Pierre Bourdieu
Autoanálisis de un sociòlogo Traducción de Thomas Kauf
EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA
Titulo de la edición original: Esquisse Esquisse po ur une auto-analyse © E ditions Raisons d’agir Paris, 2004
Ouvrage publié avec le concours du Ministère français chargé de la culture-Centre national du livre Publicado con la ayuda d el Ministerio francés de Cultura-Centro Nacion al del Libro Libro
Diseño de la colección: colección: Julio Vivas Ilustración: foto © Selders/Sipa/Enfoque
- Esto Esto no es es una autobio autobiografí grafía. a. Pi e r r e B o
© EDITOR IAL ANAGRAMA, S. S. A., A., 2006 Pedro de la Creu, 58 08034 Barcelona ISBN: 84-339-6243-4 Depósito Legal: B. 28527-2006 Printed in Spain Liberdúplex, S. L. U., ctra. BV 2249, km 7,4 - Polígono Torrentfondo 08791 Sant Llorenç d’Hortons
u r d ie u
Titulo de la edición original: Esquisse Esquisse po ur une auto-analyse © E ditions Raisons d’agir Paris, 2004
Ouvrage publié avec le concours du Ministère français chargé de la culture-Centre national du livre Publicado con la ayuda d el Ministerio francés de Cultura-Centro Nacion al del Libro Libro
Diseño de la colección: colección: Julio Vivas Ilustración: foto © Selders/Sipa/Enfoque
- Esto Esto no es es una autobio autobiografí grafía. a. Pi e r r e B o
© EDITOR IAL ANAGRAMA, S. S. A., A., 2006 Pedro de la Creu, 58 08034 Barcelona ISBN: 84-339-6243-4 Depósito Legal: B. 28527-2006 Printed in Spain Liberdúplex, S. L. U., ctra. BV 2249, km 7,4 - Polígono Torrentfondo 08791 Sant Llorenç d’Hortons
u r d ie u
NOTA NO TA DEL ED ITOR IT OR FRANCÉS
Análisis sociológico que excluya la la psicología, salvo algunos estados de ánimo. Pie r r e B o u r d i e u ,
Notes Notes prépa préparat ratoir oires es
Este texto de Pierre Pierre Bourdieu, Bourdieu, redactad redactadoo entre octu bre y diciembre de 2001 20 01 —pero en el que llevaba año añoss trabajando trabajando y pensando, planteándose planteándose,, en particu lar, lar, qué q ué form fo rmaa convenía darle—, fue concebid concebido, o, a partir part ir de su último curso en el Collége de France, como una nueva versión (ampliada, reelaborada reelaborada)) del capítulofin fi n a l de Science de Science de la Science et réflexivité.1 Y, para subrayar perfectamente la continuidad continuid ad entre entre ambos ambos texto textos, s, lespuso el mismo título: «Esbozo para un autoanálisis»? Había decidido publicar este libro primero en Alemania ,3 y ,3 y 1. París, Édition s Raisons d’agir, d’agir, 200 1. [El oficio de cien tífico, Barcelona, Anagrama, 2003, trad. de Joaquín Jordá.] 2. Para nuestra edición hem os traducid o el título alemán. (N del T.) Soziologischer Selbstversuch, Selbstversuch, Frankfurt, Suhr 3. Ein Soziologischer kamp, 2002.
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aun cuando se proponía revisarlo y reelaborarlo para la edición francesa, hemos preferido pub lica r la ver sión alem ana con el único a ñadido de unas pocas no tas bibliográficas para las referencias explícitas. De l mismo modo que ingresó en el Collège de France (en 1982) con una muy reflexiva Leçon sur la leçon,1 Pierre Bourdieu había decidido dictar su ú lti ma conferencia sometiéndose a su vez, como en un postrer desafío, al ejercicio de la reflexividad, que ha bía constituido cada vez más para él, a lo largo de su vida de investigador, uno de los requisitos previos ne cesarios para la investigación científica. Sabía que tomándose a sí mismo como objeto no sólo se arriesgaba a que le acusaran de complacencia, sino tamb ién a proporcionar armas a todos aquellos que sólo están esperando una oportunidad para negar, precisamente en nombre de la posición y de la trayec toria de Bourdieu, el carácter científico de su sociolo gía, y que no comprenden que el ejercicio de la reflexi vidad sea fruto de una prolongada elaboración como instrum ento de cientificidad. Ese proyecto, paradójico donde los haya, no era un mero gesto de ostentación (;
con su concepción de la verdad científica, un afán de proporcionar una especie de garantía última del ca rácter científico de las propuestas enunciadas en toda la obra, mediante una reflexión estrechamente contro lada acerca de sí mismo («pongo al servicio de lo más subjetivo el análisis más objetivo», escribe también, comentando este texto). Está claro que estaba en lo cierto al temer el m al uso que podía hacerse de este texto. Escribía así, en una de sus versiones anteriores: «Esto no es una auto biografía. Es un género que no sólo me está vedado porque he (d)enunciado la ilusión biográfica; me re sulta p rofu ndamente antipático, y la aversión, mez clada con temor, que me ha inducido a desanimar a varios “biógrafos”es fruto de razones que considero le gítimas. » Diciembre de 2003
1. París, Éditions de Minuit, 1982. [.Lección sobre la lección, Barcelona, Anagrama, 2002, trad. de Thomas Kauf.]
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No teng o la inte nción de som eterme al género, cuyo carácter a la vez convencional y engañoso ya he destacado en reiteradas ocasiones, de la autobio grafía. Sólo quisiera recopilar y proporcionar algu nos elementos para un autoanálisis. No oculto mis temores, que van mucho más allá del miedo habi tual a ser mal comprendido. Tengo, en efecto, la sensación de que, en particular a causa de la ampli tud de mi recorrido por el espacio social y de la in compatibilidad práctica de los mundos sociales que vincula sin conciliarios, difícilmente puedo supo ner -pues estoy muy lejos de conseguirlo yo mismo con los instrumentos de la sociología- que el lector sepa contemplar las vivencias que me veré obligado a evocar con la mirada adecuada, en mi op inión.
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Al adoptar el punto de vista del analista, me obligo (y me autorizo) a tomar en consideración, única y exclusivamente, los rasgos que son perti nentes desde la perspectiva de la sociología, es de cir, necesarios para la explicación y la comprensión sociológicas. Pero lejos de tratar de producir con ello, como sería de temer, un efecto restrictivo, im ponie nd o mí interp ret aci ón, me propongo som eter esta experiencia, enunciada del modo más honesto posible, a la confr on tac ión crítica, com o si se tra tara de cualquier otro objeto. Soy perfectamente consciente de que, analizados desde este prisma y, como corresponde en cualquier caso, de confor midad con el «principio de caridad», todos los mo mentos de mi historia y, en particular, las diferen tes opciones que yo haya podido elegir en materia de investigación pueden parecer en cierto modo como adaptados a su necesidad sociológica, es decir, en este aspecto, justificados, y, en cualquier caso, como mucho más racionales, o incluso razonados y razo nables, de lo que fueron en realidad, un poco como si fueran fruto de un proyecto consciente de sí mis mo desde el principio. Aunque sé, y no voy a hacer nada para ocultarlo, que, en realidad, sólo fui des cubriendo poco a poco, incluso en el ámbito de la investigación, los principios que regían mi práctica. Sin ser verdaderamente inconscientes, mis «op ciones» se manifestaban más que nada en rechazos y antipatías intelectuales, la mayoría de veces ape-
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ñas articuladas, y no han llegado a expresarse de manera explícita hasta muy tarde (por ejemplo la repulsión, bastante profunda, que me inspiraban el culto de Sade, durante un tiempo de moda, y la vi sión tipo Bataille o Klossowski de las cuestiones se xuales sólo se reflejó en un conato de expresión en un número de Actes dedicado al «Comercio de los cuerpos» en 1994). Tal vez porque estaba ensimis mado de un modo excesivo en mi investigación y en el grupo que impulsaba para mirar a mi alrede dor, tal vez porque pensaba que tenía demasiado trabajo para dedicar una parte del tiempo del que tan necesitado andaba discutiendo o criticando in cluso a los personajes más destacados que me rode aban, en Francia o en el extranjero, en las ciencias sociales y la filosofía, y por los que no siempre tenía mucha consideración, tal vez porque soy bastante torpe y desafortunado en las discusiones intelectua les a propósito de problemas que no son los míos (guardo un recuerdo bastante equívoco de un en cuentro con Habermas, muy cordial, eso sí, que ha bían orga nizado , en París, Dreyfus y Rab inow), he tenido tendencia a seguir adelante un tanto a la buena de Dios , y sólo poc o a poco, y casi siempre retrospectivamente, empecé, aprovechando, en par ticular, estancias en el extranjero, a explicitar mi «diferencia» respecto a autores como Habermas, Foucault o Derrida, a propósito de quienes me pre guntan ahora con frecuencia, y que entonces esta
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ban mu cho men os prese ntes y eran mu cho men os importantes en mi investigación que los Cicourel, Labov, Darnton, Tilly y otros muchos historiado res, etnólogos o sociólogos desconocidos en los am bien tes intele ctuales o mediátic os. Podré, sin em bargo, basarme, en este esfuerzo para explicarme y comprenderme, en las briznas de objetivación de mí mismo que he ido dejando por el camino en el decurso de mi investigación, y que trataré de pro fundizar, y también de sistematizar, aquí.
Comprender significa comprender primero el campo con el cual y contra el cual uno se ha ido haciendo. Por eso, y aun arriesgándome a sorpren der a un lector que tal vez esperé verme comenzar por el comienzo, es decir, po r la evocación de los años de mi niñez y del universo social de mi infan cia, tengo que, ortodoxamente, examinar en primer lugar el estado del campo en el momento en que ingresé en él, hacia los años cincuenta. Así, con re cordar que yo estaba entonces en la Escuela Nor mal Superior (ENS) estudiando filosofía, en la cús pide de la jera rqu ía escolar, en un a époc a en que la filosofía podía parecer triunfante, habré dicho lo esencial, creo, de lo necesario para atender los re quisitos de la explicación y de la comprensión de mi trayectoria posterior en el campo universitario. Pero para comprender por qué y cómo se volvía
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uno «filósofo», término cuya ambigüedad contri buía a fome nta r la ingente sobr einv ersió n que ex cluyen otras opciones menos indeterminadas y más directamente ajustadas a las posibilidades reales, también tengo que tratar de evocar el espacio de los posibles tal com o se me pre sen tab a entonc es y los ritos de institución adecuados para producir los ni veles de convicción íntima y de adhesión inspirada que, en aquel entonces, eran la condición para in gresar en la tribu de los filósofos. No puedo rec ordar aquí tod a la tra moya del proceso de cons agra ción que, desde la o pos ició n de ingreso en los cursos preparatorios hasta la realizada par a en tra r en la EN S, lleva a los elegidos (y mu y pa rtic ula rmen te a aqu ellos que, carentes de inf lue n cias, lo consiguen por puro milagro) a elegir la Es cuela que los ha elegido, a reconocer los criterios de elección que los han constituido como élite; la mis ma tramoya que, más adelante, los lleva a orientar se, y, sin duda, con tanto más ahínco cuanto más encumbrados están, hacia la disciplina reina. Uno se volvía «filósofo» porque había sido consagrado, y uno se consagraba asegurándose el prestigioso esta tus de «filósofo».i La elecc ión de la filosofía era así una manifestación de la seguridad de un estatus que consolidaba la seguridad (o la arrogancia) de ese estatus; Y ello más que nunca en una época en la que todo el campo intelectual estaba dominado po r la figur a d e Jea n-Paul Sartr e y en la q ue los c ur
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sos preparatorios, en particular con Jean Beaufret, destinatario de la Lettre sur l ’humanism e de Heideg ger,1 y la propia op osición de ingreso en la ENS, con su tribunal compuesto en un momento dado po r Ma urice Me rleau-Po nty y po r Vladimir Jankélévitch, eran, o podían parecerlo, lugares cumbre de la vida intelectual.
Los cursos preparatorios de ingreso en la ENS eran el lugar donde se escenificaba la ambición in telectual a la francesa en su expresión más elevada, es decir, filosófica. El intelectual total, cuya figura acababa de inventar y de imponer Sartre, estaba so licitado por una enseñanza que ofrecía un amplio abanico de disciplinas (filosofía, literatura, historia, lenguas clásicas y modernas) y que estimulaba, a través del aprendizaje de la «disertación de omni re scibili» (según la expresión de Durkheim), piedra angular de todo el dispositivo, una seguridad en uno mismo rayana a menudo en la inconsciencia de la ignorancia triunfante. Indudablemente, la fe en la omnipotencia de la invención retórica sólo po día hallar sus mejor es estím ulos en las exhibicio nes doctam ente teatralizadas de la improvisación fi1. Martin Heidegger, Lettre s ur l ’hum anism e, París, Au bier, 1964. [Carta sobre el humanismo, Madrid, Alianza, 2000, trad. de H. Cortés y A. Leyte.]
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losófica: pienso en maestros como Michel Alexandre, discípulo tardío de Alain, que ocultaba con poses profética s las de bilidades de un discu rso filo sófico reducido a los meros recursos de una refle xión sin base histórica, o como Jean Beaufret, que desvelaba a sus alumnos deslumbrados los arcanos del pensamiento de un Heidegger -salvo escasos fragmentos- aún sin traducir. (El éxito extraordina rio que el filósofo de la Selva Negra cosechó en Francia sólo se explica del todo si se considera que, en tanto que encarnación ejemplar del aristocratismo profesoral y de la filosofía indiscutida de la filo sofía que permea, sin que ellos lo sepan, a los pro fesores de filosofía, está más cerca de lo que parece de la antigua tradición francesa de los Lagneau y Alain, como prueba el hecho de que tantos «filóso fos» formados en las aulas de los cursos preparato rios de los años cincuenta hayan podido empalmar la admiración por Alexandre con el fervor por Hei degger.) Así se constituían la legitimidad del estatus de una aristocracia escolar universalmente reconocida y, «nobleza obliga», el sentido de la propia grandeza que impone al filósofo digno de ese nombre las ma yores ambiciones intelectuales y que le prohíbe re bajarse dedicán dose a determ inad as disciplinas u objetos; en particular aquellos que tocan los especia listas de las ciencias sociales (será necesaria, por ejemplo, la sacudida de 1968 para que los filósofos
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formados en las aulas de los años 1945 se enfrenten, y sólo de un modo altamente sublimado, al proble ma del poder y de la política: no hay duda de que Deleuze y Foucault, y todos los que los han seguido, no habrían podido plantear un problema tan clara mente excluido del canon filosófico a la antigua como el del poder, si éste no hubiera sido introduci do en el corazón mismo del campo universitario por la contestación estudiantil que se inspiraba en tradi ciones teóricas absolutamente ignoradas o menos preciadas por la o rtodox ia académica, como el m ar xismo, la concepción weberiana del Estado o el análisis sociológico de la ins titución escolar). La influencia de los grupos poderosamente in tegrados, cuyo límite (y modelo práctico) es la fa milia convencional, se debe en gran medida al he cho de que están unidos por una collusio en la illusio, una complicidad fundamental en la fantasmagoría colectiva, que garantiza a cada uno de sus miem bros la experiencia de una exaltación del yo, pri nci pio de un a solidar idad basa da en la adhesió n a la imagen del grupo como imagen encantada del pro pio yo. Es, en efecto, este sen tim ien to socia lmen te construido de pertenecer a una «especie superior» lo que, con las solidaridades de intereses y las afini dades de habitus, contribuye más a establecer lo que no podemos menos que llamar un «espíritu de cuerpo», por insólita que pueda parecer esta expre sión aplicada a un conjunto de individuos conven
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cidos de ser esencial y absolutamente insustituibles. Una de las funciones de los ritos de iniciación con siste en crear una comunidad de los inconscientes que posibilite los conflictos velados entre adversa rios íntimos, los préstamos ocultos de temas o de ideas que cada cual se siente legitimado a atribuirse puesto que son fru to de esquemas de inve nción muy cercanos a los propios, las referencias tácitas y las alusiones sólo inteligibles dentro del reducido círculo de los iniciados (considerar desde este pris ma lo que se ha escrito a partir de los años sesenta significa descubrir, por debajo del oropel de las di ferencias proclamadas, la profunda homogeneidad de los problemas y de los temas y saber reconocer, po r ejem plo, en el lema derridiano de la «decons trucción», más allá de la transfiguración acarreada por el cam bio tota l de con texto teórico, el tema bac helardiano de la r up tu ra con las pr eco nstruccio nes que, convertido en tópos escolar, también se pro mov ió, en el mismo mo me nto, en el extre mo opuesto del campo de la filosofía -en Althusser, en pa rticular - y en las cie ncias sociales - e n mi ob ra Le Mé tier de sociologue,1en especial). Pero la característica más importante, y tam il. Le Mé tier de sociologue, París, MoutonBordas, 1968 (con JeanClaude Cham bo redon y JeanClaude Passeron). [El oficio de sociólogo, Madrid, Siglo XXI, trad. de F. H. Azcu na y J. Sazbón.]
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bién la más invisible, del universo filosófico de este lugar y de este mom ento - y tal vez, asimismo, de todos los tiempos y de todos los países- estriba, sin duda, en el aislamiento escolástico, que, por más que también sea característico de otras cumbres de la vida académica, Oxford o Cambridge, Yale o Harvard, Heidelberg o Todai, muestra una de sus formas más ejemplares en el mundo cerrado, aisla do, alejado de las vicisitudes del mundo real, en el que se han formado, alrededor de los años cincuen ta, la mayor parte de los filósofos franceses cuyo mensaje inspira hoy un campus radicalism planeta rio, particularmente a través de los cultural studies. Los efectos del aislamiento, acentuados por los de la elección escolar y ,de la cohabitación prolongada de un grupo socialmente muy homogéneo, sólo pue den , en efecto, pro pic iar un distancia mie nto so cial y mental en relación con el mundo que nunca es tan manifiesto, paradójicamente, como en los in tentos, a menudo patéticos, por alcanzar el mundo real, en particular mediante los compromisos polí ticos (estalinismo, maoísmo, etcétera) que por su utopismo irresponsable y su radicalidad irrealista manifiestan que siguen constituyendo una forma paradó jica de neg ar las realidades del mun do social.
Está claro que para mí, como para todos aque llos que tenían entonces alguna relación con la filo
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sofía, la figura de Sartre ejerció, tanto en el orden intelectual como en el ámbito de la política, una fascinación no carente de ambivalencia. No obstan te, la dominación del autor de L’Etre et le Néa nt 1 nunca llegó a ejercerse del todo sobre este universo, y aquellos (entre los cuales me cuento) que preten dían resistir al «existencialismo» en su forma mun dana o escolar podían apoyarse en un conjunto de corrientes dominadas: en primer lugar, una historia de la filosofía muy estrechamente ligada a la histo ria de las ciencias, cuyos «prototipos» estaban re presentado s po r dos grandes obras: Dy nam ique et métaphysique leibniziennes, de Martial Guéroult,2 antiguo alumno de la E N S y catedrático en el Collège de France, y Physique et métaphysique kan tiennes, de Jules Vuillemin,3 en aquel entonces jo ven adjunto en la Sorbona y colaborador de Les Temps modernes, quien, también antiguo alumno de la ENS, será el sucesor de Guéroult en el Collè ge de France; después, u na epistemología y una his toria de las ciencias representadas por a utores como Gaston Bachelard, Georges Canguilhem y Alexan 1. JeanPaul Sartre, L ’Être et le N éan t, Paris, Gallimard, 1943. [El ser y la nada, B arcelon a, Al taya, 199 3, trad. de J. Valmar.] 2. Martial Guéroult, Dy nam iqu e et métaphys ique leib niziennes, París, Les Belles Lettres, 1935. 3. Jules Vuillemin, Physiq ue e t métap hysique kantiennes, Paris, PUF, 1955.
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dre Koyré. A menudo de origen popular y provin ciano, o extranjeros y ajenos a Francia y a sus tradi ciones escolares, y vinculados a instituciones uni versitarias excéntricas, como la Escuela de Altos Estudios o el Collège de France, estos autores mar ginales y temporalmente dominados, ocultados a la percep ción co mú n po r el brillo de los domin antes, ofrecían amparo a aquellos que, por razones diver sas, pretendían reaccionar contra la imagen a la vez fascinante y rechazada del intelectual total, presente en todos los frentes del pensamiento. (Habría que añadir a Eric Weil, cuyos comentarios de Hegel ha bía escuchado, ya ento nce s, y al que con ocí mejor más tarde, cuando me nombraron profesor en la fa cultad de Lille, a principios de los años sesenta.) Condiscípulo en la ENS de Sartre y de Aron, de los que le separa un origen popular y provincia no, Georges Canguilhem podrá ser reivindicado a la vez por los ocupantes de posiciones opuestas en el campo universitario: en tanto que homo acadé micas ejemplar, servirá de modelo emblemático a catedráticos que ocupan en las instancias de re pro duc ció n del cue rpo posic iones abs olu tam ente homologas con la suya, como Dagognet; pero en tanto que defensor de una tradición de historia de las ciencias y de epistemología que, en la época del triunfo del existencialismo, representaba el refugio herético de la seriedad y del rigor, será consagrado, con Gaston Bachelard, como modelo de pensa
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miento por algunos de los filósofos más alejados del núcleo duro de la tradición académica, tales como Althusser y Foucault, en tre otros; era como si su posición a la vez central y menor en el campo universitario y las disposiciones absolutamente in sólitas, cuando no exóticas, que le habían predis puesto a o cuparla le hubieran designad o para repr e sentar el papel de emblema totémico para todos aquellos que pretendían romper con el modelo do minante y que se constituían en «colegio invisible» reivindicando su nombre. El deseo de huir de los entusiasmos mundanos también podía llevar a buscar otro antídoto contra las «facilidades» del existencialismo -a menudo identificado, sobre todo en su versión cristiana, con una exaltación un tanto bobalicona de lo «vivido»en la lectura de Husserl (traducido por Paul Ricceur1o por Suzanne Bachelard,2hija del filósofo e historiadora de las ciencias) o en los fenomenólogos más propensos a concebir la fenomenología en tanto que ciencia rigurosa, por ejemplo, Maurice Merleau-Ponty, que también brindaba una salida hacia las ciencias humanas, la psicología infantil, 1. Edmund Husserl, Idées directrices po ur une phéno ménologie, París, Gallimard, 1950. 2. Edmund Husserl, Logique form elle et logique transcendantale, París, PUF, 1957. [Lógica formal y lógica trascen dental, México, Centro de Estudios filosóficos, 1962, traducción de Luis Villoro.]
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enseñanza que impartía en la Sorbona, antes de ha cerlo en el Collège de France, así como en Saussu re, Weber y Mauss. En este contexto, la revista Cri tique, dirigida por Georges Bataille y Éric Weil, al pe rm itir el acceso a una cul tur a intern acion al y transdisciplinaria, permitía librarse del efecto de aislamiento que ejerce cualquier escuela de élite. (Creo que resulta evidente que, en esta evocación del espacio de los posibles filosóficos, tal como se me presentaba entonces, se expresan las admiracio nes, a menudo muy impetuosas y aún hoy sentidas, de mis veinte años, y el punto de vista particular a pa rtir del cual se ha eng end rad o mi repr esentación del campo universitario y de la filosofía.)
Queda claro así que es posible producir a vo luntad las apariencias de la continuidad o de la ruptura entre los años cincuenta y los años setenta según se tenga en cuenta o no a los dominados de los años cincuenta en los que se apoyaron algunos de los cabecillas de la revolución antiexistencialista en filosofía. Pero si bien es cierto, por una parte, que, exceptuan do, tal vez, a Bachelard, que semb ra ba sus escritos de com entarios irónicos a pro pós ito de las afirmaciones perentorias, particularmente en lo referido a la ciencia, de los maestros existencialistas, los dominados de los años cincuenta iban de jan do, tan to en su v ida com o en su obra , ab un da n
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tes indicios de su sumisión al modelo filosófico do minante, no lo es menos, por otra, que los nuevos dominantes de los años setenta no llevarán hasta el final la revolución que habían emprendido contra el imperio del filósofo total. Incluso sus trabajos más liberados de la impronta académica conservan la huella de la jerarquía, inscrita tanto en la estruc tura objetiva de las instituciones, con, por ejemplo, la oposición entre la tesis doctoral, sede de los desa rrollos más ambiciosos, más originales y más «bri llantes», y la tesina, antiguamente escrita en latín, consagrada a las labores humildes de la erudición o de las ciencias del hombre, como en las estructuras cognitivas, los sistemas de clasificación incorpora dos, en forma de oposición entre lo teórico y lo empírico, lo general y lo especializado, la filosofía y las ciencias sociales. Y, sin duda, afirmaron tanto más su afán por man tener y por m arcar las distancias respecto a esas ciencias plebeyas cuanto más éstas, a principios de los años sesenta, empezaron a representar una ame naza que hacía peligrar la hegemonía de la filosofía. Así, en su confrontación misma con ellas, se vieron abocados a acabar imitando la retórica de la cientificidad (en particular, a través de lo que yo llamo el efecto -logia: «gramatología», «arqueología», etcéte ra, y otros recursos retóricos, visibles, en especial, entre los althusserianos) y apropiándose discreta mente de muchos de sus planteamientos y de sus
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descubrimientos (será preciso que alguien algún día establezca el inventario de los préstamos que los fi lósofos de esa generación han tomado sin recono cerlo casi nunca -no tanto por falta de honradez cuanto por una tradición de sentimiento soberano de la propia grandeza y para no rebajarse- de la casta inferior de los lingüistas, de los etnólogos e incluso, sobre todo después de 1968, de los soció logos). Lo que ha contribuido, y no poco, a impe dirles percibir que la ruptura con las ingenuidades biem pen san tes del hu ma nis mo personalista que es taban llevando a cabo no hacía más que reconducirlos, por la senda indirecta de la antropolog ía y de la lingüística estructurales, a la «filosofía sin sujeto» que las ciencias sociales propugnaban desde princi pios de siglo. (Com o tra té de mo stra r en un art ícu lo escrito con Jean-Claude Passeron en vísperas de 1968,1el movimiento pendular que había lleva do a los antiguos alumnos de la ENS de los años treinta, y en particular a Sartre y al primer Aron -el de la Introductio n h la philosophie de l ’histo ire-,2 a reaccionar contra el durkheimismo, percibido 1. «Sociology and Philosophy in France since 1945: Death and Resurrection of a Philosophy without Subject», Social Research, XXXIV, 1, primavera de 1967, págs. 162 212 (con JeanClaude Passeron). 2. Raymond Aron, Introd uctio n a la philosophie de l ’histoire. Essai sur les limites de l’objectivité, París, Gallimard, 1938.
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como un tanto «totalitario», se había disparado en sentido opuesto, al principio de los años sesenta, partic ula rm ente po r imp ulso de Cla ude LéviStrauss y de la antropología estructural, y llevaba de nuevo a lo que se llamaba entonces, en la órbita de Esprit y de Ricœur, una «filosofía sin sujeto». Y el movimiento inmóvil de la vida filosófica se ha limi tado a devolver el juego a su punto de partida cuando, alrededor de los años ochenta, Ferry y Renaut, apoyados en su mala jugada de pretendientes apresurados por Esprit, por descontado, pero tam bié n po r Le Dé bat de Nora y Gaucher, y por todo el batiburrillo de seguidores mediáticos de François Furet, con Le Nou vel Observateur a la cabeza, trata ron de volver a lanzar el péndulo de la moda profe sando, en una deleznable polémica fundada en una amalgama paradójicamente sociologista, la «vuelta del sujeto» contra aquellos que, en los años sesenta, habían proclamado la «muerte del sujeto».) El «retorno» doctam ente denegado a la filosofía «desespiritualizada» de las ciencias sociales que los «sobrinos de Zaratustra», como los llama Louis Pin to,1 llevaban a cabo durante los años sesenta, apadrinados, evidentemente, por antepasados pres tigiosos y semiheréticos (Nietzsche, en particular), es todo lo contrario de una auténtica reconcilia 1. Lo uis Pinto, Les Ne veu x de Zara thoustra, París, Seuil, 1995.
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ción. Incluso para los más «liberados» del espíritu de casta, como el Foucault de la teoría postsesentayochista del poder, la frontera con las ciencias so ciales, y de modo muy especial con la sociología, si gue siendo socialmente infranqueable. Percibida po r los profa nos como próxima, po r su objeto, a un a especie de periodismo, la sociología, por si no bas tara, es devaluada en relación con la filosofía por su aire de vulgaridad cientificista, incluso positivista, nunca tan manifiesta como cuando se ocupa de las creencias más indiscutidas del mundo intelectual, como las que atañen al arte y a la literatura, y ame naza con «reducir» (uno de los efectos o desmanes más regularmente imputados al «sociologismo») los valores sagrados de la persona y de la cultura, o sea, el valor de la persona culta. He tenido múltiples ocasiones de comprobar que la amable iconoclasia de mi obra L’ Am ou r de l’art ,1que, con sus estadísti cas y su modelo matemático, se enfrentaba frontal (y fríamente) al culto académico de la obra de arte, no se enfrentaba en menor medida a las transgre siones académicamente toleradas, incluso progra madas, del antiacademicismo académico de los ce losos defensores de Roussel y Artaud. (Y puedo dar ’ ou r de l ’art. Les musées d ’ar t et leur public, París, 1. L Am Minuit, 1966 (con Alain Darbel y Dominique Schnapper). [El amo r a l arte: los museos europeos y su público, Barcelona, Paidós, 200 3, trad. de Jordi Terré.]
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fe de que ha sido mucho mejor recibida y com prendid a po r los artistas que, en el m ism o mo men to, ponían en tela de juicio, en su labor, la creencia artística y el juego mismo del arte que por los filó sofos aparentemente más liberados del fetichismo artístico. Así, el temor de que su contenido demos trativo (y crítico) quedara afectado por la desreali zación artística es lo único que me ha impedido, por ejemplo, autoriz ar a u n artista con cep tua l a u ti lizar en una de sus obras un cuadro estadístico que pre senta ba las esperanzas mate máticas de acceso al museo según el nivel de instrucción.) N o hay mejor ma ne ra de mo stra r el descrédito estructural que afecta a la sociología, y a todo lo re lacionado con ella, en el mundo intelectual que la comparación del trato que se le da (el más modesto de los escritores o de los aspirantes a filósofo se cre cerá objetiva y subjetivamente expresando todo el desprecio que, según lo que se estila, le merece) con el que recibe el psicoanálisis, con el que compar te, sin embargo, algunos rasgos importantes, como la ambición de dar cuenta científicamente de los comportamientos humanos. Como puso de mani fiesto Sarah Winter,1el psicoanálisis se ha apropia do de la universalidad y de la grandeza transhistóricas otorgadas de manera tradicional a los trágicos 1. Sarah Winter, Freu d an d the Insti tution o f Psychoanalytic Knowledge, Stanford, Stanford University Press, 1999.
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griegos, doctamente deshistorizados y unlversaliza dos por la tradición escolar. Al inscribir la nueva ciencia en la filiación de la tragedia de Sófocles, uno de los hitos emblemáticos de la Bild ung clásica, Freud: le confirió sus títulos de nobleza, acadé mica. Y Lacan, regresando a las fuentes griegas para prop on er nuevas inte rpr etacio nes de la trage dia de Sófocles, reactivó, esta: filiación, avalada también por un a escritura que aún a las oscuridades y las au dacias de un Mallarmé y de un Heidegger. Pero éste no es más que uno de los factores que explican la;afinidad, (aparente, al menos) entre el psicoanáli sis,, como «cura de las almas», y el, esplritualismo, (incluso, más precisamente, el catolicismo). Lo que resulta indudable es que el psicoanálisis ha estado, po r lo menos en Francia y en los a ños setenta, en el bando de las actividades, intelectuales más nobles, más puras; en pocas palabras, en las antípodas de la sociología. Ésta, ciencia plebeya, y vulgarmente ma terialista de, las cosas populares, suele ser percibida, sobre todo en las naciones de cultura antigua, como dedicada a burdos análisis de los quehaceres más ramplones, comunes y colectivos de la existencia humana, y sus escarceos hacia la cultura humanista, tomada como referencia o como objeto, lejos de pro ducir el efecto de una captatio benevolentiae, han sido interpretados como usurpaciones o intru siones sacrilegas idóneas para reforzar la exaspera ción de los, auténticos creyentes.
La universidad francesa, demasiado inmersa en los entusiasmos literarios del campo intelectual y demasiado pendiente de las preocupaciones y de las consagraciones periodísticas, no ofrece al investiga dor lo que le garantiza al otro lado del Atlántico un campo universitario autónomo y autosuficiente, en pa rtic ula r con sus redes tup ida s de especialistas de diferentes disciplinas, sus formas de intercambio científico a la vez ágiles y estrictas, seminarios, co loquios informales, etcétera. Este conjunto cohe rente de instituciones específicas proporciona unas satisfacciones adecuadas para desalentar la búsque da de los honores corruptos y de los reconocimien tos facticios de los universos extrauniversitarios y pro tege de las intrus ion es inte mpe stiva s de la le gión innumerable de los ensayistas, esos «pintamo nas», como solía decirse en el siglo XIX de los malos pintore s, que, pe rp etu an do las amb icio nes des me didas de los cursos preparatorios para la ENS, viven como parásitos semiplagiarios de los trabajos de los demás. (Cabe, siendo por completo realista, reco nocer que cumplen, pese a todo, una función, a largo plazo, en la difusión de los trabajos de los que se han nutrido, aunque ocultándolos, y a los que tienen que agradecer la apariencia de originalidad a la que deben su éxito, sobre todo en el extranjero.) Por eso no puedo comparar el estilo global de mi labor científica, no obstante estar en disidencia per manente con las grandes tradiciones humanistas de
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Francia, y de algunos países europeos más, con el de un investigador americano como Aaron Cicourel, con quien no sólo comparto el interés por algu nos objetos privilegiados, como el sistema de ense ñanza, sino también el propósito de fundar una teoría materialista del conocimiento, sin descubrir con cierta envidia la función irremplazable que ha tenido, en su caso, un entorno científico estimulan te y exige nte a la vez. Me pregunto, en efecto, si muchas de las difi cultades que nuestro grupo de investigación no ha parad o de tener, tan to fuer a del cam po univ ersita rio como, sobre todo, dentro de él, con los sectores más heterónomos de este campo, no se deben a que al tratar de introducir, como los durkheimianos un siglo antes, y a costa de dificultades análogas, la ló gica rigurosa y modesta del trabajo colectivo, y la moral que lleva aparejada, se ha constituido un cuerpo extraño, amenazador e inquietante para to dos aquellos que sólo pu eden vivir intelectualmente po r enc ima de sus posibilidades a costa de un a co lusión semimafiosa capaz de garantizar una razón social de conveniencia a sus usurpaciones de iden tidad, sus malversaciones de fondos culturales y sus falsificaciones en escritura literaria o filosófica. Creo, en efecto, que buena parte de las reacciones negativas u hostiles que he suscitado -y ello en pro gresión creciente a medida que la autonomía del campo universitario en relación con el campo pe
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riodístico tendía a debilitarse- se deben, tanto como al contenido crítico de mis afirmaciones y de mis escritos (que, evidentemente, no dejan de tener su efecto; sobre todo, cuando se refieren a los inte reses intelectuales), a la existencia del grupo que formé y, en especial, a sus particularidades. Las me táforas empleadas para describirlo cuando se lo menciona en los cotilleos o en los periódicos son las del militantismo político (un suelto que Libération me dedicó hace unos años hablaba nada menos que de «Albania») o de la afiliación sectaria. Lo que no se percibe ni se comprende, salvo para asustarse e indignarse, es la intensa fusión intelectual y afec tiva que, en grados y modos diferentes según las épocas, une a los miembros del grupo en la partici pació n en un mo do de orga niza ción del trab ajo del pensam ien to que es perfe cta mente an tin óm ico de la visión literaria (y muy parisiense) de la «crea ción» como acto singular del investigador aislado (visión que lleva a tantos investigadores mal forma dos y mal equipados intelectualmente a preferir los sinsabores, las dudas y, a menudo, los fracasos y la esterilidad de la labor solitaria a lo que ellos perci ben com o la alienac ión despersona lizad ora de un pro yec to colectivo). ¿Cómo negar que la intensa integración inte lectual y moral q ue favorece una labor colectiva a la vez feliz y altamente productiva es indisoluble del esfuerzo permanente de incitación y de unificación
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que corresponde al animador, especie de director de orquesta o de realizador, o también, más modes tamente, de entrenador, como se dice en el ámbito deportivo, a quien el grupo galvanizado confiere a cambio sus poderes «carismáticos» mediante el re conocimiento afectuoso que le otorga? ¿Es necesa rio decir que esta integración es inseparable de una movilización contra determinados adversarios in telectuales y a favor de determinadas causas, indi solublemente científicas y políticas? Los miembros del Cen tro,1 sin recurrir a estas palabras solem nes, actuaban como militantes de lo universal o, se gún la expresión de Husserl, com o «funcionarios de la humanidad», conscientes de recibir mucho de la colectividad, en forma de salario y de informacio nes, en particular, y deseosos de restituirlo. Es evi dente que la seriedad sin mentalidad seria, pero tal vez un poco demasiado grave y demasiado tensa, que imperaba en el grupo, y asimismo las normas elevadas que se imponía en lo que atañe al trabajo y a las publicaciones, no estaban hechas para ser comprendidas y aplaudidas por todos aquellos que, incluso en el mundo de la investigación científica, hacían gala de esa especie de «distanciamiento de la 1, S e trata del Cent ro de Investigaciones de la Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales, del que Fierre Bour dieu fue impulsor y director desde los inicios de los años sesenta.
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función» a través del cual se reconoce en Francia a los intelectuales excelsos. Por eso, por su existencia tanto como por sus producciones, contenía algo así como un desafío y una puesta en tela de juicio. Y los efectos de escuela, tanto si son reales -por ejemplo, la afinidad de estilo (en todos los sentidos del término)- como sí son figurados (por ejemplo el mito del «clan» o de la «secta»), han servido para favorecer, estimular y, en muchos casos, justificar iniciativas de imitación o de distinción, así como, sobre todo, resistencias que pueden llegar a la ex clusión, a dejar fuera de todas las instancias de po der sobre la reproducción del cuerpo, por no hablar de las agresiones simbólicas a través de los cotillees y de los rumores más o menos orquestados por po derosos rivales (a la vez en la universidad y en el pe riodismo), que aparecen de vez en cuando en los sueltos o en los artículos de los periódicos.
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El efecto de campo se ejerce, por una lado, a través de la confrontación con las tomas de posi ción de la totalidad o una parte de quienes también están introducidos en este campo (y que constitu yen a su vez otras tantas encarnaciones diferentes, y antagonistas, de la relación entre un habitus y un campo): el espacio de los posibles se realiza en unos individuos que ejercen una «atracción» o una «re pulsión» que dep end e de su «peso» en el cam po, es decir, de su visibilidad, y también de la mayor o menor afinidad de los habitus que impulsa a encon trar «simpáticos» o «antipáticos» su pensamiento y su acción. (A diferencia de la posteridad, que se ve reducida a las obras, los contemporáneos tienen una experiencia directa, o casi directa, a través de los periódicos, de la radio y, hoy día, de la televi sión, así como del rumor y del cotilleo, de la perso
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na en su totalidad, de su cuerpo, de sus modales, de su atuendo, de su voz, de su habla -toda una se rie de rasgos de los que, salvo excepción destacada, los relatos no dejan huella-, al igual que de sus re laciones y allegados, de sus tomas de posición polí ticas, de sus amores y de sus amistades, etcétera.) Estas simpatías y estas antipatías, que dependen de la persona tanto como de sus obras, constituyen uno de los principios de múltiples elecciones inte lectuales que permanecen absolutamente oscuras y son a menudo vividas como inexplicables, porque atañen a los dos habitus implicados. Tras haber compartido .durante un momento la visión del mundp del «filósofo francés formado en la ENS de los años cincuenta» que Sartre encarna ba a la perf ección -p odrí a decir que la llevaba a su pa roxism o- y, en particu lar, la altivez con la que, en especial en L’Être et le Néan t, consideraba las ciencias del hombre -psicología, psicoanálisis, por no mencionar, cosa que, precisamente, no hacía, la sociología-, puedo decir que me construí, en la sa lida misma del universo escolar, y para salir de él, contra todo lo que representaba para mí el dominio sartriano. Lo que menos me gustaba de Sartre era todo lo que le ha convertido no sólo en el «intelec tual total», sino en el intelectual ideal, en la figura ejemplar del intelectual, y, muy particularmente, su contribución sin parangón a la mitología del inte lectual libre, que le ha hech o mere cedor del agrade
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cimiento eterno de todos los intelectuales. (Mi sim patía po r Karl Kraus se debe a que aña de a la idea del intelectual tal como Sartre la ha construido e impuesto una virtud esencial: la reflexividad crítica. Hay muchos intelectuales que ponen el mundo en tela de juicio, pero son muy pocos los que ponen en tela de juicio el mundo intelectual. Lo cual es fácilmente comprensible, si se considera que na die puede arriesgarse a hacerlo sin exponerse a ver cómo se vuelven contra él las armas de la objetiva ción, o, peor aún, a padecer ataques ad hominem, dirigidos a destruir en su principio, es decir, en su pro pia pers ona, en su inte grid ad, en su v irtud, a al guien que sólo puede aparecer como instituyéndo se, por sus intervenciones, en reproche viviente, igual que si él careciera de mácula.) Nun ca me alinearé, sin emb argo , con el c amp o de los que, hoy, celebran la muerte de Sartre y el fin de los intelectuales o que, procediendo de for ma más sutil, inventan una pareja Sartre-Aron, que jamás existió, para oto rga r la palma (de la razón y de la lucidez) a este último. De hecho, ¿cómo no ver que, entre ambas figuras (que el propio Aron sabía sin común medida), las similitudes son mu cho mayores que las diferencias? Empezando por lo que me los vuelve, a uno y a otro, pese a todo, pro fundamente simpáticos: quiero referirme a lo que llamaré su ingenuidad o incluso su inocencia de grandes adolescentes burgueses a los que todo les
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sale bien (así como no puedo testificar por Sartre, he tratado y -¿hace falta decirlo?- estimado a Raymond Aron lo suficiente para estar en disposición de atestiguar que bajo el análisis frío y desencanta do del mundo contemporáneo se ocultaba un hombre sensible, incluso tierno y sentimental, y un intelectual que ingenuamente creía en los poderes de la inteligencia). Puros productos de una institu ción escolar triunfante, que otorgaba a su «élite» un reconocimiento incondicional convirtiendo, por ejemplo, una oposición escolar de reclutamiento (la obtención de una plaza de profesor de filosofía) en un acto de consagración intelectual (hay que ver cómo Simone de Beauvoir habla de todo ello en sus memorias),1a esta especie de niños prodigio por decreto les confería n, a los veint e años, los pri vilegios y las obligaciones del genio. En una Francia económica y políticamente disminuida, pero siem pre tan co nt un dente en lo inte lect ual, podían ded i carse con total inocencia a la misión que les enco mendaban la universidad y toda una tradición universitaria impregnada por la certeza de su uni versalidad: es decir, a una especie de magisterio universal de la inteligencia. Pertrechados con el arma única de su inteligencia -basta con echar una 1. Simone de Beauvoir, La Forcé des choses, París, Galli mard, 1963. [La fuerza de las cosas, Barcelona, Edhasa, 1987, trad. de Elena Rius.]
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ojeada a sus notas a pie de página para ver que an daban más bien ligeros de saberes positivos-, po dían acometer las tareas intelectuales más ingentes, como la de fundar filosóficamente la ciencia de la sociedad o de la historia, o la de decidir sin el me nor titubeo cuál era la verdad última de los regíme nes políticos o cuál sería el porvenir de la huma nidad. Pero su aplomo sin límites tenía como contrapartida el reconocimiento sin concesiones de las obligaciones inherentes a su dignidad.
Nadie hay más conven cido que Sartre de la misión del intelectual ni que haya hecho más que él para dotar a este mito interesado de la fuerza de la creencia social. A este mito, y al propio Sartre, que, en la magnífica inocencia de su generosidad, es a la vez su produ cto y su pro ductor, su creador y su criatura, creo (debido a un efecto, sin duda, de la misma inocencia) que hay que defenderlos a toda costa, contra viento y marea, y tal vez, en pri mer lugar, contra una interpretación sociologista de la descripción sociológica del mundo intelec tual: incluso aunque siga siendo demasiado grande para los i ntelectuales más grandes, el m ito del in te lectual y de su misión universal es una de esas ar gucias de la razón histórica que hacen que los in telectuales más sensibles a los beneficios de la universalidad puedan verse conducidos a contri
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buir, en no mb re de unas motivac ione s que pu eden no tener nada de universal, al progreso de lo uni versal. Otro «faro» (la metáfora puede resultar algo anodina , a pesar de Baudelaire, pero expresa bien lo que representan, para un recién llegado, algunos perso najes, si no constituido s siempre en mode los, sí, por lo menos, en referencias), un personaje prác ticamente antitético, es Qeorges Canguilhem, que me ayudó mucho a concebir la posibilidad realista de vivir la vida intelectual de otro modo. Sin duda, es en su relación con Sartre donde se manifiesta lo que era, en este hombre, y en su obra, susceptible de suscitar una admiración y un afecto semejantes en toda una generación de pensadores franceses. Prolongando la obra de Gastón Bachelard, de la que llevó a cabo una presentación modélica,1Georges Canguilhem aportó una contribución decisiva a la epistemología, al análisis riguroso de la génesis de los conceptos científicos y de los obstáculos his tóricos para su emergencia, particularmente a tra vés de las descripciones clínicas de las patologías del pensamiento científico, de las falsas ciencias y de los usos políticos de las ciencias, sobre todo, de la biología. Por ello, representa, sin duda, lo mejor que hay en la tradición del racionalismo que puede 1. Georges Canguilh em, Études d ’histoire et de pbiloso ph ie des Sciences, París, Vrin, 1968.
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llamarse francés en la medida en la que está arraiga do en una tradición política, o, mejor dicho, cívica, a pesar de ser, en mi opinión, auténticamente uni versal (como corrobora, por ejemplo, su éxito al otro lado del Atlántico, a través de Koyré y de Kuhn). Lo que lo convierte, para mí y también, creo, para muchos más, en una figura ejemplar es su di sonancia, por no decir su resistencia: pese a haber ocupado, en el corazón del sistema universitario, las posiciones aparentemente más convencionales, no pertenecía del todo a ese mundo, que, por lo demás, le otorgaba todos los signos de reconoci miento, a lo que él correspondía con una absoluta dedicación a sus deberes. Sencillamente, cumplía, sin complacencia ni énfasis, pero también sin con cesiones, su f unción de catedrático, y de catedrático de filosofía: nunca se hacía el filósofo. Los que evo can su recuerdo hablan de su voz gangosa y de su acento, a causa de los cuales parecía estar siempre enfadado, y también de la mirada sesgada, asociada a una sonrisa irónica, con la que acompañaba sus juicios sin ind ulgencia sobre las costum bre s acadé micas. Marcado por la tradición de una región y de un ambiente donde, como atestigua la vibración de la voz o la crudeza de la mirada, el cuerpo siempre interviene y participa en la palabra, no estaba muy dispuesto a entrar en los juegos gratuitos del pen samiento irresponsable con los que algunos identi
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fican la filosofía o en la exaltación místico-literaria del pensamiento hólderlinoheideggeriano que en canta a los poetas pensadores. Me había tomado afecto como consecuencia de uno de esos sentimientos de simpatía, de origen oscuro para sí misma, que luego arraigan en la afi nidad de los habitus. Recuerdo que, después de que aprobé las oposiciones a profesor de enseñanza secundaria, me propuso un puesto en un liceo de Toulouse, pensando que me colmaba de felicidad al mandarme de nuevo al «terruño», y que le mo lestó mucho, incluso puede que le pareciera un desprecio, ver que lo rechazaba (para optar por el liceo de Moulins, que me quedaba más cerca de Clermont-Ferrand y de Jules Vuillemin). Cuando pensé en una tesis, acudí a él, y n o a Jean Hi ppo lyte, por ejemplo, como otros, en una especie de re lación de identificación de la que muchos signos me permitían creer que era recíproca (me había pre parad o un a carrera universitaria y científica que era un calco de la suya). Después, cuando iba a verle, en su despacho de la rue du Four, me retenía tardes enteras (buscaba en su biblioteca, para rega lármelas, separatas, a menudo dedicadas, de gran des científicos extranjeros, como Cannon) y no me marchaba hasta el anochecer. Me llamaba la aten ción ver que su pensamiento y su palabra no ex pe rim en taba n esas caídas de ten sión, par a mí tan decepcionantes, que observaba en tantos filósofos
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que yo conocía (algunos absolutamente deslum bran tes y p rofun dos si habl aban de Kant o de Malebranche), cuando se pasaba de los temas más téc nicos de la filosofía o de la ciencia a las cuestiones triviales de la vida. Decía, con extraordinaria for tuna en la expresión, cosas que me parecían mos trar gran independencia de criterio y profunda sa bidurí a. Tras un período de desavenencia (como he di cho, le sentó muy mal que no aceptara el puesto que me había reservado en el liceo Pierre-Fermat de Toulouse, donde él había iniciado su carrera), rea nudamos nuestras relaciones y conversamos a me nudo durante los días de mayo de 1968, que fue ron para él una adversidad: formaba parte de esos candidatos carentes de influencias que habían in gresado en la ENS por puro milagro, y que lo ha brían dado todo po r ella, de mo do que perc ibía n la simpatía de sus alumnos (de mi generación) por el movimiento estudiantil como una traición inspira da por el oportunismo o la ambición. Me comen taba, porque, sin duda, lo estaba descubriendo entonces, lo difícil que había sido para él la adapta ción al mundo escolar (por ejemplo, cuando ingre só, siendo adolescente, como alumno interno ¡en el liceo de Castelnaudary, no había visto nunca un la vabo). Tengo la impresión de que tomaba concien cia, por primera vez, de lo que le separaba de sus compañeros de la ENS, Sartre o Aron (éste era un
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jug ador de tenis de mu y alto nivel mientra s que él sólo jugaba al rugby), y de que, por mucho que la fuerza integradora de la escuela republicana le hubiera llevado a olvidarlo o a reprimirlo, ese he cho era el origen, tal vez, de aquella especie de mal humor que parecía embargarlo de modo perma nente, oculto bajo un semblante de la más cordial cortesía, y que se manifestaba a veces, ante ciertas formas de incompetencia arrogante. Dejó que otros asumieran el papel protagonis ta: poco les costó alabar Su modestia, su integridad y su rigor. Ocasionalmente escribía en La Dépêche de Toulouse (ahí lo leí, creo, por primera vez, duran te mis vacaciones de veranó), mientras que otros escribían en los grandes periódicos parisienses; se resistió (no me refiero sólo al período de la ocu pació n aleman a) a todas las formas de comp romi so con el siglo. Y aquellos que no le perdonan sus juicios desp iadad os, o su mer a existencia, puede n incluso reprocharle haber cumplido su función de «mandarín» hasta el final -fue, sucesivamente, pro fesor de los Cursos preparatorios para ingresar en la ENS, profesor de esta institución docente, inspec tor-general de enseñanza universitaria y miembro del tribunal que juzgaba a los candidatos a profesor de enseñanza secundaria—en vez de dedicarse a ac tividades más acordes con la imagen del filósofo li bre. Jamá s Concedió entrevistas, nu nca hab ló en la radio ni salió en la televisión.1(Me comp roba do qu e
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se trataba de un propósito deliberado: cuando un amigo común me dijo que, en el supuesto de que hiciera una excepción, podría ser por mí, le propu se entrevistarlo algún día, y, tras preguntarme, con una sonrisa socarrona, qué era lo qué tan empeña do estaba en saber, me contó un montón de cosas muy personales, que nunca había oído ni leído en ninguna parte, pero tomando la precaución de ha cerlo mientras íbamos caminando, por un callejón de la Montagne-Sainte-Geneviéve, es decir, en unas condiciones en las que cualquier forma de graba ción quedaba excluida.) Aunque Georges Canguilhem y otros filósofos, como Jüles Vuillemin o, de mi generación, JeanGlaude Pariente, Henri joly y Louis Marin, no ha yan dejado de formar parte de ella, por lo menos durante el prolongado período de transición entre la filosofía y las ciencias sociales (les daba a leer lo que escribía, antes de publicarlo, y les hablaba de mis investigaciones), mi vida científica iba por otros caminos. Para reconstruir el espacio de los posibles que se me ofrecía, hay que emp eza r por describir el estado de las ciencias sociales tal como se me presentaba, y, en particular, la posición rela tiva de las diferentes disciplinas o especialidades. La sociología de aquel entonces es un mundo cerrado donde todas las plazas están asignadas; primero, la
generación de los veteranos; Georges Gurvitch, que tiene a la Sorbona en un puño harto despótico, Jean Stoetzel, que imparte la psicología social en la Sorbona y dirige el Centro de Estudios Sociológi cos, así como el Instituto Francés de la Opinión Pública, y controla el Centro Nacional de la Inves tigación Científica, y, por último, Raymond Aron, recientemente nombrado en la Sorbona, quien, para la p erc epc ión indíge na, espontá neam ente relacional, se presenta como la posibilidad de una apertura inesperada para quienes tratan de escapar de la alternativa de la sociología teoricista de Gur vitch y de la psicología cientificista y americanizada de Stoetzel; a continuación, la generación de los jó venes emergentes, cuarentones todos, o casi todos, que se reparten la investigación y los poderes según una división en especialidades, a menudo defini das por conceptos de sentido común, y claramen te repartidas en feudos: la sociología del trabajo, con Alain Touraine, Jean-Daniel Reynaud y JeanRené Tréanton; la sociología de la enseñanza, con Viviane Isambert; la sociología de la religión, con François-André Isambert; la sociología rural, con Henri Mendras; la sociología urbana, con Paul-Henri Chombard de Lauwe, y la sociología del ocio, con Joffre Dumazedier; había, sin duda, otras provin cias menores o marginales que olvido. El espacio está balizado por tres o cuatro grandes revistas de reciente fundación: La Revue française de sociologie,
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controlada por Stoetzel y unos cuantos «barones» de la segunda generación (Raymond Boudon la he redará pocos años más tarde), Les Cahiers in ternationaux de sociologie, controlada por Gurvitch (y luego heredada por Georges Balandier), Archives européennes de sociologie, fundada por Aron y dirigi da, con mucho rigor, por Éric de Dampierre, y unas cuantas revistas de segunda fila más, escasa mente estructuradoras -un poco, al igual que Geor ges Friedmann, del lado de los viejos maestros-, como Sociologie du travail y Etudes rurales. Todo lo que podía parecer nuevo, en el campo de las cien cias sociales, se encontraba entonces en la Escuela Práctica de Altos Estudios, inspirada por Fernand Braudel, quien, aunque crítico con mis primeros trabajos sobre Argelia, porque en su opinión no otorgaban suficiente espacio a la historia, siempre me ha brindado un apoyo muy amistoso y muy confiado, tanto en mi investigación como en la gestión del Centro de Sociología Europea -con el incomparable animador-agitador científico que le secundaba en todo (aunque, a veces, iba muy por delante de él...) C lemens Heller. (El fragmento que Raymond Aron me dedicó en sus memorias era una evocación muy parcial de mi prolongada relación con él, que en 1960, en vís peras del golpe de los coron eles en Argelia, me per mitió regresar muy oportunamente a París, deuda inolvidable, al ofrecerme convertirme en su adjun
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to. (Empecé a relacionarme con él, poco antes, si guiendo el consejo de Clémence Ramnoux, cate drática de filosofía griega en la facultad de Argel, que había sido condiscípula suya en la ENS y me había aconsejado que le pidiera que dirigiera, para convertirlos en tesis, los trabajos que yo estaba lle vando a cabo, con otros propósitos, sobre Argelia, y él me recibió muy cordialmente. Aquí se ve, una vez más, el papel de la ENS en el desarrollo de mi carrera.) Reconstrucción retrospectiva, influida por la amargura ligada a la crisis final, su análisis se ba saba, como manifiestan las alusiones al trato al que supuestamente sometía a mis discípulos, en una per cep ción selectiva y muy mal informa da de cier tos acontecimientos (aquellos, en particular, que te nían que ver con la elección de su hija, que había estudiado y trabajado conmigo, en la Escuela de Altos Estudios); unos acontecimientos de los que él sólo tenía uno conocimiento y una comprensión muy imperfectos. Pocas personas me han calado de manera tan temprana y completa como él, y ello incluso en el reproche que me formulaba a menudo y a través del cual me expresaba los temores que sentía por mí: «Usted es como Sartre: ha elaborado un sistema de conceptos demasiado pronto.» Me acuerdo de aquellas largas veladas, en su aparta mento del Quai de Passy, donde discutía mis esbo zos muy amistosamente, y de igual a igual, sobre la base de la fra ter nid ad entre antiguo s alumnos de
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la ENS, sin duda (que le llevará, unos años más tar de, cuando, después de Les Héritiers1y poco antes de 1968, nuestras relaciones se iban poniendo ten sas, a empezar a tutearme, lo que me daba mucho apuro). Tal vez también debido a la estima que me profesa ba C anguilhem , con qui en hab laba d e mí. En el momento que, para quitarme de encima la tesis, que me pesa mucho y cuya «lógica» me obliga a anteponer a lo que tengo que decir de ver dad (la teoría de la práctica que, una vez abando nada cualquier idea de doctorado, se convertirá en el Esquisse)2 dos enormes partes meramente escola res, una sobre la experiencia primera del mundo social, de inspiración fenomenológica, y otra sobre la concepción estructuralista de la lengua y, por transposición, de la cultura, le propongo juntar los trabajos que han servido de base para Travail et tra vailleurs en Algérie5 y para Le Dérac inemen t ,4 aña diendo un tercer conjunto sobre la economía do1. Les Héritiers. Les étudi ants et la culture, Paris, Minuit, 1964 (con JeanClaude Passeron). 2. Esquisse d ’une théorie de la prati que, précédé de trois études d ’ethnologie kabyle, Ginebra, Droz, 1972; reedición, Paris, Seuil, 2000. 3. Travail et travailleurs en Algérie, ParísLa Haya, Mouton, 1963 (con Alain Darbel, JeanPaul Rivet y Claude Seibel). 4. Le Dé racinement. La crise de l ’agriculture tra ditionne l le en Algérie, Paris, Minuit, 1964 (con Abdelmalek Sayad).
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méstica de las familias argelinas, basado en una amplia encuesta estadística (completamente ana lizada, duerme en el olvido en un estante en el Collège), me dice: «No sería digno de usted», ad vertencia sincera y profundamente generosa, pero también muy ambigua, en tanto que forma perfec ta de la violencia simbólica que se ejerce sin saber lo, porque se la padece en el momento y en el esta do de ánimo particulares en los que es ejercida. No diré nada más sobre mi relación con él, que le im po rta ba mu cho, creo, entre otras razones porque me había impuesto el principio de no mentirle ja más, aun cuando acentuara, de forma más o menos consciente, los puntos de coincidencia, con el pro pósito, éste casi con scie nte, y, sin du da, algo inge nuo, de serle útil despertando así las veleidades o las virtualidades críticas a través de las cuales se ha bría apr oximado a la frac ción más viva de la int e lectualidad, siempre igual de fascinante para él (en muchas ocasiones, y de muchas maneras, me hizo par tícipe de la inm ensa admiració n que seguía conservando por Sartre), pero sin ocultar nunca los punto s de desacu erdo, sobre tod o, en política. Sólo que nuestra «ruptura», si es que llegó a ocurrir (lo seguía viendo de tarde en tarde, y teníamos inter minables discusiones, perfectas para intranquilizar a sus amigos conservadores, que lo habían «recupe rado» después de 1968), no se debió a no sé qué desacuerdo, político o de otra naturaleza, sino a
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una pena a la medida, creo, del afecto, sin duda ex cesivo, que me había profesado, y que, según él, yo había defraudado.) L’Homm e, revista fundada y controlada por Lévi-Strauss, ocupa un lugar absolutamente único, dominante: a pesar de estar dedicada casi exclusiva mente a la etnología, ejercía gran atracción sobre una parte de los recién llegados' (entre los cuales me cuento). Valga para recordar la posición eminente de la etnología, y la posición dominada de la socio logía. Habría incluso que decir dominada por par tida doble: dominada en el campo de las ciencias «duras» (es decir, las que utilizan el cálculo y la ex per imentac ión ), do nd e le cuesta hacerse aceptar, mientras que la etnología, a través de Lévi-Strauss, lucha por imponer su reconocimiento como cien cia de pleno derecho (en particular, recurriendo a la referencia a la lingüística, entonces en su apogeo), y dominada también en el campo universitario, don de las «ciencias humanas» siguen siendo, para mu chos filósofos, todavía pictóricos de la seguridad de su estatus, y de literarios ávidos de distinción, unas recién llegadas y una nuevas ricas. No resulta extra ño encontrar buscando refugio en esta disciplina, muy -o, tal vez, demasiado- acogedora o, como dice muy acertadamente Yvette Delsaut, «que im pone poco», a un a delgada capa de profesores que imparte la enseñanza de la historia de la disciplina con escasa dedicación a la práctica de la investiga
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ción, y a una «masa» (de hecho, no m uy numerosa) de investigadores dependientes del Centro Nacio nal de la Investigación Científica y de otras institu ciones que, procedentes de los orígenes escolares más diversos (pues la licenciatura de sociología no existía en el momento del ingreso de la segunda ge neración), se dedican, sobre todo, a investigaciones empíricas tan mal pertrechadas teórica como empí ricamente, indicios y factores todos ellos de una enorme dispersión (desde la perspectiva del nivel, en particular), poco favorable para la instauración de un universo de discusión racional. No es excesi vo, creo, hablar a este respecto de disciplina paria: la «devaluación» que, en un ambiente intelectual que, sin embargo, se ocupa y preocupa mucho de la política -aunque muchos compromisos, con el Partido Comunista, en particular, también son una forma paradójica de mantener el mundo social a distancia-, afecta a todo lo que tiene que ver con las cuestiones sóciales acaba, en efecto, reforzando -o fundando- una posición dominada en el campo universitario. (Se verá así, leyendo a Frédérique Matonti,1cómo los intelectuales comunistas agru pad os alre dedor de La Nouvelle Critique consiguen reproducir en sus debates, en apariencia amplia 1. Frédérique Ma ton ti, La double illusion , La Nouvelle Critique, une revue du PCF, 1966-1980, Paris, La Découverte, 2004.
mente abiertos al universo entero, las preocupacio nes, las oposiciones y las jerarquías del pequeño mundo cerrado de. los cursos preparatorios y la ENS, cuya figura ejemplar encarna, sin duda , Louis Althusser.) El mundo social está ausente, por ignorado o reprimido, de un mundo intelectual que puede pa recer obsesionado por la política y las realidades so ciales. M ientras que las intervenciones propiam ente políticas, peticion es, proclama s o manifiestos, in cluso los más arriesgados intelectualmente, pueden a porta r prestigio a sus autores, los q ue se dedic an al conocimiento directo de las realidades sociales son objeto a la vez de un leve desprecio (es sabido que el prestigio de las especialidades históricas crece con el alejamiento en el tiempo de los períodos estudia dos), y, como en los regímenes soviéticos, de una discreta sospecha: así, en una buena combinación del sentido de las jerarquías escolares propio de los antiguos alumnos de la ENS y de la adhesión a los prejuicios «marxistas», los althu sserianos hablaban de «ciencias llamadas sociales». Y no hay filósofo, escritor o incluso periodista, por insignificante que sea, que no se sienta autorizado a leerle la cuartilla al sociólogo, sobre todo, por supuesto,, cuando se trata de arte o de literatura, así como a ignorar las experiencias más elementales de la sociología, in cluso cuando se trata de hablar del mundo social, y que no esté profundamente convencido de que,
fuere cual fuere el problema, hay que «ir más allá de la sociología» o «superar la explicación mera mente sociológica», y de que semejante superación está al alcance de cualquiera.
Mi percepción del campo sociológico también tiene mucho que ver con el hecho de que la trayecto ria social y escolar que me había llevado a él me sin gularizaba de forma muy considerable. Además, como regresaba de Argelia con una experiencia de etnólogo que, realizada en las difíciles condiciones de una guerra de liberación, había significado para mí una ruptura decisiva con la experiencia escolar, tenía una visión bastante crítica de la sociología y de los sociólogos, pues la del filósofo se veía reafirmada con la del etnólogo, y, sobre todo, tal vez, considera ba con profundo desencanto -o rea lismo - las tomas de posición individuales o colectivas de los intelec tuales, para las cuales el problema argelino había constituido, en mi opinión, una piedra de toque ex cepcional. No resulta fácil pensar y decir lo que fue para mí esta experiencia y, en particular, el reto intelec tual, y también personal, que representó esta situa ción trágica, que se resistía a dejarse encerrar en las alternativas habituales de la moral y de la política. Me había negado a alistarme en la Escuela de Ofi ciales de Reserva, sin duda, en parte, porque no so
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porta ba la idea de disoc iarm e de los soldados rasos, y tambié n debido a la escasa simpatía que me inspi raban los candidatos a ingresar en ella, a menudo diplomados de la Escuela de Altos Estudios Mer cantiles y juristas con los que no sentía ningun a afi nidad. Tras tres meses de instrucción bastante duros en Chartres (tenía que dar un paso al frente y salir de la fila al oír mi nombre para recibir, delante de las tropas en formación, la revista ¿'Express, que se había convertido en el símbolo de una política pro gresista en Argelia, y a la que, un poco ingenua mente, me había suscrito), aterricé primero en el Servicio Psicológico del Ejército, en Versalles, si guiendo un escalafón de antiguo alumno de la ENS muy privilegiado. Pero violentas discusiones con oficiales de alta graduación que querían convertir me a la «Argelia francesa» provocaron que me desti naran a Argelia. El ejército del aire había formado un regimiento, una especie de subinfantería, encar gado de la custodia de las bases aéreas y de los luga res estratégicos, con un hatajo de analfabetos del departamento de Mayenne y del resto de Normandía y algunos tipos contestatarios e indisciplinados (en especial, algunos obreros comunistas de la em presa Ren ault, lúcidos y simpáticos, que me expli caron lo orgullosos que estaban de «su» célula de la ENS). Durante la travesía en barco, trato en vano de adoctrinar a mis compañeros, desbordantes de re
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cuerdos militares heredados y, en particular, de to das las historias de Vietnam sobre los peligrosos terroristas que te apuñalan por la espalda (antes si quiera de haber puesto un pie en Argelia ya habían adquirido y asimilado, por contacto con los subofi ciales encargados de la instrucción, todo el vocabu lario del racismo corriente: terroristas, traicioneros, moracos, etcétera, y la visión del mundo asociada a él). Nos asignan a la custodia de un a inme nsa reser va de explosivos en una llanura en las inmediacio nes de Orléansville. Interminable y duro. Jóvenes oficiales arrogantes, sin más bagaje cultural que el bachillerato elem ental, que se inc orporar on a filas cuando fue llamado su reemplazo, se reengancha ron y luego fueron integrados y ascendidos. Uno de ellos participa en el concurso de crucigramas del Figaro y solicita mi ayuda delante de todos. Mis compañeros no comprenden por qué no soy oficial. Como me cuesta dormir, a menudo los acompaño en las guardias. Me piden ayuda para escribir a sus novias. Les escribo cartas llenas de ridículos ripios. Su sumisión extrema a la jerarquía y a todo lo que ésta impone significa una ruda prueba para lo que queda dentro de mí de populismo, alimentado po r la culpab ilidad callada d e partic ipa r de la ocio sidad privilegiada del adolescente burgués, que me había llevado a dejar la ENS, justo después de ha ber apr oba do la oposiciones a p rofesor de sec unda ria, para dedicarme a la enseñanza y hacer algo que
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yo creía útil, cuando podría haberme beneficiado de un cuarto año de prórroga por estudios. Empecé a interesarme por la sociedad argelina desde que, durante los últimos meses de servicio mi litar, gracias a la protección de un coronel bearnés, al que mis padres se habían dirigido por mediación de unos miembros de su familia que vivían en un pueblo próx imo al nuestro, pud e libra rme del desti no que yo mismo había escogido y que se me había vuelto muy difícil de soportar. Fui enviado en comi sión de servicio al gabinete militar del gobierno ge neral, donde estaba sometido a las obligaciones y a los horarios de un soldado de segunda clase destina do a las oficinas (escribir la correspondencia, pasar a máquina informes, etcétera), y allí pude iniciar la es critura de un breve libr o1 (un «Q ue sais-je?») en el que iba a intentar decir a los franceses, y, en especial, a los de izquierdas, qué sucedía de verdad en un país del que a menudo lo ignoraban todo. Y ello, una vez más, con el propósito de hacer algo que yo creía útil, y, tal vez, también para conjurar mi mala conciencia de testigo impotente de una guerra atroz. Sin dejar de decirme que sólo me dedicaba a la etnología y a la sociología a título provisional, y que, u na vez con cluida esa labor de pedagogía política, regresaría a la filosofía (por otra parte, durante todo el tiempo que 1. Sociologie de l Algérie, París, PUF (col. Que saisje?, ’ 802), 1958, reedición en 2001.
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estuve escribiendo Sociologie de lAlgérie y llevando a cabo m is primeras investigaciones sociológicas, seguí escribiendo todas las noches sobre la estructura de la experiencia temporal según Husserl), me impliqué totalmente, en cuerpo y alma, sin miedo a la fatiga ni al peligro, en una empresa cuyo riesgo no era sólo intelectual. (Sin duda, la transición resultó facilitada po r el prestigio extr aord inar io que la etnología había adquirido, incluso entre los propios filósofos, gracias a la obra de Lévi-Strauss, que había contribuido a ese ennoblecimiento sustituyendo la designación tradicional de la disciplina por la apelación inglesa de antropología y sumando así los prestigios del sig nificado alemán -Foucault estaba traduciendo en tonces L’ Anthropologie de Ka nt-1 y la modernidad del significado anglosajón.) Pero había también, en el exceso mismo de mi implicación, una especie de voluntad casi sacrificial de repudiar las grandezas engañosas de la filosofía. Desde hacía mucho, sin duda orientado por mis disposiciones originales, intentaba desprenderme de cuanto había de irreal, cuando no de ilusorio, en bu ena par te de lo que se asociaba entonc es a la filo sofía: me dirigía hacia la filosofía de las ciencias, hacia los filósofos más anclados en el pensamiento 1. Emmanuel Kant, LAnth ropolo gie du po in t de vue pragm atique , París, Vrin, 1964. [Antropología en sentido prag mático, M adrid, Alianza, 2004 , trad. de José Gaos.]
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científico, como Leibniz, y había presentado, ante Georges Canguilhem, un proyecto de tesis sobre «Las estructuras temporales de la vida afectiva» para el que pensaba apoyarme a la vez en obras filosófi cas, como las de Husserl, y en trabajos de biología y de fisiología. Encontraba en la obra de Leibniz, cuya lectura me obligaba a aprender matemáticas (el cálculo diferencial e integral, la topología) y algo de lógica, una renovada ocasión de identificación reaccional (recuerdo mi indignación en contra de un comentario, tan inane como ridículo, porque estaba redactado, como era su costumbre, con el estilo más ampuloso, que Jean Hippolyte había hecho de un fragmento de las Animadversiones de Leibniz a propósito de una «superficie finita de lon gitud infinita», que el cálculo integral permite co nocer, y a la que él había convertido, cometiendo un error de bulto de concordancia gramatical con el texto latino, en una «superficie infinita de longi tud finita», infinitame nte más metafísica). He comprendido así, mirando hacia atrás, que me introduje en la sociología y en la etnología, en par te, por un pr ofu ndo rechazo del pu nto de vista escolástico, principio de una altivez, de un distanciamiento social, en los que nunca me he sentido a gusto, y a los que, sin duda, predispone la relación con el mundo asociada a determinados orígenes so ciales. Esta postura no me gustaba desde hacía ya tiempo, y el rechazo de la visión del mundo asocia
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da a la filosofía universitaria de la filosofía había, sin duda, contribuido mucho a orientarme hacia las ciencias sociales y, sobre todo, hacia una manera concreta de practicarlas. Pero no iba a tardar en des cubrir que la etnología, o, por lo menos, la forma par ticu lar de conc ebirla que encar na Clau de LéviStrauss y que condensa su metáfora de la «mirada alejada», permite también, de manera harto paradó jica, mante ner a dista ncia el mu ndo social, incluso «negarlo», en el sentido de Freud, y con ello, estetizarlo. Dos anécdotas me parecen expresar perfecta mente, en el modo de la parábola o de la fábula, toda la distancia que media entre la etnología y la sociología (al menos, tal como la entiendo yo). Du rante la visita que le hice, cuando presenté mi can didatura al Collège de France, un historiador del arte que me era muy hostil por razones que no sólo eran políticas (había escrito, en la primera plana de Le Monde, un artículo muy malintencionado a pro pósito de Panofski, justo en el mo me nto que pu bliq ué Architecture gothique et pensée scolastique),1 y que, para destrozarme, había hecho correr el rumor de que yo era miembro del Partido Comunista,, me dijo;. «¡Qué lástima que usted no haya escrito, sólo sobre su condenada casa cabilefia!» Un egiptólogo, secretario perpetuo de la Academia de Ciencias Mo
rales y Políticas, una de las instituciones más conser vadoras de la Francia cultural, donde abundan, me dijo, en el transcurso de la ceremonia de mi recep ción -yo no había ido a visitarlo, porque entonces él no estaba en París-, refiriéndose al resultado extra ordinario (dos votos) que yo había conseguido en la votación de ratificación de la elección del Collège por el Institu to de Francia (trámite pu ram ente for mal, pese a algunos «accidentes» sin consecuencias del pasado, asociados a los nombres de Boulez, que, realidad o leyenda, obtuvo dos votos, y MerleauPonty, que recibió tres): «A mis colegas (o cofrades, ya no recuerdo) no les ha gustado nada que usted escribiera sobre las necrológicas de los antiguos alumnos de la ENS.» (Se refería a un artículo sobre «las categorías de las relaciones de amistad profeso rales»,1 en el que tomé como te ma las necrológicas publicada s en el Bulletin des anciens élèves de l ’E NS .) Flete aquí un botón de muestra de la distancia, que suele pasar inadvertida, entre la sociología, sobre todo cuando se enfrenta a lo más candente de la ac tualidad presente (que no necesariamente se en cuentra donde la gente cree, es decir, en el terreno de la política), y la ernología, la cual permite o in cluso fomenta, tanto entre los autores como entre los lectores, las posturas estetas: como nunca ha roto
1. Posfació a Erwin Panofski, Architec ture gothiqu e et pensée scolastiqw, Paris, Minuit, 1967.
1. Actes de la recherche en sciences sociales, 3 de mayo de 1975, págs. 6893 (con Monique de Saint Martin).
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plen amente con la trad ició n del viaje literario y el culto artístico del exotismo (linaje en el que se ins criben no sólo Tristes tropiques,1 de Lévi-Strauss, sino también buena parte de los escritos de los Leiris o Metraux, todo ellos vinculados en su juventud a los movimientos artísticos de vanguardia), esta ciencia sin riesgo real, salvo el puramente teórico, puede tal vez llegar a sacu dir el inconscien te social (pienso, por ejemplo, en el problema de la división del trabajo entre los sexos), pero con mucha delica deza, siempre sin brutalidad y sin traumatizar. (Creo que, aunque siempre me brindó un apo yo muy generoso (fue él quien, con Braudel y Aron, me hizo ingresar muy joven, y cuando apenas había publicado, en la Escuela Práctic a de Altos Estudios, 7 el primero que me llamó para hablarme del Collè ge de France) y siempre escribió cosas muy amables y elogiosas a propósito de todos mis libros, LéviStrauss jamás experimentó mucha simpatía por las orientaciones fundamentales de mi trabajo ni por la relación con el mundo social que yo introducía en mis trabajos de etnología y, más aún, de sociología (recuerdo que me hizo preguntas sorprendentemen te ingenuas a propósito de la sociología del arte, en particular). Por mi lado, po r mu cho que no dejara 1. Claude LéviStrauss, Tristes tropiques , París, Pion, 1955. [Tristes trópicos, Barcelona, Paidós, 1997, trad. de Noe lia Bas tard.]
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de profesarle una pro funda admiración, y me inscri biera en la tradición que él había creado (o recrea do), descubrí muy deprisa en él, además del objeti vismo que ya critiqué explícitamente en la Esquisse d ’une théorie de la pratique y en Le sens pratique,1un naturalismo cientificista que, manifiesto en las me táforas y en las referencias, a menudo superficiales, a las ciencias de la naturaleza -por ejemplo, a la cladística [rama de la biología que estudia el sentido de las transformaciones evolutivas de los caracteres]con las que salpicaba sus escritos, sostenía su visión, pro fun dame nte deshistorizada, de la realidad social; como si la ciencia de la naturaleza fuera para él, ade más de fuente de inspiración y de «ostentación de ciencia», un instrumento de orden, que le permitía legitimar una visión del m undo social fundada en la negación de lo social (a la que también contribuye la estetización). Recuerdo que, en una época en la que le rodeaba un aura de progresismo crítico -dis cutía con Sartre y Máxime Rodinson a propósito del marxismo-, había difundido, en su seminario de la Escuela de Altos Estudios, un texto de Teilhard de Chardin que había sumido en la perplejidad más absoluta a sus seguidores más incondicionales. Pero la visión profundamente conservadora que siempre había estado en la base de su pensamiento se mani1. Le sens pr atiq ue, París, Minuit, 1980. [El sentido práctico, Madrid, Taurus, 1991, trad. de Alvaro Pazos.]
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fiesta, o se traiciona, de forma inequívoca en Le Re gará éloigné ,1 con el elogio de Aleman ia y de Wagner, la apología de la pintura realista, la defensa de la educación autoritaria y represiva (había escrito, en 1968, un texto bastante mediocre sobre la «re vuelta estudiantil», que él interpretaba como un conflicto de generaciones, y, en su conferencia Marc Bloch de julio de 1983, había criticado, al amparo del concepto ambiguo, y más político que científi co, de «espontaneísmo», tanto la subversión de los estudiantes de 1968, que, al igual que a Aron, a Braudel, a Canguilhem y a muchos más, le habían puesto profu ndam ente en tela de juicio, como la crítica del «estructuralismo», a la que yo había con tribuido, en particular, con L’Esquisse: no pudo, o quiso, comprenderla mas que como una regresión respecto de la visión objetivista que él había im puesto en etnología, es decir, com o una vuelta al subjetivismo, al sujeto y a su vivencia, de la que pensaba hab er limp iado la etno logía y que, con la noción de habitus, también recusaba yo con la mis ma radicalidad que él). Una vez concluido el servicio militar, para po der proseguir las investigaciones que había inicia do, y que cada vez me importaban más, acepté un 1. Claude LeviStrauss, Le Regard éloigné , París, Plon, 1983. [La mirada distante, Barcelona, Argos, 1984, trad. de J. M. Azpitarte.]
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puesto de adjun to en la Facultad de Letras de Ar gel, y así, sobre todo aprovechando los períodos de vacaciones, y, en especial, las del verano, pude lle var a cabo mis investigaciones, primero etnológi cas y luego, gracias a la sección argelina del Institu to Nacional de Estadística y Estudios Económicos (INEEE), sociológicas. Puedo afirmar que, durante los años que pasé en Argelia, nunca dejé de estar, po r decirlo así, al pie del cañón, efe ctua ndo obser vaciones más o menos sistemáticas (recopilé así, por ejemplo, varios centenares de descripciones de indumentarias con el propósito de relacionar las di ferentes combinaciones posibles de elementos to mados de la indumentaria europea y de las diferen tes variantes de la indumentaria tradicional: fez, turbante, saruel [especie de pantalón ancho de tela habitual en el sur del Magreb que utilizaban antaño las tropas saharianas], etcétera, con las característi cas sociales de sus portadores), tomando fotogra fías, haciendo grabaciones clandestinas de conver saciones en los sitios públicos (tuve, durante un tiempo, la intención de estudiar las condiciones del paso de una lengua a otra, y proseguí después esa experiencia en el Bearne, donde me resultaba más fácil), entrevistando a informadores, haciendo en cuestas, mediante cuestionarios, examinando archi vos (me pasé noches enteras copiando encuestas so bre la vivienda, encerra do, tras el toq ue de queda, en el sótano de la oficina gestora de los edificios de
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viviendas de renta limitada), dirigiendo pruebas en las escuelas, organizando debates en centros socia les, etcétera. La libido sciendi un sciendi un poco exaltada que me impulsaba, y que tenía su arraigo en una espe cie de pasión por todo lo que tenía que ver con aquel país, con sus gentes, con sus paisajes, y tam bién en un a sord a y con stante sta nte sensa ción de culpa cu lpa bilid ad y de suble vació n ante tan to sufrim suf rim ien to e injusticia, no conocía tregua ni límite. (Recuerdo, por po r ejem plo, un día, bas tan te siniestro, sinies tro, de oto ño, mientras subía hacia Alt Hichem, un pueblo de Gran Cabilia, lugar de mis primeras investigaciones sobre la estructura social y sobre el ritual. En Tizi Ouzou suena el tableteo apagado de las ametralla doras; penetramos en un valle, por una carretera sembrada, de punta a punta, de restos de coches calcinados; en la ascensión hacia el collado, por en cima de una curva, en lo alto de una especie de cono de deyección, un hombre en chilaba, con un fusil entre las piernas. Sangre fría de Sayad, que hace como si no hubiera visto nada: en calidad de argelino, puede que aún corra más peligro que yo. Proseguimos sin hablar y sólo pienso que habrá que regresar por el mismo camino al anochecer. Pero las ganas de volver a mi terreno y de comprobar una serie de hipótesis sobre el ritual son tan fuertes que mi pensam iento n o va más allá.)) allá.)) Compromiso total y olvido del peligro nada te nían que ver con forma alguna de heroísmo y eran
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fruto, creo, de la tristeza y y de la ansiedad extremas en las que vivía y que, con el ¡afán de descifrar un enigma del ritual, de aceptar un desafío, de ver este o aquel objeto (una lámpara de boda, un arcón an tiguo o el interior de una casa bien conservada, por ejemplo), o, en otros casos, el mero deseo de obser var y de dejar constancia, me impulsaban a impli carme en cuerpo y alma trabajando como un pose so en la labor que me permitiría mostrarme a la altura de las vivencias a las que yo asistía en calidad de testigo indigno e impotente y de las que quería dejar constancia a toda costa. No resulta fácil rela tar sencillamente, tal y como los viví, situaciones y acontecimientos -aventuras, tal vez- que me afec taron profundamente, hasta el punto de reaparecer a veces en mis sueños; y no sólo los más extremos, como el relato que me hicieron fulano, disculpán dose por entristecerme, en una celda blanquísima de un monasterio de los padres blancos, o menga no, en el extremo del rompeolas, en Argel, para que nadie pudiera oírle, de las torturas a las que el ejér cito francés les había sometido. (En Djemaa Saharidj, adonde fui para recopilar datos sobre la distri buc ión de las tierr as -c os a que no pude pu de hace r en Ai't Hichem, pues tuve que limitarme a establecer la distribución en el espacio aldeano de los diferen tes linajes-, el día de mi llegada los padres blancos no están (había olvidado que es domingo: están en misa); camino, por un sendero por encima del mo
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nasterio, hasta un bosquecillo donde me encuentro con un cabileño anciano, de rostro delgado, nariz aguileña y magnífico bigote blanco -m e recuerda a mi abuelo materno-, que está ocupado poniendo higos a secar sobre esterillas de mimbre; me pongo a hablar con él a propósito del ritual y de lakhrif, la temporada de los higos frescos y de los combates... De pronto, me parece extrañamente nervioso. Sue na un disparo, muy cerca, y, sin dejar de mostrarse muy cortés, desaparece rápidamente. Me enteraré, al cabo de unos días, a través de un muchacho que hace pequeñas labores para los padres blancos y con el que charlé largo y tendido, de que aquel bos quecillo es un lugar donde los soldados del ELN1 suelen dormir la siesta, y que dispararon aquel tiro para pa ra hac erno s co mp rend re nder er que teníam ten íam os que lar garnos. Unos días más tarde, cuando ya me he ha bitua bit uado do al pue p ueblo blo y soy bien acog ido po r sus habi ha bi tantes, gracias, sin duda, a la protección de mis anfitriones, dos padres blancos -el padre Dewulder, muy alto y con larga barba blanca, muy cordial, cuyo nombre recuerdo porque es el autor de unos hermosos estudios sobre el simbolismo de las pin turas murales de Cabilia, que utilicé mucho en mi trabajo, y otro, más joven, vinculado al ELN-, se pro duc e de rep ente ent e un gran gra n revuelo y los soldados soldado s 1. Ejército de Liberación Nacio nal, brazo armado del Frente Frente de Liberación Nacional (FL N).
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franceses (con quienes no me cuesta nada identifi carme, puesto que, un año antes, yo aún llevaba su uniforme) avanzan en fila india por un camino en cajonado hacia la montaña. Sé por mí joven amigo (que a su vez lo sabe por los chiquillos que pululan alrededor de los militares) militares) que par ten a la búsqueda de un escondrijo que se vislumbra en la ladera de la montaña, y donde el ELN celebra sus reuniones y guarda sus archivos. Sigo su progresión, en medio de los hombres y las mujeres del pueblo que, como yo, esperan que no alcancen el refugio antes del anochecer y que sus ocupantes logren huir. Y eso es lo que ocurre. Pero, a la mañana siguiente, los sol dados toman el escondrijo y se apoderan de los documentos que había, y que contienen las listas nominativas de todos los apoyos del ELN de la co marca. Mi amigo, directamente amenazado, me pid e que le lleve en mi coche. Parto, Parto , pues, pues , al día d ía si guiente, cuando mi trabajo estaba muy lejos de ha ber be r con cluido, clu ido, y cruzam cru zam os los controle con trole s militares, militare s, tras varios momentos de angustia, sin demasiadas dificultades.) Realizar una investigación sociológica en situa ción de guerra obliga a madurarlo todo, a contro larlo todo, y, en particular, lo que se da por supues to en la relación habitual entre el investigador y el investigado: la identidad de los investigadores, la composición misma de la unidad de la investiga ción -en solitario o en pareja, si en pareja, un hom
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bre y una un a mujer, muje r, un arge lino y un a francesa, francesa , etcé te ra (evoqué una pe queña p arte de las reflexio reflexiones nes que me había impuesto la realización de esta investiga ción en el prólogo a la segunda parte de Travail et travailleurs)-; travailleurs)-; el sentido mismo de la investigación se vuelve sospechoso, más que nunca, para los pro pios investigado inves tigadoss (¿no se tratar tra taráá de policías o de espías?). Sospecha generalizada: en múltiples oca siones se presentan agentes del servicio de informa ción, cuando se han marchado los investigadores, a inquirir a su vez sobre la naturaleza de la investiga ción que éstos han llevado a cabo (durante cierto tiempo, todas las mañanas, cuando salía en coche para par a efectua efe ctua r mis investigacio inves tigacio nes en las ch abolas abola s de Clos Salembier, me seguía un coche de la policía, y, un buen día, recibí una citación de un joven oficial de la SAE,1responsable de aquel sector, que quería saber qué estaba haciendo allí). Sólo se puede sobrevivir, en sentido propio, en semejante situación (que también han experimen tado otros etnólogos, que investigan a los came llos llos del crack, crack, como Philippe Bourgois,2 o a las las band as de Los Ángeles, Án geles, com o M ar tin Sanchez-Ja Sanch ez-Ja n1. Sección Administrativa Especializada, organización creada durante la guerra por las autoridades francesas, y controlada por los militares, destinada a realizar funciones administrativas, sociales y de control de la población rural. 2. Philippe Bourgois, En quéte de respe respect. ct. Le crack a New -York , París, Seuil (col. Liber), 2001.
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kowski1), kowski1), a costa de una reflexividad perma nen te y prá ctic a que resulta res ulta impr escindi esc indible ble,, en las cond co ndi i ciones de urgencia y de peligro extremos, para in terpretar y valorar instantáneamente la situación y movilizar, más o menos conscientemente, los cono cimientos y habilidades adquiridos en la experien cia social previa. (La vigilancia crítica que introdu je en mis investigacio inves tigaciones nes poste riores rior es proc ede, ede , sin duda, de estas primeras experiencias de investi gación realizadas en unas condiciones en las que nunca se da nada por sentado y todo se replantea y cuestiona constantemente. Y de ahí, una vez más, la irritación que no puedo menos que sentir cuan do especialistas en sondeos, es decir, en la investiga ción a distancia y por poderes, molestos por mis objeciones (puramente científicas) a sus prácticas, impugnan unas investigaciones, que, como las de La Misère du mond monde,2 e,2 implican toda la experiencia adquirida, con críticas arrogantes y pueriles.) Conservo así un recuerdo muy claro y preciso de cierto día, en un centro de reagrupamiento de la 1. Martin SanchezJankowski, Islands in the Street: Street: Gangs in Urban American Society, BerkeleyLos Ángeles, University of California Press, 1991; «Les gangs et la presse. La production d ’un mythe national», Actes de la recherch recherchee en science sciencess socia sociales les,, 101102, marzo de 1994, págs. 101117. 2. La Misère du monde, Paris, Seuil, 1993 {et ai). [La miseria del mundo (dirección de P. Bourdieu), Madrid, Akal, 1999, trad. de Horacio Pons.]
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pen ínsula de Collo [cam pam ento s a los que era conducida la población rural, expulsada de sus al deas, para que no prestara apoyo al ELN], en el que el futuro de la investigación, y tal vez el de los encuestadores, dependió un momento de la res pue sta que se diera a la pre gunta que nos pla n teaban aquellos mismos a los que nos proponíamos investigar. Todo había empezado en Argel, en el Instituto de Estadística de la calle Bab Azoun, cuando Alain Darbel, funcionario del INEEE encargado de «hacer un muestreo» de centros de reagrupamiento -lo que, dada la falta de informa ciones sobre las aldeas de origen, carecía práctica me nte de se ntido—, me ofrece, como p or casualidad —más bien favorable a la «Argelia francesa», era muy ho stil a la intrusión de sociólogos en el sancta sanc tórum del INE EE —, dos regiones partic ular mente «difíciles»: Matmatas, cerca de Orléansville, y la península de Collo, la región más comple tamente controlada por el ELN, que había con templado incluso la posibilidad de instalar allí un gobierno provisional; fue uno de los objetivos prin cipales de las grandes operaciones, llamadas Challe —blindad os, helic ópteros y paracaidistas—, tan devastadoras como inútiles, de «pacificación». Por mucho que sea consciente del peligro y, más vagamente, de lo arbitrario de la elección (se lo dije a Darbel la víspera de la partida), decido ir a Collo, con un equipo reducido: dos estudiantes pieds-noirs
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[nombre con el que se conocía a los habitantes de Argelia de origen francés] «liberales» (en el sentido de aquel lugar y de aquel momento, es decir, a grandes rasgos, favorables a la independencia de Argelia) -uno de ellos, incapaz de soportar más tiempo la tensión, prefirió volverse antes del inicio de la investigación-, un joven árabe que nos había dicho que estudiaba derecho cuando no tenía ni el certificado de estudios primarios y que resultó ser un encuestador extraordinario, y Sayad, que era alumno mío en la facultad y que también estaba comprometido con el movimiento de los «estu diantes liberales». Largo viaje en mi Renault Dau phi ne. Constan tina parece un a ciu dad asediada: las pue rtas y las ven tana s de los cafés están protegidas con telas metálicas como medida de prevención contra los atentados con granadas. A las cuatro de la tarde las calles ya están desiertas. Nuestro proyec to de llegar a Collo por carretera sume en el terror más absoluto a un joven subprefecto, antiguo alumno de la Escuela Nacional de Administración, que casi ni se atreve a salir de su oficina para ir a ver a su madre, que vive al otro lado de la calle. Nos obliga a hacer la travesía en barco, pasa ndo po r Philippeville. El viaje entre Philippeville y el peq ueñ o pu ert o de Collo me resulta exaltante: por fin voy a ver las cosas de cerca. Las montañas, a lo largo del litoral, parecen arder. El subprefecto de Collo, que estaba antes en
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Romorantin, me hace saber que tengo que mos trarme prudente y que «podría haber un falso aten tado» (organizado por el ejército francés). El coro nel Vaudrey (creo), antiguo comandante en jefe de Argel, sabe que estamos ahí y quiénes somos (yo fi guraba en la «lista roja», sin duda, desde mi servicio militar; lo supe la mañana del 13 de mayo de 1958 [cuando millares de pieds-noirs, con el tácito apoyo del ejército, asaltaron el gobierno general y pidie ron la plena integración de Argelia en Francia y la vuelta al poder del general De Gaulle] por boca de uno de mis alumnos pieds-noirs: aunque absoluta mente conscientes de mis posiciones sobre Argelia -yo había pronunciado una conferencia cuyo títu lo, «Sobre la cultura argelina», era del todo transpa rente en el contexto de la época, y a la que los estu diantes argelinos, suspendiendo su huelga, había asistido masivamente-, y aunque en absoluto desa cuerdo con lo que yo les contaba, sin provocación, pero tam bié n sin conc esione s, sobre la dife rencia entre los efectos de la situación colonial y los de la aculturización consecutivos a los «contactos de ci vilizaciones», muy de moda en la etnología ame ricana de la época, habían querido a toda costa advertirme de que más me valía desaparecer y per manecer oculto; para convencerme de que estaban bien info rma dos, me pregun tan si conozco a Gérard Lebrun, uno de mis amigos, entonces profe de filo en los cursos preparatorios para la ENS de Ar
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gel, que figura, asimismo, en la lista de las personas que hay que neutralizar, posiblemente, al igual que al matemático comunista Maurice Audin, que «de sapareció» en 1957). También me entero de las ma las intenciones de la autoridad militar a través de un joven estudiante de la Escuela Central de Inge niería de París, que, contrario a la guerra de Arge lia, solicitó, para estar en disposición de ir y ver por sí mismo, acogerse al beneficio de las estancias or ganizadas por el ejército para convertir a los jóvenes a la «Argelia francesa»; destinado en Collo, realizará con nosotros los estudios de campo. Decido ir a Arn Aghbel, a unos veinte kilóme tros de Collo. Un capitán de la SAE, que no parece entender (o lo entiende demasiado bien) qué hemos venido a hacer, quiere hospedarnos en el puesto mi litar. Me niego y vamos a instalarnos en el antiguo colegio, fuera del perímetro protegido, pero en terri torio neutral (lo que me parece muy importante para estar en disposición de llevar a cabo la investi gación). Por las noches, mientras trabajamos, Sayad y yo, hasta altas horas de la madrugada, anotando las observaciones recogidas durante el día, no paran de pasar sombras a nuestro alrededor. Cada mañana recorremos unos diez kilómetros en mi pequeño Re nault Dauphine, por un desfiladero muy propicio para los atentado s, verdaderos o falsos (el capitán de la SAE será atacado por el ELN poco después de nuestra partida; ya no recuerdo cómo lo supe, tal
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vez por Salah Bouhedja, a quien conocí allí y que luego vino a trabajar con nosotros al Centro, en Pa rís). El día de nuestra llegada al reagrupamiento hay un grupo de hombres sentados debajo de unos gran des olivos (conservo todavía toda una serie de fotos tomadas unos días después). Dejamos el coche y avanzamos hacia ellos a pie. Algunos tienen un vo luminoso bulto debajo de la chilaba. Uno de ellos, muy moreno, de cabeza redonda, barbita corta, to cado con un sombrero de astracán gris que lo dife rencia de los demás (es uno de los «hijos» [es decir, miembros de la cabila] Bouafer, y resultará ser un amahbul, personaje iluminado e imprevisible, pero, no obstante, con mucho predicamento y muy respe tado, que tiene un hermano harki [argelino al servi cio del ejército francés entre 1954 y 1962] y otro en el ELN), se levanta y se dirige a mí (a quien nada, sin embargo, por lo menos en apariencia, distinguía de los demás). Me pregunta con cierta exaltación a qué hemos venido. Le respondo que hemos ido allí para ver y para escuchar lo que tuvieran que de cir y para trasmitirlo; que el ejército francés está a varios kilómetros de distancia y que estamos a su merced, o algo parecido. Nos invita a sentarnos y nos ofrece café. (Con frecuencia he recibido la ayuda, en mis investigaciones, en Argel y en otros lugares, de personajes de esta índole, a menudo au todidactas de gran inteligencia que, debido a su po sición en falso entre dos condiciones y dos civiliza
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ciones, y a veces entre dos religiones -los más cultos profesaba n a veces creencias sincréticas, que coloca ban bajo la advocación de René Gu én on—, pre senta ban signos inequívocos de extravagancia, incluso de «locura» (eran conocidos con el nombre de amah bul, de donde procede el vocablo francés maboul [«chalado»]), lo que no era óbice para que contaran con un enorme prestigio. Uno de ellos, que muchas veces me había servido de salvoconducto y de pasa porte en mis visitas a la kasba (en los mo me ntos más tensos de la batalla de Argel, me presentaba con un «con éste puedes hablar» que desvanecía instantá neamente la desconfianza), se las ingenió un día para que recorriéramos cogidos del brazo, a una hora en la que los cafés estaban llenos de estudiantes piedsnoirs favorables a la «Argelia francesa», de arriba aba jo tod a la calle en la que estaba la f acultad de letras: par a que la cosa adq uiriera todo su valor de reto y desafío, sin duda iba ataviado con una indumen taria ostentosamente oriental: saruel de seda y jubón bor dado, que, añadida a su barba negra y recortada con esmero, hacía que no pasara inadvertido. En cuanto al Bouafer de A'ín Aghel, solía acompañarnos en nuestras encuestas y con frecuencia, después de las entrevistas a las que había asistido (difícilmente olvi daré a un anciano, al parecer, más que centenario, que, cuando evocaba el nombre de las tribus veci nas, se entusiasmaba, rebosante de ardor guerrero, hasta caer, agotado, y tumbarse de costado), nos ha
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cía partícipes de sus reflexiones, de lo más pintores cas todas, que yo consideraba paradigmas del saber cultural norteafricano, y de las que da buena mues tra este ejemplo: «¿Qué son los Beni Toufout (nom bre de un a cabila), qué significa eso?», le pregunté. «¿Beni Toufout? Tú votas. Como puede ver, noso tros inventamos la democracia.»)
Del mismo modo que la investigación empírica sobre las clases populares ha podido parecerles, a ve ces, a los profetas del proletariado algo así como una manifestación de escepticismo, el proceder de senti do común que consiste en ir a echar una ojeada par a ver cómo son en realidad podía, en aquellos tiempos de certidumbres políticas, parecer extraño, incluso sospechoso, máxime tratándose de operacio nes militares tales como los reagrupamientos de po blación. Y e n París, durante los años sesenta, suce dió que me exigieran explicaciones a propósito de mis investigaciones sobre el terreno, un poco como si el hecho de haber vuelto ileso resultara sospecho so (mi único salvoconducto -recuerdo que un día en el que me dirigía solo en mi coche hacia un po blado de la Cabilia, tras cruzarm e con un largo con voy de vehículos militares, me obligaron a detener me y a dar marcha atrás- era una carta del INEEE de Argel que decía que estaba autorizado a efectuar investigaciones y que me servía de salvoconducto
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ante las autoridades militares, siempre extrañadas de encontrarme en lugares tan poco recomendables). De ahí vienen todas las situaciones de desfase, por exceso o por defecto, o, me jor a ún, en falso, en las que me he encontrado sin cesar en mis relaciones con el mundo intelectual. Por ejemplo, la observación de los reagrupamientos permitía anticipar y anunciar de una forma totalmente contraintuitiva, e intem pestiva, que esos lugares apresuradame nte descritos como una especie de campos de concentración sub sistirían en su mayor parte después de la independen cia (en algunos lugares, ironías de la historia, los anti guos pueblos de origen se han convertido, para sus habitantes reagrupados en el llano, en una especie de residencias secundarias); o que las granjas en régimen de autogestión, sueño dorado de algunos «pardillos» víctimas del entusiasmo revolucionario, irían a parar a las manos de una pequeña burguesía argelina de tecnócratas autoritarios, o del ejército, o incluso de los grandes potentados de un «neofeudalismo socia lista», como dirá más adelante M ’ham ed Boukhobz a a propósito de las grandes fincas que algunos altos dignatarios de la Argelia «socialista» habían constitui do en la zona de la Cabilia al sur de Consta n tina .1 1. M ’hamed Boukhobza, Structures familiales et chan gements socio-économiques, Argel, Instituí national d’études et d’analyses pour la planification, 1982 (con Mohammed Khelladi y Tamany Safir).
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(Debo recordar aquí el inmenso respaldo que mis an ticipaciones realistas y, a men udo, bastante de sencan tadas, y, por ello, algo escandalosas en tiempos de en tusiasmo colectivo, han recibido entre amistades argelinas que, sin duda, fruto de la afinidad de los habitus -pienso, entre muchos otros, en Leila Belhacéne, Mouloud Feraoun, Rolande Garése, Moulah Hennine, Mimi Bensmai'ne, Ahmed Misraoui, Mahfoud Neche m, Abde lmalek Sayad—, me ayudaron a concebir una representación que fuera a la vez íntima y distante, atenta y, por decirlo así, afectuosa, cordial, sin ser ingenua, o boba.)
La transformación de mi visión del mundo, que ha ido pareja con mi paso de la filosofía a la so ciología, y de la que mi vivencia argelina represen ta, sin duda, el momento crítico, no es, ya lo he dicho, fácil de describir, sin duda, porque se com po ne de la acu mu lac ión insensible de los cambios que paulatinamente me han sido impuestos por las experiencias de la vida o que he llevado a cabo a costa de toda una labor sobre mí mismo, insepara ble de la labo r que estab a efe ctuando sobre el m un do social. Para dar una idea aproximada de este aprendizaje, que he descrito a menudo como una iniciación (sé que este lenguaje sorprenderá a los adeptos de una visión brutalmente reductora de la sociología, ritualmente descrita, en especial en la
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enseñanza filosófica, como reductora y llanamente positivista ), me gus taría volver sobre la investiga ción que llevé a cabo, en paralelo con la que es taba realizando en el mismo momento en Argelia, a propósito del celibato de los primogénitos en el Bearne, y que dio lugar a tres artículos sucesivos, separados, cada cual, del anterior, por diez o quince años .1 Tal vez no esté del todo fuera de lugar consi derar como una especie de Bildungsroman intelec tual la historia de esta investigación, que, centrán dose en los sufrimientos y los dramas que van unidos a las relaciones entre los sexos en la sociedad campesina -ése es, más o menos, el título que le había puesto, mucho antes de la emergencia de los gender studies, al artículo de Les Temps modernes1 dedicado a este tema-, constituyó la ocasión y fue el operador de una auténtica conversión. El término 1. «Célibat et condition paysanne», Études rurales, 56, abrilseptiembre de 1962, págs. 32136; «Les stratégies matrimoniales dans le système de reproduction», Annale s, 45, juli oo ctu bre de 197 2, pág s. 11 05 1 12 7; «Re pro du cti on interdite. La dimension symbolique de la domination économique», Études rurales, 113114, enerojunio de 1989, págs. 1536. Los tres artículos se publicaron recopilados en Le Bal des célibataires. Crise de la société paysan ne en Béarn, Paris, Seuil, 2002 [El baile de los solteros, Barcelona, Anagrama, 2004, trad. de Thomas Kauf]. 2. «Les relations entre les sexes dans la société paysan Les Temps Modernes, 195, agosto de 1962, págs. 307331. ne»,
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no es, sin duda, demasiado fuerte para designar la transformación a la vez intelectual y afectiva que me llevó de la fenomenología de la vida afectiva (fruto tal vez también de las afecciones y de las aflicciones de la vida, que se trataba de denegar sa biam ente) a una prá ctica científic a que implica una visión del mundo social a la vez más distanciada y más realista. Esta reorientación intelectual contenía una serie de implicaciones sociales de importancia: se realizaba, en efecto, a través del paso de la filoso fía a la etnología y a la sociología, y, dentro de ésta, a la sociología rural, situada en lo más bajo dentro de la jerarquía social de las especialidades, y la renuncia electiva que implicaba este desplazamien to negativo en las jerarquías no habría resultado, sin duda, tan fácil si no Hubiera ido parejo con el sueño confuso de una reintegración en el mundo natal. En mis investigaciones sobre el terreno, en la Cabilla, solía referirme a menudo, para defenderme contra la sociología espontánea de mis informado res, a los campesinos bearneses: ¿tiene esta unidad social que aquí se llama adhrum o allá thakharrubth más «realidad» que la entidad vagamente definida que en el Bearne se llama lou besiat, o lous besis, el conjunto de los vecinos, y a la que algunos etnólo gos de Europa, siguiendo los pasos de un erudito local, han conferido un estatus científicamente re conocido? ¿No había que llevar a cabo la investiga
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ción directamente en el Bearne para objetivar la ex perienc ia que me servía, conscien te o inconscie nte mente, de punto de referencia? Acababa de descu brir, gracias a Raym ond Aron, que lo hab ía tratado per sonalm ente , la obra de Schütz , y me pare cía in teresante poner en tela de juicio, como el fenomenólogo, la relación familiar con el mundo social, pero de form a casi experim ental, tom an do como objeto de un análisis objetivo, incluso objetivista, un mundo que resultaba familiar, donde todos los agentes eran nombres de pila, donde todas las for mas de hablar, de pensar y de actuar se daban para mí por descontado, y objetivar, al mismo tiempo, mi relación de familiaridad con este objeto, y la di ferencia que lo separa de la relación científica a la que, como estaba haciendo yo en la Cabilia, se llega mediante una labor que cuenta con instru mentos de objetivación, como la genealogía y la es tadística. En el primer texto [«Celibato y condición cam pesina»] , escrito a p rincip ios de los a ños sesenta, en un momento en el que la etnografía de las socieda des europeas apenas existe y en el que la sociología rural se mantiene respetuosamente alejada del «te rreno», me propongo la resolución del enigma so cial que constituye el celibato de los primogénitos en una sociedad conocida por su exagerado apego al derecho de primogenitura. Todavía muy próxi mo a la visión ingenua, de la que, sin embargo,
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pre ten do alejarme, me lanzo a un a especie de des cripción total, algo desenfrenada, de un mundo so cial que conozco sin conocerlo, como suele ocurrir con todos los universos familiares. Nada escapa al frenesí cientificista de quien descubre como mara villado el placer de objetivar tal como enseña la Guide pratiqu e d ’étude directe des comportements cul turels, 1 de Marcel Maget, formidable antídoto hiperempirista contra la fascinación que ejercen enton ces las construcciones estructuralistas de Claude Lévi-Strauss (y de la que da fe más que suficiente mi artículo sobre la casa de la Cabilia ,2 que escri bo más o men os en ese mismo mo me nto ). La señal más visible de la conversión de la mirada que im plica la a dopci ón de la pos tura del obse rvad or es el uso intensivo que hago entonces del mapa, del pla no, de la estadística y de la fotografía: todo vale, como esa puerta esculpida, por delante de la cual pasaba yo todo s los días al volver de la escuela, o los juegos de la fiesta del pueblo, la edad y la marca
1. Marcel Maget, Guide pratiq ue d ’étude directe des comportements culturels, Paris, CNRS, 1962. 2. «La maison kabyle ou le mond e renversé», en Jean Pouillon y Pierre Maranda, Échanges et comm unications. M é langes offerts à Cl aude Lévi-Strauss à l ’occasion de son 60 e an niversaire, ParísLa Haya, Mouton, 1970, págs. 739758; recopilado en Esquisse d ’une théorie de la pratique , op. cit., págs. 6182.
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de los automóviles, y entrego al lector el plano anó nimo de una casa familiar donde jugué durante toda mi infancia. El trabajo ingente que requiere la elaboración estadística de los muy numerosos cua dros con entrada doble o triple sobre poblaciones relativamente importantes sin recurrir a la calcula dora o al ordenador tiene mucho que ver, como las numerosísimas entrevistas asociadas a profundas observaciones que efectúo entonces, con las prue bas no carentes de perversid ad de una ascesis de iniciación. Pero, prueba de que el trayecto heurístico tam bién tiene algo de recorrido iniciá tico, a través de la inmersión total y de la dicha del reencuentro que lo acompaña, es que se lleva a cabo una reconcilia ción con cosas y personas de las que el ingreso en otra vida me ha bía insensiblemente alejado y que la po stu ra etnográfica obliga naturalm ente a respetar: los amigos de la infancia, los padres, su comporta miento, sus hábitos, sus rutinas, su acento. Toda una parte de mí mismo es lo que se me devuelve, aquella misma que hacía que les tuviera afecto y que me alejaba de ellos, porque sólo podía negarla en mí renegando de ellos, sumido en la vergüenza de ellos y de mí mismo. La vuelta a los orígenes va pareja con un a vuelta, pero con trolada , de lo repr i mido. De todo ello el texto apenas conserva algún rastro. Aunque los escasos apuntes finales, vagos y discursivos, sobre el desfase entre la visión primera
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y la visión científica permitan vislumbrar la volun tad de reflexividad que fundamenta todo el propó sito («hacer un Tristes trópicos al revés»), nada, salvo tal vez la ternura contenida de la descripción del baile, hace hin cap ié en la atmósfera emo cion al que envolvió el desarrollo de mi investigación. Pienso, po r ejemplo, en lo que fue el orig en de la investi gación, la foto de (mi) curso que uno de mis condiscípulos, empleado subalterno en la ciudad próx ima, co me nta deletrean do des piadad amente «incasable» a propósito de acerca de la mitad de los presentes; pien so, po r ejem plo, en todas las co nver saciones, a menudo muy dolorosas, que he tenido con viejos solteros de la generación de mi padre, que a menudo me acompañaba y me ayudaba, con su presencia y sus discretas intervenciones, a susci tar la confianza y la confidencia; pienso en ese viejo compañero de escuela, al que apreciaba mucho por su finura y su delicadeza, y que, retirado con su madre en una casa magníficamente conservada y limpia como una patena, había escrito con tiza en la puerta de su establo las fechas de nacimiento de sus terneras y los nombres de mujer que les había puesto. Y la discreció n obje tivista de mi pro pósito se debe, sin duda, en parte al hecho de que tengo la sensación de cometer algo parecido a una traición, lo que me ha llevado a rechazar durante mucho tiempo cualquier reedición de textos cuya publica ción original en revistas científicas de escasa difu
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sión protegía de las lecturas malintencionadas o voyeuristas. Sin duda porque los progresos que pone de manifiesto se sitúan en el orden de la reflexividad comprendida como objetivación científica del suje to de la objetivación, el segundo texto [«Las estrate gias matrimoniales en el sistema de las estrategias de reproducción»] señala de forma bastante clara la ruptura con el paradigma, estructuralista, a través del paso de la regía a la estrategia, de la estructura al habitus y del sistema ai agente socializado, a su vez animado por la estructura de las relaciones so ciales de las que es fruto; es decir, el momento deci sivo de la conversión de la mirada que se lleva a cabo cuando se descubren por debajo de las reglas de parentesco las estrategias matrimoniales, y se re cupera así la relación práctica con el mundo. Esta reapropiación de la verdad de la lógica de la prácti ca es lo que, a cambio, contribuirá a posibilitar el acceso a la verdad de las prácticas rituales o matri moniales, a primera vista tan extrañas, del extranje ro cabileño, constituido así en alter ego. El último texto [«Prohibida la reproducción»], que permite el acceso al modelo más general, más sencillo y también más robusto, es también el que perm ite com prend er de la forma más dire cta lo que se desvelaba y se ocultaba a la vez en la esce na inicial: el modesto baile que yo había observado y descrito y que, con la necesidad despiadada de
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la palabra «incasable», me había proporcionado la intuición de estar ante un hecho social altamente significativo, constituía, efectivamente, una realiza ción concreta y sensible del mercado de los bienes simbólicos. Al unificarse a escala nacional (como hoy día, con efectos homólogos, a escala mundial), el mercado matrimonial había condenado a una brusca y bru tal devaluac ión a aquellos que estaban involucrados en el mercado protegido de los anti guos intercambios matrimoniales controlados por las familias, los primogénitos de familia acomoda da, buenos partidos de repente convertidos en cam pesinos palet os, hucous (hombre hosco de los bos ques), repulsivos y asilvestrados, y excluidos para siempre jamás del derecho a la reproducción. Todo, en un sentido, estaba, pues, presente, de entrada, en la descripción ¡primera, pero de una forma tal que, como dirían los filósofos, la verdad sólo se desvelaba velándose. (Esta especie de experimentación sobre el traba jo de reflexividad que hice en un a investigación so bre el Bearne, que era tam bié n, y más que nada, una investigación sobre la investigación y sobre el investigador, pone de manifiesto que uno de los re cursos más escasos del dominio práctico que define el oficio de sociólogo y del que forma parte, en pri mer lugar, lo que se llama la intuición, es, tal vez, en definitiva, el empleo científico de una experien cia social que, siempre y cuando haya sido sometida
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previam ente a la crítica sociológica, puede, por m uy desprovista de valor social que pueda estar en sí mis ma, y precisamente cuando ha ido pareja con crisis (de conversión y de reconversión), dejar de repre sentar una desventaja y pasar a ser un capital. Así, como ya he dicho en alguna parte, fue, sin duda, un comentario absolutamente banal de mi madre, que ni siquiera habría oído si no hubiera estado alerta -«Ahora resulta que están muy emparentados con los Fulano de Tal desde que hay un ingeniero en la familia»- y que, en la época de mi investigación so bre el celibato, fue el det onant e de las reflexiones que me llevaron a abandonar el modelo de la regla de parentesco en beneficio del de la estrategia. No voy a ponerme aquí a tratar de comprender y de ex presa r las tran sformac ione s prof unda s de esta rela ción de parentesco privilegiada que era necesaria para que un com entario que sólo podí a ser dicho en una «situación natural», en un intercambio banal de familiaridad familiar, pudiera ser entendida como una información susceptible de ser integrada en un modelo explicativo. Me limitaré a indicar única mente que, de forma más general, es a costa de una auténtica conversión epistemológica, irreductible a lo que la fenomenología llama époche, como la vi vencia, en sí misma absolutamente desprovista de pertine ncia, pue de entra r en el análisis científi co.)
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Sin duda, es la afición a «vivir todas las vidas», de la que habla Flaubert, y a aprovechar todas las oportunidades de penetrar en la aventura que cons tituye cada vez el descubrimiento de am bientes nue vos (o, lisa y llanamente, la excitación de iniciar una nueva investigación) lo que, unido al rechazo de la definición cientificista de la sociología, me ha lleva do a interesarme por los mundos sociales más diver sos. Pienso que las lecturas de mis interminables va caciones de verano habían propiciado en mí las ganas de penetrar en ambientes sociales desconoci dos, algo a lo que son menos propensos, tal vez, aquellos cuya existencia se ha limitado a un mundo social más o menos perfectamente homogéneo. Cuando era un joven estudiante de hypokhctgne, el curso preparatorio para ingresar en la ENS, absolu tamente fascinado por un París que prestaba reali dad a unas reminiscencias literarias, me identificaba ingenuamente con Balzac (¡gran pasmo, la primera vez que me topé con su estatua en la esquina de la rué Vavin!), hasta el punto de que en más de una ocasión me puse a seguir, durante mis paseos domi nicales, a desconocidos, para descubrir su barrio, su casa, su entorno, que yo trataba de adivinar. Son escasos los momentos en los que no he lle vado adelante diversas investigaciones personales a la vez, a menudo muy diferentes por su objeto, por no hablar de las que yo conducía por poderes, po r decirlo así, a través de los trabajos que dirigía ,
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siempre muy de cerca, o que inspiraba o coordina ba en el mar co del Ce ntro de Sociología Euro pea. Lo que me permitió participar, de pensamiento, en universos muy alejados de los míos, pasados o pre sentes, como los de la nobleza o los de la gran ban ca, los de los bailarines de la Ópera o los de los ac tores del Théâtre français, los de los tasadores o los de los notarios, y penetrar en ellos, en cierto modo, a partir de una «muestra» de la categoría a la que realmente había llegado a conocer, y siempre me diante el recurso a la analogía con posiciones y ex perie ncias que con ocí a bien (las de la nobleza esco lar, por ejemplo, para comprender la nobleza a secas). Viví dilatados períodos de pasión investiga dora cuando me sumergía en las investigaciones que condujeron a La Distinction 1 (algunas veces he lamentado que las personas no lleven un distintivo en el que figure su profesión colgado de la solapa, como en los congresos, para facilitar mis observa ciones), o cuando me pasaba las horas muertas es cuchando conversaciones en los cafés, en los terre nos de juego de petanca o en los campos de fútbol, en las estafetas de correos, así como en las recepcio nes, en los cócteles o en lös conciertos. No era in La Dist inctio n. Critiq ue sociale du jug em ent, París, 1. Minuit, 1979. [La dis tinción: criterios y bases sociales de l gus to. Madrid, Taurus, 1988, trad. de M.a del Carmen Ruiz de Elvira.]
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frecuente que, incapaz de aguantarme más, buscara cualquier pretexto para pegar la hebra (resulta mu cho más fácil de lo que se suele creer) con una per sona a la que deseaba conocer m ejor y para investi gar, sin que se notara, tal o cual problema que me interesaba. Me preguntaba si quería a las personas, como creí durante mucho tiempo, o si sólo les prestab a u n inter és profesion al, que pue de implicar, no obstante, una forma de afecto (así Abdelmalek Sayad llegó a convertirse en un amigo m uy querido de un médico que era especialista de la dolencia muy infrecuente de la que él era uno de los afecta dos...). Pero esta dispersión era también una manera -un poco extraña, sin duda- de trabajar para reunificar una ciencia social ficticiamente fragmentada y de rechazar en la práctica la especialización que, im pue sta po r el m odelo de las ciencias más avanzadas, me parecía del todo prematura en el caso de una ciencia que estaba en sus inicios (recuerdo especial mente la sensación de escándalo que me causó, en el Congreso Mundial de Sociología de Varna, la frag mentación de los grupos de trabajo en sociología de la educación, sociología de la cultura y sociología de los intelectuales, que llevaba a cada una de estas «especialidades» a dejar en manos de otra los ver daderos principios explicativos de sus objetos). Y el ánimo de «mariposeo» (hablando como Fourier) que me impulsaba sin cesar hacia nuevas investiga
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ciones, hacia nuevos objetos -o que, más exacta mente, me inducía a aprovechar todas las ocasiones para apodera rme de campos de investigación nue vos- tal vez sea lo que hizo que, sin haberlo querido nunca explícitamente y, sobre todo, sin el menor propós ito «imperialista», me enc ontr ara presente en la totalidad del campo de las ciencias sociales. No ignoro que mi propósito pue de parecer algo así como una manera de proseguir mis ambi ciones desmesuradas de intelectual total, pero de un modo distinto, más exigente, y también más azaroso: corría, en efecto, el peligro de perder en ambos frentes y de parecer demasiado teórico a los empiristas y demasiado empirista a los teóricos pu ros, y de dejar a veces programas de investigación más que investigaciones acabadas (como es el caso en lo tocante a la sociolingüística). De hecho, todo concurría para hacer que el espacio de los posibles que se abría ante mí no pudiera reducirse al que me pr op on ían las posiciones con stituidas en el espacio de la sociología. No puedo, en efecto, no relacionar la amplitud de mis propósitos intelectuales, indife rentes a las fronteras entre las especialidades socio lógicas, con mi abandono de la filosofía, prestigiosa disciplina en la que algunos de mis compañeros de estudios se habían que dado —lo que, sin d uda, es muy importante subjetivamente-, y con la pérdida de capital simbólico resultante «objetivamente». (El hecho de ser aquí sujeto y objeto del análisis a la
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vez agrava una dificultad, muy común del análisis sociológico: el peligro de que las «intenciones obje tivas» que desvela el análisis tengan la apariencia de intenciones expresas, de estrategias intencionales, de proyectos explícitos; en el caso que nos ocupa, la intención consciente o casi cínica de salvaguar dar un capital simbólico amenazado.) De este modo fue afirmándose paulatinamente una disposición ecléctica y, no obstante, altamente selectiva que me llevaba a rechazar los prejuicios idóneos para res tringir el universo de los recursos teóricos (como los exclusivos de los marxistas) y de las posibilida des empíricas (como todos los monismos metodo lógicos), y de la que cabe decir, en mí opinión, que, si por una parte es «antitodo», por otra «se apropia de todo» (catch all), como hacen algunos partidos políticos. Pero todas estas causas y razones no bastan para explicar realmente mi compromiso total, algo in sensato, con la investigación. Sin duda, el principio de este ímpetus surgía de la lógica misma de la in vestigación, generadora de planteamientos siempre nuevos, y también del placer y de las alegrías ex traordinarias que procura el mundo encantado y perf ecto de la ciencia. El gru po que con stituí, tan to sobre la base de la afinidad afectiva como de la ad hesión intelectual, ha desempeñado un papel cru cial en este compromiso ingente, y mi fe en él daba la fe necesaria para reafirmar y reforzar esa fe. Todo
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concurre así para favorecer que uno adquiera una gran certidumbre individual y colectiva que impli ca un profundo desapego respecto al mundo exte rior, a sus juicios y a sus sanciones. (He tenido la suerte de poder vivir durante mucho tiempo con una indiferencia considerable hacia el éxito social. Y recuerdo haber pensado a menudo que, en la me dida en que me empeñaba en reunir unas com pete ncia s y unos pro pós itos que raram ente van aso ciados, teóricos y técnicos, en particular, era pro bable y normal que fuera a permanecer durante mucho tiempo incomprendido y desconocido; es decir, que estaba absolutamente preparado para ello, has ta el punto de contemplar con cierto asombro el re conocimiento relativo que mis trabajos alcanzaban, sin duda, en parte, sobre una base de malentendi dos. Me veía un poco a imagen y semejanza de aquel cincelador de la Edad Media que había escul pid o, en la iglesia de La Souterraine, un capitel que representaba un acoplamiento, el cual estaba em plaz ado mu y arrib a, en la oscurida d de un a bóveda, donde estaba condenado a pasar totalmente inad vertido. El reconocimiento que me otorgaba un re ducido «colegio invisible» de investigadores france ses y extranjeros me bastaba, y no sufría en lo más mínimo por mi oscuridad relativa, en gran par te electiva. Tanto más cuanto que me sentía muy respaldado y estimulado por los testimonios que recibía, en el transcurso de encuentros fortuitos o
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en las cartas, de personas que me decían haberse sentido profundamente conmocionadas y, a veces, transformadas o «liberadas» por lo que yo escribía (en La distinción, en particular). Me he visto a me nudo obligado a tranquilizar o a consolar a jóvenes investigadores extranjeros, neozelandeses, australia nos, italianos, daneses, etcétera, que me hacían par tícipes de su decepción o de su tristeza por el des conocimiento en el que seguía sumida mi obra en su país, a pesar de todos sus esfuerzos para que al canzara un reconocimiento, especialmente entre las autoridades universitarias. No me he empezado a pre ocu par po r estas cosas hasta muy tarde , tal vez po r un efecto de la edad, y, sobre tod o, a través de la cariñosa preocupación que suscitaban en perso nas por las que sentía afecto y ante las cuales tenía el afán de hacer un buen papel.) Esta certeza también se asentaba -¿cómo expre sarlo sin pose ni envaramiento?- en el conven cimiento íntimo de que mi tarea de sociólogo, que para mí no era un do n ni algo merecido, ni mucho menos una (grandilocuente en exceso) «misión», era, sin lugar a dudas, un privilegio que implicaba a cambio un deber. Pero no puedo negar aquí que todas estas razones sólo son, por una parte, el eco y la racionalización de una razón o de una causa más pro funda: una desgracia mu y crue l que abrió la pu ert a a lo irremediab le para que irrum pie ra en el paraíso infantil de mi vida y que, desde el pr incipio
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de los años cincuenta, ha pesado como una losa so bre cada uno de los mo me ntos de mi existencia, convirtiendo, por ejemplo, mi disensión inicial res pecto a la ENS y a las imp osturas de la arrogancia intelectual en ru ptu ra resuelta con la vanidad de las cosas universitarias. Lo que significa que, sin llegar nunca a la mentira, las descripciones y las explica ciones que he podido dar hasta ahora no dejan de ser inexactas o parciales en la medida en que todos mis comportamientos (por ejemplo, mi elección de Moulins así como mi dedicación momentánea a una carrera musical o mi interés inicial por la vida afectiva y la medicina, que me había llevado a Canguilhem) estaban dictados (o influidos) por la deso lación íntima del luto solitario: el trabajo insensato también era una manera de colmar un vacío in menso y de salir de la desesperación interesándose po r los demás; el a ba ndono de las cu mbr es de la fi losofía por la miseria de las chabolas también era una especie de expiación sacrificial de mis irrealismos adolescentes; el laborioso regreso a una lengua despoja da de los ti es y de las mañas de la retór ica escolar señalaba también la purificación de un nue vo renacer. Y lo que he dicho aquí de las causas o de las razones de cada una de las vivencias mencio nadas, como mis aventuras argelinas o mis arreba tos científicos, oculta también el impulso subterrá neo y el propósito secreto que constituían la cara oculta de un a vida desdoblada.
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La mezcla de decepción y rebeldía que me ins piraba el estado del que hac er inte lectual cristalizó, en la fase inicial de mi propósito, sobre todo, alre dedor de la sociología americana entonces domi nante, y también, pero en otro ámbito, en torno a la filosofía, que, tanto en su definición tradicional como en su forma más ostentosamente innovadora, me parecía representar un obstáculo de importan cia para el progreso de las ciencias sociales. A me nudo he llegado a definirme, un poco en broma, como cabecilla de un movimiento de liberación de las ciencias sociales contra el imperialismo de la fi^ losofía. Manifestaba tan poca indulgencia hacia los sociólogos que consideraban el paso por Estados Unidos como una especie de viaje iniciático como hacia los aprendices de filósofo que, diez o quince años antes, corrían a los archivos de un Husserl cu yas obras mayores estaban aún, en gran medida, inéditas en francés. La sociología americana imponía a la ciencia social, a través de la tríada capitolina de Parsons, Merton y Lazarsfeld, todo un conjunto de mutila ciones del que me parecía imprescindible liberarla, especialmente, mediante un retorno a los textos de Durkheim y de Max Weber, ambos anexados, y desfigurados, por Parsons (había, además, que re plante ar de arr iba abajo la obra d e Weber, para lim
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piarla del revestimiento neo kantia no con el que la había recubierto Aron, su introductor en Francia). Pero, para combatir esta ortodoxia planetaria, ha bía, sobre tod o, que meterse en una s investigacio nes empíricas inspiradas teóricamente rechazando tanto el sometimiento puro y duro a la definición dominante de la ciencia como la negación oscuran tista de todo lo que podía estar o parecer asociado con Estados Unidos, empezando por los métodos estadísticos. Si, a principios de los años sesenta, a pesar de los reiterados recordatorios semanales de los repre sentantes del amo, que se creían en país de misión, me empeciné en negarme a asistir a los cursos que Paul Lazarsfeld impartió, en la Sorbona, ante la so ciología francesa reunida en pleno, es porque todo el asunto se me antojó más como una ceremonia colectiva de sometimiento que como un mero pro yecto técnico de formación o de reciclaje científico. Lo que no era óbice, más bien al contrario, para trabajar -para lo cual me estimulaba y me prepara ba mi colaborac ión con técnicos estadísticos del INEEE- en la apropiación de todo el utillaje técni co, análisis multivariado o clases sociales latentes, que podía ofrecerme el ex socialista austríaco con vertido en portavoz de un imperialismo científico que actuaba bajo la bandera de la Fundación Ford y del Congreso por la Libertad de la Cultura; pero ello, sin recurrir al mismo tiempo a todo el envol
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torio cientificista destinado a legitimarlo. Esta es trategia era, sin duda, demasiado realista, sin ser en absoluto cínica, para poder ser comprendida fácil mente en aquellos tiempos en los que las tomas de posición científicas apenas solían diferenciarse de las tomas de posición políticas. En efecto, al tratar, entre otras cosas, de apoderarse de los instrumentos del adversario para ponerlos al servicio de otros fi nes científicos, esa estrategia se oponía tanto al so metimiento ostentoso o resignado de los meros seguidores, todavía absolutamente encantados de haber «descubierto América», como a la rebelión ficticia y vencida de antemano de los que pensaban resistir al poder de los conceptos y de los métodos domina ntes sin dotarse de armas eficaces para com batirlos en el ám bit o mismo de la investigación empírica,, como los teóricos de la Escuela de Frankfurt y sus émulos franceses. (Entre paréntesis, he de mencionar aquí otra estrategia científica, del todo complementaria, que, en el contexto de la época, cuando cualquier asociación con la estadística del Estado parecía sospechosa de compromiso conser vador, también fue igual de mal entendida: la que consistía en colaborar con los técnicos estadísticos del INEEE para intentar -lo que creí en un mo mento haber conseguido, particularmente, cuando el Instituto del Estado adoptó las clasificaciones de La distinció n- introducir la ciencia del Estado en el campo científico o, más modestamente, introducir
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en la cabeza de los científicos del Estado cierto nú mero de preocupaciones y de disposiciones propias de la investigación científica más avanzada, como la reflexividad a propósito de los presupuestos tácitos de las problemáticas y de los sistemas de clasifica ción rutinariamente empleados por la institución.) La historia de mi enfrentamiento, a primera vista desesperado, con Paul Lazarsfeld -cuesta ha cerse una idea, hoy día, de la poderosa influencia a la vez social y científica que éste ejercía entonces sobre la sociología mu ndi al-, se saldó, para mí, con algo así como un desenlace feliz un día de finales de los años sesenta, cuando, literalmente, nos «con vocó», a Alain Darbel y a mí, en el Hotel des Am bassadeurs, donde solía alojarse cua ndo visitaba Pa rís en función de delegado de la Fundación Ford, par a expresarnos sus crítica s del model o ma temá ti co de la frecuentación de los museos que acabába mos de publicar en E l amor al arte Estaba entonces en el apogeo de su encumbramiento y se presentó con un ejemplar del libro lleno de borrones garaba teados con tinta azul bajo el brazo, y un enorme ci garro puro entre los labios, y nos señaló, no sin cierta brutalidad, lo que él tachaba de imperdona bles errores. En tod os los casos se tratab a, como no hubiera dejado de ver un lector menos convencido del atraso de la ciencia francesa, de burdas erratas introducidas por un corrector de imprenta proba ble me nte más ducho en otro tip o de sutilezas, y
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que el editor no nos permitió corregir hasta la se gunda edición. U na vez admitidas y reconocidas las correcciones, Paul Lazarsfeld declaró con cierta so lemnidad que ellos «nunca lo habían hecho tan bien en Esta dos Unidos». Pero se g uardó mu y m u cho de decirlo por escrito y siguió otorgando su in vestidura espiritual a Raymond Bourdon, jefe de la delegación francesa de su multinacional científica.
En la lucha contra la ortodoxia teórica y meto dológica que dominaba la sociología mundial y en el esfuerzo por escapar de la alternativa que esboza ba la oposición entr e los marxistas, bloq uea dos en el rechazo de Weber y de la sociología empírica, y los meros importadores de los métodos y de los conceptos americanos rebajados, tampoco la filoso fía, ni siquiera aquella que, en apariencia muy sub versiva, empezaba a afirmarse en París, brindaba una gran ayuda. Paradójicamente, el vigor de este movimiento contestatario se debía, sin duda, a la situación más que privilegiada de la filosofía en Francia, consecuencia, en particular, de la existen cia, absolutamente única, de una enseñanza de la filosofía en los cursos terminales de la enseñanza se cundaria, y de la posición entonces dominante de esta disciplina en las jerarquías escolares (pienso aquí en el modelo al que me referí para explicar la fuerza excepcional del movimiento de subversión
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que surgió en Francia, con Manet y los impresio nistas, como reacción contra una institución acadé mica todopoderosa, y su ausencia, por el contrario, en una Inglaterra ajena a una concentración seme jan te de poderes simbó licos en lo tocante al arte ). Debido a que la institución universitaria, que atravesaba una profunda crisis, no podía cumplir las promesas que estaban inscritas en su trayectoria escolar de excepción, por lo que los relegaba prácti camente a todos a posiciones marginales, los filóso fos manifestaron un talante crítico especialmente virulento contra esta institución particularmente tan bien armada para imponer una representación de la actividad filosófica a la vez exaltada y estrecha (mediante la oposición a profesor de enseñanza se cundaria, con sus ejercicios y sus programas tan tí pica men te franceses...). Así pues, respon dier on de forma milagrosamente adaptada (sin haberlo busca do en modo alguno, por supuesto) a las expectati vas suscitadas, en Francia y, tal vez, sobre todo, en Estados Unidos, por la «revolución» de 1968, re volución específica, que introdujo la contestación político-in tele ctual en el c ampo unive rsitario (utili zando también a Feyerabend, en Berlín, y a Kuhn, en Estados Unidos, para dotar de un lenguaje a una contestación espontánea de la ciencia). Pero, pese a sus aires de radicalismo, este movimiento era pro fundamente ambiguo, tanto política como filosófi camente, debido a que la sublevación contra la ins
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titución universitaria era también una reacción con servadora contra la amenaza que el auge de las cien cias sociales, especialmente a través de la lingüística y de la antropología «estructuralista», representaba para los filósofos, a la vez fascina dos y preocupados. Y, sin duda, también fue su afán por mantener y afirmar su hegemonía respecto de las ciencias socia les lo que los condujo, paradójicamente, a recuperar para sí, radicaliz ándol a, recurri endo a u na estrat egia muy parecida a la de Heidegger ontologizando el historicismo, la crítica historicista de la verdad (y de las ciencias): facilitaron así un desquite inesperado a lo que la tradición logicista hasta entonces domi nante condenaba como genetic falla cy al impulsar a considerar el apego a las verdades formales y uni versales como algo trasnochado e incluso un poco reaccionario, comparado con el análisis de situacio nes histórico-culturales particulares. El rechazo, que desde hacía tiempo venía orientando mis opciones intelectuales, de lo que Merleau-Ponty llamaba, en un sentido muy dife rente del uso común, el «intelectualismo» se fun damentaba en unas disposiciones que me incli naban a mantenerme alejado de los grandes «mo vimientos» intelectuales de moda, como la forma exotérica del «estructuralismo» o su liquidación pe riodística, de los qüe, en ambos casos, Le Nou vel Observateur fue uno de los crisoles. (Mi única par ticipación en el debate estructuralista, prescindien
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do de análisis críticos destinados a revistas eruditas, como el artículo titulado «Le structuralisme et la théorie de la connaissance des objects »,1 es un texto claramente antiestructuralista sobre el campo inte lectual, publicado en el número de Les Temps mo dernes coordinado por Jean Pouillon a propósito del estructuralismo ,2 de modo que hay que tener mala idea, o, sencillamente, estar mal informado, para colocarm e ent re los «estructuralistas».) Excluía absolutament e y a conciencia las estrategias de jue go doble y doble beneficio de todos los que solían calificarse de «sociólogo y filósofo» o de «filósofo e historiador», y que, tengo que reconocerlo, me re sultaban harto antipáticas, entre otras razones por que me parecían anunciadoras de una falta de rigor ético y científico. Tampoco participaba del entu- ' siasmo semiótico-literario que imperó durante una temporad a en el camp o universitario y en los aleda ños de Tel Quel, y apenas manifestaba una disposi ción algo más benevolente hacia aquellos que, su mando los prestigios de la filosofía, nietzscheana o heideggeriana, y de la literatura, con las referencias obligadas a Artaud, Bataille o Blanchot (por no 1. «Structuralism and Theory of Sociological Knowledge», Social Research, XXXV (4), invierno de 1968, págs. 681706. 2. «Cha mp intellectuel et project créateur», Les Temps modernes (Problèmes du structuralisme), 246, noviembre de 1966, págs. 895906.
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mencionar a Sade, tema de disertación obligado para tod o intelect ual), co ntr ibu ían a embrol lar los lindes entre la filosofía (o la ciencia) y la literatura. Por eso, aun pudiendo tener con ellos puntos de acuerdo que cabría llamar políticos y que se expli can, sin duda, en parte por el hecho de que com partíamos las disposiciones anti institucionales vin culadas a una posición semejante en el espacio académico profundamente transformado, no salgo de mi asombro cuando me veo a veces clasificado ahora, arrastrado por la corriente de la allodoxia co rrelativa del desfase transatlántico, entre los «pos modernos», que la reactivación de los viejos prejui cios de los filósofos contra la ciencias sociales ha llevado a menudo al borde del nihilismo. (Dudo si tratar de explicar aquí, aunque no pue do dejar de hacerlo, po r la claridad del análisis, y también por la verdad que debo a los jóvenes lec tores, que pueden ser llevados a engaño, sobre todo en el extranjero, por las similitudes aparentes, cómo rae situaba objetiva y subjetivamente respec to a Michel Foucault. Gomo descubrí con meridia na xclaridad en el m omen to de su muerte, cuando empecé a escribir para una revista extranjera una evocación de su vida y de su obra 1 ajena a la retóri ca de las necrológicas, compartía con él casi todas 1. «Non chiedetemi chi sono. Un profilo di Michel Foucault», L ’indic e (Roma), 1, octubre de 1984, págs. 45.
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las propiedades pertinentes: también él había alcan zado el grado de antiguo alumno de la ENS y pro fesor de filosofía de enseñanza secundaria -unos años antes que yo, así que asistí a los cursos que impa rtió en la EN S—, y defendí a unas posiciones fi losóficas muy cercanas a las mías, y, en particular, muy próximas a Canguilhem y al grupo de Cler mont-Ferrand (adonde lo llamó Vuillemin), al que yo también pertenecía. Casi todas las propiedades, sólo con la excepción de dos, pero que tuvieron, en mi opinión, un peso muy considerable en la consti tución de su proyecto intelectual: él era hijo de una familia de la buena burguesía de provincias y ho mosexual (cabría añadir una tercera, pero no es más, en mi opinión, que un efecto de las anterio res, al mismo tiempo que un efecto explicativo: el hecho que era y se decía filósofo). De lo que resulta que se puede, casi a voluntad, hacer desaparecer prácticam ente las diferencias, o, por el contrario, acentuarlas, haciendo hincapié en que, en calidad de desviación última, son particularm ente significa tivas y poderosas. Las similitudes, sobre las cuales no me extende ré, son manifiestas tanto en el orden de la investi gación científica como en el de la acción. Ajeno a la jerarquía establecida de los objetos y a la frontera sagrada entre la filosofía y las ciencias históricas, Michel Foucault no cejó en su empeño de ampliar la definición tradicional de la filosofía para que cu
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piera en ella el mun do tal com o es y, co n ello, todo tipo de objetos, desconocidos o excluidos, la lo cura, el encierro, el poder, etcétera, aprehendidos cada vez a través de casos precisos, situados y fecha dos, y de expedientes pormenorizados. También se empeñó en juntar la autonomía respecto al mundo social, y muy particularmente respecto a la política, y el compromiso científicamente armado en el mundo social que define a lo que él llama el «inte lectual específico». Adentrarse en el terreno de la política com o lo hizo él, especialmente en su lucha a propósito de las cárceles, significaba ponerse en la situación de vulnerabilidad extrema del homose xual que se afirma como tal y que, según David Halperin, «se expone a las acusaciones de patología, de parcialidad y confiere a los demás un privilegio epistemológico absoluto» sobre sí mismo (y es co nocido que algunas de las campañas que se monta ron contra él, sobre todo en Estados Unidos, se ba saban en las particularidades de su orientación sexual para debilitar y desacreditar, presentándolo como relativo y relativizable, un pensamiento que cuestiona profundamen te el orden moral y el orden político). Res umien do, nad ie ha con segu ido más y mejor que él llevar a cabo esta reconciliación de la scholarship y del commitment que confiere su in menso poder de atracción a su vida y a su obra, so bre todo en unas trad iciones que, com o la alem ana o la americana, contraponen, muy equivocadamen
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te en mi opinión, estas dos dimensiones de la exis tencia del intelectual digno de este nombre. Lo que no quita que, pese a nuestra grandísima pro xim ida d, que se man ifestó, en particular, en la acción que emprendimos juntos a propósito de Po lonia, y a la solidaridad que nos unió, desde princi pios de los años ochen ta, tan to en la vida pública como en la vida universitaria, me separaba de Michel Foucault toda una serie de diferencias de esti lo, visibles, sobre todo, en los ámbitos de la polí tica, del arte y de la investigación, algunas de las cuales ya he mencionado de pasada y que me pa recen resultar de diferencias profundas en las dispo siciones y en las posiciones respectivas. Así como yo, introduciéndome firmemente en el campo de las ciencias sociales, de la etnología primero, de la sociología después, rompía, de hecho, con las ex pecta tivas y las exigencias del mun do filosófico para som eterme a las impo siciones de un a discipli na científica, dotada de su capital específico de pro blemas, de teoría s y de métodos, Mic hel Foucault, en cambio, por considerable que fuera su distanciamiento, sancionado primero por su alejamiento geográfico, luego social, respecto al núcleo central de la institución universitaria, siempre siguió estan do presente en el campo filosófico y atento a las ex pectativas del mun do intelectual parisiense. Estas diferencias en las situaciones objetivas están, a to das luces, relacionadas con una causalidad circular
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con las disposiciones: por mi parte, me impulsaban a dedicarme a la sociología, y a una sociología par ticularmente antitética respecto a las expectativas del campo intelectual francés, como el análisis de las prácticas artísticas y de los mundos intelectua les, y a volcarme primordialmente en los proyectos colectivos de un grupo de investigación dedicado a tareas y preocupaciones muy alejadas, como las en cuestas etnográficas y estadísticas, del mundo inte lectual; por parte de Michel Foucault, propendían a compromisos singulares y así más conformes con las expectativas de los mundos del arte y de la lite ratura y a prácticas científicas menos diferentes de la del erudito tradicional, como la frecuentación asidua de las grandes bibliotecas (sólo al final de su vida se le ocurrió a Foucault -y yo le ayudé a ellocrear un grupo de investigación). La diferencia en tre ambas especies de disposiciones subversivas y las tomas de posición que propician, tanto en la inves tigación como en la intervención política, resulta reforzada por el efecto de las expectativas objetiva mente inscritas en ambos campos y asimismo am plificada po r el hech o de que, atr ibu ida a u n soció logo o a un filósofo, la misma acción, en materia de arte, por ejemplo (pero también de política), pue de parecer una tor pe carencia de elegancia o una transgresión audaz y refinada de esteta. Dejaré aquí esta evocación de las similitudes y de las dife rencias que, tanto en la realidad como en las repre
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sentaciones, acercan y separan dos estilos intelec tuales, con la esperanza de que bastará para evitar esta forma particular de la allodoxia que, condu ciendo a reconocer lo semejante en lo diferente y lo diferente en lo semejante, sólo puede resultar per judicial par a la circulación y la com pre nsió n co rrecta de los dos pensamientos concernidos.) En buena ley, todavía habría que analizar aquí el estado actual del campo de la sociología y del campo de las ciencias sociales para dotarse de los medios para comprender las trayectorias individua les y colectivas (en particular, la del grupo de inves tigación que impulsé, el Centro de Sociología Euro pea) en relac ión con los cambios de las relaciones de fuerza simbólicas dentro de cada uno de ellos y entre ellos; y que considerar, en particular, mi tra yectoria individual, teniendo en cuenta el carácter específico de la posición del Collège de France, que, como puse de manifiesto en Homo académicas, 1 era (sobre todo) un lugar de consagración de los here jes, situa do lejos de todo s los pode res temporales sobre la institución académica. La revolución que se ha llevado a cabo, aunque ha sido un éxito en el plano simbó lico (po r lo menos, en el extranjero ), ha sido, dentro de la institución, un fracaso relativo 1. Hom o academicus, París, Minuit, 1984.
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que resulta manifiesto en el destino del grupo: éste no habría estado tan continuamente sometido a presiones y a reacciones de defensa colectivas par a tratar de impedir su reproducción «normal», si, tanto por la lógica de su funcionamiento como por el contenido de sus producciones científicas, no hubiera representado una amenaza para el orden y las rutinas del campo.
Este esbozo para un autoanálisis no puede no reservar un lugar a la formación de las disposicio nes asociadas a la posición de origen, respecto a las cuales es sabido que, en relación con los espacios sociales dentro de los cuales se actualizan, contribu yen a determinar las prácticas. No me extenderé so bre las propie dades de mi familia d e origen. Mi pa dre, hijo de aparcero convertido,'alrededor de los treinta años, es decir, más o menos en el momento de mi nacimiento, en cartero, y luego en jefe de es tafeta de correos, ejerció durante toda su vida su oficio de empleado en un pequeño pueblo del Bearne particularmente recóndito (aunque estaba localizado muy cerca de Pau, a menos de veinte ki lómetros, era desconocido, y por ello motivo de bro ma, para mis com pañ ero s de liceo). Pienso que mi experiencia infantil de tránsfuga hijo de tránsfu
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ga (que me ha parecido reconocer en el Nizan que evoca Sartre en su prefacio para Ade n Ara biex) ha tenido, sin duda, un peso considerable en la forma ción de mis disposiciones respecto al mundo social: aunque muy próximo de mis compañeros de escue la primaria, hijos de campesinos modestos, de arte sanos o de tenderos, con los que lo tenía prácti camente todo en común, excepto el éxito que me distinguía un poco, estaba separado de ellos por una especie de barrera invisible que se expresaba a veces en determinados insultos rituales contra lous emplegats, los empleados «de manos blancas», un poco del mismo mo do que mi padre estaba separa do de los campesinos y de los obreros entre los cua les vivía su condición de funcionario subalterno pobre . Alo jado con su familia en un apart am ent o incluido en el cargo carente de los elementos más rudimentarios de comodidad (íbamos a buscar agua, y eso duró mucho tiempo, a la fuente públi ca), estaba obligado a cumplir unos horarios agota dores, de lunes po r la maña na a sábado por la tarde y desde las seis de la madrugada, hora de paso del coche postal y de recogida del correo, hasta haber cuadrado las cuentas, a menudo tarde, bien entrada la noche, sobre todo, cuando se cerraba balance a 1. JeanP aul Sartre, prólogo a Paul Nizan, Ad en Arab ie, París, Maspero, 1960. [Aden Arabia, Barcelona, Paradigma, 1991, trad. de Enrique Gordo.]
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final de mes; se ocupaba él mismo de su huerto, compraba y cortaba la leña, y cualquier adquisi ción, un dormitorio de estilo Lévitan que habían encargado en Nay, con mi madre, cuando yo debía de tener unos ocho o nueve años, la pequeña bici cleta de veinte francos que me regalaron y que una compañera a la que se la presté escacharró lanzán dose contra la pared de la iglesia antes de que yo pud ier a estrenarl a, era un aut ént ico aconte cim ien to, del que se hablaba du rante días y días. También estaba separado de su padre, al que quería mucho, y de su hermano, que se habían quedado en la granja, a los que echaba una mano, en el momento de las labores importantes, cuando tenía unos días de fiesta. Se le notaba que lo pasaba mal. Su máxi ma felicidad, creo, consistía en poder ayudar a los más desvalidos, con los que se sentía a gusto y que le otorgaban una confianza total, y derrochaba can tidades ingentes de amabilidad y paciencia, cosa por la que, a veces, ya más mayor, le hice algú n re proche, ayu dan do a los más pobr es a aclararse con los formularios y papeleos que le entregaban {«Aquets papes!», decían), pensiones de guerra o de invalidez, órdenes de pago, giros, etcétera, y recuer do haber llorado más de una vez al pensar que su nombre, pese a tantos méritos, no figuraría en el diccionario. No sabría cómo expresar hasta qué pu nt o siem pre me ha afectado la evide ncia de la culpabilidad que él sentía, incluso respecto a cam-
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pesinos a me nudo más afo rtunados que él, y de la que también participaba yo a mi pesar a través de la herida de los insultos y de las bromas agresivas de algunos de mis compañeros de escuela. Me ense ñaba sin frases, y con toda su actitud, a respetar a los «humildes», entre los cuales se incluía, y tam bién, po r mu cho que él hu nc a hab lará así, sus lu chas (me hizo escuchar los cañonazos de los últi mos enfrentamientos de la guerra civil española y a menu do le he visto hablar, en una mezcla imprecisa de bearnés, español y francés, con los del fre nte po pular, como se les llamaba, que, derrotados, habían tenido que cruzar la frontera). Votaba muy a la iz quierda, estaba afiliado a un sindicato, cosa que planteaba algunos prob lema s en aquel mu nd o rural bas tante conservado r, partic ula rmente cua ndo ha bía un a huelga, y pr ofesaba gran adm iración políti ca por algunas figuras, Robespierre, Jaurès, Léon Blum, Edouard Herriot, encarnaciones del ideal escolar y republicano, que quería hacerme com partir. Mi madre era hija, por parte de madre, de una «gran familia» campesina y había tenido que opo nerse a la voluntad de sus padres para celebrar una boda per cibida com o un ma trim onio que con sti tuía un desacierto grave (mi padre nunca hablaba sin un enojo considerable de su experiencia de las diferencias sociales tal y como se afirmaban en el microcosmos pueblerino, y siempre se mostró algo
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renuente y desconfiado con los notables locales -médicos, brigadas de la gendarmería, curas e in cluso maestros-, que muy poco habían favorecido sus esfuerzos por impulsarme hacia el liceo). Mi madre vivía, con sus padres, en una pequeña casa de una planta, separada de la gran casa familiar que su madre había recibido como dote en su calidad de hermana menor y que es donde nací yo. Sucesi va o simultáneamente aserrador de madera sin des bastar o t ran spo rtis ta de leña, revendedor de tejidos y campesino modesto —tenía unas cuantas vacas y algunos pastos, además de unas áreas de bosque en la Saligue-, mi abuelo materno, pariente pobre de una «familia importante», tenía un gran sentido de la respetabilidad y descubrí más adelante, cuan do ayudé a mis padres a transformarla (borrando así, con una especie de felicidad arrebatada y un poco hiriente para mi abuela, todas las huellas del pasado: pocilga y gallinero, cabaña de made ra, se par ada de la casa, que hacía las veces de retrete, co bertizos atesta dos de trastos viejos y de cachivaches absurdos recogidos por doquier, etcétera), las tone ladas de ingenio para la recuperación y el recicla je que hab ía inve rtid o para dar a lo que no era más que una pequeña casa de campesino o de aparcero de una sola planta, compuesta esencialmente de una espaciosa habitación de suelo de tierra batida y de un «salón» de gala, reservado para las grandes ocasiones, la apariencia de una casa grande de plan
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ta y piso, (distintivo antaño de las familias impor tantes. (Me topé en la ENS, entre los camareros en cargados de servir la comida a los alumnos que constituían el núcleo duro de la célula comunista en la que Althusser solía ejercer sus talentos de es tratega político, en particular para contrarrestar ciertas consignas lanzadas por los alumnos no co munistas, con todo un «racimo» de emigrados bearneses, oriundos de Lanneplaá, el pueblo de origen de mi abuelo y de su padre; éste, durante la Comu na, estaba en París ejerciendo de camarero en Sainte-Barbe, y por lo tanto, sin duda, formó parte de los orígenes de la corriente migratoria de la que proced ían nuestros justins, apodo que recibieron, a partir d el nomb re de pila de un o de ellos, los cam a reros que se encargaban del servicio.) Había trasmi tido su sentido de la respetabilidad y su respeto de las convenciones y del decoro a mi madre, que sentía por él verdadera adoración. En cambio, mi madre se enfrentaba con mi padre, de talante más contestatario y combativo y bastante anárquico, cuando quería inculcarme, sin pizca de fe, un míni mo de conformidad externa a los hábitos locales, religiosos, en especial, que yo rechazaba (sobre todo, porque me entraba auténtico pánico ante la idea de cruzar toda la iglesia, los domingos, para llegar al banco de los chicos), o imponerme parti cularidades cosméticas o, en la indumentaria, una bata blanc a, en cier ta ocasión, o pan talones largos,
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en otra (por no hablar de la raya impecable que se empeñaba en hacerme y que yo despeinaba apenas había traspasado el umbral de la casa), que me saca ban de quic io porqu e me disting uían de los demás y me exponían a sus mofas. Asimismo fue la vene ración que profesaba por todo lo que tuviera que ver con el recuerdo paterno lo que la indujo a pre cipitarse, sin preocuparse por el peligro, a casa de un amigo de su padre para advertirle, cuando se en teró por mi padre, avisado por sus contactos en la Resistencia, de que los alemanes iban a ir a capturar a un jefe de la Resistencia que se ocultaba en su granja. (He visto con frecuencia, durante la guerra de liberación de Argelia, acciones «políticas» simila res que también venían motivadas por razones ab solutamente distintas.) Mí madre me contó, no hace mucho, entre risas («¡Una medalla, yo, estás de broma!»), que el maquis al que hab ía salvado de este modo había tratado de que le concedieran, después de la Liberación, una medalla conmemora tiva. He ido descubriendo poco a poco, sobre todo, quizás, a través de la mirada de los demás, las parti cularidades de mi habitus que, como una deter minada propensión al orgullo y a la ostentación masculinas, una afición camorrista comprobada, si mulada las más de las veces, una tendencia a la in dignación «por poca cosa», me parecen hoy rela cionadas con las particularidades culturales de mi
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región de origen que he percibido y comprendido mejor por analogía con lo que leía a propósito del «temperamento» de las minorías culturales o lin güísticas, como los irlandeses. En efecto, sólo muy lentamente he ido comprendiendo que si algunas de mis reacciones más banales solían ser mal inter preta das, po día deberse a que la forma -e l ton o, la voz, los gestos, la mímica, etcétera- en que las ex presaba a veces, ama lgam a de timidez agresiva y de bruta lidad enf urr uñada, incluso oca sion almente fu riosa, podía llamar a engaño y darse por buena, es decir, en un sentido, tomarse demasiado en serio, y a que contrastaban mucho con la seguridad distan te de la gente distinguida parisiense porque siempre amenazaban con conferir aires de violencia incon trolada y pendenciera a transgresiones reflejas, y, a veces, meramente rituales, de las convenciones y de los tópicos de la rutina universitaria o intelec tual. Contemplando nuevamente una fotografía en la que se me ve caminando por una calle de Pau, junt o a mi pad re (en aque l ento nce s los fotógrafos pro po nía n a los tran seúntes retratarlos), sin duda, un día de reparto de premios en la escuela, me vol vió a la mente la frase que me dijo en cierta oca sión, cuando, saliendo del liceo, le contaba uno de mis últimos tropezones con la administración (sólo a la cariñosa complicidad del director, Bernard Lamicq, uno de los pocos, o tql vez el único, de los
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antiguos alumnos de la ENS bearneses, que orientó decisivamente mi «carrera», debo haberme librado de la exclusión, a pocos meses vista de la reváli da de bachillerato, a resultas de un incidente con el director de estudios): «Maynat, qu’as cachaou!», «¡Chaval, tienes agallas!» (el cachaou es la muela de mayor tamaño, la molar, y por extensión, algo así como la capacidad de morder sin soltar la presa, de resistir). Pretendía, sin duda, reconocer así como virtud el carácter arisco que toda la tradición local ensalza, hasta el punto de considerar una buena se ñal, tanto para las cosas como para las personas, un prime r conta cto difícil o una po stu ra de cariz agre sivamente defensivo: «Arissou arissat, castagne lusente», «Erizo erizado, castaña lustrosa». (Las casuali dades de mis investigaciones sobre las Grandes écoles me han llevado a descubrir que Bernard Lamicq, contemporáneo de Sartre y de Aron en la ENS, había sido objeto de rechifla, formando pare ja con Pierre Vilar, el histo ria dor marxista, tam bié n oriundo de un rincón remoto de la provincia languedociana, en un fragmento particularmente des pia dad o de un a de las canc iones rituales de las no vatadas de la ENS, «La complainte du khágneux» [«La endecha del interno que estudia los cursos preparatorios par a la ENS»]. Rec uerdo que el pr o pio Pierre Vilar, con el que coinc idí poco despué s de la publicación de Les Héritiers, me llamó la aten ción a propósito de este libro, que él, prueba del
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poder del sistem a, inter preta ba com o un a agresión injustificable contra la «escuela liberadora».)
La experiencia del internado tuvo, sin duda, un pape l de ter mina nte en la f orm aci ón de mis disp osi ciones; especialmente, al llevarme a una visión rea lista (flaubertiana) y combativa de las relaciones so ciales que, ya presente, desde la educación de mi infancia, contrasta con la visión irenista, moralizan te y neutralizada que propicia, en mi opinión, la experiencia protegida de las existencias burguesas (sobre todo, cuando se mezclan con tintes de reli giosidad cristiana y de moralismo). Y ello, particu larmente, a través del descubrimiento de una dife rencia social, esta vez invertida, con los ciudadanos «burgueses», y también del corte entre el mundo violento y bronco del internado, tremenda escuela de realismo social, donde todo está ya presente, a través de las necesidades de la lucha por la vida: el oportunismo, el servilismo, la delación, la traición, etcétera, y el mundo de la clase, donde imperan unos valores absolutamente opuestos y unos profe sores que, especialmente las mujeres, propugnan un universo de descubrimientos intelectuales y de rela ciones humanas que cabe calificar de maravillosos. El vetusto edificio del siglo XVII, gigantesco e inhóspito, con sus pasillos interminables de blancas paredes en la p arte superior y verde oscuro en la in
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ferior, o sus monumentales escalinatas de piedra, desgastadas en su parte central, que utilizábamos, en fila de a dos, a la hora de acostarnos, para subir al dormitorio, nada tenía que estuviera a nuestra medida, ni ofrecía a nuestras soledades ningún re cóndito recoveco, ni refugio, ni tregua alguna. Y ello en ningún sitio resultaba tan perceptible como en el dormitorio, alienación disciplinaria de tres hi leras de literas con la ropa de cama vieja y unifor me, todas visibles de un vistazo, desde la puerta, o desde el cubículo del .bedel, instalado en el centro. En invierno, apilábamos sobre la cama toda nuestra ropa, por las noches, para tener un poco menos de frío. Los lavabos era una especie de pilón alargado de varios metros de longitud donde nos dábamos codazos para con seguir un sitio y don de yo lavaba a hurtadillas mis pañuelos acartonados y tiesos en los períodos de cata rro. Un a de esas p equ eña s obsesio nes cotidianas, de esas preocupaciones omnipresen tes, que, por muy compartidas por todos que, sin duda, fueran, no por ello dejan de ser absoluta mente incomunicables, aislando en la soledad y la vergüenza de los accidentes, y que atormentan las mentes de los niños, falsos duros desarmados, tozu dos y siempre peleones y, sin embargo, a menudo anegados en lágrimas de desespero, sin nadie para quejarse o, sencillamente, con quien hablarlo. Y los retretes, meras letrinas sin taza para sentarse, plan tificados en medio del patio, en cualquier caso en
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Pero esta vivencia me parecía incomunicable, asimismo, en el momento mismo de estar viviéndo la. Recuerdo que mi padre, en las (escasas) ocasio nes que pasé el fin de semana en casa (acumulaba las sanciones y los castigos sin salir; he recibido, creo, más de trescientos en el decurso de mi escola ridad), solía decir a mi madre, que me acuciaba con sus preguntas, que me dejara tranquilo hasta que me «readaptara». Estaba, en efecto, tan bien adapta do, paradójicamente, a aquel mundo, sin embargo, profunda me nte aborrec ido, que con tem pla ba sin placer la posibilidad de salir y que hab ían acabado po r gustarm e los dom ingos que pasaba en la más absoluta tranquilidad (a pesar de los bedeles, empe ñados en echarme de las salas de estudio donde busc aba amp aro para leer) en el intern ado prá ctic a mente desierto. Las largas vacaciones de verano no me hacían ninguna ilusión, porque el alejamiento social en el que me había sumido el acceso al liceo me hacía acreedor del tedio y la soledad de una existencia sin tareas ni actividades de ocio suscepti bles de ser com par tidas con mis antiguos comp añ e ros de la escuela municipal (exceptuando algunos partido s de fútb ol, los dom ingos, en un pue blo ve cino). El relato de mis dificultades disciplinarias se guía siendo incomprensible para mis padres, que, en la medida en que yo les parecía un privilegiado (mi padre había dejado la escuela a los catorce años, y mi madre, alojada durante una temporada por
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una tía en Pau, había ido al colegio hasta los dieci séis años), no podían no considerarme responsable de mis tormentos, es decir, de mi mal comporta miento, apropiado para poner en peligro el éxito de mi cometido, vital e inesperado, de salvación a tra vés de la escuela. Me he preguntado con frecuencia si mis difi cultades eran culpa mía, culpa de lo que muy pron to llamaron mi «mal carácter». Tengo aún presentes en la memoria los incidentes que, sin duda, me hi cieron merecedor de figurar de u na vez y para siem pre en la lista, que se p asan los bedeles y vigilantes de unos a otros, de los empecinados y rebeldes que hay que castigar al primer atisbo de alboroto. Que daba uno así atrapado en una especie de ciclo: el castigo preventivo, individual o colectivo, provoca dor de rebeliones y de desquites, de a lborotos orga nizados con varios días de antelación y jugarretas dirigidas contra los bedeles, que suscitan nuevos castigos, impuestos como represalia, y la decepción pro ducid a po r la defección de aquellos que, tras ha ber instigado, a m enudo, la rebelión, huían ante las amenazas de sanciones colectivas y conminaban al «cabecilla», encastillado en su orgullo, a delatarse. La sensación de soledad nunca sería mayor que en esos momentos. (Reviví el mismo sentimiento a bordo del bu que que nos llevaba a Argelia, cuando pred icaba a los demá s solda dos rasos, analfabetos procedente s de tod o el Po nie nte francés, la rebe lión
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contra la «pacificación» absurda a la que nos desti naban, y ellos me replicaban, por miedo y por d oci lidad más que por maldad: «Por tu culpa nos mata rán a todos» o «Te pegaremos un tiro».) Yo tenía once o doce años, y nadie con quien hablar, o que, sencillamente, pudiera comprender. Me pasaba a menudo una parte de la noche preparando mi de fensa para la mañan a siguiente. Los responsables del mantenimiento del orden y de la disciplina de aquel pequeño liceo de provin cias recurrían con mucha frecuencia a las sanciones colectivas, amenazando, para atajar un alboroto, con tomar «rehenes», aparentemente, designados al azar, pero, en realidad, escogidos por su «expedien te» escolar, o prometiendo las sanciones más espan tosas si los autores de un notable desmán no se «de lataban» o no eran «delatados» por sus compañeros. Horror de la orden terminante: «delátate», sobre todo, cuando proviene de un cómplice que, ante la amenaza, y el temor que ésta inspira, renuncia a cualquier fidelidad. Y eran insuperables a la hora de atizar el miedo colectivo —com o en el ejército cuan do se anuncia que habrá revista y alguien hace co rrer el rumor de que también hay que embetunar las suelas de los zapatos-, con la complicidad de los más sumisos y más temerosos que difunden los ru mores y amenazas más apropiados para obligar a los empecinados a formar como el que más, o que no se cansan de evocar experiencias casi míticas con
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el fin de atemorizar: como, por ejemplo, la apari ción del bedel jefe, surgiendo de pronto de la nada silenciosamente, en la entrada del dormitorio, con una de aquellas frases banales, pero ya proverbiales, y mil veces imitadas («¡Vaya, vaya! ¡Cómo nos di vertimos!»), que desgrana con voz suave y como asombrada, pero que impone instantáneamente el orden, de un plumazo, a todos los internos hace un momento alborotados y dando alaridos por todo el dormitorio, con la almohada en la mano. Dejo a la imaginación de cada cual las satisfacciones que el sadismo de esos cabos de varas fracasados podían encontrar en el ejercicio del poder absoluto que la institución les confería y en los servilismos diligen tes de los que su posición les hacía merecedores. A la vez asustado y reluctante, desarmado e in tratable, siempre en un estado de rebeldía rayano en una especie de delincuencia, que sólo estaba fal ta de posibilidades y de ocasiones, y, sin embargo, siempre dispuesto a confiar y a dejar la lucha, y a abandonar los reductos del pundonor, para tener paz al fin, vivía mi vida de int erno en un a especie de furia empecinada (sin duda, debo a esta expe riencia haber podido comunicarme, a pesar de las diferencias de todo orden, y sin tener que forzarme en absoluto, olvidando mi edad y mi estatus -pro bab lem ente dem asiad o, inclu so hasta el pu nt o de aprobar, como se me hizo observar, comportamien tos normalmente considerados como del todo re
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pre nsi ble s-, con el joven magrebí nacido en Fra n cia de padres emigrantes de La Misere du monde y con su compañero ,1 cuya vulnerabilidad advertí de inmediato, más allá de la coraza de hermetismo in tratable que ante cualquier otro habrían, sin duda, mantenido). Creo que Flaubert no andaba muy de sencaminado cuando pensaba, como escribe en Las memorias de un loco, que «el que ha conocido el in ternado, de la vida, a los doce años, ya lo sabe casi todo». El contraste, colosal, entre el mundo del inter nado y el mundo normal, a veces incluso exaltante, de la clase, contribuía en una medida considerable al reforzamiento de la rebelión contra las vejaciones y persecuciones impuestas por persona)illos que las propias norma s de la vida escolar ind ucí an a des preciar. Por un lado, el estu dio, los internos llega dos del campo o de las pequeñas ciudades próximas que -exceptuando a unos pocos excéntricos, fácil mente sospechosos, en aquel mundo de masculinidad exacerbada, de homosexualidad—leían Mi roir Sprint, Midi Olympique o novelas policíacas, eran aficionados a hablar de chicas o de rugby, copiaban sus trabajos de francés de los veteranos o de las re copilaciones de temas corregidos, preparaban «chu 1. «L’ordre des choses», en La Misere du monde, op. cit., págs. 8189. [La miseria del mundo (dirección de Fierre Bourdieu), Madrid, Alcal, 1999, trad. de Horacio Pons.]
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letas» para los exámenes trimestrales de historia. Por otro, la clase, con los profes, por supuesto, cu yas observaciones e interpelaciones más compro metidas -salir a la pizarra, en matemáticas- conte nían, sobre todo si eran mujeres, una especie de dulzura cariñosa, desconocida en el internado, pero también los externos, forasteros algo irreales, tan peripuestos, pa nta lón cor to algo tardío, o pa ntalón de golf bien cortado, que contrastaban con nuestras batas grises, y tam bié n por sus modales y pre ocu pa ciones, reveladores de la evidencia de un mundo inaccesible. Me acuerdo de uno de ellos, un «refu giado» que hablaba con acento «parisiense» y que, siempre en primera fila y absolutamente ajeno a cuanto le rodeaba, escribía poemas. Píabía otro que, hijo de maestro, atraía las persecuciones sin que se supiera a ciencia cierta si se debía al hecho de que era considerado homosexual o de que se mar chaba habitualmente, durante el recreo, para tocar el violín. La violencia de las interacciones adoptaba a menudo la forma de una especie de racismo de clase basado en el aspecto físico o en el apellido. Así, uno que se convirtió en mi rival principal en los cursos finales, hijo de una empleada de los arra bales de Pau, pero mu y p róximo, a través del escultismo, a los hijos de los maestros o a los médicos de la ciudad, cuyos modales y acento corregido adop taba, solía maltratarme pronunciando mi apellido con acento campesino y bromeando sobre el nom
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bre, símbolo de tod o el retraso cam pesin o, de mi aldea. (Mucho más tarde, preparando las oposicio nes de ingreso en la ENS en el liceo Louis-leGrand, me topé con la misma frontera entre los in ternos, provincianos barbudos con batas grises atadas con un cordel a modo de cinturón, y los ex ternos parisienses, que impresionaban mucho a cierto profe de literatura, de modesto origen pro vinciano y ansioso de reconocimiento intelectual, po r las elegancias burguesas de su ind um en tar ia tanto como por las pretensiones literarias de sus produc ciones escolares, desde ese mo me nto conce bidas com o creaciones de escritores. Me llama la atención, cuando lo vuelvo a pensar ahora, el papel que desempeñaban, tanto entre los condiscípulos como entre los profesores, el aspecto físico y la in dumentaria, como índices supuestos de cualidades intelectuales y morales, y ello tanto en la vida coti diana como en el mome nto de los exámenes.) Recientemente he comprendido que mi pro fundísima ambivalencia respecto al mundo escolar provenía, tal vez, del des cub rim ien to de que la exaltación de la cara diurna y supremamente respe table de la escuela tenía como contrapartida la de gradación de su reverso nocturno, afirmada en el desprecio de los externos por la cultura del interna do y por los muchachos de los pequeños munici pios rurales -d e dond e pro ced en mis mejore s amis tades, forjadas en la pelea y el alboroto, hijos de
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artesanos, de tenderos, más o menos temprana mente extraviados en el decurso de mi escolaridad, con los que compartía, entre otras cosas, el descon cierto y el desamparo experimentados ante ciertos hechos de cultura (en todos los sentidos) descono cidos en nuestros ambientes-. Prisionero entre am bos universos, y sus valores inconciliables, y un poco asqu eado por el antiintelectualismo corr egido y aumentado por un machismo rijoso y vocero que encantaba a mis compañeros de internado, yo leía a menudo durante los recreos, cuando no jugaba al frontón, y, sobre todo, los domingos, cuando esta ba castiga do. Y pien so que si empecé a jugar a rugby, junto a mis compañeros de internado, sin duda, sólo fue para evitar que mi éxito escolar, y la sospechosa docilidad que se le supone, no me hicie ran merecedor de la exclusión de la comunidad su puestam ent e viril del equ ipo dep ortivo, única sede (a diferencia de la clase, que divide jerarquizan do, y del internado, que aísla atomizando) de una auténtica solidaridad, en la lucha compartida por la victoria, en el apoyo mutuo en caso de pelea, o en la admiración otorgada sin reservas a las proezas, mucho más sólida y directa que la del universo es colar. Esta experiencia dual sólo podía contribuir al efecto duradero de un marcadísimo desfase entre
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una alta consagración escolar y una baja extracción social, es decir, el habitus laminado, sede de tensio nes y contradicciones. Esta especie de «coincidencia de los opuestos» ha contribuido, sin duda, a insti tuir de forma duradera la relación ambivalente, contradictoria, con la institución escolar, compues ta de rebeldía y de sumisión, de ruptura y de expec tativa, que, tal vez, constituya el origen de una rela ción con el propio yo asimismo ambivalente y contradictoria: como si la certeza del propio yo vin culada al hecho de sentirse consagrado estuviera so cavada, en su principio mismo, por la incertidum bre más radic al a pro pósito de la instancia de consagración, especie de mala madre, vana y enga ñosa. Por un lado, la docilidad, incluso la solicitud y la sumisión del buen alumno, sediento de conoci miento y de reconocimiento, que me había llevado a acatar las reglas del juego, y no sólo a adoptar las técnicas más taimadas y fáciles de la retórica acadé mica: en el liceo Louis-le-Grand, por ejemplo, des collaba en los exámenes de fogueo de filosofía en los que Étienne Borne, uno de los representantes más conspicuos del personalismo cristiano (con quien me las vería a menudo más adelante), otorga ba reg ula rmente la pre em ine ncia a mis dise rtac io nes; por otro, una disposición renuente, en particu lar hacia el sistema escolar: objeto tal vez de un exceso de amor, la alma máter ambigua suscita una rebeldía violenta y constante, basada en la deuda y
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la decepción, que se manifiesta en toda una serie de crisis, en especial, en el momento de las oposicio nes o de las situaciones de solemnidad académica, discursos de reparto de premios, lecciones inaugu rales, tribunales de tesis, defensas de candidaturas, que, desp ertando el malestar suscitado por la espera tácitamente imperativa de los signos de la sumisión (lo que Spinoza llamaba el obsequium, respeto puro de las formas institucionales que exigen, por enci ma de todo, las instituciones, y del que suele afir marse, en tono de reproche, que «no cuesta nada», pero que a m í me cuesta muchísim o), hac en bro tar la apetencia de la disidencia, la tentación de rom per la baraja. ¿Y cómo no inscribir en esta serie el rechazo a someterse al rito impensable de la defensa de la tesis, que se justificaba con la sentencia de Kafka: «No te presentes ante un tribunal cuyo vere dicto no reconoces»? De un lado, la modestia, ligada entre otras co sas a la inseguridad, del advenedizo hijo de sus obras que, como suele decirse en el mundo del rugby, no tiene que violentarse para «ir a por leña» e invertir en tareas oscuras como el establecimiento de una lista de codificación o la manera de llevar una entrevista el mismo interés y la misma aten ción que en la elaboración de un modelo teórico (algo que yo hubiera creído que era de cajón si no hubiese visto a tantos sociólogos de alta extracción social o escolar inventar todas las formas posibles
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de escaquearse de las tareas en mi opinión más im pera tivamente requeridas en un investigador, au n que a menudo consideradas inferiores, y oído a un joven nova to, cub ierto de diploma s nacionales e i n ternacionales, declarar públicamente que ni se plan teaba dirigir él mismo la presentación de un cues tionario y que se ha mantenido firme en sus trece sin tener que dejar por ello la enseñanza, para satis facción general, de la «metodología» en una de las más altas instituciones universitarias); del otro, la al tura, la seguridad del aceptado por puro milagro propenso a percibirse como «milagroso» e impulsa do a desafiar a los dominantes en su propio terreno (como, por ejemplo, el reto que Heidegger lanza a los kantianos cuando les arrebata una de las bases del racionalismo al descubrir la finitud existencial en el núcleo central de la estética trascendental): tengo que confesar que muchas de mis decisiones estuvieron determinadas, desde la ENS, por una forma de aristocratismo, menos arrogante que de sesperado, porque se basaba en la vergüenza retros pectiva de hab er caído en la tra mp a de las oposicio nes, sumada a la reacción contra el «empollonismo» al que había tenido que dedicarme en un momento dado, y en esa forma de autoaborrecimiento que era para mí el h orro r del arribismo pequeñ obu rgu és de algunos de mis condiscípulos, en algunos casos con vertidos desde aquel tiempo en miembros eminen tes de la jerarquía universitaria y de las encarnacio
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nes cabales del homo academicus. (¿Cómo no iba a reconocerme en Nietzsche cuando más o menos afirma, en Ecce Homo, que él sólo se ha ocupado de cosas que conocía a fondo, que él mismo había vivi do, y que, hasta cierto punto, había sido él mismo?) Pero este habitus laminado, fruto de una «conci liación de los opuestos» que incita a la «conciliación de los opuestos», nunca se manifiesta, sin duda, con una claridad tan meridiana como en el estilo propio de mi investigación, en el tipo de objetos que me interesan, en la manera que me es propia de abor darlos. Pienso en el hecho de consagrar grandes am biciones teóricas a objetos empíricos a me nu do a prim era vista triviales (la cu estión de las estructur as de la conciencia temporal a propósito de la relación con el tiempo de los subproletarios, o los problemas mayores de la estética, kantiana en particular, a pro pósito de la fotografía), o, más generalmente, en una manera a la vez ambiciosa y «modesta» de hacer ciencia. Puede que en este caso el hecho de proceder de las «clases» que algunos suelen lla mar «modestas» proporcione unas virtudes que no se aprenden en los manuales de metodología: la au sencia absoluta de cualquier tipo de desdén por las minucias de lo empírico, la atención a los objetos humildes, el rechazo de las rupturas llamativas y de los estallidos espectaculares, el aristocratismo de la discreción que lleva al desprecio por lo brioso y brillan te rec ompen sado po r la ins titu ció n escolar
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y por los medios de comunicación en la actualidad. Así, en el polo opuesto de la retórica de la im portancia media nte la cual se señala la a ltura filosó fica (y que analicé in vitro a propósito del caso ex tremo de los althusserianos ,1 no tan distinto, para una pragmática sociológica, de los casos Heidegger o Habermas), me las ingenié para dejar las contri buciones teóricas más impor tan tes en los incisos o en las notas o para introducir mis preocupaciones más abstractas en análisis hiperempíricos de objetos socialmente secundarios, políticamente insignifican tes e intelectualmente despreciados. El primer esbo zo de la teoría posterior -la superación de la alterna tiva del objetivismo y del subjetivismo y el recurso a conceptos mediadores, como el de disposición- se encuentra expuesto en un breve prefacio a un libro colectivo sobre un tema menor, la fotografía ;2 la no 1. «Le discours d’importance. Quelques réflexions sociologiques sur “Quelques remarques critiques à propos de Lit e Le Ca pita l”», en Ce que parl er ve ut dire. L'économie des échanges linguistiques, Paris, Fayard, 1982, págs. 207226; reedición, en Langage et pou voi r symbolique, Paris, Seuil, 2001, págs. 379398. [¿Qué significa hablar?, Madrid, Akal, 1985, trad. de Francisco Díaz del Corral.] 2. Un a rt moyen, essai sur les usages sociaux de la phot o graphie, Paris, Minuit, 1965 (con Luc Boltanski, Robert Castel y JeanClaude Chamboredon). [Un arte medio: ensayo sobre los usos sociales de la fotografía, Barcelona, Gustavo Gili, 200 3, trad. de Tununa Mercado.]
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ción de habitus está presente, con sus implicaciones críticas en relación con el estructuralismo, en una advertencia final a un libro de Panofski que creé juntan do dos textos que hab ían sido publicad os por separado en inglés y en los que el término habitus no figura; una de mis críticas más elaboradas de Foucault se formula en la nota final de un artículo titulado «Reproducción prohibida», que jamás a ningún filósofo digno de este nombre se le pasaría por la cabeza leer; la crític a del estilo filosófico de Derrida se relega a una posdata en La distinción o a un fragmento elíptico de las Méd itations pascaliennes} Sólo el subtítulo suministra a veces una idea del planteamiento teórico de los libros. Semejante afán deliberado de discreción tiene, sin duda, mu cho que ver con la visión doble, desdoblada (y con tradictoria) que tengo de mi propósito intelectual: a veces altivo y hasta un poco insolente (en su lógi ca: no hay quien lo entienda) y ascético (la verdad hay que merecerla y chalépa tá kalaLQas cosas her mosas son difíciles»), asimismo es prudente y mo desto (sólo planteo mis conclusiones -y también mis ambiciones- al amparo de una investigación precisa y circu nstanciada) y, si se resiste a veces a la exhibición positivista de los datos y hasta de las 1. Mé dita tion s pascaliennes, París, Seuil (col. Liber), 1997. [Meditacionespascalianas, Barcelona, Anagrama, 1999, trad. de Thomas K auf].
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prue bas (no tengo mu cha indulgenc ia con los inter minables protocolos de experiencia que lastran tan tas investigaciones escasamente inspiradas), rechaza las poses del «estilo gran señor» o, más sencillamen te, la desfachatez teórica que induce a tantos filóso fos, e incluso sociólogos (los que de entrada gustan a los filósofos), a pensar por encima de sus medios filosóficos. De igual modo, he optado de entrada, en mis clases de la Escuela de Altos Estudios y más adelan te del Collège de France, por reivindicar un rechazo deliberado y firme de todas las formas de happening que, según el modelo de la política para algunos, de la literatura para otros, se practicaban mucho en determinadas altas esferas del mundo académico. Recuerdo haberme enterado con cierta satisfacción de que dos jóvenes alemanes, que habían venido de muy lejos para asistir a los seminarios que apenas había empezado a impartir en la Escuela de Altos Estudios y a los que, debido a un gran malentendi do, atraje a buena parte de los aspirantes a intelec tuales -algunos de los futuros líderes y pensadores de mayo de 1968, en especial-, se habían vuelto po r do nd e había n venido absoluta me nte des encan tados por el carácter apagado y algo pedestre de mis objetos -historias de asistentas sociales, de maestros o de oficinistas- y de mis palabras al respecto, que, prá ctic am ente, excluían a auto res o concep tos de importancia, como praxis, hermenéutica o «actua
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ción comunicacional». Y no hace mucho me ocu rrió, trabajando según un modelo deliberadamente socrático que, cosa significativa, no reconocieron, que defraudé las expectativas, naturalmente «filosó ficas», de un grupo de antiguos alumnos de la ENS que me habían invitado a inaugurar una serie de conferencias sobre «lo» político y a los que me pro po nía remitir, me dia nte un a com par ación me tód ica con las relaciones con la política de los antiguos alumnos del pasado, a una reflexión sobre lo que su visión de la política debía a su condición de anti guos alumnos en un estado particular de los cam pos inte lectua l y político. El mundo intelectual, que se cree tan profun dame nte liberado de las conveniencias y de las con venciones, siempre me ha parecido como lleno de pro fun dos confo rmismos que ha n act uad o sobre mí como fuerzas repulsivas. Las mismas disposicio nes renuentes hacia los reclutamientos y los con formismos, es decir, tam bién hacia aquellos que, si guiendo las inclinaciones de habitas diferentes del mío, cambiaban al compás de las transformaciones que han conducido a este mundo inconstante de los hechizos de la falsa revolución a los desencantos de una auténtica revolución conservadora, me han llevado a encontrarme casi siempre en sentido con trario y a redopelo de los modelos y de los modos dominantes en el campo, así en mis investigaciones como en mis tomas de posición políticas, osten-
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rosamente weberiano o durkheimiano cuando era imperativo ser marxista. No comunista cuando la mayoría de los intelectuales lo era, nunca incurrí en el anticomunismo en el que a menudo muchos cayeron cuando dejaron de serlo. Lo que me ha va lido con frecuencia ser designado y denunciado como «neoestalinista» por personas que, en su ma yoría, pasaron por el Partido Comunista o por el maoísmo y que, con su actuación, siguen ilustran do los modos de pensamiento y de expresión estalinoides que me llevaron a oponerme a ellos en aquel entonces, igual como sigo haciendo hoy día. La sensación de ambivalencia hacia el mundo intelectual que arraiga en estas disposiciones está en la base de un doble distanciamiento del que podría aducir innumerables ejemplos: distanciamiento res pecto al gran juego inte lectual a la francesa con sus reivindicaciones mundanas, sus manifestaciones elegantes o sus prefacios para catálogos de artistas, pero tam bié n respecto al gran papel del profesor, comprometido con la circulación circular de los tri bunales de tesis y de oposición, con los juegos y re tos de poder sobre la reproducción; distanciamien to, en cuanto a la política y a la cultura, respecto al elitismo y al populismo a la vez. La tensión entre los opuestos, nunca resuelta en una síntesis armo niosa, resulta particularmente manifiesta en la re lación con el arte, combinación de una auténtica pasión, nu nc a desmentida, po r las auté ntica s van
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guardias (más que por las transgresiones escolar mente programadas del antiacademicismo acadé mico) y de una frialdad analítica que se ha ido afirmando en la elaboración del método de inter pretación pre sen tado en Les Regles de l ’art 1 y que se inspira en la convicción de que, aunque pueda destrozar el culto holderliano-heiddeggeriano-blanchotiano de lo sagrado literario y artístico, el «des montaje impío de la ficción», del que habla Mallar mé, sólo puede intensificar el placer de amor por el arte. Sin duda, esta tensión nunca se me ha presen tado de una manera tan dramática como en el mo mento de la lección inaugural en el Collège de France, es decir, en el momento de asumir un papel que me costaba incluir en la idea que me hacía de mí mismo. Me había negado en diversas ocasiones a que se presentara mi candidatura, y sobre ello ex puse mis razones, a François Jaco b en particular, y, más adelante, a mis amigos, 4 André Miquel, sobre todo, que insistía para que presentara mi candida tura y al que incluso intenté convencer de que, grandilocuente y profetico, quien acabaría convir tiéndose en mi rival cumpliría perfectamente el co1. Les Regles de l ’art. Genèse et structure du champ litté raire , Paris, Seuil, 1992 [Las reglas del arte. Génesisy estructu ra del campo literario, Barcelona, Anagrama, 1995, trad. de Thomas Kauf].
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metido, en cierto sentido mejor que yo. Esta re nuencia (el término es demasiado flojo, pero repug nancia es demasiado fuerte), surgida de lo más pro fundo de mi ser, me lleva a toda una serie de actos destinados a quem ar las naves, como la firma de un manifiesto apoyando la candidatura de Coluche a las elecciones presidenciales de 1981, o un artículo en Actes de la recherche sobre la alta costura1 en el que, matando dos pájaros de un tiro, cito un ar tículo de Barthes en Elle a propósito de Chanel y una nota de Chastel en Le M onde, auténtica publi cidad de la redacción para una marca de perfume. La preparación de esta lección me haría experimen tar un concentrado de todas mis contradicciones: a la sensación de ser absolutamente indigno, de no tener nada que decir digno de ser dicho ante ese tribunal, sin duda el único cuyo veredicto reconoz co, se sumaba un sentimiento de culpabilidad para con mi padre, que acababa de fallecer de una muer te particularmente trágica, como un pobre diablo, y al que, en pleno desvarío de los momentos de de sesperación de principios de los años cincuenta, contribuí a apegar a su casa, absurdamente situada al borde de una carretera nacional, animándole y ayudándole a transformarla. Por mucho que sea 1. «Le couturier et sa griffe: contribution á une théorie de la magie», Actes de la recherche en sciences sociales, 1, enero de 1975, págs. 736 (con Yvette Delsaut).
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consciente de que habría estado muy orgulloso con mi nombramiento, que le habría hecho muy feliz, establezco un vínculo mágico entre su muerte y este éxito erigido así en transgresión-traición. No ches de insomnio. Creí vislumbrar, por último, una solución para la contradicción en la que me coloca el hecho mis mo de la consagración social, que vulnera mi ima gen de mí mismo: tomar como objeto en mi lec ción el hecho de dictar una lección inaugural, de cumplir un rito de institución y de instaurar así una distancia respecto al papel representado en el ejercicio mismo del papel representado. Pero subes timé la violencia de lo que, en vez de un mero dis curso ritual, se estaba convirtiendo en una especie de «intervención», en el sentido en el que lo dicen los artistas. Describir el rito en el cumplimiento mismo del rito era cometer el barbarismo social por antonomasia, que consiste en suspender la creencia o, peor aún, en ponerla en tela de juicio o en peli gro en el momento y en el lugar mismos donde se trata de celebrarla y de reafirmarla. Descubrí así, al ponerme ma nos a la obra , en situa ción , que lo que para mí constitu ía un a solución psicológica signifi caba un desafío al orden simbólico, una ofensa a la dignidad de la institución que requiere el silencio sobre la arbitrariedad del rito institucional que se está cumpliendo. La lectura pública de este texto que, escrito fuera de la situación, ha de leerse tal
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cual, sin modificaciones, ante el cuerpo de cate dráticos reunidos, Claude Lévi-Strauss, Georges Dumézil, Michel Foucault, etcétera, es una prueba terrible. Me dirán que hablé con un hilo de voz. Hago como una especie de amago de interrumpir mi discurso y de marcharme. Jean-Pierre Vernant me mira con cara de pocos amigos, o eso creo; llego hasta el final a trancas y barrancas. Después, siento un terrible malestar, más debido a la sensación de haber metido la pata que a la de haber cometido una transgresión. Me quedo a solas con dos de mis antiguos condiscípulos del liceo de Pau, nunca vis tos antes, ni después: hablo sin ton ni son, debido al relajamiento, después de la enorme tensión, con la sensación de tener que pagarlo todo siempre muy caro. Por qué estar obligado, para salir adelan te, a ir a esta especie de esquizofrenia semicontroladá en la que, igual que el enfermo comenta lo que dice o hace diciendo que dice o hace otra cosa, yo comento mi mensaje, el hecho de dictar una lec ción, mediante otro mensaje que lo contradice, en lo esencial, desvelando todo lo que significa y supo ne el hecho de dictar una lección. No ha sido la única vez en mi vida en la que he tenido la sensa ción de que una fuerza superior me obligaba a ha cer algo que me costaba mucho y cuya necesidad sólo sentía yo.
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¿Por qué, y, sobre todo, para quién, he escrito? Tal vez para no fomentar las biografías y desanimar a los biógrafos, pero desvelando, debido a una es pecie de pundonor profesional, las informaciones que me hubiera gustado encontrar cuando trataba de comprender a los escritores o a los artistas del pasado, e intentan do pro lon gar el análisis reflexivo más allá de los descubrimientos genéricos propor cionados por el propio análisis científico; y ello sin caer en la tentación (poderosísima) de desmentir o de refutar las deformaciones y las difamaciones, de desengañar o de sorprender. No puedo ignorar los intentos de objetivación más o menos salvajes que mis análisis han suscitado a modo de réplica, sin más justificación que el propósito malévolo de ob jetiv ar a quien objetiva, según la lógica pue ril del «quien lo dice lo es»: quien denun cia gloria y hono
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