La fe compra montañas Por Avelina Lésper Tirar el dinero en objetos sin valor es parte de la sociedad de consumo, pero gastar cientos de miles en nada, eso sí es un lujo del capitalismo. En las ferias de arte exponen cables eléctricos conectados, ramas secas apiladas y el coleccionista ni siquiera se lleva eso, le entregan un certificado de la obra que asegura su autenticidad y que le permite ir él mismo a adquirir los objetos en una tienda y colocarlos en donde le parezca mejor. Este sistema de comercio que vende algo ficticio, que no entrega la mercancía y que además obliga al coleccionista a que él rehaga r ehaga lo que compró, es el sueño del marketing. Harvey Leibenstein define el efecto snob snob como el deseo de comprar algo únicamente porque es extremadamente caro o es extremadamente raro. La tendencia de demanda incrementa el precio cuando el objeto, el que este sea, se percibe como una forma de aumentar el estatus social del consumidor. Lo que ahora sucede rompe las leyes de oferta y demanda: el objeto es simple y común, o ni siquiera existe, es una enunciación de algo y como tal lo puede tener cualquiera. La Tate Britain acaba de adquirir para su colección permanente Work 227 de Martin Creed, con el que obtuvo el Turner Prize en 2001, que consiste en una habitación vacía en la que se prenden y se apagan las luces cada cinco segundos. El patronato y un donador privado sacaron de sus cuentas ciento diez mil libras para adquirir nada. Esto gangsters de las finanzas que inventaron formas de inversión no lo imaginaron ni los gangsters de que se convertían en deudas. Lo que ya es una rareza es que el mercado del lujo no imite este gran negocio y hagan unos certificados elegantísimos con un texto curatorial escrito por escrito por Arthur Danto que diga: “Esto vale por un bolso Prada” y que le entreguen nada a la fascinada clienta y le pidan que imagine que lleva su bolso colgado del brazo. El discurso académico-filosófico se ha revelado como el mejor sistema de ventas capaz de lograr lo imposible, lo que nunca un equipo de ventas de cualquier empresa imaginó. Es tiempo de revolucionar el sistema de cómo convertirse en el mejor vendedor del mundo y los couch managers deben managers deben inscribirse en los cursos de conceptualización de obras que imparten en las escuelas de arte y en los seminarios de los institutos de estética, porque si alguien puede vender nada, entonces puede vender lo que sea.
Lo imagino, luego existe En este fenómeno de comprar irrealidades participa la mente primitiva o pensamiento mágico que le atribuye poderes sobrenaturales a los objetos. Sin recurrir a la experiencia, sin atender a la lógica de causa y efecto, los objetos adquieren un valor ficticio que no puede ser demostrado. Las personas adoran idolitos de San Judas Tadeo para que les solucionen sus problemas, hacen imágenes tipo vudú que cumplirán venganzas, venganzas, veneran reliquias religiosas (cabellos, huesos, trozos de telas) y les atribuyen milagros. Las probabilidades de que se materialice lo solicitado son nulas, pero eso no merma la fe de los devotos. Con esta irracionalidad, compran medicinas mágicas, remedios para adelgazar, superalimentos, productos de “ciencias alternativas” que les prometen “sanación”. “sanación”.
Para que surtan efecto los milagros es preciso que el usuario aporte “buena vibra” y pensamientos positivos, positivos, es decir, que se entregue voluntariamente voluntariamente a la nulificación nulificación de su raciocinio. Es el mismo mecanismo de pensamiento que aplicaron en la Tate Britain para comprar el Work 227 de Creed y que sostiene el entramado discursivo del arte contemporáneo contemporáneo o VIP, video-instalación-performance. Las obras tienen propiedades extrarracionales e invisibles, que no podemos comprobar con nuestra experiencia estética o cotidiana pero que son enunciadas, como los milagros de un santo o las propiedades de un brebaje cura todo. El curador como nuevo brujo de la tribu, describe las virtudes de la obra y la academia lo avala con su poder para convertir a las piedras en panes y a estos en arte. Para presenciar el prodigio de la transformación o transustanciación, transustanciación, y ver la obra de arte, hay que creer en lo que dice el curador y asumir que el museo y la galería ejercen de templos de una secta y dentro de sus muros no manda la experiencia, manda la fe. El fervor de creer que una caja de cartón, unas tablas con agujeros, una mesa cubierta de hamburguesas son arte se expande como el mesmerismo en el siglo XVIII, que reunía en salones a nobles e intelectuales que compartían las experiencias extrasensoriales de los experimentos de Mesmer. Los crédulos y elegantes seguidores sufrían convulsiones, tenían alucinaciones y atestiguaban la verdad de los hechos como los curadores atestiguan que comerse un caramelo expuesto como arte en la galería constituye “un antídoto que permite trasladarse al yo inte rior”. Como en todos los actos de fanatismo, los miembros de la secta son los más feroces defensores de sus creencias, y establecen que el enemigo es el escéptico, el infiel que acaba con la ilusión. La duda, el cuestionamiento rompe el círculo mágico y lo peor: frustra el negocio, ya no se vende el ídolo, la “morenita”, el ungüento, la tela con sangre de cadáver, el boleto de avión rayado. Este enemigo, el ateo de los altares del estilo VIP, debe ser exorcizado y expulsado de las salas del museo. Su nefasta duda impide que el curador o hacedor de lluvia no logre realizar el milagro de que el video de la toma fija de una montaña sea valorado como arte. La doctrinaria literatura académica, los textos que escriben curadores y artistas sobre las obras son el evangelio estético, copian el estilo argumental del pensamiento mágico, son superlativos e inverosímiles, no conocen la proporción porque saben que sus acólitos nunca van a comparar el verbo o el texto contra los hechos o la realidad. El poder de la plegaria está en la saturación de adjetivos y jerga académica. Se trata de aceptar que lo manifestado es verdad absoluta. La fe de los académicos de la Tate Britain, los críticos y los galeristas se consagró con el pago de la obra: si tiene precio y la compran, es real. La contradicción es que un grupo de personas que se jactan de sus conocimientos, que menosprecian al público y lo llaman ignorante, apliquen su pensamiento más primitivo y afirmen que apagar y encender unas luces es una obra de arte, con la certeza de que el resto de la sociedad debe comulgar con esta irracionalidad. Se comportan como los “doctores de la Iglesia” que resguardan la perpetuidad del dogma. Por eso le compran a Tino Sehgal performances que no suceden, y venden en una feria de arte un pollo pol lo muerto y desplumado de Sarah Lucas como una “obra feminista que denuncia al machismo”. Es la veneración ciega, la superstición que solo es explicable cuando la ignorancia rige en una sociedad y asume que la verbalización convierte lo invisible en real. Lo que esto reporta, finalmente, son ventas, es la ganancia
Para que surtan efecto los milagros es preciso que el usuario aporte “buena vibra” y pensamientos positivos, positivos, es decir, que se entregue voluntariamente voluntariamente a la nulificación nulificación de su raciocinio. Es el mismo mecanismo de pensamiento que aplicaron en la Tate Britain para comprar el Work 227 de Creed y que sostiene el entramado discursivo del arte contemporáneo contemporáneo o VIP, video-instalación-performance. Las obras tienen propiedades extrarracionales e invisibles, que no podemos comprobar con nuestra experiencia estética o cotidiana pero que son enunciadas, como los milagros de un santo o las propiedades de un brebaje cura todo. El curador como nuevo brujo de la tribu, describe las virtudes de la obra y la academia lo avala con su poder para convertir a las piedras en panes y a estos en arte. Para presenciar el prodigio de la transformación o transustanciación, transustanciación, y ver la obra de arte, hay que creer en lo que dice el curador y asumir que el museo y la galería ejercen de templos de una secta y dentro de sus muros no manda la experiencia, manda la fe. El fervor de creer que una caja de cartón, unas tablas con agujeros, una mesa cubierta de hamburguesas son arte se expande como el mesmerismo en el siglo XVIII, que reunía en salones a nobles e intelectuales que compartían las experiencias extrasensoriales de los experimentos de Mesmer. Los crédulos y elegantes seguidores sufrían convulsiones, tenían alucinaciones y atestiguaban la verdad de los hechos como los curadores atestiguan que comerse un caramelo expuesto como arte en la galería constituye “un antídoto que permite trasladarse al yo inte rior”. Como en todos los actos de fanatismo, los miembros de la secta son los más feroces defensores de sus creencias, y establecen que el enemigo es el escéptico, el infiel que acaba con la ilusión. La duda, el cuestionamiento rompe el círculo mágico y lo peor: frustra el negocio, ya no se vende el ídolo, la “morenita”, el ungüento, la tela con sangre de cadáver, el boleto de avión rayado. Este enemigo, el ateo de los altares del estilo VIP, debe ser exorcizado y expulsado de las salas del museo. Su nefasta duda impide que el curador o hacedor de lluvia no logre realizar el milagro de que el video de la toma fija de una montaña sea valorado como arte. La doctrinaria literatura académica, los textos que escriben curadores y artistas sobre las obras son el evangelio estético, copian el estilo argumental del pensamiento mágico, son superlativos e inverosímiles, no conocen la proporción porque saben que sus acólitos nunca van a comparar el verbo o el texto contra los hechos o la realidad. El poder de la plegaria está en la saturación de adjetivos y jerga académica. Se trata de aceptar que lo manifestado es verdad absoluta. La fe de los académicos de la Tate Britain, los críticos y los galeristas se consagró con el pago de la obra: si tiene precio y la compran, es real. La contradicción es que un grupo de personas que se jactan de sus conocimientos, que menosprecian al público y lo llaman ignorante, apliquen su pensamiento más primitivo y afirmen que apagar y encender unas luces es una obra de arte, con la certeza de que el resto de la sociedad debe comulgar con esta irracionalidad. Se comportan como los “doctores de la Iglesia” que resguardan la perpetuidad del dogma. Por eso le compran a Tino Sehgal performances que no suceden, y venden en una feria de arte un pollo pol lo muerto y desplumado de Sarah Lucas como una “obra feminista que denuncia al machismo”. Es la veneración ciega, la superstición que solo es explicable cuando la ignorancia rige en una sociedad y asume que la verbalización convierte lo invisible en real. Lo que esto reporta, finalmente, son ventas, es la ganancia
de las sectas con sus miles de fieles, la venta fraudulenta de remedios falsos, la compra de obras que no son arte.
Del pop art al populismo Por Avelina Lésper El arte contemporáneo toma del discurso social y moral recursos para que un conjunto de obras y objetos sin factura y sin inteligencia sean aceptados como arte. Con estas obras los artistas exhiben su intención de “crear conciencia” y se manifiestan solidarios con cualquier causa políticamente correcta, desde sus perspectivas más inocuas. Plantean denuncias que nunca ponen en riesgo al patrocinador: contaminación, consumismo, redes sociales, etcétera. Este activismo artístico ve en la explotación y exaltación del kitsch una forma de solidaridad para “cuestionar a la cultura dominante”, “resignificar a la cultura popular” y “dar visibilidad visibili dad a expresiones marginales”. Utilizan taxis, figuritas de santos de plástico, anuncios de carnicerías, que fuera del museo son manifestaciones de escasa cultura, pero que apropiadas por un artista y dentro del museo, se legitiman, se revalúan y son arte. Es una actitud esencialmente demagógica, remake del Pop art llevado al Populismo. un remake del Esto soluciona varios problemas con una sola obra. Primero: permite que un artista sin iconografía, sin creación y sin ningún tipo de talento demostrable se apropie y parasite la fama, la aceptación, la presencia y el arraigo que tienen estas expresiones y objetos entre la gente para utilizar esa relevancia como obra. Segundo: el artista aprovecha la cuota social que las instituciones culturales y los museos deben aportar en sus exposiciones para demostrar que “tienen vocación inclusiva y de diversidad”. Terce ro: le permite al Estado que nunca salde la deuda que tienen con la educación artística mediocre que imparten en la mayoría de las escuelas. No hace falta mejorar la educación. Basta con “reconocer y dar voz a todos los grupos sociales y sus expresiones”. La crónica que hizo Carlos Monsiváis de la cultura popular, guiada por su capricho exhibicionista de llamar la atención con la exacerbación de su mal gusto, es el catálogo de expresiones que los artistas siguen hasta hoy. Monsiváis es el dictador estético de estos artistas que le deben un reconocimiento a la altura del kitsch que explotan. Deberían celebrar su Museo del Estanquillo como el recinto de arte contemporáneo contemporáneo más importante del país. El Doctor Lakra interviene fotos camp camp de mujeres; Carlos Amorales y Lourdes Grobet explotan a los luchadores; Betsabeé Romero recurre a la artesanía para turistas; se hacen instalaciones sonoras con música grupera. Sin la obsesión de Monsiváis de recolectar y clasificar el folklore y el kitsch, estos artistas nunca hubieran pensado en tomar esas cosas y hacerlas arte porque carecen de criterio discriminatorio. Hay la misma miseria cultural populista en la manipulación que Teresa Margolles hace de lo que llama “la violencia”. Adopta el término con la ambigüedad relativis ta que impuso el gobierno de Calderón: el mal surgido espontáneamente para hacer “daño” al país. Expone tabloides amarillistas de Ciudad Juárez, fotografías de cadáveres robadas de los periódicos, joyas de utilería que “copian” el estilo de los narcotrafic antes; y
supuesta sangre y balas. Su escenografía mimetiza el discurso oficial, ridiculizando y banalizando la degradación social hasta convertirla en folklore. Esto para el Estado fue y sigue siendo increíblemente oportuno, ya que le ha permitido crear una falsa apertura a una crítica que evidentemente no existe. Es más fácil premiar y comprar una obra demagógica y sin arte que resolver el problema del narcotráfico y sus consecuencias. En estas obras no hay solidaridad, ni creación de conciencia. Los artistas para legitimarse y entrar en el museo se adueñan de algo que carece de autoría pero que identifica a la masa. El Estado, igualmente oportunista y populista, les abre la puerta del museo y los nombra voceros de una masa a la que nunca ven ni atienden. Es un trabajo sucio que las dos partes hacen con gusto porque reditúa muchas ventajas: obras cotizadas en ferias, becas, bienales, premios y exposiciones en los mejores museos del país y del mundo. mundo.
Muera la inteligencia El arte se mediocrizó con la declaración demagógica de Beuys de que el arte debería democratizarse para que cada hombre pudiera ser un artista. La única forma de que este arranque populista sea posible es que el arte carezca de oficio, talento, compromiso, importancia y que se reduzca a expresiones sin la menor dificultad. Crear arte es difícil, exige de tiempo y estudios. No es una promesa de éxito, se puede estudiar y trabajar tr abajar sin llegar a crear una obra que pueda ser llamada arte. Lo que hizo Beuys no fue un acto democrático, su inclusión no fue creadora, fue destructiva, pasó por acabar al arte para dar una oportunidad a la mediocridad, que siempre es mayoría. La paradoja es que el arte no se masificó, simplemente excluyó al talento. t alento. El arte contemporáneo, como lo conocemos hoy, surgió en las décadas de los sesenta y setenta, en una época de inquietudes sociales. La intención de democratizar al arte compró a miles de aspirantes a intelectuales y a críticos crít icos del sistema, y los llamó artistas. Se aceptó todo como arte para no contrariar, para apaciguar. Es la caridad populista que tranquiliza a la masa. Pero cuando se proclama que algo debe ser para todos, sucede que se queda en manos de un grupo. Y ese grupo decide de quién es ese privilegio. El arte ya no es de los artistas, es de los académicos, de las instituciones, ellos marcan el criterio estético. La obra entre más elemental es más manipulable. El arte contemporáneo, que engloba el performance, el video, las instalaciones, las obras neoconceptuales, hace de la baja factura el eje rector de su estilo y es aceptado en museos y galerías con una conmiseración tal que pareciera que ha muerto la inteligencia. Las instituciones culturales y la Academia apoyan esta mediocridad como si se tratara de un acto humanitario. El Premio Turner se otorga a Martin Creed con una habitación en donde se prenden y se apagan las luces. d OCUMENTA 13 OCUMENTA 13 Kassel expone expone a un perro muriendo de hambre con las patas pintadas de rosa de Pierre Huyghe, hamacas colgadas de Apichatpong Weerasethakul y Chai Siri y una sesión de psicología charlatana para “curar la soledad y el miedo” de Pedro Reyes. Re yes. Son la miseria intelectual, estética y ética que chantajea y exige lástima para ser apadrinada y legitimada. Las instituciones culturales estatales y privadas en un rapto de populismo conmiserativo se lanzan a apoyarlos con capital, burocracia intelectual y textos con intenciones filosóficas. El acto de llevar estas obras a bienales, de premiarlas y cotizarlas en precios estratosféricos encumbra a la inteligencia mutilada, a la mediocridad institucionalizada.
Arte contemporáneo: el dogma incuestionable Avelina Lésper
¿Por qué el arte contemporáneo produce tanto rechazo entre el público? ¿Se trata nada más de un conservadurismo arraigado? ¿Es que somos incapaces de apreciar formas inéditas de belleza? La respuesta de esta crítica mexicana pone la discusión en un plano completamente nuevo. Estamos en un momento culminante en la historia del arte. Hoy en día, lo que antes denominábamos con esa palabra se transformó en una ideología, en una ortodoxia tan cerrada que no le permite a sus críticos ninguna posibilidad de verificación. Algunos de los dogmas que han establecido los teóricos del arte contemporáneo son bastante familiares para todos nosotros: el concepto y el contexto trasforman los objetos en arte; el arte son ideas, no obra; todo el mundo es artista; cualquier cosa que el artista designe como arte es arte y, por supuesto, el curador tiene supremacía sobre el artista. Esta carencia de rigor ha permitido que el menor esfuerzo, la ocurrencia, la falta de inteligencia, sean los valores de este falso arte y que cualquier cosa pueda exhibirse en los museos. Los objetos sin valores estéticos que se presentan como arte son aceptados como ordena el dogmatismo: en completa sumisión a los principios que una autoridad impone. Para la teología, un dogma es una verdad o revelación divina impuesta para ser creída por los fieles. Kant contrapone la filosofía dogmática a la filosofía crítica y el uso dogmático de la razón al uso crítico de la razón. El dogma es una idea que no acepta réplica ni cuestionamiento, existe a priori. Si lo cuestionamos, si hacemos uso de la crítica para analizarlo, el dogma se desvanece y demuestra que carece de lógica, que es una afirmación arbitraria para sostener una ideología, religión o superstición. Por eso es creencia, porque sin la presencia de la fe, que es creencia ciega, el dogma no puede ser asimilado por el conocimiento. El teórico Arthur Danto compara la fe cristiana con la fe en la creencia de que un objeto común es artístico; según él, en su transfiguración está su significado. No es gratuito que Danto utilice un término religioso. Al contrario, es intencional, porque la crítica ya no debe examinar la obra sino el significado y creer en él. El arte es una creencia, es un dogma, es una idea impuesta, y esto se aplica a cualquier objeto, porque sus valores dejan de ser visibles para convertirse en substancia, en ontología, en intenciones, en fantasmagorías que se imponen como verdades sobrenaturales en contradicción permanente con la apariencia y los hechos. Analizaré en lo que sigue cada uno de los dogmas en los que se sostiene la ideología del arte contemporáneo para lograr esa transfiguración de la que habla Danto. Esta revisión es necesaria, porque como el dogmatismo se basa en la sumisión intelectual, su ideología puede permear otros ámbitos del conocimiento y la creación, puede producir sociedades menos inteligentes y por último puede llevarnos a la barbarie.
El dogma de la transubstanciación Este dogma afirma que un objeto cambia de substancia por una influencia mágica, por un acto de prestidigitación o por un milagro. Eso que vemos ya no es lo que vemos, es algo más, no evidente en su presencia física o material, pues su substancia cambió. Esta
substancia, que no es comprobable, resulta invisible a los ojos. Para que exista tenemos que creer en su transformación. La transubstanciación del arte se divide en dos ramas: a) El dogma del concepto: Cuando Marcel Duchamp defendió el urinario como obra de arte, en su escrito firmado como R. Mutt, dijo textualmente: “Si el señor Mutt no hizo la Fuente con sus propias manos no tiene importancia. Él la eligió. Tomó un artículo ordinario de la vida y lo ubicó de tal forma que su significado utilitario desapareciera bajo un nuevo título y otro punto de vista, creando un nuevo pensamiento para tal objeto”. Este nuevo pensamiento, este concepto, hizo que un urinario se transfigurara en fuente y a su vez en obra de arte. El urinario como tal no cambió un ápice su apariencia; es lo que es, un objeto prefabricado de uso común, pero la transubstanciación, el cambio mágico religioso se dio por capricho de Duchamp. En este cambio de substancia la palabra juega un papel fundamental: el cambio no es visible, pero se enuncia. Ya no hablamos de un urinario sino de arte; nombrar ese cambio es indispensable para que se cumpla. El dogma funciona porque esta idea es obedecida sin cuestionarla, porque los ideólogos del arte afirman: “Eso es arte”. El arte es una superstición que niega los hechos, creer basta para que el fenómeno de la transformación exista. Con el readymade regresamos a lo más elemental e irracional del pensamiento humano, al pensamiento mágico. Negando la realidad, los objetos se transfiguran en arte. Todo lo que el artista elige y designa se convierte en arte. El arte queda reducido a una creencia fantasiosa y su presencia a un significado. Dice Danto: “Las diferencias entre un objeto artístico y uno común son invisibles y eso es justamente lo que hoy debe interesar a la crítica y al espectador”. Que se nos pida alienar nuestra percepción para aceptar como arte algo que no demuestra valores estéticos es pedirnos que mutilemos nuestra inteligencia, nuestra sensibilidad y por supuesto nuestro espíritu crítico. Necesitamos arte, no creencias. Pero así como en nombre de la fe se han cometido crímenes atroces, vemos cómo en nombre de la creencia de que todo es arte se está demoliendo al arte mismo. El cambio de substancia que convirtió a un objeto cualquiera en arte es un fenómeno del lenguaje, se concentra en la conceptualización de la obra, en el significado, en la intención del artista, en el discurso curatorial, en una explicación crítica alineada y complaciente, esto es, en un ejercicio retórico. La constante de esta retórica, de este concepto, es que contradice la naturaleza misma del objeto: la obra de Sarah Lucas no es un colchón envuelto en plástico, “es una reflexión irónica y feminista sobre la sexualidad y las relaciones humanas”; la obra de Loreto Martínez Troncoso no es una pila de libros colocados en el piso, “es un palimpsesto en el que la intertextualidad se convierte en instrumento de comunicación”. El concepto es diferente al que el objeto ya tiene por su naturaleza misma. Estos conceptos definen y esquematizan las obras. El objeto artístico es interpretado por la curaduría que establece qué tipo de obra es en función de una clasificación precondicionada. Para sostenerse como arte, estas obras tienen que ser, antes que nada, receptáculos de afirmaciones preconcebidas. Cito a Danto: “Una definición filosófica puede capturarlo todo sin excluir nada”. Este falso arte existe con base en sus definiciones y algo se define para no permitir otros significados. Definimos para tener una versión unívoca de algo y evitar los cuestionamientos. La definición aristotélica incluye género y diferencia específica: objeto encontrado es el género; un foco fundido y restos de tablas (obra de Colby Bird), son la diferencia específica. La intención de definir o
conceptualizar está en el encasillamiento preciso de cada obra para encubrir su banalidad y superficialidad con ideas, es un disfraz retórico para el vacío de creación y talento. Al objeto encontrado no le podemos llamar pragmáticamente basura; ese objeto es lo que ac ota el discurso curatorial y para él la realidad tangible no existe. Ese objeto, aunque no lo parezca, es arte, y pide que sometamos nuestra razón a ese dogma. Los textos nunca son críticos, son textos didácticos de las escuelas filosóficas que amparan estas supercherías. Según una encuesta de la Universidad de Columbia, los textos de Arthur Danto están entre los más leídos por los estudiantes y los expertos. La razón, explican, es que no hace un análisis de las obras; simplemente trata de educar al espectador y decirle por qué la filosofía considera eso arte, aunque en apariencia sea un objeto común y corriente. Sin duda el arte puede detonar ideas filosóficas, pero no son estas las que crean las obras de arte. Si, como dice Gadamer, el lenguaje es el medio en el que se realiza la comprensión, lo que hacen los curadores, artistas y críticos es el vehículo para dar existencia a estos objetos como arte a través de un lenguaje o jerga pseudofilosóficos. Dicho de otro modo: estas obras son antes que nada una sucesión de adjetivos y citas. Según Arthur Danto, “para ver un objeto como arte se requiere algo que el ojo no puede dar, una atmósfera de teoría”. Una obra se legitima con una cita de Adorno, Baudrillard, Deleuze, Benjamin. Las obras existen por el discurso teórico y curatorial, negando el razonamiento lógico. Este arte rehúye el pensamiento crítico, exige que se interprete dentro de las coordenadas que lo aceptan como arte. Es la creencia en un hecho a través de las ideas: no tenemos que ver el milagro, este existe si creemos en él y somos capaces de articularlo con definiciones y conceptos. No tenemos que ver la obra: esta existe si creemos en lo que ya han escrito sobre ella. Las obras existen para la filosofía, para la especulación retórica, para sus dogmas, no para el arte mismo. b) El dogma de la infalibilidad del significado : Todo lo que el curador ubique en la sala del museo tiene sentido y significado. Los valores ontológicos que se le atribuyen a la obra son a priori y arbitrarios. Todo tiene significado en el supuesto de que todo es arte, y como tal, debiera tener una razón de ser. El asunto es que este significado es una arbitrariedad porque el objeto mismo también lo es. Las obras, al carecer de un valor estético que las justifique como arte, necesitan que se les adjudique un valor filosófico, derivado por lo general de que en todas las obras hay una intención del artista y esta es buena en el sentido moral. Lo que el artista haga, empezando por la acción de orinarse en público (performance de Itziar Okariz, entre muchos que lo hacen), tiene una buena intención, es una ironía, es una denuncia, es un análisis social o íntimo, y el curador le suma a esa intención un significado que refuerce los argumentos de la obra como arte. Con este parámetro, cualquier cosa puede tener una intención y un significado. Por ejemplo: la obra de Santiago Sierra, un video pornográfico de título Los penetrados, “es una crítica que reflexiona sobre la explotación y la exclusión de las personas, y genera un debate sobre las estructuras de poder” (o al menos eso quiere el Ministerio de Cultura español que
creamos). Si el público ante la obra o la acción afirma que la pieza no comunica o demuestra ese significado, entonces el que está equivocado es el público, porque el artista, el curador y el crítico tienen una cultura, sensibilidad especial, metafísica y demiúrgica que les permiten ver lo que no es evidente ni verificable. Los valores ficticios de la obra son incuestionables e infalibles. Ver arte en esos objetos significa seguir la frase del teólogo Jacques Maritain: “No observemos la realidad con métodos físicos, hagámoslo con el espíritu puro”. Es decir, para ver la obra debemos renunciar a nuestra percepción de la realidad y a nuestra inteligencia, y someternos a la dictadura de una fe. Bajo un influjo religioso o mágico, se nos pide ver lo que resulta invisible para los demás. Este significado convierte en superior y otorga un valor a lo que no vale, y algo más, da un estatus de intelectualidad a los que se suman al milagro invisible. La conciencia de la realidad deja paso a la fantasmagoría de la metafísica, la superstición toma el lugar de la razón.
El dogma de la bondad del significado En todas las obras que mencioné en los acápites anteriores, uno advierte que el arte se ha convertido en una oenegé que lucra con la ignorancia del Estado. Las obras, así físicamente se demuestren infrainteligentes y carentes de valores estéticos, tienen grandes intenciones morales. El artista es un predicador mesiánico, un Savonarola que desde el cubo blanco de la galería nos dice qué es bueno y qué es malo. Resulta curioso que las obras empecinadas en asesinar el arte también estén obsesionadas con salvar al mundo y a la humanidad. Estética vacía pero envuelta en grandes intenciones, estas obras defienden la ecología, hacen denuncias de género, acusan al consumismo, al capitalismo, a la contaminación. Todo lo que un noticiero de televisión programe es tema para una obra de antiarte. Sin embargo, su nivel no supera el de un periódico mural de secundaria. No solo son superficiales e infantiles; también demuestran una sumisión cómplice al Estado y al sistema que falsamente critican. Las suyas son denuncias políticamente correctas. Estas obras, supuestamente contestatarias, se realizan en la comodidad y protección de las instituciones y con el apoyo del mercado. De allí que hacen críticas en un tono que no disguste al poder o a la oligarquía que las patrocina. Esto no iría a más si no fuera porque en muchos casos, dentro de su superficialidad, realizan prácticas irresponsables que hacen más daño del que denuncian: intervenciones con mujeres que sufren violencia carentes de metodología psicológica y sociológica (obra de Lorena Wolffer), instalaciones ecológicas que desperdician materiales y maltratan animales (obra de Ann Hamilton), obras que contaminan el ambiente (obra de Marcela Armas), falsas denuncias que encubren crímenes de Estado y que desvirtúan la verdad histórica para quedar bien con un grupo (obra de Teresa Margolles). Todo, por supuesto, lleno de argumentos morales. Por increíble que sea, el artista se pliega al maniqueísmo más elemental. Nos piden no ver la obra en su dimensión física y real, ignorar las peligrosas implicaciones de su
irresponsabilidad y servilismo. Al contrario, debemos apegarnos a sus ideas, en este caso morales, y como se suponen bondadosas para la sociedad, hay que aplaudirlas sin analizarlas, sin estudiarlas, sin denunciar que son peores que el mal que exponen con medios infantiles o escandalosos. Cuestionar una obra con mensaje feminista, decir que las fotografías de Hannah Wilke con cáncer no son arte sino escarnio mercantil de su propia enfermedad, se entiende como un ataque al feminismo. Ver la obra se convierte en un atentado contra el activismo social del artista, contra su maniquea visión del mundo. Ver, analizar y cuestionar nos pone del lado de los enemigos de la sociedad. Los artistas de este falso arte parasitan a las instituciones, socavan recursos, se amparan en las fronteras que no incomoden al poder y hacen activismo de galería, rebeldía de berrinche. La crítica se solidariza, no vaya a ser que la acusen de antisocial. Y sí, el entreguismo da sus frutos: el que adula hoy, mañana puede estar curando una exposición.
El dogma del contexto El dogma de la transubstanciación es también el dogma del contexto. El contexto está definido por el entorno, los factores y las circunstancias que rodean y protegen la obra y que inciden en su estatus de arte. El contexto por excelencia son el museo y la galería. Los objetos dejan de ser lo que son en el instante de cruzar el umbral del museo. Las obras que están a su lado, el área de exhibición, la cédula, la curaduría, todo se coordina para que un objeto sin belleza o sin inteligencia sea arte. En el gran arte, la obra es la que crea el contexto. Una colección de pinturas hace un museo, una estatua define una plaza. El museo, al albergar obras, nos dice que tienen características extraordinarias y que por su valor estético, su aportación cultural e histórica, deben estar resguardadas y ordenadas para ser conservadas y exhibidas a la sociedad. El museo hace que el arte sea comunitario y que el conocimiento esté al alcance de las personas. Con este marco referencial se supone que todo lo que está adentro del museo es arte y eso es lo que depredan las obras de arte contemporáneo. Mientras los museos del arte verdadero crean su acervo con obras que aún fuera de sus muros son arte, este falso arte llamado contemporáneo requiere de esos muros, de esa institución, de ese contexto para poder existir a los ojos del público como arte. Esas obras no demuestran características extraordinarias y necesitan que sea el contexto el que se las asigne. Toman cosas de la vida diaria, como objetos encontrados, hacen instalaciones con muebles de oficina o instalaciones sonoras con ruidos de la calle, y el museo crea la atmósfera para que estos objetos que son réplicas literales de la cotidianeidad se conviertan en algo diferente. Ante la imposibilidad de ser algo más, de crear y de aportarle a la realidad lo que no tiene, el contexto les da la diferencia que el artista no consigue. Está en un museo; luego, es algo con valor. El contexto tiene capacidad para transformar los objetos: si un comerciante pone un anuncio espectacular en la calle, es publicidad; pero si Jeff Koons o Richard Prince se apropian del mismo anuncio y lo exponen en un museo, es arte. La invención del contexto tiene como fin darles a estas piezas y objetos una posición artificial de arte que fuera del recinto o del área
de exhibición no tienen. Ready-mades, objetos comunes y corrientes, intervenciones o apropiaciones, cosas que no se demuestran como excepcionales requieren de un marco aún más grande, llamativo, reglamentado y acotado para poder distinguirse, llamar la atención y justificar su precio. El dogma del contexto es una trampa para no aceptar la fatal situación de requerir la sala del museo para existir.
Adorno, así como Malévich, desdeñaron los grandes museos como el Louvre, los llamaron cementerios, vaticinaron su destrucción, pero no imaginaron que las obras contemporáneas no podrían existir sin las paredes del museo. Por eso mismo, en la definición de contexto, además del lugar también debemos incluir las obras con que se rodea a las piezas contemporáneas para dimensionarlas como arte. En el Museo Reina Sofía de Madrid la colección permanente incluye grabados de Goya. Esto crea contexto y le dice al público que una instalación de basura es arte como lo son los grabados de Goya, que un video de un performance de Esther Ferrer es arte como lo son los grabados de Goya. A eso lo llaman “crear diálogos”.
Ahora bien: si el arte contemporáneo nació como un rechazo a las academias, si el gran arte es para sus abanderados símbolo del atraso y no motiva a la interacción del público, ¿cuál es la necesidad de relacionarse con obras de Goya o de Velázquez? Que el contexto les facilita consagrarse en los museos y en el mercado. Crear este tipo de contextos solo sirve para conferirle a una instalación de bolsas de plástico de B. Wurtz la calidad de obra maestra. Aquí la búsqueda de lo efímero, la recuperación del objeto cotidiano y el cambio en los usos del museo se desploman ante la evidencia: temen ser efímeros, no quieren ser percibidos como objetos cotidianos; quieren, como el gran arte, ser extraordinarios y no desean cambiar los usos del museo, quieren que esos usos se sujeten a sus necesidades y encumbren sus necedades. En el Museo Guggenheim, el artista Tino Sehgal pidió que vaciaran las salas para montar un performance que básicamente consistía en que dos personas contratadas se besaban en el piso cuando entraba un espectador. En este caso, la obra no es la obra sino el contexto: el museo, sus espectaculares salas vacías, el espacio arquitectónico, el Guggenheim como escaparate al servicio del artista. Si estos actores se besan en una estación del metro o en Central Park, la obra sencillamente no existe. El argumento del curador es un documento que se puede guardar en un libro ilustrado con la fotografía de la pareja besándose. Por eso los artistas contemporáneos son adictos al museo: es imposible la valoración y exhibición de su arte fuera de sus límites. ¿Qué quedaría del arte contemporáneo con el museo sin muros de Malraux y con el museo de Malévich, ese que arde en llamas gracias a una sociedad liberada que busca deshacerse del pasado para abrir paso a un arte vivo? Absolutamente nada.
El dogma del curador
El discurso del curador es el discurso del mercado, el curador es un vendedor. El producto, es decir el artista, puede cambiar; el vendedor, en cambio, es inamovible. Para la Bienal de Venecia de 2007, el pabellón de España fue asignado al comisario Alberto Ruiz de Samaniego. Al cuestionarlo sobre quiénes serían los cuatro artistas que integrarían el pabellón, fue tajante: “Uno de los problemas del arte es el fetichismo de los nombres. Intento trabajar con proyectos a los que puedan incorporarse nombres, y por eso he seleccionado artistas que se acerquen a los postulados que he comentado”. La actitud del curador Ruiz de Samaniego no es una excepción; al contrario, es la norma. Al convertir el arte en especulación retórica y teoría, al reducirlo a una construcción discursiva, el artista deja su lugar de creador para entregárselo al teórico, al curador. El curador es el que dicta el tema de la exposición, cómo será montada y quién o quiénes la integrarán. En los folletos de las exposiciones ya no se menciona a los artistas; ahora se pone en primer lugar el nombre del curador y se especifica que es un proyecto bajo la guía de tal o cual experto. Si el nombre del artista no es relevante para un curador es porque el soporte intelectual de estas obras lo aporta él y para resultados prácticos, como la obra puede ser lo que sea, lo de menos es quién la realice. Lo importante es quién la dirige, quién la teoriza y que estas teorías sean la estructura de la obra.
Este formato es una trampa sensacional, es la puerta para destruir al artista, para que deje de existir como persona y como figura creadora. Porque si el artista es el creador del arte y el arte ya no requiere de creación, entonces tampoco requiere del artista. La diferencia entre el ars latina y la téchne griega se estableció para darle una dimensión más intelectual a la creación, para acentuar que no se trata únicamente de destrezas manuales, que un artista es un ser que medita y plantea sus propias teorías y propuestas, y que esto se traduce en su obra. Toda obra tiene tras de sí un método, esto es, un pensamiento ordenado con un objetivo claro; pese a las dosis de inspiración que pueda tener, la obra se plantea y resuelve a través de un método. Esto refiriéndonos, claro está, al arte que hacen los artistas, a la pintura, a la escultura, al dibujo, al grabado, en resumen, al arte real. Este arte lo que requiere para una exposición es un museógrafo, un asesor que participe del montaje con sus conocimientos, pero no alguien que le dicte al artista cómo debe ser la obra. Por eso los curadores se niegan a exponer gran arte, porque ahí no los necesitan y su retórica sobra. Para que la figura del curador tenga autoridad, debe tratarse de obras de este falso arte llamado contemporáneo. El otro arte, el verdadero, no lo requiere porque el trabajo del artista no es el discurso teórico de la obra; la obra se demuestra a sí misma, no necesita que un teórico le dé un sustento intelectual porque ya está implícito. En otras palabras: las ideas están resueltas por el creador en la obra.
El dogma de la omnipotencia del curador
El arte contemporáneo permite como ningún otro género una oportunidad excepcional para el curador: que sus ideas sean más importantes que el artista, la obra misma y por consiguiente que el arte. Es una relación perfecta: los curadores son incontinentes retóricos, tienen una necesidad visceral de generar los textos más inverosímiles para las obras. La cúspide de esta relación es que la obra lo permite porque como es prácticamente nada, entonces se puede decir de ella lo que sea, cualquier texto por desproporcionado que parezca se impone a la obra. Escribir textos especulativos y retóricos sobre dibujos de Egon Schiele tiene, con toda la imaginación y bagaje que se les pueda vaciar, un límite. La obra lo dice todo, es imponente y no habrá palabras que la superen. Lo que diga el crítico o el experto lo hace bajo su propio riesgo, porque la obra es contundente. Las descripciones, las teorías, aunque lleguen lejos, nunca lo hacen tanto como la obra. Es la limitación del crítico, del teórico, del historiador. Las grandes obras son más grandes que sus textos. Pero eso no sucede con el arte contemporáneo. Los curadores son omnipotentes y se adueñan de la obra, porque sus textos las crean. Ellos dan sentido a unas varas con pintura chorreada de Anna Jóelsdóttir para que sean “una visión metafórica de la narrativa de la pintura que establece un diálogo abstracto para romper con la representación lógica”. De esta forma ya no son palos pintados tirados en el piso, sino “representación del caos que ha vivido la artista”. La obra adquiere esa dimensión con un texto, pero esto solo les sucede a las obras sin realización, sin técnica y sin talento de este falso arte. El curador está consciente de la dependencia del artista, de la fractura que la obra vive sin su amparo. Y lo explota. Él es dueño de las obras. Es un fenómeno que sucede tanto en las bienales como en los museos y galerías. Los artistas obedientes, sumisos y sin disentir se apegan a lo que el curador ordene. Esta obediencia significa poco; la obra siempre es irrelevante, la obra puede ser lo que sea, es al final una excusa, un trámite para que el curador ejerza su poder de demiurgo y con retórica convierta esos objetos en algo que no son. En el montaje de la obra, el discurso del curador se materializa y es su alarde conceptual y megalómano el que decide entregar una sala de cincuenta metros cuadrados a una cáscara de plátano en el piso o a unas tapas de envases de yogur en la pared (Gabriel Orozco en el MOMA). Hace que la obra se comporte en el espacio como él decida, porque la obra carece de un valor demostrable fuera de la curaduría: es basura o cosas cotidianas, pero la transubstanciación que inicia con la elección del objeto es un milagro que consagra el curador. El artista sobra hasta en el montaje; si la visión general de la obra es del curador, y el montaje responde a esa visión, el artista no es importante, ni siquiera necesario. Puede dejar sus objetos y regresar para ver el resultado el día de la exposición. Esto le otorga al curador el poder sobre la obra, el significado y el espacio. El artista deja de trabajar para la obra y empieza a hacerlo para el curador.
El dogma de “todos son artistas”
De todos los dogmatismos que han impuesto para destruir el arte, este es el más pernicioso. Democratizar la creación artística, como pedía Beuys, democratizó la mediocridad y la convirtió en el signo de identidad del arte contemporáneo. Ni todo el mundo es artista, ni estudiar en una escuela nos convierte en artistas. El arte no es infuso, el arte es el resultado de trabajar y dedicarse, de emplear miles de horas en aprender y formar el propio talento. Somos sensibles al arte, pero de ahí a ser artistas y crear arte media un abismo. Este dogma partió de la idea destructiva de acabar con la figura del genio y tiene una lógica, porque, como ya hemos visto, los genios – o por lo menos los artistas con talento y con creación real – no necesitan a los curadores. Sin embargo, sus consecuencias se sienten en un campo muy distinto. El genio no es un mito. La educación forma a los genios. El talento es una parte, pero la formación rigurosa y el trabajo sistemático hacen que los estándares de resultados sean más altos y por consecuencia el nivel artístico sea cada vez mejor. Hemos tenido y tenemos aún grandes talentos que se pueden llamar geniales: ¿cuál es la intención de demeritarlos generalizando e igualando a todas las personas? Uniformar, igualar, es el comunismo del arte, es la obsesión de que no destaque lo realmente excepcional, es crear una masa informe en la que lo único destacado sea una ideología, no las personas. La figura central de este falso arte es el arte contemporáneo mismo, no sus artistas. Nunca antes en la historia del arte habían existido tantos artistas. Con la invención del ready-made surgieron los artistas ready-made. Esta idea que demerita la individualidad en favor de la uniformidad está destruyendo la figura del artista. Con la figura del genio el artista era indispensable, y su obra insustituible. Hoy, con la sobrepoblación de artistas, todos son prescindibles y una obra se sustituye con otra, pues carecen de singularidad. Las obras en su facilidad y capricho no requieren de talento especial para ser realizadas. Todo lo que el artista haga es susceptible de ser arte – excrementos, filias, histerias, odios, objetos personales, limitaciones, ignorancia, enfermedades, fotos privadas, mensajes de internet, juguetes, etcétera – . Hacer arte es un ejercicio pretencioso y ególatra. Los performances, los videos, las instalaciones con tal obviedad que abruma son piezas que en su inmensa mayoría apelan al menor esfuerzo y en su nulidad creativa nos dicen que son cosas que cualquiera puede hacer. Esa posibilidad, el “cualquiera puede hacerlo”, avisa que el artista es un lujo innecesario. Ya no hay creación; por lo tanto, no necesitamos artistas.
¿Y qué hacer cuando tenemos una sobrepoblación inédita? Darle a todo el mundo estatus de artista no acerca el arte a las personas, lo demerita, lo banaliza. Cada vez que alguien sin méritos y sin trabajo real y excepcional expone, el arte decrece en su presencia y concepción. Mientras más artistas hay, las obras son peores. Las exposiciones colectivas, atiborradas de objetos que se confunden con videos y audios, son uniformemente mediocres. Las ferias de arte, con áreas inmensas de obras repetitivas en su infrainteligencia y nula propuesta, tampoco van más allá. El artista, por si fuera poco, se ha convertido en un todólogo de bajo rango. Toca todas las áreas porque se supone que es multidisciplinar y en todas lo hace con poco rigor. Si hace video no alcanza los estándares que piden en el cine o en la publicidad; si hace obras electrónicas, o las manda a hacer o no logra lo que un técnico medio; si se
involucra con sonidos no llega ni a la experiencia de un dj. Se asume ya que si la obra es de arte contemporáneo no tiene por qué alcanzar el mínimo rango de calidad en su realización. Y si la obra está realizada con calidad, como los objetos publicitarios de Jeff Koons, es porque los hace una factoría. Esta multitud de artistas o no hacen la obra o están imposibilitados para hacerla bien. Que los artesanos hagan; ellos se dedican a pensar. La realidad es que, como sus obras no son arte, los supuestos creadores no son artistas. No hay artistas sin arte; si la obra es evidentemente fácil y mediocre, el autor no es un artista. Asúmanlo, los artistas hacen cosas extraordinarias y demuestran en cada trabajo su condición de creadores. Ni Damien Hirst, ni Gabriel Orozco, ni Teresa Margolles, ni la inmensa lista de gente que crece cada día, son artistas. Y esto no lo digo yo, lo dicen sus obras. Dejen que su trabajo hable por ustedes, no un curador, no un sistema, no un dogma. Su obra dirá si son o no artistas, y si hacen este falso arte, les repito, no son artistas.
El dogma de la educación artística Partamos de la situación de esta escuela, La Esmeralda. Les dan únicamente tres semestres de dibujo, algo que llaman bidimensión, que debiera ser pintura, y tridimensión, que debería ser escultura. Menos del tiempo mínimo que requieren estas disciplinas. Les dan uno de fotografía y uno de video, con lo que además creen que ya salen de videoartistas. En el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC), en cambio, tomar una cámara les lleva cinco años de carrera y un examen de admisión exigente. Con estas escuetas bases, los supuestos artistas se adentran en la producción y en la conceptualización de la obra, que es lo más importante de la enseñanza que reciben. ¿Cómo pueden estar produciendo si apenas tomaron unas cuantas clases? Con un plan de estudios como el que tienen aquí, con maestros que manifiestan en programas de televisión su odio a la pintura y a pesar de eso dan clases de pintura, con una dirección que evidentemente adecúa la educación a las modas y al mercado, no tiene sentido que vengan a estudiar a La Esmeralda. Si quieren ser artistas de verdad – saber pintar, dibujar, esculpir o hacer grabado – no podrán aprender, con la profundidad y el rigor necesarios, si es con este formato escolar. Para los demás, los interesados en el arte vip – video, instalación, performance – , esta escuela sobra, porque al analizar la planta docente no veo a las estrellas del medio impartiendo clases. Y a los que ya se consideran artistas no les enseñan lo que sí deberían saber. Con la falsa pretensión de que ya son artistas, lo único que se les exige es un papel oficial que les dé acceso a becas, aprender a llenar las solicitudes de apoyos y conocer el who is who de los curadores, directores de museos, galeristas, etc. Tampoco es necesario que estudien teoría y jerga curatorial, puesto que la retórica de la obra está en manos del curador. El artista lo único que tiene que hacer es designar algo como arte, tal como ya lo dijo Arthur Danto: “Que los artistas nos dejen a los filósofos el trabajo de pensar en la obra”. La autocrítica, que resulta fundamental en todo proceso de creación artística, no existe con esta ideología. Cualquier cosa que el alumno haga es aceptada de inmediato como arte, ya sea una mesa llena de alimentos en descomposición o unos carritos de juguete. La pedagogía paternalista de la no frustración impide que la obra pueda ser examinada, corregida y, como debería ser en la mayoría de los casos, rechazada. Estas formas de
expresión son una moda, y una escuela no puede sacrificar un plan de estudios completo únicamente para estar al nivel de las galerías que ofertan estas obras de antiarte. Ha sido una enorme irresponsabilidad y un atentado contra la educación artística que las materias fundamentales de las artes plásticas se redujeran al mínimo para dedicar más horas a enseñar “conceptualización de obra”, es decir, la habilidad de hacer discursos para los objetos que producen. La obsesión de este antiarte por las obras efímeras, por hacer trabajos de exponer y tirar, no puede ser aplicada en la formación de personas. Esta escuela está formando artistas de usar y tirar, porque cuando tales modas pasen no van a tener en las manos una formación sólida para salir adelante. La educación es una decisión existencial, es un proyecto de vida y la dirección de esta escuela está jugando con eso. Los alumnos están perdiendo un tiempo muy valioso en sus vidas y se les está engañando. Conceptualizar y generar todo tipo de discursos retóricos no produce obras. Mandar a hacer las obras no nos hace artistas. Las ocurrencias no son arte. Desde la distancia que me da ser espectadora de este fenómeno puedo apreciar el daño que se hace al arte, la desilusión que vive el público ante estas obras; pero lo que más me indigna es ver que ustedes reciben una educación sumisa al mercado, una educación que frustra al talentoso y entusiasma al mediocre. Eso es algo de lo que un día tendrán que hacerse responsables quienes tomaron la decisión de cambiar el plan de estudios. Esta escuela tiene una responsabilidad social y humanística que están pervirtiendo en nombre del dogmatismo de una ideología. La utopía se ha consumado: todos son artistas, el abismo de la estulticia se abre infinito. Hay sitio para todos.
Conclusión Dice el filósofo Michel Onfray en su libro La fuerza de existir : “Las galerías de arte contemporáneo exhiben con complacencia las taras de nuestra época”. Este mal llamado arte es una tara de nuestra época y, como tal, significa un retroceso en la inteligencia humana. El desprecio endémico que tiene por la belleza, la persecución que ha montado en contra del talento, el menosprecio por las técnicas y el trabajo manual, están reduciendo el arte a una deficiencia de nuestra civilización. No es inocuo que se demerite la creación humana para dar cabida a una ideología y sus dogmas, permitiendo un coto de poder que en otras circunstancias sería imposible de imaginar. Es una realidad que miles de personas que se autodenominan artistas no podrían hacerlo si no se hubiera implantado esta ideología. La experiencia estética no existe con estas obras, nada hay que apreciar, evaluar, cuestionar. La obra se ha convertido en una rapsodia de teorías y sustantivos. Y evidentemente la aseveración clave –“esto no es arte”– está absolutamente fuera de su código de ideas. No me cansaré de insistir que es un falso arte de autoayuda, de optimistas ciegos, deslumbrado por el concepto de contemporáneo, por creer en lo moderno, en que todo es bueno, válido, inteligente. El optimismo no quiere ver el desfiladero al que se dirige cantando. No se
detiene y mira a su alrededor, avanza delirante, ha descubierto algo, la apoteosis de la felicidad: todo es arte.
Contra el performance Avelina Lésper
Sin la estética del arte, sin los riesgos del activismo, sin el rigor de la ciencia y sin enfrentar la realidad, el performance se disfraza con argumentos para ocultar su vacío. En este ensayo, una avezada crítica mexicana corre el telón.
Me asignaron el libro número seis del catálogo de performance llamado Performagia. Empezaré por decir que el libro contiene una serie de textos de presentación escritos básicamente por performanceros. El texto de Pancho Casas es interesante y significativo porque su acercamiento al performance es una protesta con un objetivo definido: defender los derechos de los homosexuales y por ende los derechos humanos, y para ello pone en riesgo su integridad. Casas no se engolosina con la imagen del yo artista; protesta, y para hacerse ver crea formas de comunicación que llamen la atención. Hasta ahí el aporte. En el resto de los textos las similitudes son constantes: autobiográficos, con descripciones detalladas de acciones y la autocomplaciente historia de que todo el mundo es artista desde chiquito. Hay un esfuerzo descomunal por justificar y explicar la existencia del performance, por establecer que es el arte de nuestro tiempo, que todas las acciones tienen sentido y que si alguien camina o se resbala por un tobogán está haciendo una reflexión filosófica sobre el cuerpo y el espacio. Uno de los textos, que se supone irónico, tampoco aborda con profundidad el fenómeno y termina como una alabanza. Los argumentos a los que recurren son un cúmulo de los lugares comunes usados con la pretención de validar una actividad que en los hechos se demuestra incapaz de sostenerse por sí sola.
El mito de la carne y la sangre
La tesis del cuerpo como herramienta ha llegado a tal extremo de mitificación que pareciera que las otras formas de creación son telepáticas y en ellas no participara la acción física. Aclaremos puntos: el performance no cambió la concepción del cuerpo; si algo ha desmitificado nuestra naturaleza son la ciencia y la filosofía. El marqués de Sade ha aportado más a la racionalización del cuerpo que toda la historia del performance junta; por eso las religiones han entorpecido al máximo la investigación científica y han censurado a Sade. En el terreno del arte, el cuerpo siempre ha sido herramienta y objeto de estudio, tanto de representación como de trabajo. Somos únicamente cuerpo, todo lo que hacemos es a través
de nuestro cuerpo. Su representación implica un involucramiento que se centra en la observación, la conciencia y la utilización. Lucian Freud no veía personas, veía cuerpos, su trabajo como pintor era esencialmente físico.
Este énfasis se desploma si además examinamos la historia humana. El castigo corporal es ejemplar porque tenemos conciencia del cuerpo, de su valor como propiedad única y universal, de la esencia que nos hace existir y ser. El cuerpo es un espacio real y simbólico que se maltrata, humilla, sacrifica, hiere, desde que tenemos presencia en este planeta. El castigo social es brutal, los colgados por homosexualidad en Irán, las mujeres musulmanas lapidadas, los terroristas con bombas en el cuerpo, los decapitados del narcotráfico, las procesiones religiosas, los latigazos de Semana Santa. En contraste, lo que podamos ver en un performance ni rebasa ni hace que tengamos conciencia de algo que todos sabemos, experimentamos y vemos. No hay novedades ni aportes. Que sea un acercamiento sin rigor no lo convierte en un acercamiento más osado.
El científico bipolar
En varios textos se afirma que el performance es una mezcla de ciencia exacta y arte. Se plantean novedades que en realidad no existen como tales. Si la ciencia rompe sus propios límites en la cirugía reconstructiva o la investigación celular, el performancero se injerta una oreja o unos senos de silicona. Es decir, algo sin trascendencia ni aportación científica, que además no enfrenta la responsabilidad del error científico. Su desfasada noción llega al extremo de citar las patológicas acciones de Orlan, que padece la enfermedad clínicamente llamada trastorno dismórfico corporal, o sea la adicción a cambiar la apariencia física entrando al quirófano tantas veces como la tarjeta de crédito lo permita. El vicio de Michael Jackson en Orlan es arte. Si de verdad quieren experimentar imiten la terrible experiencia, nada artística, de los mutilados de guerra y ampútense las piernas. Estas frivolidades únicamente sirven para tener un libro de Phaidon y una exposición en un museo del primer mundo.
Las acciones Las acciones están sometidas a fronteras preconcebidas. Todas tienen una intención moral o una reflexión que justifica su resultado, y se dividen entre las que creen que el arte es una ong o es terapia de grupo, las que tratan de martirizar el cuerpo, las que imitan los programas de concurso o reality-shows, las de sexo decente y las de tareas cotidianas mínimas.
Entre la ONG y la terapia de grupo
El performance de Lorena Wolffer consiste en una encuesta como las que innumerables ong han realizado sobre violencia de género. La diferencia es que esta carece de la metodología y los objetivos que se exigen dentro de un marco de investigación científico-social. Ahora la pregunta es: ¿por qué su encuesta, que no plantea una hipótesis seria, es arte, y la de una ONG, realizada con la debida metodología, no es arte? Por el capricho del sistema del arte, porque ella lo decidió, porque los que eligieron su acción consideran que eso aporta algo, aunque no sepan qué. La lista de respuestas es inagotable. Los performanceros como Wolffer abordan temas que se suponen de interés social o psicológico, banalizan los problemas y los llevan hasta el ridículo, infantilizan sus argumentos para enfatizar que son el punto de vista de inteligencias inmaduras o arte emergente. Así, los ataques del 11-s son avioncitos de papel, la problemática de los inmigrantes es convivir con una almohada, y cito: “robada de casa de la madre del artista”, como si ese dato fuera relevante en los resultados. En terapia pública alguien confiesa sus secretos, o se enreda en un tejido, y cito: “para hablar del encierro propio”.
El performance que no entrará en los récords guinness La gran inspiración de muchas de estas acciones son los programas de concurso y los reality-shows en los que someten a pruebas absurdas y degradantes a los concursantes, quienes por pobreza o sed de fama se humillan para ganarse un premio. La televisión combate el aburrimiento con la explotación de fenómenos y esperpentos, y el performance encuentra virtudes artísticas en la zafiedad televisiva y la copia. La diferencia es que “la caja” se justifica con el rating y el performa nce se justifica en sus reflexiones. Si vemos en la televisión estas acciones o retos, les llamamos entretenimiento analfabeto o telebasura, pero si los vemos en el contexto de un festival artístico los tenemos que llamar arte. En este caso el premio es ser considerados artistas. Por ejemplo: Alguien rueda sandías y le llama “actividad exhaustiva”, pero eso a mí me recuerda la prueba de los troncos locos en la televisión. Exhaustiva es la jornada normal de diez horas en una mina o en una fábrica de ladrillos. Paola Paz Yee se mantuvo en vigilia por 36 horas; si se trata de durar, les diré que el récord Guinness sin dormir lo tiene Randy Gardner y aguantó 264 horas. La artística acción de ponerse desodorante tampoco alcanza premio; el récord de ponerse perfume es de un litro y medio en una hora. Jesús Iberri, que pedaleó cuatros horas en una bicicleta fija, cae derrotado ante la marca mundial en Italia de 224 horas, 24 minutos. James Bonachea se mete en un tanque con agua por una hora, un reto minúsculo si lo comparamos con el del ruso que nadó durante una hora en un río congelado a menos 20°c o el de cruzar nadando el Canal de la Mancha o el Estrecho de Bering. Todas las acciones tienen una reflexión, y la de las
sandías un texto largo de la concursante o performancera, en el que además se vanagloria de su esfuerzo.
Sin gratificación visual ni estética Las primeras acciones que abordaron el sexo fueron las bacanales griegas y las orgías romanas. En el cine hemos visto todo tipo de escenas sexuales explícitas, y en internet el sexo se democratizó a tal punto que cualquiera puede ser actor de su propia película porno y subirla a la red. Así las cosas, ver una fiesta con gente desnuda o a alguien que se cose los genitales no aporta novedad ni crea nuevas fantasías, tan solo se suma a la cadena de repeticiones que además se queda corta con relación al patrón copiado. Pareciera que entrar en los límites de lo ilícito atemoriza u ofende a los performanceros.
Regocijémonos en el sufrimiento El sufrimiento tiene dos vertientes: Uno es el que se padece por fatalidad y en este caso nos remite a las clases desprotegidas, a los grupos marginados. La pobreza provoca dolor, desde la falsa esperanza del que se martiriza para pedirle algo a un dios inexistente, hasta el que es víctima de una circunstancia social: en Egipto o en la India, a los niños les queman los ojos o los mutilan para que pidan limosna. La otra vertiente es la del dolor burgués, que coincide con lo dicho por Sartre en su Crítica de la razón dialéctica: “El burgués se somete a un sufrimiento que inventa, y lo ejerce en nombre de la no necesidad. Esta violencia corporal puede ser real o ficticia, lo importante es que sea pública”. Con esto demuestra que él también sufre y que falsamente se solidariza con la clase desprotegida. Caminar con un pie fracturado, como en el caso de Julián Higuerey, no es el martirio extremo de participar en una procesión religiosa, ni de vivir las mutilaciones de la India: es sufrimiento recreativo. El sufrimiento burgués de estos performances chantajea al espectador, nos impone solidarizarnos con una actividad ociosa, que ni de lejos alcanza el dolor real que inflige la sociedad.
La razón es ineficaz para la metafísica La exaltación de la tarea sin objetivo: tejer, escuchar el propio corazón con un estetoscopio, pedir chile de puerta en puerta, caminar por una línea, romper libros (me imagino que siempre es mejor que leerlos), derretir un hielo con un soplete, escribir en una pizarra, meterse en una caja de cartón. Resulta que para el performance estas tareas tienen implicaciones artísticas por el hecho de realizarse en un entorno privilegiado y con apoyos institucionales; se respaldan en reflexiones para explicar que su simpleza es aparente y su búsqueda buena para la humanidad. Lo que signifiquen va más allá de la evidencia, su valor es una invención metafísica, no una realidad racional.
El performancero: ¿centro del arte?
El performance no abre brechas; se asienta en conquistas de otras disciplinas, investiga en obviedades y se queda en representaciones mínimas de fenómenos que no comprende. Los performanceros califican sus obras como experimentos que están revolucionando el arte y responden a nuestra época, pero las evidencias fotográficas y la información adjunta nada tienen que ver con la teoría. Las reflexiones se imponen de forma artificial para dar valor a obras que sin estos argumentos jamás podrían ser vistas como arte. Esta situación es generalizada, lo pude apreciar en todos los volúmenes del catálogo y en varios de los performances a los que asistí. Y también sucede con las estrellas internacionales. Presencié el show de Marina Abramovic en el MoMA, con su contingente de guardias de seguridad, su sueldo estratosférico de 1.000 dólares la hora y la simpleza de la acción: sentarse en el átrium del museo en los horarios para el público, mientras unos guardias expulsaban a los espectadores que miraran por más de unos segundos a performanceros desnudos. Esa es la naturaleza de tales acciones: transcurren en un espacio que las protege y que les permite desarrollarse sin el peligro de enfrentar al público. De este modo no alcanzan, por ejemplo, el nivel que tiene Greenpeace en sus múltiples protestas, cuyos miembros han llegado a colarse en el Parlamento Europeo aunque les toque pagar con prisión esos actos. Conclusión
En este catálogo no hay un solo análisis del resultado de las obras; pareciera que todas son exitosas, que en todas se logró lo deseado. No se explica bajo qué criterios fueron seleccionadas. Lo que sí se tiene clarísimo es que quienes hacen esto son artistas y que cualquier acción realizada por el artista, desde masticar y escupir comida hasta llenar un vaso con tierra o pintar sus glúteos de colores, se transforma en arte. Esa arrogancia da como resultado una colección inusitada de clichés y simplezas elevados a un estatus que no les corresponde. Lo digo con claridad: estos performances no aportan ni al arte, ni a la experiencia estética. Son acciones sin provocación, políticamente correctas, con argumentos débiles para cuestionamientos fáciles; cargadas de propósitos morales e ideas de inspiración burguesa. Con esta cascada de buenos propósitos los performanceros evaden la responsabilidad de hacer arte con oficio. Un movimiento que surgió como rompimiento, y que no requería de comprensión, ha degenerado en obras que acumulan explicaciones y discursos alineados con el statu quo. Ninguna de estas manifestaciones demuestra talento, técnica, lenguaje o capacidad creadora. No arriesgan más de lo que la pornografía, los programas de concurso, los reality-shows de la televisión, las procesiones religiosas, la ciencia y las protestas sociales ya han arriesgado. Entonces, ¿por qué llaman a esto arte, por qué se autodenominan artistas y cómo pueden decir que este es el arte de nuestra época? Los espectadores merecemos más, merecemos que hagan cosas realmente trascendentales. Si, como dice Freud, “la repetición manifiesta el instinto de muerte”, estas acciones que se copian, se repiten, se desgastan, están anunciando la muerte del performance. Porque esto, el contenido de este catálogo, no es arte, y así como está ahora el performance, en general, tampoco es arte.
Brevísimo diccionario de una impostura – Avelina Lésper Arte burgués. Es un anti-arte burgués y ocioso que desprecia el trabajo. Artistas que no trabajan, no estudian, no hacen. Roban, copian, designan, sobrevalúan sus objetos por un capricho de la moda, exaltan el consumismo. Es el gran elogio a la decadencia del capitalismo. Arte conceptual o contemporáneo. — Las obras a las que se denomina arte contemporáneo son conceptuales porque en todas son las ideas y el discurso el único peso intelectual que poseen, y es el concepto lo que les da sentido como arte. La acepción cronológica, al ser siempre inestable, es inexacta. Cualquier obra — desde el ready made hasta las que tienen algún tipo de factura — que hace de las ideas su gran valor real es conceptual. Si una obra despojada de esas ideas pierde su sentido como arte, entonces no es arte. Arte contemporáneo y otras artes. La música, el teatro, la literatura, la danza, el cine llevan lo de ser contemporáneos con otra perspectiva. Son artes que requieren de un involucramiento más real del público, que debe pagar para entrar al teatro o a la sala de conciertos, sentarse y presenciar durante una o más horas una obra y con sus aplausos o abucheos manifiesta su opinión. En cambio, el arte contemporáneo se ve en cinco minutos y el público se larga. Los críticos de estas disciplinas son feroces, el cine soporta toda clase de análisis y nadie se rasga las vestiduras. Leer un libro exige tiempo y concentración y el escritor ve cómo sus libros se quedan en la bodega o se convierten en un éxito. El artista contemporáneo vive en una burbuja, no tiene contacto con el público, niega la crítica que no es favorable y si el público no va a la sala es porque no entiende, nunca porque su obra deje insatisfecho al espectador o porque se perciba como una farsa. Este anti-arte no es para el público ni para el museo, es una práctica endogámica para sus curadores, críticos y artistas. Arte que nadie se roba. El criterio del ladrón es el del sentido común, la realidad de que todas las obras son lo que son: una pintura es una pintura, un dibujo es un dibujo, una lata vacía es una lata vacía y un escusado es un escusado. Y algo tan real como un robo, tan inmediato, lo pone en evidencia. Nadie se roba un montón de ropa sucia o unas cajas de cartón. Los nuevos museos no requieren de alarmas, medidas de seguridad o guardias, y lo que llegaran a robarse puede ser reemplazado en un instante y sin la presencia del artista. Arte tradicional y arte contemporáneo.
La distinción entre arte tradicional y arte contemporáneo es una deformación estética. Los “contemporáneos” tienen cien años haciendo lo mismo, un tiempo suficiente para crear una tradición. En cambio, la pintura que se hace hoy no detiene su evolución, y sus preocupaciones, estética y estilos están completamente inmersos en nuestra actualidad. Los artistas contemporáneos no son modernos, tienen cien años sin evolucionar. Artista. Todos son artistas y todo lo que el artista designe como arte es arte, es el estatus actual. Hoy tenemos a la mayor población de artistas de la historia del arte, por lo tanto ninguno es indispensable. Ser artista contemporáneo es una moda elitista, pues antes querían poner un bar nice, luego ser “diseñadores de imagen”, después DJ's y hoy, finalmente, son artistas contemporáneos. La actitud de arrogancia y de fatuidad de los artistas es justificable: venden sus ocurrencias elementales y los coleccionistas demuestran su poder adquisitivo con estas compras caprichosas y exhibicionistas. Artista, requisito para ser… El requisito es no saber hacer las cosas para hacerlas. No saber hacer arte para ser artista. Aspiraciones. Los artistas quieren ser millonarios y los millonarios quieren ser artistas. Si declarar que algo es arte te hace artista, aceptarlo, motivarlo y pagar por eso, también te hace artista. Pagar el precio convierte al coleccionista en un artífice más del objeto; sin su aprobación y su inversión la obra nunca hubiera trascendido como arte, así, el comprador forma parte esencial en el montaje de esta farsa. Comparar algo de valor “teórico” te define como moderno y actual. El precio en estas obras es su validación real: si es caro entonces es arte. El artista contemporáneo vive en una burbuja, no tiene contacto con el público, niega la crítica que no es favorable y si el público no va a la sala es porque no entiende, nunca porque su obra deje insatisfecho al espectador o porque se perciba como una farsa. Este anti-arte no es para el público ni para el museo, es una práctica endogámica para sus curadores, críticos y artistas. Células espejo. Éstas crean un proceso cognitivo mediante el cual nos ponemos en la situación del Otro; sin ellas no existe la imitación, que es fundamental para el aprendizaje, y se activan al ver una acción o cómo se realiza y tratan de recrearla. Estas neuronas también trabajan cuando tú, al ver una obra de supuesto arte, te ubicas en el sentido del creador y piensas que esa obra no requirió de un talento sobresaliente; analizas rápidamente tus habilidades y comparas lo que tú sabes hacer con el resultado de la obra y deduces que no tiene rastro de inteligencia creadora. Al no reconocer inteligencia o emoción en el trabajo, decides que es algo sin la calidad para poseer el estatus de arte. Al ubicarte en el papel del artista lo identificas como un estafador que suplanta la verdad del arte por una
mentira. El arte tiene entre sus objetivos ayudarnos a comprender la realidad a través de la representación y lo hace con la herramienta de las células de espejo: si eliminan el objetivo de representar, las células no trabajan en ayudarnos a ordenar nuestra realidad y la existencia. Este anti-arte va en contra de los procesos de la inteligencia y nos encamina a disminuir habilidades formadas durante decenas de miles de años. Este arte volverá estúpida a la humanidad. Concepto. Si lo único que tiene valor en la obra es el concepto, y despojada de esto pierde su valor, entonces no es arte. El concepto es un enunciado arbitrario que pretende cambiar la naturaleza de un objeto sin conseguirlo, exigiendo una comprensión que no requiere; un objeto es lo que es, nada más. Crueldad. Ejercer la crueldad no tiene que ver con recrearla y eso es patente en la literatura. Asesinar animales, explotar la muerte de otros, alardear del racismo no es arte porque, como todo en el arte contemporáneo, no es resultado del talento ni del trabajo del creador o “ideador”. Su función es escandalizar para llamar la atención. En una corrida de toros la crueldad es parte del espectáculo, pero el torero asume riesgos que no asume ningún artista contemporáneo. Si Guillermo Vargas Habacuc, que dejó morir de hambre a un perro, amarrara al curador y al galerista para matarlos de hambre no habría existido jamás el performance criminal que hizo. Muchos toreros han muerto en el ruedo, pero ¿quién ha muerto haciendo una obra? Nadie. Estas obras tienen una lógica elemental: si hablan de que dejaron morir de hambre a un perro, entonces funciona dejar morir de hambre a un perro. Si hablan de que pusieron suásticas, entonces funciona poner suásticas. Si hablan de un asesinato, entonces funciona asesinar. Estoy esperando el suicidio colectivo de estos mediocres para que cierren su ciclo de obras, ya que trabajan con las herramientas de su época. Adelante, la violencia es la gran herramienta actual para acceder al poder y la fama. Curador. El curador es un vendedor, un publicista, un dictador y es, al final, el verdadero creador de la obra. Las exposiciones no son anunciadas con el nombre del artista, lo principal es el nombre del curador. El curador vende la idea de su colectiva, decide qué artistas van en la exposición y con su texto inventa los valores subjetivos e invisibles de su producto, es decir, los artistas y sus obras. El curador le dicta al artista lo que tiene que hacer, lo que significa y decide el valor que tiene en la exposición. Como todos son artistas, todos debieran ser curadores, pero no es así. Éstos y los teóricos son los entes pensantes de la obra. El artista es sustituible, el curador, como los dictadores, no lo es. Al dar sentido a la reunión de objetos y llevarlos al recinto expositivo el curador es el artífice real de la obra. Desháganse de los artistas. Para poner una piedra con una patineta rota o una tina de aceite quemado en el museo basta un curador, no se requiere a nadie más. Entender. “Si no te gusta es que no entiendes”. Confunden cr eer con entender. Cuestionar a la obra es no entender. No piden que se entienda, piden que se crea que eso es arte. En el momento en que dejen de creer que eso es arte dejará de serlo. Si no crees en el milagro, el milagro no existe. Esta actitud elitista: “Tú no entiendes”, margina al público, lo expulsa de los museos y le quita al artista la responsabilidad de las consecuencias de la
obra. Si el público no ve en la obra lo que el concepto y el significado dictan es que es ignorante. El artista es infalible, nunca se equivoca. La sensibilidad del espectador es inoperante, el artista es intocable. Escuelas de arte. Las escuelas de arte ya no son necesarias, ser artista es una actitud que se adquiere, como ponerse unos zapatos, y el arte se designa. El arte no tiene valores de calidad ni técnicas específicas, por ello tampoco requiere ser enseñado en una escuela. Imaginar la obra. Decir que estas obras nos invitan a que imaginemos a partir de ellas es también un mito. Nos imponen qué es lo que debemos imaginar, lo ordenan claramente en las cédulas explicativas del curador. ¿Dónde está la libertad del ejercicio imaginativo si te dictan la reflexión? Instrucciones de obras imaginarias: la gente mira una pared y se supone que tendría que imaginarse la obra. ¿Por qué el autor no imaginó la obra y la realizó en vez de dejar ese trabajo al público? Un escritor no deja el libro en blanco para que te imagines la novela. Pedir que el público se imagine la obra encubre el vacío que el artista deja ante su incapacidad de terminar algo. Juventud. Su nombre oficial es “artistas emergentes”. Ser joven o emergente es un requisito para estar en exposiciones, es la adicción a lo nuevo del marketing del arte contemporáneo. Caras nuevas aunque las obras sean iguales. La virtud no es el talento, es la fecha de nacimiento. Las obras emergentes son de temática intrascendental, relacionadas con falta de inteligencia, irrelevancia, banalidad y sin un compromiso social o estético serio. Es arte niñato al que no le importa lo que suceda en el mundo, y aunque en la cédula hablen de la “decepción que les causa esta época” no existe una obra que describa esa decepción o un sentimiento de rebeldía ante lo que sucede. Estos artistas reflexionan sobre su ropa, la televisión, las redes sociales; son decorativos, conformistas, consumistas y políticamente correctos. Son un producto del sistema y trabajan para el sistema. Estos artistas sin arte son ciegos al hecho de que las grandes obras del Caravaggio o Lucian Freud también son obras de juventud. Su nombre oficial es “artistas emergentes”. Ser joven o emergente es un requisito para estar en exposiciones, es la adicción a lo nuevo del marketing del arte contemporáneo. Caras nuevas aunque las obras sean iguales. La virtud no es el talento, es la fecha de nacimiento. Las obras emergentes son de temática intrascendental, relacionadas con falta de inteligencia, irrelevancia, banalidad y sin un compromiso social o estético serio. Mal gusto. Si el buen gusto carece de prestigio en esta época, como lo carece la belleza, lo que ya tiene prestigio universal como expresión contemporánea es el mal gusto. No se trata de acabar con obras terribles, que golpean a la mirada con la agresividad de la realidad — ya lo demostró Otto Dix con sus grabados sobre la Primera Guerra que tienen la virtud de enfrentar al espectador. Lo que hacen los artistas contemporáneos es tratar de llamar
la atención con rabietas visuales y chistes monumentales para provocar de forma artificial y pretenciosa. Objetos que siempre pasaron por kitsch, detestables y desechables, hoy son la apoteosis de las subastas. Los objetos de feria de Koons son llamados esculturas; los animales en formol de Hirst son reflexiones sobre la existencia; las llantas y los coches de carnaval de Betsabé Romero están en los museos. El mal gusto es el pase de entrada a la instantánea posteridad de este efímero capricho de la vulgaridad al que llaman arte contemporáneo. Mediocridad. Pretender que el talento, la disciplina y la técnica en el arte son cosas del pasado es tratar de imponer la mediocridad como signo de distinción de nuestra época. La “democracia del arte” y “la muerte de la tiranía del genio” son la dictadura de los mediocres. Hoy existen artistas completos, que trabajan en su obra, desarrollando e investigando en la constante revolución de la pintura, la escultura y el grabado, que se ven marginados para que la falta de talento y la mediocridad tenga “derecho a crear”. El imperio de gente sin obra, que designa sus orines como arte, se ha apropiado de las galerías y los museos, amparados por curadores y críticos que lo explican y lo aplauden, convirtiendo el arte en una trama especulativa, en un negocio vulgar. Son libres de hacer con su detritus, con la basura que recolectan y con su pose de artistas lo que quieran, pero rebajar el nivel del arte al capricho de los mediocres es otra cosa. Muerte y cadáveres. El robo de cadáveres para obras era un canon en la Antigüedad. Leonardo pintó cuerpos, la modelo de Caravaggio para su Muerte de la Virgen es el cadáver de una prostituta. Para el Caravaggio el propósito de la obra no era llevarse un cadáver, pues su objetivo fue que la imagen de la virgen se viera muerta, desprotegida, inerme, que los colores de la piel fueran los de un cuerpo por el que ya no circula la sangre. En el anti-arte y sus pseudo-obras el propósito es la exhibición morbosa y descarada de algo que aseguran es el cadáver de alguien o la sangre de un crimen. La sangre, el cadáver, es un ready-made que hace del amarillismo la obra y de las aficiones patológicas el único talento del artista. Museo. Anunciaron y clamaron hace cien años la muerte del museo y hoy se dan cuenta de que sin este contexto la obra no puede demostrarse como arte. Por eso a los artistas del antiarte les urge entrar al museo, porque sólo parasitando el contexto del museo legitiman sus obras como arte y les dan trascendencia y valor en el mercado. Fuera del museo estas obras — cadenas de bicicleta, urinarios, bloques de concreto, agua sucia — no existen, regresan a su situación original de objetos sin valor y no son arte. No objetual. Derribemos mitos: el arte contemporáneo no es abstracto ni es no-objetual. Si existe algo objetual, concreto, adicto a las referencias cotidianas y a las formas más costumbristas es este anti-arte, que depende en su totalidad de objetos prefabricados, que no inventa ni crea. “Objeto encontrado”, “objeto intervenido”, “objeto pateado”, “objeto recuperado”, “objeto reciclado”… decenas de categorías, una para cada cosa. Es
el arte de la pepena que parasita la costumbre y la familiaridad con el objeto para relacionarse con el espectador. Carece de la abstracción de la recreación, rémora de las cosas hechas; es el arte del consumismo y la acumulación. ¿No objetual, no retinal? Entonces no depreden, hagan, recreen. Oportunismo. El arte contemporáneo se aprovecha de un problema grave para, en un acto oportunista, vender una patraña como arte, y sucede la reacción lógica, pues criticar a la obra es estar en contra de la supuesta “denuncia”. Performance. El performance es cobarde con el público, no permite la interacción. Si un espectador le dice algo al artista éste se indigna y pide que saquen del recinto al espectador. Hay una diferencia enorme entre la transgresión y el exhibicionismo. El performance es la versión políticamente correcta y decente de lo que hacen en los clubes de shows porno. En esos antros los actores que se desnudan, se cagan o se masturban aguantan al público, soportan sus insultos y ni ellos ni ningún cliente consideran que lo que hacen sea arte; saben que es exhibicionismo y que explotan la necesidad morbosa de ver un espectáculo escabroso. Los performanceros, sin llegar a lo que se hace en un burlesque o en un antro XXX, se hacen llamar artistas, quieren escenarios cultos y además exigen respeto del público y becas estatales. Proceso. El proceso de la obra se supone más importante que el resultado. Vemos obras inconclusas porque esto “abre posibilidades”. Primar el proceso evita que se haga un análisis de la obra ya que al no estar terminada no podemos emitir un juicio crítico. Es parte de la irresponsabilidad de este anti-arte. Es evidente que estas obras no tienen una relación tiempo-calidad, procesos de meses arrojan obras que en realidad tomó instantes pensarlas y hacerlas. Hacer énfasis en que el proceso es largo y complicado sólo disfraza la falta de calidad de los pobres resultados para hacernos creer que hay un rastro de inteligencia y esfuerzo en ello. Los resultados y la banalidad de las obras contradicen la importancia de su proceso. Para que esta contradicción no sea puesta en evidencia el texto curatorial explica las intenciones del artista. El proceso es intención. El arte verdadero no es intención, son hechos. Reflexión. La gran bandera de este anti- arte es la “reflexión”; las obras, por banales que sean, exigen una reflexión superior a lo que ellas representan en sí mismas. La reflexión es un proceso que sustituye a la contemplación. La obra, al no motivar que el público permanezca observándola, impone una tarea ajena a ella misma, impone un pensamiento en el que debemos entretenernos porque la obra no provoca ideas. Esta reflexión es además parte del significado, debemos “reflexionar” en lo que significa y esto es una idea que se suma a la obra para darle un valor intelectual del que carece y que no justifica con su presencia. Dice Da nto que “el artista haga la obra, la filosofía y los teóricos le daremos significado”. El artista es un ser que no piensa, designa algo como arte y un teórico le da un peso intelectual. Reflexionemos en eso. Todos son artistas.
La falsa democratización del arte, el “todos son artistas”, se convirtió en una tiranía. El problema es: si todos son artistas y todo es arte, no hay espectadores; el que mira puede ser creador en ese instante, así, para qué ver algo que tú como creador potencial puedes hacer y hasta superar. El segundo problema: al margen de la calidad artística — que por lo general es nula — no hay nada que observar porque todo es arte, no hay objetos que requieran de nuestra dedicación especial para contemplarlos. Desde los temas que abordan hasta los materiales que usan, esta actitud totalizadora está dirigida a que la experiencia estética pierda sentido. La decisión, puramente dogmática, que de que todas las aptitudes son iguales — y eso le da a cualquiera la capacidad de hacer arte — implica que no hay nada admirable o valioso en hacer arte, porque se convierte en una operación común, corriente e intrascendente. Lo que hace innecesario un recinto tan costoso y pretencioso como un museo. ¿Para qué alojar, exhibir y resguardar algo que todo el mundo puede hacer? Si todos son artistas y todo es arte, por lo tanto hasta el último centímetro cuadrado de la realidad es arte y es un museo al mismo tiempo. Pues afuera con sus obras, a la calle y que dejen los museos para lo extraordinario. Transustanciación. Es una superstición religiosa que afirma que un objeto puede cambiar de sustancia sin alterar su forma. El objeto es algo más de lo que representa, es otra cosa. En eso se sostiene el fraude del arte contemporáneo y sus ideas conceptuales, la figura, o sea lo evidente, no cambia, cambia lo que no vemos, el significado. Los conceptos de los artistas, sus curadores y críticos son como la publicidad que nos habla virtudes del producto que no son evidentes pero basta creer en ellas para que existan. La galería, el museo y la iglesia son incuestionables, y todo lo que está dentro es verdadero porque lo ampara una idea mal redactada incapaz de ser comprobada. Ante la exposición de adjetivos de las reseñas de los críticos que apoyan este anti-arte cuesta enterarse de si hablan de una instalación o de un performance, pero de lo que sí nos enteramos es de que la obra es genial, transgresora, que invita a la reflexión, que rompe con esquemas y hace denuncia social — y detrás de este edificio retórico hay un video pornográfico de Santiago Sierra o unos espaguetis en una silla. Por ello la duda, que es el primer rasgo de inteligencia, nunca es bienvenida en la publicidad, la religión o el arte contemporáneo, porque cuestiona esas verdades fabricadas, y es en este proceso en el que se derrumban todos los mitos. Estas ideas supersticiosas han penetrado como la publicidad y por eso las instituciones y fundaciones creen que apoyar a estas obras es apoyar al arte, restando apoyo al arte verdadero.
Duchamp, el gran estafador Entrevista con Avelina Lésper Por Teresa Martínez Herrera
Para la crítica e historiadora Avelina Lésper no hay medias tintas. Manifestaciones artísticas como el performance, la instalación, el ready-made y otras por el estilo simplemente no son arte. Avelina Lésper Del 23 al 25 de junio la crítica de arte radicada en la Ciudad de México impartió el curso “Crítica de arte actual” en el Museo El Centenario, de Monterrey, recinto que alberga la exposición “Los nuevos grandes maestros mexicanos”, curada po r el galerista Guillermo Sepúlveda y cuyo texto de presentación fue escrito por Lésper. En una entrevista con el diario Milenio, la colaboradora del suplemento semanal Laberinto y de la revista Replicante declaró que el público, al no entender las nuevas propuestas del arte, deja de visitar exposiciones en museos y galerías — mientras, la mayoría de los artistas producen objetos más cercanos a una broma que al arte. Reconoció que no todo el arte contemporáneo debe descartarse, y citó como ejemplos a los pintores Rodrigo Sifuentes, Rafael Rodríguez, José Parra, Gonzalo García y David Meraz, que participan en la exhibición del museo sanpetrino. “Estos pintores jóvenes, en un acto de rebeldía, decidieron pintar cuando la pintura es rechazada. Su presencia en esta exposición se resume en una sola cosa: la calidad de sus obras. No son un capricho retórico o una moda, han encontrado un lenguaje propio y trabajan en su perfeccionamiento, no pintan para agradar, lo hacen inmersos en sus propias visiones, dudas, pesadillas, apariciones”, dice en el artículo “Nuevos grandes maestros”, publicado el 9 de julio en su columna Casta diva del suplemento cultural de Milenio. Después de haber estudiado una maestría en Historia de la pintura europea, Lésper obtuvo el espacio en ese suplemento desde noviembre del 2008 y, desde entonces, también publica en otras revistas culturales. La que sigue es una conversación con la polémica crítica de arte. — ¿Qué es arte para ti?
— El arte es una de las expresiones que tenemos de inteligencia, sensibilidad y ética más elevadas del género humano. A nosotros, como animales dentro de este reino en el que habitamos, el arte nos otorga una gran responsabilidad como especie. El que es capaz de crear es responsable de lo que crea; por eso tiene un sentido ético el arte. Como seres
humanos, creo que el arte está entre esas cosas más elevadas a nivel de inteligencia que podemos producir. — ¿Cuál es el trabajo de los filósofos del arte? El arte es una de las expresiones que tenemos de inteligencia, sensibilidad y ética más elevadas del género humano. A nosotros, como animales dentro de este reino en el que habitamos, el arte nos otorga una gran responsabilidad como especie. El que es capaz de crear es responsable de lo que crea; por eso tiene un sentido ético el arte. Como seres humanos, creo que el arte está entre esas cosas más elevadas a nivel de i nteligencia que podemos producir.
— Creo que se ha distorsionado el trabajo de los filósofos del arte, que fue una parte después de Duchamp y otra parte en los años sesenta, cuando empezó esto. La filosofía del arte era o tiene que ser un análisis a posteriori de la obra; es decir, una vez que la obra está terminada el filósofo tendría que atender a las implicaciones filosóficas de la obra. Pongamos un ejemplo: Los desastres de la guerra, de Goya. Obviamente tiene una profunda implicación filosófica acerca de la violencia, del abuso del poder, de la deshumanización de la guerra. Pero es un análisis filosófico que se hace a posteriori. Ahora, ¿qué sucede? El análisis se hace a priori. Sin que la obra exista como tal, la obra va a tener un respaldo filosófico, porque ya hay una teoría que sustenta filosóficamente por qué el artista es un ser que es capaz de designar cualquier cosa como arte. Se está trastocando por completo el sentido del arte, porque no se hace un análisis de un hecho o un trabajo concreto; simplemente se plantea un sistema, una especulación y cualquier obra cabe en el razonamiento. — ¿Qué
sustenta a los filósofos en la actualidad? Después de Marcel Duchamp, supongo que hay filósofos que son válidos. — Claro, pero es solamente este tipo de corriente filosófica; la filosofía, pues, sigue avanzando. Tenemos ahora a grandes filósofos. Soy lectora de Michel Onfray, por ejemplo. Tiene un camino muy fecundo; es como en el arte, una de las demostraciones de inteligencia más elevadas en el ser humano. Lo que estoy planteando es que no puede depender el arte de una disciplina, porque la filosofía es autónoma, aunque tenga discusiones con la ciencia y con el arte. No podemos llevar ahora a un callejón sin salida a hacer el arte completamente dependiente de la filosofía y que no tenga razón de ser si no tiene una estructura ideológica atrás. — ¿No será que se ligan de cierta manera, que coinciden?
— Creo que en el pensamiento humano no hay más que coincidencias, hay consecuencias. Cuando vino todo este malentendido de la libertad, la cual se confundió con la espontaneidad, el capricho, lo incontrolable, lo fuera de la ley, la obra se decantó para ese punto y el arte olvidó sus bases éticas en relación con su disciplina. Entonces fue necesario que hubiera un respaldo teórico para que las obras siguieran. — ¿Qué debe tomar en cuenta un espectador al enfrentarse a una obra de arte?
— Qué conocimientos le aporta la obra. Puede ser de la naturaleza del ser humano, de nuestra realidad, a nuestra apreciación del mundo, a nuestras emociones. Debe tomar en cuenta qué sensaciones le produce esa obra y ver qué relación hay con esas sensaciones; es decir, qué hay de su ser en esa obra. Después vienen los procesos técnicos, hacerse la pregunta: ¿Qué estoy viendo? Ver cómo está realizada, qué nivel técnico de calidad tiene, cómo están tratados los materiales; todo esto es muy importante. Es como en el
cine: si ves la película y no se oye, no puedes decir “La idea es muy buena, ¡qué lástima que no se oye!” Perdóname, pero la técnica es parte de la película. — Planteas
que los museos, por exhibir arte contemporáneo, están ahuyentando al público. ¿Es diferente esta situación en otros lugares, como Europa? ¿Qué tanta relación tiene con la formación artística en la educación básica? —El “no entiendo” lo veo muy negativo, porque es una marginación a partir del rechazo implícito de los curadores y de los artistas que siempre d icen: “Si no te gusta es porque no entiendes”. ¿Qué sucede? Toda la responsabilidad en la obra no recae en el artista, lo que es verdaderamente inconcebible; se lo dejan todo al público. Entonces la gente está siendo rechazada por los museos. Ahora, no creo que tenga que ver la formación artística de México con la formación artística de Europa, porque este fenómeno es mundial. Puedes leer los artículos de este increíble ensayista, Antonio Muñoz Molina, en Babelia. Él va a una de esas exposiciones y dice: “E sto es una tomada de pelo, no es arte”. Lo ha dicho Vargas Llosa abiertamente. Marc Fumaroli ha dicho: “No llamemos a estos objetos arte; son simplemente objetos de lujo”. Hay una corriente de pensamiento muy sólida también que está diciendo que eso no es arte. Ahora, ¿qué está pasando con los museos? Están vacíos. El Reina Sofía vive del Museo del Prado; lo mantiene un solo cuadro, el Guernica, donde muchísima gente se queda viendo horas la pintura, analizando, viendo todos aspectos; además, es una pintura que golpea mucho a la sociedad española. Y vas a las demás salas, las cuales he recorrido decenas de veces, y no hay nadie. La exposición de Gabriel Orozco en el Centre Georges Pompidou fue un fracaso absoluto; no fue a verla nadie. Yo fui a ver esa exposición en el MoMA, no había nadie en las salas. En cambio, en la exposición de Tim Burton, literalmente tenías que reservar para ir. — ¿Tim Burton es arte
contemporáneo?
— Claro, está produciendo ahora, está vivo, ahora sí que, ¿quién lo enterró? Es cineasta, sí, y es dibujante; todos los personajes de Tim Burton los dibuja él. — ¿Crees que deban existir nuevos paradigmas, tanto en el arte como en la filosofía y la
crítica? — La filosofía, la crítica y el arte nunca han detenido la creación. Ve la historia de la pintura. Además de la pintura, la escultura, no han dejado de evolucionar. Compara un torso griego con una escultura de Chillida; ve nada más el proceso inagotable por el que ha pasado la escultura; la dimensión que tiene es la que tiene la física. Es una cosa elevadísima, increíble; una escultura redefine por completo al espacio. — ¿No son física…
los mismos parámetros que planteas con Orozco? Del espacio y de la
— No, el texto curatorial de Orozco es ridículo dice: “Es la relación tripartita entre el espectador, el objeto y el espacio”. Él está hablando de una relación tripartita que puede existir en cualquier momento y con cualquier objeto. Pero si colocas una escultura en una plaza, dices: “Ah, es la plaza donde está tal escultura”. — ¿Crees que en las nuevas disciplinas se puede proponer arte?
— Sucede todo el tiempo, pero no lo están haciendo en esta parte del arte contemporáneo. La imagen en movimiento ha propuesto arte desde que existe. Ahí está el cine, las películas de Buñuel, ¿cuántos directores quieres que te diga? La imagen en movimiento tiene su función dentro del arte. — Me refiero al arte contemporáneo. El cine es un arte, pero es otra disciplina.
— Ése es el problema: que el arte contemporáneo está tomando los soportes como si los soportes hicieran la obra. El soporte no hace la obra, lo que hace la obra es cómo utilizas el soporte. Si una película está bien filmada, aunque sea en video, es arte. Hay videoclips que tienen mejor factura que videos de arte. Por ejemplo, Matthew Barney. Sus videos son verdaderamente ridículos; son así: kitsch, sin sentido y horrendos. Infinidad de videoclips tienen mejor factura, y estamos hablando de trabajos comerciales. — ¿El valor de la obra se encuentra en la factura? La filosofía, la crítica y el arte nunca han detenido la creación. Ve la historia de la pintura. Además de la pintura, la escultura, no han dejado de evolucionar. Compara un torso griego con una escultura de Chillida; ve nada más el proceso inagotable por el que ha pasado la escultura; la dimensión que tiene es la que tiene la física. Es una cosa elevadísima, increíble; una escultura redefine por completo al espacio.
— No sólo se encuentra en la factura; se encuentra en el tema, en la implicación que tenga en su entorno, en lo que represente, y hay un rasgo casi intangible de excepcionalidad en el trabajo artístico. Eso es muy común de ver en las ferias de arte. Uno va viendo obras y de pronto ves algo y dices: Eso es arte. Es como una especie de epifanía. Y de alguna manera, la implicación misma hacia el arte te va llevando a las obras. — ¿Qué implicación?
— Creo que haces un compromiso cuando decides ser espectador de arte. He pensado siempre que no nada más hay compromiso de parte del artista con la obra; los espectadores tenemos un gran compromiso con la obra. — Dices que existe una crisis en el arte. ¿Cuándo empezó y quiénes la originaron?
— Desde las fechas del urinario, y viene con la banalización del arte. — ¿Consideras a Duchamp un parteaguas en el arte
contemporáneo? ¿Por qué?
— Porque es un gran estafador; porque el urinario es una obra pequeñoburguesa que no alcanza el nivel de arte. ¿Por qué? Porque es un urinario, un objeto de uso común, que no está representado de alguna manera. Puedes representar una silla como en el caso de Van Gogh. Hay un proceso de síntesis; es lo que hace a esa silla diferente. La acción de designar arte no lo vuelve arte. El arte no es un designio; es un resultado, es un trabajo, es un hecho. — ¿Qué va a pasar con la historia del arte si las últimas tendencias no son válidas?
— Se va a acabar. No es que no sean válidas. Como tales están muy validadas, están en todos los museos; pero no creo que sean arte. Ahora, ¿a qué camino nos lleva? A que esto va a acabar con el arte. Entonces va a ser la historia de la muerte del arte. — ¿Ya no hay arte?
— Por supuesto que sí lo hay (señala con los brazos extendidos hacia la entrada de la muestra “Los nuevos grandes maestros”). — Uno de los artistas de la exposición (Alejandro Barrón) pinta muy parecido a Arturo
Rivera. — Claro, el pintor tiene una influencia de su maestro. — ¿No pasará lo mismo con los
ready-mades, que tienen influencia de Duchamp?
— Todos los ready-mades son iguales. Son objetos prefabricados.
Doré y la vida oculta de Londres La miseria del imperio victoriano Por Avelina Lésper
En Londres Gustavo Doré hizo 180 grabados que se adentran en las entrañas sucias, mezquinas y miserables de esa ciudad en la que las clases sociales se dividían abismalmente, donde la pobreza y el sufrimiento golpeaban con sus olores putrefactos y las clases poderosas no perdían oportunidad de demostrar su despotismo.
La fascinación por una ciudad no se limita a recrear sus aspectos amables, deslumbra más la decadencia, las ruinas y la podredumbre. Gustave Doré llegó a Londres como un artista consagrado, sus grabados dramáticos que ilustraban la Biblia ya habían llevado esas historias de pastores iletrados más allá de su narración y creado en la mente de los lectores el omnipresente submundo del infierno y el castigo divino. Entonces Blanchard Jerrold le propuso hacer una guía o un libro de viaje que ilustrara el Londres victoriano. Doré viviría temporadas en la ciudad para conocer con detalle cada sitio que Jerrold describiría. El resultado fueron 180 grabados que se adentran en las entrañas sucias, mezquinas y miserables de una ciudad en la que las clases sociales se dividían abismalmente, donde la pobreza y el sufrimiento golpeaban con sus olores putrefactos y las clases poderosas no perdían oportunidad de demostrar su despotismo. Doré no idealizó a la city ni se dejó impresionar por su crecimiento. Tomando el texto de Jerrold como un punto de partida, en su visión incorporó la lectura de las historias de Charles Dickens y buscó en las calles y sus habitantes el carácter de los personajes dickensianos. Del Puente de Londres, soleado, saturado de personas y carruajes que se amontonan para cruzar con mercancías y pasajeros, mientras al fondo se ve la urbe que espera esta marea, nos vamos a una oscura callejuela a la orilla del río donde decenas de hombres y varios niños trabajan cargado barriles con mercancías. La pobreza llega a sus límites de inhumanidad cuando los niños son parte de la explotación. En la Inglaterra victoriana el último nivel en la escala de la infelicidad y la degradación lo ocupaban los niños. Era lícito abusarlos, utilizarlos como mano de obra de fácil remplazo y mal remunerada. Con el elevado índice de prostitución, el abandono de menores era algo cotidiano, y admitirlos en orfanatos daba a los adultos la extraordinaria oportunidad de maltratar a un ser vulnerable sin derechos de ningún tipo. “Él jamás ha sido otra cosa más que un ladrón. Nació ladrón y eso es lo único que tiene”, escribe Jarrold. Al observar los grabados podemos ver a niños como una fauna urbana, conviviendo con perros callejeros, entre inmundicias, solos e invisibles para los adultos. En el grabado de la Niña lavandera una pequeña con ramas de abedul espera en una esquina a ser contratada, al lado una vieja con la piel llena de pústulas y un cigarrillo en las comisuras, los pies descalzos, el rostro marcado por el hambre, las ropas remendadas.
Este Londres lo comparten en otro grabado cientos de personas que viajan en carruajes y vociferan en el desorganizado y caótico tráfico. Doré innova y crea un canon en el que el paisaje urbano es una visión social de la ciudad, se distancia de los monumentos y las inamovibles confirmaciones de riqueza y poderío que son los edificios públicos y mira a otro lado, a una mujer con un embarazo avanzado que vende naranjas, que usa zapatos de hombre y tiene la mirada ausente, o una madre que vende flores con sus hijas, cubiertas por una capa desgarrada, mostrando sus ramilletes como esculturas griegas, ofreciendo con dignidad sus flores. La guía de turismo, el relato de postal del recuerdo es una pesadilla épica, el dibujo impecable de Doré, sus claroscuros, su extravagante estética gótica, perspectivas inspiradas en las cárceles de Piranesi, laberintos de ladrillo, la línea realista que cicatriza en la placa de metal, inmortalizan la desolación de la miseria. Vendedores de periódicos andrajosos y enloquecidos; hombres sándwich que portan anuncios y palcos de la ópera con un público rico y elegante. Wentworth Street, Whitechapel, la indigencia es extrema, niños vestidos con andrajos de adultos, el hambre en sus cuerpos enflaquecidos, no existe una opción en el futuro, no hay luz en esa calle; la promiscuidad, la prostitución, la delincuencia y las enfermedades esperan ansiosas a estos parias. La sociedad no deja de denunciarse a sí misma, el imperio no es capaz de ocultar su realidad; el oscurantismo y la industrialización esclavizan, degradan y degeneran a la población. Cuando se expusieron estos grabados y se publicó el libro London: A Pilgrimage, 1872, la sociedad se escandalizó. Indignados le reclamaron al artista que los enfrentara a su verdadera ciudad. En una época, en donde era impensable decir la palabra sexo en público, Doré recreó un nuevo infierno, escrudiñó en la más abyecta miseria y le mostró al imperio su gran derrota. La criminalización de la pobreza, el alcoholismo, la pauperización de la población, en el violento contraste de las carreras del Derby y el lujo de los privilegiados. Doré investigó y clasificó, dejó el retrato que trascenderá de una sociedad que se esforzó en negarse a sí misma escondiéndose en la perversión de puritanismo. La guía de turismo, el relato de postal del recuerdo es una pesadilla épica, el dibujo impecable de Doré, sus claroscuros, su extravagante estética gótica, perspectivas inspiradas en las cárceles de Piranesi, laberintos de ladrillo, la línea realista que cicatriza en la placa de metal, inmortalizan la desolación de la miseria: niños que cuidan niños aún más pequeños, comiendo entre la basura. Estas imágenes expresan las emociones de Doré, la rabia ante las infranqueables diferencias sociales, el realismo descarnado que contradice al romanticismo, a la frivolidad de la monarquía y su burguesía. Dice Blanchard Jerrold al pie de uno de estos grabados: “En el Bluegate Fields Ragged Schools existen cientos que nunca podrán escapar hacia una vida de confort. Los que ahí están son víctimas del alcohol, ilustran cada horror, desde el crimen al sufrimiento con el que nuestra tierra maldice a la pobreza”. La inocencia no existe, el abismo es cada vez más profundo, y al contrario de su viaje por la Divina Comedia, en el que los castigos de ficción son soportables, en este viaje los castigos y las desgracias no tienen sentido, son aplicadas sin juicio, no hay pecados que las justifiquen, es pobreza, es marginación, es destino
Adiós al instante decisivo Instantáneas, ocurrencias y plagios Por Avelina Lésper
Todo el mundo trae una cámara fotográfica en la mano, pero eso no los convierte en fotógrafos. La accesibilidad del medio no crea artistas, crea usuarios o consumidores. Con el híbrido comercial que ha unido un teléfono a una cámara la fotografía se ha convertido en un gesto automático.
Las personas hacen fotografías sin pensar y por cualquier motivo. Esto ha confundido a la facilidad con la calidad. En el arte es ya una constante que si se trata de una expresión del “estilo contemporáneo” ésta no tiene por qué pasar por una jerarquía de calidad, del mismo modo los artistas se dieron de alta como fotógrafos “conceptuales” sin tener idea siquiera de los aspectos más elementales de la imagen. Exposiciones de fotografías fuera de foco, con encuadres absurdos, sacadas con teléfonos o con bajísima calidad, con temas que van desde las rayas amarillas de las aceras de la calle, imágenes de los amigos en fiestas, fachadas de restaurantes de cadena estadounidenses, lotes baldíos… La constante es que el material fotográfico no tiene calidad ni osadía ni propuesta estética. Su valor radica en la improvisación, en la reiteración maniaca y en el desprecio intencional a los avances estéticos de la fotografía verdaderamente artística. No alcanzan ni la valentía de las fotos que hacen los reporteros gráficos, quienes en muchas ocasiones arriesgan su vida para captar una imagen y que con la presión del entorno aun tienen el cuidado de buscar un rasgo de belleza en la luz o en el encuadre. La fotografía conceptual tampoco tiene la calidad que exige la fotografía comercial que compite con ferocidad en foros de una alta exigencia y que ha consagrado trabajos que son ahora canon estético. ¿Qué son, entonces? Se supone que artistas, así a secas. ¿Pero en qué reside su arte si no alcanzan un nivel real de destreza, inteligencia o belleza? La constante es que el material fotográfico no tiene calidad ni osadía ni propuesta estética. Su valor radica en l a improvisación, en la reiteración maniaca y en el desprecio intencional a los avances estéticos de la fotografía verdaderamente artística.
Una exposición con fotos de agujeros en la pared es aceptada como arte, pero a las imágenes que produce un reportero gráfico las llaman testimonio. ¿Por qué razón unas son arte y otras no? Por el capricho de la curaduría. Exposiciones con fotos realizadas con un teléfono y a las que se reviste con un discurso curatorial se presentan como obras que se hacen con las nuevas tecnologías; a esto debe sumarse que subir las fotos a Facebook es también una forma de arte.
Gabriel Orozco, “Pelota ponchada”, 1993. La fotografía ha creado valor artístico, se deslinda constantemente de la ambivalencia que da la improvisación o el encasillamiento del trabajo comercial. Los artistas de la lente se debaten para captar imágenes que superen la condición de objeto de consumo y que revolucionen la idea que tenemos de la fotografía. Que los artistas contemporáneos la tomen para banalizar este trabajo y sea parte de las múltiples formas que han perver tido es un golpe a la fotografía. Con la ya agotada excusa de que usan “nuevos medios” para expresarse, como si la fotografía fuera nueva después de los más de 170 años que han transcurrido desde Daguerre, es incomprensible la falta de talento para usar esta herramienta. Ahí están los casos de las fotografías que hace Gabriel Orozco de sus obras, que a eso se reduce su trabajo: fotos mediocres de obras mediocres, y las torpes fotos de restos de campañas políticas realizadas por Minerva Cuevas — que la UNAM compró en 297 mil pesos, nada qué ver con los 7 mil 700 que le pagaron por cada una de sus fotos a Pedro Meyer, que sí es fotógrafo.
A la izq. la foto de Patrick Cariou; a la der. la foto “intervenida” de Richard Prince. Los autollamados artistas se distinguen por usar esta herramienta sin la más elemental noción del valor de la imagen detenida. Fotógrafos con gran trayectoria y jóvenes que experimentan seriamente en el medio ven cómo un advenedizo expone con descarada arrogancia las fotos de sus vacaciones que tomó con su teléfono o, peor aún, a los que se apropian fotografías de otros para intervenirlas, como han hecho Richard Prince y Jeff Koons. El robo sistemático de la fotografía como forma de “creación” siempre deja en desventaja al autor original —“apropiación” es el eufemismo de este tipo de plagio— , y funciona porque el supuesto artista carece del talento del fotógrafo y en cambio con su intervención proporciona una “nueva lectura” a un trabajo pensado y realizado por otro. ¿Qué le hace pensar a Richard Prince que su intervención racista y degradante en las fotografías de Patrick Cariou crea otra obra y no es simplemente un plagio? Un sistema que enaltece la mediocridad y la falta de creación. Julieta Aranda y Teresa Margolles fotocopian fotografías, aquélla del libro de 1960 Living as Neighbors y las vende en ocho mil dólares, y ésta de un periódico de nota roja de Ciudad Juárez, ofrecidas en cinco mil dólares… las dos las presentan como obras de su autoría. No aportan nada al medio y en cambio lo degradan.
Henri Cartier-Bresson, “Srinagar, Cachemira”, 1948. Los fotógrafos, extrañamente, ven con pasividad cómo sucede esto ante sus ojos y se quedan sin hacer nada. Olvídense de los contrastes dramáticos del blanco y negro o la búsqueda del instante decisivo de Henri Cartier-Breson… ahora el obvio pixel, el fuera de foco y la foto robada a otro autor son el arte fotográfico.
El crimen y el poder La red de la impunidad Por Avelina Lésper
Si un ciudadano de un Estado libre quiere conocer cuál es su estatus real en la sociedad basta con que necesite acceder a la justicia. Ahí medimos nuestra verdadera estatura: ante un juez, ante una ley siempre oscura, ante la impunidad del delito.
El desollado © Eko “Si el hombre sufriera lo que hizo, habría recta justicia”, dice Aristóteles en la Ética a Nicómaco. La impunidad se origina y está motivada por la imposibilidad de recibir castigo. Los crímenes existen porque la red para hacerlos impunes es más grande, organizada y efectiva que la débil e incongruente estructura que hay para castigarlos o prevenirlos. La justicia siempre está en desventaja. A eso se le aúna que la impunidad es un rasgo del poder. El impune está protegido, está resguardado, tiene alianzas; sabe, desde su posición, que lo que haga está libre de ser perseguido, juzgado o castigado. Esta demostración es piramidal y se inicia desde las más elevadas esferas y se decanta hasta la cotidianeidad, hasta la mínima condición social. El poder se sabe impune, sabe que nadie por debajo de su condición tendrá capacidad para perseguir los delitos que cometa, así transcurrió el sexenio pasado, con la certeza de que la guerra inventada,
dogmática y violenta del narcotráfico podría encubrir crímenes de toda naturaleza sin que éstos fueran castigados. Si hubiera existido una sola posibilidad de castigo esto jamás habría sido posible. Un crimen contra una sociedad entera, en complicidad con las facciones del narcotráfico, el encubrimiento de toda la estructura financiera que lava el dinero de los cárteles, se cometió al amparo de la apropiación de la ley a través del poder. El crimen para encubrir al crimen. Mientras el crimen es absoluto, irreversible y casi siempre irreparable, la ley para castigarlo es relativa, sujeta a las más variadas interpretaciones y, además, con infinitas salidas para disminuir las penas o transformarlas. Esto sucede por una razón ética, que se desenvuelve en una pedestre cadena administrativa: no nos gusta ser castigados y negamos las culpas.
Mientras el crimen es absoluto, irreversible y casi siempre irreparable, la ley para castigarlo es relativa, sujeta a las más variadas interpretaciones y, además, con infinitas salidas para disminuir las penas o transformarlas. Esto sucede por una razón ética, que se desenvuelve en una pedestre cadena administrativa: no nos gusta ser castigados y negamos las culpas. La historia occidental está basada en mitos que parten de un castigo, universal, fulminante, y que se hereda, sin posibilidad de expiarlo. El castigo es la razón de ser de la humanidad misma. A partir de esa herencia fatídica nos dedicamos a evadirlo, a crear mitos y toda clase de argumentos que suplanten las razones reales de un crimen. Asesinar a una mujer es excusable: porque el hombre es más fuerte, porque ella es considerada una propiedad si tienen filiación, porque ella lo rechazó, porque lo engañó o porque a él le dio la gana; un crimen de pasión está justificado y tiene reducción de pena. Desde argumentos culturales, religiosos o los muy subjetivos emocionales, el hombre tiene alguna forma de evadir la realidad de ser un asesino. De la misma forma un presidente tiene argumentos para iniciar una guerra sin razones, para darle poder asesino al ejército e implantar el caos en la población civil. Es una escala que crece y en la que la evasión de las responsabilidades es el objetivo. La ley existe porque existe la posibilidad de la injusticia y del delito, pero esta ley siempre se queda atrás de los crímenes. Las leyes, el sistema legal, nunca vislumbran lo que el ser humano es capaz de hacer. Con la inmensa trama de lavado de dinero del banco HSBC lo más que hicieron las autoridades en los países afectados fue aplicar una multa pues llegaron a la conclusión de que “Era demasiado grande para ser castigado”. La organización criminal fue más previsora, con más miras a largo plazo que la ley misma que no supo cómo crear una equivalencia entre delito y sanción. Estas debilidades de las leyes también se revelan cuando sucede el caso contrario: la pena desproporcionada, injusta e irracional. Estas penas, que pueden ser dentro y fuera del sistema legal, desde la que aplica un juez o el que designa el esposo sobre la mujer infiel o la muchedumbre que lincha a un ladrón, aquí la ley (estatal, tribal o social) se demuestra en su ineficacia y su falta de proporción.
Robar una tienda de conveniencia se paga con seis años de prisión, robar desde el escritorio de un banco carece de una estructura legal para ser perseguido. Crear las estrategias financieras que han quebrado a Europa no está penado, lo hacen doctores en economía desde las universidades. Si un hombre es responsable de implantar el caos que dejó más de cien mil muertes, que no cumplió uno solo de los demagógicos objetivos que enarbolaba, no hay una ley que le pueda ser aplicada ni un sistema legal preparado para hacerlo. Por eso se cometen los crímenes, porque el que manda nunca es igual al que obedece. La impunidad es parte de la desigualdad. Si un hombre es responsable de implantar el caos que dejó más de cien mil muertes, que no cumplió uno solo de los demagógicos objetivos que enarbolaba, no hay una ley que le pueda ser aplicada ni un sistema legal preparado para hacerlo
. En la medida del poder está la culpa. Aunque todos nieguen la culpa, porque una vez frente a la posibilidad real del castigo, el delito se desvanece, el poderoso tendrá más acceso a la inocencia que el débil. El déspota siempre es inocente, el déspota tiene razones superiores, incomprensibles para los demás para actuar cómo lo hace, y esas razones son incuestionables y el argumento para defender su inocencia. La ley nunca llega a su altar. Pero la ley tampoco llega a las miserias del débil, tampoco llega a proteger a la víctima. La decepción que existe acerca de la ley y del sistema burocrático encargado de aplicarla es tan profunda que pareciera que hemos llegado a un punto de ausencia de justicia endémico. Si un ciudadano de un Estado libre quiere conocer cuál es su estatus real en la sociedad basta con que necesite acceder a la justicia. Ahí
medimos nuestra verdadera estatura: ante un juez, ante una ley siempre oscura, ante la impunidad del delito. También nos enteramos con certeza de en qué clase de lugar vivimos. Eso sin pasar por la experiencia del miedo. El denunciante parte de una posición de vulnerabilidad al pedir ayuda y justicia. Está solo hasta que la ley se decide a actuar, si es que lo hace. Mientras las alianzas entre el poder y la ley son evidentes, se ensalzan, las que deberían existir entre la víctima y la ley no existen. El poder despótico persigue y castiga nimiedades para dejar impunes a las atrocidades. Esto lo protege a él y hace al ciudadano temeroso de pedir justicia.
Avelina Lésper y la crítica del arte Las ropas nuevas del emperador Por Erick Vázquez Avelina Lésper es una crítica de arte que en unos pocos años ha provocado una reacción notoria en el ámbito del arte contemporáneo mexicano. Entre no pocos artistas, críticos y curadores provoca risas sarcásticas y hombros levantados, pero entre otros artistas y un público más general, más o menos ajeno al circuito, recibe rondas de aplausos. En los artículos de Lésper abundan los comentarios por parte de los lectores del tipo “excelente artículo”, “esclarecedor y contundente”, “felicidades a la autora que desenmascara…”. Ya se le tilda de conservadora y reaccionaria, ya de campeona de la verdad. Esto llamó mi atención porque algunas personas que conozco — un director y escritor de teatro, un amigo que trabaja en cultura — , al leer artículos de Lésper convienen en decir que están de acuerdo, que les ha gustado cómo nombra las cosas. ¿A qué se debe el revuelo? Lo primero que salta a la vista en los artículos de Lésper es su uniformidad. En todos sus artículos la autora concluye siempre lo mismo: el arte contemporáneo es una farsa, una burla; la carencia de los artistas contemporáneos es su banalidad, su falta de rigor: “La carencia de rigor [en las obras] ha permitido que el vacío de creación, la ocurrencia, la falta de inteligencia sean los valores de este falso arte, y que cualquier cosa se muestre en los museos” [Vanguardia, 30/08/2012]. Jean Baudrillard, en un escándalo que lo llevó a dar varias entrevistas en Francia, hizo algo parecido al decir que el arte actual es de la naturaleza del fraude, y utilizó la metáfora del fraude financiero, de un mercado inflado que no se soporta en una riqueza material, el llamado “crimen de iniciados”. La suya es una especie de cruzada, su aportación — es un término que ella utiliza — es una especie de desenmascaramiento. No es la primera en hacerlo. Jean Baudrillard, en un escándalo que lo llevó a dar varias entrevistas en Francia, hizo algo parecido al decir que el arte actual es de la naturaleza del fraude, y utilizó la metáfora del fraude financiero, de un mercado inflado que no se soporta en una riqueza material, el llamado “crimen de iniciados”. Avelina Lésper no es tan elegante en sus metáforas para denunciar la vacuidad del arte actual, ni intenta serlo; de hecho es muy agresiva. Se trata de una agresividad parecida a una posición retórica, la de llamar a las cosas por su nombre, posición que probablemente es la que le ha granjeado mucho de su eco y simpatías. Ahora lo curioso es que sus artículos carecen precisamente de lo que no deja de señalar en los artistas que critica, carece de rigor, por ejemplo, al usar términos del campo psicoanalítico o psiquiátrico, a los que es aficionada. Las patológicas acciones de Orlan, que padece la enfermedad clínicamente llamada trastorno dismórfico corporal, o sea la adicción a cambiar la apariencia física entrando al quirófano tantas veces como la tarjeta de crédito lo permita (sic). El vicio de Michael Jackson en Orlan es arte. Si de verdad quieren experimentar imiten la terrible
experiencia, nada artística, de los mutilados de guerra y ampútense las piernas. Estas frivolidades únicamente sirven para tener un libro de Phaidon y una exposición en un museo del primer mundo [“Contra el performance”, Esfera pública 22/08/2013]. Desconozco la formación escolar de la autora, pero definitivamente no es psiquiatra. Yo tampoco lo soy, pero eso no me impide echarle una ojeada al DSM IV (Diagnostic and Statistisc Manual of Mental Disorders), el manual básico de cualquier psiquiatra y en donde se define el término. La definición del Trastorno Dismórfico Corporal no tiene que ver con la adicción a la cirugía plástica, se trata de un desorden de la imagen, el sujeto que la padece ve en el espejo algo radicalmente distinto de lo que vemos los demás, por ejemplo, se percibe deforme; no hay en esta categoría psiquiátrica relación alguna con lo que hace Orlan, que calcula perfectamente cómo se va a ver después de cada operación. En otro artículo titulado “El complejo del urinario” escribe: La raíz es la misma, complectere, complexum, abarcar, conectar. La palabra complejo se utiliza indiscriminadamente para calificar a algo que está fuera del alcance de la comprensión y también para señalar un estado de la persona que “sin ser negativo, tiene consecuencias negativas”, según Jung. El acomplejado es víctima de un complejo, padece una inferioridad, real o subjetiva, y la hace una parte fundamental de su personalidad (sic). Este complejo se supone interesante y complicado para Jung que lo estudió, y le pronosticó innumerables formas. Es un patrón de emociones, memorias, percepciones y deseos organizados alrededor de un tema en común. Es incompatible con la conciencia, y sin embargo modifica el comportamiento [avelinalesper.com 26/08/2013]. Independientemente de a qué se refiere la autora con que la palabra “complejo” se utiliza indiscriminadamente, según la definición del diccionario, el de la Real Academia de la Lengua, lo “complejo” no está en relación con lo incomprensible, significa sencillamente “que se compone de elementos diversos”; por otro lado, me puse a buscar las citas que hace de Jung pues hasta donde sé Jung nunca habló de un complejo de inferioridad, y no las encontré por ningún lado, hasta que busqué en Wikipedia y me di cuenta de que todas las citas que utiliza Lésper en su texto provienen de ahí: Lésper no hace ni una sola referencia a ningún libro de Jung para citarlo. A la postre, las definiciones del artículo de Wikipedia son citas de otros diccionarios médicos que a su vez hacen referencia a Jung. Este procedimiento, que no se puede considerar riguroso, es sin embargo con el que pasa a acuñar un concepto personal, el “complejo del urinario”, para el cual no hace ni una sola referencia al caso de Duchamp, ni siquiera lo menciona, cuando sobra decir que tendría que ser una referencia obligada. Lésper no se toma la molestia, ¿por qué? Veamos uno más de sus artículos, en torno al robo de arte. La autora hace un breve listado de artistas cuyas obras son mas comúnmente procuradas por los ladrones de arte, Picasso, Miró, Chagall, Durero, y luego señala: Si analizamos la lista de robos podemos destacar una cosa: al arte conceptual nadie se lo roba. Ni por error. Nadie hasta la fecha ha arriesgado su vida por los condones usados de Tracy Emin o la Silla de grasa de Beuys o el urinario que se supone que es un ícono del antiarte [...] Y eso es sorprendente porque si se supone que el concepto es el que da valor a las obras, los ladrones deberían creer que robarse una pila de zapatos usados es un buen negocio porque está en la Bienal de Venecia y porque el curador creó un
contexto que le da valor. Pero no, no se los roban. La excusa podría ser que los autores están vivos, pero Duchamp no lo está y nunca lo han robado [...] Esto me lleva a concluir que en el momento en que alguien va a violar la ley por tener una obra de arte no cree en el contexto, ni en el valor del discurso del curador, cree en el objeto, en lo que se lleva [...] La conclusión es que a los ladrones a gran escala no les gusta este antiarte, no demuestra valor en sí mismo y no merece la pena arriesgarse por él. [avelinalesper.com 17/07/2009]
“La fuente” de Marcel Duchamp, réplica de 1960. La autora dice creer que los ladrones de arte se roban una obra por su valor artístico, porque les gusta, y no por su valor en el mercado negro, y su referencia para este argumento es la película The Thomas Crown Affaire, en la versión con Pierce Brosnan (usa una cita de la película como epígrafe). Además de que es muy dudoso que el robo profesional de arte busque el valor artístico antes que el monetario, es sencillamente falso que al arte conceptual nadie se lo roba. Este mismo año, en agosto, en un museo de Holanda se robaron una pieza de Jan Schoonhoven cotizada por Sotheby’s en 285 mil euros, se trata de una caja que contiene pequeños triangulitos de papel maché; una de las versiones de la famosa Mona Lisa de Duchamp, L.H.O.O.Q., de 1940, se la
robaron en 1981, y una versión de la Rueda de bicicleta fue robada del MOMA por un joven que, según las investigaciones, no se la llevó para venderla, ya que la Rueda se encontraba en una sala al lado de algunos Van Gogh y muy cerca de la Persistencia de la memoria, de Dalí, mucho más valiosa y ciertamente más fácil de cargar. Este caso no es un secreto, lo dio a conocer la revista Forbes hace doce años. Los argumentos de Lésper no sólo son endebles, además está muy mal informada. La falta de rigor y la banalidad que no se cansa de señalar en el arte contemporáneo son las mismas que caracterizan sus textos, y sin embargo nada de esto ha impedido que muchos se sumen a sus críticas, si es que pueden llamarse así, pues esta clase de crítica no es crítica por ningún lado; no se trata de pensamiento crítico ni de lejos, en el sentido filosófico de Kant, de definir los límites en que puede pensarse un problema; no se trata de crítica ni en el sentido estrictamente etimológico, de estar en crisis, para el caso, de tratar cuestionamientos personales frente a un tema, pues Lésper no ensaya, no se hace preguntas, está absolutamente segura de sus opiniones. No es crítica, a no ser que entendamos por crítica el ejercicio llano y simple de adjetivar, de decir, en ausencia de un marco teórico definido, “esto es arte, esto no es arte”. No obstante, esta crítica, más cercana a la definición de chisme (según la RAE: Noticia verdadera o falsa, o comentario con que generalmente se pretende indisponer a unas personas con otras o se murmura de alguna), es recibida con entusiasmo entre toda clase de personas, se publica con alguna frecuencia en esta revista, cada semana en el suplemento Laberinto y en otras como Letras Libres, la publicación heredera de Vuelta, de Octavio Paz, en donde escriben críticos como Roger Bartra o Christopher Domínguez Michael. ¿A qué se debe este fenómeno tan extraño? Tal vez lo más curioso de Avelina Lésper es que, en medio de sus indisciplinados ataques a diestra y siniestra, a veces da en el clavo. En un texto sobre el pintor Antonio López, un hiperrealista con una comisión para pintar a la familia real de España, y que tiene ya diecisiete años tratando de terminar el encargo, dice Lésper: Esta situación no existiría si desde el inicio le hubieran dado esta comisión a un colectivo de arte contemporáneo. Un equipo interdisciplinar establecería los mecanismos de formalización y configuración de los dispositivos intelectuales y materiales para realizar la obra. Documentarían el proceso, los discursos generados, las diferentes propuestas consustanciales a la rematerialización de la familia real a través de sus problemáticas emotivas y personales. Decidirían una intervención site-specific para suplantar a la representación y crear una presencia que impugne el canon establecido desde Velázquez a Goya. Con esta metodología definida, el colectivo accionaría las piezas que significaran y reflexionaran sobre las posibilidades constructivas y psicosensoriales aludiendo a las especificidades de la polarización/integración de cada personaje a través de la superposición de formas híbridas y elementos diversos: bloques de concreto, luz neón, botellas vacías, pedruscos, papeles arrugados, confeti dentro de un frasco de vidrio, cigarrillos, restos de comida, sonidos alterados, alambres enredados, neumáticos ponchados. El proceso les tomaría unos días y la obra final la montarían en pocos minutos [avelinalesper.com 09/06/2013]. Ésta es una descripción perfectamente verosímil. Esto puede significar que para tocar fibras sensibles en la realidad del arte contemporáneo no se necesita ser poseedor de un pensamiento crítico agudo, ni crítico en absoluto, o bien puede significar que Lésper sencillamente expresa una opinión compartida por muchos, una opinión — en el sentido de la doxa — que no suele ser expresada en ese tipo de espacios. En el párrafo citado
describe exactamente la manera en la que procedería un grupo de artistas conceptuales. Efectivamente, la inmensa mayoría de las veces el arte actual es una gran farsa, pero esto lo saben perfectamente los artistas, los críticos y los curadores. A excepción de los estudiantes que aún no han tenido que vérselas con el mercado, no conozco a alguien que realmente se la crea. Tal vez Avelina Lésper sea un síntoma de un enojo social, nadie se traga el cuento de que una caja de zapatos vacía tirada en el piso pueda guardar un significado filosófico y la posibilidad de una avanzada conceptual de este tipo para el mercado del arte hace por lo menos tres décadas que dejó de tener alguna efectividad. Tal vez Avelina Lésper sea un síntoma de un enojo social, nadie se traga el cuento de que una caja de zapatos vacía tirada en el piso pueda guardar un significado filosófico y la posibilidad de una avanzada conceptual de este tipo para el mercado del arte hace por lo menos tres décadas que dejó de tener alguna efectividad. Es natural que la pomposidad, la circunstancia teatral que rodea la acostumbrada frivolidad de mucho del arte contemporáneo no pueda realizarse sin producir una reacción, una reacción de enojo. ¿Es una reacción legítima? Es un enojo sospechoso porque parecería que viene de una indignación ante el maltrato del término “arte”, desde que el arte es lo más elevado y la trascendencia de Picasso y Manet se ve mancillada al llamar arte también a una pila de zapatos usados en una bienal; a esta indignación por una nominación deshonrosa se suma el que el arte actual se valúe en miles de dólares. Es como si se quisiera defender el honor de una tradición contra la bellaquería de la modernidad. En una entrevista Lésper puntualiza con precisión las cualidades que el arte tiene cuando lo es sin duda alguna, son cuatro. Número uno: el arte es producto de la inteligencia y la disciplina, el talento para dominar una técnica sobre los materiales. Número dos: el arte tiene un valor intrínseco, su valor no depende del contexto ni de las ideas que se hacen acerca de éste, su valor es inmanente. Número tres: el valor del arte es atemporal. Y número cuatro: el arte no necesita de una explicación para que podamos acceder a la experiencia de la belleza. Es interesante porque la primera vez que esta serie de características fue enumerada, tal cual, letra por letra, fue en voz de Hitler para definir su política cultural. Aquí hay que ser en extremo cuidadosos, como siempre que se trae a colación el tema nazi: no se trata de ninguna manera de que el discurso de Avelina Lésper consista en una intención totalitarista del discurso sobre las artes, nada de eso, el señalamiento viene al caso en la medida de un antecedente histórico, nunca antes se habían definido así las artes, y la relevancia de ubicar este antecedente histórico en una serie adjetival es que la definición que utiliza Lésper para descartar el arte contemporáneo y validar a Picasso y a Van Gogh fue precisamente la misma que se utilizó para descartar y perseguir al mismo Picasso, Van Gogh, Matisse y Kandinsky, si esta serie de características se quiere atemporal y universal, como Lésper lo sugiere, se trata de una garrafal metida de pata teórica, de un malentendido de origen, pues no se ha tratado nunca de una tradición. La idea de querer entender lo que sucede ahora bajo el término “arte” como se hizo en el siglo XIX es improcedente, basta ver las propias declaraciones de los artistas de vanguardia para darse cuenta de eso. En resumidas cuentas, la noción de arte en el siglo XIX tiene muy poco que ver con la de la Edad Media,la de la Edad Media con el clasicismo, etcétera. Pues bien, una vez más, lo fascinante es que a pesar de sus embrollos, la autora toca los puntos esenciales, por ejemplo, el problema de fondo en el arte contemporáneo: el problema de la realidad. En la misma entrevista:
El Ready-Made no es arte, porque el arte transforma la realidad. Si el artista es incapaz de transformar a la realidad y toma un pedazo literal de la realidad para ponerlo en un museo esa persona no es artista. Esa cosa no es arte. La realidad está ahí, la realidad convivimos todos con ella. La realidad la utilizamos todo el tiempo. Si tú en tu casa tienes ollas y las llevas al museo no por eso dejan de ser ollas. El Ready-Made es un ejercicio retórico de un grupo de académicos y de un grupo de burócratas que se han aprovechado de eso para dominar el mercado y para dominar a los museos. En lo que se ha convertido en esto es en un estilo más que nada, el estilo contemporáneo es que si haces video pues debe de estar fuera del foco y no tener ningún grado de factura porque si lo haces bien entonces es otra cosa, es video clip, es cine, es publicidad. Tiene toda la razón en centrar la problemática sobre la indiferencia entre lo que vemos en una tienda departamental y una galería —aunque el sentido de “la realidad” que utiliza Lésper sea cuando menos grosero — , ahí se encuentra de lleno el excéntrico desplazamiento de Duchamp. Desde que Duchamp pusiera en juego los límites entre arte y realidad ha sido muy difícil hacer otra cosa, y pareciera que en esta agresiva batalla con la realidad — como Hal Foster la caracteriza en The Return of the Real — los términos de “arte” y “realidad” se han cargado de una especie de moral en los discursos artísticos, como si fuesen algo malo. Acaso con el pasar de las décadas no se haya encontrado otro camino. El arte actual es extraño porque no representa una aventura, como lo fue hasta por lo menos a principios de los años setenta, se trata ya — tal cual Lésper lo señala — de formatos reconocibles aquí y allá, y el comportamiento del mercado del arte es muy diferente a cómo se comportó hasta los años cincuenta, se encuentra dominado, como dijo Baudrillard en su libro El complot del arte, por la especulación. Esta circunstacia produce una insatisfacción desde que el término “arte” se utiliza — ahora sí — indiscriminadamente.
El emperador desnudo. Por lo pronto, ya sea por un oportunismo o por una ocasión concertada, el fenómeno de Lésper se presenta como la experiencia de “por fin alguien lo dijo”, a la manera de las ropas invisibles del emperador en la conocida fábula de Hans Christian Andersen.* ¿Es Avelina Lésper el niño que, en su simpleza, en su inocencia, expresa lo que muchos
piensan pero nadie se atreve a decir? Por supuesto que no, pues el grito de Lésper se nutre de la misma vanidad que dice mostrar, pero entender este fenómeno tiene su importancia para desentrañar el estado del arte contemporáneo en general porque forma una parte congruente de la misma dinámica, de una misma lógica, que parece ser la del teatro, es decir, la puesta en escena del poder. La imagen de adjudicar en el teatro del arte actual una personalidad para cada figura de la fábula de Andersen sería tentadora si Duchamp no se nos hubiera adelantado hace ya cien años. Con una perspicacia inaudita Duchamp supo ser al mismo tiempo el emperador, el niño y los tejedores. ® Aquí, la respuesta de Avelina Lésper . Nota * Un emperador se ocupa más de su vanidad que del gobierno y pasa más tiempo ante su ropero que ante el consejo. Un día un par de estafadores se presentan en la corte y le ofrecen confeccionar los ropajes más hermosos, dignos de un emperador, y además con una característica extraordinaria: sólo aquellos con una inteligencia refinada podrían apreciarlos, no así los simples y los ineptos, que no podrían ver nada. Los tejedores estafadores pidieron oro y la seda más fina y simularon cortar y tejer sobre una mesa vacía durante días mientras pedían cada vez más oro y más seda. Como nadie quería ser señalado como un inepto, todos los oficiales alababan el progreso de la ropa inexistente. Cuando los ropajes quedaron terminados el emperador decidió mostrarse ante su pueblo, para lo cual organizó una procesión real. El pueblo entero fingió apreciar los magníficos atuendos imperiales cuando un niño gritó: “¡El emperador no trae nada encima!” El padre del niño exclamó: “Escuchen la voz de la inocencia”, y pronto el grito infantil se dejó sentir con todo su peso. El pueblo entero hizo eco de la inocencia y se sumó a los gritos. En el lúcido final de Andersen el emperador se da cuenta de que es verdad, que está desnudo, pero decide que la procesión debe continuar, y los señores de la corte no tuvieron otra opción que seguir la farsa, levantando unos ropajes que no existían. La paradoja consiste en que fue finalmente un simple, un niño, el que denunció lo que todos veían, pero también en que el pueblo, los cortesanos y el emperador mismo creían que a pesar de no ver los ropajes, tal vez, después de todo, estuvieran ahí. El sentido de la fábula se concentra en el emperador, en una decisión digna de su altura al reconocer que, farsa o no, la decisión de la verdad se sostiene en el teatro del poder.
Las ropas del emperador no son nuevas Respuesta a “Avelina Lésper y la crítica de arte”, de
Érick Vázquez Por Avelina Lésper
Las ropas del emperador no son nuevas, sus apreciaciones acerca de mi forma de abordar la crítica al arte contemporáneo se suman a los muchos que se esfuerzan en denostar mi trabajo con descalificaciones y pobres argumentos. Sus conocidos me leen, y eso a usted le disgusta. Razón suficiente para escribir un texto. Algunas precisiones:
Orlan. Foto © EFE. Cuando hablo del Body Dysmorphic Disorder le informo que éste tiene entre sus consecuencias recurrir a las cirugías estéticas para cambiar lo que el enfermo cree que está desproporcionado o le causa incomodidad, le dejo una cita de la Clínica Mayo: When you have body dysmorphic disorder, you intensely obsess over your appearance and body image, often for many hours a day. Your perceived flaw causes you significant distress, and your obsession impacts your ability to function in your daily