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E ste Hernán Cortés está destinado a quienes gustan de leer las biografías de personajes llenos de vida y no meros fantasmas convenientemente embalsamados. En él se nos habla con profundo respeto de un hombre que pudo quedarse en picaro, y que, en cambio, eligió ser un conquistador de una audacia sin limites. Un Hernán Cortés enamorado y galante. un estratega insigne capaz de hablar de tú a tú al mismísimo Carlos V, pero que además resultó ser un espíritu castellano en plenitud: melancólico en el renunciar, estoico al recibir ofensas, inconmovible en m antener sus ideas. Un hombre que capitaneó el encuentro -¿quizá diríamos mejor desen cuentro?- entre dos mundos opuestos: de un lado el de los españoles, hombres ansiosos del reconocimiento real a su empresa y ansiosos también de esc oro tan necesario para mantener la ambición europea de la Casa de Austria: del otro los aztecas con su cultura y sus tradiciones, a cuyo frente estaba un em perador Moctezuma lleno de dudas y perplejidades, que pre tendía comprar su tranquilidad con el mismo oro que había de excitar la ambición de los conquistadores. He aquí un libro que despeja con imparcialidad algunas de las claves decisivas en una etapa crucial de la historia del Descubrimiento y en las vidas de los personajes que tomaron parte directa en ella.
HERNÁN CORTÉS JEAN BABELON Traducción de Ángel Gamboa
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La maqueta de la colección y el diseño de la cubierta y sobrecubierta estuvieron a cargo de José Crespo. Ilustración sobrecubierta: Escena de la rendición de Cuatemoc. Biblioteca Nacional. Madrid. © 1988, de esta edición. Aguilar, S. A. de Ediciones. Juan Bravo, 38. 28006 Madrid. ISBN: 84-03-87034-5. Depósito legal: M. 41.676-1987.
G old, yellow, glittering, precious gold... O thou sweet king-killer... ... O thou touch of hearts! S ha kespeare :
Timón de Atenas, IV , III
CAPÍTULO PRIMERO UN BACHILLER DE SALAMANCA ¡A la gala de mi señor don Diego! Noviembre de 1518. Santiago de Cuba. Dos palmeras gemelas, alzando sus troncos desnudos, inclinan sus copas desiguales bajo el ardoroso sol que las calienta. Las palmas se proyectan sobre el cielo de un azul oscuro de metálica dureza. Una pista arcillosa de amarillento color se alar ga hacia una iglesia provisional, que santifica la colonia recién fundada. Las hileras de casas, nue vas y pobres, están interrumpidas por terrenos sin cultivar, en los que abundan las chumberas con sus hojas agobiadas por el sabroso fruto. Una multitud anima esta materia inerte bajo la luz cegadora que vibra. Es domingo. Don Diego Velázquez, su excelencia el gobernador, va a misa. Le rodea un hermoso cortejo, nimbado con el pol vo que a su paso se levanta: allí va todo lo que Cuba conoce de más noble entre la gente de gue-
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rra y aventura que tan repentinamente la ha po blado. Penachos, sedas y terciopelos, armas talla das y esculpidas como si fueran joyas, medallas de oro colgando del cuello de los capitanes, de safian el despotismo del sol tropical. Estos hidal gos, orgullosos de ensanchar el mundo, tienen el rostro tostado, como la piel de búfalo de sus guan tes y cinturones, y realzan la mediocridad de la ciudad naciente con la dignidad de su porte y la altivez de su bravura. — ¡A la gala de mi señor don Diego! La voz, clara y limpia, se funde en el aire car gado de calor. El gobernador es un grueso y su doroso personaje, de tardo paso, cuya bandolera envuelve su fastuoso vientre. A su derecha mar cha un gallardo muchacho moreno, bien portado, barba cuadrada de color castaño claro, ojos oscu ros, graves y voluntariosos, el puño sobre el pomo de su espada. Su nombre está en todas las bocas: es don Hernán Cortés, un joven gentilhombre'de Medellín. en Extremadura, que ya hizo hablar de él: una mala cabeza, según parece. Pero supo afirmar su paso y lleva alta la frente, pues acaba de ser nombrado capitán general y comandante de la flota. Se prepara una vasta expedición hacia Occidente, sobre las tierras recientemente explo radas por Hernández de Córdova y juan de Crijalva. al Yucatán, más allá de la punta occiden tal extrema de la isla. Este Cortés ha logrado im ponerse y hacer que le den el mando. La multi tud se apresura para verlos y, contenida por las alabardas de los soldados, se apretuja haciendo
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calle por donde han de pasar los conquistadores. A pesar de las alabardas, un singular personaje consigue franquear la barrera de soldados y salta y gesticula, sacudiendo sus oropeles, como si el cielo de fuego no bastase para imponer más me sura a su continente. Es Cervantes, el loco, el bufón, el único que tiene derecho a decir tan alto como quiera lo que apenas murmuran los demás, vox populi! Se huye de las burlas y bromas picantes que continua mente prodiga. Acaba de escoger por blanco a su gracia el gobernador en persona. — ¡A la gala! ¡A la gala de mi amo don Die go! ¡Enhorabuena, Diego, mi señor; enhorabue na, oh Diego! ¡Qué buen capitán has escogido! ¡Un buen capitán, a fe mía, de Medellín, de Ex tremadura! Pero tengo mucho miedo, don Diego, no vaya a sublevar la flota contra ti, pues es as tuto y sabe bien lo que se trae entre manos. Don Diego frunce el entrecejo. Ya es bastante el que haya debido tomar esta decisión y que haya querido arrancarse como una espina del pie a este Hernán Cortés, para que un importuno venga a provocarle con sus inconveniencias. El truhán es bastante osado, y toca bien en la llama. Demasiado bien para que no le hayan apuntado sus audacias. En la faz del gobernador se acen túa decididamente el descontento. Andrés del Duero, el secretario, un hombrecillo de pequeña estatura, se lanza sobre el loco y le propina unos cachetes, mitad riendo, mitad incomodado:
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— ¡Te callarás, golfo, cínico borracho; ya sa bemos de dónde vienen tus impertinencias! El otro sigue riéndose maliciosamente, para los golpes, la cabeza bajo el codo, y grita cada vez más fuerte: — ¡Viva, viva la gala de mi amigo Diego! ¡Yo te juro, mi señor, que por no verte llorar ante tan mal negocio, acompañaré a Cortés al país de la fortuna! Este grotesco personaje a fe que tenía razón, y los intrigantes que habían pagado al loco bufón daban con esto a don Diego un oportuno consejo. El pequeño capitán de Extremadura estaba hecho para poner duramente a prueba la poca pacien cia de que disponía su excelencia. Más allá de los mares, en el país de los cinco mil cactos, el capitán de la flota haría que la vida del gober nador de Cuba se llenara de inquietudes. *
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Este inquietante Hernán Cortés era de alguna nobleza, y de origen menos vulgar, por lo tanto, que la mayoría de los buscadores de aventuras del siglo xvi, los Pizarra, Almagro, Balboa o Val divia. Había nacido en Medellín el año 1485, de un capitán de Infantería, Martín Cortés de Monroy, y de su mujer, doña Catalina Pizarra Altamirano. Más tarde se atribuyó a su familia el descender de los reyes godos o lombardos que establecieron su monarquía en Aragón. Habitual lisonja de los panegiristas, que creen dar más pres-
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tigio y aureolar así sus héroes, tejiéndoles la co rona de una ilustre genealogía. En su infancia fue débil, de tan débil constitución, que su madre, piadosa y caritativa persona, viéndolo enfermo, se decidió a echar a suertes entre los doce após toles, no sabiendo a qué santo encomendar aquel chiquillo que no salía adelante. San Pedro salió vencedor de esta prueba, y designado, por tanto, como abogado del joven Hernán. Desde enton ces, nunca le abandonó en sus necesidades. Este temperamento, falto de vigor en un principio, supo Cortés en todo caso endurecerlo o templar lo, pues a los treinta años don Hernán era un hombre vigoroso, alto, esbelto, de tez mate, an cho de pecho, musculoso, notable jinete y diestro en todos los juegos de armas, de una sobriedad y una resistencia como para dejar muy. detrás de él en la fatiga a todos sus compañeros. Era en todo el soldado de un siglo de hierro, volunta rioso, espíritu inquieto, voluntad prontamente en tensión, como si fuera un arco, presta a hacer frente a las traiciones y alevosías, sensible, pero sin embargo capaz en las necesidades de una fría crueldad (en las necesidades solamente), como hombre que sabe sacrificar todo con tal de al canzar el objeto una vez éste escogido, y de nin<>una manera la bestia feroz de desencadenados instintos, que no siente satisfacción más que con la matanza. Cortés, sobre todo, posee el admira ble y misterioso don de los grandes capitanes, el ascendiente personal, poder mágico que permite dominar al subalterno, conquistar a las muche-
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dumbres convenciéndolas, plegar a sus fines la voluntad colectiva de una tropa desenfrenada y, con el peso de una palabra, hacer oscilar las ines tables pasiones de las gentes de guerra. Este don nunca abandonó a Cortés. Usó de él para vencer y contrarrestar dos fuerzas inconmensurables: el desfallecimiento de las tropas casi agotadas por la fatiga, amedrentadas por la aventura sin pre cedente de la conquista, oprimidas por el número agobiante del adversario, sangrando por crueles heridas, gastadas bajo un clima desconcertante, deslumbradas ante exóticos prodigios; y además, su rapacidad, su sed de oro. Desde luego, hombre de imaginación, como to dos los creadores, de aquellos que no aceptan que una montaña limite su horizonte, y para los que la misma presencia de un obstáculo les presta nuevos e insospechados ímpetus con que vencer lo. Devorado por la acción, hombre de presa también, pero de grandes vuelos, sabiendo gas tar en las necesidades de una nueva empresa toda la ganancia obtenida con esfuerzos anteriores, cede raramente a estériles descansos y no encuen tra reposo después de la fatiga de las batallas más que dedicándose a los trabajos de coloniza ción. Su golpe de vista lo abarca casi todo, como el vuelo de un cóndor cuya órbita abrazase al mundo: hombre de armas e incomparable jefe de ejércitos, pero organizador, la explotación del fruto de su conquista y de cien combates es el cuidado que le guía e inspira. Llevar las cosas a su realización práctica material y, por encima de
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todo, evangelización. Este sensual, este pecador, este sanguinario, es un místico. En su corazón se aloja como demonio familiar el caballero erran te. Don Quijote convertido en misionero, es el mismo sacerdote quien ha de contener su celo sagrado, a veces intempestivo, iconoclasta, y su camino está marcado con cruces, que va colo cando a su paso infatigablemente. Tal es Cortés. Reúne en sí todos los rasgos de un tipo humano que únicamente en él aparecieron a la perfección encarnados: es el conquistador. Son tres, en suma, los resortes de esta alma ardiente, tres móviles cuyos juegos se entrecru zan, tres puntales para esta pirámide cuya punta se eleva más y más hacia un nuevo sol: Dios, el Rey y el Oro. En un siglo en el que Italia estaba dominada por un nuevo paganismo, en el que Francia se debatía entre dos religiones armadas, en que el dilettantismo hacía gala de la blasfe mia, la fe de este español, hermano de los hidal gos pintados por El Greco, es de un acero sin tacha. La espada que blande, como la de los cru zados, clavada en tierra, simboliza con su empu ñadura el emblema de Cristo, y nada se consi dera hecho si el crucifijo no se yergue dominante sobre todo pedazo de tierra duramente conquis tada, si las prácticas idólatras subsisten después de la violencia piadosa de los cristianos. En cuanto al rey. pese a todas las tentaciones de independencia, no obstante la embriaguez del poder y del triunfo. Cortés, este furioso indivi dualista. en franca ruptura con el gobernador que
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lo ha investido de sus funciones, guerreando deli beradamente con ios oficiales enviados para some terlo, heroicamente rebelde para asegurar el éxito de su obra grandiosa, rehusando la obediencia de mezquinas órdenes ante el interés de un bien mayor; Cortés, decimos, será siempre fiel a Su Majestad. Es a su patria a quien ofrece México; se resigna ante las injusticias, no hace caso de calumnias, y se consuela de las desgracias y los abandonos porque ha triplicado el dominio de la corona y creado una Nueva España contra todos, casi contra el mismo rey, y para el rey. He aquí el incomparable idealismo de este guerrero, de la misma raza que Miguel de Cervantes y Saavedra. Y además hay oro allí, el oro cuyo emblema o símbolo es ese gran sol de oro de Moctezuma que envía a Carlos V, ese oro fascinador ante el cual ha de experimentar, como todos los de su raza, su maravilloso influjo y asombroso ma leficio. El oro puro, desnudo y resplandeciente: he aquí el objeto de su conquista, con el servi cio de Dios, como si se pudiera servir a la vez a su Dios y a Mammón, el Mammón de la iniqui dad. Pero este desmedido deseo, esta avidez por el fabuloso metal, no es un sentimiento vil. Esta ambición se depura limpia de todo vil pensa miento. El uso mismo de este sugestivo metal, tan necesario para mantener la ambición euro pea y mundial de la Casa de Austria y dar brillo al blasón imperial, oro que con tanta impacien cia se espera en la corte, donde darán de lado al vencedor si éste no envía bastante, es empleo
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utilitario considerado como secundario en la am bición de los conquistadores. Ellos tienen sed de resplandores, como gente que hubiera leído de masiadas novelas de aventuras. Los tesoros son sus Dulcineas, pues en la historia de estos exal tados no hay amor humano más que en último lugar, y las mujeres no pasan por sus vidas más que como elemento de pasajeras voluptuosidades, pasto ofrecido a los oscuros instintos de su vigor físico. Es del oro solamente de quien están ena morados. Aun aquí, magnífico poeta, Cortés re cobra su desdén e inflexible voluntad cuando este oro se acuña, cuando este esplendor se hu milla, al pasar a servir útilmente en las necesida des. Entonces lo gasta sin contar, como medio para nuevas empresas, que lo dejan al fin pobre y necesitado. Sin embargo, este idealismo, que no tiene otra mira que las cumbres, se refuerza con un agudo sentido de la realidad. Al lado de Don Quijote camina tranquilamente Sancho Panza. Nadie como Cortés sabe adaptar lo útil a su empresa, alinear las dificultades y una a una reducirlas, aplicándoles esfuerzos proporcionados a su talla. Sus expediciones se preparan con tan buen cui dado material del detalle, que deja restringidas a un mínimo las dificultades imprevistas, contra las cuales está presto siempre a levantar los vi vos recursos de un genio que juzga de prisa e improvisa las soluciones. •
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Estos Cortés de Medellín eran gente de tan poca fortuna, que hubieron de sufrir privacio nes cuando, a la edad de catorce años, enviaron a su hijo a estudiar Derecho en Salamanca. Her nán aprendió el latín. Tampoco fue insensible a la poesía y literatura, las que le dejaron gustos de hombre de espíritu y recuerdos clásicos de cuando en cuando, como le sucede al cronista e historiador de la conquista, testigo presencial de ella, capitán Berna! Díaz del Castillo: lo bastan te para evocar a César o Aníbal y llenar de he roicidades sus grandiosos proyectos, lo bastante también para hacer del conquistador el autor de unas Relaciones comparables a los Comentarios de la guerra de las Galios. Pero las Pandectas ejercieron siempre su influencia sobre él. Bachi ller en leyes, conservó el respeto al aparato jurí dico y, pese a su independencia, una singular inclinación a la legalidad y a sus formas capcio sas. Mirado así, desde este punto de vista, tiene figura de procónsul romano. Al cabo de dos años de vida poco estudiosa, el muchacho, puede ser que a falta de dinero y de celo también seguramente, dejó a su tío Fran cisco Núñez de Valera, que le proporcionaba co mida y alojamiento, volviendo al hogar paterno, donde fue bastante mal recibido, como podía es perar un estudiante pobre en pergaminos y tan mal administrador del dinero de sus padres. Ca prichoso y turbulento, desconcierta la buena vo luntad de sus progenitores, que se ingenian y des viven por su bien. ¡Soldado!, quiere ser sóida-
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do; ése es su sueño y su instinto. Nada pudo ha cerse contra ello: a los diecisiete años se alista bajo las banderas dei Gran Capitán, Gonzalo de Córdoba. Y ya le tenemos incorporado a esa le gendaria infantería española, endurecida por el fuego de los campos de batalla, quemada por el sol, curtida por la lluvia y las heladas, diestra en el manejo de lanzas y arcabuces, hecha al tambor y a la mosquetería como un caballo estradiote. Pero hay cosas mejores que hacer. Hace una docena de años que un mundo ha sido medio descubierto, hacia Occidente, por un gran soña dor, Cristóbal Colón, que no ha podido precisar nunca hacia qué espejismos le condujeron sus carabelas, y que ha dejado intacto el misterio. ¡Es preciso embarcarse! Cortés se ha cansado de estas eternas campañas de Italia, en las que se ha formado su experiencia militar, y empieza a sentir la nostalgia de lo desconocido. En este momento, la flota de Nicolás de Ovan do apareja para el Nuevo Mundo. Cortés se une a la expedición; pero un accidente le hace faltar cuando los barcos zarpan. Cortejando a una be lla. tiene una peligrosa caída al escalar un muro con alguna precipitación, y debe su salvación a una caritativa vieja que lo aloja. He aquí al ga lán inmovilizado y curado de amores por una temporada, por la rabia que le produce el haber perdido la ocasión. No es más que un retraso. En 1504, el año de la muerte de la reina Isabel la Católica, dijo adiós a España en Sanlúcar de Barrameda, des
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de la cubierta de un bajel mandado por Alonso Quintero. Prontamente, un acto de franca indisciplina va a dar una severa lección a este soldado de diecinueve años. La sangre latina hace hervir, en esos cerebros orgullosos y ávidos de los des cubridores, un individualismo intemperante, tra ducido en incesantes golpes de mano. Cuando la flota toca en las Canarias, Quintero no contiene más su ambiciosa impaciencia, y para poder ven der mejor su cargamento, desentendiéndose de sus compañeros, sigilosamente, de noche, sale solo, haciendo rumbo a Hispaniola. Hispaniola es Santo Domingo, colonizada apenas por Diego Colón, hermano del descubridor. Un temporal de tiene al audaz, que, sin vergüenza alguna, vuel ve al puerto de las Canarias, ocupando otra vez su sitio y rango, ávido de encontrar otra ocasión más favorable. En efecto, cuando la flota llega cerca de las islas del Nuevo Mundo, por segunda vez Quintero se destaca para correr solo la aven tura. Nuevo temporal, que le hace perder el rum bo. La dotación se exaspera contra este capitán de tan nefastos caprichos. Todo parece perdido, cuando milagrosamente, el Viernes Santo, una paloma da la bienvenida al barco al indicarle con su presencia la proximidad de tierra. Quintero arriba por fin a Hispaniola, encontrándose al aclarar el tiempo, allí anclado, el resto de la flota. Apenas desembarcado, Cortés intenta ver, en busca de recomendaciones, a Nicolás de Ovan
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do, amigo de su familia, al que ya había cono cido antes en España, y a la sazón gobernador de la isla de Santo Domingo. Pero el goberna dor se ha ausentado con una expedición hacia el interior de la isla, y es su secretario quien dispensa una buena acogida a este joven em prendedor que apenas tiene un pelo en la barba. «¿Qué desea? ¿Una concesión de terreno?» «Mu cho más —responde soberbiamente el caballero, con provocadora apostura—; es oro lo que he venido a recoger.» Sin embargo, es preciso te ner paciencia, dominarse y consumirse, que las conquistas serán para mañana. Cortés acepta un repartimiento, es decir, una concesión de escla vos indios, que le permiten explotar y dar valor a un pequeño dominio, en Açua, donde se ins tala. No es, sin embargo, lo bastante cuerdo para ser un simple colono en esta isla indolente, en que la ambición mezquina de sus pobladores pa rece ser el deseo de enriquecerse a costa de los indígenas. Lo que no le dan las armas lo pide Cortés a las escaramuzas de amor. Las intrigas se enlazan y entrecruzan, y los lances de honor se su ceden bajo este sol que se sube a la cabeza y em borracha el corazón cuando cesó de adormecer el espíritu. Aunque su espada esté manejada por un brazo ligero y vigoroso, Cortés llevará toda su vida las cicatrices con que le marcaron los celosos. Afortunadamente, la isla, aun bien lejos de es tar sometida, ofrece campo para todas las inicia tivas. Diego Velázquez, el lugarteniente de Nico lás de Ovando, en las Indias desde el segundo
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viaje de Cristóbal Colón, tiene bastante que ha cer para dominar los levantamientos de los des graciados indios, explotados y agotados de más en mejor. A su lado aprenderá Cortés el difícil' y nuevo arte de las guerrillas, el medio de ven cer a un enemigo tan distinto a los batallones de Francia o Italia, cuyas lanzas y flechas resisten tenazmente a la ciencia de arcabuceros y artille ros, hija de una civilización un poco ruda en sus enseñanzas. ¡Brutal escuela, en efecto! El clima es agobiante, y se hace a duras penas la aclimatación de estas gentes de Castilla o Ara gón. Las tierras cuya existencia se presiente, siempre más allá, no dejan de tentar a los más audaces y resueltos. Unas fiebres que impiden a Cortés participar en la desastrosa expedición de Diego de Nicuesa guardan sus fuerzas en re serva para más altos fines, mientras ya la gente se place en hacer llegar a oídos del gobernador, alabándola, su audacia, su vivacidad y el seduc tor ingenio para la réplica, que disimula con su grave continente. Cuba, la isla próxima a Hispaniola, llamada la Fernandina en honor del rey Católico, acaba de ser conquistada. Diego Velázquez es nombra do gobernador de ella en 1511, y se lleva consi go en calidad de secretario a Cortés, que enton ces cuenta veintiséis años. Una nueva ligereza amorosa lo embrollará todo. Entre los españoles que comienzan por entonces a establecerse en Cuba, la familia de Suárez, originaria de Grana da, es de las que figuran a la cabeza de la colo-
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nía, en la que, como en toda colonia naciente, la sociedad no es-ni tiene necesidad de ser muy es cogida. El que en Sevilla o Córdoba no gozaba más que de una mediocre consideración, hacía aquí figura de hidalgo. Los Suárez, de pocos me dios de fortuna, tienen hijas casaderas, sin más dote que sus bellos ojos de andaluzas, y es doña Catalina Suárez Pacheco (la Mercaida) la que ha incendiado el belicoso corazón de don Hernán. Para asegurar una victoria demasiado fácilmen te prometida, Cortés ofrece casarse; pero des pués el inconstante rehuye el cumplimiento de su promesa: ya está enamorado, según dicen, de una de las hermanas de su novia. No lo entien den así los padres de ésta, y hacen llegar sus que jas al gobernador, al que encuentran dispuesto a escucharlos, pues hace la corte a otra Suárez, muchacha asequible, que da que hablar en la colonia. Velázquez toma a su cuenta el disgus to de la familia ofendida y reprende seriamente a su voluble secretario. Pero Cortés tiene mala cabeza. No le gustan ni los reproches ni el recuerdo de lo que ha pro metido, y pronto entra en relaciones con los nu merosos descontentos, irritados por la despótica administración de don Diego. El arte de avivar las disensiones en provecho propio es ya una de las habilidades de este buen diplomático. Los conciliábulos celebrados en secreto conducen rá pidamente la conjuración, una verdadera sedición ya, una rebelión de la cual es Cortés el cabecilla. Los conjurados deciden presentarse en Hispanio-
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la para hacer valer ante las autoridades las que jas recogidas contra Velázquez. Hay que fran quear dieciocho leguas por mar. Todo está listo, y no hay más que dar la señal de partida, cuan do, ¡golpe teatral!, los conspiradores han sido vendidos. Encadenados, con los hierros a los pies, son arrojados al calabozo. He aquí a Cortés en inminente peligro de ser ahorcado. ¿Sus cadenas? Las rompe. ¿Una ventana con cerrojos? La fuerza. ¿Dos pisos? Los salta. Una iglesia próxima le ofrece inviolable asilo. A su alrededor rondan discretamente las gentes de ar mas de Velázquez. La inacción y precaria segu ridad pesan sobre este prisionero, bajo la sagra da protección de los altares. Cuando, cansado y sin preocuparse, se aventura fuera del santuario, un alguacil, Juan Escudero, detiene al rebelde, lo carga de cadenas y embarca en el fondo de una cala para Hispaniola, donde será juzgado. Pero aún no puede cantarse victoria. Al precio de dolorosos desgarrones consigue libertarse de sus ligaduras y ganar la cubierta durante la no che. Una cuerda pende a lo largo de la borda, se desliza por ella y huye en una canoa a fuerza de remos. La fuerte corriente lo arrastra; sujeta sus papeles sobre la cabeza y se tira al agua, nadando angustiosamente hasta que, al fin, gana la orilla y después su asilo, donde se seca lo mejor que pue de. Estas sucesivas evasiones son en verdad sor prendentes, y una connivencia parece evidente. El astuto supo sobornar a sus carceleros. Su pa labra era persuasiva, y don Diego no era popular.
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Entonces pareció calmarse el furor de Velázquez. Había llegado el momento de las transac ciones, y Cortés prometió casarse con la indul gente doña Catalina, que en manera alguna le guardaba rencor. Sin embargo, rehusó reconci liarse inmediatamente con don Diego, pues única mente a sí mismo quiere deber su libertad. Se escapa, pues, de la iglesia, y armado de todas sus armas se presenta de improviso ante Velázquez, a campo descubierto. El gobernador, entonces en expedición militar, no se encuentra muy seguro ante esta inopinada aparición, a la que sucede discusión violenta, que termina, sin embargo, amigablemente, pues cuando, echando los bofes, llega un mensajero con la nueva de la evasión, se encuentra al irresistible don Hernán compar tiendo la litera de Su Excelencia. Sin embargo, Velázquez aprovechó la lección, y sabiendo ya desde luego con quién tenía que habérselas, buscó un secretario menos pintores co. Para contener la impetuosidad de Cortés le confirió un repartimiento de indios y un terri torio cerca de la capital, siendo nombrado a con tinuación alcalde de Santiago de Boroco. Duran te algún tiempo se dedicó a la agricultura, cría de animales, aclimatación y explotación de las minas de oro. Utilizó procedimientos que habrían de serle de gran provecho en el porvenir, y por de pronto se enriqueció, llegando a reunir unos tres mil castellanos, una pequeña fortuna.
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Una gran noticia vino entonces a exaltar la colonia: « ¡Alvarado está de vuelta!» Aivarado anunciaba los descubrimientos de Grijalva en el Yucatán, al tiempo que de sus abiertos equipa jes se vertían el oro y las piedras preciosas, mues tra de las riquezas del país. Los espíritus se ani maron ante aquellos espacios abiertos a nuevas ambiciones, y de golpe todas las esperanzas con vertidas en decepción ante el mediocre botín ob tenido en las islas, se reanimaron y volvieron a brillar. No se hablaba más que de Grijalva, Alvarado e Indios cargados de oro. ¡La fortuna esta ba allí, a la puerta, desnuda y presta a dejarse abrazar! Velázquez decidió organizar una gran expedi ción, y veinte audaces caballeros se ofrecieron en seguida para mandarla. Don Diego habría nom brado de buena gana, bien a Amador de Lares, contador del rey, bien a su secretario, Andrés del Duero; pero éstos fueron ganados por Hernán Cortés, quien les ofreció una parte de los bene ficios si la elección recaía en él. La opinión, há bilmente trabajada, se pronunciaba a su favor; el gobernador fue agobiado a consejos y recomen daciones, y como, después de todo, era el medio más seguro de desembarazarse de un revoltoso, cansado de guerra, designó a Cortés como capi tán de la flota. Tan pronto como fue nombrado empezaron las recriminaciones entre los amigos de Velázquez, recriminaciones que nunca habían de calmarse. Cortés, loco de alegría, no delega en nadie el
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cuidado de equipar su expedición. Compra seis embarcaciones, recluta trescientos hombres, se procura víveres —vino, aceite, habichuelas y gui santes—, municiones, aparejos, todo lo indispen sable. Su actividad no conoce el reposo. Para ha cer frente a tanto gasto hipoteca sus dominios y obtiene de mercaderes amigos suyos un préstamo de cuatro mil piastras. Algunos pretenden que el gobernador no sólo no perdió allí nada, sino que suministró a buen precio a su subordinado el material que necesitaba. Puede ser posible, pues Velázquez no favorecía ya a su capitán y empezaba a lamentar su decisión. El objeto de la campaña era encontrar a los soldados de Grijalva, perdidos en tierra desco nocida. El mismo Grijalva había vuelto y sido mal recibido, a causa del poco éxito de su viaje. Francisco Fernández de Córdoba pretendía que seis cristianos habían quedado cautivos de los indios en el Yucatán (puede ser que éstos fue ran los compañeros del infortunado Nicuesa). Los relatos de sus aventuras alimentaban la curiosi dad y espoleaban las imaginaciones. Los mismos peligros presentidos eran el singular acicate para tanto ardor. Debían ser vengadas tantas torturas. Más aún: era preciso convertir a los infieles en cenagados en la barbarie de una idolatría y de una crueldad sin nombre. |Y después, ese oro! Cortés no tuvo que tomarse mucho trabajo para reclutar voluntariosLos soldados se equipaban febrilmente, los car gamentos se acumulaban en las calas y entre
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puentes; sobre las planchas colocadas para el em barco, y con plebeyos juramentos como ayuda, se metían a bordo los caballos recalcitrantes, los caballos, los mejores auxiliares de la conquista. Arcabuces y ballestas pasaban de mano en mano, con los sacos de pólvora y las balas, el pienso para la caballería, y maíz. Se embarcan también brazaletes, collares, cuentas de vidrio y toda una pacotilla de quincalla, cascabeles, espejos, agujas, pendientes, cuchillos, tijeras, martillos, hachas de hierro, y además, camisas, casquetes, gorgueras, pañuelos de tela, capuchones, todo destinado a los cambios con los indios, pues la conquista de bía ser ante todo pacífica, y el limosnero de la flota, fray Bartolomé de Olmedo, ya predicaba la tolerancia. En el puerto se veía al capitán don Hernando con su penacho de abigarradas plumas, jubón de terciopelo y trencilla dorada, y su medalla de San Juan Bautista pendiente del cuello. Recién casado y amigo del fausto, gastaba sin tasa para él y su mujer, doña Catalina, quien no olvidaba el prodigarle sus dulzuras, «como es costumbre en las esposas jóvenes cuando sus maridos par ten para un largo y peligroso viaje». Mantenido por el puño de un alférez, flotaba al viento el estandarte del capitán, una pieza de terciopelo negro, con las armas del rey de Castilla bordadas en oro y una cruz roja en cada lado, entre llamas azules y blancas, rodeada de una divisa en latín: Amici, sequamur crucera et si nos jidem habemus, vere in hoc signo vincemus. «Amigos, siga-
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mos el signo de la Santa Cruz con verdadera fe, y con ella venceremos.» La flota estaba lista para hacerse a la vela; sólo faltaban los últimos detalles. Sospechosos rumores corrían por la villa, llena de animación, que hicieron a Cortés ponerse en guardia. Las tropas embarcaron al son de trompetas y tambo res, y se prohibió a capitanes, pilotos y soldados bajar a tierra. Por la tarde, Andrés del Duero y Amador de Lares vinieron en busca del capitán: «Cortés, daos prisa, que don Diego quiere ahora impediros partir.» La resolución de don Hernán se siente fusti gada ante este peligro y esta traición. Toma rápi damente sus últimas medidas. Al precio de su pesada cadena de oro compra todas las provisio nes de que se dispone en Santiago y hace un úl timo recorrido por el mercado. Después embar ca. y a medianoche se levan anclas. Enterado el gobernador por la mañana, monta a caballo y lleno de rabia, a gran galope, gana la orilla. La flota, a todo trapo, está ya lejos de tie rra. Pero he aquí a Cortés que se aproxima en una canoa, saluda al desconfiado don Diego, pre sentándole sus respetos, se despide con un gesto de la mano, vira en redondo y se aleja. Estamos a 18 de noviembre de 1518. Se ha vuelto una página, y la conquista de México ha comenzado.
CAPÍTULO II EL DESCUBRIMIENTO Franqueando la sinuosa desembocadura de Santiago, la flota ha ganado el largo de la costa, entre mar y cielo, que tienen la indecible nove dad de los espacios libres que han permanecido al abrigo de las curiosidades humanas. Una ale gre emulación hace a los hombres dóciles para la maniobra, y los pechos, apoyados contra las balayólas, se ensanchan respirando una brisa sali na que ya les parece traer con su frescura sueños de oro y poderío. Cortés se vio obligado a interrumpir esta pla cidez tocando en la villa de la Trinidad, en la costa meridional de Cuba. Allí clavó su estandar te ante su tienda e hizo sonar los tambores, pues era necesario completar las provisiones y reclutar nuevos voluntarios. Se presentó gran número de hidalgos, y entre ellos, la prez de esta epopeya: una cabeza brutal y magnífica, Pedro de Alva-
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rado, y sus hermanos Jorge, Gonzalo, Gómez y Juan el bastardo; Cristóbal de Olid, un ambicio* so; Alonso de Ávila, Juan Velázquez de León, Alonso Hernández de Portocarrero, Gonzalo de Sandoval, el fiel; todos hermosos nombres que suenan como campanas de bronce ante los nom bres bizarros de sus futuros adversarios: Ixtlilxochitl, Chichimecatecle, Moctehuzoma, Quauhtemoctzin, nombres chasqueantes de la lengua ná huatl, aguzados como flechas, estrambóticos como las figuras frenéticas y dislocadas que inun dan los manuscritos aztecas Once compañías se reunieron entre redobles de tambor y salvas de artillería. A precios elevadísimos, aún pudieron hacerse con algunos ca ballos, que escaseaban allí, y caballerías en ge neral, hasta el punto de que por un jumento gris que dio a Portocarrero tuvo Cortés que ceder las trencillas de oro orgullo de su jubón. Tam bién arribó un navio de La Habana con un car gamento de pan de yuca y una piara de cerdos, que fue todo cedido a don Hernán, alistándose su capitán, Juan Sedeño, bajo su divisa. A todo esto, el gobernador de la Trinidad ha bía recibido de Velázquez la orden de apoderar se de Cortés; pero habría sido necesario un puño i Los conquistadores, Cortés, el primero, no han po dido nunca transcribirlos convenientemente. «Montezuma» o «Moctezuma» y «Guatimozin» es como se los llama habitualmente en Europa. En cuanto a los demás, es preciso dejarlos a la paciencia del lector.
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más sólido que el suyo para acometer tal em presa, y decidió dejar hacer, no ocupándose del asunto. Cortés envió a La Habana a Alvarado, con el que se reunió poco después, organizando allí su escolta y casa militar. También el gober nador don Pedro Barba había recibido instruc ciones para arrestar a don Hernando; pero lle garon demasiado tarde: las conversaciones que había sostenido con Cortés le arrastraron en la órbita de esta fortuna que se levantaba. La recluta y aprovisionamiento prosiguieron en La Habana como en Trinidad. Todos los cui dados fueron dedicados a la artillería; los ca ñones pronto estuvieron relucientes, probados y listos, a la par que los infantes se adiestraban en el uso de arcabuces y ballestas. Por haber en aquella tierra algodón en abundancia, mandó ha cer Cortés gran cantidad de armas defensivas de unos colchados en forma de casacas que lla maban escaupiles, la mejor defensa, como la ex periencia comprobó después, contra los dardos y flechas de los indios. Dos bajeles, bajo la dirección de Pedro de Al varado y Diego de Ordaz, se destacaron para contornear la costa septentrional de la isla, con el cabo de San Antón como punto de recalada. El 10 de febrero de 1519, después de celebrarse una solemne misa, zarpó el resto de la flota, arrumbando a la isla de Cozumel, al nordeste del Yucatán. Es tiempo de hacer el censo de las fuerzas del conquistador. Tenía en total a sus órdenes
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once navios, siendo el suyo, uno de los más grandes, de unas cien toneladas. Otros más pe queños los escoltaban, y el resto estaba compues to por carabelas y bergantines. El piloto mayor era Antonio de Alaminos, antiguo piloto de Cris tóbal Colón, que había servido a las órdenes de Francisco Fernández de Córdoba y de Crijalva, y conocía, por lo tanto, los parajes en los cuales se aventuraban. La dotación se componía de 110 marineros. Los soldados eran 508, de los cuales, 32 eran ballesteros, 13 arcabuceros y el resto ar mados de lanzas y espadas. Súmense a esto 200 indios de Cuba, con algunas mujeres, diez caño nes pesados, cuatro piezas ligeras y 16 caballos, y ¡he aquí con lo que un oscuro gentilhombre de Extremadura conquistará un imperio! En el momento de partir, Cortés tuvo cuidado de templar con una arenga los corazones de sus hombres. Poseía el precioso don de la palabra, y un capitán español no se precia menos de sus discursos que un emperador romano. Cortés te nía necesidad de afirmar su ascendiente, para mantener en un puño a los compañeros familia res que le consideraban como su igual: primus ínter pares. Colocó la flota bajo la protección de San Pedro, su patrón adoptivo. Desde la punta occidental de Cuba a cabo Ca toche, la distancia es relativamente corta: es so lamente el canal de Yucatán lo que hay que fran quear; pero la mar es mala. Un viento fresco, que se convirtió en temporal, dispersó la flota, y Cortés tuvo que convoyar a uno de sus navios,
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cuyo timón había sido destrozado por la impe tuosidad de las olas. Cuando llegó a la isla de Cozumel, ya había desembarcado en ella Pedro de Alvarado. Y había hecho de las suyas este impulsivo Al varado, de duro corazón, aventurero de oscuro nacimiento, el más gallardo y más desconside rado de los conquistadores. Los indígenas habían huido a su llegada, y él se había dedicado al pi llaje y hecho algunos prisioneros. Llega Cortés, reprende duramente a su violen to capitán, hace libertar a los cautivos, y por me dio de un indígena de cabo Catoche, llamado Melchorejo, que había adquirido alguna idea del castellano, dice a los caciques y habitantes que no tienen nada que temer de la venida de los extranjeros y que les serán devueltos sus bienes ( ¡salvo, desde luego, las gallinas de la India que ya se habían comido!). A continuación de este incidente. Cortés pasó revista a sus tropas y. les dio severas instrucciones. «Nuestro Señor —dice Bernal Díaz del Castillo— le había dado la gra cia de obtener el éxito en todas sus empresas, y sobre todo, en la de pacificar a los habitantes de estos lugares.» Efectivamente, las relaciones con los indios se establecieron, después de este mal principio, bajo amistosas bases. Se hizo cambio de mercancías, y la quincalla y vidrios hicieron sus maravillas. A los caciques se los gratificó con camisas de fina tela. Los indígenas, agradecidos, dieron a entender que no era la primera vez que veían es
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pañoles, y que dos de ellos estaban aún en el país. Diego de Ordaz fue enviado en busca de los cautivos, y también se despacharon varios indios con cartas atadas al pelo, que llevaban anudado por encima de sus cabezas, con la es peranza de que la casualidad ayudara a estas misivas a encontrar su dirección. La visita de la isla guardaba sorpresas para los conquistadores. Templos de piedra, rodeados de torrecillas, testimoniaban la decadencia de al guna vieja civilización. Era como una excursión por los dominios de la antigüedad, como un pri mitivo sueño de historia, llegando a su colmo el asombro con el descubrimiento de una cruz de piedra. Más tarde se supo que la cruz era el em blema usual de la divinidad de la lluvia. Pero {qué presagio! El celo religioso se sobreexcitó. Era preciso emprender inmediatamente la gran obra de la conversión de infieles. Fray Bartolo mé de Olmedo utilizó en vano los artificios de una persuasión difícil de comunicar; pero los soldados encontraron el camino más expedito, no metiéndose en explicaciones y derribando los ídolos, cuyas impías imágenes mordieron el pol vo. Un altar rematado con una estatua de la Vir gen y el Niño Jesús fue erigido en su lugar. Mientras tanto, Ordaz volvió de su reconoci miento por cabo Catoche sin haber encontrado los prisioneros, lo que le valió la fría acogida que le dispensó Cortés. A principios de marzo, la flota levó anclas; pero una vía de agua la obligó bien pronto a volver al punto de partida.
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Se aproximaban a la orilla, cuando columbra ron una canoa indígena, una de esas estrechas embarcaciones que no son más que un tronco de árbol ahuecado, que se dirigía hacia los na vios. Uno de los hombres que la dotaban, des pués de haber dado órdenes al que singlaba en la lengua del país, se dirigió a los españoles en castellano: «Señores, ¿sois cristianos?» Se le fes tejó y cayó de rodillas, llorando de emoción. Era Jerónimo Aguilar, uno de los cautivos. Arrojados a la costa ocho años antes, sus compañeros ha bían sido sacrificados por los indios, habiendo sobrevivido sólo él con un piloto de Palos llama do Gonzalo Guerrero. Caído bajo el poder de un cacique, después de haber podido pasar escon dido durante algún tiempo, consiguió ganar su confianza. Este le ofreció una mujer; pero el buen Aguilar, que estaba ordenado de Evangelio y pretendía permanecer casto, se vio sometido a las tentaciones de San Antonio; mas consiguió do minarse, siendo esto, a fin de cuentas, lo que más le valió con respecto al cacique, que acabó to mándolo como consejero. Y en cuanto a Guerre ro, menos delicado, se había casado con una in dia, de la que ya tenía tres hijos. Tatuado, con las orejas y labios agujereados, había optado por aquella existencia menos civilizada, y al igual que los compañeros de Ulises, rehusó reunirse con sus hermanos los blancos. No se debía contar con él, pues era decididamente un renegado. Cor tés abrazó al fiel Aguilar, hizo que le dieran ves tidos y tuvo desde luego en él un intérprete de
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los más preciados, pues el hombre conocía per fectamente la mayoría de los dialectos mayas. *
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El 4 de marzo se hicieron de nuevo a la vela, y doblando el cabo Catoche, la flota penetró en el paraje de Champoton. El 12, después de haber pasado el lugar en el que Fernández de Córdo ba había sufrido el asalto de los indios, arriba ron a la desembocadura del río denominado Grijaiva, en recuerdo del primer español que explo ró aquellos lugares. Los bancos de arena impe dían aproximarse a la orilla a las embarcaciones mayores, por lo que tuvieron que fondear en ple na mar y ganar la costa en canoas y esquifes, para desembarcar en la punta de las Palmeras. Entre las malezas de que se hallaban cubier tas las márgenes del río, una nube de indios es peraba a los extranjeros, y otro núcleo de más de doce mil se había reunido al ruido de su lle gada en la villa de Tabasco, una media legua más lejos, fortificados tras empalizadas. Aguilar arengó a los indígenas, sin conseguir que depu sieran su hostil actitud, en vista de lo cual los españoles dedicaron el resto del día a prepararse para el próximo ataque. Al día siguiente, después de la misa, los esquiíes. en orden de batalla y cargados de artillería, remontaron el río. Cortés no había querido comenzar las hostili dades sin hacer una intimidación, un requerí-
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miento compuesto por el doctor Palacios Rubio, jurisconsulto y consejero de los Reyes Católicos. Al fin, partiendo de los indios la provocación, y bajo el son estruendoso de sus tam-tam, co menzó la batalla, cuyo primer signo fue el enviar a los españoles una lluvia de flechas. La lucha fue ruda en el agua y en la tierra. Cortés perdió aquí una de sus sandalias. Contestaba al grito de los indios: « ¡Al jefe! ¡Al jefe!», con el de « ¡Santiago!», y su espada hacía prodigios, mien tras que flechas, dardos y piedras crepitaban so bre su casco y su rodela. Los arcabuces, al fin, hicieron retroceder al adversario, que huyó a tie rra firme, dejando libre el campo. Era la victoria. Cortés tomó solemnemente posesión del país en nombre de Su Majestad. Con su ensangrentada espada hizo tres grandes cortes en el tronco de una ceiba, como desafío a quien osara contrade cirle. Perdieron la vida dieciocho indios. Estaban he ridos catorce hombres en el campo español; pero se había comprobado el efecto poco mortífero de las armas de los salvajes ante la defensa de las casacas acolchadas. Cortés estableció su cuartel en el templo principal de la villa abandonada, e hízolo guardar con centinelas. El indio Melchorejo había desertado, dejando colgado de un árbol su disfraz de hombre civilizado. Al día siguiente, Alvarado y Francisco de Lugo salieron para hacer un reconocimiento. Este últi mo, sitiado en un torreoncillo de piedra, debió su salvación a los socorros que le prestó su com
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pañero. Los prisioneros hechos en el curso de es tos golpes de mano daban a entender que el pafs entero se había levantado en armas, y, contra su deseo; se vio obligado Cortés a proseguir la lu cha. Fueron desembarcados caballos y cañones. La artillería fue puesta al mando de Mesa, un veterano soldado de Italia, y Cortés asumió el mando directo del pelotón de caballería. El 25 de marzo, los indios se formaron en ba talla en la llanura de Cinthla, al mando del caci que de Tabasco. El terreno estaba surcado por infinidad de canales de riego, con pequeños di ques a manera de reservas de agua, y práctica mente lleno de plantaciones de maíz y cacao. Se condujo la artillería sobre balsas, aprovechando diques y canales, primera experiencia de esta lu cha sobre el agua, que había de caracterizar tan extrañamente la toma de México. La caballería, aunque débil, fue la que decidió la victoria, por el efecto de terror producido entre los indios. También eran los perros monstruos desconocidos entre ellos. Los caballeros, cubiertos de hierro, se les aparecieron cual centauros o semidioses mito lógicos, contra quienes nadie osaría hacer frente. Algunos españoles decían que había sido el mis mo apóstol Santiago quien condujo su victorio sa carga. De dos grupos de indios de ocho mil cada uno, un millar yacía por tierra después del combate, mientras que sólo dos españoles paga ron con su vida el éxito de la jornada. Bien es verdad que cien heridos eran prueba viviente de la resistencia del adversario. Los prisioneros in-
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dfgenas fueron puestos en libertad con mensajes para los caciques. Al día siguiente, éstos, vestidos con ropas de algodón de color oscuro, llegaron implorando permiso para enterrar sus muertos, y quemaron incienso en honor de los hombres blancos, como prueba de sumisión. En prenda de amistad ofre cieron veinte mujeres esclavas y algunos objetos de oro, procedentes, según decían, del Oeste, de Culua. Esto sucedía a fines de Cuaresma. El Domin go de Ramos, Cortés quiso que presenciaran los infieles el edificante espectáculo de una ceremo nia religiosa, y ante sus ojos atónitos hizo desfi lar procesionalmente a todos sus soldados. Se arrodillaron ante una estatua de la Virgen y can taron el oficio con sus rudas voces de guerreros. Turbóse el tropical paisaje al oír por vez prime ra tan extraños acentos, y mayor aún fue el asom bro ante la formidable detonación de una bom barda. Una yegua, relinchando a su garañón, lle vó al colmo estos prodigios tan ingeniosamente expuestos. Los indios, silenciosos, volvieron al poco tiempo a regalar a los extranjeros gallinas, pescado seco y frutas. Estaban maduros para la conversión, que Aguilar les predicaba bajo la dirección de don Hernán. Muchos recibieron el bautismo. Entre ellos se encontraba una extraña mujer, dotada de todos los encantos, Ariadna de esta fabulosa historia y patrona de la conquista: la legendaria doña Marina. Su nombre indio era Malintzin. Poseía tan ex-
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traordinaria belleza como sutileza de espíritu. Su padre fue un rico cacique de Painala, a unas ocho leguas de Guazacualco, que falleció poco después de su nacimiento. Su madre, por mayor cariño a un hijo que tuvo de segundo matrimo nio, se la dio a unos mercaderes, que la vendie ron al cacique de Tabasco. Regalada a Cortés, éste, según la paradójica costumbre de todos sus compañeros de conquista, después de haberse ne gado a admitirla mientras era pagana, la convir tió en su querida después del bautismo. Instrui da por Aguilar, aprendió el castellano con nota ble facilidad. Su viva y flexible inteligencia, su encanto personal y su habilidad diplomática, hi cieron de ella un incomparable auxiliar del con quistador, cuyo triunfo no se concibe sin ella. Le fue fiel aun en los mayores desastres; le aconsejó lo mismo en los reveses que en los éxi tos, y fue insustituible por su buen sentido, su conocimiento del país y de la gente que lo habi taba. así como por la persuasiva dulzura de su palabra. Todas las circunstancias en que su ac tuación se puso de relieve aparecen marcadas con la gracia de su espíritu. Un día desapareció de la vida del conquistador y de la historia, sin dejar la menor huella; pero sobrevive en Nueva España por el encanto de su recuerdo. Todavía hoy los indios pretenden que viene a visitarlos y que a veces se ve aparecer la dulce figura y maravilloso rostro de doña Marina. *
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El Jueves Santo del año 1519 llegaba la flota a la vista de San Juan de Ulúa. después de un viaje por la costa en .el que pasaron frente a los ríos Alvarado y Banderas y la isla de los Sacri ficios, cuyos nombres señalan las etapas del pri mer reconocimiento hecho del país y primeros sacrificios humanos de que los españoles fueron testigos. A la vista de tierra, Portocarrero se puso a cantar un viejo romance de caballería: Cata Francia, Montesinos, cata París, la cibdad, cata las aguas del Duero, que van a dar en la mar. a lo que contestó Cortés: —Que Dios nos dé suerte en las armas como al paladín Rolando, que entonces, con todos vos otros a mi lado, ya sabré bien lo que tengo que hacer. Promesa de riquezas, promesa de conquistas y de gloria. Las manos se tendían hacia un sue ño que se les desvanecía siempre, y aquel espe jismo apenas había de dejar otra cosa a los con quistadores que lo que queda de las notas sono ras de una dulce canción. Se desembarcó el Viernes Santo, día 21 de abril. Las tropas saltaron a tierra en una playa vecina, larga y suave, llena de montículos de are na barridos por el norte, el asolador viento del Norte, el de los naufragios. Es en este paraje donde hoy día se eleva la ciudad de Veracruz. In
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dios armados con hachas de cobre, enviados por un alto personaje llamado Cuitlalpitoque, fueron a bordo de los navios y ayudaron sin temor al desembarco de caballos y artillería, y después a la construcción de abrigos de ramas y hoja rasca para protegerse contra el tórrido sol de aquel desierto arenal. También ordenó Hernán Cortés que se levantase un altar para la misa del padre Olmedo. El día de Pascua, y después de solemne oficio, se dio un espléndido banquete, en el que se be bieron vinos de España. Se había establecido una especie de mercado alrededor del campamento español, y a él acudían los indígenas llevando go losinas y exóticas curiosidades: frutas, flores —esas flores que se encuentran por doquier y que aún siguen siendo la pasión de los más misera bles descendientes de los aztecas—, en guirnal das y a brazadas las colocaban al paso de Cor tés, y además objetos de oro, figurillas de pá jaros y animales trabajadas con un arte exquisi to y extraño. Fue entonces cuando por primera vez se ha bló de Moctezuma, la triste y gigantesca figura que tiñe esta historia con el romántico encanto de una derrota aceptada y de una ruina fatal. Uno de sus oficiales, llamado Teuhtlile, gober nador del país y jefe de la guarnición, se presen tó en nombre de su señor en el campo extran jero. Cortés lo saludó con cortesía e hizo partí cipe de su proyecto de ir a visitar a su soberano, añadiendo que había sido enviado por el gran
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emperador Carlos V, el más grande y noble señor que en el mundo existía y al cual representaba. Teuhtlile no pareció asombrarse ante esta gran dilocuencia, y mostróse de una altivez igual al castellano empaque. De severo aspecto, se extra ñó de aquellos discursos como de una falta de educación: — ¡Apenas has llegado y ya quieres hablar a Moctezuma! Después, decidiéndose por la lisonja, ofreció a Cortés telas de algodón, tejidos de plumas multi colores, de admirable trabajo y extremada finura, y objetos de oro en cantidad suficiente para ma ravillar a los conquistadores. Estos, a cambio, sa caron de sus sacos collares de vidrio y quincalla, que fueron recibidos con dignidad y hasta con algún desdén. Para Moctezuma, Cortés ofreció una silla labrada de taracea, un collar de perlas, una camisa de holanda, una gorra de terciopelo carmesí y una medalla de oro, en la que estaba la imagen de San lorge. Se contaba con otras maravillas para asom brar a estos graves personajes. Cortés dio orden a los artilleros de preparar las bombardas, ce bándolas con buenas cargas de pólvora para que la detonación fuera mayor. Desfilaron las tropas en buen orden, con picas y arcabuces al hombro, bajo el mando de los oficiales y al son de las flautas y tambores. Pedro de Alvarado reunía la caballería, y en el momento que daba la orden de carga y pasaban a galope tendido ante los asombrados indios, dejóse oír una salva enorme.
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Los artilleros lo habían preparado bien, y aque llo, más que salva, fue un pavoroso trueno salido de entre nubes de humo, que ascendieron lenta mente hacia el cielo de purísimo azul. Los indios, aunque intentaron disimularlo cuanto pudieron, no pudieron contener un estremecimiento de miedo. Cuando Teuhtlile recobró la calma, aproximó se a Cortés, e indicándole uno de los jinetes que llevaba un casco dorado: —Ese casco —dijo— es exactamente igual al que hemos heredado de nuestros antepasados. El gran dios de la guerra. Huitzilopochtli, lleva uno idéntico, y a Moctezuma, el gran señor, le gustaría verlo. Cortés hizo llamar al soldado, dándole el cas co al cacique para que se lo enseñara a su señor, a condición de que había de devolverlo lleno de polvo de oro. Mientras tanto, uno de los del cortejo del ca cique dedicábase a dibujar rápidamente sobre lienzos de algodón preparados al efecto todas las maravillas que a su vista tenían: los navios, los hombres blancos con larga barba, sus armas y sus caballos, sus estandartes y sus barracones. Gracias a este procedimiento y a la rapidez de los correos, el emperador, que se hallaba a se tenta leguas de aquel paraje, pudo conocer a las veinticuatro horas el gran acontecimiento que acababa de ocurrir en sus estados. Poco después, Teuhtlile mismo partió para México. »
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Al conocer estas noticias, Moctezuma se sin tió turbado hasta lo más profundo de su alma, al igual que se sentiría el rey Baltasar cuando, en medio del banquete, una mano invisible trazó so bre el muro de su palacio las fatídicas palabras. Recordó la antigua y misteriosa leyenda que en cierra toda la historia pagana de México. Hacía mucho tiempo que un gran dios que no perte necía a la raza azteca, de blanca tez y larga bar ba, había llevado al Anahuac sus enseñanzas y el ejemplo de sus virtudes'. Este dios, llamado Quetzalcoatl (serpiente de verde plumaje), había dejado el país y embarcádose sobre los mares de Oriente, hacia la mitológica orilla de la roja Tíapalan. Antes de desaparecer, Quetzalcoatl había pro metido volver, y este retomo estaba próximo, como podía juzgarse por los imponentes prodi gios que en tan corto espacio de tiempo sucedían se: la agitación e inopinado desbordamiento del lago de Tezcuco, cuyas aguas habían inundado la ciudad; el incendio inextinguible de una de las torres del gran templo; la aparición de tres cometas; voces oídas validas del aire que gri taban: « ¡Oh hijos míos!, estamos perdidos. ¿Dónde os conduciré?»; una pirámide de luz que brotó en el cielo, del lado del Oriente. Y he aquí que desde hacía unos treinta años se oían singulares rumores venidos de las riberas del ¡m-l l Algunos historiadores creen hallar en esto vestigios del paso de Santo Tomás.
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perio, de allá por donde se levanta el sol: se ha bían visto hombres blancos que desembarcaban de casas flotantes. Pero esta vez el rumor era más preciso, y los mensajes desplegados bajo los ojos del rey contaban al detalle la nueva de idén tica aparición. Moctezuma hizo llamar a los sacerdotes del dios de la guerra, Huitzilopochtli, cuyo casco de guerra, nuevo presagio, le acababan de traer los correos enviados por los extranjeros. Hacía diecisiete años que Moctehuzoma Xoyocotl, tal es el nombre auténtico del soberano, «el señor sabio y de buen sentido», ocupaba el tro no de los aztecas. Residía, al igual que sus ante cesores, en la gran Tenochtitlan o M e x tlisitu a da en medio de las aguas sobre el gran lago de Tezcuco. Fue un mensaje de los dioses el que, en tiempos muy lejanos, cuyo recuerdo sagrado guar daban los jeroglíficos, decidió fundar la capital sobre aquella alta meseta, a más de dos mil dos cientos metros de altitud, en el lugar marcado con una roca en la que se había posado, sobre un cacto naciente, un águila que aprisionaba una serpiente entre sus garras. El imperio azteca, en el momento en que iba a producirse el fantástico choque entre la católi ca España y el Anahuac 12 idólatra, se extendía de un océano a otro, y su precaria cohesión, fruto 1 De donde se deriva el nombre moderno de México. 2 La palabra Anahuac significa «el país de las aguas». La expresión «imperio azteca» se debe a una asimilación a las instituciones europeas, que no tiene nada de rigu
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de una violencia perpetuada por feroces ejecu ciones militares, estaba hecha por la unión de reinos sometidos unos tras otros y mantenidos después en dependencia. México mismo, funda do hacia 1325, no tenia aún dos siglos de exis tencia. ¿De dónde provenían los aztecas? Unica mente los sacerdotes sabían el secreto, hoy día con ellos enterrado. Es factible que el país fuera poblado por la inmigración de tribus asiáticas, chinas acaso. Los aztecas invasores se hablan encontrado con un pueblo de civilización supe rior a la suya, los toltecas. Vencedores, no guar daron de los que los antecedieron más que un cierto número de prácticas deformadas por el brutal y cruel instinto de su raza, y al llegar Cortés, su magnifícente poderío había llegado a ese punto culminante donde el espíritu inquieto de los déspotas presiente la decadencia y la ruina. Tal era la historia cuyos fastos repasaba Moc tezuma para sí, en compañía de severos e impa sibles sacerdotes, cuyos finos y crueles labios sólo pronunciaban palabras ambiguas. El Consejo fue reunido con gran premura. Los reyes aliados de Tlacopan (o Tacuba) y de Tezcuco presentáronse también en la ciudad con los caciques para tomar parte en las deliberacio nes. Sobre toda la asamblea pesaba la influencia de la predicción, y un extraño presentimiento en cogía los corazones. Ya no se trataba de san roso. Moctezuma, de hecho, no era ni un rey ni un empe rador, según nosotros lo entendemos.
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grientas guerras, a las que estaban acostumbra dos y consideraban como incidentes normales de la vida de la nación, ni de asolar ciudades, ni co ger esclavos. Esta vez era preciso luchar contra los mismos dioses. Pero ¿seríales permitido to mar las armas para oponerse a decisiones sobre naturales? Entre tan extrañas conjeturas fluctuaban las opiniones sobre la conducta a seguir. Mientras que muchos cedfan a un instinto guerrero más fuerte aún que su supersticiosa piedad y aconse jaban levantarse en armas para rechazar antes de que fuera demasiado tarde a los intrusos que violaban el patrio suelo, Cacamatzin, el rey de Tezcuco, juzgaba más político dispensar a los ex tranjeros una acogida francamente amistosa y re cibirlos como deseaban. El emperador adoptó un plan intermedio (lo cual era un medio seguro de tomar el mal cami no), y resolvió enviar una embajada con pala bras de paz. pero prohibiendo formalmente la ida a México de los hombres blancos. Siete días después del desembarco de los espa ñoles llegaban los delegados mexicanos al cam pamento de Cortés, que ya contaba con un millar de cabañas en las que los soldados, poco preocu pados, se daban la mejor vida que podían entre las golosinas de harina de maíz, bananas y ana nas. en gran profusión llevadas por los indígenas. Uno de los enviados había sido escogido por su parecido con el capitán español. Se le llamó el Cortés mexicano. Dos nobles aztecas, con Teuh-
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tlile, componían la embajada, que era escoltada por un centenar de esclavos. Los caciques salu daron a Cortés al estilo indio, llevando su mano al suelo y después a su boca, mientras se quema ba incienso de copal en cazoletas de tierra coci da. Los petates fueron desplegados, y en los pre sentes de Moctezuma brilló el sol. Los españoles contemplaban con emoción aquellos tesoros. Había láminas de metal muy grandes, de forma circular, que mostraban entre sus relieves, una, en oro, la imagen del sol, que ojos expertos tasaron en 20.000 piastras, y la de la luna en plata, rodeada de rayos y variados símbolos, de un peso considerable; después, el casco español lleno de pepitas de oro, que ates tiguaban la riqueza de las minas del país, y por último, gran cantidad de joyas y piezas de oro con alguna pedrería, collares, sortijas y pendien tes a su modo,"y otros adornos de mayor peso en figuras de aves y animales como pumas y jagua res, tan primorosamente labrados, que más que en su valor se reparaba en su artificio; gran can tidad de penachos y otras curiosidades de pluma cuya hermosura y natural variedad de colores buscados en las aves exquisitas que produce aque lla tierra, sobreponían y mezclaban tan maravi llosamente, que, sin valerse del pincel, llegaban a formar pintura y se atrevían a la imitación del natural. Sacaron después muchas armas, arcos, flechas y rodelas de rarísimas maderas. Desde aquel momento, y si es que quedaba al
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guna, desapareció toda vacilación en el espíritu de los conquistadores: ¡se iría a México! Las palabras de los delegados parecieron ino centes. Con estas liberalidades, decían,' el gran emperador hacía presente su bienvenida y de ferencia, y feliz con la visita de los nobles ex tranjeros, les deseaba buena suerte en la vuelta a su patria. Cortés respondió dignamente al discurso; pero vióse apurado para corresponder al monarca me xicano en la misma moneda. Dos camisas de ho landa y un vaso florentino dorado y esmaltado: he aquí todo lo que sus arcas dieron a su gene rosidad; poco ciertamente para dar impresión de riqueza y poderío. En cuanto a volverse, no había ni que hablar de ello antes de hablar per sonalmente a Moctezuma, para presentarle los respetos del rey de Castilla y agradecerle su bien venida. Los días siguientes demostraron, aun para los más obtusos, que la situación de los españoles se encontraba notablemente modificada. Los re galos con los que antes eran obsequiados por los indígenas se hicieron cada vez más raros, y los víveres, que ya necesitaban comprar, eran ce didos a precios exorbitantes. Hasta la atmósfera pareció cambiar, y las manifestaciones cordiales fueron sustituidas por la frialdad e indiferencia, no quedando ni asomo del buen humor del prin cipio. Todo parecía hostil. El aire que se respi raba era pesado; el húmedo calor de aquellas re giones se hacía insoportable, y el viento levanta-
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ba ardientes nubes de arena. Mil odiosos insec tos, con los mosquitos del paludismo y los zan cudos a la cabeza, se habían puesto en movi miento, haciendo caer enfermos con fiebres a los soldados y sucumbir a algunos de los heridos que habían salido con bien de las anteriores re friegas, llegando rápidamente a treinta el número de muertos. Ya no se comía otra cosa que pan de yuca medio podrido, cubierto de esa especie de verdín que la humedad comunica a los obje tos en los países tropicales. La concordia y disci plina se relajaron. Los soldados se irritaban con estas privaciones y deprimentes fatigas, enerván dolos la espera y la inacción, y por otro lado, Velázquez conservaba todavía secretos partida rios, que murmuraban a propósito del comercio que libremente se hacía con el oro, diciendo que era urgente nombrar un inspector que reglamen tase aquellas transacciones. El juego causaba es tragos. Cortés decidió entonces enviar dos bajeles con Francisco de Montejo, Alaminos y Juan Alvarez el manco para reconocer la costa y encontrar un lugar más hospitalario y propio que sirviera de puerto. No se obtuvo otra cosa que el descubri miento a poca distancia de una aldea fortificada: Quiavistlan. En esto se ocupaban, cuando llegaron nuevos mensajeros de México trayendo aún más pre sentes y chalchthuis, enormes piedras preciosas, especie de jaspe de un verde brillante, parecidas a las esmeraldas. Pero la voluntad de Moctezu
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ma permanecía inquebrantable, y los españoles no serían admitidos en la capital. Aún hablaban los caciques, cuando se oyó el tañido de una campana. Tocaban vísperas. Todos los soldados cayeron de rodillas ante la cruz, y como Teuhtlile y Cuitlalpitoque demostraron alguna ironía al ver tan bravos guerreros humillarse ante un pedazo de mal tallada madera, Cortés creyó lle gado el momento de explicarles la doctrina cris tiana: el padre Olmedo hizo cuanto pudo; pero los dos señores continuaron escépticos, sonrien do cuando se les aconsejó que renunciasen a los sacrificios humanos, y se retiraron tan dignos como poco convencidos. Por la mañana pudo averiguarse que los dele gados mexicanos habíanse ¡do durante la noche sigilosamente, y por parecer que esta desaparición envolvía amenazas, fueron reforzados los centi nelas. vigilándolo todo Cortés y haciendo él mis mo las rondas nocturnas. Uno de los siguientes días estaba Berna! Díaz del Castillo de centinela avanzado sobre un mon tículo de arena, cuando vio venir hacia él cinco indios, que se adelantaron haciendo amistosas demostraciones. Se los condujo ante el capitán general, a quien saludaron con respeto llamán dole lopetucio. que significa señor. Tenían dos grandes agujeros en el labio inferior, gracias a los cuales colgaban adornos de piedra tallada o láminas de oro. Eran totonaques de la aldea pró xima de Cempoal, y venían a decir que eran ene migos de los mexicanos, interesando tanto a Cor
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tés tan preciosa nueva, que prometió a los recién llegados ir a visitar a su cacique en la capital. Mientras tanto, los descontentos continuaban con sus murmuraciones y protestas cada vez más subidas de tono, llegando a constituir un grupo algo numeroso, partidario de la vuelta a Cuba. ¿Qué más había que hacer en aquel maldito país? Cortés organizaba por su lado la contra ofensiva reuniendo a sus adeptos, y un día, brus camente, simulando acceder a las incesantes re clamaciones de sus adversarios, ordenó que se hicieran los preparativos de embarque. Cada uno ocuparía su sitio en la embarcación en que vino, y se volvería a las islas a llevar la noticia del fracaso de la expedición. Entonces, como había previsto, se elevaron violentas protestas. — ¡Nos habéis engañado! —gritaban—. ¿Dón de están las conquistas y la fortuna que nos ha bíais prometido? ¿Creéis acaso que se nos conten ta solamente con buenas palabras? ¡Que vuelvan a Cuba los cobardes; que lo que es nosotros no nos moveremos de aquí hasta ver cómo termina esto! Cortés, riendo para su capote, se hacía rogar, hasta que terminó cediendo, a condición de que sería nombrado justicia mayor y capitán gene ral, con derecho a la quinta parte del oro con quistado, una vez descontado el quinto corres pondiente a Su Majestad. El procurador Godoy levantó concienzudamente un acta de todas estas disposiciones. Pero aún necesitaba más el espíritu jurídico del bachiller de Salamanca, y su fértil ingenio
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le sugirió una bonita idea, un hallazgo. Allí mis mo, entre aquellas barracas de hojarasca y ra mas, Cortés funda una villa, una ciudad, a la que dota inmediatamente de todas las formali dades legales y administrativas. Esta ciudad será Villa Rica, pues es rica ciertamente y promete dora de fortuna, y será también de la Vera Cruz, por haber saltado a ella el viernes de la Cruz. Son nombrados alcaldes Alonso Hernández de Portocarrero y Francisco de Montejo. Se proveyeron todos los empleos, regidores y alguaciles; levan taron una picota en la plaza pública eri señal de justicia, y un patíbulo proyectó su tinglado sobre el cielo en las afueras de la villa. Los nombra mientos oficiales fueron mal acogidos por los partidarios de Velázquez, que desde luego que daron excluidos de todo honor; pero a los tur bulentos metióselos en barra en la cala de los bajeles y pronto se volvieron razonables. Después —y éste fue el golpe maestro—. Cor tés, en presencia de toda la municipalidad reuni da, presentó su dimisión de capitán general, co locándose en el rango de los demás. Grandes protestas se elevaron; pero permaneció firme, hasta que al fin, y con todas las de la ley, fue proclamado y mantenido.en el empleo que aca baba de dejar. Desde aquel momento, así nom brado y con un poder del que había sido legal mente investido, era el dueño de toda jurisdic ción, civil y militar. Podía, en adelante, defender su posición contra cualquier adversario y en to dos los terrenos.
CAPITULO III LA PALANCA La permanencia sobre la tierra ardiente de aquella costa baja era a todas luces inútil o peli grosa; y como Cortés se dio cuenta inmediata mente de los inconvenientes que podían surgir al dejar sus tropas en la ociosidad, dio la orden de partida, y Alvarado fue destacado en recono cimiento con la mayoría de los partidarios de Velázquez, quedándose Cortés al frente del resto del ejército. La flota, en la que se habían embar cado los cañones, debía seguir el largo de costa hacia el Norte, poniendo la proa a Quiavistlan. Las tropas avanzaron primero sobre un desier to arenoso, pasaron luego en balsas el río de la Antigua, encontrándose a medida que avanzaban con que el paisaje cambiaba de aspecto, cubrién dose de verdor. Por encima de las plantaciones de cacao. las palmeras se levantaban rígidas en hierática inmovilidad, y la espesura estaba llena
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de cervatillos, gallinas salvajes, faisanes y loros de vistoso plumaje y estridentes gritos. Entraron en numerosas aldeas, de las que huyeron espanta dos los indígenas a la vista de los caballos, y en los templos, ahora silenciosos, en los que la sangre cuajada y los restos humanos por allí esparcidos hablaban del horror de bárbaros sacrificios. Al fin, más comunicativos, aparecieron doce indios totonaques, enviados por el cacique de Cempoal. que traían aves y pan de maíz e invitaron a Cor tés, en nombre de su señor, a entrar en la capital. La ciudad se elevaba en un inmenso jardín, en el que todo lo proporcionaba la generosa na turaleza de los trópicos, pero cuya exuberante hermosura sabían cuidar los indios y amoldarla a su capricho. Los cultivos de todas clases pro clamaban la industriosa actividad del hombre en este lujurioso paraíso. La multitud abría paso a la cabeza del ejército, y la entrada tuvo el ca rácter de un triunfo idílico: las mujeres ponían collares de flores al caballo del capitán y ofre cían a éste rosas para que las colocase en su casco. Los notables sé distinguían por sus mantos a estilo moro, pintados de vivos colores; sus vestidos de algodón y las alhajas de oro que bri llaban en sus orejas y narices. Cempoal1 con taba de veinte a treinta mil habitantes, y sus ca sas estaban revestidas de una especie de estuco tan brillante, que uno de los que iban de avan-* * Hoy día no existe.
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zada había vuelto a galope para anunciar que la ciudad era toda de plata. Adelantóse un cacique apoyado en las espaldas de dos servidores, que apuntalaban su enorme corpulencia, y se excusó por no haber podido pre sentar antes sus respetos al jefe de los guerreros blancos. Todo lo que su obesidad le permitía era franquear a pie el gran patio del templo. Los alojamientos para los españoles estaban ya pre parados, y aunque el aspecto de la población pa recía de lo más amistoso, pues los indios les lle vaban gran cantidad de víveres y regalos de oro y algodón, Cortés, que estaba siempre en guardia y su actividad no conocía el descanso, pensó cuer damente que un servicio riguroso de vigilancia los ampararía contra toda sorpresa. Pero la no che pasó sin novedad digna de mencionarse, y al día siguiente, escoltado por cincuenta hombres. Cortés devolvió al cacique su visita. Fue admiti do a su presencia, con un oficial y doña Marina, exponiendo el capitán en el curso de la larga con versación que sostuvieron sus proyectos religio sos. El cacique respondió enumerando las que jas que tenía contra su soberano Moctezuma, quien hacía poco tiempo dominaba la provincia, para explotarla sin compasión. Los dos interlocu tores se separaron bastante amigos y contentos el uno del otro, pues si el indio había recibido la promesa de un apoyo eficaz, el español, en cambio, había recogido un precioso número de noticias. Al día siguiente el ejército se puso en marcha
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hacia Quiavistlan, acompañado de cuatrocientos indios porteadores que el cacique de Cempoal había cedido. No se encontró en la ciudad más que quince notables, que hicieron sus habitua les ofrendas de flores e incienso. El cacique de Cempoal se unió poco después a las tropas, con ducido en un palanquín por dos robustos servi dores. que se curvaban bajo su considerable peso, y en su presencia, los señores de Quiavistlan re pitieron sus quejas y maldiciones contra Mocte zuma y los mexicanos, añadiendo por último: —...Y es tan soberbio y feroz este monstruo, que sobre apuramos y empobrecemos con sus tributos, formando sus riquezas de nuestras cala midades, quiere también mandar en la honra de sus vasallos, quitándonos violentamente las hijas y mujeres para manchar con nuestra sangre las aras de sus dioses, después de sacrificarlas a otros usos más crueles y menos honestos. Cortés prometía poner fin al pillaje e intolera bles ofensas que sufrían, diciendo: —Es precisamente para esto para lo que mi señor y emperador me ha enviado a estos países, cansado de ver perpetuarse tanta injusticia. Cinco nuevos personajes hicieron entonces en el campo una entrada que sobresaltó a los indios. Venían suntuosamente vestidos, y su aspecto era imperioso. Sus finos cabellos, de un negro laca, estaban levantados por encima de su cabeza en forma de moño, en el que prendían gran canti dad de plumas de varios colores. Sus rostros, de un color ocre pálido, no carecían de regularidad.
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indicando sus rasgos cierta nobleza y refinamien to. Cada uno de ellos llevaba una rosa en la mano, cuyo perfume aspiraban voluptuosamen te, y se apoyaban en un largo bastón de mando. Cubrían sus espaldas con amplias capas de fino algodón, y ceñían su talle con bordados cinturo nes. Los escoltaban servidores, que separaban a la muchedumbre y les daban aire con grandes abanicos. Estos altos señores eran los enviados de Moctezuma a provincias para cobrar el impues to. Con una altivez que no tenía nada que envi diar al orgullo castellano, pasaron ante Cortés y sus oficiales sin dignarse advertir su presencia Los totonaques parecían inquietos y les prodi gaban respetuosas demostraciones, que ellos re cibían con indiferencia. En un salón adornado con flores habían sido preparadas las viandas y el cacao. Una vez terminado el almuerzo, la in solencia de los mexicanos aumentó al enterarse del recibimiento hecho a los extranjeros en Cempoal. y en medio de su furor hicieron que se les entregaran inmediatamente veinte indios, a quie nes se sacrificaría para apaciguar a los dioses, irritados por este sacrilegio. El enorme cacique y sus totonaques estaban aterrados. Cortés hizo entonces venir a su huésped, pre guntándole fríamente: —¿Quiénes son esas gentes? Y una vez enterado contestó: —No tenéis más que hacer que arrojaros so bre vuestros opresores y encarcelarlos sin pér dida de tiempo.
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El obeso personaje, asustado, no se decidía. Cortés insistió, y al fin todos los caciques del país se dejaron convencer y juraron al español, para ellos caído del cielo, no obedecer más a Moctezuma. (Jna vez tomado su partido se hicie ron feroces, y los enviados del gran señor fueron arrastrados a la picota, estupefactos ante tan ex orbitante ofensa. Si Cortés no se hubiera opues to. habrían sido ejecutados inmediatamente; pero lo prohibió e hizo que fueran custodiados por sus propios soldados. A eso de medianoche, el astuto gentilhombre llamó a los centinelas, ordenándoles que soltasen a dos de los prisioneros y los condujeran a su presencia. Una vez ante él, hizo como que no los conocía, preguntándoles con la mayor desenvol tura qué hacían y a qué era debida su situación. Les declaró que todo lo hecho había sido sin su aprobación, les dio comida, halagó, y llamando a seis marineros hizo que aquella misma noche se condujera a los mexicanos a cuatro leguas de Cempoal y se los dejara sanos y salvos en esta do de poder llegar a México, llevando con ellos la garantía de la amistosa actitud de los espa ñoles. Cuando se hizo de día, el cacique de Cempoal, furioso con la evasión de dos de sus prisioneros, se creyó en el deber de hacer asesinar a los otros dos. El miedo que aún tenía a Moctezuma le ha bía inspirado aquella salvaje resolución; pero Cortés lo apaciguó, y enviando a buscar una ca dena a uno de los navios, hizo transportar a
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bordo a los restantes prisioneros, a los que no tardó también en libertar, enviándolos a su se ñor con las mismas recomendaciones que a sus colegas. Al mismo tiempo prometía defender a toda costa contra sus opresores a todos los caci ques de la región. El conquistador sabía jugar con dos barajas. Por el momento, todas las villas de Cempoal, en franco levantamiento contra los aztecas, no encontraron esperanza de salvación más que en el juramento de obediencia a Su Majestad, que se apresuraron a prestar ante el procurador del rey, Diego de Godoy. Después festejaron como niños el no tener que pagar más tributos. *
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En su alojamiento de Cempoal, guardado por sus centinelas, el conquistador medita. Los suce sos de los días que acaban de pasar suministran amplia materia para sus reflexiones. Se ha equi vocado, y su vivo a la par que práctico espíritu admite de golpe el error fundamental. Ha creído partir para el descubrimiento de algunas islas, de tierras vírgenes de extensión desconocida, pobla das por pacíficas tribus de indios fácilmente dominables como los de Cuba, rápidamente escla vizados y fáciles de asustar con unos cuantos arcabuzazos. Para tal empresa debía bastar con su puñado de hombres, pues aunque los indios de Cozumel habían combatido más ardientemente de lo que se esperaba, a fin de cuentas se había
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tenido razón de ellos sin grandes fatigas. Mas he aquí que acababa de hacer el verdadero des cubrimiento, un descubrimiento que superaba lo imaginable y era capaz de desconcertar al más probado valor. Una enorme potencia empezaba a vislumbrarse tenuemente, allá por donde el sol se oculta, ante la infinita debilidad de la tropa aventurera. Ya no eran indios débiles y temero sos, sino una raza guerrera, cruel y dominadora, de origen mitológico; un vasto imperio manteni do por la inflexible trabazón de un ejército, guar niciones, fortalezas; una organización administra tiva bastante desarrollada, compuesta de gober nadores de provincias, recaudadores de impues tos; estados dominados y mantenidos duramen te en la obediencia, e insospechados recursos de hombres y de riquezas. Y, además, una extensión infinita se abría al paso del descubridor. ¿Cuáles serían las dimensiones reales del coloso que se abordaba? ¿Qué océano, allá lejos, más allá de las montañas, limitaría su inmensidad? ¿Quién sería, en fin, Moctezuma, el rey fabu loso, que manifestaba su autoridad a tanta dis tancia de su capital, de tan imperiosa manera y en tan corto tiempo? ¿Trataría Cortés de repre sentarse a este exótico monarca según la aparien cia de sus emisarios y hacer surgir en su imagi nación un México comparable a esta ciudad de Cempoal, tan diferente de cuanto hasta ahora ha visto, y que sobrepasa de tal manera su sueño que no puede por menos de sentirse asombrado al verse alojado en una ciudad, allí donde no
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esperaba encontrar otra cosa que unas cuantas chozas agrupadas en aldea de salvajes? Nuestro aventurero capitán está maravillado de su suerte. El cielo ha protegido sus ambicio nes. ¿Quizá demasiado? ¡No! La tentación de lo misterioso no encontrará jamás inferior a sus encantos la voluntad de Hernán Cortés. Es vo luntad lo que necesita tener por los quinientos que le siguen, y para quienes únicamente él es manantial de energía. Es un mundo el que ante su esfuerzo se ofrece, que es preciso violar, trans formar según un plan imaginario, volverlo a crear como si la obra de Dios estuviera hecha a me dias y reclamase esta colaboración del genio hu mano. El conquistador mide, contemplándola, su empresa. Es un edificio imponente que empieza a mostrarse, una ciclópea pirámide hasta ahora velada por la bruma, y que el sol ya comienza a descubrir. Cortés se siente pequeño, cual in secto u hormiga, ante este bloque de granito que llega hasta las nubes. Su misión es atacarlo; pero necesita una palanca. Buscará una hendi dura en la piedra para introducir allí el extremo de la barra, y después apoyará sobre el instru mento, con todas sus fuerzas, con todo su ímpe tu, hasta que el bloque ceda y derrumbe la mon taña, aunque destroce a los audaces bajo sus escombros. La hendidura ya la ha presentado en la com pacta masa. La señala el odio que se cierne so bre un despótico imperio tan sólo mantenido por el terror. La palanca, la indispensable palanca
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que permita al débil, al pigmeo, mover el mun do, será la alianza concertada con este odio. No hay conquista sin política, piensa Cortés; es pre ciso ganar terreno, ciertamente; pero, sobre todo, ganar espíritus con la astucia, servidora insepa rable de la fuerza. El efectivo de sus tropas era tan desproporcionado ai fin que se emprendía, que parecía urgente aumentar su número, centu plicándolo si fuera posible. Era preciso y de ab soluta necesidad crearse un ejército, y para esta tarea únicamente podía contar con su ingenio. Era inútil esperar refuerzos de los que a sus es paldas dejaron, pues de España o Cuba no podía venir más que hostilidad y malquerencia. Enton ces el alma del conquistador se desdobla, y he aquí que al lado del guerrero surge la sombra indecisa del diplomático. Cortés vela y sueña. Trozos de bíblicos latines acuden a su memoria: Omne regnum in seipsum divisum desolabitur. Fuera se oye aún la voz de alerta de los centinelas, o el grito estridente del aní, especie de buitre, mezclado con los mil rui dos de la selva, y después, bajo las estrellas ca prichosamente agrupadas en constelaciones sor prendentes y brillando entre azules y rojizos re flejos, como las pedrerías de tesoros encantados, extiende su manto el extraño silencio de las no ches tropicales. *
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Al cabo de unos días, otra embajada trajo nue vas de México. La componían dos sobrinos de
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Moctezuma y cuatro nobles. Esta vez el empera dor, impresionado por el relato de aquellos re caudadores libertados; había, al parecer, cambia do de táctica. Los españoles eran indudablemen te aquellos hombres blancos cuya venida anun ciaran los oráculos, y sólo por consideración a ellos se librarían los totonaques del merecido castigo. El cacique de Cempoal estaba entonces en guerra con sus vecinos de Cingapacinga, y Cor tés resolvió prestarles el apoyo de sus armas. Fue hecha la paz sin efusión de sangre, gracias a los españoles, y el obeso cacique ofreció a su aliado cristiano ocho jóvenes indias y gran número de esclavos. Se los bautizó en seguida; pero el ca cique, en materia religiosa, se mostró intrata ble, oponiéndose a toda violencia contra sus dio ses. A pesar de sus protestas, los españoles se dirigieron hacia el principal de los teocallis, como se llamaba a los templos indígenas. A- los gritos del cacique acudieron los guerreros, exci tados por los sacerdotes. La lucha pareció inmi nente, y los soldados blancos habrían hecho pa sar un mal rato a sus adversarios si doña Ma rina no hubiera intervenido para poner fin a las violencias. El desgraciado cacique había llegado al colmo en su desesperación, pues había arros trado la cólera de Moctezuma, cuya venganza podía ser terrible; había traicionado a sus dioses, a quienes no había sabido proteger contra un odioso sacrilegio, y había, en fin, ofendido a aquellos extranjeros todopoderosos, los teules.
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como se los llamaba usando de una expresión que indicaba veneración y era sólo aplicada a seres sobrenaturales. Se cubrió la cara. ¡Dejar a los dioses defenderse solos! Los ídolos fueron entonces derribados de sus altares y quemados, se limpiaron los templos, estucaron y blanquearon los muros, y después se pusieron cruces e imágenes de santos; las rosas son llevadas a brazadas, y se organiza una pro cesión en la que toman parte los sacerdotes totonaques vestidos de blanco, llevando cirios, y el padre Olmedo celebra una solemne misa ante tan singular reunión de fieles: soldados tostados por el sol, recién salidos de la batalla, e indios atemorizados que acaban de renegar de sus dio ses seculares. Cortés volvió a Villa Rica. En aquel momen to arribaba un barco mandado por un capitán en busca de aventuras, Saucedo, que aumentó el ejército con doce soldados y dos caballos. Por vez primera decidió Cortés enviar un bajel a Castilla para dar cuenta a Carlos V de sus pri meros éxitos. Para corroborar las buenas noticias con un presente digno de Su Majestad, el capi tán supo persuadir a sus oficiales de que aban donasen momentáneamente, como él también lo harta, todo el botín, que serviría de prueba de su lealtad y testimonio de su dicha. Llenos de entusiasmo, hasta el último de los soldados acep tó la proposición; y si se piensa en la existencia llevada por aquellos valientes en sus fatigas, su ambición y su avaricia, ciertamente es un real
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regalo el que va a recibir el joven emperador, recién ceñida su frente con la corona tan deseada del César. Todo este oro, primer cargamento de Nueva España que a tantos más enseñaba el camino, fue confiado a Francisco de Montejo y a Portocarrero. Iban, además de los presentes recibidos de Moctezuma, varios manuscritos indios sobre hoja de pita y papel de algodón y cuatro escla vos, muestras de la fauna humana del país. Un golpe de mano de Montejo, quien, a pesar de las órdenes recibidas, quiso tocar en Cuba, fue cau sa de que Velázquez conociera los primeros éxi tos de la expedición. El furor contra su antiguo protegido aumentó con esto considerablemente; pero no pudo hacer alcanzar los barcos de los mensajeros de Cortés, quienes llegaron antes a Sanlúcar de Barrameda en Andalucía. El presidente del Consejo de Indias era en tonces don fuan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos, personaje de gran influencia en la corte durante la ausencia del emperador, que por aquel tiempo estaba en Flandes. El obispo estaba ya prevenido contra Cortés por Benito Martín, capellán de Diego Velázquez, y escribió al emperador para informarle del levantamiento del conquistador. Afortunadamente, llegó este mensaje después del de Portocarrero y Montejo, que hizo sentir a Su Majestad una gran alegría ante los primeros triunfos de los españoles en tan lejanos países, fuente de tanta riqueza. Des confió entonces del obispo de Burgos y se pro
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metió aprovecharse hábilmente de la hostilidad de ambas partes. *
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En el campamento de Cortés, las sediciones no se reducían nunca al silencio más que provi sionalmente. Un sacerdote, el licenciado Juan Díaz, acólito del padre Olmedo, se puso a la cabeza de una conjuración que felizmente fue descubierta cuando los conjurados iban a embar carse para Cuba, deseosos de anticipar a Velizquez la noticia de las riquezas que Cortés envia ba al emperador. Necesario ya el cortar con mano dura semejantes motines, dos de los cul pables fueron condenados a muerte, y el piloto Gonzalo de Umbría fue mutilado, amputándose le un pie. En cuanto al sacerdote, no se le im puso castigo alguno en consideración a su ca rácter sagrado. Ante estos continuos levantamientos, tomó Cor tés una gran resolución. Para ahogar toda pusi lanimidad y las recriminaciones de los menos decididos, siempre tentados de abandonar la par tida y volver a las islas, quiso borrar toda posi bilidad de pensar en la retirada y decidió des truir sus naves. Mientras que Alvarado, con el grueso del ejér cito, volvía a Cempoal, los pilotos, a quienes se había hecho aprender la lección, notificaron el estado deplorable de los navios, siendo éste el pretexto de la medida radical. Cinco navios fue
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ron desarmados y enviados al fondo; después los siguieron cuatro más, y sólo uno de los más pequeños se salvó de la destrucción. Juan de Es calante fue el encargado de poner la orden en práctica, y una vez su tarea cumplida, llegó a Cempoal con una compañía formada con gente de mar y ya, naturalmente, sin empleo. Cuando este destacamento llegó a la ciudad con tan extraordinarias noticias, la consternación se adueñó de todos los corazones, y no sabía qué pensarse de un acto tal que parecía dictado por la demencia. Después vino la reacción, y cuando los más furiosos empezaron a gritar: «¡Traición! ¡Traición!», apareció Cortés, que aguardaba esta explosión de rabia, y ofreció a sus ímpetus, cual cabeza de Gorgona, el más bello de sus discursos. Hablaba con vez segura, sin fanfarronería, con una voz grave y atrayente por su misma calma. Decía de la inmensidad de su empresa, de la empresa de todos, el sacrifi cio personal que había hecho al aniquilar lo más preciado de su fortuna, aquellos barcos que ha bía equipado con sus economías; enumeraba las ventajas obtenidas con tan brutal decisión, que dejaba en libertad un gran contingente de ma rineros. Desde ahora, la salvación sólo depen dería de la fuerza de sus brazos y del impulso de sus corazones. Pero él tenía confianza: se dirigía a españoles, a cristianos que jamás re trocederían... Aún hablaba cuando los gritos de entusiasmo le interrumpieron: — ¡A México! ¡A México!
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Estaba escrito que la marcha del conquista dor se vería entorpecida no sólo por las dificul tades inherentes a la empresa, sino también por los obstáculos suscitados por sus compatriotas. Juan de Escalante, de vuelta a Villa Rica, hizo saber que cuatro navios estaban a la vista y no respondían a sus señales. Era bastante para que sin pérdida de tiempo se personificase Cortés en aquellos lugares, donde tres españoles que habían desembarcado le hicieron saber que pertenecían a la dotación de una escuadra enviada de Jamai ca por el gobernador Francisco de Garay. Consi derando éste que Cortés se había inmiscuido en sus derechos adjudicándose deberes que no le correspondían, envió aquellos personajes, que eran un procurador y dos testigos, para que con el apoyo de la fuerza de los navios desviara a los soldados de Cortés de las obligaciones que éste les hubiera impuesto. Con su habitual deci sión, nuestro conquistador hizo uso de la auda cia, y en una emboscada hábilmente tendida se apoderó de parte de la dotación de uno de los navios, quienes, ante las primeras dificultades, se hicieron a la mar sin preocuparse de más. Una media docena de reclutas fue el resultado obte nido. La marcha fue entonces decidida. Cortés con taba con 400 infantes, 15 caballos, siete cañones, 1.300 indios, 1.000 tamames o porteadores, y además 40 notables totonaques, que acompaña ban al ejército en calidad de rehenes y de guías. El resto de las fuerzas se quedó de guarnición en
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Vera Cruz bajo las órdenes de Juan de Escalan* te. Como armas llevaban lanzas, ballestas, arca buces, culebrinas y escopetas. Con todo esto su mergióse aquel gran conquistador en un incon mensurable desconocido. Fue a mediados de agosto del año 1519. *
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Este desconocido lo acogió al principio con el extraño esplendor y formidable exuberancia de la tierra caliente. Una asombrosa vegetación mos traba sus mágicas maravillas, sus inmensos árbo les, sus enmarañadas espesuras, sus bejucas, sus flores, la vainilla, aromática como el incienso, y el cacao. Sobre las hojas gruesas y espinosas de las chumberas pululaba la cochinilla; cien espe cies de nopal erizaban sus miembros disformes y destrozados muñones agobiados por el peso del sabroso fruto. Entre esta selva que respiraba la fiebre se extendían las aldeas, rodeadas de inmensas plantaciones. Las lluvias de la estación habían transformado las sendas en barrizales casi impracticables, y el calor hacía insoportables los vestidos de los guerreros, a quienes, sin embar go, y por una elemental prudencia, no se les per mitía desembarazarse de sus armas y sandalias ni aun para dormir. Poco después de la partida se comenzó el as censo de una cordillera, llegando a jalapa al se gundo día, a 1.390 metros de altitud. El clima cambió rápidamente, viniendo un viento frío a
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helar los sudores de la víspera. Al Sur se distin guía una masa imponente dominando el paisaje: el Orizaba. Los indígenas se mostraban hospita larios, y como aliados de los totonaques, contri buían al bienestar de la expedición con víveres y flores. Cortés no perdía ocasión de levantar cru ces a su paso. Pasado el desfiladero llamado Paso del Obis po, a quien Cortés bautizó con el nombre de puerto del Nombre de Dios, la atmósfera aún se hizo más hostil. El viento glacial, la lluvia y las heladas maltrataban no solamente a los españo les, sino todavía más a los indios, que de tierras bajas y poco habituados a estos rigores, muchos pagaron con su vida la falta de costumbre y de vestidos. El camino bordeaba el flanco de un volcán,:el Cofre de Perote, y la marcha hacíase penosamente sobre restos de lava blanda y agrie tada. Al cabo de tres días, pasado el desfiladero de la Sierra del Agua, un nuevo panorama ex tendióse ante el ejército, ya más animoso ante un clima más benigno. En el valle apareció, bri llando al sol, una gran ciudad blanca, de casas de piedra, dominada por las trece pirámides de sus teocallis. Al llegar a sus arrabales pasaron ante una pila de cráneos allí amontonados en ho rripilante conjunto. El nombre de la villa era Xocotlan, y los españoles lo sustituyeron con el de Castilblanco. Allí estaba acantonada una guar nición mexicana. La recepción fue fría, y las primeras palabras que se pronunciaron, bastante significativas. El
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cacique Olintecle se adelantó a recibirlos. Era hombre de talla y delgadez extraordinarias, sa cudido por estremecimientos que le valieron de los españoles el mote de el Tembloroso. Cortés le preguntó si era vasallo de Moctezuma. —¿Y quién no lo es? —respondió el otro al tivamente. —Yo —dijo Cortés—, que estoy a las órdenes de un emperador mucho más poderoso que el vuestro. El cacique empezó entonces a describir la ciu dad de México, su inmensa extensión, sus prodi giosos recursos y sus innumerables ejércitos. Cortés, sin desconcertarse, hizo que doña Ma rina expusiera en cuánto se había visto favore cido por Moctezuma, y entonces el cacique de puso su arrogancia a medida que iba conociendo el prestigio del extranjero, enviando cuando se retiró algunos pequeños presentes y unas cuantas mujeres que sabían hacer el consabido pan- de yuca. A esto siguió un sermón en el que los in dios fueron exhortados a poner fin a las crueles prácticas de su culto y abandonar los vergonzo sos vicios de su acomodaticia moral. La homilía encontró un auditorio muy escéptico, y cuando Cortés expuso su idea de levantar allí mismo una cruz, fue disuadido de ello por el padre Olmedo. El descanso del ejército se prolongó en Xocotlan durante cuatro o cinco días. Mucho tiempo después se enseñaría allí el ciprés al que estuvo atado el caballo del capitán. Un largo río atrave sando un valle de exuberante verdor, con sus orí-
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lias pobladas de alegres casas, fue lo que a prime ro se ofreció a la vista de los españoles a su sa lida de Xocotlan, cuyo cacique había aconsejado que se siguiera el camino de Tlascala mejor que hacer el de Cholula. Los tlascaltecas, antes inde pendientes, y sometidos desde hacía poco tiempo a los mexicanos, eran aliados de los totonaques. Se les envió una embajada con regalos: una gorrilla colorada de fieltro de Flandes y una carta en la que se pedía paso. Entonces fue cuando se mostró con toda clari dad la gravedad de la empresa. Los mensajeros indios del capitán, no bien llegados a Tlascala, fueron hechos prisioneros. Puestos en libertad y vueltos al campo español, repitieron las horribles amenazas que habían oído proferir: — ¡Mataremos a esa gente que llamáis teules, a quienes tan estúpidamente os habéis entregado, y devoraremos su carne! Más de un español sintió encogérsele el cora zón previendo una muerte abominable; pero era vana la menor esperanza de retirada, y todos es taban en manos de aquel hombre que sin pesta ñear los arrastraba hacia inconcebibles destinos. No había más que una salida: la victoria. Desde la salida de Cempoal se había adoptado un orden riguroso de marcha. Se avanzaba bajo la protección de una avanzada a caballo. El alfé rez Corral marchaba con su estandarte flamean do al viento. Se habían dado detalladas instruc ciones sobre la manera de combatir a los indios. A las dos leguas de camino los jinetes se reple-
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garon, señalando un obstáculo: era una grandio sa fortificación, formada por un muro de piedra de nueve pies de altura y veinte de espesor, con un parapeto de pie y medio de ancho. Al centro se abría un espacio flanqueado por dos medias lunas, no siendo más que de unos diez pies de ancho el paso así dejado. El todo se extendía so bre más de dos leguas, y apoyábase en las irre gularidades de la sierra. Bloques enormes, uni dos sin trabazón alguna, tan sólo por su peso, componían la estructura de esta ciclópea cons trucción. Era la frontera. Colocóse Cortés a la cabeza de su pequeño ejército, franqueó el paso, y los españoles pisaron la tierra de la república de Tlascala. Apenas habían entrado fue advertido un gru po de indios. Estaban armados con espadas de obsidiana, escudos y azagayas, medio desnudos y con penachos de plumas de colores que ondea ban por encima de sus cobrizos rostros. Los ca balleros corrieron hacia ellos, golpeándolos con sus lanzas, mientras los indios se defendían vale rosamente. De pronto apareció en el campo un gran número de tlascaltecas, lo menos tres mil, y una nube de flechas y dardos envolvió a los es pañoles. Se combatió duramente, teniendo que utilizar se la artillería. Un jinete fue desmontado; dos caballos muertos. Las espadas indias, erizadas de dardos, hendían las carnes como navajas. Al fin, los indios se batieron en retirada, dejando los muertos en el campo.
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El avance continuó, prudente, sobre una fértil campiña llena de plantas de maíz y de maguey, esa planta grasienta con cuyo jugo fermentado se obtenía, igual que hoy día, la bebida nacional, el pulque. Dos enviados tlascaltecas aparecieron protestando de la hostil conducta que sus herma nos habían observado la víspera, y prometieron una buena acogida. En efecto, en Tlascala no se había tomado ningún acuerdo sobre cómo habían de ser reci bidos los extranjeros, pues uno de los cuatro miembros del gran consejo que gobernaba la re pública, el viejo Xicotencatl, era partidario de la paz; pero su hijo, a la cabeza de un ejército de tlascaltecas y otomíes, había pedido que se le dejara en libertad de combatir a los españoles, y que en caso de desastre siempre sería fácil des aprobar su conducta. Los españoles acamparon a la orilla de un río, no sin haber antes saqueado las casas abandona das, en las que hicieron una razzia de una espe cie de perros comestibles propia del país, y tu nas o higos de Barbaria. Durante la noche estu vieron de guardia por compañías, que se releva ban sucesivamente. Era el día primero de sep tiembre. Al día siguiente, dos guerreros de Cempoal, co gidos prisioneros por los tlascaltecas y reservados para el sacrificio, pero que habían podido evadir se, anunciaron que una partida de enemigos ce rraba el paso, llevando los colores de su general, el joven Xicotencatl: rojo y blanco. Cortés hizo
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antes proclamar sus pacíficas intenciones, lo que no impidió que se librara el combate. En el curso de las hostilidades los españoles franquearon un desfiladero, encontrándose brus camente un presencia de millares de indios des plegados en batalla, las cabezas cubiertas con sus cascos, agitando estandartes de múltiples y lla mativos colores, lanzando gritos de guerra y gol peando sus tam-tams. Un caballero, Morón, fue desmontado, y su caballo, por todas partes heri do, hecho pedazos y enviados éstos inmediata mente a las ciudades de Tlascala. A duras penas se abrían paso los españoles. La artillería cum plió en la llanura una útil tarea con sus proyec tiles de piedra, que derribaban filas enteras de indios, trazando sangrientos surcos en aquel cam po de guerreros. Cayeron ocho caciques, y los tlascaltecas, desmoralizados, emprendieron la re tirada. El ejército español acampó sobre una emi nencia llamada Tzompachtepctl, y allí permaneción descansando durante veinticuatro horas. Mientras enviaba embajadores a Tlascala, Cor tés se procuraba provisiones, forraje y también prisioneros. Los delegados volvieron trayendo el desafío del joven Xicotencatl. «Entonces —dice Bcrnal Díaz— pensamos en la muerte.» La no che se la pasó sin descanso el padre Olmedo, en compañía del licenciado fuan Díaz, poniendo en orden las conciencias, recibiendo la confesión de todos los soldados, y al día siguiente, 5 de sep tiembre, tuvo lugar una de las más feroces bata llas que registra la conquista.
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Alrededor del estandarte de Tlascala, una enor me águila de oro con las alas desplegadas, los soldados de la república, el desnudo cuerpo pin tado con los colores de sus capitanes, dieron prue ba del más viril de los ímpetus. Los jefes y ca ciques estaban vestidos con túnicas de algodón y corazas de oro o plata, calzados con botas de cuero, y sus cabezas protegidas por una especie de yelmos de madera con forma de cabezas de animales, que les prestaban una apariencia fan tástica. Blandían maquahuitls, espadas de obsi diana provistas de puntas de cobre, armas mortí feras ferozmente manejadas. Una de las razones de su derrota fue la retirada de uno de los caci ques, en disensión con Xicotencatl. Al atardecer se tocó retirada, y Cortés volvió a sus posiciones. Sus hombres sufrían de las fatigas de la marcha, del ardor de los combates, de numerosas heridas, y al lado de esto, el contraste del clima, tórrido al mediodía y helado a la noche, que tan dura mente les hacía sufrir. Al día siguiente, una nueva embajada fue en viada a Tlascala, llevando uno de los mensajeros una carta de Cortés y una flecha: la paz o la gue rra. En la ciudad continuaron las discusiones. El viejo Maxixcatzin se inclinaba a la paz. Los sacerdotes a quienes se había consultado decían que aquellos hombres blancos tan valerosos y montando tan extrañas criaturas no podían ser más que hijos del Sol. y por lo tanto, había que atacarlos de noche. La tentativa fue hecha sin éxito, y se iniciaron negociaciones, escogiéndose
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cuatro caciques para que fueran al campo espa ñol a ofrecer su amistad. A pesar de todo, el jo ven Xicotencatl siguió irreducible, oponiéndose a la salida de los emisarios. Cortés fue por entonces atacado de tercianas, hasta el punto de que apenas podía tenerse a caballo. Sin embargo, salió de reconocimiento a la cabeza de un grupo de jinetes e infantes hacia una ciudad próxima llamada Zumpacingo. Aque lla mañana venía de la sierra un viento tan gla cial y sufrían tanto con él los caballos, que hubo de devolver muchos al campamento. Se esperó que amaneciera en la gran plaza de la ciudad, de la que habían huido muchos de sus habitantes, dedicándose Cortés a tranquilizar al resto de la población y haciendo que les trajeran víveres. Cuando la expedición estuvo de vuelta fue para encontrar una vez más el descontento y la indis ciplina de los partidarios de Velázquez, que se guían empeñados en avivar rencores. Aquella noche, habiendo dejado Cortés su alo jamiento para pasar una ronda, y al estar cerca de una choza donde algunos soldados estaban acostados, oyó decir a uno de ellos: —Si el capitán quiere hacer el loco e ir al ma tadero. que vaya solo; nosotros no le seguiremos. Otros seguían en el mismo tono: —Esto es como lo de Pedro Carbonerote, que fue a hacer fortuna en la morería, y allí perdió la vida con todos los que le habían acompañado. En fin. unos cuantos soldados vinieron en nom bre de todos a ver al general. Hablaron clara
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mente: el único partido que podía tomarse era volver a Villa Rica y fortificarse allí hasta que se hubieran recibido de Velázquez los indispen sables refuerzos. Desde hacía seis meses que de jaron Cuba, cincuenta y cinco muertos habían disminuido en sensibles proporciones los efecti vos, ya insuficientes para que la campaña pudie ra ser proseguida con alguna probabilidad de éxito. A esto opuso Cortés sus argumentos habitua les: — ¡Quiera Dios que nadie pueda decir que vosotros, buenos y leales españoles, vosotros, ha béis tenido miedo o habéis querido desobedecer a vuestro capitán! No podemos volver sobre nuestros pasos sin que parezca que huimos, y no hay retirada que no conduzca a infinidad de ma les: vergüenza, hambre, abandono de los amigos, pérdida de los bienes y de las armas, y la muerte, el peor de todos, pero que aún no es la última de las desgracias, pues después de ella queda para siempre la infamia. Así el sagaz capitán hería en lo vivo a sus soldados en los puntos más sensibles para ellos: la avaricia y el honor. Terminó evocando la sa grada misión de España y el servicio de Dios. Cuando acabó de hablar había reanimado todos los corazones. Poco después, un rasgo brutal demuestra cuán to había sido puesto a prueba su temperamento y que no vacilaba en los medios para afirmar el vigor de sus resoluciones. Los tlascaltecas ha
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bían llegado al campamento llevando banderas blancas, y de entre ellos, unos cincuenta perma necieron con los españoles. La avisada doña Ma rina descubrió que eran espías. Cortés los inte rrogó separadamente, y después de hacer que confesaran su delito de traición, les hizo cortar las manos o los dedos a diecisiete de ellos antes de devolverlos a sus jefes. Xicotencatl, ante estos hechos, perdió mucha de su soberbia, envió otros emisarios a Cortés, y después, viendo la imposibilidad de lucha por el momento, fue él mismo a someterse, reclaman do para sí solo toda la responsabilidad de la guerra. Ofreció algunos presentes; pero, según decía, los tlascaltecas eran pobres, y, en efecto, a consecuencia de la política dominadora de los aztecas, no había en el país ni sal, ni oro, ni algodón. Hasta el fin de sus días, el joven capi tán tlascalteca había de estar en continua alerta, espiando la ocasión de tomar desquite, nunca re signado a su derrota. Al mismo tiempo, informados los mexicanos de los éxitos de los españoles, decidieron parla mentar. Sus delegados llevaron trescientas onzas de oro, joyas y ricos vestidos, al mismo tiempo que la felicitación de Moctezuma para Cortés por su victoria, y el sentimiento de no poder re cibirlo en su capital. La población, decía, no era segura, y él ofrecía pagar tributo al rey de Espa ña si las tropas se retiraban. Nueva falta del in experto monarca, que creía comprar su tranquili
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dad cuando lo único que hacía era suscitar co dicias. Del lado de Tlascala, por el contrario, la paz estaba asegurada y conquistada la alianza. Fue ron enviados por los indios destacamentos de porteadores para conducir artillería y bagajes, viéndose los españoles vivamente solicitados para no diferir su entrada en la ciudad, hasta el punto de ir los principales caciques a reiterarles esta invitación, y entre ellos un viejo ciego y vene rable, el padre de Xicotencatl, que habló y sa ludó a Cortés por medio de Malintzin, que era el nombre de su inseparable compañera doña Ma rina. El conquistador respondió afablemente y aceptó el ofrecimiento de todo corazón. El 23 de septiembre, después de la misa, se levantó el campo. Hacía tres semanas que el ejército había llegado a aquel lugar, que tomó el nombre de To rre de la Victoria. Tlascala estaba situada a unas seis leguas apro ximadamente del campamento español, en un valle de exuberante cultivo. La entrada fue triufal. Una multitud inmensa se agrupaba ante los extranjeros ofreciéndoles guirnaldas de flores, que las mujeres colocaban en el cuello de los caballos, mientras los sacerdotes, vestidos de blanco, aromaban con inciensos a los soldados de Castilla, que esta vez pudieron abandonarse al buen humor. De las terrazas de las casas, en galanadas con telas de colores, brotaban gritos de bienvenida, y el ejército pasó bajo arcos de triunfo, en los que se entretejían rosas y campa-
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nillas, al mismo tiempo que una música salvaje prorrumpía en acordes de alegría delirante. Llegados ante la casa del viejo Xicotcncatl, Cortés echó pie a tierra, y el ciego anciano, en prueba de amistad, pasó su sarmentosa mano por el rostro y barba del conquistador. Extraña aco gida con la que aquel indio cargado de años tra taba de comprender el prodigio que se le había descrito. Las tropas, después de haber tomado parte en un suntuoso banquete, fueron acanto nadas en la plaza principal, alrededor del íeocalli, guardando Cortés por prudencia cerca de su per sona los emisarios mexicanos. Al día siguiente se dijo misa sobre un altar que inmediatamente se levantó al efecto, y los días sucesivos fueron dedicados a fiestas y regocijos que sellaron defi nitivamente la amistad. Era Tlascala, según el mismo Cortés, una ciu dad más grande que Granada y mejor fortifica da. Las casas, cuyo número era muy grande, es taban hechas de piedra o ladrillo cocido al sol; tenían azoteas en vez de tejados, y no conocían otras puertas que esterillas provistas de unos pe dazos de cobre colgantes que al entrechocarse anunciaban la llegada del visitante. En el merca do, adonde treinta mil personas concurrían dia riamente, se veían todas las mercancías imagi nables. telas y vestidos, joyas de oro, plata y pie dras preciosas, tejidos de plumas, y, sobre todo, cerámicas aún más bellas que las de España, el producto más floreciente de la industria local. Se vendía también madera, carbón y hierbas co
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mestibles y medicinales. Había baños públicos y numerosas barberías. El orden en la ciudad era perfecto. La ciudad estaba dividida en cuatro distritos, gobernados por otros tantos caciques de la república federativa. Los tlascaltecas se mostraron un poco asom brados y hasta molestos ante las disposiciones militares y medidas de seguridad tomadas por los extranjeros; pero Cortés les explicó que era así la disciplina de su ejército, y que ni aun en país amigo le era posible modificarla. lo que para sí guardó el joven general Xicotencatl. que era de espíritu progresivo, prometiéndose introducir en sus mismas tropas tan edificante rigor. Sin em bargo, las amistosas disposiciones de los indios no se desmintieron y tuvieron como honor el ofrecer en matrimonio sus hijas a los hombres blancos. Entonces fue abordada la cuestión ca pital: la religión. Las homilías no dieron el me nor resultado, y el padre Olmedo, bien porque comprendiera el valor de aquella alianza, o sen cillamente porque era de un espíritu justo y tole rante, se vio precisado a moderar el celo piadoso de Cortés. —Señor —dijo—, no preocuparos de impor tunarlos sobre esto, porque no es justo hacer cris tianos a la fuerza, y no querría que, como en Ccmpoal, se destruyeran sus ídolos antes de que hubieran tenido ocasión de conocer nuestra san ta fe. ¿Para qué serviría el quitarles los ídolos de un templo y de un oratorio, si en seguida han de transportarlos a otro? Más vale que se habi
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túen a oír nuestros sermones, que son santos y buenos, pues así comprenderán poco a poco los útiles consejos que les demos. Pedro de Alvarado, Juan Velázquez de León y Francisco de Lugo aprobaron esta moderación: —El padre ha dicho bien, y vuesa merced ha cumplido con su deber. Que no se moleste más a los caciques sobre esto. Los tlascaltecas consintieron, sin embargo, en dar libertad a los cautivos que iban a sacrificar y cedieron un templo a los españoles, quienes io transformaron en seguida en iglesia y levantaron una gran cruz de madera, al pie de la cual se celebró una misa, que oyó todo el ejército reuni do. Las jóvenes ofrecidas a los capitanes, «que no eran mal parecidas», según Bernal Díaz, fue ron también bautizadas. La hija de Xicotencatl, llamada doña Luisa, fue entregada a Pedro de Alvarado, a quien los indios en su admiración llamaban Tonatiuh (el Sol), por su magnífico as pecto y los brillantes mechones de su rojo pelo. •
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El espíritu sutil y avisado de Cortés tenía su contrincante en la inteligencia tortuosa y fértil en añagazas de Moctezuma. Tanto como sobre el terreno militar, la partida entre ellos, desde el punto de vista diplomático, ya estaba empezada. Era preciso negociar, y una palabra hábilmente colocada valía tanto como un cuerpo de ejército, pudiéndose arriesgar promesas y hacer entrar en
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juego las declaraciones de amistad y los consejos, como si fueran máquinas de guerra. El mexica no, ante la evidencia de los hechos, renunció a su primera política. La historia de Moctezuma está señalada por las sucesivas e ilusorias conce siones, gracias a las cuales intentaba salvar su autonomía y poderío, cada vez más limitado. Sin gular caída de un espíritu intoxicado por el mor tal veneno de la desesperanza. Mantenía intacta su fuerza física, a la que sólo faltaba el soplo ani mador de su decisión. Ya es bastante para que una romántica historia, conmovida ante la débil y condescendiente piedad que va hacia los ven cidos, se enternezca ante esta gran figura, siem pre vacilante sobre su indecisa voluntad, y nos presente al emperador azteca como una especie de Hamlet exótico. Mayor y más vigorosa admi ración va hacia el hombre verdaderamente pro digioso que triunfó y dominó a su adversario con su inteligente energía. Una nueva embajada mexicana apareció en Tlascala. Esta vez se invitaba a Cortés a entrar en la capital; pero para deshacer su estrategia política, se le aconsejaba evitase la alianza con los tlascaltecas como gentes sin fe. pobres, indis ciplinados, malos, traidores y ladrones, que no esperaban más que una buena ocasión para ase sinar a todos los españoles. En cuanto el camino a seguir, era el de Cholula. Por otro lado, los caciques de Tlascala ponían a Cortés en guardia contra la doblez de Mocte zuma y los mexicanos, de quienes describían, al
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mismo tiempo que los recursos, su temperamento guerrero y dominador. ¡Cholula! Ni pensar en ello. Era la ciudad santa, la antigua capital del gran dios desaparecido, Quetzalcoat!. Desde lo alto del teocalli, los sacerdotes, guardianes de un terrible secreto, podían hacer que sobre todo el país se produjera una devastadora inundación. ¿Por qué ir a México, donde era seguro que el ejército entero perecería a manos de un adver sario infinitamente superior en número, cuya trai ción y crueldad eran legendarias y que no pen sarían otra cosa que no dejar ni a uno vivo? Venían emisarios de todo el Anahuac, e Ixtlilxochitl, hijo de Nezahualpilli, con derechos a la corona de Tezcuco, ofreció su apoyo. Delegados de Cholula, por otro lado, declararon libre el paso para su ciudad; pero esta primera delegación era de tan pocs categoría, que Cortés se irritó ante tal falta de consideración, haciendo que viniera una nueva embajada, en la que por esta vez no había más que nobles, y más que nunca los tlascaltecas aconsejaron que se desconfiara de sus palabras. Era con estas cartas entre sus manos con las que Cortés tenía que decidir su peligrosa situa ción. Renunciar a México ni se le pasaba por la imaginación, pues era el objeto de la conquista, y su espíritu se exaltaba tan sólo ante la idea de en trar en él. Sólo la muerte podría detener su impul so. El conquistador impuso a sus hombres su vo luntad: se iría a México y se pasaría por Cholula.
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¡Cholula! Todo un poema de piedras, de ver dura y de flores, ia ciudad santa, la Meca del Anahuac, una de las ciudades más antiguas del territorio dominado por los aztecas, guardiana del santuario, sagrado entre todos, de Quetzalcoatí y de la estatua del dios coronado de plu mas de fuego. Allí afluían de todo el país pere grinaciones sin cuento, y allí había cada nación erigido su templo. Seis mil víctimas eran el con sumo anual de los dioses, y sobre la alta pirámi de que dominaba la ciudad había una hoguera que jamás se extinguía. De lo alto de esta pirá mide, cuyos vestigios aún subsisten, se abarcaba un incomparable paisaje, que comprendía la ciu dad de las cien torres y toda la campiña, a la sombra grandiosa de Popocatepetl, el volcán co ronado de nieves, y de su hembra. Ixtaccihuatl, la mujer blanca. Hoy día. Puebla de los Ange les ha sustituido con su fervor católico a la pie dra idólatra de esta mística ciudad, en la que los españoles vieron la imagen transpuesta de su San tiago de Compostela, con las nubes de piadosos y harapientos peregrinos y mendigos que asal taban los santuarios. Seis mil tlascaltecas escogidos formaron parte de la expedición como auxiliares. La tarde de la partida, ya acampados a orillas del río, llegaron los caciques y sacerdotes cholultecas a prometer una amistosa acogida, pero suplicando que no se hiciera entrar en su capital a sus enemigos de clarados. Al día siguiente, los españoles solos, dejando sus aliados a las puertas de la ciudad.
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entraron en Cholula ante un pueblo admirado y bastante pacífico, que se había vestido de fiesta para recibirlos. Este entusiasmo y sus gritos de alegría eran el preludio de una horrible tragedia. Los emisarios de Moctezuma tanteaban en Cho lula los espíritus, haciendo que bien pronto pro dujeran sus insinuantes palabras el resultado ape tecido. Los caciques no se presentaron, y los in dígenas dejaron de dar vivas. Las gentes de Cempoal que habían acompañado a Cortés y sido enviadas a informarse de cuanto ocurriera en la ciudad, trajeron la noticia de que en las calles se levantaban barricadas, que se acumulaba gran cantidad de proyectiles sobre las azoteas de las casas y que hasta se habían tendido trampas para la caballería. En un barrio de la ciudad ha bían sido sacrificados siete indios y cinco niños para obtener la protección de los dioses de la guerra. Doña Marina fue invitada por la mujer de uno de los caciques a que fuera a su casa y se libra ra de la matanza que esperaba a los españoles en la noche misma del siguiente día. La inteligen te intérprete se hizo pasar por prisionera de Cor tés, y supo hacer que le revelaran todos los de talles de una vasta conjuración que se había tramado. Veinte mil mexicanos emboscados es peraban la señal de ataque para apoderarse de los españoles vivos y llevarlos a México, donde los sacerdotes los habían prometido a los dioses. Cortés hizo entonces detener a la mujer del ca cique, cuyas noticias fueron confirmadas por dos
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sacerdotes, e hizo saber a los mexicanos que co nocía sus execrables intenciones y que respon dería a ellas sin piedad alguna. Luego fingió pres tar fe a sus protestas, y declaró que sólo los cholultecas serían a sus ojos los responsables de cuanto ocurriera. La noche pasó en angustiosa espera, todo el mundo en su puesto, con las ar mas en la mano y los caballos ensillados. Por la mañana. Cortés se fortificó en la gran plaza donde estaban acantonadas sus tropas, co locó sus cañones listos en las salidas de ella y pudo avisar y poner en guardia a los tlascaltecas, quienes ya antes de la entrada de los espa ñoles en la ciudad habían recibido órdenes de estar siempre alerta. Estaba Cortés a caballo to mando sus últimas medidas, cuando fueron lle vados ante él los caciques cholultecas, a quienes les reprochó amargamente su traición. Las tropas españolas estaban colocadas al abrigo de las filas de casas, ocupando el ancho espacio que dejaba libre una multitud de indios tranquilamente entre tenidos en sus quehaceres. Los caciques respondían a Cortés discutiendo tontamente y haciendo caer sobre los mexicanos todo el peso de la falta. Sonó un arcabuzazo. Era la señal convenida. El estruendo de una salva de artillería y mos quetería le hizo eco, causando una indescripti ble confusión. Los desgraciados cholultecas, co gidos de improviso, se lanzaron hacia las salidas, que encontraron defendidas, y buscaron su sal vación escalando los muros. Las calles quedaron sembradas de muertos y cubiertas de sangre. Una
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intentona de asalto fue rechazada por la artille* ría, y a retaguardia del enemigo aparecieron los tlascaltecas, prestando a los españoles el socorro de su ferocidad y guerreros ímpetus. Los cholultecas refugiáronse entonces en su templo, y bajo la dirección de sus fanáticos sacerdotes comen zaron a arrancar las piedras del edificio para provocar la inundación prometida por los dio ses, supremo recurso. Nubes de polvo fue la única respuesta de los ídolos: el cielo los había abandonado. Los españoles incendiaron la ciudadela de madera, y sus feroces aliados se pu sieron a saquear salvajemente la ciudad, matando y destruyendo a diestro y siniestro, hasta tal pun to, que Cortés sintió compasión e intentó repri mir aquella fuerza desbordada que él mismo ha bía puesto en libertad. No lo consiguió más que tras duros esfuerzos. Una vez dado el golpe, la crueldad era inútil, y fueron enviados dos caciques para que llevasen a sus compatriotas la seguridad del perdón. Cor tés supo también obligar a los tlascaltecas a li bertar sus cautivos, pues éste era el mejor botín de aquellos bárbaros: hacer prisioneros que sir vieran de pasto para sus sacrificios, reservarles una muerte horrorosa para después devorarlos en triunfales banquetes. Los resultados de aquella horrible matanza fueron de incontestable utilidad, pues llenos de terror y dominados, los mismos aliados de Moc tezuma ofrecieron a Cortés presentes para ga nar su favor. El emperador mexicano, estupe-
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Tacto ante aquellas noticias, despachó algunos emisarios para que desaprobaran la conducta de los cholultecas y condenaran su insensata rebe lión. Habiendo muerto en el combate el cacique de Cholula, los mismos españoles se ocuparon de que fuera reemplazado, y gracias a su media ción se puso fin a la secular enemistad entre los pueblos de Tlascala y Cholula. En Cholula, Cortés dedicó todos sus cuidados al restablecimiento del orden, lo que rápidamen te consiguió. La ciudad se repobló, se abrieron los mercados y restablecióse la seguridad. Uno de sus primeros gestos fue romper las jaulas de madera donde eran metidos los prisioneros y ce bados para los banquetes. La evangelización fue emprendida bajo los moderados consejos del pa dre Olmedo, y el gran Teocalli convirtióse en san tuario de Nuestra Señora de los Remedios. ■*
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Mientras estas escenas sucedíanse en la villa, la Naturaleza se encargaba de suministrar un cuadro igualmente trágico. El Popocatepetl esta ba en erupción y contribuía a anegar las almas de los indígenas en supersticioso terror. Pero ni el volcán, cuyo cráter se eleva a 5.400 metros, lograba imponer a los intrépidos conquistadores. Una tropa de exploradores, con Diego de Ordaz a la cabeza, trepó por sus escarpadas pendientes, y por vez primera hollaron con sus pies las eter nas nieves del cráter, bajo las cuales se incubaba la fuerza oculta y fatídica del fuego.
CAPÍTULO IV EL ENCANTO DE LA CIUDAD DE LAS LAGUNAS Ningún conquistador experimentó por el obje to de sus ansias admiración más sincera que el gentilhombre de Extremadura ante el imperio secular de los aztecas. En el momento de abor dar una civilización desconocida, un mundo ig norado que se había desenvuelto al margen de los viejos continentes cargados de historia, en una rica floración bárbara, a la vez repelente y llena de seducciones, la imaginación latina y qui jotesca de Cortés se exalta, bruscamente maravi llada. Autor de sin igual fenómeno, parecido al contacto de dos planetas cuyas órbitas se hubie ran encontrado, al rápido contacto de dos polos eléctricos opuestos, Cortés queda deslumbrado. Pero es imposible no sentir que estos dos mun dos no subsistirán uno al lado del otro. Uno de los dos deberá perecer y hundirse en un formida ble cataclismo.
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A decir verdad, los fanáticos aztecas pagaron con raudales de sangre los vicios que habrían hecho de ellos objeto de horror y repulsión si hubieran triunfado. Cortés y sus soldados, alis tados en la última de las cruzadas, no dudaron ni un momento de la santidad de su misión de violencia. A la admiración que Ies produjo el en contrarse ante una organización social coherente, una civilización atestiguada por una arquitectu ra grandiosa y colosal y un perfecto desarrollo material, sucedió un sentimiento de horror y re pugnancia. Realmente, para unir a tales cualida des semejantes infamias, era preciso que aquellos hombres fueran hijos del demonio. La sistemática crueldad del culto que a sus ídolos dedicaban confundía el pensamiento por su maldad. La re pugnante barbarie de los sacrificios humanos, se guidos de festines de caníbales, sublevaba el co razón. Tal raza debía ser, si no aniquilada, por lo menos dominada, reducida y exorcizada. Sería abolida hasta la menor huella de aquellos cruen tos sacrificios diariamente perpetrados por un exorbitante fanatismo. Hubiera sido gran pecado y traición hacia Cristo y Santiago dejar subsistir aquella abominable piedra del sacrificio donde los sacerdotes extendían a las jóvenes víctimas para hendirles el pecho como si fuera una grana da y arrancarles el corazón palpitante, única ofrenda que podía hacer sonreír a los dioses. El adversario iba a mostrarse al fin franca mente después de tantas revelaciones parciales. Cortés mide el valor de la empresa, buscando en
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su memoria, entre los fastos de la antigüedad en un tiempo ofrecidos a su poco estudiosa juven tud, términos de comparación con griegos y ro manos. Hubiera podido evocar el ejemplo más sugestivo de los cartagineses, cuya historia brilla con los mismos reflejos bárbaros que la de los aztecas. La cultura de este pueblo feroz y rapaz presentaba extraños contrastes. Por una parte, tenían leyes protectoras de la propiedad priva da, un sistema racional de impuestos, la justicia afirmada con la seguridad pública, el servicio mi litar establecido juiciosamente, un sistema de co rreos y peatones mejor de lo que en Europa se conocía por aquel tiempo, artes evolucionadas y notables trabajos públicos. Por otro lado, se encontraban lagunas que parecían incompatibles con las necesidades de un pueblo ya salido de la infancia: nada de cera o aceite para el alum brado; no se conocía la leche; tampoco existía moneda propiamente dicha, pues los instrumen tos usados en los cambios comerciales eran las vainas de cacao, el polvo de oro, y tal vez algu nas barras de cobre o estaño; ni tenían animales domésticos, ni escritura fonética, ni bestias de carga, ni ruedas, ni, por lo tanto, carros. Y como lazo de unión de todo esto, una religión bañada en sangre que dejaba muy atrás, por el sádico frenesí de sus misterios, los ritos orientales de Mithra.
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Después de quince días de reposo en Cholula, se emprendió la marcha. Por el temor que Moctezuma les inspiraba, los caciques de Cempoal habían pedido autorización para volver a su capital, concediéndosela Cortés y haciéndolos por tadores de unas cartas para Juan de Escalante, que habíase quedado en Vera Cruz, en las que le daba algunos consejos y encarecía terminase pronto las obras de fortificación. A cada momento llegaban emisarios de las ciu dades próximas ofreciendo presentes de oro y aconsejando a los españoles sobre la poca fe que debían tener en los oficiales de Moctezuma y que no se aventurasen en la capital. Cortés, en guardia como siempre, hacía él mis mo las rondas nocturnas, faltando muy poco para que este escrúpulo pusiera fin a la conquista, y por mucho tiempo seguramente, pues estuvo a punto de ser matado por un soldado de guardia que no le reconoció. Uno de los caminos que conducían a México lo encontraron interrumpido por una barricada de troncos de árboles y piedras, resultando con fusas las explicaciones de los mexicanos que acompañaban al ejército. Cortés les declaró fría mente que le parecía bien escoger precisamente el camino obstruido, e hizo despejar el paso. Un viento frío soplaba. Viento temible aun para los naturales de aquellas altas mesetas, y peor aún. según referencias, que ese viento del Guadarrama, que, según el proverbio, no apaga un candil, pero mata un hombre. La neumonía
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hacía víctimas, y el aire enrarecido dificultaba la marcha de los asombrados soldados castella nos. Se franqueó un desfiladero entre el Popocatepetl e Ixtaccihuatl. Nevaba. De pronto, se ensancha el horizonte y encuén trense ante un valle de pletórica vegetación, bos ques de robles, sicómoros, cedros, campos de maíz y de maguey, floridos jardines. A lo lejos, una vasta extensión de agua lucía dulcemente bajo el sol, y la gran Tenochtitlan surgió de la laguna en un marco de azuladas montañas. ¡La tierra de promisión! La capital de los aztecas estaba situada sobre las dos islas de Tenochtitlan y Tlatelolco, en la orilla occidental del lago salado de Tezcuco, el que una estrecha lengua de tierra separaba del lago de agua dulce de Chalco. Por su posición parecía inexpugnable, pues las comunicaciones con tierra firme solamente estaban aseguradas por tres grandes caminos, especie de malecones, construidos con piedra y tierra, suerte de ama rras que unían con la orilla una ciudad flotan te, y cortadas a intervalos con puentes de made ra, fáciles de destruir o de quitar. Sesenta mil casas servían de morada a los trescientos mil ha bitantes que en su seno guardaba la inmensa ciu dad '. «¡Es Tebas, Nínive o Babilonia!», excla maban los más eruditos de los conquistadores. ■ Según Cortés, cuyos cálculos numéricos son discuti bles, aunque se carece de elementos suficientes para con tradecirle.
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que habían leído la Biblia o libros de caballería, mientras que los veteranos de las guerras medi terráneas evocaban los mágicos nombres de Constantinopla o Granada, y los andaluces pensaban, no sin emoción, en su lejana Sevilla, juzgando las más altas torres aztecas según la esbelta Gi ralda. Todo alrededor del lago, un cinturón de blan cas ciudades resplandecía hasta perderse de vis ta, y entre movedizas algas, las aguas lucientes, como un espejo roto, estaban surcadas por el rá pido avance de miles de canoas tripuladas por indios, deslizándose por los canales, entre las ca sas de piedra o arcilla construidas sobre pilares. El ejército fue bien acogido en las ciudades que jalonaban el camino, siendo los españoles considerados en casi todos los sitios como los libertadores, mientras que de la capital seguían llegando embajadas ofreciendo objetos de oro, vestidos, tejidos de plumas, pieles. Moctezuma, por última vez, quiso pagar el re greso del conquistador enviando cuatro cargas de oro para él y otras para sus oficiales y sol dados, comprometiéndose además formalmente a pagar tributo al rey de España. Cortés respondió que no sabría renunciar a una entrevista perso nal con tan gran señor, lo cual, sabido por Moc tezuma. lo dejó tan abatido, que retiróse a su pa lacio, negándose a comer y beber. Al fin ordenó que se hicieran rogativas y sacrificios, y acto seguido se reunió el consejo. Cacamatzin, fiel a su política, aconsejaba que se recibiera a los es-
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pañoles, mientras que Cuitlahuac se inclinaba por la resistencia. Pero los dioses estaban decidida* mente contra Moctezuma y le dictaban funestas resoluciones, al igual de aquel Júpiter de los ro manos, que volvía locos a quienes quería perder. Cacamatzin recibió la oiden de ir a saludar a Cortés. Al mismo tiempo, Moctezuma, en quien las creencias se debilitaban ante la acción violenta, única eficaz, recurrió al último recurso que la superstición le dejó: la magia. Envió al encuen tro de los españoles nigrománticos y encantado res para que impidieran con sus sortilegios el avance del enemigo. Dice la leyenda azteca que en su camino esta singular embajada se encon tró con el dios Tezcatlipoca, quien les reservó una acogida notablemente fosca. Esta orden —refiere Solís— se puso en eje cución, y con tantas veras, que se juntaron bre vemente numerosas cuadrillas de nigrománticos y salieron contra los españoles, fiados en la efi cacia de sus conjuros y en el imperio que a su parecer tenían sobre la Naturaleza. Refiere el padre losé de Acosta y otros autores fidedignos que cuando llegaron al camino de Chalco, por donde venía marchando el ejército, y al empe zar sus invocaciones y sus círculos, se les apare ció el demonio en figura de uno de sus ídolos, a quien llamaban Tezcatlepuca, dios infausto y for midable, por cuya mano pasaban, a su entender, las pestes, las esterilidades y otros castigos del cielo. Venía como despechado y enfurecido,
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afeando con el ceño de la ira la misma fiereza del ídolo inclemente, y traía sobre sus adornos, ceñida, una soga de esparto que le apretaba con diferentes vueltas el pecho, para mayor signifi cación de su congoja, o para dar a entender que le arrastraba mano invisible. Postráronse todos para darle oración, y él, sin dejarse obligar de su rendimiento, y fingiendo la voz con la misma ilusión que imitó la figura, les habló en esta sus tancia: «Ya, mexicanos infelices, perdieron la fuerza vuestros conjuros; ya se desató entera mente la trabazón de nuestros pactos. Decid a Moctezuma que por sus crueldades y tiranías tiene decretada el cielo su ruina; y para que le representéis más vivamente la desolación de su imperio, volved a mirar esa ciudad miserable, desamparada ya de vuestros dioses.» Dicho esto, desapareció, y ellos vieron arder la ciudad en ho rribles llamas, que se desvanecieron poco a poco, desocupando el aire y dejando sin alguna lesión los edificios. Volvieron a Moctezuma con esta noticia, temerosos de su rigor, librando en ella su disculpa; pero le hicieron tanto asombro las amenazas de aquel dios infortunado y calamito so, que se detuvo un rato sin responder, como quien recogía las fuerzas interiores o se acordaba de sí para no descaecer; y depuesta desde aquel instante su natural ferocidad, dijo, volviendo a mirar a los magos y a los demás que le asistían: «¿Qué podemos hacer si nos desamparan nues tros dioses? Vengan los extranjeros y caiga sobre
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nosotros el cielo, que no nos hemos de esconder, ni es razón que nos halle fugitivos la calamidad.» *
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Apenas había amanecido, ya se notaba moví* miento en el campo español, e iba a darse la or den de partida, cuando se presentaron cuatro grandes personajes, anunciando la venida del se-! ñor de Tezcuco. Este no tardó en aparecer, con ducido por ocho notables en una litera adornada con plumas verdes y placas de plata, en las que estaban incrustados ramilletes de oro y piedras preciosas. Cuando el monarca estuvo cerca de la tienda de Cortés, los servidores se apresuraron| a barrer el suelo, limpiándolo bien para que sus pies no hollaran impureza alguna, y después le ayudaron a descender del palanquín. Dirigió al gunas palabras de bienvenida al capitán español,1 y éste contestó con un cumplido y respetuoso sa-1 ludo, haciendo algunos regalos a la gente de su séquito. . Al día siguiente llegaba el ejército a la orilla del lago, en la entrada del gran camino de Iztapalapan, uno de los tres que unían la ciudad con tierra firme. Los soldados no podían contener su sorpresa y admiración: «He aquí —decían entre ellos— las casas encantadas descritas en el Amth dís de Gaula», y más creían ir entre sueños que en realidades, mientras que ante sus ojos se su cedían suntuosamente vestidos, como héroes de extrañas aventuras, los caciques de Coadlavaca',
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Cuyoacan y otros más de las ciudades próximas. Un largo y rectilíneo malecón, de cuatro a cinco millas de largo, unía Chalco con Xochichalco. En su parte más estrecha, el camino no tenía más anchura que el largo de una lanza; a veces, has ta ocho caballeros podían alinearse de frente. So bre las aguas del lago, una multitud de indios maniobraba hábilmente con sus canoas, hechas de tronco de árbol. Después aparecieron ante sus ojos jardines flotantes, y luego fueron ya las vi llas y ciudades posadas sobre el agua, y Venecia, sobre su espejo del Adriático, no es ni más bella ni está más adornada de alegres y delicados ma tices. Iztapalapan contaba con unas doce o quince mil casas. Allí fue servida una colación a nues tros guerreros, que fueron alojados en palacios de piedra esculpida, revestidos con tallas de ce dro y otras maderas y materias olorosas. Las ha bitaciones, grandes y espaciosas, estaban tapiza das con colgaduras de algodón pintadas de colo res. Enormes jardines invitaban a la indolencia, llenos de rosas, de árboles frutales y de flores, entre las que revoloteaban mil especies de pája ros. Los canales permitían a las canoas navegar entre aquellos deliciosos jardines. En algunos es tanques se veían —perfectamente cuidados— cien extrañas especies de peces de colores. Jamás fue ofrecido tal espectáculo como recompensa de fa tigas a soldados como aquéllos, tan curtidos por el clima y tan seguido combatir, sujetos a tan severa disciplina y perdidos a mil leguas de su
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patria. La aventura se convertía en prodigio, y podían creer que vivían algún cuento oriental aún más fantástico que los que inventó Scheherezada. Así pasaron la noche, en pleno cuento de hadas. Al salir el sol se tocó llamada. Era el 8 de no viembre de 1519. El ejército contaba con 7.000 hombres, de los cuales no llegaba a 400 el núme ro de españoles. Los jefes aztecas aparecieron a centenares, vestidos de todas sus galas, a rendir pleitesía al general, y fue preciso poner buena cara a sus zalamerías, que se prolongaron duran te una hora. Se acercaban por fin a las puertas de la ciudad. Los puentes de madera fueron flanqueados sin dificultad. Fue anunciado Moc tezuma, y Cacamatzin, con los otros reyes y se ñores, se adelantó al ejército para recibirlo. El soberano de México avanzaba en dorada litera, escoltado por señores y caciques, rodea dos de sus vasallos. Llegado a un sitio en que el malecón estaba flanqueado por unas torreci llas, echó pie a tierra. Los señores de Tezcuco e Iztapalapan se apresuraron a sostenerle por los brazos, ayudándole a colocarse bajo un pa lio magníficamente decorado. Ante él rompían la marcha tres oficiales, llevando los atributos del poder supremo. Toda la escolta iba descalza, avanzando con mesurado paso, sin atreverse a levantar los ojos del suelo, como muestra de res peto y obediencia. Dos esclavos barrían el ca mino ante Moctezuma e iban tendiendo ante él,
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para que sus pies no tocasen la tierra, hermosos tapices de algodón. Moctezuma tendría, aproximadamente, unos cuarenta años; era robusto y esbelto; su liso y negro cabello caía hasta sus hombros, y una ex traña barba alargaba el óvalo de su rostro, de un tinte más claro que el de los indígenas de su raza. Su imponente aspecto, elegante desenvoltura de modales y la expresión inteligente de su fisono mía, denunciaban la nobleza de su origen y la costumbre del poder. Todo era en él de gran príncipe. Nada del rey negro con el que hay que representar la comedia de la cortesía. Era un mo narca inteligente, piadoso, despótico. En el mo mento de su elección al poder soberano, hijo del rey Axayacatl, sobrino del difunto rey Ahuizotl. ocupaba un alto cargo de la jerarquía sacerdotal. La noticia de su subida al trono le sorprendió en el ejercicio de funciones humildes, aunque sagra das: barría las gradas del templo, que era uno de los deberes de su cargo. Una vez en el poder, de mostró una celosa e intransigente autoridad. Los tributos percibidos de pueblos y provincias so metidas fueron dedicados al embellecimiento de la capital. Se edificaron varios templos y un hospital. Moctezuma fue el rey sacerdote; una fe fanática dominaba su espíritu, al mismo tiem po que el orgullo de su divinidad y la pasión del poder absoluto, mantenido por la violencia de la guerra. Tal figura no podía carecer de presti gio. Principal artesano de la ruina de su imperio a consecuencia de la contextura misma de su
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alma, que se disgregó de pronto cuando se tocó su resorte, jamás se le vio despojado de su supre ma majestad. Los españoles, acostumbrados al aparato de las audiencias oficiales y a la rígida etiqueta de la Corte de Castilla, no tuvieron una palabra de desprecio o desdén hacia este exótico poderío, cuya soberana dignidad les impresionó, sintien do el influjo de su ascendiente y encanto. Y era verdaderamente de igual a igual como Cortés, re presentando a Carlos V, consideraba a Moctezu ma y la pompa extraña que se revelaba a sus ojos. El emperador llevaba un manto de sutilísimo algodón bordado, llamado tilmatli, anudado alre dedor de su cuello, e iba calzado con sandalias de suelas de oro macizo, cuyas correas, tachona das de lo mismo, ceñían el pie. En sus vestidos y calzado resplandecía el fuego de perlas y pedre rías engarzadas. Sobre su cabeza se levantaba un penacho de vistosas plumas del color imperial, el verde, que caían sobre sus hombros. En su labio inferior, incrustada, brillaba una preciosa piedra verde. Cortés había echado pie a tierra. Moctezuma tomó el primero la palabra para dar la bienveni da a los extranjeros, contestando breve y respe tuosamente Cortés, por boca de doña Marina. Acto seguido, cogió Cortés un collar de oro y pedrería que al efecto traía como primer presente para Moctezuma, y se lo puso al cuello, e iba a darle un abrazo, cuando los señores aztecas se
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interpusieron vivamente, deteniendo el gesto, que, según su protocolo, resultó ser de lesa majestad. Después de esta breve entrevista, Moctezuma volvió a su palacio, no sin antes haber dado ór denes para que los españoles fueran conducidos a sus alojamientos. El ejército de conquistadores desfiló entonces libremente por México. Una multitud de hom bres, mujeres y niños cubrían las azoteas. En los canales, surcando la ciudad lacustre, como en las calles de Venecia, se abordaban y entrechocaban tas canoas cargadas de curiosos maravillados del espectáculo que les había reservado la voluntad de los dioses. Morriones y celadas de acero, guarnecidos con plumas de todos colores; corazas, brazales y per neras damasquinados, todo diligentemente puli do para atenuar la huella de los combates; guan teletes articulados como los élitros de los esca rabajos, cerrados sobre el cincelado puño de las espadas; caballos defendidos con armaduras sa cudiendo el freno que lastima su boca festoneada de espuma y golpeando la tierra con sus herrados cascos; los arcabuces de los peatones, que tan marcialmente marcaban el paso, con sus sacos de pólvora y balas, golpeando contra sus escaupiles; pesados cañones rodando con estrépito sobre gruesas y bajas ruedas, arrastrados por escuadras de sirvientes tlascaltecas, prodigios todo que no se cansaban los indios de admirar y contemplar. Pero su curiosidad y admiración se fijaba por encima de todo en los capitanes marchando a la
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cabeza de sus compañías; en Alvarado y más que en ninguno en Cortés, cuyo fiero aspecto dominaba a los demás. Se señalaban unos a otros aquel rostro blanco, de barba castaña, y no du daban de que fuera el dios anunciado por los sacerdotes. Dos grandes edificios que en otro tiempo ha bían servido de palacio al padre de Moctezuma, Axayacatl, fueron designados como cuarteles de las tropas. A Cortés le reservaron unos salones magníficamente tapizados, y Moctezuma, que lo esperaba, hizo en persona los honores al capitán general, regalándole el collar que en más estima tenía entre sus joyas, y consistía en unas conchas carmesíes de gran precio en aquella tierra, dis puestas y engarzadas con tal arte, que de cada una de ellas pendían cuatro gámbaros o cangre jos de oro, imitados prolijamente del natural. Después tuvo lugar un espléndido banquete, y el mismo día el rey azteca quiso asegurarse per sonalmente de que sus órdenes habían sido eje cutadas a satisfacción de los huéspedes. Cortés fue a su encuentro, y ambos ocuparon sillas ador nadas ricamente, manifestándose en el curso de la conversación la alegría que experimentaban con esta entrevista tan deseada y durante tanto tiempo diferida. El conquistador tuvo buen cui dado de no faltar, aun en esta primera conferen cia, a su doble misión, hablando al mismo tiem po que de su señor, el muy potente emperador Carlos V, del soberano supremo, el verdadero Dios, Dios de verdad, que quería acoger en su
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seno a los infieles para salvar sus almas desca rriadas. Moctezuma hizo distribuir presentes en tre el capitán y sus soldados, recibiendo cada uno de éstos dos cargas de vestidos de algodón, en viando también víveres e indios para hacer el pan. Fue entonces cuando Cortés tuvo plena con ciencia del golpe de audacia sin precedente que acababan de realizar con su entrada en México. La misma situación de la ciudad hacía pensar que esta amistosa acogida podía ser nada más que el cebo de la ratonera en la que deliberada mente se había metido con su ejército. Una mo mentánea negligencia podría dar como epílogo a este día de fiesta una matanza general de espa ñoles, y, lo que aún sería más horrible, una he catombe de víctimas blancas ofrecidas en holo causto a los Moloc mexicanos. Un corazón de otro temple que el suyo se habría estremecido de espanto. Después de ido Moctezuma, se dio or den a las tropas de no separarse de los campa mentos bajo ningún pretexto. Las habitaciones se repartieron por compañías, la artillería se em plazó en lugares propicios, y la gente permane ció en continua alerta. Cortés apenas durmió aquella noche sobre las finas esterillas tendidas para su lecho bajo un dosel de plumas; pero su voluntad no conocía el desfallecimiento, y la de dicaba entera a la seguridad de sus soldados y de su persona. Al día siguiente, Cortés fue al palacio real a devolver la visita a Moctezuma y hacerle una
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completa exposición de la doctrina cristiana. El monarca respondió con una demostración de fi delidad a sus dioses. —En cuanto a vuestro rey —añadió—, soy su servidor, y estoy dispuesto a darle parte de lo que poseo, pues estamos convencidos de que vosotros sois los hombres blancos de que nos hablan los oráculos. La conversación prosiguió jovialmente. Aquel déspota que la historia nos describe como un melancólico, estaba de festivo humor. Se consi deraba feliz por haber podido comprobar que aquellos desconocidos, de los que había oído ha blar hacía tanto tiempo, eran hombres de carne y hueso, y no teules, dioses, perdidos en las tie rras del Anahuac. Él mismo no era más que un hombre, aunque un gran rey, y era hora de que olvidasen las fábulas que hubieran podido contar a los españoles sobre su naturaleza, sus palacios de oro, de plata y de piedras preciosas. —No hay aquí nada que se parezca a las locu ras y embustes que os han dicho de mí, y debéis tomarlas a broma, como yo hago con vuestros truenos y vuestros relámpagos. Los dos compinches se miraron sonrientes, cual dos augures, y se despidieron con grandes cere monias. He aquí uno de los rarísimos rasgos hu morísticos que nos presenta una historia que sólo deja de ser seria para hacerse trágica. Cortés y Berna! Díaz del Castillo nos conserva ron el recuerdo de la mecánica de la vida de este Luis XIV de los trópicos. Saint-Simon no fue
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tan minucioso observador. Más refinado que el Rey-Sol, Moctezuma se bañaba diariamente y cambiaba varias veces de vestido en el curso del día, nó poniéndose el mismo más que un corto número de veces. Tenía dos mujeres legítimas y un enorme número de concubinas, de las que regalaba algunas, en ocasiones, a sus oficiales. Doscientos notables estaban constantemente de guardia en las salas próximas a sus habitaciones. Los que de entre ellos eran admitidos a su real presencia, quitábanse sus trajes de gala para po nerse una modesta vestimenta, y entraban en la regia cámara con los pies descalzos y la vista a tierra. A cada una de las tres reverencias del ritual protocolario, murmuraban: « ¡Señor, mi señor, mi gran señor!» La etiqueta obligaba a dejar la cámara andando hacia atrás para no dar la espalda al monarca, y no se entraba en palacio franqueando la puerta en línea recta, sino rasando los muros del edificio. Las cocinas reales preparaban diariamente un banquete de mil cubiertos para el soberano y su guardia, no desdeñando Moctezuma el ir a ver sus cocineros, quienes le ilustraban sobre las cua lidades y composición del menú. Puede ser que a las gallinas de India, faisanes, corzos, sainos, palomos, liebres, conejos y demás alimentos, mez clase el régimen real la atrocidad de la carne humana; puede ser también que se escogiera para el real consumo la carne tierna y sabrosa de los niños. De todas maneras, Bemal Díaz afirma que, gracias a los consejos de los españoles, el
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rey se abstuvo de estos abominables refina mientos. A veces, improvisadamente y para combatir un clima a menudo frío, se encendían braseros, a los que se echaban esencias y perfumes, ocul tos tras dorados biombos o pantallas, adorna dos con imágenes de dioses. El rey sentábase en un bajo trono. Sobre la mesa cubierta de blancas esterillas, las mujeres llevaban unas hondas va sijas llamadas xicales, en las que el monarca se lavaba las manos, trayéndole después todas las clases de viandas que componían sus comidas, en platos colocados sobre pequeñas estufillas. En tonces se colocaba ante el rey un dorado biombo, pues no era decente ver comer a Su Majestad. Cuatro señores ancianos permanecían de pie a su lado mientras duraba la comida, y de cuando en cuando alcanzaban la gracia de sus palabras o de un plato de su mesa. Los manjares eran servi dos en vajilla roja o castaña de Cholula. Un res petuoso silencio era de rigor en las habitaciones próximas. En una taza de oro, un espeso y espu moso cacao era ofrecido al rey, y durante la co mida, bufones, enanos, albinos y otros monstruos servían para amenizar la digestión. Bailarines, ti tiriteros, acróbatas y músicos eran recompensa dos con los restos del festín, y luego, tras nuevas abluciones y una corta conversación con sus fami liares, se retiraban todos, dejando al monarca en el reposo de su siesta, que preparaba con algunas bocanadas de tabaco. Entonces comenzaba la comida de la guardia.
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Entre otros variados manjares se servía infinidad de frutas y más de dos mil tazas de cacao. El orden de los diferentes servicios, y en particular de la contabilidad, provocó la admiración de los españoles. El palacio poseía también sala de armas, en la que se amontonaban rodelas de piel y plumas, rompecabezas, espadas de obsidiana, áreos y flechas, picas, dardos de dos puntas y má quinas para lanzarlos, hondas con sus balas de piedra, escudos plegables, armaduras forradas de algodón y adornadas con plumas de colores, cas cos de madera y hueso, todo bajo la vigilancia de mayordomos y ciudado por obreros especiali zados. Otros departamentos estaban ocupados por la pajarera y casa de fieras. Allí estaban todas las especies de aves, desde las grandes águilas reales de las sierras hasta el pájaro mosca, y brillando cual aladas piedras preciosas, desde ios pintarra jeados loros hasta los quetzales, que suministra ban sus plumas verdes para los penachos de los reyes de México. Para las aves acuáticas había un estanque dispuesto. Las fieras de aquel par que zoológico —jaguares o leones de América, zorros, lobos y chacales— eran alimentadas con los restos de aquellos banquetes, en los que el principal condimento era la carne humana de los sacrificados a los dioses. Pronto habían de aprender a qué sabía la carne española. Se cui daba también en grandes vasijas tapizadas con musgo gran cantidad de serpientes de diferentes
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especies, víboras, cobras, serpientes de cascabel, boas y además iguanas y caimanes. En cuanto a las industrias practicadas por los indios, eran innumerables. Lapidarios, orfebres, tejedores de plumas, pintores y escultores, siendo los tejidos y bordados igual a lo que de más aca bado produjera España en aquella época. Los jar dineros eran incomparables, y ninguna ciudad europea podía ofrecer con tal profusión baños, paseos, retiros, maravillas de verdura, pabello nes ni salas de danza y música que hacían las delicias de los parques de Moctezuma. •
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Cuatro días pasaron sin incidente alguno. Ca pitanes y soldados no abandonaban sus cuarte les más que para recorrer palacios y jardines. Al sentir de todos, ya había llegado el momento de reconocer la ciudad y, además, de satisfacer una curiosidad en todo natural y por demás des pierta: saber de una vez si los españoles eran huéspedes, vencedores o prisioneros de los mexi canos. Cortés mandó preguntar a Moctezuma si le sería permitido visitar la gran plaza y templo de Huitzilopochtli. Esto significaba ir derecho al corazón del asunto y en un terreno de prueba bien escogido. Moctezuma respondió a los intér pretes, doña Marina y Ferónimo de Aguilar, que le parecía bien; mas para evitar que los extran jeros pudieran hacerse culpables, por ignorancia, de alguna ofensa hacia los dioses, decidió espe
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rarlos allí, poniéndose inmediatamente en marcha hacia el templo con la pompa acostumbrada. Al llegar al teocalli, echó pie a tierra con un cetro en la mano y subió a pie las gradas de los alta res, comenzando a hacer sus devociones al dios de la guerra, suplicándole que guiara su conduc ta y le revelara al fin su voluntad. Mientras tanto, los españoles se ponían en mar cha, armados de pies a cabeza, conducidos por su general a caballo y escoltados por un gran nú mero de caciques. Llegaron a la plaza principal, denominada Tlatelolco. Cuando vieron la canti dad de mercaderes y parroquianos que allí se apretujaban y el orden que reinaba entre aquella inmensa multitud, su admiración no tenía pala bras con que expresarse. Cada clase de mercan cías estaba expuesta en su departamento espe cial, quedando así la plaza, en cuanto al merca do se refiere, dividida en secciones. Había mer caderes de oro, plata, piedras preciosas, plumas, tejidos y bordados. Además se exponían escla vos, hombres y mujeres, sujetos por el cuello a largas perchas provistas de gargantillas. Otros vendían telas de algodón, filigranas, cacao, cuer das, pinturas, tejidos de nequén, calzados, pele tería y mantas. Más allá se exponían comestibles variados, habichuelas y otras legumbres, caza, aves de corral y pequeños perros cebados. Carni ceros y salchicheros ofrecían carnes y tripas, y los confiteros, miel, azúcar candi y almendras. En otra parte estaba el mercado de loza, tallas en madera, fabricantes de literas, cuchillos, ban-
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eos, leña, tabaco, cochinilla, hierbas medicinales, sal, cuchillos de obsidiana, hachas de latón, tazas y vasijas de madera pintada, y además esa espe cie de espuma producto que dejan los mosquitos sobre las plantas acuáticas, y que recogida por los indígenas de la superficie de los pantanos y dejada cuajar en forma de tortas, proporciona una especie de nauseabundo queso. Sumemos a esto el abono recogido de todos sitios en los lu gares a ello destinados, transportado en canoas y vendido después al por menor para utilizarlo en la preparación de las pieles. En tres pabello nes estaba instalado permanentemente un jurado y revisores para asegurar la regularidad de los cambios, y oficiales para la percepción de im puestos municipales. Utilizaban a veces como ins trumentos de cambio, además de las vainas de cacao, plumas de oca de diferentes tamaños lle nas de polvo de oro. Los caciques precedían a los españoles, abrien do camino entre aquella multitud y contestando a las preguntas de los españoles, que comenta ban tan nuevo espectáculo. Pero era preciso no entretenerse ni perder de vista el objeto de la salida. Cortés y su séquito llegaron a las puertas del gran templo de México. Los patios que lo rodeaban, circundados por una muralla, sobrepa saban en extensión a la gran plaza de Salamanca, estando los muros construidos de cal y arena y el suelo cubierto de baldosas cuidadosamente ba rridas y tan resbaladizas que costaba grandes esfuerzos conseguir que no se cayeran los caba-
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líos. En el centro se elevaba la masa imponente y singular del teocalli. Este templo era de reciente construcción, inau gurado en 1486, y habiendo sido inmolados en su inauguración millares de cautivos, sus cimien tos estaban como afirmados con sangre. Estaba construido según el estilo habitual en los teocallis, en forma de pirámide truncada, con sus cin co pisos en disminución, y las escaleras que. da ban acceso a ellos, colocadas solamente sobre una de las caras del edificio, pero en espiral, ofreciendo así un magnífico espectáculo en las procesiones rituales. Todo alrededor se extendían los alojamientos de los sacerdotes, sagrados cole gios, conventos aristocráticos y almacenes donde se amontonaban los cráneos de las víctimas y se conservaban los instrumentos y accesorios de un culto suntuoso. Las ceremonias grandiosas se su cedían tan sin interrupción en el curso del año y los días de fiesta eran tan numerosos en el ca lendario mexicano como en la liturgia católica de la ferviente España. En el mismo recinto del gran templo se levantaba gran número de alta res, donde las vestales de piel morena alimenta ban un fuego que no se extinguía jamás. Moctezuma esperaba a sus visitantes dedicado a sus sacrificios en la plataforma superior, y en vió dos sacerdotes y notables para recibir a Cor tés, quien al poner pie en tierra se encontró en tre sacerdotes y notables que le ofrecieron su ayuda para subir los ciento catorce escalones, sos teniéndole por los brazos como el ceremonial lo
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exigía para Moctezuma, pues los escalones eran desde luego bastante altos y empinados; pero el español declinó estas atenciones y subió solo. Cuando llegó a donde estaba el emperador, salió éste de su oratorio para recibirle, saludándole al mismo tiempo que le decía: —Cansado estaréis, señor Malinche, de subir a este nuestro gran templo. —Nunca me canso —respondió soberbiamente Cortés. El príncipe le cogió por la mano, haciéndole admirar el magnífico panorama que a sus pies se extendía: el lago azul, la ciudad entera sur cada de canales, las casas con sus terrazas, las torres de los templos, los caminos que llevaban a los campos floridos y el cuadro grandioso de las montañas. Cuando sus ojos se impregnaron de tanta belleza, Cortés se volvió. Lo que iba a ver ofrecería a su admiración el contraste de lo horroroso, de lo escalofriante y de la repug nancia. El centro de la plataforma estaba ocupado por la piedra de los sacrificios, una mesa redonda adornada por sus lados con simbólicas escultu ras y con su parte superior ligeramente cóncava y bruñida por su abominable uso. Sobre esta pie dra, los sacerdotes y sus ayudantes extendían la víctima al hacer el sacrificio, sujetándola sólida mente por la cabeza y las cuatro extremidades. Entonces el sacrificador elevaba con sus dos ma nos un pesado cuchillo de obsidiana, cortante como una navaja de afeitar, y, bajándolo de un
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golpe, hendía con él el pecho de la victima, rom piéndole las costillas cerca del esternón; en se guida sus manos expertas ahondaban en la san guinolenta herida, arrancaban el corazón, toda vía vivo, lo elevaban hacia el cielo en ofrenda a los dioses y lo arrojaban en un brasero, en el que el incienso de copal mezclaba su humo a la llama que devoraba la carne palpitante. Mientras tanto, el cuerpo de la victima era arrojado gra das abajo, donde lo despedazaban, consumando con sus partes nobles, brazos y piernas, una es pantosa comunión. Allí estaban los ejecutores de estas abomina ciones, siniestros sacerdotes vestidos de algodón oscuro, espectrales figuras de rostros impasibles, largos cabellos impregnados de sangre, pues la aspersión de ésta era uno de los ritos de aquellos satánicos misterios. Algunos exhibían repugnan tes mutilaciones, y casi todos llevaban acuchi lladas las orejas. Cortés y sus capitanes sintie ron un escalofrío de místico terror, como si hu bieran visto al diablo. Al momento preguntó el general al padre Olmedo si no sería oportuno construir un templo en aquella guarida del de monio. El padre de la Merced le aconsejó pacien cia, y entonces don Hernando pidió a Moctezu ma que lo condujera a presencia de sus dioses. Una visión aún más infernal aguardaba a los soldados de Su Muy Católica Majestad. En la extremidad de la plataforma se elevaba una torre, dentro da la cual una gran sala conte nía dos altares recubiertos de madera tallada.
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Cuando sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad que reinaba en aquellos extraordina rios lugares, los conquistadores distinguieron en tre las sombras dos gigantescas figuras de obe sos dioses, de bárbara obscenidad. La de la iz quierda era la de Tezcatlipoca, «el alma del mun do». esculpida en obsidiana negra, cubierta de pedrería y con un cinturón de pequeños demo nios con colas de serpiente. Su cabello estaba recogido con una redecilla de oro; su cara imi taba el hocico de un oso, y sus brillantes ojos estaban hechos con espejos de obsidiana. A su derecha, su hermano Huitzilopochtli, dios de la guerra, mostraba su espantoso rostro de desme surados ojos, con su vientre ceñido por serpien tes de oro, perlas y pedrería. El dios tenía un arco y flechas, y a sus pies su paje llevaba su lanza y escudo. De su cuello de toro colgaban rostros de indios, corazones de oro y de plata adornados con piedras azules. Ante los dos ído los, dos cazoletas, de las que salía un acre in cienso, contenían, respectivamente, tres y cinco corazones de indios inmolados aquel mismo día, y que al arder continuaban el sacrificio consu mado un momento antes. «Huitzilopochtli —escribe fray Bernardino de Sahagún— era un segundo Hércules, muy pode roso, dotado de un vigor singular, extremada mente belicoso y gran exterminador de pueblos y matador de hombres. En la batalla era la llama encamada temida de los enemigos, y su emblema sagrado era una cabeza de dragón que
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echaba fuego por la boca. Era al mismo tiempo adivino y mágico, pudiendo adoptar diversas for mas y convertirse en cualquier especie de pájaro o bestia.» Era a su protección a quien los azte cas atribuían el éxito que los hizo señores del país del Anahuac. Por curiosa anomalía, el nom bre de este terrorífico dios era el mismo que el del pájaro-mosca, su símbolo. En el sitio más alto del templo, un nicho de madera tallada, de notable trabajo, contenía la estatua de un ser monstruoso, semihombre y semicocodrilo, adornado con piedras preciosas y cubierto con un manto. Este ídolo era el dios de las siembras y los frutos, y una mitad de su re pugnante cuerpo estaba hecha con las semillas de todas las plantas que se cultivaban en el país, unidas con sangre cuajada. Cerca de él se veía la redondeada figura del gran tambor sagrado, un disco enorme, el tepomztli, hecho con pieles de serpientes, cuyo prodigioso sonido se oía en dos leguas a la redonda y que los españoles ha bían de conocer en los días funestos. Portavo ces. trompas y cuchillas componían el arsenal para el fantástico culto de estos Baals, más ávi dos de sangre que el Melkhart de Cartago y de tan repugnante grandeza. La atmósfera fétida de la corrupción inundaba aquella celda tenebrosa, cuyos muros y suelo brillaban con la sangre que allí dejaban cuajar. Esta sangre, lazo místico que unía los hombres con los dioses, era por ritual asperjada contra las paredes, formando una capa negruzca y viscosa.
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de una fetidez en tal manera repugnante que los mataderos de Castilla habrían parecido a su lado boudoirs perfumados con costosas esencias. Y para poblar aquel antro inmundo, las extáticas figuras de los sacerdotes, vestidos con sangre, ensangrentados los cabellos, las manos brillantes de sangre aún fresca y ya ávidas de nueva san gre, y con sus dedos expertos todavía tembloro sos por la frenética matanza que acababan de perpetrar. Los españoles se sintieron destinados a la opre sión de las garras de aquellas fieras; sus palpi tantes corazones de soldados de Cristo conoce rían el sacrilego embalsamamiento de aquel as fixiante incienso. No cabía duda de que ellos eran la reserva prometida a aquellos dioses que hacían muecas de una siniestra voluptuosidad, como si con ellas expresasen su ansia de ma tanza. Ya unos cuantos de ellos estaban destinados por designio de la Providencia a servir en aque llos enloquecedores misterios. Ya, cual expertos conocedores, se posaban sobre ellos las fijas mi radas de los sacerdotes, adivinaban sobre sus pechos el sitio donde clavarían el cuchillo y calcu laban la deliciosa resistencia de sus cuerpos, en suprema rebelión, sobre la bruñida piedra. Cortés, bastante valeroso para sonreír aún, se volvió hacia Moctezuma: —En verdad —le dijo—, señor Moctezuma, que no puedo imaginarme cómo un grande y sa bio señor cual vos no haya podido comprender
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que esos ídolos no son dioses, sino seres malos llamados diablos. Para que lleguéis a compren derlo, así como vuestros sacerdotes, yo os ruego me concedáis la gracia de colocar una cruz en lo alto de esta torre, y en una parte de estos oratorios donde están colocados vuestros Huitzilopochtli y Tezcatlipoca, hacer una capilla, donde pondremos una imagen de Nuestra Señora. Ve réis el terror que ella inspirará a esos ídolos que tan engañados os tienen. Moctezuma perdió su continencia al oír profe rir tales blasfemias, enrojeciendo de indignación. Los sacerdotes tuvieron un gesto de horror. —Señor Malintzin —dijo al fin el rey azteca con severidad—, si hubiera podido pensar que infligiríais a los dioses tamaños insultos, jamás os habría admitido en mi presencia. Son buenos y santos. Son ellos los que nos dan la salud, y las lluvias, y las cosechas, y las tormentas, y la vic toria. Siempre los adoraremos y haremos sacri ficios, y os ruego no pronunciéis acerca de ellos más palabras que pudieran ofendernos. Cortés, comprendiendo la gravedad por el aire de su interlocutor, no prosiguió la discusión, y conservando su aire afable la cortó de golpe, di ciendo: —Es hora de que nos despidamos de Vuestra Majestad. A lo que respondió Moctezuma sin perder su severo continente: —Está bien; pero yo aquí me quedo para orar
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y ofrecer sacrificios en expiación al gran pecado que he cometido dejándoos venir. Los españoles se retiraron silenciosamente. Mu chos de ellos, padeciendo bubas, pasaron gran des trabajos al bajar los altos escalones de la pi rámide maléfica. Al dejar el templo pudieron contemplar la casa de los ídolos. Era éste un lu gar en donde se asaba la carne de los indios sa crificados para servirla en el almuerzo de los sacerdotes; era la morada de Quetzalcoatl. La en trada simulaba una boca abierta enseñando los dientes, parecida a la que representaba Leviatán en los autos sacramentales del teatro cristiano. Sí, el infierno no debía de ser muy diferente de la capital de México. Por lo menos, como estaban necesitados dé consuelo espiritual, les fue permitido edificar una capilla en su acuartelamiento. Ahora que, mientras buscaban un lugar conveniente para la ejecución de su proyecto, los carpinteros descu brieron en el muro las huellas de una puerta que había sido tapiada. Inmediatamente les vino la idea de que era allí donde se encontraba el tesoro de Axayacatl. Cortés fue en seguida avi sado, y la puerta derribada secretamente, pe netrando en la sala el conquistador con algunos de sus oficiales. No se quedaría más admirado Alí-Babá cuando se entreabrió la puerta de la caverna. Joyas de oro, el oro en hojas, discos de oro y de plata, gemas de mil luces y chalchiuis de hermosísimo resplandor verde llenaban la es tancia con una magnificencia jamás igualada. Pa
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recía como si todas las riquezas del mundo hu bieran sido amontonadas en tan pequeño espacio, y como si el precio de tantas penalidades, el sa lario con el cual apenas se atrevían a pensar, hubiera sido allí colocado por milagrosa casua lidad. ¿El día culminante de tan heroica empre sa había llegado?... ¿El poema de la conquista terminaba con la revelación de un tesoro? ¡Des pués del horror de la sangre, el oro cantaba su himno triunfal! Nublóse también esta visión, como si el con quistador hubiera querido sobrepasar al destino con el heroico ejemplo de su renuncia. Cortés juzgó que la sola vista del tesoro un instante des cubierto, era para él y sus compañeros un tóxi co lo bastante fuerte para que fuera necesario evitar la tentación de usar de él sin tasa. Y dio orden de cerrar la puerta y tapiarla tal como la habían encontrado.
CAPÍTULO V LA FIRMA DEL PROCURADOR El resultado de estos extraños descubrimientos fue que columbraron el peligro en que estaban. Los más pusilánimes se creyeron víctimas de la ambición que se había apoderado del espíritu de su capitán, y oprimióse su corazón de angustia. ¿A qué desastre no los conduciría aquel maniá tico de la conquista? En los cuerpos de guardia aumentaban las murmuraciones, y los veteranos, mordiéndose los puños, rumiaban la insensata audacia de la aventura, mientras que los centi nelas. el arcabuz a la espalda —irrisoria seguri dad—, medían a largos pasos los corredores de aquel palacio tan parecido a las cajas de sorpre sa. Más resueltos y serenos, los capitanes fueron en busca de Cortés para llamar su atención so bre la emboscada en que había caído el ejército entero. ¿Qué se sabía, en suma, de los indios que fuera increíble? ¿Qué razón había para fiarse.
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por poco que fuera, de su palabra? Un solo ges to de Moctezuma podría hacer que todo el ejér cito quedase sitiado por hambre, como prepara ción a' los horrores de una matanza general. No cabía duda de que el monarca mexicano tenía entre sus manos la vida de todos y que su hasta ahora amistosa acogida podría convertirse en cual quier momento en guerra sin cuartel. Por otra parte, tan insostenible situación mantenía las tropas en constante inquietud, en continuo «quién vive», que no podía prolongarse mucho más tiempo sin acabar con la resistencia física y moral de los soldados, por aguerridos que fuesen. Contra estos males proponían los capitanes so lamente un remedio: la captura de Moctezuma, a quien se guardaría en rehenes. A estos discur sos, que por su audacia parecían el fruto del más pueril de los terrores, respondió Cortés: —No creáis que duermo confiado, caballeros, pues comparto vuestros cuidados. Mas, ¿cuál es nuestra fuerza para intentar tal golpe y apode ramos de señor tan poderoso y en su mismo pa lacio, rodeado de su guardia y de su ejército? ¿De qué manera llevar a cabo el asunto sin que ponga a su gente sobre las armas? Bastaría un solo grito suyo para que fuéramos inmediata mente asesinados. Juan Velázquez de León, Diego de Ordaz y Pedro de Alvarado opinaron que bastaría con buenas palabras y discursos capciosos para ob tener que el rey saliera de sus habitaciones. He-
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vario después al cuartel español y hacerlo allí prisionero. —Si monta en cólera —decían—, pagará con la vida su resistencia. Si no queréis vos mismo, señor, decidir la cosa, dejadnos obrar, que des pués de todo más vale correr este riesgo que es perar a pie firme un ataque cada día más inmi nente. El tiempo apremia. Los mayordomos en cargados de suministramos los víveres parecen haber alterado ya la buena disposición que al principio nos demostraban. Mañana, esta misma tarde, podemos ser asaltados y cogidos en la ra tonera. Cortés se rindió ante estas razones, sintiéndo se responsable de la vida de sus compañeros, aventurada de manera un poco imprudente. Por lo menos, debía condescender a lo que ellos, juz gaban oportuno, y fue así como se decidió un golpe de mano sin igual en la historia. La mala fe que en aquella ocasión demostraron los espa ñoles encuentra su justificación en el extremo peligro en que se hallaban y en lo escabroso de la empresa. A fin de cuentas, las probabilidades de éxito no estaban precisamente de su lado, y lo que convertía los hechos en extraordinarios, fue ra de todo cálculo y previsión, era la paradójica sumisión del monarca, que iba a caer sin transi ción desde la cumbre del poderío hasta el último grado del aniquilamiento. El día siguiente a esta conferencia, una angus tiosa noticia persuadiría a los españoles de que no era tiempo de escrúpulos ni vacilaciones, a la
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vez que les proporcionaría un pretexto para obrar. En Villa Rica. Juan de Escalante, el al guacil mayor, había encontrado la muerte acu chillado por indios mexicanos, y con él su ca ballo y seis compañeros, con un gran número de aliados totonaques. Era la primera derrota que sufrían en Nueva España las armas de Cor tés. La sombra de una inmensa angustia comen zaba a desplegarse sobre un cielo de gloria. La noche fue dedicada a la oración, dirigiendo el padre Olmedo hacia el dios de las batallas las súplicas de su rebaño. Al amanecer fue decidido el plan de acción. Cortés se hizo acompañar de cinco bravos: Pedro de Alvarado, Gonzalo de Sandoval, Juan Velázqucz de León, Francisco de Lugo y Alonso de Ávila. Los intérpretes Jeró nimo de Aguilar y doña Marina acompañaban a los capitanes. Todos iban armados, con los mo rriones puestos y cubiertos de hierro. Las tropas estaban alerta. El conquistador hizo anunciar su visita a Moctezuma. La suerte estaba echada. Cortés entró en el palacio, saludó al monarca con severo continente y, con firme tono, le ex presó su asombro por haber consentido que aque llos vasallos suyos que poblaban las provincias costeras hubieran hecho armas contra los espa ñoles, pues éstos, hasta aquel momento, no ha bían hecho más que demostrar sus amistosas in tenciones, llegando hasta el punto de que el mis mo Cortés había consentido en olvidar la actitud de los mexicanos en Cholula y no hacer caso de los rumores que circulaban sobre el ataque pro-
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yectado en aquel mismo momento, en el mismo México, contra sus tropas. No eran sus intencio nes las de emprender en seguida la ofensiva ni destruir la ciudad, «pero —añadió— conviene, para libraros de toda intriga, que vengáis con nosotros a nuestros cuarteles, en silencio y sin escándalo. Allí estaréis tan considerado y servi do como en vuestro mismo palacio; pero si dais lugar al menor escándalo, sabed que los capita nes que me acompañan os quitarán la vida». La sorpresa e indignación hicieron enmudecer a Moctezuma. Una vez repuesto, se puso a par lamentar, extendiéndose en discursos únicamen te encaminados a dilatar la ejecución de aquellos planes. Desaprobó la conducta de sus oficiales, prometiendo castigarlos, y desprendióse al mis mo tiempo del sello de Hutzilopochtli. del que sólo se servía en los casos de extremada urgen cia, para dar autenticidad a sus órdenes supre mas. En cuanto a las exigencias de los españo les, su honor de soberano no le permitía acceder a nada. Olvidaba aquellas proposiciones que tan to le ofendían, y rogaba que no se hablara más del asunto. La discusión se prolongaba, haciéndose ya in terminable, hasta que luán Velázquez y los dé• más, impacientes, dijeron a Cortés, algo alte rados: —¿Qué hace vuestra merced ya con tantas pa labras? O lo llevamos preso o le daremos de es tocadas. Impuso a Moctezuma la actitud amenazadora
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de los capitanes e hizo traducir sus palabras, a lo que doña Marina contestó con su persuasiva y dulce voz: —Señor Moctezuma, lo que yo os aconsejo es que vayáis luego con ellos a su aposento sin ruido ninguno, que yo sé que os harán mucha honra como gran señor que sois; y de otra ma nera aquí quedaréis muerto. El desamparado monarca se dirigió entonces a Cortés: —Señor Malintzin, ya que eso queréis que sea, yo tengo un hijo y dos hijas legítimas; tomadlas en rehenes, y a mí no me hagáis esta afrenta. ¿Qué dirán mis oficiales si me viesen llevar preso? —Sois vos solamente y ningún otro quien debe venir con nosotros —respondió Cortés. Agotados sus recursos oratorios, Moctezuma acabó consintiendo. —Pero si os acompaño —añadió el desgracia do—, es voluntariamente. Los españoles hicieron todo lo posible por de mostrarle su amistad, rogándole que tuviera pa ciencia. —Haced saber a vuestra guardia y oficiales que sois vos mismo quien ha decidido partir, y que los sacerdotes de Huitzilopochtli os han acon sejado este paso salvador. En seguida está lista la litera del príncipe. La ocupa Moctezuma, y una vez el cortejo formado en el patio del palacio, y rodeado de su guardia, sale a la calle principal, y lentamente llega ante
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el cuartel de los españoles. En todo el recorrido, una multitud estupefacta contempla el éxodo de su rey, y solamente el supersticioso terror que inspira su persona retarda la explosión de la in dignación o del furor. Los notables y sobrinos del rey se preguntan el significado de todo aque llo, a lo que se les responde que no hay nada sorprendente, sino que el rey experimenta un gran placer pasando algunos días con los espa ñoles, y que, además, Huitzilopochtli aprueba este proyecto. Se colocan centinelas alrededor de las habita ciones del soberano; pero nada se hace que pu diera ofenderlo. Se organiza su servicio con el de sus mujeres, y se le siguen preparando los baños a que está acostumbrado. Veinte señores le acompañan, además de los capitanes españoles. De hecho el rey no ha sido completamente se cuestrado, pues además de sus comodidades, que no ha perdido, sigue resolviendo los asuntos de gobierno. Pronto tuvo que juzgar un importante proceso, donde era a la vez juez y parte. Los ofi ciales que habían sido causa de la muerte de Es calante fueron llevados a su presencia. La res ponsabilidad de Moctezuma apareció evidente; pero Cortés cerró los ojos respecto a este punto y exigió la muerte de los subalternos, culpables de haber obedecido órdenes bien precisas. Fue ron quemados vivos ante el palacio, sobre una pira en la que se habían amontonado sus lanzas, arcos y flechas. El principal había sido un caci que llamado Quetzalpopoca. Esta ejecución tuvo
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por corolario una afrentosa humillación para el monarca, pues a modo de garantía, mientras se preparaba la hoguera, fue encadenado entre ge midos de vergüenza y desesperación. Mientras las llamas alumbraban el aposento real y el de masiado fiel Quetzalpopoca se retorcía en las angustias de la agonía, el populacho permanecía petrificado de estupor, y los cortesanos, con las lágrimas en los ojos, sostenían en silencio con sus manos piadosas los grilletes que martirizaban los sagrados pies de su señor. Cuando todo estu vo terminado, vino Cortés a quitárselos con sus propias manos, prodigándole su consuelo y seña les de amistad. Desde entonces faltó un resorte en el alma de este príncipe, que supo ser magnánimo en la des gracia y que ya no dejó de contemplar los su cesos que trastornaban su reino más que como el desarrollo fatal de un asombroso destino. No tuvo ya más cuidado que el de la salvaguardia de su honor; todo lo demás quedaba fuera de su al cance, y su voluntad quedó muerta desde enton ces. Tuvo cuidado, sin embargo, antes de llegar a un fin que deseaba cuanto antes, de ilustrarse sobre las cosas de Castilla, para al menos cono cer la naturaleza de la fuerza que lo aplastaba. Un paje español, llamado Orteguilla, que estaba a su servicio, fue su instructor. Se le enseñaron con preferencia los misterios del cristianismo; pero su resignación no llegó hasta el extremo de convertirse a una religión de la que tanto tenía que sufrir. Cortés iba todos los días a visitarle.
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Una especie de familiaridad se estableció entre él y los capitanes españoles. El rey aprendió a jugar al toíoloque, que se jugaba con pedazos de oro. Pedro de Alvarado marcaba los puntos de Cortés y hacía trampas, no sin que Mocte zuma se diera cuenta y perdiera regiamente. Bien es verdad que Cortés, riéndose, distribuía su ga nancia entre los familiares que el príncipe tenía a su servicio. Dos soldados de los menos disciplinados, que estando de guardia olvidáronse hasta llegar a fal tar groseramente al respeto al prisionero, fueron severamente castigados, a pesar de la bondadosa intervención de la víctima. Moctezuma había aprendido, por lo menos, los nombres y cualida des de los principales españoles, su tierra natal, y les distribuía joyas, telas y jóvenes indígenas, que en modo alguno desdeñaban. Esta extraña situación se prolongaba, y el rey empezó a sacar partido de ella, disfrutando de algunas diversio nes. Se le permitió ir a los templos y hacer sus devociones, y cuando quiso ofrecer sus habitua les sacrificios, los españoles no se dieron por en terados. Cortés estaba entonces dedicado a la construc ción de dos sólidos navios, cuya ejecución fue llevada a cabo gracias a la mano de obra sumi nistrada por los hábiles carpinteros indios. Era ésta una seria garantía de seguridad, y desde en tonces la ratonera quedaría por lo menos entre abierta. Habiendo Moctezuma expresado su de seo de ir a cazar a uno de sus parques reserva
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dos al efecto, situados más allá de la laguna, se embarcó en uno de aquellos navios, decorado lo mejor que se pudo. Se tomaron medidas milita res para que aquel paseo no degenerase en ba talla, y a la vuelta se hizo una demostración de artillería que llenó de satisfacción al caído sobe rano. Un gavilán que perseguía a una codorniz cayó en el aposento real. Los españoles admirá ronse tanto ante las dotes de cazador del monar ca, que, sorprendido Moctezuma, les preguntó la causa e hizo que le enseñaran la caza al vuelo, desconocida en el país. Si estos hechos eran acogidos por el soberano como una resignación difícil de ensalzar, eran recibidos con espantosa amargura por su familia y la nobleza. Cacamatzin, señor de Tezcuco, tomó la iniciativa de reunir un consejo, al que fueron convocados los caciques vasallos y seño res de Cuyoacan, Tacuba, Iztapalapan y Matalcingo. Fue decidida una violenta ofensiva contra los españoles. Llevando al colmo una debilidad verdadera mente desconcertante, fue el mismo Moctezuma quien emprendió la tarea de hacer abortar todos sus planes, y aún más: hasta llegó a ser causa de la prisión de quienes se habían revelado como los mejores apoyos de su trono. El consejo debía tener lugar en el palacio de Tepctzinco, construi do sobre pilares en la orilla del lago, y fue allí donde se detuvo a Cacamatzin con cinco nota bles. Se le transportó en una canoa cubierta con un toldo, y después, con el aparato debido a su
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rango, fue conducido a presencia de Moctezuma. No temió poner de manifiesto la cobardía de su soberano, y en términos tan duros, que, irritado, e! monarca lo puso inmediatamente en manos de Cortés. Otras traiciones llevaron a poder de éste al rey de Tlacopan, Cuitlahuac, hermano de Moctezuma; al señor de Cuyoacan y otros no bles, a quienes se cargó de cadenas. *
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Entonces hizo venir Cortés al procurador del rey, y he aquí el hecho capital de la conquista. Conocedor del ascendiente que ejerce, impone a su prisionero la decisión radical que ha de afir mar a los ojos del mundo entero la posición, de España en México. Es voluntariamente cedido y sancionado por formas legales como él quiere mantener sus derechos: su arbitrariedad aspira a entrar en el marco de una jurisprudencia cuyo valor conoce. En el plazo de diez días fueron reunidos en palacio todos los caciques, con los que celebró Moctezuma una larga conferencia, en la que les dijo que sus abuelos habían anunciado que del lado donde se levanta el sol vendrían unos hom bres blancos para gobernar el Anahuac y poner fin al reino de los mexicanos. Aquellos hombres habían llegado. Los sacerdotes habían pedido consejo sobre este punto a Huitzilopochtli; pero el gran dios guardaba silencio, a pesar de los continuos sacrificios, afirmando solamente que
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su voluntad no había cambiado y que no se le debía interrogar más. Esto daba claramente a entender que era pre ciso someterse a los teules y jurar obediencia a su señor, el rey de Castilla. El soberano reco mendaba, pues, a sus caciques hacer acto de vasa llaje, y terminó diciendo: —Desde veintiocho años que hace os gobierno, he engrandecido mis dominios; y así como me habéis servido siempre lealmente, habéis recibi do de mis manos importantes mandos y grandes riquezas. Si nuestros dioses permiten que esté cautivo, estad convencidos de que así quedo úni camente porque tal es la voluntad que me im pone Huitzilopochtli. Ante estas declaraciones, toda la asamblea, lle na de piedad e inclinada ante las divinas órdenes, respondió con lágrimas y suspiros. Todos prome tieron someterse a los deseos del monarca, per maneciendo fieles al rey de España, aceptando el pagarle todos los tributos y hacerle todos los servicios que hasta entonces estuvieron obligados a rendir a Moctezuma. El día siguiente fue el gran día del solemne juramento y abdicación, prestado ante el procu rador del rey. Diego de Godoy. asistido por dos testigos. Cuando el escribano terminó su rúbrica en la parte baja del pergamino, México estaba incorporado a España; Carlos V acababa de du plicar su imperio y realizar su divisa: «¡Plus ultra!» Moctezuma no pudo contener aquellas incom-
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prensibles lágrimas que tan extraña simpatía des* piertan a los ojos de una posteridad enternecida. Sin embargo, este rey no era un cobarde; pero jamás estalló tan lamentablemente la fuerza di solvente de un místico renunciamiento como en el miserable abandono de aquel soberano que, dominado por una idea fija, traicionaba a sus mismos vasallos y desertaba ante el destino ad verso. En cuanto a los sentimientos de Cortés en estos días incomparables, hubieran sido odio sos si en ellos se adivinara la menor señal de hi pocresía; pero su sinceridad es evidente, por ab surdo que parezca. Existía una especie de candor en el alma de este hombre. «Puedo aseguraros —escribe a Carlos V— que ni uno solo de los españoles que asistieron a este acto dejó de sen tir una gran compasión.» Así, todo sucedió por uno y otro lado como si una sobrenatural vo luntad, superior a todos los designios humanos, hubiera preparado esta trágica escena y hecho mover a su agrado a los actores. La cesión oficial del reino a Su Majestad Ca tólica fue seguida de sus efectos legales. Habien do ordenado Moctezuma a sus provincias que pagasen tributo a Carlos V, los oficiales españo les fueron enviados a distintas comarcas en cien leguas a la redonda de la capital para asegurar el cobro de los impuestos. Los tesoros de Axayacatl fueron entregados ahora con regularidad. Describiendo Cortés estas riquezas, en su re lación al emperador, escribe lo siguiente: «Y no le parezca a V. A. fabuloso lo que digo,
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pues es verdad que todas las cosas criadas así en la tierra como en la mar, de que el dicho Moctezuma pudiese tener conocimiento, tenía contrahechas muy al natural, así de oro y plata como de pedrería y de plumas, en tanta de per fección, que casi ellas mismas parecían; de las cuales, todas me dio para V. A. mucha parte, sin contar otras que yo le di figuradas, y él las man dó hacer de oro, así como imágenes, crucifijos, medallas, joyeles y collares, y otras muchas cosas de las nuestras que les hice contrafacer. Cupieron asimismo a V. A. del quinto de la plata que se hobo, ciento y tantos marcos, los cuales hice la brar a los naturales de platos grandes y peque ños, y escudillas y tazas y cucharas, y lo labra ron tan perfecto como se lo podíamos dar a entender. Demás desto, me dio el dicho Mocte zuma mucha ropa de la suya, que era tal, que considerada ser toda de algodón y sin seda, en lodo el mundo no se podía hacer ni tejer otra tal, ni de tantas ni tan diversas y naturales co lores ni labores; en que había ropas de hom bres y de mujeres muy maravillosas, y había paramentos para camas, que hechos de seda no se podían comparar; e había otros paños, como de tapecería, que podían servir en salas y en iglesias; había colchas y cobertores de camas, así de pluma como de algodón, de diversas co lores, asimismo muy maravillosas, y otras mu chas cosas que, por ser tantas y tales, no las sé significar a V. M. También me dio una docena de cerbatanas, de las con que él tiraba, que tam
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poco yo sabré decir a V. A. su perfección, por* que eran todas pintadas de muy excelentes pin turas y perfectos matices, en que había figuradas muchas maneras de avecicas y animales y árboles y flores y otras diversas cosas, y tenían los bro cales y puntería tan grandes como un jeme1 de oro, y en el medio otro tanto muy labrado. Diome para con ellas un casniel de red de oro para los bodoques, que también me dijo que me ha bía de dar de oro2; e diome unas turquesas de oro y otras muchas cosas cuyo número es casi infinito.» El reparto de estas maravillas fue causa de sordas disensiones entre tos españoles. Los ob jetos de oro fueron en su mayoría fundidos por los orfebres de Azcapozalco, y a los lingotes así obtenidos se les marcaron con un punzón las armas de Castilla. Había 162.400 pesos de oro y 500 marcos de plata. Un quinto fue reservado para la corona. Caballeros, arcabuceros y balles teros recibieron doble parte, y a cada infante le correspondieron 100 pesos de oro. Era esto tan poco después de tantas fatigas y tan grandes es peranzas, que algunas malas cabezas se negaron a aceptarlo, acusando abiertamente al general de haberse reservado la parte del león. Se res tableció e( orden cuando Cortés ofreció ceder su parte a los más pobres; pero la discusión había 1 Jeme, que se escribía «eme», es la sexta parte de una vara castellana, es decir, medio palmo. (N. del T.) 2 Es el globo pequeño de barro o de otra materia que se tira con el arco o ballesta. (N> del T.)
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sido muy violenta. Juan Velázquez de León y Gonzalo Mejía llegaron a tirar de sus espadas con intención de batirse. Lin hombre hábil, Pedro Valenciano, fabricó cartas con piel de tambor, y el juego modificó pronto el primitivo reparto. Cortés, mientras tanto, se informaba sobre los yacimientos de oro de Zacatula y Tustepeque. Esta sed de oro intemperante asombraba a Moc tezuma, que dio en pensar si los españoles sufri rían alguna extraña enfermedad que sólo el oro podría curar. Aquí el despojado monarca se co loca por encima de la cupidez de sus carceleros y los domina desde lo alto de su desprendi miento. Hacía cinco meses que ios españoles estaban en la capital, y la metódica actividad del con quistador no había dejado de ocuparse en nue vas empresas. Unos destacamentos exploraban el río Guazacualco, y la costa fue reconocida desde Panuco hasta Tabasco, a fin de encontrar empla zamiento para buenos puertos. La actividad me tódica del conquistador se ejercía incesantemen te en nuevas empresas. Pero una de sus iniciati vas iba a ser la gota de agua que llevara al col mo el furor que sus adversarios acumulaban sin cesar. Moctezuma había ofrecido al general una de sus hijas; pero éste contestó que estando ya ca sado no podía contraer nuevo matrimonio. A pe sar de esto, hizo bautizar a doña Ana y vivió con ella en sus cuarteles, dándole por compañeras a sus dos hermanas, doña Inés y doña Elvira, con
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doña Francisca, hermana del rey de Tezcuco. En esta ocasión Cortés volvió a la carga contra los sacrificios humanos, que no dejaban de ser ofre cidos a los ídolos, a la vista misma de los espa ñoles. Desde sus alojamientos podían contemplar las horrorosas escenas repetidas en la cúspide del gran leocalli. Cortés visitó una segunda vez aquel detestado templo, y murmuró: — ¡Oh gran Dios!, ¿por qué permites que el demonio sea así honrado en este país? Era preciso que aquello terminase. El general tuvo la audacia de amenazar a Moc tezuma con ir él mismo a destrozar el leocalli y las estatuas de los dioses si persistía en sus infa mes prácticas, y después, haciendo como que se calmaba, ofreció una transacción. Los españo les se contentarían con erigir un altar a la Vir gen en una parte del templo. Esta última conce sión fue arrancada al soberano y sus pontífices, y así es como el padre Olmedo y Juan Díaz pudie ron celebrar una misa en el mismísimo antro de Huitzilopochtli. A los sacerdotes aztecas se les confió la misión de barrer el santuario, quemar incienso, encender cirios por la noche y adornar el local con ramos y flores. Como se sufría por entonces una gran sequía, Cortés prometió que obtendría agua con sus plegarias, y tuvo la suer te, con admiración de todos, de que las procesio nes que para ello tuvieron lugar fueran seguidas de bienhechores aguaceros. Sin embargo, el clero sometióse a tales humi llaciones con el corazón llano de rabia. Enterado
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Moctezuma de aquella exasperación, dio a Cor tés el consejo de abandonar a México con su ejército y con la mayor rapidez posible. Los sacerdotes empezaron a predicar la guerra santa. Los dioses pedían ya venganza, y era evidente que una guerra a muerte estaba próxima a es tallar. Pero Cortés tergiversaba. Su proyecto entonces era hacer construir barcos en Vera Cruz, espe rar refuerzos de Europa y embarcar a Moctezuma para enviarlo a Carlos V; tal era en su espíritu la conclusión de la conquista. Reinaba una gran inquietud entre las tropas, se esperaba de un momento a otro la decisiva noticia de una confla gración general, y hasta el mismo suelo que se pisaba parecía poco seguro. Se dormía fatigosa mente, temiendo a cada momento el ser desper tados por sorpresa. Un nuevo incidente vino a cambiarlo todo. Fue de fuera de donde vino lo desconocido.
CAPÍTULO VI DOBLE EMBOSCADA Singulares noticias llegaban de la costa orien tal. Se hablan visto unos navios arribar a Vera Cruz, y los correos de Moctezuma, que fue- el primer avisado, se apresuraron a llevar al rey prisionero sus mensajes pintados en telas de nequen. Un importante desembarco de hombres blancos habla tenido lugar fuera de las casas flo tantes, y eran tales las circunstancias de este ino pinado suceso que el azteca no pudo disimular su alegría, pensando que quizá fueran su salva ción. Sorprendido Cortés de la animación de su huésped, le pidió aclaración, lo que éste hizo mostrándole los jeroglíficos y comentándolos. —Ahora —añadió Moctezuma—, los españo les podrán partir, puesto que ya tienen a su dis posición la flota tan deseada. ¿Cuál era el verdadero sentido de estas pala bras? El conquistador, que espiaba el rostro de
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su interlocutor, no pudo desenmascarar el fondo de su pensamiento. Hizo buen semblante, y afir mó que también él se alegraba de la llegada de sus compañeros. Después se retiró para abando narse a sus reflexiones. Hacia el 23 de este mes de abril de 1520, una nueva flota española había fondeado anclas fren te a San |uan de Uloa. Contra quién se las ha bía lo supo pronto, y no por su gusto, Gonzalo de Sandoval. que era entonces el gobernador de Vera Cruz, después de un desgraciado ensayo que se hizo para dar la sucesión del infortunado luán de Escalante al poco capacitado Alonso del Grado. Sandoval conoció al recién llegado por una in timación de éste para que se presentase ante él. Era un lugarteniente de Diego Velázquez, cuyo odio no desarmaba, llamado Pánfilo de Narváez. Don Diego, informado prolijamente de los éxi tos de Cortés, y lleno de rabia el corazón, había decidido equipar una expedición contra el re belde. Enterada de los preparativos la Audiencia de Santo Domingo, y convencida del buen dere cho de Cortés, despachó al licenciado Lucas Váz quez de Ayllón, oidor de la Real Audiencia, para que llevase su veto. Desembarcó éste en Cuba, y aunque cumplió bravamente las órdenes reci bidas, protestando contra la ilegalidad de las dis posiciones del gobernador, llegando hasta la ame naza, le fue imposible obtener nada. Diego Ve lázquez gozaba de gran apoyo en la persona de luán de Fonseca. obispo de Burgos y presidente
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del Consejo de Indias, quien la había empren dido contra Cortés con una decisión que jamás cejaba. No hizo el menor caso de las intimacio nes de Lucas de Ayllón, y éste decidió entonces embarcarse con Narváez para proseguir su mi sión en Nueva España, interponerse entre los ad versarios y conducirlos a la paz, a falta de lo cual se tomaría posesión del país en nombre de Su Majestad. El efectivo de las fuerzas de Narváez ascendía a 19 navios, 900 soldados, de los cuales, 80 eran jinetes, 80 arcabuceros, 150 ballesteros, 2 artille ros, 20 cañones y 1.000 indios de las islas. La orden de partida fue dada en el mes de marzo, y apenas desembarcaron en San Juan de Uloa cogió Narváez prisioneros algunos españoles del ejército de Cortés enviados de México como ins pectores, quienes revelaron todos los aconteci mientos pasados. Entre los de Velázquez se encontraba un anti guo conocido, Cervantes el loco, que era admiti do a la mesa del general, y cuyas bufonadas no se interrumpían jamás: «¡Oh Narváez, Narváez, hombre feliz! ¡Qué buena ocasión has escogido para llegar! ¡Ese traidor de Cortés tiene en sus manos setecientas mil piezas de oro, y todos los soldados están furiosos contra él por haberse apropiado la mejor parte del botín!» También llegaron otros emisarios al campo de los recién desembarcados. Eran gentes de Moc tezuma, que trataban de jugar su última car ta ofreciendo víveres, oro y telas, en demostra
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ción de una amistad... interesada. Su instinto le había hecho adivinar que la suerte se volvía con tra Cortés y que Narváez era un triunfo llegado muy a propósito para echarlo sobre el tapete. Poco amigo de negociaciones, Narváez se incli nó por la violencia, haciendo saber bruscamen te a la guarnición de Vera Cruz que el único partido que podían tomar era el de pasarse a sus banderas. Ayllón se interpuso aconsejando la moderación; pero se apoderaron de su persona, embarcándolo para Cuba. Para desgracia del tem pestuoso capitán, Ayllón pudo desembarcar en Santo Domingo, donde dio cuenta a la Real Au diencia, que se resintió amargamente del insulto hecho a su representante. Narváez había dado con ello un mal paso provocando contra él un resentimiento que proporcionaba un punto de apoyo a su adversario. Narváez había remitido las letras de provi sión, copias según decía de los originales que le diera Pedro Velázquez al sacerdote |uan Ruiz de Guevara, al escribano Alonso de Vergara y a un hidalgo llamado Pedro de Amaya. Estos per sonajes, acompañados de tres testigos, fueron a Vera Cruz, donde, después de visitar la iglesia, se presentaron ante Sandoval en sus cuarteles. Allí tuvo lugar una violenta discusión, en la que Guevara expuso largamente los derechos de Velázquez y las faltas de Cortés, terminando su discurso haciendo una llamada a la obediencia debida a Pánfilo de Narváez. a la que contestó bruscamente Sandoval:
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— ¡Mal hacéis, padre, en llamamos traidores, pues mejor servimos nosotros aquí a Su Majes tad que Diego de Velázquez y vuestro capitán. Si no fuerais sacerdote, os castigaría por vuestro feo proceder, id a México, donde encontraréis a Cortés, que es el capitán general y señor de la justicia en Nueva España, que él os responderá. Aquí no tenéis más que hacer. Guevara dio orden a! escribano de empezar la lectura de sus cartas. — ¡No leáis —interrumpió Sandovai—, pues ni siquiera sé si esas provisiones son auténticas! Sin embargo, el escribano sacó los papeles de su seno. —Mucho cuidado, Vergara —le dijo el capi tán—, que ya os he prohibido leer aquí esos pa peles. Id a México con ellos, pues os juro que como empecéis a leerlos os haré dar cien latiga zos. No sé si sois o no procurador de Su Majes tad, ni si esos papeles son provisiones originales, o copias, o no importa qué. Guevara perdió la paciencia: —¿Qué es lo que tenéis que discutir con esos traidores? —gritó—. ¡Saque las provisiones y haga la notificación! — ¡Mentís, mal sacerdote! —contestó Sandovai. Y sin pararse en otros miramientos, dio orden de amarrar bien a los embajadores, envolvién dolos en unas hamacas como si fueran cargas de algodón, y con una buena guardia los envió a Cortés con tal celeridad, que cuatro días des pués el convoy llegaba a Tezcuco. Sandovai, sin
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vacilar, se había puesto ya en estado de defensa. Cortés había podido confrontar las noticias recibidas de Moctezuma con las que su gente le enviara, y no se encontraba tranquilo. Se veía desde luego entre dos adversarios, que, aunque distintos, eran igualmente temibles en una épo ca en que necesitaba de todas sus fuerzas para mantenerse en México. Su pérdida le pareció se gura, e hizo frente a ambos lados. Este hombre incomparable parecía encontrar en las situacio nes angustiosas nuevos recursos e insospechadas energías. Un mensajero de Tezcuco anunció la llegada de los prisioneros hechos por Sandoval. ¿Qué castigo o qué amarga reprensión los aguardaba? Cortés despachó un correo con apremiantes ór denes. Se desempaquetó a los cautivos, un poco ajados de su viaje en tan singulares condiciones, y se les dieron caballos para que pudieran hacer en México una entrada decente, pues debía evi tarse hasta nueva orden que el prestigio espa ñol decayera lo más mínimo. Salió Cortés a reci birlos, poniéndoles buen semblante, lo que des concertó a los embajadores, que no sabían qué actitud adoptar. Guevara fue colmado de presen tes, y los delegados, deslumbrados, experimenta ron a su vez toda la fascinación de la maravi llosa ciudad, no pudiendo por menos de conce bir una admiración sin límites hacia el conquis tador. Aquella misma tarde, enteramente subyu gados por autoridad tan firme, estaban conver tidos. dando a Cortés toda la información que
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les exigió sobre la expedición contra él organi zada. En el fondo, aseguraban, la influencia perso nal de Narváez era débil, pues, aunque hombre de valor, era un mediocre capitán, negligente y fatuo. En cuanto a la tropa, más adelante se nos revelará que era de cualidades morales bastante inferiores a las del ejército de Cortés, careciendo del espíritu heroico de los aventureros. Cortés quiso, por lo menos, intentar un acuer do. e hizo llevar a Narváez una carta en la que le proponía la unión de sus ejércitos. Llegaba hasta decir que si Narváez tenía una real provi sión que lo estableciera en sus funciones, estaba dispuesto a cederle el mando. Bien es verdad que estaba seguro de lo contrario. El mismo padre Olmedo fue destacado con una comisión análo ga. El buen padre llevaba llenos los bolsillos de lingotes de oro, que pensaba distribuir con acier to. Con el apoyo de algunos presentes, también fueron expedidas otras cartas a Ayllón y Andrés del Duero. Narváez estaba entonces en Cempoal, y las car tas con los informes recibidos no hicieron más que sumirle en un negro furor, que se expansio nó en amargas burlas. Uno de sus tenientes, Sal vatierra, juraba que con sus propias manos cor taría las orejas a aquel perro de Cortés y se las haría servir de desayuno. Pero ante estas fanfa rronerías, los soldados seguían escépticos y se encogían de hombros. Ya ganaba hombres el padre Olmedo para
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la causa del conquistador, deslizando diestramen te alguna joya en manos tendidas con disimulo. Sus descripciones y hábiles narraciones encon traban siempre orejas dispuestas a escucharlo, y Narváez lo hubiera encarcelado a no ser por la intervención de Andrés del Duero, tomando al fin el partido de hacer que se volviera a México con un mensaje en el que declaraba su intención de restaurar a Moctezuma y ejecutar a Cortés. En suma, el asunto no le parecía ya tan sencillo como había calculado, encontrando la oposición más fuerte de lo que creía, y exasperándose so bre todo contra aquella soberana influencia cuyo efecto sentía en todas partes, multiplicando los obstáculos a cada momento. Entonces Cortés quiso dar juego al adversario sirviéndose de sus mismas armas. luán Velázquez de 1-eón, que había sido enviado para fundar una colonia en el golfo de México, fue llamado por su jefe y se estableció en Cholula, para esperar allí nuevas órdenes. Narváez intentó entonces reconciliarse, pero fue en vano. En Chinantla, los enviados de Cortés empezaban a reclutar un cuerpo de lanceros indios, y se fabricaban acti vamente temibles lanzas de doble punta de ob sidiana o cobre, cuyo efecto debía ser decisivo contra la caballería. Desde entonces, y sin detenerse, Cortés pre paró resueltamente la ofensiva. Dejaba en Méxi co a Pedro de Alvarado con los dos tercios de su ejército, o sea 140 hombres, casi todos los ca ballos y los arcabuceros. Habiendo sido desde
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hacía ya algún tiempo defectuosas en México las cosechas, se había hecho un gran depósito de maíz en Tlascala, que fue puesto a disposición de Alvarado, así como volatería y géneros de to das clases. Además se levantaron rápidamente empalizadas y atrincheramientos para afirmar la seguridad de la guarnición, que fue provista de cañones y falconetes. También se quedaron con toda la reserva de pólvora, y Moctezuma quedó en prisión como rehén, a pesar del ofrecimiento que hizo de dar quinientos guerreros aztecas a cambio de su persona. —Señor Malintzin, a todos vuestros capitanes y compañeros os veo andar desasosegados, y he observado que ya no me visitáis más que de cuando en cuando, y Orteguilla el paje me dice que queréis guerrear con esos hermanos vuestro» que vienen en los navios. Decidme qué os pasa, pues si yo en algo os pudiera servir, lo haré de muy buena voluntad. No querría que os sucedie ra algún desmán, porque vos tenéis muy pocos teules, y esos que vienen son cinco veces más; dicen que son cristianos como vosotros y vasa llos de ese vuestro emperador, y tienen imáge nes y cruces, y dicen y publican que sois gentes que venís huyendo de Castilla, de vuestro rey y señor, y que os vienen a prender o a matar. En verdad que no os entiendo, señor Malintzin. El sagaz monarca decía esto sin sonreírse, pero con un contento que no podía escapar a la pers picacia de su interlocutor. Cortés se explicó lo mejor que pudo:
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—Los recién llegados son cristianos, en efec to; pero mienten al decir que hemos traicionado a nuestro rey, pues fue el rey mismo quien nos envió a visitar a Vuestra Majestad. En cuanto al número de nuestros enemigos, sus noventa ca ballos y sus cañones, Nuestro Señor Jesucristo y Santa María, su bendita madre, nos darán fuer zas para llegar al fin, puesto que son malvados. Nuestro emperador posee muchos reinos y seño ríos distintos. Nosotros somos castellanos del centro de Castilla la Vieja, mientras que el gene ral de Cempoal trae consigo hombres de Vizcaya, de extraña habla, como el otomí en el reino de México. Así trataba el conquistador de arrojar alguna claridad en el espíritu turbado del azteca, sin llegar a conseguirlo más que a medias. Al fin, con todas las disposiciones tomadas. Cortés escogió setenta soldados de manifiesta fi delidad, y armándolos ligeramente, se puso en marcha con ellos el 15 de mayo de 1520. Mocte zuma lo acompañó a su salida hasta la gran cal zada, donde se despidieron. Por el camino, aque lla pequeña tropa aumentóse con los contingen tes que fue encontrando en los sitios señalados. En Cholula fueron los 120 hombres de Vclázquez de León. En Tlascala encontraron al padre Olmedo, portador de una carta de Narváez, en la que éste se declaraba capitán general y exigía la sumisión sin condiciones. Los tlascaltecas, des concertados ante la desunión de los españoles, y poco seguros del resultado del conflicto, deserta
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ron. Pasado el Cofre de Perote, se les unió Sandoval con sus sesenta hombres de Vera Cruz, aumentados con algunos desertores de Narváez, y después Tobillos con los lanceros de Chinantla. En total, Cortés tenía a sus órdenes 266 hom bres, de los cuales, cinco eran jinetes, armados mediocremente, sin corazas de metal, pero de una moral elevada, dispuestos a todo, con una confianza absoluta en su jefe y con el recuerdo de sus grandes acciones. Sólo ellos conocían el país, las condiciones del combate, y no tenían ante ellos más que una tropa de inexperimenta dos reclutas, mientras ellos eran «los veteranos», palabra mágica en todos los ejércitos del mundo. A quince leguas de Cempoal se presentó una embajada de Narváez, conducida por Guevara y Andrés del Duero. El general, no sabiendo a quién se dirigía, ofrecía repatriar en sus naves a todo el que lo deseara. Andrés del Duero hizo un esfuerzo más, intentando la reconciliación; pero Cortés fue inflexible. —Que me enseñe Narváez su provisión real, y me someteré en seguida. Mientras tanto, yo tengo mi nombramiento de capitán general de la municipalidad de Vera Cruz. Lo decía con tal convicción, que no dejaba lugar a dudas, y los delegados fueron despa chados a su jefe. Para devolverle su atención, Cortés despachó a su adversario a Juan Velázquez de León. El mensajero fue bien recibido por Narváez, que era pariente suyo, y aún no había perdido la es
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peranza de ganarlo a su causa. Velázquez re chazó, no sin duplicidad, las más seductoras pro mesas. Mientras tanto, los capitanes le dispensaban una gran acogida, llenos de admiración por su gallarda apostura y aire decidido. Narváez, vien do lo inútil de sus tentativas, trató de detener al emisario de Cortés; pero desviado de su pro pósito por el padre Olmedo y sus consejeros, imaginó entonces pasar una revista a sus tropas para intimidar a sus enemigos con el despliegue de sus fuerzas. |uan Velázquez, que no echaba en saco roto lo que veía, dijo al general: —Vuestra merced dispone de una gran fuer za, que Dios quiera aumentar. A lo que Narváez respondió: —Bien veis que si hubiera querido marchar contra Cortés, lo hubiera hecho prisionero con todos los que lo acompañáis. Pero el otro replicó sin desconcertarse: —Estad seguro, señor, de que tanto él como nosotros somos gentes que sabemos defendemos. Narváez almorzó con sus huéspedes, despidien do después al padre Olmedo y a Juan Velázquez de León, quienes se fueron a todo galope, te miendo una traición del general. En la orilla de un río uniéronse a su ejército e hicieron a Cortés una detallada relación de las fuerzas que tan ino centemente había expuesto el enemigo. *
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Un tiempo desastroso de lluvias dificultaba las
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operaciones, y aunque caían chuzos, como vul garmente se dice, el pequeño ejército se puso en movimiento, y a marchas forzadas llegó a una le gua del campamento de Narváez. Se envió a unos cuantos a reconocer el terreno, y después Cortés, a caballo, impuso silencio y arengó largamente a sus hombres. Hizo historia de todos los sucesos desarrollados desde la salida de Cuba, recordan do sus disgustos con Diego Velázquez, enume rando ios duros combates y gloriosas victorias, alabando ei valor indomable de sus soldados y exponiendo la incalificable conducta de Narváez. Su peroración fue recibida con grandes aclama ciones y protestas de fidelidad. Entonces fue tra zado el plan de batalla, coya más importante aoción consistía en apoderarse de la artillería ene miga: dieciocho piezas colocadas en batería fren te a los aposentos del general. El encargado de esta peligrosa misión fue Pizarro, con sesenta hombres. La de Sandoval era apoderarse de la misma persona de Narváez, para lo que Cortés le dio una orden escrita así concebida: «Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor desta Nueva España por Su Majestad, yo os mando que prendáis el cuerpo de Pánfilo de Narváez, e si se os defendiere, matadle, que así conviene al servicio de Dios y de Su Majestad y le prendió a un oidor. Dado en este real...» Y la firma Her nando Cortés, y refrendado de su secretario Pe dro Hernández. Se prometieron tres mil piastras al primero que capturase al general, dos mil al que llegara
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segundo y mil al tercero. Cortés se reservaba veinte hombres para acudir con ellos a donde fue ra necesario. Narváez estaba acantonado en las alturas fortificadas del templo de Cempoal, con fuerzas por lo menos cuatro veces superiores a las de su adversario. Del lado de Cortés, dice Bernal Díaz del Castillo, «secretamente nos nom braron el apellido que habíamos de tener estan do batallando, que era Espíritu Santo, Espíritu Santo (por ser la víspera de Pentecostés); que esto se suele hacer secreto en las guerras, por que se conozcan y apelliden por el nombre, que no lo sepan unos contrarios de otros; y (os de Narváez tenían su apellido y voz Santa María. Santa María». Aquella tarde se la pasaron sin comer, por carecer hasta de lo indispensable. Al son de pí fanos y tambores, los capitanes alinearon sus compañías, y después, en silencio, se pusieron en marcha. En las orillas pantanosas del río, des bordado. los exploradores cayeron sobre los cen tinelas de Narváez, uno de los cuales fue hecho prisionero, escapándose el otro. La despreocupación de Narváez fue lo que perdió a este ambicioso. Había encontrado dis tracciones en Cempoal, y el mal tiempo parecía apartar toda posibilidad de ataque. Sus solda dos, poco curtidos, estaban fatigados por aquella larga espera bajo las desesperantes lluvias tropi cales. Tan manifiesta era la inferioridad de Cor tés, que sus consejeros estaban persuadidos de que no se llegaría a las manos y que aquél tra
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taría de negociar. No había ni un enemigo a la vista, y aquella tarde volvió el general a sus apo sentos prometiendo dos mil piastras a quien ma tase a Cortés o a Sandoval. Sin embargo, había alguien a su lado que sabía a qué carta quedarse y no cesaba de reprocharle su falta de vigilancia. Era el obeso cacique de Cempoal, cada día más intranquilo del cariz que tomaban los aconteci mientos, pues había suministrado a Narváez te las, oro e indias y temía en caso de derrota la cólera ya sufrida de su antiguo amigo. La fuga del centinela enemigo, que daría in mediatamente la voz de alarma, no dejaba a Cor tés un momento que perder; así es que hizo avanzar sus hombres aún más de prisa. Fue pre ciso vadear el río bajo la lluvia que azotaba sus rostros. Los soldados, embarazados con sus ar mas, resbalaban sobre un fango viscoso; las ti nieblas impedían reconocerse, y no había que perder las distancias a pesar de la hostilidad del terreno y de los elementos. Al fin, el suelo que pisaban pareció afirmarse, y pudo apresurarse la marcha. Pronto, de la semioscuridad surgió una gran silueta interrumpiendo el paso con sus inmensos brazos extendidos. Era una de las cruces erigi das por Cortés el año anterior. Se la acogió como favorable presagio, pues todo es buen augurio para el que cree en el éxito, y el capitán, ca yendo de rodillas, confesó sus pecados e hizo acto de fe, implorando el socorro divino. El pa dre Olmedo dio a todos una absolución que segu
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ramente no estaría de más, y aún con más ar dor se reanudó el avance. Todo el equipaje y aquello que pudiera dificultar la rapidez de la marcha había sido dejado atrás. Las tropas entraron en Cempoal en el más absoluto silencio y sin encontrar enemigo. A lo lejos, perdido en los aires como si fuera una estrella caída, se veía un resplandor rojo. Era el aposento de Narváez en lo alto del teocalli. De pronto se oyeron los gritos del centinela sorprendido en la orilla del río, que ponía sobre las armas a sus compañeros. Sonó la voz de Nar váez llamando a sus capitanes. La guarnición se despertó al toque de las trompetas, mientras que los hombres de Cortés, invisibles, se deslizaban en dos filas a lo largo de las casas. La artillería de Narváez hizo retumbar una formidable de tonación. Esta primera salva no hizo víctimas. Cortés exclamó: «¡Espíritu Santo!», y todos se lanzaron a la carga, decididos a conseguir la victoria. Con las picas por delante, la compañía de Cris tóbal de Olid cayó sobre los cañones antes de que los artilleros hubieran tenido tiempo de re ponerse y volver a cargar sus piezas. Sin embar go, aún pudieron hacer fuego, cuatro bombardas; pero tiraron demasiado alto, y solamente paga ron con su vida en este primer encuentro tres soldados de Cortés. En el húmedo calor de la noche tropical pululaba enorme cantidad de lu ciérnagas, cocuyos, y sus luces errantes hicieron
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creer al enemigo en la presencia de todo un ejér cito disparando sus escopetas. La caballería de Narváez forma para cargar. Seis o siete jinetes son derribados. Narváez diri ge la ofensiva, y de sus atrincheramientos brotan las salvas de mosquetería con granizadas de fle chas y dardos. Sandova) corre al asalto del teo cali!, escalando las gradas del templo con todos sus hombres y un impulso tal, que pronto sus ad versarios se encuentran acorralados y en trance de ceder. Sin embargo, se recobran y empiezan a rechazar a Sandoval; pero Cristóbal de Olid deja a unos cuantos hombres custodiando la ar tillería, ya reducida al silencio, y se lanza con los demás en ayuda de su compañero. Sandova) sigue perdiendo terreno, y ya vuela Pizarra en su socorro, cuando se oye la voz de Narváez do minando el tumulto en angustioso grito: — ¡Santa María, váleme, que muerto me han y quebrado un ojo! Martín López prende entonces fuego a un mon tón de paja, que ilumina esta curiosa escena. Los soldados ruedan por el teocalli gradas abajo. Sán chez Farfán echa mano al desgraciado Narváez, que ha caído cerca del abanderado, muerto a su lado, y lo arrastra al interior del templo, donde lo cargan de cadenas. Se escucha un clamor: — ¡Viva el rey. viva el rey, y en su real nom bre Cortés! ¡Victoria, victoria, que muerto es Narváez! Mientras tanto. Cortés y Cristóbal de Olid ha cían los últimos esfuerzos por dispersar la caba-
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Hería enemiga. Los demás teocallis, después de intimidados a rendirse, fueron tomados al asal to. La artillería había sido vuelta contra ellos mismos, y los puestos se rindieron uno tras otro. Los últimos en ceder fueron Diego Velázquez el joven y Salvatierra. Cortés, casi sin aliento, fue a asegurarse de que Narváez había sido hecho prisionero, e infatigable volvió a la pelea, hacien do pregonar que. bajo pena de muerte, todos los partidarios de Narváez debían jurar inmediata mente sumisión a las banderas de Su Majestad y entregar sus armas. Aún no empezaba la amanecida, pero la luna había salido. Toda resistencia pareció inútil a los descorazonados hombres de Narváez. y la victoria fue completa. Mientras tanto, el cirujano del ejército de Narváez, maestre fuan, se dedi caba a curar la herida de su general. Cortés se acercó disimuladamente; pero advertido Narváez de su presencia, le dijo: —Señor capitán Cortés, tened en mucho esta victoria que de mí habéis habido y en tener presa mi persona. A lo que respondió Cortés: —Doy muchas gracias a Dios, que me la dio. y a los esforzados caballeros que conmigo vie nen y han sido parte para ello. E sabed bien, señor, que prendellos y desbaratallos es una de las menores cosas que en la Nueva España he hecho. Y añadió con desprecio: —¿Os parece ahora bien haber tenido el atre-
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vimiento de querer prender a un oidor de Su Majestad? Dicho lo cual, giró sobre sus talones, sin es perar la respuesta, y fuese, no sin antes reco mendar a Sandoval que ejerciera una buena vi gilancia. Un sol radiante se elevó sobre el campo victo rioso para los de Cortés. Los soldados de Narváez comenzaron a tocar los atabales y a tañer sus pífanos y tambores, diciendo: — ¡Viva, viva la gala de los romanos, que siendo tan pocos han vencido a Narváez y a sus soldados! Y un negro llamado Guidela, bufón del general vencido, encarecía a voces: —Mirad que los romanos no han hecho tal hazaña. Los hombres de Cortés trataban de hacerlos callar, sin conseguirlo, hasta que al fin el capi tón mandó prender al atabalero, que era medio loco y se llamaba Tapia. Mientras tanto, Cortés estaba sentado en una silla a manera de trono, vestido con un largo manto color de naranja' y sus armas a los pies, recibiendo a los soldados y capitanes que acu dían a besarle las manos. Abrazó a Andrés del Duero y al tesorero Bermúdez. Narváez, Salva tierra y otros fueron conducidos a su presencia sin quitarles las cadenas. Se curó a los heridos, enviándolos después a Vera Cruz. El balance fi nal fue poco sangriento, pues sólo doce hombres de Narváez habían muerto, y seis faltaban en las
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filas de Cortés. El obeso cacique había sido he rido en el teocalü. Esto ocurría el 29 de mayo. Aquel mismo día, un poco tarde verdadera mente, llegaron de refuerzo 2.000 indios de Chinantla. Entraron en Cempoal con un orden im ponente, en dos filas, alternando lanceros y fle cheros, mandados por sus caciques, cada indio con su rodela y plumajes. Llevaban sus banderas tendidas al viento, hacían sonar tambores y trom petillas, a la par que gritaban: « ¡Viva el rey! ¡Viva el rey y Hernando Cortés en su real nom bre!» La impresión que esta entrada hizo sobre los vencidos el día anterior fue el mejor partido que de ella podía haberse obtenido. Cortés habló afectuosamente a los caciques, agradeciéndoles su ayuda, y dándoles cuentas de Castilla, ios hizo volver a sus ciudades. Después pensó en obtener de su éxito el mayor provecho posible. Francisco de Lugo fue enviado al puerto para desarmar la flota de Narváez e impedir que en Cuba fuera Diego Velázquez informado de lo que acababa de suceder. Después se hizo a los soldados de Narváez, desde luego alistados bajo las banderas de Cortés, una distribución de pro visiones y oro. Los de Cortés se sintieron viva mente heridos ante esta sorprendente pero polí tica generosidad, yendo a quejarse al padre Ol medo y al capitán Alonso de Ávila, quienes fue ron al general con las quejas: —¿Es que siempre hemos de ser nosotros los sacrificados?
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Cortés se irritó: —Poco me importa vuestro descontento. To davía hay en Castilla bastantes mujeres para dar al mundo buenos soldados para reemplazaros. Pero después apaciguó a los levantiscos con buenas palabras, y entre promesas y algunas dá divas quedaron por algún tiempo contenidas las recriminaciones. También la guarnición de Villa Rica había hecho valer sus derechos sobre el bo tín obtenido en México y que por el momento estaba tan singularmente comprometido. Pasando a otras preocupaciones, Cortés hizo el censo de sus nuevas fuerzas. Doscientos hom bres fueron enviados bajo el mando de Juan Velázquez de León para colonizar la región de Pa nuco. Otros doscientos, bajo las órdenes de Die go de Ordaz, se enviaron a Coatzacualco. Cada destacamento llevaba veinte veteranos, que ser vían de guías al resto de la tropa. En este momento llegaron de México unos mensajeros tlascaltecas, portadores de unas car tas de Pedro de Alvarado, seguidos de emisarios, del mismo Moctezuma. Las noticias no podían ser más alarmantes. Una vez más volvía la cara la Fortuna y el conquistador debía hacer frente a un nuevo peligro.
CAPÍTULO VII LAS LAGRIMAS DEL CAPITAN El levantamiento general que desde hacía tan to tiempo venía incubándose en México, acababa de estallar, y los indios, según refería Alvarado, habían atacado la guarnición, quemado 1os na vios construidos para las navegaciones por el lago y hecho la situación de los españoles de las más críticas, pues ya habían intentado prender íuego a sus alojamientos por varios sitios, y apar te de muchos heridos, los indios habían matado a siete soldados. Los enviados de Moctezuma de cían, por el contrario, llorando, que el capitán Alvarado había salido de pronto de sus cuarte les con todos sus soldados, y sin provocación al guna se había apoderado de los notables y ca ciques reunidos con su propia autorización, en el momento en que se entregaban a las danzas sagradas en honor de Tezcatlipoca y Huitzilopochtli. Había muerto mucha gente.
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Cortés escuchó ambos mensajes con el entre cejo fruncido, pues conocía demasiado a Alvarado para no temer algún desatino de su parte. Envió a su lugarteniente un mensaje recomen dándole que se montara una buena guardia alre dedor de Moctezuma, y después, con sus tro pas, emprendió a marchas forzadas el camino de México. Fue ciertamente una vergonzosa página la que Pedro de Alvarado, quedando como único señor de la situación en la capital azteca, acababa de escribir en los fastos de la conquista. Es sólo comparable a las crueles ejecuciones de Cholula, pero sin la excusa de la imperiosa necesidad de la política o de la acción militar. He aquí cómo el capitán intentó disculpar una iniciativa que condujo a las mayores desgracias y estuvo a punto de echar abajo todo aquel edificio de la conquista, tan laboriosamente construido. Según él, la causa del levantamiento de los indios fue su deseo de poner a Moctezuma en libertad, pues los irreconciliables sacerdotes, fieles intérpretes de Huitzilopochtli, hacían cundir el rumor de la irritación del dios, exasperado ante el sacrilegio cometido por los españoles. Era el día 10 del mes de mayo, fecha de la gran fiesta de Toxcatl, y un gran número de indígenas se había reunido en la capital para participar de ella. Según los ritos, el incienso se remontaba en nubes hacia los ído los, acogido por las enervantes muecas de sus horribles rostros. Los sacrificios bañaron con san gre las gradas de los templos, seguidos de cantos
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y danzas religiosas en el gran patio del teocalli, tan próximo al aposento de los españoles. Era en el curso de aquellas bárbaras pascuas cuando se inmolaba un hombre escogido, al que se había hecho vivir entre delicias durante un año entero. Los últimos días de la víctima eran una ininterrumpida fiesta. Con cuatro jóvenes de las más bellas por compañía y cubierto de ri cas vestiduras, se le hacía gozar los más exquisi tos placeres, hasta que una vez llegado el término funesto se veía abandonado, uno tras otro, de todos los testigos de su felicidad. A medida que subía las gradas del templo iba cada uno de ellos rompiendo una de las flautas con la que en el curso de aquel año de locura habían encantado sus ocios. Extendido sobre la piedra fatal, se le arrancaba el corazón, y más tarde se exponía su cabeza sobre un poste llamado tzompantli. Los soldados de Alvarado pudieron asistir a los preparativos de este atroz festival. Los azte cas habían hecho pedir permiso al capitán para celebrar su culto en la parte del templo que ha bía sido recientemente cedida para la celebración de los misterios cristianos, exigiendo además que Moctezuma en persona fuera en medio de su pueblo a participar de las fiestas. Alvarado opuso su veto a la primera demanda, y en cuan to a la segunda subordinó su aquiescencia a una condición: que los indios se abstendrían de todo sacrificio humano, y que se reunirían sin armas. Con esto no hacía otra cosa que atenerse a las instrucciones que Cortés le había dado.
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El día de la fiesta pudieron ver los españoles en el patio del templo varios ídolos preparados para la procesión, apareciendo después tres jóve nes cubiertos de finas vestiduras, con la cabeza afeitada y destinados con toda evidencia al cu chillo de los pontífices. Alvarado los hizo pren der, ordenando después que se los torturase para arrancarles el secreto de una conjura. ¡Extra ña conducta y difícil de justificar! ¿Era preci so someter a tortura a las mismas víctimas a que se defendía? En fin, convencido, dice, de la hos til actitud de los mexicanos, arma a sus hombres de pies a cabeza y se presenta con ellos en el gran patio del templo, donde seiscientos nobles y sacerdotes, enlazados en círculos concéntricos y llevando banderas, conducían ritualmente las danzas sagradas en presencia de tres mil fieles. La llegada de los españoles no interrumpió en modo alguno esta pacífica ceremonia. A una señal convenida, Alvarado y los suyos tiran de espadas y acometen a la indefensa mul titud, persiguiéndola sin concederle cuartel. Es una espantosa carnicería. Verdaderos arroyos de sangre cubren cual rojo tapiz el reluciente pavi mento, mientras que ávidas manos arrancan sus joyas a los muertos. No hubo ni una familia de aztecas que dejara de ser alcanzada por esta catástrofe, siendo la impresión tan duradera que bastantes años des pués aún los romances populares perpetuaban su recuerdo. Los indios escapados de la matanza ex tendieron por la ciudad la noticia, que, como era
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de prever, hizo que se uniera el furor a la cons ternación que produjo. Alvarado retiróse a su cuartel, donde hizo levantar barricadas, yendo después a ver a Moctezuma, al que dijo en irri tado tono, mostrándole la herida que de una pe drada le habían hecho los indios: — ¡Ved lo que me han hecho vuestros súb ditos! A lo que el otro contestó fríamente: —Si no ios hubierais atacado, los mexicanos seguirían en paz —a lo que añadió—: Acabáis de perderos, y a mí con vos. Aquella misma tarde los españoles sufrían un asalto, que rechazaron valientemente. Moctezu ma se dirigió al populacho exhortándole a que se calmara, al menos por consideración a él. Des de entonces quedó bloqueada la pequeña guar nición, sufriendo del hambre y de la sed, pues el agua del lago era salada y no podía beberse, hasta que por milagroso azar, haciendo un pozo en el patio del palacio, encontraron un manan tial de agua dulce. Los aztecas habían adoptado ya una irreconciliable actitud. Es difícil darse cuenta de las intenciones de Alvarado en este triste asunto, pues las explica ciones que da para justificarse son poco claras y contradictorias, pareciendo, en suma, que sólo su carácter puede explicar tan negra e injustifica da conducta. Entre todos los capitanes de Cor tés, era Alvarado uno de los más bravos, pero también uno de los más deseosos de éxito perso nal. uno de los más impulsivos y de los más ca
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paces de crueldad a sangre fría. La elección que Cortés había hecho para dar guarda a Moctezu ma y México no era ciertamente de las más feli ces. Sandoval hubiera llenado aquella misión más acertadamente. Comprendiólo así Cortés desde que la angus tiosa noticia llegó a su conocimiento, y con el corazón oprimido y la frente preocupada dio la orden de partida. ¡Cuán diferente fue de la an terior esta segunda ida a México! Esta vez no se iba hacia lo desconocido, sino hacia un pe ligro cierto y debidamente calculado. En Tíascala se unieron al ejército las fuerzas de Diego de Ordaz y Juan Velázquez de León, a los que se había hecho volver. Cortés mandaba entonces 1.300 hombres, 96 caballos y una artillería bastan te numerosa, formando además con 500 tlascaltecas un cuerpo auxiliar. Llegaron mensajeros anunciando que Alvarado se mantenía firme, pero que estaba sitiado y atacado de cerca. Se dobla ron las jornadas. En Tezcuco no pudo ser más fría la acogida. No aparecieron los caciques. Un nuevo despacho de Alvarado hizo saber que las hostilidades habían cesado momentáneamente, y Moctezuma, por otro lado, también escribió al capitán declinando su responsabilidad en todo lo sucedido. El día de San )uan, 24 de junio de 1520, pasa ba el ejército, en mortal silencio, el gran male cón que unía la gran ciudad de Mextli a tierra firme. Todos los habitantes se habían retirado. Cortés anunció su llegada haciendo sonar las
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trompetas, a lo que contestaron los sitiados con una salva de artillería. Los barrios tan conoci dos de los veteranos, en los que se agolpaba an tes una bulliciosa multitud, aparecían ahora de solados; los pocos indios que se habían aventu rado a esperar a los españoles se volvían a su paso con desprecio o huían; a medida que se aproximaban, encontraron destruidos muchos de los pequeños puentes que tanto facilitaban las co municaciones en el interior de la ciudad, y sobre toda ella reinaba siniestra inquietud. La angustia que oprimía todos los corazones ante esta entrada de mal agüero no encontró des ahogo más que al unirse a la pequeña guarnición acampada en el palacio de Axayacatl y oír sus burras de alegría, mientras que las grandes puer tas se abrían para recibirlos. Todos se apresura ron para besar la mano al general, y también avanzaba por el patio para recibirlo Moctezuma; pero Cortés, con el rostro contraído, pasó por su lado sin saludarle, desentendiéndose de su presencia y obligando con su actitud a que el padre Olmedo consolara al infortunado monar ca, a quien aquel mal humor había dejado cons ternado. El general dirigióse a Alvarado: — ¡Habéis obrado como un insensato! Alvarado excusábase lo mejor que podía; pero la situación no era para dedicarse a vanos repro ches. La magnitud de la falta se apreció al día siguiente, al averiguar que el mercado estaba va cío y que era imposible para las tropas el apro-
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visionarse. Asi, la presencia de Cortés no había sido suficiente, como por descontado lo daba el capitán, para restablecer la confianza. Su cólera estalló entonces contra «ese perro de Moctezuma», y por primera vez este hombre tan grave y tan digno se expresó como un plebeyo. Despidió brutalmente a los mensajeros que le había envía* do el príncipe para decir que quería hablarle, y le intimó a que ordenase a sus vasallos abrir in mediatamente los mercados. Moctezuma respon dió con aquella calma resignada que ya nunca abandonó: —La única manera de restablecer la confian za es poniendo en libertad a los reyes de Tezcuco y Tlacopan, que comparten mi cautiverio. Cortés se rindió a esta cuerda razón; pero co metió la falta de libertar también a Guitlahuac, hermano de Moctezuma y señor de Iztapalapan, quien en cuanto se vio libre tomó el mando de tos mexicanos, los excitó aún más y preparó el asalto. En aquel momento. Cortés, asaltado por gran des preocupaciones, decidió enviar un mensaje a Villa Rica; pero apenas había salido del pala cio Antonio del Río, se le vio venir a todo galo pe. Llegaba herido, y contaba que la ciudad en tera estaba sobre las armas, los puentes habían sido levantados y las azoteas se cubrían por mo mentos de guerreros. Estaban cogidos en la tram pa. Todavía hablaba cuando retumbó el nefasto y terrorífico sonido del gran tam-tam de Huitzi-
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lopochtli, que los españoles oyeron con la muer* te en el alma. Bruscamente se desencadenó el ataque entre un infernal estruendo, compuesto de aullidos gue rreros, vociferaciones e injurias que se mezcla ban al sonido de trompetas y atabales y aumen taba hasta el infinito, convirtiéndose en un pan demónium indescriptible. Una salida de Diego de Ordaz fue rechazada, perdiendo ocho hom bres en el encuentro y saliendo herido el mismo Cortés, que fue en su ayuda. Sin embargo, la mos quetería y artillería cumplían su misión sin darse punto de reposo; pero las brechas practicadas en las nutridas filas de indios pronto se llena ban con nuevos guerreros, que corrían fanáticos a la muerte, sin pestañear, aspirando a encontrar en el palacio del Sol la última y deliciosa mora da de los bravos que mueren en el combate. In contables guerreros escalaban las murallas, agru pándose en ellas cual racimos humanos, e inten taban incendiar el palacio con sus teas y flechas inflamadas, poniendo en mayor aprieto a los es pañoles. que, faltos de agua, se veían forzados a extinguir con tierra los nacientes incendios. Dos horas sucediéronse en esta frenética lucha, inte rrumpida tan sólo por la llegada de la noche, que impuso una tregua, pasada en la ansiedad. Al día siguiente Cortés ordenó una salida, que le costó doce muertos y numerosos heridos. Im posible calcular las pérdidas de los aztecas, cu yos refuerzos parecían inagotables. Cuitlahuac estaba en todas partes, excitando
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a sus hombres al combate. Los indios proferían horribles amenazas, jurando exterminar a todos los españoles, gritando que sacrificarían a los dio ses sus corazones y su sangre, reservando pier nas y brazos para los banquetes de la victoria. —Vuestros vientres y entrañas —aullaban los fanáticos— serán arrojados a los tigres, chacales y serpientes que tenemos encerrados, y a los que hace días no damos de comer para que se harten bien con vosotros. Después se burlaban de sus enemigos a propó sito del uso que harían de aquel oro y riquezas adquiridos con tanta avaricia, y en cuanto a los tlascaltecas, los cebarían en las cajas de madera para irlos sacrificando poco a poco. De pronto cambiaban de tono, y en el paroxismo de la ra bia reclamaban su rey: — ¡Moctehuzoma! Los españoles emplearon la segunda noche en construir a toda prisa torres giratorias, especies de carros de asalto que se arrastrarían por las calles por medio de cuerdas y estarían guarneci das con veinticinco soldados cada una, que ata carían desde sus troneras. Cortés, en presencia de una furia con cuya obstinación no había contado, pensó en recurrir a un arma que creyó de seguro resultado, la auto ridad sagrada de Moctezuma, para obtener la paz. Invitó al rey a dirigirse a sus amotinados súbditos, a lo que éste contestó con gran dolor: —¿Qué quiere de mí Malintzin? No quiero
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vivir ni oírle, pues en tal estado por su causa me veo. Sin embargo, cedió al consejo del padre Olme do y Cristóbal de Olid; vistiendo por última vez su traje de ceremonia, y acompañado de los no tables que conducían las insignias de su poder, subió al parapeto de piedra que dominaba la plaza, y allí se mantuvo de pie, inmóvil, como un ídolo engalanado. Ante esta sorprendente aparición, todo el pue blo se había postemado con la frente en el san guinolento polvo, y un dramático silencio suce dió al estrépito de la batalla. Moctezuma, aún rey del Anahuac, tomó la palabra. Declaró que no era prisionero, sino que vivía con los hombres blancos por su propia voluntad, y exhortó a caci ques y guerreros a deponer las armas, asegurán doles que los teules no tenían otro deseo que el de abandonar la ciudad en paz. Su pobre discurso no era ya oportuno, ni la majestad que hasta entonces había conservado impidió al miserable príncipe darse cuenta de la ruina repentina de su autoridad. Al pronunciar sus últimas palabras comprendió que aquellas muestras de respeto de sus súbditos habían sido las últimas, no siendo ya su prestigio místico más que un oscuro recuerdo. Ya avanzaba Guatimozin con la injuria en la boca, tratando a su señor de cobarde y juguete de los españoles, cuando, de pronto, levantó su brazo y lanzó hacia el so berano una piedra, que alcanzó a Moctezuma en la cabeza, mientras que una nube de flechas y
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proyectiles brotaba, con un clamor de insulto, de la masa compacta de guerreros. Esta pedrada es el fin de Moctezuma. El rey siente menos el dolor físico que el incurable con que su alma fue herida. ¡Todo estaba consuma do! Nadie pudo saber la gravedad real o el nú mero de sacrilegas heridas que hicieron brotar su sangre; pero hecho estaba, y el velo del pasa do cayó sobre el más poderoso monarca del Anahuac. *
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Durante todo el día se renovaron los ataques sobre la muralla, suspendidos únicamente para una conferencia entre Cortés y algunos notables, en la que éstos ofrecieron la paz con la única condición de que los españoles abandonasen el país, a falta de lo cual ellos prometían que los mexicanos combatirían hasta no dejar con vida ni a uno de sus enemigos. El 28 de junio fueron probadas las torres de madera o tortugas sobre el malecón de Tacuba, no siendo su éxito el que se había calculado. El gran teocalli había sido devuelto por los indios al culto azteca, y las estatuas de los dio ses volvieron a ocupar el sitio de la Cruz y de la Virgen. El primer ataque intentado a este punto por Escobar y cien hombres fue rechazado, y entonces Cortés, haciendo que amarrasen su es cudo a su brazo izquierdo, que tenía herido, y al frente de varios miles de tlascaltecas, cargó
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contra los batallones indios agolpados en las gra das del templo. Alvarado, Sandoval y Ordaz per manecieron en la reserva, mientras los del mando de Cortés, escalón por escalón, de azotea en azo tea. combatían desesperadamente, haciendo per der terreno a los aztecas, diezmados por los arca buceros y dejando paso a los españoles hacia la cúspide del templo, donde libróse una lucha a muerte, sin gracia ni cuartel, entre adversarios del mismo valor, ambos defensores de una fe y campeones de un mundo. Durante tres horas es pañoles e indios, en un furioso cuerpo a cuerpo, se esforzaron por precipitar al enemigo desde lo alto del edificio. Gracias a su vigor y ligereza se salvó Cortés de caer en el vacío, adonde lo empujaban unos cuantos energúmenos rechinan do los dientes y lanzando aullidos de bestias. Ni uno de los aztecas sobrevivió a este atroz com bate. y cuarenta españoles pagaron con su vida un precario triunfo. Para poner un sello final a su victoria, los cristianos derribaron a los odio sos ídolos, haciéndolos rodar de arriba abajo por las gradas del templo, oomo antes rodaban las victimas inmoladas a su sed de sangre. Todo lo que pudo recogerse en los santuarios fue entre gado a las llamas, mientras que los mexicanos contemplaban esta sacrilega matanza temblando de furor. Otras llamas respondían a éstas. Era la ciudad, en la que cientos de casas ardían. El alba unió sus primeros fuegos a los pálidos resplan dores de aquellas hogueras. El día siguiente pareció a Cortés propicio a
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las negociaciones, e invitó a los principales caci ques a una conferencia, en la que se presentó se cundado de la indispensable doña Marina. Se la mentó de tantos males, tan valientemente sufri dos, pues era amigo de los aztecas; pero toda resistencia era inútil, y ¿a qué obligar a los es pañoles a una odiosa exterminación? Los caci ques respondieron que ya habían hecho sus cálcu los, y que aunque tuvieran que pagar con mil vidas la muerte de un solo español, seguirían combatiendo y al fin obtendrían la victoria, pues sus reservas de hombres y aprovisionamiento de todas clases eran tales, que por mucho que dura sen no verían su fin ni Malintzin ni sus guerre ros. No les quedaba a los hombres blancos nin guna probabilidad de salvación. La situación de Cortés era más crítica de lo que éste quería reconocer: la ración cotidiana de cada uno de sus hombres era un puñado de maíz; los cuarteles estaban llenos de muertos y de numerosos heridos mal cuidados; los solda: dos de Narváez, cruelmente desilusionados en su ambición, envenenaban la moral de las tropas con sus lamentaciones, incesantes reproches y mala voluntad. Y además, el valor combatiente disminuía del lado de los españoles mucho más rápidamente que en sus adversarios, en quienes la fe, espíritu de sacrificio e indiferencia ante la muerte permanecían intactos, mientras que en las filas de los cristianos podía estallar la insu rrección de un momento a otro. Cortés, pesándolo todo bien, y por más que
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le costase tal abandono, resolvió la retirada. A cierto Blas Botello, que pasaba por astrólogo, se le pidió consejo, y consultado el oráculo, declaró que era necesario partir, no de día, sino de noche, como lo indicaban las constelaciones interroga das, añadiendo que si se difería la marcha no escaparía ni un español. Cortés tomó este orácu lo al pie de la letra, e hiciéronse los preparativos en consecuencia. Tal es el origen de la «Noche Triste», esa noche triste cuyo eco resuena a tra vés de las generaciones con el lúgubre sonido del tam-tam de Huitzilopochtli. Se trataba primero de ganar el malecón de Tacuba y reparar el camino en el sitio en que los puentes estaban destruidos. Siete pasos peli grosos debían ser así franqueados antes de que la tropa se encontrara en una relativa seguridad. Para preparar esta difícil operación se hicieron varios reconocimientos, en los que se libraron li geros combates; en uno de ellos. Cortés, pelean do con su habitual ímpetu sobre uno de los puen tes, fue arrojado abajo y corrió en seguida el ru mor de su muerte; pero otras esperanzas reani maban el valor, y hasta se contaba que Santiago había sido visto sobre un caballo blanco condu ciendo los batallones de sus fieles. En aquellos días murió Moctezuma, sin que sea posible decir la causa inmediata de su falle cimiento. Las heridas que sufría no parecen ha ber sido tan graves que pusieran sus días en peli gro; pero agobiado por la tristeza rehusaba to mar alimento, no permitiendo tampoco que se le
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cuidase. ¿Debemos creer que se abrevió su fin, en el momento de la retirada, ejecutándolo al mismo tiempo que a los otros caciques y prisio neros? De todas maneras, no era prudente que se embarazasen los españoles en el curso de una retirada tan escabrosa como aquélla con prisio neros tan comprometedores como los caciques. Cuando a puñaladas se deshicieron de ellos, co locaron sus cuerpos fuera de los cuarteles espa ñoles, en un lugar llamado Teayotl. Era el 30 de junio de 1520. Cortés hizo anunciar a los indios la muerte de su soberano, noticia que fue acogi da con clamores; pero los aztecas hicieron saber que ya no querían nada de él, ni muerto ni vivo. En el fondo, Moctezuma había dejado de ser re hén de importancia, y bien puede ser ésa la mis teriosa razón de su desaparición. Bernal Díaz pretende que Cortés lo lloró «como se llora a un padre»; pero esto es suponer de masiada inocencia de parte del lector. Sin em bargo, es casi seguro que el conquistador no per maneciera insensible ante el desenlace de tal des tino. Era el más noble testigo de sus éxitos a quien veía perecer, y no podía olvidar la afabi lidad y generoso proceder de quien por tanto tiempo fue su verdadero amigo; pero la grave dad del momento, exigiendo cada vez más dolo rosos sacrificios, no podía dejar sitio a la emo ción. El cadáver del infortunado monarca fue entre gado a algunos de sus fieles vasallos, que cum plieron con él sus últimos deberes, incinerándo
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lo en Copalco o en Chapultepec. Los lamentos de las plañideras oficiales fueron apagados por los insultos y gritos de desprecio de un pueblo exas perado '. Todos dedicaron sus cuidados a la preparación de una partida nocturna, que debía ser efectua da con el mayor sigilo. Los equipajes fueron re ducidos al mínimo, y el real tesoro, repartido, siendo confiado el quinto correspondiente al em perador a Alonso de Ávila y Gonzalo Mejía y repartido el resto entre los capitanes y sus hom bres. Ix>s más avisados fueron aquellos que no llevaron consigo más que un ligero botín, en con tra de los más avaros, que cargáronse de unas riquezas cuyo peso había de serles fatal. Este oro fue así dos veces asesino; mas, como dice Go mara, al menos «murieron ricos». Gonzalo de Sandoval tomó el mando de la van guardia: 200 peatones y 20 caballeros. Dura era la tarea de éstos, pues consistía en montar, en los sitios en que el camino estaba cortado, un puente portátil, construido al efecto, y transpor tado a hombros por 400 tlascaltecas, escoltados por una guardia de 50 soldados, al mando de Magarino. Seguíalos Cortés con el grueso de las tropas; 250 tlascaltecas arrastraban la artillería y conducían el tesoro, seguidos de los prisione-I I España, instruida por Cortés, comprendió que habla contraído una deuda con el rey de México. Una de sus hijas, doña Isabel, estaba casada con Alonso del Grado, y los hijos nacidos de este matrimonio disfrutaron de la protección real.
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ros y las mujeres. Doña Marina y dos hijas de Moctezuma se contaban entre ellas, protegidas por 30 españoles y 300 auxiliares. Entre los pri sioneros se encontraban dos hijos de Moctezu ma, el joven rey de Tezcuco y algunos caciques. Un cuerpo de infantería y caballería, a las ór denes de Pedro de Alvarado y Juan Velázquez de León, formaba la retaguardia. *
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Esta noche del 1 de julio de 1520 era sombría. Una lluvia torrencial azotaba los rostros y tur baba la tranquilidad de las muertas aguas del lago salado. Dejando como engañifa encendidos los fuegos con que de costumbre se alumbraban, abandonaron las tropas sus cuarteles con pasos silenciosos y emprendieron la marcha a través de las desiertas calles. Magarino había logrado instalar el puente volante. Ya había pasado la vanguardia sin dificultad la primera zanja, cuando fue dada la voz de alarma. — ¡Tlatelolco! ¡Tlatelolco! —gritaba una viejecilla—. ¡Los teules se van; detenedlos al pa sar los puentes! En un instante, un tumulto salvaje rasgó el si lencio, y la ciudad entera se encontró sobre las armas. En lo alto del teocaUi se distinguían las fantásticas sombras de los sacerdotes guardianes del brasero sagrado, que arengaban a los guerre ros. Vibró el lúgubre tam-tam, dominando con
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el ritmo de sus siniestras ondas las detonaciones y los clamores, y hasta el mismo lago se animó como pqr arte de magia, llenándose su super ficie de canoas erizadas de lanzas y dardos. Los españoles se vieron envueltos por ambos lados del malecón por hordas de demonios que surgían de las aguas, mientras que de las tinie blas Ies lanzaban nubes de proyectiles. El páni co cundió en las filas, e hízose imposible la ma niobra del puente, hundido por el peso de tantos hombres y cañones en un fango viscoso, del que ningún esfuerzo podría sacarlo. Era la derrota, y ya no buscaron los soldados otra cosa que sal var el pellejo, sin obedecer las furiosas órdenes de sus capitanes. La segunda zanja se cegó con los equipajes y la artillería, que allí se precipitaron; con los cuerpos de muertos y heridos y caballos destri pados, que se debatían en una horrible mezco lanza, sobre la que pasó la enloquecida retaguar dia, pisoteando los cadáveres para pasar a toda costa, extinguiendo en sus bocas los gritos de los heridos bajo el peso de las botas, que destroza ban sus rostros. Filas enteras de soldados des aparecían en el lago entre las manos frenéticas de sus fanáticos adversarios. ¡Desgraciados los que eran llevados en las canoas y. reservados para la piedra del sacrificio! Invocaciones a Santiago y Nuestra Señora brotaban y se quebraban bajo los golpes de las mazas indias. Únicamente Cortés conservaba su sangre fría y el sentimiento de los deberes de su cargo. Des
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pués de haber franqueado el obstáculo con el grueso de sus tropas, volvió para ayudar a la retaguardia; pero su voz de mando se perdía en aquel infernal estruendo. Sólo un simple madero permitía el paso sobre la tercera zanja, desarrollándose una escena pa recida a las anteriores, aunque aún más espan tosa. Alvarado, a pie y ensangrentado, corría ha cia allí. Dicen que llegó al borde de la zanja con desesperado impulso, y que plantando su lanza en tierra lo franqueó de un salto, raudo cual una flecha. Todavía es célebre este sitio legendario bajo el nombre de «Salto de Alvarado». La úni ca tregua concedida a los españoles fue gracias a la avidez que los mexicanos sentían por apo derarse de los úhimos despojos de su soberano. El alba, que vino a iluminar el desastre 'de aquella Noche Triste, encontró a los españoles en Popohtla, a la orilla del lago. Faltaban 46 ca ballos, ya no tenían artillería, apenas algunos ar cabuces, y el tesoro había sido perdido. Alrededor del capitán general, don Hernán Cortés, sentado sobre las gradas de un templo, a la sombra de un cedro que todavía existe, y llorando la amar gura de su derrota, permanecían mudos y como agobiados por el peso de un espantoso castigo un puñado de sangrientos espectros, cubiertos de un fango espeso y fétido; 450 de los suyos y más de 4.000 indios habían sido acuchillados. Todos los papeles de Cortés, destruidos, incluso su dia rio desde la salida de Cuba. ¿Dónde estaba Fran cisco de Moría, dónde luán Velázquez de León,
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y Francisco de Salcedo, y tantos otros valerosos capitanes, y Botello, el sabio astrólogo que no había sabido predecir su propia muerte? Tam bién habían perecido todos los prisioneros, y los hijos de Moctezuma y Cacamatzin. El teocalli en el que Cortés se refugió guarda aún con su igle sia, bajo el nombre de Nuestra Señora de los Remedios, la memoria de una angustia indeci ble. Y sin embargo, no era aquél momento para abandonarse a las lamentaciones, sino que una imperiosa necesidad exigía la acción, ¡todavía la acción! Sacudió Cortés su mortal tristeza y le vantóse para dar órdenes. Se llegó penosamente a Tacuba. Rehiciéronse las filas y emprendieron la marcha hacia Quauhtitlan, después a Zumpango. En las ciudades desiertas era imposible el aprovisionamiento, teniendo que alimentarse con ciruelas silvestres y despedazando los caballos que acababan de morir. Por el camino, los sol dados arrojaban lo que les quedaba de oro para defenderse de los aztecas que acechaban a los rezagados. Un tlascalteca servía de guía a aquel ejército diezmado y titubeante. Los heridos eran llevados en improvisadas parihuelas, y a cada momento los soldados, agotados y moribundos, caían en el camino. Un miserable dejóse tentar por el ham bre, y abriendo un cadáver arrancó el hígado, devorándolo. Enterado Cortés, lo hizo colgar in mediatamente, para que sirviera de escarmiento. Los heridos y desgraciados que llegados al lími te de su resistencia abandonaban la columna eran
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en seguida capturados por los indios, ávidos de su carne. Este ejército fantasma tardó seis días en re correr nueve leguas, y alcanzó por fin el valle de Otumba. Fuerzas mexicanas cerraban el ca mino, y forzoso fue ponerse otra vez en orden de batalla. Los heridos fueron colocados en el centro, y Cortés, en un patético discurso, volvió a elevar la decaída moral de sus hombres. Esta vez, más que nunca, era la victoria o la muerte lo que el destino les ofrecía. El combate duró cuatro horas, y hacia el mediodía los españoles se plegaban bajo la superioridad numérica de los indios. Dominando los grupos enemigos, se divisaba al cihuacoatl en su litera, dando órde nes desde la cima de una colina, sobre la que se desplegaba su gran estandarte plateado. Cortés, al fin de sus recursos, tuvo una inspiración, y lla mando a seis de sus más fieles soldados cargó tan furiosamente, que con el pecho de su caballo derribó la litera del cacique, cayendo el estandar te como águila herida de muerte. Juan de Sala manca mató al jefe indio, y arrancándole el pe nacho se lo entregó a Cortés, quien lanzó un gri to de victoria, pues los mexicanos, desconcerta dos por la caída de su jefe, rompieron sus filas y huyeron. Hasta tal punto fue este triunfo ines perado para los españoles, que lo atribuyeron a la milagrosa intervención de sus patronos Santia go y San Pedro. Un rico botín fue el precio de tan heroico valor. El 8 de julio llegaron, en la frontera de Tías-
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cala, a las proximidades de una fuente de agua clara, en la que los soldados se bañaron y lava ron sus heridas, recobrando aspecto humano. Cuando se hubo entrado en territorio de la repú blica amiga, la lealtad de los aliados fue para las tropas un precioso estimulante. Los notables Maxixca, el viejo Xicotencatl, Chichimecatecle, Tecapaneca, acudieron a abrazar a Cortés y sus capitanes. — ¡Oh Malintzin, Malintzin! Cuánto hemos sentido vuestra desgracia, y la de vuestros her manos, y la de todos los nuestros que han muer to con ellos. Bien os habíamos repetido que no os fiarais de los mexicanos. Pero es necesario que os repongáis; comed y descansad. Los tlascaltecas renovaron sus ofrecimientos de perpetua alianza. En la capital habían sido preparados víveres en abundancia, y las tropas fueron acogidas con transportes de alegría, a los que pronto se mezclaron las lamentaciones de las mujeres por la muerte de los guerreros caídos en México. Cortés, alojado en el palacio de su amigo Maxixca, prodigaba consuelos. £1 mismo estaba cruelmente herido. Perdió el uso de dos dedos de la mano izquierda, y debido a una gra ve herida en la cabeza, necesitó la trepanación. Una fiebre ardiente lo consumía. Cuatro españo les murieron poco después. Pero treinta días de reposo en país amigo reconfortaron a los super vivientes. Por una especie de prodigio, la estrella de Cortés brillaba todavía.
CAPÍTULO VIII LA RECONQUISTA Este hombre, del que uno de sus capitanes dijo que era más digno de elogio que Pompeyo, Julio César y los Escipiones, no tenía más que un pen samiento en su imaginación: reconquistar Mé xico. Rehacerlo todo, aprovechando las leccio nes de un espantoso desastre. Pues Cortés no es de los que se descorazonan ante arduas tareas. Primero, un buen tratado selló una amistad ya puesta a prueba al compartir desgracias. Cholula y otras ciudades fueron prometidas a la repúbli ca de Tlascala. Cuando México fuera reconquis tado se construiría allí una fortaleza, cuya guar nición estaría constituida por guerreros tlascaltecas, y todos los ciudadanos de la república y sus descendientes estarían exentos de impuestos, siendo por el momento repartido lealmente con ios altados el botín recogido en el último com bate.
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En la ociosidad de una vida fácil, la moral de las tropas españolas, que ya no se veía sostenida por el acicate del peligro, se corrompía poco a poco, reuniendo en secretos conciliábulos a los descontentos, a quienes el recuerdo de aquel oro arrojado en la laguna quemaba el corazón. La gente de Narváez, colonos poco belicosos que sólo impulsados por la avaricia habían dejado las in dolentes haciendas de las islas, y que acababan de correr la más loca, sangrienta y desilusionante de las aventuras, consiguieron que los mismos veteranos dirigieran una protesta escrita al gene ral. El documento, firmado por Andrés del Due ro, fue legalizado por el procurador del rey. Se quería a toda costa volver a Vera Cruz y aban donar tan imposible tentativa. En este momento redactaba Cortés para Car los V un detallado sumario de los acaecimien tos, en el que señalaba las faltas cometidas, an gustias experimentadas, y en el que se mostraba decidido no solamente a permanecer sobre el campo, sino a recomenzar la campaña. Estaba, pues, poco dispuesto a dar buena acogida a pro posiciones de retirada, y preparaba una expedi ción contra Tepeaca, donde habían sido asesina dos recientemente seis españoles. Recurrió a su procedimiento habitual, que tan eficazmente le había servido hasta ahora, y parlamentó confian do en su elocuencia militar, arma sólida que ma nejaba tan virilmente como su espada. Sin em bargo, se prolongaron más de la cuenta las con ferencias, hasta que al fin los veteranos se pusie
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ron de parte de su capitán y los demás consintie ron en diferir su partida en espera de ocasión más favorable. Las observaciones sometidas por los soldados al juicio de Cortés no carecían de fundamento, pues, en efecto, las condiciones de combate se encontraban gravemente modificadas desde el de sastre de México. Ya no se poseían caballos, ni escopetas, ni ballestas, ni pólvora, ni hilo para fabricar cuerdas de arcos, ni municiones de nin guna clase. De los dos ejércitos reunidos de Narváez y Cortés no quedaban más que 440 hom bres. Por una especie de brusca nivelación, los españoles, desprovistos de artillería y caballería, se encontraban a la altura de un adversario que conservaba la aplastante superioridad del núme ro. Sólo un elemento podía hacer que la balanza se inclinara: el genio de Cortés. Él mismo lo sa bía, y en él supo hacer creer a sus tropas, arras trándolas tras sus pasos, hostigadas por la magia de su imperioso verbo. En México acababa de surgir un adversario irreducible en la persona de Cuitlahuac, herma no de Moctezuma, cacique de Iztapalapan, quien acababa de ser elevado al poder supremo. Su solemne toma de posesión fue celebrada con la inmolación de prisioneros españoles y tlascaltecas, y sin perder momento hizo restaurar la sa queada ciudad, estableciendo una severa discipli na, inspirada en los procedimientos españoles, cuya eficacia había podido apreciar. Se fabrica ron largas lanzas y adiestráronse los guerreros en
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su manejo. Se aprendió también el uso de las ar mas cogidas al enemigo, y después el rey recurrió a la diplomacia, enviando una embajada a los tiascaltecas con palabras especiosas corroboradas con presentes de algodón y sal. Había llegado la hora de poner término a las nefastas disensio nes entre todos los pueblos del Anahuac, sirvien do el ejemplo de lo pasado en México para com prender que el único fin que perseguían los odio sos hombres blancos era la exterminación de to dos los indios. Sacrilega impiedad sería la me nor alianza con aquellos pérfidos, que no tenían más dios que el oro. Estas razones, que no eran malas y demostraban una fina percepción de la situación, encontraron quien las escuchara entre los más jóvenes e inteligentes de los tiascaltecas. En la reunión celebrada por el Consejo de la re pública, Xicotencatl el joven se declaró partida rio de una alianza con los aztecas, mientras que el ciego y venerable Xicotencatl, Maxixca y otros recordaban la mala fe de sus seculares enemigos y permanecían fieles a la amistad española. Nota ble ejemplo de una lealtad en el fondo desastro sa y poco clarividente, pero que demuestra tam bién que el recuerdo de las persecuciones de los mexicanos permanecía demasiado vivo aún en el corazón de estos ancianos para que pudieran ce der a la tentación de una aventurada reconcilia ción. La oposición fue así ahogada. Cortés organizó entonces una expedición con tra Tepeaca, en la vertiente del Orizaba. Una in timación previa fue injuriosamente rechazada, y
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entonces se emprendió la marcha. Xicotencatl acompañaba al ejército con un cuerpo de tropas indígenas. La resistencia fue obstinada; pero al fin tuvieron que ceder ante la fuerza, y la entra* da en la ciudad se hizo triunfalmente. Los tlascaltecas comieron aquella tarde los brazos y pier nas de sus enemigos, que habían, al efecto, asa do sobre braseros. En cuanto a los españoles, marcaron con un hierro al rojo a todo el que cogieron vivo. Hierros forjados especialmente para este uso que llevaban la letra G, inicial de la palabra Guerra. En cuarenta días no hubo en aquel país más que esclavos. Este es uno de los rasgos repugnantes de la conquista y el primer ejemplo, en Nueva España, de una sistemática utilización de las poblaciones vencidas. El quin to de los esclavos, como botín, fue reservado para la Corona; pero esta decisión de Cortés no fue aprobada por el gobierno de Carlos V. No tiene explicación razonable más que en la con dición ficticia de los vencidos, que, por ser alia dos de los mexicanos, no eran a los ojos de Cor tés más que rebeldes cogidos con las armas en la mano en contra de su legítimo soberano, el rey de España. Por su parte, no permanecían inactivos los aztecas. Otro señor acababa de ser elevado a la digni dad real, pues Cuitlohuac había muerto de vi ruelas locas, peste contaminada por los de Narváez en el curso de aquellos cambios misterio sos de enfermedades, y que pasó al número de
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las consecuencias funestas de la colonización, sin que se haya podido determinar bien quién conta gió la sífilis y quién la viruela. El nuevo monarca era un sobrino de Moctezuma. Otra figura impre sionante la de este hermoso, joven y bravo Guatimozin (Quauhtemoctzin, «el águila que descien de»). Gozaba entre sus súbditos de una autoridad debida a su valor y a todas las esperanzas de renacimiento que se agrupaban a su alrededor. Envió mensajeros a todas las provincias para le vantar ios ánimos y conservar, entre tantas de serciones, las alianzas útiles. Se reforzaron las guarniciones de las fortalezas, se colmó a los ca ciques de presentes, y muchos territorios queda ron exentos de tributo. Desgraciadamente para los aztecas, los sobe ranos repartidos por el Anahuac hablaban contra ellos. Los habitantes de Guacachula imploraron el socorro de Cortés contra las exacciones de las tropas mexicanas acantonadas en su ciudad. Aquella soldadesca, como es costumbre entre las gentes de guerra alojadas en casas de los indí genas, robaban las telas, el maíz, las gallinas, las joyas y las mujeres cuando les parecían bonitas. Cristóbal de Olid fue enviado a aquellos lugares con doscientos españoles y un cuerpo de tlascaltecas. Partió furioso como un león. A su llegada, los mexicanos se atrincheraron, según costum bre. en el teocalli, que fue tomado por asalto a la par que se rechazaba otra partida de aztecas que llegaba a impedirlo. El botín fue considera ble; pero los soldados de Narváez no habían
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mostrado demasiados ímpetus, y a su vuelta, Cristóbal, riendo, juraba a Dios que si tuviera que combatir otra vez; no llevaría con él más que soldados pobres de Cortés y no aquellos ri cos propietarios que no pensaban más que en sus minas de oro y sus plantaciones de Cuba. Itzocan fue tomado en las mismas condicio nes, y una por una fueron sometidas por los ca pitanes numerosas tribus. En Tepeaca, donde ha bía establecido su cuartel general, y que' tomó por algún tiempo el nombre de Segura de la Frontera, crecía día por día el ascendiente de Cortés. No pensaba más que en México, reflexionan do sobre las causas de su derrota y haciendo pla nes para la reconquista, siendo el fruto de estas incesantes meditaciones una resolución verdade ramente extraordinaria y el paradójico éxito de una empresa tan sin precedente, que bien podría decirse que la dinámica voluntad de este jefe era capaz de mover las montañas. Una idea fija atormentaba su cerebro: para apoderarse de la capital era preciso dominar antes el lago, y esto era lo que no había previsto al aventurarse im prudentemente en aquella ratonera sin salida. Ahora bien: Cortés no era hombre que se amol dase a resoluciones deficientes, ni que transigie ra con la necesidad. Para tener el lago necesita ba una flota de guerra, y esta flota se construi ría. pero en país amigo y en tierra firme. En se guida fueron dadas las órdenes, y los carpinteros1 tlascaltecas, bajo la dirección de Martín López,
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emprendieron en Tlascala mismo, en pleno país de montañas, la construcción de trece berganti nes, cuyo armamento serla traído de Vera Cruz. Estos serían en seguida desmontados pieza por pieza y transportados a hombros de los indios hasta Tezcuco, veinte leguas de terreno acciden tado y sin una sola bestia de tiro. Tal es la em presa que realizó Cortés. En Tlascala moría entonces Maxixca, grande y noble figura, antiguo y fiel amigo de Cortés, fiel a Su Majestad, como dice Bemal Díaz, que mu rió también de viruelas locas. Todos los soldados sintieron su fallecimiento, llorándole Cortés como si perteneciera a su familia, y vistiendo de luto. Designó para sucederle a un hijo del cacique. El joven príncipe de trece años fue armado ca ballero bajo el nombre de don Lorenzo, pues Maxixca, al expirar, se había convertido al cris tianismo. Entonces llegaron de la costa sorprendentes noticias. Estaba un barco a la vista conduciendo como refuerzo trece soldados mandados por Pe dro Barba y dos caballos. ¿Para quién aquellos refuerzos? ¡Para Narvóez! También era dirigida a este capitán una carta del obispo Juan de Fonseca. Por lo tanto, así en Cuba como en Castilla se ignoraban por completo todos los sucesos que acababan de transformar la Nueva España. Pedro Caballero, capitán del puerto, visitó a Pedro Barba, haciéndose escoltar por marineros que disimulaban sus armas. Se cambiaron los cumplidos de rigor: «¿Cómo está vuesa mer-
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ced?», y abrazáronse. Después se informó Caba llero de la salud del gobernador: «¿Cómo se guía don Diego?», preguntaba sin reírse, a lo que contestaba Barba pidiendo noticias de Narváez: «¿Qué tal iba su asunto con Cortés?» «Todo va bien —dijo Caballero—; Cortés, huyendo con un puñado de partidarios, pero sin darse nunca por vencido. Narváez es rico y está en plena pros peridad, pues el país es excelente.» Terminó in vitando a Pedro Barba a desembarcar, diciéndole que la ciudad estaba próxima y allí podría des cansar, al mismo tiempo que se le suministrarían víveres y todo cuanto pudiera necesitar. Cuando Pedro Barba y su gente pusieron el pie en tierra, se encontraron rodeados de gente armada, al mismo tiempo que oían decir a Pedro Caballero con la más castellana de las cortesías: — ¡Daos por prisioneros en nombre de mi se ñor y capitán Cortés! Desconcertados, se contemplaron los recién lle gados, no sabiendo si reír o llorar ante treta tan bien jugada, hasta que al fin tomaron el mejor partido, que fue el de unirse a la fuerza. Las ve las, timón y aguja fueron desembarcados del na vio para quemarlo, y los hombres marcharon a Tepeaca para engrosar ia tropa de Cortés. Poco tiempo después llegó a Vera Cruz otro navio, mandado por Rodrigo Morejón, cuya do tación siguió el mismo camino. Después arribó un capitán llamado Diego Camargo, con un navio cargado con sesenta soldados, todos enfermos, con el vientre hinchado y amarillento color. Con
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taba que uno de sus compañeros, Álvarez de Pi nedo, enviado como él a Panuco por Francisco de Caray, había sido asesinado por los indíge nas con todos sus hombres. Él, ¿amargo, había podido huir, y venía a pedir socorros, siendo enviado a Tepeaca, donde se cuidó a todos aque llos enfermos. Otros navios de Francisco de Garay seguían al primero, estando uno de ellos mandado por Miguel Díaz de la Cruz, que tenía a sus órdenes cincuenta soldados con siete caballos. Más tar de fue Ramírez, con cuarenta soldados, diez ca ballos, ballesteros y armas. Todos se iban reunien do en Tepeaca, donde el general les reservaba la mejor de sus acogidas. Habiendo arribado de Canarias otro navio, el alcalde de Vera Cruz compró el cargamento y enroló a la tripulación bajo las banderas de su capitán. Así iba rena ciendo el ejército de Cortés cual un organismo agotado que regenerase su vigor con fortuitos ali mentos. A continuación de una expedición hecha por Sandoval para pacificar las ciudades de Xalacingo y Cacatami, tuvo Cortés ocasión de actuar como árbitro entre dos territorios rivales, sir viendo esto para confirmar su prestigio y adqui riendo tal reputación de justicia y poderío, que todo el país acabó sometiéndole los procesos en tre indígenas y caciques, teniendo sus decisiones fuerza de ley. Mayor trabajo le costaba mantener la autori dad entre los suyos. La marca de los esclavos
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y reparto de los botines eran motivo de habitúa* les recriminaciones. Un soldado llamado luán Bono de Quejo gritaba con rabia «que no estaría más tiempo en tal país, y que haría saber todo en Castilla a Su Majestad y a los miembros del Real Consejo de Indias». El general tenía bas tante dedicándose a reprimir estos furores, eu los que se reconocía el tono de los constantemen te amargados. Cortés conservaba su sangre fría. Ahora bien: sobre las mesas de juego circulaban lingotes que despertaron sus sospechas, c hizo proclamar que cada uno tendría que exhibir el oro salvado del desastre para proceder a un equi tativo reparto de los restos. La oposición que en contró esta orden fue tal, que el general creyó más prudente ceder y aplicar su autoritaria vo luntad a empresas más importantes. No dejaba de dar a su conquista el apoyo ex terior necesario, y enviaba mensajeros a Castilla. Al mismo tiempo escribía a su mujer, doña Cata lina Suárez (la Mercaida), enviándole algunos lin gotes y alhajas, así como a su cuñado |uan Suá rez. Otros regalos más fueron también enviados a Santo Domingo para asegurar la buena volun tad de la Audiencia y de los hermanos de la Or den de San lerónimo, y al fin pudo ser Solís en viado a Jamaica para buscar caballos. El 30 de octubre de 1520 se dirigió a Carlos V una segunda relación, acompañada de un escrito firmado por todos los soldados y oficiales, en el que se narraban los desastrosos efectos de la ten tativa de Narváez, testimoniando todos contra
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este general. Muchos españoles, sin embargo, y entre ellos Andrés del Duero y el tesorero Bermúdez, se mostraron poco favorables a la cam paña que iba a emprenderse, y Cortés desemba razóse de este peso muerto embarcándolos en Vera Cruz. A mediados de diciembre dejó Cortés Tepeaca o Segura de la Frontera, donde quedaban se senta soldados para fundar allí una colonia, y dirigió su ejército a Tlascala por el camino de Cholula. La alegría con que se acogió a-los es pañoles recordó a éstos sus pasados días de glo ría; pero Cortés y sus oficiales aún no habían dejado el luto por Maxixca. Allí fue consagrado algún tiempo a la instrucción militar de los ba tallones tlascaltecas, a los cuales se les enseñó el manejo de las armas y la disciplina del combate. Se hizo recuento de municiones, y para no en contrarse falto de pólvora se fue en busca de azufre al Popocatepetl. *
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Ante el gran teocalli de Tlascala se celebró una revista general, presenciada por los caciques y Cortés, que a caballo y llevando una azagaya en la mano, vestía todas sus armas y cubría su armadura con túnica de terciopelo. Desfilaron los ballesteros descargando sus armas en el aire y haciendo después el saludo militar. En seguida pasaron los que tenían rodelas, los cuales, desen vainando sus espadas, fingieron una escaramuza.
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Después, los lanceros de a pie, que con la lanza al hombro desfilaron en formación cerrada. Los escopeteros hicieron una salva con sus arcabu ces, y por último, de dos en dos, pasaron los ca balleros, adarga al brazo y lanza en ristre. AI día siguiente les tocó a los auxiliares indí genas de Tlascala, Cholula, Huexotzinco y de más provincias conquistadas. Los precedían sus músicos, haciendo sonar sus trompas y flautas de huesos agujereados. Detrás de ellos Venían cuatro señores armados con escudos y maquahuitles; a sus hombros llevaban atados estandartes de plumas y piedras preciosas. Sobre la piel mo rena de sus rostros resplandecían las diademas, los pendientes de sus orejas y las alhajas que adornaban sus labios, y eran escoltados por sus pajes, cargados de arcos y flechas. Cuatro oficia les conducían las insignias de la república, y a continuación venían sesenta mil arqueros, con sus filas interrumpidas por los banderines de cada capitán, que se inclinaban al pasar ante el gene ral. Este contestaba descubriéndose, mientras que los guerreros descargaban sus armas. Cuarenta mil hombres con escudos y diez mil lanceros de a pie desfilaron a continuación en buen orden. El general pudo quedar satisfecho de la disci plina inculcada a sus aliados por los cuidados de Alonso de Ojeda y luán Márquez. Mientras tanto, seguía activándose la construc ción de los bergantines. La pez para calafatearlos era suministrada por los bosques de pinos que cubrían las montañas, y en la Navidad de 1520
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todo estaba listo. El 26 de diciembre, antes de partir, hizo publicar Cortés un reglamento de marcha, y pronunció una arenga que fue tradu cida a los aliados por doña Marina. Se exhortaba a cada soldado a recordar siem pre que el objeto de la expedición era la con versión de los paganos, y que sin esta alta razón la guerra hubiera sido injusta y toda adquisición un acto de bandidaje. Los españoles no tenían otra ambición que reconquistar un país que le galmente pertenecía a Su Majestad el emperador Carlos V; pero, ante todo, estaban al servicio de Dios. En consecuencia, prohibida la blasfe mia, prohibido jugar a los daños, y las penden cias, como solían producirse frecuentemente en tre compañeros de armas, serían reprimidas con todo rigor. Los capitanes no atacarían sin orden expresa del general ni dispondrían a su guisa del botín conquistado, so pena de confiscación y muerte. Tanta severidad no excluía la familiaridad y también algún que otro compromiso. Si dos es clavos de Cortés, por ejemplo, pagaron con su vida el robo de unas gallinas, el gran jefe volvió la espalda cuando se cortó muy a tiempo la cuer da de un soldado al que se acababa de colgar. En la mañana del 28 de diciembre, con la mú sica a la cabeza, se emprendió el camino de la Sierra de Río Frío. El ejército contaba con 40 ji netes, repartidos en cuatro pelotones, 550 infan tes en nueve compañías y ocho o nueve piezas de
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artillería. En cuanto a los aliados, su número era de 150.000 hombres (estas cifras suministradas por los cronistas son evidentemente exageradas, dicho sea de una vez para siempre). De los tres caminos que se abrían ante él y conducían de Tlascala a México, Cortés había escogido el más difícil, pensando que sus enemigos no intentarían así salir a su encuentro. Por la noche llegaron a seis leguas de allí, a TetzmaJlocan; al pie del Ixtacinuatl, blanco de nieve. Los habitantes su ministraron víveres, y después empezó la ascen sión a la cordillera a través de los bosques de pi nos y sufriendo el frío en toda su intensidad. Cuatro jinetes rompían la marcha con cuatro soldados armados ligeramente de espadas y ro delas, dedicados a la descubierta. Se franqueó un paso difícil, cruzado por barrancos y trincheras, que el adversario había llenado con troncos de árboles, perdiendo no poco tiempo en despejar el camino. Después se volvió a partir precedidos por una compañía de ballesteros y escopeteros. Llegados a la cumbre de la sierra, emprendie ron el descenso por la otra vertiente, entre las encinas, sicómoros y pimenteros. Sobre los abis mos describían sus cerrados círculos los zopilo tes, el buitre mexicano. De pronto, el 30 de di ciembre, se desplegó ante sus ojos el maravillo so paisaje cuya vista despertó tantos recuerdos. Muchos soldados dieron gracias a Dios por ha berles permitido contemplar una segunda vez México y su fatídico lago. Sobre diferentes pun tos de la sierra se distinguía el humo de las ho-
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güeras encendidas para señalar el paso de los es pañoles por los espías de Tezcuco y otras tribus sometidas. Un poco más lejos fue preciso abrirse paso de viva fuerza sobre un puente tendido so bre una profunda cortada y guardado por un puesto azteca. Después acamparon en una ciudad abandonada, Coatepec, a tres leguas de Tezcuco. En cuanto amaneció fue formado el ejército en buen orden, con la artillería, escopeteros y ba llesteros en los sitios prefijados, mientras que avanzaba el servicio de descubierta. Los habitan tes encontrados parecían de los más pacíficos. No habría el ejército recorrido una media legua, cuan do se replegaron algunos jinetes para anunciar que estaba a la vista una decena de indios sin armas y llevando distintivos de oro «en forma de veletas». Se hizo alto, y pronto llegaron siete indios de Tezcuco, precedidos por una bandera de oro izada en lo alto de una larga lanza. Traían la expresión de amistad de Cocovaitzin, rey de Tezcuco. y pedían que los españoles y sus alia dos respetasen el país por el que iban a pasar. Esto no era más que una simulación, pues cuando entraron en la ciudad no encontraron más que rostros sombríos o francamente hostiles, y hubo que multiplicar las medidas de seguri dad. Cocovaitzin era el sucesor de Cacamatzin, muerto en la Noche Triste; durante la retirada de Tlascala había atacado y asesinado a una tro pa de cuarenta españoles cargados de botín. Los prisioneros no fueron tratados con consideración más que para ser conducidos a México, donde
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habían sido sacrificados según los ritos y despe llejados para que los sacerdotes exhibieran luego en sus templos como trofeo sus armas y sus pieles. Un soldado de centinela en lo alto del teocalli anunció que los habitantes de las ciudades huían con sus bienes, unos hacia las montañas y otros hacia la laguna, que se cubría de canoas. Cocovaitzin se había colocado ya en terreno seguro, yéndose a México con sus dignatarios. Cortés le dio sucesor en la persona del joven príncipe Nezabal Pintzintli, que fue bautizado y cambió su nombre bárbaro por el mismo del conquista dor. Se celebró el suceso con grandes fiestas; pero este Hernán Cortés indio murió poco des pués, siendo reemplazado por Ixtlilxochitl, hijo del famoso rey Nezahualpilli. En los días sucesivos, numerosas tribus fueron a pedir perdón y someterse. Mientras tanto, ocho mil indios trabajaban bajo la dirección de los es pañoles en el ensanche de los canales, a fin de hacerlos navegables para los barcos recién cons truidos. El principal de estos canales, de una me dia legua de longitud, unía con el mismo lago el palacio de Nezahualpilli, donde tenía Cortés su cuartel general. Con los prisioneros mexicanos hechos por el país envió Cortés un mensaje a Guatimozin, en el que deploraba la necesidad en que se veía de emprender la lucha, declarando se encontraba dispuesto a hacer la paz y olvidar lo pasado, pues to que quienes le habían ofendido estaban muer
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tos. Este mensaje fue acogido con gritos de furor, y los mexicanos expusieron su decisión de luchar hasta el último momento.
CAPÍTULO IX LOS ÚLTIMOS DÍAS DEL AGUILA SOBRE EL CACTO Ya hacía una docena de días que el ejército estaba en Tezcuco, y como el aprovisionamiento empezaba a hacerse difícil y todos deseaban lle gar al fin de la campaña, decidió Cortés empezar las operaciones. Dejó una guarnición en la plaza bajo las órdenes de Sandoval, y él se puso en marcha con 200 infantes españoles, 18 jinetes y 3.000 tlascaltecas. Avanzaban bordeando el lago hacia Iztapalapan, una gran ciudad de cincuenta mil habitantes, reforzada con ocho mil guerreros enviados por los mexicanos en cuanto adivinaron las intenciones del general enemigo. A las dos le guas de camino, los españoles rechazaron una columna india, y sobre sus talones entraron en la ciudad, prosiguiendo el combate en el agua de la laguna, en la que los soldados entraban hasta la cintura. Fue una carnicería que en vano trató Cortés de moderar, y en la que sufrieron los in
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dios unas seis mil bajas, entre las que se conta ba gran número' de mujeres y niños. Hacia el fin del combate, los indios rompieron los diques de contención de aguas, y los españoles tuvieron que retirarse rápidamente ante la amenaza de una inundación. Se perdió el botín, la pólvora quedó estropeada, y la vuelta a Tezcuco de las fatigadas tropas no tuvo nada de triunfal. Sin embargo, el golpe dado por los españoles en Iztapalapan produjo el terror que se suponía, haciendo que se sometieran muchas tribus, entre ellas la del pueblo de Otumba. Chalco, situada en el lago del mismo nombre y ocupada por una guarnición mexicana, imploró el socorro de los españoles, enviándose a Sandoval, que tomó la ciudad. Muchas más ciudades siguieron el ejem plo de Chalco; pero los efectivos españoles no eran suficientes para prestar auxilio a todos, pues el objetivo principal exigía el empleo del máximo de recursos, pese a lo cual se hizo gran número de salidas, coronadas todas con el éxito más completo. En la primera de ellas, en la que se combatió con más de mil canoas cargadas de indios, pu dieron apoderarse de toda la cosecha de maíz. Otras favorecieron en difetentes puntos el esta blecimiento de guarniciones- de indios aliados Tribus separadas por tradicional hostilidad fue ron hábilmente reconciliadas; Cortés les decía: «Todos sois vasallos del rey de España; daos la mano»; y de hecho, los aztecas no constituían ya más que una pequeña parte de la población del
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valle, siendo relativamente fácil el agrupar contra ellos los elementos autóctonos que acababan de sentir roto el detestable lazo que los unía a sus señores. Para ganar tiempo, movido también por un sin* cero deseo de evitar una lucha que había de ser terrible, Cortés negociaba con Guatimozin, a quien ofreció asegurar su autoridad sobre la ca pital, no obteniendo contestación a estas prime ras sugestiones, pues el rey azteca procuraba con todos sus medios poner fin a las defecciones de sus inciertos aliados, utilizando fuerza o astucia, estableciendo guarniciones o haciendo conce siones. En Tlascala había terminado la construcción de los bergantines, y para asegurar su transporte por piezas se envió a Sandoval con doscientos in fantes y quince jinetes. La empresa era de gran des consecuencias, las dificultades materiales gi gantescas, y urgía una organización meticulosa, pues la menor confusión podría conducir a un fracaso radical. Al pasar con sus tropas por Zoltepec, de don de habían huido los habitantes, pudo Sandoval probar su temple al contemplar las huellas allí dejadas por la precedente derrota de los espa ñoles. En uno de los muros, un soldado había escrito con carbón: «Aquí estuvo preso el sin ventura luán Yuste», y en cuanto a la suerte que sufrieran este infortunado y sus compañeros, bien dejaba adivinar su horror la sangre con que los muros estaban teñidos, la piel arrancada de dos
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rostros, curtida y clavada ante los ídolos, así como las pieles de cuatro caballos, con sus boca dos, riendas y montura, suspendidas como trofeo al lado de los uniformes de los soldados. En las proximidades de Tlascala encontró Sandoval al convoy ya en camino. Cubría una exten sión de más de dos leguas, y estaba compuesto por ocho mil indios conduciendo a hombros los miembros desmontados de los trece navios. Los seguían otros ocho mil guerreros equipados para el combate, mandados por Chichimecatecle, y vi gilado todo por el carpintero de la flota Martín López. Era, pero en grande, la renovación de la proeza intentada por Núñez de Balboa a través del istmo de Darién. Al cabo de dos días, el con voy penetraba sin dificultad en territorio mexi cano. Desde entonces fue preciso tomar precaucio nes. haciendo que jinetes, escopeteros y balleste ros marcharan en la vanguardia y flancos del convoy. Como se confiara la retaguardia a Chi chimecatecle. ofendióse el valeroso cacique por aquella falta de consideración a su valor, siendo preciso para persuadirle de que era un puesto de honor que el mismo Sandoval permaneciera a su lado durante todo el viaje. Dos días después se llegaba a Tezcuco. Los tlascaltecas se habían vestido con sus tra jes de ceremonia y más suntuosos penachos, des filando ante Cortés y sus capitanes, que felicita ban a Chichimecatecle y sus hombres, al son de flautas y tambores, y lanzando gritos de «¡Viva
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el emperador nuestro señor!» y de «¡Castilla, Castilla!» y «¡Tlascala, Tlascala!» Cuadernas, maderos de cubierta y todos los miembros de los deshechos bergantines fueron alineados a la orilla de los canales, en los que se habían preparado los astilleros, y Martín López emprendió su tarea sin esperar más, ayudado de herreros y carpinteros, dejando a los pocos días montados los bergantines, a los que sólo faltaba calafatearlos y proveerlos de sus velas y apare jos. Tres veces intentaron los inquietos aztecas dificultar estos preparativos con violentos ata ques, cuyo principal objeto era poner fin a los barcos, incendiándolos; pero fueron sangrienta mente rechazados, y pudo darse feliz término a la tarea. Como no era ocasión de confiarse más a una suerte que hasta ahora tan generosamente se ha bía portado con ellos, sino que precisaba atacar la capital con seguridad de éxito, después de ha berla aislado de tierra firme, Cortés, dejando a Sandoval en Tezcuco, emprendió una serie de reconocimientos alrededor del lago. El general, con trescientos españoles y todos los tlascaltccas, llevando consigo a Cristóbal de Olid y Alvarado, marchó sobre Xaltocan, una ciudad construida en un islote, por un vado descubierto a los espa ñoles por un desertor mexicano. Después se tomó a Colvatitlan, Tenayuca, la villa de las serpien tes, asi nombrada por los españoles a causa de los bajorrelieves de aquella forma que decoraban el templo; después, Azcapozalco, la villa de los
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orfebres y mercados de esclavos, y al fin pudo Cortés establecerse en los arrabales de Tacuba e instalarse en el antiguo palacio de los señores de Tlacopan. Pasaron allí seis días intentando llegar a un acuerdo con los aztecas; pero éstos contestaron siempre con insultante desafío, y se emprendió entonces la marcha hacia Tezcuco. Chalco y Tlamanalco reiteraron sus demandas de socorro, mostrando sus emisarios, sobre telas de nequen pintadas al natural, los batallones me xicanos que se dirigían contra ellos; pero Cortés no sabía cómo responder a tan diversas necesi dades, pues sus soldados estaban ya fatigados, víctimas muchos de la neumonía, que era la pla ga de aquellas grandes alturas, y de la que mo rían echando sangre por nariz y boca. Sin em bargo, fue enviado Sandoval a Chalco, volviendo, después de haber castigado a los aztecas, con un gran botín de indias y no sin haberle costado gran trabajo evitar que sus aliados tlascaltecas, a los que la sangre se les subía a la cabeza, hi cieran, como querían, una matanza general. Por este tiempo llegó a Vera Cruz, de Castilla, un navio en el que habían tomado pasaje un te sorero de Su Majestad, Julián de Alderete, y un franciscano llamado fray Melgarejo de Urrea, na tural de Sevilla. Este traía un remedio espiritual nada despreciable, bajo la forma de bulas del Papa, «que servían —dice Berna 1 Díaz— para lavar nuestras conciencias cuando se habían car gado demasiado de impurezas en el curso de las guerras que hacíamos». En otros términos: las
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mangas del buen monje estaban repletas de in dulgencias. Este navio conducía además impor tantes refuerzos de soldados y armas y gran can tidad de pólvora. Cortés emprendió personalmente un nuevo re conocimiento hacia Chalco, dejando, como en los primeros, a Sandoval en Tezcuco. Se partió el 5 de abril de 1521. Millares de indios seguían la columna parecidos a los cuervos, milanos y otras aves de presa que acuden después de un combate sangriento para cebarse en los cadáveres-. El ejér cito internóse, en dirección a Amecatneca, por un país montañoso cortado por profundos desfi laderos. Los soldados tomaban al asalto fortale zas levantadas sobre agudos vértices rocosos, mientras los aztecas lanzaban aludes de piedras que rodaban y saltaban con estrépito por las as perezas de la montaña y destrozaban los cascos de hierro como si fueran de papel. Después su cediéronse las batallas en llanuras con los ejér citos formados en buen orden de combate. En las proximidades de Coadlavaca (hoy Cuernavaca) Ies fue preciso franquear un torrente que corría y despeñábase al fondo de un cañón. Los dos puentes estaban destruidos, y el único recurso fue valerse de los árboles inclinados sobre el pre cipicio. Tres soldados, agarrados a las ramas, rodaron al abismo; otros, imponiéndose al vérti go, consiguieron pasar. Los jinetes fiaron sus vi das a las ruinas de uno de los puentes e instinto de sus caballos, y con gran peligro lograron sal var el obstáculo. La recompensa fue un botín de
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telas y mujeres y, sobre todo, los incomparables jardines de una paradisíaca ciudad. AI día siguiente, el ejército se puso en marcha camino de Xochimiico, bajo un ardiente sol que hacía sufrir cruelmente a las tropas las angustias de la sed y ensangrentarse la boca a los soldados al tratar de extraer el jugo de los cardos. En la ciudad se libró un terrible combate. Cortés lleva ba un caballo bayo llamado el Romo, algo gordo a consecuencia de un reposo demasiado prolon gado, y que se cansaba en seguida. Hubo de pa rarse el general a consecuencia de esto, y los me xicanos lo aprovecharon cercándole y cerrando contra él con tal ímpetu, que lograron desmon tarlo. Los tlascaltecas, con Cristóbal de Olea, acu dieron en su socorro, abriéndose camino a esto cadas. Cortés, gravemente herido en la cabeza, pudo volver a montar. Olea perdía sangre por tres heridas, y ambos tuvieron que ponerse al abrigo de un parapeto. Alvarado y Olid también estaban completamente ensangrentados. Al fin fueron derrotados los mexicanos, y el ejército es pañol pudo reposar en el patio de los templos. Al día siguiente, diez mil aztecas en canoas in tentaban el asalto de la formidable ciudad, que se defendía ya con sus lanceros y ballesteros apostados en murallas y caminos, pues la pólvora se había agotado y gran parte de las tropas tuvo que dedicarse a toda prisa a la fabricación de flechas. Cuatro días transcurrieron entre el pilla je y encarnizadas luchas, hasta que fue preciso retirarse sobre Tezcuco.
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La pérdida de un gran número de compañe ros de armas y dos de sus servidores, Francisco Martín Vendabal y Pedro Gallego, sumieron a Cortés en una tristeza que un romance poetizó: En Tacuba está Cortés con su esquadron esforçado; triste estaba y muy penoso, triste y con gran cuydado, una mano en la mexilla y la otra en el costado. Pero el bachiller Alonso Pérez le reconfortó diciéndole: —Señor capitán, no esté vuestra merced tan triste, que en las guerras estas cosas suelen acae cer, y no se dirá por vuestra merced lo que de Nerón cuando contemplaba el incendio de Roma. Alonso Pérez se equivocaba, pues una injusta posteridad ha dicho esto de Cortés, y bastante peor aún *. Mientras tanto, se preparaba en Tezcuco un suceso, que, como continuación de tan duras proe zas, hubiera bastado para abatir el alma más templada. Uno de los partidarios de Velázquez, Antonio de Viltafañe, se había puesto a la cabeza de una conjuración cuyo objeto era asesinar a Cortés, Gonzalo de Sandoval, Cristóbal de Olidi i Las Casas escribe precisamente que en esta ocasión Cortés cantaba lleno de alegría un c o u p le t en el que se comparaba a Nerón.
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y Pedro de Alvarado, para entregar el mando a Francisco Verdugo, cuñado del gobernador de Cuba. Proyectaban que a la vuelta de Cortés, cuando estuviera sentado a la mesa comiendo con sus capitanes, se le diera una carta bien ce rrada y sellada, con letra de su padre y diciendo que venía de Castilla. Mientras intentase abrirla se le mataría a puñaladas, y lo mismo a los ca pitanes que con él estuvieran. No era tan fácil alcanzar aquel astro, y la vís pera del día fijado, uno de los conjurados, lleno de remordimiento ante lo enorme de semejante iniquidad, perpetrada además ante el enemigo, se arrojó a los pies del general confesándole todo y dándole los nombres de sus cómplices. Cortés quedó hondamente impresionado; mas, dominán dose, se hizo acompañar por Alvarado y Cristó bal de Olid; con semblante impasible fue en busca de Villafañe, encontrándolo en su tienda, donde estaba con muchos de los conjurados; arrancóle del jubón la lista de sus cómplices, rompiéndola en mil pedazos, y llamando a sus alguaciles lo hizo prender, y convicto y confeso fue juzgado sumariamente y ahorcado en una de las ventanas de su alojamiento, después de con fesarse con el padre Juan Díaz. En cuanto a los cómplices, fingió Cortés ignorarlos, aunque nun ca olvidó sus nombres, no trayendo el suceso más trascendencia. Desde entonces fue constituida una guardia de doce hombres que, mandada por Antonio Quiñones, un hidalgo de Zamora, asu
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mió la misión de custodiar día y noche la perso na del gran jefe. *
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En el curso de estos dos meses que acababan de transcurrir, ocho mil trabajadores habían ter minado el trazado del canal y establecido mue lles y embarcaderos. El 28 de agosto de 1521, después de la misa y bendición, fueron los ber gantines solemnemente botados al agua, siendo un cañonazo la señal para largar amarras y que las hermosas embarcaciones de limpia madera se deslizaran suavemente para ir a posarse en las aguas vírgenes del gran lago salado. Después, las tropas entonaron un tedéum, y el general pasó una gran revista a sus fuerzas, compuestas de 87 jinetes y 818 infantes, de los cuales había 118 entre arcabuceros y ballesteros, y 15 falconetes de cobre. Bajo el estandarte del águila tlascalteca desfilaron durante tres horas los cuerpos auxi liares de indios, mandados por Xicotencatl. So bre los doce navios, pues el décimotercero que daba de reserva, fueron repartidos como tripula ción unos trescientos hombres, escogidos entre la gente de mar, entre la que fue suerte encontrar muchos marineros de Palos y de Moguer. En to dos los palos mayores se arboló el pabellón real, y cada navio tuvo su gállardete distintivo. Entonces se publicaron unos severos reglamen tos prohibiendo la blasfemia, maltratar a los alia dos y robarles, salir de los acantonamientos, ju
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garse el caballo o las armas, y ordenando pro veerse de buenas armaduras acolchadas, de dor mir vestido y calzado y no abandonar jamás las armas, aunque fuera durante el descanso. Pena de muerte para el soldado que se encontrara dor mido estando de facción, o fuera de su acuarte lamiento sin autorización, o abandonara a su ca pitán y emprendiera la fuga. Después de la conquista, Cortés se daba a sí mismo este testimonio de la justicia de su conduc ta: «Muy poderoso señor —escribía a Carlos V—: me he esforzado en toda circunstancia y por to dos los procedimientos en ganar la amistad de la gente de México. Primero, para no tener que destruirlos; segundo, para que pudiéramos re posar de las fatigas de las guerras anteriores, y principalmente porque así creía servir los inte reses de Vuestra Majestad. En todos sitios donde pude tener en mi poder un ciudadano de la capi tal, lo puse en libertad, enviándole a México, para que invitara a las gentes a aceptar la paz.» El general dividió su ejército en tres divisio nes. La de Sandoval debía ir a Iztapalapan; la de Cristóbal de Olid. a Cuyoacan, y la de Alvarado, a Tacuba. El se reservó el mando de la flota. Entonces se dieron cuenta de la defección de Xicotencatl, que había partido para Tlascala con intención de hacerse dueño del poder en au sencia de los caciques. Se enviaron emisarios so bre los pasos del desertor para convencerle con buenas palabras de que volviera al cumplimiento de sus deberes; pero rehusó oírlos, y entonces
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fueron nombrados un alguacil, cuatro jinetes y cinco indios, quienes recibieron la misión de pren derlo, lo que efectuaron en una de las ciudades en el camino de Tlascala, en la que fue ahorca do. Así terminó este ambicioso, valeroso e irre ducible adversario, una de las inteligencias más claras que hayan podido conocer los conquista dores de Nueva España. Sus bienes fueron con fiscados para la Corona. El 10 de mayo, de acuerdo Alvarado y Olid, se pusieron en marcha. Su primer objetivo era cortar el acueducto de Chapultepec, que aprovi sionaba de agua dulce la capital azteca. Unos cuantos azadonazos bastaron para conseguir lo proyectado, dejando a los mexicanos sin agua mientras duró el sitio. Tuvo entonces lugar una viva discusión entre los dos capitanes, y Olid, a pesar del consejo de su colega, fue a instalar su campamento en Cuyoacan, mientras que Alvara do permanecía en Tacuba. Mientras tanto, Sandoval marchaba sobre Iztapalapan. Cortés embarcó poniéndose a la cabeza de su pequeña escuadra. La primera escaramuza tuvo lugar cerca de un promontorio llamado después el Peñón del Marqués, en recuerdo del general que fue marqués del Valle. Habiendo caído el viento, hizo fracasar en principio la tentativa; mas levantándose después una ligera brisa, pu dieron maniobrar las embarcaciones y derrotar a la infinidad de canoas indias que los asediaban. La escuadrilla fondeó en Xoloc, donde se to maron al asalto las dos torres del templo, e ins
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taló allí Cortés su cuartel general, desembarcan do en aquel punto estratégico pesados cañones de hierro. Sandoval recibió orden de avanzar hasta Cuyoacan, sucediéndose los ataques sin interrup ción noche y día hasta que, quedando libre ha cia el norte el malecón de Tepejacac, consiguió cortarlo tras un combate en el que resultó seria mente herido. Se prosiguió avanzando por el gran malecón, cortado por enormes brechas, de las que cada una exigía un nuevo esfuerzo, llegando así hasta los arrabales de México, donde fue preciso esperar hasta que las trincheras fueran colmadas para de jar paso a la artillería. Poco a poco se iban des truyendo las casas de arcilla, para evitar el ser atacados por la espalda, y al fin el ejército llegó a la gran pirámide que se alzaba frente al pala cio de Moctezuma. En el tercer lado de la mura lla se elevaba el muro de las serpientes que ro deaba el teocalli, del que habían hecho los mexi canos una verdadera fortaleza. Ganando terreno paso a paso en cien mortíferos combates, los es pañoles consiguieron llegar a la plataforma supe rior. Todo vestigio del cristianismo, en otro tiem po triunfante, había desaparecido, estando erigi da una nueva imagen de Huitzilopochtli, que los soldados derribaron después de arrancarle sus jo yas. Los mexicanos, reaccionando entonces, ata caron con nuevos bríos, haciendo que se retira ran los españoles abandonando un cañón; corta retirada, pues gracias a una división de caballería volvieron a ocupar lo perdido y recuperar la pie-
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za. Cortés ordenó a su ejército que se reuniera en Xolco. No eran sólo hombres los que perecían en estos cruentos combates, pues los conquistadores ha* bían tenido, aunque humildes, eficacísimos alia dos en sus caballos, estos extraños animales que hacían cundir el terror entre los indios, sorpren didos de su vigor muscular, de los cascabeles que tintineaban en sus cuellos, de sus empinadas y de sus relinchos. Un día se escapó una yegua, yéndose recta hacia los mexicanos, que la cubrie ron de flechas. Cien veces agujereada, volvió ha cia los españoles, no muriendo hasta la noche a consecuencia de sus heridas. «Experimentamos un verdadero dolor —escribe Cortés—, pues ca ballos y mulos representaban para nosotros la victoria y la vida; pero al menos nuestra pena fue menor que si hubiera muerto a manos del enemigo.» ¡Oh Sancho Panza!, ¿es éste el eco de la ternura que por tu rocín sentías? Los aliados de los aztecas cedían poco a poco, habiendo ofrecido someterse los caciques de Xochimilco y de los otomíes. Ixtlilxochitl llevó a Cortés sus teztucanos, que fueron repartidos en tre los diferentes cuerpos de ejército. Con la misma táctica que anteriormente se dio un nuevo asalto, imponiéndose cada vez más ia necesidad de una exterminación a la que Cortés no se resignaba sin ia muerte en el alma. Se vie ron obligados a incendiar todos los edificios, sien do entregado a las llamas aquel palacio de Axayacatl en el que los españoles habían sido recibi
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dos como amigos; después le tocó a la vez a la casa de los pájaros, palacio de encantamiento y ensueño, lleno de ramajes y alados animalillos de mil lindos colores, casa de los pájaros en cuyo emplazamiento, por una emocionante predestina ción, debía elevarse más tarde el convento de San Francisco. Los aztecas aullaban de rabia al asis tir a tan sacrilega destrucción y ver por encima de las llamas cómo huían hacia sus inaccesibles nidos, escapadas de sus jaulas de madera, las grandes águilas de las sierras. Guatimozin no perdía el valor y seguía combi nando ataques en varios sitios a la vez, llegando a conocer felices episodios para los aztecas la lucha sobre el lago. Entre el ramaje de las orillas se escondió gran número de canoas cargadas de indios, y después se atrajeron hacia esta embos cada los navios españoles, consiguiendo apode rarse de uno de ellos, resultando muerto Pedro Barba y gran número de tripulantes. Sin embargo, la situación de los sitiados se ha cía cada día más angustiosa, sobre un terreno cada vez más reducido y con tan escasísimos me dios. Bien es verdad que se tenía el recurso de los enemigos muertos, a quienes se despedazaba para repartírselos; sólo los enemigos, pues la ley, ja más violada, prohibía alimentarse con los azte cas que morían en la batalla. Nuevamente se les ofreció la paz; pero la rechazaron. En el campo español, las tropas estaban pues tas a prueba duramente. Era la estación de las lluvias, y el viento y las heladas martirizaban
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constantemente a los soldados, que yacían en el Tango sin otro alimento que higos de Barbaria y tortillas de maíz. Cuando la noche separaba a ios combatientes, se dedicaba buena parte de la tregua a curar las heridas con aceite, aunque un cierto Juan Catalán las trataba aún más eficaz* mente por medio de bendiciones y exorcismos, místicos remedios a los que recurrían hasta los mismos tlascaltecas. Alderete opinaba que era necesario intentar un golpe de mano para apode* rarse del gran mercado de Tlatelolco, y entonces Cortés reunió su consejo de guerra, el que de cidió, en contra de su opinión, un ataque gene ral. Las fuerzas serían divididas en tres cuerpos, bajo las órdenes de Alderete, Andrés de Tapia y jorge de Al varado. El avance fue al principio rápido y demasiado fácil, y ya estaba Alderete a punto de apoderar se del mercado, cuando fue descubierta la treta y encontráronse los españoles con la retirada cor tada, al mismo tiempo que oían sonar en lo alto del teocalli la trompa de Guatimozin. A la apari ción en grandes masas de los fanáticos aztecas sucedió una horrible confusión, siendo los espa ñoles desbandados en plena derrota, mientras que al grito de «¡Malintzin! ¡Malintzin!» cerraban los indios contra Cortés. Este animaba a su gen te: «¡Firmes, camaradas, firmes! ¿Es que vais a volver la espalda?» Pero la voz del jefe se ex tinguió, pues surgiendo de los bordes del cami no que daba acceso al mercado, los aztecas ha bían saltado sobre el general, que, malherido y
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por tierra, defendiese con su indomable energía, a pesar de la cuál hubiera perecido a no ser por la ayuda que le prestaron un soldado llamado Lerma y Cristóbal de Olea. Quiñones, el capitán de su guardia, le dio un caballo, en el que mon tó, pese a hallarse herido en una pierna, y gra cias a esto libróse de una muerte cierta. De aque lla jornada, poco afortunada por cierto, salieron los españoles con dos cañones menos, seis caba llos y sesenta españoles que habían sido hecho prisioneros. En la noche pudo oírse de nuevo desde el campo cristiano el feroz tam-tam de Huitzilopochtli, sus redobles verdaderamente infernales, acompañados del sonido de los atabales. El fue go del brasero sagrado parecía brillar con más vivos resplandores, y bajo el rojizo reflejo de su llama podía contemplarse en los flancos del teocalli, cual perezosa serpiente de lentos movi mientos. la procesión de los sanguinarios sacer dotes. Entre ellos —la pequeña distancia permi tía reconocerlos y designarlos por sus nombres familiares— eran conducidos al sacrificio los compañeros de armas de ayer, con sus frentes ceñidas con coronas de plumas y obligados por los verdugos a entregarse ante los ídolos obsce nos a las danzas rituales de- las víctimas. Des pués se oyeron los gritos supremos que desde la odiosa piedra lanzaron aquellos infortunados, fir memente sujetos por manos impías, que tembla ban con alegría de dementes. Esta tragedia fue consumada ante los mismos ojos de los españo
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les, impotentes y consternados. Diez corazones fieles a Su Majestad fueron arrancados de los sanguinolentos pechos y quemados en braseros con incienso de copal, mientras que sus cuerpos eran arrojados contra las gradas del templo. Pero la carne de los españoles resultó áspera al paladar de aquellos bárbaros, e Insultaron a sus adversarios con horribles amenazas: «¡Vues tra carne es de un gusto tan detestable y tan amarga, que nos es imposible devorarla!» Des pués prometían a los aliados de los cristianos rebuscadas torturas: «¡Mirad bien! ¡Mirad bien! ¡Así es como moriréis todos! ¡Nuestros dioses nos lo han asegurado!» Cinco días de tristeza siguieron a esta visión de espanto, cuyo horror no podían disipar, pues la promesa de tan cruel destino estremecía al co razón más templado. Los aliados lo comprendie ron y las deserciones comenzaron, favorecidas por los emisarios de Guatimozin, que paseában se por las ciudades próximas exhibiendo las ca bezas cortadas de los hombres blancos, con las barbas tiesas y pegajosas por la sangre coagula da. Cholula. Tapeaca. Tezcuco y hasta la misma Tlascala empezaban a perder su fe en el éxito. Solamente Ixtlilxochitl y Chichimecatecle per manecían imperturbables. Dieciocho días después aún no habían agotado los aztecas su provisión de víctimas, y hasta en tonces tuvo que esperar Cristóbal de Guzmán, entre afrentosos trances, el repugnante apretón de las manos diabólicas y el golpe del cuchillo
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sagrado que le desgajó el pecho cual si fuera una fruta. Las pocas mujeres españolas que allí se en contraron —María de Estrada, Beatriz Bermúdez de Velasco, juana Martín, Isabel Rodríguez, Beatriz Palacios— demostraron un valor que se pudo citar como ejemplo a los soldados, viéndo se a una de estas viragos vestida con la armadu ra de su hombre montar la guardia en su lugar. Mientras tanto, las predicciones de los pontí fices mexicanos no se realizaban. Intérpretes de los dioses habían anunciado imprudentemente para el octavo día la derrota de los teules, y los jefes tezcucanos y tlascaltecas, testigos del enga ño de la profecía, reunieron su gente, volviendo con ella al campo cristiano. Tapia y Sandoval, enviados hacia Coadlavaca y otras ciudades otomíes que imploraban socorro, habían vuelto vic toriosos con nuevos aliados, y, por otro lado, un navio fondeaba en Vera Cruz cargado de provi siones de todas clases y municiones. Formaba parte de una flota que navegaba rumbo a la Flo rida bajo las órdenes de Ponce de León, y fue un oportuno remedio para la carestía de pólvo ra, que estaba a punto de reducir al silencio la artillería. »
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Era preciso acabar, y Cortés, bien a su pesar, dio a sus tropas unas instrucciones de extrema do rigor. La experiencia había sido severa. En
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adelante no se volvería a dar un paso sin afir mar antes la posición y asegurar la retirada. Trin cheras y canales, tan pronto franqueados, serían cegados antes de pasar a nuevas empresas, tarea a la cual los braceros indígenas suministrarían una mano de obra abundante y experta. Todos los edificios serían arrasados a medida que se ganara terreno, pues a falta de estas medidas ra dicales exponíanse a tener que recomenzar cada día lo conseguido con tanto esfuerzo el día ante rior y a perder inútilmente vidas de soldados. Pero antes de pasar su resolución a vías de hecho, hizo Cortés una tentativa para evitarla si era posible. Envió un mensaje a Guatimozin rogándole que se resolviera por la paz, asegurándole, en nom bre de Su Majestad, que los muertos y daños ocasionados a los españoles serían perdonados. Exhortaba a los mexicanos a que tuvieran piedad de la ciudad, que perderían irremisiblemente; de tantos valientes que a diario daban sus vidas, y recordaba que tres o cuatro veces que habían sido hechas proposiciones de paz fueron insolen temente rechazadas, nb obstante el buen deseo del general. Los españoles sabían bien que los sitiados habían agotado sus recursos y que había llegado el momento de poner fin a tan espanto sa guerra. Esta vez Guatimozin tomó tiempo para refle xionar. Reunió el consejo de caciques y sacerdo tes y examinó las condiciones posibles para una paz con Malintzin y sus teules. Los caciques res
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pondieron haciendo un cuadro, por demás exac to, de las desgracias sufridas por los mexicanos desde la llegada de los hombres blancos, del in fortunio que Moctezuma atrajo sobre sí al nego ciar con ellos. Por otra parte, los sacerdotes, alma de la resistencia, con su irreducible frialdad de fanáticos, aseguraban que los dioses, consultados en el curso de los sacrificios, habían prometido la victoria. Todos de común acuerdo decidieron combatir noche y día, sin desfallecer, dispuestos al aniquilamiento de un adversario execrado e impío o a morir hasta el último en defensa de su capital y de sus dioses. Los embajadores fue ron, pues, despedidos con palabras de desprecio. En México, de algunos pozos que practicaron consiguieron obtener un poco de agua salobre, y en cuanto a los pueblos dispersos sobre la la guna, todavía podía llevárseles algún aprovisio namiento por medio de canoas. Los combates volvieron a empezar con más encarnizamiento que nunca. Después de una expedición de Sandoval a las ciudades próximas fueron reiteradas las proposi ciones de paz y otra vez rechazadas. Los españo les siguieron su metódico avance, y en medio de la carnicería se ganó Tlatelolco, siendo entrega do a las llamas el palacio de Guatimozin, con muchos teocallis, de los que se recogieron previa mente los restos de los españoles sacrificados. Es tas reliquias fueron depositadas en una capilla expiatoria allí donde había de elevarse más tar de la iglesia de los Mártires. Los aztecas grita-
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ban a sus adversarios tlascaltecas: «Está bien, está bien; hartaos, daos prisa, destruid las ca sas, que vosotros mismos habréis de ser los que las reconstruyáis, a pesar vuestró y con grandes trabajos, pues si nosotros vencemos trabajaréis para nosotros, y si somos vencidos será para los españoles.» No andaban muy descaminados, cier tamente. Por este tiempo, un tal Sotelo, antiguo soldado de las guerras de Italia, en las que había com batido a las órdenes del Gran Capitán, Gonzalo de Córdoba, propuso construir una catapulta, de la que prometía maravillas. La máquina fue cons truida en Tlatelolco; pero al probarla, la pe sada piedra que debía haber sido lanzada con tra el enemigo cayó sobre la máquina, destro zándola. La situación se hacía espantosa para los sitia dos. Mujeres nobles pasaban las noches con el agua hasta el pecho, hundidas en el fango de los cañaverales, con un puñado de maíz como único alimento. Algunos indios, empujados por el ham bre, salían de noche y se refugiaban en los cam pamentos españoles. Otros imploraban a Cortés; «Puesto que eres el hijo del Sol, ¿por qué no acabas con nosotros como el Sol? ¡Oh Sol, que gira en un día alrededor del mundo; mátanos, líbranos de tan largos sufrimientos, que no de seamos más que la muerte para reposar con Quetzalcoatl, que nos espera!» Las calles de la capi tal estaban convertidas en osarios de insopor table hedor; pero Guatimozin seguía sin ceder,
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y un prisionero puesto en libertad y enviado al monarca invitándole a la rendición fue conde nado a muerte inmediatamente. Sin embargo, el rey hizo saber a Cortés que consentía una entrevista sobre las trincheras. Cor tés fue exacto a la cita al día siguiente; pero el rey faltó, diciendo los notables que acudieron en su lugar que no había querido arriesgarse por miedo a ser asesinado a traición. Ninguna con sideración pudo hacer que revocara su decisión. Estos notables sacaron ostensiblemente de sus al forjas tortillas, patas de pollo y ciruelas del pais, poniéndose a comer para demostrar que no esta ban reducidos al hambre. Cortés propuso una segunda entrevista para el mediodía siguiente en el Tlatelolco; pero tampoco acudió el rey. Un nuevo ataque tuvo por consecuencia una carnicería que angustiaba el corazón, según las propias frases de Cortés, pues los aliados de los españoles estaban tan excitados que no se pudo contener su sed de sangre, saciada en millares de aztecas, mujeres y niños. El día siguiente era el 13 de agosto de 1521, fiesta de San Hipólito, a quien tomóse como patrón de México. Antes del combate se hizo una última tentativa para poner término a inúti les derramamientos de sangre; pero un noble azteca respondió en nombre de su señor que Guatimozin estaba dispuesto a morir, pero que no consentía ninguna entrevista personal con Cor tés. Comenzó el ataque, de acuerdo las tropas de tierra y la flotilla, cuyas evoluciones dirigía
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Sandoval. Desde lo alto del teocalli. Cortés vigi laba la ejecución de sus órdenes. «Yo contemplaba —escribe más tarde— desde lo alto de esta pirámide todo lo que habíamos conquistado de esta ciudad, de la que en el mo mento ocupábamos su mayor parte, admirándome de lo que nuestros enemigos debían de sufrir no teniendo otro albergue que casuchas construidas sobre el agua, ni otro alimento que el de raíces y cortezas de los árboles. Pensando en esto re solví concederles una tregua de un día, pregun tándome cómo podría salvar la vida de estas mul titudes. Yo experimentaba seguramente el ma yor de los dolores al tener que imponerles seme jantes sufrimientos; Ies ofrecía cada día la paz; pero ellos rechazaban todas mis proposiciones, diciendo que no se rendirían jamás y que habían jurado morir combatiendo; que no tendríamos sus tesoros, que ocultarían donde no habríamos de dar con ellos, y yo, por no devolverles mal por mal, llegué a pensar en dejarlos en paz.» Fue una carnicería sin nombre, de la que nin guno pudo librarse, y los aztecas que intentaron huir en canoas fueron capturados por los bergan tines. En este momento se vieron tres o cuatro grandes piraguas que se alejaban con toda la fuerza de sus remos sobre las aguas del lago. La brisa era favorable, y el capitán García Holguín se dispuso a darles caza. En el momento en que se aproximaba y daba órdenes a sus ballesteros de que tomaran por blanco una de las embarca ciones. manejada por veinte remeros, una esbelta
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figura se levantó sobre ella. Era un joven gue rrero, armado de escudo y maquahuiil, la espa da de obsidiana de los combatientes aztecas. —Yo soy Guatimozin —dijo—; conducidme a Malintzin, pues soy su prisionero; que no se ofenda a mi mujer y mi séquito. El combate cesó prontamente, cual bárbara armonía cuyas ondas se extinguieran, no oyéndo se más que los gemidos de los heridos, los gritos de las mujeres y el crepitar de los incendios. Nu bes de humo se extendían bajo el tempestuoso cielo. «Y como se hubo preso Guatimozin —dice Berna! Díaz—, quedamos tan sordos todos los soldados, como si de antes estuviera uno puesto encima de un campanario y tañesen muchas cam panas, y en aquel instante que las tañían cesasen de las tañer.» Y fue el crepúsculo del águila so bre el cacto. Sandoval, como general de la flota, quiso que le fueran entregados los prisioneros, a lo que ne góse García Holguín, diciendo que a él le corres pondía la honra de haberlos capturado. Cortés, avisado, puso fin a la discusión ordenando se le llevasen los prisioneros. Iban en las piraguas con Guatimozin, su mujer Coanoca, hija de Mocte zuma, el señor de Tlacopam otros caciques y el real tesoro. Era la hora de vísperas. En la terraza donde estaba el conquistador fueron colocadas esteri llas y un tapiz escarlata, sobre el que se colocó una mesa con víveres para los vencidos. Al lado de Cortés estaba la bella doña Marina, genio de
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la conquista. Frente a ellos, escoltado por una compañía de infantería, Guatimozin, con paso firme y en su cara reflejada la expresión impo nente de soberana resignación, cuyo recuerdo se conserva a través de los siglos, subía las gradas del templo. Cortés avanzó a su encuentro, grave y lleno de emoción. Imaginaos un cuadro de velazqueño estilo, igual a la Rendición de Breda, y la desen vuelta nobleza del marqués de Spínola recibien do a Justín de Nassau, gobernador de la plaza conquistada. Guatimozin abordó al español con estas palabras de heroica sencillez: —Ya hice todo lo que en mi poder estuvo para defender mi persona y mi pueblo, y pues heme aquí reducido a tal estado, ¡oh Malintzin!, estoy en tus manos. Después, señalando el puñal que el conquista dor llevaba al cinto, dijo con voz más serena: —Mótame con esto y líbrame en seguida de la vida. A lo que respondió Cortés como buen caba llero: —No temáis nada, pues seréis tratado con los honores que os corresponden. Habéis defendido vuestra capital como un bravo guerrero, y un español sabe respetar el valor de su enemigo. Después dio orden de que viniera la joven princesa, a la que recibió con respeto, y seguida mente se sirvieron alimentos a los prisioneros. Por la noche se los condujo a Cuyoacan. La lluvia caía con violencia, y una espantosa
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tempestad desencadenóse sobre las humeantes rui nas, bajo las cuales acababa de desaparecer la maravillosa ciudad de las lagunas. El sitio había durado setenta y tres días. «He leído la descrip ción del sitio de Jerusalén —escribía el capitán Bernal—; pero no he visto en ella nada que igua lase a semejante desolación.»
CAPÍTULO X RECONSTRUCCIÓN Guatimozin había implorado de Cortés que a los que quedaban en la capital les fuera permi tido el abandonarla, y como esta petición estaba de acuerdo con los deseos del conquistador, se dieron órdenes severísimas para que nadie osara molestar a los deplorables vencidos ni oponerse a su marcha, y la ciudad fue evacuada. Tropas de miserables que habían sobrevivido a la matan za, a las enfermedades y al hambre, desfilaron sobre las calzadas. Repugnante teoría de espec tros salpicada de barro y sangre, esqueletos cu biertos de harapos, apoyándose unos en otros, acompañados de mujeres y niños pálidos y de macrados, deteníanse a cada instante para arro jar sobre su ciudad muerta la mirada vacía de los oprimidos por un desmesurado destino. A su paso dejaban insoportables hedores. Fue preciso purificar la arruinada ciudad. To
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das las casas estaban llenas de cadáveres de in dios, entre los cuales aún se agitaban débilmen te aquellos que no habían tenido fuerzas para seguir a los emigrantes. Las calles estaban cu biertas de cadáveres, y era casi imposible mo verse sin poner el pie sobre cuerpos humanos yaciendo en alfombras de negruzca sangre. El pavimento de las plazas había sido levantado to talmente para arrancar las raíces de plantas, que los sitiados se comían hervidas. Habían devorado la corteza de los árboles; pero su canibalismo se había detenido ante la carne de sus hermanos, no alimentándose más que con la del enemigo. Se encendieron grandes hogueras, en las que se que maban las inmundicias, y los cadáveres fueron enterrados en grandes fosas. Se repararon puen tes, calzadas y la conducción de agua de Chapultepec. Los días que siguieron inmediatamente al triun fo de los conquistadores carecieron de belleza. No prestan ninguna aureola a la frente de los ven cedores los festines con que Cortés permitió ce lebrar la victoria y quiso llevar un poco de ale gría al corazón de sus hombres, tras las sinies tras visiones que les había impuesto. Fueron da das solemnemente las gracias a Dios y a la Vir gen, y un gran banquete reunió en Cuyoacan a capitanes y soldados. Un navio recientemente lle gado de Cuba había traído en cantidad vino de España y cerdos, que aseguraron un suculento banquete ganado sin esfuerzo. Cuando llegaron los comensales, no estaban puestas las mesas ni
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había sillas más que para el tercio de ellos, y al enterarse los soldados llegados en tumulto, se acrecentó éste, pasando a las injurias y de éstas a las manos. Cuando se hubo comido y bebido bien, la francachela degeneró en bacanal: los ebrios blasfemaban, mientras los glotones se re volcaban entre inmundicias. Excitados por las li baciones, de las que durante tanto tiempo ha bían estado privados, jinetes e infantes perdieron el freno, y no se oían más que las fanfarrone rías habituales de la soldadesca; unos gritaban que algún día comprarían caballos con la silla de oro; los ballesteros juraban que sólo de oro se rían las flechas que pusieran en su carcaj, y así, el sueño de la conquista ilustraba esta fea jarana. Se veían hidalgos rodando por las escaleras, res baladizas a causa del vino derramado. Se volca ron las mesas, y las mujeres que allí encontrá banse arremangaron sus cotas para bailar con los galanes cargados con sus armas y esbozar in decentes pantomimas. Fue un lamentable espec táculo, en el que aquellas impúdicas hicieron reír como no lo habían hecho cuando poco antes da ban ejemplo de valor a los soldados. En resumen, fue tal el escándalo, que el pa dre Olmedo abordó a Sandoval: —Triste manera —decía el hermano de la Merced— de dar gracias a Dios y pedirle pro tección para el futuro. Cortés respondió al fraile: —Padre mío, no he podido negar a los solda dos esta ocasión de divertirse y dar rienda suelta
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a la alegría; pero bien sabe. Dios que no lo he hecho sin repugnancia. Es ahora a vuesa reve rencia a quien corresponde sermonearlos. El padre Olmedo cumplió entonces su misión predicando la sensatez y la dignidad. Hubo una procesión reparadora, a la que asistieron las tro pas, y al día siguiente una enérgica homilía re cordó a los soldados sus sagrados deberes. Cele bróse a continuación una comunión general. Después de Dios, fue al oro a quien se rindió homenaje, no siendo el buen acuerdo ni la calma de gran duración. Primero, el botín estuvo bien lejos de ser tan considerable como se esperaba. Lo principal se reducía a algunos miles de escla vos, adornos de plumas, abanicos, penachos, te jidos de algodón, rodelas de mimbre cubiertas con pieles de jaguares y franjas de oro, perlas —algunas grandes como nueces, pero dé color oscuro la mayor parte—, pedrería de poco pre cio, vajilla, tazas, ollas, fuentes de oro y plata, objetos de metal cincelado imitando pájaros, pe ces, flores o frutos. ídolos, cerbatanas, mascari llas de un mosaico hecho con piedras finas, con orejas de oro, vestidos de sacerdotes, trajes y te las, ornamentos de templos... Una vez fundido el metal, contando todo, se reunieron unos 130.000 castellanos de oro. El reparto engendró las acos tumbradas disidencias, tan violentas esta vez que obligaron a Cortés a desfigurar su gloria. Para contener la horda de ambiciosos, que lo acusaban de connivencia con los vencidos, tuvo que cometer una acción cuyo recuerdo es una
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sombra negra que todavía oscurece su imagen. Los comisarios de Su Majestad pretendían que Guatimozin había ocultado una parte de su te soro, y los adversarios del general afirmaban al tesorero Julián de Alderete que si Cortés se mos traba tan conciliador con el rey vencido era por que contaba con el beneficio de su generosidad. Cortés, llevado al extremo por estas insinua ciones, se vio obligado a dar su aprobación para perpetrar una iniquidad. Toda la nobleza de que se ve llena la rendición de Guatimozin se desva nece ante el inicuo tratamiento que se infligió al desgraciado príncipe. Fue condenado a la tor tura con el señor de Tacuba. y como este último gimiera de dolor al sentir en sus pies- el aceite hirviendo. Guatimozin volvióse hacia él e impa sible le dijo aquellas palabras que se han hecho célebres: «Y yo, ¿crees que estoy sobre un lecho de rosas?» Los suplicios no dieron otro resulta do que el de insignificantes confesiones: el oro había sido arrojado en la laguna al mismo tiempo que las armas cogidas a los españoles en los últi mos encuentros. Los soldados fueron al sitio de signado, y allí se zambulleron los mejores nada dores sin encontrar nada de importancia. De un estaque muy profundo que adornaba el palacio de Guatimozin pudo extraerse un sol de oro pa recido al que Moctezuma regaló a Cortés en los primeros días de la conquista, así como alhajas y piedras preciosas. El cacique de Tacuba dijo que en su palacio, a cuatro leguas de la capital, había ocultado ob
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jetos de oro; mas llevado al lugar que había de signado, el desgraciado confesó que había hecho aquella declaración con la esperanza de morir en el camino, pues no tema ni oro ni joyas de nin guna especie. La condescendencia de Cortés no consiguió apagar las críticas de los soldados, que se con sumían en la repugnante sed de botín. Los ami gos de Narváez negáronse a aceptar la parte que les correspondía, y otros proponían irónicamen te la distribución del total, ya que era tan poco, entre los enfermos y heridos. Cortés recurrió en tonces, para aumentar la cantidad, a mezclar cierta cantidad de cobre al oro puro, dando ori gen a lo que se llamó oro de tepuzque. El gene ral residía entonces en Cuyoacan en un aloja miento cuyos muros estaban encalados. Todas las mañanas podía leer sobre ellos cuchufletas a él dirigidas, en prosa o en verso. Tan pronto se le comparaba con el sol, la luna y los astros, dán dole a entender que así como su apogeo, también él conocería su descenso; tan pronto se le acu saba de tratar a sus propias tropas como al país conquistado, y que no se contentaba con su par te de general, sino que también extraía el quinto del total, como si fuera el rey. De remate solían poner esta exclamación burlesca: Tristis esl anima mea hasta que la parte vea. Cortés, buen jugador, a quien las agudezas y
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bromas bien llevadas no desagradaban ni encon traban desprevenido, respondía por el mismo ca mino en picantes tonos dirigidos a Diego Velázquez, Grijalva o Narváez. Después se cansó y escribió un día: «Muralla encalada, papel de im béciles.» A lo que añadió una mano descono cida: « ...y también de gentes juiciosas que di cen las verdades.» Ante los consejos del padre Olmedo, el general puso fin a estas rencillas por escrito, que amenzaban un mal fin. Escribía entonces a Carlos V su relación, fecha da en Cuyoacan el 15 de mayo de 1522, detallado sumario de la toma de México y rendición de Guatimozin. Esta carta fue enviada con una enorme esmeralda y el quinto del botín que co rrespondía a Su Majestad, siendo puesto el con voy bajo las órdenes y vigilancia de Quiñones y Alonso de Ávila. Al tocar las Azores fue matado Quiñones en una escaramuza contra los portu gueses, y en cuanto a Avila, fue cogido por el corsario francés Florín, que lo condujo a La Rochelle, de manera que las cartas llegaron a su des tino, pero fueron las manos de Francisco I quie nes recibieron el tesoro de Moctezuma. El ga lante rey de Francia lo conservó sin vergüenza alguna, alegando que no conocía ninguna disposi ción del padre Adán que hiciera de su hermano el monarca español el único heredero de todos los tesoros de la tierra. Por este tiempo, toda una conspiración se tra maba en Castilla contra Cortés. La Audiencia decidió abandonar el proceso ordenado contra
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Narváez por el tratamiendo infligido al licencia do Ayllón. Carlos V estaba por entonces ocupado en Alemania, y su ministro Adriano de Utrecht, bien pronto Papa bajo el nombre de Adriano VI, no descansaba con la revuelta de los comuneros. El obispo de Burgos, Juan de Fonseca, obtuvo de él un edicto contra Cortés, fechado el 11 de abril de 1521. y el veedor Cristóbal de Tapia fue en viado a Nueva España; pero apenas desembar cado en Villa Rica y fríamente recibido, se dejó persuadir por el Padre Olmedo y volvióse a Cuba. En esto, los amigos de Cortés, el duque de Béjar y su padre, don Martín Cortés, intercedie ron a su favor, y Adriano, convencido, prohibió a Fonseca el volverse a ocupar de los asuntos de México. Las acusaciones de Tapia y Narváez en Castilla encontraron en Carlos V, en el mes de julio de 1522, un juez poco favorable a sus de seos, y Cortés ganó la causa, siendo nombrado capitán general y gobernador por un edicto fe chado en Valladolid el 15 de octubre. Al año siguiente moría su enemjgo el obispo Fonseca. La obra de reconstrucción y colonización es taba desde entonces comenzada, dedicando a ella Cortés toda su atención, desplegando su don de administrador de altos vuelos y probando que no era precisamente un ángel exterminador. Su error fue quizá el reconstruir México sobre su antiguo emplazamiento, pues una separación de algunas leguas habría corregido el defecto de una situación que el terreno tan húmedo hacía preca ria y malsana.
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Al circular en todo el país el rumor de que la gran Tenochtitlan iba a renacer, y que los habitantes gozarían de ciertos privilegios, se presen taron voluntarios en las canteras una multitud de obreros, que prestaron eficaz ayuda y traba jaron de firme transportando piedras al pie de las construcciones, así como tierra, madera, cal, ladrillos y demás materiales. Pero fue cantando y al son de músicas como se pusieron a trabajar. Ahora bien: el sitio y guerra tan larga que aca baba de asolar el país habían hecho peligrosas las condiciones de habitabilidad de tan gran nú mero de moradas en la laguna, y unido esto a que la cosecha aún no había sido recogida, el hambre y las epidemias diezmaron a los indí genas. Así es como en menos de cuatro años la ciu dad de México resurgió de sus cenizas. En el si tio del teocalli fue trazada la plaza Mayor, que forma el corazón de todas las ciudades españo las. Los cimientos de la catedral de San Francis co fueron asentados en un terreno que el agua hacía incierto, y que fue preciso consolidar sobre los viejos del gran templo de tan nefasto recuer do. En estos cimientos fueron también utilizados los restos de esculturas que antes lo adornaban e ídolos destrozados. El convento de San Fran cisco fue edificado en la plaza donde estaba situa da la casa de los pájaros, por el arquitecto Pe dro de Gand, hijo natural, según referencias, de Carlos V. Frente a él se elevó el palacio de Cor tés. de piedra y madera de cedro, que fue a con
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tinuación la residencia de los virreyes. Los du ques de Monteleón, descendientes de Cortés, cons truyeron más tarde su palacio en el lugar que anteriormente ocupaba el de Moctezuma. Trein ta iglesias reemplazaron con el tañido de sus campanas la horrible voz del gran tam-tam, ya reducido al silencio. Era el florecimiento de esa arquitectura barroca, que es aún el orgullo de la América latina. Erigióse una fortaleza en la plaza del Matadero, en el sitio donde tanto tiem po estuvieron los navios protegidos bajo bóve das provisionales, al estilo de hangares. Treinta mil indígenas vinieron poco a poco a la ciudad de sus antepasados, siendo confinados a la anti gua Tlatelolco para dejar sitio a dos mil familias españolas que fueron a establecerse en Nueva España. En 1522 fue creado un Consejo municipal. Príncipes y caciques fueron restaurados a sus primitivas dignidades, recibiendo jurisdicción so bre sus antiguos súbditos, bajo la condición de suministrar la mano de obra necesaria para las nuevas construcciones. Se los hizo responsables del buen orden, así como dé la regularidad en el pago de los impuestos. Un indio designado con el antiguo título de cihuacoatl hizo el oficio de te niente del emperador, teniendo oficiales a sus órdenes para que le ayudasen en el desempeño de sus funciones. Se dieron a estos oficiales se ñoríos de hombres y de tierras, «bastantes para vivir con dignidad e insuficientes para que no llegaran a hacerse peligrosos».
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Se trazó un plan catastral, y toda concesión de terreno fue debidamente registrada, siendo concedido para la explotación un lote a todo español que lo solicitaba, con la condición de cons truir una casa y permanecer en el país. Para cada uno de los conquistadores se reservaron dos lotes. Todo casado estaba obligado a traer a su mujer en un plazo de dieciocho meses, y el gobierno, que prestaba su apoyo a los nuevos colonos, hacía presión sobre los célibes, coaccio nándolos para que fundaran un hogar. El merca do situóse en la plaza Mayor. Se dictaron leyes que reglamentaban el uso de terciopelos, sedas y brocados en monturas, zapatos y cinturones, y también para el uso de joyas, adornos de oro y bordados. La observancia del descanso domini cal era severamente vigilada, y la asistencia a misa los días de fiesta, obligatoria. Se prohibió el juego, lo que dio lugar a murmuraciones, pues sabíase que al general le gustaban las cartas y los dados. Para procurarse la artillería que para su seguridad necesitaba, Cortés hizo fundir cañones con el cobre, tan abundante en el país, y el es taño que se obtenía en Tasco. Así fueron fabri cadas setenta piezas. Para dar ejemplo a los colonos, Cortés decidió hacer venir a su lado a su esposa Catalina Suárez, que había permanecido en Cuba. Fue escol tada hasta la capital por Sandoval y afectuosa mente recibida por su marido, que es posible la hubiera ya olvidado. Desgraciadamente, murió tres semanas después de su llegada, y los enemi
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gos del general pretendieron que éste la había envenenado para dejar campo libre a su ambi ción. Esta calumnia es insostenible, no siendo más que fruto de la envidia y el odio, que tantas veces estuvieron a punto de perder a Cortés y des baratar la conquista. Un grave problema dominaba toda la organi zación del nuevo imperio, y era el de la condi ción de los indios. El mismo Cortés, en una car ta a Carlos V, se declaraba en contra del siste ma de repartimientos o encomiendas, usado has ta entonces en el Nuevo Mundo que consistía en adjudicar a cada español un cierto número de indígenas. «Los habitantes del país —decía— son más inteligentes que los de las islas, y hubiera sido injusto someterlos a los mismos trabajos.» Sin embargo, Cortés tuvo que decidirse, apremia do por la necesidad, en un sentido que hería su equitativo espíritu'. Los tlascaltecas, en agrade cimiento a sus servicios, quedaron excluidos de la servidumbre, y en cuanto a los demás, se to maron medidas para limitar el libre arbitrio de los dueños y evitar cualquier abuso de poder. La situación de los esclavos indios no fue verda deramente deplorable más que en las minas de Zacatecas, Guanajuato y Tasco, en que las con diciones de explotación, como en todos los sitios por aquella época, no admitían aún la existenciai
i Se ve que las declamatorias acusaciones de Las Casas no encuentran aquí justificación.
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de trabajadores libres, sino bestias humanas su mergidas en la más ingrata de las tareas. *
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Se imponía el deber de velar por la moral, bien espiritual y salud física, en fin, de aquellos nuevos y humildes súbditos del rey de España. Cortés escribió al emperador para solicitar el en vío de religiosos y sacerdotes. Al conquistador no le gustaban los obispos, y ciertos miembros del alto clero le habían demostrado demasiada hostilidad para que pudiera olvidarlo tan pronto. He aquí por qué escribía estas severas líneas: «... porque habiendo obispos y otros prelados, no dejarían de seguir la costumbre que por nues tros pecados hoy tienen, en disponer de los bie nes de la Iglesia, que es gastarlos en pompas y en otros vicios y en dejar mayorazgos a sus hi jos o parientes; y aún sería otro mal mayor que, como los naturales destas partes tenían en sus tiempos personas religiosas que entendían en sus ritos y ceremonias, y éstos eran tan recogidos, así en honestidad como en castidad, que si alguna cosa fuera desto a alguno se le sentía era punido con pena de muerte, si agora viesen las cosas de la Iglesia y servicio de Dios en poder de canóni gos o otras dignidades, y supiesen que aquéllos eran ministros de Dios, y los viesen usar de los vicios y profanidades que agora en nuestros tiem pos en esos reinos usan, sería menospreciar nues tra fe y tenerla por cosa de burla; y sería a tan
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gran daño, que no creo aprovecharía ninguna otra predicación que Se les hiciese; y puesto que tan to en es.to va, y la principal intención de Vues tra Majestad es y debe ser que estas gentes se con viertan, y los que acá en su real nombre residi mos la debemos seguir, y como cristianos tener dellos especial cuidado, he querido en esto avi sar a Vuestra Majestad y decir en ello mi pa recer.» Este soldado de Cristo no se andaba en chiquitas, y para ordenar sacerdotes, consagrar iglesias, bendecir ornamentos y santos óleos, sólo pedía que dos religiosos, un dominicano y un franciscano, fueran enviados con poderes espe ciales conferidos por Su Santidad. Doce franciscanos, con el padre Martín de Va lencia a su cabeza, llegaron a Nueva España el año 1524. Su recepción fue hábilmente organiza da, prodigándoseles toda clase de honores. El general avanzó con gran aparato a su encuentro, postemándose para besar la orla de sus vestidos ante la admiración de los caciques y Cuatimozin, estupefactos de la voluntaria humillación del to dopoderoso jefe ante unos enviados de Dios que caminaban descalzos y usando por todo vestido un sayal harapiento. Fueron fundadas escuelas y colegios; pero la educación de los aztecas reservaba a los religio sos buen número de trabajos y decepciones. Las conversaciones eran seguidas de vueltas descora zonantes a las prácticas idólatras, y hubo nece sidad de imponer medidas radicales. Bastante vi vamente criticadas han sido para que haya ne-
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cesidad de subrayar su utilidad en el desarrollo de una política general de colonización. En vein te años desaparecieron todos los teocallis y fueron destruidos hasta los menores vestigios de todo lo que pudiera recordar el culto pagano. Los ído los fueron hechos pedazos, y los mismos manus critos fueron destruidos, esos manuscritos jero glíficos de los que sólo subsiste muy restringido número, y que tan preciosos serían para aclarar la historia del antiguo México. Un santo varón que no era precisamente un arqueólogo, fuan de Zumárraga, el primer obispo de México, consu mó más tarde su destrucción condenándolos al fuego, en sentencia verdaderamente deplorable para el dilettantismo de los hombres de estudio, puede ser que demasiado fácilmente irritables. El ejemplo de una conducta enteramente opues ta fue dado por el excelente padre Bernardino de Sahagún, que, llegado a Nueva España en 1529, aprendió en seguida la lengua del país y enseñó a los indios el español y el latín. El re sultado de un saber y una perseverancia tan bien empleados fue el inestimable libro del religioso, en el que emprendió la tarea de describir las cos tumbres aztecas según las confidencias recogidas día por día. Escribía, en efecto, al dictado de sus alumnos y en su propia lengua transcrita en caracteres latinos. Gracias al luminoso ejemplo prodigado por Sahagún y sus émulos, fray Toribio Motolinia, Andrés de Olmo y Alonso de Mo lina, indios convertidos, como Ixtlilxochitl, Tezozomoc y Chimalpahin, iniciaron una literatura
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hispanomexicana, cuyas primeras obras fueron las relaciones originales de la conquista. La explotación del suelo fue objeto de las preo cupaciones del conquistador, que se acordaba de los principios del pequeño colono de Açua o de Santiago de Boroco, en Cuba. Hizo venir de Cas tilla plantas y semillas. De las islas se importó la caña de azúcar, fomentándose y desarrollándose el cultivo de melocotoneros, almendros, naranjos, olivos, y el índigo, algodón y cochinilla. En cuan to al arte de la jardinería, se podía aprender más que enseñar. Chapultepec y Cuyoacan, residencia favorita de Cortés, eran los deliciosos lugares que hoy día son, y el alma misteriosa de los melan cólicos Indios, inclinada bajo el peso de la derro ta. pudo continuar entregada al culto a las flo res, culto que sigue siendo el poético rasgo de los lejanos descendientes de una raza conquista dora y cruel. La toma de México no debía ser el acto final de la conquista, sino que, al contrario, marca el punto de partida de un.a serie de nuevas empre sas. Cortés tenía en su poder los manuscritos que servían a Moctezuma de libros de cuentas para la percepción de los tributos en las diferentes provincias de su imperio, y se sirvió de él para extender su poderío como si fuera un plano. Alvarado fue enviado a Guatemala; Sandoval, a Tuztepeque, donde fundó una ciudad llamada Medellín, en honor de la patria del general; Olid, a Michoacan. en el Pacífico; Villafuerte, a Zacatula; luán Velázquez. a Colima; Rodrigo Ran-
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gel. al país de los zapotecas y climatecas. En cuanto al mismo Cortés, se reservó por el mo mento Panuco, adonde le atraían las pretensiones de Francisco de Caray. Allí fundó Santisteban del Puerto; pero Garay consideraba que esta par te del territorio de Nueva España estaba some tida a su jurisdicción, y en aquellos momentos se presentó a la cabeza de una tropa de seiscien tos hombres. Cortés le opuso el reciente edicto de Carlos V, de octubre de 1522, en el que re ducía a la impotencia a Diego de Velázquez y sus secuaces. Los soldados de Garay abandona ron a su capitán, y éste tomó entonces el partido de ir en persona a México, donde Cortés le re servaba una acogida no sólo condescendiente, sino amistosa, pues se concertó el matrimonio entre el hijo de Garay y doña Catalina, una hija del conquistador. La víspera de Navidad, Garay y Cortés, uno al lado del otro, asistieron a la misa del gallo, que fue seguida de fraternal ágape. El mismo día empezó Garay a quejarse de violentos dolo res en el costado, muriendo poco después. Muer te puede ser que oportuna. Fue, al menos, lo que se murmuró, y algo sobre envenenamiento circu ló por la ciudad. Toda muerte repentina era atri buida en el siglo xvi por la voz pública a crimi nales manejos; pero aun aquí es inútil tratar de disculpar a Cortés, contra quien no fue sostenida nunca semejante acusación ni aun por sus mayo res enemigos. El clima de México, con sus trai
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cioneros cambios, es suficiente para dar a este suceso una explicación satisfactoria. Las exacciones de Garay en Panuco provoca ron una insurrección de los indios, sofocada vio lentamente por Alvarado, siempre el hombre de los procedimientos contundentes. La paz fue res tablecida por Sandoval, que se vio obligado a ordenar rigurosas ejecuciones, cuyo recuerdo sir viera de ejemplo. Cuatrocientos caciques, al de cir de Cortés, fueron enviados a la hoguera. La noticia de la captura de su primer convoy por el pirata francés llegó entonces a oidos de Cortés, quien reunió en seguida un nuevo tesoro de oro, plata, tejidos, plumas y obras de arte exó ticas, con destino al emperador su señor. Unió a los presentes una culebrina fundida en plata, obra maestra de los talleres por él constituidos, y que debía atestiguar a la vez la riqueza del país y la maestría de los obreros indios. Un fé nix desplegaba sus alas sobre la culata de la pie za. en la que leíase la siguiente divisa: Aquesta nació sin par, yo en serviros sin segundo, vos sin igual en el mundo. Estas pocas palabras, con las que el conquis tador, lleno de justo orgullo, afirmaba ser sin se gundo en el servicio de Su Majestad, no fueron recibidas en la corte sin dejar de provocar envi dias. La culebrina fue allí juzgada como una fanfarronería bastante indiscreta.
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En su relación al emperador del mes de octu bre de 1524, el infatigable declaraba que llevaba demasiado tiempo inactivo y que ya era hora de intentar nuevas empresas.
CAPÍTULO XI LA MARCHA EN LA SELVA VIRGEN
Cortés está en marcha hacia las tierras del Sur. Cabalga a la cabeza de sus tropas. El sol se acer ca a su ocaso, y los pensamientos, como las som bras, se alargan. Entonces, una voz se eleva al lado del conquistador: es el bajo profundo de Sandoval el fiel, que canta: — ¡Ay, tío, y volvámonos; ay, tío volvámonos, questa mañana he visto una señal muy mala! |Ay, tío, volvámonos! Y con el mismo tono responde el capitán Cortés: — ¡Adelante, mi sobrino, adelante, mi sobrino, y no creáis en agüeros, que será lo que Dios qui siere! ¡Adelante, mi sobrino! Los consejos de Sandoval, queriendo desviar al conquistador del camino peligroso, no eran más que canciones; pero la aventura había de ser bien distinta de un agradable paseo.
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Cristóbal de Olid había sido enviado por Cor tés en 1525 para fundar una colonia en Hondu ras, pues la preocupación que guiaba al general en sus planes era el descubrimiento de un paso o estrecho, cuya existencia suponía, que permitie ra pasar, al sur de México, del Océano Atlántico al Pacífico. «... Viendo que otra cosa no me quedaba para esto, sino saber el secreto de la costa que está por descubrir entre el río de Panuco y la Florida, que es lo que descubrió el adelantado Juan Ponce de León, y de allí la costa de la dicha Florida por la parte del Norte, hasta llegar a los Baca llaos, porque se tiene cierto que en aquella costa hay estrecho que pasa a la mar del Sur, y si se hallase, según cierta figura que yo tengo del pa raje adonde está aquel archipiélago que descu brió Magallanes por mandado de V. A . p a r e ce que saldría muy cerca de allí, y siendo Dios Nuestro Señor servido que por allí se topase el dicho estrecho, sería la navegación desde la Es pecería para esos reinos de V. M. muy buena y muy breve, y tanto, que sería las dos tercias par tes menos que por donde agora se navega, y sin ningún riesgo ni peligro de los navios que fuesen y viniesen, porque irían siempre y vemían por reinos y señoríos de V. M., que cada vez que al guna necesidad tuviesen, se podría reparar sin ningún peligro, en cualquiera parte que quisie-* * Cortés cambia a cada paso de tratamiento al dirigirse al emperador. ( N . d e l T .)
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sen tomar puerto, como en tierra de V. A., y por representárseme el gran servicio que aquí a V. M. resulta, aunque yo estoy harto gastado y empe ñado, por lo mucho que debo, y he gastado en todas las otras armadas que he hecho así por la tierra como por la mar, y en sostener los per trechos y artillería que tengo en esta ciudad y envío a todas partes, y otros muchos gastos y costas que cada día se me ofrecen, porque todo se ha fecho y hace a mi costa, y todas las cosas de que nos hemos de proveer son tan caras, y de tan excesivos precios, que aun la tierra es rica, no basta el interese que yo della puedo haber a las grandes costas y expensas que tengo; pero con todo, habiendo respeto a lo que en este ca pítulo digo, y posponiendo toda necesidad que se me pueda ofrecer, aunque certifico a V. M. que para ello tomo los dineros prestados, he de terminado de enviar tres carabelas y dos bergan tines en esta demanda, aunque pienso que me costara más de diez mil pesos de oro; y juntar este servicio con los demás que he fecho, porque le tengo por el mayor, si, como digo, se halla el estrecho, y ya que no se halle, no posible que no se descubran muy grandes y ricas tierras don de V. C. M. mucho se sirva, y los reinos y seño ríos de su real corona se ensanchen en mucha cantidad.» Cristóbal de Olid se había embarcado con 360 hombres en seis navios, y según las instruc ciones recibidas a su salida, debía tocar en La Habana para recoger caballos, víveres, cerdos y
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conservas que un viejo soldado, Alonso de Contreras, había ido a comprar previamente. El ob jeto de la misión en Honduras era obtener con pacíficos procedimientos, sin derramamiento de sangre, la sumisión de los naturales, y fundar allí una ciudad con un buen puerto. Olid debía buscar igualmente yacimientos de oro y plata, así como informarse de la existencia del famoso estrecho. Dos sacerdotes lo acompañaban, uno de los cuales estaba en condiciones para servir de intérprete y emprender más fácilmente la evangelización de los indios. Llevaban gran can tidad de imágenes de la Virgen para erigirlas en las ciudades, al mismo tiempo que señalarían el camino con cruces. Olid era un mozo de treinta y seis años, rubio y musculoso, de hermoso aspecto y generoso, pero ambicioso y de los que sufren recibiendo órde nes. Había estado antes empleado en Cuba en casa de Diego Velázquez, el cual, al ver de nue vo en la isla a su antiguo subordinado, le obse quió y halagó con mil atenciones, instándole para que se levantara contra Cortés. Quedó conve nido que ambos se apoderarían del país de Hi gueras y del Honduras para Su Majestad y en nombre del rey. Velázquez equiparía la expedi ción y se haría conceder por el emperador el go bierno del país conquistado. Informado Cortés de la traición, envió contra el rebelde a Francisco de las Casas, al mando de cinco navios bien armados y cien hombres de tropa. Las Casas desembarcó en la ciudad que
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acababa de fundar Olid bajo el nombre de El Triunfo de la Cruz, librándose un combate, en que fue echada a pique una de las carabelas ene migas. Ya se habían entablado negociaciones en tre los dos capitanes, cuando un temporal arrojó contra la costa la escuadra de Las Casas. Todo se perdió. Treinta soldados se ahogaron, y el resto, hechos prisioneros, se vieron obligados a jurar obediencia a Olid. Las Casas fue encerrado por tiempo indefinido con su segundo, Gil González de Ávila. Olid, mientras tanto, confiaba demasiado en su poder, sin adivinar que estaba acechado por las intrigas. Nada enseña tan bien a juzgar a Cortés como el destino de estos caudillos, mone da del conquistador. Una tarde, a la hora de la cena, conversaba Olid alegremente con sus te nientes, cuando acercóse Las Casas sin ser nota do, y cogiéndolo por la barba le hundió su cu chillo en la garganta. Gil González y los hom bres de Cortés se arrojaron sobre Olid, llenán dolo de golpes; pero Olid era fuerte como un toro, y mientras pedía ayuda consiguió librarse de las manos de sus enemigos, escondiéndose tras unos macizos de plantas en espera de defensa. Sus partidarios quedaron aterrorizados, y descu bierto en su escondite, Olid fue juzgado inme diatamente como un rebelde, y degollado en la plaza pública de Naco. Los dos capitanes decidieron entonces volver a México para dan cuenta a Cortés de su con ducta; mas éste, impaciente por su inacción y
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temiendo por la vida o el éxito de sus capitanes, se había ya puesto en camino para Honduras. Todos los antiguos conquistadores y sus ami gos le aconsejaron demorase la ejecución de su proyecto, alegando que su partida tendría por consecuencia el levantamiento general del país, pues todos sentían la necesidad del puño de hie rro del caudillo para mantener la conquista; pero ya Cortés había formado su resolución y fue im posible hacerle desistir de su propósito. El go bierno municipal quedó asegurado por el tesore ro Estrada y el contador Albornoz, que fueron después reemplazados por el factor Salazar y el veedor Chirinos. Cortés dejó México el 12 de oc tubre de 1524. Llevaba consigo a Guatimozin, el señor de Tacuba, otros caciques y la indispensable doña Ma rina, además de un gran número de caballeros establecidos en México, un sacerdote merccdario, dos franciscanos flamencos y todo un séquito montado con gran tren: mayordomo, máitre d’hótel, sumiller, ayuda de cámara, camarero, mé dico cirujano, pajes, dos escuderos armados de lanzas, ocho palafreneros, dos halconeros, cinco oboístas, un equilibrista y un jugador de cubile tes. En su equipaje ocupaba lugar una espléndi da vajilla de oro y plata. Las acémilas eran conducidas por acemileros españoles, y como cómoda provisión, una gran manada de cerdos, que por el camino se iban cebando. Tres mil mexicanos, con sus armas de guerra, escoltaban al general, sin contar los es
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clavos, tantanes y mujeres. Este cortejo es al que muchos comentaristas califican, no sin mala in tención, de sátrapa. El intendente Gonzalo de Sandoval y el ins pector de rentas Chirinos acompañaron a Cortés hasta Guazacualco. En todas las ciudades del trayecto se organizaban fiestas en honor del con quistador, que se abandonaba al gusto viril que sentía por el fausto. Pero el programa era duro: se trataba de recorrer quinientas leguas a través de todo el Yucatán, un país cubierto de selvas vírgenes, de tan espeso follaje, que la opacidad de su bóveda no permitía a los rayos del sol del mediodía llegar a su esponjoso suelo. En esta ver de tiniebla la fecunda humedad engendraba sin tregua mil clases de plantas e insospechados ani males. Los pies se hundían en pantanos sin lími tes, en que los mosquitos nacían por miríadas, monstruosa generación e ininterrumpida de terri bles zancudos mexicanos, cuyos batallones eran aún más desmoralizadores que los de los mismos aztecas. Infinidad de veces fue preciso franquear ríos improvisando puentes y canoas. En el río Chilapa se perdieron cuatro días construyendo embarcaciones. En los vados inciertos, los caba llos se hundían en el fango hasta la cincha. A veces, los indígenas sorprendidos en las ciuda des abandonadas informaban sobre el camino a seguir y contribuían con provisiones de maíz, aves o legumbres. Al fin se pasó el río Tabasco. Aunque la historia no haya dicho nada de ello, Cortés y su tropa pasaron cerca de Iztapan, a
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poca distancia de Palenque, donde las ruinas co losales de tiempos desconocidos, cubiertas de vegetación que todo lo invade, atraen hoy día a los investigadores por la magnificencia de sus construcciones. ¿Eran ya necrópolis cuando los conquistadores recorrieron aquel país de mis terio? Casi todos los españoles murmuraban contra el capitán, que habíalos arrastrado a una empre sa cuyo fin no se veía nunca. Las tropas sufrían hambre en medio de esta naturaleza colosal y hostil. Los caciques de México se apoderaron de dos indígenas encontrados en el camino, y matán dolos, se los comieron después de haberlos co cido en hornos practicados en la misma tierra. Lo mismo devoraron a dos guías de la columna. Cortés, como ejemplar castigo, los mandó que mar vivos. En cuanto a los músicos del séquito del gene ral. el hambre los había hecho enfermar, y ya no divertían con sus óboes ni guitarras. Uno de ellos, sin embargo, hacía protestar a los soldados en cuanto se ponía a cantar, pues pensaban que su voz era más agria que aullido de zorro o de chacal, y que más hubiera valido tener un poco de maíz para comer, que no nutrirse con música. Por el camino se iban trazando cruces en el tronco de las ceibas, con inscripciones que indi caban la fecha en que la columna había pasado por aquellos lugares. Al fin, los que rompían la marcha anunciaron que se veían, más allá y por encima de las copas de los árboles, las casas de
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una ciudad. Era Temaztepec, y en ella encontra ron. si no los habitantes, pues habían huido, por lo menos con qué alimentarse, bajo forma de maíz, legumbres y aves. Una vez llegado, Cortés se dedicó a conquistar a los caciques, halagando su vanidad y haciéndoles algunos presentes. Des pués envió un capitán a Xilango, donde debía encontrar dos navios cargados de víveres y allí citados previamente. Los dos capitanes se encontraron nada más que para disputarse el mando de la expedición. Los españoles terminaron matándose unos a otros, acabando los supervivientes a manos de los in dios, que saquearon los navios. Entonces fue Berna! Díaz del Castillo despachado a Alcalá, dis trito compuesto por veinte poblaciones, para pro veerse de lo necesario, lo que hizo conquistando a los indígenas con regalos de cuentas de cristal y demás bisutería. Cortés se había vuelto a poner en camino. Fue necesario construir un nuevo puente sobre un gran río, consiguiéndose después de mil fatigas. Hubo que cortar en pleno bosque, en la selva, los árboles necesarios para obtener mil maderos del mismo espesor que el cuerpo de un hombre y sesenta pies de longitud. El «puente de Cortés», como se le llamó, fue durante largo tiempo ob jeto de la admiración de los indígenas. La dura marcha prosiguió, careciendo los sol dados de todo y alimentándose como podían con los recursos de la selva, hasta que al fin fue avis tado Bemal Díaz, que llegaba con 130 cargas de
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maíz, ochenta gallinas, miel, albaricoques, sal y fruta. Gritaba: « ¡No tocar, que es para el capi tán Cortés!» Pero los hombres, exasperados por la fatiga y el hambre, se abalanzaron sobre el convoy, dedicándose al pillaje. El general, ante esta indisciplina, sintió que perdía la paciencia y púsose a jurar golpeando nerviosamente el sue lo con su pie; pero sus amenazas fueron inútiles, y los soldados, insubordinados, acusaban a sus jefes, como suele suceder cuando la autoridad pierde el tino exigiendo esfuerzos demasiado pe nosos. Corría el rumor de que Cortés y sus capi tanes habían consumido ellos solos todos los cer dos que llevaban como reserva. Por fortuna, Bernal Díaz tenía a alguna distancia una reserva de doce cargas de maíz, veinte gallinas, veinte potes de miel, albaricoques, sal y dos indias para hacer el pan, así es que el general y sus adeptos tam bién pudieron calmar su hambre. Una legua más lejos, por poco se pierden los caballos en un pantano en el que se enfangaban hasta las crines. Al fin se llegó a Alcalá en Pen tecostés del año 1524. Tantas fatigas y trabajos pueden ayudar a comprender la tragedia que a esto siguió, y en la que es difícil ver otra cosa que la acción de un hombre cuya fuerza nerviosa y constitución física acababan de ser sometidas a la más ruda de las pruebas. *
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«Aquí en esta provincia acaeció un caso que es bien que V. M. lo sepa, y es que un dudada-
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no honrado desta ciudad de Tenuxtitan, que se llamaba Mexicalcingo, y después que es bautiza do se llama Cristóbal, vino a mí muy secreta mente una noche y me trujo cierta figura en un papel de lo de su tierra; y queriéndome dar a entender lo que significaba, me dijo que Guateumucin, señor que fue desta ciudad de Tenuxtitan, a quien yo después que la gané he tenido preso, teniéndole por hombre bullicioso, y le llevé con migo aquel camino con todos los demás señores que me paresció que eran parte para la insegu ridad y revuelta destas partes, e díjome aquel Cristóbal que aquel Guateumucin. e Guanacincen, señor que fue de Tacuba, y un Tecatelz. que a la sazón era en esta ciudad de México en la parte de Tatelulco, habían hablado muchas ve ces y dado cuenta de ello a este Mexicalcingo, que, como dije, se llama agora Cristóbal, dicien do como estaban desposeídos de sus tierras y se ñorío y las mandaban los españoles, y que sería bien que buscasen algún remedio para que ellos las tomasen a señorear y poseer; y que hablando en ello muchas veces en este camino, les había parescido que era buen remedio tener manera como me matasen a mí y a los que conmigo iban, y que después, muertos nosotros, irían apellidan do la gente de aquellas partes, hasta matar a Cris tóbal de Olid y la gente que con él estaba, y en viar sus mensajeros a esta ciudad de Tenuxtitan para que matasen todos los españoles que en ella habían quedado, porque les parescía que lo po dían hacer muy ligeramente, siendo así que to
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dos los que quedaban aquí eran de los que ha bían venido nuevamente, y que no sabían las cosas de la guerra, y que acabados ellos de hacer lo que pensaban, irían apellidando y juntando consigo toda la tierra por todas las villas y luga res donde hubiese españoles, hasta los matar y acabar a todos, y que hecho esto, pomían en to dos los puertos de la mar recias guarniciones de gente para que ningún navio que viniese se les escapase, de manera que no pudiese volver nueva a Castilla, y que así serían señores como antes lo eran; y que tenían ya hecho repartimiento de las tierras entre sí, y que este Mexicalcingo, Cristó bal, que desto me avisaba, le hacían señor de cierta provincia. »Pues como yo fui tan largamente informado por aquel Cristóbal de la traición que contra'mí e contra los españoles estaba urdida, di muchas gracias a Nuestro Señor por haberme la así re velado, y luego, en amaneciendo, prendí a to dos aquellos señores y los puse apartados el uno del otro, y les fui a preguntar cómo pasaba el negocio, y a los unos decía que los otros me lo habían dicho, porque no sabían unos de otros; así que hubieron de confesar que era verdad que Guateumucin y Tepanquecal habían movido aquella cosa, y que los otros era verdad que lo habían oído, pero que nunca habían consentido en ello; y desta manera fueron ahorcados estos dos, y a los otros solté, porque no parescía que tenían más culpa de habelles oído, aunque aqué lla bastaba para merecer la muerte.»
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«Antes que los ahorcasen —dice Berna! Díaz— los frailes franciscanos y el mercedario fueron esforzándolos y encomendando a Dios con la lengua1 doña Marina; y cuando le ahorcaron, dijo el Guatemuz: « ¡Oh capitán Malintzin! Días había que yo tenía entendido e había conocido tus falsas palabras que esta muerte me habías de dar, pues yo no me la di cuando te entraste en mi ciudad de México; ¿por qué me matas sin justicia? Dios te lo demande.» El señor de Tacuba dijo que daba por bien empleada su muerte por morir junto con su señor Guatemuz. Y antes que tos ahorcasen los fue confesando fray |uan el mercedario, que sabía, como dicho he, algo de la lengua, y los caciques les rogaban les encomendasen a Dios, que eran para indios buenos cristianos, y creían bien y verdaderamen te; e yo tuve gran lástima del Guatemuz y de su primo, por habelles conocido tan grandes se ñores, y aun ellos me hacían honra en el cami no en cosas que se me ofrecían, especial en dar me algunos indios para .traer yerba para mi caba llo. Y fue esta muerte que les dieron muy injusta mente dada, y pareció mal a todos los que íba mos aquella jornada.» Así fue como Cortés se desembarazó de un superviviente a todas luces molesto. Bajo la for ma moderada de su fría crítica, la relación del capitán Berna! Díaz, también él uno de los pri meros conquistadores, y sabiendo el precio exaci Intérprete. ( N . d e l T . )
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to de una vida humana, por haber dispuesto mu chas veces de ellas sirviendo a Dios y al rey, nos da, puede ser, la mejor expresión de lo que se debe pensar de la decisión del general, para quien esté fuera de los sucesos y del ejercicio de la autoridad. Pero nada más. Historiadores categó ricos y perspicaces han podido afirmar en nues tros días que ningún jefe de Estado del siglo xvi habría vacilado, en caso análogo, en seguir el ejemplo de Cortés. Desde entonces cambia el aspecto de Cortés, siendo el fracaso de esta última empresa, tan cos tosa por las energías gastadas, lo que señala el principio de la desaparición de su buena estrella. En general tomóse preocupado, pasándose las noches sin dormir, obsesionado por sus pensa mientos. Es posible que su vacilante fe en el éxi to le diera oportunidad para pesar el derecho a la violencia y la justicia de la conquista. La muerte de Guatimozin, aquel adversario al que nunca había dejado de estimar impresionó su imaginación. Acampado una de las veces en una pequeña aldea se levantó antes de amanecer, po niéndose a pasear febrilmente por el leocalli a grandes pasos; distraído con sus preocupaciones, sintió de pronto que le faltaba el terreno, y cayó en el vacío desde la altura de un segundo piso, quedando gravemente herido en la cabeza. Pro curó ocultar a todos el accidente salvo al ciru jano que lo curó, y al día siguiente el ejército emprendió otra vez su aventurada marcha. En Peten-Izta. una ciudad construida sobre
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una isla, en un lago, y cuyo cacique parecía ser un entusiasta catecúmeno, un caballo que per tenecía a Cortés se puso tan enfermo, que fue necesario abandonarlo. El destino de este animal fue algo curioso, pues cuentan que los francisca nos que visitaron aquel lugar en 1614, con don Martín Ursua, para construir allí una iglesia, en contraron un gran templo adornado con la ima gen de un caballo esculpido en piedra. El caballo abandonado habíase convertido en objeto de ve neración para los indios, quienes se dedicaron a alimentarlo con flores, pájaros, golosinas, etc., lo que dio por resultado enviar rápidamente el cor cel del conquistador al paraíso de los caballos de guerra. Sus restos fueron colocados en el rango de las divinidades del lugar y adorados bajo el nombre de Tziminchac, dios del trueno y del re lámpago. Se atravesó la sierra de Pedernales, así llamada por estar el suelo cubierto de sílex tan cortantes que herían cruelmente los cascos de los caballos, lo que hizo pasar bastantes fatigas al franquear aquel mal paso. A ocho de los caballos hubo que abandonarlos en aquel lugar. En el curso de esta expedición a Honduras desaparece de la historia doña Marina. Cortés ha sido acusado de ingratitud hacia esta musa guerrera y dulce inspiradora. El hecho es que la dio en matrimonio a un caballero, don juan de Jaramillo. A ella se le habían concedido unas propiedades en su país natal, y allí fue sin duda donde pasó el resto de su vida, en una oscuridad
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que deja su breve aparición en el cielo de la his toria mexicana ornada de un halo de misteriosa claridad. Prosiguióse la marcha por las‘llanuras cálidas y selváticas, pobladas de corzos, que los caba lleros cazaban a la carrera. Los soldados cogían también iguanas, que se comían. Se encontraron con unos indios llevando un thaloceiot que ha bían matado. Más lejos, en un gran lago, pudie ron pescar grandes peces del tamaño de sábalos. Por Pascua llegaron a la ciudad de Taica, donde las provisiones fueron abundantes y permitieron festejar alegremente la Resurrección. Después se alcanzó Oculizti, donde Sandoval tomó la delan tera, encontrándose a tres colonos que venían de San Gil de Buena Vista para recoger zapotes. Por ellos se enteraron de todo lo concerniente a la trágica muerte de Cristóbal de Olid. Les habitantes de aquel pequeño puerto pa decían hambre, no pensando otra cosa que en volver a Cuba. Cortés franqueó el estuario sobre dos canoas amadrinadas, y fue el primero en en trar en la colonia, siendo acogido por los gritos de bienvenida de los españoles, a cuyo frente estaba Gil González de Avila. Siguió el ejército franqueando el golfo Dulce, en la bahía de Honduras, no lejos de la villa de Copan, célebre hoy día por sus ruinas. En el puerto reinaban las enfermedades y el hambre. En un navio llegado de Cuba exploró Cortés el río hasta Cinacatan, enviando después a San doval a Naco, y yendo él mismo por mar a Puer
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to Caballos, fundó la colonia de Natividad. Al fin, embarcándose con su gente en dos berganti nes, llegó a Trujillo, la ciudad fundada por Cris tóbal de Olid bajo el nombre de Triunfo de la Cruz. Allí se le unió Sandoval. Al llegar éste, y antes de entrar en la ciudad, poco más o menos a la hora de vísperas, vio cin co caballeros, que eran Cortés y sus amigos, dan do su habitual paseo por la costa. El general echó pie a tierra, y corriendo hacia su fiel com pañero, lo abrazó con efusión. Cortés no era ni la sombra de lo que había sido, pues había es tado a punto de morir de fiebres, causadas por el agotamiento físico y las preocupaciones. Había parecido su muerte tan inminente, que prepara ron el hábito de franciscano, con el que deseaba ser enterrado. El desaliento de los españoles era extremo, y el general, habiendo convidado a co mer a sus amigos, no pudo darles el suficiente pan de maíz para apagar su hambre. Sin embar go, aún le quedaban bastantes energías para ha cer compartir a sus hombres su entusiasmo. Ex ploraba el Nicaragua, cuando sus sueños de nue vas conquistas y extensión territorial se vieron bruscamente interrumpidos. Un navio fondeó en el puerto, y su capitán, al pisar tierra, fue a besar las manos de Cortés, en tregándole una carta del licenciado Zuazo. Las noticias no eran para curar un alma herida. Ex pulsado por la revolución y refugiado en La Ha bana, el antiguo alcalde mayor de México ponía al general al corriente del desastre. El factor Sa-
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lazar y el veedor Chirinos se habían apoderado del poder en la capital, esparciendo el rumor del asesinato de Cortés y pérdida de su ejército, ven diendo sus bienes y obligando a las mujeres de los conquistadores a contraer segundas nupcias. El terror reinaba en México, y ante las exaccio nes de estos déspotas sin freno, se rebelaban las provincias. Gil González de Ávila y Las Casas, así como Zuazo, habían sido condenados a muer te, después desterrados, y un mayordomo de Cor tés fue colgado. Sólo la presencia del general po día restablecer el orden; pero aquello no era más que cuestión de tiempo.' Cortés despachó para México a Orantes, con plenos poderes para destituir al factor y al veedor, poniendo en su lugar a Las Casas y Alvarado, o en su defecto a Estrada y Albornoz. Orantes, disfrazado de in dio, entró de noche en la capital, donde reunió a todos los fieles amigos de Cortés, derribando el gobierno y restableciendo la tranquilidad. Cortés pensaba ya en su vuelta; pero por dos veces pareció que el cielo se oponía a su parti da, viéndose obligado por el temporal y las co rrientes a no abandonar el puerto. Una tercera vez, el 25 de abril de 1526, embarcóse, arribando a las costas de Cuba, donde se detuvo poco. Zar pó en seguida con rumbo a San Juan de Uloa, y de allí salió para Medellín, adonde llegó el 20 de mayo. Nadie había sido avisado de su vuelta. Entró en la ciudad antes del alba, yéndose de recho a la iglesia, cuya puerta estaba abierta, y
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en la que penetró con todo su séquito. Llegó el sacristán, y viendo el santuario lleno de extra ños, sintió miedo y pidió auxilio, acudiendo en seguida alcaldes y alguaciles, que intentaron dessalojar el santo lugar. Estaba Cortés tan desfi gurado por las fatigas del viaje, que no fue re conocido más que por su voz. Corrió la nueva de su llegada, siendo acogida con una explosión de alegría, a la que siguió la más deferente y en tusiasta de las bienvenidas. Era el salvador. La marcha hacia México fue un camino triun fal, sembrado de flores, con fiestas y recepciones preparadas por doquier. En Tlascala se quiso fes tejar al conquistador con danzas y juegos, suce diendo lo mismo en Tezcuco, donde rogaron al general que se detuviera para no entrar en la ca pital hasta la mañana del siguiente día. A la hora prefijada salieron de México el te sorero, los conquistadores, los caballeros, la mu nicipalidad y todos los oficiales vestidos con sus mejores galas. Los caciques mexicanos venían aparte, estableciendo una fastuosa competencia con sus vestidos e insignias. La laguna estaba cubierta de embarcaciones tripuladas por guerre ros indios, y Cortés pudo recordar el parecido espectáculo que se ofrecía a sus ojos cuando com batía contra Guatimozin; pero en esta ocasión las demostraciones de los mismos indios en fa vor del vencedor fueron tales, que otras lágrimas, menos amargas que aquéllas, resbalaron por los ojos del capitán. ¡Hermoso timbre de gloria este
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amor inspirado a los vencidos tan poco tiempo después de su derrota! Luego de haber recibi do a los capitanes españoles, los aztecas se arro jaron en brazos del caudillo con una especie de filial emoción. Danzas y fiestas de todas clases sucediéronse; las casas ilumináronse al anoche cer, y al día siguiente infinidad de procesiones recorrieron las calles en acción de gracias. Hacía entonces dos años que Cortés había partido para su expedición a Honduras. El conquistador estaba agotado. Los sufrimien tos y el trabajo habían conseguido minar su tem peramento y debilitar su voluntad. Retiróse al convento de San Francisco, donde pasó seis días para dar cuenta a Dios de sus pecados.
CAPÍTULO XII LAS ULTIMAS GESTAS De vuelta a México, Cortés puso menos dili gencia y ardor de lo que se esperaba en perse guir a sus enemigos. Algunos critican esta acti tud, siendo afortunadamente los mismos que otras veces le acusaron de crueldad. Pero el con quistador iba a ser desde entonces el blanco de los ataques de adversarios decididos a pronun ciar siempre la última palabra. A fines de julio desembarcó en Nueva España un juez de resi dencia llamado Ponce de León, encargado de ha cer una investigación sobre la conducta del ge neral. Llevaba una carta de Carlos V dirigida a Cortés, en la que el emperador hacia manifesta ción a este último de su amistad, al mismo tiem po que pedía se sometiera a aquella investigación para reducir al silencio todas las calumnias de que era blanco. Ponce de León fue recibido con cortesía; pero
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al poco tiempo fue atacado por unas fiebres, a consecuencia de las cuales murió. Nuevo pretex to para más envenenadas acusaciones. Ponce dejó sus poderes a un anciano, Marcos de Aguilar, achacoso y débil, que tampoco vivió mucho, su cediendo a éste Estrada, el tesorero real, que era enemigo declarado de Cortés, y trató de persua dir a la corte de que éste planeaba un levanta miento general para tomar el mando supremo y empezar una acción contra España. Cortés, desdeñando luchar contra tales acusaciones, se había retirado a Coyoacan, donde se permitió to mar algún descanso. Lo más grave fueron las ex acciones de todas clases y las crueldades de que se hicieron culpables Estrada y Núñez de Guzmán, gobernador de Panuco, tanto hacia los es pañoles como hacia los indígenas. La Audiencia Real de Nueva España sintió sublevarse su áni mo ante la situación creada en el país por estos indignos déspotas, y Cortés, al fin cansado, deoidió ir en persona a defender su causa ante el emperador. A pesar de la oposición de Estrada, que lleno de inquietudes trataba de impedírselo, don Her nán se puso en camino. En Vera Cruz recibió la noticia de la muerte de su padre, don Martín, y con el natural dolor embarcóse para Castilla. Llevaba consigo a su fiel Sandoval y Andrés de Tapia, además de unos cuantos jefes aztecas y tlascaltecas, entre los cuales se contaba un hijo de Moctezuma y otro de Maxixca. En su equipaje había acumulado ejemplares de todas las clases
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de plantas y minerales del pais, armas, vainilla, iiquidámbar, animales, loros, garzas y jaguares y gran cantidad de tejidos. Su séquito estaba aún compuesto por juglares, bailarines y bufones, que más tarde había de regalar a Su Santidad el Papa Clemente V il. Además llevaba joyas, 200.000 pe sos en oro y 1.500 en plata. Sin incidente alguno desembarcó en Palos en mayo de 1528, yendo Cortés al monasterio de la Rábida, célebre por el recuerdo de Cristóbal Colón. Allí encontró a Francisco Pizarro, el fu turo conquistador del Perú. Una nueva aflicción le esperaba en tierra, pues al cabo de poco tiem po, Sandoval, apenas pisado el suelo de su pa tria, falleció. Cortés consagró algunos días para celebrar los funerales del más leal de sus ami gos, del más querido, y el único acaso que pudie ra comparársele. Después pasó unos días en el castillo de los duques de Medina-Sidonia; luego, nueve en Guadalupe, tomando seguidamente el camino de Toledo, donde por entonces residía la corte. Tal era la fama del conquistador, que de todas partes acudió gente para recibirlo y contemplar las maravillas que traía de Nueva España. El duque de Béjar, los condes de Aguilar y Medellín, el gran prior de San Juan y numerosos cor tesanos avanzaron a caballo para darle la bien venida hasta las moriscas puertas de la imperial ciudad que el Tajo baña. La llegada de Cortés había disuelto brusca mente el corro de malquerencias que contra él
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había podido levantarse, y la sensación causada por su presencia fue suficiente para crear un mo vimiento en la opinión, cuya importancia pudo ser apreciada en altas esferas. El -emperador con cedió una audiencia al general, recibiéndolo con pruebas de estimación y simpatía, cogiéndole de la mano en el momento en que iba a arrojarse a sus pies, y haciendo que se sentase a su lado. El César se informó al detalle de las cosas de México, siendo Cortés la mejor de las fuentes para ello, viéndose éste asediado por un sinfín de preguntas. Habiendo la enfermedad retenido al conquistador en su alojamiento, el emperador le honró visitándole en su lecho. El plan de un gobierno estable y de una metódica colonización fue examinado detalladamente en el curso de es tas entrevistas. El conquistador quedó mantenido en su rango de capitán general, y cartas patentes del 6 de julio de 1529 le otorgaron el título de marqués del Valle de Oaxaca. También recibió el hábito de caballero de Santiago y se le confe ría un dominio que comprendía 28 pueblos y al deas. La doceava parte de sus futuros descubri mientos le quedaba también asignada en adelante. Para llevar al colmo su fortuna. Cortés con trajo matrimonio con doña Juana de Zúñiga, hija del duque de Aguilar. En esta nueva unión no había nada de matrimonio por amor: los novios no se conocían; pero el general obsequió a su futura con un regio regalo. Eran cinco enormes chalchiuis de México, uno de los cuales tenía forma de campana y un badajo de perlas; «Ben
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dito sea el que te crió», decía la inscripción gra bada en la campana. Otro representaba un pez con ojos de oro. El tercero imitaba una rosa. El cuarto tenía forma de cuerno; y el quinto, talla do en forma de copa, rematada con una perla, reposaba sobre una base de oro, sobre la cual estaba grabada una orgullosa divisa: Inter natos mulierum non surrexit major. Los mercaderes de Sevilla ofrecían a Cortés por una sola de es tas joyas la suma de cuatro mil ducados. El con quistador hizo mal, sin embargo, envaneciéndose tanto del valor de sus regalos, pues la emperatriz Isabel de Portugal, apasionada de las joyas, sin tió celos de la afortunada novia. No supo el hé roe aprovechar la ocasión para hacerse simpático, de lo que habría de arrepentirse más tarde. Cortés no olvidaba a sus aliados, los auxiliares sin los cuales la conquista de México hubiera sido una vana y loca aventura. Los tlascaltecas quedaron exentos de tasas y tributos. Los cempoaltecas, lo mismo durante un período de dos años. Se dotaron las escuelas y colegios de hijas de nobles indígenas. Se consagraron fondos para la construcción de escuelas e iglesias, siendo el obispo de Zumárraga quien recibió las preben das. Los conquistadores fueron objeto de privi legios que les permitían fundar establecimientos en el país. Y, en fin, las cuatro hijas de Mocte zuma fueron dotadas y educadas en el convento de Tezcuco. lo mismo que las hijas de las nobles mexicanas casadas con españoles. En el verano de 1529 Carlos V se embarcaba
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para Italia, escoltando Cortés al emperador has ta Barcelona, donde se despidió de Su Majestad. Había triunfado plenamente; pero no había aún llegado al término de sus tribulaciones. Perma neció en España hasta la primavera siguiente, en que emprendió otra vez la vuelta a México, acom pañado de su joven esposa, su madre y todo su séquito. En México no habían cejado el odio y la envi dia, y Núñez de Guzmán había obtenido de la Audiencia que se hiciera una investigación gene ral sobre la conducta del caudillo. A esto fue a lo que se le llamó la pesquisa secreta. Ocho car gos habían sido levantados contra el conquis tador: proyectada rebelión contra la Corona; ase sinato de dos comisarios enviados para vigilar sus actos; asesinato de su mujer Catalina Suárez; extorsiones y prácticas licenciosas. Es pre ciso creer que ninguna de estas acusaciones pudo mantenerse, siendo sólo fruto de la mala fe y la calumnia, pues el gobernador no dio curso a las investigaciones. La conducta de la Audiencia y de Guzmán, en esta ocasión, apareció tan odiosa que pudo temerse una insurrección. Cortés, en su viaje de vuelta, había hecho es cala en Santo Domingo, llegando a Vera Cruz el 15 de julio de 1530. Todavía fue recibido con aclamaciones, aunque habían sido dadas órdenes para dispersar la gente que se reuniera y evitar toda demostración. Mientras que el general avan zaba, saludado por todos sus amigos de Tlascala y Tezcuco. se dio la noticia de que no podía en
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trar en la capital, estando esta decisión corrobo rada, según' dicen, por cartas de la emperatriz, que no guardaba mucho afecto a un héroe que tan poco galantemente se había portado con ella. Una nueva Audiencia fue nombrada en el mes de diciembre de 1530, mejor dispuesta con res pecto al conquistador; pero después prosiguie ron las persecuciones, traducidas en cartas escri tas a la corte. La gloria del general oscurecía a aquellos funcionarios, que le acusaban ahora de hacer añadir a las oraciones rezadas por el rey y la familia real, después de la frase ... cum prole regia, las palabras: et duce exercitus nostri*. Tenía, según decían, una temible influencia so bre los indígenas, y usaba de sus poderes de ca pitán general para vengarse de sus enemigos. « ¡Quiera Dios —añadían puerilmente— que se volviera a España!» Aún se discutía sobre el número de vasallos que el emperador le había concedido. El conquistador de México, explorador de Hon duras y gran hombre de guerra, no estaba hecho para estas discusiones bizantinas. Las miserables picaduras de los mosquitos le importunaban; así es que alzó desdeñosamente las espaldas y reti róse a Cuerna vaca, donde se había hecho cons truir un palacio entre espléndidos jardines. Se consagró a la explotación de sus dominios, y allí encontró durante algún tiempo manera de em> «... y la familia real». «... y el ¡efe de nuestro ejér cito».
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plear su incesante actividad. Las plantaciones de caña de azúcar, la cría de merinos, la de gusanos de seda, para los que hizo traer moreras; el cul tivo del cáñamo, establecimiento de manufactu ras, y la explotación de las minas de Zacatecas, le depararon campo suficiente donde ejercitar su metódico espíritu y el gusto inveterado que po seía para crear progreso a su alrededor. El nuevo continente presentaba todavía, sin embargo, demasiados problemas, que no consen tían la quietud. Una gran obra de explotación se imponía, y Cortés la abordó con tanta decisión como valor, aunque con menores probabilidades de éxito. Parece como si desde la expedición a Honduras hubiera palidecido la estrella del con quistador. El resultado de todos sus esfuerzos terminó en acerbos fracasos; pero se obtuvo al menos el exacto conocimiento de México en todas sus costas, en particular en el Pacífico, desde la bahía de Panamá hasta el río Colorado. Antes de su partida para España. Cortés había enviado algunos navios a las Molucas. En 1532 y 1533 habían sido enviadas dos expediciones hacia el Noroeste. La primera, mandada por Die go Hurtado de Mendoza, salió de Acapulco, lle gando hasta California; pero uno de los navios se perdió con el capitán, mientras que el otro arribaba a Jalisco. La segunda partió de Tehuantepec, sufriendo una suerte todavía más cruel. Becerra, el capitán, fue asesinado por su piloto Jiménez, que a su vez murió en la bahía de San ta Cruz a manos de los indígenas. Núñez de Gue
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vara se apoderó del navio en Chiametla, y Cortés dirigió a la Audiencia una protesta, que no fue escuchada, poniéndose entonces él mismo en ca mino y reconquistando su navio, pero no su car gamento. Allí se le unió una pequeña escuadra con trescientos esclavos negros y cuatrocientos españoles, emprendiendo en el golfo de Califor nia un viaje que resultó desastroso, volviendo a Santa Cruz (La Paz) bastante desanimado. Por este tiempo llegó a Nueva España don An tonio de Mendoza, primer virrey de México. La esposa de Cortés, inquieta por la suerte del con quistador, ausente desde hacía tantos meses, y cuya muerte le había sido anunciada, obtuvo que fueran enviados dos navios en su busca. Cortés estaba en aquel momento en Acapulco, dejando a Francisco de (Jlloa la exploración del golfo de California, en la que éste perdió bienes y persona en una de sus navegaciones sobre aque lla mar que durante algún tiempo llegó el nom bre de mar de Cortés. Las empresas de éste hombre, al que algunas veces se ha tachado de avaro, le habían costado trescientos mil castellanos de oro. sin que de ellas obtuviera el menor beneficio, y habiéndose visto obligado a pedir prestado a sus amigos y empe ñar las joyas de su mujer. El único resultado de estos viajes, para él tan desgraciados, fue el útil e indispensable reconocimiento que se efectuó alrededor de aquel país por él conquistado. Otros eran los que habían de recoger su beneficio, con la intemperancia de los aprovechados sin criterio.
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£1 infatigable pensaba en otra expedición con su hijo don Luis; pero sus planes fueron en tal forma contrariados por el virrey, que Cortés de cidió volver a España, embarcándose con otro de sus hijos, don Martín, de ocho años de edad, en 1540. *
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Bien recibido al principio por el Real Consejo, no tardó en darse cuenta de la frialdad que le demostraban. Ya había pasado la época de curio sidad, y otros ocupaban actualmente el sitial de héroe de un día. En 1541 se sintió tentado por la expedición que se preparaba contra Argel. Casi en desgracia con el emperador, cuya atención es taba entonces intensamente dirigida hacia el Perú, pues la conquista de Pizarra parecía ser más fructuosa que la de Cortés (los primeros carga mentos de oro llegaban a España y el César te nía necesidad de un tesoro de guerra), fue de simple voluntario como don Hernando, acom pañado de su hijo, (ornó pasaje en el navio del almirante de Castilla. La desgracia espiaba desde entonces sus pasos, pues un temporal arrojó el navio contra la costa, viéndose precisados Cor tés y el joven Martín a ganar a nado la tierra firme, perdiendo en este último infortunio cuan to quedaba del oro del AnahuaC, tan duramente conquistado, y que, cual resplandecientes gotas, resbaló de manos del conquistador para ir a per derse en las profundidades del océano.
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Y tal es la moral de la historia de Cortés. La conquista de Argel fue abandonada a pesar de las objeciones del capitán, que jamás había cedido ante la adversidad, y que proponía em prender a sus costas otra nueva conquista. En febrero de 1544 dirigía su última carta al se ñor, que de él se desviaba considerándolo ya como hombre acabado y usado instrumento. Al cabo de tres años de espera decidió Cortés la vuelta, para terminar allí sus días, al país que había no solamente conquistado, sino vuelto a crear; pero estaba escrito que nunca habría de volver a ver sus embalsamados jardines de Cuer na vaca. En Sevilla se sintió atacado por la disen tería; retiróse a la pequeña villa de Castilleja de la Cuesta, y piadosamente exhaló su último sus piro en la casa de un magistrado llamado luán Rodríguez, situada en la calle Real, el 2 de di ciembre de 1547, asistido por su hijo don Martín. Tenía entonces sesenta y tres años. Sus albaceas testamentarios fueron, para sus bienes de España, el duque de Medina-Sidonia. el marqués de Astorga y el conde de Aguilar; para sus posesiones de México, su mujer, el arzo bispo de Toledo y dos prelados. Estaba estipula do en su testamento que su cuerpo recibiera se pultura en el sitio donde falleciera; pero que al cabo de diez años fuera trasladado al monasterio de Cuyoacan. Sus restos fueron, pues, solemne-, mente depositados en el panteón de los duques de Medina-Sidonia, en San Isidro de Sevilla. Su hijo don Martín compuso este epitafio:
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Padre, cuya suerte impropiamente aqueste bajo mundo poseía, valor que nuestra edad enriquecía, descansa ahora en paz eternamente. Las últimas voluntades del conquistador de mostraban un curioso interés por la suerte de los esclavos, y este grave problema, alojado en su espíritu sin solución satisfactoria, parece haber le preocupado hasta el último momento. Reco mendaba a su hijo que a ello dedicase toda su atención y que velara por la educación y bienes tar de los indígenas, y éste hizo fundaciones para ello en el Hospital de jesús (La Concepción), de México; un colegio y un monasterio en Cuyoacan, mandando también decir misas para el des canso del alma de su padre, y otras dos mil por todos los que a su lado habían combatido. En 1562, don Martín Cortés, segundo marqués del Valle, hizo trasladar las cenizas de su padre al monasterio de San Francisco de Tezcuco. En 1629 moría don Pedro Cortés, cuarto marqués del Valle, dejando extinguida la línea de los des cendientes varones del conquistador. El virrey, marqués de Serralbo. y el arzobispo de México, don Francisco Manso de Zúñiga, hicieron trasla dar las cenizas de Hernando Cortés a la iglesia de San Francisco, de México. La ceremonia tuvo lugar desplegándose una magnificencia y unas demostraciones de respeto sin igual hasta enton ces. Pero el conquistador no debía conocer en la muerte el reposo que no se había a sí mismo
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permitido en vida. En 1749 sus cenizas fueron trasladadas al hopital de Jesús de Nazareth, por él fundado, donde fueron recibidas en un féretro de cristal adornado de plata. Durante las guerras de la Independencia, que estallaron poco después, los insurrectos resolvieron, movidos por no se sabe qué furor contra el fundador de su patria, abrir la tumba y arrojar al viento el contenido. Las autoridades, más conscientes, se opusieron a esta insensata violación; pero desde 1823 se pierde la huella de los restos del conquistador. Algunos pretenden que los huesos de Cortés es tán en Palermo; otros, que permanecen en Mé xico y querrían repatriarlos a España. El monu mento elevado sobre la tumba fue hecho peda zos; el busto y armas de bronce que lo remata ban, enviados a Sicilia, al duque de Terranova. último representante, por alianza, de la familia del conquistador. En 1833 desaparecieron los úl timos vestigios del desmantelado monumento fu nerario. *
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Hay nombres que condensan tanto de acción humana, que una tempestad de pasión los en vuelve perpetuamente, al igual que la frente del viejo Zeus se ve envuelta por las nubes. Hernán Cortés es uno de ellos. A decir verdad, el irri tante problema que él expone se enuncia con pocas palabras: es el del derecho a la coloniza ción. En su tiempo apenas existía el problema. Con recto y firme corazón, el conquistador justi-
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fica su violencia, por la indiscutible elevación de sus miras. Hoy día no tenemos tanta decisión, ni hay que conquistar nuevamente a México. Cortés dejó su obra terminada, y ésta permanece admi rable, tanto en su ejecución como en su resultado absoluto. La República de México se gloria hoy día de los lazos que la unen a su más lejano pasado. Ella ensalza los méritos de esa raza azteca, a la que aún ha debido hasta nuestros días algunos de sus presidentes. También la estatua de Guatimozin es uno de los principales monumentos que se ven en la capital. Está bien; pero es extraño no encontrar la pareja natural de esta estatua bajo los rasgos del gran hombre cuya ejemplar energía llevó la civilización al Anahuac. La sistemática y radical destrucción de la raza azteca es una leyenda acreditada en parte por los escritos, de un loable idealismo, pero tenden cioso, de Bartolomé de las Casas. Ha sido en el Norte, y por el anglosajón, donde el indígena fue aniquilado. Importa no olvidarlo. Los aztecas no han desaparecido tampoco. Tomados en conjun to, los mexicanos del siglo xx no tienen de eu ropeos y latinos más que su lengua y su cultura. Y este don precioso, ¿a quién se lo deben? Por eso no son explicables ciertos estériles rencores. La piedra del sacrificio se conserva en el Mu seo de México. ¿Se la querría mejor en su sitio de ritual, en la cumbre del teocalli, donde retum ba el macabro tambor, y manchada anualmente por la sangre de veinte mil víctimas?
ÍNDICE
N o t a p r e l i m i n a r ................................................... C a p í t u l o I.—Un bachiller de Salamanca ... C a p . I I . — E l d e s c u b r i m i e n t o .............................. C a p . III.— L a p a la n c a ........................................... C a p . IV.—El encanto de la ciudad de las
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7 28 54
lagunas.....................................................
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C a p . V .— L a f ir m a d e l- p r o c u r a d o r .............. C a p . VI.—Doble emboscada...................... C a p . VIL—Las lágrimas del capitán ....... C a p . VIII.—La reconquista....................... C a p . IX.— Los últimos días del águila so
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142 163 186
bre el cacto .............................................
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C a p . X .— R e c o n s t r u c c i ó n .................................... C a p . XI.—La marcha en la selva virgen ... C a p . XII.—Las últimas gestas.............
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Este libro, publicado por Aguilar, S. A. de Ediciones, se terminó de imprimir el 18 de enero de 1988 en los talleres de Mateu Cromo, S. A. Pinto (Madrid)