de experiencia, de exposición artística. Esto es lo que está expuesto, dicho y tramado junto con muchas otras cosas. Hay toda una doctrina del tiempo, del espacio, de las variaciones… podríamos seguir infinitamente. Al menos hasta la página 60. Pues, a partir de allí, ocurre otra cosa cuya complejidad es tal que serían necesarios largos desarrollos para llegar hasta el fondo. Voy a puntear lo esencial.
Hiato para cuando las palabras desaparecidas. Cuando en modo alguno. Entonces todo visto como entonces solamente. 170
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q) El acontecimiento
Hasta la página 60, permanecemos en los datos del dispositivo mínimo, que anuda el ser, la existencia y el pensamiento. Y he aquí que se produce un acontecimiento en el sentido estricto, una discontinuidad, acontecimiento preparado por lo que B eckett llama un estado último. El estado último es, en líneas generales, lo que acabamos de decir: es el estado último en tanto que último estado del estado, último estado del decir del estado de las cosas. Este estado está atrapado en la imposibilidad del aniquilamiento, salvo desaparición de la penumbra, que permanece siendo una hipótesis fuera del decir. El acontecimiento, del cual hay que decir el t razado, va a disponer, o a dejar al desnudo, un imperativo del decir reducido al enunciado de su cesación. Las condiciones van a ser modificadas acontecimientalmente de tal manera que el contenido del “aún” va a ser estrictamente limitado a “en modo alguno aún”. Lo que quedará por decir será solamente que no hay más que decir. Y así tendremos un decir que ha alcanzado su máximo grado de purificación. Todo comienza por la recapitulación del estado último: Misma inclinación para todos. Mismas vastedades de distancia. Mismo estado último. Último en fecha. Hasta que tan mal que peor menor en vano. Peor en vano. Todo devora el deseo de ser nada. Nada jamás no se puede ser (p. 61).
El “estado último” salda el proceso del empeorar como interminable. Tiene por máxima: “Peor en vano”. Pero, en cuanto la recapitulación se completa, introducido por “de pronto”, se produce bruscamente una suerte de alejamiento de este estado a una posición límite, que es como su retroceso absoluto al interior de la lengua. Como si todo lo que había sido dicho, de poder ser dicho en su estado último, se encontrara inmediatamente a una distancia infinitesimal del imperativo de la lengua. Este movimiento es absolutamente paralelo al surgimiento de la Constelación en el final de Tirada de dados de Mallarmé. La analogía es, en mi opinión, consciente, y veremos por qué. Es como si, en el momento en que no hay nada más que decir excepto: “he aquí el estado de las cosas, de las cosas del ser” –lo que Mallarmé dice bajo la forma: “nada ha tenido lugar excepto el 172
Pequeño tratado de inestética
lugar”–, cuando se piensa que el texto va a detenerse allí, que se ha tramado esta máxima como última palabra sobre aquello de lo cual el imperativo del decir es capaz; como si en ese momento se produjera una especie de adjunción, sobre una escena situada a distancia de la escena tratada, adjunción repentina, en ruptura, abrupta, y en la cual se da una metamorfosis sideral, o sideración. No se trata de la desaparición de la penumbra, sino de un retroceso del ser al límite de sí. Y, de igual modo que en Mallarmé, la cuestión de la tirada de dados se salda por la aparición de las estrellas de la Osa Mayor, de igual modo aquí lo que era contado en la penumbra va a ser fijado, con una metáfora muy cercana, como agujeros de alfiler. He aquí el pasaje que es introducido por la cláusula de ruptura “Bastante”: Bastante. De pronto bastante. De pronto todo lejos. Ningún movimiento y de pronto todo lejos. Todo menor. Tres alfileres. Un agujero de alfiler. En la oscurísima penumbra. Vastedades de distancia. En los límites del vacío ilimitado. De donde no más lejos. Mejor más mal no más lejos. Más en modo alguno menos. Más en modo alguno peor. Más en modo alguno nada. Más en modo alguno aún. Sea dicho más en modo alguno aún (p. 62).
Quiero simplemente insistir sobre algunos puntos. El carácter acontecimiental intratextual de esta disposición en los límites está marcado por el hecho de que el “de pronto” está desprovisto de movimiento: “De pronto todo lejos. Ningún movimiento y de pronto todo lejos.” Por lo tanto, no es un cambio, es una separación; es otra escena, que dobla la escena primordialmente establecida. En segundo lugar –lo que me hace pensar verdaderamente que la configuración mallarmeana del asunto es consciente–, está el pasaje: “Vastedades de distancia. En los límites del vacío ilimitado”, que está, al oído, absolutamente próximo a “en las alturas tal vez tan lejos como un lugar fusiona con el más allá […] una constelación”. Estoy absolutamente convencido de que los tres alfiles y las siete estrellas, son la misma cosa. En el pensamiento, son en efecto la misma cosa: en el momento en que no hay nada más que decir que la figura estable del ser, entonces surge en una inmediatez que es una gracia sin concepto, una configuración de conjunto en la cual se va a poder decir “en modo alguno aún”. Es decir no un “aún” ordenado o 173
Alain Badiou
q) El acontecimiento
Hasta la página 60, permanecemos en los datos del dispositivo mínimo, que anuda el ser, la existencia y el pensamiento. Y he aquí que se produce un acontecimiento en el sentido estricto, una discontinuidad, acontecimiento preparado por lo que B eckett llama un estado último. El estado último es, en líneas generales, lo que acabamos de decir: es el estado último en tanto que último estado del estado, último estado del decir del estado de las cosas. Este estado está atrapado en la imposibilidad del aniquilamiento, salvo desaparición de la penumbra, que permanece siendo una hipótesis fuera del decir. El acontecimiento, del cual hay que decir el t razado, va a disponer, o a dejar al desnudo, un imperativo del decir reducido al enunciado de su cesación. Las condiciones van a ser modificadas acontecimientalmente de tal manera que el contenido del “aún” va a ser estrictamente limitado a “en modo alguno aún”. Lo que quedará por decir será solamente que no hay más que decir. Y así tendremos un decir que ha alcanzado su máximo grado de purificación. Todo comienza por la recapitulación del estado último: Misma inclinación para todos. Mismas vastedades de distancia. Mismo estado último. Último en fecha. Hasta que tan mal que peor menor en vano. Peor en vano. Todo devora el deseo de ser nada. Nada jamás no se puede ser (p. 61).
El “estado último” salda el proceso del empeorar como interminable. Tiene por máxima: “Peor en vano”. Pero, en cuanto la recapitulación se completa, introducido por “de pronto”, se produce bruscamente una suerte de alejamiento de este estado a una posición límite, que es como su retroceso absoluto al interior de la lengua. Como si todo lo que había sido dicho, de poder ser dicho en su estado último, se encontrara inmediatamente a una distancia infinitesimal del imperativo de la lengua. Este movimiento es absolutamente paralelo al surgimiento de la Constelación en el final de Tirada de dados de Mallarmé. La analogía es, en mi opinión, consciente, y veremos por qué. Es como si, en el momento en que no hay nada más que decir excepto: “he aquí el estado de las cosas, de las cosas del ser” –lo que Mallarmé dice bajo la forma: “nada ha tenido lugar excepto el 172
lugar”–, cuando se piensa que el texto va a detenerse allí, que se ha tramado esta máxima como última palabra sobre aquello de lo cual el imperativo del decir es capaz; como si en ese momento se produjera una especie de adjunción, sobre una escena situada a distancia de la escena tratada, adjunción repentina, en ruptura, abrupta, y en la cual se da una metamorfosis sideral, o sideración. No se trata de la desaparición de la penumbra, sino de un retroceso del ser al límite de sí. Y, de igual modo que en Mallarmé, la cuestión de la tirada de dados se salda por la aparición de las estrellas de la Osa Mayor, de igual modo aquí lo que era contado en la penumbra va a ser fijado, con una metáfora muy cercana, como agujeros de alfiler. He aquí el pasaje que es introducido por la cláusula de ruptura “Bastante”: Bastante. De pronto bastante. De pronto todo lejos. Ningún movimiento y de pronto todo lejos. Todo menor. Tres alfileres. Un agujero de alfiler. En la oscurísima penumbra. Vastedades de distancia. En los límites del vacío ilimitado. De donde no más lejos. Mejor más mal no más lejos. Más en modo alguno menos. Más en modo alguno peor. Más en modo alguno nada. Más en modo alguno aún. Sea dicho más en modo alguno aún (p. 62).
Quiero simplemente insistir sobre algunos puntos. El carácter acontecimiental intratextual de esta disposición en los límites está marcado por el hecho de que el “de pronto” está desprovisto de movimiento: “De pronto todo lejos. Ningún movimiento y de pronto todo lejos.” Por lo tanto, no es un cambio, es una separación; es otra escena, que dobla la escena primordialmente establecida. En segundo lugar –lo que me hace pensar verdaderamente que la configuración mallarmeana del asunto es consciente–, está el pasaje: “Vastedades de distancia. En los límites del vacío ilimitado”, que está, al oído, absolutamente próximo a “en las alturas tal vez tan lejos como un lugar fusiona con el más allá […] una constelación”. Estoy absolutamente convencido de que los tres alfiles y las siete estrellas, son la misma cosa. En el pensamiento, son en efecto la misma cosa: en el momento en que no hay nada más que decir que la figura estable del ser, entonces surge en una inmediatez que es una gracia sin concepto, una configuración de conjunto en la cual se va a poder decir “en modo alguno aún”. Es decir no un “aún” ordenado o 173
Alain Badiou
prescrito a las sombras, sino simplemente “en modo alguno aún”, o sea el “aún” del decir reducido a la pureza de su cesación posible. Sin embargo, la configuración de este poder decir no es más un estado del ser, un ejercicio del empeorar. Es un acontecimiento, que crea un lejano . Una puesta a distancia incalculable. Desde el punto de vista de la poética, habría que mostrar que esta configuración acontecimiental, este “de pronto”, está estética o poéticamente preparado por una figura. En Mallarmé, la Constelación está preparada por la figura del maestro que se está ahogando en la superficie del mar. En Beckett, esta preparación figural, absolutamente admirable, consiste en la metamorfosis completamente imprevisible del uno-mujer en lápida, en un pasaje que debería alertarnos por su discontinuidad en imagen, si puedo decirlo así. Justo antes, una página antes del acontecimiento en los límites, está lo siguiente: Nada y sin embargo une mujer. Vieja y sin embargo vieja. Sobre rodillas invisibles. Inclinada como se inclinan tierna memoria viejas lápidas. En aquel viejo cementerio. Nombres borrados y de cuándo a cuándo. Inclinadas mudas sobre las tumbas de ninguno. (p. 61).
Este pasaje es absolutamente singular y paradójico en relación a todo lo que hemos dicho. En principio porque hace surgir una metáfora respecto de las sombras. El uno-mujer, la inclinación del uno-mujer, deviene literalmente una lápida. Y sobre la inclinación de esta lápida, el sujeto está dado sólo en la borradura de su nombre, en la tachadura de su nombre y su fecha de existencia. Se puede decir que es sobre el fondo de estas “tumbas de ninguno”, sobre esta nueva inclinación, que el “bastante” indica la posibilidad del acontecimiento. La inclinación abre a la declinación, la tumba anónima al alfiler astral. En Tirada de dados, la ruptura acontecimiental de la constelación es posible porque el elemento del lugar se ha metamorfoseado en una cosa diferente de sí mismo. En Rumbo a peor, tenemos una tumba que es la vieja mujer transformada ella misma en tumba, el uno-tumba, como en el poema de Mallarmé tenemos la espuma que se vuelve navío y 174
Pequeño tratado de inestética
Pequeño tratado de inestética
que, al volverse navío, suscita al capitán del navío, etc. Tenemos una transmigración de la identidad de la sombra en la figura de la tumba, y cuando se tiene la tumba, se tiene también transmigración del lugar: lo que era penumbra, vacío, o lugar innombrable, se vuelve un cementerio. Llamaré a eso una preparación figural. En efecto, se puede decir que todo acontecimiento admite una preparación figural, que hay siempre una figura preacontecimiental. En nuestro texto, la figura está dada a partir del momento en que las sombras llegan a ser el símbolo de ser de una existencia. ¿Cuál es el símbolo de ser de una existencia, sino la lápida, sobre la cual está el nombre borrado, y las fechas de nacimiento y muerte, igualmente borradas? Momento en que la existencia está apta para presentarse como su propio símbolo de ser y en que el ser recibe su tercer nombre: ni vacío ni penumbra, sino cementerio. La tumba es el momento en que, por una transmutación interna al decir, la existencia accede a una simbólica del ser tal que lo que podrá ser pronunciado sobre el ser cambia de naturaleza. Una escena ontológica alterada duplica el estado último, estado último que no era por lo tanto el estado último. Hay un estado supernumerario al estado último, que es precisamente aquél que fue constituido repentinamente. Un acontecimiento, figuralmente preparado, logra que suceda que un estado último del ser no sea el último. ¿Y qué permanecerá en el final? Pues bien, permanecerá un decir sobre fondo de nada, o de noche: el decir del “aún”, del “más en modo alguno aún”, el imperativo del decir como tal. En el fondo, es el término de una suerte de lengua astral, que flotaría sobre su propia ruina y de donde todo puede recomenzar, de donde todo puede y debe recomenzar. Este recomienzo ineluctable puede decirse: lo innombrable del decir, es su “aún”. Y el bien, es decir el modo propio del bien en el decir, es sostener el “aún”. Es todo. Sostenerlo sin nombrarlo. Sostener el “aún” y sostenerlo hasta el punto de incandescencia extrema en el que su único contenido aparente es: “más en modo alguno aún”. Pero, para eso, es necesario que un acontecimiento traspase el estado último del ser. Entonces, puedo, y debo, continuar. A menos que, para recrear las condiciones de obediencia a este 175
Alain Badiou
prescrito a las sombras, sino simplemente “en modo alguno aún”, o sea el “aún” del decir reducido a la pureza de su cesación posible. Sin embargo, la configuración de este poder decir no es más un estado del ser, un ejercicio del empeorar. Es un acontecimiento, que crea un lejano . Una puesta a distancia incalculable. Desde el punto de vista de la poética, habría que mostrar que esta configuración acontecimiental, este “de pronto”, está estética o poéticamente preparado por una figura. En Mallarmé, la Constelación está preparada por la figura del maestro que se está ahogando en la superficie del mar. En Beckett, esta preparación figural, absolutamente admirable, consiste en la metamorfosis completamente imprevisible del uno-mujer en lápida, en un pasaje que debería alertarnos por su discontinuidad en imagen, si puedo decirlo así. Justo antes, una página antes del acontecimiento en los límites, está lo siguiente: Nada y sin embargo une mujer. Vieja y sin embargo vieja. Sobre rodillas invisibles. Inclinada como se inclinan tierna memoria viejas lápidas. En aquel viejo cementerio. Nombres borrados y de cuándo a cuándo. Inclinadas mudas sobre las tumbas de ninguno. (p. 61).
Este pasaje es absolutamente singular y paradójico en relación a todo lo que hemos dicho. En principio porque hace surgir una metáfora respecto de las sombras. El uno-mujer, la inclinación del uno-mujer, deviene literalmente una lápida. Y sobre la inclinación de esta lápida, el sujeto está dado sólo en la borradura de su nombre, en la tachadura de su nombre y su fecha de existencia. Se puede decir que es sobre el fondo de estas “tumbas de ninguno”, sobre esta nueva inclinación, que el “bastante” indica la posibilidad del acontecimiento. La inclinación abre a la declinación, la tumba anónima al alfiler astral. En Tirada de dados, la ruptura acontecimiental de la constelación es posible porque el elemento del lugar se ha metamorfoseado en una cosa diferente de sí mismo. En Rumbo a peor, tenemos una tumba que es la vieja mujer transformada ella misma en tumba, el uno-tumba, como en el poema de Mallarmé tenemos la espuma que se vuelve navío y
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que, al volverse navío, suscita al capitán del navío, etc. Tenemos una transmigración de la identidad de la sombra en la figura de la tumba, y cuando se tiene la tumba, se tiene también transmigración del lugar: lo que era penumbra, vacío, o lugar innombrable, se vuelve un cementerio. Llamaré a eso una preparación figural. En efecto, se puede decir que todo acontecimiento admite una preparación figural, que hay siempre una figura preacontecimiental. En nuestro texto, la figura está dada a partir del momento en que las sombras llegan a ser el símbolo de ser de una existencia. ¿Cuál es el símbolo de ser de una existencia, sino la lápida, sobre la cual está el nombre borrado, y las fechas de nacimiento y muerte, igualmente borradas? Momento en que la existencia está apta para presentarse como su propio símbolo de ser y en que el ser recibe su tercer nombre: ni vacío ni penumbra, sino cementerio. La tumba es el momento en que, por una transmutación interna al decir, la existencia accede a una simbólica del ser tal que lo que podrá ser pronunciado sobre el ser cambia de naturaleza. Una escena ontológica alterada duplica el estado último, estado último que no era por lo tanto el estado último. Hay un estado supernumerario al estado último, que es precisamente aquél que fue constituido repentinamente. Un acontecimiento, figuralmente preparado, logra que suceda que un estado último del ser no sea el último. ¿Y qué permanecerá en el final? Pues bien, permanecerá un decir sobre fondo de nada, o de noche: el decir del “aún”, del “más en modo alguno aún”, el imperativo del decir como tal. En el fondo, es el término de una suerte de lengua astral, que flotaría sobre su propia ruina y de donde todo puede recomenzar, de donde todo puede y debe recomenzar. Este recomienzo ineluctable puede decirse: lo innombrable del decir, es su “aún”. Y el bien, es decir el modo propio del bien en el decir, es sostener el “aún”. Es todo. Sostenerlo sin nombrarlo. Sostener el “aún” y sostenerlo hasta el punto de incandescencia extrema en el que su único contenido aparente es: “más en modo alguno aún”. Pero, para eso, es necesario que un acontecimiento traspase el estado último del ser. Entonces, puedo, y debo, continuar. A menos que, para recrear las condiciones de obediencia a este
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imperativo, haya que adormecerse un poco, el tiempo de conjuntar, en un simulacro del vacío, la penumbra del ser y la ebriedad del acontecimiento. Quizás sea ésa toda la diferencia entre Beckett y Mallarmé: el primero prohíbe el sueño, como prohíbe la muerte. Hay que velar. Para el segundo, es posible también volver a juntarse con la sombra, luego del trabajo poético, por el suspenso de la cuestión, la interrupción salvadora. Es que Mallarmé, habiendo planteado de una vez por todas que un Libro es posible, puede contentarse con “ensayos en vista a lo mejor”, y dormir entre dos tentativas. Yo estoy de acuerdo, en este aspecto, en ser un fauno francés antes que un insomne irlandés.
10 Filosofía del fauno
Referencias
En 1865, Mallarmé trabaja en la redacción de un fragmento para el teatro, con el título de Monólogo de un fauno [ Monolgue d’un faune]. El texto está verdaderamente pensado para la representación, según lo atestigua el hecho de que contiene numerosas didascalias, que detallan movimientos y posturas. Los esbozos componen tres partes: la siesta de un fauno; el diálogo de las ninfas; el sueño del fauno. La construcción dramática se basa en una gran simplicidad: a la evocación de lo que ha sucedido le sigue la presentación de los personajes, y luego, al despertar, todo eso se distribuye en la dimensión del sueño. Los primeros versos de esta primera versión son: Yo tenía ninfas. ¿Fue un sueño? No: el claro rubí de sus senos alzados aún inflama el aire inmóvil.
Dado que el “monólogo” no tuvo acogida en el teatro, diez años más tarde –en 1875– y con el título de Improvisación de un fauno [ Improvisation d’un faune], Mallarmé escribe una versión intermedia, que comienza diciendo: A estas ninfas quiero maravillarlas.
Finalmente, en 1876, aparece el texto que conocemos, bajo la forma de un folleto lujoso con un dibujo de Manet. El ataque definitivo es así: A estas ninfas quiero perpetuarlas.
Trayectoria ejemplar. La primera versión avista un debate sobre la realidad del objeto de deseo (“ yo tenía”), y el debate al 176
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imperativo, haya que adormecerse un poco, el tiempo de conjuntar, en un simulacro del vacío, la penumbra del ser y la ebriedad del acontecimiento. Quizás sea ésa toda la diferencia entre Beckett y Mallarmé: el primero prohíbe el sueño, como prohíbe la muerte. Hay que velar. Para el segundo, es posible también volver a juntarse con la sombra, luego del trabajo poético, por el suspenso de la cuestión, la interrupción salvadora. Es que Mallarmé, habiendo planteado de una vez por todas que un Libro es posible, puede contentarse con “ensayos en vista a lo mejor”, y dormir entre dos tentativas. Yo estoy de acuerdo, en este aspecto, en ser un fauno francés antes que un insomne irlandés.
10 Filosofía del fauno
Referencias
En 1865, Mallarmé trabaja en la redacción de un fragmento para el teatro, con el título de Monólogo de un fauno [ Monolgue d’un faune]. El texto está verdaderamente pensado para la representación, según lo atestigua el hecho de que contiene numerosas didascalias, que detallan movimientos y posturas. Los esbozos componen tres partes: la siesta de un fauno; el diálogo de las ninfas; el sueño del fauno. La construcción dramática se basa en una gran simplicidad: a la evocación de lo que ha sucedido le sigue la presentación de los personajes, y luego, al despertar, todo eso se distribuye en la dimensión del sueño. Los primeros versos de esta primera versión son: Yo tenía ninfas. ¿Fue un sueño? No: el claro rubí de sus senos alzados aún inflama el aire inmóvil.
Dado que el “monólogo” no tuvo acogida en el teatro, diez años más tarde –en 1875– y con el título de Improvisación de un fauno [ Improvisation d’un faune], Mallarmé escribe una versión intermedia, que comienza diciendo: A estas ninfas quiero maravillarlas.
Finalmente, en 1876, aparece el texto que conocemos, bajo la forma de un folleto lujoso con un dibujo de Manet. El ataque definitivo es así: A estas ninfas quiero perpetuarlas.
Trayectoria ejemplar. La primera versión avista un debate sobre la realidad del objeto de deseo (“ yo tenía”), y el debate al 176
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cabo se corta (no era más que un sueño). La segunda versión fija un imperativo que podríamos llamar de sublimación artística, sea cual fuere el estatuto del objeto (“maravillar”). La tercera versión asigna una tarea al pensamiento: aun cuando se haya desvanecido lo que alguna vez surgió, el poema debe garantizar la verdad perpetua. Arquitectura: las hipótesis y el nombre
El poema se sostiene enteramente en la distancia entre el pronombre demostrativo estas y el yo que carga con el imperati vo de la perpetuación. ¿Cuál es la relación entre el origen de ese yo y la aparente objetividad de estas ninfas? ¿Cómo puede un sujeto sostenerse de un objeto cuando éste ha desaparecido y el yo en persona es su único testimonio? El poema es eso por lo que una desaparición llega a darle todo su ser a un sujeto que se refugia en una pura nominación: “estas ninfas”. Que aquello de lo que se trata caiga bajo ese nombre, ninfas, nunca será puesto en duda. La nominación es el punto fijo del poema, y el fauno es a la vez el producto y el garante. El poema es una larga fidelidad a ese nombre. A lo que ha desaparecido bajo el nombre sólo se lo puede suponer. Y son suposiciones las que construyen poco a poco el fauno, en la distancia entre el nombre, estas ninfas, y el yo. Dicha distancia se va ocupando con hipótesis sucesivas, trabajadas y ligadas por la duda, bajo la fijeza del nombre. ¿Cuáles son esas hipótesis? Hay cuatro principales, con ramificaciones internas. 1. Las ninfas podrían no haber sido más que imaginariamente suscitadas por la fuerza del deseo del fauno (serían “un deseo de su sentido fabuloso”). 2. Podrían no haber sido sino ficciones, inducidas por el arte de un fauno (que es músico). 3. Serían muy reales, el acontecimiento de su venida habría tenido lugar, pero el apuro del fauno, una especie de apresuramiento de la invitación sexual, las habría apartado, hasta suprimirlas. Ése sería el “crimen” del fauno. 4. Puede que las ninfas no sean más que las encarnaciones fugitivas de un nombre único: “ ninfas” nombra a las hipóstasis de 178
Pequeño tratado de inestética
Venus. El acontecimiento que atestiguan es inmemorial, y el nombre verdadero que debe venir es sagrado, es el de un deseo. Construidas por el anudamiento de hipótesis, dos certezas esclarecen el poema, y construyen el “yo” del fauno: - Como sea, las ninfas ya no están allí. Son de aquí en más “estas ninfas” y no es importante, e incluso es riesgoso, querer recordar lo que ellas fueron. Con el acontecimiento abolido, ninguna memoria puede ser su guardián. La memoria es desacontecimientalización, pues trata de conectar la nominación con una significación. De ahí en más, se trata de saber –prescindiendo de toda memoria y de toda realidad– en qué se va a convertir el nombre: Adiós, pareja: voy a ver la sombra en que te vuelves.
Las hipótesis le sugieren al poema fijar una regla de fidelidad. Fidelidad al nombre de un acontecimiento. Dudas y rastros
Se pasa de una hipótesis a otra mediante dudas metódicas. Cada duda releva la hipótesis previa, y a cada relevo aparece la cuestión de los rastros que el referente supuesto del nombre habrá dejado en la situación actual. Dichos rastros deben ser redecididos como tales, pues ninguno vale como prueba “objeti va” de que el acontecimiento haya tenido lugar (que las ninfas hayan habitado empíricamente ese sitio): Mi seno, virgen de prueba, muestra una mordedura misteriosa, obra de algún diente augusto.
El verso dice: hay rastros, pero estos rastros no constituyen una prueba, hay que redecidirlos. Si se tiene fidelidad, se hallarán conexiones sensibles respecto del nombre del acontecimiento, mas ninguna será jamás una prueba de que tuvo lugar aquello que ha tenido lugar. Lo que la duda –pendiente del nombre– vehiculiza de forma latente es que lo que habrá tenido lugar es, en el plazo del poema, la verdad del deseo, tal como la capta y la fija el Arte, el 179
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cabo se corta (no era más que un sueño). La segunda versión fija un imperativo que podríamos llamar de sublimación artística, sea cual fuere el estatuto del objeto (“maravillar”). La tercera versión asigna una tarea al pensamiento: aun cuando se haya desvanecido lo que alguna vez surgió, el poema debe garantizar la verdad perpetua. Arquitectura: las hipótesis y el nombre
El poema se sostiene enteramente en la distancia entre el pronombre demostrativo estas y el yo que carga con el imperati vo de la perpetuación. ¿Cuál es la relación entre el origen de ese yo y la aparente objetividad de estas ninfas? ¿Cómo puede un sujeto sostenerse de un objeto cuando éste ha desaparecido y el yo en persona es su único testimonio? El poema es eso por lo que una desaparición llega a darle todo su ser a un sujeto que se refugia en una pura nominación: “estas ninfas”. Que aquello de lo que se trata caiga bajo ese nombre, ninfas, nunca será puesto en duda. La nominación es el punto fijo del poema, y el fauno es a la vez el producto y el garante. El poema es una larga fidelidad a ese nombre. A lo que ha desaparecido bajo el nombre sólo se lo puede suponer. Y son suposiciones las que construyen poco a poco el fauno, en la distancia entre el nombre, estas ninfas, y el yo. Dicha distancia se va ocupando con hipótesis sucesivas, trabajadas y ligadas por la duda, bajo la fijeza del nombre. ¿Cuáles son esas hipótesis? Hay cuatro principales, con ramificaciones internas. 1. Las ninfas podrían no haber sido más que imaginariamente suscitadas por la fuerza del deseo del fauno (serían “un deseo de su sentido fabuloso”). 2. Podrían no haber sido sino ficciones, inducidas por el arte de un fauno (que es músico). 3. Serían muy reales, el acontecimiento de su venida habría tenido lugar, pero el apuro del fauno, una especie de apresuramiento de la invitación sexual, las habría apartado, hasta suprimirlas. Ése sería el “crimen” del fauno. 4. Puede que las ninfas no sean más que las encarnaciones fugitivas de un nombre único: “ ninfas” nombra a las hipóstasis de
Pequeño tratado de inestética
Venus. El acontecimiento que atestiguan es inmemorial, y el nombre verdadero que debe venir es sagrado, es el de un deseo. Construidas por el anudamiento de hipótesis, dos certezas esclarecen el poema, y construyen el “yo” del fauno: - Como sea, las ninfas ya no están allí. Son de aquí en más “estas ninfas” y no es importante, e incluso es riesgoso, querer recordar lo que ellas fueron. Con el acontecimiento abolido, ninguna memoria puede ser su guardián. La memoria es desacontecimientalización, pues trata de conectar la nominación con una significación. De ahí en más, se trata de saber –prescindiendo de toda memoria y de toda realidad– en qué se va a convertir el nombre: Adiós, pareja: voy a ver la sombra en que te vuelves.
Las hipótesis le sugieren al poema fijar una regla de fidelidad. Fidelidad al nombre de un acontecimiento. Dudas y rastros
Se pasa de una hipótesis a otra mediante dudas metódicas. Cada duda releva la hipótesis previa, y a cada relevo aparece la cuestión de los rastros que el referente supuesto del nombre habrá dejado en la situación actual. Dichos rastros deben ser redecididos como tales, pues ninguno vale como prueba “objeti va” de que el acontecimiento haya tenido lugar (que las ninfas hayan habitado empíricamente ese sitio): Mi seno, virgen de prueba, muestra una mordedura misteriosa, obra de algún diente augusto.
El verso dice: hay rastros, pero estos rastros no constituyen una prueba, hay que redecidirlos. Si se tiene fidelidad, se hallarán conexiones sensibles respecto del nombre del acontecimiento, mas ninguna será jamás una prueba de que tuvo lugar aquello que ha tenido lugar. Lo que la duda –pendiente del nombre– vehiculiza de forma latente es que lo que habrá tenido lugar es, en el plazo del poema, la verdad del deseo, tal como la capta y la fija el Arte, el
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poema. Entiéndase que éste no sujeta a dicha verdad más que bajo el efecto de nominación de un acontecimiento cuyas sucesivas hipótesis –junto con las dudas que las afectan– prueban que es indecidible. Será también la verdad del “ yo” inaugural, el que quiere perpetuar “estas ninfas”: es el sujeto de lo indecidible como tal. De la prosa interna al poema
En el poema hay largos pasajes en itálica y entre comillas, presentadosconpalabrasen mayúscula:CONTAD,RECUERDOS. Lo que compone una puntuación enfática, intrigante. Introducido por imperativos en mayúscula, encontramos un estilo narrativo bastante sencillo. ¿En qué condiciones intervienen estos relatos, tan destacados por las itálicas y las comillas? El poema nos lo dice claramente: ninguno de estos relatos (hay tres), que invocan la presencia carnal de las ninfas, tiene la mínima posibilidad de salvar el acontecimiento, cualquiera sea éste. Un acontecimiento se nombra, pero no se puede contar o narrar. En consecuencia, los relatos no tienen otra función que la de proponer materiales para la duda. Son fragmentos de memoria, que hay que disolver. Y acaso sea ésa, en efecto, la función de todo relato. Definamos el relato como aquello respecto de lo cual hay dudas. El relato es por esencia dudoso: no porque no sea verdad, sino porque propone materiales para la duda (poética). O sea que se trata de la prosa. Llamemos “prosa” a toda articulación entre relato y duda. El arte de la prosa no es el arte del relato, ni el arte de la duda: es el arte de la proposición del uno a la otra. Esto, más allá de que se puede clasificar las prosas según el predominio del deleite del relato o su austera presentación como duda. El primer tipo de prosa es el más alejado del poema; el segundo se acerca mucho más, a riesgo de deshacerse. Los párrafos entre comillas y en itálica de La siesta de un fau no son los momentos en prosa de este poema. El problema es saber si la poesía siempre debe exponer prosaicamente el relato a la duda del poema. El estilo épico de Hugo responde majestuosamente: “¡sí!” La respuesta de Baudelaire es más matizada, si bien a menudo se ha destacado que en Las 180
Pequeño tratado de inestética
flores del mal hay un fuerte prosaísmo local, una indudable función del relato. La evolución de Mallarmé entre 1865 y su muerte es un alejamiento continuo de Hugo, y también de Baudelaire. Pues se trata de eliminar todos los momentos de prosa. Por lo tanto, el poema es centralmente un enigma: el de una duda que debe resolverse en afirmación sin tener al relato como material de su ejercicio. No hay otro motivo para lo que se llama, equivocadamente, el hermetismo de Mallarmé. El Fauno no llega a ser “hermético”: la prosa figura en él, aunque cercada –y casi ridiculizada– por la sobrecarga de itálicas y comillas. Hay diez momentos en el poema, así como se dirían diez secciones en música. La sección cero, la que precede a la cuenta, es el primer segmento del primer verso: “A estas ninfas quiero perpetuarlas”. Ya hemos dicho que era el programa general del poema: sostener un sujeto a través la fidelidad al nombre de un acontecimiento desaparecido e indecidible. Examinemos las diez secciones propiamente dichas. 1) Disolución del acontecimiento en su lugar supuesto
Tan claro, su encarnado ligero, que revolotea en el aire adormecido por sueños espesos.
Transparencia del aire y latencia del sueño. Tal como en Tirada de dados, la pluma está sobre el abismo “sin cubrirlo ni huir”, las ninfas, desvanecidas, reducidas a la semejanza de un color, se esparcen (quizás) por el lugar donde el fauno no sabe si se despierta o se duerme. 2) Puesta en escena de la duda
¿Amaba un sueño? Mi duda, montón de antigua noche, se acaba en mucha rama sutil que, quedando los verdaderos bosques, prueba, ¡ay!, que sólo yo me ofrecía por triunfo la falta ideal de las rosas – Reflexionemos... 181
Alain Badiou
poema. Entiéndase que éste no sujeta a dicha verdad más que bajo el efecto de nominación de un acontecimiento cuyas sucesivas hipótesis –junto con las dudas que las afectan– prueban que es indecidible. Será también la verdad del “ yo” inaugural, el que quiere perpetuar “estas ninfas”: es el sujeto de lo indecidible como tal. De la prosa interna al poema
En el poema hay largos pasajes en itálica y entre comillas, presentadosconpalabrasen mayúscula:CONTAD,RECUERDOS. Lo que compone una puntuación enfática, intrigante. Introducido por imperativos en mayúscula, encontramos un estilo narrativo bastante sencillo. ¿En qué condiciones intervienen estos relatos, tan destacados por las itálicas y las comillas? El poema nos lo dice claramente: ninguno de estos relatos (hay tres), que invocan la presencia carnal de las ninfas, tiene la mínima posibilidad de salvar el acontecimiento, cualquiera sea éste. Un acontecimiento se nombra, pero no se puede contar o narrar. En consecuencia, los relatos no tienen otra función que la de proponer materiales para la duda. Son fragmentos de memoria, que hay que disolver. Y acaso sea ésa, en efecto, la función de todo relato. Definamos el relato como aquello respecto de lo cual hay dudas. El relato es por esencia dudoso: no porque no sea verdad, sino porque propone materiales para la duda (poética). O sea que se trata de la prosa. Llamemos “prosa” a toda articulación entre relato y duda. El arte de la prosa no es el arte del relato, ni el arte de la duda: es el arte de la proposición del uno a la otra. Esto, más allá de que se puede clasificar las prosas según el predominio del deleite del relato o su austera presentación como duda. El primer tipo de prosa es el más alejado del poema; el segundo se acerca mucho más, a riesgo de deshacerse. Los párrafos entre comillas y en itálica de La siesta de un fau no son los momentos en prosa de este poema. El problema es saber si la poesía siempre debe exponer prosaicamente el relato a la duda del poema. El estilo épico de Hugo responde majestuosamente: “¡sí!” La respuesta de Baudelaire es más matizada, si bien a menudo se ha destacado que en Las
Pequeño tratado de inestética
flores del mal hay un fuerte prosaísmo local, una indudable función del relato. La evolución de Mallarmé entre 1865 y su muerte es un alejamiento continuo de Hugo, y también de Baudelaire. Pues se trata de eliminar todos los momentos de prosa. Por lo tanto, el poema es centralmente un enigma: el de una duda que debe resolverse en afirmación sin tener al relato como material de su ejercicio. No hay otro motivo para lo que se llama, equivocadamente, el hermetismo de Mallarmé. El Fauno no llega a ser “hermético”: la prosa figura en él, aunque cercada –y casi ridiculizada– por la sobrecarga de itálicas y comillas. Hay diez momentos en el poema, así como se dirían diez secciones en música. La sección cero, la que precede a la cuenta, es el primer segmento del primer verso: “A estas ninfas quiero perpetuarlas”. Ya hemos dicho que era el programa general del poema: sostener un sujeto a través la fidelidad al nombre de un acontecimiento desaparecido e indecidible. Examinemos las diez secciones propiamente dichas. 1) Disolución del acontecimiento en su lugar supuesto
Tan claro, su encarnado ligero, que revolotea en el aire adormecido por sueños espesos.
Transparencia del aire y latencia del sueño. Tal como en Tirada de dados, la pluma está sobre el abismo “sin cubrirlo ni huir”, las ninfas, desvanecidas, reducidas a la semejanza de un color, se esparcen (quizás) por el lugar donde el fauno no sabe si se despierta o se duerme. 2) Puesta en escena de la duda
¿Amaba un sueño? Mi duda, montón de antigua noche, se acaba en mucha rama sutil que, quedando los verdaderos bosques, prueba, ¡ay!, que sólo yo me ofrecía por triunfo la falta ideal de las rosas – Reflexionemos...
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La duda no es de ninguna manera de tipo escéptico. El imperativo es: “Reflexionemos”. Toda la operación del poema es una operación de pensamiento, no de rememorización o de anamnesis, y la duda es una operación positiva del poema, lo que autoriza la inspección del lugar bajo la regla de los rastros de las ninfas-acontecimiento. Aun cuando su primera inferencia es puramente negativa (yo estaba solo, “no ha tenido lugar sino el lugar”). 3) Del deseo a la música
¡O si las mujeres que glosas representan un deseo de tus sentidos fabulosos! Fauno, la ilusión escapa de los ojos azules y fríos, como una fuente en llanto, de la más casta: mas, siendo la otra puros suspiros, ¿dices que contrasta como brisa del día cálida en tu toisón? ¡No! Por el inmóvil y laxo desmayo que sofoca de calor la mañana fresca, si lucha, no murmura otra agua que la que vierte mi flauta en el bosquecillo rociado de acordes; y el único viento listo a exhalarse por los dos tubos, antes de que disperse el sonido en una árida lluvia, es, en el horizonte en el que no se agitan ondas, el visible y sereno aliento artificial de la inspiración, que reconquista el cielo.
Lo que permite pasar de la hipótesis de una invención del deseo a la de una suscitación por el arte es la metamorfosis “elemental” de las dos ninfas. Ellas pueden, en efecto, equivaler, en la indecidibilidad de su aparición, a la fuente y a la brisa, al agua y al aire. Ahora bien, de estas antiguas equivalencias el arte es, después de todo, capaz. Esta sección cruza dos cosas que no se separan más, un procedimiento situado al margen del deseo y del amor, y el procedimiento artístico, que posee en sí un doble estatuto: representado en el poema por el arte musical del fauno, también es el devenir del poema mismo. En definitiva, hay tres registros intrincados: el deseo, ligado al supuesto reencuentro de la desnudez de las nin182
Pequeño tratado de inestética
fas; el arte del fauno (músico), creador de ficciones elementales; el arte del poeta. La convocatoria erótica sostiene una metáfora intrapoética del poema, superimpuesta por metamorfosis y cadenas de equivalencia al supuesto juego del deseo: ninfas → ojos azules y fríos → llanto → fuente → murmullo de la flauta → capacidad del poema. 4) Arrancarle al lugar el nombre del acontecimiento
Oh, orillas sicilianas de un sereno pantano que en lucha con los soles mi vanidad rapiña, tácitas bajo las flores de centellas, CONTAD “Que yo cortaba aquí los huecos juncos domados por el talento; cuando, sobre el oro glauco de pastos lejanos, consagrando su viña a las fontanas, ondula una blancura animal en reposo: y que al preludio lento donde nacen las pipas, ese vuelo de cisnes, ¡no!, de náyades se escapa o se hunde...”
Aquí tenemos un ejemplo, aún muy sencillo, de lo que sin duda es el movimiento más general de los poemas de Mallarmé: la presentación del lugar, y luego la tentativa de discernir la prueba de algún acontecimiento desvanecido. Ese pasaje incluye una primera secuencia del relato entre comillas y en itálica. Ese relato atribuido al lugar mismo, como si fuera a confesar el acontecimiento que lo habita, es un puro tiempo de prosa, lo que de por sí nos persuade de que no llegará más que a la duda. Esa consumación, por lo demás, está inscripta en la oscilación interrogativa entre “cisnes” y “náyades”, que deja abierta la posibilidad de una subversión de la realidad (las aves del estanque) por obra del imaginario (la desnudez de las mujeres). Al cabo, el relato puede reconducir plenamente a la soledad del lugar, lo que expone el fauno a la primera tentación. 5) Primera tentación: abolirse extáticamente en el lugar
Inerte, todo arde en la hora feroz, sin marcar por cuál arte en conjuro partieron 183
Alain Badiou
La duda no es de ninguna manera de tipo escéptico. El imperativo es: “Reflexionemos”. Toda la operación del poema es una operación de pensamiento, no de rememorización o de anamnesis, y la duda es una operación positiva del poema, lo que autoriza la inspección del lugar bajo la regla de los rastros de las ninfas-acontecimiento. Aun cuando su primera inferencia es puramente negativa (yo estaba solo, “no ha tenido lugar sino el lugar”). 3) Del deseo a la música
¡O si las mujeres que glosas representan un deseo de tus sentidos fabulosos! Fauno, la ilusión escapa de los ojos azules y fríos, como una fuente en llanto, de la más casta: mas, siendo la otra puros suspiros, ¿dices que contrasta como brisa del día cálida en tu toisón? ¡No! Por el inmóvil y laxo desmayo que sofoca de calor la mañana fresca, si lucha, no murmura otra agua que la que vierte mi flauta en el bosquecillo rociado de acordes; y el único viento listo a exhalarse por los dos tubos, antes de que disperse el sonido en una árida lluvia, es, en el horizonte en el que no se agitan ondas, el visible y sereno aliento artificial de la inspiración, que reconquista el cielo.
Lo que permite pasar de la hipótesis de una invención del deseo a la de una suscitación por el arte es la metamorfosis “elemental” de las dos ninfas. Ellas pueden, en efecto, equivaler, en la indecidibilidad de su aparición, a la fuente y a la brisa, al agua y al aire. Ahora bien, de estas antiguas equivalencias el arte es, después de todo, capaz. Esta sección cruza dos cosas que no se separan más, un procedimiento situado al margen del deseo y del amor, y el procedimiento artístico, que posee en sí un doble estatuto: representado en el poema por el arte musical del fauno, también es el devenir del poema mismo. En definitiva, hay tres registros intrincados: el deseo, ligado al supuesto reencuentro de la desnudez de las nin182
fas; el arte del fauno (músico), creador de ficciones elementales; el arte del poeta. La convocatoria erótica sostiene una metáfora intrapoética del poema, superimpuesta por metamorfosis y cadenas de equivalencia al supuesto juego del deseo: ninfas → ojos azules y fríos → llanto → fuente → murmullo de la flauta → capacidad del poema. 4) Arrancarle al lugar el nombre del acontecimiento
Oh, orillas sicilianas de un sereno pantano que en lucha con los soles mi vanidad rapiña, tácitas bajo las flores de centellas, CONTAD “Que yo cortaba aquí los huecos juncos domados por el talento; cuando, sobre el oro glauco de pastos lejanos, consagrando su viña a las fontanas, ondula una blancura animal en reposo: y que al preludio lento donde nacen las pipas, ese vuelo de cisnes, ¡no!, de náyades se escapa o se hunde...”
Aquí tenemos un ejemplo, aún muy sencillo, de lo que sin duda es el movimiento más general de los poemas de Mallarmé: la presentación del lugar, y luego la tentativa de discernir la prueba de algún acontecimiento desvanecido. Ese pasaje incluye una primera secuencia del relato entre comillas y en itálica. Ese relato atribuido al lugar mismo, como si fuera a confesar el acontecimiento que lo habita, es un puro tiempo de prosa, lo que de por sí nos persuade de que no llegará más que a la duda. Esa consumación, por lo demás, está inscripta en la oscilación interrogativa entre “cisnes” y “náyades”, que deja abierta la posibilidad de una subversión de la realidad (las aves del estanque) por obra del imaginario (la desnudez de las mujeres). Al cabo, el relato puede reconducir plenamente a la soledad del lugar, lo que expone el fauno a la primera tentación. 5) Primera tentación: abolirse extáticamente en el lugar
Inerte, todo arde en la hora feroz, sin marcar por cuál arte en conjuro partieron 183
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tantos ansiados hímenes de quien busca el la: así que yo me levantaré al primer fervor, recto y solo, bajo antiguas olas de luz, ¡lirios!, y uno de todos vosotros para la ingenuidad.
Dado que el relato del lugar no podrá convencer, no proponiéndonos sino una vana memoria, ¿por qué no renunciar a la búsqueda de rastros? ¿Por qué no consumirse simplemente a la luz del paisaje? Es la tentación de la infidelidad, la de abdicar sobre la cuestión del acontecimiento y de la fidelidad al nombre, a las “ninfas”. Así como una verdad siempre se induce a partir de algún acontecimiento (si no es así, ¿de dónde vendría su poder de novedad?), toda tentación contra la verdad se presenta como tentación de renunciar al acontecimiento y a su nominación, y contentarse con el puro “hay”, con la fuerza definitiva del solo lugar. Consumido por el mediodía, el fauno se vería librado de su problema, sería “uno de todos nosotros”, y ya no esa singularidad subjetiva librada a lo indecidible. Todo éxtasis del lugar es el abandono de una verdad fatigosa. Pero no es sino una tentación. El deseo del fauno, su música, y por último el poema, persisten en la búsqueda de los signos. 6) Signos del cuerpo y poder del arte
Sólo esta dulce nada por su labio difundida, el beso, que calladamente perfidias asegura, mi seno, virgen de prueba, muestra una mordedura misteriosa, obra de algún diente augusto; pero, ¡basta! arcano tal eligió por confidente, junco basto y gemelo que bajo el azul se usa: que, desviando hacia sí la molestia de la mejilla, sueña, en un solo largo, que nosotros gozamos la belleza alrededor por medio de confusiones falsas entre sí misma y nuestro canto crédulo; y de lograr tan alto como el amor se modula desvanecer del sueño ordinario de dorso o flanco puro seguidos con mi mirada cerrada, una sonora, vana y monótona línea.
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Pequeño tratado de inestética
Pequeño tratado de inestética
En los dos primeros versos de esta sección, el fauno enuncia que hay otro rastro que el beso, o que el recuerdo de un beso. El beso “en sí” es pura anulación, es una “dulce nada”. Pero existe el rastro, una mordedura misteriosa. Evidentemente, se nota la aparente contradicción entre “virgen de prueba” y “muestra una mordedura” en el mismo verso. Dicha contradicción es una tesis: ningún rastro verificado de un acontecimiento vale como prueba para su haber-tenido-lugar. El acontecimiento se sustrae a la prueba, pues si no, perdería su dimensión de desvanecimiento indecidible. Pero no queda excluido que haya un rastro, un signo, al punto de que, puesto que un signo semejante no es una prueba, no obliga a su interpretación. Un acontecimiento bien puede dejar rastros, pero esos rastros jamás poseen, por sí solos, un valor unívoco. En realidad, es imposible interrogar los rastros de un acontecimiento de otra forma que bajo la hipótesis de una nominación. Los rastros sólo significan al acontecimiento si éste ha sido decidido. Bajo el nombre fijo “ ninfas”, siempre decidido, se puede, sin constituir una prueba, mostrar una mordedura “misteriosa”. Es la esencia misma de la noción mallarmeana de misterio: un rastro que no constituye prueba, un signo cuyo referente no está obligado. Hay misterio cada vez que alguna cosa constituye un signo sin que uno esté obligado a una interpretación. Porque el signo es signo de lo indecidible en sí, bajo la fijeza del nombre. A partir del “pero” del verso 42 (“Pero, ¡basta!”), Mallarmé desarrolla la hipótesis de que ese rastro misterioso en realidad es una producción del arte. Si se lo compara a la primera versión, se tiene una disposición muy diferente. En aquella versión, la mordedura misteriosa era llamada “femenina”, de suerte que la interpretación estaba fijada. Ningún misterio en las letras. Entre 1865 y 1876, Mallarmé pasa de la idea de una prueba inequívoca a la de un rastro misterioso, cuya interpretación es abierta. Y es que la primera versión está en el registro del saber. La cuestión que anima el poema, hasta su destino teatral, es: ¿qué sabemos de lo que ha tenido lugar? Prueba (la mordedura femenina) y saber están ligados. En la última versión, el testimonio se vuelve un signo cuyo referente está suspendido. La cuestión ya no es saber lo que ha tenido lugar, sino hacer verdad de 185
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tantos ansiados hímenes de quien busca el la: así que yo me levantaré al primer fervor, recto y solo, bajo antiguas olas de luz, ¡lirios!, y uno de todos vosotros para la ingenuidad.
Dado que el relato del lugar no podrá convencer, no proponiéndonos sino una vana memoria, ¿por qué no renunciar a la búsqueda de rastros? ¿Por qué no consumirse simplemente a la luz del paisaje? Es la tentación de la infidelidad, la de abdicar sobre la cuestión del acontecimiento y de la fidelidad al nombre, a las “ninfas”. Así como una verdad siempre se induce a partir de algún acontecimiento (si no es así, ¿de dónde vendría su poder de novedad?), toda tentación contra la verdad se presenta como tentación de renunciar al acontecimiento y a su nominación, y contentarse con el puro “hay”, con la fuerza definitiva del solo lugar. Consumido por el mediodía, el fauno se vería librado de su problema, sería “uno de todos nosotros”, y ya no esa singularidad subjetiva librada a lo indecidible. Todo éxtasis del lugar es el abandono de una verdad fatigosa. Pero no es sino una tentación. El deseo del fauno, su música, y por último el poema, persisten en la búsqueda de los signos. 6) Signos del cuerpo y poder del arte
Sólo esta dulce nada por su labio difundida, el beso, que calladamente perfidias asegura, mi seno, virgen de prueba, muestra una mordedura misteriosa, obra de algún diente augusto; pero, ¡basta! arcano tal eligió por confidente, junco basto y gemelo que bajo el azul se usa: que, desviando hacia sí la molestia de la mejilla, sueña, en un solo largo, que nosotros gozamos la belleza alrededor por medio de confusiones falsas entre sí misma y nuestro canto crédulo; y de lograr tan alto como el amor se modula desvanecer del sueño ordinario de dorso o flanco puro seguidos con mi mirada cerrada, una sonora, vana y monótona línea.
Pequeño tratado de inestética
En los dos primeros versos de esta sección, el fauno enuncia que hay otro rastro que el beso, o que el recuerdo de un beso. El beso “en sí” es pura anulación, es una “dulce nada”. Pero existe el rastro, una mordedura misteriosa. Evidentemente, se nota la aparente contradicción entre “virgen de prueba” y “muestra una mordedura” en el mismo verso. Dicha contradicción es una tesis: ningún rastro verificado de un acontecimiento vale como prueba para su haber-tenido-lugar. El acontecimiento se sustrae a la prueba, pues si no, perdería su dimensión de desvanecimiento indecidible. Pero no queda excluido que haya un rastro, un signo, al punto de que, puesto que un signo semejante no es una prueba, no obliga a su interpretación. Un acontecimiento bien puede dejar rastros, pero esos rastros jamás poseen, por sí solos, un valor unívoco. En realidad, es imposible interrogar los rastros de un acontecimiento de otra forma que bajo la hipótesis de una nominación. Los rastros sólo significan al acontecimiento si éste ha sido decidido. Bajo el nombre fijo “ ninfas”, siempre decidido, se puede, sin constituir una prueba, mostrar una mordedura “misteriosa”. Es la esencia misma de la noción mallarmeana de misterio: un rastro que no constituye prueba, un signo cuyo referente no está obligado. Hay misterio cada vez que alguna cosa constituye un signo sin que uno esté obligado a una interpretación. Porque el signo es signo de lo indecidible en sí, bajo la fijeza del nombre. A partir del “pero” del verso 42 (“Pero, ¡basta!”), Mallarmé desarrolla la hipótesis de que ese rastro misterioso en realidad es una producción del arte. Si se lo compara a la primera versión, se tiene una disposición muy diferente. En aquella versión, la mordedura misteriosa era llamada “femenina”, de suerte que la interpretación estaba fijada. Ningún misterio en las letras. Entre 1865 y 1876, Mallarmé pasa de la idea de una prueba inequívoca a la de un rastro misterioso, cuya interpretación es abierta. Y es que la primera versión está en el registro del saber. La cuestión que anima el poema, hasta su destino teatral, es: ¿qué sabemos de lo que ha tenido lugar? Prueba (la mordedura femenina) y saber están ligados. En la última versión, el testimonio se vuelve un signo cuyo referente está suspendido. La cuestión ya no es saber lo que ha tenido lugar, sino hacer verdad de
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un acontecimiento indecidible. A la vieja cuestión romántica del sueño y de la realidad, Mallarmé la sustituye por la del origen acontecimiental de lo verdadero y de su relación con el otorgamiento de un lugar. Son los componentes del misterio. El poema dice: mi flauta de artista ha elegido como propio confidente, como aquello a lo que confiarse, un misterio así. “Misterio” funciona entonces como el ayudante del “yo” músico de la flauta y abre una renovación de la hipótesis según la cual el referente del misterio es antes artístico que amoroso. Muy intrincados, los versos 45 a 48 (a partir de “quien, des viando hacia sí...”) declaran que la flauta, llevando hacia sí lo que podría testimoniar el deseo o el problema, establece como saldo total del arte un sueño musical. El artista y su arte entretienen al decorado estableciendo equívocos entre la belleza del lugar y su canto crédulo. La flauta que toca el artista bajo el cielo ha podido tomar por confidente un misterio semejante llevando hacia sí misma todas las virtualidades del deseo. Distrae toda la belleza del lugar estableciendo un equívoco constante con su canto. Ella sueña con hacer –con la misma intensidad de la que el amor es capaz– desaparecer, con disiparse, el sueño fantasmático que uno puede tener de tal u cual cuerpo. Tiene el poder de extraer de ese material del sueño “una sonora, vana y monótona línea”. La obvia afectación de este párrafo, su preciosismo complaciente subrayan que el misterio del sueño desvanecido del cuerpo deseado puede ser simplemente un efecto del arte, y no obligado a una suposición acontecimiental. Un deseo sin reencuentro, sin objeto real, si es captado por el arte (capaz de establecer “confusiones”), puede suscitar en la situación un rastro misterioso. El rastro artístico es misterioso porque no es sino un rastro de sí mismo. La idea de Mallarmé es que el arte es capaz de producir en el mundo un rastro que, no relacionándose más que a su propio rastro, queda encerrado en su enigma. El arte puede crear el rastro de un deseo sin objeto reencontrado (en el sentido de lo real). Ahí está su misterio. Misterio de su equivalencia con el deseo, economía hecha con todo objeto. Lo que expone a la segunda tentación. 186
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Pequeño tratado de inestética 7) Segunda tentación: contentarse con el simulacro artístico
¡Tratas, pues, instrumento de fugas, oh maligna Syrinx, de reflorecer en los lagos donde me aguardas! Yo, con mi rumor altivo, quiero hablar largo tiempo de las diosas; y por idólatras pinturas, a su sombra despojar todavía cinturas: así, cuando a las uvas les he succionado la claridad, para desterrar un lamento por mi mentira aislado, riendo, alzo al cielo estival el racimo vacío y, soplando en sus pieles luminosas, ávido de embriaguez, hasta el ocaso miro a su trasluz.
La transición se dirige a su flauta, porque la hipótesis previa es que todo procede del arte. El poema dice: tú, instrumento del arte, ve a recomenzar tu tarea. Por mi parte, yo querría volver a mi deseo, al que tú pretendes equivaler. El fauno que desea se distingue aquí del fauno artista. Pero, a la vez, la escena erótica se presenta como pura ensoñación, y por consiguiente el acontecimiento (la venida real de las ninfas) queda anulada. Estamos en la segunda tentación, que es la de contentarse, subjetivamente, con el simulacro, con el deseo sin objeto. Es lo que se podría llamar una interpretación perversa de la hipótesis anterior. Ella consiste en decir: quizás sea mi arte el que creó este misterio, pero yo voy a llenarlo con un simulacro que desea. Tal será mi placer. Por lo tanto es esencial que el simulacro así concebido sea una ebriedad, una ebriedad que se desvía de toda verdad. Si el simulacro es posible, entonces no necesito más la fidelidad, porque a lo que se ha ausentado lo puedo imitar, hacerlo artificial, en tanto es un vacío que es también vacío sensible (las uvas infladas de aire). Un simulacro es siempre la sustitución de una fidelidad al acontecimiento por la puesta en escena de un vacío. En la cuestión del acontecimiento, la función del vacío es central, pues lo que el acontecimiento convoca, hace advenir, es el vacío de la situación. El acontecimiento atestigua, haciendo que lo real se hamaque al lado de “lo que no estaba allí”, que el ser del “hay” es el vacío. Él deshace la apariencia de lo pleno. Un acontecimiento es la puesta en falta de una plenitud. 187
Alain Badiou
un acontecimiento indecidible. A la vieja cuestión romántica del sueño y de la realidad, Mallarmé la sustituye por la del origen acontecimiental de lo verdadero y de su relación con el otorgamiento de un lugar. Son los componentes del misterio. El poema dice: mi flauta de artista ha elegido como propio confidente, como aquello a lo que confiarse, un misterio así. “Misterio” funciona entonces como el ayudante del “yo” músico de la flauta y abre una renovación de la hipótesis según la cual el referente del misterio es antes artístico que amoroso. Muy intrincados, los versos 45 a 48 (a partir de “quien, des viando hacia sí...”) declaran que la flauta, llevando hacia sí lo que podría testimoniar el deseo o el problema, establece como saldo total del arte un sueño musical. El artista y su arte entretienen al decorado estableciendo equívocos entre la belleza del lugar y su canto crédulo. La flauta que toca el artista bajo el cielo ha podido tomar por confidente un misterio semejante llevando hacia sí misma todas las virtualidades del deseo. Distrae toda la belleza del lugar estableciendo un equívoco constante con su canto. Ella sueña con hacer –con la misma intensidad de la que el amor es capaz– desaparecer, con disiparse, el sueño fantasmático que uno puede tener de tal u cual cuerpo. Tiene el poder de extraer de ese material del sueño “una sonora, vana y monótona línea”. La obvia afectación de este párrafo, su preciosismo complaciente subrayan que el misterio del sueño desvanecido del cuerpo deseado puede ser simplemente un efecto del arte, y no obligado a una suposición acontecimiental. Un deseo sin reencuentro, sin objeto real, si es captado por el arte (capaz de establecer “confusiones”), puede suscitar en la situación un rastro misterioso. El rastro artístico es misterioso porque no es sino un rastro de sí mismo. La idea de Mallarmé es que el arte es capaz de producir en el mundo un rastro que, no relacionándose más que a su propio rastro, queda encerrado en su enigma. El arte puede crear el rastro de un deseo sin objeto reencontrado (en el sentido de lo real). Ahí está su misterio. Misterio de su equivalencia con el deseo, economía hecha con todo objeto. Lo que expone a la segunda tentación.
Pequeño tratado de inestética 7) Segunda tentación: contentarse con el simulacro artístico
¡Tratas, pues, instrumento de fugas, oh maligna Syrinx, de reflorecer en los lagos donde me aguardas! Yo, con mi rumor altivo, quiero hablar largo tiempo de las diosas; y por idólatras pinturas, a su sombra despojar todavía cinturas: así, cuando a las uvas les he succionado la claridad, para desterrar un lamento por mi mentira aislado, riendo, alzo al cielo estival el racimo vacío y, soplando en sus pieles luminosas, ávido de embriaguez, hasta el ocaso miro a su trasluz.
La transición se dirige a su flauta, porque la hipótesis previa es que todo procede del arte. El poema dice: tú, instrumento del arte, ve a recomenzar tu tarea. Por mi parte, yo querría volver a mi deseo, al que tú pretendes equivaler. El fauno que desea se distingue aquí del fauno artista. Pero, a la vez, la escena erótica se presenta como pura ensoñación, y por consiguiente el acontecimiento (la venida real de las ninfas) queda anulada. Estamos en la segunda tentación, que es la de contentarse, subjetivamente, con el simulacro, con el deseo sin objeto. Es lo que se podría llamar una interpretación perversa de la hipótesis anterior. Ella consiste en decir: quizás sea mi arte el que creó este misterio, pero yo voy a llenarlo con un simulacro que desea. Tal será mi placer. Por lo tanto es esencial que el simulacro así concebido sea una ebriedad, una ebriedad que se desvía de toda verdad. Si el simulacro es posible, entonces no necesito más la fidelidad, porque a lo que se ha ausentado lo puedo imitar, hacerlo artificial, en tanto es un vacío que es también vacío sensible (las uvas infladas de aire). Un simulacro es siempre la sustitución de una fidelidad al acontecimiento por la puesta en escena de un vacío. En la cuestión del acontecimiento, la función del vacío es central, pues lo que el acontecimiento convoca, hace advenir, es el vacío de la situación. El acontecimiento atestigua, haciendo que lo real se hamaque al lado de “lo que no estaba allí”, que el ser del “hay” es el vacío. Él deshace la apariencia de lo pleno. Un acontecimiento es la puesta en falta de una plenitud.
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Pero como el acontecimiento se desvanece y no queda de él más que el nombre, no hay otra manera verídica de tratar ese vacío, en la situación reconstituida, que ser fiel a ese nombre (ser fiel a las ninfas). No obstante, queda una nostalgia del vacío mismo tal como fue convocado en el claro del acontecimiento. Es la nostalgia tentadora de un vacío que estaría lleno, de un vacío habitable, de un éxtasis perpetuo. Se precisa, por supuesto, el enceguecimiento de la ebriedad. Es a lo que se abandona el fauno, y contra lo que no halla otro recurso que la brutal repetición de la memoria narrativa. 8) La escena del crimen
Oh ninfas, desbordemos los diversos RECUERDOS. “Mis ojos, horadando los juncos, asestaban cada cuello Inmortal, que ahoga en las olas su fulgor con un grito de rabia al cielo de la foresta; y el espléndido baño de cabellos desaparecía en los claros y las conmociones, ¡oh, pedrerías! Corro; cuando, a mis pies, se enredan (magulladas de languidez gustada en el mal de ser dos) las durmientes entre sus solos brazos azarosos; las rapto, sin desenlazarlas, y huyo hasta el macizo, odiado por la frívola sombra, de rosas que secan todo perfume al sol, donde nuestro retozo sea como el día acabado.” ¡Yo te adoro, ira de vírgenes, oh, delicia feroz del sacro fardo desnudo que resbala para huir de mi labio que bebe llamas, como un destello trémulo! el temor secreto de la carne: de los pies de la inhumana al corazón de la tímida que abandona a la vez una inocencia, húmeda de loco llanto o de menos tristes vapores. “Mi crimen es, feliz de vencer miedos traidores, haber separado cabellos intrincados de besos que los dioses guardaban bien mezclados: pues iba apenas a ocultar una risa ardiente tras los pliegues felices de una sola (guardando con un dedo simple, para que su candor de pluma 188
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se tiñera del gozo de su hermana que se enciende, la pequeña, cándida y sin ruborizarse:) que de mis brazos, deshechos por las vagas muertes, esa presa, por siempre ingrata se libera sin piedad del sollozo del que aún yo estaba ebrio”.
Esta larga secuencia se apoya vigorosamente sobre la prosa interior, sobre las itálicas del relato, sobre la vana pretensión del recuerdo. Ella narra sin desvíos, primero cómo es que el fauno raptó a la pareja de ninfas, luego cómo es que las perdió, con las dos bellezas escurriéndose entre sus brazos. El erotismo está reforzado, casi vulgar (“húmeda de menos tristes vapores”, “su hermana que se enciende”, etc.). No es la “vaga literatura” de Verlaine (por otro lado, un poeta obsceno, como se sabe), ni las palabras “alusivas, jamás directas” de Mallarmé mismo (por otro lado, igualmente un poeta obsceno: léase “Una negra sacudida por el demonio”). El primer relato, en la sección 4, estaba sujeto al régimen de la convocatoria del lugar. Las “orillas sicilianas de un sereno pantano” debían confesar el acontecimiento-ninfas que las había afectado. Los dos relatos de esta sección 8 son confiados directamente a la memoria (“rebasemos los diversos RECUERDOS”). ¿Hay una coincidencia narrativa? No del todo. La primera ocurrencia prosaica cuenta solamente la desaparición de las ninfas. Se centra en la dimensión evanescente del acontecimiento. Esta vez, tenemos una descripción positiva, una escena erótica en forma, que identifica el nombre (“estas ninfas”) y ratifica el plural (las dos mujeres se distinguen claramente, al tiempo que se afirma su relativa cualidad indistinta, porque los dioses las conservaban “mezcladas”). Sin embargo, ¿de qué vale, para el devenir verdadero del poema, la precisión erótica de los recuerdos? La memoria tiene el equívoco esencial que está bajo el signo del nombre. El lugar bien puede ser inocente respecto del acontecimiento; la memoria no lo es jamás, pues ella está pre-estructurada por la nominación. Pretende entregarnos el acontecimiento como tal, mas es una impostura, pues todo su relato está a las órdenes del imperativo del nombre, y podría no ser más que un ejercicio, lógico y retroactivo, inducido por la inerradicable aseveración “estas ninfas”. 189
Alain Badiou
Pero como el acontecimiento se desvanece y no queda de él más que el nombre, no hay otra manera verídica de tratar ese vacío, en la situación reconstituida, que ser fiel a ese nombre (ser fiel a las ninfas). No obstante, queda una nostalgia del vacío mismo tal como fue convocado en el claro del acontecimiento. Es la nostalgia tentadora de un vacío que estaría lleno, de un vacío habitable, de un éxtasis perpetuo. Se precisa, por supuesto, el enceguecimiento de la ebriedad. Es a lo que se abandona el fauno, y contra lo que no halla otro recurso que la brutal repetición de la memoria narrativa. 8) La escena del crimen
Oh ninfas, desbordemos los diversos RECUERDOS. “Mis ojos, horadando los juncos, asestaban cada cuello Inmortal, que ahoga en las olas su fulgor con un grito de rabia al cielo de la foresta; y el espléndido baño de cabellos desaparecía en los claros y las conmociones, ¡oh, pedrerías! Corro; cuando, a mis pies, se enredan (magulladas de languidez gustada en el mal de ser dos) las durmientes entre sus solos brazos azarosos; las rapto, sin desenlazarlas, y huyo hasta el macizo, odiado por la frívola sombra, de rosas que secan todo perfume al sol, donde nuestro retozo sea como el día acabado.” ¡Yo te adoro, ira de vírgenes, oh, delicia feroz del sacro fardo desnudo que resbala para huir de mi labio que bebe llamas, como un destello trémulo! el temor secreto de la carne: de los pies de la inhumana al corazón de la tímida que abandona a la vez una inocencia, húmeda de loco llanto o de menos tristes vapores. “Mi crimen es, feliz de vencer miedos traidores, haber separado cabellos intrincados de besos que los dioses guardaban bien mezclados: pues iba apenas a ocultar una risa ardiente tras los pliegues felices de una sola (guardando con un dedo simple, para que su candor de pluma 188
Alain Badiou
Nunca hay memoria del acontecimiento puro. Su faz de abolición no es memorial. La inocencia del lugar y el equívoco de los rastros son los que tienen razón sobre este punto. No hay memoria más que de aquello que puede suscitar la fijeza del nombre. Por eso, por precisa que sea, la secuencia solamente propone nuevos materiales a la duda. El primero de los dos relatos de la secuencia evoca el enlazamiento adormecido de las dos ninfas, y su captura por parte del deseo del fauno. El segundo, la desaparición, por división forzosa, de ese bicéfalo desnudo. El nudo fantasmático lesbiano es patente. Inaugurado poéticamente por Baudelaire, atraviesa todo el siglo, incluyendo la pintura (pensemos en las durmientes de Courbet). De este moti vo consensuado, puede esperarse sin duda alguna meditación subyacente sobre el Uno y el Dos (el “mal de ser dos”). Pues todo se juega en la conservación del enlazamiento de lo mismo con lo mismo. Hay dos tiempos esenciales, el verso 71 (“sin desenlazarlas, las rapto”) y los versos 82 y 83 (“Mi crimen es, feliz de vencer miedos, haber separado cabellos”). Enlazamiento y desenlazamiento. Uno del Dos, y Dos fatal del Uno. Las dos mujeres enlazadas constituyen una t otalidad autosuficiente, el fantasma de un deseo replegado sobre sí, dedicado a sí mismo, un deseo sin otro, ¿habría que decir encastrado? En todo caso, del Dos como Uno. Es ese deseo en bucle el que suscita el deseo exterior del fauno, y también el que acarreará su pérdida. Pues lo que el fauno no entiende es que el encuentro de las ninfas no es un encuentro para su deseo, sino un encuentro del deseo. El fauno trata como objeto (y por ende trata de dividir, de tratar “parcialmente”) aquello que, justamente, no era una totalidad más que para prescindir de todo objeto, para representar el deseo puro. La lección dolorosa que recibe el fauno es ésta: en un acontecimiento auténtico, nunca es un objeto de deseo lo que está en cuestión, sino el deseo en sí, el deseo puro. La alegoría lesbiana es una presentación cerrada de esa pureza. Se corre una suerte particular en el pasaje (versos 75 a 81, interrupción de las itálicas) que separa los dos relatos de esta sección. Pues se trata del único momento propiamente subjetiva190
Pequeño tratado de inestética
se tiñera del gozo de su hermana que se enciende, la pequeña, cándida y sin ruborizarse:) que de mis brazos, deshechos por las vagas muertes, esa presa, por siempre ingrata se libera sin piedad del sollozo del que aún yo estaba ebrio”.
Esta larga secuencia se apoya vigorosamente sobre la prosa interior, sobre las itálicas del relato, sobre la vana pretensión del recuerdo. Ella narra sin desvíos, primero cómo es que el fauno raptó a la pareja de ninfas, luego cómo es que las perdió, con las dos bellezas escurriéndose entre sus brazos. El erotismo está reforzado, casi vulgar (“húmeda de menos tristes vapores”, “su hermana que se enciende”, etc.). No es la “vaga literatura” de Verlaine (por otro lado, un poeta obsceno, como se sabe), ni las palabras “alusivas, jamás directas” de Mallarmé mismo (por otro lado, igualmente un poeta obsceno: léase “Una negra sacudida por el demonio”). El primer relato, en la sección 4, estaba sujeto al régimen de la convocatoria del lugar. Las “orillas sicilianas de un sereno pantano” debían confesar el acontecimiento-ninfas que las había afectado. Los dos relatos de esta sección 8 son confiados directamente a la memoria (“rebasemos los diversos RECUERDOS”). ¿Hay una coincidencia narrativa? No del todo. La primera ocurrencia prosaica cuenta solamente la desaparición de las ninfas. Se centra en la dimensión evanescente del acontecimiento. Esta vez, tenemos una descripción positiva, una escena erótica en forma, que identifica el nombre (“estas ninfas”) y ratifica el plural (las dos mujeres se distinguen claramente, al tiempo que se afirma su relativa cualidad indistinta, porque los dioses las conservaban “mezcladas”). Sin embargo, ¿de qué vale, para el devenir verdadero del poema, la precisión erótica de los recuerdos? La memoria tiene el equívoco esencial que está bajo el signo del nombre. El lugar bien puede ser inocente respecto del acontecimiento; la memoria no lo es jamás, pues ella está pre-estructurada por la nominación. Pretende entregarnos el acontecimiento como tal, mas es una impostura, pues todo su relato está a las órdenes del imperativo del nombre, y podría no ser más que un ejercicio, lógico y retroactivo, inducido por la inerradicable aseveración “estas ninfas”. 189
Pequeño tratado de inestética
do (“Yo te adoro, ira de vírgenes”, del momento en el que el deseo es declarado. Es importante distinguir la declaración de la nominación. Llamemos “declaración” –habiendo tenido lugar la nominación (“estas ninfas”)– al hecho de enunciar su propia relación con esta nominación. Es el tiempo crucial de inducción del sujeto bajo el nombre del acontecimiento. Todo sujeto se declara (“yo te adoro”) como relación a la nominación, y por ende en una fidelidad deseante al acontecimiento. La declaración del fauno se intercala entre dos tiempos del relato, de los que el primero está bajo el signo de lo Uno, y el otro, bajo el signo de la división. Él hace esa declaración en el momento de confesar que no ha sabido ser fiel a lo Uno del deseo puro. Y es que hay infidelidad cada vez que la declaración resulta ser heterogénea a la nominación, cuando se inscribe en otra serie subjetiva que la que impone la nominación. Tal es el “crimen” del fauno. Es haber intentado, bajo el signo de una declaración deseante heterogénea (querer unirse eróticamente a las dos ninfas por separado), la disyunción de eso en que lo Uno, como deseo puro que absorbe al Dos, era conservado por los dioses, como poder indivisible de la aparición acontecimiental. El crimen es hacer un objeto de aquello que ocurre de forma plenamente distinta a un objeto. La fuerza subjetivante de un acontecimiento no es el deseo de un objeto, sino el deseo de un deseo. Mallarmé nos dice: quienquiera que restaure la categoría del objeto, que el acontecimiento siempre destituye, es enviado de vuelta a la abolición pura y simple. Las ninfas se disuelven en brazos de quien pretendía volverlas un objeto de su deseo, en lugar de ser consecuente con el encuentro de un nuevo deseo. Ya no habrá para él otro rastro del acontecimiento que el sentimiento de una pérdida. Cuando hay acontecimiento, la objetivación (el “crimen”) con voca la pérdida. Es el gran problema de la fidelidad a un acontecimiento, de la ética de la fidelidad: ¿cómo no restituir el objeto y la objetividad? La objetivación es el análisis y también es el vicio narrativo de la memoria. El fauno analiza un recuerdo y se pierde en la objetividad. 191
Alain Badiou
Nunca hay memoria del acontecimiento puro. Su faz de abolición no es memorial. La inocencia del lugar y el equívoco de los rastros son los que tienen razón sobre este punto. No hay memoria más que de aquello que puede suscitar la fijeza del nombre. Por eso, por precisa que sea, la secuencia solamente propone nuevos materiales a la duda. El primero de los dos relatos de la secuencia evoca el enlazamiento adormecido de las dos ninfas, y su captura por parte del deseo del fauno. El segundo, la desaparición, por división forzosa, de ese bicéfalo desnudo. El nudo fantasmático lesbiano es patente. Inaugurado poéticamente por Baudelaire, atraviesa todo el siglo, incluyendo la pintura (pensemos en las durmientes de Courbet). De este moti vo consensuado, puede esperarse sin duda alguna meditación subyacente sobre el Uno y el Dos (el “mal de ser dos”). Pues todo se juega en la conservación del enlazamiento de lo mismo con lo mismo. Hay dos tiempos esenciales, el verso 71 (“sin desenlazarlas, las rapto”) y los versos 82 y 83 (“Mi crimen es, feliz de vencer miedos, haber separado cabellos”). Enlazamiento y desenlazamiento. Uno del Dos, y Dos fatal del Uno. Las dos mujeres enlazadas constituyen una t otalidad autosuficiente, el fantasma de un deseo replegado sobre sí, dedicado a sí mismo, un deseo sin otro, ¿habría que decir encastrado? En todo caso, del Dos como Uno. Es ese deseo en bucle el que suscita el deseo exterior del fauno, y también el que acarreará su pérdida. Pues lo que el fauno no entiende es que el encuentro de las ninfas no es un encuentro para su deseo, sino un encuentro del deseo. El fauno trata como objeto (y por ende trata de dividir, de tratar “parcialmente”) aquello que, justamente, no era una totalidad más que para prescindir de todo objeto, para representar el deseo puro. La lección dolorosa que recibe el fauno es ésta: en un acontecimiento auténtico, nunca es un objeto de deseo lo que está en cuestión, sino el deseo en sí, el deseo puro. La alegoría lesbiana es una presentación cerrada de esa pureza. Se corre una suerte particular en el pasaje (versos 75 a 81, interrupción de las itálicas) que separa los dos relatos de esta sección. Pues se trata del único momento propiamente subjetiva190
do (“Yo te adoro, ira de vírgenes”, del momento en el que el deseo es declarado. Es importante distinguir la declaración de la nominación. Llamemos “declaración” –habiendo tenido lugar la nominación (“estas ninfas”)– al hecho de enunciar su propia relación con esta nominación. Es el tiempo crucial de inducción del sujeto bajo el nombre del acontecimiento. Todo sujeto se declara (“yo te adoro”) como relación a la nominación, y por ende en una fidelidad deseante al acontecimiento. La declaración del fauno se intercala entre dos tiempos del relato, de los que el primero está bajo el signo de lo Uno, y el otro, bajo el signo de la división. Él hace esa declaración en el momento de confesar que no ha sabido ser fiel a lo Uno del deseo puro. Y es que hay infidelidad cada vez que la declaración resulta ser heterogénea a la nominación, cuando se inscribe en otra serie subjetiva que la que impone la nominación. Tal es el “crimen” del fauno. Es haber intentado, bajo el signo de una declaración deseante heterogénea (querer unirse eróticamente a las dos ninfas por separado), la disyunción de eso en que lo Uno, como deseo puro que absorbe al Dos, era conservado por los dioses, como poder indivisible de la aparición acontecimiental. El crimen es hacer un objeto de aquello que ocurre de forma plenamente distinta a un objeto. La fuerza subjetivante de un acontecimiento no es el deseo de un objeto, sino el deseo de un deseo. Mallarmé nos dice: quienquiera que restaure la categoría del objeto, que el acontecimiento siempre destituye, es enviado de vuelta a la abolición pura y simple. Las ninfas se disuelven en brazos de quien pretendía volverlas un objeto de su deseo, en lugar de ser consecuente con el encuentro de un nuevo deseo. Ya no habrá para él otro rastro del acontecimiento que el sentimiento de una pérdida. Cuando hay acontecimiento, la objetivación (el “crimen”) con voca la pérdida. Es el gran problema de la fidelidad a un acontecimiento, de la ética de la fidelidad: ¿cómo no restituir el objeto y la objetividad? La objetivación es el análisis y también es el vicio narrativo de la memoria. El fauno analiza un recuerdo y se pierde en la objetividad. 191
Alain Badiou
El fauno, o al menos el fauno de la memoria, el fauno prosaico, no ha sabido ser lo que exige de nosotros el acontecimiento: un sujeto sin objeto. 9) Tercera tentación: el nombre único y sagrado
¡Tanto peor! Hacia la dicha de otras me arrastrarán por su trenza atada a los cuernos de mi frente: tú sabes, pasión mía, que, púrpura y ya madura, cada granada estalla y las abejas murmuran; y nuestra sangre, prendada de quien viene a tomarla, fluye por todo el eterno enjambre del deseo. A la hora en que este bosque se tiñe de oro y cenizas, una fiesta se exalta en el follaje extinto: ¡Etna! es en ti, visitado por Venus, en tu lava posando sus talones ingenuos, cuando suena un sueño triste donde expira la llama. ¡Tengo la reina! Oh, seguro castigo... No,
Siempre infiel, el fauno adopta de entrada la postura clásica de quien renuncia a ser sujeto de un acontecimiento: aquí no ha pasado nada especial, por cada cosa que se pierde se encuentran otras diez, etc. Disolución de la singularidad en la repetición. Es, seguramente, sustraerse a la nominación, como lo indica que “otras” puedan venir al lugar de las “ninfas”. Esa alteridad repetitiva, donde no se tiene más que la monotonía del deseo abstracto, es el velo tradicional del abandono de toda verdad. Al permanecer, una verdad no podría denotarse bajo el “tanto peor” del espíritu fuerte, no más que bajo el “tanto mejor” del espíritu inquieto. Pero bajo esta decepción camuflada, comandada por el sentimiento de la pérdida, madura otra postura, una postura profética, el anuncio del retorno de lo que se ha perdido. Es una figura más interesante. Respecto de un acontecimiento en el que no es subjetivada sino la desaparición, se puede profetizar el retorno, e incluso el Retorno (eterno), pues la fuerza del deseo, indexada con la pérdida, está siempre ahí. La disponibilidad del deseo sin 192
Pequeño tratado de inestética
Pequeño tratado de inestética
nombre, del deseo anónimo, nutre el anuncio del retorno. Porque es para “todo el eterno enjambre del deseo” que no ha tenido lugar el encuentro singular, y que entonces puede regresar el principio. La dificultad, que perpetúa el crimen, es que ese retorno es forzosamente el del objeto. E incluso, como ya veremos, de la hipóstasis del objeto en Objeto: la Cosa, o el Dios. Esta sección ratifica lo poco de fe que es preciso concederle a la memoria: ella sólo despliega el crimen, hasta sus consecuencias trascendentes. Bajo el signo falsamente alegre del “tanto peor”, la disposición analítica y objetiva subsiste. De golpe, lo que va a regresar es la pérdida, que en su esencia es la pérdida de “estas ninfas”. A contrario, aquello a lo que se puede ser fiel tiene la característica de no repetirse. Una verdad está en el elemento de lo irrepetible. La repetición del objeto o de la pérdida (es lo mismo) no es sino una desilusionadora infidelidad a la singularidad irrepetible de lo verdadero. Desde el principio, el fauno va a tratar de colmar esa decepción evocando un objeto absoluto. Ya no las mujeres, sino la Mujer; ya no los amores, sino la diosa del amor; ya no los súbditos, sino la reina. Entretejida en la imagen del enjambre, que se articula con el deseo abstracto, Venus desciende sobre el lugar como la inexistente reina de las abejas de lo real. Es la entrada en escena de la tercera tentación, la de la nominación por medio de un nombre único y sagrado, con lo que se abandona la idea de la singularidad del encuentro en beneficio de un nombre definitivo e inmemorial. Esa venida del nombre sagrado está cuidadosa y teatralmente puesta en escena. Asistimos a un cambio de luces y decorado. Entramos en el crepúsculo del poema. El estanque solar es reemplazado por el motivo del volcán y la lava (“bosque de oro y cenizas”). La lógica del “tanto peor” prepara para la atmósfera pre-nocturna de la decepción (“cuando suena un sueño triste donde expira la llama”). Buena imagen de las condiciones de aparición de una trascendencia facticia: llegar siempre demasiado tarde es propio de la esencia del dios. El dios siempre es la última tentación.
193
Alain Badiou
El fauno, o al menos el fauno de la memoria, el fauno prosaico, no ha sabido ser lo que exige de nosotros el acontecimiento: un sujeto sin objeto. 9) Tercera tentación: el nombre único y sagrado
¡Tanto peor! Hacia la dicha de otras me arrastrarán por su trenza atada a los cuernos de mi frente: tú sabes, pasión mía, que, púrpura y ya madura, cada granada estalla y las abejas murmuran; y nuestra sangre, prendada de quien viene a tomarla, fluye por todo el eterno enjambre del deseo. A la hora en que este bosque se tiñe de oro y cenizas, una fiesta se exalta en el follaje extinto: ¡Etna! es en ti, visitado por Venus, en tu lava posando sus talones ingenuos, cuando suena un sueño triste donde expira la llama. ¡Tengo la reina! Oh, seguro castigo... No,
Siempre infiel, el fauno adopta de entrada la postura clásica de quien renuncia a ser sujeto de un acontecimiento: aquí no ha pasado nada especial, por cada cosa que se pierde se encuentran otras diez, etc. Disolución de la singularidad en la repetición. Es, seguramente, sustraerse a la nominación, como lo indica que “otras” puedan venir al lugar de las “ninfas”. Esa alteridad repetitiva, donde no se tiene más que la monotonía del deseo abstracto, es el velo tradicional del abandono de toda verdad. Al permanecer, una verdad no podría denotarse bajo el “tanto peor” del espíritu fuerte, no más que bajo el “tanto mejor” del espíritu inquieto. Pero bajo esta decepción camuflada, comandada por el sentimiento de la pérdida, madura otra postura, una postura profética, el anuncio del retorno de lo que se ha perdido. Es una figura más interesante. Respecto de un acontecimiento en el que no es subjetivada sino la desaparición, se puede profetizar el retorno, e incluso el Retorno (eterno), pues la fuerza del deseo, indexada con la pérdida, está siempre ahí. La disponibilidad del deseo sin
Pequeño tratado de inestética
nombre, del deseo anónimo, nutre el anuncio del retorno. Porque es para “todo el eterno enjambre del deseo” que no ha tenido lugar el encuentro singular, y que entonces puede regresar el principio. La dificultad, que perpetúa el crimen, es que ese retorno es forzosamente el del objeto. E incluso, como ya veremos, de la hipóstasis del objeto en Objeto: la Cosa, o el Dios. Esta sección ratifica lo poco de fe que es preciso concederle a la memoria: ella sólo despliega el crimen, hasta sus consecuencias trascendentes. Bajo el signo falsamente alegre del “tanto peor”, la disposición analítica y objetiva subsiste. De golpe, lo que va a regresar es la pérdida, que en su esencia es la pérdida de “estas ninfas”. A contrario, aquello a lo que se puede ser fiel tiene la característica de no repetirse. Una verdad está en el elemento de lo irrepetible. La repetición del objeto o de la pérdida (es lo mismo) no es sino una desilusionadora infidelidad a la singularidad irrepetible de lo verdadero. Desde el principio, el fauno va a tratar de colmar esa decepción evocando un objeto absoluto. Ya no las mujeres, sino la Mujer; ya no los amores, sino la diosa del amor; ya no los súbditos, sino la reina. Entretejida en la imagen del enjambre, que se articula con el deseo abstracto, Venus desciende sobre el lugar como la inexistente reina de las abejas de lo real. Es la entrada en escena de la tercera tentación, la de la nominación por medio de un nombre único y sagrado, con lo que se abandona la idea de la singularidad del encuentro en beneficio de un nombre definitivo e inmemorial. Esa venida del nombre sagrado está cuidadosa y teatralmente puesta en escena. Asistimos a un cambio de luces y decorado. Entramos en el crepúsculo del poema. El estanque solar es reemplazado por el motivo del volcán y la lava (“bosque de oro y cenizas”). La lógica del “tanto peor” prepara para la atmósfera pre-nocturna de la decepción (“cuando suena un sueño triste donde expira la llama”). Buena imagen de las condiciones de aparición de una trascendencia facticia: llegar siempre demasiado tarde es propio de la esencia del dios. El dios siempre es la última tentación.
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El brusco “seguro castigo” señala, inmotivado, un arranque lúcido del fauno (y del poeta): la tentación de lo sagrado, del nombre único al que sacrificar la nominación del acontecimiento, de la Venus que viene en lugar de toda ninfa singular, del Objeto que anula todo real, acarreará consecuencias muy gra ves (de hecho, el vuelco del poema hacia un extraño profetismo romántico). La tentación queda revocada. 10) Significación conclusiva del sueño y de la sombra
Mas el alma, de palabras vacante y este cuerpo pesado, tarde sucumben al fiero silencio del mediodía: ¡sin más, hay que dormir en el olvido de la blasfemia en la sedienta arena yaciendo, y cómo amo abrir la boca al astro eficaz de los vinos! Adiós, pareja; voy a ver la sombra en que te vuelves.
Revocando en duda la figura crepuscular y cenicienta de la diosa, el fauno es restituido al mediodía de su verdad. Es ella, esa verdad suspendida, a la que ha de reunirse en el sueño. Es importante conectar ese sueño, esa ebriedad segunda, tan alejada de la que acompañaba el simulacro musical, con el motivo terminal de la sombra, y de la inspección de aquello en lo que se volverá. La sombra de la pareja: es lo que el nombre “estas ninfas” habrá inducido para siempre en el poema. El fauno nos dice: quiero ir a ver, al abrigo del nombre, lo que “estas ninfas”, el nombre invariable, habrá sido. La sombra es la Idea, en el futuro anterior de su procesión poética. La sombra es la verdad del encuentro de las ninfas tal como el fauno se destina a perpetuarlo. La duda es eso a través de lo cual el fauno a sabido resistir a las tentaciones sucesivas. El sueño es esa inmovilidad tenaz en la que el fauno puede demorarse, habiendo pasado del nombre a la verdad del nombre, que es el poema en su conjunto, y del “fauno” al “yo” anónimo, del que todo su ser es haber perpetuado las ninfas. El sueño es fidelidad compacta, tenacidad, continuidad. Esa fidelidad última es el acto mismo del sujeto llegado a ser, es 194
Pequeño tratado de inestética
“palabras vacantes” porque ya no necesita experimentar hipótesis. Y es “cuerpo pesado” porque ya no necesita la agitación del deseo. A diferencia del sujeto de Lacan, que es deseo movilizado por las palabras, el sujeto mallarmeano de la verdad poética no es ni alma ni cuerpo, ni lenguaje ni deseo. Es acto y lugar, obstinación anónima que halla su metáfora en el sueño. “Voy a ver”, muy sencillamente, el lugar a partir del cual el poema en su conjunto ha sido posible. “Yo” voy a escribir este poema. Ese ver del sueño va a empezar por “A estas ninfas quiero perpetuarlas”. Entre “estas ninfas” y el “yo” de su perpetuación, entre la desaparición acontecimiental de las bellezas desnudas y el anonimato del fauno librado al sueño, se habrá dado la fidelidad del poema. Sólo ella subsiste para siempre. Recapitulación 1) El acontecimiento
El poema recuerda su indecidibilidad. Es uno de los más grandes temas mallarmeanos. Nada en el interior de una situación –salón, tumba, estanque o superficie del mar– puede forzar el reconocimiento del acontecimiento como acontecimiento. La cuestión del azar del acontecimiento, de su indecidibilidad de pertenencia, es tal que por muy numerosos que sean los rastros, el acontecimiento permanece en el suspenso de su declaración. El acontecimiento tiene dos caras. Pensado en su ser, es suplemento anónimo, incertidumbre, fluctuación del deseo. No podemos describir realmente la llegada de las ninfas. Pensado según su nombre, el acontecimiento es un imperativo de fidelidad. Habrá habido estas ninfas, pero lo que convierte en verdad a ese haber-tenido-lugar es tramar la obediencia del poema a esa formulación. 2) El nombre
Es fijo. “Estas ninfas”, eso no cambiará, pese a la duda y las tentaciones. Esa invariabilidad pertenece a la nueva situación, la 195
Alain Badiou
El brusco “seguro castigo” señala, inmotivado, un arranque lúcido del fauno (y del poeta): la tentación de lo sagrado, del nombre único al que sacrificar la nominación del acontecimiento, de la Venus que viene en lugar de toda ninfa singular, del Objeto que anula todo real, acarreará consecuencias muy gra ves (de hecho, el vuelco del poema hacia un extraño profetismo romántico). La tentación queda revocada. 10) Significación conclusiva del sueño y de la sombra
Mas el alma, de palabras vacante y este cuerpo pesado, tarde sucumben al fiero silencio del mediodía: ¡sin más, hay que dormir en el olvido de la blasfemia en la sedienta arena yaciendo, y cómo amo abrir la boca al astro eficaz de los vinos! Adiós, pareja; voy a ver la sombra en que te vuelves.
Revocando en duda la figura crepuscular y cenicienta de la diosa, el fauno es restituido al mediodía de su verdad. Es ella, esa verdad suspendida, a la que ha de reunirse en el sueño. Es importante conectar ese sueño, esa ebriedad segunda, tan alejada de la que acompañaba el simulacro musical, con el motivo terminal de la sombra, y de la inspección de aquello en lo que se volverá. La sombra de la pareja: es lo que el nombre “estas ninfas” habrá inducido para siempre en el poema. El fauno nos dice: quiero ir a ver, al abrigo del nombre, lo que “estas ninfas”, el nombre invariable, habrá sido. La sombra es la Idea, en el futuro anterior de su procesión poética. La sombra es la verdad del encuentro de las ninfas tal como el fauno se destina a perpetuarlo. La duda es eso a través de lo cual el fauno a sabido resistir a las tentaciones sucesivas. El sueño es esa inmovilidad tenaz en la que el fauno puede demorarse, habiendo pasado del nombre a la verdad del nombre, que es el poema en su conjunto, y del “fauno” al “yo” anónimo, del que todo su ser es haber perpetuado las ninfas. El sueño es fidelidad compacta, tenacidad, continuidad. Esa fidelidad última es el acto mismo del sujeto llegado a ser, es 194
Alain Badiou
del fauno que se despierta. El nombre es el presente, el único presente, del acontecimiento. La cuestión de la verdad puede decirse: ¿qué hacer con un presente nominal? El poema agota las opciones, y concluye en que alrededor del nombre se crea una verdad que habrá sido la travesía de esas opciones, inclu yendo las peores, las tentaciones de no hacer nada con el don del presente.
Pequeño tratado de inestética
“palabras vacantes” porque ya no necesita experimentar hipótesis. Y es “cuerpo pesado” porque ya no necesita la agitación del deseo. A diferencia del sujeto de Lacan, que es deseo movilizado por las palabras, el sujeto mallarmeano de la verdad poética no es ni alma ni cuerpo, ni lenguaje ni deseo. Es acto y lugar, obstinación anónima que halla su metáfora en el sueño. “Voy a ver”, muy sencillamente, el lugar a partir del cual el poema en su conjunto ha sido posible. “Yo” voy a escribir este poema. Ese ver del sueño va a empezar por “A estas ninfas quiero perpetuarlas”. Entre “estas ninfas” y el “yo” de su perpetuación, entre la desaparición acontecimiental de las bellezas desnudas y el anonimato del fauno librado al sueño, se habrá dado la fidelidad del poema. Sólo ella subsiste para siempre. Recapitulación 1) El acontecimiento
El poema recuerda su indecidibilidad. Es uno de los más grandes temas mallarmeanos. Nada en el interior de una situación –salón, tumba, estanque o superficie del mar– puede forzar el reconocimiento del acontecimiento como acontecimiento. La cuestión del azar del acontecimiento, de su indecidibilidad de pertenencia, es tal que por muy numerosos que sean los rastros, el acontecimiento permanece en el suspenso de su declaración. El acontecimiento tiene dos caras. Pensado en su ser, es suplemento anónimo, incertidumbre, fluctuación del deseo. No podemos describir realmente la llegada de las ninfas. Pensado según su nombre, el acontecimiento es un imperativo de fidelidad. Habrá habido estas ninfas, pero lo que convierte en verdad a ese haber-tenido-lugar es tramar la obediencia del poema a esa formulación. 2) El nombre
Es fijo. “Estas ninfas”, eso no cambiará, pese a la duda y las tentaciones. Esa invariabilidad pertenece a la nueva situación, la 195
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Del deseo que se aferra al nombre de lo que ha desaparecido depende que, revocado ese deseo, un sujeto sea tramado por esa verdad singular que él hizo devenir, sin saberlo.
3) La fidelidad
a) Negativamente, el poema esboza una teoría completa de la infidelidad. Su forma más inmediata es la memoria, la infidelidad narrativa, o historiadora. Ser fiel a un acontecimiento nunca quiere decir que uno lo recuerde; por el contario, significa siempre los usos que se han hecho de su nombre. Pero, además del peligro de la memoria, el poema expone tres figuras tentadoras, tres maneras de abdicar: - La identificación con el lugar, o la figura del éxtasis. Abandonando el nombre supernumerario, dicha figura anula al sujeto en la permanencia del lugar. - La elección del simulacro. Aceptando que el nombre sea ficticio, dicha figura llena su vacío con una plenitud deseante. El sujeto, entonces, no es más que la omni-potencia ebria, donde lo pleno y el vacío se confunden. - La elección de un nombre inmemorial y único, que sobrevuela la singularidad del acontecimiento y la aplasta. Digamos que el éxtasis, la plenitud y lo sagrado son las tres tentaciones que, del interior de una aparición acontecimiental, organizan la corrupción y la negación. b) Positivamente, el poema establece la existencia de un operador de fidelidad, que en este caso es la pareja de las hipótesis y de la duda que las afecta. A partir de lo que compone un tra yecto aleatorio, que explora bajo el nombre fijo toda la situación, experimenta, controla las tentaciones y concluye en el futuro anterior del sujeto en el que se convierte ese trayecto. Los tipos de trayecto aquí tenidos en cuenta dependen, en cuanto a la determinación del “yo” presa del nombre “estas ninfas”, del deseo amoroso y de la producción poética. 196
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Alain Badiou
del fauno que se despierta. El nombre es el presente, el único presente, del acontecimiento. La cuestión de la verdad puede decirse: ¿qué hacer con un presente nominal? El poema agota las opciones, y concluye en que alrededor del nombre se crea una verdad que habrá sido la travesía de esas opciones, inclu yendo las peores, las tentaciones de no hacer nada con el don del presente.
Pequeño tratado de inestética
Del deseo que se aferra al nombre de lo que ha desaparecido depende que, revocado ese deseo, un sujeto sea tramado por esa verdad singular que él hizo devenir, sin saberlo.
3) La fidelidad
a) Negativamente, el poema esboza una teoría completa de la infidelidad. Su forma más inmediata es la memoria, la infidelidad narrativa, o historiadora. Ser fiel a un acontecimiento nunca quiere decir que uno lo recuerde; por el contario, significa siempre los usos que se han hecho de su nombre. Pero, además del peligro de la memoria, el poema expone tres figuras tentadoras, tres maneras de abdicar: - La identificación con el lugar, o la figura del éxtasis. Abandonando el nombre supernumerario, dicha figura anula al sujeto en la permanencia del lugar. - La elección del simulacro. Aceptando que el nombre sea ficticio, dicha figura llena su vacío con una plenitud deseante. El sujeto, entonces, no es más que la omni-potencia ebria, donde lo pleno y el vacío se confunden. - La elección de un nombre inmemorial y único, que sobrevuela la singularidad del acontecimiento y la aplasta. Digamos que el éxtasis, la plenitud y lo sagrado son las tres tentaciones que, del interior de una aparición acontecimiental, organizan la corrupción y la negación. b) Positivamente, el poema establece la existencia de un operador de fidelidad, que en este caso es la pareja de las hipótesis y de la duda que las afecta. A partir de lo que compone un tra yecto aleatorio, que explora bajo el nombre fijo toda la situación, experimenta, controla las tentaciones y concluye en el futuro anterior del sujeto en el que se convierte ese trayecto. Los tipos de trayecto aquí tenidos en cuenta dependen, en cuanto a la determinación del “yo” presa del nombre “estas ninfas”, del deseo amoroso y de la producción poética. 196
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Apéndice
Textos previamente publicados y usados como material para componer este libro: “Art et philosophie”, en Christian Descamps (ed.), Artistes et Philosophes: éducateurs? , París, Centre Georges Pompidou, 1994. “Philosophie et poésie au point de l’innommable”, en Po&sie, Nº 64, París, 1993. “La danse comme métaphore de la pensée”, en Ciro Bruni (ed.), Danse et Pensée, París, GERMS, 1993. “Dix thèses sur le théâtre”, en Les Cahiers de la Comédie Française, París, 1995. “Le cinéma comme faux mouvement”, en L’Art du cinéma, Nº 4, París, 1994. “Peut-on parler d’un film”, en L’Art du cinéma, Nº 6, París, 1994.
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Apéndice
Textos previamente publicados y usados como material para componer este libro: “Art et philosophie”, en Christian Descamps (ed.), Artistes et Philosophes: éducateurs? , París, Centre Georges Pompidou, 1994. “Philosophie et poésie au point de l’innommable”, en Po&sie, Nº 64, París, 1993. “La danse comme métaphore de la pensée”, en Ciro Bruni (ed.), Danse et Pensée, París, GERMS, 1993. “Dix thèses sur le théâtre”, en Les Cahiers de la Comédie Française, París, 1995. “Le cinéma comme faux mouvement”, en L’Art du cinéma, Nº 4, París, 1994. “Peut-on parler d’un film”, en L’Art du cinéma, Nº 6, París, 1994.
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